El Caso de La Tia Enamorada
El Caso de La Tia Enamorada
El Caso de La Tia Enamorada
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Erle Stanley Gardner
ePUB r1.0
Ronstad 15.05.2013
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Título original: The case of the amorous aunt
Erle Stanley Gardner, 1963
Traducción: Ramón Margalef Llambrich
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Guía del Lector
En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales
personajes que intervienen en esta obra:
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Prólogo
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Capítulo 1
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—Hágales pasar.
Della Street salió a la oficina de recepciones, regresando al cabo de unos
segundos con la pareja.
Mason estudió sus figuras mientras se levantaba, saludándoles sonriente.
El joven tendría veintitrés o veinticuatro años. Era alto, bastante bien parecido.
Llevaba unas patillas que medirían sus buenos cuatro centímetros. Sus negros y
ondulados cabellos se hallaban perfectamente peinados.
La chica no tendría más de veintidós. Sus ojos redondos, muy azules, se
presentaban abiertos hasta tal punto que daban a su rostro una expresión casi
angélica.
Mientras miraban a Mason, ella buscó a tientas la mano de su acompañante, que
por fin encontró. Se quedaron así ante la mesa, cogidos de la mano, la chica
sonriente, el joven un tanto serio como consciente del paso que acababan de dar.
—Usted es George Latty —dijo Mason.
Él asintió.
—Y usted es la señorita Linda Calhoun.
La muchacha asintió también.
—Tomen asiento, por favor. Explíquenme ahora qué les pasa.
Los dos tomaron asiento. Linda Calhoun miró a George Latty, como si hubiese
querido incitarle a que rompiera el hielo. Latty, sin embargo, siguió igual que antes,
muy formal y sin mover la cabeza ni un milímetro.
—Ustedes dirán.
—Habla tú, George.
Latty se inclinó hacia delante, colocando las dos manos sobre el borde de la mesa
del abogado.
—Se trata de su tía…
—¿Y qué le sucede a su tía?
—Pensamos que va a ser asesinada.
—¿Tienen ustedes alguna idea acerca de la identidad del criminal? —preguntó
Mason.
—Desde luego que sí —declaró Latty—. Se llama Montrose Dewitt.
—¿Y qué saben ustedes acerca de Montrose Dewitt, aparte del hecho supuesto de
ser un criminal en potencia?
Fue Linda Calhoun quien contestó la pregunta.
—Nada. Tal es lo que motiva nuestra presencia aquí.
—Ustedes, jóvenes, son de Massachusetts, ¿no?
—Cierto.
—¿Hace ya tiempo que se conocen?
—Sí.
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—No quisiera ser indiscreto, pero… ¿puedo preguntarles si están
comprometidos?
—Sí, en efecto.
—Perdónenme si les parezco impertinente, pero he de conocer ciertos datos para
profundizar en el caso. ¿Ha sido fijada ya la fecha de su boda?
—No —respondió ella—. George es estudiante de leyes y yo… —la chica se
ruborizó—. Yo le estoy ayudando en sus estudios.
—Comprendido. ¿Está usted colocada?
—Sí.
Mason enarcó las cejas, en silenciosa interrogación.
—Trabajo como secretaria en una firma de abogados —explicó la muchacha—.
Solicité un mes de permiso para efectuar este viaje. Antes de iniciar el mismo
pregunté a mi jefe por el mejor abogado de esta parte del país. Él fue quien me
aconsejó que me entrevistara con usted.
Masón miró a Latty.
—Por lo que aprecio, han debido de venir juntos ustedes. ¿Viajaron en coche, en
avión…?
—Yo vine en automóvil —dijo Linda—, en compañía de tía Lorraine. George
utilizó el avión cuando… cuando le telefoneé.
—¿Y cuándo ocurrió eso?
—Anoche. Él llegó esta mañana, celebramos un breve consejo de guerra y
decidimos venir a verle a usted.
—Conforme —contestó Mason—. Ya poseemos los datos preliminares. Hábleme
ahora de tía Lorraine. ¿Cuál es su apellido?
—Elmore. E-l-m-o-r-e.
—¿Señorita o señora?
—Señora. Es viuda. Se encuentra… Bueno. Se encuentra en una edad crítica.
—¿Cuál es la edad crítica para usted, señorita?
—Va a cumplir los cuarenta y ocho años.
—¿Y qué ha hecho? ¿Ha cometido alguna ligereza?
—Se encuentra como si hubiera perdido los estribos —dijo Latty.
Mason tornó a enarcar las cejas.
—Una cuestión de tipo amoroso —explicó el joven.
Mason sonrió.
—Ya me hago cargo… Las personas de veintiún años, o de veintidós, cuando se
enamoran, obran de una manera perfectamente normal. Ahora bien, hay una edad
para todo y me figuro que las que contando más años son víctimas de los flechazos de
Cupido empiezan a dar evidentes muestras de insensatez.
Linda se ruborizó.
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—Bueno, es que a esa edad —murmuró Latty, indeciso—, a esa edad… sí. Tiene
usted razón.
Mason sonrió.
—Se ve en ustedes dos la arrogancia de la juventud. En fin, lo mejor que puede
decirse de la juventud, quizás, es que no es ninguna enfermedad incurable. Así, pues,
señorita Calhoun, su tío falleció.
—Sí.
—¿Hace mucho tiempo?
—Hará unos cinco años. Por favor, señor Mason, no se ría de nosotros. Todo esto
es muy serio.
—Yo debiera decirle que su tía tiene perfecto derecho a enamorarse.
—Conforme, pero no en la forma que… —protestó Linda.
—Un aventurero se dispone a apoderarse de todo su dinero.
Los párpados de Mason se cerraron, casi.
—¿Es usted su único pariente?
—Sí —respondió Linda.
—Y, evidentemente, es usted también la heredera de todos sus bienes.
La joven volvió a ruborizarse.
Mason aguardó su respuesta.
—Sí, supongo que sí.
—¿Es una mujer rica su tía?
—Bueno… Vive sin apuros. Sí; su posición es bastante desahogada.
—En el transcurso de las últimas semanas —declaró Latty—, ha cambiado por
completo su actitud. Solía ser muy afectuosa con Linda y ahora sus cariñosas
demostraciones han sido borradas por obra de ese granuja. Ayer se produjo una
discusión. Lorraine atacó a Linda, diciéndole que se volviera a Massachusetts y que
dejara de entrometerse en su vida.
—¿Y cuáles son sus intereses directos en este asunto, señor Latty? —inquirió
Mason.
—Pues… yo… yo….
—¿Está usted enamorado de Linda? ¿Espera casarse con ella?
—Sí.
—Quizás haya hecho cuentas, para el futuro, con los bienes de tía Lorraine, ¿no?
—¡En absoluto, señor! —exclamó George Latty—. Su pregunta me ofende.
—Le he hablado en esos términos porque de ir esto adelante surgirán personas
que le planteen idéntica o parecida cuestión. Hasta es posible, incluso, que insinúen
un tono burlón. Me figuré que lo mejor era que estuviese preparado, joven.
—Al que se atreva a formular esa cuestión le aplastaré la cara.
—Saldrá ganando si no pierde la paciencia. Bien, señorita Calhoun. Me gustaría
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conocer los detalles del caso. Comience a referírmelos por el principio.
—Tía Lorraine se ha pasado algún tiempo sola. Yo lo sabía y procuré mostrarme
afectuosa con ella. No tiene más familia que yo e hice cuanto pude para que se
sintiera a gusto.
—¿No tiene amigas?
—Pues… sí, pero… lo que se dice amigas de confianza, íntimas, no tiene.
—¿Usted se mantenía en contacto con ella?
—Le dedicaba casi todo mi tiempo libre, señor Mason… No olvide que yo
trabajo. He de ocuparme de mantener en orden mi apartamento; he de atender a mi
labor cotidiana. Me consta que tía Lorraine hubiera querido verme más a menudo y…
—Mucho de su tiempo libre se lo dedicaría, seguramente, también a George
Latty…
—Sí.
—¿Le dolía eso a su tía?
—Le caía mal él.
—Muy bien. ¿Qué ha pasado con ese Montrose Dewitt?
—Ella le conoció por correspondencia.
—¿Se trata de algo relativo a los «corazones solitarios»?
—¡Cielos! No. No llega a ese grado de necedad con sus cosas. Tía Lorraine
escribió a una revista, dando a conocer a su director sus puntos de vista personales
acerca de un tema tratado en un artículo publicado en aquélla. La revista publicó la
carta con su nombre estampado al pie, con la ciudad solamente… La calle y el
número correspondiente a su domicilio no figuraban.
»El señor Dewitt le escribió y en la estafeta de correos completaron las señas
llegando la carta así a su destinataria. Entonces ellos empezaron a cartearse.
—¿Qué pasó luego? —preguntó Mason.
—Tía Lorraine se mostró muy impresionada. No quería admitirlo, por supuesto,
pero yo pude apreciar eso con toda claridad.
»Incidentalmente, le envió su fotografía, la cual, por cierto, databa de diez años
atrás.
—¿Le correspondió él con su retrato?
—No. Le comunicó que llevaba uno de sus ojos tapados y que se sentía
consciente a todas horas de tal hecho.
—¿Qué más?
—Luego, la llamó él por teléfono, en conferencia. Posteriormente sus
conversaciones telefónicas eran frecuentes. Solía llamarla dos o tres veces por
semana.
»Tía Lorraine no hacía más que decirme que se iba a tomar unas vacaciones, que
pensaba hacer un largo viaje en automóvil. A mí no me engañó, naturalmente. Yo
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sabía qué era lo que proyectaba. No ganaba nada con saberlo, sin embargo, porque
nada podía hacer para desbaratar sus propósitos. Ya no le podía parar los pies,
entonces. Las cosas habían llegado muy lejos ya. Ese hombre parecía haberla
hipnotizado.
—Así, pues, usted decidió acompañarla.
—Sí.
—Perfectamente. Usted vino aquí con ella… ¿Qué sucedió después?
—Nos hospedamos en un hotel. Mi tía me dijo que iba a tenderse un rato. Yo salí
con la intención de efectuar algunas compras. A mi regreso, descubrí que se había
marchado. Sobre la cómoda había dejado una nota, advirtiéndome que podía estar de
vuelta bastante tarde.
»Al regreso la acusé de haber ido a ver a Montrose Dewitt y ella se enfadó,
diciéndome que no necesitaba señorita de compañía y que no toleraba que la tratase
lo mismo que si se encontrara en la edad juvenil.
—Su actitud es perfectamente comprensible —comentó Mason.
—Lo sé —manifestó Linda Calhoun—. No obstante, hay otras cosas, otros
factores inquietantes…
—¿Por ejemplo?
—Me enteré de que se había hecho los análisis de sangre prescritos para obtener
la licencia de matrimonio y que había vendido muchas de sus acciones. Desprendióse
también de unos bonos y se presentó aquí con unos treinta y cinco mil dólares en
efectivo.
—¿No pensó en los cheques de viajeros?
—Sólo quiso traerse billetes, por lo visto.
—¿Y qué es lo que la llevó a proceder así?
—De eso sé yo tanto como usted. Me figuro que obedeció las instrucciones que
Montrose Dewitt le daría por teléfono.
—Ese Dewitt parece ser un personaje bastante vago, bastante fantasmal —
comentó Mason—. ¿Qué es lo que ella le ha referido sobre tal persona?
—Nada. Absolutamente nada. En tal aspecto, se ha mostrado muy misteriosa.
—Así, pues, ustedes discutieron anoche, ¿no?
—No. Eso fue ayer. Anteanoche fue cuando salió sola. Ayer me anunció que iba a
estar ausente todo el día y que yo quedaba en libertad para hacer lo que quisiera.
Pronuncié unas palabras y me parece que llegué a darle a entender que estaba
enterada de lo del dinero.
—¿Cómo reaccionó?
—Se puso muy furiosa. Me dijo que hasta entonces había pensado que yo me
preocupaba por ella porque le tenía afecto, pero que empezaba a ver que por lo que
sentía interés era por lo que pudiera dejarme y que… En fin, se refirió a George en
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unos términos que yo juzgo inadmisibles.
—¿Cuáles fueron sus manifestaciones, concretamente? —quiso saber Mason.
—No me agrada repetir sus frases.
—¿Está informada de ellas George?
—Sí —declaró George—. En general, se entiende.
—La verdad es que no sabe nada —dijo Linda Calhoun.
—¿Le llamó su tía, por ejemplo, parásito y sinvergüenza? —preguntó Mason.
—Eso fue para empezar. A partir de ahí empleó otros epítetos peores. Dijo que si
traía a colación el tema de los amigos, ella, al menos, tenía uno que sabía valerse por
sus propios medios, siendo un hombre íntegro, que para andar por el mundo no se
veía obligado a esconderse detrás de las faldas de una mujer… Luego…
»¡Oh, señor Mason! No pienso decírselo todo. Recurra usted a su imaginación
y…
—Entonces, su tía le indicó la conveniencia de que usted se volviera a su casa,
¿no?
—Fue una humillante experiencia, créame. Mencionó la cantidad exacta que valía
el viaje en avión, señalando que se trataba de un pasaje de primera clase, en «jet»,
invitándome a continuación a utilizarlo.
—¿Qué hizo usted?
—Tiré el dinero al suelo y anoche telefoneé a George. Seguidamente, le giré la
suma que necesitaba para el desplazamiento, por vía aérea.
—¿Sacada de sus ahorros?
—Sacada de mis ahorros.
—¿Y es ésa la situación actual del asunto?
—Esa es la situación actual del asunto.
Mason manifestó:
—Mire, señorita… Su tía es ya una mujer entrada en años. Si a ella se le antoja…
—Sé lo que va a decirme —interrumpió Linda—. Yo no pienso entrometerme en
sus cosas, haga lo que haga. Ahora bien, sí desearía saber algo acerca de Montrose
Dewitt. Quiero proteger a mi tía, defenderla frente a él y frente a sí misma.
—Eso le va a costar algún dinero —objetó Mason—. Tendrá que sacar más
dinero de sus ahorros.
—¿Cuánto?
—Una agencia de detectives privados de las buenas le cobrará alrededor de
cincuenta dólares diarios más gastos.
—¿Cuántos días podría exigir la tarea por mí indicada?
—Sólo Dios lo sabe —contestó Mason—. Un detective, en determinadas
circunstancias, es capaz de conseguir toda la información que busca en unas horas. A
veces, la misma labor se le lleva un día; otras, una semana y, en ocasiones, un mes.
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—No podría resistir todo un mes en ese plan, pero sí… Bueno, yo creo que podría
gastarme doscientos dólares… Claro, hay que pensar también en sus honorarios.
—A mí no me necesita —declaró Mason—. En el caso no hay nada relacionado
con cuestiones de tipo legal. Usted no sostiene que su tía sea incapaz de cuidar de sus
asuntos; usted no alega que esté mal de la cabeza, ¿verdad?
—Cierto. Ella, simplemente, se encuentra en una edad peligrosa y se ha
enamorado.
Mason sonrió, diciendo:
—Siempre que una persona se enamora dícese de ella, automáticamente, que está
en una edad peligrosa. Bien. Por lo que yo he entendido, usted lo que desea es
contratar ahora los servicios de un detective privado, ¿no?
—Sí. Y si usted ha visto que no vamos mal encaminados… Me consta que hay
muchos detectives privados, los cuales… Quiero decir que unos son mejores que
otros.
—Usted desea el mejor, ¿verdad?
—Sí.
Mason hizo una seña a Della Street.
—Por favor, Della… Llame a la Agencia Drake de Detectives. Pregunte por Paul
Drake y pídale que venga.
Mason se volvió hacia sus visitantes.
—Paul Drake —explicó— tiene sus oficinas en esta planta. Hace años que la
Agencia que lleva su nombre se encarga de mis asuntos. En Paul Drake verán un
hombre competente y honesto.
Unos momentos después sonaron en la puerta los golpecitos clave con que
acostumbraba anunciarse Drake. Della se apresuró a abrir aquélla y Mason procedió a
efectuar las presentaciones de rigor.
Paul Drake, hombre de gran talla, un tanto desgarbado, inspeccionó a la pareja
detenidamente, tomando asiento.
—Te resumiré en pocas palabras lo que pasa, Drake. Linda Calhoun y George
Latty se hallan prometidos. Linda tiene una tía, Lorraine Elmore, de cuarenta y siete
años, viuda. La señora Elmore inició una correspondencia con un hombre llamado
Montrose Dewitt y parece ser que éste ejerce una gran influencia sobre ella. Se ha
hecho los tests reglamentarios sanguíneos, con el propósito probablemente, de
obtener una licencia matrimonial. Linda y su tía se presentaron aquí en plan de
vacaciones. Su tía lleva consigo una suma de dinero que asciende, quizás, a los treinta
y cinco mil dólares. Ella y Linda discutieron. La señora Elmore dijo a su sobrina que
se marchara a su casa. En lugar de proceder así, Linda giró dinero a George Latty
para que se le uniera aquí. Quieren salvar a su tía de sí misma. Viven en
Massachusetts.
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»Pretenden hacerse con todos los informes que puedan sobre Montrose Dewitt.
¿Qué puede costar eso?
—Lo ignoro —contestó Drake—. Mi tarifa es de cincuenta dólares por día —
miró a Linda Calhoun—. ¿Tiene usted las señas de ese hombre?
—Sí. Vive en los Apartamentos Bella Vista, en Van Nuys.
—¿Posee alguna fotografía suya?
—No.
—Antes de aceptar su encargo he de averiguar si se trata de algo de auténtica
importancia. No quiero experimentar la sensación de que la estoy robando.
—¿Considera usted el crimen una cuestión importante, señor Drake?
El detective sonrió.
—Sí —respondió.
—Eso es lo que me preocupa —dijo Linda Calhoun—. Deseo impedir que se
cometa un crimen.
Drake comentó:
—Tengo la impresión de que usted, últimamente, se ha dedicado a la lectura de
revistas especializadas en asuntos policíacos.
—Efectivamente —manifestó la joven—. Y no crea que me avergüenzo de ello.
Opino que todos los ciudadanos que viven dentro de la ley debieran estar enterados
de los riesgos que corren en el seno de la sociedad civilizada. Uno de los problemas
con que se enfrenta la organización de justicia es éste: el ciudadano medio no posee
una idea exacta acerca de las criminales amenazas de que es objeto por parte de los
delincuentes.
—Ha dado usted en el clavo —convino Drake, estudiando a la muchacha
pensativamente.
—¿No cree usted que es una circunstancia que infunde sospechas el hecho de que
tía Lorraine lleve consigo treinta y cinco mil dólares en efectivo?
—Me parece una necedad. Puedo pensar también que se ha enamorado…
—¿Enamorado de un individuo completamente desconocido? —subrayó Linda.
—Conforme —manifestó Drake, sonriente—. Ha ganado usted. ¿Quiere que me
ocupe de ese hombre llamado Montrose Dewitt?
—Es lo que deseo, de serle posible. Por lo menos… durante… ¿ponemos dos
días?
—Dos días, de acuerdo.
Linda se volvió hacia Mason.
—¿Cree usted que debo poner todo esto en conocimiento de la policía?
—¡No, por Dios! —exclamó Mason—. Eso es como si se decidiera a azuzar el
avispero. Me parece una idea magnífica, en cambio, poner al corriente de la situación,
con todo género de detalles, a Paul Drake… Y ahora, si me perdonan… Tengo una
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cita importante.
—¿Cuánto le debemos, señor Mason?
Los labios de aquél se distendieron en una sonrisa.
—Nada, todavía. Pero manténganse en contacto conmigo y yo haré lo mismo con
Drake. Él les facilitará los informes que precisan.
Drake dijo:
—Vamos a trasladarnos a mi despacho, para que me den cuenta de todo desde el
principio. Deseo conocer algunos datos sobre su tía, señorita Calhoun, y cuanto sepa
acerca de Montrose Dewitt.
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Capítulo 2
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un bastón.
—En resumen —contestó Mason, sonriendo—: tiene el aspecto que usted
esperaba que tuviera.
Della Street, también sonrió.
—¿Le veremos, entonces?
—¡No faltaba más! —exclamó Mason—. Le veremos.
Della Street abandonó el despacho para regresar inmediatamente en compañía de
Howland Brent.
—Le presento al señor Mason, señor Brent —dijo la joven.
Brent se colgó el bastón del brazo izquierdo, avanzando hacia la mesa de Perry
Mason con su huesuda mano extendida.
—¿Cómo está usted, señor Mason?
—Siéntese, por favor. Dispongo solamente de unos momentos. Mi secretaria me
ha dicho que deseaba referirse a un asunto relacionado con Lorraine Elmore.
—Tal vez deba presentarme aportando más datos sobre mi persona —repuso
Brent—. Sin embargo, procuraré explicarme con la mayor brevedad posible.
Mason captó la mirada de Della Street.
—Adelante.
—Perfectamente. Soy representante y consejero en materias de finanzas. Tengo
varios clientes que me han dado carta blanca en cuanto se refiere a sus intereses.
Hago inversiones. Alivio a mis representados de todos los detalles financieros,
reduciendo la cosa a una cuenta corriente que tienen abierta, cada uno a su nombre,
en los bancos de su preferencia. De cuando en cuando, por supuesto, les facilito
informaciones.
»Cuando mis clientes necesitan dinero recurren a mis servicios, sea cual sea la
cantidad que precisen. Cada treinta días remito por correo un estadillo en el que
reflejo sus inversiones. Naturalmente, mis favorecedores se reservan la facultad de
disponer de los fondos en última instancia. Si el cliente desea que yo venda ciertos
valores, los vendo. Si el cliente desea que compre, yo compro.
»He de señalar con orgullo, sin embargo, señor Mason, que a lo largo de los años
he conseguido muy saneados beneficios para aquellos que me favorecen con su
confianza. Mi clientela es muy selecta… Tiene que ser también, a la fuerza, limitada,
porque en cuestiones de este género no creo en la delegación de poderes. Soy yo
quien toma las decisiones que es conveniente tomar, si bien las mismas se hallan
basadas en una serie de detallados análisis del mercado de valores, siendo éstos,
desde luego, preparados por expertos.
Mason bajó la cabeza.
—Nunca me atrevería a atentar contra la confianza que ha depositado en mí un
cliente, señor Mason. Salvo, naturalmente, que hubiese de por medio algo
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francamente vital. Entiendo que he llegado a una situación de este tipo.
—Es lo que yo he entendido después de haber hablado con Linda Calhoun —
corroboró el abogado.
—Sí. También yo hablé con ella. Pero he de señalar que mi charla con Linda
Calhoun fue una consecuencia de las sospechas por mi concebidas.
Mason asintió.
—Como las relaciones que sostengo con mis clientes son altamente
confidenciales y personales, las diversas personas que represento me conceden
poderes de abogado. Y, de cuando en cuando, si lo estimo necesario, me aseguro
cualquier información que pueda precisar de sus depositarios financieros.
»En este caso particular existen ciertas instrucciones… Cuando la cuenta
corriente desciende hasta determinada cantidad, el banco me lo notifica y yo entonces
hago un depósito para mantener el saldo mínimo. Raras veces se presenta tal
situación. Ahora bien, han surgido ocasiones, cuando mis clientes se hallaban
viajando, por ejemplo, en que me he visto obligado a efectuar depósitos de fondos.
»Puedo afirmar que la señora Elmore posee un sentido de las finanzas muy
bueno. En cambio, su sentido matemático adolece de algunas deficiencias. Hace
gastos frecuentes sin fijar con precisión el estado de su cuenta.
»Cuando la señora Elmore me comunicó que se trasladaba en su coche a la costa
occidental, yo me limité a efectuar una anotación normal. He de decir que poco antes
de haber proyectado este viaje me pidió que depositara una suma sustancial de dinero
en su cuenta corriente. No revelaré la suma exacta, pero sí diré que me pareció
excesiva. Me consideré obligado a recordarle que se produciría una inevitable pérdida
de intereses, ya que las cuentas comerciales son prácticamente improductivas. Se me
dijo que no me preocupara por tal extremo, que me limitara a vender los valores
indispensables a fin de ingresar en la referida cuenta la suma señalada.
»¿Me comprende usted, señor Mason?
—Creo que voy un párrafo por delante de usted —contestó el abogado—.
Sospecho que la señora Elmore entregó algunos cheques, por lo cual su cuenta
bancaria descendió hasta el mínimo. Entonces el banco le puso sobreaviso; usted se
quedó asombrado; usted utilizó sus poderes de abogado, averiguando que la señora
Elmore había retirado una elevada suma en metálico.
El gesto de Brent fue de auténtica sorpresa.
—He ahí una deducción de indudable mérito, señor Mason.
—¿Precisa?
—Precisa, sí.
—¿Y por qué ha decidido venir a verme?
—He venido aquí para consultar con la señora Elmore. Llegué al aeropuerto hace
un par de horas. Visité el hotel en que ella se hospeda, descubriendo que había salido
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y que su sobrina, la señorita Calhoun, se encontraba allí. Mas yo no me confié a la
joven por completo, le hice saber que venía a arreglar una cuestión muy urgente. La
señorita Calhoun no fue tan reservada como yo…
—¿Hablándole de Montrose Dewitt?
—Exactamente.
—¿Y por qué decidió venir a verme? —insistió Mason.
—Quería que usted poseyera cierta información, la que ha deducido… El hecho
de que yo no haya tenido que comunicársela directamente es una gran satisfacción
para mí, que he hecho siempre honor a la reserva que me exigen los clientes.
»No hay que perder de vista que la situación se presenta delicada. Yo quisiera,
señor Mason, que me tuviese al corriente de cuanto fuese averiguando acerca de mi
cliente y del señor Dewitt.
Mason movió la cabeza a un lado y a otro.
—¿No puede ser? —preguntó Brent.
—No.
—¿Quiere usted decir que es imposible?
—Quiero decir que no es aconsejable —manifestó Mason—. En primer lugar, no
se da aquí la relación de abogado-cliente. Y luego, que yo me he limitado a
recomendar una agencia de detectives eficiente. Con quien debe usted de ponerse en
contacto es con Linda Calhoun. Conseguirá la información que usted necesita
manteniéndose en contacto con ella.
Brent se puso en pie, quedándose en actitud reflexiva unos segundos.
—Ya comprendo —dijo por fin—. Usted no puede facilitarme la información que
necesito. Posee en cambio la que yo deseaba que llegara a sus manos. Gracias.
Buenos días.
—Buenos días.
Brent se encaminó con aire muy digno hacia la puerta que utilizara para entrar en
el despacho.
Mason dijo:
—Puede usted usar la puerta directa de salida, si lo prefiere, señor Brent.
Brent se volvió, inspeccionando detenidamente el despacho, descolgándose el
bastón del brazo izquierdo y echó a andar en la dirección que le había sido señalada,
rumbo al pasillo.
Nada más ir a adentrarse en el mismo, volvióse de nuevo para decir:
—Gracias, señor Mason… Gracias, señorita Street.
Llevóse el sombrero a la cabeza. Cerró la puerta con todo cuidado a su espalda.
Mason miró a Della Street, sonriente.
La joven echó un vistazo a su reloj.
—Dispone usted de tiempo suficiente para la comida —dijo la señorita Street.
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Mason denegó con un movimiento de cabeza.
—Aguardaré treinta segundos todavía —manifestó—. Metido en la misma cabina
del ascensor que Howland Brent me vería forzado a trabar conversación con él. No lo
puedo remediar, Della: las charlas de ascensor me revientan; sí: las encuentro
odiosas.
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Capítulo 3
Eran casi las tres de la tarde cuando se oyeron en la puerta del despacho de
Mason los golpecitos de costumbre con que Drake anunciaba su presencia siempre.
Perry Mason hizo un gesto y Della Street se apresuró a abrir la puerta.
—Gracias, guapa —dijo Drake.
—¿Qué noticias hay, Paul? —inquirió Mason—. ¿Vais a alguna parte con el
asunto del Barba Azul?
Drake parecía estar serio.
—Lo más probable es, Perry, que esa gente no ande equivocada…
—A ver, explícate.
—Dewitt tiene abierta una cuenta bancaria. Ésta ascendía a unos quince mil
dólares. Extendió un cheque que la saldaba y notificó a la administradora del edificio
en que se halla su apartamento que, posiblemente, estaría ausente un mes o seis
semanas, pagando dos meses de alquiler por adelantado. Vendió su coche y subió a
un automóvil en compañía de una mujer de buen aspecto. Parecían hallarse un tanto
nerviosos. La parte posterior del vehículo albergaba algunos equipajes y la placa de la
matrícula era de Massachusetts.
—¿No te has podido hacer con el número?
—No. Solamente con el Estado.
—¿Qué averiguaste acerca de él?
—Vive en esa casa por apartamentos, en la de Bella Vista, la situada en Van
Nuys, desde hace catorce meses. Es un individuo de porte brioso y lleva un ojo
tapado. Nunca ha explicado a nadie cómo lo perdió.
»Nadie sabe qué es lo que hace exactamente. Al parecer actúa como agente de un
fabricante. Se desplaza, se aísla bastante y no se le ha conocido jamás una amiga.
»La administradora del edificio se siente preocupada en tal aspecto. Existen dos
tipos de inquilinos que le preocupan por igual, los que se ven siempre entre faldas y
aquellos que se apartan radicalmente de ellas.
»Supone que todos los ocupantes del inmueble son personas respetables. Cuando
alguien tiene un escarceo amoroso con un individuo del sexo contrario pretende no
advertirlo… Naturalmente, suele estar siempre al cabo de la calle en cuanto a lo que
sucede a su alrededor.
»Mira con extraordinario recelo a los inquilinos solitarios (a los solteros,
particularmente), a los que no tienen relación con chicas. Estima tal estado de cosas
anormal y… En fin, ya comprenderás lo que pasa.
—Lo comprendo —respondió Mason—. Oye, Paul, ¿y tú no sabes adónde se
encaminó la pareja?
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—Todavía no. Ya me enteraré, sin embargo. Dispongo de unos hombres que
trabajan ese aspecto del problema.
—¿Has dicho que se trataba de una mujer de buen ver?
—Me figuro que no será ninguna pollita, por lo que me han contado, pero que
tenía una buena figura. ¿Te imaginas ya la situación? Nos enfrentamos con una viuda
que ha vivido varios años en plena soledad. Se siente demasiado joven para permitir
que la arrinconen definitivamente. Conoce a un hombre que se interesa por ella como
mujer y se anima… De repente, empieza a vivir una fantástica y romántica novela,
empieza a vivir una segunda primavera…
Mason pensó unos segundos en la información que acababa de facilitarle Drake.
—He querido comunicarte esto, Perry —terminó Drake—, para que veas que las
sospechas de Linda pueden tener algún fundamento serio.
—Las de Linda —corrigió Mason, sonriendo—. Las de George Latty.
—¿Crees que está él detrás?
—Yo diría que sí. Yo afirmaría que fue él quien provocó la presente crisis.
—Bueno. He de comunicarte —manifestó Drake— que me repugnaba tomar el
dinero de Linda… Comprendí, sin embargo, que acabaría dirigiéndose a otra agencia
si yo no me hacía cargo del trabajo, pensé que tal vez se me deparara la oportunidad
de solucionarlo todo rápidamente, que no me costaría nada hacerme con unas cuantas
referencias sobre Dewitt, haciéndole saber de paso que su vida estaba siendo objeto
de una investigación.
Mason asintió.
Drake prosiguió diciendo.
—Uno de mis hombres se metió en el apartamento de Dewitt. Permaneció en él
por espacio de tres horas, espolvoreando el lugar, en busca de huellas dactilares.
¿Querrás creer que no encontró ni una en todo el apartamento?
—¿De veras?
Mason frunció el ceño.
—Lo que te digo: ni una.
—Pero… no puede ser. Eso quiere decir…
—Exactamente —manifestó Drake al ver que Mason se interrumpía—. Eso ha
sido una cosa deliberada. Alguien ha cogido una gamuza o un trapo para el polvo,
repasando todos los puntos susceptibles de recoger alguna huella dactilar. El botiquín
del cuarto de baño ha sido revisado así como los grifos de la cocina, el frigorífico, las
cosas que éste contiene…
Los párpados de Mason se cerraron casi por completo.
—Luego —prosiguió diciendo Drake— localizamos el coche que Dewitt vendió.
Tiene cinco años y desde el punto de vista de su mecánica se halla en buen estado. Un
comerciante que se dedica a traficar con automóviles de segunda mano le dio por él
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ochocientos cincuenta dólares.
»Mi ayudante se las arregló para que le permitieran buscar huellas dactilares en el
vehículo. Inventó un pretexto: dijo que deseaba localizar las huellas digitales de un
hombre que Dewitt había llevado en su coche para hacerle un favor.
»Nada, Perry, no encontró ni una…
—¿Ni siquiera en la parte posterior del espejo retrovisor? —inquirió Mason.
—En ninguna parte del automóvil. No había huellas dactilares por ninguna parte,
Perry. Mi ayudante formuló algunas preguntas, descubriendo entonces que Dewitt
había tenido las manos enfundadas en sus guantes durante la operación de venta del
vehículo.
»Tocamos otro punto: reconstruimos la historia de aquél. Dewitt se lo compró a
otro comerciante de automóviles usados al trasladarse a Van Nuys, hace poco más de
un año.
—¿Cómo surgió la idea de inspeccionar el coche?
—Porque no había nada más que inspeccionar —declaró Drake—, y yo deseaba a
toda costa hacer algo. Yo quería averiguar lo que fuera sobre ese hombre. Me hallaba
dispuesto a avanzar en cualquier sentido, en el primero que se me ocurriera.
»He aquí ahora algo muy particular, Perry. Dewitt se ausenta con frecuencia; está
fuera la mayor parte del tiempo. Se supone que anda por esas carreteras. Se le supone
agente de un fabricante. Veamos, sin embargo. Él adquirió su automóvil hace trece
meses. El comerciante de vehículos usados lleva al día sus libros. Claro, hubo que
molestarse para ahondar en sus apuntes, para analizar los mismos. La razón de que se
muestre cuidadoso en sus anotaciones radica en el hecho de vender los coches con
garantía. El cuentakilómetros del de Dewitt había rebasado la cifra de cuarenta y
ocho mil trescientos al ser entregado el vehículo a su nuevo dueño. En la actualidad,
el cuentakilómetros marcaba cincuenta y un mil trescientos… Hay una diferencia de
tres mil…
Mason arrugó el entrecejo.
—En otras palabras —resumió Drake—: el coche ha tardado en hacer esos tres
mil kilómetros trece meses. Estudia eso con atención.
Mason reflexionó.
—Y se dice de él que viaja mucho…
—Sí.
—La cosa no cuadra bien —manifestó Mason—. ¿Estás seguro de todo lo que
respecta al kilometraje?
—¡Y tan seguro!
—Es que el cuentakilómetros pudo haber sido vuelto a cero. O tal vez se ha
instalado otro nuevo…
—Supongamos esto último… En ese caso, la cuenta habría empezado a partir de
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cero. Supongamos que se le diera la vuelta… Mi pregunta es entonces: ¿por qué se
procedió así? Y, además: ¿quién lo hizo?
—Pudo haberlo hecho Dewitt para lograr una venta más provechosa.
—Tienes razón —reconoció Drake—. Por eso hicimos revisar el
cuentakilómetros a un mecánico. No existe en él ningún indicio que revele que
recientemente ha sido tocado. El mecánico nos dijo que de no ser así habría
descubierto forzosamente alguna huella.
—Ya me imagino que veríais los registros de licencias matrimoniales —dijo
Mason.
—En efecto. Y encontramos una a nombre de Montrose Dewitt y Belle Freeman,
que data de hace más de dos años. Parece ser, no obstante, que ese matrimonio no se
celebró nunca.
»Me hice con las señas y el número de teléfono de la señorita Freeman, pero mis
hombres no han logrado dar con ella. Nadie atiende al teléfono. Con todo, yo pasé esa
información a Linda Calhoun. Me notificó que había estado intentando ponerse al
habla con Belle Freeman, también por teléfono.
»Claro que una licencia matrimonial no significa nada. Es decir, tú no puedes
acusar a una persona de bigamia basándote exclusivamente en una licencia, en tal
documento. Pero la cosa está en manos de mis hombres y ellos acabarán
localizándola a no tardar mucho. Linda, probablemente, averiguará su paradero. En
este momento, Belle Freeman parece ser nuestra mejor pista.
Mason adoptó de pronto una decisión.
—Bien, Paul —dijo—. Dedica más hombres a esa tarea. Vamos a saber dónde
está Dewitt encontrando el automóvil con la matrícula de Massachusetts. No habrá de
sernos muy difícil conseguir nuestro propósito. Echa mano a los hombres que
requiera el asunto y envíame la factura de gastos.
»Extenderás a nombre de Linda Calhoun otra por dos días de investigaciones, a
cincuenta dólares por día. Ella no habrá de enterarse de mi contribución al caso.
»Creo que me he desentendido del asunto con excesiva ligereza, considerándome
en cierto modo responsable de cualquier desgracia que en el futuro pueda sucederle a
tía Lorraine. Creo que no estaría nada mal que a Linda le costara doscientos dólares
descubrir que su tía es todavía relativamente joven y que puede aún enamorarse.
Supondría una buena lección para ella… Es así como se decidirá a dejarla en paz,
restableciéndose el vínculo de cariño que existió siempre entre las dos. Sin embargo,
creo que lo que hemos de hacer es movernos.
—Desde luego —indicó Drake—, pudiera tratarse de una coincidencia, pero el
planteamiento general…
—¡Coincidencias, coincidencias! —le interrumpió Mason—. En esta clase de
actividades no se puede pasar por alto lo evidente. No hay que pasar por alto nada.
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»Manos a la obra, Paul. Prueba de averiguar dónde están. Dispón de los hombres
que hagan falta para vigilar los moteles…
—No te preocupes, Perry. Eso queda de mi cuenta. Te estás comportando como
un aficionado. Costaría una fortuna colocar bajo vigilancia todos los moteles e
intentar localizar un automóvil grande con matrícula de Massachusetts.
—¿Por qué otros medios te comprometes a encontrarlos?
Drake sonrió, burlón.
—No tienes más que pensar en la humana naturaleza.
El detective se volvió hacia Della Street.
—¿Qué haría usted, Della, de encontrarse en el lugar de esa mujer?
—Aplazaría todo lo que pudiera la hora de salida con objeto de pasar unas horas
en cualquier salón de belleza —contestó Della sin vacilar.
Drake volvió a mirar a Perry.
—Ya lo ves, Perry. En los asuntos de este tipo siempre tratamos de averiguar cuál
es el salón de belleza frecuentado por la mujer de turno. Tal tarea, habitualmente, no
se presenta muy difícil y el salón de belleza clásico suele ser una mina de oro desde el
punto de vista informativo. Una mujer metida en una aventura amorosa, que pasa dos
o tres horas en un salón de belleza está deseando confiar sus últimas impresiones a
alguien, a la joven que la atiende, por ejemplo, o a otra cliente de la casa. Nada tiene
de raro en tales circunstancias que se le escape alguna que otra cosa interesante.
»Te quedarías sorprendido si pudieras apreciar directamente lo que llegan a oír las
chicas que trabajan en los salones de belleza. Te sorprendería también ver con qué
facilidad saben relacionar unos datos con otros.
—Está bien —contestó Mason—. Vigila esos lugares.
—El que a nosotros nos importa ya está sometido a vigilancia, Perry —manifestó
Drake—. No fue difícil averiguar a dónde había ido. Estoy esperando unos informes
que pueden llegar ya de un momento a otro.
Mason echó hacia atrás su sillón giratorio, levantóse y comenzó a pasear de un
lado a otro de la habitación.
—Lo que más me irrita, Paul, es que subestimé los peligros que en potencia
sugería la situación. Si vamos al caso, me encontraba enfadado ante George Latty.
Estudia leyes, pero no se abre camino en el centro a que pertenece actualmente.
Permite que Linda le auxilie y cuando ella le telefoneó para comunicarle que había
tenido una desagradable discusión con su tía en lugar de contestarle: «Mira, chica…
¿Qué quieres que te diga? Se trata de tu tía y son cosas vuestras», se sube al primer
avión que ve y se gasta el dinero de Linda sólo para venir aquí a cogerla de la mano.
—Fue ella quien le cogió la suya —subrayó Della, sonriendo.
Sonó el timbre del teléfono.
—Es la línea directa, la que no está registrada en la guía —dijo Della Street—.
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Será para usted, probablemente, Paul. Su oficina tiene el número.
—Diga… Sí… Aquí Paul. ¿Con quién hablo?
Drake guardó silencio unos instantes.
—Perfectamente. Buen trabajo —dijo lentamente—. Comprobaré eso.
Probablemente te llamaré. ¿Dónde te encuentras tú ahora…? Conforme. Sigue ahí
hasta que yo te llame…
Drake colgó el micro, declarando:
—La señora Elmore se confió a la peluquera. Empezó a hablar y ya no supo
detenerse. Iba a estallar de emoción, nos han dado a entender. Se dirigen en coche a
Yuma, donde contraerán matrimonio. Piensan pasar su luna de miel en el Gran
Cañón.
Mason consultó su reloj.
—Me has dicho que retiró todo su dinero del Banco ese hombre, ¿no?
—Cierto.
—¿Y que pagó dos meses de alquiler del apartamento?
—Sí.
—¿Con un cheque?
—No lo sé. Fue la administradora del edificio quien nos dijo que había sido
pagada la renta.
—¿Hablaste tú con ella?
—Pues sí. Poco antes del mediodía.
—¿Es simpática, cordial?
—No.
Mason hizo un gesto, designando el teléfono.
—Llámala, Paul. Vamos a enterarnos de si hubo por en medio un cheque. En caso
afirmativo, sepamos si todo está en regla. Puede que ahí él haya descuidado algo.
Drake llamó a Van Nuys. Habló unos momentos y luego tapó el micro con una
mano dirigiéndose a Mason en los siguientes términos:
—Ella presentó el cheque en el Banco hace una hora, aproximadamente. El
cheque le fue devuelto: en la cuenta no había fondos.
—¡Maldita sea, Paul! —exclamó Mason—. No lo demores más, ve allí por el
cheque. Cómpralo, si es necesario. Únete a nosotros en el aeropuerto. Para entonces
habremos contratado los servicios de un avión.
Perry Mason se volvió hacia Della Street.
—Llame al servicio de transportes aéreos, Della. Necesitamos una avioneta
bimotor que nos lleve a Yuma.
Paul Drake dijo por teléfono:
—Quisiera hablar con usted, señora Ostrander. ¿Hará el favor de esperarme ahí
unos momentos? No tardaré en llegar.
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Della Street alcanzó el micro nada más Paul Drake lo hubo dejado.
—En el aeropuerto, Paul —repitió Mason cuando el detective se encaminaba a la
puerta—. Date prisa.
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Capítulo 4
Los cuadriculados campos del Imperial Valley aparecían verdes y frescos a sus
pies. El canal que los hacía increíblemente fértiles parecía una enorme serpiente,
apuntando hacia la presencia del desierto allí donde terminaba.
El panorama cambiaba de aspecto repentinamente.
La irrigación había hecho nacer una zona de gran riqueza. Al otro lado de ella
sólo se veía arena y la franja oscura de una carretera asfaltada.
En la carretera Mason distinguió una serie de móviles puntos: los coches que por
ella circulaban.
—Alguno de esos vehículos se dirige a toda velocidad hacia Yuma —comentó.
—¡Qué situación ésta! —exclamó Della Street, pensativa—. Veo a esa mujer en
una época de la vida en la que el afecto tanto puede significar imaginándose que ha
hallado el compañero perfecto… Hipnotizada por su propia lealtad, contempla la
campiña que se divisa desde el parabrisas con ojos brillantes. Y entretanto, el hombre
que conduce el coche estudia mentalmente los detalles del crimen, piensa en las
precauciones que ha de adoptar para asegurarse la huida.
Paul Drake, en el asiento del copiloto, volvió la cabeza, contestando:
—No se inquiete demasiado por ella, señorita Street. Las mujeres del tipo de
Lorraine Elmore obligan a los sujetos como Dewitt a andar vivos en todo momento.
Lo más seguro es que haya hecho algunas averiguaciones con anterioridad a su
presente aventura.
—Eso supongo —manifestó la joven—. Toda la culpa de lo que ahora pasa no
hay que echársela a ella, creo yo.
—Bueno —dijo Mason—, el caso es que les llevamos un par de horas de ventaja.
Aterrizaremos en Yuma y examinaremos a fondo a Dewitt cuando se acerque a la
frontera.
—¿Cómo reaccionará? —inquirió Della Street.
—Formulará preguntas a diestro y siniestro —repuso Mason, contemplando la
tira de papel que tenía en las manos—. He aquí un cheque extendido a nombre de
Millicent Ostrander, por ciento cincuenta dólares.
Y en su cuenta no hay fondos. Le daremos una oportunidad para que se explique
con todo detalle.
—Acuérdate de que la señora Ostrander —dijo Drake— no quiere agravar la
situación. Ella no desea actuar contra Dewitt ni armar ningún lío.
—Pero te autorizó a cobrar el cheque en su nombre, ¿no?
—En efecto.
Las ondeantes dunas de arena proyectaban grandes sombras sobre el terreno a la
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luz de la última hora de la tarde. El avión fue perdiendo, poco a poco, altura. El río
Colorado, antes un serpenteante curso de agua, se había transformado en una
sucesión de aprisionados lagos, detrás de altos diques. Al adentrarse en Arizona
divisaron un puente. El sol desaparecía ya tras el horizonte cuando la avioneta
tomaba tierra en el aeropuerto.
A la entrada del mismo les esperaba un hombre, que hizo una seña a Paul Drake.
—Representa a una de las agencias colaboradoras de esta zona, Perry —explicó
Drake—. Trabajamos siempre juntos.
El hombre estrechó sus manos, presentándose.
—¿Todo marcha bien? —inquirió Drake.
—Perfectamente. Hemos apostado uno de nuestros agentes en el centro de
control. Sólo han pasado hasta ahora dos automóviles con matrícula de Massachusetts
y ninguno de ellos era el que usted busca.
—Me satisface haberles tomado la delantera —comentó Mason.
Éste se volvió seguidamente hacia el piloto.
—Usted será mejor que concentre su atención en la avioneta, manteniéndose en
contacto con esta agencia de detectives por teléfono. Ya le avisaremos cuando llegue
la hora de emprender el regreso. ¿Está usted autorizado para volar de noche?
El piloto asintió.
—Puedo llevarles a donde deseen a la hora que estimen conveniente.
Se acomodaron en un coche y se encaminaron al puesto de control en la frontera
de Arizona. Todos los automóviles eran inspeccionados allí, a fin de evitar que
entraran en la región productos agrícolas que pudieran estar contaminados.
Luego se les unió otro agente, asegurándoles que el vehículo por el que estaban
interesados no había cruzado la frontera.
El grupo se dispuso a afrontar una larga espera.
—No es necesario que se quede usted aquí, Della —dijo Mason—. Acérquese a la
población y distráigase echando un vistazo por ahí. Suele haber por estos lugares
tiendas de curiosidades. Compre algunas mercancías indias, artículos de cuero
repujado, recuerdos del Oeste. Los establecimientos están abiertos hasta…
La joven interrumpió su discurso con un enérgico movimiento de cabeza.
—Esperaré aquí con ustedes. Me imagino que en estas circunstancias tía Lorraine
sabrá valorar la presencia de una mujer en el grupo. Ustedes, los hombres, son
demasiado secos, van excesivamente a lo suyo. Es posible que ella busque unos
hombros en que apoyarse para llorar. Ningunos más indicados que los míos.
—¿Qué tal es el agente apostado en la estación de control? —quiso saber Mason.
—¡Oh! No se preocupe. Está acostumbrado a esta clase de misiones. Es un buen
elemento. Y los que están a su alrededor colaborarán con nosotros.
Por el puente avanzaba una fila de automóviles. Todos se detenían brevemente en
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el puesto de control. Paul Drake, con sus prismáticos, repasaba las matrículas de los
coches que se acercaban.
Al cabo de una hora descubrió una matrícula de Massachusetts. Drake, Mason y
el detective de Arizona entraron en acción rápidamente.
Mientras el agente de Arizona formulaba unas preguntas, ellos se mantuvieron en
un discreto segundo plano. Finalmente, el hombre regresó al coche.
—Falsa alarma —comentó Drake, bostezando—. ¿Qué tal se siente usted,
señorita?
—Muy bien —contestó Della Street.
Drake sonrió.
—Ésta pertenece a las cosas que no se cuentan en las películas —manifestó—.
Sin embargo, es lo que se lleva más tiempo. Es inevitable: en nuestra profesión hay
que andar mucho, hay que esperar mucho.
Se acomodaron lo mejor que pudieron en el automóvil.
Los haces de luz de los faroles, en el puesto de control, permitían ver auténticos
enjambres de abejas, que zumbaban continuamente.
—Yo creo que hay alguna probabilidad de que no crucen la frontera esta noche —
dijo Mason, mirando a Drake.
Éste se encogió de hombros.
—Tía Lorraine, de Massachusetts, querrá en todo momento moverse dentro de la
ley —opinó Della Street.
Mason se arrellanó en su asiento, declarando:
—Esa clase de personas tienen a veces reacciones imprevisibles.
—En este clima —comentó Drake—, es fácil llegar a deshidratarse. Uno no se da
cuenta de que está sudando porque el sudor se evapora a medida que va cubriendo la
piel. Es cuestión de horas, tan sólo, perder unos litros de agua. De buena gana me
acercaría a uno de esos bares que diviso al otro lado de esta vía…
—Adelante, Paul —replicó Mason—. Proseguiré yo solo la vigilancia…
—¡Un momento! —exclamó Drake de pronto—. Ahí tenemos un cliente.
—Ese coche está matriculado en California, ¿no?
—Sí, en efecto, la matrícula es de California… Se trata de un coche alquilado,
conducido por nuestro querido amigo George Keswitt Latty.
Drake apartó los prismáticos de sus ojos.
—¿Qué piensas hacer ahora, Paul?
—Permíteme que hable con él, Perry. Si la situación lo aconseja, te haré una seña
para que te unas a nosotros después.
—¿Qué supone usted que está haciendo ese joven aquí? —preguntó Della Street.
—No lo sé —manifestó Drake, colocando cuidadosamente los prismáticos sobre
el asiento—. Ahora bien, estamos a punto de averiguarlo.
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El detective echó a andar hacia el automóvil que llevaba matrícula de California
en el instante en que los hombres del puesto de control invitaban a su conductor a
detenerse.
Mason vio que la faz de Latty revelaba la más grande de las sorpresas. Al cabo de
unos segundos, Drake hizo la señal convenida.
El abogado abrió la portezuela.
—No la cierre —anunció Della Street—. Le acompaño.
Mason se volvió a tiempo, viendo sin querer un revuelo instantáneo de faldas
cuando la joven abandonó su asiento para apearse.
Cogióse al brazo del abogado.
—No desearía perderme esto por nada del mundo —dijo.
Latty, muy serio, charlaba con Paul Drake. Al ver aproximarse la pareja se quedó
con la boca abierta.
—¡Válgame Dios! —exclamó.
—¿Qué pasa? —le preguntó Mason.
—No… no tenía la menor idea de que pudieran estar ustedes aquí… Me han
desconcertado…
—¿Y qué es lo que tiene esto de desconcertante?
—Me he quedado sorprendido al verles… Les imaginaba a cuatrocientos
kilómetros de distancia de este lugar, por lo menos.
—Pues ya ve que no es así… Ahora lo mejor que puede usted hacer es estacionar
su automóvil junto al nuestro para evitar el bloqueo del puesto.
Echaron a andar mientras Latty colocaba el coche en el sitio indicado.
Della Street dijo en voz baja a Mason:
—¿Se ha fijado en su rostro? Está reflexionando a la desesperada.
—Ya lo he visto —contestó el abogado—. No le vendrán mal estos minutos.
Latty echó el freno.
—Bien —dijo Mason, abriendo la portezuela correspondiente a su asiento—.
Apéese que tenemos que hablar.
—No lo comprendo… —murmuró el joven—. No me explico qué hacen aquí.
—Tampoco nosotros comprendemos a qué se debe su presencia en este lugar —
repuso Mason.
Latty se echó a reír.
—¡Vaya! Ha sido una mutua sorpresa la que…
El abogado indicó, muy serio:
—Dejémonos de rodeos, Latty. Vamos al grano.
—¿Y quién está dando rodeos aquí? —inquirió Latty.
—Usted mismo. Y cuantos más rodeos dé, más sospechosas consideraremos sus
acciones. ¿Dónde está Linda?
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En Los Ángeles.
—¿De dónde ha sacado este coche?
—Lo he alquilado.
—¿Le dio ella el dinero?
—No.
—¿De dónde sacó el dinero necesario entonces?
—Eso es algo que no le importa.
—Yo creo que sí, que sí me importa. ¿Dónde obtuvo el dinero necesario, Latty?
—Bueno. Ya que desea saberlo, le diré que tenía unos ahorros…
—¿Unos ahorros usted?
—Sí, sí. De mi asignación mensual.
—¿Conocía Linda ese detalle?
—No.
—Perfectamente. Usted alquiló el coche, a la tarifa de seis centavos el kilómetro,
aproximadamente. La cifra de gastos totales va a subir lo suyo. Ha debido ahorrar
bastante dinero, ¿eh? ¿Trabaja usted con Dewitt?
El gesto de asombro de Latty parecía sincero.
—¿Que si trabajo con Dewitt? —repitió—. ¿Que si trabajo con ese individuo?
Ciertamente que no. Intento impedir que sea cometido un crimen. Sí; eso es lo que
hago.
—¿Cómo ha sido llegar hasta aquí?
—He estado siguiendo el coche en que viaja tía Lorraine a lo largo de
veinticuatro kilómetros. Por lo que al dinero respecta, he de decir que no sabía que el
desplazamiento iba a ser tan largo. Me figuré que podía alquilar un automóvil y ver
qué era lo que se proponía… Después abandonaron la ciudad y yo seguí tras ellos…
Pues sí, el viaje ha sido largo. Ahora no sé si habrán emprendido el regreso a
Massachusetts o…
—Se dispone a cruzar la frontera de este Estado para contraer matrimonio —dijo
Mason—. Arizona hará honor a los certificados extendidos por California. Podrán
casarse inmediatamente.
—¡Oh!
—¿Qué ignoraba usted eso?
Latty denegó con un movimiento de cabeza.
—Bien. Usted les siguió a lo largo de veinticuatro kilómetros. ¿Qué sucedió
después?
—Los perdí de vista.
—¿Los perdió de vista?
—La oscuridad dificultó mi tarea. De día me fue fácil seguirles, sin que se dieran
cuenta. Luego la cosa cambió, a veces me quedaba detrás. En otras ocasiones me
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aproximaba a la pareja.
»En Brawley se detuvieron para repostar gasolina. Me adelanté para hacer lo
mismo más allá. Pero me vi obligado a esperar porque el mozo de la estación de
servicio se hallaba ocupado con un cliente que pidió que le limpiara el parabrisas, que
le diera aire, etcétera. Me pasaron delante y yo me apresuré a pagar la gasolina que
acababan de echarme en el depósito: unos diez litros. Seguidamente, me lancé en su
busca.
»No sabía qué hacer… Llevaba el tanque de combustible casi vacío. Por otro
lado, se me estaba acabando el dinero… Tuve la impresión de que la pareja se
disponía a regresar a Massachusetts. Pensaba detenerme aquí, en Yuma, para
telegrafiar a Linda, solicitando instrucciones, pidiéndole que viniera aquí, para
recoger el automóvil, y que me enviara dinero a fin de poder tomar el avión…
—¿Y dice usted que los perdió de vista? —insistió Mason.
—Supieron que los seguía en cuanto me vi obligado a encender las luces del
coche. Ese hombre, Dewitt, prestaba poca atención al espejo retrovisor. Se mantenía
atento a lo que tenía delante y creo que no pasó por su cabeza la idea de que le
estuvieran siguiendo hasta el momento en que oscureció, cuando cometí el error de
mantenerme demasiado cerca de él con el propósito de no perderlo de vista.
»Primeramente, aminoró la marcha para que yo le adelantara. No tuve más
remedio que hacerlo; tuve que pasar… Después, me detuve en una estación de
servicio, como si me dispusiera a repostar combustible. Me alcanzó y yo, de nuevo,
me situé tras ellos. No tardó en localizarme, sin embargo, echándose entonces hacia
su derecha para que le pasara otra vez.
»Me separé del vehículo, fingiendo que no tenía el menor interés en seguirlos.
Recorrí una docena de kilómetros más y entré en otra gasolinera. En ella aguardé a la
pareja… Pero, nada. No les vi pasar ya.
—Y luego, ¿qué?
—Me eché a la carretera nuevamente, lanzándome en su busca. Vi
inmediatamente que no lograría nada. Las luces de los faros de los otros vehículos me
cegaban y… francamente: no sé si me adelantaron o no. No creo que lo hicieran…
Después de haber sido adelantado por una docena de automóviles, decidí que lo
mejor era dar la vuelta para acercarme a Yuma y telefonear.
—Usted, desde luego, ha logrado complicar las cosas bastante —dijo Mason—.
Nosotros sabíamos que la pareja se dirigía hacia este punto para contraer matrimonio.
Esperábamos darle un susto y ponernos al habla con Dewitt. Ahora, gracias a su
intervención, ignoramos dónde paran. Lo de seguir a alguien es cosa muy indicada
para profesionales. Cuando un aficionado se mete a detective lo único que logra es
enredar las cosas.
—Lo siento —dijo Latty.
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El abogado miró a Paul Drake.
—¿Qué es lo que tú crees que puede haber sucedido, Paul?
Drake se encogió de hombros.
—¡Sólo Dios sabe qué decisión han adoptado! Es probable que se hayan dirigido
a Holtville, a Brawley o a Calexico quizá. Pasarán la noche en cualquiera de esos
sitios, para venir aquí mañana y contraer matrimonio… Cabe la posibilidad también
de que hayan vuelto sobre sus pasos para tomar el camino de Arizona mañana.
¿Quién podría decirlo con exactitud?
—He de telefonear a Linda —anunció George Latty—. Se pondrá muy furiosa.
—¿Y qué es lo que desea usted decirle?
—Quiero contarle lo que ha ocurrido.
—¿Pretende emprender el regreso? —quiso saber Mason.
—He de volver… Bueno, lo cierto es que no dispongo de dinero suficiente.
Pretendo que me mande alguno y eso requiere su tiempo. Lo… lo siento. Sí;
decididamente, he complicado mucho las cosas.
—¿Llegó a ver bien a Dewitt? —preguntó Mason.
—Sí. En varias ocasiones.
—¿Vigiló acaso su apartamento?
—No. Yo sólo me preocupé de seguir el coche de Lorraine Elmore.
Mason miró expresivamente a Paul Drake.
—Bien, Latty. Creo que ya se ha mostrado bastante entrometido.
El abogado metió la mano derecha en uno de sus bolsillos, sacando un puñado de
billetes.
—Aquí hay veinte dólares —dijo—. Trasládese a Yuma. Cruce la ciudad y alójese
en el Bisnaga Motel. Dé su nombre verdadero. Ya que se encuentra usted aquí
procuraremos darle alguna aplicación. Tómese un tentempié y aguarde mi llegada.
Hemos reservado habitaciones y nos presentaremos allí más tarde. Ahora bien, es
posible que le llamemos antes. ¿Está dispuesto a prestarnos su colaboración?
—Haré lo que me manden.
—Conforme. Su intervención, en este asunto no ha sido muy afortunada que
digamos hasta ahora. Acomódese a las instrucciones que le sean dadas y no vuelva a
dar lugar a complicaciones.
Latty contestó:
—No me atrevo a hacer sugerencias, pero…, ¿no procederían mejor si se pusieran
a buscar a la pareja… esta noche?
—Intento proteger la vida de Lorraine Elmore, no su virtud —respondió Mason,
secamente—. Si descubren que les sigue alguien, lo más natural es que se muestren
cautelosos.
—O que actúen a la desesperada —apuntó Latty.
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—Debiera usted haber pensado en ello antes de abandonar Los Ángeles, ¿no? —
soltó Mason—. En fin… Trasládese a ese motel que le he dicho y espere allí nuestra
llamada.
Latty se ruborizó.
—Me tratan ustedes como si fuese una criatura, Mason. Quiero que tenga
presente que Linda fue en busca suya aceptando mis sugerencias, guiándose de mi
buen juicio, aceptando mi consejo y mi iniciativa.
—Bien. No me voy a poner a discutir con usted sobre eso, ya que no sé nada
acerca de la iniciación del presente caso y, además, con ello no ganaríamos nada.
Todo lo que deseo de usted es que se reserve su iniciativa, su perspicacia y decisión y
que se meta en el Bisnaga Motel hasta que nosotros lo tengamos preparado todo. Ya
conocerá la historia famosa de los cocineros que por ser muchos consiguieron
estropear una sencilla sopa. Si la sopa no se encuentra definitivamente echada a
perder, enfilaremos este asunto con corrección, como debe ser.
Mason se alejó del coche, seguido de Della Street.
Paul Drake señaló al joven la carretera con el pulgar.
—Por ahí —dijo.
Latty, irritado, con la cara encendida, contestó:
—De acuerdo. Pero recuerden que toda la responsabilidad del caso recae ahora
sobre ustedes.
Pisó el acelerador y el automóvil dio un salto hacia delante. Oyóse un chirrido de
neumáticos, que protestaban.
—¿Qué hacemos ahora entonces? —preguntó Drake.
—Hemos de cenar. Los agentes de Arizona seguirán en su sitio. En el momento
en que vean el coche que a nosotros nos interesa, que nos telefoneen.
—Supongamos que esos dos dejan el vehículo en Holtville, Brawley o El Centro,
alquilando un coche para venir aquí y contraer matrimonio…
—Pues entonces es que nos la han dado —manifestó Mason—. Pero es que si nos
quedamos aquí saldríamos igualmente chasqueados, ya que no conocemos a Dewitt
ni a Lorraine Elmore. La placa de matrícula de Massachusetts era el único dato
orientativo que poseíamos. Claro, podríamos decir a los agentes que se fijaran en los
ocupantes de los automóviles que pasan, a fin de ver si en alguno de ellos viajaba una
mujer en compañía de un hombre que lleva un ojo tapado…
—Ahora, como han sido puestos sobre aviso, pueden evitarnos por muy distintos
procedimientos. Por ejemplo: podrían dejar aparcado su coche en El Centro para
tomar el primer autobús que saliera en dirección a Yuma.
—Da instrucciones a los detectives de Arizona para que extremen sus
precauciones y eliminen ciertos riesgos. Si localizan el coche con la matrícula de
Massachusetts, que se pongan en contacto con nosotros. Lo mismo si ven un hombre
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con un ojo tapado. Si todo sale bien, deseo ocuparme personalmente de ellos. Hemos
de actuar con mucho cuidado, para no dar lugar a que el hombre posea una base para
demandarnos judicialmente.
Drake contestó:
—Muy bien. Instruiré a los agentes en este sentido. La idea de cenar no se me ha
antojado disparatada, ni mucho menos.
Paul Drake habló con los detectives de Arizona.
—Tendremos que procurarnos un taxi, Perry —dijo luego a su amigo.
Drake lo pidió por teléfono. Al conductor le dio el nombre del restaurante que los
detectives le habían recomendado.
Al entrar en el establecimiento, Drake dijo al cajero:
—Me llamo Paul Drake; este caballero es Perry Mason. Esperamos una llamada
telefónica. ¿Recordará usted los nombres si se produce la llamada en cuestión, a fin
de avisarnos en seguida?
—Lo haré con mucho gusto —respondió el empleado—. ¿Drake y Mason?
—Sí, Paul Drake y Perry Mason.
—Descuiden que si alguien les llama les avisaré en el acto. Acomódense en esa
mesa del rincón, por favor. Ahí hay un enchufe de teléfono, en la pared, de manera
que les será posible hablar con toda comodidad.
En el instante en que se sentaban a la mesa, Drake manifestó:
—Tengo tanta hambre que se me viene al paladar el gusto de un buen bistec… No
me atrevo a pedir esto porque requieren su preparación determinados platos y
supongo que, fatalmente, llegará aquí procedente de la cocina en el preciso momento
en que nos llamen por teléfono.
—Bueno. Los detectives de Arizona están sobre aviso. Si la pareja se dirige a un
motel, santas pascuas. Otra cosa es que vaya en busca de un juez de paz que les una
en matrimonio…
Mason dijo después a la camarera que les atendió:
—Lo mejor será que nos sirva usted tres raciones de langosta mientras esperamos,
junto con un platito de aceitunas… Queremos, además, tres buenos bistecs. Y al final,
café. Tráiganos también una ensalada. Llevamos mucha prisa, ¿eh?
La camarera se retiró.
—Bueno —dijo Drake—. Esto va a ser una gran sorpresa para mi estómago si se
me presenta la ocasión de saborearlo, verdaderamente. Sospecho que el timbre del
teléfono sonará en el instante en que aparezcan los bistecs. Tendremos que salir
corriendo y nuestro apetitoso condumio se quedará sobre la mesa.
—Ya viene la langosta —anunció Mason—. Algo nos llevaremos del
establecimiento por lo menos.
Dieron buena cuenta de sus raciones en silencio, acabando en un santiamén con
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las aceitunas. Drake, que no dejaba de mirar hacia la cocina, dijo:
—¡Aquí están los bistecs! ¡Vamos, anímate, teléfono!
La camarera colocó los platos en una mesa auxiliar. Ayudándose con una
servilleta, situó el primero ante Della Street. Un apetitoso aroma a carne asada y a
patata embalsamó el aire.
El hombre de la caja se aproximó en aquel momento a Paul Drake para decirle:
—Le llaman por teléfono, señor Drake. Aquí tiene el aparato.
Drake lanzó un gemido.
—Sí, sí. Paul Drake al habla…
—Un momento, señor. Primero hay que operar con el enchufe.
—¡Oiga! ¡Oiga! Aquí Paul Drake…
Medió Della Street:
—Ustedes perdonen —dijo armándose de cuchillo y tenedor—. Voy a hacer que
la pérdida no sea total.
La doncella colocó el segundo plato frente a Mason.
—¿Sirvo yo al señor Drake? —preguntó aquélla—. ¿O he de aguardar a que
termine de hablar por teléfono?
—No, no. Sírvale usted un bistec, ya.
Drake hizo un gesto de asentimiento dirigiéndose a la camarera y continuó
hablando ante el micro:
—¿Que no está usted seguro…? ¿Nada nuevo? ¿Ni el menor rastro de… nuestra
gente? Bueno, nosotros dentro de veinte minutos, nos habremos marchado de aquí…
En cuanto hubo dejado el micro cogió cuchillo y tenedor y empezó a «atacar» el
bistec.
—¿Y bien? —inquirió Mason.
Drake no contestó hasta haberse llevado a la boca un buen trozo de carne.
Seguidamente, manifestó:
—Nada importante que no admita espera.
—¿Hasta cuándo hemos de esperar? —quiso saber Mason.
—Hasta que yo haya liquidado este bistec. ¡Ah! Oye: me tiene sin cuidado que
alguien censure mis modales en la mesa. Me estoy ensañando con este pedazo de
carne como si fuera un león…
—Déjese de ceremonias, Paul. Usted, a lo suyo —dijo Della, sonriendo.
—¿Cómo les apetece la ensalada? —preguntó en aquel instante la camarera.
Ésta recibió detalladas instrucciones de los tres.
Por fin, Drake consultó su reloj, engulló el último bocado, tomó un sorbo de agua
y dijo:
—Esto es una auténtica sorpresa. Nunca esperé llegar tan lejos. La llamada
telefónica, Perry, fue cosa de uno de los agentes de Arizona, los del puesto de
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control… Me ha dicho que vio salir un coche que se volvía hacia California. Cree que
es el mismo al que nos acercamos, el que conducía George Latty. Quería saber si
debía enviar a alguien tras él o seguir con la misión que les retiene allí. Le contesté
que no se movieran de su sitio, hasta que nosotros estableciésemos contacto con ellos.
Los párpados de Mason se cerraron casi.
—¿Estaba seguro de eso?
—No. Fue algo muy rápido. Quizás una especie de corazonada.
—Del automóvil con la matrícula de Massachusetts, ¿qué?
—Nada, ni el más leve vestigio.
»Inspeccionaron el interior de dos autobuses llegados al puesto de control, sin
encontrar a ningún hombre que llevara un ojo tapado. Pero la verdad es que su
atención se concentra, principalmente, en los turismos.
Mason echó su silla hacia atrás, dejándose medio bistec sin tocar.
Acercóse al pupitre del cajero inquiriendo:
—¿Podría usted establecer comunicación por teléfono con el Bisnaga Motel
ahora? Quisiera hablar desde nuestra mesa.
—Con mucho gusto, señor Mason.
Mason tornó a concentrar su atención en el bistec y unos momentos después, a
una señal del cajero descolgó el microteléfono.
—¿Es el Bisnaga Motel?
—Sí —le contestó una voz masculina.
—¿Se aloja ahí un señor llamado George Latty? —preguntó Mason—. Tiene que
haber pedido habitación en el curso de esta última hora.
—A ver… Deletree el apellido, por favor.
—L-a-t-t-y.
—Un momento… Veamos… no, no.
—¿No le han encargado que reservaran una habitación a ese nombre?
—Un segundo… Voy a comprobar ese extremo. No. Aquí no figura ningún Latty.
No se encuentra aquí ni ha sido hecha ninguna reserva.
—Gracias —dijo Mason—. Lamento haberle molestado. Es que deseaba localizar
a ese señor.
—De nada. Estamos aquí para servir al público. Lamento no haberle sido de más
utilidad.
Mason dejó el teléfono. Estaba serio.
—¿Qué? ¿Nada? —preguntó Drake.
—Nada.
—¿Y qué significa eso, Perry?
—Tú sabes tanto como yo —repuso Mason—. Siento haberle dado mis veinte
dólares.
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—Supongo que le llamaría Linda —manifestó Drake—. Probablemente, sentiría
ganas de cogerle la mano y… Sí. Eso es lo que habrá pasado.
—Quizá —corroboró Mason—. Desde luego, el joven en cuestión es un «cara».
Hablaba con el mayor desparpajo de su asignación mensual, de sus ahorros. Si no
empieza a aprender ya a mantenerse sobre dos piernas va a resultar un abogado
terrible.
Mason dio fin a su bistec.
Varios minutos después abandonaron el restaurante, regresando en un taxi al
puesto de control.
—¿No ha habido suerte? —preguntó Drake a los agentes de Arizona.
—No. ¿Cuánto tiempo desea que sigamos con esto?
Drake miró a Perry Mason, brindándole la pregunta.
—¿Hasta cuándo podemos disponer de ustedes como máximo? —inquirió aquél.
—Toda la noche, si le parece bien.
—De acuerdo —confirmó Mason—. Nosotros vamos a trasladarnos al Bisnaga
Motel. Sus habitaciones cuentan con teléfono. Llámenos en cuanto vean a nuestra
pareja… Diríjanse a Paul Drake o a mí es igual. Será mejor que se procuren otro
automóvil con anticipación, a fin de que uno pueda seguir a esa gente mientras el otro
va a buscarnos al motel. Pero primero llamen por teléfono. Pensamos acostarnos
vestidos, para estar listos en unos segundos.
—¿Toda la noche, pues?
—Sí, de momento. ¿Podrían contraer matrimonio aquí durante las horas de la
noche Lorraine y Dewitt?
—Siempre que dispongan de dinero y estén dispuestos a gastárselo pueden
casarse a cualquier hora del día o de la noche.
—Tendrán dinero, seguro. Y no van a escatimarlo —afirmó Mason.
—No lo comprendo —murmuró uno de los agentes—. Esas personas no son
menores de edad.
—Son ya bastante maduras —manifestó Mason—. Creo que en este estado hay
vigentes ciertas normas que establecen la necesidad de que el que solicita una licencia
matrimonial se someta a juramento…
—Me parece que sí —dijo el detective, mirando atentamente el abogado.
—Quiero que el futuro esposo de Lorraine Elmore preste juramento y que se le
hagan preguntas sobre sus matrimonios anteriores. Probablemente, sugeriré unas
preguntas adicionales al funcionario encargado de extender la licencia… Una propina
de veinte dólares hará el milagro.
—Conforme —contestó el de Arizona—. Nosotros respaldaremos la comedia.
Nosotros queríamos saber tan sólo hasta dónde deseaba usted llegar.
—Hasta el fin —contestó Mason.
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Regresaron a Yuma en el taxi. Aquí alquilaron un coche y se encaminaron al
Bisnaga Motel. Mason solicitó una conferencia telefónica con Linda Calhoun.
—¡Señor Mason! —exclamó la joven—. ¿Dónde están ustedes ahora?
—En este instante, en Yuma, Arizona. Estamos vigilando los coches que llegan
para ver si su tía y Dewitt se proponen contraer matrimonio aquí.
—¿Cómo han llegado ustedes hasta aquí, señor Mason?
—Por vía aérea.
—Eso ha de resultar carísimo. Yo no estaba preparada…
—Usted, en este asunto, va a tener un gasto de cien dólares, en total —la
interrumpió Mason—. He ahí el importe del trabajo de la agencia de detectives por
dos días. Lo demás corre de mi cuenta.
—Pero, bueno… y eso, ¿por qué?
—Es una pequeña contribución mía en pro de una mejor administración de la
justicia —manifestó Mason—. No se preocupe por ello, Linda. ¿No ha vuelto a tener
noticias de su tía?
—No. Pero en cambio he conocido a Belle Freeman, la mujer con la que Dewitt
se prometió en matrimonio. Se encuentra conmigo en este apartamento, ahora.
—¿Está oyendo lo que usted está diciendo en estos instantes?
—¡Oh, sí!
—Bueno. Limítese a hablar lo indispensable. Yo formularé preguntas y usted me
contestará sí o no…
—No se inquiete, señor Mason —declaró Linda—. Estuvo enamorada de él hace
un par de años, pero eso pasó ya. Sabe ya muy bien quién es. Consiguió quedarse con
sus ahorros. Le habló de una inversión que rendiría beneficios seguros. En suma: la
dejó sin dinero, desapareciendo a continuación. Ahora ella quisiera recuperarlo.
—¿A cuánto asciende la suma?
—A tres mil dólares.
—No está nada mal. Divulgaremos la acción y la deuda de Dewitt y esto hará que
tía Lorraine despierte de su largo sueño. ¿Existe alguna probabilidad de que se trate
de una semejanza de nombres?
—No, no. Es él, el hombre: perdió un ojo en una expedición de caza y por eso
lleva un parche negro… Parecía un soldado de fortuna, un aventurero de novela. Las
mujeres daban en él igual que las moscas en un tarro de miel.
—¿Le ha dicho por qué se interesa por ese individuo?
—Sí. Me ha acogido con mucho agrado. Hará lo que nosotros le digamos. Quiere
ayudarnos. En la actualidad está enamorada de otro hombre.
—¿Usted sabía que George Latty intentó seguir el coche en que viaja su tía? —
inquirió Mason.
—¿George? ¡Cielos! No. Me he estado preguntando dónde estaría. Le he llamado
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por teléfono una y otra vez…
—¿Quiere usted decir que no ha tenido noticias de él?
—No.
—Resulta que el hombre ha estado efectuando algunas tareas de carácter
detectivesco. La llamará, probablemente… No se aparte mucho del teléfono; nosotros
la llamaremos más tarde. Por si nos necesita le diré que nos encontramos en el
Bisnaga Motel, en Yuma.
—¿Ha dicho «nosotros»?
—Estamos aquí Paul Drake, Della Street, mi secretaria, y yo.
—¡Santo Dios, señor Mason! ¿Y cómo va a poder ser eso? Es mucho gasto…
—Ya le he indicado que no debe preocuparse por la cuestión económica…
Llámeme por teléfono si se entera de algo nuevo.
El abogado colgó, dio cuenta detallada de la conversación que acababa de
sostener a sus acompañantes y dijo:
—Las cosas marchan. Yo voy a quitarme los zapatos, de momento. Creo que nos
encaminamos hacia el final de la aventura.
—Yo estaré listo con dos minutos que me den de tiempo —declaró Drake.
—Concédame cinco a mí, Perry, y me encontraré a punto.
—Mire, Della: no es necesario que usted…
—No me perdería esto por nada del mundo, señor Mason. Todo lo que necesito
son cinco minutos pero debo disponer de ellos de veras.
—Concedidos —prometió Mason.
—¿Puede usted, realmente, concederles ese margen de tiempo…? Estaba
pensando en Montrose Dewitt…
—Creo que sí. La pareja querrá descansar un poco antes de la ceremonia.
Se retiraron a sus habitaciones. Mason se quitó los zapatos, tendiéndose en el
lecho. Amontonóse las almohadas detrás de la cabeza, encendió un cigarrillo y
comenzó a dormitar. El cabo de una hora le despertó por completo el estridente
timbre de un teléfono.
—Diga, diga…
—¿El señor Mason?
—Sí.
—Una llamada telefónica de Los Ángeles.
—Póngame en seguida, por favor.
Al cabo de unos segundos oyó la voz de Linda Calhoun.
—¡Oh, señor Mason! Me alegro de poder hablar con usted… He… tenido noticias
de tía Lorraine.
—¿Dónde se encuentra? —preguntó Mason.
—En Calexico. ¿Sabe usted dónde para esta población?
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—Sí. Queda junto a la frontera. Por un lado está Calexico y por el otro Mexicali.
¿Está usted en su apartamento?
—Sí.
—¿Sola?
—No. Belle Freeman está aquí, conmigo. Después de la conversación que usted y
yo sostuvimos antes se puso muy nerviosa. Hemos pasado el rato charlando,
bebiendo café, conociéndonos… Belle Freeman es una compañía muy agradable.
—Ya, ya. Intentaba imaginármela. ¿Es una persona afectuosa?
—¡Oh, mucho!
—Bueno, ¿y por qué la llamó su tía? ¿Para decirle que se había casado?
—No, no. Deseaba tan sólo decirme que lo había olvidado todo, que quería que
volviéramos a nuestra antigua unión, a toda costa.
—He ahí algo que da a entender que se ha casado —señaló Mason sombríamente
—. Se habrán plantado en Méjico, sometiéndose en una parte u otra a la ceremonia de
rigor.
—¡Oh, señor Mason! Yo espero que no sea así… Hacía tiempo que tía Lorraine
no se expresaba en los términos que ha empleado ahora. Me dijo que lamentaba
mucho la discusión que habíamos sostenido. Añadió que en aquellos momentos se
hallaba excitada, nerviosa, pero que todo cambiaría de aquí en adelante… Luego, me
anunció que nos veríamos mañana por la tarde.
—¿Por la tarde?
—Sí.
—¿Le dijo dónde?
—Pues no. Supongo que sería aquí en el hotel.
—¿Le reveló dónde estaba hospedada?
—En el Palm Court Motel.
—¿No le dijo nada acerca de Dewitt?
—No. Tampoco le pregunté yo por él… Ahora bien, por la forma de hablar, por el
sonido de su voz, por todo, me parece… Yo me inclino a pensar que de haber
contraído matrimonio me lo habría dicho.
—Yo no estoy tan seguro de eso —manifestó Mason—. Su llamada, sus excusas,
sus mismas palabras, me inducen a creer que se ha casado. ¿Ha tenido usted noticias
de George?
—Sí —respondió Linda.
—¿En qué sentido?
—Me pidió que le girara veinte dólares.
—¿Desde dónde le habló?
—Desde El Centro.
—¿Le envió el dinero?
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—Voy a hacerlo ahora. He querido ponerle al corriente de lo que sucedía antes de
salir.
—Haga lo que quiera. Se trata de su novio y de su dinero.
La chica se echó a reír.
—Me parece, señor Mason, que George no le ha caído muy bien. Le ha pasado lo
que a tía Lorraine.
—Repito lo dicho: se trata de su novio y de su dinero. ¿Le llamó antes o después
de su conversación con tía Lorraine?
Poco después.
—¿Y le dijo dónde se encontraba Lorraine Elmore?
—Por supuesto. Me preguntó si sabía algo, de manera que le puse al corriente de
todo. No apruebo la escapada de George. Tendrá que darme algunas explicaciones.
Llegué a sentirme preocupada por su culpa. Me he pasado la tarde llamando a su
habitación…
—Tengo la impresión de que su tía se ha casado o que intenta casarse a primera
hora de la mañana. Después, tomará seguramente un avión, para ir a verla a usted.
—Yo… yo no he llegado a pensar eso —dijo Linda—. Sin embargo, ahora que
caigo en la cuenta… ¿Podemos hacer algo nosotros, señor Mason?
—No lo sé todavía. Pensaré en ello.
—Sería una tragedia para ella, verdaderamente, llegar demasiado lejos con ese
hombre…
—Creo adivinar lo que siente. Tendrá usted noticias mías mañana.
—Muchísimas gracias por todo, señor Mason… Buenas noches.
—Buenas noches —dijo el abogado colgando el micro.
Mason se encaminó a la puerta que comunicaba con la habitación de Drake.
Llamó suavemente. Luego, la entreabrió, escuchando durante unos momentos la
rítmica respiración del detective, acompañada de leves ronquidos.
—Despiértate, Paul —dijo Mason—. Disponemos de una información y hemos
de actuar con arreglo a ella.
Drake se sentó en el lecho, frotándose los ojos y bostezando ruidosamente.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Lorraine Elmore y, evidentemente, Montrose Dewitt se encuentran en el Palm
Court Motel de Calexico.
Drake se quedó pensativo, rumiando las palabras de Mason.
—Sucede algo extraño —añadió Mason—. Tía Lorraine llamó a Linda Calhoun
hace unos minutos para decirle que deseaba que fuesen amigas y que iría a verla al
hotel mañana por la tarde.
—¿Se han casado esos dos? —preguntó Drake.
—Me temo que sí… También pudiera suceder, sin embargo, que la pareja
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esperara en Calexico hasta la mañana para venir aquí, regresando tras la ceremonia de
la boda a Los Ángeles. Para mí, esta suposición tiene una base muy endeble.
»Acuérdate de que los dos, gracias a la torpeza de George Latty, se dieron cuenta
de que estaban siendo seguidos.
—¿Qué hacemos, entonces? —inquirió Drake.
—Tú quédate aquí y mantente en contacto con la agencia de detectives de
Arizona. Yo cogeré el coche alquilado para trasladarme a Calexico. Voy a sacarles del
lecho y me enfrentaré con Dewitt.
—¿Estás suficientemente respaldado para poder proceder así?
—Creo que sí porque pienso en Belle Freeman y en el cheque incobrable. Sí; hay
una base para poder comenzar a formular preguntas.
»Lo que yo temo es que la conversación telefónica haya sido una treta para
desorientar a Linda. Pueden haberle dicho que estaban en el Palm Court Motel
cuando se disponían a ponerse en camino hacia Yuma.
»Si cruzan la frontera, tú les seguirás con todo cuidado. No formules acusaciones.
Date a conocer, simplemente, y pregúntale a Dewitt qué se proponía al entregar a la
encargada del edificio en que se halla su apartamento un cheque contra una cuenta
corriente sin fondos. Lo más probable es que saque dinero de su bolsillo y se apresure
a hacerlo efectivo.
»Seguidamente, pregúntale si es el mismo Montrose Dewitt que obtuvo una
licencia matrimonial para casarse con Belle Freeman. Si contesta afirmativamente,
pregúntale si guarda todavía tres mil dólares de Belle, que recibiera para efectuar
unas inversiones. Pídele detalles de la inversión efectuada de ese dinero en el caso de
que te asegure que se ha desprendido de él.
»Ten cuidado, Paul. No formules acusaciones directas. No des lugar en ningún
momento a que ese sujeto pueda demandarte por difamación.
Drake, que había estado escuchando con toda atención a Mason, contestó:
—De acuerdo, Perry. Creo que sabré arreglármelas bien. Pondré a ese tipo a la
defensiva y tú, desde luego, deseas que lo haga todo delante de la mujer.
—No es eso lo que he dicho —respondió Mason, sonriendo.
—Acabo de leer en tu mente —declaró Drake—. ¿Qué hacemos con Della?
—Della me acompañará. A mí se me antoja que seré yo quien establezca contacto
con esa gente y quiero que tome nota de nuestra conversación.
El abogado se encaminó a otra puerta de la suite, llamando con los nudillos.
—Empiece a hacer uso de sus cinco minutos, Della.
Una voz enronquecida por el sueño respondió:
—De acuerdo, jefe. Estoy en seguida con usted.
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Capítulo 5
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Lorraine la venda de los ojos.
—Eso le va a doler —aventuró Della.
—Mejor es que le duela… Peor sería que le costara la vida.
—¿Hasta tal punto cree usted que se encuentra en peligro?
—Si no creyera eso no estaríamos aquí.
El coche llegó a un cruce de carreteras.
—Los moteles caen por ahí… Lo más seguro es que se encuentren
completamente a oscuras ahora… Un momento. Fíjese en aquel anuncio…
—¡Ahí está lo que buscamos! —exclamó Della Street—. Es un rótulo luminoso:
¡el Palm Court!
—Magnífico. Tienen habitaciones libres, ya que de otra manera lo habrían
apagado. Y si hay habitaciones libres el encargado del establecimiento no torcerá el
gesto cuando lo saquemos de la cama. ¡Vaya! Mira por dónde vamos a poder
alojarnos nosotros también cómodamente. Esto va a ser como una amistosa reunión
familiar.
El abogado detuvo el coche delante de un letrero que rezaba: Oficina. Luego se
apeó, pulsando el botón del timbre.
Pasó más de un minuto antes de que una mujer de aspecto respetable, de cuarenta
y tantos años de edad, abriera la puerta. Acababa de embutirse en una bata y se ceñía
el cordón de la misma a la cintura.
Miró a Mason y a Della Street de pies a cabeza.
—¿Una cabina? —preguntó.
—Dos —contestó Mason.
—¿Dos?
—Dos, en efecto.
—Bueno, mire usted… Nosotros, en estos casos, alquilamos una cabina sin hacer
demasiadas preguntas. No solicitamos, por ejemplo, la licencia matrimonial. Pero
cuando una pareja desea dos… Entonces lo que pasa es que pretendemos asegurarnos
de que todo está en regla.
—Pues todo está en regla, señora —repuso Mason—. Por eso precisamente
solicitamos un par de cabinas. Esta joven es mi secretaria. Yo soy abogado. He de
atender a ciertos asuntos personales en esta ciudad.
—Ya, ya. ¿Quieren hacer el favor de firmar aquí?
—A propósito… —manifestó Mason—. Estaba esperando reunirme con unas
personas aquí. ¿Qué cabina ocupan los Dewitt?
—¿Los Dewitt?
—Sí.
—El señor y la señora… ¡Ah! Usted se refiere a Montrose Dewitt. Pues es
extraño, pero ellos también pidieron dos cabinas. Él se encuentra en la decimocuarta
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y la señora Elmore en la decimosexta. Llegaron aquí juntos.
Mason empezó a llenar unas fichas.
—¿Le dijeron qué tiempo pensaban quedarse aquí?
—La noche tan sólo.
—Muy bien. ¿Qué valen las cabinas?
—Doce dólares las dos.
Mason pagó. La mujer le alargó las llaves.
—Aparque su automóvil delante de las cabinas. Poco movimiento habrá ya aquí.
No me quedan más alojamientos vacantes. Voy a apagar las luces y a dormir.
El abogado, una vez hubo dejado el coche, llevó el maletín de Della Street a la
unidad que le había sido asignada.
—Reúnase conmigo delante de mi cabina, Della, dentro de cinco minutos.
Mason abrió la puerta de su habitación, encendió las luces, echó un vistazo a su
alrededor y esperó a que su secretaria llamara.
—¿Lista?
—Sí.
—Primeramente nos las entenderemos con tía Lorraine, ya que deseo escuchar
cuanto tenga que decir. Ella se encuentra en la cabina decimosexta.
El abogado llamó suavemente en la puerta correspondiente.
Como no hubiera respuesta a la segunda llamada, Della Street susurró:
—Probablemente se encuentran los dos en la cabina decimocuarta… Esto va a
resultar embarazoso para todos.
—Para nosotros, ¿por qué?
Los dos se acercaron a la habitación de Montrose Dewitt. Mason produjo una
suave llamada con los nudillos.
—No me gusta proceder así —confesó Della Street—. Esto es atraparla en la más
molesta de las situaciones.
—Nosotros no tenemos la culpa de que ella haya llegado hasta aquí. A fin de
cuentas, como ya le dije a George Latty, nosotros no intentamos proteger su virtud.
Nosotros nos estamos esforzando por salvarle la vida.
El abogado tornó a llamar…
De nuevo, el silencio. Mason miró a Della Street con el ceño fruncido.
—Habrá observado usted, Della, que no hay ningún coche estacionado frente a
las dos cabinas. Tampoco he visto por aquí ningún automóvil con matrícula de
Massachusetts.
—¿Significará eso que se han marchado?
—Es evidente —contestó Mason—. Me lo temía, a decir verdad. Sabían que
estaban siendo seguidos. Tía Lorraine llamó por teléfono a Linda para que ésta
desorientara, con su seguridad, a quienes estuviesen en contacto con la joven. A
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continuación salieron para Yuma. Quizá se encuentren allí en estos momentos,
obligando a Paul Drake a emplearse a fondo.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
—Llamar a Paul Drake. No tiene objeto que regresemos inmediatamente, ya que
quizá todo habrá terminado cuando nosotros lleguemos allí.
—¿A dónde llamamos?
Mason señaló la cabina telefónica en un rincón.
—A ver si consigue localizar a Paul Drake en el Bisnaga Motel —dijo—. Utilice
nuestra tarjeta de crédito, Della.
Della entró en la cabina telefónica y al cabo de unos momentos dijo:
—Hola, Paul. Perry desea hablarle.
Mason, ya ante el aparato, saludó a su amigo:
—¿Qué hay, Paul? No esperaba encontrarte ahí.
—¿Por qué? —inquirió Drake con voz enronquecida, que delataba su sueño—.
Me dijiste que me quedara aquí, ¿no?
—Nuestra presa ha desaparecido de Calexico —explicó Mason—. Me figuré que
la pareja se encontraría en Yuma a esta hora.
—No sé ni media palabra de ella.
—Tienen que haber burlado nuestra vigilancia.
—Es difícil burlar la vigilancia de nuestros colaboradores de Arizona —declaró
Drake—. Y menos viajando esa gente en un coche que lleva matrícula de
Massachusetts.
—Bien. Todo eso significa que ellos han cruzado la frontera, adentrándose en
Méjico. Se habrán casado ya, seguramente. No estoy familiarizado con las leyes
mejicanas referentes al matrimonio, pero supongo que no habrán tropezado con
grandes dificultades para conseguir su propósito. Siento haberte molestado, Paul,
pero me he visto obligado a efectuar esta comprobación.
»Nos encontramos en el Palm Court Motel. Aquí están registrados los nombres de
Dewitt y de tía Lorraine, pero dudo de que vuelvan por este lugar. Yo estoy en la
cabina novena y Della en la séptima. Las habitaciones cuentan con teléfono. Si pasa
algo fuera de lo corriente, telefonea.
—Conforme. Y si no ocurre nada…
—Dile al piloto que se acerque a Calexico con el avión. Esto ha de ser a primera
hora de la mañana… Poco tenemos ya que hacer por lo que respecta a esta fase del
caso. Cuando veamos a Lorraine Elmore, se habrá transformado ya en la señora de
Montrose Dewitt.
Mason colgó, diciendo a Della:
—Creo que no conseguiremos nada aguardándoles, Della. No obstante, yo
esperaría todavía un rato por si, por cualquier azar, volvieran. Si transcurrido el
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período de tiempo que creemos prudente no han regresado, es que ya…
—Usted no hará tal cosa —le interrumpió la joven—. Yo he dormido un par de
horas… Usted lleva ya muchas sin pegar un ojo. Va a acostarse en seguida y…
Él denegó con la cabeza.
—Quiero dedicar unos momentos de reflexión a este asunto, Della. No me
acostaré hasta que haya aclarado mis ideas sobre el mismo, pase lo que pase. Usted
ahora se acuesta y ya nos veremos por la mañana. Yo me encargaré de despertarla.
—A mí me gustaría, jefe, si usted quiere…
—No. Usted se va a dormir, Della. Voy a pensar en todo esto un poco ahora.
Buenas noches.
Mason apagó las luces y colocó una silla junto a la puerta de su cabina. Luego se
sentó, encendiendo un cigarrillo concentrándose por completo en el problema que
tenía entre manos.
A las tres y media de la madrugada seguía sin aparecer el coche de la matrícula de
Massachusetts. Entonces Mason se levantó, cerró la puerta y después de desnudarse
se tendió en el lecho quedándose dormido instantáneamente.
A las seis y media, Della llamó suavemente a su puerta.
—¿Está usted levantado, jefe? —inquirió en voz baja.
Mason abrió.
—Acababa de afeitarme —contestó—. ¿Desde cuándo está en pie?
—No hace mucho que me he levantado. Nuestros tortolitos han abandonado el
nido.
—Eso es lo que sucede, al parecer —manifestó Mason—. Me asomé por la
ventana nada más despertarme. Los dos… ¡Vaya! ¡Quién lo hubiera dicho!
—¿Qué pasa? —preguntó Della Street.
Mason le señaló las cabinas posteriores.
—Eche un vistazo por ahí. Fíjese en el hombre que ahora abre la portezuela de su
coche. Mire con disimulo.
—¡Cómo! ¡Pero si es George Latty! —exclamó Della Street mirando por encima
de su hombro.
—Ciertamente —corroboró Mason—. Veamos qué nos dice ese hombre.
Latty miraba en la guantera de su automóvil cuando Mason dijo:
—Buenos días, Latty.
Latty volvió la cabeza rápidamente. El gesto que apareció en su rostro era de
incredulidad.
—¡Usted! ¿Qué hace usted aquí?
—Muy bien. Iniciaremos nuestro diálogo como en Arizona. ¿Y usted qué hace en
este lugar?
—¿Yo? Tenía que dormir en algún sitio, ¿no?
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—¿Sabía que tía Lorraine estaba aquí? —preguntó Perry Mason.
—¡Ssss! No hable tan alto… Pasemos a mi cabina. Ellos ocupan la de al lado.
—¿Y se encuentran ahí?
—Desde luego.
Mason hizo una seña a Della Street.
Los dos penetraron en la cabina de Latty.
—¿Cuánto tiempo hace que está usted aquí? —inquirió Mason.
—No lo sé. No me he fijado en la hora.
—Por el libro registro del motel podremos saberlo fácilmente.
—Está bien… Llegué aquí poco antes de la medianoche, me parece.
—¿Y ha estado usted metido en su cabina todo este tiempo?
—No. Salí… Bueno. Quise echar un vistazo por los alrededores. Deseaba ver
Méjico. Yo…
—¿Qué duró su ausencia?
—Se alargó algo… No sé.
—¡Qué mal miente usted, Latty! —exclamó Mason—. Explíqueme lo que ha
estado haciendo.
—¿Y a usted qué le importa?
—Por lo que veo, Latty, ha estado jugando de nuevo a los detectives. Ya lo echó a
perder todo una vez y ahora lo ha estropeado todo de nuevo. Supongamos que
accede, para variar, a contestar a mis preguntas con entera franqueza. Cuando usted
llegó aquí, ¿estaba el coche de la matrícula de Massachusetts estacionado delante de
esas cabinas?
—¿Cómo? Sí, claro… Espere un momento… Bueno, concretamente no recuerdo
haber visto el automóvil en cuestión.
—¿Sabía que Dewitt y tía Lorraine se encontraban aquí?
—Sí.
—¿Por eso vino?
—Pues…
—Mire, Latty —dijo Mason—: no puedo permitirme el lujo de perder el tiempo.
Usted telefoneó a Linda desde El Centro y consiguió que la joven le enviara algún
dinero. Hablando con ella se enteró de que tía Lorraine y Dewitt estaban en este
lugar. ¿Qué hizo usted a continuación?
—Vine aquí y pedí la cabina anexa a la de ellos. Ellos estaban en esa unidad y
para su información le diré que las paredes no son muy gruesas. Pueden estar oyendo
cuanto decimos.
—Si siguieran ahí, sí.
—Siguen ahí.
—No, no, ya no.
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—Estaban ahí.
—¿Cuándo?
—Cuando yo entré en esta unidad. Poco después de haber entrado les oí hablar.
—Mire, joven: no tengo tiempo ni gusto por sacarle la verdad gota a gota,
exprimiéndole. Déjese de rodeos y responda a mis preguntas. ¿Por qué no se quedó
en Yuma como yo le indiqué?
—Porque… porque no quise. Y no pienso contestar a sus preguntas, a ninguna.
No me gusta que me hable en ese tono de voz. Sépalo de una vez para siempre, y que
no se le olvide: soy yo quien ha contratado sus servicios. Usted no tiene por qué
decirme qué es lo que debo y lo que no debo hacer.
—De acuerdo. Pongamos las cosas en claro —replicó Mason—. Usted no ha
contratado mis servicios. Usted no ha contratado los servicios de nadie. Por lo que a
mí se refiere, usted es una especie de equipaje de exceso. Y le veo, además, como una
esponja, como un parásito. Usted es un adolescente muy verde todavía, que intenta
actuar como un hombre, pero que no sabe cómo.
»Para que esté bien informado: voy a apartarme por completo de este asunto si
usted ha de continuar teniendo algo que ver con él. He terminado, sí. Voy a llamar por
teléfono a Linda para decirle todo lo que pienso sobre el particular.
Mason hizo un gesto dirigido a Della, dio la vuelta y salió.
Poco después hablaba por teléfono con Paul Drake.
—¿Se ha producido alguna novedad por ahí, Paul?
—Ninguna.
—Bien. Ponte al habla con el piloto del avión. Aterrizad en este aeropuerto y
recogedme. Cuando haya hecho entrega del automóvil alquilado, regresaremos a Los
Ángeles. Dejamos el caso.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Drake.
—El novio de Linda… Aparte de que esto marcha ya como Dios quiere. No sé, en
realidad, qué es lo que ha sucedido y no dispongo de tiempo para dedicarlo a sacarle
la verdad al jovencito. Vosotros venid, que pronto estaremos de vuelta en Los
Ángeles.
Mason llamó luego a Linda.
—Los pájaros han abandonado el nido —le hizo saber.
—¿Qué ha pasado?
—Su novio, George Latty, intentó llevar a cabo ciertas empresas detectivescas y,
al parecer, lo echó todo a perder.
—¿Qué hizo exactamente? Está en El Centro; es decir, estaba en El Centro.
Ahora ya habrá regresado; o estará al regresar.
—Se equivoca —declaró Mason—. Se encuentra aquí, en el Palm Court Motel.
Llegó por la noche, a última hora, arreglándose para que le dieran la cabina contigua
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a la ocupada por Montrose Dewitt. Evidentemente, estuvo escuchando a sus vecinos,
ya que me dijo que los muros de los alojamientos son muy finos…
—¡Válgame Dios! —exclamó Linda.
—No sé qué pasó, pero lo cierto es que las cabinas dan la impresión de hallarse
vacías en estos momentos y…
—¿Se refiere usted a dos? —preguntó la chica.
—Sí… A la decimocuarta y a la decimosexta. George pidió la duodécima. Por lo
visto, ellos se marcharon. Seguramente, localizaron a su novio, decidiendo
marcharse. George se ha mostrado reservado conmigo y yo no dispongo de tiempo
para dedicarme a hacerle hablar a la fuerza, empleando algunos trucos. Tengo la
impresión de que se ha metido en algún lío y que pretende disimularlo.
»Dispongo de un avión y dentro de un par de horas me encontraré de regreso en
Los Ángeles. Hemos perdido todo contacto con su tía y no vale la pena que yo
malgaste inútilmente el tiempo y usted su dinero…
»Su tía le prometió que se verían esta tarde. En estos instantes se me figura que
no disponemos de mejor punto de partida que éste. Me encontraré en la ciudad
cuando ella se reúna con usted. Esperemos que Dewitt la acompañe.
—Pero… ¿y George?
—George supone otro de los problemas que afectan a usted. Quisiera saber si le
envió dinero suficiente para un pasaje aéreo de ida y vuelta.
—De ida solamente.
—Póngalo en camino, Linda. Quiero quitármelo de encima. ¿Me acepta una
sugerencia? Búsquele un billete de autobús en lugar del pasaje de primera clase de un
«jet». Hay que hacerle saber que el hombre que actúa exclusivamente a base del
dinero ajeno es llamado entre nosotros un…
El abogado guardó silencio. Acababa de oír un terrible grito, que salvó el
obstáculo de la puerta de cristales de la cabina telefónica.
—¿Qué ha sido eso? —inquirió Linda. He creído oír un grito…
Aquél se repitió, esta vez más cerca de la cabina.
Mason abrió la puerta.
Una mujer que llevaba en una mano una bayeta y en la otra un cubo, corría por la
zona de los aparcamientos de coches gritando con todas sus fuerzas.
En el momento de mirar Mason hacia ella el cubo rodó por el suelo, dejando una
estela de agua jabonosa.
La mujer continuó su carrera, llevando la bayeta y luego la arrojó lejos de sí,
como si se hubiese tratado de alguna cosa contaminada. Después chilló con todas sus
fuerzas:
—¡Señora Chester! ¡Señora Chester! ¡Un crimen! ¡Ha sido cometido un crimen!
Oyóse el ruido de una puerta al cerrarse estrepitosamente.
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Mason dijo a Linda:
—Espere un momento. No permita que interrumpan la comunicación. Voy a echar
un vistazo por ahí fuera, a ver qué pasa. La mujer que gritaba salió de la cabina
decimocuarta, cuya puerta se encuentra abierta todavía.
En compañía de Della Street, Mason echó a correr hacia la cabina citada.
El abogado se asomó al interior.
La cama estaba hecha, pero las almohadas habían sido amontonadas hacia la parte
de la cabecera.
Tendida en el suelo se veía la figura de un hombre vestido, parcialmente sobre su
espalda. Un negro parche cubría uno de sus ojos. El rostro tenía el color
inconfundible que sólo da la muerte.
—¡Dios santo! —exclamó Della Street—. ¿Qué es lo que hay en el otro
apartamento?
Mason volvió la cabeza, respondiendo:
—No voy a tardar mucho en saberlo.
Introdujo la llave que dejara allí la doncella en la cerradura de la cabina
decimosexta, haciéndola girar.
Mason abrió la puerta sin muchos rodeos.
Había allí varias maletas de aspecto lujoso que habían sido abiertas. Los objetos
que contuvieran estaban distribuidos por la habitación. En su mayor parte eran de uso
femenino.
Tampoco aquí habían utilizado el lecho.
—¿Quién es usted? —preguntó la mujer que se había acercado al abogado.
—Soy Perry Mason, y esta señorita es mi secretaria. Hemos oído hablar a la
doncella que había sido cometido un crimen.
—Aquí no, aquí no —declaró la criada—. Todo ha ocurrido en la otra cabina, en
la decimocuarta.
—¡Oh! Perdón —dijo Mason.
—¿Es usted agente de policía? —inquirió el encargado del motel.
Mason sonrió.
—Soy abogado.
El encargado miró hacia la puerta de la cabina decimocuarta, adentrándose luego
en la habitación.
—Bueno, bueno… —dijo Mason, como si viese el cadáver por primera vez—. Al
parecer aquí hay un hombre muerto… Sin embargo, no veo por ningún lado
indicaciones de que haya sido cometido un crimen.
Se abrió la puerta de la cabina duodécima, presentándose en la entrada George
Latty, con los faldones de la camisa fuera, la cara cubierta de jabón y una navaja de
afeitar en la mano.
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—¿Qué significa todo este escándalo? —preguntó.
Mason no le prestó la menor atención, diciendo al encargado:
—Yo tengo la impresión de que se trata de una muerte natural, pero lo mejor es
que llame usted a la policía.
El encargado del motel procedió a cerrar las puertas de las dos cabinas.
Abrióse ahora la de otro alojamiento. Un hombre en pijama, sobre el cual se había
echado una bata, preguntó:
—¿Qué eran esos gritos?
—Una de las doncellas, que se asustó —explicó el encargado.
George Latty miró a Mason.
—¿Qué significa todo esto?
Mason contestó:
—¿A qué se refiere?
—A los gritos.
—¿Los oyó usted también?
—Naturalmente que los oí. Eran tan estridentes como los silbidos de una
locomotora.
—¿Cuándo se enjabonó usted el rostro? ¿Antes o después de haberlos oído?
—Antes, desde luego. ¿Por qué me hace esa pregunta?
—Seguramente esperó algún tiempo para abrir la puerta.
—No… no me encontraba presentable.
—¿Quiere decir que se cambio de ropa?
—No. Iba vestido como me vio. Lo que pasa es que… vacilé.
—Ya, ya.
Mason se encaminó hacia la cabina telefónica a buen paso.
—¿Está usted todavía ahí, Linda? —inquirió ante el aparato.
—¡Cielos! Sí. He tenido que sostener una verdadera batalla con la central para
impedir que cortaran la comunicación. ¿Qué ha sucedido?
—Al parecer Montrose Dewitt ha muerto. Y su tía ha desaparecido. Alguien ha
registrado las maletas que se encontraban en las dos unidades, actuando a toda prisa.
Como George Latty ocupaba la contigua a la de Dewitt, inevitablemente se
presentarán complicaciones.
—¡Válgame Dios! ¿No habrá usted querido indicarme que hubo una lucha? Es
imposible que George…
—Sí, estoy de acuerdo con usted en que George no ha actuado así —declaró
Mason al ver que Linda titubeaba—. Ahora bien, el problema principal ante la cosa
es: ¿qué ha sido de su tía…? Un momento, un momento… ¿Es pelirroja su tía?
—Sí.
—Creo que la mujer que acaba de pasar junto a mí y que está aproximándose a la
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cabina decimosexta es… la llamaré luego. Adiós.
Dejó el teléfono, cruzando a toda prisa la zona de aparcamiento.
George Latty se había retirado, cerrando la puerta de su habitación.
El encargado del motel y la doncella se encontraban en la pequeña oficina del
establecimiento, llamando a la policía, por lo visto.
La mujer intentó abrir la puerta de la cabina decimosexta. Iba a dirigirse ya hacia
la decimocuarta cuando Mason la cogió por un brazo.
—¿Lorraine Elmore? —preguntó el abogado.
Ella giró en redondo. Tenía los ojos muy abiertos, dilatados por el pánico de que
se sentía poseída.
—Sí, soy Lorraine Elmore. ¿Y usted quién es?
—Soy abogado. Y creo que vale más que hable usted conmigo antes que con
cualquier otra persona.
—Pero… Es que tengo que entrar en mi habitación. He de localizar a… mi
amigo.
—¿No tiene usted llave?
—No.
—¿Dónde está?
—Se la… llevaron.
Mason contestó:
—Por favor, señora Elmore: acompáñeme. Para su información le comunicaré
que conozco a su sobrina, a Linda Calhoun.
—¿Usted conoce a… Linda?
—Sí.
Mason aumentó su presión sobre el brazo de Lorraine Elmore mientras cruzaban
la zona de los aparcamientos.
—Le presento a Della Street, mi secretaria de confianza. Si usted se aviene a
charlar un rato con nosotros, señora Elmore, podremos ayudarla, y tal como están las
cosas me inclino a pensar que va a andar necesitada de ayuda ciertamente.
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Capítulo 6
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—¿Cuánto tiempo duró el desplazamiento hasta el instante de abandonar su
coche?
—Unos… unos veinte minutos, supongo, después de haber salido nosotros de
este lugar.
—¿A qué hora salieron de aquí?
—No lo sé… Alrededor de la medianoche, quizá.
—¿Por qué se fueron?
—El coche que nos había estado siguiendo se encontraba aparcado en este sitio.
Montrose lo reconoció.
—¿Conocía a su conductor?
—No.
—¿Y les había estado siguiendo a ustedes?
—Sí.
—¿Está usted segura de ello?
—Desde luego. El hombre se detuvo en una estación de servicio para dejarnos
pasar y después intentó alcanzarnos nuevamente. Nosotros aminoramos la marcha y
le obligamos a que nos adelantara.
—¿No reconoció al conductor?
—¿Por qué había de reconocerle? Yo soy de Massachusetts. Esto es California.
De todos modos yo me encontraba situada a la derecha y él pasó por la izquierda.
—Comprendido. De manera que usted y Montrose viajaban en su coche… ¿A
dónde se dirigían?
—Él quería hablar conmigo. Deseábamos elaborar algunos planes y nos dimos
cuenta de que éramos espiados. En consecuencia, nos quedamos donde creíamos que
podríamos charlar sin ser interrumpidos y sin que nadie nos oyera.
—¿Dónde?
—Nos salimos de la carretera, enfilando una de segundo o tercer orden.
—¿Qué dirección siguieron por la asfaltada?
—La misma que cuando entramos en ella.
—¿Hacia Yuma?
—Sí, creo que sí.
—¿Y qué pasó luego?
—Pues… paramos el automóvil.
—¿Cuánto duró el trayecto antes de aparcar?
—No lo sé… Fue poco tiempo… El que necesitamos para apartarnos algo de la
carretera principal.
—¿Retrocedieron más tarde?
—Eso fue después… después, sí.
—¿Cuándo?
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—Cuando el hombre obligó a Montrose a apearse del coche.
—Veamos —dijo Mason—. Ustedes se habían detenido. Hablaban… ¿Qué pasó?
—El coche nos siguió… No llevaba las luces encendidas. No advertimos su
presencia hasta que estuvo casi encima de nosotros. Luego, Montrose abrió la
portezuela y se dispuso a apearse… El desconocido se hallaba plantado allí. Un
pañuelo cubría su faz. Era imposible verle la cara. El pañuelo le caía desde la banda
de seda del sombrero… «Salga de ahí», le dijo a Montrose, mientras le apuntaba con
un arma.
—¿Usted vio el arma?
—¡Sí, sí! A la luz de la luna… La luz se reflejó en el acero del cañón.
—¿Qué sucedió entonces? —preguntó Mason, apremiante—. Por favor, señora
Elmore, dese prisa… Es muy importante.
—El hombre me ordenó que siguiera donde estaba. De repente, Monty se
abalanzó sobre él, intentando arrebatarle la pistola. El desconocido le asestó un golpe
terrible en la cabeza con la culata. Monty se derrumbó. El otro continuó golpeándole,
una vez, dos, tres… ¡Oh! Fue terrible, fue espantoso… Yo… yo…
—Conténgase, señora Elmore —ordenó Mason—. No sé deje llevar de sus
nervios. ¿Qué sucedió después? Sus emociones personales no interesan ahora. Hemos
de ajustarnos a los hechos.
—Monty quedó tendido en la cuneta. Estaba muerto. Yo sabía que estaba muerto.
¡Oh! Aquellos horribles golpes… El ruido de cada uno…
—¿Qué más, qué más?
—El hombre se acercó al coche. Se acomodó a mi lado, registró el interior del
vehículo, inspeccionó la guantera. Después cogió mi bolso y me dijo que pusiera el
coche en marcha, que avanzara en la dirección que nosotros enfiláramos.
—Es decir, alejándose cada vez más de la carretera principal, ¿no?
—Exactamente.
—¿Estaba mal el camino?
—Sí.
—¿Y el hombre se sentó detrás de usted?
—No, se instaló frente al volante de su automóvil, que colocó inmediatamente
detrás del mío.
—¿Con las luces encendidas?
—No. Seguía con ellas apagadas.
—¿Se cubría todavía el rostro?
—Sí.
—¿Qué más?
—Seguí conduciendo hasta que él hizo sonar el claxon y encendí las luces. Me
detuve. El otro se apeó para decirme: «Ahora, hermana, siga hacia delante, hasta
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donde pueda llegar».
—Y luego, ¿qué?
—Se metió en su coche y dio marcha atrás.
—¿Qué hizo usted entonces?
—Lo que él me había dicho, lo que quería hacer, en definitiva, ya que deseaba
perderle de vista. Le vi retroceder y girar… Yo apreté a fondo el acelerador. Volaba
por la carretera…
—Continúe.
—De pronto, noté que el piso se hallaba cubierto de arena. El coche derrapó. Creo
que perdí la cabeza. Las ruedas giraron y lo único que conseguí fue excavar un hoyo
del cual no había manera de salir. El motor se me paró entonces.
—Siga, señora Elmore.
—Logré poner de nuevo el motor en marcha, pero sin obtener ningún resultado
positivo. Todo lo contrario: las ruedas se hundían más y más en la arena.
—¿Qué decisión tomó entonces?
—Esperé unos minutos. Finalmente, me apeé, echando a andar.
—¿Siguiendo el camino por el cual había llegado allí?
—Sí.
—Esto que voy a preguntarle es importante, señora Elmore: ¿reconoció el lugar
en que el desconocido se había enfrentado con ustedes?
—No. Me limité a andar, a seguir la carretera. Pensé que en algún lugar
encontraría a Monty, tendido en el suelo… que vería su cuerpo… No sucedió eso. El
desconocido había echado aquél en su automóvil, llevándoselo…
—¿No oyó ningún disparo?
—No.
—¿Qué fue de usted más tarde?
—Seguí andando, hasta sentirme agotada. Tuve que descansar… Tenía los
zapatos llenos de arena, de menudos guijarros. Pensé que me había desorientado por
completo. Eché a andar por otra carretera y estuve vagando por unas dunas de
arena… Finalmente, fui a parar a la carretera asfaltada y al cabo de unas horas (creo
que fueron horas aquellos momentos interminables), un hombre me hizo subir a su
coche…
—Veamos sus pies —dijo Mason.
La señora Elmore le mostró uno.
—Me quité las medias —explicó—. Habían quedado destrozadas…
Mason le quitó cuidadosamente el zapato, contemplando pensativo las ampollas
enrojecidas que cubrían el pie de Lorraine Elmore.
—¿Vio usted claramente cómo aquel desconocido atacaba a Montrose Dewitt?
—¡Cielos! ¡Sí! Le vi como le estoy viendo a usted. ¡Fue espantoso! Le asestó un
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golpe hallándose Monty de pie y ya en el suelo continuó agrediéndole dándole
patadas, incluso…
—Pero no hizo fuego sobre él, ¿verdad?
—No. Yo no oí ningún disparo.
—Bien —manifestó Mason—. Quiero que se quede aquí, señora Elmore,
descansando tranquilamente. Mi secretaria y yo hemos de telefonear.
—Voy… voy a entrar en el cuarto de baño —anunció ella.
Lorraine Elmore se levantó, echando a andar. Hubiera llegado a caerse de no
haberla sostenido Mason a tiempo.
—Mis pies. ¡Oh, cómo me duelen! —exclamó la mujer.
—Cálmese, cálmese, señora Elmore.
Ésta entró por fin en el cuarto de baño, cerrando la puerta del mismo.
Mason dijo, dirigiéndose a Della:
—Lorraine Elmore ha mentido…
—¿Qué quiere decir?
—Vi el cuerpo. Nada hay en él que indique que el hombre fue golpeado con
fiereza. No sé cómo murió, pero si ella cuenta esa historia… No podemos dejarla
hablar en tales términos.
—¿Y cómo vamos a obligarla a callar?
Mason respondió:
—Mire, Della… Ha llegado el momento de que nos hagamos con un buen
colaborador. Hay por aquí un abogado llamado Duncan Crowder, con el que he
trabajado en otra ocasión. Va usted a llamarle por teléfono, diciéndole que se presente
en este lugar inmediatamente. Dígale que quiero que me ayude en un caso. Dígale
que deje todo lo que tenga entre manos y que venga con la mayor rapidez posible.
Della Street asintió, respondiendo:
—Supongamos que se ha ausentado.
—Si se ha ausentado estamos hundidos. No conozco ningún otro profesional
merecedor de confianza por estos parajes. Crowder es un hombre de experiencia.
El abogado se aproximó a la ventana, descorriendo la cortina.
Frente a la cabina decimocuarta había varios coches estacionados. En las
inmediaciones de la puerta se había formado un grupo integrado por una docena de
personas.
Cuando Della Street volvió, Lorraine Elmore continuaba dentro del cuarto de
baño.
—¿Ha dado usted con él? —inquirió Mason.
—He dado con él y viene ya hacia acá. Quiso explicarme algo, pero yo le dije que
no había tiempo para nada, que se limitara a ponerse en camino, que le necesitaba
usted, y que le necesitaba inmediatamente.
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—La perfecta secretaria, sí, señor —comentó Mason—. Ahora…
Se interrumpió al ver que la puerta del baño se abría. Lorraine Elmore, débil,
agotada, avanzó con trabajo hacia la silla.
Della se le acercó, apresuradamente.
—¿No le agradaría tenderse un rato, señora Elmore? —preguntó la joven, solícita.
—Sí. Anoche tomé unas píldoras y… Creo… debo de haberme quedado
amodorrada… ¡Oh! ¡Quisiera olvidar tantas cosas! ¿No podría usted proporcionarme
algún sedante?
Della Street la acompañó hasta la cama, ayudándola a acostarse.
—Usted va a estarse quieta aquí… Voy a colocarle sobre los ojos un paño
empapado de agua fría.
—La señora Elmore sonrió, agradecida.
—Tengo… tengo que contárselo todo a la policía. Es algo…
—Habrá tiempo para eso, señora Elmore —manifestó Mason—. Usted atiéndala,
Della.
El abogado salió a toda prisa de la habitación, metiéndose en la cabina telefónica
para llamar a Linda Calhoun.
Cuando quedó establecida la comunicación, dijo:
—Soy Perry Mason, Linda. Quiero que escuche con atención lo que voy a decirle
y que…
—¡Señor Mason! ¿Qué ha pasado? ¿Qué le pasa a tía Lorraine? ¿Qué…?
—Cállese, por favor. Y preste atención a lo que voy a decirle. Escuche…
Montrose Dewitt ha muerto. Su tía ha vivido una desagradable experiencia. De
acuerdo con lo que cuenta, él fue muerto a golpes, en presencia suya. Pero su tía está
fuera de sí; es víctima de un ataque de histeria. Existen ciertos detalles que no
encajan bien en el cuadro general de la aventura. La historia que nos ha referido es,
sencillamente… Bueno, con franqueza, no es convincente.
—Tía Lorraine no suele mentir —objetó Linda.
—¿Está segura?
—Pues… sí. Casi segura.
—Pudiera mentir si alguien se lo hubiese ordenado, ¿no?
—Estando enamorada, yo no sé…
—Hay algo en todo esto que no entiendo. ¿A usted le parece bien que yo
represente a su tía? Necesita un abogado a su lado, ahora mismo.
—¡Claro que me parece bien que usted la represente! Es lo que he deseado desde
el principio, señor Mason. Yo quería que usted…
—Un momento, un momento. Conviene que puntualicemos. Si yo represento a su
tía, no la represento a usted, ni a George.
—¿Qué tiene que ver George con esto?
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—No lo sé. George puede saber o no algo acerca de este asunto. Si represento a
su tía, ella se convierte en mi cliente. ¿Quiere que la represente o no?
—Sí, sí, por favor, señor Mason.
—Conforme. No se aleje del teléfono. Volveré a llamarla tan pronto tenga algo
que comunicarle.
—¿No cree usted que yo debiera trasladarme ahí? ¿No le parece que…?
—Creo que sí —repuso Mason—. Probablemente, tendrá que alquilar alguna
avioneta, a menos que disponga de alguien que la traiga en automóvil.
El hombre que se encontraba por fuera de la cabina telefónica tocó levemente el
cristal de la puerta.
—Soy reportero, camarada. He de dictar una información urgente a mi periódico.
¿Qué tal si me facilitara una pequeña oportunidad?
—De acuerdo —respondió Mason—. La llamaré más tarde, Linda.
Colgó y abrió la puerta de la cabina. El reportero se precipitó en el interior de la
misma, comenzando en seguida a marcar un número.
Mason regresó a su habitación. En ella vio a Della Street sentada en el borde del
lecho. Había colocado sobre la frente de Lorraine Elmore un paño húmedo.
Della se llevó un índice a los labios, invitándole expresivamente a guardar
silencio.
Mason se acercó a la ventana, contemplando a la gente que se había ido
congregando en la zona de aparcamientos del motel.
Alguien llamó a la puerta.
Lorraine Elmore hizo una tentativa para incorporarse.
—No se inquiete —dijo Della Street—. Todo va bien, señora Elmore.
Mason atendió la llamada.
—¿Quién es?
—Soy Duncan Crowder, señor Mason.
El abogado abrió la puerta. Sus labios se distendieron en una sonrisa de
bienvenida que no llegó a concretarse. El joven que vio plantado en el umbral era tan
alto como él. Tenía unos cabellos oscuros y ondulados, ojos grises, del color de la
pizarra, una faz de rasgos muy regulares y una sonrisa tranquilizadora.
—Usted no es el hombre por quien yo pregunté.
El visitante contestó:
—Intenté explicar a su secretaria que mi padre se encuentra en el hospital. Me
estoy ocupando de sus cosas en la actualidad. La señorita no me dejó explicarme.
Limitóse a decirme que viniera y luego colgó.
—Ya comprendo —dijo Mason, pensativo—. Lamento lo de su padre. ¿Trabajan
juntos?
—En efecto… Somos Crowder & Crowder… Yo soy Crowder, hijo, Duncan
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Crowder.
Mason preguntó a Della Street:
—¿Está su cabina abierta?
La joven asintió.
—Hablaremos allí —dijo Mason, estudiando disimuladamente a su interlocutor.
—Lo siento —dijo Crowder cuando Mason hubo cerrado la puerta de la unidad
de Della Street—. Comprendí que se trataba de algo urgente. No habiéndoseme
presentado la ocasión de dar explicaciones por teléfono, pensé que lo mejor era
facilitárselas personalmente.
—¿Desde cuándo ejerce usted la abogacía? —inquirió Mason.
—Desde hace un par de años, señor Mason. He oído a mi padre hablar de usted
muchas veces… Por otro lado, he seguido sus casos en la prensa… ¿Y quién no?
—Bueno. Siéntese. Va usted a aprender algunas de las cosas que no contienen los
libros que ha estudiado.
—¿Me quiere para trabajar con usted?
Mason hizo un gesto afirmativo.
—¿De qué se trata? —preguntó Crowder.
Mason sacó su cartera de bolsillo.
—Aquí tiene: un dólar. Es una señal. Tendrá otros ingresos posteriormente. No sé
a cuánto ascenderán. Yo mismo ignoro cuáles serán mis honorarios en este asunto.
Pero lo cierto es que con este dinero queda establecida una relación de carácter
profesional entre nosotros.
Crowder tomó con gesto grave el dólar, guardándoselo.
—Adelante, señor Mason.
—En la cabina decimocuarta hay un hombre muerto. Existe la posibilidad de que
haya sido asesinado. Yo no estoy seguro de ello.
»Sí sé, en cambio, que Lorraine Elmore, mi cliente, nuestra cliente, mejor dicho,
sufre un ataque de histeria. Hemos logrado tranquilizarla, últimamente. Ella cree que
presenció el crimen.
—¿En el motel? —preguntó Crowder.
—En el motel, no. Eso es lo malo de su relato. Se trata de una historia
descabellada, improbable, que resulta completamente contradictoria si uno se atiene a
los hechos. No quiero que refiera ese cuento, pero es que si lo silencia su situación
será igual de apurada.
»Por consiguiente, sólo existe una salida.
Crowder miró a Mason a los ojos, permaneció pensativo un momento y contestó:
—Usted quiere decir que necesitamos los servicios de un buen doctor.
Mason repuso:
—Joven: veo que está usted en posesión de una mente estrictamente legal. Creo
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que es un buen retoño del viejo árbol.
»Hay dos razones que justifican mi necesidad de un abogado local en este asunto.
En primer lugar preciso de los servicios de un doctor. En segundo término necesito de
alguien que pueda establecer contacto con un forense, los reporteros y la gente del
lugar, estableciendo los hechos del caso antes de que nuestra cliente haya hablado.
Crowder preguntó:
—¿Qué pasa con este teléfono? ¿Comunica directamente con el exterior?
—En la oficina funciona una especie de centralilla. Afuera hay una cabina
telefónica.
Crowder asintió, acercóse a la puerta y luego volvió moviendo la cabeza.
—Delante de la cabina está la gente agrupada en una fila de tres en fondo.
—Bien —contestó Mason—. Utilizaremos este teléfono. Cuidado con lo que dice,
¿eh?
Crowder descolgó el micro, manifestando al cabo de unos segundos:
—Quisiera comunicar con el exterior… ¿Podrían darme línea? ¡Oh! Si tiene que
marcar los números, entonces… Quisiera… Es que no recuerdo el número y no
dispongo a mano de una guía. Deseaba hablar con el doctor Kettle… ¿Tendría usted
la amabilidad de llamarle?
Hubo una pausa. Finalmente, Crowder dijo:
—¿Horace? Aquí Duncan Crowder, hijo. Estoy en el Palm Court Motel, en la
cabina séptima. Queda delante de la calle, conforme gira uno hacia la zona de
aparcamientos, a la derecha. Quisiera que viniese usted en seguida. Sí; en seguida…
Se trata de algo urgente, desde luego. No. No es una intervención quirúrgica pero
necesito que se presente en este lugar con la máxima urgencia. De acuerdo, ¿eh?
Crowder colgó, declarando:
—Vendrá inmediatamente. De paso, le diré una cosa: el doctor Kettle hace
muchas autopsias, por delegación del médico forense.
—De su conversación deduzco que le une con ese hombre una gran amistad.
—Sí, en efecto. Es cliente nuestro y médico de mi padre.
—Y suyo también, me imagino —apuntó Mason, sonriendo.
Crowder sonrió también.
—Todavía no he necesitado ninguno en los años que tengo.
Mason explicó:
—El hombre muerto es Montrose Dewitt. Nuestra cliente es Lorraine Elmore. Es
una mujer viuda, de Massachusetts. Existen muchos detalles que confirman que
Dewitt era un granuja, uno de esos tipos que eligen sus víctimas entre las mujeres…
Puede que sus actividades tengan un ángulo de carácter más siniestro.
—¿También asesino de las mujeres a quienes engañaba? —inquirió Crowder.
Mason hizo un gesto afirmativo.
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—¿Y qué le ha pasado?
—Ha muerto —declaró Mason—. Fue encontrado sin vida en el suelo, dentro de
la cabina decimocuarta. Nuestra cliente ocupaba la decimosexta. Hay indicaciones
que revelan que ambas unidades fueron sometidas a un detenido registro, aunque se
realizara a toda prisa. El autor de aquél dispuso de más tiempo, al parecer, en el
primero de los dos alojamientos. La maleta de la víctima fue abierta y de ella se
sacaron algunas cosas, pero no se ha observado desorden alguno.
»En la unidad decimosexta, sin embargo, la ocupada por Lorraine Elmore, el
registro fue, aparentemente, más precipitado. Muchas prendas femeninas fueron
sacadas de las maletas, quedando desparramadas por la habitación. Puede que nuestra
cliente llevara una gran suma en efectivo.
»Me interesé por el caso por obra de una sobrina de la señora Elmore, una chica
llamada Linda Calhoun, quien quería que protegiera a su tía. Creía que estaba
corriendo el peligro de morir asesinada.
—¿Y de acabar casada? —aventuró Crowder.
—Cuanto más le conozco, Crowder, más seguro estoy de que usted y yo haremos
muy buenas migas.
»Bien. Linda Calhoun tiene un novio: George Latty, que se encuentra en este
motel, desde anoche. Ocupa la unidad duodécima, contigua a la de Montrose Dewitt.
El hombre me hizo saber que las paredes son aquí tan finas que es posible escuchar
las conversaciones a través de ellas…
»De acuerdo con la distribución de las cabinas, se puede afirmar que si Latty
escuchó alguna conversación a través de los muros, aquélla debió de celebrarse en la
unidad decimocuarta o en la décima.
—¿No lo dijo? —preguntó Crowder.
—No lo ha dicho ni va a decirlo —declaró Mason—. Lo que sé, lo declaró
inadvertidamente. Pronto se cerrará en banda, quizás.
—¿Es probable que él esté informado?
—Es muy probable.
—¿A qué se dedica?
—Estudia leyes, actualmente. Da la impresión de que se pasa horas delante del
espejo, admirándose a sí mismo. Eso ocurre, seguramente, después de seguir las
peripecias de la tropa corriente de héroes de la televisión.
»Linda trabaja —prosiguió diciendo Mason—, y, evidentemente, se saca un buen
sueldo. Gracias a su sueldo se encuentra en condiciones de que George Latty se
beneficie con su ayuda. Sí: contribuye a que vaya adelante con su carrera. Ahora
viene algo que demuestra el carácter verdadero de ese joven: Latty me comunicó que
disponía de una pequeña suma de dinero, fruto de sus ahorros, a base de una parte de
su asignación mensual, manifestando que Linda no sabía nada de ese dinero, lo cual
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representaba evidente, un ahorro subrepticio.
—¿En qué aspectos difiere la historia de nuestro cliente de los hechos conocidos?
—inquirió Crowder.
—Son varios los aspectos a considerar —replicó Mason—. Ella insiste en que el
hombre fue golpeado en el desierto, hasta que perdió la vida. El coche de Lorraine
Elmore se encuentra ahí fuera y sólo Dios sabe qué pruebas habrán quedado en aquél.
Espero la llegada de un detective y de una avioneta de un momento a otro. La alusión
de Lorraine Elmore al lugar en que dejó el coche no puede ser más vaga, debido a su
desconocimiento de esta región, pero, en fin, creo que después de que el doctor medie
en el asunto volaremos un poco y…
Llamaron a la puerta.
Mason cruzó la habitación para abrirla.
El hombre que se plantó en el umbral tendría cincuenta y tantos años. Era
menudo, delgado, de aire enérgico y faz severa. Sus vivos ojillos inspeccionaron a
Perry Mason.
—¿Está Crowder aquí? —preguntó.
—¿Es usted el doctor Kettle?
—Sí.
—Soy Perry Mason.
Crowder dio unos pasos adelante.
—Hola, doctor. Entre.
El médico inquirió:
—Usted es Perry Mason, el gran abogado, ¿no?
Mason sonrió.
—Debo haber tenido una buena prensa por aquí, según veo.
—En efecto —confirmó el doctor Kettle—. ¿Qué deseaban de mí?
Medió Crowder:
—¿Me permite, señor Mason?
—¡No faltaba más! Adelante.
—En la unidad contigua —explicó Crowder— tenemos una cliente que anda
necesitada de tratamiento médico. Será mejor que describa sus síntomas.
El doctor Kettle movió la cabeza.
—Será mejor que me deje establecer el diagnóstico sin la intervención de nadie.
Crowder asintió:
—Será mejor que le de a conocer sus síntomas.
De repente, el doctor sonrió.
—Creo que esta mañana me muestro algo tardo en comprensión. Adelante. Deme
a conocer esos síntomas de la enferma.
—Nuestra cliente —explicó Crowder— puede o no haber sido testigo de un
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crimen. Ha vivido una experiencia muy fuerte. Ha rebasado la cuarentena y se halla
muy alterada emocionalmente. La histeria se ha apoderado de ella.
»Desde luego, más tarde será preciso que cuente su historia a la policía, pero de
momento, tal es mi opinión, al menos como hombre de leyes, debe callar.
—¿Por qué?
La pregunta del doctor sonó como un trallazo, de puro seca.
—Porque emocionalmente se encuentra muy alterada y su relato no puede
ajustarse a la verdad, a los hechos tal y como se produjeron. En su presente estado no
es justo que se vea sometida a un interrogatorio.
—Le echaré un vistazo —contestó el doctor Kettle—. Ahora bien, a juzgar por
los datos que usted me facilita, Duncan, esa mujer sufre un agudo ataque de histeria y
será necesario que descanse, que guarde una quietud absoluta. Voy a administrarle un
sedante enérgico. La trasladaré al hospital y haré cuando esté allí que cuiden de ella
unas enfermeras especiales, con órdenes rigurosas de que no sea visitada por nadie.
Habrá de estar así por espacio de veinticuatro horas, por lo menos. Pasadas éstas,
cuando se normalice, decidiré si es aconsejable otro modo de proceder.
—Creo que ha llegado ya el momento de que vea a su cliente, doctor —manifestó
Mason.
—Lo mismo pienso yo.
—¿Va usted a efectuar el traslado en una ambulancia? —preguntó Mason.
El doctor Kettle hizo un movimiento denegatorio de cabeza.
—Las ambulancias llaman mucho la atención siempre. Me la llevaré en mi coche,
ocupándome de su instalación en el hospital personalmente… Es decir, si está en
condiciones de andar.
—Creo que sí podrá —opinó Mason—. Claro, le resultará bastante molesto.
—¿Por qué?
—Estuvo vagando largo rato por el desierto.
—Ya comprendo.
Mason abrió la puerta de la cabina. El doctor Kettle salió, miró a la derecha e
izquierda y avanzó hacia la unidad contigua.
Ya dentro, Mason dijo:
—Le presento a mi secretaria, Della Street… El doctor Kettle… Bien, señora
Elmore. Aquí tenemos un médico que va a ver si puede ayudarle un poco. De
momento, examinará sus pies. No queremos correr el riesgo de una infección.
Mason miró a Della Street.
—Yo creo, Della, que lo mejor sería dejar al doctor a solas con su paciente.
El doctor Kettle abrió su maletín, del que sacó alguna gasa y una jeringuilla
hipodérmica.
—¿Está usted nerviosa, señora Elmore?
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Lorraine Elmore apartó el paño que tenía sobre la frente, intentando incorporarse.
—Calma, ¿eh? Ya sé que ha pasado por una desagradable experiencia.
Lorraine Elmore asintió. Fue a hablar, pero en seguida estalló en sollozos.
El doctor inclinó un pequeño frasco… El olor del alcohol invadió la habitación.
—A ver, señora Elmore… Su brazo izquierdo, por favor.
Intervino Mason:
—Una sola pregunta, señora Elmore, antes de que el doctor Kettle le administre la
inyección que calmará sus nervios. ¿Lleva usted encima una gran suma de dinero?
La mujer experimentó un fuerte sobresalto.
—¡Cielos! ¡Sí! Ya no me acordaba de eso. Monty llevaba también consigo mucho
dinero.
—¿Dónde está? —preguntó Mason.
—Yo… Nosotros… Está debajo del asiento del sillón de su cabina. Decidimos
que lo mejor era esconder el dinero antes de salir en el coche.
—¿Se ocuparon de ello detenidamente?
—Sí. Acordamos dejar el dinero y… ¡Ay!
—Listo —comentó el doctor, retirando la jeringuilla hipodérmica.
—¿Se hará cargo usted del dinero en cuestión? —preguntó la señora Elmore.
—Procederemos de la forma más conveniente —prometió Mason.
El doctor les señaló la puerta.
Mason, Della Street y Duncan Crowder salieron en silencio de la unidad.
Duncan dijo, mirando a Della:
—Siento que no me diera usted tiempo para explicarle que mi padre se hallaba en
el hospital y que yo me encontraba al frente de la firma, atendiendo a sus varios
asuntos con la mayor diligencia posible.
—Todo fue culpa mía —se disculpó Della Street—. Nos enfrentábamos aquí con
una cosa urgente y no quise perder unos minutos. El señor Mason me dijo que me
pusiera en contacto con Duncan Crowder. Usted me dio este nombre y consideré
luego inútil prolongar la conversación.
Mason dijo:
—Todavía nos queda algo por hacer, Crowder.
—¿El dinero?
Mason asintió.
Crowder se fijó en el grupo de curiosos que se movían por las cercanías de la
cabina que ocupara Dewitt.
—Si le es lo mismo, señor Mason… Yo sugiero que se quede usted aquí. Su
fotografía ha salido en los periódicos muchas veces. Esa gente le va a reconocer y
empezará a hacer comentarios.
»Echaré un vistazo yo solo, si le parece bien. Conozco al forense y al jefe de
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policía. Naturalmente, no me será posible ahora sacar nada de ahí.
—Vaya, vaya usted, Crowder.
Mason cogió a Della Street del brazo, quedándose los dos en la puerta de la
cabina de la joven. Duncan Crowder se mezcló entre los presentes, cambiando
saludos con algunos. Finalmente, se adentró en la unidad con el aire calmoso y
natural de una persona que penetrase en su casa.
Crowder estuvo ausente por espacio de cinco minutos. Emergió con la misma
naturalidad con que había entrado. Esta vez no se detuvo a hablar con nadie, sino que
fue directamente en busca de Mason y Della Street, donde éstos le esperaban.
—¿Lo encontró? —preguntó Mason.
—No he visto nada.
—¿Miró usted debajo de los cojines del sillón?
Crowder hizo un gesto afirmativo.
—¿No ha visto nada que indique que aquéllos hayan sido quitados en algún
momento del sillón?
Crowder movió la cabeza a un lado y a otro.
—No hay nada que llame la atención a primera vista. Los cojines pueden quitarse
y ponerse sin que nada aparezca alterado. Existe, no obstante, un punto que podría
resultar muy significativo.
—¿Cuál?
—En el estrecho espacio existente entre los cojines y un brazo del sillón había
unas monedas sueltas —explicó Crowder—. Puede que procedan del bolsillo del
pantalón de un hombre que haya estado sentado allí con una pierna montada encima
de la otra… En estas condiciones, es fácil que se caigan. Existe la posibilidad,
también, de que alguien las colocara allí para dar la impresión de que aquello no
había sido tocado… Cabe la duda, desde luego. ¿Quién puede saber a qué atenerse en
tal aspecto?
Mason siguió luego la dirección de la mirada de Crowder.
—Fíjese en ese tipo —manifestó el joven—. Hablan de nuestros sombreros de ala
ancha, que tanto llaman la atención en Boston. Ése lo que lleva sobre la cabeza es una
minúscula cápsula. A mí su sombrero me recuerda los pasteles de manzana que hacía
mi madre…
Mason le interrumpió.
—¡Hombre! —exclamó—. ¡Pero si es Howland Brent, de Boston! Se trata del
agente financiero de Lorraine Elmore. Ha debido de alojarse en una de estas unidades
del motel. A ver si averigua cuándo llegó aquí y con qué nombre se apuntó en el
registro… ¡Santo Dios! Esto complica todavía más la situación.
—Voy a ocuparme de eso ahora mismo —anunció Crowder—. Usted no se deje
ver, señor Mason.
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Crowder se alejó en dirección a la pequeña oficina del establecimiento,
regresando a los pocos minutos.
—Así se llama, en efecto: Howland Brent, de Boston, Massachusetts. Al parecer
conduce un coche alquilado, ya que su matrícula es de California. Entró anoche, poco
antes que usted. Ocupa la cabina undécima, es decir, la siguiente a la suya.
Mason se quedó pensativo.
—Está usted comenzando a llamar la atención —advirtió Crowder—. La gente le
conoce y la señorita Street es una mujer atractiva. Ya he notado unas cuantas miradas
«de lobo» en esta dirección, de algunos individuos de la localidad.
—Yo también las he notado —declaró Della Street, riendo—. He optado por
hacerme la desentendida, lo usual en estos casos.
—Será mejor que nos marchemos —opinó Mason—. La señora Elmore está en
buenas manos, ¿no?
—Hasta que pasen veinticuatro horas no formulará ninguna declaración —apuntó
Crowder—. Anda el doctor Kettle por en medio. Nada dirá que trascienda. Todas sus
manifestaciones se reducirán a la comunicación confidencial dirigida a su médico.
—O a una enfermera —sugirió Mason.
—O a una enfermera —confirmó Crowder.
—Sí, será mejor que nos marchemos —insistió Mason—. Sin embargo, yo estoy
esperando a Paul Drake…
—¿De quién se trata?
—Del detective que trabaja en este caso por encargo mío. Llegará de un momento
a otro.
—Bien. Nos encontraremos a salvo por veinticuatro horas —dijo Crowder—.
¿Qué hará usted cuando haya transcurrido ese lapso de tiempo?
—Me gustaría saberlo —contestó Mason, con franqueza.
—¿Por qué no se mete en su coche y espera al detective en otro sitio? —propuso
Crowder.
—Un momento —medió Della Street—. Se acerca un taxi.
—Ése es Paul —anunció Mason, adoptando instantáneamente una decisión—.
Usted, Della, subirá al coche alquilado en compañía de Crowder. Yo me acomodaré
en el taxi de Paul.
Mason echó a andar a buen paso hacia la acera cuando el taxi disminuía la
velocidad, empezando a girar.
Paul Drake se había metido la mano en el bolsillo, disponiéndose ya a pagar.
—No dejes el taxi, Paul —le dijo Mason—. Voy a subir.
El abogado abrió la portezuela, saltando al interior del automóvil al tiempo que
decía:
—Vuelva al aeropuerto, conductor.
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Éste, que había echado un vistazo a su alrededor, inquirió:
—¿Qué ha pasado aquí? Esto está lleno de gente.
—Me parece que ha habido una riña —contestó Mason—. O tal vez hayan robado
en alguno de los automóviles aparcados… ¿Qué tiempo va a tardar para llevarnos al
aeropuerto?
—No se preocupe: iremos de prisa. Oiga, ¿es que nos sigue ese coche?
—Nos sigue, sí —explicó Mason—. Esos viajeros son amigos nuestros.
—Ya.
Drake enarcó las cejas, mirando a Mason.
El abogado le invitó a guardar silencio con una mirada tan expresiva como la
suya.
—¿Está el avión preparado para salir, Paul?
—En efecto.
—¡Magnífico! —exclamó Mason—. Éste va a ser un día muy movido, Paul.
—Ya me lo figuro —comentó Drake.
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Capítulo 7
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—Ustedes dirán.
Estaban ya en al aire.
Mason se volvió hacia Duncan Crowder.
—Vuele hacia el este unos veinte kilómetros —dijo el joven—. Sobrevuele
Calexico. Luego, siga la carretera asfaltada que va a Yuma.
El piloto asintió. El aparato se inclinó de lado, describió una curva.
Al pasar sobre el motel de Calexico, Mason estudió la situación, advirtiendo que
pegado a la unidad decimocuarta había un vehículo del tipo de los utilizados
normalmente por las empresas funerarias.
El avión describió un círculo.
—¿Conforme? —preguntó el piloto.
—Conforme —respondió Crowder, señalando hacia el este.
Sobrevolaron durante unos minutos la brillante cinta de la carretera.
—A partir de aquí hay que explorar todas las carreteras que conduzcan hacia el
norte —dijo Mason.
—¿Hasta dónde?
—Hasta el final. No nos separan muchos kilómetros de la otra autopista de El
Centro y Holtville. Queremos comprobar la zona comprendida entre las dos grandes
vías.
—¿Pueden ustedes decirme qué andan buscando? —preguntó el piloto.
—Unas propiedades… —replicó Mason, vagamente.
El piloto situó el aparato a unos trescientos metros del suelo, explorando una
carretera secundaria. Seguidamente, volvió hacia la principal, deslizándose a lo largo
de un nuevo camino.
—Ahí está, seguramente, lo que ustedes buscan, ahí delante —aventuró.
Mason, que ocupaba el asiento del copiloto, contestó:
—No veo nada.
El avión pasó zumbando por encima del automóvil, detenido, ganó altura y
regresó al mismo punto.
—Está medio hundido en la arena —comentó el piloto—. Eso parece.
—Bien —dijo Mason—. Desplácese hacia el norte unos tres kilómetros. Luego,
emprenda el regreso al aeródromo. No se aparte del avión una vez aterricemos allí.
Reposte gasolina y tenga listo el aparato para despegar en cuanto nos vea.
—Conforme.
El avión fue ganando altura.
Mason se volvió hacia Crowder.
—¿Podrá usted localizar la carretera?
El joven contestó afirmativamente.
—¿Queda ese punto cerca de la finca de su cliente?
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—Muy cerca —manifestó Crowder, haciéndole un guiño.
—Me gustaría ver la zona desde el suelo —dijo Mason.
—Le llevaré allí en coche —prometió Crowder.
—Poco tiempo necesitarán para eso —declaró el piloto.
El aparato describió un círculo sobre el campo enfilando después la pista de
aterrizajes.
El piloto condujo el avión hasta cerca del sitio en que dejara Crowder el coche
alquilado.
Los pasajeros se apearon.
Cuando ya el piloto no podía oírles, Mason dijo a Crowder:
—Será mejor que conduzca usted. Usted conoce la región. Y también la carretera,
¿no?
—En efecto. Queda más allá de las tierras de riego. Es una vía que conduce a la
autopista de Hotville. Hay un tramo de grava apretada y luego arena, más de la que
uno quisiera.
—¿Grava apretada?
—Sí. Aquí soplan vientos muy fuertes… Con el tiempo, han ido barriendo las
capas superficiales arenosas, dejando una superficie muy dura. Al flojear los vientos,
empieza a depositarse sobre ella una capa cada vez más gruesa de arena. En este
paraje, tierra de contrastes, verá cosas que han de llamarle la atención. Hay suelos
que son puro cieno, dunas arenosas y pisos formados por pequeñas rocas, pulidas por
la erosión. Las rocas son oscuras y brillantes por las partes expuestas al sol.
—¿Se borran fácilmente las huellas…? —quiso saber Mason.
—Es fácil descubrir las que dejaría un automóvil si son recientes… ¿No quería
referirse usted a eso?
—No quería referirme a eso exactamente, pero en fin, echaremos un vistazo.
Vayamos allí lo antes posible. Estamos luchando contra el tiempo.
Crowder pisó el acelerador.
—Bueno. Yo no estoy seguro en cuanto a la ética de esta situación —declaró
Crowder—. He dejado en sus manos por completo eso.
—Ha hablado usted de «ética». ¿Qué quiere decir?
—Me figuro que vamos a descubrir unas pruebas.
—Pruebas… ¿de qué?
—Pues no lo sé.
—Ni yo tampoco —repuso Mason—. Estamos inspeccionando unos hechos.
—Pero, ¿qué vamos a hacer con esos hechos? ¿Es que…? Bueno, imaginémonos
que tales hechos arrojan unas pruebas… más adelante.
—En eso mismo pensaba yo. Vamos a posponer ese más adelante todo lo que
podamos si los hechos indican que nuestra cliente se hallaba emocionalmente
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alterada.
—¿Pero qué vamos a hacer si resultan pertinentes?
—En ese caso, llamaremos la atención de las autoridades sobre ellos.
—¿Y usted cree que van a merecer tal calificativo?
—Mucho me temo que sí. Sin embargo, por lo que a la ética se refiere no olvide
que un abogado está obligado a proteger a su cliente. He aquí la primera y principal
de las reglas relacionadas con la ética legal.
»La gente que formuló los cánones de aquélla daba por descontado que un
abogado se inclinaría siempre por proteger a su cliente. En consecuencia, redactó
normas sobre la conducta profesional, a fin de impedir que el abogado fuese
demasiado lejos. Pero el canon número uno, que debe sobreponerse a los restantes,
fija que un abogado ha de ser leal a su cliente, siendo su obligación protegerlo.
»Veamos… Nosotros tenemos una cliente que podemos calificar de histérica. Ella
me ha referido una historia que no puedo repetir ante las autoridades porque se trata
de una confidencia de carácter profesional.
»Si yo no puedo decírsela a las autoridades con palabras sin violar la ética legal,
tampoco me es posible referir dicha historia mediante acciones.
—Expliqúese.
—Si las autoridades supieran que hemos cogido un automóvil para trasladarnos
aquí, supondrían, naturalmente, que existe una razón determinante de nuestro
proceder y que nuestra cliente nos ha referido algo que ha dado lugar a tal acción.
—Ya le entiendo —dijo Crowder.
—Por consiguiente —apuntó Mason—, no hay razón para permitir que las
autoridades se enteren de que hemos venido aquí buscando un coche.
—Comienzo a comprender su interés por estas tierras como inversión y la
estudiada indiferencia con que al principio miró usted aquel automóvil.
Mason dijo ahora:
—Creo que podemos confiar en nuestro piloto, pero que no viene a cuento
someterlo a un «test» práctico.
—¿Por eso quiere que regrese lo antes posible a Los Ángeles?
Mason sonrió.
—Si no está aquí, si no oye hablar de ningún caso criminal, tampoco le dará por
hablar, por hacer comentarios.
—Exacto.
Guardaron silencio unos minutos. Después, Crowder giró hacia la izquierda.
—¿Es ésta la carretera? —preguntó Mason.
Crowder contestó que sí con la cabeza.
—Vayamos despacio, para ver si descubrimos huellas.
—Aquí el tráfico es insignificante —explicó Crowder—. Sólo se aventuran por
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estos lugares los cazadores. Esta carretera serpentea por entre las dunas de que le he
hablado. Por una razón u otra él viento forma un remolino por este punto y pierde
violencia al transportar arena, la cual se deposita, dando lugar a montones movedizos.
—El piso es firme —observó Mason—, como si hubiera intervenido en su
formación alguna sustancia de tipo aglutinante.
—Vea usted esos guijarros pulidos. Siempre brillan a la luz del sol.
El coche ganó velocidad. Luego, la marcha se hizo más lenta como si se hubiesen
estado deslizando por otro tramo arenoso. Seguidamente avanzó con más rapidez, al
atacar otro llano de empedrado piso.
—Ahí delante está el automóvil —anunció Crowder—. La matrícula es de
Massachusetts.
—Detengámonos aquí —dijo Mason—. No, espere. Siga hasta donde pueda ser,
evitando siempre el riesgo de quedarnos empantanados.
—Puedo avanzar más porque sé cómo hay que conducir aquí. No olvide que me
he criado por estos parajes. Si se oprime a fondo el acelerador el parón es seguro. Si
se procede con suavidad no hay peligro… Y si con todas las preocupaciones las
ruedas se hunden en la arena basta con disminuir la presión del aire en los neumáticos
para…
—Eso es —dijo Mason—. Paremos el coche y soltemos un poco de aire de los
neumáticos. Quiero dejar las huellas imprescindibles.
—Muy bien. Procederemos así. Se quedará usted sorprendido al advertir la
diferencia…
El automóvil se detuvo. Crowder se apeó, yendo de una rueda a otra.
—El viaje de regreso habremos de hacerlo con toda lentitud, hasta que lleguemos
a una estación de servicio —advirtió Crowder.
—De acuerdo.
—¿Quiere usted remolcar ese coche? —inquirió Crowder—. No nos sería
imposible.
—No disponemos de ninguna cuerda o cable a propósito.
—Por aquí tiene que haber alambre de espino —dijo Crowder—. Bien enredados
varias veces, compondremos una especie de cadena de remolque que hará su papel.
—No sé si es eso exactamente lo que yo quiero —contestó Mason.
Luego Crowder situó el coche a metro y medio del otro vehículo.
—Ahora puede usted ver lo que sucedió —dijo—. El conductor aceleró…
Después, probó con la marcha atrás. Lo único que consiguió fue excavar más con las
ruedas en la arena, hacer el hoyo más profundo.
Mason asintió, respondiendo:
—Hay que obrar con todo género de precauciones. Si han de quedar rastros aquí,
quiero que sean tan sólo los indispensables.
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—Ya hay algunos —señaló Crowder—. Parece ser que alguien anduvo por aquí.
El que se apeó por la portezuela de la izquierda no se molestó en cerrar aquélla. Hay
una luz que se enciende automáticamente al abrirse la misma. Si pasa mucho tiempo
así, la batería se resiente, se descarga. ¿Cree usted que debemos cerrar la portezuela
en cuestión?
—No. Será mejor que lo dejemos todo tal como lo hemos encontrado.
Los dos se aproximaron al automóvil, inspeccionando su interior.
—¿Busca usted huellas de sangre o algo por el estilo? —preguntó Crowder.
—Algo por el estilo —repitió Mason maquinalmente.
Colocóse un pañuelo en la mano y abrió la portezuela posterior. De repente, se
irguió.
—¿Qué es eso?
—Sobre el asiento del conductor —manifestó Mason— hay una cápsula verde. A
juzgar por su tamaño y aspecto puede que se trate de un barbitúrico… de un producto
hipnótico.
—A veces, tengo entendido, utilizados como supuestos «sueros de la verdad»…
—Mediante la inyección con jeringuilla hipodérmica es posible controlar la dosis
—aclaró Mason—. Bueno, ¿y usted qué cree que puede estar haciendo eso aquí?
—¿Por qué no nos llevamos esa cápsula? Averiguaremos de qué se trata
exactamente —propuso Crowder.
—La cápsula se quedará donde está —decidió Mason—. Ahora vamos a proceder
a abrir el portaequipajes.
El abogado alargó el brazo por entre la portezuela abierta y la carrocería, quitando
de su sitio la llave del encendido. Había varias más unidas a ella y Mason seleccionó
la que le interesaba. Acercóse a la parte posterior del coche y levantando el capó miró
al interior del portaequipajes.
—Nada —comentó Crowder—. ¿Era esto lo que usted esperaba?
—La verdad, amigo mío, es que yo me limito a mirar y a pensar.
Mason bajó el capó, colocando las llaves donde las encontrara.
Los dos hombres se acercaron a su automóvil.
—¿Es eso todo? —preguntó Crowder.
—Sí.
—¿Qué habéis encontrado? —preguntó Drake.
—Hemos llevado a cabo un examen muy superficial —replicó Mason—. Vimos
una cápsula verde en el asiento del conductor, a la derecha del mismo. La cápsula
pudo haberse caído de un bolso femenino.
—¿No hubo más? —insistió Paul.
—No. No hubo más.
—Y, sin embargo, pareces sentirte aliviado.
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—En una situación como la presente nunca se sabe qué puede uno hallar en el
interior de un automóvil.
—¿Habías pensado en otro cadáver? —quiso saber Drake.
—Había pensado que nunca se sabe qué puede uno hallar en el interior de un
automóvil —subrayó Mason.
Crowder, diestramente, dio marcha atrás, girando en la arena, comunicando a las
ruedas el impulso justo para que no patinaran.
Avanzaron en silencio hacia la carretera asfaltada.
En la primera estación de servicio que encontraron, Crowder se ocupó de que
dieran aire a los neumáticos. Mientras les atendían, Mason se acercó a la cabina
telefónica, marcando el número de la oficina del sheriff.
Cuando quedó establecida la comunicación, Mason se expresó en los siguientes
términos:
—Soy un abogado de Los Ángeles. Me interesaba ver unas tierras del Valle, con
el fin de invertir algún dinero, y mientras volaba sobre la zona descubrí un automóvil
medio hundido en la arena y abandonado, al parecer.
»El vehículo se encuentra en un camino que va desde la autopista de Calexico-
Yuma a la de Holtville-Yuma. La derivación queda a unos veinticinco kilómetros, al
este de Calexico. Les sugiero la conveniencia de efectuar una investigación.
»No distinguimos señal alguna de vida; no vimos a nadie que hiciera señales en
demanda de ayuda así que no dimos mucha importancia a nuestro descubrimiento.
Pero más tarde, efectuando una inspección más detallada del sector, decidimos
acercarnos al automóvil. Se trataba de un vehículo con matrícula de Massachusetts.
Había hundido sus ruedas en la arena, siendo abandonado. Me figuré que desearían
conocer la presente información.
—Gracias. Hemos tomado nota de ella —le contestó el funcionario de servicio.
Mason colgó, reuniéndose con Duncan Crowder.
—Me dispongo a dejar todo esto en sus manos. Paul Drake se quedará aquí para
ayudarle. He dado cuenta a la oficina del sheriff del hallazgo del coche. Recuerde que
andábamos interesados por unas tierras que uno de sus clientes tiene en venta.
—Lo recordaré —prometió Duncan—. ¿Algo más?
—No.
—¿Volvemos al aeropuerto?
Mason asintió.
—He aquí algún dinero para gastos —dijo a Crowder.
El abogado sacó su cartera, alargando a Duncan dos billetes de cien dólares.
—Conforme. Usted tiene ya mi número de teléfono. Manténgase en contacto
conmigo.
—Y usted téngame al corriente de lo que vaya ocurriendo. Linda Calhoun
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aparecerá por aquí, formulando preguntas concernientes a su tía. Está muy unida a
George Latty. Todo lo que ella sepa acabará sabiéndolo también, probablemente, su
novio. Y cualquier cosa que éste averigüe será, a no mucho tardar, de dominio
público.
»Paul: retén este coche alquilado, vaga por Calexico y no pierdas el contacto con
Crowder. Mantente a la expectativa… Howland Brent habrá de ser vigilado.
—¿Qué he de decir si soy interrogado… oficialmente? —inquirió Drake.
Mason sonrió.
—Que tú estás efectuando indagaciones por encargo mío y que yo, a mi vez,
colaboro con las autoridades.
—Sí, sí. Estoy al cabo del carácter de tu colaboración —replicó Drake pasándose
el dedo índice por la garganta, como si fuera a cortársela.
—¡Hombre, Paul! —exclamó Mason—. ¡Me dejas sorprendido! Estamos
colaborando con las autoridades. Les hemos dado cuenta de todo lo que hemos
averiguado.
—Pero no les has dicho el por qué de tus indagaciones.
—¿Que no? Les he dicho que yo tenía entre manos la adquisición de unos
terrenos aquí. Mi interés, en este sentido, es auténtico. Se trata de una buena
inversión.
—Ya, ya —repuso Drake, secamente.
—Y, desde luego —añadió Mason—, ahora que hablamos de esto el hecho de que
ese automóvil lleve matrícula de Massachusetts es una coincidencia, Paul.
En el aeroplano, Mason se volvió hacia Crowder, estrechando su mano.
—No deje este asunto de la mano, Duncan —le recomendó—. Llámeme por
teléfono tan pronto haya alguna novedad. Paul Drake estará en contacto con usted y
conmigo.
Crowder respondió:
—Creo haber comprendido qué es lo que usted desea, señor Mason.
—Estoy seguro de ello —declaró Mason, sonriendo—. También me parece que
ha entendido bien lo que no quiero.
—He ahí un punto más difícil —contestó Crowder—, pero creo tener una idea
general. Sé que es usted un hombre sumamente ocupado y que no dispone de todo el
tiempo que necesitaría para explicarme determinados detalles. Es una lástima, sobre
todo por lo que a los representantes de la ley se refiere, que haya de reintegrarse tan
de prisa a su oficina de Los Ángeles. De otro modo, nos habríamos sentado para
charlar detenidamente acerca de ciertas cosas.
—Sí que es una pena —convino Mason—. Tendrá que hacer uso de su buen
juicio, Duncan.
—Me esforzaré para estar a la altura de las circunstancias —prometió Crowder.
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Mason tomó a Della Street de un brazo llevándola hacia el avión y ayudándola a
subir al mismo. El piloto hizo funcionar los motores. Duncan y Paul Drake agitaron
los brazos en señal de adiós cuando el aparato empezó a moverse para enfilar la pista
de despegues.
—He aquí un joven abogado que llegará —comentó Della.
Mason esbozó otra sonrisa.
—Se halla en posesión de lo que únicamente puede describirse como una buena
mente legal.
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Capítulo 8
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autoridades mantengan selladas las unidades del motel. Muévete con rapidez y
tómalas antes de que se te adelante alguien. Dile al encargado que representas a
Lorraine Elmore y paga por anticipado. Di que ella perdió la llave, hazte de otra y
registra el lugar centímetro a centímetro.
»El forense querrá llevarse ciertas cosas de la cabina de Dewitt. Tan pronto haya
sido hecho eso instálate en ella. Procúrate una reserva alegando que voy a reunirme
contigo. No des mi nombre. Da el tuyo a la hora de alquilar ambas unidades.
—Conforme —replicó Drake.
—Otra cosa: alquila la unidad dejada por Latty. Así dispondremos de tres en fila.
Luego, procede a registrar las piezas detenidamente.
—¿Con qué fin, Perry? No ha habido ningún crimen y…
—Lo más probable es que no podamos averiguar dónde está el dinero. Sabremos,
en cambio, con toda certeza, dónde no se encuentra.
—De acuerdo —dijo Drake—. Actuaré en seguida.
—En seguida, ¿eh?
—Sí. No te preocupes —respondió Drake, colgando.
Mason y Della Street hicieron lo mismo.
—¿Y bien? —inquirió la joven.
Mason movió la cabeza.
—¿Dejaremos las cosas tal como están si las autoridades se empeñan en ello? —
preguntó Della.
—¿Por qué no?
—Usted conoce la historia de esa mujer que asegura que vio cómo lo
asesinaban…
—Y a todo esto, el cuerpo no presenta ninguna señal. Sí; el cadáver no ofrece
indicios que hablen de violencias y el hombre falleció de muerte natural.
—¿Lo cree usted así, realmente?
—No puedo poner en tela de juicio la opinión de las autoridades —manifestó
Mason—. A ver si puede usted localizar por teléfono a Duncan Crowder, Della.
Della Street se puso en comunicación con Gertie. Unos segundos después hacía
un gesto afirmativo en dirección a su jefe. Mason cogió el teléfono.
—Soy Perry Mason, Duncan —dijo el abogado—. ¿Qué tal van las cosas?
—Magníficamente. El hombre falleció de muerte natural. Supongo que ya se lo
diría su detective.
—Pues sí. ¿Qué más ha averiguado usted?
—No mucho. Linda Calhoun se encuentra aquí, en mi despacho. Hemos estado
charlando… ¿Se ha puesto George Latty en contacto con usted?
—No.
—Al parecer, regresó a Los Ángeles e intentará comunicar con usted.
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Mason dijo:
—Ya que está usted hablando con Linda Calhoun, podría insistir en el hecho de
que su tía ha sufrido un profundo trastorno de carácter emocional. Bien… No sé con
seguridad cuál puede ser la causa de esta perturbación, pero cabría atribuirla al uso de
algunos barbitúricos durante un dilatado período de tiempo.
»Es probable que se dirigiera a la cabina ocupada por Montrose Dewitt y que
llamara a la puerta. No habiendo recibido contestación alguna, abrió aquélla para
asomarse al interior, viéndole tendido en el suelo, muerto. Presa de una fuerte
emoción, regresó a su alojamiento comenzando a desordenarlo todo, nerviosa,
saltando al volante de su coche después para lanzarse por el desierto.
»No soy médico, pero me imagino que una mujer que ha tomado una dosis
exagerada de sedantes, experimentando luego una fuerte emoción, como la citada,
que le lleva a coger su automóvil para emprender un alocado paseo, siempre con el
pensamiento fijo en la desaparición de una persona que estima mucho, está en
condiciones de forjarse la fantástica idea de haber presenciado un crimen.
—Todo es posible —convino Crowder—. En realidad, no se sabe tanto acerca del
funcionamiento del cerebro en determinadas circunstancias.
—Es un pensamiento que podría usted brindar al doctor Kettle —apuntó Mason.
—Un momento, un momento —le atajó Crowder—. Kettle se mostrará
comprensivo hasta donde pueda ser. Pero jamás falsificará un hecho por mucho que
le insistan.
—No se trata de un hecho —subrayó Mason—. Hablamos de una hipótesis. Usted
puede decirle que hay detalles que indican que Lorraine Elmore ingirió una fuerte
dosis de barbitúricos, con el propósito de conciliar el sueño. Puede que oyera algún
ruido… Es posible que Montrose Dewitt pronunciara su nombre en la unidad
contigua al sentirse enfermo. Entonces, ella se apresuró a auxiliarle y el hombre
expiró en sus brazos. Tal episodio originó, quizá, toda una serie de ideas.
—Le comprendo —declaró Crowder—. Le he comprendido desde el principio y
me estoy limitando a señalarle, señor Mason, que el doctor Kettle no pasará por tales
cosas a menos que cuente con datos de carácter médico.
—No hay ningún absurdo en lo que he dicho, desde ese punto de vista. Hable con
Linda de eso.
—Hablaré con ella —afirmó Crowder—. Parece ser una muchacha muy
inteligente.
—Ustedes dos lo son —declaró Mason, colgando.
Casi al mismo tiempo sonó el timbre del teléfono de Della Street. Ésta atendió la
llamada.
—Está bien Gertie. Un momento —dijo.
Volvióse hacia Mason, añadiendo:
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—Belle Freeman se encuentra en la oficina y desearía hablar con usted.
—¿Belle Freeman? —preguntó Mason—. ¿La que conoció Dewitt antes que
Lorraine Elmore e iba a casarse con él?
Della Street contestó que sí.
—Desde luego que la recibiré. Este caso, sin embargo, toma unos giros
desconcertantes. Hágala pasar, Della. Veamos qué nos dice esa mujer.
Della salió, regresando en seguida en compañía de una mujer de treinta y tantos
años de edad…, con la figura de una de veinte y pico. Sus azules ojos centelleaban;
sus movimientos eran ágiles, flexibles.
—Yo sé, señor Mason —declaró—, que esto es una imposición, pero lo cierto es
que anoche hablé con Linda Calhoun y no sé por qué pensé que yo debía conocerle y
que quizás usted se hallaba en condiciones de ayudarme en mis asuntos.
—Permítame… —contestó Mason—. Le diré ante todo que me alegro de que
haya venido. Había pensado en ponerme al habla con usted. Sin embargo, yo no
puedo ayudarla. En el caso presente, yo tengo ya un cliente. No me es posible
representar a una segunda persona cuyos intereses pudieran estar en conflicto…
—No hay nada de eso. Todo lo que yo deseo es que me sea devuelto mi dinero.
Dispongo de un amigo en El Centro que estaría dispuesto a ayudarme.
—En ello puede radicar el conflicto a que he aludido —insistió Mason—. Quede
sentado de antemano que lo que me diga no ha de ser confidencial y que yo no puedo
representarla en tanto exista esa posibilidad de unos intereses encontrados. No
perdiendo de vista eso, yo ciertamente, me alegro de disponer de la presente ocasión
que se me depara de hablar con usted porque posee una información que ansío
conocer.
—¿De qué se trata, señor Mason?
—Quisiera saber amplios detalles sobre Montrose Dewitt.
—Un tipo grosero, falso…
—Bien. La comprendo. Pero no me refería al personaje. Quería hablar del
ambiente en que se movía.
—De eso sé poco. No me ocurre lo mismo con respecto a su persona,
directamente. Espero que usted pueda enviarle a la cárcel. Para eso vine a verle. Yo
deseaba…
—No podré enviarle a la cárcel ya —le interrumpió Mason.
—¿No? —inquirió la visitante, muy extrañada—. ¿Ahora que ya se ha
averiguado…?
Mason movió la cabeza a un lado y a otro.
—Montrose Dewitt ha muerto.
—¿Qué?
—Falleció anoche en Calexico.
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—¿Cómo…? ¿Por qué…? ¿Cómo ha sucedido eso?
—Falleció, al parecer, mientras dormía.
Ella empezó a decir algo y luego guardó silencio.
Mason enarcó las cejas.
—Lo siento —dijo Belle Freeman—. Nunca me ha gustado hablar mal de los
muertos. No estaba informada.
—Bien. No creo que esto le impida decirme algo que pueda facilitarme una pista
sobre su pasado.
—Creo que yo no puedo decirle nada que le vaya a ser de utilidad, señor Mason.
Dewitt era una persona misteriosa… Cuando terminó todo entre nosotros, se
desvaneció.
—¿Le sustrajo algún dinero?
—Se quedó con todos mis ahorros.
—¿A cuánto ascendían?
—Suponían algo más que la cifra que he admitido. Había una herencia por en
medio y él se quedó con todo.
—¿Fue usted a la policía?
—No, señor Mason. Yo… tenía mis razones para proceder así. No quería
publicidad… supongo que ésta es una vieja historia para usted. Fui una ingenua. Me
ofrecía para el sacrificio con la docilidad de una corderita. El hombre me dijo que iba
a invertir bien lo que teníamos, presentándosele la ocasión de obtener más dinero de
sus amigos. Disponía de una oportunidad que no podía fallar para hacerse con unos
millones de dólares. Todo lo que necesitaba era disponer de un pequeño capital.
—¿Era persuasivo Dewitt?
—A mí me convenció.
—¿Hablando simplemente?
—Bueno… Hay que reconocer que era hábil. Sabía cómo halagar a una mujer,
cómo lograr que ésta se sintiese importante… me convenció, eso es lo cierto.
—¿Cómo le conoció?
—Por correspondencia. Escribí una carta dirigida a una publicación, una carta de
protesta. Mi carta apareció en las columnas de aquélla. No figuraban al pie del escrito
mis señas, pero él averiguó las mismas. No era muy difícil. Mi nombre figuraba en
las listas de lectores. Me escribió diciéndome que le había parecido una mujer muy
inteligente, que sabía expresar mis ideas, añadiendo que para él era muy agradable
encontrar una persona de tanta viveza, de tanta perspicacia, en la sección de «Cartas
al director» de la revista que publicara mi misiva…
»Desde luego, caí en el lazo. Redacté una breve nota, dándole las gracias por sus
amables palabras. Luego, me envió un recorte de periódico, declarando que quizá me
interesara conocer el texto… Pronto, casi sin darme cuenta, trabamos relación
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personal. Cenamos juntos… Y luego siguió siempre adelante, con su campaña…
—Pero ¿qué le contó acerca de su persona, acerca de sí mismo? ¿A qué se
dedicaba? ¿No se lo dijo?
—No se dedicaba a nada. Acababa de regresar de Méjico. Había estado dedicado
allí a ejercer diversas actividades, pasando por muchas vicisitudes. Era el atrevido
«soldado de fortuna» tradicional.
—¿Cuánto tiempo vivió en Méjico?
—Me dijo que más de un año. He aquí algo chocante, señor Mason: el hombre no
sabía hablar español.
—¿De veras?
—Creo que no sabría más de una docena de palabras de español. Habiendo hecho
referencia a sus aventuras en el país, le presenté a un amigo que conocía aquel
idioma, en el cual empezó a hablarle.
—¿Qué pasó?
—Montrose atajó a su interlocutor, manifestando que no se había preocupado
nunca por la cuestión de la lengua, que había estimado una desventaja aprenderla,
juzgando mejor valerse siempre de un intérprete para entenderse con los demás.
—¿Y usted dio por buena la explicación?
—Pues sí. Por aquellas fechas estaba dispuesta a creer cuanto dijera.
—Y más tarde, cuando Dewitt se hizo con su dinero, ¿qué sucedió?
—Íbamos a casarnos, pero ya no volví a verle. Se desvaneció, simplemente.
—¿No le dio explicaciones?
—Nada, nada… —Belle Freeman apretó los labios—. De todo fui dándome
cuenta gradualmente. Primeramente, viví un período de terrible ansiedad. Pensé que
se habría matado en algún accidente de automóvil, que le había ocurrido alguna
desgracia… Luego realicé un intento para localizarle… Poco a poco, fui
comprendiendo que había sido engañada, como una necia.
—¿No hizo nada más?
—Intenté averiguar su paradero.
—¿Cómo?
—Contraté los servicios de un detective privado. Hasta que me di cuenta de que
la cosa me costaba ya demasiado dinero.
—¿Y el detective no consiguió descubrir nada?
Belle Freeman denegó con un ligero movimiento de cabeza.
—Absolutamente nada.
—¿Le pasaba informes periódicos el detective?
—¡Oh, sí! Redactaba unos informes muy detallados, contándome todo lo que
había estado haciendo. Por ellos vi que yo estaba quedándome prácticamente sin
dinero. Es la única consecuencia que saqué de ellos.
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—¿Por casualidad, conserva esos informes todavía? ¿Tuvo la precaución de
guardarlos?
—Los tengo aquí —declaró la visitante—. He venido preparada. Quería ayudar a
Linda… Deseaba solucionar todo lo referente a Montrose Dewitt.
Belle Freeman abrió su bolso, del que sacó un sobre que alargó a Mason.
—¿Podría quedarme con estos papeles por algún tiempo? —inquirió el abogado.
—Quédeselos para siempre, si ése es su gusto. Ni siquiera sé por qué no los
rompí. En fin de cuentas, son un recordatorio demasiado elocuente de un desgraciado
episodio de mi vida.
—Dewitt debió de disponer de algún escondite a propósito. Es posible que se
trasladara a otra ciudad con objeto de proseguir sus peculiares actividades. Es
probable que actuara en diversas poblaciones al mismo tiempo. No es corriente que
un individuo, sin cambiar de nombre se esfume, se desvanezca por completo.
—Es lo que yo me imaginé… Pero estaba la cuestión del dinero… Una amiga me
hizo reflexionar: ¿qué iba a hacer si le localizaba por fin? Es que yo no quería que le
procesaran por haber obtenido dinero valiéndose de falsos pretextos, ni recurrir a algo
por el estilo…
»Mire, señor Mason… Ni siquiera sé si mediaron falsos pretextos. Yo le di mi
dinero para que lo invirtiera. Íbamos a pasarnos la vida juntos… Me equivoqué.
»En el momento oportuno, hubiera podido evitar lo sucedido con la asistencia y el
respaldo legal de un hombre como usted. Sí; decididamente, fui una estúpida.
—¿Es usted soltera?
—Sí. Estuve muy enamorada de un hombre al que mataron. Fui fiel a su recuerdo
durante mucho tiempo. Luego, las cosas comenzaron a cambiar… Un día me di
cuenta de que ya no era una jovencita. Quise engañarme a mí misma, diciéndome que
eso me tenía sin cuidado. Pero… Yo era en fin de cuentas una mujer soltera. Iba a
pasarme la vida desligada de todo el mundo. Las mujeres no estamos hechas para eso,
señor Mason. Necesitamos trabajar para alguien, amar a alguien…, obedecer a
alguien, incluso.
»Apareció acto seguido ante mí Montrose Dewitt, quien me cautivó, con sus
osadas maneras, con sus habilidades.
—¿Tenía coche el hombre? —preguntó Mason.
—Sí. Todos los detalles los encontrará en estos informes. El detective trazó el hilo
de las sucesivas transferencias del automóvil y lo demás… Verá por estos papeles que
Montrose Dewitt no pagó nunca impuestos y que no disponía de número de seguro
social… Sin embargo, se hallaba en posesión del carnet de conducir.
—¿Vivía usted aquí, en Los Ángeles, por aquel tiempo?
—No, señor Mason. Vivía en Ventura. Trabajaba allí. Y Montrose Dewitt poseía
un apartamento en Hollywood. Mi trabajo consistía… Bueno, si se hubiera producido
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algún escándalo relacionado con mi nombre… Hubiera tenido que apretar los dientes
y empezar de nuevo. Ni entonces ni ahora podía soportar una oleada de publicidad.
Ésta es una de las razones que me han impulsado a venir a verle, señor Mason. Me
disgustaría muchísimo que Linda Calhoun hiciera alguna manifestación que me
tocara de cerca.
»Esta mañana intenté ponerme en comunicación con ella, sin éxito. Sabía que
usted la representaba y me figuré que lo mejor era verle, ofrecerle mi colaboración y
pedirle protección… Estoy refiriéndome a la publicidad…
—Muchísimas gracias —repuso Mason—. Déjeme estudiar esos informes, a ver
qué deduzco de ellos.
Belle Freeman tendió una mano al abogado.
—Intentaba dar por liquidado definitivamente ese capítulo de mi vida, pero… no
era posible terminarlo así. Me siento mejor ahora, después de haberle referido la
historia completa de aquél, después de haber puesto en sus manos los papeles.
Esperaba que le fuesen útiles.
—Los estudiaré con toda atención —prometió Mason cuando ya Della Street
acompañaba a la visitante hasta la puerta.
Mason y su secretaria se quedaron solos.
—¿Qué opina usted, Della, de todo lo que acaba de oír?
Della Street movió la cabeza, pensativa.
—La verdad es que Montrose Dewitt parecía desenvolverse muy bien con las
mujeres.
—Tenía lo que la policía designa un modus operandi. Se valía del correo para
establecer los contactos iniciales. Esto significa que debió de escribir unas cuantas
cartas, dirigidas a diferentes personas. La cosa no quedaba saldada con tomar nota de
las mujeres que escribían a los periódicos cartas que luego eran publicadas. Habría
veces en que aquéllas serían casadas, o no tenían dinero, o tenían amigos o novios no
dispuestos, ni mucho menos, a retirarse a la vista de un tipo atrevido, con un negro
parche sobre un ojo y una misteriosa personalidad.
—Es verdad.
—El hombre escribió, por ejemplo, diez docenas de cartas. Cuando recibía una
contestación, procedía a efectuar reservadamente sus comprobaciones. Cuando veía
que había dinero por en medio, alargaba la experiencia hasta el inevitable fin.
—¿Nos servirá de algo todo esto? —preguntó Della.
—Nos ayudará a conocer un tanto su historial —contestó Mason—. Sí. Pese a
saber ya cómo operaba… Lo que más me desconcierta del individuo en cuestión es su
forma de desaparecer, tan radical, tan completa.
»En su juego, basado en la confianza, ¿no le parece a usted que era una temeridad
utilizar un medio tan conspicuo de identificación como el parche negro sobre el ojo?
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—Es probable que procediera así para significarse más, para llamar más la
atención, para realzar la originalidad de su figura —aventuró Della Street.
—Para hacerse un millar de veces más conspicuo —insistió Mason—. Y…
De repente, el abogado guardó silencio.
—¿Qué pasa? —preguntó Della.
Mason chasqueó los dedos, diciendo:
—¡Está claro! Debía haber pensado en ello antes.
—¿A qué se refiere?
—Llevaba el parche negro sobre un ojo precisamente para eso: para que su figura
no pasara inadvertida. Se colocaría aquél al disponerse a iniciar una de sus tretas.
Luego, a la hora de desaparecer se lo quitaría, sustituyéndolo por un ojo de cristal.
Seguidamente se convertiría en un ciudadano de aspecto corriente, en uno más,
confundiéndose con millares de personas de aspecto normal, carentes de elementos
distintivos externos de detalles susceptibles de llamar la atención.
»Todo el mundo ha pensado siempre en Montrose Dewitt como el hombre del
parche negro sobre el ojo…
—Su razonamiento parece muy lógico —opinó Della Street.
Súbitamente excitado, Mason dijo:
—Pongámonos en contacto con Paul Drake, Della. Quiero que me facilite una
foto o un dibujo en color del ojo sano de Montrose Dewitt. Luego nos pondremos en
comunicación con los que se dedican a fabricar ojos de vidrio. No habrá muchos
hombres dedicados a tal actividad. Se trata de algo muy especial…
Mason calló. El timbre del teléfono sonó con rápidas intermitencias, un artificio
utilizado siempre por Gertie cuando había algo urgente.
Della Street atendió la llamada comunicando a Mason:
—Paul Drake al habla. Parece hallarse muy excitado.
Mason cogió el micro.
—Hola, Paul. ¿Qué ocurre?
—Lo vas a saber en seguida… Montrose Dewitt tenía en su maleta un frasco de
whisky de medio litro. Uno de los auxiliares del forense decidió echarse un trago. El
whisky era bueno y decidió, por lo visto que era una lástima que no se aprovechase
debidamente.
—¿Qué pasó luego?
—El joven en cuestión se halla ahora bajo los cuidados de un médico —explicó
Drake—. El licor contenía una droga poderosa, un barbitúrico probablemente.
»Esto da al caso otro aspecto. Parece ser que ha habido un crimen ahora. Van a
analizar el contenido del estómago de Dewitt y enviarán sus visceras al laboratorio
para ver de qué barbitúrico se trata. Pensé que debía poner este hecho en
conocimiento tuyo inmediatamente.
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—¿Está enterado Crowder de ello?
—Sí.
—¿Y Linda?
—Me parece que Crowder se dispone a ponerse en contacto con ella.
—Bien. He aquí lo que quiero que hagas, Paul… Pide al forense permiso para
hacer un esbozo del único ojo de la víctima. Me interesa su coloración especialmente.
Todo ha de ajustarse rigurosamente a la realidad. Todo ha de hacerse con la máxima
precisión.
—Y después, ¿qué?
—Después te presentarás aquí utilizando el medio de desplazamiento más rápido.
Tendrás que dedicarte a buscar a todos los que se dediquen a fabricar ojos de vidrio.
Quiero ver si somos capaces de encontrar al comerciante que suministró a Montrose
Dewitt el suyo.
—Ten en cuenta, Perry, que él no usaba ningún ojo de cristal. Llevaba siempre el
parche negro y…
—Y luego —le interrumpió Mason—, limitábase a guardar en el fondo de
cualquier cajón el parche negro, se ponía el ojo artificial y probablemente, asumía
otra identidad. Esto siempre que desaparecía.
»Te acordarás, sin duda, de un hecho muy significativo: Montrose Dewitt se hacía
pasar por viajante; sin embargo, en el salpicadero de su automóvil se observaba un
kilometraje muy bajo. Relaciona unas cosas con otras, Paul, y acabarás pensando que
ese hombre gozaba de otra identidad en un punto no muy distante de Los Ángeles.
»De ser ello así, se han esfumado dos hombres existiendo un solo cadáver.
Tendrás que actuar de prisa, ocupándote de las personas últimamente desaparecidas.
Habrás de trabajar en lo del asunto del ojo de cristal… Es mejor que regreses y
empieces a aplicar los hombres necesarios al trabajo.
Drake repuso, pensativo:
—Seguramente Perry, has apuntado bien. No tardaremos en vernos.
—¿Ha hecho el sheriff algo con respecto al coche? —preguntó Mason.
—Lo más seguro —contestó Drake— es que tu denuncia haya ido a parar al
archivo.
—Bueno. Hasta que Lorraine Elmore, la tía de Linda, salga del tratamiento a que
está sometida, todavía dispondremos de un poco de tiempo. Todo cambiará en el
momento en que la policía comience a efectuar comprobaciones en su coche y
advierta la significación de mi informe.
»En ese momento nosotros le llevaremos mucha ventaja a aquélla. Es necesario
que sea así, al menos. Esta cuestión del whisky drogado quiere decir que alguien va a
ser acusado de haber cometido un crimen.
»Cabe la posibilidad, ciertamente de que ese alguien sea nuestra cliente.
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—¡Oh! —exclamó Drake.
Al cabo de unos segundos de silencio, el detective añadió:
—Comprendo muy bien tu punto de vista, Perry. Saldré de aquí inmediatamente.
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Capítulo 9
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—No aventuraré mucho afirmando que Weston Hale será una persona
desaparecida esta noche. Ya verás cómo nadie sabe nada acerca de su paradero, cómo
nadie sabe qué puede haberle ocurrido.
—En otras palabras: Weston Hale y Montrose Dewitt son la misma persona, ¿no?
Mason asintió.
Sonó de nuevo el timbre del aparato telefónico.
—Diga… —Della Street hizo un gesto dirigido a Mason—, Duncan Crowder le
llama desde Calexico.
Mason cogió el micro.
—Oiga… sí, soy Perry Mason… hola, Duncan. ¿Qué hay de nuevo?
Crowder respondió:
—No me gusta ser portador de malas noticias, señor Mason, pero…
—¿Qué pasa?
—Por una razón u otra, las autoridades, de repente, se han dado cuenta de la
significación real de su informe sobre el coche hallado en medio del desierto, el de la
matrícula de Massachusetts. Enviaron al lugar un camión-grúa, sacaron el automóvil
de la arena y se lo han traído para inspeccionarlo. Había una cápsula de Somniferal
en el asiento delantero. En la cabina que ocupó Lorraine Elmore se encontró un
frasco lleno de esas cápsulas… Era de tamaño grande y contendría unas cien de
acuerdo con la etiqueta.
—¿Fruto de una prescripción médica? —inquirió Mason.
—En efecto. Parece ser que nuestra cliente se había sentido emocionalmente
alterada. Un doctor le recetó el medicamento en cuestión. Ella le dijo que se disponía
a emprender un largo viaje y que deseaba que no le faltara aquél en ningún momento.
Entonces, el hombre le proporcionó la receta necesaria.
»El sheriff estuvo hablando con él por teléfono. Manifestó que la perturbación
que sufría la señora Elmore era de tal naturaleza que si iba a empezar a sentirse
preocupada por el hecho de la probable falta de la medicina cabía esperar lo peor. Le
dio instrucciones para que se tomara una cápsula solamente cuando se notara
trastornada. El consumo normal que calculó era de ocho a doce cápsulas mensuales.
»Naturalmente, esa gente tiene ahora mucho interés por saber lo que cuenta la
señora Elmore. Especialmente, ellos quieren averiguar cómo pasó el Somniferal
desde el frasco hasta el estómago de Montrose Dewitt.
—No podrán probar que se trata del mismo Somniferal —objetó Mason.
—Es posible, pero lo cierto es que actúan sobre tal suposición. El doctor Kettle se
mantiene firme. Su cliente se halla sometida a un tratamiento a base de
tranquilizantes y afirma que todas las declaraciones que pudiera formular en las
presentes circunstancias serían imprecisas, que todos los hechos a que aludiera se
verían mezclados con cosas fantásticas, nacidas en el mundo de los sueños. El médico
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se ha mostrado enérgico en todo momento, replicando con suma viveza.
Mason permaneció pensativo unos momentos.
—Muy bien, Duncan. Que el doctor Kettle insista en sus manifestaciones previas.
No obstante, si esa gente sigue empeñada en obtener una declaración de la enferma
en las condiciones mencionadas, que hable con ella tan pronto se despierte, bajo su
responsabilidad.
—Sin duda se agarrarán a ese ofrecimiento —dijo Crowder—. Las autoridades
quieren averiguar a toda costa, cuanto antes, qué hay en todo esto, cómo llegó ella en
el coche hasta el sitio en que fue encontrado, qué relación unía a Dewitt con la señora
Elmore, cuándo lo vio ésta por última vez, amén de otros detalles. ¿Debe despertarla
el doctor Kettle ahora?
—No. Que espere a que Lorraine Elmore se despierte por sí sola. Dígale al
médico que vuelva a aludir a la impresión que presidirá las declaraciones de la
enferma en las condiciones actuales…
—¿Sabe lo que hará la policía en cuanto ella haya declarado? —inquirió Crowder
—. La tomarán bajo su custodia y cuando la enferma se halle en posesión de todas
sus facultades le pasarán una cinta magnetofónica con sus declaraciones,
preguntándole qué hay de verdad y de fantástico en sus palabras.
—Pero en ese momento ya la tendremos nosotros avisada, en el sentido de no
decir nada a nadie.
»No hay que descuidarse. En el momento en que ella formule una declaración,
dígamelo. Seguidamente, yo, por teléfono, me mostraré indignado por el hecho de
que ellos se hayan aprovechado de la especial situación de mi cliente. Diré que mi
consejo es que no haga más declaraciones en ningún caso, no hallándose presentes
sus abogados.
—¿Habrá que cerrar el pico entonces?
—Por completo —dijo Mason.
—¿Cree usted que nos hará caso?
—Nos hará caso si usted le habla como es debido.
—¿Como es debido?
—Sí: asústela —dijo Mason.
—De acuerdo. Procederé conforme a sus instrucciones.
—Hemos enfilado un nuevo camino, Duncan. Proceda como le he dicho. Después
de haber contado su historia, ella no ha de volver a pronunciar una sola palabra.
—De acuerdo —respondió Crowder, colgando.
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Capítulo 10
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—¿Dónde se encuentra el señor Hale?
—En su destino… Trabajando.
—¿Dónde trabaja?
—En la Compañía de Financiaciones y Créditos Hipotecarios.
—¿Dónde está eso?
—En la calle Bemont Oeste. ¿Qué quieren ustedes de él? ¿Quiénes son ustedes?
—¿Lleva un ojo de cristal el señor Hale?
—Un… ¿qué?
—Un ojo de cristal.
—Eso es nuevo para mí —dijo el hombre—. Nunca me di cuenta de tal cosa.
¿Qué desean ustedes? ¿Quiénes son ustedes?
—¿Y usted cómo se llama? —inquirió Mason.
—Ronley Andover. Bueno, miren… Tengo fiebre; llevo un par de días en cama,
luchando contra esta gripe. Ahora mismo estoy en una corriente de aire. ¿Por qué no
se retiran ya? Se exponen a caer enfermos.
—Entraremos. Estaremos dentro un minuto solamente —anunció Mason.
—Si van a entrar tendrán que permitirme que me acueste. Estoy febril; he de
guardar cama, manteniéndome bien tapado, dedicado a beber jugos de frutas en
cantidad, un poco de whisky y vasitos de aspirina disuelta en agua. Si quieren
exponerse a caer enfermos también, entren.
Drake pareció dudar.
—Correremos ese riesgo —declaró Mason.
Los dos penetraron en el apartamento.
—¿Es doble? —preguntó el abogado.
—Sí —explicó el hombre—. La habitación de Hale queda allí. Tiene su baño. Mi
dormitorio es éste. También cuenta con su baño. Utilizamos esta pieza como cuarto
de estar y hay una cocina en la parte posterior. Bueno… Sobre Hale únicamente
puedo decirles lo que he dicho ya: que está trabajando. Vayan a verle a la Compañía.
Yo me voy a acostar. Me siento terriblemente mal.
El hombre entró en su dormitorio, tendiéndose en el lecho sin quitarse la bata.
Estremecióse ligeramente, sacó un inhalador, que utilizó brevemente, estornudó y
quedóse mirando a Drake y a Mason con los ojos llenos de lágrimas.
—Pretendemos averiguar todo lo que podamos acerca de Weston Hale —
manifestó Mason—. Es muy importante.
—Importante… ¿por qué? —quiso saber Andover.
Mason continuó mirando a su alrededor, sin contestar a su pregunta.
—Soy abogado y mi acompañante detective —dijo.
—¿De la policía o privado?
—Privado.
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—¿Qué es lo que desean?
—Averiguar cuanto podamos acerca de Hale.
—¿Por qué no hablan con él?
—Lo haremos en cuanto salgamos de aquí.
—Váyanse entonces. Nadie les retiene en este apartamento.
—Nos iremos para ver a Hale —declaró Mason—, pero antes quisiéramos saber
si es realmente la persona por la cual nos interesamos. ¿Podemos inspeccionar su
habitación?
—Claro, ¿por qué no?… ¡Eh, eh! Un momento. ¡Diablos! ¡No! No me encuentro
bien… De no ser así no habría accedido a dejarles entrar desde el primer instante…
Por supuesto que no pueden registrar su habitación. Yo no sé qué es lo que él pueda
tener ahí. No puedo consentir que dos desconocidos revuelvan sus cosas…
—Ábranos usted mismo la puerta… Es sólo abrirla. Nosotros no haremos otra
cosa que asomarnos pero no tocaremos nada.
—¿Qué andan buscando?
—Llevamos un asunto de gran importancia entre manos, el cual guarda relación
con él.
—¿Y qué van a conseguir inspeccionando su habitación? —preguntó Andover—.
No creo que a él le gustara mucho su proceder. A mí me disgusta. Pero no pienso
abandonar esta cama. Me siento muy mal y si ustedes dos acaban contagiándose
desearán mil veces no haber oído hablar jamás de Weston Hale.
—¿Cuánto tiempo hace que comparte este apartamento con usted?
—No lo sé. Cuatro o cinco meses. Antes tuve otro acompañante. Se trasladó a
otro sitio… A mí me gustan los apartamentos grandes, aunque tenga que compartirlos
con otra persona. Los prefiero a los individuales… Y todas estas urgencias acerca de
Weston Hale, ¿qué significan?
—Hemos intentado ponernos en contacto con él —explicó Mason—. Dígame
usted: ¿le vio alguna vez usar un parche negro sobre el ojo malo?
—Ya he dicho que no sabía nada acerca de eso… Yo no he visto nada anormal en
él.
Mason le preguntó a continuación:
—¿Tiene alguna máquina de escribir portátil?
—Pues sí.
—¿La usa?
—Con mucha frecuencia, cuando está en casa en sus horas libres. Hale es muy
trabajador.
—Hemos sabido que un amigo suyo, Montrose Dewitt, se encontraba en apuros y
nos gustaría hablar con Hale acerca de él. ¿Ha mencionado alguna vez delante de
usted a Montrose Dewitt?
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El hombre de la cama movió la cabeza de un lado a otro en un claro gesto de
negación.
—¿Nunca le oyó mencionar a Montrose Dewitt?
—No, no, ya se lo he dicho.
Mason dijo:
—Volveremos por aquí cuando usted se encuentre mejor, Andover.
—¿Qué significa todo esto? ¿A qué viene lo de Dewitt?
—Creemos que fue asesinado ayer por la noche, en Calexico.
—¡Asesinado!
—Así es.
—Bueno, ¿qué saben ustedes sobre eso? —inquirió Andover.
—En vista de tales circunstancias, ¿podríamos mirar en la habitación de Hale?
—En vista de tales circunstancias, ¿por qué no se van ya al diablo? Y si quieren
volver háganlo en compañía de un agente de policía, ¿estamos?
Andover dio la vuelta en la cama, comenzando a toser. Se cubrió bien con la ropa
y dijo:
—Se lo advierto: limítense a salir, ¿eh? Déjense de husmear camino de la puerta.
—Le estamos muy agradecidos por su colaboración, señor Andover —contestó
Mason—. Lamento que no se encuentre bien y, asimismo, que no nos haya
comprendido.
—Que no sea ése un motivo de preocupación para ustedes. Estamos en paz. Yo no
he comprendido su posición ni ustedes la mía… Aquí sólo ha de entrar quien tenga
autoridad para ello.
Mason hizo un gesto dirigido a Drake.
—Gracias por todo, Andover.
—No hay de qué —respondió aquél, sarcástico.
Mason y Drake abandonaron el dormitorio, deteniéndose en el cuarto de estar.
Paul miró hacia la puerta, en el lado opuesto. Mason movió la cabeza, abriendo
aquélla para pasar al corredor.
—Adiós, Andover.
No hubo ya contestación.
—Escribía cartas —consideró Mason—. Debía de recibir muchas misivas. El
hombre tomaría un sinfín de precauciones antes de decidirse a tirar el anzuelo para
sacar el pez que a él le convenía. Nos interesaría hacernos con alguna de esas cartas.
—Ninguna de ellas nos dirá quién le mató —objetó Drake.
Mason entornó los ojos, concentrándose en sus pensamientos.
—Los escritos nos dirían cómo era, cómo se buscaba la vida. No son infrecuentes
los casos criminales en los que figura como víctima una verdadera rata, siendo el
asesino un bienhechor, un hombre benemérito.
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—¿Vamos entonces ahora a ver a Hale?
—Vamos a ver qué excusa dio Hale para que no se contara con él. Hale murió ya.
Serían las nueve cuando, a la mañana siguiente, Perry Mason abrió la puerta de su
despacho privado. Sonriendo en dirección a Della Street dijo:
—Amanece una nuevo día.
—Es verdad, jefe.
—¿Hay algo nuevo?
—Duncan Crowder le llamó por teléfono hace cosa de cinco minutos. Me notificó
que deseaba hablar con usted tan pronto entrara aquí.
—Bien. Pida la conferencia. ¿Qué sabemos de Paul?
—Paul Drake quiere comunicarle una información personalmente. Ha tenido a
varios de sus hombres trabajando y se ha enterado de cosas que juzga
desconcertantes.
—¿Algo más?
—También hubo una llamada de Linda Calhoun. Quiere saber dónde para su
novio.
—¿Y dónde está ella actualmente?
—En Calexico.
—Esto se complica —comentó Mason—. Póngame con Crowder.
Un momento después el abogado cogía el teléfono.
—Soy Perry Mason, Duncan. ¿Qué pasa por ahí?
—Pasan bastantes cosas —respondió Crowder—. Baldwin L. Marshall, mi
estimado colega, parece estar empeñado en destacarse.
—¿Por…?
—Se presenta como el chico campesino dispuesto a enfrentarse con el poderoso
señor ciudadano… Se trata de una especie de versión moderna del episodio de David
y Goliath.
—¿Y en dónde lleva a cabo eso?
—En las columnas de los periódicos.
—¿Cómo?
—No hay citas directas. Sólo informes relacionados con las actividades del fiscal
y las declaraciones de las autoridades. El Sentinel ha estado a su lado durante la
campaña…
—¿Me habla usted del periódico local?
—Le hablo del periódico de El Centro, sede del condado.
—¿Cuál es su línea de ataque?
—El de David del Valle Imperial se alineará contra el Goliath de Los Ángeles…
Habrá su partida de partisanos también. El día que nosotros comencemos a considerar
Linda Calhoun y Duncan Crowder se reunieron con Mason, Della Street y Paul
Drake en el aeropuerto, al poco de haber aterrizado el avión en que estos últimos
viajaban.
—Bienvenidos al condado de Imperial —dijo Crowder—. He estado dedicado a
la tarea de burlar a los reporteros. Sabedores de que la audiencia preliminar se
celebrará mañana, suponían que se presentaría usted aquí hoy y deseaban una
entrevista.
—¿Y por qué no he de complacerles? —preguntó Mason.
—¿De veras está usted decidido a dejarse entrevistar?
—Naturalmente.
—No lo sabía. Pensé que lo mejor era avisárselo. Ese hombre, Marshall, sabe
muchos trucos. Algunos de ellos son bastante inteligentes.
—Es lo que yo también tengo entendido.
Linda Calhoun terció en la conversación:
—Señor Mason: quisiera que averiguara usted qué ha podido sucederle a George
Latty.
—¿Le ha sucedido algo?
—No lo sé. Yo creo que sí.
—¿No ha tenido noticias de él?
—He tenido noticias de él, sí. Sólo ha sido un breve mensaje, sin embargo, ignoro
dónde se encuentra.
—¿Qué le decía en su mensaje?
—Llamó al hotel encontrándome yo ausente. Preguntó entonces si podrían darme
un recado. La telefonista que atendió su llamada le contestó que sí. Me ha
comunicado que por diversas razones que de momento no podía explicarme tenía que
mantenerse alejado de este asunto; que se encontraba bien y que no tenía por qué
sentirme preocupada… Añadió que no le sería posible mantenerse en comunicación
conmigo y que confiaba en mi lealtad.
—Ya, ya.
—¿Supone usted que se halla bien?
—Caben muchas facetas en lo de hallarse bien una persona, Linda. ¿En qué
piensa usted? ¿En si vive una vida sobria? ¿En si observa una conducta moralmente
intachable? ¿Piensa acaso en su fidelidad? ¿En su seguridad, tal vez?
—Por ahora lo que más me preocupa es su seguridad.
—Yo diría, a juzgar por el mensaje, que está bien.
—Pero, ¿dónde para?
El juez Horatio D. Manly ocupó su sitio y después de pasear la mirada por la sala,
atestada de público, declaró:
—Ésta es la hora fijada de antemano para la celebración de la audiencia
preliminar en el caso del Estado de California versus Lorraine Elmore.
—Preparado en nombre del Estado —dijo Marshall.
—Preparado por parte de la defensa —manifestó Mason, colocando una mano
tranquilizadora sobre el hombro de Lorraine Elmore.
El juez Manly se aclaró la garganta.
—Antes de que comience la vista de la presente causa quiero señalar que se ha
hablado mucho acerca de la misma en las columnas de los periódicos, así como de
ciertos hechos y de las personas afectadas. Deseo hacer presente al público que se
encuentra en la sala que esto no es ninguna representación, que aquí no hay un debate
espectacular, que esto no es ninguna diversión. Nos encontramos en una sala de
justicia. El público habrá de conducirse con arreglo a ello. De no ser así, este tribunal
adoptará las medidas que considere necesarias para garantizar el orden y el decoro
debidos.
Mason se puso en pie, solicitando permiso para hablar.
El juez Manly se lo concedió.
—La defensa siente un gran interés por establecer contacto con George Latty —
manifestó Mason—. Tenemos motivos para creer que el ministerio fiscal mantiene al
señor Latty oculto o que sabe dónde está, pese a que el fiscal del distrito nos ha
asegurado verbalmente que ignora dónde se encuentra dicha persona.
—¡Un momento! —exclamó Marshall levantándose—. Sus manifestaciones no
son correctas.
—¿No son los hechos especificados exactos? —preguntó Mason.
—No; no son exactos.
—Ayer, señoría, pude escuchar una conversación telefónica, en el transcurso de la
cual el fiscal del distrito aseguró a la señorita Calhoun, sobrina de mi defendida, que
no tenía la menor idea acerca del paradero de George Latty. Quisiera que tal
declaración fuese repetida aquí, ante el tribunal.
—Yo no formulé tal declaración —negó Marshall.
—¿Qué no? —inquirió Mason, sorprendido.
—No. La señorita Calhoun me preguntó exactamente: «¿Sabe usted dónde está el
señor Latty?». Le contesté que no. No tenía medios para averiguarlo. Yo hablaba con
ella por teléfono. Ignoraba qué estaba haciendo él en aquel momento, dónde se
encontraba en aquellos instantes…
Mason, Della Street, Linda Calhoun, Lorraine Elmore y Paul Drake se reunieron
con Duncan Crowder en el despacho de este último.
—Bueno —dijo Duncan—. El David local ha errado el tiro con su honda,
evidentemente, por lo cual Goliath Mason puede seguir entre nosotros.
—Merced a la excelente colaboración de un abogado de esta ciudad —contestó
Mason.
Crowder hizo una leve reverencia.
Drake dijo:
—Veamos si yo acabo de comprender esto del todo, Perry. Andover había de ser
el cómplice. Se trasladó al sitio elegido previamente para aquella especie de atraco,
donde hallaría a Dewitt con Lorraine Elmore. Arma en mano, ordenó a Dewitt que se
apeara del coche, le obligó a retirarse un poco y comenzó a golpearle con un
periódico enrollado y pintado de negro para que pareciese una estaca. Seguidamente
volvió sobre sus pasos, forzando a Lorraine a seguir avanzando hasta que llegara a un
lugar en el que las ruedas del automóvil se hundirían en la arena. Habiéndose reunido
luego con Dewitt, los dos regresaron al motel. Se proponían permanecer en el
establecimiento el tiempo suficiente para coger el dinero y marcharse.
—Tal fue su propósito primero —contestó Mason—. Ahora bien, mientras
registraba el coche, Andover descubrió en la guantera el frasco de las cápsulas. Esto
le dio una idea. Apresuradamente, introdujo aquéllas en una botella que contenía
whisky. Luego, esperó a que se disolvieran en el licor. A continuación, en la
oscuridad, obsequió a Dewitt con un trago. En el momento de llegar al motel, su
acompañante se hallaba tan aturdido que apenas se daba cuenta de nada.
»Es muy probable que se quedara dormido nada más llegar a la cabina. Después,
para asegurarse de que ya no sobrevendrían complicaciones a causa de Dewitt,
sabedor de que tenía una salida perfecta, Andover se desembarazó de Dewitt
utilizando el punzón del hielo. Seguidamente, regresó al sitio en que se quedara el
coche atascado. Sin embargo, no utilizó el mismo camino que Lorraine. Fue a la
carretera de Holtville y se dirigió hacia el sur, hasta alcanzar la zona arenosa que a él
le interesaba. Colocó el punzón en el automóvil de la señora Elmore; también situó
una cápsula en el asiento delantero. En aquel momento, Lorraine se encaminaba a la
carretera principal.
»Hecho el trabajo, Andover volvió a Los Ángeles. Una vez aquí utilizó un
extracto de cebolla o algún producto al cual fue alérgico para ponerse los ojos y la
nariz en condiciones, acostándose con la pretensión de que la gripe le retenía en el
lecho.