Fallo Perpetua Di Césare

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SUPREMA CORTE DE JUSTICIA - SALA SEGUNDA

PODER JUDICIAL MENDOZA

CUIJ: 13-04879157-8/1((018602-97026))
FC/ DI CESARE MELLI, ANDRESS SALVADOR P/ HOMICIDIO
AGRAVADO (97026) P/ RECURSO EXT.DE CASACIÓN

*104963270*

En Mendoza, a los ocho días del mes de enero del año dos mil
veintiuno, reunida la Sala Segunda de la Suprema Corte de Justicia en acuerdo
ordinario, tomó en consideración para dictar sentencia definitiva la causa N° 13-
04879157-8/1, caratulada “F. C/ DI CESARE MELI ANDRES SALVADOR P/HOMICIDIO
AGRAVADO P/REC. EXT. CASACIÓN”.

De conformidad con lo determinado en audiencia de deliberación


quedó establecido el siguiente orden de votación de la causa por parte de los
Señores Ministros del Tribunal: primero, DR. OMAR A. PALERMO; segundo, DR.
MARIO D. ADARO y tercero, DR. JOSÉ V. VALERIO.

La titular de la Fiscalía de instrucción N° 18 y de la Unidad fiscal


N° 13 de Homicidios y Violencia institucional, la parte querellante y la defensa
técnica interponen recursos de casación (fs. 759/779, 780/791 vta., 804/815 vta.)
contra la sentencia N° 756 (fs. 734 y vta.) y sus fundamentos, mediante la cual el
Segundo Tribunal Penal Colegiado de la Primera Circunscripción condenó a
Andrés Salvador Di Césare Meli a la pena de dieciocho años de prisión por
entenderlo autor penalmente responsable del delito de homicidio simple (art. 79
del CP).

De conformidad con lo establecido por el artículo 160 de la


Constitución de la Provincia, esta Sala se plantea las siguientes cuestiones a
resolver:

PRIMERA: ¿Es procedente el recurso interpuesto?

SEGUNDA: En su caso, ¿qué solución corresponde?

TERCERA: Pronunciamiento sobre costas.

SOBRE LA PRIMERA CUESTIÓN, EL DR. OMAR A. PALERMO, DIJO:


I.- Sentencia recurrida

El tribunal de la instancia anterior tuvo por acreditado, con la


certeza necesaria requerida para el dictado de una sentencia condenatoria, que el
día veintiuno de setiembre de dos mil dieciséis, a las veinte horas
aproximadamente, Andrés Salvador Di Cesare Meli llegó en su automóvil Ford
Fiesta dominio OIV 226 de color negro hasta calle Matienzo, casi esquina Pedro
Vázquez de Maipú y allí se subió al vehículo la víctima de autos Julieta González.
Ese día, en el interior del rodado Andrés Di Césare atacó a golpes a la víctima y a
partir de ese momento, ninguna otra persona volvió a tener contacto alguno con
Julieta González, hasta que el día veintisiete de setiembre de dos mil dieciséis se
produjo el hallazgo de su cadáver. De modo tal que, cuarenta y ocho horas antes
del hallazgo del cadáver, aproximadamente, Andrés Di Césare trasladó a Julieta
González hasta una zona inhóspita situada en Ruta 7, a la altura del kilómetro
1074, Luján de Cuyo, y allí mediante estrangulamiento y la utilización de piedras,
la golpeó en reiteradas ocasiones en el cráneo provocándole la muerte.

Para decidir en tal sentido, el a quo valoró, entre los principales


elementos de prueba: las declaraciones de los peritos intervinientes, de los
familiares de la víctima y del acusado, así como de los vecinos que vieron con
vida por última vez a Julieta González; el resultado de la necropsia; los informes
técnicos sobre los datos extraídos del teléfono del imputado; el resultado del
allanamiento ubicado en el inmueble ubicado en calle Alsina Nº 2550 de Maipú,
el descargo de Andrés Di Césare; el resultado de las medidas practicadas por
Policía Científica sobre el automóvil del imputado y sobre el cuerpo de la
víctima.

II.- Los recursos de casación formulados

1.- El recurso del Ministerio Público Fiscal

En el nivel de los vicios in procedendo, la representante del


Ministerio Público Fiscal sostiene que la sentencia posee un contenido
contradictorio, parcial y sin perspectiva de género que demuestra que el tribunal
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se ha apartado de la sana crítica racional en la elaboración de sus conclusiones. En


este orden de ideas, realiza una crítica individual a la aproximación del a quo a los
elementos probatorios, que pondrían de relieve insinuaciones y alusiones
estereotipadas sobre cuál debe ser el comportamiento de las mujeres en las
relaciones interpersonales y que, por su arbitrariedad, invalidarían la sentencia
respecto de la prueba de las circunstancias agravantes del homicidio.

Por su parte, en el nivel de los vicios in iudicando, la recurrente


advierte que el hecho imputado a Di Césare fue erróneamente calificado como
homicidio simple cuando, en verdad, se trataría de un supuesto encuadrable en las
previsiones del art. 80 inc. 1 y 11 C.P.

2.- El recurso de la querellante

Después de citar normativa internacional de jerarquía


constitucional, nacional y provincial, así como jurisprudencia y doctrina, la
querellante sostiene que la sentencia puesta en tela de juicio es ajena a la
perspectiva de género, circunstancia que obsta a su validez. De este modo, la ataca
por ilógica y arbitraria. Agravio que pertenece al dominio de los vicios in
procedendo. Entre otros argumentos que sustentan su postura explica que el a quo
no sólo no escuchó a la víctima, sino que la juzgó, hasta hizo juicios de valor
sobre su conducta como “decidida, independiente, de personalidad extrovertida y
acostumbrada a relacionarse fácilmente”.

Acto seguido, expresa un vicio in iudicando relativo a la


calificación del homicidio, frente al que postula que corresponde encuadrarlo en
las previsiones del art. 80, incs. 1 y 11 CP. Ello, habida cuenta de que la
inexistencia de relación de pareja tenida en cuenta por el tribunal de juicio se basa
en una conceptualización incorrecta del elemento típico del art. 80 inc. 1 CP,
mientras que el contexto de violencia de género requerido por el art. 80 inc. 11 CP
no fue interpretado por los sentenciantes de acuerdo al derecho contravencional y
los precedentes de este máximo tribunal provincial.

3.- El recurso defensivo


La presentación de la defensa realiza, en el nivel de los vicios in
procedendo, una crítica individual de las pruebas producidas en el debate, las
cuales, según su punto de vista, no permitirían quebrantar el estado de inocencia
de Di Césare. Las mismas se refieren a los resultados arrojados por el informe de
necropsia respecto de la fecha en que se produjo la muerte, así como el sentido de
las declaraciones de los testigos Chavero y Ferri, el cual daría cuenta que Julieta
González estuvo en contacto con terceras personas no identificadas después de
encontrarse con Andrés Di Césare.

Por su parte, en lo que hace a los vicios in iudicando, objeta la


medida de la pena impuesta por ser desproporcional al hecho atribuido en tanto
medida de la culpabilidad. En esta línea, refiere las pautas mensuradoras de la
pena, las relaciona con los extremos del hecho que entiende relevantes y,
finalmente, las vincula con citas de doctrina y jurisprudencia.

III.- Dictamen del señor Fiscal Adjunto

El Fiscal Adjunto en lo Penal entiende que corresponde hacer lugar


al recurso presentado por el Ministerio Público Fiscal, rechazar el recurso
defensivo y desestimar formalmente la pretensión de la querellante particular.

En primer lugar, y en relación con el recurso interpuesto por el


Ministerio Público Fiscal, el Fiscal Adjunto considera que el mismo es claro y
contundente, tanto al subrayar que el tribunal de juicio elabora la sentencia al
margen del paradigma de género, pese a las pruebas que acreditaban la relación de
pareja existente, así como respecto a la arbitrariedad en la que se incurrió al
calificar el hecho como un homicidio simple. Referido a esto último, el dictamen
reseñado explica que se encuentra probada la relación entre víctima y victimario y
el contexto de violencia de género, lo que justifica la aplicación de las figuras
contempladas en el art. 80 incs. 1 y 11 CP. En apoyo de esta tesitura despliega
argumentos probatorios, dogmáticos y positivos.

En segundo lugar, y con base en los precedentes «Sánchez» y


«Yaciofano», la Procuración General se remite al criterio sostenido por esta
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Suprema Corte respecto a la interpretación del art. 477 CPP, según la cual la
resolución recurrida no se encontraría entre aquellas que habilitan la interposición
del recurso de casación por la parte querellante. En consecuencia, estima que
corresponde se declare formalmente inadmisible su pretensión.

Finalmente, en lo que hace al recurso defensivo, contesta la vista


conferida y rebate sus argumentos, en el nivel de los vicios in procedendo, como
el anverso lógico de la validación de los argumentos de la acusación, a los que
remite. Puntualiza el resultado de las declaraciones de los peritos y especialistas
intervinientes, así como las circunstancias espacio-temporales del homicidio y la
prueba de cargo que indica que la víctima se subió al automóvil del imputado
antes del hecho. Finaliza, poniendo de relieve que en las muestras extraídas de las
uñas de Julieta González se hallaron rastros marcadores de cromosoma
pertenecientes al acusado, sumado a los restos de sangre encontrados en el interior
del vehículo, elementos que el Fiscal Adjunto en lo Penal entiende constituyen
prueba irrefutable de la autoría del condenado. Por último, en relación con la
determinación de la pena solicitada por la defensa, considera que es incompatible
con la calificación de los hechos. Todo lo cual lo convence de que corresponde
rechazar el recurso.

IV.- La solución del caso

Conforme se desprende de los argumentos que a continuación se


desarrollan, estimo que corresponde admitir formalmente el recurso interpuesto
por los representantes del Ministerio Público Fiscal y de la defensa técnica,
respectivamente, y rechazar el deducido por la representante de la querellante
particular. En lo que concierne al fondo de la cuestión, por su parte, considero que
corresponde hacer lugar parcialmente al planteo casatorio deducido por la
acusación pública, únicamente en relación con la aplicación de la agravante
prevista por el art. 80 inc. 11 CP.

En función de la solución que propicio, en primer lugar, me


expediré en orden a la procedencia formal de las impugnaciones sometidas a
consideración de esta instancia; y, luego, en relación a los cuestionamientos de
fondo.

a) Sobre la admisibilidad formal de los recursos interpuestos

Tal como anticipé, corresponde analizar de forma preliminar si los


recursos de casación intentados resultan formalmente admisibles. Ello en tanto, de
ser ello afirmativo, se encontrará habilitado el tratamiento en su aspecto
sustancial.

A los fines de analizar la procedencia formal de los recursos


deducidos resulta necesario, en primer orden, determinar si el pronunciamiento es
recurrible objetivamente. En ese sentido, se advierte que el decisorio emitido por
el Tribunal Penal Colegiado N° 2 constituye una sentencia condenatoria, por lo
que es susceptible de ser recurrida por los representantes del Ministerio Público
Fiscal de acuerdo con lo prescripto por el art. 476 inc. 3 CPP. Por su parte, en lo
que concierne a los requisitos de impugnabilidad subjetiva, de señalarse que el
recurso de casación referido reúne los recaudos procesales pertinentes, en tanto
esa parte ostenta interés y tiene la facultad para interponerlo. Consideraciones
estrictamente análogas corresponde efectuar respecto del recurso deducido por la
defensa técnica.

Ahora bien, no puede llegarse a la misma conclusión respecto del


recurso interpuesto por la representante de la querellante particular. Ello en tanto,
la sentencia puesta en tela de juicio no es susceptible de ser recurrida de acuerdo
con lo prescripto por el art. 477 CPP. Es decir que, en principio, aquella
resolución no supera el control de impugnabilidad objetiva en lo que hace al
recurso de la representante de la querellante. Por su parte, en lo que hace a la
impugnabilidad subjetiva, cabe llegar a la misma conclusión.

En relación con la última cuestión, esta Corte ya se ha expedido en


«Aguirre», donde se sostuvo la constitucionalidad del art. 477 del CPP, pues, si
bien la querellante particular ostenta interés, éste se encuentra amparado por el
ejercicio efectivo de la facultad de impugnar por parte del Ministerio Público
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Fiscal. En esa línea, se explicó que en nuestro ordenamiento procesal la


intervención del particular damnificado es coadyuvante a la actividad de quien
tiene el monopolio del ejercicio de la acción penal pública –el Ministerio Público
Fiscal–, por lo que su intervención en el proceso resulta limitada y, en
consecuencia, también sus facultades recursivas (cfr. arts. 8, 10, 26, 452 y 477 del
CPP).

Esta última afirmación obedece a que la ley procesal, al otorgarle la


posibilidad de recurrir, lo hace condicionadamente, reservando el ejercicio de la
totalidad de las facultades procesales correspondientes al ejercicio de la acción
pública a su titular quien, en definitiva, también representa los intereses del
querellante particular, lo que no aparece contrario a la normativa constitucional y
convencional vigente (al respecto, ver el desarrollo argumental en los precedentes
«Aguirre» y «Cruz Juárez»).

Siendo así y teniendo en cuenta que la legislación procesal de


Mendoza sólo admite que el querellante particular deduzca recurso de casación
contra las sentencias de sobreseimiento, confirmadas por el Tribunal de apelación
o de juicio, y las sentencias absolutorias, siempre que hubiere solicitado la
imposición de una pena (art. 477 en función del 476 del CPP), se impone el
rechazo formal de su presentación. Dicho de otro modo, aun cuando las
querellantes particulares ostentan interés con la interposición del recurso
deducido, no tienen la facultad legal para hacerlo.

Sin perjuicio de ello, y en consonancia con la tutela judicial


efectiva aludida en el apartado precedente, corresponde destacar que, en el caso
concreto, el interés de la querellante particular no sólo ha sido viabilizado por el
representante del Ministerio Público Fiscal, quien no solo ha deducido casación
contra la resolución adversa a los intereses de la víctima, sino que los agravios
resultan coincidentes, lo que patentiza la concreción del reclamo. En
consecuencia, encontrándose garantizada la tutela judicial efectiva de la
querellante en las facultades recursivas del Ministerio Público Fiscal, considero
que el rechazo aludido precedentemente no deriva en ninguna vulneración de sus
derechos.

En definitiva, para la parte querellante la resolución cuestionada no


es ni objetivamente impugnable por ser una sentencia condenatoria, ni
subjetivamente, por ser solo el Ministerio Público Fiscal quien puede ejercer esa
facultad recursiva.

b) Análisis de la cuestión de fondo

Para el tratamiento de la pretensión recursiva de la acusación


pública y la defensa técnica entiendo que resulta conveniente señalar los puntos
nodales del fallo recurrido a la luz de los agravios de las partes, los cuales
permitirán establecer las cuestiones a dilucidar a fin de formular la solución que
corresponde dar a ellas en el caso concreto.

i. Consideraciones sobre la prueba del hecho y la autoría con base


en los agravios del recurso defensivo

La defensa se agravia en que no se encuentra acreditado que Di


Césare sea el autor del homicidio de Julieta González. En pocas palabras, sostiene
la ilogicidad del contenido de la sentencia y solicita se absuelva al imputado por el
beneficio de la duda. En esta línea despliega una estrategia con una doble línea
argumental.

Por un lado, sostiene que Di Césare no fue la última persona que


tuvo contacto con Julieta González, sino que ella estuvo con terceras personas no
identificadas, circunstancia que el tribunal ignoró al no prestar la debida atención
a la declaración de Teodoro Ferri. Declaración que enlaza con las de Juan Carlos
Chavero, así como la madre, el padre y los primos del imputado. Por otro lado, la
defensa cuestiona la fecha de la muerte de Julieta González, quien no habría
fallecido el día 21 de setiembre del año 2016, tal como lo indica la acusación y
ratifica el tribunal, sino que lo hizo el día 25 de setiembre de ese mismo año.
Sustenta esta visión de los hechos en los informes y testimonios de Marcela
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Godoy, Juan Nanfaro y Alicia Sotelo Lago; profesionales de la salud que dan por
acreditada esta última fecha como la del deceso de la víctima.

Teodoro Ferri habría precisado ver a Julieta González por última


vez alrededor de las 20 hs., cuando se subía a un auto grande (dando precisiones
de lo que entiende por baúl «la colita de atrás» siendo que un auto Ford Fiesta
Kinetic del defendido es un auto chico y sin baúl) y que la persona que manejaba
ese auto era una persona mayor de alrededor 50 años con pelo canoso a los
costados, especificando que lo vio (f. 808 vta.).

En relación con esto último, si bien es cierto que Teodoro Ferri –así
como Juan Carlos Chavero– es en algunos momentos de su declaración impreciso,
estas imprecisiones rápidamente pierden peso cuando se valoran a la luz del resto
del plexo probatorio. El cual, en línea con Tribunal sentenciante, entiendo
inequívoco en relación con la responsabilidad individual del acusado. Es que lo
más importante es que Teodoro Ferri (y Juan Carlos Chavero), más allá de los
matices en sus dichos, confirmó que el día 21 de setiembre de 2016 –alrededor de
las 20:00 hs.– vieron a Julieta González en las cercanías de calles Pedro Vázquez
y Matienzo del departamento de Maipú vestida de negro con campera oscura e
intercambiaron con ella saludos y alguna frase, dado que la conocían del barrio.
Además, el mismo Teodoro Ferri la vio subir a un auto negro que calificó de
lujoso (véase fs. 741 y vta.).

Dicho esto, entiendo que no existen elementos que permitan


aceptar la idea de que la introducción de terceros permitiría considerar que el
acusado debe ser absuelto por el principio de la duda. Las imprecisiones de los
testigos mencionados al momento de declarar no fracturan el cuadro probatorio y,
por ende, no corresponde hacer decaer la validez del razonamiento del tribunal de
juicio.

Sumado a lo anterior, se encuentra el hecho de que el propio


acusado admite haber estado con Julieta González antes de que ella fuera vista
subirse al automóvil por última vez. Solo que, en un intento de desvincularse del
hecho, la describe con ropa de correr. En definitiva, el planteo defensivo al
apoyarse en las fallas en las apreciaciones de los testigos mencionados no alcanza
lo que se propone. Del mismo modo que no alcanzan las preguntas retóricas
formuladas a fs. 812 del escrito –ni las fotografías ofrecidas catorce meses
después del hecho, que darían cuenta que Di Césare el 25 de setiembre de 2016 se
encontraba con su familia– en tanto razonamientos contrafácticos divorciados del
material probatorio. Sucintamente: la defensa no consigue introducir una hipótesis
alternativa a la de la acusación que se erija como una explicación verosímil de los
hechos.

Ahora bien, en lo que hace al segundo tramo del planteo defensivo,


en sede de debate los peritos intervinientes fueron interrogados exhaustivamente
sobre los métodos utilizados y las conclusiones alcanzadas al realizar la necropsia
y determinar el día de la muerte. Sobre precisiones técnicas no entraré, pero no
quedaron dudas de que, con base en el grado de descomposición y la existencia de
moscas autóctonas de la zona de Cacheuta en el cadáver (entre otros indicios), el
deceso había transcurrido días antes del 25 de setiembre, siendo perfectamente
coincidente el resultado del trabajo científico con la fecha indicada por el
Ministerio Público Fiscal.

En lo que respecta a los contrastes entre los resultados de los


análisis realizados por el perito entomólogo Fernando Aballay y los realizados en
el informe de necropsia practicado por la Dra. Marcela Godoy, al que adhirió el
Dr. Nanfaro y la Dra. Sotelo, entiendo han sido correctamente valorados por el a
quo. Es que ellos no pueden ser leídos de una manera aislada, fragmentada y a
modo de islotes teóricos, sino que sus resultados deben ser articulados con el resto
del plexo probatorio, el cual habla a favor de la hipótesis acusatoria en relación
con la fecha del deceso.

Así, existen más indicios de que la muerte se produjo el día 21 de


setiembre, tal como propone la acusación. En efecto, en las primeras horas de la
mañana del día 22 de ese mes se produjo el hallazgo de la campera y
documentación de la víctima. Objetos que fueron encontrados por Mario
Rodríguez y Ceferino Reinoso, quienes ese día salieron en un camión de la
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empresa en que trabajan en dirección a la ripiera en donde cumplen labores en la


zona de Cacheuta, en las cercanías de la penitenciaría. Hallazgo al que deben
sumarse los testimonios de Chavero y Ferri, quienes aseveraron verla por última
vez en cercanías de su domicilio con una campera oscura. Es decir, la fecha del
deceso no es antojadiza y se basa en una visión global de la prueba receptada
(véase en detalle el análisis de f. 739 vta.).

En otro orden de ideas, a la par de la refutación precedente del


planteo defensivo, debe considerarse el cúmulo de indicios que señalan a Di
Cesare como el autor individual del hecho. En esta retrospectiva seré concreto y
me limitaré a mencionar:

a) la existencia de rastros marcadores de cromosoma pertenecientes


al acusado en las uñas de Julieta. Ello echa por tierra el descargo del imputado –en
el sentido de que cuando la víctima estuvo con él en el coche estaba vestida con
ropa deportiva, ya que volvía de correr– pues, si esto hubiese sido así, como
razona el a quo, probablemente habría tomado un baño antes de cambiarse de ropa
para salir y los rastros de ADN hubiesen desaparecido (véase f. 740 vta.).

b) Los hallazgos de sangre en el automóvil propiedad del acusado,


en diversos lugares y siempre del lado del acompañante. En este marco, la Oficial
Inspector de Policía Científica sostuvo que quien sufrió las lesiones estuvo
durante un tiempo prolongado en el asiento del acompañante y que las muestras
hemáticas fueron extraídas del apoyacabeza delantero derecho, del tapizado del
piso posterior lateral derecho, del techo del vehículo, del cinturón de seguridad y
del sócalo delantero derecho. A lo que agregó que también el tapizado del asiento
delantero pudo sufrir alguna limpieza (f. 741). Como sostiene el a quo, los rastros
hemáticos hallados dan cuenta de una fuente manante que despidió gran cantidad
de sangre y que en el vehículo hubo un despliegue de violencia apreciable.
Derivación lógica que el acusado intentó minimizar diciendo que se trató de un
golpe con el codo en la nariz.

c) Los contactos telefónicos entre víctima y autor a las 18:01, 18:40


hs. y 19:02, que dan cuenta, con base en el análisis de las antenas activadas que
Julieta González se contactó con el acusado en dos ocasiones desde su domicilio o
cercanías y luego, minutos después, lo hizo con su madre desde Luján.

d) Asimismo, otro indicio relevante es que los días subsiguientes el


acusado realizó llamativas visitas a páginas de internet con ingresos tales como
«cuerpo cerca de YPF», «encuentran a joven en Agua de las avispas», «así se
descompone el cuerpo al morir», «qué tan duraderas son las huellas dactilares»,
etc. (véase exhaustivamente fs. 742 y vta.). Búsquedas realizadas con antelación al
hallazgo del cadáver y frente a las que el imputado se limitó a afirmar que no
fueron hechas por él.

e) Por último, el descargo del acusado no solo es inverosímil en


relación con los tópicos buscados en internet después del hecho, sino también en
relación con su coartada en el momento del hecho, pues, no sólo no se encontró
con Julieta González cuando ella volvía de correr, sino que, a su vez, tampoco
estuvo con su familia en el momento del homicidio. El juez deriva esta conclusión
de que el día 21 de setiembre a las 22:00 hs. aproximadamente Di Césare llamó a
su novia y le comunicó que había sido víctima de un intento de robo en su auto y
de que había sido lesionado. Pero al encontrarse con la familia nada comentó, lo
que el a quo entiende que es producto de que la lesión en verdad fue debido a los
intentos infructuosos de Julieta González al defenderse.

En suma, en contra de las pretensiones del recurrente, cuyas


razones ahora se analizan, entiendo que el tribunal de juicio alcanzó
correctamente la certeza en cuanto a que Julieta González perdió la vida de forma
violenta entre las diecinueve horas del día 21 de setiembre de 2016 y las primeras
horas del día 22 de setiembre a manos de Andrés Di Cesare. Descarto así, el
primer agravio del recurso de la defensa.

ii.- Sobre la calificación jurídica del hecho

Dejado de lado cualquier problema de prueba relativo a la


existencia del hecho en tanto muerte violenta a manos del acusado, corresponde
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ahora evaluar la corrección de su encuadramiento jurídico. Es decir, la adecuación


de los hechos considerados probados con base en el derecho positivo vigente.

Como es sabido, el tribunal de juicio condenó al acusado por


homicidio simple, mientras que la representante del Ministerio Público Fiscal –así
como la parte querellante– solicitaron se aplicase la figura del homicidio
calificado por mantener o haber mantenido una relación de pareja junto con la
agravante de femicidio. Éste es el agravio central del recurso del Ministerio
Público Fiscal en esta instancia.

De este modo, en el nivel de la aplicación del derecho las


cuestiones centrales giran alrededor de dos conceptualizaciones que son objeto de
una intrincada controversia en los últimos años: el alcance de la relación de pareja
y del contexto de violencia de género, en tanto elementos típicos de las figuras
supra mencionadas.

ii.1. Sobre la relación de pareja en tanto elemento típico del art. 80


inc. 1 CP

ii.1.a. El criterio del a quo

Los jueces sentenciantes realizan una aproximación formal al tipo


penal del art. 80 inc. 1 CP. Como esta norma no define el concepto «relación de
pareja», el tribunal de sentencia toma otro instituto para su interpretación: la
«unión convivencial» del Código Civil y Comercial de la Nación (véanse
referencias a precedentes jurisprudenciales a fs. 747 vta.). A continuación,
analizaré esta conceptualización en el plano de los fundamentos, así como en el de
sus consecuencias frente a casos concretos.

El tribunal de sentencia expresa que para que se configure una


«relación de pareja» debe existir un cierto compromiso emocional, con carácter
singular, público, notorio, estable y permanente de dos personas que comparten un
proyecto común. Estos presupuestos son los exigidos por el Código Civil y
Comercial de la Nación en su art. 509 para apreciar una unión convivencial, la
cual es definida como una «unión basada en relaciones afectivas de carácter
singular, pública, notoria, estable y permanente de dos personas que conviven y
comparten un proyecto de vida común, sean del mismo o de diferente sexo».

Ahora bien, a mi modo de ver, al asumir esta conceptualización a


través de citas jurisprudenciales y doctrinales, el tribunal a quo soslaya la
diversidad de formas y vivencias en las que pueden relacionarse las personas.

Así, la construcción de relación de pareja que la sentencia utiliza


responde a una concepción con un sesgo moralizante de las relaciones
interpersonales de las que deriva un conjunto de condiciones que no explica bien
por qué deben tener relevancia normativa en el plano jurídico-penal. Advierto
entonces un problema de fundamentación en relación con esta referencia a la
norma jurídico-civil. Un problema con implicaciones centrales, pues tiene
incidencia en los derechos fundamentales de las personas involucradas en
relaciones interpersonales –tales como la intimidad y privacidad, así como la
autonomía y libertad de las personas– que no se adecúen a este modelo.

Veamos entonces si existen buenas razones para atribuirle


relevancia en el plano jurídico-penal a la definición del art. 509 del CCCN. La
categoría de singularidad hace referencia a un modelo de organización familiar
centrado en la monogamia. Respecto de la condición de estabilidad se establece
que el vínculo no puede ser momentáneo ni accidental, sino de una relación
duradera, perdurable. La publicidad, por su parte, está dada por la exteriorización
a la comunidad del vínculo, es decir, que no esté disimulada, ocultada o abstraída
de la posibilidad de ser conocida por terceros. Y, por último, la notoriedad,
requisito unido al anterior, implica que la relación debe ser evidente e innegable.

Lo precedente da cuenta de los requisitos necesarios para la


existencia de una unión convivencial, es decir, una figura jurídica relativa al
estado civil de las personas, con consecuencias civiles y patrimoniales para sus
integrantes. Ahora bien, estos supuestos son los necesarios para conformar el
instituto, más no para comprobar la existencia jurídico-penalmente relevante de
una «relación de pareja».
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En el caso concreto en análisis, es indudable la existencia de un


vínculo –al menos– de carácter sexual entre el acusado y la víctima. La existencia
de mensajes y encuentros sostenidos durante un mes aproximadamente dan cuenta
de ese extremo. Respecto de los supuestos a los que la sentencia condiciona la
existencia de una relación de pareja puede decirse en relación con la singularidad,
que la verificación o no de otros vínculos, no invalida la relación. De hecho, como
veremos a continuación, el núcleo duro en el plano jurídico-penal es la existencia
de una relación de confianza especial, la cual puede existir en relaciones de dos o
más personas.

Por su parte, el análisis de la estabilidad decanta en una


cuantificación y valoración del tiempo de un vínculo que debe precisarse
cualitativa y cuantitativamente, tarea que no ha sido ejecutada adecuadamente por
el a quo. Asimismo, el hecho de exigir la publicidad y notoriedad de una relación,
demanda ser extremadamente cauto, pues, aunque las relaciones de pareja
generalmente presentarán estas notas, no siempre será así. Imaginemos a quienes
tienen una relación que deciden mantener en su fuero íntimo. Ello en tanto, la
objetivación de la relación queda restringido a la órbita del ejercicio autónomo de
la intimidad y en la decisión de sus integrantes de hacer público un vínculo y ante
quiénes. Del mismo modo, la existencia o no de proyecto de vida también avanza
sobre la autonomía de quienes integran el vínculo, de su propia historia personal,
sus contextos, oportunidades, deseos, expectativas entre tantos otros
condicionantes.

Es que, si bien estos caracteres diseñarán una relación arquetípica


y, en muchos casos concurrirán de manera conjunta, en otros casos pueden
concurrir de manera más atenuada o incluso no hacerlo. En este plano, no debe
perderse de vista que las relaciones humanas y su configuración se modifican con
el tiempo y los contextos y esto obliga a su reinterpretación. La mirada jurídica
debe ser situada, actualizada y contextualizada, entendiendo que las distintas
modalidades de vinculación han ido cambiando de acuerdo con el concreto estadio
de la sociedad en la que se realiza. Son los conceptos los que deben permitir
analizar los nuevos contextos y no forzar las relaciones interpersonales para que
encuadren en casillas rígidas.

Al respecto se puede entender que las diferentes modalidades de


vinculación han ido cambiando de significación a lo largo de los diferentes
momentos históricos. Es decir, que el contexto sociocultural facilita y promueve
determinados vínculos sobre otros. En este sentido, por ejemplo, los medios de
comunicación y las redes sociales cobran un lugar privilegiado como nuevas
modalidades de encontrarse con otra persona, un encuentro mediado por la
tecnología, y con características propias.

Pero la conceptualización del tribunal de juicio no solo peca por


inmotivada en el plano de los fundamentos -pues, en la sentencia nada se dice
sobre la génesis de la identificación con la categoría jurídico-civil-, sino también
en el plano sistemático. Es que un concepto de relación de pareja en tanto unión
convivencial es demasiado estrecho al conceder una ventaja injusta al autor del
hecho: ello en tanto, éste materialmente puede encontrarse en una relación que
genera una confianza especial con la víctima y, no obstante, no verificarse en el
caso concreto las pautas de la unión convivencial. Todo lo cual, a la inversa, le
otorga una injusta desventaja a la víctima que queda desprotegida por no
adecuarse al modelo establecido por la conceptualización jurídico-civil.

En suma, el tribunal de juicio pretende asignar al elemento típico


«relación de pareja» un sentido técnico que no tiene, remitiéndose a lo establecido
en el Código Civil y Comercial en su art. 509 sin fundamentar su equivalencia ni
explorar en profundidad las consecuencias sistemáticas de dicha afirmación. De
este modo, a pesar de que coincido con la conclusión a la que llega el a quo en
relación a que no resulta aplicable al caso en análisis la agravante del art. 80 inc. 1
del CP, lo hago guiado por razones diversas, de carácter material, y que explicaré
a continuación.

ii.1.b. La interpretación propuesta y su aplicación al caso concreto


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No puede resolverse la cuestión relativa al alcance del concepto de


pareja mediante el recurso directo a categorías del derecho civil, tales como la de
la unión convivencial. Ello en tanto, si bien es cierto que en el Derecho privado se
encuentran valiosas claves para determinar el sentido de los elementos típicos de
las figuras de la Parte especial del Código penal, no es menos cierto que en
muchos casos ello no basta.

Hace tiempo que dejó de sostenerse que las leyes penales muestran
una naturaleza plenamente accesoria a las normas de Derecho público,
limitándose a la imposición de sanciones penales por la infracción de normas que
no le son propias y le preceden cronológicamente. En efecto, si bien muchas veces
esto es así, en otros casos, no poco frecuentes, debe realizarse una interpretación
más compleja de los elementos típicos prestando especial atención al estadio
social de la sociedad en la que son aplicadas. Lo importante, entonces, es la
génesis de la obligación jurídica, la cual no se puede establecer al margen de la
determinada configuración normativa de la sociedad en la que las personas se
vinculan en un determinado momento histórico.

Así, si una equiparación directa entre relación de pareja y unión


convivencial no es suficiente para descifrar el sentido de la norma jurídica,
entonces debemos preguntarnos si es posible desentrañar su alcance mediante un
criterio de carácter material e histórico. Es decir, el desafío consiste en buscar las
razones que fundamentan la existencia de la agravante en relación con el
homicidio simple, hoy.

En este sentido, creo que la relación de pareja debe interpretarse en


clave objetiva con base en la idea de un vínculo de confianza especial entre autor
y víctima. Un vínculo con determinadas notas que permiten predicar de él o
adscribirle el carácter de relación y del que se derivan deberes positivos
equiparables a los existentes para los cónyuges o para padres/madres e hijos. Pero
¿cuándo hay confianza especial en tanto relación de pareja del art. 80 inc. 1 CP y
cuál es su especificidad?.
Antes que nada, debe recordarse que la respuesta a esta cuestión
debe estar guiada por la garantía de máxima taxatividad y su prescripción para los
jueces y juristas –en tanto derivación lógica– de practicar una hermenéutica que
nutra de contenido a los conceptos sin diluir los límites del tipo y buscando la
mayor determinación del supuesto fáctico de la norma primaria. Presupuesto, a su
vez, de una aplicación igualitaria y proporcional la norma secundaria.

Después, me parece central no perder de vista que el inc. 1 del art.


80 CP contempla las infracciones a deberes positivos en tanto derivaciones
propias de la relación matrimonial, paterno/materno-filial y equiparables como la
relación de pareja. Ya es sabido que mientras los deberes negativos se refieren a la
evitación de la ampliación del propio ámbito de organización a costa del de los
demás, de manera que la relación entre el obligado y la víctima potencial se agota
en una libertad puramente negativa, los deberes positivos son propios de quien
ocupa un «estatus especial».

Este estatus especial lo poseen los funcionarios respectos de la


Administración Pública, los padres respectos de los hijos y viceversa, los
cónyuges entre sí y, además, algunas personas vinculadas por una relación de
confianza especial. Es que cuando dos personas confían mutuamente entre sí,
también incorporan expectativas frente a la específica forma de interacción que
exceden a las propias de los deberes negativos. En efecto, quien forma parte de
una relación de pareja tiene la legítima expectativa de que el otro, además de no
dañarlo en tanto deber negativo, provea a su bienestar en tanto deber positivo. De
este modo, cualquier agresión en la pareja requiere ser refutada de un modo más
drástico.

Así, a diferencia de lo que sucede, por ejemplo, con la figura del


homicidio simple, donde se trata de no dañar al otro a través de la configuración
del propio ámbito de organización, en el caso de los homicidios calificados
comprendidos en el inc. 1 art. 80 CP, se trata de la infracción a deberes positivos
derivados de la existencia de instituciones tales como la paterno/materno-filial o la
matrimonial que como tales se configuran con base en la idea de «altruismo».
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Sobre esta base, lo relevante es que quienes forman parte de la institución


positiva, además de no dañar al otro, tienen deberes de fomentar o mejorar su
situación, plataforma con consecuencias dogmáticas diversas tales como la
posibilitad de imputar el resultado en comisión por omisión –y no como una
omisión pura–.

Así, desde este punto de vista, entiendo que el mayor contenido de


injusto del hecho del autor que mata a la persona con la que mantiene una relación
de pareja se basa en que entre ambos existe una confianza especial de una
intensidad tal que hace nacer una posición de garantía frente al otro, idéntica a la
que caracteriza al vínculo paterno/materno-filial o matrimonial en los términos del
art. 80 inc. 1 CP. Hay comportamientos creadores de confianza especial en el
marco de una pareja cuando se tiene un interés legítimo en que el otro preste un
auxilio o realice una prestación factible en un contacto social determinado.
Expectativa que surge de la previa unión de dos ámbitos de organización en tanto
conexión de ámbitos vitales de una cierta intensidad.

En consecuencia, que el hecho de quien mata a su pareja merezca


más pena para ser refutado se basa en la idea de que, además de infringirse el
deber negativo de no dañar, se infringe un deber positivo en tanto expectativa
legítima de que la pareja contribuirá al bienestar. Y no importa tanto si a este
marco quiere llamársele noviazgo, relación sexo-afectiva o unión convivencial. Lo
que importa es que quien se encuentra en una relación de pareja en los términos
del inc. 1 del art. 80 CP defrauda la expectativa legítima del otro al bienestar
recíproco y, así es correcto efectuar un reproche distinto a canalizarse mediante la
figura agravada.

Si se observa la específica estructura de las relaciones entre las


personas en las sociedades modernas, se puede afirmar, sin más, que estas giran
en torno a las ideas de libertad y confianza, caracterizándose por sus vertiginosos
cambios. De este modo, no se puede proponer una definición estricta y cerrada,
pues la misma se cristalizaría rápidamente deviniendo obsoleta. Sin embargo,
como se trata de un elemento típico, tampoco podemos conformarnos con una
noción pre-jurídica de carácter netamente social. Así, al menos, deben
determinarse los topes o extremos del segmento que comprende la relación de
pareja que agrava el homicidio.

Un razonamiento inductivo, de orden negativo y con base en la


experiencia inmediata de la vida cotidiana, permitiría dejar fuera de la relación de
pareja casos como el de quienes se conocen por medio de un sitio web (o
aplicación) y mantienen un único encuentro: nadie puede confiar en quien conoce
sólo por unas horas. Ello así, no se trata de la subjetividad de las personas –
pensemos en quien conoce a otro y se enamora inmediatamente–, sino de un
vínculo que, como ya veremos, debe descifrarse en clave objetiva. No obstante,
este ejemplo sirve de «caso claro» y permite comenzar a delimitar el concepto.
Dicho de otro modo, pareciera que la relación de pareja, ya sea tanto por esta
experiencia inmediata de la vida cotidiana o por el uso del lenguaje debe tener
cierta permanencia en el tiempo, aunque sea mínima.

Pues bien, la duración en el tiempo evidencia que entre las personas


ha existido un proceso de conocimiento que fundamenta razonablemente la
expectativa de confianza y bienestar en el otro y la sustenta objetivamente. Por
ello, aunque alguien pueda confiar en otro a primera vista y esperar ciertas
prestaciones que excedan el mero «no dañar», ello no es razonable, menos aún en
una sociedad con contactos altamente anónimos. Pero cuánto es el tiempo en el
que un vínculo entre personas deviene relación no es algo que podamos
determinar con toda precisión. Ya que es posible que la legitimidad del
nacimiento de la confianza especial y los deberes positivos no dependa de su
duración, sino de su específico modo de configuración, que bien puede «significar
mucho».

Y con esto paso a la segunda de las notas que caracteriza a una


auténtica relación de pareja en tanto elemento típico del art. 80 inc. 1 CP: su
exteriorización mediante actos objetivos que concretan un proceso de
autoconocimiento como fundamento de la confianza que genera una expectativa
de bienestar mutuo. Con estos actos me refiero a la específica forma de
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vinculación de las personas, la asiduidad de la comunicación, así como su


contenido simbólico expresivo. Dicho de otro modo, para que exista relación de
pareja a los fines del art. 80 inc. 1, entre las personas debe verificarse un proceso
de comunicación que exteriorice objetivamente con cierta permanencia un
conocimiento mutuo, en tanto fundamento (racional) de la confianza en el otro y
la expectativa de bienestar.

Naturalmente, influirá en esta valoración de estos elementos con


contenido simbólico-expresivo si se verifica un intercambio sexo-afectivo entre
los integrantes –así como si se producen intercambios de experiencias íntimas,
intersubjetivas o los sujetos «se muestran como son», pero esto no será
excluyente. Piénsese en las relaciones entre personas asexuales que igualmente
mantienen un vínculo personal que predetermina las expectativas recíprocas entre
ambos, así como, a la inversa, casos de personas con motivaciones acotadas a la
experimentación sexual y que no tienen sentimientos vinculares para con la otra.

Esta exteriorización objetiva del vínculo que se expresa en el


desarrollo de la relación puede configurarse de múltiples formas y por ello no es
posible realizar aquí una enumeración extensiva de ellas. Lo que importa es que el
vínculo entre personas se sitúe en diversas instancias sociales que hagan nacer una
expectativa legítima (por legítima entiendo racional) de que la pareja coadyuvará
al bienestar del otro, cuya defraudación aumenta el contenido de injusto del
hecho.

Hasta aquí, he intentado delimitar cuándo nace la relación de pareja


con relevancia jurídico-penal, es decir, cuándo hay una expectativa legítima que
permita esperar del otro un determinado comportamiento que haga nacer en él un
deber de proveer al bienestar común y, cuya infracción, conduzca a un reproche
de mayor entidad. Idea que, si bien nació ligada a la institución familiar, hoy se
desvincula de ella hasta adquirir nuevas formas, lo que no ha escapado al juicio
del legislador. Ahora bien, los problemas no se reducen únicamente a cuándo
comienza la relación de pareja, sino también a cuándo acaba, esto es, cual es el
otro extremo del segmento que atraviesa el concepto.
Bien, es fácil deducir que cuando alguna de las notas anteriores
desaparezca, decaerá también la relación de pareja en los términos que exige la
norma agravante: si cesan los actos objetivos con contenido simbólico expresivo
por un periodo determinado de tiempo, también desaparece el fundamento
material que legitima racionalmente confiar en el otro. Ello en tanto, de algún
modo, ambos requisitos avanzan uno junto con otro. De este modo, se podrá
afirmar que ya «no se mantiene una relación de pareja».

Por su parte, las expectativas subjetivas de las partes –me refiero a


sus intenciones, deseos o motivaciones– podrán ser indicios de la existencia de la
relación de pareja, en la medida que sean racionales. Del mismo modo, si bien las
relaciones de parejas suelen adquirir publicidad con el paso del tiempo, ello no
debe considerarse requisito excluyente, aunque también podrá ser un indicio de su
existencia. Pues a menudo, como sucede acaso con los amantes o las relaciones
paralelas, se verificará una exteriorización del vínculo –aunque de forma íntima–
de manera jurídico-penalmente relevante en relación con el tipo penal del art. 80
inc. 1.

Queda fuera de duda que relaciones con las notas de un mínimo de


permanencia en el tiempo y exteriorización mutua de actos con contenido
expresivo-simbólico, adquieren un significado normativo para el Derecho penal,
haciendo nacer en sus integrantes una posición de garantía de especiales contornos
que justifica la agravación de la pena cuando el deber es infringido. Resta
determinar entonces si esta especificidad se verifica en el caso de Andrés Di
Césare y Julieta González.

En relación con el inicio del vínculo entre el autor y la víctima el


tribunal de la instancia anterior entendió que se remontaba al día 26 de agosto de
2016, según lo probado por el primer contacto registrado entre ambos. Conclusión
que deriva de una conversación en la que Julieta González le preguntó a Andrés
Di Césare por la familia y él le respondió «de dónde la conocés», demostrando
este mensaje un desconocimiento que pondría en crisis la afirmación de que salían
desde mayo o aún desde antes. Finalmente, el tribunal sentenciante sostiene que
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esta conclusión se enlaza con el hecho de que la víctima estuvo de novia con
Franco Morán hasta el mes de agosto de 2016, según afirmó este testigo en la
audiencia. Por su parte, en lo que hace al contenido objetivo del vínculo entre Di
Césare y González se comprobó que intercambiaban asiduamente mensajes de
texto y llamadas (32 en total desde el 03 de setiembre hasta el día 21 del mismo
mes), así como que mantenían relaciones sexuales esporádicamente. Todo lo cual
llevó a la víctima en una ocasión a pensar que estaba embarazada.

Si se considera esto, entiendo que no corresponde calificar el


vínculo existente entre Andrés Di Césare y Julieta González como una relación de
pareja a los efectos del tipo penal del art. 80 inc. 1 CP. Es que no sólo se verificó
un periodo de tiempo exiguo de contacto entre ambos, sino que además el
contenido simbólico-expresivo de los actos exteriorizados por ambos no permite
asumir la existencia racional de una confianza especial. La ausencia de este
sinalagma, conforme la prueba receptada, me lleva a pronunciarme por la no
aplicación de la agravante.

El concepto de «relación de pareja» aquí propuesto intenta una


aproximación plástica, contemporánea, social y respetuosa del principio de
legalidad a la cuestión, en lugar del concepto tradicional o formalista seguido por
el tribunal de juicio. En el caso concreto, más allá de si se ha verificado o no la
exteriorización objetiva de actos con contenido simbólico-expresivo con un
mínimo de permanencia, lo cierto es que no se ha determinado que la relación
entre el imputado y la víctima tenga la intensidad que requieren los institutos a los
que hace referencia el art. 80 inc. 1.

Es aquí donde debe aparecer en todo su esplendor el principio de


máxima taxatividad e interpretación estricta. No se prejuzga sobre la existencia o
no de una relación de pareja. Lo que se concluye es que esa relación, si existió, no
tuvo la intensidad que el art. 80 inc. 1 exige para el ascendiente, descendiente o
cónyuge. La relación de pareja, para que sea típica de este delito, debe al menos
aproximarse normativamente al resto de los institutos que aparecen como
agravante.
De este modo, en el caso concreto de Andrés Di Césare y Julieta
González, el recurso a esta conceptualización –más allá del vínculo concreto que
haya existido entre ellos– permite descartar la verificación de la intensidad
inherente a la «relación de pareja» en tanto elemento del tipo penal del art. 80, inc.
1 del CP. Dicho de otro modo, independientemente de que entre los nombrados
hubiere existido una relación de pareja en otro sentido no estrictamente jurídico-
penal, lo decisivo es que no se constató en los términos del inc. 1 del art. 80 CP y
con el alcance aquí postulado.

En definitiva, entiendo que, a pesar de que el tribunal de juicio


llega a una conclusión correcta respecto de la inaplicabilidad de la agravante, lo
hace por las razones erradas. Ello en tanto, de lo que se trata no es de un concepto
de relación de pareja como anverso de la figura de la unión convivencial, sino de
una su fundamento material y objetiva, con el alcance dado en este acápite.

ii.2. Consideraciones relativas a la configuración del hecho como


femicidio –homicidio calificado por mediar de violencia de género-

ii.2.a. El razonamiento del tribunal de juicio

En este punto la argumentación del a quo goza de una única virtud:


atribuirle un rol claro a la agravante. Así, sostiene que el contexto de violencia de
género que tipifica el art. 80 inc. 11 CP viene a reprimir conductas que se
producen como culminación de un proceso de violencia doméstica del que es
víctima la mujer. Si este proceso se verifica, entonces puede hablarse de
femicidio, caso contrario, no. Sin embargo, los problemas en su débito la hacen
inviable.

Es que la sentencia recurrida se extiende ampliamente en la


enunciación de las normativas nacionales y tratados internacional de Derechos
Humanos, pero, al realizar el encuadramiento de los hechos probados desestima y
no incluye ninguno de los aportes que ha traído la cuestión de género a la hora de
merituar cuándo existe una muerte de una mujer en el marco de un contexto de
violencia de género.
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Esta misma Corte ya se expresó en el sentido de la importancia


fundamental que debe tener la introducción de la perspectiva de género en el
momento en el que el juzgador valora los diversos elementos de prueba para
determinar los hechos y las circunstancias en las que estos sucedieron (véase, por
ejemplo, «Di Césare Morales»). Toma de postura que implica valorar cada uno de
los extremos del hecho teniendo en cuenta en todo momento la específica
situación en la que se encuentran las mujeres que son víctimas de violencia
derivada de una relación asimétrica con el varón.

No obstante, el juzgador entiende que no medió violencia de


género en tanto agravante del homicidio, puesto que no existen pruebas que den
cuenta de una relación violenta anterior entre ellos. Esta mirada es
injustificadamente restrictiva respecto del alcance de la agravante. Ello en tanto, el
sentido del tipo penal es el de abarcar aquellos homicidios ejecutados por un
varón contra una mujer debido a su género y utilizando como plataforma una
situación de asimetría de poder en la que aquella es despersonalizada. Ratio
essendi del tipo calificado que, aunque a menudo se presenta como culminación
de un violento proceso distorsivo de la subjetividad de la víctima, no en pocos
casos, puede producirse de manera aislada, tal como en el homicidio de Julieta
González.

Advierto en el razonamiento del tribunal de juicio una falacia de


generalización precipitada en relación con el universo de homicidios que entiende
encuadraría jurídico-penalmente como hechos expresivos de violencia de género.
El a quo cae bajo de este error al derivar una conclusión general a partir de una
serie de casos similares –los más usuales homicidios calificados que tienen como
víctimas a mujeres maltratadas sistemáticamente en el ámbito doméstico–, pero
que de ninguna manera comprenden la totalidad de supuestos –tal como es el de la
muerte de Julieta González–.

De este modo, la propuesta técnica del tribunal de juicio no puede


ser compartida, del mismo modo que no pueden serlo las conclusiones derivadas
de su aplicación al caso concreto. El homicidio de Julieta González fue cometido
por un varón mediando violencia de género, tal como lo contempla el art. 80 inc.
11 CP.

ii.2.b. El criterio propuesto

El femicidio es la forma más extrema de violencia contra las


mujeres. Se trata, en concreto, de muertes de mujeres motivadas por su condición
de tales: mujeres a las que se mata por ser mujeres.

Respecto de ésta y toda otra forma de violencia por razones de


género rigen en nuestro país compromisos derivados del Derecho Internacional de
los Derechos Humanos que establecen obligaciones estatales muy concretas en
materia de prevención, sanción y erradicación de las mismas. En concreto, la
Convención interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia
contra la mujer (Convención de Belém Do Pará) regula en su art. 7 las acciones
que los Estados convienen adoptar para lograr tales objetivos y establece que su
incumpliento es susceptible de generar responsabilidad internacional en el ámbito
del sistema regional de protección de los derechos humanos (art. 12 del mismo
tratado).

Específicamente en materia de investigación y sanción de actos de


violencia contra las mujeres -cuestión que en el presente nos ocupa- rige el deber
de debida diligencia en el accionar estatal (art. 7.b Convención de Belém Do
Pará). Se trata de una pauta que condiciona la obligación de investigar y
sancionar las violaciones a los Derechos Humanos, entendida esta última como
una de las medidas positivas que deben adoptar los Estados de la región para
asegurar la plena satisfacción de todos los derechos fundamentales reconocidos en
el corpus iure interamericano (cfr. Corte IDH, Caso Veliz Franco Vs. Guatemala,
de 19 de mayo de 2004, par. 183). En efecto, las obligaciones generales
emergentes de los arts. 8 y 25 convencionales -reguladores del derecho de acceso
a la justicia en las Américas- se complementan y refuerzan con las obligaciones
derivadas del tratado interamericano específico para la prevención y sanción de
los actos de violencia contra las mujeres (cfr. Corte IDH, Casos Veliz Franco vs.
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Guatemala, cit.; Velásquez Paiz y otro vs.. Guatemala, de 19 de noviembre de


2015; y Gutiérrez Hernández vs. Guatemala, de 24 de agosto de 2017).

De tal deber estatal reforzado surgen pautas de actuación que


deberán ser observadas por los órganos de los sistemas de justicia y que
dependerán de la naturaleza específica de las vulneraciones a derechos de las
mujeres que se estuvieren juzgando. En paralelo, surgen otras obligaciones de
corte general o transversales de mandato ineludible para todo el sistema judicial.
Una de ellas, conforme ya señalé en anteriores pronunciamientos, es la de la
introducción de la perspectiva de géneros en la investigación y juzgamiento de
toda cuestión en la que se vean involucrados los derechos de las mujeres y las
diversidades (véase, por ejemplo, «Zurita Abrego» o «Medina» -voto propio-).

Es este el marco jurídico internacional desde el cual debe


administrarse justicia en el caso que nos ocupa, valorarse la prueba y establecerse
las responsabilidades penales pertinentes. Ello en razón de que la representante
del Ministerio Público Fiscal y la parte querellante consideran que la muerte de
Julieta González debe ser sancionada penalmente como un femicidio -homicidio
agravado en los términos del inc. 11 del artículo 80 del CP- pero,
fundamentalmente, por el hecho de que se advierte la existencia de elementos
expresivos de violencia de géneros que atraviesan el conflicto y que deben ser
introducidos necesariamente en la valoración jurídico penal que se realice
respecto de la conducta desplegada por el acusado.

Efectivamente nuestro ordenamiento jurídico penal reconoce que


las muertes de mujeres producidas por varones mediando violencia de género
configuran un tipo agravado de homicidio, que responde a elementos propios que
lo configuran como tal y de manera autónoma; y a los cuales les asigna la pena
más grave que regula nuestra legislación (art. 80 inc. 11 del CP). Como puede
advertirse, se trata de una norma que pretende introducir el enfoque de género a
un ordenamiento penal que se ha cuestionado por configurar un Derecho
aparentemente neutral.
Pues bien, para dilucidar la procedencia del tipo de femicidio -toda
vez que no todo delito cometido por un varón contra una mujer constituye per se
un hecho de violencia de género- resulta necesario definir pautas sobre cómo la
violencia de género puede expresarse en el contexto de la muerte de una mujer y
sobre su relevancia jurídico penal.

Debe decirse, en primer lugar, que tal entendimiento debe resultar


necesariamente de un proceso analítico anclado en el enfoque de géneros. De esta
manera considero que para determinar cuándo un delito de homicidio cometido
por un varón contra una mujer constituye el delito de femicidio es necesario partir
de una primera premisa: no debe tenerse por acreditada, necesariamente, la
existencia de una relación de violencia de género anterior a los hechos
-contrariamente a lo sostenido por el a quo-. Esta interpretación, en efecto, se
postula como la que mejor satisface los deberes internacionales vigentes en
materia de investigación y sanción de hechos de violencia contra las mujeres.

De este modo, es necesario explorar un poco más el grupo de casos


en los que puede manifestarse un despliegue de violencia del varón hacia la mujer
con base en una relación de asimetría de poder. Relación que, entiendo, puede ser
producto de un proceso gradual y prolongado de maltrato que culmina con la
máxima despersonalización de la persona agredida, es decir, con su muerte; o que
bien puede ser producto de un contexto situacional específico.

Me interesa ahora enfocarme sobre esta última hipótesis, ya que los


casos modélicos de violencia de género en los que, por ejemplo, el varón somete
periódicamente a la mujer a golpizas y a otras formas de violencias cada vez más
intensas hasta acabar con su vida no son objeto de controversia en la doctrina y
jurisprudencia. Por ello, lo que debemos analizar en esta oportunidad es la
tipicidad del caso de las muertes violentas que se producen sin una «prehistoria de
violencias».

La clave para resolver estos casos reside en determinar


hipotéticamente si ese mismo hecho se hubiese perpetrado, de igual modo, sobre
un varón en idéntica situación. Si la respuesta es afirmativa, entonces se estará
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frente a un indicio de que no se trata de un caso de violencia de género -pensemos


acaso en el varón autor de un robo calificado por homicidio que acaba con la vida
de la víctima mujer mediante el disparo de un arma de fuego, donde el género del
sujeto pasivo no influye en la ejecución del hecho-. Ahora bien, si la respuesta es
negativa, entonces será un indicio de que el ser mujer tuvo que ver con el
específico despliegue de violencia en el caso concreto.

En definitiva, esto significa que si, en el marco de una discusión


concreta el varón se vale de la asimetría de poder que se deriva de las relaciones
históricamente desiguales entre varones y mujeres y ejerce violencia en perjuicio
de una de ellas, esta conducta debe considerarse normativamente violencia de
género a los efectos de la aplicación de la agravante. Asimetría de poder que,
como dije, puede ser consustancial a un proceso gradual de despersonalización en
el marco de un maltrato sistemático o bien puede circunscribirse a una única
ocasión o circunstancia en la que se manifiesta la violencia de género.

Y este es el caso del femicidio de Julieta González. Su muerte


encuentra razón en el vínculo de poder asimétrico existente entre ella y Andrés Di
Césare -más allá de la ausencia del historial de violencias que reclama el a quo-
debido tanto a la brutalidad de la específica forma de ejecución del homicidio, así
como en la discusión que los enfrentara dentro del automóvil momentos previos al
hecho, la cual, como permiten deducir las búsquedas del autor posteriores al
hecho en diversos portales de internet, posiblemente se debería a un supuesto
embarazo. Aristas que permiten afirmar fuera de toda duda que Di Césare mató a
Julieta González por ser mujer, lo que configura un homicidio agravado por
mediar violencia de género conforme las exigencias del art. 80 inc. 11 del Código
Penal.

Por ello, para la consideración jurídico penal de la conducta del


acusado es imperioso reparar en la extrema violencia con la que ejecutó el hecho.
Una de las características diferenciales de los femicidios es la mayor crueldad o
ensañamiento que se registra sobre los cuerpos de las víctimas. En tal sentido, la
jurisprudencia de la Corte Interamericana respecto de Guatemala reconoce que la
brutalidad de la violencia ejercida configura un elemento que se presenta de
manera frecuente en los femicidios cometidos en ese país (cfr. Caso Veliz Franco,
cit.; y Caso Velásquez Paiz, cit.). Es por ello que los protocolos especializados
para la investigación de femicidios regulan, de manera expresa, el deber fiscal de
indagar sobre la existencia de signos de violencia física que evidencien crueldad o
ensañamiento en contra del cuerpo de la víctima a los efectos de determinar las
circunstancias de tiempo, modo y lugar de ocurrencia de la muerte como, por
ejemplo, el Modelo de protocolo latinoamericano de investigación de las muertes
violentas de mujeres por razones de género (femicidio/feminicidio) -elaborado por
Oficina Regional para América Central del Alto Comisionado de las Naciones
Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH) con el apoyo de la Oficina
Regional para las Américas y el Caribe de ONU Mujeres- e, incluso, el Protocolo
de investigación de las muertes violentas de mujeres por razones de género
(femicidio) del Ministerio Público Fiscal provincial aprobado mediante
Resolución del Procurador General 36/19, de 14 de febrero de 2019.

No son pocos los elementos obrantes en el expediente que reflejan


la brutalidad de la violencia que desplegó Di Césare al ejecutar el hecho en el caso
que nos ocupa. El estrangulamiento padecido por Julieta González, la propinación
reiterada de golpes en la cabeza valiéndose de piedras, la abundante sangre
hallada en el asiento del vehículo del imputado emanada de las lesiones que le
produjo y el desprecio que dispensó por los restos mortales de su víctima
-arrojados a modo de descarte en un lugar inhóspito con absoluta negación de su
condición humana- confirman la brutalidad con la que terminó con la vida de
Julieta González.

De todo lo señalado hasta aquí y en consideración del desprecio


manifiesto que Di Césare mostró respecto de la vida de Julieta González puede
concluirse, en definitiva, que la muerte de la víctima no puede ser entendida sino
como un acto de absoluta negación de su dignidad humana y, especialmente, de su
condición de mujer. Y la calificación legal que se imponga a su conducta debe,
consecuentemente, dar cuenta de ello.
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En suma, Julieta González fue víctima de un femicidio, homicidio


calificado por haber sido cometido por un varón mediante violencia de género
previsto en el art. 80 inc. 11 CP.

iii. Sobre el agravio defensivo relativo al monto de la pena aplicado

Convalidada la sentencia en el nivel de la valoración de la prueba y


corregida en el nivel de la aplicación del Derecho, las objeciones en el nivel de la
determinación de la pena devienen abstractas. Al modificarse el marco penal en
función del cual ha de establecerse la pena a aplicar y casarse la sentencia,
corresponde a un tribunal inferior expedirse sobre la misma. Todo ello al efecto de
garantizar el derecho al doble conforme.

iv. Conclusiones

Con base en las consideraciones precedentes, estimo que el vicio in


iudicando propuesto por el Ministerio Público Fiscal en el marco de la condena
del acusado Andrés Di Césare se encuentra corroborado respecto de lo propuesto
en relación con la figura del femicidio, razón por la que debe hacerse lugar al
recurso. Según entiendo, si bien la sentencia es acierta al valorar la prueba relativa
a la materialidad del hecho y la autoría individual, yerra al evaluar su contenido de
injusto, el cual se corresponde con lo prescripto por el art. 80 inc. 11 CP.

Por todo lo expuesto, corresponde responder de manera negativa la


primera cuestión planteada en relación con el recurso presentado por la defensa.
Por su parte, debe responderse parcialmente afirmativa la primera cuestión,
respecto del recurso de casación presentado por el Ministerio Público Fiscal,
únicamente en relación con el agravio referido a la agravante del art. 80 inc. 11
CP.

ASI VOTO.

SOBRE LA MISMA CUESTIÓN EL DR. MARIO D. ADARO, EN VOTO

AMPLIATORIO, DIJO:
Comparto la solución y las posturas desarrolladas por el Ministro
que me precede en cuanto a los criterios que deben guiar el juicio de subsunción
de un hecho en las agravantes previstas en los incisos 1 y 11 del art. 80 del CP. No
obstante, entiendo oportuno aportar otras pautas que colaboren en la interpretación
del elemento normativo «violencia de género» previsto en el último de los incisos.
Ello por cuanto –según advierto-, en los casos como el sub lite, el factor cultural
que subyace y motiva las acciones de quien las ejecuta requiere de un mayor
esfuerzo interpretativo.

En efecto, los estudios sobre la materia permiten afirmar que toda


agresión perpetrada contra una mujer tiene alguna característica que permite
identificarla como violencia de género. Esto significa que está directamente
vinculada a la desigual distribución del poder y a las relaciones asimétricas que se
establecen entre varones y mujeres en nuestra sociedad, que perpetúan la
desvalorización de lo femenino y su subordinación a lo masculino.

De este modo, según entendí en el precedente «Cruz Huanca» para


considerar acreditado que el hecho tuvo lugar en un contexto de violencia de
género «[…] entre la ejecución del homicidio y la violencia de género debe
existir una relación de mediación no en tanto elemento subjetivo ultra
intencional, sino como contexto objetivo de violencia que precede y motiva la
ejecución. Este último hace referencia a una relación de sometimiento entre
victimario y víctima (asimetría) que coloca a esta última en una especial posición
desventajosa por su condición de mujer».

En función de ello sostuve que «la violencia de género requerida


por el tipo agravado, presupone un espacio ambiental específico de comisión y
una determinada relación entre la víctima y el agresor, en donde la mujer se
encuentra en una situación de sometimiento y de vulnerabilidad, circunstancia
que encuentra su génesis en las distintas formas de violencia que el hombre
puede ejercer hacia la mujer en una sociedad estructuralmente desigual, las que
se encuentran definidas en la Ley 26.485 (arts. 4 y 5)» (ver, «Cruz Huanca,
Sixto»).
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PODER JUDICIAL MENDOZA

Sin embargo, cierto es que los casos que son precedidos por una
gradual y continua violencia hacia la mujer, hasta terminar con su máxima
expresión a través de su femicidio, no son objeto de controversia en la doctrina y
jurisprudencia. Ello por cuanto –según creo- en estos casos la exteriorización de la
violencia se materializa de una forma más clara, es decir, es más observable en el
orden empírico. En especial, cuando ésta tiene lugar en el ámbito doméstico,
donde las relaciones de jerarquía y estatus impuestos por el sistema patriarcal se
visibiliza de una forma más inteligible.

Sin embargo, en aquellos vínculos en donde no se ha podido


acreditar un historial de violencia en el marco de relaciones con cierta
permanencia, como parece ser el caso bajo estudio, la tarea de interpretar si el
contexto que precedió y motivo la violencia desplegada sobre la victima tuvo
razones de género implica -según advierto- un mayor esfuerzo por interpretar el
contenido material de lo que el legislador quiso visibilizar, y pretende sancionar y
erradicar a través de la incorporación de la figura de femicidio al Código Penal. A
ello debe sumarse que no todas las formas de violencia son igualmente
observables, lo que dificulta aún más la tarea interpretativa.

Dicho de otra forma, advierto que para una mayor comprensión del
elemento normativo en cuestión, resulta necesario indagar sobre cuáles son
aquellos patrones culturales e ideológicos que conforman el sistema patriarcal.
Ello a fin de preservar no sólo el principio de legalidad, sino también las
posibilidades probatorias del tipo penal.

Frente a ello, resulta necesario acudir a otras herramientas para una


mayor comprensión de la temática en estudio. En este sentido, y en lo que
respecta a la instauración de las estructuras patriarcales, han sido numerosas las
teorías que se han desarrollado, particularmente desde perspectivas biologicistas,
psicoanalíticas, antropológicas, e, incluso, teológicas, para argumentar la
supremacía del varón sobre la mujer.

En este sentido, Rita Segato al analizar la contribución de la


perspectiva de género a la elaboración de una teoría del poder destaca que “(e)s
significativo que la perspectiva interdisciplinaria de los estudios postcoloniales,
que tratan sobre la subalternidad en el mundo contemporáneo, toma la jerarquía
de género, la subordinación femenina, como un prototipo a partir del cual se
puede comprender mejor el fenómeno del poder y de la sujeción en general”
(Segato, Rita Laura, «Las estructuras elementales de la violencia», Ensayos sobre
género entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos, Ed.
Universidad Nacional de Quilmes, 2003, p. 55).

De esta manera, y si bien el desarrollo de las distintas teorías que


explican las estructuras patriarcales excede el propósito del presente voto,
entiendo que resulta necesario precisar algunos conceptos. Así, en el precedente
«Alaniz Pineira» sostuve que «[…]para juzgar los conflictos en los cuales las
mujeres son víctimas de violencia en sus distintas manifestaciones, hay que partir
de aceptar que la realidad se encuentra polarizada en torno a patrones de
dominación masculina que reproducen la discriminación en los distintos ámbitos
en donde la mujer desarrolla sus relaciones interpersonales. También referí que
«[e]l concepto de género «[…] alude, tanto al conjunto de características y
comportamientos, como a los roles, funciones y valoraciones impuestas
dicotómicamente a cada sexo a través de procesos de socialización, mantenidos y
reforzados por la ideología e instituciones patriarcales» (Facio, Alda, Fries,
Lorena, Género y Derecho, Ed. La Morada, Santiago de Chile, 1999, p. 17).

Por su parte, para Segato el término «masculinidad» representa una


identidad de un estatus que engloba, sintetiza y confunde poder sexual, poder
social y poder de muerte. Refiere que los «hombres», según dice Ken Plummer,
«[…] se autodefinen a partir de su cultura como personas con necesidad de estar
en control, un proceso que comienzan a aprender en la primera infancia. Si este
núcleo de control desaparece o se pone en duda, puede producirse una reacción
a esa vulnerabilidad» (Ob.cit., p.37).

Al explicar la citada autora la existencia de dos sistemas que se


superponen: uno que eleva a la mujer a un estatus de individualidad y ciudadanía
igual al del hombre, y otro que le impone su tutela; y las consecuencias que el
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primero de los sistemas avance en forma repentina y abarcativa sobre el segundo,


destaca que «[…] las brechas de descontrol social abiertas por este proceso de
implantación de una modernidad poco reflexiva, como en la desregulación del
sistema de estatus tradicional, que deja expuesto su lado más perverso, a través
del cual resurge el derecho natural de apropiación del cuerpo femenino cuando
se lo percibe en condiciones de desprotección, vale decir, el afloramiento de un
estado de naturaleza» ( Ob. cit., p.31).

De los conceptos brevemente reseñados resulta claro, entonces, que


estas estructuras de subordinación son anteriores a cualquier concreción de
violencia hacia la mujer. Dicho de otra forma, sólo la existencia de una estructura
cultural profundamente arraigada al sujeto que ejecuta un acto de una violencia
aparentemente incomprensible -como manifestación de un acto de poder y
sometimiento- nos permite hacer esta lectura.

Es por ello que resulta necesario que los distintos operadores del
derecho, tanto en la recaudación de elementos probatorios como al momento de
valorarlos, deben orientar también su labor a detectar las circunstancias
estructurales que perpetúan la violencia estructural contra las mujeres con el fin de
imprimir en su análisis una perspectiva de género.

Para ello es imprescindible que el juzgador comprenda el concepto


de género, las estructuras patriarcales y su necesaria implicancia al momento de
valorar la prueba. Este entendimiento resulta necesario para comprender las
distintas convenciones y leyes que garantizan los derechos de las mujeres cuando
son víctimas de violencia en sus diversas formas, y que deben ser comprendidas
por todos los operadores del derecho para su efectiva aplicación.

En este entendimiento, el Comité para la eliminación de la


discriminación contra la mujer (Comité CEDAW, ONU) advierte la mayor
visibilidad del femicidio y la necesidad de adoptar medidas para su prevención y
sanción, enfatizando la necesidad de dar seguimiento a la aplicación de dicho tipo
penal y sus agravantes por los distintos operadores del derecho.
En suma, mi interés por subrayar los conceptos vertidos
precedentemente, tiene por objeto exhortar a los operadores del derecho al
cumplimiento de los compromisos internacionales asumidos y con el propósito
último de este Supremo Tribunal: la efectiva protección de derechos
fundamentales de este sector vulnerable de la población con el necesario enfoque
de género.

ASÍ VOTO.

SOBRE LA MISMA CUESTIÓN, EL DR. JOSÉ V. VALERIO, EN VOTO

AMPLIATORIO, DIJO:

Como punto de partida, anticipo que comparto la solución a la que


arriban mis colegas de Sala en relación con la desestimación formal del recurso
impetrado por la representante legal de la parte querellante.

Asimismo, hago mía la precedente validación del razonamiento del


tribunal de la instancia anterior en cuanto a la existencia material del hecho y la
culpabilidad del acusado en el mismo. Ello por cuanto la sentencia impugnada
muestra -al respecto- una conclusión fundada y razonable sobre la prueba de la
autoría de Di Césare Meli en el homicidio de Julieta González.

En efecto, a mi modo de ver la resolución recurrida exhibe -en este


segmento de los fundamentos del fallo en crisis- un adecuado apego a las pautas
de valoración probatoria derivadas de la regla fundamental del debido proceso
legal y de la regla legal de la sana crítica racional (art. 206 del CPP) que permite
sostener, luego de una revisión de carácter amplio de la condena -en función de lo
dispuesto en el artículo 8.2h de la Convención Americana sobre Derechos
Humanos- que, en el caso, los jueces del juicio han arribado a una decisión
respetuosa de los límites definidos por aquellos principios normativos propios de
la tarea de reconstrucción del suceso objeto de la sentencia.

En consecuencia, y dada la evidente conexidad entre esa afirmación


con la viabilidad sustancial de los agravios defensivos, coincido igualmente con el
rechazo del recurso interpuesto por la defensa técnica del acusado.
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Ahora bien, más allá de concordar con la decisión final alcanzada


en el voto que lidera el presente acuerdo sobre el encuadramiento jurídico del
hecho objeto del proceso, me permito efectuar aquí una serie de apreciaciones que
estimo pertinentes al caso, desde que -en mi criterio- lucen tanto más ajustada a
las exigencias de motivación jurídico-normativa que debe preceder la adopción de
toda resolución jurisdiccional en el marco de un proceso judicial. Es que si bien
comparto que, del modo en que resultó definido el suceso material tenido por
históricamente cierto en la pieza impugnada en sus circunstancias de tiempo, lugar
y modo, el mismo no resulta encuadrable típicamente en las previsiones
contenidas en el art. 80 inc. 1 del CP, más sí dentro del ámbito jurídico-delictivo
definido a través del art. 80, inc. 11 del mismo cuerpo normativo. Ello obedece a
razones y justificativos que no resultan sino derivaciones necesarias de nuestro
sistema constitucional y legal vigente, de acuerdo a una interpretación original y
contextualizada de la norma en cuestión según el método jurídico, respetuosa de
los principios de legalidad, última ratio, así como -fundamentalmente- los hechos
dados por acreditados.

En base a ello, y de acuerdo a los argumentos que a continuación


expondré, el recurso de casación articulado por la representante del Ministerio
Público Fiscal debe ser parcialmente acogido en esta instancia. Doy razones.

a.1.- La inaplicabilidad de la agravante del art. 80 inc. 1 CP

En primer lugar, la titular de la vindicta pública se agravia acerca


de la aplicación al caso de lo previsto en el inciso 1 del artículo 80 del Código
Penal, pues entiende -en definitiva- que entre el autor y la víctima mediaba una
“relación de pareja” que justificaba la aplicación de la agravante.

Al respecto, comparto con los sentenciantes que las características


verificadas en la causa acerca de la relación entre ambos sujetos, no satisfacen las
exigencias normativas requeridas por el tipo agravado en cuestión. En pocas
palabras, aquella vinculación no contiene los requisitos necesarios que permitan
configurar una “relación de pareja” en término jurídico-penales, esto es, a los
efectos del tipo penal calificado. De este modo, y más allá de lo que en adelante se
expondrá al respecto, estimo que la solución jurídica dada al caso en este punto en
concreto es la correcta y, por tanto, debe mantenerse inalterable.

Más allá de los argumentos ofrecidos por los integrantes del


tribunal de juicio para respaldar aquella posición, así como aquellos dados en el
voto preopinante, comparto con ellos que entre Julieta González y Andrés Di
Césare no existió un vínculo con las notas distintivas que doten a esa relación de
la relevancia normativa que reclama la circunstancia agravante pretendida por la
representante del Ministerio Público Fiscal.

Sin perjuicio de ello, no puedo soslayar que el acierto remarcado


contrasta con los argumentos seleccionados para darle sentido y fuerza convictiva
a esa conclusión. Más bien, según entiendo, éstos deben lograrse tras recorrer un
camino interpretativo lo más acorde a los lineamientos legales que resulte posible,
de manera tal de que la síntesis interpretativa no luzca disociada del análisis
sistemático integrado y armónico de las normas jurídicas en juego.

Pues bien, a los fines de dilucidar si es correcto aplicar a supuestos


como el acreditado por la sentencia impugnada la agravante del homicidio,
comparto la línea argumental seguida sobre el tópico en cuestión por la Sala III de
la Cámara Nacional de Casación en lo Criminal y Correccional de la Capital
Federal en los autos caratulados “Sanduay, Sandro Mario s/Homicidio simple en
tentativa” (sentencia dictada en fecha 6 de setiembre de 2016).

En ese pronunciamiento, alguno de cuyos términos me permito


aquí remarcar, dado lo acertado del razonamiento que subyace en su desarrollo,
acertadamente -a mi criterio- se analiza cómo ha de tenerse por probada la
“relación de pareja” en el marco del derecho penal. En esa labor, el voto que
lidera el acuerdo alcanzado por los integrantes del citado tribunal nacional,
examina cuál es el significado del mayor disvalor de la conducta ilícita que
configura el sustento jurídico válido para justificar el aumento de la sanción
definida por el legislador -reclusión o prisión perpetua-.
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Resulta cierto que ese objetivo no puede alcanzarse sólo con base
en las palabras de la ley, pues nos encontramos ante una terminología que dista
mucho de ser unívoca en su significación. De ahí que, existiendo un caso de dudas
sobre el significado de los términos legales, siempre un primer punto es identificar
la información relevante que pueda suministrar el acto legislativo que la creó. Ello
pues la actividad de interpretación jurídica (propiamente dicha) consiste en gran
medida en llegar a determinar el significado de las expresiones mediante las
cuales el legislador ha intentado comunicar sus intenciones.

Así, es posible comprobar la existencia de múltiples y variadas


definiciones al término “pareja”, lo que demuestra que acudir estricta y
estrechamente a la sola letra de la norma positiva en análisis, representa una
limitación evidente en la tarea que aquí se propone. Dicho en otras palabras, en
este caso, una interpretación puramente literal de la norma no permite determinar
acabadamente el significado de disvalor que da sustento a la agravante.

Aclarado ello, y avanzando sobre el análisis de la cuestión traída


aquí a debate, considero que no es posible una asimilación entre la “relación de
pareja” referida en la agravante del artículo 80, inciso 1 del Código Penal, con las
“uniones convivenciales” consagradas en el Código Civil y Comercial de la
Nación. Es que, por motivos diversos a los que inspiraron oportunamente la
solución alcanzada sobre este punto los magistrados que integraron el tribunal de
la instancia anterior, así como de las premisas utilizadas para sustentar el
silogismo argumentativo desarrollado por los colegas que conforman el voto
mayoritario, estimo que no se trata de institutos jurídicos equiparables. Veamos.

Siguiendo los lineamientos sentados en el pronunciamiento


anteriormente referido, es cierto que un primer aspecto o carácter diferenciador lo
podemos encontrar en la descripción misma de “unión convivencial” establecida
en el derecho privado, sus requisitos, condiciones, régimen y efectos jurídicos. Es
evidente que uno de los requisitos exigidos expresamente para la configuración de
esa institución legal, lo configura la convivencia entre sus integrantes. Así, tal
como se encuentra formulado en el art. 509 del citado código (publicado en fecha
08/10/14), se requiere, taxativamente una “unión basada en relaciones afectivas
de carácter singular, pública, notoria, estable y permanente de dos personas que
conviven y comparten un proyecto de vida común, sean del mismo o de diferente
sexo”.

En ese entendimiento deben ponderarse los antecedentes


parlamentarios de la ley 26.791 –sancionada el 14 de noviembre del año 2.012, y
promulgada el 11 de diciembre del mismo año– que introdujo una reforma al
ordenamiento penal de fondo que ha significado, sin duda alguna, una
transformación y una evolución legislativa de gran calado, por cuanto ha
implicado –luego de varias décadas de postergaciones– la instalación definitiva de
la problemática de género en el código penal argentino. Ello en tanto, entre otros,
sustituyó los incisos 1 y 4 del art. 80 del Código Penal y, además, le incorporó los
incisos 11 y 12.

Ese rediseño normativo determinó -en cuanto a la temática en trato-


que el mayor disvalor de la conducta de homicidio que resulta abarcado en la
norma en examen, esto es, cuando recae sobre una persona con la que el autor
mantiene o ha mantenido una “relación de pareja”, no depende de que entre ellos
medie o haya mediado convivencia. La fórmula legal es absolutamente clara y
locuaz al respecto, dado que reprime en abstracto con pena de reclusión o prisión
perpetua a quien matare “[...] a la persona con quien mantiene o ha mantenido
una relación de pareja, mediare o no convivencia” (art. 80 inc. 1 in fine del CP).

Este argumento normativo que vislumbra cualidades y exigencias


diferenciales entre ambos institutos, encuentra su correlato en los antecedentes
parlamentarios que rodearon la sanción de la normativa nacional. En ellos, como
bien luce remarcado en el fallo de mención, no queda margen que permita dudar
acerca de que la voluntad del legislador penal fue la de comprender, en el marco
de la calificante, a aquellas parejas entre las que no existiese ni hubiese existido
convivencia.

Así, por ejemplo, se señala en el expediente 0288-D-2011: “se


presenta esta propuesta en consonancia con la recientemente sancionada Ley
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26.485 de Protección Integral para Prevenir, Sancionar y Erradicar la violencia


contra las mujeres en los ámbitos en que desarrollen sus relaciones
interpersonales, que en su texto contempla específicamente la violencia ejercida
en el marco del matrimonio, las uniones de hecho, parejas o noviazgos, vigentes
o finalizados no siendo requisito la convivencia”.

Por su parte, en el expediente 0711-D-2012 se expuso:


“consideramos que en la actualidad, hay muchas familias conformadas, fuera del
régimen legal del matrimonio, por uniones de hecho o relaciones sentimentales
que, en muchos casos, perduran a lo largo del tiempo, y que imponen asimilarlos
al resto de los supuestos hoy contemplados en la Ley [...]. Debe entenderse el
ámbito doméstico en [un] sentido amplio […], esto es, el originado en el
parentesco, sea por consanguinidad o por afinidad, el matrimonio, como así
también las uniones de hecho y las parejas o noviazgos, incluyendo las relaciones
vigentes o finalizadas, no siendo requisito la convivencia”.

Finalmente, en el dictamen de la Comisión nacional de legislación


penal y de familia, mujer, niñez y adolescencia, al recomendar la modificación del
inciso 1 del artículo 80 del Código penal, se señaló: “se adopta la concepción
amplia del concepto de ámbito doméstico que contienen los instrumentos legales
nacionales e internacionales […] Esto es, el originado en el parentesco, sea por
consanguinidad o por afinidad, el matrimonio, así como también las uniones de
hecho y las parejas o noviazgos, incluyendo las relaciones vigentes o finalizadas,
no siendo requisito la convivencia”.

De la breve reseña efectuada, además de aquello que deriva de la


sola observancia de las palabras utilizadas para la redacción en este aspecto de la
norma penal citada, aún a fuerza de ser reiterativo sobre este punto, es evidente
que en la voluntad del legislador no se concibió a la convivencia como requisito
para la aplicación de la agravante.

En consecuencia, a efectos de interpretar el sentido de la regla


penal, y como primera conclusión, considero que los argumentos hasta aquí
desarrollados impiden recurrir a una institución del derecho privado (sancionada
con posterioridad) dado que, entre sus requisitos constitutivos, establece como
ineludible a la convivencia.

En definitiva, pues se trata de situaciones, en sustancia, diferentes,


desde que mientras el Código Civil y Comercial procura establecer los requisitos
para que una unión convivencial (definida por el art. 509), como tal, produzca
efectos jurídicos, para el artículo 80 inciso 1 del Código Penal se desinteresa por
completo de que haya mediado convivencia, pues se satisface sólo con que haya
existido una “relación de pareja”. Expresamente se establece que el autor debe
mantener, o haber mantenido con la víctima, una relación de pareja, mediare o no
convivencia.

En esta línea de análisis, estimo acertado diferenciar el fundamento


de la agravante en razón de la pertenencia o no a determinadas instituciones
consagradas en la ley civil. Así comparto lo dicho en el fallo anteriormente
señalado en cuanto a que, “[a]demás, a diferencia de los supuestos de calificación
del homicidio cometido contra un ascendiente, descendiente o cónyuge, en los
que el fundamento de agravación sí puede explicarse a partir del
quebrantamiento de deberes positivos impuestos por la pertenencia a
determinadas instituciones consagradas en la ley civil, en las cuales cada uno de
sus integrantes se encuentra obligado a realizar prestaciones recíprocas en favor
del otro, exigidas por la propia ley y en virtud de las sola pertenencia a la
institución de la cual se trate (relación paterno-filial, matrimonio, etc.), no existe
regulación legal alguna que consagre a la “relación de pareja” como una
institución, ni, por consiguiente, deberes derivados de ella. En consecuencia, no
es posible encontrar la razón de ser de la norma penal en estudio en un
quebrantamiento de obligaciones, toda vez que la ley no las impone”.

Y sigue “En aquellos supuestos se trata de un status especial que


una determinada persona ostenta y la obliga a configurar junto con otra persona
favorecida un mundo en común, al menos parcialmente, y, por lo tanto, a hacer
llegar determinadas prestaciones [...] Por tal razón, esas instituciones básicas se
encuentran positivizadas, consagradas expresamente en la ley, así como también
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lo están las expectativas/deberes especiales de comportamiento, que afectan a


quienes forman parte de ellas. Así, en el doble quebrantamiento de deberes que
supone el homicidio cometido contra un ascendiente, descendiente o cónyuge, se
explica el agravamiento de la sanción penal en relación con la prevista para la
figura básica (conf. artículo 80, inciso 1, primera parte, del Código Penal)”.

“En cambio, esa explicación no corresponde extenderla a la


“relación de pareja” como supuesto de agravación de la pena, pues en este caso
“No existe una relación jurídicamente reconocida que sustituya al matrimonio,
de modo que ninguna de las relaciones de facto más o menos parecidas al
matrimonio crea deberes per se” (con cita a Jakobs, Gunther, conf. “Derecho
Penal Parte General, Fundamentos y teoría de la imputación”, Traducido por
Joaquín Cuello Contreras y José Luis Serrano González de Murillo, Ed. Marcial
Pons, Madrid, 1995, ps. 29/66)”.

Desde allí, resulta evidente que el ámbito de protección consagrado


en el artículo 80 inc. 1 in fine, del Código Penal resulta ser más amplio que aquel
que se establece en función de los deberes especiales derivados de las relaciones
institucionales consagradas por la ley civil. Es decir, se trata de un concepto penal
que es más amplio, que contiene un universo de casos posibles dentro de los
cuales está comprendida la unión convivencial, como la de mayor intensidad. Se
trata de una relación de género a especie.

De ese modo, a modo de segunda conclusión, estimo que se


presenta razonable que el legislador compute como elemento de un más alto nivel
disvalioso del homicidio, la circunstancia de que el autor se valga para la
ejecución, de la existencia, previa o actual, de una relación con la víctima, que le
proporciona así una mayor eficacia a la comisión del comportamiento prohibido,
en tanto supone una cierta vulnerabilidad de la víctima, como consecuencia de
estar o haber estado inmersa en una “relación de pareja” junto al autor.

Es que una “relación de pareja”, concomitante o anterior al hecho,


supone que en la interrelación de sus integrantes exista, o haya existido, una cierta
intimidad generadora de confianza, en la medida en que se pueden compartir o se
pueden conocer diversos aspectos de la vida cotidiana de cada uno, circunstancias
tales como los sitios frecuentados, el lugar trabajo, los hábitos, costumbres, los
desplazamientos habituales, la forma de ocupar el tiempo libre, las relaciones
familiares, o las amistades, los gustos, las preferencias individuales, sólo por
enumerar algunas.

En consecuencia, la aplicación de la calificante contenida en el


artículo 80, inciso 1, in fine, del Código Penal, exige verificar la existencia de un
vínculo entre autor y víctima que presente características propias de aquello que,
en la sociedad de que se trate, se defina con significado de “relación de pareja”. A
tal fin, no hay duda de que la ley civil proporciona algunas pautas útiles para
alcanzar esa caracterización, aun cuando no sea correcta una identificación estricta
entre ella y la norma penal.

De ese modo, es dable afirmar que la unión de dos personas, sean


del mismo o diferente sexo, con cierto grado de estabilidad y permanencia en el
tiempo, con vínculos afectivos o sentimentales, que comparten espacios de tiempo
y ámbitos de intimidad, se caracterice como una “relación de pareja”.

Sin perjuicio de ello, situándonos en lo que pueden encuadrarse


dentro de “casos marginales” de relación de pareja (esto es: aquellos donde los
usos del lenguaje registran menos acuerdos sobre si se trata de genuinas
“relaciones de pareja”; como ocurre con el caso de quienes mantienen relaciones
afectivas simultáneas –v.gr.: amantes–, o donde el vínculo se extendió por un
espacio de tiempo demasiado exiguo), cabe señalar que su análisis deberá tener
entre los criterios clasificatorios especial interés por los fundamentos de la
agravante. En este sentido es evidente que en los casos marginales no podría ser la
tutela del vínculo la razón subyacente de la agravante, pero sí la confianza en el
otro definida como se lo hizo antes (ver sobre el tema STJ de la provincia de
Córdoba, sentencia del 10/09/19, “S., M. A. p.s.a. homicidio calificado por el
vínculo -Recurso de Casación-”; voto de la Dra. Aída Tarditti).

Por último, la imposición de la agravante esta dada por la


confianza, la complicidad, el respeto mutuo que nace de esa relación de pareja, de
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forma tal que, con base en ella, se vea facilitada la ejecución del homicidio, por el
deber de respeto que se deben mutuamente, lo que a su vez determina la más
intensa consecuencia punitiva, hasta alcanzar como respuesta la prisión perpetua,
en caso de consumación del delito.

Como consecuencia de lo expuesto hasta aquí y de las


circunstancias que se han tenido por acreditadas en la sentencia recurrida, y sin
necesidad de recurrir al razonamiento que sustenta la posición asumida por el
tribunal a quo, ni del método de interpretación que utiliza para apuntalar tomas de
postura que exceden al material probatorio recabado a lo largo del proceso e
incorporado legalmente a la causa, estimo que resulta acertado no aplicar al
comportamiento atribuido al acusado la mentada calificante –art. 80 inc.1 del
CP–. Ello por cuanto, en definitiva, no han resultado acreditadas debida y
suficientemente las notas que, cualitativamente, califican una relación como “de
pareja”, en especial, aquellas que tienen que ver con las exigencias de un cierto
grado de estabilidad y permanencia en el tiempo.

En función de lo señalado, considero que no puede prosperar el


recurso de la representante del Ministerio Público Fiscal en relación a la
pretensión de aplicación al caso en análisis del art. 80, inc. 1 de CP.

a.2.- Respecto de la aplicabilidad de la agravante prevista en art. 80


inc. 11 del CP.

En segundo lugar, la titular de la vindicta pública se agravia,


también, acerca de la ausencia de aplicación al caso de lo previsto en el inciso 11
del artículo 80 del Código Penal, pues entiende que el resultado mortal alcanzado
por el comportamiento delictivo del acusado se produjo dentro de un contexto de
“violencia de género”.

En relación con este punto de la censura casatoria, coincido con la


conclusión alcanzada en el voto preopinante. Ello por cuanto, según aprecio, la
plataforma fáctica debidamente acreditada en la sentencia resulta plenamente
encuadrable dentro de los márgenes legales que dan forma al delito de femicidio
previsto y penado por el art. 80 inc. 11 del Código Penal, dado que resultó
acabadamente demostrado que la muerte de la víctima se produjo por razones
asociadas a su género, dentro de un marco caracterizado por una evidente y
marcada relación desigual o asimétrica de poder basada en la idea de superioridad
de Di Césare -autor- respecto a la inferioridad de Julieta González -víctima- ( “la
prepotencia de lo masculino y la subalternidad de lo femenino”, en términos de
los sentenciantes). Supremacía que ha sido utilizada y aprovechada efectivamente
por el encartado para concretar su intencionalidad delictiva mediante el despliegue
de una extrema violencia física sobre la integridad corporal de la víctima
destinada a ocasionar su deceso.

Dicho en otros términos, a mi modo de ver –y a diferencia del


tribunal de la instancia anterior– ha quedado demostrado más allá de toda duda
razonable, que existió de parte del acusado un excesivo despliegue de violencia
física hacia una víctima mujer, ejerciendo en el momento del ataque todo su poder
sobre ella, impidiéndole –asimismo– desplegar maniobras defensivas que –en
algún punto– pudieran resultar exitosas.

Muestra cabal de ello, tal como se desprende de los fundamentos


del fallo impugnado, resultan las lesiones provocadas por el acusado en el cuerpo
de la víctima, todas las cuales determinaron su fallecimiento. La necropsia que
rola agregada a fs. 450/452 otorga precisiones al respecto, dado que acredita la
existencia de una muerte violenta. Allí se habla de un deceso originado por
factores compuestos, constatándose la existencia de un traumatismo cráneo
encefálico –asfixia por estrangulamiento–, aclarándose que la compresión violenta
del cuello tuvo lugar mientras la víctima se encontraba con vida, y que ello se
extrajo del hallazgo de signos asfícticos en los pulmones y de fragmentos de piel y
rostro con signos vitales atribuibles a compresión sostenida y roce intenso.
Además de ello, esa violencia ejercida generó las numerosas lesiones que
aparecen descriptas en el informe de fs. 450/452, en el que se indica que ellas se
concentran fundamentalmente en cara y cráneo las que, además, concuerdan con
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las piedras ensangrentadas que se ubicaron junto al cadáver tal como lo señalan
los informes de Policía Científica incorporados.

A todo ello, no puede desconocerse que, como bien lo apunta la


sentencia del tribunal de la instancia anterior, dentro de las razones –móviles– que
pudo haber determinado el accionar del acusado, aparece la referencia a la posible
existencia de un embarazo de la víctima, que no sólo fue referido por algunos
testigos, sino que cuenta también con el conocimiento de Di Césare, que se
exteriorizó incluso en las búsquedas efectuadas por él en diversos sitios de
internet, en los que, además de los detallados en el voto preopinante, existen otros
vinculados con este asunto. Así, las visitas del acusado en los días subsiguientes al
hecho fueron a diferentes páginas referidas, entre otras, a “dos períodos en un
mes”; “legrado”; “el período: dos veces en un mismo mes. ¿embarazo?”;
“terminó mi regla y una semana después me bajó otra vez”; “puedo quedar
embarazada si tuve si tuve relaciones el primer día...?”; “puedo quedar
embarazada teniendo la regla?”; “puede haber embarazo si eyaculó un día antes
de mi regla?”; “diagnóstico prenatal. Detección de ADN fetal en sangre
materna”; “puede llevarse a cabo una prueba de paternidad si el presunto padre
ha fallecido o está ausente?”.

De tal manera, y de acuerdo a ello, aparece claro que la existencia


de la víctima y su eventual embarazo, aparecía como un obstáculo para el
desarrollo personal del acusado, motivo por el que, también, debe en razón de ello
debe encuadrarse el hecho como un supuesto de “violencia de género”. Esto por
cuanto, todo lo señalado evidencia que el acusado mató a la víctima por su
condición de mujer (ver al respecto, el art. 1 de la CEDAW).

Al respecto estimo importante destacar lo que en anteriores


pronunciamientos he señalado sobre el fenómeno de la violencia de género y de la
valoración probatoria desde una perspectiva que lo tenga en cuenta.

En este sentido debo señalar que sobre la cuestión tuve ocasión de


pronunciarme en diversos precedentes (“Cruz Caporiccio”, “Merlo Lassa”;
“Quiroga Morales”; “Ojeda Pérez”; “Vázquez Tumbarello”; entre otros). En
especial en “Ojeda Pérez” sostuve que «[…] comparto que aquella concepción
según la cual la perspectiva o visión de género es una “categoría analítica que
toma los estudios que surgen desde las diferentes vertientes académicas de los
feminismos para, desde esa plataforma, cuestionar los estereotipos y elaborar
nuevos contenidos que permitan incidir en el imaginario colectivo de una
sociedad al servicio de la igualdad y la equidad” (UNICEF, “Comunicación,
infancia y adolescencia. Guía para periodistas”, Buenos Aires, 2017). Destaco la
idea de igualdad contenido en la definición en tanto se encuentra no sólo
consagrada expresamente en el texto constitucional (art. 16 CN y 7 Constitución
de Mendoza), sino, también, en el ámbito de la normativa internacional. Así,
entre otros, la “Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar
la violencia contra la mujer” - Belem Do Pará -, garantiza que toda mujer tiene
“el derecho a la igualdad de protección ante la ley y de la ley” (art. 4, inc. “f”)».

Señalé también en esa ocasión que «[…] en nuestro ordenamiento


interno, la ley nacional 26.485 es una norma orientada pura y exclusivamente a
promover y garantizar el reconocimiento y protección de los derechos de las
"mujeres". En tal sentido, entre sus objetivos primordiales, el propio texto
promueve y garantiza “la eliminación de la discriminación entre mujeres y
varones en todos los órdenes de la vida”, “el derecho de las mujeres a vivir una
vida sin violencia”, “las condiciones aptas para sensibilizar y prevenir,
sancionar y erradicar la discriminación y la violencia contra las mujeres en
cualquiera de sus manifestaciones y ámbitos”, como también, “la remoción de
patrones socioculturales que promueven y sostienen la desigualdad de género y
las relaciones de poder sobre las mujeres”(art 2, inc. a, b, c y e
respectivamente)».

Así, «[…] ese texto normativo vino a imponer un verdadero


“deber jurídico” para todos aquellos operadores del sistema de administración
de justicia, directamente vinculado con la metodología de abordaje judicial de
este conjunto de conductas delictivas. Sus destinatarios directos son aquellos
sujetos que integran los órganos decisores en el marco de los procesos judiciales
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penales, ya sea por el lado de quienes resultan facultados para disponer sobre el
curso de investigación, como también, respecto de quienes son los encargados de
su juzgamiento». Ese deber jurídico no reconoce otra fuente más allá del texto
expreso de la ley. Y es el propio legislador nacional quien dispone, entre otros
aspectos, que «[l]os organismos del Estado deberán garantizar a las mujeres, en
cualquier procedimiento judicial o administrativos, además de todos los derechos
reconocidos en la Constitución Nacional [...] los siguientes derechos y garantías:
i) A la amplitud probatoria para acreditar los hechos denunciados, teniendo en
cuenta las circunstancias especiales en las que se desarrollan los actos de
violencia y quienes son su naturales testigos [...]» (art. 16)».

Ahora bien, «[…] además de ese deber genérico, ya en el terreno


que resulta propio a la actuación de los órganos de justicia dentro de los
procedimientos jurisdiccionales penales, el texto legal contiene dos normas que
consagran lineamientos funcionales para los operadores del sistema de
administración de justicia en el abordaje de la problemática de género. En
consonancia con el sistema de protección integral, se consagra el principio de
«amplia libertad probatoria» para tener por acreditados “los hechos
denunciados, evaluándose las pruebas ofrecidas de acuerdo con el principio de la
sana crítica. Se considerarán las presunciones que contribuyan a la demostración
de los hechos, siempre que sean indicios graves, precisos y concordantes” (art
31)».

De tal manera «[…] el texto legal vigente [ley 26.485] no


introduce un nuevo método de valoración probatoria para los casos de violencia
de género, puesto que siempre la prueba debe valorarse conforme al sistema de
la sana crítica racional (art. 206 y 409 del CPP). A mi modo de ver, la
imposición de un método de valoración de la prueba como herramienta
obligatoria para el abordaje de esta problemática, se justifica ante la necesidad
de evitar que los órganos jurisdiccionales decisores puedan apartarse en la
adopción de decisiones, del contexto fáctico que es propio a este género de
conductas delictivas». Así, «[…] el acierto de la ley consistió en establecer, en
forma igualitaria, un método de valoración que evite la discriminación que en
ocasiones ocurría por prácticas derivadas de la cultura jurídica patriarcal
inquisitiva, que se transformaron en consuetudinarias, y que era necesario
erradicar. Repárese que es la propia Convención Belem Do Pará donde se fija,
como un deber de los Estados el “tomar todas las medidas apropiadas,
incluyendo medidas de tipo legislativo, para modificar o abolir leyes y
reglamentos vigentes, o para modificar prácticas jurídicas o consuetudinarias
que respalden la persistencia o la tolerancia de la violencia contra la mujer”
(art. 7, inc. “e”)».

Ello no resulta novedoso para la labor jurisdiccional en razón de


que «[…] siempre los jueces debemos ponderar los elementos de prueba
–objetivos y subjetivos– a la luz de aquellos parámetros interpretativos que hacen
al contexto dentro del cual tuvo lugar cada uno de los comportamientos ilícitos
sometidos a juzgamiento. Es decir, el juez no puede apreciar la prueba
aislándose de los aspectos fácticos y modales que conforman las particulares
circunstancias de cada caso en concreto. Por el contrario, su labor hermenéutica
debe estar informada de ellos, y atendiendo siempre no sólo a los bienes jurídicos
que resultan protegidos por las normas jurídicas en juego sino, también, a las
condiciones de vulnerabilidad de las personas involucradas».

Conforme a lo expresado «[…] es el contexto en el que se inserta


el hecho delictivo el que viene a determinar el modo en que debe ser apreciado
tal o cual elemento probatorio. Es por ello que en los casos de violencia contra
las mujeres el testimonio de la víctima ostenta un valor fundamental en la
comprobación de los extremos de una imputación delictiva, esto es, acerca de la
existencia material del hecho y la responsabilidad penal derivada del mismo».

De tal manera «[…] uno de los valores significativos que ostenta la


normativa nacional en materia de erradicación de la violencia contra la mujer
resulta precisamente del establecimiento de aquel deber jurídico como
instrumento garantizador de la igualdad de las mujeres entendida como valor
supremo. A lo que debe destacarse su incidencia como herramienta para
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profundizar el análisis desde el enfoque en derechos respecto de los grupos


vulnerables».

De no proceder de esta manera estaríamos recreando la sociedad


estamental –con características propias– del Estado premoderno, lo que implicaría
una vulneración del principio de igualdad –que, como ya dije, se encuentra
consagrado en el art. 16 de la CN y 7 de la CM–, el que, a su vez, constituye uno
de los pilares de la República Federal.

A lo señalado debe sumarse, tal como destaqué en el precedente


“Vázquez Tumbarello”, la relevancia de la ley 27.499, denominada «Ley
Micaela», en tanto dispuso la capacitación obligatoria en la temática de género y
violencia contra la mujer para todas las personas que desempeñen la función
pública, en cumplimiento del objetivo señalado. En coincidencia con aquella
normativa la Acordada n° 29.318 de esta Suprema Corte de Justicia, y su anexo
«Programa de capacitación permanente para la incorporación de la perspectiva de
género en el marco de la Suprema Corte de Justicia». Así, con fundamento en el
principio de igualdad y la consecuente prohibición de discriminación, se
dispusieron una serie de acciones concretas para asegurar la «igualdad real» de las
mujeres en sus relaciones interpersonales.

Estamos en un proceso democrático de cambio cultural (gradual,


progresivo, persistente) en el cual, la actividad legislativa nacional y local
vinculada a la temática en cuestión, debe estar orientada por esta política de
igualdad de género. Por ello, el intercambio de opiniones, los debates, dentro de
un marco de prudencia, compromiso, capacitación pluralmente establecida, y con
el respeto a todas las opiniones, y actuando con el convencimiento que nadie es el
poseedor de la verdad, aseguran la adecuada sanción de las normas en
correspondencia con esta política y, en consecuencia, el buen actuar de los
funcionarios.

En conclusión, considero que la trascendencia de la ley 26.485


radica en establecer una perspectiva para valorar los elementos probatorios y
asegurar un accionar uniforme de la ley, bajo el prisma de la igualdad consagrada
en la normativa constitucional según la finalidad del constituyente originario. Por
ello, tanto la ley como las prácticas deben estar despojadas de estereotipos y usos
relacionados con toda concepción autoritaria, como es la cultura jurídica
autoritaria de tipo patriarcal-inquisitivo, que impiden poner en contexto –y en
condiciones de igualdad– los medios convictivos al momento de su ponderación.

Estas consideraciones las entiendo plenamente aplicables al caso,


desde que nos encontramos claramente ante un caso de homicidio producido en el
marco de un contexto de “violencia de género”. Es decir, que estos lineamientos
valorativos, dadas las particulares circunstancias del caso, deben íntegramente
apreciarse en el contexto fáctico y circunstancial en que se desarrolló el ilícito
investigado. Como corresponde actuar frente a cualquier delito. Puesto que, en
definitiva y como se dijo, es ese contexto el que reclama de parte de los
operadores del sistema de justicia cumplir con el deber jurídico de adoptar una
mirada integral con perspectiva de género en la adopción de resoluciones
judiciales en las que aparezcan involucrados bienes jurídicos como los aquí en
juego.

En este punto, comparto con el tribunal de sentencia cuando señala


que una interpretación sistemática exige descartar que la muerte de una mujer
causada por un hombre, en cualquier circunstancia, configure de por sí el tipo
calificado de homicidio previsto en el art. 80 inc. 11 del CP. Pero, entiendo que el
material probatorio incorporado a la causa, a mi juicio, es contundente y no existe
margen que permita dudar acerca que el resultado mortal provocado por el obrar
del acusado ha ocurrido en una situación de vulnerabilidad de la víctima, derivada
de una relación de desigualdad de poder, así como también, por el hecho de ser
mujer, tal como antes señalé. En otras palabras, la muerte de la víctima, además
de producirla el acusado por la circunstancia subjetiva que precedió a su
comportamiento criminoso, esto es, de matar por ser mujer, se realizó en un
ámbito específico que, precisamente, bien marca la diferencia con otros tipos de
formas delictivas. Me estoy refiriendo expresamente a que medió violencia de
género.
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Estimo que acudir a referencias aisladas del contexto fáctico en que


se produjo el homicidio, tales como “la efímera relación entre acusado y
víctima” no impiden -en este caso- aplicar la calificante en cuestión. Si bien
resulta claro que la exigencia normativa vinculada a la existencia pasada o actual
de una “relación de pareja” entre el agresor y la víctima, excluye las meras
relaciones pasajeras, transitorias o amistosas para configurar la agravante del inc.
1 del art. 80 del CP, de ello no se puede desprender -como condición de la
tipificación calificada del inc. 11 del art. 80 del CP- que esa efímera relación deba,
además de contar con una cierta sustentabilidad temporal -aun cuando mínima-,
haber estado trazada por un proceso gradual y prolongado de violencia del varón
hacia la mujer, que sea anterior al desenlace fatal. Dicho en otras palabras, que esa
“mera” relación deba estar necesariamente enmarcada en un proceso de violencia
anterior al hecho para encuadrar el caso dentro de las previsiones contenidas en el
delito de femicidio, sólo es necesario que “mediare violencia de género” (art. 80
inc. 11 del CP.).

Por ello, también cuando resulta jurídicamente posible justificar la


aplicación de la agravante en análisis cuando el suceso mortal reprochado luce
desvinculado causalmente de episodios previos de violencia en la relación.
Solución que luce tanto más ajustada a la disposición normativa “art. 80. […] al
que matare:[…] 11) A una mujer cuando el hecho sea perpetrado por un
hombre y mediare violencia de género” , posición que resulta garantizadora de la
protección legal emanada de la norma penal en cuestión, y no vulnera el principio
de legalidad penal.

En suma, por las razones precedentes, entre las que destaco que
aquí el género de la víctima ha sido el factor significativo del delito en cuestión,
ya que influyó no sólo en el motivo sino en el contexto del crimen como en la
forma de violencia a la que fue sometida la víctima, me persuaden a entender que
la agravante en análisis se configura en el caso venido a resolución de este
Tribunal.
De acuerdo a lo señalado, considero que sólo en este aspecto
vinculado a la aplicación de la circunstancia agravante del art. 80 inc. 11 del CP el
recurso de la representante del Ministerio Público Fiscal debe prosperar.

ASÍ VOTO.

SOBRE LA SEGUNDA CUESTIÓN, EL DR. OMAR A. PALERMO DIJO:

En razón del resultado al que se llega en el tratamiento de la


cuestión anterior, corresponde casar la sentencia N° 756, originaria del Tribunal
Penal Colegiado N° 2 de la 1° Circunscripción Judicial y sus fundamentos,
solamente respecto de la calificación de los hechos imputados a Andrés Di Césare
en el marco de estos autos. En consecuencia, corresponde casar el punto I del
resolutivo de la mencionada sentencia (fs. 734 y vta), el que quedará redactado de
la siguiente forma: “I.- CONDENAR a Andrés Salvador Di Césare Meli, ya
filiado, a la pena de PRISIÓN PERPETUA, con accesorias legales y costas, como
autor penalmente responsable del delito de HOMICIDIO CALIFICADO POR
HABER MEDIADO VIOLENCIA DE GÉNERO por los hechos que se le
atribuyen en estos autos N° P-97.026/16 (art. 80, inc. 11 y art. 12 del CP; arts.
408, 409, 411, 415 y cc del CPP)”.

Como es sabido, este Tribunal ha adoptado la postura conforme la


cual en los casos de anulación de resoluciones de instancias anteriores que
impliquen una nueva determinación de la pena corresponde el reenvío de la causa,
a fin de garantizar la intervención de las partes –juicio de cesura- y el doble
conforme respecto la individualización de la sanción que finalmente se imponga
(ver al respecto lo señalado en los precedentes «Chacón Arroyo», «Reale
Comba», «Gutiérrez Fernández», «Medina», «Arzuza», entre otros).

Sin embargo, tratándose éste de un caso en el que la pena prevista


para el delito por el que se condena al acusado resulta indivisible y atento al
resultado del plenario caratulado ««Incidente en autos F. c/ Ibañez Benavidez
Yamila M. y Ortiz Rosales Maximiliano E. p/ homicidios calificados (159312) p/
plenario», no existen motivos que justifiquen su remisión al Tribunal de instancia
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anterior a tales efectos. Por el contrario, razones de celeridad y economía procesal


imponen que la sanción sea aplicada en esta instancia.

Ahora bien, con motivo de que al acusado se lo condena por un delito de


mayor gravedad respecto de la condena en la instancia inferior, con la consecuente
agravación en la sanción impuesta, resultar pertinentes algunas aclaraciones
respecto de la vía recursiva que le queda habilitada.

En casos como el presente aparecen dos opciones para garantizar el doble


conforme. La primera, en los casos de delitos que tienen previstas penas
divisibles, es remitir la causa a la instancia anterior para que
se determine pena. Es lo que se ha realizado en los precedentes antes
individualizados. La segunda, vinculada a los delitos que tienen
previstas penas indivisibles, es la denominada «casación horizontal». En efecto, la
presente sentencia debe tener la posibilidad de revisión
-vía casación- por ante este mismo Tribunal con otra integración en sus miembros
(esto último confirme lo dispuesto por la Corte IDH en el caso
-de competencia originaria local- «Barreto Leiva vs. Venezuela», parágrafo 90).

La razón que avala lo referido en el párrafo anterior se encuentra en la


necesidad de asegurar el cumplimiento de lo dispuesto por el art. 8.2.h
de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, el artículo 14.5 del
Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos y en lo
dispuesto por la Corte IDH en los casos «Herrera Ulloa vs. Costa Rica» y
«Mohamed vs. Argentina» y por la Corte Suprema de Justicia de la Nación
en el precedente «Casal». Dicho de otro modo, debe asegurarse al acusado
el acceso efectivo a la etapa revisora de la sentencia condenatoria más
grave dictada en esta instancia. Ello, con la finalidad que se obtenga
un pronunciamiento en un plazo razonable que ponga término a la
situación de incertidumbre de innegable restricción de la libertad que
comporta el enjuiciamiento penal (Fallos 272:188).
En tal sentido debe señalarse que la Corte IDH ha expresado al respecto
que «[…] el derecho a recurrir del fallo no podría ser efectivo si no se
garantiza respecto de todo aquél que es condenado, ya que la condena es
la manifestación del ejercicio del poder punitivo del Estado. Resulta
contrario al propósito de ese derecho específico que no sea garantizado
frente a quien es condenado mediante una sentencia que revoca una
decisión absolutoria. Interpretar lo contrario, implicaría dejar al
condenado desprovisto de un recurso contra la condena. Se trata de una
garantía del individuo frente al estado y no solamente una guía que
orienta el diseño de los sistemas de impugnación en los ordenamientos
jurídicos de los Estados Partes de la Convención» (Corte IDH, Caso
«Mohamed vs. Argentina», párrafo 92).

Aun cuando la solución que aquí se propicia no encuentra previsión


expresa en la actual legislación procesal local, lo cierto que deben
evitarse interpretaciones que conlleven un excesivo ritualismo del que
podría resultar un serio menoscabo de los derechos en que se funda el
recurso (Fallos 311:148; 330:1072, entre otros). Por su parte, también
avala lo señalado el escaso margen revisor que tiene la Corte Federal
mediante el recurso extraordinario federal, en tanto, por regla, no
admite la revisión de cuestiones fácticas, probatorias ni del derecho de
naturaleza jurídica no constitucional. De tal manera, y como la misma
Corte Suprema de Justicia de la Nación ha sostenido, en relación a lo
aquí analizado, la omisión del Poder Legislativo en la adopción de las
previsiones legales necesarias para hacer operativos mandatos concretos
de jerarquía constitucional, no puede derivar en la frustración de los
derechos o prerrogativas consagrados por la norma fundamental argentina
(CSJN, P., S.M., sentencia del 26 de diciembre de 2019, del voto de los
Dres. Lorenzetti, Maqueda y Rosatti).

Finalmente, debe señalarse que en cualquiera de las opciones antes


mencionadas en relación a las posibilidades de solución a la cuestión planteada, la
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consecuencia resultaría la misma. Ello, en tanto en el caso en que se remita la


causa para la determinación de la pena y ella fuera recurrida, debería nuevamente
intervenir este Tribunal con diversa integración (art. 62, inc. 1° del CPP), lo que
también ocurriría al aplicarse la casación horizontal propuesta, con la ventaja de
celeridad que este último supuesto brindaría.

En conclusión, la decisión a la que se llega en la presente resolución


debe tener asegurada la posibilidad de revisión «horizontal» -a través
del recurso de casación- por parte de este Tribunal, a fin de garantizar
una tutela oportuna, eficaz y sin dilaciones indebidas de la garantía
del debido proceso penal y, específicamente, del derecho convencional a
la doble instancia. Esta es por cierto, la posición asumida por la Corte
IDH en el caso «Mohamed vs. Argentina» y por la Corte Suprema de
Justicia de la Nación diversos precedentes («Duarte», Fallos 337:901 y
el referido «P., S. M.», Fallos 342:2389; entre otros).

ASÍ VOTO.

Sobre la misma cuestión, el DR. MARIO D. ADARO adhiere, por sus


fundamentos, al voto que antecede.

SOBRE LA MISMA CUESTIÓN, EL DR. JOSÉ V. VALERIO, EN DISIDENCIA,

DIJO:

Teniendo en cuenta lo resuelto en el tratamiento de la cuestión que


antecede, razones de estricto orden lógico y normativo me imponen apartarme
parcialmente de la solución propuesta en el voto preopinante. En efecto, si bien
comparto en revocar el resolutorio I de la mencionada resolución (fs. 734 y vta.),
estimo que deben remitirse los presentes obrados al tribunal de origen a los fines
de que imponga pena, todo ello conforme lo previsto en el art. 38 de la ley 9106
(“Chacón Moyano”).

Lo afirmado en el párrafo precedente encuentra sus razones en el


estricto apego al sistema de enjuiciamiento acusatorio-adversarial. Ello por
cuanto, si bien el art. 485 del CPP habilita a casar la sentencia y resolver el caso
cuando, como en el presente, la impugnación es por la errónea aplicación de la ley
sustantiva, no podemos desconocer que se trata -en el caso- de un recurso del
Ministerio Público Fiscal que prospera y que, en la resolución adoptada en
consecuencia por este Tribunal, importa la imposición al acusado de una pena más
grave que la determinada por el tribunal de juicio. Como así también, en que esta
norma, al igual que el art. 413 del CPP. -que autoriza a imponer una pena más
grave que la solicitada por el Ministerio Público- es tributaria del sistema
inquisitivo atenuado, y que la buena práctica de un sistema acusatorio adversarial
hace conveniente remitir al tribunal de origen para que, en una audiencia pública,
y previo a escuchar al imputado, se imponga la pena.

ASÍ VOTO.

SOBRE LA TERCERA CUESTIÓN, EL DR. OMAR A. PALERMO DIJO:

Atento al resultado a que se arriba en el tratamiento de las


cuestiones que anteceden, corresponde imponer las costas por su orden y diferir
para su oportunidad la regulación de los honorarios profesionales.

ASÍ VOTO.

Sobre la misma cuestión los DRES. MARIO D. ADARO Y JOSÉ V.


VALERIO adhieren al voto que antecede.

Con lo que se dio por terminado el acto, procediéndose a dictar la


sentencia que a continuación se inserta.

S E N T E N C I A:

Por el mérito que resulta del acuerdo precedente la Sala Segunda de


la Suprema Corte de Justicia fallando en definitiva, se

RESUELVE:

1.- Desestimar formalmente el recurso de casación interpuesto por


la parte querellante a fs. 780/791 vta. de las presentes actuaciones.
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2.- Rechazar el recurso de casación interpuesto por la defensa


técnica a fs. 804/815 vta. de las presentes actuaciones

3.- Hacer lugar parcialmente al recurso de casación deducido por la


representante del Ministerio Público Fiscal (fs. 759/779) debiendo casarse la
sentencia N° 756, solamente respecto de la calificación de los hechos imputados a
Andrés Salvador Di Césare Meli en el marco de estos autos. En consecuencia,
corresponde casar el punto I de la mencionada sentencia (fs. 734 y vta.), el que
quedará redactado de la siguiente forma: «I.- CONDENAR a Andrés Salvador Di
Césare Meli, ya filiado, a la pena de PRISIÓN PERPETUA, con accesorias
legales y costas, como autor penalmente responsable del delito de HOMICIDIO
CALIFICADO POR HABER MEDIADO VIOLENCIA DE GÉNERO por los
hechos que se le atribuyen en estos autos N° P-97.026/16 (art. 80, inc. 11 y art.
12 del CP; arts. 408, 409, 411, 415 y cc del CPP)».

4.- Imponer las costas por su orden y diferir para su oportunidad la


regulación de los honorarios profesionales.

5.- Tener presente las reservas del caso federal.

6.- Remitir las presentes actuaciones al tribunal de origen, a sus


efectos.

Regístrese. Notifíquese.

DR. JOSÉ V. VALERIO DR. MARIO D. ADARO


Ministro Ministro

DR. OMAR A. PALERMO


Ministro

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