Español Lecturas 5to Grado Plan 93

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Portada

 
Indice

  
 
 

 
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Portada

Diseño: Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos,

con la colaboración de Luis Almeida


Ilustración: La ofrenda, 1913
Óleo sobre tela, 183 x 210 cm

Saturnino Herrán (1887-1918)


Museo Nacional de Arte,
inBa/cnca
Reproducción autorizada: Instituto
Nacional de Bellas Artes y Literatura
Fotografía: Javier Hinojosa

Primera edición, 1972


Trigésima cuarta reimpresión, 2004 (ciclo escolar 2005-2006)

D.R. © Ilustración de portada: Saturnino Herrán/inBa


D.R. © Secretaría de Educación Pública, 1972

Argentina 28, Centro,


06020, México, D.F.

ISBN 968-29-0756-X

Impreso en México
DistriBUción
gratUita- PrOhiBida sU Venta
Introducción
Este libro se hizo para ti, para que al leerlo,
encuentres alguna cosa bella que te
emocione, y te haga sentir como que una
chispita empieza a alumbrar dentro de ti,
y va convirtiendo la lectura en algo
tuyo, como que tú la escribiste, o podrías
haberla escrito. Los maestros
escogieron cuidadosamente las lecturas; una por una
las revisaron, no fuera a
deslizarse en ellas algo inadecuado para tu edad o
comprensión; los escritores
pusieron tu lenguaje en poemas y cuentos; los
dibujantes buscaron los colores
más hermosos para ilustrarlo. Ya en la imprenta se
cuidó que las letras fueran
de un tamaño conveniente, para que pudieras leer con
facilidad, y luego se
encuadernó con limpieza hasta ofrecértelo como un regalo.

Es tiempo de leerlo, de gozarlo. Ábrelo. Entre sus páginas te esperan


el Principito,
vagando solo en un perdido asteroide; el campesino astuto; el
rey y el mercader; la
colibrí pobre, deseosa de casarse; Prometeo encadenado;
el joven decidido que le
cuenta al rey un cuento de nunca acabar, y muchos
otros personajes de fábulas y
poemas.

Ojalá llegues a hacerte uno con tu libro, porque si lo consideras cosa


propia
sabemos que lo cuidarás, que lo guardarás para leerlo de nuevo cuando
seas más
grande; y quizá cuando, ya mayor, llegues a escuchar por ahí a unos
niños que,
jugando, cantan alguna de las rondas de este libro, el recuerdo te
llevará hacia atrás
en el tiempo; volverás a ser niño y, de repente, la cara de
algún compañero que no
habías vuelto a recordar se te aparecerá nítida, clara,
cantando a todo pulmón:

¡Qué bonito es El Quelite,


bien haya quien lo formó!

Armida de la Vara
Un sueño de palabras

Un dulce sueño de palabras


quiero que conozcan, amigos míos.
El dorado grano de las mazorcas
trae la vida en primavera:
los granos rubios
de la mazorca tierna
nos dan su fuerza.
Un hermoso collar de jade
nos pone al cuello
la primavera;
pero un tesoro aún más rico
nos da la vida,
si la fidelidad anima
el corazón de los amigos.

Tecayehuatzin
(traducción de Ángel María Garibay K.)
El Principito y el zorro

—¡Buenos días! —dijo el zorro.

—¡Buenos días! —contestó muy atento el Principito.

Se dio la vuelta pero no vio nada.

—Estoy acá —dijo la voz—, bajo el manzano.

—¿Quién eres? ¡Eres muy lindo! —dijo el Principito.

—Soy un zorro —dijo el zorro—. ¿Y tú eres un hombre? Los hombres

tienen fusiles y cazan. Es muy molesto. También crían gallinas. A mí me


gustan las gallinas. ¿Y tú buscas gallinas?

—No —dijo el Principito—, yo busco amigos.

Antoine de Saint-Exupéry
(fragmento)
Canción de mayo

En las mañanicas
del mes de mayo,
cantan los ruiseñores,
retumba el campo.
En las mañanicas,
como son frescas,
cubren ruiseñores
las alamedas.
Ríense las fuentes,
tirando perlas
a las florecitas
que están más cerca.
Vístense las plantas
de varias sedas,
que sacar colores
poco les cuesta.
Los campos alegran
tapetes varios;
cantan los ruiseñores,
retumba el campo.

Lope de Vega
El sol

El sol tiene propiedad de resplandecer y de alumbrar, y de echar rayos


por sí; es caliente y tuesta, hace sudar…

Los nahuas hacían fiesta al sol una vez cada año en el signo que se
llama “nahui ollin" y antes de la fiesta ayunaban cuatro días, y en la

fiesta del sol ofrecían incienso y sangre de las orejas cuatro veces, una
en saliendo el sol, otra al mediodía y otra a la hora de vísperas y cuando
se ponía.

Y cuando a la mañana salía, decían: "Ya comienza el sol su obra. ¿Qué


será, qué sucederá en este día?" y a la puesta del sol decían: "Acabó su

obra o su tarea el sol".

A veces cuando sale el sol parece de color de sangre y a veces parece


blanquecino, y a veces sale de color enfermizo por razón de las tinieblas
o de las nubes que se le anteponen.

Cuando se eclipsa el sol parece colorado, parece que se entristece o


que se turba el sol...

Fray Bernardino de Sahagún


(fragmento)
El casamiento del piojo y la pulga

El piojo y la pulga se van a casar,


y no se han casado por falta de pan.
Responde la hormiga desde su hormigal:
—Que se hagan las bodas, que yo daré el
pan.
—¡Albricias, albricias, ya el pan lo
tenemos!
pero ahora la carne ¿dónde la hallaremos?
Ahí responde el lobo desde su lobal:
—Que se hagan las bodas, que carne aquí
hay.
—¡Albricias, albricias, ya carne
tenemos!,
pero ahora el vino ¿dónde lo hallaremos?
Responde el mosquito desde el mosquital:
—Si me dan un frasco, lo voy a
buscar
—¡Albricias, albricias, ya vino
tenemos!,
pero de quien guise ¿ahora sí qué haremos?
Responde la araña desde el arañal:
—Que se hagan las bodas, que yo iré a
guisar.
—¡Albricias, albricias, quien guise
tenemos!,
pero ahora quien cante ¿dónde lo hallaremos?
Responde una rana desde su ranal:
—Que se hagan las bodas, que yo iré a
cantar.
—¡Albricias, albricias, quien cante
tenemos!,
pero de quien baile ¿ahora sí qué haremos?
Responde una mona desde su nogal:
—Hágase la boda, que yo iré a bailar.
—¡Albricias, albricias, ya todo
tenemos!,
sólo de madrina quién sabe qué haremos.
Responde la gata desde la cocina:
—Que se hagan las bodas, yo seré
madrina.
—¡Albricias, albricias, madrina tenemos!,
pero ¿y el padrino dónde lo hallaremos?
Responde el ratón, como buen vecino:
—Si amarran la gata, yo seré padrino.
Se hicieron las bodas, hubo mucho vino,
Se soltó la gata, se comió al padrino.
Se soltó la gata, se comió al ratón,
¡ay, qué mala suerte!, ¡todo se acabó!

Canción popular mexicana


El campesino y los pasteles

Una vez fue un campesino a la ciudad. Y se encontró


con un grave problema. Solamente tenía veinte
pesos, y le estaba doliendo una muela. El campesino
pensaba: “Si me saco la muela y pago al dentista,
no puedo comer; si lo gasto en comer, me seguirá
doliendo la muela.”

Estaba el buen hombre con estos pensamientos


cuando fue a pararse enfrente de una pastelería.
Allí se quedó largo tiempo mirando embobado los
pasteles, hasta que pasaron por allí dos muchachos
y le dijeron para burlarse:

—¿Cuántos pasteles te atreverías a comer en una comida?

—¡Hombre, me comería quinientos!

—¡Quinientos! ¡Dios nos libre!

—Pues de qué poco se asustan ustedes —y de esta forma comenzaron


a discutir, ellos diciendo que no y él insistiendo que sí.

— ¿Qué apuestas? —dijeron los muchachos.


—Pues. . . si no me los como, me dejo sacar esta muela —y el

campesino señaló la que le dolía.

Los muchachos aceptaron alegres la apuesta. El hombre comenzó a

comer y, cuando ya no tenía más hambre, dijo:

—He perdido, señores.

Entonces llamaron a un dentista y le sacaron la muela. Los muchachos


se reían diciendo:

—Miren a ese tonto, que por hartarse de pasteles deja que le saquen
una muela.

Entonces les respondió el campesino:

—Más tontos son ustedes, porque gracias a esta apuesta he matado el


hambre y, además, me han sacado una muela que me había dolido toda
la semana.

Juan de Timoneda
¿Qué será, que será?

Las adivinanzas
juegan
al "¿qué será?"
sólo el que no se duerma
adivinará.

En medio del mar estoy


y sin mí no hay bonanza;
soy primera en el amor
y final de la esperanza.

En medio del cielo estoy


sin ser el sol ni la luna,
y hago brillar las estrellas,
no sólo en la noche oscura.

El pirul me tiene a mí,


sin ser sus hojas ni ramas;
si no me ve, no se alarma;
porque vivo en su raíz.

En medio del sol estoy,


pero no puedo alumbrar;
soy principio y fin del oro,
pero no puedo brillar.

El burro la lleva a cuestas,


metida está en el baúl,
yo no la tuve jamás,
y siempre la tienes tú.

Más de veinte señoras


en una sala:
sólo las que se juntan
son las que hablan.
Soluciones p. 119
La colibrí

La colibrí era tan pobre que no se podía casar, por eso día y noche
lloraba su mala suerte.

El ruiseñor, su viejo amigo, le tuvo lástima y decidió ayudarla. Para


eso llamó a los animales del bosque y les dijo:

—Una pajarita se quiere casar, pero como es muy pobre, no lo puede

hacer. No tiene collar, ni vestido, ni zapatos, ni peine, ni espejo. Nada,

nada tiene la infeliz. Todos debemos darle algo.

Los animales dijeron que la ayudarían de mil amores.

La codorniz dijo: —Yo daré el collar.

El azulejo dijo: —Yo daré los zapatos.

La tortuga dijo: —Yo daré el peine.

La abeja dijo: —Yo daré la miel.

El pavo real dijo: —Yo daré la cola.

El cardenal dijo: —Yo daré el manto.

Y así, la colibrí se casó y cuando tuvo sus primeros hijitos el ruiseñor


fue el padrino.

Leyenda yucateca
(versión de Ermilo Abreu Gómez)
La cabra

La cabra suelta en el huerto


andaba comiendo alfalfa.
Perejil comió después,
y después tallos de malva.
Era blanca como un queso,
como la Luna era blanca.
Cansada de comer hierbas,
se puso a comer manzanas.
Nadie la vio, sino yo.
Mi corazón la miraba.
Ella seguía comiendo
flores y ramas de salvia.
Se puso a balar después,
bajo la clara mañana.
Su balido era en el aire
un agua que no mojaba.
Se fue por el campo fresco,
camino de la montaña.
Se perfumaba de malvas
el viento cuando balaba.

Óscar Castro
Hércules y el león

Hace mucho tiempo, en una región llamada Nemea, existió un león muy
feroz. Otros animales huían al verle, y todos los habitantes de los

alrededores estaban asustados: creían que ese terrible león había


bajado de la luna y que era inmortal. Lo cierto era que ante el temor de
todos, la fiera hacía cada vez más destrozos.

También por aquellos lugares vivía Hércules, un gigante notable por


su enorme fuerza, quien, al enterarse de los estragos realizados por el

león, se dirigió al bosque en su búsqueda.

Después de mucho caminar logró verlo, y ocultándose para no ser

descubierto por la bestia, le disparó una flecha. Grande fue su sorpresa


al ver que rebotaba en la durísima piel del león, y más creció su

asombro al descubrir que lo mismo sucedía con las demás flechas que le
disparaba.

El león, ya furioso, se lanzó sobre Hércules, pero éste le dio un golpe


tan terrible con su famosa maza, que el animal cayó al suelo aturdido, y

antes de que pudiera levantarse, lo cogió entre sus brazos y comenzó a

apretarle el cuello hasta que lo ahorcó.

Cuando fue a quitarle la piel, se dio cuenta de que no podía atravesarla


con su espada y tuvo que arrancarla con las mismas garras de la fiera.
Al ver que la piel de aquel león era tan dura se hizo con ella, una vez

curtida, una coraza para protegerse en los combates.


Mito griego
El Quelite

¡Qué bonito es El Quelite!,


¡bien haya quien lo formó!,
que en sus orillas tiene
de quién acordarme yo.
Mañana me voy, mañana,
mañana me voy de aquí;
el orgullo que me queda,
que tú me quisiste a mí.
Camino de San Jacinto,
camino de San Joaquín,
no dejes amor pendiente
como me dejaste a mí.
Camino de San Ignacio,
camino de San Gabriel,
no dejes amor pendiente
como el que dejaste ayer.
Debajo de un limón verde
me dio sueño y me dormí
y me despertó un gallito,
cantando qui-qui-ri-quí.
Yo no canto porque sé,
ni porque mi voz sea buena,
canto porque tengo gusto,
en mi tierra y en la ajena.

Canción popular mexicana


El rey y el mercader

Había una vez un comerciante muy rico. Vivía en


un palacio y tenía
muchísimos criados. Vestía traje de terciopelo y cuando
salía a la calle
montado a caballo, iba rodeado de muchos soldados que lo
custodiaban.
Todo esto lo supo el rey del país, el cual ordenó que trajeran a
su
presencia al rico mercader.

El comerciante llegó al palacio real en compañía de cincuenta


soldados.

—¿Cómo es eso? —dijo el rey—. Tienes


muchos criados y tu casa es
mejor que la mía.

—Señor —respondió el comerciante—, todo el


dinero que gasto es mío.

—Sí, pero no está bien que vivas mejor que yo


—dijo el monarca—.
Has cometido un delito y lo pagarás con tu
cabeza.

—Señor —lagrimeó el comerciante, ¿y he de morir


sólo por eso?

—Morirás —dijo el rey—, a menos que


contestes tres preguntas que te
haré. Las preguntas son: ¿Dónde está el centro
de la tierra? ¿Cuánto
tiempo se tarda en dar una vuelta alrededor del mundo?
¿En qué estoy
pensando ahora?

El infeliz comerciante se llenó de miedo porque sabía que no


podría
contestar las preguntas.

—Señor —preguntó—, ¿me da Vuestra Majestad


tiempo para
contestar?

—Tienes seis semanas —dijo el rey—. Ni una


más.

El comerciante buscó por todo el país quien pudiera contestar a


las
preguntas, pero todo el mundo se reía de él. Al fin, al pasar por una
choza, se encontró con un pastor de ovejas.

—¿Qué se dice del rey? —preguntó el pastor.

—Malas noticias —respondió el comerciante. Y le


contó lo que le había
sucedido.

—Ánimo —dijo el pastor—, llévame al


palacio y no perderás la cabeza.
Dame tu capa de terciopelo y haz que me
acompañen tus soldados.

El pastor, cubierto con la capa del comerciante, llegó a la


presencia del
rey.

—Vengo dispuesto a contestarle —dijo el pastor.

El rey sonrió.

—Bien —dijo—, ¿dónde está el


centro de la tierra?

—Aquí —dijo el pastor dando con el pie en el


suelo—. Si no lo cree,
puede empezar a cavar y convencerse.

—Bien contestado —dijo el rey—. Ahora


contesta la segunda pregunta:
¿Cuánto tiempo se tarda para dar una vuelta
alrededor del mundo?

—Eso es muy fácil —respondió el pastor—. Si


Vuestra Majestad se
levanta con el sol y sigue con él hasta la mañana
siguiente, dará la
vuelta al mundo en un solo día.

El rey se echó a reír.

—Nunca pensé que contestaras tan aprisa. Y ahora la


tercera
pregunta: ¿En qué estoy pensando?

—Vuestra Majestad está pensando en que soy un rico


comerciante,
cuando en realidad soy un pastor. Y al decir esto, se quitó la
capa de
terciopelo.

El rey se rió mucho.

—Eres más sabio que el comerciante —dijo—.


A él le perdonaré la vida
y haré que a ti te den un saco de dinero.

Cuento árabe
(adaptación de Armida de la Vara)
La Luna en casa

La Luna, la Luna tiene


miedo de caer al río,
parece, en el caserío,
que alguien, de atrás, la sostiene.
Nadie sabe lo que pasa,
nadie sabe cosa alguna.
¿Si se va a caer la Luna,
por qué no cae en mi casa?
Si cae sobre el tejado
y en hallarla soy primero,
la pondré en el cristalero
con un vaso a cada lado.
Los dos estamos acordes
en arreglarla distinta:
tú le pondrás una cinta,
yo le pintaré los bordes.
Y tendremos que cuidarla
—frágil es como una pompa—,
para que no se nos rompa,
por si vienen a buscarla.

Horacio Rega Molina


El tigre y el zorro

El tigre ya estaba cansado de las maldades del zorro, no podía más. El


zorro se metía hasta en su vida privada, que es mucho decir, y por eso el
tigre determinó matar a su enemigo a como diera lugar. Sin embargo,

matar a un zorro ágil, listo, y sin vocación para el martirio, no era fácil.

Además el zorro tenía una vista rapidísima, como de relámpago; oído


avizor, olfato infalible, y dos pares de patas elásticas que mucho le
habían servido desde que nació.

El tigre se daba cuenta de que tendría que ser más listo que el zorro
para poderlo atrapar, y para eso le habló al buitre. Los dos estuvieron

media hora hablando en secreto; el buitre se cubría un poco con el ala


para hablarle al tigre a la oreja, no fuera que la brisa se llevara sus
palabras por el bosque, y los animales, pero sobre todo el zorro, se
enteraran de sus planes.

Otro día por la tarde el tigre se dejó caer en un claro del bosque, y
levantó sus patas al cielo, como si estuviera muerto. Enseguida se vio al
buitre que volaba en círculos cada vez más bajos alrededor del tigre,

que ya se sentía cansado de estar tieso, haciéndose el muerto.

La noticia corrió. ¡El tigre, el señor de la selva, había muerto! Y allá


van corriendo todos los animales para ver si era cierto. El zorro, al

contrario, llegó con cautela, sin apuros de ninguna clase. Abrió mucho
los ojos y desde lejos pudo ver el cadáver de su enemigo; cuando se
acercó más, estiró su agudo hocico y empezó a olfatear.

—Acércate más, verás que está bien muerto— le dijo el buitre, parado
sobre la cabeza del caído.

El zorro no dijo nada y continuó olfateando. Por fin dijo con mucha
desconfianza:

—Mi vista me dice que está muerto, pero mi olfato me avisa que huele
a vivo, y como yo tengo mejor olfato que vista, pues...

Y sin dar tiempo a nada el zorro dio media vuelta y echó a correr. El
tigre, enojadísimo, lanzó un rugido y salió de estampida tras él, pero el

zorro ya le llevaba mucha ventaja.

Ernesto Morales
¿Quién pinta?

¿Quién pinta, quién pinta


la flor con rocío
y el cielo con tinta?
¿A quién se le pierde
encima del árbol
su pintura verde?
¿Quién mueve, quién mueve
la cola del viento
y la de la nieve?
¿Quién marcha, quién marcha
con gorro de nube,
con capa de escarcha?

María Elena Walsh


El girasol

Una hermosa ninfa de las aguas llamada Clitia, se enamoró del sol
cuando lo vio caminando por la extensión de los cielos. Ella vivía sólo
para mirar su resplandeciente luz. Al tocar su piel el calor del sol, la
ninfa pensaba que le enviaba una caricia, y eso la hacía sentirse feliz.

Al sentarse la ninfa junto a un arroyo, sus cabellos largos le caían


sobre la espalda y el rostro, como muchas gotas de agua puras y

brillantes. Esperó que el sol bajara a acariciarla, pero después del ocaso,
cuando todo lo cubría la noche, el sol no volvió. Después de nueve días
de estar esperando en vano, lloró mucho porque se acababa su
esperanza: nueve días y noches permaneció cubierta de lágrimas y
desde entonces el rocío apareció; pues al principio el rocío no nació para
refrescar las flores, brotó de la tristeza.

—¿Qué haremos ahora con la ninfa Clitia? —se preguntaron los dioses
en el Olimpo.

—Haremos de ella una flor que cuide siempre el paso del sol, con

esperanza —dijo el más sabio.

La ninfa se convirtió paulatinamente en una flor que hasta hoy se

mueve siguiendo siempre la marcha del sol: su nombre es profundo y


sencillo: girasol.

Carlos Montemayor
Amanecer

El sol sale cada día,


va tocando en cada casa,
da un golpe con su bastón
y suelta una carcajada...
¡Que salga la vida al sol,
de donde tantos la guardan,
y veréis cómo la vida
corre de sol empapada!...

Nicolás Guillén
(fragmento)
Luna y agua

La luna pesca en el charco


con sus anzuelos de plata.
El sapo canta en la yerba,
la rana sueña en el agua.
Y el mirlo afila su voz
y el pico contra las ramas.

Alejandro Casona
Poema de Quetzalcóatl

Quetzalcóatl reinaba en Tula. Todo era dicha y



abundancia, los víveres no se vendían por precio
entonces.

Es fama que eran tan grandes y gruesas las


calabazas, que un hombre con los brazos abiertos
apenas si podía abarcarlas...

También se producía el algodón de mil colores


pintado: rojo, amarillo, rosado, morado, verde,
verdeazulado, azulmarino, verde claro, amarillo
rojizo, moreno y matizado de diferentes colores y
de color de león.

Todos estos colores eran naturales, así nacían de


la tierra, nadie tenía que pintarlos. También se
criaban allí aves de rico plumaje: color de turquesa,
de verde reluciente, de amarillo, de pecho color de

flama.

Y aves preciosas de todo linaje, las que cantan


bellamente, las que en las montañas trinan.
También las piedras preciosas y el oro eran vistos
como si no tuvieran precio: tanto era lo que todos
tenían. También se daba el cacao, el cacao más rico
y fino, y por todas partes se alzaban las plantas de
cacao. Todos los moradores de Tula eran ricos y
felices, nunca sentían pobreza o pena, nada faltaba
en sus casas, nunca había hambre entre ellos...

Bernardino de Sahagún
Estío

Cantar del agua en el río,


cantar continuo y sonoro:
arriba bosque sombrío
y abajo arenas de oro.
Cantar de alondra escondida
en el oscuro pinar;
cantar del viento en las ramas
floridas del retamar.
Cantar...
Cantar de abejas ante el repleto
tesoro del colmenar.

Juana de Ibarbourou
Pipa llega a su casita de campo

Había una vez en un pueblecito de Suecia un huerto hermoso, y en el


fondo se alzaba una casita de campo. Era la casa de Pipa Mediaslargas.

Pipa no tenía ni padre ni madre, pero no crean que siempre fue así.
Hubo un tiempo en que Pipa tenía un padre al que quería mucho.
También, naturalmente, había tenido una madre que murió cuando Pipa
era muy chiquita. Ahora la niña pensaba que su madre estaba allá
arriba, en un lugar del cielo. Por eso Pipa miraba hacia arriba de cuando
en cuando para saludar a su madre, y le decía:

—No te preocupes por mí, yo sé cuidarme solita.

El padre de Pipa había sido un capitán de barco y ella había recorrido


con él todos los mares. Pero sucedió un día que en uno de esos viajes
los cogió una tempestad y el padre de Pipa cayó al agua y desapareció.

La niña estaba segura que su padre, a fuerza de nado, había llegado a


una isla desconocida donde había caníbales a montones, los cuales lo
habían nombrado rey.

—Mi padre anda todo el día con una corona de oro en la cabeza —decía
Pipa—. Y con seguridad está construyendo un barco para venir por mí, y

entonces, naturalmente, seré la princesa de los caníbales.

Pipa no vivía sola en su casita de campo; la acompañaba el señor Nilson,


que era un monito que le había regalado su padre; ella lo recogió del
barco junto con una maleta llena de monedas de oro cuando volvió a

tierra. Pipa era una niña muy, muy fuerte, más fuerte que el más fuerte

policía del mundo; con decirles que cuando quería podía levantar un
caballo, está dicho todo. Y a veces quería.

Un día Pipa abrió su maleta de monedas de oro, tomó una y se compró


un caballo. ¡Un caballo para ella sola! lo amarró de uno de los pilares del
corredor de su casa, y cuando necesitaba el corredor para otra cosa,

levantaba el caballo y lo sacaba al huerto.

Pipa tenía dos vecinitos que se llamaban Tomás y Anita. Además de

guapos eran buenos, educados y obedientes. Nunca se mordían las uñas


y andaban limpios y bien planchados. Los dos hermanitos jugaban
siempre juntos, pero deseaban tener un compañerito de juegos. Por eso
cuando llegó Pipa, fue una novedad para Tomás y Anita. Y fue una
novedad verdaderamente grande porque ellos nunca habían siquiera
soñado que pudiera existir una niña como Pipa.

Porque… ¿no les he contado cómo era Pipa? Pues verán: tenía el

cabello color zanahoria recogido en dos trenzas levantadas, como palos.
Su nariz parecía una papita llena de pecas. Su boca era grande y tenía
unos dientes blancos, blancos. Su vestido era único. Ella se lo había
confeccionado con una tela que había sido azul, pero como no le
alcanzó, le añadió aquí y allá trozos rojos. En sus piernas, largas y
delgadas, llevaba unas medias también largas, una de color negro y la
otra de color café. Traía siempre unos zapatotes donde sus pies
nadaban. Su padre se los había comprado en América del Sur, y Pipa no
quería usar otros. Para colmo, siempre llevaba a su monito en un
hombro, eso sí, muy bien vestido con pantalones, chaqueta y un
sombrero de paja.

Ese día Tomás y Anita estaban frente a su casa cuando Pipa salió de la
suya y caminó por la banqueta con un pie en el borde y el otro abajo.

Tomás y Anita la siguieron con la vista hasta que desapareció. Pero


luego volvió, ahora caminando de espaldas: no había querido tomarse la
molestia de dar media vuelta para regresar. Al llegar ante la casa de
Tomás y Anita se detuvo. Tomás le preguntó por qué andaba de
espaldas.

—¿Que por qué ando de espaldas? Estamos en un país libre, ¿no? Pues
entonces puedo andar como me dé la gana. Yo he recorrido todo el
mundo y he visto cosas mucho más importantes que andar de espaldas.
No sé qué habrías dicho si me hubieras visto andar con las manos, que
es como anda toda la gente de Indochina.

—¡Eso no es verdad!— exclamó Tomás.

—Tienes razón. Te he dicho una mentirota del tamaño de una casa,—

dijo tristemente Pipa. Pero no se puede pedir a una niña cuya madre es
un ángel y cuyo padre es el rey de los caníbales que diga siempre la
verdad, ¿no les parece? Y a propósito, en el Congo Belga no hay una sola
persona que diga la verdad. Allí la gente se pasa el día entero, de la
mañana a la noche, diciendo mentiras, y nadie se escandaliza. Por eso
de vez en cuando digo alguna mentira. Pero podemos ser amigos a
pesar de todo, ¿verdad?

—¡Claro que sí!— dijo Tomás comprendiendo de pronto que aquel día

no sería como todos, que iba a ser un día especial.

Astrid Lindgren
Bailecito de bodas

Por el totoral,
bailan las totoras
del ceremonial.
Al tuturuleo
que las totorea,
baila el benteveo
con su bentevea.
¿Quién vio al picofeo
tan pavo real,
entre las totoras,
por el totoral?
Clavel ni alhelí,
nunca al rondaflor
vieron tan señor
como el benteví.
Cola color sí,
color no, al ojal,
entre las totoras,
por el totoral.
Benteveo, bien
al tuturulú,
chicoleas tú
con tu ten con ten.
¿Quién picará a quién,
al punto final,
entre las totoras,
por el totoral?
Por el totoral,
bailan las totoras
del matrimonial.

Rafael Alberti
La feria de Zapotlán

La feria de Zapotlán se hizo famosa por todo este rumbo. Como que no
hay otra igual. Nadie se arrepiente cuando viene a pasar esos días con

nosotros. Llegan de todas partes, de cerquita y de lejos, de San


Sebastián y de Zapotiltic, de Pihuamo y desde Jilotlán de los Dolores. Da
gusto ver el pueblo lleno de fuereños, que traen sombreros y cobijas de
otro modo, guaraches que no se ven por aquí. Nomás al verles la traza
se sabe si vienen de la sierra o de la costa. Muchos tienen que quedarse
a dormir en los portales, en el atrio de la parroquia o en la plaza, junto a
los puestos de la feria, porque no hay lugar para tanta gente. En todas
las casas hay parientes de visita y duermen de a tres y de a cuatro en
cada pieza. Los corrales se vacían de gallinas y guajolotes. Y no hay
puerco gordo, ni chivo ni borrego que llegue vivo al día de la función.

Juan José Arreola


(fragmento)
Pregón

¡Vendo nubes de colores:


las redondas, coloradas,
para endulzar los calores!
¡Vendo los cirros morados
y rosas, las alboradas,
los crepúsculos dorados!
¡El amarillo lucero,
cogido a la verde rama
del celeste duraznero!
¡Vendo la nieve, la llama,
y el canto del pregonero!

Rafael Alberti
El mito del diluvio

Se dice que muchos, muchos años antes de la


llegada de los españoles a nuestra tierra, sucedió lo
que les voy a contar:

Había llovido mucho en aquel año y continuaba


lloviendo desde la mañana hasta la noche, sin que
un rayo de sol ni de luna iluminara los campos. Las
lindas estrellas se habían ocultado quizá para

siempre, y los pájaros escondidos en sus nidos
piaban tristemente, cubriendo con sus alitas
empapadas a los bebés pajaritos; así, las madres
cuidaban de sus hijitos temblorosos de frío.

Lloraban las madres y se aterrorizaban los niños


porque veían caer del cielo torrentes de agua en
forma de grandes culebras que azotaban los
campos, destruían los sembrados, anegaban las
ciudades, el huracán azotaba los árboles y sus
ramas se desgajaban, como enormes gigantes
heridos, y el hogar tolteca corría peligro.

Así estaba aquel país de nuestros antepasados en


los días del diluvio.

¿Por qué el cielo se mostraba tan severo con los


hombres?...

¡Ah!, porque habían faltado a su deber, no eran


trabajadores, ni adoraban a sus dioses, ni eran
respetuosos con los otros hombres, sus hermanos.
Entonces los hombres pensaron hacer algo para
salvar a la familia: construyeron una gran pirámide
como montaña de ladrillo y cemento especial, que
llamaron Tolan Chololan, alta, hasta el cielo, para
escapar de la inundación. Ahí elevaron un altar a
Tláloc, el dios de las lluvias, y a Quetzalcóatl, el dios
del viento; y subieron a sus familias por las grandes
escalinatas de piedra hasta llegar a la cumbre... el
dios de las aguas, compadecido de los hombres al
ver su actividad y unión en el trabajo, hizo cesar el
diluvio, y la aflicción del pueblo terminó.

Leyenda tolteca
(adaptación de Estefanía Castañeda)
Naranjas

Naranjas que caían


al corral de mi casa
de una casa vecina,
rodando por las tapias...
Encendidas naranjas
que trae, en su canasta,
una niña que viene
cantando desde el alba:
"Naranjitas de China,
¿no me compra naranjas?..."
¡Ay, cómo me recuerdan
el solar de mi casa
con el color alegre
de sus hojas amargas!
¡Cuántas cosas me dice
de mi vida lejana,
esa niña que viene
vendiendo unas naranjas!
Sol... provincia... canciones …
¡Esa niña que pasa
no comprende que, a gritos,
va vendiendo mi infancia!

Jaime Torres Bodet


El ser más poderoso del mundo

Un mago de la India pasaba cierta hermosa tarde por la orilla del río
Ganges, el gran río sagrado de los brahmanistas y budistas.

De repente oyó fuerte aleteo sobre su cabeza y, movido por la

curiosidad, alzó la mirada y vio un búho que llevaba un ratoncito en el

pico.

El mago prorrumpió en grandes gritos y agitó los brazos para asustar


al búho; éste dejó caer, en efecto, al ratoncito, que quedó en el suelo
como muerto.

El mago lo recogió, lo curó, y después, usando su poder mágico lo

convirtió en una lindísima jovencita. La contempló con agrado y le habló


de esta suerte:

—Vamos, mi linda niña, ¿a quién desearías como esposo? Dime tu

pensamiento, pues mi poder es grande y no hay duda de que alcanzaré a


satisfacer tus aspiraciones.

La joven, que ya no se acordaba de su humilde estado anterior,

exclamó:

—Quiero por marido al ser más poderoso del universo.

Esta respuesta no satisfizo mucho al mago, que era hombre, sencillo y


de apacibles sentimientos; pero como también era fiel a su palabra, se
dispuso a cumplir los deseos de su ahijada.

—El sol —dijo—, es el ser más poderoso del universo. Es la luz del

mundo y el calor de la vida. Será tu esposo.

Y volviéndose hacia el astro bienhechor, que en aquel momento



resplandecía en medio de los cielos, le suplicó que aceptara la mano de
la joven. Mas he aquí que el sol, que había escuchado toda la plática,
respondió:

—Con gusto me casaría con la joven, pues es muy bonita, pero no soy
el más poderoso. ¿Cómo puedo serlo, si una nube ligera puede
eclipsarme y dejarme en la sombra?

Y pronto quedó probado, porque en aquel instante pasó una nube y

oscureció al sol. Entonces el mago pidió a la nube que se casara con su

ahijada, pero la nube respondió:

—Con mucho gusto lo haría, pues es muy bonita; mas tampoco soy el
ser más poderoso del mundo. El viento me arrastra y me lleva de un
lado a otro, sin que yo pueda resistir a su voluntad.

Iba el mago a ofrecer al viento la mano de la muchacha, cuando

observó que se estrellaba contra una poderosa montaña, rugiendo


furiosamente, y no la movía ni una pulgada; por lo cual ofreció su
ahijada a la montaña, recibiendo esta sorprendente respuesta:

—¿Dónde está mi poder? Sólo tengo resistencia inerte. Las tormentas


se disipan en su golpe violento contra mí, pero soy incapaz de obrar; no
puedo moverme; nada puedo hacer. Aquel ratoncito que excavó su

madriguera a mis pies es más fuerte que yo, puesto que no puedo
impedirle que roa mis entrañas para hacer en ellas su vivienda.
El mago se maravilló del resultado de su búsqueda; pero luego

comprendió que cada ser tiene una fuerza superior, que es la fuerza de
su propia naturaleza. Entonces devolvió a la joven su condición natural,
y como vio que era un ratoncito hembra, llamó al ratón que había
labrado su casa en la montaña, para que ambos formaran un
matrimonio feliz, que al fin y al cabo era lo que él deseaba.

Cuento hindú
(versión de Carlos H. Magis)
La felicidad

¡Mira la amapola
por el verdeazul!
Y la nube buena
redonda de luz.
¡Mira el chopo alegre
en el verdeazul!
Y el mirlo feliz
con toda la luz.
¡Mira el alma nueva
entre el verdeazul!

Juan Ramón Jiménez


Historia de los dos que soñaron

Cuentan unas crónicas muy antiguas, escritas por hombres sabios y


amigos de la verdad, que hubo en El Cairo un hombre muy rico, tan
generoso y caritativo que terminó por repartir entre los pobres toda su
fortuna, quedándose solamente con la casa de sus padres. Como no
guardó nada para sí, tuvo que empezar a trabajar para ganarse la vida.

Una tarde regresó tan cansado del trabajo que se durmió debajo de

una higuera de su jardín, y en sueños vio a un desconocido que le dijo:

—Tu fortuna está en Persia, en Isfajan; vete a buscarla.

A la mañana siguiente el hombre despertó en la madrugada y

emprendió el largo viaje hasta Isfajan. Atravesó desiertos, cruzó ríos

caudalosos, peleó con fieras que lo atacaron. Al fin llegó a Isfajan, pero
tan cansado estaba que no pudo entrar a la ciudad y se acostó a dormir
en el patio de un templo a Mahoma, que allá se llaman mezquitas. Junto
a esa mezquita había una casa grande y lujosa, y tocó la casualidad que
esa misma noche, mientras el hombre de El Cairo dormía
profundamente, una pandilla de ladrones atravesó el patio de la
mezquita y se metió en la casa para robarla. Despertaron los dueños y
pidieron socorro a gritos; despertaron los vecinos y también gritaron,
mientras que los ladrones huían por las azoteas. Cuando el jefe de los
vigilantes llegó, hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el
hombre de El Cairo y lo llevaron a la cárcel. El juez lo hizo comparecer y

le dijo:

—¿Quién eres y cuál es tu patria?

El hombre declaró:

—Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Yacub El

Magrebí.

El juez le preguntó:

—¿Qué te trajo a Persia?

El hombre dijo la verdad:

—Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfajan, porque ahí

estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfajan y veo que la fortuna que me


prometió ha de ser esta cárcel.
El juez se echó a reír.

—Hombre desatinado —le dijo—, tres veces he soñado con una casa en

la ciudad de El Cairo, en cuyo fondo hay un jardín y en el jardín, un reloj


de sol y después del reloj de sol, una higuera, y bajo la higuera un
tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, has
venido caminando hasta aquí bajo la sola fe de tu sueño. Que no vuelva
a verte en Isfajan. Toma estas monedas y vete.

El hombre las tomó y regresó a su patria. Debajo de la higuera de su


casa (que era la del sueño del juez) desenterró el tesoro. Así, Dios lo

bendijo y lo premió.

Cuento árabe
Consejos a Giang, mi hermana menor

Papá y mamá noche y día


están los dos trabajando
Yo voy a clase, y tú, Giang,
te quedas solita en casa.
Hermanita, yo te pido
que no te alejes jugando
de la puerta.

Cuando tras las mariposas


corras, ten mucho cuidado
de no acercarte al estanque
junto al patio,
porque podrías resbalar
y caer al agua.

Con tierra no has de jugar,


porque pueden tus ojitos
enfermarse. Y si te enfermas,
¡adiós juegos y paseos!

Y además, papá y mamá


estarían preocupados.
Día y noche papá y mamá
están siempre trabajando,
y yo sentado en el aula
por mi hermanita que está
sola en casa, estoy temblando.

Tran Dang Khoa


(8 años)
El País de las Cien Palabras

Érase una vez un país… no recuerdo bien su


nombre, pero le llamaremos
el "País de las Cien Palabras". En ese país
los hombres eran muy felices.
Vivían en un pueblo ni grande ni pequeño, y todos
se conocían. Si
alguna vez se peleaban dos, los demás los separaban; si alguien
se
enfermaba, los vecinos lo cuidaban, le daban sus medicinas, barrían y
sacudían; si uno tenía que salir de viaje, los amigos le ayudaban a
acomodar
las ropas en la maleta, lo despedían y cuando regresaba, iban
a esperarlo para
darle la bienvenida. En fin, todos se querían y se
ayudaban.

Yo no podría decirles en este momento si la tierra era muy buena


o
muy mala; lo cierto es que, como era de todos y la trabajaban juntos, la
cosecha la repartían entre todos, bien repartidita, y siempre les
alcanzaba.

Además, tenían un comedor donde almorzaban juntos después de


trabajar la tierra, y donde cenaban cada noche. La comida era de lo
mejor, pues
en la cocina trabajaban los mejores cocineros y cocineras
del pueblo, y la
comida nunca les quedaba cruda o quemada, sin sal o
demasiado salada. Ya se
imaginarán cómo comían aquellos niños, y con
qué apetito. Cada día parecía una
fiesta.

Los niños vivían... ¿cómo creen que vivirían los niños?... pues
juntos
en unas casitas hechas a su medida. No como en las casas de los
mayores,
donde las mesas son demasiado altas y los pies cuelgan al
sentarse, donde no
alcanzan las cosas del armario.

No; eran unas casitas hechas expresamente para los niños, con
todas
las cosas que a los niños les gusta juntar: botecitos y cajas, pedazos de
madera, mecates, piedritas, pinceles y papeles de colores... ¡en fin! ...
eso
lo saben mejor ustedes que yo.

Cada tarde, cuando los papás regresaban del trabajo, los niños
iban a
jugar con ellos sobre la hierba, delante de las casas. Allí jugaban a la
pelota, elevaban papalotes, miraban libros...

Por la noche, mientras los niños dormían, los padres y los niños
mayores se reunían para decidir lo que harían otro día: sembrar trigo,
cortar
naranjas sin golpearlas, plantar papas, vacunar a las gallinas, dar
de comer a
los puercos, ordeñar.

Cada año escogían al que mejor sabía clavar y pulir madera para
carpintero; al que hacía las paredes más derechitas, para albañil; al que
más
pronto destapaba un caño, para plomero, y para maestros a los que
sabían más
cuentos. Por último, también escogían a un secretario para
no dejar a los niños
jugar y gritar frente a la casa de un enfermo; para
hacer que en las reuniones
hablara un niño después de otro y no todos a
la vez; para que hubiera bastantes
casas para todos, y cosas así.

¿Pero por qué se llamaba el "País de las Cien Palabras"? Pues


porque
sólo tenían cien palabras para decirse todo. Como comprenderán
ustedes,
no hablaban demasiado, porque las palabras no les alcanzaban.
En un momento las
decían todas, y se quedaban callados. Pero una vez
un hombre se animó a
inventar una. Esa palabra era su nombre. Una
palabra muy extraña, pero como era
bastante sencilla, la aprendieron
primero los niños, y después todos la sabían.
La palabra, es decir, el
nombre, era "Poeta", y así le llamaban a aquel
hombre, aunque no
sabían bien qué quería decir. Lo cierto es que Poeta hacía
canciones
muy lindas, y cuando salía en el teatro tenía a todos con la boca
abierta.
Y sucedió que Poeta comenzó a inventar más y más palabras, hasta que.

. . ¿se imaginan lo que pasó?. . .


Pues que ahora el "País de las Cien Palabras" tendrá que
cambiar de
nombre.

Marta Mata
(adaptación de Armida de la Vara)
María del Carmen

Que comienzo y que comienzo,


yo no quisiera empezar,
porque el que comienza acaba,
y yo no quiero acabar.
Mariquita, María,
María del Carmen,
préstame tu peineta
para peinarme.
Los pajarillos y yo
nos levantamos a un tiempo,
ellos a cantarle al alba,
y yo a llorar mi tormento
Mariquita, María,
María del Carmen,
préstame tu peineta
para peinarme.
Yo quisiera, si pudiera,
ponerle puente a la mar,
para que la vida mía
dejara de navegar.

Mariquita, María,
María del Carmen,
préstame tu peineta
para peinarme.
A la mar fui por naranjas,
cosa que la mar no tiene;
el que vive en la esperanza,
la esperanza lo mantiene.
Mariquita, María,
María del Carmen,
préstame tu peineta
para peinarme.
Voy a echar la despedida,
la que echó San Pedro en Roma:
entre tantos gavilanes,
¡quién te comerá, paloma!
Mariquita, María,
María del Carmen,
préstame tu peineta
para peinarme.

Canción popular mexicana


Prometeo

Prometeo era hijo del titán Japeto y de la Tierra. Se le admitía en el


Olimpo, la morada de los dioses, y tomaba parte en sus discusiones.
Prometeo amaba a los hombres, que eran desgraciados, y hacía llegar
sus peticiones a los dioses.

Bajaba a la tierra y andaba entre los hombres, a quienes enseñó la

manera de contar el tiempo, el alfabeto, los números, la navegación y


hasta la medicina.

Pero los hombres sólo conocían el fuego en el rayo y en el sol. Comían


la carne cruda; no podían trabajar los metales ni tener en sus casas una
llama encendida. Los dioses, indiferentes al sufrimiento de los hombres,

habían determinado que el fuego, "la flor roja", que es amorosa y

civilizadora, pertenecería sólo a los dioses.

Prometeo, dispuesto a ayudar a sus amigos, se acercó a la rueda del


Sol, y encendiendo en ella una antorcha, corrió a traerla a la tierra.

Para castigar a Prometeo, los dioses enviaron al mundo a Pandora,

con una caja sellada que contenía todos los males. La recibió un
hermano de Prometeo, la abrió impacientemente, y las calamidades
salieron volando de la caja y se esparcieron por todo el mundo.

Así, los hombres empezaron a sufrir epidemias, terremotos, pestes y


diluvios. La desgracia cayó sobre ellos como una lluvia inacabable.

Y Prometeo fue encadenado a las rocas de un volcán, el Vesubio, a

donde llegaban los buitres. Sus gritos resonaban en las grutas de la


montaña, pero los dioses no quisieron escucharlo. Sólo Hércules,
generoso y fuerte, se apiadó de Prometeo y con flechazos mató a los
buitres que lo rondaban. Así, el héroe pudo verse libre.

El fuego cambió la vida de los humanos: en las casas había fuego y

calor; los metales derretidos fueron trabajados, y así nacieron desde las

armas para defenderse de las fieras y los instrumentos de caza, hasta la


confección de joyas para el adorno de hombres y mujeres.

Desde entonces tuvo Prometeo un lugar superior al de los héroes que


son solamente hombres, y se aproximó a los propios dioses.

Mito griego
La cometa

Empieza a hacer calorcito,


ya viene la primavera,
se fue el tiempo de los trompos
y llega el de las cometas.
Frente a casa hay un campito
que dicen no tiene dueño;
allí me voy los domingos
a remontar mi lucero.
Le emparejo bien los tiros
y le acorto algo el del medio
para que vaya hacia arriba,
bien arriba, mi lucero.
Y lo recojo y lo aflojo
hasta hacerlo tocar tierra;
qué lindas son las cometas:
¡aflójale que colea!
Veinte tiritas de trapo
lleva la cola, lo menos:
trapo que en casa se pierde
mamá lo encuentra en el cielo.
Por ver si le corto el hilo
a alguna otra cometa,
en la cola le ato un vidrio
que brilla como una estrella.
Vengan a ver mi lucero:
cuando está bien serenito,
por intermedio del hilo
le mando una carta al cielo.

Fernán Silva Valdés


Mi papalote

Se han soltado los vientos, madre, y es bueno que


me fueras dando para comprar un papalote en
figura de sol: grande y colorado, la armazón de
carrizo y los tirantes de hilacho. No quiero, como
otros años, comprar un papalotito de popotes,
hecho con papel de china y los tirantes de engrudo,
para no más ir corriendo por la calle, contra el
viento, sin que se sostenga sólo con el aire, ni se
atore en los alambres de la luz, ni con cualquier
rabieta caiga al suelo y se rompa. Iré al campo,
hasta el algodonal, o a las trojes... Si no quieres,
madre, que vaya tan lejos, subiré a la azotea; verás
qué bonito, sin necesidad de correr, el aire coge mi
papalote; yo tendré que hacerme fuerte para que no
me lleve; si colea, no será para caerse; verás qué
bonito irá subiendo, aprisa, casi arrancándome el
hilo de las manos; en lo alto, madre, la figura del sol
parecerá que se ríe, y yo tendré el gusto de
sujetarla y moverla a mi antojo, como si moviera y

sujetara, con un cordón, al sol de veras, títere de
mis juegos.

El cielo está azul parejo, no hay una nube, y los


vientos, madre, se han soltado.

Agustín Yáñez
(fragmento)
Jirafa
Ciempiés
El tren que camina al revés

¿Alguna vez has viajado de noche en un tren?


Afuera está todo oscuro.
Tú tienes sueño; empiezas a dormitar. De pronto
sientes un sobresalto:
¡El tren está caminando para atrás! Está rodando,
rodando rápidamente
en dirección contraria a la que llevaba antes. ¡Está
regresando a tu
pueblo!

Pero ¿por qué las gentes que van en el tren están tan
tranquilas? ¿No
se han dado cuenta? 0 quizá eres tú el que anda equivocado. A
lo mejor
el tren está yendo hacia adelante. No, porque tú sientes clarísimo que
camina hacia atrás...

De pronto se ven unas luces; el tren pasa junto a unas casas


iluminadas. Entonces ves que realmente van caminando para adelante.
¡Uf! ¡Qué
bueno! Te reclinas tranquilo en el asiento y miras por la
ventana. Ahora todo
está oscuro otra vez y el tren corre que te corre.
Cierras los ojos y te pones
a pensar: ¡Qué chistoso que sintiera yo
clarito que el tren iba al revés! ¿Y si
trato de sentir otra vez lo mismo?

Haces un esfuerzo; como que cambias una palanquita dentro de tu


cabeza. ¡Ya! ¡Ya estás sintiendo en tu espalda que el tren va para atrás!
Sí,
está corriendo, corriendo, corriendo en la otra dirección. ¡Mejor no,
mejor que
vaya hacia donde tiene que ir! Hay que hacer otra vez un
esfuerzo, hay que
cambiar otra vez la palanquita.

Aprietas los ojos, inclinas el cuerpo hacia adelante y logras


por fin
cambiar nuevamente el rumbo del tren. ¡Qué alivio! Sí, vamos bien. Te
reclinas en el asiento y te duermes tranquilamente. Si no has viajado de
noche
en un tren, quizá de todos modos te ha pasado lo mismo, en un
camión, por
ejemplo, o en un coche. Y tampoco hace falta que esté
oscuro: cualquier momento
es bueno, con tal de que cierres bien los
ojos y pongas todo tu empeño en
imaginarte que vas al revés...

Margit Frenk Alatorre


Romance de la doncella guerrera

El padre
La hija (o don Martín)
La madre
El príncipe
La reina
El rey
Un narrador

El padre:
—Pregonadas son las guerras
de Francia con Aragón,
¡cómo las haré yo, triste,
viejo, cano y pecador!
¡Oh maldita suerte mía,
yo te echo mi maldición:
que me diste siete hijas,
y no me diste un varón!

Un narrador:
—Ahí habló la más chiquita,
en razones la mayor:

La hija:
—No maldigáis a la suerte,
que a la guerra iré por vos;
me daréis las vuestras armas,
vuestro caballo trotón.

El padre:
—Conoceránte en los ojos,
hija, que muy bellos son.

La hija:
—Yo los bajaré a la tierra
cuando pase algún varón.

El padre:
—Conoceránte en los pies,
que muy menuditos son.

La hija:
—Pondréme las vuestras botas,
bien rellenas de algodón.
El padre:
—Conoceránte en los pechos,
que asoman bajo el jubón.

La hija:
—Yo los apretaré, padre,
al par de mi corazón.

El padre:
—Tienes las manos muy blancas,
hija, no son de varón.

La hija:
—Yo les quitaré los guantes,
para que las queme el sol.

Un narrador:
—Al despedirse de todos,
se le olvida lo mejor:

La hija:
—¿Cómo me he de llamar, padre,
cómo me he de llamar yo?

El padre:
—Don Martinos, hija mía,
que es como me llamo yo.

Un narrador:
—Dos años anduvo en guerra,
y nadie la conoció,
si no fue el hijo del rey,
que de ella se enamoró.

El príncipe:
—Herido vengo, mi madre,
de amores me muero yo,
los ojos de don Martín
son de mujer, de hombre no.

La reina:
—Convídalo tú, mi hijo,
a las tiendas a comprar;
si don Martín es mujer,
corales querrá llevar.

Un narrador:
—Don Martín, como entendido,
a mirar las armas va.

Don Martín:
—¡Qué rico puñal es éste
para con moros pelear!

El príncipe:
—Herido vengo, mi madre,
amores me han de matar;
los ojos de don Martín
roban el alma al mirar.

La reina:
—Llevaráslo tú, hijo mío,
a la huerta a descansar;
si don Martín es mujer,
a los almendros irá.

Un narrador:
—Don Martín no ve las flores,
una vara va a cortar.

Don Martín:
—¡Oh, qué varita de fresno
para el caballo arrear!

El príncipe:
—Herido vengo, mi madre,
amores me han de matar;
los ojos de don Martín
nunca los puedo olvidar.

La reina:
—Convídalo tú, mi hijo,
a los baños a nadar;
si el caballero no es hombre,
se tendrá que acobardar.

Un narrador:
—Todos se están desnudando,
don Martín muy triste está.

Don Martín:
—Cartas me fueron venidas,
cartas de grande pesar,
que se halla el conde mi padre

enfermo para finar;


licencia le pido al rey para irle a
visitar.

El rey:
—Don Martín, esa licencia
no te la quiero negar.

Un narrador:
—Ensilla el caballo blanco,
de un salto se va a montar,
por unas vegas arriba
corre como un gavilán.

La hija:
—¡Adiós, adiós, el buen rey,
y tu palacio real!,
que dos años te serví
como doncella leal,
y otros tantos te sirviera,
si no fuera al desnudar.

Un narrador:
—Óyela el hijo del rey
de altas torres donde está,
revienta siete caballos
para poderla alcanzar.

La hija:
—¡Corre, corre, hijo del rey,
que no me habrás de alcanzar
hasta en casa de mi padre,
si quieres irme a buscar!...
Campanitas de mi iglesia,
ya os oigo repicar;
puentecito de mi pueblo,
ahora te vuelvo a pasar.
¡Abra las puertas, mi padre,
ábralas de par en par!
¡Madre, sáqueme la rueca,
que traigo ganas de hilar,
que las armas y el caballo
bien los supe manejar!

La madre:
—¡Abre las puertas, Martinos,
y no te pongas a hilar!
Ya están aquí tus amores,
los que te van a llevar.
El ciruelo y el río

Hacía tiempo que se conocían, pero nunca habían platicado; quizás por
timidez o quizás porque desde que tenían memoria habían estado

juntos.

Una tarde de verano, más alegre y luminosa que otras, el río sintió de
pronto ganas de hablarle y, al pasar junto al ciruelo, le dijo:

—Aunque me ves todos los días, no sé si sabes quién soy. Yo soy el río.
Vengo desde la montaña, en donde nací como un hilito y después fui

creciendo poco a poco con la ayuda de mis hermanos, otros arroyitos de


plata. Mi vida es bastante agitada pues no paro de andar y, mientras
camino, voy regando los campos y los trigales, las milpas y las huertas.
También doy agua a los pueblos y las ciudades que encuentro a mi paso.
Sólo descanso al final de mi carrera, cuando desemboco en el mar. Y eso
por poco tiempo, pues mi madre, la fuente de la montaña, no quiere
holgazanes: luego me alienta de nuevo para que vuelva a recorrer mi
cauce cumpliendo con mi labor.

—Me lo imaginaba —respondió el ciruelo—. ¡Y no te quejes! Quizás

eres más feliz que yo, que no recuerdo ni cuándo ni cómo nací.
Sospecho que algún chiquillo goloso al pasar por aquí dejó caer en la
tierra húmeda de tus orillas el hueso de la ciruela que se había comido;
pero no puedo asegurarlo. Lo peor es que debo estarme siempre quieto
y, para colmo, medio adormecido durante el invierno. Por suerte,
cuando en febrero el sol empieza a entibiar el aire, comienzo a sentir un
dulce cosquilleo en todo mi cuerpo. Ya lo conozco y sé que pronto
renacerán las flores en mis ramas dormidas, que luego me llenaré de
hojas y que después empezarán a crecer mis ciruelas en pequeños
racimos, verdes, al principio, y después, de un alegre rojo brillante. Es
entonces cuando todo el mundo se acuerda de mí, pero únicamente para
arrancar mis frutas y seguir tranquilamente su camino.

—Comprendo tu desencanto —dijo el río—; pero creo que exageras: yo

he visto, más de una vez, que algunos chiquillos vienen a jugar a tu lado
o a sentarse bajo tu sombra. Seguramente piensan como yo: que en
todas nuestras andanzas no hemos visto otro árbol más generoso y
bello. ¡Sobre todo cuando estás cubierto de puras flores, en primavera,
o cuando brilla entre tus hojas verdes y oscuras el rojo violáceo de las
ciruelas maduras!

—Cómo brillan hoy.

El ciruelo, que nunca había oído un elogio, se turbó un instante, pero


de inmediato respondió con sinceridad:

—Si lo que dices es cierto, todo eso te lo debo a ti. Sé que sin tu ayuda
no serían tan abundantes mis flores, ni mi follaje tan verde y espeso, ni
serían mis hijas tan dulces, frescas y hermosas. Y ahora que somos

amigos te confieso que mi única distracción es contemplarme reflejado


en tu corriente, porque en el movimiento de tu espejo me veo gracioso y
ágil: mi imagen juguetea como si yo bailara. Eso me ayuda a sentir que
estoy vivo, aunque siga casi inmóvil con mis raíces aferradas al suelo.
—Casi todo lo que han dicho es muy cierto —se oyó de repente decir a
unos niños que estaban trepados al árbol saboreando las ricas ciruelas,
y agregaron:

—También nosotros somos muy felices de tenerlos a los dos, aunque

jamás se nos haya ocurrido confesarlo. Y a pesar de lo que ha dicho


nuestro querido ciruelo, venimos aquí a menudo, cuando estamos de
vacaciones, ¡y no sólo por sus dulces frutos rojos! Claro que nos da
mucho gusto saborear las ciruelas, pero también nos encanta sentarnos
en este rinconcito para gozar de tu fresca sombra, generoso amigo, y
mirar todo lo que tú reflejas, río andariego: Nubes que cambian a cada
instante de formas y colores, árboles que danzan, la luz del atardecer
que multiplica su oro en la plata quebradiza de tus aguas...

Cuento japonés
(versión de Carlos H. Magis)
Tiene la Tarara

Tiene la Tarara
un jardín con flores
y me da, si quiero,
siempre las mejores
La Tarara, sí,
la Tarara, no,
la Tarara, madre,
que la quiero yo.
Tiene la Tarara
un dedito malo,
que curar no puede
ningún cirujano.
La Tarara, sí,
la Tarara, no,
la Tarara, madre,
que la quiero yo.
Tiene la Tarara
un cesto de frutas,
y me da, si quiero,
de las más maduras.
La Tarara, sí,
la Tarara, no,
la Tarara, madre,
que la quiero yo.

Canción popular
Los hijos del sol

En la región de los Andes peruanos, cerca del valle del Cuzco, hay una
colina llamada Tampu-Tocco, que en lengua quechua —la lengua
hablada por los pueblos muy antiguos de la zona Tihuanaco— quiere
decir “Posada con nicho".

Cuenta una antigua leyendo india que en esta colina había tres

cavernas de las cuales surgieron los fundadores del imperio inca.

De la cueva central salieron los hijos del Sol: Manco-Cápac, sus tres
hermanos, Cachi, Ucho, Auca, y sus cinco hermanas. De las cuevas

laterales salieron los diez jefes de los primeros clanes con su gente.

Manco-Cápac y sus hermanos, por ser de origen divino, se convirtieron


en los jefes superiores de todos los clanes. Como la región próxima a la
colina Tampu-Tocco era muy árida e inhospitalaria, decidieron buscar un
lugar más apropiado para instalarse.

El viaje duró varios años, pues no era fácil encontrar un lugar

habitable en plena montaña. Durante la peregrinación, Manco-Cápac dio


pronto muestra de ser el más prudente, sagaz y aguerrido de los cuatro
varones. Los clanes lo eligieron como el jefe supremo de toda la tribu.

Cuando ya habían descendido bastante, fueron encontrando algunos

valles ya habitados por otras tribus con las que trabaron amistad y

convivieron algunas temporadas. En esa época, Manco-Cápac eligió por


esposa a Mama-Ocllo, doncella muy inteligente y hábil en las tareas
domésticas. También por entonces Manco-Cópac y el pueblo
comprendieron que era muy difícil gobernar entre cuatro jefes. Manco-
Cápac y el consejo de los jefes de clanes resolvieron dar a los otros
hermanos tareas especiales según su condición divina. Cachi, el
violento, debió volver a la gran caverna de Tampu-Tocco para conservar
el fuego sagrado; desde entonces vive en la gran cueva como dios del

fuego y los volcanes; Ucho, el audaz, quedó convertido en un ídolo, dios


de la guerra en la colina de Huanacauri; Auca, magnánimo y prudente,
fue elegido dios protector del pueblo.

Manco-Cápac y su pueblo siguieron después el peregrinaje hasta llegar


al valle del Cuzco; el bastón de oro del emperador les avisó que era un

lugar fértil y al abrigo de los terribles huracanes andinos. El valle estaba


ya ocupado por algunas tribus o grupos que pronto reconocieron la
superioridad de los incas y se fundieron con ellos. Manco-Cápac y Mama-
Ocllo les enseñaron el cultivo del maíz y otros granos, y el cuidado de la
llama, el animal de más utilidad en esa zona. De este modo echaron las
bases de un gran imperio, unieron a las tribus vecinas, más por el afán
de progreso que por el uso de la fuerza, y fundaron el Cuzco, capital del
imperio Inca o sea el de Los hijos del Sol.
Leyenda incaica
(versión de Carlos H. Magis)
Recuerdos de Iza (un pueblecito de los Andes)

Creeríase que la población,


después de recorrer el valle,
perdió la razón
y se trazó una sola calle.
Y así bajo la cordillera
se apostó febrilmente como la primavera
...
Sus mujeres y sus flores
hablan el dialecto de los colores,
y el riachuelo que corre como un caballo,
arrastra las gallinas en febrero y mayo.
Pasan por la acera
lo mismo el cura, que la vaca y que la luz
postrera.
Aquí no suceden cosas
de mayor trascendencia que las rosas.
Como amenaza lluvia,
se ha vuelto morena la tarde que era rubia.
Parece que la brisa
estrena un perfume y un nuevo giro.
Un cantar me despliega una sonrisa
y me hunde un suspiro.

Carlos Pellicer
(fragmento)
Tríptico

Hidalgo
Desde niño fue Hidalgo de la raza buena. Muy temprano leyó libros
donde se explicaba el derecho que tiene el hombre a ser honrado y a

pensar y a hablar sin hipocresía.

Vio a los negros esclavos y se llenó de horror. Vio maltratar a los


indios que son tan mansos y generosos y se sentó entre ellos como un
hermano viejo, a enseñarles las artes finas que el indio aprende bien: la
música que consuela; la cría del gusano, que da la seda; la cría de la
abeja, que da la miel. Tenía fuego en sí y le gustaba fabricar; hizo
hornos para cocer ladrillos.

Todos decían que hablaba muy bien y que sabía mucho el cura de
Dolores. Decían que iba a la ciudad de Querétaro una que otra vez, a

hablar con un grupo de valientes y con el marido de una buena
señora. Un traidor le dijo a un comandante español que los amigos de
Querétaro trataban de hacer a México libre.
El cura montó a caballo, y lo siguió todo su pueblo que lo quería
como a su corazón. Se le fueron juntando los caporales y los

sirvientes de las haciendas, que eran la caballería; los indios iban a

pie con palos y flechas y con hondas y lanzas. Entró triunfante en

Celaya, con música y vivas. Al otro día juntó al Ayuntamiento, lo

hicieron general, y empezó un pueblo a nacer.

Él fabricó lanzas y granadas de mano. Él dijo discursos que dan


calor y echan chispas, como decía un caporal de las haciendas.

Declaró libres a los negros y les devolvió sus tierras a los indios; él

publicó un periódico que llamó "El despertador americano".

Ganó y perdió batallas. Un día se le juntaban siete mil hombres y


otro día lo dejaban solo. La mala gente quería ir con él para robar en
los pueblos y para vengarse de los españoles. Pero él les avisaba a los
jefes españoles que si los vencía en la batalla, los recibiría en su casa
como amigos. ¡Eso es ser grande!

Se atrevió a ser magnánino sin miedo a que lo abandonara la

soldadesca, que quería fuera cuel.

Iban juntos Allende y él buscando amparo en su derrota, cuando los


españoles les cayeron encima. Lo fusilaron una mañana, y su cabeza
estuvo expuesta en una jaula, en la Alhóndiga de Granaditas donde

estuvo su gobierno.

Pero México es libre.

José Martí
(fragmento)
Bolívar
Fue un hombre verdaderamente extraordinario. Vivió entre llamas y lo
era.

Como los montes, era él ancho en la base, con las raíces en el mundo,
y por la cumbre, enhiesto y afilado, como para penetrar mejor en el cielo
rebelde.

Su gloria lo circunda, inflama y arrebata. ¿No es vencer el sello de la


divinidad? Vencer a los hombres, a los ríos hinchados, a los volcanes, a

los siglos, a la naturaleza. Ha recorrido con las banderas de la redención


más mundo que ningún conquistador con las banderas de la tiranía:
habla desde el Chimborazo con la eternidad y tiene a sus plantas, en el
Potosí, bajo el pabellón de Colombia picado de cóndores, una de las
obras más bárbaras y tenaces de la historia humana. Como el sol llegan
a creerlo, por lo que deshiela y fecunda y por lo que ilumina y abrasa.
Muere él en Santa Marta, pero permanece en el cielo de América con el
inca al lado y el haz de banderas a los pies, calzadas las botas de

campaña, porque lo que él no dejó hecho, sin hacer está hoy, ¡porque
Bolívar tiene qué hacer en América todavía!

Gabriela Mistral
(fragmento)
San Martín
San Martín fue el libertador del sur, el padre de la República Argentina,
el padre de Chile. Sus padres eran españoles y a él lo mandaron a
España para que fuera militar del rey.

Hablaba poco, parecía de acero; miraba como un águila; nadie lo

desobedecía; su caballo iba y venía por el campo de pelea, como el rayo


por el aire.

En cuanto supo que América peleaba para hacerse libre, vino a


América; ¿qué le importaba perder su carrera, si iba a cumplir con su
deber? Llegó a Buenos Aires; no dijo discursos; levantó un escuadrón de
caballería y en San Lorenzo fue su primera batalla: sable en mano se fue
San Martín detrás de los españoles que venían muy seguros, tocando el
tambor, y se quedaron sin tambor, sin cañones y sin bandera.
Hay hombres que no pueden ver la esclavitud. San Martín no podía, y
por eso se fue a libertar a Chile y a Perú. En sólo dieciocho días cruzó
con su ejército los Andes altísimos y fieros. Iban los hombres como por
el cielo, hambrientos, sedientos; abajo, muy abajo, los árboles parecían
hierba; los torrentes rugían como leones. San Martín encuentra al
ejército español y lo deshace en la batalla de Maipú; lo derrota para
siempre en la batalla de Chacabuco; liberta a Chile.

Ésos son héroes: los que pelean para hacer pueblos libres, a los que
padecen pobreza y desgracia por defender una gran verdad.

José Martí
(fragmento)
El alba

El paisaje marino
en pesados colores se dibuja.
Duermen las cosas. Al salir, el alba
parece sobre el mar una burbuja.
Y la vida es apenas
un milagroso reposar de barcas
en la blanda quietud de las arenas.

José Gorostiza
El destierro del Cid

En la batalla de Zamora, en España, mataron a traición al buen rey


Sancho el Fuerte.

Hereda el trono su hermano Alfonso.

Sancho el Fuerte era muy querido de sus vasallos, y más lo era del Cid
Campeador, llamado Rodrigo Díaz de Vivar.

En Santa Gadea, de la ciudad de Burgos, sobre un cerrojo de hierro y


una ballesta de palo, el Cid toma juramento al nuevo rey de Castilla, y le
dice:

Villanos te maten, rey,


que no guerreros hidalgos;
mátente en un despoblado
con los cuchillos mellados;
sáquente el corazón
vivo por el costado
si tú fuiste o consentiste
en la muerte de tu hermano.

Alfonso jura que nada tuvo que ver en la


muerte de su hermano Sancho, y es
aclamado rey de Castilla.

Después se vuelve muy enojado contra el Cid; y le dice:

—Mucho me has apretado, Rodrigo. El juramento fue duro, por eso

saldrás de Castilla en un plazo de nueve días. También queda desterrado


todo el que te sirva o acompañe. Vete de mis reinos, Cid. Pero irás solo;
tu mujer y tus hijas quedarán aquí.

En su casa de Vivar está Rodrigo. Lo acompañan unos cuantos amigos

que se atreven a seguirlo.

—Somos pocos, pero firmes. Jamás te abandonaremos. Contigo

gastaremos nuestros caballos, nuestro dinero y vestidos. Te seguiremos


como leales vasallos —le dice su primo hermano Alvar Fáñez de Minaya.

Así sale el Cid de las tierras de Vivar, y se encamina hacia Burgos. Mira
hacia atrás y sus ojos se llenan de lágrimas. Queda su casa con las
puertas abiertas, vacía y triste.
Cuando atraviesa la ciudad de Burgos lleva sesenta caballeros con él,
cada uno con su pendón. Niños, hombres y mujeres se asoman a las
ventanas para verlo pasar, y dicen por lo bajo: "Qué buen vasallo sería
si tuviera buen señor." De buena gana lo invitarían a pasar para que
descansara un poco; le darían agua y pan, y le prepararían una buena
cama. Pero el rey lo ha prohibido con penas muy severas.

Tienen hambre aquellos hombres, y mucha sed. Han caminado todo el

día por las asoleadas y desérticas tierras de Castilla. El Cid llega a la

posada donde siempre paraba. Llama a la puerta, pero nadie contesta.


Llama otra vez a gritos, y golpea la puerta con la empuñadura de su
espada. En eso se abre la puerta y una niña de nueve años habla llorosa:
—Campeador, no podemos darte asilo. El rey lo ha prohibido. Si lo

hiciéramos el rey nos quitaría nuestra casa y nuestras tierras, y nos


sacaría los ojos de la cara. Nada ganas con esto, Campeador. Sigue
adelante y que Dios te bendiga.

El Cid comprende el llanto de la niña.

Triste está su corazón cuando atraviesa la ciudad. El rey también ha


prohibido que se le vendan alimentos. Pero Martín Antolínez, el leal

burgalés, no le tiene miedo al rey. Él les da pan y vino, y se une a ellos.

Se cumplen los nueve días del plazo. Castilla se acaba ya.

La primera noche que el Cid duerme fuera de su tierra, en sueños oye


una voz que le dice:

Cabalga, buen Cid, cabalga,


cabalga, Campeador,
que nunca tan en buena hora
ha cabalgado varón.
Bien irán las cosas tuyas
mientras vida te dé Dios.

Alejandro Casona
(adaptación de Armida de la Vara)
Oda del albañil tranquilo

El albañil
dispuso
los ladrillos.
Mezcló la cal, trabajó
con arena.
Sin prisa, sin palabras,
hizo sus movimientos
alzando la escalera,
nivelando
el cemento.
Hombros redondos, cejas
sobre unos ojos
serios.
Pausado iba y venía
en su trabajo
y de su mano
la materia
crecía.
La cal cubrió los muros,
una columna
elevó su linaje,
los techos
impidieron la furia
del sol exasperado.

De un lado a otro iba


con
tranquilas manos
el albañil
moviendo materiales.
Y al fin
de
la semana,
las columnas, el
arco,
hijos de
cal, arena,
sabiduría y manos,
inauguraron
la sencilla firmeza
y la frescura.
¡Ay, qué lección
me dio con su trabajo
el albañil tranquilo!

Pablo Neruda
Cristóbal Colón

Hace casi medio milenio un joven marino llegó de Italia a Portugal en


busca de ayuda para una gran empresa. Él decía llamarse Cristóforo

Colombo; ahora lo conocemos como Cristóbal Colón. Este joven había


navegado ya todos los mares conocidos hasta entonces, porque su
vocación de marino era evidente desde su niñez. Le interesaba todo lo
relacionado con embarcaciones y con el mar, y desde pequeño se había
ganado la vida ayudando a su hermano Bartolomé a dibujar mapas y a
construir esferas armilares; le encantaba ir a los muelles para ver cómo
los marineros descargaban de sus veleros mercancías traídas de países
lejanos: monos, colmillos de elefantes, alfombras y sedas exóticas. Y
entonces se ponía a soñar que él también iba por el mar al encuentro de
aquellas tierras que dibujaba en los mapas de su hermano, las que visitó
Marco Polo en su aventurado viaje a Japón, China y la India.

Cuando estaba en casa, se pasaba horas y horas inclinado sobre un

viejo mapa, que demostraba que la tierra era redonda. Y decía: "Si parto
en línea recta de una playa del occidente de Europa y navego hacia el
poniente, podría llegar al Asia mucho más rápido que los portugueses,
que contornean el África, navegando hacia el Sur y luego hacia el Este.
Más sencillo sería dirigirse al Oeste desde Lisboa. ¿Por qué no
intentarlo?"

Y hacía estudios y cálculos, pero cuando los contaba, nadie le hacía


caso.

—¡Qué locura pretender cambiar la ruta de las Indias! —decían

encogiéndose de hombros. Y le volvían la espalda. La verdad, creían que


Colón estaba medio chiflado.

Pero Colón no se desanimaba, y a fuerza de insistir consiguió una

entrevista con el rey don Juan de Portugal. Tampoco tuvo mucha suerte
con el rey. También don Juan dudaba.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de que Asia está cerca y al otro lado
del Atlántico? —le decía.

—Porque he estudiado los antiguos mapas. Y si, como supongo, la

Tierra es redonda, a fuerza tienen que existir tierras al otro lado del

Atlántico. Si su majestad me confía la dirección de un barco hallaré las

tierras que visitó Marco Polo, estoy seguro.

—Quizá tu idea sea buena… —dijo el rey— quizá no. Reuniré a los

sabios del reino y escucharemos sus consejos.

Pero después que los sabios oyeron las proposiciones de Colón dijeron
que eso no era posible, que estaba loco si trataba de cruzar el Atlántico
en dirección contraria a la acostumbrada.

Colón salió del palacio muy desanimado, pero pensando que todavía

en Europa había muchos reyes a quienes exponerles su proyecto. Aún


quedaban, por ejemplo, Fernando e Isabel, reyes de España. Y a España
se dirigió.

Cuando Colón consiguió exponer sus teorías en palacio el soberano

pensó que esa idea no estaba del todo mal, y la reina fue de la misma
opinión. Pero ¿cómo podrían los reyes ocuparse en equipar una
expedición cuando la guerra contra los moros no les dejaba tiempo ni
dinero para nada?

Como el rey de Portugal, los de España reunieron a los sabios del

reino, y después de muchas deliberaciones, dijeron no a las


proposiciones de Colón.

—Tal vez cuando se arroje a los moros de España podría tomarse en

consideración ese proyecto. Aguarda, pues, y vuelve entonces —le


dijeron.

—No puedo aguardar más —contestó Colón—. Iré a ver al rey de

Francia.

Pero la reina Isabel lo hizo llamar de nuevo. Había algo en aquel loco
proyecto que la fascinaba. Por eso decidió que la expedición se hiciera

patrocinada por los reyes de España. Ella, Isabel, empeñaría sus propias
joyas, si era necesario...

Y así fue. Equipó Colón sus carabelas en el puerto de Palos, y en un


amanecer de verano, en agosto de 1492, las tres carabelas desplegaron
las velas adornadas con una gran cruz, y comenzaron a navegar por el
Atlántico.

Por primera vez surcaban un mar desconocido, sin divisar tierra por
ninguna parte. El azul de las aguas los rodeaba, y sus carabelas eran
como cáscaras de nuez en medio de la inmensidad. Y los viejos
marineros, hábiles y arriesgados, comenzaron a tener miedo, a hablar
del viento del Este que soplaba sin cesar y que impedía variar el rumbo
del buque; de las serpientes marinas, inmensas y voraces, que se
tragaban las embarcaciones con todo y tripulación; de que quizá no
volverían jamás a España; de que no debieron aventurarse por el mar
con un loco por capitán. A duras penas Colón alcanzaba a apaciguar a
sus marineros, que ya pensaban arrojarlo al mar por la borda del buque.

—De nada sirven los lamentos ahora —les decía—. Vamos en busca del

Oriente por el Occidente, y con la ayuda de Dios llegaremos a donde me

propongo y volveremos a España cargados de oro.

Los marineros, rezongando, volvían a sus puestos, pero por más que

sus ojos se fijaban en el horizonte, no lograban divisar tierra.

Así pasaron muchos días; de nuevo los hombres murmuraban contra

Colón y el motín estaba a punto de estallar. Lo impidieron ciertos signos


de que la tierra estaba cerca. Una noche se vio cruzar, volando por
encima de las carabelas, una bandada de pájaros; cierta tarde los
marineros vieron flotar unas cañas sobre el agua.

Sin embargo, no lograban divisar más que agua y agua en el horizonte.

Volvía a rugir el motín, y los marineros más rebeldes hablaban otra


vez de arrojar a su capitán al agua, cuando se oyó la voz del vigía de la

Pinta, Rodrigo de Triana, que gritaba a todo pulmón:

—¡Tierra! ¡Tierra!

Los marineros pensaron que era un espejismo, pero Colón, con gran

tranquilidad, tomó el catalejo y dijo: Aquello es tierra.

Pocos marineros pudieron dormir aquella noche; la mayor parte se

quedó sobre cubierta, contemplando aquella tierra a la vista,


preguntándose si a la mañana siguiente divisarían los techos dorados de
los palacios orientales, o si era un mundo desconocido el que tenían
enfrente.

Al amanecer, cuando comenzó a disiparse la oscuridad, fue cobrando

forma, lentamente, una pequeña isla; una fría y blanca playa; altas
palmeras verdes, húmedas por el rocío de la madrugada. Había en ella
calma y un gran silencio. Silenciosos también estaban los marineros
asombrados, silenciosos y en suspenso. Silbó un pájaro oculto entre
unos arbustos, y otros contestaron. Más tarde, algunos hombres de piel
oscura, completamente desnudos, hablando una lengua desconocida,
llegaron a la orilla del mar, asombrados al ver los veleros que la noche
les había ocultado.

Era el 12 de octubre de 1492. La primera playa de América se extendía


ante los ojos de Cristóbal Colón.
El torito

Este torito que traigo


no es pinto ni colorado,
es un torito barroso,
de los cuernos recortado.
¡Lázalo, lázalo, lázalo,
lázalo que se te va!
Y échame los brazos, mi alma,
si me tienes voluntad.
¡Lázalo, lázalo, lázalo,
lázalo que se te fue!
Échame los brazos, mi alma,
y nunca te olvidaré.
Este torito que traigo
lo traigo desde Tenango,
y lo vengo manteniendo
con cascaritas de mango.
¡Lázalo, lázalo, lázalo,
lázalo que se te va!
Y échame los brazos, mi alma,
si me tienes voluntad.
Este torito que traigo
lo traigo desde Jalapa,
y lo vengo manteniendo
con pura sopa borracha.
¡Lázalo, lázalo, lázalo,
lázalo, que se te fue!
Échame los brazos, mi alma,
y nunca te olvidaré.
Este torito que traigo
lo traigo desde Campeche,
y lo vengo manteniendo
con pura sopa de leche.
¡Lázalo, lázalo, lázalo,
lázalo que se te va!
Y échame los brazos mi alma,
si me tienes voluntad.

Canción popular mexicana


El cuento de nunca acabar

Había una vez un rey a quien le encantaba oír


contar cuentos. Apenas se
terminaba uno cuando ya quería que otro cuento
empezara, y no había
narrador que aguantara ese maratón. El rey era caprichoso
como un
niño malcriado, y a tanto llegó su deseo de escuchar cuentos, que no se
tentó el corazón y ofreció la mano de su hija al hombre que fuera capaz
de
contarle un cuento que no terminara nunca. "Cuando yo muera

decía—, él heredará mi reino, pero si no puede continuar el
cuento
indefinidamente, le cortaré la cabeza."

Muchos jóvenes y viejos intentaron ganarse la mano de la


princesa, y
por supuesto el reino también, pero todos fracasaron, y el rey
mandó
que les cortaran la cabeza con una hachita muy filosa que mandó hacer
expresamente.

Por esa razón los que pretendían contentar al rey estaban muy
asustados, y ya no aparecían por el palacio tantos hombres como al
principio.
Pero como nunca falta un arriesgado, una mañana,
tempranito, llegó un joven
bien parecido y bien dispuesto a heredar el
reino... y la mano de la princesa,
naturalmente. Muchos amigos y
parientes le habían advertido el peligro si
fracasaba, pero este joven
bien parecido, no se dejó impresionar. Tenía tanta
seguridad en sí
mismo, que ni el recuerdo de la hachita filosa lo hizo
desistir.

Le hicieron pasar inmediatamente a la presencia del rey. El


soberano
estaba tan hambriento de cuentos que le rogó que empezara en ese
instante. Para escuchar mejor, el rey se bajó del trono, tomó un cojín
grandote
y se acomodó en él lo mejor que pudo, como gallina en nido
nuevo; cruzó las
piernas y se detuvo el mentón con una mano. Cuando el
joven vio que el rey
estaba en posición y actitud de escuchar, empezó
así:

—Has de saber, ¡oh rey! (no se sabe por qué razón todos
comenzaban
así) que había una vez un tirano que ansiaba llegar a tener las
mayores
riquezas.

Todo lo que la región producía le parecía poco para él. Era un tirano

ambicioso como todos los tiranos, ambicioso y previsor, porque mandó a


sus esclavos, que eran miles, construir un granero enorme, tan grande,
que pasaron años y no podían terminarlo. Cuando por fin quedó
terminado, el granero era alto como una altísima montaña, y desde lejos
podía verse con unas nubecitas en la cima. Parecía un volcán. Entonces
el tirano comenzó a llenarlo de trigo. Hileras interminables de esclavos
llevaban en sus espaldas sacos y más sacos llenos de trigo, y lo
vaciaban en aquel granero gigantesco. Muchos años tardaron en
llenarlo, pero lo llenaron al fin. Y como si hubieran estado esperando
sólo eso, las langostas cayeron sobre aquel reino, destruyéndolo todo.
Cuando la plaga había acabado con la última briznita verde, atacaron el
granero del rey. El granero estaba muy bien construido, pero como a la

mejor cocinera se le quema la sopa, los albañiles se habían descuidado y


habían dejado un agujerito en una pared del granero. Era un agujero
tan, pero tan chiquito, que sólo una langosta esbelta podría pasar por él.
Una de ellas penetró, pues, por el agujerito y salió llevándose un grano
de trigo; entró otra y salió con un grano de trigo; entró una tercera y se
llevó otro grano de trigo...

Llevaba el narrador cinco horas haciendo que las langostas


penetraran
una a una al interior del granero, cuando el rey lo interrumpió para
decirle:

—Quiero saber lo que pasó cuando las langostas acabaron


de sacar
todo el trigo.

—Debe su majestad perdonarme —replicó el joven


cortésmente— pero
todavía no ha llegado ese momento, y no puedo contar
la segunda parte
del cuento hasta no haber terminado la primera, y apenas voy
empezando... Y entró otra langosta más y se llevó otro grano de trigo, y
luego
otra más y... Hasta allí pudo escuchar el rey, porque comenzó a
cabecear, luego
a roncar y después a soñar con langostas. A veces se
medio despertaba para
preguntar: “¿todavía se están llevando el
grano?", pero al oír al
narrador que seguía repitiendo: "y entonces otra
langosta se llevó otro grano
de trigo", volvía a dormirse para volver a
soñar con esbeltas langostas
entrando y saliendo del granero.

Así pasaron seis largos meses y todavía las langostas no


acababan de
sacar todo el trigo; entonces el rey comprendió claramente que no
podría resistir más, y preguntó entre bostezo y bostezo:

—¿Durará tu cuento mucho tiempo todavía?

—¡Oh, rey! (así decían, no sé por qué razón, todos los


narradores de
entonces), no puedo saber cuánto tardaré, porque las langostas
han
sacado apenas unos puñados de trigo, pero el granero todavía está
lleno.
Con el tiempo seguramente acabarán de vaciarlo. Tenga el rey
paciencia... "Y
entonces otra langosta entró... "

El rey, por supuesto, caía en letargos que duraban horas para no


oír el
cuento de nunca acabar. En cierto momento se llegó a preguntar si
viviría bastantes años para poder oír el final del cuento. Este
pensamiento lo
ponía triste, triste, y lo hacía lanzar profundos suspiros
que se oían hasta
las cuadras, donde los caballos despertaban
asustados cada vez que suspiraba el
rey.

Transcurrieron semanas, meses, pasó un año, y el narrador seguía


con
el mismo sonsonete de las langostas, hasta que una tarde, después de
una
siesta más prolongado que las acostumbradas, el rey, colmada su
paciencia,
interrumpió al joven bien parecido para decirle:
—Amigo, has mantenido tu promesa, pues voy viendo que tu
cuento no
se acabará nunca. No me interesa saber lo que hizo la langosta a
quien
le toca entrar ahora en el granero; puedes, por lo tanto, quedarte con mi

hija y mi reino, con tal que me dejes en paz y que no vuelvas a proferir
una
sola palabra referente a las langostas y a los granos de trigo.

Y así quedó interrumpido el cuento de nunca acabar.

Cuento popular
(versión de Armida de la Vara)
El agua que está en la alberca

El agua que está en la alberca


y el verde chopo son novios
y se miran todo el día
el uno al otro.
En las tardes otoñales,
cuando hace viento, se enfadan:
el agua mueve sus ondas,
el chopo sus ramas;
las inquietudes del árbol
en la alberca se confunden
con inquietudes del agua.
Ahora que es primavera,
vuelve el cariño; se pasan
toda la tarde besándose
silenciosamente. Pero
un pajarillo que baja
desde el chopo a beber agua,
turba la serenidad
del beso con temblor vago.
Y el alma del chopo tiembla
dentro del alma del agua.

Pedro Salinas
El Principito y yo

Cuando era pequeño me encantaban los relatos sobre la vida de los


animales extraños que viven en lugares casi desconocidos. Me gustaban

tanto, que una vez —tendría entonces unos seis años— quise dibujar una
boa; pero mi dibujo no tuvo el éxito que yo esperaba. Nadie lo entendió
y hasta hubo quien se burló de mis pretensiones de ser pintor. Ante
semejante fracaso decidí hacerme aviador: de ese modo podría viajar a
mi antojo por el mundo y ver con mis propios ojos esos fabulosos
animales. He cumplido este último propósito y he viajado mucho; en mi
vida de explorador no me han faltado emociones ni aventuras. Hoy
quiero contarles la más extraordinaria de todas.

Hace más de seis años iba en mi avioneta cruzando el Sahara cuando

de pronto el motor empezó a fallar y debí aterrizar en pleno desierto. Al

revisar el motor vi que la avería era bastante seria y sentí entonces —


quizás por primera vez en mi vida— un terrible desamparo y un miedo
enorme: no llevaba conmigo ni las refacciones, ni las herramientas
necesarias para reparar el motor y, para colmo de males, la comida y el
agua potable que llevaba sólo podrían alcanzar para una semana, a lo
sumo.

Entretanto ya había oscurecido. Decidí pasar la noche sobre la arena,

cerca de mi avioneta, y buscar al día siguiente, con más calma, la


manera de salir a flote de mi angustiosa situación. En realidad la
preocupación no me dejó pegar los ojos hasta que el cansancio me
venció cerca del amanecer. Imagínense, pues, mi sorpresa cuando entre
sueños me pareció oír una extraña vocecita que decía:

—Por favor... dibújame un cordero.

Me paré de un salto frotándome los ojos por si se trataba de un sueño.


Pero no, ahí estaba, enfrente de mí, un extraño personaje. Yo no podía

salir de mi asombro: mi visitante vestía un traje estrafalario, sólo


semejante a los que recordaba haber visto en mis viejos libros de
cuentos, y no parecía una persona extraviada en el desierto —como lo
estaba yo— pues no daba muestras ni de tener sed o hambre, ni de
tener miedo —como el que yo sufría—. Además, si a primera vista me
pareció un hombre pequeñito, inmediatamente la viveza de los ojos y su
carita ingenua me hicieron ver que se trataba de un chiquillo.

Cuando al fin pude hablar, le pregunté quién era y qué estaba

haciendo solo en medio del desierto. El muchachito, como si no me


hubiera oído, repitió muy serio:

—Por favor, dibújame un cordero.

Aturdido como estaba con tantas peripecias, saqué de mi mochila un


lápiz y unas hojas de papel casi sin pensarlo; pero en seguida recordé
que después de mi fallida experiencia infantil no había vuelto a dibujar

nada, y que no sabía ni por dónde empezar. Así se lo dije a mi visitante,

pero el chiquillo sin darle importancia a mi advertencia, insistió


tranquilamente:

—Eso no importa; dibújame un cordero.

En otras circunstancias me habría negado, pero en ese momento no

era del todo dueño de mis actos, y traté de complacerlo, pero sólo atiné
a repetir mi dibujo infantil: el de la boa muy panzona porque se había
tragado un elefante, con el cual empezó y terminó mi carrera de pintor.
¡Entonces sí que mi sorpresa no tuvo límites! Al entregarle mi dibujo, el
chiquillo me reprochó:

—¡No te he pedido un elefante dentro de una boa! la boa es peligrosa y


el elefante me dará mucha lata porque en mi país todo es muy
pequeño... ¡Lo que quiero es un cordero!

Desde ese instante ya nada podía sorprenderme: ¡mi extraño visitante


era la única persona que había sabido interpretar aquel dibujo que me
costó tantas lágrimas! De inmediato el chiquillo se ganó mi simpatía y

agradecimiento, me curó el mal humor y hasta consiguió que me


olvidara, al menos por un rato, de mis angustias. Entonces puse todo mi
empeño en complacerlo e intenté dibujar el cordero que me pedía. Todo
fue inútil; el chiquillo miraba mis garabatos, sonreía con indulgencia y
los rechazaba siempre con alguna objeción: el primero porque estaba
flaco y parecía muy enfermo…, el segundo porque tenía unos cuernotes
que más parecía un carnero…, éste por una cosa, aquél por otra, y así
todos. Ya desalentado, se me ocurrió una inocente broma: hice un
dibujo geométrico muy simple, y al entregárselo traté de justificarme
diciéndole:
—Es una caja; el cordero que quieres está adentro. Los agujeros son
para que pueda respirar.

¡Jamás pensé que mi treta diera el resultado que dio. El muchachito


vio mi dibujo y los ojos se le pusieron brillantes, después exclamó con
insospechable alegría:

—¡Por fin!, esto es precisamente lo que quería.

Luego se puso algo serio y dijo muy preocupado:

—Pero…, oye, ¿necesitará mucha hierba mi corderito?

—¿Por qué me lo preguntas? —repliqué intrigado.

—Porque en mi planeta todo es muy pequeño, me contestó.

Sin prestar atención en ese momento a lo de “en mi planeta", le

aseguré que habría hierba suficiente, pues yo había dibujado un cordero


muy pequeño. El chiquillo inclinó su cabeza para mirar nuevamente el
dibujo y murmuró como si hablara consigo mismo:

—¡Ni tan pequeño!... ¡Eh, mira, se ha dormido!

Así fue como conocí al Principito. ¡Principito, sí! Ese chiquillo que se
me apareció en la situación más angustiosa de mi vida, y del cual

ustedes ya conocen algunas anécdotas, es el hijo del rey de un lejano,


pequeño y raro planeta. Necesité algún tiempo para conocer su historia,
y esto a fuerza de paciencia para ir juntando algunas palabras y frases
sueltas entre las peripecias que me iba contando. Así, poco a poco, fui
conociendo su vida y sus aventuras, al mismo tiempo que iba creciendo
nuestra amistad.
Nunca más he vuelto a verlo. Desapareció, tan misteriosamente como

había llegado, la víspera del día en que mis amigos lograron


encontrarme y me salvaron de una muerte segura. Cuando desapareció
me puse muy triste; después, al ver llegar a mis compañeros, comprendí
claramente que el Principito se me había aparecido sólo para
acompañarme en mi triste situación, para que pudiera soportar sin
volverme loco el desamparo en el desierto inmenso, la sed, el hambre y
el miedo.

Nunca más he vuelto a verlo, pero no he podido olvidarlo. Tampoco he


olvidado sus pláticas, que me enseñaron a ser más feliz. Por eso mismo
he querido que también sea amigo de todos ustedes. Ya he contado
algunas de sus aventuras; ahora ya saben quién es.

Antoine de Saint-Exupéry
(adaptación de Carlos H. Magis)
Balada amarilla

En lo alto de aquel monte


hay un arbolito verde.
Pastor que vas,
pastor que vienes.
Olivares soñolientos
bajan al llano caliente.
Pastor que vas,
pastor que vienes.
Ni ovejas blancas ni perro
ni cayado ni amor tienes.
Pastor que vas,
Como una sombra de oro,
en el trigal te disuelves,
pastor que vienes.

Federico García Lorca


El encuentro de Moctezuma y Cortés

"…envié a vuestra alteza muy larga y particular relación..." escribe


Hernán Cortés a Carlos V, emperador de España, para darle cuenta de

sus descubrimientos, de su admiración por las nuevas tierras y de la


lucha por adentrarse en ellas y conquistarlas en nombre de su rey y
señor. Por medio de estas cartas de relación hemos podido reconstruir
los pasos de la conquista y el choque de dos culturas: la española y la
indígena.

Aquí relata su encuentro con Moctezuma II, gran rey de Tenochtitlan:

“Ya junto a la ciudad está un puente de madera como de diez pasos de


anchura, y por allí está abierta la calzada para que el agua pueda entrar
y salir, y también sirve de fortaleza, porque quitan y ponen algunas
vigas muy largas y anchas de que el dicho puente está hecho, todas las
veces que quieren.

Pasado este puente nos salió a recibir aquel señor Moctezuma como

con doscientos señores, todos vestidos con ropa muy lujosa a su uso.
Venían en dos procesiones, muy arrimados a las paredes de la calle, que
es muy ancha, hermosa y derecha. El dicho Moctezuma venía por
enmedio de la calle con dos señores, uno a su derecha y otro a su
izquierda, y cuando nos encontramos, yo me bajé y fui a abrazarlo solo,
y aquellos dos señores que con él iban me detuvieron con las manos
para que no lo tocara, y luego los tres hicieron como que iban a besar la
tierra, y entonces el dicho Moctezuma mandó a uno de los que iban con
él que me tomara del brazo, y él con el otro iba un corto trecho delante
de mí.
Y después que él me habló, vinieron también todos los demás a

hablarme, uno detrás de otro muy ordenadamente, y después volvían a


su lugar en la procesión. Seguimos andando hasta llegar a una muy
grande y hermosa casa que él tenía arreglada para aposentarnos. Y allí
me tomó de la mano y me llevó a una gran sala que estaba junto al patio
donde entramos, y me hizo sentar en un estrado muy adornado que
había mandado hacer para él, y me dijo que allí lo esperara, y él se fue.

Al poco rato, ya cuando todos mis soldados estaban aposentados


volvió con muchas joyas de oro y plata, de plumajes y con cinco o seis
mil piezas de ropa de algodón, muy hermosas y bien bordadas, y
después de dármelas, se sentó en otro estrado cercano, y dijo: Hace
mucho tiempo, por medio de nuestras escrituras y nuestros
antepasados, sabemos que no somos naturales de estas tierras, que
somos extranjeros, que hemos venido a ellos de lugares extraños, y
tenemos noticia de que hace muchísimo tiempo llegó a nuestras tierras
un señor de quien todos eran vasallos, pero que volvió al lugar de donde
había venido, y siempre hemos pensado que sus descendientes habían
de venir un día a sojuzgar esta tierra y a nosotros; y como vienes de
donde el sol sale, creemos y tenemos por cierto que ese señor muy
poderoso de que hablas es también nuestro señor natural, a quien
obedeceremos y tendremos por señor.

También dijo que no creyera más que lo que veían mis ojos, y no lo

que me contaran de él sus enemigos, que muchos de ellos eran sus


vasallos que con mi llegada se habían rebelado.

“Sé que te han dicho que mis casas tienen paredes de oro —decía lo

mismo que todas las cosas de mi servicio, y eso no es verdad. Ya ves


que las casas son de piedra, cal y tierra, y mírame, yo no me hago dios,
como te han contado, soy de carne y hueso como tú y cada uno de tus
guerreros, soy mortal y palpable.”

Cuando él se fue nos enviaron muchas gallinas, pan y frutas y otras


cosas necesarias, y así estuve seis días, muy bien provisto de todo lo

necesario y visitado de muchos de aquellos señores."

Hernán Cortés
(fragmento)
El jilguero

En la llama del verano


que ondula con los trigales,
sus regocijos triunfales
canta el jilguerillo ufano.
Canta, y al son peregrino
de su garganta amarilla,
trigo nuevo de la trilla
tritura el vidrio del trino.
Y con repentino vuelo
que lo arrebata, canoro,
como una pavesa de oro
cruza la gloria del cielo.

Leopoldo Lugones
La culebra

Todo el día en San Miguel Tejocote se oye el cocorocó de las gallinas, el


coinc coinc de los puercos y el jijay jijay de los burros. Pero no siempre
fue así. Antes, en San Miguel Tejocote las gentes y los animales

hablaban el mismo idioma. Creo que entonces todos los días eran como
una fiesta en donde todos hablan a la vez.

—¿No sería rebueno —dijo un niño a don Paciano, el carbonero— que

yo pudiera hablar con chichitón, el perro, o miztón, la gata, o hasta con


los animales del bosque, tochtli, el conejo, o mazatl, el venadito que
todas las tardes baja a beber agua? ¿No sería rebueno eso?

Sí, porque aprenderías mucho de ellos —le dijo don Paciano—. Cuando
hablaban con los animales, los niños eran más listos que ahora.

Entonces, por ejemplo, los niños no pedían dinero a cambio de alguna


ayuda; no se ponían exigentes ni caprichudos. Coatl, la culebra, les
enseñó eso a las gentes.

—¿La culebra?

—Esa mera —dijo don Paciano—, y les voy a contar cómo estuvo la

cosa. Sucedió que un campesino araba su tierrita, cuando oyó que


alguien gritaba desde la otra orilla de su milpa. "¡Auxilio!
¡Auxiliooooooooo!" decía la voz con desesperación. Y allí va el
campesino, muy compadecido, para ver lo que pasaba. Y va viendo una
culebra aplastada por un tronco caído.

—Ayúdame, por favor —dijo la culebra—. Si nadie me saca de aquí

moriré de hambre y de sed.

El hombre levantó el tronco y salió la culebra. Removió su largo

cuerpo, se sacudió las astillitas del tronco y dijo:

—¡Ay, qué bueno, y ahora te voy a comer!

—¡Cómo! —dijo el campesino—. ¡Si acabo de salvarte la vida!


—"Mesmamente" por eso te voy a comer —dijo la culebra—, porque

como dice el dicho: El bien que se hace con el mal se paga.

—¡Ayyy, no! —dijo el hombre—. Estás completamente equivocada. El

bien que se hace con el bien se paga. Y la culebra contestó:

—¡No, nunca es así! y te lo voy a demostrar. Vamos a preguntarle a

tres animales. Si los tres me dan la razón, te como sin remedio.

Convenidos en esto, encontraron un burro.

—Amigo burro —le dijo el hombre—, yo salvé a esta culebra cuando

estaba atrapada por un tronco, y ahora quiere comerme, porque ella


dice que el bien que se hace con el mal se paga. ¿Crees tú que ella tiene
razón?

El burro masca y masca un poco de pasto y al fin dice:

—La culebra tiene razón. Yo he trabajado toda mi vida para los

hombres. Menos mal que todavía estoy fuerte, pero deja que me ponga
viejo, y con toda seguridad me matarán para aprovechar mi cuero. Como
si lo viera. Por eso el bien que se hace, con el mal se paga. Al menos así
pasa con nosotros los burros.

—¿Ya viste? —dijo la culebra—. ¿Para qué nos dilatamos? Mejor te

como de una vez.

—¡Ay, no! —gritó el campesino—. Todavía quedan dos para

preguntarles.

Se fueron y encontraron una gallina. Y el hombre le dijo:

—Amiga pollita, yo saqué a esta culebra de abajo de un tronco, y ahora


me quiere comer. Dice que el bien que se hace con el mal se paga. Estoy
seguro de que tú también piensas que está equivocada. ¡Díselo, por
favor!

—¡Ajá! —dijo la gallina—. ¡Así es "mesmamente"! Yo pongo mi huevo

todos los días para que la gente se lo coma. El día que no lo ponga,
hasta la olla del caldo voy a dar. Y eso no es justo. Por eso yo pienso
que el bien que se hace con el mal se paga. Por lo menos así es para las
gallinas.

Al oír esto la culebra saltó y se puso enfrente del pobre hombre, y le


gritó:

—¿No te lo dije? De veras que te estás poniendo necio. Podemos

terminar este asunto de una vez.

—¡No, no! —gritó el hombre—. Me debes otra oportunidad más.

Acuérdate del trato.

Después de alegar bastante, se fueron en busca de otro animal. Ya la


culebra estaba pero bien confiada de que se iba a comer al hombre. De

pronto se encontraron con un coyote. El hombre le gritó:

—Amigo coyote, amigo coyote, necesitamos que decidas en un caso

muy serio que traemos entre la culebra y yo.

—Haré lo que pueda —dijo el coyote muy serio.

Entonces empieza el hombre:

—Esta culebra dice que el bien que se hace con el mal se paga, pero yo
digo que el bien que se hace con el bien se paga.

—De eso ¿cómo lo voy a saber yo? —dijo el coyote—. Todo mundo sabe
que un coyote nunca hace un bien.

—Tienes que juzgar a fuerzas —exigió la culebra, mientras lo miraba


con ojos feroces—. Yo tengo hambre.

—Se lo explico para que lo entienda —le dijo el hombre—. Yo alcé un


tronco de encima de la culebra. Ahora dice que me tiene que comer.
—Sí —dijo la culebra—, todos saben que el bien se paga con mal.

—A mí me parece que los dos se están adelantando —dijo el coyote—.

Antes de juzgar hay que saber si el hombre de veras hizo algún bien.
Alzó un tronco. Bueno, pero eso, ¿qué quiere decir? Si la culebra se
puede zafar de casi cualquier lado…

—No —dijo la culebra—. Me tenía bien apretada. Si no fuera por este


buen hombre, seguro que yo me hubiera muerto. Por eso me urge

comérmelo.

El coyote sacudió la cabeza.

—La cosa es seria —dijo—. Tendré que verlo todo.

Los tres regresaron a donde estaba el tronco.

—Yo estaba debajo de esto —dijo la culebra.

—¿Cómo estaba acostada? —preguntó el coyote.

La culebra se puso nuevamente como estaba cuando la encontró el

campesino.

—¿Y el tronco? —preguntó el coyote al hombre—. ¿Dónde se hallaba?

Lo tendrás que poner otra vez para que lo pueda ver.

El hombre levantó el troncote ese y lo encimó de nuevo sobre la

culebra, para que no se escapara.

—¿Estás segura que no te puedes zafar de ahí? —le preguntó el coyote


a la culebra. La culebra se sacudió como un perro mojado. Luego se

torció como molinillo. Después se hinchó como gusano asustado. Nada


le sirvió.
—No —dijo—. No puedo moverme ni un tantito.

—Bueno —dijo el coyote—. Ahora —estás de nuevo como al principio. El


hombre ha deshecho todo el bien que hizo. No le debes nada y no tienes
que comértelo. ¿No es así?

La culebra tuvo que aceptar que era justo. El hombre y el coyote se


fueron y allí quedó la culebra con el tronco encima otra vez.

—¡Me has salvado la vida! —dijo el hombre al coyote—. ¡Gracias!

—En este mundo todos nos ayudamos —dijo el coyote—. ¡Mírame!


Estoy enfermo y hace mucho que no cazo bien. Pero si yo me como dos
de tus mejores borregos, creo que regresarán mis fuerzas.

—Los tendrás esta misma tarde —le dijo el hombre, y regresó a su

casa.

Al llegar le contó a su mujer lo que le pasó con la culebra y cómo le


había salvado el coyote.

—¡Quiero que me pongas dos borregos de los más gordos en un costal

—dijo—; en la tarde se los llevo al coyote!


“¿Borregos…?", se decía la esposa cuando salió fuera de la casa. "¿Y a
un coyote? ¡El viejo se ha vuelto loco! Yo sé cómo tratar a un coyote".

Así que en lugar de dos borregos, la mujer metió dos de los perros

más bravos del ranchito en el costal y se los dio a su esposo. Sin


sospechar, el hombre llevó el costal donde estaba el coyote y lo puso
frente a él.

—¡Gracias!

—No me lo agradezcas —dijo el hombre—. Es lo que te debo. Tú me

salvaste la vida.

Abrió el costal y los perros brincaron al coyote. El pobre huyó con los
perros detrás y el hombre le oyó gritar:

—La culebra tenía razón. El bien que se hace, con el mal se paga.

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

—Si así es —dijo el niño a don Paciano—, y el bien que se hace deveras
se paga con mal, entonces yo nunca haré ningún bien.

—No, niño —le dijo don Paciano—. Haz el bien como es debido, pero no
esperes que te paguen. Te confundirán con algún coyote.

Cuento tradicional mexicano


(versión de Angelina Saldaña de Gibbons)
He llegado

Yo soy Nezahualcóyotl,
el señor Yoyontzin.
Ya busco presuroso
mi canto verdadero;
así también te busco
a ti, amigo nuestro,
en esta reunión,
ejemplo de amistad.
...
Yo, el señor Yoyontzin,
anhelo las flores:
una a una las recojo
aquí donde vivimos.
Con ansia yo quiero,
yo anhelo la unión,
la nobleza y la amistad.
Con cantos floridos
yo vivo.
Como si fuera de oro,
como un collar fino,
como ancho plumaje
de quetzal,
así aprecio
tu canto verdadero:
con él yo me alegro.

Nezahualcóyotl
(traducción de Miguel León-Portilla;
adaptación de Carlos H. Magis)
Solución a las adivinanzas

¿Qué será, qué será?


Las
adivinanzas juegan

En medio del mar estoy (la a)


En medio del cielo estoy (la e)
El pirul me tiene a mí (la i)
En medio del sol estoy (la o)
El burro la lleva a cuestas (la u)
Más de veinte señoras (las letras)

regresar
Himno Nacional Mexicano
(Fragmento)
Mexicanos, al grito de guerra
el acero aprestad y el bridón,
y retiemble en sus centros la Tierra
al sonoro rugir del cañón.
Ciña, ¡oh Patria! tus sienes de oliva
de la paz el arcángel divino,
que en el cielo tu eterno destino
por el dedo de Dios se escribió.
Mas si osare un extraño enemigo
profanar con su planta tu suelo,
piensa, ¡oh, Patria querida!, que el cielo
un soldado en cada hijo te dio.
¡Patria, patria! tus hijos te juran
exhalar en tus aras su aliento
si el clarín con su bélico acento
los convoca a lidiar con valor.
¡Para ti las guirnaldas de oliva!
¡Un recuerdo para ellos de gloria!
¡Un laurel para ti de victoria!
¡Un sepulcro para ellos de honor!

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