Eugene Peterson Comete Este Libro

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© 2011

Contenido
Reconocimientos
Prefacio

1. “La disciplina prohibitiva de la lectura espiritual”

I. Cómete este libro

2. La comunidad de los santos a la mesa con la Sagrada Escritura

3. La Escritura como texto: Necesitamos aprender lo que Dios revela


El Dios revelado y que revela
La Santa Trinidad: Una relación personal
Despersonalizando el texto
El reemplazo de la Trinidad
Hoshia

4. La Escritura como modelo: Siguiendo el camino de Jesús


La historia
La oración

5. La Escritura como libreto: Haciendo nuestra parte en el Espíritu


La Biblia que incomoda
El inmenso mundo de la Biblia
Obediencia
Leyendo la Escritura litúrgicamente
Espiritualidad virtuosa

II. Lectio Divina

6. “Caveat lector" Una advertencia al que lee

7. “Me has perforado los oídos”


Lectio
Meditado
Oratio
Contemplatio
III. La gran ayuda de los traductores

8. Los secretarios de Dios


Traducción al arameo
Traducción al griego
Traducción al inglés norteamericano

Apéndice: Lo que otros han escrito sobre la lectura espiritual


Reconocimientos
Los primeros escritos de este libro, hoy extensamente editados, fueron publicados en
los periódicos Crux y Theology Today. Partes del manuscrito fueron utilizados para
lecciones en Regent College, Vancouver, en Glenhoe Lectures, Louisville Seminary y
en Schloss-Mittersill Study Center, Suiza. Una porción del material sobre metáforas en
el capítulo siete fue tomado de Where Your Treasure Is (Eerdmans, 1993).
Los profesores Iain Provan y Sven Soderlund, mis colegas de Regent College,
leyeron escrupulosamente el manuscrito, brindándome una ayuda formidable
mejorando el material más allá de lo que era capaz de hacer por mi mismo. Jon y
Cheryl Stine me acompañaron constantemente en la interminable labor de preparar el
alimento en donde el plato principal es la Palabra de Dios; Cómete este libro: se lo
dedico a ellos.
Prefacio
Un día sábado al mediodía mi esposa recogió a nuestro nieto de siete años en la iglesia,
donde Hans había estado asistiendo a una clase de escuela bíblica.
Partieron en el automóvil hacia el museo local donde había una exhibición especial
de piedras preciosas para niños. De camino decidieron parar en una plaza para
almorzar y mientras comían sentados en una banca de la plaza, Hans seguía con su
incansable plática que había iniciado al salir de la iglesia. Una vez terminado su
almuerzo, que el mismo preparó, un sándwich de lechuga y mayonesa (“Abuelita,
estoy tratando de comer más saludablemente”). Hans apartando su mirada de su abuela
con sus ojos fijados en la plaza, saca de su mochila un Nuevo Testamento que recién le
había regalado su pastor, y abriéndolo lo acerca para leerlo, moviendo sus ojos sobre
sus páginas de izquierda a derecha de manera devota, pero en un silencio inusual.
Después de un largo minuto, cerró el Testamento y regresándolo en su mochila dice:
“Bueno, abuelita, estoy listo, vamos al museo”.
Su abuela se sorprendió, además de reírse porque Hans aun no lee. Su hermana
puede leer y también algunos de sus amigos, pero Hans no. Y él sabe que no puede
leer, como a veces nos dice: “no puedo leer”, como para recordarnos de lo que aun no
sabe hacer.
Entonces, ¿qué hacía “leyendo” el Nuevo Testamento en la banca de la plaza ese
sábado otoñal?
Cuando mi esposa me contó lo ocurrido yo también me sorprendí y reí. Pero
pasados unos días esa historia se desarrolló en mi imaginación convirtiéndose en una
parábola. En aquellos días estaba sumergido escribiendo este libro, una extensa
conversación sobre la práctica teológica y mientras escribía me era difícil mantener
enfocada la atención de mis anhelados lectores. Estos parecían intercambiarse entre
personas que leían la Biblia y otros que no, maestros de la Biblia y predicadores de la
Biblia. ¿Habrá algún obstáculo, una dificultad, que todos tengamos en común cuando
abrimos nuestras Biblias para leerlas? Yo creo que si y Hans me dio el enfoque.

* * *
Me he dedicado a leer la Biblia desde niño, como a la edad que tiene Hans.
Después de haberla leído por veinte años me dediqué al pastorado y a la enseñanza.
Por más de cincuenta años me he involucrado en la vocación de clavar las Escrituras
Cristianas en las mentes y corazones, brazos y piernas, oídos y bocas de hombres y
mujeres. Y no ha sido fácil. ¿Por qué?
Porque el reto que no podemos ignorar referente a las Escrituras es que sean leídas
y asimiladas en los términos y la forma en que se presenta la revelación de Dios.
Pareciera que esto fuera muy fácil de hacer. Después de cinco o seis años escolares, en
la escuela que toda la comunidad sostiene económicamente, la mayoría de nosotros
podemos leer gran parte de lo que está escrito en la Biblia. Si no posees una Biblia y
no tienes los medios para comprarla, en este país se pueden robar de algún hotel u
hospedaje sin el temor de ser arrestado. ¿Quién ha sido arrestado bajo sumario policial
por robar una Biblia en este país?
Pero resulta que en este propósito de vivir la vida cristiana, el aspecto más
descuidado tiene que ver con la forma que se lee las Escrituras. No estoy diciendo que
los cristianos no poseen ni leen la Biblia, ni tampoco sugiriendo que los cristianos no
creen que la Biblia sea la Palabra de Dios. En lo que se descuida es leer la Escritura
formativamente, o sea, leerla para vivir conforme a lo que dice.
Hans estaba sentado en la banca de la plaza, sus ojos se movían de un lado al otro
sobre las páginas de su Biblia, “leyendo” pero en realidad no leía; con reverencia y
devoción pero sin comprender; honrando de forma preciosa el libro pero sin el
conocimiento de que nada tiene que ver con la lechuga y la mayonesa del sándwich
que acaba de comer o el museo que está por visitar, distraído con la abuelita a su lado:
Hans, “leyendo” su Biblia, es toda una parábola.
Esta parábola refleja como la Escritura se despersonaliza y se convierte en un
objeto de honra; la Escritura separada de su precedencia y consecuencia, de un
almuerzo y el museo; la Escritura en la plaza es elevada por encima de la vida que se
debe vivir diariamente, es un libro de texto sobre un pedestal, rodeado de una gran
expansión de césped protegido del ruido y la contaminación ambiental producida por
los camiones diésel.
La obra del diablo es tomar aquello tan precioso e inocente en las manos de Hans y
perpetuarlo en una vida de lectura marcada por una devoción indiferente.
Lo que quiero decir, contrarrestando al diablo, es que para poder leer la Escritura
de forma adecuada y con propiedad, es necesario también vivir conforme a lo escrito.
No estoy diciendo que hay que vivirla primero como requisito para leerla, sino que al
leerla el vivir y el leer debe ser recíproco, en nuestra expresión corporal y en las
palabras que hablamos; cada día al leerlas necesitamos asimilar la lectura para vivirla,
aplicando lo que leemos a la forma que vivimos. Leer la Escritura no es una actividad
secreta separada de vivir el evangelio, sino que debe integrarnos. Significa permitir
que Dios tenga la palabra en todo lo que decimos y hacemos. Es así de sencillo y así de
difícil.
CAPÍTULO 1

“La disciplina prohibitiva


de la lectura espiritual”
Años atrás tenía un perro que poseía un afecto por los huesos grandes.
Afortunadamente para el, vivíamos en un frondoso bosque en una colina de los montes
de Montana. En sus salidas por el bosque a menudo encontraba los restos de un ciervo
de cola blanca que habían sido traídos del monte por los coyotes. Luego aparecía
deslizando o arrastrando su trofeo sobre nuestro patio de piedra que está a la orilla del
lago, este trofeo solía ser un muslo o una costilla y aunque era un perro pequeño el
hueso era casi tan grande como el. Cualquiera que haya tenido un perro conocerá la
rutina: corría y saltaba jocosamente delante de nosotros con su trofeo, moviendo la
cola, orgulloso de su hallazgo, buscando nuestra aprobación. Por supuesto, nosotros lo
afirmábamos: hablándole con halagos y diciéndole que era buen perro. Pero después
de un rato, satisfecho con nuestro aplauso, arrastraba su hueso unos 20 metros o algo
así a un lugar más privado, generalmente a la sombra de una gran roca cubierta de
musgo y allí disfrutaba del hueso. El asunto social del hueso quedó atrás, ahora el
placer lo tiene a solas. Masticaba persistentemente el hueso, le daba vuelta, lo lamía y
se preocupaba que alguien se lo quitara. A veces podíamos oír un rugido de tono bajo
o un gruñido mientras mordía el hueso, lo que en un gato sería un ronroneo.
Obviamente se divertía sin ningún apuro. Después de un par de horas sin prisa lo
enterraba para regresar al día siguiente y seguir con su labor. Un hueso promedio
duraba cerca de una semana.
Siempre me gustó mirar como mi perro se deleitaba en sus juegos serios y su
espontaneidad semejante a la de un niño totalmente absorto en “la cosa que necesita”.
Pero imagínate qué deleite tuve leyendo un día el versículo en Isaías donde encontré al
poeta y profeta observando algo similar a lo que mi perro tanto disfrutaba, con la
diferencia que el animal en lugar de ser un perro era un león. “Como el león y el
cachorro de león ruge sobre la presa...” (Isaías 31:4) “Ruge” fue la palabra que captó
mi atención y me llevó a un momento “emotivo” y deleitoso. Lo que mi perro hacía
con su preciado hueso, emitiendo esos rugidos de garganta mientras masticaba
persistentemente disfrutando de su cacería, fue lo que el león de Isaías hizo con su
presa. Para mi deleite el tesoro fue notar la traducción de la palabra hebrea traducida
como “ruge” (hagah) que usualmente se traduce como “meditar” tal como leemos en
el Salmo 1, que describe al varón o la mujer que “en la ley del Señor está su delicia, y
en su ley medita de día y de noche” (v. 2). O como leemos en el Salmo 63: “Cuando
me acuerde de ti en mi lecho, cuando medite en ti en las vigilias de la noche” (v. 6).
Aquí Isaías emplea esta palabra refiriéndose al rugido del león sobre su presa en la
forma que mi perro se inquietaba por el hueso.
Hagah es una palabra que nuestros ancestros judíos usaban frecuentemente cuando
leían el tipo de escritura que trata con nuestras almas. No obstante, “meditar” es una
palabra muy leve para lo que se quiere expresar. “Meditar” es una palabra que expresa
aquello que hago de rodillas en una capilla con una vela encendida sobre el altar. O lo
que mi esposa hace sentada en un jardín de rosas con su Biblia sobre las faldas. Pero
cuando el león de Isaías y mi perro meditaban, estos masticaban y tragaban usando sus
dientes, lengua, estomago e intestinos. El león de Isaías meditaba en su cabrito (si es lo
que se había comido) y mi perro meditaba con su hueso. Hay un cierto tipo de escritura
que nos invita a este tipo de lectura de suaves ronroneos y rugidos de tono bajo
mientras gustamos y saboreamos anticipando el sabor de lo dulce y lo sazonado,
haciendo agua la boca con bocados de palabras que renuevan nuestra alma. “Gustad, y
ved que es bueno el Señor” (Sal. 34:8). Unas páginas más adelante Isaías vuelve a usar
la palabra (hagah) refiriéndose al gemido de la paloma (38:14). Un lector meticuloso
de este texto captó el espíritu de esta palabra al decir que hagah tipifica la persona que
está “sumida en su religión”,[1] esto refleja con exactitud el estado de mi perro con
aquel hueso. El Barón Friedrich von Hügel comparó esta forma de lectura a “como se
disuelve imperceptiblemente una pastilla en la boca”.[2]
Me interesa cultivar este tipo de lectura: la que es congruente con las Sagradas
Escrituras, y también aquellos libros que tienen el propósito de cambiar nuestras vidas
y no tan sólo amontonar información en las células de nuestro cerebro. Todo libro bien
escrito y sensato ofrece precisamente este tipo de lectura: una que es reflexiva y de
reposo con un romance de palabras, que es muy diferente a sólo leer información. Pero
nuestros escritores canónicos hicieron el mayor esfuerzo por volcar la revelación de
Dios en frases escritas en hebreo, arameo y griego; por nombrar algunos está Moisés e
Isaías, Ezequiel y Jeremías, Marcos y Pablo, Lucas y Juan, Mateo y David, junto a
muchos otros hermanos y hermanas nombrados y otros anónimos a través de los siglos.
Todos ellos conforman la facultad de escritores usados por el Espíritu Santo que nos
legaron las Sagradas Escrituras para que nos mantengamos en relación con Él y para
que tengamos una perspectiva de la realidad, visible e invisible: la veracidad de Dios y
la realidad de Su presencia. Todos estos escritores se distinguen por su profunda
confianza en “el poder de las palabras” (Como dice Coleridge) que nos introducen a la
presencia de Dios y cambian nuestras vidas. Por mantenernos en la compañía de los
escritores de las Sagradas Escrituras, aprendemos por medio de la práctica de leer y
escribir, que las escrituras están impregnadas de un gran respeto; pero más que respeto,
una admirable reverencia por el poder transformador y revelador que poseen sus
palabras. La página de apertura del texto para la vida cristiana, la Biblia, nos dice que
todo el cosmos y todos los seres vivientes fueron creados por la palabra. San Juan usa
el término “Verbo” refiriéndose, de principio a fin, a la persona de Jesucristo como el
centro de la revelación de la historia cristiana. El lenguaje hablado y escrito es el
principal medio para enterarnos: quien es Dios y qué está haciendo. Pero este es un
lenguaje de cierta estirpe, no son palabras dirigidas a lo externo de nuestra vida como
cuando escribimos una lista de compras, manuales de computación, gramática francesa
y reglamentos deportivos. Estas palabras fueron escritas de forma directa o indirecta
para hacer raíz dentro de nosotros, para tratar con nuestra alma, para formar una vida
que tenga coherencia con el mundo que Dios creó, la salvación que El determinó y la
comunidad que El ha reunido. Tal lenguaje invita y demanda ser leído con la
aplicación que tiene un perro con su hueso.
Los escritores de otras tradiciones de fe y aquellos que no poseen ningún credo
como los ateos, agnósticos y seculares, también tienen acceso a esta escuela y se han
beneficiado grandemente entrenándose con la santidad de las palabras. No obstante, el
adjetivo “espiritual” nos vale para identificar la forma en que los escritores
colectivamente escribieron la Biblia, usando el lenguaje para formar “la mente de
Cristo” en sus lectores. Este adjetivo continúa siendo valioso para identificar a
hombres y mujeres posbíblicos que continúan escribiendo periódicos y comentarios,
estudios y reflexiones, historias y poemas, al mismo tiempo que sometemos y
subyugamos nuestras imaginaciones a la sintaxis y a la dicción de los escritores
bíblicos. No obstante, la Sagrada Escritura es el documento primordial, la Texto de
autoridad, la obra del Espíritu Santo que es irrevocable en toda verdad espiritual.
Quiero insistir que la escritura espiritual, la escritura inspirada por el Espíritu
Santo, requiere que sea leída espiritualmente, el tipo de lectura que honra la santidad
de las palabras, aquellas palabras que forman la compleja red entre el ser humano y
Dios y entre las cosas visibles e invisibles.
Hay un solo tipo de lectura que concuerda con las Sagradas Escrituras, es la
escritura que confía en el poder de las palabras que penetran nuestra vida creando
verdad, hermosura y bondad; los escritos que requieren de un lector que, como dice
Rainer Maria Rilke, “no siempre se inclina sobre sus páginas; a veces se apoya en su
respaldo y cierra sus ojos en el párrafo que ha leído y el significado empieza a correr
por sus venas”.[3] Esta es la lectura que nuestros antepasados llamaban lectio divina,
comúnmente traducido como “lectura espiritual”, es la lectura que entra en nuestra
alma como el alimento al estómago, nutriendo la sangre, y luego convirtiéndose en
santidad, amor y sabiduría.
En 1916 un joven pastor suizo, Karl Barth, dio un discurso en el vecindario de
Leutwil donde su amigo Eduard Thurneysen era pastor. Barth tenía treinta años y había
sido pastor en Safenwil (cantón de Argovia) por cinco años y apenas empezaba a
descubrir la Biblia. A unos pocos kilómetros de distancia el resto de Europa estaba en
llamas por la guerra, una carnicería producida por la epidemia de la guerra que marcó
lo que un escritor de ese tiempo (Karl Graus) describió como “una pérdida irreparable
para la humanidad de la civilización occidental”.[4] Las sucesivas décadas florecientes
del siglo nos dieron más detalles, políticos, culturales y la evidencia espiritual del
mundo convirtiéndose inexorablemente en “La tierra baldía” que la presciencia
poética de T. S. Eliot había presentado.
Cuando las matanzas y los cuerpos al aire libre aumentaban, cruzando las fronteras
de Alemania y Francia, dentro del territorio neutro de Suiza, este joven pastor
descubrió la Biblia como por primera vez, ahora percibiéndola como un libro
extraordinario y sin precedentes. El alma y el cuerpo de Europa, como también el del
mundo, estaba siendo violado. En todos los continentes millones de personas estaban
pendientes a las noticias “del frente de batalla”, y de los discursos anunciados por los
líderes mundiales que eran reportados por los periodistas. Mientras tanto, Barth en su
pequeña aldea alejada de todo, escribía lo que había descubierto: la extraordinaria
verdad de la Biblia, que nos libera, atestigua la veracidad de Dios y cambia el reto
innegable que nos presenta la cultura. Después de varios años publicó su
descubrimiento en el comentario la epístola a los Romanos, este fue su primer libro en
una procesión de varios libros que años más tarde convencerían a muchos cristianos
que la Biblia les presenta una historia más veraz y exacta de los conflictos mundiales,
que los reportes presentados por los periodistas y políticos. Al mismo tiempo Barth se
determinó a recuperar la capacidad que los cristianos lean la Biblia receptivamente en
su carácter original y transformador. Barth además sacó las Biblias almacenadas entre
naftaleno que habían estado guardadas por tanto tiempo en los estantes. Enseñó la vida
que hay en sus páginas y cuán diferente es a los libros que pueden ser “manipulados”,
disecados y analizados para el uso que se nos antoje darle. Barth mostró de manera
clara y convincente, que esta “diferente” clase de escritura (contiene revelación e
intimidad en lugar de información impersonal) debe ser leída muy diferentemente a los
otros libros (con un pensamiento receptivo y sin prisa en lugar de la aversión y el
apuro). También mantuvo el enfoque en llamar nuestra atención en como las
respuestas de la Biblia cambian la vida. Dostoevsky, por ejemplo, reproducía en sus
novelas las consecuencias del Génesis en la raza humana, moldeando a los personajes
bajo la rúbrica del divino “sin embargo” y no el “por lo tanto”.
Más tarde Barth publicó su discurso de Leutwil bajo el título “The Strange New
World Within the Bible” [El extraño mundo dentro de la Biblia].[5] En un tiempo y una
cultura en que la Biblia había sido embalsamada y sepultada por un par de
generaciones de fúnebres estudiosos. De manera apasionada e implacable Barth
insistió que “la niña no está muerta, sino duerme”, la tomó de la mano y le dijo:
“Levántate”. Los subsiguientes cincuenta años, Barth demostró el increíble vigor y
energía que emanaba de los versículos y las historias de este libro y nos mostró como
leerlas.

* * *
Barth insistía que no leemos este libro y los escritos subsiguientes modelados por
el libro para encontrar la manera de llegar a Dios y para que El participe en nuestras
vidas. No, abrimos la Biblia y encontramos que página tras página nos toma
desprevenidos, nos sorprende y nos acerca a su realidad, nos atrae a participar con
Dios en los términos de Él.
Barth nos dejó una ilustración que se hizo famosa. Estoy utilizando un germen de
su anécdota y a la vez sumando un poco la ayuda de Walter Percy,[6] con mis propios
detalles. Imagina un grupo de hombres y mujeres en un gran almacén. Todos ellos
nacieron dentro del almacén, crecieron allí y tienen todo lo que necesitan para su
confort allí. Este edificio no tiene salidas sino ventanas, pero las ventanas están
encostradas de polvo, nadie las limpia y nadie se interesa por mirar afuera. ¿Por qué
han de hacerlo? El almacén es todo lo que conocen y tiene todo lo que necesitan. Pero
un día uno de los niños toma una escalera y la corre hasta una de las ventanas, limpia
la suciedad y mira afuera. Ve a personas caminando en la calle y entonces llama a sus
amigos para que vengan a mirar. Se juntan a la ventana sin saber que existe un mundo
afuera del almacén; y entonces ven en la calle a una persona que está mirando y
señalando; pronto varias personas se juntan, mirando hacia arriba y hablando
emocionadamente. Los niños miran hacia arriba, pero nada ven sino el techo del
almacén. Finalmente, se cansan de mirar a la gente en la calle actuando alocadamente,
señalando al vacío y emocionándose por ello. ¿Qué sentido podría tener el detenerse
sin ningún motivo, señalar al vacío y hablar agitadamente de nada?
No obstante, lo que esas personas en la calle estaban mirando era un avión (o
gansos volando o una columna gigante de nubes). La gente que estaba en la calle podía
mirar al cielo y todo lo que había allí, pero la gente en el almacén no ven el cielo sino
sólo la parte interior del techo.
No obstante, ¿qué pasaría si un día uno de esos niños hace una abertura en la pared del
almacén y convence a sus amigos que salgan y descubran el inmenso cielo sobre ellos
y los grandes horizontes que están más allá? Esto es lo que ocurre, escribe Barth,
cuando abrimos la Biblia, entramos al insólito mundo de Dios; un mundo de creación y
salvación que se extiende infinitamente por encima y más allá de nosotros. La vida en
el almacén jamás nos preparó para algo así.
Típicamente, los adultos en el almacén se burlan de las historias que los niños
regresan contando, después de todo, la forma de control que ejercen dentro del
almacén jamás podrían lograrlo en el mundo exterior, y prefieren que todo permanezca
así.

* * *
San Pablo era como ese niño que limpió la suciedad de la ventana para Barth, hizo
una abertura y lo convenció para que saliera afuera al grande y “extraño” mundo del
cual dan testimonio los escritores bíblicos. En esta escuela de escritores, comenzando
con San Pablo y pronto incluyendo a toda la facultad del Espíritu Santo, Barth se
convirtió en un lector cristiano, leyendo las palabras ordenadamente para ser formado
por la Palabra de Dios y fue sólo entonces que se convirtió en un escritor cristiano.
El relato de lo que ocurrió en la vida de Barth fue publicado más tarde por él en
The Word of God and the Word of Man [La Palabra de Dios y la palabra del hombre].
El novelista John Updike refiriéndose a ese libro dijo: “me dio una filosofía para vivir
y obrar; y de esa forma, cambió mi vida”. Cuando Updike recibió la medalla de
campeón en 1997, la acreditó a su fe cristiana revelada en el redescubrimiento de la
Biblia de Barth por decirle, como escritor, “que la verdad es santa y decir la verdad es
una noble y útil profesión; que la realidad a nuestro alrededor fue creada y es digna de
celebrar; que los hombres y las mujeres son radicalmente imperfectos y radicalmente
valiosos”.[7]

* * *
Las primeras metáforas de escribir y leer que captaron mi imaginación fueron de
Kafka: “Si el libro que leemos no nos despierta como un puñetazo en la cabeza, ¿para
qué lo leemos?... Un libro debe accionar como un pico de hielo que despedaza el mar
congelado que tenemos por dentro.”[8] Durante ese tiempo estaba dedicado al pastorado
y al profesorado para involucrar a la gente a que leyeran la Escritura correctamente.
Estaba preocupado por la forma en que leían, no había ninguna diferencia con el modo
en que leían una página deportiva, una sección de historietas o los clasificados. Yo
quería despertarlos y cambiar su manera de pensar, quería que miraran la Biblia como
un puño que golpeaba y como un pico de hielo. En retrospección, me di cuenta que mi
estrategia la realizaba alzando mi voz. Apenas notaba la violencia que usaba en las
metáforas; quería marcar una diferencia. Entonces fui sobrecogido por la pregunta de
Wendell Berry: “¿Has terminado de matar a todos los que están contra la paz?”[9]
Me di cuenta que la violencia implícita en las metáforas no eran enteramente
apropiadas para lo que intentaba hacer guiando a los lectores cristianos a las palabras
de las Sagradas Escrituras como el alimento para sus almas. Quizá el alimento forzado
no fue la mejor manera de comunicar la característica inherente de la lectura bíblica,
que es la lectura espiritual.
Y entonces noté que la metáfora bíblica más impactante de la lectura es cuando
San Juan se come un libro:
Y fui al ángel, diciéndole que me diese el librito. Y él me dijo: Toma, y cómelo; y te amargará
el vientre, pero en tu boca será dulce como la miel. Entonces tomé el librito de la mano del
ángel, y lo comí; y era dulce en mi boca como la miel, pero cuando lo hube comido, amargó mi
vientre. (Apocalipsis 10:9-10)

Jeremías y Ezequiel antes que Juan también habían comido libros, pareciera que es
una buena dieta para cualquiera que le interesa leer las palabras correctamente.
Para llamar la atención, pareciera que esto es tan bueno como lo que dijo Kafka,
pero como metáfora es mucho mejor. San Juan es el fascinante apóstol, pastor y
escritor de los principios neotestamentarios, que camina hasta el ángel y le dice:
“Dame el libro”. El ángel se lo entrega: “Aquí está, come el libro”, y Juan lo come. No
sólo leyó el libro, sino que lo interiorizó en sus nervios, sus reflejos y su imaginación.
El libro que comió eran las Sagradas Escrituras. Asimiladas en su oración y adoración,
en su imaginación y escrituras, el libro que comió fue metabolizado en el libro que
escribió, el primer gran poema en la tradición cristiana y el último libro de la Biblia, el
Apocalipsis.

* * *
El profesor de la Universidad de Oxford don Austin Farrer, en sus Bampton
Lectures, se refiere a “la disciplina prohibitiva de la lectura espiritual”[10] como
representación del estado característico que tiene la gente con el texto que forma su
alma. Se dice prohibitiva porque requiere leamos involucrando el todo nuestro ser, no
sólo por medio de la sinapsis del cerebro; prohibitiva a causa de nuestra incansable
inventiva en utilizar cualquier pretexto de “espiritualidad” aprendido para
establecernos como dioses; prohibitiva porque cuando hemos aprendido a leer y
comprender las palabras de una página, nos damos cuenta que apenas hemos
empezado; prohibitiva porque requiere todo de nosotros, nuestros músculos y
ligamentos, nuestros ojos y oídos, nuestra obediencia y adoración, nuestra imaginación
y que además oremos. Nuestros ancestros establecieron esta “disciplina prohibitiva”
(su frase para ello era lectio divina)[11] al centro del currículo de las escuelas más
estrictas, la escuela del Espíritu Santo, que fue fundada por Jesús cuando les dijo a Sus
discípulos, “Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad...
tomará de lo mío, y os lo hará saber” (San Juan 16:13-15; también 14:16; 15:26; 16:7-
8). Todo escrito que sale de esta Escuela producirá una lectura: participativa, cuyas
palabras se interiorizarán en nuestra vida, sus sinfonías e imágenes nos llevarán a la
oración, a los actos de obediencia y a transitar por el camino del amor.
Estas palabras dichas o escritas en una metáfora de comer, son palabras que
podemos libremente ingerir, gustar, masticar, saborear, tragar y digerir, y tendrán en
nosotros un efecto muy diferente que lo que nos afecta externamente, sea en forma de
propaganda o información. Una propaganda impone la voluntad de otro sobre la
nuestra, intentando manipularnos hacia una acción o creencia. En la medida que somos
movidos por ella, nos rebajamos como el títere en la mano del titiritero escritor/orador.
No hay dignidad, ni alma en un títere. La información reduce las palabras a la
condición de un simple bien material que podemos usar como queremos. Cuando las
palabras se quitan del contexto original del universo moral y de la relación personal
para ser utilizadas como armas o herramientas, tal materialización del lenguaje reduce
tanto al que habla como al que escucha, en un bien material.
La lectura es un inmenso regalo, pero sólo si las palabras son asimiladas,
introducidas en el alma, comidas, masticadas persistentemente y acogidas en un deleite
sin prisa. Las palabras de hombres y mujeres que han muerto hace mucho tiempo, o
han sido separados en distancia y o los años, saltan de sus páginas y entran en nuestras
vidas de una forma renovada y precisa, comunicando verdad y hermosura y bondad,
palabras que el Espíritu de Dios utilizó y utiliza para soplar vida dentro de nuestras
almas. Nuestro acceso a la realidad se profundiza en siglos pasados y se extiende a
través de los continentes. No obstante, esta lectura lleva consigo sutiles peligros. Las
palabras apasionadas de estos hombres y mujeres dichas en éxtasis pueden acabar
aplanadas en una página y disecadas ante un ojo impersonal. Las palabras irrazonables
que se oyen en el sufrimiento por tortura pueden ser despellejadas y embalsamadas
para luego ser marcadas como una memoria para el museo. El peligro en toda lectura
es que las palabras sean torcidas para crear una propaganda o reducidas a simple
información, como herramientas o datos. Silenciamos la voz viva y editamos las
palabras para aquello que podemos usar para conveniencia y ganancia.
Un salmista se burló de sus contemporáneos por reducir la imagen del Dios
viviente, que les hablaba y escuchaba, en una imagen de oro o plata que ellos podían
manipular:
Semejantes a ellos son los que los hacen,
Y cualquiera que confía en ellos. (Salmo 115:8)

Esta es una advertencia válida para nosotros que diariamente lidiamos con la
increíble explosión informática que nos ha dado la tecnología y las técnicas de
propaganda. Estas palabras necesitan ser rescatadas.
CAPÍTULO 2

La comunidad de los santos


a la mesa con la Sagrada Escritura
La Biblia es el texto primordial de la espiritualidad cristiana. La espiritualidad cristiana
está, en su totalidad, arraigada y establecida por el texto de la Escritura. No formamos
nuestra vida espiritual por medio de un ensamblaje, al azar, de versículos predilectos
que se conforman a nuestras circunstancias individuales, sino que somos formados por
el Espíritu Santo conforme al texto de la Sagrada Escritura. Dios no nos da el consenso
de formar nuestra propia espiritualidad, sino que crecemos de acuerdo a la Palabra que
es implantada en nosotros por el Espíritu.
La imponente presencia de la Sagrada Escritura como texto formativo para el
carácter cristiano jamás ha quedado sin desafío. A través de los siglos la gente ha
decidido que prefiere seguir otros caminos para encontrar la dirección y la guía para
vivir la vida cristiana. Pero la iglesia consistentemente les ha dicho “no” y se ha
mantenido firme al texto, la autoridad de la Biblia.
Por ejemplo, hemos dicho que “no”, a estimularnos con el fin de generar estados de
éxtasis visuales para entrar en contacto con Dios. Los altos estados emocionales son
muy atractivos, particularmente a los adolescentes. Estos estados poseen un gran
emocionalismo; se siente muy auténtico y lleno de vida. La expresión genérica de
“entusiasmo” se ha ligado a este camino del alma que ha atraído y continúa atrayendo
a muchos al desvío de la auto gratificación que termina en un círculo de adicción.
Nuestros más sabios maestros siempre nos han alejado de este camino.[12] Decimos
“no” a sobrecargarnos con tareas herculeanas de heroísmo moral para invocar y
desplegar las potencialidades divinas dentro nuestro. El desafío al heroísmo, en
especial el heroísmo moral, impulsa la adrenalina en nuestra corriente sanguínea y nos
libera de las mediocridades del vecindario que nos mancha con el barro de lo común.
Decimos “no” a la idea de apartarse a una cueva en las montañas para vaciarnos de
todo pensamiento, sentimiento y deseo para que nada quede en nosotros separándonos
del acceso inmediato a la realidad. Hay algo tan puro, tan sencillo y apartado del
desorden cuando pensamos en esto. Esto es el Zen koan que desplaza la Escritura
cristiana.
No obstante, el “texto” que parece tener mayor aceptación en el panorama de
nuestros días es el soberano señor “yo”. Un amigo me comentó acerca de un conocido,
que toda su vida había leído la Biblia. Un día se dio cuenta que su vida no estaba
tornándose en aquello que él había entendido de la Biblia. Allí mismo decidió, y en sus
propias palabras, dijo: “haré de mi vida la autoridad final en lugar de la Biblia”. La
mayor parte de nuestra cultura, tanto secular como religiosa, apoya el pensamiento de
este hombre. Se ha convertido en una de las características del rápido crecimiento de la
espiritualidad contemporánea en sus variadas manifestaciones de imponer el soberano
“yo” como texto. Pero los resultados no son alentadores: el crecimiento del interés en
la espiritualidad con el comienzo de este nuevo milenio no parece estar produciendo
un derramamiento discernible de un fuerte sentido de justicia y del amor lleno de fe,
los dos compañeros más cercanos de una vida cristiana santa y saludable. De hecho,
hemos llegado al punto que el término “espiritualidad” está más asociado al mentalista
transcendental que con aquellos que viven una vida sólida, exuberante, llena de bondad
y justicia, el tipo de vida asociada históricamente con esa palabra.
Hay cristianos que no se aperciben de la popularidad que tienen estos personajes
espirituales, y a veces se impresionan por la pirotécnica espiritual que despliegan. Pero
la reflexión madura no nos alienta a que hagamos la rueda con ellos. En contraste a
estos personajes espirituales egocéntricos y glamorosos, nuestro camino es el del
peregrino, literalmente el del peatón: ponemos un pie delante del otro siguiendo a
Jesús. Y para saber quién Él es, adonde va, y cómo caminar en sus pasos, tomamos un
libro, el Libro, y lo leemos.

* * *
Quiero denunciar la extensa práctica de utilizar la experiencia personal en lugar de
la Biblia para definir la autoridad que debe regir nuestra vida. Quiero reubicar las
Escrituras cristianas de los márgenes de la imaginación contemporánea, donde ha sido
soezmente relegada por su competencia encantadora, y reestablecerla al centro como el
texto para vivir una vida cristiana profunda y buena. Quiero confrontar y exponer el
reemplazo de la autoridad de la Biblia con la autoridad del “yo”. Quiero colocar la
experiencia personal bajo la autoridad de la Biblia y no por encima de ella. Quiero
presentar la Biblia como el texto por el cual vivimos nuestra vida; la Biblia está
firmemente plantada en contraste al potpurrí de sicología religiosa, auto-ayuda, la
experiencia mística y la afición devocional que ha venido a caracterizar mucho de
aquello que toma cobertura bajo la sombrilla de “la espiritualidad”.
En los días que vivimos hay un gran interés acerca del alma. En la iglesia podemos
ver este interés por el alma en un avivamiento enfocado a la materia de teología
espiritual, liderazgo espiritual, dirección espiritual y formación espiritual. Pero no
existe un avivamiento correspondiente al interés por las Sagradas Escrituras. La
teología espiritual, el liderazgo espiritual, la dirección espiritual y la formación
espiritual también requiere que cuidemos la obra del Espíritu Santo en nuestra vida de
forma personal, colectiva, pública y política. Pero aquellos que son entusiastas por este
tipo de obra generalmente, típicamente, no tienen interés por las Sagradas Escrituras,
el libro que nos fue dado por el Espíritu Santo. Es imperativo que el interés que
tenemos por nuestra alma también lo tengamos por las Escrituras, es por esta razón,
que, tanto el alma como las Escrituras, son los campos principales en los que obra el
Espíritu Santo. Un interés por las almas divorciado del interés en la Escritura, nos deja
sin el texto que forma las almas. De la misma manera, un interés en la Escritura
divorciado del interés por las almas nos deja sin el campo para que el texto obre.
La mayor parte de la comunidad cristiana acepta la Biblia como el texto autorizado
por el cual Dios se revela a Sí Mismo. Esto no es lo que intento debatir aquí; esto ya ha
sido debatido y considerado por nuestros teólogos y estudiosos de la Escritura. Mi
tarea es apercibir y enfocar lo que está del otro lado de la moneda, que el texto de la
Escritura, en el curso de revelar a Dios, nos absorbe en la revelación y nos recibe como
participantes. Lo que quiero señalar es que la Biblia, toda, se puede vivir, es el texto
para vivir nuestra vida. Nos revela un mundo creado por Dios, ordenado por Dios,
bendecido por Dios en el cual nos hallamos y vivimos.
Ahora quiero empezar con la metáfora Cómete este libro. Quiero recuperar la
metáfora junto con todas sus implicaciones para la comunidad cristiana en la cual vivo.
Quiero imprimir este mandato en la imaginación de la generación cristiana, de la cual
soy parte, para que tome un lugar de honor junto a los grandes mandatos del evangelio
y que amalgamados estén siempre presentes en la conciencia de todos aquellos que
siguen a Jesús.
La mayoría de nosotros guardamos un conjunto de mandatos esenciales para
encarrilarnos en la vía correcta: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón...
Amarás a tu prójimo... Honra a tu padre y tu madre... Arrepiéntanse y crean... Guarden
el día de reposo... Por nada estén afanosos... Den gracias a Dios en todo tiempo... Oren
sin cesar... Síganme...Ve y diles... Toma tu cruz...” Agrega esto a tu repertorio: Cómete
este libro. No sólo debes leer tu Biblia sino cómete este libro también.

* * *
Los cristianos se alimentan con la Escritura. La Sagrada Escritura alimenta a los
creyentes, así como la comida alimenta el cuerpo humano. Los cristianos no sólo
aprendemos, estudiamos o utilizamos la Escritura: la asimilamos, la ingerimos en
nuestra vida de tal forma que se metaboliza en actos de amor, vasos de agua, misiones
por todo el mundo, sanidad y evangelismo y justicia en el Nombre de Jesús, manos
alzadas en adoración al Padre, lavado de pies en compañía del Hijo.
El imperativo metafórico llega a nosotros respaldado por la autoridad del Teólogo
San Juan.
Me acerqué al ángel y le pedí que me diera el rollo. Él me dijo: “Tómalo y
cómetelo. Te amargará las entrañas, pero en la boca te sabrá dulce como la miel.” Lo
tomé de la mano del ángel y me lo comí. Me supo dulce como la miel, pero al
comérmelo se me amargaron las entrañas. (Ap. 10:9-10)
¿Llama esto nuestra atención? San Juan es una figura de autoridad. El fue pastor de
cristianos en una sociedad donde eran marginados políticamente, no tenían poder
económico y el estado los marcaba como criminales por seguir a Cristo. Su tarea fue
mantener la identidad de ellos enfocada, que fueran llenos del Espíritu con un
liderazgo de pasión y que su esperanza fuera firme en medio de gran oposición, que
Jesús ocupara en centro de sus vidas, sus palabras y accionar. El no se conformó con el
avivamiento, como arrojándoles un madero a que aferrarse en medio de la tormenta; el
quería que ellos viviesen de verdad, más que todos los que estaban a su alrededor. Esto
es lo que los profetas y pastores y escritores hacen, y nunca es fácil. Hoy no es más
fácil que en los tiempos de Juan.
Fue durante el tiempo de la formidable visión apocalíptica que Juan se hizo
famoso, las visiones violentamente bulliciosas, agitadas y de celebración que tuvo un
domingo por la mañana mientras adoraba en la prisión de la isla de Patmos. Llegando a
la mitad de la secuencia del mensaje, en la visión que recibió, nos dice que vio un
ángel gigantesco que tenía un pie sobre el océano y otro sobre el continente, y sostenía
un libro en su mano. Desde este gran pulpito que abarcaba tierra y mar, el ángel
predicaba del libro un sermón explosivo con truenos. ¡Este fue un sermón en el que
nadie podría quedarse dormido! Juan comenzó a escribir lo que oía, jamás había oído
un mensaje como este, pero luego se le dijo que no escribiera. Una voz le dijo que
tomara el gran libro de la mano del ángel, el mensajero de Dios que predicaba del
pulpito que estremecía al mundo. Y lo hizo, se acercó al ángel y le dijo: “Dame el
libro”. El ángel se lo dio, pero luego dijo: “Aquí está; cómelo. Cómete este libro. No
sólo tomes notas del mensaje, cómete el libro.” Y así lo hizo. Guardó su lápiz y
cuaderno de notas y tomando su cuchillo y tenedor se comió el libro.
Esta imagen, así como todas las imágenes en la revelación de San Juan, son una
fusión compleja de imágenes desde Moisés, los profetas y Jesús. Esta visión del ángel
que predica está llena de ecos y resonancias. Pero lo que es presentado de forma obvia
e inmediata es que este poderoso ángel estaba predicando de la Biblia, o lo que hasta
entonces se había escrito en la Biblia, las Sagradas Escrituras. El libro que Juan comió
era la Biblia, o lo que hasta ese tiempo se había escrito. La palabra “libro” (en el
griego biblion, es de donde obtenemos la palabra “Biblia” en el castellano) nos sugiere
que el mensaje que Dios nos entregó tiene sentido, trama y propósito. Escribir un libro
requiere de ordenar palabras de una forma que comuniquen un propósito, estas
palabras deben tener un sentido claro. No nos acercamos a Dios por medio de acertijos,
sino que Dios se revela a Sí Mismo. Las palabras de la Biblia nos revelan que el Verbo
creó los cielos y la tierra; revelan al Verbo que se hizo carne en Jesús para darnos la
salvación. El Verbo de Dios fue escrito, legado, y traducido para que podamos
entender el propósito de Dios. Nos aferramos a los libros de la Biblia en nuestras
manos y los leemos con el fin de oír y responder a las palabras que crean y salvan, y
así recibir de primera mano, el aspecto creador y salvador.
El acto de comer el libro significa que leer no es sólo el hecho de leer las palabras
y comprobar su significado. Comer el libro está relacionado en cómo muchos de
nosotros estamos entrenados para la lectura, desarrollar una objetividad neutra que
procura preservar verdades científicas o teológicas eliminando en lo posible toda
participación personal que pueda contaminar el significado. Pero ninguno de nosotros
hemos aprendido a leer de esa manera. En el presente tengo una nieta que come libros.
Cuando estoy leyendo una historia a su hermano, ella recoge otro libro del montón y lo
mastica. Está tratando de comerse el libro de la forma más rápida que sabe, no por las
orejas sino por la boca. Aun no distingue la fina diferencia entre los oídos y su boca,
cualquier abertura le servirá para metérselo dentro de ella. Pero pronto irá a la escuela
y será enseñada que esa no es la forma de hacerlo. Se le enseñará que debe obtener
respuestas del libro. Aprenderá a leer libros para aprobar los exámenes, y pasados los
exámenes a guardar el libro en un estante y comprar otro.
Sin embargo, la lectura que Juan está experimentando aquí no es del tipo que nos
prepara para pasar un examen. Comer el libro requiere que lo ingiramos todo, que lo
asimilemos en los tejidos de nuestra vida. Los lectores se convierten en lo que leen.
Para que las Sagradas Escrituras sean más que una simple historia acerca de Dios
debemos metabolizarlas. Muchos de nosotros tenemos opiniones personales acerca de
Dios y hablamos sin reservas. Pero sólo porque una conversación (un sermón o un
libro) contenga la palabra de “Dios”, no lo califica como algo verdadero. El ángel no le
instruyó a Juan a que comunicara la información acerca de Dios, sino que le mandó a
que asimilara la Palabra de Dios para que al hablar, ella se exprese sin enredos en su
vocabulario, así como digerimos la comida, cuando tenemos buena salud, ella es
asimilada inconscientemente en nuestros nervios y músculos y luego la exteriorizamos
en nuestras acciones y palabras.
Las Palabras, habladas y oídas, escritas y leídas, tienen el propósito de hacer algo
en nosotros: darnos salud, integridad, vitalidad y santidad, sabiduría y esperanza.
Ahora si, cómete este libro.
San Juan, como mencionamos anteriormente, no fue el primer profeta de la Biblia
en comer un libro como si fuera un sándwich. Seiscientos años antes a Ezequiel se le
entregó un libro y se le mandó comerlo (Ezequiel 2:8-3:3). Jeremías, un
contemporáneo de Ezequiel, también se comió la revelación de Dios, su versión de la
Santa Biblia (Jeremías 12:16). Ezequiel y Jeremías, así como Juan, vivieron en un
tiempo donde había amplia presión para vivir conforme a un texto muy diferente que
aquel revelado por Dios en estas Sagradas Escrituras. La dieta de las Sagradas
Escrituras para estos tres hombres les causó una sentencia extensa e intensa, metáforas
de una claridad cristalina y una vida profética de sufrimiento valeroso. Si estamos en
peligro (ciertamente lo vivimos cada día) de sucumbir al repudio amplio de las
Sagradas Escrituras que nos rodea para reemplazarlas con el texto de nuestra propia
experiencia, nuestras necesidades y deseos y sentimientos, como la fuente autorizada
para nuestro diario vivir, estos tres sufridos profetas: Juan, Ezequiel y Jeremías,
responsables por la formación espiritual del pueblo de Dios en los tiempos más
terribles (el exilio babilónico y la persecución romana) deberían poder convencernos
de la necesidad que tenemos en nuestras entrañas: Sí, cómete este libro.
La comunidad cristiana ha disipado una enorme cantidad de energía, inteligencia y
oración para aprender “como comer este libro” de la forma que Juan lo hizo en
Patmos, Jeremías en Jerusalén y Ezequiel en Babilonia.[13]
No tenemos que saberlo todo para sentarnos a la mesa, pero nos ayuda a entender
mejor lo que nos rodea, especialmente que tantos de nuestros contemporáneos miran la
Palabra como un simple aperitivo. El imperativo mandato del ángel es también una
invitación. Ven a la mesa y cómete este libro, porque cada palabra en el escrita tiene el
propósito de hacer algo en nosotros, darnos salud e integridad, vitalidad y santidad a
nuestra alma y cuerpo.
CAPÍTULO 3

La Escritura como texto:


Necesitamos aprender lo que Dios revela
Nuestra vida, o sea nuestra experiencia, lo que necesitamos, queremos y sentimos, es
importante para la formación de la vida de Cristo en nosotros. Después de todo,
nuestras vidas son la gema que está siendo formada. Sin embargo, no debemos
considerar nuestra vida como el texto que determina el modo en que debemos ser
formados. La espiritualidad, entre otras cosas, es considerar nuestra vida seriamente.
Implica ir contra la corriente de la cultura que constantemente nos trivializa al estado
servil de productores y artistas, despersonalizándonos tras una careta de títulos, grados
o salarios. Hay mucho más en nosotros que sólo nuestra utilidad y reputación, donde
hemos estado y a quien conocemos; existe en nosotros una originalidad sin igual y
eterna, la imagen de Dios en nosotros. Una afirmación inequívoca de nuestra dignidad
personal es fundamental para nuestra espiritualidad.
Existe un sentido en el que nunca podremos exagerar el valor de nuestras vidas.
Con toda seguridad somos muy importantes. Porque “asombrosa y maravillosamente
hemos sido hechos” (Salmo 139:14 LBLA). ¿Es posible que nos consideremos menos
de lo que somos? Porque ciertamente somos mucho más que genes y hormonas,
emociones y aspiraciones, y nuestros trabajos e ideales. Existe un Dios, y parte o todo
lo que somos, tiene que ver con Dios. Si intentamos entender y formarnos a nosotros
mismos con nuestro entendimiento perderemos la mayor parte de nuestra verdadera
esencia.
Por este motivo la comunidad cristiana siempre ha insistido en que las Sagradas
Escrituras nos revelan los caminos de Dios, y son necesarias y básicas para nuestra
formación como seres humanos. Leyendo este libro entenderemos que no necesitamos
primordialmente información acerca de Dios y nosotros mismos, sino una formación
que nos moldee para convertirnos en un verdadero ser.
La esencia del lenguaje es que sirve más bien para formar que informar. Cuando el
lenguaje se comunica en forma personal, llega a su clímax, revela; y la revelación
siempre produce formación, no es saber más, sino convertirnos en algo. Aquellos que
mejor emplean el lenguaje son los poetas y amantes, niños y santos, utilizando sus
palabras para crear intimidad, formar el carácter, hermosear, hacer bien y hablar
verdad.

El Dios revelado y que revela


Empezaremos en el principio. Conocemos el libro con el título la revelación del
“Apocalipsis”, Dios revelándose a Sí Mismo y mostrándonos Su camino, no tanto
como para decirnos algo, sino para mostrarse a Sí Mismo. Todo libro tiene un autor.
Sin embargo, la iglesia cristiana siempre ha sostenido que las palabras escritas en las
páginas de la Biblia han sido inspiradas por Dios, por la revelación que contienen;
contrario a verlo sólo como un libro que proporciona información. La autoridad de la
Biblia deriva de la presencia de su autor, Dios. En otras palabras, no es una autoridad
impersonal que deriva de un ensamblaje de hechos o verdades. No proviene de las
autoridades naturales que asociamos con la legislación codificada en una biblioteca de
jurisprudencia, o la autoridad establecida para el desarrollo de un libro de texto. La
Biblia es una revelación, una revelación personal, enseñándonos algo, mostrándonos
de manera personal lo que significa vivir nuestras vidas como hombres o mujeres
creados a la imagen de Dios.
La comunidad cristiana del primer siglo tuvo una Biblia, que hoy conocemos como
el Antiguo Testamento: la Torá, los Profetas y las Escrituras que regían al pueblo
hebreo. Durante el primer siglo los rollos hebreos fueron la Biblia cristiana. Pero luego
las cartas de Pablo y de otros líderes de la comunidad cristiana, las historias de Jesús
que contenían “el evangelio”, se escribieron y circularon ampliamente en prédicas y
enseñanzas con alegría y rapidez. Estos escritos fueron reconocidos como la
continuación de las Sagradas Escrituras que ellos ya habían aceptado y creído en
predicas y enseñas. Con el paso del tiempo, se hizo evidente que estos dos conjuntos
de escritos eran congruentes uno con el otro, y que había una continuidad en la autoría
de estos; los que habían formado parte de su tradición por mucho tiempo, como
también los nuevos evangelios y cartas que habían emergido de cristianos que
adoraban y testificaban de Cristo. El reconocimiento llevó un tiempo; no ocurrió todo
en un momento. Después de todo, añadir un libro ultrafino escrito por Marcos a los
cinco grandes tomos de la Palabra de Dios atribuidos a Moisés, representaba un
reajuste considerable en la imaginación humana. Colocar las cartas de Pablo escritas a
un nuevo grupo de creyentes y atribuirles el mismo valor canónico que los Salmos y el
libro del Profeta Isaías, que demostraron su veracidad a través de los siglos, era una
solicitud majestuosamente inmensa. Aunque las cartas de Pablo fueron escritas
brillantemente, no parecía que las condiciones se iban a dar, pero se dieron. La
comunidad de los santos juntó las dos escrituras, los dos “testamentos”, creando un
solo libro de los dos textos, la Santa Biblia. Los cristianos del primer siglo tenían
esencialmente la misma Biblia que tenemos hoy.
No todos estaban de acuerdo con lo que se había hecho: el voto no fue unánime.
Había grupos que no querían ninguna relación con los antiguos rollos hebreos,
argumentando que el Dios presentado en esos antiguos libros no estaba ni remotamente
relacionado con el Dios revelado y predicado por Jesús. También existían otras líneas
de pensar (variados estilos de gnosticismo) que se iban a los extremos, querían incluir
cualquier cosa que se viera bien, que prometiera un mensaje “inspirador”, de entre
muchos textos espirituales positivos que se escribían. La espiritualidad de
“inspiración” y “positiva” fueron tan populares como lo son hoy. Sin embargo, paso a
paso la comunidad cristiana zarandeó el sensacionalismo y la insensatez estableciendo
con valor la Palabra de Dios, a través de su consenso.

La Santa Trinidad: Una relación personal


Algo que es supremamente significativo para que entendamos hoy como leer el
texto, es lo que ocurrió cuando se fusionó estos dos grupos de escritos. Empezaron con
las Escrituras que establecían las normas para el pueblo de Israel. Luego consiguieron
los nuevos evangelios y las cartas que habían surgido de la nueva comunidad cristiana
que se había formado. Seguido tuvieron que demostrar donde estaba la continuidad
que ellos percibieron en estos dos textos muy distintos.
En el curso de las conversaciones y anotaciones. el consenso que emergió fue que
enlazado en todas estas diferencias y diversidades había una sola voz, y esa voz era
personal, era la voz de Dios revelándose a Sí Mismo. Reconocieron esta característica
reveladora y personal, deduciendo lo que hoy conocemos como la Trinidad. El término
“Trinidad” es una construcción inteligente que nos permite mantener la diversidad de
la revelación de una forma coherente y completa. Este no es el lugar para entrar en una
discusión extensa sobre la Trinidad; lo que quiero decir en este contexto es que fueron
nuestros antepasados que surgieron con el concepto de “trinidad”, estando en el
proceso de leer estas mismas Escrituras que estamos leyendo, para mantener el sentido
singular, de voz personal, en medio de todas las voces.
En el cuarto y quinto siglo las mentes más brillantes de la iglesia estaban
concentradas leyendo estas Escrituras y entendiendo como Dios ejercía su soberanía de
manera personal y particular entre nosotros. El concepto que formularon de la Santa
Trinidad es una obra de increíble genio, tan grande y tan detallada que abarca tanto lo
que Dios es, ha hecho, está haciendo, lo que hará, y al mismo tiempo demostrar que
todos nosotros, sin importar quienes somos, o que hacemos, o de donde somos,
estamos incluidos allí. Trabajaron arduamente y por mucho tiempo para llegar a la
formula convocando concilios, escribiendo libros, argumentando, predicando,
cabildeando, y sí, peleando también. Era importante asentarlo bien y ellos lo sabían.
Comprendían que no podían dejar este trabajo a los teólogos estudiosos trabajando en
las bibliotecas, esto era para el individuo común que caminaba en las calles. Tenía que
ver con vivir una vida recta, no sólo pensar correctamente, asegurándose que todo el
contenido de la Biblia sea personal y que se pueda aplicar en la vida diaria.
En esencia, surgieron con lo siguiente: Al leer estas Escrituras, hemos llegado al
entendimiento que Dios tiene una identidad estable y coherente: Dios es uno. Pero
Dios también se revela a Sí Mismo de varias formas que al principio parecen no
encajar entre sí. Hay tres maneras obvias que vemos a Dios obrando y revelándose a Sí
Mismo: el Padre (vemos la creación de todos los mundos), el Hijo (aquí lidiamos con
el desorden de la historia invadida por Jesucristo y su obra de salvación), y el Espíritu
Santo (quien atrae nuestras vidas a la vida de Dios, es el elemento que
experimentamos). Siempre es el mismo Dios, pero la “persona” o el “rostro” o la “voz”
por las cuales recibimos la revelación varía.[14]
Pero esta es la cuestión. Cada parte de la revelación, cada aspecto, cada forma es
personal, el corazón de Dios es relacional, entonces todo lo que se diga o sea revelado
o recibido, también es personal y relacional. No hay nada impersonal o que sirva sólo
para una función, todo desde principio a fin y entre medio es personal. Dios es un ser
esencialmente e inclusivamente personal.
El resultado de esto es que yo, siendo una persona, estoy involucrado
personalmente en la revelación. Cada palabra que oigo, todo lo que veo en mi
imaginación al desarrollarse esta historia, me va involucrando en la relación, me acerca
para participar, en las cuestiones centrales a mi existencia, afectando quien soy y lo
que hago.
Lo que deseo enfatizar es que el pensamiento trinitario nació de doscientos o
trescientos años en que nuestros padres y madres con paciencia oraron, leyendo
inteligentemente estos dos testamentos, paulatinamente entendiendo que las
diferencias no eran muy distintas. Mientras leían y oían las oraciones de Isaías y Pablo,
Moisés y Marcos, David y Juan, entendieron que estaban oyendo la misma voz, que
ellos luego nombraron la Palabra de Dios. Al escuchar y oír esa voz, también oyeron
como les hablaba a ellos, hablándoles como personas que poseen dignidad, propósito y
libertad, personas capaces de creer, amar y obedecer.
El carácter de la autoría de las Sagradas Escrituras se atribuyó en forma personal a
la persona del Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Y porque es personal también es
relacional, lo que significa que toda lectura/audición de las Sagradas Escrituras
requería la participación personal, relacional, leyendo/oyendo. Esto iba acompañado
por la realización que las Sagradas Escrituras en las que Dios revelaba todo lo que
Dios es, también incluía todo lo que somos nosotros: hay una comprensión y
participación personal de ambos lados, el autor y el lector.
Esta podría ser la singularidad más importante que debemos saber al leer, estudiar
y creer en estas Sagradas Escrituras: este Dios sobreabundante, vivo y personal se
revela en la persona del Padre, Hijo y Espíritu Santo, dirigiéndose a nosotros en
cualquier circunstancia que nos encontremos, en el tiempo que vivamos o en el estado
que nos encontremos, tu, yo, nosotros. La lectura cristiana es una lectura participativa,
es recibir las palabras de tal forma que las interiorizamos en nuestra vida, los ritmos y
las impresiones se convierten en prácticas de oración, obediencia, y en caminos de
amor.
No debemos ni por un momento suponer que la Trinidad es algo que inventaron los
teólogos como una forma de lidiar con los avanzados misterios remotos del trabajo
diario de las personas como nosotros que tenemos hijos y trabajamos para vivir. No,
este fue el trabajo de cristianos como nosotros (algunos de ellos un poco más
inteligentes que nosotros) aprendiendo y enseñando unos a otros como leer sus Biblias
atentamente, enteramente y de forma personal, respondiendo en todo lo que podían.
Ellos deseaban leer de tal forma que sus vidas se fusionaran con el texto. Convencidos
que este texto era la autoridad para vivir bien ahora y en la eternidad, ellos querían
recibirlo todo y entenderlo correctamente.

Despersonalizando el texto
Pero no todos leen la Biblia de esta forma o quieren leerla de esta manera. Muchos
la encuentran interesante por otras razones, les atrae para otros usos. La Biblia ha
cobrado mucha autoridad a través de los siglos, y se considera útil, interesante, o de
ayuda en otras formas que no involucran a la persona en la revelación de Dios.
Siempre ha existido un considerable número de personas, por ejemplo, que son
fascinadas por los desafíos intelectuales presentados en la Biblia. Si tienes una mente
investigadora y buscas nuevos desafíos, no podrás hacer nada mejor que convertirte en
un estudioso de las Sagradas Escrituras. Visita alguna biblioteca teológica y pasea por
los pasillos cuidadosamente catalogados con libros basados en la Biblia y en los
variados libros de la Biblia y quedarás fascinado. Escoge al azar un libro del anaquel y
con toda certeza te hallarás sosteniendo la evidencia de una mente brillante que ha
estado escudriñando la verdad, y surgiendo con los resultados más interesantes e
impresionantes. El lenguaje, la historia, cultura, ideas, geografía, poesía, el tema que
fuera, la Biblia lo tiene. Una persona puede pasar toda su vida frente a la Biblia,
leyendo, estudiando, conferenciando, y escribiendo, y nunca acabar.
Hay otros que se acercan a la Biblia con una idea más práctica, quieren vivir bien y
que sus hijos y vecinos lo hagan también. Ellos saben que la Biblia da consejos sanos y
provee una dirección confiable para desenvolverse en el mundo, generalmente la gente
asume que sus consejos tienen que ver con hacerse saludable, rico y sabio. La Biblia
tiene una reputación por marcar un curso sano tanto para el comportamiento personal
como social, y esta gente desea beneficiarse de eso. Por regla general, la gente tiene la
insuperable tendencia de meterse en problemas. La Biblia nos puede evitar caer en la
zanja, y dirigirnos por el camino recto y angosto.
Y, por supuesto, siempre hay un considerable número de personas que leen la
Biblia para conseguir ser inspirados. Cuando leemos la Biblia, encontramos muchos
bellos pasajes que nos inspiran. Cuando estamos solos o sufriendo la perdida de un ser
querido o en búsqueda de palabras que nos levanten del desánimo, ¿qué mejor que las
palabras de la Biblia? Las inspiradoras historias de Elías, los majestuosos ritmos de los
Salmos, la fogosa predicación de Isaías, las maravillosas parábolas de Jesús, las
enseñanzas llenas de poder de Pablo. Si eres alguien que busca leer un devocional con
un mensaje acogedor, tendrás bastante para escoger y elegir, hay tantos pasajes largos
que, o te pondrán a dormir o te mantendrán despierto toda la noche. Pero también hay
mantillas para cunas de bebe disponibles en las librerías cristianas impresas con
versículos de la Biblia que puedes leer cuando necesitas ser confortado o consolado, o
para cualquiera que sea tu circunstancia del momento.
No quiero ser muy duro con ninguno de estos grupos de lectores bíblicos,
especialmente que yo mismo he pasado un tiempo considerable en cada uno ellos, sino
que quiero llamar la atención al hecho que cualquiera sea el grupo en el que te
encuentres, estarás utilizando la Biblia para tus propósitos, y esos propósitos no
requerirán nada de ti en cuanto a una relación. Es muy posible abrazar la Biblia con
toda sinceridad, en respuesta al desafío intelectual que presenta, o por la dirección
moral que ofrece, o por la fortaleza espiritual que provee, y de ninguna manera tener
que tratar con el Dios personal y revelador que tiene designios personales para ti.
O bien como lo he expresado al principio: es posible leer la Biblia de diferentes
ángulos con variados propósitos, sin tratar con Dios en la forma que Dios se revela a
nosotros, y sin ponernos bajo la autoridad del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo
quien vive y está presente en todo lo que somos y hacemos.
Francamente, no todos los que se interesan en la Biblia o se muestran emocionados
acerca de ella buscan involucrarse con Dios. Claramente, el tema central en la Biblia es
Dios. C. S. Lewis, en la última obra que escribió, habla acerca de dos tipos de lecturas,
la lectura en la que utilizamos un libro para nuestros propios propósitos y la lectura en
que recibimos los propósitos del autor. La primera asegura una mala lectura; la
segunda nos abre la posibilidad a una buena lectura:
Cuando “recibimos” el mensaje del autor ejercemos nuestro sentido de imaginación y podemos
asimilar el concepto conforme al patrón inventado por el artista. Cuando lo “usamos” como nos
parece, sólo servirá para nuestros propios deseos...
La utilización es inferior a la recepción, a causa del arte, y si se utiliza en lugar de recibirla, sólo
facilita, aclara, actualiza o adorna nuestra vida, pero no agrega nada...[15]

Por esta razón es tan importante entender el propósito de la Trinidad presentada


por la iglesia en la Biblia. Leemos con el fin de entender lo que nos enseña: la
revelación de Dios, que es enfáticamente personal; debemos leer la Biblia en la
manera que se nos presenta y no en la forma que nosotros llegamos a ella. Si nos
sometemos a las variadas y elogiosas operaciones de Dios Padre, Dios Hijo, y Dios
Espíritu Santo, recibiremos estas palabras con el propósito de ser formados ahora y
eternamente para la gloria de Dios.

El reemplazo de la Trinidad
Una nueva forma para leer la Biblia, desprovista de la Trinidad, ha emergido en
nuestros tiempos, llegando a ser una epidemia que requiere de especial atención. Esto
podría entenderse mejor, pienso yo, como el reemplazo de la Trinidad. A la diferencia
de las lecturas despersonalizadas de los textos que acabamos de mencionar (intelectual,
práctico, inspiración), esta manera de leer es muy personal y además muy trinitaria,
pero al mismo tiempo está en contradicción con lo que se alcanza leyendo en sumisión
a la autoridad de la Santa Trinidad.
El pensamiento y la oración trinitaria junto con las Sagradas Escrituras cultiva una
postura y una actitud que se somete a ser formada ampliamente por Dios en la forma
amplia y personal que Dios se revela a Sí Mismo en la persona del Padre, el Hijo, y el
Espíritu Santo. La otra alternativa es responsabilizarnos de nuestra propia formación.
La forma más popular de concebir esto en nuestros días es considerarse a si mismo
como una Santa Trinidad. Esta manera de considerarnos a nosotros mismos es muy
diferente al de un intelectual que busca ideas, o procurar ser una persona de buena
moral que lleva una buena vida, o de un alma que busca un lugar de paz. Esta formula
es hacer hincapié en verse a uno mismo como un divino “yo” que es responsable de la
formación de uno mismo. Y este divino “yo” se interpreta como la Santa Trinidad.
Esta es la forma en que se conduce: es importante observar que la formulación de
esta nueva trinidad es el “yo” entronado como el texto soberano para vivir la vida, la
Biblia no se ignora ni se prohíbe; de hecho se le da un lugar honorífico. Pero la
personalidad del Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo es reemplazada por una trinidad
muy individualizada y personal identificada por mis santos deseos, mis santas
necesidades, y mis santos sentimientos.
Vivimos en una era en la que todos hemos sido entrenados desde la cuna a elegir
por nosotros mismos lo que más nos conviene. Hemos tenido algunos años de
aprendizaje en esto antes de salir por nuestra propia cuenta; sin embargo, el
entrenamiento empezó temprano. Cuando llegamos a la edad de poder sostener una
cuchara en la mano ya sabemos escoger cual de los seis cereales desayunaremos de
toda la variedad que tenemos en casa. Constantemente nuestro gusto, preferencia y
apetito son consultados. Pronto estamos decidiendo qué vestimenta nos pondremos y
en qué estilo cortaremos nuestro cabello. Las opciones aumentan rápidamente: que
canales de televisión veremos, que materias estudiaremos en la escuela, a que
universidad iremos, cuales son las materias en que nos anotaremos, que modelo y color
de automóvil compraremos, a que iglesia iremos. Aprendemos temprano y lo
confirmamos mientras crecemos, que podemos decidir lo que queremos en la
formación de nuestras vidas y con ciertos límites tenemos la última palabra. Si la
cultura logra su obra completa, y resulta muy efectiva en muchos de nosotros,
entramos a la adultez con el convencimiento funcional que nuestras necesidades,
deseos y sentimientos forman el centro de control divino para nuestras vidas.
La nueva Santa Trinidad. El soberano “yo” se expresa en santas necesidades,
santos deseos y santos sentimientos. El tiempo y la inteligencia que nuestros
antecesores invirtieron para entender la soberanía revelada en el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo son reinterpretadas por nuestros contemporáneos, afirmando y
validando la soberanía de nuestras necesidades, deseos y sentimientos.
Mis necesidades no se cuestionan. Mis llamados derechos se definen
individualmente, son fundamentales a mi identidad; mi necesidad de realización,
expresión, afirmación, satisfacción sexual, respeto, y que las cosas se hagan a mi
capricho, todo esto provee un fundamento a la centralidad del “yo” y para alcanzar una
fortificación contra la disminución de mi voluntad.
Mis deseos son la evidencia del sentido que tengo de extender mi dominio, me
entreno para pensar a lo grande porque soy grande, importante, significativo. Soy
mayor que la vida y por lo tanto requiero más bienes y servicios, más cosas y más
poder. El consumo y la adquisición son los nuevos frutos del espíritu.
Mis sentimientos dictaminan quien soy. Cualquier cosa o persona que pueda
ofrecerme éxtasis con emoción, gozo, estímulo, con una conexión espiritual reafirma
mi soberanía. Claro que esto involucra emplear un gran número de terapeutas, agentes
de viaje, aparatos y máquinas, recreación y entretenimiento para echar fuera los
demonios de aburrimiento, pérdida o descontento, todos los sentimientos que minan o
desafían mi soberanía.
En los últimos doscientos años se ha desarrollado una gran cantidad de literatura,
tanto secular como popular, acerca de comprender esta nueva Santa Trinidad de
necesidades, deseos, y sentimientos que forman la soberanía del “yo”. Resulta en un
aprendizaje de inmensas proporciones. La nueva clase de maestros espirituales está
compuesta de científicos y economistas, médicos y psicólogos, educadores y políticos,
escritores y artistas. Todos ellos son inteligentes y apasionados como nuestros teólogos
del primer siglo, y también son religiosos y serios, porque entienden que sus ideas
tienen enormes implicaciones para la vida diaria. Los estudios que ofrecen y la
instrucción que proveen al servicio del dios “yo”, que somos nosotros, el soberano
conformado por nuestras santas necesidades, santos deseos, y santos sentimientos, es
muy convincente y fácil de seguir. Es difícil no convencerse con tantos expertos dando
testimonio. Bajo su tutela llego a tener la plena certeza que soy “yo” el texto
autorizado para vivir mi vida.
Podríamos suponer que la predicación de esta nueva religión trinitaria no presenta
ningún peligro para aquellos que han sido bautizados en el Nombre del Padre, el Hijo y
el Espíritu Santo, que regularmente oran diciendo el credo Apostólico y de Nicea,
orando “Padre nuestro...” aquellos que diariamente se levantan por la mañana para
seguir a Jesús como Señor y Salvador y cantan frecuentemente, “Ven Espíritu Santo,
paloma celestial...”
Estas expresiones soberanas están envueltas en un lenguaje tan espiritual, y nos
creemos tan fácilmente nuestra propia espiritualidad, que nos llama la atención. Los
nuevos maestros espirituales nos aseguran que todas nuestras necesidades espirituales
están incluidas en la nueva trinidad: nuestra necesidad de obtener significancia y de
trascender, nuestra búsqueda por una mejor vida, nuestros sentimientos de
significancia espiritual, y por supuesto, siempre hay un lugar para Dios, y tú decides el
lugar que deseas darle. La nueva trinidad no elimina a Dios ni la Biblia, simplemente
la pone al servicio de sus necesidades, deseos y emociones. Lo cual nos asienta bien
porque toda nuestra vida hemos sido entrenados para tratar a todos, y todas las cosas
de esa forma. Viene incluido en el paquete. Es el derecho de la soberanía.
Se ha hecho espantosamente claro en nuestros días que el fundamento de la
comunidad cristiana, Dios revelándose soberanamente a Sí Mismo en tres personas,
está siendo combatido y socavado casi en todo lo que aprendemos en la escuela, por lo
que nos presentan los medios de comunicación, la sociedad, el trabajo, y la expectativa
política dirigida a nosotros por los expertos que afirman la soberanía del “yo”.
Pareciera que estas voces están en perfecta sintonía con nosotros, se expresan con tal
autoridad y de una forma tan directa para mostrarnos cómo debemos vivir nuestras
soberanas vidas, que apenas nos damos cuenta que hemos cambiado la Sagrada
Escritura por este nuevo texto, el Santo Yo. ¿Y verdad que seguimos frecuentando los
estudios bíblicos y leemos nuestro versículo o capítulo del día? Mientras estamos
siendo incesantemente alentados a buscar nuestras necesidades, sueños y deseos,
escasamente nos damos cuenta que nos hemos alejado de aquello que por tanto tiempo
hemos profesado creer.
El peligro de instalar el “yo” como texto autorizado para la vida, al mismo tiempo
de honrar las Sagradas Escrituras dándole un lugar en la estantería de nuestra
biblioteca, es muy grande y nos lleva lentamente al desliz. No estamos inmunes al
peligro.
Por este motivo debemos recordar la orden imperativa del ángel a San Juan. Si
queremos mantener nuestra identidad, si queremos un texto que nos mantenga en la
compañía del pueblo de Dios, y que nos mantenga en comunión con Él y en la forma
que Él obra, come este libro.

* * *
La cruda realidad es que somos tan sofisticados e intelectuales autodidactas, que no
sabemos como vivir nuestras propias vidas. El triste estado de tantas personas que han
utilizado su experiencia como el texto para vivir sus vidas, es que condenan
pretenciosamente todo lo que se opone al soberano “yo”. Requerimos de un texto que
nos revele aquello que no podemos aprender por la experiencia de los siglos. La Biblia
nos revela al Dios que se revela a Sí Mismo y también como es el mundo, como es la
vida, y como somos nosotros. Necesitamos saber cuales son los fundamentos de este
reino en la cual vivimos. Debemos saber de que se trata la Trinidad, el mundo de la
creación de Dios, la salvación y la bendición.
Dios y Sus caminos no es lo que la mayoría de nosotros pensamos. Lo que nos dice
la gente de la calle, nuestros amigos, lo que hemos leído acerca de Dios en los
periódicos, la televisión, o lo que hemos pensado por cuenta propia, es errado. Quizás
no del todo, pero lo suficiente para errar en nuestra forma de vida. Y este libro,
Apocalipsis, es exactamente una revelación de aquellos que jamás podríamos descifrar
por nosotros mismos.
Sin este texto firmemente establecido en el centro de nuestra vida comunitaria y
personal, fracasaremos. Nos hundiremos en un pantano de buenas intenciones, pero
inefectivas, de hombres y mujeres que están embarrados en el error de nuestras
necesidades, deseos y emociones.

Hoshia
Hace unos años estando en Israel, mi esposa y yo fuimos invitados a la oración de
la mañana en una sinagoga judía ortodoxa. Estamos en la pequeña aldea de Galilea
llamada Hoshia. Eran las siete y media de la mañana y habría unos catorce o quince
muchachos entre las edades de doce a diecisiete años, juntos a un grupo de hombres
mayores. Los muchachos leían la Biblia, era un rollo grande que dos muchachos
sacaban ceremoniosamente de su lugar (“el arca”), y colocaban reverentemente sobre
una mesa de lectura, y abrieron el rollo al lugar donde debía leerse esa mañana. Lo
movían con tanta reverencia y con honor. Y entonces uno de ellos leyó, pero simuló
que lo estaba leyendo porque lo había memorizado, la Torá entero, los primeros cinco
libros de la Biblia. Luego aprendimos que todos los muchachos lo habían memorizado
enteramente, lo sabían de principio a fin.
Y lo hacían sin timidez, inocentemente, muy cómodos y gozosos por lo que les
tocaba hacer.
Cuando el servicio de oración y lectura finalizó, algunos de los muchachos se
quedaron para hablar con nosotros. Se sentían muy honrados por su sinagoga y los
rollos, y muy complacidos en detallarnos lo que estaban haciendo, muy diferentes a los
muchachos de la escuela reacios en hacer sus lecciones, o los muchachos piadosos
tratando de impresionar a Dios con su devoción. Eran solo muchachos, pero habían
descubierto con deleite como obra la Biblia en ellos, revelándoles un Dios viviente
para quien vivir sus vidas; estas Escrituras eran digeridas dentro de ellos al reunirse
cada mañana a comer el libro.
Fuimos impresionados por la devoción gozosa que estos muchachos tenían en la
revelación que Dios les había dado en ese rollo, no hablando sino viviendo la
centralidad y la autoridad de estas Sagradas Escrituras. Y aun más profundamente nos
sentimos impresionados al hablar con ellos más tarde acerca de cuantos muchachos y
muchachas, hombres y mujeres hay en reuniones alrededor del mundo, hombres y
mujeres con hambre por las palabras de Dios, haciendo lo mismo, y que afortunados
éramos de participar de tan buen alimento con muchos de ellos, el alimento sano que
satisface el alma.
CAPÍTULO 4

La Escritura como modelo:


Siguiendo el camino de Jesús
El fuerte ángel de Apocalipsis, utilizando el cosmos como su púlpito, con un pie
plantado en el océano y el otro sobre la tierra, y sosteniendo la Biblia en su mano,
entregó un mensaje. Predicó la Palabra de Dios, y las palabras que estaban escritas
resonaban como truenos en los oídos de San Juan.
Juan se impresionó y, tomando su lápiz y anotador, comenzó a escribir las palabras
que acababa de oír. La voz del cielo le instruyó que no escribiese lo que había oído,
sino que tomara el libro y lo comiera. Las palabras del libro habían sido leídas de la
página y puestas en movimiento a través del aire para que pudieran ser oídas. Cuando
Juan oyó el mensaje, las palabras que sonaban como truenos haciendo eco en tierra y
mar; al momento que iba a escribir, el ángel lo detuvo, pero ¿por qué? Esto era como
quitarles el aliento a las palabras y reducir todo al silencio de un papel.
Este ángel acababa de proclamar las palabras escritas dándoles voz para que
resonaran por el aire, y seguido leemos que cuando Juan vuelve a escribirlas en papel,
la voz celestial le dice: ¡No!, Quiero que estas palabras resuenen por todo lugar,
creando ondas expansivas, entrando en los oídos, en todo lo que respira. Quiero que
estas palabras se prediquen, se canten, se enseñen y se prediquen—que se vivan.
Entonces la voz le ordena a Juan que tome el libro de la mano del ángel. Al
hacerlo, el ángel le dice: “cómete este libro”; asimila este libro en tus entrañas, haz que
las palabras de este libro circulen por tu corriente sanguínea; mastica estas palabras y
trágalas para que se conviertan en parte de tus músculos, tendones y huesos. Y lo hizo;
se comió el libro.

* * *
Utilizo la metáfora de “cómete este libro” como una manera de enfocar y clarificar
lo que significa metabolizarse con las Sagradas Escrituras, y como la comunidad de los
santos han aprendido a comerlas, o sea, asimilarlas de una manera que estas nos
formen en cristianos: hombres y mujeres creados, salvados y bendecidos por Dios
Padre, Dios Hijo, y Dios Espíritu Santo.
En el capítulo anterior, “La Escritura como texto: Necesitamos aprender lo que
Dios revela,” mi objetivo fue dar una orientación a la naturaleza personal y reveladora
del Espíritu Santo. Todas las palabras de Dios son personales, el Dios en tres personas
se dirige a nosotros individualmente en una relación personal y especial. La Santa
Trinidad nos proporcionó la manera de comprender esta naturaleza irreducible y
personal que tiene el texto, y establece que es la única Escritura personal y
participativa.
En este capítulo, “La Escritura como modelo: Siguiendo el camino de Jesús,”
quiero observar la forma personal en que llegan estas palabras a nuestra vida y
conectan el camino de Jesús con la manera en que vivimos nuestras vidas hoy. Quiero
señalar que la forma en que leamos las Escrituras es también la forma en que nuestras
vidas serán formadas.

* * *
Comenzaré con un poema escrito por Wendell Berry, uno de los poetas más sabios
de nuestro siglo, en el que emplea la pequeña granja donde vive y escribe cómo una
metáfora puede formarnos. Por cuarenta años, en una serie de novelas, poemas y
ensayos, Berry estuvo reordenando nuestros pensamientos cristianos para cultivar un
sentido de plenitud, para que vivamos una vida espiritual entera. En su poema “From
the Crest” [Desde la cresta] escribe su metáfora en una forma que nos invita a
reflexionar sobre el modelo de las Sagradas Escrituras, ya que ellas son las que forman
nuestra vida cristiana.
Trato de enseñarle a mi mente
a soportar el largo y lento crecimiento
de los campos, y a cantar
mientras espera.
El campo debe ser formado,
uniendo infinitamente
el cielo y la tierra, el sol
y la lluvia creando, disolviendo
y volviendo a crear
las formas y las acciones del suelo.[16]
Lo que Barry observa en su granja como una forma, yo la veo en las Escrituras.
Imagina que la granja fuera un solo cuerpo orgánico, pero con delimitaciones, para que
seas consciente y permanezcas en contacto con todas las interrelaciones: la casa, el
granero, los caballos, las gallinas, el clima con sol y lluvia, la comida que se prepara en
la casa, el trabajo que se hace en el campo, la maquinaria y las herramientas, las
estaciones del tiempo. Son ritmos tranquilos y constantes.
Yo no me crié en una granja, pero vivía en un lugar donde había muchas granjas
cerca y seguido iba a visitar algunas granjas y haciendas. Mi padre era carnicero y
seguido íbamos a las granjas para comprar y para cortar la carne de vacas, cerdos y
corderos. Estoy seguro que existen excepciones a lo que les contaré, pero recuerdo en
mis primeras memorias estando en las granjas, no recuerdo un granjero que viviera
apresurado. Característicamente, los granjeros trabajan arduamente, pero no se puede
estar apresurado porque hay demasiado trabajo para hacer. En una granja todo está
conectado con el lugar y el tiempo. Ninguna cosa que hagas dejará de estar relacionada
con las demás; si te apresuras y rompes con el ritmo de la tierra, las estaciones y el
clima, las cosas se deshacen, cuando te interpones en el camino de algo que fue puesto
en marcha la semana o el mes pasado. La granja no es un perfecto orden, ocurren
demasiadas cosas que están fuera de tu control. Las granjas nos ayudan a aprender la
paciencia y a estar atentos: “Trato de enseñarle a mi mente / a soportar el largo y lento
crecimiento / de los campos, y a cantar / mientras espera.”

* * *
Cualquier cosa o persona que sea tratada fuera de este contexto, o sea, que se aísle
como una cosa aparte de las estaciones, el clima, las condiciones del suelo, o de las
máquinas o las personas, será infringida: “El campo debe ser formado / uniendo
infinitamente / el cielo y la tierra, el sol / y la lluvia creando / las formas y las acciones
del suelo”.
La Sagrada Escritura lo expresa en la misma forma: un campo con un perímetro
cercado con palabras y oraciones de muchos estilos y tipos, pero todas ellas íntegras al
trabajo que se está realizando, obrando a lo largo de los ritmos en el que nosotros
como lectores tenemos participación, pero no control. Ingresamos meditativamente a
este mundo de la Palabra acordando con alegría y obediencia; sometiendo nuestras
vidas al texto que está “uniendo infinitamente / el cielo y la tierra...”

La historia
El texto para la vida cristiana, y para la teología espiritual, establecido dentro de
los confines espaciosos del contexto que reconoce a Jesús, está anclado en el Espíritu
Santo, es definido por Dios y demarcado por el Espíritu Santo, es la Biblia, las
Sagradas Escrituras. La Biblia ha resultado ser una historia grande y completa, una
mega historia. La vida cristiana se vive como una historia. Básicamente, la Biblia es
en general, una narrativa inmensa, extensa y espaciosa.
Esta narrativa es el medio a través del cual nos llega la Palabra de Dios. Y por esto,
debemos estar muy agradecidos, porque la narrativa es la forma más comprensible del
habla. Ancianos y jóvenes se deleitan en las historias. Instruidos y analfabetos a la
igual comparten y oyen las historias. La insensatez o la sofisticación no nos dejarán
fuera del campo magnético de las historias. El único rival a las historias en términos de
accesibilidad y atracción es la canción, y en la Biblia también encontramos muchas.
Pero hay otra razón para la compatibilidad de la historia narrativa como el medio
más importante para presentarnos la Palabra de Dios. La historia no sólo nos dice algo
para que luego la olvidemos, sino que nos invita a participar. Un buen narrador nos
compenetra en la historia, sentimos las emociones, nos involucramos en la trama, con
los personajes, y vemos los ángulos y recovecos de la vida que habíamos pasado por
alto, y llegamos al entendimiento que en la vida hay mucho más dentro del ser humano
de lo que habíamos explorado. Si el narrador es bueno, nos ampliará el entendimiento
y nos llevará al tiempo y el lugar de la historia. Tanto los narradores hebreos como
griegos fueron buenos en el sentido moral y estético de la palabra.
Las historias honestas respetan nuestras libertades; no nos manipulan ni obligan, y
tampoco nos distraen de la vida; sino que nos llevan a un reino espacioso en el cual
Dios crea, salva y bendice. Primero a través de nuestra imaginación y luego a través de
la fe, la imaginación y la fe son parientes cercanos, nos ofrecen un lugar en la historia,
y nos invitan a tomar parte de está gran historia que toma lugar bajo los cielos abiertos
de los propósitos de Dios, en contraste con las historias chismosas que cocinamos
sobre el fuego de nuestro ego.
Por supuesto que no toda historia es verdadera. Hay historias sentimentalistas que
nos seducen a que huyamos de la vida; luego hay las historias propagandísticas que
intentan reclutarnos para una causa o intimidarnos a dar una respuesta estereotípica;
otras historias son triviales presentando la vida solamente como algo bonito o
desviado.
La vida cristiana debe conformarse a un estilo de vida que se ajuste al contenido de
una historia, que esté de acuerdo con la revelación cristiana y que respete la
individualidad y las libertades del individuo, con amplio espacio para todas nuestras
exigencias y particularidades. La narrativa nos provee la forma de asimilarla. La
historia bíblica nos invita a participar de algo mayor que nuestras necesidades
definidas por el pecado, en algo más verdadero que nuestras ambiciones moldeadas
por nuestra cultura. Entramos en las historias y nos sentimos parte, voluntariamente o
involuntariamente, de la vida de Dios.
Desafortunadamente, vivimos en un tiempo en que la historia bíblica ha sido
quitada del lugar de preeminencia y puesta al margen y utilizada como una
“ilustración”, “testimonio” o un método de “inspiración.” La preferencia antibíblica
contemporánea, tanto dentro como fuera de la iglesia, es utilizar la información en
lugar de la historia. Típicamente reunimos información impersonal (pretenciosamente
clasificada como “científica” o “teológica”), sea doctrinal, filosófica o histórica, con el
fin de decidir por nosotros mismos y determinar como viviremos nuestras vidas. Y
seguido consultamos con los expertos externos para interpretar la información para
nuestras vidas. Pero no vivimos nuestra vida de la información; la vivimos en una
relación dentro del contexto de un Dios personal que no puede ser reducido a una
fórmula o definición, Quien tiene planes para nuestra justicia y la salvación. Y vivimos
esos planes dentro de una comunidad extensa de hombres y mujeres, cada uno de ellos
un mundo complicado de experiencias, motivos y deseos. Escoger un texto para la vida
que se caracterice por un conjunto de información unida a la consulta con los expertos,
deja fuera todo lo que está intrínseco en nosotros, nuestras historias personales,
relaciones, el pecado y la culpa, nuestro carácter moral, la creencia y la obediencia a
Dios. Contar y oír una historia es la forma primordial de comunicar la manera en que
vivimos nuestras vidas día a día. No hay enajenamientos en una historia, y si los hay
son muy pocos. Una historia es inmediata, concreta, trazada, emparentada y personal.
Cuando perdemos contacto con nuestras vidas, con el alma, la vida moral y espiritual
centrada en Dios, la historia es la mejor forma para volver nuestros corazones a Dios, y
por esta razón la Palabra de Dios nos fue dada en forma de una historia, vasta, que
todo lo abarca, la mega historia.

* * *
Una de las características de los escritores bíblicos es que guardan un cierto
silencio. Hay un estilo abstinente y reservado en sus historias, no nos dicen mucho.
Dejan la narración abierta como una invitación implícita para que entremos en las
historias, tal como somos, y descubramos por nosotros mismos como formamos parte
de ellas. “Las historias de las Escrituras no buscan nuestra aprobación, como la corte
de Homero, ni nos adulan para complacernos o agradarnos, sino que buscan
subyugarnos, y si rehusamos hacerlo nos convertimos en rebeldes.”[17]
La forma en que nos llega el lenguaje es tan importante como el contenido que
comunica. Si entendemos mal lo que nos está comunicando, de cierto responderemos
erróneamente al mensaje. Si confundimos una receta de sopa de vegetales con una
serie de claves para encontrar un tesoro escondido, no importa lo detalladamente que la
leamos la receta, terminaremos más pobres que nunca y además estaremos
hambrientos. Si leemos mal una señal de caminos que indica, “Velocidad Máxima 60”,
por un cartel informativo, en lugar de una advertencia imperativa, “¡No conduzca a
más de 60 millas por hora!”, eventualmente nos hallaremos siendo parados por un
oficial de policía que nos dará un breve pero costoso curso de hermenéutica.
Generalmente, aprendemos bien estas diferencias temprano en la vida, y tenemos el
equilibrio para entender estos significados.
Pero cuando se trata de la Escritura, no llegamos a entenderla de la misma forma.
Quizá sea porque la Escritura se presenta con mucha autoridad, la Palabra de Dios, y
pensamos que todo lo que podemos hacer es someternos y obedecer. La sumisión y la
obediencia juegan un papel muy importante, pero primero debemos oír. Y oír requiere
entender la forma en que algo se dice como también qué es lo que se está diciendo
(contenido).
Cuando no nos sometemos a la historia en la forma que está siendo narrada, la
historia sufrirá una mala interpretación. Cuando nos llega la revelación divina en un
lenguaje ordinario nos sorprendemos, y erróneamente pensamos que nuestra labor es
ataviarla con la seda teológica de última moda, o revestirla con un traje ético de tres
piezas antes de entender el mensaje que nos está dando. La simple, o no tan simple
historia pronto se encuentra en la posición que estaba David, bajo la armadura de Saúl,
sobrecargado de advertencias morales, argumentos teológicos y conversaciones
estudiadas que no permiten el avance al desenlace. Por supuesto que siempre habrá
elementos morales, teológicos e históricos dentro de estas historias que deben
estudiarse y confirmarse, pero jamás se debe menoscabar o desafiar la historia que nos
está siendo contada.
Uno de los tantos efectos beneficiosos cuando aprendemos a “leer” nuestras vidas
en las vidas de Abraham y Sara, Moisés y Miriam, Ana y Samuel, Rut y David, Isaías
y Ester, Marta y María, Pablo y Pedro, es que produce en nosotros un sentido de
afirmación y libertad: no tenemos que conformarnos a una mentalidad moral
prefabricada o a un grupo religioso antes de ser aceptado en la compañía de Dios;
somos recibidos tal como somos y Dios nos da un espacio en Su historia, después de
todo la historia le pertenece a El; ninguno de nosotros somos los personajes principales
en la historia de nuestra vida.
La teología espiritual, utilizando la Escritura como texto, no nos presenta con un
código moral diciéndonos: “Debes vivir así”; ni tampoco establece un sistema
doctrinario diciéndonos, “Piensa de este modo y vivirás bien.” El estilo bíblico es
contarnos una historia, y en la narración presentarnos una invitación: “Entra a esta
vida, este es el ejemplo de un ser humano dentro del mundo creado y ordenado por
Dios; este es el proceso para convertirse y madurar como ser humano.” Violentamos la
revelación bíblica cuando la “utilizamos” para sacar de ella lo que nos conviene o lo
que pensamos que agregará color y sazón a nuestras vidas que de otro modo serían
insípidas. Esto siempre resulta en una especie de “decoración espiritual”, Dios es una
simple mejora. Los cristianos no se interesan en esto; sino que buscamos algo mucho
mayor. Cuando sometemos nuestras vidas a lo que leemos en la Escritura, encontramos
que no estamos siendo dirigidos para ver a Dios en nuestra historia, sino vernos a
nosotros en la historia en Dios. Dios es el contexto y la trama mayor donde
encontramos nuestra historia.

* * *
Requerimos de un formato que sea lo suficientemente grande y resistente para que
nuestra formación como seres humanos no sea constreñida, para que no seamos
forzados a convertirnos en algo diferente a nosotros. No queremos ser impedidos en
nuestra formación al crecer en Cristo, y no queremos ser forzados a convertirnos en
algo que viole la característica de la imagen de Dios en nosotros.
Pero restringiéndonos a un solo libro, la Biblia, ¿no arriesgamos tal deformación?
¿No peligramos el hecho de crecer más allá de lo que dice el libro? ¿Será que
peligramos que este antiguo y viejo libro impondrá sobre nosotros un estilo de vida
que experimentaremos como algo anormal y forzoso? ¿No deberíamos adicionar textos
suplementarios? Hay un número de gente que resiste el hecho que la Biblia sea el
único texto autorizado sobre el cual basar nuestras vidas, argumentando que es
estrecho, restrictivo e impone un punto de vista paternalista que hemos ya sobrepuesto
hace mucho tiempo.
Buscamos una espiritualidad que asimila al mundo, con todas sus experiencias. El
sentido de lo que nos rodea es inmenso, estamos en contacto con asiáticos, africanos y
eslavos, con indígenas de Norte América y Sur América. Estamos aprendiendo acerca
de la notable espiritualidad en los aborígenes australianos y de los pueblos en Kalahari
en el sur de África. ¿Cómo podemos sentirnos satisfechos en ser un pueblo de un solo
libro?
Pero quizás estemos planteando la pregunta en forma equivocada. Quizás
necesitamos preguntarnos qué debemos hacer para entrar a una vida más plena: ¿Será
que debemos viajar por el mundo reuniendo artesanías y recuerdos, traerlos a nuestra
casa y armar un museo o una habitación en la cual podamos visualizar y sentir las
experiencias que nos brindan los objetos? ¿Existe otra forma de hacerlo? ¿Alcanzamos
la plenitud en nuestra vida por medio de los objetos que compramos en un lugar u otro,
o por profundizar en lo que tenemos frente a nosotros? ¿Formamos un texto espiritual
basado en la analogía de las compañías multinacionales caracterizadas por comprar,
controlar y tomar posesión de empresas ignorando la cultura local y las relaciones
familiares, convirtiendo todo lo que tocan en el máximo abstracto despersonalizado: el
dinero? ¿O será que tomamos lo que tenemos frente a nosotros en nuestro propio
campo y sumergimos nuestras vidas en lo que ya nos ha sido entregado, entrando a las
complejidades, las infinitas relaciones orgánicas que conforman el mundo en el cual
vivimos? Henry David Thoreau, uno de los sabios americanos que hemos canonizado,
escribió sobre sus “extensos viajes en Concord”[18] (una pequeña aldea en Nueva
Inglaterra donde vivió su vida). Algo que se formó en la tradición oral en torno a Louis
Agassiz, el celebrado biólogo y profesor de Harvard, es que recuerda haber regresado a
su clase después de las vacaciones de verano y haberles dicho a sus estudiantes que
había pasado el verano viajando y que sólo había cruzado la mitad de su campo.
Quiero evitar recorrer ampliamente la Sagrada Escritura, porque la Escritura es la
revelación de un mundo que es extenso, mucho mayor que aquel dañado por el pecado:
un mundo estrecho que nos construimos inventando un ensamblaje de textos para
acomodar nuestras ideologías.
No obstante, esta vasta extensión, no viene de recopilar detalles de un estudio
letrado de las Escrituras sino por reconocer la forma en que nos fue dada. Hans Urs
von Balthasar, el teólogo erudito de la espiritualidad cristiana del siglo veinte, insistió
que en cuestiones de espiritualidad cristiana lo importante para la formación es la
manera en que recibimos lo que la Escritura nos enseña:
El contenido (Gehalt) no yace detrás de la forma (Gestalt) sino dentro de ella. Quien no sea
capaz de ver y “leer” la forma, de la misma manera, fallará en percibir su contenido. Quien no
sea iluminado por su forma tampoco verá la luz en su contenido.[19]

La historia que leemos en la Escritura es la historia de los que siguieron a Jesús. La


comunidad cristiana siempre ha leído esta historia, no como una historia entre muchas
sino como la máxima narrativa que incluye, o que puede incluir todas las historias. Si
fallamos en admitir la capacidad de la forma en que se nos presenta, acabaremos con
certeza considerando al texto bíblico como una simple anécdota “inspirada”, o como
un elemento para la polémica.
El vasto y amplio mundo que abarca la revelación, a lo cual nuestra espiritualidad
da testimonio, está en forma narrativa y puede deformarse cuando se aísla o se le da
una interpretación privada. Cuando aislamos o disecamos la Escritura como a un
espécimen de laboratorio oscurecemos la forma que ella tiene. Cada detalle en la
Escritura vale la pena escudriñar; jamás se desperdiciará la atención prestada al estudio
minucioso de la Escritura. Pero cuando la objetividad impersonal del técnico de
laboratorio reemplaza al lector lleno de adoración y amor, terminamos con archivos
llenos de información, organizados conforme a nuestra conveniencia del momento.
Deja de funcionar como la revelación para nuestras vidas. En nuestro tiempo hay
demasiadas corrientes espirituales, propio de nuestra era tecnológica, que están
obsesionadas con la técnica. Si las Escrituras cristianas son consideradas simplemente
como otra herramienta más, una iluminación o un portal de conocimiento que da
poder, se ha cometido un sacrilegio. Además, también se oscurece cuando
interpretamos la escritura de forma privada, utilizándola para lo que deseamos llamar
“inspiración”. Las Sagradas Escrituras tienen la particularidad de invadir la privacidad
personal. La Escritura nos ordena, bendice, reprende y consuela en una forma personal.
De manera personal somos ordenados y bendecidos, reprendidos y consolados,
advertidos y guiados. No obstante, personal no es lo mismo que privado. La privacidad
es posesiva y aislante. La privacidad es aquello que se extrae del bien común para el
control, uso y placer individual; es robar. Cuando privatizamos las Escrituras
cometemos un desfalco a la divisa común de la revelación de Dios. No obstante, la
Escritura jamás hace esto, la revelación nos extrae de nosotros mismos, fuera de
nuestras individualidades resguardadas con ferocidad, y nos traslada al mundo de la
responsabilidad, la comunidad y la salvación, la Soberanía de Dios. El “Reino” es la
metáfora principal para esto.
La comunidad de la iglesia continúa haciendo hincapié sobre la importancia de
prestar atención a la forma narrativa de la Escritura por ser tan poderosa y constante en
la formación.
A veces se nos dice que la Biblia es una biblioteca conformada de muchos tipos de
escrituras: poemas e himnos, sermones y cartas, visiones y sueños, genealogías y
crónicas, enseñanza moral, admoniciones y proverbios. Y por supuesto, historia. Pero
no es así. En la Biblia encontramos que todo esto está incluido en las historias. Von
Balthasar dice así: “Los antiguos estudiosos de la Escritura poseían el arte de ver la
forma total, dentro de la forma individual y entender la luz de ellas. Naturalmente, esto
requiere de un entendimiento total de lo que es espiritual y no literal...”[20]
Ninguna revelación nos llega separada de la forma inherente de las Escrituras. La
Biblia toda, es “incansablemente narrativa.”[21] Y no podemos cambiar ni desechar la
forma sin alterar y distorsionar su contenido. La narrativa bíblica reúne todo en ella,
proveyendo un principio y fin, trama y desarrollo del carácter, conflicto y resolución.
A través de los tiempos cristianos, ávidos lectores de la Biblia han comprendido que
las muchas voces y puntos de vista están todas contenidas en la forma narrativa,
dándoles coherencia. En lugar de intentar planchar las arrugas de la inconsistencia y la
desarmonía, debemos oír las resonancias, ecos y modelos, la enorme complejidad de la
verdad vivida, no sólo marcada y rotulada.
También nos hallamos nosotros en la historia. Esta gran narrativa nos incluye
dentro de ella. Las buenas narraciones, alistando nuestras imaginaciones, nos provocan
a participar dentro de un mundo que es más grande y más verdadero que el que
ocupamos regularmente; pero tampoco es un mundo extraterrestre. (Con la excepción
del entretenimiento escapista que deliberadamente falsifica y despersonaliza
manipulando la realidad—historias de horror, romances ficticios, pornografía y
propaganda.) Una buena narración nos incluye en aquello que ha estado frente a
nosotros durante mucho tiempo, pero que no habíamos percibido o pensado que tenía
algo que ver con nosotros. Y luego lo percibimos, la historia nos despierta a lo que
siempre ha estado allí.
Sin irnos del mundo donde trabajamos, dormimos y jugamos, nos hallamos en un
mundo mucho más grande que nuestro círculo; abrazamos las conexiones y los
significados en nuestra vida mucho más allá de lo que nuestros empleadores, maestros,
padres e hijos, amigos y vecinos nos hayan contado, sin mencionar lo que pudieran
habernos dicho los expertos y las estrellas con quienes nos rodeamos ansiosamente.
Las Escrituras en virtud de su forma narrativa, nos acercan a la realidad y nos ponen en
contacto con nuestra propia humanidad; lo que sentimos en los huesos, vale. Es una
historia que nos hace más conscientes de Dios, un mundo que tiene el sello de Dios, un
mundo que está impregnado por la palabra hablada y escrita, Su presencia es percibida
e invisible, de tal modo que entendemos que el mundo fue creado para que lo
habitemos. No pasa mucho tiempo hasta que nos encontramos imaginándonos (como
decía anteriormente, la imaginación y la fe son parientes) dentro de la historia,
ocupando nuestro lugar en la trama, y siguiendo a Jesús.
Hoy día vivimos en un mundo empobrecido de historia; así que no es de
sorprenderse que muchos de nosotros hemos asimilado el mal hábito de extraer
“verdades” de las historias que leemos: hacemos un resumen de los “principios” que
podemos utilizar a nuestra discreción; condensamos una “moral” que utilizamos como
lema en un cartel o como letrerillo sobre nuestro escritorio. Esto se nos enseña en la
escuela para aprobar los exámenes sobre novelas y obras de teatro. No es de extrañarse
que continuamos con este tipo de practica extrayendo y mutilando las historias al leer
nuestra Biblia. No miramos las “historias” como algo serio; las “historias” son para
leerle a los niños alrededor de un fogón de campamento. Así que lo que hacemos es
convertir nuestras historias en un discurso “serio” de información y motivación.
Apenas percibimos que hemos perdido la forma, la forma que se nos dio para formar
nuestras vidas con amplitud y coherencia. El texto que nos fue dado para formar
nuestra espiritualidad es reducido en fragmentos desmembrados de la “verdad” y
“conocimiento”, huesos desmembrados de información y motivación.
Vuelvo a repetir que la manera en que se escribió la Biblia es tan importante como
lo que fue escrito en sus páginas: la narrativa, la gran formidable historia que nos hace
parte de su trama y nos enseña nuestro lugar en su desarrollo de principio a fin.[22]
Hace falta toda la Biblia para leer una parte de la Biblia. Cada oración está
entrelazada en la historia y no puede ser entendida con propiedad o por si sola sin la
totalidad de la historia, como tampoco las oraciones que hablamos en el transcurso del
día pueden separarse de nuestras relaciones, cultura y las formas variadas en que les
hablamos a nuestros hijos y padres, amigos y enemigos, empleadores y empleados, y a
nuestro Dios. Northrop Frye, quien nos ha enseñado considerablemente a leer la
Biblia, escribió:
El contexto inmediato de una oración (cualquier oración de la Biblia) puede estar separada a
trescientas páginas de la oración anterior o aquella que le sigue. Idealmente, cada oración
contiene la llave para entender toda la Biblia. Esta no es una declaración objetiva acerca de la
Biblia, pero nos ayuda a explicar la práctica de los predicadores que sabían lo que estaban
haciendo, como algunos que vivieron en la Inglaterra durante el siglo diecisiete. En los
sermones de John Donne, por ejemplo, podemos ver como el texto nos enseña el camino, así
como un guía con una vela, al vasto laberinto de la Escritura, dentro de la cual Donne mismo era
una estructura infinitamente más grande que la catedral donde predicaba.[23]

La oración
La historia que nos lleva al vasto mundo de Dios y que nos alista para seguir a
Jesús se nos cuenta oración tras oración. Caminando y siguiendo, la mayor parte, no
requiere de un pensamiento preparado; emplea reflexiones condicionadas,
coordinación de músculos y nervios adquiridos en los primeros años de la vida.
Caminamos sin necesidad de pensar que debemos poner un pie delante del otro. De la
misma forma que leemos una historia, las oraciones se van desenvolviendo una detrás
de la otra sin tener que parar a pensar en cada punto o verbo conjugado.
Pero así como caminamos sin pensar a veces giramos en la dirección incorrecta,
entonces debemos retroceder y recalcular nuestro rumbo, y de la manera como
caminamos sin pensar a veces alguien se presenta y nos alerta a una suma de detalles
importantes, flores, pájaros, rostros, que habíamos perdido en el camino, y nos detiene
para que miremos a nuestro alrededor, somos asombrados con lo que habíamos pasado
por alto, así también es cuando leemos las Sagradas Escrituras.
Mientras avanzamos en esta historia encontramos nuestra vida en ella, siguiendo a
Jesús, y con el transcurrir del tiempo encontramos que hacemos un alto en el camino o
que otros nos detienen, y prestamos atención a los detalles que conforman la historia.
Prestamos atención al lenguaje, a las oraciones que unifican palabras en una relación
entre sí, y a la vez, con nosotros. Las palabras jamás son sólo palabras, ellas transmiten
espíritu, significado, energía, y verdad. La exégesis es la disciplina de escudriñar el
texto y oír la explicación correctamente.
La exégesis presenta otra dimensión a nuestra relación con el texto. El texto como
historia nos va transportando, nos sentimos dentro de algo mayor que nosotros
mismos, permitimos que la historia nos lleve adondequiera. Pero la exégesis requiere
de una atención enfocada, haciendo preguntas, sorteando los diferentes significados
posibles. La exégesis es rigurosa, disciplinada, una obra intelectual. Raramente se
siente uno “espiritual”. Los hombres y las mujeres que están, como decimos, “en” las
cosas espirituales, frecuentemente dan una corta exégesis prefiriendo confiar en la
inspiración y la intuición. No obstante, el largo y amplio consenso en la comunidad del
pueblo de Dios siempre ha insistido en la exégesis vigorosa y meticulosa: ¡Lea este
texto con una atención larga y enfocada! Todos nuestros maestros en la espiritualidad
fueron y son maestros exégetas. Son muchos los acontecimientos ocurriendo en la
Escritura; no queremos perdernos ningún detalle; no queremos leer el texto como
sonámbulos.
Una oración de palabras es algo maravilloso. Las palabras revelan. Se nos presenta
una realidad, con la verdad que hará más grande nuestro mundo y nuestras relaciones
serán enriquecidas. Las palabras quitan el enfoque de nosotros mismos y nos llevan a
responder y relacionarnos con un mundo mayor de tiempo y espacio, elementos y
personas.
Pero también, una oración de palabras puede ser de lo más misterioso. Las palabras
encubren. Las palabras pueden ser utilizadas para falsificar y engañar. Toda la
experiencia que tenemos con los idiomas ha sido “pos-Babel”. La mayor parte de
nuestra experiencia con el lenguaje es con su mal uso. No podemos asumir que
cualquier palabra que asumimos conocer es idéntica a esa misma palabra que leemos
en un texto. Y es desconcertante encontrar que una palabra empleada de una forma en
la página 26 se utiliza en un modo muy diferente en la página 72.
No sólo esto, sino que el lenguaje cambia constantemente. Si una palabra se
empleaba de una manera la semana pasada no podemos asegurar que se empleará de la
misma forma la semana entrante. Y tenemos dos o tres mil años de “semanas”
separándonos del texto bíblico. Los diccionarios no logran mantenerse actualizados.
Por este motivo, la exégesis no debe hacerse livianamente. El texto de la Escritura
es complejo y demanda atención. El testigo principal de la revelación de Dios son el
Antiguo y el Nuevo Testamento: La Torá y los Profetas y las Escrituras en el Antiguo
Testamento, los Evangelios, las Cartas y el Apocalipsis en el Nuevo Testamento. Y
estos fueron escritos en hebreo, arameo y griego, estos lenguajes, como todos, poseen
su forma particular en la inflexión de sustantivos, la conjugación de los verbos, como
se insertan preposiciones en lugares inusuales, y en la forma que se disponen las
palabras en una oración. Todo esto fue escrito en pergaminos y papiros, con pluma y
tinta, en Palestina, Egipto, Siria, Grecia e Italia.
No todos necesitamos conocer estos detalles para ser formados cuando leemos las
Sagradas Escrituras. Sin embargo, debemos aprender a prestar atención dentro nuestro
y alrededor nuestro cuando seguimos a Jesús. En primer lugar, la exégesis no es una
actividad especial para los teólogos, aunque necesitamos que ellos trabajen a nuestro
favor. Después de todo, no estamos descifrando jeroglíficos como algunos de nosotros
podemos pensar. La exegesis es simplemente notar y responder adecuadamente (¡no es
fácil!) a la demanda que nos hacen las palabras, el lenguaje que nos forma.
Los reformadores han insistido en la “claridad” de las Escrituras, que la Biblia es
sustancialmente comprensible a la persona común y no requiere de un Papa o profesor
para interpretarla. Esencialmente está abierta a nuestro entendimiento sin la necesidad
de recurrir a los especialistas académicos o el sacerdocio privilegiado. Como dice al
Confesión de Westminster, “las cosas que necesariamente deben saberse, creerse y
guardarse para conseguir la salvación, se proponen y declaran en uno u otro lugar de
las Escrituras, de tal manera que no sólo los eruditos, sino aún los que no lo son,
pueden adquirir un conocimiento suficiente de tales cosas por el debido uso de los
medios ordinarios”[24] El estudioso católico Hans Urs von Balthasar se une a los
reformadores, en razón de la “claridad” de las Escrituras, firme en su insistencia que
“La Palabra de Dios es clara y sencilla, y ninguno debe aislarse del contacto directo e
inhibirse con la Palabra, o permitir que el contacto se vele u opaque, por problemas y
reservas mentales que surgen al pensar que los estudiosos interpretan un texto de
forma diferente y más exacta que uno.”[25]
Sin embargo, esto no significa que no debemos tener cuidado. Cada libro tiene su
particularidad, y generalmente un lector cuidadoso aprende como leer un libro
examinando el contenido en forma lenta y cuidadosa, escudriñando sus páginas por
mucho tiempo hasta encontrar cual es el mensaje. Un lector cuidadoso (es un exégeta)
procederá con cuidado, permitiendo que sólo el libro nos enseñe como leerlo. Pronto
se hace obvio que nuestras Sagradas Escrituras no están compuestas en una prosa
inmortal sin tiempo, en un híper-lenguaje espiritual de ángeles con todas las sorpresas
e idiosincrasias de la historia local, despojado del dialecto campesino. Hay verbos que
deben estudiarse con precisión, ciudades y valles deben ser ubicados en el mapa, y las
costumbres olvidadas por los siglos deben ser comprendidas.
Hay una enorme inconveniencia, particularmente para aquellos de nosotros que
sentimos una inclinación y una aptitud hacia lo espiritual. Es casi imposible para
aquellos de nosotros que hemos adoptado la palabra “espiritual” por rondar los
estacionamientos de la iglesia o navegando por el Internet para no sentir que nuestra
atracción a lo espiritual nos confiere a nosotros una ventaja y privilegio, eximiéndonos
de la molestia de la exégesis. Sentimos que conocemos lo secreto de Dios; tenemos el
discernimiento confirmado por nuestras ideas. Cuando esto nos ocurre, sentimos que
nos hemos graduado del tedioso recurso de usar los diccionarios y los libros de
gramática. Después de todo, somos los que nos iniciamos en el texto y hemos
cultivado el arte de escuchar el susurro de Dios y lo que nos quiere decir. No hace
mucho tiempo, como lo dijo una vez la columnista de un periódico Ellen Goodman,
que empezamos a usar la Biblia más como el test de Rorschach que como un texto de
religión, prestando mayor atención a la tinta que lo que podemos aprender del texto.[26]
Luego, no hace mucho tiempo, empezamos a utilizar la palabra “espiritual” para
referirnos principalmente a nosotros mismos y nuestras ideas, y solo en algunas
instancias a Dios.
Pero, sea inconveniente o no, estamos pegados a la necesidad de la exégesis.
Tenemos una palabra escrita para leer y prestar atención. Es la Palabra de Dios, así lo
creemos, y será mejor que la entendamos correctamente. La exégesis es el cuidado que
empleamos para entender correctamente lo que dicen las palabras. La exégesis es
fundamental para la espiritualidad cristiana. A medida que se construye un edificio la
vista del fundamento va desapareciendo, pero el si el constructor no construye un
fundamento sólido, el edificio no durará mucho tiempo.
Debido a que hablamos nuestro idioma de forma muy casual, es fácil caer en el
hábito de hablarlo en forma ordinaria. Sin embargo, el lenguaje es persistentemente
difícil de entender. Pasamos nuestros primeros años de vida aprendiendo el idioma, y
justo cuando pensamos que somos expertos nuestros cónyuges nos dicen: “¿No
entiendes nada de lo que te estoy hablando?” Les enseñamos a nuestros hijos a hablar,
y justo en el tiempo que pensamos que están entendiendo, dejan de hablarnos; y
cuando los oímos hablar con sus amigos, nos damos cuenta que no podemos entender
una de cada ocho o nueve palabras que dicen. Una relación cercana no garantiza que
entendamos todo lo que dicen. De hecho, cuanto más cerca estemos a otra persona y
cuanto más íntima sea nuestra relación, es donde más cuidado debemos ejercitar para
entender lo que se nos dice, enteramente, para luego responder apropiadamente.
Con esto dicho, cuanto más “espirituales” seamos, mayor atención debemos dar a
la exégesis. Cuanto más maduros seamos en la fe cristiana, debemos ser más rigurosos
con la exégesis. Esta no es una tarea de la cual nos graduamos. Estas palabras que nos
han sido dadas en la Escritura están siendo constantemente adaptadas a preferencias
personales, suposiciones culturales, distorsiones del pecado, y conjeturas ignorantes
que contaminan el texto. Estos contaminantes siempre están presentes en el aire,
juntando polvo sobre nuestras Biblias, socavando el uso del lenguaje, especialmente el
mensaje de la fe. La exégesis trabaja como un paño para limpiar el polvo, un cepillo
para refregar, o como un hisopo, para mantener limpias las palabras.
Es muy útil que los lectores de la Biblia tengan a mano algunos de los maestros
exégetas; la forma más fácil de hacerlo es utilizar sus comentarios. En su mayoría, los
comentarios bíblicos son empleados por pastores y maestros en la preparación de
sermones o clases. Estos comentarios son considerados como “herramientas”. Pero hay
tesoros dentro de estos libros para el común lector de la Biblia. Entre aquellos de
ustedes que leen, comen, este texto no en preparación para una tarea, sino con el fin de
conseguir dirección y alimento espiritual para seguir a Jesús; para la mayoría de
nosotros, los comentarios bíblicos por mucho tiempo han sido considerados como una
lectura común para cristianos habituales.
Recomiendo la lectura de comentarios de la misma forma que leemos novelas, de
principio a fin, sin saltear nada. Obviamente, son débiles en trama y carácter, pero una
devota atención a las palabras y a la sintaxis es suficiente. La trama y el carácter, la
trama de la salvación y el carácter del Mesías, están implícitos dentro de los
comentarios y afirman persistentemente su presencia aun cuando no se mencionan a lo
largo de sus páginas. El poder de estos añosos sustantivos y verbos a través de los
siglos han generado ilustres discursos de hombres y mujeres que continúan siendo una
maravilla.
Entre aquellos que la Escritura es una pasión, la lectura de comentarios siempre me
ha parecido similar a las reuniones que tienen los hinchas de fútbol en el bar del
vecindario después del juego, redundando los interminables detalles del juego que
acaban de mirar, debatiendo (tal vez hasta peleando) acerca de las observaciones y
opiniones, mezclando el debate con los chismes acerca de los jugadores. El nivel de
conocimiento en estas conversaciones ebrias es impresionante. Los hinchas han mirado
los juegos por años; conocen los nombres de los jugadores de memoria; conocen lo
más ínfimo de las reglas del juego y reconocen cada matiz del campo de juego. Están
muy interesados acerca de lo que ocurre en el juego. Sus interminables comentarios
son la evidencia del interés que tienen por el juego. Así como ellos, me gusta
impregnarme de un comentario no sólo de información sino como para llevar una
conversación inteligente con amigos de experiencia, probando, observando y
cuestionando el texto bíblico. Embebido por la trama que grandiosamente se extiende
del Génesis al Apocalipsis, absorto por la presencia mesiánica que en la muerte y la
resurrección nos salva a todos, hay mucho para observar, y numerosos temas para
hablar.
No todos los comentarios llenan los requisitos, algunos han sido escritos por
eruditos que no tienen el más mínimo interés en Dios o la historia, pero hay otros que
verdaderamente me convencen que son una indispensable ayuda para todos los que
leemos el texto, siguiendo a Jesús, y que no queremos perder ningún detalle en nuestro
caminar.[27]

* * *
Muchos lectores de la Biblia asumen que la exégesis es lo que uno hace después de
aprender hebreo y griego. Esto no puede estar más lejos de la verdad. La exégesis no
es más que una lectura amorosa y detallada del texto en nuestro idioma natal. Vale la
pena aprender el hebreo y el griego, pero si no has tenido el privilegio de hacerlo,
confórmate con el español. Una vez que aprendes a amar el texto y a estudiarlo
disciplinadamente con inteligencia, no estarás lejos de los mejores eruditos en hebreo y
griego. Puedes valorar a los eruditos bíblicos, pero no seas intimidado por ellos.
La exégesis lejos está de la jactancia; la exégesis es un acto de amor. Ama tanto las
palabras de la persona que habla, que busca entender correctamente su significado.
Tiene un sumo respeto por las palabras y utiliza todos los medios disponibles para
comprender su significado. La exégesis es amar a Dios lo suficiente para hacer un alto
y oír cuidadosamente lo que dice. Seguido tratamos de atraer la descansada atención de
los que aman el texto, atesorando cada coma y, punto y coma, dando sabor a lo
diferente de una preposición, deleitándonos en el sorprendente lugar del sustantivo.
Los amantes de la lectura no hacen una rápida lectura para sacar un “mensaje” o un
“significado,” para luego salir corriendo y hablar incesablemente con sus amigos
acerca de cómo se sienten.

* * *
No que no haya supuestos exégetas que hacen esto: tratan la Biblia como si fuera
un almacén de información, olvidadizos de lo obvio, que en ella nos es presentada, en
forma de una historia, un mensaje con el propósito de transformar toda nuestra vida en
una historia de alguien que sigue a Jesús, una vida que vive para la gloria de Dios.
Hace unos ciento cincuenta años, la aridez y la despersonalización en el
conocimiento era tanto, que cubría como una mortaja la vida espiritual de Inglaterra.
En ese tiempo George Eliot creó el personaje de Casaubon (en la novela Middlemarch)
como para exponer ante el mundo el sacrilegio intelectual que habían cometido.
Casaubon fue un estudioso clérigo de la iglesia anglicana obsesionado con alcanzar el
máximo conocimiento religioso para luego escribir lo que había aprendido. Dorothea
Brooke, una joven mujer con fuertes ideales y vitalidad, se casó con él para asistirlo en
lo que ella creyó ser su noble ideal. Pero no había vida en los libros que Casaubon
estudió y escribió, eran palabras muertas sin conexión a ninguna cosa o persona viva,
mucho menos a su esposa ardiente, exuberante y llena de vida. Sólo le llevó unas
pocas semanas a Dorothea para darse cuenta que se había casado con un cadáver.
El contemporáneo de George Eliot, Robert Browning, anunció su novela con su
poema “A Grammarian’s Funeral [El funeral de un gramático] burlándose del
pretencioso viejo exégeta, sin vida, quien “decidió no vivir sino conocer”. Afirmando
“el asunto de Hoti, ¡déjalo ser!, apropiadamente basado en Oun, nos dio la doctrina del
enclítico De, muerto de la cintura para abajo”.[28]
Mas recientemente, Marianne Moore utilizó la metáfora de la aplanadora (en su
poema, To a Steamroller) para exponer la pesada mano y la despiadada violación al
texto:
La ilustración
es nada para ti sin la aplicación.
Te falta ingenio. Aplastas todos los participios rebajándolos
y conformándolos de cerca, y luego los pisoteas de un lado a otro.
Luminosos fragmentos de piedra
son aplastados al nivel de la piedra principal.
No era “el juicio impersonal en materias estéticas, una imposibilidad
metafísica”, tu podrías alcanzar.
En cuanto a las mariposas, apenas puedo concebir como puede uno prestar atención,
pero cuestionar la sensatez del cumplido es vano, si existe.[29]

El hermano de Marianne Moore era pastor de una iglesia Presbiteriana en


Brooklyn, y ella concurría a su congregación cada domingo por la mañana.
Probablemente no se refería a él como la aplanadora “Steamroller”, todo indicaba que
ella tenía una cálida apreciación por su predicación y trabajo pastoral, pero a través de
él ella tenía acceso al pensamiento predominante entre algunos pastores y eruditos de
ese tiempo (1930) quienes eran despectivos de todos los vivos detalles y la
complejidad de las palabras y las oraciones en las Sagradas Escrituras, y en cambio los
forzaban al servicio de una doctrina o una causa: “ustedes aplastan los participios (leen
palabras) para rebajarlas / conformarlas de cerca, y luego pisotearlas de un lado a
otro,” aplanando el texto en un camino superficial, utilizable, práctico y doctrinal. Y
también muerto.
Pero la exégesis no es tener una maestría en el texto, significa someternos a lo que
dice. La exégesis no toma potestad sobre el texto para imponer un conocimiento
superior a lo que dice; sino que entra al mundo del texto y permite que el texto nos
“enseñe” a nosotros. La exégesis es un acto incesante de humildad: Hay tanto acerca
de este texto que no sé si llegaré a aprender todo. Como cristianos continuamente
volvemos al texto con toda la ayuda que podemos obtener de la gramática, los
arqueólogos e historiadores y teólogos, permitiéndonos ser moldeados por lo que dice.
Sí, la humildad. Cuanto más aprendemos y adquirimos conocimiento,
especialmente cuando se trata de conocimiento bíblico, el conocimiento de Dios,
somos susceptibles a la tentación de apartarnos por nuestra cuenta con el maravilloso
conocimiento y utilizar lo que sabemos para dirigir nuestra vida y la vida de los demás
en la forma que queremos. Sin embargo, jamás fue el motivo para este texto el
entrenarnos y equiparnos para una competencia, graduándonos con una maestría para
constituirnos como cristianos de una clase superior, certificados y enviados para hacer
la obra de Dios entre los iletrados de la Biblia.
Si el conocimiento que adquirimos a través de la lectura y el estudio de este texto
que nos ciñe para seguir a Jesús, nos desvía del mismo Jesús que comenzamos
siguiendo, hubiera sido mucho mejor jamás haber abierto el libro en primer lugar.
Pero sin la exégesis, la espiritualidad se vuelve diluida y aguachenta. La
espiritualidad sin la exégesis se vuelve auto indulgente. Sin una exégesis disciplinada
la espiritualidad se desarrolla alrededor del ego en la cual yo defino todos los
principales verbos y sustantivos de mi propia experiencia. Y la oración termina
decayendo en suspiros y tartamudeos.
Siglo tras siglo las técnicas exegéticas en la comunidad cristiana han sido afiladas
y nuestras metodologías han mejorado. Es una gran ironía que la generación que tiene
acceso a lo mejor en la exégesis bíblica es, aun entre lo considerado “clérigos
educados,” en gran parte indiferente a ella.
La historia da forma a las oraciones; las oraciones proveen el contenido para la
historia. Seguir a Jesús requiere que estas coincidan, que estén enteramente integradas.
Sin este formato de historia, las oraciones en la Biblia, los versículos bíblicos,
funcionan como una enciclopedia de información en la cual seleccionamos lo que
necesitamos para el momento. Si las oraciones no están en el lugar donde deben estar,
la historia es editada y revisada por sugerencias seductivas de algunos y por la presión
de las urgencias de los demás, ninguno de los cuales parecen tener interés alguno de
seguir a Jesús. La razón primordial que se nos dio este texto fue para hacernos
seguidores de Jesús, sea que la historia es larga o las oraciones detalladas sean
utilizadas para otra cosa, sea admirable o atrayente, ¿por qué hemos de molestarnos?
CAPÍTULO 5

La Escritura como libreto:


Haciendo nuestra parte en el Espíritu
“Cómete este libro” es la metáfora que elegí para enfocar la atención en lo que se
necesita para leer las Sagradas Escrituras de manera formativa, de tal forma que el
Espíritu Santo utilice el texto para formar a Cristo en nosotros. No estamos interesados
en conocer más, sino ser más como Él.
La tarea es urgente. Es evidente que vivimos en una era en la que la autoridad de la
Escritura en nuestras vidas ha sido reemplazada por la autoridad del “yo”: se nos
alienta de todos los ángulos a tomar control de nuestras vidas y a utilizar nuestra
propia experiencia como el texto autorizado para vivir nuestras vidas.
Lo alarmante de este asunto es la forma en que este espíritu se ha infiltrado
extensamente dentro de la iglesia. Uno da por hecho que aquellos que no se han
bautizado vivan una vida de forma autónoma. Pero no de los que hemos confesado a
Jesús como Señor y Salvador de nuestras vidas. No soy el único en observar que nos
encontramos en una posición extraña y vergonzosa de ser una iglesia en la que muchos
entre nosotros creen ardientemente en la autoridad de la Biblia, pero en lugar de
someterse a ella, la usan, la aplican, toman el control a su antojo, afirmando su propia
experiencia como la autoridad para determinar cómo, dónde y cuándo utilizarla.
Una de las tareas más urgentes que debe enfrentar la comunidad cristiana del día de
hoy es contrarrestar esta auto-soberanía por medio de reafirmar lo que significa vivir
las Sagradas Escrituras de adentro hacia fuera, en lugar de usarlas para nuestros
soberanos propósitos por más sinceros y devotos que se vean.

* * *
Dios habla, y cuando Dios habla suceden cosas. Las Sagradas Escrituras hacen la
apertura con las palabras, “Y dijo Dios...” resonando ocho veces, y después de cada
eco vemos, parte por parte, uno detrás de otro, los elementos del cielo y la tierra
formándose ante nuestros ojos y luego culminando con el hombre y la mujer creados a
la imagen de Dios. El Salmo 33 resume Génesis 1 en un párrafo: “Porque él dijo, y fue
hecho...” (Sal. 33:9). Esto establece el marco para todo lo que sigue en la Biblia, la
abundancia de mandamientos y promesas, bendiciones e invitaciones, reprensiones y
juicios, la dirección y el consuelo que forman las Sagradas Escrituras.
La metáfora que he elegido, “Come este libro”, es de San Juan. Tenemos tres
estilos de libros de Juan en el Nuevo Testamento que se deleitan en particular en
presentar a Jesús como el que revela a Dios hablando por medio de Su Palabra, el eje
central y el origen de todas las cosas que existen: El Evangelio de Juan, las cartas de
Juan, y el Apocalipsis de Juan. No es seguro que el apóstol Juan haya sido el autor de
todos estos libros (aunque la tradición así lo afirma); lo que si es evidente es que todos
estos libros tienen un centro y un énfasis en común, todos son juaninos. Jesús, el
Verbo hecho carne, declara palabras que transforman el caos en cosmos (el Evangelio),
el pecado en salvación (las cartas), el quebrantamiento en santidad (el Apocalipsis).
El evangelio de San Juan comienza con un enfático principio de palabras,
repitiendo “el Verbo” tres veces: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con
Dios, y el Verbo era Dios...” (Juan 1:1). Pronto llegamos a entender que el Verbo del
cual nos está hablando es Jesús: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre
nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de
verdad (Juan 1:16). Luego la historia del Evangelio presenta a Jesús declarando la
realidad a la existencia.
De la misma forma, las cartas de San Juan nos llevan al principio y nos dan
testimonio de la experiencia apostólica de estar convencidos que la “palabra de vida”
era Jesús, verificado por lo que ellos oyeron, vieron, y tocaron. Tres de los cinco
sentidos (vista, oído y tacto) fueron utilizados en esta verificación (1 Juan 1:1). Este
Jesús habló los mandamientos que resultaron en una vida de salvación del pecado
expresada en una comunidad de amor.
Y finalmente, el Apocalipsis de San Juan muestra al Jesús resucitado y presente, en
el aspecto de palabras, como el hablar: Juan “da testimonio de la palabra de Dios, y del
testimonio de Jesucristo” (Apocalipsis 1:2). Seguido, el Señor Jesucristo después de
haber resucitado se identifica a Juan en forma alfabética: “Yo soy el Alfa y la Omega”
representando el alfabeto, todas las letras de la A á la Z, refiriéndose a las vocales y
consonantes con las que se forman las palabras. Jesús habla de tal modo que el
quebrantamiento del mundo y nuestra experiencia se desarrolla en una maravillosa
santidad que evoca adoración en gran escala, envolviendo todo y a todos en el cielo y
la tierra.
Dios obra principalmente a través del lenguaje. Las Escrituras que dan testimonio a
estas palabras se refieren al lenguaje de forma física. Por supuesto que las palabras se
pueden oír. Pero también las palabras se pueden ver (“Y me volví para ver la voz que
hablaba conmigo,” Apocalipsis 1:12), masticamos (Sal 1:2), saboreamos (Sal 19:10),
caminamos y corremos en ellas (Sal 119:32), y en esta imagen final, las comemos:
Come este libro. Las palabras de Dios que nos forman en Cristo nos muy físicas.
Somos parte de una comunidad santa que por más de tres mil años ha sido formada
por dentro y por fuera con las Palabras de Dios, palabras que han sido oídas,
saboreadas, masticadas, vistas y caminadas. Leer las Sagradas Escrituras es totalmente
físico. Nuestros cuerpos son el medio a través del cual proveemos a nuestra alma el
acceso a la revelación de Dios: Cómete este libro. Un amigo mío me contó que uno de
los primeros rabinos seleccionó una parte diferente del cuerpo para señalar lo mismo;
insistió que el miembro principal del cuerpo para asimilar la palabra de Dios no es el
oído sino los pies. Aprendes de Dios, dijo, no con tus oídos sino con los pies: sigue al
Rabino.
Entonces, la practica de la comunidad cristiana es cultivar hábitos de lectura que
agudicen nuestra percepción y nos envuelvan en la asimilación formativa de la palabra
de Dios dentro nuestro, con el deseo de hacerlo como lo hicieron nuestros antecesores,
con la determinación de no dejar ninguna de estas palabras en un libro sobre una
estantería, como una lata de zanahorias guardada en la alacena. Queremos aumentar
nuestro apetito, unirnos a Juan y comer este libro.
Siguiendo los temas de introducción del capítulo 1 y 2, en el capítulo 3, “La
Escritura como Texto: Aprendiendo lo que Dios revela,” el énfasis era la Santa
Trinidad, que Dios se revela personalmente y por relación. El lenguaje no es
primordialmente para dar información sino revelación. Las Sagradas Escrituras dan
testimonio a la viva voz que resuena en la persona del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo, dirigiéndose personalmente a nosotros e involucrándonos personalmente como
participantes. Este texto no es para ser estudiado en las mesas silenciosas de una
biblioteca, sino una voz para ser creída, amada y adorada en el ámbito laboral, durante
el descanso, y en las calles y la cocina. Se requiere receptividad.
En el capítulo 4, “La Escritura como forma: Siguiendo el camino de Jesús”, el
énfasis fue en seguir a Jesús dentro del amplio espectro e intricado mundo coherente
del cual nos volvemos conscientes por medio de la historia. Las Sagradas Escrituras
están en formas de historias. La realidad se presenta en forma de historia. El mundo
está formado en la historia. Nuestras vidas están formadas de historias. A propósito de
su fe cristiana, G. K. Chesterton escribió que “Yo siempre sentí que la vida primero es
una historia: y si hay una historia, también hay un narrador”.[30] Entramos a esta
historia, siguiendo al hacedor de la historia, el narrador Jesús, y pasamos el resto de
nuestras vidas explorando los asombrosos y exquisitos detalles, las palabras y las
oraciones que añaden a la historia de nuestra creación, salvación y vida de bendición.
Es una historia estampada de invisibles y llena de conexiones. Se requiere de la
imaginación.
Y ahora en este capítulo, “La Escritura como libreto: Haciendo nuestra parte en el
Espíritu,” mi énfasis es en cultivar el entendimiento y las prácticas que nos hacen
oyentes receptivos a la viva voz de la Trinidad que desde el principio nos legó estas
palabras en las páginas de nuestro texto, pero que también hace que estas palabras
salten de las páginas y entren a nuestra vida. El énfasis está en cultivar el
entendimiento y las prácticas que nos hacen mejores seguidores de Jesús entrando a la
historia que él hace realidad con sus palabras para que nos hallemos en casa ahora y en
la eternidad. Se requiere participación.

La Biblia que incomoda


Somos felices de encontrarnos en el mundo del texto bíblico. Hay tanto para explorar,
tanto para aprender, y pensar que tenemos un lugar en él. No sólo es acerca de Isaac,
Jacob y Esaú, Séfora y Asenat, David y Jonatán, Jeremías y Ezequiel, Priscila y
Aquila, Febe y Rodé, Bernabé y Marcos, sino que es acerca de mi, y de ti. Nuestros
padres y nuestros hijos, amigos y enemigos, nuestros vecindarios y nuestros gobiernos
están todos incluidos.
Hace unos años visité una librería y mientras pagaba mi compra miré una pila de
libros sobre el mostrador. Había allí un libro que había sido escrito por un amigo mío.
Su nombre se veía estampado en sobre-relieve en la portada: Alvin Ben-Moring. El
libro trataba sobre unos de los sabios presentes en el nacimiento de Jesús; el título era
Balthasar: The Black and Shining Prince (Baltasar: el brillante príncipe negro). Era un
libro de navidad que fue popular en la década de los sesenta. Hacía años que no veía a
Ben, pero conocía su libro porque habíamos hablado sobre la trama y los personajes
del libro durante los años que juntos cursamos la universidad y el seminario. Y allí
estaba, publicado. Le dije al empleado: “Este libro fue escrito por un buen amigo mío;
no sabía que se había publicado.” Ella me respondió: “Bueno, entonces será mejor que
lo compre; es posible que usted se encuentre dentro de el.”
Compré el libro, y me encontré dentro de el. Pero no en la forma que esperaba.
Habíamos sido amigos cercanos; y él me había dado todos los indicios de respeto, y
aun de admiración. No había forma de escapar del hecho que yo estaba allí,
desafortunadamente, no era la fantasía que me había imaginado.

* * *
Hay un detalle en la historia de Juan comiendo el libro que yo hubiera ignorado
hasta ahora, pero ya no lo puedo evitar. Aquí está el detalle: el comer la Biblia le dio a
Juan un dolor de estómago.
Al llevar el librito a su boca tenía buen sabor, pero cuando llegó a su estómago se
afectó: “Entonces tomé el librito de la mano del ángel, y lo comí; y era dulce en mi
boca como la miel, pero cuando lo hube comido, amargó mi vientre” (Apocalipsis
10:10).
Para la mayoría de nosotros, nuestra primera experiencia con la Biblia es dulce;
nos encontramos dentro de este libro, y eso es tan maravilloso. Adquirimos un paladar
para las promesas y las bendiciones de Dios, aprendemos a valorar el consejo sano y la
dirección que nos da para la vida, nos memorizamos algunos salmos para recitar en los
tiempos oscuros y solitarios y hallamos el consuelo que nos ofrecen, hay tanto para
deleitarnos. El Salmo 119 utiliza un esquema elaborado y exhaustivo, veintidós
estrofas que enumeran las veintidós letras de alfabeto hebreo, celebrando el
interminable deleite de la palabra de Dios, que nos llega de tantas formas y maneras.
Cada una de las veintidós estrofas de ocho líneas contienen ocho sinónimos para “la
Palabra” o “Palabra de Dios”, son trabajadas y reconfiguradas para darles un sentido
de complejidad y diversidad que irradia de la boca de Dios. (Algunas variaciones en
los ocho sinónimos muestran un cierta libertad en la composición de las líneas.)
Este maravilloso salmo comunica de manera convincente las delicias que las
Sagradas Escrituras nos dan al absorber las verdades, las promesas y las bendiciones
en nuestras vidas, meditando y orando en cada palabra: “¡Cuán dulces son a mi paladar
tus palabras! Más que la miel a mi boca” (Salmo 119:103). En uno de sus libros,
Dietrich Bonhoeffer escribió que en el seminario le dijeron que este era uno de los
salmos más aburridos;[31] pero durante su encarcelamiento por los nazis encontró que
éste era el salmo de mayor riqueza, y disfrutó meditar prolongadamente en el.[32]
Pero tarde o temprano encontramos que no todo en este libro es de nuestro agrado.
Comienza dulce a nuestro paladar; y luego aprendemos que no lo digerimos muy bien;
se hace amargo en el estómago. Encontrarnos que el libro es muy placentero, hasta nos
sentimos halagados; y luego aprendemos que el libro no fue escrito para halagarnos,
sino para involucrarnos en una realidad, la realidad de Dios, que no alimenta las
fantasías que nos hemos creado de nosotros mismos.
Este libro contiene duras palabras, duras cosas de oír, duras cosas para obedecer;
este libro contiene palabras que son difíciles para digerir. Juan tuvo un cuadro severo
de indigestión.
Pero no es sólo por el dicho duro, sino por la forma en que nos llega la Biblia. Hay
momentos que nos hace un impacto extraño e inesperado, imposible de cuadrar en
nuestro esquema de pensar y vivir. Tratamos de domesticar la revelación para que
cuadre con nuestros ideales personales. Demasiado de lo que “denominamos” estudio
de la Biblia es un intento para surgir con explicaciones o bosquejos con el fin de
cuadrar la Santa Trinidad con nuestras santas “necesidades”, “deseos”, y
“sentimientos”.
Todo cuidadoso lector de la Biblia es sorprendido por la forma “recurrente, extraña
e incómoda”[33] que es la lectura, en relación a lo que esperamos y a lo que estamos
acostumbrados. La Biblia no es “una lectura fácil.”[34]
Muchos de nosotros desarrollamos la costumbre de resolver los temas intricados en
la Biblia, resolvemos lo que parece no ajustarse, limamos los ángulos filosos, y luego
lo hacemos calzar más fácil en nuestra forma de pensar. Queremos emplearla para
consolarnos, y si no funciona cómodamente, reconfiguramos todo para que lo haga. Un
buen amigo advierte a sus estudiantes que no deben convertirse en técnicos del texto.
Los técnicos del texto aprenden el texto, lo conocen de adentro hacia fuera como
maestros, para repararlo cuando sentimos que está un poquito “fuera” de onda, con el
fin que se acomode suavemente y nos lleve donde queremos ir con nuestras
necesidades, deseos y sentimientos.
Nada dentro de nuestras Biblias es unidimensional, sistematizado o teologizado.
Todo lo incluido en el texto está íntimamente y orgánicamente entrelazado a una
realidad que se vive. Así como en un jardín no pueden fijarse rótulos anuales
indicando los resultados que causará el tiempo, ni el desarrollo fijado para cada planta,
tampoco podemos prolijamente cuadrar la Biblia. En un jardín, el crecimiento de las
flores y las hierbas cambia constantemente. Si queremos ver esto desde una
perspectiva más compleja, piensa en un parque de diversiones lleno de atracciones y
espectáculos, niños apuñando su dinero, animales en exposición y caballos de carrera,
hombres y mujeres de todas las estaciones de la vida. El lugar está lleno de vida,
humana y animal, buena y mala, tacaña y generosa, indolente y determinada. A tales
lugares, sea un jardín o un parque de diversiones, solo podemos entrar.
La Biblia es la revelación de esa realidad que podemos vivir, siendo Dios la forma
dominante de vida. Las verdades no pueden ser extraídas, cada detalle debe ser
considerado como nos llega dentro del texto donde las encontramos. “Cada qué está
ligado a un cómo,” escribe Walter Brueggemann; “no podemos generalizar o
condensar, sino que debemos prestar atención al detalle.”[35]
La forma más común de deshacernos de lo desconcertante o de lo difícil de
entender en la Biblia es sistematizarla, organizaría de acuerdo a un esquema u otro
medio que sintetice “lo que la Biblia enseña.” Si sabemos lo que la Biblia enseña, no
necesitamos leerla, no tenemos que compenetrarnos en sus historias que nos hincan e
incomodan en la forma inclemente que se desarrollan, con la inclusión de tanta gente y
circunstancias que nada tienen que ver, pensamos, con nosotros.
Somos devotos a decir que la Biblia tiene todas las respuestas. Y esto es verdad. El
texto de la Biblia nos sitúa en una realidad que es congruente—indica quienes somos,
que fuimos creados a la imagen de Dios, y que hemos sido destinados para los
propósitos de Cristo. Además, la Biblia tiene todas las respuestas, muchas de ellas a
preguntas que jamás nos hicimos, y algunas que pasaremos el resto de nuestras vidas
evitando responder. La Biblia es el libro de mayor consuelo; y también el que más
incomoda. Come este libro; será dulce como la miel a tu boca; pero será amargo a tu
vientre. Puedes condensar este libro, reducirlo a lo que tu puedas asimilar; puedes
domesticar el libro para sentirte cómodo. Puedes entrenarlo como a tu perrito para que
responda a tu voluntad.
Este libro nos hace participantes en el mundo de la existencia y el accionar de
Dios; pero no podemos participar conforme a nuestras reglas. No nos es dado el crear
la historia o decidir cuál personaje seremos. Este libro tiene un poder generador; en la
medida que permitimos que el texto nos gobierne, habrá cambios que nos estimularán,
reprenderán y nos podarán. Nunca seremos los mismos.
Cómete este libro, pero también debes estar bien provisto en casa de antiácidos y
otros productos para el estómago.

El inmenso mundo de la Biblia


Al principio del libro (Capítulo 1) hice referencia a la reseña que hizo Karl Barth
sobre “el extraño mundo dentro de la Biblia.” Él nos insiste en forma implacable y
apasionada que no hay otro libro como la Biblia. Toda expectación que presentemos
acerca de este libro es inadecuada o errónea. Este texto revela el ser y el accionar de la
soberanía de Dios; no nos adula ni busca complacernos. Karl insistía, vez tras vez, que
no debemos leer la Biblia con el fin de lograr que Dios participe en nuestras vidas. Eso
es entender todo al revés.
En la medida que cultivamos una manera de pensar participativa en relación a la
Biblia, necesitamos alcanzar una renovación completa de nuestro entendimiento.
Estamos acostumbrados a pensar que el mundo de la Biblia es más pequeño que el
mundo secular. Las palabras que hablamos nos delatan. Decimos que “debemos hacer
de la Biblia un libro relevante para el mundo,” como si fuera que el mundo es la
realidad fundamental y que la Biblia es algo que nos presenta la ayuda para arreglarlo.
Hablamos de “acomodar la Biblia a nuestra vida” o “de hacer lugar para la Biblia
durante el día,” como si la Biblia es algo que podemos añadir o acomodar dentro de
nuestra ocupada vida.
En la medida que participamos en el mundo de la Escritura revelada del Dios
enfático y personal, no sólo debemos estar dispuestos a aceptar lo extraño de este
mundo, que no congenia con nuestros preconceptos o agrados, sino también su
incalculable grandeza. Verdaderamente nos encontramos en un universo en constante
expansión que excede todo lo que hayamos aprendido en los libros de geografía o
astronomía.
Nuestra imaginación debe ser reformada para asimilar la grandeza del inmenso
mundo de la revelación de Dios en contraste con el pequeño y amotinado mundo que
el ser humano “intenta descifrar”. Aprendemos a vivir, imaginar, creer, amar, e
interactuar dentro de este inmenso e intricado mundo al cual se nos da acceso por
medio del Antiguo y el Nuevo Testamento. Algo “bíblico” no significa armar el texto a
duras penas para justificar o substanciar algún dogma o práctica que hayamos
desarrollado. En cambio, señala una ventana a lo que “ojo no vio, ni oído oyó, ni han
subido en corazón de hombre, son las que Dios... nos las reveló a nosotros por el
Espíritu.” (1 Cor. 2:9-10).
Lo que debemos evitar, aunque todos somos culpables de haberlo hecho muchas
veces, es acomodar la Escritura para avalar nuestra experiencia. Nuestra experiencia es
muy pequeña; es como intentar colocar al océano dentro de un dedal. Lo que
necesitamos hacer es situarnos dentro del mundo revelado por la Escritura, y ponernos
a nadar en ese vasto océano.
Lo que primero buscamos es observar y luego participar en la forma en que el
inmenso mundo de la Biblia absorbe al muy pequeño mundo de la ciencia, la economía
y la política que es lo que forma nuestra percepción del mundo y por la que decidimos
nuestra vida diaria.
Esto significa que debemos abandonar el pensamiento de acercarnos a la Biblia de
manera condescendiente. La mayoría hemos sido entrenados en lo que a veces se
denomina “hermenéutica de sospecha.” La gente miente mucho, y la gente que escribe
es la que más miente. Se nos ha enseñado a sospechar de todo lo que leemos,
especialmente cuando se presenta como autoridad que busca regir nuestra vida. Y con
todo derecho, examinamos y reexaminamos el texto. ¿Qué está pasando? ¿Cuáles son
las intenciones? ¿Qué hay detrás de esto? Los tres maestros modernos de la
hermenéutica de la sospecha son Nietzsche, Marx, y Freud. Nos enseñaron muy bien a
no creer nada que se nos presente.
Mucho de esto puede ayudarnos. Nadie desea ser usado y manipulado por astutos
charlatanes, o ser engatusados por expertos publicistas y propagandas para comprar
cosas que no queremos y que nunca utilizaremos, o ser envueltos en alguna secta
destructora por propagandistas que emplean palabras engañosas. En asuntos que se
refieren a Dios, estamos en doble guardia, sospechamos de todo y de todos, incluyendo
la Biblia. Para nuestra pena, hemos aprendido que la gente religiosa miente más que la
mayoría, y las mentiras en el Nombre de Dios son peores que todas las otras.
Pero en la medida que limitamos nuestra visión por desconfianza, nuestro mundo
también se hace más chico. Y cuando empleamos estos hábitos de lectura para leer la
Sagrada Escritura, resultamos con un insignificante pilón de información.
Paul Ricoeur tiene un maravilloso consejo para personas como nosotros. Adelante,
nos dice, mantengan y practiquen su hermenéutica de sospecha, es importante hacerlo.
No solo es importante, sino necesario. Se escuchan muchas mentiras a nuestro
alrededor; aprenda a discernir la verdad y desechar lo incorrecto. Pero luego vuelva a
entrar al mundo del Libro con lo que él denomina “una segunda inocencia.”[36] Observe
el mundo con el asombro de un niño, listo para ser maravillado y sorprendido con
deleite por la profusa abundancia de verdad, hermosura y bondad que destila de los
cielos en cada momento. Cultive una hermenéutica de adoración, vea lo grande, lo
espléndida y magnifica que es la vida.
Y luego practique esta hermenéutica de adoración en la lectura de la Sagrada
Escritura. Y luego pase el resto de su vida explorando y disfrutando del vasto e
intricado mundo revelado dentro del texto.

Obediencia
Entramos en el mundo del texto, el mundo donde Dios es el tema central, para
convertirnos en participantes del texto. Al tomar nuestro lugar, nos convertimos en
participantes.
Este libro nos ha sido dado para que entremos creyendo y con imaginación en el
mundo del texto y sigamos a Jesús. A este respecto, muchos citan el tratamiento que le
da Juan Calvino al asunto de las Sagradas Escrituras: “el conocimiento autentico de
Dios nace de la obediencia.”[37]
Casi todos los exégetas y traductores, independientemente de su posición en la
comunidad cristiana, han dicho lo mismo.
Si no hemos entrado en el texto como participantes, no entenderemos lo que está
ocurriendo. El texto no puede ser entendido mirando desde la banca, o de las plateas
costosas. Tenemos que estar dentro de el.

* * *
La calidad participativa de la lectura espiritual me zarandeó con fuerza cuando
tenía treinta y cinco años. Había vuelto nuevamente a correr. Anteriormente había
corrido en el colegio y el seminario. Lo disfrutaba inmensamente, pero cuando salí de
la universidad, dejé de correr. Nunca se me ocurrió que correr podía ser algo que un
adulto podría hacer como diversión. Además, ahora era pastor y no estaba seguro
como mis concurrentes interpretarían ver a su pastor correr con vestimenta deportiva
ajustada por los caminos de la comunidad. Pero también veía a otra gente, doctores y
abogados y ejecutivos que conocía, corriendo en lugares inesperados sin ninguna
pérdida aparente de dignidad, hombres y mujeres de mi edad y mayores que yo.
Entonces entendí que yo podía pasar por desapercibido también. Salí y fui a comprar
zapatillas para correr. Eran Adidas, y me di cuenta de la revolución en zapatos
deportivos que había tomado lugar desde mis días de estudiante. Comencé a
divertirme, disfrutando nuevamente los suaves ritmos de correr largas distancias, el
silencio, la soledad, los sentidos aguzados, la libertad muscular, la textura del terreno
debajo de mis pies, las grandes diferencias del clima que me rodeaba, viento, sol,
lluvia, nieve... lo que fuera. Pronto, me encontré compitiendo en carreras de 10
kilómetros o similar cada mes, y luego en una maratón cada año. Las corridas dejaron
de ser un ejercicio físico para convertirse en un ritual que añadía meditación, reflexión,
y oración al correr. Para este tiempo me había suscripto a tres revistas de corredores y
conseguía libros regularmente de la biblioteca sobre corredores y sobre el tema de
correr. Nunca me cansé de leer sobre correr, dietas, estiramiento, métodos de
entrenamiento, tratamiento de lesiones, reducción del ritmo cardíaco, endorfinas, carga
de carbohidratos, reemplazo de electrolitos; si se ocupaba del tema de correr, lo leía.
¿Cuánto se puede escribir acerca de correr? No existen infinitas formas de hacerlo;
significa poner un pie delante del otro. Solo algunos de los textos que leía estaban bien
escritos. Pero no importaba que ya había leído la misma cosa veinte veces; no
importaba si la prosa estaba unida con una frase popular; yo era un corredor y lo leía
todo.
Entonces me lesioné un músculo y no pude correr por varios meses mientras mi
muslo se recuperaba. Me llevó dos semanas darme cuenta que desde mi lesión no
había vuelto a tomar un libro sobre correr ni había hojeado una revista de corredores.
No es que decidí no leerlas; aun estaban dispersas en mi casa, pero no las estaba
leyendo. No las estaba leyendo porque no estaba corriendo. Cuando empecé a correr
otra vez enseguida retomé la lectura.
Allí fue cuando comprendí el significado del modificador “espiritual” en “lectura
espiritual.” Significaba lectura participativa. Significaba que leía cada palabra en la
página como para ampliar, o profundizar o corregir o afirmar algo en lo cual formaba
parte. Estaba leyendo sobre correr no necesariamente para averiguar algo, no para
aprender algo, sino como compañerismo y validación y confirmación en la experiencia
de correr. Si, claro que aprendí algunas cosas en el camino, pero mayormente lo hacía
para ampliar y profundizar mis conocimientos sobre el ámbito de correr que tanto
amaba. Pero si yo no corría, no había nada para profundizar.
El paralelo con la lectura de la Escritura parece ser casi exacta: si no estoy
participando en la realidad, la realidad de Dios, la creación/salvación/la realidad de la
santidad, revelada en la Biblia, si no estoy involucrado en la obediencia de que habló
Calvino, probablemente no estaré muy interesado en leer acerca de ella, al menos no
por mucho tiempo.
La obediencia es la clave, vivir en respuesta activa al Dios viviente. La pregunta
más importante que debemos hacer al texto no es, “¿Qué significa esto?” sino “¿Cómo
puedo obedecer?” Un simple acto de obediencia abrirá nuestras vidas al texto mucho
más rápido que cualquier número de estudios bíblicos, diccionarios y concordancias.
No digo que el estudio no sea importante. Un rabino judío con quien estudié una
vez a menudo decía: “Para nosotros los judíos es más importante estudiar la Biblia que
obedecerla, porque si no la entiendes correctamente la obedecerás erróneamente y tu
obediencia será desobediencia.”
Esto también es verdad.

* * *
Anthony Plakados era un camionero de treinta y cinco años en mi congregación.
Anthony creció en un hogar griego, de tradición católica, pero no asimiló nada de ella.
Dejó la escuela después de octavo grado. Me dijo que nunca había leído un libro. Y
luego se convirtió en cristiano, se consiguió una Biblia King James, versión antigua de
letra pequeña, y la leyó tres veces en su primer año de conversión. Anthony empezó a
correr y a toda marcha. Mary, su esposa, estaba interesada, pero al mismo tiempo
desconcertada por todo esto y hacía muchas preguntas. Mary había sido criada como
una verdadera presbiteriana, asistió a la escuela dominical durante toda su crianza, y
estaba acostumbrada a una religión de definiciones y explicaciones. Cuando las
preguntas de Mary se hacían muy difíciles para Anthony, me invitaba a su casa
rodante, empapelada con carteles de Elvis Presley, para ayudarlo. Una noche el tema
era las parábolas; Mary no las entendía. Estaba tratando de explicarle como leerlas, y
Anthony interrumpió, “Mary tienes que vivirlas, entonces las entenderás: no puedes
comprenderlas desde afuera, tienes que introducirte en ellas, o dejar que ellas se metan
dentro de ti.”
Y Anthony no había leído tanto como Juan Calvino.

Leyendo la Escritura litúrgicamente


Ahora quiero introducir un término al cual se podría necesitar tiempo para
acostumbrarse en este contexto: la liturgia. Mientras comemos este libro, leyéndolo,
respondiendo, siguiéndolo, obedeciendo y orando, en la medida que lo asimilamos y
nos hacemos partícipes del texto, necesitamos ayuda. Necesitamos la ayuda de todos y
de todo lo que nos rodea, porque esto no es una actuación privada en la que estamos
involucrados, y ciertamente no somos las estrellas de la historia. “La liturgia” es el
término que quiero utilizar para la ayuda que requerimos. La Biblia debe ser leída
litúrgicamente.
Para evitar confusiones, primero quiero decirles lo que no quiero decir; por liturgia
no me refiero a lo que ocurre en el presbiterio de la Iglesia Anglicana; no me refiero al
orden del culto; no me refiero a la vestimenta, velas e incienso y las genuflexiones ante
el altar. Aunque el término liturgia está correctamente empleado en esas situaciones,
yo me estoy refiriendo a otra cosa, me estoy refiriendo a algo que es más profundo y
alto y ancho.
Lo que quiero hacer es re-contextualizar nuestra lectura de las Escrituras, o sea
cómo comemos el libro, en una enorme comunidad de santos que la están leyendo
también. Hay una comunidad con un milenio de profundidad que rodea la tierra
quienes también están a la mesa comiendo este libro. Cada vez que este libro es
asimilado para formación, toda la comunidad, no es ninguna exageración decir, el
mundo entero, es envuelto y afectado. La historia bíblica conecta toda la comunidad de
los santos, no solo tu y yo, dentro de la historia en una manera participativa.
La liturgia es el medio que la iglesia utiliza para mantener a los cristianos
bautizados en contacto viviente con toda la comunidad de creyentes haciéndoles
participar formativamente en la Sagrada Escritura. Quiero emplear la palabra “liturgia”
para referirme a la intención y la práctica de la iglesia de conectar todo dentro y fuera
del santuario con una vida de adoración; sitúa todo lo pasado y presente
coherentemente, participando en la revelación escrita para nosotros en la Escritura. En
lugar de limitar la liturgia al ordenamiento de una comunidad en discretos actos de
adoración, quiero emplear el término de una forma amplia y extenderla a la profunda
comunidad de los siglos en todos los continentes, extensa en espacio y tiempo. En la
medida que los cristianos participan en las acciones iniciadas y formadas por las
palabras en este libro, toda nuestra existencia es comprendida litúrgicamente, esto es,
conectada en el contexto de tres personas—Padre, Hijo y Espíritu Santo—suministrado
por el texto de la Sagrada Escritura.
La tarea de la liturgia es ordenar la vida de la comunidad siguiendo el texto de la
Sagrada Escritura. Esto consiste de dos movimientos. Primero nos lleva al santuario, al
lugar de adoración y atención, oyendo y recibiendo y creyendo delante de Dios. Es
mucho lo que involucra, todas las áreas de nuestra vida ordenadas a todos los aspectos
de la revelación de Dios en Cristo Jesús.
Luego nos saca del santuario al mundo a lugares de obediencia y amor, ordenando
nuestras vidas para ser sacrificios vivos en el mundo para la gloria de Dios. Es mucho
lo que involucra incluyendo todas las áreas de nuestra vida diaria participando en la
obra de salvación.
Esto es lo que San Juan hace tan impresionantemente en el Apocalipsis: nos
presenta con todo lo que hay, el mundo y nuestra experiencia en él—Cristo y todos sus
ángeles, el diablo y todos sus ángeles, el cielo y el infierno, la salvación y la
condenación, congregaciones e imperios, guerra y paz, todo lo visible e invisible—y
hace de todo una expresión de adoración. Luego muestra como todo en el mundo de la
adoración se vierte en el mundo. No existe nada que no participe. No hay nadie que
solo sea un espectador.
Lo que San Juan hace tan maravillosamente en el Apocalipsis, nosotros
continuamos haciéndolo litúrgicamente en comunidad de los santos bajo el obrar del
Espíritu Santo como fue dado en el contexto de la Sagrada Escritura.
La liturgia conserva y presenta las Sagradas Escrituras en el contexto de la
adoración y obedeciendo a la comunidad de cristianos quienes están al centro de todo
lo que Dios ha hecho, está haciendo, y hará. La liturgia no permitirá que nos apartemos
solitariamente con la Biblia, o que seleccionemos unos pocos amigos para estudiar la
Biblia y dejar que las cosas queden así.
La práctica de la liturgia de la iglesia nos presenta con la Sagrada Escritura leída y
oída y creída dentro del contexto de todo lo que es:
* La arquitectura es parte de ella, el uso de piedras y maderas y vidrio.
* El color es parte de ella, tonos púrpuras y verdes, rojos y blancos, forman parte.
* El canto es parte de ella, nuestras alabanzas e himnos, los órganos y guitarras,
clarinetes y timbales.
* Los ancestros son parte de ella, los santos y los estudiosos que enriquecen
nuestra predicación y las oraciones.
* La oración es parte de ella, las oraciones individuales y corporativas, dando
voz a nuestra profunda respuesta a Dios y el llamado de Dios a la alabanza, el
testimonio y la misión.
* Los vecinos son parte de ella, hombres y mujeres y niños con diferentes gustos
y temperamentos que nosotros, muchos de los cuales no nos agradan.
Y el tiempo. La liturgia une a la comunidad de los santos por medio de las
Sagradas Escrituras en una ola de ritmos que barre la iglesia en el año en que la
historia de Jesús y los cristianos avanza desde el nacimiento, la vida, la muerte, y la
resurrección; al Espíritu, la obediencia, la fe, y la bendición. Sin liturgia perdemos esos
ritmos y terminamos envueltos en desigualdades, tiempos desagradables e
interrupciones insensibles en campañas de relaciones públicas, aperturas y cierres
escolares, días de venta, vencimiento de impuestos, inventarios y elecciones. El
advenimiento de Cristo está sepultado bajo “los días de compras antes de navidad.”
Las gozosas disciplinas de obtener cosas a crédito son luego intercambiadas por la
tediosa ansiedad de completar los formularios impositivos. La liturgia nos mantiene en
contacto con la historia al definir y formar nuestro principio y el fin, el vivir y morir, el
nuevo nacimiento y la bendición en el Espíritu Santo, la comunidad moldeada por el
texto, visible e invisible.
Cuando la Sagrada Escritura es abrazada litúrgicamente, entendemos que mucho
de lo que está ocurriendo de una vez; hay mucha gente diferente haciendo diferentes
cosas. La comunidad está de pie, trabajando para Dios, oyendo y respondiendo a las
Sagradas Escrituras. La comunidad de los santos está en el proceso de ser formada por
las Sagradas Escrituras, observando/oyendo la revelación de Dios que está tomando
forma en ellos en la medida que ellos siguen a Jesús, cada persona haciendo su parte
en el Espíritu.
Es importante reflexionar que la palabra “liturgia” no se originó en la iglesia o en
un entorno de adoradores. En el mundo griego se refiere al servicio público, lo que un
ciudadano hacía para la comunidad. A medida que la iglesia usó esta palabra en
relación a la adoración, mantuvo esta calidad de “servicio público”, trabajando para la
comunidad de parte de Dios o siguiendo Su mandato. Cuando adoramos a Dios,
revelado en la persona del Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo en las Sagradas
Escrituras, no estamos haciendo algo aparte o separado de el mundo que no lee la
Escritura; hacemos esto para el mundo, uniendo la creación y la historia delante de
Dios, presentando nuestros cuerpos y toda la hermosura y la necesidad de la
humanidad ante Dios en alabanza e intercesión, penetrando y sirviendo al mundo por
quien Cristo murió en el fuerte nombre de la Trinidad.
La liturgia nos pone a trabajar a la par de todos los demás quienes han sido y están
siendo puestos a trabajar en el mundo por y con Jesús, siguiendo el texto bíblico para
la formación espiritual. La liturgia nos mantiene en contacto con todo el obrar que ha
sido y está siendo generado por el Espíritu tal como da testimonio el texto bíblico. La
liturgia previene que la forma narrativa de la Escritura sea reducida a un consumo
privado e individualizado.
Comprendida en esta forma, “la liturgia” tiene poca relación con la coreografía del
presbiterio o la estética de lo sublime. La liturgia es oír las Sagradas Escrituras con
obediencia y participativamente en la compañía de comunidad de los santos a través
del tiempo (los dos mil años que hemos respondido al texto) y el espacio (nuestros
amigos en Cristo alrededor de la tierra). Los anglicanos, los bautistas renovados, los
carismáticos con sus manos alzadas, y a los cuáqueros sentados en un salón vacío y en
silencio se les requiere que lean y vivan este texto litúrgicamente, participando en la
lectura de las Sagradas Escrituras de la comunidad. No hay nada “religioso” o elitista
acerca de esto; es vasto y va “haciendo historia”, también asegura que estemos
tomando nuestro lugar en la historia y permitiendo que los demás tengan sus partes en
la historia también, y asegurando que no dejemos a nadie y nada fuera de la historia.
Sin suficiente apoyo y estructura litúrgica somos muy aptos de editar la historia para
acomodar nuestros gustos y predisposiciones individuales.
Espiritualidad virtuosa
Frances Young utiliza la analogía extendida de la música y su rendimiento para
proveer una forma de entender las complejidades interrelacionadas entre la lectura y
vivir las Sagradas Escrituras, lo que experimentó Juan al comer el libro. Su libro
Virtuoso Theology [Teología virtuosa] explora lo que ella denomina “los retos
complejos envueltos para encontrar el rendimiento auténtico.”[38] Uno de los retos de la
música es que debe ser rendida. Una pieza musical que no es rendida, ¿puede
calificarse como música?” El rendimiento no consiste en reproducir auténticamente las
notas escritas en la partitura por el compositor, aunque es una parte de ello. Todos
reconocen la diferencia entre un rendimiento auténtico, pero de cuerdas, digamos del
violín de concierto No. 1 de Mozart, y un virtuoso rendido por Yitzak Perlman. El
rendimiento de Perlman no se distingue simplemente por su habilidad técnica de
reproducir lo que Mozart compuso; el maravillosamente se interna y comunica el
espíritu y la energía, la “vida”, de la partitura. Significativamente, no le agrega nada a
la partitura, “ni una jota o tilde.” Aunque pueda con derecho decirlo, con acceso a las
sicologías interrelacionadas de la música y la sexualidad, el entiende a Mozart mucho
mejor de lo que Mozart se entendió a sí mismo, se refrena a sí mismo; no se interpola.
Una de las continuas sorpresas de la música y el rendimiento dramático es el
sentido de una espontaneidad nueva que se presenta en el rendimiento: una fiel
atención al texto no resulta en un despojo servil de la personalidad; en cambio, se
libera lo que está inherente en el mismo texto mientras el artista lo rinde; “la música
debe ser entendida por medio del rendimiento y la interpretación.”[39]
De igual forma la Sagrada Escritura. Las dos analogías, rindiendo la música y
comiendo el libro obran admirablemente juntas. La complejidad de la analogía del
rendimiento complementa lo terrenal de la analogía de comer (y viceversa) en dirigir la
comunidad de los santos a entrar en la formación del mundo de la Sagrada Escritura.
Pero si estamos “sin el texto,” dijo Alasdair MacIntyre en este contexto,[40]
pasamos nuestras vidas ansiosamente tartamudeando tanto en palabra como en
acciones. Pero cuando lo hacemos correctamente, rindiendo la partitura, comiendo el
libro, abrazando la comunidad de los santos que asimila este texto, somos liberados
para vivir en libertad: “Corro por el camino de tus mandamientos, porque has ampliado
mi modo de pensar” (NVI Salmo 119:32).
CAPÍTULO 6

“Caveat lector”
Una advertencia al que lee
Lectio divina es un modo de leer las Escrituras que es congruente con la forma en que
las Escrituras dan testimonio a la comunidad cristiana de que Dios se revela
personalmente a nosotros. Es la sabia guía desarrollada a través de siglos de devota
lectura de la Biblia para disciplinarnos, como lectores de la Escritura, en la forma
apropiada para comprender y recibir el texto que da forma a nuestra manera de vivir, y
no solo hacer una impresión en nuestra mente y emociones. Tiene el fin de que cuando
leamos la Escritura, ésta impregne nuestras vidas con la revelación de Dios.
Cuando leemos la Biblia, si no lo hacemos correctamente, puede meternos en
muchos problemas. La comunidad cristiana está igualmente interesada en cómo leemos
la Biblia y en que la leamos. No es suficiente entregar una Biblia en las manos de una
persona y ordenarle: “Léela.” Esto es tan insensato como entregarle las llaves de un
automóvil a un adolescente, y decirle, “Condúcelo.” Y tan peligroso como esto es tener
en nuestras manos una tecnología, que utilicemos ignorantemente, peligrando nuestras
vidas y las vidas de aquellos a nuestro alrededor; o que, intoxicados con el poder que
nos da la tecnología, la utilicemos despiadadamente y con violencia.
La imprenta es tecnología. Tomamos una Biblia y encontramos que tenemos la
Palabra de Dios en nuestras manos, nuestras manos. Podemos manipularla y es fácil
suponer que tenemos el control sobre ella, que la podemos utilizar, que tenemos la
autoridad de aplicarla dondequiera, cuando queremos, y a quien creamos, sin
consideración de lo que es apropiado o el contexto donde se aplica.
Hay mucho más en un automóvil Honda que la tecnología de los mecánicos.
Y hay mucho más en la Biblia que la tecnología de imprenta. Alrededor de la
tecnología de un Honda hay un mundo de gravedad e inercia, valores y velocidad,
superficies y obstrucciones, Chevrolets y Fords, reglamentos de tránsito y patrullas de
caminos, conductores ebrios o sobrios, la nieve, el hielo y la lluvia. Cuando
conducimos un automóvil, hay muchos más factores que tan sólo girar la llave de
encendido y presionar el pedal del acelerador. Aquellos que no entienden esta realidad
pronto mueren o quedan lisiados.
Y aquellos que no conocen la tecnología implícita en la tecnología de la Biblia de
igual forma son un peligro a sí mismos y a los demás. Por lo tanto, cuando damos una
Biblia y urgimos a las personas que la lean, es imperativo que también les digamos,
caveat lector, advertencia al que lee.
Los hombres y las mujeres que compran en los mercados vegetales y carne,
alfombras y faldas, caballos y automóviles históricamente han sido advertidos por la
experiencia de sus padres y abuelos, caveat emptor, advertencia al comprador. El
mercado no siempre es lo que parece. Hay muchas cosas fraguando que tan solo
simples intercambios de bienes. Los compradores y los vendedores raramente
comparten los mismos valores y metas. Los vendedores no son conocidos por buscar el
mejor interés para el comprador. Caveat emptor, advertencia al comprador.
Y también advertencia al lector. Solamente tener una página impresa y saber
distinguir sustantivos de verbos no es suficiente. Yo podría tener una Biblia de cuero,
después de haber pagado cincuenta dólares por ella, pero eso no me hace dueño de la
palabra de Dios para hacer con ella lo que quiero; Dios es soberano. La palabra de
Dios no es mi posesión. Las palabras impresas sobre las páginas de mi Biblia dan
testimonio a la revelación viva y activa de la palabra de Dios, de su creación y
salvación, del Dios de amor que se hizo Verbo y se encarnó en Jesús, y será mejor que
no me lo olvide. Si leyendo mi Biblia pierdo contacto con la vida de Dios, y omito oír
al Jesús viviente, sometiéndome a su soberanía, respondiendo a su amor, me haría
arrogante en mi conocimiento e impersonal en mi proceder. Un gran daño se hace en el
nombre de la vida cristiana al leer la Biblia mal. Caveat lector, advertencia al que lee.
La pregunta que Jesús le hizo al estudioso de religión (el nomikos) que se topó con
Él un día camino a Jerusalén enfoca nuestra atención en este tema: “¿Cómo lo lees?”
(pos anaginoskeis, Lucas 10:26). O sea, ¿Cómo lees esto?, no ¿Qué acabas de leer?[41]
La pregunta de Jesús responde a la pregunta del erudito. El abogado religioso
acababa de preguntarle a Jesús, “¿Haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?”
Superficialmente, es una pregunta perfectamente legítima. Sin embargo, Lucas nos
cuenta la historia para mostrarnos la razón por la pregunta: la pregunta del abogado era
hostil. Este erudito no estaba indagando para saber o recibir consejo de cómo vivir
correctamente ante Dios; su pregunta era “para probarle” (ekpeiradzon) a Jesús. Él
quería provocar a Jesús, enfrentarse a él o tratar de hacerle tropezar en Sus palabras. El
mismo verbo (ekpeiradzon) fue utilizado anteriormente por Lucas para indicar lo que
el diablo procuraba hacer con Jesús en el desierto (Lucas 4:12). Jesús lo usa más tarde
en la historia (11:4) en forma de sustantivo para enseñarnos a pedir protección contra
ello (peirasmon). No sabemos con exactitud lo que había detrás de la pregunta del
erudito religioso, pero entendemos claramente que no era una pregunta inocente. El
hombre buscaba hacer que Jesús tropezara y estaba utilizando la Escritura para
lograrlo.
La pregunta de Jesús evoca la repuesta correcta del erudito, las citas exactas en
Deuteronomio 6:5 y Levítico 19:18 acerca del mandamiento que dos veces nos
mandan a amar. Prontamente, Jesús da su imprimátur a la respuesta del hombre, “Bien
has respondido.” En otros pasajes de Marcos y Mateo, Jesús combinó los dos textos en
una conversación en la que un erudito religioso lo cuestionó de manera similar (Mateo
22:34-40; Marcos 12:28-31). No había nada errado con el conocimiento que tenía el
erudito de la Escritura, pero había algo terriblemente desacertado en la forma que la
estaba leyendo, en cómo leía. Esto se hace evidente cuando el erudito sutilmente
buscaba “justificarse a sí mismo.” Respondiendo: “¿Y quién es mi prójimo?”
¿Por qué pide el erudito una definición? Claramente, porque necesita defenderse y
evitar responder al texto en forma personal. La definición de “prójimo” despersonaliza
al prójimo, convirtiéndolo en un objeto, algo que puede controlar y hacer lo que quiere
con el. Pero también despersonaliza el texto bíblico. El quiere hablar acerca del texto,
tratar el texto como una cosa, disecarlo, analizarlo, discutirlo, sin fin. Pero Jesús no
participará en ese juego. El erudito acababa de citar palabras de la Sagrada Escritura
que dan testimonio a la palabra viviente de Dios, palabras que deben ser oídas, a las
que debemos someternos, obedecer y vivir. Entonces, en lugar de invitar al erudito a
participar en un estudio bíblico del libro de Deuteronomio y Levítico bajo la sombra di
un árbol roble cercano, Jesús le cuenta una historia, una de las más famosas, la historia
del Buen Samaritano, concluyendo como había comenzado, con una pregunta,
“¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo...?” El erudito quedó
empalado por la pregunta: las palabras de la escritura ya no pueden ser manipuladas
por medio de la definición, “¿quién es mi prójimo?” El texto insiste que participemos,
“¿serás tú un prójimo?” Jesús insiste que participemos. Jesús despide al erudito con un
mandato, “Ve tú y haz...” Vive lo que lees. Leemos la Biblia para poder vivir conforme
a la palabra de Dios.
Lectio divina cultiva la atenta participación personal y nos entrena en la disciplina
de leer la Escritura correctamente. Con cada vuelta de página nos presenta con la
pregunta de Jesús: “¿Cómo lees?”
Este es otro caveat que cabe mencionar: las palabras escritas están muertas. No hay
vida en ellas: “la letra mata” (2 Cor. 3:6 RV 1960). Leer así, aunque sea leer la Biblia
(quizá especialmente si se lee la Biblia) no es nada más que un paseo por el cementerio
tomando notas de las inscripciones de las lápidas antiguas y las placas de los sepulcros.
Todas esas palabras escritas, envueltas en los libros del mundo, y sepultadas en las
bibliotecas del mundo, son palabras muertas. Pero no es tan malo como se oye; estas
no son solo palabras muertas sino palabras muertas aguardando resurrección: porque
“el Espíritu vivifica” (2 Cor. 3:6).
Lectio divina se encuentra en la compañía de las mujeres galileanas que
“prepararon especias aromáticas y ungüentos” (Lucas 23:56) después de la crucifixión,
planificando al día siguiente dar honor y dignidad al reciente fallecido cuerpo de Jesús,
la Palabra hecha carne. Cuando llegaron al sepulcro, estas mujeres no encontraron lo
que esperaban (“no hallaron el cuerpo”). Para su sorpresa, un ángel les dijo no estaban
tratando con un Jesús muerto sino vivo (¿Por qué buscáis entre los muertos al que
vive?). La Palabra de Dios no está muerta y sepultada en un sepulcro, sino que está
viva a nuestro alrededor. Dejaron sus especias y ungüentos en el sepulcro, no las
necesitaban; Jesús no las necesitaba. Iban de camino, arregladas para encontrarse, y
seguir y oír la Palabra Viva, Jesús. Listas para unirse a la compañía de los peregrinos a
Emaús, oyendo a Jesús declararles “todas las Escrituras lo que de él decían” (Lucas
24:27).
Lectio divina es la práctica intencional y deliberada de hacer la transición de una
forma de leer que trata y maneja, de forma reverente, a Jesús como muerto, a una
lectura que frecuenta la compañía de amigos que están oyendo, acompañando, y
siguiendo al Jesús vivo.
Un caveat lector más. Las palabras escritas son radicalmente removidas de su
contexto original, la voz viviente. Y hay mucho más involucrado en oír una voz
viviente que leer una palabra escrita. Antes que las palabras sean escritas y leídas, son
habladas y oídas. El lenguaje fue hablado mucho antes que fuera escrito. Aun existen
comunidades que se desenvuelven satisfactoriamente sin un lenguaje escrito, pero
ninguna que sobreviva sin el habla. Ante todo, las palabras son un fenómeno oral y
auditivo. La mayoría de las palabras en las Escrituras, antes de ser escritas, fueron
primero habladas y oídas. El conocido “mundo bíblico” en el que nos orientamos por
medio de la Biblia no disponía de una Biblia para leer. Muchísimas generaciones de
nuestros antepasados bíblicos creyeron y obedecieron y adoraron a Dios sin un escrito.
Tenían la palabra de Dios, pero la oían, la escuchaban. La palabra de Dios vino por
medio de una voz.[42]
Debemos constantemente ser recordados de esto, no sea que perdamos contacto
con la oralidad básica de la palabra de Dios en nuestras vidas.
Pero no sólo está en el timbre, el tono y el ritmo de la voz personal que
hablándonos desaparece en el acto de escribir, sino que también es toda la complejidad
de otras voces que resuenan en el trasfondo: los niños que nos interrumpen con
demandas y preguntas, el canto de los pájaros, el sonido de la lluvia sobre el techo, la
fragancia del enebro quemándose en la chimenea, el fruto de la vid y la textura del pan
que acompaña la conversación en la mesa. En el momento que una palabra u oración
se escribe se desprende de sus origines y aterriza en la página tan aislada como un
artefacto de museo o un espécimen del laboratorio. Estando en el museo y en el
laboratorio usualmente consideramos que al sacarla del contexto es una ventaja: así
podemos clasificarla, definir sus propiedades, recogerla, darle vuelta en la luz, pesarla,
medirla, y escribir acerca de ella. Con las piedras y los huesos, las vasijas cerámicas y
los chips de computadora, y las muestras de sangre y orines, con estas cosas, el menor
contacto que tengamos con ellas, más exacto será el resultado. El contexto contamina e
interfiere con la precisión. Pero no así con las palabras. Así que, caveat lector.
Las palabras son inherentemente ambiguas. Nunca son exactas: el carácter de la
persona que las habla influye en la forma que las interpretamos; la atención o la
inteligencia del oyente afectará la manera que son entendidas; el lugar, el clima y las
circunstancias, todo juega un papel tanto en el que habla como en el que oye. Cuanto
más estamos en el “contexto” donde se utiliza el lenguaje, más propensos estaremos a
entender lo que se dice. La irritación que apenas se puede ocultar, la inquietud
impaciente de los dedos, los amagos y el silencio, los gestos, las muecas y los
ademanes todos forman parte del contexto. Pero en el momento que las palabras se
escriben, todo eso, o al menos la mayor parte, está ausente. Una palabra escrita
comunica menos que una hablada, y a veces puede carecer totalmente de sentido.
Walter Ong nos ha provisto con un cuidadoso análisis de la inmensa diferencia entre
oír una palabra y leer una palabra.
Somos los prisioneros más infames de la cultura letrada en la que hemos
madurado. Aun con el mayor esfuerzo se le hace al hombre contemporáneo
extremadamente difícil, y en muchos casos casi imposible, distinguir cual fue la
palabra hablada que se utilizó. Lo siente como una modificación de algo normal
o que debiera ser escrito.[43]
Por lo cual, muchos de nosotros preferimos las palabras escritas sobre las habladas.
Son más sencillas, tenemos mayor control, no tenemos que tratar con las
complejidades de lo difícil, lo neurótico, o la gente insufriblemente aburrida. Si no nos
gusta lo que leemos podemos cerrar el libro y recoger otro, o salir de compras, de
paseo, o pasar un tiempo en el jardín.
Pero, caveat lector, no leemos la Biblia para reducir nuestras vidas a lo que nos
conviene o a lo que podemos manejar, queremos participar de las grandes cosas
invisibles de la Trinidad, la maravillosa adoración de los ángeles, lo rústico y lo
peculiar de los profetas, y Jesús.
La parábola inicial de Jesús en cada uno de los primeros tres evangelios enfatiza
que la centralidad de la palabra de Dios en nuestras vidas no es acerca de leer sino de
oír: “El que tiene oídos para oír, oiga” (Mateo 13:3-9; Marcos 4:3-9; Lucas 8:5-8). La
frase resonante en cada uno de los mensajes a las siete iglesias del Apóstol Juan en la
isla de Patmos es similar: “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias”
(Apoc. 2:7, 11, 17, 29; 3:6, 13, 22 – RVA 1960). Oír es lo que hacemos cuando
alguien nos habla; leer es lo que hacemos cuando alguien nos escribe. Primero viene el
habla. La escritura deriva del habla, y si hemos de recibir el impacto entero de la
palabra de Dios, necesitamos recuperar la atmosfera en la que se habló.
Hace unos años estaba a cargo de un grupo de jóvenes en una expedición de
campamento de verano. El director del campamento había comprado a un precio muy
asequible una vasta cantidad de alimentos deshidratados de un almacén militar. Una
tarde, durante una de las caminatas en las que debíamos preparar comida, seleccioné
unas costillas de cerdo del almacén, delgaditas como costillas de cerdo deshidratadas,
bastantes costillas para muchachos voraces de catorce años, pero que solo pesaban
unos pocos gramos. Las instrucciones nos instruían que debíamos embeberlas en un
balde de agua por una hora, lo cual hicimos. En asombro observamos como
absorbieron el agua y fueron transformadas en el agua en grandes y jugosas costillas de
cerdo. Anticipábamos una gran conclusión a un día pujante en el camino, apenas
podíamos esperar. Ya teníamos preparado un fuego de brasas calientes. Colocamos
seis costillas de cerdo en una gran sartén y la pusimos sobre las brasas. Tan pronto
como el calor penetró la sartén, las costillas desaparecieron, en dos minutos el agua se
evaporó y nos quedamos con unas franjas delgadas de cerdo como habíamos
comenzado.
En un sentido las Escrituras son como la palabra de Dios deshidratada, todo el
contexto original removido, las vivas voces, los sonidos de la ciudad, los camellos
cargando las especies de Seba y oro de Ophir resoplando en el bazar, la fragancia del
guiso de lenteja cocinando a fuego lento en la cocina, todo reducido a una fina piel de
cebolla. Hacemos un esfuerzo en rehidratarlas; tomamos las Escrituras y pasamos un
tiempo estudiando la Biblia con amigos o a solas orando y leyendo. Pero cinco
minutos más tarde, de camino al trabajo, sumergidos en las tareas del día que parecían
prometernos sustento, no queda mucho de ella, solo la tinta en el papel de arroz.
Descubrimos que nos quedamos solo con las palabras de la Biblia, pero sin el mundo
de la Biblia. No que haya algo incorrecto con las palabras en sí, sino que sin el mundo
bíblico, las historias entrelazadas, el eco de las poesías y las oraciones, el trueno
artístico de Isaías y las visiones extravagantes de Juan, las palabras, como la semilla-
palabra en las parábolas de Jesús, caen junto al camino, los pedregales, los espinos, y
no hacen raíz en nuestra vida.
Lectio divina es un esfuerzo vigoroso que hace la comunidad cristiana (la
“formidable discipline” [disciplina formidable] de Austin Farrer) para rehidratar las
Escrituras de modo que sean capaces de mantener su fuerza y forma original en el
calor del día, manteniendo el contexto lo suficiente para fusionarse o asimilarse dentro
de nuestro contexto, el mundo que habitamos, el clamor de las voces en el clima y
trabajo diario en que vivimos. Pero se requiere mucho más que una hora en el balde
para lograr lo que se necesita. Lectio divina es una forma de vida que se desarrolla
“conforme a las Escrituras.” No solo es una habilidad que ejercitamos cuando tenemos
una Biblia abierta frente a nosotros, sino que es una vida que conjuga con la Palabra
hecha carne, y de la que las Escrituras dan testimonio. La carta a los Hebreos nos dice
que la palabra de Dios se originó hace mucho tiempo cuando Dios “habiendo hablado
muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en
estos postreros días nos ha hablado por el Hijo... “Es necesario que con más diligencia
atendamos a las cosas que hemos oído...” (Hebreos 1:1-2; 2:1; énfasis agregado). Estas
son palabras habladas que nos fueron entregadas por una “tan grande nube de testigos”
(Hebreos 12:1) y que ahora están escritas en las Sagradas Escrituras. La tarea de lectio
divina es que esas palabras sean oídas y escuchadas, las palabras escritas en tinta,
ahora re-escritas en sangre.
CAPÍTULO 7

“Me has perforado los oídos”


Entonces, lectio divina es una forma de leer que salvaguarda contra despersonalizar el
texto, deshaciéndolo en un sin fin de preguntas y respuestas, definiciones y dogmas. Es
una manera de leer que nos previene de tergiversar la Escritura y utilizarla para
justificarnos patéticamente como lo intentó hacer el erudito religioso con Jesús. Es una
forma de lectura que abandona el intento de tomar control del texto, como si este no
pudiera expresarse sin nuestra ayuda. Es un modo de lectura que se une al grupo de
mujeres de Galilea que fueron al sepulcro, pero luego dejaron tirados los ungimientos
y las especias con los que iban a preservar a la Palabra hecha carne, el Jesús que ellas
pensaban que iban a encontrar envuelto en lienzos; y que abrazaron la resurrección de
esa misma Palabra junto a las palabras que cobraron vida por medio de Él. Es la forma
de lectura que busca la fusión de la historia bíblica, en su totalidad, con la nuestra. Es
el estilo de lectura que rechaza el concepto de una simple leída, en busca del texto
viviente, oyendo y respondiendo a las voces de una “tan grande nube de testigos”
contando sus historias, cantando sus cánticos, predicando sus mensajes, presentando
sus oraciones, haciendo sus preguntas, dando a luz sus hijos, enterrando a sus muertos
y siguiendo a Jesús.
Lectio divina nos provee una disciplina desarrollada y legada por nuestros
antecesores para recuperar el contexto y restaurar la compleja red de relaciones de las
que las Escrituras dan testimonio, pero que tan fácilmente se pierden o son
obscurecidas en el acto de escribir.
Es tiempo de mirar los detalles. ¿Qué es lo que está involucrado? ¿Cómo
empezamos?
Lectio divina está compuesta por cuatro elementos: lectio (leemos el texto),
meditatio (meditamos el texto), oratio (oramos el texto), y contemplatio (vivimos el
texto). Pero nombrar estos cuatro elementos debe ir acompañado por la conciencia
práctica de que la relación entre estos cuatro elementos no es secuencial. La lectura
(lectio) es un acto sistemático, pero la lectura espiritual (divina) no lo es; cualquiera de
estos cuatro elementos puede cambiar de posición en cualquier momento. Hay una
cierta progresión natural del uno al otro, pero después de separarlos para entenderlos
mejor, encontramos que en la práctica no son cuatro elementos discretos que
utilizamos sistemáticamente uno detrás del otro en un ritmo metódico. En lugar de ser
un proceso lineal, es más bien como un espiral donde los cuatro elementos se vuelven
a repetir, pero en varias secuencias y configuraciones. Lo que estamos buscando es
prestar atención, ver la interacción, estos elementos no marchan en una formación
ordenada, sino que uno invoca al otro y luego retrocede para dar lugar al otro, no están
aislados entre sí, se cambian de lugar como en una alegre danza folklórica. Son como
el cloro y el sodio, muy peligrosos, hasta letales estando aislados, pero compuestos
forman el cloruro de sodio, la sal de mesa, y da sazón a las comidas que de otro modo
serían desabridas. Cada uno de estos elementos deben ser considerados con seriedad;
ninguno de ellos puede eliminarse; ninguno de los elementos debe practicarse aislados
de los demás. En la práctica efectiva de lectio divina los cuatro elementos se fusionan,
se unifican. Lectio divina es una forma de lectura que se convierte en una forma de
vida.[44]
Quiero insistir en lo que nuestros compañeros cristianos han dicho de muchas
maneras por dos siglos, con algunas modificaciones que los sitúan en nuestro contexto
actual.
Una frase impactante del Salmo 40:6 nos sirve bellamente de metáfora para la
lectio divina: aznayim karitha li, literalmente, “Has abierto mis oídos” (RVA 1960);
“me has perforado los oídos” (lit. NVI); “me has labrado oídos” (Sagradas Escrituras
1569). El poeta salmista tuvo la intrepidez de imaginar que Dios utilizaba un escoplo,
tallando los oídos en nuestras cabezas de granito para que podamos oír,
verdaderamente escuchar, lo que él nos está hablando.
El órgano principal para recibir la revelación de Dios no es el ojo que ve, sino el
oído que oye, significando que toda nuestra lectura de la Escritura debe llevarnos a oír
la palabra de Dios.
La tecnología de imprenta, algo maravilloso en sí mismo, ha puesto millones de
Biblias en nuestras manos, pero al menos que estas Biblias estén ajustadas dentro del
contexto de un Dios que habla personalmente, y una comunidad que oye atentamente
en oración, los que utilizamos estas Biblias estamos en grave riesgo. Si reducimos la
Biblia a una simple herramienta que utilizamos, esta herramienta formará callos en
nuestros corazones.

Lectio
Pareciera que leer es lo primero, pero no lo es. La lectura siempre es antecedida por
el oír y luego por el hablar. El lenguaje esencialmente es oral. Cuando aprendemos
nuestro lenguaje, no lo recibimos de un libro, ni de una persona que escribe palabras,
sino de una persona que las habla. La palabra escrita tiene el potencial de resucitar la
voz audible y al oído que oye, pero no insiste en el aprendizaje. La palabra puede estar
asentada sobre la página y ser analizada, admirada o ignorada; solo porque la hayamos
leído no significa que la hayamos oído.
Además, la palabra escrita es más clara que la palabra hablada. El lenguaje, en la
forma que lo hablamos y oímos, es muy ambiguo. Perdemos mucho de lo que se dice y
mal entendemos mucho de lo que se habla. No importa la simpleza y la lógica de lo
que se diga, el oyente a menudo no logra entender correctamente lo que se habla.
Inversamente, no importa cuan atento o entendido sea el oyente, una persona hablando
muchas veces no se expresa correctamente. Procederemos, como dijo una vez T. S.
Eliot, “con las insinuaciones y luego con las suposiciones.”[45] Sólo porque hemos
buscado una palabra en el diccionario y hemos hecho un cuidadoso estudio de
palabras, no significa que hayamos escuchado y oído la voz del Dios viviente.
A veces me maravillo de que Dios haya elegido arriesgar su revelación en la
ambigüedad del lenguaje. Si él hubiese querido asegurarse de que la verdad fuera
absolutamente clara, sin la posibilidad que se entienda equivocadamente, debió haber
revelado su verdad por medio de la matemática. La matemática es el lenguaje más
exacto y sin ambigüedad que poseemos. Pero claro, no puedes decir “te amo” con
álgebra.
Entonces es importante no suponer demasiado. Y es importante oír el consejo de
nuestros hermanos y hermanas cristianos, que ponen ante nosotros una Biblia abierta y
nos dicen: “Lee. Lee solo lo que está aquí, pero asegúrate de leer en la forma que está
escrito aquí.”
El lugar donde comenzar, no es, como se supone, con la gramática y el diccionario.
La firmeza de las palabras escritas en papel, separadas de los matices y la ambigüedad
de la voz viviente, da la ilusión de exactitud y parece invitar de igual modo la exactitud
en la percepción del lector. Sería mejor que empezáramos considerando una metáfora,
el estilo que más se distingue en el lenguaje y también la característica más prominente
en la Escritura. Si no entendemos como funciona una metáfora, entenderemos mal la
mayoría de las cosas que leemos en la Biblia. No importa cuánta atención fijemos en
las oraciones hebreas y griegas, no importa la precisión que tengamos utilizando
nuestros diccionarios y rastreos etimológicos, ni tampoco la exactitud que empleemos
definiendo las palabras sobre una página. Si no valoramos la forma que obra una
parábola, jamás comprenderemos el significado del texto.
A pesar de la frecuencia y la prominencia de la metáfora en el lenguaje, entender
su dinámica no es tan fácil como suponemos, particularmente cuando miramos una
parábola como lectores en lugar de oyentes, porque la palabra impresa sobre la página
da la impresión de ser literal, compuesta por letras fijas con una tinta imborrable. Y de
su naturaleza inmutable, si regresamos a una hoja que leímos hace tres días y la
volvemos a leer, estará igual que la última vez que la leímos. Esto no puede decirse de
una voz en conversación.
Para la mayor parte de los lectores de la Biblia, la dificultad es múltiple porque se
asume que lo que estamos leyendo es la “palabra de Dios,” lo cual significa que debe
ser tomada con absoluta seriedad. Pero “seriedad” en la cultura de lectura presente a
menudo significa literalmente. La ciencia provee un modelo para que juzguemos
conforme a la verdad. La verdad es lo que puede verificarse en las instalaciones de un
laboratorio. La verdad es lo realmente veraz, con cosas que podemos comprobar y
examinar, medir y pesar; cuando nos referimos al lenguaje, es lo que sobrevive
después de un vigoroso análisis lógico. Esto es lo que definimos como algo “literal.”
La metáfora es una forma de lenguaje que no puede aprobar el escrutinio lógico, no
resulta con aprobación de los exámenes de laboratorio. Desafortunadamente (o, en
realidad, afortunadamente), la Biblia está repleta de metáforas, de modo que si
asumimos lo “literal” como el único medio para obtener lo “serio” vamos a
encontrarnos en problemas la mayor parte del tiempo. Porque una metáfora es
literalmente una mentira.
Una metáfora propone una verdad de algo que en su forma literal no lo es. Por
ejemplo, “Dios es mi roca,” una frecuente aserción hebrea acerca de Dios, (“Jehová,
roca mía... ¿Y qué roca hay fuera de nuestro Dios?” Sal. 18:2, 31.) Si tomamos el
versículo literalmente, en lugar de ir los domingos por la mañana a la iglesia para
adorar, visitaremos una mina de piedras en el área donde vivimos para comprar un
dios-roca que podamos colocar en nuestro jardín. La alternativa es calificar la oración
como algo que no tiene sentido, esto daría como resultado una Biblia con uno de cada
dos versículos anulado, incluyendo algunos de los más atesorados: Jehová es mi pastor
(Sal. 23:1); Jehová es varón de guerra (Ex. 15:3); Yo soy la rosa de Sarón (Cant. 2:1);
Yo soy la vid verdadera (Jn. 15:1).
Sandra Schneiders caracteriza expertamente la metáfora como un lenguaje que
“contiene un ‘ser’ y un ‘no ser,’ en una tensión insoluble.”[46]
La tensión inherentemente es incómoda y administra un tratamiento parecido a una
descarga eléctrica en nuestra mente, estimulando un envolvimiento más profundo que
lo que puede ser relatado en una lectura superficial. Si suprimimos el “ser”, matamos
la metáfora y acabamos con un cuerpo momificado de su sentido. Y si suprimimos el
“no ser” hacemos de la metáfora algo literal y acabamos en un desbarato de palabras
oxidadas y deshechas.
Una metáfora tomada en forma literal es un absurdo. Pero si permitimos que
ahonde en nuestras vidas, nos lleva a una claridad en un nivel diferente. Tomemos
como ejemplo las metáforas del Salmo 114:
El mar lo vio, y huyó;
El Jordán se volvió atrás.
Los montes saltaron como carneros,
Los collados como corderitos. (vv. 3-4)

No nos toma mucho tiempo darnos cuenta de que este es un relato del Éxodo: “El
mar lo vio, y huyó.” En el sobrio lenguaje de la prosa, esta es la historia de Israel.
Huyendo de los egipcios y luego parados frente a las aguas del Mar Rojo [más
correctamente, el Mar de Juncos], la gente pasó en tierra seca después que Moisés
golpeó las aguas con su vara y las aguas se partieron. Dios proveyó un camino de
escape. “El Jordán se volvió atrás” recuerda cuando Israel estaba siendo impedida de
entrar a la Tierra Prometida en la conclusión de sus cuarenta años caminando por el
desierto, por el formidable Río Jordán. Entonces Josué golpeo las aguas con su vara, el
río se partió, el pueblo marchó y comenzó la conquista de la tierra. Dios proveyó un
camino de victoria. En la prosa del libro de Éxodo, “Los montes saltaron como
carneros, los collados como corderitos” es la historia de la larga espera del pueblo al
pie del monte Sinaí en asombro del rugido volcánico y el temblor de los montes
mientras Moisés estaba en lo alto recibiendo la Ley.
¿Por qué no decirlo claramente? Decirlo sin rodeos. Denise Levertov en su poema
“Poetics of Faith” [La poética de la fe] nos explica:
“Directo al punto”
puede rebotar,
no ser convincente,
circunlocución, analogía,
parábolas, ambigüedades,
provee un contexto, y peldaños,[47]

Por cierto, el obrar y la presencia de Dios entre nosotros está más allá de nuestra
comprensión que una sobria descripción y una definición exacta, éstas no son más
funcionales. Los niveles de realidad descritos están muy lejos de lo que podemos
entender que obligan el uso de un lenguaje extravagante. Pero este lenguaje, aunque
extravagante, no es exagerado. Todo lenguaje, pero especialmente el lenguaje que trata
de expresar la trascendencia de Dios, es inadecuado e incompatible. La metáfora del
Mar Rojo huyendo como un chacal, el Jordán como un cobarde centinela que
abandona su puesto, la transformación del Sinaí en un carnero y cordero saltarín no es,
por supuesto, un recuento informativo de lo que ocurrió, sino más bien la fabricación
de una imaginación libre. Es el escritor de la revelación de Dios dando testimonio de la
salvación. El salto mortal de lo que todos habían asumido ser las limitaciones de la
realidad (el Mar Rojo y el Río Jordán) y el derrame inesperado de energía de un gran
pilar de granito en el desierto muerto (Sinaí), usado en la metáfora.
Esta es una instancia de lo que el poeta Wallace Stevens, un maestro de la
metáfora, llamó “un motivo para la metáfora.”[48] Por medio de una metáfora vemos
mucho más que cosas discretas, percibimos todo en una tensión dinámica y su relación
con todo lo demás. Los elementos del mundo no son materia sino energía. ¿Cómo
expresamos esta vitalidad interconectada? Utilizamos la metáfora.
Una metáfora es una palabra que conlleva un sentido más allá del nombre que
tenga; el “más allá” se extiende e ilumina nuestra comprensión en lugar de confundirla.
Tal como el lenguaje ecológico demuestra que la interconexión de todas las cosas
(aire, agua, tierra, personas, pájaros, etc.), el lenguaje de la metáfora nos enseña la
interconexión de todas las palabras.
La palabra histórica (éxodo), la palabra geológica (montes), y la palabra para el
animal (carnero) todas tienen que ver una con la otra.
Los sentidos se entrelazan. Ninguna cosa puede entenderse de mañera aislada,
fijada bajo el lente de un microscopio; ninguna palabra puede ser comprendida en su
totalidad por solo encontrarla en un diccionario. Desde el momento que hablamos,
entramos en la red de todos los lenguajes que se han hablado. Una palabra nos
sorprende al acercarnos en su relación con otra, y otra, y luego con otra. Y por esta
razón la metáfora ocupa un lugar prominente en la Escritura, en donde todo está en
movimiento, encontrando su lugar en relación a la palabra que Dios habla.
Wendell Berry lo expresa muy bien: “La tierra no está muerta como pareciera
definirse, sino que tiene vida y es compleja como un hombre o una mujer... hay una
interdependencia delicada entre su vida y la nuestra.”[49] Así que la metáfora “los
montes saltaron como carneros” no es una simple ilustración para expresar de forma
exagerada la revelación del Sinaí, sino una penetrante concientización que la misma
tierra responde y participa en esa revelación. Pablo empleó una metáfora muy
extraordinaria, aunque diferente, para este hecho: “Porque sabemos que toda la
creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora y no sólo ella, sino
que también nosotros mismos” (Rom. 8:22-23). La metáfora no explica; no nos
presenta una definición; nos aleja de ser espectadores acercándonos como
participantes, envueltos en toda la realidad hablada y creada por la palabra de Dios.
El lenguaje es rebajado cuando se utiliza la metáfora como una simple decoración
para cubrir pensamientos escuálidos, es como colocar gemelos en una prosa sin
mangas. De hecho, el lenguaje metafórico no es lo que aprendemos a emplear después
de haber dominado los rudimentos simples del habla, es anterior al lenguaje
descriptivo, los infantes y los poetas son nuestro ejemplo.
La metáfora extiende sus tentáculos de corrección. Al encontrarnos reflejados en
las caídas y los enredos de las metáforas en la Escritura nos damos cuenta que no
somos niños o niñas de escuela leyendo acerca de Dios, recopilando información o
“doctrina” que podemos estudiar y utilizar; estamos entrelazados viviendo en un hogar
espiritual donde participa el Espíritu de Dios, mi espíritu y tu espíritu.
La metáfora nos hace participantes de lo que sabemos. Cada una de sus palabras
nos acerca más a la fuente de donde proceden las palabras: la palabra creativa que crea
los montes y los carneros, los cerros y los corderos, Israel y Judá, Jacob y Cristo, tu y
yo. La palabra, y más visiblemente la metáfora, señala un trascender y un encuentro
con Aquel que habla y llama las cosas a la existencia.
Este tipo de lectura hace que la Escritura insista, así como lo hace la metáfora.

Meditado
Platón, escribiendo en el tiempo cuando la cultura oral estaba abriendo el camino a
la escritura, hizo la astuta observación que los escritos iban a debilitar la memoria.
Iván Illich lo caracteriza como “el primer hombre molesto con las letras,” porque
Platón había observado como la confianza de sus estudiantes con los silenciosos textos
pasivos, habían angostado la secuencia de sus memorias haciendo todo superficial y
oscuro.[50] Cuando las palabras se intercambiaban por medio del habla y el oído, el
lenguaje era vivo y se mantenía vivo en los hechos de hablar y escuchar. Pero desde el
momento que las palabras se escribieron, la memoria se encaminó al atrofio, ya no
necesitamos recordar lo que se dijo; podemos hacer referencia al libro. Los libros nos
roban del derecho y el placer de responder. Platón hizo su observación contando una
historia a la que podemos hacer “referencia” en su libro, Fedro.[51]
Esta es la historia. En Egipto había un Dios llamado Teut, inventor de muchas
cosas, pero el invento en el que tomó mayor orgullo fueron las letras que hicieron
posible la escritura. Un día alabándose y jactándose de su realización anterior a la del
rey Tamus, le decía que esto haría a los egipcios más sabios y les daría mejores
memorias. El rey Tamus no tenía ningún interés. Le dijo que eso arruinaría sus
memorias, que les haría olvidar más de lo que hacerles recordar, que enseñarían
palabras sin comunicar una realidad. Al comentar sobre la historia, Platón y Sócrates
comparan la escritura a una pintura. Las figuras en el paisaje del pintor presentan “una
actitud de vida y si le haces una pregunta al cuadro guardará un solemne silencio.” Una
vez que las palabras “hayan sido escritas pueden ser desarmadas en cualquier lugar por
aquellos que quizá entiendan o no, sin saber a quien responder, o no responder; y si las
palabras son maltratadas o abusadas, no tienen padre para protegerlas; y no pueden
defenderse o protegerse por si mismas.” Sócrates, quién, como Jesús, jamás escribió
algo, prefiere una “palabra viva que tiene alma... tallada en el alma del aprendiz, que
puede defenderse por sí mismo, y sabe cuando hablar y cuando callar.”
Northrop Frye resume la preocupación de Platón del siguiente modo: “La habilidad
de registrar tiene mucho más que ver con olvidar que recordar: con guardar el pasado
en el pasado, en lugar de recrearlo continuamente en el presente.”[52]
Meditatio es la disciplina que utilizamos para mantener la memoria activa cuando
leemos. La meditación va más allá de mirar las palabras del texto, entrando en el
mundo del texto. Cuando asimilamos el texto dentro nuestro, nos damos cuenta que el
texto nos ha asimilado a nosotros. Porque el mundo del texto es mucho mayor y más
real que nuestra mente y nuestra experiencia. El texto bíblico da testimonio de que
Dios se revela a Sí mismo. La revelación no es una suerte de oráculos al azar que
iluminan obscuridades momentáneas o nos guía a través de circunstancias perplejas. El
texto revela a Dios: Dios creando, Dios salvando, Dios bendiciendo. El texto tiene un
contexto y ese contexto es enorme, masivo, completo. El Apóstol Pablo atónito a la
profundidad del texto exclama: ¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la
ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos!
(Romanos 11:33).
El mundo de la revelación no sólo es inmenso, es coherente, todo está conectado
como un organismo viviente. El Dios viviente se revela a Sí mismo, más si hemos de
recibir todo lo que nos presenta, debemos entrar en la gran vida que ella posee. La
meditación ensaya la grandeza de esta revelación, entra a lo que está allí, recordando
todos los aspectos que han sido desmembrados en nuestra desobediencia, notando las
conexiones, realizando las congruencias, resonando los ecos. En las palabras o los
versículos, siempre hay algo más en todo de lo que se lee a simple vista; la meditación
entra a los grandes trasfondos que no se distinguen de inmediato, y que pasamos por
alto la primera vez.
La meditación es el aspecto de la lectura espiritual que nos entrena a leer la
Escritura como algo coherente y entero, algo que se conecta, y no una simple colección
de fragmentos y partes inspiradas.
En el antiguo paganismo había una historia popular sobre una mujer que
pronunciaba oráculos divinos. Su nombre era Sibila, y era una profetiza de la aldea
griega de Cumas. Heráclito es el primero que la menciona, en el año 500 a.C. Siempre
la imaginé como una anciana arrugada con la vista desenfocada y el cabello
desarreglado, sentada en la entrada de una cueva revolviendo una olla de caldo
hediondo y murmurando sabiduría sacra en una sintaxis que nos es familiar en las
galletas de la fortuna. Ella empezó algo en Cumas que continuó: “las sibilas” siguieron
presentándose en diferentes tiempos y lugares, haciendo pronunciamientos de oráculos
en grandes voces que tanto hombres como mujeres los tomaban como consejo divino.
Más tarde aparecieron “las sibilas” judías y cristianas. La gente empezó a coleccionar
los oráculos y escribirlos en un libro. La colección creció y para el siglo cuarto d.C.
había quince libros de los oráculos sibilinos, algunos de los cuales fueron considerados
seriamente por un importante número de cristianos.[53]
Sibila y sus imitadores llegaron a ser una fuente para el consejo divino, proveyendo
sabiduría y dirección a hombres y mujeres en confusión. El proceso usual era entrar en
una cueva donde la sibila residía y oírla murmurar sonidos. Hubo tiempos en que estos
lugares se convertían en santuarios. Los sonidos eran crípticos y balbuceos confusos,
pero como era un balbuceo inspirado se consideraba como sabiduría valiosa, verdad de
la fuente de la verdad.
Los oráculos no tenían contexto, eran fragmentos de sonidos afónicos o jadeantes
de los dioses. Pero esto era una gran atracción. Los oráculos eran las palabras de dios
que llegaban a uno carentes de sintaxis o contexto, usted tenía la libertad de hacer las
interpretaciones.
Lo sorprendente de nuestros días es que mucha gente trata la Biblia como una
colección de oráculos sibilinos, versículos o frases sin contexto ni relación. Esto es
algo que no deja de asombrarme. Las Escrituras son la revelación del Dios encarnado y
personal que desea relacionarse en las comunidades de hombres y mujeres con
nombres en la historia. Los testigos de esta revelación son verdaderos escritores que
han escrito y testificado a la luz del día, y con la confirmación de las comunidades que
adoraban a Dios. Todas estas cosas fueron hechas abiertamente. Esto no es el jadeo en
una cueva oscura del Egeo sino el Espíritu Santo obrando bajo un cielo abierto,
inspirando una escritura legible y coherente que posee continuidad de generación en
generación, una narrativa con trama y personajes y perspectiva.
La práctica de dividir la Biblia en capítulos y versículos numerados ha incitado
este complejo “sibilino.” Da la impresión que la Biblia es una colección de miles de
oraciones y frases aisladas que pueden ser seleccionadas o combinadas arbitrariamente,
con el fin de discernir nuestra fortuna o destino. Pero los versículos de la Biblia no son
galletas de la suerte para abrir al azar. Y la Biblia no es un cuadro astrológico para ser
manipulado de manera impersonal para diversión o ganancia.
La meditación es la forma principal de guardarnos de fragmentar la Escritura y de
convertir lo que leemos en oráculos aislados. La meditación entra al universo
coherente de la revelación de Dios. La meditación utiliza la imaginación junto con la
oración para entrar en amistad con el texto. No debe confundirse con suposición o la
fantasía.
La meditación no inventa. Estamos enlazados a una fe histórica y, con derecho,
cansados de la intrusión de la intervención humana. Pero la meditación no es intrusión,
sino una examinación, permitiendo que las imágenes y las historias de toda la
revelación se impregnen en nuestro entendimiento. Cuando meditamos nos sentimos
como en nuestra casa y conversamos con todos los de la historia, entrando al lugar
donde Moisés y Elías y Jesús conversaron juntos. La participación es necesaria y la
meditación es participativa.
Me agrada la distinción que hace Warren Wiersbe entre la fantasía y la
imaginación: “La fantasía escribió: ‘María tenía una ovejita’, pero la imaginación
inspirada escribió: ‘El Señor es mi pastor.’ La fantasía crea un mundo nuevo; la
imaginación da una perspectiva clara al mundo antiguo.”[54]
Ningún texto puede ser entendido fuera de su contexto. El contexto más “entero”
es Jesús. Cada texto bíblico debe ser leído en la presencia viva de Jesús. Cada palabra
del texto en la Escritura es una ventana o una puerta que nos saca de estas casas de
barro personales que habitamos, y nos llevan afuera al inmenso espacio de la
revelación de Dios en el cielo y el océano, los árboles y las flores, Isaías y María, y al
fin, a Jesús. La meditación discierne las relaciones y oye las armonías que se
amalgaman en Jesús.
Meditamos con el fin de comprender el texto. Al hacerlo nos alejamos de ser
críticos externos para convertirnos en aprendices con profunda devoción. Entonces el
texto deja de ser algo que miramos con una actitud experimentada y desasociada, y se
convierte en algo que deseamos compenetramos con una incansable curiosidad de
niño.
El personaje ficticio de G. K. Chesterton “El Padre Brown” nos enseña como se
hace. Llegando al final de su colorida carrera, como detective vestido de sacerdote,
habiendo resuelto muchos casos de crímenes complejos y complicados, se encuentra
sentado hablando con algunos amigos, tarde en una noche cerca del fuego de la
chimenea, en la casa de un amigo en las montañas de España. Uno de sus amigos le
preguntó cuál fue el secreto de sus muchos éxitos resolviendo crímenes. Parpadeando
sus grandes ojos sin expresión detrás de sus pequeños lentes redondos, suavemente le
respondió: “fui yo quien maté a todas esas personas.” Todos, pasmados por su
respuesta, fijaron su mirada de forma aterrada al tímido, ratonil sacerdote. Luego
continuó, “Pensaba exactamente como una cosa así podría haber ocurrido, y en qué
estado mental un hombre podría haberlo llevado a cabo. Y cuando estaba seguro que
me sentía exactamente como el mismo asesino, claro que sabía quien era.”[55]

Oratio
Hay más. Está la oración, oratio. “La búsqueda en la Biblia y la búsqueda en la
oración van juntas. Lo que recibimos de Dios en el mensaje del Libro se lo regresamos
a Él con interés en la oración,” escribe P. T. Forsyth.[56] La lectura espiritual requiere
de una atención disciplinada a la forma exacta en que el texto está escrito; y requiere
una respuesta. Al leer, entramos y sin que pase mucho tiempo, sorprendidos decimos:
“Claro, ¡esto tiene que ver conmigo! La palabra de Dios está dirigida a mi, ¡Me está
hablando a mi!” Un asunto es oír la voz de Dios hablándole a Moisés en las peñas
austeras del Monte Sinaí, o escuchar a Jesús predicar las bienaventuranzas en los
pastizales de las laderas de Galilea, emocionados con la verdad, admirando su
majestad. Pero es algo completamente diferente llegar a la realización que Dios me
está hablando a mi mientras pedaleo mi bicicleta bajo la lluvia en un camino rural en
Kentucky. Quedo sin habla; o tartamudeo. ¿Cómo le respondo a Dios? No obstante, le
respondo, porque el texto lo requiere.
La oración es un lenguaje utilizado para relacionarnos con Dios. Es el lenguaje más
universal de todos, la lingua franca del corazón humano. La oración abarca “gemidos
indecibles” (Romanos 8:26) a peticiones y acciones de gracias compuestas en poesía
lírica y en prosa majestuosa, a “salmos e himnos espirituales” (Colosenses 3:16) al
silencio de una persona rendida en adoración en la presencia de Dios (Salmo 62:1).
La presuposición fundamental de toda oración es que Dios se revela a Sí mismo en
forma personal a través del lenguaje. La palabra de Dios no está impresa en un cartel o
en una nota impersonal fijada en algún lugar para llamar nuestra atención a alguna
cosa que Dios dijo o hizo alguna vez, mientras conducimos por el camino a otro lugar.
Dios crea el cosmos con palabras; él nos crea con palabras; nos llama, nos habla, nos
susurra usando palabras. Luego nos da, a su creación humana, el don del lenguaje; no
sólo podemos oír y entender lo que Dios nos dice, sino que también podemos hablarle
a Él, responder, conversar, discutir, cuestionar. Podemos orar. Dios es el iniciador y el
garante del lenguaje en estas dos formas, Dios nos habla, cuando hablamos con él.
Es una maravilla que Dios nos hable; no es una maravilla que nos oiga. La
revelación bíblica es igualmente consistente en ambas cuentas: la eficacia del lenguaje
de Dios con nosotros, la eficacia de nuestro lenguaje con Dios. Nosotros oímos a Dios
en una forma fluctuante; Dios siempre nos oye. La realidad esencial de la oración es
que su fuente y carácter está enteramente ligada a Dios. Cuando oramos revelamos
nuestra persona. Sin embargo, la oración no es una actividad de la naturaleza humana.
La sicología no nos lleva muy lejos en el entendimiento o la práctica de la oración.
Estemos conscientes o no (a menudo no lo estamos), su principio y fin existe en la
compañía de la Trinidad.
Las Escrituras, leídas y oradas, son nuestra principal norma para acceder a Dios en
la medida que Él se revela a nosotros. Las Escrituras son nuestro lugar para oír y
aprender el lenguaje del alma, la forma en que Dios nos habla; además, nos proveen
del vocabulario y la gramática apropiada para que podamos hablar con Dios. La
oración separada de la Escritura, de oír la voz de Dios, dividida de las palabras de Dios
para nosotros, hace un cortocircuito en el lenguaje de la oración. Los cristianos
obtenemos esta relación práctica de la oración principalmente (aunque no de forma
exclusiva) bajo la influencia formativa de los salmos y Jesús.
Los salmos son el preeminente testigo a nuestra participación en la oración cuando
leemos o escuchamos la palabra de Dios. Atanasio captó la naturaleza de ella en forma
especifica cuando dijo: “La mayoría de las Escrituras nos hablan; los salmos hablan
por nosotros.” ¡Y verdad cómo hablan! No dicen simplemente, “Si, Dios, estoy de
acuerdo. Eso es así, no lo podría haber expresado mejor.” O, “Si, podrías decir eso
nuevamente para que pueda apuntarlo y mostrárselo a mis amistades.” No, los salmos
argumentan y se quejan, lamentan y alaban, niegan y hablan con retórica, agradecen y
cantan. En una página acusan a Dios de haberles traicionado y abandonado y en la
siguiente se torna en saltos de aleluya. A veces suponemos que la postura correcta para
responder a Dios, mientras leemos la Biblia, es arrodillados con nuestra cabeza
inclinada sobre una silla con respaldo frente a una cálida chimenea, de forma dócil y
bien amanerada. A algunos de nosotros se nos enseñado que leer la Biblia significa
estar sentados en el aula de Dios y que la oración es levantar nuestras manos de
manera educada cuando tenemos una pregunta acerca de la lección que nos está
mostrando en Deuteronomio. Los Salmos son nuestro texto de oración dentro del texto
bíblico, mostrándonos algo diferente: la oración es una conexión con Dios, este
vínculo raramente se logra con un saludo en voz baja y la salutación habitual de
estrechar la mano. Esta conexión, al menos en sus primeras etapas, es más una
discusión que un saludo, más como una lucha libre que un cálido abrazo.[57]
¿Y cómo podría ser diferente? Este mundo, esta realidad, revelado por las palabras
que Dios nos habla, no es el mundo usual al que estamos acostumbrados. No es un
mundo pulido y ordenado en el que nosotros tenemos el control. Hay misterios por
todo lugar y nos toma un tiempo considerable acostumbrarnos a ellos, y hasta que no
lo hagamos nos asustan. No es predecible, un mundo de causa y efecto donde podemos
planear nuestra carrera y asegurar nuestros futuros, hay milagros que nos trastornan
interminablemente, excepto cuando estos milagros juegan a nuestro favor. No es un
mundo de ilusión donde todo resulta de acuerdo a nuestras expectativas de
adolescente, hay sufrimiento y pobreza y abuso por el cual clamamos con dolor e
indignación, “¡No puedes permitir que esto ocurra!” Para la mayoría de nosotros, esto
nos lleva años, años y años cambiar nuestro mundo de ilusiones por el mundo real de
gracia y misericordia, sacrificio y amor, libertad y gozo.
Usando los salmos como escuela de oración, haciendo estas oraciones, llegamos a
sentir lo que es apropiado decir cuando llevamos nuestra vida a una respuesta solícita y
de adoración a Dios cada vez que nos habla. Cuando lo hacemos, lo primero que
entendemos es que todo vale en la oración. Virtualmente todo lo humano es materia
adecuada para la oración: reflexiones y observaciones, temor y enojo, culpa y pecado,
preguntas y dudas, necesidades y deseos, alabanza y gratitud, sufrimiento y muerte.
Nada de lo humano está excluido. Los Salmos son una refutación al pensamiento que
la oración es “ser agradable” ante Dios. No, la oración es una ofrenda de nosotros
mismos, tal como somos.
Lo segundo que entendemos es que por medio de la oración tenemos acceso a todo
lo que Dios es para nosotros: santidad, justicia, misericordia, perdón, soberanía,
bendición, vindicación, salvación, amor, majestad, gloria. Los Salmos son una
demostración puntualizada que la oración nos lleva dentro de la agradable y receptiva
presencia de Dios en la que generosamente se nos ofrece a Sí mismo, tal como es.
Lutero, en su prefacio al salmista alemán (1528), escribió:
Si quieres ver una santa iglesia cristiana pintada en colores radiantes y de una
forma realmente viva, y si deseas que esto sea realizado en miniatura, debes
ubicar al salmista, y entonces tendrás en tu posesión un espejo refinado, claro y
puro que te mostrará lo que en verdad es el cristianismo; sí, te verás allí con el
verdadero gnothi seauton (“conócete a ti mismo”), y verás asimismo a Dios y
todas sus criaturas.[58]
Si los Salmos son el texto principal para nuestra oración, la forma en que
respondemos a las palabras de Dios, entonces Jesús, la Palabra hecha carne, es nuestro
maestro. Cristo Jesús es el foco divino/humano central para nuestra vida de oración.
Jesús intercede por nosotros, “viviendo siempre para interceder por [nosotros]”
(Hebreos 7:25). El verbo está en tiempo presente. Esto es lo más importante que
necesitamos saber sobre la oración, no porque debemos orar o cómo deberíamos orar,
sino que Jesús está intercediendo por nosotros en éste preciso instante (ver también
Hebreos 4:16 y Juan 17). Jesús, la Palabra que nos creó (John 1:3; Col. 1:16), también
está entre nosotros para enseñarnos como dirigir nuestras palabras a Dios. El fue el
mejor ejemplo para que sigamos; Lucas cita nueve instancias: 5:16; 6:12; 9:18; 28;
11:1; 22:31, 41, 44; 24:30. Pero solo tenemos un recuento limitado de sus oraciones.
Algunas de ellas son inarticuladas (Marcos 7:34; 8:12; Juan 11:33; Heb. 5:7). Otras se
citan extensamente (Mateo 11:25; 26:39; 27:46; Lucas 23:46; Juan 11:41; 12:27-28;
17:1-26).
La única situación en la que Jesús nos instruyó sobre la oración fue en respuesta al
pedido de los discípulos, “Señor, enséñanos a orar...” (Lucas 11:1).
Su respuesta fue: “Cuando oréis, decid...”, la oración que conocemos como el
Padre Nuestro (Lucas 11:2-4 y Mateo 6:9-13), es el principal texto de la iglesia
(respaldado por los Salmos) para guiar a los cristianos a una vida de oración personal,
honesta y madura. La sencillez y la brevedad de esta primera (y única) lección que nos
da Jesús es impresionante y una viva reprensión contra todos los intentos en desarrollar
técnicas de oración o descubrir el “secreto” de la oración. La oración, como la
practicaba y enseñaba Jesús, no es una herramienta oral para trabajar a Dios, ni
tampoco una herramienta secreta para lograr que Dios cumpla nuestra voluntad.
Jesús nos mostró la forma de oración, y en su nombre oramos. Nuestro
conocimiento, necesidades, y sentimientos son valorados, pero no son el fundamento.
El Dios que se revela en las Escrituras que leemos y meditamos y en Jesús a quien
invocamos, nos da la forma y el contenido para nuestras oraciones. Cuando oramos
somos nosotros mismos; es el único acto en el que podemos, y debemos, ser totalmente
nosotros mismos. Pero es también el acto en el que vamos más allá de nosotros
mismos. Y en ese “ir más allá” somos formados y definidos no por la suma total de
nuestras experiencias, sino por el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo a quienes oramos y
por medio de quienes oramos.
Dios no hace discursos; Él entra en la conversación y nosotros participamos en la
conversación. Nos adherimos a la sintaxis, la gramática en la palabra de Dios. No
somos el centro; no suplimos los verbos o los sustantivos, pero sin duda somos parte
de ella. Suplimos una preposición por aquí, una conjunción por allí, un eventual
enclítico o proclítico, y de vez en cuando un adverbio o un adjetivo. A veces un punto
y coma o una coma, una exclamación o un signo de interrogación. Pero somos parte de
la sintaxis, no ajenos a ella. El texto asume que somos participantes en lo que está
escrito, que no estamos incluidos accidentalmente, ni porque queremos ver lo pasa
como espectadores o en las notas al pie de la página. La naturaleza propia del lenguaje
nos conecta; es dialogal; crea una conversación.[59] La oración es nuestra entrada a la
gramática de la revelación, la gramática de la palabra de Dios.
El mundo que revela la palabra de Dios es mucho más grande que el mundo
condicionado por el pecado en que vivimos, y no podemos pretender entenderlo todo
de una vez. El mundo revelado por la palabra de Dios contiene mucho más, por dentro,
y por detrás que nuestro mundo centrado en el ego, y no podemos pretender entenderlo
todo de una sola vez. Pero Dios es paciente con nosotros. Por esto oramos lo que
leemos. La oración es el camino para salir de nuestro confortable y estrujado mundo
auto-centrista, al espacioso mundo abnegado de Dios. Es deshacerse del “yo” para que
seamos todo alma, conscientes de Dios, dentro de la dimensión de Dios.
La realidad que revela Dios por su palabra en Jesús es extraña, inesperada y
decepcionante. Si la obra de crear el mundo se nos hubiera confiado, no lo hubiéramos
hecho como es; no hubiéramos planeado la salvación de la forma que es, si hubiéramos
sido parte del comité; si tuviéramos en nuestro poder el voto no hubiéramos legislado
el sistema de premio y castigo existente. Me encanta la audacia espontánea de Teresa
de Ávila cuando se envolvió activamente con la reforma de los monasterios de
Carmelitas, viajando por todo España en un carro jalado por bueyes sobre caminos
desarreglados. Un día se cayó del carro en una zanja de barro. Alzo su puño a Dios y
dijo: “Dios, es así como tratas con tus amigos, ¡con razón que no tienes muchos!”[60]
Es así. La realidad que Dios nos revela en su palabra es muy diferente, es otra. ¡Es
otra! Diferente a cualquier cosa que hubiéramos soñado. Y qué dicha, porque si nos
mantenemos constantes sin desmayar, oración tras oración, nos encontraremos
viviendo en una realidad mucho más grande, amorosa y bella. No obstante, lleva
tiempo acostumbrarnos. La oración es el proceso para acostumbrarnos, yendo de lo
pequeño a lo grande, del control al misterio, del auto centrismo al alma, y luego a
Dios.
No es fácil. Aquellas noches en las montañas no fueron fáciles para Jesús, aquella
noche en Getsemaní, y las horas que estuvo sobre la cruz. Nadie dijo que sería fácil.
Dios no dijo que sería fácil. Pero así son las cosas, así es el mundo, así somos nosotros,
y así es Dios. ¿Quieres vivir en el mundo real? Aquí estamos. Dios no nos da
revelación del mundo para que sepamos de su existencia, sino que continúa la
revelación en nuestro interior cuando oramos y participamos dentro de el.
La necesidad de una respuesta robusta y rápida al Espíritu cuando leemos el texto
se presenta en una anotación en el diario de Julián Green con fecha del 6 de octubre de
1941:
La historia de los hebreos cuando recogían maná y lo guardaban es profundamente significativa.
Cuando ellos lo guardaban se podría, y quizá esto significa que toda lectura espiritual que no se
consume, por la oración y las obras, termina pudriéndose dentro nuestro. Mueres con la cabeza
llena de finos dichos con un corazón totalmente vacío.[61]

Hemos recibido una clara advertencia: no es suficiente entender la Biblia, o


admirarla. Dios ya habló; ahora nos toca movernos. Oraremos lo que leemos
conduciendo nuestras vidas a una participación activa conforme a lo que Dios revela
en la palabra. Dios no espera que asimilemos esta nueva realidad acostados. Mejor que
no vayamos a tomar esta realidad acostados, porque Dios quiere que esta palabra nos
ponga sobre nuestros pies caminando, corriendo y cantando.
Dios no nos obliga a hacer ninguna de estas cosas: la palabra de Dios es personal,
invitándonos, ordenándonos, desafiándonos, reprendiéndonos, juzgándonos,
consolándonos, dirigiéndonos. Pero no nos obliga. No nos fuerza. Nos da lugar,
espacio y libertad para responder y entrar en la conversación. De principio a fin, la
palabra de Dios e dialogal, es una palabra que invita a participar. La oración es nuestra
participación en la creación, la salvación, y la comunidad que Dios nos revela en la
Sagrada Escritura.

Contemplatio
El elemento final y realizador en lectio divina es la contemplación. La
contemplación en el esquema de la lectio divina, significa vivir el texto
leído/meditado/orado diariamente en el mundo. Significa internalizar el texto dentro de
nuestros músculos y huesos, nuestros pulmones que respiran oxígeno y en el corazón
que bombea la sangre. Pero si hemos de utilizar la palabra dentro de este complejo
mundo de todos los días, primero necesitamos liberarlo de su significado estereotípico.
La imagen estereotípica de la meditación en EE.UU. es lo que hemos aprendido
que hacen los monjes y las monjas recluidos en monasterios y conventos. Esto nos
lleva a pensar que la contemplación genuina implica dejar el mundo de la familia y el
hogar, la ciudad y el comercio, y tomar votos de pobreza, castidad, y obediencia para
vivir una vida de oración silenciosa y estudio reflectivo sin distracciones en la
presencia de Dios. Históricamente, esta palabra ha sido bien utilizada para definir esta
forma de vida, pero no sólo para estas personas. Aunque durante mil quinientos años o
más, muchos, quizá la mayoría, de hombres y mujeres que usaron la palabra
“contemplación” vivieron en ese estilo de entorno, no hay nada en esta práctica que
requiera vivir una vida retraída del “mundo.” Aun así, es difícil librar nuestra
imaginación de todas las asociaciones derivadas de los escritos de los padres del
desierto y las madres en Egipto, Teresa de Ávila en el convento carmelita de España,
Benito y sus monjes en el monasterio de Montecassino, Hildegarda dirigiendo sus
monjas en el convento que estableció en Bingen (Alemania), Bernardo y sus monjes en
Claraval, o en nuestros días, Thomas Merton con los trapenses de Kentucky. En estos
contextos, la vida contemplativa casi siempre es puesta en contraste con la vida activa,
que se concibe como una que se vive fuera del monasterio y del convento. Hans Urs
von Balthasar, uno de los teólogos católicos que dedicó su vida al estudio y la práctica
de la vida contemplativa, hace su mejor intento en contrarrestar el falso estereotipo,
renombrando la contemplación como un “enlace” que vincula la adoración en el
santuario y la obra en el mundo, unificando de una vez lo secular y lo sagrado: “La
vida de contemplación es por fuerza una vida diaria, de pequeñas fidelidades y
servicios realizados en el espíritu de amor, que aliviana nuestras tareas y les añade
calidez.”[62]
No tengo argumento o crítica contra la contemplación que se practica en los
monasterios; de hecho, estoy infinitamente agradecido por los hombres y mujeres que
se han dado a sí mismos (¡y lo continúan haciendo!), consagrándose a una vida
enfocada y disciplinada a nuestro Señor. Pero también haré cuanto pueda para poner en
circulación la palabra “contemplación” en el mundo diario, lo que Kathleen Norris
denomina como “Los misterios cotidianos: el lavadero, la liturgia y el ‘trabajo de las
mujeres.’” Escribe:
He llegado a creer que los verdaderos místicos cotidianos no son los que contemplan la
santidad en aislamiento, alcanzando la iluminación piadosa en calmado silencio, sino
aquellos que buscan encontrar a Dios en una vida llena de distracciones, las demandas de
otras personas, y las implacables tareas diarias que pueden consumirlo a uno. Podría tratarse
de padres jóvenes criando a sus hijos y trabajando para el sustento… Si son sabios,
atesorarán los momentos de soledad y silencio que se les presenten, y no utilizarán esos
momentos para escapar, o distraerse con la televisión u otra cosa. En cambio, aprovecharán
ese tiempo para oír la voz de la presencia de Dios, abriendo sus corazones en oración.”[63]

Presento mi reclamo por la democratización de la contemplación basado en la


observación que virtualmente todos los niños de tres a cinco años son contemplativos
por naturaleza: conscientes, sin pensar en sí mismos, quedan pensativos ante una flor,
o atraídos por como una hormiga cruza un tronco, olvidándose de todo.
Denise Levertov, escribiendo como poeta, razona que la contemplación es la madre
patria de todos aquellos que toman esta palabra seriamente haciendo mención a la
definición del Oxford English Dictionary, apuntando el origen de esta palabra con su
raíz en “templum”, o sea templo, un lugar para observar marcado por el profeta.”
Significa, dice ella, “no sólo observar y reverenciar, sino hacer estas cosas en la
presencia de dios.”[64] Significa estar conscientes de todo el contexto que nos rodea,
reflexionando en la presencia humana dentro de una atmósfera divina. El territorio
léxico en que Levertov hace su afirmación es la poesía, es una poeta ocupándose con
sus palabras. Como lector ocupado con las palabras de la Escritura, igualmente estoy
resuelto a recuperar las palabras de la Escritura como templum, y luego vivir estas
palabras que leo “en la presencia de dios,” en mi caso el Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo.[65]
Si lectio divina ha de tener conformidad en la comunidad cristiana de nuestros días,
debemos insistir en la utilización de la contemplación en toda lectura y vivencia de las
Escrituras. No es una opción; es una necesidad. La misma rareza y lejanía de lo
ordinario que vive el mundo, podría llegar a ser una ventaja para recuperar su golpe
distintivo: administra una agitación verbal en nuestros oídos, haciéndonos salir de
nuestras adicciones de apuro, asedio y auto-derrota, a las que comúnmente nos
referimos como el éxito y la búsqueda de la felicidad, la versión mutilada del cielo en
la cultura estadounidense. Esto funciona encantadoramente como palabra de protesta
contra tanto de lo que se exalta para admirar e imitar entre nosotros: la tecnología
espiritual, la manipulación sicológica, el control institucional, adicciones sancionadas,
apuro evangélico, violencia mesiánica, indulgencia piadosa.
La contemplación significa someterse a la revelación bíblica, meditándola en
nuestra interior, y luego viviéndola sin pretensiones, sin fanfarria. Esto no significa (y
estos son los estereotipos que nos llevan a un entendimiento erróneo) ser callado,
tímido, recluido, tranquilo, o benigno. No importa si pasamos nuestros días como un
mecánico debajo de automóvil o de rodillas en un coro benedictino. No implica llevar
una “vida perfecta.” No significa estar equilibrado en las emociones y la mente.
Las personas contemplativas se salen de los estribos, juzgan erradamente, hablan
equivocadamente y luego lamentan sus palabras, se pasan la luz roja y les hacen
multas por exceso de velocidad. Las personas contemplativas se deprimen, confunden,
engordan, no encuentran una dirección, y a veces no entienden nada. El término
“contemplativo” no representa el éxito, ni es una insignia de mérito.
La etiqueta “contemplativo” es una que cualquiera de nosotros puede aceptar y es
una que debería ser aceptada por todos. Si no lo hacemos, jamás leeremos ni viviremos
la Biblia correctamente. Lectio divina anticipa y asume la contemplación como una
disciplina vital. Si nos sentimos mejor pegándole la etiqueta “fracasado” no tengo
ninguna objeción. Todos los contemplativos han fracasado. Pero la palabra, en sí
misma, sea adjetivo o sustantivo, permanece: contemplativo.
La contemplación significa vivir lo que leemos, no es para desperdiciar ni
acumular, sino para usarlo en la vida. Es vida que se forma por la revelación de la
palabra de Dios, leída y oída, meditada y orada. La vida contemplativa no es vivir una
vida especial; es la vida cristiana, nada más ni menos. Pere debe vivirse. Joseph
Conrad capturó la esencia de la vida contemplativa cuando llamó la atención a...
... la parte de nuestro ser que es un don, no una adquisición, la capacidad para el deleite y el
asombro... nuestro sentido de compasión y dolor, el sentido latente de comunión con toda la
creación, y a la convicción tenue pero invencible de solidaridad que nos une a la soledad de
innumerables corazones... que amalgama toda la humanidad, a los muertos con los vivos y a los
vivos con aquellos que no nacieron.[66]

Ser contemplativo no es una categoría de cristiano elitista. La importancia de


rehabilitar la palabra es que nuestra cultura emplea la palabra “cristiano” para referirse
a cualquier persona que no sea comunista o criminal. Necesitamos una palabra no
popular que despierte la conciencia acerca de lo extraño que son aquellos que viven
por la fe en Jesucristo, una herramienta verbal que les llame la atención a lo distintivo
en una vida formada por la palabra de Dios. Quizá la incomodidad de esta palabra en
el clima de los tiempos en que vivimos sirva para recalcar la resistencia a los ácidos
del secularismo que buscan erosionar los filos de nuestra identidad en Cristo.
Ser contemplativo en el contexto de lectio divina, nuestra lectura espiritual de las
Sagradas Escrituras, señala el reconocimiento de una unión orgánica entre la palabra
“lectura” y la palabra “vida”. La vida contemplativa es la realización que la Palabra,
que es desde el principio, es también la Palabra hecha carne y continúa siendo la
Palabra a la que digo, Fiat mihi: “Hágase conmigo conforme a tu palabra.”
La suposición fundamental de la contemplación es que la palabra y la vida son en
su raíz la misma cosa. La vida se origina en la palabra, la palabra hace la vida.
Ninguna de las palabras de Dios fue planeada para que no las vivamos. Todas las
palabras tienen la capacidad de encarnarse, porque todas se originan en la Palabra
hecha carne.
Todas las palabras por igual tienen la capacidad para desencarnarse, de no concebir
vida en nuestra sangre y carne, o ser tornadas en mentiras. El diablo, de acuerdo a
nuestros mejores maestros, está desencarnado, incapaz de encarnarse a la vida. La
única forma en que el diablo puede meterse en los asuntos de este mundo es usándonos
como “mensajeros.” El diablo necesita la carne humana para realizar su obra. Debido a
que el diablo pertenece a otro mundo, tan carente de palabra, no tiene capacidad de
hacer “así en la tierra como en el infierno” a menos que nosotros, personas de carne y
sangre, hablemos sus mentiras y hagamos realidad sus ilusiones.
El rechazo, sea intencional o inocente, de abrazar la vida contemplativa nos deja
expuestos a ser mensajeros de las mentiras del diablo, desencarnando las palabras de
Dios en el mismo acto que citamos de forma alegre y piadosa las Sagradas Escrituras.
Porque cada palabra que Dios revela y leemos en la Biblia debe ser concebida y nacida
en nosotros: Cristo, la Palabra hecha carne, fue hecha carne en nuestra carne.
Una palabra no es algo espiritual como si estuviera opuesta a lo material. La
consistencia de una palabra es material: comienza como un soplo de aire, es puesto en
movimiento por la contracción de nuestros pulmones, es empujado por el túnel del
esófago a través de las constricciones de la laringe y la faringe, y luego es trabajada
por ese excelente trío, la lengua, los dientes, y los labios, formando una palabra. El aire
compuesto por una combinación de gases, mezclado con una variedad de
contaminantes, en el aire que respiramos, transmite la palabra a nuestro oído por medio
de conductos, estos increíbles pequeños milagros de ingeniería que son los oídos,
conductos que son tan físicos como un puente de concreto o un camino de asfalto. La
palabra golpea contra la membrana y activa pequeños engranajes acústicos que
conducen el sonido dentro de la sinapsis del cerebro. En ese momento nos
arrepentimos de nuestros pecados y creemos en Jesús o amamos a nuestros enemigos o
visitamos a los enfermos. Todas esas acciones son físicas: la palabra se encarna.
Meister Eckhart (d. 1327), el predicador dominicano en Alemania, es famoso por
haber colocado la contemplación en este contexto terrestre en un sermón: “si un
hombre fuera arrebatado como San Pablo, y conociera a un hombre enfermo que
necesitara que le diera un poco de sopa, considero que abandonar el arrebatamiento por
amor sería mucho mejor.”[67]
“La palabra encarnada” no significa lo espiritual dentro de lo físico. La palabra ya
es física; significa que fue encarnada en Jesús. Una encarnación individual y local. Y
cuando oramos, “Hágase conmigo conforme a tu palabra,” estamos pidiendo que se
haga realidad en nuestra carne; una concepción milagrosa en la matriz de nuestra vida,
“Cristo en mi,” la palabra tan presente físicamente como los caminos que transitamos,
la palabra es obvia y a la vez misteriosa como la luz que brilla en las lámparas que
tenemos.
Denis Donoghue, uno de nuestros mejores críticos literarios, comentó que cuando
William Carlos Williams, uno de nuestros mejores poetas, “vio una huella, no tenía
interés alguno en la experiencia como conocimiento, percepción, visión, ni la verdad:
el sólo quería encontrar el pie.”[68] Esto es lo que hace una persona contemplativa,
busca a su alrededor y por dentro, el pie que corresponde a la (Escritura) huella.
Contemplatio, a diferencia de sus tres compañeras, no es algo que hagamos
conscientemente; simplemente ocurre, es un don, es algo a lo que somos receptivos y
obedientes. Dicho en nuestro idioma tradicional, es “infundido.”
La contemplación “no es algo que podamos producir o practicar… Podemos estar
predispuestos, podemos prepararnos, pero no podemos improvisarla...”[69] No podemos
contemplar la Escritura cuando la investigamos como un objeto, valiéndonos del
intelecto activo que estudia una cosa, organizando y analizándola. Solo puede hacerse
por “el conocimiento del amor, del deseo y del deleite, la voluntad que consiente al
llamado de divina belleza.”[70]
La contemplación no es otra cosa más que se agrega a nuestra lectura y meditación
y oración, sino un concierto de la revelación de Dios, y nuestra respuesta es seguir a
Jesús sin estar conscientes de hacerlo, llevar una vida coherente en Jesús. No es pensar
acerca de Dios, ni tampoco preguntar constantemente, “¿qué haría Jesús?” sino saltar
dentro del río; sin hacer estrategias con los éxitos de mi vida, sino siendo simplemente
quien soy, mi vida en Cristo; no calculando los resultados sino aceptando y
sometiéndome a las condiciones así en la tierra como en el cielo.
Esto significa que la mayoría de la contemplación pasa desapercibida, sin destacar
y sin estar conscientes que ocurre. Mucho de la palabra de Dios se revela en silencio,
en lo íntimo, y como un misterio.[71] Las probabilidades son que, aunque hubiéramos
tenido contacto con una persona contemplativa toda nuestra vida, no lo sabríamos. Es
aun más improbable que lleguemos a reconocer a un contemplativo frente a un espejo.
La imposibilidad de una evaluación, o al menos una autoevaluación, nos impulsa a
una gran libertad al leer las Sagradas Escrituras y luchamos y las disfrutamos y
recibimos. No nos esforzaremos demasiado. No estableceremos ante nosotros metas
perfeccionistas. No tomaremos control. No insistiremos en el progreso medido. No
competiremos. Después de haber leído y meditado y orado, y conforme continuamos
leyendo, meditando y orando, tomaremos un paso atrás y bendeciremos, amaremos y
obedeceremos, y exhalaremos “Hágase conmigo conforme a tu palabra.” Relájate y
recibe.

Una vez más: Caveat lector


Lectio divina no es una técnica metódica para leer la Biblia. Es un hábito que se
desarrolla y se cultiva para vivir el texto en el nombre de Jesús. Este es el camino, el
único camino, para que las Sagradas Escrituras sean el medio de formación en la
iglesia cristiana, y se convierta en la sal y la levadura del mundo. No es por medio de
disputas doctrinales y razonamientos, estrategias para subyugar a los salvajes, o por
medio de programas educacionales en la congregación, con el propósito de educar a
los laicos, en “los principios y las verdades” de las Escrituras, en ninguna manera que
la Biblia sea utilizada de forma común o vigorosa como un arma impersonal, una
simple herramienta o un programa, como lo vemos entre nosotros. Es asombroso ver
todas las formas que logramos divisar para utilizar la Biblia con el propósito de evitar
una fe que obedece, tanto en lo personal como corporativamente, al recibir y seguir a
la Palabra hecha carne.
Sí, por supuesto, es una advertencia.
CAPÍTULO 8

Los secretarios de Dios


La gran mayoría de los hombres y mujeres que han oído y/o leído la Palabra de Dios,
como está revelada en la Escritura, lo han hecho con la gran ayuda de los traductores.
Sin los traductores, la mayoría de ellos anónimos, oiríamos y leeríamos poco de la
palabra de Dios. La Biblia es el libro más traducido del mundo.
La identificación puesta sobre Jesús, “Rey de los Judíos”, cuando estuvo colgado
sobre la cruz en el Gólgota, fue marcada por Pilato en los tres idiomas más hablados en
Jerusalén en esos días: arameo,[72] latín, y griego. Hay una cierta ironía en el hecho que
Poncio Pilato, el gobernador romano que condenó a Jesús a la muerte por crucifixión,
haya ordenado a traducir esas palabras en tres idiomas que anunciaban, aunque no en
la forma que él lo anticipaba, la soberanía de Jesús (Juan 19:19-20). Aunque no
pensamos que Pilato empleó la ayuda de los traductores, lo vemos allí.
La traducción de la Escritura fue necesaria cientos de años antes del tiempo de
Jesús y la iglesia neotestamentaria, cuando la lengua hebrea estaba siendo
gradualmente reemplazado en la vida cotidiana del pueblo de Dios, primero por el
arameo y luego por el griego.

Traducción al arameo
Las traducciones al arameo jugaron un papel decisivo en los años después que
Israel regresó del exilio babilónico en el siglo sexto a.C. En el año 548 a.C., el Rey
Ciro, un hombre tolerante, liberó a Israel de sus años de exilio, permitiéndoles regresar
a su patria en Palestina. El arameo fue el idioma oficial del Imperio Persa. A través de
los años, las muchas lenguas locales estaban representadas en la inmensa expansión
del territorio; que abarcaba “desde la India hasta Etiopía” en la amplia descripción al
principio del libro de Ester, incluyendo la lengua hebrea que paulatinamente fue
reemplazada por el arameo, el idioma oficial del gobierno y el comercio.
En el tiempo en que Pilato agregó la traducción sobre la inscripción en la cruz de
Jesús, el hebreo probablemente había cesado de ser el idioma cotidiano del lugar,
reemplazado por el arameo, el mismo arameo que hablaban Jesús y sus seguidores. La
importancia del arameo como la principal lengua de Jesús y sus primeros seguidores
no nos queda claro por la forma tan pobre en que está representado en nuestras Biblias.
En el Antiguo Testamento, el arameo fue usado para unas pocas páginas en Esdras
(4:8; 6:18 y 7:12-26), un poco más de la mitad del libro de Daniel (2:4; 7:22), dos
palabras en el Génesis (31:47), una palabra en Salmos (2:12), y un versículo en
Jeremías (10:11).
En el Nuevo Testamento solo veintiún palabras o frases han sido rescatadas de los
valiosos depósitos arqueológicos de la lengua que Jesús y sus primeros discípulos
hablaban: diez palabras o frases de los escritos de los Evangelios y Pablo: vaca (Mat.
5:22), satanas (Mat. 16:23), talitha koum (Mar. 5:41), ephphatha (Mar 7:34), pascha
(Mar. 15:34), abba (Mar. 14:36; Rom. 8:15), eloi, eloi, lama sabachthani (Mar.
15:34), Messias (Juan 1:41), rabboni (Juan 20:16), maranatha (1 Cor. 16:22);[73] tres
lugares con nombres arameos, Gabbatha, Gólgotha, y Aceldama (Juan 19:13, 17;
Hechos 1:19); y ocho nombres personales arameos: Cephas, Bartolomé, Bartimeo,
Bernabé, Marta, Tomás, Tadeo, y Barrabas. Eso es todo.
Entre los Rollos del Mar Muerto, algunos escritos pueden ser fechados a la mitad
del tercer siglo a.C. Un total de 61 palabras traducidas al arameo, incluyendo un
fragmento del libro bíblico de Job, parecerían confirmar el “amplio y predominante
uso del arameo” durante los años intertestamentarios.[74]
Vemos un vislumbrar de cómo se inició el proceso de traducción del hebreo al
arameo en la historia de Esdras y Nehemías. La época fue aproximadamente el año
450 a.C.[75] Esdras y Nehemías habían llegado a Jerusalén de las partes orientales del
Imperio Persa para reunir a los judíos desmoralizados que habían regresado del exilio
babilónico. Pero el pensamiento anticipado del glorioso regreso a la patria y la
reconstrucción triunfante del templo de Salomón que había sido destruido, se
desvaneció. Cuando llegaron sus imaginaciones estaban vivas con la predicación
visionaria de Isaías del exilio:
Poco es para mí que tú seas mi siervo
para levantar las tribus de Jacob,
y para que restaures el remanente de Israel;
también te di por luz de las naciones,
para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra.
(Isaías 49:6)

La gran esperanza con que regresaron a Palestina, con la expectativa de ser “una
luz a las naciones”, pronto se disipó. Muchos de sus hermanos y hermanas en el exilio,
cómodamente establecidos en Babilonia, rehusaron regresar con ellos. Los repatriados
vivieron años de sequía y malas cosechas, tenían escasos recursos, y eran cruelmente
acosados por sus vecinos del norte, los samaritanos. Aparentemente todo se presentaba
de tal forma que parecía que la comunidad no sobreviviría. La interminable lucha que
enfrentaron año tras año estaba deshaciendo el magnífico tapiz de las visiones de
Isaías; su identidad como pueblo de Dios colgaba de un fino hilo.
El rescate llegó con Esdras y luego con Nehemías; ambos ejercían posiciones
prominentes en el gobierno persa. Cuando se enteraron de la desesperada lucha de sus
hermanos y hermanas palestinos salieron con el propósito de unirlos en espíritu. No
exagero al decir que estos dos hombres fueron el factor decisivo en la sobrevivencia
del pueblo de Dios del modo que Moisés fue en la formación. Hicieron precisamente
lo necesario para reestablecer la identidad de la comunidad como pueblo de Dios y
encauzarlo para que continuara avanzando como cuando llegó. Esdras reformó su vida
espiritual y Nehemías lo unió políticamente, reconstruyendo las defensas.
Esdras llegó con una copia de la Ley de Moisés escrita en su lengua original, el
hebreo. A través de las décadas de pobreza y asedio, estos judíos que apenas estaban
subsistiendo en Jerusalén habían perdido contacto con su pasado, habían perdido la
memoria de la salvación guiada por Moisés, de la intimidad con la revelación del
Sinaí, las disciplinas del desierto, las historias familiares de Abraham y Sara, Rut y
Booz, David y Abigail. Edras sabía que tenía que empezar de nuevo, y comenzó con
las Escrituras. Hizo construir una plataforma de madera en la plaza principal, reunió al
pueblo, montó la plataforma, y empezó leyendo del rollo hebreo; leyéndoles la historia
de quienes eran, de donde provenían, y cual era su identidad y destino.
Pero había un problema: el pueblo que había perdido contacto con su pasado
también había perdido contacto con su lengua. Aunque la mayoría de ellos lo
entendían, el hebreo ya no era su lengua principal, su idioma natal. En los 130 años
que sus ancestros habían estado exiliados en Babilonia (586 a.C.), el idioma hebreo
quedó al margen de sus vidas. Habían crecido hablando en arameo, la lingua franca
del Imperio Persa, al igual sus padres y abuelos por varias generaciones. El arameo
continuaría siendo su lengua principal por mucho tiempo, hasta los tiempos de Jesús.
Se hizo evidente que la gran tarea de Esdras de recuperar la identidad requería de la
ayuda interpretativa. Por suerte, los levitas, la clase sacerdotal responsable por
mantenerse en contacto con las antiguas raíces mosaicas, aun estaban completamente
al día con el hebreo. Así que cuando Esdras leía del rollo escrito en hebreo, trece
levitas repartidos estratégicamente entre la congregación “ponían el sentido, de modo
que entendiesen la lectura” (Nehemías 8:8). “Ponían el sentido” probablemente no era
una traducción en su sentido estricto, sino más bien ayudaban al pueblo explicando e
interpretando lo que Esdras leía del texto que había sido desatendido y desconocido.
Lo que parecía ocurrir ese día es que la comunidad posexílica en Jerusalén necesitaba
de la ayuda interpretativa para entender la Biblia hebrea y esto involucraba la
traducción de ciertas palabras o frases hebreas al arameo que estaba en proceso de
reemplazar al hebreo como el idioma principal de Palestina.
Pero “poner el sentido” era mucho más que simplemente proveer un diccionario de
equivalencias a las palabras leídas en ese día. La traducción interpretativa de los levitas
envolvía las vidas, el corazón y el alma del pueblo, no solo la mente: primero lloraron
y después se regocijaron “porque habían entendido las palabras que les habían
enseñado” (Nehemías 8:9-12). Este es el desenlace de una verdadera traducción,
producir el entendimiento que envuelve completamente a la persona en lágrimas y risa,
alma y corazón, en lo que está escrito, lo que se dice.[76]
Estos trece hombres no se mencionan de otra forma en la historia bíblica pero
tampoco son anónimos. Los ayudantes de Esdras, abrieron el entendimiento del pueblo
utilizando la lengua más conocida para interpretar y clarificar la lectura que Esdras
hacía de la Palabra de Dios, al pueblo de Dios, que hasta ese momento apenas
comprendían que era “pueblo de Dios” y mucho menos que se refería a ellos. Estos
hombres al menos merecen la dignidad de ser nombrados entre nosotros. Sus nombres
son: Jesúa, Bani, Serebías, Jamín, Acub, Sabetai, Hodías, Maasías, Kelita, Azarías,
Jozabed, Hanán y Pelaía (Nehemías 8:7).
Los trece intérpretes proveyeron oralmente la conexión necesitada, ¡el arameo!,
entre el pasado y el presente. Gracias a ellos, quienes “pusieron sentido” para que el
pueblo entendiese el significado, el pueblo de Dios siguió existiendo por otros
cuatrocientos años o más, utilizando el arameo, hasta el tiempo que Jesús fue colgado
en una cruz en Jerusalén, identificado como Rey en la lengua aramea.[77]

Traducción al griego
La traducción de la Biblia hebrea al griego es nuestra primera traducción completa.
En cambio, en la traducción al arameo solo tenemos fragmentos y trozos, como la
historia de Esdras y los trece levitas, algo anticipativo y sugestivo. La traducción de las
Escrituras al griego es completa, la Biblia hebrea completa, y un poco más, mucho
antes del tiempo de Jesús y del derramamiento del Espíritu Santo en Pentecostés.
Esta traducción griega resultó ser la primera Biblia de la iglesia cristiana, la versión
“autorizada”. Pablo casi siempre citaba la traducción griega en las cartas que escribía a
las comunidades de nuevos cristianos. Citaba la Biblia hebrea para autenticar y
confirmar la relación de esos nuevos cristianos con el pueblo de Dios que había sido
redimido de la esclavitud egipcia y entrenado para vivir una vida de amor y obediencia
en el desierto y en la tierra prometida, instruido y desafiado por la gran predicación de
los profetas de Israel.
Cuando Marcos escribió su revolucionario evangelio, hizo 68 referencias diferentes
al Antiguo Testamento, de las cuales 25 citas son exactas o casi exactas de la
traducción griega. Cuando Pablo y Silas llegaron a la ciudad griega de Berea y
tuvieron un estudio bíblico con algunos judíos en la sinagoga allí, “escudriñando cada
día las Escrituras para ver si estas cosas (el evangelio) eran así,” indudablemente la
versión oficial era la traducción griega de las “escrituras” que estudiaban (Hechos
17:10-12). Muchos siglos más tarde cuando Walter Bauer escribió su introducción a lo
que se ha convertido en el léxico estándar del Nuevo Testamento Griego, dijo, “En
cuanto a la influencia de la LXX (la traducción griega), cada página de este léxico
muestra que sobrepasa todas las demás influencias en nuestra literatura.”[78]
La traducción al arameo se hizo tan necesaria en los años siguientes al decreto de
Ciro que el arameo se convirtió en el idioma oficial del enorme Imperio Persa de
muchos idiomas. De la misma manera, doscientos años después la traducción al griego
se hizo necesaria cuando Alejandro el Grande conquistó a los persas y casi de la noche
a la mañana (como lo indica la historia) convirtió a todos en griegos, o al menos a
aquellos que hablaban griego. De la misma forma que el arameo se convirtió en la
lingua franca del Imperio Persa de Ciro, así también el griego se convirtió en la lingua
franca del Imperio Griego de Alejandro. Y por la misma razón— poder manejar un
gobierno y conducir los asuntos de una población diversa que hablaba muchas lenguas
(era como en la Torre de Babel)—tenía que haber una lengua común. Esta vez los
griegos estaban al mando y el idioma oficial sería el griego.
Pero algo más ocurrió en esos doscientos años. Entre el tiempo de Ciro y
Alejandro, la comunidad judía gradualmente fue dispersada por todo el mundo persa y
griego. La dispersión que comenzó con los babilónicos fue revertida por los persas,
cuya política era repatriar a los exiliados a sus tierras natales para que pudieran
reconstruir sus lugares de culto.[79]
Esta inestabilidad debilitó el sentido de pertenencia a un lugar, estimulando el gran
crisol de la dispersión. El proceso de la dispersión continuó con los griegos, que eran
grandes colonizadores. Bajo su gobierno los judíos, que anteriormente habían sido
exiliados y repatriados a Palestina, aprendieron a ubicarse virtualmente en cualquier
lugar. Después de cien años de gobierno griego, había judíos en las ciudades más
grandes del mediterráneo y en el mundo del oriente medio. Dondequiera que llegaban
se establecía una sinagoga, fielmente nutriendo la tierra de las Sagradas Escrituras (lo
único que les quedaba), su identidad como pueblo de Dios. Dos años después de su
ataque relámpago que lo llevaría de Macedonia a la India en diez años, Alejandro el
Grande conquistó Egipto e inmediatamente creó una ciudad en su honor. Era el año
332 a.C. En su típica arrogancia, nombró la ciudad Alejandría. Después de un par de
generaciones los judíos de habla griega conformaban una tercera parte de los
habitantes y sobrepasaban el número de judíos en Jerusalén. La población judía
continuaba creciendo no sólo en Alejandría sino por todo el Imperio Griego. Cada
década alejaba más a los judíos del idioma de sus Escrituras. Necesitaban sus Biblias
en griego para leer en las sinagogas.
Cabe señalar que la iniciativa para traducir la Biblia al griego tuvo sus orígenes en
Alejandría. La historia se relata en The Letter of Aristeas, un gran de historia que se
convirtió en una leyenda. Pero vale la pena mencionar la leyenda por lo que nos
comunica acerca del pensamiento judío en cuanto a las traducciones. Aristeas, relata la
leyenda, era un alto oficial en la corte de Ptolomeo II (285-247 A.C.), quien fue un
gran promotor de la educación y que tenía una biblioteca con más de doscientos mil
libros. La historia que Aristeas nos cuenta es que Demetrio, el bibliotecario real de
Ptolomeo, le informó al rey que los judíos tenían libros valiosos que merecían un lugar
en la biblioteca. El rey le dio el visto bueno. Demetrio le dijo que estos libros se
encontraban en una antigua escritura y que debían ser traducidos. Entonces el rey
ordenó que se enviara carta a Eleazar, sumo sacerdote en Jerusalén, para que preparara
los manuscritos y consiguiera los traductores. El sumo sacerdote seleccionó a seis
ancianos de cada una de las doce tribus como traductores. Cuando los setenta y dos
ancianos llegaron a Alejandría, el rey los invitó a un suntuoso banquete y los probó
con preguntas difíciles. Pasaron lista y tres días más tarde fueron llevados por el
bibliotecario Demetrio a la isla del Faro (famosa por su faro), a poca distancia de la
costa de Alejandría, y puestos a trabajar en un edificio que había sido preparado para
ellos. Se pusieron a trabajar y en 72 días los 72 ancianos completaron la obra. El
número 72 fue redondeado a 70 y la traducción ha sido nombrada la Septuaginta (70
en números romanos—LXX) desde entonces.
La leyenda se desarrolló a la manera de las leyendas. No obstante, más tarde se
agregó que los 72 trabajaron en celdas independientes sin mirarse ni hablarse unos con
otros. Al finalizar los 72 días todas las versiones fueron halladas idénticas, palabra por
palabra.
La leyenda entretiene, como se supone que debe hacerlo. Pero el hecho central de
esta historia es indiscutible: la traducción de la Biblia al griego, realizada en Alejandría
durante el reinado de Ptolomeo II, se convirtió en la Biblia oficial de las lejanas
comunidades judías y eventualmente de las primeras iglesias cristianas.[80]
Pero el significado de esta Carta para nosotros es el gran respeto y honor de la
comunidad judía (y más tarde la cristiana) otorgados a la traducción y sus traductores.
Ellos creyeron que el mismo Espíritu de Dios que obró cuando la Escritura se escribió
también obró en la traducción de la Escritura. Unos cien años después de la Carta,
Filón, un judío de Alejandría contemporáneo con Jesús, sin referirse a la Carta, hizo
una evaluación similar a la traducción. Llamó a los escritos originales de la Escritura
en hebreo y la traducción de la Escritura en griego “hermanas judías”, hermanas
bilingües en hebreo y griego.
…considérenlas (el original y la traducción) con asombro y reverencia como hermanas, o más
bien como lo mismo, tanto en materia como en palabras, y no hablen de los autores como
traductores sino como profetas y sacerdotes de los misterios... de la mano con el espíritu más
puro, el espíritu de Moisés.[81]

Tanto para judíos como cristianos, el original y las traducciones son del mismo
nivel como Escritura autorizada.

Traducción al inglés norteamericano


Después de dos mil años me encuentro en la compañía de los traductores, pero sin
la auto-conciencia que también soy traductor. Fui pastor en los Estados Unidos. Mi
trabajo consistía en llamar a las doscientas o trescientas personas que formaban mi
congregación para participar en la adoración y servirles la santa cena. Les predicaba
sermones y enseñaba estudios bíblicos, oraba con ellos y por ellos, visitaba a los
enfermos y cuidaba de las almas, los bautizaba, casaba y sepultaba. Todos hablábamos
el inglés norteamericano. Con esta gente y bajo éstas circunstancias, ¿quién necesita un
traductor?
Sin embargo, muy seguido me identificaba con los trece levitas de Esdras en
Jerusalén después del exilio. George Steiner en su amplia consideración de las
traducciones en After Babel [Después de Babel], presenta un punto convincente que
dentro de una lengua existe una continuidad en la traducción entre los idiomas.[82]
Me sentía muy consciente de estar en la compañía de los levitas cuando enseñaba
desde el púlpito, intentando hacer que las Escrituras se entendieran en la lengua
coloquial del día. Así como los levitas asistían a Esdras en Judá en una cultura bíblica
que rápidamente se estaba deteriorando, “poniendo sentido” a las palabras para que
entendiesen la Biblia en aquellos días después del exilio, como pastor hacía algo muy
similar en una cultura posmoderna norteamericana, porque mi congregación no estaba
familiarizada con su pasado, las Escrituras, ni con su identidad bíblica. Así como los
levitas usaban un arameo coloquial, la mayor parte de mis “traducciones” también
fueron orales, rindiendo la interpretación y el “entendimiento” de las Escrituras
mientras se leían en el santuario de mi congregación, y de vez en cuando les explicaba
el equivalente en inglés norteamericano de un vocablo o una metáfora desconocida.
Y entonces ocurrió algo, sin que me apercibiera de su significado en ese momento,
que me colocó entre el grupo de los traductores. Sucedió a principios de la década de
los ochenta en nuestra pequeña localidad a veinte millas de la ciudad de Baltimore.
Una crisis económica había generado ansiedad entre muchos de mis miembros de clase
media. Alborotos raciales estaban ocurriendo en muchas ciudades de los Estados
Unidos, incluyendo Baltimore, que exacerbaban la ansiedad. La comunidad entera
donde vivía y trabajaba de pronto se volvió consciente de la seguridad. Los vecinos
ponían doble cerrojos en sus puertas e instalaban sistemas de alarmas. Hombres y
mujeres que jamás habían tenido armas las compraban. Los temores raciales se volvían
insultos raciales. La paranoia había infectado las conversaciones del momento y las oía
en las esquinas y en la barbería. Para mi consternación, todo esto se había infiltrado en
mi congregación sin ninguna resistencia.
Pronto, mi consternación se convirtió en irritación. ¿Cómo pudo esta congregación
de cristianos, sin pensarlo, asimilar el temor, la ansiedad y la desconfianza odiosa del
mundo—y hacerlo tan fácilmente? De la noche a la mañana, parecía, habían
convertido sus hogares en campos armados. Estaban viviendo a la defensiva, en estado
de cautela y timidez. ¡Y eran cristianos! Yo había sido su pastor por veinte años,
predicando las buenas nuevas que Jesús había vencido al mundo, presentando al
prójimo con la historia que enseñó Jesús sobre el Buen Samaritano, defendiendo la
acción contra el status quo, con la historia de Jesús sobre siervo cauteloso que enterró
su talento. Les había enseñado estudios bíblicos que suponía les había fundamentado
en la libertad para la que Jesús nos hizo libres, poniendo sus pies firmes sobre, “pero
no en”, las cosas del mundo que nos rodea, la razón por que Cristo murió. Y allí
estaban, frente a mis ojos, paralizados por el temor y “ansiosos por el mañana”.
En la medida que mi enojo e irritación se disipaba, comencé a planificar una
estrategia pastoral que apuntaba a recuperar su identidad como pueblo libre en Cristo,
un pueblo que no se “conforma al mundo” sino que vive en forma robusta y
espontánea en el Espíritu. Gálatas parecía ser un buen lugar donde comenzar. Yo
estaba enojado y esta fue la carta más dura de Pablo, provocada por la noticia de que
las congregaciones cristianas que él había establecido hacía pocos años habían
cambiado la vida de libertad por el sistema de seguridad del antiguo código judío. A
mi congregación le había llegado la hora de los gálatas, pensé. El entorno seguro y
cauteloso de los suburbios había suavizado y desafilado la espada del evangelio y los
había dejado indefensos ante las ansiedades del día. Yo había pensado que el paralelo
entre nuestras congregaciones, la de Pablo en Galacia y la mía en Maryland, era
puramente casual, y yo iba a aprovecharlo al máximo.
A la vez entendía que esto iba a llevar un tiempo. Decidí que enseñaría una clase
de adultos sobre Gálatas durante un año, seguido por sermones sobre el libro de
Gálatas por un año más. Los iba a impregnar con Gálatas. Gálatas iba a salir de sus
poros. Después de dos años, no iban a saber si vivían en Galacia o en Estados Unidos.
Pero iban a aprender algo acerca de la libertad, la libertad para la cual Jesús los hizo
libres.
Anuncié un estudio para los adultos de mi congregación sobre el libro de Gálatas.
Esta clase se reunía en el sótano del edificio de educación los domingos por la mañana.
Paredes de ladrillo, sillas plegables, mesas de fórmica arregladas en forma de una
medialuna, un caballete de diarios; nuestro equivalente suburbano de las catacumbas.
Siempre me ha gustado la intimidad y la festividad de estas reuniones, la inmersión en
la Escritura, las vivencias de sorpresa y reconocimiento, ¡la Palabra de Dios!, y el
ambiente de honestidad y la revelación que siempre parecía desarrollarse. Al
colocarnos dentro del escenario de la revelación de Dios, siempre había momentos en
que primero uno, y luego otro, se abría a si mismo, aflorándose cuidadosamente detrás
del disfraz y el maquillaje con el cual todos procuramos hacernos respetables y
aceptables en el mundo.
El día domingo que habíamos fijado para el estudio, se presentaron catorce
hombres y mujeres, los que habitualmente venían de nuestra congregación. La rutina
era llegar temprano, preparar el café, el agua caliente para el té, poner la azúcar y los
vasos descartables, y repartir las biblias en las mesas. Durante los primeros minutos,
mientras nos servíamos el café, conversábamos y nos ubicábamos en nuestro lugar
alrededor de las mesas. Siempre sentí que en los primeros diez minutos, las Biblias
sobre las mesas competían por la atención con el acto litúrgico de revolver la crema y
la azúcar en las tazas de café; casi todos los domingos la Biblia llevaba la delantera,
pero ese domingo en particular los vasos blancos descartables parecían estar ganando.
Era en esas clases que estaba estableciendo el fundamento para una renovación en
la imaginación espiritual de mi congregación. La Epístola a los Gálatas, la carta de
Pablo escrita con pasión y furor que rescató su congregación del retroceso a la cultura
de esclavitud, estaba sobre la mesa y nadie se apercibía. Dulcemente y con una sonrisa,
prestaban más atención a revolver la azúcar dentro de los vasos descartables que a las
palabras del Espíritu que latían en la sintaxis y las metáforas de Pablo. Obviamente, no
entendían. Y yo me sentía molesto, muy ofendido.
No sé por qué particularmente me sentí así ese día, porque esto ocurre siempre:
entre padres e hijos, entre amigos, entre pastores y sus concurrentes, entre maestros y
estudiantes, y entre los entrenadores y jugadores. Comprendemos algo que cambia la
vida de adentro hacia fuera, un pensamiento que escudriña la verdad, un vislumbrar de
belleza, un amor profundo, y de inmediato imponemos ese descubrimiento sobre otra
persona. Después de un breve tiempo de escuchar cortésmente, la persona, obviamente
aburrida, decide salir a caminar o cambia de tema, ninguna diferencia con los tiempos
de adolescentes cuando nos enamorábamos totalmente de alguien y no aguantábamos
las ganas de contarle a nuestro mejor amigo. Entonces nuestro amigo o amiga nos
decía: “No sé que le ves a esa persona.” Digamos que hemos descubierto a una persona
singularmente hermosa, cada oración que se forma en sus labios es una melodía, cada
paso que toma es como una figura de danza, y nuestro amigo, nuestro mejor amigo nos
dice: “No sé que le ves a esa muchacha”.
Así me sentía ese domingo dentro de aquel sótano presbiteriano en Maryland.
Estaban leyendo versículos que trazaban el camino a una revolución, mientras
revolvían el azúcar en el café.
En la tarde, le conté a mi esposa lo ocurrido en la mañana cuando lanzamos el
estudio sobre Gálatas. Frustrado y furioso, le dije: “Sé qué voy a hacer. Les enseñaré
griego. Si lo leen en griego, esas dulces sonrisas muy pronto se les borrarán. Si lo leen
en griego, con todas las vueltas, los saltos, y el sonido de la trompeta griega
proclamando la libertad, lo entenderán.” Me dio una de sus dulces sonrisas y dijo: “No
puedo pensar de una mejor forma para vaciar el aula.”
Su sonrisa me convenció y abandoné el proyecto del griego. En cambio, pasé la
semana garabateando con el griego de Pablo, intentando interpretarlo cómo me parecía
que se traduciría al inglés norteamericano. Traté de imaginarme a Pablo como pastor
de estas personas que estaban permitiendo que su libertad, adquirida con el sacrificio
de Cristo, se escurriera entre sus dedos. ¿Cómo les escribiría en el lenguaje que usaban
cuando no estaban en la iglesia? No tenía plan, ni programa, ni un estudio ambicioso
del griego. Tan solo deseaba que pudieran oírlo de la manera que yo lo hacía, la forma
que lo oyeron los gálatas, como lo oyó Lutero, la forma que tantos hombres y mujeres
a través de los siglos lo han oído, quedando liberados por y para Dios.
El siguiente domingo preparé el café y calenté el agua para el té como siempre lo
hacía, pero omití colocar las Biblias. En lugar de las Biblias puse catorce copias de los
garabatos que había escrito, una página con espacios dobles, unas 250 palabras,
repartidos en las mesas. Y luego leí:
Yo Pablo, y mis compañeros en la fe presentes, les enviamos saludos a las iglesias en Galacia.
La autoridad en mis cartas no proviene del voto popular del pueblo, ni de algún alto mando de
carácter humano. Viene directamente de Jesús el Mesías y de Dios el Padre, quien le resucitó de
los muertos. Mi comisión es de Dios. Por esto les saludo con grandes palabras: ¡Gracia y paz! Y
conocemos el sentido de estas palabras porque Jesucristo nos rescató de este mundo perverso
ofreciéndose a sí mismo como sacrificio por nuestros pecados. El plan de Dios es que todos
experimentemos ese rescate. ¡Gloria a Dios para siempre! ¡Así sea!
No puedo creer que sean tan débiles, ¡qué fácilmente se han vuelto traidores al que les llamó por
la gracia de Cristo abrazando un mensaje variante! Y no es una variación pequeña, como verán;
es otra cosa completamente diferente, un mensaje foráneo; no es un mensaje, sino una mentira
acerca de Dios. Aquellos que están provocando esta agitación entre ustedes están trastornando
completamente el mensaje de Cristo. Se los diré sin rodeos: Si uno de nosotros, o aún un ángel
del cielo, les predica algo diferente a los que les hemos predicado desde el principio, que esa
persona sea maldita. Lo dije una vez, y lo diré otra vez: Cualquier persona, aunque tenga
reputación o credenciales, que les predique algo diferente a lo que recibieron originalmente,
tengan su enseñanza por maldita.

Y así continuamos. Repasamos las páginas semana tras semana, tratando de


comprender el griego de Pablo en el inglés norteamericano que se habla cuando no
están en la iglesia, las palabras y las frases que utilizan en el trabajo, jugando con sus
hijos, o en la calle. Cada semana traía una nueva página. Examinábamos las metáforas
y las frases contra el inglés norteamericano, se sugerían enmiendas, quitábamos las
expresiones repetidas, tratando siempre de conservar el agudo filo del lenguaje de
Pablo dentro de nuestro vernáculo.
Después de la segunda semana de emplear este nuevo formato, mientras limpiaba y
arreglaba el salón, noté que todas las tazas descartables estaban llenas hasta la mitad de
café frío. Sabía que los tenía acorralados. Nunca tuve tanta satisfacción en limpiar
después que se fueran los invitados, vertiendo todo el café frío en el lavabo y arrojando
sus vasos en el cesto.
Cada domingo por la mañana durante todo ese otoño, invierno, y primavera, les
presentaba una luciente fotocopia del texto traducido. En nueve meses completamos el
estudio de Gálatas. Sin saber lo que estábamos haciendo o el impacto que haríamos en
nuestra cultura, nos habíamos unido a la compañía de los traductores, los “secretarios
de Dios”.[83] El siguiente otoño me propuse predicarles durante el curso de nueve
meses el mismo texto de Gálatas a la congregación en general. Y en el verano comencé
a escribir, con la esperanza de hacer un libro de los dos años que enseñé Gálatas con
las conversaciones y la oración, la adoración y la enseñanza, el pastor y la
colaboración de su congregación en oír el gran texto de la libertad del Espíritu,
recuperándonos y sometiéndonos a nosotros mismos y nuestra cultura a la formación
que nos da la Palabra de Dios.
Varios años después que se publicó el libro,[84] recibí una carta de un editor. “¿Te
recuerdas del libro que has escrito sobre Gálatas? Bueno, fotocopié la parte de las
traducciones, las pegué con cinta, y las he llevado conmigo desde entonces, leyéndolas
repetidamente y leyéndoselas a mis amigos.
Ya nos estamos cansando de Gálatas. ¿Por qué no traduces todo el Nuevo
Testamento?”
Manifesté que era imposible; yo era un pastor, y me había llevado dos años
traducir uno de los libros más pequeños del Nuevo Testamento. Además, ¿no había ya
suficientes traducciones y paráfrasis? En la historia definitiva más reciente de la Biblia
al inglés, David Daniell estima que hay más de mil doscientas nuevas traducciones al
inglés de la Biblia, o partes de ella, que fueron realizadas del texto original hebreo y
griego entre los años 1945 y 1990. Treinta cinco de ellas fueron traducciones nuevas
de toda la Biblia, y ochenta fueron traducciones nuevas del Nuevo Testamento. Su
comentario: “estos son números enormes”, es una gran subestimación.[85]
Mi editor persistía. Después de un par de años de recibir cartas y tener
conversaciones telefónicas, pareció “bien al Espíritu Santo y a nosotros” (al editor y
publicador, a mi esposa y a mi) que ésta era una obra puesta delante de nosotros. Me
retiré de la congregación (después de veintinueve años) y me dediqué a la traducción
del texto bíblico al vernáculo del inglés norteamericano.
Cuando me senté para traducir con los textos hebreos y griegos al inglés
norteamericano para la congregación que está más allá de mi congregación, me pareció
igual a lo que había estado haciendo por treinta y cinco años como pastor, viviendo
una vida consagrada en mi iglesia para llevar la palabra de Dios en la Escritura al
pueblo. Yo había sido llamado para ayudar y guiar a mi gente a una vida de adoración
a Dios el Padre, siguiendo a Jesús el Hijo, y recibiendo el Espíritu Santo en todos los
detalles involucrados en la formación de la familia y el trabajo, y a vivir una vida
gozosa y responsable en el vecindario norteamericano. Siempre tuve conciencia como
pastor que requería que fuera específico con cada vecindario. Generalidades y
“grandes” verdades no resultan. Mi vecindario era norteamericano; en The Message el
lenguaje tenía que ser norteamericano. Me puse a trabajar. Me llevó diez años.
APÉNDICE

Lo que otros han escrito


sobre la lectura espiritual
La facilidad con la que la mayoría de nosotros leemos oculta la enorme dificultad
relacionada con la lectura. Generalmente, adquirimos los rudimentos de la lectura en
los primeros tres a cuatro años de escuela. La sociedad insiste que sepamos leer. Un
ejército de maestros es reclutado y sostenido, se construyen escuelas y las aulas son
amuebladas con el fin de asegurar que todos aprendamos a leer en nuestros primeros
años. La lectura no es solo para nuestro propio bien; es necesario para el bien de
nuestra nación. Nuestros padres y nuestros gobiernos concuerdan, al menos en esto.
Por lo tanto, se nos enseña para que tengamos la capacidad adecuada de lectura con el
fin de funcionar como ciudadanos responsables. La gran mayoría de nosotros podemos
leer los diarios, manual de instrucciones, señales de tránsito, las historietas, la novela
más reciente, cartas de amor, facturas comerciales, pantallas de computadora, y gracias
a esto nos desenvolvernos bastante bien en el mundo.
Sin embargo, a pesar del dinero y el tiempo que nuestra sociedad invierte para
enseñarnos a leer, nadie presta mucha atención ni se dedica para enseñarnos como leer.
Entre nuestros antepasados la lectura se realizaba con el propósito de adquirir sabiduría
y convertirse en una persona madura. Nosotros leemos mayormente con el fin de
obtener información para que podamos responder una pregunta o hacer un trabajo. La
lectura espiritual no se realiza con el fin de obtener información, sino que su meta es
obtener sabiduría: cambiar para lo verdadero y lo bueno, no solo para conocer sobre
las verdades de la vida o para cambiar una llanta.
En el mundo glotón de la información, la lectura espiritual apenas se menciona.
Frecuentemente, necesito ser auxiliado para no ser arrastrado y sofocado en la
avalancha de palabras que son reducidas a una dimensión y funcionalidad de ser
informativas. A continuación encontrará siete escritores que han probado ser
compañeros confiables y sólidos para cuando leo libros y el Libro.
Karl Barth, Church Dogmatics, voL 1: [Dogmática de la iglesia]
La doctrina de la Palabra de Dios, parte 1.
Los cristianos leen las Escrituras no como un libro más en las estanterías de la
biblioteca sino como la revelación, Dios revelándose a nosotros. Esto requiere de una
lectura de amplia perspectiva y re-imaginar la manera en que leemos. ¿Cómo es que
las mismas palabras que utilizamos cada día para comunicarnos entre nosotros pueden
tornarse en palabras que nos revelan a Dios? ¿Cómo ocurre que, dice Barth, “el Señor
del habla es también el Señor que nos hace oír”, Dios está activo en nuestra lectura de
la revelación, así como estuvo con los profetas y apóstoles cuando la escribían? Este es
un libro grande (560 páginas), pero al menos, a mi, me lleva mucho tiempo leerlo, por
las muchas repeticiones y reiteradas lecturas, cambiar mi entrenamiento americanizado
practico de cómo leer un libro adecuadamente para asimilar la Palabra de Dios.
(Edinburgh: T. & T. Clark, 1936)
Austin Farrer, The Glass of Vision [El vidrio de la visión]
Los cristianos leemos la revelación de Dios que está escrita en las Sagradas
Escrituras porque creemos que de una u otra forma han sido inspiradas por el Espíritu
Santo. La Biblia no solo contiene información acerca de Dios, si la recibimos
correctamente es la Palabra de Dios obrando sobrenaturalmente en nosotros. Pero más
exactamente, ¿qué significa esto? ¿Cómo ocurre? No hay escasez en teorías acerca de
la inspiración. Farrer investiga el “como”, con más imaginación que la mayoría, nos
provee imágenes que nos incluyen como participantes en la inspiración, no
simplemente como hombres y mujeres que hablan o concuerdan con sus palabras.
(Westminster: Dacre, 1948)
Northrop Frye, The Great Code: The Bible and Literature [El gran código: La
Biblia y la Literatura]
En la forma que la Biblia está escrita, la forma que las palabras son empleadas, la
estructura de las oraciones, su estilo poético, es tan parte del texto como lo que ha sido
escrito. Esto quiere decir que la Biblia no es una verdad abstracta. La doctrina de la
Trinidad, la encarnación del Verbo en Jesús, y la vida de David fueron escritas en
formas distintivas, utilizando un lenguaje que está lleno de matiz y belleza, sorpresa y
dureza, utilizando el lenguaje en toda su gama de testimonio e imaginación que son los
testigos a la revelación de Dios. Si después de todo esto somos solo un conjunto de
ideas teológicas y creencias de salvación, nos perdemos la riqueza y la complejidad
incluida en cada página de las Escrituras. Northrop Frye es un maestro incomparable
en todos los temas que tratan sobre el lenguaje de la Biblia, profundizando tanto
nuestro entendimiento y nuestra apreciación de la forma en que fue escrita “para
nosotros y para nuestra salvación.” (Nueva York: Harcourt Brace Jovanovich, 1982)
Paul Ricoeur, Essays on Biblical Interpretation. [Ensayos sobre la interpretación
bíblica]
En el momento en que nos disponemos a leer y orar, enseñar y predicar, entender y
vivir las Sagradas Escrituras nos encontramos sumergidos in complejas condiciones.
Nuestras tecnologías jactadas de la comunicación despersonalizan sistemáticamente y
reducen el idioma, es decir, vacían incesablemente el espíritu de la letra. Es una de las
cualidades más llamativas de nuestro tiempo. ¿Cómo recuperamos la calidad viva del
lenguaje, restaurando nuestra sensibilidad a su estado original, de revelar, revelar
nuestra alma, revelar a Dios? Para muchos de nosotros Paul Ricoeur ha sido nuestro
maestro principal en esta ardua tarea de interpretar el texto (la disciplina de
“hermenéutica”) contra los agentes corrosivos secularizantes de nuestros tiempos.
(Editado por Lewis S. Mudge. Philadelphia: Fortress, 1980)
George Steiner, Real Presences [Presencias reales].
Vivimos en un tiempo de secularización despiadado en el que el lenguaje es
achatado en una fina hoja unidimensional de aluminio, en la que toda trascendencia es
escurrida. Las palabras son “solo” palabras, soplos de aire, incapaces de comunicar
espíritu o presencia, mucho menos a Dios. Si la era es correcta acerca de esto, nada de
lo que leemos, incluyendo la Biblia, no comunica nada más que la tinta impresa en la
hoja. Steiner vigorosamente debate lo contrario, que el sentido está inherente en todo
lenguaje, que el lenguaje está respaldado por la inherente la presencia de Dios. Las
implicaciones en la forma que oímos y leemos son enormes. La recuperación y la
práctica de la lectura espiritual es urgente en todos los ámbitos, pero en ningún otro
lugar es tan necesario como en la lectura de las Escrituras. (Chicago: University of
Chicago Press, 1989)
C. S. Lewis, An Experiment in Criticism (Un experimento de crítica)
El último libro de Lewis fue publicado poco antes de que falleciera, es una palabra
puntual que viene de un hombre que enseñó a tantas personas de mi generación a leer
imaginativamente, con propiedad y devoción. Virtualmente todo libro, haya sido
escrito o leído por Lewis, era para él un camino a la realidad, tanto humana como
divina. La inteligencia se destiló en sabiduría, acumulada por toda una vida de lectura,
ese fue el legado que nos dejó. (Cambridge: Cambridge University Press, 1992, Canto
Edition; primera publicación en 1961)
[1]
Negoita, Theological Dictionary of the Old Testament, ed. G. Johannes Botterweck y Helmer
Ringgren (Gran Rapids: Eerdmans, 1978), vol. 3, p. 321.
[2]
Barón Friedrich von Hügel, Selected Letters (New York: E.P. Dutton, 1927), p. 229.
[3]
Rainer María Rilke, The Notebooks of Malte Laurids Brigge, trans. M. D. Verter New York: W. W.
Norton, 1934), p. 201.
[4]
Cita en George Steiner, Grammars of Creation (New Haven: Yale University Press, 2001), p. 269.
[5]
En Karl Barth, The Word of God and the Word of Men (Gloucester, Mass.: Peter Smith, 1978 [First
published in 1928]), 28-50.
[6]
Ver Walker Percy, The Message in the Bottle (New York, Farrar, Straus and Giroux, 1975), pp. 119-
149.
[7]
John Updike, More Matter (New York: Alfred A. Knopf, 1999), pp. 843, 851.
[8]
Cita por George Steiner, Language and Silence (New York: Atheneum, 1970), p. 67.
[9]
Wendel Berry, Collected Poems 1957-1982 (San Francisco, North Point, 1985), p. 121.
[10]
Austin Farrer, The Glass of Vision (Westminster: Dacre, 1948), p. 36.
[11]
Los detalles en relación a lo “prohibitivo” serán explicados en la Sección II, Lectio Divina.
[12]
See Ronald Knox, Enthusiasm (New York: Oxford University Press, 1961 [first published in 1959]).
[13]
James Houston relata acerca de esta “energía, inteligencia y oración” en The Act of Bible Reading,
ed. Elmer Dyck (Downers Grove, Ill.: InterVarsity, 1996), pp. 148-73.
[14]
Karl Barth prefiere el término “formas de ser o existir... Dios es uno en tres formas de ser, Padre,
Hijo, y Espíritu Santo.” “Ver Church Dogmatics, vol. 1: The Doctrine of the Word of God (Edinburgh:
T. & T. Clark, 1936), parte 1, p. 413.
[15]
C. S. Lewis, An Experiment in Criticism (Cambridge: University Press, 1961), p. 88. Lewis también
nos proveyó esta ilustración: “El que (recibe)... es como aquel que es llevado a dar un paseo en bicicleta
por un hombre que conoce caminos que aun no hemos explorado. El otro, (utilizar) es como agregarle
un pequeño motor a nuestra bicicleta y salir en uno de nuestros paseos conocidos.”
[16]
Wendell Berry, Collected Poems (San Francisco: North Point, 1985), pp. 190-91.
[17]
Erich Auerbach, Mimesis (Princeton, N. J.: Princeton University Press, 1953) p. 15.
[18]
Henry David Thoreau, Walden (New York: New American Library, 1960. p. 7.
[19]
Hans Urs von Balthasar, The Glory of the Lord (La gloria del Señor), vol. l: Viendo la forma, trans.
Erasmo Leiva-Merikakis (San Francisco: Ignatius, 1983), p. 15.
[20]
von Balthasar, The Glory of the Lord, p. 550.
[21]
Walter Brueggemann, Theology of the Old Testament (Minneapolis; Fortress, 1997), p. 206.
[22]
Hay una congruencia entre las tres personas, La Santa Trinidad donde se origina la presencia, plena
y coherente (como anotado en el Capítulo 3) y la forma narrativa que observamos en las Escrituras.
Dorothy Sayers abunda en conocimientos sobre esto en su libro The Mind of the Maker (La mente del
creador) San Francisco: Harper and Row, 1941.
[23]
Northrop Fry, The Great Code (El gran código) (Nueva York: Harcourt Brace Jovanovich, 1982),
pp. 208-9.
[24]
La confesión de Westminster I. Vii http://www.iglesiareformada.com/Confesion_Westminster.html.
[25]
Hans Urs von Balthasar, Prayer, trans. A. V. Littledale (London: Geoffrey Chapman, 1963), p. 179.
[26]
Ellen Goodman, en The Baltimore Sun, 15 de junio de 1979.
[27]
He sugerido varios comentarios que estimo valiosos en el capítulo 15 de Toma y Lee (Grand Rapids:
Eerdmans, 1996).
[28]
Robert Browning, The Poems and Plays (New York: Modern Library, 1934), p. 169.
[29]
Marianne Moore, The Complete Poems (New York: Macmillan, 1967), p. 84.
[30]
G. K. Chesterton, Orthodoxy (New York: Image, 1959), p. 61.
[31]
Comentario típico de Artur Weiser: “a many-coloured mosaic of thoughts which are often repeated
in a wearisome fashion” - “un mosaico multicolor de pensamientos que a menudo se repite de una
manera fastidiosa.” The Psalms, [Los Salmos] (Philadelphia: Westminster, 1962), p. 739.
[32]
Dietrich Bonhoeffer: Meditating on the Word, [Meditando en la Palabra] (Cambridge, Mass.:
Cowley, 1986), pp. 13-14.
[33]
Walter Brueggemann, Theology of The Old Testament [Teología del Antiguo Testamento]
(Minneapolis: Fortress, 1997), p. 3.
[34]
Mark Coleridge, “Life in the Crypt or Why Bother with Biblical Studies”, [Vida en la cripta o porque
preocuparse con estudios bíblicos”], Biblical Interpretation [Interpretación Bíblica] (2 de julio de 1994):
148.
[35]
Walter Brueggemann, Theology of the Old Testament [Teología del Antiguo Testamento], p. 55.
[36]
Paul Ricoeur, The Symbolism of Evil - El simbolismo de la maldad (Boston: Beacon, 1967), p. 351.
[37]
John Calvin, Institutes of the Christian Religion [Institutos de la religión cristiana], ed. John T.
McNeill, trans. Frod Lewis Battles (Philadelphia: Westminster, 1960), vol. 1, chap. 6, section 2.
[38]
Frances Young, Virtuoso Theology (Cleveland, Pilgrim, 1993), p. 21.
[39]
Young, Virtuoso Theology, p. 22. La analogía del rendimiento también ha sido empleada
efectivamente por Nicholas Lash, “Performing the Scriptures ” en Theology on the Way to Emmaus
(London: SCM, 1986); y Brian Jenner, “Music to the Sinner’s Ear” Epworth Review 16 (1989) 35-38.
[40]
Alasdair Maclntyre, After Virtue (Notre Dame: University of Notre Dame Press, 1981), p. 261.
[41]
Tanto la RVA 1960 y 1995 como la NVI traducen el “pos” en Lucas de forma literal (“como”).
Desafortunadamente, la versión LBA lo traduce “que”, oscureciendo un detalle esencial del pasaje.
[42]
James Barr hace hincapié en este punto, enfatizando la necesidad de reconocer en forma personal la
oralidad básica que nos es dada en la Escritura: “En lo que llamamos ‘los tiempos bíblicos’, pues en su
mayoría, aun no había una Biblia. Los hombres de la Biblia estaban, de la forma que entendemos hoy,
envueltos en el proceso a través del cual emergió la Biblia, aunque ellos mismos no tenían Biblia... el
tiempo de la Biblia fue un tiempo en el que la Biblia aun no estaba allí...” Ver His Holy Scripture
(Philadelphia: Westminster, 1983), pp. 1-2.
[43]
Walter Ong, S. J., The Presence of the Word (New Haven: Yale University Press, 1967), p. 19.
[44]
Esta fórmula clásica de lectio divina, precedida por mil años de práctica que tiene la intención de
utilizar la lectura como medio para formar una vida fue practicada por un monje europeo llamado Guigo
el Segundo, en el siglo doce. Entre sus muchas elaboraciones del ejercicio ésta es una de las
características: “La lectura, como tal, pone el alimento sólido en nuestras bocas, la meditación lo
mastica y lo hace asimilable, la oración obtiene el sabor y la contemplación es la dulzura que nos da
alegría y nos renueva.” Citado y comentado en Simon Tugwell, O.P., Ways of lmperfection [Los
caminos de imperfección] (Springfield, IL; Templegate, 1985), p. 94.
[45]
T. S. Eliot, “The Dry Salvages”, The Complete Poems and Plays (Nueva York: Harcourt, Brace, and
Co., 1985), p. 136.
[46]
Sandra M. Schneiders, The Revelatory Text (San Francisco: Harper San Francisco, 1991), p. 29.
[47]
Denise Levertov, The Stream and the Sapphire (New York: New Directions, 1997), p. 31.
[48]
Northrop Frye quotes and discusses Stevens in The Educated Imagination (Bloomington: Indiana
University Press, 1964), pp. 30-32.
[49]
Wendell Berry, A Continuous Harmony (Nueva York; Harcourt Brace Jovanovich, 1972), p. 12.
[50]
Ivan Illich y Barry Sanders, The Alphabetization of the Popular Mind (New York: Vintage, 1988), p.
24.
[51]
“Phaedrus,” en The Dialogues of Plato, trans, Benjamín Jowett (New York: Random House, 1937,
first published 1892), vol, 1, pp. 277-82.
[52]
Northrop Frye, The Great Code: The Bible and Literature (Nueva York: Harcourt Brace Jovanovich,
1982), p. 22.
[53]
J. Knox, “Sibylline Oracles,” Interpreters Dictionary of the Bible (Nueva York: Abingdon, 1962),
vol. 4, p. 343.
[54]
Warren Wiersbe, Leadership Journal (primavera de 1983): 23.
[55]
G. K. Chesterton, The Father Brown Stories (1929).
[56]
P. T. Forsyth, The Soul of Prayer (Londres: Independent Press, 1916), p. 46.
[57]
“La preparación de un modelo bíblico para entender a Dios no fue tanto un proceso intelectual como
un conflicto personal, en el cual los hombres luchaban con su Dios, y el uno con el otro acerca de su
Dios. Fue, de acuerdo a los términos del Antiguo Testamento, una ribh o una disputa, una controversia
para atraer la atención pública con el fin que los hombres puedan aprender de ella. Si hay distorsiones en
el cuadro bíblico de Dios, no solo se originan de una visión incorrecta, sino por la resistencia humana
contra la verdad de Dios y contra la luz que otros hombres recibieron.” James Barr, The Bible in the
Modern World (Londres: SCM, 1973), p. 119.
[58]
Cita por Artur Weiser, The Psalms (Philadelphia: Westminster, 1962), pp. 19-20.
[59]
“Seguido asumimos que el problema con la interpretación de palabras es cuestión de saber lo que
significan y conectar los significados en un orden que las podamos entender. Pero no es así. El problema
es decidir el sentido que esa palabra puede tener, aun cuando sabemos lo que ellas significan.” Denis
Donoghue, Ferocious Alphabets (Boston: Little, Brown, 1976), p. 14.
[60]
Teresa de Ávilay A Life of Prayer, abreviado y editado por James M. Houston (Portland: Multnomah
Press, 1983), p. xxvii.
[61]
Julian Green, Diaries (New York: Macmillan, 1955), p. 101.
[62]
Hans Us von Balthasar, Prayer, trans. A. V. Littledale (London: Geoffrey Chapman, 1963), p. 111.
[63]
Kathleen Norris, The Quotidian Mysteries (New York: Paulist, 1998). pp. 1, 70.
[64]
Denise Levertov, The Poet in the World (New York: New Directions, 1973), p. 8, énfasis en
bastardilla.
[65]
No estoy solo en esta causa. Hay un creciente número de personas que también están resueltas a que
esta palabra y todo lo que significa esté a disposición de cada creyente, más allá de la ocupación que
tenga en el mundo. Para mi, el testimonio más claro y cabal viene de Hans Urs von Balthasar en su obra
Prayer (Oración).
[66]
Citado por Saul Bellow en su Lectura Nobel de 1976 en It All Adds Up (New York: Penguin, 1993),
pp. 88-89.
[67]
Citado por Rowan Williams, Christian Spirituality (Atlanta: John Knox, 1980), p. 134.
[68]
Denis Donoghue, The Ordinary Universe (Nueva York: Macmillan, 1968), p. 182.
[69]
Andrew Louth, The Origins of the Christian Mystical Tradition (Oxford: Clarendon, 1981), p. 14.
[70]
Rowan Williams sobre Agustín: Christian Spirituality, p. 74.
[71]
Para una exposición acertada y apasionada de esto, véase Virginia Stem Owens, The Total Image
(Grand Rapids, Eerdmans, 1980), especialmente las pp. 39-61.
[72]
Cuando leemos el “hebreo” en el Nuevo Testamento Griego (y en otras traducciones), generalmente
se refiere al “arameo”, un idioma similar al hebreo.
[73]
Mammon (“aquello en lo cual uno pone su confianza,” de la misma raíz que “Amén”), una palabra
que Jesús utilizó para referirse al dinero, posiblemente es aramea.
[74]
Emil Schurer, The History of the Jewish People in the Age of Jesus Christ, revised by Geza Vermes,
Fergus Millar, and Matthew Black (Edinburgh: T & T Clark, 1979) vol. 2, pp. 22-23.
[75]
La cronología de Esdras y Nehemías ha sido muy debatida por muchos estudiosos. Podemos ubicar
el tiempo aproximadamente entre los años 450-425 a.C., redondeando los números serían unos cien años
después de que regresaron los primeros judíos del exilio en Babilonia. Ver I. W. Provan, V. P. Long, y
T. Longman III, A Biblical History of Israel (Louisville: Westminster/John Knox, 2003), pp. 285-303.
[76]
Se ha prestado mucha atención en nuestros días a esta compleja y completa obra de interpretación.
La “hermenéutica” marca la disciplina. Para una explicación complete, ver Anthony Thiselton, The Two
Horizons (Grand Rapids: Eerdmans, 1980), y Paul Ricoeur, Essays in Biblical Interpretation
(Philadelphia: Fortress, 1980).
[77]
La traducción al arameo por siglos ha sido, en su mayor parte, oral. Pero eventualmente hubo
traducciones escritas. La culminación de este proceso tomó lugar en Babilonia durante el siglo quinto
a.C., por el targumim rabínico (“traducciones”) en arameo. Ver F. F. Bruce, The Books and the
Parchments, edición revisada (Londres: Marshall Pickering, 1991), pp. 123-35.
[78]
A Greek-English Lexicon of the New Testament and Other Early Christian Literature, 3ª edición,
revisada y editada por Frederick William Danker (Chicago: University of Chicago Press, 2000), p. xxii.
[79]
Documentado en el Cyrus Cylinder, una inscripción cuneiforme. Translation in Ancient Near
Eastern Texts, ed. James Pritchard (Princeton, N. J.: Princeton University Press, 1955), p. 316.
[80]
“La Carta” (Letter of Aristeas) se refiere únicamente a la traducción del Torá, los primeros cinco
libros de Moisés. El resto del Antiguo Testamento se tradujo poco a poco en los siguientes cien años.
Para el comienzo de la era cristiana, toda la Biblia hebrea había sido traducida al griego.
[81]
Citado en C. K. Barrett, ed., The New Testament Background: Selected Documents, ed. Revisada
(London: SPCK, 1987), p. 294.
[82]
George Steiner, After Babel (New York: Oxford University Press, 1975).
[83]
El título del libro de Adam Nicolson sobre la obra del grupo de traductores, cerca de cincuenta
pastores o eruditos, que tradujeron la Biblia King James en los años 1604 a 1611 (Nueva York: Harper
Collins, 2003).
[84]
Traveling Light: Modern Meditations on St. Paul’s Letter of Freedom (Colorado Springs: Helmers
and Howard, 1988; publicado primero como Traveling Light: Reflections on the Free Life, por
InterVarsity Press, 1982).
[85]
David Daniell, The Bible in English: Its History and Influence (New Haven: Yale University Press,
2003), pp. 764-63.

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