El Caso de La Tia Enamorada

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Una

joven pareja ya comprometidos, el estudiante de leyes, ella secretaria de


un bufete de abogados y que le paga los estudios, llegan a la oficina de Perry
Mason para pedirle ayuda pues piensan que la tía de ella, enamorada de un
hombre que conoció por correspondencia, piensa casarse con él y se ha ido
con una gran cantidad de dinero. Perry pensando que es algo sin importancia
los pasa a Paul Drake y la agencia de detectives pero las cosas empiezan a
torcerse sobre todo cuando el supuesto embaucador, aparece muerto y las
sospechas recaen en la tía enamorada…
Perry tendrá que poner en marcha todo su ingenio para resolver el caso y
salvar a su clienta…

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Erle Stanley Gardner

El caso de la tía enamorada


Perry Mason # 69

ePUB r1.0
Ronstad 15.05.2013

ebookelo.com - Página 3
Título original: The case of the amorous aunt
Erle Stanley Gardner, 1963
Traducción: Ramón Margalef Llambrich

Editor digital: Ronstad


ePub base r1.0

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Guía del Lector
En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales
personajes que intervienen en esta obra:

ANDOVER Ronley: Amigo de Montrose Dewitt, con el que vive en el mismo


apartamento.
BRENT Howland: Encargado de los intereses de Lorraine Elmore y otras personas.
CALHOUN Linda: Sobrina de Lorraine Elmore.
CROWDER Duncan: Hijo, abogado, incidentalmente colaborador frecuente de
Perry Mason.
DEWITT Montrose: Empleado de una entidad financiera.
DRAKE Paul: Jefe de una agencia de detectives privados y colaborador frecuente de
Perry Mason.
ELMORE Lorraine: Tía de Linda Calhoun.
FREEMAN Belle: Antigua prometida de Montrose Dewitt.
KETTLE Horace: Médico.
LATTY George: Estudiante de leyes y prometido de Linda Calhoun.
MASON Perry: Abogado.
MARSHALL Baldwin: Fiscal del distrito en el condado de Imperial.
STREET Della: Secretaria de confianza de Perry Mason.

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Prólogo

La autopsia es el archienemigo del criminal.


En los crímenes de tipo emocional la autopsia puede determinar hechos que
ninguna subsiguiente elaboración logra nunca refutar.
En los crímenes cometidos «a sangre fría», por individuos dotados de gran
inteligencia, que actúan con arreglo a un plan, impulsados por la codicia o el afán de
venganza, el médico, guiándose por pistas nada evidentes para personas no
adiestradas, es capaz de llegar al establecimiento de la verdad.
He aquí la razón de que yo, en estos libros de Perry Mason, haya intentado hacer
ver al lector la importancia de la Medicina legal.
La Medicina legal es, desde luego, algo de ámbito internacional. En la ciudad de
Méjico, por ejemplo, se efectúan aproximadamente tantas autopsias oficiales como en
la de Nueva York.
El doctor Manuel Merino Alcántara, amigo mío, es subdirector del Instituto
Forense Mejicano, profesor de Medicina Legal en la Universidad Nacional y editor
de El Médico, revista similar al Journal de la Asociación Médica Americana,
publicado en los Estados Unidos. Trabaja diligentemente para llegar a una
colaboración internacional y a la comprensión mutua en el campo de la Medicina
legal. A mí me ha facilitado una gran cantidad de informes y estadísticas.
Ése es el motivo de que dedique este libro a tan destacada autoridad dentro de
Méjico en lo que a la Medicina forense atañe.
E. STANLEY GARDNER

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Capítulo 1

Della Street, secretaria de confianza de Perry Mason, dijo:


—Una pareja de tórtolos se ha metido en la oficina sin haber concertado
previamente una entrevista. Insisten en que lo suyo es cuestión de vida o muerte.
—¿Qué es lo que no resulta siempre cuestión de vida o muerte? —contestó
Mason—. Si usted empieza a hacer cábalas con la idea de la vida perpetua, se verá
obligada a aceptar el inevitable corolario de la muerte… Pero, bueno, ya me imagino
que esa gente no sentirá mucho interés por mis filosóficas reflexiones.
—Esa gente —señaló Della Street—, se interesa exclusivamente por sí misma,
por los gorjeos de los pájaros, el azul del firmamento, los reflejos de la luz de la luna
sobre las aguas y el sonido del viento al tamizarse por entre las ramas de los árboles.
Mason se echó a reír.
—Esas cosas son contagiosas. Se está usted poniendo romántica, poética… Es
evidente que se ha expuesto a contraer una enfermedad infecciosa… Bien. ¿Y qué
diablos tienen que ver nuestros dos tórtolos con los servicios de un abogado
especializado en casos criminales?
Della Street sonrió enigmáticamente.
—Les he dicho que usted les recibiría, a pesar de no estar concertada su
entrevista.
—En otras palabras —dijo el abogado—: habiendo despertado la pareja su
curiosidad, ha decidido despertar la mía. ¿Le anunciaron el motivo de su presencia en
esta casa?
—Se trata de algo relacionado con una tía viuda y de un Barba Azul.
Mason se frotó las manos.
—¡Adjudicado! —exclamó.
—¿Les hago pasar? —preguntó Della Street.
—Inmediatamente —manifestó Mason—. ¿Cuál va a ser mi próxima visita,
Della?
—Tendrá lugar dentro de quince minutos, pero puede usted demorarla cinco más.
Es el testigo del caso Dewling, el que Paul Drake localizó.
Mason frunció el ceño.
—No quiero correr de ningún modo el riesgo de que abandone la oficina.
Hágamelo saber en cuanto llegue, Della. Ahora, haga pasar a los tórtolos. ¿Cuáles son
sus nombres?
Della Street consultó un bloc que llevaba en la mano.
—George Latty y Linda Calhoun. Proceden de una pequeña ciudad de
Massachusetts. Es el primer viaje que hacen a California.

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—Hágales pasar.
Della Street salió a la oficina de recepciones, regresando al cabo de unos
segundos con la pareja.
Mason estudió sus figuras mientras se levantaba, saludándoles sonriente.
El joven tendría veintitrés o veinticuatro años. Era alto, bastante bien parecido.
Llevaba unas patillas que medirían sus buenos cuatro centímetros. Sus negros y
ondulados cabellos se hallaban perfectamente peinados.
La chica no tendría más de veintidós. Sus ojos redondos, muy azules, se
presentaban abiertos hasta tal punto que daban a su rostro una expresión casi
angélica.
Mientras miraban a Mason, ella buscó a tientas la mano de su acompañante, que
por fin encontró. Se quedaron así ante la mesa, cogidos de la mano, la chica
sonriente, el joven un tanto serio como consciente del paso que acababan de dar.
—Usted es George Latty —dijo Mason.
Él asintió.
—Y usted es la señorita Linda Calhoun.
La muchacha asintió también.
—Tomen asiento, por favor. Explíquenme ahora qué les pasa.
Los dos tomaron asiento. Linda Calhoun miró a George Latty, como si hubiese
querido incitarle a que rompiera el hielo. Latty, sin embargo, siguió igual que antes,
muy formal y sin mover la cabeza ni un milímetro.
—Ustedes dirán.
—Habla tú, George.
Latty se inclinó hacia delante, colocando las dos manos sobre el borde de la mesa
del abogado.
—Se trata de su tía…
—¿Y qué le sucede a su tía?
—Pensamos que va a ser asesinada.
—¿Tienen ustedes alguna idea acerca de la identidad del criminal? —preguntó
Mason.
—Desde luego que sí —declaró Latty—. Se llama Montrose Dewitt.
—¿Y qué saben ustedes acerca de Montrose Dewitt, aparte del hecho supuesto de
ser un criminal en potencia?
Fue Linda Calhoun quien contestó la pregunta.
—Nada. Tal es lo que motiva nuestra presencia aquí.
—Ustedes, jóvenes, son de Massachusetts, ¿no?
—Cierto.
—¿Hace ya tiempo que se conocen?
—Sí.

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—No quisiera ser indiscreto, pero… ¿puedo preguntarles si están
comprometidos?
—Sí, en efecto.
—Perdónenme si les parezco impertinente, pero he de conocer ciertos datos para
profundizar en el caso. ¿Ha sido fijada ya la fecha de su boda?
—No —respondió ella—. George es estudiante de leyes y yo… —la chica se
ruborizó—. Yo le estoy ayudando en sus estudios.
—Comprendido. ¿Está usted colocada?
—Sí.
Mason enarcó las cejas, en silenciosa interrogación.
—Trabajo como secretaria en una firma de abogados —explicó la muchacha—.
Solicité un mes de permiso para efectuar este viaje. Antes de iniciar el mismo
pregunté a mi jefe por el mejor abogado de esta parte del país. Él fue quien me
aconsejó que me entrevistara con usted.
Masón miró a Latty.
—Por lo que aprecio, han debido de venir juntos ustedes. ¿Viajaron en coche, en
avión…?
—Yo vine en automóvil —dijo Linda—, en compañía de tía Lorraine. George
utilizó el avión cuando… cuando le telefoneé.
—¿Y cuándo ocurrió eso?
—Anoche. Él llegó esta mañana, celebramos un breve consejo de guerra y
decidimos venir a verle a usted.
—Conforme —contestó Mason—. Ya poseemos los datos preliminares. Hábleme
ahora de tía Lorraine. ¿Cuál es su apellido?
—Elmore. E-l-m-o-r-e.
—¿Señorita o señora?
—Señora. Es viuda. Se encuentra… Bueno. Se encuentra en una edad crítica.
—¿Cuál es la edad crítica para usted, señorita?
—Va a cumplir los cuarenta y ocho años.
—¿Y qué ha hecho? ¿Ha cometido alguna ligereza?
—Se encuentra como si hubiera perdido los estribos —dijo Latty.
Mason tornó a enarcar las cejas.
—Una cuestión de tipo amoroso —explicó el joven.
Mason sonrió.
—Ya me hago cargo… Las personas de veintiún años, o de veintidós, cuando se
enamoran, obran de una manera perfectamente normal. Ahora bien, hay una edad
para todo y me figuro que las que contando más años son víctimas de los flechazos de
Cupido empiezan a dar evidentes muestras de insensatez.
Linda se ruborizó.

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—Bueno, es que a esa edad —murmuró Latty, indeciso—, a esa edad… sí. Tiene
usted razón.
Mason sonrió.
—Se ve en ustedes dos la arrogancia de la juventud. En fin, lo mejor que puede
decirse de la juventud, quizás, es que no es ninguna enfermedad incurable. Así, pues,
señorita Calhoun, su tío falleció.
—Sí.
—¿Hace mucho tiempo?
—Hará unos cinco años. Por favor, señor Mason, no se ría de nosotros. Todo esto
es muy serio.
—Yo debiera decirle que su tía tiene perfecto derecho a enamorarse.
—Conforme, pero no en la forma que… —protestó Linda.
—Un aventurero se dispone a apoderarse de todo su dinero.
Los párpados de Mason se cerraron, casi.
—¿Es usted su único pariente?
—Sí —respondió Linda.
—Y, evidentemente, es usted también la heredera de todos sus bienes.
La joven volvió a ruborizarse.
Mason aguardó su respuesta.
—Sí, supongo que sí.
—¿Es una mujer rica su tía?
—Bueno… Vive sin apuros. Sí; su posición es bastante desahogada.
—En el transcurso de las últimas semanas —declaró Latty—, ha cambiado por
completo su actitud. Solía ser muy afectuosa con Linda y ahora sus cariñosas
demostraciones han sido borradas por obra de ese granuja. Ayer se produjo una
discusión. Lorraine atacó a Linda, diciéndole que se volviera a Massachusetts y que
dejara de entrometerse en su vida.
—¿Y cuáles son sus intereses directos en este asunto, señor Latty? —inquirió
Mason.
—Pues… yo… yo….
—¿Está usted enamorado de Linda? ¿Espera casarse con ella?
—Sí.
—Quizás haya hecho cuentas, para el futuro, con los bienes de tía Lorraine, ¿no?
—¡En absoluto, señor! —exclamó George Latty—. Su pregunta me ofende.
—Le he hablado en esos términos porque de ir esto adelante surgirán personas
que le planteen idéntica o parecida cuestión. Hasta es posible, incluso, que insinúen
un tono burlón. Me figuré que lo mejor era que estuviese preparado, joven.
—Al que se atreva a formular esa cuestión le aplastaré la cara.
—Saldrá ganando si no pierde la paciencia. Bien, señorita Calhoun. Me gustaría

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conocer los detalles del caso. Comience a referírmelos por el principio.
—Tía Lorraine se ha pasado algún tiempo sola. Yo lo sabía y procuré mostrarme
afectuosa con ella. No tiene más familia que yo e hice cuanto pude para que se
sintiera a gusto.
—¿No tiene amigas?
—Pues… sí, pero… lo que se dice amigas de confianza, íntimas, no tiene.
—¿Usted se mantenía en contacto con ella?
—Le dedicaba casi todo mi tiempo libre, señor Mason… No olvide que yo
trabajo. He de ocuparme de mantener en orden mi apartamento; he de atender a mi
labor cotidiana. Me consta que tía Lorraine hubiera querido verme más a menudo y…
—Mucho de su tiempo libre se lo dedicaría, seguramente, también a George
Latty…
—Sí.
—¿Le dolía eso a su tía?
—Le caía mal él.
—Muy bien. ¿Qué ha pasado con ese Montrose Dewitt?
—Ella le conoció por correspondencia.
—¿Se trata de algo relativo a los «corazones solitarios»?
—¡Cielos! No. No llega a ese grado de necedad con sus cosas. Tía Lorraine
escribió a una revista, dando a conocer a su director sus puntos de vista personales
acerca de un tema tratado en un artículo publicado en aquélla. La revista publicó la
carta con su nombre estampado al pie, con la ciudad solamente… La calle y el
número correspondiente a su domicilio no figuraban.
»El señor Dewitt le escribió y en la estafeta de correos completaron las señas
llegando la carta así a su destinataria. Entonces ellos empezaron a cartearse.
—¿Qué pasó luego? —preguntó Mason.
—Tía Lorraine se mostró muy impresionada. No quería admitirlo, por supuesto,
pero yo pude apreciar eso con toda claridad.
»Incidentalmente, le envió su fotografía, la cual, por cierto, databa de diez años
atrás.
—¿Le correspondió él con su retrato?
—No. Le comunicó que llevaba uno de sus ojos tapados y que se sentía
consciente a todas horas de tal hecho.
—¿Qué más?
—Luego, la llamó él por teléfono, en conferencia. Posteriormente sus
conversaciones telefónicas eran frecuentes. Solía llamarla dos o tres veces por
semana.
»Tía Lorraine no hacía más que decirme que se iba a tomar unas vacaciones, que
pensaba hacer un largo viaje en automóvil. A mí no me engañó, naturalmente. Yo

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sabía qué era lo que proyectaba. No ganaba nada con saberlo, sin embargo, porque
nada podía hacer para desbaratar sus propósitos. Ya no le podía parar los pies,
entonces. Las cosas habían llegado muy lejos ya. Ese hombre parecía haberla
hipnotizado.
—Así, pues, usted decidió acompañarla.
—Sí.
—Perfectamente. Usted vino aquí con ella… ¿Qué sucedió después?
—Nos hospedamos en un hotel. Mi tía me dijo que iba a tenderse un rato. Yo salí
con la intención de efectuar algunas compras. A mi regreso, descubrí que se había
marchado. Sobre la cómoda había dejado una nota, advirtiéndome que podía estar de
vuelta bastante tarde.
»Al regreso la acusé de haber ido a ver a Montrose Dewitt y ella se enfadó,
diciéndome que no necesitaba señorita de compañía y que no toleraba que la tratase
lo mismo que si se encontrara en la edad juvenil.
—Su actitud es perfectamente comprensible —comentó Mason.
—Lo sé —manifestó Linda Calhoun—. No obstante, hay otras cosas, otros
factores inquietantes…
—¿Por ejemplo?
—Me enteré de que se había hecho los análisis de sangre prescritos para obtener
la licencia de matrimonio y que había vendido muchas de sus acciones. Desprendióse
también de unos bonos y se presentó aquí con unos treinta y cinco mil dólares en
efectivo.
—¿No pensó en los cheques de viajeros?
—Sólo quiso traerse billetes, por lo visto.
—¿Y qué es lo que la llevó a proceder así?
—De eso sé yo tanto como usted. Me figuro que obedeció las instrucciones que
Montrose Dewitt le daría por teléfono.
—Ese Dewitt parece ser un personaje bastante vago, bastante fantasmal —
comentó Mason—. ¿Qué es lo que ella le ha referido sobre tal persona?
—Nada. Absolutamente nada. En tal aspecto, se ha mostrado muy misteriosa.
—Así, pues, ustedes discutieron anoche, ¿no?
—No. Eso fue ayer. Anteanoche fue cuando salió sola. Ayer me anunció que iba a
estar ausente todo el día y que yo quedaba en libertad para hacer lo que quisiera.
Pronuncié unas palabras y me parece que llegué a darle a entender que estaba
enterada de lo del dinero.
—¿Cómo reaccionó?
—Se puso muy furiosa. Me dijo que hasta entonces había pensado que yo me
preocupaba por ella porque le tenía afecto, pero que empezaba a ver que por lo que
sentía interés era por lo que pudiera dejarme y que… En fin, se refirió a George en

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unos términos que yo juzgo inadmisibles.
—¿Cuáles fueron sus manifestaciones, concretamente? —quiso saber Mason.
—No me agrada repetir sus frases.
—¿Está informada de ellas George?
—Sí —declaró George—. En general, se entiende.
—La verdad es que no sabe nada —dijo Linda Calhoun.
—¿Le llamó su tía, por ejemplo, parásito y sinvergüenza? —preguntó Mason.
—Eso fue para empezar. A partir de ahí empleó otros epítetos peores. Dijo que si
traía a colación el tema de los amigos, ella, al menos, tenía uno que sabía valerse por
sus propios medios, siendo un hombre íntegro, que para andar por el mundo no se
veía obligado a esconderse detrás de las faldas de una mujer… Luego…
»¡Oh, señor Mason! No pienso decírselo todo. Recurra usted a su imaginación
y…
—Entonces, su tía le indicó la conveniencia de que usted se volviera a su casa,
¿no?
—Fue una humillante experiencia, créame. Mencionó la cantidad exacta que valía
el viaje en avión, señalando que se trataba de un pasaje de primera clase, en «jet»,
invitándome a continuación a utilizarlo.
—¿Qué hizo usted?
—Tiré el dinero al suelo y anoche telefoneé a George. Seguidamente, le giré la
suma que necesitaba para el desplazamiento, por vía aérea.
—¿Sacada de sus ahorros?
—Sacada de mis ahorros.
—¿Y es ésa la situación actual del asunto?
—Esa es la situación actual del asunto.
Mason manifestó:
—Mire, señorita… Su tía es ya una mujer entrada en años. Si a ella se le antoja…
—Sé lo que va a decirme —interrumpió Linda—. Yo no pienso entrometerme en
sus cosas, haga lo que haga. Ahora bien, sí desearía saber algo acerca de Montrose
Dewitt. Quiero proteger a mi tía, defenderla frente a él y frente a sí misma.
—Eso le va a costar algún dinero —objetó Mason—. Tendrá que sacar más
dinero de sus ahorros.
—¿Cuánto?
—Una agencia de detectives privados de las buenas le cobrará alrededor de
cincuenta dólares diarios más gastos.
—¿Cuántos días podría exigir la tarea por mí indicada?
—Sólo Dios lo sabe —contestó Mason—. Un detective, en determinadas
circunstancias, es capaz de conseguir toda la información que busca en unas horas. A
veces, la misma labor se le lleva un día; otras, una semana y, en ocasiones, un mes.

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—No podría resistir todo un mes en ese plan, pero sí… Bueno, yo creo que podría
gastarme doscientos dólares… Claro, hay que pensar también en sus honorarios.
—A mí no me necesita —declaró Mason—. En el caso no hay nada relacionado
con cuestiones de tipo legal. Usted no sostiene que su tía sea incapaz de cuidar de sus
asuntos; usted no alega que esté mal de la cabeza, ¿verdad?
—Cierto. Ella, simplemente, se encuentra en una edad peligrosa y se ha
enamorado.
Mason sonrió, diciendo:
—Siempre que una persona se enamora dícese de ella, automáticamente, que está
en una edad peligrosa. Bien. Por lo que yo he entendido, usted lo que desea es
contratar ahora los servicios de un detective privado, ¿no?
—Sí. Y si usted ha visto que no vamos mal encaminados… Me consta que hay
muchos detectives privados, los cuales… Quiero decir que unos son mejores que
otros.
—Usted desea el mejor, ¿verdad?
—Sí.
Mason hizo una seña a Della Street.
—Por favor, Della… Llame a la Agencia Drake de Detectives. Pregunte por Paul
Drake y pídale que venga.
Mason se volvió hacia sus visitantes.
—Paul Drake —explicó— tiene sus oficinas en esta planta. Hace años que la
Agencia que lleva su nombre se encarga de mis asuntos. En Paul Drake verán un
hombre competente y honesto.
Unos momentos después sonaron en la puerta los golpecitos clave con que
acostumbraba anunciarse Drake. Della se apresuró a abrir aquélla y Mason procedió a
efectuar las presentaciones de rigor.
Paul Drake, hombre de gran talla, un tanto desgarbado, inspeccionó a la pareja
detenidamente, tomando asiento.
—Te resumiré en pocas palabras lo que pasa, Drake. Linda Calhoun y George
Latty se hallan prometidos. Linda tiene una tía, Lorraine Elmore, de cuarenta y siete
años, viuda. La señora Elmore inició una correspondencia con un hombre llamado
Montrose Dewitt y parece ser que éste ejerce una gran influencia sobre ella. Se ha
hecho los tests reglamentarios sanguíneos, con el propósito probablemente, de
obtener una licencia matrimonial. Linda y su tía se presentaron aquí en plan de
vacaciones. Su tía lleva consigo una suma de dinero que asciende, quizás, a los treinta
y cinco mil dólares. Ella y Linda discutieron. La señora Elmore dijo a su sobrina que
se marchara a su casa. En lugar de proceder así, Linda giró dinero a George Latty
para que se le uniera aquí. Quieren salvar a su tía de sí misma. Viven en
Massachusetts.

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»Pretenden hacerse con todos los informes que puedan sobre Montrose Dewitt.
¿Qué puede costar eso?
—Lo ignoro —contestó Drake—. Mi tarifa es de cincuenta dólares por día —
miró a Linda Calhoun—. ¿Tiene usted las señas de ese hombre?
—Sí. Vive en los Apartamentos Bella Vista, en Van Nuys.
—¿Posee alguna fotografía suya?
—No.
—Antes de aceptar su encargo he de averiguar si se trata de algo de auténtica
importancia. No quiero experimentar la sensación de que la estoy robando.
—¿Considera usted el crimen una cuestión importante, señor Drake?
El detective sonrió.
—Sí —respondió.
—Eso es lo que me preocupa —dijo Linda Calhoun—. Deseo impedir que se
cometa un crimen.
Drake comentó:
—Tengo la impresión de que usted, últimamente, se ha dedicado a la lectura de
revistas especializadas en asuntos policíacos.
—Efectivamente —manifestó la joven—. Y no crea que me avergüenzo de ello.
Opino que todos los ciudadanos que viven dentro de la ley debieran estar enterados
de los riesgos que corren en el seno de la sociedad civilizada. Uno de los problemas
con que se enfrenta la organización de justicia es éste: el ciudadano medio no posee
una idea exacta acerca de las criminales amenazas de que es objeto por parte de los
delincuentes.
—Ha dado usted en el clavo —convino Drake, estudiando a la muchacha
pensativamente.
—¿No cree usted que es una circunstancia que infunde sospechas el hecho de que
tía Lorraine lleve consigo treinta y cinco mil dólares en efectivo?
—Me parece una necedad. Puedo pensar también que se ha enamorado…
—¿Enamorado de un individuo completamente desconocido? —subrayó Linda.
—Conforme —manifestó Drake, sonriente—. Ha ganado usted. ¿Quiere que me
ocupe de ese hombre llamado Montrose Dewitt?
—Es lo que deseo, de serle posible. Por lo menos… durante… ¿ponemos dos
días?
—Dos días, de acuerdo.
Linda se volvió hacia Mason.
—¿Cree usted que debo poner todo esto en conocimiento de la policía?
—¡No, por Dios! —exclamó Mason—. Eso es como si se decidiera a azuzar el
avispero. Me parece una idea magnífica, en cambio, poner al corriente de la situación,
con todo género de detalles, a Paul Drake… Y ahora, si me perdonan… Tengo una

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cita importante.
—¿Cuánto le debemos, señor Mason?
Los labios de aquél se distendieron en una sonrisa.
—Nada, todavía. Pero manténganse en contacto conmigo y yo haré lo mismo con
Drake. Él les facilitará los informes que precisan.
Drake dijo:
—Vamos a trasladarnos a mi despacho, para que me den cuenta de todo desde el
principio. Deseo conocer algunos datos sobre su tía, señorita Calhoun, y cuanto sepa
acerca de Montrose Dewitt.

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Capítulo 2

Poco antes de mediodía, Della Street, contestando al teléfono, se volvió hacia


Mason, diciendo:
—Hay otra cosa con respecto al Caso de la Tía Enamorada.
Mason enarcó las cejas, inquisitivo.
—Un hombre llamado Howland Brent desearía verle a usted en seguida para
tratar de una cuestión de la máxima importancia, relacionada con los asuntos de
Lorraine Elmore.
—¿Cómo ha sido el recurrir a mí? —inquirió Mason.
—Por lo visto, Linda Calhoun le dijo que usted la representaba.
Mason frunció el ceño.
—Ya le dije que no necesitaba los servicios de un abogado. Procedí así para que
dedicara todo el dinero de que dispusiera a los que podría prestarle la Agencia Drake.
—¿Entonces? —preguntó Della Street—. ¿Va a ponerle en relación con Paul
Drake o…?
Mason consultó su reloj de pulsera.
—Antes de irme a comer dispongo de quince minutos, Della. Eche un vistazo a
ese hombre. Si el lío que se trae entre manos es algo del tipo corriente, envíelo a Paul
Drake. Si usted tiene la impresión de que hay por en medio algo que vale la pena,
vuelva y hágamelo saber y le dedicaré ese cuarto de hora.
Della Street asintió, deslizándose hasta la oficina de recepción. Estuvo fuera cinco
minutos. Al volver, declaró:
—Me parece que es mejor que le vea usted, jefe.
—¿Cómo ha venido hasta aquí?
—Por vía aérea, desde Boston. Se ocupa de los asuntos de tipo financiero de
Lorraine Elmore. Está encargado de vigilar sus inversiones y se siente preocupado.
—¿Muy preocupado?
—Mucho. Por eso eligió el avión para efectuar el desplazamiento.
Mason se quedó pensativo.
—Todo el mundo da más importancia que yo a la situación, tal como se encuentra
planteada. ¿Qué aspecto tiene ese hombre, Della?
Della Street respondió, hablando lentamente:
—Verá… Tendrá cuarenta y tantos años de edad… Sí. Está muy próximo a la
cincuentena. Es alto, delgado, de espalda estrecha, pequeña cintura, pómulos salientes
y mejillas hundidas. Adorna su labio superior un breve bigote y se toca con uno de
esos sombreritos que usan los hombres del Este, con unos cuatro centímetros de ala.
Lleva un traje corriente de lana y calza zapatos de gruesas suelas, siendo portador de

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un bastón.
—En resumen —contestó Mason, sonriendo—: tiene el aspecto que usted
esperaba que tuviera.
Della Street, también sonrió.
—¿Le veremos, entonces?
—¡No faltaba más! —exclamó Mason—. Le veremos.
Della Street abandonó el despacho para regresar inmediatamente en compañía de
Howland Brent.
—Le presento al señor Mason, señor Brent —dijo la joven.
Brent se colgó el bastón del brazo izquierdo, avanzando hacia la mesa de Perry
Mason con su huesuda mano extendida.
—¿Cómo está usted, señor Mason?
—Siéntese, por favor. Dispongo solamente de unos momentos. Mi secretaria me
ha dicho que deseaba referirse a un asunto relacionado con Lorraine Elmore.
—Tal vez deba presentarme aportando más datos sobre mi persona —repuso
Brent—. Sin embargo, procuraré explicarme con la mayor brevedad posible.
Mason captó la mirada de Della Street.
—Adelante.
—Perfectamente. Soy representante y consejero en materias de finanzas. Tengo
varios clientes que me han dado carta blanca en cuanto se refiere a sus intereses.
Hago inversiones. Alivio a mis representados de todos los detalles financieros,
reduciendo la cosa a una cuenta corriente que tienen abierta, cada uno a su nombre,
en los bancos de su preferencia. De cuando en cuando, por supuesto, les facilito
informaciones.
»Cuando mis clientes necesitan dinero recurren a mis servicios, sea cual sea la
cantidad que precisen. Cada treinta días remito por correo un estadillo en el que
reflejo sus inversiones. Naturalmente, mis favorecedores se reservan la facultad de
disponer de los fondos en última instancia. Si el cliente desea que yo venda ciertos
valores, los vendo. Si el cliente desea que compre, yo compro.
»He de señalar con orgullo, sin embargo, señor Mason, que a lo largo de los años
he conseguido muy saneados beneficios para aquellos que me favorecen con su
confianza. Mi clientela es muy selecta… Tiene que ser también, a la fuerza, limitada,
porque en cuestiones de este género no creo en la delegación de poderes. Soy yo
quien toma las decisiones que es conveniente tomar, si bien las mismas se hallan
basadas en una serie de detallados análisis del mercado de valores, siendo éstos,
desde luego, preparados por expertos.
Mason bajó la cabeza.
—Nunca me atrevería a atentar contra la confianza que ha depositado en mí un
cliente, señor Mason. Salvo, naturalmente, que hubiese de por medio algo

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francamente vital. Entiendo que he llegado a una situación de este tipo.
—Es lo que yo he entendido después de haber hablado con Linda Calhoun —
corroboró el abogado.
—Sí. También yo hablé con ella. Pero he de señalar que mi charla con Linda
Calhoun fue una consecuencia de las sospechas por mi concebidas.
Mason asintió.
—Como las relaciones que sostengo con mis clientes son altamente
confidenciales y personales, las diversas personas que represento me conceden
poderes de abogado. Y, de cuando en cuando, si lo estimo necesario, me aseguro
cualquier información que pueda precisar de sus depositarios financieros.
»En este caso particular existen ciertas instrucciones… Cuando la cuenta
corriente desciende hasta determinada cantidad, el banco me lo notifica y yo entonces
hago un depósito para mantener el saldo mínimo. Raras veces se presenta tal
situación. Ahora bien, han surgido ocasiones, cuando mis clientes se hallaban
viajando, por ejemplo, en que me he visto obligado a efectuar depósitos de fondos.
»Puedo afirmar que la señora Elmore posee un sentido de las finanzas muy
bueno. En cambio, su sentido matemático adolece de algunas deficiencias. Hace
gastos frecuentes sin fijar con precisión el estado de su cuenta.
»Cuando la señora Elmore me comunicó que se trasladaba en su coche a la costa
occidental, yo me limité a efectuar una anotación normal. He de decir que poco antes
de haber proyectado este viaje me pidió que depositara una suma sustancial de dinero
en su cuenta corriente. No revelaré la suma exacta, pero sí diré que me pareció
excesiva. Me consideré obligado a recordarle que se produciría una inevitable pérdida
de intereses, ya que las cuentas comerciales son prácticamente improductivas. Se me
dijo que no me preocupara por tal extremo, que me limitara a vender los valores
indispensables a fin de ingresar en la referida cuenta la suma señalada.
»¿Me comprende usted, señor Mason?
—Creo que voy un párrafo por delante de usted —contestó el abogado—.
Sospecho que la señora Elmore entregó algunos cheques, por lo cual su cuenta
bancaria descendió hasta el mínimo. Entonces el banco le puso sobreaviso; usted se
quedó asombrado; usted utilizó sus poderes de abogado, averiguando que la señora
Elmore había retirado una elevada suma en metálico.
El gesto de Brent fue de auténtica sorpresa.
—He ahí una deducción de indudable mérito, señor Mason.
—¿Precisa?
—Precisa, sí.
—¿Y por qué ha decidido venir a verme?
—He venido aquí para consultar con la señora Elmore. Llegué al aeropuerto hace
un par de horas. Visité el hotel en que ella se hospeda, descubriendo que había salido

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y que su sobrina, la señorita Calhoun, se encontraba allí. Mas yo no me confié a la
joven por completo, le hice saber que venía a arreglar una cuestión muy urgente. La
señorita Calhoun no fue tan reservada como yo…
—¿Hablándole de Montrose Dewitt?
—Exactamente.
—¿Y por qué decidió venir a verme? —insistió Mason.
—Quería que usted poseyera cierta información, la que ha deducido… El hecho
de que yo no haya tenido que comunicársela directamente es una gran satisfacción
para mí, que he hecho siempre honor a la reserva que me exigen los clientes.
»No hay que perder de vista que la situación se presenta delicada. Yo quisiera,
señor Mason, que me tuviese al corriente de cuanto fuese averiguando acerca de mi
cliente y del señor Dewitt.
Mason movió la cabeza a un lado y a otro.
—¿No puede ser? —preguntó Brent.
—No.
—¿Quiere usted decir que es imposible?
—Quiero decir que no es aconsejable —manifestó Mason—. En primer lugar, no
se da aquí la relación de abogado-cliente. Y luego, que yo me he limitado a
recomendar una agencia de detectives eficiente. Con quien debe usted de ponerse en
contacto es con Linda Calhoun. Conseguirá la información que usted necesita
manteniéndose en contacto con ella.
Brent se puso en pie, quedándose en actitud reflexiva unos segundos.
—Ya comprendo —dijo por fin—. Usted no puede facilitarme la información que
necesito. Posee en cambio la que yo deseaba que llegara a sus manos. Gracias.
Buenos días.
—Buenos días.
Brent se encaminó con aire muy digno hacia la puerta que utilizara para entrar en
el despacho.
Mason dijo:
—Puede usted usar la puerta directa de salida, si lo prefiere, señor Brent.
Brent se volvió, inspeccionando detenidamente el despacho, descolgándose el
bastón del brazo izquierdo y echó a andar en la dirección que le había sido señalada,
rumbo al pasillo.
Nada más ir a adentrarse en el mismo, volvióse de nuevo para decir:
—Gracias, señor Mason… Gracias, señorita Street.
Llevóse el sombrero a la cabeza. Cerró la puerta con todo cuidado a su espalda.
Mason miró a Della Street, sonriente.
La joven echó un vistazo a su reloj.
—Dispone usted de tiempo suficiente para la comida —dijo la señorita Street.

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Mason denegó con un movimiento de cabeza.
—Aguardaré treinta segundos todavía —manifestó—. Metido en la misma cabina
del ascensor que Howland Brent me vería forzado a trabar conversación con él. No lo
puedo remediar, Della: las charlas de ascensor me revientan; sí: las encuentro
odiosas.

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Capítulo 3

Eran casi las tres de la tarde cuando se oyeron en la puerta del despacho de
Mason los golpecitos de costumbre con que Drake anunciaba su presencia siempre.
Perry Mason hizo un gesto y Della Street se apresuró a abrir la puerta.
—Gracias, guapa —dijo Drake.
—¿Qué noticias hay, Paul? —inquirió Mason—. ¿Vais a alguna parte con el
asunto del Barba Azul?
Drake parecía estar serio.
—Lo más probable es, Perry, que esa gente no ande equivocada…
—A ver, explícate.
—Dewitt tiene abierta una cuenta bancaria. Ésta ascendía a unos quince mil
dólares. Extendió un cheque que la saldaba y notificó a la administradora del edificio
en que se halla su apartamento que, posiblemente, estaría ausente un mes o seis
semanas, pagando dos meses de alquiler por adelantado. Vendió su coche y subió a
un automóvil en compañía de una mujer de buen aspecto. Parecían hallarse un tanto
nerviosos. La parte posterior del vehículo albergaba algunos equipajes y la placa de la
matrícula era de Massachusetts.
—¿No te has podido hacer con el número?
—No. Solamente con el Estado.
—¿Qué averiguaste acerca de él?
—Vive en esa casa por apartamentos, en la de Bella Vista, la situada en Van
Nuys, desde hace catorce meses. Es un individuo de porte brioso y lleva un ojo
tapado. Nunca ha explicado a nadie cómo lo perdió.
»Nadie sabe qué es lo que hace exactamente. Al parecer actúa como agente de un
fabricante. Se desplaza, se aísla bastante y no se le ha conocido jamás una amiga.
»La administradora del edificio se siente preocupada en tal aspecto. Existen dos
tipos de inquilinos que le preocupan por igual, los que se ven siempre entre faldas y
aquellos que se apartan radicalmente de ellas.
»Supone que todos los ocupantes del inmueble son personas respetables. Cuando
alguien tiene un escarceo amoroso con un individuo del sexo contrario pretende no
advertirlo… Naturalmente, suele estar siempre al cabo de la calle en cuanto a lo que
sucede a su alrededor.
»Mira con extraordinario recelo a los inquilinos solitarios (a los solteros,
particularmente), a los que no tienen relación con chicas. Estima tal estado de cosas
anormal y… En fin, ya comprenderás lo que pasa.
—Lo comprendo —respondió Mason—. Oye, Paul, ¿y tú no sabes adónde se
encaminó la pareja?

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—Todavía no. Ya me enteraré, sin embargo. Dispongo de unos hombres que
trabajan ese aspecto del problema.
—¿Has dicho que se trataba de una mujer de buen ver?
—Me figuro que no será ninguna pollita, por lo que me han contado, pero que
tenía una buena figura. ¿Te imaginas ya la situación? Nos enfrentamos con una viuda
que ha vivido varios años en plena soledad. Se siente demasiado joven para permitir
que la arrinconen definitivamente. Conoce a un hombre que se interesa por ella como
mujer y se anima… De repente, empieza a vivir una fantástica y romántica novela,
empieza a vivir una segunda primavera…
Mason pensó unos segundos en la información que acababa de facilitarle Drake.
—He querido comunicarte esto, Perry —terminó Drake—, para que veas que las
sospechas de Linda pueden tener algún fundamento serio.
—Las de Linda —corrigió Mason, sonriendo—. Las de George Latty.
—¿Crees que está él detrás?
—Yo diría que sí. Yo afirmaría que fue él quien provocó la presente crisis.
—Bueno. He de comunicarte —manifestó Drake— que me repugnaba tomar el
dinero de Linda… Comprendí, sin embargo, que acabaría dirigiéndose a otra agencia
si yo no me hacía cargo del trabajo, pensé que tal vez se me deparara la oportunidad
de solucionarlo todo rápidamente, que no me costaría nada hacerme con unas cuantas
referencias sobre Dewitt, haciéndole saber de paso que su vida estaba siendo objeto
de una investigación.
Mason asintió.
Drake prosiguió diciendo.
—Uno de mis hombres se metió en el apartamento de Dewitt. Permaneció en él
por espacio de tres horas, espolvoreando el lugar, en busca de huellas dactilares.
¿Querrás creer que no encontró ni una en todo el apartamento?
—¿De veras?
Mason frunció el ceño.
—Lo que te digo: ni una.
—Pero… no puede ser. Eso quiere decir…
—Exactamente —manifestó Drake al ver que Mason se interrumpía—. Eso ha
sido una cosa deliberada. Alguien ha cogido una gamuza o un trapo para el polvo,
repasando todos los puntos susceptibles de recoger alguna huella dactilar. El botiquín
del cuarto de baño ha sido revisado así como los grifos de la cocina, el frigorífico, las
cosas que éste contiene…
Los párpados de Mason se cerraron casi por completo.
—Luego —prosiguió diciendo Drake— localizamos el coche que Dewitt vendió.
Tiene cinco años y desde el punto de vista de su mecánica se halla en buen estado. Un
comerciante que se dedica a traficar con automóviles de segunda mano le dio por él

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ochocientos cincuenta dólares.
»Mi ayudante se las arregló para que le permitieran buscar huellas dactilares en el
vehículo. Inventó un pretexto: dijo que deseaba localizar las huellas digitales de un
hombre que Dewitt había llevado en su coche para hacerle un favor.
»Nada, Perry, no encontró ni una…
—¿Ni siquiera en la parte posterior del espejo retrovisor? —inquirió Mason.
—En ninguna parte del automóvil. No había huellas dactilares por ninguna parte,
Perry. Mi ayudante formuló algunas preguntas, descubriendo entonces que Dewitt
había tenido las manos enfundadas en sus guantes durante la operación de venta del
vehículo.
»Tocamos otro punto: reconstruimos la historia de aquél. Dewitt se lo compró a
otro comerciante de automóviles usados al trasladarse a Van Nuys, hace poco más de
un año.
—¿Cómo surgió la idea de inspeccionar el coche?
—Porque no había nada más que inspeccionar —declaró Drake—, y yo deseaba a
toda costa hacer algo. Yo quería averiguar lo que fuera sobre ese hombre. Me hallaba
dispuesto a avanzar en cualquier sentido, en el primero que se me ocurriera.
»He aquí ahora algo muy particular, Perry. Dewitt se ausenta con frecuencia; está
fuera la mayor parte del tiempo. Se supone que anda por esas carreteras. Se le supone
agente de un fabricante. Veamos, sin embargo. Él adquirió su automóvil hace trece
meses. El comerciante de vehículos usados lleva al día sus libros. Claro, hubo que
molestarse para ahondar en sus apuntes, para analizar los mismos. La razón de que se
muestre cuidadoso en sus anotaciones radica en el hecho de vender los coches con
garantía. El cuentakilómetros del de Dewitt había rebasado la cifra de cuarenta y
ocho mil trescientos al ser entregado el vehículo a su nuevo dueño. En la actualidad,
el cuentakilómetros marcaba cincuenta y un mil trescientos… Hay una diferencia de
tres mil…
Mason arrugó el entrecejo.
—En otras palabras —resumió Drake—: el coche ha tardado en hacer esos tres
mil kilómetros trece meses. Estudia eso con atención.
Mason reflexionó.
—Y se dice de él que viaja mucho…
—Sí.
—La cosa no cuadra bien —manifestó Mason—. ¿Estás seguro de todo lo que
respecta al kilometraje?
—¡Y tan seguro!
—Es que el cuentakilómetros pudo haber sido vuelto a cero. O tal vez se ha
instalado otro nuevo…
—Supongamos esto último… En ese caso, la cuenta habría empezado a partir de

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cero. Supongamos que se le diera la vuelta… Mi pregunta es entonces: ¿por qué se
procedió así? Y, además: ¿quién lo hizo?
—Pudo haberlo hecho Dewitt para lograr una venta más provechosa.
—Tienes razón —reconoció Drake—. Por eso hicimos revisar el
cuentakilómetros a un mecánico. No existe en él ningún indicio que revele que
recientemente ha sido tocado. El mecánico nos dijo que de no ser así habría
descubierto forzosamente alguna huella.
—Ya me imagino que veríais los registros de licencias matrimoniales —dijo
Mason.
—En efecto. Y encontramos una a nombre de Montrose Dewitt y Belle Freeman,
que data de hace más de dos años. Parece ser, no obstante, que ese matrimonio no se
celebró nunca.
»Me hice con las señas y el número de teléfono de la señorita Freeman, pero mis
hombres no han logrado dar con ella. Nadie atiende al teléfono. Con todo, yo pasé esa
información a Linda Calhoun. Me notificó que había estado intentando ponerse al
habla con Belle Freeman, también por teléfono.
»Claro que una licencia matrimonial no significa nada. Es decir, tú no puedes
acusar a una persona de bigamia basándote exclusivamente en una licencia, en tal
documento. Pero la cosa está en manos de mis hombres y ellos acabarán
localizándola a no tardar mucho. Linda, probablemente, averiguará su paradero. En
este momento, Belle Freeman parece ser nuestra mejor pista.
Mason adoptó de pronto una decisión.
—Bien, Paul —dijo—. Dedica más hombres a esa tarea. Vamos a saber dónde
está Dewitt encontrando el automóvil con la matrícula de Massachusetts. No habrá de
sernos muy difícil conseguir nuestro propósito. Echa mano a los hombres que
requiera el asunto y envíame la factura de gastos.
»Extenderás a nombre de Linda Calhoun otra por dos días de investigaciones, a
cincuenta dólares por día. Ella no habrá de enterarse de mi contribución al caso.
»Creo que me he desentendido del asunto con excesiva ligereza, considerándome
en cierto modo responsable de cualquier desgracia que en el futuro pueda sucederle a
tía Lorraine. Creo que no estaría nada mal que a Linda le costara doscientos dólares
descubrir que su tía es todavía relativamente joven y que puede aún enamorarse.
Supondría una buena lección para ella… Es así como se decidirá a dejarla en paz,
restableciéndose el vínculo de cariño que existió siempre entre las dos. Sin embargo,
creo que lo que hemos de hacer es movernos.
—Desde luego —indicó Drake—, pudiera tratarse de una coincidencia, pero el
planteamiento general…
—¡Coincidencias, coincidencias! —le interrumpió Mason—. En esta clase de
actividades no se puede pasar por alto lo evidente. No hay que pasar por alto nada.

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»Manos a la obra, Paul. Prueba de averiguar dónde están. Dispón de los hombres
que hagan falta para vigilar los moteles…
—No te preocupes, Perry. Eso queda de mi cuenta. Te estás comportando como
un aficionado. Costaría una fortuna colocar bajo vigilancia todos los moteles e
intentar localizar un automóvil grande con matrícula de Massachusetts.
—¿Por qué otros medios te comprometes a encontrarlos?
Drake sonrió, burlón.
—No tienes más que pensar en la humana naturaleza.
El detective se volvió hacia Della Street.
—¿Qué haría usted, Della, de encontrarse en el lugar de esa mujer?
—Aplazaría todo lo que pudiera la hora de salida con objeto de pasar unas horas
en cualquier salón de belleza —contestó Della sin vacilar.
Drake volvió a mirar a Perry.
—Ya lo ves, Perry. En los asuntos de este tipo siempre tratamos de averiguar cuál
es el salón de belleza frecuentado por la mujer de turno. Tal tarea, habitualmente, no
se presenta muy difícil y el salón de belleza clásico suele ser una mina de oro desde el
punto de vista informativo. Una mujer metida en una aventura amorosa, que pasa dos
o tres horas en un salón de belleza está deseando confiar sus últimas impresiones a
alguien, a la joven que la atiende, por ejemplo, o a otra cliente de la casa. Nada tiene
de raro en tales circunstancias que se le escape alguna que otra cosa interesante.
»Te quedarías sorprendido si pudieras apreciar directamente lo que llegan a oír las
chicas que trabajan en los salones de belleza. Te sorprendería también ver con qué
facilidad saben relacionar unos datos con otros.
—Está bien —contestó Mason—. Vigila esos lugares.
—El que a nosotros nos importa ya está sometido a vigilancia, Perry —manifestó
Drake—. No fue difícil averiguar a dónde había ido. Estoy esperando unos informes
que pueden llegar ya de un momento a otro.
Mason echó hacia atrás su sillón giratorio, levantóse y comenzó a pasear de un
lado a otro de la habitación.
—Lo que más me irrita, Paul, es que subestimé los peligros que en potencia
sugería la situación. Si vamos al caso, me encontraba enfadado ante George Latty.
Estudia leyes, pero no se abre camino en el centro a que pertenece actualmente.
Permite que Linda le auxilie y cuando ella le telefoneó para comunicarle que había
tenido una desagradable discusión con su tía en lugar de contestarle: «Mira, chica…
¿Qué quieres que te diga? Se trata de tu tía y son cosas vuestras», se sube al primer
avión que ve y se gasta el dinero de Linda sólo para venir aquí a cogerla de la mano.
—Fue ella quien le cogió la suya —subrayó Della, sonriendo.
Sonó el timbre del teléfono.
—Es la línea directa, la que no está registrada en la guía —dijo Della Street—.

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Será para usted, probablemente, Paul. Su oficina tiene el número.
—Diga… Sí… Aquí Paul. ¿Con quién hablo?
Drake guardó silencio unos instantes.
—Perfectamente. Buen trabajo —dijo lentamente—. Comprobaré eso.
Probablemente te llamaré. ¿Dónde te encuentras tú ahora…? Conforme. Sigue ahí
hasta que yo te llame…
Drake colgó el micro, declarando:
—La señora Elmore se confió a la peluquera. Empezó a hablar y ya no supo
detenerse. Iba a estallar de emoción, nos han dado a entender. Se dirigen en coche a
Yuma, donde contraerán matrimonio. Piensan pasar su luna de miel en el Gran
Cañón.
Mason consultó su reloj.
—Me has dicho que retiró todo su dinero del Banco ese hombre, ¿no?
—Cierto.
—¿Y que pagó dos meses de alquiler del apartamento?
—Sí.
—¿Con un cheque?
—No lo sé. Fue la administradora del edificio quien nos dijo que había sido
pagada la renta.
—¿Hablaste tú con ella?
—Pues sí. Poco antes del mediodía.
—¿Es simpática, cordial?
—No.
Mason hizo un gesto, designando el teléfono.
—Llámala, Paul. Vamos a enterarnos de si hubo por en medio un cheque. En caso
afirmativo, sepamos si todo está en regla. Puede que ahí él haya descuidado algo.
Drake llamó a Van Nuys. Habló unos momentos y luego tapó el micro con una
mano dirigiéndose a Mason en los siguientes términos:
—Ella presentó el cheque en el Banco hace una hora, aproximadamente. El
cheque le fue devuelto: en la cuenta no había fondos.
—¡Maldita sea, Paul! —exclamó Mason—. No lo demores más, ve allí por el
cheque. Cómpralo, si es necesario. Únete a nosotros en el aeropuerto. Para entonces
habremos contratado los servicios de un avión.
Perry Mason se volvió hacia Della Street.
—Llame al servicio de transportes aéreos, Della. Necesitamos una avioneta
bimotor que nos lleve a Yuma.
Paul Drake dijo por teléfono:
—Quisiera hablar con usted, señora Ostrander. ¿Hará el favor de esperarme ahí
unos momentos? No tardaré en llegar.

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Della Street alcanzó el micro nada más Paul Drake lo hubo dejado.
—En el aeropuerto, Paul —repitió Mason cuando el detective se encaminaba a la
puerta—. Date prisa.

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Capítulo 4

Los cuadriculados campos del Imperial Valley aparecían verdes y frescos a sus
pies. El canal que los hacía increíblemente fértiles parecía una enorme serpiente,
apuntando hacia la presencia del desierto allí donde terminaba.
El panorama cambiaba de aspecto repentinamente.
La irrigación había hecho nacer una zona de gran riqueza. Al otro lado de ella
sólo se veía arena y la franja oscura de una carretera asfaltada.
En la carretera Mason distinguió una serie de móviles puntos: los coches que por
ella circulaban.
—Alguno de esos vehículos se dirige a toda velocidad hacia Yuma —comentó.
—¡Qué situación ésta! —exclamó Della Street, pensativa—. Veo a esa mujer en
una época de la vida en la que el afecto tanto puede significar imaginándose que ha
hallado el compañero perfecto… Hipnotizada por su propia lealtad, contempla la
campiña que se divisa desde el parabrisas con ojos brillantes. Y entretanto, el hombre
que conduce el coche estudia mentalmente los detalles del crimen, piensa en las
precauciones que ha de adoptar para asegurarse la huida.
Paul Drake, en el asiento del copiloto, volvió la cabeza, contestando:
—No se inquiete demasiado por ella, señorita Street. Las mujeres del tipo de
Lorraine Elmore obligan a los sujetos como Dewitt a andar vivos en todo momento.
Lo más seguro es que haya hecho algunas averiguaciones con anterioridad a su
presente aventura.
—Eso supongo —manifestó la joven—. Toda la culpa de lo que ahora pasa no
hay que echársela a ella, creo yo.
—Bueno —dijo Mason—, el caso es que les llevamos un par de horas de ventaja.
Aterrizaremos en Yuma y examinaremos a fondo a Dewitt cuando se acerque a la
frontera.
—¿Cómo reaccionará? —inquirió Della Street.
—Formulará preguntas a diestro y siniestro —repuso Mason, contemplando la
tira de papel que tenía en las manos—. He aquí un cheque extendido a nombre de
Millicent Ostrander, por ciento cincuenta dólares.
Y en su cuenta no hay fondos. Le daremos una oportunidad para que se explique
con todo detalle.
—Acuérdate de que la señora Ostrander —dijo Drake— no quiere agravar la
situación. Ella no desea actuar contra Dewitt ni armar ningún lío.
—Pero te autorizó a cobrar el cheque en su nombre, ¿no?
—En efecto.
Las ondeantes dunas de arena proyectaban grandes sombras sobre el terreno a la

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luz de la última hora de la tarde. El avión fue perdiendo, poco a poco, altura. El río
Colorado, antes un serpenteante curso de agua, se había transformado en una
sucesión de aprisionados lagos, detrás de altos diques. Al adentrarse en Arizona
divisaron un puente. El sol desaparecía ya tras el horizonte cuando la avioneta
tomaba tierra en el aeropuerto.
A la entrada del mismo les esperaba un hombre, que hizo una seña a Paul Drake.
—Representa a una de las agencias colaboradoras de esta zona, Perry —explicó
Drake—. Trabajamos siempre juntos.
El hombre estrechó sus manos, presentándose.
—¿Todo marcha bien? —inquirió Drake.
—Perfectamente. Hemos apostado uno de nuestros agentes en el centro de
control. Sólo han pasado hasta ahora dos automóviles con matrícula de Massachusetts
y ninguno de ellos era el que usted busca.
—Me satisface haberles tomado la delantera —comentó Mason.
Éste se volvió seguidamente hacia el piloto.
—Usted será mejor que concentre su atención en la avioneta, manteniéndose en
contacto con esta agencia de detectives por teléfono. Ya le avisaremos cuando llegue
la hora de emprender el regreso. ¿Está usted autorizado para volar de noche?
El piloto asintió.
—Puedo llevarles a donde deseen a la hora que estimen conveniente.
Se acomodaron en un coche y se encaminaron al puesto de control en la frontera
de Arizona. Todos los automóviles eran inspeccionados allí, a fin de evitar que
entraran en la región productos agrícolas que pudieran estar contaminados.
Luego se les unió otro agente, asegurándoles que el vehículo por el que estaban
interesados no había cruzado la frontera.
El grupo se dispuso a afrontar una larga espera.
—No es necesario que se quede usted aquí, Della —dijo Mason—. Acérquese a la
población y distráigase echando un vistazo por ahí. Suele haber por estos lugares
tiendas de curiosidades. Compre algunas mercancías indias, artículos de cuero
repujado, recuerdos del Oeste. Los establecimientos están abiertos hasta…
La joven interrumpió su discurso con un enérgico movimiento de cabeza.
—Esperaré aquí con ustedes. Me imagino que en estas circunstancias tía Lorraine
sabrá valorar la presencia de una mujer en el grupo. Ustedes, los hombres, son
demasiado secos, van excesivamente a lo suyo. Es posible que ella busque unos
hombros en que apoyarse para llorar. Ningunos más indicados que los míos.
—¿Qué tal es el agente apostado en la estación de control? —quiso saber Mason.
—¡Oh! No se preocupe. Está acostumbrado a esta clase de misiones. Es un buen
elemento. Y los que están a su alrededor colaborarán con nosotros.
Por el puente avanzaba una fila de automóviles. Todos se detenían brevemente en

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el puesto de control. Paul Drake, con sus prismáticos, repasaba las matrículas de los
coches que se acercaban.
Al cabo de una hora descubrió una matrícula de Massachusetts. Drake, Mason y
el detective de Arizona entraron en acción rápidamente.
Mientras el agente de Arizona formulaba unas preguntas, ellos se mantuvieron en
un discreto segundo plano. Finalmente, el hombre regresó al coche.
—Falsa alarma —comentó Drake, bostezando—. ¿Qué tal se siente usted,
señorita?
—Muy bien —contestó Della Street.
Drake sonrió.
—Ésta pertenece a las cosas que no se cuentan en las películas —manifestó—.
Sin embargo, es lo que se lleva más tiempo. Es inevitable: en nuestra profesión hay
que andar mucho, hay que esperar mucho.
Se acomodaron lo mejor que pudieron en el automóvil.
Los haces de luz de los faroles, en el puesto de control, permitían ver auténticos
enjambres de abejas, que zumbaban continuamente.
—Yo creo que hay alguna probabilidad de que no crucen la frontera esta noche —
dijo Mason, mirando a Drake.
Éste se encogió de hombros.
—Tía Lorraine, de Massachusetts, querrá en todo momento moverse dentro de la
ley —opinó Della Street.
Mason se arrellanó en su asiento, declarando:
—Esa clase de personas tienen a veces reacciones imprevisibles.
—En este clima —comentó Drake—, es fácil llegar a deshidratarse. Uno no se da
cuenta de que está sudando porque el sudor se evapora a medida que va cubriendo la
piel. Es cuestión de horas, tan sólo, perder unos litros de agua. De buena gana me
acercaría a uno de esos bares que diviso al otro lado de esta vía…
—Adelante, Paul —replicó Mason—. Proseguiré yo solo la vigilancia…
—¡Un momento! —exclamó Drake de pronto—. Ahí tenemos un cliente.
—Ese coche está matriculado en California, ¿no?
—Sí, en efecto, la matrícula es de California… Se trata de un coche alquilado,
conducido por nuestro querido amigo George Keswitt Latty.
Drake apartó los prismáticos de sus ojos.
—¿Qué piensas hacer ahora, Paul?
—Permíteme que hable con él, Perry. Si la situación lo aconseja, te haré una seña
para que te unas a nosotros después.
—¿Qué supone usted que está haciendo ese joven aquí? —preguntó Della Street.
—No lo sé —manifestó Drake, colocando cuidadosamente los prismáticos sobre
el asiento—. Ahora bien, estamos a punto de averiguarlo.

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El detective echó a andar hacia el automóvil que llevaba matrícula de California
en el instante en que los hombres del puesto de control invitaban a su conductor a
detenerse.
Mason vio que la faz de Latty revelaba la más grande de las sorpresas. Al cabo de
unos segundos, Drake hizo la señal convenida.
El abogado abrió la portezuela.
—No la cierre —anunció Della Street—. Le acompaño.
Mason se volvió a tiempo, viendo sin querer un revuelo instantáneo de faldas
cuando la joven abandonó su asiento para apearse.
Cogióse al brazo del abogado.
—No desearía perderme esto por nada del mundo —dijo.
Latty, muy serio, charlaba con Paul Drake. Al ver aproximarse la pareja se quedó
con la boca abierta.
—¡Válgame Dios! —exclamó.
—¿Qué pasa? —le preguntó Mason.
—No… no tenía la menor idea de que pudieran estar ustedes aquí… Me han
desconcertado…
—¿Y qué es lo que tiene esto de desconcertante?
—Me he quedado sorprendido al verles… Les imaginaba a cuatrocientos
kilómetros de distancia de este lugar, por lo menos.
—Pues ya ve que no es así… Ahora lo mejor que puede usted hacer es estacionar
su automóvil junto al nuestro para evitar el bloqueo del puesto.
Echaron a andar mientras Latty colocaba el coche en el sitio indicado.
Della Street dijo en voz baja a Mason:
—¿Se ha fijado en su rostro? Está reflexionando a la desesperada.
—Ya lo he visto —contestó el abogado—. No le vendrán mal estos minutos.
Latty echó el freno.
—Bien —dijo Mason, abriendo la portezuela correspondiente a su asiento—.
Apéese que tenemos que hablar.
—No lo comprendo… —murmuró el joven—. No me explico qué hacen aquí.
—Tampoco nosotros comprendemos a qué se debe su presencia en este lugar —
repuso Mason.
Latty se echó a reír.
—¡Vaya! Ha sido una mutua sorpresa la que…
El abogado indicó, muy serio:
—Dejémonos de rodeos, Latty. Vamos al grano.
—¿Y quién está dando rodeos aquí? —inquirió Latty.
—Usted mismo. Y cuantos más rodeos dé, más sospechosas consideraremos sus
acciones. ¿Dónde está Linda?

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En Los Ángeles.
—¿De dónde ha sacado este coche?
—Lo he alquilado.
—¿Le dio ella el dinero?
—No.
—¿De dónde sacó el dinero necesario entonces?
—Eso es algo que no le importa.
—Yo creo que sí, que sí me importa. ¿Dónde obtuvo el dinero necesario, Latty?
—Bueno. Ya que desea saberlo, le diré que tenía unos ahorros…
—¿Unos ahorros usted?
—Sí, sí. De mi asignación mensual.
—¿Conocía Linda ese detalle?
—No.
—Perfectamente. Usted alquiló el coche, a la tarifa de seis centavos el kilómetro,
aproximadamente. La cifra de gastos totales va a subir lo suyo. Ha debido ahorrar
bastante dinero, ¿eh? ¿Trabaja usted con Dewitt?
El gesto de asombro de Latty parecía sincero.
—¿Que si trabajo con Dewitt? —repitió—. ¿Que si trabajo con ese individuo?
Ciertamente que no. Intento impedir que sea cometido un crimen. Sí; eso es lo que
hago.
—¿Cómo ha sido llegar hasta aquí?
—He estado siguiendo el coche en que viaja tía Lorraine a lo largo de
veinticuatro kilómetros. Por lo que al dinero respecta, he de decir que no sabía que el
desplazamiento iba a ser tan largo. Me figuré que podía alquilar un automóvil y ver
qué era lo que se proponía… Después abandonaron la ciudad y yo seguí tras ellos…
Pues sí, el viaje ha sido largo. Ahora no sé si habrán emprendido el regreso a
Massachusetts o…
—Se dispone a cruzar la frontera de este Estado para contraer matrimonio —dijo
Mason—. Arizona hará honor a los certificados extendidos por California. Podrán
casarse inmediatamente.
—¡Oh!
—¿Qué ignoraba usted eso?
Latty denegó con un movimiento de cabeza.
—Bien. Usted les siguió a lo largo de veinticuatro kilómetros. ¿Qué sucedió
después?
—Los perdí de vista.
—¿Los perdió de vista?
—La oscuridad dificultó mi tarea. De día me fue fácil seguirles, sin que se dieran
cuenta. Luego la cosa cambió, a veces me quedaba detrás. En otras ocasiones me

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aproximaba a la pareja.
»En Brawley se detuvieron para repostar gasolina. Me adelanté para hacer lo
mismo más allá. Pero me vi obligado a esperar porque el mozo de la estación de
servicio se hallaba ocupado con un cliente que pidió que le limpiara el parabrisas, que
le diera aire, etcétera. Me pasaron delante y yo me apresuré a pagar la gasolina que
acababan de echarme en el depósito: unos diez litros. Seguidamente, me lancé en su
busca.
»No sabía qué hacer… Llevaba el tanque de combustible casi vacío. Por otro
lado, se me estaba acabando el dinero… Tuve la impresión de que la pareja se
disponía a regresar a Massachusetts. Pensaba detenerme aquí, en Yuma, para
telegrafiar a Linda, solicitando instrucciones, pidiéndole que viniera aquí, para
recoger el automóvil, y que me enviara dinero a fin de poder tomar el avión…
—¿Y dice usted que los perdió de vista? —insistió Mason.
—Supieron que los seguía en cuanto me vi obligado a encender las luces del
coche. Ese hombre, Dewitt, prestaba poca atención al espejo retrovisor. Se mantenía
atento a lo que tenía delante y creo que no pasó por su cabeza la idea de que le
estuvieran siguiendo hasta el momento en que oscureció, cuando cometí el error de
mantenerme demasiado cerca de él con el propósito de no perderlo de vista.
»Primeramente, aminoró la marcha para que yo le adelantara. No tuve más
remedio que hacerlo; tuve que pasar… Después, me detuve en una estación de
servicio, como si me dispusiera a repostar combustible. Me alcanzó y yo, de nuevo,
me situé tras ellos. No tardó en localizarme, sin embargo, echándose entonces hacia
su derecha para que le pasara otra vez.
»Me separé del vehículo, fingiendo que no tenía el menor interés en seguirlos.
Recorrí una docena de kilómetros más y entré en otra gasolinera. En ella aguardé a la
pareja… Pero, nada. No les vi pasar ya.
—Y luego, ¿qué?
—Me eché a la carretera nuevamente, lanzándome en su busca. Vi
inmediatamente que no lograría nada. Las luces de los faros de los otros vehículos me
cegaban y… francamente: no sé si me adelantaron o no. No creo que lo hicieran…
Después de haber sido adelantado por una docena de automóviles, decidí que lo
mejor era dar la vuelta para acercarme a Yuma y telefonear.
—Usted, desde luego, ha logrado complicar las cosas bastante —dijo Mason—.
Nosotros sabíamos que la pareja se dirigía hacia este punto para contraer matrimonio.
Esperábamos darle un susto y ponernos al habla con Dewitt. Ahora, gracias a su
intervención, ignoramos dónde paran. Lo de seguir a alguien es cosa muy indicada
para profesionales. Cuando un aficionado se mete a detective lo único que logra es
enredar las cosas.
—Lo siento —dijo Latty.

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El abogado miró a Paul Drake.
—¿Qué es lo que tú crees que puede haber sucedido, Paul?
Drake se encogió de hombros.
—¡Sólo Dios sabe qué decisión han adoptado! Es probable que se hayan dirigido
a Holtville, a Brawley o a Calexico quizá. Pasarán la noche en cualquiera de esos
sitios, para venir aquí mañana y contraer matrimonio… Cabe la posibilidad también
de que hayan vuelto sobre sus pasos para tomar el camino de Arizona mañana.
¿Quién podría decirlo con exactitud?
—He de telefonear a Linda —anunció George Latty—. Se pondrá muy furiosa.
—¿Y qué es lo que desea usted decirle?
—Quiero contarle lo que ha ocurrido.
—¿Pretende emprender el regreso? —quiso saber Mason.
—He de volver… Bueno, lo cierto es que no dispongo de dinero suficiente.
Pretendo que me mande alguno y eso requiere su tiempo. Lo… lo siento. Sí;
decididamente, he complicado mucho las cosas.
—¿Llegó a ver bien a Dewitt? —preguntó Mason.
—Sí. En varias ocasiones.
—¿Vigiló acaso su apartamento?
—No. Yo sólo me preocupé de seguir el coche de Lorraine Elmore.
Mason miró expresivamente a Paul Drake.
—Bien, Latty. Creo que ya se ha mostrado bastante entrometido.
El abogado metió la mano derecha en uno de sus bolsillos, sacando un puñado de
billetes.
—Aquí hay veinte dólares —dijo—. Trasládese a Yuma. Cruce la ciudad y alójese
en el Bisnaga Motel. Dé su nombre verdadero. Ya que se encuentra usted aquí
procuraremos darle alguna aplicación. Tómese un tentempié y aguarde mi llegada.
Hemos reservado habitaciones y nos presentaremos allí más tarde. Ahora bien, es
posible que le llamemos antes. ¿Está dispuesto a prestarnos su colaboración?
—Haré lo que me manden.
—Conforme. Su intervención, en este asunto no ha sido muy afortunada que
digamos hasta ahora. Acomódese a las instrucciones que le sean dadas y no vuelva a
dar lugar a complicaciones.
Latty contestó:
—No me atrevo a hacer sugerencias, pero…, ¿no procederían mejor si se pusieran
a buscar a la pareja… esta noche?
—Intento proteger la vida de Lorraine Elmore, no su virtud —respondió Mason,
secamente—. Si descubren que les sigue alguien, lo más natural es que se muestren
cautelosos.
—O que actúen a la desesperada —apuntó Latty.

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—Debiera usted haber pensado en ello antes de abandonar Los Ángeles, ¿no? —
soltó Mason—. En fin… Trasládese a ese motel que le he dicho y espere allí nuestra
llamada.
Latty se ruborizó.
—Me tratan ustedes como si fuese una criatura, Mason. Quiero que tenga
presente que Linda fue en busca suya aceptando mis sugerencias, guiándose de mi
buen juicio, aceptando mi consejo y mi iniciativa.
—Bien. No me voy a poner a discutir con usted sobre eso, ya que no sé nada
acerca de la iniciación del presente caso y, además, con ello no ganaríamos nada.
Todo lo que deseo de usted es que se reserve su iniciativa, su perspicacia y decisión y
que se meta en el Bisnaga Motel hasta que nosotros lo tengamos preparado todo. Ya
conocerá la historia famosa de los cocineros que por ser muchos consiguieron
estropear una sencilla sopa. Si la sopa no se encuentra definitivamente echada a
perder, enfilaremos este asunto con corrección, como debe ser.
Mason se alejó del coche, seguido de Della Street.
Paul Drake señaló al joven la carretera con el pulgar.
—Por ahí —dijo.
Latty, irritado, con la cara encendida, contestó:
—De acuerdo. Pero recuerden que toda la responsabilidad del caso recae ahora
sobre ustedes.
Pisó el acelerador y el automóvil dio un salto hacia delante. Oyóse un chirrido de
neumáticos, que protestaban.
—¿Qué hacemos ahora entonces? —preguntó Drake.
—Hemos de cenar. Los agentes de Arizona seguirán en su sitio. En el momento
en que vean el coche que a nosotros nos interesa, que nos telefoneen.
—Supongamos que esos dos dejan el vehículo en Holtville, Brawley o El Centro,
alquilando un coche para venir aquí y contraer matrimonio…
—Pues entonces es que nos la han dado —manifestó Mason—. Pero es que si nos
quedamos aquí saldríamos igualmente chasqueados, ya que no conocemos a Dewitt
ni a Lorraine Elmore. La placa de matrícula de Massachusetts era el único dato
orientativo que poseíamos. Claro, podríamos decir a los agentes que se fijaran en los
ocupantes de los automóviles que pasan, a fin de ver si en alguno de ellos viajaba una
mujer en compañía de un hombre que lleva un ojo tapado…
—Ahora, como han sido puestos sobre aviso, pueden evitarnos por muy distintos
procedimientos. Por ejemplo: podrían dejar aparcado su coche en El Centro para
tomar el primer autobús que saliera en dirección a Yuma.
—Da instrucciones a los detectives de Arizona para que extremen sus
precauciones y eliminen ciertos riesgos. Si localizan el coche con la matrícula de
Massachusetts, que se pongan en contacto con nosotros. Lo mismo si ven un hombre

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con un ojo tapado. Si todo sale bien, deseo ocuparme personalmente de ellos. Hemos
de actuar con mucho cuidado, para no dar lugar a que el hombre posea una base para
demandarnos judicialmente.
Drake contestó:
—Muy bien. Instruiré a los agentes en este sentido. La idea de cenar no se me ha
antojado disparatada, ni mucho menos.
Paul Drake habló con los detectives de Arizona.
—Tendremos que procurarnos un taxi, Perry —dijo luego a su amigo.
Drake lo pidió por teléfono. Al conductor le dio el nombre del restaurante que los
detectives le habían recomendado.
Al entrar en el establecimiento, Drake dijo al cajero:
—Me llamo Paul Drake; este caballero es Perry Mason. Esperamos una llamada
telefónica. ¿Recordará usted los nombres si se produce la llamada en cuestión, a fin
de avisarnos en seguida?
—Lo haré con mucho gusto —respondió el empleado—. ¿Drake y Mason?
—Sí, Paul Drake y Perry Mason.
—Descuiden que si alguien les llama les avisaré en el acto. Acomódense en esa
mesa del rincón, por favor. Ahí hay un enchufe de teléfono, en la pared, de manera
que les será posible hablar con toda comodidad.
En el instante en que se sentaban a la mesa, Drake manifestó:
—Tengo tanta hambre que se me viene al paladar el gusto de un buen bistec… No
me atrevo a pedir esto porque requieren su preparación determinados platos y
supongo que, fatalmente, llegará aquí procedente de la cocina en el preciso momento
en que nos llamen por teléfono.
—Bueno. Los detectives de Arizona están sobre aviso. Si la pareja se dirige a un
motel, santas pascuas. Otra cosa es que vaya en busca de un juez de paz que les una
en matrimonio…
Mason dijo después a la camarera que les atendió:
—Lo mejor será que nos sirva usted tres raciones de langosta mientras esperamos,
junto con un platito de aceitunas… Queremos, además, tres buenos bistecs. Y al final,
café. Tráiganos también una ensalada. Llevamos mucha prisa, ¿eh?
La camarera se retiró.
—Bueno —dijo Drake—. Esto va a ser una gran sorpresa para mi estómago si se
me presenta la ocasión de saborearlo, verdaderamente. Sospecho que el timbre del
teléfono sonará en el instante en que aparezcan los bistecs. Tendremos que salir
corriendo y nuestro apetitoso condumio se quedará sobre la mesa.
—Ya viene la langosta —anunció Mason—. Algo nos llevaremos del
establecimiento por lo menos.
Dieron buena cuenta de sus raciones en silencio, acabando en un santiamén con

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las aceitunas. Drake, que no dejaba de mirar hacia la cocina, dijo:
—¡Aquí están los bistecs! ¡Vamos, anímate, teléfono!
La camarera colocó los platos en una mesa auxiliar. Ayudándose con una
servilleta, situó el primero ante Della Street. Un apetitoso aroma a carne asada y a
patata embalsamó el aire.
El hombre de la caja se aproximó en aquel momento a Paul Drake para decirle:
—Le llaman por teléfono, señor Drake. Aquí tiene el aparato.
Drake lanzó un gemido.
—Sí, sí. Paul Drake al habla…
—Un momento, señor. Primero hay que operar con el enchufe.
—¡Oiga! ¡Oiga! Aquí Paul Drake…
Medió Della Street:
—Ustedes perdonen —dijo armándose de cuchillo y tenedor—. Voy a hacer que
la pérdida no sea total.
La doncella colocó el segundo plato frente a Mason.
—¿Sirvo yo al señor Drake? —preguntó aquélla—. ¿O he de aguardar a que
termine de hablar por teléfono?
—No, no. Sírvale usted un bistec, ya.
Drake hizo un gesto de asentimiento dirigiéndose a la camarera y continuó
hablando ante el micro:
—¿Que no está usted seguro…? ¿Nada nuevo? ¿Ni el menor rastro de… nuestra
gente? Bueno, nosotros dentro de veinte minutos, nos habremos marchado de aquí…
En cuanto hubo dejado el micro cogió cuchillo y tenedor y empezó a «atacar» el
bistec.
—¿Y bien? —inquirió Mason.
Drake no contestó hasta haberse llevado a la boca un buen trozo de carne.
Seguidamente, manifestó:
—Nada importante que no admita espera.
—¿Hasta cuándo hemos de esperar? —quiso saber Mason.
—Hasta que yo haya liquidado este bistec. ¡Ah! Oye: me tiene sin cuidado que
alguien censure mis modales en la mesa. Me estoy ensañando con este pedazo de
carne como si fuera un león…
—Déjese de ceremonias, Paul. Usted, a lo suyo —dijo Della, sonriendo.
—¿Cómo les apetece la ensalada? —preguntó en aquel instante la camarera.
Ésta recibió detalladas instrucciones de los tres.
Por fin, Drake consultó su reloj, engulló el último bocado, tomó un sorbo de agua
y dijo:
—Esto es una auténtica sorpresa. Nunca esperé llegar tan lejos. La llamada
telefónica, Perry, fue cosa de uno de los agentes de Arizona, los del puesto de

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control… Me ha dicho que vio salir un coche que se volvía hacia California. Cree que
es el mismo al que nos acercamos, el que conducía George Latty. Quería saber si
debía enviar a alguien tras él o seguir con la misión que les retiene allí. Le contesté
que no se movieran de su sitio, hasta que nosotros estableciésemos contacto con ellos.
Los párpados de Mason se cerraron casi.
—¿Estaba seguro de eso?
—No. Fue algo muy rápido. Quizás una especie de corazonada.
—Del automóvil con la matrícula de Massachusetts, ¿qué?
—Nada, ni el más leve vestigio.
»Inspeccionaron el interior de dos autobuses llegados al puesto de control, sin
encontrar a ningún hombre que llevara un ojo tapado. Pero la verdad es que su
atención se concentra, principalmente, en los turismos.
Mason echó su silla hacia atrás, dejándose medio bistec sin tocar.
Acercóse al pupitre del cajero inquiriendo:
—¿Podría usted establecer comunicación por teléfono con el Bisnaga Motel
ahora? Quisiera hablar desde nuestra mesa.
—Con mucho gusto, señor Mason.
Mason tornó a concentrar su atención en el bistec y unos momentos después, a
una señal del cajero descolgó el microteléfono.
—¿Es el Bisnaga Motel?
—Sí —le contestó una voz masculina.
—¿Se aloja ahí un señor llamado George Latty? —preguntó Mason—. Tiene que
haber pedido habitación en el curso de esta última hora.
—A ver… Deletree el apellido, por favor.
—L-a-t-t-y.
—Un momento… Veamos… no, no.
—¿No le han encargado que reservaran una habitación a ese nombre?
—Un segundo… Voy a comprobar ese extremo. No. Aquí no figura ningún Latty.
No se encuentra aquí ni ha sido hecha ninguna reserva.
—Gracias —dijo Mason—. Lamento haberle molestado. Es que deseaba localizar
a ese señor.
—De nada. Estamos aquí para servir al público. Lamento no haberle sido de más
utilidad.
Mason dejó el teléfono. Estaba serio.
—¿Qué? ¿Nada? —preguntó Drake.
—Nada.
—¿Y qué significa eso, Perry?
—Tú sabes tanto como yo —repuso Mason—. Siento haberle dado mis veinte
dólares.

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—Supongo que le llamaría Linda —manifestó Drake—. Probablemente, sentiría
ganas de cogerle la mano y… Sí. Eso es lo que habrá pasado.
—Quizá —corroboró Mason—. Desde luego, el joven en cuestión es un «cara».
Hablaba con el mayor desparpajo de su asignación mensual, de sus ahorros. Si no
empieza a aprender ya a mantenerse sobre dos piernas va a resultar un abogado
terrible.
Mason dio fin a su bistec.
Varios minutos después abandonaron el restaurante, regresando en un taxi al
puesto de control.
—¿No ha habido suerte? —preguntó Drake a los agentes de Arizona.
—No. ¿Cuánto tiempo desea que sigamos con esto?
Drake miró a Perry Mason, brindándole la pregunta.
—¿Hasta cuándo podemos disponer de ustedes como máximo? —inquirió aquél.
—Toda la noche, si le parece bien.
—De acuerdo —confirmó Mason—. Nosotros vamos a trasladarnos al Bisnaga
Motel. Sus habitaciones cuentan con teléfono. Llámenos en cuanto vean a nuestra
pareja… Diríjanse a Paul Drake o a mí es igual. Será mejor que se procuren otro
automóvil con anticipación, a fin de que uno pueda seguir a esa gente mientras el otro
va a buscarnos al motel. Pero primero llamen por teléfono. Pensamos acostarnos
vestidos, para estar listos en unos segundos.
—¿Toda la noche, pues?
—Sí, de momento. ¿Podrían contraer matrimonio aquí durante las horas de la
noche Lorraine y Dewitt?
—Siempre que dispongan de dinero y estén dispuestos a gastárselo pueden
casarse a cualquier hora del día o de la noche.
—Tendrán dinero, seguro. Y no van a escatimarlo —afirmó Mason.
—No lo comprendo —murmuró uno de los agentes—. Esas personas no son
menores de edad.
—Son ya bastante maduras —manifestó Mason—. Creo que en este estado hay
vigentes ciertas normas que establecen la necesidad de que el que solicita una licencia
matrimonial se someta a juramento…
—Me parece que sí —dijo el detective, mirando atentamente el abogado.
—Quiero que el futuro esposo de Lorraine Elmore preste juramento y que se le
hagan preguntas sobre sus matrimonios anteriores. Probablemente, sugeriré unas
preguntas adicionales al funcionario encargado de extender la licencia… Una propina
de veinte dólares hará el milagro.
—Conforme —contestó el de Arizona—. Nosotros respaldaremos la comedia.
Nosotros queríamos saber tan sólo hasta dónde deseaba usted llegar.
—Hasta el fin —contestó Mason.

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Regresaron a Yuma en el taxi. Aquí alquilaron un coche y se encaminaron al
Bisnaga Motel. Mason solicitó una conferencia telefónica con Linda Calhoun.
—¡Señor Mason! —exclamó la joven—. ¿Dónde están ustedes ahora?
—En este instante, en Yuma, Arizona. Estamos vigilando los coches que llegan
para ver si su tía y Dewitt se proponen contraer matrimonio aquí.
—¿Cómo han llegado ustedes hasta aquí, señor Mason?
—Por vía aérea.
—Eso ha de resultar carísimo. Yo no estaba preparada…
—Usted, en este asunto, va a tener un gasto de cien dólares, en total —la
interrumpió Mason—. He ahí el importe del trabajo de la agencia de detectives por
dos días. Lo demás corre de mi cuenta.
—Pero, bueno… y eso, ¿por qué?
—Es una pequeña contribución mía en pro de una mejor administración de la
justicia —manifestó Mason—. No se preocupe por ello, Linda. ¿No ha vuelto a tener
noticias de su tía?
—No. Pero en cambio he conocido a Belle Freeman, la mujer con la que Dewitt
se prometió en matrimonio. Se encuentra conmigo en este apartamento, ahora.
—¿Está oyendo lo que usted está diciendo en estos instantes?
—¡Oh, sí!
—Bueno. Limítese a hablar lo indispensable. Yo formularé preguntas y usted me
contestará sí o no…
—No se inquiete, señor Mason —declaró Linda—. Estuvo enamorada de él hace
un par de años, pero eso pasó ya. Sabe ya muy bien quién es. Consiguió quedarse con
sus ahorros. Le habló de una inversión que rendiría beneficios seguros. En suma: la
dejó sin dinero, desapareciendo a continuación. Ahora ella quisiera recuperarlo.
—¿A cuánto asciende la suma?
—A tres mil dólares.
—No está nada mal. Divulgaremos la acción y la deuda de Dewitt y esto hará que
tía Lorraine despierte de su largo sueño. ¿Existe alguna probabilidad de que se trate
de una semejanza de nombres?
—No, no. Es él, el hombre: perdió un ojo en una expedición de caza y por eso
lleva un parche negro… Parecía un soldado de fortuna, un aventurero de novela. Las
mujeres daban en él igual que las moscas en un tarro de miel.
—¿Le ha dicho por qué se interesa por ese individuo?
—Sí. Me ha acogido con mucho agrado. Hará lo que nosotros le digamos. Quiere
ayudarnos. En la actualidad está enamorada de otro hombre.
—¿Usted sabía que George Latty intentó seguir el coche en que viaja su tía? —
inquirió Mason.
—¿George? ¡Cielos! No. Me he estado preguntando dónde estaría. Le he llamado

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por teléfono una y otra vez…
—¿Quiere usted decir que no ha tenido noticias de él?
—No.
—Resulta que el hombre ha estado efectuando algunas tareas de carácter
detectivesco. La llamará, probablemente… No se aparte mucho del teléfono; nosotros
la llamaremos más tarde. Por si nos necesita le diré que nos encontramos en el
Bisnaga Motel, en Yuma.
—¿Ha dicho «nosotros»?
—Estamos aquí Paul Drake, Della Street, mi secretaria, y yo.
—¡Santo Dios, señor Mason! ¿Y cómo va a poder ser eso? Es mucho gasto…
—Ya le he indicado que no debe preocuparse por la cuestión económica…
Llámeme por teléfono si se entera de algo nuevo.
El abogado colgó, dio cuenta detallada de la conversación que acababa de
sostener a sus acompañantes y dijo:
—Las cosas marchan. Yo voy a quitarme los zapatos, de momento. Creo que nos
encaminamos hacia el final de la aventura.
—Yo estaré listo con dos minutos que me den de tiempo —declaró Drake.
—Concédame cinco a mí, Perry, y me encontraré a punto.
—Mire, Della: no es necesario que usted…
—No me perdería esto por nada del mundo, señor Mason. Todo lo que necesito
son cinco minutos pero debo disponer de ellos de veras.
—Concedidos —prometió Mason.
—¿Puede usted, realmente, concederles ese margen de tiempo…? Estaba
pensando en Montrose Dewitt…
—Creo que sí. La pareja querrá descansar un poco antes de la ceremonia.
Se retiraron a sus habitaciones. Mason se quitó los zapatos, tendiéndose en el
lecho. Amontonóse las almohadas detrás de la cabeza, encendió un cigarrillo y
comenzó a dormitar. El cabo de una hora le despertó por completo el estridente
timbre de un teléfono.
—Diga, diga…
—¿El señor Mason?
—Sí.
—Una llamada telefónica de Los Ángeles.
—Póngame en seguida, por favor.
Al cabo de unos segundos oyó la voz de Linda Calhoun.
—¡Oh, señor Mason! Me alegro de poder hablar con usted… He… tenido noticias
de tía Lorraine.
—¿Dónde se encuentra? —preguntó Mason.
—En Calexico. ¿Sabe usted dónde para esta población?

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—Sí. Queda junto a la frontera. Por un lado está Calexico y por el otro Mexicali.
¿Está usted en su apartamento?
—Sí.
—¿Sola?
—No. Belle Freeman está aquí, conmigo. Después de la conversación que usted y
yo sostuvimos antes se puso muy nerviosa. Hemos pasado el rato charlando,
bebiendo café, conociéndonos… Belle Freeman es una compañía muy agradable.
—Ya, ya. Intentaba imaginármela. ¿Es una persona afectuosa?
—¡Oh, mucho!
—Bueno, ¿y por qué la llamó su tía? ¿Para decirle que se había casado?
—No, no. Deseaba tan sólo decirme que lo había olvidado todo, que quería que
volviéramos a nuestra antigua unión, a toda costa.
—He ahí algo que da a entender que se ha casado —señaló Mason sombríamente
—. Se habrán plantado en Méjico, sometiéndose en una parte u otra a la ceremonia de
rigor.
—¡Oh, señor Mason! Yo espero que no sea así… Hacía tiempo que tía Lorraine
no se expresaba en los términos que ha empleado ahora. Me dijo que lamentaba
mucho la discusión que habíamos sostenido. Añadió que en aquellos momentos se
hallaba excitada, nerviosa, pero que todo cambiaría de aquí en adelante… Luego, me
anunció que nos veríamos mañana por la tarde.
—¿Por la tarde?
—Sí.
—¿Le dijo dónde?
—Pues no. Supongo que sería aquí en el hotel.
—¿Le reveló dónde estaba hospedada?
—En el Palm Court Motel.
—¿No le dijo nada acerca de Dewitt?
—No. Tampoco le pregunté yo por él… Ahora bien, por la forma de hablar, por el
sonido de su voz, por todo, me parece… Yo me inclino a pensar que de haber
contraído matrimonio me lo habría dicho.
—Yo no estoy tan seguro de eso —manifestó Mason—. Su llamada, sus excusas,
sus mismas palabras, me inducen a creer que se ha casado. ¿Ha tenido usted noticias
de George?
—Sí —respondió Linda.
—¿En qué sentido?
—Me pidió que le girara veinte dólares.
—¿Desde dónde le habló?
—Desde El Centro.
—¿Le envió el dinero?

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—Voy a hacerlo ahora. He querido ponerle al corriente de lo que sucedía antes de
salir.
—Haga lo que quiera. Se trata de su novio y de su dinero.
La chica se echó a reír.
—Me parece, señor Mason, que George no le ha caído muy bien. Le ha pasado lo
que a tía Lorraine.
—Repito lo dicho: se trata de su novio y de su dinero. ¿Le llamó antes o después
de su conversación con tía Lorraine?
Poco después.
—¿Y le dijo dónde se encontraba Lorraine Elmore?
—Por supuesto. Me preguntó si sabía algo, de manera que le puse al corriente de
todo. No apruebo la escapada de George. Tendrá que darme algunas explicaciones.
Llegué a sentirme preocupada por su culpa. Me he pasado la tarde llamando a su
habitación…
—Tengo la impresión de que su tía se ha casado o que intenta casarse a primera
hora de la mañana. Después, tomará seguramente un avión, para ir a verla a usted.
—Yo… yo no he llegado a pensar eso —dijo Linda—. Sin embargo, ahora que
caigo en la cuenta… ¿Podemos hacer algo nosotros, señor Mason?
—No lo sé todavía. Pensaré en ello.
—Sería una tragedia para ella, verdaderamente, llegar demasiado lejos con ese
hombre…
—Creo adivinar lo que siente. Tendrá usted noticias mías mañana.
—Muchísimas gracias por todo, señor Mason… Buenas noches.
—Buenas noches —dijo el abogado colgando el micro.
Mason se encaminó a la puerta que comunicaba con la habitación de Drake.
Llamó suavemente. Luego, la entreabrió, escuchando durante unos momentos la
rítmica respiración del detective, acompañada de leves ronquidos.
—Despiértate, Paul —dijo Mason—. Disponemos de una información y hemos
de actuar con arreglo a ella.
Drake se sentó en el lecho, frotándose los ojos y bostezando ruidosamente.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Lorraine Elmore y, evidentemente, Montrose Dewitt se encuentran en el Palm
Court Motel de Calexico.
Drake se quedó pensativo, rumiando las palabras de Mason.
—Sucede algo extraño —añadió Mason—. Tía Lorraine llamó a Linda Calhoun
hace unos minutos para decirle que deseaba que fuesen amigas y que iría a verla al
hotel mañana por la tarde.
—¿Se han casado esos dos? —preguntó Drake.
—Me temo que sí… También pudiera suceder, sin embargo, que la pareja

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esperara en Calexico hasta la mañana para venir aquí, regresando tras la ceremonia de
la boda a Los Ángeles. Para mí, esta suposición tiene una base muy endeble.
»Acuérdate de que los dos, gracias a la torpeza de George Latty, se dieron cuenta
de que estaban siendo seguidos.
—¿Qué hacemos, entonces? —inquirió Drake.
—Tú quédate aquí y mantente en contacto con la agencia de detectives de
Arizona. Yo cogeré el coche alquilado para trasladarme a Calexico. Voy a sacarles del
lecho y me enfrentaré con Dewitt.
—¿Estás suficientemente respaldado para poder proceder así?
—Creo que sí porque pienso en Belle Freeman y en el cheque incobrable. Sí; hay
una base para poder comenzar a formular preguntas.
»Lo que yo temo es que la conversación telefónica haya sido una treta para
desorientar a Linda. Pueden haberle dicho que estaban en el Palm Court Motel
cuando se disponían a ponerse en camino hacia Yuma.
»Si cruzan la frontera, tú les seguirás con todo cuidado. No formules acusaciones.
Date a conocer, simplemente, y pregúntale a Dewitt qué se proponía al entregar a la
encargada del edificio en que se halla su apartamento un cheque contra una cuenta
corriente sin fondos. Lo más probable es que saque dinero de su bolsillo y se apresure
a hacerlo efectivo.
»Seguidamente, pregúntale si es el mismo Montrose Dewitt que obtuvo una
licencia matrimonial para casarse con Belle Freeman. Si contesta afirmativamente,
pregúntale si guarda todavía tres mil dólares de Belle, que recibiera para efectuar
unas inversiones. Pídele detalles de la inversión efectuada de ese dinero en el caso de
que te asegure que se ha desprendido de él.
»Ten cuidado, Paul. No formules acusaciones directas. No des lugar en ningún
momento a que ese sujeto pueda demandarte por difamación.
Drake, que había estado escuchando con toda atención a Mason, contestó:
—De acuerdo, Perry. Creo que sabré arreglármelas bien. Pondré a ese tipo a la
defensiva y tú, desde luego, deseas que lo haga todo delante de la mujer.
—No es eso lo que he dicho —respondió Mason, sonriendo.
—Acabo de leer en tu mente —declaró Drake—. ¿Qué hacemos con Della?
—Della me acompañará. A mí se me antoja que seré yo quien establezca contacto
con esa gente y quiero que tome nota de nuestra conversación.
El abogado se encaminó a otra puerta de la suite, llamando con los nudillos.
—Empiece a hacer uso de sus cinco minutos, Della.
Una voz enronquecida por el sueño respondió:
—De acuerdo, jefe. Estoy en seguida con usted.

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Capítulo 5

Cuando divisó las luces de Calexico, Mason dijo a Della Street:


—Despiértese, Della. Estamos llegando.
La joven hizo un esfuerzo, irguiendo el cuerpo. Somnolienta todavía, sacudió la
cabeza, contestando con una sonrisa:
—Creo que le he hecho poca compañía.
—No era necesario que estuviésemos los dos despiertos.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó ella.
—Prepare usted su bolígrafo y su bloc de taquigrafía, ya que tendrá que tomar
algunas notas. Vamos a acercarnos al Palm Court Motel. Una vez allí sacaremos a tía
Lorraine y a Montrose Dewitt del lecho.
—¿Del mismo lecho?
—Eso es algo que todavía tenemos que ver.
—Y luego, ¿qué?
—Formularemos algunas preguntas —dijo Mason.
—Supongamos que él se niega a contestárselas.
—Insistiremos.
—¿Insistirá él desentenderse de usted?
—Le asiste ese derecho.
—¿Consentirá usted en que se salga con la suya?
—No.
—En otras palabras: pudiera producirse dentro de poco una escaramuza.
—Es posible —admitió Mason—. No obstante, recuerde usted esto: tía Lorraine
se halla enamorada de ese hombre. Todo lo que hagamos ha de tender a presentárselo
tal como es. Si Dewitt se empeña en mostrarse descortés, haremos ver que quien está
equivocado es él. Nosotros hemos de movernos de modo que todas nuestras acciones
parezcan ser razonables y corteses…
—¿Ya sabe usted dónde queda el Palm Court Motel? —inquirió Della.
—Daremos con ese motel, no se preocupe. La ciudad no es grande; no nos costará
trabajo localizarlo.
—¿Está Méjico por allí?
—Al otro lado de la frontera, sí. Todo lo que queda al otro lado de las puertas que
usted ve y de la valla es Méjico.
—¿Podrán contraer matrimonio allí?
—Es probable que sí.
—¿Cree usted que se habrán casado ya?
—No lo sé. El caso tiene sus peculiaridades. Lo principal es quitarle a tía

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Lorraine la venda de los ojos.
—Eso le va a doler —aventuró Della.
—Mejor es que le duela… Peor sería que le costara la vida.
—¿Hasta tal punto cree usted que se encuentra en peligro?
—Si no creyera eso no estaríamos aquí.
El coche llegó a un cruce de carreteras.
—Los moteles caen por ahí… Lo más seguro es que se encuentren
completamente a oscuras ahora… Un momento. Fíjese en aquel anuncio…
—¡Ahí está lo que buscamos! —exclamó Della Street—. Es un rótulo luminoso:
¡el Palm Court!
—Magnífico. Tienen habitaciones libres, ya que de otra manera lo habrían
apagado. Y si hay habitaciones libres el encargado del establecimiento no torcerá el
gesto cuando lo saquemos de la cama. ¡Vaya! Mira por dónde vamos a poder
alojarnos nosotros también cómodamente. Esto va a ser como una amistosa reunión
familiar.
El abogado detuvo el coche delante de un letrero que rezaba: Oficina. Luego se
apeó, pulsando el botón del timbre.
Pasó más de un minuto antes de que una mujer de aspecto respetable, de cuarenta
y tantos años de edad, abriera la puerta. Acababa de embutirse en una bata y se ceñía
el cordón de la misma a la cintura.
Miró a Mason y a Della Street de pies a cabeza.
—¿Una cabina? —preguntó.
—Dos —contestó Mason.
—¿Dos?
—Dos, en efecto.
—Bueno, mire usted… Nosotros, en estos casos, alquilamos una cabina sin hacer
demasiadas preguntas. No solicitamos, por ejemplo, la licencia matrimonial. Pero
cuando una pareja desea dos… Entonces lo que pasa es que pretendemos asegurarnos
de que todo está en regla.
—Pues todo está en regla, señora —repuso Mason—. Por eso precisamente
solicitamos un par de cabinas. Esta joven es mi secretaria. Yo soy abogado. He de
atender a ciertos asuntos personales en esta ciudad.
—Ya, ya. ¿Quieren hacer el favor de firmar aquí?
—A propósito… —manifestó Mason—. Estaba esperando reunirme con unas
personas aquí. ¿Qué cabina ocupan los Dewitt?
—¿Los Dewitt?
—Sí.
—El señor y la señora… ¡Ah! Usted se refiere a Montrose Dewitt. Pues es
extraño, pero ellos también pidieron dos cabinas. Él se encuentra en la decimocuarta

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y la señora Elmore en la decimosexta. Llegaron aquí juntos.
Mason empezó a llenar unas fichas.
—¿Le dijeron qué tiempo pensaban quedarse aquí?
—La noche tan sólo.
—Muy bien. ¿Qué valen las cabinas?
—Doce dólares las dos.
Mason pagó. La mujer le alargó las llaves.
—Aparque su automóvil delante de las cabinas. Poco movimiento habrá ya aquí.
No me quedan más alojamientos vacantes. Voy a apagar las luces y a dormir.
El abogado, una vez hubo dejado el coche, llevó el maletín de Della Street a la
unidad que le había sido asignada.
—Reúnase conmigo delante de mi cabina, Della, dentro de cinco minutos.
Mason abrió la puerta de su habitación, encendió las luces, echó un vistazo a su
alrededor y esperó a que su secretaria llamara.
—¿Lista?
—Sí.
—Primeramente nos las entenderemos con tía Lorraine, ya que deseo escuchar
cuanto tenga que decir. Ella se encuentra en la cabina decimosexta.
El abogado llamó suavemente en la puerta correspondiente.
Como no hubiera respuesta a la segunda llamada, Della Street susurró:
—Probablemente se encuentran los dos en la cabina decimocuarta… Esto va a
resultar embarazoso para todos.
—Para nosotros, ¿por qué?
Los dos se acercaron a la habitación de Montrose Dewitt. Mason produjo una
suave llamada con los nudillos.
—No me gusta proceder así —confesó Della Street—. Esto es atraparla en la más
molesta de las situaciones.
—Nosotros no tenemos la culpa de que ella haya llegado hasta aquí. A fin de
cuentas, como ya le dije a George Latty, nosotros no intentamos proteger su virtud.
Nosotros nos estamos esforzando por salvarle la vida.
El abogado tornó a llamar…
De nuevo, el silencio. Mason miró a Della Street con el ceño fruncido.
—Habrá observado usted, Della, que no hay ningún coche estacionado frente a
las dos cabinas. Tampoco he visto por aquí ningún automóvil con matrícula de
Massachusetts.
—¿Significará eso que se han marchado?
—Es evidente —contestó Mason—. Me lo temía, a decir verdad. Sabían que
estaban siendo seguidos. Tía Lorraine llamó por teléfono a Linda para que ésta
desorientara, con su seguridad, a quienes estuviesen en contacto con la joven. A

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continuación salieron para Yuma. Quizá se encuentren allí en estos momentos,
obligando a Paul Drake a emplearse a fondo.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
—Llamar a Paul Drake. No tiene objeto que regresemos inmediatamente, ya que
quizá todo habrá terminado cuando nosotros lleguemos allí.
—¿A dónde llamamos?
Mason señaló la cabina telefónica en un rincón.
—A ver si consigue localizar a Paul Drake en el Bisnaga Motel —dijo—. Utilice
nuestra tarjeta de crédito, Della.
Della entró en la cabina telefónica y al cabo de unos momentos dijo:
—Hola, Paul. Perry desea hablarle.
Mason, ya ante el aparato, saludó a su amigo:
—¿Qué hay, Paul? No esperaba encontrarte ahí.
—¿Por qué? —inquirió Drake con voz enronquecida, que delataba su sueño—.
Me dijiste que me quedara aquí, ¿no?
—Nuestra presa ha desaparecido de Calexico —explicó Mason—. Me figuré que
la pareja se encontraría en Yuma a esta hora.
—No sé ni media palabra de ella.
—Tienen que haber burlado nuestra vigilancia.
—Es difícil burlar la vigilancia de nuestros colaboradores de Arizona —declaró
Drake—. Y menos viajando esa gente en un coche que lleva matrícula de
Massachusetts.
—Bien. Todo eso significa que ellos han cruzado la frontera, adentrándose en
Méjico. Se habrán casado ya, seguramente. No estoy familiarizado con las leyes
mejicanas referentes al matrimonio, pero supongo que no habrán tropezado con
grandes dificultades para conseguir su propósito. Siento haberte molestado, Paul,
pero me he visto obligado a efectuar esta comprobación.
»Nos encontramos en el Palm Court Motel. Aquí están registrados los nombres de
Dewitt y de tía Lorraine, pero dudo de que vuelvan por este lugar. Yo estoy en la
cabina novena y Della en la séptima. Las habitaciones cuentan con teléfono. Si pasa
algo fuera de lo corriente, telefonea.
—Conforme. Y si no ocurre nada…
—Dile al piloto que se acerque a Calexico con el avión. Esto ha de ser a primera
hora de la mañana… Poco tenemos ya que hacer por lo que respecta a esta fase del
caso. Cuando veamos a Lorraine Elmore, se habrá transformado ya en la señora de
Montrose Dewitt.
Mason colgó, diciendo a Della:
—Creo que no conseguiremos nada aguardándoles, Della. No obstante, yo
esperaría todavía un rato por si, por cualquier azar, volvieran. Si transcurrido el

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período de tiempo que creemos prudente no han regresado, es que ya…
—Usted no hará tal cosa —le interrumpió la joven—. Yo he dormido un par de
horas… Usted lleva ya muchas sin pegar un ojo. Va a acostarse en seguida y…
Él denegó con la cabeza.
—Quiero dedicar unos momentos de reflexión a este asunto, Della. No me
acostaré hasta que haya aclarado mis ideas sobre el mismo, pase lo que pase. Usted
ahora se acuesta y ya nos veremos por la mañana. Yo me encargaré de despertarla.
—A mí me gustaría, jefe, si usted quiere…
—No. Usted se va a dormir, Della. Voy a pensar en todo esto un poco ahora.
Buenas noches.
Mason apagó las luces y colocó una silla junto a la puerta de su cabina. Luego se
sentó, encendiendo un cigarrillo concentrándose por completo en el problema que
tenía entre manos.
A las tres y media de la madrugada seguía sin aparecer el coche de la matrícula de
Massachusetts. Entonces Mason se levantó, cerró la puerta y después de desnudarse
se tendió en el lecho quedándose dormido instantáneamente.
A las seis y media, Della llamó suavemente a su puerta.
—¿Está usted levantado, jefe? —inquirió en voz baja.
Mason abrió.
—Acababa de afeitarme —contestó—. ¿Desde cuándo está en pie?
—No hace mucho que me he levantado. Nuestros tortolitos han abandonado el
nido.
—Eso es lo que sucede, al parecer —manifestó Mason—. Me asomé por la
ventana nada más despertarme. Los dos… ¡Vaya! ¡Quién lo hubiera dicho!
—¿Qué pasa? —preguntó Della Street.
Mason le señaló las cabinas posteriores.
—Eche un vistazo por ahí. Fíjese en el hombre que ahora abre la portezuela de su
coche. Mire con disimulo.
—¡Cómo! ¡Pero si es George Latty! —exclamó Della Street mirando por encima
de su hombro.
—Ciertamente —corroboró Mason—. Veamos qué nos dice ese hombre.
Latty miraba en la guantera de su automóvil cuando Mason dijo:
—Buenos días, Latty.
Latty volvió la cabeza rápidamente. El gesto que apareció en su rostro era de
incredulidad.
—¡Usted! ¿Qué hace usted aquí?
—Muy bien. Iniciaremos nuestro diálogo como en Arizona. ¿Y usted qué hace en
este lugar?
—¿Yo? Tenía que dormir en algún sitio, ¿no?

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—¿Sabía que tía Lorraine estaba aquí? —preguntó Perry Mason.
—¡Ssss! No hable tan alto… Pasemos a mi cabina. Ellos ocupan la de al lado.
—¿Y se encuentran ahí?
—Desde luego.
Mason hizo una seña a Della Street.
Los dos penetraron en la cabina de Latty.
—¿Cuánto tiempo hace que está usted aquí? —inquirió Mason.
—No lo sé. No me he fijado en la hora.
—Por el libro registro del motel podremos saberlo fácilmente.
—Está bien… Llegué aquí poco antes de la medianoche, me parece.
—¿Y ha estado usted metido en su cabina todo este tiempo?
—No. Salí… Bueno. Quise echar un vistazo por los alrededores. Deseaba ver
Méjico. Yo…
—¿Qué duró su ausencia?
—Se alargó algo… No sé.
—¡Qué mal miente usted, Latty! —exclamó Mason—. Explíqueme lo que ha
estado haciendo.
—¿Y a usted qué le importa?
—Por lo que veo, Latty, ha estado jugando de nuevo a los detectives. Ya lo echó a
perder todo una vez y ahora lo ha estropeado todo de nuevo. Supongamos que
accede, para variar, a contestar a mis preguntas con entera franqueza. Cuando usted
llegó aquí, ¿estaba el coche de la matrícula de Massachusetts estacionado delante de
esas cabinas?
—¿Cómo? Sí, claro… Espere un momento… Bueno, concretamente no recuerdo
haber visto el automóvil en cuestión.
—¿Sabía que Dewitt y tía Lorraine se encontraban aquí?
—Sí.
—¿Por eso vino?
—Pues…
—Mire, Latty —dijo Mason—: no puedo permitirme el lujo de perder el tiempo.
Usted telefoneó a Linda desde El Centro y consiguió que la joven le enviara algún
dinero. Hablando con ella se enteró de que tía Lorraine y Dewitt estaban en este
lugar. ¿Qué hizo usted a continuación?
—Vine aquí y pedí la cabina anexa a la de ellos. Ellos estaban en esa unidad y
para su información le diré que las paredes no son muy gruesas. Pueden estar oyendo
cuanto decimos.
—Si siguieran ahí, sí.
—Siguen ahí.
—No, no, ya no.

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—Estaban ahí.
—¿Cuándo?
—Cuando yo entré en esta unidad. Poco después de haber entrado les oí hablar.
—Mire, joven: no tengo tiempo ni gusto por sacarle la verdad gota a gota,
exprimiéndole. Déjese de rodeos y responda a mis preguntas. ¿Por qué no se quedó
en Yuma como yo le indiqué?
—Porque… porque no quise. Y no pienso contestar a sus preguntas, a ninguna.
No me gusta que me hable en ese tono de voz. Sépalo de una vez para siempre, y que
no se le olvide: soy yo quien ha contratado sus servicios. Usted no tiene por qué
decirme qué es lo que debo y lo que no debo hacer.
—De acuerdo. Pongamos las cosas en claro —replicó Mason—. Usted no ha
contratado mis servicios. Usted no ha contratado los servicios de nadie. Por lo que a
mí se refiere, usted es una especie de equipaje de exceso. Y le veo, además, como una
esponja, como un parásito. Usted es un adolescente muy verde todavía, que intenta
actuar como un hombre, pero que no sabe cómo.
»Para que esté bien informado: voy a apartarme por completo de este asunto si
usted ha de continuar teniendo algo que ver con él. He terminado, sí. Voy a llamar por
teléfono a Linda para decirle todo lo que pienso sobre el particular.
Mason hizo un gesto dirigido a Della, dio la vuelta y salió.
Poco después hablaba por teléfono con Paul Drake.
—¿Se ha producido alguna novedad por ahí, Paul?
—Ninguna.
—Bien. Ponte al habla con el piloto del avión. Aterrizad en este aeropuerto y
recogedme. Cuando haya hecho entrega del automóvil alquilado, regresaremos a Los
Ángeles. Dejamos el caso.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Drake.
—El novio de Linda… Aparte de que esto marcha ya como Dios quiere. No sé, en
realidad, qué es lo que ha sucedido y no dispongo de tiempo para dedicarlo a sacarle
la verdad al jovencito. Vosotros venid, que pronto estaremos de vuelta en Los
Ángeles.
Mason llamó luego a Linda.
—Los pájaros han abandonado el nido —le hizo saber.
—¿Qué ha pasado?
—Su novio, George Latty, intentó llevar a cabo ciertas empresas detectivescas y,
al parecer, lo echó todo a perder.
—¿Qué hizo exactamente? Está en El Centro; es decir, estaba en El Centro.
Ahora ya habrá regresado; o estará al regresar.
—Se equivoca —declaró Mason—. Se encuentra aquí, en el Palm Court Motel.
Llegó por la noche, a última hora, arreglándose para que le dieran la cabina contigua

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a la ocupada por Montrose Dewitt. Evidentemente, estuvo escuchando a sus vecinos,
ya que me dijo que los muros de los alojamientos son muy finos…
—¡Válgame Dios! —exclamó Linda.
—No sé qué pasó, pero lo cierto es que las cabinas dan la impresión de hallarse
vacías en estos momentos y…
—¿Se refiere usted a dos? —preguntó la chica.
—Sí… A la decimocuarta y a la decimosexta. George pidió la duodécima. Por lo
visto, ellos se marcharon. Seguramente, localizaron a su novio, decidiendo
marcharse. George se ha mostrado reservado conmigo y yo no dispongo de tiempo
para dedicarme a hacerle hablar a la fuerza, empleando algunos trucos. Tengo la
impresión de que se ha metido en algún lío y que pretende disimularlo.
»Dispongo de un avión y dentro de un par de horas me encontraré de regreso en
Los Ángeles. Hemos perdido todo contacto con su tía y no vale la pena que yo
malgaste inútilmente el tiempo y usted su dinero…
»Su tía le prometió que se verían esta tarde. En estos instantes se me figura que
no disponemos de mejor punto de partida que éste. Me encontraré en la ciudad
cuando ella se reúna con usted. Esperemos que Dewitt la acompañe.
—Pero… ¿y George?
—George supone otro de los problemas que afectan a usted. Quisiera saber si le
envió dinero suficiente para un pasaje aéreo de ida y vuelta.
—De ida solamente.
—Póngalo en camino, Linda. Quiero quitármelo de encima. ¿Me acepta una
sugerencia? Búsquele un billete de autobús en lugar del pasaje de primera clase de un
«jet». Hay que hacerle saber que el hombre que actúa exclusivamente a base del
dinero ajeno es llamado entre nosotros un…
El abogado guardó silencio. Acababa de oír un terrible grito, que salvó el
obstáculo de la puerta de cristales de la cabina telefónica.
—¿Qué ha sido eso? —inquirió Linda. He creído oír un grito…
Aquél se repitió, esta vez más cerca de la cabina.
Mason abrió la puerta.
Una mujer que llevaba en una mano una bayeta y en la otra un cubo, corría por la
zona de los aparcamientos de coches gritando con todas sus fuerzas.
En el momento de mirar Mason hacia ella el cubo rodó por el suelo, dejando una
estela de agua jabonosa.
La mujer continuó su carrera, llevando la bayeta y luego la arrojó lejos de sí,
como si se hubiese tratado de alguna cosa contaminada. Después chilló con todas sus
fuerzas:
—¡Señora Chester! ¡Señora Chester! ¡Un crimen! ¡Ha sido cometido un crimen!
Oyóse el ruido de una puerta al cerrarse estrepitosamente.

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Mason dijo a Linda:
—Espere un momento. No permita que interrumpan la comunicación. Voy a echar
un vistazo por ahí fuera, a ver qué pasa. La mujer que gritaba salió de la cabina
decimocuarta, cuya puerta se encuentra abierta todavía.
En compañía de Della Street, Mason echó a correr hacia la cabina citada.
El abogado se asomó al interior.
La cama estaba hecha, pero las almohadas habían sido amontonadas hacia la parte
de la cabecera.
Tendida en el suelo se veía la figura de un hombre vestido, parcialmente sobre su
espalda. Un negro parche cubría uno de sus ojos. El rostro tenía el color
inconfundible que sólo da la muerte.
—¡Dios santo! —exclamó Della Street—. ¿Qué es lo que hay en el otro
apartamento?
Mason volvió la cabeza, respondiendo:
—No voy a tardar mucho en saberlo.
Introdujo la llave que dejara allí la doncella en la cerradura de la cabina
decimosexta, haciéndola girar.
Mason abrió la puerta sin muchos rodeos.
Había allí varias maletas de aspecto lujoso que habían sido abiertas. Los objetos
que contuvieran estaban distribuidos por la habitación. En su mayor parte eran de uso
femenino.
Tampoco aquí habían utilizado el lecho.
—¿Quién es usted? —preguntó la mujer que se había acercado al abogado.
—Soy Perry Mason, y esta señorita es mi secretaria. Hemos oído hablar a la
doncella que había sido cometido un crimen.
—Aquí no, aquí no —declaró la criada—. Todo ha ocurrido en la otra cabina, en
la decimocuarta.
—¡Oh! Perdón —dijo Mason.
—¿Es usted agente de policía? —inquirió el encargado del motel.
Mason sonrió.
—Soy abogado.
El encargado miró hacia la puerta de la cabina decimocuarta, adentrándose luego
en la habitación.
—Bueno, bueno… —dijo Mason, como si viese el cadáver por primera vez—. Al
parecer aquí hay un hombre muerto… Sin embargo, no veo por ningún lado
indicaciones de que haya sido cometido un crimen.
Se abrió la puerta de la cabina duodécima, presentándose en la entrada George
Latty, con los faldones de la camisa fuera, la cara cubierta de jabón y una navaja de
afeitar en la mano.

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—¿Qué significa todo este escándalo? —preguntó.
Mason no le prestó la menor atención, diciendo al encargado:
—Yo tengo la impresión de que se trata de una muerte natural, pero lo mejor es
que llame usted a la policía.
El encargado del motel procedió a cerrar las puertas de las dos cabinas.
Abrióse ahora la de otro alojamiento. Un hombre en pijama, sobre el cual se había
echado una bata, preguntó:
—¿Qué eran esos gritos?
—Una de las doncellas, que se asustó —explicó el encargado.
George Latty miró a Mason.
—¿Qué significa todo esto?
Mason contestó:
—¿A qué se refiere?
—A los gritos.
—¿Los oyó usted también?
—Naturalmente que los oí. Eran tan estridentes como los silbidos de una
locomotora.
—¿Cuándo se enjabonó usted el rostro? ¿Antes o después de haberlos oído?
—Antes, desde luego. ¿Por qué me hace esa pregunta?
—Seguramente esperó algún tiempo para abrir la puerta.
—No… no me encontraba presentable.
—¿Quiere decir que se cambio de ropa?
—No. Iba vestido como me vio. Lo que pasa es que… vacilé.
—Ya, ya.
Mason se encaminó hacia la cabina telefónica a buen paso.
—¿Está usted todavía ahí, Linda? —inquirió ante el aparato.
—¡Cielos! Sí. He tenido que sostener una verdadera batalla con la central para
impedir que cortaran la comunicación. ¿Qué ha sucedido?
—Al parecer Montrose Dewitt ha muerto. Y su tía ha desaparecido. Alguien ha
registrado las maletas que se encontraban en las dos unidades, actuando a toda prisa.
Como George Latty ocupaba la contigua a la de Dewitt, inevitablemente se
presentarán complicaciones.
—¡Válgame Dios! ¿No habrá usted querido indicarme que hubo una lucha? Es
imposible que George…
—Sí, estoy de acuerdo con usted en que George no ha actuado así —declaró
Mason al ver que Linda titubeaba—. Ahora bien, el problema principal ante la cosa
es: ¿qué ha sido de su tía…? Un momento, un momento… ¿Es pelirroja su tía?
—Sí.
—Creo que la mujer que acaba de pasar junto a mí y que está aproximándose a la

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cabina decimosexta es… la llamaré luego. Adiós.
Dejó el teléfono, cruzando a toda prisa la zona de aparcamiento.
George Latty se había retirado, cerrando la puerta de su habitación.
El encargado del motel y la doncella se encontraban en la pequeña oficina del
establecimiento, llamando a la policía, por lo visto.
La mujer intentó abrir la puerta de la cabina decimosexta. Iba a dirigirse ya hacia
la decimocuarta cuando Mason la cogió por un brazo.
—¿Lorraine Elmore? —preguntó el abogado.
Ella giró en redondo. Tenía los ojos muy abiertos, dilatados por el pánico de que
se sentía poseída.
—Sí, soy Lorraine Elmore. ¿Y usted quién es?
—Soy abogado. Y creo que vale más que hable usted conmigo antes que con
cualquier otra persona.
—Pero… Es que tengo que entrar en mi habitación. He de localizar a… mi
amigo.
—¿No tiene usted llave?
—No.
—¿Dónde está?
—Se la… llevaron.
Mason contestó:
—Por favor, señora Elmore: acompáñeme. Para su información le comunicaré
que conozco a su sobrina, a Linda Calhoun.
—¿Usted conoce a… Linda?
—Sí.
Mason aumentó su presión sobre el brazo de Lorraine Elmore mientras cruzaban
la zona de los aparcamientos.
—Le presento a Della Street, mi secretaria de confianza. Si usted se aviene a
charlar un rato con nosotros, señora Elmore, podremos ayudarla, y tal como están las
cosas me inclino a pensar que va a andar necesitada de ayuda ciertamente.

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Capítulo 6

A un gesto de Mason, Della Street procedió a acomodar a Lorraine Elmore en su


sillón. La secretaria se sentó a su lado.
El abogado estuvo de pie unos momentos. Seguidamente se dejó caer sobre el
borde del lecho.
—¿Qué puede usted decirme, señora Elmore?
—¿Es usted amigo de Linda?
—Sí. La joven estuvo en relación conmigo sobre otro asunto. Creo que lo que a
ella le interesaba…
—Sólo necesitaba saber eso: que era amigo de Linda. Han asesinado a Montrose.
—¿Quienes lo han asesinado?
—Unos enemigos —replicó la mujer vagamente.
—¿Qué enemigos?
—Los suyos —dijo la señora Elmore, echándose a llorar.
Della Street le pasó un brazo por los hombros.
—Si usted no puede decirnos lo que ha sucedido, señora Elmore, sin antes dar
rienda suelta a su emoción…
—Limítese a señalar los hechos escuetamente —propuso Mason.
Lorraine Elmore contuvo las lágrimas.
—¡Oh! ¡Íbamos a ser tan felices!
—Usted haga un esfuerzo; pruebe a contar al señor Mason todo lo que pasó —
dijo Della Street.
—Ha sido terrible… Intentábamos orientar nuestras vidas; deseábamos comenzar
de nuevo y…
—Por favor, señora Elmore: díganos lo que ha sucedido. Cíñase a los hechos.
—Nos perseguían… Montrose se sentía cada vez más atemorizado. Me explicó
que había personas que… que no le dejarían…
Lorraine Elmore empezó a llorar otra vez.
—Bueno, señora Elmore. Voy a hacerle unas preguntas. Contéstemelas con pocas
palabras, ajustándose a ellas. ¿Dónde está su coche?
—Ahí fuera —repuso Lorraine con un torpe movimiento del brazo—. Por ahí.
—¿Dónde?
—En una carretera en bastante mal estado.
—¿Dónde?
—A algunos kilómetros de aquí.
—¿A qué distancia?
—No lo sé.

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—¿Cuánto tiempo duró el desplazamiento hasta el instante de abandonar su
coche?
—Unos… unos veinte minutos, supongo, después de haber salido nosotros de
este lugar.
—¿A qué hora salieron de aquí?
—No lo sé… Alrededor de la medianoche, quizá.
—¿Por qué se fueron?
—El coche que nos había estado siguiendo se encontraba aparcado en este sitio.
Montrose lo reconoció.
—¿Conocía a su conductor?
—No.
—¿Y les había estado siguiendo a ustedes?
—Sí.
—¿Está usted segura de ello?
—Desde luego. El hombre se detuvo en una estación de servicio para dejarnos
pasar y después intentó alcanzarnos nuevamente. Nosotros aminoramos la marcha y
le obligamos a que nos adelantara.
—¿No reconoció al conductor?
—¿Por qué había de reconocerle? Yo soy de Massachusetts. Esto es California.
De todos modos yo me encontraba situada a la derecha y él pasó por la izquierda.
—Comprendido. De manera que usted y Montrose viajaban en su coche… ¿A
dónde se dirigían?
—Él quería hablar conmigo. Deseábamos elaborar algunos planes y nos dimos
cuenta de que éramos espiados. En consecuencia, nos quedamos donde creíamos que
podríamos charlar sin ser interrumpidos y sin que nadie nos oyera.
—¿Dónde?
—Nos salimos de la carretera, enfilando una de segundo o tercer orden.
—¿Qué dirección siguieron por la asfaltada?
—La misma que cuando entramos en ella.
—¿Hacia Yuma?
—Sí, creo que sí.
—¿Y qué pasó luego?
—Pues… paramos el automóvil.
—¿Cuánto duró el trayecto antes de aparcar?
—No lo sé… Fue poco tiempo… El que necesitamos para apartarnos algo de la
carretera principal.
—¿Retrocedieron más tarde?
—Eso fue después… después, sí.
—¿Cuándo?

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—Cuando el hombre obligó a Montrose a apearse del coche.
—Veamos —dijo Mason—. Ustedes se habían detenido. Hablaban… ¿Qué pasó?
—El coche nos siguió… No llevaba las luces encendidas. No advertimos su
presencia hasta que estuvo casi encima de nosotros. Luego, Montrose abrió la
portezuela y se dispuso a apearse… El desconocido se hallaba plantado allí. Un
pañuelo cubría su faz. Era imposible verle la cara. El pañuelo le caía desde la banda
de seda del sombrero… «Salga de ahí», le dijo a Montrose, mientras le apuntaba con
un arma.
—¿Usted vio el arma?
—¡Sí, sí! A la luz de la luna… La luz se reflejó en el acero del cañón.
—¿Qué sucedió entonces? —preguntó Mason, apremiante—. Por favor, señora
Elmore, dese prisa… Es muy importante.
—El hombre me ordenó que siguiera donde estaba. De repente, Monty se
abalanzó sobre él, intentando arrebatarle la pistola. El desconocido le asestó un golpe
terrible en la cabeza con la culata. Monty se derrumbó. El otro continuó golpeándole,
una vez, dos, tres… ¡Oh! Fue terrible, fue espantoso… Yo… yo…
—Conténgase, señora Elmore —ordenó Mason—. No sé deje llevar de sus
nervios. ¿Qué sucedió después? Sus emociones personales no interesan ahora. Hemos
de ajustarnos a los hechos.
—Monty quedó tendido en la cuneta. Estaba muerto. Yo sabía que estaba muerto.
¡Oh! Aquellos horribles golpes… El ruido de cada uno…
—¿Qué más, qué más?
—El hombre se acercó al coche. Se acomodó a mi lado, registró el interior del
vehículo, inspeccionó la guantera. Después cogió mi bolso y me dijo que pusiera el
coche en marcha, que avanzara en la dirección que nosotros enfiláramos.
—Es decir, alejándose cada vez más de la carretera principal, ¿no?
—Exactamente.
—¿Estaba mal el camino?
—Sí.
—¿Y el hombre se sentó detrás de usted?
—No, se instaló frente al volante de su automóvil, que colocó inmediatamente
detrás del mío.
—¿Con las luces encendidas?
—No. Seguía con ellas apagadas.
—¿Se cubría todavía el rostro?
—Sí.
—¿Qué más?
—Seguí conduciendo hasta que él hizo sonar el claxon y encendí las luces. Me
detuve. El otro se apeó para decirme: «Ahora, hermana, siga hacia delante, hasta

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donde pueda llegar».
—Y luego, ¿qué?
—Se metió en su coche y dio marcha atrás.
—¿Qué hizo usted entonces?
—Lo que él me había dicho, lo que quería hacer, en definitiva, ya que deseaba
perderle de vista. Le vi retroceder y girar… Yo apreté a fondo el acelerador. Volaba
por la carretera…
—Continúe.
—De pronto, noté que el piso se hallaba cubierto de arena. El coche derrapó. Creo
que perdí la cabeza. Las ruedas giraron y lo único que conseguí fue excavar un hoyo
del cual no había manera de salir. El motor se me paró entonces.
—Siga, señora Elmore.
—Logré poner de nuevo el motor en marcha, pero sin obtener ningún resultado
positivo. Todo lo contrario: las ruedas se hundían más y más en la arena.
—¿Qué decisión tomó entonces?
—Esperé unos minutos. Finalmente, me apeé, echando a andar.
—¿Siguiendo el camino por el cual había llegado allí?
—Sí.
—Esto que voy a preguntarle es importante, señora Elmore: ¿reconoció el lugar
en que el desconocido se había enfrentado con ustedes?
—No. Me limité a andar, a seguir la carretera. Pensé que en algún lugar
encontraría a Monty, tendido en el suelo… que vería su cuerpo… No sucedió eso. El
desconocido había echado aquél en su automóvil, llevándoselo…
—¿No oyó ningún disparo?
—No.
—¿Qué fue de usted más tarde?
—Seguí andando, hasta sentirme agotada. Tuve que descansar… Tenía los
zapatos llenos de arena, de menudos guijarros. Pensé que me había desorientado por
completo. Eché a andar por otra carretera y estuve vagando por unas dunas de
arena… Finalmente, fui a parar a la carretera asfaltada y al cabo de unas horas (creo
que fueron horas aquellos momentos interminables), un hombre me hizo subir a su
coche…
—Veamos sus pies —dijo Mason.
La señora Elmore le mostró uno.
—Me quité las medias —explicó—. Habían quedado destrozadas…
Mason le quitó cuidadosamente el zapato, contemplando pensativo las ampollas
enrojecidas que cubrían el pie de Lorraine Elmore.
—¿Vio usted claramente cómo aquel desconocido atacaba a Montrose Dewitt?
—¡Cielos! ¡Sí! Le vi como le estoy viendo a usted. ¡Fue espantoso! Le asestó un

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golpe hallándose Monty de pie y ya en el suelo continuó agrediéndole dándole
patadas, incluso…
—Pero no hizo fuego sobre él, ¿verdad?
—No. Yo no oí ningún disparo.
—Bien —manifestó Mason—. Quiero que se quede aquí, señora Elmore,
descansando tranquilamente. Mi secretaria y yo hemos de telefonear.
—Voy… voy a entrar en el cuarto de baño —anunció ella.
Lorraine Elmore se levantó, echando a andar. Hubiera llegado a caerse de no
haberla sostenido Mason a tiempo.
—Mis pies. ¡Oh, cómo me duelen! —exclamó la mujer.
—Cálmese, cálmese, señora Elmore.
Ésta entró por fin en el cuarto de baño, cerrando la puerta del mismo.
Mason dijo, dirigiéndose a Della:
—Lorraine Elmore ha mentido…
—¿Qué quiere decir?
—Vi el cuerpo. Nada hay en él que indique que el hombre fue golpeado con
fiereza. No sé cómo murió, pero si ella cuenta esa historia… No podemos dejarla
hablar en tales términos.
—¿Y cómo vamos a obligarla a callar?
Mason respondió:
—Mire, Della… Ha llegado el momento de que nos hagamos con un buen
colaborador. Hay por aquí un abogado llamado Duncan Crowder, con el que he
trabajado en otra ocasión. Va usted a llamarle por teléfono, diciéndole que se presente
en este lugar inmediatamente. Dígale que quiero que me ayude en un caso. Dígale
que deje todo lo que tenga entre manos y que venga con la mayor rapidez posible.
Della Street asintió, respondiendo:
—Supongamos que se ha ausentado.
—Si se ha ausentado estamos hundidos. No conozco ningún otro profesional
merecedor de confianza por estos parajes. Crowder es un hombre de experiencia.
El abogado se aproximó a la ventana, descorriendo la cortina.
Frente a la cabina decimocuarta había varios coches estacionados. En las
inmediaciones de la puerta se había formado un grupo integrado por una docena de
personas.
Cuando Della Street volvió, Lorraine Elmore continuaba dentro del cuarto de
baño.
—¿Ha dado usted con él? —inquirió Mason.
—He dado con él y viene ya hacia acá. Quiso explicarme algo, pero yo le dije que
no había tiempo para nada, que se limitara a ponerse en camino, que le necesitaba
usted, y que le necesitaba inmediatamente.

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—La perfecta secretaria, sí, señor —comentó Mason—. Ahora…
Se interrumpió al ver que la puerta del baño se abría. Lorraine Elmore, débil,
agotada, avanzó con trabajo hacia la silla.
Della se le acercó, apresuradamente.
—¿No le agradaría tenderse un rato, señora Elmore? —preguntó la joven, solícita.
—Sí. Anoche tomé unas píldoras y… Creo… debo de haberme quedado
amodorrada… ¡Oh! ¡Quisiera olvidar tantas cosas! ¿No podría usted proporcionarme
algún sedante?
Della Street la acompañó hasta la cama, ayudándola a acostarse.
—Usted va a estarse quieta aquí… Voy a colocarle sobre los ojos un paño
empapado de agua fría.
—La señora Elmore sonrió, agradecida.
—Tengo… tengo que contárselo todo a la policía. Es algo…
—Habrá tiempo para eso, señora Elmore —manifestó Mason—. Usted atiéndala,
Della.
El abogado salió a toda prisa de la habitación, metiéndose en la cabina telefónica
para llamar a Linda Calhoun.
Cuando quedó establecida la comunicación, dijo:
—Soy Perry Mason, Linda. Quiero que escuche con atención lo que voy a decirle
y que…
—¡Señor Mason! ¿Qué ha pasado? ¿Qué le pasa a tía Lorraine? ¿Qué…?
—Cállese, por favor. Y preste atención a lo que voy a decirle. Escuche…
Montrose Dewitt ha muerto. Su tía ha vivido una desagradable experiencia. De
acuerdo con lo que cuenta, él fue muerto a golpes, en presencia suya. Pero su tía está
fuera de sí; es víctima de un ataque de histeria. Existen ciertos detalles que no
encajan bien en el cuadro general de la aventura. La historia que nos ha referido es,
sencillamente… Bueno, con franqueza, no es convincente.
—Tía Lorraine no suele mentir —objetó Linda.
—¿Está segura?
—Pues… sí. Casi segura.
—Pudiera mentir si alguien se lo hubiese ordenado, ¿no?
—Estando enamorada, yo no sé…
—Hay algo en todo esto que no entiendo. ¿A usted le parece bien que yo
represente a su tía? Necesita un abogado a su lado, ahora mismo.
—¡Claro que me parece bien que usted la represente! Es lo que he deseado desde
el principio, señor Mason. Yo quería que usted…
—Un momento, un momento. Conviene que puntualicemos. Si yo represento a su
tía, no la represento a usted, ni a George.
—¿Qué tiene que ver George con esto?

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—No lo sé. George puede saber o no algo acerca de este asunto. Si represento a
su tía, ella se convierte en mi cliente. ¿Quiere que la represente o no?
—Sí, sí, por favor, señor Mason.
—Conforme. No se aleje del teléfono. Volveré a llamarla tan pronto tenga algo
que comunicarle.
—¿No cree usted que yo debiera trasladarme ahí? ¿No le parece que…?
—Creo que sí —repuso Mason—. Probablemente, tendrá que alquilar alguna
avioneta, a menos que disponga de alguien que la traiga en automóvil.
El hombre que se encontraba por fuera de la cabina telefónica tocó levemente el
cristal de la puerta.
—Soy reportero, camarada. He de dictar una información urgente a mi periódico.
¿Qué tal si me facilitara una pequeña oportunidad?
—De acuerdo —respondió Mason—. La llamaré más tarde, Linda.
Colgó y abrió la puerta de la cabina. El reportero se precipitó en el interior de la
misma, comenzando en seguida a marcar un número.
Mason regresó a su habitación. En ella vio a Della Street sentada en el borde del
lecho. Había colocado sobre la frente de Lorraine Elmore un paño húmedo.
Della se llevó un índice a los labios, invitándole expresivamente a guardar
silencio.
Mason se acercó a la ventana, contemplando a la gente que se había ido
congregando en la zona de aparcamientos del motel.
Alguien llamó a la puerta.
Lorraine Elmore hizo una tentativa para incorporarse.
—No se inquiete —dijo Della Street—. Todo va bien, señora Elmore.
Mason atendió la llamada.
—¿Quién es?
—Soy Duncan Crowder, señor Mason.
El abogado abrió la puerta. Sus labios se distendieron en una sonrisa de
bienvenida que no llegó a concretarse. El joven que vio plantado en el umbral era tan
alto como él. Tenía unos cabellos oscuros y ondulados, ojos grises, del color de la
pizarra, una faz de rasgos muy regulares y una sonrisa tranquilizadora.
—Usted no es el hombre por quien yo pregunté.
El visitante contestó:
—Intenté explicar a su secretaria que mi padre se encuentra en el hospital. Me
estoy ocupando de sus cosas en la actualidad. La señorita no me dejó explicarme.
Limitóse a decirme que viniera y luego colgó.
—Ya comprendo —dijo Mason, pensativo—. Lamento lo de su padre. ¿Trabajan
juntos?
—En efecto… Somos Crowder & Crowder… Yo soy Crowder, hijo, Duncan

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Crowder.
Mason preguntó a Della Street:
—¿Está su cabina abierta?
La joven asintió.
—Hablaremos allí —dijo Mason, estudiando disimuladamente a su interlocutor.
—Lo siento —dijo Crowder cuando Mason hubo cerrado la puerta de la unidad
de Della Street—. Comprendí que se trataba de algo urgente. No habiéndoseme
presentado la ocasión de dar explicaciones por teléfono, pensé que lo mejor era
facilitárselas personalmente.
—¿Desde cuándo ejerce usted la abogacía? —inquirió Mason.
—Desde hace un par de años, señor Mason. He oído a mi padre hablar de usted
muchas veces… Por otro lado, he seguido sus casos en la prensa… ¿Y quién no?
—Bueno. Siéntese. Va usted a aprender algunas de las cosas que no contienen los
libros que ha estudiado.
—¿Me quiere para trabajar con usted?
Mason hizo un gesto afirmativo.
—¿De qué se trata? —preguntó Crowder.
Mason sacó su cartera de bolsillo.
—Aquí tiene: un dólar. Es una señal. Tendrá otros ingresos posteriormente. No sé
a cuánto ascenderán. Yo mismo ignoro cuáles serán mis honorarios en este asunto.
Pero lo cierto es que con este dinero queda establecida una relación de carácter
profesional entre nosotros.
Crowder tomó con gesto grave el dólar, guardándoselo.
—Adelante, señor Mason.
—En la cabina decimocuarta hay un hombre muerto. Existe la posibilidad de que
haya sido asesinado. Yo no estoy seguro de ello.
»Sí sé, en cambio, que Lorraine Elmore, mi cliente, nuestra cliente, mejor dicho,
sufre un ataque de histeria. Hemos logrado tranquilizarla, últimamente. Ella cree que
presenció el crimen.
—¿En el motel? —preguntó Crowder.
—En el motel, no. Eso es lo malo de su relato. Se trata de una historia
descabellada, improbable, que resulta completamente contradictoria si uno se atiene a
los hechos. No quiero que refiera ese cuento, pero es que si lo silencia su situación
será igual de apurada.
»Por consiguiente, sólo existe una salida.
Crowder miró a Mason a los ojos, permaneció pensativo un momento y contestó:
—Usted quiere decir que necesitamos los servicios de un buen doctor.
Mason repuso:
—Joven: veo que está usted en posesión de una mente estrictamente legal. Creo

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que es un buen retoño del viejo árbol.
»Hay dos razones que justifican mi necesidad de un abogado local en este asunto.
En primer lugar preciso de los servicios de un doctor. En segundo término necesito de
alguien que pueda establecer contacto con un forense, los reporteros y la gente del
lugar, estableciendo los hechos del caso antes de que nuestra cliente haya hablado.
Crowder preguntó:
—¿Qué pasa con este teléfono? ¿Comunica directamente con el exterior?
—En la oficina funciona una especie de centralilla. Afuera hay una cabina
telefónica.
Crowder asintió, acercóse a la puerta y luego volvió moviendo la cabeza.
—Delante de la cabina está la gente agrupada en una fila de tres en fondo.
—Bien —contestó Mason—. Utilizaremos este teléfono. Cuidado con lo que dice,
¿eh?
Crowder descolgó el micro, manifestando al cabo de unos segundos:
—Quisiera comunicar con el exterior… ¿Podrían darme línea? ¡Oh! Si tiene que
marcar los números, entonces… Quisiera… Es que no recuerdo el número y no
dispongo a mano de una guía. Deseaba hablar con el doctor Kettle… ¿Tendría usted
la amabilidad de llamarle?
Hubo una pausa. Finalmente, Crowder dijo:
—¿Horace? Aquí Duncan Crowder, hijo. Estoy en el Palm Court Motel, en la
cabina séptima. Queda delante de la calle, conforme gira uno hacia la zona de
aparcamientos, a la derecha. Quisiera que viniese usted en seguida. Sí; en seguida…
Se trata de algo urgente, desde luego. No. No es una intervención quirúrgica pero
necesito que se presente en este lugar con la máxima urgencia. De acuerdo, ¿eh?
Crowder colgó, declarando:
—Vendrá inmediatamente. De paso, le diré una cosa: el doctor Kettle hace
muchas autopsias, por delegación del médico forense.
—De su conversación deduzco que le une con ese hombre una gran amistad.
—Sí, en efecto. Es cliente nuestro y médico de mi padre.
—Y suyo también, me imagino —apuntó Mason, sonriendo.
Crowder sonrió también.
—Todavía no he necesitado ninguno en los años que tengo.
Mason explicó:
—El hombre muerto es Montrose Dewitt. Nuestra cliente es Lorraine Elmore. Es
una mujer viuda, de Massachusetts. Existen muchos detalles que confirman que
Dewitt era un granuja, uno de esos tipos que eligen sus víctimas entre las mujeres…
Puede que sus actividades tengan un ángulo de carácter más siniestro.
—¿También asesino de las mujeres a quienes engañaba? —inquirió Crowder.
Mason hizo un gesto afirmativo.

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—¿Y qué le ha pasado?
—Ha muerto —declaró Mason—. Fue encontrado sin vida en el suelo, dentro de
la cabina decimocuarta. Nuestra cliente ocupaba la decimosexta. Hay indicaciones
que revelan que ambas unidades fueron sometidas a un detenido registro, aunque se
realizara a toda prisa. El autor de aquél dispuso de más tiempo, al parecer, en el
primero de los dos alojamientos. La maleta de la víctima fue abierta y de ella se
sacaron algunas cosas, pero no se ha observado desorden alguno.
»En la unidad decimosexta, sin embargo, la ocupada por Lorraine Elmore, el
registro fue, aparentemente, más precipitado. Muchas prendas femeninas fueron
sacadas de las maletas, quedando desparramadas por la habitación. Puede que nuestra
cliente llevara una gran suma en efectivo.
»Me interesé por el caso por obra de una sobrina de la señora Elmore, una chica
llamada Linda Calhoun, quien quería que protegiera a su tía. Creía que estaba
corriendo el peligro de morir asesinada.
—¿Y de acabar casada? —aventuró Crowder.
—Cuanto más le conozco, Crowder, más seguro estoy de que usted y yo haremos
muy buenas migas.
»Bien. Linda Calhoun tiene un novio: George Latty, que se encuentra en este
motel, desde anoche. Ocupa la unidad duodécima, contigua a la de Montrose Dewitt.
El hombre me hizo saber que las paredes son aquí tan finas que es posible escuchar
las conversaciones a través de ellas…
»De acuerdo con la distribución de las cabinas, se puede afirmar que si Latty
escuchó alguna conversación a través de los muros, aquélla debió de celebrarse en la
unidad decimocuarta o en la décima.
—¿No lo dijo? —preguntó Crowder.
—No lo ha dicho ni va a decirlo —declaró Mason—. Lo que sé, lo declaró
inadvertidamente. Pronto se cerrará en banda, quizás.
—¿Es probable que él esté informado?
—Es muy probable.
—¿A qué se dedica?
—Estudia leyes, actualmente. Da la impresión de que se pasa horas delante del
espejo, admirándose a sí mismo. Eso ocurre, seguramente, después de seguir las
peripecias de la tropa corriente de héroes de la televisión.
»Linda trabaja —prosiguió diciendo Mason—, y, evidentemente, se saca un buen
sueldo. Gracias a su sueldo se encuentra en condiciones de que George Latty se
beneficie con su ayuda. Sí: contribuye a que vaya adelante con su carrera. Ahora
viene algo que demuestra el carácter verdadero de ese joven: Latty me comunicó que
disponía de una pequeña suma de dinero, fruto de sus ahorros, a base de una parte de
su asignación mensual, manifestando que Linda no sabía nada de ese dinero, lo cual

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representaba evidente, un ahorro subrepticio.
—¿En qué aspectos difiere la historia de nuestro cliente de los hechos conocidos?
—inquirió Crowder.
—Son varios los aspectos a considerar —replicó Mason—. Ella insiste en que el
hombre fue golpeado en el desierto, hasta que perdió la vida. El coche de Lorraine
Elmore se encuentra ahí fuera y sólo Dios sabe qué pruebas habrán quedado en aquél.
Espero la llegada de un detective y de una avioneta de un momento a otro. La alusión
de Lorraine Elmore al lugar en que dejó el coche no puede ser más vaga, debido a su
desconocimiento de esta región, pero, en fin, creo que después de que el doctor medie
en el asunto volaremos un poco y…
Llamaron a la puerta.
Mason cruzó la habitación para abrirla.
El hombre que se plantó en el umbral tendría cincuenta y tantos años. Era
menudo, delgado, de aire enérgico y faz severa. Sus vivos ojillos inspeccionaron a
Perry Mason.
—¿Está Crowder aquí? —preguntó.
—¿Es usted el doctor Kettle?
—Sí.
—Soy Perry Mason.
Crowder dio unos pasos adelante.
—Hola, doctor. Entre.
El médico inquirió:
—Usted es Perry Mason, el gran abogado, ¿no?
Mason sonrió.
—Debo haber tenido una buena prensa por aquí, según veo.
—En efecto —confirmó el doctor Kettle—. ¿Qué deseaban de mí?
Medió Crowder:
—¿Me permite, señor Mason?
—¡No faltaba más! Adelante.
—En la unidad contigua —explicó Crowder— tenemos una cliente que anda
necesitada de tratamiento médico. Será mejor que describa sus síntomas.
El doctor Kettle movió la cabeza.
—Será mejor que me deje establecer el diagnóstico sin la intervención de nadie.
Crowder asintió:
—Será mejor que le de a conocer sus síntomas.
De repente, el doctor sonrió.
—Creo que esta mañana me muestro algo tardo en comprensión. Adelante. Deme
a conocer esos síntomas de la enferma.
—Nuestra cliente —explicó Crowder— puede o no haber sido testigo de un

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crimen. Ha vivido una experiencia muy fuerte. Ha rebasado la cuarentena y se halla
muy alterada emocionalmente. La histeria se ha apoderado de ella.
»Desde luego, más tarde será preciso que cuente su historia a la policía, pero de
momento, tal es mi opinión, al menos como hombre de leyes, debe callar.
—¿Por qué?
La pregunta del doctor sonó como un trallazo, de puro seca.
—Porque emocionalmente se encuentra muy alterada y su relato no puede
ajustarse a la verdad, a los hechos tal y como se produjeron. En su presente estado no
es justo que se vea sometida a un interrogatorio.
—Le echaré un vistazo —contestó el doctor Kettle—. Ahora bien, a juzgar por
los datos que usted me facilita, Duncan, esa mujer sufre un agudo ataque de histeria y
será necesario que descanse, que guarde una quietud absoluta. Voy a administrarle un
sedante enérgico. La trasladaré al hospital y haré cuando esté allí que cuiden de ella
unas enfermeras especiales, con órdenes rigurosas de que no sea visitada por nadie.
Habrá de estar así por espacio de veinticuatro horas, por lo menos. Pasadas éstas,
cuando se normalice, decidiré si es aconsejable otro modo de proceder.
—Creo que ha llegado ya el momento de que vea a su cliente, doctor —manifestó
Mason.
—Lo mismo pienso yo.
—¿Va usted a efectuar el traslado en una ambulancia? —preguntó Mason.
El doctor Kettle hizo un movimiento denegatorio de cabeza.
—Las ambulancias llaman mucho la atención siempre. Me la llevaré en mi coche,
ocupándome de su instalación en el hospital personalmente… Es decir, si está en
condiciones de andar.
—Creo que sí podrá —opinó Mason—. Claro, le resultará bastante molesto.
—¿Por qué?
—Estuvo vagando largo rato por el desierto.
—Ya comprendo.
Mason abrió la puerta de la cabina. El doctor Kettle salió, miró a la derecha e
izquierda y avanzó hacia la unidad contigua.
Ya dentro, Mason dijo:
—Le presento a mi secretaria, Della Street… El doctor Kettle… Bien, señora
Elmore. Aquí tenemos un médico que va a ver si puede ayudarle un poco. De
momento, examinará sus pies. No queremos correr el riesgo de una infección.
Mason miró a Della Street.
—Yo creo, Della, que lo mejor sería dejar al doctor a solas con su paciente.
El doctor Kettle abrió su maletín, del que sacó alguna gasa y una jeringuilla
hipodérmica.
—¿Está usted nerviosa, señora Elmore?

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Lorraine Elmore apartó el paño que tenía sobre la frente, intentando incorporarse.
—Calma, ¿eh? Ya sé que ha pasado por una desagradable experiencia.
Lorraine Elmore asintió. Fue a hablar, pero en seguida estalló en sollozos.
El doctor inclinó un pequeño frasco… El olor del alcohol invadió la habitación.
—A ver, señora Elmore… Su brazo izquierdo, por favor.
Intervino Mason:
—Una sola pregunta, señora Elmore, antes de que el doctor Kettle le administre la
inyección que calmará sus nervios. ¿Lleva usted encima una gran suma de dinero?
La mujer experimentó un fuerte sobresalto.
—¡Cielos! ¡Sí! Ya no me acordaba de eso. Monty llevaba también consigo mucho
dinero.
—¿Dónde está? —preguntó Mason.
—Yo… Nosotros… Está debajo del asiento del sillón de su cabina. Decidimos
que lo mejor era esconder el dinero antes de salir en el coche.
—¿Se ocuparon de ello detenidamente?
—Sí. Acordamos dejar el dinero y… ¡Ay!
—Listo —comentó el doctor, retirando la jeringuilla hipodérmica.
—¿Se hará cargo usted del dinero en cuestión? —preguntó la señora Elmore.
—Procederemos de la forma más conveniente —prometió Mason.
El doctor les señaló la puerta.
Mason, Della Street y Duncan Crowder salieron en silencio de la unidad.
Duncan dijo, mirando a Della:
—Siento que no me diera usted tiempo para explicarle que mi padre se hallaba en
el hospital y que yo me encontraba al frente de la firma, atendiendo a sus varios
asuntos con la mayor diligencia posible.
—Todo fue culpa mía —se disculpó Della Street—. Nos enfrentábamos aquí con
una cosa urgente y no quise perder unos minutos. El señor Mason me dijo que me
pusiera en contacto con Duncan Crowder. Usted me dio este nombre y consideré
luego inútil prolongar la conversación.
Mason dijo:
—Todavía nos queda algo por hacer, Crowder.
—¿El dinero?
Mason asintió.
Crowder se fijó en el grupo de curiosos que se movían por las cercanías de la
cabina que ocupara Dewitt.
—Si le es lo mismo, señor Mason… Yo sugiero que se quede usted aquí. Su
fotografía ha salido en los periódicos muchas veces. Esa gente le va a reconocer y
empezará a hacer comentarios.
»Echaré un vistazo yo solo, si le parece bien. Conozco al forense y al jefe de

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policía. Naturalmente, no me será posible ahora sacar nada de ahí.
—Vaya, vaya usted, Crowder.
Mason cogió a Della Street del brazo, quedándose los dos en la puerta de la
cabina de la joven. Duncan Crowder se mezcló entre los presentes, cambiando
saludos con algunos. Finalmente, se adentró en la unidad con el aire calmoso y
natural de una persona que penetrase en su casa.
Crowder estuvo ausente por espacio de cinco minutos. Emergió con la misma
naturalidad con que había entrado. Esta vez no se detuvo a hablar con nadie, sino que
fue directamente en busca de Mason y Della Street, donde éstos le esperaban.
—¿Lo encontró? —preguntó Mason.
—No he visto nada.
—¿Miró usted debajo de los cojines del sillón?
Crowder hizo un gesto afirmativo.
—¿No ha visto nada que indique que aquéllos hayan sido quitados en algún
momento del sillón?
Crowder movió la cabeza a un lado y a otro.
—No hay nada que llame la atención a primera vista. Los cojines pueden quitarse
y ponerse sin que nada aparezca alterado. Existe, no obstante, un punto que podría
resultar muy significativo.
—¿Cuál?
—En el estrecho espacio existente entre los cojines y un brazo del sillón había
unas monedas sueltas —explicó Crowder—. Puede que procedan del bolsillo del
pantalón de un hombre que haya estado sentado allí con una pierna montada encima
de la otra… En estas condiciones, es fácil que se caigan. Existe la posibilidad,
también, de que alguien las colocara allí para dar la impresión de que aquello no
había sido tocado… Cabe la duda, desde luego. ¿Quién puede saber a qué atenerse en
tal aspecto?
Mason siguió luego la dirección de la mirada de Crowder.
—Fíjese en ese tipo —manifestó el joven—. Hablan de nuestros sombreros de ala
ancha, que tanto llaman la atención en Boston. Ése lo que lleva sobre la cabeza es una
minúscula cápsula. A mí su sombrero me recuerda los pasteles de manzana que hacía
mi madre…
Mason le interrumpió.
—¡Hombre! —exclamó—. ¡Pero si es Howland Brent, de Boston! Se trata del
agente financiero de Lorraine Elmore. Ha debido de alojarse en una de estas unidades
del motel. A ver si averigua cuándo llegó aquí y con qué nombre se apuntó en el
registro… ¡Santo Dios! Esto complica todavía más la situación.
—Voy a ocuparme de eso ahora mismo —anunció Crowder—. Usted no se deje
ver, señor Mason.

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Crowder se alejó en dirección a la pequeña oficina del establecimiento,
regresando a los pocos minutos.
—Así se llama, en efecto: Howland Brent, de Boston, Massachusetts. Al parecer
conduce un coche alquilado, ya que su matrícula es de California. Entró anoche, poco
antes que usted. Ocupa la cabina undécima, es decir, la siguiente a la suya.
Mason se quedó pensativo.
—Está usted comenzando a llamar la atención —advirtió Crowder—. La gente le
conoce y la señorita Street es una mujer atractiva. Ya he notado unas cuantas miradas
«de lobo» en esta dirección, de algunos individuos de la localidad.
—Yo también las he notado —declaró Della Street, riendo—. He optado por
hacerme la desentendida, lo usual en estos casos.
—Será mejor que nos marchemos —opinó Mason—. La señora Elmore está en
buenas manos, ¿no?
—Hasta que pasen veinticuatro horas no formulará ninguna declaración —apuntó
Crowder—. Anda el doctor Kettle por en medio. Nada dirá que trascienda. Todas sus
manifestaciones se reducirán a la comunicación confidencial dirigida a su médico.
—O a una enfermera —sugirió Mason.
—O a una enfermera —confirmó Crowder.
—Sí, será mejor que nos marchemos —insistió Mason—. Sin embargo, yo estoy
esperando a Paul Drake…
—¿De quién se trata?
—Del detective que trabaja en este caso por encargo mío. Llegará de un momento
a otro.
—Bien. Nos encontraremos a salvo por veinticuatro horas —dijo Crowder—.
¿Qué hará usted cuando haya transcurrido ese lapso de tiempo?
—Me gustaría saberlo —contestó Mason, con franqueza.
—¿Por qué no se mete en su coche y espera al detective en otro sitio? —propuso
Crowder.
—Un momento —medió Della Street—. Se acerca un taxi.
—Ése es Paul —anunció Mason, adoptando instantáneamente una decisión—.
Usted, Della, subirá al coche alquilado en compañía de Crowder. Yo me acomodaré
en el taxi de Paul.
Mason echó a andar a buen paso hacia la acera cuando el taxi disminuía la
velocidad, empezando a girar.
Paul Drake se había metido la mano en el bolsillo, disponiéndose ya a pagar.
—No dejes el taxi, Paul —le dijo Mason—. Voy a subir.
El abogado abrió la portezuela, saltando al interior del automóvil al tiempo que
decía:
—Vuelva al aeropuerto, conductor.

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Éste, que había echado un vistazo a su alrededor, inquirió:
—¿Qué ha pasado aquí? Esto está lleno de gente.
—Me parece que ha habido una riña —contestó Mason—. O tal vez hayan robado
en alguno de los automóviles aparcados… ¿Qué tiempo va a tardar para llevarnos al
aeropuerto?
—No se preocupe: iremos de prisa. Oiga, ¿es que nos sigue ese coche?
—Nos sigue, sí —explicó Mason—. Esos viajeros son amigos nuestros.
—Ya.
Drake enarcó las cejas, mirando a Mason.
El abogado le invitó a guardar silencio con una mirada tan expresiva como la
suya.
—¿Está el avión preparado para salir, Paul?
—En efecto.
—¡Magnífico! —exclamó Mason—. Éste va a ser un día muy movido, Paul.
—Ya me lo figuro —comentó Drake.

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Capítulo 7

Cuando los coches se detuvieron en el aeródromo, Mason se apresuró a abordar al


piloto.
—¿Está usted preparado para despegar? —le preguntó.
—Sí.
—¿Lleva combustible suficiente?
—No se inquiete por eso.
Mason se volvió hacia Crowder.
—Usted y su padre deben estar bien relacionados dentro de la zona del Valle
Imperial, ¿no?
—Hasta el extremo sur del mismo, sí.
—Supongo que algunos de sus clientes tendrán tierras por vender…
—Es lo más seguro.
—Concretando: ¿conoce usted a alguien en particular que posea propiedades
hacia el este y que actualmente esté interesado en vender?
—Creo que sí —contestó Crowder.
—¿Podría señalarme las propiedades en cuestión desde el aire?
—Lo intentaré.
—Me interesan los terrenos del Valle —explicó Mason—. Creo que se podría
hacer una inversión excelente. Me gustaría averiguar algo acerca de la topografía de
la zona y localizar las dunas arenosas. Creo que las hay hacia el este y el norte. Antes
de emprender el regreso a Los Ángeles no estaría de más sobrevolar la región. Sí; es
una buena idea.
—Le acompañaré —declaró Crowder—. Más adelante seré más concreto por lo
que a las zonas en venta se refiere, de las cuales le facilitaré los precios
correspondientes. De momento, sólo podré facilitarle una información de tipo
general.
—Una información de tipo general es cuanto preciso —manifestó Mason—. Me
parece que lo más acertado será desplazarnos hasta el este, siguiendo las carreteras
que se dirigen hacia el norte. Se trata del sector que a mí me interesa y quisiera tener
idea acerca de la topografía del mismo.
—Estoy a su disposición.
—Sobrevolaremos la zona que le diga a poca altura. Después regresaremos a Los
Ángeles directamente —dijo Mason dirigiéndose ahora al piloto.
—Conforme. Puedo llevarle a donde desee, dentro de lo razonable.
Entraron en el pequeño avión, poniéndose los cinturones. El piloto calentó los
motores. El aparato se puso en movimiento, enfilando la pista de despegues.

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—Ustedes dirán.
Estaban ya en al aire.
Mason se volvió hacia Duncan Crowder.
—Vuele hacia el este unos veinte kilómetros —dijo el joven—. Sobrevuele
Calexico. Luego, siga la carretera asfaltada que va a Yuma.
El piloto asintió. El aparato se inclinó de lado, describió una curva.
Al pasar sobre el motel de Calexico, Mason estudió la situación, advirtiendo que
pegado a la unidad decimocuarta había un vehículo del tipo de los utilizados
normalmente por las empresas funerarias.
El avión describió un círculo.
—¿Conforme? —preguntó el piloto.
—Conforme —respondió Crowder, señalando hacia el este.
Sobrevolaron durante unos minutos la brillante cinta de la carretera.
—A partir de aquí hay que explorar todas las carreteras que conduzcan hacia el
norte —dijo Mason.
—¿Hasta dónde?
—Hasta el final. No nos separan muchos kilómetros de la otra autopista de El
Centro y Holtville. Queremos comprobar la zona comprendida entre las dos grandes
vías.
—¿Pueden ustedes decirme qué andan buscando? —preguntó el piloto.
—Unas propiedades… —replicó Mason, vagamente.
El piloto situó el aparato a unos trescientos metros del suelo, explorando una
carretera secundaria. Seguidamente, volvió hacia la principal, deslizándose a lo largo
de un nuevo camino.
—Ahí está, seguramente, lo que ustedes buscan, ahí delante —aventuró.
Mason, que ocupaba el asiento del copiloto, contestó:
—No veo nada.
El avión pasó zumbando por encima del automóvil, detenido, ganó altura y
regresó al mismo punto.
—Está medio hundido en la arena —comentó el piloto—. Eso parece.
—Bien —dijo Mason—. Desplácese hacia el norte unos tres kilómetros. Luego,
emprenda el regreso al aeródromo. No se aparte del avión una vez aterricemos allí.
Reposte gasolina y tenga listo el aparato para despegar en cuanto nos vea.
—Conforme.
El avión fue ganando altura.
Mason se volvió hacia Crowder.
—¿Podrá usted localizar la carretera?
El joven contestó afirmativamente.
—¿Queda ese punto cerca de la finca de su cliente?

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—Muy cerca —manifestó Crowder, haciéndole un guiño.
—Me gustaría ver la zona desde el suelo —dijo Mason.
—Le llevaré allí en coche —prometió Crowder.
—Poco tiempo necesitarán para eso —declaró el piloto.
El aparato describió un círculo sobre el campo enfilando después la pista de
aterrizajes.
El piloto condujo el avión hasta cerca del sitio en que dejara Crowder el coche
alquilado.
Los pasajeros se apearon.
Cuando ya el piloto no podía oírles, Mason dijo a Crowder:
—Será mejor que conduzca usted. Usted conoce la región. Y también la carretera,
¿no?
—En efecto. Queda más allá de las tierras de riego. Es una vía que conduce a la
autopista de Hotville. Hay un tramo de grava apretada y luego arena, más de la que
uno quisiera.
—¿Grava apretada?
—Sí. Aquí soplan vientos muy fuertes… Con el tiempo, han ido barriendo las
capas superficiales arenosas, dejando una superficie muy dura. Al flojear los vientos,
empieza a depositarse sobre ella una capa cada vez más gruesa de arena. En este
paraje, tierra de contrastes, verá cosas que han de llamarle la atención. Hay suelos
que son puro cieno, dunas arenosas y pisos formados por pequeñas rocas, pulidas por
la erosión. Las rocas son oscuras y brillantes por las partes expuestas al sol.
—¿Se borran fácilmente las huellas…? —quiso saber Mason.
—Es fácil descubrir las que dejaría un automóvil si son recientes… ¿No quería
referirse usted a eso?
—No quería referirme a eso exactamente, pero en fin, echaremos un vistazo.
Vayamos allí lo antes posible. Estamos luchando contra el tiempo.
Crowder pisó el acelerador.
—Bueno. Yo no estoy seguro en cuanto a la ética de esta situación —declaró
Crowder—. He dejado en sus manos por completo eso.
—Ha hablado usted de «ética». ¿Qué quiere decir?
—Me figuro que vamos a descubrir unas pruebas.
—Pruebas… ¿de qué?
—Pues no lo sé.
—Ni yo tampoco —repuso Mason—. Estamos inspeccionando unos hechos.
—Pero, ¿qué vamos a hacer con esos hechos? ¿Es que…? Bueno, imaginémonos
que tales hechos arrojan unas pruebas… más adelante.
—En eso mismo pensaba yo. Vamos a posponer ese más adelante todo lo que
podamos si los hechos indican que nuestra cliente se hallaba emocionalmente

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alterada.
—¿Pero qué vamos a hacer si resultan pertinentes?
—En ese caso, llamaremos la atención de las autoridades sobre ellos.
—¿Y usted cree que van a merecer tal calificativo?
—Mucho me temo que sí. Sin embargo, por lo que a la ética se refiere no olvide
que un abogado está obligado a proteger a su cliente. He aquí la primera y principal
de las reglas relacionadas con la ética legal.
»La gente que formuló los cánones de aquélla daba por descontado que un
abogado se inclinaría siempre por proteger a su cliente. En consecuencia, redactó
normas sobre la conducta profesional, a fin de impedir que el abogado fuese
demasiado lejos. Pero el canon número uno, que debe sobreponerse a los restantes,
fija que un abogado ha de ser leal a su cliente, siendo su obligación protegerlo.
»Veamos… Nosotros tenemos una cliente que podemos calificar de histérica. Ella
me ha referido una historia que no puedo repetir ante las autoridades porque se trata
de una confidencia de carácter profesional.
»Si yo no puedo decírsela a las autoridades con palabras sin violar la ética legal,
tampoco me es posible referir dicha historia mediante acciones.
—Expliqúese.
—Si las autoridades supieran que hemos cogido un automóvil para trasladarnos
aquí, supondrían, naturalmente, que existe una razón determinante de nuestro
proceder y que nuestra cliente nos ha referido algo que ha dado lugar a tal acción.
—Ya le entiendo —dijo Crowder.
—Por consiguiente —apuntó Mason—, no hay razón para permitir que las
autoridades se enteren de que hemos venido aquí buscando un coche.
—Comienzo a comprender su interés por estas tierras como inversión y la
estudiada indiferencia con que al principio miró usted aquel automóvil.
Mason dijo ahora:
—Creo que podemos confiar en nuestro piloto, pero que no viene a cuento
someterlo a un «test» práctico.
—¿Por eso quiere que regrese lo antes posible a Los Ángeles?
Mason sonrió.
—Si no está aquí, si no oye hablar de ningún caso criminal, tampoco le dará por
hablar, por hacer comentarios.
—Exacto.
Guardaron silencio unos minutos. Después, Crowder giró hacia la izquierda.
—¿Es ésta la carretera? —preguntó Mason.
Crowder contestó que sí con la cabeza.
—Vayamos despacio, para ver si descubrimos huellas.
—Aquí el tráfico es insignificante —explicó Crowder—. Sólo se aventuran por

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estos lugares los cazadores. Esta carretera serpentea por entre las dunas de que le he
hablado. Por una razón u otra él viento forma un remolino por este punto y pierde
violencia al transportar arena, la cual se deposita, dando lugar a montones movedizos.
—El piso es firme —observó Mason—, como si hubiera intervenido en su
formación alguna sustancia de tipo aglutinante.
—Vea usted esos guijarros pulidos. Siempre brillan a la luz del sol.
El coche ganó velocidad. Luego, la marcha se hizo más lenta como si se hubiesen
estado deslizando por otro tramo arenoso. Seguidamente avanzó con más rapidez, al
atacar otro llano de empedrado piso.
—Ahí delante está el automóvil —anunció Crowder—. La matrícula es de
Massachusetts.
—Detengámonos aquí —dijo Mason—. No, espere. Siga hasta donde pueda ser,
evitando siempre el riesgo de quedarnos empantanados.
—Puedo avanzar más porque sé cómo hay que conducir aquí. No olvide que me
he criado por estos parajes. Si se oprime a fondo el acelerador el parón es seguro. Si
se procede con suavidad no hay peligro… Y si con todas las preocupaciones las
ruedas se hunden en la arena basta con disminuir la presión del aire en los neumáticos
para…
—Eso es —dijo Mason—. Paremos el coche y soltemos un poco de aire de los
neumáticos. Quiero dejar las huellas imprescindibles.
—Muy bien. Procederemos así. Se quedará usted sorprendido al advertir la
diferencia…
El automóvil se detuvo. Crowder se apeó, yendo de una rueda a otra.
—El viaje de regreso habremos de hacerlo con toda lentitud, hasta que lleguemos
a una estación de servicio —advirtió Crowder.
—De acuerdo.
—¿Quiere usted remolcar ese coche? —inquirió Crowder—. No nos sería
imposible.
—No disponemos de ninguna cuerda o cable a propósito.
—Por aquí tiene que haber alambre de espino —dijo Crowder—. Bien enredados
varias veces, compondremos una especie de cadena de remolque que hará su papel.
—No sé si es eso exactamente lo que yo quiero —contestó Mason.
Luego Crowder situó el coche a metro y medio del otro vehículo.
—Ahora puede usted ver lo que sucedió —dijo—. El conductor aceleró…
Después, probó con la marcha atrás. Lo único que consiguió fue excavar más con las
ruedas en la arena, hacer el hoyo más profundo.
Mason asintió, respondiendo:
—Hay que obrar con todo género de precauciones. Si han de quedar rastros aquí,
quiero que sean tan sólo los indispensables.

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—Ya hay algunos —señaló Crowder—. Parece ser que alguien anduvo por aquí.
El que se apeó por la portezuela de la izquierda no se molestó en cerrar aquélla. Hay
una luz que se enciende automáticamente al abrirse la misma. Si pasa mucho tiempo
así, la batería se resiente, se descarga. ¿Cree usted que debemos cerrar la portezuela
en cuestión?
—No. Será mejor que lo dejemos todo tal como lo hemos encontrado.
Los dos se aproximaron al automóvil, inspeccionando su interior.
—¿Busca usted huellas de sangre o algo por el estilo? —preguntó Crowder.
—Algo por el estilo —repitió Mason maquinalmente.
Colocóse un pañuelo en la mano y abrió la portezuela posterior. De repente, se
irguió.
—¿Qué es eso?
—Sobre el asiento del conductor —manifestó Mason— hay una cápsula verde. A
juzgar por su tamaño y aspecto puede que se trate de un barbitúrico… de un producto
hipnótico.
—A veces, tengo entendido, utilizados como supuestos «sueros de la verdad»…
—Mediante la inyección con jeringuilla hipodérmica es posible controlar la dosis
—aclaró Mason—. Bueno, ¿y usted qué cree que puede estar haciendo eso aquí?
—¿Por qué no nos llevamos esa cápsula? Averiguaremos de qué se trata
exactamente —propuso Crowder.
—La cápsula se quedará donde está —decidió Mason—. Ahora vamos a proceder
a abrir el portaequipajes.
El abogado alargó el brazo por entre la portezuela abierta y la carrocería, quitando
de su sitio la llave del encendido. Había varias más unidas a ella y Mason seleccionó
la que le interesaba. Acercóse a la parte posterior del coche y levantando el capó miró
al interior del portaequipajes.
—Nada —comentó Crowder—. ¿Era esto lo que usted esperaba?
—La verdad, amigo mío, es que yo me limito a mirar y a pensar.
Mason bajó el capó, colocando las llaves donde las encontrara.
Los dos hombres se acercaron a su automóvil.
—¿Es eso todo? —preguntó Crowder.
—Sí.
—¿Qué habéis encontrado? —preguntó Drake.
—Hemos llevado a cabo un examen muy superficial —replicó Mason—. Vimos
una cápsula verde en el asiento del conductor, a la derecha del mismo. La cápsula
pudo haberse caído de un bolso femenino.
—¿No hubo más? —insistió Paul.
—No. No hubo más.
—Y, sin embargo, pareces sentirte aliviado.

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—En una situación como la presente nunca se sabe qué puede uno hallar en el
interior de un automóvil.
—¿Habías pensado en otro cadáver? —quiso saber Drake.
—Había pensado que nunca se sabe qué puede uno hallar en el interior de un
automóvil —subrayó Mason.
Crowder, diestramente, dio marcha atrás, girando en la arena, comunicando a las
ruedas el impulso justo para que no patinaran.
Avanzaron en silencio hacia la carretera asfaltada.
En la primera estación de servicio que encontraron, Crowder se ocupó de que
dieran aire a los neumáticos. Mientras les atendían, Mason se acercó a la cabina
telefónica, marcando el número de la oficina del sheriff.
Cuando quedó establecida la comunicación, Mason se expresó en los siguientes
términos:
—Soy un abogado de Los Ángeles. Me interesaba ver unas tierras del Valle, con
el fin de invertir algún dinero, y mientras volaba sobre la zona descubrí un automóvil
medio hundido en la arena y abandonado, al parecer.
»El vehículo se encuentra en un camino que va desde la autopista de Calexico-
Yuma a la de Holtville-Yuma. La derivación queda a unos veinticinco kilómetros, al
este de Calexico. Les sugiero la conveniencia de efectuar una investigación.
»No distinguimos señal alguna de vida; no vimos a nadie que hiciera señales en
demanda de ayuda así que no dimos mucha importancia a nuestro descubrimiento.
Pero más tarde, efectuando una inspección más detallada del sector, decidimos
acercarnos al automóvil. Se trataba de un vehículo con matrícula de Massachusetts.
Había hundido sus ruedas en la arena, siendo abandonado. Me figuré que desearían
conocer la presente información.
—Gracias. Hemos tomado nota de ella —le contestó el funcionario de servicio.
Mason colgó, reuniéndose con Duncan Crowder.
—Me dispongo a dejar todo esto en sus manos. Paul Drake se quedará aquí para
ayudarle. He dado cuenta a la oficina del sheriff del hallazgo del coche. Recuerde que
andábamos interesados por unas tierras que uno de sus clientes tiene en venta.
—Lo recordaré —prometió Duncan—. ¿Algo más?
—No.
—¿Volvemos al aeropuerto?
Mason asintió.
—He aquí algún dinero para gastos —dijo a Crowder.
El abogado sacó su cartera, alargando a Duncan dos billetes de cien dólares.
—Conforme. Usted tiene ya mi número de teléfono. Manténgase en contacto
conmigo.
—Y usted téngame al corriente de lo que vaya ocurriendo. Linda Calhoun

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aparecerá por aquí, formulando preguntas concernientes a su tía. Está muy unida a
George Latty. Todo lo que ella sepa acabará sabiéndolo también, probablemente, su
novio. Y cualquier cosa que éste averigüe será, a no mucho tardar, de dominio
público.
»Paul: retén este coche alquilado, vaga por Calexico y no pierdas el contacto con
Crowder. Mantente a la expectativa… Howland Brent habrá de ser vigilado.
—¿Qué he de decir si soy interrogado… oficialmente? —inquirió Drake.
Mason sonrió.
—Que tú estás efectuando indagaciones por encargo mío y que yo, a mi vez,
colaboro con las autoridades.
—Sí, sí. Estoy al cabo del carácter de tu colaboración —replicó Drake pasándose
el dedo índice por la garganta, como si fuera a cortársela.
—¡Hombre, Paul! —exclamó Mason—. ¡Me dejas sorprendido! Estamos
colaborando con las autoridades. Les hemos dado cuenta de todo lo que hemos
averiguado.
—Pero no les has dicho el por qué de tus indagaciones.
—¿Que no? Les he dicho que yo tenía entre manos la adquisición de unos
terrenos aquí. Mi interés, en este sentido, es auténtico. Se trata de una buena
inversión.
—Ya, ya —repuso Drake, secamente.
—Y, desde luego —añadió Mason—, ahora que hablamos de esto el hecho de que
ese automóvil lleve matrícula de Massachusetts es una coincidencia, Paul.
En el aeroplano, Mason se volvió hacia Crowder, estrechando su mano.
—No deje este asunto de la mano, Duncan —le recomendó—. Llámeme por
teléfono tan pronto haya alguna novedad. Paul Drake estará en contacto con usted y
conmigo.
Crowder respondió:
—Creo haber comprendido qué es lo que usted desea, señor Mason.
—Estoy seguro de ello —declaró Mason, sonriendo—. También me parece que
ha entendido bien lo que no quiero.
—He ahí un punto más difícil —contestó Crowder—, pero creo tener una idea
general. Sé que es usted un hombre sumamente ocupado y que no dispone de todo el
tiempo que necesitaría para explicarme determinados detalles. Es una lástima, sobre
todo por lo que a los representantes de la ley se refiere, que haya de reintegrarse tan
de prisa a su oficina de Los Ángeles. De otro modo, nos habríamos sentado para
charlar detenidamente acerca de ciertas cosas.
—Sí que es una pena —convino Mason—. Tendrá que hacer uso de su buen
juicio, Duncan.
—Me esforzaré para estar a la altura de las circunstancias —prometió Crowder.

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Mason tomó a Della Street de un brazo llevándola hacia el avión y ayudándola a
subir al mismo. El piloto hizo funcionar los motores. Duncan y Paul Drake agitaron
los brazos en señal de adiós cuando el aparato empezó a moverse para enfilar la pista
de despegues.
—He aquí un joven abogado que llegará —comentó Della.
Mason esbozó otra sonrisa.
—Se halla en posesión de lo que únicamente puede describirse como una buena
mente legal.

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Capítulo 8

Cuando Mason y Della Street entraban en la oficina, Gertie, la recepcionista y


operadora de la centralita telefónica, dijo:
—Señor Mason: Paul Drake acaba de llamar desde Calexico. Deseaba hablar con
usted tan pronto entrara aquí. Dijo que esperaría al teléfono. Había calculado que
llegaría aquí a esta hora…
—Está bien. A ver si puede usted establecer esa comunicación, Gertie, con
rapidez.
Mason y Della pasaron al despacho del primero. Della se aplicó a la tarea de abrir
el correo. Mediada su tarea, sonó el timbre del teléfono.
Mason hizo una seña a la joven para que cogiera el auricular de la derivación.
—Hola Perry —dijo Drake.
—Hola. Te escucho, Paul.
—Todo esto es una tempestad en un vaso de agua, querido. Ese individuo falleció
de muerte natural.
—¿Seguro, Paul?
—El forense lo está. Pues sí… Ese hombre murió de muerte natural… Un ataque
cardíaco, probablemente. No ha habido ningún asesinato.
—¿Has avisado a Crowder?
—Sí.
—¿Has sabido de Linda Calhoun?
—Sí. Se encuentra aquí. Debió de llegar hacia la hora en que vosotros
despegabais. Estaba en el motel cuando me presenté allí.
—¿Hablaste con ella acerca de Crowder?
—Sí. Crowder me acompañaba y procedí a presentárselo. Él le dijo que trabajaba
contigo y la llevó a su despacho.
—¿Qué hay sobre George Latty?
—Desapareció. Supongo que habrá regresado a Los Ángeles.
—¿Alguna noticia referente al coche abandonado?
—Nadie ha tomado ninguna determinación acerca de él —manifestó Drake—.
Tomaron nota de su información y la archivaron. Nadie ha vuelto a ocuparse de ella.
—Y de Howland Brent, ¿qué?
—Está removiendo cielos y tierra para conseguir del doctor Kettle que le deje
hablar con Lorraine Elmore. El médico se niega. Brent alquiló un coche y se fue. Uno
de mis hombres le sigue. Habrá regresado a Los Ángeles, probablemente.
Mason tomó una decisión rápidamente.
—Bien, Paul. Si se trata de una muerte natural no existe razón alguna para que las

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autoridades mantengan selladas las unidades del motel. Muévete con rapidez y
tómalas antes de que se te adelante alguien. Dile al encargado que representas a
Lorraine Elmore y paga por anticipado. Di que ella perdió la llave, hazte de otra y
registra el lugar centímetro a centímetro.
»El forense querrá llevarse ciertas cosas de la cabina de Dewitt. Tan pronto haya
sido hecho eso instálate en ella. Procúrate una reserva alegando que voy a reunirme
contigo. No des mi nombre. Da el tuyo a la hora de alquilar ambas unidades.
—Conforme —replicó Drake.
—Otra cosa: alquila la unidad dejada por Latty. Así dispondremos de tres en fila.
Luego, procede a registrar las piezas detenidamente.
—¿Con qué fin, Perry? No ha habido ningún crimen y…
—Lo más probable es que no podamos averiguar dónde está el dinero. Sabremos,
en cambio, con toda certeza, dónde no se encuentra.
—De acuerdo —dijo Drake—. Actuaré en seguida.
—En seguida, ¿eh?
—Sí. No te preocupes —respondió Drake, colgando.
Mason y Della Street hicieron lo mismo.
—¿Y bien? —inquirió la joven.
Mason movió la cabeza.
—¿Dejaremos las cosas tal como están si las autoridades se empeñan en ello? —
preguntó Della.
—¿Por qué no?
—Usted conoce la historia de esa mujer que asegura que vio cómo lo
asesinaban…
—Y a todo esto, el cuerpo no presenta ninguna señal. Sí; el cadáver no ofrece
indicios que hablen de violencias y el hombre falleció de muerte natural.
—¿Lo cree usted así, realmente?
—No puedo poner en tela de juicio la opinión de las autoridades —manifestó
Mason—. A ver si puede usted localizar por teléfono a Duncan Crowder, Della.
Della Street se puso en comunicación con Gertie. Unos segundos después hacía
un gesto afirmativo en dirección a su jefe. Mason cogió el teléfono.
—Soy Perry Mason, Duncan —dijo el abogado—. ¿Qué tal van las cosas?
—Magníficamente. El hombre falleció de muerte natural. Supongo que ya se lo
diría su detective.
—Pues sí. ¿Qué más ha averiguado usted?
—No mucho. Linda Calhoun se encuentra aquí, en mi despacho. Hemos estado
charlando… ¿Se ha puesto George Latty en contacto con usted?
—No.
—Al parecer, regresó a Los Ángeles e intentará comunicar con usted.

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Mason dijo:
—Ya que está usted hablando con Linda Calhoun, podría insistir en el hecho de
que su tía ha sufrido un profundo trastorno de carácter emocional. Bien… No sé con
seguridad cuál puede ser la causa de esta perturbación, pero cabría atribuirla al uso de
algunos barbitúricos durante un dilatado período de tiempo.
»Es probable que se dirigiera a la cabina ocupada por Montrose Dewitt y que
llamara a la puerta. No habiendo recibido contestación alguna, abrió aquélla para
asomarse al interior, viéndole tendido en el suelo, muerto. Presa de una fuerte
emoción, regresó a su alojamiento comenzando a desordenarlo todo, nerviosa,
saltando al volante de su coche después para lanzarse por el desierto.
»No soy médico, pero me imagino que una mujer que ha tomado una dosis
exagerada de sedantes, experimentando luego una fuerte emoción, como la citada,
que le lleva a coger su automóvil para emprender un alocado paseo, siempre con el
pensamiento fijo en la desaparición de una persona que estima mucho, está en
condiciones de forjarse la fantástica idea de haber presenciado un crimen.
—Todo es posible —convino Crowder—. En realidad, no se sabe tanto acerca del
funcionamiento del cerebro en determinadas circunstancias.
—Es un pensamiento que podría usted brindar al doctor Kettle —apuntó Mason.
—Un momento, un momento —le atajó Crowder—. Kettle se mostrará
comprensivo hasta donde pueda ser. Pero jamás falsificará un hecho por mucho que
le insistan.
—No se trata de un hecho —subrayó Mason—. Hablamos de una hipótesis. Usted
puede decirle que hay detalles que indican que Lorraine Elmore ingirió una fuerte
dosis de barbitúricos, con el propósito de conciliar el sueño. Puede que oyera algún
ruido… Es posible que Montrose Dewitt pronunciara su nombre en la unidad
contigua al sentirse enfermo. Entonces, ella se apresuró a auxiliarle y el hombre
expiró en sus brazos. Tal episodio originó, quizá, toda una serie de ideas.
—Le comprendo —declaró Crowder—. Le he comprendido desde el principio y
me estoy limitando a señalarle, señor Mason, que el doctor Kettle no pasará por tales
cosas a menos que cuente con datos de carácter médico.
—No hay ningún absurdo en lo que he dicho, desde ese punto de vista. Hable con
Linda de eso.
—Hablaré con ella —afirmó Crowder—. Parece ser una muchacha muy
inteligente.
—Ustedes dos lo son —declaró Mason, colgando.
Casi al mismo tiempo sonó el timbre del teléfono de Della Street. Ésta atendió la
llamada.
—Está bien Gertie. Un momento —dijo.
Volvióse hacia Mason, añadiendo:

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—Belle Freeman se encuentra en la oficina y desearía hablar con usted.
—¿Belle Freeman? —preguntó Mason—. ¿La que conoció Dewitt antes que
Lorraine Elmore e iba a casarse con él?
Della Street contestó que sí.
—Desde luego que la recibiré. Este caso, sin embargo, toma unos giros
desconcertantes. Hágala pasar, Della. Veamos qué nos dice esa mujer.
Della salió, regresando en seguida en compañía de una mujer de treinta y tantos
años de edad…, con la figura de una de veinte y pico. Sus azules ojos centelleaban;
sus movimientos eran ágiles, flexibles.
—Yo sé, señor Mason —declaró—, que esto es una imposición, pero lo cierto es
que anoche hablé con Linda Calhoun y no sé por qué pensé que yo debía conocerle y
que quizás usted se hallaba en condiciones de ayudarme en mis asuntos.
—Permítame… —contestó Mason—. Le diré ante todo que me alegro de que
haya venido. Había pensado en ponerme al habla con usted. Sin embargo, yo no
puedo ayudarla. En el caso presente, yo tengo ya un cliente. No me es posible
representar a una segunda persona cuyos intereses pudieran estar en conflicto…
—No hay nada de eso. Todo lo que yo deseo es que me sea devuelto mi dinero.
Dispongo de un amigo en El Centro que estaría dispuesto a ayudarme.
—En ello puede radicar el conflicto a que he aludido —insistió Mason—. Quede
sentado de antemano que lo que me diga no ha de ser confidencial y que yo no puedo
representarla en tanto exista esa posibilidad de unos intereses encontrados. No
perdiendo de vista eso, yo ciertamente, me alegro de disponer de la presente ocasión
que se me depara de hablar con usted porque posee una información que ansío
conocer.
—¿De qué se trata, señor Mason?
—Quisiera saber amplios detalles sobre Montrose Dewitt.
—Un tipo grosero, falso…
—Bien. La comprendo. Pero no me refería al personaje. Quería hablar del
ambiente en que se movía.
—De eso sé poco. No me ocurre lo mismo con respecto a su persona,
directamente. Espero que usted pueda enviarle a la cárcel. Para eso vine a verle. Yo
deseaba…
—No podré enviarle a la cárcel ya —le interrumpió Mason.
—¿No? —inquirió la visitante, muy extrañada—. ¿Ahora que ya se ha
averiguado…?
Mason movió la cabeza a un lado y a otro.
—Montrose Dewitt ha muerto.
—¿Qué?
—Falleció anoche en Calexico.

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—¿Cómo…? ¿Por qué…? ¿Cómo ha sucedido eso?
—Falleció, al parecer, mientras dormía.
Ella empezó a decir algo y luego guardó silencio.
Mason enarcó las cejas.
—Lo siento —dijo Belle Freeman—. Nunca me ha gustado hablar mal de los
muertos. No estaba informada.
—Bien. No creo que esto le impida decirme algo que pueda facilitarme una pista
sobre su pasado.
—Creo que yo no puedo decirle nada que le vaya a ser de utilidad, señor Mason.
Dewitt era una persona misteriosa… Cuando terminó todo entre nosotros, se
desvaneció.
—¿Le sustrajo algún dinero?
—Se quedó con todos mis ahorros.
—¿A cuánto ascendían?
—Suponían algo más que la cifra que he admitido. Había una herencia por en
medio y él se quedó con todo.
—¿Fue usted a la policía?
—No, señor Mason. Yo… tenía mis razones para proceder así. No quería
publicidad… supongo que ésta es una vieja historia para usted. Fui una ingenua. Me
ofrecía para el sacrificio con la docilidad de una corderita. El hombre me dijo que iba
a invertir bien lo que teníamos, presentándosele la ocasión de obtener más dinero de
sus amigos. Disponía de una oportunidad que no podía fallar para hacerse con unos
millones de dólares. Todo lo que necesitaba era disponer de un pequeño capital.
—¿Era persuasivo Dewitt?
—A mí me convenció.
—¿Hablando simplemente?
—Bueno… Hay que reconocer que era hábil. Sabía cómo halagar a una mujer,
cómo lograr que ésta se sintiese importante… me convenció, eso es lo cierto.
—¿Cómo le conoció?
—Por correspondencia. Escribí una carta dirigida a una publicación, una carta de
protesta. Mi carta apareció en las columnas de aquélla. No figuraban al pie del escrito
mis señas, pero él averiguó las mismas. No era muy difícil. Mi nombre figuraba en
las listas de lectores. Me escribió diciéndome que le había parecido una mujer muy
inteligente, que sabía expresar mis ideas, añadiendo que para él era muy agradable
encontrar una persona de tanta viveza, de tanta perspicacia, en la sección de «Cartas
al director» de la revista que publicara mi misiva…
»Desde luego, caí en el lazo. Redacté una breve nota, dándole las gracias por sus
amables palabras. Luego, me envió un recorte de periódico, declarando que quizá me
interesara conocer el texto… Pronto, casi sin darme cuenta, trabamos relación

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personal. Cenamos juntos… Y luego siguió siempre adelante, con su campaña…
—Pero ¿qué le contó acerca de su persona, acerca de sí mismo? ¿A qué se
dedicaba? ¿No se lo dijo?
—No se dedicaba a nada. Acababa de regresar de Méjico. Había estado dedicado
allí a ejercer diversas actividades, pasando por muchas vicisitudes. Era el atrevido
«soldado de fortuna» tradicional.
—¿Cuánto tiempo vivió en Méjico?
—Me dijo que más de un año. He aquí algo chocante, señor Mason: el hombre no
sabía hablar español.
—¿De veras?
—Creo que no sabría más de una docena de palabras de español. Habiendo hecho
referencia a sus aventuras en el país, le presenté a un amigo que conocía aquel
idioma, en el cual empezó a hablarle.
—¿Qué pasó?
—Montrose atajó a su interlocutor, manifestando que no se había preocupado
nunca por la cuestión de la lengua, que había estimado una desventaja aprenderla,
juzgando mejor valerse siempre de un intérprete para entenderse con los demás.
—¿Y usted dio por buena la explicación?
—Pues sí. Por aquellas fechas estaba dispuesta a creer cuanto dijera.
—Y más tarde, cuando Dewitt se hizo con su dinero, ¿qué sucedió?
—Íbamos a casarnos, pero ya no volví a verle. Se desvaneció, simplemente.
—¿No le dio explicaciones?
—Nada, nada… —Belle Freeman apretó los labios—. De todo fui dándome
cuenta gradualmente. Primeramente, viví un período de terrible ansiedad. Pensé que
se habría matado en algún accidente de automóvil, que le había ocurrido alguna
desgracia… Luego realicé un intento para localizarle… Poco a poco, fui
comprendiendo que había sido engañada, como una necia.
—¿No hizo nada más?
—Intenté averiguar su paradero.
—¿Cómo?
—Contraté los servicios de un detective privado. Hasta que me di cuenta de que
la cosa me costaba ya demasiado dinero.
—¿Y el detective no consiguió descubrir nada?
Belle Freeman denegó con un ligero movimiento de cabeza.
—Absolutamente nada.
—¿Le pasaba informes periódicos el detective?
—¡Oh, sí! Redactaba unos informes muy detallados, contándome todo lo que
había estado haciendo. Por ellos vi que yo estaba quedándome prácticamente sin
dinero. Es la única consecuencia que saqué de ellos.

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—¿Por casualidad, conserva esos informes todavía? ¿Tuvo la precaución de
guardarlos?
—Los tengo aquí —declaró la visitante—. He venido preparada. Quería ayudar a
Linda… Deseaba solucionar todo lo referente a Montrose Dewitt.
Belle Freeman abrió su bolso, del que sacó un sobre que alargó a Mason.
—¿Podría quedarme con estos papeles por algún tiempo? —inquirió el abogado.
—Quédeselos para siempre, si ése es su gusto. Ni siquiera sé por qué no los
rompí. En fin de cuentas, son un recordatorio demasiado elocuente de un desgraciado
episodio de mi vida.
—Dewitt debió de disponer de algún escondite a propósito. Es posible que se
trasladara a otra ciudad con objeto de proseguir sus peculiares actividades. Es
probable que actuara en diversas poblaciones al mismo tiempo. No es corriente que
un individuo, sin cambiar de nombre se esfume, se desvanezca por completo.
—Es lo que yo me imaginé… Pero estaba la cuestión del dinero… Una amiga me
hizo reflexionar: ¿qué iba a hacer si le localizaba por fin? Es que yo no quería que le
procesaran por haber obtenido dinero valiéndose de falsos pretextos, ni recurrir a algo
por el estilo…
»Mire, señor Mason… Ni siquiera sé si mediaron falsos pretextos. Yo le di mi
dinero para que lo invirtiera. Íbamos a pasarnos la vida juntos… Me equivoqué.
»En el momento oportuno, hubiera podido evitar lo sucedido con la asistencia y el
respaldo legal de un hombre como usted. Sí; decididamente, fui una estúpida.
—¿Es usted soltera?
—Sí. Estuve muy enamorada de un hombre al que mataron. Fui fiel a su recuerdo
durante mucho tiempo. Luego, las cosas comenzaron a cambiar… Un día me di
cuenta de que ya no era una jovencita. Quise engañarme a mí misma, diciéndome que
eso me tenía sin cuidado. Pero… Yo era en fin de cuentas una mujer soltera. Iba a
pasarme la vida desligada de todo el mundo. Las mujeres no estamos hechas para eso,
señor Mason. Necesitamos trabajar para alguien, amar a alguien…, obedecer a
alguien, incluso.
»Apareció acto seguido ante mí Montrose Dewitt, quien me cautivó, con sus
osadas maneras, con sus habilidades.
—¿Tenía coche el hombre? —preguntó Mason.
—Sí. Todos los detalles los encontrará en estos informes. El detective trazó el hilo
de las sucesivas transferencias del automóvil y lo demás… Verá por estos papeles que
Montrose Dewitt no pagó nunca impuestos y que no disponía de número de seguro
social… Sin embargo, se hallaba en posesión del carnet de conducir.
—¿Vivía usted aquí, en Los Ángeles, por aquel tiempo?
—No, señor Mason. Vivía en Ventura. Trabajaba allí. Y Montrose Dewitt poseía
un apartamento en Hollywood. Mi trabajo consistía… Bueno, si se hubiera producido

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algún escándalo relacionado con mi nombre… Hubiera tenido que apretar los dientes
y empezar de nuevo. Ni entonces ni ahora podía soportar una oleada de publicidad.
Ésta es una de las razones que me han impulsado a venir a verle, señor Mason. Me
disgustaría muchísimo que Linda Calhoun hiciera alguna manifestación que me
tocara de cerca.
»Esta mañana intenté ponerme en comunicación con ella, sin éxito. Sabía que
usted la representaba y me figuré que lo mejor era verle, ofrecerle mi colaboración y
pedirle protección… Estoy refiriéndome a la publicidad…
—Muchísimas gracias —repuso Mason—. Déjeme estudiar esos informes, a ver
qué deduzco de ellos.
Belle Freeman tendió una mano al abogado.
—Intentaba dar por liquidado definitivamente ese capítulo de mi vida, pero… no
era posible terminarlo así. Me siento mejor ahora, después de haberle referido la
historia completa de aquél, después de haber puesto en sus manos los papeles.
Esperaba que le fuesen útiles.
—Los estudiaré con toda atención —prometió Mason cuando ya Della Street
acompañaba a la visitante hasta la puerta.
Mason y su secretaria se quedaron solos.
—¿Qué opina usted, Della, de todo lo que acaba de oír?
Della Street movió la cabeza, pensativa.
—La verdad es que Montrose Dewitt parecía desenvolverse muy bien con las
mujeres.
—Tenía lo que la policía designa un modus operandi. Se valía del correo para
establecer los contactos iniciales. Esto significa que debió de escribir unas cuantas
cartas, dirigidas a diferentes personas. La cosa no quedaba saldada con tomar nota de
las mujeres que escribían a los periódicos cartas que luego eran publicadas. Habría
veces en que aquéllas serían casadas, o no tenían dinero, o tenían amigos o novios no
dispuestos, ni mucho menos, a retirarse a la vista de un tipo atrevido, con un negro
parche sobre un ojo y una misteriosa personalidad.
—Es verdad.
—El hombre escribió, por ejemplo, diez docenas de cartas. Cuando recibía una
contestación, procedía a efectuar reservadamente sus comprobaciones. Cuando veía
que había dinero por en medio, alargaba la experiencia hasta el inevitable fin.
—¿Nos servirá de algo todo esto? —preguntó Della.
—Nos ayudará a conocer un tanto su historial —contestó Mason—. Sí. Pese a
saber ya cómo operaba… Lo que más me desconcierta del individuo en cuestión es su
forma de desaparecer, tan radical, tan completa.
»En su juego, basado en la confianza, ¿no le parece a usted que era una temeridad
utilizar un medio tan conspicuo de identificación como el parche negro sobre el ojo?

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—Es probable que procediera así para significarse más, para llamar más la
atención, para realzar la originalidad de su figura —aventuró Della Street.
—Para hacerse un millar de veces más conspicuo —insistió Mason—. Y…
De repente, el abogado guardó silencio.
—¿Qué pasa? —preguntó Della.
Mason chasqueó los dedos, diciendo:
—¡Está claro! Debía haber pensado en ello antes.
—¿A qué se refiere?
—Llevaba el parche negro sobre un ojo precisamente para eso: para que su figura
no pasara inadvertida. Se colocaría aquél al disponerse a iniciar una de sus tretas.
Luego, a la hora de desaparecer se lo quitaría, sustituyéndolo por un ojo de cristal.
Seguidamente se convertiría en un ciudadano de aspecto corriente, en uno más,
confundiéndose con millares de personas de aspecto normal, carentes de elementos
distintivos externos de detalles susceptibles de llamar la atención.
»Todo el mundo ha pensado siempre en Montrose Dewitt como el hombre del
parche negro sobre el ojo…
—Su razonamiento parece muy lógico —opinó Della Street.
Súbitamente excitado, Mason dijo:
—Pongámonos en contacto con Paul Drake, Della. Quiero que me facilite una
foto o un dibujo en color del ojo sano de Montrose Dewitt. Luego nos pondremos en
comunicación con los que se dedican a fabricar ojos de vidrio. No habrá muchos
hombres dedicados a tal actividad. Se trata de algo muy especial…
Mason calló. El timbre del teléfono sonó con rápidas intermitencias, un artificio
utilizado siempre por Gertie cuando había algo urgente.
Della Street atendió la llamada comunicando a Mason:
—Paul Drake al habla. Parece hallarse muy excitado.
Mason cogió el micro.
—Hola, Paul. ¿Qué ocurre?
—Lo vas a saber en seguida… Montrose Dewitt tenía en su maleta un frasco de
whisky de medio litro. Uno de los auxiliares del forense decidió echarse un trago. El
whisky era bueno y decidió, por lo visto que era una lástima que no se aprovechase
debidamente.
—¿Qué pasó luego?
—El joven en cuestión se halla ahora bajo los cuidados de un médico —explicó
Drake—. El licor contenía una droga poderosa, un barbitúrico probablemente.
»Esto da al caso otro aspecto. Parece ser que ha habido un crimen ahora. Van a
analizar el contenido del estómago de Dewitt y enviarán sus visceras al laboratorio
para ver de qué barbitúrico se trata. Pensé que debía poner este hecho en
conocimiento tuyo inmediatamente.

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—¿Está enterado Crowder de ello?
—Sí.
—¿Y Linda?
—Me parece que Crowder se dispone a ponerse en contacto con ella.
—Bien. He aquí lo que quiero que hagas, Paul… Pide al forense permiso para
hacer un esbozo del único ojo de la víctima. Me interesa su coloración especialmente.
Todo ha de ajustarse rigurosamente a la realidad. Todo ha de hacerse con la máxima
precisión.
—Y después, ¿qué?
—Después te presentarás aquí utilizando el medio de desplazamiento más rápido.
Tendrás que dedicarte a buscar a todos los que se dediquen a fabricar ojos de vidrio.
Quiero ver si somos capaces de encontrar al comerciante que suministró a Montrose
Dewitt el suyo.
—Ten en cuenta, Perry, que él no usaba ningún ojo de cristal. Llevaba siempre el
parche negro y…
—Y luego —le interrumpió Mason—, limitábase a guardar en el fondo de
cualquier cajón el parche negro, se ponía el ojo artificial y probablemente, asumía
otra identidad. Esto siempre que desaparecía.
»Te acordarás, sin duda, de un hecho muy significativo: Montrose Dewitt se hacía
pasar por viajante; sin embargo, en el salpicadero de su automóvil se observaba un
kilometraje muy bajo. Relaciona unas cosas con otras, Paul, y acabarás pensando que
ese hombre gozaba de otra identidad en un punto no muy distante de Los Ángeles.
»De ser ello así, se han esfumado dos hombres existiendo un solo cadáver.
Tendrás que actuar de prisa, ocupándote de las personas últimamente desaparecidas.
Habrás de trabajar en lo del asunto del ojo de cristal… Es mejor que regreses y
empieces a aplicar los hombres necesarios al trabajo.
Drake repuso, pensativo:
—Seguramente Perry, has apuntado bien. No tardaremos en vernos.
—¿Ha hecho el sheriff algo con respecto al coche? —preguntó Mason.
—Lo más seguro —contestó Drake— es que tu denuncia haya ido a parar al
archivo.
—Bueno. Hasta que Lorraine Elmore, la tía de Linda, salga del tratamiento a que
está sometida, todavía dispondremos de un poco de tiempo. Todo cambiará en el
momento en que la policía comience a efectuar comprobaciones en su coche y
advierta la significación de mi informe.
»En ese momento nosotros le llevaremos mucha ventaja a aquélla. Es necesario
que sea así, al menos. Esta cuestión del whisky drogado quiere decir que alguien va a
ser acusado de haber cometido un crimen.
»Cabe la posibilidad, ciertamente de que ese alguien sea nuestra cliente.

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—¡Oh! —exclamó Drake.
Al cabo de unos segundos de silencio, el detective añadió:
—Comprendo muy bien tu punto de vista, Perry. Saldré de aquí inmediatamente.

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Capítulo 9

Se hallaba mediada la tarde cuando en la puerta del despacho de Perry Mason


sonaron los golpes acostumbrados con que Drake anunciaba siempre su presencia.
Della Street abrió la puerta.
—Ha hecho usted un viaje muy rápido, Paul.
—Era la orden que tenía. Tomé el avión que hace escala en Palm Springs.
—¿Algo nuevo, Paul? —preguntó Mason.
—Sí que hay algo nuevo, pero…
—¿De qué se trata?
—En primer lugar, Perry temo haber puesto en marcha algo nada más pedir
autorización al forense para hacer un dibujo de un ojo muerto.
—¿Qué sucedió?
—Di con un artista que tiene auténtico talento, el cual no me puso pegas cuando
le expliqué qué era lo que yo deseaba.
—Pero aquélla es una pequeña comunidad… El forense pensó que la historia era
aprovechable desde el punto de vista periodístico. Se presenta de nuevo para la
reelección en su cargo y anda necesitado de algún apoyo por parte de la prensa, de
manera que hizo que la cosa trascendiera…
—¿Qué más hay?
—Ya no hay más, Perry. Hace una hora puse el esbozo en color en manos de uno
de mis mejores auxiliares, quien se ha lanzado tras los comerciantes que se dedican a
fabricar ojos de cristal sobre pedido.
—Toda una profesión, Drake. Debe de tener sus dificultades ésa, especialmente la
tarea de la coloración de las piezas.
Sonó el teléfono.
—Es para usted, Paul —dijo Della Street.
Drake permaneció a la escucha un momento.
—Muy bien —dijo luego—. ¿Cuáles son las señas?
El detective hizo una anotación en un bloc de papel.
—¿Está seguro él? ¿Sí? ¿Y cuál es el nombre? ¿Hale-H-a-l-e? El de pila ahora…
Deletree. W-e-s-t-o-n. Perfectamente. Eso es todo cuanto usted puede hacer por
ahora. Efectuaremos las comprobaciones necesarias.
Drake colgó, dirigiéndose ahora a Mason.
—Al parecer Perry, vamos por buen camino. Mi colaborador ha localizado a un
tal Selwig Hedrick, experto de mucho prestigio en el negocio. Reconoció el ojo
inmediatamente. Dijo que lo había hecho para un hombre llamado Weston Hale. Las
señas son: Apartamentos Roxley.

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—No aventuraré mucho afirmando que Weston Hale será una persona
desaparecida esta noche. Ya verás cómo nadie sabe nada acerca de su paradero, cómo
nadie sabe qué puede haberle ocurrido.
—En otras palabras: Weston Hale y Montrose Dewitt son la misma persona, ¿no?
Mason asintió.
Sonó de nuevo el timbre del aparato telefónico.
—Diga… —Della Street hizo un gesto dirigido a Mason—, Duncan Crowder le
llama desde Calexico.
Mason cogió el micro.
—Oiga… sí, soy Perry Mason… hola, Duncan. ¿Qué hay de nuevo?
Crowder respondió:
—No me gusta ser portador de malas noticias, señor Mason, pero…
—¿Qué pasa?
—Por una razón u otra, las autoridades, de repente, se han dado cuenta de la
significación real de su informe sobre el coche hallado en medio del desierto, el de la
matrícula de Massachusetts. Enviaron al lugar un camión-grúa, sacaron el automóvil
de la arena y se lo han traído para inspeccionarlo. Había una cápsula de Somniferal
en el asiento delantero. En la cabina que ocupó Lorraine Elmore se encontró un
frasco lleno de esas cápsulas… Era de tamaño grande y contendría unas cien de
acuerdo con la etiqueta.
—¿Fruto de una prescripción médica? —inquirió Mason.
—En efecto. Parece ser que nuestra cliente se había sentido emocionalmente
alterada. Un doctor le recetó el medicamento en cuestión. Ella le dijo que se disponía
a emprender un largo viaje y que deseaba que no le faltara aquél en ningún momento.
Entonces, el hombre le proporcionó la receta necesaria.
»El sheriff estuvo hablando con él por teléfono. Manifestó que la perturbación
que sufría la señora Elmore era de tal naturaleza que si iba a empezar a sentirse
preocupada por el hecho de la probable falta de la medicina cabía esperar lo peor. Le
dio instrucciones para que se tomara una cápsula solamente cuando se notara
trastornada. El consumo normal que calculó era de ocho a doce cápsulas mensuales.
»Naturalmente, esa gente tiene ahora mucho interés por saber lo que cuenta la
señora Elmore. Especialmente, ellos quieren averiguar cómo pasó el Somniferal
desde el frasco hasta el estómago de Montrose Dewitt.
—No podrán probar que se trata del mismo Somniferal —objetó Mason.
—Es posible, pero lo cierto es que actúan sobre tal suposición. El doctor Kettle se
mantiene firme. Su cliente se halla sometida a un tratamiento a base de
tranquilizantes y afirma que todas las declaraciones que pudiera formular en las
presentes circunstancias serían imprecisas, que todos los hechos a que aludiera se
verían mezclados con cosas fantásticas, nacidas en el mundo de los sueños. El médico

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se ha mostrado enérgico en todo momento, replicando con suma viveza.
Mason permaneció pensativo unos momentos.
—Muy bien, Duncan. Que el doctor Kettle insista en sus manifestaciones previas.
No obstante, si esa gente sigue empeñada en obtener una declaración de la enferma
en las condiciones mencionadas, que hable con ella tan pronto se despierte, bajo su
responsabilidad.
—Sin duda se agarrarán a ese ofrecimiento —dijo Crowder—. Las autoridades
quieren averiguar a toda costa, cuanto antes, qué hay en todo esto, cómo llegó ella en
el coche hasta el sitio en que fue encontrado, qué relación unía a Dewitt con la señora
Elmore, cuándo lo vio ésta por última vez, amén de otros detalles. ¿Debe despertarla
el doctor Kettle ahora?
—No. Que espere a que Lorraine Elmore se despierte por sí sola. Dígale al
médico que vuelva a aludir a la impresión que presidirá las declaraciones de la
enferma en las condiciones actuales…
—¿Sabe lo que hará la policía en cuanto ella haya declarado? —inquirió Crowder
—. La tomarán bajo su custodia y cuando la enferma se halle en posesión de todas
sus facultades le pasarán una cinta magnetofónica con sus declaraciones,
preguntándole qué hay de verdad y de fantástico en sus palabras.
—Pero en ese momento ya la tendremos nosotros avisada, en el sentido de no
decir nada a nadie.
»No hay que descuidarse. En el momento en que ella formule una declaración,
dígamelo. Seguidamente, yo, por teléfono, me mostraré indignado por el hecho de
que ellos se hayan aprovechado de la especial situación de mi cliente. Diré que mi
consejo es que no haga más declaraciones en ningún caso, no hallándose presentes
sus abogados.
—¿Habrá que cerrar el pico entonces?
—Por completo —dijo Mason.
—¿Cree usted que nos hará caso?
—Nos hará caso si usted le habla como es debido.
—¿Como es debido?
—Sí: asústela —dijo Mason.
—De acuerdo. Procederé conforme a sus instrucciones.
—Hemos enfilado un nuevo camino, Duncan. Proceda como le he dicho. Después
de haber contado su historia, ella no ha de volver a pronunciar una sola palabra.
—De acuerdo —respondió Crowder, colgando.

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Capítulo 10

—¿Vamos a ocuparnos de Weston Hale? —preguntó Drake.


Mason asintió.
—He aquí un caso, Paul, en el que nosotros llevamos a la policía una ventaja…,
digamos que de un metro, en vez de hallamos a dos. Es ésta una sensación
maravillosa.
—¿Pensaremos igual cuando seamos alcanzados?
—No estamos violando ninguna ley —declaró Mason—. No ocultamos ninguna
prueba. Estamos efectuando unas comprobaciones, simplemente. Todo el mundo
tiene derecho a proceder así.
—Ya, ya. No obstante, me siento preocupado.
—¿Debo acompañarle yo, jefe? —preguntó Della Street.
Mason reflexionó, contestando después:
—No, Della. Usted se va a quedar aquí, cuidando de la tienda. Vamos a
deslizamos por un callejón sin salida, pero a fin de hacer valer nuestro punto de vista
hemos de demostrar que, efectivamente, se trata de un callejón sin salida. Vámonos,
Paul.
Los Apartamentos Roxley se hallaban en un edificio de seis pisos de la mejor
clase. En la guía vieron que el apartamento correspondiente a Weston Hale llevaba el
número 522.
—Será mejor que subamos y llamemos a su puerta —dijo Mason—. Luego
localizaremos al encargado para ver qué se puede averiguar.
Tomaron el ascensor, abandonando el mismo en el piso de Weston Hale. Poco
después Mason oprimía el nacarado botón del timbre de la puerta.
Resonó aquél en el interior. Luego se hizo el silencio.
—Llamaremos tres veces —manifestó Mason—. Así nos aseguraremos de que no
hay respuesta.
Drake oprimió el botón dos veces más.
Casi instantáneamente la puerta se abrió. Un hombre embutido en una bata, con
los ojos hinchados y la nariz enrojecida, dijo con voz muy ronca, apenas inteligible:
—¿Qué desean ustedes?
—¿Es usted el señor Hale? —preguntó Mason.
El otro hizo un movimiento denegatorio de cabeza.
—Hale no está aquí. ¿Qué quieren de él?
—Queríamos hablarle… —declaró Mason—. Vive aquí, ¿verdad?
—Hale y yo compartimos este piso. Me he enfriado. Creo que tengo la gripe. Se
la voy a pegar a ustedes si no se alejan de aquí. ¿Por qué no vuelven más tarde?

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—¿Dónde se encuentra el señor Hale?
—En su destino… Trabajando.
—¿Dónde trabaja?
—En la Compañía de Financiaciones y Créditos Hipotecarios.
—¿Dónde está eso?
—En la calle Bemont Oeste. ¿Qué quieren ustedes de él? ¿Quiénes son ustedes?
—¿Lleva un ojo de cristal el señor Hale?
—Un… ¿qué?
—Un ojo de cristal.
—Eso es nuevo para mí —dijo el hombre—. Nunca me di cuenta de tal cosa.
¿Qué desean ustedes? ¿Quiénes son ustedes?
—¿Y usted cómo se llama? —inquirió Mason.
—Ronley Andover. Bueno, miren… Tengo fiebre; llevo un par de días en cama,
luchando contra esta gripe. Ahora mismo estoy en una corriente de aire. ¿Por qué no
se retiran ya? Se exponen a caer enfermos.
—Entraremos. Estaremos dentro un minuto solamente —anunció Mason.
—Si van a entrar tendrán que permitirme que me acueste. Estoy febril; he de
guardar cama, manteniéndome bien tapado, dedicado a beber jugos de frutas en
cantidad, un poco de whisky y vasitos de aspirina disuelta en agua. Si quieren
exponerse a caer enfermos también, entren.
Drake pareció dudar.
—Correremos ese riesgo —declaró Mason.
Los dos penetraron en el apartamento.
—¿Es doble? —preguntó el abogado.
—Sí —explicó el hombre—. La habitación de Hale queda allí. Tiene su baño. Mi
dormitorio es éste. También cuenta con su baño. Utilizamos esta pieza como cuarto
de estar y hay una cocina en la parte posterior. Bueno… Sobre Hale únicamente
puedo decirles lo que he dicho ya: que está trabajando. Vayan a verle a la Compañía.
Yo me voy a acostar. Me siento terriblemente mal.
El hombre entró en su dormitorio, tendiéndose en el lecho sin quitarse la bata.
Estremecióse ligeramente, sacó un inhalador, que utilizó brevemente, estornudó y
quedóse mirando a Drake y a Mason con los ojos llenos de lágrimas.
—Pretendemos averiguar todo lo que podamos acerca de Weston Hale —
manifestó Mason—. Es muy importante.
—Importante… ¿por qué? —quiso saber Andover.
Mason continuó mirando a su alrededor, sin contestar a su pregunta.
—Soy abogado y mi acompañante detective —dijo.
—¿De la policía o privado?
—Privado.

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—¿Qué es lo que desean?
—Averiguar cuanto podamos acerca de Hale.
—¿Por qué no hablan con él?
—Lo haremos en cuanto salgamos de aquí.
—Váyanse entonces. Nadie les retiene en este apartamento.
—Nos iremos para ver a Hale —declaró Mason—, pero antes quisiéramos saber
si es realmente la persona por la cual nos interesamos. ¿Podemos inspeccionar su
habitación?
—Claro, ¿por qué no?… ¡Eh, eh! Un momento. ¡Diablos! ¡No! No me encuentro
bien… De no ser así no habría accedido a dejarles entrar desde el primer instante…
Por supuesto que no pueden registrar su habitación. Yo no sé qué es lo que él pueda
tener ahí. No puedo consentir que dos desconocidos revuelvan sus cosas…
—Ábranos usted mismo la puerta… Es sólo abrirla. Nosotros no haremos otra
cosa que asomarnos pero no tocaremos nada.
—¿Qué andan buscando?
—Llevamos un asunto de gran importancia entre manos, el cual guarda relación
con él.
—¿Y qué van a conseguir inspeccionando su habitación? —preguntó Andover—.
No creo que a él le gustara mucho su proceder. A mí me disgusta. Pero no pienso
abandonar esta cama. Me siento muy mal y si ustedes dos acaban contagiándose
desearán mil veces no haber oído hablar jamás de Weston Hale.
—¿Cuánto tiempo hace que comparte este apartamento con usted?
—No lo sé. Cuatro o cinco meses. Antes tuve otro acompañante. Se trasladó a
otro sitio… A mí me gustan los apartamentos grandes, aunque tenga que compartirlos
con otra persona. Los prefiero a los individuales… Y todas estas urgencias acerca de
Weston Hale, ¿qué significan?
—Hemos intentado ponernos en contacto con él —explicó Mason—. Dígame
usted: ¿le vio alguna vez usar un parche negro sobre el ojo malo?
—Ya he dicho que no sabía nada acerca de eso… Yo no he visto nada anormal en
él.
Mason le preguntó a continuación:
—¿Tiene alguna máquina de escribir portátil?
—Pues sí.
—¿La usa?
—Con mucha frecuencia, cuando está en casa en sus horas libres. Hale es muy
trabajador.
—Hemos sabido que un amigo suyo, Montrose Dewitt, se encontraba en apuros y
nos gustaría hablar con Hale acerca de él. ¿Ha mencionado alguna vez delante de
usted a Montrose Dewitt?

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El hombre de la cama movió la cabeza de un lado a otro en un claro gesto de
negación.
—¿Nunca le oyó mencionar a Montrose Dewitt?
—No, no, ya se lo he dicho.
Mason dijo:
—Volveremos por aquí cuando usted se encuentre mejor, Andover.
—¿Qué significa todo esto? ¿A qué viene lo de Dewitt?
—Creemos que fue asesinado ayer por la noche, en Calexico.
—¡Asesinado!
—Así es.
—Bueno, ¿qué saben ustedes sobre eso? —inquirió Andover.
—En vista de tales circunstancias, ¿podríamos mirar en la habitación de Hale?
—En vista de tales circunstancias, ¿por qué no se van ya al diablo? Y si quieren
volver háganlo en compañía de un agente de policía, ¿estamos?
Andover dio la vuelta en la cama, comenzando a toser. Se cubrió bien con la ropa
y dijo:
—Se lo advierto: limítense a salir, ¿eh? Déjense de husmear camino de la puerta.
—Le estamos muy agradecidos por su colaboración, señor Andover —contestó
Mason—. Lamento que no se encuentre bien y, asimismo, que no nos haya
comprendido.
—Que no sea ése un motivo de preocupación para ustedes. Estamos en paz. Yo no
he comprendido su posición ni ustedes la mía… Aquí sólo ha de entrar quien tenga
autoridad para ello.
Mason hizo un gesto dirigido a Drake.
—Gracias por todo, Andover.
—No hay de qué —respondió aquél, sarcástico.
Mason y Drake abandonaron el dormitorio, deteniéndose en el cuarto de estar.
Paul miró hacia la puerta, en el lado opuesto. Mason movió la cabeza, abriendo
aquélla para pasar al corredor.
—Adiós, Andover.
No hubo ya contestación.
—Escribía cartas —consideró Mason—. Debía de recibir muchas misivas. El
hombre tomaría un sinfín de precauciones antes de decidirse a tirar el anzuelo para
sacar el pez que a él le convenía. Nos interesaría hacernos con alguna de esas cartas.
—Ninguna de ellas nos dirá quién le mató —objetó Drake.
Mason entornó los ojos, concentrándose en sus pensamientos.
—Los escritos nos dirían cómo era, cómo se buscaba la vida. No son infrecuentes
los casos criminales en los que figura como víctima una verdadera rata, siendo el
asesino un bienhechor, un hombre benemérito.

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—¿Vamos entonces ahora a ver a Hale?
—Vamos a ver qué excusa dio Hale para que no se contara con él. Hale murió ya.

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Capítulo 11

Henry T. Jasper, presidente de la Compañía de financiaciones y Créditos


Hipotecarios, dijo:
—Esto es un honor para mí, realmente, señor Mason. He oído hablar mucho de
usted y conozco algunos de los casos en que ha intervenido, los más espectaculares
de su carrera.
»Me imagino que su acompañante es Paul Drake, de la agencia de detectives que
lleva su apellido…
»Supongo, caballeros, que su visita, a esta hora de la tarde, ha de estar
relacionada con algún asunto de grave importancia.
—Pues no lo sé —contestó Mason—. Con franqueza: ando algo desconcertado y
estoy intentando hacerme con alguna información.
—¿Puedo serles yo de utilidad?
—Creo que sí. ¿Qué puede contarnos acerca de Weston Hale?
—No mucho —replicó Jasper, sonriente—. Hale es una persona reservada,
silenciosa. Es también uno de nuestros más eficientes empleados. Hace siete años que
pertenece a la nómina de esta firma. Le tenemos en mucha estima.
—¿Podríamos hablar con él? —solicitó Mason.
—Desde luego.
—¿Ahora?
—No sé, no sé. Hemos cerrado ya. Yo me había quedado hoy para trabajar en un
asunto delicado, y naturalmente, algunos empleados quedarán todavía en la oficina
también, pero… Bueno, me figuro que el señor Hale se habrá marchado. Un instante.
Voy a enterarme.
Jasper oprimió uno de los botones que había sobre su mesa de despacho. Al cabo
de unos segundos abrió la puerta del despacho una mujer de cuarenta y tantos años de
edad, de aspecto más bien fatigado, que dijo:
—¿Llamaba usted, señor Jasper?
—¿Está Hale?
—No, señor.
—¿Se ha marchado ya?
—Hoy no ha venido.
—¿Ah, sí?
La mujer movió la cabeza.
—Tenía que efectuar ciertas valoraciones en Santa Bárbara. ¿No recuerda usted
que le encargó ese trabajo?
—Es verdad, es verdad —repuso Jasper—. Hablamos de ello hace unos días y me

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comunicó que se trasladaría allí tan pronto hubiese dado fin a ciertas tareas que
estaba a punto de terminar.
—¿Sabe usted dónde podríamos localizarle? —preguntó Mason a Jasper.
Éste brindó a su vez la pregunta a la mujer con un simple movimiento de cejas.
Su auxiliar movió la cabeza a un lado y a otro.
—En Santa Bárbara, quizás —opinó a renglón seguido—. Probablemente se
hospeda en algún motel. Creo que fue allí en coche.
—¿Puedo preguntarle qué es lo que a ustedes les interesa de ese hombre? —
inquirió Jasper.
—Se trata de una cuestión de identidad —manifestó Mason—. ¿Podría decirme
usted si Hale lleva un ojo artificial?
Jasper sonrió.
—Creo que tiene los dos ojos… —de repente aquél se interrumpió, mirando a la
mujer de la puerta—. ¿Qué pasa, señorita Selma?
—Hay algo que siempre me ha producido una gran extrañeza en el señor Hale…
¿Usted no lo ha observado, señor Jasper? Cuando Hale mira hacia algún sitio siempre
mueve la cabeza. Jamás juega los ojos. Hablando con dos o más personas, en el
transcurso de la conversación, acostumbra siempre mover la cabeza para escuchar
alternativamente lo que cada una tiene que decir.
»Me di cuenta de eso hace algún tiempo… Al principio, me figuré que era sordo
y que se guiaba por los movimientos de los labios para comprender lo que se decía.
Recientemente, por ciertos detalles que descubrí, no me satisfizo la explicación que
me dio. Lo del ojo artificial nunca se me había ocurrido, pero ahora que ha quedado
sugerida la idea la juzgo la única admisible.
—¿Es casado?
Jasper se encargó de contestar a esta pregunta.
—No. Le tengo por un hombre que vive para su trabajo. Se pasa la mayor parte
de las noches aquí. Hale tiene una gran inclinación por el detalle y se esmera por
comprobar la solidez de muchas de las firmas en las cuales nosotros estamos
interesados con fines inversionistas.
Mason miró a Paul Drake.
—Me parece que con todo eso es suficiente —declaró—. Mucho me gustaría
entrar en contacto con el señor Hale. Si llama, ¿tendrá usted la amabilidad de decirle
que se ponga al habla conmigo por teléfono?
—Mañana estará ya aquí —aventuró el señor Jasper—. Es lo que supongo… a
menos que lo de Santa Bárbara sea más complicado de lo que a primera vista parece.
—¿Se ha producido alguna situación anormal? —preguntó Mason.
—Sí, en cierto modo. Hemos invertido algún dinero en acciones expedidas por
una corporación determinada. Recientemente, se ha dado alguna que otra cuestión…

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Tendrá que disculparme, señor Mason. No quiero ocuparme de este asunto ahora. He
de esperar el informe del señor Hale.
—¿Está calificado Hale para intervenir en un asunto de este tipo?
Jasper tornó a sonreír:
—Hale se puede comparar con el hurón. Una vez entrado en situación, sabe
abrirse camino a través de verdaderas masas de detalles. Posee un instinto especial
para llegar al corazón de las cosas… Eso es todo, señorita Selma. Sólo deseaba saber
si el señor Hale se encontraba en la oficina.
La mujer sonrió, retirándose.
—Con mucho gusto haré lo posible para que Hale se ponga en contacto con usted
—añadió Jasper—. Su visita —manifestó el hombre con una inflexión de curiosidad
y misterio en la voz— me hace pensar que quería verle para ocuparse con él de algo
que se sale de lo corriente.
—Es posible, desde luego —replicó Mason, un tanto evasivo—. A propósito…
¿tiene hermanos Hale? ¿Tiene algún hermano gemelo, quizá? ¿Tenía algún familiar?
—Que yo sepa, no. Nunca le he oído hablar de parientes. Él… ¿Ha dicho usted
tenía, señor Mason?
Mason hizo un gesto afirmativo.
—¿Ha usado usted el pretérito?
El abogado explicó:
—Anoche, en un motel de Calexico fue hallado el cadáver de un hombre. Cabe la
posibilidad de que el mismo tenga que ver con Hale.
—¡Ah! —exclamó Jasper—. Él no tiene parientes, por lo menos en esta parte del
país… Estoy seguro de ello. Y de haber habido un hermano… Pero, bueno, usted,
refiriéndose al propio señor Hale, utilizó el tiempo pasado…
—Cierto. Si el cadáver hallado en el motel no es el del hermano gemelo de Hale
habrá que considerar que es el del propio Weston Hale.
—¿Qué dice usted? —preguntó Jasper, incrédulo.
—Estoy hablando de posibilidades —explicó Mason—. No me hallo en
condiciones de efectuar una declaración concreta a estos efectos. Esta visita la he
realizado buscando información, exclusivamente.
—Usted, señor Mason, tiene que poseer alguna base para llegar a formular
determinadas suposiciones.
—Eso quisiera yo. En la actualidad, me limito a seguir una pista. ¿Usted sabe si
de una forma u otra Hale se halla relacionado con un tal Montrose Dewitt?
—Dewitt… Dewitt… —repitió Jasper—. Este apellido me suena. Ahora bien, no
acierto a encajarlo en mis recuerdos.
—No importa —dijo Mason—. Todo se aclarará, indudablemente, una vez haya
hablado con el señor Hale, mañana. Muchas gracias por su atención, señor Jasper.

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Drake y Mason estrecharon la mano del presidente de la firma Compañía de
Financiaciones y Créditos Hipotecarios, saliendo de su despacho. Jasper se quedó de
pie frente a su mesa de trabajo, muy perplejo.
Al abandonar el edificio, Mason declaró:
—Todo parece indicar que marchamos en la dirección correcta.
—En la dirección correcta, sí, pero… ¿a dónde hemos llegado? —preguntó
Drake.
—Al final del camino.
Drake se mostraba pesimista.
—Todo parece indicar que nos hallamos metidos en un callejón sin salida.
Mason no debía de haberle oído. Hallábase absolutamente concentrado en sus
pensamientos. Desde allí hasta el edificio en que se encontraba su despacho no
pronunció más de una docena de palabras.
Cuando abandonaron el ascensor y Drake abrió la puerta de su oficina, Mason se
detuvo un instante en el umbral.
—No quiero que perdamos el contacto, Paul. Además…
La operadora de la centralita de Drake dijo:
—Señor Mason: hay un mensaje para usted.
El abogado entró en la oficina.
—La señorita Street llamó al número que no figura en la guía, solicitando que
usted la llamara antes de trasladarse a su despacho.
Mason enarcó las cejas.
—¿De qué se trata?
—No tengo la menor idea —dijo la telefonista—. Algo importante.
—Muy bien. Póngame. ¿Qué teléfono utilizo?
—El de la mesa.
Drake aventuró:
—Es probable, Perry, que te aguarde en la oficina alguna delegación oficial. Della
querrá avisarte.
Mason movió la cabeza.
—Si la policía se encontrara en mi despacho tomaría sus precauciones para que
Della no tuviera ocasión de avisarme.
La telefonista hizo una seña a Mason.
—¿Qué hay, Della?
La joven, bajando la voz, contestó:
—Aquí le espera una persona, jefe. Me figuré que querría saberlo antes de entrar
en su despacho.
—¿Quién?
—Su amigo George Latty. Y no está solo.

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—¿Quién le acompaña?
—Baldwin L. Marshall, abogado del distrito, en el condado de Imperial.
—¡Qué combinación tan extraña! ¿Vienen en plan de antagonistas o qué?
—Eso es difícil de precisar —manifestó Della—. Latty me ha dado la impresión,
sin embargo, de que se entiende bien con el abogado. Es lo que me ha decidido a
avisarle anticipadamente.
—¿Qué clase de individuo es el acompañante de Latty?
—Es un hombre de treinta y tantos años de edad, muy vivo. Pelirrojo; ojos azules;
modales nerviosos; aire agresivo.
—¿Estatura?
—Alrededor de un metro ochenta centímetros; bastante esbelto; actitud atenta…
Un sujeto peligroso. No sé si me entenderá…
—La entiendo perfectamente. Dentro de unos minutos estaré ahí… deduzco de
sus palabras que es un personaje bien hostil ese abogado.
—Pues… Yo le veo en plan muy… muy oficial.
Mason contestó:
—Latty tiene que haberle dicho algo… ¿Qué, concretamente? ¿Hasta dónde ha
llegado? Perfectamente, Della. No deje traslucir que he sido avisado. Dentro de un
minuto o dos estaré ahí. ¿Dónde se encuentran en estos momentos mis visitantes?
—Les hice pasar a la biblioteca.
—¿Y usted desde dónde me habla?
—Desde el teléfono situado detrás del pupitre de Gertie, en la centralita.
—Bien. Entre en mi despacho y deje la puerta que conduce a la biblioteca abierta.
—Ya está abierta. La dejaron ellos así.
—Perfectamente. Yo entraré por la del «hall». Tan pronto abra yo ésta, inicie la
comedia.
—¿Qué comedia?
—Usted sígame a mí —dijo Mason.
Mason colgó el micro, mirando pensativo a Paul Drake.
—¿Qué le habrá dicho George Latty al abogado del distrito en el condado de
Imperial para que éste se revuelva ahora contra mí?
—Puede que le haya dicho la verdad —observó Drake secamente.
Mason sonrió.
—La verdad… ¿hasta qué punto? —inquirió—. Eso es lo que interesa saber.
—¿En qué extensión puedes tú soportar aquélla? —preguntó Drake a su vez.
Mason hizo una mueca a modo de respuesta.
—Lo mejor será que vaya a ver de qué asunto se tratará, Paul.
—¿Quieres que te acompañe?
El abogado movió la cabeza, denegando.

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—Tú a lo tuyo, Paul. Howland Brent tiene que seguir siendo vigilado y vale más
que alguien se dedique a hacer lo mismo con George Latty en cuanto haya
abandonado mi despacho. El joven ese se encuentra ya en demasiadas partes para mi
gusto.
Mason abandonó la oficina del detective. Ya ante su oficina, introdujo la llave en
la cerradura de la puerta que ostentaba el rótulo «Perry Mason — Despacho
Privado».
Della Street se hallaba junto a su mesa, clasificando el correo.
—Hola, Della. ¿Qué hay de nuevo?
—Tiene usted dos visitantes, señor Mason: los señores Baldwin Marshall y
George Latty.
—¿Latty? ¿De dónde sale ahora ese hombre? ¿Qué desea? ¿Quién es Marshall?
—El señor Marshall es el abogado del distrito, en el condado de Imperial. Los dos
se encuentran en la biblioteca —manifestó la joven, señalando con el índice la abierta
puerta.
—Que pasen, Della.
Mason se aproximó a su mesa en el instante en que los dos hombres salían de la
biblioteca. Baldwin Marshall iba delante de Latty y avanzaba con decisión. El joven
se había quedado un poco rezagado. Parecía hallarse un tanto atemorizado.
Mason se enfrentó con el primero.
—Supongo que usted es Baldwin Marshall, abogado del distrito, en el condado de
Imperial… ¿cierto?
—Cierto —respondió el aludido, tendiendo una mano a Mason—. Creo que ya
conoce a Latty.
—¡Cielos! Ya lo creo. Tropiezo con él cada vez que me vuelvo hacia un lado u
otro. ¿Y cuál es el motivo de esta visita?
—¿Representa usted a Lorraine Elmore?
Mason asintió.
—Montrose Dewitt fue asesinado en Calexico —dijo Marshall—. Queríamos
interrogar a la señora Elmore. Nosotros…
—¿Asesinado? —le interrumpió Mason.
—Creo que sí —manifestó Marshall—. Desde luego, señor Mason: debo serle
franco. Estamos trabajando sobre pruebas circunstanciales ahora, pero existen
detalles en este caso que no comprendo… Sí; no tengo inconveniente en confesarlo.
La señora Elmore parece haber desempeñado un papel muy especial… En efecto,
algunas de sus declaraciones no encajan en los hechos, tal como nosotros los
entendemos…
—¿Ante quién formuló ella sus declaraciones?
—Ante usted.

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Mason enarcó las cejas.
Marshall continuó hablando:
—Usted, señor Mason, es un hombre famoso, bien lo sé. De antemano, todos le
verán como un antagonista terrible para mí, capaz de triturarme. No en balde posee
una experiencia de años y es un genio en el arte de la estrategia forense.
»Yo soy un abogado de la campiña. Es posible que no sea el hombre que más le
cuadra, desde el punto de vista profesional. No obstante, voy a decirle una cosa: a mí
no me da usted miedo y no consentiré que me engañe.
—Muy encomiable su actitud, señor Marshall —respondió Mason—. Quizá
quiera usted decirme ahora a qué viene todo esto.
—El señor Latty, aquí presente, tiene algunas cosas sobre su conciencia.
Mason miró a Latty con curiosidad.
—¿Y fue en su busca?
—No —replicó Marshall—. Fui yo en busca de él. Primeramente, Latty probó a
callar lo que sabía. Tuve la impresión de que me ocultaba algo y… francamente:
ejercí cierta presión sobre él, exactamente igual que pienso ejercerla ahora sobre
usted.
—¿Sobre mí? —inquirió Mason.
—Exactamente. Ya le he dicho que no poseo su experiencia, que no tengo su
historial profesional… Le diré otra cosa: tengo la ley de mi parte, en cambio. Hay
más: dentro del condado de Imperial me veo respaldado por la mayoría de los
votantes. Si se trata de luchar, es posible que venza usted en la discusión, pero
terminará perdiendo el caso porque actuaré con tanta rapidez contra usted como
pudiera actuar contra cualquier otro. Su reputación no me asusta; su reputación me
importa un comino.
—No quisiera que ella implicase una merma en sus facultades —replicó Mason.
Volviéndose hacia Latty, añadió—: ¿Qué era, concretamente, lo que usted había
silenciado, George?
—Un momento, ¿eh? —medió Marshall—. Aquí el que va a hablar soy yo.
Usted, probablemente, tendrá ocasión de interrogar a Latty en el estrado de los
testigos, así que voy a referirle algunos de los datos que yo conozco y después pasaré
a decirle lo que quiero… Latty callará, entretanto.
Marshall se volvió hacia el joven.
—¿Comprendido?
Latty bajó la cabeza.
Marshall siguió hablando:
—La señora Elmore le refirió una historia… Habían echado por una carretera
secundaria. Alguien forzó a Montrose Dewitt a salir del coche, haciéndole avanzar
por el camino unos cuantos metros. Luego le aporreó hasta matarle. Seguidamente, el

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desconocido se acercó a la señora Elmore, indicándole que siguiera adelante… Así
hasta que las ruedas del vehículo se hundieron en la arena.
—¿Ella me contó a mí todo eso? —preguntó Mason.
—Sí.
—¿Puedo preguntarle cuál ha sido la fuente de esa información?
—Puede preguntar lo que quiera —contestó Marshall—, pero no conseguirá
respuesta alguna. Estoy efectuando una comprobación. ¿Le contó la señora Elmore
todo eso o no?
—Siéntense, señores. Pónganse cómodos. Evidentemente, ésta no va a ser una
entrevista breve y…
—No me importa continuar de pie —declaró Marshall—. Por lo que a mí se
refiere, esta entrevista no se va a alargar demasiado. Quiero saber si ella le contó a
usted esa historia o no.
Mason repuso con gravedad:
—Represento a la señora Elmore. Es mi cliente.
—Es lo que tengo entendido.
—Por consiguiente —concluyó Mason—, he de considerar confidencial cuanto
me confíe. No puedo repetir sus palabras.
—Usted puede decirme, ciertamente, si la señora Elmore fue víctima de un atraco
—subrayó Marshall.
—Mucho me temo no poder decirle eso siquiera.
—¿Por qué?
—Hasta ahora, cuanto conozco acerca del caso procede de fuentes que considero
confidenciales.
—Iré más lejos todavía —dijo Marshall—. Usted estuvo en Calexico esta
mañana. Disponía de una avioneta. Ordenó al piloto que sobrevolara algunas
carreteras situadas al este de la mencionada población. Luego, localizó un automóvil
que se encontraba medio hundido en la arena. Seguidamente, regresó al aeropuerto.
—¿Puedo preguntarle por la fuente de tal información?
—Yo no soy aquí el que va a contestar a todas las preguntas.
Mason sonrió.
—Pensé que tal vez quisiera sentar el precedente.
—Procederé así en este caso… Efectué unas comprobaciones en el aeropuerto,
averiguando el número de la avioneta por usted utilizada y hablando posteriormente
con el piloto.
—Al parecer, ha desplegado usted bastante actividad.
—Me esfuerzo por utilizar las pistas que descubro mientras todo está «caliente».
—Un proceder muy digno de elogio. Creo que va a ser usted un antagonista
peligroso.

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—¿Es necesario que seamos antagonistas? —inquirió Marshall.
—Es usted quien ha de decidirlo. Mientras no acuse usted a mi cliente de haber
cometido algún crimen no tenemos por qué enfrentarnos.
—No quiero acusarla de nada en tanto no la considere culpable.
—Muy encomiable.
—Pero a menos que obtenga respuestas satisfactorias a algunas de mis preguntas,
la retendré como testigo.
Mason esbozó una sonrisa, manifestando afablemente:
—Eso le proporcionará una oportunidad para establecer una fianza y estoy seguro
de que ella dispone de recursos suficientes para tal cosa, siempre que la estimada por
el tribunal merezca el calificativo de razonable.
—Entonces continuaré avanzando y la retendré con fines de investigación.
—Entonces recurriré al habeas corpus y le forzaré a usted a acusarla o a dejarla
en paz.
—Ante tal alternativa formularé una acusación —respondió Marshall secamente.
—Será entonces cuando nos enfrentemos los dos como adversarios —repuso
Mason, sonriente.
—De acuerdo. Sigamos… Tengo razones para creer que una vez localizado el
automóvil, usted se apeó de la avioneta en el aeropuerto, tomando un vehículo, con el
que se dirigió al sitio en que se encontraba el coche. Éste llevaba matrícula de
Massachusetts y pertenecía a Lorraine Elmore, su cliente.
»Echó un vistazo por allí y tengo también razones para creer que se llevó alguna
prueba que no quería que las autoridades encontraran… Puede ser que dejara otros
objetos con la esperanza de que la policía encontrara en ellos ciertas pruebas.
—¿No supondría eso una grave falta de ética? —inquirió Mason.
—A mí me parece que sí.
—Sin embargo, usted me cree capaz de cometer tal acción, ¿no?
—Lo expondré de esta forma: hay pruebas que indican que usted pudo proceder
así.
Mason guardó silencio.
—¿Lo hizo o no? —insistió Marshall.
Mason contestó:
—No.
—¿Quiere usted decir que no se apeó del coche? ¿Quiere decir que no se apeó,
echando luego un vistazo por los alrededores?
—Yo no he hablado de eso.
—Usted dijo que no.
—Y lo mantengo. Usted me ha preguntado si inspeccioné el automóvil, si dejé en
él objetos con la esperanza de que la policía viera en ellos pruebas, si retiré otros…

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Yo le he contestado que no.
—De acuerdo. Formularé mis preguntas separadamente. ¿Se trasladó al lugar en
que se encontraba el automóvil?
—No hay comentarios —respondió Mason.
—¿Sacó algo del vehículo?
—No hay comentarios.
—¿Dejó algo allí?
—No hay comentarios.
—Muy bien. Eso es todo lo que deseaba saber. Sólo quería averiguar si se hallaba
dispuesto a colaborar conmigo. Ya veo que no. Le diré algo más, señor Mason.
Estaba decidido a guardarle toda clase de consideraciones. Tal era la actitud que
reservaba también para su cliente. Como se niega a colaborar conmigo, yo no tengo
la obligación de ayudarle a usted.
»Aquí, en Los Ángeles, parece ser que tiene a los tribunales poco menos que
subyugados. Sus miembros se hallan, indudablemente, bajo la influencia de su
reputación. Su fama ofusca a las autoridades, por lo visto. En mi condado no será más
que un abogado extraño a nuestra comunidad. Puedo descargar sobre usted el peso de
la ley y si he de hacerlo sepa que no vacilaré.
—Adelante, señor Marshall —dijo Mason—. Sé escabullirme, sé hacer una presa
cuando viene el caso. Me disgustaría mucho perder mi agilidad.
—No se preocupe que yo me ocuparé de que no le falte ocasión de practicar toda
clase de ejercicios —prometió Marshall, dando la vuelta—. Vámonos, George.
—Un momento. ¿Esperaba usted, realmente, Marshall, que yo contestara a todas
sus preguntas?
—Todas han sido formuladas oficialmente. Estoy autorizado para proceder así.
—Ésa no ha sido mi pregunta. ¿Esperaba que yo contestara a todas las cuestiones
que me ha planteado?
—No.
—¿Por qué ha venido entonces aquí?
—Para dar lugar a que la prensa del condado de Imperial pudiera contar a los
ciudadanos de la región que yo me había entrevistado con usted y que usted se había
negado a hablar.
—Conque ésas tenemos, ¿eh?
—Esas tenemos —corroboró Marshall, saliendo del despacho detrás de Latty.
Della Street miró a Mason, preocupada.
—Localice a Crowder —ordenó su jefe.
La joven hizo un gesto a Mason una vez establecida la comunicación telefónica.
El abogado cogió el micro.
—Soy Perry Mason, Duncan. Acabo de ser visitado oficialmente por el abogado

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de su distrito. Se ha producido una filtración.
—¿Qué clase de filtración?
—De las grandes. Yo quisiera saber cómo ha podido suceder eso.
—¿No puede darme más detalles?
—¿No habrá nadie por ahí que esté escuchando nuestra conversación? —
preguntó Mason.
—Puede que sí, señor Mason. Es posible que mi teléfono esté intervenido. Y el
suyo… la ley prohíbe la escucha y registro de conversaciones telefónicas, pero de
acuerdo con lo que me dicen unos amigos expertos en cuestiones electrónicas hay
varios miles de aparatos magnetofónicos instalados sin más fin que aquél. Es posible
que a nosotros nos hayan asignado algún dispositivo de ésos.
—Bien. Empezaré formulando algunas preguntas.
—Le escucho.
—¿Ha hablado el doctor Kettle con alguien?
—Acerca… ¿de qué?
—Acerca de algo que su paciente pueda haber dicho.
—La contestación es: no. En Kettle se puede confiar.
—¿Y usted, qué? ¿Ha hablado con alguien?
—¡Cielos! No.
—Quiero decir… así, en confianza…
—No; ya se lo he dicho.
Mason declaró luego:
—Esta mañana, yo tenía la unidad número nueve en el motel y Della Street la
siete. A Howland Brent le habían dado la número once, adjunta a la mía por el otro
lado.
»Tengo entendido que las paredes del motel son delgadas. Quiero que averigüe
usted hasta qué punto. Preséntese allí y tome las cabinas novena y undécima. Vea
entonces qué posibilidades hay de que a uno le oigan al otro lado de un muro.
—Conforme —contestó Crowder—. ¿Cuándo desea usted que lleve a cabo eso?
—Ahora mismo. Quisiera saber si Brent tuvo ocasión de escuchar lo que
hablamos allí.
—¿Y cuándo quiere que le conteste?
—Tan pronto se haya hecho con la información. Esperaré aquí, en mi despacho.
—De acuerdo —manifestó Crowder—. Creo que podré actuar de inmediato. Es
posible que esas unidades estén libres. Claro que no sabemos si Brent habrá retenido
la suya.
—Si es así, quédese con las que llevan los números siete y nueve y haga la prueba
—ordenó Mason.
—Me parece que las condiciones difieren —objetó Crowder—. Las unidades

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siete y nueve se hallan en construcciones separadas. De otro lado, la nueve y la once
quedan en un edificio y hay una puerta entre ellas…, una puerta de poca consistencia.
En caso de necesidad, puede ser abierta, componiéndose así una cabina doble. Las
unidades, en su totalidad, han sido proyectadas de esa forma: de dos en una
construcción.
—¡Oh! —exclamó Mason—. Estoy comenzando a darme una idea del conjunto.
Vaya allí y llámeme por teléfono. ¿Quiere usted, Duncan?
—Echaré un vistazo… Haré que me acompañe alguien para comprobar qué tal
nos oímos mutuamente. ¿Quiere que me lleve un magnetófono, a fin de efectuar una
prueba con todos los requisitos formales?
—No —replicó Mason—. No se trata de nada oficial. Esto es sólo para mi
particular información.
—Muy bien. No se aleje del teléfono; le llamaré en seguida.
Mason colgó.
—¿Qué puede hacer él en definitiva? —inquirió Della.
—¿Crowder?
—No. Marshall.
—Puede hablar. O amenazar. Puede conseguir que nuestra cliente sea arrestada o
dar lugar a una citación para que ella comparezca ante el Gran Jurado. Ya dijo
bastante al declarar que se hallaba respaldado por la ley… Puede intentar algo,
incluso, de las cosas que aquélla no le permite… Bueno. ¿Qué diablos cree usted que
le diría Latty para dar lugar a todo esto? ¿Qué cree usted que tendría él que pesase
sobre su conciencia?
—Sólo Dios lo sabe —comentó Della Street.
—Ahora, Drake, nada más salir de aquí, habrá empezado a vigilarle por medio de
uno de sus hombres. Es posible que pronto sepamos algo más respecto a su persona.
»Haga usted un poco de café, Della. Hemos de matar el tiempo de alguna manera
mientras aguardamos el informe de Duncan.
—Supongo que no se hará esperar mucho tiempo —comentó la joven.
Mason sonrió, afirmando.
Su secretaria hizo el café colocando junto a las tazas un paquete de galletas.
Mason suspiró, tomando unos sorbos de la infusión y mordisqueando una galleta.
—Hemos vivido un día movido y largo —opinó.
—Lo de anoche tampoco estuvo mal —dijo Della—. Dormimos bien poco,
ciertamente.
Mason bostezó.
—En nuestra actividad, todo es normal.
Habiéndose bebido todo su café, Mason colocó la taza y el platillo a un lado de la
mesa. Recostándose en su sillón, cerró los ojos. Instantáneamente, se quedó dormido.

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Della le dejó dormir hasta que sonó el timbre del teléfono.
—Duncan Crowder al habla, jefe.
Mason cogió el micro e hizo una seña a la joven para que tomara el otro auricular
a fin de que escuchara también la conversación.
—Hable, Duncan. ¿Qué averiguó usted?
—Me he enterado de muchas cosas —explicó Crowder—. El motel en cuestión
está sentenciado… Les han dicho que han de proceder a efectuar serias reparaciones
en el establecimiento, realizando ciertos cambios… Si se niegan, habrán de proceder
a derribar el motel. Este asunto ha sido sometido a discusión. Hay varias unidades
modernas… Ahora bien, las que pueden convertirse en dobles cuentan con paredes
tan finas como el papel.
»La nueve y la once están separadas por una puerta de escasa consistencia. Si no
hay ruidos alrededor, aplicando el oído a aquélla puede percibirse perfectamente lo
que se hable al otro lado.
—¿Qué pasa con las cabinas doce y catorce?
—Ahí se produce idéntica situación —declaró Crowder—. Desde luego, no llevé
a cabo ninguna prueba en esos alojamientos. Pero inspeccioné la construcción,
descubriendo que eran como las unidades susceptibles de ser cedidas como dobles o
simples. Me imagino que lo dicho para las otras cabinas es válido para éstas.
—Bien, Duncan. Por aquí andamos empeñados en una pequeña contienda. Tan
pronto como vea al doctor Kettle, confíele un mensaje para Lorraine Elmore. Ésta no
ha de contestar a ninguna pregunta y no ha de formular ninguna declaración a nadie,
sean cuales sean las circunstancias en que procedan a interrogarla.
—¿Cuándo ha de llegar a ella ese mensaje?
—Antes de que el abogado del distrito haya regresado a su oficina —repuso
Mason—. Preferentemente, antes de que se ponga en comunicación por teléfono con
el sheriff.
—Eso es cosa hecha, señor Mason —contestó Duncan Crowder, siempre
animoso.

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Capítulo 12

Serían las nueve cuando, a la mañana siguiente, Perry Mason abrió la puerta de su
despacho privado. Sonriendo en dirección a Della Street dijo:
—Amanece una nuevo día.
—Es verdad, jefe.
—¿Hay algo nuevo?
—Duncan Crowder le llamó por teléfono hace cosa de cinco minutos. Me notificó
que deseaba hablar con usted tan pronto entrara aquí.
—Bien. Pida la conferencia. ¿Qué sabemos de Paul?
—Paul Drake quiere comunicarle una información personalmente. Ha tenido a
varios de sus hombres trabajando y se ha enterado de cosas que juzga
desconcertantes.
—¿Algo más?
—También hubo una llamada de Linda Calhoun. Quiere saber dónde para su
novio.
—¿Y dónde está ella actualmente?
—En Calexico.
—Esto se complica —comentó Mason—. Póngame con Crowder.
Un momento después el abogado cogía el teléfono.
—Soy Perry Mason, Duncan. ¿Qué pasa por ahí?
—Pasan bastantes cosas —respondió Crowder—. Baldwin L. Marshall, mi
estimado colega, parece estar empeñado en destacarse.
—¿Por…?
—Se presenta como el chico campesino dispuesto a enfrentarse con el poderoso
señor ciudadano… Se trata de una especie de versión moderna del episodio de David
y Goliath.
—¿Y en dónde lleva a cabo eso?
—En las columnas de los periódicos.
—¿Cómo?
—No hay citas directas. Sólo informes relacionados con las actividades del fiscal
y las declaraciones de las autoridades. El Sentinel ha estado a su lado durante la
campaña…
—¿Me habla usted del periódico local?
—Le hablo del periódico de El Centro, sede del condado.
—¿Cuál es su línea de ataque?
—El de David del Valle Imperial se alineará contra el Goliath de Los Ángeles…
Habrá su partida de partisanos también. El día que nosotros comencemos a considerar

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una lista de jurados veremos claramente algo así como un equipo casero enfrentado
con los bribones de la ciudad. Naturalmente los miembros de aquél, residentes en esta
población o condado, se sentirán con ínfulas de francotiradores.
—Muy interesante. Creo que ese hombre, Marshall, es un elemento peligroso.
—Peligroso y ambicioso.
—¿Qué más? —preguntó Mason.
—Parece ser que el principal sospechoso en estos instantes es Lorraine Elmore.
Marshall no sostiene precisamente que Lorraine Elmore sea una persona adicta a las
drogas, pero ha admitido ante los reporteros que era muy aficionada a un
medicamento, a un somnífero, de enérgicos efectos, añadiendo que al salir de Boston
se las arregló para conseguir que su médico se lo recetara en cantidad suficiente para
que no le faltara en tres meses.
»He de decirle, para su información, que las autoridades intentan seguir el rastro
de ese medicamento. Por lo visto, Lorraine Elmore ingirió siete cápsulas en el
intervalo comprendido entre la salida de Boston y la llegada a Calexico. La noche del
crimen, ella tomó otra cápsula. Una nueva cápsula fue hallada en el asiento delantero
del automóvil. Se ignora el paradero de unas noventa…
»El whisky encontrado en la maleta de Montrose Dewitt contenía ese hipnótico
hasta la saturación.
»Opinan las autoridades que a Lorraine Elmore, al cuidado de un médico ahora,
en un hospital de la localidad, no se le permite recibir visitantes y que fue instalada en
el centro sanitario por sugerencia de Perry Mason. Se afirma que Baldwin Marshall,
el batallador abogado del distrito, posee pruebas de que tan pronto se descubrió que la
historia referida por Lorraine Elmore se hallaba en directa contradicción con los
hechos positivos del caso, diéronse los pasos necesarios para impedir que las
autoridades procediesen a interrogarla.
—Eso es interesante —manifestó Mason—. Todo parece indicar que el caso va a
ser juzgado desde las columnas de los periódicos.
—¡Dios nos libre! —exclamó Crowder—. Marshall deplora toda esta publicidad
periodística. Dice, sin embargo, que cree que la gente tiene derecho a saber qué se
hace en relación con la investigación de una muerte misteriosa que, día tras día, se ve
más como un deliberado crimen.
—¿Y no declaran nada los periódicos en relación con la gran suma de dinero que
se suponía en poder de Lorraine Elmore?
—No. La prensa ha aludido a las manifestaciones de Marshall ante sus amigos
más allegados. Aquél dijo que estaba ya cansado de tantos rodeos; que tales tácticas
puede que den resultado en las grandes ciudades, pero que no sirven de nada en una
comunidad rural que todavía siente respeto por las leyes. A las diez de esta mañana
visitará a la señora Elmore, a fin de obtener de ella una declaración. Si su médico

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particular insiste en que no está todavía en condiciones dé declarar, Marshall
solicitará el concurso de un médico oficial, para que proceda a reconocerla. Quiere
llegar a la obtención de una orden de comparecencia ante el Gran Jurado.
—¿Ha comunicado ya a la señora Elmore que no debe hablar?
—He venido a decirle que, todo lo más, dé la hora, si es que se la piden.
—¿Podemos contar con ella?
—No sé… He hecho ver a Linda Calhoun que su tía no debe hablar en ningún
caso. Linda Calhoun es una chica sensible, Perry. La tengo por otro lado, por una
joven de mucho conocimiento. Se mantiene en todo momento con los pies en el suelo
y la cabeza sobre los hombros.
—Está bien. No deje que el doctor Kettle vaya demasiado lejos. Tendremos que
cambiar de posición. Ahora, la señora Elmore no formulará ninguna declaración…
—Eso significa que Marshall la tomará bajo su custodia, acusándola del crimen.
—Lo va a hacer de todos modos —dijo Mason—. Bueno. Hay una cosa que
deseo que haga usted, Crowder. Ya que este caso va a ventilarse en las columnas de
los periódicos, nos moveremos nosotros un poco en ese sentido.
—¿Qué es?
—Telefonee al médico de Boston y celebre una entrevista con él. Puede usted
señalarle la dirección de la misma. Luego, hará unas declaraciones a la prensa en
calidad de abogado local.
»Deseo que alcance varios objetivos con su declaración, ¿eh? Quiero que la gente
sepa que hay por en medio un abogado local, que no se trata, simplemente, del David
campesino enfrentado con el gigante Goliath ciudadano y que usted va a desempeñar
un papel importante en el caso.
—Ya me figuré que era eso lo que usted quería —dijo Crowder—. ¿Qué más?
¿Qué tengo que hacer con el médico de Boston?
—Haga ver al doctor que la señora Elmore se encuentra en un período de la vida
en que los romanticismos todavía no han muerto; dígale que ha estado viviendo en el
seno de una comunidad muy reducida, bajo los ojos atentos de un vecindario
inclinado a compadecerla por su condición de viuda relativamente joven y atractiva;
que dentro de esa comunidad no se encuentra el hombre que a ella le convenía; que
no hacía vida social; que, como consecuencia de todo ese estado de cosas, se halla
desengañada, deprimida, entendiendo nosotros que lo aconsejable era aquietar sus
nervios con tranquilizantes durante el día y diversos sedantes por la noche.
»Al emprender el viaje presentaba una gran tendencia a sentirse preocupada por
la posibilidad de no poder reponer sus provisiones de medicamentos y él le puso en
vía de conseguir un suministro en cantidad, conocedor de que la señora Elmore no
tenía inclinaciones suicidas. Por otro lado, no perdía de vista su especial
temperamento; sabía que si empezaba a preocuparse por la eventual falta de sedantes

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su sistema nervioso se desequilibraría por completo.
»La gran cantidad de sedantes que él le proporcionó era, simplemente, un factor
psicológico relacionado con su tratamiento. Él está muy familiarizado con su carácter
y conoce su reputación. Ella es una mujer íntegra, por lo cual no corría ningún peligro
al recetarle un elevado número de cápsulas para el insomnio.
—¿Y cree usted que el hombre se avendrá a decir todo eso? —preguntó Crowder.
—Seguro que lo dirá —declaró Mason—. Tiene que decirlo, inevitablemente. De
otra manera quedará en evidencia, por haber facilitado a un paciente una receta
exagerada, por una cantidad excesiva de hipnóticos; Señale usted que su reputación
va a quedar en entredicho y que antes que la prensa censure su comportamiento sería
una idea magnífica dar a conocer a todo el mundo la verdad de lo sucedido.
—¿Para decirle a continuación cuáles son los hechos ciertos? —preguntó
Crowder.
—Naturalmente —corroboró Mason—. ¿Se le ocurre a usted alguna otra
explicación más lógica?
—No voy a intentar idearla —repuso Crowder modestamente.
Mason se echó a reír.
—Está bien, Duncan. Manos a la obra. Si esa gente se empeña en juzgar el caso
en las columnas de la prensa, facilitaremos a los periódicos algo en qué basar la
publicidad que ha de favorecer a la defendida, una pobre viuda, una mujer
desengañada, casi fracasada, que avistaba un nuevo horizonte de esperanzas, de
atractivas promesas despiadadamente perdidas para siempre por la mano cruel de la
muerte. No es de extrañar que se sienta abatida. Lo que sí es de extrañar es que no se
haya vuelto loca.
—Comprendido —dijo Crowder—. Usted lo que quiere es recargar determinados
toques.
—Con fuerza.
—Está bien. Voy a ocuparme inmediatamente de eso —repuso Crowder,
interrumpiendo ya la comunicación.
Mason miró sonriente a Della Street.
—Si el fiscal del distrito quiere pelea, la tendrá. En la publicidad desde las
columnas de los periódicos podemos meter baza los dos.
—La cosa está que arde ahora —comentó Della.
—Todos nos podemos quemar, Della. Veamos qué es lo que Drake me dice…
Della Street avisó a Drake. No había pasado un minuto cuando sonaron en la
puerta los golpecitos de rigor.
Entró en el despacho Paul.
—¿Qué tal marcha eso, Mason?
—Regular.

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—¿Se muestra duro nuestro famoso fiscal del distrito?
—Resulta un tanto impetuoso —explicó Mason—. Ha hecho de la cuestión un
problema de patriotismo local. Él representa al condado de Imperial; yo a los
bribones de la ciudad. Vamos a luchar en presencia de un jurado de la región
integrado por labradores y hombres de negocios de la misma.
—Pero, bueno, tú dispones de la colaboración de un abogado de allí…
—Él no quiere acordarse siquiera de ello. La batalla tiene lugar en aquel
escenario, enfrentándose el consciente y joven fiscal del distrito, saturado de rurales
virtudes, con el mundano profesional de las leyes, ciudadano dispuesto a recurrir a
todas las tretas que le permitan los resquicios del código. Por añadidura, nuestra
cliente es una persona aficionada a las drogas, debiendo ser compadecida por ello, si
bien tal hecho no puede servir para perdonar un crimen.
—¡Qué interesante! —exclamó Drake.
—Lo grande es que todavía no sé cómo van a lanzarse contra Lorraine Elmore.
Cuando relate su historia, bien… ¡Pero si todavía no ha contado nada!
—Pero ellos saben por dónde va la cosa, ¿no?
—Lo saben gracias al pequeño espesor de los muros del Palm Court Motel en
Calexico. Yo no sé, sin embargo, concretamente qué es lo que piensan hacer.
»El fiscal del distrito delata su cautelosa actitud al decir: «Todavía es pronto para
nosotros… No podemos aún contar qué fue lo que sucedió exactamente. Pero
deseamos interrogar a Lorraine Elmore y el hecho de que ella disponga de un
abogado que, al parecer, tiene interés en que no hable con nadie constituye una
circunstancia harto sospechosa.
»Adoptando tal proceder ejercerá, evidentemente, una gran presión sobre mí,
dando lugar a cierto «suspense» en lo tocante a la historia que ha de contar Lorraine
Elmore. Él actúa sobre la suposición de que tiene un caso contra la tía de Linda y
elabora la base que necesita para hacerse con un jurado favorable a sus propósitos
suministrando informaciones a los periódicos.
—No puedes echárselo en cara —objetó Drake—. Aspira a salir victorioso de su
empresa…
Los ojos de Mason brillaron.
—También yo deseo triunfar, Paul… Háblame ahora de las personas que has
estado vigilando. ¿Hay algo de nuevo?
—Agárrate bien, Perry, porque vas a experimentar una sorpresa.
—¿Qué me dices?
—Dejemos las cosas como son: se trata de dos sorpresas.
—Desembucha, Paul.
—Empecemos por Howland Brent. He aquí un consejero de finanzas de aire
conservador, un inversionista profesional aparentemente correcto, que, de repente,

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pierde la cabeza en Las Vegas, Nevada.
—¡En Las Vegas! —exclamó Mason.
—Es verdad. El hombre se trasladó en un coche alquilado a Palm Springs y luego
tomó un avión que le condujo a Las Vegas…, donde estuvo a punto de hacer saltar la
banca.
—¡No!
—Es cierto, Mason.
—Bueno, bueno… Nunca se puede decir hasta dónde son capaces de llegar esos
tipos tan conservadores del Este, Paul. Todos ellos, en el fondo, ansían identificarse
algún día plenamente con el salvaje Oeste. Apuesto lo que quieras a que si hubiese
alguien que le regalara a ese hombre un par de pistoleras con sus correspondientes
armas, se pasaría el día delante del espejo ensayando el «saque» rápido, hallando de
paso un placer evidente en hacer esto… ¿Cuánto ganó?
—No se puede decir —contestó Drake—, pero procedió de una forma muy
peculiar. Se fue calentando… Amontonó fichas y más fichas en una mesa en que se
jugaba a la ruleta. La gente se agrupó en torno a él. Muchacho, ¡y cómo se
aventuraba!
—¿Qué pasó luego?
—Sus ganancias se elevaron, aproximadamente, a treinta y cinco mil dólares.
Mason emitió un silbido.
—Se portó como el más arrojado de los jugadores… De pronto pasó algo y se
enfrió.
—¿Quieres decir que empezó a perder?
—Empezó a perder, sí —manifestó Drake—. Más tarde, se apartó de la mesa y
desde aquel momento no hizo el menor caso de ninguno de los artilugios destinados
al juego, que en Las Vegas son tan numerosos como variados. Ni siquiera se fijó en
las máquinas tragaperras.
—¿Dónde se encuentra ahora?
—De acuerdo con la última información recibida, está durmiendo en Las Vegas.
Dos de mis hombres se dedican a observarle las veinticuatro horas del día. Tan pronto
se levante y vuelva a ponerse en circulación, mis colaboradores me telefonearán.
—Buen trabajo, Paul —comentó Mason—. ¿Cuál es la otra sorpresa?
—Me referiré a tu amigo George Keswick Latty.
—¿Qué le pasa?
—Es el hijo predilecto del fiscal del distrito, en el condado de Imperial —declaró
Drake.
—Explícate.
—Cuando Marshall salió de este despacho, parece ser que pasó por su cabeza una
idea de que pudieran haber ordenado que ellos fueran seguidos. Recurrió a

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precauciones rutinarias para despistar a los probables vigilantes… No hay ni que
decirlo: tretas leídas en las historietas policíacas que publican los periódicos, cosas
que quizá fueron útiles hace diez años… Ahora bien, nosotros nos valimos para
nuestro propósito de un mecanismo electrónico.
—A ver, a ver…
—Primeramente, inspeccionamos la zona de aparcamiento, descubriendo tres
coches cuyas matrículas eran del Valle Imperial, examinando las cédulas de
identificación. Entre ellas había una a nombre de Baldwin Marshall. En su automóvil,
entonces, instalamos el mecanismo a que he aludido.
—¿Qué es lo que hizo Marshall concretamente?
—¡Oh! Comenzó a dibujar ochos, deslizándose caprichosamente de una manzana
a otra; avanzó en ocasiones cuando las luces de los semáforos cambiaban de color;
volvió la cabeza en diversas ocasiones… Finalmente, se quedó muy tranquilo y
satisfecho de sí mismo. Más tarde se llevó a Latty a… Adivínalo.
—¿A Las Vegas? —preguntó Mason.
Drake denegó moviendo la cabeza.
—A Tijuana. En una avioneta que contrató.
—¡A Tijuana!
—Cierto. Al otro lado de la frontera con Méjico. Cualquier orden de citación
oficial, a él referida, carece de valor, aunque logres saber dónde para.
Ese joven está fuera de la jurisdicción de nuestros tribunales; se encuentra en otro
país.
—¡Maldita sea!
—Marshall instaló al muchacho en el mejor hotel de Tijuana, explicando al
recepcionista que el condado de Imperial pagaría su manutención y alojamiento.
—¿Y luego, qué?
—Baldwin Marshall, complacidísimo ante su propia decisión, regresó por vía
aérea, en el mismo avión. En el aeropuerto subió a su coche, dirigiéndose a El Centro,
donde comenzó a celebrar entrevistas con sus amigos más allegados, quienes no
tardaron nada en dar a conocer lo que sabían los periódicos.
—Muy interesante.
—Tengo más noticias para ti, Perry —afirmó Drake—. Tu amigo ha sido
subvencionado.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que el fiscal del distrito, además de encargarse del pago de los
gastos de comida y habitación del joven, hizo entrega al mismo de cierta cantidad de
dinero.
—¿Seguro?
—El muchacho estaba a la cuarta pregunta y ahora se dedica a comprarse cosas

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—manifestó Drake—. Ha adoptado la actitud del rico turista americano.
Probablemente, recibió instrucciones para actuar en tal sentido y hay que reconocer
que el papel se ajusta perfectamente a la manera de ser de George Latty. Yo diría,
incluso, que es toda una revelación.
Mason entornó los ojos.
—Paul: no me importa que vayas a necesitar más o menos hombres. Lo que deseo
es que no pierdas de vista a George Latty. Cuando compre algo, entérate del precio
del artículo. En otras palabras: quiero estar al tanto hasta de la última moneda que
gaste ese individuo.
»Más tarde, cuando el fiscal del distrito le haga subir al estrado de los testigos,
voy a decirle a Baldwin Marshall algo acerca del ejercicio profesional, en el campo
de las leyes, que puede ser que haya olvidado. Otra cosa muy distinta es instalar a un
testigo en un hotel donde nadie pueda intentar molestarle… Nada tiene eso que ver
con la entrega a un testigo de dinero para unos supuestos gastos, máxime cuando el
testigo en cuestión no tenía un centavo y aprovecha la oportunidad para convertirse
en un dilapidador. Esto último es un soborno.
—No sé si el joven habrá comunicado a Linda Calhoun su paradero…
—Me inclino a creer que no —dijo Drake—. A juzgar por las precauciones
tomadas por Marshall, éste lo que quería era que permaneciese totalmente aislado.
Sonó el timbre del teléfono.
Della Street cogió el aparato, diciendo a Mason, luego:
—Duncan Crowder le llama desde Calexico.
—Permanezca muy atenta a nuestra conversación, Della —contestó el abogado,
descolgando el micro de su aparato—. Hable usted, Duncan.
—Hay noticias, Perry. ¿Qué sabe usted acerca de un punzón para romper hielo?
—¿Un punzón para romper hielo?
—Cierto. Un arma asesina.
—¿Un arma asesina? Yo tenía entendido que el hombre falleció a consecuencia
de haber ingerido una dosis exagerada de barbitúricos.
—Es lo que todo el mundo ha estado pensando hasta hace poco. Pero el señor
fiscal del distrito se ha sacado de la manga un punzón para romper hielo.
Evidentemente, fue puesto a dormir mediante una dosis de whisky drogado;
seguidamente alguien cogió un punzón, asestándole un golpe en la cabeza, por arriba
de la raya del peinado. A continuación, el agresor, queriendo asegurarse de que había
acabado con la víctima, apuñaló a ésta un par de veces en el corazón.
»Sin embargo, estas últimas heridas no originaron ninguna hemorragia, lo cual
indica que el hombre se hallaba ya muerto al ser apuñalado. Las señales de aquéllas
eran tan pequeñas que hubieran pasado inadvertidas, quizá, de no haber insistido
Marshall para que fuese realizada una autopsia completa del cadáver. El fiscal

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telegrafió a Los Ángeles, de donde salió uno de los mejores profesionales para
colaborar con el forense de aquí.
—Entonces, el caso cambia por completo de aspecto… —subrayó Mason.
—Sobre el aspecto del caso he de decirle algo más, señor Mason —manifestó
Crowder—. El arma utilizada por el homicida fue hallada en el coche de Lorraine
Elmore.
—¿Que?
—Sí, sí. Estaba escondida debajo de la alfombrilla del compartimiento de
equipajes. Además, el punzón ha sido identificado como procedente de la cabina
decimosexta del Palm Court Motel, es decir, el alojamiento que ocupó nuestra cliente.
—Pero, hombre, ¿cómo puede saber eso? —inquirió Mason.
—Todas las unidades del motel cuentan con un abridor de tapones corona y un
punzón para el hielo —explicó Crowder—. Para evitar su extravío e intercambio, la
administración del establecimiento decidió estampar en cada pieza el número de la
cabina correspondiente, en las empuñaduras, que son de madera. Los números en
cuestión son muy pequeños. Pasarían inadvertidos, de no conocerse el detalle y ser
buscados.
—De manera que eso es lo que ha estado ocurriendo entretanto, ¿eh? —dijo
Mason, pensativo.
—Pues sí. Y Marshall clama porque Lorraine Elmore comparezca cuanto antes
frente a un tribunal. Probablemente, yo podría ver al doctor Kettle y…
—Un momento, un momento. No más dilaciones, Crowder. Deje que Marshall
siga adelante.
»Quiero que dé la impresión ahora de una persona inepta, que se halla algo
desconcertada. Deje que Marshall continúe su marcha triunfal, logrando una
audiencia preliminar tan pronto como le sea posible.
—La ley me autoriza a… —empezó a decir Crowder.
—Sé lo que va a responder. No importa. Usted tiene que dar la sensación de que
no está muy al tanto de sus derechos. Habrá de mariposear un poco. Ya me imagino
que no va a ganar nada con ello profesionalmente, pero más tarde le buscaré la
compensación.
—¿Tiene usted algún plan?
—¡Diablos! No. Pero, en cambio, he sorprendido a Baldwin Marshall con las
manos en la masa. Lo he cogido sobornando a un testigo.
—¿Sobornando a un testigo? —preguntó Crowder.
Mason respondió, con los ojos muy brillantes:
—Sí. Usted deje que Marshall siga adelante y que fije una fecha. Lo único que le
pido es que se mantenga en contacto conmigo y eso, Crowder, le ocasionará algunas
molestias.

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»No quisiera que esa audiencia preliminar se celebrara antes de las próximas
veinticuatro horas, pero tampoco deseo solicitar un aplazamiento basándome en los
derechos constitucionales o los de aquellas personas que figuran como testigos de la
defensa.
—¿Va usted a permitir a ese hombre que se salte a la torera los derechos
constitucionales de nuestra cliente? —inquirió Crowder—. La cosa no resultará si
Lorraine Elmore se ve representada por un abogado de oficio…
—Lorraine Elmore estará representada adecuadamente y nosotros no vamos a
confiar en defensas técnicas relativas a sus derechos constitucionales. Lo que quiero,
de momento, es que Baldwin Marshall celebre cuantas entrevistas periodísticas desee,
el mayor número de ellas posible; que arme todo el escándalo que le apetezca…
Seguidamente, la tormenta descargará sobre él, en cuanto demuestre yo que ha
sobornado a un testigo.
—Eso ya sería algo —comentó Crowder.
—Efectivamente —dijo Mason—. Creo que voy a hacer que sea usted quien
aporte la prueba. Tal hecho le destacará en el juego y la lucha se desarrollará a un
nivel todavía más local.
—Muy interesante. A otra cosa… Linda Calhoun está muy preocupada a causa de
Latty. ¿Qué ha hecho usted con él?
—Nada en absoluto.
—Ella no piensa eso. Linda cree que después de reprenderle, usted le metió en un
autobús obligándole a regresar a Boston.
—No hice nada de eso.
—Bueno, pero, ¿dónde para?
—¿No se ha puesto en comunicación con Linda?
—No.
—¡Qué raro!
—Sí que lo es —manifestó Crowder—. Lo lógico hubiera sido que llamara a la
muchacha, solicitando algún auxilio.
—Es lo que hará, seguramente. Ese individuo estaba sin un centavo y Linda le
giró veinte dólares a El Centro. Yo le di otros veinte en Yuma. Hay que pensar que
tenía que comprar gasolina, que tenía que pagar su habitación en el motel. Bien. Me
parece que no tardaremos en recibir noticias suyas.
Mason se volvió hacia Drake guiñándole un ojo.
—¿Algo más? —preguntó Crowder.
—Eso es todo —replicó Mason—. Dentro de una hora saldremos para El Centro.
Defienda la fortaleza con todas sus energías hasta el momento de nuestra llegada.

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Capítulo 13

Linda Calhoun y Duncan Crowder se reunieron con Mason, Della Street y Paul
Drake en el aeropuerto, al poco de haber aterrizado el avión en que estos últimos
viajaban.
—Bienvenidos al condado de Imperial —dijo Crowder—. He estado dedicado a
la tarea de burlar a los reporteros. Sabedores de que la audiencia preliminar se
celebrará mañana, suponían que se presentaría usted aquí hoy y deseaban una
entrevista.
—¿Y por qué no he de complacerles? —preguntó Mason.
—¿De veras está usted decidido a dejarse entrevistar?
—Naturalmente.
—No lo sabía. Pensé que lo mejor era avisárselo. Ese hombre, Marshall, sabe
muchos trucos. Algunos de ellos son bastante inteligentes.
—Es lo que yo también tengo entendido.
Linda Calhoun terció en la conversación:
—Señor Mason: quisiera que averiguara usted qué ha podido sucederle a George
Latty.
—¿Le ha sucedido algo?
—No lo sé. Yo creo que sí.
—¿No ha tenido noticias de él?
—He tenido noticias de él, sí. Sólo ha sido un breve mensaje, sin embargo, ignoro
dónde se encuentra.
—¿Qué le decía en su mensaje?
—Llamó al hotel encontrándome yo ausente. Preguntó entonces si podrían darme
un recado. La telefonista que atendió su llamada le contestó que sí. Me ha
comunicado que por diversas razones que de momento no podía explicarme tenía que
mantenerse alejado de este asunto; que se encontraba bien y que no tenía por qué
sentirme preocupada… Añadió que no le sería posible mantenerse en comunicación
conmigo y que confiaba en mi lealtad.
—Ya, ya.
—¿Supone usted que se halla bien?
—Caben muchas facetas en lo de hallarse bien una persona, Linda. ¿En qué
piensa usted? ¿En si vive una vida sobria? ¿En si observa una conducta moralmente
intachable? ¿Piensa acaso en su fidelidad? ¿En su seguridad, tal vez?
—Por ahora lo que más me preocupa es su seguridad.
—Yo diría, a juzgar por el mensaje, que está bien.
—Pero, ¿dónde para?

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—He ahí una pregunta que no me es posible contestar, Linda. Quiero señalar una
vez más que yo represento a su tía. Actúo así porque usted me lo pidió, pero mi
cliente es ella. Lo primordial son sus intereses.
—¿Y qué tiene que ver eso con George?
—Me es imposible decírselo. Puede que tenga que ver mucho y puede que no
tenga que ver nada. Ahora bien, existen cosas en las que no quiero correr riesgos.
—Tengo la impresión, señor Mason, de que usted y Duncan me están ocultando
algunos hechos.
Al oír a Linda, usando el nombre de pila de Crowder con tanta naturalidad,
Mason miró al joven abogado.
Crowder interpretó acertadamente su mirada, manifestando sonriente:
—Linda y yo hemos tenido ocasión de conocernos a fondo, uniéndonos ya cierta
confianza.
—Ya lo veo, ya.
Linda se ruborizó ligeramente, volviéndose hacia Paul Drake.
—Usted está investigando los hechos del presente caso —dijo—. ¿No tiene
ninguna idea acerca del paradero de George? ¿Sabe usted si le ha sucedido algo?
Drake hizo una mueca.
—A la cabeza de un detective, señorita Calhoun, afluyen las ideas en aluvión
muchas veces, pero no siempre son las mismas aprovechables.
Della Street cogió a Linda de un brazo.
—Tengo la impresión, Linda, de que no tiene usted por qué estar preocupada —
dijo.
—Es que no acierto a comprenderlo. George es… Bueno, la verdad es que no es
un hombre de gran iniciativa en materias de tipo financiero y carece de dinero. Vino
aquí para estar conmigo y… simplemente: esto no es para él. Ya no hay más.
—Es probable que la policía le haya interrogado, que haya querido comprobar
qué sabe concretamente acerca de este asunto, señorita Calhoun —aventuró Mason.
—¿Y qué sabe concretamente él, señor Mason?
—Resulta difícil decirlo. Él estuvo en el motel y dijo que las paredes de las
cabinas eran tan finas como el papel. La inspección de la cabina que ocupó ha hecho
ver que ésta era un lado de una doble unidad, habiéndose alojado en el otro Montrose
Dewitt. En tales circunstancias, pudo muy bien haber oído algo…
—Indudablemente —contestó Linda—. Ahora bien, ¿por qué no se confió a mí?
¿Y qué tiene que ver eso con su presente desaparición?
—No puedo decírselo —repuso Mason.
—Pero, ¿lo sabe?
—Dejemos las cosas tal como están, señorita Calhoun. Trasladémonos ahora al
despacho de Duncan. Usted visite al fiscal del distrito y pregúntele, por ejemplo, si

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sabe algo acerca de George o si conoce alguna razón que motive su silencio.
—¿Me dará explicaciones?
—¿Hay alguna razón para que no se las dé?
—Que yo sepa, no.
Mason miró a Crowder rápidamente.
—¿Por qué no le llama por teléfono? Duncan y yo escucharemos su conversación
por los auriculares auxiliares, para ver si el fiscal del distrito sabe algo de todo esto.
—Una vez llegue usted a mi despacho —anunció Crowder—, se le va a presentar
un problema: el de los reporteros.
—Cruzaremos el puente cuando lleguemos a él —respondió Mason—. Ahora
mismo, lo que a mí me gustaría es escuchar qué respuesta tiene Marshall para la
pregunta de la señorita Calhoun.
Una vez en el despacho de Duncan, Linda llamó a Baldwin Marshall.
Mason y Crowder comenzaron a escuchar el diálogo.
—Soy Linda Calhoun, señor Marshall —dijo la joven, tan pronto tuvo al fiscal al
habla.
—¡Oh! Muy bien. ¿Qué tal, señorita Calhoun?
En la voz de Marshall se notaba una cordialidad afectada, mezclada con una dosis
de fría cautela.
—Intentaba averiguar qué es lo que puede haberle pasado a George Latty y pensé
que usted, tal vez, podría ayudarme en mis indagaciones.
—¿Qué es lo que le ha llevado a pensar que puede haberle sucedido algo?
—No he recibido noticias suyas.
—¿Ninguna, en absoluto?
—Sólo un breve mensaje, diciéndome que no me preocupara por él y que
confiaba en mi lealtad.
—Bueno, ya le ha dicho que no estuviera preocupada…
—Sí.
—¿Lo está?
—Sí.
—Le habrá enviado ese mensaje por alguna razón —afirmó Marshall.
—Claro. Estoy segura de ello.
—Habrá estado en algún aprieto para que le diga que no se preocupe.
—Es probable.
—Y usted se encuentra inquieta…
—Yo lo que quiero saber es dónde para.
—No puedo ayudarla en este aspecto, señorita Calhoun.
—Permítame que le haga una pregunta directa: ¿usted sabe dónde se encuentra en
la actualidad?

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Marshall vaciló un instante.
—No, señorita Calhoun. Le seré franco: no lo sé.
—¿Pero cree que está bien? —insistió Linda.
—Yo creo que si él le ha dicho que no se preocupe por el hecho de su ausencia,
usted no debe sentirse preocupada. Yo, en su lugar, confiaría en el muchacho, en su
integridad personal, a despecho de lo que otras personas pudieran decirme.
»Permítame ahora, señorita Calhoun, que yo también formule una pregunta: esta
llamada, ¿se le ha ocurrido a usted espontáneamente?
—¿Cómo? ¡Sí, claro!
—Quiero decir: ¿le sugirió alguien que me llamara por teléfono para preguntarme
eso?
—Linda Calhoun guardó silencio un segundo.
—¿Le sugirió su abogado, Perry Mason, que me llamara, con el fin de plantearme
esa pregunta?
—Pues… Yo… Yo estaba preocupada y…
—¡Oh! Muchísimas gracias —dijo Marshall—. Estaba seguro de que Perry
Mason le había apuntado la pregunta. Déjeme formular otra, ¿escucha él en estos
momentos nuestra conversación?
Linda Calhoun abrió la boca, pero no articuló ninguna palabra.
Intervino el abogado:
—Aquí, Mason. Buenos días, Marshall.
—Me lo había imaginado —dijo el fiscal—. Si yo tuviera que hacer alguna
pregunta, Mason, no le quepa la menor duda de que la plantearía con toda franqueza,
de hombre a hombre, sin intentar esconderme detrás de las faldas de una mujer.
—Yo no me estoy escondiendo detrás de las faldas de ninguna mujer, Marshall.
Simplemente: me dedico a comprobar sus declaraciones. No quiero que ella hable
con usted a menos que yo pueda oír lo que se dice.
—Pues ya está usted al tanto.
—Le he oído con toda claridad. Le he oído decir que no sabe dónde para Latty.
—Sí. Se lo he dicho a la señorita Calhoun y se lo repito ahora a usted —contestó
Marshall colgando bruscamente el teléfono.
—Ahora sí que me siento preocupada —manifestó Linda.
—Lamento no poder ayudarla —declaró Mason—. Tendrá usted que acomodarse
a la situación.
—Pero, ¿cuál es, concretamente, la situación planteada?
—Eso tiene que ser determinado todavía. Me doy por satisfecho con saber que
Latty no corre ningún peligro físico… Por lo menos estoy seguro de que esto es así.
La secretaria de Crowder dijo:
—En la oficina hay dos reporteros que solicitan una oportunidad para entrevistar

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al señor Mason.
—Que pasen —contestó el abogado de Los Ángeles.
Crowder hizo un gesto afirmativo y la secretaria abrió la puerta del despacho.
Entraron en éste dos periodistas y un fotógrafo. Uno de los reporteros dijo:
—Señor Mason: voy a hacerle una pregunta a quemarropa: ¿acaba usted de hablar
por teléfono con Baldwin Marshall?
Mason contestó:
—He estado hablando por teléfono con Baldwin Marshall, sí.
—¿Puedo preguntarle por el motivo de su conversación?
—La señorita Calhoun se encuentra preocupada a causa de la ausencia de su
prometido, George Latty. Pensó que existía la posibilidad de que Baldwin Marshall
conociera su paradero. Le llamó por teléfono, le preguntó por el joven y estuve
escuchando el diálogo.
—Entonces usted no habló con Marshall, sino que se limitó a escuchar…
—Yo estuve hablando con Marshall.
—¿Quiere usted darme una idea sobre el tema de su conversación?
Mason vaciló.
—¿Se ofreció para conseguir que Lorraine Elmore se confesara culpable de
asesinato a cambio de que él atenuara sus cargos?
—¡Cielos! No. ¿Quién le ha dado tal idea?
—Circula un rumor por ahí de ese tipo.
—¿Un rumor inspirado, quizá, por el fiscal?
—Yo no sé de dónde ha salido. Todo lo que sé es que existe el rumor. Hemos oído
hablar de eso, como tantas otras cosas.
Mason obsequió a su interlocutor con una severa mirada.
—Le comunicaré, para su información, que no hubo nada de ello en la
conversación sostenida con Marshall y que ni siquiera ha pasado por nuestras cabezas
tal pensamiento… No abrigamos la menor intención de formular tan absurda oferta.
»Puedo decirle también que hablé con Marshall cuando la señorita Calhoun hubo
terminado. Añadiré que Marshall aseguró a la señorita Calhoun, y después a mí, que
no sabía nada acerca del paradero de George Latty.
—¿Por qué es Latty una figura importante? —inquirió el reportero.
—Eso es algo que de momento no estoy preparado para discutir.
—¿Por qué?
—No dispongo de la información necesaria.
—Déjeme preguntarle algo más… La audiencia preliminar comenzará mañana, a
las diez. ¿Va usted a solicitar un aplazamiento?
—Siempre resulta difícil predecir el futuro —contestó Masón, sonriendo—.
Ahora bien, usted puede ver que yo estoy aquí, con el señor Crowder, y gracias a los

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esfuerzos de Baldwin Marshall y el sheriff, Lorraine Elmore, nuestra defendida, va a
encontrarse a la disposición de todos.
—¿Significa eso que está usted en condiciones de proseguir con la audiencia
preliminar?
—Podría ser —repuso Mason—. No obstante, me gustaría mucho hablar con
George Latty antes de continuar.
—¿Por qué? ¿Es acaso un testigo?
—Para nosotros, no.
—¿Para el fiscal, sí?
—No puedo referirme a los asuntos del fiscal. En este sentido, se entiende.
El otro reportero preguntó:
—¿Seguro que Baldwin Marshall le dijo que no sabía nada sobre el paradero de
George Latty?
—Seguro.
—Pero, ¿por qué había de desaparecer Latty?
—No sé.
El primer periodista manifestó:
—Se dice que usted se propone ofrecer el reconocimiento de una culpabilidad
mañana y que incluso no planea ninguna defensa, consintiendo, sin más, que sea
procesada la acusada.
—¿Dónde han nacido tales rumores?
—Uno de ellos salió del despacho de Baldwin Marshall. El fiscal declaró sin
rodeos que no aceptaría ninguna oferta de reconocimiento de culpabilidad por parte
de Lorraine Elmore a cambio de una atenuación en sus cargos.
—¿Habló de posibles tentativas en ese aspecto?
—Dijo que no consideraría tal propuesta.
A Mason le brillaban los ojos.
—Pregúntenle si alguien se la ha hecho y si afirma que le ha sido pasada por
alguna de las personas que defienden a Lorraine Elmore, señalen que en tales
circunstancias Perry Mason le va a llamar embustero en público.
Los periodistas tomaban notas febrilmente.
Mason prosiguió diciendo:
—Si el fiscal del distrito ha contribuido a dar la impresión de que Lorraine
Elmore está dispuesta a confesarse culpable para hacerse reo de una acusación menor,
hemos de convenir que el señor Marshall ha puntualizado hechos que no son ciertos.
—Un momento, ¿eh? —dijo uno de los reporteros—. En realidad, lo que él
declaró fue que jamás se detendría a considerar la propuesta. Él no afirmó que le
hubiese sido formulada.
—Bien. En tal caso, ustedes pueden puntualizar que nosotros no tomaremos en

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cuenta ninguna propuesta salida del despacho del fiscal del distrito en el sentido de
reconocer la culpabilidad de Lorraine Elmore a cambio de lo que sea. Nosotros
aspiramos a que sea reconocida su total inocencia.
El periodista se echó a reír.
—¿Puedo recalcar que ésa ha sido su declaración?
—Cítenos a los dos abogados —replicó Mason—. No olvide que Duncan
Crowder está tomando parte activa en el caso.
—No lo olvidaremos. Estaremos presentes mañana en la audiencia preliminar.
Mason sonrió.
—Lo mismo que nosotros.
Los reporteros se marcharon.
Drake hizo un gesto expresivo a Perry Mason y éste siguió a su amigo hasta otro
despacho.
—El fiscal del distrito miente —afirmó Paul.
—¿Sobre Latty?
—Sobre Latty, sí. Latty se encuentra en estos instantes al otro lado de la línea
fronteriza, en Mexicali. Se ha alojado en un hotel, dando el nombre de George L.
Carson. No hace todavía una hora llamó por teléfono al despacho del fiscal del
distrito, sosteniendo una larga charla con él.
—¿En qué emplea su tiempo?
—Se dedica a vivir a lo grande —repuso Drake—. Anoche acabó medio mareado.
Cenó venado a la parrilla, tortillas, fríjoles y otras cosas por el estilo,
convenientemente rociadas con champaña. Pidió que le sirvieran perdices, un par de
ellas, y le sobró una. Del champaña, en cambio, no dejó ni gota. Regresó al hotel en
un estado de completa euforia. Está preparado para tomar parte en la audiencia
preliminar, pero vendrá tan sólo cuando el fiscal del distrito mande por él. Va a ser un
testigo sorpresa… Evidentemente, tiene alguna prueba que Marshall estima que será
una bomba para la defensa.
—Es todo un tipo ese Marshall, ¿eh, Paul?
—¿Le vas a llamar embustero en plena audiencia?
Mason enarcó las cejas.
—¿En qué ha mentido?
—¡Hombre! Él dijo claramente que no tenía la menor idea del paradero de Latty,
¿no?
—Él aseguró a Linda que no podía decirle dónde estaba el joven…, que no lo
sabía.
—¿Y bien?
—Linda no fue tan lista como para preguntarle si sabía dónde se encontraba Latty
media hora atrás o una hora antes, o a cualquier hora en el transcurso de la mañana.

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Ella le preguntó, simplemente, si sabía dónde estaba Latty y él respondió que no. Sus
palabras fueron: «No, señorita Calhoun. Le seré sincero: no sé dónde está».
—¿Por qué no le agarraste con este motivo? —preguntó Drake—. Ya que se está
aprovechando de tales detalles, ¿por qué no interviniste inmediatamente,
preguntándole si sabía dónde había estado Latty a una hora más temprana del día?
—De haber procedido yo así, se me habría escapado del anzuelo.
—No te entiendo.
—Ha mordido el anzuelo, Paul. Dándoselas de listo, se ha pasado de la raya —
afirmó Mason, sonriente.
—¿Cómo?
—Mañana, en la audiencia preliminar, sacaré a colación este asunto. Voy a
asegurar al tribunal que nosotros conocemos una solemne declaración del fiscal del
distrito, por la que éste afirmó que él no sabía nada acerca del paradero de Latty. Esto
pondrá a Marshall en pie, para manifestar que él no nos había dicho nada por el
estilo, que lo que dijo fue que no sabía dónde estaba Latty en el instante en que
nosotros le telefoneamos; que Linda le preguntó: «¿Sabe usted dónde está George
Latty?»…
—Sigue.
—Cuando haya terminado con él, Marshall será para todos los presentes un
trapisondista, un granuja, un embustero. De haberle preguntado yo, en cambio, si
sabía dónde se encontraba Latty a una hora más temprana del día, él me habría
contestado mandándome al infierno, colgando el teléfono acto seguido. Ya en la
audiencia, más tarde, habría sido yo el interesado en no dar cuenta de la conversación
completa.
»Mañana me presentaré muy digno, dolido y quizás ofuscado por la insólita
rapidez con que se han desarrollado los acontecimientos. Dejaremos a Marshall que
dé las explicaciones convenientes.
—¿Vas a ser un castigado mártir o acabarás perdiendo los estribos? —preguntó
Drake.
—No sé cuál de las dos cosas beneficiará más a mi cliente… Todo depende de lo
que vea.
—Me da el corazón que acabarás perdiendo los estribos —anunció Drake.
—Ya pensaremos en ello.
—¿No terminarás perdiendo la serenidad de todos modos?
—Un buen abogado puede perder siempre los estribos cuando hay alguien que le
paga por ello. Ahora bien, cuando uno se ha visto recompensado por tal cosa
monetariamente cuesta mucho indignarse por cuenta propia y sin que nadie le
pague…
Drake sonrió burlonamente.

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—¡Oh, los abogados! —exclamó.
—¡Oh, los detectives! Paul: que tus hombres no pierdan de vista un solo
momento a George Latty.
—No te preocupes. Los tengo ahora mismo materialmente colgados de su
chaqueta —repuso Drake.

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Capítulo 14

El juez Horatio D. Manly ocupó su sitio y después de pasear la mirada por la sala,
atestada de público, declaró:
—Ésta es la hora fijada de antemano para la celebración de la audiencia
preliminar en el caso del Estado de California versus Lorraine Elmore.
—Preparado en nombre del Estado —dijo Marshall.
—Preparado por parte de la defensa —manifestó Mason, colocando una mano
tranquilizadora sobre el hombro de Lorraine Elmore.
El juez Manly se aclaró la garganta.
—Antes de que comience la vista de la presente causa quiero señalar que se ha
hablado mucho acerca de la misma en las columnas de los periódicos, así como de
ciertos hechos y de las personas afectadas. Deseo hacer presente al público que se
encuentra en la sala que esto no es ninguna representación, que aquí no hay un debate
espectacular, que esto no es ninguna diversión. Nos encontramos en una sala de
justicia. El público habrá de conducirse con arreglo a ello. De no ser así, este tribunal
adoptará las medidas que considere necesarias para garantizar el orden y el decoro
debidos.
Mason se puso en pie, solicitando permiso para hablar.
El juez Manly se lo concedió.
—La defensa siente un gran interés por establecer contacto con George Latty —
manifestó Mason—. Tenemos motivos para creer que el ministerio fiscal mantiene al
señor Latty oculto o que sabe dónde está, pese a que el fiscal del distrito nos ha
asegurado verbalmente que ignora dónde se encuentra dicha persona.
—¡Un momento! —exclamó Marshall levantándose—. Sus manifestaciones no
son correctas.
—¿No son los hechos especificados exactos? —preguntó Mason.
—No; no son exactos.
—Ayer, señoría, pude escuchar una conversación telefónica, en el transcurso de la
cual el fiscal del distrito aseguró a la señorita Calhoun, sobrina de mi defendida, que
no tenía la menor idea acerca del paradero de George Latty. Quisiera que tal
declaración fuese repetida aquí, ante el tribunal.
—Yo no formulé tal declaración —negó Marshall.
—¿Qué no? —inquirió Mason, sorprendido.
—No. La señorita Calhoun me preguntó exactamente: «¿Sabe usted dónde está el
señor Latty?». Le contesté que no. No tenía medios para averiguarlo. Yo hablaba con
ella por teléfono. Ignoraba qué estaba haciendo él en aquel momento, dónde se
encontraba en aquellos instantes…

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—¡Ah! ¡En aquel momento! —exclamó Mason—. Pero usted no le dijo eso a ella
entonces. Usted le dijo que no tenía la más leve idea acerca de su paradero, con estas
u otras palabras semejantes.
—Creo que la defensa, señoría, está citando mis palabras erróneamente,
tergiversando su sentido de un modo deliberado.
—Bueno, pues para que no hayan torcidas interpretaciones, señor Marshall: ¿sabe
usted dónde se encuentra Latty ahora?, o ¿sabe dónde estaba una hora, media,
veinticuatro horas atrás?, ¿puede decirme cómo puede, ponerse Linda Calhoun en
comunicación con el señor Latty? Linda Calhoun y George Latty, señoría, son
prometidos.
—Yo no tengo por qué responder a sus preguntas; yo no tengo por qué someterme
a un interrogatorio. Yo soy el fiscal del distrito y no el agente de una agencia
matrimonial. Si Latty desea establecer contacto con Linda Calhoun, que la busque.
Podrá hacerlo perfectamente.
—A menos que haya recibido instrucciones concretas en sentido contrario —
manifestó Mason—. Y para que no se produzcan interpretaciones erróneas,
preguntaré al señor fiscal si él instruyó o no a Latty en el sentido de no ponerse en
comunicación con Linda Calhoun.
—Ciertamente que no hice tal cosa —declaró Marshall—. En efecto, yo
concretamente, indiqué a Latty que debía ponerse en relación con Linda Calhoun.
Las cejas de Mason se levantaron.
—¿Para comunicar a la señorita Calhoun su paradero?
—Yo no he dicho eso.
—Bueno. Tendré que expresarme de otra forma. ¿Dio usted a Latty instrucciones
concretas en el sentido de no decir a Linda Calhoun dónde estaba?
—No tengo por qué responder a sus preguntas; no tengo por qué ser interrogado
por usted —replicó Marshall.
—En fin, yo creo que por lo anterior —declaró Mason— este tribunal habrá
observado la serie de pequeños errores, subterfugios y evasivas que ha caracterizado
la actuación del ministerio fiscal con motivo de nuestros intentos por localizar a
George Latty. Solicito que se ordene al señor fiscal que revele el paradero actual del
señor Latty, en beneficio de la defensa.
Mason se sentó.
—¿Sabe dónde se encuentra Latty? —preguntó el juez Manly a Marshall.
—Con la venia de la sala: ésta no es una pregunta justa —manifestó Marshall—.
Si el abogado de la defensa señala que necesita a Latty como testigo, su indagación
quedará justificada. Yo no puedo revelar lo que sé con el único fin de facilitar una
relación de tipo amoroso entre una pariente por parte de la defendida y un importante
testigo por parte del ministerio fiscal.

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El juez Manly miró a Mason.
Éste adoptó una grave actitud, levantándose.
—Con la venia de la sala: nosotros no sabemos todavía si Latty va a ser testigo de
la defensa o no. Nosotros no hemos tenido ocasión de interrogarle desde que ciertos
detalles captaron nuestra atención. Es posible que deseemos utilizarle para fijar
determinados puntos relacionados con la defensa del presente caso.
—El señor Mason no piensa en la defensa ahora —arguyó Marshall—. Esta
insistencia sobre el paradero de Latty no tiene más objeto que el de dificultar la labor
del ministerio fiscal.
—Perfectamente —dijo el juez Manly—. Vuelvo a mi pregunta, ¿sabe usted
dónde se encuentra Latty?
—Ciertamente que sabemos dónde se encuentra —declaró Marshall—. Es un
testigo del ministerio fiscal y le retenemos donde no pueda ser molestado.
—¿Puedo preguntar al señor fiscal qué entiende por no ser molestado? —inquirió
Mason.
—No queremos que nadie influya en él, ni que se tergiverse su testimonio —
respondió Marshall—. A causa de su relación de tipo amoroso con la sobrina de la
acusada, este testigo se halla en una posición delicada. Con alguna astucia y pocos
escrúpulos podría ser alterado su testimonio.
Mason preguntó:
—¿Juzga usted a ese testigo tan vacilante, de tan escasa consistencia, que lo que
conozca o vio es susceptible de ser cambiado por el simple hecho de hallarse
relacionado con una pariente de mi defendida?
—¡Usted ha entendido perfectamente mis palabras! —chilló Marshall—. He
querido dar a entender que usted es capaz de ejercer una fuerte presión sobre ese
joven, hasta conseguir ofuscarle y confundirle.
Mason sonrió.
—El señor fiscal admite ahora que su testigo es de tal carácter que sólo puede
soportar un interrogatorio conducido por él, exponiéndose en otras circunstancias a
alterar sus manifestaciones. Siendo así, doy por buena su declaración.
—¡Eso no es lo que yo he dicho! ¡Eso no es lo que he querido decir! ¡Usted lo
sabe!
Marshall había pronunciado a gritos estas palabras. La explosión de ira había
enrojecido su rostro.
Medió el juez Manly.
—Caballeros, caballeros: ya está bien. Sus observaciones, de aquí en adelante,
serán dirigidas a este tribunal. Ahora, este tribunal le pregunta, señor fiscal, puesto
que al parecer usted conoce el paradero de George Latty: ¿existe alguna razón que
justifique el silencio ante la joven de quien es prometido?; y también: ¿por qué la

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defensa no puede expedir una orden de comparecencia?
Marshall replicó:
—Se encuentra en la oficina del ministerio fiscal, aguardando el instante de ser
llamado como testigo… Se trata, he de añadir, del más importante en este caso.
—Entonces, señoría —dijo Mason—, habrá que asegurar a la señorita Calhoun
que el hecho de no haberse puesto en contacto con ella su prometido, revelándole su
paradero, fue debido a que el testigo se conducía con arreglo a las órdenes dictadas
por el señor fiscal.
—La señorita Calhoun no tiene nada que ver en esta acción. No hay por qué
asegurarle nada —declaró Marshall.
—¿He de interpretar que se propone usted, señor fiscal, traer a esta sala a George
Latty? —preguntó el juez Manly.
—Estará aquí dentro de una hora.
—Muy bien. Creo que con esto queda zanjada la cuestión. Independientemente de
lo que haya sido hecho con la ocultación o no ocultación del paradero de este testigo,
o la razón de la misma, George Latty se presentará en la sala y la defensa tendrá
ocasión de preguntarle dónde ha estado y por qué no se puso en comunicación con…
Marshall interrumpió al juez.
—Señoría: yo considero estas preguntas inadecuadas. Latty es solamente un
testigo; no forma parte de ninguna controversia.
—A la defensa —contestó Mason—, le asiste siempre el derecho de considerar
las circunstancias personales de un testigo tan bajo el control del ministerio fiscal que
llega a prohibírsele que se ponga en contacto con su prometida… En otras
condiciones corre ese testigo el riesgo de no ser considerado justo ni imparcial.
Insisto en que la defensa tiene derecho a interesarse por la motivación de su conducta.
—Tal es mi opinión —señaló el juez Manly.
—Señoría —contestó Marshall—: me gustaría someter a discusión ese punto
cuando llegue el momento.
—Sí. Ahora es prematuro. Nos ocuparemos de eso cuando el testigo vaya a
declarar.
—El ministerio fiscal, pues, promete llamarle —remachó Mason.
—El ministerio fiscal no tiene por qué dar a conocer sus testigos a la defensa.
—Usted ha asegurado ya a la sala que llamaría a Latty para que declarase como
testigo dentro de una hora.
—Espero llamarle —dijo Marshall.
Mason esbozó una sonrisa, inclinándose en graciosa reverencia ante el juez.
—Si el ministerio fiscal hubiese formulado esta declaración antes, nos
hubiéramos ahorrado una considerable cantidad de tiempo y algunas recriminaciones.
—El primer fiscal puede llamar a su primer testigo ya —dijo el juez Manly.

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Marshall pareció vacilar. Su ayudante le susurró frenéticamente unas palabras al
oído. Finalmente el fiscal se puso en pie:
—Llamaré al inspector del condado, mi primer testigo.
El inspector presentó un esquema del motel de Calexico y un mapa de las
carreteras de la zona, señalando en el mismo el lugar en que había sido encontrado el
coche de Lorraine Elmore.
—No hubo interrogatorio.
El sheriff testificó el hallazgo del automóvil con las ruedas medio hundidas en la
arena. Aludió también a la cápsula encontrada sobre el asiento delantero.
—¿Sabe usted que contenía la cápsula? —inquirió Marshall.
—Lo sé, sí.
—¿Lleva usted encima la cápsula?
—Sí.
—¿Quiere usted enseñárnosla?
El sheriff extrajo de uno de sus bolsillos un frasquito dentro del cual se veía la
cápsula verde.
—¿Y qué contiene esta cápsula? —preguntó Marshall.
Crowder miró a Mason.
—¿No va usted a formular ningún reparo? —susurró.
Mason movió la cabeza, denegando.
—Esto contiene Somniferal —respondió el sheriff.
—¿Y qué es eso? ¿Lo sabe usted?
—Sí, señor.
—Bien. ¿Qué es?
—Se trata de uno de los hipnóticos más modernos. Resulta muy enérgico; actúa
con mucha rapidez y sus efectos persisten bastante tiempo. En general, los hipnóticos
que actúan rápidamente se disipan pronto en tanto que los que persisten mucho
tiempo son de una actuación más lenta. El Somniferal, nombre comercial de este
producto, reúne las dos cualidades: es rápido y sus efectos se prolongan…
—¿Le dijo la acusada algo en relación con esta cápsula?
—Se negó a hacer declaraciones con respecto a ella, manifestando que procedía
así de acuerdo con lo que le había aconsejado su abogado.
—¿Localizó usted el envase de donde fue sacada la cápsula?
—Sí —dijo el sheriff—. Estaba en el bolso de la acusada.
Crowder fijó la mirada con ansiedad en el rostro de Mason. Seguidamente, viendo
que él no pensaba formular ninguna objeción susurró:
—Ésa es una deducción. El sheriff no puede saber de qué envase procede la
cápsula.
Mason sonrió, acercándose al oído de Crowder.

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—No hay que formular objeciones ante tales cosas —declaró—. Su proceder en
estos momentos, es de un aficionado. Dejemos que todo marche como hasta ahora, y
luego, con el interrogatorio, habrá ocasión de desorientar al testigo. Acuérdese,
cuando usted le haga sus preguntas, de insistir en la cuestión del envase. Hágale
poner de relieve que se estaba guiando por lo que había oído decir. Pregúntele si no
sabía que eso no es correcto. Pregúntele si discutió con anterioridad esta fase de su
declaración con el fiscal del distrito y si Marshall le dijo, efectivamente: «Voy a
hacerle tal pregunta y usted la contestará rápidamente, antes de que la defensa
proteste. Es lo que se ha hablado por ahí, pero trataremos de sacar la cuestión
adelante». Haga ver a todos que ha procedido torcidamente.
—Un momento… ¿Soy yo quien ha de interrogarle?
—Pues claro —replicó Mason—. Usted también querrá intervenir en el caso,
¿no?
—Naturalmente, señor Mason. No hay nada que desee tanto. Ahora bien, yo
ignoraba que usted se proponía dejarme tomar parte en el interrogatorio de los
testigos.
—¿Quiere o no tomar parte?
—¡Cielos! Sí… Hay una joven en la sala que… Con franqueza quisiera disponer
de una oportunidad para impresionarla favorablemente.
—Tendrá usted esa oportunidad, Crowder.
El juez Manly, que había observado el coloquio de los abogados de la defensa,
dijo:
—Al sheriff se le ha preguntado si había descubierto el envase del que procedía la
cápsula, respondiendo el testigo afirmativamente: que fue sacada de un frasco hallado
en el bolso de Lorraine Elmore en el motel de Calexico.
—¿Fueron esas cápsulas despachadas mediante una prescripción? —quiso saber
Marshall.
—Sí.
—¿Habló usted con el médico que extendió la receta?
—Sí.
—¿Dónde ejerce él su profesión?
—En Boston, Massachusetts.
—¿No se encuentra aquí, como testigo?
—No.
—Sin embargo él le explicó que había extendido una receta por una cantidad de
cápsulas muy importante, lo cual no es normal.
—Sí.
—No tengo más preguntas que formular de momento. Puede usted proceder al
interrogatorio del testigo —dijo Marshall con una reverencia dirigida a Mason, como

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si su gesto supusiese una generosidad por su parte, inspirado en la idea de jugar
limpio.
Mason hizo un expresivo movimiento de cabeza, mirando a Crowder.
—Adelante, Duncan —dijo.
Crowder se levantó.
—Usted, sheriff, ha declarado que esta cápsula contenía Somniferal. ¿Y cómo
sabe usted que contenía Somniferal? ¿Fue analizada?
—Así es. Yo tenía la receta.
—¿Qué receta?
—Aquella con que fue adquirido el medicamento.
—¿Y de dónde la sacó?
—Del doctor que la había extendido.
—¿Posee usted la receta original?
—No, ciertamente. Se halla en poder de la farmacia.
—¡Oh! Entonces no la tenía.
—El original, no.
—¿Y no mandó usted analizar la cápsula?
—No. La cápsula se encuentra intacta.
—Entonces, ¿cómo sabe que la cápsula procede de la receta?
—Por la etiqueta del frasco.
—¿Y dónde fue encontrado el frasco?
—En la cabina del motel ocupada por la acusada.
—¿Y cómo sabe que la cápsula procede de ese frasco, sheriff?
—Porque es igual que las cápsulas contenidas en el frasco.
—¿Cómo sabe usted eso?
—Pues… Tiene el mismo color, idéntico aspecto…
—Así pues, usted sabe que la cápsula procedía del frasco porque se dijo que éste
había contenido Somniferal, y usted sabe que la cápsula contenía Somniferal porque
lo dedujo del envase. O, para expresarlo de otra forma, a causa de haber supuesto
usted que la cápsula contenía Somniferal, dedujo que procedía del frasco, acerca del
cual alguien por teléfono le aseguró que había contenido dicho medicamento.
—Ése no es un modo claro de exponer la cosa —opinó el sheriff.
—Muy bien —dijo Crowder—. Expóngala como guste.
—Yo hablé con el médico que extendió la receta, quien me comunicó lo que
figuraba en la misma. Comprobé…
—Sí, sí. Continúe usted, sheriff. ¿Qué fue lo que usted comprobó?
—Bueno. Comparé el contenido del frasco con la receta que el doctor me notificó
haber extendido para Lorraine Elmore.
—Entonces, usted no se molestó en telefonear a la farmacia que había despachado

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la receta… Usted no facilitó al establecimiento el número del frasco, ni obtuvo su
versión acerca del contenido del mismo…
—No. No creí que eso fuese necesario.
—¿Usted no sabe que, en general, las pruebas a base de rumores o habladurías
son inadmisibles?
—Claro que lo sé.
—¿Y no se da cuenta de que las suyas, por eso, carecen de consistencia?
—No vi otro camino… No podíamos tener a esas personas yendo y viniendo de
Boston para declarar algo que era evidente.
—¿Y cómo sabe que esta cápsula procede del frasco?
—Porque tiene el mismo tamaño, forma y color.
—¿Hay algo en cuanto al tamaño o la forma que la diferenciaría de otras?
—El color la diferenciaría de otras semejantes.
—¿Y ese color es el verde?
—Sí.
—¿Le dijo el doctor que el Somniferal se presentaba en forma de cápsula y que
éstas eran de color verde?
—No.
—¿Quién le dijo eso?
El sheriff se agitó ahora, inquieto.
—Un farmacéutico de El Centro.
—¿Se encuentra en la sala el farmacéutico en cuestión?
—Que yo sepa no.
Crowder dijo entonces:
—Con la venia de la sala: solicito sea desechado el testimonio del sheriff con
respecto al contenido y naturaleza de la cápsula y del frasco de la receta, ya que, al
parecer, todo ha sido basado en comentarios y deducciones.
—Señoría —dijo Marshall—: mi joven colega alude a una serie de reparos
técnicos insignificantes, cuyo verdadero valor comprenderá, seguramente, cuando
lleve algún tiempo más ejerciendo su carrera.
Crowder se mostró firme, haciendo caso omiso de la ironía del fiscal.
—Aquí no han habido otras cosas: sólo habladurías. Nadie sabe qué contenía la
cápsula. El ministerio fiscal ha afirmado que era Somniferal porque así se dedujo del
frasco. Luego, supuso que el mismo contenía Somniferal porque así lo dijo un médico
de Boston. La verdad es que no existe nada que demuestre que la cápsula procede de
ese envase.
—Concedido —dijo el juez Manly—. Se desecha el testimonio referente a la
droga de la cápsula.
—Señoría —clamó Marshall, enfadado—: esto afecta a lo fundamental del caso.

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Nosotros queremos demostrar que a la víctima le fue administrada una dosis de
whisky drogado y que la droga que contenía el licor era Somniferal. Queremos
demostrar también que el medicamento se hallaba en poder de la acusada.
—Aporte usted pruebas convincentes y no tendremos nada que objetar —dijo
Crowder—. Lo que no puede ser es basar el caso en un armazón de rumores, de puras
suposiciones por parte de las autoridades.
—Este tribunal ha decidido ya la cuestión —manifestó el juez Manly.
—Pero señoría, nos hallamos en la etapa preliminar del caso —protestó Marshall.
—En las audiencias preliminares rigen las mismas normas de siempre, respecto a
las pruebas —saltó Crowder.
—Creo que eso es técnicamente correcto —dijo el juez Manly. Seguidamente, en
tono más amable, añadió, dirigiéndose al fiscal—: Tal vez pueda usted ocuparse de
ese detalle más tarde.
—Tendría que hacer venir desde Boston, por vía aérea, al testigo —objetó
Marshall.
—La defensa accederá con mucho gusto a un aplazamiento para que el testigo
pueda comparecer —dijo Crowder, afable—. Nos agradaría mucho interrogar al
doctor para saber cómo descubrió lo que había en el frasco y cómo fue capaz de
identificar el mismo por teléfono. Veremos entonces simplemente, que el doctor
extendió una receta… Sólo el farmacéutico podría decir qué contenían las cápsulas.
—Haremos venir también, por vía aérea, al farmacéutico, si es eso lo que usted
desea —declaró Marshall.
Crowder sonrió.
—Todo lo que yo deseo es que el ministerio fiscal aporte pruebas sólidas y que no
se confíe únicamente en los comentarios o deducciones de los demás, como he
señalado.
—Lo procedente ahora, señor fiscal del distrito —dijo el juez Manly—, es que
llame al siguiente testigo. Vuelva a referirse a este asunto después, si lo estima
pertinente.
—Muy bien —contestó Marshall, disgustado, consciente de que los periodistas
que se hallaban en la sala tomaban notas febrilmente en sus blocs—. Requeriré la
presencia de Hartwell Alvin, jefe de policía de Calexico.
—Suba al estrado, señor Alvin —ordenó el juez Manly.
Alvin, un tipo alto, de huesudo rostro, que ya había rebasado la cincuentena,
cuyos inexpresivos ojos parecían hallarse cubiertos por una película opaca, avanzó,
levantó la mano derecha, prestó juramento y tomó asiento en el estrado de los
testigos. Sus modales eran calmosos, casi indiferentes.
—¿Se llama usted Alvin, Hartwell Alvin? ¿Es usted jefe de policía en Calexico,
dentro del condado de Imperial, California? ¿Es cierto que desempeña ese cargo

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desde hace varios años?
—Sí.
—Hablemos de la mañana del día cuatro de este mes… ¿Se trasladó a primera
hora del día al Palm Court Motel de Calexico?
—Sí.
—Bueno. Como la defensa se opone a todo testimonio basado en rumores,
habladurías o deducciones, no le preguntaré qué es lo que le llevó allí, ya que lo que
le hablaran por teléfono sería inmediatamente catalogado de acuerdo con el
precedente citado. Díganos qué encontró usted allí en el momento de su llegada.
—Encontré un hombre muerto en la cabina decimocuarta.
—¿Conocía usted a aquél?
—No.
—¿Fue posteriormente identificado?
—Sí.
—¿Fue identificado como cierto Montrose Dewitt, de Los Ángeles?
—Cierto.
—¿A qué hora entró en la cabina?
—Poco después de las siete.
—¿De la mañana?
—Sí.
—¿Qué más encontró usted?
—El cuerpo de aquel hombre estaba tendido en el suelo de la cabina número
catorce. Vi que las cosas estaban revueltas en la habitación, tal como se puede
observar en las fotografías que se tomaron. Algunos de los cajones habían sido
abiertos, así como una maleta y una bolsa. La confusión era mayor en la cabina
número dieciséis. El contenido de los cajones había sido desparramado por el
pavimento: ropas y otros objetos…
—¿Fotografió usted esas unidades?
—Sí. Bueno, ordené que fuesen tomadas las fotografías correspondientes.
—¿Posee copias de las mismas?
—Sí.
—¿Quiere usted írmelas dando, con las explicaciones que juzgue convenientes?
El testigo fue entregando al fiscal fotografía tras fotografía, explicándole a qué se
refería cada una, la unidad a que pertenecía y cómo había sido tomada. Así
transcurrieron varios minutos.
—¿Consultó usted el libro registro del motel? —preguntó Marshall.
—Sí. La unidad número dieciséis había sido alquilada por una persona que
utilizaba el nombre de Lorraine Elmore y la unidad número catorce por otra
registrada con el nombre de Montrose Dewitt.

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—¿Se encontraba usted en compañía del sheriff cuando fue hallado en el desierto
un automóvil en cuya cédula de identificación constaba el nombre de Lorraine
Elmore?
—Sí.
—¿Inspeccionó los alrededores?
—Sí.
—¿Tomó usted fotografías?
—Eso fue más tarde. Ordené que fueran tomadas.
—¿Las lleva usted encima?
—Tengo aquí copias de las mismas, sí, señor.
Alvin procedió a entregar al fiscal media docena de fotos en las que se veía el
coche hundido a medias en la arena.
—¿Halló algo en el coche?
—Sí.
—¿Qué?
—En el compartimiento de los equipajes, debajo de la esterilla, encontré un
punzón para el hielo.
—¿Lo ha traído usted?
—Sí.
—Enséñenoslo, por favor.
El testigo mostró el punzón. Marshall solicitó que fuera marcado a los fines de
identificación.
—¿Figuraba el número dieciséis en el mango del punzón cuando usted lo
encontró?
—Sí.
—¿Halló algo más?
—Vi que el sheriff cogía una cápsula verdosa que se encontraba sobre el asiento
delantero del coche.
—¿Estaba usted presente cuando el sheriff encontró un frasco con su número de
receta?
—Sí.
—¿Dónde fue encontrado?
—En la unidad número dieciséis, en un pequeño bolso.
—Pueden ustedes proceder al interrogatorio del testigo —dijo Marshall
dirigiéndose a la defensa.
Mason susurró, mirando a Duncan Crowder:
—Siga con él, Duncan. Poco se puede hacer. No generalice. Insista en un punto
que se preste a cierta ampliación. Acto seguido, déjele.
Mason se recostó en su asiento, observando con interés a su joven colega.

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Duncan Crowder se levantó, mirando sonriente al jefe de policía.
—Según deduzco de su testimonio y también de las fotografías aportadas por
usted, la unidad número dieciséis fue escrupulosamente revuelta.
—Es cierto.
—Alguien registró el equipaje y el contenido de los cajones de la cómoda.
—Cierto.
—¿Buscó usted huellas dactilares?
—Intentamos localizarlas, sí.
—¿Y las localizaron?
—En efecto.
—¿Cómo es que no ha aludido a ese detalle al ser interrogado por el señor fiscal?
—No me preguntó nada en relación con eso.
—¿Por qué no le hizo esa pregunta?
Marshall se puso en pie.
—Protesto, señoría. Juzgo el interrogatorio inadecuado; así como esta pregunta,
especialmente. El testigo no puede leer en la mente del ministerio fiscal.
—Se admite la protesta —contestó el juez Manly.
Crowder tornó a sonreír.
—Daré otra forma a mi pregunta. ¿Discutió el caso con el señor fiscal?
—Ciertamente.
—¿Antes de subir al estrado?
—Sí, desde luego.
—¿Y le hizo saber usted cuál sería su testimonio?
—Sí.
—¿Le indicó el señor fiscal entonces que él no quería que usted dijera nada
acerca de las huellas dactilares, a menos que le preguntaran concretamente por las
mismas? ¿Le indicó que él no formularía pregunta alguna en tal aspecto?
—¡Protesto! —exclamó Marshall irritado—. Esa conversación ni ninguna que
pudiera celebrar el testigo con el ministerio fiscal, no tiene nada que ver con el caso.
No es a mí a quien se está juzgando.
Crowder manifestó:
—Señoría: de ser advertido que el testigo, deliberadamente, dio una forma
determinada a sus declaraciones, ocultando con toda intención determinados hechos a
petición del fiscal (un proceder no muy recto), nada más lógico que la defensa insista
en el detalle o detalles omitidos.
—Lo estimo correcto —replicó el juez Manly—. Se desestima la protesta.
—¿Quiere usted responder a mi pregunta?
Marshall vacilaba… No sabía si insistir o callarse. Por último, volvió a sentarse,
de mala gana.

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El testigo manifestó:
—Me indicó que no debía decir nada acerca de las huellas dactilares a menos que
me preguntaran en concreto por las mismas.
—¿Le explicó por qué?
—Me dijo que tal dato sólo contribuiría a embrollar más el caso.
—Muy bien. Yo le he preguntado ya por la cuestión de las huellas digitales. ¿Qué
encontró usted?
—Descubrí algunas pertenecientes a Lorraine Elmore. Otras eran de Montrose
Dewitt.
—¿En las dos cabinas?
—En las dos cabinas.
—Siga. ¿Vio más huellas?
—Sí: las de la doncella que arregla los alojamientos… Había algunas otras que no
pudimos identificar.
—¿Estaban suficientemente claras? ¿Como para pensar que podían ser
identificadas?
—Si pudiéramos hallar la persona a que pertenecen, aquéllas servirían
perfectamente para efectuar una comparación.
—¿Posee usted fotografías de esas huellas?
—Sí.
—Enséñenoslas, por favor.
—Con la venia de la sala —dijo Marshall—; en este interrogatorio puede serle
preguntado al testigo por sus hallazgos, pero la defensa no tiene derecho a presentar
las fotografías a que se acaba de aludir. Si el señor Crowder desea que figuren las
fotos como pruebas habrá de requerir al señor Alvin como testigo de la defensa.
—Yo no soy de su opinión —contestó el juez Manly—. A este testigo se le ha
preguntado qué fue lo que encontró; fotografió o mandó fotografiar los alojamientos
y las instantáneas se presentaron como pruebas. Ahora, si dichas fotos se retiraron
deliberadamente, a petición del fiscal del distrito y eso se revela en este
interrogatorio, la defensa tiene derecho a solicitar que sean mostradas.
—Con la venia de la sala: protesto ante la declaración que especifica que fueron
deliberadamente retiradas por consejo del fiscal del distrito.
—Usted puede protestar —repuso el juez Manly—, pero ello forma parte de la
prueba. Yo he formulado, simplemente, un comentario a propósito.
El testigo mostró las fotografías. Crowder señaló, complacido:
—Todo indica que en esas unidades se presentó alguien que estuvo registrando
apresuradamente el equipaje y los cajones, como si buscara algo… ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Pero pudiera haberse dado idéntica situación de haber querido una persona

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colocar en cualquier parte del equipaje una prueba como la del frasco de la receta,
¿no es así?
—Exactamente no. De haber querido hacer eso alguien, habría aparecido revuelto
parte del equipaje, no todo.
—Bueno, lo diré de otro modo. Si una persona hubiese registrado el equipaje a fin
de asegurarse de que cierto objeto no formaba parte del mismo y luego, habiendo
comprobado su no existencia, hubiera dejado otra cosa similar para que los
investigadores lo hallaran, el aspecto de las unidades habría sido el que usted apreció,
¿no?
—Cierto —concedió el testigo—. Al encontrarse las cosas revueltas de esa
manera, no se puede afirmar si fue tomado algo o hubo una persona que buscara algo.
Sería necesario poseer un inventario previo de lo que se guardaba en la habitación
correspondiente para afirmar si faltan cosas o si se han añadido otras.
—Muchísimas gracias por sus imparciales declaraciones, jefe —dijo Crowder con
una leve reverencia—. Aprecio en lo que vale su franqueza. Ya no tengo más
preguntas que formular.
—No es necesario que la defensa pronuncie un discurso —medió Marshall.
—¡Oh! El señor Crowder se ha limitado a dar las gracias al testigo —declaró el
juez Manly con los ojos muy brillantes.
—No tiene derecho a proceder así.
—Quizá —repuso el juez Manly—. Ahora bien, no hay ningún jurado presente y
a nadie se va a perjudicar con ello. Este tribunal desea dar las gracias también al
testigo por su encomiable sinceridad, ya que hablamos de esto. Puede usted retirarse,
señor Alvin.
Alvin abandonó el estrado.
—Requiero la presencia en el estrado de Ronley Andover —dijo Marshall.
Mason dirigió una interrogante mirada a Paul Drake, quien se encogió de
hombros indicando que había ignorado por completo que Andover iba a ser citado
como testigo.
Andover prestó juramento, tomó asiento y dio su nombre y señas.
—¿Vio usted un cadáver en el depósito del forense? —inquirió Marshall—. Me
refiero al cadáver de un hombre registrado en los libros de aquél con el apellido
Dewitt.
—Sí.
—¿Conoció usted a la víctima?
—Sí.
—¿Bajo qué nombre la conoció usted?
—Bajo el nombre de Weston Hale.
—¿Vivían ustedes en el mismo apartamento?

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—Sí.
—¿Sabe usted si ese hombre llevaba encima una cantidad relativamente
importante de dinero cuando salió de Los Ángeles?
—Sí, señor.
—¿A cuánto ascendía la cantidad?
—A quince mil dólares.
—La defensa puede interrogar al testigo —dijo Marshall secamente.
Mason tocó a Crowder con el codo.
—Yo me ocuparé de él, Duncan —anunció.
Mason se puso en pie.
—¿Cómo sabe usted, señor Andover, que su amigo llevaba encima quince mil
dólares?
—Porque fui yo quien le dio el dinero.
—¿Y de dónde lo sacó?
—Cobré un cheque que Weston Hale me entregó, por la citada cantidad, poniendo
en sus manos luego el dinero.
—¿Tenía el nombre de Weston Hale por el verdadero de su amigo o sabía que era
un seudónimo?
—Tenía el de Weston Hale por su verdadero nombre.
—¿Por qué usaba el de Montrose Dewitt? ¿Tiene usted alguna idea sobre el
particular?
—No.
—¿Sabía usted que tenía un apartamento a nombre de Montrose Dewitt? ¿Sabía
que tenía otra cuenta bancaria?
—Lo he sabido ahora.
—¿Entregó ese dinero a Weston Hale?
—Sí.
—¿Cuándo?
—El día tres.
—¿Dónde?
—En el apartamento que compartíamos.
—¿Subió al apartamento?
—No. Me pidió que bajara, que le viese en la acera.
—¿Bajó usted?
—Sí, señor.
—¿Se hallaba al volante de su coche?
—No, señor. Iba como pasajero en un automóvil que conducía Lorraine Elmore.
—¿Se apeó?
—No. Se me acercó, simplemente, y yo le alargué el sobre que contenía el dinero.

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Mason frunció el ceño, pensativo, manifestando luego:
—No tengo más preguntas que formular.
Marshall llamó al forense y al cirujano que efectuara la autopsia. Éste habló de la
existencia de heridas en el torso y en la cabeza de la víctima, heridas que habían sido
producidas con un objeto alargado y fino «similar a un punzón para el hielo».
Después, Marshall llamó a la encargada del motel. Ésta declaró que cada unidad
había sido equipada con su correspondiente punzón para cortar el hielo, punzones que
resultaban similares al hallado en el automóvil perteneciente a Lorraine Elmore. Cada
pieza había sido marcada en la empuñadura, fijándose el número del alojamiento a
que pertenecía. El número dieciséis en el punzón indicaba, en consecuencia, que
había sido tomado de la cabina que ostentaba aquél…
Crowder miró a Mason, en demanda de instrucciones.
Este último movió la cabeza a un lado y a otro.
—No hay interrogatorio —manifestó—. Lo ha hecho usted muy bien.
Desentiéndase de esos testigos.
Baldwin Marshall se levantó, diciendo en tono dramático:
—Con la venia de la sala: mi próximo testigo será George Keswick Latty. Cuando
haya terminado de declarar, la defensa podrá proceder a interrogarle a su placer.
—Ese comentario es absolutamente innecesario —manifestó el juez Manly—. Si
Latty es su próximo testigo, llámele sin más, evitando los rodeos verbales.
—Sí, señoría —repuso Marshall—. Ocurre que como aquí se ha insinuado que yo
temía que la defensa pudiese interrogar a este testigo, deseaba hacer presente a la
misma que iba a tenerlo en seguida a su disposición.
—No es necesaria tal comunicación —insistió el juez Manly—. La defensa tiene
perfecto derecho a interrogar a cualquier testigo que haga subir al estrado. Y hay más
ahora: como usted ha declarado que podrá interrogar a éste a su placer, no habrá
limitaciones en lo tocante al interrogatorio por parte del tribunal. Ya puede llamar al
testigo.
—El señor Latty —anunció Marshall, sin conmoverse, aparentemente, por la
salida del juez.
Hubo un momento de silencio cuando los ojos de todos los presentes se volvieron
hacia la puerta de la sala. Luego, Latty se plantó en el umbral, escoltado por un
agente. Llevaba la cabeza muy erguida. Su actitud era la de un hombre consciente de
las dramáticas posibilidades de la situación. Seguidamente avanzó hacia el estrado de
los testigos, levantó la mano derecha, prestó juramento y tomó asiento.
Su mirada tropezó con la de Linda, esbozando entonces una sonrisa, la sonrisa
condescendiente con que la realeza acoge a un súbdito.
—Se llama usted George Keswick Latty —dijo Marshall—, hallándose prometido
a Linda Calhoun, sobrina de Lorraine Elmore, ¿no?

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—Sí, señor.
—Muy bien. ¿Dónde reside usted?
—En Massachusetts, cerca de Boston.
—¿Asiste allí a las clases de la Universidad?
—Sí, señor.
—¿Cuándo salió de allí?
—En la mañana del día tres.
—¿Por vía aérea?
—Sí, señor. En un «Jet».
—¿A dónde se dirigió usted?
—A Los Ángeles.
—¿A quién vio usted en Los Ángeles?
—A Linda Calhoun.
—¿La sobrina de Lorraine Elmore?
—Sí.
—¿Habló usted de los asuntos de Lorraine Elmore con Linda?
—Sí.
—Bueno. No voy a preguntarle qué hablaron concretamente, ya que eso podría
ser considerado rumor o habladuría… Le preguntaré en cambio si como resultado de
esa charla usted tomó alguna decisión.
—Sí. Los dos adoptamos una decisión.
—¿Cuál?
—Fuimos a consultar con Perry Mason en la mañana del día tres.
—Ahora, de nuevo, sin aludir a conversaciones sostenidas… Tengo entendido
que antes de consultar con Perry Mason, Linda había reñido con su tía…
—Protesto, señoría —dijo Mason—. Evidentemente, las palabras del ministerio
fiscal sugieren otras clasificables como rumor o habladuría.
—Se admite la protesta —replicó secamente el juez Manly.
—De acuerdo —contestó Marshall, irritado—. Ya que no puedo probarlo
directamente, recurriré a la deducción, señoría. ¿Qué hizo usted después de
abandonar el despacho del señor Mason?
—Alquilé un automóvil.
—¿Y qué hizo usted con ese automóvil alquilado? ¿A dónde fue usted?
—Seguí a Lorraine Elmore, que iba en el suyo.
—¿Y a dónde fue usted a parar siguiéndola?
—Montrose Dewitt se unió a ella. Después, Lorraine Elmore colocó muchos
equipajes en un coche y emprendieron los dos la marcha hacia el sur. Pero
primeramente hicieron una parada para recibir un sobre que les entregó un hombre
llamado Ronley Andover. He sabido ahora que se llamaba así…

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—¿Qué hizo usted luego?
—Les seguí hasta que les perdí de vista, unos veinte kilómetros antes de llegar a
Arizona.
—¿Qué más?
—Me adentré en Arizona.
—¿Vio allí a alguna persona conocida?
—Sí. Vi a Perry Mason y a Paul Drake, el detective.
—¿Y qué sucedió luego?
—Luego, regresé a El Centro. Telefoneé a Linda desde este lugar, quien me dijo
que tenía noticias de su tía, la cual se hospedaba en el Palm Court Motel, de Calexico.
—¿Qué hizo usted entonces?
—Me proponía regresar a Los Ángeles, pero como el motel de Calexico se
hallaba tan sólo a dieciséis o veinte kilómetros de El Centro, decidí acercarme allí,
para ver qué pasaba.
—¿Y procedió así?
—En efecto.
—¿A qué hora llegó a Calexico?
—Ignoro la hora exacta. Sería poco antes de la medianoche.
—Siga.
—Fui hasta el Palm Court Motel. Inspeccioné la zona de aparcamientos y
descubrí el coche de Lorraine Elmore, con la matrícula de Massachusetts.
—¿Qué hizo usted después?
—Observé que el automóvil se hallaba aparcado enfrente de la unidad número
catorce. También observé que había una vacante y se me dio una cabina más cercana
de la calle. Pregunté si había algún otro alojamiento y me ofrecieron entonces la
unidad que llevaba el número doce, que acepté.
—¿Dónde quedaba la unidad número doce con referencia a la ocupada por
Montrose Dewitt?
—Montrose Dewitt estaba en la catorce. Yo ocupaba el alojamiento contiguo por
el oeste.
—¿Cómo procedió a continuación?
—Quise ver cómo estaba todo.
—¿Qué quiere decir?
—Bien… Inspeccioné el lugar.
—¿Qué descubrió usted?
—Que las unidades doce y catorce habían sido proyectadas para su alquiler como
alojamiento doble en caso necesario. Vi una puerta que estaba cerrada con llave.
Ahora bien, alguien había hecho un taladro en la misma… El agujero era muy
pequeño, pero permitía ver algo de la cabina contigua.

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—¿Podía oír usted algo desde la puerta?
—No muy bien. Miré por el agujero, contemplando una pequeñísima sección del
alojamiento. Sin embargo, metiéndome en el armario guardarropa, empotrado, podía
escuchar y oír bastante bien lo que se hablara al otro lado.
—¿Qué hizo usted?
—Miré por el agujero… Vi una porción del lecho. Montrose Dewitt y Lorraine
Elmore se habían sentado en el borde del lecho, una junto al otro. Hablaban, pero no
entendí lo que estaban diciendo, de manera que abandoné la puerta, pasando al
armario. Cuando apliqué el oído a la pared divisoria ya fue otra cosa.
—¿Oyó toda su conversación?
—Casi toda.
—¿Qué oyó usted?
—Discutían una cuestión de carácter personal.
—¿Qué quiere decir?
—Bueno… Se mostraban muy afectuosos mutuamente…
—¿Quiere usted decir que se estaban haciendo el amor?
—Pues… verbalmente, sí.
—Entendido —dijo Marshall, volviéndose con una sonrisa hacia el público de la
sala—. ¿Les oyó hablar de sus futuros planes?
—Sí.
—¿Qué dijeron?
—Dewitt le dijo a Lorraine que lo único que hacía Linda era intentar quedarse
con su dinero; que Linda pretendía dominar a su tía; que aspiraba a hacerla llevar una
vida de aislamiento, una vida austera sin afectos; que no sentía el menor interés por
sus problemas…
—¿Y luego, qué?
—Lorraine se indignó, contestándole que se había formado una idea inexacta
sobre el carácter de Linda; que la muchacha era impulsiva, pero nada más. Estaba
segura de que una vez se conociesen bien se agradarían mutuamente. Lorraine
manifestó que se hallaba muy arrepentida de haber reñido con la joven y que la había
llamado por teléfono para pedirle perdón, indicándole que se verían en el transcurso
de la tarde siguiente. Añadió que por entonces ella y Dewitt serían ya casados y que
ansiaba que Montrose conociera a su sobrina.
—¿Qué sucedió después?
—Dewitt se enfadó muchísimo al enterarse de que Lorraine había hablado por
teléfono con su sobrina, diciéndole a aquélla: «Te dije con anterioridad que no debías
ponerte en comunicación con tu sobrina. Te indiqué que íbamos a vivir nuestras
vidas, sin la intervención de los demás, y que llevaríamos a cabo esta inversión
conjunta sin que nadie se enterara de ella, para hacernos con un par de millones de

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dólares transcurridos doce meses». Más adelante, añadió, Lorraine podría hacer saber
a sus amigos dónde se hallaba y qué estaba haciendo. Por entonces sería una mujer
rica.
—Siga, siga.
—Lorraine se enfadó a su vez, manifestando que se sentía muy dolida; que su
posición económica era relativamente buena; que no tenía por qué separarse de su
familia para obtener más dinero y que éste no lo era todo en la vida…
—¿Y luego, qué?
—Dewitt se excusó por su arranque. Empezó a… hacerle fiestas, pero ella no
respondió muy bien. Lorraine insistió en que no tenía por qué cortar las relaciones
con su familia, por el hecho de que hubiese decidido emprender una nueva existencia.
Siguieron hablando un rato y después ella le dio las buenas noches, anunciando que
se trasladaba a su cabina.
—¿Y procedió así? —inquirió Marshall.
—No había hecho más que llegar a la puerta cuando Dewitt vio algo en la zona de
aparcamientos que le alarmó. Habló de un coche… En ese momento se habían
alejado de la cama y se encontraban en la entrada. No les oía ya muy bien. No
obstante, sé que él habló de un automóvil. Noté ciertos movimientos y que apenas
hablaban. Luego, de repente, las luces fueron apagadas y yo oí el ruido del coche de
Lorraine al arrancar.
»Me lancé hacia la puerta, asomándome a la zona de aparcamiento a tiempo de
ver a los dos en el coche con la matrícula de Massachusetts, el de Lorraine, que salía
de aquel sector.
—¿Quién conducía?
—Ella.
—¿Ella? ¿Quién, concretamente?
—Lorraine.
—Y siempre que ha usado ese nombre, ¿a quién se ha referido?
—A Lorraine Elmore, la acusada en este caso, la persona que se encuentra
sentada al lado de Perry Mason un poco detrás de él.
—¿Qué hizo usted a continuación?
—Intenté seguirlos. Entré precipitadamente en mi coche, poniendo el motor en
marcha. Al llegar yo a la calle, doblaban los dos la esquina. Me figuré que habían
girado hacia la izquierda, en dirección a la ciudad y procedí en consecuencia. Luego,
advertí que había cometido una equivocación. Los perdí de vista. Iba a dar la vuelta
en redondo, pero entonces vi un coche patrulla aparcado más arriba y tuve que rodear
la manzana. Al regresar al cruce comprobé que mi error no tenía ya remedio. Estuve
desplazándome por los alrededores durante casi una hora para ver de localizarlos, sin
el menor resultado.

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—¿Qué hizo usted luego?
—Seguí la carretera que conducía a las afueras de la población hasta el cruce con
la de Hotville.
—¿Y qué?
—No habiendo podido localizar a la pareja, regresé.
—Continúe.
—Bueno… Yo estaba enojado. Creí haberlo echado todo a perder. Pensé que el
señor Mason no tardaría en formular alguna de sus sarcásticas observaciones y me
preocupaba el efecto que él y sus palabras pudieran causar en Linda. Me sentía muy
desanimado, en consecuencia. Estuve reflexionando quince o veinte minutos…
Luego, decidí que lo único que cabía hacer era dormir un poco. Me acosté. Estaba
cansado. Me dormí tan pronto toqué con mi cuerpo las sábanas.
—¿Qué le despertó?
—El rumor de unas voces en la cabina contigua del motel.
—Con estas palabras se refiere usted ahora a la unidad que llevaba el número
catorce, la ocupada por Montrose Dewitt, ¿no?
—Sí.
—¿Y qué pasó?
—Salté del lecho, penetrando en el armario guardarropa, desde donde podía
entender lo que se hablaba al lado.
—¿No miró por el taladro?
—No. Preferí escuchar, ya que alguien hablaba.
—¿Y qué oyó?
—La voz de Dewitt asegurando que tenía mucho sueño, que nunca se había
sentido tan cansado en su vida. Después, añadió: «Estamos en el momento crucial. Ya
lo hemos conseguido». Dijo eso o algo por el estilo. Continuó hablando, musitando
palabras como si el sueño se fuese apoderando poco a poco de él. Apenas le entendía
ya…
»Después se refirió a las maletas. Le oí coger una, depositándola en el suelo…
Seguidamente, oí un fuerte golpe.
—¿Un fuerte golpe?
—Sí. Un ruido semejante al que produciría una persona al derrumbarse, al caer al
suelo.
—¿Y qué sucedió luego?
—Intenté explicarme qué habría sido aquello. Pensé, al principio, que tenía que
tratarse de una maleta. Después, mientras reflexionaba, escuché un rumor de pasos,
imaginándome que se trataba de Dewitt.
—No importa lo que usted pensara —declaró Marshall—. El caso es que oyó un
fuerte golpe y a continuación a alguien que se movía cerca.

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—Cierto.
—¿Y qué hizo usted entonces?
—Seguí manteniéndome a la escucha, esperando oír alguna conversación más.
—¿Hubo algún otro diálogo?
—No.
—¿Cómo procedió luego?
—Salí del armario y me trasladé a la puerta, esperando ver algo en el alojamiento
contiguo. Pensé que si la persona que se hallaba allí se movía de un lado para otro
acabaría entrando en algún instante en mi campo de visión.
—¿Y pasó eso?
—No. Nada más llegar a la puerta, las luces se apagaron y en la cabina tornó a
reinar el silencio.
—¿Y entonces?
—Pensé en todo aquello. Recordé finalmente que Dewitt había dicho que se
encontraba muy fatigado. Me imaginé que se había acostado y que Lorraine se había
trasladado a su cabina…
—No interesa lo que usted se imagina —manifestó Marshall—. Limítese a
declarar lo que dijo, lo que oyó, lo que vio, lo que hizo.
—Bien. Me volví a la cama, en la que permanecí tendido diez o quince minutos.
Pero no lograba conciliar el sueño. Decidí, entonces, echar un vistazo, para ver si
había luz en la cabina de Lorraine. Me levanté y empecé a vestirme.
—Ha dicho usted que empezó a vestirse…
—Exacto.
—¿Qué pasó?
—Oí el rumor de una puerta que se cerraba de golpe, en la unidad contigua, en la
catorce.
—¿De golpe, ha dicho?
—Sí.
—¿Qué más?
—Eché a correr hacia la salida del alojamiento, llegando a tiempo de ver los faros
pilotos de un automóvil que abandonaba la zona de aparcamiento, enfilando la
carretera.
—¿Pudo usted identificar el coche?
—Sin seguridad. No logré divisar el número de su matrícula.
—¿Qué automóvil creyó usted que era?
—Protesto, señoría —dijo Crowder—. El señor fiscal solicita una deducción por
parte del testigo.
—Se admite la protesta —dijo el juez Manly—. El testigo ha declarado que no
pudo identificar el coche. Lo que él piense carece de importancia ahora.

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—Bueno, ¿qué hizo usted? —preguntó Marshall.
—Acabé de vestirme con la mayor rapidez posible y salté al coche. No pude
hallar el menor rastro del automóvil de Lorraine. Volví a mi unidad e intenté
dormirme, sin conseguirlo. A las cinco o cinco y media de la mañaña, me levanté y
me vestí, subí a mi coche y me trasladé al restaurante para desayunarme. A la vuelta,
encontré a Perry Mason en el motel. Luego, empecé a afeitarme. En aquellos
momentos, oí un grito. Ignoraba la procedencia del mismo. Me puse a pensar y por
último decidí ver de qué se trataba. Fui a la puerta, a medio afeitar, en mangas de
camisa y entonces me enteré de que se había cometido un crimen.
Marshall se volvió hacia Mason, con una reverencia.
—Puede usted proceder al interrogatorio del testigo —dijo—. Le aseguro que el
ministerio fiscal no formulará objeciones haga las preguntas que haga.
El juez Manly golpeó la mesa con la punta del lapicero que tenía entre las manos.
—Señor fiscal —manifestó—: este tribunal no piensa repetir la advertencia que le
hizo antes. No quiero observaciones secundarias de ningún género. No es correcto
que aparezca usted como si efectuara una concesión con respecto al interrogatorio de
un testigo.
—Con la venia de la sala: he hecho una concesión, efectivamente —replicó
Marshall—. He declarado que no formularé ninguna objeción sean cuales sean las
preguntas planteadas durante el interrogatorio de la defensa.
—Puede comenzar la defensa el interrogatorio del testigo —dijo el juez Manly.
Mason se levantó de su asiento para escudriñar el rostro de Latty.
Por un momento, éste miró al abogado con ojos desafiantes. Luego, fijó su
atención en otro lado, agitándose levemente en su asiento.
—¿Es usted el prometido de Linda Calhoun?
—Sí.
—¿Desde cuándo son prometidos?
—Desde hace poco más de cinco meses.
—¿Ha sido fijada ya la fecha de su boda?
—Esperábamos a que yo terminara mis estudios en la escuela de leyes.
—¿Quién le proporciona el dinero necesario para sus estudios?
Marshall se puso en pie de un salto.
—Con la venia de la sala… —dijo—. Esto es…
—¡Siéntese! —dijo, severo, el juez Manly—. Ya declaró antes que no iba a
oponerse a ninguna de las preguntas que pudiera formular la defensa. Ha insistido en
ello, en circunstancias especiales, de manera que la sala considera ésa una condición
aceptada. Cualquier objeción que usted formule será desestimada. Y ahora, siéntese.
—Pero esto es manifiestamente incorrecto —contestó Marshall.
—Mi pregunta tiende a mostrar el proceder del testigo —manifestó Mason.

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—No me importa que tienda a eso o a otra cosa —repuso el juez Manly con
aspereza—. Lo acordado es que usted puede proceder al interrogatorio del testigo a
su placer y que no habrá objeciones. Por lo que a este tribunal respecta, puede seguir
adelante.
—Mi prometida me avanza el dinero que necesito para terminar mis estudios,
dinero que luego le devolveré.
—¿Le pagará casándose con ella?
—Espero casarme con ella, sí.
—Y luego, el dinero que usted gane figurará entre los bienes gananciales.
—No he pensado mucho en eso.
—¿Cuándo vio usted a Linda Calhoun por última vez antes de ahora?
—El día tres.
—¿Fue esa la última vez que la vio, hasta el momento de entrar hoy en la sala?
—Yo… Bueno, yo… Ésa fue la última vez que hablé con ella, sí.
Mason no apartaba los ojos de Latty.
—Le estoy preguntando por la última vez que la vio…
—Pues… la vi brevemente, en la calle, en Mexicali.
—¿Cuándo?
—Ayer.
—¿Habló con ella?
—No.
—¿Estuvo muy cerca de ella?
—A media manzana de distancia, aproximadamente.
—¿Hizo algún esfuerzo para abordarla?
—No.
—¿Qué hizo usted?
—Me trasladé a mi hotel, telefoneando al suyo desde allí.
—¿Preguntó por ella?
—Sí.
—¿Ocurrió eso inmediatamente después de haberla visto en la calle de Mexicali?
—Sí.
—Entonces, usted sabía que ella no se encontraría en el hotel.
—Sí.
—¿Qué dijo usted por teléfono?
—Pregunté por Linda y cuando me contestaron que nadie contestaba desde su
habitación, quise saber si podrían darle un recado. Me dijeron que sí… Me limité a
indicarle que no se preocupara por mí, que me encontraba perfectamente.
—Así que usted llamó al comprender que ella no podía encontrarse en su
habitación, ¿eh?

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—No podía encontrarse en dos sitios al mismo tiempo.
—Pero antes de llamar usted se aseguró de que no estaba en su cuarto.
—Necesariamente, no.
—¿Dejó ese recado porque pensó que la joven se sentiría preocupada?
—Naturalmente.
—¿Llevaba ya mucho tiempo sin saber de usted?
—Sí.
—¿Uno o dos días?
—Sí.
—¿Y usted cursó ese mensaje diciéndole que no se preocupara porque la amaba y
porque sabía que la muchacha estaría preocupada al ignorar su paradero?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué no le dio ese recado antes?
—Porque… porque se me dijo que nadie tenía que saber dónde me encontraba yo.
—¿Quién le dijo a usted eso?
—El fiscal, el señor Baldwin Marshall.
—¿Y obedeció usted sus órdenes?
—Prefiero declarar que cumplimenté sus peticiones.
—¿Que no iban más allá de evitar la natural preocupación de su prometida?
—Le acabo de decir que dejé un recado en su hotel para que estuviese tranquila.
—Pero usted llamó por teléfono solamente cuando tuvo la seguridad de que la
joven no se encontraba allí.
—Pues… sí.
—De modo que no hizo nada por aliviarla de sus preocupaciones durante unas
veinticuatro horas, ¿eh?
—Cierto. Ya he admitido eso.
—Sólo porque el fiscal le indicó que procediera así.
—Él me dijo que era importante que nadie supiese dónde me encontraba. Le
pregunté entonces si podía cursar un mensaje a mi prometida y él me contestó
afirmativamente, si bien no quería que hablara con ella. No quería tampoco que me
viera nadie.
—Después de su conferencia con el fiscal, ¿se trasladó directamente a Mexicali?
—Bueno… primeramente fui a Tijuana.
—¡A Tijuana! —exclamó Mason, sorprendido aparentemente—. ¿Y cuánto
tiempo estuvo usted en Tijuana?
—Toda una noche.
—¿Y luego se fue a Mexicali?
—Sí.
—¿Viajó en autobús?

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—No.
—¿En un turismo particular?
—Fui en avión.
—¿Quién le llevó allí?
—El señor Marshall, el fiscal del distrito.
—¿Mencionó mi nombre el señor Marshall durante el viaje?
—Señoría —medió Marshall—: el señor Mason va ya demasiado lejos, tan lejos
que esto resulta ridículo. Lo que yo hablara con el testigo nada tiene que ver con el
caso directamente. No se puede admitir el testimonio de la conversación. En mi
interrogatorio de este testigo no hubo nada que justifique una pregunta así y yo me
opongo a ella.
—Su objeción es desestimada —dijo el juez Manly—. Adelante, señor Mason.
Puede formular las preguntas que desee si ellas tienden a mostrarnos la rectitud del
proceder del testigo.
—Con la venia de la sala —insistió Marshall—: el interrogatorio que se lleva a
cabo no apunta a ese fin. Lo único que puede verse es que yo tomaba razonables
precauciones para evitar que la defensa estuviese informada sobre lo que yo hacía.
—No vamos a ponernos a discutir eso ahora —anunció el juez Manly—. Acerca
del particular ha quedado ya estipulado algo —el magistrado miró al testigo—: la
pregunta fue: «¿Pronunció el señor Marshall el nombre de Perry Mason?».
—Sí.
—¿Más de una vez? —preguntó Mason.
—Se refirió a él con cierta extensión.
—¿Mencionó mi nombre más de una vez?
—Sí.
—¿Más de dos?
—Sí.
—¿Más de tres?
—Sí.
—¿Más de diez veces?
—No las conté.
—Pero, ¿es posible que lo mencionara más de diez veces?
—Es posible.
—¿Usted también mencionó mi nombre?
—Sí.
—¿Le dijo el señor fiscal del distrito que él pretendía que su historia cayese sobre
la defensa como una especie de bomba y que iba a tomar todas las precauciones
imaginables para impedir que su relato trascendiese?
—Creo que sí. Sí.

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—Y el fiscal repasó una y otra vez su historia, ¿verdad?
—Sí. Hablamos largamente sobre cuanto había visto yo. Él no hacía más que
indicarme que forzara mi memoria, preguntándome si no podría ampliar mi
testimonio un poco.
—¡Oh! El señor fiscal deseaba que ampliara su testimonio, ¿eh?
—Bueno… Él… No es eso, exactamente.
—Usted acaba de decirnos que le preguntó si no podría ampliar su testimonio un
poco.
—La palabra ampliar viene a ser mi interpretación de lo que él me dijo.
—Conforme —manifestó Mason—. Recuerde lo que recuerde de lo que le dijo el
señor fiscal, lo cierto es que la impresión que produjo en usted era que quería ampliar
sus aportaciones al presente caso, ¿no es así?
—Sí, señor.
—¿Y le dio dinero para que procediera conforme a sus instrucciones?
Marshall se puso en pie.
—Señoría, eso afecta a mi prestigio personal. Me opongo a tal pregunta. El
interrogatorio que lleva a cabo la defensa no es correcto. Se trata de una insinuación
malintencionada. ¡Se trata de una mentira!
—¿Se opone usted a la pregunta?
—Sí.
—Se desestima su objeción. Siéntese.
—Responda a mi pregunta —prosiguió diciendo Mason al testigo—: ¿Le dio
Marshall dinero?
—Para que ampliara mi testimonio, no.
—¿Le dio Marshall dinero?
—Sí.
—¿Dependía usted por completo de Linda Calhoun en lo referente al dinero que
necesitaba para sus gastos?
—Bien… Yo tenía mis ahorros.
—¿Usted tenía sus ahorros?
—Sí.
—¿De dónde ahorraba usted?
—De mi asignación.
—¿De qué asignación?
—De la que me había fijado Linda. Ya le hablé de esto.
—¿Y sabía Linda que había hecho sus previsiones?
—No.
—¿Trabajaba Linda?
—Sí.

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—Y ella se privaba de esas menudas cosas superficiales que tanto significan para
una joven para que usted pudiera disponer de dinero y le fuese posible estudiar,
¿verdad?
—Sí.
—Y usted se quedaba con parte del dinero, ¿eh?
—¿Qué quiere decir con que me quedaba con parte del dinero? El dinero en
cuestión me había sido dado.
—Le había sido dado para un fin específico, ¿no?
—Supongo que sí.
—Usted retuvo parte de aquél. Usted se creó su cuenta de ahorros para poder
destinar el dinero a otros propósitos.
—Para destinar el dinero a otros propósitos, no.
—¿No le era dado para que atendiera a sus gastos mientras estudiaba en la
escuela de leyes?
—Sí.
—¿Y no lo utilizaba con ese fin?
—Disponía de más del que realmente precisaba.
—¿No pensó en devolver el que le sobraba?
—No. Yo mismo hacía muchas economías, señor Mason. Me pasaba sin cosas
que realmente necesitaba para ayudar…
—Para ayudar…, ¿a quién?
—A Linda.
—De haber estado economizando hubiera debido devolver el dinero sobrante a
Linda, si es que de verdad quería ayudarla.
—Le he dicho que hice mis ahorros que procedí a depositar en una cuenta.
—¿En una cuenta a su nombre?
—Sí.
—Veamos ahora… Usted me vio en la noche del día tres, en Yuma.
—Sí.
—Y me dijo que estaba a la cuarta pregunta, que no tenía un centavo.
—Sí.
—Y yo le di veinte dólares.
—Sí.
—Inmediatamente regresó a El Centro, desde donde telefoneó a Linda, para
decirle que no tenía encima ni un centavo, pidiéndole a continuación veinte dólares,
¿no es así?
—Le pedí dinero para regresar, sí.
—¿Y le dijo que le girara veinte dólares?
—Sí.

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—¿Le dijo también que no tenía ni un centavo?
—Sí.
—Pero en aquellos momentos llevaba usted encima veinte dólares, los que yo le
había dado, ¿no?
—Bueno, eso era un préstamo.
—¿Se proponía devolverlo?
—Claro.
—Pero usted lo tomó…
—Sí.
—¿Y sabía que yo le hacía entrega del dinero para atender a determinados gastos?
—No. Usted no me dio esos dólares con tal fin.
—¿Qué no? —inquirió Mason.
—No, señor. Usted me dijo que tomara el dinero y que me trasladara a un motel
de Yuma.
—¿Tomó, pues, el dinero y luego no se trasladó al motel?
—Cambié de opinión.
—Pero usted llevaba encima el dinero.
—Consideré aquellos dólares como una especie de depósito, para atender a un
propósito específico, señor Mason. Usted me dijo que me fuera a un motel de Yuma.
Yo decidí no proceder así. Por consiguiente, me negué a hacer uso de su dinero.
Telefoneé a Linda, rogándole que me hiciera un giro.
—Entonces, ¿qué hizo con los veinte dólares que le di? —preguntó Mason—.
¿Los giró a las señas de mi despacho, comunicándome que lo sentía, pero…?
—No, no. Por supuesto que no. Me los guardé.
—Conservándolos… ¿durante cuánto tiempo?
—Yo… yo puedo devolvérselos ahora.
—No le estoy pidiendo que me los devuelva ahora. Le he preguntado: ¿durante
cuánto tiempo los conservó en su poder?
—Todavía los tengo.
—¿No llegó a gastar ese dinero?
El testigo vaciló, respondiendo después:
—No.
Mason dijo:
—Se encontraba usted en Tijuana. Habíase hospedado en el mejor hotel de la
localidad.
—Sí.
—¿Fueron pagados sus gastos?
—Yo pagué mis gastos.
—Con el dinero que le envió Linda, ¿verdad?

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—No. Ese dinero ya había desaparecido.
—¿De qué dinero se valió para atender a sus gastos?
—Del que el señor Marshall me había dado.
—¿Se paseó usted por Tijuana, por el gusto de ver cómo era la población?
—Sí.
—¿Apostó en las carreras de caballos?
El testigo vaciló de nuevo.
—Sí.
—¿Más de una vez?
—Sí.
—¿Le dio dinero el señor fiscal del distrito para que apostara en las carreras de
caballos?
—Él no me dijo qué era lo que tenía que hacer con él.
—¿Se limitó a entregarle cierta cantidad de dinero?
—Sí.
—¿Cuánto?
—Ciento cincuenta dólares la primera vez.
—¿La primera vez?
—Sí.
—¿Hubo entonces una segunda vez?
—Sí.
—¿Qué dinero le entregó la segunda vez?
—Ciento cincuenta dólares.
—Así, pues, recibió usted del señor fiscal del distrito, en total, la suma de
trescientos dólares, ¿eh?
—Sí.
—¿Algo más?
—Bueno… Atendió a mis gastos en el hotel de Mexicali. Dijo al encargado del
mismo que me entregara lo que necesitase, cargándolo todo a este condado. Añadió
que aquí sería hecha efectiva la factura que presentase el hotel.
—¿Se procedió de este modo?
—Sí.
—¿Y utilizó el dinero que yo le había entregado para apostar en las carreras de
caballos?
—Yo no hice tal cosa.
—¿Utilizó el dinero que le dio el fiscal del distrito para apostar en las carreras de
caballos?
—Pues… sí.
—¿Y le dio el fiscal ese dinero para que apostara en las carreras de caballos?

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—Desde luego que no.
—Entonces, ¿por qué dio a su dinero tal aplicación?
—El dinero era mío y podía hacer con él lo que quisiese.
—¿No le fue entregado para que atendiera a sus gastos?
—Su… supongo que sí.
—¿Qué le dijo cuando le hizo la entrega del dinero?
—No me dijo nada. Se limitó a dármelo, comentando que necesitaría disponer de
algunos fondos.
—¿Pagó sus gastos con ese dinero?
—Pues… sí.
—Y luego, empezó a apostar en las carreras de caballos.
—Yo… tenía que hacer algo. Me encontraba separado de todos mis amigos; se
me había prohibido que estableciese contacto con ellos.
—Perfectamente —contestó Mason—. Volvamos a aquellos momentos en que el
fiscal del distrito mencionó mi nombre. ¿Qué le dijo acerca de mí?
—¡Protesto! —exclamó Marshall—. La pregunta no procede.
—Desestimada la protesta —respondió severamente el juez Manly.
—Dijo que usted era un abogado que se las daba de hombre de altos vuelos,
profesionalmente hablando; que no le temía y que… Bueno, añadió que iba a salir
usted escaldado de este condado, donde los periodistas eran amigos suyos…
—Y él quería que usted le ayudase en su tarea, ¿no?
—Me dijo que lo que yo declarara le iba a ser de mucha utilidad.
—¿Trataba de impedir el que yo supiese los términos de su declaración?
—A mí me dijo que no quería que hablase con nadie.
—Hallándose en Mexicali, ¿entró usted en una tienda de curiosidades y
recuerdos?
—Sí.
—¿Y adquirió algunos objetos?
—Adquirí algunos recuerdos.
—¿Que destinaba a sus amigos?
—Sí.
—¿Compró también algo para usted?
—Sí.
—¿Compró usted también una cámara bastante cara?
—Sí.
—¿Qué ha sido de ella?
—Se encuentra en mi poder.
—¿Dónde la guarda?
—En mi maleta.

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—¿Le dijo al fiscal que se había comprado la cámara en cuestión?
—No.
—¿Qué pagó por ella?
—Doscientos cincuenta dólares.
—¿Le pareció barata?
—Desde luego. Aquí me habría costado quinientos dólares.
—¿Declaró la cámara en los servicios de aduanas al entrar en este país?
—No tenía por qué declararla: había sido usada.
—¿Declaró la cámara en aduanas?
—No.
—¿Le preguntaron los funcionarios del servicio por lo que había adquirido en
Méjico?
—Sí.
—¿Y les dijo usted que nada?
—Bueno… Yo no.
—¿Usted no? ¿Quién, entonces?
—El señor Marshall.
—Así que usted se encontraba en Mexicali y el señor Marshall cruzó la frontera
para traerle aquí esta mañana, ¿verdad?
—Sí.
—Y él dijo a los funcionarios del servicio de aduanas, hallándose usted presente,
que no había comprado nada durante su permanencia en Méjico.
—Sí.
—¿Dijo usted otra cosa? ¿Le interrumpió para declarar en aduanas que había
usted comprado una cámara?
—No.
—¿Y de dónde sacó el dinero para pagar la cámara?
—De lo que gané en las carreras de caballos.
—¡Oh! Usted ganó dinero en las carreras de caballos…
—Gané bastante dinero.
—¿Cuánto?
—No me es posible decirlo, así, de pronto.
—¿Cien dólares?
—Más.
—¿Doscientos dólares?
—Más.
—¿Quinientos dólares?
—Más.
—¿Se da cuenta de que tendrá que formular una declaración por esos ingresos,

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oficialmente, a fin de pagar el impuesto correspondiente?
—No hay nada de eso. El dinero lo gané fuera del país.
—Es igual. Usted ganó ese dinero y se lo trajo aquí. ¿Dónde se encuentra ahora?
—Está… está aquí y allí.
—¿Qué está aquí y allí? ¿Qué quiere decir?
—Parte de él lo tengo conmigo.
—¿En su cartera, en este momento?
—Sí.
—Suponga que nos ponemos a contarlo —dijo Mason—, para comprobar
exactamente sus ganancias…
—Usted no tiene por qué saber el dinero que yo tenga —respondió Latty, alzando
la voz—. Es mío.
—La defensa tiene derecho a averiguar la procedencia de ese dinero —dijo el
juez Manly—, y también si el fiscal le proporcionó fondos para que jugara en las
carreras de caballos.
—Me dijo que lo pasara lo mejor posible, que echase un vistazo por la ciudad,
que me divirtiera.
—¿Y le dio dinero con tal fin?
—No puntualizó tanto. Se limitó a decirme que necesitaría algún dinero.
El juez Manly manifestó:
—Caballeros: son más de las doce y la presente audiencia va a ser aplazada,
reanudándose a las dos.
—¿Puedo formular una pregunta? —inquirió Mason.
—Sea breve, por favor.
—¿Con qué caballos ganó usted?
—Pues… Fueron varios, sí…
—Cite uno. Cite el que le proporcionó las mayores ganancias.
—Easter Bonnet era el nombre de uno de los caballos.
—¿Ganó con ese caballo el dinero que necesitó para adquirir su cámara?
—Sí.
Medió el juez Manly:
—Caballeros: son las doce y cuarto. Este tribunal lamenta interrumpir el
interrogatorio, pero bien se aprecia que la terminación del mismo no es cosa de unos
minutos. Habrá, pues, un aplazamiento hasta las dos de la tarde.
El juez Manly abandonó su sillón. Linda Calhoun se dirigió a toda prisa al pasillo
para hablar con George Latty, pero antes de que pudiera llegar allí, Marshall cogió al
joven por un brazo, haciéndole pasar por una puerta auxiliar a la cámara del juez.
Linda se quedó inmóvil, perpleja, dolida.
En aquellos instantes, uno de los fotógrafos presentes la enfocó en su cámara,

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disparando…
Mason se volvió apresuradamente hacia Lorraine Elmore.
—¡Rápido! —exclamó—. Dígame si lo que ha declarado Latty es verdad.
¿Estaban los dos sentados en el borde del lecho? ¿Discutieron con motivo de su
llamada telefónica a Linda?
Lorraine Elmore, llorosa, asintió.
—¿Volvió luego con Dewitt a la cabina?
—Señor Mason: pongo a Dios por testigo… Le estoy diciendo la verdad. Yo…
¿Cómo podía yo regresar a la cabina? Las ruedas de mi coche se habían hundido
mucho en la arena.
—¿De qué otras cosas hablaron ustedes en aquellos momentos? —preguntó
Mason.
Mientras la mujer hacía esfuerzos por recordar, Mason observó que Duncan
Crowder, en un gesto protector, se había desplazado hasta el lado de Linda Calhoun y
hacía lo posible porque el embarazo de la chica, su humillación, pasaran inadvertidos.
—Dije algo acerca del dinero. De eso sí que me acuerdo.
—¿Qué fue?
—Cuando él quiso salir a dar un paseo… Bueno. A mí no me seducía nada la idea
de llevar una suma tan grande de dinero, en efectivo, dentro de un automóvil, de
noche, por añadidura. Lo estimaba peligroso. Él se echó a reír, pero yo insistí en que
debíamos dejar nuestro dinero en el motel, disponiéndome yo a esconderlo. Rióse él
de nuevo, declarando que no existía un escondite apropiado. Le comuniqué que lo
guardaría bajo los cojines del sillón. ¿Quién iba a registrar la cabina de un motel,
particularmente cuando se suponía que sus ocupantes se hallaban durmiendo? En
cambio, dentro de un automóvil…
—¿Qué le contestó él?
—Lo pensó mejor, mostrándose al final de acuerdo conmigo.
—¿De qué más hablaron ustedes?
—Ya no me acuerdo de nada más.
—Pero, ¿usted cree que Latty está diciendo la verdad? ¿Usted cree que él…?
—Sí. ¡Oh, sí! ¡Oh, señor Mason! Me siento humillada, avergonzada. Hace unos
minutos estuve deseando que me tragara la tierra. He permanecido ahí dentro
paralizada, con los ojos cerrados…
—Bien —dijo el abogado—. Va usted a estar ahora bajo custodia, hasta que se
reanude la sesión.
Lorraine Elmore hizo un gesto afirmativo, siempre con los ojos llenos de
lágrimas, al tiempo que decía:
—Pero, señor Mason… ¡Montrose Dewitt no pudo regresar allí! ¡Yo vi cómo le
mataban! Ya se lo he dicho: ¡lo vi todo con mis propios ojos!

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—Todavía no se ha hablado de la cuestión de las drogas, señora Elmore, pero
creo que usted tendrá que reconocer la posibilidad de que puede haber incurrido en
un error al recordar lo sucedido. Sin embargo, vamos a examinar todos los puntos de
vista relativos al caso. Ahora, no se preocupe. Trabajan para nosotros varios
detectives y todavía no hemos terminado con George Latty.
—¡Qué hombre! —exclamó la mujer, despreciativamente—. Pero, ¿qué vio Linda
en él?
—No lo sé —admitió Mason—. Personalmente, opino que al juez le disgusta ese
individuo. Sin embargo, hemos de combatir su testimonio de una forma u otra:
mediante pruebas o por otros medios. Lo dicho: usted no se preocupe. Volveremos a
vernos a las dos.

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Capítulo 15

Mientras comían en un restaurante de estilo mejicano, donde habían podido


conseguir un reservado, Paul Drake facilitó a Perry Mason los datos que había ido
recogiendo mientras se celebraba la audiencia preliminar.
—Hemos estado procediendo igual que los agentes del servicio de recaudación de
impuestos —declaró Drake—. Hemos husmeado por todas partes, visitando los
lugares frecuentados por el joven, inspeccionando sus últimas compras.
Puntualizando: podemos probar que gastó ochocientos sesenta y dos dólares con
setenta y cinco centavos. Tengo que notificarte algo más, Perry: Marshall se apresta a
formular una demanda contra ti si tú insistes en que en este caso se produjo un
soborno.
—Que haga lo que quiera. Pienso ir más lejos todavía… Una cosa es que un
hombre sufrague los gastos de un testigo mientras permanece escondido y otra muy
distinta viene a ser que le dé una suma de dinero, sin más, para que atienda a
aquéllos.
»Marshall es un ambicioso, un tipo con muchos deseos de subir. Ahora bien, le
falta experiencia. Le queda todavía mucho por aprender profesionalmente.
—No obstante, es el niño mimado del condado —observó Drake, gravemente—.
Es soltero, un soltero de mucho partido. Resulta inteligente, además, y aquí todo el
mundo se encuentra a su lado.
»Tú tienes tu reputación profesional consolidada. Puedes perder un caso y
seguirás siendo el mismo. Pero si este individuo lograra derrotar a Perry Mason, el
gran Perry Mason, la gente del condado lo celebraría por todo lo alto, se sentiría feliz.
—Me hago cargo de la situación, Paul —contestó Mason—. Es un hombre
inteligente en el campo de las relaciones públicas. Utilizando con tino a sus amigos
de la prensa ha logrado su respaldo actual, la atmósfera en que respira.
—¿Qué vas a hacer, concretamente?
—Lo ignoro. Voy a seguir luchando, desde luego.
—Hasta que pueda hacerse con él, jefe —dijo Della Street.
—Examinemos la cuestión adoptando una actitud razonable. Una mujer como
Lorraine Elmore, un tanto desilusionada quizá, nerviosa, pero eminentemente
respetable, no es posible que se decida a efectuar un largo viaje con el único fin de
reunirse con alguien y asesinarle por quince mil dólares o los que llevara él consigo.
La mujer dispone de medios económicos que…
—Ése no es el móvil que sugerirá Marshall —apuntó Drake.
—¿Qué es lo que no va a ser el móvil?
—El dinero.

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—¿Cuál será para él el móvil entonces?
—Los celos, la desilusión, la ira de una persona desilusionada, sí…
—Sigue…
—Recogí algo esta mañana y he estado pensando en ello —declaró Drake—.
Creo haberme hecho con la respuesta. Debí haber pensado en ello antes.
—¿De qué se trata?
—Me refiero a Belle Freeman.
—¿Qué le pasa?
—Llamó en conferencia al Palm Court Motel, diciendo que deseaba hablar con
Lorraine Elmore. Al parecer, las dos mujeres estuvieron conversando. Belle le dijo
unas cuantas cosas acerca de su amigo y Lorraine, en un ataque de celos, arrebatada
por la ira, le drogó, apuñalándole después con un punzón de los que se emplean
corrientemente para partir el hielo.
—¿Cómo pensaste en Belle Freeman? —inquirió Mason, con los párpados
entreabiertos.
—Me dijeron en el motel que Lorraine Elmore había celebrado una conferencia
telefónica con Los Ángeles.
—Probablemente, una llamada de Linda Calhoun.
—Es lo que yo pensé al principio —dijo Drake—, pero no fue así, por lo visto.
Mason contestó:
—Sé muy bien que el fiscal del distrito ha citado a Belle Freeman. La sorprendió
en este condado y por ello pudo hacerlo. Su amigo vive en esta región. Me he estado
preguntando qué intentará probar con su presencia.
Mason permaneció pensativo unos segundos. Seguidamente, declaró:
—Ocúpate de ese caballo llamado Easter Bonnet, Paul. Averigua a cuánto se
pagaron las apuestas.
»En las figuras clave del presente caso representa cierto papel el juego. Acuérdate
de Howland Brent. Se traslada a Las Vegas, gana dinero y se marcha… Luego, es
George Latty quien se procura por un procedimiento semejante algunos fondos, en las
carreras de caballos.
—Pero él no fue a las carreras —objetó Drake—. Haría las apuestas con algún
profesional de las mismas, en cualquier parte.
—¿No habéis podido localizar en parte alguna al individuo en cuestión?
Drake movió la cabeza a un lado y a otro.
—Es ése uno de los detalles que más me desconciertan. Estuvimos siguiendo a
Latty todo el tiempo, pero, por supuesto, al entrar en una casa y ponerse a hablar con
alguien, no podías colocar junto a los interlocutores a uno de mis auxiliares, con el
ingenuo propósito de escuchar la conversación que sostuvieran.
—No —convino Mason, reflexivo—. Pero su seguidor hubiera podido entrar

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luego en la casa de que se tratara, con el fin de enterarse de lo que había pasado.
¿Dónde hablaría con el corredor de apuestas profesionales? ¿No tienes idea?
—Podemos hacer suposiciones… Latty visitó la tienda de curiosidades y
«souvenirs». Más adelante, pasó por el establecimiento de fotografía. En cada uno de
estos sitios, George Latty estuvo un buen rato.
—Pudo haber comprado algunos de estos objetos para disimular que probaba
suerte con los caballos —dijo Mason—. Desde luego, se encontraba en condiciones
de probar suerte. Contaba con ciento cincuenta dólares para atender a sus gastos.
Podía correr el riesgo con ese dinero. Si ganaba, miel sobre hojuelas. Si perdía,
siempre le cabía el recurso de telefonear a su amigo, el señor fiscal del distrito,
diciéndole: «Me he quedado sin un centavo. Necesito disponer de más dinero
rápidamente. De otro modo, habré de ponerme inmediatamente en contacto con Linda
o Perry Mason».
—¿Y no procedería realmente así? —inquirió Drake—. Es posible que le apretara
las tuercas a Marshall. Todo eso es un rompecabezas.
—¿Qué me dices sobre Brent?
—¡Oh! La historia de siempre: lo de las finas paredes de nuevo. Brent,
evidentemente, habíase enterado de que Lorraine iba a contraer matrimonio. A partir
del día de su boda, el esposo se ocuparía, sin duda, de sus asuntos y para él apenas
habría nada. Este asunto, pues, le afectaba. Parece ser que la cuenta de Elmore no era
nada despreciable y representaba una excelente fuente de ingresos para Brent, de
manera que el hombre se dedicó a escuchar detrás de las puertas.
»Por lo visto, oyó a Lorraine cuando te refería la historia de sus experiencias y
Marshall intenta aportar su testimonio.
—Se trata de una comunicación confidencial hecha a un abogado, ¿no? —
preguntó Della Street.
—Depende —replicó Mason—. Goza de ciertos privilegios por lo que a mí y a mi
cliente se refiere. Ahora, la cosa varía cuando escucha una tercera persona. Es una
cuestión de tipo técnico. Habremos de entablar una discusión sobre el punto de vista
legal. Si adquiere importancia solicitaremos un aplazamiento de veinticuatro horas
para poder efectuar una consulta y ver qué decisión definitiva se adopta.
—¿Es un asunto esencial? —preguntó Drake.
—Lo haremos esencial si viene el caso.
Drake dijo:
—Voy a telefonear. Tengo que ocuparme de lo de ese caballo.
Drake estuvo ausente unos quince minutos. Al regresar guiñó un ojo alegremente
a Perry Mason.
—¿Hay noticias?
—Las hay.

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—Vamos, habla.
—Ese caballo no ganó… Perdió la carrera.
La faz de Mason se iluminó con una sonrisa.
—Usted parece saber algo —dijo Della Street.
Mason replicó:
—Sí, sé mucho. Estoy empezando a concebir una idea clara de todo ya.
El abogado guardó silencio durante unos minutos.
Paul Drake fue a decir algo, pero Della Street se llevó un dedo a los labios,
invitándole expresivamente a callarse.
De pronto, Mason echó su silla hacia atrás, más sonriente que nunca.
—Volvamos a la sala de justicia. Que Marshall proceda a coger su pequeña piedra
en el lecho del río.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Drake.
—Estaba pensando en el episodio de David y Goliath —repuso Mason—. Ha
llegado el momento de que Marshall coloque la piedra en su honda, de que comience
a hacer girar ésta rápidamente una y otra vez en torno a su cabeza. A fuerza de darle
vueltas y más vueltas es posible que él mismo acabe mareado.

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Capítulo 16

A las dos en punto, el juez Manly tornó a ocupar su sillón.


—Se abre de nuevo la sesión. Reanudamos la vista de la causa del Estado de
California versus Lorraine Elmore. El señor Latty se encontraba en el estrado de los
testigos. Adelante, señor Latty.
George Latty subió al estrado y el juez Manly hizo una seña a Perry Mason.
Éste preguntó:
—¿Cuánto dinero ha gastado usted realmente desde el día cuatro de este mes,
señor Latty?
—No lo sé.
—¿No puede decírnoslo de una manera aproximada?
—No.
—¿Más de un millar de dólares?
—No creo.
—¿No lo sabe?
—No.
—Muy bien. Haré la pregunta de otra forma —dijo Mason—. ¿Cuánto dinero ha
ingresado usted desde el día cuatro de este mes?
—Pues… El señor Marshall me entregó alguno para gastos.
—¿Cuánto?
—Creo que alrededor de trescientos dólares en total.
—Y muchos de sus gastos fueron cargados en la cuenta del hotel, en Mexicali,
¿no?
—Sí.
—Veamos… No le pregunto por las cosas que quedaron cargadas en la cuenta del
establecimiento con la idea de que el condado procediera a su pago después. Le
pregunto por el dinero recibido por usted en efectivo. Esto sí que tiene que saberlo.
—Pues… Yo tenía trescientos dólares que me entregó el señor Marshall y…
Bueno, eso es todo aproximadamente, creo.
—¿Llevaba usted dinero encima en el momento de cruzar la frontera por Tijuana?
Me refiero a lo que podía quedarle de los veinte dólares que yo le di. Pienso también
en los veinte dólares de Linda Calhoun.
—No. Estaba sin un centavo, por entonces. Había tenido que pagar el automóvil
que alquilara. Eso, y los inevitables gastos corrientes, me obligó a pedir algún dinero
prestado.
—¡Oh! Pidió usted dinero prestado… ¿Y quién se lo prestó?
—El señor Marshall.

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—Ya. ¿Hubo alguna otra fuente de ingresos?
—No.
—¿No se olvida de su suerte en el juego?
—¡Ah, sí! Gané dinero en las carreras de caballos.
—¿Cuánto?
—No lo sé. Me guardé el dinero que me dieron. Luego, aposté y perdí… En fin,
en uno de mis bolsillos quedaron las ganancias.
—¿Se trasladó al hipódromo para apostar?
—Pues… No recuerdo; no estoy seguro.
Mason insistió:
—Usted tiene que saber si fue al hipódromo o no. Responda: ¿fue usted al
hipódromo o hizo sus apuestas a través de un corredor?
—Hice mis apuestas a través de un corredor.
—¿Y no tiene usted idea acerca de la suma de dinero que ganó?
—No. Recuerdo, sí, que fue bastante dinero.
—¿Más de cien dólares?
—¡Oh, sí!
—¿Más de quinientos?
—Es posible.
—¿Más de un millar de dólares?
—No. No creo que llegara a eso.
—¿Usted no cree que la suma llegara a eso?
—No.
—¿Fueron más de dos mil dólares?
—No. Me consta que no gané más de dos mil dólares.
—¿Y qué hizo con ese dinero?
—Gasté buena parte de él.
—¿Pero no lo gastó todo?
El testigo vaciló.
—Dispongo todavía de algunos fondos.
—¿Se propone trasladarse a Boston tan pronto haya terminado de declarar aquí?
—Sí. Tan pronto pueda hacerlo me propongo tomar un avión que me lleve a
Boston.
—¿Tiene ya su pasaje?
—Sí.
—Veamos… ¿Cómo adquirió su pasaje al salir?
—Con dinero, en efectivo.
—¿De dónde sacó aquél?
—Linda me lo giró.

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—¿Sacó un pasaje de ida y vuelta?
—Señoría —dijo Marshall—: he aquí la desventaja de insistir una y otra vez
sobre cosas que nada o muy poco tienen que ver, en ocasiones, con el caso que nos
ocupa. El interrogatorio se hace interminable y, ¿qué se gana con ello?
—¿Está usted formulando alguna objeción? —inquirió el juez Manly.
—Sí, señoría.
—Se desestima su protesta.
—¿Quiere usted contestar a mi pregunta, por favor? —dijo Mason—. ¿Sacó un
billete de ida y vuelta?
—No.
—¿Y dispone ahora de un pasaje para un avión que se dirige hacia el Este? ¿O se
trata de una reserva?
—Tengo… tengo un pasaje normal.
—¿A qué hora sale el avión?
—A las once y media de esta noche.
—¿De Los Ángeles?
—De San Diego.
—¿Y ese pasaje fue pagado?
—Sí.
—¿Quién lo pagó?
—Arregló la cosa el señor Marshall.
—En otras palabras: lo pagó él, ¿no?
—Sí.
—De manera que no sólo empezó el fiscal del distrito prestándole dinero cuando
se convenció de que podría persuadirle para que declarara favorablemente, sino que
además ha intentado mantenerle aislado, a fin de que no trascendiera lo que iba a
decir, proponiéndose por último sacarle de la zona de jurisdicción de este tribunal con
la mayor rapidez posible, ¿eh?
—Protesto, señoría —dijo Marshall—. La insinuación de la defensa apunta una
falsedad.
—Bien —contestó el juez Manly—. Creo que debe ser tomada en cuenta su
objeción. En fin de cuentas, este tribunal formulará oportunamente sus conclusiones.
Me parece que todavía no figura nada en las declaraciones del testigo que justifique
esa acusación.
»Este tribunal, sin embargo, juzga muy interesante todo lo que concierne a la
situación económica del testigo. Por tanto, estuvo obteniendo dinero de una parte u
otra.
—Sacó dinero de las apuestas en las carreras de caballos —manifestó Marshall,
indignado—. El testigo ha confesado eso con toda franqueza.

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—Parece ser que fue afortunado en unos momentos muy oportunos —remachó el
juez Manly.
—Es una cosa que puede suceder —repuso Marshall.
—Indudablemente, ha sucedido.
Mason formuló una pregunta más:
—¿Debió usted sus mayores ganancias al caballo llamado Easter Bonnet?
—Sí —dijo Latty.
—¿No recuerda usted lo que ganó con él?
—Fue una suma de dinero más bien grande.
—¿Y está seguro de que la ganó con ese caballo?
Mason escrutó el rostro del testigo durante unos segundos. De pronto, dijo:
—George: ¿por qué no se decide a decir la verdad? Ese caballo no le proporcionó
ninguna ganancia. Easter Bonnet figuró entre los perdedores.
—¡Entre los perdedores! —exclamó Latty.
—Sí. Díganos ahora la verdad. ¿De dónde sacó su dinero?
—Yo… yo…
Mason interrumpió a Latty.
—Usted pudo oír perfectamente la conversación sostenida por aquellas dos
personas en la unidad contigua del Palm Court Motel, ¿verdad?
—Sí.
—El tema de la conversación era el destino que iba a ser dado al dinero que
poseían los que dialogaban. La señora Elmore se negaba a llevar encima aquél. Tenía
treinta y cinco mil dólares y Dewitt quince mil, todo en efectivo. ¿Dónde esconderlo?
Ésa fue una parte de la conversación que usted sorprendió.
—Yo… yo no la oí toda.
—Usted se enteró así de que se disponían a ocultarlo debajo de los cojines del
sillón de la cabina. Usted, joven, intentó seguirlos, los perdió de vista y regresó…
Hizo sus pruebas en la puerta que conducía a la cabina número catorce, ocupada por
Montrose Dewitt. Descubrió que podía abrirla manipulando en el cerrojo, por su
parte, entró en la unidad, miró en el sillón y vio allí unos cincuenta mil dólares en
efectivo. Usted no había dispuesto jamás de dinero; usted había dependido siempre de
sus amigos en tal aspecto; usted se había colocado en la embarazosa y humillante
situación que supone aceptar el dinero ofrecido por Linda… Usted no supo resistirse
a la tentación y entonces se apoderó de aquellos billetes.
—Señoría: esto es absurdo —declaró Marshall—. No existe base alguna para
formular tal cargo. Eso no es una pregunta: es una acusación. Protesto por no llevar a
cabo la defensa el interrogatorio en la forma debida.
—Se desestima la protesta —repuso muy serio el juez Manly—. Y ahora, joven,
deseo que conteste a lo que se le acaba de decir y que conteste sinceramente.

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Recuerde que ha prestado juramento.
—Yo no hice nada de eso —respondió Latty, indignado.
—De acuerdo —dijo Mason—. ¿Dónde está su equipaje? Usted ha embalado
todos sus efectos personales para salir de aquí y trasladarse a San Diego nada más
terminar de declarar. ¿Dónde está su equipaje?
—En la oficina del fiscal del distrito.
—¿Se opondría a que trajéramos aquí su equipaje con el propósito de
examinarlo?
—¡Claro que me opondría! ¿Por qué han de ser inspeccionadas mis cosas?
—¿Hay algo allí que usted intente ocultar?
—No.
—Muy bien —dijo Mason, acercándose más al testigo, que tenía el rostro
encendido—. Voy a examinar ese equipaje. Pediré una orden de registro, si es
preciso. Recuerde que ha prestado juramento. Acuérdese de que su equipaje va a ser
inspeccionado. ¿Hay entre sus cosas dinero o no lo hay?
—Claro que hay dinero… Ya le dije antes que gané alguno.
—¿Habrá tanto como veinte mil dólares en su equipaje?
—Yo… yo no sé cuánto gané.
—¿Usted no sabe si ganó tanto como veinte mil dólares?
—No.
—¿Habrá treinta mil dólares allí?
—Ya le he dicho que no lo sé.
—Perfectamente. Voy a darle otra oportunidad para que sea sincero. Recuerde en
todo momento que ha prestado juramento. ¿Entró en la cabina ocupada por Dewitt en
el motel? Antes de que usted conteste a esta pregunta, tenga presente que la policía ha
declarado en el sentido de que han sido encontradas huellas dactilares en la
habitación, pero que resultan escasamente definidas, por lo cual…
—Bien. Entré allí —dijo Latty—. Todo fue como usted indicó. Cuando
comprendí que los había perdido de vista, regresé. Empecé a manipular en la puerta
que comunicaba con los dos alojamientos, descubriendo que podía llegar a abrirla. Vi
que por el otro lado no se había corrido el cerrojo… Penetré en la cabina y eché un
vistazo en torno.
—Y descubrió el dinero —apuntó Mason.
El testigo vaciló largamente.
Marshall se puso en pie para formular una objeción y el juez Manly movió una
mano, indicándole que se sentara.
Latty, repentinamente, abatió la cabeza.
—Sí. Descubrí dónde estaba el dinero.
—Ya me lo figuraba —comentó Mason—. ¿Mató usted a Montrose Dewitt?

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Latty miró al abogado. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Le juro a usted, señor Mason, se lo juro solemnemente… Yo no sé nada acerca
de eso. Yo no lo maté. Todo lo que sentí fue una fuerte tentación, una tentación
irresistible, por lo que al dinero respecta. Proyectaba quedarme con él y conquistar las
simpatías de Lorraine Elmore devolviéndoselo en el momento oportuno. Pensaba que
Montrose Dewitt era un criminal en potencia. No sabía entonces si me decidiría a
devolver la parte del dinero a él correspondiente. Pero lo cierto es que yo no lo maté.
Mason regresó a la mesa de la defensa, sentándose.
—No hay más preguntas.
Marshall contempló primeramente el rostro lloroso del testigo y después la severa
faz del juez. Susurró unas palabras al oído de su ayudante. Finalmente, declaró:
—Señoría: este testimonio, naturalmente, me ha producido una gran sorpresa…
Voy… voy a solicitar un aplazamiento.
—El aplazamiento no podrá serle concedido, a menos que la defensa acceda —
contestó el juez—. Le preguntaré ahora qué decisión piensa adoptar con este testigo.
—Re… rechazarlo.
—No hablo de eso. He aquí un hombre que ha incurrido en un delito de perjurio y
que acaba de admitir que cometió un robo de gran importancia. ¿Qué camino va a
seguir en la presente situación?
—Ad… advierto la existencia de una tentación, pero supongo que tendré que
retenerle.
—Es lo que yo pienso también.
El juez se volvió hacia Mason.
—¿Cuál es la posición de la defensa con respecto al aplazamiento?
Mason contestó:
—No tengo el menor deseo de aprovecharme de la ventaja que significa la
sorpresa del señor fiscal. Acepto el aplazamiento. He de declarar, sin embargo, que el
señor Latty no se ha mantenido escondido por lo que toca a nosotros. Tuvimos
investigadores que no le perdieron de vista un instante, que sabían dónde estaba en
todo momento, que se hallaban informados de que se dedicaba a gastar mucho dinero.
»Sabiendo que no disponía de efectivo a su entrada en Méjico, era lógico que yo
sintiera un gran interés por conocer la fuente de sus ingresos. En un principio, llegué
a una conclusión lógica: el dinero tenía que haberle sido facilitado por la persona que
quería que se mantuviera oculto. Lamento haber acusado al señor fiscal de soborno.
—Es el señor fiscal quien ha de lamentar todo lo sucedido —apuntó gravemente
el juez Manly.
Marshall, considerablemente abatido, repuso:
—Siento de veras que se haya planteado esta situación. ¿Puedo solicitar un
aplazamiento hasta mañana a las diez?

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—La defensa accede —manifestó Mason—, pero ahora sugiero yo, señoría, que
mi defendida recupere la libertad de movimiento hasta que se reanude la sesión
mañana.
—A eso me opongo —dijo Marshall.
—Entonces me opondré yo también al aplazamiento.
—¿Podría solicitar el mismo por quince minutos a fin de discutir la cuestión con
mi ayudante? —inquirió Marshall.
—Ésa parece ser una petición razonable —repuso el juez Manly—. Habrá un
aplazamiento de quince minutos de duración. En cuanto al testigo Latty, habrá de
quedar bajo custodia. Este tribunal no se da por satisfecho con la explicación que ha
elaborado de su conducta. Si entró en la habitación, si cogió el dinero, pudo muy bien
haber utilizado el arma asesina. ¿Por qué no?
—¿Cómo se encontró entonces aquélla en el coche de la acusada? —preguntó
Marshall.
—Estaba en el coche de la acusada porque alguien la pondría allí —replicó el
juez—. Este testigo hizo una segunda salida, que tuvo lugar después de haberse
apropiado del dinero. ¿Cómo podemos saber a dónde fue? Solamente poseemos su
declaración.
—¡Yo no lo maté! ¡Se lo he dicho: no lo maté! —gritó Latty.
—Nos ha dicho usted muchas cosas ya, joven —contestó el magistrado— insisto
en que debe quedar bajo custodia, por perjurio y robo. Se inicia ahora el
aplazamiento.
Cuando el juez Manly hubo abandonado su sillón, Lorraine Elmore se aferró al
brazo de Mason. Éste sintió que los dedos de la tía de Linda se hundían en su carne.
—¡Oh, señor Mason! —exclamó—. ¡Oh, señor Mason!
Linda Calhoun dio unos apresurados pasos hacia delante. Su objetivo era George
Latty. Pero Latty pareció haberla visto y enfiló la puerta por donde salían siempre los
detenidos que visitaban la sala de justicia. Uno de los ayudantes del sheriff se le
aproximó, diciéndole:
—Un momento, señor Latty. Está usted bajo custodia.
Linda giró en dirección al grupo de la defensa.
—¡Oh, Duncan! —dijo—. ¡Qué terrible, qué espantosa desilusión siento!…
—Desilusión… ¿con qué motivo?
—Estoy pensando en ese hombre —contestó la muchacha—. Hice toda clase de
sacrificios para que siguiera en la escuela de leyes… Por otro lado, sabía qué
concepto le merecía a tía Lorraine… No obstante…
Linda parpadeó para evitar que las lágrimas que asomaban a sus ojos resbalaran
por sus mejillas.
Lorraine Elmore la abrazó.

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—No llores, querida no llores. Todo se arreglará. Todo volverá a marchar bien,
como antes.
Los reporteros se agrupaban en torno a ellos, en busca de temas para sus
informaciones, solicitando datos, detalles. Los centelleos de las lámparas de mercurio
eran constantes.
Medió Mason:
—Lo lamento, caballeros. Sólo disponemos de quince minutos y hemos de
confeccionar, hemos de preparar nuestros próximos movimientos estratégicos. Con su
permiso… Vamos a trasladarnos a un rincón de la sala.
Mason hizo una seña a los suyos. Todos se instalaron en otro sitio que quedaba
detrás de la mesa del juez.
—Bueno… ¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Drake.
Mason contestó:
—Dewitt debía de tener un cómplice.
—¿Un cómplice? ¿Qué quieres decir?
—Está claro como la luz del día. Él quería desaparecer. Tenía dos personalidades,
dos identidades separadas. Una como Montrose Dewitt, otra como Weston Hale.
»Weston Hale trabajaba en una compañía de finanzas, donde disponía de
excelentes oportunidades para manejar elevadas sumas de dinero. Me imagino que
adoptó la identidad de Dewitt con el propósito de conseguir que Hale se adueñara de
una fuerte cantidad, desvaneciéndose posteriormente sin dejar rastro. Pero ocurrió
algo que alteró sus planes iniciales y Hale se quedó con ese otro «yo», el de Dewitt…
—Descubrió que valiéndose de tal identidad podía aprovecharse de algunas
mujeres, sacándoles dinero.
»Pero luego algo debió de pasar con la personalidad de Dewitt y Hale decidió
eliminar a éste. Proyectó hacer la cosa de manera que a él le resultase tan provechosa
como limpia.
»En consecuencia quiso dar la impresión de que había sido asesinado. Sin
embargo, pretendía hacer algo más que esfumarse. Quería llevarse consigo los treinta
y cinco mil dólares de Lorraine Elmore.
»Salió, por tanto, en compañía de ella hacia un sitio determinado previamente, en
el que su cómplice detuvo el coche.
—Pero ¿cómo explica usted los terribles golpes que encajó? —inquirió Lorraine
Elmore, llorosa—. Yo lo vi todo, lo oí todo…
—Eso fue parte del juego —explicó Mason—. Dewitt fue aporreado con un
periódico enrollado y pintado de negro, de modo que pareciese un palo o una estaca.
Aquello no tenía más fuerza que una paleta matamoscas, pero daba una impresión
muy distinta.
—¿Y qué pasó después? —quiso saber Drake.

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—Después todo marchó con arreglo al plan concebido previamente… durante
cierto tiempo. El cómplice avanzó tras su coche señora Elmore, hasta que las ruedas
del vehículo se hundieron en la arena. Más adelante dio la vuelta, regresó, recogió a
Dewitt o Hale… Fue entonces cuando intentaron hacerse con el dinero y desaparecer.
Algo raro ocurrió, sin embargo…
—¿Qué pudo ser? —preguntó Drake.
—Es posible que el cómplice decidiera que habiendo sido asesinado oficialmente
Hale (o Dewitt), el crimen sería denunciado a la policía… En estas condiciones, ¿por
qué no hacer de Dewitt otro cadáver? Así, el cómplice podría desaparecer llevándose
cincuenta mil dólares.
—Pero ese dinero lo tiene Latty, ¿no?
—Ésa fue una auténtica chiripa. No habían contado con el joven —dijo Mason.
—¿Quién era entonces el cómplice? —inquirió Drake.
—Alguien con quien Dewitt se hallaba muy ligado, alguien con quien había
llevado algún negocio…
—¿Está usted pensando en Belle Freeman? —preguntó Linda, incrédula.
Una puerta se abrió. El juez Manly penetró en la sala. Todos se apresuraron a
ocupar en aquélla sus sitios respectivos.
El juez se dirigió a Marshall.
—¿Ha decidido ya el ministerio fiscal la petición del aplazamiento a cambio de lo
indicado por la defensa?
—Con la venia de la sala: este ministerio fiscal no puede acceder a eso —repuso
Marshall—. Sí. Pese al interés con que consideramos tal aplazamiento.
—Este tribunal se hace cargo de la posición de la defensa —dijo el juez Manly—.
El hecho de que el ministerio fiscal se haya visto sorprendido por un giro muy
particular del caso, deseando en consecuencia tiempo para acomodarse a la nueva
situación, no es motivo suficiente para que la acusada continúe bajo custodia durante
veinticuatro horas más. Si no está dispuesto a ponerse de acuerdo con la defensa en
este aspecto, prosiga usted con sus actuaciones.
Intervino Mason.
—Es probable, señoría, que si pudiera formular dos o tres preguntas a cierto
testigo dejaríamos aclarada la cuestión, hasta el punto de hacer innecesario entonces
el aplazamiento.
—¿A qué testigo se refiere?
—A uno que puede decirnos sobre Montrose Dewitt alguna cosa que nosotros
hasta ahora hayamos pasado por alto. Me refiero a Ronley Andover.
El juez Manly miró al fiscal.
—Nada tengo que objetar, ciertamente —manifestó Marshall.
El juez hizo un gesto de asentimiento dirigido a Andover.

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—Suba usted al estrado de los testigos, señor Andover. Ya ha prestado juramento
antes.
Andover obedeció. Sus modales revelaban alguna perplejidad, no poca sorpresa.
Mason se le acercó, mirándole fijamente a los ojos.
—Señor Andover: ¿dónde se encontraba usted en la noche del día tres?
—En Los Ángeles. Usted ya lo sabe. Me encontraba en la cama, con la gripe.
—¿Abandonó usted Los Ángeles a alguna hora de la noche?
—Desde luego que no.
—Entonces, ¿cómo explica que sus huellas dactilares hayan sido localizadas entre
otras en el Palm Court Motel de Calexico?
Andover, nervioso, se irguió.
—No es posible. No puede ser.
Mason se volvió hacia el sheriff.
—Sheriff: quisiera que tomase usted las huellas digitales al testigo.
El sheriff miró a Marshall.
—Protesto —dijo el fiscal—. Entendemos que la defensa con esa petición
innecesaria se propone intimidar al testigo.
—En condiciones normales aceptaría su propuesta —contestó el juez Manly—.
Ahora bien, en el presente caso, señor fiscal, se han dado demasiadas cosas
sorprendentes… Hay que hacer una excepción. Ordeno que sean tomadas las huellas
dactilares al testigo.
—¡Un momento! —gritó Andover—. ¡Ustedes no tienen derecho a proceder así!
Se me ha citado aquí como testigo. No estoy detenido. No soy sospechoso de haber
hecho nada…
—¿Se opone a que tomemos sus huellas digitales? —preguntó Mason.
—No tengo por qué…
—¿Se opone? —insistió el abogado.
—¡Sí! —gritó Andover.
—Muy bien. ¿Con qué motivo?
Andover parecía en aquellos instantes un animal atrapado. Repentinamente, se
levantó, bajando del estrado de los testigos.
—No pienso seguir ahí… Me niego a ser objeto de un abuso. Conozco
perfectamente mis derechos.
—¡Un instante! —medió el juez Manly—. Sheriff: que este hombre quede bajo
custodia si intenta abandonar la sala. Parece ser que este detalle de las huellas
dactilares, en fin de cuentas, es de la máxima importancia.
Andover se desasió violentamente del sheriff. Dando la vuelta, echó a correr en
dirección a la salida de la sala.
El sheriff gritó:

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—¡Está usted detenido! ¡Deténgase si no quiere que dispare!
Andover dio al sheriff con la puerta en las narices.
Aquél la abrió rápidamente, desenvainando su revólver al mismo tiempo.
El griterío en la sala se tornó ensordecedor. Todos los presentes pugnaban por
salir de ella, para ver qué sucedía en los pasillos.
Las miradas de Mason y del juez Manly se encontraron.
—Ahora —dijo el último—, este tribunal proseguirá las actuaciones por su propia
cuenta, ordenando en virtud de ello la libertad de Lorraine Elmore, a menos que el
ministerio fiscal desee el sobreseimiento del caso.
Marshall vaciló un momento. Luego abrió los brazos, en un gesto de renuncia, de
total rendición.
—Perfectamente.
Sin mirar a Perry Mason una vez siquiera, sin pronunciar una palabra más, a él
dirigida, o a Lorraine Elmore, Marshall salvó con unas cuantas zancadas la distancia
que le separaba de la puerta de salida de la sala de justicia.

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Capítulo 17

Mason, Della Street, Linda Calhoun, Lorraine Elmore y Paul Drake se reunieron
con Duncan Crowder en el despacho de este último.
—Bueno —dijo Duncan—. El David local ha errado el tiro con su honda,
evidentemente, por lo cual Goliath Mason puede seguir entre nosotros.
—Merced a la excelente colaboración de un abogado de esta ciudad —contestó
Mason.
Crowder hizo una leve reverencia.
Drake dijo:
—Veamos si yo acabo de comprender esto del todo, Perry. Andover había de ser
el cómplice. Se trasladó al sitio elegido previamente para aquella especie de atraco,
donde hallaría a Dewitt con Lorraine Elmore. Arma en mano, ordenó a Dewitt que se
apeara del coche, le obligó a retirarse un poco y comenzó a golpearle con un
periódico enrollado y pintado de negro para que pareciese una estaca. Seguidamente
volvió sobre sus pasos, forzando a Lorraine a seguir avanzando hasta que llegara a un
lugar en el que las ruedas del automóvil se hundirían en la arena. Habiéndose reunido
luego con Dewitt, los dos regresaron al motel. Se proponían permanecer en el
establecimiento el tiempo suficiente para coger el dinero y marcharse.
—Tal fue su propósito primero —contestó Mason—. Ahora bien, mientras
registraba el coche, Andover descubrió en la guantera el frasco de las cápsulas. Esto
le dio una idea. Apresuradamente, introdujo aquéllas en una botella que contenía
whisky. Luego, esperó a que se disolvieran en el licor. A continuación, en la
oscuridad, obsequió a Dewitt con un trago. En el momento de llegar al motel, su
acompañante se hallaba tan aturdido que apenas se daba cuenta de nada.
»Es muy probable que se quedara dormido nada más llegar a la cabina. Después,
para asegurarse de que ya no sobrevendrían complicaciones a causa de Dewitt,
sabedor de que tenía una salida perfecta, Andover se desembarazó de Dewitt
utilizando el punzón del hielo. Seguidamente, regresó al sitio en que se quedara el
coche atascado. Sin embargo, no utilizó el mismo camino que Lorraine. Fue a la
carretera de Holtville y se dirigió hacia el sur, hasta alcanzar la zona arenosa que a él
le interesaba. Colocó el punzón en el automóvil de la señora Elmore; también situó
una cápsula en el asiento delantero. En aquel momento, Lorraine se encaminaba a la
carretera principal.
»Hecho el trabajo, Andover volvió a Los Ángeles. Una vez aquí utilizó un
extracto de cebolla o algún producto al cual fue alérgico para ponerse los ojos y la
nariz en condiciones, acostándose con la pretensión de que la gripe le retenía en el
lecho.

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»Pero, invariablemente, al criminal «amateur» siempre se le escapa algún detalle
importante. Dejó sus huellas dactilares en el motel. Comprendió que había incurrido
en un error que podía tener desastrosas consecuencias. Aquello era algo que jamás
lograría explicar.
—Pero, ¿por qué lo revolvió todo en la cabina de Lorraine Elmore? —preguntó
Drake—. ¡Oh! Un momento… Ya lo entiendo. Primero pensó que el dinero estaría en
el sillón de la unidad de Dewitt. Luego, al comprobar que no se encontraba allí,
revisó atropelladamente el alojamiento de Lorraine…
Mason asintió.
—Él tenía una llave —dijo—. Acuérdate de que Lorraine se lo quitó todo, incluso
el bolso. Incidentalmente, aportaba una insinuación para él conveniente con el
hallazgo del bolso en la cabina del motel.
»En el momento de planearse el «atraco», Dewitt no podía saber que Lorraine
insistiría en que dejasen el dinero en el motel. Naturalmente, pensó que desearía
llevárselo. Al sugerir el paseo de medianoche para hablar de sus cosas (todo ello parte
del plan elaborado con Andover), Lorraine insistió en esconder el dinero en el motel.
»En aquellos momentos daba igual, ya que Dewitt y Andover podían coger el
dinero en el establecimiento con idéntica facilidad que si lo hubiera llevado encima la
tía de Linda.
Medió en la conversación ahora Della Street.
—Lo que a mí me extraña, jefe, es cómo llegó usted a figurarse lo que había…
¿Cómo supo que el cómplice era Andover?
—Pues fue todo muy sencillo —replicó Mason—. Se trata de un punto que yo
pasé por alto. Habrá de transcurrir mucho tiempo para que me decida a perdonarme el
desliz.
—A ver, a ver, expliqúese…
—Tan pronto comprendí qué era lo que había ocurrido, es decir, lo que
posiblemente había ocurrido, supe que Dewitt tenía que haber actuado en todo de
acuerdo con un cómplice.
»En consecuencia, comencé a pensar, elaborando diversas hipótesis para llegar a
él. ¿Quién podía ser cómplice? Repentinamente lo vi claro. Tenía que ser Andover.
—¿Por qué?
—Porque Andover fue el que hizo entrega a Dewitt de los quince mil dólares que
Dewitt mismo utilizaba como cebo para lograr que Lorraine se llevase consigo sus
treinta y cinco mil. Se plantó en la acera y entregó el sobre que contenía el dinero a su
amigo, en el sitio designado por éste para su encuentro. Lorraine conducía el
vehículo.
—Siga, siga —dijo Della Street—. Todavía no lo veo.
—Recuerde usted que, según lo declarado por él, Andover conocía a Dewitt sólo

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como Weston Hale. Él ignoraba que Weston Hale llevaba un ojo artificial. Sin
embargo, en el momento en que Andover hizo entrega del dinero, Hale iba
caracterizado como Dewitt y llevaba el parche negro sobre el ojo.
»Si Andover hubiese estado diciendo la verdad, habría aludido en seguida a aquel
detalle confesando que su sorpresa había sido grande al ver a su amigo con aquel
aspecto.
Drake chasqueó los dedos.
—¡Diablos! ¡Es cierto!
Della Street volvió a hablar.
—Ahora quisiera que alguien me explicara por qué Howland Brent, de repente se
trasladó a Las Vegas y empezó a jugar.
—He ahí, en verdad un detalle desconcertante.
Se produjo un silencio. Finalmente, Lorraine Elmore dijo:
—Eso voy a explicárselo yo. Espero que no trascienda, ya que me consta que
Howland está plenamente arrepentido y ya no hay peligro de que incurra otra vez en
la misma falta.
»La cuestión es que Brent tuvo algunas obligaciones muy urgentes de tipo
financiero. Esperaba recibir algún dinero en el transcurso de unas semanas y sabedor
de que yo estaba fuera de la ciudad y que tenía algunos fondos que podía utilizar,
dispuso de ellos. Cuando comprendió que yo estaba a punto de contraer matrimonio,
se dio cuenta de que mi esposo no tardaría en exigir una cuenta detallada de mi
dinero, con lo que sin lugar a dudas, se descubriría su desfalco.
»El hombre se sintió presa de una gran desesperación. Tomó un avión y vino a
verme. Quería confesarme la verdad y solicitar mi perdón, disponiendo lo necesario
para que todo apareciera como un préstamo, hasta que pudiera devolver el dinero.
»Al ver que se me acusaba de haber cometido un crimen, comprendió que había
salido de Herodes para meterse en Pilatos. No le quedaba más que una alternativa.
Tenía que arriesgarlo todo en un desesperado envite.
»Decidió trasladarse a Las Vegas para probar suerte en las mesas de juego. Si
ganaba lo que debía se retiraría inmediatamente para no volver a jugar más. De
perder, se proponía suicidarse.
»Espero que ninguno de ustedes contará a nadie este episodio. Creo que todos
merecían escuchar esta explicación. Tengo la seguridad de que Howland Brent se ha
aprendido bien la lección y que nunca volverá a tentar la suerte en los juegos de azar.
—¡Vaya! —exclamó Drake—. Confieso que Brent había llegado a intrigarme.
—Bien —dijo Crowder riendo—. Nuestra aventura ha terminado felizmente.
Desde el punto de vista profesional, el caso me ha favorecido mucho. Gracias por
haberme permitido estar asociado a usted, Perry.
—Soy yo quien le ha de dar las gracias, por muchos conceptos —repuso el

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abogado.
—Desde luego, Perry —convino Drake—, has atraído la atención de todos sobre
la figura de nuestro amigo Duncan.
Mason se volvió hacia Paul.
—Duncan me dijo que había una joven en la sala a quien deseaba impresionar
favorablemente…
Della Street, disimuladamente, tocó con el codo a su jefe.
Linda Calhoun, súbitamente, se puso muy encarnada.
—Pues es verdad… Duncan, ciertamente, me produjo una gran impresión —
declaró Della Street, echándose a reír.
Sonó el timbre del teléfono. Crowder se volvió hacia el aparato, disponiendo así
de un pretexto natural para recobrar su compostura.
Cuando hubo terminado la conversación telefónica, el joven abogado miró a
Mason.
—Se trata de la prensa, Perry. Los reporteros quieren hacernos fotografías en
grupo, aquí, en este despacho. Creo que se puede acceder a ello, ¿no?
Mason hizo un gesto cordialmente afirmativo.
—Yo estoy de acuerdo con todo lo que usted desee, Duncan.
Mason había acentuado especialmente la palabra todo.

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ERLE STANLEY GARDNER (17 de julio de 1889, Malden, Massachusetts - 11 de
marzo de 1970). Fue un abogado y escritor estadounidense. Autor de novelas
policíacas, que publicó bajo su propio nombre, y también usando los pseudónimos A.
A. Fair, Kyle Corning, Charles M. Green, Carleton Kendrake, Charles J. Kenny, Les
Tillray, y Robert Parr.
Sus novelas destacan por su acción y sus ingeniosas revelaciones legales
transformando la vida de la abogacía en una apasionante profesión. Así nacieron más
de cien relatos policíacos con la diferencia innovadora con relación a las historias de
la época, de que sus protagonistas eran atrevidos e inteligentes abogados y no
solamente policías y ladrones. La característica que hizo a Gardner notorio en el
medio, es que, a pesar de pertenecer al género policíaco, el héroe de sus novelas no
era un policía ni un detective, sino un abogado o un fiscal.
Sin duda alguna su personaje más conocido fue Perry Mason, el cual apareció en
más de ochenta novelas e historias cortas. Perry Mason no solo demostraba la
inocencia de su cliente, sino que acababa desenmascarando al verdadero culpable.
Mason siempre ganó los casos en los que intervino, excepto uno (El caso de la
mecanógrafa aterrorizada).
Además de las novelas de Perry Mason, Gardner escribió bajo el pseudónimo A.
A. Fair, varias novelas con los detectives Bertha Cool y Donald Lam; además de
escribir una serie de novelas sobre el fiscal Doug Selby, y su enemigo Alphonse
Baker Carr. En esta última serie, era evidente el contrapunto a la serie de Perry

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Mason, pues los papeles del investigador infalible y su eterno rival eran invertidos
entre el fiscal y el abogado de las novelas.

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