La Ultima Vez Que VI Llover - Susanna Herrero PDF

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© Susanna Herrero

1ª edición, junio de 2020


Ilustración de portada: Judit Mallol.
Diseño de cubierta: Adyma Desing.

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a
un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico,
fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de
dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.
Para Luken y Ane, esas dos personitas recién nacidas que han entrado a
formar parte de nuestras vidas a la vez que River y Catalina. Os quiero
un montón, pequeñajos
Sinopsis

Mucho tiempo atrás, Catalina Berenguer y la cesta de su bicicleta se dieron de bruces con River
Cabana.
River le arregló la «cestita de la bici», trepó hasta su ventana, la estremeció de pies a cabeza con
su mirada azul y se precipitaron juntos hacia el cielo, sin dejar de mirarse ni de esbozar las
sonrisas más radiantes jamás vistas.
Se casaron. Fueron felices y comieron perdices. O quizá no.

Catalina le pidió el divorcio al mayor de los hermanos Cabana y voló al otro lado del mundo.
Casi un año después, regresa al pueblo. A su River. O quizá no.

Porque ¿quién es River Cabana?


Es su futuro exmarido.
Es el amor de su vida.
Es un agente del CNI. El agente que se casó con ella para investigar a su padre.
Es el responsable de que Catalina sea quien es ahora. La chica que un día, bajo un cielo cubierto
de nubes y de la mano de él, dejó de ver la lluvia. La chica que un día, sobre un césped mojado y
tras los pasos de él, comenzó a sentir la lluvia.
Es… River Cabana.
Índice
Sinopsis
Índice
Prólogo
1 Hogar, dulce hogar. O no…
«¿Mi número? Claro, hombre, todo tuyo». ¿Verdad o mentira?
2 Mi secreto mejor guardado
«Soy informático». ¿Verdad o mentira?
3 Operación «desenmascarar al traidor de mi tío». Fase uno
«Porque me gustas mucho». ¿Verdad o mentira?
4 Nunca un «a contrarreloj» fue más real. Operación «desenmascarar al traidor de mi tío».
Fase dos
«Quiero casarme contigo». ¿Verdad o mentira?
5 Me cago en mi puta vida. Me cago mucho
«Todo genial». ¿Verdad o mentira?
6 El jinete del Apocalipsis
«Te quiero». ¿Verdad o mentira?
7 Maldito bipolar
«Te odio». ¿Verdad o mentira?
8 Perdóname. Perdóname, perdóname, perdóname, por favor
Una vida juntos de verdades y mentiras
9 Quién quiere vivir para siempre
«Quiero el divorcio». ¿Verdad o mentira?
10 Uno para todos y todos para uno
La (no) despedida
11 La gran borrachera Cabana
12 Soy gilipollas
13 Mi Cabana favorito
14 La fiesta de Halloween
15 Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Pulsar. Y esperar
16 ¿Novedades? Novedades
17 Ponlo a prueba
18 Los Cabana en las buenas y en las malas; sobre todo, en las malas
19 Si es que lo sabía, en el fondo lo sabía
20 Otra boda Cabana y un te quiero
21 River y yo
22 ¿Confías en mí?
23 ¿Cómo vas a salir de esta, River?
24 Una gran gran comida en familia
Epílogo
Epílogo 2
Agradecimientos
Susanna Herrero
Prólogo
Catalina fue la última en subir las escaleras. No podía dejar de mirar hacia todos lados, en busca
de River. Si él aparecía… Si él aparecía, tendría que significar algo. Y si no lo hacía, lo
significaría todo. Catalina sintió frío; se había levantado viento y el cabello le azotó el rostro una
y otra vez. No había ni rastro de River.
Entró en el avión. Ocupó su sitio con la mirada en el cristal, sin ver nada en realidad. Sin ver
cómo el avión ganaba velocidad y despegaba las ruedas del suelo. No fue capaz ni de llorar. No
sentía nada. O sentía tanto que se le había paralizado el cuerpo. Sus pulmones inhalaban y
expulsaban aire y su corazón bombeaba sangre por inercia. Por simple inercia.

River fue directo al control de seguridad y sacó su identificación por segunda vez: lo dejaron
pasar sin hacer preguntas. Llegó a la puerta por la que Cata debía de haber embarcado hacía
pocos minutos y le habló con autoridad a la chica que recogía ya el mostrador.
—Que no despegue el avión.
—¿Qué?
River, por tercera vez en menos de una hora, enseñó su identificación:
—CNI. Que no despegue el avión.
—Señor, eso es imposible.
—¿No has oído la parte de CNI? Detén el avión.
—Le estoy diciendo que eso es imposible. Ya ha despegado.
La chica señaló la gran cristalera detrás de ella y entonces River vio el avión alcanzar el
cielo. Se acercó al cristal y apoyó las manos y la frente en él. Observó con impotencia cómo se
alejaba hasta perderlo de vista. Observó con impotencia cómo su vida daba un giro de ciento
ochenta grados. Apretó los párpados. Cata se había ido. Cata no lo había esperado. No lo había
esperado. Cata lo había abandonado.
—Señor, ¿se encuentra usted bien? ¿Hay algún problema con ese avión?
River se alejó del cristal y recuperó la compostura.
—Ningún problema, señorita. Estamos realizando unas pruebas de seguridad. Continúe con su
trabajo.
River abandonó el aeropuerto y regresó a casa. Solo. Aún no podía creerlo. Cata se había
marchado.
Cata le había pedido el divorcio e iba totalmente en serio.
Cata lo había abandonado.
1
Hogar, dulce hogar. O no…
En la actualidad. Septiembre de 2017

No soy una mujer miedosa, no temo a la oscuridad ni al crujir de las paredes, pero tampoco soy
una kamikaze que se precipita hacia una muerte segura, cual Thelma y Louise en su Ford
Thunderbird descapotable (no, al menos, cuando estoy en pleno uso de mis facultades). Por eso, el
ruido del ascensor del edificio, deteniéndose en mitad de la noche en mi planta, una planta donde
solo se encuentra mi casa, provoca que cada uno de mis sentidos se ponga en alerta y que, acto
seguido, en un movimiento reflejo, me cubra la cabeza con las sábanas.
Varios segundos después, despacio, retiro la tela —que huele a polvo— de uno de mis ojos y
aguzo el oído; es complicado captar algo por encima del bamboleo enloquecido de mi propio
corazón, pero cuando escucho los pasos en el descansillo, me levanto a toda prisa de la cama.
Busco algo con lo que defenderme del más que inminente ladrón; a primera vista, no encuentro
nada que me sirva. En ocasiones como esta, me encantaría ser jugadora profesional de béisbol,
por eso de tener un bate; o practicar el tiro con arco, por eso de tener un arco y un par de flechas.
Siempre he sido yo muy de Robin Hood. O de Kevin Costner caracterizado de Robin Hood, no lo
tengo claro.
Arranco el cable de la lámpara de cerámica que hay en la mesita junto a la cama y voy
corriendo por el largo pasillo hasta el recibidor, dispuesta a asestarle el golpe de su vida a quien
se haya atrevido a colarse en mi hogar. Un hogar sucio y desaliñado que me parece a mí que no ha
visto a un ser humano desde hace meses, pero hogar, al fin y al cabo.
Alcanzo la puerta justo en el instante en que el ladrón manipula la cerradura y consigue abrir.
Levanto los brazos todo lo que dan de sí, con la lámpara entre las manos, y los bajo de nuevo en
dirección a la cabeza del ratero, lista para largarme a la calle a toda velocidad en cuanto se
desplome en el suelo, desmayado por la fuerza del golpe, pero… En un movimiento ultrarrápido
(digno de cualquier héroe de la película de Los vengadores, o de cualquiera en la que aparezcan
personajes con superpoderes), detiene mi arma mortal con el antebrazo, consiguiendo que se me
escape de entre los dedos y que emita un sonoro crash crash crash al caer al suelo. Al tiempo, sus
manos aprisionan las mías tras mi espalda. Y, entonces, me llega el olor a lluvia (nuestra lluvia), a
hogar (su hogar, suyo y de su familia) y a esa maldita colonia: Solo Loewe. Una fragancia que, por
sí sola, es capaz de destapar los miles de recuerdos que tengo almacenados a cal y canto en mi
memoria. Un olor tan característico en él que me lleva a cerrar los ojos, como si así pudiera
hacerlo desaparecer. Como si fuera yo la de los superpoderes.
—Pero ¡qué coño…! ¿Cata?
Y luego esa voz. Esa MALDITA voz grave, profunda, con ese matiz de desafío y burla a la vez,
que hacía tanto tiempo que no escuchaba en la vida real. Que oía solo en mis recuerdos. O en mis
sueños más recónditos.
No es un ladrón.
Es mi marido:
River Cabana.
O mejor:
River Maldito Cabana.
—¿River? —consigo susurrar. No quiero abrir los ojos. No quiero.
River me suelta al momento y yo me doy cuenta de que su toque me había dejado aturdida. Que
continúo aturdida. Enciende la luz en el interruptor de la entrada y yo utilizo el impacto de la
claridad que se adueña de la estancia como excusa para que mis párpados se aprieten aún más
entre sí. Los abro de nuevo: si quedaba algún espacio, por ridículamente minúsculo que fuera,
para la duda, ya no lo hay. Es él. Y tiene la misma pinta pretenciosa de siempre. Y el mismo
atractivo, para qué negarlo. La misma barbita de dos días. Los mismos ojazos azules. No, ojazos
no, Cata. Ojos. Solo ojos azules. Y el pelo rizado, un poco más largo que la última vez que lo vi.
Tampoco parece sorprendido por encontrarme aquí, en nuestra casa. Dios, cómo lo odio y qué
enfadada estoy todavía con él. Eso es, Cata, reaccionando acorde a lo planeado desde el primer
segundo. Tú lo odias, lo odias, lo odias. Lo odias porque precisamente por él pierdes el uso de tus
facultades y te precipitas hacia la muerte en el maldito Ford Thunderbird descapotable.
—¿Quién más va a ser? ¿Esperabas a alguien? —River es muy de contestar a una pregunta con
otra pregunta. O con dos.
Lo odias, lo odias, lo odias.
—¿Qué haces aquí? —le pregunto en un tono que no presagia negociaciones cordiales. Me fijo
en un punto indeterminado de su rostro, convenciéndome a mí misma de que es un rostro más entre
los millones y millones que hay en el mundo. Uno que no me altera. Uno que no significa nada para
mí.
—¿Te refieres a aquí, en mi casa? —responde insolente mientras pasa por mi lado y se adentra
en el salón, encendiendo todas las luces que encuentra a su paso como si fuera su casa. Vale, lo es,
pero ese no es el caso—. ¿Lo de la lámpara ha sido tu manera de darme la bienvenida?
—Me has asustado al manipular la cerradura. Creí que eras un ladrón.
River, sin pararse y sin mirarme a la cara, levanta el brazo derecho y hace tintinear sus llaves
con chulería como única respuesta a mi «al manipular la cerradura». Pongo los ojos en blanco.
Siempre ha sido un sobrado, el asunto es que a mí me gustaba que lo fuera. Gustaba, en pasado. Es
lo que tiene haberme enamorado de él como una tonta a los veintitrés años. Ahora, con
veintinueve, me revienta su actitud.
Se detiene en medio de la estancia, observando cada detalle (River siempre lo observa todo,
aunque se trate de su propia casa), y adopta una de sus posturas predilectas: apoya las manos en la
mesa de comedor que hay detrás de él y cruza las piernas en los tobillos. Muy River, todo.
Entonces me mira de arriba abajo, recreándose unos segundos de más en mi rostro; a mí no me
hace falta hacerle ningún escaneo, conozco su figura mejor que el color de mis ojos. Aunque sí
parece más delgado. Y lleva la misma ropa de siempre: pantalones vaqueros negros, camiseta de
manga corta oscura y zapatillas deportivas blancas. River, cuando no viste de traje, suele llevar
colores oscuros. Le da un puntito, la verdad. ¿Qué decías, Cata? ¿Que no le habías hecho escaneo?
Ejem.
Me acerco a su posición y odio el terreno inestable que se agita bajo mis pies desnudos. Es
madera, Cata, un suelo de madera como otro cualquiera. No son nubes blancas de algodón. Y no
vas a volver a caer de ellas. Me sitúo frente a él con los brazos cruzados, demostrándole que aquí
estoy yo. Con el movimiento, la camiseta que uso de pijama se me sube hasta la cintura, pero me
da igual. Me niego a sentirme vulnerable delante de él. Y menos aún, vistiendo una vieja camiseta
suya que publicita el pub del pueblo y que, muy probablemente, antes que a River perteneciera a
su hermano Marcos. Yo siempre dormía con su ropa cuando estábamos juntos, y volver a hacerlo
es la prueba de fuego de que no siento nada por él; solo se trata de una prenda que me gusta usar
de pijama. Y que él ya no utiliza. La ley de la oferta y la demanda. O lo que sea.
—Hola, Cata —me dice entonces en un tono casual que no se cree ni él—. Cuánto tiempo.
Casi un año. Casi desde que le pedí el divorcio en esta misma casa, porque dos semanas
después, me largué sin despedirme de él. De nadie, en realidad. Fue una decisión tomada de la
nada más absoluta, o de un todo demasiado abrumador. No lo tengo muy claro. Fue… Supongo que
fue necesario.
—Hola, River —respondo en el mismo tono—. ¿Puedo saber a qué se debe esta visita en
mitad de la noche? Casi te estampo una lámpara en la cabeza.
Levanta una ceja con prepotencia. Muy River, también.
—«Casi» no es el adverbio más adecuado. Prueba con «ni de lejos».
—«Ni de lejos» no es un adverbio.
Trata de disimular una sonrisa, sin demasiado éxito (estoy segura de que tal y como él
pretendía, porque a River no se le escapa nada que no quiera dejar escapar), y carraspea.
—Esta casa lleva un tiempo inhabitada. Prácticamente el mismo tiempo que tú has estado
fuera del pueblo viajando con tu familia por el Nuevo Mundo.
¿Viajando con mi familia? Dios, qué ganas de retroceder unos minutos, estamparle la lámpara
y disfrutar de su chichón. Ay, no, chichón no, tampoco te pases. Pobre. ¿Pobre? Cata, por Dios,
que tú lo odias. Lo odias, lo odias, lo odias. Si te ablandas por una simple hinchazón en su
estúpida cabeza, mal empiezas.
—¿Nuevo Mundo? Recíclate, River.
—He visto luz desde la calle —continúa, ignorando mi comentario— y me he dicho: «Riv,
parece que hay alguien viviendo en tu casa inhabitada, vete a ver quién es y saluda». La buena
educación está muy arraigada en mi familia, ya lo sabes. Y saludar es básico. Vamos, como
despedirse. De eso en tu familia sabéis menos.
River clava sus ojos en los míos y pronuncia con ellos palabras más hirientes que con la boca,
más recriminatorias, pero yo no las escucho.
—¿Has visto luz? Lo dudo mucho. Hace rato —lo recalco— que me he metido en la cama. No
sé si lo recuerdas, pero suelo dormir a oscuras, con las luces apagadas. Apagadísimas.
—Me temo que «a oscuras, con las luces apagadas, apagadísimas» es redundancia.
Redundancia por dos, diría yo. —Pero qué sopapo tiene—. Y no he dicho que haya visto luz
ahora. Rebobina, Cata. He dicho que he visto luz. De hecho, hace rato —recalca, el muy insolente
— que la he visto.
Y de repente todo me encaja. Él ya sabía que yo había regresado al pueblo, por eso no se ha
mostrado sorprendido al verme. No tengo ninguna duda. River siempre va por delante de los
demás. O eso se cree él. La realidad es que solo va por delante en un noventa por ciento.
La realidad es que lleva años detrás de mí, porque yo formo parte del otro diez por ciento.
—¿Estabas acechando?
—Yo no acecho.
¡Ja! Tengo mucho que decir al respecto, pero no es el momento. Esbozo una sonrisa de lo más
falsa y cambio de tema.
—En fin, ¿qué quieres, River?
Cuarta vez que pronuncio su nombre en voz alta. Y las cuatro veces me ha rebotado en el
pecho. ¿Se puede amar un nombre y odiar a la persona a la que le pertenece? Porque después de
todo lo que ha pasado entre nosotros, sigo pensando que es el nombre más bonito que he
pronunciado en mi vida. O algo no va bien conmigo o sí se puede amar el nombre y odiar a la
persona.
—Saludar a mi mujer, ¿no es obvio? ¿Qué tal todo?
—Muy bien. De regreso del viaje por el Nuevo Mundo con mi familia.
River sonríe y me mira con intensidad, esa intensidad que lo caracteriza. El azul de sus ojos se
te cuela hasta en las entrañas.
Se la sostengo como una campeona.
—¿Qué tal tus padres?
—Muy bien. Te mandan saludos. —Mentira. Lo odian. Sobre todo, mi madre, que nunca lo ha
tragado—. ¿Qué tal todo por aquí?
—Muy bien. Todos están muy bien. Mis hermanos. Y mis padres, también. Te han echado de
menos, por cierto. Mis padres. Se van a llevar una alegría cuando les diga que has regresado a
casa.
Creo que es la única frase que River ha expresado con sinceridad. Y yo tengo que hacer un
esfuerzo mayúsculo por mantenerme indiferente. Sus padres son mi mayor debilidad. Los adoro.
Han sido una verdadera familia para mí. Una FAMILIA en letras mayúsculas. Un PADRE y una MADRE
en letras mayúsculas. La única familia de River que he sentido como mía. Sus hermanísimos son
otro asunto…
—¿Ahora vives con ellos? Porque me ha quedado claro que en esta casa no habitas.
Ya sé la respuesta (es lo primero que ha llegado a mis oídos en cuanto he plantado el pie en el
pueblo; aquí los vecinos enseguida te ponen al día): que mi marido se fue a vivir con sus padres
cuando yo me marché, pero yo se lo pregunto de todas maneras, fingiendo no tener apenas
información.
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace un tiempo.
—¿Cuánto tiempo?
—Algún tiempo.
—¿Algún tiempo?
—Correcto.
—¿Por qué?
—Porque sí.
—Muy bien, River, pero al menos podías haberte ocupado de la casa mientras yo estaba fuera.
Hasta telarañas hay por los rincones. Esto es abandono del hogar en toda regla.
—Ah, claro, tú entiendes bien de eso. De abandono del hogar y tal —me explica cuando ve
que arrugo la frente. Lo que me faltaba.
—No me vengas con esas. Te pedí el divorcio un par de semanas antes de irme, River. Alto y
claro.
—¿Y?
—Y yo no he abandonado ningún hogar. Te di la opción de…
—¿Opción, dices? —River se incorpora y se aproxima a mí. Yo me niego a moverme de mi
sitio.
—Sí, opción. Te di a elegir y tú preferiste…
—¿Que me diste a elegir? Esa sí que es buena. —Sonríe sin ganas. Le ha cambiado la voz. Se
le ha borrado de pronto el tono casual, prepotente, tan habitual en él. Ahora parece enfadado—.
Me soltaste aquella bomba el día de la boda de mi hermano, la puta mañana de su boda, Cata, y no
tuviste la deferencia de darme tiempo ni para reaccionar. Eso no es darme a elegir. Eso es otra
cosa.
Su aliento en mi rostro me desestabiliza; sus labios tan cerca de mi boca me hacen temblar. En
el pasado, era imposible que no nos besáramos estando tan cerca el uno del otro —teníamos una
especie de imán muy potente; deseo, lo llaman—, pero esto es el presente, y yo ahora sonrío con
sorna.
—Tuviste dos semanas para elegir, River.
—Dos semanas en las que mi familia estaba más frágil que nunca. Por si no lo recuerdas,
Marcos dejó a Alicia plantada en el altar; Priscila regresaba a Boston para no volver, destrozada
por perder a Alex para siempre; Adrián y ella apenas acababan de reconciliarse, y Hugo estaba
jodido por lo de Jaime. Los Cabana solemos permanecer unidos en las malas.
—Oh, vamos, River, el resultado habría sido el mismo si te hubiera dado dos minutos, dos
años o dos décadas.
—Supongo que eso nunca lo sabremos.
Se aproxima más. River se aproxima aún más a mí. Sus ojos, a tan poca distancia de los míos,
se desplazan por mi rostro. Los mechones rebeldes de su cabello rizado casi rozan mi pelo rubio.
Su cuerpo se encuentra demasiado cerca del mío. Demasiado cerca.
—Yo sí lo sé. Y no te me acerques tanto.
Lo alejo de un leve empujón sin dejar de sostenerle la mirada.
—¿Tengo la lepra o qué?
—Es esa colonia que te empeñas en utilizar; es demasiado intensa y me produce alergia.
—¿Desde cuándo?
—Desde siempre. Disimulaba para no herir tu orgullo.
—¿Tú? ¿Disimular? Lo dudo. No es tu fuerte.
Oh, no tienes ni idea, River. No tienes ni idea.
—Ya. En fin. Si has venido a saludar, ya has saludado. ¿Te importaría marcharte ahora para
que yo pueda seguir durmiendo? Esta conversación me va a costar un par de ojeras, y ya sabes que
las detesto. El azul fantasmagórico queda fatal con mi tono de piel. La próxima vez que vengas de
visita, hazlo durante el día. Creo que las horas de sol van de siete y media de la mañana a ocho y
media de la tarde. Un abanico bien amplio, si me permites opinar al respecto.
—¿De visita? No te equivoques, Catalina, esta también es mi casa.
—¿Piensas mudarte?
—No lo sé. Ya veré.
—Bien, pues para evitarnos discusiones y malos rollos, mañana mismo llamaré a mi abogado.
Tenemos que empezar en serio con los trámites del divorcio. Me gustaría quedarme con esta casa;
estoy dispuesta a pagar tu parte por encima de su valor de mercado. Me siento generosa. Que el
tasador sea de tu confianza, te concedo eso también. Y habrá que hacer inventario y ver qué
queremos conservar cada uno por separado.
—Perfecto. —River pasa por mi lado, como si tuviera un petardo metido en el trasero, y se
dirige a la salida—. No te olvides de incluir esa camiseta que llevas puesta en mi montón.
Abre la puerta, sale y cierra de un portazo. A mí me zumban los oídos. Me quedo en el centro
del salón con el pulso acelerado, intentando recuperar el control sobre mí misma. Sin saber si
siento frío o calor. Si bajo mis pies hay placas de hielo o brasas ardientes. Sin saber si tengo
sueño como para regresar a la cama o si voy a permanecer las próximas veinte o cuarenta horas en
una horrible vigilia. Lo odias, lo odias, lo odias. Dios, cómo lo odias.
En un acto reflejo que soy incapaz de dominar, miro hacia el gran ventanal del salón, hacia la
calle, en busca de la lluvia. Una lluvia que no existe. No hoy, al menos. Llevaba un año sin
hacerlo. Sin buscarla. Pero ver a River me trae la lluvia a la cabeza. De la misma manera que ver
llover me trae a River a la cabeza. Es un círculo vicioso muy jodido, lo sé, teniendo en cuenta que
odio a River y que voy a divorciarme de él en cuanto pueda. Menos mal que en este pueblo apenas
llueve.
Como aún no me atrevo a moverme, por si el suelo se despedaza bajo mis pies (tampoco
sabría a dónde ir), decido quedarme donde estoy, sin apartar la mirada de la puerta por la que él
acaba de marcharse.
Él.
Sabía que este encuentro se daría más pronto que tarde. Sabía que podía suceder en cualquier
momento desde que el taxi que nos ha recogido en el aeropuerto a mis padres y a mí ha puesto sus
ruedas en la primera rotonda que da acceso al pueblo. Sabía que no me iba a resultar indiferente
su presencia, y venía preparada, pero supongo que una nunca está lo suficientemente preparada
para reencontrarse con su marido, después de casi un año entero sin verlo, y que la sangre no fluya
a toda velocidad por sus venas. Sobre todo, si estás tan enfadada con él como yo lo estoy con
River.
A veces me gustaría evadirme a una playa paradisiaca. Mi profesora de oratoria solía darme
ese consejo a propósito de mi miedo escénico. Me decía que me transportara mentalmente a un
lugar agradable y que lo hiciera mío. Que hablara en voz alta desde ahí, tumbada muy tranquila en
una hamaca del color que a mí más me gustara o flotando en el agua con los ojos cerrados. Nunca
lo conseguí. Tampoco esperaba hacerlo hoy con River.
Seis horas. Seis horas llevo en el pueblo. Tres, en esta casa. He venido en cuanto me he
enterado de que River no vivía aquí. Primero me he sorprendido y luego he sentido el impulso. Y
lo he hecho. Lo he hecho sin maletas y sin nada, a pesar de la mala cara que ha puesto mi madre.
Hace muchos años que las órdenes veladas —y las no veladas, ya que estamos— de mi madre
pasaron de regir mi vida a no significar absolutamente nada. Sí, muchos años, los mismos que
hace que conozco a los hermanos Cabana. Los malditos hermanos Cabana. Los hermanísimos.
El primero en llegar fue Hugo. Hugo. Hugo. El del medio de todos ellos. El estúpido surfero
con pinta de veterinario. O el estúpido veterinario con pinta de surfero. Lo mires por donde lo
mires, el orden de los factores no altera el producto: es un estúpido.
Retrocedo casi seis años en mi memoria.
Recuerdo que mi padre me consolaba en el sofá de casa, o lo intentaba, acariciando mi
espalda con suavidad. Acababan de atropellar a mi gata y los responsables se habían dado a la
fuga. Papá me aseguraba que el veterinario no tardaría en llegar y que Crow estaría bien, pero yo
no podía dejar de llorar. Me explicó que el veterinario era hijo de los propietarios de los grandes
almacenes del pueblo, de los Cabana, como si yo tuviera que conocerlos después de haber pasado
más de media vida (desde los nueve años, para ser exactos) estudiando en el extranjero. No era
así. Ni me importaba quiénes fueran esos Cabana. La congoja no me dejaba ni respirar.
Fui yo la que acudió a todo correr al recibidor a abrir la puerta cuando el timbre sonó; al otro
lado me esperaba un chico rubio, muy joven y muy guapo, que llevaba un maletín en su mano
derecha.
«¿Sí?», pregunté confusa. Mi primer pensamiento fue algo así como: «¿Qué quiere este chaval
a estas horas de la noche?».
«Hola, me habéis llamado para una emergencia», respondió él.
¿Llamado? Pues sí, llamado. Resulta que el chavalín rubio era el veterinario. Y yo no podía
dejar de preguntarme: «¿En serio? Pero ¿cuántos años dura la carrera de Veterinaria? ¿Dos? ¿Un
mes?». Lo miré de arriba abajo. Y no porque estuviera tremendo con esa melena de surfero y esos
ojos azul-gris, sino por las fachas que llevaba. Iba en pijama. En pantalones de pijama y
chancletas.
Pero entonces me acordé de Crow y lo invité a entrar. Me daba igual que el chico fuera un
veterinario precoz o un surfista con manos sanadoras con tal de que curara a mi gata. Me preguntó
por el incidente, muy serio, mientras yo lo guiaba al salón, y se lo expliqué lo mejor que pude.
«Joder», masculló al momento. Me gustó. Y hasta agradecí la palabrota; por fin alguien la
pronunciaba. Yo solía tener ese tipo de palabras malsonantes en la punta de la lengua, pero no me
estaba permitido dejarlas salir.
«Gracias por venir tan rápido», le dije entonces. Él asintió con la cabeza y sonrió. Intentó
tranquilizarme con la mirada y en verdad lo consiguió. Su mirada tenía algo. Y, además, lo vi tan
seguro de sí mismo… ¿Cómo no creerlo? Fue directo a mi gata y la examinó durante unos minutos
interminables. Yo lo observaba sin perder detalle y sin dejar de morderme las uñas. Comencé a
ponerme nerviosa al ver que la movía de un lado para otro y que le metía un termómetro por el
trasero, pero él me tranquilizó una vez más; me dijo: «No te agobies», me aseguró que no le estaba
haciendo ningún daño y yo lo creí de nuevo. Solo había que ver cómo susurraba palabras
cariñosas a Crow y la delicadeza con que lo hacía todo. No. No le estaba haciendo daño. Y me
sorprendió que mientras la examinaba a ella, también tuviera ojos para preocuparse por mi
bienestar. Mi madre me miraba con recriminación, por morderme las uñas y por dar la nota, pero
me daba igual; es más, estaba dispuesta a atacar los dedos en cuanto me quedara sin uñas. No era
capaz de mantener el tipo en aquella situación, ya lidiaría con ella más tarde.
El examen acabó y, tras suministrarle no tengo idea de qué, el veterinario nos dijo que Crow
iba a estar bien. Que había recibido un golpe muy fuerte, pero que con cuidados, descanso y
mimos, se recuperaría.
Se lo agradecí y me lancé a sus brazos, en un gesto demasiado espontáneo para lo que yo solía
ser en aquella época cuando me encontraba en presencia de mi perfecta progenitora. Él tenía un
olor especial, uno que nunca había llegado a mis fosas nasales. No lo reconocí, pero era
agradable. Y yo ya podía respirar sin aquella congoja tan horrible. Odio ver sufrir a los animales,
a cualquier animal, y al mío, por descontado, mucho más. Me entraron ganas hasta de besarlo en la
mejilla, pero me resistí. Mi madre me observaba, por supuesto. Siempre lo hacía. O lo hace.
«Podéis llamarme si veis que Crow se encuentra mal o que actúa de manera extraña. Vendré
enseguida». No me pasó desapercibido que llamara a mi gata por su nombre. Me gustó. Me resultó
cercano. Incluso dulce. Él era dulce.
«Gracias, hijo. Hugo, ¿verdad?», le preguntó mi padre. «¿Tú eres el pequeño de los chicos?».
«El mediano, en realidad».
Vuelvo al presente. Oh, sí. El mediano. El maldito mediano. Hugo Cabana.
Después de eso, apenas un par de días más tarde, conocí a River y… Y conocí a River. Fin de
la oración. Mi vida cambió para siempre. Y, aunque hace rato que él se ha ido, todavía me zumban
los oídos. Todavía me palpita su presencia. Todavía soy capaz de respirar su fragancia. Todavía
veo su rostro demasiado cerca del mío.
Hace mucho tiempo que dejé de morderme la lengua, así que… lo dejo salir. En voz alta:
—Puñetero River Maldito Cabana.
«¿Mi número? Claro, hombre, todo tuyo». ¿Verdad o
mentira?
4 de noviembre de 2011

Dicen por ahí que la vida puede cambiar de manera radical en un segundo. Que uno mismo es
capaz de trastocarla, por ejemplo, con la toma de una sola decisión. Que esa decisión puede
brotar, crecer, completarse o perfeccionarse en la mente humana durante horas, días o años, pero
que el clic solo dura un segundo. Y ¿qué es un segundo?
Dicen por ahí que, en ocasiones, ni siquiera depende de uno mismo. En ocasiones, son terceras
personas las que desencadenan que la vida de uno cambie de manera radical en un segundo. Sin
que se pueda hacer nada para evitarlo. Sin posibilidad de capturar y retener entre las manos esa
estabilidad que, sin remedio, desaparece.
Así sucedió aquel día de noviembre, cuando Catalina Berenguer, la hija del alcalde más
longevo y apreciado del pueblo, apoyó de malas maneras la bicicleta en un árbol próximo a la
carretera para atarse el cordón de la deportiva, que se le había desatado. Llevaba varios minutos
contemplando con desidia cómo volaba a placer cerca de los pedales y no le importaba, pero si su
madre lo viera… Ya solo por ese pensamiento se detuvo y le puso remedio.
Ella tenía mucho que decir sobre que los demás interfirieran en la vida de uno. ¿Y sobre
detener el tiempo? Sobre detener el tiempo, Catalina Berenguer tenía muchísimo más que decir.
Sobre todo cuando, mientras continuaba agachada, atando su perfecta zapatilla de color blanco,
fue testigo de cómo la bicicleta salía disparada a toda velocidad hacia la carretera, por culpa del
empujón que le dio de pronto un perro fuera de control.
Se incorporó al mismo tiempo que estiraba la mano para agarrar la bicicleta voladora, pero…
fue imposible frenarla. Y el perro y el dueño desaparecían cuesta arriba, ajenos al desastre que
habían provocado. Lo siguiente que escuchó Cata fue el chirrido de las ruedas de un coche, que le
rechinó en los oídos y le estremeció todo el cuerpo: pocos días atrás, un coche había atropellado a
su gata y por poco no la había matado.
Cerró los ojos y cogió aire. La iba a armar. Cruzó la carretera y fue directa al vehículo que
acababa de llevarse por delante su bicicleta. Distinguió a un chico joven dentro del deportivo
rojo, tuneado hasta el extremo; llevaba gafas de sol oscuras, la chaqueta y la camisa remangadas
hasta los codos, y la música retumbaba desde dentro. Catalina alzó los ojos al cielo. Se iba a ir
caliente para casa el poligonero de turno. No tenía ningún problema en pagar sus frustraciones con
él. El responsable del atropello de Crow se había dado a la fuga, pero este no se escaparía tan
fácilmente. Quizá hasta fuera la misma persona. Casualidades más absurdas había visto en la vida.
River Cabana llegaba tarde a una importante reunión de trabajo, y él nunca llegaba tarde. La
culpa era de su coche, que había elegido el peor momento para quedarse sin batería. Aunque, a
decir verdad, el único culpable de que las luces se hubieran quedado encendidas durante toda la
noche era él mismo; la tarde anterior había llegado demasiado cansado a casa y, al apearse, con la
única intención de meterse en la cama y dormir veinticuatro horas sin interrupción, ni se había
dado cuenta de que no las había apagado. Como no tenía tiempo para arreglarlo, había cogido
prestado el deportivo de su hermano Marcos, que era muy cantoso, pero que le servía para
desplazarse. Lo cogió sin avisar. Luego lo llamaría. O no. Le mandaría un mensaje. Salió de la
urbanización de sus padres quemando rueda.
Hacía muchísimo calor para ser noviembre, o quizá él estaba acalorado por llegar tarde a
aquella reunión; en cualquier caso, tuvo que remangarse la chaqueta y la camisa. Las arrugas eran
lo que menos le preocupaba; se asfixiaba, y eso que llevaba el aire acondicionado a la máxima
potencia. Giró a la derecha y tomó la calle principal del pueblo; al mismo tiempo, encendió la
radio para escuchar las noticias y casi muere de un infarto cuando la música resonó en los
altavoces a todo volumen. «¡Joder, Marcos!», pronunció en un grito que se diluyó entre las voces
de Cali y El Dandee. «Cualquier día, se queda sordo».
No le dio tiempo a bajar el volumen; de pronto, a su derecha, distinguió un objeto volador no
identificado y pisó el freno justo a tiempo. Bueno, a tiempo del todo, no. Le dio un ligero toque.
Un toquecito. Era una bicicleta de color rosa. Una jodida bicicleta de color rosa que había
aparecido de la nada. Menos mal que sus reflejos eran los que eran. Y que el freno del coche de su
hermano tenía poco recorrido. Aceptaría las disculpas del dueño o la dueña de la bici, sonreiría
con educación ante el agradecimiento y las palabras de elogio por sus envidiables reflejos y se
largaría pitando. Que llegaba tarde, joder.
Bajaba del coche cuando vio a una chica rubia dirigirse a él con cara de querer estrangularlo
con sus propias manos.
—Pero ¡¿de qué vas?! ¿Estás loco o qué te pasa? —le gritó con mala leche antes de revisar los
daños de la bici.
—¿Perdona? —River, estupefacto, fue detrás de ella.
—¡Te has cargado mi bici! —River observó, aún sin salir de su asombro, que la rubia, sin
dejar de maldecir ¿en inglés?, cogía la bicicleta del suelo y la enderezaba. Su mirada se perdió
medio segundo en las piernas y el trasero de la chica. Solo medio segundo. Apenas tenía un roce
de nada. La bici. Eso sí, la cesta rosa estaba hecha una mierda—. Debería denunciarte. ¡Voy a
denunciarte!
—¿Me estás vacilando? —le preguntó él entonces—. Tu bici casi acaba con mi vida. Ha
salido de la nada y la he esquivado de milagro. Puedes darles las gracias a mis reflejos. De nada.
—¿A tus reflejos? Para tu información, te diré que no la has esquivado. ¡¿Ves este golpe de
aquí?! —Ella señaló con el dedo índice el leve roce, casi invisible, que lucía la bicicleta en el
chasis. Él no se fijó en lo que señalaba aquel dedo. Sí se fijó en los ojos y en el rostro de la chica:
estaba bastante buena. Y los labios pintados de ese rojo tan intenso… River tragó saliva—. ¡Has
sido tú! Y el límite de velocidad de esta carretera es de treinta kilómetros por hora, ¿no has visto
la cantidad de peatones que hay alrededor? ¡Y animales y niños! ¡Y ancianos! Los conductores
tenéis que estar pendientes de cualquier imprevisto y, sobre todo, respetar las normas de
circulación. Deberían quitarte el carné de conducir. ¡A poligonear te vas a la discoteca!
River estuvo a punto de decirle que se había repetido, porque los niños y los ancianos
entraban dentro del término «peatones», pero… Espera, ¿qué? ¿«Poligonear», había dicho?
—¿Perdona? ¿Me estás llamando «poligonero»? —No pudo decir otra cosa. Ni siquiera
defenderse del resto de las acusaciones.
River se escrutó de arriba abajo: el traje con corbata y chaqueta de color azul marino le
sentaba como un guante. Vale que no llevaba la corbata —descansaba en el asiento del copiloto—
y que iba remangado hasta los codos —el condenado calor—, pero de ahí a llamarlo
«poligonero»… Después se fijó en el coche de su hermano y sonrió sin poder evitarlo. «Verás
cuando se lo cuente a Marcos». Se le escapó una carcajada y le dio exactamente igual que la gente
se hubiera arremolinado a su alrededor para mirar. O para cotillear. También se la sudó que los
coches que circulaban por la calzada se hubieran quedado atascados en el único carril libre tras
su incidente con la rubia, dado que ellos dos y su discusión ocupaban el otro, y que las bocinas
impacientes inundaran el ambiente.
—¿Prefieres «macarra»? —dijo ella.
River rio de nuevo. Lo habían llamado de muchas formas en su vida, sus hermanos los
primeros, pero «macarra», nunca.
«¿Y este de qué se ríe?», pensó Catalina. «¿Es idiota?».
—Iba a treinta kilómetros por hora —se excusó entonces él frente al gesto asesino de ella.
Cuarenta a lo sumo, se dijo a sí mismo.
—Eso no te lo crees ni tú.
—Pero ¡si no me has visto!
—Ni falta que me ha hecho. Si hubieras ido despacio, no te habrías cargado mi bici.
—Repito: tu bici ha salido de la nada. Y no ha sufrido ningún desperfecto. O casi ninguno —se
corrigió, al ver de nuevo la cesta—. De hecho, has tenido suerte de dar conmigo; si es otro, te
quedas sin ella. Debería denunciarte yo a ti por alteración del orden público. O por atacarme con
tu bici rosa. —River había cogido carrerilla, era capaz de añadir un par de delitos más al
currículum de la rubia, pero…—. Perdona, ¿me estás insultando en inglés?
La había oído mascullar por lo bajo desde que se había bajado del coche. Eran palabras
ininteligibles, pero él tenía buen oído, además de un inglés perfecto, y habría jurado que eran
palabrotas en ese idioma, dirigidas a él.
Catalina ignoró la última pregunta. Por supuesto que lo estaba insultando. Aunque lo de
hacerlo en inglés había sido inconsciente. Demasiados años estudiando en el extranjero. Y
acababa de regresar. Le costaba habituarse al castellano.
—¿Denunciarme tú a mí? Pero ¿qué dices?
—Lo que oyes. Has lanzado un objeto a la carretera y podías haber causado un grave
accidente. Podías haberme matado.
—¿Matado? No eres exageradito tú ni nada. Y yo no la he lanzado, ha sido un perro el que la
ha empujado sin querer mientras yo me ataba el cordón de la zapatilla.
River desvió la vista a las zapatillas de la rubia y se distrajo un segundo de más con aquellas
piernas, enfundadas en unos pantalones vaqueros tobilleros muy ajustados. Eran unas buenas
piernas. Subió de nuevo. Lo hizo con descaro. Con mucho descaro. En su línea, vamos. La chica lo
miraba con fuego en los ojos y a él le habría encantado bajarle los humos, pero se acordó de que
llegaba tarde a la reunión con su superior. ¡Mierda!
—Mira —le dijo con cierta condescendencia al tiempo que sacaba el móvil de su pantalón—,
tengo prisa, así que vamos a hacer una cosa. Dame tu número de teléfono y yo me pongo en
contacto con el seguro para que te arregle la cestita de la bici.
¿La cestita de la bici? ¡¿La cestita de la bici?! Catalina inhaló de nuevo. Cinco veces. No
quería ir a la cárcel por agresión a un ciudadano en su segunda semana en el pueblo; su padre la
mataría. En su lugar, dibujó con sus labios pintados de rojo la mejor de sus sonrisas. ¿Quién se
remangaba hasta los codos un traje como ese, por el amor de Dios? Y lo peor de todo es que el
hombre era guapísimo. Le echaba unos treinta años. Parecía un actor de Hollywood, con esos
ojazos azules y ese pelo tan perfecto lleno de ondas y reflejos rubios. ¿Y el cuerpo? Como a ella
le gustaba: delgado y potente. Pero ese no era el asunto.
—¿Mi número de teléfono? —pronunció con dulzura—. Claro, hombre, todo tuyo.
—Bien. Dímelo, que lo apunto en el móvil.
River desbloqueó el terminal, convencido de que la fierecilla ya se iba amansando. Quedaba
claro que, con educación, se llegaba a todas partes y que hablando se entendía la gente. Tenía
varios mensajes de sus hermanos, pero los ignoró por el momento. Si se liaba con las tertulias
Cabana…, estaría perdido. Sus hermanos tenían la capacidad de hablar y hablar durante horas sin
que la conversación decayera en ningún momento. Era un don.
Catalina, por su parte, recitó un número al azar. El primero que le vino a la cabeza, que,
casualidad, fue el de la discoteca a las afueras del pueblo donde había hecho una entrevista la
tarde anterior para el puesto de camarera. No iba a aceptar el trabajo si la seleccionaban, claro.
Solo era un acto de rebeldía hacia su madre, pero a ella la hacía sentir bien ir en contra de sus
directrices aunque solo fuera durante unos míseros minutos. Se sentía libre. Y la libertad era lo
mejor que tenía en la vida, a pesar de que solo disfrutara de ella durante instantes muy efímeros.
Oh, pero qué instantes. Con tal de saborearlos, todo merecía la pena.
—Genial, te llamaré y te diré algo. Por cierto, me llamo River.
—¿River? —Pero ¿qué nombre era ese?
—Cabana. River Cabana —añadió—. Ha sido un placer.
—¿Cabana?
—Sí. Y, para que lo sepas, sigues llevando el cordón de la zapatilla desatado.
River le guiñó un ojo, regresó al asiento del conductor y, antes de que Catalina pudiera coger
aire de nuevo, salió disparado en su coche rojo tuneado. Catalina, durante un tiempo después de
que el tal River se alejara, permaneció en el margen de la carretera, con las manos en el manillar
de la bici y la mente en aquel apellido. ¿Cabana? Arrugó la frente. ¿De qué le sonaba? De algo
reciente, eso seguro. Echó la memoria unos cuantos días atrás hasta que dio con ello: «Ah, el
surfero que atendió a Crow; deben de ser hermanos. Menuda diferencia de personalidades: un
veterinario precoz y un poligonero. Aunque en esa familia es innegable la buena genética en lo que
al físico se refiere».
2
Mi secreto mejor guardado
River
Cierro la puerta de mi casa tras de mí con mucha más fuerza de la que pretendía; sin embargo, el
portazo, lejos de sorprenderme, me sienta bien. Me lo he ganado.
Dejo caer la cabeza en la hoja con un golpe seco y cierro los ojos. «No entres de nuevo, Riv,
no lo hagas. Saldrías mucho peor parado. Perderías el control y le dirías lo enfadado que estás
con ella por haberse largado tan lejos de ti. Y tú nunca pierdes el control».
Me llevo los dedos a los lagrimales, asqueado conmigo mismo por que el encuentro se me
haya ido de las manos. Y a mí nada se me va de las manos, nunca, es mi trabajo, pero Catalina
consigue alterarme. Siempre consigue alterarme. Con ella los nunca se convierten en siempre. Y
los encuentros casuales, en una huida en toda regla, con el rabo entre las piernas, cuando se come
tanto terreno que a punto estoy de mandarlo todo a la mierda y cargarme el trabajo de los últimos
seis años. He mantenido el tono informal de maravilla hasta que de mi boca ha salido aquello de
la «puta mañana de su boda». Pero es que solo acordarme de… Joder, ¿por qué tiene que
alterarme tanto? Y a propósito, ¿encuentros casuales? «Venga, Riv, puedes hacerlo mejor. Esto es
lo tuyo».
Llevo tres horas «acechando» en la calle de abajo, apoyado en uno de los árboles que decoran
la acera, tatuando las huellas de mis zapatos en la tierra que lo rodea de mil maneras diferentes, y
con la vista en las ventanas de la casa que ella y yo compartimos mientras vivimos juntos,
civilizadamente, como un matrimonio más. Bueno, mejor borramos lo de «civilizadamente». Y lo
de «un matrimonio más». Cata y yo nunca hemos sido un matrimonio más.
Sabía que ella y su familia llegaban hoy. Lo sabía desde hace semanas, desde que compraron
los billetes de avión desde California, y me ha faltado tiempo para venir a buscarla. No ha sido mi
mejor movimiento, pero me la suda, me la suda mucho. Necesitaba verla en persona. Necesitaba
asegurarme de que era ella de verdad, de que se encontraba bien y… Está guapa. Está muy guapa.
Joder, está preciosa. Se ha dejado flequillo y se ha cortado el pelo a la altura de los hombros.
Sonrío sin poder evitarlo. Luego me doy cuenta de que la distancia le ha sentado bien, y de que no
parece haberme echado de menos para nada, y se me borra la sonrisa. Me doy cuenta de que me ha
apartado de su lado cuando estábamos tan cerca. Yo jamás la habría apartado. Jamás la apartaré.
También necesitaba leer sus ojos y sus expresiones. Buscar respuestas a lo que nos sucedió el
año pasado. O a lo que le sucedió a ella, porque fue ella quien me abandonó por no haberme
pronunciado en su mierda de elección y con una amenaza de divorcio bajo el brazo. Y si ella me
quería, si ella tanto me quería, ¿no podíamos haberlo hablado como dos personas maduras?
¿Intentar comprendernos el uno al otro? ¿Era una diferencia tan irreconciliable? Yo creo que no.
No para nosotros. Lo habríamos arreglado juntos de una manera u otra. Yo habría elegido. Habría
elegido. Con todo el dolor de mi corazón, pero habría elegido. No me dio la oportunidad. Solo se
fue. ¿Por qué se alejó de mí tan fácilmente? ¿Por qué nos separó? ¿Y por qué ha aguantado tanto
tiempo sin comunicación alguna? ¿Ha sido capaz de respirar con normalidad durante estos once
meses? Porque yo… Porque yo solo…
Me acuerdo entonces de que estoy muy cabreado con ella. Llevo un año cabreado con ella.
«Respuestas, River. Necesitas encontrar respuestas. Eres un experto en ello y… Estoy tan harto de
esta mierda».
Soy la persona con más secretos en un radio de dos mil kilómetros a la redonda. O más. Ni
siquiera puedo decir que con más secretos que un jodido agente del CNI porque yo soy ese jodido
agente. Miento a diario a mi familia, a mis padres y a mis hermanos, a mis amigos. A todo mi
entorno. Incluso a mis compañeros de trabajo, más jodidos agentes del CNI.
Llevo varias semanas mintiéndome a mí mismo sobre lo que significaba el regreso de Catalina
y su familia al pueblo. Sobre que solo era trabajo. Trabajo. Trabajo. Una mierda, trabajo.
«River», me expuso mi jefe ese mismo día, «esta vez no se nos puede escapar. Llevamos un año
de mierda en lo que respecta a la investigación. Arregla las cosas con tu mujer, dile que la amas
con locura y métete de nuevo en esa casa. Extrae la información que necesitamos de una vez y
cerremos este caso que va a acabar por dejarnos calvos a todos, y un agujero económico en el
Gobierno más grande que tu jodido Mediterráneo». Sí, a unos nos va a dejar más calvos que a
otros. Ha sido un año duro, mi suegro ha continuado en contacto con el ministro vía correo
electrónico, pero poco más, y desde aquí no hemos sido capaces de avanzar prácticamente en
nada.
Llevo casi un año, por órdenes del CNI, mintiendo a todo el pueblo —y sobre todo a mi
familia— sobre lo afectado que estoy a causa de la marcha de mi preciosa mujer a Estados Unidos
tras su petición de divorcio. Fingiendo ser un River que no existe y fingiendo regresar a la casa de
mis padres porque el dolor no me dejaba seguir en el hogar conyugal. Me dijeron que tenía que
hacerlo para no levantar sospechas. Ha sido mi coartada. Un marido triste y despechado desvía
las miradas precisamente hacia eso, hacia un marido triste y despechado, nada más. ¿Qué es lo
que se ha comentado durante estos once meses a propósito de mi matrimonio con la hija del
exalcalde y de nuestra reciente ruptura? Lo abatido que estoy, casi rozando la depresión. Nada
más. Bien. Objetivo conseguido.
La realidad es que he estado dolido de verdad. Me he quedado cada maldita noche de este
último año viendo Netflix en el televisor del salón de mis padres, junto a mis hermanos, porque
necesitaba fingir que estaba «blandito», como ellos llaman a mi estado emocional de los últimos
tiempos (aunque creen que es cuestión de orgullo más que otra cosa), pero el asunto es que lo
estaba de verdad. No podía dormir y… estar con mis hermanos me sienta bien. Me apacigua. He
usado mi propia coartada como coartada. Una mentira sobre otra mentira. Jodido, ¿verdad?
Llevo casi seis años mintiendo a Catalina. Más o menos desde que le pedí que se casara
conmigo, un mes después de que mi jefe me lo ordenara. Resultó que el padre de Catalina, un
hombre admirado por la excelente labor que llevaba años haciendo en el pueblo, había sido un
niño muy malo y había robado información de Estado y chantajeado al Gobierno por ello. Casi
nada. «Necesito que entres en la casa del alcalde, que accedas a su ordenador, a su teléfono
móvil, a su caja fuerte, a lo que esconde en el puto cajón de la ropa interior y hasta a sus
pensamientos. Y para eso tienes que convertirte en alguien de su familia». Esas fueron las órdenes.
Y eso fue lo que hice. Casarme con ella para atrapar a su padre.
Y, por increíble que parezca, puedo superarlo. Yo siempre puedo superarlo. Hay una mentira
mucho más relevante, mayor que todas las demás juntas, una que le da sentido a todo lo anterior:
estoy enamorado de mi mujer. Estoy perdidamente enamorado de mi mujer. Y estoy bien jodido,
porque ni siquiera puedo sincerarme con ella y contárselo todo. Trabajar mano a mano. Confiar el
uno en el otro sin reservas. Debo mantener la mentira. Sí. Así debe ser cuando el trabajo que uno
realiza cada día de su existencia tiene como único propósito la seguridad nacional. A veces me
gustaría montar un chiringuito en medio del paseo marítimo y vender helados a mansalva. De
verdad que me gustaría. Me encantaría. Y ella estaría a mi lado.
Con un resoplido, abandono el calor y la comodidad de la puerta de mi casa y me encamino al
ascensor. Tengo que controlarme. Nos jugamos mucho. Contención, Riv, contención.
Puta contención.

Vivir en una mentira también tiene sus ventajas. Hace años tuve que inventarme que el lugar donde
curro como informático (en realidad, es el centro operativo que el CNI tiene en Alicante) ha
instaurado el teletrabajo como política de empresa. Trabajar tres días a la semana desde casa me
facilita mucho la vida; entre otras cosas, permite que organice mis horarios a placer y que pueda
atender recados por el pueblo de vez en cuando sin levantar sospechas (casualmente, por los
mismos lugares por donde paseaba mi suegro antes de largarse con mi mujer a Estados Unidos).
También me permitía estar más cerca de su vivienda y colarme en ella sin ser visto, mientras
se suponía que me encontraba encerrado en mi despacho, cuando mi suegra salía a la calle y el
lugar quedaba vacío (de nuevo, antes de largarse con mi mujer a Estados Unidos).
Y me permite desayunar con mis hermanos de vez en cuando. Me gusta desayunar con mis
hermanos. Me gustan mis hermanos. Cada uno de ellos. Marcos y sus locuras. Su valentía. Lo
extraordinario que es y su constante preocupación por mí. Hugo y su… todo. Su capacidad para
estar siempre donde tiene que estar y decir lo que uno necesita escuchar. La manera en que nos une
a todos. Y su don para los deportes. Adrián y su filosofía de «chúpame un cojón», excepto cuando
se trata de su familia. Su intuición para con nosotros. Priscila y los corazones que flotan en torno a
ella sin que se dé cuenta. Nuestra niña pequeña. Todos ellos me complementan y logran que la
vida sea más fácil. Son tan importantes para mí como mi propia persona. Por eso es tan difícil
mentirles a la cara. Por eso intento olvidarlo al menos cuando estoy con ellos. Como ahora.
Hemos juntado dos mesas porque somos unos cuantos: mi cuñado Alex; Jaime, el mejor amigo
de mi hermana, y Dylan, el novio de Hugo, están con nosotros. Este último pelea en broma con
Marcos por llamar «jodidos» a sus perros. Adrián le tira una servilleta hecha una bola y Dylan
azuza a los animales para que vayan a por él. Marcos pide auxilio (le encanta hacer el gilipollas)
a Hugo cuando comienzan a chuparle los tobillos.
Podría parecer que tal panorama me tiene entretenido, podría parecer incluso que me apetece
participar en su juego, pero no es así. La figura de una rubia acaba de pasar frente a uno de los
ventanales del pub y todos mis pensamientos van en una única dirección: «No entres, por favor.
No entres».
Pero ella entra, se acerca a la barra y pide un café para llevar. Y la palabrota que Adrián
suelta por la boca sirve para confirmarme que mis hermanos ya han visto a su cuñada. Quizá debí
ponerlos sobre aviso ayer, cuando regresé a casa de mis padres después de ver a Catalina. Quizá
debí despertarlos y hablarlo con ellos. Decirles que ella ha vuelto y que aún quiere divorciarse de
mí. Decirles que no me ha echado en falta. Decirles que estoy cabreado. ¿Una llamada a sus
respectivas puertas a las tantas de la madrugada para hablar de movidas personales? Entra dentro
de lo que significa ser un hermano Cabana. No entiendo por qué no lo hice. Quizá porque ellos no
me entenderían, y no los culpo: es culpa mía, porque creen que yo no quiero a Cata. Que solo
estoy enrabietado porque fue ella quien me abandonó y, además, me dejó con el culo al aire en el
trabajo. Y han intentado acercarse a mí en este tiempo, pero yo no se lo he permitido. Yo solo les
he dado atisbos de información de la parte que concierne a que yo trabaje en el CNI. Porque soy
un gilipollas.
Comienzan todos a hablar sobre ella, a explicarle al novio de mi hermano quién es Catalina,
porque no la conoce. A emitir juicios de valor. Dylan comenta que es mucho más guapa de lo que
parecía en fotos. Jaime se lo recrimina y lo acusa de no saber lo que dice (Jaime estuvo liado con
Hugo el verano pasado y Dylan y él no se tragan demasiado, discuten cada vez que tienen ocasión,
o Jaime discute con Dylan cada vez que tiene ocasión, y hoy la excusa es mi mujer). Yo
permanezco inalterable, mirándola solo a ella y gritándole en silencio: «No te gires. No quiero
que te pelees con mi familia». Y continúo escuchando su conversación de fondo hasta que… mis
oídos captan lo que Dylan suelta para defenderse de las acusaciones de Jaime, para demostrar que
sí sabe quién es Catalina. Y ya lo creo que lo sabe. Lo sabe todo. Todo sobre mí y sobre ella.
Sobre mi paso por la carrera de Informática; sobre la cantidad de veces que me tiraron en los
exámenes de policía cuando aún la estudiaba y después de que la acabase; sobre que solo era una
tapadera para esconder mi verdadera ocupación. Sobre que el departamento de Inteligencia se
había puesto en contacto conmigo gracias a mi increíble dominio de los ordenadores.
Dejo al instante de reseguir cada movimiento de mi mujer para centrarme en el novio de mi
hermano. ¿Qué coño…?
Lo primero que hago es mirar a mi alrededor para comprobar que nadie lo escucha; lo
segundo, darme cuenta de que él mismo ha bajado la voz para que no suceda lo primero. Chico
listo. Lo tercero es quedarme callado, porque necesito calibrar cuánto sabe Dylan. Y lo sabe todo.
Todo lo que saben mis hermanos, al menos. Que mi trabajo, en principio, era solo como
informático, pero que me convertí en agente de campo cuando la hija del alcalde del pueblo se
cruzó en mi camino. Alcalde que estaba investigado por el CNI. Que yo no sabía quién era ella en
nuestro primer encuentro, pero que poco después, en las famosas navidades del 2011, anuncié que
nos casábamos. Y que el verano pasado me pidió el divorcio.
—Oh, vamos —exclama cuando ve la cara de flipados de mis hermanos—, llevo meses con
vosotros y no os habéis cortado un pelo a la hora de hablar de vuestras movidas personales. ¿Es
que acaso no os dabais cuenta de que siempre, SIEMPRE, estaba yo delante?
Yo no estoy flipado, yo me cago en la puta y en todo lo que se menea. ME CAGO EN LA PUTA Y EN
TODO LO QUE SE MENEA. Y podría seguir cagándome en todo y en todos: en Dylan, por ser tan
jodidamente inteligente; en Hugo, por enamorarse de él y meterlo en la familia (¿no podía haberse
buscado a otro menos avispado? No, estaba claro que sería alguien como él); en el resto de ellos,
por no medir sus palabras, y en el jodido CNI, porque… porque siempre me cago mucho en el
jodido CNI, pero, después de descargarme, volvería al punto de partida, y es que: la culpa es solo
mía. El año pasado reventé y les hablé a mis hermanos sobre mi verdadero trabajo y el asunto de
la boda con Cata. Lo hice a mi manera, sí, con medias verdades, pero no debí haberlo hecho. No
debí haberlo hecho por temas de confidencialidad, obviamente. Pero eso es lo que menos me
importa. Confío en mis hermanos con los ojos cerrados. Sobre todo, no debí habérselo dicho
porque, con ello, los he involucrado a los cuatro. Los he puesto en peligro, pero Catalina me había
pedido el divorcio y yo necesitaba contárselo de alguna manera; tanto secreto estaba a punto de
explotar dentro de mí. Ahora Dylan es uno más de la familia y es lógico que le hayan llegado
datos de una manera u otra. El hecho de que sea un genio ha propiciado que él solito uniera los
puntos.
Me miran todos con culpabilidad y yo les dedico una mirada tranquilizadora: ya está hecho, no
podemos hacer nada.
La conversación continúa hasta que Catalina nos ve. Viene hacia nosotros. Sin pensárselo ni un
segundo. Pues claro.
—Chicos —anuncia Priscila—, Cata viene hacia aquí.
—Joder.
—¿Y si nos hacemos los despistados? —propone Adrián—. Quizá no nos vea.
Hay muchas verdades mundialmente conocidas. Una de ellas es que Catalina y mis hermanos
no se soportan. Fue así desde el primer instante. No encajaron. La vida puede ser muy jodida. O el
karma. Y hubo un momento en el que creí que la una o el otro me sonreían y que ellos comenzaban
a llevarse bien, pero poco después todo se fue a la mierda de nuevo. Y hasta hoy. Supongo que son
piezas de puzles diferentes. ¿Y verlos a todos ellos llevándose a matar? Sin medias tintas: me
rompe el corazón. Es una especie de necesidad entre ellos, la de dañarse a propósito. Es horrible.
Y lo peor, yo me mantengo al margen todo lo que puedo. Porque el River que finjo ser no se altera
por nada. No entra. Solo me permitía ser yo mismo y dejarme llevar cuando se trataba de Cata.
Cuando me buscaba las cosquillas y yo… dejaba que las encontrara. Contención. El resto, puta
contención. Que no pura. No, no me he confundido. Puta contención. La realidad es que el noventa
y nueve por ciento de las veces que ellos discuten solo deseo levantarme y gritar: «¡Basta ya!».
Por supuesto, no lo hago.
—Vaya, vaya —nos dice Cata al llegar a nuestra mesa—. El clan Cabana al completo. Qué
juntitos estáis todos. Y qué suerte la mía.
—Vaya, vaya —responde Hugo. Sabía que él sería el primero en contestar. Lo sabía. Y ella,
también. Hugo es, de lejos, el que tiene la relación más (in)tensa con Cata—, la hija del exalcalde
del pueblo en persona. Qué suerte la nuestra.
—Hugo, Hugo. ¿Sabes? Tú siempre has sido mi favorito.
—Tu favorito después de River, supongo —indica Adrián.
—Y tú eres el segundo, Adri. A veces incluso has llegado a superar a tu hermanito del alma.
—Qué honor.
—¿Qué quieres, Catalina? —le pregunta Marcos.
—Saludar. He entrado a pedirme un café para llevar y os he visto en la mesa del fondo. Y me
he dicho: «Mira quién está ahí, Cata, tu familia política al completo. Sé educada y ve a saludar».
Son las palabras que utilicé yo ayer con ella, más o menos. Me la está devolviendo. Bien
jugado. Me comporto como un espectador aleatorio de tercera fila, intentando no sentirme
orgulloso de la manera en que mi mujer puede con todos ellos, hasta que Catalina ataca a Alex y
Priscila con crueldad, haciendo alusión a que el embarazo de Pris no tiene que ver con Alex. Me
veo obligado a intervenir. Lo haría también por ella si alguno de mis hermanos cruzara la línea.
—Ahí te has pasado —le digo—. Ellos no te han hecho nada.
—Eso lo dirás tú —me rebate—. Por cierto, hola, maridito. Estás más callado de lo habitual.
Más callado que ayer. ¿Te ha comido la lengua el gato?
—Algo así.
Mis hermanos intercambian varias miradas ante la noticia de que mi mujer y yo ya nos
habíamos visto. Yo me cruzo de brazos y tengo que hacer el esfuerzo de mi vida por no guiñarle un
ojo con socarronería, por no provocarla. Por no jugar. Por no regresar al pasado.
—En fin, me quedaría a desayunar con vosotros, pero tengo cosas que hacer. Tendrás noticias
mías, River. Más pronto que tarde. Y, por cierto, tú eres nuevo —le dice a Dylan—. ¿Con cuál de
todos ellos vienes? ¿Con Adrián?
—Con tu favorito.
—Ah —se sorprende—. Bueno, el deber me llama. Chao.
La sigo con la mirada mientras se aleja y advierto el momento exacto en que decide darse la
vuelta y regresar. Esa manera en que su cuerpo se detiene de pronto… La conozco demasiado.
Aún no ha terminado.
—¿Eres Dylan Carbonell? —le pregunta a Dylan—. ¿Ese Dylan Carbonell? ¿El cantante de
rock?
—Sí.
Era mucho pedir que Cata no se diera cuenta de que el novio de mi hermano es el cantante de
rock más famoso del país y alrededores.
—Vaya, vaya, Hugo. Y parecías tonto. Bien hecho, cuñadito. Nunca pensé que fueras
precisamente tú el que diera el mayor braguetazo de la familia Cabana. Te veía más con un
activista defensor de los animales o del medio ambiente. Pero aquí estás, con un cantante de rock
de primera fila. Con EL CANTANTE de rock de primera fila.
—Y yo que pensaba que era por mi cara bonita —responde Dylan.
—No es eso, te lo aseguro. A mí de eso me sobra.
—No tanto, eh —apostilla Adrián.
—A ti te sobra de todo —farfulla Alex. Alex no suele entrar al trapo, pero el ataque de antes
lo ha espoleado.
—Encantada, por cierto —continúa Catalina, ignorando a Alex y a Adrián—. Y bienvenido a
la familia, supongo. Suerte con ellos, aunque parece que has entrado con buen pie. Venir de la
mano de Hugo es lo que tiene.
Vuelve a dar media vuelta y se marcha. No creo que sea la definitiva, parecía como si… como
si tuviera algo atascado en la garganta que o lo deja salir o acabará ahogándola.
—Pues a mí me ha caído bien —nos dice Dylan a todos.
Mientras ellos continúan discutiendo sobre el tema, yo finjo que no me afecta. Que no sangro
cuando veo a las personas más importantes de mi vida pelear de esa manera, odiarse de esa
manera. Catalina no puede saber lo vulnerable que me hace. Nadie puede saberlo. Y no es una
cuestión de amor ni de orgullo ni polladas de esas, es una cuestión de seguridad. En mi trabajo,
ser vulnerable es peligroso para mí y ventajoso para mis enemigos.
Mi mente regresa con mi familia justo cuando Marcos coloca su mano en mi rodilla. Mierda.
Vuelve. Catalina vuelve. Si es que lo sabía.
—¿Sabes? —dice, mirándome solo a mí—. Iba a continuar adaptándome al pueblo, pero tengo
una cosa aquí, desde ayer, en la boca del estómago —explica, señalándoselo—, que si no la dejo
salir ya, me la trago del todo y me enveneno. Y no me apetece envenenarme. Ahórrate el
comentario al respecto, Hugo. Y tú, la coletilla, Adrián —les dice a mis hermanos sin detenerse a
respirar. Hermanos que, por otra parte, estaban a punto de abrir la boca. Entonces me apunta con
el dedo—. No tienes ni idea de hasta qué punto has metido la pata, River Cabana.
Ahora sí se va de verdad. Era eso lo que tenía atascado en la garganta. ¿Yo he metido la pata?
Por supuesto que lo he hecho, millones de veces en nuestro matrimonio, en el día a día, pero tengo
la sensación de que ella se refiere a algo más… grande. Más trascendental que nosotros dos.
Cruzo una mirada con Marcos. «Qué ha querido decir?», me pregunta él. «No lo sé», le respondo,
«pero lo averiguaré». «Bien, y ahora cuéntame por qué no nos habías dicho que tu mujer había
vuelto y que te habías encontrado con ella».
Joder.
—Y hablando de versiones —sentencia de pronto Dylan—, ahí tenéis la suya. Que me parece a
mí que no es la misma que la vuestra.

Para cuando llega la tarde, he pensado en tantas cosas, he reproducido tantos diálogos en mi mente
que tengo un dolor de cabeza de los buenos, así que me voy un rato a la playa a despejarme.
Necesito despejarme. Y pensar. Y en mi playa siempre lo consigo. Irradia una paz difícil de
alcanzar en cualquier otro lugar.
Me tumbo boca arriba en bañador y camiseta, sin toalla; doblo los brazos detrás de la cabeza
para no llenarme el pelo de arena y cierro los ojos. Permanezco así durante bastante tiempo, hasta
que comienzo a sentir el calor. Hoy hace mucho calor; estamos a día uno de septiembre y el
verano todavía aprieta.
Me levanto, debatiendo conmigo mismo si meterme en el agua. Reconozco que el mar me
pierde, pero antes contemplo mi alrededor y el paseo marítimo; es una costumbre bien arraigada
en mí: observar todo lo que me rodea cada cierto tiempo. Me infunde seguridad. ¿Como cuando
conduces un coche y ojeas cada pocos segundos el espejo retrovisor para comprobar lo que viene
detrás? Pues lo mismo.
Podría decir que la veo a ella de casualidad, pero no sería cierto. Su figura es sobradamente
conocida para mí; si entra en mi radar, es cien por cien seguro que mis ojos la detectarán y la
identificarán, por muy lejos que se encuentre.
Llevamos casi un año sin vernos y, desde que llegó ayer por la tarde, ya la he visto tres veces.
Parece que es el karma jodiéndome de nuevo a base de bien. «¿No querías encontrarte con tu
mujer, Riv?, pues toma». Pero lo que me sorprende no es eso, no es verla; vivimos en un pueblo
pequeño y estaba claro que íbamos a coincidir a menudo. Lo que me sorprende es en lo que se
entretiene ella.
Enfoco bien la mirada y entrecierro los ojos. Pero ¿qué demonios…? Catalina está sentada en
una terraza, comiendo un helado de fresa (ni siquiera es su sabor favorito, de hecho, se derrite a su
lado) y leyendo el periódico. Catalina no lee la prensa en papel, no le gusta el tacto que tiene. Y
dudo mucho que eso haya cambiado en los meses que hemos estado separados. ¿Qué coño pasa?
Camino por la orilla, sin perderla de vista en ningún momento, en dirección a la torreta de mi
cuñado Alex. Necesito que me preste una cosa.
A unos metros de distancia, distingo a un par de chicos jugando, riendo, gritando; uno de ellos
agarra por las piernas al otro, que, hundiendo las manos en la arena, intenta por todos los medios
que el primero no lo sumerja en el agua. Niego con la cabeza sin dejar de supervisar a mi mujer
de soslayo. Los dos chicos son Hugo y Dylan. Son como niños. Los esquivo y les hablo de pasada,
sin detenerme. No puedo arriesgarme a que Cata se levante de la mesa y se marche.
—Se acabó el recreo, niños. Haced algo de provecho, joder.
Sonrío y prosigo mi camino. Me gusta ver a mi hermano así, feliz. Despreocupado.
Sé el momento exacto en que Hugo ha conseguido su propósito de hundir a Dylan en el agua
por el grito y el posterior juramento que sale de los labios del último. Mi cuñado no es
precisamente silencioso, y tiene la boca más sucia que Marcos, que ya es decir. Vuelvo a sonreír,
pero la sonrisa se me corta cuando, al cabo de pocos segundos, uno de los dos, completamente
mojado, se sube de un salto a mi espalda.
—Joder —me quejo, porque es lo que toca. La verdad es que agradezco la humedad de su
cuerpo.
Es Dylan. Se apea enseguida y echa a correr mientras Hugo lo persigue. Lo que digo yo: como
niños. Los pierdo de vista. A Cata, no. A ella la mantengo en mi radar hasta que llego al puesto de
socorrismo de Alex.
Alex no retira la vista del agua. Alex pocas veces retira la vista del agua. No existe nadie
mejor que él para cuidar de la playa. Mis hermanos y yo solemos llamarlo Poseidón porque es el
dios del océano. El verano pasado fue capaz de distinguir que Priscila estaba a punto de ahogarse
antes de que sucediera. Recuerdo que yo hablaba con él, pero no me prestaba atención y enfocaba
la mirada en el agua cada pocos segundos; pensé que solo hacía su trabajo, y en verdad lo hacía,
pero se trataba de mi hermana. Su mujer. Se había metido en el agua mientras yo le daba la
espalda y le picó una medusa. Tres veces. Perdió el conocimiento, y si no hubiera sido por Alex…
Aún me entran escalofríos solo de pensarlo. Él la salvó. Y yo lo dejé hacer, porque es mucho
mejor nadador que yo y no quise entorpecer su trabajo. Confié en él. Y si antes de eso ya quería a
Alex, desde entonces lo quiero aún más. Está casi al nivel de mis hermanos.
—¿Riv? —pregunta al verme por el rabillo del ojo—. ¿Hoy no te bañas? ¿Qué te pasa?
Cómo me conoce. Son muchos años ya.
—Hola. No, hoy no me baño. Oye, ¿qué era eso que me estabas explicando antes sobre aquel
edificio?
—¿Qué? —pregunta confundido. Aparta por primera vez la vista del mar.
Le señalo el edificio en cuestión, el que se ubica justo encima de la terraza donde está Cata.
Mi cuñado arruga todavía más la frente y repite la pregunta:
—¿Qué?
—Préstame tus prismáticos y me lo explicas de nuevo.
Alex entrecierra los ojos, desconfiado, pero me sigue la corriente. Baja de la torreta y me
pregunta en voz baja:
—¿Qué ocurre?
—Cuéntame algo, lo que sea, pero que tenga que ver con ese edificio. Y préstame tus
prismáticos.
Alex comprende en ese momento que es algo relacionado con mi trabajo. Comienza a relatar
que en ese edificio se vende la última planta, la cual se distribuye en un único apartamento, pero
que le han puesto el astronómico precio de un millón de euros. Una locura. Muy bien, Alex, como
agente fuente no tendrías rival. Yo, sin dejar de escucharlo y de asentir con la cabeza, me quito las
gafas de sol y llevo los prismáticos a mis ojos, en dirección a Catalina. Sigo la dirección de los
suyos y lo veo. No puede ser. Enfoco de nuevo mientras Alex no deja de parlotear. Es su tío. El tío
de Catalina. El marido de la hermana de su madre: Bosco Manrique. Catalina lo está vigilando, y
eso solo significa que… Joder. Mierda.
Hace muchos años que, gracias a mi trabajo, averigüé que el tío y la madre de Catalina, su
propia madre, están liados. Y, ahora, al parecer, ella lo ha descubierto. O lo sospecha, y por eso
está avizor, quizá esperando el momento en que él se reúna con ella. No lo va a hacer. Mi suegra y
Bosco son bastante cuidadosos respecto a sus encuentros sexuales.
No puedo contar con los dedos de las manos la cantidad de veces que he estado a punto de
decírselo a Cata. Necesitaba hacerlo. Necesitaba no mentirle también en eso. Ella tenía derecho a
saberlo. Por supuesto, mi jefe no me lo permitió: no era asunto nuestro. Ya, claro que no.
¿Es eso, Cata? ¿Te has enterado por fin de lo que sucede entre ellos? ¿O… es otra cosa? ¿Por
qué cojones vigilas a tu tío?
Decido mandarle un mensaje al instante, para ser testigo de su reacción. Para cerciorarme de
que se trata de la infidelidad de su madre y ver si me permite acercarme y consolarla de alguna
manera, porque, mierda, quiero consolarla. Que estemos separados no significa que… no significa
que no estemos. Y, en verdad, los Cabana estamos más en las malas que en las buenas. Busco el
chat privado que tengo con ella y el pecho me da un vuelco cuando lo encuentro al final del todo.
Llevamos casi un año sin utilizarlo. Lo último que hay escrito en él lo puse yo; fue a propósito de
lo que ocurrió en la boda de mi hermano, y que ella ignoraba, porque no vino a la ceremonia.
«Marcos acaba de dejar a Alicia plantada en el altar. Ven, por favor. Te necesitamos», le escribí.
No apareció.
Evito el torrente de emociones que se me vienen encima y tecleo con rapidez:

River:
¿Qué haces?

Advierto el momento en que le llega el mensaje porque aparta la vista del periódico. Ojea la
pantalla del teléfono encima de la mesa, a su derecha, e ignora mi mensaje. Pasa olímpicamente y
regresa a lo suyo. ¿En serio, Cata? Estoy a punto de llamarla por teléfono, pero parece pensárselo
mejor y me contesta.

Cat Cat:
Te has equivocado de número. Soy Catalina. Tu mujer.
River:
Muy graciosa. ¿Qué haces?
Cat Cat:
Estoy tirada en el sofá de mi casa, viendo la tele.

¡Será embustera! Continúo tecleando con una mano al tiempo que con la otra me llevo de
nuevo los prismáticos a los ojos para verla de cerca.

River:
¿En el sofá de nuestra casa?
Cat Cat:
Sí, justo. Y tengo que dejarte. La protagonista está a punto de mandar a la mierda al protagonista, por fin, y no
quiero perdérmelo. Adiós, maridito.

«¿Adiós, maridito?». Me entran ganas de cruzar la playa y plantarme delante de sus narices
para pillarla con las manos en la masa. Y de paso, decirle que sus dotes de espía apestan, ya que
estoy. ¿Helado de fresa y periódico? ¿En serio? Dios, ¿en qué andas metida, pequeña lianta?
«Soy informático». ¿Verdad o mentira?

River sonreía delante de la pantalla del ordenador en la que trabajaba, una de las siete que tenía
frente a sus ojos, mientras recordaba cómo se la había colado la rubia con el número de teléfono.
La culpa había sido de aquellos labios rojos; lo habían despistado de tal manera que no había
detectado la mentira. Y de las piernas, por supuesto, también había sido culpa de las piernas.
River no había pretendido ponerse en contacto con ella. Ni de coña llamaría a su seguro,
mucho menos al de Marcos, para que le arreglaran la cestita de la bici, pero, al encender el
teléfono para comprobar si sus hermanos comentaban algo importante (aunque les seguiría el rollo
fuera lo que fuera), se activó la agenda de contactos con lo último que había escrito: un número de
teléfono. No había nombre. No se lo había preguntado. ¿Para qué? Solo estaba haciendo una
pantomima para poder largarse de allí. Pero le entró curiosidad. River era curioso. Lo era desde
que tenía uso de razón. Mientras el resto de sus hermanos siempre preguntaban sobre el qué o el
cómo —o, en el caso de Adrián, más de la mitad de las veces directamente no preguntaba nada—,
a él le interesaba más el porqué.
Y por eso decidió indagar a quién pertenecía aquel número de teléfono. Averiguaría el nombre
de la rubia y a otra cosa. Veintitrés segundos después, descubrió que la rubia le había dado el
contacto de una de las discotecas que había a las afueras del pueblo. Muy buena jugada. Eso tenía
que reconocérselo. Incluso la felicitó por ello en sus pensamientos. Y por eso sonreía frente a la
pantalla de su ordenador: por ella.
Escribió un mensaje a su hermano.

River:
Eres un poligonero.
Marc:
Me han llamado cosas peores.

River sonrió de nuevo.

River:
En realidad se lo han llamado a tu coche. Por cierto, te lo he cogido esta mañana. El mío se ha quedado sin
batería. Y, macho, baja el volumen.
Marc:
¿¿A mi coche?? ¿¿A «Tomatito»?? ¿«Poligonero»? Eso sí que no. ¿Quién ha sido?
Marc:
Tu coche ya tiene batería. Me he encargado.
River:
Luego te cuento.
Marc:
OK. Te veo en casa.
Marc:
Y un consejo: cuando cojas tu coche, baja el volumen de la radio antes de encenderla.
River:
Joder.
Marc:
Tampoco te vendría mal. Llevas unos meses muy secos. Con lo que tú has sido, Riv.
«Si yo te contara». River dejó caer el teléfono encima de su mesa de trabajo y se concentró en
lo importante: averiguar quién era la chica. Jugueteó unos minutos con los ordenadores, sus dedos
volando desenfrenados por el teclado y sus ojos saltando de pantalla en pantalla, reteniendo cada
imagen en su cabeza, hasta que dio con ella. Lo hizo en un tiempo récord. Además de curioso,
River también era informático. Y era el mejor. «Te tengo. Vaya, vaya». Leyó la copia digitalizada
del documento de identidad que tenía enfrente: Catalina Berenguer. Era la hija del alcalde. El
alcalde era un buen hombre; no lo conocía personalmente, pero sus padres tenían cierta relación
con él; era muy querido por los habitantes del pueblo. Recordaba que tenía una hija de edad
cercana a la de Hugo, o a la de Adrián y Priscila, pero no la ubicaba. Miró de nuevo el documento
de identidad. Veintitrés años. Sí, estaba entre Hugo y Adrián. No la había visto antes. Ahora que
lo pensaba… le sonaba que había estudiado en un internado en algún país de Europa. Bah, le daba
igual. Solo quería devolvérsela.
Descolgó el teléfono fijo de su mesa. La chica solo vería que la llamaban de un número largo,
una oficina de Alicante, y marcó su móvil, el verdadero. Esperó al tono de llamada.
—River.
Apartó la vista de la foto de la rubia; su jefe había llegado y lo miraba con malas pulgas, pero
es que él siempre miraba con malas pulgas a todo el mundo. A River no lo intimidaba. Con él se
llevaba de lujo. Habían encajado a la perfección desde el primer minuto, y menos mal: en su
trabajo era imprescindible que conectaran el uno con el otro, casi más importante que cualquier
otra cosa. Era cuestión de vida o muerte. Y no es una forma de hablar.
Lo mandó callar unos segundos colocando su dedo índice en los labios.
—¿Sí? —contestaron al otro lado de la línea. Era ella. Era su voz. Una voz dulce, de niña,
pero desafiante a la vez. River sonrió. Y carraspeó, adoptando un semblante serio, como si la
chica pudiera verlo.
—Hola, mi nombre es Raúl; encantado de saludarla. La llamo de la compañía de seguros del
señor River Cabana. Nos ha informado sobre el percance que han sufrido esta mañana en la calle
Gabriel Miró.
El jefe, que se había dado la vuelta, retrocedió sobre sus pasos al escuchar la conversación.
—¿Él ha dicho «percance»? Qué morro. Ha atropellado mi bicicleta. Iba por encima del
límite de velocidad.
—Sí, verá —carraspeó—, no iba por encima del límite de velocidad, y lamentamos muchísimo
comunicarle que el seguro no va a poder hacerse cargo del arreglo de la cesta de la bicicleta.
—¿Perdona?
—¿Qué es lo que no ha entendido exactamente, señorita?
—Su cliente les ha mentido con todo su morro. Iba por encima del límite de velocidad y con
la música a tope.
—La música a tope, ya. —River sofocó la risa. Su jefe tomó asiento a su lado y lo miró con
ojos curiosos—. En cualquier caso, estoy revisando el Libro Gordo de Petete con los incidentes
que cubre nuestra compañía de seguros y en la página —River comprobó la hora en el reloj del
ordenador: las 13:23— mil trescientos veintitrés detalla de manera clara y concisa, y cito
textualmente, que: «Las cestitas de bici en ningún caso formarán parte del contenido». Ya ve, no lo
digo yo, señorita, lo dice el código. Y yo tengo que ceñirme al código. Es lo primero que nos
enseñan aquí.
—Espera un momento…
—¿Qué?
—¿Has dicho «cestita de bici»?
River carraspeó de nuevo. A cada segundo le costaba más aguantarse la risa y estaba seguro de
que Catalina Berenguer pronto descubriría su engaño. Decidió ponérselo fácil.
—No, señorita, he dicho «cesta». Cesta de la bicicleta. Y, espere, porque el código no se
detiene ahí. Dice asimismo, cito textualmente de nuevo, que: «Mucho menos si se trata de una
cestita rosa».
Ahí fue cuando lo pilló.
—¡Eres tú, River Cabana! ¡Serás gilipollas! ¿Cómo has conseguido mi verdadero número?
«No me creerías», pensó él.
Y fue la primera vez que Catalina Berenguer llamaba «gilipollas» a River Cabana.
No sería la última.
—Es un pueblo pequeño.
—Pues ya lo estás borrando.
Catalina le colgó el teléfono. River dejó escapar una carcajada y le pidió a su jefe con un
gesto que esperara un par de minutos más. Llamó de nuevo. Se lo había pasado francamente bien.
Hacía tiempo que no se sentía así, tan relajado y feliz, y le apetecía repetir. El trabajo en los
últimos meses… El trabajo en los últimos meses le había comido media vida. Un caso
especialmente complicado. No se quejaba, era lo que él quería, pero había sido duro. Muy duro.
Necesitaba distraerse. Y follar de una vez. Sobre todo, follar. Porque llevaba demasiado tiempo
sin follar. Ya lo había dicho su hermano, y tenía razón. Marcos siempre tenía razón en ese tipo de
cosas. Cada uno de sus hermanos dominaba una materia (bueno, Hugo las dominaba todas) y
Marcos era el rey del «tienes que echar un polvo ya si no quieres que se te empiece a caer el
pelo». River no quería quedarse sin pelo, tenía una cabellera envidiable, pero estaba seguro de
que nada sobreviviría al estrés laboral de los últimos meses.
—Escúchame, gilip… —increpó Catalina nada más descolgar, pero River la interrumpió y fue
directo al grano. No era él de darle demasiadas vueltas a nada. ¿Para qué?
—Ya te arreglo yo la cestita de la bici. ¿Mañana a las nueve?
La chica tardó unos segundos en reaccionar. River esperó paciente. La paciencia era otra de
sus virtudes.
—¿Me estás pidiendo una cita?
—A tu bici y a tu cesta, en realidad.
—Qué gracioso eres, ¿no?
—Vamos, mujer. Te la arreglo, hacemos las paces y te invito a algo. Prometo no volver a
molestarte.
—¿Nunca más?
—Nunca más. Tienes mi palabra.
—Está bien. Así aprovecho y te digo cuatro cosas a la cara. ¿Debería llamarte River o
Raúl? Ya no sé cuál es tu verdadero nombre.
—River. Quedamos a las nueve en el lugar del incidente. Hasta mañana.
La comunicación se cortó y Catalina se quedó unos segundos contemplando el teléfono. El tal
River conseguía descolocarla. Solo habían hablado en dos ocasiones, pero, por una cosa o por
otra, las dos veces se había quedado pensando en él más tiempo de lo normal. Al menos iba a
cambiarle la cesta de la bici. Le apetecía verlo arrodillado en el suelo, arreglando el estropicio
que él mismo había provocado. El karma, y tal. Sonrió.
River colgó con satisfacción y una gran sonrisa. Las tías se le daban bastante bien, desde
siempre. Su jefe lo miró primero a él y luego observó las pantallas. Frunció el ceño. Su jefe vivía
la mayor parte del tiempo con el ceño fruncido. De hecho, lo raro era verlo con el rostro relajado.
¿Y sonreír? Ni a punta de pistola.
—¿Utilizando tus dotes de agente de la Inteligencia para conseguir el teléfono de una chica,
Cabana?
River le guiñó un ojo en respuesta.
—¿Para qué me querías?

Al día siguiente, a las nueve de la noche, Catalina llegaba al punto de encuentro. Iba de punta en
blanco, como siempre desde que se levantaba de la cama. Llevaba la bici en la mano y, a pesar de
que ya era tarde, distinguió a River desde antes de cruzar la carretera. La esperaba con las manos
tras la espalda y la mirada fija en ella, apoyado en el mismo árbol donde un día antes había estado
su bici. A Catalina, a medida que se acercaba, el corazón le bombeaba con más fuerza dentro del
pecho. Si River con traje, incluso con las mangas remangadas hasta los codos, estaba guapo (no
podía negarlo), con vaqueros, camiseta blanca de manga corta y esa postura despreocupada estaba
de morirse. ¿Cómo podía ganar tanto un tío enfundado en unos vaqueros? La atracción fue
inmediata. Soberbia.
River enseguida se dio cuenta de que Catalina se lo comía con los ojos. Si es que, joder, lo
sabía, ese atuendo no fallaba nunca. Lo había descubierto su hermano Marcos muchos años atrás,
cuando no eran más que unos críos, y desde entonces los cuatro chicos Cabana se ponían la «ropa
de follar» cada vez que querían…, pues eso, follar: pantalones vaqueros claros y camiseta blanca
de manga corta sin dibujo. Simple pero tremendamente efectivo. En más de una ocasión los cuatro
habían salido de casa vestidos de la misma manera. Y en más de diez. El único que ponía la nota
discordante de vez en cuando era Hugo, que, en lugar de camiseta blanca lisa, solía llevar impreso
el dibujo de algún animal.
Catalina llegó hasta él, pero no tuvo ocasión de saludarlo, ya que River se adelantó; el plan de
llevarse a la chica a la cama acababa de comenzar y tenía claro que iría a saco. No pretendía
enamorarla, solo impresionarla lo suficiente como para que los dos pasaran un buen rato. Contaba
con su atractivo rostro a favor. A las tías les gustaba su cara. Desde siempre también, pero se
había acentuado con el transcurso de los años.
—¿Qué me miras tanto? —le pregunto él con chulería. Provocativo.
—Hoy no tienes pinta de macarra. No pareces ni el mismo. ¿Lo has hecho para
impresionarme?
—Claro —admitió con su sonrisa de niño bueno. No se la creía ni él. Después, dejó ver el
regalo que llevaba escondido entre las manos, detrás de la espalda, y se lo tendió—. ¿Lo he
conseguido? Y toma, esto es para ti.
—¿Conseguido? ¿Te refieres a impresionarme con unos simples vaqueros y una camiseta
blanca? No creo necesario contestarte a eso. ¿Y ese paquete? ¿Es el manual de la empresa de
seguros para la que trabajas?
—No. —Rio. Mira qué rápido se había fijado la chica en la ropa que llevaba puesta—. Es un
regalo. Una ofrenda de paz. Y no era un manual. Era un código.
—¿Un regalo para mí? ¿Qué es?
—Tendrás que abrirlo para saberlo —pronunció en voz alta.
«Espero que sea una cesta rosa», pensó River para sus adentros. Había mandado a uno de los
administrativos nuevos de la oficina a comprarla. El chaval no tenía muchas luces, pero la orden
había sido clara: «Compra una cesta de bici de color rosa, envuélvela con papel bonito y
tráemela». Parecía una tarea fácil, pero fracasos peores había visto a lo largo de su vida.
La vio desenvolver el regalo y respiró cuando descubrió que, en efecto, era una cesta de color
rosa; una horterada, pero a ella parecía gustarle. Había logrado sorprenderla. Se lo vio en la
sonrisa. Y en la mirada. Eran una sonrisa y una mirada bonitas. Intensas las dos. Puras. Aunque
escondían algo. River leía a las personas con facilidad y no solía equivocarse. ¿Qué silenciaba
aquella chica bajo ese aspecto de niña pija de manual? ¿Una actitud, quizá? ¿Una personalidad
distinta a la que ofrecía al exterior? River lo dejó ir; no necesitaba más retos a propósito de esa
chica. Pero… no se fue del todo.
—¿Y cómo vamos a hacerlo?
River sabía que se refería a poner la cesta, a buscar un lugar donde él pudiera trabajar sin las
constantes molestias de los viandantes que recorrían aquella calle tan principal, pero no pudo
evitar decir lo que le dijo:
—Yo, debajo. Yo, siempre debajo.
—Tú eres…
—Anda, vamos —le ofreció, interceptando el insulto que estaba a punto de recibir y llevando
la bici con él—. Buscamos un sitio cómodo para tomar algo y te la pongo.
Catalina aceptó. Si obviaba el pequeño detalle de que el hombre era un macarra que se saltaba
los límites de velocidad con un coche de lo más hortera… Eh, no. Retrocedamos. No podía
obviarlo, porque era ese detalle precisamente lo que más la atraía de él. ¿Ella, liada con un
malote poligonero de su pueblo solo dos semanas después de regresar? Merecerían la pena los
gritos silenciosos de su madre si se enteraba. Y casi deseaba que se enterara.
Caminaron por el paseo marítimo sin dejar de parlotear (los dos eran de los que hablaban
hasta debajo del agua) y sin dejar de medirse de soslayo. A Catalina le hacía gracia ver a un tío
como River (un tío al que, por cierto, la gente saludaba cada dos pasos) arrastrar una bicicleta
rosa, su bicicleta rosa, con esa naturalidad, y se rio un par de veces de él por haberse creído lo
del número de teléfono falso. River la escuchaba reír y sentía que iba por buen camino. Su actitud
belicosa era cosa del pasado. La tenía en el bote. Y a cada segundo que pasaba le parecía más y
más guapa. Quizá fuera su sentido del humor, o que no dejaba de sonreír, o que fuese tan auténtica.
Sí, esa autenticidad sin duda la hacía más atractiva aún de lo que era por su físico.
Se detuvieron en un bar con terraza y pidieron un par de cervezas. River, tal y como Catalina
había previsto, se arrodilló para instalar la cesta nueva de la bici mientras les servían las bebidas.
Ella no perdió detalle de las vistas y se dio cuenta de que estaba fascinada. ¿Sería la ropa? ¿Los
músculos que se le intuían bajo ella? ¿El contraste de los ojos azules con el pelo cobrizo?
¿Aquella cara hecha para el pecado? ¿El cuerpazo de infarto? Y entonces se dio cuenta de qué era
lo que más le llamaba la atención de aquel tío: que era un hombre. Y ella no solía estar con
hombres, solo con niñatos pijos que rondaban su edad o con un par de años más, como mucho.
Algunos de ellos aún no tenían ni pelo en el pecho. Y a su madre le encantaban esa clase de
chicos. A River se le intuía el vello en el borde del cuello de la camiseta. Y Catalina sintió un
burbujeo en las entrañas solo por pensar en tocarlo y tirar de él. Tomó la decisión al instante:
tenía que acostarse con él. Tenía que probarlo, así, sin apenas conocerlo. ¿Qué más daba? No
creyó que coincidieran mucho más por el pueblo. Ese tío no se movía por los mismos ambientes
que ella. Y sería toda una aventura. El burbujeo se convirtió en excitación ante el pensamiento de
meterlo dentro de su cama. Y de su cuerpo.
—Pues listo.
River se levantó y ocupó la silla junto a ella. No enfrente; al lado.
—¿Qué?
—Tu cestita de color rosa —contestó con socarronería—, ya la tienes.
—Y lo has hecho tú solito. Muy bien. Se ve que tienes mucho mundo.
River rio de nuevo. Rio de verdad. Si por poner una cesta le parecía que tenía mundo… ¿De
dónde había salido aquella chica? Bah, le era indiferente. Parecía un poco niñata, pero estaba muy
buena.
—Ni te lo imaginas —respondió.
Comenzaron a hablar y la primera cerveza llevó a la segunda. Y la segunda, a la tercera. Y
cada vez estaban más próximos el uno al otro. Pero los interrumpieron en el mejor momento;
River había acercado posiciones cuando les dijeron que tenían que levantarse: el bar estaba a
punto de cerrar.
Caminaron muy juntos de regreso a casa. River apenas sabía nada de ella ni de su familia, solo
había salido de pasada en la conversación que era la hija del alcalde (cosa que, por supuesto, él
ya sabía, pero se hizo el sorprendido); tampoco se había dado a conocer él, mucho menos le había
hablado de su propia familia, de sus hermanos; solo le había dicho: «Soy informático», pero
estaba a punto de besarla en los labios. Catalina hacía rato que no escuchaba lo que él le decía, se
había perdido en sus ojos y en su boca, y si él no se lanzaba, lo haría ella. Un segundo después,
River la apoyó sin avisar en una de las fachadas del camino, acercó su rostro al suyo y la besó. La
besó despacio. Y ambos se sorprendieron, aunque no lo dijeron, porque sabían mucho mejor de lo
que habían imaginado en un primer momento. Oh, la fuerza de la atracción.
—Te quiero en mi cama, River —le dijo Catalina, en un arranque de valentía insólito, entre
beso y beso.
—¿En la cama de tu casa?
—Sí.
—Eso es en la casa del alcalde.
Aquellos no eran los planes de River. Iba a llevarla a la playa. Le gustaba follar en la playa. Y
era un territorio bastante seguro. La casa de la chica, donde vivía su padre, que, además, era el
alcalde del pueblo, no era un territorio seguro.
—Ajá, la del alcalde. Qué listo eres.
—¿Quieres que tu padre me parta el cuello?
—Mi padre no parte cuellos. Y no te va a descubrir. ¿No te gusta el peligro?
«Si yo te contara». River no contestó, solo emitió un gemido; Catalina acababa de ponerle la
mano en la entrepierna y la movía arriba y abajo. No sabía qué le ponía más: que aquella chica
con cara de ángel lo masturbara en plena calle o que fuera tan decidida. Se decantó por una
mezcla de ambas.
—Ahora es cuando tú me dices que Peligro es tu apellido —susurró Catalina sobre su boca.
—En realidad es Cabana —contestó él con una sonrisa.
—Ya lo sé.
La mano de ella seguía su ritmo implacable arriba y abajo y…
—Joder, vale —accedió él—, vamos a tu casa. Y que sea lo que Dios quiera.
Corrieron a la vivienda de ella; no estaba lejos, y River aprovechó para avisar a su familia de
que no iría a dormir. Tenía veintinueve años y no debería dar explicaciones, pero sus hermanos
podían ponerse muy intensos. Necesitaba un piso propio de inmediato; de cara a su familia, él ya
tenía trabajo, así que era hora de abandonar el nido.

River:
No voy a dormir en casa.
Marc:
Vaya, por fin, tío.
La niña:
Por fin, ¿qué?
Adrián:
Ya se lo explico yo.
Hugoeslaestrella:
Bien.
Marc:
Coño, el hombre del pijama y las chancletas se ha pronunciado.
Hugoeslaestrella:
¿Cómo puedes ser tan idiota? ERA UNA EMERGENCIA.
Adrián:
No le sigas la corriente, Hugo.
Marc:
No puede evitarlo. ¿Verdad, Hug?

River desconectó. Habían llegado a la vivienda unifamiliar y Catalina pretendía que trepara
por un árbol y entrara por la ventana. Ella subió la primera y lo hizo rápido y de manera bastante
ágil. Guau. River sonrió complacido. Le gustaba esa chica. Le gustaba mucho. Él trepó detrás y
simuló ser más torpe, muchísimo más torpe, de lo que en realidad era. Se suponía que no era más
que un friki de los ordenadores. Y los frikis no trepaban por los árboles como si fuera parte de su
naturaleza. Como si lo hubieran hecho tropecientas mil veces más.
—¿Cuántas veces te has colado en tu propia casa? —le susurró él una vez que entraron en la
habitación en penumbra.
—Ven aquí.
Catalina lo agarró de la camiseta y se la quitó. Estaba para comérselo con aquella ropa, sí,
pero ya era hora de explorar lo que había debajo. River la recibió encantado. Cayeron sobre la
cama entre risas y besos, besos que ya no fueron lentos, sino hambrientos y desesperados, y no
tardaron demasiado en desnudarse el uno al otro, en sentir las pieles en contacto íntimo y en que él
se situara debajo de ella y…
Fue sublime. O lo fueron. Las tres veces que hicieron el amor fueron sublimes.
3
Operación «desenmascarar al traidor de mi tío». Fase
uno

Llevo dos semanas en el pueblo y ya me han sucedido tantas cosas que podría escribir mi propia
novela. Sería una muy a lo Agatha Christie, por el toque detectivesco. Quizá también por los
asesinatos. El de mi flamante esposo bajo mis propias manos, por ejemplo, por mencionar uno al
azar.
Lo mataría lentamente. Suelo pensar en ello a menudo (no en matarlo en el sentido literal de la
palabra, obviamente, pero sí en hacerlo sufrir). Mucho. Después me siento morir, porque pensar
en ocasionarle daño, por una parte, me transporta directa al motivo por el que quiero hacerlo, y
por otra, me rompe por dentro en mil pedazos. River ha significado tanto para mí. Él era todo mi
mundo. Supongo que eso lo resume bastante bien. ¿Y cuál es el problema de que alguien sea todo
tu mundo? Que puede destruirte con un simple chasquido de dedos. Chas. Y yo quedé devastada.
Así de rápido. Así de fácil. Jamás debería otorgársele a alguien tanto poder. Jamás volveré a
cometer un error tan estúpido.
Y menos mal que me lo repito a diario, porque ir derecha hacia los Cabana el día en que
coincidimos en el pub fue un error de principiante. Lo sé. Pero no pude evitarlo. Hay algo que me
empuja hacia ellos sin remedio (el mismo «algo» que me llevó a por un café a ese local, que es su
segunda casa), y ese «algo» se eleva a la enésima potencia si River se encuentra entre el grupo. La
noche anterior me había pillado con la guardia baja y en bragas, literalmente; necesitaba
resarcirme y mantener la conversación como yo la había planeado, no como River la había
planeado. Llevaba mucho tiempo sin verlos y… tuve que acercarme y dejar salir de mi boca parte
del resentimiento que me come a diario por dentro. Y me habría gustado gritar muchas más cosas y
mucho más fuerte, pero no era el momento.
Salí escopeteada del pub, temblando, a punto de echarme a llorar como cuando no era más que
una niña y algo me dolía en el alma. Sí, necesitaba hacerles daño para poder sanar yo, pero el
encuentro fue más impactante de lo que había previsto. Fue tan impactante que incluso hubo un
momento en que temí quedarme callada, tartamudear o, peor, llorar: el momento en que tuve a
River mirándome de nuevo con esa intensidad suya, porque cuando eso sucede, mi imaginación
echa a volar y fantasea con que me pide perdón y nos vamos juntos a casa. Y eso no puede ser.
Jamás podrá ser. Pero yo soy así de tonta y no puedo dejar de imaginármelo. ¿Y ese impulso
pequeñito pero real que sentí de echarme en sus brazos para cobijarme en su calor, sentirme
protegida y perdonárselo todo? Tengo que enterrarlo para siempre. River Cabana se ha acabado
para mí. Llevo casi un año trabajando en ello a destajo, por Dios.
Nada más pisar la calle, sentí las miradas de la gente a mi alrededor; llevaba notándolas desde
que había puesto el primer pie en el pueblo. Mucha gente nos había saludado a mis padres y a mí y
nos había dado la bienvenida, sí, pero la mayoría nos había observado con recelo. Con sospecha.
No lo aguanté más. Rompí a llorar, superada por la situación, por mi regreso, y salí corriendo de
allí. Corrí pensando que la culpa de todo la tenía la persona a la que más había amado en la vida:
mi marido.
Mi padre había dimitido de la noche a la mañana por culpa suya, al enterarse por mi boca de
que el CNI lo investigaba, de que su querido yerno (lo quería demasiado) lo investigaba, antes de
que la reputación del pueblo y el buen hacer del ayuntamiento se vieran afectados. El pueblo,
antes que él. Siempre ha sido así. A pesar de que los motivos que alegó mi padre fueron
«circunstancias familiares» (o, hablando claro, mi divorcio), los cuchicheos y las miradas de
sospecha comenzarían desde el primer instante, lo sabíamos: si el alcalde dimitía, sería por algo
turbio. Tuvimos que abandonar el pueblo ese mismo día, alejar a mi padre de toda esa mierda.
No negaré que a mí me vino bien, dada la situación que vivía con River en ese momento.
Ahora regresamos porque la excusa de mi divorcio no da para más y para limpiar su nombre,
porque mi padre es inocente. Y sabemos quién es uno de los dos culpables: mi tío. ¿El otro? Mi
marido, por no ver quién era el verdadero responsable. Por hacer tan mal su maldito trabajo. Y
pagarán por ello. Los dos.
Suelo ir a la playa a llorar. Es mi refugio. Por más que vea la playa a diario, siempre me giro
para contemplarla unos segundos cuando paso por su lado, y siempre que puedo, bajo a la arena.
Aunque solo sean unos minutos. No me gusta llorar en público, y tampoco en mi casa. En mi casa
es peor que en cualquier otro lado, porque cada rincón tiene su presencia. Es ese el motivo por el
que le insistí a mi padre para vivir en ella: si soy capaz de superar a River en un territorio donde
todo huele a él, el resto será pan comido. Así que lloro en la playa.
Diez días después de mi regreso, llovía. Y yo, cuando llueve, me pierdo. Es como si el mundo
se paralizara de pronto para que yo pueda salir a la calle a disfrutar de las gotas de agua
empapándome el rostro y el cuerpo. Y si el mundo no se paraliza, lo freno yo. Aquel día bajé a la
playa a mojarme como la pirada que soy y entonces me percaté de que no estaba sola: había un
chico cerca de mí que ni siquiera me había visto. Él lloraba más que yo. Tuve que acercarme a
comprobar si estaba bien; tuve que hacerlo porque yo sé lo que significa estar así y porque,
además, era Dylan Carbonell: el cantante de rock más famoso del momento, y, sobre todo, el novio
de Hugo. Lo había conocido durante mi encuentro con los Cabana en el pub, y aquello tenía toda
la pinta de estar relacionado con mi cuñado.
Me lo llevé a casa. No sé si el hecho de que él y yo seamos familia influyó en ello (mejor
dicho, el hecho de que yo aún considere en cierta medida al estúpido de Hugo Cabana como mi
familia) o si lo habría hecho por cualquier persona en su situación. Quién sabe. Le presté ropa
seca e intenté que se sintiera mejor. No lo conseguí. Hugo la había cagado a lo grande y Dylan
sufría por ello. Por eso decidí que lo mejor era que nos emborracháramos con cuatro botellas de
aguardiente. Ahora somos amigos íntimos, porque emborracharse de alcohol y de dolor, vomitar
con las cabezas unidas en el retrete y quedarnos dormidos en el suelo del salón de puro
agotamiento une para siempre. O eso dice él. Y yo lo creo. La verdad es que apenas lo conozco,
pero se ha convertido en mi mejor amigo. Tampoco lo tenía difícil el chico: yo no tengo amigos en
el pueblo, ni siquiera uno para poder decir eso de «eh, es mi mejor amigo». No. Cero. Durante mi
infancia no viví aquí, y poco después de mudarme me casé con River. Sus amigos se convirtieron
en mis amigos, y su familia, en mi familia. Ejem.
Se lo conté todo a Dylan. Todo. ¿Albergar un secreto tan grande como el mío y no poder
hablarlo con nadie más que con mi padre? La verdad, me ahogaba. Y yo necesitaba escupirlo todo
y coger aire de nuevo. Estaba borracha y hablé más de la cuenta. ¿Lo que más me sorprendió? Que
él era conocedor de gran parte de la historia. No de toda, solo de la versión de los Cabana.
Bueno, ahora sí lo sabe todo de verdad. Prometió no contarles nada, prometió esperar y dejar que
yo lo hiciera, prometió darme espacio, y confío en él. También sé que lo está pasando mal por no
poder sincerarse con Hugo.
El caso es que, después de despertarnos con la peor resaca de nuestras vidas y de salir a
desayunar, nos encontramos con Jaime, el mejor amigo de Priscila. Uno de esos de «eh, es mi
mejor amigo», sí. También es el exrollo de Hugo y… la cosa comenzó a complicarse entre Dylan y
él. Y no sé si el alcohol aún me recorría las venas o qué, pero un instinto muy fuerte de protección
hacia Dylan me nació de las entrañas. Nuestra conexión había sido rara, pero sólida. Auténtica.
Supongo que esas cosas no se pueden controlar. De repente conectas con alguien y…, eso, de
repente conectas con alguien. Porque Dylan tiene algo. O Dylan y yo, juntos, tenemos algo. Es
como si hubiéramos estado predestinados a encontrarnos. Como si nos hubiéramos buscado. Como
almas gemelas de la amistad. Las primeras horas, solo era un desconocido para mí, pero, de
repente… el reconocimiento. Ese: «Por fin apareces. ¿Dónde te habías metido? Llevo más de
veinte años esperando por ti. No sabía si serías chico o chica. Alto o bajo. Rubio o moreno. Pero
llevo más de veinte años esperando por ti». Lo sentí en el corazón.
Sonreía como una tonta por lo bien que se desenvolvía mi chico en la discusión cuando a
Jaime lo llamaron por teléfono: Priscila se había puesto de parto y no pintaba bien, estaba a punto
de dar a luz en un coche. ¡En un coche!
Había tanto terror en el rostro de Jaime, y en el de Dylan, que no pude evitar ofrecerme a
llevarlos al hospital. Aunque casi nunca conduzco, tengo un coche. Soy más de bici. Es un
Volkswagen New Beetle de color verde manzana (el coche, me refiero). Una monería. Y aquel día
tuve que ajustar el asiento del conductor para llegar bien a los pedales (se encontraba demasiado
lejos del volante) y el espejo retrovisor a la altura de mis ojos (se encontraba demasiado arriba).
Me habría jugado una mano a que River me lo había cogido. A saber con qué intenciones.
Llegamos al hospital de Benidorm y en la recepción nos informaron de que todo había ido
bien. Y entonces, sin esperármelo, Dylan me cogió de la mano y me llevó a la habitación donde se
encontraban Pris, Alex y el bebé.
Reconozco que al llegar me retiré a una esquinita y me sentí totalmente fuera de lugar, pero,
por otra parte, el recibimiento que me dedicaron Priscila y Alex, así como vivir aquel momento
con ellos… fue bonito. Al menos hasta que apareció River y lo mandó todo a la mierda. Muy
River, sí.
Dylan y yo no nos acordábamos (las cuatro botellas de aguardiente), pero habíamos debido de
subir unas cuantas stories nuestras a Instagram. Por supuesto, River las vio. River siempre ve todo
lo que yo subo a las redes sociales, por eso no compartí nada en el año en que estuve fuera. Y
River también tiene una bocaza enorme, que utiliza para dejar salir por ella todo lo que le da la
gana y cuando le da la gana. Me acusó de que la prensa se enterara de que Dylan Carbonell vivía
en el pueblo con Hugo (la noticia había estallado días antes). Habíamos llegado los dos a la vez,
la prensa y yo. Lo mandé a la mierda y me largué de allí. Y no perdí ni un solo segundo en
procesar el dolor que sus palabras me habían infligido. Ni un solo segundo. Así que no me
dolieron. O casi no me dolieron. Puñetero River.
Después, recibí una llamada suya. Bueno, a ver, primero yo le había enviado un mensaje al
móvil; no pude evitarlo.

Cata:
Eres un gilipollas.

Entonces recibí una llamada suya. «Riv», decía la pantalla. «Riv». Nunca había modificado el
nombre de su contacto, y me arrepiento cada día por ello, pero, al mismo tiempo, no puedo
cambiarlo.
Respondí al cuarto tono.
—Eres un gilipollas, River —ratifiqué nada más descolgar. Me quemaba demasiado en la
boca.
—¿Puedes dejar de insultarme por una vez en tu vida?
—¡No! ¿Cómo se te ocurre pensar que yo haría algo tan mezquino en contra de Hugo? ¡Ha
podido ser cualquiera! Dylan es hiperfamoso, y este pueblo es de los más turísticos de Alicante.
¡Ha sido casualidad, River!
—¿Quieres que juguemos a eso, Cata?
No lo entendí.
—¿A qué?
—A lanzarnos «¿cómo se te ocurre?» el uno al otro. Porque yo tengo unos cuantos
guardados en el bolsillo desde hace casi un año.
Sonaba tan enfadado… Tan tan enfadado. Pero no solo era enfado. Sonaba resentido.
Ofendido. Y River nunca había sonado así. En cada uno de los pocos encuentros que habíamos
mantenido desde mi llegada, lo había visto de un humor diferente para conmigo. Realmente, había
conseguido volverlo loco.
—¿Qué pasa contigo, River? Vamos, suéltalo.
Se lo pensó unos segundos antes de contestar. Solo unos segundos.
—Pasa que estoy cabreado. ¡Estoy muy cabreado contigo!
—¿Tú, conmigo?
Era el colmo. De verdad, que River estuviera cabreado conmigo era el colmo.
—¡Sí! Yo, contigo.
—¿Por qué? ¿Porque me he emborrachado con Dylan y he subido unas stories a Instagram?
—¡Me importa una mierda el puto Instagram! Estoy cabreado porque te largaste sin mirar
atrás. Sin decirme nada. Yo te pedí ayuda con el desastre de la boda de Marcos y tú pasaste de
todo. Estuviste dos semanas sin apenas dirigirme la palabra y después hiciste las maletas. Me
enteré de que te habías ido cuando abrí el armario para colgar mi ropa y la mayoría de tus
cosas ya no estaban. Y ha pasado casi un año. ¡Casi un año! ¿Te parece una razón suficiente?
¿O quieres que siga? Porque tengo más.
—Quiero que sigas.
River enmudeció unos instantes, no se esperaba esa respuesta por mi parte. Pero yo necesitaba
conocer el motivo por el que le había jodido tanto que me marchara sin avisar. ¿Orgullo, pataleta
del tío gilipollas que podía llegar a ser o… amor? Mierda, ¿o amor? Sí, amor. Y si era amor, ¿por
qué no había venido a buscarme al aeropuerto aquella tarde en que descubrió que mi ropa no
estaba en el armario? ¿Por qué no apareció? ¿Y por qué seguía yo pensando en eso?
Mierda. Yo todavía mantenía la esperanza de que River me quisiera. Nunca me he negado a mí
misma lo tonta que soy.
—¿Quieres que me desangre?
—Sí.
—Contéstame tú a una pregunta: ¿cuándo dejaste de quererme? Porque yo busco y rebusco
en mis recuerdos, pero no llego a ninguna conclusión. Un día me querías y al día siguiente no
lo hacías. Una noche follamos y a la mañana siguiente me pediste el divorcio. Un día me
besabas y ahora me apartas como si padeciera una enfermedad contagiosa. Que, por cierto, ¡no
la tengo! —Reconozco que entonces la que enmudeció fui yo. No tenía ni idea de qué responder
—. Contéstame, Cata —insistió, al prolongarse mi silencio.
—¿Has cogido tú mi coche?
No estaba preparada para indagar nada más.
—¿Qué?
—Mi coche, River. ¿Has cogido mi coche? Porque tiene toda la pinta de que sí.
River resopló. Y se llevó los dedos a los lagrimales, seguro. No lo veía, pero lo conozco
tanto…
—Sí —me contestó por fin—, he cogido tu coche. No quería que estuviera parado tanto
tiempo y lo he usado de vez en cuando para ir a trabajar. También te he pasado la ITV y la
revisión que le tocaba. De nada.
—Te pedí el divorcio, River. Eso debería haberte dado una señal. Te pedí el divorcio antes de
irme. Nos llevábamos a matar. O nos gritábamos o follábamos. No sé qué más necesitas que te
explique. Aquello no era un matrimonio. Era una pesadilla.
De nuevo, River calló durante unos instantes. Y cuando habló de nuevo, me formuló aquella
pregunta una vez más, la que yo no estaba dispuesta a contestar, y lo hizo con el tono de voz más
infinitamente… algo. No sabía el qué. ¿Más tibio? ¿Más doloroso? ¿Más real?
—¿Cuándo dejaste de quererme, Cata?
—¿Y tú a mí? —contraataqué.
—Estás dando por hechas demasiadas cosas, y las estás dando por hechas porque no te ha
dado la gana hablar conmigo. No desde que me pediste el maldito divorcio.
—Puede que yo también esté enfadada contigo, River.
—¿Por qué? ¿Porque no elegí en dos semanas?
No. De todo lo que me ha hecho River, eso es lo que menos me importa. Eso solo fue una
excusa para mí. Una excusa para plantear el divorcio sin levantar sospechas.
—¿Por qué no fuiste a buscarme al aeropuerto el día en que me marché? Tú podías haber
evitado todo esto. —Y supe al instante que no debería haberme desnudado tanto, pero me quemaba
demasiado en el corazón.
—Claro que fui a buscarte. ¿Cómo no iba a ir?
—Mentira. Yo estaba allí, tú no apareciste.
El descaro que tiene este hombre para mentir es digno de admiración. Lástima que yo ya no
admire ni un ápice de su personalidad. Y que no le crea nada de lo que suelta por la boca.
—Tú no esperaste lo suficiente por mí. Tuve un percance.
—Qué conveniente.
River sonrió sin ganas a través del teléfono.
—Para ti todo es conveniente. ¿Sabes lo peor? Que ya ni siquiera estoy tan enfadado
contigo por haberte largado. Un caldo de cultivo que se ha disuelto en cuanto tú has regresado.
—¿Y por qué me has acusado de llamar a la prensa? Sabes que yo no he sido.
—No, tú no has sido. El último vestigio de mi enfado, supongo.
Y River volvió a sonreír, pero entonces lo hizo de verdad. Fue una sonrisa tímida que fui
capaz de adivinar al otro lado de la línea. No pude aguantarlo. Colgué con un nudo en la garganta
y me eché a llorar. Otra vez. Puñetero River Maldito Cabana.
En fin, que no quiero pensar más en River. Me distrae. Como decía, llevo dos semanas en el
pueblo, y ya me han sucedido tantas cosas que podría escribir mi propia novela. Sería una muy a
lo Agatha Christie, por el toque detectivesco. Porque si hay algo de verdad importante que
resaltar en lo que me ha ocurrido durante las últimas semanas son los avances respecto a mi tío.
Ni siquiera entiendo por qué pierdo el tiempo pensando en los Cabana. Tal vez porque ahora
mismo, unos días después de aquella pelea con River, me encuentro en la casa de uno de ellos. En
la de mi favorito, que, aunque no esté aquí, se palpa en el ambiente que es su territorio. Pero me
siento cómoda. Increíble e inexplicablemente cómoda. Dylan y él se han reconciliado, a lo grande.
Me alegro por Dylan. A Hugo que le den pomada.
Dos asuntos que destacar aquí. El primero: si mi padre se entera de lo que voy a hacer, me
mata. O, peor, me deshereda. Me ha prohibido emprender cualquier acción contra mi tío; él se está
ocupando de ello. He desobedecido, por supuesto. Una vez que aprendí a desobedecer a mis
padres, ya no pude pararlo. Como cuando te dejas ir en pleno orgasmo: imposible retroceder.
El segundo asunto: Dylan me está ayudando con los planes para desenmascarar a mi tío.
—Vale —me dice—, pues ya tenemos decididos el día y la hora en que vamos a entrar en la
casa de tus tíos. Por cierto, podías presentármelos, por eso de conocer sus caras antes de colarme
en sus dependencias.
El sábado a las doce de la noche es cuando vamos a colarnos en sus dependencias. Acabamos
de decidirlo gracias a mis labores detectivescas. Espío a mi tío desde que llegué al pueblo, y me
he enterado de que tanto él como mi tía estarán fuera gran parte de la noche del sábado, en una
cena de cumpleaños que celebran en su honor a cincuenta kilómetros de aquí, y de que es muy
probable que se queden a dormir allí. Es una oportunidad de oro para entrar en su casa a
escondidas y acceder al ordenador. Si algo he aprendido desde que me dedico a esto, a espiar a
mi tío, es que la gente guarda información de gran valor en sus ordenadores. Y tiene que ser a esa
hora, porque la oscuridad es completa y por estas fechas apenas hay gente en la calle.
—Tendré que inventar una historia convincente para que Hugo no sospeche nada raro por
verme salir de casa a esas horas todo vestido de negro, pero algo se me ocurrirá. Lo marearé un
poco, lo llevaré de aquí para allá y listo. Se me da bastante bien.
—Jamás lo pondría en duda —le digo.
—Y escucha lo mejor —añade Dylan—: ya sé cómo podemos acceder al ordenador.
—¿Al ordenador del despacho de mi tío?
—Sí. Era un cabo suelto que no hemos tratado. He ido…
—Espera —intento interrumpirlo para aclararle un detalle que se me ha pasado por alto, pero
no sirve de nada. Cuando Dylan coge carrerilla, no hay quien lo pare. En serio, es más imparable
que el orgasmo de antes.
—… a la biblioteca. ¿Tú sabes el tiempo que hacía que yo no pisaba una biblioteca? No sabía
ni que todavía existían. He tenido que hacerme un carné y todo para sacar unos libros. Son esos de
ahí. —Señala una torre de libros en el suelo, al lado del sofá—. Y, a todo esto, te preguntarás por
qué motivo he ido a la biblioteca. Pues mira, ven aquí. —Me coge de la mano y me obliga a
levantarme. Me conduce hasta las estanterías que mi cuñadísimo tiene repletas de libros y, por
supuesto, sus tres perros vienen detrás de nosotros. Dios, acabo de conocer a los animalitos y ya
los adoro—. ¿Ves todos estos libros? Pues la mayoría son de animales. El nene solo tiene libros
de animales, ropa de animales, bañadores de animales y tazas de desayuno de animales. Es
enfermizo.
El «nene» es Hugo. Dylan lo llama de esa manera, y a mí me enternece bastante, para qué
negarlo. También me hace gracia que a mi cuñado, con lo que él es y la mala hostia que se gasta,
lo llamen así y no diga ni esta boca es mía.
—Dy, lo enfermizo es tu obsesión por él, lo nombras en dos de cada tres palabras.
Me ignora.
—Lo peor de todo es que los libros de la biblioteca tampoco han solucionado nuestros
problemas, así que me he visto obligado a tragarme unas cuantas películas de espías, a pesar de
que no son mis preferidas. Tranquila, el nene no ha sospechado nada. Y ya sé lo que vamos a
hacer. Apunta. Bueno, no, no apuntes, que la primera regla del buen detective es no dejar nada
sobre el papel. Huellas, cero. Grábatelo a fuego. O sí, apunta. Pero apunta en tu cabeza: tenemos
que hacernos con una especie de líquido o de láser, depende del año de la película, que se vierte
sobre el teclado y permite ver qué teclas son las que más se utilizan. Tranquila, lo tengo
controlado: he encontrado en internet una tienda del espía que no queda lejos de aquí, seguro que
tienen algo. De ahí extraemos combinaciones (ya sé que hay millones, pero yo soy una máquina en
hacer combinaciones) y sacamos la contraseña del ordenador. ¿Qué te parece? Soy bueno, ¿eh?
—Ya tengo la contraseña del ordenador.
—¿Perdona? —Echa la cabeza hacia atrás por la sorpresa.
—Que ya tengo la contraseña del ordenador.
—Joder, esa opción es mucho mejor que la mía. ¿Cómo te has hecho con ella?
—Mi padre la consiguió y yo se la he robado.
Ignoro cómo lo logró mi padre, pero ese ha sido uno de los motivos por los que hemos
regresado: conseguir las pruebas definitivas para desenmascarar a mi tío. Mi padre no estaba
convencido de volver tan pronto, pero yo insistí. Insistí encarecidamente.
Dylan sonríe y me mira con auténtica admiración.
—Me gustas mucho, Cata.
Yo también sonrío.
—Y tú a mí.
Mis palabras hacen mella en él. Lo sé porque se queda callado. Pensativo. Y Dylan Carbonell
nunca calla. Ni piensa en silencio, como el resto del mundo. No calla ni en la ducha. Lo comprobé
el día de nuestra borrachera, cuando lo mandé al cuarto de baño a despejarse y pude oírlo
parlotear desde fuera.
—Tengo algo aquí —por fin, se señala el pecho y adopta una expresión seria que, no sé por
qué, me provoca una mala vibración en el estómago— que necesito decirte.
—Pues dímelo.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Porque Hugo me mataría lentamente. Muy lentamente. ¿Como tú quieres hacer con River? —
Sí, eso también se lo he contado. Asiento con la cabeza—. Pues igual. Se lo he prometido. Pero
creo que puedo darte pistas y que tú podrías adivinarlo, porque si tú lo adivinas, eso no es
decírtelo, ¿verdad?
—Por supuesto que no.
—Vale. Allá voy. —Dylan posa las manos en mis hombros y me mira a los ojos. Los ojos de él
son impresionantes: una extraña mezcla entre el azul y el verde, muy claros; hay mucha gente con
los ojos claros, pero los de él desprenden una claridad especial—. Hay lagunas en tu historia con
los Cabana.
Estaba claro que el asunto tenía que ver con ellos.
—Eso no es una pista. Es una afirmación. ¿Qué lagunas?
—Vale, sí, es una afirmación. A la mierda las pistas.
—¿Qué lagunas, Dylan?
A estas alturas, mi corazón ya está a punto de salírseme del pecho. Siempre me pasa cuando
algo trascendental está a punto de suceder. Como si mi cuerpo intuyera de alguna manera que el
corazón puede colapsar y me preparara para ello. Como un mecanismo de defensa.
—Más que lagunas, yo diría que es una única laguna, pero más grande que el río Amazonas.
¿Conoces el río Amazonas? Es enorme. Y no es una laguna, es un río, pero el concepto lo
entiendes.
—¿Qué laguna? —reitero, un tanto alterada. Me importa una mierda el Amazonas.
—Eso es lo que no puedo decirte. Pero tiene que ver con todos ellos.
—Eso es muy críptico. Más que la contraseña del ordenador de mi tío, Dylan.
—Lo sé, joder, lo sé, y no te imaginas lo importante que es, pero no puedo decirte mucho más.
—¿Tiene que ver con River y con lo de…?
—No —me interrumpe—. No es River. Esta vez no es River. O no lo es directamente.
Vale. Mi corazón se ha serenado. Si no es River… Si no es River, no tengo nada que temer.
—Vale, no es River, entonces, ¿qué…?
—Son sus herman… Mierda.
Dylan, de pronto, retira las manos de mis hombros y mira hacia atrás, hacia la puerta de casa.
—¿Qué?
—¡Viene el nene! ¡Joder! Si es que me huele.
—Yo más bien diría que es al revés.
En serio, yo no oigo nada.
—Rápido, ¡al sofá! —Corremos los dos hacia el sofá, seguidos de cerca por los perros, y nos
sentamos uno junto al otro. Pegados. Cero actitud sospechosa—. Estamos viendo una película, ¿de
acuerdo?
—De acuerdo —respondo mientras Dylan pulsa el botón de encendido del mando a distancia.
Entonces la puerta de la calle se abre (pues sí que venía Hugo) y los perros salen en tropel a
recibir al recién llegado, con la lengua fuera y el rabo aleteando. Él les sonríe con afecto, incluso
coge a uno de ellos para llenarlo de besos, hasta que me ve y se le cambia el semblante. No sé si
es tensión o fastidio. Creo que podría ser una mezcla de ambas emociones.
—Hola, babe —lo saluda Dy con naturalidad—. Has llegado pronto.
Cinco palabras saliendo de la boca de Dylan Carbonell cuando su novio entra en casa después
de todo el día sin verse. Cinco. En serio, si yo fuera Hugo, ya habría empezado a sospechar que
aquí ocurre algo. El amor ciega, está más claro que el agua.
—Estoy cansado —responde el otro sin moverse de la puerta. Creo que mi presencia en su
casa lo ha descolocado y no sabe qué hacer. Estoy a punto de reír y de soltarle algo así como: «Un
punto para Cata y cero puntos para el estúpido veterinario surfista», pero me contengo. No
entiendo muy bien el motivo, porque yo nunca me contengo con Hugo, pero me contengo.
—Ven —le pide Dylan, estirando un brazo—, estamos viendo una película. Siéntate con
nosotros.
—No creo que…
—Vamos, ven y relájate un poco. ¿No quieres ver la tele con nosotros?
—Qué remedio.
Y Hugo viene. Increíble. El poder del amor, supongo. Intento no traslucir sorpresa. Dylan se
aparta y lo obliga a sentarse entre los dos. Le lanzo una mirada: «Si crees que colocándonos a uno
junto al otro vas a borrar años de enemistad… No es tan fácil, Dy». Y creo que Hugo piensa lo
mismo. Cruzo los brazos mientras el sofá se hunde a mi lado.
—¿Estáis viendo una película de vaqueros? —nos pregunta Hugo con la vista en el televisor.
—Sí, Cata siempre quiso ser uno. ¿No lo sabías?
—No. Ese dato se me había escapado.
Me mira, y yo disparo una pistola imaginaria. Casi apunto a su entrepierna. Casi. Él alza los
ojos al cielo. Muy Hugo. Y no sé si me sorprende más la capacidad de invención de Dylan o que
Hugo crea a pies juntillas todo lo que él dice.
Nos quedamos los tres como bobos delante de la película, o quizá ninguno de nosotros la esté
viendo realmente. Yo no dejo de pensar en lo último que me ha dicho Dylan. ¿Qué laguna puede
haber con respecto a los Cabana? ¿Con respecto a los Cabana sin River? Marcos, Hugo, Adrián y
Priscila. De mayor a menor. La verdad es que no tengo ni idea.
Desvío la mirada del televisor para hacer saber a Dylan que esto no va a quedarse así, pero
me distraigo con la postura de Hugo. Una postura que ha pasado de tensa, sentado en el sofá, a
relajada, con la espalda en el respaldo y los pies sobre la mesa. Y en segundos, pasa de relajada,
con la espalda en el respaldo y los pies sobre la mesa, a aún más relajada, con la cabeza sobre el
hombro de Dy. De ahí a que su respiración se vuelva regular, cierre los ojos y se quede dormido
no transcurren ni cinco minutos. Debe de estar agotado para dormirse con tanta facilidad en mi
presencia.
—Me voy —le susurro a Dylan a la vez que me levanto del sofá—. Mañana hablamos.
Dylan asiente con la cabeza y esboza una sonrisa sin dejar de observar a mi cuñado. Se lo ve
tan mono ahí dormidito. Incluso resultaría adorable si no fuera porque me cae como una patada en
el trasero.
Me despido de Dylan y de los perros y me marcho a mi casa. Voy dando un paseo, con la
cabeza en plena ebullición, y me doy cuenta de que la tranquilidad con la que camino es
inversamente proporcional a la agitación que siento dentro de mi cuerpo: un hormigueo, unos
nervios, unas ganas enormes de que llegue el sábado porque, después de tanto tiempo, por fin la
operación «desenmascarar al traidor de mi tío» está en marcha. Comienza la fase uno.
«Porque me gustas mucho». ¿Verdad o mentira?
Tres días después de su primer encuentro, River se hallaba recostado, escondido, en el árbol bajo
la ventana de Catalina. Llevaba allí dos horas. Él no era de los que repetían con una mujer (y ahí
comenzaba a tener un problema real, porque se había follado a más de medio pueblo, y a todas las
vecinas de la urba), y en su primera cita habían hecho el amor las veces suficientes como para que
ambos quedaran saciados, pero… Catalina lo atraía como ninguna mujer lo había hecho antes. Esa
vitalidad suya, esa sonrisa que jamás abandonaba su rostro, esa felicidad tan… atrayente. Su
personalidad. Y era graciosa. Muy graciosa. Lo hacía reír.
River había tenido varias novias en su adolescencia, pero nada serio; dejó de tenerlas en
cuanto comenzó a apreciar lo que significaba la palabra «compromiso». No iba con él. Pero ahora
le apetecía repetir. Quizá tres o cuatro veces más. O cien. Por eso estaba recostado, escondido, en
el árbol bajo la ventana de Catalina y llevaba allí dos horas. ¿Se dejaba llevar? ¿O no?
¡A la mierda!
Tomó aire y lo expulsó. Allá iba. Se encaramó al árbol, fingiendo de nuevo no ser más que un
loco de los ordenadores, un tipo poco ágil, por si algún vecino podía verlo. Se quedó suspendido
de una rama y golpeó con los nudillos la ventana. Se le escapó una sonrisa a causa de la
anticipación y se llamó gilipollas a sí mismo («Dios, parezco un adolescente») mientras esperaba
a que Catalina abriera.
—¿River? —exclamó ella al verlo. No esperaba encontrarlo en su ventana de nuevo, aunque sí
lo deseaba con todas sus fuerzas. Se le iluminaron las pupilas y sonrió.
—Hola —respondió él, cubriendo con su mirada brillante y su sonrisa la maraña de nervios
que se retorcían en su interior.
—¿Qué haces aquí?
—He venido a avisarte de que esta semana voy a estar hasta arriba de trabajo. Y va a ser
complicado quedar por el día.
—Mmm… vale. Podías haber llamado a la puerta; tenemos una en la entrada, como en todas
las casas. Mi padre no va a partirte el cuello por venir a visitar a su hija.
—Prefería trepar hasta tu ventana.
—¿Por qué?
—Porque me gustas. —River no dejó que ella se quedara con la boca abierta más de un
segundo—. Y me muero por hacer una cosa.
—¿Qué?
—Esto.
La besó. La besó y ella le devolvió el beso mientras se aferraba a su cuerpo, ese cuerpo que
había comenzado a venerar, y lo instaba a que se colara en su dormitorio. Él lo hizo y cayeron los
dos al suelo, sin dejar de besarse. Hicieron el amor ahí tirados, tal cual, tragándose los gemidos el
uno del otro y sonriendo por ello, ya que no podían ser descubiertos, y… todo comenzó. Su
historia comenzó.

Dos semanas después


Le vibró el teléfono. A River le vibró el teléfono. Abrió un ojo y miró la hora: las cuatro de la
mañana. No podía ignorar la llamada. Jamás podía hacerlo; primero tenía que comprobar de quién
se trataba, por si era su jefe. Y en aquella ocasión lo era. Descolgó al momento.
—Sí.
—River.
Se lo notó en la voz al instante. Supo que pasaba algo.
—¿Qué sucede? —susurró.
—El teléfono de aquella chica. El que conseguiste hace unas semanas de manera…
—Sí —lo interrumpió.
Catalina. Se refería a Catalina. A la misma Catalina que dormía junto a él, en la cama de ella.
Se giró para mirarla. Dormía, pero comenzaba a despertarse. Le acarició el cabello para
impedirlo, para instarla con su tacto a que continuara soñando. Habían hecho el amor dos veces. Y
River quería hacerlo una tercera vez. Y una cuarta. Como todas las noches desde hacía dos
semanas. Habían encajado mejor de lo que pudiera haberse imaginado.
—¿Es Catalina Berenguer?
River apretó los párpados.
—Sabes de sobra que lo es. ¿Qué pasa?
—Ven de inmediato a la oficina. Tenemos que hablar.

—No. Ni de coña. Ni de puta coña.


Aquella fue la primera vez que River Cabana le habló de esa manera a su jefe, ambos
encerrados en su despacho, casi en penumbra (la única luz provenía de un flexo encima de la mesa
que justo iluminaba sus rostros), a las cuatro y media de la madrugada. La primera vez que se negó
a una orden directa. Pero, por más que se indignara y se negara, no dejaba de ser eso, una orden
directa. Y las personas como River, las personas que tienen un trabajo como el de River, acatan
órdenes, sean cuales sean. Su jefe se lo recordó, y River incluso se atrevió a rebatir que no podían
obligarlo a hacer algo así. Que se trataba de su vida privada y que ellos ahí no entraban. Pero qué
equivocado estaba. Por supuesto que entraban. Entraban hasta en sus sueños, si fuera necesario.
Aquello era el CNI, el jodido Centro Nacional de Inteligencia. No había más que explicar.
No era ningún secreto que a River Cabana le encantaban los ordenadores desde bien jovencito,
siempre lo habían fascinado. Era lo suyo. Todo el mundo tiene un «lo suyo». Cada persona que
habita en el planeta Tierra lo tiene. Algunas personas tardan un segundo en dar con ello, a otras les
lleva años, o media vida, y otras tantas no lo encuentran nunca. River entraba en el primer grupo.
Había comenzado a desmontar los ordenadores de sus hermanos (el suyo no, necesitaba
conservar uno entero) y a indagar en sus tripas en busca de respuestas desde muy pequeño; había
comenzado a controlar el idioma binario (era cristalino para él) y a ser informático desde los
ocho años. Por eso había estudiado la carrera de Informática cuando alcanzó la mayoría de edad y
por eso se había graduado como el mejor de su promoción cinco años después, porque era una
máquina con el ordenador.
River enseguida comprendió que había mucha gente como él, con aquellas capacidades
extraordinarias para la informática, y que mucha de esa gente lo usaría en su propio beneficio y en
perjuicio de los demás. Si hasta él mismo se había infiltrado por curiosidad en organizaciones
que… mejor que no se acordara de aquello. Y los ordenadores comenzaban a dominar el mundo.
Aquello era imparable. Tenía claro que las consecuencias de que «los malos» poseyeran
información privilegiada podían ser catastróficas. No se podía permitir. Había que tomar
posiciones, luchar contra ellos, intentar minimizar los daños, y River no era de los que se
quedaban detrás de la barrera como un simple espectador, y por eso quiso ser policía. Los
policías necesitaban buenos informáticos, y él lo era.
Se informó sobre el tema, sobre cómo podía convertirse en uno de ellos, y se apuntó a una
academia para que lo ayudaran mientras aún estudiaba la carrera. Se preparó a conciencia durante
más de un año para las pruebas de acceso y puso su mira en los exámenes con la convicción de
que aprobaría. Lo que no se esperaba fue lo que sucedió aquel día de finales de octubre de 2005,
mientras veía la televisión desde el sofá de su casa junto a sus hermanos. Lo llamaron al móvil
desde un número privado. Fue raro. River contestó con el ceño fruncido.
—¿Sí?
—¿River Cabana?
—Sí, soy yo.
—Soy el subteniente Lorenzo. ¿Podemos vernos para tomar un café?
Aquella llamada le cambió la vida.
Se reunió con el desconocido en una cafetería y escuchó con un ápice de incredulidad cómo lo
invitaba a unirse al Centro Nacional de Inteligencia. Lo habían investigado, llevaban meses
haciéndolo, y encajaba en el perfil. River se lo pensó durante varias semanas, se lo pensó
mientras se presentaba a los exámenes y los aprobaba. Y aceptó.
Fue cuando comenzó a mentir a su familia por primera vez en su vida. Les dijo que no había
superado las pruebas físicas (a su favor jugaba el hecho de que nunca había destacado demasiado
en el deporte), pero que lo seguiría intentando. Aquella sería su tapadera, porque necesitaba una.
Necesitaba ser otra persona. Otro River. No el River del CNI. Y mientras pasaba los siguientes
nueve meses entrenándose para su nuevo trabajo y finalizando la carrera de Informática, simulaba
seguir estudiando para ingresar en la Policía Nacional. Una vez preparado, se convirtió en agente
técnico dentro de la organización, se colocó detrás de unas pantallas de ordenador y… protegió la
seguridad nacional desde su posición.
Llevaba haciéndolo seis años. Los mismos que simulando suspender las pruebas físicas una y
otra vez. Y otra vez. Incluso acabó coincidiendo, en el año 2006, con Marcos. Los dos,
matriculados en la academia, solo que Marcos aprobó a la primera mientras él fingía suspender de
nuevo. Y después Marcos quiso formar parte de la unidad de élite, de los GEO, y tras varios años
de preparación y durísimas pruebas, también lo consiguió. Y comenzó a meterle caña a River. A
interesarse por sus exámenes. A intentar ayudarlo. Aquella fue la señal definitiva de que tenía que
cambiar de estrategia: su hermano no podía estar tan encima, día tras día; Marcos era muy listo,
podría destapar la mentira. River se inventó un trabajo de informático en Alicante (era perfecto,
dado que el centro operativo del CNI donde trabajaba se encontraba allí); adujo que tenía que
comenzar a ganarse la vida; tenía ya veintinueve años y se encontraba sin oficio ni beneficio.
Conciliaría ambos frentes durante unos meses hasta que, llegado el momento, anunciaría que
dejaba la academia. Lo de ser policía no era lo suyo. Después de tantos suspensos en las pruebas
físicas, imaginó que nadie lo pondría en duda. Y en esas estaba. Llevaba semanas dándole vueltas
a la idea de anunciarlo de una vez y había decidido que los exámenes de noviembre, que se
suponía que estaba realizando, serían los últimos: fingiría suspender por enésima vez consecutiva.
Lo tenía controlado.
O eso pensaba.
Pero, entonces, Catalina Berenguer se cruzó en su camino. O su bicicleta se cruzó en su
camino. Y ahora su jefe le exigía que se casara con ella. ¡Que se casara con ella! Había oído todo
tipo de locuras desde que trabajaba en el CNI, pero nada como eso.
—River —lo interrumpió su jefe. River dejó de discutir—. Es un problema de seguridad
nacional.
—Podemos solucionarlo de otra manera. Puedo acercarme a su familia de otra manera.
Conseguiré infiltrarme entre ellos, te lo prometo. Pero no me obligues a casarme con ella.
Y no era por miedo al compromiso, ni muchísimo menos. Ya no se trataba de eso. Era… la
mentira. La mentira hacia ella.
—Lo siento, pero tiene que ser así. Necesito que entres en la casa del alcalde, que accedas a
su ordenador, a su teléfono móvil, a su caja fuerte, a lo que esconde en el puto cajón de la ropa
interior y hasta a sus pensamientos. Y para eso tienes que convertirte en alguien de su familia.
River negaba con la cabeza, incrédulo. Llevaba años trabajando con ese hombre y no le había
dicho nunca ni una sola palabra sobre que el alcalde de su pueblo, el puto alcalde de su pueblo,
poseía información privilegiada como para hacer caer al Gobierno. ¡Al Gobierno! Secretos de
Estado. Secretos que dejarían al ministro de Defensa en una muy mala posición. Nada más y nada
menos que la venta de armas del Gobierno español a Argelia a través del puerto de Alicante. El
trabajo de River consistía en que esa información no saliera a la luz. Pero había salido. Su
alcalde, al parecer, había conseguido esa información y ahora le estaba sacando una millonada
periódica al Estado a cambio de su silencio. Un pago anual en cuentas ubicadas en diferentes
paraísos fiscales. Cuentas que modificaba tras cada pago. De ahí procedía la incredulidad de
River: ¿cómo un alcalde de pueblo había obtenido esa información? ¡¿Cómo cojones había
obtenido esa información?! Y ahora chantajeaba al Gobierno. De puta madre. Y su nuevo trabajo
era robarle esa información. Robarle las pruebas. Y para ello tenía que casarse con su hija, con la
que acababa de follar hacía pocas horas. Con la que era su… chica. De puta madre.
—¿Por qué no se me había informado antes de este asunto?
—Porque yo tampoco lo sabía.
—Anda, no me jodas. Llevo semanas quedando con ella y ¿no sabías lo de su padre hasta hoy?
—Es la verdad, puedes creerlo o no, Cabana, no es mi problema. Me han llamado los jefazos
en cuanto se han dado cuenta de que el novio de la hija del alcalde, alcalde al que por lo visto
tenemos vigilado desde hace meses, a él y a toda su familia, es uno de nuestros agentes. Llevan
semanas viéndote entrar en su dormitorio por la ventana. ¡Se lo has puesto en bandeja, joder!
—¡Y yo qué coño sabía!
—Pues ahora ya lo sabes. Y vete preparando una buena coartada para tu familia y tu futura
prometida, porque vas a pasar las próximas semanas en La Casa.
—¿Qué? ¿Por qué?
River ya había estado en La Casa, años atrás. Era el lugar donde entrenaban a los agentes del
CNI. Los encerraban allí durante semanas y los sometían a todo tipo de pruebas, tanto físicas
como intelectuales. Debían tener la habilidad de sobrevivir ante cualquier imprevisto; debían ser
ingeniosos, inteligentes y capaces. Gente con recursos. River lo era. Todavía recordaba la ocasión
en que lo condujeron al centro de la ciudad, lo plantaron delante de un portal cualquiera y le
dijeron: «En menos de tres minutos te quiero en un balcón del quinto piso saludando con la mano y
una sonrisa de oreja a oreja». River tenía que coger el ascensor hasta esa planta, convencer al
propietario de alguna de las viviendas de que lo dejara pasar y salir al balcón a saludar. Lo
consiguió antes del tiempo establecido. River era un tío con recursos. Justo la clase de persona
que busca el CNI.
—Porque vas a pasar de ser un agente técnico a ser uno operativo. De rata de laboratorio, a
las calles. Necesitas un curso de reciclaje exprés con urgencia. Y ya. Estás oxidado, Cabana. Me
han dicho que tu manera de trepar a la ventana de esa chica es vergonzosa. Sales dentro de dos
días. Habrá un par de agentes esperándote en el garaje de este edificio. Ellos van a prepararte.
Buena suerte.
«Este mensaje se autodestruirá en dos segundos». Eso no se lo dijo, ni falta que hacía.
Abandonó el despacho y lo dejó ahí plantado con la cabeza a punto de explotar y con ganas de
vomitar. No había espacio para la discusión, River lo sabía.
—¡Mi manera de trepar hasta la puta ventana formaba parte de mi coartada! —escupió
cabreado.

Un día después, la noche antes de irse de viaje, River se encontraba recostado, escondido, en el
árbol bajo la ventana de Catalina. Llevaba ahí dos horas. La historia se repetía, pero en aquella
ocasión, era todo muy diferente. Ya había comunicado a su familia su inminente marcha debida a
un viaje por trabajo, un curso de reciclaje en el extranjero de dos semanas de duración (la mejor
mentira era una verdad a medias) y ahora le faltaba lo más importante: ella. La chica por la que
había comenzado a sentir… cosas. No podía creerse que la vida jugara con ellos de aquella
manera, simplemente no podía creerlo. Si las hadas del cuento de Peter Pan de verdad existieran,
en ese momento habrían caído muertas desde el cielo, porque él había dejado de creer.
Aquel día, cuando trepó por el árbol, no lo hizo como un friki de la informática, sino como lo
que realmente era: un agente del CNI. Estuvo a punto de sacar el dedo corazón a quien estuviera
vigilándolo mientras gritaba: «Así es como se trepa hasta una ventana», pero se lo calló.
Cuando Catalina, feliz, le abrió, el mundo casi se le vino encima. Tuvo que cerrar los ojos de
puro dolor. «¿Qué te pasa?», le preguntó ella. Se lo había notado, por supuesto que se lo había
notado. River, espabila. Él sabía perfectamente cuál era su trabajo, no era nuevo, pero también era
cierto que jamás había sido un agente de campo. Él se dedicaba a plantarse detrás de unas
pantallas y hablar con ellas, sacarles todo tipo de datos, sin contacto con las personas, sin que
interfiriera en su vida realmente. Y ahora, su trabajo acababa de interferir en su vida a lo grande.
Y no solo en la de él, también en la de su familia; el concepto de mentir a sus padres y a sus
hermanos estaba a punto de alcanzar cotas inimaginables. Y, sobre todo, en su relación con ella.
Ella, que hacía que el corazón le latiera más rápido. Ella, que conseguía contagiarle su felicidad.
Ahora él estaba a punto de envenenarlo todo. Se sentía como una mierda. Jamás se había sentido
tan miserable.
Ignoraba qué habría sido de ellos dos si él no hubiera sido un agente del CNI.
Ignoraba si ellos dos habrían llegado a…
Ignoraba muchas cosas.
4
Nunca un «a contrarreloj» fue más real. Operación
«desenmascarar al traidor de mi tío». Fase dos

Hoy es viernes por la noche. Y mi gran (y único) plan es pasar el rato al teléfono con Dylan,
ultimando detalles para mañana, pero, entonces, él me cuelga de pronto con un: «Mierda, tengo
que preparar mis cosas, mañana seguimos» y yo me dejo caer en el sofá como un peso muerto
mientras mascullo otro «mierda» similar al suyo. Porque he estado tan ensimismada en mis
propios asuntos que no me he dado cuenta de que este domingo Dylan regresa a Madrid para
grabar el nuevo disco, y permanecerá meses en la capital sin poder venir al pueblo más que un par
de fines de semana al mes, como mucho. Y no lo lleva nada bien. Aparcará su rutina aquí para
marcharse a vivir solo a un apartamento demasiado grande, frío y aséptico. Y sin Hugo. Sobre
todo, sin Hugo. Lo del apartamento demasiado grande, frío y aséptico, a pesar de ser palabras que
han salido de su boca, le da bastante igual.
No puedo hacerles eso. No puedo arrebatarles su última noche juntos. Por eso me levanto del
sofá con energía a la vez que tomo la decisión: entraré en casa de mi tío esta misma noche. Sola.
Camino a toda velocidad hacia mi dormitorio, a prepararme, con el corazón a mil por hora y
las piernas convertidas en gelatina. Me digo a mí misma que esto es cosa del destino, porque mis
tíos los viernes por la noche suelen salir de cena con los amigos, así que es casi seguro que no se
encuentren en casa. Iré hasta allí y si veo que, en efecto, no están… entro. No tendré tanto tiempo
como en el plan original, iré a contrarreloj, pero me daré prisa; en realidad, el asunto es sencillo:
entrar en la vivienda, ir directa al ordenador, copiar la información completa del disco duro en
una memoria USB (en el pasado hice varios cursos de informática) y largarme pitando de allí. No
tendré a Dylan para vigilarme las espaldas y alertarme si viene alguien, pero me las arreglaré.
Me visto con ropa cómoda y oscura, para no llamar la atención; cojo la mochilita que tengo
preparada desde hace días con la memoria USB y unas llaves de mi casa envueltas en una
camiseta (para que no hagan ruido) y cruzo escopeteada la puerta.
No necesito llegar hasta la casa para saber que mis tíos no se hallan dentro y que, en verdad,
esto es cosa del destino: las luces apagadas de la última vivienda unifamiliar de la calle me lo
confirman. Sí necesito tocarme el pecho y rogarle a mi corazón que se tranquilice y lata con
normalidad, que todo va a salir bien.
Oteo en todas direcciones, para asegurarme de que no hay ningún vecino asomado a la ventana
fumándose un cigarro o husmeando sin más, y, cuando me cercioro de que no hay nadie, me agacho
y saco la escalera plegable que Dylan y yo escondimos ayer entre los arbustos de enfrente. La
llevo a todo correr hasta el muro de la parte trasera de la casa y la extiendo. Sé que no puedo
permitirme perder ni un instante, pero tiemblo tanto que necesito parar unos segundos a respirar
antes de subir los escalones y saltar por encima del muro de hormigón. Una vez que lo haga, no
habrá marcha atrás. Si alguien me descubre, se acabó. «Bien, Cata, no tienes rival en cuanto a
meterte presión a ti misma».
Inhalo con fuerza y subo por la escalera. Mierda, ¿es normal que tiemble tanto? ¿Es normal que
el metal con el que está fabricada emita ese crujido tan horrible? ¿Esto es seguro? Me olvido de
todo y, ya en el último escalón, cojo impulso para auparme a lo alto del muro. Me cuesta —Dios,
no sabía que podía pesarme tanto el trasero, con lo que yo he sido—, pero al final lo consigo.
Permanezco unos instantes sin cruzar al otro lado, contemplando la escalera con horror; esa era la
tarea de Dylan: recogerla y vigilar, pero como no está, ahora tengo que dejarla ahí y rezar para
que nadie la vea y… Supongo que escucharé altas y claras las bocinas de la policía.
Sin pensarlo más, desciendo por el muro y alcanzo el suelo en un pequeño salto. Rodeo la
piscina a todo correr y entro por las puertas de cristal, que en verano siempre están abiertas; voy
directa al recibidor. Mis tíos tienen instalada una alarma que se activa en cuanto detecta
movimiento en la casa; por suerte, y porque llevo demasiado tiempo planeando este asalto,
conozco la contraseña. Tecleo el código de ocho dígitos y me dirijo al despacho sin más dilación.
Enciendo el ordenador y por un momento me pregunto si se intuirá la luz de la pantalla desde
la calle. Estoy histérica; meto la contraseña con manos trémulas, no sé ni cómo soy capaz de atinar
a las teclas, pero se me olvida todo en cuanto el escritorio virtual de mi tío aparece frente a mis
ojos. Ya estoy dentro. Sonrío de puros nervios y expectación. Los nervios se convierten en
euforia, y la euforia, en más nervios; creo que estoy a punto de sufrir un ataque al corazón, pero no
puedo permitírmelo. Inserto la memoria USB y procedo a realizar la copia.
Emito un gemido desesperado cuando el mensaje aparece en la pantalla, riéndose de mí:
«Tiempo estimado: veinte minutos». ¿Veinte minutos? En las decenas de pruebas que he llevado a
cabo en mi ordenador he tardado siete minutos. ¡Siete minutos! Y ahí pone veinte. Lo leo de
nuevo; sí, mierda, pone veinte. ¿Y si alguien ha visto la escalera? ¿Y si alguien la ve en los
próximos VEINTE minutos? Me debato entre volver sobre mis pasos y recogerla o esperar. Me lo
juego a cara o cruz, cinco veces; hago un cálculo mental de la probabilidad real que existe de que
alguien la vea a estas horas; vuelvo a jugármelo a cara o cruz cinco veces más y, cuando miro de
nuevo la pantalla del ordenador, ha pasado un minuto. Un. Puñetero. Minuto. Esto es el fin.
«No llores, Cata, no llores». Y cuenta hasta veinte. Muy muy despacio.
Son los veinte minutos más largos de mi vida. De hecho, creo que la palabra «minuto» ha
adquirido un nuevo concepto para mí. Ahora se llama «infierno», y en verdad se asemeja al
infierno porque me suda todo (TODO), así que son los veinte infiernos más largos de mi vida. O
diecinueve. Porque cuando solo falta un infierno, un puñetero infierno, la luz de los faros de un
coche se filtra por la ventana y me da de pleno en los ojos, deslumbrándome.
«No, no, no. No, no, no, por favor». Pero sí. Me levanto de la silla y me asomo con cuidado.
Sufro el segundo amago de infarto cuando veo el coche de mis tíos a punto de entrar en la cochera.
Muchas veces he tenido la sensación de que el corazón se detenía dentro de mi pecho o de que
se me cortaba la respiración. Y todas esas veces la causa era realmente horrible (la mayoría
tienen que ver con River). Pues bien. No tenía ni idea de lo que significaba que el corazón se
detuviera dentro de mi pecho o de que se me cortara la respiración. De estar a punto de vomitar
hasta los pulmones. Ahora lo sé.
Por suerte, o gracias a un milagro, las piernas sí me responden; no parece que formen parte de
mi cuerpo, porque no las siento, pero me responden. Me llevan hasta la silla de nuevo y me
sientan. Miro la pantalla. Diez segundos. Quedan diez segundos.
Cinco segundos cuando el motor del coche se apaga.
Un segundo cuando las puertas de este se abren y se cierran. Cuando oigo las voces de mis
tíos, que ya han salido del vehículo.
Por un momento, creo que he mandado a la mierda todo el esfuerzo realizado cuando saco la
memoria USB de cuajo, sin asegurarme antes de que el proceso se haya completado, pero no tengo
tiempo para comprobar que esté todo bien. Apago el ordenador y corro hacia la salida. Llego al
pasillo y, entonces, unas manos me sujetan por la boca y por la cintura y me arrastran hacia una de
las habitaciones.
Creo que he muerto. Directamente. Y supongo que estos son mis últimos pensamientos antes de
que mi cabeza se apague del todo, pero, de pronto, mi corazón vuelve a bombear sangre, mis
pulmones comienzan a trabajar, cogiendo el oxígeno que necesitan, y un gemido de genuino alivio
sale de mi boca, amortiguado por la mano que aún me la cubre.
Es la mano de River. Dios, es la mano de River. He perdido diez años de vida, pero no
importa porque ¡es la mano de River! Una mano que cubre mis labios con suavidad y que huele a
él. Nunca pensé que tener la mano de River sobre mí, impidiéndome abrir la boca, me haría tan
feliz. Ni siquiera voy a analizar el motivo por el que me siento así. No pienso perder el tiempo.
—Shh —me susurra, justo en el momento en que la puerta de la vivienda se abre y las voces
de mis tíos hacen acto de presencia. Levanto mis ojos hacia los suyos mientras asiento con la
cabeza y él libera mi boca.
La alarma. Ay, mierda, la alarma.
—La alarma —susurro.
—Ya me he ocupado.
Vale. Ya se ha ocupado. Ya se ha ocupado. Ya se ha ocupado. Todo va a estar bien. Aparto la
mirada de sus ojos y me fijo en dónde estamos, en el cuarto de baño de invitados de la planta baja,
y estoy a punto de sonreír de felicidad. Es imposible que mis tíos entren aquí, y River lo sabe. Por
supuesto que lo sabe. No me sorprendo porque nos haya traído aquí, es su trabajo, y por primera
vez, me alegro de que mi marido sea un puñetero agente del CNI.
Cuando las voces de mis tíos se escuchan más nítidas y más cerca que nunca, cierro los ojos
por instinto y descanso la cabeza en el pecho de River. Le rodeo la cintura con mis brazos, con
fuerza, como si su cuerpo fuera mi refugio. Y es posible que lo sea, porque jamás me he sentido
más segura. Y mi situación no es precisamente ideal. Estoy escondida en el baño de la casa de mis
tíos y no soy capaz ni de calcular las dimensiones de la catástrofe que supondría que nos pillaran,
pero yo me siento más segura aquí que en una de esas cámaras acorazadas que se ven en la
televisión.
Todo va a salir bien, me repito. Lo sé porque el corazón de mi marido no late desenfrenado
como el mío; late tranquilo, late al mismo ritmo que cuando veíamos una película en el sofá de
casa y yo me tumbaba sobre él. Y respira de la misma manera sosegada. Intento acompasar mi
respiración a la suya. Y… estoy tocando a River. Estoy tocando a River y es como si nunca
hubiera dejado de hacerlo. Y tengo miedo de aferrarlo con demasiada fuerza. No porque vaya a
hacerle daño a él, sino porque voy a hacerme daño a mí misma.
Estoy a punto de contagiarme de su estabilidad cuando me acuerdo del ordenador, de que le he
dado a «apagar equipo», pero esos trastos cada vez tardan más en obedecer órdenes. Si mis tíos
pasan por el despacho y ven la pantalla encendida, ni River Maldito Cabana va a ser capaz de
sacarnos de esta. Me tenso al instante y él lo percibe. Alza mi cabeza, colocando su dedo índice
en mi barbilla, y me pregunta con los ojos: «¿Qué pasa?».
—El ordenador —susurro.
Por supuesto, él no necesita más explicaciones. Arruga la frente y me mira con recelo. También
parece mosqueado conmigo. ¡No es el momento, River!
—¿Has abierto algún programa? —me pregunta muy bajito. Yo tardo en responder. Tardo
porque su aliento lo conquista todo de pronto y yo me pierdo unos instantes en recuerdos que no
entiendo, y su aroma… su aroma hace tiempo que no me deja oler nada más. Estrujo la memoria
USB escondida en uno de mis puños, el mismo que reposa sobre su espalda.
—No.
River echa un vistazo al reloj y realiza un cálculo mental antes de contestarme:
—Está apagado.
Y yo lo creo. Claro que lo hago. River es un genio de la informática. También es un gilipollas,
un maldito traidor y el peor marido en la Historia de los maridos. Pero es un genio de la
informática.
El ruido procedente de las escaleras me hace soltar otro gemido. River me reprende con la
mirada, pero a mí me da igual. Mis tíos se dirigen al piso de arriba. ¡Estamos salvados! Ahora
solo tenemos que salir de aquí.
Como si me hubiera leído el pensamiento, River me coge de la mano y abandonamos juntos el
cuarto de baño. Debería darme vergüenza la manera en que me suda la palma, pero no es así.
Hace mucho tiempo que dejé de sentir vergüenza delante de River. Avanzamos con sigilo por el
interminable pasillo mientras los movimientos de mis tíos se perciben sobre nuestras cabezas, a
través del suelo de madera que ellos pisan. Salimos a la terraza y corremos hacia el muro; River
lo hace sin dejar de estudiar la ventana de la habitación principal. Al llegar, se agacha y me hace
un gesto para que me suba a sus hombros y me impulse desde ahí. Lo hago y consigo llegar a lo
alto sin problema.
Lo primero que veo es que no hay escalera esperándome al otro lado. Mierda, ¿dónde está? No
tengo tiempo ni para pensarlo ni para preguntar por ella; River, en un único movimiento, llega
hasta mí.
—¿A qué esperas?
Cierto. Que le den pomada a la escalera. Saltamos los dos; aún no me he recuperado del viaje
cuando River vuelve a agarrarme la mano. Corremos por la calle y algo empieza a tintinear en mi
mochila; creo que son las llaves de mi casa, que, con tanta sacudida, se han salido de la camiseta.
De pronto, un coche, un coche rojo tuneado hasta el extremo que conozco demasiado bien, pero
que no entiendo de dónde ha salido, se detiene a nuestro lado. River abre la portezuela de atrás y
nos mete a ambos a toda velocidad en el habitáculo, a mí en primer lugar. No ha cerrado por
completo cuando el coche sale disparado.
Ahora sí dejo brotar de mi boca un gemido de alivio de los grandes. Dios, necesito serenarme.
Apoyo la cabeza en el respaldo de mi asiento a la vez que mi cuñado Marcos, alias el Poligonero,
desde el asiento del conductor, se dirige a su hermano a través del espejo retrovisor. La pregunta
se la formula a él, pero tiene los ojos clavados en mí:
—¿Todo bien?
—Sí —responde River.
Entonces ya no siento solo la mirada de Marcos clavada en mí, también la de River. La
diferencia es que la de River se hace notar más. Mucho más. Giro la cabeza. Guau. Sí que está
mosqueado. Trago saliva. Después alzo la frente y lo encaro: a mí este no me va a soplar más.
«Quiero casarme contigo». ¿Verdad o mentira?
23 de diciembre de 2011

Catalina mantenía los ojos cerrados y la respiración regular, su estómago subía y bajaba al
unísono, pero no dormía. Soñaba. Soñaba, tumbada sobre la nube blanca de algodón en la que
vivía desde hacía casi dos meses. Y esa nube blanca de algodón tenía nombre y apellido: River
Cabana.
River. Cabana.
Sonrió. Si lo pensaba, le parecía tan absurda la idea de no haber tenido antes noticias de su
existencia que le entraban ganas de reír a pleno pulmón por cómo trenzaba la vida los hilos del
destino. Vivían en el mismo pueblo, por Dios. ¿Cómo se le había podido escapar de aquella
manera? Habían tenido veintitrés veranos, y sus correspondientes navidades, para cruzarse, ya
fuera en persona o en alusiones, ¡veintitrés!, pero no había sucedido. Insólito.
Y más insólito le parecía después de enterarse de que no había dos hermanos Cabana, sino
cinco. Y no eran precisamente desconocidos o silenciosos, por lo que había podido indagar.
Catalina, en ocasiones, cavilaba sobre cómo habría sido su vida si sus padres no la hubieran
mandado a estudiar con tan solo nueve años al internado de Escocia, un internado que se había
convertido en su hogar, que le había dado mucho, sí, bastante más que su pueblo natal, pero que
también le había quitado otro tanto. Le había quitado su vida allí, sin ir más lejos. Catalina no
tenía amigos en el pueblo (tampoco es que hubiera trabado amistades vitales en Escocia, pero
alguna camaradería bonita le había quedado). Catalina no tenía recuerdos en el pueblo, solo unas
pocas imágenes fugaces de algún verano con sus padres que apenas eran nada; toda su memoria
estaba llena de escoceses. No habría estado mal que lo estuviera de Cabanas. También es verdad
que hubo un momento en que ella misma, según fue creciendo, comenzó a evitar el pueblo, porque
el pueblo para Catalina era un gran desconocido y porque evitar el pueblo significaba evitar a su
madre.
Su madre.
La gente solía considerar extraordinario que su madre fuera una aristócrata. A Catalina le
entraban ganas de reír a carcajadas, pero no lo haría, por supuesto. La relación con ella era… era
buena, en realidad, si se miraba desde el exterior, o desde el prisma de su madre. Si se miraba
desde el punto de vista de Catalina, se vería que ella sentía miedo. Desde que tenía uso de razón,
tenía miedo a sus reacciones si no acataba sus órdenes, tenía miedo de que le gritara, y eso que su
madre nunca, JAMÁS, levantaba la voz. Su tono era plano, horizontal, más que una línea perfecta
que cruza un folio en blanco de lado a lado. Era escalofriante.
Las órdenes eran fáciles de acatar, fáciles en el sentido más estricto de la palabra, fáciles de
verdad. La mayoría, de hecho, eran protocolarias (cómo peinarse, cómo maquillarse, cómo
vestirse, cómo masticar, cómo asir el cuchillo y el tenedor, cómo caminar, cómo expresarse, cómo
respetar los turnos de sus interlocutores, cómo comportarse, cómo sentarse, cómo mostrarse
perfecta, cómo ser una maldita dama del siglo XIX), pero a Catalina algo le bullía en el estómago
que la incitaba a… cometer locuras. Locuras que deberían robarle el aliento, pero que la llenaban
de oxígeno. Igual que incluir la palabra «maldita» en sus pensamientos. Un acto de valentía donde
los hubiera. Igual que cuando veía una película de miedo y presenciaba atónita que la protagonista
iba directa al peligro, a oscuras y sola en casa, mientras sonaba una música terrorífica de fondo.
Catalina gritaba en silencio desde su sofá: «¡No vayas! ¡No subas esas escaleras!». Pero la chica
subía y… Al fin y al cabo, era una película.
Catalina solía ser esa chica, la protagonista de la película. A veces, cuando no lo aguantaba
más, se lanzaba al vacío. Un abismo lleno de peligro. Como levantarse un domingo al amanecer y
arriesgarse a subir la persiana de su dormitorio hasta el tope para que entrara la luz del sol, a
pesar de saber que su madre odiaba la luz a esas horas de la mañana, el ruido a esas horas de la
mañana y que Catalina se levantara de la cama a esas horas de la mañana.
Catalina suponía que el ser humano estaba hecho de peligro, o que, de alguna manera, lo
necesitaba para sobrevivir.
—¿Qué ha pasado?
Regresó al presente de golpe. La nube blanca de algodón se había movido debajo de su
cabeza. Porque, en realidad, esa nube blanca era el estómago de River.
—¿Qué? —preguntó desorientada. Se incorporó y se encontró con la mirada azul de él. Y
detrás, con el paisaje verde, en medio de la nada, que los rodeaba.
River le acarició el brazo con suavidad. Se le puso el vello de punta. Otra vez.
—Te has estremecido de repente.
Era cierto. Su madre se había colado en sus sueños sin que hubiera podido evitarlo. Y eso que,
mientras estaba con River, no solía sucederle, más bien al contrario: podían pasar horas muertas
dormitando uno encima del otro sobre cualquier superficie plana del pueblo y alrededores, y era
como si tan solo hubiera transcurrido un segundo. Los días se convertían en atardeceres y las
noches, en amaneceres, pero, de vez en cuando, su madre… ella se infiltraba. Quizá porque estar
tumbada en la hierba encima de un tío no era, ni muchísimo menos, políticamente correcto. Pero
era tan placentero. Y River tenía un olor tan… único. Un olor que Catalina amaría durante el resto
de su vida.
—Puede que hayan sido tus caricias. ¿No quieres apuntarte ese tanto? Qué raro, viniendo de ti
—bromeó con cariño. Catalina comenzaba a conocer a River. Su chulería, descaro y petulancia. Y
le gustaba todo. Le gustaba demasiado. Le gustaba cerrarle la boca con un beso cuando de ella no
salían más que fantochadas.
River rio y se incorporó para besarla. Se inclinó sobre ella, la tumbó en la hierba y le metió la
lengua hasta dentro. Después, habló sobre su boca.
—¿«Qué raro, viniendo de mí»? ¿Qué quiere decir eso exactamente? —le preguntó, retándola
con la mirada.
Pues quería decir que su novio era un tanto fantasma, para qué negarlo. «Novio». Qué bien
sonaba esa palabra en referencia a River. River. Cómo la cautivaba su nombre ahora, en
contraposición a su primera impresión de él. River, el poligonero de nombre raro, había pasado a
ser… River, el tío más guapo del mundo. Eso, mejor no se lo decía. No debía alimentar su ego,
sino hacer que pasara hambre.
—¿Y ahora de qué te ríes?
—Tengo a tu ego en huelga de hambre.
—¿Ego? —le dijo él, fingiendo estar ofendido—. Yo no tengo ego.
Catalina estalló en carcajadas. River le hizo cosquillas en respuesta. Se revolcaron por el
suelo con el sonido de sus risas como telón de fondo hasta que se detuvieron desfallecidos, él
encima de ella, con las respiraciones agitadas. Catalina se dio cuenta entonces de que mientras
ellos jugaban, el cielo se había teñido de gris; se pondría a llover en cualquier momento; de
hecho, gotas desordenadas comenzaron a precipitarse sobre sus cuerpos.
—Deberíamos irnos —dijo ella.
—No quiero —respondió él. Verdad.
—¿Y qué quieres?
—Quiero que desaparezcan el tiempo y el espacio. —Verdad. River lo quería de verdad. Lo
ansiaba con todas sus fuerzas.
—Concedido —aceptó ella. Se quedaría allí con él hasta que la lluvia los calara por
completo. Y después, seguiría allí con él.
—Quiero que vuelvas a llamarme Riv. Y que ya no dejes de hacerlo nunca. —Verdad.
A Catalina le dio un vuelco el corazón. Solo lo había llamado Riv en una ocasión y le había
gustado, la había embriagado, pero también había sentido vergüenza. Era tan íntimo. Tan especial.
No sabía si estaban en ese punto.
—Concedido.
—Quiero que me grites en inglés cuando nos peleemos. Nos devolverá a este momento y
continuaremos desde aquí. —Verdad.
—Concedido —pronunció, con un hilo de voz. La lluvia ya era intermitente, caía sobre la
cabeza de River y le empapaba el cabello. Le caía por el rostro. Por los hombros. También sentía
el agua sobre ella, pero su cuerpo estaba caliente y protegido por el de él.
—No. Concedido, no. Prométemelo. Prométeme que siempre que me grites en inglés será
porque estás aquí conmigo, tirados en la hierba, mojándonos, besándonos, en este instante de
nuestras vidas.
Catalina detectó la vulnerabilidad en él por primera vez. No hizo preguntas, solo enredó sus
dedos en el cabello de River. Lo acarició con amor al mismo tiempo que susurraba:
—Prometido.
—Quiero hacerte el amor. —Verdad.
Catalina rio de nuevo, de pura felicidad. La volvía loca que River la mirara de aquella manera
tan intensa. Y que le tuviera tantas ganas. Se pasaban el día haciendo el amor.
—¿Y no quieres que deje de llover?
—No. Quiero casarme contigo. —¿Verdad o mentira? Ni siquiera él lo sabía, pero…
El tiempo se detuvo. La lluvia se detuvo. La brisa que revolvía sus cabellos se detuvo. Sus
alientos se detuvieron, quedaron suspendidos entre sus bocas. Hasta el vuelo de los pájaros que
sobrevolaban el cielo se detuvo. Catalina, en el limbo en que se encontraban, contempló el
aplomo en el rostro de River. Iba en serio. Aquello iba en serio.
Tenía veintitrés años. Apenas sabía nada de la vida, pero estaba locamente enamorada de
River Cabana. Y con River podía cometer locuras. Todas las que ella quisiera. Como revolcarse
en la hierba en un día de lluvia y quedarse allí hasta que sintieran deseos de marcharse. Y lo
harían con la ropa manchada y arrugada, con los cabellos alborotados, mojados e incluso sucios.
Y nada de eso importaría. Sintió la libertad al alcance de la mano y…
Le sobrevino un impulso de lo más profundo de su corazón, una sola palabra que brotó limpia
y espontánea desde su estómago y salió por su boca:
—Concedido.
River la besó de nuevo. Tuvo que hacerlo para tragar la saliva que se le había quedado
atorada en la garganta y para poder cerrar los ojos sin que ella lo percibiera. También porque
sentía la necesidad de sellar aquel momento con algo tangible. Con un beso lo más real posible.
Porque, a partir de ese instante, ellos dos dejaban de ser reales. Se le desbocó el corazón, y a él
nunca se le desbocaba el corazón. Se convencía segundo a segundo de que todo lo hacía por una
buena razón, por una muy buena razón, pero también estaba seguro de que iría al infierno y no
saldría nunca de él. Lo que le estaba haciendo a Catalina… Lo que le estaba haciendo a su historia
con ella… Estaba convirtiendo lo más bonito que le había sucedido en la vida en lo más horrible
que había hecho nunca. No tenía perdón.
Se separó de su boca y la ayudó a levantarse del suelo; la lluvia arreciaba con demasiada
fuerza como para permanecer bajo ella. Corrieron juntos de la mano hacia el centro del pueblo,
pero no fue fácil con los zapatos de tacón que Catalina calzaba. Catalina siempre llevaba tacones,
a no ser que fuera a hacer deporte. Era una de las normas de su madre. Su madre. River no había
tardado en averiguar que era su madre precisamente la que silenciaba a la verdadera Catalina
Berenguer bajo ese aspecto de niña pija de manual. Era ella la que impedía a su novia ser libre
del todo. Volar como el pajarillo independiente y feliz que quería ser. Y Catalina se rebelaba. Se
rebelaba en su alma y en corazón y, a veces, explosionaba. A River le gustaba que explosionara.
Lo volvía loco que quisiera hacer locuras, aunque solo fuera salir despeinada de casa, porque
aquella era la auténtica Catalina. ¿Y qué hay mejor en esta vida que la autenticidad? Él lo sabía
bien.
A River no le gustaba la madre de Catalina. No le gustaba como persona. No le gustaba que
engañara al padre de Catalina con su cuñado. Y mucho menos, que Cata no se sintiera libre de
vestirse o de actuar como le diera la gana. Desde que había conocido, semanas atrás, a la otra
Catalina, la que afloraba en presencia de su madre, los engranajes de su cuerpo habían comenzado
a chirriar. Quizá también un instinto de protección… Por eso, aquella tarde de lluvia, cerca de la
vivienda de los Berenguer, en un caminito formado por lomas de madera con pequeñas rendijas
entre ellas, River los detuvo a ambos. Se agachó y, primero, se desprendió de sus deportivas, para
después sacarle los tacones a ella. Los sujetó en su mano y emprendieron la marcha de nuevo,
felices, corriendo descalzos bajo el aguacero.
Se despidieron en la puerta con otro beso salpicado de agua de lluvia y Catalina entró en su
casa completamente empapada, con el pelo hecho un desastre, los pies descalzos y los zapatos en
la mano. Su madre acudió al recibidor y, después de analizarla de arriba abajo y de mirarla como
si aquella no fuera su hija, le preguntó con acritud:
—¿Dónde has estado?
—Por ahí.
—¿Por ahí? ¿Por ahí con ese chico de nombre raro?
—Sí, por ahí con ese chico de nombre raro.
—¿River Cabana? —preguntó entonces su padre, sumándose a la escena y a la conversación.
—Sí —añadió Catalina—, River Cabana.
—No me gusta —le dijo su madre.
Catalina tomó aire y, evocando los recuerdos de ellos dos tumbados en la hierba y de ellos dos
corriendo descalzos de la mano, anunció:
—Pues peor para ti, mamá, porque me voy a casar con él.
Dejó a sus padres con los ojos desorbitados —después hablaría con ellos— y subió corriendo
las escaleras hacia su habitación. Marcó el número de River y escuchó su voz justo cuando se
dejaba caer en la cama boca arriba, mojando el impoluto edredón, y contenta de hacerlo:
—¿Sí?
—Acabo de enfrentar a mi madre. Ya sé que es una tontería, pero me apetecía llamarte para
contártelo.
River rio al otro lado de la línea. Seguía corriendo bajo la lluvia, Catalina podía escucharlo.
—No sé lo que le has dicho, pero sea lo que sea, estoy orgulloso de ti.
Y esa llamada se convirtió en una rutina para ellos. Cada vez que Catalina emprendía un acto
de valentía, llamaba a River para contárselo o le escribía un mensaje, y cada vez que River la
veía crecerse y el orgullo se adueñaba de sus sentidos, la llamaba o le escribía un mensaje,
aunque se encontraran el uno al lado de la otra.
Y aquel día fue la última vez que Catalina vio llover. Y la primera vez que sintió llover.
Porque ya no vería nunca más la lluvia. A partir de ese momento, la sentiría. Calándole los huesos
y el alma. A ella, a la lluvia y a River.
5
Me cago en mi puta vida. Me cago mucho
River
Ha habido muy pocos momentos en mi existencia en los que haya estado tan al límite de perder los
nervios como ahora. Puedo contarlos con los dedos de las manos. Y todos tienen que ver con ella.
Con mi mujer.
Cuento hasta diez, o hasta cien, a ver si consigo calmarme.
Hace media hora, en pleno momento Netflix, recibí en mi móvil una llamada de un número
desconocido que me sé de memoria. Me levanté del sofá y fui a hablar al pasillo.
—River —pronunció mi compañero en cuanto descolgué.
—Sí.
—Ya sé que es tarde, pero he creído necesario llamar para comunicarte que tu mujer se
encuentra ahora mismo en la casa de Bosco Manrique.
—¿En casa de su tío? ¿A estas horas?
—Sí. Y creemos que no ha sido invitada.
—¿Cómo?
—Lo que oyes. El dispositivo de rastreo de su teléfono móvil nos ha indicado que salía de
casa. No te hemos avisado antes porque pensábamos que estaba dando un paseo sin más, hasta
que la luz verde la ha situado entrando en la casa de su tío por la zona de la piscina. No hay
puerta en la zona de la piscina. Se ha colado, clarísimamente.
¿Se había colado por la piscina? ¿Había trepado por el…? Pero ¿en qué coño andaba metida
esa mujer? ¿Hasta dónde estaba dispuesta a llegar para averiguar lo de su madre y su tío? ¿Qué
buscaba en esa casa? Empecé a plantearme muy en serio que se trataba de otra cosa. Que no era el
asunto de la infidelidad. Tuve un mal presentimiento.
—¿Y Bosco?
—De cena con su mujer.
Colgué sin despedirme siquiera y de inmediato regresé al salón.
—Marcos, nos vamos.
Mi hermano despegó los ojos del televisor y me miró con el ceño fruncido durante un segundo.
Después, asintió con la cabeza y se levantó sin hacer preguntas. Marcos y yo, cuando se trata de
curro, no necesitamos hacernos preguntas. Nos hemos sincronizado bastante en el último año. El
que sí formuló la pregunta fue Adrián, que también se encontraba con nosotros.
—¿Qué pasa?
—Nada —respondí escueto mientras Marcos y yo nos calzábamos las deportivas. Él me miró
con sospecha, nada convencido de dejar el tema, pero aceptó que hoy, conmigo, es lo que hay.
Adrián siempre nos intuye a Priscila, Hugo, Marcos y a mí, y acepta con cada uno de nosotros que
es lo que hay cuando tiene que hacerlo. O casi siempre.
—Vale. Id con cuidado.
—Sí, papá —le respondió Marcos con guasa en un intento de eliminar parte de la
preocupación que se había instalado en el rostro de nuestro hermano pequeño. Yo ya había salido
por la puerta.
El trayecto de casa de mis padres a casa del tío de Cata dura veinte minutos en coche; está en
la otra punta del pueblo. Le pedí a Marcos que lo hiciera en quince sin que lo detuviera la policía
municipal; no era lo que más nos convenía. Y, entre tanto, me llamaron de nuevo:
—¿Qué?
—Regresan a casa.
Colgué. De puta madre.
Llegué en catorce minutos y me cagué en mi puta vida por quinta vez consecutiva cuando vi la
escalera plegable contra el muro. Si no fuera porque Cata es mi mujer y estoy enamorado de ella,
juro que la encerraba entre cuatro paredes, donde no pudiera liarla más. Quizá lo haga.
No fue necesario explicarle a mi hermano cuál era su misión. Bajamos los dos a toda hostia
del coche; él se ocupó de lo suyo y yo salté el muro. Para cuando aterricé, Marcos ya salía
disparado en el coche hacia la calle contigua y la escalera había desaparecido.
Entré en la casa en el mismo instante en que escuché el motor de Bosco. Corrí al recibidor y
manipulé la alarma para que pareciera que no había nadie dentro y que tuvieran que introducirla
de nuevo. Después, fui a buscar a Cata. La encontré saliendo del despacho de su tío y la conduje a
un lugar seguro hasta que pude sacarla de allí. He mantenido la calma, la he mantenido de puta
madre incluso con ella abrazada a mi cintura, pero ahora que todo ha pasado… ahora estoy a
punto de reventar.
—No me mires así —me dice, altiva—. No tienes derecho a mirarme así.
—Estoy contando hasta cien, Catalina, en un intento de calmarme. Estoy haciendo el esfuerzo
de mi vida, así que no me provoques, no me toques los cojones y no me cabrees más.
Algo en mi mirada la hace recular, cruzar los brazos y fijar la vista al frente.
—Si pretendes que te dé las gracias…
—¿Qué hacías colándote en casa de tu tío? ¿Estás loca? —exploto. A la mierda el conteo—.
¿Qué pasa con tu tío y qué pasa por tu cabeza para hacer algo así?
Y no es el River del CNI el que le hace estas preguntas, es su marido. ¿A qué está jugando?
¿Qué es lo que sucede aquí? No me gusta un pelo. No me gusta un pelo la situación y, mucho
menos, no tenerla controlada.
Ella se toma su tiempo en contestarme. Por la mente de Cata discurren como mil pensamientos
y no sé cuántas réplicas más («a ti qué mierda te importa» encabeza la lista), lo veo, pero se lo
calla todo y me da una respuesta de mierda.
—Nada. Olvidé algo y he ido a recogerlo.
—Prueba otra vez. No cuela.
—Ese no es mi problema. No te importa lo que hacía allí y no te debo ningún tipo de
explicación. Por cierto —se incorpora y le habla a mi hermano cerca del oído—, espero que me
estés llevando a mi casa, poligonero. No sé si sabéis que el secuestro es ilegal.
—Sí, señorita Escarlata —contesta Marcos, burlón, después de cruzar una mirada conmigo. Lo
de «poligonero» le ha dado igual. La costumbre.
—¿Sí, me estás llevando a casa, o sí, sabes que el secuestro es ilegal?
—Sí, señorita Escarlata —repite en el mismo tono.
Catalina bufa y Marcos reprime una sonrisa.
—Bien. ¿Y tú cómo sabías que estaba aquí? —me pregunta Cata entonces.
Porque te tengo vigilada las veinticuatro horas del día.
—Por la escalera que te has dejado en el muro, y que Marcos ha recogido.
—Muy gracioso, River, muy gracioso.
—Lo último que quiero ser es gracioso, créeme. ¡No vuelvas a hacer algo así! Y menos aún a
dejar un rastro como ese. ¿Acaso eres una inconsciente? ¿Y si llega a verlo alguien y llama a la
policía? ¿Tú sabes en qué lío podías haberte metido? Te lo puede explicar Marcos, si quieres,
pero no lo creo necesario. Hasta yo, que no soy poli, puedo decírtelo: en un lío bien grande. ¡Te
estabas colando en esa casa, Cata, por Dios! Y no intentes negarlo. La pregunta es por qué.
—¿Qué sabrás tú de rastros? Ahora resulta que eres un experto del espionaje, ¿eh, River?
Si tú supieras.
—Cualquiera sabe que no se debe dejar una escalera en medio de la calle, no me jodas.
—No era mi intención dejar la escalera en medio de la calle, ¿de acuerdo? Se suponía que
mañana Dylan iba a venir conmigo y me ayudaría, pero en el último momento he decidido hacerlo
yo sola esta noche porque el doming…
Catalina calla de repente y se tapa la boca, pero… tarde. Demasiado tarde. Yo ya me he
quedado atascado en ese nombre. En ese jodido nombre.
—¿Has dicho Dylan? —pregunto con un hormigueo muy desagradable formándose en mi
estómago—. ¿Dylan, nuestro Dylan? ¿Dylan, el novio de mi hermano? ¡¿¿Dylan Carbonell??!
—Creo que todos esos Dylan son la misma persona.
—¿Dylan estaba al corriente de lo de hoy y te ha dejado ir sola?
Mi mujer se pone a la defensiva y me señala con el dedo.
—No te importa.
Me cago en mi puta vida. Me cago mucho.
—Joder, yo lo mato.
—No te atrevas a hacerle nada —me amenaza muy seria. Me reiría si no fuera porque no tengo
ninguna gana de reírme.
Voy a comenzar a soltar de todo por la boca o a escupir fuego, pero Marcos detiene el coche
de pronto. Tropiezo con sus ojos en el espejo retrovisor. Los míos lanzan llamaradas, estoy
seguro.
—Hemos llegado, tío —se disculpa.
Distingo, a través del cristal, el edificio donde vivíamos Cata y yo. Mierda, es cierto, hemos
llegado. Estoy por sugerirle a mi hermano que dé una vuelta a la manzana, o cuarenta, pero Cata se
me adelanta.
—Buenas noches. —Baja del coche y da un fuerte portazo al salir. Marcos cierra los ojos de
puro dolor. Y pronuncia un par de palabrotas.
—¡Eh! —Salgo detrás de ella tan rápido como puedo—. ¿A dónde te crees que vas?
—A mi casa. ¿Hay algún problema?
—Sí. La memoria USB que tienes en la mano —le digo, señalando el puño—. Dámela.
No tengo ni idea de qué es lo que Catalina se trae con su tío. El argumento de la infidelidad
cada vez pierde más fuerza. No es eso. No, joder, no lo es. Pero si algo he sacado en claro esta
noche es que se ha colado en su casa para extraer información de su ordenador personal. Me lo ha
dicho ella alto y claro cuando se ha acojonado ante la posibilidad de que el equipo no se hubiera
apagado. Y ¿para qué iba a encenderlo si no es para sacar información de él? Después, solo me ha
hecho falta sentir su puño en mi espalda mientras me abrazaba para convencerme de ello.
Catalina ríe de incredulidad.
—Esa sí que es buena. ¿Por qué debería dártela, Riv?
Ignoro el estremecimiento que recorre mi cuerpo al oír la abreviatura de mi nombre, de la
misma manera que he ignorado las miles de sensaciones que su cercanía y la forma en que se ha
aferrado a mí esta noche me han provocado, y me invento algo sobre la marcha.
—Porque has cometido un delito grave al extraer lo que quiera que hayas extraído de allí. Si te
pillan, te la cargas. Dale la memoria a mi hermano y él se ocupará de destruirla.
Marcos es geo. Marcos es la tapadera perfecta. Cata, en respuesta, abre el puño, mostrándome
la memoria; se lleva la mano al pecho, a la altura de la camiseta negra de tirantes, y la deja caer
dentro. Sí, entre las tetas.
—¿La quieres? Vas a tener que pasar por encima de mi cadáver para llegar hasta ella.
—Cata… —Doy un paso al frente, pero me frena con una mano antes de que me acerque
demasiado.
—Más te vale que no te atrevas a tocarme, River. No te permito siquiera que me roces.
Entonces habla el dolor que me provocan sus palabras. Dolor. Frustración. Un cabreo
monumental. O una mezcla de las tres.
—Soy tu marido, puedo tocarte cuando me dé la gana y donde me dé la gana.
Intento aproximarme de nuevo, pero Marcos sale del deportivo y se interpone en medio de los
dos.
—Tú —me dice a mí—, al coche. Y tú —le dice a ella—, a casa. Mañana te traigo la escalera
a una hora en que no llame tanto la atención, señorita experta del espionaje.
Cata nos enseña el dedo corazón a ambos y aprovecha que una vecina abre el portal para
meterse dentro y desaparecer rumbo al ascensor. Me dirijo al asiento del copiloto de muy mala
hostia.
—Eh —me reprende mi hermano tras sentarse en su sitio y escuchar el golpe de mi portezuela
—. No más portazos por esta noche en mi coche. ¿Y eso que has dicho de «soy tu marido,
blablablá»? Ella sí que te podía haber denunciado por ello. Contrólate.
Mierda. Joder. Me llevo los dedos a los lagrimales y exhalo un suspiro. Hablo con los ojos
aún cerrados.
—Vamos. Arranca.
—¿A dónde?
—¿A dónde crees?
—Vale. Pero que sepas que él va a pedirnos explicaciones. Muchas. Ya sabes que no es de los
que se quedan callados, le pongamos la cara que le pongamos. Él no es Adrián.
—Ya lo sé. Arranca.
En menos de diez minutos llegamos a casa de Hugo con muchísimas más incógnitas de las que
teníamos cuando hemos salido de la de mis padres. Marcos me pregunta sobre lo que ha sucedido
esta noche, sobre el hecho de que Catalina se haya colado en la casa de su tío, sobre que haya
robado información de su disco duro, y yo no tengo ni idea de qué decirle, porque, en verdad, no
tengo ni idea de lo que ha pasado, no tengo ni idea de por qué Catalina va detrás de su tío y no
tengo ni idea de qué puede haber en ese ordenador que sea tan importante, pero voy a averiguarlo
ahora mismo.
Salimos del coche y nos adentramos en el jardín; el lugar está sumido en el más absoluto
silencio, y la oscuridad dentro de la vivienda es total. Deben de estar ya en la cama. Los perros
comienzan a ladrar antes de que yo llame al timbre una única vez. Es la una de la madrugada.
Esperamos, pero no ocurre nada. Sí, están dormidos y bien dormidos para no escuchar a esos tres
ladrar sin descanso.
—¿Tienes controlado a Dylan? —me pregunta entonces Marcos, con seriedad.
Sé a lo que se refiere. De todos mis hermanos, Marcos es el que más sabe acerca de mi
trabajo. Desde que el año pasado les conté que trabajaba en el CNI, Marcos se ha convertido en
mi confidente. No se lo he explicado todo, no le he contado lo que realmente ocurrió en el pasado
entre Catalina y yo, pero ¿el resto? ¿La parte que concierne al curro? Todo. Si no hablaba sobre
ello, reventaba. Y, además, confío en Marcos más que en mí mismo. Más que en cualquiera de mis
compañeros. Confío en él en todos los sentidos. En lo personal y en lo profesional. En lo
personal, porque es mi hermano y mi mejor amigo, y en lo profesional, porque es mucho mejor que
yo. Mucho mejor que todo el jodido CNI junto. En cuanto a Dylan… Controlado. Vigilado.
Protegido. Son sinónimos. Igual de controlado, vigilado y protegido que Catalina y que el resto de
mi familia.
—Por supuesto. Desde hace tiempo. Desde que entró en nuestras vidas y supe que sería para
siempre.
—Bien. Oye, ¿por qué llamamos al timbre? —La pregunta implícita es: «¿Por qué no fuerzas
la cerradura y entramos de una vez?». Marcos es el mejor policía que conozco, sí, pero también el
que más se salta las normas.
—Por deferencia a tu hermano.
Entonces Marcos sonríe, me mira con socarronería y mantiene pulsado el botón del timbre. Los
perros se vuelven locos. Vamos a despertar a medio vecindario, pero me la suda. Medio minuto
después, oímos pasos y una voz tras la puerta, hablando con los perros. Esta se abre y Hugo,
medio dormido, con un pantalón de chándal que se acaba de poner a toda prisa (al revés, todo hay
que decirlo) y los ojos hinchados, nos mira sorprendido.
—¿Marc? ¿Riv? ¿Qué hacéis aquí?
Entro como un vendaval sin dar ni una sola explicación y voy directo a su habitación. Uno de
los perros viene conmigo. No importa que todo esté en la más completa oscuridad, conozco la
casa de sobra y no tropiezo con nada.
—¡Dylan! —grito de camino, sin filtro—. ¡Dylan!
Oigo a Marcos decirle a Hugo: «Prepara café» en el mismo instante en que pulso el interruptor
de la luz del dormitorio. Dylan emite un quejido por la claridad repentina y se incorpora para ver
lo que sucede.
—¿Babe?
—No. River. Sal ahora mismo de la cama y vístete —le ordeno antes de regresar al salón.
—¿Qué coño sucede? —me pregunta Hugo. Ya no está adormilado, ahora está bien despierto.
También ha encendido la luz del salón y me mira con los brazos en jarras, esperando una
respuesta.
—¿River? —Salvado por la campana. Dylan sale del dormitorio con una sábana cubriéndolo
de cintura para abajo; lo de vestirse se lo ha pasado por el forro de los cojones. Me acerco a él
más cabreado que nunca, sin dejar de bufar.
—Te voy a matar.
—Eh, eh. —Hugo, en un movimiento francamente rápido, se coloca en medio de los dos y me
pone la mano en el pecho, presionando bien fuerte, impidiéndome llegar hasta él—. He preguntado
qué coño sucede.
Paso de Hugo y me dirijo a Dylan.
—Sucede que Catalina se ha colado hoy en casa de su tío y que casi la pillan, sucede que…
Dylan esquiva la protección de Hugo y me interrumpe:
—¿Qué? ¿Cómo que se ha colado hoy en casa de su tío? ¿Por qué? ¡Íbamos a ir mañana! ¿Está
bien? ¿Ella está bien?
—Está perfectamente, sana y salva en nuestra casa.
—Joder, menos mal.
—¡Ni menos mal ni hostias! Ahora mismo vas a contármelo todo. ¡Todo! Vas a explicarme por
qué mañana ibais a colaros en su casa y por qué coño Cata ha salido de allí con una memoria USB
llena de información del ordenador de su tío. Y después me dirás por qué no me lo has contado
antes. ¿Cómo permites que haga algo así de loco? ¿Se te ha ido la cabeza? ¡Podían haberla
pillado! Y más te vale que no le hayas dicho nada de lo mío con su padre. Más te vale, Dylan.
Advierto movimiento de Marcos hacia Hugo.
—Prepara café —le dice de nuevo.
Entonces Dylan se acerca a mí, sin miedo, incluso con desafío. Se detiene a escasos
milímetros de mi rostro y clava sus ojos claros, cristalinos, en los míos.
—Te quiero, River —me dice—, pero en lo que respecta a tu mujer, te comportas como un
auténtico gilipollas. Y en cuanto a lo que me has pedido tan amablemente, y a la sospecha y
posterior amenaza a propósito de tu puto trabajo, aquí va mi respuesta: puedes irte a la mierda.
Se da media vuelta y regresa al dormitorio.
—¡Dylan! —grito—. ¡Vuelve aquí!
Me obsequia con un «que te jodan, River» y una peineta antes de cerrar el dormitorio de un
portazo. De puta madre. Bufo y me cago en todo una vez más.
—¿Qué acaba de pasar? —pregunta Hugo—. ¿Y en serio te estás planteando que Dylan le haya
contado algo a Cata acerca de tu trabajo? No lo ha hecho. Él jamás lo haría.
—Ya lo sé, joder, pero estoy nervioso, Hugo. Muy nervioso.
—Pues controla. Y ahora dime qué pasa.
No me apetece ahora mismo darle explicaciones, así que tomo un atajo.
—Es confidencial.
Me dirijo a la salida, dispuesto a largarme de aquí antes de irrumpir en la habitación de Dylan
y de mi hermano y cometer asesinato en primer grado, pero apenas consigo abrir una rendija de la
puerta de la calle cuando Hugo me adelanta y la cierra con una sacudida.
—Me parece que no —indica muy serio.
—Hugo —le advierto.
—O me dices ahora mismo lo que está pasando o te juro que la lío. La lío a lo grande, River.
Y se lo tengo que contar. Soy un agente del CNI, no le temo a casi nada, estoy preparado para
afrontar interrogatorios, hasta torturas, pero mi hermano pequeño siempre consigue estremecerme,
porque tiene un poder extraño sobre mí. Porque no puedo negarle prácticamente nada. Y, además,
esto tiene que ver con su pareja, de alguna manera. Le debo una explicación.
—Es una historia larga.
—Y yo tengo todo el tiempo del mundo. Marcos —llama a nuestro hermano—, prepara café.
Una hora más tarde, se lo he contado todo. O casi todo. Desde luego, todo lo relacionado con
lo que ha sucedido esta noche y con la participación de Dylan en el asunto. Todo lo que concierne
a la extraña actitud de Cata con respecto a su tío desde que ha vuelto al pueblo. Una actitud que no
entiendo. Y que me parece que Dylan sí entiende. Lo de la infidelidad de mi suegra me lo guardo,
no es asunto de Hugo. Entonces Marcos hace referencia al montón de libros sobre detectives que
descansan en el suelo, apilados. Y al montón de películas del mismo género, al lado de la tele.
—Tío, ¿todo eso no te ha dado una pista de que el señorito estaba metido en algo turbio? —le
pregunta a mi hermano, refiriéndose a Dylan.
—Pues no. Dylan hace cosas raras a diario. He aprendido a vivir con ello. ¿Qué está pasando,
River? —me pregunta a mí.
—Ahora mismo tu novio sabe más que yo.
—Lo voy a matar —masculla por lo bajo.
—No seas demasiado duro con él —media Marcos con una sonrisa afable. Marcos adora a
Dylan. Desayunan juntos todas las mañanas en el pub, junto con Alex, y su relación se estrecha
cada día.
Yo me callo, porque discrepo. Que sí, que aprecio a mi cuñado, pero Cata podía haberse
metido hoy en un buen lío. La relación con sus tíos no es ni buena ni mala, es neutra, pero no creo
que hubieran pasado por alto que se colara en su casa para fisgar en su privacidad. Dylan, si tanto
la quiere, tenía que habérmelo contado. Jodidos inconscientes los dos.
Me levanto del sofá y, ahora sí, me encamino a la salida. Ya no me queda nada más que hacer
aquí. Me he tomado dos cafés, así que la opción de irme a dormir… no es una opción. Mejor me
voy a la oficina. Abro la puerta, pero antes de salir, Hugo me formula una nueva pregunta:
—Riv, espera. ¿Tiene todo esto algo que ver con tu trabajo de los últimos años? ¿Con el CNI,
el alcalde y…?
—No —contesto con rapidez. Catalina no tiene ni idea ni de mi trabajo en el CNI ni de la
investigación sobre su padre. Ella cree que solo soy informático.
—¿Corre Dylan algún peligro?
—¿Aparte de mí, dices?
—Riv —me reprende con seriedad.
—No. Ningún peligro. Yo me encargo de eso, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —acepta. Hugo confía tanto en mí que me entregaría su vida y la de Dylan.
Nos despedimos de él y, antes de que se cierre la puerta de la calle, tanto Marcos como yo
escuchamos el grito de Hugo:
—¡DYLAN!
Lo que digo yo: mi hermano pequeño da miedo.
«Todo genial». ¿Verdad o mentira?
26 de diciembre de 2011

Habían pasado tres días desde la pedida de matrimonio y aquel mediodía de diciembre, uno
después de Navidad, Catalina se encontraba frente a la puerta del hogar de los Cabana, junto a
River, y nerviosa. Incluso temblaba. Una ligera agitación en el estómago y una levísima
convulsión en los labios. Iba a conocer a la familia de su futuro marido, a todos de golpe, y quería
encajar. Quería encajar más que nunca porque necesitaba encajar más que nunca, puesto que ella
no solía encajar en nada. Apenas lo hacía en su propia familia.
Intentó calmarse, intentó dominar su inseguridad. Sus padres no se habían tomado bien la
noticia de su próxima boda; después de la llamada a River y de que ella regresara al salón, su
madre había levantado la voz una octava por encima de su tono habitual (hecho histórico) y su
padre había meneado la cabeza porque no lo entendía (fue lo que más le dolió, él era lo único
bueno de su vida), pero aun con todo, no comprendía tal estado de nervios. Aunque eran nervios
bonitos. Era expectación. Emoción. Su futura familia política la aceptaría. Al veterinario ya lo
conocía, había salvado la vida de Crow y la había tratado con muchísima amabilidad y dulzura;
buscaría en él un aliado.
—Tranquila, mis hermanos no muerden. No la mayor parte del tiempo, al menos. Va a ir genial
—intentó tranquilizarla él—. ¿Preparada?
—Preparada.
River abrió la puerta con sus llaves y a Catalina la golpeó en el rostro el fuerte aroma a café y
a algo más que no identificaba. Recordó de pronto el olor de Hugo Cabana, aquel olor tan similar
al que había detectado en el propio River, camuflado entre su perfume de Loewe… Era muy
probable que fuera el mismo. Olor Cabana, sin duda. Tal vez… ¿hogar? ¿Familia? Desde luego, su
casa no olía de aquella manera. Y el internado, tampoco. Le gustó.
River le apretó la mano y cruzaron el minúsculo recibidor hasta el salón, dejando a su
izquierda las escaleras que llevaban a la segunda planta de la vivienda. Y allí estaban los
hermanos. O los hermanísimos, como más pronto que tarde comenzaría a llamarlos ella, los cuatro
de pie, con los brazos cruzados y el rictus serio.
Al primero que identificó fue a Hugo, quizá porque ya se habían visto con anterioridad; lo
reconoció a pesar del tiempo transcurrido y de que llevaba puestos unos vaqueros y unas
deportivas y no un pantalón de pijama y unas chancletas. La chica quedaba claro que era Priscila,
y le resultó más extravagante de lo que se esperaba: llevaba un lazo enorme de color naranja en la
cabeza, pero no tan grande como el de los zapatos. Entre los otros dos chicos albergaba dudas,
pero uno de ellos, el que se encontraba entre Hugo y Priscila, parecía más joven y era mucho más
rubio que el otro, así que debía de tratarse de Adrián. Fue cuando se dio cuenta de que estaban
colocados de mayor a menor; se habría reído y compartido con ellos la gracia si no fuera por el
otro matiz que Catalina detectó al instante: el malestar general. ¿Era por ella? Todos sus rostros
lucían descontentos, incómodos e, incluso, irritados. La miraban de arriba abajo y el estómago le
dio una nueva sacudida. Una sacudida de terror. A Catalina no le hizo falta más: aquello no iba a
salir bien.
—Chicos —comenzó River—, ella es…
—Joder, la hija del alcalde.
Hugo. El que habló fue Hugo. Fue la confirmación de sus propios pensamientos. Se suponía
que Hugo sería su aliado, su llave para entrar con buen pie en esa familia… Bueno, al parecer no.
Para atenderla como la dueña de Crow no tenía inconveniente, era trabajo, pero para convertirse
en la mujer de su hermano mayor… Supuso que no la encontró a la altura. Supuso.
Lo que Catalina no sabía (River no se lo había contado para no ponerla más nerviosa) era que
un día antes, en aquella casa, había estallado un conflicto. No sabía que Priscila había anunciado
que se casaba con el vecino de la casa de enfrente, y que la noticia había caído como un jarro de
agua fría entre la familia. No sabía que Adrián y Priscila eran íntimos, que estaban enfadados
porque el primero no aceptaba al prometido de la segunda y que aquel hecho los desestabilizaba.
Ni que la situación con River era inestable porque llevaba semanas comportándose de una manera
extraña, desde que había anunciado que abandonaba la academia de policía, y, para colmo, salía
con la noticia de su inminente matrimonio justo después de la buena nueva de Priscila. No sabía
que Marcos estaba mosqueado porque, además de la boda de su hermana pequeña, la que, según
él, acababa de nacer, intuía que River le ocultaba cosas, y odiaba que River le ocultara cosas. Ni
que Hugo estaba de pésimo humor porque les había contado a sus hermanos que era homosexual y,
mientras que todos lo habían apoyado, él no había hecho lo mismo con las noticias de las dos
bodas; en esos momentos se consideraba el peor hermano del mundo, y sus hermanos eran lo más
importante para él.
Catalina no sabía que los Cabana no pasaban por su mejor momento y que estaban todos
enfadados con todos. No sabía que Hugo no había dicho aquello de «joder, la hija del alcalde»
con mala intención; el chico era borde por naturaleza, no podía controlarlo, y no estaba
precisamente feliz, pero ella lo interpretó de aquella manera. Los nervios tampoco ayudaron.
Catalina solo asumió que el problema iba con ella.
—Hugo, esa boca la controlas, ¿OK? —lo reprendió River. A lo que Hugo chasqueó la lengua.
Y River negó con la cabeza en respuesta. Después miró a sus otros hermanos; era cierto que no
atravesaban su mejor momento, pero Catalina no tenía la culpa: «Comportaos, joder».
Catalina se sintió atacada y tuvo que defenderse; su primera frase hacia los Cabana le salió
sola:
—Vaya, el surfero que va de veterinario —respondió con desdén. La niña pija de manual
acababa de entrar en acción, y no se defendía mal en ese papel: llevaba toda la vida vistiéndose
con él. El problema de ponerse esas ropas era que su verdadero yo… desaparecía.
Hugo agrandó los ojos por la sorpresa: no se lo esperaba. ¿«El surfero que va de veterinario»?
¿De qué iba aquella tía? ¿Qué coño significaba eso? Se lo tomó a mal y la miró fatal: su trabajo y
su profesionalidad, para él, eran de gran importancia. Eran sagrados.
—¿Perdona?
—Él es Hugo —los interrumpió River. ¿Qué demonios acababa de pasar entre esos dos?
—Sí, nos conocemos. —Catalina tuvo que defenderse de la mirada de su futuro cuñado—. Yo
soy Catalina, creo que me presenté el día que…
—Sé cuál es tu nombre —contestó él, borde, muy borde. Vamos, en su línea.
—¿Sí? Me pareció entender: «Joder, la hija del alcalde». No he oído lo de Catalina.
A Hugo casi se le cae la mandíbula al suelo. ¿Y aquel ataque? ¡Lo que faltaba! Fue a
responder, pues bueno era él, pero River carraspeó y lo evitó.
—Ellos son Marcos, Adrián y Priscila.
—Un placer —añadió ella con una sonrisa poco genuina. No dejaba de temblar. Y quería irse.
Irse y gritar. Tal vez, gritarle a River. Echarle en cara que no la hubiera preparado para el rechazo
de su familia.
Los otros tres no contestaron, solo miraban a Hugo, que tenía el ceño más fruncido aún que
minutos antes, y a la tal Catalina, de la que no habían recibido una buena primera impresión. El
mecanismo protector de Marcos, Adrián y Priscila se activó; ya no importaba que hubieran
discutido hasta el agotamiento el día anterior, no importaba que estuvieran enfadados todos con
todos: uno de ellos había sido atacado, así que tocaba reagruparse y atacar. También lo
necesitaban. Necesitaban esa unión familiar después de la tormenta, y Catalina se lo sirvió en
bandeja.
—Tío, ¿es mayor de edad? —preguntó Marcos, posando el brazo en el hombro de Hugo en
señal de apoyo.
—Hoy no. Quizá dentro de unos años —apostilló Adrián.
River los fulminó a todos con la mirada y Adrián dejó escapar una sonrisita de satisfacción.
Eso por lo de Hugo.
—¿Cuál de ellos es el poligonero del coche hortera? —preguntó ella en voz baja a River,
haciéndose la inocente, pero no en voz tan baja como para que el resto no la escuchara.
Por suerte para todos, los padres de los cinco hermanos aparecieron de pronto en el salón —se
encontraban en la cocina ultimando los preparativos— y fueron a saludar a la futura mujer de su
hijo. No estaban encantados con la noticia, pero ambos eran adultos y aquella era su decisión.
Ellos apoyarían siempre a su hijo. Aceptaron a Catalina como una más en la familia y así se lo
hicieron saber.
Catalina se preguntó por qué el matrimonio no había aparecido antes; los dos minutos que
había pasado con los hermanos (no, perdón, con los hermanísimos de River) habían sido los
peores de su vida. Tomó aire por la boca e intentó disfrutar del resto de la velada. Una velada que
resultó un desastre. Ellos estaban a la defensiva, ella estaba a la defensiva… No fue el mejor de
los comienzos. Y lo peor es que nadie tenía la culpa, había sido producto de… la fatalidad.
—¿Todo bien? —le preguntó River al oído mientras comían el postre, cuando la situación
parecía haberse normalizado. Estaba preocupado por ella; sus hermanos a veces podían llegar a
comportarse como verdaderos idiotas.
—Todo genial —respondió ella con una sonrisa y un asentimiento de cabeza.
Catalina lo decidió en ese momento. No se lo diría. No le diría lo mal que se lo habían hecho
pasar sus hermanísimos. No quería más enfrentamientos.
—Tío, lo de ser mayor de edad lo decía en serio —le susurró Marcos a River por el otro lado
—. ¿Cuántos años tiene?
River puso los ojos en blanco y… No fue consciente de lo mal que habían ido las cosas, ni de
un lado ni de otro; estaba más preocupado por controlar sus propios pensamientos que por los
gritos silenciosos de su novia o por los ataques velados de sus hermanos con ella. Miraba a
Catalina y lo único en lo que podía pensar era en que aquella no debería haber sido la manera en
la que él la presentara a su familia. Ojalá hubiera podido retroceder en el tiempo y presentársela
el día después de subir por segunda vez a su ventana. Habría sido todo tan diferente. Tan
especial… Ojalá…
6
El jinete del Apocalipsis

El sonido de mi teléfono móvil me saca del profundo sueño en el que me hallaba sumida. ¿Era un
sueño? No suelo recordar el contenido de mis sueños, pero las emociones que me ha despertado
este aún me hormiguean en el cuerpo. Ha sido tan auténtico que me siento desorientada unos
instantes, incapaz de diferenciar entre la fantasía y la realidad. River aparecía en el sueño. Cómo
no. River aparece bastante en mis sueños. En los que recuerdo y en los que no, estoy segura.
Estábamos juntos en la casa de mi tío, abrazados, y de pronto nos encontrábamos en nuestra casa;
yo escondía la memoria USB en mi sujetador, él se acercaba sin dejar de mirarme a los ojos y…
El teléfono insiste. Estiro la mano para llegar a la mesita y observo la pantalla: «Riv». Mi
corazón despierta con un bamboleo fuerte. Descuelgo de inmediato, en un acto reflejo, sin que mis
impulsos le den la mínima oportunidad a mi cerebro de analizar la situación. Me mantengo en
silencio y escucho la respiración de River al otro lado.
—Hola —dice por fin, al cabo de unos segundos, en un susurro grave y profundo.
—Hola.
—¿Estabas dormida?
—Sí.
Miro la hora. Las seis de la mañana. La última vez que la comprobé eran las cinco más que
pasadas y yo no conseguía conciliar el sueño. Los acontecimientos de la noche se repetían una y
otra vez en mi cabeza. El asalto a la casa de mis tíos. River. La discusión en el coche. River otra
vez. Y la maldita memoria USB.
Lo primero que hice según entré en mi casa fue encender el ordenador e insertar la memoria
para ver lo que había dentro. No hay nada. O sí, pero la información está encriptada y es
imposible que yo pueda descifrarla; vamos, es que ni con veinte cursos más de informática. Me
sentí tan frustrada que me entraron ganas de abrir la ventana y gritar. Como si hubiera servido de
algo. Tal vez lo habría hecho. Tal vez deba gritar ahora.
—Quiero que sepas que aún estoy muy cabreado contigo por lo de esta noche. Creo que
estoy incluso más cabreado ahora, cuando empiezo a darme cuenta de lo que has hecho, que
antes. Prométeme que no vas a volver a cometer una locura así, que vas a hablar conmigo
primero. Prométemelo, por favor.
No contesto. No voy a prometerle nada y no quiero fingir más; estoy harta de mentiras. No le
debo nada a River, y tengo la sensación de que esta situación nuestra está a punto de explotar. Yo,
desde luego, estoy agotada.
—Cata… Joder, Cata, me sacas de mis casillas, pero…
—¿Qué? Pero ¿qué? —lo interrumpo.
Se mantiene en silencio hasta que:
—Estoy orgulloso de ti, Cat Cat.
Cuelga. Y yo me echo a llorar al instante, sin consuelo y sin poder evitarlo. Ha pasado tanto
tiempo desde la última llamada de River para decirme que estaba orgulloso de mí. Ha pasado más
de un año. La última vez que sucedió, llevábamos varios días peleados, o yo llevaba varios días
peleada con él; acababa de descubrir que mi tío era el culpable de todo. Quería gritarle a River a
la cara lo que sabía sobre su trabajo, pero él me llamó por teléfono para decirme que había
llegado a casa y que había visto los ejercicios que había realizado en el ordenador; me dijo que
estaba orgulloso. Y me llamó Cat Cat, como hoy, como siempre me llamaba cuando se sentía
orgulloso. No pude soportarlo más: las ganas de estrangularlo con mis propias manos y de besarlo
y amarlo hasta el fin de mis días estaban acabando con mi raciocinio, y terminaría por volverme
loca. Esa noche discutimos. Después, hicimos el amor como dos locos. Horas más tarde le pedí el
divorcio. No pude aguantar más. Y, sí, los cursos de informática que he realizado me los impartió
todos él. Casi me río por ello. Si River hubiera sabido para qué necesitaba los conocimientos…
Me sobresalto cuando el teléfono vibra con la entrada de un mensaje. Es Dylan. Le escribí en
cuanto me subí en el ascensor para avisarlo de que había metido la pata con River al pronunciar
su nombre y, ya de paso, para confesarle que me había colado en la casa de mi tío un día antes de
lo previsto porque no quería robarle su última noche con Hugo, pero no me había contestado.
Seguro que estaba durmiendo. Me limpio las lágrimas con la mano y recupero un poco la
compostura. River no merece ni una sola lágrima mía más.

Dylan:
¿Estás bien?
Cata:
Sí. ¿Tú?
Dylan:
Sí. Tu maridito de los huevos vino a casa.

¿« Maridito de los huevos»? Dylan jamás ha hablado de River en esos términos, lo adora. Algo
ha pasado.

Cata:
¿A tu casa? ¿Qué ha ocurrido?
Dylan:
Sí, a mi casa. A pedir explicaciones. Con dos cojones. Y a amenazarme por si te he contado algo de su trabajo en el
CNI y de la investigación sobre tu padre. Lo mandé a la mierda. No te imaginas el pollo que montó. Si tan solo
supiera que fuiste tú quien me habló a mí de su puto curro… Y luego he tenido una bronca que te cagas con el nene
por su culpa. ¿Tú crees que Hugo es borde? Pues no lo has visto enfadado de verdad. Fliparías. Casi le explota la
vena que tiene en el cuello. He temido por su vida, no te digo más. Me veía taponándole desesperado la hemorragia
para que no se desangrara de camino al hospital. Yo, si al nene le pasa algo, me muero.
Cata:
¿Estáis bien?
Dylan:
Sí, pero he hecho una cosa que no te va a gustar. Lo siento. Tenemos mucho de lo que hablar.
Cata:
Ay, Dios. ¿Qué has hecho?
Dylan:
Esto, mejor en persona. ¿Tú cómo andas de venas en el cuello?
Cata:
¿Tan malo?
Dylan:
No. Confía en mí.
Cata:
Yo también tengo mucho que contarte.
Dylan:
¿Tienes la copia del disco duro?
Cata:
Sí.
Dylan:
Esa es mi chica.
Cata:
Pero está encriptada.
Dylan:
Mierda.
Cata:
Exacto. ¿Conoces a algún buen informático?
Dylan:
A uno.
Cata:
Que no sea el hermano mayor de tu novio.
Dylan:
A ninguno.
Cata:
Antes me como la memoria que dársela a River Engreído de Mierda Cabana. Y tampoco puedo contárselo a mi
padre. Me mata si se entera de lo que he hecho.
Dylan:
No vas a tener que comerte nada. Bueno, nada que no quieras, me refiero. A River Ordeno y Mando Cabana nos lo
saltamos. Ya nos arreglaremos. Y, además, no estamos solos.
Cata:
¿Qué significa eso?
Dylan:
Hugo. Hugo Soy lo Puto Mejor del Mundo Cabana está de nuestra parte. He tenido que contárselo todo, y ha sido
una liberación; odio ocultarle secretos. Y tiene todas sus venitas en perfecto estado. Jaque mate.

Mentiría si no aceptara que me da un vuelco el corazón al leer las palabras de Dylan. Las
reacciones de Hugo siempre me dan vuelcos al corazón; es, de lejos, el hermanísimo que más me
altera. Nunca he entendido el motivo y nunca lo entenderé. Solo vivo con ello. Hugo es especial
para mí, para bien o para mal. Y el que más admira a River. Por eso siempre he pensado que
consideraba que yo no estaba a la altura de su hermano mayor. Y, ahora… ¿qué me has liado,
Dylan?

Han pasado tres semanas desde mi primera intrusión en una vivienda ajena y seguimos en el
mismo punto. Pero en el mismo. Literal. La memoria continúa encriptada. River y yo hemos
coincidido en muy pocas ocasiones y en casi todas hemos discutido. River está raro. Ausente
(literal, también). Y lo veo muy críptico, como la memoria. Muy River, por otra parte, pero no
sé…
Con Hugo coincidí el otro día; yo entraba en el pub a pedirme un café para llevar (no es que
esté buscando el encuentro con ellos, es que realmente el café de ese local es el mejor) y choqué
con alguien que salía. Levanté la mirada con una disculpa en la punta de la lengua, iba distraída, y
descubrí que había colisionado con mi cuñadísimo, que también iba distraído con el móvil. A él,
al verme, le cambió la expresión de los ojos y me sonrió. El muy capullo me sonrió. Creo que es
la primera sonrisa que me brinda en años. Después se hizo a un lado y me dejó pasar con
amabilidad. Lo miré por encima del hombro, altiva: «Si te crees que con una sonrisita encantadora
de las tuyas vas a borrar años de intenso desdén, estás muy equivocado, rubiales». Me fui directa
a la barra a pedir y pasé de él, pero pensé que detrás de esa sonrisa encantadora había detectado
una tristeza inusual. Entonces recordé que Dylan no estaba en el pueblo y algo me golpeó en el
pecho. Me golpeó por Hugo.
Dylan me contó que había tenido que confesárselo todo después de la visita de River a su casa.
Con pelos y señales. Desde el principio. Mi historia con los Cabana desde el principio. Mi
versión. Comencé a enloquecer, palabras textuales de Dylan, sobre todo en la parte en la que me
relató que lo primero que Hugo quiso hacer fue ir corriendo a donde su hermano a contárselo,
incluida la parte que concierne a mi querido tío, pero el microinfarto se aplacó cuando Dylan me
explicó que le había hecho prometer que no lo haría, que aquello era un secreto suyo como pareja.
Dylan aseguró que los secretos de pareja son lo más sagrado que existe en el mundo; yo casi
muero atragantada por mi propia risa. Hugo aceptó y, al parecer, lo hizo enseguida. Le dijo a
Dylan que me lo debía por todo lo que había ocurrido entre nosotros en el pasado y que tenía que
ser yo la que se sincerara con River. También, que me daba unas semanas como mucho. Todavía
no sé cómo reaccionar al respecto.
Y eso es todo. Como he dicho, sin novedades.
Dylan regresó el jueves para quedarse aquí tres días; el primer día y medio lo pasó encerrado
en casa y con el teléfono apagado, y ahora estamos los dos juntos, después de tantos días sin
vernos, hablando de la memoria. Ah, bueno, hay una novedad. Estamos en una discoteca: a Dylan
le apetecía bailar, pero hemos acabado en la barra compartiendo chupitos.
Bueno, vale, pensándolo bien, hay muchas novedades, y otra que estoy a punto de revelar.
—El otro día fui al hotel Suitopía y fingí ser una huésped más.
—¿Por qué demonios hiciste eso?
—Para usar los ordenadores que tienen junto a la cafetería. Hablé con un camarero muy majo y
me dio la contraseña.
—¿Por qué demonios hiciste eso?
—Desde que me he vuelto espía soy muy cuidadosa. No quería rastro en mi móvil, por si
acaso. —Dylan arquea una ceja. Yo bufo—. Lo de la escalera fue inevitable.
—Bien. ¿Por qué demonios hiciste eso?
—Estoy pensando en contratar a un informático, y primero tenía que encontrarlo —le digo a
Dylan para tantear el terreno; en realidad, ya lo he hecho. Es la última gran idea que se me ha
ocurrido. Necesito descifrar ese disco duro y estoy desesperada. He quedado con un profesional
esta noche, a las doce, en el paseo marítimo, en un punto muy concreto.
—¿Y de dónde lo vas a sacar? —me pregunta, llevándose un nuevo chupito con sabor a
piruleta a la boca.
—He buscado en internet y…
—¿En internet? —me interrumpe sobresaltado, con su voz en falsete—. Ni se te ocurra. No te
puedes fiar de internet. Es como la norma número uno de internet. Y la dos. Y la tres. Y la cuatro.
Y la cinco. Podría seguir contando hasta que me frenaras; los números son infinitos e infinita es la
locura de contactar con nadie por internet. No. Ni hablar. Esa opción queda descartada. Y…
espera.
—¿Qué?
—Me encanta esta canción.
—Ahora no está sonando nada.
—Claro que está sonando, pero tú tienes un oído de mierda.
Dylan se ríe. Se ríe de mí a la vez que se coloca de espaldas a la barra, estira los brazos y
apoya las manos encima, en una posición relajada. Empieza a mover las caderas al ritmo de la
música y entonces, por fin, la escucho. Dios, esa canción tiene como mil años, o más, es casi de la
época de los dinosaurios que tanto le gustan.
—¿Cómo se titula esta canción?
—Blue, de Eiffel 65.
Dylan siempre se las sabe todas. Y de cualquier género. Es alucinante.

You listen up, here's the story


About a little guy that lives in a blue world.
And all day and all night and everything he sees is just blue.
Like him, inside and outside.

—Joder —exclama de pronto—. ¿Has visto alguna vez algo más increíble en tu vida?

Blue his house with a blue little window.


And a blue Corvette.
And everything is blue for him.

Sigo la dirección de su mirada y me encuentro con la figura de Hugo entrando en la discoteca.


Y no solo con la figura de Hugo, porque sus tres hermanísimos (mi marido entre ellos, por
supuesto) vienen con él. Entran los cuatro a la vez y parecen los cuatro jinetes del Apocalipsis, es
que incluso caminan como a cámara lenta. Que puede que sea el efecto de las luces parpadeantes
del techo, pero aun así…
Voy a recriminarle a Dylan que no me haya avisado de que también venía River —se suponía
que solo nos encontraríamos aquí con Hugo—, pero ya no está a mi lado. Se dirige, sin dejar de
mover las caderas de manera insinuante, hacia su otra mitad, con la misma luz parpadeante sobre
sus hombros. Es como si tuviera una especie de imán que lo empuja hasta él en cuanto se hallan en
la misma habitación. Y no importa que de repente el mundo se rompa, que se abra un socavón en
el suelo y caigan al vacío; ellos no lo advertirían. Ninguno de los dos.

And himself and everybody around.


'Cause he ain't got nobody to listen.

Porque Hugo responde de la misma manera. Con el mismo imán. Se olvida de que sus
hermanos están con él y entra en la pista de baile con Dylan. Sin saludar. Sin despedirse. Muy
Hugo.

I'm blue da ba dee da ba daa.


Da ba dee da ba daa, da ba dee da ba daa, da ba dee da ba daa.

Me quedo unos segundos observando a los dos juntos y me pregunto cómo se nos vería a River
y a mí cuando éramos marido y mujer, si es que acaso lo fuimos en algún momento. No creo que
de la misma manera que a ellos. River y yo éramos dinamita pura. Dinamita a punto de explotar.
La conexión física era innegable; River era, es y será el tío más guapo que voy a encontrarme en la
vida, el que me atrae hasta límites que traspasan la cordura, el amor de mi vida, pero ¿había algo
más? Una vocecita en mi interior, muy tímida, murmura que sí, que había mucho más que una
atracción física desbordante; otra proclama que no había absolutamente nada. Yo tengo muchos
pájaros en la cabeza, lo reconozco, nací con ellos, por eso siempre he pensado que solo existe una
persona (o dos, como mucho) en el mundo con la que conectas a un nivel astronómico (en el
aspecto romántico, me refiero). En plan CLIC. Y luego hay miles de personas con las que conectas
sin más. En plan clic. Los clic son felices juntos, pero los CLIC… son palabras mayores. Los CLIC
viven el viaje de su vida. River es mi CLIC. O lo era. Y, sin tapujos, es una auténtica mierda
(podría ponerlo en mayúsculas también), porque River… ya no es para mí.
—Los vas a desgastar de tanto mirarlos —me dice Adrián muy cerca de mi oído, refiriéndose
a su hermano y a su cuñado.
Salgo de mi ensimismamiento y me encuentro con él a un lado y con Marcos y River al otro.
Pues no es la discoteca lo suficientemente grande que tienen que invadir mi espacio.
—¿Vosotros solo sabéis salir en manada? —les pregunto a los tres en general.
—Ya ves —contesta Adrián con indiferencia, girándose hacia la barra para pedir las bebidas
de los tres. Siempre piden lo mismo: ginebra con refresco de limón sin limón. Menos Adrián, que
solo toma ron con cocacola. Sin limón también. Son especialitos hasta para beber alcohol.
Tampoco les gusta el queso. A Marcos, al que menos. Rollo: vomito si lo huelo. Yo solía pedir a
tope de queso siempre que me sentaba a su lado.
—¿Has dicho «mamada», cuñada? —pregunta Marcos con sorna.
—He dicho «manada», pero dime de qué presumes y te diré de qué careces.
Adrián, sin girarse, suelta una carcajada a nuestro lado, y River finge hacer un esfuerzo por no
reír. Me pierdo unos segundos en su aspecto físico; no en la ropa que lleva puesta, que, por cierto,
son pantalones vaqueros y camiseta blanca de manga corta, sino en las visibles ojeras que luce
bajo los ojos. Me sorprende, porque River no es propenso a las ojeras. Algo muy gordo ha tenido
que pasar para que tenga esa cara.
—Te has puesto la ropa de follar —le señalo.
Marcos se atraganta con la bebida que le acaba de tender su hermanísimo pequeño y levanta la
mirada hacia mí.
—Ahora sí has dicho «follar».
—Tú estás muy necesitado, poligonero.
—Ahí tengo que darte la razón; lleva una temporada muy mala, con lo que él ha sido —me
indica Adrián. Toma su bebida de la barra y se gira hacia su hermano—. Mira, Marcos, tías a las
nueve en punto. Vamos a ver qué se cuentan. Un placer, cuñada.
—Ya ves —lo parafraseo. Adrián y yo nos parafraseamos mucho. Desde siempre.
Los sigo con la mirada durante unos segundos —y, lo reconozco, me encantaría escuchar lo
que les cuentan a esas chicas para que se rían tan encantadas—, hasta que siento la presencia de
River demasiado cerca de mi persona. Este no entiende de espacios. Apoyo un brazo en la barra y
me coloco de perfil. Lo miro de arriba abajo por segunda vez. Él me devuelve el escrutinio con
descaro y se queda un par de segundos de más anclado en mis piernas desnudas. A River le
encantaban mis piernas. O eso solía decirme. «Me gustan tus piernas, Cat Cat. Son las piernas más
bonitas del pueblo y alrededores». Yo solía arquear una ceja y entonces él añadía aquello de:
«Mentira. Del mundo entero». Y hoy me he puesto una preciosa minifalda de cuero de color negro.
Porque a mí también me gustan mis piernas.
—Y tú, ¿qué? —le pregunto, mirándolo a los ojos. No, a los ojos, no, Cata, a los ojos, no.
Siguen siendo demasiado bonitos y a ti te gustaban más de lo saludablemente aceptable.
—Yo, ¿qué? —me responde en su tono pasivo-agresivo habitual, imitando mi postura, enfrente
de mí.
—¿Qué quieres de mí hoy, Riv? ¿Tocarme la moral? ¿Acusarme de algo nuevo? ¿Del brexit,
quizá? ¿Volverme loca? ¿Mi primogénito? —River no contesta, entrecierra sus ojos estúpidamente
azules y preciosos y me mira de una manera que… me pone nerviosa—. ¿Qué me miras?
—Estoy analizando cada una de tus preguntas. Así que yo hoy lo que quiero de ti es o tocarte
la moral o acusarte de algo nuevo, del brexit, por poner un ejemplo al azar. ¿En serio? ¿Del
brexit? O volverte loca o a mi primogénito. Y todo eso sin decir ni «hola».
Es el tono. Es ese maldito tono de sobrado que utiliza para hablar el que despierta mis
instintos asesinos.
—He dicho mi primogénito. No tu primogénito.
—Sería lo mismo. —River da un trago a su bebida sin dejar de mirarme.
—No lo sería. Y tú no te pones la ropa de follar para nada, te conozco bien.
—No me he puesto la ropa de follar. Es lo primero que he pillado: pantalones vaqueros y
camiseta blanca. Son prendas básicas.
Suelto una carcajada. Sí, claro, prendas básicas. Y yo me chupo el dedo. River redacta un
informe hasta de los calcetines que va a ponerse a lo largo de la semana.
—A lo mejor me lo creo.
—A lo mejor ha sido inconsciente.
—A lo mejor es que quieres follar con otras.
—No digas gilipolleces. Estoy casado. —Me muestra la mano en la que aún lleva el anillo de
bodas—. Contigo, por si no te acuerdas. Por cierto, ¿y tu anillo?
—En el fondo del mar.
Mentira. Lo llevo pegado a mi pecho, en una cadena que me cuelga del cuello. Y ahora mismo
me quema mucho, tanto que creo que voy a salir ardiendo. No lo hagas, Cata, no bajes la mirada y
mires la cadena, porque a River no se le escapa una.
—Así que en el fondo del mar. ¿Es una broma?
—Para nada. Yo no sé qué parte de «quiero divorciarme de ti» es la que no entiendes.
River chasquea la lengua y cambia de postura. Apoya la espalda en la barra y observa el local,
observa a la gente a su alrededor. Despacio. Analizando cada detalle. Los que bailan. Los que
beben en la barra. Los que esperan en la cola del baño. Los que ríen. Los que discuten. Los que se
besan. Todo. Moviendo los ojos de un lado para otro y apretando la mandíbula, que parece más
cuadrada que nunca. La manera que tiene River de observarlo todo es… es muy mojabragas. Las
cosas como son. Pero se lo ve cansado. Muy cansado. Su chulería habitual no está ni al cincuenta
por ciento.
—¿Qué te pasa? No tienes buen aspecto.
Me doy una bofetada mental en cuanto las palabras salen de mi boca. Porque me importa muy
poco lo que le pase a River, y no quiero que piense lo contrario. River es muy de montarse
películas. Aunque, con el trabajo que tiene, no me extraña nada. Supongo que es deformación
profesional. A saber qué tipo de vídeos les ponen en el comité de bienvenida. Panda de locos.
—¿Esa es tu manera de decirme que estoy feo? —me pregunta sin dejar de escudriñar el local.
—Tú nunca estás feo. Y lo sabes.
Y menos con esa ropa. Capullo. Entonces sí me mira. No sé si he dicho lo de «capullo» en voz
alta, creo que no, porque no me mira enfadado. Me mira… agotado. Preocupado. Ha sido solo un
segundo, pero lo he advertido.
—Tengo lío en el trabajo. Un lío muy grande. Y no sé cómo abordarlo. Creo que nunca me
había encontrado tan perdido.
Odio al River desdeñoso, al prepotente, al sobrado, al que todo lo sabe y al que siempre cree
ir un paso por delante de ti, pero, sobre todo, odio al River humano y vulnerable. A ese lo odio
con todas mis fuerzas. Porque ese es el que hace que yo… No, Cata, no vayas por ahí. Tú, en tu
sitio.
Como necesito cambiar de tema, dirijo la mirada a mis cuñados, que siguen encandilando a las
chicas, y le pregunto por ellos. Sobre todo, por el poligonero. No es que me preocupe su vida, lo
hago por mera curiosidad.
—¿Qué tal está Marcos? —River se sorprende en un primer momento. Después, sonríe—. Es
simple curiosidad —le aclaro.
—Por supuesto —carraspea. No me ha gustado una mierda ese «por supuesto», pero paso de
discutir más—. Está… bastante bien. Pasó unos primeros meses duros, pero ya empieza a ver la
luz. Ahora solo tiene que reencontrarse.
—¿Están bien las cosas con Alicia?
—No. Habían comenzado a hablar en plan civilizado en un par de ocasiones, pero discutieron
de nuevo hace unos meses y no han vuelto a coincidir. Alicia rehúye cada lugar que frecuenta
Marcos.
Ha pasado un año desde la no boda. Y un año puede ser el periodo de tiempo más largo del
mundo. O el más corto. Que me lo digan a mí.
—Lo siento por ellos. No… No he hablado con Alicia. No he hablado con ella desde antes de
que fuera a casarse con Marcos. Una vez que sucedió lo que sucedió, ni ella intentó contactar
conmigo ni yo con ella.
—Llámala cuando tengas ocasión, os llevabais bien.
—Sí. No éramos amigas del alma, pero nos llevábamos bien. Quizá lo haga. ¿Qué fue lo que le
pasó a Marc?
—Pasó que no estaba locamente enamorado. Y no quiso casarse sin estarlo. Siempre ha sido el
más valiente de todos nosotros.
«No como tú». El pensamiento me hace tanto daño que… que debo salir de aquí.
—Tengo que ir al baño.
Salgo huyendo como alma que lleva el diablo. Como no tengo a dónde ir, voy al cuarto de
baño. Me refugio en un cubículo y me siento en el retrete. Patético, lo sé. Y me acuerdo de mi
amigo Dylan. Me acuerdo mucho de él y solo espero que esos oídos prodigiosos que tiene le estén
pitando ahora mismo a base de bien.
No sé cuánto tiempo permanezco aquí sentada, pero es bastante, porque cuando me levanto, me
duele un poco el trasero. Me miro en el espejo y me retoco el cabello y los labios antes de salir.
Voy a buscar a Dylan y a decirle que me marcho a casa.
Justo cuando salgo, me doy de bruces con River, que sale del cuarto de baño de enfrente
subiéndose la bragueta. Y a mí se me cae el mundo encima con ese simple gesto. Porque estoy
casada con un agente del CNI que controla al milímetro cada uno de sus movimientos, pero que no
deja de ser un humano más. Y es ese River, el humano, mi marido de verdad, el de los gestos
comunes, el que me vuelve loca. Por eso tengo que largarme de aquí de inmediato.
—Si estás buscando a Dylan —me dice River—, hace rato que se ha ido —carraspea— por
ahí atrás con mi hermano.
Me señala algún lugar en la parte trasera de la discoteca. Vale. Genial. Espero que esos oídos
prodigiosos que tiene le estén pitando ahora mismo a base de bien y que de paso le jodan el
polvo. Maldito traidor.
—Me marcho a casa.
—Te acompaño.
—No hace falta.
—Te acompaño.
—No hace falta.
—¿En serio quieres discutirlo todo el camino?
Sí y no. Pero hoy gana el no. Me doy por vencida y nos acercamos juntos a sus hermanísimos,
que están rodeados por… a ver, que cuento, ocho chicas. No entiendo qué les ven. Que quizá sean
muy guapitos de cara, pero en cuanto abren la boca… Verás cuando descubran el coche del
poligonero. Salen huyendo, estoy segura.
Mando un mensaje a Dylan confesándoselo todo. Necesito que lo sepa, y al final no he podido
contárselo.

Cata:
Confesión: ya he quedado con un informático, esta noche en el paseo marítimo, a las doce, a la altura del barco
pirata. Lo siento. Y otra cosa: si te han pitado los oídos a base de bien y te han jodido el polvo con Hugo, que sepas
que he sido yo, maldito traidor. Primero no me avisas de que venía River y luego me dejas a solas con él. Ya
hablaremos tú y yo. Que te vendes muy fácil con cuatro carantoñas del veterinario surfista, me parece a mí.

—Voy a acompañar a Cata a casa —escucho, distraída, que explica River a sus hermanos.
—OK.
Marcos, sin pensárselo, le lanza las llaves de «Tomatito» —Dios, qué cruz—, y River las pilla
al vuelo.
—¿Y vosotros? —les pregunta.
—Ya nos las arreglaremos.
Estos dos hoy no duermen en casa. Como si lo viera.
El trayecto en coche lo hacemos en silencio, y de verdad que lo agradezco. Lo bueno de River
es que, cuando piensa, lo hace en silencio, y ya de paso me permite pensar a mí. Mi madre, por
ejemplo, ni en silencio me deja tranquila.
Abro la puerta, y entonces me doy cuenta de que eso de «te acompaño a casa» no podía ser
más literal. Sí que he estado ensimismada para no darme cuenta de que hemos entrado juntos en el
portal y subido juntos en el ascensor. A veces asusta la monotonía con que hacemos las cosas. ¿O
hemos subido a pie? No, no lo creo, me sentiría más cansada de lo que estoy.
Me quito los zapatos, una costumbre que tengo en cuanto entro en casa, y miro la hora: las doce
menos cuarto de la noche. Me quedan quince minutos para mi cita con el informático. Vale, no
tenía que haberme quitado los zapatos. Voy a echar a River de casa, pero justo lo llaman por
teléfono.
—Qué. —Pongo los ojos en blanco. No sé quién lo llama, pero ¿no puede ser más amable al
contestar?—. Espera, ¿qué? Habla más despacio. ¿Un asesino en serie? Pero ¿qué coño me estás
contando? Joder. Me cago en todo. Sí. Adiós.
Cuelga y me mira.
—¿Qué pasa?
—Nada.
—Vale. Yo me tengo que ir, así que…
River se acerca a la puerta y se apoya en ella. Le sale fuego por los ojos.
—Me parece que no —dice—. Tú hoy no sales de esta casa.
¿Perdona?
«Te quiero». ¿Verdad o mentira?
31 de marzo de 2012

Marcos creó el grupo «¿Habéis visto la cara de Riv?»


Marcos agregó a Hugoeslaestrella
Marcos agregó a Adri
Adri:
¿Qué es esto?
Marcos:
Un grupo paralelo de hermanos.
Adri:
¿¿¿???
Marcos:
Es para hablar de River a sus espaldas, que hay que explicároslo todo. Os veo muy embobados contemplando a
los novios. Despertad, joder.
Hugoeslaestrella:
River se está casando ahora mismo. Cómo te pasas, Marcos.
Marcos:
Pues eso, hay que comentar la jugada. Que me parece a mí que aquí hay mucho que comentar.
Adri:
¿Por qué no has incluido a Pris en el grupo?
Marcos:
Ya está el otro sacando a relucir a la niña. Pues no la he incluido porque esto es para hablar de que River está a
punto de vomitar sobre el vestido de la novia. O de salir corriendo. No me ha parecido apropiado, teniendo en
cuenta que ella es la siguiente en casarse. Y en pocos meses, además. A ver si se nos va a acojonar.
Adri:
Repito: ¿por qué no has incluido a Pris?
Hugoeslaestrella:
¿Podéis dejarlo ya?
Marcos:
Hugo, se te ha escuchado resoplar y estamos en mitad de una ceremonia. Tu madre está leyendo y se ha
emocionado. Un poco de respeto. Mira, la novia ha girado la cabeza y te ha mirado mal.
Adri:
No es novedad. La novia siempre mira mal a Hugo. Haga lo que haga.
Marcos:
Cierto. No te traga, Hug.
Hugoeslaestrella:
Creo que estamos acercando posiciones.
Hugoeslaestrella:
¡Joder, Adrián! ¿Cómo se te ocurre reírte tan fuerte? Contrólate.
Adri:
Ha sido tu culpa. Tu frase anterior me ha matado.
Adri:
Ouch. No me des más patadas, que haces daño con esa fuerza tuya.
Marcos:
Adri, te han oído reír hasta los del fondo. Ahora River también nos mira mal. Controlaos los dos y
centrémonos.
Hugoeslaestrella:
Decía en serio lo de que Cata y yo estamos acercando posiciones. No era ironía, idiota.
Marcos:
¿Cómo?
Adri:
¿Cuándo?
Hugoeslaestrella:
Desde hace un par de meses. La llamé por teléfono para preguntarle por la salud de Crow. No pude resistirme.
Marcos:
A ti el curro te puede.
Adri:
Cierto.
Adri:
¿Y qué pasó?
Hugoeslaestrella:
Pues que me trajo a Crow a la clínica para que le echara un vistazo y acercamos posiciones.
Marcos:
Joder, qué críptico eres siempre. ¿Puedes dar más detalles sobre ese acercamiento?
Hugoeslaestrella:
No.
Adri:
Vamos, hombre, estamos curiosos.
Hugoeslaestrella:
Estamos en medio de una boda, que, por cierto, es la de vuestro hermano mayor. Dejadme en paz.
Marcos:
Hostias, hablando de la boda, ¿qué coño le pasa a vuestro hermano?
Adri:
Se está casando, es normal que esté nervioso, digo yo. Por cierto, la novia está guapa. Eso tenemos que
reconocérselo. Y no tiene cara de querer vomitar. Sí de llorar, ¿veis cómo le tiembla la mano mientras le pone el
anillo a River? Parece feliz.
Hugoeslaestrella:
Lo está. Guapa y feliz.
Marcos:
River también estaría guapo si no tuviera esa cara de vinagre. Creo que le ha puesto el anillo en la mano que no
es. Eso no me pasa ni a mí, que soy zurdo. ¿Luego le preguntamos sobre ello? Aquí sucede algo, tíos. Mi radar de
poli no falla.
Hugoeslaestrella:
Ni se te ocurra, Marcos. Luego sonríes y te acercas a darles un abrazo y dos besos a los novios.
Adri:
Yo no pienso casarme en la vida. Tomad nota.
Marcos:
Buah, yo menos. Tomad nota.
Adri:
¿Hug?
Hugoeslaestrella:
¿Qué?
Marcos:
Te toca renegar de las bodas. Te veo espesito hoy.
Hugoeslaestrella:
¡Estoy escuchando los votos de River!
Adri:
Pero ¿tú quieres casarte?
Hugoeslaestrella:
No lo sé. Supongo que algún día quizá sí. Cuando encuentre a la persona adecuada. ¿Por qué no?
Adri:
Puff, si es que tú eres carne de cañón.
Marcos:
Tú no has entendido el objetivo de este grupo.
Hugoeslaestrella:
Ahí tengo que darte la razón.
Adri:
Tíos, esto se acaba.
Adri:
River acaba de decir que sí quiere.
Marcos:
Joder…
Adri:
Tíos, nuestro hermano se ha casado.
Hugoeslaestrella:
¿Y si os digo que me he emocionado?
Marcos:
Joder…
Adri:
Yo tengo un presentimiento en el estómago.
Marcos:
Será hambre. Yo también lo siento.
Hugoeslaestrella:
Dejad ya el móvil. Vamos a abrazarlos.
Adri:
Vamos.
Marcos:
Yo presiento que este grupo paralelo no será el último.

El primero en llegar a los recién casados fue Hugo. Abrazó a su hermano con devoción y
frunció el ceño al percibir lo mucho que temblaba el cuerpo de River; «¿estás bien?», le preguntó.
Él le dijo que sí y Hugo lo dejó pasar; seguro que eran los nervios y la emoción. Después se
acercó a Catalina. Ella lo miró con reparo; no le había pasado inadvertido el bufido que había
dejado escapar su ya cuñado durante la ceremonia, y por un momento hasta pensó que
interrumpiría la boda en plan: «Tengo algo que decir con respecto a este enlace». Sin embargo,
Hugo acortó la escasa distancia que los separaba y la estrechó entre sus brazos con cariño
verdadero. Le dio un beso en la mejilla y se detuvo un par de segundos allí, haciendo las paces
del todo con ella. Catalina sintió el calor de sus labios en la mejilla y sonrió de pura felicidad. No
podía hacer otra cosa. Llevaba todo el día sonriendo, desde que se había levantado de la cama. Se
sentía dichosa como nunca. Sin ningún tipo de barrera. Acababa de casarse con el hombre de su
vida y se sentía preciosa. Y afortunada. Además, llevaba tiempo con la sensación de que las cosas
con los Cabana comenzaban a funcionar en ambos sentidos, de que las cosas con Hugo
comenzaban a ir mejor, y pensó que, quizá, aquel primer encuentro con ellos había sido fruto de la
fatalidad, que en realidad no la odiaban, que solo se habían sorprendido de que su hermano se
casara con la chica a la que había conocido hacía dos meses escasos. Le devolvió el abrazo a
Hugo con afecto y sinceridad y sonrió todavía más. Marcos y Adrián también la abrazaron y
besaron. Y Priscila. Incluso Alexander St. Claire, el prometido de su cuñada. Después, River la
cogió de la mano y salieron juntos de la iglesia. Su dicha fue completa.

This is the rhythm of the night


The night
Oh, yeah.
The rhythm of the night.
This is the rhythm of my life
My life
Oh, yeah.
The rhythm of my life.

Unas horas más tarde, los invitados a la boda de Catalina Berenguer y River Cabana se
encontraban en el jardín del restaurante donde se celebraba el convite, riendo, comiendo,
bebiendo y bailando.
Todos menos el novio.
Él observaba a sus padres, que charlaban de manera amistosa con los de Cata. Observaba a
sus hermanos. A Alex y Priscila, que bailaban despacio, abrazados en una esquina, a pesar de que
la música incitaba a moverse a lo loco. A Marcos, Hugo y Adrián, que, juntos, lo daban todo en el
centro de la pista en una coreografía perfecta al ritmo de The Rhythm of the Night. Se habían
despojado de las chaquetas y llevaban las camisas por fuera y las corbatas de cualquier manera.
Bailaban, hacían el ganso, reían y disfrutaban, pensando que su hermano acababa de casarse por
su propia voluntad. Ojalá hubiera sido así. Ojalá el CNI no le hubiera robado aquel momento.
Ojalá no lo hubiera enturbiado. Y, sobre todo, ojalá no se lo hubiera robado él a Catalina. A
River, la sensación de querer vomitar no se le quitaba.
Catalina, que hasta entonces bailaba con su padre, se le acercó con una sonrisa espléndida.
Estaba radiante. Más guapa que nunca. Y no era por el vestido de color blanco ni por el peinado o
los zapatos de princesa. Era porque estaba más feliz que nunca.
—Hola, poligonero.
River siguió la mirada de su ya mujer y observó su propia camisa remangada. Sonrió de medio
lado sin poder evitarlo.
—Hola —susurró en respuesta.
—¿Me concedes este baile?
—Todos.
Catalina lo agarró del cabello y lo besó con fuerza.
—No veo el momento de tenerte para mí sola durante quince días seguidos.

Había sido una bonita luna de miel. Habían pasado dos semanas juntos, una en Roma y otra en la
isla de Santorini; Catalina saltando de nube blanca de algodón en nube blanca de algodón, y River
sujetándoselas todas, pero parecían no ser suficientes. Ni las semanas ni la sujeción. River,
movido por no sabía qué, no pudo evitar hacerle un regalo de última hora a su mujer, una sorpresa
inesperada: una parada en la ciudad de Las Vegas, un viaje relámpago de tres días antes de
regresar a sus vidas. O de comenzarlas. Un viaje que él había decidido para los dos porque sí.
Y allí se encontraban, en aquella mesa de la ruleta viviendo momentos que se convertirían en
varios de sus recuerdos más preciados. Para ambos. Cata estaba totalmente enganchada al juego.
Le brillaban los ojos y tenía las mejillas encendidas. «Qué guapa estás. Qué guapa eres», pensaba
él. Era cierto que le había dado el sol en los días que habían pasado en la playa, pero es que,
además, las tenía coloreadas de emoción. También por las bebidas que les servían cada poco de
manera ininterrumpida. Mojitos para ella y ginebra con limón sin rodaja de limón para él.
River no pudo evitar soltar una carcajada. Apenas realizaban apuestas de un dólar, pero
Catalina lo vivía como si fuera el momento más emocionante de su vida. Y quizá lo fuera. Catalina
era una niña, no en su figura o en su madurez intelectual: era una niña en la vida. En emociones y
experiencias. Llevaban ya tres horas ahí enganchados; habían reservado entradas para un
espectáculo, pero no tenía pinta de que fueran a moverse. River no quiso moverla. No quiso
interrumpir ese momento. Porque a River, en ocasiones, se le olvidaba el motivo por el que se
había casado con Catalina. Se le olvidaba que ellos no eran una pareja de verdad. Se olvidaba de
lo que le aguardaba una vez que llegaran a casa, el asalto a la intimidad de los Berenguer. Y se le
olvidaba gracias a ella.
—¿Qué me miras? —le preguntó de pronto. River no se esperaba que le saliera lo que dijo,
pero…
—Te quiero.
Catalina sonrió, embriagada de amor. Y lo besó.
—Te quiero —respondió con la boca sobre sus labios—. ¿Quieres que vayamos a comer?
—No. Quedémonos aquí. Quiero ver cómo te vuelves millonaria con apuestas de un dólar.
—¿Puedes creerte la suerte que tengo? Creo que es porque estoy apostando al número del día
de nuestra boda.
River lo sabía. River se había dado cuenta de ello. River no contestó. Se disculpó con su
mujer y fue un momento al cuarto de baño. Vomitó. La última bebida no le había sentado bien.
7
Maldito bipolar

—¿Perdona?
—Te perdono todo lo que quieras —en verdad, no tiene pinta de querer perdonar nada—, pero
tú, de aquí, hoy no sales.
—¡Porque tú lo digas!
¿De qué va este? Los cuatro sorbos que le ha dado a la ginebra sin limón le han sentado fatal.
—Porque yo lo diga, no, Catalina, porque lo dicta el sentido común. Me ha llamado Dylan —
explica, levantando el teléfono que aún sostiene en la mano.
Y al instante, sé que Dy se ha ido de la lengua con el asunto de mi quedada con el informático.
¡Le ha faltado tiempo! Recuerdo la conversación de River al teléfono, las palabras que ha
utilizado. Dios, no quiero saber en qué momento se le ha ocurrido sugerirle que mi cita podría ser
un asesino en serie. ¡Lo voy a matar!
—¿Dylan? ¿Mi Dylan? —pregunto, haciéndome la loca y sacando el móvil para amenazarlo
como es debido, para ganar tiempo. Y ahora, ¿qué le digo a River? ¿Cómo justifico que he
quedado con un informático cuando estoy casada con uno? ¿Cuando él es ese uno? En serio, voy a
matar a Dylan. Leo su mensaje. Bufo.

Dylan:
Lo siento. Perdóname por irme de la lengua. Pero era una locura. Una locura de las malas.

—El Dylan de mi hermano. —River me saca de mi abstracción; levanto la mirada y lo veo


alejándose de la puerta, después de cerrar con el pestillo (River siempre pone el pestillo), y
acercándose demasiado a mí. Y entonces explota—: ¡Me cago en todo, Catalina! ¡¿Cómo se te
ocurre quedar a las doce de la noche con un tío desconocido de internet?! Podría ser cualquiera.
¡Cualquiera! Que ya no tienes veinte años. ¿Tú estás loca? Es eso o que quieres matarme de un
infarto.
—Eh, eh. —Lo freno con las manos, estableciendo cierta distancia entre nosotros. ¿Y a este
qué le pasa? Jamás estalla tan rápido, River necesita mucho calentamiento previo. Lo sé bien. Soy
una experta en cabrearlo—. Tranquilito, ¿eh? Te calmas o te calmas. Para empezar, yo quedo con
quien me da la gana, cuando me da la gana, ¡y lo conozco donde me da la gana!; para continuar, no
tiene nada que ver contigo, así que no busco ni que te dé un infarto ni dos ni tres. Y, además, ¿por
qué iba a darte un infarto? ¿A ti qué más te da? Son gajes del oficio.
—¿Que son gajes del…? ¿Que son…? Joder…
River se lleva los dedos a los lagrimales, en un gesto muy de chico Cabana, pero sobre todo
de River, y aprieta los párpados. Por dentro está contando hasta diez, como si lo oyera.
Últimamente cuenta mucho hasta diez. Cuando vivíamos juntos, también lo hacía; seguro que ha
tenido un año de lo más tranquilo hasta que he llegado yo. Que se fastidie, por capullo. Y me
regodearía mucho más si no fuera porque ese gesto de River también lo adoro. Lo adoraba.
Adoraba.
—¡¿Tú por qué crees que me puede dar a mí un infarto a causa tuya?! —continúa—. ¿Quizá
por el hecho de que alguien te haga daño? Aún eres mi mujer, Cata. Joder, me estoy poniendo muy
nervioso. Es que, ¿cómo se te ocurre? ¿¿Cómo se te ocurre??
—¿Y eso qué significa?
¿ESO QUÉ SIGNIFICA, RIVER? ¿Qué significa para ti que yo sea tu mujer? ¿Qué ha significado para
ti que yo haya sido tu mujer? Él se estará poniendo nervioso, pero yo me estoy calentando mucho.
—Significa muchísimas cosas. Para empezar, significa que me preocupo por ti y por tu
seguridad. El hecho de que tú quieras divorciarte de mí no implica que yo haya dejado de…
—¿De qué?
River guarda silencio unos segundos mientras me mira. Cambiaría todo el dinero del que
dispongo por poder escuchar sus pensamientos. Para mí es lo que mayor valor tiene en el mundo:
sus pensamientos. Sus pensamientos lo valen todo. Todo lo que vive dentro de esa cabeza suya tan
extraordinaria, en realidad. Creo que hasta podría alimentarme de ello. ¿Un dólar por sus
pensamientos? No, yo daría millones.
—También significa que follarte a otro tío se considera infidelidad.
¡Eh! Espera. ¿Qué? ¿Y este triple giro mortal?
—¿Y?
No entiendo a qué viene esto.
—Que estarías siéndome infiel, Cata.
—Pero ¿de qué estás hablando?
—¿Cómo que de qué estoy hablando? ¡De que te has buscado a un desconocido en internet
para follar con él!
¿Que qué? Yo no he quedado con ningún desconocido en internet para… Espera.
—¿Qué te ha contado Dylan?
—¿Y eso qué más da?
—¡¿Qué te ha contado Dylan?! —repito, elevando aún más la voz. Si los vecinos todavía no se
habían percatado de que hemos vuelto… pues ya lo saben.
—Que has quedado con un tío con el que has contactado por internet, a las doce de la noche en
el paseo marítimo, a la altura del barco pirata. Que no lo conocías de nada y que era una locura.
Que podría ser un asesino en serie. ¡Y tiene razón!
—¿Nada más?
—¡¿Te parece poco?! ¿Qué más tenía que contarme?
—Dylan flipa mucho. Mucho. Y tú, más. ¿De esa conversación has concluido que voy a liarme
con otro?
—¿Para qué vas a quedar con otro si no es para eso? ¿Para conoceros y haceros novios? ¿Para
ir al karaoke? Casi prefiero lo de follar. Y es una locura, Cata. Tú no lo necesitas. Puedes tener a
cualquiera. —«Menos al que quiero. Menos a ti»—. ¿Por qué coño quieres volverme loco?
—¿Volverte loco? ¿Estás celoso, Riv? ¿Es eso?
River nunca ha sido un hombre celoso. Jamás. Supongo que no tenía razones para serlo.
—No estoy celoso. Y si lo estuviera, ¿qué pasaría?
—Que no tienes derecho a estarlo. Y tú nunca has sido celoso.
—No me habías dado motivos.
—Tampoco te los he dado ahora.
—Mi mujer se quiere follar a otro delante de mis narices, ¿te parecen pocos motivos?
—Exmujer.
—Mujer, Cata. Mujer.
—Y puedo irme con el que quiera. ¿Me vas a decir que tú no has estado con nadie en este año
que llevamos separados?
—Por supuesto que no he estado con nadie.
—Y yo tengo que creérmelo.
—Cree lo que te dé la gana.
—Eso hago.
—¿Tú has estado con alguien?
No sé qué clase de armas mortíferas les dan a los de CNI, pero, desde luego, a River se las
han instalado todas en los ojos. Yo sí he estado con alguien. Con él. Cada noche. Cada vez que
cerraba los ojos, en realidad. Y en algunas ocasiones eran tan reales los sueños que de verdad
llegué a pensar que dormía en la cama junto a mí.
—Vamos, Riv.
—Vamos, Riv, ¿qué?
—No pienso contestar a eso.
—¿Por qué? Mira, ¿sabes qué? No es necesario que me contestes. Sé la respuesta.
—¿En serio? ¿Y cuál es?
River se acerca más a mí con los brazos en jarras. Parece relajado; desde luego, mucho más
relajado que hace unos segundos. Maldito bipolar. Él sí que me vuelve loca.
—No has estado con nadie porque sigues enamorada de mí. Te lo veo en cada gesto. En la
forma en que me miras y me comes con los ojos. Te vuelve loca mi ropa de follar y no puedes
disimularlo.
Si solo fueran las palabras que deja salir por su estúpida boca. Pero no. No son solo las
palabras. Es la seguridad con que las pronuncia. Y la postura que ha adoptado. La maldita postura.
Provocativa. Engreída. Petulante. Y podría seguir con otros mil calificativos que, fácil, podrían
ser apellidos de River, pero no quiero calentarme más porque ya estoy a punto de ebullición.
—Oh, claro —replico, gesticulando con los brazos—, River Cabana todo lo sabe.
—Eso no te lo voy a discutir. ¿Y sabes qué más sé, Cat Cat?
—¿Qué?
Ignoro el Cat Cat. Lo ignoro. Lo ignoro. Lo ignoro.
—Que ya no llegas a tu cita.
Me cuesta captar el significado de sus palabras. Hasta que lo hago. Miro la hora: las doce y
cuarto de la noche. Por eso estaba más tranquilo. Porque ya se ha salido con la suya. Cierro los
ojos; ahora la que tiene que contar hasta diez, o hasta cien, soy yo. Es eso o echar el edificio abajo
con mis gritos.
—Lárgate —le exijo con odio, señalando la puerta con el dedo—. Lárgate y no vuelvas más.
Ahora mismo no puedo ni verte. Eres un gilipollas, River. Un gilipollas muy grande.
—Que no me insultes, Catalina, joder —se cabrea.
Pero no se marcha. River no se marcha. Todo lo contrario. Se introduce en el salón —
seguíamos en el recibidor— y se quita las deportivas y los calcetines de camino, aparcándolos en
la esquina de siempre, junto al sofá. Yo no puedo dejar de observar sus pies desnudos sobre la
alfombra blanca que cubre gran parte del suelo del salón. River siempre se descalzaba en cuanto
entraba en casa. También era algo que adoraba. Verlo descalzo. Dios, qué tontería.
Se quita el cinturón y lo deja sobre la mesa.
—¿Qué coño estás haciendo? —pregunto, yendo detrás de él—. ¿Desnudarte?
River se gira y me mira con una media sonrisa en la boca.
—¿Desnudarme? Cuidado con esos pensamientos, Cata. No me estoy desnudando, solo
poniéndome cómodo.
—¿Poniéndote cómodo para qué? Ya has conseguido lo que querías, ¿no? Ahora puedes
marcharte. ¡Lárgate, River!
—Pero ¿por qué te pones así? ¿Qué te pasa hoy?
—¡Que me revienta que me digas lo que tengo que hacer! ¡A dónde puedo ir y a dónde no!
—Que no te lo digo yo, Catalina, por Dios, que te lo dice el sentido común. El. Jodido.
Sentido. Común.
—¿Ahora tú eres el puñetero sentido común?
—¡Sí!
—Pues nada, encantada, River Puñetero Sentido Común Cabana.
—Se te va, ¿eh, Catalina?, se te va más que nunca. ¿Tan desesperada estás por follar? Porque
me tienes justo enfrente.
—No has dicho eso, River, ¡no acabas de decir eso!
—¿Por qué no?
—¡Porque no! ¡Lárgate!
Me doy media vuelta y me dirijo a mi dormitorio hecha una furia. En serio, no quiero ni verlo.
O quizá necesite huir de su presencia, esa que arrasa con todo, no lo sé. Solo sé que no puedo
permitir que se acerque más a mí. Esta noche ha cruzado un límite. No solo hace mal su trabajo,
sino que me impide hacer bien el mío. Y se trata de mi padre. De ayudar a mi padre. Esto no se lo
perdono.
—¿A dónde vas? —me pregunta, detrás de mí.
—¡Que te largues de mi casa! —respondo, sin girarme.
—Nuestra casa.
Entro en mi dormitorio como un vendaval. No sé qué he venido a hacer aquí, no sé qué hago
aquí, solo quería alejarme de él.
—¡He dicho que te largues de mi casa! —repito.
—Nuestra casa —repite también él, con toda la serenidad del mundo.
Lo enfrento.
—¿Nuestra casa?
—Sí.
—¡Se acabó!
Paso por su lado y regreso a la entrada; me voy directa a la cocina.
—¿Y ahora a dónde vas?
Sin contestarle, entro en la cocina y me dirijo a la pequeña pizarra que tenemos en una de las
paredes (o teníamos, porque ya no vivimos juntos; Dios, ya no sé ni qué tiempo verbal utilizar)
para apuntar recados y la lista de la compra, y cojo una tiza. Regreso a la habitación con River
pisándome los talones y sin saber qué decir. Te vas a cagar.
—Nuestra casa, ¿verdad? —le pregunto. Él no contesta; está confundido, no se siente en
terreno lo bastante conocido como para hacerlo, solo me evalúa—. Pues a partir de este momento
yo tengo mi espacio y tú tienes el tuyo.
Me agacho y comienzo a arrastrar la tiza blanca por el suelo, trazando una línea irregular
(nunca se me ha dado bien dibujar) que divide el dormitorio en dos.
—¿Por qué coño estás jodiendo el parqué de casa? —pregunta. Yo no le contesto.
Una vez que he terminado, tiro la tiza por ahí, me da igual dónde caiga; me levanto, me ubico
en mi lado y se lo explico:
—Porque de la línea para allá —le digo, mostrando su espacio: el armario al fondo de la
habitación, el sillón que River utilizaba para leer y poco más; ya colocaré mi ropa donde sea— es
tu lado del dormitorio, y de la línea para acá —por supuesto, me he quedado con la cama y la
parte de la habitación que da a la terraza, mi terraza— es mi lado del dormitorio. ¡Y así, con toda
la casa voy a hacer! Tú no puedes pisar mi parte y yo no puedo pisar la tuya. ¿Lo has entendido?
River me observa con el ceño fruncido durante unos segundos, alterna la mirada entre la línea
del suelo y mi figura. Sube los ojos. Baja los ojos. Sube los ojos. Baja los ojos.
—Perfectamente —dice por fin. Y entonces, sin apartar su mirada de la mía, y despacio, muy
despacio, levanta un pie y cruza la línea con parsimonia. Se coloca delante de mí, muy cerca,
apenas unos centímetros nos separan, y me habla con chulería—: Y, ahora, ¿qué?
¿Y ahora qué? ¿¿Y ahora qué?? Dios, me saca de mis casillas. Ahora, ahora… necesito
cerrarle esa boca y borrarle esa expresión de la cara. Y necesito… necesito comprobar algo. Me
lanzo hacia su cuerpo, hacia su cara de flipado, y siento su sabor en mi boca antes de llegar, antes
de asaltar sus labios con los míos.
Lo beso con desesperación y River solo tarda medio segundo en reaccionar; solo tarda medio
segundo en apretarme con sus brazos —Dios, sus brazos— y meterme la lengua hasta el fondo con
la misma desesperación. No sé quién de los dos jadea más fuerte. Ha pasado casi un año desde la
última vez que nos besamos y… y sé, desde este momento, que pase lo que pase hoy entre
nosotros, me va a saber a poco. Que no voy a saciarme. Porque yo jamás voy a saciarme de mi
marido.
El sonido de su cuerpo al golpear el armario cuando lo empujo contra él me reverbera en el
corazón, y en el alma; el sonido, y verlo a él tan deshecho, tan necesitado de mí, me hace gemir de
nuevo, alto, firme, desgarrado, y River gime en respuesta, ronco, profundo, fuerte. Tan fuerte como
yo le muerdo la boca y le tiro del pelo. El pelo de River es follable. Así, sin medias tintas. Podría
follármelo con las manos, con la boca o con lo que fuera.
Percibo el ritmo acelerado de su corazón, lo siento rebotar en su pecho, perder el control, y yo
necesito escucharlo durante más tiempo y tomarlo todo de él. Necesito que se derrita entre mis
brazos. Porque si River siente de esta manera, si River tiembla, si River me respira agitado en la
boca, si River se excita por mí, tiene que significar algo. O es el mejor actor que ha existido jamás
y el mundo entero debería postrarse a sus pies, o tiene que significar algo. Y, maldita sea, yo sigo
necesitando que signifique algo para no derrumbarme del todo. Yo sigo creyendo que no es tan
buen actor, ni de lejos.
River deja de besarme, me mira a los ojos —los suyos, febriles; apenas es capaz de enlazar
sus propias inspiraciones y espiraciones a causa de los jadeos— y está a punto de decir algo, pero
entonces solo me besa de nuevo. Y yo quiero que hable, que rompa esta mierda de burbuja que
hemos creado en torno a nosotros y que nos obliga a besarnos, para que podamos alejarnos el uno
del otro. Pero, al mismo tiempo, no quiero que hable, no quiero que diga una sola palabra, solo
quiero retenerlo en esta maldita burbuja hasta cansarme de sus labios. Porque eso es lo que tengo
que hacer ahora, eso es lo que tengo que intentar con todas mis fuerzas sin rendirme de antemano:
besarlo hasta saciarme. Hasta emborracharme y provocarme una resaca que me dure meses. O un
puñetero empacho que logre que no quiera besarlo más. Todo me sirve. Todo menos que lo de hoy
me sepa a poco. Por eso le devuelvo el beso y enmarco su rostro, acaricio su piel, su hermosa
piel, su barba tan cuidada y perfecta, y siento su calor mientras nuestras lenguas conquistan la
boca del otro. Y es la primera vez que mi alma se siente en casa. Porque mi cuerpo había llegado
al Mediterráneo, pero mi alma, no. A mi alma le faltaba River. Llegar a River es esto. Y necesito
hacerlo hasta el final.
En un envite rápido, lo despojo de su camiseta, de su puñetera camiseta blanca, y lo dejo solo
en vaqueros, y descalzo. Joder, la ropa de follar; si es que no falla. River también me quita a mí el
jersey fino de manga corta y me deja en sujetador. Detiene sus besos en mi boca, esconde la
cabeza en mi escote y me agarra por la cintura mientras respira en la concavidad entre mis pechos,
como si su alma también hubiera encontrado su sitio por fin. Desliza las manos hasta mi trasero y
me levanta de un solo movimiento, dejándome a mí apoyada en el armario. Vuelve a mis labios;
mis piernas le rodean la cintura por instinto y gimoteo sobre su boca cuando siento la dureza de su
erección contra mí. Solo sus vaqueros y mi ropa interior nos separan. River mete la mano por
debajo de mi minifalda y se cuela dentro de la ropa interior. Me introduce dos dedos y lo nota al
instante: estoy muy mojada, estoy a punto de correrme. Y no me da vergüenza. Hace mucho tiempo
que River y yo perdimos la vergüenza entre nosotros, en todos los ámbitos.
—Joder —exclama, completamente excitado.
Me arranca las bragas de encaje sin delicadeza y lleva las manos a su pantalón vaquero. Se
desabrocha el botón, baja la cremallera más rápido que nunca en su vida y me penetra de un solo
golpe. Sin preámbulos. Sin esperas. Con decisión. Con necesidad. Dejamos de besarnos y nos
miramos a los ojos. River agarra mis manos y las levanta por encima de mi cabeza; me sujeta con
la fuerza de sus caderas y continuamos contemplándonos mientras follamos, mientras mi cuerpo
resbala arriba y abajo por la superficie del armario, como en una montaña rusa, como en la
montaña rusa que ha sido nuestra vida.
—Más fuerte, Riv, más fuerte.
River empuja más fuerte, y a mí, de pronto, me arrolla uno de los orgasmos más intenso de los
últimos tiempos. Y me doy cuenta de que tocarme y correrme yo sola pensando en River no tiene
nada que ver con hacerlo con River. Con su erección dentro de mí, inundándolo todo, sus manos
sobre las mías y su barba inflamando mi rostro. Dios, cómo lo odio.
—Otro, dame otro.
Continúo excitada; acabo de correrme, pero continúo muy excitada, y si River sigue
empujando así, mirándome de esa manera, yo me voy de nuevo. Me suelta las manos y me sujeta
por la cintura; me arrastra hasta la cama y deja que caigamos los dos, sin dejar de penetrarme, él
encima de mí. Comienza a besarme mientras me embiste duro y rápido. Abro las piernas todo lo
que dan de sí y me voy de nuevo en cuanto siento su grito, su orgasmo y su esperma en mi interior.
River no deja de empujar hasta que mi orgasmo se diluye del todo.
Cierro los ojos, suspiro y relajo las piernas. Dios mío. Te odio, River Cabana. Te odio mucho
y muy fuerte. Tan fuerte como tú acabas de follarme por última vez en tu vida.
River emite otro suspiro, un «joder» y esconde de nuevo la cabeza entre mis pechos; no me he
quitado ni el sujetador. Me besa con ternura y yo le acaricio el cabello, húmedo por el esfuerzo y
alborotado por mis manos, sin poder evitarlo. «Cuánto te quise, Riv».
—Hola, Cat Cat.
No contesto. Solo cierro los ojos. River sale de mi interior, nos coloca en posición de
cucharita y yo me quedo dormida entre sus brazos, como siempre ha sucedido después de
devorarnos el uno al otro. Solo hay una diferencia. Y es que esta será nuestra última noche juntos.
«Te odio». ¿Verdad o mentira?
Junio de 2012

Promesas. ¿Qué son las promesas? ¿Son expresiones de la voluntad? ¿O son solo palabras que
arrastra el viento? Que arrastra el viento. Como la corriente de aire caliente que en ese momento
azotaba la enorme terraza del ático donde vivían River y Catalina, y que empujaba hacia el vacío
cuanto pétalo de flor u hojarasca encontraba a su paso.
A Cata le encantaba aquella terraza. Le gustaba tanto que incluso le sobraba el resto de la casa.
El piso lo había elegido River. Unas semanas antes de la boda, le había dicho que tenía una
sorpresa para ella, le había vendado los ojos y la había remolcado por medio pueblo hasta aquel
lugar. Su nuevo hogar. La vivienda, abuhardillada, se encontraba en medio de la calle principal
— o de la cuesta más infernal—; era muy luminosa, de techos altísimos y con vistas al mar, pero
lo que a Cata más la había impresionado había sido la terraza. Ella lo definiría como amor a
primera vista. Era gigante, de baldosas naranjas con intrincados dibujos que formaban ondas, y
rodeada por un muro de ladrillo a rebosar de flores de colores y enredaderas. Envolvía toda la
vivienda. Sensacional.
—Dios mío, qué pasada —había gritado entusiasmada—. ¿Cuánto mide?
—Más de cincuenta metros cuadrados.
—¿Más de cincuenta metros cuadrados?
—Sí, más de cincuenta metros cuadrados para que puedas bailar bajo la lluvia. O pintar bajo
la lluvia. O comer bajo la lluvia. O hacerlo todo bajo la lluvia.

It must have been love


But it's over now.

Catalina sintió las primeras gotas de agua sobre los mechones rubios, que se había atado en
una coleta despreocupada horas antes. Elevó los ojos al cielo cubierto de nubes grises y sonrió.
Retiró de la mesa las guirnaldas de papel de todos los colores, que preparaba para decorar la
fiesta de la inminente boda de Priscila en el jardín de los Cabana, y se quedó allí sentada,
disfrutando del olor de la lluvia.
River, dentro de la vivienda, conversaba con sus padres a propósito de la boda de su hermana,
y advirtió de pronto que había comenzado a llover. Colgó el teléfono y subió el volumen de la
radio todo lo que daba de sí: It Must Have Been Love, de Roxette, para que se escuchara alto y
claro desde la terraza. A Catalina le encantaba hacer bajo la lluvia; sí, hacer. Hacer lo que fuera:
bailar, cantar, mojarse la cabeza y revolverse el cabello, reír, soñar… y se había convertido en
una costumbre para ellos desde su pedida de mano a la intemperie, desde la última vez que vio
llover.

Lay a whisper on my pillow.


Leave the winter on the ground.
I wake up lonely, this air of silence
In the bedroom and all around.

Catalina se levantó, alzó los brazos y dejó que la lluvia le empapara el rostro y el cuerpo poco
a poco. Libre. Permaneció así, inmóvil, escuchando la canción, hasta que River le cogió una de
las manos y comenzaron a balancearse juntos en un baile lento y cadencioso por toda la terraza;
hasta que ya no hubo nada sobre ellos que pudiera mojarse más.

It must have been love


But it's over now.
It must have been good
But I lost it somehow.
It must have been love
But it's over now.
From the moment we touched
Till the time had run out.

Entonces, solo entonces, entraron en casa y se embebieron del agua caliente bajo la ducha;
cuando salieron, desnudos, Catalina llevó a su marido a la habitación, lo tumbó en la cama y le
hizo el amor. Fuerte, pero lento y cadencioso. Como el baile.
Catalina tenía el sueño ligero, nunca había sabido el motivo. Quizá fuera porque en su vida
nunca se había sentido lo bastante protegida por las noches como para perderse en sus fantasías.
Tal vez por vivir en un internado. O quizá fuera, sin más, otro rasgo de su personalidad.
Esa madrugada lo sintió. Sintió la vibración del móvil de River encima de la mesita. Lo sintió
a él levantarse. ¿Quién lo llamaba a esas horas? ¿Habría pasado algo? Se levantó detrás de él y lo
vio encerrarse en el salón. Le extrañó. Le extrañó mucho. River jamás cerraba una puerta. Ni
siquiera la del cuarto de baño. Mmm, cuarto de baño. Se dirigió con sigilo al aseo; desde allí se
escuchaba todo lo que ocurría en el salón gracias a una pequeña rendija que compartían ambas
estancias, y se entrometió en la conversación de su marido, por si sucedía algo importante. O por
pura curiosidad. Catalina no lo tenía claro.
Resultó que sí. Que sí era algo importante. Resultó que esa conversación cambiaría su vida.
—¿Cuándo? ¿Hoy? Imposible. Que no, joder. ¿Una llamada? ¿Qué llamada? No, no me
consta… Claro que están pinchados, joder, ¿por quién me tomas? Sí, todos. Que sí, joder, ¿crees
que no sé distinguir un teléfono de otro? ¿Crees que iba a tener este trabajo si no lo supiera?
Me cago en el puto CNI de mis coj… Ya, ya me callo. Averiguaré lo del despacho. Ya, ya lo sé,
pero no puedo estar detrás de él las veinticuatro horas del día. No me he casado con él, lo he
hecho con su hija. Necesito más tiempo, no es tan fácil. Joder, está bien, llego en media hora…
Catalina no fue consciente de haber vuelto a la cama mientras reproducía las palabras de su
marido, desde la primera hasta la última, más de diez veces. Ni de tumbarse. Ni de esconderse
debajo de las sábanas. Ni de cerrar los ojos y apretar los párpados con más fuerza que nunca. Ni
de mantener la respiración controlada mientras River la «despertaba», la impregnaba de su olor y
le susurraba al oído:
—Cata, tengo que irme al trabajo; se ha caído un servidor y… tengo que ir. Aún es temprano,
duerme tranquila. Te veo luego.
Le dio un beso tierno en la mejilla. Un beso que le trajo a la memoria todos los que él le había
dado. Un beso que quemó como las llamas del infierno. Como Cata intuía que debían de quemar
las llamas del infierno. Igual que las lágrimas que llevaban minutos abrasándole las retinas.
Cata aguantó la respiración mientras él se vestía. Pensó que moriría por asfixia, pero resistió
hasta que se hubo cerrado la puerta. Bajó de la cama y cayó al suelo. Tuvo que meterse el puño en
la boca para no gritar.
Catalina observaba a River dormir. Él lo hacía en ropa interior, a pierna suelta —el calor del
verano empezaba a apretar—, mientras que ella se encontraba totalmente vestida, sentada con las
piernas cruzadas a lo indio, a los pies de la cama. Habían pasado veinticuatro horas. Veinticuatro
horas desde que una conversación telefónica de su marido había lanzado su vida al más absoluto
vacío. Una conversación que no podía dejar de reproducir en su cabeza, en bucle. Una
conversación que no entendía. O que, al menos, no entendió al principio. Después, sí, después la
entendió demasiado.
Se había pasado el día entero fuera de casa. ¿Cuántas horas podía permanecer una persona sin
comer ni beber, mirando al infinito, escondida en un rincón desierto del pueblo, con las lágrimas
cayendo una y otra vez sobre los surcos ya tatuados en sus mejillas? Muchas. Quizá, infinitas.
Hasta morir. Durante las once primeras horas, Catalina solo lloraba, solo le preguntaba a un Dios
que ella sabía que no existía: «¿Por qué?». Pensaba en las promesas de amor que los dos se
habían hecho, ofreciéndose respeto, fidelidad y amor hasta que la muerte los separara.
De su boca. Lo había escuchado de su boca. Y se lo había dicho mirándola a los ojos, delante
de su familia. De sus hermanísimos. Sus hermanísimos adorados. Ahora entendía tantas cosas.
Ahora entendía el rechazo de los Cabana. Ellos lo habían sabido desde el principio. Se estaban
riendo de ella. Y ni siquiera tenían la deferencia de hacerlo en silencio. Y ella pensando que las
cosas comenzaban a marchar bien… Qué ilusa. Qué tonta. Ahora sí los odiaba. Y los atacaría
como una titánide, iría a por ellos, esa sería su respuesta. Les haría la vida imposible. Sabía que
ellos se defenderían, por supuesto, pues buenos eran. Comenzaba la contienda.
En la decimosegunda hora, River había llegado a casa y, al no encontrarla, la había llamado
para preguntar dónde estaba. «Me he encontrado con una compañera del internado que ha venido a
pasar unos días en el Mediterráneo. Estamos tomando mojitos. Llegaré tarde. No me esperes
levantado. Te quiero. Un beso. Adiós». «Bien. Disfruta. Un beso», contestó él.
Fue en ese momento cuando Catalina tomó la decisión más importante de su vida. Más
importante incluso que casarse con él: no le diría nada. No le exigiría explicación alguna. No
destaparía su engaño. Le seguiría la corriente. ¿Por qué? Por su padre. Porque, por lo que había
entendido, el problema era su padre. El CNI lo investigaba por algo. Catalina había entrado en
internet y se había informado sobre la organización gubernamental. El CNI solo investigaba
asuntos de máxima seguridad nacional. No tenía ni idea de qué se trataba, pero sí sabía que su
padre no había puesto en peligro la seguridad del país. Lo averiguaría todo. Los papeles se
invertirían. Ahora ella sería el gato y River Cabana, el ratón. Tendría cuidado. Lo haría bien.
¿A qué edad deja una de ser una niña? ¿A qué edad se pierde la inocencia?
Catalina Berenguer, a los veintitrés años.
Ni siquiera sabía lo que sentía por él mientras lo veía dormir. Tan calmado. Tan inocente. Tan
vulnerable. «Te odio», susurró. Pero no era verdad. No todavía, al menos. Aún estaba enamorada.
Sí, aún lo estaba. El amor no desaparece en veinte horas. Se estropea, se transforma, se envenena.
Pero no muere. Al amor no se lo puede matar. Ni siquiera se puede luchar contra él; sería una
batalla perdida desde antes de empezar. Para matar al amor, hay que hacerlo lentamente. Hay que
hacerlo con frialdad. Y ella, en esos momentos, ardía demasiado.
Pero lo conseguiría. Y dejaría de estar enamorada de River. Igual que había dejado de flotar
en la nube blanca de algodón. Lo peor de las nubes blancas de algodón es que, cuando se abren y
caes, el golpe es tan fuerte que no te recuperas jamás. Es peligroso estar subida en una. Una
lección que ella jamás olvidaría.
Catalina se convertiría en la clase de persona de la que su madre se mostraría orgullosa. Una
persona odiosa pero amorosa a la vez. Le daría a River una de cal y una de arena. Iba a volverlo
loco.
Era una promesa.
No una promesa como las de River, que no eran más que mentiras.
Era una promesa de Catalina Berenguer. Sería un hecho.
8
Perdóname. Perdóname, perdóname, perdóname, por
favor
River
River:
¿Cómo coño se ha puesto mi mujer en contacto con un tío por internet sin que nosotros lo sepamos?
Número desconocido:
Ha tenido que hacerlo desde un dispositivo que no era suyo.
River:
¿Tengo que repetir la pregunta?
Número desconocido:
No.
River:
¿Seguro? Probemos otra vez: ¿cómo coño se ha puesto mi mujer en contacto con un tío por internet sin que
nosotros lo sepamos?
Número desconocido:
Lo averiguamos ahora mismo.
River:
Bien. Y que sea la última vez que se nos escapa algo así.

Tengo la sospecha de que no he llegado a conciliar el sueño, pero no podría asegurarlo. Quizá
caí rendido en algún momento de la noche. Quién sabe. Sí sé que llevo horas observándola a ella,
a mi mujer, dormida entre mis brazos después de casi un año sin tocarnos. No me he puesto la
ropa de follar pensando en follar, ha sido casualidad, juro que ha sido casualidad. Sabía que iba a
verla, sabía que ella estaría en la discoteca con Dylan, pero, joder, me he vestido con vaqueros y
camiseta blanca… pues porque sí, porque ha coincidido.
Contemplo su rostro, sus ojos cerrados, su cabello rubio desparramado en la almohada, su
cuerpo meciéndose con suavidad al ritmo de respiraciones regulares, el anillo que lleva colgado
en la cadena que le cae sobre el pecho, nuestro anillo de bodas, y no puedo dejar de pensar que
ojalá yo fuera un tipo del montón, de esos que caminan por la calle sin llevar una doble vida, de
esos que no son agentes del CNI. Ojalá. Ahora estaría dormido junto a ella, tranquilo, y no
dándole vueltas a la cabeza sin descanso.
La miro y recuerdo las últimas tres semanas, en las que apenas he salido de la oficina. Mi vida
ha cambiado desde aquella noche en la que Cata se coló en la casa de su tío. No me di cuenta en el
momento, joder; no me di cuenta de que no solo no se trataba del asunto de la infidelidad, sino de
que ahí ocurría algo muy gordo y de que todo estaba relacionado con su padre y con mi trabajo.
Me encontraba aturdido y desconcertado por los acontecimientos, por el peligro que había corrido
Cata, y no até cabos. No até putos cabos. Cuando las emociones toman el control, todo se
compromete. Y yo no lo puedo permitir, estoy entrenado para eso, pero… cuando Catalina entra en
la ecuación, a mí se me suele nublar la vista. Nadie me saca de mis casillas como ella. Nadie.
Para bien o para mal. Así somos nosotros y así es nuestro matrimonio: absolutamente imperfecto,
pero es nuestro matrimonio.
Y ahora… ahora algo no va bien. Comencé a pensar en ello después de que me hube
tranquilizado y, sobre todo, después de que mi hermano Hugo me preguntara si Dylan corría algún
riesgo por estar al tanto de la situación que vivía Cata, si todo aquello tenía algo que ver con mi
trabajo. Le dije que no, se lo dije muy seguro, pero algo hizo clic en mi cabeza minutos después.
¿Y si todo aquello sí tenía que ver con el padre de Catalina y con mi trabajo? La respuesta cayó
por su propio peso: joder, por supuesto que tiene que ver.
No sé cómo, pero Catalina sabe que su padre está siendo investigado, o sabe que sucede algo y
piensa que su tío está involucrado. Jamás hemos puesto nuestro punto de mira en Bosco Manrique,
nunca hemos tenido ningún motivo para hacerlo y desconozco por qué mi mujer sí los ha tenido,
pero esa misma noche se lo conté a mi jefe y comenzamos a tirar de ahí. Comenzamos a recabar
información sobre él y… no vimos nada. Ese fue el problema. Que el tío de Catalina está
demasiado limpio, exceptuando la infidelidad, pero que es tan típica en alguien como él que hasta
da risa, y si algo he aprendido con el transcurso de los años es que nunca nadie está demasiado
limpio, y menos esta gente que tiene dinero a espuertas y contactos en todas partes. Siempre hay
algo. Hacienda. Prostitutas de lujo. Juego. Drogas. Y este hombre está limpio como una patena. No
cuela.
Y lo peor de todo es que no sé hasta qué punto Cata está enterada de la situación. La he
esquivado estas semanas porque no quiero leer nada en sus ojos, porque estoy acojonado, pero,
por otra parte, necesito saberlo. Y, sobre todo, necesito decirle lo que está pasando de una vez,
decirle lo que ocurrió con nuestro matrimonio. Explicárselo de mi propia boca.
Una voz interior lleva semanas susurrándome que ella ya lo sabe, pero yo me repito que es
imposible, que yo me habría dado cuenta. Y, además, ¿desde cuándo? «Desde que te pidió el
divorcio». No. Imposible. Es imposible que haya estado todo un año callando. Catalina es una
bomba a punto de explotar. Y habría explotado de saber algo así. Habría explotado contra mí.
Pero, entonces, ¿cómo ha llegado hasta lo de su padre? No lo sé. Lo que sí sé es que esta situación
me puede explotar a mí en la cara de un momento a otro. Porque si Catalina sigue investigando, si
continúa indagando y abriendo caminos, alguno de esos caminos, o todos, la va a conducir hasta el
agente del CNI que se casó con ella para vigilar a su padre y robarle información. Hasta mí. Y eso
sería una catástrofe. No para la misión: para nosotros. Para ella. Y yo me moriría. Por eso, antes
de que se forme una idea equivocada, tengo que ser yo el que le explique cómo sucedieron las
cosas en realidad. Pero ¿cómo, joder? ¿Cómo? ¿Cómo se lo explico?
Me levanto de la cama —no aguanto más— y entonces la veo. Y sé que es mi perdición. Si
tenía alguna posibilidad de hacer las cosas bien, de arreglar la situación con mi mujer y
explicárselo todo, acabo de perderla para siempre, incluso mucho antes de tomar la decisión.
Recojo mi camiseta y me la pongo sin apartar la vista del tocador de Catalina, desde donde me
grita la memoria USB que reposa sobre la madera.
Esa memoria es demasiado importante y yo soy un hijo de puta. Soy el mayor hijo de puta que
existe en el mundo, y lo último que me merezco es a Catalina. Por eso cojo la memoria y la guardo
en el bolsillo de mi pantalón vaquero.
Estoy a punto de salir, pero algo me hace retroceder. Ella. Siempre ella. Me acerco a la cama y
siento el impulso de arrodillarme; acabo haciéndolo. Quiero pedirle perdón. Necesito pedirle
perdón por mis actos. «Perdóname. Perdóname, perdóname, perdóname, por favor».

He venido directo a casa de mis padres. Aquí puedo trabajar tranquilo y tengo todo lo que
necesito: mi ordenador. Llevo media hora cargándome cortafuegos, contraseñas y muros
aparentemente insalvables. Y cada vez estoy más nervioso. Estoy histérico. ¿Por qué cojones
Bosco Manrique tiene esta información tan encriptada? No pinta bien. No pinta una mierda de
bien.
Poco después, lo tengo. Abro los cientos de archivos a la vez, los correos, las fotografías, lo
leo todo en diagonal y… me vuelvo loco. Me levanto de la silla y llamo de inmediato a mi jefe.
—River. Dime.
—¡Estábamos vigilando al tipo equivocado! —grito, totalmente fuera de mí.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando? River, ¿qué pasa? Tranquilízate.
—¡No puedo tranquilizarme! ¿Cómo coño voy a tranquilizarme? ¡¡JODER!!
—¿Qué cojones tienes entre manos para ponerte así?
—La confirmación de todo. Era el tío, era el jodido tío, y no su padre, y todo este tiempo
hemos… Joder.
—River.
—Y Bosco no trabaja solo, un tal Jacob aparece en cientos de correos; le dice a Bosco dónde
debe guardar la mitad del dinero que recibe del ministro. Él es el que le ha facilitado la
información, claramente es su socio. Estoy seguro. Se ha comunicado con el Gobierno siempre
desde la casa, el teléfono o el correo de mi suegro para incriminarlo. Y nosotros hemos caído
como principiantes.
Siempre hemos pensado que era imposible que el padre de Cata trabajara solo. El tipo de
información que él maneja no la consigue un simple alcalde de pueblo por mucho que se haya
casado con una marquesa; nos faltaba algo, pero nunca habíamos llegado a nada. Joder, no
habíamos llegado a nada porque llevábamos una venda en los ojos. La puta venda que nos puso
Bosco Manrique y que nosotros no supimos quitarnos.
—La memoria USB que consiguió tu mujer. Te has hecho con ella.
—Sí.
—No voy a preguntarte cómo se la has quitado.
—Que te jodan.
—Hay que identificar a Jacob, River. Escarba hasta debajo de las piedras. Quiero un
informe completo de cualquier persona con la que Bosco haya cruzado un jodido «buenos días»
durante toda su vida. Quiero hasta los nombres de los compañeros de su jardín de infancia.
—Eso intento. Pero no es tan fácil, apenas hace cinco minutos que he accedido a la copia del
disco duro. Necesito tiempo.
—Tiempo es lo último que tenemos. Ya hemos gastado demasiado.
—¿En serio? ¡No me digas! ¡Joder, me casé con ella! ¡¡Me casé con ella!!
Mi jefe suspira y cambia el tono de voz. Aunque la verdad es que a mí ahora mismo me
importa una mierda su tono de voz.
—De haber sabido esto en el pasado, tendrías que haberte casado con la prima. Has salido
ganando. Piénsalo así.
Cuelgo de muy mala hostia y entonces me asomo a la ventana y veo a Catalina entrando como
una loca, fuera de sí, en el jardín de mis padres. Cierro los ojos.
Mierda.
Una vida juntos de verdades y mentiras
Junio de 2012 - agosto de 2016

—Ey, ¿te pasa algo? —le preguntó River, abrazándola por detrás y depositando suaves besos en la
curvatura de su cuello—. Estás rara.
—No me pasa nada.
—¿Has discutido con la simpática de tu madre?
—Puede que sí. Puede que no.
—¿Quieres que me cuele en su dormitorio y le ponga guisantes debajo del colchón?
Catalina no quería sonreír. No quería.
—Ven aquí. —River la abrazó con más fuerza y comenzó a acariciarle la cintura por debajo de
la camiseta.
—Ahora no, River. No me apetece enrollarme contigo.
—¿Enrollarte conmigo? —River rio en su oído. River rio y ella se estremeció—. ¿Eso
hacemos? ¿Enrollarnos? Me gusta. Ven aquí, gruñona. Últimamente estás muy gruñona. Vamos a
ver si te templo…

—Cata, ¿qué tal está Crow? ¿Quieres que le eche otro vistazo? Tráemela a la clínica y os cuelo —
se ofreció Hugo.
—¿Puedes mostrarme antes tu título de veterinario? No acabo de fiarme del todo. Y te aviso
desde ahora de que, si es falso, me voy a dar cuenta. Yo sí tengo una carrera universitaria y veo el
fraude a leguas.
—¿Es una broma? —respondió desconcertado.
—Te aseguro que no, surfero. Nunca he hablado más en serio. A ver ese título.

—¿Qué te pasa con mis hermanos últimamente? —le preguntó River.


—¿Con los hermanísimos? Que ellos empezaron.

—¿Quieres guerra? —le preguntó Marcos.


—Os estoy esperando, poligonero.
River, medio adormilado, caminó hasta su dormitorio, se metió debajo de las sábanas y se
acurrucó junto a ella, junto a su calor.
Catalina no dormía. No podía. Le faltaba él. Y le sobraba él. Se estaba volviendo loca.
—Cuando te mandé al sofá a dormir, no era para que vinieras a la cama dos horas después —
le recriminó.
River despertó del todo. Se apartó, incorporándose con la ayuda de una mano, y la miró, todo
lo que la oscuridad le permitía, con la frente arrugada.
—¿Qué coño te pasa? Me estás volviendo loco.
«Bien».

Catalina comía con la familia de River en casa de sus suegros. Catalina comía a menudo con la
familia de River en casa de sus suegros. Intentaba evitar todas las reuniones que podía, pero aun
así… Catalina comía a menudo con la familia de River en casa de sus suegros.
Priscila estaba deshecha; había discutido con Alex y lo llevaba fatal. Catalina quiso ayudarla,
abrirle los ojos para que fuera corriendo a buscar a su marido, que la adoraba, pero lo hizo fatal.
La relación entre las dos chicas nunca había cuajado y Catalina no sabía cómo tratarla. No sabía
cómo hablar con Priscila. No sabía cómo ayudarla sin que se cayera su pose de niña pija y altiva.
Lo intentó.
—Espero que la discusión con Alex no sea importante. Yo, desde luego, si estuviera casada
con él, no le tocaría mucho las narices. Ya me entiendes.
—La verdad es que no —le dijo Priscila.
—Oh, vamos, Pris. Alex es el mejor partido, no solo de todo el pueblo, sino casi del país
entero; es un campeón olímpico, por Dios, y está bueno. Dudo de que no seas consciente de la
cantidad de mujeres que andan detrás de él, esperando la más mínima oportunidad, esperando a
que la… fastidies. Imagínate lo que harán si ven a su objetivo triste y alejado de su mujer… Ten
cuidado —le advirtió.
Priscila se fue y Catalina se quedó con un mal sabor en la boca. No tenía que habérselo dicho
de aquella manera.

—Riv.
—¿Qué?
—Creo que yo puedo tener parte de culpa en que Priscila se haya marchado a Boston.
—¿Qué? ¿Tú? ¿Por qué?
—Le dije algo horrible antes de que saliera de casa de tus padres en busca de Alex.
—¿Qué le dijiste?
Catalina se lo contó todo, palabra por palabra. River, una vez que la hubo escuchado sin
interrumpirla, meneó la cabeza y se llevó los dedos a los lagrimales.
—¿Estás enfadado?
—¿Cómo coño quieres que esté, Catalina? ¡¿Cómo!? —explotó—. Priscila no te ha hecho
nada. ¡Nada! Pero tú la atacas sin piedad cada vez que puedes. Esta vez te has pasado. Has
cruzado la línea.
—Lo siento. River, lo siento mucho. Yo no pretendía que pasara esto.
—¿Y qué pretendías entonces?
A pesar de haber formulado la pregunta, River no quería escucharla más. Por eso dio media
vuelta y se encaminó a su dormitorio.
—¡River! —lo llamó su mujer.
—Déjame en paz, Catalina.
—No te pongas en plan gilipollas, River.
—Ah, de puta madre, ¿ahora me insultas? ¿Qué será lo siguiente?
Catalina estuvo a punto de decirle que no pretendía insultarlo, pero, entonces… entonces se
acordó de aquel día sobre la hierba, bajo la lluvia. Y comenzó a insultarlo en inglés, en voz muy
bajita, porque no estaba segura de lo que hacía.
River, al escucharla, reaccionó al instante. Y, por increíble que pudiera parecer, parte de su
enfado se disolvió con las palabras de su mujer en otro idioma. Se sentó en la cama y apoyó los
codos en las rodillas y la cara en las manos. Catalina se sentó junto a él.
—Lo siento —repitió ella—. Yo solo pretendía ayudar, créeme, por favor. Pero me cuesta
mucho hablar con tu hermana. Nunca sé cómo tratarla. Y mira la que he liado ahora.
Catalina se sentía realmente mal. Lo que había sucedido con su cuñada era horrible. Ella sabía
cuánto dolían las heridas de amor. Y si la herida de amor de Priscila la había obligado a cruzar
todo un océano, debía de estar sufriendo mucho. Catalina no le deseaba ese grado de sufrimiento a
nadie.
—No ha sido culpa tuya —la apaciguó River en un tono muchísimo más calmado—. Ha
pasado algo más entre Priscila y Alex.
—¿El qué?
—No lo sé. No logro saber qué es. Pero es algo gordo. Alex está muy perdido, y Priscila…
Priscila está lejos y no quiere ni oír hablar del tema. No sé qué hacer y me siento muy impotente.
Es mi hermana. Mi niña pequeña.
Catalina abrazó a River en señal de apoyo y acarició su espalda por debajo de la camiseta. De
ahí a que hicieran el amor…, tan solo transcurrió un instante.

Catalina abrió la puerta de la clínica veterinaria donde trabajaba Hugo, a la que acudía cada dos
semanas, a pesar de que esta se encontraba en otro pueblo. No tenía nada mejor que hacer y debía
utilizar el Volkswagen New Beetle de color verde manzana que le había regalado su padre.
—Hola, cuñadísimo —saludó al pasar.
Hugo resopló en respuesta.
—¿Qué quieres?
—Que le cortes las uñas a Crow.
Hugo, con otro resoplido, cogió a la gata en brazos y le gruñó a su cuñada que volviera en un
rato.
—Bien. Adiós, cuñadísimo. Y, Crow —apremió a la gata, señalando con el dedo las partes
bajas de su cuñado—, recuerda: los arañazos, en la zona de la entrepierna.
Hugo la ignoró. Catalina abandonó la clínica y lo espió por una de las ventanas que daban al
exterior sin que él se diera cuenta. Lo vio unir su nariz con la de la gata en un gesto dulce y
cariñoso. Solo hizo que lo detestara más. También que anhelara… algo.

—Catalina.
—¿Sí, mamá?
—No vuelvas a venir a comer a casa en ropa de deporte.
—Hemos venido en bici.
—Ya me has oído.
—Sí, mamá.
—¿Nos disculpan un momento? —River se levantó de la mesa y cogió a su mujer del brazo—.
Siento dolor en la garganta y necesito que Cata me revise a ver si están inflamadas las amígdalas.
Vamos al baño, porque aquí en la mesa como que no, ¿no?
—No —se apresuró a censurar su suegra con un rictus de desagrado en la boca.
River arrastró a su mujer, francamente sorprendida, hasta su antiguo dormitorio.
—¿Qué haces, Riv?
—Quiero enseñarte algo.
—¿Tus amígdalas?
—No —rio.
—Entonces, ¿qué?
—No.
—¿Qué?
—No.
—¿No?
—Sí.
—¿Sí?
—No.
—¡Riv!
—Dilo, Cata. Dilo y comprueba lo bonito que suena en tu boca: no.
Catalina lo entendió al momento.
—No —dijo.
—No.
—No. No. No. No. No. No.
—Muy bien. No lo olvides.

Era el cumpleaños de María, y los Cabana cenaban en la terraza en familia; hacía buen tiempo, y
cuando hacía buen tiempo, la familia vivía en la terraza. Catalina y River se habían acercado a
casa de la madre de este para felicitarla, darle el regalo y cenar todos juntos. Bueno, Catalina
llevaba horas allí, ya que había ayudado a su suegra a preparar los aperitivos para la cena.
Estaban todos sentados a la mesa y la madre ofreció a sus hijos la bandeja de croquetas: a
todos les encantaban las croquetas. Cada uno cogió una con la mano (donde hay confianza, ya se
sabe…) y se la llevaron a la boca justo en el momento en que su madre les revelaba con una gran
sonrisa de orgullo:
—Las ha hecho Cata. Tienen una pinta estupenda, ¿verdad?
Tanto Marcos como Hugo y Adrián se quedaron con la croqueta suspendida en el aire mientras
cruzaban entre ellos miradas de desconfianza. ¿Las había elaborado la cuñada? Uff, qué peligro.
Pero su madre les hizo una advertencia con los ojos para que se las comieran. Y eso hicieron. O
intentaron, porque… Adrián fue el primero en notarlo y en hablar con la boca llena, sin atreverse
a tragar la croqueta.
—¿Llevan queso?
Hugo agrandó los ojos por el impacto de la noticia y a Marcos los suyos se le salieron de las
órbitas. River, por suerte, no había llegado a metérsela en la boca. A ninguno de los cinco hijos
Cabana les gusta el queso. Es más, lo odian. A muerte.
—Ups… —exclamó Catalina con inocencia.
Los tres hermanos escupieron la croqueta. Hugo y Adrián bebieron agua y se limpiaron la
lengua con la servilleta, y Marcos se levantó a vomitar: se le había revuelto el estómago.
—Cata, hija —le dijo María—, ¿les has puesto queso? A ninguno de mis hijos les gusta. Me
han salido raritos. No me he dado cuenta de avisarte.
—Ups…
—Pues están riquísimas —exclamó el padre.

—River, fóllame en la terraza, bajo la lluvia.


—Sí, joder.

Hugo y Adrián se sentaron en el sofá, uno a cada lado de Catalina.


—Ey, Hugo —le dijo Adrián a su hermano de manera despreocupada—, escucha esto:
»—¡Señorita! Eh, usted, la rubia.
»—¿Es a mí?
»—Sí, le comunicamos que su avión viene demorado.
»—¡Genial! Es mi color favorito.
Hugo y Adrián rieron a carcajadas. Qué graciosos. Catalina apoyó las manos, una en un muslo
de cada uno de sus cuñados, y tomó impulso para levantarse. Se dio media vuelta para quedar
enfrente de ellos y los miró con los brazos cruzados.
—¿Chistes de rubias? ¿En serio queréis jugar a eso, Rubio Número Uno y Rubio Número Dos?
Hugo y Adrián se miraron el uno al otro. Fue Hugo el primero en levantarse, rendido ante la
evidencia.
—Muy bien. Esta vez ganas tú.
—Yo lo dejaría en empate —gruñó Adrián al pasar por su lado.
—River, por Dios, bájate esas mangas.
—Hace calor.
—¿Y por eso tienes que ser un hortera?
—No soy un hortera. Tengo calor. Y a ti te gusta que me remangue.
—No es verdad.
Sí lo era. Y, además, le gustaba demasiado…
—Claro que lo es. ¿Quieres que te lo demuestre?
—Puedes intentarlo.
—Me voy a desnudar. Y me voy a dejar solo la camisa remangada. Hasta el final.
«Mierda».

—¡Adrián! —gritó ella—. ¿Has usado mi nombre para que no te quiten a ti los puntos del carné de
conducir?
—Ups… —exclamó, parafraseándola clarísimamente.
—¡Te voy a denunciar!
—Alguien tenía que utilizar esos puntos, y tú no conduces nunca, siempre vas en bici. Solo
coges el coche cuando vas a tocarle los huevos a Hugo a la clínica, y es aquí al lado.
—¿Y si ahora quiero empezar a conducir de verdad?
—¡¡Boom!! Sería el fin del mundo.
«Gilipollas».

Catalina y River cenaban en casa de los padres de ella. O intentaban cenar. La madre de Catalina
no dejaba de corregir cada gesto que hacía; desde que se había casado con River, su
comportamiento dejaba mucho que desear. Se levantó de la mesa para coger la botella de champán
y servir unas copas, y Catalina aprovechó su ausencia para, con disimulo, tirarse encima una
cucharada del helado de chocolate que saboreaban de postre, manchando su impoluto vestido
blanco. River lo vio —siempre se percataba de cada gesto de su mujer— y rio con disimulo.
Catalina rio con disimulo. Y entonces River le mandó un mensaje por el móvil, a pesar de estar
uno al lado de la otra.

River:
Esa es mi chica. Estoy orgulloso, Cat Cat.

Cat Cat. River había comenzado a llamarla de ese modo en contadas ocasiones. A ella le
gustaba. Le encantaba.
Catalina comía un domingo cualquiera en casa de los Cabana. Ya no evitaba esas comidas. Porque
había comenzado a amar las comidas de los domingos en casa de los Cabana. Porque había
comenzado a amar a los padres de River. Cómo la querían. Ella lo sentía, y no cabía en sí de
agradecimiento. Después de comer, fue a ayudar a su suegra a meter los platos en el lavavajillas y
escuchó, en la radio que María tenía en la cocina, una canción pegadiza que llevaba semanas
tarareando. Subió el volumen. Hugo apareció en ese instante por allí, ayudaba a su madre a
recoger los platos de la mesa del comedor, y arrugó la frente al escuchar la melodía.
—Ese tío está hasta en la sopa. Qué pesadez. Quítalo.
Catalina subió aún más el volumen. Lo que fuera con tal de fastidiar a su hermanísimo favorito.
Y, además, le encantaba la voz de Dylan Carbonell.

—¿Te has puesto la ropa de follar para ir a casa de mis padres a comer, River?
—Sí.
—¿Para qué?
—¿Para follar en tu dormitorio? Por los viejos tiempos.
—Mi madre odia que te vistas de una manera tan básica.
—Lo sé. Pero a ti te encanta.
«Demasiado».
Por supuesto, follaron en el dormitorio de Catalina. Dos veces. Por los viejos tiempos.

Crow llevaba unos días rara. Apenas interactuaba con ella, apenas jugaba, apenas comía, apenas
dormía… Se la llevó a Hugo para que le echara un vistazo, uno de verdad. Estaba muy
preocupada.
—Hoy no, Cata, y voy en serio —le dijo Hugo, circunspecto, según la vio entrar—. Tengo
curro mucho más importante como para perder el tiempo cortándole las uñas a tu gata.
—Algo le pasa a Crow, Hugo.
Fue el tono de su cuñada al pronunciar su nombre, muy lejos del sonido de niña pija y
desdeñosa habitual, lo que hizo que Hugo frunciera el ceño y se acercara a ella con inquietud.
—Déjame ver. —Cogió a la gata en brazos con sumo cuidado.
Poco después:
—River. —Hugo llamó a su hermano por teléfono—. Ven a la clínica. Ya.
Hugo, River y Cata pasaron la noche juntos en la clínica: Crow se moría. Catalina no perdió el
tiempo en intentar entender lo que le explicaba Hugo, la rara enfermedad que tenía su mejor
amiga, solo quiso pasar con ella sus últimas horas. Se quedó dormida y fue su marido quien la
despertó horas después con un toque suave en el hombro.
—Lo siento mucho, Cat Cat.
Catalina despertó del todo en un solo segundo. River la abrazó con fuerza.
—Cata —le dijo Hugo—, ve a despedirte de ella. Está sufriendo y voy a ponerle la inyección,
no hay nada que hacer. Lo siento mucho.
Catalina lloró en los brazos de su marido. Y después en los que su cuñado le tendió. También
lo odió un poco más por no haber impedido aquella situación, por no haber salvado a Crow. Era
irracional, él no podía haber hecho nada, pero lo odió un poco más. Y a River también.

Marcos, después de la sobremesa de la comida del domingo, miraba vuelos en internet para
visitar a su hermana a Boston. Mientras, sus hermanos jugaban a la videoconsola.
—Cata, ¿vas a venir a Boston esta vez? —le preguntó a su cuñada.
—No puedo —dijo ella al momento—. Estoy muy liada.
—¿Liada con qué? Pero si tú no trabajas —le echó en cara Hugo sin apartar la vista del
televisor y sin dejar de manejar los mandos de la PlayStation.
—Trabajar está sobrevalorado.
—Para hablar así, tendrías que haber trabajado en algún momento de tu vida —le rebatió
Adrián, también sin apartar la vista del televisor y sin dejar de manejar los mandos.
—Yo trabajo, Adrián, a diario. Y mucho. Más que todos vosotros juntos. ¿O te crees que ser
pija y estar siempre a la última en la paleta de colores de Maybelline es fácil?
Hugo dejó hasta de mirar el videojuego en la pantalla para girarse hacia su cuñada y arquear
una ceja.
Adrián dejó hasta de mirar el videojuego en la pantalla para girarse hacia su cuñada y arquear
una ceja.
Marcos dejó hasta de buscar vuelos en su teléfono móvil para girarse hacia su cuñada y
arquear una ceja.
River se llevó los dedos a los lagrimales y negó con la cabeza.

—Riv, quiero que me des clases de informática. Pero clases de verdad, ¿eh? De las útiles. Nada
de rollos bananeros.
—¿Clases de informática útiles? Eso tiene un precio muy alto.
—Estoy dispuesta a pagar lo que sea. Siéntete libre de pedir por esa boquita.
—Me encanta hacer negocios contigo, Cat Cat.
Visto y no visto. River ya se había desprendido de los pantalones.

La prima de Catalina, hija de su tía Encarna y de su tío Bosco, se casaba, y celebraba una boda
por todo lo alto. La boda del año. A Catalina le apetecía llevar el pelo suelto, ondulado, salvaje,
libre, como su vestido amarillo de vuelo, y, a pesar de que sabía que no era un peinado apropiado,
más que nada porque ni siquiera era un peinado, lo llevó así. Las críticas de su madre no tardaron
en llegar. Lo hicieron en cuanto la vio aparecer en la iglesia de la mano de su marido.
—Vete a arreglarte ese pelo, Catalina, por Dios.
Se dio media vuelta y fue a atender a los invitados de su hermana. Su madre era una gran
anfitriona, aunque el evento no fuera suyo. Catalina suspiró. River la miró, le giró la cabeza para
que ella lo mirara solo a él y entonces introdujo las manos dentro de su cabello y se lo enredó y
revolvió. Cuando terminó, parecía que había metido los dedos en un enchufe. O en diez.
—¡River! —gritó ella.
—Guapísima —contestó él después de darle un sonoro beso en la boca.
Entraron juntos. Los dos con las sonrisas más bonitas en un radio de cincuenta kilómetros a la
redonda. Su madre bufó al verlos y Catalina levantó aún más la cabeza. River le mandó un
mensaje en mitad de la ceremonia; la otra mano la entrelazaba con la de su mujer con fuerza:

River:
Luego echamos un polvo de los nuestros en los baños, Cat Cat. Y quiero tu pintalabios por todo mi cuerpo.
Después nos pasamos por la mesa de tu madre. Le va a encantar.

«Tú sí que me encantas a mí».


«Mierda».

—¿Qué me miras, River? ¿Tengo monos en la cara?


—Lo guapa que estás, lo borde que eres cuando tienes el día tonto y lo mucho que me pones.
¿Qué me miras tú a mí?
«Lo guapo que eres. Y lo mucho que te odio».

Catalina escuchó el motor del coche de Marcos mucho antes de que llegara a la vivienda de los
Cabana. Venía quemando rueda. Era un sobrado. Y un poligonero. Si ya lo había dicho ella desde
el principio. Mucho geo y mucho poli, pero las cosas, como son. Se asomó a la ventana abierta de
la cocina, porque tenía su bici aparcada en el único hueco libre que quedaba en la carretera para
que Marcos dejara su coche, y se acordó de todos los antepasados del gato que vivía en el jardín,
y que saltó a la ventana para intentar colarse en la vivienda. Primero se acordó de sus antepasados
y luego de Hugo: qué manía de tener gatos por todas partes. No quiso pensar en Crow, aún le
dolía.
Catalina gritó por la ventana antes de que Marcos realizara la segunda maniobra para
estacionar su maldito «Tomatito», tal y como ella había previsto, muy cerca de su bici.
—¡Como me tires la bici al suelo y te cargues la cesta, eres hombre muerto, poligonero!
—Joder, con la jodida cesta rosa —gritó Marcos a su vez a través de la ventanilla abierta de
su coche—. La quieres más que a los humanos.
—¡Ni un toquecito quiero! Advertido quedas.
—¿Por qué no has venido a la comida de bienvenida de Priscila? —le preguntó River por
teléfono.
—Porque no me habéis invitado.
—¿Me estás vacilando, Catalina?
—No. Y hoy duermes en el sofá, que lo sepas. Agradéceselo a tus hermanísimos. Gracias a
uno de ellos, o a una, me he acordado de que te has follado a más de medio pueblo.
—De puta madre, Cata. De puta madre.

River llegó a casa y allí se encontró a su mujer: no había querido salir en todo el día y se había
perdido la primera jornada de las fiestas del pueblo. Incluso se había perdido la carrera. Y
Catalina nunca se perdía ninguna carrera en la que participara River.
—¿Por qué no has venido a vernos competir en la carrera de motos de agua?
—¿Qué quieres que te diga? No me apetecía ver a los hermanísimos Cabana lucirse una vez
más. Aburrís mucho ya, River.
—Ha ganado Alex.
—Mi más sincera enhorabuena al cuñadísimo.
—¿Qué coño te pasa? Estás peor que nunca.
—Ya ves —contestó ella. Después sonrió sin demasiadas ganas; acababa de parafrasear a
Adrián Cabana una vez más sin pretenderlo. Si es que todo se pega. Y los Cabana se pegan. Se
pegan a la piel de uno y ya es imposible despegarlos de ahí. Ni frotando con fuerza.
A Catalina no le gustaba reconocerlo, aunque el verbo «gustar» quizá sea demasiado suave.
Reformulemos. Catalina odiaba reconocerlo, pero se había enamorado de todos ellos como
familia. Como concepto. Los veía interactuar, hablar, reír, discutir, chillar, reconciliarse, jugar,
bromear, apoyarse, quererse y… aprendió a quererlos ella sin poder evitarlo. Y de quererlos en
grupo había pasado a quererlos de forma individual. A cada uno de ellos. Hasta al estúpido de
Hugo Cabana. Quizá a él, al que más.
«Dios, pero qué tonta soy. Más tonta no puedo ser», se decía a sí misma cada vez que ese
pensamiento se colaba en su mente.
9
Quién quiere vivir para siempre

Nunca sabes cuánto de rota puedes llegar a estar hasta que te destrozan tanto que sientes las
astillas de tu cuerpo y de tu alma, hechos pedazos los dos, diluirse en un suelo empapado por la
lluvia, convirtiendo en un imposible el recuperarlos y ensamblarlos. Y lo peor de todo es que hoy
ni siquiera llueve.
Llevo muchos años batallando conmigo misma y con… él. Él. Voy a llamarlo «él», porque no
me quedan fuerzas ni para pronunciar su nombre en mi cabeza. Lo he puesto a prueba una y mil
veces. Y mil veces más. Cada día. Cada minuto. Cada segundo de nuestra vida como pareja. Lo he
provocado de las peores maneras inimaginables, buscando su reacción. He jugado con él. He
jugado mal con él. Horrible. Por momentos, me he convertido en la esposa que mi madre quería
que fuera, y en la última esposa que él quería que fuese. Lo volví loco. No me siento orgullosa de
lo que hice, y creo que yo misma me he matado lentamente, pero lo necesitaba tanto como un rayo
de sol en un invierno gélido y solitario. Lo necesitaba para sobrevivir.
Él siempre respondió bien. Y creo que esa fue mi perdición. Su paciencia se fue agotando
poco a poco; su carácter, adaptándose con cautela a nuestro nuevo statu quo. No perdió el control
hasta meses más tarde, y ahí fue cuando yo empecé a caer. Cuando lo veía tan desesperado
conmigo, tan humano, tan visceral, amándome y haciéndome el amor desde las entrañas, que me
convencía a mí misma de que me quería a pesar de todo. Y yo lo amaba tanto. Tanto. Entonces me
dejaba llevar y se lo daba todo, y él me lo daba todo a mí. Y vuelta a empezar.
Nuestro matrimonio ha sido una montaña rusa de emociones, miedos, discusiones, frenesí,
camaradería y amor. O eso era de lo que yo quería convencerme, esa era mi batalla con él. Una
primera pregunta recurrente en mi alma y en mi corazón, una pregunta de la que no quería saber la
respuesta: «¿Me quiere o no me quiere?». Así de fácil. Así de jodida. Y una última pregunta el día
que me marché, una de la que tampoco quería respuesta: «¿Por qué me dejaste marchar? ¿Por qué
no corriste detrás de mí?».
Ahora sustituyamos frenesí, camaradería y amor por ardid, hipocresía y traición. Ahora lo sé.
Ahora tengo todas las respuestas. Las he tenido en cuanto me he despertado y he visto que él ya no
estaba a mi lado. Y la memoria USB, tampoco. Él no me quiere. Nunca me ha querido. El vagón
de nuestra montaña rusa se ha salido de las vías y yo me he estrellado de bruces contra el suelo.
No voy a llorar. No voy a hacerlo, aunque mi cuerpo se marchite por no gritar como él quiere,
por no permitirle que se desahogue, desgarrándome la garganta, rompiéndome las cuerdas
vocales, preguntándome aquello que cantaba Queen: «¿Quién quiere vivir para siempre?». Yo, no.
Yo no quiero vivir para siempre. Yo quiero nacer de nuevo y que mi camino y el de él no se
crucen nunca. No quiero que mi cuerpo y mi alma se diluyan en un suelo empapado por la lluvia
en una mañana en que ni siquiera llueve.
—Os dejamos solos.
No me doy cuenta de lo que sucede a mi alrededor, de que me he levantado de la cama, me he
vestido y he llegado a su casa, hasta que advierto la voz de su madre en mi oído y su dulce beso en
mi cabello. Y a su hijo mayor frente a mí. Ese al que he amado con todo mi corazón, pero del que
solo he recibido puñaladas por la espalda. La puerta de la calle se cierra y él viene hacia mí, con
la mano extendida y la memoria USB reposando en su palma, ofreciéndomela. Incluso me reiría si
tuviera fuerzas. Me la devuelve porque ya le habrá sacado todo el jugo, no tengo dudas; como
informático, no tiene rival.
—Cata, déjame explicarte. Tengo muchas cosas que contarte. Por favor, escúchame antes de
sacar conclusiones precipitadas.
Cojo la memoria de su mano y la contemplo durante unos segundos. ¿Cómo algo tan pequeño
puede provocar un terremoto de tal calibre? ¿Cómo puede destrozar vidas? A él no lo miro ni lo
escucho. Después no pienso. No medito. No reflexiono. Solo me dejo llevar por la erupción
volcánica que se desata en mi interior y que amenaza con arrasarlo todo, porque necesito arrasar
con todo. Aprieto la memoria en mi puño justo antes de lanzársela a la cara, a la vez que mis ojos
se llenan de las lágrimas que tanto necesitaban, y mi garganta, de los gritos que tanto me requería.
Me lanzo a por él, desesperada.
—¡Eres un hijo de puta! ¡Eres un maldito hijo de puta!
Sus brazos me frenan, evitando que lo golpee con los puños en el pecho, aunque apenas tienen
fuerza. Sus ojos se agrandan, sorprendidos por mi arrebato.
—Cata —me dice impotente, confundido, atormentado—, tranquilízate. Por favor,
tranquilízate.
Por unos instantes muy breves, estoy a punto de felicitarme por haber conseguido tal nivel de
desasosiego en su voz, pero ni siquiera eso merece ya la pena. Y, sobre todo, no me lo creo.
La certeza cala en mi interior: no me creo una sola palabra que sale por la boca de mi todavía
marido. Me rindo y me dejo caer de rodillas en el suelo, abatida. Me echo a llorar como si ya no
me quedara nada por lo que luchar. Por lo que vivir.
Él se agacha junto a mí, me toca, me toca por todas partes: el cabello, el rostro, los hombros,
las lágrimas; me comprueba, busca mis ojos, mi mirada, pero yo no se la doy.
—Escúchame —me ruega—, escúchame, por favor. Puedo explicártelo todo, puedo…
—Sí —lo interrumpo, apartando sus manos de mis mejillas con rudeza y levantándome del
suelo. No puedo parecer vulnerable. No quiero parecer vulnerable—, cuéntamelo. Cuéntamelo
todo. Necesito saber cómo fue. Necesito conocer los detalles uno por uno. Desde el principio.
Debo de estar loca, pero necesito saberlo.
—No era mi intención llevarme la memoria —me explica, levantándose a la vez que yo—, te
prometo que no era mi intención, pero la vi y…
—No, River. No me refiero a eso. Me refiero a todo. ¡A TODO! —especifico, alzando la voz—.
Y no más mentiras. Si aún queda algo de honor en ti, ¡no me mientas más, por Dios!
—No te estoy mintiendo. Yo no quería llevármela, no te acompañé a casa con esa intención, yo
no…
—¡He dicho que no más mentiras! Y me importa una mierda la puñetera memoria, por mí
puede irse al infierno y no volver jamás, no estoy hablando de eso. Estoy hablando de lo otro.
—¿De qué otro?
River me mira como no me ha mirado antes. Con una expresión que… no reconozco al
principio. Luego, sí. Miedo. Es miedo. Un miedo atroz.
—Sabes perfectamente de qué hablo. No me tomes por imbécil. Ya no.
—Cata…, por favor…
—¡Lo sé todo, River! ¡Todo, maldita sea!
—¿Qué es todo? —Ahora ya no es miedo lo que alberga. Es terror.
—¿Necesitas que yo te lo diga? ¿Necesitas asegurarte de que no vas a meter la pata hasta el
fondo? ¿De que no vas a hablar de más? No te preocupes, eso no va a pasar, y ya no hay más
fondo en el que tú puedas caer.
—Cat…
—Sé que trabajas para el CNI. —Mi primera confesión cae como una bomba. Cierra los ojos
con fuerza a causa del impacto—. Sé que investigas a mi padre, que llevas años haciéndolo,
buscando pruebas del delito que, se supone, ha cometido. —La segunda, aún con los ojos
cerrados, lo estremece. Es muy bueno en su trabajo, eso tengo que reconocérselo. Debe de ser el
mejor—. Los mismos años que llevas casado con su única hija. Con su única y estúpida hija. Sé
que te casaste conmigo por ese motivo, River. Sé que te casaste conmigo para infiltrarte en mi
familia. —La tercera y última confesión lo hace parpadear con espanto.
—No. No, no, no, no, no. Cata, por favor, no.
—No, ¿qué?
—Cata… —River se acerca a mí, o lo intenta, intenta llegar hasta mí, pero, por supuesto, no se
lo permito—. ¿Desde cuándo lo sabes?
—Desde siempre. O casi desde siempre.
—¿Qué? No. No. Eso es imposible. Yo, yo me habría… Es imposible.
—No es imposible. Resulta que no eres tan buen agente como te crees. Una noche, alguien te
llamó por teléfono, supongo que fue tu jefe. Apenas llevábamos tres meses casados. Llovía y tú…
tú me pusiste una canción para que bailara en la terraza, bajo la lluvia. Hicimos el amor y nos
quedamos dormidos. Pero esa llamada no solo te despertó a ti. También me despertó a mí. Te
levantaste de la cama y te encerraste en el salón a hablar. Era muy tarde. Era de madrugada. Pensé
que te encerrabas para no despertarme y pensé que quizá habría sucedido algo. Algo grave. Por
eso te seguí y te espié. Te oí. Y lo supe todo.
—¿Desde entonces? ¡Dios! Cata, escucha…
—¡Me arruinaste la vida! —grito, con las lágrimas de nuevo sobre mis mejillas, con la voz
rota—. Me robaste mi niñez, mi ingenuidad y mi inexperiencia en el querer. ¡El derecho a
enamorarme de alguien que mereciera la pena, de alguien que realmente se ganara mi amor y mi
devoción! Solo tenía veintitrés años. ¡Veintitrés años, joder! Jugaste conmigo y con mis
sentimientos. Hiciste lo que te dio la gana sin pensar en las consecuencias, en que estabas tratando
con una persona de carne y hueso, no con un ordenador, y ¡me lo robaste todo! Jamás volveré a
dejarme llevar por nadie. Jamás volveré a enamorarme. He perdido la confianza en la humanidad,
y todo te lo debo a ti. ¡Te lo debo a ti, River!
El rostro de River se transforma en dolor, en incredulidad, en devastación. Una devastación
que lo paraliza. Yo, inexplicablemente, lo miro de arriba abajo. Me fijo en la ropa que lleva
puesta. Es la misma de ayer. Los mismos pantalones vaqueros y la misma camiseta de color
blanco. Y no está descalzo. Aún lleva las deportivas. Después, la rabia me consume, porque
necesito que deje de fingir y de representar el papel de su vida. Necesito acabar con esta agonía
que anida en mi interior desde hace más de cinco años. Necesito acabar con todo. Acabar con este
matrimonio de mentira de una vez por todas, y con el hombre que tengo frente a mí.
—¡Basta ya, River!
Él, al instante, sin pronunciar una sola palabra, viene corriendo hacia mí, cae de rodillas en el
suelo y esconde la cabeza entre mis piernas.
—Lo siento, lo siento; por favor, perdóname. Lo siento. Lo siento mucho. Cata, por favor. Por
favor. Perdóname. Perdóname. Y escúchame, por favor. Deja que te lo cuente todo.
Dejo de funcionar. Mi cabeza deja de funcionar. Mis cinco sentidos se agrupan y concentran en
sentirlo a él, solo a él, sus brazos aferrándose a mis caderas. Al calor que debería notar, pero que
no noto. A la imagen de verlo de rodillas frente a mí y que, en lugar de apreciar como un triunfo,
siento como el fracaso más estrepitoso de mi vida. A sus ruegos, que no cesan. A su llanto. ¿A su
llanto? ¿River está llorando?
—¿Estás llorando?
—Por favor. Por favor —repite sin descanso.
—Levántate, River.
—Por favor.
—¡Levántate!
River alza la cabeza y me mira a los ojos. Los suyos están tristes, arrepentidos, rojos,
mojados, rodeados por las lágrimas que yo misma siento en la boca.
—Cata…
—Suéltame. Suéltame, River. Y deja ya de fingir. Ahora tú y yo estamos al mismo nivel. Ya no
soy esa niña. Ya no existe esa niña. Tú la destruiste. Y lo hiciste muy bien, eso quiero que lo
sepas: me engañaste desde el momento en que nos conocimos. Mi más sincera enhorabuena. Creo
que jamás me habría dado cuenta si no hubiera sido por esa llamada de teléfono. ¿Quieres un
aplauso? También puedo dártelo.
—No, espera, no, Cata. No fue así. —River se pone en pie y me sujeta por los hombros—.
Nuestro primer encuentro no fue mentira. No estaba preparado. Yo ni siquiera era un agente de
campo. Solo un informático más. Ocurrió de casualidad. Tú y yo nos cruzamos de casualidad. Yo
llegaba tarde a una reunión, conducía rápido el coche de Marcos, lo reconozco, y tu bicicleta saltó
a la carretera sin que me lo esperara. Te pedí el número de teléfono, pero no tenía intención de
contactar contigo ni con ningún seguro, solo quería irme porque llegaba tarde a la reunión con mi
jefe. ¿Cata? Cata, ¿me estás escuchando?
La mirada de River me suplica… No sé qué mierda me suplica, pero me suplica.
—Sí. Continúa.
—Una vez que estuve en la oficina y salí de la reunión, me entró curiosidad. Nunca te había
visto por el pueblo, y yo conozco a casi todo el mundo; me pareciste preciosa y… me entró
curiosidad. Busqué información sobre ti en mi ordenador mediante el número de teléfono que me
habías dado, pero me di cuenta de que era falso, de que era el teléfono de una discoteca. Me la
habías colado. Mi curiosidad se incrementó y utilicé todo lo que tenía al alcance de mi mano para
dar contigo. Ahí supe que eras Catalina Berenguer, la hija del alcalde. Ahí lo supe, te lo juro.
Jamás te había visto antes. Y no tenía ni idea de que el CNI investigaba a tu padre mientras
tuvimos nuestra primera cita. Ni la segunda. Ni la tercera. Cata, te lo juro.
—Sigue.
—Me gustabas. Me gustabas mucho. Me encantabas. Me estaba enamorando de ti. Me volví
adicto a colarme por la ventana de tu dormitorio y a dormir contigo. Transcurrieron semanas hasta
que mi jefe me llamó.
—¿Cuándo te llamó?
—El veintidós de noviembre.
—¿Y qué te dijo?
—Que tu padre había hecho algo muy malo. Que estaba en riesgo la seguridad nacional y que
el CNI llevaba tiempo vigilándolo. Que yo tenía que infiltrarme en tu familia. Que ellos se habían
dado cuenta de que tú y yo salíamos juntos y que…
—¿Quiénes son ellos?
—Los jefazos. Los que todo lo saben. Yo soy un don nadie, Cata. Yo solo recibo órdenes.
—¿Los que todo lo saben? ¡Venga ya! ¡Mi padre es inocente!
—Lo sé, lo sé. Ahora lo sabemos. Sabemos que tu padre es inocente.
—Un poco tarde. Si al menos hubieras hecho bien tu trabajo, River. Pero ¡ni siquiera eso!
Jamás te lo perdonaré, jamás te perdonaré no haberte dado cuenta de que el culpable era mi tío.
—¿Cuándo lo supiste?
—El verano pasado. Después del cumpleaños de tu padre.
River hace memoria. Y ata cabos, por fin.
—Por eso estabas tan rara. Por eso estabas tan cabreada conmigo a todas horas. Por eso me
pediste el divorcio.
—Bingo. Ya te ha costado, River. Eso fue lo último que pude aguantar de ti. Que no hubieras
dado con el verdadero culpable. Que no nos hubieras protegido ni a mi padre ni a mí. No pude
soportarlo.
—Lo siento. No te imaginas cuánto lo siento, Cata —admite, derrotado.
—Os habéis coronado, River. Tus jefes y tú. Tus jefes, por haberte ordenado que te casaras
conmigo cuando mi padre…
—Sí —me interrumpe—, pero, Cata, yo… para ese entonces yo…
—Tú, ¿qué?
—Me enamoré de ti, Cata. Yo me enamoré de ti. Estoy enamorado de ti.
—Oh, River…
Vuelve a aproximarse a mí, a tocarme el rostro con sus manos temblorosas, el cabello, los
hombros.
—No me perdones si no puedes, yo tampoco voy a poder perdonarme a mí mismo por lo que te
he hecho, por lo que nos he hecho, pero, por favor, necesito que confíes en mí. Ojalá pudiera
retroceder en el tiempo, ojalá; no hay nada que desee más en esta vida, pero no puedo. No puedo,
Cat. Solo puedo rogarte que confíes en mí. Por favor. Por favor. Te quiero. Te quiero, te quiero, te
quiero. Por favor. Te quiero.
River acerca su rostro al mío, sus labios a los míos, y me besa. O lo intenta. Lo intenta con un
beso que arde, que sabe demasiado a lágrimas y muy poco a nosotros. Me aparto y pongo mi mano
en su mejilla. Lo acaricio. Lo acaricio por última vez. La esperanza comienza a brillar en sus
ojos. Las lágrimas empiezan a secarse. Desaparecerán. Acabarán haciéndolo. Las mías, no. Las
mías dejarán cicatrices hasta la eternidad. Porque las mías son de verdad.
—No te creo ni una sola palabra —le digo con suavidad, conteniendo las ganas de zarandearlo
y empotrarlo contra la pared—. Ni una sola, River.
River ensancha los ojos de nuevo al asimilar mi comentario y niega con la cabeza, con
desesperación.
—No. Cata, ¡por favor! Sé que la he cagado contigo, que la he cagado a lo grande, pero tienes
que creerme. Ocurrió tal y como te lo he contado.
Pierdo los estribos. Este hombre se cree que soy gilipollas. Y ya está bien.
—¡Y una mierda voy a creerte! —le grito, empujándolo y alejándolo de mí de una vez por
todas—. Te reíste de mí y de mi padre. Tú y tu familia. Y te juro que voy a devolverte cada
agravio que nos has ocasionado. ¡Te lo juro!
—No —continúa, negando con la cabeza—, eso no es verdad. No me he reído ni de ti ni de tu
padre. Tu padre era mi trabajo; trabajo, Cata; y tú…, tú… He odiado esta situación desde el
principio. Me ha carcomido por dentro. En lo único en lo que pensaba era en acabar la misión y
poder decirte por fin lo que sucedía. Por favor, tienes que creerme.
Ahora soy yo la que se acerca a él. La que deja su rostro a escasos milímetros del suyo. La que
le sostiene la mirada con decisión. Con valor.
—Cat… —me implora. Una lágrima se desliza por su mejilla. Y otra.
—Escúchame bien, River, porque solo te lo voy a decir una vez. Te juro por mi vida, que es lo
único que me pertenece, que jamás, jamás voy a creer nada de lo que tú me digas. Te juro que voy
a demostraros a ti y al puñetero CNI al completo que mi padre es inocente. Y te juro que no va a
existir nunca nadie a quien odie más que a ti. No vuelvas a acercarte a mí.
Me doy media vuelta y abro la puerta con ímpetu, el mismo con el que la cierro a continuación,
originando un estruendo que solo sirve para apaciguar mi cólera y cubrir mis sollozos. Se acabó
River Cabana. Se acabó para siempre.
«Quiero el divorcio». ¿Verdad o mentira?
Septiembre de 2016

Habían discutido mucho y muy fuerte la noche anterior. Catalina ni siquiera recordaba el motivo.
Pero lo había mandado a dormir al sofá. Aquella era una constante entre ellos. Catalina siempre lo
mandaba a dormir al sofá. Muy típico, sí. Catalina supuso que ella era muy típica. Después, él se
había levantado, había acudido a su cama y habían hecho el amor. Otra constante. Catalina sí
recordaba el motivo. River y ella siempre acababan de la misma manera. Siempre buscaban el
contacto. Como si se necesitaran. Como si aquella fuera la única manera que tenían de
comunicarse de verdad. Y Catalina ya no podía más.
Hacía algunas semanas había descubierto que el culpable de que el CNI estuviera investigando
a su padre era su tío Bosco. Su propio tío. Tío político, sí, pero tío al fin y al cabo. Había llorado.
Mucho. Y estaba enfadada. Enfadada con su tío, pero, sobre todo, enfadada con River. Porque el
verdadero culpable estaba cerca. Tan cerca. ¿Por qué River no se había dado cuenta? ¿Por qué no
había puesto sus ojos de agente del CNI en Bosco? ¿Por qué no iba tras él y limpiaba el nombre
de su padre? ¿POR QUÉ ESTABA TAN CIEGO? El fuego de la decepción y la recriminación bullían en su
interior. Y ya era imparable. Porque apenas podía mirarlo a los ojos. Por eso se levantó de la
cama y se vistió con una camiseta vieja. Por eso esperó de pie a que él despertara.
—Quiero el divorcio, River.
—¿Perdona?
Habían pasado cuatro años desde que ella se había enterado de la verdad. Cuatro años de
peleas, comentarios malintencionados, reconciliaciones inevitables y falsas palabras de amor.
Cuatro años de interpretar el papel de su vida. O no. Desde luego, cuatro años llenos de
confusiones. Preguntándose si a River se le estremecía la piel de verdad cuando la tocaba. Si su
propio cuerpo fingía en respuesta de la misma manera.
Catalina había llegado a una conclusión: odiaba y amaba a River Cabana de la misma manera.
Lo odiaba cuando recordaba quién era él. Cuando atisbaba su rol de agente del CNI siempre
que estaba en casa de sus padres. La forma en que se hacía el distraído cuando en verdad no
perdía detalle de cada movimiento de su padre. Las agresiones a su intimidad, a su ordenador, a
sus documentos. Catalina lo permitía porque estaba deseando que él por fin encontrara lo que
llevaba años buscando. Y que se diera cuenta de hasta qué punto se había equivocado. Y que se
acabara todo de una vez por todas. Pero eso no había sucedido. Porque River estaba ciego.
Y lo amaba cuando se le olvidaba quién era él. Lo amaba porque no había dejado de hacerlo.
Porque cuando River la tocaba, parecía hacerlo de verdad. Porque buscaba su piel
constantemente. Y ella temblaba en respuesta. Porque eran un matrimonio. Qué difusa era la línea
entre la verdad y la mentira. Qué desdibujada la realidad de sus vidas cuando no hacían otra cosa
que convivir como una pareja normal.
River reía de verdad cuando veían juntos una película y ella no podía dejar de comentar cada
escena. Sentía la risa en el abdomen de él, sobre el que estaba recostada. Ay, la maldita nube de
algodón.
River la empujaba de verdad fuera del resguardo de los paraguas cuando llovía a cántaros.
River la besaba de verdad cuando ella le dedicaba un mohín de burla.
River se corría de verdad cuando hacían el amor o cuando follaban, dependiendo del
momento. Cuando se deshacían en la cama de una manera o de otra.
River se sentía orgulloso de verdad cuando la felicitaba por su determinación y la llamaba Cat
Cat.
River la quería de verdad cuando… ¿River la quería de verdad?
River le guiñaba un ojo de verdad cuando ganaban a las cartas a sus hermanos. Su
compenetración era perfecta. La manera en que leían los ojos del otro, extraordinaria. Por eso
Catalina estaba tan confundida. ¿Pueden dos personas que viven dentro de una mentira conseguir
ese nivel de unión y complicidad?
Cada día, Catalina deseaba decírselo todo, vomitarlo de una vez para que él le gritara:
«Primero te quise, luego me casé contigo». O incluso: «Primero me casé contigo, luego te quise».
La clave estaba en el «querer». Pero tenía tanto miedo. Tanto… Por eso se acobardaba en el
último segundo.
Y ahora también estaba el otro asunto. Uno que ya no podía eludir: Bosco era el culpable. Y
River, también. Catalina acabaría por destruirse a sí misma si no se separaba de él. Porque le
costaba mirarlo a la cara de lo enfadada que estaba. Porque vivía consumida. Lo mejor que podía
hacer era imponer distancia. Y realizar ella el trabajo de River. Ella destaparía a su tío.
—Que quiero el divorcio —repitió. Alto y claro.
River se levantó. Estaba desnudo. Catalina desvió la mirada y dejó que se vistiera. Escondió
las manos detrás de la espalda. No podía permitir que, sin permiso, volaran a la piel de su marido
y le aseguraran que no, que era todo mentira. Que se morían por él y que en el fondo lo último que
deseaba era divorciarse. Las conocía bien. Estaba segura de que lo harían.
—¿A qué viene esto? —le preguntó River acercándose a ella—. ¿Es por lo de ayer? Vamos,
Cata.
No. Ni siquiera recordaba «lo de ayer».
—Es por los últimos cuatro años.
—¿Qué quieres decir con eso?
Catalina vislumbró la confusión en los ojos de su marido. Realmente, no entendía nada.
Resopló.
—¿Tan difícil te parece que quiera divorciarme de ti?
—¡Joder, sí!
—¿Por qué?
—Cat, que hemos follado como locos hace menos de seis horas. —River colocó la palma en
su mejilla—. ¿Qué te pasa?
Ella retiró la mano de él con brusquedad. Era frustrante ver a River tan tranquilo. Confuso, sí,
pero tranquilo. Tan comedido, cuando ella gritaba por dentro de dolor. Como si supiera que no era
capaz de abandonarlo porque lo quería demasiado. Como si fuera otra de sus épicas peleas, que
acabaría, como siempre, debajo de las sábanas. Otra vez. No. Catalina necesitaba verlo sangrar. O
no verlo, y, así, convencerse del todo de la realidad. De que él no sangraba por ella.
Lo atacó sin piedad, fue directa a su punto débil.
—Odio a tu familia.
—¿Qué?
—No los soporto, River.
Por fin, detectó dolor en su rostro. River se alejó de ella como si le hubiera propinado una
bofetada.
Catalina no mentía. O no por completo. También amaba y odiaba a los hermanos de su marido
de la misma manera.
—N-no, no te entiendo. Ya sé que vuestra relación no es idílica, pero…
—¿Idílica? Te estoy diciendo que los odio a todos, River. A Hugo, Adrián, Marcos y Priscila.
Por ese orden. Y he llegado a mi límite. Ya no puedes tenernos a los cinco. Ya no. O ellos o yo.
Elige.
—¿Qué?
—Que elijas. Vamos, no es tan difícil.
—¿Que no es tan difícil? ¿De qué va esto, Catalina? Me estás pidiendo que deje de hablar a
mis hermanos, así de repente. ¡¿Estamos locos?!
River gritaba. Y Catalina recuperó parte de la energía que estaba perdiendo con aquella
discusión. Porque a ella le encantaba ver a su marido fuera de control. River tenía mucha
paciencia, tanta que solía irritar a Catalina a menudo. A ella le gustaba el River pasional, el que
se dejaba arrastrar por la situación. El que dejaba fuera su autocontrol y, por lo tanto, su estúpido
trabajo. Y necesitaba una excusa para querer divorciarse que resultara creíble. Aquella era
perfecta.
—No te estoy pidiendo nada. Te estoy diciendo que elijas. Y no es de repente. ¿Dónde has
estado los últimos cuatro años?
—¡Esto es absurdo!
—¿Sabes? Creo que ya has elegido. Ahora atente a las consecuencias.
Catalina fue directa al cuarto de baño, no aguantaba más, y River la siguió.
—Espera. Cata. ¡Cat!
La detuvo a medio camino, sujetándola del brazo, suave. Suplicante.
—Cat…
—Dímelo, River. Dime que vas a cortar toda relación con tus hermanos. Que vamos a hacer
nuestra vida lejos de ellos.
—Cat, hoy se casa Marcos. No me hagas esto, por favor. Hoy no.
—No tenemos nada más de lo que hablar.
Catalina se encerró en el baño. Permaneció de pie unos instantes, sin saber qué hacer, sin
comprender por qué su cuerpo no paraba de temblar, hasta que se dejó caer en el suelo a llorar.
River no cesaba de llamarla desde el otro lado de la puerta.
—Cat. Cat, por favor. Abre. Hablemos.
—¡Déjame en paz, River!
—Pero ¿qué te pasa, Cata? Háblame, por favor.
—¡Que te largues! ¡Que me dejes en paz! ¿Es que acaso no entiendes el castellano? ¿Te lo digo
en inglés?
Catalina enmudeció al momento y se tapó la boca con la mano. «No. Eso no. Ahora no. Ahora
no. Ahora no. Ahora no».
—Por favor —suplicó River entonces, con la frente en la puerta que lo separaba de su mujer.
«Por favor, dímelo en inglés»—. Por favor.
Pero nada salió de la boca de Catalina. River se sentó en el suelo y esperó. Esperó hasta que
tuvo que prepararse para asistir a la boda de su hermano. Se puso la máscara de agente del CNI,
esa que no dejaba que aflorara ninguna emoción, y… abandonó su casa.
Catalina lloró durante horas en cuanto lo sintió marcharse. No lo había obligado a elegir entre
ella y sus hermanos. Lo había obligado a elegir entre su trabajo y su familia. Porque su divorcio
era trabajo. Y él había elegido a la familia. Debería estar orgullosa. Había sido River. Su River.
No el agente del CNI. Sin embargo, no podía estarlo. Porque no la había elegido a ella.
Ya no había vuelta atrás. Iría a donde su padre y se lo contaría todo. Desde el principio. Y,
juntos, le darían su respuesta al CNI. Y a River Cabana.
10
Uno para todos y todos para uno
River
Me sobresalto en cuanto restalla en mi pecho el golpetazo de la puerta de la calle al cerrarse.
Permanezco de pie, inmóvil, inexpresivo, contemplándola durante unos segundos.
—Cat… —la llamo, estirando el brazo, aunque soy consciente de que no puede oírme—. ¿Qué
te he hecho? Dios, ¿qué te he hecho?
Es la primera vez que tomo conciencia de verdad de lo que hemos hecho. De hasta dónde
hemos llegado. Desolado, me siento en el suelo y reviento a llorar. Toda mi contención, toda mi
puta y perfecta contención, aquella para la que los mejores instructores me han adiestrado de
manera eficaz durante años, se va a tomar por culo en menos de un segundo. Por fin. Es
demoledor, pero también me libera, y yo tengo mucha mierda que liberar. Seis años de cagadas y
mentiras que liberar.
Doblo las rodillas y me las rodeo con los brazos, escondo la cabeza entre las piernas y
comienzo a balancearme, en un intento de aliviar el dolor mientras no dejo de repetir las mismas
oraciones, las mismas súplicas, una y otra vez: perdóname, perdóname, perdóname, por favor.
¿Qué te he hecho?
—¿QUÉ COÑO TE HE HECHO? —grito a la nada, mirando hacia el techo y escupiendo parte de las
lágrimas que se me cuelan en la boca—. Cat… Mi Cat Cat, ¿qué te he hecho? —susurro después,
todo lo que la congoja me permite. ¿Cómo he podido destruir a la persona a la que más quiero?
¿Cómo no me he dado cuenta? ¿Cómo no percibí que su cambio de actitud, poco después de
casarnos, se debía a esto y no a que era una niña pija que se había casado demasiado joven? Pensé
que estábamos creciendo juntos, que su personalidad y la mía se estaban adaptando a nuestra
nueva situación, a habernos casado con tan poco tiempo de margen desde que nos habíamos
conocido. ¿Cómo pude estar tan obcecado con su padre y tan ciego con todo lo demás? Ella me
quería; aun sabiendo lo que sabía, ella me quería. Me lo demostraba día a día. ¿Cuándo dejó de
hacerlo y por qué yo no lo vi?
Regreso a mi refugio, al hueco entre mis piernas, y me rindo al vaivén de mi cuerpo y a los
sollozos. Me rindo porque necesito rendirme. Dejarme llevar. Quedarme en blanco y solo sentir.
Solo dejarlo salir. Pero el lugar al que me voy… hace que me sienta perdido. Por primera vez en
mi vida, no sé dónde estoy yo. Y no sé dónde está ella. No sé cómo voy a encontrarla y a
devolverla al camino correcto.
Cat, Cat, Cat, Cat…
Ignoro el tiempo que transcurre, en el que yo permanezco en este extraño limbo temporal, hasta
que escucho un sonido al otro lado de la puerta; soy incapaz de calcularlo (¿segundos? ¿minutos?
¿horas?), pero es un sonido que reconozco, voces que reconozco. Mis hermanos. Debería levantar
la cabeza o dejar de balancearme, debería hacer las dos cosas, debería contenerme… Debería.
Una llave se cuela en la cerradura, la puerta de la calle se abre y las voces se hacen más
presentes.
—¡Hola! ¡Ya estamos en casa, familia! Venimos los tres juntitos y traemos a Hugo enterito; eso
sí, nos ha costado recoger sus pedazos desparramados por el suelo del aeropuerto. Como se lo
tome igual cada vez que Dylan se marche a Madrid, nos quedamos sin él. Yo lo aviso desde ahora
para que luego no haya sorpresas.
—Eres idiota.
—Es la verdad, Hug. Si no llegamos a acompañarte Adri y yo, todavía seguirías allí, mirando
hacia el cielo, viendo aviones pasar con cara de gilipoll… ¿River?
—Lo siento, Hugo, pero en esta ocasión no puedo estar más de acuerdo con Marc: si no
llegamos a estar nosotros allí… Joder. ¿River?
—¿Riv?
De pronto, muchas manos me tocan, me mueven, intentan separar la cabeza de mis piernas;
muchas voces me llaman por mi nombre, pretenden que les dé una respuesta; más manos se
proponen detener el movimiento de mi cuerpo, pero yo lo único que puedo hacer es aferrarme a él
con más ganas y llorar con más impotencia.
—¿River? River, joder, ¿qué te pasa? ¿Qué ha ocurrido?
—Riv. ¡Riv, dinos algo!
—River…
Se agachan, se sientan junto a mí. Me tocan más y más fuerte. Uno de ellos consigue romper mi
búnker y dejo de esconder la cabeza entre mis piernas para esconderla en su regazo, y dejo de
abrazar mis rodillas para abrazarme a su cuerpo como si se me fuera la vida en ello. No sé quién
es, no sé cuál de mis hermanos es, y yo siempre pensé que reconocería a cualquiera de ellos hasta
en la más absoluta oscuridad. Que reconocería el tacto de Hugo, la voz de Marc o el olor de
Adrián. Supongo que no sabía lo que era encontrarse en la más absoluta oscuridad. Pero ya no me
siento tan perdido. Porque alguien me acaricia la espalda arriba y abajo. Y el cabello. Alguien me
transmite su calor. Ahora me siento en casa. Me siento en casa. Pero no me apetece una mierda
hablar. No me apetece una mierda.

—Shh —me susurra una voz. La escucho amortiguada, extraña; creo que pertenece a la persona
que me sostiene entre sus brazos, ya que el estómago se le agita arriba y abajo al hablar. Vale, es
Marcos. Es su voz. Y yo he dejado de llorar. Me ha sentado bien. Necesitaba explotar—. Shh,
tranquilo, River. Ya estamos aquí contigo. No estás solo, nunca vas a estar solo.

—Vamos, Riv, déjalo salir. Deja que salga todo. Vas a estar bien.

—¿Riv? ¿Qué ha pasado? Tienes que explicarnos lo que ha pasado. Riv, por favor. Estamos
preocupados.
—No quiero hablar —les digo—. Ahora no. Estoy bloqueado. Necesito pensar.
—Piensa lo que necesites y el tiempo que necesites. Nosotros vamos a estar aquí.
«Lo sé».
No he dejado de abrazar a mi hermano. Me hace sentir bien, a pesar de la humedad que impregna
sus vaqueros, provocada por mis lágrimas. Abro los ojos despacio y me encuentro con la mirada
preocupada de Hugo: está sentado frente a mí, con las piernas cruzadas, y Adrián se encuentra a su
lado, codo con codo, observándome sin pestañear, con la misma expresión de inquietud.
—¿Riv? —me dice Hugo—. ¿Qué ha pasado?
—Que la he cagado. Mucho.
Vuelvo a cerrar los ojos. No hago ningún otro movimiento. Todavía no tengo ganas de hablar.
—Joder… —La voz de Marcos se escucha amortiguada debajo de mí.
—Creo que yo lo sé.
Abro los ojos.
—¿El qué sabes? —le pregunto a Hugo.
—Lo que ha pasado.
Y entonces yo, simplemente, me doy cuenta de que Cata, en algún momento, se lo contó todo a
Dylan. Y Dylan, a Hugo. Y ahí se quedó. De puta madre, Hugo.
—Ilumíname —le digo cabreado. Cabreado como nunca con él.
—¿Cómo que tú lo sabes? —escupe Marcos—. ¿Y nos lo dices ahora?
—Creo que tiene que ver con Cata.
—¿Con Cata? —Adrián.
—¿Con tu cuñada?
—Sí, y con la tuya.
—Pero ¿qué ha podido suceder con Cata que haya dejado a River así de jodido?
—Creo que han discutido a lo grande.
—Muy a lo grande, ¿no? ¿Riv?
—¿Qué parte de «no me apetece hablar» es la que no acabáis de entender? Que lo cuente
Hugo. Él lo sabe.
—¿Tú?
—Sí, yo.
—Me estás poniendo muy nervioso, Hugo, me estás poniendo muy nervioso y yo nunca me
pongo nervioso. Habla.
—Es algo que me contó Dylan hace unas semanas.
Lo sabía.
—¿Algo? ¿Qué?
—¿Cuándo?
—La noche en que Cata se coló donde su tío y vinisteis River y tú a nuestra casa a pedir
explicaciones.
—¿En qué mierda andáis metidos Dylan y tú con el tío de Cata?
—Dylan y yo no andamos metidos en ninguna mierda con el tío de Cata. Es el tío de Cata el
que está cubierto de mierda hasta el cuello.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando?
—Eso no importa, Adrián.
—Claro que importa, joder.
—¿Me estás diciendo que aquella noche Dylan te dio a ti la información que le pedía River?
—Sí, eso te estoy diciendo. En realidad, me dio mucho más que eso. Y creo que River acaba
de enterarse de todo.
—¿Me estás vacilando?
—No.
—¿Y me puedes explicar por qué cojones no nos lo has dicho antes? ¡¿¿Por qué no fuiste
corriendo a donde River en cuanto te enteraste??! ¡Han pasado más de tres semanas de
aquello, Hugo, joder! ¡Más de tres putas semanas!
Exacto.
—Porque Dylan me lo contó en confidencia.
—¿Qué? ¿En confi…? ¿En confiqué? Pero ¡qué dices de confidencia! ¿Tú lo estás oyendo,
Adrián? ¡Dile algo!
—¿Qué cojones quieres que le diga? Todavía intento asimilar el hecho de que Catalina se haya
colado en casa de su tío, que su tío esté cubierto de mierda hasta el cuello, que vosotros lo sepáis
y que no me hayáis dicho ni palabra ninguno de los tres.
—¿Podemos dejar eso de lado ahora? ¡Hugo nos ha ocultado información mucho más
importante que tiene que ver con River!
—¡Se llama tener una pareja y hablar con ella en confidencia, Marcos! Quizá algún día, cuando
tengas una de verdad, lo entiendas.
—¡Qué pareja ni qué mierdas! Los hermanos son lo primero en la lista de prioridades,
Hugo.
—No, Marcos. Dylan es lo primero en mi lista de prioridades, es la persona a la que amo.
Después estás tú.
Y tiene razón. Y todo mi mosqueo con él se disipa. Porque, una vez más, mi hermano pequeño
me da una lección moral. Cata tenía que haber sido lo primero para mí. Siempre. Punto.
—Tócate los huevos.
—Y, además, se lo debía a Cata.
—¿A Cata? ¿A Cata por qué?
—Por todo lo que ocurrió entre nosotros en el pasado.
—¿Puedes dejar de hablar en clave y soltarlo ya de una vez?
—Cata sabe todo. Sabe lo que River nos contó el año pasado, en tu boda, Marc. Sabe que
trabaja en el CNI y que se casó con ella por su trabajo, porque tenía que vigilar a su padre por
estar metido en asuntos más que turbios, y lo sabe casi desde el minuto uno. Lo sabe desde tres
meses después de la boda. Y cree que nosotros también lo sabíamos desde el principio, que por
eso nos llevábamos mal con ella. Porque River no la quería. Cree que nos hemos estado riendo de
ella y de su padre todos estos años. Y, tíos, ella se casó con Riv enamorada de verdad. Muy
enamorada. ¿Os imagináis lo que ha tenido que suponer todo esto para ella? Me parece que no es
necesario que os dé más explicaciones. Os hacéis una composición de lugar, ¿no?
—Joder, sí.
—Mierda.
—Le dije a Dylan que le transmitiera a Cata que le guardaría el secreto unas semanas. Pero
que luego tendría que contárselo a River; si no, lo haría yo.
—¿Ahora tenemos que felicitarte?
—Que te jodan. Y ¿sabéis qué más? Si yo me enterara de que Dylan está conmigo por trabajo,
me moriría del dolor. Y si fuera al revés, si Dylan se enterara de que soy yo el que está con él por
curro y, por lo tanto, creyera que no estoy enamorado de él, pero en realidad sí lo estoy… Creo
que yo estaría justo como está River ahora.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que creo que River quiere mucho más a Cata de lo que nos ha hecho creer.
Aprieto los párpados. Muy bien, Hugo. Abro los ojos.
—Mucho más —admito en un susurro. Y ahora Cata es lo más importante. Y ya sé que todo
esto para ella no es nuevo, que lleva años lidiando con ello y conmigo, pero está sola. Y no quiero
que esté sola. Se lo digo a Hugo. Se lo digo con la mirada. Sé que él me va a entender.
—Joder…, es eso. Riv…
—Esperad.
—¿Qué haces, Hugo?
Hugo se lleva el móvil a la oreja. Está llamando a alguien. Y yo sé a quién: a Priscila.
—¿Alex? Pásame con Pris. Sí, ahora. Me da igual; es urgente, Alex, muy urgente. Venga, joder.
Pris. Necesito que me hagas un favor. Un favor muy grande. Vete a casa de River, estará allí
Catalina. Sí. Sí, tu cuñada. Necesito que pases la tarde con ella, o la noche, o lo que le haga falta.
Ha ocurrido algo y es mejor que no esté sola. Tú te quedas con ella aunque intente echarte.
Mañana te lo explico. Confía en mí. Tú solo estate con ella. Pues llévate a Álvaro, pero no la
dejes sola hasta que no estés segura de que está bien. OK. Vale. Gracias. Adiós. Ya está —me
dice entonces.
—Gracias.
—Riv, ¿qué ha pasado?
Se lo cuento. Se lo cuento todo desde el principio. Desde el día en que Catalina y yo nos
encontramos por primera vez. Y esta vez solo les digo la verdad, no la versión que les di en la
boda de Marcos, que distaba mucho de la realidad. Esta vez, solo la verdad.

Han pasado treinta horas y continúo sin salir de casa. Llevo veinte de ellas delante de la pantalla
de mi ordenador, organizando la cantidad de información privilegiada de la que ahora dispongo.
La información privilegiada que ella consiguió. Intentando dar con el maldito Jacob, pero no hay
manera. Es un nombre en clave y podría ser cualquiera. Pero daré con él. De una manera u otra,
daré con él. No puedo retroceder en el tiempo, no puedo hacer que el camino de Cata y el mío no
se crucen nunca, pero sí puedo arreglar lo de su padre y su tío. Y es lo que voy a hacer. Dejo de
llamarme River Cabana si no lo consigo.
Le he mandado como cien mensajes a Cata, en todos le he preguntado lo mismo: «¿Estás
bien?». He tenido que morderme la lengua para no llamarla Cat Cat. Ella no me ha contestado
hasta el mensaje número noventa y nueve: «Estoy perfectamente, River». Y el número cien: «Deja
de molestarme. Puedes irte a la mierda». Sí. Me lo merezco, pero no por ello voy a dejar de
intentarlo.
Me reclino en la silla y me llevo los dedos a los lagrimales. Me noto los ojos hinchados.
Joder, y estoy agotado, llevo dos días sin dormir, pero no tengo tiempo para eso. Necesito
solucionar este maldito rompecabezas. Estoy a punto de ponerme de nuevo a trabajar cuando se
abre la puerta de mi habitación.
—Riv.
No me hace falta girar la cabeza: es Marcos.
—Estoy trabajando. No voy a cenar. ¿Puedes cerrar la puerta al salir?
—No, ya la cierras tú si eso. Vístete y péinate un poco, anda, que das asco. Nos vamos en
quince minutos.
—¿Quiénes?
—Hugo, Adrián, tú y yo.
—¿A dónde?
—Al pub. A emborracharnos a lo grande.
—Ni de coña. Id sin mí.
—No podemos ir sin ti, esto va de «uno para todos y todos para uno». No tiene sentido que lo
hagamos sin ti, que eres nuestro principal objetivo.
—He dicho que no, Marcos.
—Y yo he dicho que sí. Podemos hacer esto por las buenas o por las malas, tú decides. Tengo
a Hug y Adri esperando abajo. No quieres que los llame.
—Marc…
—Venga, al baño. Yo creo que con un poco de agua en el pelo y colonia en la ropa disimulas la
piltrafa que eres ahora mismo.
—Marc…
—La borrachera Cabana comienza en tres, dos, uno… ¡ya!
La (no) despedida
Septiembre de 2016. Dos semanas después de la boda fallida de Marcos

River entró en su casa y enseguida se dio cuenta de que Cata no se encontraba allí. Con un largo
suspiro, se dirigió al salón y se dejó caer encima del sofá. Cerró los ojos y se llevó los dedos a
los lagrimales. Las dos últimas semanas habían sido las peores de su vida. Desde que Cata le
había pedido el divorcio la mañana de la boda de su hermano, todo había ido de mal en peor. Y
eso que él pensaba que nada podría ser peor que el que su Cat Cat le pidiera el divorcio.
La boda había sido horrible, o la no boda lo había sido. Y no por el hecho de que al final no
había habido boda, sino por no tenerla a ella a su lado. Su matrimonio no era un ejemplo que
seguir, eso lo tenía claro, pero Cata y él siempre habían permanecido juntos, inseparables, en los
momentos difíciles. River había entendido que Cata no fuera a la boda; acababa de pedirle el
divorcio y necesitaba tiempo para recapacitar, pero ¿no acudir a él cuando le mandó aquel
mensaje diciéndole que la necesitaba? Eso fue lo que lo había matado del todo. Lo que lo asustó y
empujó al abismo. Había estado todo el día fingiendo que no pasaba nada grave, que se
encontraba mejor de lo que en realidad era, pero ya no lo había aguantado más.
Fue entonces cuando les contó a sus hermanos que trabajaba en el CNI y que se había casado
con Catalina por trabajo. Por fin, joder. Contó medias verdades sobre cómo ocurrieron los hechos
y, sobre todo, omitió la parte de que él se moría por Catalina, pero le sirvió en cierta medida para
desahogarse. Necesitaba desahogarse. Lo necesitaba tanto que se había saltado los protocolos del
CNI de los huevos. Luego se arrepintió, pero… ya estaba hecho. Ya no había marcha atrás. Sus
hermanos lo sabían todo. Sus hermanos. Los mismos hermanos a los que Catalina odiaba. Jamás
pensó que la animadversión entre ellos fuera tan grave. Desde luego, por parte de sus hermanos no
lo era. No estaba a ese nivel, ni muchísimo menos.
Cuando ese día había llegado a casa, hecho polvo, allí la había encontrado a ella. Apenas le
había dirigido la palabra ni se había interesado por Marcos. Apenas habían interactuado. Después
sucedió lo de la reconciliación de Priscila y Alex y… Cata tampoco había estado ahí con ellos.
Cata estaba ausente. Cata no quería hablar.
Y ya habían pasado dos semanas. River y Cata habían desaparecido. Ahora no eran más que
dos desconocidos que vivían juntos. River se preguntaba cuánto duraría.
Se levantó del sofá y fue al dormitorio a ponerse algo más cómodo. Esperaría a Catalina y
hablaría con ella de una vez por todas: no podían seguir así. Abrió el armario para coger unos
pantalones de chándal y se quedó paralizado durante unos segundos. La mayor parte de la ropa de
Cata no estaba.
No estaba.
Cuando reaccionó, corrió a los cajones de la mesita de noche de Cata, donde guardaba sus
efectos personales, y descubrió con horror que también estaban vacíos. No le hicieron falta más
comprobaciones. Cogió su teléfono móvil, que llevaba horas apagado —necesitaba desconectar
del trabajo y de la vida en general y se permitió olvidarse del mundo una mañana entera—, y lo
encendió a toda velocidad. «Vamos, vamos», apremió al aparato. Al encenderse, vio un montón de
llamadas perdidas de sus compañeros de curro. Llamó al instante.
—River. Te hemos llamado cuarenta veces por lo menos.
—¿Dónde está Cata?
—En el aeropuerto, con sus padres, para eso te llamábamos. No teníamos constancia de que
fueran a viajar.
—Porque no iban a viajar.
—El alcalde ha renunciado a su puesto en el ayuntamiento, River.
—¿¿Qué??
—Y han comprado tres billetes a Londres hace como una hora.
River colgó (no se podía creer que para una vez que desaparecía del mapa hubiera pasado
todo aquello) y, al momento, llamó a la única persona a la que podía acudir. Al padre de Cata. A
la persona a la que él investigaba, y que acababa de abandonar su puesto de trabajo. Le respondió
al tercer tono.
—¿Sí?
—No permitas que se suba a ese avión. —A River ya le daba igual que su suegro se preguntara
cómo demonios sabía él que se encontraban en el aeropuerto. Y le daba igual que hubiera
renunciado a su puesto de trabajo y los motivos que lo habían llevado a tomar esa decisión. A
River ya le daba todo igual. Al otro lado de la línea solo se escuchó un prolongado suspiro. Y los
segundos que pasaban—. Por favor. Por favor.
—Dame un motivo, River. Demuéstrame que puedo confiar en ti y nos quedamos contigo.
—Puedes. Tienes mi palabra. Voy para allí. A por ella. Cuídamela mientras tanto.
—Bien. Aquí te esperamos con los brazos abiertos. No la cagues.
River voló por los pasillos de su casa. Voló por las escaleras de su edificio. Voló por la
carretera camino del aeropuerto. Voló tanto que ni los reflejos lo salvaron de esquivar a aquel
conductor que, borracho, se salió de la carretera y provocó un accidente en cadena: once coches
colisionaron, ni más ni menos.

Catalina lo supo en cuanto su padre colgó el teléfono.


—¿Era él?
—Sí. Viene hacia aquí. Viene a buscarte, hija.
Rompió a llorar en los brazos de su padre; aprovechó que su madre estaba en el cuarto de
baño para desahogarse como necesitaba.
—No sé qué hacer, papá.
—Sigue tu instinto, hija. ¿Qué te dice tu instinto?
—Me dice que él nos ha traicionado. Nos ha traicionado a los dos. Pero también me dice que
me quiere.
—Esperaremos a que venga y hablaremos con él. Tendrá que explicarnos muchas cosas.
—Sí, pero… ¿Papá? ¿Tú crees que me quiere?
—Claro que lo creo. Llevo años viéndolo. Yo sé lo que es querer y sé lo que es no querer. Y
ese chico está loco por ti, hija.
Catalina abrazó a su padre y se sintió mucho mejor. Había sacado fuerzas de no sabía dónde y
se lo había contado todo aquella misma mañana. Todo. Por fin. Llevaba dos semanas intentándolo
y siempre se acobardaba en el último segundo. Se acobardaba, en gran medida, porque hacerlo
suponía acabar con River para siempre. Y su padre adoraba a River. Lo quería como a un hijo. Se
le rompió el corazón al compartirlo todo con él. Se le rompió por mil sitios distintos. Hubo gritos
por parte de él; no podía creerse que no se lo hubiera contado antes; hubo recriminaciones, una
bronca monumental y un abrazo muy estrecho al final. Y una decisión.
El padre de Catalina acudió al ayuntamiento media hora después y renunció a su puesto como
alcalde. El motivo: problemas familiares de suma importancia. La verdad: no podía permitir que
Bosco continuara haciendo daño al Gobierno en su nombre. Se alejaría de todo aquello, alejaría a
su familia (tenía la excusa perfecta con el inminente divorcio de su hija; la familia era lo primero)
e investigaría a su cuñado desde la distancia. No se veía capaz de disimular delante de él. La
excusa del divorcio de Cata a causa de la horrible infidelidad de su marido había colado frente a
su mujer; por nada del mundo podía contarle a ella lo que sucedía en realidad, no sabría
manejarlo, y aunque puso el grito en el cielo (lo puso de verdad), coló.
Después de eso, hicieron las maletas con lo básico y fueron hacia el aeropuerto. Pasarían unos
días en Londres hasta que arreglaran los papeles para irse a Estados Unidos. Necesitaban
marcharse lejos. Muy lejos.
Pero ahora todo estaba a punto de cambiar de nuevo porque River Cabana había llamado por
teléfono para anunciar que iba hacia el aeropuerto a buscar a su mujer. Una mujer que aún lo
amaba con locura. Y un suegro que aún lo apreciaba con locura. Porque River era una buena
persona y estaba de su parte. Solo había que abrirle los ojos. Tanto el padre como la hija estaban
dispuestos a recibirlo con los brazos muy muy abiertos. Estaban dispuestos a escucharlo. Y
entonces trabajarían juntos. Codo a codo.
O eso pensaban ellos.
Porque River nunca apareció.
La decepción en la cara de su padre mientras los tres iban de camino al avión era visible.
Embarcaron y un autobús los llevó hasta la pista. Catalina fue la última en subir las escaleras. No
podía dejar de mirar hacia todos lados, en busca de River. Si él aparecía… Si él aparecía, tendría
que significar algo. Y si no lo hacía, lo significaría todo. Catalina sintió frío; se había levantado
viento y el cabello le azotó el rostro una y otra vez. No había ni rastro de River.
Entró en el avión. Ocupó su sitio con la mirada en el cristal, sin ver nada en realidad. Sin ver
cómo el avión ganaba velocidad y despegaba las ruedas del suelo. No fue capaz ni de llorar. No
sentía nada. O sentía tanto que se le había paralizado el cuerpo. Sus pulmones inhalaban y
expulsaban aire y su corazón bombeaba sangre por inercia. Por simple inercia.

River llegó al aeropuerto por fin. No dejaba de mirar la hora en su reloj. Y no dejaba de maldecir
la velocidad con que las manecillas realizaban su recorrido habitual. Demasiado rápido, iban
demasiado rápido. Pero aún quedaba tiempo; el vuelo de Cata no despegaba hasta diez minutos
más tarde.
No había podido eludir el accidente. No, al menos, hasta que habían llegado la policía y la
ambulancia para atender a los heridos, que, por suerte, solo presentaban daños superficiales. En
cuanto River hubo enseñado su identificación, lo habían dejado marchar; su coche apenas lucía
una abolladura en la carrocería.
Fue directo al control de seguridad y sacó su identificación por segunda vez: lo dejaron pasar
sin hacer preguntas. Llegó a la puerta por la que Cata debía de haber embarcado hacía pocos
minutos y le habló con autoridad a la chica que recogía ya el mostrador.
—Que no despegue el avión.
—¿Qué?
River, por tercera vez en menos de una hora, enseñó su identificación:
—CNI. Que no despegue el avión.
—Señor, eso es imposible.
—¿No has oído la parte de CNI? Detén el avión.
—Le estoy diciendo que eso es imposible. Ya ha despegado.
La chica señaló la gran cristalera detrás de ella y entonces River vio el avión alcanzar el
cielo. ¡No! ¡¡No!! Se acercó al cristal y apoyó las manos y la frente en él. Observó con impotencia
cómo se alejaba hasta perderlo de vista. Observó con impotencia cómo su vida daba un giro de
ciento ochenta grados. Apretó los párpados. Cata se había ido. Cata no lo había esperado. No lo
había esperado. Cata lo había abandonado. Y su suegro. Su suegro no había creído en él en última
instancia. Lo entendía, entendía que su hija era lo primero para él, se lo había demostrado durante
los últimos años: tan importante como para renunciar a su puesto en el ayuntamiento y volar a otro
país para acompañarla, pero River había confiado en que él no dejaría embarcar a Cata. En que él
la convencería de que si su marido llegaba tarde, era por una razón de peso. No fue así. Y los dos
se habían ido.
—Señor, ¿se encuentra usted bien? ¿Hay algún problema con ese avión?
River se alejó del cristal y recuperó la compostura.
—Ningún problema, señorita. Estamos realizando unas pruebas de seguridad. Continúe con su
trabajo.
River abandonó el aeropuerto y regresó a casa. Solo. Aún no podía creerlo. Cata se había
marchado.
Cata le había pedido el divorcio e iba totalmente en serio.
Cata lo había abandonado.
11
La gran borrachera Cabana
River
Dos botellas llenas de tequila del malo en la mesa; cuatro copas hasta los topes de ginebra con
limón; The Sign, de Ace of Base, sonando a todo trapo por los altavoces; decenas de personas
alrededor de nosotros comiendo, bebiendo y pasándoselo de puta madre, y cero ganas por mi
parte de pasar la noche en el pub. Quiero irme a casa; tengo que trabajar. Un montón de
información aún por clasificar y una estrategia con Cata que preparar. ¿Y a dónde van estos
flipados sin alcohol? No tienen medida. Se les va mucho.
Observo la calle a través de la ventana que tengo a mi lado: ya está anocheciendo; cada vez
dura menos la luz del sol, cómo se nota que estamos en octubre. Cojo el móvil y mando otro
mensaje a Cata mientras mis hermanos discuten las reglas de no sé qué mierda de juego. Todavía
no entiendo cómo me han convencido para venir aquí con todo lo que tengo encima.

I saw the sign


and it opened up my eyes.
I saw the sign.
Life is demanding without understanding.

«Cierra la puerta con pestillo», le escribo a Cat Cat. Me imagino cuál va a ser su respuesta: no
contestarme o mandarme a la mierda, pero me la suda. De hecho, si no me contesta, quizá me pase
luego por casa para comprobarlo. En lo que concierne a su seguridad, no pienso ceder ni un solo
milímetro. Y ahora, menos que nunca. No me gusta un pelo su tío, no me gusta un pelo, y de esta no
se me escapa; todavía no puedo creerme que no lo haya visto antes, que haya estado tan ciego con
respecto a él y a mi suegro. Joder, que al segundo se le ve a leguas que no ha roto un plato en su
vida. ¿Hacia dónde coño he mirado yo todos estos años? En algún momento tendré que echarle
huevos e ir a hablar con él. En algún momento… Por ahora, mi prioridad es su hija. No pienso
volver a ponerla al final de la lista, y si quieren despedirme del curro, que me despidan, ya me
importa todo una mierda. Y mucho más, el CNI.
—¡Riv!
Aparto la vista de la ventana y miro a Marcos.
—¿Qué?
—Empezamos. Vamos a jugar al «yo nunca». Ya verás como no eres el único que la ha cagado
a lo grande, tío; aquí todos tenemos mierdas de las que avergonzarnos y esta noche van a salir
todas a la vez. Será como una especie de terapia para ti. Luego te vas a sentir mejor. Prometido.
Para que luego digan que el mal de muchos no es consuelo de tontos.
Marcos comienza a desternillarse de risa de pronto. Solo él sabe el motivo.
—¿De qué te ríes? —le pregunta Adrián.
—Nada —contesta, todavía riéndose—, me ha venido un flash de Dylan intentando reproducir
el refrán.
—Eres muy idiota —lo increpa Hugo con mala cara—. Y yo no tengo mierdas de las que
avergonzarme.
—A por él a fuego, ¿eh? —nos dice Marcos a Adrián y a mí—. A fuego. De este, hoy, sale
todo.
—Vas a salir perdiendo, Marquitos —le responde Hugo con una sonrisa—. Es la diferencia
entre tu adolescencia de mierda, en la que aún vives, y mi madurez.
—Ya veremos, señor maduro. De momento…, lo siento, Riv —me comenta de pasada, con
cara de disculpa fingida—, pero las tiritas, cuanto antes las arranquemos, mejor. Así nos lo
quitamos de encima. Empiezo yo. —Coge una de las botellas de tequila y nos sirve un chupito a
cada uno. El mío, hasta arriba—. Yo nunca me he casado con la tía que me gusta por curro.
Le echo tal mirada que podría haberlo fulminado en el sitio. «Bebe», me responde él con
naturalidad. Sí, es lo mejor. Me lo tomo de un solo golpe porque creo que realmente lo necesito.
Siento el tequila abrasarme la garganta y el estómago. Y calor, mucho calor. Dejo escapar una
maldición y me sirvo otro. Me sienta bien. Hacía años que no tomaba tequila. Y creo que hoy voy
a tomármelos todos.
—Hugo, te toca.
Llevamos el mismo orden que las agujas del reloj: Hugo está sentado a la izquierda de
Marcos; después, Adrián, y por último, yo. Una mesa pequeña de madera, en esquinera, pero llena
de alcohol.
—Yo nunca he dejado a mi novia plantada en el altar.
Venga, a la yugular.
—Qué cabrón —masculla Marcos.
—Las tiritas, mejor quitarlas de golpe, ¿no? —le responde el otro con burla—. Bebe.
Yo también bebo. Solidaridad, lo llaman. O que necesito mamarme lo antes posible y gozar de
unas horas de paz en mi cabeza.
—Joder —escupe Marcos después de tomarse el chupito—. Pedro nos ha puesto mierda de la
mala. Adrián, tu turno.
—Yo nunca he aceptado una proposición de matrimonio de una tía cuando en verdad quería
dejarla y convertirme en su mejor amigo del alma durante unos meses hasta pasar a convertirme en
su amigo sin más un poco más tarde y en un mero conocido al cabo de un año o dos, solo porque
me daba pena y me sentía culpable por no quererla como debía.
Se habrá quedado a gusto. Casi me río y todo. Marcos vuelve a beber.
—Hemos dicho que a por Hugo, Adrián. A. Por. Hugo. No lo olvides. Venga, me toca.
—¿Y yo? —pregunto. Me tocaba a mí. Yo estoy a la izquierda de Adrián. Me han saltado por
toda la cara.
—Tú bastante tienes con lo que tienes, Riv. Limítate a beber cuando bebemos nosotros, ¿OK?
—Yo conozco más secretos vuestros de los que os podéis imaginar —confieso. Estoy hasta las
pelotas de mentir a todo el mundo.
—Sí, nos lo imaginamos —indica Adrián.
No. No tenéis ni idea de hasta qué punto estoy en vuestras vidas. En las de todos.
En la tuya, Adrián. Que conozco hasta la cantidad de veces que vas al lavabo a lavarte las
manos para quitarte la pintura de las uñas.
En la de Hugo y Dylan. Yo sabía que Dylan Carbonell llamaba «babe» a mi hermano antes de
que apareciera en su casa. Y que no había abandonado el pueblo cuando tuvieron la gran bronca.
Yo sabía que estaba con Catalina.
En la de Marcos. Marcos. Marcos. Cada vez que recibes una llamada del comisario jefe para
que acudas a un operativo a las tantas de la noche y te marchas a hurtadillas, pensando que no nos
enteramos, yo soy incapaz de conciliar el sueño. Me levanto de la cama y sigo tus movimientos
hasta donde soy capaz.
En la de Alex y Priscila. Incluso en la de mi sobrino. Me conozco los ciclos de sueño y vigilia
de Álvaro St. Claire casi mejor que su padre, y eso que apenas he tenido tiempo para estar con él.
—Por eso te saltamos, Riv; no te lo tomes como algo personal. Me toca. Yo nunca he ido a un
concierto de rock con mis colegas de la uni y me he liado con el cantante.
—Qué simple eres, Marcos —expresa Adrián, negando con la cabeza.
—¿Y qué quieres? No se me ocurre nada más jugoso contra él. ¿Tú no tienes nada? Tú siempre
lo sabes todo.
—Y en realidad ese no es el orden cronológico de los hechos —añade Hugo—. No me lie con
él en el concierto. Así que no vale…
—Bebes, Hugo —lo interrumpe Marcos—. Bebes.
Hugo coge el vaso y se lo lleva a los labios a regañadientes, pero se lo liquida enterito. Y
entonces comienza una sucesión de ataques personales entre mis hermanos en los que,
clarísimamente, el peor parado es Marcos; bueno, y yo, que bebo siempre que lo hace cualquiera
de ellos tres. La primera botella de tequila desaparece enseguida, al mismo tiempo que el
balbuceo se adueña de nuestras bocas… El tequila, con el estómago vacío, es un combatiente
demasiado feroz.
—Yo nunca he vomitado una botella entera de ron en el cuarto de baño de mamá y papá
delante de mamá.
—Yo nunca he cerrado la persiana de este pub.
—Espérate a que juguemos de nuevo a esto después de hoy —le dice Marcos a Adrián—. Yo
nunca he escrito «te quiero» en el suelo de la calle con pintura de la buena y me ha pillado la
policía. Ahí bebéis los dos, pringados.
—A mí no me pilló la policía.
—Bebes, Adrián, bebes.
—Yo no pienso volver a jugar a esto.
—Bebes, Hugo, bebes.
—Yo nunca me he liado un porro con las hojas de la Constitución Española.
—Yo nunca he sido expulsado del colegio durante una semana entera porque me pillaran
follando en el gimnasio. Con dos compañeras de clase. Con dos.
—Sois unos capullos de mierda. Y os las sabéis todas.
Dios, el currículum de mi hermano Marcos da para demasiado. No entiendo cómo se atreve a
jugar a algo así. Debe de quererme mucho.
—Yo nunca me he liado con una pelirroja. Y menos, con la de Alex y Pris.
—Yo nunca he tenido que esconderme debajo de una cama porque los padres de mi novia
llegaran a casa antes de lo previsto y yo estuviera en pelotas y con su hija entre mis piernas.
—Yo nunca he tenido que saltar por la ventana de la casa de mi novia.
Bueno, al menos en esta ocasión, bebo porque me toca de verdad. Yo he saltado miles de
veces desde la ventana de Cat en casa de sus padres… Creo que se me escapa una sonrisa. Una
sonrisa de nostalgia. Dios, cuánto la he cagado. Necesito más alcohol. Bebo el doble.
—Yo nunca me he bañado en pelotas en la piscina de mi cuñado.
—Yo nunca me he bañado en pelotas en la piscina del colegio.
—Joder, no se os escapa una, capullos…

She's a Killer Queen.


Gunpowder gelatin.
Dynamite with a laser beam.
Guaranteed to blow your mind.
Anytime.

En la segunda botella de tequila, a mis hermanos ya se les han acabado las batallitas. Entonces
comienzan con las especulaciones. Yo no sé cómo les da el cerebro para pensar, con tanto alcohol
recorriéndoles las venas. El tequila casi me ha tumbado a mí, que soy, de lejos, el que más aguante
tiene. Genética. A mí me tocó eso. También soy el que más ha bebido.
—Yo nunca he sufrido un gatillazo —masculla Marcos. Creo que ha dicho «gatillazo», sí.
Guardamos silencio los tres. En el pub ya solo quedamos nosotros, lógico, teniendo en cuenta
que hoy es martes; Pedro ha amenazado con largarse a casa, de hecho, ha comenzado a limpiar el
local y a recoger las sillas a nuestro alrededor y ponerlas encima de las mesas sin dejar de
farfullar nuestro apellido una y otra vez.
Cuando creemos que nadie va a darle al tequila y estamos a punto de pasar al siguiente turno,
Adrián bebe. Joder, Adrián bebe. Esto no lo sabía ni yo.
—Hostia —exclama Marcos—, estaba casi seguro de que alguno de vosotros caería con esta,
pero nunca pensé que serías tú, Adri. Apostaba más por Hugo o por Riv.
—¿Has tenido un gatillazo? —le pregunto con asombro. De todos mis hermanos, él es del que
menos me lo esperaría. Pasa demasiado de todo y de todos como para que se le baje la excitación
sexual de un plumazo. A Adrián no le afecta casi nada.
—Solo sucedió una vez, ¿vale? —se defiende—. Estaba superborracho y quería irme a casa a
dormir. La chica insistió, yo quise hacerlo rápido y… pues al final no hice nada.
—Lo pillamos, Adri. No intentes nada tampoco esta noche —añade Marcos—. Podría
repetirse la hazaña, machote.
Hugo y Marcos se descojonan de la risa; también tienen un ataque de hipo que comienza a
hacerme gracia. Creo que es más por culpa del tequila que llevan encima que por el asunto en sí.
Lo de reírse y lo del hipo.
—Me toca —dice Hugo animado—. Yo nunca he hecho un trío.
Los tres nos miramos, Adrián, Marcos y yo (Marcos y yo, más de lo normal; puto tequila), y
los tres bebemos. Como condenados.
—Esperad —nos intercepta Hugo con los ojos entrecerrados—. Yo nunca he hecho un trío con
alguno de mis hermanos.
Joder, qué ojo tiene. Marcos y yo volvemos a cruzar una mirada y bebemos. Por supuesto que
bebemos. Y me doy cuenta de que el tequila ya ni siquiera me arde en el esófago. Y de que Cata no
me ha contestado al mensaje. Eso sí arde. Quizá deba mandarle otro…
Adrián se atraganta con el chupito anterior. Regreso al pub. Ah, el trío con Marc. ¿Qué puedo
decir? Son cosas que pasan.
—¿Os habéis follado a la misma tía a la vez? —nos pregunta Adrián, alucinado—. ¿En serio?
¿No había más opciones?
—Teníamos veinte años —explica Marcos—, las hormonas revolucionadas y habíamos
bebido. Y Riv tiene un culazo, todo hay que decirlo; no me extraña que las vuelva locas. O que las
volviera. Mira, gatillazo no tuvimos.
Marcos se ríe él solo de sus chistes y Adrián le tira una patata frita a la cara por lo que le toca;
nos las ha servido Pedro hace un rato para que hagamos un poco de fondo en el estómago. Me
temo que ha detectado enseguida que el asunto pintaba mal. Yo le tiro otra patata a Marc, que cae
en su copa de ginebra, vacía. No sé si ha sido buena o mala puntería. Siento todo mi entorno
distorsionado y estoy mareado. Las voces de mis hermanos comienzan a sonar como ecos de una
vida mejor.
—¿Os he contado que una vez hice un cuarteto? —pregunta entonces Marc.
—¡No! ¿Cuándo?
—Unos meses después de dejarlo con Ali. Surgió y… me apeteció.
—¿Con tres tías?
—Sip.
—¿Y se corrieron las tres?
—Sip. Una de ellas, dos veces.
—Joder, eres una máquina.
—Lo sé. Estuvo genial.
A Marcos le gusta el sexo y disfrutar de él con libertad, y nunca ha sido un secreto para nadie.
—Me toca —interviene Adrián—. Yo nunca he follado en el Peñón.
—Hostias, qué buena —exclama Marcos.
Y Hugo chasquea la lengua. Hugo. Chasquea. La. Lengua. Lo que significa que… Hugo ha
follado en el Peñón. Marcos, a quien no se le escapa el gesto, se levanta de la silla, eleva los
brazos hacia el techo y grita varios «sí, sí, sí» triunfales antes de que Hugo se lleve el chupito a la
boca y se lo trague entero.
—¡Lo sabía! —grita, eufórico—. ¡Sabía que al final daríamos con algo! ¿En el Peñón? ¿En el
Peñón, Hug? ¿Cuándo?
Hugo niega con la cabeza y chasquea la lengua de nuevo; Adrián choca los cinco con Marcos y
también se desternilla por semejante descubrimiento. El bueno de Hugo… Incluso a mí se me
escapa una carcajada.
—El otro día. Es por culpa de Dylan, que me lía. Me lía mucho. Cualquier día va a aparecer
mi trasero en primera plana de todos los periódicos de tirada nacional.
—Voy a llamar a Dylan para darle las gracias.
—Ni se te ocurra —le advierte Hugo a Marcos, apuntándolo con el dedo—. Está durmiendo y
mañana tiene que madrugar.
Marcos va a replicar, pero se calla al ver que Hugo tuerce el morro de pronto.
—¿Qué te pasa ahora? —le pregunta.
—La canción que ha empezado a sonar —explica Adrián, señalando el altavoz—. Es Dylan.
—Pedro, macho —llama Marcos a su amigo, que hace la caja—, no le hagas más sangre a mi
hermano. ¡No ves que va como alma en pena por todo el pueblo de lunes a jueves! ¿No tienes
corazón o qué?
Sí. Y los fines de semana los pasa en Madrid. La mayoría de ellos. Tanto viaje en coche le va
a acabar pasando factura, que ya no es un chaval de veinte años. Ahora curra, y mucho, entre
semana, y luego se mete más de mil kilómetros en el cuerpo entre la ida y la vuelta. Va a reventar
de cansancio.
—Lo siento, Hugo —se disculpa el otro desde la distancia—, ha saltado sola.
—Mierda —le dice Marcos a Hugo—. Ya te ha dado el bajón, ¿verdad?
—No me ha dado el bajón. Déjame en paz.
—Puedes reconocerlo, Hug; los hermanos Cabana estamos para las buenas y para las malas.
Las relaciones a distancia son una mierda.
—Qué sabrás tú.
—Coño, no hay más que verte el careto.
—Lo echo de menos.
—Si yo fuera tú, lo dejaba todo y me iba con él —le digo a Hugo. Me ha salido de dentro.
Muy de dentro. Todos me miran. Jamás esperarían una frase así por mi parte—. Y negaré haber
dicho esto mañana por la mañana —añado. Puto tequila y puta ginebra.
—Tío, tú estás fatal también.
—Estoy bien. —Mentira.
—Venga, suéltalo, Riv. ¿Qué es lo que te carcome esta noche? Me refiero a aparte de lo de…
ya sabes. Eso que hiciste.
—Le he mandado un mensaje a Cata —confieso como un quinceañero—. Y no me ha
contestado aún. No creo que vaya a hacerlo ya.
—No te contesta casi nunca —afirma Adrián.
—Qué poco proyectas, Adri —tercia Marcos.
—¿Y eso qué coño significa?
—Nada.
—No, ahora me lo dices. Por bocazas.
—Que no ayudas nada, hombre. Que no empatizas.
En respuesta, Adrián coge su teléfono móvil de encima de la mesa y comienza a teclear en él a
toda velocidad.
—¿Qué haces? —le pregunta Hugo.
—Empatizar. O lo que es lo mismo: mandarle un mensaje a Cata para que se apiade de River y
conteste a su mensaje.
—¡Ni se te ocurra! —grito, levantándome de la silla con tanto ímpetu que hasta los vasos de
chupito tiro. Menos mal que estaban todos vacíos y no se ha perdido nada.
—Ya está hecho.
—Adri, joder.
Me siento de nuevo y me llevo los dedos a los lagrimales mientras dejo salir por la boca
decenas de improperios. Dios, cómo me la lían.
—Al menos habrás sido amable —le digo.
—Superamable. Mañana te sentirás orgulloso de mí. Ya verás.
Lo dudo, sobre todo teniendo en cuenta que Cata no soporta a mis hermanos. Y razones no le
faltan. Si tan solo… si tan solo los viera ahora. Si viera cómo les cambia la cara al hablar de ella.
Sé que es demasiado tarde, pero… si tan solo los viera.
—Qué buena idea, Adri. Voy a mandarle yo otro.
—Y yo.
No tengo reflejos como para detenerlos a todos a la vez, bueno, ya puestos, a ninguno, así que
hago lo único que puedo hacer: cojo la tercera botella de tequila y me la llevo directamente a la
boca. Necesito que desaparezca el mundo de una vez por todas, aunque solo sea durante unas
horas.
Para cuando me llega su mensaje, minutos después, apenas puedo leerlo. Lo veo todo borroso.
Alejo el móvil de mis ojos y luego lo acerco a ellos; no sé cuál de las dos posiciones es mejor.
Creo que ninguna.

Cat Cat:
¿Estáis los cuatro borrachos o qué os pasa?

—¿Es mamá? —me pregunta Marcos.


—Claro que no. Es Cata.
—¿Y qué dice?
—No estoy seguro.
—Déjame ver. —Marcos me arrebata el móvil de las manos y pega los ojos a la pantalla, igual
que he hecho yo. Y los entrecierra tanto que no entiendo cómo puede leer nada—. Creo que piensa
que estamos borrachos.
—A ver. —Hugo le arrebata el teléfono a Marcos y lo lee—. Sí, es eso.
—De puta madre —me lamento. Al final, de una manera u otra, siempre me la lían.
—Por cierto, ¿alguien ha llamado a mamá para avisarla de que no íbamos a dormir? —nos
pregunta Marcos.
—Tenemos treinta años, Marcos —contesta Adrián.
—Tú, todavía no.
—He llamado yo a vuestros padres, y de paso les he pedido que saquen a mis perros a pasear.
—A tus padres —corrige Marcos a Hugo. Entre nosotros cinco tenemos mucha manía de
referirnos a nuestros padres como «vuestros padres» o a alguno de los hermanos como «vuestro
hermano». Cosas de familia.
—Eso he dicho.
Bebo más. Bebo mucho más. Bebo tanto que las próximas horas son como una nebulosa para
mí, todo me da vueltas. Y me estoy meando. Tengo que levantarme para ir al cuarto de baño en
más de una ocasión y voy dibujando eses en el suelo. Estoy muy borracho. Pero no dejo de beber.
Creo que Pedro nos da las llaves del pub para que cerremos nosotros; «Marcos conoce el
procedimiento», ha dicho. Cogemos una botella de ginebra de las estanterías de detrás de la barra
y también nos la bebemos, solo que el limón brilla por su ausencia. Joder, hasta Adri bebe
ginebra, y la odia. Creo que cuando abandonamos el local, está a punto de amanecer, y creo que
voy chocando con las paredes que tengo alrededor. Escucho las voces de mis hermanos como si en
verdad no estuvieran a mi lado. Ya no son ni ecos. Creo que estoy a punto de perder el sentido.
—Tíos, esperad, no vayáis tan rápido, me estoy meando.
De maravilla. Aprovecho para apoyarme en una pared. Creo que es una pared. Me pesa todo el
cuerpo y se me cierran los párpados.
—Joder, Marc, podrías haber meado en el pub. Acabamos de irnos.
—Eh, tranquilo, no me van a arrestar por mear en la calle. Mirad, ahí hay una pared cojonuda
para mear, y, además, si viene la poli, tú ya eres reincidente en eso de la alteración del orden
público, Hug.
—Tú eres poli, Marcos.
—Mejor me lo pones.
—Yo también voy a mear.
—¡Adrián!
—¿Qué?
—Que tú también podías haber meado en el pub. Son casi las siete de la mañana, nos vamos a
cruzar con todos los amigos de vuestros padres, que vienen a abrir las cafeterías. Y con la mitad
de mis clientes, que salen a pasear a los perros. Mierda, nos vamos a cruzar con vuestros padres,
que vienen a pasear a mis perros.
—Será solo un momento. Oye, qué puñetera es la luz a estas horas de la mañana, ¿no?
—Mierda, ahora me entran ganas a mí.
—Venga, Hug, te hacemos un hueco.
Me dejo caer en el suelo poco a poco mientras escucho cómo mean mis tres hermanos en la
pared.
—Eh, tíos, ¿hacemos cruce de meadas como en los viejos tiempos? ¿A lo Cazafantasmas
cuando cruzaban sus rayos fulminadores para atrapar al malo?
—No, ya no tenemos diez años. Marcos, joder, que me vas a dar.
—Marc, mira, que voy, que voy.
—¡Venga!
Creo que Adrián y Marcos han hecho cruce de meadas. No quiero abrir los ojos para
comprobarlo. Prefiero no verlo.
—¡Que os estéis quietos, hostias ya!
—Hugo, no te muevas tanto, que al final el que salpica eres tú.
—Pues os jodéis, por idiotas.
Yo solo digo que como me hayan meado encima, mañana me los cargo a los tres.
No soy consciente de levantarme del suelo, de hecho, creo que tienen que incorporarme unos
brazos ajenos. Unos brazos que también me arrastran de manera precaria. En un momento dado,
meten las manos en mis bolsillos y sacan algo de dentro, creo que son las llaves de casa de mis
padres. Ya podrían usar las suyas. ¿No es más fácil? Abren la puerta y entramos; escucho las
pisadas de nuestros zapatos en la cerámica del suelo, lo cual me mosquea bastante, porque el
suelo de la casa de mis padres no es de cerámica, sino de madera. Entonces me meten en un
ascensor, en un ascensor que yo conozco; identifico su olor y la luz blanca que me deslumbra los
ojos. Y la casa de mis padres tampoco tiene ascensor.
Rin rin. Rin rin. Rin rin. Rin rin.
También reconozco ese timbre. Mierda, ya sé dónde estamos. Joder, joder, joder. Mañana me
los cargo a los tres. ¡A los tres! Ahora no puedo, no alcanzo ni a mover las piernas, solo tengo
fuerzas para cerrar los ojos y ponerme las manos en las orejas; me está matando el jodido ruido de
la puerta. ¿Por qué tienen que llamar con tanta insistencia?
La puerta se abre de pronto y entonces… me llega su voz. Lástima que yo no pueda moverme
ni hablar.
—¿Estáis locos? —les gruñe Cata con la voz tomada por el sueño—. ¡Son las siete de la
mañana! ¿Qué hacéis aquí? ¿Y qué le pasa a River? ¿Qué le habéis hecho?
—Está en coma, cuñada. —Creo que ese es Marcos. Pero, una vez más, no puedo asegurarlo
—. No te creas, que nos ha costado lo nuestro tumbarlo así, casi acaba con todos nosotros. Vaya
aguante tiene el muy mamón. ¿Dónde te lo dejamos?
—En la cama, Marc, llevémoslo a la cama.
—Buena idea.
Me agarran de nuevo con más fuerza y me meten en casa. O me arrastran.
—¿Qué? —grita ella—. No, no, no, deteneos ahora mismo.
—Lo sentimos, pero no podemos cargar con él hasta nuestra casa. Ni tampoco hasta la de
Hugo. La vuestra es la que más cerca nos ha pillado. Te lo dejamos aquí.
De camino, colisiono con algo. Con algo que cae al suelo y se rompe en pedazos. Creo que
podría ser uno de los jarrones que nos regaló su madre. Me da una pena tremenda. Alguno de mis
hermanos se disculpa y Cata le dice que nada de disculpas, que mañana van a la tienda y compran
uno igual. Segundos después, me siento volar durante un instante, hasta que caigo en una superficie
blanda. Estoy casi seguro de que es mi cama.
—Ni hablar. No va a dormir en mi cama. Ya lo estáis cogiendo de nuevo para sacarlo de aquí.
—Tranquila, Cata, no te va a molestar, ya te hemos dicho que está en coma. ¿No lo ves? De
este no sabes nada hasta dentro de muchas horas. Oye, alguien tendría que llamar a su curro para
avisar, ¿no? ¿Cómo coño se contacta con el CNI?
—Se os ha ido la mano con el alcohol, ¿no?
—Un poco. No te lo vamos a negar.
De pronto, comienza a sonar una melodía. Y una voz. Una melodía y una voz que me suenan
mucho.
—Mierda, es Dylan.
—¿Tienes una canción suya como tono del móvil? Tío, das mucha pena, tú estás hasta las
trancas.
—Cállate, idiota. ¿Qué hora es?
—Las siete de la mañana.
—¿Las siete de la mañana? Tengo que abrir la clínica en tres horas. Y tengo ganas de vomitar.
Y huelo a vuestras meadas.
—Ni se te ocurra vomitar en mi baño, Hugo. Te vas a la calle. Y a meadas oléis los cuatro.
Dais mucho asco.
—Yo no recuerdo qué turno me toca hoy. Voy a llamar a Alex para preguntarle.
—Yo me voy a la cama. A la de mi casa. Adiós, Cat.
—Eh, Adri, espera. Voy contigo. Dy, hola. Buenos días, babe. ¿A mí? Nada. ¿Por qué? No
tengo voz de borracho.
—Yo también voy. ¡Esperadme, capullos! Adiós, cuñada. «Stop! In the name of love…».
—¡Cállate, idiota! No, Marc tampoco está borracho.
—¡Eh! ¡Eh! Ni se os ocurra largaros. ¡Eh, Cabanas! ¡Joooder! ¿Y ahora qué hago yo contigo?
Ella, no sé. Yo pierdo el conocimiento.
12
Soy gilipollas

Soy gilipollas. Soy muy gilipollas. Dios, me entran ganas de darme cabezazos contra la pared de
lo gilipollas que soy, porque yo estoy aquí, tumbada en el sofá, con un nudo en la boca del
estómago, un nerviosismo impropio de mí, mirando hacia el techo a las ocho de la mañana,
mientras River duerme plácidamente en mi cama. Y por si fuera poco, le he quitado los zapatos y
la ropa; que no lo he hecho para que esté más cómodo y duerma mejor, lo he hecho porque olía
fatal y tampoco quiero que me deje el olor impregnado en la habitación, pero lo he desnudado, al
fin y al cabo. Las sábanas las lavo en cuanto se largue, por supuesto. O las quemo. Ya veré. Y he
estado a punto de tirarle la ropa a la basura —tampoco habría sido el gran drama, porque hay ropa
suya de sobra en el armario—, pero al final la he metido en la lavadora. ¿Por qué? Pues porque
soy gilipollas.
De pronto suena el teléfono y, aunque no me apetece hablar con nadie, agradezco la
distracción. Levanto la cabeza para ver quién llama a estas horas de la mañana —como sea alguno
de mis cuñados, hoy aquí arde Troya— y descuelgo con ganas en cuanto leo el nombre en la
pantalla; vale, con él sí me apetece hablar.
—Hola, Dy. —Vuelvo a tumbarme en el sofá.
—Hola. —Se ríe al instante; a este ya lo han puesto en antecedentes de lo que ha pasado hace
una hora—. ¿Cómo va la mañana?
—No te rías.
Se ríe más.
—Es mejor tomárselo con humor, mujer. Dime, ¿cómo va tu Cabana? El mío de culo y cuesta
abajo.
—¿Tienes tiempo?
A ver, esta conversación va para largo, me temo.
—Sí, acabo de salir de una reunión y voy al estudio. Tenemos todo el trayecto en coche para
hablar.
¿Acaba de salir de una reunión a las ocho de la mañana? Por Dios.
—¿Te ha contado Hugo la que han liado esta noche?
—Lo ha intentado. Apenas podía hablar. Creo que nunca lo había visto tan mamado.
Vendería mi alma por haber estado en esa reunión de hermanos Cabana. Se ha puesto muy
mimoso. Hugo se pone muy mimoso cuando bebe alcohol, y le da por llamarme babe a tope y
por decirme cosas bonitas. Es para comérselo de pies a cabeza. ¿Y River?
—River es para matarlo de pies a cabeza cuando bebe alcohol, y cuando no bebe alcohol, y,
directamente, no podía hablar. Ahora está en la cama, durmiendo la mona en calzoncillos. No te
rías —lo reprendo cuando lo escucho soltar una nueva carcajada al otro lado de la línea.
—¿Lo has dejado tú en calzoncillos?
—¿Cómo se les ocurre traerlo aquí? —atajo. La parte de los calzoncillos la ignoro.
—Porque los tres adoran a su hermano mayor y quieren ayudarlo. Porque River está
enamorado de su mujer, pero la ha cagado a lo grande. Nunca un tío la ha cagado tanto con
una tía.
—Dy…
—¿Qué?
—No sigas por ahí.
Dylan suspira. Lo escucho a través del teléfono. Y también el tráfico de Madrid a primera hora
de la mañana. Yo también suspiro; llevo dos días suspirando, desde mi bronca con River. Desde
aquella conversación tan… definitiva de tres días atrás. El mismo tiempo que Dylan lleva
intentando convencerme de que River me quiere.
—Cata, me lo ha contado Hugo —insiste, una vez más—, y Hugo jamás me mentiría. Confío
en él más que en mí mismo. Si Hugo me dice que River te quiere, es porque River te quiere. Si
Hugo me dice que los acontecimientos sucedieron tal y como te los contó River en la bronca
que tuvisteis, es porque los acontecimientos sucedieron tal y como te los contó River en la
bronca que tuvisteis.
—Yo no digo que Hugo te haya mentido.
—¿Y entonces? ¿A qué esperas para reconciliarte con River si sabes que él te quiere? Vale,
la cagó mucho, mucho mucho mucho, pero te quiere. Hazlo sufrir un poco y a otra cosa. Haz
que te demuestre que te quiere.
—No, yo no sé que me quiere. Ni muchísimo menos. Yo solo acepto que eso es lo que él les ha
contado a sus hermanos. No tiene por qué ser verdad. Puede que Hugo no mienta, pero River, sí.
—Cata…
—¿Eso puedes asegurármelo?
-—¿El qué?
—Que River no les haya mentido a sus hermanos.
—Hugo confía en él.
—Eso no es lo que te estoy preguntado, Dylan.
El silencio se instala en ambos lados de la línea mientras Dylan lo medita, porque supongo que
lo está meditando. Es un silencio incómodo, a pesar de que conozco la respuesta que va a darme.
Me concentro en los ruidos del amanecer de Madrid, que se escuchan aún más nítidos, hasta que
Dylan habla por fin.
—No, no podría asegurarlo. No conozco tanto a River.
Ahí está.
—Yo sí —respondo con seguridad.
—Pero en la parte que respecta a que sus hermanos no supieron nada hasta la boda de
Marcos no te ha mentido. Y eso lo sabes. ¿Por qué no va a ser todo lo demás verdad, entonces?
Y luego está esa cuestión. Fue lo primero que me dijo Dylan en cuanto lo llamé por teléfono
tras salir de casa de los padres de River el domingo pasado. Bueno, lo primero que me dijo fue
que iba a coger un avión para venir a estar conmigo. Lo convencí de que no lo hiciera, de que
estaba bien; llevaba cinco años preparándome para esa conversación con mi marido, para asumir
la certeza de que River no me quería. Y no estaba tan preparada como creía, porque dolió como el
infierno, pero eso no quise decírselo a Dylan para no preocuparlo. Estuvimos tres horas al
teléfono. Yo le conté todo lo que había sucedido y él me habló de aquella famosa laguna del
tamaño del río Amazonas en mi historia con los Cabana: ellos no lo sabían. Pues vale. Tampoco
es que me consuele.
Luego apareció Priscila por mi casa a decirme que Álvaro y ella venían a pasar la tarde y tuve
que colgar el teléfono. Nada podía haberme sorprendido más, la verdad. A ella también se la veía
cansada y ojerosa; no duerme demasiado, y Álvaro apenas quiere estar en otro lugar que no sean
los brazos de su madre. Y aun con todo, vino a verme.
«¿Por qué has venido?», le pregunté. Y lo hice sin animosidad. Era una duda real.
«Porque me ha llamado Hugo y me ha dicho que venga a cuidarte. No sé lo que ha pasado,
pero ha tenido que ser algo gordo. ¿Estás bien?».
«Estaré bien», respondí.
«Ya sé que no somos las mejores amigas del mundo, pero la familia está en las buenas y, sobre
todo, en las malas. Y te guste o no, nosotras aún somos familia, y esta parece ser una de las malas,
de las muy malas. Los Cabana estamos mucho en las muy malas, así que te toca aguantarme, o
aguantarnos, porque este niño apenas duerme y solo quiere estar pegado a mi teta. Somos un pack.
Un dos por uno».
No supe qué contestar. Solo me quedé observándola con el bebé en brazos. Y entonces…
«¿Quieres que lo coja?», me ofrecí.
Y ella no se lo pensó demasiado, me lo pasó con cuidado y yo sujeté a mi sobrino en brazos
por primera vez, y me eché a llorar. Muy fuerte y muy intenso. Al bebé lo abracé con fuerza,
aunque creo que me sostuvo él a mí más que al revés. Me senté en el sofá y Priscila se sentó a mi
lado. Estuve dos horas llorando, sin poder ni hablar, y ella solo me abrazó y me acarició. Al final
me preguntó:
«¿River está bien?».
«Ni lo sé ni me importa», respondí.
Ella no me juzgó, no me miró con mala cara ni torció el morro, solo continuó consolándome. Y
yo le pedí perdón por aquello que había sucedido entre nosotras el día en que ella se marchó a
Boston; le expliqué que no quise dañarla, que solo quería que abriera los ojos, pero que lo hice de
la peor manera posible. Porque yo no sabía cómo tratarnos a nosotras dos. Le confesé que también
fue ese el motivo por el que nunca fui a Boston a verla cuando iban los Cabana: sentía vergüenza.
Vergüenza de mis propias palabras. Malditas palabras. Qué rápido escapan de nuestras bocas,
como si las persiguieran, y cuántos años permanecen en el aire, rodeándonos. Definiéndonos.
Ella me sonrió y me aseguró que no había nada que perdonar. Después vino Alex y, al cabo de
un rato, los convencí a ambos para que se fueran a casa a descansar. Antes de marcharse, mi
cuñada me aseguró que estaría al tanto de mí, y yo la creí. La creí porque Priscila Cabana es
diáfana. En ese aspecto, es igual que Hugo: ninguno de los dos puede disimular un gesto o una
emoción que los asedia de pronto, son demasiado transparentes. Para bien y para mal. Marcos y
Adrián no lo son tanto. Y por descontado que River no lo es.
Ahora Priscila me llama cada día mientras pasea con Álvaro. Y a mí me gusta.
—¿Cata?
—¿Sí?
—¿Me estabas escuchando?
No.
—No, perdona. Me he distraído un momento.
—Te decía que es cierto que tus cuñados no sabían lo de River.
—Eso no cambia casi nada.
—Sí cambia, y lo sabes.
—Por cierto, ya que los mentas: ayer tu novio y tus cuñados, antes de venir a casa, me
mandaron un mensaje al móvil. Uno cada uno.
—Cuéntame eso.
—Es la primera vez en más de cinco años que recibo un mensaje de Marcos y de Adrián. De
Hugo, no, solía mandarme mensajes para que fuera a buscar a Crow cuando la llevaba a la clínica
donde trabajaba a que le cortara las uñas y ella lo arañara en la entrepierna. —Dylan lanza otra
carcajada—. Entiendo que no lo arañó demasiado.
—No, que yo haya visto.
—Si no lo has visto tú…
—Escucha, tengo que dejarte. ¿Qué vas a hacer con Riv?
—Despertarlo de una vez por todas. Ya lleva durmiendo más de una hora. Le voy a dar la peor
resaca de su vida.
—No seas demasiado dura con él. Luego hablamos.
—Sí. Que no te exploten mucho y, por Dios, no permitas más reuniones a esas horas de la
mañana. Deberían estar prohibidas. Adiós.
No me levanto de inmediato del sofá, solo me quedo pensando un rato más y mirando al techo
durante… tres horas. ¿Por qué? Porque soy gilipollas. Porque quiero darle un poco de tiempo a
River para que descanse. Pero cuatro horas ya son suficientes, así que… me incorporo por fin con
la firme intención de despertarlo de la peor forma posible. Me lo pienso durante unos segundos.
¿Qué le puede molestar más a una persona resacosa? La bombilla se me enciende enseguida:
música. Música a todo volumen en el oído. Aunque es probable que River aún no se encuentre en
la fase de la resaca, lo más probable es que aún esté borracho…, pero, bueno, lo voy a hacer de
todas maneras.
Cojo los altavoces que siempre conecto a mi teléfono móvil, unos altavoces de última
generación que él me regaló y me instaló unas navidades, y me dirijo al dormitorio. No enciendo
la luz, para que el efecto de la música sea más potente. Me aproximo a la cama y me niego a
perder más segundos de los necesarios contemplándolo a él, su estúpido cuerpo, su estúpida cara,
su estúpido pelo lleno de rizos revueltos y los estúpidos sonidos que emite al respirar; bastante lo
he observado mientras me decidía entre quitarle la ropa o no quitársela hace unas horas.
Selecciono una canción, una enérgica; mmm, esta, Pump It, de Black Eyed Peas, y pulso
«reproducir» a todo volumen. Entonces enciendo la luz. El efecto es el deseado:
River salta en la cama. Literalmente, salta. Si estuviera de humor, hasta lo habría grabado en
vídeo.
—Joder —exclama, frotándose los ojos, cuando ve que no hay peligro, que solo soy yo.
—Noches alegres, mañanas tristes. —Me giro para abandonar la habitación; no quiero verlo
más—. Ahora vístete y lárgate a tu casa. Ya te he dejado descansar lo suficiente.
Me voy a la cocina y me preparo un café mientras oigo el ruido de la ducha. Me muerdo las
uñas esperando a que acabe de una vez y me hago la ocupada, rebuscando en los cajones, cuando
lo escucho venir hacia aquí.
—Hola —susurra al entrar en la cocina.
Cierro el cajón, me giro y lo enfrento. Y su imagen es como una bofetada. Porque mi mayor
problema con mi marido es que me encanta, de arriba abajo. Debo de estar muy trastornada para
que, después de todo, aún me altere hasta el punto de estremecerme con su sola presencia. Pero se
me pasará, solo es cuestión de tiempo; ahora que sé que nunca me ha querido, se me pasará.
Tiene el pelo empapado, al igual que la camiseta de manga corta, que está llena de gotitas de
agua por doquier, y el cuello. Apenas se ha secado con la toalla. Se te pasará, Cata, se te pasará.
—Hola.
—¿Qué tal estás? —me pregunta desde el umbral. ¿No se atreve a entrar? ¿O está tanteando la
situación? Conociéndolo, es la segunda opción: estudia el terreno que está a punto de pisar.
—Muy bien. Desde luego, hoy mejor que tú.
Y lo más increíble es que tampoco se lo ve tan mal. Teniendo en cuenta que se ha cogido una
borrachera de las épicas, que ha llegado a casa en estado de coma y que ha dormido cuatro horas,
ahora mismo debería estar hecho un trapo; sin embargo, quitando la rojez de sus ojos, por lo
demás, parece estar perfectamente. Dios, cómo me revienta.
—¿Qué me miras? —pregunta.
—No estás tan mal para tener la resaca de tu vida. ¿Qué entrenamiento os imparten en la secta
esa en la que trabajas?
River sonríe —con su estúpida sonrisa de tío bueno, por supuesto—, me guiña un ojo y justo le
suena el móvil. Lo saca del bolsillo del pantalón vaquero que se ha puesto. Bajo mis ojos hasta
sus pies; está descalzo. Los vuelvo a subir. ¿Por qué tengo que fijarme en esas cosas? ¡Qué me
importan a mí los pies de River!
—River —contesta a la vez que entra en la cocina. Modo profesional on, y a mí me recorre un
escalofrío. Cómo me pone esa forma autoritaria que tiene de hablar, las cosas como son—. Bien.
Mándamelo al correo, luego le echo un vistazo. No. Sí. No. No, hoy no voy a la oficina. Que te
jodan.
Cuelga y se acerca a la cafetera para servirse un café, como si se encontrara en su casa y
nosotros fuéramos un matrimonio normal. Este no tiene vergüenza.
—¿Del trabajo? —le pregunto.
—Sí.
—¿Se le puede decir a un agente del CNI «que te jodan»?
—Supongo que sí, tú me lo dices a mí constantemente.
Cierto.
—Te tomas el café y te vas.
—Bien.
—Y, espera, que tengo que darte algo primero.
Cojo los documentos que reposan desde hace días en el pequeño mostrador que tenemos en la
cocina y se los paso sin mirarlo a los ojos.
—¿Qué es esto? —me pregunta a la vez que los acepta. Se apoya en la encimera y se lleva la
taza a la boca.
—Los papeles del divorcio.
Deja de beber al instante y levanta la cabeza para mirarme. Y me mira con dolor. Sorpresa y
dolor. Puñetero dolor. No me mires así, River, no me mires como si te doliera, porque me repatea.
Los deja caer sobre la mesa de la cocina y regresa a su café.
—¿Puedo llevármelos a casa para leerlos? Te los devolveré firmados lo antes posible.
—Claro. Tómate el tiempo que necesites. Pero que no sean más de dos semanas.
—¿Tanta prisa tienes?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque sí.
—¿Vas a casarte con otro o algo?
—Podría.
—Cat…
—Llevo cinco años esperando para poder divorciarme, no me hagas esperar más, River. Y
¿puedes irte ya? Tengo muchas cosas que hacer. —Galletas, voy a elaborar galletas—. Y vale ya
con los mensajitos, te lo advierto.
—¿Tampoco puedo mandarte mensajes?
—No. Y diles a tus hermanísimos, los tres fantásticos, que tampoco me manden ellos más
mensajes.
—Ayer te mandaron un mensaje —afirma más que pregunta, entrecerrando los ojos. Creo que
intenta poner en orden los sucesos de la noche pasada. Suerte con ello.
—Sí, uno cada uno. —Cojo el móvil de encima de la mesa y los leo en voz alta—. Primero
vino el de Adrián: «Menudo pedo se está cogiendo tu marido». Así, sin dar más explicaciones y
sin mostrar ninguna intención. Como siempre, en su línea. Gracias por el dato, Adrián. Muy útil.
Después le tocó el turno a Marcos: «Hugo ha follado en el Peñón. ¡¡¡En el Peñón!!!», con tres
exclamaciones. «¿Tú lo sabías?». Y no, no lo sabía, y no sé cómo he podido vivir sin esa
información, pero ahora ya la tengo y puedo seguir con mi vida. Por último, Hugo, el follador del
Peñón con tres exclamaciones: «Me estoy acordando de aquellas croquetas con queso. Lo hiciste a
propósito, ¿verdad?». En fin. Sin comentarios.
—Joder. Menos mal que se suponía que iban a interceder por mí para que me contestaras al
mensaje.
—Que sea la última vez. Tú y yo nos estamos divorciando. Se acabó, River. Se acabó todo
tipo de relación entre nosotros. Ni tú eres ya mi marido ni yo soy tu mujer.
River deja la taza vacía en la encimera y cruza los brazos en el pecho. Clava sus ojos en los
míos.
—Tú siempre serás mi mujer. Me importa una mierda lo que digan esos papeles.
—Esos papeles son los únicos que alguna vez han dicho que yo era tu mujer.
—Eres —me corrige—. Y eso no es cierto.
—Y, de todas formas, me da igual. Para mí nunca has sido mi marido. O, bueno, sí, lo fuiste
durante tres meses.
River no me contesta. River no me mira. River no me está escuchando. Alucino. ¡No me está
escuchando! Observa el calendario que tenemos colgado en una de las paredes de la cocina. Ha
dejado de mirarme para contemplar un calendario. En serio, alucino. Chasqueo los dedos delante
de sus ojos.
—River. ¡Eh! ¡River! Que te estoy hablando. Vamos, esto ya es increí…
—¿Sabes si tu tío va a hacer la fiesta por Halloween?
—¿Qué?
—Tu tío. La fiesta que organiza cada año para celebrar Halloween. ¿La va a celebrar este
año?
—Sí, supongo que sí.
—Tienes que colarme en esa fiesta, Cat.
Acabáramos. Trabajo, trabajo y trabajo. Ya no debería sorprenderme. River pasa de frío a
calor, o viceversa, con más rapidez que las placas de inducción.
—¿Por qué? —le pregunto.
—Porque necesito entrar en esa casa de nuevo.
—¿Por qué? —insisto—. Ya sacamos todo lo que necesitábamos de allí, el disco duro
completo de su ordenador. Por cierto, ¿conseguiste acceder a la información?
—Sí.
Claro, por supuesto que lo hizo.
—¿Y qué había dentro?
—De todo. Correos electrónicos, fotos, documentos…; tenemos material de sobra, pero eso no
es suficiente.
—¿Qué más necesitáis?
River vuelve a cruzar su mirada con la mía y la mantiene ahí, sin contestarme. Dios, qué ojos
más bonitos. Fue lo primero que me enamoró de él.
—Riv…
—Cat…
—¿Qué más necesitáis? —pregunto de nuevo, olvidándome de sus estúpidos ojos, pero él
continúa sin responder—. ¿En serio no me lo vas a decir? Claro, es confidencial, ¿no?
—Sí, es muy confidencial, pero es que, además, no quiero involucrarte en este asunto. Ya estás
demasiado implicada, y no quiero que tu tío ponga los ojos sobre ti; no quiero que se fije en ti
para nada; no quiero ni que pase por tu lado y cruce una mirada contigo. Y, tomando en
consideración tu pésima faceta de espía, de la que he sido testigo, temo que ya hayas llamado
demasiado la atención. No más, Cata.
Lo de mi pésima faceta de espía me lo guardo para más tarde, pero que se la devuelvo, se la
devuelvo. O no me llamo Catalina Berenguer. Respecto al resto… Muy bien. ¿Quieres jugar,
River? Pues juguemos. Me coloco frente a él con los brazos en jarras; él continúa apoyado en la
encimera con los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas cruzadas a la altura de los tobillos.
Y juraría que lo he notado alterarse en cuanto me he acercado, pero o se ha recompuesto con
rapidez o han sido alucinaciones mías.
—¿Quieres entrar en esa casa? —le pregunto con mi rostro muy cerca del suyo.
—Sí —responde seguro, directo, con su aliento impactando en mi boca.
—¿Quieres que te cuele?
—Sí.
—Entonces, vas a tener que contármelo todo.
River chasquea la lengua y rompe el contacto visual. Se lleva la mano a los lagrimales y se los
frota con ímpetu. Después se aparta de la encimera y pasa por mi lado, haciendo que nuestros
hombros se rocen. Ignoro el escalofrío. Se acerca a la despensa y coge pan de molde, y de ahí, va
a la tostadora.
—¿Qué haces?
—Tengo hambre.
—Pues vete a tu casa a comer.
—Estoy en mi casa.
—Ya. Mira, Riv, tienes que firmar cuanto antes esos papeles porque tenemos que acabar ya
con esta situación de mierda.
—¿Quieres que te cuente lo que necesito de tu tío? —me pregunta mientras se prepara el
desayuno.
—Sí.
—Pues primero necesito que tú me expliques a mí cómo llegaste a sospechar de él.
—¿Así va a ser a partir de ahora entre nosotros? ¿Yo te doy algo si tú me das algo?
—Eso parece. ¿No quieres información? Pues eso implica que vamos a tener que trabajar
juntos.
—¿Y trabajar juntos supone que tú desayunes en mi casa?
—Nuestra casa. Y, ahora, habla.
—Bien. Fue gracias a ti.
—¿A mí? —River gira la cabeza para mirarme.
—Sí, a ti. Cuando supe que trabajabas en el CNI y que investigabas a mi padre, comencé a
observarte; te observaba veinticuatro horas al día; te observaba aquí, en nuestra casa, pero sobre
todo te observaba en casa de mis padres. Siempre lo mirabas todo, casi nunca te relajabas. Te
veía disculparte para ir al baño cuando en realidad solo querías fisgonear. Te veía entrar en el
despacho de mi padre; te veía escrutar a mi padre. Supongo que aprendí a observar. Estuve así
durante años, preguntándome qué era lo que buscabas y si lo habías encontrado, y un día, de
pronto, me fijé en que mi tío miraba a mi padre de la misma manera que tú. Y que iba al cuarto de
baño tantas veces como tú. Lo seguí en una ocasión sin que se diera cuenta y… Bingo.
River deja la tostada de malas maneras y se acerca a mi posición. Yo me inclino hacia atrás
hasta que mi espalda choca con la mesa. Él se acerca más.
—Joder, Cat, arriesgaste mucho. ¿Por qué no me lo dijiste en ese momento?
—No lo sé. Supongo que por miedo. —«Miedo a saberlo todo sobre ti»—. ¿Me dejas
continuar?
—Sí, continúa.
—Se metió en el despacho de mi padre y realizó una llamada. No hablaba con sus amigos del
golf. El saludo fue claro: «Hola, señor ministro». Lo dijo con tonito. Con sorna. No soy tan tonta
como crees, sé lo que hace el CNI: seguridad nacional. Que mi tío, que es un don nadie, tratara
con esa confianza a un miembro del Gobierno… Até cabos. Era a él a quien buscabas, no a mi
padre. Pero tú no lo sabías.
—No. Porque tu tío siempre se ha comunicado con el ministro desde el despacho y el correo
de tu padre. Nunca nos hemos fijado en él. Como bien has dicho, era un don nadie, y desempeñaba
muy bien su papel. Ha sido su mejor tapadera. Y nunca he pensado que fueras tonta.
—Lo que tú digas.
—¿Algo más?
Sí. Que estás demasiado cerca. Y yo necesito que corra el aire entre nosotros y se lleve tu olor,
tu familiaridad en esta casa y el puñetero recuerdo de tiempos mejores. Aléjate, River.
—Nada más. Me fui de allí con rapidez y aguanté unas semanas con la información en mi
poder. Después te pedí el divorcio. Y dos semanas más tarde, se lo conté todo a mi padre. Le
conté que tú eras del CNI, que te habías casado conmigo para vigilarlo a él, por un presunto delito
que había cometido, y que estaba segura de que en realidad buscaban al bueno del tío Bosco.
—Por eso os fuisteis.
—Sí. Mi padre quiso renunciar a su puesto en cuanto vio peligrar el nombre del pueblo.
—No fue por nuestro divorcio. Qué gilipollas he sido. Siempre he pensado que… —River
suspira—. Eres libre de creerme o no, pero aquel día sí fui al aeropuerto a buscarte, solo que
llegué tarde porque sufrí un accidente de tráfico. Hablé con tu padre por teléfono y me dijo que me
esperaríais y que si yo llegaba… os veníais conmigo a casa. ¿Cómo iba a sospechar que tu padre
sabía la verdad con semejantes palabras hacia mí? Él te adora. Di por hecho que iría contigo al fin
del mundo. Por cierto, ¿cómo se lo tomó?
Sonrío sin ganas por todo lo que acaba de decirme.
—¿Te refieres a lo tuyo o a lo de su cuñado?
—A lo de su cuñado.
—Una hora después de que yo se lo contara, renunció a la alcaldía y decidimos irnos. La
excusa sería mi divorcio, aunque creo que no coló. Que mi padre dejara el ayuntamiento abrió más
heridas de las que pensábamos. Pero para él lo primero era proteger la reputación del pueblo.
Hemos estado casi un año fuera y mi padre ha podido averiguar varias cosas con respecto a mi
tío. Una de ellas, la clave de su ordenador. Por eso hemos vuelto. Y por eso yo he decidido tomar
medidas. ¿Y ahora? ¿Quieres que te diga lo que opina de ti?
River tarda en responder. River me mira. River continúa demasiado cerca de mí y sus brazos,
cruzados, están en tensión, porque los bíceps se le marcan con esa camiseta. Dios, cómo lo odio.
—No, Cata —responde por fin.
Y yo necesito hacerle daño. Necesito que se aleje de mí aunque solo sea por la fuerza de mi
resentimiento.
—¿Sabes? Mi padre te quería. Te quería de verdad, como a un hijo. Casi desde el principio.
Por eso en aquella llamada te dijo lo que te dijo. Porque confiaba en ti, fueras quien fueras.
Enseguida te lo metiste en el bolsillo; enseguida aprendió a quererte, a valorarte, a admirarte, y
eso que no le gustó un pelo que su única hija se casara con veintitrés años, con su primer novio, al
que acababa de conocer. Pero tú produces ese efecto. Calas en las personas. Supongo que forma
parte de tu entrenamiento.
—No todo lo que hay en mí es CNI, Cat. No todo es entrenamiento. También soy un ser humano
que alberga sentimientos y experimenta emociones.
—¿No me digas?
—Sí. Con tu padre he sido agente del CNI, pero también he sido yerno. Me he reído con sus
chistes, he ido a pescar con él y con mi padre, y he disfrutado de esos momentos.
—No me lo creo. Tú eres cien por cien CNI.
—Se me va de las manos, Catalina. Hay momentos en que se me va de las manos. Se me
olvida. ¿Crees que cuando estoy más inconsciente que consciente sigo siendo cien por cien CNI?
¿Crees que cuando buscaba tu contacto y te abrazaba por las noches más dormido que despierto
era un agente? Ya te contesto yo: no. Ahí soy solo River. Ahí soy solo tu marido.
No estoy preparada para esta conversación, para interiorizar sus palabras y que se me metan
en el alma. Por eso carraspeo y retiro mis ojos de los suyos. También lo empujo y me sitúo en la
otra punta de la cocina.
—Ahora te toca a ti, River. ¿Qué más necesitas de mi tío?
Se gira y se apoya él en la mesa.
—Posee pruebas contra el ministro, pruebas que lo vinculan con un asunto un tanto turbio. Las
ha robado. Y mi trabajo es robárselas yo a él y asegurarme de que desaparezcan. Porque, por
mucho que lo pillemos y lo neutralicemos, si esas pruebas siguen en su poder, no serviría de nada.
La amenaza sigue existiendo.
—¿Cómo mi tío ha podido robar algo de tal calibre?
—No ha sido él. Tiene un socio. Estamos intentando descubrir su identidad; de momento solo
sabemos que su alias es «Jacob», pero yo sé que ha sido él quien le ha dado las pruebas a Bosco.
Lo sé, Cat.
—No me suena ningún Jacob.
—Daremos con él.
—¿Y cómo las vais a encontrar? Las pruebas, digo. Pueden estar en cualquier parte.
—Lo sé. Pero de momento empezaré por su casa. Por su caja fuerte.
—¿Tiene caja fuerte?
—Sí.
—River, colarte en la fiesta con tanta gente, con él merodeando, y meterte en su despacho
suena peligroso.
Suena demasiado peligroso. Y puede que yo odie a River, pero lo último que quiero es que lo
maten de un tiro en la cabeza. Me estremezco solo de pensarlo, de imaginarme sus ojos azules sin
vida. Sacudo la cabeza y aparto esa imagen. Dios, creo que he visto demasiadas películas. Y no sé
hasta dónde la realidad supera a la ficción.
—No te preocupes por mí.
—No me preocupo por ti. Me preocupo por mi padre. Si tú la cagas y te pillan, se va todo a la
mierda.
—No me van a pillar. Sé lo que me hago.
—Ya lo sabéis todo sobre él, ¿verdad? Sobre mi tío.
River, una vez más, tarda en contestar. Y lo conozco tanto… Tanto que sé que me oculta algo.
—Casi todo. Cata, tienes que colarme en esa fiesta.
—Lo intentaré. Pero no va a ser fácil. Para mi familia no eres bienvenido, que digamos; saben
que nos estamos divorciando.
—¿Qué les has dicho sobre eso a tu madre y a tus tíos? ¿Cuál es el motivo de nuestro
divorcio?
—¿A mi madre y a mis tíos? ¿Das por hecho que a mi madre no le he contado la verdad?
—Sí, lo doy por hecho. ¿Qué les has dicho?
—Que te pillé en nuestra cama follando con otra.
River bufa y yo tengo que morderme la lengua para no reír. Te fastidias.
—Joder, Catalina. ¿En serio?
—Sí —admito con satisfacción.
—No me lo puedo creer.
—Pues créetelo. En fin, entonces, ¿trabajamos juntos?
—Más o menos, Cat Cat. Aún falta un último paso.
—No me llames así.
—¿Por qué?
—Porque no. ¿Qué último paso? —River me tiende el brazo—. ¿Qué?
—Los tratos se sellan con un apretón de manos.
—También de palabra.
River niega con la cabeza.
—Este no.
Resoplo y le ofrezco mi mano. Él me la sujeta más de lo normal; es cálida, y me trae
demasiadas emociones, así que la aparto con rapidez.
—Bien, ¿ya trabajamos juntos?
—Ya trabajamos juntos.
River me mira con deseo y socarronería. Y se aproxima más. Pero ¿qué tiene este hoy con los
acercamientos?
—No te me acerques tanto. ¿Tienes pistolas en casa?
—No pienso contestar a eso.
—Eso es que sí.
—No las busques, Catalina.
Así que buscarlas… en plural… Interesante.
—Nuestra relación va a ser puramente profesional, River —le advierto.
—Sí.
—Y vas a firmar los papeles del divorcio.
River los coge y me da con ellos en la cabeza de forma cariñosa. Lo odio.
—Sí.
—Bien. Pues creo que ya estamos. Puedes irte.
River asiente y me mira con intensidad durante unos segundos tan interminables como efímeros
antes de abandonar el salón. Se calza y se dirige a la puerta. La abre, pero se gira antes de
marcharse:
—Voy a atrapar a ese hijo de puta y voy a limpiar el nombre de tu padre. Te lo prometo, Cat.
—Bien. Es lo menos que puedes hacer. Y diles a tus hermanísimos que dejen de mandarme
mensajes.
River sonríe.
—Lo siento, pero a esos no puedo controlarlos. No los controla ni mi madre.
Yo niego con la cabeza antes de que cierre la puerta detrás de él y desaparezca de mi visión. Y
una vez que se va… Una vez que se va, la casa se llena de un vacío que necesito llenar con lo que
sea. Voy a elaborar galletas.
13
Mi Cabana favorito

Levanto la cabeza y apago la batidora porque me ha parecido oír el timbre de la calle. Me


mantengo a la espera con el aparato en la mano y estoy a punto de encenderlo de nuevo para
continuar con mi masa de galletas cuando vuelve a sonar. Pues sí, es el timbre. Me limpio las
manos y voy corriendo al interfono a ver quién osa molestarme a la hora del postre y de la
posterior siesta.
—¿Sí?
—Hugo.
Chasqueo la lengua con fastidio, y no porque sea él —que también—: es por la manera en que
pronuncia su nombre, como si con ello el resto de los mortales tuviéramos que abrirle todas las
puertas. Como si le confiriera algún poder especial decir quién es. Entonces me acuerdo de la
borrachera que traía esta mañana y decido tocarle un poco la moral. Tiene resaca, fijo.
—¿Hugo? ¿Qué Hugo?
Puedo oír su resoplido desde aquí. Sonrío por ello.
—Cabana. Abre.
Dios, qué poco me gusta ese tono autoritario. A este le digo yo cuatro cosas en cuanto salga del
ascensor, por eso pulso el botón del interfono y dejo que entre en el portal. También porque sé que
es capaz de llamar a todos mis vecinos, y no me apetece que me miren más de lo que ya me miran.
Abro la puerta y lo espero apoyada en la jamba; espero durante un par de minutos y no me
sorprendo cuando escucho que sube por las escaleras. A un ático en el piso doce. Pongo los ojos
en blanco. Por supuesto que mi cuñadísimo, el pirado de los deportes, tenía que subir por las
escaleras. No usa un ascensor ni loco. Es como si le provocaran alergia. Acompañar esta mañana
a River seguro que le produjo urticaria.
—¿No funcionaba el ascensor? —le digo en cuanto lo veo aparecer con un transportín de
animales minúsculo en una mano y una bolsa de tela con el logotipo de la clínica en la otra; este
viene del trabajo. Voy a increparlo un poco más, pero entonces me fijo en la pinta que trae, de
desecho humano, muchísimo más que River, y eso que no llegó en el estado de coma de su
hermano mayor; ha perdido hasta encanto y belleza, y no puedo evitar decírselo—: Tienes una
pinta horrible.
—Gracias.
—Y no es solo por la resaca que arrastras. Además de los ojos inyectados en sangre, también
tienes unas ojeras que te llegan hasta el suelo. La piel, demasiado blanca ahora que ha pasado el
verano, y el pelo, demasiado rubio. En conjunto, no te quedan bien esas ojeras. Deberíais
controlaros Dylan y tú con las sesiones de Skype que os pegáis cada noche.
Hugo no se sorprende por mi comentario, da por hecho que Dylan me ha contado que se pasan
horas hablando por videoconferencia. Tampoco parece que le moleste: tiene más que asumida la
relación tan estrecha que mantengo con su novio. Se queda parado ante la puerta de mi casa y no
hace ni un solo intento de entrar. Bien, porque tampoco iba a invitarlo.
—Es prácticamente el único momento del día en el que puedo hablar con él —me dice. Y lo
hace con vocecita. Con puñetera vocecita. Dios, Cata, no dejes que te ablande, no dejes que te
ablande, no dejes que te ablande. Y no le mires esos ojos grises tan tristones. Mierda, demasiado
tarde. Ya los he visto.
—¿Qué quieres? —le pregunto con acritud.
—Hace unas semanas asistí en el parto a la gata de unos amigos de mis padres. Ha tenido una
camada de cuatro gatitos y no pueden quedárselos. Les estamos buscando familias y yo he pensado
en ti en primer lugar. Está aquí dentro. —Levanta el transportín—. Es un macho y es un poco
trasto; creo que podéis llevaros bien. Tiene las vacunas puestas, el chip a mi nombre y todos los
papeles en regla; yo mismo me he encargado de ello. De todas formas, puedes pasarte por la
clínica siempre que quieras para que le eche un vistazo, le haga revisiones o para que le corte las
uñas. Lo único que no tiene es nombre.
—¿Me has traído un gatito? —susurro—. ¿Para mí?
—Sí. A ti te gustan los gatos y este necesita un hogar.
Comienza a temblarme el corazón y se me empañan los ojos. Se me empañan tanto que temo
pestañear y que rueden las lágrimas sobre mis mejillas. Hugo me ha traído un gatito. Un gatito. Me
llevo la mano a la boca y contengo la respiración; estoy a punto de llorar de la emoción. Hugo
sonríe por ello.
—Entonces, te lo quedas, ¿no? Aquí tienes comida y piedras y alguna pijada más. —Me ofrece
el transportín y la bolsa de tela y yo lo recibo todo, haciendo un esfuerzo titánico por no abrirlo,
coger al gato y dar vueltas por el salón con él en brazos. Y lo haría justo después de darle un
abrazo inmenso a mi cuñado, de esos que te nacen de las entrañas. Porque, dejando de lado el
detalle que acaba de tener conmigo, este chico necesita un abrazo de alguien que eche de menos a
Dylan casi tanto como él.
—¿Has comido? —le pregunto. Ya sé que no es lo mismo que un abrazo, pero algo es algo.
Poco a poco.
—He picado algo rápido. Tengo mucho curro, solo me he acercado a traerte el gato.
—¿Quieres pasar a tomar un café? Lo vas a necesitar si tienes que sobrevivir a toda una tarde
de curro. Y estoy haciendo galletas. Llevo unas cuantas horas en la cocina y creo que por fin va a
salir algo comestible. Y te prometo que no llevan queso.
Hugo sonríe en primer lugar y después hace el amago de contestar; no sé si me va a decir que
sí o que no, pero entonces lo llaman por teléfono. Mira la pantalla del móvil. Levanta la vista.
—Es Dylan. Me… tengo que ir.
—Bien. Adiós.
—Adiós, Cata.
Se da media vuelta, a la vez que le contesta a Dylan con un «Dy» más dulce que las galletas
que estoy horneando, y baja por las escaleras. Cierro la puerta y suspiro. Hugo. Qué complicado
nos lo pone a veces la vida, ¿no? Miro el transportín y sonrío; hay una bolita de pelo dentro y yo
ya la quiero con toda mi alma. Lo dejo en el suelo, abro una de las compuertas para que salga e
inspeccione todo a su ritmo y vuelvo a la cocina.
—Bienvenido a casa, pequeñajo.

Media hora aguanto en mi casa después de que Hugo me deje el gatito. Media hora y ya he bajado
al pub a pedirme un café para llevar. Lo cojo y, cuando estoy a punto de salir, me giro y pido otro.
Porque, a ver, yo no he venido aquí a pedir un café para mí. He venido a pedir un café para él.
Porque Hugo se apaga cuando Dylan no está. Nunca lo había visto así.
Salgo del pub y me dirijo a la clínica veterinaria; no tengo más que entrar en el local para ver
el jaleo que hay dentro. Dios, qué estrés. Y no solo por los animales, que hay como doscientos (y
la mitad parecen nerviosos), con sus correspondientes doscientos dueños (también nerviosos), es
que, además, el teléfono no deja de sonar. ¿Y dónde está Hugo? Dejo atrás la sala de espera y me
cuelo dentro. Aunque no nos soportemos, hay confianza. Y ahí está el rubiales, con un perro
enorme entre las manos y un hombre a su lado que no deja de parlotearle bien alto en la oreja. Con
la resaca que tiene… Intento no reírme demasiado.
Le dice al cliente que por favor se dirija a la sala de espera en el mismo momento en que yo
carraspeo. El hombre deja de hablar y me mira con curiosidad. Hugo no puede ocultar la sorpresa.
Ni la preocupación. Nos quedamos solos.
—¿Está todo bien? —me pregunta—. ¿El gato, bien?
—Sí, y ya no se llama «el gato». Se llama Den.
—¿Den? Bien. Me gusta.
—Te he traído un café. Lo necesitas.
Lo dejo en la encimera gigante que rodea toda la sala.
—Gracias, pero no tengo tiempo para café. Estoy a tope.
—Ya lo veo. —Hugo me mira con mala cara para después ignorarme. Sigue con su perro. Con
una mano metida en la boca del animal y la otra intentando coger algo de una balda. Y el teléfono
sigue sonando. Es realmente molesto—. Coge ese teléfono, Hugo, por Dios, me estoy estresando
hasta yo.
—¿Con la polla lo cojo?
Puñetero borde que es.
—Ya voy yo —suspiro.
Me dirijo al mostrador de la sala de espera y descuelgo.
—¿Sí?
—Hola. ¿Hugo, cariño?
Es una señora. Las señoras adoran a Hugo, solo ellas saben por qué. Siempre lo abrazan, le
estrujan los carrillos y le dicen lo guapo que está.
—Ahora no puede ponerse. ¿Qué desea?
La señora comienza a soltarme un rollo enorme sobre sus pájaros, o su loro, y yo intento
apuntarlo todo en un papel que pillo por ahí. Le digo que no venga hasta mañana; la clínica está
hasta arriba y Hugo no da más de sí. Al colgar, vuelvo a donde mi cuñado.
—¿No tienes agenda? —le pregunto nada más entrar.
—Sí, por ahí —responde sin mirarme. Continúa con la mano metida dentro de la boca del
perro.
Me asomo al minidespacho de Hugo y la encuentro encima de la mesa. La hojeo y enseguida
me doy cuenta de que es un desastre. Una letra impoluta. Pero un desastre.
—Dios, esta agenda es caótica —le digo cuando regreso a la «sala de operaciones»—.
Necesitas organización, Hugo. Con lo que tú eres.
—Lo sé, pero es que no doy abasto, y atender a los animales es prioritario. El resto de mi
tiempo me lo paso hablando con Dylan, diciéndole a mi madre que como igual de bien que
siempre y que no estoy más delgado, o haciéndoles de niñera a mis hermanos, entre ellos, tu
marido.
Sí está más delgado.
—Necesitas una secretaria que te organice todo esto. Y a alguien que te traiga el café por las
mañanas. De eso último ya me ocupo yo; me has pillado de buenas. Pero tendrás que esperar a que
me levante, no pienso venir a primera hora.
—¿Y de lo otro?
—¿De qué otro?
—¿Quieres ser mi secretaria? Ya sé que no eres secretaria, que has estudiado no sé qué
carrera en Europa, pero realmente te necesito.
¿Perdona? Me quedo sin palabras. ¿He entendido bien? Reproduzco la conversación. Sí, creo
que he entendido bien. ¿Yo, secretaria de Hugo? ¿Yo, trabajar? No he trabajado en mi vida. Sí he
estudiado, estudié en la universidad de Edimburgo la carrera de Arqueología. No es que tuviera
vocación de Indiana Jones, pero la Historia y los huesos antiguos siempre me han fascinado y no
sabía qué otra cosa hacer, así que allí me fui. Siempre he estado en desacuerdo con que a los
dieciocho años debamos decidir lo que queremos ser de mayores, cuando aún no tenemos ni idea
de lo que nos gusta o no nos gusta, ni idea de la vida en general. Yo, a esa edad, no sabía a lo que
quería dedicarme. Y sigo sin saberlo ahora, con veintinueve. Después de acabar la carrera regresé
al pueblo y… Y a mi familia nunca le ha faltado el dinero, así que a mí, tampoco. Mis padres se
ocuparon de eso con la más que generosa donación que me regalaron el día de mi boda. Supongo
que llevo desde entonces intentando encontrar mi sitio. Y no es fácil. Hubo una época en la que mi
madre me sugirió, para distraerme, trabajar en el hotel & spa que hay a las afueras del pueblo y
que es de su propiedad (mi madre, además de ser marquesa, es empresaria: tiene multitud de
negocios y cada año se mete en uno nuevo. El hotel es su niño bonito), pero ni me lo planteé. ¿Yo,
trabajar para mi madre? No, gracias. Ni por todo el oro del mundo. Luego conocí a River, me casé
con él, y el tema del trabajo pasó a un segundo plano. Después, a un tercero, a un cuarto y por
último… al final de la lista.
Nunca me he sentido mal por ello, nunca lo he necesitado; siempre he pensado que las
personas trabajan por dinero, y yo lo tengo; sin embargo, quizá estaba equivocada, porque la
propuesta de Hugo me ha puesto la piel de gallina. El hecho de que alguien me necesite me ha
puesto la piel de gallina. Por eso… ¿Yo, trabajar para Hugo, mi Cabana más odiado?
—Acepto —le digo con una sonrisa enorme. La primera en días. En años, quizá.
—¿En serio? —responde, realmente sorprendido.
—Sí. Necesito distraerme y tú necesitas ayuda. Pero nada de estrechar lazos entre tú y yo.
—Por supuesto que no. ¿Por quién me tomas?
Y suena el teléfono otra vez.
—Empiezas hoy —me dice entonces Hugo—. Ahora.
—¿Qué? Ni hablar. No vengo vestida para trabajar en una clínica veterinaria.
—Empiezas hoy —repite—. Ahora. Y coge el teléfono; me está resonando en la cabeza desde
hace horas. Maldita resaca.
¡A la mierda la ropa que llevo! Voy. Voy a coger el teléfono, más feliz de lo que me he sentido
en mucho tiempo. A coger un teléfono. ¿Cómo puedo estar tan emocionada?
—Clínica veterinaria de Hugo Cabana, le habla Catalina. ¿Qué desea?
—¿Cata?
Uy, esa voz.
—¿Adrián?
—¿Qué coño haces tú ahí contestando el teléfono de mi hermano?
—¿Tienes cita con Hugo?
—Eh, no.
—Pues no lo llames en horario laboral, y menos al teléfono del trabajo.
Cuelgo y vuelvo a donde Hugo.
—¿Quién era?
—Alguien molestando.
—¿Quién?
—Adrián.
—¿Mi hermano Adrián?
—El mismo. Le he dicho que te llame en horario fuera del trabajo y a otro teléfono que no sea
el de la clínica.
—Bien.
—Bien.
Entonces me llaman a mí al móvil.
—Nada de llamadas personales en el curro —me advierte Hugo. Lo ignoro. Es River.
—¿Qué quieres? —contesto.
—¿Estás trabajando para Hugo?
—No te importa.
Le cuelgo. Madre mía, la noticia ha viajado más rápido que la pólvora. Esto es increíble.
Entonces llaman al móvil de Hugo y, como ya tiene una mano liberada, responde.
—Riv, ahora no tengo tiempo para esto.
Le cuelga. Intento no reírme. A ver, el chico es borde por naturaleza. Y yo tomándomelo todos
estos años como algo personal contra mí.
—¿Cuántas horas al día voy a trabajar? —le pregunto a mi cuñado.
—No lo sé. Luego lo hablo con la asesoría y lo gestiono todo.
—¿Con la asesoría? ¿Vas a pagarme?
—Pues claro.
—No tienes que pagarme.
—¿Cómo no voy a pagarte?
—Bien. Genial. ¿Puedo traer a Den al trabajo? No quiero que esté solito en casa.
—Claro.
Pues ya está todo dicho. Me acerco a Hugo y le tiendo la mano.
—¿Qué haces? —me pregunta.
—Tenderte la mano para cerrar el trato. —Hugo observa mi mano con la frente arrugada—.
River me ha dicho que los tratos se cierran con un apretón de manos.
Hugo sonríe y, sin esperármelo para nada, me da un beso cálido en la mejilla derecha.
—Hay más maneras de sellar tratos.
Se dirige a la sala de espera con el perro, se lo entrega a su dueño y llama al siguiente cliente.
Yo me quedo quieta, de pie, saboreando el gesto de mi cuñado con los ojos cerrados, hasta que me
llega un mensaje al móvil.

Dylan:
¿Estás trabajando para el nene?
Cata:
Sí. Y me ha regalado un gatito.
Dylan:
Qué monos sois los dos juntos. Hugo y tú. Estoy deseando veros. Comienza la era Catugo.
Cata:
No seas hortera.
Dylan:
Te encanta.
Cata:
Tampoco te pases.
Dylan:
Me lo voy a comer a besos.
Cata:
Menuda novedad.
Dylan:
Me refiero a Hugo. No al gato.
Cata:
Lo he entendido.
Dylan:
Te dejo, voy a llamarlo por teléfono.
Cata:
No te lo va a coger. Está a tope.
Dylan:
Ya verás como sí me lo coge. Desde que vivo en Madrid me lo coge siempre a la primera. Pobre.

Y así es. A Hugo le suena el teléfono, descuelga en cuanto ve en la pantalla quién lo llama y
atiende a Dylan mientras trata con su siguiente cliente. Sonrío una vez más. Pues tengo trabajo. Por
primera vez en mi vida, tengo trabajo. Dios, ¿por qué estoy tan contenta? Mi jefe es un pelín
borde, pero creo que me va a gustar. Mi jefe y yo no nos llevamos bien, pero creo que vamos a
formar un buen equipo.
¿Por qué?
Porque, después de River, Hugo siempre ha sido y siempre será mi Cabana favorito.
14
La fiesta de Halloween
Life is a mystery; everyone must stand alone.
I hear you call my name
And it feels like home.

Me llevo la copa a los labios y reconozco su esencia en cuanto mis papilas gustativas se
humedecen con las burbujas: Crystal, mi champán favorito. Sonrío con cordialidad, pero sin
ninguna gana, a los invitados de mis tíos, y a mis propios tíos, en cuanto la bebida espumosa se
desliza por mi garganta; reconozco que me ayuda. Esta fiesta es de todo menos una cerebración de
Halloween, como siempre. Ni siquiera se nos ha permitido venir disfrazados, aún menos con el
rostro maquillado para la ocasión; eso sí, este año, las mujeres debíamos vestir de color rojo. Yo
he venido de negro. ¿Qué puedo decir? Soy una rebelde.
A mi madre le ha faltado tiempo para reprenderme entre dientes sobre lo inadecuado de mi
vestimenta en cuanto me ha visto aparecer.
—Pero, mamá, los zapatos y el bolso son rojos —le he contestado con inocencia y mi mejor
voz de niña buena. Después, me he acercado al champán.
Me alejo de las conversaciones insustanciales y los trajes de etiqueta y me paseo por la
estancia, decorada con guirnaldas rojas y corazones: muy Halloween, todo. Y lo busco a él por
cada rincón mientras la voz de Madonna con su Like a Prayer se me mete en el cuerpo. Por
supuesto que lo busco a él. Tampoco es que me sorprenda: River Cabana es experto en crear
tensión y expectación, entre otras habilidades. Nunca sabes cuándo va a aparecer ni lo que va a
hacer. Han pasado dos semanas desde que nos pusimos de acuerdo para trabajar juntos, dos
semanas desde que le prometí que haría todo lo que estuviera en mi mano para colarlo en esta
fiesta, y ahora… no hay ni rastro de él.
Tampoco es que haya sabido mucho de River en estas semanas: apenas me respondió con un
«OK, nos vemos allí» cuando le dije que lo había enchufado en la lista de invitados y que más le
valía venir vestido de manera elegante (River puede ser muy antisistema si se lo propone), y
negaré hasta la saciedad haber aguzado el oído cada vez que escuchaba a Hugo hablar con él por
teléfono en el trabajo.

I hear your voice, it's like an angel sighing.


I have no choice, I hear your voice.
Feels like flying.
I close my eyes, oh God I think I'm falling.
Out of the sky, I close my eyes.
Heaven help me.

Dejo mi copa vacía en la bandeja que porta uno de los cinco camareros que mi tío, el
espléndido, ha contratado para la ocasión, y noto la vibración de mi móvil en el bolso. Y sé que es
él; lo sé porque también me siento observada. Obscenamente observada. Y tal proeza solo puede
deberse a él y a sus estúpidos ojos azules. También sé que estoy guapa: vestido de tul negro hasta
los tobillos. Escote con corte a medio hombro. Cabello recogido en un moño perfectamente
despeinado. Labios de color rojo fuerte.
Riv:
Impresionante. Estás IMPRESIONANTE.

Miro hacia todos los lados, buscándolo; doy incluso una vuelta sobre mí misma, pero no lo
veo; hay demasiada gente en este salón, y todos los hombres van vestidos igual.

Cata:
¿Dónde estás?
Riv:
A las siete en punto. Contemplándote desde hace un rato. Te has pintado los labios de rojo.

Sonrío mientras me muevo por entre la gente; mientras alzo la vista por encima de sus cabezas;
mientras escribo con rapidez en mi teléfono.

Cata:
Van a juego con el bolso y los zapatos.
Riv:
Gírate más hacia la izquierda.

Estoy a punto de hacerlo, pero entonces…

Cata:
¿Pretendes darme un repaso, River?

Y sé que es imposible, y tampoco lo entiendo, pero juro que su risa me hormiguea en el oído.

Riv:
Tal vez… ¿Puedes culparme? Un poco más hacia la izquierda.

Izquierda, voy hacia la izquierda.

Riv:
Un último paso.
Riv:
Quieta. Ahí. Justo ahí. Levanta la mirada.

Lo hago. Y lo veo frente a mí. Y lo odio. Porque el corazón deja de latirme en el pecho.
Porque se me corta la respiración. Porque mis mejillas se sonrojan. Porque River causa ese efecto
en mí, a pesar de todo. Porque está guapo a rabiar, imponente, follable, joder, apoyado de medio
lado en la pared con aire insinuante, una mano en el bolsillo y los ojos clavados en mí. Y el
maldito esmoquin, que le queda como si lo hubieran confeccionado con los mejores hilos solo
para él.
Abandona su posición y viene hacia mí con paso decidido, como si no hubiera decenas de
personas a nuestro alrededor, como si solo existiéramos él, yo y Like a Prayer. Me sujeta de una
mano y de la cintura con firmeza y comenzamos a bailar, a volar, a dar vueltas en un mundo que ha
dejado de girar para nosotros.

It's like a dream, no end and no beginning.


You're here with me, it's like a dream.
Let the choir sing.

—Hola, Cat Cat.


—River.
—Vas de negro. Creo que el resto de las mujeres visten de rojo. Llámame intuitivo, pero me
suena a instrucciones precisas.
—Te suena bien, señor intuitivo.
—¿Has hecho la vista gorda?
—Me lo he pasado por el forro.
—Estás guapísima.
Ahogo un carraspeo. Y un resbalón.
—Gracias. Tú tampoco estás mal.
—Gracias. Me dijiste que me pusiera elegante.
—¿Y desde cuándo me escuchas?
—Desde que oí tu voz por primera vez. Comenzaste a insultarme en inglés. ¿Lo recuerdas?
—¿Los insultos? Los recuerdo.
—No te dejaste ni uno. Incluso aprendí algunos nuevos. ¿Quieres que te confiese algo?
—¿Qué?
—Me impresionó tu dominio. Nunca me habían insultado tanto y tan fuerte en otro idioma.
—No me lo creo. ¿Ni siquiera en el colegio, con todas las que liabas?
—Ni siquiera en el colegio. Tú fuiste la primera.
—Algo me harías, poligonero.
—Un favor.
—¿Un favor? Explícame eso.
River me roza el lóbulo de la oreja con los labios. Ignoro el escalofrío.
—Salvé tu bicicleta gracias a mis increíbles reflejos de agente del CNI. Algún día tendrás que
admitirlo.
Me recompongo antes de que mi voz suene tan temblorosa como mi cuerpo entre sus brazos.
—Jamás. Me pareciste un macarra, River.
Y ahora siento de verdad, tan real como que estoy viva —pero a punto de desplomarme sobre
unos zapatos rojos de tacón—, su risa y su aliento en mi oído. Su barba de varios días en mi
mejilla. Su fragancia a frescura y Solo Loewe en mis fosas nasales. Y me siento agradecida,
tontamente agradecida, porque el hecho de que River diga en voz alta, con esa despreocupación
que es solo para mí, que trabaja en el CNI, todavía me insufla más vida, si cabe. Se acabaron las
mentiras. Se acabaron las mentiras entre él y yo.
Cierro los ojos y, cuando los abro, he perdido su mirada. He perdido a mi River, si acaso
existe en algún lugar, y he encontrado al agente. Al que ha venido aquí por un motivo específico.
Por una misión. Está vigilando algo, o a alguien, detrás de mi espalda; yo no puedo dejar de
observar sus ojos azules, la manera estudiada en que contemplan su objetivo, sea cual sea.
—Ahora vamos a girar bruscamente —me susurra una vez más—, te voy a dar media vuelta y
voy a besarte el cuello en tres, dos, uno y…
Apenas me da tiempo a registrar sus palabras, mucho menos a asentir, cuando ya hemos girado
y él ha escondido su rostro en la curvatura de mi cuello. Tengo que ahogar un gemido, no porque la
gente que nos rodea me escuche, sino porque me escuche él y se lo crea. Esto es trabajo, Cata.
Trabajo. No lo olvides.
Life is a mystery; everyone must stand alone.
I hear you call my name
And it feels like home.

—La gente nos mira —comento. Lo noto, a pesar de que solo lo observo a él.
—Que miren. No hacemos nada malo. Solo somos un joven matrimonio bailando al son de la
música.
—Estás haciendo sudar a las amigas de mi tía con ese esmoquin, ese pelo y esa manera de
bailar tan tuya. Estás demasiado bueno para tu propio bien. —River ríe a carcajadas en mi oído.
Quizá no debí decir eso en voz alta. No es bueno para su ego, pero es la verdad. No me cansaré
nunca de decirlo: el mayor problema que tengo yo con mi marido es que físicamente me atrae
como nadie. Y lo peor: a mí este River me gusta. Con este River seguiría casada el resto de mi
vida si él me hubiera querido. Y yo pensando que odiaría al River CNI—. No te rías tanto. Y a mí
ya no me gustas, que lo sepas.
—Lo sé —contesta muy seguro. Me pellizca el corazón.
—Bien. Es importante que lo sepas y que…
—Me voy —dice de pronto, interrumpiéndome.
—¿Qué? ¿A dónde?
—A su dormitorio. A por la caja fuerte.
¿Qué? ¿Ahora? ¿Ya? El corazón comienza a golpearme a gran velocidad.
—¿Vas a abrirla?
—Voy a intentarlo.
—Vas a abrirla —afirmo con seguridad.
—Sí.
—¿Y tiene que ser ahora?
—Sí. Tengo la excusa perfecta. Necesito ir al cuarto de baño a… recomponerme de lo que las
caricias de mi todavía mujer han provocado en mí.
—No te he acariciado.
No te he acariciado porque no puedo permitírmelo, River. No puedo permitírmelo.
—Lo sé, Cat. Lo sé.

Just like a prayer, your voice can take me there


Just like a muse to me, you are a mystery
Just like a dream, you are not what you seem
Just like a prayer, no choice your voice can take me there.

River retira sus manos de mi cuerpo, me sostiene la mirada durante unos segundos y se marcha.
Se marcha. Desaparece por el pasillo, tan tranquilo, con esos andares suyos de espía del MI6,
camino del cuarto de baño, y yo tengo que coger otra copa de champán de la bandeja del primer
camarero que pasa por mi lado para tragar el nudo que tengo en la garganta y que muera en mi
estómago. No ocurre. Por eso cojo otra copa, que también me bebo de un solo sorbo. Busco con la
mirada a mi tío; está entretenido, charlando con alguien a quien no conozco. Busco a mis padres,
pero no los veo; estarán en la terraza saludando a sus amistades. Transcurren los minutos.
Transcurren de una manera terriblemente lenta, como siempre que me encuentro en esta maldita
casa. Debe de tener algún agujero negro del tiempo o algo del estilo.
Just like a prayer, your voice can take me there
Just like a muse to me, you are a mystery
Just like a dream, you are not what you seem
Just like a prayer, no choice your voice can take me there

Comienzo a impacientarme en la tercera copa de champán. Y el nudo en la garganta que no


desaparece, que crece por momentos, como mis tacones, que parecen más altos que nunca, pero ni
aun así consigo ver algo; tengo la vista desenfocada, perdida en ese pasillo. Deja de temblar,
Cata. ¿Cuánto se tarda en alcanzar el dormitorio del anfitrión de una fiesta? ¿Y en acceder a su
caja fuerte? ¿Cuánto puede tardar River? Por Dios, no sé ni dónde se encuentra la caja fuerte. ¿Lo
sabe él? ¿Debajo de la cama? ¿En un mueble? ¿Dentro de la pared, en un compartimento secreto?
¿Y dónde demonios estás, River?
Sonrío y me coloco bien la falda del vestido, a pesar de que está en perfecto estado. Cruzo un
par de palabras cordiales con los invitados hasta que los nervios me consumen y no lo aguanto
más. ¿Y si le ha pasado algo? ¿Y si lo han descubierto? ¿Y si lo están golpeando? Cierro los ojos.
Ahora las copas de champán quieren salir por el mismo sitio por el que han entrado. Odio tener
una imaginación tan desbordante, de verdad que lo odio. Pensar en River tirado en el suelo
mientras cuatro hombres lo rodean y… Mierda. Debo ir a buscarlo.
Echo un último vistazo a mi tío: está en la misma posición distendida de la última media hora.
Es ahora o nunca. Me aproximo con disimulo al pasillo del infierno y desaparezco por él. Me
tiemblan las piernas mientras subo por las escaleras y mis tacones repiquetean en el suelo,
cubierto por la alfombra persa más horrible que he visto en mi vida. Los sonidos de la fiesta se
difuminan y solo se escuchan los latidos de mi corazón. Mi pulso por todo el cuerpo. Mi maldito
pulso. Alguien debería controlarlo.
Una vez en el segundo piso, y después de comprobar que no hay ni una sola alma, llamo a
River entre susurros, pero no hay ni rastro de él.
—River. ¡River!
Entonces, cuando estoy a punto de llegar al dormitorio, alguien sale a toda velocidad de su
interior y colisiona conmigo, haciéndome retroceder varios pasos. Mi cuerpo deja de funcionar
durante unos segundos interminables, hasta que se percata de que es él. Y de que se encuentra
bien. De que estamos solos.
River.
—¿Qué haces aquí?
—¿Cómo que qué hago aquí? Buscándote, Riv. Tardabas mucho. Comenzaba a ponerme
histérica.
—Joder, Cata, no deberías haber venido. ¿Qué parte de «no quiero verte involucrada en esta
mierda ni que tu tío se fije en ti más de lo normal» es la que no entiendes? Vamos, corre.
—Sé cuidarme sola, River. ¿Has conseguido algo?
—Shhh. Ahora no. Aquí no.
Me coge de la mano y avanzamos a paso acelerado a través del pasillo. De pronto soy
consciente de la celebración en la planta de abajo, de la música a todo volumen, de cómo retumba
en las paredes, de la cacofonía de las voces de los invitados. Esta casa está a rebosar de gente y
nosotros acabamos de colarnos en la habitación de mi tío. Bueno, él lo ha hecho y yo lo he
seguido. Podría ser fatal que alguien nos viera; sin embargo, ya no tiemblo. He dejado de temblar
en cuanto River me ha tocado, porque su sola presencia es como un bálsamo que me calma. No lo
quiero. Se ha portado de un modo terrible con mi padre y conmigo. Me apetece darle una patada
en el trasero bien fuerte por todo ello. Pero, en lo que concierne a mi seguridad, confío en él.
Confío mucho en él, tanto que le entregaría mi vida sin pensarlo dos veces.
Bajamos por las escaleras a todo correr mientras River, con la otra mano, la que no entrelaza
con la mía, me revuelve el cabello sin ninguna ceremonia, me deshace el moño que con tanto
esmero he peinado y saca su camisa blanca impoluta de dentro de los pantalones a la vez que se
despeina a él mismo.
—Pero ¿qué haces?
Sin emitir una sola palabra, me quita uno de los pendientes con una facilidad asombrosa y lo
tira al suelo. Dios, se ha vuelto loco. Se le ha ido del todo.
—¿Riv…?
Entonces se arranca el nudo de la pajarita de cuajo, me empotra contra la pared y coloca su
mano en mi mejilla a la vez que acerca su rostro al mío y me mete la lengua. Hasta el fondo. El
gemido involuntario que sale de mi boca es imposible de controlar, ni siquiera para bajar el
volumen. Y su cuerpo se aprieta contra el mío. Y se consume con el mío. Y lo siento demasiado
cerca. ¿Y qué es eso que advierto a la altura de su pecho? ¿Lleva una pistola? Joder, ¿lleva una
maldita pistola? Dios mío. Apoyo las manos en la pared para poder sostenerme y ahogo no otro
gemido, sino tres. ¿Qué está pasando? ¿¿Qué está pasando?? Que River te está besando como un
puñetero desquiciado. ¿Y por qué lo permites? No lo sé. Porque no me ha dado tiempo ni a coger
aire. Porque él es el mejor sabor que he probado en la vida. Porque sentir su barba abrasarme la
piel y sus labios comerse los míos es la mejor sensación del mundo. Porque él es mi mejor
sensación. Porque estoy excitada.
Saco la lengua, dispuesta a impregnarme de su sabor, pero… demasiado tarde. River se separa
de mi boca, me mira a los ojos durante un segundo que se me hace cortísimo y me agarra de nuevo
de la mano.
No soy consciente de que me arrastra a la fiesta de nuevo hasta que aparecemos en el umbral y
nos damos de bruces con mi madre. Pero ¿dónde estamos? ¿Qué ha ocurrido? ¿Son las burbujas
del champán o qué narices ha pasado?
—Vaya, por fin apareces —exclama mi madre, cruzando los brazos sobre el pecho.
—Mamá. —Es la única palabra que logro emitir antes de que mi cabeza regrese del todo a mi
cuerpo.
—¿Dónde estabais? No, mejor no me contestes. —Nos pega un buen repaso tanto a River
como a mí, de arriba abajo, con sus ojos verdes de serpiente y su cara de desagrado. Yo hago lo
mismo. Y entonces caigo en la cuenta de la pinta que tenemos. De lo que se proponía River cuando
ha comenzado a despeinarnos y a desvestirse. Y de lo bien que lo ha hecho. Y me hago una
pregunta. ¿El beso que acaba de darme era de verdad o de mentira?—. Salta a la vista. La he
encontrado, queridos —grita, mirando tras su espalda—. A los dos.
Mi padre, junto con mis tíos, se aproxima a nosotros. Y le mantiene la mirada a River en todo
momento. Los nervios se apoderan de nuevo de mí. Porque es la primera vez que ellos dos, los
hombres más importantes de mi vida, las personas más importantes de mi vida, en realidad,
coinciden en el mismo espacio desde que mi padre se enteró de la verdad. Y porque odio el
impacto que causó en él la confesión que le hice sobre mi marido. Aprieto la mano de River, no sé
por qué, y él me devuelve el apretón. Tampoco sé por qué. Ni si el beso que nos hemos dado ha
sido de verdad o de mentira. Insisto. Me ha metido la lengua hasta el fondo. ¿Eso qué significa?
—Vaya —nos saluda mi tía—, hola, River. Cuánto tiempo. No esperaba verte por aquí.
Y vuelvo a darme cuenta de otro detalle: mientras River y yo bailábamos, nadie de mi familia
nos ha visto. Él nos ha mantenido ocultos a sus ojos. Invisibles. Y tengo que dejar de pensar en la
lengua de River.
—Buenas noches —los saluda él a todos con la naturalidad y el desparpajo que lo
caracterizan.
—Debo admitir que me sorprendió cuando me dijeron que venías con mi sobrina —le dice mi
tío.
—Ellos están… intentando arreglar las cosas. ¿Verdad, hijo? —explica mi padre.
—Verdad —responde River, sin titubear, mirándolos a todos a la vez. River jamás titubea.
—¿Y cómo vas a arreglarlo, River? —se interesa mi madre.
—¿Perdona? —le devuelve él.
—Bueno, me cuesta creer que mi hija vaya a perdonar que su marido se follara a otra mujer en
su propia cama. —Silencio absoluto. Yo necesito que se abra el suelo y desaparecer por él. Todos
miran a mi marido y nadie parece escandalizado por lo que acaba de decir mi madre. Sí. Este es
el maravilloso mundo en el que vivo—. ¿No tienes nada que decir? En verdad, me gustaría
escucharlo, yerno querido.
River carraspea, y yo sé que la va a liar antes de que abra la boca. También mira a mi madre
de una manera extraña. La mira diferente a como la miraba antes. Conozco las miradas de River
hasta ese punto. Aquí pasa algo.
—¿Qué puedo decir? La polla la saco a pasear de vez en cuando, seguro que lo entendéis, pero
mi corazón le pertenece solo a ella. —Las bocas de mi madre y de mi tía no caen hasta el suelo
porque llevan demasiada cirugía encima. Mi tío sonríe como el capullo que es y mi padre
permanece inmutable—. Y ahora, si nos disculpáis —añade River, dando un pequeño tirón a mi
mano y acercándonos más—, vamos a seguir reconciliándonos en nuestra casa, porque vuestro
baño es un tanto incómodo y huele raro. Feliz noche de Halloween. Una fiesta fascinante. Todos
mis elogios para la decoración.
Dios, me cuesta mantener la compostura, lo reconozco. Me cuesta no reírme. ¿La verdad? Lo
que piensen mi madre y mis tíos acerca del tipo de relación que pueda tener con mi marido me
importa más bien poco. Y mi padre sabe lo que hay, sabe que no es así de horrible como lo ha
pintado River. Con eso me basta.
Con la cabeza bien alta y cara de satisfacción, River nos saca de la fiesta y de la casa. No
respiro con normalidad hasta que se cierra la puerta a nuestra espalda.
—¿Llevas pistola? —le pregunto entonces. La duda me carcomía.
—Cata, por Dios. ¿Puedes esperar a llegar al coche?
Sí, eso puede esperar. Pero hay otra cuestión que no puede hacerlo. Hasta que no estamos bien
lejos, a punto de llegar a su coche, no se lo pregunto.
—¿Qué ha pasado ahí dentro con mi madre?
—Nada.
Oh, no, hemos dicho que se acabaron las mentiras y se acabaron las mentiras. River me oculta
algo y estoy segura de que tiene que ver con ella. Mi madre y él nunca se han llevado bien, pero
jamás le había hablado en esos términos, faltándole al respeto, por mucho que ella lo incitara o
traspasara la línea de la cordialidad. Me suelto de su mano con brusquedad y me alejo de él.
—O me lo dices o nuestra colaboración se acaba en este momento.
—Cata… Por favor. Vamos primero a casa.
—¡No, River! No más mentiras. Dímelo ahora o no me lo digas nunca.
Entonces River, mosqueado, se acerca de nuevo a mí, pero en cuanto nuestras miradas se
cruzan a él le cambia la mirada, se le dulcifica, y me observa con pena. Me habla al oído:
—Ya no quiero fingir más, eso pasa. Tu madre le es infiel a tu padre. Con tu tío. Están liados,
Cata. Lo siento mucho. Lo siento de veras.
—¿Qué?
15
Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Pulsar. Y esperar
River
Abro la puerta de casa y dejo que Cata entre en primer lugar. El gato que le ha regalado mi
hermano viene a recibirnos un segundo después y Cata lo acaricia brevemente. Está muy callada.
El trayecto en coche lo hemos hecho en un silencio casi absoluto, incómodo, exceptuando mis
insistentes «Cata, lo siento», «Cat, di algo, por favor…» y sus «ahora no, River. Necesito pensar y
asimilarlo en silencio».
—Cat… —repito una vez que nos internamos en el salón.
—Mi padre no se lo merece —me dice—. No se lo merece, River.
—Lo sé.
Y tanto que lo sé. He intentado evitar crear lazos afectivos con el padre de Cata a lo largo de
estos años, lo he intentado por todos los medios, pero no ha funcionado. Supongo que mi mierda
de instinto, en ese sentido, ha estado de mi parte. Es un buen hombre. Siempre lo he pensado, y no
entendía cómo era posible que estuviera chantajeando a un ministro. Ahora sé que nunca lo hizo. Y
que la vida le está dando palos por todas partes. La madre de Cata es otro asunto. Nunca me ha
gustado: demasiado estirada, demasiado fría y demasiado intransigente con su propia hija. Eso
siempre me ha reventado, molestado como nada: que intentara cortar las alas de mi mujer con
normas estúpidas de siglos pasados, que insistiera en crear una réplica de sí misma, pero
reconozco que lo de su infidelidad nunca me lo hubiera esperado.
—¿Has encontrado algo en la caja fuerte? —me pregunta Cata a la vez que se deja caer en el
sofá, exhausta. Derrotada. Emocionalmente derrotada.
—¿En serio quieres hablar de eso ahora? ¿No prefieres saber cómo tu…?
—No. No quiero saber cómo mi madre se lo monta con mi tío. Gracias, River.
—Joder, Cata, no me refería a eso.
—Tampoco quiero los detalles. No me interesa ni el cómo ni el cuándo ni el desde cuándo —
enfatiza—. Lo han hecho. Punto. Han cruzado esa línea. Todo lo demás me da igual. Y tampoco me
apetece desnudar mis emociones contigo y hablarte sobre lo que esta traición supone para mí y
para mi relación con mi madre, si es que la hemos tenido alguna vez. La caja, River. Háblame de
la caja, de tu trabajo como agente infiltrado en mi familia. No hagas el papel de marido, porque
ese no lo necesito para nada. Ahora, más que nunca, quiero que atrapes a mi tío y lo metas en la
cárcel. Y que no salga nunca de ahí.
¿En la cárcel? Mierda…
Me duelen sus palabras, claro que me duelen, joder, las siento como una patada en la boca del
estómago, pero me aguanto y no insisto más, porque ni mis sentimientos por ella ni yo somos los
importantes aquí y ahora. Ella es lo importante. Y yo voy a ofrecerle todo lo que me pida,
cualquier cosa que haga que se sienta mejor. Incluso le voy a dar los papeles que llevo en la
chaqueta del esmoquin, y que llevan horas abrasándome la piel. Preferiría quemarlos yo —sí, eso
me daría un gustazo de la hostia—, pero eso no es lo que Cata desea. Y es lo menos que yo puedo
hacer: pensar solo en ella por primera vez en mi vida, pensar en sus necesidades y ponerla en lo
alto de la lista de prioridades, como debería haber hecho hace mucho tiempo. Así que suspiro y
me siento frente a ella, encima de la mesita de café, apoyando las manos en el cristal.
—No. No he encontrado nada. O nada de interés. Dinero, joyas, escrituras, su testamento y
algún otro documento sin importancia. Una vez más, todo demasiado limpio. Ni siquiera había
dinero a espuertas. Solo unos miles de euros. Lo normal para un tipo como él.
—Entonces lo tiene escondido en otro lugar. Piensa, River —me dice, incorporándose en el
sofá y acercando así nuestros cuerpos hasta que las rodillas casi se rozan. De lujo para que yo me
concentre en algo, sí—. Si fueras un ladrón y tuvieras información confidencial, información de
vida o muerte, ¿dónde la esconderías?
—En una caja fuerte fuera de mi entorno —digo sin pensar.
—Eso descarta su oficina.
Sí. No está en su oficina. Demasiado fácil. Y demasiado peligroso para él.
—Sí. Su oficina queda fuera.
—¿En la casa de un amigo?
—No. Tampoco. Demasiado arriesgado. Y gente como tu tío no tiene esa clase de amistades.
—¿En la casa de su socio?
—No, tampoco. No lo dejaría en sus manos. Tiene que estar en un lugar más neutral. O
inesperado.
Piensa, River, piensa, ¡joder! Me froto los ojos con frustración, no se me ocurre ningún otro
lugar ahora mismo.
—¿En la casa de su amante?
Detengo mi movimiento y levanto los ojos. Cata ha llegado a la misma conclusión a la que
llegué yo en su día. ¿Y si no es solo la mujer que le calienta la cama a su cuñado? ¿Y si es su
colaboradora? ¿Y si…? Leo el dolor profundo en su rostro, silencioso pero desmedido a la vez. Y
a mí me gustaría aliviárselo de alguna manera, borrárselo con contacto, con caricias, con un
abrazo, con amor, pero ella solo quiere mi trabajo. Le sostengo la mirada unos segundos, tan solo
unos segundos, y le doy lo que desea.
—No. He revisado la casa de tus padres de arriba abajo millones de veces. Ahí no hay nada.
No creo que tu madre esté involucrada.
—No se me ocurren más alternativas —susurra. Un susurro que consigue estremecerme. Un
susurro que solo suena a dolor y decepción.
—Yo lo encontraré. Te lo prometo. Lo encontraré y acabaré con todo este asunto de una vez
por todas. —Cata me mira de nuevo y asiente con la cabeza. Me cree, y es mucho más de lo que
merezco—. Pero antes tienes que saber una cosa.
—¿Qué?
—Tu tío no va a ir a la cárcel.
—¿Perdona?
—No podemos judicializarlo, Cata. No por el delito que ha cometido. Nunca debe saberse lo
que ha hecho.
—¿Y entonces?
—Lo arreglaremos de otra manera.
—¿Lo vais a matar? —me pregunta con los ojos fuera de las órbitas.
—No, joder, nosotros no arreglamos nuestros problemas así. Será un castigo intermedio. —
Cata asiente sin demasiado interés, derrotada—. He traído algo que quizá te anime y te haga
desconectar de toda esta mierda. Te lo debía.
—¿El qué? —me pregunta confusa.
Trago saliva, porque me cuesta un mundo hacer esto, y meto la mano en el bolsillo interior de
mi chaqueta, el que está al lado de la pistola. Saco los documentos que hay dentro. «Estás
haciendo lo correcto, River», me repito una y otra vez. «Lo estás haciendo por ella». Se los
ofrezco. Y se me parte el alma al hacerlo. Porque ahora sí, y para siempre, he perdido a mi mujer.
Me vibra el móvil en el bolsillo, pero lo ignoro. Sea quien sea, ahora no es el momento. No es
el puto momento.
—Son los papeles del divorcio —le explico—. Están firmados y estoy de acuerdo con todo.
No tengo ninguna objeción, Cat. Llévaselos a tu abogado y… que se ocupe de hacerlo legal. —
Sonrío sin ganas—. Supongo que ya eres una mujer libre. Y divorciada de mí. Ya no tienes que ser
una Cabana.
Ella no me mira. No en un primer momento. Se concentra en leer y pasar las páginas una a una.
Y yo cada vez me siento peor. Quiero arrancárselas de las manos y tirarlas por la ventana. Que se
las lleve el viento, que se pierdan para siempre y ella sea una Cabana de por vida, pero eso no va
a pasar. Cata me mira por fin; tiene los ojos empapados de lágrimas a punto de derramarse. Y un
brillo en las pupilas. ¿Alivio? ¿Emoción por sentirse libre al fin? Me quiero morir, joder.
—Gracias —me dice. «Gracias». Me da las gracias. Cierro los ojos y temo ser yo al que se le
escapen las lágrimas, porque no serían lágrimas de descanso como las suyas, serían lágrimas de
puro dolor; jamás pensé que unos papeles con nuestras firmas pudieran atormentar tanto.
—De nada —susurro. Me he quedado sin voz. Todas mis energías intentan aplacar la congoja,
no puedo dar más de mí—. Solo quiero que estés bien. —«Y llamarte Cat Cat durante el resto de
mi vida, pero hace mucho tiempo que perdí ese derecho, si acaso alguna vez lo tuve»—. ¿Esto te
hace sentir bien?
Cata va a responder, creo que de manera afirmativa, aunque no estoy seguro, pero, de
cualquier manera, llaman al timbre de casa y lo que fuera a salir de su boca muere en sus labios y
es sustituido por una pregunta:
—¿Quién puede ser a estas horas?
No tengo ni idea. Y eso nunca es bueno. Me gusta controlarlo todo, y últimamente no controlo
una mierda. Saco el móvil del pantalón y lo reviso. Vale. Ahí está. Tengo un mensaje de la oficina,
de uno de mis compañeros, que está de guardia esta noche.

Número desconocido:
River, tu suegro acaba de entrar en el portal.

—Es tu padre —le digo a Cata de camino a la puerta.


—¿Mi padre?
La siento dejar los papeles en la mesa y levantarse para venir detrás de mí. Sus tacones
repiquetean en el suelo de madera; aún no se ha quitado ni los zapatos; yo tampoco. Y es lo
primero que hacemos siempre, según entramos en casa. Supongo que estamos desapareciendo. Cat
y yo estamos desapareciendo.
—Espera —me dice, agarrándome del brazo.
—¿Qué?
—Límpiate la boca. Aún tienes pintalabios rojo en los labios.
Joder. Me limpio con la mano y voy hacia el vestíbulo sin pensar en nada o estaría perdido.
Abro la puerta con el rictus serio y recibo a mi suegro.
—Me alegro de que estéis juntos porque necesito hablar con los dos. Ahora.
No, no se alegra. Ni un poquito. Entra sin que le demos permiso y se dirige al salón. Cata y yo
cruzamos una mirada sorprendida y recelosa antes de cerrar la puerta e ir tras él. No negaré que
este encuentro, a solas, me pone nervioso. Este hombre me ha tratado como a un hijo, me ha
querido de verdad, y yo lo he apuñalado por la espalda de la peor manera posible. Me temo que
es una relación imposible de reconstruir. Y se me cae la cara de vergüenza.
—¿Qué sucede, papá?
—¿Qué estabais haciendo?
No debería sorprenderme su pregunta, teniendo en cuenta que lo sabe todo sobre mí y sobre mi
trabajo. Solo está protegiendo a su hija; sin embargo, su tono y la acusación implícita de «espero
que no hayáis venido a casa a reconciliaros de verdad» me duelen. Mi noche mejora por
momentos. ¿Qué más puede pasar? Joder, River, ¿es que no has aprendido en los treinta y cinco
años que tienes que esa pregunta jamás, JAMÁS, debe formularse? No provoques así al destino, que
bastante tienes con lo tuyo.
—River me estaba devolviendo los papeles del divorcio firmados.
¿Ves? Ahí lo tienes. Mi mirada se cruza con la de Cata y sus ojos me explican que es lo
primero que se le ha ocurrido, que la opción de «he descubierto una cosa sobre mamá que
deberías saber» no es una opción. Y tiene razón. Es mejor que desviemos el tema hacia nosotros.
Mi suegro se desplaza por el salón. Coge los papeles y les echa un vistazo rápido por encima.
Y entonces los rompe por la mitad antes de dejarlos de nuevo en la mesa.
—Pero ¿qué haces? —exclama su hija. Yo tampoco entiendo nada. Y no me ha dado ni tiempo
a frenarlo. No lo he visto venir.
—¿Estamos en un entorno seguro? —me pregunta a mí, refiriéndose a nuestra casa. Lo es.
Totalmente seguro. No hay un entorno más seguro en todo el maldito pueblo. Asiento con la cabeza
—. Bien. Porque tenemos un problema.
—¿Qué ocurre? —pregunto.
—Ocurre que te avisé muy alto y claro de que te mantuvieras al margen con respecto a tu tío,
que yo me ocupaba —le reprocha a su hija—. Ocurre que hoy te ha mirado de una manera
diferente.
Mis alarmas se disparan. Al instante.
—¿De qué manera? —exijo saber.
—No me ha mirado de ninguna manera, papá.
—Eso es lo que tú te crees.
—No le he quitado ojo y me he fijado en que él apenas me ha advertido en la fiesta.
—¡Y ahí está el problema, Catalina! Has cambiado tu comportamiento con respecto a él. ¡Deja
de espiarlo, cojones! No es tu trabajo.
—¿De qué manera? —exijo de nuevo.
—Sospechosa —me dice mi suegro—. De manera sospechosa y recelosa. Desconfiada. Como
si algo no le encajara de repente.
—Joder —mascullo.
—Ni joder ni hostias, Cabana. Todo esto es culpa tuya —me amonesta con un dedo acusador
—. Yo no puedo proteger a mi hija las veinticuatro horas del día, pero tú sí. Y es lo que vas a
hacer. Tu trabajo. Así que a partir de este instante vosotros dos volvéis a estar casados, felizmente
casados; os habéis reconciliado y dado una nueva oportunidad porque la distancia os ha servido
para daros cuenta de que os queréis con locura a pesar de todo, a pesar de que a River le dé por
sacar la polla a pasear de vez en cuando. Fingiréis hacerlo hasta que todo este asunto acabe. Y
espero por tu bien que acabe pronto.
—Papá, no es necesario que…
—Sí es necesario —la interrumpe su padre—. Y ya hablaremos tú y yo. Ahora me voy a casa,
antes de que tu madre se pregunte dónde estoy. Buenas noches a los dos.
Dios, tengo la cabeza a tan pleno rendimiento que creo que voy a explotar. Lo acompaño a la
puerta con mil palabras de disculpa en la punta de la lengua. Y con muchas más promesas. No le
hablo ni de lo uno ni de lo otro.
—Buenas noches, River.
—Buenas noches.
Estoy a punto de cerrar, pero, en el último momento, salgo y lo alcanzo llegando al ascensor.
—¿Recuerdas aquella noche? —le pregunto—. ¿La noche de San Juan en que salimos a pescar
tú, mi padre y yo por primera vez?
Pescar, no pescamos demasiado, pero hablamos mucho, de muchas cosas, y sobre todo de su
hija. Yo me llené la boca hablando de su hija.
—Sí.
—Era todo verdad. Puedes creerme o no, a estas alturas tampoco es lo que más me importa,
pero era todo verdad. Quería que lo supieras.
Pulsa el botón de llamada, las puertas del ascensor se abren y mi suegro entra en el minúsculo
espacio sin decirme nada. Selecciona la planta baja en el panel y las puertas comienzan a
cerrarse.
—Buenas noches, River. No la pierdas de vista.
—Jamás.
Las puertas se cierran y yo me quedo pensando que nunca había escuchado mi nombre
pronunciado con tanto odio, desprecio y decepción; demasiado de todo para ser cierto. Lo que me
lleva a pensar que tal vez mi suegro no me odia tanto como me hace creer. Tal vez nosotros dos
también nos enamoramos sin darnos cuenta. Y tal vez no es tan fácil odiar después de haber
amado.
Regreso al piso, dejando escapar un sonoro suspiro de camino. Y mil palabrotas. Cuento hasta
cien, pero es que… ¡Joder! ¡Me cago en todo!
—¿Qué vamos a hacer? —me pregunta Cata en cuanto entro.
—Yo, mudarme —le digo con hosquedad. Tomo el móvil de la mesa y lo devuelvo a mi
bolsillo.
—¿Qué? ¿A dónde? ¿Aquí?
¡Sí! ¡Aquí! Porque ahora ya no me importan una mierda sus deseos, que me quiera lejos y el
divorcio; ahora lo único que me interesa es su seguridad. La seguridad con la que ella ha jugado
una y otra vez como si esto fuera un patio de recreo y no una investigación del CNI.
Exploto.
—¡Pues claro que aquí! —grito—. Te dije que te mantuvieras al margen, que dejaras tus dotes
de detective de mierda, Catalina, joder. ¡Que te has puesto en el punto de mira! ¿No podías haber
ido a la fiesta y fingir ser una niña pija normal? ¡Lo has hecho de puta madre todos estos años
conmigo!
—Para empezar, ¡no me chilles, River! Tú no eres nadie para chillarme. Y para continuar…
—Nada, para continuar, nada —la interrumpo. La interrumpo porque necesito contenerme y lo
que menos me conviene ahora es una bronca con ella. Y menos, una bronca que empiece por «tú
no eres nadie para chillarme», porque ahí tengo mucho que decir, ya lo creo que tengo mucho que
decir. River, relájate—. Ahora debo irme.
—¿Qué? ¿A dónde?
—A la oficina.
—Es más de medianoche.
—Lo sé, pero tengo trabajo. He instalado micros y cámaras en casa de tu tío y un dispositivo
de seguimiento en su coche. Tengo que ir a comprobar que todo esté bien. Mañana vengo con mis
cosas y me instalo de manera indefinida. Escúchame: si oyes cualquier ruido…
—No tienes que mudarte, no es necesario.
—Si oyes cualquier ruido —ignoro su comentario, la cojo de la mano y la guío hasta la mesita
junto al sofá, donde tenemos el teléfono fijo—, el que sea, Cata, por muy insignificante o ridículo
que te parezca… Uno. —La obligo a agacharse y llevo su mano al pequeño botón que hay en la
parte inferior de la mesa indetectable a no ser que lo busques. Hago que lo palpe. Que lo
reconozca y sea capaz de encontrarlo ella sola.
—¿Qué es esto?
Su aliento impacta en mi mejilla y me desestabiliza por unos instantes. Tenerla de nuevo tan
cerca me hace recodar el beso que le he dado en la fiesta, que quizá no debería habérselo dado,
pero me venía de puta madre para nuestra coartada y, definitivamente, yo lo necesitaba.
Necesitaba besarla de nuevo. Supongo que solo soy un capullo de mierda, pero esta noche está
preciosa, y esos labios rojos suyos siempre me han vuelto loco. Me hacen perder la razón. El beso
se me ha ido de las manos y me ha costado un mundo pararlo. Por un momento me he olvidado de
dónde estábamos, y eso es algo que de ninguna manera puedo permitirme, porque la pongo en
riesgo a ella. El mismo riesgo en que ahora se encuentra. Regreso a la realidad y continúo con el
reconocimiento por toda la casa.
La arrastro hasta el recibidor y llegamos al segundo botón, el que está detrás del cuadro del
pasillo, cuadro que nunca movemos.
—Dos —le digo.
—Pero…
Vamos a nuestro dormitorio, a la parte trasera del cabezal casi a la altura del suelo.
—Tres.
Al baño, a un punto muy alto en la pared, e indetectable gracias a los mosaicos de la cerámica.
—Cuatro.
Y a la cocina. A la parte inferior de la pizarra donde apuntamos los recados.
—Y cinco.
—¿Qué es esto, River?
—¿Los tienes memorizados? ¿Los cinco?
—Sí. ¿Qué son?
—Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Pulsar. Y esperar. ¿Lo has entendido, Catalina?
—Sí.
—Es importante la parte de esperar. Esperar, Catalina. No lanzarte por tu cuenta al peligro.
—Que sí, jolín. ¿Qué son esos botones?
—Ante la mínima sospecha de que puedas encontrarte en peligro mientras yo no estoy en casa,
pulsas. Pulsas cualquiera de ellos y esperas.
—¿Y qué va a suceder si pulso?
—Que dejarás de estar en peligro.
—¿Qué significa eso, River?
—Ahora tengo que irme. No lo olvides, Cata. A la mínima sospecha, pulsas y esperas.
La dejo con mil preguntas en la boca. Me cuesta la vida irme, pero tengo que hacerlo. Vaya
día, joder.
16
¿Novedades? Novedades
River
—¿Novedades? —Es lo primero que pregunto siempre en cuanto llego a la oficina. Una
costumbre. Me da igual quién se encuentre detrás de las pantallas.
—Muchas —me responde uno de los dos oficiales de guardia. No hay nadie más, y en una
noche normal no debería haberlo, pero sé que mi jefe no tardará en llegar; sabe lo que nos
jugábamos en la misión de hoy: entrar en la casa de Bosco Manrique, acceder a su caja fuerte y
colocar vigilancia por todas partes.
—Dispara. —Me desprendo de la pajarita y de la chaqueta y me dejo caer en una de las sillas
libres antes de ponerme a revisarlo todo a destajo. Va a ser una noche entretenida.
—En el plano laboral, buen trabajo, River. Tenemos audio y vídeo de todo. Llevamos dos
horas recopilando datos de interés. Es una maravilla.
—¿En el plano laboral? —pregunto—. ¿Qué se supone que significa eso?
—Que también hay novedades en el plano personal. Yo te lo digo porque siempre insistes en
que te contemos todo. Lo laboral y lo personal, hasta el último detalle. Son tus instrucciones.
—¿Qué novedades? —insisto con exasperación. Ya sé cuáles son mis malditas instrucciones.
—Dylan Carbonell va a pedirle a tu hermano que se case con él dentro de siete horas, teniendo
en cuenta el cambio de hora.
—¿Qué?
—Dylan se lo ha confiado a Adrián.
Me levanto de la silla y me acerco al monitor que observa mi compañero: una réplica exacta
de la pantalla del móvil de mi hermano pequeño. Ahora es cuando debería sentirme culpable por
lo que hago, por tener a mi familia vigilada, sus teléfonos, sus movimientos, sus idas y venidas,
sus conversaciones; todo está monitorizado, pero no lo lamento en absoluto. Su seguridad está por
encima de cualquier remordimiento. Intento salvaguardar su intimidad —dentro de la situación tan
jodida que vivimos— lo máximo posible, pero tengo que entrar en sus vidas si quiero protegerlos
y asegurarme de que no hay nada extraño en su día a día, de que «los malos» no llegan hasta ellos
en caso de que mi cobertura se vaya a tomar por culo. Fue la condición indispensable que exigí
cuando me obligaron a meterme en esta empresa. Y lo que peor llevo no es vigilarlos, sino tener
que disimular delante de ellos que no sé nada cuando me cuentan sus novedades.
—¿Y Adrián no se ha chivado al resto? —inquiero. Me sorprende que mi hermano no se haya
ido de la lengua con este asunto.
—Claro que lo ha contado. Os ha escrito en el grupo, pero tú no lo has abierto aún.
Joder, no he tenido tiempo de nada. Reviso mi móvil y lo veo.

Adrián creó el grupo “Vais a flipar”


Adrián te añadió
Adrián añadió a La niña
Adrián añadió a Marc
Adrián añadió a Alex
Adrián eliminó a Alex
Adrián:
Tíos, tengo que contaros una cosa. Urgente. Dejad lo que estéis haciendo.
Marc:
Habla.
La niña:
¿Ya estamos otra vez con los grupos paralelos? Qué vicio tenéis, ¿no? ¿Qué pasa? No has metido a Hugo. ¿Y por
qué has metido a Alex y luego lo has echado?
Adrián:
No he metido a Hugo porque es para hablar de Hugo. Lo de tu marido es porque enseguida me he arrepentido. Me
ha dado mucha pereza, la verdad.
La niña:
Dejando a mi marido aparte, a mí no me parece bien lo de Hugo, Adri.
Marc:
Habla.
Adrián:
¿Y Riv?
Marc:
En una fiesta de Halloween, currando.
La niña:
Pero hoy no es Halloween. Aún faltan tres días.
Marc:
No preguntes.
Adrián:
Voy a esperarlo.
Marc:
Ni de coña. Tiene para rato. Habla.
Adrián:
No me parece bien empezar sin Riv. De verdad que es importante.
La niña:
¿Pero sin Hugo sí?
Adrián:
¡ES PARA HABLAR DE HUGO!
Marc:
¡HABLA!
La niña:
¡HABLA!
Adrián:
No os alteréis, joder.
Adrián:
Me acaba de contar Dylan, en estricto secreto, que va a pedirle matrimonio a Hugo.
Marc:
¿¿¿Qué???
La niña:
¿¿¿Qué???
Adrián:
Mañana. Al amanecer. Es decir, dentro de nueve horas. No, de diez, que hoy es el cambio de hora. En la playa.
¡Tenemos boda a la vista!
Marc:
¡Joder!
La niña:
¡Me muero de amor! Ay, que estoy a punto de llorar.
La niña:
Sé que no deberíamos hacerlo, pero yo quiero ir a espiarlos. ¡No quiero perdérmelo! Vale, ya estoy llorando.
Adrián:
Pris, este grupo es para quedar.
Marc:
Pris, este grupo es para quedar.
La niña:
Sois lo peor. ¿A qué hora quedamos?
Adrián:
A las seis y media en la playa. No nos van a ver, aún será de noche. Nos encontramos en la siguiente bocacalle a la
casa de Hugo.
La niña:
Voy con Alex y con Álvaro. Y con Jaime, claro.
Marc:
Yo llevo las cervezas y todo lo demás.
Adrián:
Cómo no. El maridito intenso no puede quedarse en casa.

Ahí es cuando Priscila le ha mandado un emoticono sacándole la lengua a Adrián y Adrián ha


respondido con un beso. Han pasado tres horas desde la conversación. Contesto de manera
escueta para que sepan que voy. No me lo perdería por nada del mundo.

River:
Voy. Nos vemos allí a las seis y media.

Y ahora es cuando me concentro en el trabajo durante las próximas seis horas. Tengo mucha
información que clasificar antes de que venga el jefe.

Al final se nos ha echado el tiempo encima y, cuando llego a la playa, mis hermanos ya están más
que instalados. A pesar de la oscuridad, los distingo a lo lejos. Se han traído sillas y todo, joder.
Y el carrito de mi sobrino. Solo espero que no haya palomitas. O un táper con una tortilla de
patata de mi madre dentro. Por dios, que no haya táper. Al menos se han ocultado detrás de unas
palmeras.
—Riv —me llama Adrián al llegar—, ya era hora.
—¿Por qué pareces James Bond después de una noche muy dura? —me pregunta Jaime.
Me miro la pinta; no me ha dado tiempo ni a cambiarme de ropa y continúo con el esmoquin
puesto. Sin pajarita y sin chaqueta. Y con las mangas de la camisa remangadas. A este pueblo
todavía no ha llegado el frío.
—He tenido mucho lío en el trabajo.
—¿Has dormido? —me pregunta Priscila.
—Dormiré unas horas en cuanto volvamos a casa.
—¿Todo bien? —insiste Alex.
—Sí.
Me acerco al carro de mi sobrino y le echo un vistazo. Está dormido. Esa es otra novedad. Le
sonrío a Priscila con la promesa de cogerlo en brazos en cuanto pueda y me meto en el lío.
—¿Novedades? ¿Cómo vamos?
—Aún no han llegado —me confirma Marc—. A Dylan le habrá costado sacar a Hugo de la
cama. Siempre se queja de que duerme mucho. Yo la verdad es que le perdí la pista hace años.
—Es Dylan el que duerme poco —digo.
—Estoy de acuerdo —confirma Jaime. Lo miro con la ceja arqueada—. ¿Qué? Hugo duerme
normal. Lo sé de buena tinta.
—No creo que duerma menos que Álvaro. Esta noche…
—Hostias —interrumpe Marcos—, tu mujer.
—¿Mi mujer? —Priscila.
—¿Su mujer? —Jaime.
—¿Su mujer? —Alex.
—¿Qué mujer? —Adrián.
—Tu mujer —repite Marcos mirándome a mí y señalando el paseo de la playa.
Joder. Sabía que Dylan le había hablado a Cata de sus planes para esta noche (sí, también
tengo monitorizado su móvil), pero no pensé que vendría. La creía en la cama, dormida. Tiene que
estar agotada después de los acontecimientos, pero aquí está, en vaqueros y camiseta y…
preciosa. Está preciosa. Como siempre.
—La he invitado yo —nos dice Priscila.
Vale. Apunte mental: vigilar también las conversaciones de mi mujer y mi hermana. Dios, la de
trabajo que me da esta familia. Van a acabar conmigo de un momento a otro.
—Hola —nos dice ella al llegar.
Todos la saludan con amabilidad. Yo trago saliva. Sí, no se me ocurre otra cosa más que tragar
saliva. Últimamente la presencia de mi mujer me impone mucho. Me pongo nervioso. Parezco un
quinceañero, no estoy seguro de cómo debo comportarme con ella. ¿Le sonrío? ¿Le ofrezco una
silla para que se siente? ¿Un hueco en mi palmera? ¿Permanezco inalterable, como de costumbre?
¿Me comporto como un gilipollas, como de costumbre? Mierda. Cuando estoy cabreado, como
antes en casa, es todo mucho más fácil.
—Hola —respondo yo.
Mis hermanos nos miran y sueltan varias risitas. Capullos. Capullos, sí, pero yo también
sonrío, porque por primera vez en años, mi mujer y mis hermanos comparten espacio y el
ambiente no es hostil, todo lo contrario.
—Bájate esas mangas, River, por Dios —me ordena ella.
Me miro las mangas remangadas y estoy a punto de replicar, pero Marcos nos manda callar a
todos de una manera bastante escandalosa, todo hay que decirlo.
—¡Callad! Allí vienen los futuros prometidos.
Nos apretujamos entre nosotros y nos escondemos bien tras las palmeras. Marcos saca unos
cuantos prismáticos diminutos de una bolsa de lona de color verde que tiene a sus pies. Los
reparte entre nosotros y yo me llevo los míos a los ojos. Los veo. A Dylan y a mi hermano. Ambos
pasean tranquilamente por la orilla, esperando el amanecer, que hoy se hace de rogar. Dylan
gesticula con los brazos y sin dejar de parlotear, nada nuevo. Hugo lo escucha y sonríe como un
gilipollas. Nada nuevo. Qué le estará contando. Sonrío.
De pronto, sé que ella está a mi lado. Catalina. Reconocería su olor entre miles y miles de
olores. Entre los más extraños y variopintos. Y podría hacerme a un lado para que quepamos
mejor, pero prefiero que estemos apretados. Que se aparte ella si quiere. Bajo los prismáticos y
me cruzo con sus ojos.
—¿Qué? —susurro.
—Nada —susurra.
Nos aguantamos la mirada durante unos segundos y ella vuelve a sus prismáticos.
—¡Allá va! —nos avisa Alex.
Pongo los míos de nuevo ante mis ojos y, efectivamente, allá va: Dylan ya se ha arrodillado y
le ofrece un anillo a Hugo. Y a mi hermano se le salen los ojos de las órbitas, lo veo desde aquí.
Entonces… entonces los tres perros aparecen en mi radar. Y nos huelen. Joder, los perros nos
huelen y corren hacia nosotros, ladrando como locos.
—¡Mierda, los jodidos perros! —exclama Marcos—. Vienen corriendo hacia aquí. Vamos a
escondernos.
—¿Dónde? —pregunto yo—. ¿Encima de la palmera?
—¡No llames jodidos a los perros! —le gritan todos al unísono a Marcos.
—¡Es una jodida forma de hablar!
Siempre igual.
—No digas tantas palabrotas, Marcos —le recrimina Priscila.
—Me vais a despertar al crío —nos regaña Alex.
Los perros llegan hasta nosotros sin que podamos evitarlo. Comienzan a olisquearnos las
piernas y a intentar que los cojamos en brazos. Estoy por hacerlo, para que se callen de una vez,
pero… tarde.
—Babe y Dy vienen hacia aquí —avisa Adrián.
Pues claro que vienen hacia aquí.
—Mierda —protesta Marcos—. Qué pillada.
—No me puedo creer que no os anticiparais a esto —nos dice Cata—. Pillados por unos
perros. ¿Tú no eres geo, poligonero? ¿Y tú no trabajas en el CNI, maridito?
—Yo no he podido planear la estrategia —se excusa mi hermano—. Todo esto me ha pillado
por sorpresa.
—Yo, menos —admito.
Y entonces escuchamos el carraspeo de un recién llegado. Yo conozco ese carraspeo.
Es el de mi hermano Hugo.
17
Ponlo a prueba

—¿Qué coño hacéis vosotros aquí? —nos pregunta Hugo. Bueno, más bien nos ladra—. Esto ya es
el colmo.
Yo no puedo evitar fijarme en el anillo que luce en su mano. Es muy sencillo, un aro de platino
sin ningún dibujo, pero se ve a leguas que es especial. Le queda perfecto. Y no me refiero al
tamaño. Dylan lo compró el otro día en una joyería de Madrid, en un impulso, sin ninguna
pretensión, pero no ha podido resistirse a pedirle matrimonio cuatro días después. Es tan… Dylan
y Hugo.
—Vamos, Hug —tercia Marcos con una sonrisa gigante en la cara—, es evidente lo que
hacemos aquí. Dylan le ha contado a Adrián lo que se proponía hacer y Adrián nos lo ha chivado a
nosotros. Hemos creado un grupo paralelo para quedar.
—Traidor —acusa Dylan a Adrián. Y suena a todo menos a acusación.
Adrián se encoge de hombros.
—Ya ves. No nos lo íbamos a perder. Acostúmbrate a esto —le dice a su futuro cuñado—. Y
si no te gusta, la próxima vez mantienes la boca cerrada.
—Claro que os lo podíais perder —insiste Hugo. Es más duro de pelar que Dy—. Es algo muy
privado.
—Privado, dice… —masculla River—. Qué poco conoces a tu familia.
Me quedo unos segundos mirando a River (unos segundos adicionales a los minutos que llevo
observándolo desde que he llegado). Con River tengo un problema (uno más), y es que me encanta
ser testigo de sus escenas cotidianas. No he podido evitar acercarme a él mientras espiaba la
pedida de matrimonio por unos prismáticos, escondido detrás de una palmera, porque, a pesar de
ser muy del CNI eso de espiar, River lo ha convertido en algo muy de River. Solo de River.
—A este a veces se le olvida que es un Cabana.
—Chicos —indica entonces Priscila—, nos estamos olvidando de un detalle. Estáis
prometidos. Vais a casaros. ¡Vais a casaros!
—Porque le has dicho que sí, ¿no? —pregunta Marcos—. Con el rollo de los jodidos perros
nos hemos perdido el desenlace.
Yo no me lo he perdido. No he dejado de mirar. No podía hacerlo. He visto a Dylan deslizar el
anillo en el dedo de Hugo y a Hugo arrodillarse junto a Dy y casi tirarlo al suelo del beso y el
abrazo que le ha dado. Después los perros han comenzado a ladrar, ellos han mirado hacia
nosotros y nos han cazado.
—Claro que ha dicho que sí —responde Dy. Dios, cómo le brillan los ojos. A los dos, en
realidad—, está loco por mí.
—¡Felicidades!
Y entonces todo son abrazos, sonrisas, más felicitaciones y un momento muy especial en
familia que me toca el alma. Es curioso que justo ahora, cuando estoy a punto de dejar de
pertenecer a esta familia, me sienta más en ella que nunca. Le doy un abrazo enorme a Dylan y otro
a Hugo. Y luego a Priscila. Incluso me abrazo con Marcos y Adrián. Y con Jaime, que me había
cogido cierta tirria en los últimos tiempos. Nos abrazamos todos con todos y… también me abrazo
con River. Aunque el suyo no es más que una caricia muy corta. ¿Acaso ha existido?
Nos vamos a desayunar todos juntos al pub para celebrarlo —Pedro nos deleita con la canción
de Chas y aparezco a tu lado en cuanto ve aparecer a Alex y Pris—, y me asombra lo cómoda que
me siento entre ellos. ¿Qué está pasando con los Cabana y conmigo? Es todo muy extraño. Adrián
incluso me sirve un zumo de naranja. Y Marcos me roba una tostada, pero lo hace en plan bien, y
no me llama «cuñadita». Me llama Cata. Me gusta que me llame Cata. Me gusta que todos ellos me
llamen así. Menos River. De él prefiero su… Su nada. Mejor no pienso en eso. Cruzo una mirada
con Priscila; ella me guiña un ojo. Y yo me siento en casa. ¿Por qué? ¿Por qué me calienta el
corazón una escena tan natural como esta, que he visto y vivido millones de veces? ¿Y por qué
tiene que ser precisamente ahora, cuando ya los he perdido a todos?
River es el primero en despedirse; necesita dormir aunque solo sean unas pocas horas. Está
agotado. Se le ve en la cara. A mí me apetece quedarme un rato más con Dylan y el resto, pero
entonces Adrián le pregunta a mi marido en qué casa va a dormir y River le responde que en la
suya. Es decir, en la nuestra. Dice que se muda. No lleva maleta, pero se muda.
Yo me levanto al instante detrás de él y me despido de los demás con un gesto rápido. Intento,
durante todo el trayecto, convencerlo de que no es necesario que se venga a vivir conmigo, de que
estoy más que protegida, de que he entendido lo de los botones escondidos por toda la casa
(primero flipé mucho, lo reconozco, pero ahora creo que ya me he hecho a la idea), pero él me
ignora. Solo suspira. Está cansado de verdad. También me entran unas ganas impetuosas de
pulsarlos. Los botones, me refiero. Dios, no sé cuánto tiempo voy a poder resistirlo. Eso no se lo
digo.
—Cata, no insistas —me dice con voz fatigada en cuanto cruzamos la puerta—, ya estamos en
casa y no voy a dar media vuelta. Me voy a la cama un par de horas, ¿de acuerdo? Estoy muerto y
luego tengo que volver a la oficina.
—¿A nuestra cama?
—Sí.
—Esto hay que hablarlo, River. No podemos dormir juntos.
Lo sigo por el piso hasta el dormitorio mientras él se deshace de lo que le queda de esmoquin
y a mí se me suben los colores al ver su cuerpo desnudo. Y lo peor es que sé que lo hace sin
segunda intención. Solo quiere tumbarse y cerrar los ojos. Lo miro a la cara. A la cara.
—Dormiré en el sofá por las noches. Como siempre.
—Tú nunca has dormido en el sofá. Ni una sola noche completa.
River mira hacia atrás, hacia mí, y se le escapa una sonrisa. No sé cuántas veces lo mandé a
dormir al sofá mientras vivíamos juntos. Cada vez que discutíamos. El primer día vino a la cama
poco después. Yo lo permití, claro. Y se convirtió en una especie de rutina. Cada vez que yo lo
amenazaba con dormir en el sofá, ambos sabíamos que acabaría en la cama conmigo.
—Luego lo hablamos, Cat.
Se tira en plancha en la cama, boca abajo, y yo regreso al salón. Tengo que pensar. Me siento
en el sofá junto a Den (ya se ha hecho su hueco) y lo primero que veo son los malditos papeles del
divorcio que River me ha entregado antes, rotos. Creo que los odio. Sí, los odio, porque cuando
River me los ha dado, mi corazón ha hecho una pirueta rara. Una pirueta mala. Debería haber sido
el momento más feliz de mi vida y ha sido uno de los más tristes. Casi me pongo a llorar. Y eso
que es lo que yo más quiero en la vida: divorciarme de él, por fin.
Es mejor no pensar. Enciendo el televisor y pongo una película al azar, a ver si pasan las horas
rápido.
Dylan creó el grupo “Cuñados coraje”
Dylan te añadió
Dylan añadió a Alex
Dylan cambió el icono de este grupo
Dylan:
Hola, grupo.
Alex:
¿Qué coño es esto?
Dylan:
Un grupo paralelo de cuñados. De cuñados de los Cabana. Hemos hablado Cata y yo y nos parece que los Cabana
van como muy de guais con su grupito de wasap todo el día para aquí y para allá. Sabes cuál te digo, ¿no? Ese que es
tan personal e intransferible. Pues hemos pensado abrir nosotros uno, igual de personal e intransferible. O más. Y
no nos parecía bien no incluirte a ti. Nos sentíamos culpables. Al fin y al cabo, estás casado con una Cabana. Y nos
has dado un sobrino. Nuestro primogénito.
Alex:
Pero ¡si tú te pasas el día metido en ese grupo! Hablas más que Hugo.
Cata:
Eso, mérito, tampoco es que tenga demasiado.
Cata:
Ejem.
Cata:
Eso ha sido un carraspeo.
Alex:
Y yo soy, hoy por hoy, el único cuñado real. Tú aún no estás casado con Hugo, y Cata se está divorciando de River.
Cata:
Yo no me sentía culpable por no incluirte. Que conste.
Dylan:
Y ojito, Alex, con irte de la lengua y contar lo de este grupo, que nos conocemos. Esto es secreto. Supersecreto.
Es para ponerlos verdes a ellos cuando nos apetezca. Cata, tú tienes que controlarte, ¿eh? Con River y con todos en
general. Que se nos puede ir de las manos el asunto. Repito: nada de contárselo a Marcos, Alex. Si lo necesitas, te
lo pongo en mayúsculas.
Cata:
Priscila me gusta.
Dylan:
Eso. Y tampoco se lo cuentes a tu mujer.
Alex:
¿Por qué hay una foto de Hugo en el icono del grupo?
Cata:
Marcos tiene su gracia. A veces. Otras, se pasa con su papel de «el graciosito» de la familia. Y no puedo con su
coche. Poligonero total.
Dylan:
Hay una foto de Hugo porque sí. Y porque está que se te va la olla de guapo.
Alex:
Yo quiero poner una foto de Priscila.
Cata:
Con Adrián lo intento, pero no hay por dónde cogerlo, al chico.
Cata:
Ya ves.
Cata:
¿No os revientan sus «ya ves»?
Dylan:
Si querías foto de Priscila, haber creado tú el grupo.
Alex:
Para ser sincero, me revienta más el «chúpame un cojón». Y si dais mucho la paliza en este grupo, no me apetece
estar viendo constantemente el careto de mi cuñado.
Dylan:
No acabo de entender el motivo. Repito: está que se te va la olla de guapo.
Cata:
Yo tampoco veo lo de la foto de Hugo. Ahora es mi jefe y tengo que aguantarlo de lunes a viernes. Y me echa
bastantes broncas al cabo del día. Por todo. Es un borde. No acaba de gustarme. Solo Den se lleva bien con él.
Dylan:
¡Ey! ¡Ey! ¿Ya empezamos a rebelarnos? ¿Tú no estás de mi parte, rubia?
Cata:
Solo me ciño al objetivo principal de este grupo. Y River tampoco me cae bien, ya que estamos. Era el único
que me faltaba por criticar.
Dylan:
Pues antes os he visto iros muy acaramelados. Yo ahí lo dejo.
Alex:
Que no os sirva de precedente esto que voy a decir, pero yo también lo he visto.
Alex:
Y lo he comentado con Pris. Y con Marcos.
Cata:
¡Vaya! Pero si me faltaba uno por criticar y yo sin darme cuenta. Qué cabeza la mía. Allá va: Alex tampoco me
cae bien. Es otro borde.
Alex cambió el icono del grupo
Alex:
Así mejor.
Dylan:
Vas a darme problemas desde el principio, ¿verdad, nadador?
Alex:
Sí.
Alex:
Y os lo pido por favor, no deis mucho la paliza con el grupito. Tengo un bebé recién nacido.
Dylan:
Te lo paso por alto porque ese bebé Cabana es lo mejor que has hecho en tu vida.
Alex:
En realidad, es un bebé St. Claire.
Cata:
Cierto.
Dylan:
Coño. Es verdad. Es un St. Claire. ¿Lo saben los Cabana?
Alex:
Solo lo voy a decir una vez más: NO OS PASÉIS CON EL GRUPITO DE LAS NARICES PORQUE ABANDONO A
LA PRIMERA DE CAMBIO. Quedáis avisados. Los dos. Adiós.
Cata:
Me costaría mucho hacer un ranking de bordes con Alex y Hugo como participantes. Los dos tienen las
mismas papeletas para el primer puesto. Increíble que hayan sido los primeros en consolidar sus relaciones
amorosas.
Cata:
Francamente increíble.
Dylan:
Vamos a darle una oportunidad. Una sola.
Dylan:
¿Qué tal ha ido la mañana después del desayuno?
Dylan:
Espera, que te llamo. No me fío un pelo de Alex. Se lo cuenta todo a Marcos.
Tres segundos después, suena el teléfono.
—Hola —contesto al instante.
—Hola. ¿Qué haces?
—¿Tú?
—Estoy tirado en el sofá con el nene encima. Acabamos de follar a lo grande y ahora está
dormido. Ya sabes, momento siesta. No se salta ni una el tío. Es cierto que lo he dejado
agotadito, pero, no sé, acabamos de prometernos y él se queda sopa. No me parece.
Me lo creería si no me lo dijera con esa voz de tonto enamorado. Creo que incluso lo escucho
suspirar por él. Seguro que le está acariciando el pelo mientras lo tiene encima. Es un gesto muy
de Dylan con Hugo. Le encanta su pelo. Hasta en eso nos parecemos Dylan y yo: nos pirra el pelo
Cabana. Incomprensible.
—¿Cuándo vuelves a Madrid?
—Mañana a primera hora.
—¿Ya? Pero si apenas llegaste ayer. Y os acabáis de prometer.
—Sí, el concepto de fin de semana es así de jodido. Dos días. Uno y dos. Sábado y domingo.
Bastante es que me voy el lunes por la mañana. A este lo despierto en cuanto colguemos el
teléfono tú y yo. Me apetece salir por ahí y hacer algo.
—River también está dormido. Lleva así desde que hemos llegado a casa. Tiene que estar
agotado, River no es de dormir mucho.
Y el pensamiento de ir y acariciarle el pelo es tan fuerte que tengo que hacer verdaderos
esfuerzos para sacármelo de la cabeza. ¿Por qué pensar en mi marido dormido me provoca este
sentimiento de… ternura? ¿Es porque lo veo vulnerable? No lo entiendo. O sí. Supongo que no
soy de las que odian a fondo, y los lazos emocionales que me unen a River son demasiado fuertes.
Y estamos tan cerca. Era más fácil cuando un océano entero nos separaba.
—Últimamente todas nuestras conversaciones transcurren con River durmiendo en tu cama.
—Estoy esperando a que se despierte para hablar de lo nuestro.
—¿De lo vuestro?
—De que se haya instalado en esta casa. No sé cómo gestionarlo, Dy. Lo último que necesito
es tenerlo revoloteando por aquí. Verlo a cada minuto. No es bueno para mi salud mental. Y,
además, con ese aire que se da de pronto de hombre bueno y atormentado… Prefiero al gilipollas.
De este no me fío un pelo.
—Cata…
—¿Qué?
—River te quiere. Y ya no es que me lo haya dicho Hugo. Es que lo veo yo cada vez que
estoy con vosotros. Se le han caído todas las máscaras.
—Creo que aún no eres consciente de quién es tu cuñado, Dylan. De lo bien que hace su
trabajo.
—No confías en él.
—Por supuesto que no. ¿Puedes culparme?
—No, para nada. Necesitas ponerlo a prueba.
—¿Qué quieres decir?
—Dudas, Cata. Te lo veo. Dudas mucho. No estás segura de nada con respecto a él. Puedes
gritarle al mundo que estás convencida de que River te mintió y no se enamoró de ti en el
pasado, de que solo hacía su trabajo, pero yo sé que no gritarías de verdad. Necesitas hacer
algo para saber lo que sucedió en realidad de una vez por todas.
—¿Y qué propones?
—Pregúntaselo.
—Dy…
—No, escúchame. Es una técnica que utilizo mucho con Hugo y se las pillo todas. Le
formulas una pregunta y lo obligas a contestarte al segundo. Uno, dos, tres, ¡contesta ya con lo
primero que te venga a la cabeza! Tienes que hacer eso con River. Ponerlo contra la espada y la
pared y preguntárselo de manera que no tenga escapatoria. Que no exista espacio para la
mentira.
—Eso es imposible. River está en alerta permanente.
—Sorpréndelo.
—¿Cómo? Él tiene las respuestas preparadas para cualquier pregunta que le hagas. Una
cobertura perfecta, como diría él.
—Mira, yo creo que la importancia reside en los detalles. Yo puedo decirte que quiero a
Hugo, que lo quiero desde que lo vi por primera vez, porque me pareció un chico guapísimo que
me entró por los ojos y porque su puntito de tío borde me puso a cien. Aprender a manejar a un
borde de cojones pone a cualquiera a cien. ¿Me crees?
—Supongo que sí.
—Bien. Pregúntamelo ahora de otra manera. Oblígame a que te dé detalles. Sorpréndeme.
Maréame antes.
¿Marearlo? No sé a dónde nos va a llevar esto, pero no tengo otra cosa que hacer. Mi otra
labor es ir, sacar a River de la cama y hablar.
—¿Cómo se llama mi gato?
—Den.
—¿Cuál es tu comida favorita? Y no vale decir Hugo.
—El azúcar y cualquier derivado.
—¿Cuántas horas duermes al día?
—Cuatro o cinco.
—¿Cuánto mides?
—Mucho.
—Me refiero a tu estatura.
—Mucho también.
—¿Cuál es tu perfil bueno?
—Ambos.
—Dime el segundo exacto en que supiste que estabas enamorado de él. Un, dos, tres, ¡ya!
—En la exposición de Adrián de hace unos meses. Ese día llovió la hostia. Casi todo el día.
Escampó y salimos a dar un paseo. Discutimos. Mucho. Fue horrible. En la exposición no nos
hablábamos. Íbamos cada uno por nuestro lado. Él llevaba unos vaqueros oscuros que le
quedaban más sueltos de lo normal. No llevaba cinturón y… Pues eso, que se le caían en las
caderas mucho más de lo normal. Y una camiseta negra de manga corta con unas letras raras y
unos cuadros verdes. El pelo más repeinado que de costumbre. Los ojos despejados, muy grises.
A Hugo le cambia el color de los ojos de azul a gris, y viceversa, según el tiempo que haga. Yo
estaba contemplando los cuadros que había pintado Adrián y pensando en mi vida, en lo que
era mi vida, en que yo era como una piñata que habían golpeado hasta hacerla explotar. En que
no me había recuperado jamás de aquella paliza y en que me la sudaba todo ya. «Y al que no le
guste que no mire». Eso pensé. «Al que no le guste que no mire». Y entonces me di cuenta de que
si Hugo Cabana no me miraba, a mí el corazón se me encogía. Era amor. Aunque no lo reconocí
en ese momento. Me dije que solo quería follármelo. Porque Hugo me encantaba en todos los
sentidos. Pero no era encanto. Era amor. Y ese día nació en mi cabeza.
—Joder, Dy.
Me he quedado sin palabras. Y me he emocionado. Es imposible que lo que me ha dicho sea
mentira y que se le haya ocurrido de repente, de la nada. Imposible.
—Tienes que hacerlo así con River. Y fijarte en los detalles. En que sean detalles reales.
Detalles solo vuestros. Y entonces sabrás si miente o no.
—No sé si algo así va a funcionar con River.
No creo poder sacar algo así de River. Nunca. Y no creo querer hacerlo.
—Inténtalo.
—Tampoco sé si quiero intentarlo. Yo no quiero a River. ¿De qué me serviría descubrir que él
sí me quiso?
Dylan se ríe con suavidad a través del teléfono.
—Cata, por favor, no me tomes por idiota. Pero dejémoslo en que quieres saberlo y punto.
Después, podrás hacer con esa información lo que quieras. Quemarla en tu cabeza o… no. Pero
necesitas saberlo. Necesitas saber si él se enamoró de ti. Y me temo que eso lo cambiaría todo.
Y lo sabes.
—Tengo miedo.
Dos palabras, un espacio pequeño en un folio, y la verdad más grande que hay ahora mismo en
mi vida.
—Lo sé. Pero tú eres una mujer valiente. La más valiente que yo he conocido nunca. Y el
mundo es de los valientes, rubia.
—Dy…
—Consúltalo con la almohada, ¿vale? Y ahora tengo que dejarte. Se me despierta tu jefe y
el amor de mi vida. Mañana te llamo.
—OK. Hasta mañana.
Cuelgo el teléfono y me quedo con él en la mano. Pensando. Incluso temblando. Por una parte,
creo que he puesto a River a prueba las suficientes ocasiones, y la respuesta siempre ha sido la
misma. ¿Qué más necesito para convencerme? ¿Un cartel con luces de neón? Pero por otra… Por
otra me pregunto por qué River insistiría en decirme que me quiere si ya ha salido todo a la luz. Si
ya ha obtenido mi colaboración. Tal vez… No. No voy a ponerlo a prueba. No lo necesito. No voy
a ceder. No puedo ceder.
18
Los Cabana en las buenas y en las malas; sobre todo, en
las malas

Ha pasado un mes. Un mes desde la pedida de mano de Dylan a Hugo. Desde el día en que fui a
despertar a River a la cama para hablar de nuestra situación y me senté junto a él, a la altura de
sus caderas. Él se despertó y clavó sus ojazos en los míos, y entonces me di de bruces con la
cotidianidad de ese momento entre nosotros. Me asusté. Me asusté al pensar en lo que se me venía
encima: River y yo viviendo juntos de nuevo. Porque River y yo… River y yo somos dinamita
pura a punto de explotar. Y yo no quiero explotar nunca más con él. Así que me levanté de la cama
porque tenía que establecer distancia y… Y eso es lo que he hecho desde entonces: establecer
distancia.
Ahora llevo un mes conviviendo con River, no como marido y mujer, sino como dos
desconocidos que comparten piso. E información. En ese sentido, no me puedo quejar: River me
habla cada noche de las novedades en la investigación de mi tío, que no son demasiadas. Estamos
en punto muerto. Él se ha mostrado cauteloso, moderado en sus movimientos hacia mí, en sus
palabras y en su cercanía. Yo cada vez me he vuelto más fría. Y él, menos cercano. Y veo lo
confundido que está. ¿Cómo le digo que he construido un muro a mi alrededor precisamente para
que él no pueda pasar? ¿Que me he alejado a propósito? Al menos lo he conseguido. Aunque no
me hace sentir mejor. Me hace sentirme como una mierda.
Y hemos llegado a un punto en el que nunca habíamos estado. No conozco a este River, al que
no se enfada conmigo a la mínima de cambio, al que no me empotra contra la pared y me folla y
me hace el amor, al que duerme en la habitación de invitados o en el sofá, al que mide sus
palabras y sus actos para conmigo. Y sé que es el River al que yo he llamado a gritos, lo sé,
pero… creo que no me gusta. No me gusta en lo que nos hemos convertido. No me gusta no ver al
River impertinente y sobrado. Dios, debo de estar volviéndome loca. Dejo de darle vueltas a la
cabeza —no es sano a estas horas de la mañana— y me apresuro en llegar al trabajo.
Llego a la clínica veterinaria quince minutos más tarde de mi hora de entrada, y me extraña ver
que no está abierta; Hugo siempre es muy puntual. Estoy a punto de llamarlo por teléfono, ya que
quizá se haya dormido, cuando suena el mío.
Es River. Me extraño. River nunca me llama tan temprano, y mucho menos desde que vivimos
juntos.
—¿River?
—Escucha, ha pasado algo.
Advierto la tensión en su voz, el nerviosismo, la celeridad, a pesar de que me llega
amortiguada por el manos libres del coche, y me altero. Porque sé al instante que lo que ha
sucedido es malo.
—¿Qué?
—Ha fallecido el padre de Dylan.
—¿Qué? ¡No puede ser! ¿Tan pronto?
No es un tema que haya tocado con Dylan personalmente, se cierra mucho con respecto a su
padre, pero sí sé que se ha reunido con él en un par de ocasiones en Madrid para hablar de su
enfermedad. También me consta que su padre ha intentado hacer las paces con él, pero no tengo ni
idea de en qué momento se encontraban. Sí sé que Dylan era reacio a retomar su relación, más que
nada porque nunca habían tenido una relación. Dios, Dylan. Qué ganas tengo de darte un abrazo.
—Ha sido un accidente de coche.
—¿Cómo que un accidente de coche?
—Debió de perder el control —me explica acelerado. River está acelerado. Y no me gusta.
Sobre todo, cuando sé que va conduciendo—. No han encontrado drogas ni alcohol en su sangre,
solo… quizá se despistó o se quedó dormido y… No lo sé, pero se saltó la mediana de la
carretera y cayó a la cuneta. Murió al instante.
—¿Cómo está Dylan?
—No lo sé.
—¿Cómo está Hugo?
—¿Hugo? Hugo va de camino a Madrid con el puto coche a doscientos kilómetros por hora.
Se me va a matar, joder.
—Tranquilízate, River. ¿Dónde estás?
—Estoy tranquilo —me dice, demasiado rápido para que sea verdad—. Y estoy en mi coche,
voy para allí.
—Da la vuelta.
—¿Qué?
—Da la vuelta, River, y ven a buscarme. Quiero ir contigo.
River guarda silencio durante unos segundos.
—Cat, sé que quieres estar con Dylan —me dice entonces sin una pizca de su
condescendencia habitual—, y lo estarás. Voy a llamar a alguno de mis hermanos para que
pasen a buscarte, pero yo ahora no pue…
—River —lo interrumpo—, quiero estar con Dylan, pero también quiero ir en ese coche
contigo. No quiero que conduzcas solo en ese estado de nervios.
—No estoy nervioso. Estoy bien.
Sí, de maravilla estás.
—Sí estás nervioso, porque la situación escapa de tu control. Hugo va a doscientos kilómetros
por hora y tú no puedes hacer nada para evitarlo. Da la vuelta.
—No puedo —responde en un lamento.
Sí puede. Y yo necesito hacerlo reaccionar.
—Los Cabana están en las buenas y en las malas —parafraseo las palabras de Priscila y de él
mismo con seriedad y con la certeza de su veracidad—, pero sobre todo en las malas. Y yo
todavía soy tu mujer, River.
—¿Todavía lo eres? ¿En serio?
Cierro los ojos ante el dolor que me causan sus palabras, no por lo que significan, sino por el
tono que ha empleado, un tono muy lejos de la ironía o la recriminación; un tono apenado que solo
demuestra la verdad con que River las pronuncia. La verdad que nos consume desde hace
semanas. Y es que apenas hablamos. Creo que esta es la conversación más larga que hemos
mantenido, y yo no quiero que se acabe.
—Da la vuelta, River.
—En serio que no puedo. Estoy ya a medio camino, Cat.
¿Perdona? ¿A medio camino y no me llama hasta ahora?
—¿A medio camino? ¡No me fastidies, River! ¿Por qué te has ido sin mí? ¿Por qué no me has
llamado?
—Porque no quería despertarte y porque no pensé que querrías venir conmigo —responde,
como si fuera una obviedad. Pues sí que he hecho bien mi trabajo de alejarnos. Bravo.
—Pues deja de no pensar —grito, enfadada, no sé si con él o conmigo—. Y ya me busco yo la
vida con alguno de tus hermanos. Nos vemos allí.
Estoy a punto de colgar el teléfono, pero escucho su pregunta llena de desconcierto y sorpresa
justo un segundo antes.
—¿Estás enfadada conmigo?
—¡Sí, River! ¡Estoy enfadada contigo!
Creo. Y nerviosa. Y triste. Impaciente por estar en Madrid. Por Dylan. Por Hugo. Por ti y por
toda esta situación de mierda.
—¿Por qué?
—¡Porque eres idiota! Podrías preguntar las cosas de vez en cuando, para variar, pero no, tú
solo actúas.
—Joder, me vuelves loco —exclama con frustración.
No, no, no. Loco, no. No es lo que quiero ahora.
—Ten cuidado con el coche, por favor.
—Tranquila, controlo.
—No controlas una mierda, River. Prométemelo. Prométeme que vas a ir con cuidado.
—Te lo prometo —me asegura.
—Bien.
Cuelgo el teléfono con dedos temblorosos y mil emociones a la vez. Ahora mismo estoy
preocupada por tres personas diferentes. Uno es mi mejor amigo, que acaba de perder al padre
con el que llevaba años sin hablar, lo cual, estoy segura, va a repercutir en su vida de un modo u
otro. Otro es un cuñado al que apenas soporto, y el otro es mi marido, al que odio. Muy bien, Cata.
Marco el número de Priscila para dejar de pensar en… Para dejar de pensar.
—Cata —responde al tercer tono. Ya pensé que no lo cogía.
—Dime que todavía estáis en el pueblo.
—Sí. Salimos enseguida. ¿Te llevamos?
—Por favor.

Las últimas diez horas han sido, sin duda, las más duras desde hace semanas. Si alguien me
preguntara alguna vez, en cualquier circunstancia: «¿Estás preparada?», yo respondería siempre
con un contundente: «No». Nunca se está preparado para las bofetadas que te da la vida sin
esperártelas. Ni siquiera para las caricias.
El abrazo que le he dado a Dylan en cuanto lo he visto, y que he sentido más vacío que nunca,
ha sido el primer golpe. Dylan no está. Dylan no ha estado en casi todo el día. Se ha perdido en
algún lugar, y yo solo espero que Hugo sea capaz de encontrarlo y darle la mano para devolverlo a
nuestra vida.
El duelo en los ojos de mis cuñados y de mis suegros ha sido el segundo golpe. No me gusta
verlos así; ellos siempre están… felices, riendo, con sendas sonrisas en la boca que brillan hasta
en la oscuridad, vacilándose los unos a los otros. Y verlos a todos con los rostros más oscuros
que la propia ropa que llevaban… me ha llegado al alma.
El tercer golpe ha sido el abrazo que me moría por darle a River. Él ha sido lo primero que he
visto en la sala. Su silueta, sus ojos claros, su pelo revuelto, la corbata a medio poner, las mangas
de la camisa remangadas. Parece que es lo que toca, abrazarse en los momentos difíciles. Ojalá
fuera solo eso. Nos he negado ese abrazo. Tampoco le he preguntado si había llegado bien, si se
encontraba bien. Era obvio, ¿no? Me he negado tantas cosas. Llevo tiempo haciéndolo. Pero ¿qué
otra opción hay? Nunca me había sentido tan perdida en mi vida. Tal vez Dylan y yo nos
encontremos, pero River también está perdido. Se lo noto. Ojalá River y yo nos encontremos.
El día ha sido una mierda. El velatorio; la cantidad de gente que ha venido; Dylan tan fuera de
lugar; yo pululando alrededor de River con el único deseo de estirar los dedos y tocarlo.
Después… después Dylan ha tocado el piano. Se ha celebrado un encuentro en casa de su padre;
un amigo muy cercano lo ha organizado y ha dicho unas palabras en voz alta, delante de todos.
Dylan se ha distanciado del público y se ha sentado al enorme piano de cola que reinaba en un
rincón especial, junto a la ventana. El silencio lo ha inundado todo. Ni siquiera ha habido
murmullos o susurros. Siseos. Nada. Dylan no tocaba el piano desde hacía años. Lo odia. Pero se
ha sentado y sus dedos han comenzado a deslizarse por las teclas blancas y negras como si fueran
parte de él. Creo que era una pieza compuesta por su padre. Hugo se ha acercado, ignorando que
había un mundo entero a su alrededor, y he visto cómo le caían lágrimas a la vez que se
arrodillaba y lo abrazaba por detrás con fuerza, apoyando la cabeza en su espalda. Es la primera
vez que lo he visto llorar. Y yo he deseado abrazar de nuevo a Dylan, a Hugo y a River, deshecho
al ver a su hermano y a su cuñado sufrir mientras este último interpretaba la pieza de una manera
tan magistral como devastadora. Y entonces me he dado cuenta de que River estaba justo a mi
lado, porque llevamos todo el día el uno al lado del otro, sin tocarnos, pero muy cerca de hacerlo,
y me he encontrado con su mirada, y con las puntas de sus dedos, que, lentamente, han rozado las
mías. Un segundo. Dos. En el tercer segundo hemos entrelazado nuestros dedos y el suelo ha
dejado de ser tan inestable bajo mis pies por primera vez en mucho tiempo.
Y hace dos minutos, una vez que por fin se han ido todos los allegados, me he despedido de los
Cabana. De los padres de River, de sus hermanos, de Dylan. Hugo y él se quedan juntos en Madrid
para arreglar todo lo que tienen que arreglar.
Estoy sola. Permanezco sola unos minutos hasta que decido ir en busca de River; nos hemos
repartido en los coches y yo he decidido que voy con él, pero no lo encuentro. Hace rato que no lo
veo. Le mando un mensaje al móvil; me contesta al instante.

Cata:
¿Dónde estás?
Riv:
En el jardín, junto a la piscina. Ve yendo en uno de los coches. Nos vemos en casa. Gracias por venir, Cat.

Este chico es tonto. O quizá lo soy yo. O los dos lo somos. ¿En casa? Me parece que no. Nos
vemos ahora. Cojo el abrigo, me dirijo hacia el jardín, no sin antes perderme como tres veces —
Dios, esta casa es enorme—, y lo encuentro por fin, sentado en el borde de la piscina con las
piernas recogidas entre sus brazos y la vista clavada en el agua iluminada por los focos. Parece un
chaval de veinte años. Sonrío por ello sin poder evitarlo.
—¿River? —lo llamo.
Él gira la cabeza y me mira con sorpresa.
—¿Cat?
Me acerco a él y me siento a su lado con las piernas cruzadas. Dios, River tiene los ojos más
azules que nunca. Brillan. ¿Por qué tienen que brillar así en una noche tan oscura? ¿Y por qué en
una noche tan oscura tiene que haber tantas estrellas en el cielo? Carraspeo y enfoco la mirada en
su rostro. Es más seguro. Sus ojos son terreno peligroso. Muy peligroso.
—Ponte el abrigo, hace un frío que pela.
—Tengo calor.
Y es cierto. Tengo calor a pesar de la temperatura extrema de la calle. Y a pesar de que llevo
un vestido de manga corta. Supongo que llevo todo el día tan… agobiada dentro de esa casa que el
aire gélido tardará unos minutos en traspasar mi piel.
—Es imposible que tengas calor.
Lo ignoro.
—¿Qué hace un chico tan macarra como tú en un lugar tan pijo como este? —dejo caer con
despreocupación. River se resiste a sonreír por lo manido de la frase, pero sé que ha estado a
punto. Y necesito que sonría. Y sonreír yo—. Casi te ríes. No lo niegues.
Se sorprende. Creo que se sorprende al darse cuenta de la facilidad que tengo para leer sus
expresiones cuando él se deja. Y se deja poco, pero cuando lo hace… es una gozada. Incluso en
medio de toda esta mierda que vivimos. Incluso aunque ahora mismo solo pueda sentir su tristeza
y su angustia.
River me mira con calidez y niega con la cabeza, jugando.
—Lo niego. No iba a reírme.
—No te va a servir de nada negarlo. A veces te leo. Hoy es una de esas veces. ¿Qué haces
aquí?
—Pienso.
—Qué peligro, Riv. ¿En qué?
—Hugo va a adelantar la boda —declara con seriedad. Y odio esa seriedad. Yo intento por
todos los medios borrar este halo de desazón que nos rodea, pero no hay manera—. Se va a casar
ya con Dylan.
Se suponía que la boda no era hasta dentro de más de un año, cuando Dylan acabase con la
gira que aún no ha comenzado.
—¿Te lo ha dicho él?
—No ha hecho falta. Necesita desesperadamente desviar el foco de atención de Dy y alejarlo
de toda esta mierda. Y es lo mejor que puede hacer. La vida puede cambiarnos en un segundo. La
vida es muy jodida. Y yo la he jodido aún más con mis decisiones.
—Nuestra vida se basa en decisiones. A cada minuto tomamos decisiones. Algunas pasan
como velos; otras arraigan y definen nuestra existencia. Tus decisiones dispusieron mi vida —le
digo. ¿Para qué andarnos con tonterías? Y, además, me gusta hablar de nuestra verdad sin tapujos.
Creo que me estoy volviendo adicta a ello.
—Por ejemplo —reconoce.
—Pero no les des todo el mérito a tus decisiones, Cabana; también influyó esa cara que Dios
te ha dado y que no te mereces ni un ápice. Jamás me habría fijado en un poligonero como tú sin
ese físico.
River me mira con asombro y con energías renovadas. Con ganas de seguirme el juego. Por fin.
—Claro que te habrías fijado; tengo otros encantos, Berenguer —me dice travieso—. Y lo
sabes.
Madre mía, cómo necesitamos esto. Los dos.
—No tantos…
—Y nunca he sido un poligonero —añade. Entonces, frunce el ceño—. ¿Has dicho «no
tantos»?
Me río en su cara y me levanto del suelo, ofreciéndole la mano para ayudarlo a incorporarse.
Él me la da y la electricidad fluye entre nuestros cuerpos, como siempre que nos tocamos. Y yo
tengo tantas ganas de que mi marido reaccione, tantas ganas de que desaparezca el River del
último mes, tantas… que… Hay un impulso, dentro de mí, que…
—Pero tienes muy mal carácter, River, muy mal carácter —le digo, sin soltarle la mano.
—¿A qué viene eso? —me pregunta confundido, sin hacer un solo ademán por soltarme él.
—A que te enfadas con muchísima facilidad.
—Eso no es verdad. Tengo más paciencia que toda mi familia junta. Y eso incluye a Hugo y a
mi madre. Soy el rey de la paciencia.
—Demuéstralo.
—¿Qué?
«Hazlo, Cata. Ya». Suelto su mano y lo lanzo a la piscina de un empujón. Dios, es como verlo
caer a cámara lenta. Y me siento bien. Increíblemente bien. La sorpresa en sus ojos hasta que se
hunde bajo el agua, salpicándome, me da vida. River se encontraba tan cerca del borde y tan lejos
de esperárselo que el impulso ha podido conmigo y con mi raciocinio. Ahora él se sumerge en el
agua y yo lo miro desde arriba. Y un segundo después, yo estoy arrodillada en la orilla, con la
cabeza muy cerca del agua, esperando a que él salga. Me agacho tanto que incluso se me mojan las
puntas del cabello, pero no me importa.
Entonces River sale a la superficie y comienza a gritar. Grita en una tonalidad extraña, mezcla
entre cabreado, alucinado y… Y empapado. Empapado con ropa y todo. Comienzo a
desternillarme de risa. Una risa que brota desde lo más profundo del estómago.
—Pero ¿tú estás loca? ¿Estás jodidamente loca?
Se aproxima, nadando, hacia la escalera y sale de la piscina como puede. La ropa debe de
pesarle. Me mira como si me hubieran salido dos cabezas y con los ojos llameando de furia. Y yo
no dejo de reír. Dios, pero cuánto necesitaba reírme. Reírme con él. Más que respirar.
—¿De qué coño te ríes, Catalina? ¡Estoy empapado!
—De ti, así de empapado.
«Estás muy mono todo mojado y enfadado». Eso me lo callo. Le chorrea agua por todas partes.
Por el traje de chaqueta y corbata, los pantalones (ahora pegados a sus piernas), la camisa blanca
adherida a su pecho, el pelo… Todo. ¡Hasta los zapatos! Se desprende de la chaqueta y de la
corbata, dejándolas caer al suelo con un golpe sordo, sin dejar de chillarme.
—¡Estamos en diciembre, Catalina! ¡En puto diciembre! Y hay como cinco grados ahora
mismo en la calle. ¿Quieres matarme de una pulmonía? ¿Es eso? ¿Cómo coño vuelvo yo ahora a
casa en estas condiciones? —Se quita los zapatos y los calcetines. Comienza a desabrocharse los
botones de la camisa.
—Tiene pinta de ser una piscina climatizada y de que el agua está caliente, ¿no ves el humo
que sale de ella?
—¿Qué humo, Catalina? ¿Qué puto humo? ¿Me estás vacilando? ¡El agua está congelada!
Está a punto de sacarse la camisa, pero yo no se lo permito. No puedo, porque de pronto siento
la necesidad de hacerlo yo. Sus dedos tiemblan y apenas puede soltarse los botones; River está
tiritando. Agarro las solapas de la prenda y me entra un escalofrío al notar lo fría que está. Creo
que me he pasado. Me muerdo el labio y hago un mohín.
—Dios, estás helado.
Levanto la mirada y me encuentro con sus ojos incandescentes, más azules incluso que antes.
La irritación y tal… y que está muy mojado. Reprimo otra sonrisa.
—¿Admirando tu obra? ¡¿En serio te estás riendo?! —grita.
—Claro que no —disimulo—. Ha sido un impulso, Riv. No he podido frenarlo.
—Me cago en tus impulsos y en…
—¿Cuánto? —le pregunto, tirando la camisa al suelo y pasando mis manos por la piel mojada
de su pecho y su abdomen, interrumpiendo los juramentos que estaba a punto de soltar por la boca
—. ¿Cuánto te cagas en mis impulsos, Riv?
—Mucho —susurra, con el corazón a mil por hora—. Y no me llames Riv. Ahora no.
—¿Por qué? —Sin apartar mis ojos de los suyos, bajo mis manos hasta su pantalón y comienzo
a desabrocharle el cinturón.
—Porque estoy enfadado y no quiero que me engatuses y… Cat. Cat, ¿qué haces? —Intenta
detenerme con sus manos, pero esto ya no hay quien lo frene. Otro de los problemas que tengo yo
con mi marido es que hacer el amor con él me lo cura todo. Todo. Y hoy necesito que me curen. Es
así de simple. O quizá es más complicado que el laberinto más intrincado jamás construido. Pero
allá voy.
—Acabar con este día de mierda.
Lo empujo de nuevo y lo recuesto en una de las tumbonas que rodean la piscina. No hay
espacio suficiente para que entremos los dos, así que me siento encima de sus caderas. River
apoya la espalda en la tumbona sin dejar de mirarme, tenso, nervioso; dan ganas de reír de nuevo.
Y reiría, si no fuera porque… estoy a punto de hacer el amor con mi marido.
—Cat…
Deslizo las manos por los músculos de sus brazos y subo hasta su cabello, calado en agua.
—Mierda, Riv. Realmente estás helado.
River no me contesta, creo que está en shock. Solo clava sus ojos en los míos sin pestañear;
aumentan el sonido de sus respiraciones y el golpeteo de su corazón. Un golpeteo que acalla el
canto de los grillos de un plumazo.
Muy lentamente, me inclino hacia él y rozo su mejilla helada y temblorosa con mis labios; los
arrastro por su piel hasta depositar un beso en la comisura de su boca. Está muy caliente, en
contraste con el resto del cuerpo. El beso vibra más que nuestros corazones, ya desbocados y
latiendo a un mismo ritmo desenfrenado. Vuelvo a depositar otro beso en sus labios, tan despacio
que me habría dado tiempo a echar a correr cien kilómetros en dirección contraria, pero no lo
hago. Solo Dios sabe por qué.
—Cat…
Me separo de su boca y vuelvo a sus ojos.
—¿Qué?
—¿Quieres esto? —me susurra—. ¿Me quieres a mí? ¿Estás segura?
—Sí, River. Te quiero a ti. Y estoy muy segura.
Se incorpora. Me atrae hacia él agarrándome por la nuca, me mira una última vez antes de
cerrar los ojos y… Sucede en un segundo. En un segundo nuestros labios se juntan con fuerza y
nuestras bocas se abren para que las lenguas colisionen.
Me inclino encima de su cuerpo hasta que su cabeza choca con la tumbona de nuevo, porque
necesito llegar más profundo. Necesito comérmelo y tragarme toda su saliva, todo su sabor. Su
estúpido y extraordinario sabor. El que se esconde debajo de todo el cloro que lleva encima. Por
eso, atrapo con los dientes su labio inferior y tiro de él con hambre. Por eso lo succiono en un
intento de llevármelo todo. Él gime y yo jadeo. Él responde agarrándome de las caderas y yo,
enredando mis manos en su pelo empapado. Las manos de River, ya templadas, trepan desde mis
caderas a mi espalda, levantándome el vestido para acceder a mi piel.
River se mueve y siento cómo me clava la dureza de su erección. Tiene los pantalones del traje
mojados y congelados, pero nada podría importarme menos. Nos frotamos una y otra vez,
imprimiendo la misma fuerza cada uno de nosotros. Demasiada ropa. Hay demasiada ropa. Llevo
las manos a su pantalón y lo desabrocho; me abro paso con la mano hasta llegar al bóxer y se lo
bajo lo justo para liberar su erección. River jadea de nuevo, muy ruidosamente, y me besa con
vehemencia. Y los dos temblamos. Y yo pienso que es imposible que esto que hacemos esté mal.
Es imposible que amarse así y sentirse de esta manera tan visceral y con tanta entrega sea algo
malo.
Me incorporo un poco y River interrumpe nuestro beso para ayudarme a deshacerme de las
botas, las medias y mi ropa interior. Me recreo en él antes de sentarme de nuevo sobre su cuerpo,
en el vello oscuro que asoma entre su pantalón abierto y sus calzoncillos. En su actitud insegura,
vulnerable pero sensual; en sus ojos, que me gritan: «Haz lo que quieras conmigo, Cat». Creo que
incluso ha susurrado esas palabras. No estoy segura.
Me aferro a sus caderas a la vez que River se hace cargo de su erección, colocándola en la
entrada de mi sexo.
—Voy a entrar —me dice.
Tres palabras. Y yo estoy a punto de correrme en el acto. Me dejo caer a la vez que él empuja
hacia arriba y ambos gemimos al unísono. Mierda, no voy a aguantar, y quiero aguantar. River se
incorpora y se apoya sobre sus manos, con los brazos estirados, reposando todo su peso sobre
ellas, y yo comienzo a moverme contra él, a empujar sin descanso, devorándolo entero. No
volvemos a besarnos, solo me lo follo sin descanso durante los siguientes minutos, sin apartarnos
la mirada ni por un pestañeo. Sin perderme ni uno solo de sus jadeos.
—Me voy a correr. Cat…
—Hazlo.
—¿Tú?
No le contesto, no puedo, pero el grito que sale de mi garganta ante el inminente orgasmo y la
velocidad con que me muevo hablan por sí solos. No he podido aguantar más. Caigo desplomada
contra su pecho después de vaciarme entera y escondo la cabeza en la curvatura de su cuello. Por
Dios, River huele bien hasta con el cloro impregnado en toda su piel. Podría esnifarlo.
No pienso moverme de aquí, no pienso alejarme hasta que recupere el ritmo de mi respiración
y me sacie de su puñetero olor. O esa es mi intención, pero, entonces, siento la contracción de su
estómago bajo el mío. El temblor de su cuerpo bajo el mío. Y el aliento en mi oreja. La… risa.
¿Se… se está riendo? Me incorporo y compruebo que, efectivamente, sonríe como un gilipollas.
—¿Por qué sonríes? —le pregunto—. ¿Y por qué me miras así?
Me mira raro. Raro, no. Me mira como me miraba antes. Como me ha mirado siempre. ¿Qué
narices…?
—Acabo de darme cuenta de una cosa —dice sin dejar de sonreír—. De una gran gran cosa.
¿Gran gran cosa?
—¿De qué?
—Hoy estabas preocupada por mí.
—¿Y? Es normal estar preocupada. Conducías como un loco hacia Madrid detrás de tu
hermano. No deseo tu muerte, River.
—No es eso. Es otra cosa —replica, con tono de sabelotodo. Y su mirada socarrona no me
gusta un pelo, pero pregunto igual:
—¿Qué cosa?
—Tú me quieres, Cat Cat. ¡Todavía me quieres!
Me haría gracia el tono incrédulo de su voz si no me estuviera diciendo lo que me está
diciendo. Me haría gracia si no…
—¿Qué? ¿Estás loco? No malinterpretes lo que acaba de pasar, River. Solo ha sido sexo.
Solo ha sido sexo. Solo ha sido sexo. Solo ha sido sexo. ¡SOLO HA SIDO SEXO! Ha sido una
mierda de día y los dos lo necesitábamos. Ha sido una mierda de mes y los dos lo necesitábamos.
—¿Cómo no me he dado cuenta antes? —continúa, sin hacerme caso—. ¡Soy gilipollas!
—Eso no te lo voy a discutir.
—Salta a la vista. En la forma en que me miras…
—No te miro de ninguna forma, River.
—En la forma en que me tocas y me besas…
—No te he tocado de ninguna forma.
River mira hacia abajo, hacia nuestros cuerpos aún unidos. Él sigue dentro de mí. Cierro los
ojos.
—No te hagas ideas raras en la cabeza —le digo cuando los abro.
—Voy a conquistarte, Cat.
¿Perdona?
—¿Qué? A ti el cloro se te ha subido a la cabeza. No puedes conquistarme, River.
—Se está formando un plan en mi cabeza.
—¿Qué plan?
—No puedo contártelo, pero ¿Cat?
—¿Qué?
—¿Quieres salir conmigo?
19
Si es que lo sabía, en el fondo lo sabía
River
Me dijo que no. Cat me dijo que no quería salir conmigo, pero yo no me lo creí. Ni un ápice. Y sé
que pedirle salir conmigo fue infantil y absurdo, teniendo en cuenta que ella y yo estamos casados
desde hace seis años y que yo tengo treinta y cinco, pero me siento como el ave fénix que resurgió
de sus cenizas, y quiero dárselo todo. Todas las fases.
Se me ha caído la venda de los ojos, porque ella me quiere; a pesar de todo, a pesar de nuestro
pasado y de lo mal que yo he hecho las cosas, ella me quiere. Y no pienso rendirme aunque Cata
lleve dos semanas dándome calabazas. Voy a reconquistarla y a hacerla feliz, porque ella me
necesita a mí para ser feliz. Y yo, a ella. Es un hecho que vaya a hacerlo, por muy difícil que me lo
ponga. Si no, no me llamo River Cabana.
Me había aferrado a la idea de que lo mejor para Cata era que por primera vez en nuestra
historia yo le diera lo que ella necesitaba: el divorcio y distancia por mi parte. Me había aferrado
a la idea de que, de esa manera, ella sería feliz, y de que lo último que deseaba era estar cerca de
mí. Yo la quiero tanto que estaba dispuesto a dárselo todo, pero resulta que no era así. Hizo falta
un polvazo en la hamaca de una piscina para que me diera cuenta de cómo me mira, me toca y se
estremece cuando me hace el amor. Nadie que no ame hace así el amor. Cata y yo nos habíamos
perdido, y ella nos andaba buscando. Y nos encontramos a medio camino. Ahora ella finge que me
odia. No cuela.
El viaje de vuelta a casa pasó en un suspiro y lo disfruté como nada. Yo no podía dejar de
sonreír, de seducirla y de recordarle lo que habíamos hecho en la piscina de Dylan. Con todo lujo
de detalles, por supuesto. No tengo ninguna vergüenza para hablar de lo que sea con mi mujer, ni
filtro. Ella amenazó con bajarse del coche cuatro veces y repitió la palabra «sexo» como veinte
veces más. «Sexo, mi abuela», respondí yo las veinticuatro. Después, llegamos a casa y yo me
acosté en la cama de la habitación de invitados, pero poco después… me metí en su cama, en
nuestra cama. A la mañana siguiente, cuando ella se despertó y me encontró allí, no dijo nada; se
quedó mirándome y yo sonreí como un gilipollas. «Hola, Cat Cat», le dije. Entonces ella despertó
del todo y me montó una bronca de las épicas y me tiró de la cama. Bueno, ella lo llama «tirarme
de la cama»; yo lo llamo «juguetear y tontear como dos enamorados». No nos ponemos de
acuerdo, pero me la suda.
Y ya han pasado un par de semanas, un par de semanas donde yo la he buscado, la he retado, la
he tocado, la he invitado a salir y me he metido en nuestra cama, y ella… ella tiene un cabreo
monumental.
Me encanta. Porque es mi Cat.
Estoy entrando en el ascensor cuando vibra el móvil:

Adrián:
Riv, me ha dicho Marcos que estás reconquistando a tu mujer. ¿Necesitas consejo?

La madre que los parió a todos. Pulso el botón del ático y me apoyo en el cristal con
cansancio. Ha sido un día duro el de hoy. Me siento en un callejón sin salida en lo que respecta al
tío de Cata, y no sé cómo voy a escapar de él. Llevamos semanas siguiéndolo, escuchando las
conversaciones con su mujer, analizando cada movimiento que hace y… nada. No hay nada que
nos lleve siquiera a sospechar dónde coño guarda las pruebas que tiene contra el ministro. ¿Y
Jacob? Ni rastro. Y en todo momento tengo la sensación de que lo tengo delante de las narices, de
que me estoy dejando algo…, pero ¿el qué?
Suspiro y decido seguirles el juego a mis hermanos. Tengo que distraerme.

River:
Necesito que Marcos deje de irse de la lengua.
Adrián:
¿Y consejo? Cata es dura de pelar, pero puedo ayudarte. Yo cada día me llevo mejor con ella. Y tú estás perdiendo
atractivo.
River:
No estoy perdiendo atractivo, capullo. Estoy mejor que nunca.
Adrián:
Ya ves…
Hugoeslaestrella:
A mí me lo ha contado Adrián. Y reconquistar requiere que antes haya habido una conquista.
River:
¿Qué se supone que significa eso?
Hugoeslaestrella:
Nada. Yo ahí lo dejo. Llámame si me necesitas.
River:
No te necesito. Sé cómo enamorar a mi mujer. Ya lo hice una vez.
Adrián:
Ya ves…
Hugoeslaestrella:
Humm…
La niña:
A mí me lo ha contado Hugo. Yo puedo echarte una mano. Cata y yo tenemos algo que… Hemos conectado,
¿sabes?
River:
Pris, yo también conecté con ella. Hace seis años.
Adrián:
Ya ves…
Hugoeslaestrella:
Humm…
La niña:
OK…

Pero ¿de qué van? Saco las llaves de casa mientras salgo del ascensor.

Marc:
No te mosquees. Estamos aquí para ayudarte, Riv. Cata y yo ya nos hemos pillado el punto. ¿Te has fijado en que
apenas me llama «poligonero»? Puedo ayudarte a pillarle el punto tú también.
River:
¡Conozco el punto de mi mujer!
Adrián:
Ya ves…
Hugoeslaestrella:
Humm…
La niña:
OK…
Marc:
Psss…
River:
¿Ahora resulta que vosotros la conocéis mejor que yo?
Adrián:
También nos llevamos mejor con ella que tú.
Hugoeslaestrella:
Llámame si me necesitas.
La niña:
A cualquier hora.
Marc:
Pero esta noche, no. Tengo plan.
River:
Puedo apañármelas solo para recuperar a Cata, gracias. Estad atentos. Capullos.
Adrián:
Ya ves…
Hugoeslaestrella:
Humm…
La niña:
OK…
Marc:
Psss…

Bufo y entro en casa. En lo que concierne a… prácticamente todas las facetas de la vida, mis
hermanos no tienen rival.

Cuando mi móvil comienza a emitir sonidos como un condenado, sé que algo va mal. Es la alarma
de mi casa, la alarma de mi puta casa; la tengo conectada a mi teléfono, y ha saltado. Alguien ha
intentado entrar.
Acelero el coche a la máxima potencia y conduzco como un loco, con el corazón a mil por
hora, los escasos kilómetros que me quedan para llegar al pueblo. He llamado a todo el mundo,
pero nadie me coge el teléfono, y mi ansiedad crece por momentos. Y sé que no debería, porque lo
tenemos todo bajo control, pero son las diez de la noche y Cata está sola en casa. Y su tío
sospecha de ella, aunque no haya dado señales de ello. Lo que me mosquea aún más. Me mosquea
mucho. Y ella tampoco me coge el teléfono.
Dejo el coche aparcado de cualquier manera en doble fila; me ha pillado el semáforo en rojo y
no puedo perder ni un solo segundo. Echo a correr por la calle, esquivando con frustración a todos
los viandantes que se cruzan conmigo y me entorpecen el paso, hasta llegar al portal; antes de
entrar a toda hostia, pego un vistazo rápido al edificio de enfrente, al último piso, el que tiene
pinta de estar abandonado, con el cartel permanente de «Se alquila». No hay movimiento. Nunca
lo hay, pero… Mierda. Tengo que llegar a casa.
Esperar al ascensor no es una opción, así que subo los escalones de dos en dos. De tres en
tres. Llego a mi piso con el corazón en la garganta —no es por el ejercicio físico, es porque estoy
acojonado por lo que me puedo encontrar— y voy a meter la llave en la cerradura cuando la
puerta se abre sola.
Cierro los ojos un segundo, y dejo salir por fin todo el aire que he contenido, cuando veo a la
persona que me recibe al otro lado, y la cara de tranquilidad con que lo hace. La ropa de civil, y
la cantidad de armas que lleva encima, escondidas, sin tener aspecto de que hayan sido utilizadas.
Todo va bien. Inhalo de nuevo todo lo que me permiten los pulmones y exhalo antes de internarme
en mi casa, cerrando la puerta detrás de mí.
—Joder —exclamo—. ¿Qué ha pasado?
Paso al salón por delante de mi compañero y veo a Catalina, rodeada de tres agentes más del
CNI, sentada en el sofá con las manos cruzadas en el regazo y el labio inferior entre los dientes.
Conozco esa postura, es su postura de «la he liado a lo grande, Riv». Una sospecha comienza a
tejerse en mi cabeza. La escaneo de arriba abajo. Tres veces. Cuatro, para asegurarme del todo.
Está perfectamente. El corazón deja de golpearme el pecho con la fuerza descomunal con que lo
hacía, pero la sangre en mis venas rompe a hervir ante la sospecha, ya tejida en mi cabeza, sobre
lo que acaba de pasar. ¡Que aún tengo el susto en el cuerpo, joder!
La sospecha se convierte en certeza en cuanto veo a mis compañeros intentando ocultar sus
sonrisas y su buen humor.
—¿Qué ha pasado? —repito.
Es el agente que me ha abierto la puerta, y que se encuentra detrás de mí, el que responde a mi
pregunta:
—Tu mujer ha pulsado el botón de emergencia de la cocina. —Carraspea—. Ha dicho que ha
sido sin querer…
Me llevo los dedos a los lagrimales. Me los froto con ímpetu.
—Respira, River. Respira —me pide Cata en tono de advertencia.
Si es que lo sabía, en el fondo lo sabía. Sabía que iba a hacerlo. Arrastro los dedos por mi
cara y levanto los ojos hacia Catalina, que me observa con cara de buena. ¡De buena pieza que es,
joder!
—¿Sin querer, Catalina? ¿En serio? ¡Sin querer, mi abuela! —Pues ya he perdido los nervios.
Puto susto que me ha dado—. Pero ¿cómo se te ocurre darle al botón? ¡¡¿Cómo?!!
—¡No me chilles! Estaba ahí, tan apetecible y… ¡Pues le he dado! Y ya está, River.
—¡Te lo dije muy clarito! No le des al botón. No le des al botón, que es solo para
emergencias. ¿Cuál es la parte que no has entendido? ¡Acabas de echar por la borda toda nuestra
cobertura!
Años. Años llevaban mis compañeros apostados en el edificio de enfrente, en el piso de
aspecto abandonado con el cartel de «Se alquila», vigilando mi casa y todo lo demás. Una
vivienda que no es otra cosa que un piso franco. Los agentes solo acceden a él por el garaje,
arman guardia las veinticuatro horas del día, en dos grupos de cuatro, y no hacen vida en el
pueblo. Nadie los conoce. Nadie sabe que existen. Nadie sabe que están ahí. Ni lo que hay
organizado dentro: una base de operaciones de la hostia. De hecho, toda la vigilancia a la que está
sometida mi familia llega a la oficina desde ese piso. Tienen montada una buena.
Reconozco el remordimiento en el rostro de Cata en cuanto suelto por la boca lo de nuestra
cobertura y me arrepiento al instante de haberle gritado. Me arrepiento un poco. Pero es que,
joder… Cómo me las lía.
—Tranquilo, River —me dice uno de los chicos, palmeándome la espalda—, no nos hemos
cruzado con nadie y no hemos salido a la calle. Hemos entrado por el garaje.
Mi garaje es compartido con el del piso franco. No elegí esta casa por casualidad. Yo no hago
nada por casualidad. Bien, cobertura salvada. Una cosa menos.
—Nosotros mejor nos vamos ya —sugiere otro de ellos.
—Os acompaño a la puerta —me ofrezco. A continuación, niego con la cabeza y le lanzo un
aviso a Cata con los ojos: «Ahora vuelvo. De esta no te libras». Me contesta al segundo: «Aquí te
espero».
Nos dirigimos los cinco al vestíbulo y me disculpo con ellos en un susurro. No quiero que
Cata nos escuche.
—Lo siento, joder.
Ellos me responden de la misma manera, uno detrás de otro.
—¿En serio le dijiste a tu mujer: «No toques el botón»? Tío…
—¿No conoces a tu mujer?
—¿No conoces a la población femenina en general?
Chasqueo la lengua. Hoy van de graciosos. Tienen sus días.
—Control de daños en cuanto lleguéis al piso franco —les exijo.
—Claro.
—Y otra cosa —añado.
—¿Qué?
—¿Cuánto habéis tardado en llegar?
Los cuatro sonríen.
—Tiempo récord, River. Dos minutos y diecinueve segundos.
Qué buena marca. Al final nos ha venido bien y todo como entrenamiento.
—Estupendo.
Abro la puerta y les hago un gesto con la mano para que se larguen ya.
—No seas muy duro con ella.
—Nos ha ofrecido zumo de naranja natural en cuanto ha visto quiénes éramos.
—Oye, y tu gato me ha bufado. Es pequeño, pero vaya mala hostia tiene.
—Te jodes. Adiós.
Cierro la puerta y regreso al salón; finjo estar más enfadado de lo que estoy en realidad. Ya se
me ha pasado el susto, más o menos…
—Antes de que digas nada —me corta ella en cuanto me ve, levantándose del sofá con aire de
ofendida. Qué morro tiene—, ¿de qué vas?
—¿Yo?
—Sí, tú. ¿Sabes el susto que me han dado esos tíos entrando aquí de repente? ¡Cuatro
mastodontes, River, con gesto enfadado! Casi me da un infarto.
—De repente, no, Cata —le digo con cierta condescendencia; sé que le revienta—. De
repente, no. Han aparecido porque tú los has llamado.
—¡Cómo iba a saberlo! ¿De dónde han salido? ¿Dónde los tienes escondidos?
—En el edificio de enfrente. ¡Y no te asomes!
—¡No iba a asomarme!
—Ya…
Cata se sienta de nuevo en el sofá y cruza los brazos. Quiere hacerse la indignada para aplacar
mi propio enfado.
—Estarás contenta —le recrimino, con los brazos en jarras.
—La verdad es que sí. ¿Te he tocado mucho las narices, Riv? Porque tú me las tocas a mí
constantemente. Ha sido mi turno.
—Tócame lo que tú quieras —le digo juguetón. Me siento de puta madre ahora que sé que está
bien.
—Hablo en serio. ¿Todo esto te hace gracia o qué? Porque de verdad que me han dado un
susto de muerte. Pensé que estaba en peligro.
—Y yo, joder. —Me dejo caer en el sofá, a su lado. Apoyo la cabeza en su hombro y cierro
los ojos; necesito su contacto—. Me he asustado, Cat. Pensé que te había pasado algo. No vuelvas
a hacerme algo así. Prefiero que me llames y me lo digas: «Riv, que sepas que voy a tocar el
botón». Yo me cagaré en todo, pero… solo eso. Me cagaré en todo y a otra cosa.
—Lo siento.
Agradezco su disculpa restregando mi cabeza por su hombro, igual que hace Den en su muslo,
y nos quedamos un rato en silencio. Yo no me muevo; estoy de maravilla, y más cuando ella
comienza a acariciarme el pelo. Intenta tranquilizarme, y vaya si lo consigue. Ahogo un gemido. Sí
que debe de estar asustada para no solo aceptar mi contacto, sino devolvérmelo.
—¿Cómo has llegado tan rápido? —me pregunta poco después, sin dejar de acariciarme.
—Estaba de camino cuando me ha sonado la alarma en el móvil. Tengo los botones
monitorizados. Y no me cogías el teléfono, Cat.
Catalina se incorpora de pronto y me priva de su contacto. ¡Ey!
Me observa con mala cara.
—¿No habrás venido a toda leche con el coche?
Sí.
—No.
—¡River! —Me da un golpe en el brazo y yo aprovecho para agarrárselo y tumbarla de nuevo
junto a mí. Vuelvo a poner mi cabeza en su lugar. En su hombro—. No hagas esas cosas —dice,
más suave.
—Y tú no vuelvas a darle al botón.
—Prometido.
—Te dije que estabas protegida. No voy a permitir que nadie te haga daño, Cat. Nunca. —
Volvemos a quedarnos en silencio hasta que me acuerdo de algo—. Mierda, tengo que bajar a la
calle a aparcar bien el coche; lo he dejado en doble fila. Pero no quiero moverme.
No he estado tan a gusto en mucho tiempo.
—¿A ti pueden ponerte multas?
—Hombre, por poder…
—Oye, ¿cómo se llaman las personas que colaboran con el CNI pero no son agentes del CNI?
—Fuentes.
—Vale. ¿Soy colaboradora fuente?
—No. Eres colaboradora mía. Punto.
—¿Me vas a dar en algún momento una placa de identificación?
—No.
—¿Un DNI falso?
—No.
—¿Un móvil secreto?
—No.
—¿Una pistola?
—No.
—Y entonces, ¿qué me vas a dar?
—Todo lo demás.
—Pues ya ves.
Mi móvil vibra y, sin moverme, le echo un vistazo rápido por si es importante. Son mis
hermanos.

Hugoeslaestrella:
¿Tenéis planes para Nochevieja? Aparte del cumple de Pris y Adri.
Marc:
Cinco.
La niña:
Espera, que le pregunto a Álvaro.
Adrián:
¿Cinco?
Marc:
Cinco.
La niña:
Que me dice Álvaro que toca no dormir porque su cuna tiene pinchos. Y el carrito. Y la silla del coche. Y la
hamaquita. Mis noches son una fiesta continua.
Hugoeslaestrella:
Pues una más. Tenéis boda.
Hugoeslaestrella:
Dy y yo nos casamos. Dy no lo sabe, por cierto. Quiero darle una sorpresa, así que calladitos. Marcos, esto va por
ti, sobre todo. Bueno, y por Priscila. Y Adrián. Y River. Joder, esto va por todos. Calladitos, ¿OK?

No hay respuesta. Eso es porque la totalidad de mis hermanos están llamando por teléfono a
Hugo para felicitarlo y sonsacarle los detalles. Sonrío y me alegro por ellos. Dylan está mejor,
pero, aun así, necesitan esto. Qué jodida puede ser la distancia.
Voy a darles margen al resto de mis hermanos y luego lo llamo yo.
—Cat.
—¿Qué?
—Te apuesto lo que quieras a que esta Nochevieja la pasas conmigo.
Se mueve, me mira, arquea una ceja y me observa con superioridad.
—Ríndete, River.
—Nunca.
—Resulta que ya tengo planes.
—Ah, ¿sí?
Por un momento pienso que Hugo ya se lo ha dicho, pero lo descarto enseguida. Estaría de
mejor humor si supiera que ellos dos se casan. La relación de Cata con Dylan y Hugo es muy
estrecha, mucho más estrecha de lo que ella está dispuesta a reconocer por la parte que le toca a
mi hermano.
—Sí, me voy a Edimburgo.
—Vaya —exclamo con pesar fingido.
—Vaya, ¿qué?
—¿Has comprado el billete?
—Todavía no.
—Pues eso que te vas a ahorrar. Tengo un planazo al que no vas a poder resistirte.
—¿Es contigo?
—Sí.
—La respuesta es no.
—¿Qué te apuestas?
—Lo que quieras.
—Un beso.
Cata chasquea la lengua con fastidio. Vuelve a arquear una ceja y a observarme con
superioridad. Y qué bien le queda, joder.
—River, por Dios, que no tenemos quince años.
—¿Apuestas o no? —la reto.
—Muy bien, apuesto. Un beso. ¿Y qué pasa si gano yo? ¿Un desbeso?
—Eso no va a pasar. Por cierto, acabo de recordar algo. Hugo ha escrito en el grupo de
hermanos. Se casa con Dylan en Nochevieja, pero no le digas nada a Dylan; es una sorpresa.
Me levanto del sofá con renuencia y me dirijo a la puerta para bajar a la calle a aparcar bien
el coche; es mejor no llamar la atención. Le guiño un ojo y me voy con una gran sonrisa en la cara.
La suya es un poema.
—Me debes un beso. Ahora subo.
20
Otra boda Cabana y un te quiero

La tercera boda Cabana está a punto de comenzar (al menos la tercera que acaba con los novios
casados) y yo estoy nerviosa, con un golpeteo en mi pecho, insistente y hermoso a la vez, y unas
ganas locas de ver aparecer a los novios. Quizá algo nostálgica también. Nostálgica de mi boda
con River, o de mi vida con él o… o yo qué sé. Creo que el hecho de haber pasado el día entero
con mi marido a solas, después de celebrar las navidades por separado, cada uno en su casa
(celebrarlas juntos era demasiado para mis estúpidas ganas de él), ha podido influir.
A primera hora de la mañana, ha llegado un mensaje de Dylan al grupo que compartimos los
tres cuñados:

Dylan:
Que me acaba de decir el nene que esta tarde nos casamos. ¡Que esta tarde nos casamos! ¡Joder! ¡Nos casamos! Él
y yo. El nene y yo. Me lo ha dicho para que me ponga mono y tal y para que haga la maleta, ¡que nos vamos tres
semanas de luna de miel! Me ha hecho gracia lo de que haga la maleta. ¡Yo, maleta! Joder, qué salidas tiene. Me ha
hecho tanta gracia como que he empezado a descojonarme; creo que un poco eran los nervios. Él no me lo ha
tenido en cuenta. Además, en el fondo le encanta que use su ropa. O que no lleve ropa, ya puestos. Ha hablado con
la discográfica y lo ha organizado todo a mis espaldas. ¿No es para comérselo de pies a cabeza? Y digo yo, ¿para
qué queremos ropa? Yo no sé si este va a llegar entero a la boda hoy. Y todos los sabíais, capullos. Como estoy en
una puta nube, no os lo voy a tener en cuenta tampoco, aunque del nadador me lo podía esperar, pero de ti, Cata…
En fin, que necesito que me hagáis un favor. Bueno, dos. Alex, tú apáñatelas como puedas, pero que tu Cabana esté
libre hoy para disfrutar con su familia. Y me refiero a tu hijo, sí. ¡Dale un respiro, hombre! Cata, tu Cabana está
decorando la casa, ¡porque nos casamos en nuestra casa nueva! Por favor, POR FAVOR, ve con él y ayúdalo; no me
fío un pelo de su mierda de gusto, y está solo. El resto de los Cabana se están ocupando de otros asuntos. Gracias.
Os quiero. ¡Nos vemos en unas horas! ¡Que me caso con el nene!
Alex:
Felicidades. Yo ya lo sabía.
Alex:
Y qué intenso eres ya desde tan temprano.
Cata:
¡Que os casáis! ¡Felicidadesss! Qué ganas tenía de hablarlo contigo.
Alex:
Anda, la otra. Los dos sois muy intensos.
Cata:
Tú ocúpate de lo tuyo.
Alex:
Lo tengo todo bajo control, listos, que sois unos listos. Mis padres se ocupan de Álvaro en la boda y luego se lo
llevan a su casa a dormir. Va a ser nuestra primera noche sin él. Yo me encargo de que Pris no lo eche en falta.
Además, es su cumpleaños.
Cata:
Muy bien, St. Claire. Estamos orgullosos.
Alex:
¿Y tú?
Cata:
Ahora que ha pasado la euforia de que Dylan lo sepa… yo voy a matar a Dylan. Voy a ayudar a River con la
decoración de la casa y después, ¡voy a matarte, Dy! Me debes una muy gorda por esto.

Eran las siete de la mañana de un domingo. Aunque se lo perdono porque era el día de su boda
con el amor de su vida. Me he levantado y he comprobado que, en efecto, River no se encontraba
en casa. Me he duchado, vestido y he ido a la casa que Dylan compró hace unos meses. Hugo y él
aún no se han mudado —imposible, con Dylan en Madrid; el poco tiempo que pasan juntos no
quieren desperdiciarlo en una mudanza—, pero Hugo sí ha querido celebrar aquí la boda, en el
jardín. En el inmenso jardín, porque fácilmente entran cien personas, aunque hoy solo estamos la
familia más íntima y los amigos más cercanos. Es cierto lo que dice Hugo de que Dylan no tiene
medida. Dios, no tiene ni una pizca de medida.
Cuando he llegado, me he encontrado a River rodeado de luces amarillas, guirnaldas blancas,
un montón de elementos decorativos más y ni puñetera idea de qué hacer con nada de ello. Nos
hemos puesto manos a la obra y hemos creado el jardín más bonito jamás visto. Ha sido un buen
trabajo en equipo. River y yo formamos buen equipo, siempre lo hemos hecho. A pesar de que se
las ha apañado para que fuera yo la que se subía a la escalera a colgar las luces. A pesar de que sé
que ha aprovechado para espiar por debajo del vestido sin ningún tipo de contención o vergüenza.
Me ha sujetado las piernas, «por tu seguridad», me ha dicho. Ya, claro. Yo le he soltado aquello
que le gusta tanto decirme: «Por mi seguridad, tu abuela». Después, me ha recordado que he
perdido la apuesta y que esperaba su beso. Lo he ignorado y he ido a prepararme.
Ahora está atardeciendo y el efecto de las luces amarillas en lo alto, como si se tratara de un
cielo cuajado de estrellas, y de las esferas blancas en el suelo y la piscina crea un entorno mágico.
Las diez estufas de leña colocadas aquí y allá le confieren una calidez acogedora. Se está a gusto.
Se está muy a gusto.
El concejal ya ha llegado (ole por mi cuñado por haberlo convencido de que viniera un
domingo, y en Nochevieja, a oficiar una boda) y espera a los novios en uno de los rincones más
bonitos del lugar, con vistas al mar y un atril en forma de guitarra. Es una fusión perfecta de ellos
dos. Los invitados nos hemos ubicado en sillas frente a él, y River y yo estamos juntos en primera
fila, al lado de sus padres, sus hermanos, Alex y Jaime.
Oigo los aplausos y miro inmediatamente hacia atrás: ya han llegado los novios. Y los tres
perros, que corretean por el jardín como locos; van directos a donde Adrián. Dios mío, la cara de
sorpresa de Dylan no tiene precio: es como si acabara de enterarse de que va a casarse; supongo
que estará alucinando con lo que hemos montado. Me río cuando veo las prendas que llevan
ambos encima; Hugo viste unos vaqueros y una camisa blanca remetida por dentro (al menos lleva
camisa), y Dylan, otros vaqueros y esa camiseta blanca de manga corta, con el dibujo de un
dinosaurio en el pecho, que le gusta tanto (esto es lo que entiende Dylan por ponerse mono).
También visten dos de las sonrisas más genuinas que he visto en mi vida, y un brillo en los ojos
espectacular.
Se acercan al concejal cogidos de la mano y entonces Adrián se coloca a su lado, dejándolos a
los dos sin palabras; es una de las sorpresas que hemos preparado para ambos: él va a oficiar el
enlace como maestro de ceremonias mientras el representante público le da la validez legal. La
emoción de los tres traspasa tanto sus cuerpos que a mí se me escapan varias lágrimas. «Llorona»,
me susurra River con cariño. Y con emoción. Él también está afectado. «Cállate», respondo,
retirándome una lágrima con el dedo.
Cuando Hugo y Dylan llegan al atril, Adrián comienza a susurrar, o a cantar. Sí, eso es,
comienza a cantar:
—«Stop, in the name of love. Before you break my heart».
Entiendo que es una broma entre ellos, porque los tres ríen, ríen entre temblores y nervios,
entre manos que no pueden dejar de tocarse y ojos que no pueden dejar de mirarse, e incluso ríen
los Cabana que me rodean; Priscila y mi suegra no pueden contener las lágrimas de la emoción
que las embarga; a River le brilla la sonrisa; mi suegro observa a los novios con orgullo, y hasta a
Marcos y Alex se los ve tocados. Jaime… Jaime parece feliz. Me alegro de que haya superado su
historia con Hugo.
Al otro lado, se encuentran los tíos de River y sus primos: Paula, Eva, Carlota, Ariadna y
Tomás. Lucen todos muy emocionados también: adoran a Dylan.
En el momento de los anillos, Dylan se pone tan nervioso que se confunde de dedo. Y a mí el
corazón me da un vuelco, porque a River le pasó lo mismo el día de nuestra boda. «Creo que te
estás equivocando», le dice Hugo, y los dos rompen a reír con complicidad y miradas
inacabables. Eso ha sido otra broma entre ellos, estoy segura, y ha servido para relajar a Dylan y
que atinara con el anillo. Después, Hugo saca algo del bolsillo de su vaquero y se lo coloca a
Dylan en el cuello. No alcanzo a ver qué es, pero debe de ser algo importante porque Dylan se
emociona. Y antes de que queramos darnos cuenta, ya están casados y todos lo celebramos con la
música a todo volumen, un catering excelente y copas llenas de champán, ellos vestidos con
pantalones vaqueros y nosotros, con trajes de gala. Me encanta. Porque es auténtico.
Dylan tarda veinte minutos de reloj en coger una guitarra, un micrófono y dedicarle la primera
canción a su marido, que lo mira embobado durante la primera mitad de la actuación y que se
acerca para bailar con él la otra mitad: Dancing in the Moonligth. Alguien le ha prestado una
camisa blanca a Dylan; se la ha puesto por encima de la camiseta, sin abotonar, y es tan él que está
para comérselo a besos. No se puede ser más bonito.
Primero bailo con mi padre; tanto él como mi madre han venido a la boda. No sé cómo
sentirme respecto a mi madre. Nunca nos hemos llevado, ni bien ni mal; siempre he sentido que
me había tenido porque sí, porque tocaba ser madre, y no porque lo deseara en las entrañas. Pero
ahora que también sé que no quiere a mi padre, que lo más probable es que se casara con él
porque sí, porque tocaba y porque él es un buen hombre al que puede manejar a su antojo, ahora…
siento que con la información que yo manejo lo traiciono a él. Debería confesarle toda la verdad.
No lo hago por si pongo en peligro la misión de River, pero en cuanto todo se solucione… No
quiero a mi madre cerca de mi padre, ni de mí. No la quiero.
Escondo la cabeza en el cuello de mi padre y suspiro.
—Hija.
—¿Qué? —respondo sin moverme.
—Estás demasiado pensativa. ¿Qué ocurre? ¿Es ese marido tuyo, que no te quita ojo de
encima?
Pues no. Por primera vez no es River el culpable de mis reflexiones, pero lo utilizo como
escudo.
—Sí, papá, es River. Siempre es River.
Tampoco es una mentira total. Mi padre me obliga a alzar el rostro y me sujeta por la barbilla.
—Estás enamorada de tu marido.
—Papá…
—No te preocupes, hija, pasa hasta en las mejores familias.
Los dos sonreímos. Debo de ser la chica más estúpida del planeta, porque me siento feliz por
el hecho de que mi padre me dé su aprobación para con River. Como si estuviera bien que yo lo
quisiera. Como si no fuera una locura después de todo. Aunque el problema nunca ha sido que mi
padre lo aceptara; el problema nunca hemos sido los Berenguer. Ha sido él.
Termina la canción y mi padre se dirige a charlar con el padre de Riv: siempre se han llevado
bien. Yo me acerco a Dylan y lo agarro de la cintura, obligándolo a abandonar la conversación
que mantenía con Jaime; con una música muy suave de Frank Sinatra de fondo, comenzamos a
bailar. Por fin he conseguido pillarlo, después de cuatro canciones. Está muy solicitado, sobre
todo por Hugo, pero he aprovechado que mi suegra ha cogido a su hijo por banda y que la cosa va
para rato.
Nos situamos en el centro de la pista de baile improvisada sobre un tablero de madera; el resto
de las parejas nos rodean, y River, que baila con su hermana mientras Alex y Marcos hablan de
vete a saber qué, no deja de observarme. Me ha pedido bailar veinte veces y las veinte lo he
rechazado. Creo que en la próxima voy a caer. Me lo veo venir. River, enfundado en un traje negro
de chaqueta, está casi irresistible. River, cuando tiene calor y se quita la chaqueta y se remanga la
camisa, como ahora (el protocolo siempre se lo ha pasado por el forro), está para hacerle el amor
durante el resto de su vida. Sin descanso.
Ignoro mi pulso acelerado y me centro en mi amigo. Me fijo en el colgante que pende de una
cadena en su cuello. Es una clave de sol. Una clave de sol de oro blanco.
—Me lo ha regalado el nene —me dice. Ah, así que era eso.
—Estás pletórico, Dy —constato mientras nos desplazamos con lentitud, en un dulce balanceo.
—¿Puedes culparme? Creo que es el día más feliz de mi vida. Y todos vosotros sabiéndolo y
sin decirme nada. Ya os vale. Esta os la devuelvo. Me he casado con el nene en pantalones
vaqueros.
Me río. Qué cara más dura tiene.
—Te has casado en pantalones vaqueros porque te ha dado la gana. Has tenido tiempo de
sobra desde esta mañana para elegir algo más apropiado, pero estás guapísimo. Esa camiseta te
favorece. Y a mí ya me la has devuelto con el favorcito de ayudar a River con la decoración.
Gracias por eso, por cierto. Si no fuera el día de tu boda, te pisaría con mis zapatos de tacón.
Dylan detiene nuestro balanceo y me mira con el ceño fruncido.
—¿Cuántas copas de champán te has tomado?
Le propino un golpe en el brazo y prosigo con nuestro baile.
—Solo una, listillo.
—Pues no tengo ni idea de lo que me hablas. Me he enterado de que me casaba cuando he
llegado con mi novio a nuestra casa nueva, dispuesto a echarle un polvo de bienvenida de los
épicos en la cama que acabamos de comprar, y me he encontrado a nuestro entorno al completo en
el jardín, vestidos de una manera muy elegante. Ahí he comenzado a sospechar. Por cierto, estás
guapísima con ese vestido. El amarillo te sienta bien.
¡Tendrá cara! Me la lía con River y ahora intenta irse de rositas.
—No cuela, Dy. Tengo pruebas. Un mensaje tuyo de hoy a las siete de la mañana, para Alex y
para mí, que ocupa la pantalla completa de mi teléfono, como de costumbre.
—Yo no os he mandado ningún mensaje a Alex y a ti. Y menos, a las siete de la mañana.
Estaba follando con Hugo; es la manera más efectiva que tengo para que se despierte, y me he
quedado dormido tras acabar. ¿Te lo puedes creer?
Ahora soy yo la que detiene el baile.
—¿Intentas reírte de mí? Porque no me hace gracia. Que sepas que he perdido una apuesta por
tu culpa y ahora tengo que darle un beso a River. Me la jugó con lo de la boda y yo le dije después
que no valía, pero entonces él me dijo que sí valía si pasaba todo el día de Nochevieja con él y no
solo la tarde de la boda. Y es lo que ha pasado gracias a ti.
—Estás muy rara, Cata —señala, riéndose—, y sigo sin saber de qué me hablas. Ese Cabana
tuyo te hace perder la cabeza.
Pero… ¡será posible! Saco el móvil del bolso y abro el chat. Se lo planto delante de la cara
para que deje de intentar quedarse conmigo.
—¡Este mensaje, Dy! Deja ya de fingir y dime cómo me vas a compensar por lo de River. No
me conformo con menos de tres sesiones de hamburguesa y película.
Dylan frunce aún más el ceño, coge el teléfono entre sus manos y lee el mensaje.
—Yo no he escrito esto.
—¿Cómo que no? Eres tú. Eres tú desde tu teléfono.
—¡No! No soy yo. Me acordaría si os hubiera mandado un mensaje diciéndoos que me casaba
con Hugo, créeme. No entiendo nada. ¿De dónde ha salido? ¿Quién…?
La última pregunta de Dylan se queda a medio formular, porque los dos nos damos cuenta a la
vez de lo que ha pasado. Nos giramos y vamos derechos hacia Hugo, que baila con su madre.
—¡Hugo! —lo llama Dylan indignado. Me hace mucha gracia, porque siempre que Dylan se
enfada con él, lo llama por su nombre—. ¿Has enviado tú un mensaje a Alex y a Cata haciéndote
pasar por mí?
Hugo, en respuesta, le guiña un ojo y hace un cambio de parejas rapidísimo: me agarra a mí de
la cintura y le ofrece la mano de su madre a Dylan.
—A ver si aprendes a hacerlo tú de una vez por todas —le dice a su marido.
—¿Cómo no os habéis dado cuenta de que no era yo? Esto es indignante —me pregunta a mí.
Rompo a reír a carcajadas mientras Dylan bufa un poco más. Hugo y yo nos alejamos de ellos
en un baile bastante sincronizado para tratarse de dos personas que no se entienden del todo.
—Muy buena, cuñado —reconozco—. Nos la has colado bien. Gracias por la parte de River,
por cierto. ¿Te lo pidió él? —Hugo sonríe un segundo y después me mira pensativo. Demasiado
pensativo—. ¿Qué pasa? —pregunto.
—Pasa que llevamos meses trabajando juntos, tú trayéndome el café cada mañana con una
sonrisa y yo comportándome como un jefe mandón y malhumorado. No han sido mis mejores
meses. Tener a Dylan tan lejos…
—Lo de mandón y malhumorado es innato en ti, ahora no pongas la excusa de los últimos
meses —bromeo, y le coloco bien los cuellos de la camisa; tiene pinta de que aquí Dylan ha
metido la mano—. Y he recibido una sonrisa tuya con cada café que te he servido.
—Y aún no te he pedido perdón. Lo siento, Cata. Por todo.
Me detengo al instante. Los dos lo hacemos. Hugo me mira con seriedad. Y arrepentimiento.
—¿Por qué me pides perdón exactamente?
—Por lo que sucedió en el pasado entre nosotros. Por lo mal que hice las cosas.
Retomo el baile y expreso en voz alta lo que llevo repitiéndome a mí misma semanas:
—Hugo, yo creía… —carraspeo; Dios, esto es más difícil de lo que pensaba, desnudarse así
delante de alguien que no sea River o mi padre— yo creía que vosotros lo sabíais, que sabíais lo
del trabajo de River, y que no me queríais porque no era lo suficientemente buena para vuestro
hermano. Por eso comencé a trataros fatal meses después del viaje de novios. Nuestro primer
encuentro fue un desastre, y hace poco que me he dado cuenta de que en realidad fue todo producto
de la… fatalidad. Ninguno tuvimos la culpa. Simplemente, no fue nuestro mejor día. Después, las
cosas se liaron. Yo os ataqué y vosotros os defendisteis. Vosotros me atacasteis en respuesta y yo
me defendí. Y…
—Tú gritabas pidiendo ayuda en cada ataque, Cata —me interrumpe—. En los tuyos y en los
nuestros. Y yo no lo vi. Para ser de los más empáticos, no vi una mierda. Por eso te pido perdón.
Nos miramos a los ojos y estoy a punto de echarme a llorar. Jamás pensé que llegaría el día en
que Hugo y yo mantendríamos una conversación así. Lo abrazo con fuerza y me acurruco en su
cuello. Hoy estoy muy de cuellos.
El olor de Hugo siempre me ha llamado la atención y nunca he sabido por qué. Ahora lo sé:
huele a familia. A hogar. Y es una esencia mucho más penetrante que la de sus hermanos. No sé si
lo siento así porque él fue el primero al que conocí. Quién sabe.
—Gracias, Hugo. Y felicidades por lo de hoy. ¿Sabes que ese chico besa el suelo que tú pisas?
—Y yo, el de él.
—Lo sé. —Introduzco los dedos en su pelo para acariciarlo y me desnudo del todo—. Tú
siempre has sido mi favorito. Mi favorito de verdad.
Alguien tose a nuestro lado y los dos giramos la cabeza a la vez. Es Dylan. Enseguida salta
hacia nosotros y nos abraza a los dos juntos. Nos da un beso a cada uno en la frente, nos llama
Catugo y comienza a parlotear sin descanso.
—He hablado con el nadador muy seriamente y tampoco se dio cuenta de tu tejemaneje. ¿Me
permites que intercambie unas palabras con mi marido, Cata? Espera. Joder, babe, ¿has oído eso?
¡Mi marido! Eres mi marido. Creo que es la primera vez que lo digo en voz alta. Ahora sí que te
he cazado del todo, surfero mediterráneo. Deberías cambiarte el apellido, como hacen los
americanos. Hugo Carbonell suena de puta madre, ¿no crees? Aunque Dylan Cabana tampoco me
disgusta del todo…
Me alejo de ellos, porque ya ni me ven, y me doy de bruces con River, que, apoyado en una de
las columnas del jardín, me escanea de arriba abajo. Pero ¿cómo puede estar tan bueno?
—¿Lista para cumplir con tu parte de la apuesta? —me pregunta socarrón, acercándose a mí
—. Dentro de poco darán las doce y has perdido, Cat Cat. Toca pagar.
—¿Le pediste tú ayuda a Hugo? —le pregunto antes de nada.
River sonríe de esa manera suya tan… tan River. Yo pongo los brazos en jarras y olvido lo
guapo que está. Es un tramposo.
—Me encanta verte así con mis hermanos. Y solo contestaré a esa pregunta después de que me
des mi beso. Una apuesta es una apuesta.
—No pienso besarte delante de toda esta gente.
—¿Por si se nos va de las manos? —se adelanta a mi argumentación, que no era esa, ni
muchísimo menos—. Estoy de acuerdo, vayamos a un lugar más íntimo.
Me coge de la mano sin que me dé tiempo a reaccionar y me arrastra por el jardín hacia la
salida. La gente nos mira. Sus padres nos miran. Sus hermanos nos miran. Sus primos nos miran.
Dios, hasta mis padres nos miran. Y yo solo miro nuestras manos unidas. Me suelto en cuanto
llegamos al interior de la casa.
—No te hagas ilusiones, que no se nos va a ir de las manos —afirmo, muy segura.
River sonríe de nuevo y se coloca enfrente de mí, muy cerca. Cierra los ojos.
—Bésame —susurra.
Acepto, por quitármelo lo más rápido posible de encima, y me aproximo a sus labios. Apenas
nos hemos rozado cuando oímos alboroto detrás de nosotros. Los dos abrimos los ojos al instante
y nos giramos hacia el ruido: son Dylan y Hugo. Se están besando entre risas y se dirigen… ¿a la
salida?
—Eh, eh, vosotros dos —los llama River—. ¿A dónde vais?
Ambos vienen corriendo y nos mandan callar con un dedo en la boca.
—Nos marchamos ya —confiesa Dylan en un susurro.
—¿Ahora?
—Sí. Cubridnos, ¿vale?
—Pero queda más de media fiesta. ¡Y las campanadas!
—Os dejamos que nos cuidéis el fuerte —nos dice Hugo.
—Eso, cuidadnos el fuerte, y hasta dentro de tres semanas. —Dylan coge a Hugo de la mano y
corren de nuevo hacia la salida.
—¿Te lo puedes creer? —le digo a River—. ¡Se largan en su propia boda!
—Sí, me lo creo. Esto es muy de Hugo. ¿Y bien? ¿Por dónde íbamos nosotros? —Estoy a
punto de contestar, pero entonces River se lanza hacia mi boca—. Ah, ya me acuerdo —dice sobre
mis labios—, íbamos por aquí.
Intensifica el beso a la vez que me abraza por la cintura y une nuestros cuerpos.
—No se nos va a ir de las manos, Riv —le advierto.
—Me gusta dónde están tus manos.
Me doy cuenta de que están enredadas en su pelo. Y siento la necesidad de parar a respirar y
preguntarle a River qué tipo de beso era el de la estúpida apuesta que ha amañado, pero lo que en
realidad hago es meterle más la lengua en la boca y comérmelo entero mientras subimos por las
escaleras hacia la segunda planta, yo de espaldas y River dirigiendo el camino. Tropiezo con uno
de mis tacones en el último escalón y caemos los dos al suelo del pasillo que lleva a las
habitaciones, River encima de mí.
—Au —me quejo, frotándome la cabeza. Me he dado un buen golpe.
—¿Te has hecho daño? —pregunta preocupado.
—Estoy bien.
Mentira. No estoy bien. Porque acabo de ser consciente de lo que estábamos a punto de hacer.
Otra vez. Suspiro con resignación e intento levantarme. Pongo las manos en su pecho para ejercer
presión, pero es como una roca.
—Levanta, River. —Empujo con más fuerza—. Quítate de encima.
—Cat…
—Apártate. No puedo hacer esto más contigo. No quiero hacerlo.
—¿Esto? —pregunta dolido.
—Sí, esto. Follar en el suelo de la casa de tu hermano, River.
—No íbamos a follar.
—Claro que íbamos a follar, es lo único que sabemos hacer tú y yo. Eso y discutir.
—No es verdad.
—Ah, ¿no?
—No. También nos queremos. Mucho, Cat. Muchísimo.
Desisto en mi propósito de apartarlo de encima de mí. Sus palabras me paralizan. Me
paralizan todo el cuerpo. Las manos. El pulso. El ritmo cardiaco. La respiración. Solo soy capaz
de mover los ojos, que buscan los suyos en una advertencia. Y me esfuerzo en que mis sentidos se
centren en cualquier cosa que no sea él. Me concentro en la música a todo volumen que resuena
desde el jardín:

Cuéntame al oído
Muy despacio y muy bajito
Por qué tiene tanta luz este día tan sombrío.

La voz de Amaia Montero se me cuela en el alma y yo intento reproducirla en mi cabeza para


no pensar en nada más.
—Cat…
—No sigas por ahí, River.
—Sí, sigo. Escúchame, Cata. Te quiero. Te quiero y no estoy dispuesto a callármelo más. Te
quiero más que a nada en la vida y quiero repetírtelo a cada segundo. Quiero repetírtelo hasta que
te lo creas.

Cuéntame al oído
Si es sincero eso que ha dicho
O son frases disfrazadas, esperando solo un guiño.

—River…
Cierro los ojos. Estoy a punto de quebrarme en mil pedazos. No puedo aceptarlo. No puedo
porque, entonces, la muralla que he construido a mi alrededor acabará por derrumbarse del todo,
si no lo ha hecho ya, o, peor, si alguna vez ha estado levantada, y me hundiré en el abismo sin
posibilidad de emerger a la superficie nunca más. Y una vocecita en mi cabeza me ruega que le
crea. Que lo crea de una vez por todas y me lance yo al abismo. Pero otra voz, mucho más
profunda y potente, me ordena que no lo haga. Y que me remita a las pruebas.

Cuéntame, cuéntame.

—Hazlo —susurra entonces él—. Hazme elegir.


—¿Qué? —Abro los ojos.
—Cuando me pediste el divorcio hace más de un año, me hiciste una pregunta. Una elección.
Pero nunca me diste tiempo a contestar. Ni la oportunidad. Lo haré ahora. Pídemelo de nuevo.
Pídeme que elija entre mi familia y tú. Me vas a romper el corazón, pero… pídemelo, por favor.
¿Cuáles fueron tus palabras?
Recuerdo mis palabras. Cómo no voy a recordarlas. Me parafraseo a mí misma.
—«No puedes tenernos a todos, River. Ya no. O ellos o yo. Elige».
—Te elijo a ti —responde al segundo—. Siempre te elegiré a ti.
La respuesta de mi cuerpo, el galope del corazón, los nervios en la boca del estómago, la
manera en que me tiembla todo, es lo último que necesito. Porque es una respuesta de amor, de
amor hacia River. Y no sé si es la adecuada. También me rompe por dentro. Maldita sea, me
rompe. Y agradezco seguir tumbada en el suelo con él encima, porque me da la estabilidad que
mis piernas no me habrían proporcionado.
—River, aquello solo era una excusa. Estabas haciendo demasiadas preguntas y no sabía cómo
salir de ello. Jamás te haría elegir entre tu familia o cualquier otra cosa. Jamás.
—¿Y entonces? ¿Qué necesitas para confiar en mí?
—Riv…
Evoco la conversación con Dylan. Aquella pregunta que yo le hice. Y mi vida ahora mismo
está en esa pregunta. La prueba final. Una prueba que puede hacerme la mujer más feliz del mundo
o la más miserable. Asusta. Asusta como pocas cosas. Pero se la formulo, porque necesitamos
acabar con esto de una vez por todas, para bien o para mal.

Cuéntame, cuéntame.

—Necesito que respondas a una pregunta. Sin pensar. Uno, dos, tres y contestas.
—Vale —acepta.
—¿Preparado?
—Sí —susurra.
—¿Cuándo supiste que estabas enamorado de mí?
—En Las Vegas —contesta de inmediato; ni siquiera me ha dado tiempo a contar «uno»—.
Estábamos en el casino del hotel París. Llevábamos tres horas jugando a la ruleta con veinte
dólares, y no se nos acababan. Habíamos comprado entradas para el espectáculo de David
Copperfield en el MGM e íbamos a llegar tarde si no nos poníamos en marcha. Pero tú estabas
enganchada al juego y yo no quise distraerte. Llevabas unos pantalones cortos de color rojo y una
camiseta blanca de tirantes. Puede parecer que no tiene nada de especial, pero estabas preciosa.
Tenías las mejillas sonrojadas; en parte era por el sol de los días anteriores, pero sobre todo era a
causa de la emoción. O de la felicidad. Estabas pletórica. Feliz como pocas veces te había visto.
Supe en ese instante que te quería. Y podíamos haber llegado al espectáculo, pero preferí llevarte
a la habitación y hacerte el amor. Y besarte las mejillas. Esa noche te besé las mejillas más que
nunca. ¿Lo recuerdas?
Le contestaría que sí, que me acuerdo a la perfección, porque River nunca me ha besado tanto
las mejillas, pero me llevo las manos a la cara y me echo a llorar tan desconsolada que no me sale
la voz. «Los detalles», me dijo Dylan. «Fíjate en los detalles. Si te miente, no habrá detalles».
—Shh, ey —susurra River. Aparta las manos de mi cara—. ¿Lo recuerdas?
Asiento con la cabeza.
—No llores, por favor, no llores —me suplica—. Porque si tú lloras, yo lloro.
Y es cierto, porque tiene los ojos enrojecidos y la voz sobrecogida.
—River, tú me quieres —consigo pronunciar.
—Claro que te quiero. —River sonríe y una lágrima escapa de uno de sus ojos—. Llevo meses
intentando decírtelo. Y me mosquearía mucho tu cara de sorpresa si no fuera porque ahora mismo
soy incapaz de hacer otra cosa que no sea besarte y repetirte una y mil veces lo mucho que te
quiero.
Me río. Y lloro. Me río y lloro a la vez, ya no sé.
—Yo también te quiero, Riv. Con toda mi alma. Casi desde el primer día en que te vi.
—Lo sé.
—Y creo que siempre he sabido que me querías. En el fondo de mi corazón, siempre lo he
sabido. Pero me daba tanto miedo creérmelo del todo… Tanto miedo, Riv…
—Si yo hubiera sabido que tú estabas al tanto de todo, Cat; si yo lo hubiera sabido…
—Shh… ya lo sé.
—Vi cómo despegaba tu avión, y fue como si me atravesara el pecho en lugar del cielo.
Entonces se agacha y me besa en los labios. Yo le devuelvo el beso y lo aferro a mi cuerpo
para no soltarlo jamás. Y me siento más libre que nunca. Me siento volar. Me han salido alas y
estoy volando. Y es la mejor sensación del mundo.
21
River y yo

River y yo besándonos en el suelo del pasillo sin dejar de sonreír, mis manos en sus mejillas y sus
labios entre los míos.
River y yo desnudándonos lentamente, aunque de manera frenética, en el suelo del pasillo,
hasta que no quedó una sola prenda en nuestros cuerpos.
River y yo tocándonos de todas las maneras posibles. Mis manos emitiendo quejidos por no
poder abarcar su espalda y sus brazos a la vez, esos brazos desnudos que tanto amo acariciar y
besar.
River y yo haciendo el amor en el suelo del pasillo; mis manos bajando por su trasero y
apretándolo con fuerza para que nuestras caderas quedaran lo más unidas posibles. Mis piernas
rodeando su cintura y mi cuerpo desplazándose arriba y abajo por la suave pero poderosa fuerza
de sus embestidas, mientras las doce campanadas que daban la bienvenida al año nuevo ahogaban
nuestros gemidos de placer y nuestras palabras de amor.
Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce.
No ha habido doce uvas para nosotros. Este año, han sido doce empujes de River los
responsables no solo de despedir el año, sino también del orgasmo más apasionado de nuestra
historia juntos. Y en nuestra historia juntos hay orgasmos muy apasionados. Creo que voy a
renunciar a las uvas a partir de hoy.
River y yo compartiendo más besos, caricias y palabras de amor, durante horas, desnudos en el
suelo del pasillo mientras la disonancia de voces en el jardín desaparecía a la vez que lo hacían
nuestras familias.
River y yo levantándonos con renuencia una vez que nos quedamos solos en la casa, para
acabar haciendo de nuevo el amor contra la pared, nuestras caderas unidas en una danza deliciosa
y nuestras manos entrelazadas por encima de mi cabeza. Y más palabras de amor.
River y yo.
Abro los ojos con pereza, porque no quiero dejar de recrear en mi cabeza la noche de ayer y
porque estoy demasiado a gusto entre sus brazos. Al final llegamos a la habitación; es lo poco que
hay habitable en esta casa. Me doy la vuelta sin destaparnos y me coloco frente a River, mi pierna
desnuda sobre las suyas, sintiendo el calor que irradian, y nuestros rostros a escasos milímetros el
uno del otro; él tiene los ojos cerrados. Acerco mi boca a la suya y le beso los labios con
suavidad. Parpadea.
—Hola —me saluda con una sonrisa espléndida.
—Mi jefe, que también es tu hermano, me va a matar cuando se entere de que hemos dormido
en su cama nueva. Es así con sus pertenencias. El otro día me echó la bronca por darle un
mordisco a su sándwich y dejar mis babas en él.
River eleva los ojos al cielo y finge hastío.
—Qué chico, es especialito hasta para eso. No entiendo qué problema les ve a tus babas. A mí
me encantan. —River aproxima su boca a la mía, saca la lengua y me chupa los labios despacio
—. Y que no se queje, que solo hemos dormido.
—Cierto. Además, nos dijo que le guardáramos el fuerte.
—Totalmente cierto de nuevo. Yo también lo escuché.
—Y en esta casa el único fuerte que hay para guardar es esta cama.
Miro a mi alrededor y contemplo, a la luz del día, lo que ya intuí ayer cuando nos acostamos:
una habitación vacía, a excepción de un armario prácticamente desocupado empotrado en la
pared, junto al ventanal que va desde el suelo hasta el techo, y una cama enorme vestida de blanco
y azul marino.
—No podría estar más de acuerdo. Deberíamos estrenarla.
Los dos reímos. River se sube encima de mí y me besa mientras enreda sus manos en mi pelo
desordenado. Noto su erección en mi vientre desnudo y comienzo a sentir ese cosquilleo tan
maravilloso en mi interior. Un lamento escapa de mi boca.
—Riv…
—Te quiero —pronuncia a la vez que entra en mi interior con una facilidad vergonzosa.
Vergonzosa si yo experimentara algún tipo de vergüenza con River.
Nos movemos juntos con una lentitud exquisita durante horas, hasta que las ganas por culminar
pueden con nosotros. Una vez satisfechos, nos relajamos sobre el colchón, sudorosos y exhaustos.
No dejo que salga de mi interior, no todavía. Quiero esperar un poquito; me encanta sentirlo
dentro. Y me vuelve loca que siga empujando profundo cada poco, en un solo movimiento, sin ser
consciente de que lo hace ni de que el placer que recibo me llega hasta el alma.
No sé qué hora es, pero empiezo a reparar en que River y yo llevamos horas desaparecidos, y
al mundo le importa muy poco. Nadie nos ha buscado. Sospecho que hasta se nos ha pasado la
hora de comer.
—¿Por qué arrugas la frente? —me pregunta.
—Ayer dejamos la fiesta de repente y no regresamos nunca. Nadie nos ha llamado para
comprobar si estamos bien o para invitarnos a comer en Año Nuevo. Ni mi padre. A ver, que no es
que me importe demasiado, pero no sé. ¡Podía habernos pasado algo! ¿Qué hora es?
River ríe a la vez que reparte besos cortos por mi cuello y mi oreja. Mmm…
—Son las cuatro de la tarde. Y nos han ignorado porque saben que estamos juntos. Y tu padre
sabe que conmigo estás a salvo.
—Ayer me dijo que estaba enamorada de ti.
River levanta la cabeza y me mira a los ojos.
—¿Tu padre?
—Sí. Creo que no le disgustas del todo. Creo que sabe que me quieres.
—Y si no lo sabe, ya se lo haré saber yo. Por cierto, ¿qué tal con tu madre? Me he dado cuenta
de que últimamente apenas habláis. En la boda no cruzasteis ni cuatro frases de cortesía.
Suspiro y enredo mis manos en su pelo con despreocupación. Lo acaricio mientras saco todo
del interior de mi cabeza.
—No puedo, Riv. No la soporto. No soporto lo que le ha hecho a mi padre y… me carcome
por dentro el pensar que pueda estar involucrada en los asuntos turbios de mi tío. Y no solo eso,
sino que encima han querido inculpar a mi padre. ¡A su propio marido! Es asqueroso. Luego me
siento culpable por pensar que mi madre es asquerosa, porque… es mi madre.
—No tienes que sentirte culpable por sentir lo que sientes, Cat. Tu madre solo es tu madre
porque lo pone en el certificado de nacimiento. Jamás la he visto comportarse como tal. Y no
sabemos hasta qué punto está involucrada con tu tío. De momento, parece que es solo… sexo.
—Lo sé, pero… —Suspiro—. Riv, no he querido preguntarte por ello porque prefiero no
saberlo, prefiero no saber la asiduidad con la que ellos dos se encuentran en secreto, pero las
imágenes de mi tío y ella follando en el spa me vuelven loca.
¿Cada cuánto irán allí? ¿Una vez al mes? ¿A la semana? Dios, y luego volverá a casa con mi
padre, tan tranquila. No es que su relación sea muy cariñosa, nunca lo ha sido, o yo nunca lo he
visto, pero que se siente a la mesa a compartir una cena con él y que duerma a su lado en la cama
después de haber estado con otro me parece el colmo.
—¿En el spa? —me pregunta River desconcertado.
—Sí, en el spa.
El spa es uno de los lugares favoritos de mi madre. Y es allí donde se ve con mi tío. Claro,
quizá por eso le gusta tanto. No lo había pensado desde esa perspectiva.
—Tu tío y tu madre no se ven en el spa.
Arrugo aún más la frente ante las palabras de River.
—¿Cómo que no?
—No. Nunca. Y no tienen ningún lugar predilecto. Se mueven por todos los hoteles de la zona
en un radio de ciento cincuenta kilómetros a la redonda.
—¿Estás seguro?
No puede ser. No me encaja.
—Muy seguro. Nunca han ido al spa. O tu tío nunca ha ido. Tu madre sí va de vez en cuando,
pero siempre sola o con amigas.
—¿Y entonces por qué mi tío guarda la llave de una de las habitaciones en su llavero?
River se tensa al segundo. Y yo también. Mierda, y yo también.
—¿Qué has dicho?
—Que mi tío tiene una llave del spa de mi madre en su llavero —repito, más consciente que
nunca de ese hecho que me había pasado totalmente inadvertido, pero que ya no lo hace.
—¿Cómo lo sabes? —pregunta con inquietud.
—Se la vi hace tiempo, se le cayó el manojo del bolsillo un día en mi casa, cuando salió al
pasillo a hablar por teléfono. Yo salí detrás de él a espiarlo, por supuesto. Es una llave que no
tiene nada de especial, pero la reconocí. No es la típica llave-tarjeta; mi madre quiso que todo
fuera como de antaño. No le di mayor importancia, pensando que mi tía y él tendrían una
habitación permanente en el hotel. Mi madre también la tiene. Una vez que supe lo de su
infidelidad… até cabos y entendí que era el lugar donde se veían. ¿River?
La cabeza de River va a toda velocidad, como la mía, se lo noto, ni siquiera me mira. Tiene
sus ojos clavados en los míos, pero no me mira. Está pensando. Mucho. Masculla un «joder», sale
de mi interior con cuidado y de la cama con premura, y se dirige al pasillo. Voy detrás de él.
A mí empieza a temblarme todo el cuerpo.
—¿Te vio, Cat? —me pregunta, mirando hacia atrás—. ¿Aquel día tu tío te vio espiarlo?
—No.
—¿«No», categórico o «no», no crees?
—No, seguro que no.
Masculla de nuevo mientras se pone los pantalones del traje, tirados en el suelo, y coge su
teléfono móvil del interior del bolsillo. Realiza una marcación directa y se lleva el aparato a la
oreja.
—Necesito una lista de todos los lugares donde se han visto la madre y el tío de mi mujer. Y si
él ha hecho una visita al spa de ella en algún momento. Y lo necesito para ayer. Espera. —River
retira el teléfono de su oreja y me mira a mí—. Esas llaves llevan el número de la habitación
impreso. ¿Pudiste verlo?
Pero ¿cómo sabe River eso? Sí que es bueno en lo suyo.
—Sí. Es la número siete.
—Y necesito también los nombres y apellidos de los huéspedes que han ocupado la habitación
número siete en los últimos diez años. Mirad si ha estado Bosco Manrique en algún momento de
su vida, o alguien de su entorno. Voy para allá. Llego en diez minutos.
Cuelga y continúa vistiéndose. Yo también lo hago.
—River…
—¿Por qué tu tío iba a tener la llave de un hotel que no ha pisado nunca?
—Porque guarda algo allí.
—Exacto. Me voy.
Se calza los zapatos y espera a que yo termine de vestirme. Me coge de la mano y bajamos las
escaleras a todo correr.
—¿A dónde vas?
—Al piso franco.
—Voy contigo.
—No, te dejo en casa primero.
—Ni lo pienses. Voy contigo.
—Cat…
—Yo puedo ayudarte a reconocer nombres o cualquier otro detalle que nos sea de utilidad. Me
necesitas.
River vuelve a mascullar.
—Pero después te llevo a casa.
Ya veremos.
—Vale.

Decir que alucino cuando entro en el piso franco de la mano de River sería quedarme corta.
Digamos mejor que me quedo fascinada, hipnotizada o que flipo en colores. Una mezcla de todo
ello, en realidad.
El piso es bastante grande, pero está vacío a excepción de la cocina, que comunica con un
salón lleno de pantallas de ordenador de todos los tamaños, y cuatro mesas gigantes, una para
cada agente sentado ante ellas, a rebosar de papeles, teléfonos, teclados y decenas de aparatos con
lucecitas por todas partes que no sé ni para qué sirven. También hay un armario cerrado al fondo,
en una de las paredes.
Y ya está. Nada más. Por no haber, no hay ni luz. Las persianas están bajadas hasta el tope, y
nos encontraríamos en una oscuridad absoluta si no fuera por la iluminación de las pantallas. Me
siento como si estuviera dentro de una película de espías. Y yo estoy casada con el espía mayor.
Algo que quizá me pondría cachonda si no fuera porque me fijo en el contenido de algunas de las
pantallas y… y tengo que acercarme más para corroborar que lo que ven mis ojos es cierto. En
una se ve el jardín de la casa de mis suegros, el delantero, el que da a la puerta de entrada; en
otra, la casa de Priscila; en otra, dividida en dos partes, las puertas de las dos casas de Hugo, y en
la última saltan de manera intermitente la galería de Adrián, la clínica de Hugo, los grandes
almacenes de mis suegros, el pub (¡el pub!) y las oficinas del periódico de los padres de Alex.
—¿Qué es esto? —pregunto en voz alta—. ¿Tienes cámaras de seguridad instaladas en las
casas y los trabajos de tus familiares?
—Sí —responde sin un ápice de vergüenza.
—Esto es demasiado incluso para ti, River. ¿Y Dylan? —me acuerdo de pronto—. Tiene que
ser una faena para tu obsesión por el control que tu cuñado sea una superestrella del rock con una
guindilla en el culo.
—Lo tengo controlado.
—¿Tienes controlado a Dylan Carbonell?
—Por supuesto. —Me señala con los ojos uno de los extremos mientras se acerca a sus
compañeros—. No me ha dado muchos problemas; la mayoría de las veces se encuentra en su casa
o en el estudio grabando e intercambiando mensajes con mi hermano cada dos por tres.
—¿Lees sus mensaj…? —La pregunta se me queda a medio camino porque en ese momento las
imágenes de las pantallas cambian. Mutan a las aplicaciones de WhatsApp de todos ellos—.
¡River! Esto es una invasión total a su intimidad.
—Me la suda. Cuando se trata de la seguridad de los míos, me la suda todo.
—¿Esta es tu forma de protegerlos? ¿Vigilándolos?
—Sí, es mi forma de protegeros. Y vigilaros.
¿Protegernos? ¿Vigilarnos? ¿En la primera persona del plural?
—Aquel es tu rincón —expone, sin que yo llegue a formular ninguna pregunta.
Me giro hacia donde me indica y veo las pantallas. Mis pantallas. El portal de nuestro edificio,
la puerta de casa, una réplica de mi móvil, mis wasaps con él, con mi padre, con el grupo que creó
Dylan para los cuñados, donde he puesto a River a parir un día sí y otro también…
Debería chillar. Debería darme la vuelta y gritarle lo indignada que estoy, pero él me frena.
—Enfádate conmigo todo lo que quieras, pero hazlo después, Cat. Ahora no tenemos tiempo.
Llevo años vigilando todos tus movimientos, tus llamadas y tus mensajes. Y no me arrepiento de
nada. Luego lo discutimos en casa.
—River —lo llama entonces uno de sus compañeros, interrumpiendo lo que yo fuera a decir,
que aún no sé si iba a salir algo de mi boca o no. Los dos nos acercamos a las mesas de trabajo y
agradezco de veras que no hayan hecho ni un solo comentario sobre nuestra ropa de fiesta—, ya
tenemos todo lo que nos has pedido. Bosco Manrique jamás ha estado en ese spa, no hay registros
suyos en el historial y por descontado que desde que colocaste la almeja en su coche no ha estado
allí. Ni se ha acercado.
—¿La almeja? —pregunto en voz alta.
—Un dispositivo de seguimiento —me explica River—. Continúa.
—Tampoco tenemos constancia de que alguien de su entorno haya visitado el lugar.
River chasquea la lengua de pura frustración.
—Creo que está allí —afirma con seguridad—. Lo que necesitamos está allí. Tengo una
corazonada. ¿Para qué va a guardar una copia de la llave de esa habitación? Está todo allí. Voy a
ir. Avisad al jefe.
—Enseguida —responde uno de ellos al instante.
—¿Qué? —exclamo yo—. ¿Ir ahora? No puedes ir ahora.
River siempre ha sido impulsivo, pero lanzarse a algo así sin un plan preestablecido me
parece una locura.
—Sí, ahora. Solo será una visita de reconocimiento. ¿Está ocupada por algún huésped la
habitación número siete? —pregunta River en general. Uno de sus compañeros comienza a teclear
con rapidez en su ordenador.
—No —dice a continuación—. Está libre.
—¿Y las dos contiguas?
—Libres también.
—Bien. Avisadme de cualquier imprevisto o si algo os llama la atención.
River se encamina con celeridad al armario del fondo y lo abre. Voy detrás de él. Dios mío,
está lleno de armas, cuchillos y un montón de objetos más, la mayoría no sé lo que son. Es como
una barra libre del espionaje. River coge una mochila negra y comienza a guardar de todo dentro.
Todo menos el arma, esa se la guarda en la chaqueta. Después, va hacia una de las mesas y cierra
uno de los ordenadores portátiles, lo guarda también en la mochila y se dirige a la puerta.
—Llevad a Cata a casa.
—¿Qué? —grito yo—. Ni hablar. Voy contigo.
—No —niega, rotundamente—. No vienes.
—¿Por qué? Has dicho que solo es una visita de reconocimiento. Además, yo puedo ayudarte a
entrar.
River me mira con condescendencia. Con amor también, pero, sobre todo, con
condescendencia. Cómo me revienta.
—Cat Cat, soy un agente del CNI. No necesito tu ayuda para entrar. Puedo apañármelas solo.
—Sí necesitas mi ayuda para entrar sin forzar cerraduras. Y el lugar estará lleno de gente. Vas
a llamar menos la atención si llegas conmigo. Diremos que queremos una habitación. Que nos
hemos reconciliado y queríamos alejarnos del bullicio del pueblo en Año Nuevo.
River se lleva los dedos a los lagrimales, masculla su quinto «joder» del día, pero… acaba
aceptando.
—Vamos —me indica con la cabeza—, antes de que me arrepienta.
¡¡Sí!!
22
¿Confías en mí?

Salimos del garaje en el coche de River y el corazón me da un vuelco en cuanto las ruedas pisan
el asfalto y nos incorporamos al tráfico. Ya es noche cerrada; si elevas los ojos, la calle principal
brilla como nunca con su nueva decoración navideña, y los habitantes del pueblo celebran la
entrada de año con paseos, gritos de júbilo y chocolate caliente en las cafeterías. No puedo
ocultar mi nerviosismo, o excitación, no sé muy bien lo que es; tal vez una mezcla de las dos
emociones: nerviosismo y excitación por llegar al spa de mi madre y encontrar lo que buscamos,
desenmascarar por fin a mi tío y que toda esta pesadilla de la que tengo la sensación de formar
parte desde hace demasiado tiempo se acabe; y nerviosismo y excitación por si no encontramos
nada, por si nos conduce a otro callejón sin salida y regresamos a casa con las manos vacías. Y
vuelta a empezar. Miro a River de soslayo; no sería con las manos vacías del todo, porque
volveremos juntos.
Coloco mi mano izquierda en la pierna de River; él posa su mano encima de la mía, y me
abstraigo en la imagen de mi marido al volante y la canción que suena a través del reproductor de
música mientras dejamos el pueblo y las festividades navideñas atrás. El hotel de mi madre se
encuentra a unos veinte minutos en coche, en medio de la nada. Un rincón sin igual apartado del
mundo.

Tonto el que no entienda.


Cuenta una leyenda
Que una hembra gitana
Conjuró a la luna hasta el amanecer.
Llorando pedía
Al llegar el día
Desposar un calé.

Me abstraigo en mi marido y la música durante gran parte del trayecto hasta que River, de
pronto, me suelta la mano y… se caga en todo. River siempre se caga mucho en todo.
—¡Joder! Mierda. ¡Me cago en la puta!
—¿Qué pasa?
—Nos están siguiendo.
Ay, Dios. Esto sí que no me lo esperaba. Miro hacia atrás, pero no veo nada; la oscuridad es
casi absoluta, en esta parte del camino no hay iluminación, ni farolas ni edificios, no es más que
una carretera mal asfaltada que podría servir perfectamente como escenario de una película de
terror. Mi corazón se acelera.
—¿Qué? ¿A nosotros? ¿Estás seguro?
—Sí.
River empieza a toquetear los botones que tiene en el volante; está llamando por teléfono.
—¿Puede ser alguien de los tuyos? —pregunto, aunque sé cuál va a ser la respuesta, pero
supongo que la esperanza es lo último que se pierde. Eso dicen.
—No.
—River —responden al otro lado del teléfono.
—Nos siguen.
—Vamos para allí.
—¿Vienen? —pregunto en cuanto escucho el sonido que indica que la llamada ha finalizado.
—Sí. La buena noticia es que las hemos encontrado, Cat. Están allí. Las pruebas están allí.
Vale, sí, eso tiene sentido si nos están siguiendo. Emitiría un grito de alegría y daría un saltito
en el asiento para celebrarlo, pero estoy inquieta. O asustada. No sé.
—¿Y la mala noticia?
River solo me mira, no me contesta. En su lugar, vuelve a manejar el volante y realiza una
nueva llamada. Instantes después, la voz jovial y bromista de Marcos se cuela en el coche.
—¡Hombre! A los buenos días, ¿eh? Aunque son las seis de la tarde. Y feliz Año Nuevo. Casi
veinticuatro horas desaparecido con tu mujer. Dime que eso son buenas noticias y te lo perdono
todo.
—Estoy en apuros, Marc —responde River con seriedad—. Necesito que vengas a buscar a
Cata y la saques de aquí.
—¿Dónde estáis? —El tono de Marcos ha cambiado por completo. Porque lo conozco y sé que
es él, si no, podría sospechar que se trata de otra persona.
—En el spa de su madre. Te mando mensaje con la ubicación exacta en un rato.
—Salgo ahora mismo.
Sin más preguntas, sin más explicaciones, sin dudas y sin titubear. No es algo que me
sorprenda demasiado; siempre he sabido que River y Marcos se compenetran a la perfección y
que entre ellos muchas veces las palabras salen sobrando. De fondo, comienzan a escucharse
ruidos de sobra conocidos por mí: una despedida; varias voces a la vez —las de mis suegros, las
de Alex y Adrián, la de Priscila, todos preguntándole a dónde va tan rápido—; una puerta que se
cierra y un bip bip que anuncia una apertura centralizada.
—Marc, date prisa —le pide River.
—Descuida.
—¿Por qué Marcos? —pregunto en cuanto se corta la llamada—. Tus compañeros están de
camino.
—Porque es mi hermano y la persona en la que más confío para que te mantenga a salvo.
Porque para él no eres una civil, eres su familia.
Se me hace un nudo en la garganta, y no solo por sus palabras, sino porque empiezo a darme
cuenta de la magnitud de la situación. Esto ya no es una visita de reconocimiento.
—¿Puede Marcos involucrarse en una operación del CNI?
—No. Ni muchísimo menos. Escucha, voy a hacer una cosa. Necesito ganar terreno y tiempo.
Tenemos que llegar antes que ellos y con el suficiente margen como para encontrar lo que
necesitamos.
—¿Qué vas a hacer?
—¿Confías en mí? —River clava sus ojos en los míos. ¿Que si confío en él? Absolutamente. Y
no porque ahora sepa que me quiere; llevo confiando en él años, siempre he sabido que en su
presencia me encontraba a salvo. Y no me refiero a situaciones límite como esta. Me dejaría caer
de espaldas sin dudarlo si sé que él está detrás; River jamás permitiría que mi cabeza llegara al
suelo—. ¿Cat?
—Te confiaría mi vida, River.
No me sonríe, pero sus ojos brillan durante un segundo.
—Agárrate —me dice.
Y, entonces, en un movimiento rapidísimo, gira la ruedecilla que tiene en el panel a su
izquierda y apaga las luces; nos quedamos, ahora sí, en la más absoluta oscuridad, tanto dentro
como fuera del coche. El motor comienza a rugir, y eso solo significa que River lo está
acelerando. Ay, Dios mío. Reclino la espalda en mi asiento; prefiero no mirar hacia atrás, no
quiero saber lo que viene, así que me sujeto con fuerza a la parte baja de este y me concentro en
River. Es un buen punto para concentrarse, pero no aguanto demasiado; no veo nada, apenas su
silueta, lo que significa que él tampoco debe de ver. La carretera está llena de curvas, de baches y
desvíos, vamos a ciegas y el cuentarevoluciones no deja de subir. Tiemblo, y el nudo de mi
garganta se hace más grande a pesar de que sé que no nos vamos a estrellar, que estoy a salvo con
él. Supongo que mi cabeza está segura de ello, pero mi cuerpo no. Ese va por libre. Creo que lo
llaman adrenalina. Intento imaginar que estoy a bordo de una atracción de algún parque temático, o
en una realidad virtual, pero, Dios, esto es demasiado real.
No puedo reprimir el suspiro de alivio en cuanto las luces del hotel de mi madre nos saludan
desde la lejanía; ya estamos aquí. Segundos después, River estaciona el coche en el aparcamiento
de la parte de atrás, mediante un derrape perfecto, en el primer hueco libre que ve. Nos bajamos a
todo correr; yo no he tenido tiempo ni de expulsar el aire que contenía, y siento el suelo tan
inestable como arenas movedizas bajo mis pies. Creo que es porque estoy temblando. Y porque
llevo unos tacones demasiado altos. No nos hemos ni cambiado de ropa, ninguno de los dos.
Vamos directos a la puerta de emergencia trasera, una puerta que solo los empleados conocen.
Acceder por la entrada principal y pasar por recepción no es una opción viable, y no solo por la
pinta que llevamos; nadie puede saber que estamos aquí.
Por supuesto, la puerta de emergencia está cerrada a cal y canto, solo se puede abrir desde
dentro, pero River saca una tarjeta de su mochila de espía, la introduce en la ranura y abre en
pocos segundos. Guau.
—Voy a tener que decirle a mi madre que la seguridad de este lugar apesta —bromeo.
Necesitamos bromear, aunque la risa me tiemble y reverbere hasta en mis piernas.
River sonríe y me pide silencio; asoma la cabeza y me indica con la mano que pase: vía libre.
Parece que no hay nadie a la vista. Nos movemos como ninjas por el pasillo iluminado hasta que
llegamos a las escaleras de emergencia. Apenas son tres alturas. River me indica que me quite los
zapatos antes de comenzar a subir y hasta yo me doy cuenta de que el ruido que emitían los
malditos tacones era demasiado revelador. Los guarda en su mochila y continuamos nuestro
camino, ahora sí, en silencio. Siento el mármol frío de las escaleras en mis plantas y casi lo
agradezco: necesito sentir algo.
Llegamos al segundo piso y vamos directos a la habitación número siete. A estas alturas, mi
corazón y mi pulso deben de haber abandonado mi cuerpo e ido a darse un chapuzón en la piscina,
porque apenas los siento. No existen. Pero algo me martillea en los oídos. Y en las sienes.
River utiliza la misma tarjeta de antes para abrir la puerta de la habitación en dos segundos.
Increíble. Y yo pensando que el River del CNI no me gustaba. Madre mía, el River del CNI me
pone mucho, me lo follaría ahora mismo, contra la puerta que acaba de abrir, si no fuera por la
situación en que nos encontramos. Entiendo que estos pensamientos también son fruto de mi
nerviosismo, como un mecanismo de defensa. Es eso o que se me ha ido la cabeza del todo.
Apenas me da tiempo a registrar lo que sucede a continuación; apenas me da tiempo a
internarme en la habitación. River entra primero, no enciende las luces, y va directo a la caja
fuerte del armario. La abre con desinterés y… la deja de par en par, junto con la puerta del
armario. Después deshace la cama, levanta el colchón y abre los cajones del escritorio, sin perder
ni un segundo en comprobar lo que hay dentro. Y entonces viene a mí y me saca de la habitación
de la mano. Estoy tan estupefacta que he perdido el habla. ¿Qué acaba de suceder? Hasta yo
habría buscado mejor con mucho menos empeño.
—¿Qué…?
—Shh.
Con la misma rapidez con que River ha abierto la habitación número siete, abre la habitación
número ocho y nos mete a los dos dentro. Otra vez, no enciende las luces y va directo a
inspeccionar por la ventana.
—Ya vienen —me dice—. No te acerques al cristal.
Ni loca. He visto el reflejo de los faros de un coche llegando al aparcamiento. Mierda, ya
están aquí. Nos movemos hacia la pared que comunica con la habitación contigua y River saca
otro aparato de su mochila, lo coloca en el tabique y acerca el oído. Dios mío, todo esto es muy
fuerte. Solo espero que ese trasto también traspase el hormigón y que podamos ver lo que sucede
al otro lado, aunque sé que es imposible, pero no hemos encontrado una mierda y se lo van a
llevar todo y a hacerlo desaparecer de nuevo.
Pronto escuchamos las pisadas en el mármol del pasillo: ya han llegado. River advierte mi
nerviosismo y me abraza con la zurda, estrechándome contra su cuerpo y escondiendo mi cabeza
en su cuello.
—Tranquila —susurra.
Y el silencio es tan absoluto que soy capaz de escuchar la conversación al otro lado. Es solo
una voz, y no es la de mi tío, pero estoy segura de que hay varias personas, aunque no se las oiga.
Creo que el dueño de la voz habla por teléfono con alguien porque, si no, la conversación no tiene
demasiado sentido. Seguro que habla con mi tío.
—Ha estado aquí. Sí, la puerta estaba abierta. No. La caja fuerte también está abierta y la
cama, deshecha. Los cajones del escritorio, abiertos también. No. Nada más. No, seguro. Bien.
Vamos a buscarlo. No debe de andar muy lejos. Nos vemos abajo.
Sentimos cómo abandonan la habitación, el sonido de la hoja que se cierra y sus pasos cerca
de la nuestra. ¿Y si entran? El corazón está a punto de salírseme de la boca y River me abraza con
más fuerza sin apartar la vista de la puerta. Cuando los pasos suenan lejanos, mi marido se
desembaraza de mí con cuidado y se aproxima a la salida. Saca su pistola de la chaqueta y la
empuña con decisión. Nunca pensé que ver a River con una pistola en la mano me trastocaría de
esta manera. Trastocarme para mal, porque solo significa que se encuentra en un peligro del tal
calibre que necesita defenderse con un arma de fuego.
Abre con cuidado y permanece dentro, a la espera. No sucede nada. Sale al pasillo y se relaja
al instante. Vale. Vale. No están.
—Vamos —me apremia.
Lo sigo, pensando que vamos detrás de ellos, sin embargo, tomamos el camino contrario y
regresamos a la habitación número siete.
—¿Qué hacemos aquí otra vez? —pregunto en cuanto River vuelve a abrir la puerta.
—Buscar las pruebas.
Espera, ¿qué?
—¿Y antes qué has hecho?
—Desordenar la habitación para ganar tiempo, para que pensaran que ya había pasado por
aquí y que no había encontrado nada. Venían ya, nos seguían demasiado cerca en la carretera, y no
podía detenerme a buscar en condiciones. Ahora sí puedo; van a estar entretenidos durante unos
minutos intentando localizarme.
River se coloca en el centro de la habitación con los brazos en jarras y mira hacia todas
partes, concentrado. Es una habitación pequeña, acogedora. No hay mucho donde buscar. Hace un
escáner visual completo, como si fuera lo más normal del mundo lo que acaba de pasar; como si
su idea para despistar a los malos fuera lo más normal del mundo, y no lo más increíble que yo he
visto en mi vida. River no es un informático que trabaja para el CNI. River es una máquina.
—¿Por dónde empezamos? —pregunto.
—No lo sé, solo sé que ya no tengo dudas de que tu tío lo ha escondido todo aquí. Ha sido el
primer lugar al que han venido sus sicarios.
—¿Y si se lo han llevado?
—No —River niega con la cabeza—, jamás harían algo así. Equivaldría a confesarme dónde
está. Además, también implicaría que sus empleados lo saben, cosa que dudo. Y no hay señales de
que hayan sacado nada de aquí.
—¿Quizá hay una caja fuerte entre las paredes?
—No. Son demasiado finas.
—¿En el cuarto de baño?
—No.
—¿En la caja de la persiana?
—No. —River piensa en alto, contestándome al momento según sus pálpitos—. ¿Y si un día se
estropean y tienen que arreglarlas? Bosco nunca viene por aquí. No puede quedar a expensas de
ese tipo de circunstancias. Tiene que ser algo más… inamovible. Algo como el techo o el suelo. O
algo como…
Fija la mirada en un punto concreto del techo.
—¿Algo como qué? ¿En qué estás pensando, Riv?
—Para colocar luces halógenas es necesario un falso techo.
—¿Qué?
¿Un falso techo? No me da tiempo a preguntarle por ello. River coge la silla que reposa junto
al escritorio, la arrastra hasta el extremo de la estancia, cerca del armario, y se sube en ella. Hay
tres focos halógenos. Extrae algo de su mochila —un destornillador, creo— y a continuación
comienza a quitar los halógenos y a meter la mano por el agujero y palpar el espacio alrededor.
Uno a uno. En el primero, nada. En el segundo, nada. Yo, a estas alturas, estoy a punto de
desmayarme. River introduce la mano en el tercero y yo tengo que hacer un esfuerzo titánico por
no cerrar los ojos. Dios, no quiero verlo, no quiero ver… Entonces, se lo veo a él en la cara. En
los ojos, en cómo me mira y en su sonrisa. Lo ha encontrado. ¿Lo ha encontrado? ¡Lo ha
encontrado!
—¿River?
No me responde. En su lugar, me pide silencio con el dedo índice y abre un agujero más
grande en el techo con un par de golpes; mete la mano y me muestra lo que hay dentro: una
memoria USB y un montón de papeles, negativos originales entre ellos. Menos mal que él, a
continuación, actúa con rapidez, porque yo me he quedado paralizada tanto en acciones como en
pensamientos. Baja de la silla y abre su mochila con prisa; alcanza el ordenador portátil e inserta
la memoria. Sus ojos se deslizan por la pantalla, por las fotos que tiene en las manos, y sonríe.
—Lo tenemos —me dice—. ¡Lo tenemos, Cat! ¡Tenemos hasta a Jacob! Joder, hijo de puta.
Yo sigo sin poder reaccionar. ¿Lo tenemos? ¿De verdad lo hemos encontrado? ¿De verdad va a
acabar por fin esta pesadilla? ¿Somos libres al fin? Dios mío, no me lo puedo creer. Es demasiado
bonito para ser cierto. Seis años. Llevo seis años esperando por este momento. Y nunca pensé que
lo viviría junto a mi marido.
—Riv… —susurro con un hilo de voz.
—Vamos —me indica, guardándolo todo en la mochila de nuevo.
No espera a que yo reaccione, sino que me agarra de la mano y salimos juntos de la habitación.
Estoy convencida de que nos vamos directos al coche, pero, una vez más, la dirección que toma
River me confunde. Nos lleva de nuevo a la habitación de al lado. A la número ocho.
—¿Por qué estamos aquí otra vez?
—Necesito hacer una cosa. —Se dirige al baño y yo voy detrás, confundida.
—¿Qué cosa?
Entonces me aferra las mejillas, se lanza a mi boca y me besa. E intuyo al instante que algo va
mal.
—¿River? —pregunto sobre sus labios.
—Necesito que te quedes aquí escondida hasta que Marcos venga a buscarte.
—¿Qué? ¡No! ¿Por qué?
—Cata, tu tío viene de camino, si no está aquí ya. No nos van a permitir que subamos en el
coche y nos larguemos con las pruebas, directos a las oficinas del CNI. Mis compañeros también
estarán a punto de llegar, y yo… Yo no puedo tenerte pululando a mi lado con gente armada a
nuestro alrededor. Me desconcentraría demasiado, y no puedo permitírmelo. Necesito saber que
estás a salvo. —Saca el teléfono del bolsillo y teclea en él—. Le estoy mandado un mensaje a
Marcos con tu ubicación; estará a punto de llegar. Hasta entonces no te muevas y no hagas ruido.
—No, River —me quejo—, no me dejes aquí. Quiero ir contigo.
Y no es una pataleta ni un capricho de niña pija: necesito estar a su lado para comprobar que
no le hacen daño. Él mismo lo ha dicho: hay gente armada a nuestro alrededor. ¿Esperar aquí sin
saber lo que sucede con él? No es una opción.
—No puedes venir conmigo —me dice, tajante—. Necesito llevar a cabo mi trabajo y no
puedo hacerlo contigo en peligro.
—Me voy a morir de la preocupación —insisto—, por favor.
—No, Cata. Esta vez sí que no. Mantente aquí escondida y no enciendas la luz bajo ningún
concepto. Marcos llegará enseguida y te irás con él a casa.
—Pero…
—Cata —me interrumpe—, voy muy en serio.
Nos miramos a los ojos; los suyos, determinantes; los míos, suplicantes. Y sé que tengo la
batalla perdida. Me besa de nuevo en los labios, me susurra un «ten cuidado, por favor» y se
marcha.
—¡River!

¿Que cuántos minutos aguanto sin moverme? ¿Sin mandarlo todo a la mierda y salir del baño y de
la habitación en busca de mi marido? Diría que menos de cinco.
Iré con cuidado. No me van a ver, pero yo a ellos, sí. Y no voy a permitir que a River le pase
nada.
23
¿Cómo vas a salir de esta, River?
River
Creo que es una de las cosas más difíciles que he tenido que hacer en mi vida: abandonarla en ese
cuarto de baño a oscuras, con esos ojos que tanto amo asustados y suplicantes. Y lo peor de todo
es que ni siquiera está preocupada por su integridad física; lo está por la mía. Recorro el pasillo
con sigilo, repitiéndome una y otra vez que es lo mejor y lo único que en realidad puedo hacer.
Llevarla conmigo y ponerla en un riesgo mayor de lo que ya he hecho no es una alternativa.
Recibo un mensaje en el teléfono; son los chicos, que ya han llegado. Me encamino de nuevo
hacia las escaleras de emergencia y aprovecho que tengo el móvil en la mano para mandarle un
mensaje a Marcos mientras bajo.

River:
¿Dónde estás? Necesito que saques a Cata de aquí ya.
Marc:
Estoy. Voy a por ella.
River:
No utilices la entrada principal, a no ser que esté vacía. No uses el ascensor ni las escaleras centrales si ves
que hay alguien. No pueden verte, Marc.
Marc:
Descuida. Tengo un plan.

Bien, me gustan los planes.


Llego al primer piso, abro la puerta de emergencia y me asomo para echar un vistazo rápido.
Estoy a punto de continuar bajando, pero algo en el fondo del pasillo capta mi atención: una luz.
Una luz en la sala de reuniones. ¿Una reunión en Año Nuevo? No lo creo. Envío mi ubicación
exacta a los chicos para que vengan directamente hacia aquí y saco mi arma; la sujeto con ambas
manos. Me acerco con sigilo a la sala sin dejar de mirar atrás para cubrir mi retaguardia y me
quedo apoyado en la pared. La puerta está entreabierta y se oyen voces dentro. Una de ellas es la
del tío de Cata. Ya te tengo.
—No puede haber desaparecido —gruñe enfadado—. En este hotel no hay demasiados sitios
donde esconderse.
—No lo vemos.
—Pues buscad mejor. Buscad dentro de la piscina si es necesario.
—Es posible que se haya ido.
—No se ha ido, no se va a ir de aquí sin registrarlo todo antes. Sabe que solo tiene esta
oportunidad. No puede arriesgarse a que me lleve lo que busca con tanto ímpetu.
Siento el peso de la memoria USB en el bolsillo de mi pantalón y sonrío. Ya lo he encontrado,
soplapollas, y ahora voy a por ti. Voy a entrar, pero justo suena un teléfono; viene de dentro.
—¿Sí? —contesta Bosco—. No me digas. Eso no me lo esperaba. Muy bien. Sí, por supuesto.
No, espera mi señal.
—¿Qué sucede?
Ni lo sé ni me importa. Con decisión, quito el seguro del arma y abro la puerta de una patada,
consiguiendo sobresaltarlos a los dos. Apunto a Bosco a la cabeza.
—Buenas noches —saludo con una sonrisa; ante todo, educación—. Las manos en alto, donde
pueda verlas. Los dos.
—Hombre —exclama el tío de Cata con tranquilidad, subiendo las manos—. Hola, River.
—Hola, Bosco —contesto en el mismo tono—. Estás rodeado, mis compañeros suben por las
escaleras en este momento. Pórtate bien y no me des problemas.
—Estoy de acuerdo, nada de problemas, pero baja el arma.
—Ni de coña.
—Oh, vamos. Estamos en un lugar público y no queremos llamar la atención, ¿verdad, River?
Aquí hay mucha gente inocente. Muchos civiles, como os gusta decir a vosotros. En el spa
—señala las instalaciones terapéuticas del piso de abajo—, en el comedor, en las habitaciones, en
el bar. Baja el arma, hijo.
—No me llames «hijo».
—Como quieras. Por cierto, ¿CNI, River?
—CNI —admito.
En ese momento, entran mis cuatro compañeros en la sala. Se sitúan de manera estratégica
detrás de mí, todos con sus armas en alto y cubiertos por el uniforme hasta los ojos. «El jefe y la
caballería vienen de camino», me susurra uno de ellos. Bien.
—Vaya, bienvenidos —los saluda Bosco con falsa cortesía. Ellos, por supuesto, no se
pronuncian—. Antes de nada, debo felicitarte, River. Me has engañado por completo; jamás
sospeché de ti. Estaba casi convencido de que los «cecilios» vigilaban a mi cuñado de alguna
manera, pero nunca puse los ojos en tu persona. Buen trabajo.
«Cecilios» es el apodo con que nos llaman a los integrantes del CNI. Es una jerga nuestra. En
cuanto a lo otro, está claro que en un principio no sospechó de mí, sin embargo, estoy seguro de
que hace semanas que sabe quién soy.
—No cuela, Bosco. ¿Desde cuándo lo sabes?
—¿No cuela? Ah, te refieres a la persecución de antes. Solo era protección. ¿Puedes
culparme? Una vez que sospeché de mi encantadora sobrina, llegué hasta ti enseguida. ¿Quién
más? Pero lo habías hecho tan bien, tan bien, River, que me pareció absurdo vigilarte las
veinticuatro horas del día; eres bueno en tu trabajo, te habrías dado cuenta. Tampoco podía sacar
la información de aquí. No tenía duda de que vigilabais mis movimientos; después de más de seis
años, por fin, habíais llegado a mí. Así que dispuse un coche y establecí vigilancia en la única
carretera que nos trae hasta aquí. Y hace menos de una hora me ha llamado mi gente para avisarme
de que tu coche acababa de pasar por esa carretera. Lo he sabido al instante: habías encontrado mi
tesoro. Lo que no sé es cómo. Eso me lo tendrás que explicar tú. Por cierto, ¿te casaste con mi
sobrina para llegar a mi cuñado?
—No tengo que explicarte una mierda, no sigas por ahí —le advierto—. Y deshazte ya de
todas las armas que llevas encima.
Sé que las tiene, sé que ambos las tienen, y es lo primero de lo que debo ocuparme. Mis
compañeros llevan los chalecos antibalas, pero yo estoy totalmente desprotegido en mangas de
camisa. Un tiro a quemarropa y estoy muerto.
—Joder, River —me dice con una carcajada—, había oído que los «cecilios» cometíais
verdaderas locuras, pero esta se lleva la palma.
—He dicho que no sigas por ahí.
—Ay, Catalina…
—Y no pronuncies su nombre.
—Catalina me miraba demasiado últimamente. Pensé que podía ser porque se había dado
cuenta de que me tiraba a su madre, pero lo descarté enseguida; a ella no la observaba de la
misma manera. Tampoco puedes culparme por follarme a la marquesa, River. Me gusta hacerla
gritar en la cama.
Afianzo el arma y me aproximo un par de pasos, deteniéndome a menos de tres metros de
distancia. Si albergaba alguna duda de que mi suegra estuviera implicada en toda esta mierda, él
acaba de despejármela. No lo está. Solo es un trofeo para él. Y Catalina… Sobre ella prefiero no
hablar.
—Me importa otra mierda a quién te folles. Te he dicho que no pronuncies su nombre. Tira las
armas al suelo y te vienes con nosotros. Los dos os venís con nosotros. ¿Dónde está el que me
falta?
—¿Quién? —pregunta con inocencia.
—Vamos, Bosco, que no soy gilipollas. Ellos eran dos —le digo, señalando a su
guardaespaldas.
—Ahora viene, descuida.
Les dedico un gesto a los míos para acercarnos a ellos en tropel y despojarlos de las armas,
dado que no parecen dispuestos a colaborar, pero Bosco hace un movimiento que nos paraliza a
todos al instante: mete la mano derecha en uno de sus bolsillos.
—¡Quieto! —gritan dos de mis compañeros al unísono. Se colocan delante de mí y me
protegen con sus cuerpos. Y a mí me jode, porque quiero estar en primera fila en todo lo que
respecta a este hijo de puta.
—Tranquilos, chicos —nos dice él con calma—, solo voy a coger mi móvil y hacer una
llamada de teléfono. ¿Quieres hacerlo tú? —pregunta a uno de los míos—. Vamos, coge mi móvil.
Pondré el altavoz.
—No —respondo yo—. Nada de llamadas.
En serio, este tío se debe de creer que soy gilipollas.
—Hazme caso, River. Quieres que haga esa llamada. Por cierto, ¿dónde está mi preciosa
sobrina?
—En casa —respondo de inmediato.
La carcajada de Bosco reverbera en todo mi cuerpo, y un escalofrío de los malos me recorre
cada terminación nerviosa. No, por favor, no. Está con Marcos. Ella está a salvo con Marcos.
—Se te ha desencajado la mandíbula. Déjame hacer esa llamada, River.
Los chicos giran sus cabezas; les digo que «sí» con la mía. Es lo primero que te enseñan en
este negocio, a no mostrar tus debilidades ante el enemigo. Yo acabo de hacerlo a lo grande.
Acabo de exhibir sin posibilidad de error mi talón de Aquiles: mi mujer. Y con eso acabo de
perder la batalla más importante.
Bosco saca su teléfono y realiza la llamada con el altavoz activado.
—Sí —responden. Es el tío que me faltaba, se trata de la misma voz que he escuchado antes
desde la habitación número ocho.
—Ven ya.
—Voy.
Menos de un minuto. Menos de un minuto es el tiempo que transcurre hasta que el segundo
esbirro aparece detrás de nosotros. Menos de un minuto es el tiempo que tarda el mundo en
caérseme encima. Porque no viene solo. Y no me refiero a los refuerzos que trae, a los cinco
hombres que lo acompañan, y que me la sudan mucho: me refiero a que viene con Catalina. La ha
encontrado. La trae rodeada con un brazo y con una pistola apuntando a su cabeza. Una puta
pistola apuntando a su cabeza. De pronto, lo veo todo rojo, negro, y tengo ganas de vomitar y de
hacer daño a alguien. Mucho daño.
—Hola, sobrina —la saluda Bosco con satisfacción—. Qué placer verte por aquí. Ha sido un
acierto que te dejaras caer en esta pequeña reunión. No tengo palabras para expresarte mi
agradecimiento.
—Lo siento —me susurra ella, con la voz trémula y los ojos empañados de lágrimas,
ignorando la provocación de su tío.
No, no, no, no, no. Cierro los ojos un segundo. No parece asustada, por supuesto que no está
asustada, Catalina es la mujer más valiente que he conocido en la vida, pero sí se la ve
arrepentida. Y no quiero que se arrepienta de nada, porque esto no es culpa suya. Es solo mía. Se
lo hago saber con la mirada. Y que todo se va a arreglar.
—¿Estás bien? ¿Te han hecho algo? —le pregunto, y espero, por el bien del puto universo, que
la respuesta sea la que deseo.
—Estoy bien —asegura—, no me han hecho nada.
Dejo salir el aire de mis pulmones a la vez que los seis hombres se mueven alrededor de
nosotros hasta llegar a su jefe. Se colocan junto a él, frente a nosotros, y nos apuntan con sus
armas; tres de ellas me encañonan a mí. Bosco y el otro continúan sin sacar las suyas. Yo me
muevo también, a pesar de la advertencia de uno de mis compañeros de que voy desprotegido, y
quedo por delante de ellos de nuevo. Necesito estar más cerca de mi mujer.
—Aparta esa pistola de su cabeza —le ordeno al tipo que la retiene—, o te mato con mis
propias manos.
Él arquea una ceja, escéptico; supongo que nuestra posición, en desventaja, lo hace sentir a
salvo. No me conoce. No sabe lo que soy capaz de hacer por mi mujer. Y la desventaja me la paso
por el forro de los cojones. Ellos son ocho. Nosotros, cinco. No tienen nada que hacer.
—¿Cómo vas a salir de esta, River? —me pregunta Bosco—. Porque me parece que se te ha
planteado un pequeño dilema. O no. La verdad es que no hay dilema. Nosotros nos largamos ahora
con mi dulce y preciosa sobrina, y tu equipo de hombres de negro y tú permanecéis inmóviles.
Cojo lo que necesito y, cuando me encuentre lejos de aquí, te la devolveré sana y salva. Prometo
no tocarle ni un solo pelo. Y no lo pienses demasiado: no tienes muchas más opciones. La balanza
está en desequilibrio y tú te encuentras en la parte inferior.
La balanza no está tan desequilibrada. Y sí tengo más opciones. No me lo pienso ni un
segundo, porque Cata está por encima de cualquier cosa.
Saco la memoria del bolsillo. Se la enseño a Bosco con cierta satisfacción.
—Suéltala ahora mismo y te daré esto —le digo.
Al que se le desencaja la mandíbula ahora es a él: su precioso tesoro, en mis manos. Bien.
Empecemos a negociar.
—¿Qué es eso?
—Oh, vamos —río, aunque me esté muriendo por dentro y el corazón me vaya a explotar en
cualquier momento—, sabes perfectamente lo que es. Pero como me siento generoso, te daré una
pista: tercer halógeno de la habitación número siete. Tú lo has dicho antes, Bosco: sé hacer mi
trabajo. Lo que desconoces es hasta qué punto. El resto de tu tesoro lo tengo en la mochila. Y,
ahora, suéltala.
Bosco lanza una mirada a sus dos sicarios principales, una mirada que podría haberlos
fulminado al instante y que a mí me habría jodido la vida, porque el cabronazo que tiene a Cata es
para mí. Es entonces cuando siento tras ellos un movimiento que parece reclamarme, en el balcón
del fondo, al que se accede por una puerta corredera de cristal. Una puerta corredera semiabierta.
Es Marcos. Reconozco su silueta a pesar de que se esconde detrás de las cortinas. Y, aunque
todo mi cuerpo clama por el alivio, me contengo para que no se me note ni un ápice. No puedo
permitirme más errores.
Sin focalizar la mirada en la silueta de mi hermano —no puedo arriesgarme a que ellos sigan
la dirección de mis ojos—, veo lo que me señala: las luces. Va a apagar las luces. Sí, joder, unos
segundos de gloria que permitirán que Bosco y los suyos se sientan descolocados y pierdan a
Catalina.
—Te doy un minuto para decidirte, Bosco. Tú me la das a ella y yo te entrego la memoria y los
papeles. Los dos ganamos. No me la das, y te quedas sin nada. Los dos perdemos.
Escondo la mano en mi espalda, fingiendo dramatismo, cuando en realidad lo que necesito es
comunicarme con mis compañeros; necesito explicarles que las luces van a apagarse en cuanto yo
termine de contar. Muevo los dedos, dándoles las instrucciones, y escucho el seguro del arma de
uno de ellos casi en mi nuca. Un sonido que puede pasar inadvertido para los demás, pero no para
mí; es su respuesta: me han entendido.
—Intenta cualquier estratagema, River, y te juro que…
¿Estratagema? Se me ocurre utilizar mi debilidad en mi propio beneficio.
—¿Estratagema? Llevo seis años esperando por este momento. Buscando esta información —
vuelvo a mostrarle la memoria— y estoy a punto de dártela porque tú tienes lo que yo más valoro
en la vida. ¿En serio crees que me la voy a jugar? Ya no quiero nada, solo a ella. Pero si no me la
das, si se te ocurre hacerle algo, ya no tendré nada que perder. Cuarenta segundos.
—No, River —me suplica Cata—. No lo hagas.
La miro e intento no perder la calma. «Todo va a estar bien», le prometo. En respuesta a su
reclamo, el hijo de puta que la tiene prisionera la zarandea.
—Vuelve a tocarla así —le digo con voz de ultratumba— y, además de matarte, haré que sea
lento y doloroso. Treinta segundos.
Marcos ya está en su lugar; en veintisiete segundos apagará las luces, correrá hacia Cata y el
resto de mis compañeros irán a por Bosco y su banda de matones; a por todos menos a por el mío.
Y ellos saben cuál es el mío.
—Muy bien, tú ganas, River. ¿Cómo vamos a hacerlo?
—Cuando mi cuenta llegue a cero, yo te lanzo la memoria y tú sueltas a mi mujer y dejas que
corra hacia mí. Veinte segundos.
—Haz lo que dice —le ordena al hombre que sujeta a Cata. Y sé que se está cagando en todo,
pero no le queda más remedio que obedecer. Su vida depende de ello.
—Muy bien, Bosco —lo felicito por su buena decisión—. Diez segundos.
Marcos ya tiene los dedos en el interruptor, puedo verlo, y su arma en la otra mano. «Sacas
inmediatamente a Cata de aquí, y no mires atrás», le transmito. Sé que me entiende. También sé
que ha hecho el cálculo: ellos son ocho y nosotros, cinco. Si Marcos se quedara a pelear de
nuestro lado, se equilibrarían las cosas, pero no es una posibilidad. No, con Catalina aquí. Me
habría gustado jugar más al gato y al ratón con ellos, hacer tiempo para que llegase mi jefe con el
grupo de apoyo y que nosotros fuéramos más que ellos y no corriéramos ningún riesgo, pero tener
enfrente de mis ojos a mi mujer con un arma cerca de su cráneo me ha quitado las ganas. Tengo
que sacarla de aquí como sea. Sin esperas. Y luego ya veremos.
—Cinco segundos. —Dos palabras que se me atascan en la garganta, porque estoy a punto de
comenzar la operación más complicada de mi carrera, que podría acabar con mi mujer muerta,
pero continúo adelante—: Cuatro, tres, dos, uno…
Todo sucede a la vez. Y yo asisto a cámara lenta.
Las luces se apagan, dejándonos a todos en penumbra, si no fuera por las luces verdes de
emergencia que señalan la salida. La diferencia es que nosotros estábamos preparados y ellos, no.
La diferencia es que ellos gritan y maldicen y nosotros actuamos.
Mis compañeros se precipitan hacia Bosco y los suyos con un arma en cada mano.
Marcos corre hacia Catalina a la vez que yo y la arranca de los brazos de su captor; lo empuja
por detrás, y él no se lo espera. Su trofeo se le escapa entre los dedos. Un segundo después,
Marcos ya le está apuntando a la cabeza con su arma.
Y otro segundo más tarde, mi pie impacta con todas mis ganas contra su estúpida cara,
derribándolo y lanzándolo al suelo a causa del impacto. Es entonces cuando se encienden las
luces.
Durante unos segundos, pierdo la noción de lo que me rodea, de la batalla campal que se
desarrolla a mi alrededor y de los tiros, olvidándome de que yo soy uno de los blancos, y centro
todos mis sentidos en Cata y Marcos. Marcos se la lleva a rastras de un brazo, mientras con el
otro no deja de apuntar con su arma a todo lo que se menea. Ambos están a punto de cruzar la
puerta de salida, a pesar de la resistencia de ella y de sus intentos por liberarse de los brazos de
su nuevo captor. Y de sus gritos. Unos gritos que me desgarran por dentro y que van acompañados
de las lágrimas más desesperadas y dolorosas que he visto alguna vez en el rostro de mi mujer.
—¡No! ¡Suéltame! Marcos, por favor —le suplica sin dejar de llorar—, suéltame. ¡No
podemos dejarlo ahí! ¡River!
Salen por la puerta y yo cruzo una última mirada con mi hermano: «Hazlo. Sácala de aquí.
¡Ya!». Marcos me mira con rabia, con impotencia desmedida, muerto de miedo, pero me obedece.
—¡Nooo! —grita mi mujer cuando la puerta está a punto de cerrarse—. ¡River!
Entonces, me golpean en la columna vertebral desde atrás, tirándome al suelo de bruces.
Pierdo mi arma con la caída y me es imposible levantarme; alguien me agarra y me gira, me
coloca boca arriba, se sube sobre mis caderas y comienza a golpearme el rostro con fuerza: es el
tipo que tenía a Cata. Deja de descargar sus puños contra mí para meter sus manos en mis
bolsillos, y yo sonreiría si pudiera hacerlo, porque no va a encontrar nada; ya me he deshecho de
la memoria: se la he lanzado a Marcos sin que nadie nos viera. Ahora él tiene en sus manos la
primera y la segunda cosas más importantes de mi vida, y sé que ambas no podrían estar más
seguras.
Aprovecho un descuido de mi atacante, que sigue buscando la memoria en mis pantalones, y
me nutro del único pensamiento que necesito para lanzarlo fuera: este es el tipo que tenía a Cata.
El mismo que la ha amenazado con su pistola, tocado con sus sucias manos y zarandeado.
Ni siquiera le da tiempo a procesar lo que ha pasado cuando ya estoy encima de él,
golpeándolo sin piedad. Ignoro el número de puñetazos que le asesto; el dolor de mis nudillos, mi
columna y mi cara, el tiempo y el espacio en que nos encontramos y los minutos que transcurren;
solo vuelvo en mí cuando de pronto alguien me sujeta por detrás para detenerme, alguien de los
míos.
—¡Tranquilo, River! —me grita—. Tranquilo, ya está.
Me pongo de pie, arrastro la sangre que me gotea de la nariz con un brazo y tomo conciencia
por fin de lo que tengo a mi alrededor: mis hombres han neutralizado al enemigo, a todos; uno de
ellos, el que grita como un descosido, tiene una herida de bala en la pierna, y el resto permanecen
esposados y tirados en el suelo, todos desarmados. Pero me falta uno. Me falta Bosco.
—¿Y Bosco?
Otro de mis compañeros señala una esquina; entiendo que es donde había retenido a Bosco.
—Estaba ahí hace unos segundos.
Pero ahí ya no hay nadie y la puerta de la sala está abierta; Marcos la había cerrado. ¡Mierda!
Echo a correr hacia la salida mientras les doy las últimas indicaciones a los chicos.
—¡Llevadlos fuera y poned orden en el hotel! ¡La gente estará acojonada después de oír los
tiros! Voy a por él.
Me lanzo tan a la carrera que ni siquiera me da tiempo a recuperar mi arma, pero no me
importa, aún tengo dos manos. Corro por el pasillo y bajo a la planta baja por las escaleras
principales. Presiento que Bosco estará intentando abandonar el hotel y poner su pellejo a salvo,
pero es tal el caos que reina aquí abajo que enseguida lo descarto. La gente grita desesperada por
todas partes y ni los empleados del hotel saben qué hacer, más asustados incluso que el resto. Les
digo, como puedo, que mantengan la calma, que enseguida vienen mis compañeros a ayudarlos,
que no tienen nada que temer y que están a salvo, y vuelvo a subir.
Me cruzo con mi grupo, que ya baja con los detenidos (uno de mis colegas llama a una
ambulancia por el móvil para el herido de bala), y paso por su lado sin apenas reparar en ellos; no
hay tiempo. Subo de una tirada hasta el tercer piso; empezaré a buscar desde ahí y lo encontraré,
aunque tenga que ir de habitación en habitación Me detengo antes de internarme en el pasillo. Aquí
el silencio es casi total. Algunas de las puertas están abiertas, signo inequívoco de que los
huéspedes han huido en estampida en cuanto ha empezado el jaleo, y solo llega un débil eco de la
fiesta que hay montada abajo.
Doy dos pasos y siento la fuerza de un cuerpo que, de improviso, se estrella contra el mío,
consiguiendo que caigamos los dos al suelo. Me doy un golpe tan fuerte en la cabeza que pierdo el
sentido durante unos segundos. Entonces siento las patadas en mi costado, los insultos y la rabia;
Bosco ha logrado levantarse y descarga toda su ira contra mí. Me escabullo y me pongo de pie en
el mismo instante en que él saca su arma y me apunta con ella al pecho.
—Voy a matarte, River —escupe con furia.
—No conseguirás nada —le digo con los brazos en alto y manteniendo la calma todo lo que
puedo—. Solo sumar años a tu condena y manchar tus manos de sangre.
—¿Crees que me importa a estas alturas mancharme las manos de sangre?
Pienso por un momento en concederle un poco de charla intrascendente para despistarlo antes
de hacer mi movimiento final y arrebatarle la pistola, pero me doy cuenta de que cuando menos se
espera un movimiento por mi parte es precisamente en este instante. Por eso, sin pensarlo más, me
lanzo contra él y nos precipitamos los dos al suelo de nuevo. Su pistola sale disparada al otro
lado del pasillo, pero… Pero se ha disparado antes contra mí. Él la ha disparado. Creo que el
dolor, la quemazón, me llega antes que el propio sonido del arma disparándose. Bosco, debajo de
mí, me mira con los ojos desorbitados, buscando la sangre, buscando si ha acertado.
Sí, lo ha hecho.
Miro mi hombro izquierdo y… ahí está, el círculo de sangre que pronto se extiende por el
brazo, tiñendo la camisa blanca de color rojo. Solo me ha rozado. La bala no ha entrado. Solo me
ha rozado y los dos nos percatamos a la vez. Comenzamos a forcejear en el suelo en busca de lo
mismo: su arma.
Grito de dolor cuando Bosco me clava los dedos en la herida, pero, aun así, llego antes a la
pistola. Me hago con ella en un movimiento rápido, ignorando el dolor lacerante de mi brazo, y me
ubico a horcajadas encima de él con el cañón del arma en una de sus sienes.
—Se acabó, Bosco.
—Las cosas no se van a quedar así, River. Vas a pagar por esto. Escucha mis palabras.
—Ni se te ocurra amenazarme porque acabamos con todo aquí y ahora.
No voy a titubear y lo sabe. Deja caer su cabeza y se rinde por fin. Es lo mejor que puede
hacer. Me levanto del suelo, sin dejar de apuntarlo, y le hago un gesto con el arma para que se
levante. Nos disponemos a bajar por las escaleras cuando llegan dos de mis compañeros. Y sé que
tanto mi jefe como la caballería mayor han llegado, porque uno de ellos no pertenece al piso
franco.
—River —me dice el otro—, estás herido.
—Estoy bien, solo me ha rozado.
—La ambulancia está a punto de llegar, vamos.
El otro agente se ocupa de detener a Bosco y llevárselo esposado mientras bajamos los cuatro
juntos por las escaleras hasta la primera planta. Joder, qué noche más larga. Pero ya se ha acabado
todo. Por fin. El hotel sigue siendo un caos, pero esto está lleno de agentes del CNI manteniendo
la calma e imponiendo orden. La verdad es que, sabiendo que no ha habido heridos, el resto me da
todo igual. Solo quiero irme a casa; Marcos ya debe de haber llegado al pueblo. Y en esas estoy,
saliendo del puto hotel & spa y respirando aire puro con el propósito de irme a mi casa, a buscar
a mi mujer, cuando la veo a ella.
A Cat Cat.
Corre desesperada hacia mí.
24
Una gran gran comida en familia

Estoy a punto de perder la razón, contemplando con frustración y terror cómo decenas de personas
abandonan el hotel de la mano de agentes del CNI, y que ninguna de ellas, o de ellos, es la que yo
quiero, cuando por fin lo veo salir a él de la recepción.
Salgo corriendo hacia allí; me importa una mierda lo que suceda a mi alrededor, y estoy a
punto de desplomarme a mitad de camino cuando lo tengo tan cerca que puedo advertir las heridas
en su rostro y en el brazo. Dios mío. Sin poder controlar los sollozos y la impotencia, me lanzo
contra su cuerpo, desesperada por tocarlo y confirmar que se encuentra bien.
Él me recibe de la misma manera: me acoge en su pecho y su voz en mi oído mitiga parte de la
ansiedad que está a punto de acabar conmigo, pero no el temblor de mi cuerpo ni la extenuación
de mis piernas, que acaban por ceder. Caigo al suelo de rodillas y él baja junto a mí.
—Shh —me susurra con dulzura—. Shh…
Sin dejar de tiritar, paso las manos por todo su rostro, acariciándolo, tanteándolo. Hay tanta
sangre por todas partes que soy incapaz de descubrir de dónde procede. Y el brazo… el brazo es
lo que peor pinta tiene; la camisa está empapada de color carmesí.
—¿Qué te han hecho? —pronuncio a duras penas—. ¿Qué te han hecho?
—Nada, estoy bien, Cat. Estoy bien —repite. Mis sollozos se intensifican y River me sujeta
por las mejillas y busca mis ojos—. Estoy bien.
Lo abrazo con fuerza, más aliviada, porque comienzo a creerme que realmente se encuentra
bien, y lo dejo salir todo.
—Estaba muy asustada, Riv. Nunca he estado más asustada en mi vida.
—Ya lo sé. Yo también tenía miedo. —River también me toca por todas partes, me examina—.
Pero ya se acabó, Cat. Se acabó para siempre. Lo hemos conseguido.
Levanto la cabeza y mis sollozos se transforman en una mezcla extraña de risa, dolor y alivio.
—¡Riv!
Los dos nos giramos hacia la voz. Marcos viene hacia nosotros con la cara desencajada y el
cuerpo aún en tensión; creo que el pobre estaba aguantándose el ansia para que River y yo
tuviéramos nuestro momento, pero ya no lo ha soportado más. Se agacha junto a nosotros y abraza
a su hermano por encima de mis propios brazos.
—Estoy bien, Marc, estoy bien —le asegura River, devolviéndole el apretón con muchísima
fuerza y escondiendo la cabeza en el cuello de su hermano. Creo que incluso escucho un sollozo, y
no es mío ni de River.
Los abrazo a ambos, lloro con ellos y, por primera vez, siento que de verdad la pesadilla ha
llegado a su fin. Y ahora quiero irme a casa. Quiero llevarme a mi marido a casa y curarle las
heridas.
—River.
Los tres levantamos la cabeza en el acto; en esta ocasión es su jefe el que nos interrumpe. Yo
no lo conocía, jamás lo había visto (ya no lo olvidaré porque es igualito a Leonardo DiCaprio),
pero él sabía perfectamente quiénes éramos Marcos y yo. Se ha presentado y se ha preocupado de
que ambos nos encontráramos bien. Marcos tenía órdenes de River de llevarme a casa, pero una
vez que hemos visto aparecer a medio CNI en cuatro patrullas diferentes cuando nosotros ya
estábamos fuera, ha resultado imposible que nos moviéramos de aquí; el peligro para nosotros
había pasado, pero nos quedaba River. Y ninguno de los dos estábamos dispuestos a abandonarlo
a su suerte. Antes muertos. De hecho, varios agentes han tenido que retener a Marcos para que no
regresara al interior del hotel en busca de su hermano mayor.
—¿Estás bien? —le pregunta el jefe a River a la vez que despliega una manta por encima de
mis hombros. Supongo que debería sentir frío, pero la verdad es que no siento nada, y eso que
estoy descalza.
—Estoy bien —afirma River por enésima vez.
Su jefe lo escanea de arriba abajo y se detiene más de lo necesario en la herida del hombro.
—¿Dónde está la puta ambulancia? —grita entonces—. ¡Tengo a mi hombre con una herida de
bala!
¿¿¿Quééé???
—¿Te han disparado? —preguntamos Marcos y yo a la vez, con la voz teñida por el pánico.
—Solo me ha rozado —nos explica a los tres, no sin antes echarle una mirada recriminatoria a
su jefe.
—River, por Dios —sollozo yo.
—Solo me ha rozado —repite—. Y quiero irme a casa.
—Deja primero que te revisen eso. Y luego podéis iros a casa a descansar. Ya hablaremos en
otro momento de lo que ha pasado esta noche.
—Redactaré un informe completo —le promete Riv.
—Por supuesto que lo harás. Y… buen trabajo, Cabana. Muy buen trabajo —lo felicita,
tocándole el hombro sano con afecto—. Tenemos la memoria con toda la información y tenemos a
Bosco Manrique.
—¿Dónde está mi tío? —pregunto yo. Me había olvidado de él, y, con tanto follón, no lo he
visto salir del hotel.
—Esposado —responde el jefe de River.
Gracias, por Dios.
En ese momento, aparecen un par de sanitarios y se ocupan de curar a River. Ni Marcos ni yo
nos separamos de él, ni dejamos de abrazarlo, acariciarlo y besarlo. Un poco más y podremos
irnos a casa, por fin.

Han sido dos semanas de auténtica locura, y eso que River y yo apenas hemos salido de casa. Él
necesitaba descansar y recuperarse, y yo necesitaba estar cerca de él y mimarlo las veinticuatro
horas al día. Él se hizo adicto a mis cuidados; yo me hice adicta a que él se hiciera adicto y…,
bueno, se nos fue un poco de las manos y apenas hemos salido de casa en dos semanas. Eso sí, la
cara de pánfilos enamorados que lucimos ahora es digna de fotografiar e inmortalizar. Adoro su
cara de pánfilo enamorado. También hemos hecho el amor en lugares que jamás hubiera
imaginado, ¡y en nuestra propia casa! Ahí estaban y no habíamos explorado sus posibilidades. Con
lo que nosotros somos. Imperdonable.
Visitas también hemos recibido unas cuantas. O demasiadas. La noche en que sucedió todo, no
habíamos ni entrado por la puerta, acompañados por Marcos, que no nos dejaba ni a sol ni a
sombra, cuando imágenes, teorías y especulaciones absurdas sobre lo que había sucedido en el
famoso hotel & spa del pueblo ya circulaban a la velocidad de la luz por internet y por el resto de
los medios de comunicación.
El primero en venir fue mi padre —lo hizo cuando Marcos aún estaba en casa— y a él sí
tuvimos que contárselo todo, incluida la infidelidad de mi madre y… sorpresa: él ya lo sabía
desde hace tiempo. Le pregunté cómo era posible que se lo hubiera callado y, aún peor, aguantado,
y me respondió que ni siquiera se acordaba del motivo. Me dio mucha pena. Me eché a sus brazos
y le di cientos de besos; él se lo merece todo. Ha iniciado los trámites del divorcio y se ha ido a
vivir a un pequeño apartamento en el centro del pueblo, cerca de nuestra casa. Y mi madre… mi
madre ni se ha despeinado, no por mi padre, al menos. Sí por los destrozos de su preciosísimo
hotel y, sobre todo, por las acciones de su amante. Ignoraba sus tejemanejes y se siente
profundamente traicionada. Increíble. Está acudiendo a un psicólogo muy cotizado en Madrid, lo
que la hace sentir mejor, porque acudir a ese psicólogo está de moda. Y sé que yo no debería
posicionarme, porque los dos son mis padres, pero hace mucho tiempo que no soporto lo
políticamente correcto, así que me he puesto del lado de mi padre y creo que la relación con mi
madre está avocada al fracaso. No sé cómo sentirme al respecto, la verdad.
Los padres de River también se han enterado de todo, o de casi todo: ya saben que su hijo
trabaja en el CNI, pero desconocen nuestro pasado. Lo hemos preferido así; bastante preocupada
se ha quedado ya mi suegra por las misiones de espía de su hijo.
Y precisamente en su casa nos encontramos hoy, celebrando la primera comida en familia
desde aquella noche horrible, y mi primera comida en familia desde hace más de un año. Mentiría
si dijera que no me he sentido nerviosa al llegar, pero River me ha apretado la mano con la suya,
mientras con la otra utilizaba sus llaves para abrir la puerta, y entonces hemos entrado y… todos
los Cabana —más Jaime— han venido a recibirnos con sonrisas radiantes y besos en las mejillas.
Incluso los perros de Hugo y Dylan han venido corriendo y han intentado trepar a mis piernas.
Bueno, Adrián no me ha besado, pero me ha guiñado un ojo, y un gesto así de parte de ese Cabana
en particular vale mucho. Si lo sabré yo.
—¡Por fin! —ha exclamado Marcos segundos después—. Tenemos hambre.
—Vamos a sacar ya los aperitivos y el vermú —ha propuesto mi suegro.
—Por fin —ha repetido Marcos, corriendo detrás de él hacia la cocina junto con el resto de
los chicos—. Y a mí ponedme uno doble, que también tengo sed.
—Póntelo tú, no te jode —le ha respondido Adrián—. Que tienes dos manos y nunca haces
nada.
—Es que me gusta más cuando me lo sirves tú. Y sobre todo si lo haces de mala hostia. Le da
un gustito especial.
—Tío, cualquier día te escupe dentro del vaso —le ha dicho Alex a Marcos.
—¿Adri? ¿A mí? Qué va, me adora. Soy su hermano favorito.
—Esa es Priscila —ha replicado Jaime.
—Digo de los chicos.
—Ese es Hugo.
Yo me he reído, ellos han continuado discutiendo hasta que sus voces se han perdido más allá
de las paredes de la cocina y mi suegra ha venido y me ha dado un abrazo. No un abrazo de esos
que dicen: «Hola, estoy encantada de que vengas a comer a mi casa». No. Ha sido uno de los que
te hacen temblar por dentro y duran más de diez segundos. Y más de veinte. Y ella misma le ha
puesto voz:
—Bienvenida de nuevo a casa, hija.
Yo la he abrazado con más fuerza en respuesta. Y entonces Priscila me ha cogido de la mano y
me ha dicho: «Ven», y me ha arrastrado hacia el salón. Y yo debo de ser muy idiota y sentimental,
porque ese simple gesto me ha calentado el corazón todavía más.
Después de los aperitivos de rigor, nos hemos sentado a la mesa en el comedor; hace
demasiado frío para comer en el jardín, y aquí estamos, rebañando platos y vaciando botellas de
champán entre bromas y risas. Voy algo achispada y estoy tan a gusto que incluso me estremezco.
¿Esto es la felicidad plena?
—¿Estás bien? —me pregunta River al instante, sentado a mi lado.
—Sí. Nunca he estado mejor —respondo coqueta, dándole un beso en la nariz. Dios, siempre
me apetece besarlo por todas partes, pero cuando bebo un poco de alcohol todo se intensifica
tanto que… que me lo comería entero. Le sanaría las heridas que aún son visibles en su hermoso
rostro a base de besos y caricias. Y que a nadie se le ocurra volver a tocarlo, porque saco la
artillería pesada.
—Te ha dado un escalofrío de repente —insiste.
—Sí. Pero ha sido uno de los buenos.
River sonríe y me besa en los labios. Un beso corto, pero que se queda suspendido unos
segundos de más. Hasta que nos impacta una servilleta en la cara.
—¡Largaos a un motel! —nos grita Marcos.
—¿Por qué se van a ir a un motel si tienen aquí la habitación de River? —le responde mi
suegra.
—Joder, mamá, es una forma de hablar.
—No digas palabrotas, Marcos. Últimamente hablas fatal.
—Vale, mamá.
—Oye, hablando de moteles y parejitas —interviene entonces Jaime, salvando a mi cuñado de
la reprimenda de su madre. A mi suegra se la veía con ganas de más—. ¿Alguien sabe algo de los
enamorados?
—Muy poco.
—Dylan ha subido hace unas horas una foto a Instagram de su careto con un cigarro en la boca
y una sonrisa de gilipollas. También se veía un cielo azul de fondo.
Ay, los enamorados. No hemos hablado con ellos, ni saben lo que sucedió en el hotel; ya se
enterarán a su regreso. Ni siquiera sabemos dónde están, nadie lo sabe. No lo saben sus padres.
No lo sé yo. ¡No lo sabe Adrián! (Bueno, River, sí. Pero no me lo quiere decir). Y es la mejor
decisión que han podido tomar. Llevan desde septiembre con la prensa detrás de ellos día sí y día
también, comentándolo todo respecto a su relación, lanzando especulaciones: que si Hugo ha
viajado a Madrid, que si no se les veía buena cara en tal paseo, que si Dylan ha perdido peso, que
si, que si… Y cuando Dylan, horas después de casarse, emitió un comunicado con la noticia… no
se ha hablado con tanto afán de otra cosa en las últimas semanas. Y de dónde pueden estar
disfrutando de la luna de miel. Así que cuanto más lejos, mejor. Y cuanto más tiempo estén allí…,
donde quiera que estén, mejor también. Aquí no podrían ni pasear tranquilos por el pueblo sin que
los pararan cada poco. Además, la gira de Dylan está a punto de comenzar y sé que va a ser duro
para ellos. Que aprovechen el tiempo que les queda juntos.
—Me faltan aquí hoy —comento. No estoy segura de haber querido expresarlo en voz alta,
creo que ha sido más una prolongación de mis pensamientos, pero ya no hay vuelta atrás.
Todos me observan y cesan sus conversaciones. Se hace el silencio en la mesa hasta que
Adrián lo rompe.
—No podría estar más de acuerdo contigo. Esperad, que los llamo por videoconferencia. Ya
vale de tanto silencio y mamoneo.
—Pero ¿qué hora es allí?
—Allí, ¿dónde? No sabemos dónde están.
—Es verdad.
—Imperdonable por parte de Hugo, por cierto. Yo lo echaría del grupo de una vez por todas.
—Marcos, no hables así de tu hermano.
—Jo, mamá, ¿hoy la has tomado conmigo o qué?
—Bah, a mí me la suda todo mucho —dice Adrián, ignorándolos—, voy a llamarlos y punto.
De golpe, nos levantamos de nuestras sillas, haciéndolas chirriar, y nos arremolinamos los
ocho (nueve si contamos a Álvaro) detrás de Adrián, rodeándolo con nuestros cuerpos y
robándole espacio vital con nuestros rostros, demasiado cerca del suyo.
—Adri, mejor al móvil de Dylan. Hugo no te lo coge ni de coña.
—Cierto.
Los nervios y las ganas burbujean mientras vemos a Adrián manejar su teléfono móvil y
establecer la videoconferencia. Yo cuento los tonos hasta que Dylan contesta al cuarto.
—¡¡Holaaa!! —gritamos todos en cuanto su cara aparece en la pantalla, sin que apenas le dé
tiempo a contestar. Dios, qué guapo está. Con la piel dorada por el sol y los ojos brillantes de
pura felicidad.
—Bueno, bueno, ¡pero cuántos estáis ahí! La familia al completo. ¡Qué sorpresa! ¿Qué os
contáis?
—¿Qué nos contamos nosotros? —responde Adrián con indignación—. ¿Qué os contáis
vosotros? ¡Llevamos dos semanas sin más información que la mierda de fotos que subes a las
redes sociales!
—Ey, ¿es de noche allí? —pregunta Marcos.
—Sí, noche cerrada.
—¿No dormís?
—Nunca.
—Si es de noche, descartamos de un plumazo casi la mitad del mundo, tíos.
—Jamás sabrás dónde estamos, Marquitos —le contesta Dylan, adivinando sus intenciones.
—Os echamos de menos. —Priscila pone morritos con su hijo en brazos—. Mira, Álvaro,
saluda al tío Dylan. ¿Y dónde está Hugo?
—Os está escuchando, pero pasa de ponerse.
—En su línea.
—Puto borde.
—¡Marcos! —lo reprende su madre.
—Joder…
—¡¡Marcos!!
—Marc tiene razón —lo apoya Alex—. Increíble lo del chaval este.
—¡Estoy en mi luna de miel! —Oímos la voz de Hugo de fondo y todos gritamos al unísono un
feliz: «Hugoooooooo, holaaaaaaaa». Él nos responde a su manera—. Cuelga ya, Dylan.
Muy Hugo.
—Oye, tocad la guitarra y entonad unas canciones alrededor de una hoguera en nuestro
honor —nos sugiere Dylan al ver la fiesta que tenemos montada aquí.
—¿En nuestro honor? —responde el propio Hugo.
—Babe, nuestros perros están ahí, también tú estás representado en esa imagen. No seas
picajoso.
—¡Cuelga ya!
—Voy. Lo siento, familia, pero mi marido, el borde más guapo e irresistible del mundo, me
reclama. Nos vemos en unos días.
—Ah, pero ¿entonces volvéis? —bromea River.
—Qué remedio. Os queremos demasiado, Cabanas.
—¡Y St. Claires!
Todos nos quedamos mirando a Alex por su comentario tan espontáneo. Todos con la ceja
arqueada.
—A ver —se defiende—, aquí ya somos dos St. Claire. Solo para que conste.
—Babe, el cuñado se te rebela.
—¡¡¿En serio no has colgado?!!
—Nosotros también os queremos —les dice mi suegra con los ojos empañados. Si es que se
emociona con poco.
—¡A ti también, Hug! —grita Marcos.
—¡Sííí! —lo apoyamos todos.
Hugo, por fin, aparece en la pantalla. Se coloca detrás de Dylan, lo rodea con sus brazos y le
enseña un dedo a Marcos.
—Ey, ¿por qué vas en bañador si es de noche? —le pregunta su hermano.
—Adiós —nos dice él justo un segundo antes de colgar.
—Hostias, qué moreno estaba el cabrón —exclama entonces Marcos.
—Marcos, no llames «cabrón» a tu hermano.
—Es una forma de hablar, mamá. En serio que hoy no me pasas una.
—Una forma de hablar que no me gusta que utilices con tu hermano. Y las palabrotas, Marcos;
voy a empezar a sancionarte con cada una.
—¿Sancionarme? Que no tengo diez años.
—Pues demuéstralo.
Mientras Marcos se indigna con su madre y se queja de que le está dando el día, volvemos
todos a nuestro lugar en la mesa con cara de felicidad por haber hablado con la parejita, aunque
hayan sido solo un par de minutos, y hacemos un brindis por la familia. Los observo a todos
meterse con mi cuñado, me llevo mi copa a los labios, entrelazo la mano derecha con la de River
y… creo que no se puede ser más feliz de lo que lo soy yo ahora, así que esto sí que debe de ser la
felicidad plena. Y solo estamos comiendo. Solo es una comida en familia. Pero es mi familia.
MI FAMILIA.
Epílogo
Ocho meses después. Septiembre de 2018

Dos rayitas rosas. Hay dos rayitas rosas enfrente de mis ojos. Me siento en el inodoro y apoyo una
de las manos en él porque estoy a punto de desplomarme, y no descarto que me desmorone incluso
estando sentada. Leo las instrucciones por cuarta vez consecutiva (más las cuatro de ayer, ya
suman ocho) para convencerme de que no lo estoy interpretando mal.
No es así.
Vuelvo a mirar el palito. Dos veces. Tres. Por si acaso. Ahí siguen las dos rayitas rosas, tan
claras como las gotas de agua que se precipitan sobre mi mano abierta cuando llueve. ¿Y cómo
pueden significar tanto dos rayas rosas? Me llevo la mano a la boca para contener el sollozo que
escapa de mi cuerpo a causa de la emoción.
Estoy embarazada.
Embarazada.
Dios mío, estoy embarazada.
Sin dejar de temblar, me levanto y me acerco al espejo. Mi reflejo en él me devuelve un rostro
exultante y unas mejillas sonrojadas. Me contemplo durante unos segundos más para ver si se ha
producido algún cambio en mí y, aunque no veo nada diferente, sonrío como una tonta mientras me
acaricio la tripa arriba y abajo.
River y yo vamos a ser padres.
Padres.
Tengo un bebé dentro de mi tripa.
Ay, Dios mío.
Corro hacia la habitación y me meto de nuevo en la cama, con él y con el calor que desprende
su cuerpo desnudo. Yo estoy embarazada y él está boca abajo, dormido, lo cual es lógico, teniendo
en cuenta que son las seis de la mañana, pero ayer leí en las instrucciones del test que la prueba
debe hacerse con la primera orina de la mañana, y yo me he despertado hace veinte minutos con
muchas ganas de ir al baño. En realidad, llevo tres horas con ganas de ir al baño, pero he
aguantado como una campeona hasta que saliera el sol. Que aún no ha salido, pero casi. Eso
cuenta como «mañana».
En un primer momento, me acurruco en su costado, rodeo su cintura con mi brazo y coloco una
de mis piernas encima de sus caderas con la firme intención de dormir un ratito más y esperar a
que se despierte. Me gusta esta postura para dormir. Cierro los ojos y acompaso mis respiraciones
al movimiento de su cuerpo, sin dejar de pensar que ya no somos dos en esta cama. Ahora somos
tres.
Un minuto después, no aguanto más y me subo encima de él. Tengo que despertarlo. Comienzo
a acariciarlo y enseguida me devuelve las caricias —River siempre me devuelve las caricias por
muy dormido que esté—; mueve su brazo hasta tropezar con mis piernas y la curva de mi trasero, y
me acaricia arriba y abajo.
—Buenos días, dormilón.
—¿Qué hora es? —me pregunta, aún semiinconsciente.
—Las seis y poco de la mañana.
River detiene sus caricias y se da la vuelta con cuidado. Quedamos frente a frente, con mi
cuerpo encima del suyo, y debo reconocer que esta postura me gusta mucho más que la otra. Esta
es mi favorita.
Me mira con sospecha y con los ojos entrecerrados, una mezcla de la reticencia y el sueño que
aún tiene. Y qué bonito es River con los ojos a punto de despertar. Es lo más bonito.
—Ya es bastante raro que tú te levantes antes que yo —me dice en su tono de sobrado habitual;
ese no duerme nunca—, pero, además, ¿a las seis de la mañana? ¿Qué tramas, Cat Cat? Sea lo que
sea, me rindo y quedo a tu merced.
River levanta los brazos en una clara actitud de: «Haz conmigo todo lo que quieras». Y está
muy follable, pero primero tengo que decírselo.
—¿Me ves algo distinto? —le pregunto directamente.
River arruga la frente y me mira con detalle, recorre todo mi rostro. Mi barbilla. Mi boca. Mi
nariz. Mis pómulos. Se coloca un dedo en los labios.
—¿Es una pregunta trampa? ¿Es el pelo?
Lo manosea con una de sus manos para comprobar si me lo he cortado o si me he puesto
mechas nuevas. Qué tontito es.
—No, bobo. Es una pregunta de verdad. Y no es el pelo.
—¿Pestañas postizas nuevas?
¿Qué? Pero ¡será…! Le asesto un golpe suave en el brazo que solo consigue que él ría a
carcajadas.
—¡No! Mis pestañas son naturales y son perfectas.
—Ahí tengo que darte la razón. Mmm… ¿Has engordado?
Dios, me lo voy a cargar. Muy lentamente.
—¡River! ¡No he engordado! —«No todavía»—. Y tú apestas como agente del CNI, que lo
sepas —le digo en broma.
River carraspea y se pone serio de repente. Me mira a los ojos y me doy de bruces con la
emoción que lo embarga y que yo no había advertido.
—No tanto, ¿eh? —susurra.
Ay, Dios. Mira hacia abajo y entonces, solo entonces, me doy cuenta de que me está
acariciando el abdomen con muchísima dulzura. Y a mí se me saltan las lágrimas al instante,
porque él ya lo sabe. Sabe que vamos a tener un hijo. Un hijo de los dos. Levanto la mirada y lloro
aún más.
—Lo sabes —le digo, acongojada.
—Lo sé —admite—; te he sentido ir al cuarto de baño y emitir un chillido minutos después.
¿Estamos embarazados, Cat?
—Estamos embarazados, Riv.
River se lanza a mi boca y cambia la postura, quedando él encima de mí. Se agacha y posa sus
labios en mi vientre con delicadeza. Y a mí el corazón se me acelera y tengo que esforzarme por
recuperar el aliento que he perdido con su gesto. No con el de darnos la vuelta, sino con el de
besarme el vientre.
—Te quiero —me dice, subiendo de nuevo y acariciándome el rostro—. Os quiero. Nos
quiero.
Y yo ya no sé si río de nuevo o lloro. Solo sé que yo… que yo…
—Te quiero. Os quiero. Nos quiero.
River
Después de varias horas, muy renuentes, Cat y yo nos levantamos de la cama. Creo que hoy es el
día que menos me apetece levantarme, pero tengo que alimentar a mi familia, a mi mujer y a mi
hijo. Joder, a mi hijo. Qué bien suena. Suena increíble. Suena como nada.
Quiero prepararle su desayuno preferido —o su segundo desayuno preferido; el primero ya lo
ha catado, dos veces— y montar una fiesta en casa. Me apetece montar una fiesta solo para
celebrar que soy feliz.
Vamos juntos a la cocina y le digo a Cata que se siente a la mesa, que yo me ocupo hoy. Y
mientras preparo las tostadas, mando un mensaje a mis hermanos:

Riv:
Quedada en mi casa en un par de horas. ¿Venís a comer? Tengo novedades.

Y no me refiero al bebé; esa gran noticia preferimos no compartirla de momento. Lo hemos


hablado y primero queremos acudir al ginecólogo para corroborar que todo esté bien. Me refiero
a Bosco Manrique. Va a pasar una muy larga temporada a cubierto, y quiero contarle todos los
detalles a mi familia.

Marc:
Voy.
Adrián:
Voy.
La niña:
Vamos.
Hugoeslaestrella:
Nosotros, ni de coña. Dylan acaba de llegar y no pienso desaprovechar el tiempo en tu casa. Pero mañana
quedamos para desayunar en el pub. ☺

Niego con la cabeza y me descojono de la risa. Pero ¡cómo se le ve siempre el plumero a este
hombre! Dylan acaba de llegar, mi abuela. Él es Dylan.
—¿De qué te ríes? —me pregunta Cata.
—Dylan ha contestado otra vez en nombre de Hugo.
—Voy a hacer un curso con él. Yo le enseño a imitar a Hugo. Me sale de lujo. Le he pillado ya
hasta el tono de voz.
Totalmente cierto.

River:
Hola, Dy.
Marc:
Hola, Dy.
Adrián:
Hola, Dy. ¿Qué tal el viaje de vuelta?
La niña:
Hola, Dy.
Hugoeslaestrella:
Mierda. ¿Qué me ha delatado?
Adrián:
Una vez más, cada palabra que sale de tu boca, o, en este caso, cada letra que sale de tus dedos. El emoticono
tampoco ha ayudado. Tíos, ¿DEFCON 3 de una vez por todas?
Marc:
DEFCON 3 de una vez por todas.
La niña:
O podemos incluir a Dylan en el grupo, y asunto arreglado.
Marc:
Hostias, otro DEFCON 3, tíos. La niña se nos rebela. ¿Que vaya fuera también?
Marc:
Podemos incluir a Dylan, dice.
Adrián:
Con todo el dolor de mi corazón, tenemos otro DEFCON 3. Lo siento, Pris.
La niña:
¡Adri!
Adrián:
Si es que lo siguiente es meter aquí al nadador, que me lo veo venir.
Marc:
¿Al nadador? Porque te tengo al lado, que, si no, pensaría que Dylan te ha suplantado a ti también, Adri. Cada vez
hablas más como él.
Adrián:
Mierda, me he dado cuenta. Todo se pega. Creo que pasamos demasiado tiempo juntos.
Adrián:
MENSAJE ELIM INADO
Adrián:
Si es que lo siguiente es meter aquí al cuñado intenso, que me lo veo venir.
La niña:
Luego hablamos tú y yo, Adrián.
Marc:
Uy, eso ha sonado a amenaza. Y te ha llamado Adrián.
La niña:
Que quizá propongo yo un DEFCON 3. Que guardo yo muchas cositas, y si empiezo a hablar…
Marc:
Uy…
Marc:
Cómo las lías, Adri.
Adrián:
Mmm…
Marc:
«Mmm…», ¿qué?
Adrián:
Mi Pris no me haría eso.
Adrián:
Nuestras cositas son sagradas.
Marc:
Eso es cierto.
Adrián:
Aquí hay nadador encerrado.
Adrián:
Mierda, joder.
Adrián:
MENSAJE ELIM INADO
Adrián:
Aquí hay cuñado intenso encerrado.
Me río y niego con la cabeza una vez más. No tienen remedio, pero cuánto los quiero.

River:
Os veo entonces para comer.
Marc:
Por supuesto.
Adrián:
Por supuesto.
La niña:
Por supuesto. Y al nadador y al hijo del nadador, también.
Marc:
Uy…
Adrián:
Muy sospechoso, sí.
River:
Pues hasta dentro de un rato, familia.
Marc:
Dile a tu mujer que el queso lo huelo desde el portal. Ni una gota, ¿eh?
Adrián:
Lo secundo.
La niña:
Y yo.

—Dice Marc que el queso lo huele desde el portal, que ni una gota —le transmito a Cata con
cachondeo. Entonces ella me arrebata el móvil de las manos.

River (Cata):
Ni una gota. Tú confía en mí, poligonero.
Marc:
Joder, se nos va de las manos lo del tema de las infiltraciones en este grupo.
Adrián:
Ya ves.
Marc:
Y ya nos superan en número, tío.
Adrián:
Me la suda. Empiezo con DEFCONS y no paro.
Marc:
Claro que sí. Así se habla, hermano.

Unas horas después, llegan mis hermanos a casa. Y no importa que vengan de zonas diferentes del
pueblo: aparecen todos a la vez. Jaime incluido. Como siempre. Escucho sus voces dentro del
ascensor desde el descansillo. El que más alto habla siempre es Marc. Tiene vozarrón. Se abre la
puerta y salen todos en tropel, como elefantes en una cacharrería, discutiendo y vociferando.
Álvaro, de la mano de su padre, los mira a todos de hito en hito. Verás este cuando empiece a
hablar; si es que se lo ve ya, con tan solo un añito recién cumplido, que quiere intervenir.
No han acabado de saludar a Cata y sentarse a la mesa de la terraza y ya preguntan por las
novedades. Qué impacientes son. Los distraigo ofreciéndoles aperitivos y bebidas. Por joder un
poco. Reconozco que me encanta.
—Vamos, Riv —apremia Marc con una cerveza en la mano—, suéltalo ya. ¿Cuáles son esas
novedades?
—Está bien, está bien. —Sonrío—. Me han ascendido en el trabajo.
Los vítores de todos ellos no se hacen esperar. Incluso se levantan para darme un abrazo. Cata
nos mira desde su silla, a la cabeza de la mesa, con orgullo y una sonrisa resplandeciente.
—¿Tu jefe ya no es tu jefe? —me pregunta Alex.
—Sí lo es, pero ahora él es menos jefe mío y yo soy más jefe del resto. Tenemos una pirámide
un tanto complicada en la organización.
—¿Y tienes funciones nuevas?
—En realidad, no.
—¿Has vuelto a ser informático a secas o ya te quedas como agente de campo?
—Voy a ser un mix.
—Vale, ¿y lo otro? —pregunta Adrián.
—¿Qué otro?
—Entiendo que si te han ascendido es porque por fin habéis cerrado el caso de Bosco.
Se hace el silencio a nuestro alrededor. No es un silencio incómodo. Es un silencio familiar
que significa: «Nosotros tratamos todos los asuntos que nos conciernen. Todos. Y este no va a ser
menos».
Cruzo una mirada con Cata. Estoy tan orgulloso de lo bien que ha llevado todo esto. Que los
cuchicheos sobre su padre continúen por el pueblo (no va a regresar a su puesto en el
ayuntamiento porque no hay manera de limpiar su nombre sin sacar toda la mierda a la luz; mi
suegro ha sido el gran perdedor de este asunto); que los cuchicheos sobre nosotros y sobre nuestro
matrimonio continúen por el pueblo (a mí me la suda bastante); que sus padres se hayan
divorciado y los cuchicheos se hayan elevado a la enésima potencia; que con su madre la relación
sea prácticamente nula; que su tío no esté entre rejas por todo lo que ha hecho…
—Os lo voy a contar, pero recordad que es muy confidencial. Yo no os he dicho nada.
—Claro.
Voy a comenzar a hablar, pero entonces suena el timbre. Qué raro. No esperamos a nadie más.
Por inercia, miro mi teléfono móvil, para ver si mis compañeros me han informado de la llegada,
pero no hay nada. Claro que no hay nada. Aún me cuesta hacerme a la idea de que en el piso de
enfrente ya no hay nadie y de que mi entorno ya no está monitorizado. La fuerza de la costumbre.
Hace tan solo unas semanas, cuando cerramos de verdad el caso, desapareció todo: el piso
franco y la protección hacia los míos. Ya no es necesaria. Reconozco que me está costando
adaptarme a no controlarlo todo. Me está costando un huevo. Poco a poco.
Me acerco a abrir la puerta y me sorprendo, para bien, cuando veo a Hugo y a Dylan al otro
lado.
—¿Y esto? ¿No se supone que vosotros no veníais?
—El nene —dice Dylan, entrando en casa—, que no puede resistirse a una quedada Cabana.
Espero que sean interesantes las novedades como para hacerme venir hasta aquí, recién llegadito
al pueblo como estoy. Por cierto, yo también tengo novedades. Pero tú primero, James Bond. Dios
ayuda al que antes se levanta. Y tú te has levantado primero.
El intento de refrán lo paso por alto; no tiene remedio. Miro a Hugo. «¿Buenas novedades?»,
le pregunto con los ojos.
«Muy buenas».
Vale, mi hermano está pletórico, así que tienen que ser realmente buenas.
Nos internamos los tres en el salón y salimos a la terraza.
—Mirad quiénes han venido al final —les anuncio a todos.
—Ya lo sabía yo —comenta Marc—; si es que Dylan es muy de boquita, pero luego no puede
resistirse a estar con nosotros.
—Contigo y con el nadador paso demasiado tiempo.
—Y bien que te gusta.
Dylan le da un golpe cariñoso en la cabeza al pasar por su lado y se sienta junto a Adrián.
Dylan y Adrián siempre se sientan juntos.
—El nadador se llama Alex —dice el propio Alex.
—Uy —le comenta Dylan a Adrián—, ¿y a este qué le pasa hoy?
—A saber.
Alex les muestra el dedo corazón y sonríe. En el fondo se adoran.
—Pues como iba diciendo —comienzo yo—, ya hemos cerrado el caso. Tenemos a Bosco
neutralizado.
Nos ha costado meses: meses de interrogatorios, amenazas e investigaciones; meses para
encontrar el dinero que el Gobierno le había entregado y para que soltara por la boca todo lo que
sabía, pero ya lo tenemos donde lo queremos.
—Coño, ¿eran esas las novedades?
—¿Vais a meterlo en la cárcel por fin? —pregunta Priscila.
Yo no sé cuántas veces tengo que explicar esto. Menos mal que Marcos se me adelanta.
—El CNI no judicializa. Nunca. O casi nunca; solo si quiere que la información salga a la luz
por intereses que solo ellos conocen. Resuelve sus asuntos de otra manera.
—Que no es matando —aclara mi mujer. Le echo otra mirada. Ella me guiña un ojo—. Por si
teníais la duda.
—Ciertamente, la teníamos —confiesa Jaime. Y todos asienten con la cabeza. Increíble.
—¿Y entonces? —pregunta Hugo.
—Lo habrán dejado suelto, sin dinero ni documentación, en algún país mierdoso del culo del
mundo —comenta Adrián de pasada.
De pasada, pero ha dado en el clavo.
—Justo —afirmo.
—A mí no me convence eso —comenta Priscila—. No entiendo que no pueda ir a la cárcel. Ha
cometido un delito. O un montón.
—Bienvenida a la política, Pris.
—Estar donde está ahora mismo es como estar en una cárcel.
—¿Y si se escapa?
—No tiene ni dinero ni papeles —les explico—. Hemos encontrado por fin todas las cuentas
en Suiza y devuelto el dinero al Gobierno. Además, las autoridades fronterizas tienen su foto. Se
lo busca por asesinato. Se supone que es un ciudadano muy peligroso. No va a entrar en España
sin que lo sepamos. Podemos olvidarnos de él.
—¿Y qué habéis hecho con Jacob?
—Ese es otro asunto diferente. Es militar, así que le han abierto un consejo de guerra, lo han
declarado culpable, metido entre rejas y tirado la llave.
Jacob es en realidad un coronel del ejército español, pero seguimos llamándolo Jacob. Estudió
en el mismo colegio que Bosco. No hay constancia en ninguna parte de que fueran amigos, pero el
caso es que se unieron por la causa común. El coronel consiguió las fotos del ministro en Argelia,
con las armas, y Bosco se ocupó de la extorsión. Un buen trabajo en equipo.
—Entonces —comenta Hugo—, ¿caso cerrado por fin?
—Caso cerrado. Uno en la cárcel de por vida y el otro, en el fin del mundo.
Lo celebramos con unos cuantos brindis y abrazos. Y yo podría estar diez años más
celebrando. A mí este caso casi me deja calvo. Y casi pierdo a Cata.
—Pues a otra cosa —exclama Dylan—. ¿Dónde está la comida? Ay, esperad, que yo también
tengo novedades.
—¿Qué has hecho? —le pregunto entonces yo.
—Mandar a la discográfica a la mierda. Más o menos. En cuanto acabe la gira en un par de
meses, estoy libre. Trabajaré desde casa.
Vaya. Notición. Joder, notición de verdad. Tanto Dylan como Hugo lo han pasado fatal el
último año por culpa de la distancia.
—Yo ya lo sabía —apunta Alex.
Hugo y yo miramos a Dylan. ¿Alex lo sabía?
—Se lo conté en un desayuno hace semanas —afirma con despreocupación.
—Yo también lo sabía. —Priscila—. Me lo contó Alex.
—Y yo. —Marc—. Estaba en el mismo desayuno.
—Pues yo también. —Adrián—. En el desayuno, no. Pero lo sabía. Me lo contó Dylan
primero, y Priscila después.
—Y yo —añade mi mujer. ¿Perdona?
—¿Tú lo sabías? —inquirimos Hugo y yo indignados. Que yo soy su marido y Hugo, su jefe.
—Pues claro que lo sabía. Dylan y yo somos uña y carne.
—A mí me lo contó Pris —señala Jaime.
Pues de puta madre. Lo sabían todos menos Hugo y yo. Que no lo supiera Hugo, vale, pero
¿yo? Yo esto lo llevo muy mal. Hugo bufa y niega con la cabeza. Yo también.
—Tenemos otra noticia —dice de pronto Cata.
—¿Ah, sí? —le pregunto con la ceja arqueada.
—¡Estamos embarazados!
¡Pero si hemos quedado hace media hora en que no íbamos a decir nada porque aún era muy
pronto! Voy a refrescarle la memoria, pero… tardo un segundo en sonreír. No ha podido
aguantarse las ganas. Y la entiendo, claro que la entiendo. Yo estoy igual.
Hugo es el primero en levantarse de la silla y darle un abrazo; después los demás van en
tropel. Primero a por Cata y luego a por mí. Nos besamos un montón y empezamos a comer. Las
discusiones empiezan casi desde el mismo instante…
—A mí lo de todo sin queso me toca mucho los huevos ya, ¿eh? —se queja Dylan.
… y yo… yo no puedo ser más feliz.
Epílogo 2
Diez años después

El padre de Alexander St. Claire acaba de jubilarse. Sí, es un hecho. Abandona el diario
vespertino a sus setenta y dos años. Casi nada. Para celebrarlo, la familia al completo se ha
apelotonado en la vivienda de los St. Claire para comer y brindar por la buena nueva. Y la
palabra «familia» hace muchos años que se ha extendido hasta los escandalosos vecinos de la
casa de enfrente: los Cabana al completo.
Acuden los padres Cabana, Francisco y María, con sus cinco hijos, River, Marcos, Hugo,
Adrián y Priscila, de mayor a menor.
Comen todos juntos en el jardín de los padres de Alex —a pesar de estar en noviembre, el
tiempo acompaña, dada la ola de calor que azota la zona— en dos mesas grandes de madera con
manteles amarillos de hilo fino, copas de cristal, tacitas de plástico rosas y azules y servilletas de
papel caracterizadas con los dibujos animados favoritos de los más pequeños. Brindan, se
carcajean, juegan a las cartas, corren por el jardín, disfrutan del día y pasan las horas los unos en
compañía de los otros.
En realidad, es como si fuera un domingo cualquiera. Un domingo en familia. Solo hay una
diferencia, y es que, como buenos y orgullosos habitantes del pueblo alicantino que son, deciden
rematar la celebración subiendo todos, o casi todos, al Peñón. Es una idea de Marcos que todos
secundan.
Los padres de Alex, los más longevos, se quedan cuidando de los más pequeños, de los que no
pueden subir al Peñón debido a su temprana edad: de los dos hijos menores de Priscila y Alex:
Aitana, de nueve años, y Ander, de seis; de los tres hijos de Catalina y River, a pesar de las
protestas del «mayor» porque él tiene nueve años y ya puede subir al Peñón. Protestas a las que se
suma su hermano inmediatamente posterior, Erik, que con tan solo ocho años ya se cree capaz de
escalar hasta lo alto de la roca sin problemas. Y su primo Ander lo acompaña, por supuesto. Son
uña y carne.
El resto se arma de ropa cómoda en la casa de enfrente, de zapatillas deportivas, de mochilas,
de más comida y bebida, y se pone en marcha. Hacen el recorrido entre risas y recuerdos y, una
vez arriba, disfrutan de las vistas y de la sensación de libertad absoluta.
—Oye, enano —le pregunta Marcos a su sobrino Álvaro—, ¿cuándo me vas a dejar ir a verte
nadar al club?
—Nunca, tío Marcos.
—¿Por qué?
—Porque sé que vas a avergonzarme.
—¿Quién? ¿Yo? No será verdad.
—Pero qué listo es mi niño mayor —lo anima su tío Adrián, palmeándole la espalda—. Dale
duro a Marquitos, di que sí.
—Sí, tú, que nos conocemos, tío Marcos —le dice el niño—. No se me olvida lo que sucedió
la noche de San Juan.
—¿Qué te puedo decir? Te vi ahí, tan igualito a tu padre, metiéndole fichas a esa niña como él
hizo con tu madre, y…
—¡No le estaba metiendo fichas! —se queja el niño. Se queja, pero con la boca pequeña y
poca intensidad. Álvaro siente predilección por su tío Marcos. Y por su tío Dylan y su tía
Catalina, también. Se ha criado con ellos.
—Vamos, Alvarito…
—¿Cómo va a meter fichas a nadie con once años? —pregunta su madre.
—Ay, Priscila, pero qué inocente eres. ¡Alex! ¿A que el niño metía fichas?
—Yo no digo nada… —le contesta el cuñado, reprimiendo una sonrisa.
—Mamón…
—¡María! —escuchan todos de repente.
Se giran hacia la voz y se encuentran con su tía y toda su prole. Porque si María y Francisco
tuvieron cuatro hijos y una hija, el hermano pequeño de Francisco y cuñado de María tuvo cuatro
hijas y un hijo: Paula, Eva, Carlota, Ariadna y Tomás, de mayor a menor.
Los nuevos se acercan al grupo y comienzan a repartirse besos a diestro y siniestro entre las
familias. Suelen verse a menudo, aunque no todos juntos, pero los besos nunca faltan.
Se mezclan entre sí y comentan la casualidad de encontrarse todos allí arriba. María le explica
a la mujer de su cuñado que vienen de celebrar la jubilación del padre de Alex. La mujer del
cuñado, a su vez, le señala que han aprovechado que Ariadna está de visita en el pueblo por su
cumpleaños —vive en Edimburgo por cuestiones de trabajo— para realizar actividades en
familia.
Y allí han coincidido todos.
Pero hay algo nuevo en ese grupo, en el de los primos, o, más bien, alguien nuevo. Alguien
que, a simple vista, llama la atención.
—¿Quién es el moreno con pinta de rockero perdonavidas que está con Ariadna? —pregunta
Adrián a sus hermanos. Nunca le pasa nada desapercibido.
—Un «algo» de tu prima —responde su madre, a quien le ha dado tiempo hasta de cotillear un
poco con la madre de su sobrina.
—¿Un «algo»? —pregunta Hugo.
—Sí, un «algo» escocés —añade.
—¿Un amiguito? —expresa River con guasa.
—¿Amiguito? —farfulla Priscila—. Ariadna tiene veintiocho años, creo que podemos
llamarlo «ligue».
—¿Ariadna se ha liado con un rockero?
—Creo que es abogado.
—¿Abogado? ¿Ese? Ni de coña.
—Es lo que me ha dicho vuestra tía.
—Hasta con la ropa de deporte que lleva puesta tiene pinta de rockero.
—Ya te digo. Tiene más pinta de rockero que tú en tu época de rockero —le dice Marcos a su
cuñado Dylan.
Tanto Dylan como Hugo le sacan el dedo corazón como respuesta. Marcos, juguetón, les guiña
un ojo a los dos tórtolos. Para esos dos no pasan los años.
—Ay, Dios mío —exclama Catalina de pronto.
—«Ay, Dios mío», ¿qué? —le pregunta Marcos.
—¡Es Adam!
¿Adam? ¿Quién es Adam? Todos los Cabana la miran anonadados. Incluso Dylan, que lo sabe
todo sobre Catalina, pero que nunca había oído que conociera a ningún rockero de nombre Adam,
y le resulta extraño, que conste, siendo él un exrockero. Incluso el marido de Cata, que continúa
siendo un agente del CNI, pero que no tiene ni idea de quién es ese chico, la mira anonadado.
—¿Adam? —pregunta River con el ceño fruncido.
—¡Sí, Adam! Estudiamos juntos en el internado de Escocia, en el Crowden. Él iba unos cursos
por debajo de mí. Hacía mil años que no lo veía, pero no ha cambiado nada. ¡No me puedo creer
que esté aquí! Voy a saludarlo.
Con la sorpresa y el desconcierto plasmados en sus rostros, todos observan a la chica ir feliz
hacia Ariadna y el rockero.
—Pues sí que es pequeño el mundo —exclama Adrián.
Observan durante unos instantes cómo Catalina llega hasta Adam, cómo este la reconoce y
cómo se funden en un abrazo y comienzan a parlotear.
—Pues vamos a que nos lo presente —propone Marcos.
—Sí, vamos —acepta River con gracia. Siente curiosidad.
—Hola de nuevo, prima —saluda el segundo de los Cabana en cuanto se aproximan a ellos.
—Hola, chicos.
—Hola…, ¿mmm…? —El disimulo nunca ha sido una virtud destacada de Marcos Cabana. Y
no iba a empezar a serlo ahora.
—Marcos, River —dice entonces su prima Ariadna en inglés—, él es Adam. Adam Wallace.
Es… un amigo.
—Hola. —El moreno de rizos extiende el brazo con una firmeza y una seguridad envidiables.
Como si fuera el rey del mundo.
—Adam y Cata se conocen del colegio. ¡Estudiaron juntos! —continúa su prima—. ¿No es una
casualidad increíble?
—Bastante increíble, la verdad —afirma Marcos—. Así que, ¿escocés de nacimiento?
Cuatro frases más, y el rockero se come con patatas al GEO.
Francisco y María comienzan a sacar las bebidas y los bocadillos de las mochilas y miran a
sus hijos con orgullo.
A River, que está levantado, con los brazos cruzados y un pie encima de una roca, al lado de
donde está sentada su mujer, todavía riéndose de Marcos a causa del pulso perdido con el
rockero.
A Marcos, sentado en el suelo, en el centro del corro, que se tapa los oídos con las manos en
un intento de ignorar las pullas de sus hermanos.
A Hugo, sentado en la roca, con el pie de River al lado y su marido, Dylan, abrazándolo por
detrás; se descojona de la risa y secunda todo lo que dicen sus hermanos en contra de Marcos.
A Adrián, sentado cerca de Marcos, tratando de dar un sorbo a la botella de agua que tiene en
las manos, cosa que no consigue porque no deja de reír y de hablar.
A Priscila, tumbada en la roca con los ojos cerrados, con su hijo mayor apoyado en ella. No
habla, pero disfruta solo con escuchar las voces de su familia.
Y a Alexander St. Claire, el vecino de la casa de enfrente, que cierra el corro y toca con sus
pies los de su mujer mientras observa a los Cabana con una sonrisa perenne en el rostro.
Después, Francisco y María se miran entre sí, comunicándose en silencio.
«Lo hemos hecho bien».
«Sí. Lo hemos hecho muy bien».

Fin
Agradecimientos
Y yo que pensaba que Priscila y Alex habían sido difíciles. Ja. Ahora me río de mí misma.
Creo que el concepto de «manuscrito difícil» adquirió nuevas dimensiones desde el mismo
instante en que me senté frente al ordenador a escribir la historia de Catalina y River, allá por el
mes de septiembre. Y no porque ellos me lo pusieran difícil. No, no. Más bien ha sido todo lo
contrario: yo se lo puse difícil a ellos. Lo hice en Aquel último verano y lo hice en El chico de la
última fila.
En Aquel último verano tengo excusa; ni yo misma sabía que el libro se convertiría en el
primero de una serie, así que no pensé en la historia «real» de los hermanos Cabana, solo veía
pinceladas de cada uno de ellos y ahí las plasmé. De River y Catalina sabía que tenían un
matrimonio complicado y que ella se llevaba mal con los Cabana, pero… poco más. De hecho,
River era astronauta en un primer momento. Recuerdo que, ya con el manuscrito muy avanzado,
decidí que River trabajaba en el CNI y se lo comenté a Alberto; le dije: «¿Tú crees que es mucha
locura que River sea del CNI?». Y él me contestó: «Creo que era más locura que fuera
astronauta». En fin… En El chico de la última fila reconozco que ya no tengo excusa, pero yo
continué liándola.
En resumen, me planté en la vida de Cata y River con muchísimos datos de los libros
anteriores y, por lo tanto, con poquísima libertad. Me vi muy atada, la verdad. Y no ha sido fácil.
Después de muchísimas inseguridades y de ir de un lado para otro a lo largo del manuscrito una y
mil veces más, estoy convencida de que en la escritura realmente existe la magia. Porque lo que ha
ocurrido con ellos y la manera en que ha encajado todo ha sido magia. Su magia.
No os voy a hablar de lo que la he liado también con cierto geo… jeje. Eso para la próxima.
Un primer GRACIAS en mayúsculas y un millón de besos y abrazos para Alberto, que te leíste
el manuscrito en nuestra semana de vacaciones en una isla alejada del mundo y que detectaste
todos los puntos débiles de la trama y me ayudaste a mejorarlos. Eso por la parte que le toca en
este libro. En el resto de mi vida… jamás encontraré las palabras que reflejen lo que siento por ti.
Y yo soy más de actos. Espero demostrártelo día a día.
Más besos y abrazos (millones y millones) para Daniel y Ariane porque sí. Porque hacéis que
mi vida sea más bonita.
Y más besos y abrazos para Raquel y Vanessa, no por leeros los manuscritos y darme ánimos
cada día. Gracias por estar siempre conmigo y por quererme como sé que lo hacéis. Por quererme
bien. Por quererme de verdad. Sois dos de las personas más valiosas que tengo en la vida. Debe
de ser verdad eso de que la vida te quita pilares importantes, pero te da otros.
Gracias, Alejandra Beneyto, por haber entrado en mi vida para quedarte y por el apoyo diario.
Por tu confianza en mí como escritora, pero, sobre todo, por tu confianza en mí como persona.
Y Abril Camino, millones de gracias por la ayuda que siempre me brindas en los manuscritos.
Y gracias por sumar en mi vida.
Virginia Cavanillas. Ay, Virginia. Qué puedo decirte. Has sido un descubrimiento para mí, en
todos los aspectos. Personal y profesional. No tengo palabras para agradecerte lo que te has
involucrado en el manuscrito de Catalina y River. Lo has vivido con una intensidad que me has
dado media vida. Esos audios interminables hablando de ellos. Desgranándolos. Conociéndolos.
Queriéndolos. Ni te imaginas lo que vale eso para mí. El cariño que les has dado a todos ellos no
tiene precio. Porque si algo falta muchas veces en esta vida es cariño. Me siento afortunada.
Gracias, Ángel, muchísimas gracias, por todo lo que tú ya sabes. Guiño. Guiño.
Y si estás leyendo esto, lector, muchísimas gracias por estar ahí y por seguir apostando por los
Cabana.
Susanna Herrero
Susanna Herrero nació en Bilbao en 1980. Es licenciada en Derecho Económico y su trabajo
la obligaba a pasar muchas horas en el coche. Tantos viajes en solitario conspiraron con su gran
imaginación para crear a los personajes que, más tarde, se convertirían en los protagonistas de su
primera saga: Los saltos de Sara, Las caídas de Sara, Las decisiones de Sara y Simplemente
Sara. Apasionada de la lectura desde que a los diez años leyó por primera vez La historia
interminable, nunca pensó en escribir sus propias historias, pero no ha sido capaz de darles la
espalda a sus personajes. Sus últimas novelas: En cada canción, No es amor, es diciembre
(secuela de la saga de Los saltos de Sara), Aquel último verano (libro con el que da comienzo la
serie Cabana), El chico de la última fila (Cabana 2) y La última vez que vi llover (Cabana 3).
Puedes encontrarla en su blog, su página de Facebook, en Twitter como @susanmelusi, en
Instagram y en Pinterest.

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