NOSOLOGIA Lec. 1

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Tomado de: Álvarez Esteban y Sauvagnat

La nosología es la rama de la medicina cuyo objeto es describir,


explicar, diferenciar y clasificar la amplia variedad de enfermedades y
procesos patológicos existentes, entendiendo éstos como entidades
clínico-semiológicas, generalmente independientes e identificables
según criterios idóneos. Sus orígenes se remontan al siglo
XVIII cuando comenzaron a clasificarse las especies de la flora y la
fauna, aunque su acepción actual se inicia a partir del siglo XIX.

Asimismo se establece que entre los profesionales que utilizaron por


primera vez como tal la citada ciencia se encuentran los especialistas de
la piel, es decir, los dermatólogos. Estos comenzaron a hacer uso de la
misma precisamente, como hemos citado anteriormente, en el siglo
XIX.
La nosología, por lo tanto, se encarga de sistematizar las patologías de
acuerdo a la información que existe sobre ellas. Dichos datos, por su
parte, están basados en las teorías existentes acerca de la naturaleza de
las diferentes patologías.

Las funciones esenciales de la nosología, por lo tanto, consisten


en describir las enfermedades para generar conocimientos sobre sus
características; la diferenciación de las patologías para concretar la
identificación de la enfermedad; y la clasificación de acuerdo a los
vínculos entre los diversos procesos analizados.

Es posible reconocer diversas subdisciplinas dentro de la nosología,


como la nosotaxia, la nosognóstica, la nosografía y la nosonomia.

La nosotaxia es la rama que se especializa en clasificar las afecciones,


mientras que la nosognóstica se encarga de la calificación según
criterios clínicos.

La nosografía, por su parte, se concentra en describir las enfermedades


a través de la etilogía, la patogenia, la patocronia y la nosobiótica.
Sobre la citada nosografía hay que dejar patente que a través de dichos
elementos consigue describir una enfermedad en concreto
estableciendo las causas, el origen y desarrollo de la misma, las
alteraciones que trae consigo en el paciente, los síntomas más propios y
definitorios de la misma o la evolución.

La nosonomia, por último, está centrada en la noción de la


enfermedad, dedicándose a estudiar su evolución en la historia, la
relación entre la salud y las enfermedades y otros aspectos. De esta
manera, ayuda a fijar la distinción entre una persona saludable y una
que está enferma, justificando dicha diferenciación.

Además de todo lo subrayado tenemos que establecer claramente que


la nosología podemos encontrárnosla también en el ámbito de la
psiquiatría. Así, se habla de nosología psiquiátrica para hacer
referencia al conjunto de trastornos mentales que los profesionales
han determinado como tal. Entre los mismos habría que hablar, por
ejemplo, del episodio depresivo mayor o del trastorno de la
personalidad límite que están muy relacionados con la conducta
suicida.
De la misma manera, también en este citado campo médico se habla de
lo que es la nosología psiquiátrica del estrés gracias a la cual se
consigue clasificar y determinar las distintas consecuencias,
enfermedades y trastornos que pueden afectar a una persona que se
vea sometida a continuos y elevados niveles del citado estrés. En este
sentido, hay que destacar, por ejemplo, el llamado estrés
postraumático que es el que suele aparecer después de haber sido
sufrido acontecimientos de gravedad como una inundación, un
conflicto bélico o la muerte de un familiar cercano, entre otras.

Evolución histórica

Estudiar la evolución histórica de la nosología psiquiátrica es estudiar


la historia de la psiquiatría. Nos basaremos para ello en dos obras
imprescindibles: Ensayo sobre los paradigmas de la psiquiatría
moderna, de Lantéri-Laura yLos fundamentos de la clínica de
Bercherie.

Para Lantéri-Laura, desde el final del Siglo de las Luces hasta la mitad
del XIX, es posible establecer un periodo durante el cual las tradiciones
psiquiátricas francesas y germánicas, así como también las italianas o
inglesas, a pesar de sus muy numerosas divergencias, reciben desde el
principio y sin lugar a dudas el postulado según el cual el campo propio
de la psiquiatría entraña una afección única, una enfermedad, por
supuesto, pero diferente de todas las demás enfermedades y que, entre
muchos autores, Pinel propuso, con éxito, denominar alienación
mental. Este paradigma constituye la principal característica de este
primer periodo de historia de la psiquiatría, y la unidad de la afección
es lo que sin duda alguna constituye su rasgo más esencial. Como
señala Lantéri-Laura, atribuir una fecha concreta a su comienzo y
terminación resulta inevitablemente algo arbitrario, pero él propone
unos límites temporales a condición de no concederles más valor que
desde el punto de vista práctico y convencional. El periodo en que
domina el paradigma de la alienación mental puede tomar como fecha
de inicio el otoño de 1793, cuando la Comuna de París designa a Pinel
para el Hospicio de Bicêtre. Esta precisión cronológica es discutible,
pero tiene dos ventajas. Por una parte, demuestra que las ideas y los
personajes en cuestión pertenecen, al menos en su comienzo, al siglo
XVIII, que va a prolongarse desde luego hasta el XIX, de forma que la
psiquiatría tenderá a pasar directamente de la Enciclopedia al
positivismo, con muy pocos lazos de unión con el romanticismo, salvo
en algunos aspectos de la psiquiatría alemana. Como terminación,
Lantéri-Laura fija el año 1854, cuando J.-P.Falret, adversario
indiscutible de la unidad de la patología mental, publica el artículo de
ruptura, titulado De la non-existence de la monomanie. Este
paradigma, aunque fue desdibujándose progresivamente, va a legar a la
psiquiatría de los siglos XIX y XX la cuestión siempre actual de la
unidad de la locura.

El segundo paradigma es el de las enfermedades mentales. Éstas


designan dos modificaciones radicales en relación con lo que
significaba la alienación mental; por un lado, la patología mental
considera que debe aplicarse para distinguir cierto número de
afecciones irreductibles entre sí, cuyo conjunto, puramente empírico,
escapa a la unidad y a la unificación; por otro lado, esta misma
patología mental renuncia a constituir una extraterritorialidad
respecto a la medicina y quiere formar parte de ella, como el resto de
sus ramas, en contra de lo que exigía el paradigma anterior. Como
fecha de finalización se puede fijar el año 1926, en el que se celebra en
Ginebra y Lausana el congreso en el que Bleuler expone su concepción
sobre el grupo de las esquizofrenias, de las que tan pronto habla en
plural como en singular, y que sólo puede abordarse a la luz del
concepto de estructura psicopatológica.

A partir de este momento, bajo las influencias cruzadas, a menudo


convergentes y a veces antagonistas, de laGestalttheorie de Koehler y
de Koffka, de la neurología globalista de Goldstein, así como también
de Head, de la filosofía fenomenológica y del psicoanálisis de
entreguerras, el nuevo paradigma se impone de una manera bastante
concreta como el que va a conciliar, eficazmente pero a su manera, un
cierto retorno a una unidad, de cuyo alejamiento muchos se
lamentaban, con el mantenimiento de cierto número de subdivisiones
inevitables. Esto es lo que lograba en gran medida el paradigma de
las grandes estructuras psicopatológicas. Éste se ha mantenido durante
mucho tiempo, y como posible fecha de finalización se le podría poner
el otoño de 1977, momento en que la psiquiatría mundial perdía a
Henri Ey. Él mismo, y tal vez incluso más Minkowski, supieron
introducir en psiquiatría, de una manera crítica aunque fecunda, este
concepto de estructura que, con una acepción por otro lado diferente,
iba a ocupar un lugar decisivo en la lingüística y la antropología social.

Pasemos ahora a glosar algunas reflexiones de Bercherie en la obra


previamente citada. Hablando sobre la situación de la clínica clásica en
lo que suele considerarse aproximadamente su momento de
terminación, sobre los años 20 del siglo pasado, señala que existen tres
grupos de fenómenos patológicos que han sido progresivamente
individualizados: los síndromes orgánicos, la patología constitucional-
reaccional y, finalmente, el grupo de psicosis al cual, bajo la influencia
de los psicoanalistas, se le reservará el término y que los alemanes
llaman psicosis endógenas. Se detiene en la delimitación de este grupo
de las psicosis endógenas, para el que la escuela alemana mantiene una
división en dos clases, a las cuales el criterio evolutivo confiere lo que
Bercherie considera una falsa unidad: esquizofrenias (procesos
crónicos) y maníaco-depresivas (fases agudas). Las excepciones
evolutivas son la regla. Por otra parte, la escuela francesa, siempre más
ligada a la “morfología” clínica, tenderá a oponer una división
tripartita a esos enfoques: demencia precoz, delirios crónicos, psicosis
maníaco-depresiva; una cuarta clase no deja de molestar debido a su
eterna recurrencia: las psicosis delirantes agudas. Pero cualquiera que
fuese la división adoptada, se choca continuamente con el problema de
los casos mixtos, atípicos, inclasificables. Por otra parte, entre
la patología constitucional y las psicosis endógenas, siempre se tienden
puentes que llegan a confundir las fronteras. En esta línea están los
trabajos de Kretschmer en Alemania y las dificultades para delimitar
los delirios psicógenos de los delirios procesuales que llevaron a la
declinación de la noción de paranoia. En Francia el problema es el
mismo, entre ciclotimia y maníaco-depresivo,delirio paranoico con
base constitucional y delirios crónicos, esquizomanía y demencia
precoz, “psicosis” histéricasy bouffées delirantes, la frontera es muy
frágil y siempre diferente según los autores. Otro de los problemas que
señala Bercherie a la hora de la ordenación nosológica es que
numerosas psicosis orgánicas no cesan de simular “los otros dos
grupos de perturbaciones”.

Los hechos, pues, imponen una erosión continua a las clasificaciones


mejor fundadas y más pacientemente establecidas. En este momento de
los años 20 del siglo pasado, el análisis clínico había alcanzado una tal
perfección que ya no existe la esperanza de que el futuro resuelva las
cuestiones pendientes por un acrecentamiento de la agudeza de la
observación. Pinel había fundado la clínica sobre la certidumbre de que
los fenómenos aparentes correspondían a las inalcanzables realidades
subyacentes. Como se pregunta Bercherie, ¿acaso el círculo no se ha
cerrado y la clínica no ha terminado por volver a sus premisas
inventadas? Diversas actitudes aparecerán como reacción a este golpe
de la realidad. Por una parte, la reacción dogmática, que consiste en
defender, contra toda evidencia, la división tripartita. Se ha llegado a
rechazar, por ejemplo, toda relación entre los temperamentos basales
descritos por Kretschmer y las psicosis correspondientes (Schneider) o
a oponer esquizofrenias verdaderas y síndromes esquizofreniformes
(Langfeldt), esperando que las palabras impedirán a las cosas
confundirse. Por otro lado, la reacción ecléctica, que tiene el mérito de
tomar cuenta de las objeciones fácticas, pero cree encontrar una
solución en el borramiento de todas las distinciones tan penosamente
adquiridas. Supone olvidar que en la mayoría de los casos, el edificio
nosológico está confirmado por la observación. Un ejemplo de esta
reacción sería el Jacksonismo de Ey. Otra posible reacción sería más
empírica, consistiendo en decidirse a hablar de síndromes en lugar de
entidades y dar a éstos una etiología y una evolución variable.

Estado actual

Siguiendo el trabajo
de Álvarez, Esteban y Sauvagnat titulado Fundamentos de
psicopatología psicoanalítica, dedicaremos ahora unas líneas a
describir, desde el punto de vista de estos autores, que compartimos, el
estado de la nosología actual marcado por los manuales DSM-IV-TR de
la APA y CIE-10 de la OMS.

Las últimas versiones de los DSM (Manual diagnóstico y estadístico de


los trastornos mentales) de la Asociación Psiquiátrica Americana
tratan de presentarnos, sobre un fondo supuestamente “ateórico”, el
conjunto de la patología mental ordenado en categorías nosográficas a
partir de las manifestaciones que ellas presuntamente revelan. Se pone
de manifiesto una ingenuidad epistemológica tanto más llamativa
cuanto que se confía ciegamente en que los hechos concretos sean
captados por cualquier observador de una manera directa e imparcial;
se cree, además, que las únicas discrepancias posibles respecto a la
objetividad de los fenómenos provienen del desvío que introducen las
interpretaciones. Esta forma de empirismo banal, asentada en el
principio baconiano según el cual la naturaleza se muestra a sí misma
mediante hechos y fenómenos objetivos y directamente observables,
culmina a la postre por ofrecernos una especie de mercado persa de la
patología mental donde la nosología es degradada a mera semiología.
Las muchas categorías propuestas adolecen de principios
organizadores, pues esos síndromes clínicos son aprehendidos en sus
aspectos más superficiales a despecho de cualquier consideración
estructural, es decir, orillando esos elementos invariantes y esas
configuraciones que se cristalizan merced a las posiciones y relaciones
que ocupan en determinada estructura. Además, la semiología que les
sirve de guía es bastante ruda, ya que apenas logra trascender los
fenómenos más conspicuos; bien distinto es el caso de las semiologías
clásicas desarrolladas por Séglas, Chaslin o Clérambault, aquí
totalmente ausentes.

En 1952 apareció el DSM-I, que proponía una taxonomía basada


esencialmente en el funcionalismo de Adolf Meyer. Para nada ateórico,
el DSM-I articuló la tradición psiquiátrica y el psicoanálisis mediante el
concepto de “reacción”, promoviendo una concepción de las patologías
mentales como formas de reacción de la personalidad ante factores
distintos (psicológicos, sociales, orgánicos, genéticos, etc.). El DSM-I,
influido también por Menninger, prestó especial atención a las
neurosis y a los mecanismos de defensa.

El término “reacción” fue eliminado en el DSM-II, editado en 1968,


siguiendo los principios de su antecesor pero siendo menos explícito en
cuanto a su orientación teórica. Ya el DSM-III, de 1980, define su
orientación como “ateórica”, desapareciendo el concepto de neurosis y
limitándose el valor heurístico del concepto de psicosis, así como
mostrando la tendencia a considerar las ciento cincuenta categorías
propuestas como “válidas” y “fiables”, culminando en una taxonomía
“descriptiva” que pone en entredicho cualquier tipo de psicogénesis, es
decir, de implicación subjetiva en el trastorno. El DSM-III impuso el
modelo médico en psicopatología, articulado con el behaviorismo por
medio del empirismo, tan querido éste por uno y otro. A pesar del ideal
de crear un lenguaje común que contentara a especialistas de
diferentes orientaciones, las notables inconsistencias, confusiones y
discordancias de algunos de los criterios diagnósticos propuestos y de
las categorías resultantes promovieron su pronta revisión. Así
surgieron el DSM-III-R, en 1987, y el DSM-IV, en 1994.

Como señalan Álvarez, Esteban y Sauvagnat, los dos últimos manuales


de esta saga (el DSM-IV-TR apenas tiene diferencias reseñables con
respecto al DSM-IV) pretenden cada vez más construir una
clasificación basada en evidencias empíricas. Ésta es quizá la razón por
la cual no se habla de sujetos, ni siquiera de individuos o personas, sino
exclusivamente de enfermedades. Por otra parte, a pesar de ser un
catálogo tan exuberante de trastornos mentales, de incluir un sistema
diagnóstico multiaxial y pretenderse basado en evidencias
experimentales, “el DSM-IV no asume que cada categoría de trastorno
mental sea una entidad separada, con límites que la diferencian de
otros trastornos mentales o no mentales”. Esta taxativa afirmación de
sus autores contrasta sobremanera con la apariencia que se transmite
en la descripción de cada una de las categorías, pues pareciera que se
trata de entidades discretas y perfectamente delimitadas según el
modelo de la patología médica, es decir, asentadas en el inequívoco
isomorfismo entre los síntomas y las categorías descritas. Tal ha sido la
interpretación que habitualmente se ha hecho de ello, ya que han sido
muchos los autores que han intentado establecer una correspondencia
directa entre diagnóstico DSM y tratamiento específico.

Otro de los aspectos centrales de los últimos DSM es el empleo del


término “trastorno mental”. Quizá los autores han tratado de evitar
previsibles polémicas de haber empleado “enfermedad mental” en
lugar de “trastorno mental”, mas no por ello disfrazan su visión médica
de la psicología patológica. El DSM-IV da una definición sindrómica del
trastorno, empeñándose en orillar cualquier referencia a la
subjetividad, aunque bien es cierto que no lo consigue del todo en
algunas de las categorías descritas, como es el caso del “trastorno
facticio”.

Los partidarios del DSM-IV alaban su fácil manejo y el hecho de


disponer de respuestas diagnósticas para casi todo cuanto se
encuentran en su quehacer profesional. Sin embargo, esta taxonomía
descriptiva (como señalan Álvarez, Esteban y Sauvagnat, sería erróneo
considerarla una nosografía basada en una psicopatología) evidencia
un buen número de fisuras que es preciso mostrar. Además de
pretender anegar la psicopatología clásica y el psicoanálisis, resultan
impactantes los criterios extraclínicos que se conjugan en ese manual,
revelándose decididamente al servicio de los intereses económicos de
la industria farmacéutica y de las compañías de seguros médicos, tal
como puede apreciarse en la progresiva inflación de trastornos de
ansiedad, afectivos y psicóticos, es decir, los que corresponden a los
tres grandes grupos de psicofármacos. Por otra parte, resulta
conmovedor que una nosotaxia tan prolija no termine por demarcar
trastornos discretos y precisos en sus límites diferenciales, llegando a
abogar por un continuum entre la patología y la normalidad, así como
entre los distintos trastornos entre sí.

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