El Caso de La Silueta Insinuante

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Janice

Wainwright aparece en la oficina de Perry Mason con una maleta llena


de dinero y una historia de que su jefe está siendo chantajeado o intenta
hacerla responsable a ella. Para aclarar el asunto, Perry, Della y Janice
comienzan a registrar los papeles, las facturas una a una y todo cuanto esté
relacionado con los negocios del hombre que la contrató como secretaria.
Sin embargo, cuando su jefe termina asesinado, la evidencia señala a Janice
como una chantajista y una asesina.
Para estupor y sorpresa general, a la hora del juicio, resulta que Perry Mason
no da la impresión de que realmente sea un abogado defensor. Actúa como
si jugara y apostara negligentemente la vida de Janice debido a que hay
algún pequeño detalle que desconoce. Un detalle que desencadenará una
tormenta de fuegos artificiales y legales, un juicio en el que el fiscal del
distrito Hamilton Burger no parará de lanzar dardos contra la acusada y
contra Mason.
Perry Mason tiene que lidiar con un caso en el que las cosas no siguen un
orden establecido. Por imperativo legal y cosas de leyes, existe una brusca
pausa temporal en el desarrollo habitual en este caso. Perry Mason recibe
una citación para una audiencia ante un gran jurado.
Y el comienzo de la audiencia del gran jurado para el proceso contra Perry
Mason se mezcla con el juicio contra su cliente. Un lio total y sin indicación
tiempo o de fechas pasadas, ni de tiempos transcurridos, y mucho menos de
las circunstancias en las que han ocurrido los hechos que acusan a Perry
Mason.
En este rio revuelto, Perry Mason utiliza sus bazas, pone boca arriba las
cartas y apela a las leyes de procedimiento legal para beneficiar a su cliente:
Todo ello ante las risas del público y la consternación del fiscal del distrito
Hamilton Burger.

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Erle Stanley Gardner

El caso de la silueta insinuante


Perry Mason - 63

ePub r1.0
Titivillus 28.12.2014

ebookelo.com - Página 3
Título original: The Case of the Shapely Shadow
Erle Stanley Gardner, 1960
Traducción: Alfredo Crespo

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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Capítulo 1

Della Street, la secretaria particular de Perry Mason, cerró la puerta que


comunicaba el despacho del abogado con la sala de espera, y se recostó
pausadamente en ella.
Mason levantó la cabeza y dijo:
—Sólo por tu aspecto adivino que me traes una noticia sabrosa. ¿Se trata tal vez
de que Gertie, nuestra querida telefonista, empieza un nuevo régimen que le permitirá
perder cinco kilos en quince días?
Della Street meneó la cabeza:
—No. Sólo vengo a anunciarte una cliente.
Mason frunció el ceño y después sonrió.
—Entonces, si es que te conozco bien, esa cliente debe ser muy hermosa y
rodeada de un misterio que ardes en deseos de conocer. Tu único temor es que rehúse
recibirla porque tengo concertada una cita para dentro de un cuarto de hora. ¿Es esto?
—Sí —contestó Della Street, apartándose de la puerta—, excepto que no es muy
hermosa, pero podría serlo.
—¿Qué quieres decir?
—Que deliberadamente ha tratado de afearse.
—¡Y esto es lo que tanto te intriga!
—¡Caramba! En una época en que las mujeres gastan tanto dinero para tratar de
mostrarse más hermosas, es bastante curioso ver una mujer bonita que trata de
volverse fea.
—¿Qué otras particularidades has observado en esa cliente?
—Se llama Janice Wainwright. Tiene el cabello castaño, ojos oscuros y curvas en
todos los sitios donde son necesarias. Me da la impresión de que huye de alguien o de
algo, y lleva consigo una maleta en apariencia muy pesada, que es su preocupación
constante. Parece temer que, incluso aquí, alguien trate de quitársela.
—¿Y te ha dicho lo que deseaba?
—Verte, desde luego… Y se ha limitado a precisarme que se trata de un asunto
extremadamente confidencial, de un caso de conciencia…
—En tal caso, Della, no perdamos ni un minuto más y haz pasar a esa señora.
Un momento después, Della regresaba al despacho en compañía de una joven
muy bien formada que, efectivamente, llevaba una maleta que parecía muy pesada.
Su mirada expresaba inquietud, y Mason se fijó en los detalles que habían despertado
la curiosidad de Della Street: el carmín que se esforzaba en hacer que los labios
pareciesen demasiado rectos y estrechos, las gruesas gafas con montura de concha y
la sobriedad del vestido.
—Buenos días, miss Wainwright —dijo Mason al recibirla—, tengo una cita
dentro de diez minutos y una mañana muy cargada. De modo que le ruego que sea

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breve y que vaya directamente al objeto de su visita. Mi secretaria tomará nota.
—Sí, Mr. Mason… Se lo agradezco… En cierto modo, se trata de un caso de
conciencia… Quisiera saber si tengo derecho a abrir esta maleta.
—¿Le pertenece?
—A decir verdad, no… Pertenece a mi jefe, Morley Theilman.
—¡Ah! ¿Y sabe usted lo que contiene?
La joven miró a Mason, pareció vacilar y después se decidió:
—Creo que contiene dinero.
—¿Y qué ha de hacer usted con ese dinero?
—Entregarlo a un chantajista… o, más exactamente, dejarlo en un lugar donde él
pueda cogerlo.
—Entonces, ¿qué espera de mí? ¿Que avise a la policía o que…?
—¡Cielos, no! Quisiera saber si tengo derecho a abrir esta maleta.
—¿Para hacer qué?
—Para ver lo que contiene en realidad.
Mason consultó su reloj:
—Escuche… Más valdrá que se siente y me dé algunos detalles con la mayor
rapidez posible…
Miss Wainwright asintió con la cabeza y sentóse, tirando de su falda hacia abajo:
—Bueno… Hace seis años que soy secretaria particular de Mr. Theilman… He
llegado a conocerle bien… Sé interpretar sus menores cambios de humor y casi leer
lo que piensa…
—Creo que es lo que corresponde a toda buena secretaria —observó Mason
lanzando una mirada a Della Street.
—Abro su correo, todo su correo —prosiguió la joven—. Tiene en mí completa
confianza… Estamos muy… muy compenetrados.
—¿Es casado? —preguntó de repente Mason, interrumpiéndole.
—Sí.
—¿Y es feliz en el matrimonio?
—Así lo pienso.
—¿Cuánto tiempo lleva casado?
—Cuatro años.
—Y para no despertar los celos de Mrs. Theilman, para no correr el riesgo de que
haga que su marido la despida a usted y contrate a otra secretaria menos seductora, ha
hecho cuanto le ha sido posible para parecer más fea, ¿no es cierto?
Ella parpadeó.
—Sí.
—¿Tanto le aprecia, pues?
—Sí.
—¿Quiere decir que está enamorada de él?
—No; yo… Es difícil de explicar… Si estoy enamorada es más de mi empleo que

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de mi jefe. Me gusta la confianza que me tiene Mr. Theilman y la manera como me
demuestra que me necesita…
—Y cuando regresa a su casa, después del trabajo, ¿abandona este disfraz?
—Alguna vez.
—¿Ha tenido Mrs. Theilman ocasión de verla tal como es realmente?
—Creo que sí… Poco después de su matrimonio. Pero no creo que se fijara en mí.
—¿La ve a menudo?
—No.
—Bueno —dijo Mason, consultando de nuevo su reloj—. Ahora explíqueme por
qué piensa que míster Theilman es víctima de un chantaje.
—Como ya le he dicho, abro toda su correspondencia. Pero hace unos días él me
avisó que si veía un sobre cuyo remitente fuera A. B. Vidal, debía entregárselo sin
abrir.
—¿Y esto picó su curiosidad?
—Evidentemente…
—¿Y ha llegado una carta de A. B. Vidal?
—Sí.
—La ha abierto usted y…
—No, Mr. Mason, nada de eso. Espere… Voy a enseñarle la carta en cuestión.
En tanto que el abogado y su secretaria cruzaban una mirada, miss Wainwright
abrió su bolso y sacó un papel que desdobló para entregarlo a Mason.
—¿Cómo ha llegado a sus manos esta carta?
—He visto en la papelera una hoja rota en la que se habían pegado fragmentos de
diario…
—¿Y ha registrado la papelera en busca de otros pedazos, hasta que ha podido
reconstruir la carta?
—Sí… No he podido resistir la curiosidad. Pero era con la idea de tratar de
proteger a míster Theilman…
Mason alargó la hoja a Della Street para que ésta pudiera enterarse del texto,
compuesto mediante palabras recortadas de un diario:

PROCÚRESE EL DINERO. INSTRUCCIONES POR TELÉFONO.


FALTA DE PAGO SERÍA FATAL.

—¿Tiene el sobre? —preguntó Mason.


Janice hurgó de nuevo en su bolso. El sobre estaba dirigido a Morley L. Theilman,
Despacho 628, Edificio Bernard, Los Ángeles, y en el ángulo inferior izquierdo, el
remitente estaba así mencionado: A. B. Vidal. Lista de correos, Oficina Central. Todo
estaba mecanografiado.
—¿Cuándo ha llegado esta carta?
—Con el correo de esta mañana. La he encontrado en la papelera hace

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aproximadamente una hora.
—Ahora hábleme de la maleta.
—Esta mañana, después de haber recibido la carta, Mr. Theilman se ha mostrado
especialmente nervioso. Me ha enviado a comprar una maleta, precisándome que la
quería sencilla pero muy fuerte… de esas en las que, en caso de necesidad, se puede
una encaramar… y con una asa robusta.
—¿Y qué?
—He obedecido, pero… Con la maleta me han entregado dos llaves, y sólo he
dado una a mi jefe.
—¿Por qué?
—No lo sé… Tal vez porque pensaba hacer algo como… como lo que estoy
haciendo ahora.
—¿Qué ha ocurrido después?
—Míster Theilman se ha llevado la maleta a su despacho. Cuando me la ha
devuelto estaba cerrada con llave y pesaba mucho.
—¿Y qué le ha dicho entonces?
—Que iba a encargarme de una misión muy delicada. Me ha pedido que cuidara
mucho de esta maleta, que no me apartara de ella ni un solo instante, y que fuese a la
Estación Central, allí donde hay la consigna automática… Ya sabe, esas cajas en las
que se puede encerrar el equipaje después de haber metido en la ranura un cuarto de
dólar…
—Sí, las conozco.
—Me ha dicho que depositara la maleta en la caja F. O. 82, que cogiera la llave y
que la metiera en un sobre, dirigido a A. B. Vidal, Lista de Correos, Oficina Central,
tras de lo cual podía regresar a mi trabajo.
—¿Cuánto rato hace que ha recibido estas instrucciones? —preguntó Mason.
—Unos veinte minutos.
—Pero, ¿y si esa caja estuviese ya ocupada?
—Entonces, debo utilizar cualquiera de las cuatro que quedan a su derecha, en la
misma hilera.
—¿Y qué se propone hacer usted?
—Bueno, para ganar tiempo, he pedido al taxi que me esperase… Quisiera abrir
esta maleta para ver si contiene dinero, como supongo, y en tal caso anotar los
números de los billetes, o por lo menos de parte de ellos.
—¿Y por qué no lo ha hecho ya?
—Porque quería consultar con un abogado para saber si tenía derecho a actuar
así.
—¿Cómo podemos saber que no ha abierto usted ya esta maleta? ¿Y si la abrimos
y comprobamos que está llena de dinero, que usted no cogerá parte del mismo así que
haya salido de este despacho?
—¡Oh! Mr. Mason… Jamás haría una cosa así.

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Los grandes ojos castaños miraban a Mason con expresión de cándida inocencia.
—¿No le ha autorizado Mr. Theilman para que mirara en el interior de esta
maleta?
—No. Sólo me ha dicho lo que acabo de repetirle.
—Entonces, ¿por qué quiere actuar contra su voluntad?
—Porque le hacen chantaje y quisiera ayudarle. La víctima de un chantaje es
siempre impotente. Míster Theilman no tiene valor para ir a buscar a la policía y…
Sólo trato de actuar lo mejor posible… ¡Me gustaría tanto convencerle, Mr. Mason!
—Deme un dólar —dijo bruscamente el abogado.
Miss Wainwright obedeció, y el abogado volvióse hacia su secretaria:
—Haz un recibo, Della, mencionando que se trata de una consulta.
Della Street se situó detrás de su mesa para redactar el recibo que después entregó
a Janice.
—Deme la llave —dijo entonces Mason.
Cuando miss Wainwright se la hubo entregado, Mason levantó la maleta, la
colocó sobre su mesa y la abrió. Estaba llena de billetes de veinte dólares, reunidos en
fajos sujetos con gomas.
—Acérqueme el dictáfono —dijo el abogado a su secretaria—, y tú ponte junto al
registrador magnetofónico. Coge fajos de billetes… Yo haré lo mismo, y durante
cinco minutos leeremos la mayor cantidad posible.
Empezaron a trabajar hasta que Mason dio la señal de paro:
—Necesitaríamos demasiado tiempo miss Wainwright para leer los números de
todos estos billetes… Mr. Theilman debe esperar su regreso y…
—Sí, ahora pensaba en eso… De todos modos, ahora tiene usted los números de
cierta cantidad de billetes…
Todo el dinero fue vuelto a su lugar y la maleta cerrada con llave.
—¿Tiene un taxi que le espera abajo, miss Wainwright?
—Sí.
—Entonces, puede marcharse. De todos modos, hay una precaución que deseo
tomar, tanto en su interés como en el mío…
—¿Qué precaución?
—Mi secretaria la acompañará hasta la Estación Central, y se asegurará de que
sigue usted puntualmente las instrucciones que se le han dado. Así, en caso necesario,
podrá testificar bajo juramento que desde el momento en que hemos cerrado esta
maleta usted no ha tenido oportunidad de coger algo que hubiera dentro de ella. Y
para estar doblemente seguro, guardará la llave.
Por un momento Janice pareció vacilar como si aquella operación no la
satisfaciera en absoluto. Después dijo con tono grave:
—Sea, Mr. Mason. Si cree que es mejor así, de acuerdo.
—Perfecto —aprobó el abogado—. Y ahora, márchense aprisa las dos.

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Capítulo 2

Eran las doce y cuarto cuando Della Street regresó al despacho.


—¿Ha ido todo bien? —preguntó Mason.
—De maravilla —contestó la secretaria—. La maleta fue dejada en su sitio, e
incluso he sido yo la que he guardado la llave de la caja en el sobre y después lo he
echado al buzón.
—¿Estaba preparado el sobre?
—Sí, dirigido a A. B. Vidal, Lista de Correos, Oficina Central, Los Angeles, y con
los sellos pegados. ¿Desconfías de Janice?
—No exactamente de ella, sino de la manera como se presenta este caso… Para
empezar, ¿por qué ese misterioso chantajista se ha tomado la molestia de recortar los
diarios para redactar el mensaje…?
—Porque, de todos modos, no se le puede identificar por su escritura ni por la de
su máquina…
—Entonces, ¿por qué mecanografió el sobre?
—Porque si hubiese hecho como con la carta, hubiese resultado demasiado
llamativo… Supongo que ha debido ir a una de esas agencias en las que se alquilan
máquinas de escribir a las personas que necesitan mecanografiar su correo. Así no
hay miedo que esto le traicione.
—En tal caso, ¿por qué no lo ha mecanografiado todo?
—Esto no lo entiendo… —reconoció Della Street.
—Yo tampoco. Por lo demás, si hubiese recortado el nombre y la dirección de
Theilman en un listín telefónico para pegarlos en el sobre, esto no hubiese llamado
demasiado la atención. Dile a Paul Drake que venga, ¿quieres?
Della Street permaneció contemplando a su jefe por un momento, y después
telefoneó a la Agencia de Detectives Drake, cuyas oficinas estaban en el mismo
edificio y en idéntica planta.
Poco después compareció el detective declarando alegremente:
—Confío, Perry, en que no te ocuparás de un asunto que me impida almorzar.
—No, no lo creo. Sólo quisiera que situaras a uno de tus hombres en la Oficina
Central de correos para que siga a la persona que vaya a reclamar una carta dirigida a
A. B. Vidal.
—¿En la Oficina Central? Entonces, amigo mío, creo que podré proporcionarte
un ahorro interesante. En efecto, allí necesitaría no a uno, sino a dos hombres, porque
la espera puede prolongarse y el ser humano tiene necesidades naturales que
satisfacer. Ahora bien, tuve ocasión de hacer un favor a un inspector de la Oficina
Central. Por lo tanto, no se negará a llamarme telefónicamente cuando llegue la carta.
En aquel momento enviaré al lugar a uno de mis hombres, a quien le será fácil avisar
cuando el destinatario de la carta se presente sin que mi muchacho se vea obligado a

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acechar obstinadamente en la taquilla de la lista de correos…
—Haz como mejor te parezca, con tal de que resulte bien —dijo Mason.
—Gracias, Perry. De todos modos, hay una cosa… Mi amigo el inspector querría
seguramente que le avisáramos así que comprobásemos que se ha producido una
violación en los reglamentos postales[1].
Mason pareció sopesar el asunto y después declaró:
—Está bien… Le puedes prometer que será advertido así que vosotros sepáis que
se han violado los reglamentos postales.
—¿Lo que significa que tal vez te las arregles para que yo no sepa nada? —
preguntó Drake.
Mason se limitó a sonreír, y el detective meneó la cabeza mientras se dirigía hacia
la puerta que comunicaba directamente el despacho del abogado con el pasillo del
piso.
—Bueno, Perry, no hablemos más de ello. Haré cuanto pueda, dentro de los
límites que fijas, y mañana por la mañana te traeremos toda la información posible
acerca de A. B. Vidal.

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Capítulo 3

Con un diario de la mañana bajo el brazo, Mason entró en su despacho, sonrió a


Della Street, dejó su sombrero sobre un busto del austero Blackstone colocado
encima de un archivador, y preguntó:
—¿Qué hay de nuevo, Della?
—Tu amiga Janice Wainwright desearía verte lo antes posible. Parece trastornada.
—¡Ah, sí, la carta!… ¿Hemos recibido un informe a este respecto?
—No. Paul Drake tiene hombres que se relevan en la Oficina Central, donde la
carta dirigida a A. B. Vidal sigue depositada.
—¿Ha dejado Janice algún número de teléfono al que se la pueda llamar?
—Sí, pero no es el del despacho en que trabaja. ¿Marco el número?
—Sí. Veamos qué quiere de nosotros.
Unos momentos después, Mason tenía a Janice Wainwright al otro extremo de la
línea y se informaba acerca de lo que no iba bien.
—¡Oh, Mr. Mason, gracias por haberme llamado! Míster Theilman parece haber
desaparecido. La policía ha venido a hacerme preguntas. Yo… yo no les he dicho
nada en concreto, pero… No sé qué hacer.
—Veamos, ¿me dice que Mr. Theilman ha desaparecido?
—Sí.
—¿Cómo lo sabe?
—Ha sido su esposa la que ha advertido a la policía.
—¿Por qué motivo?
—Él telefoneó anoche desde Bakersfield, donde había ido para unos negocios. La
llamó hacia las ocho para anunciarle que volvería entre las once y las once y media, y
que era preferible que se acostara sin esperarle. Hacia las tres de la mañana, cuando
ella se dio cuenta de que su marido no estaba, Mrs. Theilman telefoneó a la policía
para saber si había sido víctima de un accidente de carretera. La policía indagó y le
contestó negativamente. De todos modos, ella ha vuelto a inquietarse seriamente,
cuando esta mañana, al despertarse, ha comprobado que su marido no había llegado
aún. Entonces ha telefoneado a Mr. Troy, con quien Mr. Theilman debía verse en
Bakersfield.
—¿Quién dice?
—Cole B. Troy. Míster Theilman y él están más o menos asociados en un asunto
de terrenos, hacia Bakersfield.
—¿Y qué le ha dicho Mr. Troy?
—Míster Troy ha dicho que Mr. Theilman le dejó hacia las nueve, que había
hablado de telefonear a su esposa y que había hecho una llamada mientras cenaba con
Troy.
—¿Y entonces?

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—Entonces, Mrs. Theilman ha llamado de nuevo a la policía, y cuando yo he
abierto el despacho esta mañana, a las ocho, había un detective que me ha preguntado
si Mr. Theilman tenía citas previstas para hoy, si le esperaba y si tenía idea de lo que
había podido impedirle que regresara a su casa.
—Un momento… Esta manera de proceder me parece algo desacostumbrada. Por
lo general, tranquilizan a la esposa inquieta y empiezan informando a la oficina de
personas desaparecidas. Enviar inmediatamente a un detective al despacho del
individuo en cuestión es algo bastante sorprendente. ¿Iba de paisano?
—Sí.
—¿Y era un detective?
—En todo caso, él así lo ha dicho.
—¿Y Mr. Theilman no ha dado señales de vida?
—No.
—¿Cuándo tuvo usted noticias suyas por última vez?
—Ayer por la tarde, a las dos y media. Me telefoneó para advertirme que no
telefonearía al despacho porque debía irse a Bakersfield para celebrar una entrevista
con Cole Troy. Añadió que podría localizarle allí si ocurría algo importante, aunque
añadió que esto le parecía poco probable.
—¿La había interrogado ya con respecto a la maleta?
—¡Oh, sí! Esto lo hizo en cuanto regresé al despacho.
—¿Y pareció aliviado cuando se enteró de que había realizado usted la misión sin
el menor contratiempo?
—Sí.
—¿Pero usted no le dijo que había venido a consultarme, ni ninguna otra cosa?
—¡Oh, no!… Por nada del mundo hubiese querido que lo supiera. Me esfuerzo en
protegerle, míster Mason, pero yo… no querría dar la impresión de que intervengo en
sus asuntos.
—Bueno. Le recomiendo que no mienta a los policías que tal vez la interroguen,
pero esto no significa que esté usted obligada a decírselo todo. Conténtese con no
mentir, alegando que no está en situación de discutir los asuntos de Mr. Theilman.
Declare solamente que él se marchó ayer temprano y que desde entonces no ha tenido
noticias suyas. De tal manera, si más tarde se la convoca para que testifique acerca de
esta desaparición no podrán acusarla de haber mentido. Atrinchérese en el papel de la
buena secretaria que se esfuerza en defender los intereses de su jefe… ¿Me
comprende?
—Sí, sí, perfectamente, Mr. Mason.
—Muy bien… Si se entera de algo nuevo, telefonéeme. Fuera de las horas de
despacho, bastará con que llame a la agencia de detectives Drake y deje a Paul Drake
un mensaje para mí.
—¿La agencia de detectives Drake? Dios mío, míster Mason, ¿no les habrá dicho,
por lo menos, que… que yo había ido a verle?

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—No; se limitan a efectuar investigaciones por mi cuenta… Sólo querría hacerle
una pregunta más: ¿Había oído hablar de A. B. Vidal antes de esta transacción
misteriosa?
—Nunca.
—Perfectamente… ¿Dónde está usted ahora? El número que nos ha dado no es el
de su despacho.
—No… La visita de ese policía me ha asustado, y he preferido no quedarme en el
despacho hasta no haber podido hablar con usted. Ahora estoy en mi casa…
—Entonces, regrese en seguida al despacho y pórtese con la máxima normalidad
posible. No mienta a la policía, pero tampoco le diga nada de la maleta ni de la carta.
Dígale que no se considera autorizada a revelarle lo que sea acerca de los asuntos de
su jefe sin el permiso explícito de éste.
—Según ese detective, Mrs. Theilman les ha declarado que yo podía decirles todo
lo que sabía…
—¿Está usted al servicio de Mrs. Theilman?
—No.
—Entonces, haga lo que le digo.
—Sí, Mr. Mason.
—Pero, sobre todo, no me mienta —le recomendó el abogado, antes de terminar
la conversación—. Llama a Paul Drake, Della —rogó seguidamente a su secretaria.
Cuando el detective se presentó unos momentos después, Mason se enteró de que
en la oficina de correos seguía sin producirse ninguna novedad. Entonces preguntó:
—Paul, ¿sabes cómo funciona la consigna automática de la Estación Central?
—Sí… ¿Por qué?
—Quisiera poder echar una ojeada a uno de los compartimientos.
—Si sólo se trata de echarle una ojeada, puedo arreglarlo muy fácilmente porque
conozco a un vigilante. Si quieres registrar algo que está guardado allí, ya es otro
asunto.
—Vamos a echar una ojeada —dijo Mason, poniéndose en pie—. Creo preferible
que nos acompañes, Della —añadió.
—¿En qué compartimiento quieres mirar? —interrogó Drake.
—Ya te lo diré cuando llegue el momento. No me sorprendería nada que… Pero
prefiero no adelantar acontecimientos por el momento.
—¿Cogemos mi coche o el tuyo?
—El tuyo —contestó Mason—. Quiero reflexionar mientras tú conduces.
—Voy a hacer una llamada telefónica para avisar al vigilante que conozco.
El vigilante se llamaba Smith, y vestido con un traje gris pasaba totalmente
inadvertido en el bullicio de la estación. Drake hizo las presentaciones y después
Smith preguntó en qué caja quería Mason echar una ojeada.
—F. O. 82 —contestó el abogado.
—¿Puede decirme por qué motivo?

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Mason miró al hombre frente a frente:
—No.
Smith sonrió.
—Por lo menos, resulta categórico. Le abriré ese compartimiento y usted podrá
ver lo que hay en él, pero sin tocarlo. ¿Queda bien entendido?
—Por completo. Me basta con poder mirar.
—En tal caso, voy a por la llave.
Cuando el vigilante se les reunió cerca de la caja F. O. 82, Mason le preguntó:
—Míster Smith, ¿podría explicarme cómo funciona este sistema de consigna? En
cada compartimiento veo un aviso precisando que esta consigna sólo está prevista
para veinticuatro horas y que, pasado este tiempo, los objetos que los ocupen serán
retirados… ¿Cómo hacen para calcular el plazo?
—¡Oh!, lo hacemos de manera muy aproximada… Fíjese, en cada
compartimiento hay un pequeño cuadrante que corresponde a un contador. El
cuadrante de éste indica: 284… Esto quiere decir que se han introducido 284
monedas de veinticinco centavos desde la instalación de esta cerradura, ya que la
consigna es de veinticinco centavos cada veinticuatro horas. Cada noche, hacia las
once, un empleado anota los números de estos contadores. Al día siguiente, si
comprueba que el número de tal compartimiento no ha cambiado, pero que la puerta
sigue cerrada, lo abre, retirando la cerradura… Y es que la compañía no quiere que
estas cajas se utilicen de manera permanente. El emplazamiento cuesta caro y para
que la operación sea rentable importa que la mayoría de los compartimientos sean
alquilados varias veces por día…
—Pero, ¿cómo se puede quitar la cerradura cuando la puerta está cerrada con
llave? —interrogó Mason.
—Con ayuda de mi llave maestra… Dentro de un momento se lo enseñaré.
Entonces, el contenido de la caja es llevado a un despacho donde su propietario puede
reclamarlo mediante el pago de una cantidad suplementaria, y nosotros ponemos una
cerradura nueva en la caja, a fin de que otra persona pueda encerrar su equipaje y
llevarse la llave.
Acercándose al F. O. 82, Smith desplazó una plaquita situada encima de la
cerradura e introdujo en la abertura su llave maestra. Se oyó un clic y Smith retiró la
cerradura junto con su llave maestra, tras de lo cual abrió la puerta del
compartimiento.
—¡Ah! —exclamó—. Esto se aparta de lo ordinario. Por lo general, cuando la
llave está ausente es que hay algo en la caja, pero aquí está vacía.
—¡Vacía! —exclamó Mason, acercando la cabeza a la abertura, imitado por
Drake y por Della Street—. ¿Cómo ha sido esto?
—Sólo ha podido hacerse de una manera. El cliente ha venido a llevarse lo que
había puesto en la caja, y después ha introducido una nueva moneda en la rendija y se
ha vuelto a llevar la llave.

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—¿Por qué había de actuar así? —preguntó Mason.
—Como respuesta —dijo Smith sonriendo—, voy a hacerle a mi vez una
pregunta: ¿Por qué se interesa usted precisamente por el compartimiento F. O. 82?
Mason le devolvió su sonrisa:
—Muy bien. Se ha anotado usted un tanto.
—Entonces, no insisto —dijo Smith—. Voy a poner una nueva cerradura en este
compartimiento para que vuelva a estar en servicio. Cuando el cliente en cuestión
regrese con su llave comprobará que ya no abre la caja. Comprobará si se ha
equivocado, hará dos o tres tentativas más, todas inútiles, y después se irá a ver al jefe
de estación, para aclarar el misterio…
—Ese cliente seguro que no —declaró Mason—. Creo que esta llave está
definitivamente retirada de la circulación.
—No tiene importancia —replicó Smith—, tenemos un duplicado y podremos
utilizar de nuevo esta cerradura poniéndola en otro compartimiento.
—Míster Smith —dijo Mason—, nos ha sido usted verdaderamente útil. ¿Puedo
indemnizarle por…?
—No, se lo ruego —le interrumpió el vigilante, cortando el ademán que Mason
iniciaba hacia el interior de su americana—. Drake nos ha ayudado en varias
ocasiones y yo me alegro de haberle podido ser útil a mi vez. Encantado de haberle
conocido, Mr. Mason. A su disposición, si vuelve a necesitarme…
Cuando se encontró en su auto, en compañía de Mason y de Della Street, Drake
dijo:
—Supongo que ahora ese A. B. Vidal se ha vuelto extremadamente importante, y
que tendré que adoptar las medidas correspondientes…
—Al contrario —replicó Mason—. A. B. Vidal ha cesado de interesarme.
—¿Por qué?
—Porque nunca ha existido.
—Pero una carta le espera en la oficina de correos…
—No lo olvido, Paul, pero esto es lo que ha debido ocurrir. Ese hombre, al que
seguiremos llamando Vidal para facilitar las cosas, ha ido a la consigna automática,
ha introducido una moneda de veinticinco centavos en la rendija del F. O. 82, así
como en las de los cuatro compartimientos situados a su izquierda. Se ha llevado las
cinco llaves, de las que ha hecho sacar un duplicado. Tras de lo cual, ha venido a
abrir de nuevo las cajas y ha dejado las llaves en su sitio. Luego, ha esperado por aquí
hasta que ha visto que alguien ponía en uno de los compartimientos en cuestión el
paquete que esperaba. Había recomendado que enviasen la llave del casillero a A. B.
Vidal, Oficina de Correos, pero era únicamente para disimular sus verdaderas
intenciones.
»Así que la persona a la que acechaba se hubo ido, fue a abrir el compartimiento
con ayuda de la llave que se había hecho fabricar, cogió lo que había dentro y puso
otra moneda en la rendija. De tal manera, pudo llevarse la llave al mismo tiempo que

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el paquete, sin dejar el menor rastro de su paso.
—¡Cáspita! —dijo Drake—. ¡Vaya historia! Te enfrentas con alguien muy listo y
que ha calculado muy bien el golpe. Así, pues, ¿es inútil que continúe la vigilancia en
la oficina de correos?
—Sí, puedes retirar a tu hombre.
—Pero permanece el hecho de que mi amigo el inspector de correos sabe que nos
interesamos por una carta dirigida a la Lista de Correos, a nombre de un tal A. B.
Vidal.
Mason meneó lentamente la cabeza, mordisqueándose el labio inferior, y después
dijo:
—Por desgracia, nada podemos hacer, Paul. Conténtate con decirle que sigues
otra pista y que esa carta ya no te interesa.
—Míster Smith ha sido muy amable —intervino Della Street—. Es una lástima
que no podamos decirle que recuperaría su llave si fuese a reclamar a la Oficina
Central de correos una carta dirigida a A. B. Vidal.
—¡En efecto! —convino Mason.
—¿En efecto, qué? —interrogó Drake con viveza, lanzándole una mirada de
recelo.
—Que es una lástima que no podamos decir esto a Mr. Smith —contestó
cándidamente el abogado.

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Capítulo 4

Apenas hacía un cuarto de hora que Mason había regresado a su despacho,


cuando Paul Drake fue a reunirse con él.
—¿Novedades? —preguntó el abogado.
—Sí, a propósito de tu amigo A. B. Vidal.
—¿Qué ha hecho?
—La policía quiere informes a su respecto.
Mason hizo una mueca:
—¿La policía? ¿Por qué?
—¡Que me aspen si lo sé! No me hacen confidencias —contestó el detective—.
Pero desean que yo se las haga a ellos. Buscan con avidez informes relativos a A. B.
Vidal, y parecen quererle relacionar con una historia de chantaje de que es víctima un
tal Morley L. Theilman… ¿Conoces a ese Theilman?
—Soy un poco como la policía —contestó el abogado—. Cuando recurro a un
detective privado es para que él me hable confidencialmente, pero yo no siempre
hago lo mismo.
—Está bien, pero yo tengo al «poli» en mi despacho. He conseguido disculparme
durante unos momentos, pero me espera y se muestra muy insistente en sus
preguntas.
—¿Cómo te han relacionado con Vidal?
—Por lo que he comprendido, se han enterado de que Vidal enviaba por correo
cartas de chantaje a Theilman. Como a éste no hay manera de encontrarle por el
momento, según parece, la policía ha efectuado una pequeña indagación con las
autoridades postales y se ha enterado así de que me interesaba por Mr. Vidal. En
resumen, Perry, supongo que todo esto guarda relación con la consigna automática de
la Estación Central, pero no puedo decírselo sin que tú me autorices. Por otra parte,
no tengo derecho a ocultar información susceptible de ayudar a la policía en su
búsqueda.
—Está bien, Paul. Iré contigo a hablar a ese policía —decidió Mason, poniéndose
en pie.
El rostro de Drake expresó un gran alivio:
—¡Ah! Así me gusta más.
—¿Sabe él que yo intervengo en este asunto?
—No me lo ha dicho, pero supongo que sí. La policía no ignora que trabajo
frecuentemente para ti. Le he dicho que necesitaba hacer una llamada telefónica antes
de responder a sus preguntas, y tal vez haya supuesto que iba a consultarte. Es un tal
Orland.
—Bueno, vamos a charlar un poco con Orland. Vigila la «tienda», Della. Tardaré
unos minutos.

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Cuando Drake presentó a Mason, Orland se levantó para estrechar la mano del
abogado.
—Mucho gusto. Mr. Mason. En varias ocasiones he tenido oportunidad de verle
en la Brigada Criminal, pero aun no habíamos sido presentados.
—Pues bien, yo he sido el que he empleado a Paul Drake en este asunto… ¿Qué
desea saber?
—Todo lo concerniente a A. B. Vidal.
—No puedo contarle mucha cosa sobre él…
—¿Por qué se dirigió a las autoridades postales a su respecto?
—Se ha enviado un sobre a la Lista de Correos a nombre de A. B. Vidal. Por lo
que yo sé, ese sobre contiene la llave del compartimiento F. O. 82, en la consigna
automática de la Estación Central, y nada más. Quería hacer seguir a A. B. Vidal
cuando fuese a buscar dicho sobre.
—¿Cómo sabe lo que contiene?
—Lo sé, porque fue mi secretaria, Della Street, quien metió la llave en el sobre y
lo envió a A. B. Vidal.
—¿Y qué contiene el compartimiento F. O. 82?
—Nada.
—¿Cómo? —exclamó Orland con sorpresa.
—Nada en absoluto.
—¿Cómo lo sabe?
—Me he cerciorado.
—¿Puedo preguntarle por qué medio?
—Por mediación de Paul Drake. Como lo averiguarían ustedes más pronto o más
tarde, es mejor decírselo en seguida.
—Me parece que no acabo de entenderle. ¿Me dice que envió la llave de un
compartimiento vacío? ¿Y qué contenía ese compartimiento cuando ustedes enviaron
la llave?
—Por lo que yo sé, una maleta.
—¿Qué había en esa maleta?
—Esto no puedo decírselo.
—¿Por qué lo ignora?
—Esto no puedo decírselo.
—¿Porque sería traicionar las confidencias de un cliente?
—No puedo decírselo.
Orland se encaró con Paul Drake.
—Usted no goza de los mismos privilegios que un abogado, Drake.
—Drake —intervino Mason—, no vio ninguna maleta, ni a Della Street enviar
una llave dentro de un sobre. Sólo ha intervenido para informarme acerca de A. B.
Vidal, y después sobre el contenido del compartimiento.
—Respecto a ese compartimiento, ¿cómo pudieron comprobar que estaba vacío?

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—Por mediación de un vigilante. Dicho sea de pasada, han cambiado la
cerradura, de modo que la llave que está en la lista de correos ya no abre el F. O. 82.
—Algo es algo —comentó Orland—. Tratábamos de eliminar formalidades y
prohibiciones para saber lo que contenía el sobre en cuestión. Estábamos seguros de
que se trataba de una llave. Ahora sabemos lo que abría esa llave, pero no hemos
adelantado gran cosa.
—No puedo decirle nada más.
—Ésta es una respuesta ambigua.
—Y la única que puedo darle.
—¿Qué sabe de Morley L. Theilman?
—No le he visto en toda mi vida.
—Su mujer parece pensar que alguien le hacía chantaje y que él había entregado
una gran suma al chantajista, el cual le transmitía sus exigencias por correo y bajo el
nombre de A. B. Vidal. Ésta parece haber sido también la opinión de usted.
—¿Dónde está Theilman en este momento? —preguntó Mason.
—Esto es precisamente lo que tratamos de descubrir. No está en ninguno de los
lugares que frecuenta habitualmente. Y cuando un hombre desaparece mientras es
víctima de un chantaje, el asunto nos interesa mucho.
—¿Sabe usted algo acerca de ese A. B. Vidal? —preguntó el abogado—. ¿Tiene
antecedentes judiciales?
—No puedo decírselo, Mr. Mason —repuso Orland con malicia.
—Henos, pues, empatados —comentó, sonriendo, Mason.
Entonces el policía se volvió hacia Paul Drake:
—Hasta ahora ha hablado Mr. Mason, pero ahora me gustaría escucharle a usted.
No olvide que necesita una licencia para ejercer su profesión y que no tiene derecho a
ocultar a la policía informes relativos a un crimen. De modo que me gustaría, y sin
interrupciones, por favor, que usted me contase exactamente lo que sabe.
—Con mucho gusto, porque la intervención de Perry me ha sacado de apuros —
contestó Drake, quien empezó a explicar cómo Mason le había pedido informes sobre
un tal A. B. Vidal que debía ir a buscar una carta a la lista de correos de la Oficina
Central, así como las disposiciones que había adoptado para conseguirlo.
—¿Y por lo que respecta a ese compartimiento de la consigna automática?
—Bueno, Mason quería saber lo que contenía, y como yo conocía a uno de los
vigilantes…
—¿Cuál?
—Smith.
—¡Ah! Smitty… Sí, yo también le conozco muy bien.
—Así, pues, hemos ido hasta allá y Mr. Mason…
—Un momento… ¿Quiénes han ido?
—Perry Mason, su secretaria Della Street y yo.
—¿Han ido los tres?

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—Sí. Apenas hace un cuarto de hora que hemos regresado.
—¿Y qué ha pasado en la consigna?
—Mason ha explicado a Smitty que deseaba echar una ojeada al contenido del
compartimiento F. O. 82. Smitty le ha contestado que podría mirarlo, pero no tocarlo.
Tras de lo cual ha abierto el F. O. 82, quitando la cerradura con su llave maestra, y el
compartimiento estaba vacío.
—¿Sigue haciendo vigilar la lista de correos? —preguntó Orland.
—No. He llamado a mis hombres y he advertido al personal de servicio para que
no se inquietara más por A. B. Vidal, por lo que a mí concierne.
—¿Ha hecho esto por propia iniciativa o a petición de Perry Mason?
—A petición mía —dijo inmediatamente el abogado.
—Está bien —dijo entonces Orland—. Es todo lo que deseaba saber… a
condición de que esto sea todo lo que sabe, Drake.
—Es todo lo que sé —confirmó el detective.
Orland se marchó del despacho y después de su salida Mason dijo a Drake:
—Hete aquí fuera de peligro, Paul. Le has contado todo lo que sabías.
—Gracias por sacarme del apuro, Perry.
—Le has contado todo lo que sabías hasta este momento —prosiguió el abogado
—, pero ahora vas a enterarte de algo más… Cuando la policía te interrogue debes
decirle todo lo que sabes… pero no estás obligado a salir en persecución de Orland
para decirle lo que has descubierto después de su marcha.
—Un momento, Perry… Prefiero que no me digas nada. Yo…
—¿Quieres trabajar o no?
—Si tengo una agencia, es para trabajar…
—Entonces, vas a ocuparte, por mi cuenta, de Morley Theilman. Quisiera saber
dónde está ahora. Anoche estaba en Bakersfield, en compañía de Cole B. Troy, con el
que tiene negocios. Dejó a Troy hacia las nueve, pero no ha regresado a su casa, de
modo que su mujer ha avisado a la policía, dando cuenta de su desaparición. Así,
pues, ocupa a varios hombres en esto y entérate de lo que puedas descubrir sobre
Theilman…
—Puesto que la policía se ocupa del asunto, puedes estar seguro de que ha
seguido todas las pistas posibles.
—Sí, pero dado que la policía no me hace confidencias, deseo saber tanto como
ella, y si es posible aún más.
—Bueno —dijo Drake—. Tengo un corresponsal excelente en Bakersfield. Le
voy a llamar por teléfono para que se ocupe de esto.
—Perfectamente… Y yo voy a advertir a Della que no regresaré antes de las
doce.

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Capítulo 5

Después de haber buscado la dirección en un listín telefónico, Perry Mason fue al


631 de Dilligton Drive, que resultó ser una hermosa villa moderna situada en el
centro de una verde pradera de suave pendiente. Eran las once y diez cuando el
abogado llamó a la puerta de aquella agradable vivienda, y fue una mujer sumamente
hermosa, de treinta años como máximo, quien acudió a abrirle.
—¿Mistress Theilman? —preguntó Mason.
—Sí —contestó ella con aire reservado.
—Me llamo Perry Mason, soy abogado, y desearía hablar con usted en relación
con su marido.
—Pase, se lo ruego…
Le condujo a una habitación confortablemente amueblada, con una armonía de
grises y de amarillos. Después de ser invitado a sentarse, el abogado dijo:
—Mistress Theilman, lamento no poder, por lo menos de momento, poner mis
cartas boca arriba… De todos modos, aunque deba callar el nombre del cliente que
represento, puedo decirle que sus intereses no se oponen a los de usted, ya que de lo
contrario no estaría aquí. Sé que desea usted tener noticias de su marido, y lo mismo
me ocurre a mí. Por lo que yo sé, nada arriesga hablándome con franqueza, e incluso
creo que puede resultarle beneficioso el hacerlo.
—¿Ha ido mi marido a consultarle?
—No, Mrs. Theilman, pero tengo la impresión de que lo que hago es también en
su beneficio. Si estoy aquí es porque, al comunicar a la policía la desaparición de su
marido, les ha dicho usted que podía ser víctima de un chantajista llamado A. B.
Vidal. La policía me ha interrogado porque me había interesado en ese Mr. Vidal, y
he dicho a los investigadores cuanto me ha sido posible.
—No representa usted a Mr. Vidal, ¿verdad?
—No. Ni siquiera le he visto nunca, por lo menos que yo sepa.
—Desearía saber algo más, Mr. Mason, para darme cuenta, del interés que este
asunto puede tener para usted.
—He aquí lo que puedo decirle, Mrs. Theilman. Tengo buenos motivos para creer
que A. B. Vidal trataba de hacer chantaje a su marido. Ayer, poco antes de las doce,
mi secretaria envió a la lista de correos, a nombre de A. B. Vidal, la llave de un
compartimiento de la consigna automática de la Estación Central que llevaba el
número F. O. 82. Un detective a mi servicio vigilaba el edificio de correos para seguir
a A. B. Vidal y poderme informar a su respecto.
—¿Y ha podido hacerlo? —interrogó la joven, cuyo rostro mostró un repentino
interés por las palabras del abogado.
—No, porque Vidal es demasiado listo para dejarse coger en una trampa así. Si ha
pedido que se le enviase esa llave a la lista de correos, era para crear una pista falsa.

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Debía ya tener un duplicado de la llave, y no ha necesitado ir a reclamar la carta para
poder abrir el compartimiento y recoger lo que contenía.
—¿Ha contado todo esto a la policía?
—Sí.
—Si su secretaria ha enviado esa llave a míster Vidal, ella ha debido ser quien ha
abierto el compartimiento y ha metido algo dentro.
—No necesariamente. No quisiera engañarla, ni que usted me engañase, y por eso
me he limitado a decirle que mi secretaria había metido la llave en un sobre y que
había enviado éste, por correo, a A. B. Vidal.
—¿No es usted el abogado de mi marido?
—No, y ni siquiera creo conocerle.
—Entonces, si no tiene relaciones ni con Vidal ni con mi marido, ¿qué representa
usted en todo esto?
—No he dicho que no tuviese relaciones con su marido, Mrs. Theilman, aunque
esas relaciones no sean directas. Estoy convencido de que mi cliente tiene un interés
muy especial por los asuntos de su esposo.
—¿No puede mostrarse más explícito?
Mason meneó la cabeza y Mrs. Theilman prosiguió:
—Sea… Míster Mason, voy a hacer lo mismo que usted y repetirle lo que he
dicho a la policía. Con esto ha de entender que yo tampoco voy a poner todas mis
cartas boca arriba. Para que me decida, usted deberá hacerlo primero.
—De acuerdo… Repítame únicamente lo que ha dicho a la policía.
—Mi marido regresó ayer de su despacho hacia las dos de la tarde. Parecía muy
preocupado y me dijo que necesitaba ir a Bakersfield. Para esto deseaba cambiarse, y
me pidió que le diese otro traje. Después de lo cual, según mi costumbre, antes de
enviarlo al tintorero, comprobé si mi marido había olvidado algo en los bolsillos del
traje que acababa de quitarse. Siempre lo hago, porque mi marido olvida
frecuentemente un cortaplumas, unas llaves o dinero… ¡Ustedes los hombres tienen
tantos bolsillos!…
—Sí, en efecto —dijo Mason sonriendo—, a mí también me sucede que olvido
cosas.
—Pues bien, en el bolsillo interior de su americana mi marido había dejado una
carta y, al sacarla, no tuve más remedio que notar que no era una carta normal. El
texto estaba compuesto mediante palabras recortadas de un diario.
—¿Recuerda el texto?
—¡Oh, sí!, se lo puedo recitar de memoria: Procúrese el dinero. Instrucciones por
teléfono. Falta de pago sería fatal. Este mensaje iba acompañado por un sobre
mecanografiado en el que el remitente estaba así mencionado: A. B. Vidal, Lista de
Correos, Oficina Central.
—¿Qué hizo usted entonces?
—Mi marido estaba en el cuarto de baño, afeitándose con la máquina eléctrica.

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Por lo tanto, aún no se había puesto la otra americana, y me apresuré a meter en ella
la carta y el sobre, tras de lo cual salí de la habitación… Míster Mason, soy de esas
mujeres que no creen útil hacer preguntas a su marido. Si Morley no me había
hablado de esa carta era, o bien porque no quería inquietarse, o porque no deseaba
que yo estuviese al corriente.
—Pero ¿esa carta la angustió?
—Esa carta, y también el hecho de que, desde hace un tiempo, mi marido se
mostraba muy preocupado.
—¿Está usted enterada de sus negocios?
—Muy poco.
—¿No los comenta con él?
—No. Mi marido me da cada mes una cantidad ampliamente suficiente para
llevar la casa y vestirme. De vez en cuando me regala un coche nuevo o una joya.
Esto me basta y no le pido nada más.
—Ya. Así, pues, ¿su esposo fue a Bakersfield?
—Si… Por lo menos lo supongo, porque fue lo que me dijo al salir de aquí.
—Volviendo a esa carta hecha con palabras pegadas en una hoja… ¿Había sido
rota la hoja y después reconstruida… por ejemplo con cinta adhesiva?
—No, en absoluto. Estaba intacta y compuesta con mucho cuidado.
—En el sobre, ¿había la dirección del despacho o la de aquí?
—Con franqueza, no sabría decirlo… Sólo vi el nombre de mi marido y busqué
quién era el remitente.
—¿Recibe su marido mucha correspondencia en casa?
—No mucha, pero alguna… Casi siempre cosas sin importancia, circulares,
facturas, etc. Desde luego, la correspondencia comercial la recibe en su despacho.
—¿Viene a almorzar a casa su marido?
—No, lo hace en la ciudad.
—Cuando tiene usted correo para él supongo que se lo deja separado, ¿no?
—Sí, en la mesita que hay en la entrada.
—¿Había ayer correo?
—Sí, tres o cuatro cartas.
—¿Entre las cuales estaba la que nos interesa?
—Sinceramente, Mr. Mason, es posible, pero no puedo afirmarlo. Un sobre
mecanografiado es tan vulgar que no llama la atención.
—¿Son ustedes un matrimonio feliz?
—Sí, muy feliz.
—Discúlpeme si soy indiscreto, pero parece usted muy joven y, por la posición
que ocupa, supongo que su esposo debe ser bastante mayor.
Mistress Theilman sonrió.
—Siempre le resulta agradable a una mujer oír decir que parece muy joven. Sin
duda no lo soy tanto como usted se figura, pero de todos modos, más que mi esposo.

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Por lo demás, soy su segunda mujer. La primera era celosa y siempre le atosigaba a
preguntas; era la antítesis exacta de lo que me esfuerzo en ser, hasta el punto de que
había acabado por hacerle odiosa la perspectiva de regresar a su casa.
—¿Vivía ya aquí Mr. Theilman?
—¡Válgame Dios, no! Yo no hubiese querido vivir en un sitio que pudiera
recordarle otra mujer. Pedí a Morley que vendiera su casa con los muebles y después
nos instalamos en ésta que decoré a mi capricho…
—… y con mucho gusto —declaró Mason, mirando a su alrededor con expresión
aprobadora.
—Gracias.
—Así, pues —prosiguió el abogado—, ¿avisó a la policía que su maridó había
desaparecido?
—En efecto.
—La carta de A. B. Vidal descubierta por usted, ¿tuvo algo que ver en ello?
—¡Ya lo creo! Si no hubiese sabido la existencia de esa carta, probablemente no
hubiera hecho nada.
—¿La telefoneó anoche su marido?
—Sí, hacia las ocho, para decirme que regresaría a las once u once y media.
Entonces estaba en Bakersfield…
Mistress Theilman repitió a Mason lo que éste ya sabía por Paul Drake, tras de lo
cual el abogado preguntó:
—¿De qué clase son los negocios de su marido?
—Especula en terrenos. Está comprando siempre, para volverlos a vender o para
parcelarlos obteniendo un beneficio.
—Debe tener unas oficinas impresionantes…
—Al contrario… Bueno, tiene un despacho cómodo, desde luego, pero mi marido
hace sobre todo muchos negocios fuera. No espera a que la gente acuda a él: se
adelanta a las ocasiones, las provoca.
—¿Cuántas secretarias tiene? —preguntó Mason con aire indiferente.
—Una sola.
—¿Cómo se llama?
—Janice Wainwright… Esa chica me exaspera a veces hasta el punto de que
siento deseos de sacudirla y…
—¿Por qué? ¿Se muestra…?
—¿… provocativa? ¡Al contrario! Desde que entré en escena, se ha vuelto de lo
más discreto, se maquilla la boca de una manera repugnante, se peina hacia atrás y
lleva gafas enormes…
—¿Dice desde que usted entró en escena?
—Si.
—¿La conocía, pues, de antes?
—Ya la había visto, sí —contestó Mrs. Theilman con circunspección.

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—¿Y no era así antes de su matrimonio?
—¡Oh, en absoluto! Entonces era una muchacha extremadamente atractiva.
—¿Y su marido se daba cuenta?
—¡Desde luego! Fue él quien la contrató, ¿no? Hacía diez años que estaba mal
casado y tendría que haber sido tonto de remate para no haberse insinuado a esa
chica. Y lo que es más, creo que ella ya estaba enamorada de él, de la misma manera
que sé que ahora sí lo está.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque se esfuerza en parecer insignificante y torpe para que a mí no se me
ocurra hacerla despedir. Cuando una mujer es capaz de hacer eso por un hombre tiene
que estar muy enamorada de él.
—En otras palabras, sus esfuerzos para pasar inadvertida y hacerse olvidar han
tenido el efecto de hacerla comprender a usted que estaba enamorada de su marido.
—Al menos para convencerme de ello.
—¿Y esto no le inspira ninguna animosidad?
—¿Por qué quiere que me inspire animosidad? Si esa chica está enamorada de
Morley, es asunto suyo.
—Y pese a estar convencida de que antes hubieron «cosas» entre él y esa Janice
Wainwright, ¿no trata de que su marido cambie de secretaria?
—Mi querido señor —dijo Mrs. Theilman con una sonora carcajada—, que Janice
Wainwright se afee o se engalane para estar segura de permanecer junto a mi esposo,
me es indiferente. Mire a su alrededor las comodidades, el lujo de que disfruto… Si
Janice, o cualquier otra mujer, trata de quitarme esto, entonces puede estar seguro de
que la neutralizaré en un santiamén… Y puedo asegurarle que no será mostrándome
agresiva o celosa, ni convirtiendo esta casa en un sitio al que mi marido temerá
regresar. Dicho esto, Mr. Mason, sabe usted de mí mucho más de lo que había
permitido que supiese ningún hombre. Sabe usted hacer hablar a la gente, pero de
todos modos no le hubiese dicho tanto si no estuviera muy inquieta con respecto, a
Morley y experimentase la necesidad de expansionarme con alguien.
—¿Está usted inquieta en relación con su marido? ¿Cree que ha podido ocurrirle
algo?
—Soy una esposa inquieta, Mr. Mason, pero no una adivina… No sé concretar mi
inquietud… Tengo la sensación de que para encontrar a Morley usted es hombre que
utiliza métodos más personales y tal vez también más eficaces que los de la policía…
Pero no creo que esté usted en situación de aceptar un anticipo mío para convertirse
en mi abogado, ¿verdad?
—¿Cree que le hace falta un abogado?
—Contestaré a su pregunta cuando usted responda a la mía.
—No —dijo Mason con aire pensativo—, temo no poder aceptar el convertirme
en su abogado. A primera vista, nada se opone, pero después podría surgir un
conflicto de intereses… Y, pese a que lo juzgue improbable, prefiero no correr este

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riesgo.
—Esto responde a mi pregunta y, al mismo tiempo, me dispensa de contestar a la
suya… De todos modos, le diré esto, Mr. Mason: creo que Morley tiene
preocupaciones, graves preocupaciones… También creo que se relaciona con
personas capaces de mostrarse muy malvadas, si llega el caso.
Tras estas palabras, se levantó y dirigióse hacia la puerta, mientras añadía:
—Estoy verdaderamente encantada de haberle conocido, Mr. Mason…
El abogado la siguió, consciente de la impresión que le causaba la hermosura de
aquella mujer y del hecho de que ella se diera cuenta. Al llegar a la puerta, Mrs.
Theilman le alargó la mano y declaró mientras en sus ojos azules brillaban chispitas
de alegría.
—Un millón de gracias, Mr. Mason, por todo lo que me ha dicho.
—Lamento mucho no haber podido ser más explícito…
—¡Pero si lo ha sido!
—¿He sido qué? —preguntó Mason, enarcando las cejas.
—Más explícito… tal vez mucho más de lo que ha creído —le declaró la joven
mientras cerraba suavemente la puerta.
De regreso a su despacho, Mason preguntó a su secretaria:
—¿Tienes noticias de Paul, Della?
—Todavía no.
—Bueno. Pues yo tengo trabajo para ti.
—¿De qué se trata?
—Vete rápidamente a almorzar y después infórmate del divorcio Theilman,
entérate si se celebró un juicio o si la cosa se arregló amistosamente… En resumen,
recoge el máximo de información a este respecto.
—Entendido —dijo Della Street, metiendo en su bolso una libreta y unos lápices.
Después preguntó con una sonrisita—: ¿Cómo es Mrs. Theilman?
—Pues bien, es una mujer difícil de describir…
—¡Ooooh!
—¿Qué ocurre?
—Cuando un hombre dice que una mujer es difícil de describir, cuando esa mujer
es joven, seductora y ha tenido que ver en un divorcio…
—¿Qué te hace pensar que ha tenido que ver en un divorcio?
—Lo mismo que te hace enviarme a recoger información sobre el divorcio
Theilman —replicó Della Street mientras salía.

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Capítulo 6

Una hora y media más tarde, Della Street estaba de regreso y declaraba:
—Todo depende del punto de vista.
—¿Qué quieres decir, Della? —preguntó el abogado.
—Me has asegurado que Mrs. Theilman era difícil de describir. Tal vez sea así
para un hombre, pero no para una mujer.
—¿Y cómo la describirías?
—No te gustaría mucho saberlo.
—¿No?
—No.
—¿Qué has descubierto?
—La actual Mrs. Morley Theilman era conocida en Las Vegas bajo el nombre de
Day Dawns. Acechaba su oportunidad actuando de camarera, de artista, de bailarina,
y no sé cuántas cosas más…
—¿Quieres decir que estaba en venta?
—Digamos por alquilar. Actualmente, tiene un contrato a largo plazo.
—¿No es más que una vulgar…?
—No seas ridículo —le interrumpió su secretaria—. Como ya has debido
observar, no hay nada de vulgar en esa mujer. Tiene clase pero sabe de qué lado le
aprieta el zapato. Desde luego, he obtenido la mayor parte de mi información de la
petición de divorcio presentada por Carlotta Theilman, en la que se alude
frecuentemente a Day Dawns.
—¿Fotografías?
—Grandes cantidades.
—Me refiero a Carlotta.
—Carlotta no era fotogénica y se había dejado engordar… a diferencia de la
segunda mistress Theilman, que cuida mucho de su línea. Carlotta no tenía coquetería
para enfrentarse con Day Dawns. Tal vez por eso se mostró tan hiriente…
—¿Y cómo se arregló el divorcio?
—Amistosamente. Carlotta Theilman recibió algo así como medio millón de
dólares en efectivo y en acciones. Morley debió comprar su libertad.
—De todos modos, parece que le quedó lo suficiente para vivir.
—¿Has visto su fotografía?
Mason meneó la cabeza.
—Yo, sí. Incluso en un cliché del diario se nota que es un hombre emprendedor,
dinámico, que sabe provocar las oportunidades, pero que no debe de ser hombre de
una sola mujer. Y esa Janice Wainwright tal vez no sea tan tonta… Es posible que
sepa prever los acontecimientos.
—En todo caso, no ha engañado a Mrs. Theilman.

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—¿Qué te lo hace creer?
—Mistress Theilman se ha dado cuenta de que Janice se esfuerza en ocultar su
belleza y en aparecer vulgar.
—¿Y dices que no ha engañado a Mrs. Theilman? Permíteme que lo dude… La
segunda mistress Theilman es una mujer de lujo, de mucho lujo… Cuando haya
permanecido con Morley el tiempo suficiente para sacarle una buena pensión, no
permanecerá mucho tiempo con un hombre quince años mayor que ella. Entonces,
Morley Theilman quedará harto de las mujeres de lujo… Buscará una que sea
sencilla, dulce, honrada y tierna… Simplemente, Janice Wainwright está
preparándose para llegar a ser la tercera Mrs. Theilman. La segunda Mrs. Theilman
tiene un objetivo: asegurarse el futuro. Para ello invierte su capital físico. Pero Janice
está enamorada.
—De un hombre quince años mayor que ella.
—Pongamos diez —dijo Della Street, sacando la libreta de su bolso y empezando
a hojearla—. Cuando el divorcio, Morley Theilman tenía treinta y cuatro años… Por
lo tanto, ahora tiene treinta y ocho, y Janice debe tener unos veintiocho.
—Bueno, creo que ha llegado el momento de volverse a poner en contacto con
ella. Llámala, ¿haces el favor?
Unos momentos después, Della Street declaraba:
—El despacho de Theilman no contesta, ni tampoco el número que esta mañana
nos ha dado Janice, el de su apartamiento.
—Ella hubiese debido ya llamarnos —dijo Mason frunciendo el ceño…
—Tal vez crea que todavía no hemos terminado de gastar su dólar de anticipo —
dijo secamente Della Street.
—No me reproches ese dólar, Della. No quería aceptar dinero de Janice, pero su
historia me intrigaba y quería conocer los detalles. Entonces le he pedido ese dólar
como medida de precaución para, en caso necesario, poder escudarme en mis
privilegios profesionales.
—Lo sé de sobras, jefe; sólo quería pincharte un poco. Yo soy la primera que no
hubiese querido verte despedir a esa chica. Hay en ella algo de patético… Y, sin
embargo, no puedo dejar de pensar que tal vez sea más astuta de lo que creemos…
Se interrumpió al oír llamar en la puerta del pasillo, con el ritmo particular de
Paul Drake.
—¡Hola, preciosa! —le dijo el detective cuando ella le abrió la puerta. Después
fue a sentarse en la gran butaca reservada generalmente a los clientes, dejó junto a él
una cartera de cuero de la que sacó una libreta de notas, cruzó las piernas y anunció
—: He conseguido mucha información, pero llego a amalgamarla.
—Veamos —dijo Mason.
—Cole B. Troy, de Bakersfield —empezó Drake—, es un socio de Morley
Theilman, pero sólo para ciertos negocios de terrenos situados en los alrededores de
Bakersfield. Ayer por la tarde, Theilman fue a verle allá y sostuvieron una

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conferencia que se prolongó durante cuatro horas y media, hasta las seis. Después
fuéronse a cenar juntos y, a continuación, volvieron unos momentos al despacho de
Troy. Theilman había telefoneado a su mujer para decirle que no volvería antes de las
once y que no le esperara. Los dos hombres conversaron, pues, un poco más, pero, a
las nueve, Theilman se despidió.
—¿Y entonces? —dijo Mason.
—Entonces llegamos al punto que puede resultar importante —prosiguió Drake
—. Después de la marcha de Theilman, Troy se acercó a la ventana… Así, sin
motivo, porque no se proponía espiar a Theilman. Vio que éste atravesaba la calle y
se dirigía hacia el aparcamiento donde había dejado su auto. Troy afirma que una
mujer seguía a Theilman. No la vio de frente y sería incapaz de reconocerla. Sólo la
vio de espaldas y todo lo que puede decir es que tenía una silueta extremadamente
insinuante.
—¿No se trataba de una transeúnte que iba en la misma dirección que Theilman?
—Es lo que Troy pensó de momento, y no le prestó más atención. Pero, desde que
Theilman parece haber desaparecido, ha recordado la escena y ahora cree que la
mujer seguía a Theilman, porque no sólo llevaba el mismo camino que él, sino que se
mantenía siempre a una distancia igual.
—¿Theilman no se volvió?
—No.
—¿Y Troy sólo vio de espaldas a esa mujer?
—Sí. Todo lo que puede decir es que tuvo la sensación de que era joven y muy
bien formada.
—Joven… Se precipita un poco. Es muy difícil apreciar la edad de una mujer,
vista de espaldas. A veces uno se lleva grandes sorpresas, y no siempre agradables.
—¡A quién se lo dices! —contestó sonriendo Drake—. Por lo que concierne a
Theilman, sigue sin comparecer, pero en cambio su secretaria ha desaparecido
también.
—¿Qué? —exclamó Mason.
—Sí, efectivamente, y la policía, que por la mañana se había tomado el asunto
muy en serio, cuando Mrs. Theilman denunció la desaparición de su marido,
considera ahora esta desaparición doble con un cinismo sonriente, tanto más cuanto
que una pequeña investigación realizada en el banco de Theilman ha mostrado que,
desde hace tres semanas, Theilman había vendido una buena cantidad de sus valores.
—¿Desde hace tres semanas?
—Sí, y ayer mañana Theilman cobró cinco mil dólares…
—¿Sólo cinco mil?
—No digas «sólo» y con ese tono, cuando se trata de cinco mil dólares —replicó
Drake—. Sobre todo cuando los cobras en billetes de a veinte.
—¿Los quiso en billetes de veinte dólares?
—Sí… lo que representa doscientos cincuenta billetes.

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Mason abrió su cartera y sacó varios billetes:
—¿Cuántos llevas tú, Paul?
—No hagas preguntas tontas. Hablas con un detective, y nuestra debilidad
económica es bien conocida.
—Yo tengo varios de uno y de cinco dólares —dijo Della Street, que había
abierto su bolso—. ¿Puedo ayudarte?
—Sí, todos son aproximadamente del mismo peso… Toma, Della, coge estos
billetes y ponlos en el pesacartas para que tengamos una idea de su peso.
Della Street se eclipsó por un momento y regresó a continuación para devolver
los billetes a Mason, mientras decía:
—Hacen falta unos veinte para una onza.
—Bueno —dijo Mason, escribiendo en su libro de notas—, esto representa
trescientos veinte billetes por una libra, lo que, en billetes de veinte, representa seis
mil cuatrocientos dólares. Diez libras equivalen a sesenta y cuatro mil dólares: veinte
libras, a ciento veintiocho mil…
—¡Eh, alto! —intervino Drake—. Si sigues así, abordas las altas finanzas. ¿Es
que tratas de averiguar cuánto pesa un millón de dólares en billetes de veinte?
—Sí, algo por el estilo —dijo el abogado, mirando a su secretaria.
—Ayer, Theilman cobró cinco mil dólares y he sabido que con anterioridad había
retirado otras sumas por el estilo…
—¿Siempre en billetes de veinte dólares? —inquirió Mason.
—Sí, creo que sí, pero el banquero, pese a contestar a las preguntas de la policía,
se ha mostrado poco locuaz y ha tratado de proteger los intereses de su cliente en la
medida de sus posibilidades.
Acomodándose mejor en la butaca, Drake prosiguió:
—Y ahora llegamos al capítulo más suculento de la vida de Theilman.
—¿Su divorcio?
—Su divorcio, y su nueva boda, que se explica fácilmente cuando se conoce a la
segunda esposa.
—La he visto —dijo Mason.
—¿En traje de baño?
El abogado meneó la cabeza, y entonces el detective le alargó una fotografía:
—¡Bueno, pues disfruta!
Della Street se acercó inmediatamente para mirar por encima del hombro de
Mason:
—¿Es un traje de baño? —preguntó con tono intencionado.
—Lo es, si hemos de creer lo que dice el pie de esa «foto», que se publicó en los
diarios cuando Day Dawns actuó en los escenarios de Las Vegas.
—Con un traje de baño así —declaró Della Street—, verdaderamente no puede
existir ningún truco.
—Es también lo que yo opino —comentó Drake—, y Morley Theilman debió

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comprobarlo durante un viaje que hizo a Hong-Kong y que coincidió con una gira de
Day Dawns por el mismo sector, como se recalca en la petición de divorcio
presentada por Carlotta Theilman. Pero lo que va a interesarte especialmente, Perry,
lo mismo que a la policía, cuando se entere, es que Day Dawns tuvo, desde luego,
que pedir el pasaporte con su nombre verdadero…
—¿Que es?… —preguntó Mason.
—Que es Agnes Bernice Vidal.
—¡Vaya! —exclamó Mason, en tanto que su mirada estupefacta se volvía hacia
Della, para volver seguidamente al detective.
—Ya sospechaba que esto te interesaría —dijo Drake sonriendo—. Hasta ahora,
en apariencia, la policía no está enterada de este detalle. Pero, cuando lo descubra,
creo que concederá mucha más atención al asunto.
Con aire pensativo, Mason dijo:
—Aún me parece oír a la segunda Mrs. Theilman cuando me decía que si alguien
amenazaba su posición actual, lo neutralizaría en un santiamén…
—No sé si los hechos que te he explicado representan o no una neutralización —
contestó Drake—. Pero, dados tus cálculos relativos a lo que pueden representar
varias libras de billetes de veinte dólares, tengo la sensación de que debes de saber
cosas que prefiero seguir ignorando.
—Es muy posible —reconoció Mason.
—En tal caso, después de haber soltado la bomba, me retiro a mi choza y te dejo
el trabajo de recoger los pedazos.
—Olvidas, querido Paul, que voy a encargarte inmediatamente otra misión
urgente: encontrar a la secretaria desaparecida.
—¿Puedes darme su descripción?
Mason miró a su secretaria, que se dirigía ya hacia la máquina de escribir:
—Della nos la describirá en seguida, Paul… No hay nada mejor que una mujer
para hacer la descripción exacta de otra mujer.

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Capítulo 7

Cuando Paul Drake hubo salido del despacho, Mason se volvió hacia su
secretaria:
—¿Has puesto en la descripción que Janice Wainwright se esforzaba en parecer
casi austera?
—Desde luego que no —contestó la secretaria—, porque estoy convencida de que
cuando volvamos a encontrarla podremos comprobar una transformación total. Habrá
pasado varias horas en un salón de belleza y la mariposa se habrá liberado de su
crisálida.
Mason asintió con la cabeza y dijo:
—Tal vez haya llegado el momento, jovencita, de que tú y yo confrontemos
nuestras opiniones sobre este asunto.
—Yo también creo lo mismo. Empieza tú.
—Pues bien, ante todo, Morley Theilman me parece haberse mostrado
extrañamente deseoso de hacer saber que era víctima de un chantaje ejercido por A.
B. Vidal.
—Completamente de acuerdo.
—Empezó por advertir a Janice para que no abriese el correo procedente de
Vidal, lo que era el sistema más seguro de despertar su curiosidad y, luego, después
de recibir la carta, la desgarró de cualquier modo y la tiró en la papelera, cuando la
composición peculiar de la carta no podía dejar de atraer la atención de una secretaria
ya al acecho.
Della Street asintió con la cabeza.
—Y —prosiguió Mason—, aparentemente, la misma carta fue recibida por
Theilman en su casa. Dijo a su esposa que iba a Bakersfield para conferenciar con
Troy, y le pidió que le sacara otro traje; después de ponerse el pantalón de éste, fue a
afeitarse al cuarto de baño…
—¿Pidió un traje recién planchado para recorrer doscientos kilómetros en
automóvil e ir a conferenciar con un socio? —se sorprendió Della Street.
—No… Pidió ese otro traje para que su mujer pudiera verificar si él no había
olvidado nada en los bolsillos del que se quitaba.
—¡Oh! Comprendo… ¿Y había olvidado precisamente la segunda carta de A. B.
Vidal?
—Exactamente. De todos modos, hay un detalle que me desconcierta…
—¿Cuál?
—Estoy de acuerdo en suponer que Morley Theilman quiso retirar dinero de su
banco y desaparecer, haciendo creer que lo hacía provocado por un chantaje. Admito
que hubiese ideado en beneficio propio el truco de la consigna automática… Pero,
¿por qué, en nombre del cielo, había de escoger para ese chantajista ficticio el

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verdadero nombre de su mujer?
—No sabría decírtelo… Pero, por mi parte, se me ha ocurrido una idea… No me
sorprendería que la silueta insinuante percibida por Mr. Cole B. Troy fuese la de
Janice Wainwright, quien después de realizar su deslumbrante transformación, iba al
encuentro de Morley Theilman.
»En mi opinión, han pasado la noche juntos, y cuando Janice nos ha telefoneado
esta mañana lo hacía, no desde su apartamiento, como ha afirmado, sino desde el sitio
en que estaba junto con Morley Theilman y una maleta conteniendo ciento cincuenta
o doscientos mil dólares en billetes de veinte. Tengo la sensación de que se han
marchado a algún sitio a empezar una nueva vida bajo otro nombre y que cuando la
segunda Mrs. Theilman trate de aclarar la situación dejada por su marido, se dará
cuenta de que no es muy boyante y que el pasivo absorbe, o tal vez incluso rebasa el
activo… ¿No crees que tengo razón?
—Hasta cierto punto.
—¿Sólo hasta cierto punto?
—Sí… Porque la segunda Mrs. Theilman tal vez no sea tan cándidamente
confiada como nos la representamos. Quizá se haya preguntado precisamente por qué
su marido necesitaba un traje inmaculado, así como afeitarse a media tarde, para ir a
discutir de negocios con un socio. En cuyo caso, la segunda Mrs. Theilman ha podido
ir en auto hasta Bakersfield y acechar el momento en que su marido saliese de casa de
Troy… en cuyo caso la silueta insinuante correspondería a la de ella.
Los ojos de Della Street se agrandaron:
—Sí, evidentemente… Pero no olvides que Theilman la telefoneó a las ocho…
—¿Cómo lo sabes? —replicó el abogado—. Theilman pudo haber advertido a su
mujer que la llamaría hacia las ocho para comunicarle el motivo de su regreso… y, en
consecuencia, ella ha declarado que él le había telefoneado a las ocho. Pero Cole
Troy sólo sabe que Theilman se metió en la cabina telefónica después de decirle que
iba a llamar a su mujer.
—Sí, es cierto —concedió Della Street—. Pero si tú tienes razón, esto complicará
mucho el asunto. En efecto, si Mrs. Theilman siguió a su marido y a Janice, ella sabe
adónde fueron y qué nueva identidad han adoptado. Y si esa mujer es susceptible de
transformarse en un adversario peligroso…
—Es susceptible de convertirse en un adversario muy peligroso —dijo Mason—.
Y si ocurriese algo, si Morley Theilman hubiese sido asesinado, Janice Wainwright
tendría nueve probabilidades sobre diez de ser acusada del crimen. La segunda
mistress Theilman se convertiría entonces en una viuda desconsolada y lo heredaría
todo, incluido el dinero contenido en la maleta…
—¡Jefe, me das miedo!
—Señorita Street, de nada sirve adoptar la táctica del avestruz. Hay que mirar de
frente la situación y no disimularse los peligros. Pero, para tranquilizarte, sugiero que
vayamos a tomar un combinado, a cenar y a bailar un poco. De vez en cuando

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llamaremos a Paul Drake para saber si tiene nuevas noticias que darnos.
—Comprendiendo que esta sugerencia ha sido hecha en interés del asunto que
nos ocupa —contestó Della Street con malicia—, no tengo más remedio que
inclinarme.

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Capítulo 8

Después del segundo baile, Mason y Della Street volvieron a su mesa para tomar
el café. Al dejar la taza, el abogado dijo:
—Esta cena ha sido una agradable distracción, pero temo que ahora deberemos
volver a nuestras ocupaciones sórdidamente materiales y llamar a Paul Drake…
—¡Señor! —exclamó Della Street, después de consultar el reloj—. ¡Hace ya dos
horas que estamos aquí!
—Termina el café… Llamaremos a Paul al salir.
Un momento más tarde, recostado en la puerta abierta de la cabina, Mason miraba
cómo su secretaria marcaba el número en el disco del teléfono.
—¿Te he dicho alguna vez que eres una muchacha muy bonita, Della?
—¡Chitón! Conseguirás hacerme equivocar… ¿Oye, Paul? Aquí Della… Bueno,
aquí está, ahora se pone.
Luego, alargando el aparato a Mason:
—Deja de piropear, Casanova. Paul ha encontrado a Janice.
—¿Dónde la has encontrado? —preguntó el abogado por el aparato, en tanto
sustituía a su secretaria en el interior de la cabina.
—¿A Janice Wainwright? En Las Vegas.
—¿Qué hace allí?
—Lo que se hace en Las Vegas: jugar.
—¿Está allí con su nombre verdadero?
—Lo ignoramos aún, porque la hemos encontrado en el casino, pero uno de mis
hombres la seguirá para saber dónde se aloja… ¿Dónde diablos te habías metido,
Perry? Hace más de una hora que tengo esta información y que trato de localizarte…
—¿Cómo la has encontrado?
—Querido, cuando una chica desaparece con un hombre casado, siempre
empezamos buscándola en Las Vegas.
—No creo que sea tan sencillo…
—Casi. La verdad es que tu Janice había pasado el final de la mañana y el
principio de la tarde en su peluquería. La hermosa explicó a la empleada que la
atendió, que debía coger el avión de las seis para Las Vegas. Me ha bastado, pues,
con telefonear a mi corresponsal en Las Vegas para que éste haya empezado a
seguirla así que ha bajado del avión.
—¿Ha llegado sola?
—Sola.
—¿Y aún no ha cogido habitación?
—No. Ha dejado su maleta en la consigna. Debe esperar a alguien, alguien que
podría muy bien llegar en el tren de lujo que se detiene en Las Vegas a las veintitrés
veinte. Por lo tanto, ha ido a matar el tiempo jugando un poco.

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Mason consultó su reloj.
—Está bien, Paul. Telefonea a tu corresponsal para que ponga a tantos hombres
como juzgue necesario para que la sigan, pero es preciso que esa chica no se nos
escabulla de entre los dedos. Yo trataré de estar allí a las veintitrés veinte.
—¡Esto es imposible!
—¡Qué va! Voy a alquilar un bimotor…
—Incluso así…
—Paul, encárgate de lo que acabo de decirte, que yo lo haré de lo demás —le
interrumpió el abogado, en tanto que Della Street, metiéndose en la cabina de al lado
empezaba a marcar otro número telefónico.
—¡Bueno, bueno! —dijo el detective—. ¿Podrás reconocer a miss Wainwright
cuando la veas?
—Creo que sí. La vi antes de que se quitara el disfraz.
—¿Qué disfraz?
—El de patito feo, pero esto tú no lo entiendes, Paul. Creo que estará en la
estación a las veintitrés veinte. Della y yo intentaremos llegar a tiempo, pero si por
uno u otro motivo falláramos, te telefonearemos a tu despacho para saber dónde
encontrarla.
Mason colgó, salió de la cabina y metió la cabeza en la de al lado:
—¿Tienes un avión?
Della Street asintió con la cabeza.
—Entonces, diles que esté a punto para despegar. Corremos hacia allá… ¡Eh,
camarero! —prosiguió el abogado, dando media vuelta—. Llame en seguida un
taxi… ¡Tenemos una prisa tremenda!

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Capítulo 9

A las veintitrés diez, cuando un taxi dejó a Perry Mason y Della Street en la
estación de Las Vegas, dos docenas de personas estaban en la sala de espera. El rostro
de Mason mostró su decepción después de haberlas examinado con la mirada, pero el
abogado sintió que Della le daba un codazo y, entonces, volvió la cabeza en la misma
dirección que su secretaria.
—Allí —le susurró Della Street.
—No la veo…
Fue entonces cuando la belleza que se mantenía un poco retirada, a la derecha de
la puerta, se traicionó con un ligero movimiento al reconocer de repente al abogado y
su compañera. Inmediatamente, éstos se le acercaron.
—¿Qué hay? —dijo Mason.
—Yo… Ustedes…
—Ya sé que nos ha tomado por unos tontos. Ahora, cuénteme lo demás.
—Yo… Se equivoca usted, Mr. Mason… Le… le tengo la más grande
admiración, y nunca sé…
—Admitámoslo. ¿Qué hace aquí?
—Espero el tren de Los Ángeles, que llega a las once y veinte…
—Es lo que me figuraba… ¿Está Mr. Theilman en ese tren?
—Míster Theilman, no: Mrs. Theilman.
—¡Mistress Theilman! —exclamó Mason.
—Sí, viene a reunirse aquí conmigo y…
El pitido estridente de la locomotora que entraba en la estación le interrumpió la
frase y Mason apresuróse a decir:
—Bueno… Vaya a recibir a Mrs. Theilman… No le diga que estamos aquí. Nos
mantendremos un poco apartados.
Janice Wainwright estuvo a punto de decir algo y, luego, cambiando de idea,
dirigióse hacia los resplandecientes vagones que acababan de inmovilizarse.
—¿Cómo diablos has podido reconocerla? —preguntó entonces Mason a su
compañera.
—Me había esforzado en imaginar cómo sería peinada graciosamente y con un
maquillaje adecuado…
—¡Es sensacional!
—Recuérdame que no deje de subrayar mis atractivos.
—¡Oh!, tú no necesitas esto…
—Sí. Siendo los hombres como son, toda mujer necesita esto.
Los mozos se afanaban a lo largo del tren, en tanto que Janice Wainwright
continuaba desplazándose de ventanilla en ventanilla. Siguiéndola con la mirada,
Mason dijo:

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—Si está desempeñando una comedia, es en verdad una actriz de primera
categoría. Sin embargo, cada vez me siento más escéptico…
Una mujer que había bajado de un vagón y parecía buscar a alguien, se desvió de
repente para acercarse a miss Wainwright:
—¡Janice!
La joven se volvió y la miró con sorpresa antes de exclamar:
—¡Mistress Theilman! No la había reconocido… ¡Está cambiada por completo!
Mason y Della Street cruzaron una mirada.
Después, el abogado hizo chasquear los dedos:
—¡Válgame Dios! ¡Es la primera Mrs. Theilman!
Janice llevaba ya a la recién llegada hacia ellos:
—Mistress Theilman —dijo—, permítame presentarle unos amigos, miss Della
Street y míster Perry Mason, el abogado.
—¡Perry Mason! —exclamó la dama en tanto que el abogado se inclinaba
ligeramente.
—Les presento a Mrs. Theilman —prosiguió Janice Wainwright, no sin cierto
nerviosismo—. Es… Era…
—Soy la ex esposa de su jefe —explicó la otra.
—Casi no la hubiera reconocido —dijo Janice—. Ha adelgazado…
—Dieciocho kilos, sí. Ahora peso sesenta y me propongo mantenerme así.
¡Demasiado sé lo que le ocurre a una mujer que no cuida su silueta!
—No quisiéramos ser importunos —dijo Mason—, pero acabo de llegar a Las
Vegas con el exclusivo propósito de hablar con miss Wainwright. De modo que si
tuviese la bondad de concederme sólo unos minutos…
—Por lo que a mí respecta, con mucho gusto —repuso Mrs. Theilman—, porque
no tengo ninguna prisa ya que me propongo permanecer aquí dos días. Las Vegas me
gustaba mucho antes de que… Supongo que conoce usted toda la historia, míster
Mason, o si no, no tardará en enterarse. Fue en Las Vegas donde una sirena
profesional me robó a mi marido.
—¿De verdad no la molesta esperar unos minutos, Mrs. Theilman? —intervino
con viveza Janice.
—No, en absoluto… Pero no quiero permanecer en esta horrible estación. Me iré
al casino. Siempre he tenido suerte.
—Bueno, muy bien. Nos encontraremos allí dentro de un rato.
—Esto es, Janice… Pero si me ve usted acompañada por un caballero seductor,
guárdese de interrumpirnos. ¡Mañana será otro día!
Después de inclinarse sonriendo, Mrs. Theilman se marchó con paso decidido.
Janice Wainwright quedósela mirando mientras decía:
—Creo que no la hubiese reconocido si no llega a llamarme… La última vez que
la vi era una verdadera matrona y, ahora, mírenla…
—¡La miro, la miro! —dijo Mason, pero Della Street le dio un nuevo codazo, que

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lo arrancó de su contemplación y apresuróse a volver a su preocupación primera—:
Miss Wainwright, me dejó usted en una situación extremadamente embarazosa…
Usted sabía que Mr. Theilman había desaparecido…
Ella se puso a reír:
—Necesitaba desaparecer, pero comparecerá mañana, y entonces todo se
arreglará.
—Vino usted a mi despacho con una maleta llena de dinero. Usted…
—¡Oh, Mr. Mason!, lo lamento muchísimo… Pero puedo asegurarle que se le
indemnizará por todas las molestias que haya podido sufrir a causa de este asunto.
¡En esto ha insistido mucho!
—Se lo agradezco —dijo Mason—, pero ahora me gustaría que me explicara de
qué se trata.
—¿Me creería, Mr. Mason, si le dijese que esta mañana, cuando le he
telefoneado, ni yo misma sabía de qué se trataba?
—Para no ocultarle nada, desde hace algún tiempo me siento cada vez más
escéptico. Pero deme su versión de los hechos.
—No es mi versión, es la verdad.
—Sea. ¿Cuál es la verdad?
—Muy sencillo: no había ni chantajista, ni chantaje.
—Explíqueme esto.
—Cuando Mr. Theilman se divorció de su primera mujer, ésta recibió una suma
importante, parte en metálico, parte en acciones de una sociedad dominada por Mr.
Theilman.
»Últimamente, Mr. Theilman tuvo noticias de que trataban de quitarle el dominio
de esa sociedad. Como esto se efectuaba por mediación de hombres de paja y de
abogados, no pudo saber quién estaba detrás de la maniobra, pero desde luego,
inmediatamente trató de hacerla fracasar.
»Ahora bien, Mrs. Theilman, Carlotta Theilman, desde luego, posee un buen
paquete de acciones de esa sociedad, hasta el punto de que el porvenir de Mr.
Theilman depende ahora de lo que ella haga con sus acciones.
»Míster Theilman había tratado de ponerse en contacto con ella mediante un
intermediario, pero Carlotta contestó que sólo se avendría a hablar con míster
Theilman en persona. Ahora comprendo por qué, desde luego…
—¿Por qué? —preguntó Mason.
—Pues porque ella ha cambiado por completo y vuelve a ser muy atractiva, tal
como era cuando se casó con Mr. Theilman. Dios sabe por lo que habrá debido pasar
para conseguirlo, pero el resultado bien vale lo que ella haya podido padecer…
—Sí, de acuerdo, de acuerdo, pero me gustaría que me contara lo que ha ocurrido
después de haberme telefoneado esta mañana —intervino Mason.
—Pues bien, Mr. Theilman me ha telefoneado inmediatamente después…
Acababa de colgar…

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—¿Y qué quería?
—Quería que fuese ante todo al peluquero, después que cogiese dinero de la caja
de caudales y me dirigiese a Las Vegas para reunirme con Carlotta y esperarle junto
con ella.
—¿Desde dónde la telefoneo?
—Desde la urbanización de Palmdale, a cincuenta kilómetros de Bakersfield.
—¿Qué hay en Palmdale?
—Una urbanización que Mr. Theilman y míster Troy compraron por cuatro perras
gordas porque no se habían presentado compradores. Pero míster Theilman está
convencido de que eso se debe únicamente a que la urbanización fue iniciada
demasiado pronto, y de que el negocio será excelente dentro de unos pocos años.
—Entiendo… ¿Y cuál es su papel, exactamente, en todo este asunto?
—Pues bien, Mr. Theilman me explicó que le era indispensable obtener poderes
de Carlotta para conservar el dominio de la sociedad en cuestión. Ahora bien, como
ella lo había exigido como condición básica, para ello era preciso que se entrevistara
directamente con su ex esposa. Pero desde luego, se da cuenta de que si su esposa
actual llega a enterarse de esto, no le gustaría nada en absoluto. Por lo tanto, me ha
pedido que le ayude para que esta entrevista permanezca secreta, y si a pesar de todo
la cosa llegaba a saberse, que yo pudiera jurar que siempre he estado presente en sus
entrevistas con Carlotta.
—¿No le ha dicho que la actual Mrs. Theilman estaba inquieta y que había
comunicado su desaparición a la policía?
—¡Claro que sí! Y esto incluso ha parecido desconcertarle. Me ha dicho que ella
no hubiese debido hacer esto, que él ya había cuidado de hacer que la avisasen de que
permanecería ausente durante varios días, pues debía emprender un viaje de negocios.
Ha añadido que más tarde le telefonearía, pero que, entretanto, yo no debía decir a
nadie que había tenido noticias de él. En el fondo —añadió miss Wainwright con
expresión preocupada—, hubiese resultado bastante sencillo, pero acabo de darme
cuenta de que Carlotta ha debido meterse en la cabeza la idea de competir con la
actual mistress Theilman… ¡Oh, Mr. Mason, con tal de que todo salga bien!
—¿La había visto ya Mr. Theilman tal como usted está ahora?
—Sí… Desde luego… Por eso me ha dicho que fuese al peluquero, a
«embellecerme».
—Todos estos misterios y su falta de franqueza me han causado muchas
molestias… ¿Por qué no me ha advertido que había recibido una llamada telefónica
de Mr. Theilman esta mañana y que todo iba bien?
—Él me había recomendado que no lo dijese a nadie. Se lo he contado todo: que
había ido a verle a usted, que se había mostrado muy comprensivo y que sólo me
había pedido un dólar… En fin, míster Theilman me ha dicho que cogiese doscientos
cincuenta dólares de la caja fuerte y que se los entregase a usted, rogándole que nos
enviara una nota de los gastos que haya podido tener… Helos aquí…

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Abriendo su bolso, Janice Wainwright sacó un fajo de billetes sujetos con una
gomita y lo puso en las manos del abogado mientras decía:
—Espero que me perdonará usted, Mr. Mason.
Perry Mason lanzó una mirada a su secretaria y dijo sonriente:
—La perdono con tanto mayor motivo cuanto que no ha sido usted la única en
meterme en este asunto. Mi maldita curiosidad también ha tenido algo que ver en
ello… Y ahora, vaya a reunirse con mistress Theilman en el casino, y diviértase un
poco mientras esperan la llegada de su jefe. A propósito, ¿hay un teléfono en esa
urbanización de que me ha hablado?
—¿En Palmdale? No, en la misma urbanización, no. El teléfono más próximo está
en una estación de servicio, distante unos tres kilómetros.
—Está bien, gracias. Usted…
—No quisiera interrumpirle, Mr. Mason —dijo una voz masculina a espaldas del
abogado—, pero si ha terminado usted con…
—¡Teniente Tragg! —exclamó Mason, dando media vuelta.
El policía sonrió y quitóse el sombrero mirando a Della Street. Ante la sorpresa
de Janice Wainwright, Mason se apresuró a presentarle al recién llegado.
—El teniente Tragg, de la policía de Los Angeles… ¿Qué hace usted aquí,
teniente?
Siempre sonriendo, Tragg dijo:
—Permítanme que les presente también a mi compañero, el teniente Sophia, de la
policía de Las Vegas… Y ahora, para contestar a su pregunta, míster Mason, le diré
que estoy aquí para interrogar a Janice Wainwright en relación con el homicidio de su
jefe Morley L. Theilman.

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Capítulo 10

Janice Wainwright vaciló y su rostro palideció intensamente.


—¡Míster Theilman… muerto!
—Asesinado —aclaró el teniente Tragg.
—¡Pero esto no es posible! Estaba vivo y muy bien cuando yo…
—Un momento, Janice —la interrumpió Mason—. Hasta que sepamos más cosas,
prefiero que no haga usted ninguna declaración, ninguna en absoluto, ¿me entiende?
—Ignoro si ella lo comprende, pero nosotros sí —dijo el teniente Sophia—. Aquí
no está usted en California, Mr. Mason, sino en el estado de Nevada. En otras
palabras, aquí no es usted abogado ni puede actuar ante los Tribunales. Así, pues, no
se mezcle en esto.
Mientras hablaba, el policía había interpuesto su hombro entre Mason y Janice
Wainwright, a la que cogió por un brazo:
—Venga, pequeña, nos esperan.
—Lo siento, Perry —dijo Tragg—, pero es así.
Los dos policías se llevaron a Janice hacia un auto detenido frente a la estación.
Della Street miró a Mason con expresión consternada y el abogado dijo:
—Sólo nos queda ir a comunicar la triste noticia a Mrs. Carlotta Theilman.
—¡Oh! Jefe, ¿qué quiere decir esto?
—Quiere decir que Janice Wainwright ha sido puesta en una situación tal que
prácticamente le será imposible defenderse a menos que encontremos algún sistema
de corroborar su relato. Mientras voy al Casino, tú telefonea a Paul Drake y dile que
nos recoja el máximo de información posible sobre este crimen: cuándo ha sido
descubierto el cadáver, dónde, etc… Yo voy a ver lo que puede decirme Mrs. Carlotta
Theilman antes de que la policía se entere de que está en la ciudad…
Cuando Della Street, diez minutos más tarde, se reunió con su jefe en el Casino
Double Take entre el estrépito que producían centenares de máquinas tragaperras, y
las voces de los croupiers, el abogado le preguntó:
—¿Has hablado con Paul?
—Sí. Aún no estaba enterado, pero ha puesto inmediatamente a trabajar a sus
hombres. Piensa que el crimen acaba de ser descubierto o bien que la policía no ha
dicho ni pío… ¿Dónde está Carlotta?
—He mirado por todas partes… No debe estar aquí…
Con Della Street pegada a sus talones, Mason se acercó a uno de los guardianes:
—Estoy buscando a una señora que ha debido llegar aquí hará cosa de quince o
veinte minutos… Tiene treinta y cinco años pero aparenta treinta. Ella…
—Todas las mujeres de treinta y cinco años aparentan treinta cuando entran aquí
—replicó plácidamente el guardián.
Mason sonrió, mientras Della Street precisaba:

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—Iba vestida de rojo, con una estola de visón en el brazo… ¡y una línea así!
—Ah, sí, sí —dijo el guardián—… Estaba jugando en esa máquina, y al tercer
golpe ha ganado un bote de veinte dólares, pero en aquel momento la ha abordado un
policía, y se ha marchado con él.
Cuando Mason y su secretaria se encontraron de nuevo en la calle, Della Street
preguntó:
—Así, pues, ¿qué hacemos?
—Bueno, como ha observado el teniente Sophia, aquí no soy prácticamente nada.
Necesito pues recurrir a un abogado indígena… Precisamente conozco en Las Vegas
a una abogado que daría lecciones a muchos hombres. Vamos a telefonearle en
seguida…
—Verdaderamente, tienes muchas amistades femeninas —dijo Della Street con
retintín—. ¿También esta, «resulta difícil de describir»?
—¡Oh, no! Es muy hermosa y, en el aspecto humano es el equivalente de la
dinamita.
Tras estas palabras el abogado desapareció en el interior de una cabina telefónica,
de donde salió al poco rato, anunciando:
—He de volverla a llamar dentro de diez minutos. Entretanto, ella tratará de
averiguar lo que ocurre.
—En tal caso, podríamos aprovecharlo para probar nuestra suerte. Que no se diga
que hemos venido a Las Vegas sin haberlo hecho…
—Tienes razón. He aquí una máquina de dólares de plata que me parece
simpática… Ven, Della, te lo enseñaré…
El abogado introdujo un dólar en la ranura, bajó la palanca e inmediatamente la
máquina soltó dieciséis dólares en la cubeta.
—¿Lo ves? —dijo Mason—. Es así de fácil.
—¡Vaya! ¡Vaya! Cuando pienso en el tiempo que he perdido en el despacho de un
abogado… Decididamente, tienen razón los que dicen que hay que viajar para
instruirse.
Mason jugó dos veces más en otra máquina, sin resultado, y después se acercó a
la mesa de ruleta, que estuvo a punto de tragársele sus otros dólares de plata. Pero el
último, colocado en el número 27, produjo de nuevo ganancias.
—¿Es tu día de suerte? —le preguntó Della Street mientras el abogado se
guardaba en los bolsillos los dólares de plata.
—Te lo diré dentro de unos segundos, Della —contestó Mason.
Se encerró en una cabina telefónica, pero salió poco después meneando la cabeza:
—No, no es nuestro día de suerte.
—¿Ha hablado Janice?
—Lo ignoro, pero han utilizado la extradición, y a estas horas los dos policías y
Janice deben estar a bordo de un avión que se dirige a California.
—¿Y Carlotta Theilman?

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—En cuanto a ella, probablemente ya ha dicho a la policía todo lo que sabía.
—Así, pues, ¿no nos queda más que volver a nuestro avión?
—Sí, aquí no podemos hacer nada más.
El abogado hizo señas a un taxi.
—Al aeropuerto —dijo al chófer. Luego, hurgándose en los bolsillos, preguntó
riendo—: ¿No tiene inconveniente en que le pague con dólares de plata?
—Aquí —contestó el taxista—, acepto que se me pague con lo que sea, con
excepción de un pagaré y, por lo que a usted respecta, ni siquiera haría esta
excepción. Usted no me ha reconocido, pero he sido yo quien hace un rato le he
llevado desde el aeropuerto a la estación y tenían tanta prisa que me ha dado un
billete de veinte dólares diciéndome que guardara el cambio… ¡De modo que estoy
dispuesto a concederle un crédito!
—Lo que me hace pensar, jefe —intervino Della Street—, en que Janice te ha
entregado unos billetes.
—¡Ah, sí, es cierto! —dijo el abogado, sacando el fajo de un bolsillo y quitando
la goma elástica—. Doscientos cincuenta dólares. Doce billetes de veinte y uno de
diez.
Volviendo a guardarlo todo, Mason preguntó al taxista:
—Oiga… ¿sabe dónde está la Oficina Central de la policía?
—¡Desde luego!
—Entonces, olvidémonos por el momento del aeropuerto y condúzcame a esa
oficina central. Deténgase en un sitio desde donde podamos ver la entrada, y espere.
El taxista volvió la cabeza:
—¿Puedo preguntarle lo que se propone hacer allí?
—Soy abogado —contestó Mason—, y quiero interrogar a un testigo.
—¡Ah, bueno!, de acuerdo… Solamente era por saberlo.
Unos minutos más tarde, deteniendo su coche junto al bordillo, el chófer
preguntó:
—¿Irá bien así?
—Sí, muy bien —declaró Mason—. Detenga el motor y esperemos.
Esperaron así unos veinte minutos antes de que Carlotta Theilman saliera del
edificio. La acompañaba un policía, que miró a derecha y a izquierda de la calle.
—Perfectamente —dijo entonces Mason al chófer—. Encienda su luz, como si
estuviese libre, y avance lentamente hacia ellos.
—¿Y luego?
—Luego, tomaré la dirección de las operaciones.
El chófer obedeció y, al ver acercarse el taxi mistress Theilman se volvió hacia el
policía que le acompañaba y le alargó la mano. Éste sonrió, inclinóse y se metió en el
edificio. Cuando el taxi se hubo detenido ante ella, Mrs. Theilman se adelantó y
Mason abrió la portezuela mientras se quitaba el sombrero:
—Mistress Theilman… Si me hace el favor de subir…

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Después de un movimiento de retroceso, ella dijo riendo:
—¡Oh!, Mr. Mason, me ha dado un susto. ¿Me esperaba aquí?
—Pasaba —contestó Mason—. Suba, por favor.
El policía que se había metido en el edificio se volvió en el momento preciso para
distinguir a Mason que ayudaba a Mrs. Theilman a instalarse en el taxi.
Inmediatamente dio media vuelta, pero Mason cerró la portezuela y dijo al chófer.
—Aprisa… ¡Siga derecho!
Cuando hubieron recorrido cierta distancia, añadió:
—Deténgase ante el primer motel que disponga de habitaciones libres.
Volviéndose entonces hacia Mrs. Theilman, el abogado dijo:
—No quisiera parecer despótico, Mrs. Theilman, pero hay ciertas cosas que me
son necesarias conocer.
—Estoy a su disposición, Mr. Mason. Por lo que respecta a brusquedades,
empiezo a acostumbrarme a ellas.
—Aquí hay un motel —anunció el taxista.
—Muy bien, déjenos en él —dijo Mason, quien añadió, dirigiéndose a Della
Street—: Explica las circunstancias en recepción y paga lo que creas conveniente.
Tras de lo cual, el abogado entregó quince dólares de plata al chófer.
—¿Es suficiente hasta ahora?
El hombre sonrió y se llevó una mano a la gorra.
—En tal caso —prosiguió Mason—, por el momento está todo pagado y, a partir
de ahora, usted nos esperará.
Unos minutos más tarde, Mason, Della Street y Carlotta Theilman estaban
instalados en el cómodo saloncito de uno de los bungalows del motel. Carlotta
contaba cómo, habiéndole servido de lección el fracaso de su matrimonio, se había
propuesto recuperar su silueta.
—Y cuando Morley me envió un emisario, sentí deseos de mostrarle qué mujer
había vuelto a ser.
—¿Se puso en contacto con usted, por medio de una tercera persona? ¿Le dijo
ésta por cuenta de quién actuaba?
—No. Incluso pretendió que se trataba de otro, pero yo sabía a qué atenerme.
—¿Cuándo ocurrió esto?
—A finales de la semana pasada. Deseaba comprar mis acciones o, cuando
menos, que le concediese poderes para votar a mi nombre. Ha vuelto de nuevo a la
carga esta tarde.
—¿Y qué le ha dicho usted?
—Le he dicho que mis acciones no estaban en venta y que por lo que respectaba a
darle poderes, deseaba saber a quién se los daba. Me ha contestado que el tiempo
apremiaba y que su cliente no podía mostrarse abiertamente. Entonces le he hecho
una propuesta: si me daba cien dólares para cubrir mis gastos y demostrarme su
buena fe, esta noche yo iría a Las Vegas donde su cliente podría reunirse conmigo

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para discutir el asunto.
—¿Y entonces?
—Entonces, él ha aceptado y yo he venido aquí deseando encontrar solo a
Morley.
—¿Hay otras personas que hayan tratado de comprar sus acciones?
—¡Oh, ya lo creo! Desde hace tres semanas, he recibido numerosas llamadas
telefónicas de personas que afirman ser agentes de bolsa, pero que, cosa curiosa, al
enterarse de que no quería vender, no dejaban de interesarse en conseguir mis
poderes…
En aquel momento llamaron imperiosamente a la puerta y Mason se levantó para
ir a abrir. Un oficial de policía estaba en el porche del bungalow:
—¿Sabe usted, Mr. Mason, que podría ser considerado muy rápidamente como
indeseable en Las Vegas? —atacó a boca de jarro.
—Esta dama es un testigo —replicó el abogado—. Ha ido a la Oficina Central de
la policía y ha prestado declaración. Ahora ya han terminado ustedes con ella.
—No, Mr. Mason. Es usted el que ha terminado con ella. Tenemos orden de
escoltarle hasta el aeropuerto.
—¿Y si rehúso marcharme?
—¡Oh!, nada le obliga, desde luego… Pero deberá usted prestar mucha atención y
procurar no infringir ninguna de las leyes en vigor… Y las hay a montones, ¿sabe? Si
llega a violar alguna de ellas, podría verse en serias dificultades.
—Comprendo —dijo Mason—. Por lo demás, la conversación había terminado.
Nos disponíamos a marcharnos de Las Vegas.
—Perfecto, perfecto —dijo el policía—. En tal caso, no es preciso que se gaste el
dinero en un taxi: nosotros mismos le dejaremos en el aeropuerto y nos quedaremos
allí hasta que despegue el avión para poderles decir adiós con nuestros pañuelos.

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Capítulo 11

Paul Drake, sin afeitar, con el rostro grasiento de fatiga, estaba aún trabajando en
su despacho cuando Mason y Della Street llegaron a él a las tres y media de la
madrugada.
—¿Qué has averiguado, Paul? —le preguntó Mason.
—No gran cosa. El cadáver ha sido descubierto en una urbanización, no lejos de
Palmdale. Es una urbanización que había sido vuelta a adquirir por Theilman después
de que éste la hubo iniciado y perdió bastante dinero con ella. Hay una barraca
prefabricada que aloja las oficinas, y allí se ha descubierto a Theilman, de bruces en
el suelo.
—¿Cómo ha sido muerto?
—Con un disparo de revólver, calibre 38. La bala le ha atravesado el corazón.
—¿Han encontrado el arma?
—No.
—¿Alguna pista?
—Sí, bastantes, aunque desde luego no las han anunciado todas… Durante la
noche hubo allí una fuerte tormenta, y parece que dos autos llegaron a la barraca
antes de iniciarse: el Cadillac de Theilman y el Ford de Janice Wainwright. La
tormenta empapó el suelo y, en el barro, sólo se ha descubierto la huella dejada por
los neumáticos del Ford, cuando se marchó. Con esta base, se puede imaginar que
Theilman, con intención de regresar a su casa, llegó a la urbanización hacia las once.
Janice Wainwright de veintiún botones, le había seguido desde la salida de casa de
Troy, en Bakersfield, hasta su auto. Cuando Theilman hubo telefoneado a su mujer…
—Un momento —intervino Mason—. ¿Estamos seguros de que telefoneó a su
mujer?
—Sí, porque la comunicación fue solicitada con cargo al receptor.
—¿Y fue establecida?
—Sí.
—En tal caso, esto representa una hermosa hipótesis menos.
—¿Qué hermosa hipótesis?
—Pues bien, Troy vio a Theilman seguido por una mujer notablemente bien
hecha. Ahora bien, en este aspecto, la segunda Mrs. Theilman es notable de verdad…
Y se me había ocurrido que había podido seguir a su marido hasta Bakersfield y
después hasta la urbanización…
—En tal caso, sería preciso que alguien hubiese aceptado la comunicación en su
nombre.
—Sí, no pensemos más en esto. ¿Qué más hay, Paul?
—Bueno, palabra, Perry, tu cliente quedó como cogida en la trampa por esa lluvia
tormentosa. Has de saber que en la barraca de la urbanización hay una cama. Con

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toda probabilidad, no era la primera vez que Theilman pasaba la noche allí, ni,
posiblemente que tu cliente iba a reunirse con él. Theilman contó a su mujer que sólo
iba a Bakersfield para discutir de negocios con Tray… Pero se había cambiado de
traje y afeitado durante la tarde. Esto indica que debía estar citado con Janice
Wainwright. Se pelearon y ella le mató, tras de lo cual se marchó con la pasta. Sin esa
tormenta y las huellas dejadas por su auto, tal vez hubiera conseguido salir con
bien…
El teléfono sonó sobre la mesa de Drake. El detective descolgó en el acto.
—¿Sí? —dijo, pero antes de que hubiese podido añadir una palabra más, la puerta
de comunicación con la sala de espera se abrió, dejando paso al teniente Tragg, muy
sonriente, que dijo:
—Caramba, señores, parece que trabajamos hasta bien tarde.
—No, Tragg —contestó Mason, devolviéndole la sonrisa—. Hay que decir bien
temprano. Empezamos un nuevo día.
—Perfectamente. Entonces, para que lo empiecen aún mejor, voy a hacerle un
pequeño regalo, Perry… A usted y a Della Street.
—¿Qué regalo?
Tragg alargó al abogado dos hojas dobladas:
—Una citación para comparecer ante el jurado, en relación con el homicidio de
Morley L. Theilman.
—No pueden obligar a un abogado a que testifique contra su cliente, y esto se
aplica a la secretaria del abogado.
—Lo sé, lo sé —dijo Tragg—. De modo que lo que nos interesa no es su
testimonio, Mason, sino sólo la cinta magnetofónica en que están registrados los
números de los billetes de veinte dólares que su cliente llevaba en una maleta cuando
vino a consultar con usted.
El rostro de Mason no mostró nada.
—¿Supone que esto existe?
—Sé que existe. Cuide de que no le ocurra nada a esa cinta, Mason, y no olvide
llevarla con usted cuando se presente al tribunal… Dicho esto, como sé también que
deben estar cansados, me retiro para no impedirles por más tiempo que vayan a
dormir.
Siempre sonriente, Tragg se inclinó y salió del despacho. Después de su marcha,
Drake miró al abogado con una mueca expresiva. Mason meneó la cabeza:
—Esto significa que Janice ha hablado —dijo—. Ha debido decir a la policía todo
lo que sabía, incluida su visita a mi despacho y la manera como hemos anotado los
números de sus billetes. Sólo ella ha podido decir esto a la policía.
—¿No tratarás de escamotear esta prueba, verdad? —preguntó el detective.
—No. ¿Por qué habíamos de hacerlo? Nos presentaremos ante el jurado y le
entregaremos todo lo que tenemos a este respecto.
—Oye, Perry, ¿no te pagó por casualidad tu cliente con billetes de veinte dólares?

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Mason miró al detective con expresión sorprendida:
—¿Qué te lo hace pensar?
—¡Oh, nada…! Es una idea como otra.
—Si te tomas la molestia de leer esta citación de comparecencia, mi querido Paul
—dijo Mason con tono suave—, verás que aunque si bien se nos ordena que llevemos
la lista de esos billetes, no se menciona para nada ningún billete de banco que mi
cliente hubiese podido entregarme.
—Perry, si puedo darte un consejo, es que no trates de dártela de listo con esos
tipos. Están tan seguros de su caso, que ni siquiera han querido perder el tiempo con
una audiencia preliminar. Han ido directamente ante el jurado…
—Bueno, pues también nosotros iremos ante el jurado —declaró Mason con
calma.
Cuando hubieron salido del despacho del detective, Mason dio unos billetes a su
secretaria:
—Anota esto en tus libros, y luego guárdalo en la caja de caudales, antes de
regresar a tu casa, Della.
—¿Son los doscientos cincuenta dólares que te ha dado Janice?
—Lo ignoro, porque he mezclado su dinero con el que ya tenía en el bolsillo, y he
gastado dinero aparte de la propina que he dado a nuestro piloto. Pero,
afortunadamente, la citación no menciona para nada el dinero que hemos podido
recibir de nuestra cliente.

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Capítulo 12

El juez Lloyd L. Seymour hizo una señal de asentimiento al sustituto del fiscal,
Manlove P. Ruskin, y éste se adelantó hacia el jurado para hacer su exposición
preliminar:
—Con la venia del Tribunal y la de ustedes, señoras y señores del jurado, la
acusación se propone establecer que la acusada, Janice Wainwright, sabía que su
patrono, el difunto Morley L. Theilman, había recogido importantes cantidades de
dinero en billetes de veinte dólares.
»En cuanto al uso que Mr. Theilman se proponía hacer de esos billetes, sólo
podemos formular hipótesis, pero por lo menos podremos demostrar que los tenía en
su poder.
»Tenemos intención de demostrar que la acusada tenía una maleta conteniendo de
doce a quince kilos de billetes de veinte dólares, lo que puede representar una suma
del orden de los doscientos mil dólares; que engañó a su actual defensor, el abogado
Perry Mason, haciéndole creer que tratataba de proteger los intereses de su patrono,
cuando en realidad tenía la intención de desvalijarlo de su dinero.
»Explicaremos cómo atrajo a Theilman a una urbanización abandonada de las
cercanías de Palmdale, lo mató allí, y después fue a Las Vegas, pretendiendo que
actuaba siguiendo órdenes de su jefe, sabiendo muy bien que éste estaba muerto y
que no podría contradecirla.
»Con la ayuda de testigos demostraremos que cuando en Bakersfield, la noche
que precedió a su muerte, Theilman salió de casa de su asociado, Cole B. Troy, éste
vio que era seguido por una joven cuya descripción corresponde a la de la acusada.
Seguidamente demostraremos que las únicas huellas de neumáticos dejadas por un
auto que abandonaba el lugar del crimen, son las correspondientes al auto de la
acusada.
»Como consecuencia de lo cual, solicitaremos de ustedes un veredicto de
homicidio en primer grado.
Después de haberse inclinado, Ruskin regresó a su mesa y se sentó.
—¿Desea la defensa hacer también una declaración preliminar? —preguntó
entonces el juez Seymour.
—Sí, Señoría —contestó Mason.
Levantándose, el abogado se enfrentó con el jurado:
—Señoras y caballeros —dijo—, les pido que no olviden ni un momento que todo
lo que ha anticipado el ministerio público se basa únicamente en pruebas indirectas.
Nos proponemos demostrar que esas pruebas pueden encajar con una hipótesis que
no es la que tiende a establecer la culpabilidad de la acusada. En resumen, nos
proponemos establecer que ésta es inocente.
El ministerio público presentó planos y fotografías relativas al escenario del

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crimen y al crimen en sí, y después Ruskin hizo llamar a un tal Marcus. Éste declaró
ser meteorólogo y habló de la tormenta que descargó sobre Palmdale y sus
alrededores durante la noche del crimen. Como corroboración de sus palabras,
exhibió fotografías que mostraban el estado del suelo ante la barraca del crimen, en
las que se apreciaban las huellas de neumáticos en el barro.
—Contrainterrogatorio —dijo Ruskin, dirigiéndose a Mason.
El abogado se levantó y preguntó afablemente al testigo.
—¿Sabe a qué hora tuvo lugar esa tormenta?
—Entre las cuatro y media y las cinco y media de la madrugada. Dado que la
tormenta fue muy local, me es imposible mostrarme más preciso.
—¿Se le pidió que examinara el estado del terreno situado ante la cabaña del
crimen, durante la mañana del miércoles, cuatro del corriente?
—Sí, en efecto.
—¿Y qué observó a ese respecto?
—Que el terreno estaba empapado a causa de la tormenta.
—¿Vio usted huellas dejadas por un automóvil?
—Sí, por un automóvil que fue desde el bungalow hasta la carretera principal.
Había un Cadillac detenido ante la cabaña, pero éste no había dejado huellas de
neumáticos.
—Gracias —dijo Mason—, esto es todo.
A continuación se llamó a un experto, quien declaró haber fotografiado esas
huellas de neumáticos y sacado unos moldes de las mismas, moldes que fueron
presentados como pruebas, lo mismo que otros moldes obtenidos de los neumáticos
de un auto con matrícula GVB 393, perteneciente a Janice Wainwright.
En el curso del contrainterrogatorio siguiente, Mason hizo observar:
—Cuando esas huellas fueron dejadas en tierra, ¿sobre cada rueda gravitaba una
presión de varios centenares de kilos?
—Sí, en efecto.
—Y cuando confeccionaron ustedes los moldes, directamente de los neumáticos,
¿esa presión no existía?
—Ejem… no…
—Así, pues, a causa de la ausencia de esa presión, incluso si son ellos los que han
dejado las huellas, ¿el molde de los neumáticos puede no corresponder al de las
huellas?
—Tuve en cuenta la ausencia de presión y me esforcé en compensarla.
—¿Ciñéndose a qué normas?
—Ciñéndome a mi experiencia personal en este asunto.
—¿A su única experiencia? —recalcó el abogado.
—Sí.
—Gracias —dijo el abogado—. Esto es todo.
En tanto que los miembros del jurado cambiaban miradas que indicaban cierta

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perplejidad, Ruskin mandó llamar al cajero del banco en que Morley Theilman tenía
su cuenta corriente. Éste reconoció a regañadientes que, durante un período
aproximado de tres semanas, Morley Theilman había retirado de su cuenta unos
ciento ochenta y siete mil dólares, pidiendo cada vez que el dinero le fuese entregado
en billetes de veinte. De esta manera, el martes anterior Mr. Theilman había sacado
de su cuenta cinco mil dólares.
—¡Contrainterrogatorio!
—No tengo preguntas que hacer —declaró Mason.
El testigo siguiente fue Cole B. Troy. Éste declaró haber sido socio del difunto en
diferentes negocios, y haber sostenido una entrevista con él en la tarde del martes,
tres del corriente. Dicha entrevista había tenido lugar en Bakersfield y, hacia las ocho,
Theilman había telefoneado a su esposa para advertirle que no regresaría antes de las
once u once y media. Había dejado a su socio hacia las nueve, anunciando que
regresaba a Los Ángeles.
—¿Qué hizo usted inmediatamente después de que Mr. Theilman se hubo
marchado?
—Di unos pasos por el despacho y me acerqué a la ventana.
—¿Qué vio entonces?
—Vi a Morley Theilman que atravesaba la calle.
—Tenga la bondad de acercarse a este plano dibujado en la pizarra, e indicar con
una línea de puntos el trayecto que entonces vio efectuar a míster Theilman.
El testigo obedeció y concluyó mientras dejaba el yeso:
—Aquí dio la vuelta a la esquina y le perdí de vista.
—Pero, ¿siguió usted mirando por la ventana?
—Sí.
—¿Y qué vio entonces?
—Unos segundos después que Theilman hubiese empezado a cruzar en diagonal
la calle, como acabo de indicar en la pizarra, vi la sombra de una mujer que aparecía
en la claridad de un farol.
—Sírvase indicarnos el lugar en el plano.
Cuando el testigo hubo trazado una cruz en la pizarra, Ruskin prosiguió:
—¿Sólo distinguió la sombra de esa mujer?
—Al principio, sí, y me llamó la atención porque me dio la impresión de que
estaba especialmente bien formada.
—¿La vio usted después?
—Sí. Míster Theilman debía estar aproximadamente en mitad de la calle cuando
esa mujer apareció en el borde de la acera, casi debajo de mi ventana.
—¿Y en ese momento la vio con claridad?
—No… Sólo la cabeza y los hombros, antes de que atravesara. Nunca llegué a
verla de cara.
—¿Qué hizo ella?

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—Atravesó a su vez, siguiendo exactamente el mismo camino que Mr. Theilman
y a unos seis o siete metros detrás de él.
—Y en ese momento, ¿siguió viéndola de espaldas, pero con mayor claridad?
—Sí, cuando atravesó la calle la vi de espaldas, pero muy claramente.
—¿Puede describírnosla?
—Era una mujer joven, probablemente de menos de treinta años. Estaba bien
formada y llevaba un vestido o una falda muy ceñido. No puedo precisar cómo iba
vestida, pero observé que estaba tan bien…, ¡ejem!… hecha como su sombra me
había inclinado a suponer.
—¿Y continuó usted siguiéndola con la mirada?
—Sí.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta que dobló la esquina y la perdí de vista. Efectuó exactamente el mismo
recorrido que míster Theilman.
—Contrainterrogatorio —dijo entonces Ruskin, volviéndose hacia Perry Mason.
—¿Telefoneó Mr. Theilman a su esposa hacia las ocho? —preguntó el abogado,
poniéndose en pie.
—Sí.
—¿Telefoneó desde su despacho?
—No. Salíamos del restaurante donde habíamos cenado y utilizó la cabina
telefónica de dicho restaurante.
—¿Escuchó usted lo que decía?
—No.
—Entonces, ¿cómo sabe que telefoneó a su esposa?
—Porque me lo dijo él, al entrar en la cabina.
—Volviendo a esa mujer a la que vio seguir a Mr. Theilman, ¿ha dicho que iba a
seis o siete metros detrás de él?
—Sí.
—¿Puede indicarnos la anchura de la calzada en ese punto?
—Calculo que unos dieciocho metros.
—¿Y las aceras?
—Deben de tener unos tres metros.
—Así, pues, ¿la calle debe tener aproximadamente veinticuatro metros de ancho?
—Sí.
—En línea recta. Pero usted nos ha indicado que Mr. Theilman la había cruzado
diagonalmente. ¿Recorrió, pues, una distancia mayor de una a otra acera?
—Sí, en efecto.
—¿Qué distancia, según usted?
—Es difícil de precisar… Tal vez treinta y seis metros.
—¿Ha dicho que siguió a Mr. Theilman con la mirada hasta que dobló la esquina?
—Sí.

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—Pero también ha declarado que contempló a la joven, que estaba seis o siete
metros detrás de él. ¿A cuál de los dos siguió con la mirada?
—A los dos.
—¿En cuál de los dos se centraba su mirada? ¿En Mr. Theilman o en la mujer?
—Pues… entre los dos.
—En otras palabras, cuando una joven extremadamente bien hecha atraviesa la
calle, usted no la mira, sino que tenía los ojos fijos a tres o cuatro metros delante de
ella, ¿no es eso?
—¡Ejem!… No… no es eso… Mi mirada iba constantemente del uno al otro
mientras les observaba.
—¿Puede describirnos el andar de esa mujer?
—Era un andar gracioso, muy femenino, muy… sinuoso.
—¿Y pudo usted apartar sus ojos de un espectáculo tan atractivo para fijarlos en
Theilman, seis o siete metros más lejos?
—¡Ejem!… No —reconoció Troy—. Ahora que me hace usted reflexionar, creo
que debí mirar a la mujer.
—Así, pues, ¿se ha equivocado usted al decir que había seguido a Mr. Theilman
con la mirada?
—No… Continué viéndole, pero en cierto modo por el rabillo del ojo.
—¿Estaba, pues, equivocado cuando ha afirmado que miraba a Mr. Theilman y a
esa mujer simultáneamente?
—Sí… Me parece que sí… Compréndalo, aún no había reflexionado bien en este
detalle.
—Sí, comprendo… ¿Ha habido otras preguntas a las que usted haya contestado
así, sin reflexionar bien?
—No.
—Gracias. Esto es todo.
—¡Mistress Morley L. Theilman! —llamó seguidamente Ruskin.
La segunda Mrs. Theilman, vestida de negro, con la mirada baja, se adelantó
modestamente, prestó juramente y tomó asiento en el estrado de los testigos. Para
dirigirse a ella, Ruskin encontró inmediatamente el tono impregnado de falsa
simpatía a que recurren ciertos representantes del ministerio público cuando han de
tratar «con viudas desconsoladas». Ante todo le hizo recordar las circunstancias de la
identificación del muerto, que fue hecha por ella en el mismo lugar del crimen.
Después, haciéndola retroceder a la víspera del drama, la rizo relatar lo que había
ocurrido aquella tarde, cuando su marido regresó del despacho. Tras de lo cual,
preguntó:
—Y el traje recién planchado que se puso para salir, ¿era el mismo que llevaba
cuando fue muerto?
—Sí.
—¡Contrainterrogatorio!

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Mason se levantó y dio unos pasos para situarse ante la dama de la mirada baja.
—Mistress Theilman —preguntó—, ¿dónde conoció a su esposo?
—En Las Vegas.
—¿Qué hacía usted en aquella época?
—¡Protesto! —intervino Ruskin—. Lo que mistress Theilman pudo haber hecho
en la época que conoció a su marido, lo mismo que el lugar donde ocurrió esto, o la
manera cómo sucedió, no interesan en absoluto en este caso.
—Me inclino a autorizar la pregunta —dijo el juez Seymour—. En tales
circunstancias, procuro siempre dar a la defensa el máximo de facilidades. Que la
testigo responda.
—Hacía diversas cosas —contestó entonces mistress Theilman.
—¿Como cuáles? —insistió Mason.
La testigo le lanzó una breve mirada, llena de animosidad.
—Digamos que era artista de variedades.
—Se exhibía en traje de baño, ¿verdad?
—A veces, sí.
—¿Era también animadora?
—Ignoro lo que entiende por esto.
—Entiendo que llevaba usted vestidos de noche audazmente escotados y muy
ceñidos para circular alrededor de las mesas de juego.
—Los vestidos de noche de una mujer joven son, por lo general, escotados y
ceñidos.
—¿Ocurría esto con los de usted?
—Sí.
—¿Y circulaba alrededor de las mesas de juego?
—Sí.
—¿Y era fácil abordarla?
—Se me pagaba para que me mostrase amable con la clientela.
—Y más especialmente con los hombres muy ricos susceptibles de jugar mucho
dinero, ¿verdad?
—¡Sí! —contestó la testigo con tono de desafío.
—Cuando encontró por primera vez a Morley L. Theilman, ¿estaba él jugando?
—Creo que sí, en efecto.
—¿En la misma mesa que usted?
—Sí.
—¿Jugaba usted con fichas, supongo?
—Sí, siempre.
—Pero se trataba de fichas especiales, fichas que después no podían ser
cambiadas por dinero. En otras palabras, ¿fingía usted que jugaba?
—Sí.
—¿Y quiere hacer creer a los miembros de este jurado que no sabe usted lo que es

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una «animadora»?
—¡Oh, señoría! —exclamó Ruskin—. ¡Esto es una tentativa de intimidar a la
testigo! Ésta pregunta…
—¡La pregunta es autorizada! —cortó el juez Seymour.
—Conocía la palabra, desde luego, y sólo he dicho que ignoraba lo que entendía
usted por «animadora». En su boca, eso parecía una cosa… indigna.
—¿Y tiene usted la sensación de haberse mostrado siempre digna?
—Cuando menos, siempre me he esforzado en serlo.
—Pero, incluso si su concepto de la palabra es distinto del mío, ¿se consideraba
usted una animadora?
—¡Sí! —exclamó Mrs. Theilman con rabia.
—Con la venia del Tribunal —protestó Ruskin—, la defensa trata evidentemente
de colocar a la testigo en situación de inferioridad y en presentarla al jurado bajo un
aspecto desfavorable. Pero esta mujer es viuda porque su marido ha sido asesinado, y
resulta escandaloso que se trate de hacerla pasar por una cualquiera.
—Y yo —replicó Mason con no menos energía—, encuentro escandaloso que se
trate de hacerla pasar por una dulce viuda desconsolada, sólo para que el ministerio
público goce de todas las simpatías del jurado.
—¡Por favor, señores! —zanjó el juez Seymour—. Sus puntos de vista son
forzosamente opuestos. Los miembros del jurado se darán cuenta de ello y ya se
formarán su propia opinión. Sírvanse abstenerse de esta clase de altercados. Puede
usted proseguir, Mr. Mason.
Pero, ahora, la «dulce viuda desconsolada» había dejado paso a una mujer
resuelta que, con la barbilla alta, mirando a Mason frente a frente, aguardaba
impávida la pregunta siguiente.
—¿Vio usted la carta de chantaje que estaba en el bolsillo de la americana de su
marido?
—Sí.
—¿Y también el sobre que la contenía?
—Y también el sobre que la contenía —dijo mistress Theilman, imitando el tono
del abogado.
—¿Cuyo sobre llevaba la mención del remitente: A. B. Vidal?
—Cuyo sobre llevaba la mención del remitente: A. B. Vidal —imitó de nuevo la
testigo.
—¿Y está usted convencida de que se trataba de una carta de chantaje?
—¿Qué otra cosa hubiese podido ser, según usted? ¿Una invitación para el baile?
Surgieron unas risas de la sala, que el juez Seymour acalló inmediatamente con
un fruncimiento de cejas.
Sin responder a la agresiva pregunta, Mason inquirió entonces:
—Tenga la bondad de decir al jurado cuál era su nombre de soltera, Mrs.
Theilman.

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—Me llamaba Day Dawns.
—¿Fue bautizada con este nombre?
—Lo ignoro. Sin duda estaba presente en aquel momento, pero no consigo
recordarlo.
—¿Es así como la llamaban cuando iba a la escuela?
Ella vaciló por un momento.
—Debe usted comprender, Mr. Mason, que era mi seudónimo, mi nombre de
artista…
—… de variedades, sí. ¿Y cuál era, entonces, su nombre verdadero?
—Agnes.
—¿Agnes qué?
—¡Agnes Vidal! —exclamó la testigo a regañadientes.
—Gracias —dijo Mason—, esto es todo.
—Un momento, Mrs. Theilman —intervino Ruskin con voz suave y apaciguadora
—. Comprendo muy bien su irritación ante las insinuaciones veladas de la defensa.
Ahora le ruego que explique al jurado lo que pensó al ver escrito en el sobre de esa
carta el nombre de A. B. Vidal.
—Pensé —dijo Mrs. Theilman, esforzándose en volver a ser la viuda
desconsolada—, que un chantajista utilizaba ese nombre para indicar a mi marido que
estaba al corriente de… de mis antecedentes.
—Muchas gracias, señora —dijo Ruskin, inclinándose—. Esto es todo.
—¿Desea la defensa hacer nuevas preguntas a la testigo? —indagó el juez
Seymour.
—Sí, gracias, señoría. Quisiera preguntarle cuáles de sus antecedentes le hicieron
pensar que el uso de su nombre de soltera podía guardar relación con un chantaje
hecho a su medida.
—¡Protesto, señoría! Esta pregunta es puramente argumentativa y…
—No, es consecuencia de la declaración hecha por la testigo y autorizo que la
conteste —decretó el juez.
—¿Pueden repetirme la pregunta? —pidió entonces Mrs. Theilman.
El secretario releyó el texto de la pregunta hecha por Mason. La testigo pareció
vacilar y Mason inquirió:
—¿Ha entendido usted el sentido de esta pregunta?
—Me parece que no.
—Significa: ¿Hay en su pasado algo que le haga pensar que su nombre de soltera
pueda estar asociado con una tentativa de chantaje?
—¡No, nada! —dijo ella como una gata colérica—. ¡Absolutamente nada!
—Gracias —dijo Mason, inclinándose con sonriente cortesía—, es todo lo que
deseaba saber.
—He terminado —declaró entonces Ruskin—. Puede usted retirarse.
La testigo se levantó y, al pasar junto a la mesa de la defensa, fulminó a Mason

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con la mirada.
Mason se volvió hacia Janice Wainwright, sentada detrás de él y le cuchicheó:
—He aquí hecha añicos para siempre la imagen de la pobre viuda abrumada por
el pesar.
Ruskin, comprendiendo la táctica de Mason y dándose cuenta del efecto causado
por la cólera de mistress Theilman, hizo llamar inmediatamente al teniente Tragg.
Éste, con claridad y mucha calma, explicó cómo había sido avisado por Mrs.
Theilman en el momento de la desaparición de su marido. Después describió el
despacho de la urbanización en que se había cometido el crimen. Había allí un sofá
transformable en cama para dos personas, un gran mostrador que dividía en dos la
habitación y varias sillas, así como un viejo escritorio flanqueado por unos
archivadores. En una especie de hornacina grande había una ducha y un lavabo.
El cadáver estaba tendido en el suelo, boca abajo, con la mano derecha un poco
por encima de la cabeza y la izquierda a la altura de la cadera.
El detective declaró que, cuando examinó el cadáver, la rigidez cadavérica lo
invadía por completo.
—¿A qué hora tuvo lugar su examen?
—A las siete y media de la tarde.
—¿Del miércoles, cuatro del corriente?
—Sí.
—¿Cuándo fue informado del drama?
—Aquella tarde, poco antes de las seis.
—El testigo está a disposición de la defensa.
—Teniente —empezó Mason—, el sofá transformable de que nos ha hablado,
¿estaba abierto como para formar una cama?
—No, había sido replegado.
—¿Por qué dice «replegado»? ¿Hay algo que le permita afirmar que aquella
noche había sido desplegado?
—No, nada —tuvo que reconocer finalmente el policía.
—Gracias, esto es todo.
—¡Doctor Lombard G. Jasper! —requirió Ruskin.
Se trataba del médico que había realizado las primeras comprobaciones en el
mismo lugar del crimen. Declaró que, según él, Theilman debió ser muerto entre la
medianoche y las cinco de la madrugada.
—¡Contrainterrogatorio! —ladró Ruskin.
—Doctor —empezó a decir Mason, poniéndose en pie—, ¿quiere explicar al
jurado lo que es la rigidez cadavérica?
—Es un envaramiento del cuerpo debido a modificaciones de orden químico que
tienen lugar en el interior del tejido muscular. Inmediatamente después de la muerte,
el cuerpo es extremadamente flexible. Después, en el rostro se manifiesta cierta
rigidez, que después se extiende al cuello e invade progresivamente todo el cuerpo.

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Al cabo de un período que varía bastante según los casos, esta rigidez se disipa lo
mismo que ha aparecido. Es decir, empezando por el rostro y terminando por los pies.
—Cuando examinó usted el cadáver de la víctima, ¿el cuerpo estaba
completamente rígido?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo tarda este fenómeno en desarrollarse por entero?
—De ocho a doce horas.
—Por lo tanto, si a las siete de la tarde un cadáver está totalmente rígido, ¿es
posible que la muerte haya ocurrido a las diez de la mañana?
—Sí.
—Pero, ¿no es exacto que ciertos factores pueden acelerar la evolución de la
rigidez cadavérica? ¿No es éste el caso, por ejemplo, si la víctima ha sido muerta en
pleno esfuerzo o en el curso de una lucha?
—Sí, en efecto.
—La temperatura influye también, según tengo entendido.
—Sí, es exacto.
—¿No se han visto casos en que la rigidez cadavérica se presentaba casi
instantáneamente?
—Todo depende de lo que entienda usted por «casi instantáneamente».
—¿Digamos en diez o quince minutos?
—Sí, creo que esto se ha comprobado.
—Por lo demás, ¿existe también el fenómeno llamado «lividez cadavérica»,
debido a la coagulación de la sangre?
—Sí; empieza a manifestarse una o dos horas después de la muerte, y tarda unas
cinco horas en extenderse a todo el cuerpo.
—Esa lividez, ¿había invadido por completo el cuerpo de la víctima cuando lo
examinó usted?
—Sí.
—Pero, ¿no es también por medio de la temperatura del cadáver que se consigue
precisar lo máximo posible el momento en que se ha producido la muerte?
—Es una noción generalmente admitida, sí…
—¿Tomó usted la temperatura del cadáver cuando hizo su examen?
—No.
—¡Caramba! ¿Y por qué?
—Cuando examiné el cuerpo, estaba completamente vestido, y para tomar la
temperatura de un cadáver… Ejem… para eso es preciso que esté desnudo.
—Cuando se llevaron el cuerpo, ¿estaba vestido?
—Sí.
—Cuando lo desnudaron, ¿le fue tomada la temperatura?
—Parece que no —tuvo que reconocer el médico—. Creyeron que yo lo había
hecho y yo creí que se habría encargado algún otro. Sea como quiera, la temperatura

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no fue tomada.
—Es una lástima, porque creo que, si la lividez cadavérica tarda cinco horas para
manifestarse por completo, puede persistir durante doce horas, ¿no es así?
—Sí.
—¿O incluso veinticuatro?
—Es posible, sí.
—Así, pues, la lividez cadavérica indicaba que la muerte había tenido lugar por lo
menos hacia seis horas, y nada más.
—Sí.
—En cuanto a la rigidez cadavérica, hemos visto que puede tardar lo mismo ocho
o doce horas que quince minutos para desarrollarse por completo. ¿Qué le permite
afirmar, pues, que la muerte tuvo lugar entre la medianoche y las cinco de la
madrugada de aquel miércoles, puesto que omitió usted tomar la temperatura del
cadáver?
—Mi cálculo no se basa únicamente en factores médicos.
—¡Ah! ¿Qué otros factores ha tenido también en cuenta?
—Pues bien, sobre todo, el factor tiempo. Se sabe que la tormenta…
—¡Ah!, empiezo a comprenderle mejor, doctor —dijo Mason con tono expresivo
—. Como vio usted huellas de neumáticos en el suelo empapado, y como le dijeron a
qué hora había llovido, se basó usted en esto para indicar los límites entre los que
pudo haberse cometido el crimen, y ha tratado de justificar tal cosa con la ayuda
exclusiva de la rigidez y de la lividez cadavéricas, factores extremadamente variables,
porque olvidó usted tomar la temperatura del cadáver.
—No tiene derecho a decir esto —protestó el testigo—. Estos detalles
circunstanciales indicaban con gran claridad que el asesinato fue cometido antes de la
tormenta, y como ninguno de los factores médicos contradice esta afirmación, he
podido asegurar con pleno convencimiento que la muerte tuvo lugar entre la
medianoche y las cinco de la madrugada de aquel día.
—En otras palabras, ¿son los factores ajenos a la medicina los que le han guiado
para determinar la hora de la muerte, y ha deducido que los factores médicos
corroborarían este cálculo porque no lo contradecían?
—Sí, si insiste en presentar así las cosas.
—Sí, insisto en presentar así las cosas. Muchas gracias, doctor.
—No tengo más preguntas que hacer —apresuróse a decir Ruskin.
El doctor Jasper abandonó el estrado de los testigos y Ruskin llamó:
—Mistress Carlotta Theilman, por favor.
Después de que Carlotta hubo cumplido con las formalidades habituales, el
sustituto le preguntó:
—¿Es usted la esposa divorciada de la víctima?
—Sí.
—¿Fue usted a Las Vegas en tren el día cuatro del corriente?

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—En efecto.
—¿Por qué motivo fue usted a Las Vegas?
—Porque esperaba encontrarme con mi ex esposo. Tenía motivos para creer que
deseaba comprar ciertas acciones que pasaron a mi poder en el momento del divorcio.
—¿Había hablado de esto con su ex marido?
—Directamente con él, no. Anuncié a alguien que supuse era su delegado que
aquella noche iría en tren a Las Vegas y que estaba dispuesta a encontrarme allí con
el comprador habitual, pero que quería tratar directamente con él.
—Y cuando llegó usted en tren a Las Vegas, ¿la esperaba en el andén la acusada?
—Sí.
—¡Contrainterrogatorio!
—¿Por qué escogió Las Vegas como lugar de cita, Mrs. Theilman? —preguntó
Mason.
—Porque estaba convencida de que ese delegado actuaba por cuenta de mi
marido. Ahora bien, fue en Las Vegas donde se disolvió nuestra unión, y me había
dicho que… En resumen, quería tener la satisfacción de que el encuentro se realizase
en el mismo lugar.
—Ha seguido usted un régimen y pesa ahora mucho menos que en el momento
del divorcio, ¿verdad?
—Sí —confirmó con energía Mrs. Theilman—. He vuelto a ser como era en el
momento de nuestro matrimonio, y conocía a mi marido, le conocía muy bien…
Estoy segura de que, si llego a verle otra vez en Las Vegas, hubiera podido devolverle
la pelota a esa zorra. Yo…
—Por favor, Mrs. Theilman —intervino el juez Seymour con severidad—. Está
usted hablando excesivamente.
—Le ruego que me disculpe, señoría. Sólo quería contestar a la pregunta…
—Comprendo muy bien lo que debe usted sentir, Mrs. Theilman —dijo Mason
inclinándose—. Esto es todo. Gracias.
—Señores —observó entonces el juez Seymour—, no he querido interrumpir el
contrainterrogatorio de este testigo, pero hemos rebasado ya la hora del aplazamiento.
La audiencia proseguirá, pues, mañana por la mañana, a las nueve y media.
En tanto que el juez se retiraba, Mason volvióse hacia el policía encargado de la
custodia de Janice Wainwright:
—Deseo hablar con mi cliente antes de que se la lleve usted.
El guardián asintió. Mason esperó a que la sala de audiencias estuviese vacía y
después dijo:
—Ya ve usted a dónde quiero llegar, Janice. Dirá usted que habló telefónicamente
con Morley Theilman después de que me llamó a mí, por la mañana del día cuatro.
Ahora bien, según la acusación, en aquel momento Theilman llevaba muerto hacía ya
cuatro horas. Necesito, pues, desbaratar las afirmaciones de los testigos contrarios, y
por eso he tenido que mostrarme bastante descortés con el médico forense.

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—Sí, comprendo.
—Evidentemente, eso no significa que usted haya dicho la verdad…
—Le juro que sí, Mr. Mason.
—La creo, porque mi deber es creerla. Pero hay muchos hechos que la acusan y
algunos de ellos son abrumadores.
—Sea como quiera, Mr. Mason, le repito que no fui a esa urbanización, y que no
volví a ver a míster Theilman una vez se hubo marchado del despacho en la tarde del
día tres.
—Si me miente, Janice, es como si sacara billete para la cámara de gas…
—Le digo la verdad, Mr. Mason, pero por desgracia no tengo medio de
convencerle.
—Escúcheme bien, Janice… Me han hecho entregarles la grabación de los
números de los billetes que fue efectuada en mi despacho. Si pueden relacionarla con
uno solo de los billetes de veinte dólares que había en la malera, ¡está usted lista,
completamente lista!
—Me doy cuenta, Mr. Mason, pero eso no puede suceder, porque no guardé para
mí ni uno solo de estos billetes. Su secretaria me acompañó a la estación y, por lo
demás, usted se había quedado la llave de la maleta.
—Me había guardado una llave de la maleta, pero, mientras venía a mi despacho,
pudo usted muy bien detenerse en casa de un cerrajero y hacerse fabricar una docena
de llaves que abrieran la maleta.
—¡Pero no lo hice!
—Es lo que usted dice.
—¿Tengo que mentirle para que usted me crea?
—Su automóvil fue sin duda a esa urbanización. Las huellas encontradas en el
suelo son las de sus neumáticos, y no puede tratarse de una coincidencia.
—Le repito que no fui a aquel sitio.
—Entonces, tiene que tratarse de un golpe montado contra usted. Alguien hubiese
debido utilizar su automóvil, lo que me parece poco verosímil.
—Nada puedo hacer. Todo lo que sé es que no fui a la urbanización.
—Volvamos al día cuatro, después de que se hubo denunciado la desaparición de
Mr. Theilman. Entonces había un policía en su despacho. ¿Dónde estaba su auto en
aquel momento?
—En el lugar de aparcamiento reservado para los del edificio.
—Después, tuvo usted miedo y regresó a su casa… Por lo menos dijo usted que
estaba en su casa cuando me telefoneó.
—Sí, en efecto.
—¿Qué ocurrió después?
—Me telefoneó Mr. Theilman.
—¿Y qué le dijo?
—Que cogiera dinero de la caja de caudales, y que me marchara a Las Vegas en el

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primer avión para recibir a Carlotta, que llegaría allá en tren. A Carlotta no le gustan
los aviones.
—¿Cuánto dinero sacó usted de la caja fuerte para sus gastos de viaje?
—Doscientos cincuenta dólares, como me había indicado Mr. Theilman.
—Pero, ¡también me entregó doscientos cincuenta dólares como honorarios
cuando me vio en Las Vegas!
—Era también según las instrucciones de míster Theilman.
—Así, pues, ¿cogió usted quinientos dólares de la caja fuerte?
—Si.
—¿Quedó dinero después de esto?
—No. Quinientos dólares es la suma que míster Theilman mantenía en la pequeña
caja, con destino a los gastos urgentes e imprevistos.
—La acusación no dejará de afirmar que, después de la muerte de Mr. Theilman,
usted abrió la caja de caudales y la vació de todo el dinero que contenía.
Janice estaba al borde del llanto.
—Sólo hice lo que él me había ordenado.
—¿Me ha dicho también que él la aconsejó que fuese al peluquero?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo permaneció allí?
—Cerca de cinco horas.
—¿Qué medio de transporte utilizó para ir?
—Fui a pie. Queda muy cerca de mi casa.
—¿Y dónde estaba su auto durante todo ese tiempo?
—Aparcado en una calle transversal, cerca del edificio en que vivo.
—¿Cuándo volvió a ver su auto aquel día, después de regresar del despacho?
—No antes de las cinco y media, cuando lo cogí para ir al aeropuerto.
—Cuando sea llamada a declarar, tendrá que contar esta historia, y cuando la
haya contado, estará lista… Janice, escúcheme… Si sostenía relaciones con Mr.
Theilman tiene que decírmelo y precisamente ahora. Si fue usted a reunirse con él en
la urbanización…
—Le digo y le repito, Mr. Mason, que no fui allí. Y, lo que es más, Mr. Theilman
tampoco estaba allí cuando me telefoneó, porque hace mucho tiempo que se suprimió
la línea y el teléfono más próximo está en una estación de servicio, a tres kilómetros
de distancia.
—¿Es posible que la haya engañado alguien que se hubiese hecho pasar por Mr.
Theilman y hubiese imitado su voz…?
—¡En absoluto! —le interrumpió Janice—. Conocía perfectamente la voz de Mr.
Theilman y, en mi calidad de secretaria, estaba acostumbrada a reconocer las voces
por teléfono.
Mason meneó la cabeza:
—Es un conjunto de circunstancias completamente inverosímil, y cuando lo haya

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contado usted el ministerio público no tendrá ni para empezar.
—Es la verdad.
—Si quiere limitarse a esto, limitémonos a esto, pero tengo la sensación de que
sigue usted ocultándome algo. Y si es así, permítame que le diga que será su
funeral… en el sentido exacto de la palabra.
—No confía usted en mí —dijo ella, poniéndose a llorar.
El abogado la contempló con aire pensativo y después prosiguió con tono más
suave:
—Me desconcierta usted, Janice, pero no por eso dejaré de defenderla lo mejor
que sepa.
—¡Quisiera que me creyese!
—Y yo querría creerla, pero todos los hechos contradicen su historia. Tuvo usted
que ir a la urbanización, y tuvo que ir antes de que empezara a llover, para no
marcharse hasta después de la tormenta.
—¡No! ¡No! ¡¡No!!
Mason se encogió de hombros:
—Es asunto suyo, Janice. Pero yo no puedo dejarla declarar y contar una historia
así. Tal vez sería mejor que se abstuviese de declarar y que dejásemos que la
acusación demuestre que usted es culpable, lo que todavía no ha conseguido.
—¡Oh! ¿Puedo hacer esto? ¿Puedo abstenerme de declarar? —preguntó ella con
interés repentino.
—Teme subir al estrado de los testigos, ¿eh?
—Sí. No quiero que me pregunten… cuáles eran mis sentimientos con respecto a
Mr. Theilman y… y lo que ocurrió antes de su matrimonio. Si no estoy obligada…
—Nada la obliga. Según la ley, es la acusación la que debe demostrar su probable
culpabilidad y no usted la que debe demostrar su inocencia. Pero permítame que le
diga una cosa basada, no en el derecho, sino en la psicología, Janice. Si consiguen
establecer que usted debe de ser culpable, y usted se abstiene de declarar, será
acusada de homicidio en primer grado[2]. Como usted es joven y bonita, como
durante años sirvió lealmente a su jefe, probablemente le concedan el beneficio de la
duda, lo que representará la cadena perpetua en vez de la cámara de gas, pero la
acusarán de homicidio en primer grado.
—¡Nada puedo hacer! —sollozó ella con desesperación.
—¡Y me temo que yo tampoco! —dijo Mason, mientras hacía una señal al
guardián para indicar que la entrevista había terminado.

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Capítulo 13

De regreso a su despacho, Mason empezó a andar de un lado para otro, con


expresión preocupada, en tanto que Della Street le contemplaba con ansiedad.
—Hazte cargo, Della —dijo a su secretaria—, estaba enamorada de Theilman y,
antes del segundo matrimonio de éste, debieron pasar juntos varios fines de semana.
Si ella declarase, la acusación, durante el contrainterrogatorio, acabaría por hacerle
confesar esto y si después pueden demostrar que ella tuvo en su posesión aunque sólo
fuera uno de los billetes de veinte dólares contenidos en la maleta, estaría bien lista.
—Sí, desde luego…
—Esta historia del chantaje es muy extraña. No había ninguna necesidad de
enviar dos cartas a Theilman, una a su domicilio y otra a su despacho. Y si Theilman
había recomendado a su secretaria que no abriera las cartas remitidas por A. B. Vidal,
¿por qué después tiró una de esas cartas a la papelera donde Janice no podía dejar de
verla? En cuanto a la carta en sí, no alude para nada a la maleta ni al compartimiento
F. O. 82 de la consigna automática. Sería, pues, preciso que estas instrucciones
hubiesen sido dadas por teléfono a Theilman. Pero si un chantajista tuviese intención
de telefonear a su víctima, ¿por qué había de empezar enviándole una carta?
»Ahora, Janice declara que esta historia de chantaje era una pura invención para
que Theilman pudiese recoger una importante suma de dinero líquido y realizar una
gran operación comercial. El único inconveniente es que Theilman ha muerto y no
puede confirmar las palabras de Janice, de modo que el jurado no creerá a ésta… ¡Y
alguien se encontrará con doscientos mil dólares en billetes de a veinte a punto de ser
gastados! Bastará con que uno solo de esos billetes sea hallado en poder de Janice
para que se reconozca a ésta culpable de homicidio en primer grado.
—Siempre repites esto, jefe. ¿Crees de veras que uno de esos billetes puede ser
hallado en su poder?
—Me temo mucho que sí. Compréndelo. Ella cogió quinientos dólares de la caja
fuerte. Ahora bien, si esta historia de chantaje fue inventada por Theilman para
disimular sus transacciones, muy bien pudo, después de haber recuperado la maleta,
coger lo suficiente para abastecer la pequeña caja de los imprevistos… ¡Maldita sea,
Della! En este asunto hay muchas cosas que no parecen poderse explicar
lógicamente… y, sin embargo, tendré que hacerlo cuando me encuentre ante el
jurado.
—¿Estás seguro de que no podrás dejar que Janice preste declaración?
—Es imposible, en tanto que ella oculte algo. Uno de los motivos que me han
incitado a tratar a la segunda Mrs. Theilman tal como he hecho, es mi deseo de
mostrar a Janice lo que podía ocurrir durante un contrainterrogatorio realizado sin
piedad.
—¡Oh, ésa merecía bien que la maltrataran! —exclamó Della Street con calor—.

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Había conseguido impresionar al jurado con sus aires de pobre viuda desconsolada,
pero al aguijonearla has conseguido que se mostrase tal cual es, y si hubiese podido
matarte allí mismo creo que lo hubiera hecho. ¡Debe de estar clavando alfileres en
una fotografía tuya, a falta de algo mejor!
Mason se permitió una sonrisa:
—Sí, ciertamente, no debe quererme demasiado…
En aquel momento, llamaron a la puerta del pasillo según el ritmo peculiar de
Paul Drake, y Mason abrió.
—¡Hola, Perry! —dijo el detective, quien añadió volviéndose hacia Della Street
—. ¿Qué tal, preciosa?
—Seguimos cabalgando —contestó el abogado—, pero hemos estado a punto de
morder el polvo varias veces. Te confieso que temo mucho el día de mañana.
—Y con motivo, Perry. Detesto traer malas noticias. La acusación supone que
tratarás de que Janice no preste declaración, y que intentarás salvarla con alguna
demostración hábil que infunda la duda en el ánimo de ciertos jurados. Y me he
enterado de que tienen el sistema de obligarte a que hagas declarar a Janice, para que
ellos puedan destrozarla después.
—¿De qué se trata? —preguntó Mason.
—Por desgracia, lo ignoro. Es una prueba que poseen y que cuentan sacar a
relucir en el último momento. Hamilton Burger, el fiscal, estará en la sala de
audiencias cuando ocurra esto.
—De aquí a mañana, ¿no podrías descubrir la naturaleza de esa prueba?
Drake meneó la cabeza:
—No, Perry, no tengo la menor probabilidad de conseguirlo. La guardan como si
se tratase del más importante secreto militar. He sabido esto por un periodista.
Hamilton Burger quiere estar a bien con él y le ha aconsejado que no se pierda la
audiencia mañana. Le ha dicho que, en el momento en que el caso estuviese listo para
juicio, surgiría una novedad sensacional que te dejaría sin defensa posible.
Mason frunció el ceño y reanudó sus paseos por el despacho. Drake observó el
rostro inquieto de Della Street y preguntó:
—Perry, ¿estás completamente seguro de que Janice Wainwright no preparó ella
misma esas famosas cartas de chantaje?
Mason se inmovilizó ante el detective:
—No, no estoy completamente seguro y lo siento. De hecho, en este caso no
estoy seguro de nada. Tengo la impresión de que paso la maroma sobre un precipicio,
mientras alguien se acerca empuñando un cuchillo muy afilado.
—En tal caso, Perry, deja de pensar en todo esto y ven a comer algo.
El abogado meneó la cabeza y Della Street dijo:
—Es una de esas noches, Paul, en que no dejará de andar de un lado para otro
gastando la alfombra y bebiendo café.
—Pero tú, preciosa… ¿Vienes a comer un bocado?

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—No, gracias, Paul. He de quedarme junto a Perry.
—No puedes impedirle que se haga mala sangre.
—No —contestó ella sonriendo—, pero sí puedo hacerle café.

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Capítulo 14

Al día siguiente, treinta segundos antes de la reanudación de la audiencia, cuando


sólo faltaba ya el juez Seymour, Hamilton Burger entró por una puerta lateral e
instalóse en el banco del ministerio público.
Esta llegada hizo que recorriera la sala un torrente de murmullos, en medio de los
cuales apareció a su vez el juez Seymour, después que el ujier hubo incitado a todo el
mundo a levantarse, gritando:
—¡El Tribunal!
El primer testigo llamado por Ruskin fue el teniente Sophia, de la policía de Las
Vegas. Éste prestó juramento y luego fue preguntado acerca de si la acusada había
hecho o no declaraciones cuando su detención en Las Vegas.
—Sí, hizo una declaración.
—¿Espontáneamente?
—Desde luego. No fue alentada por ninguna promesa o amenaza. Había sido
informada de sus derechos e incluso su abogado le recomendó que no dijera nada.
—¿Y, sin embargo, hizo una declaración, sin ser obligada de ninguna manera?
—Sí. Me limité a decirle que, si era inocente, no tenía que temer nada y que, si
podía convencernos de su inocencia, el asunto no se prolongaría y la dejaríamos bajar
del auto y marcharse adonde quisiera.
—Muy bien. ¿Quiere repetir al Tribunal y al jurado lo que dijo entonces?
—¿No hay objeción por parte de la defensa? —preguntó el juez Seymour.
—No, señoría. Si la acusada dijo algo, estamos dispuestos a oírlo repetir.
—Empiece —ordenó Ruskin al testigo.
Lo que dijo el teniente Sophia estaba de acuerdo con lo que Perry Mason había
averiguado por su cliente, e iba desde la recomendación hecha por Theilman para que
no abriese las cartas procedentes de A. B. Vidal, hasta la llamada telefónica recibida
por Janice después de que hubo llamado a Perry Mason:
—Un momento —intervino entonces Ruskin—. Que no haya ningún
malentendido sobre este punto: ¿Dijo que Mr. Theilman le había telefoneado?
—Sí.
—¿A qué hora?
—Inmediatamente después de que hubo acabado de hablar con Perry Mason.
Según ella, debían de ser las nueve menos cuarto.
—¿Y qué le dijo Mr. Theilman en el curso de esa conversación, según ella?
—Según ella, Mr. Theilman le dijo que cogiese doscientos cincuenta dólares de la
pequeña caja que había dentro del arca, y que se dirigiese aquella misma noche en
avión a Las Vegas para recibir a su primera esposa, Mrs. Carlotta Theilman, que
llegaría en el tren de las veintitrés veinte, y la condujera al hotel que ésta le indicase.
Tras de lo cual miss Wainwright debía ir a las oficinas de la Western Union, desde

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donde debía enviar un telegrama a su jefe, al cuidado de la Western Union de Las
Vegas, indicándole el nombre del hotel en cuestión, y después acompañar a Carlotta
Theilman hasta nueva orden.
»Siempre según miss Wainwright, Mr. Theilman le dijo que tenía intención de
tratar con su ex esposa con el fin de comprar unas acciones que ella tenía o, por lo
menos, poderes para representarla en la sociedad.
—¿Esto es todo?
—Salvo algún descuido mío, es todo.
—¡Contrainterrogatorio!
Mason miró el reloj como si se aburriese soberanamente, y dijo con indiferencia:
—No hay preguntas.
—No deseo poner a Perry Mason en una posición embarazosa, llamándole a
declarar en un asunto en que representa a la acusada —dijo entonces Ruskin—. Su
secretaria y él han recibido una citación, pidiéndoles que traigan con ellos la cinta
magnetofónica en la que fueron registrados los números de cierta cantidad de billetes
de veinte dólares, contenidos en una maleta que la acusada tenía en su poder cuando
por primera vez fue a consultar a Mr. Mason. Esa grabación nos ha sido entregada, se
ha efectuado una transcripción exacta, y si la defensa está de acuerdo, esa
transcripción será presentada como prueba, sin que Mr. Mason o su secretaria deban
ser llamados a testificar.
—Agradecemos su amabilidad al ministerio público —contestó Mason—, y si
nos asegura que esta transcripción se ajusta a la grabación entregada por nosotros,
estamos de acuerdo en que sea presentada y recibida como prueba.
—Lo aseguro formalmente —declaró Ruskin.
—La defensa está de acuerdo.
—Así, pues, la transcripción es admitida como prueba del ministerio público,
bajo el número apropiado —manifestó el juez Seymour—. Sírvase llamar al testigo
siguiente.
—¡Míster Dudley Roberts! —gritó Ruskin con expresión triunfal.
Roberts se adelantó y prestó juramento.
—¿Dónde reside usted? —le preguntó Ruskin inmediatamente.
—En Las Vegas, Nevada.
—¿Conoce a Perry Mason?
—Sí.
—¿Y a su secretaria, Della Street? ¿Quiere levantarse, miss Street, por favor?
Della Street obedeció y el testigo asintió con la cabeza.
—Sí, les conozco a ambos.
—¿Cuándo les vio por primera vez?
—En la tarde del miércoles, cuatro del corriente.
—¿Dónde?
—En Las Vegas, cuando les transporté en mi taxi.

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—Ahora —prosiguió Ruskin, resplandeciente—, voy a enseñarle un billete de
veinte dólares con el número G 783 42 831 A y a preguntarle si lo había visto ya.
—Sí. Mis iniciales están marcadas en el ángulo superior derecho.
—¿Dónde obtuvo ese billete?
—Me fue entregado por Perry Mason, como pago de una carrera.
—¡Contrainterrogatorio! —lanzó Ruskin.
Poniéndose en pie, Mason fue a situarse ante el testigo, y permaneció un buen
rato contemplándolo con expresión pensativa.
—Míster Roberts —preguntó por fin—, ¿qué hicimos en la noche del cuatro del
corriente, despues de pedirle que nos condujese a miss Street y mí al aeropuerto?
—Cambió usted de idea y me dijo que primero le llevase a la jefatura de policía.
—Exacto. ¿Y después?
—Esperamos en las proximidades de jefatura, y después recogimos en el taxi a
una señora que salía de allí. Un policía trató de retenerle, pero usted me dijo que
acelerara.
—¿Y a dónde fuimos después?
—Me dijo usted que les condujese al primer motel que tuviese habitaciones
libres, cosa que hice.
—¿Y entonces le pedí que esperase?
—Sí.
—¿Y esperó usted?
—Bueno, fui a telefonear.
—¿A quién?
—Telefoneé a la policía, para decirle a dónde había conducido al hombre que
habían tratado de retener. Tengo que ganarme la vida en Las Vegas y no puedo estar
mal con la policía.
—¿Y en consecuencia consideró preferible indicarles dónde estaba yo?
—Sí.
—¿Y qué ocurrió después?
—Llegó un auto de la policía, que les condujo a usted y a la joven que los
acompañaba hasta el aeropuerto.
—¿Y usted qué hizo?
—Bueno, embarqué a la otra señora, de más edad, que estaba con usted y, a
petición suya, la conduje al Casino Double Take.
—Yo le había pagado el importe de mi carrera, ¿verdad?
—¡Oh, sí!
—¿Y no recuerda que le pagué en dólares de plata? ¿Que incluso sostuvimos una
conversación a este respecto, en el curso de la cual me dijo usted que aceptaba
cualquier forma de pago, siempre que no fuese un pagaré?
—Sí, en efecto. Pero esto ocurría cuando le conduje a la jefatura de policía, en
tanto que usted me entregó el billete de veinte dólares cuando le llevé desde el

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aeropuerto hasta la estación de Las Vegas.
—¿Y cuándo se dio usted cuenta de que le había pagado con este billete,
precisamente?
—Bueno, al día siguiente la policía me pidió que examinara mi recaudación de la
víspera, y en ella había este billete de veinte dólares que la policía buscaba.
—¿Fue identificado mediante su número?
—Sí.
—Pero, cuando yo le entregué el billete, usted no miró su número, ¿verdad?
—No.
—Entonces, ¿cómo puede afirmar que fue este billete el que le entregué?
—Porque era el único que tenía al día siguiente.
—¿Quiere usted decir que fui el único que le entregué un billete de veinte
dólares?
—Sí.
—Reflexione… ¿Nadie más le dio un billete de veinte dólares?
—No. Fue el único.
—Entendámonos bien… Cuando yo le entregué ese billete de veinte dólares,
usted no le prestó atención especial…
—¡Ya lo creo que sí! —protestó el testigo—. Cuando me dan un billete de veinte
dólares y me dicen que guarde la vuelta, le aseguro que lo recuerdo.
—No, no… Quería decir que, en aquel momento usted no se fijó en el número del
billete.
—No. Me limité a guardarlo en un bolsillo.
—La segunda vez le pagué en dólares de plata, ¿no es cierto?
—Sí, ya lo he reconocido.
—Así, pues, ¿fue la primera vez, en la estación, cuando le di un billete de veinte
dólares?
—Es lo que estoy diciéndole desde el principio.
—¿Y a la mañana, siguiente sólo tenía ese billete de veinte dólares?
—Sólo ése.
—Ahora, reflexione bien… ¿No efectuó usted ningún gasto durante la noche del
cuatro?
El testigo negó con la cabeza.
—¿Está completamente seguro? —insistió el abogado.
—No, yo… Espere…
—¿Dice que sí? —preguntó Mason, al ver que el testigo vacilaba.
—La… la recaudación había sido buena y me dije que tenía derecho a una buena
cena. Por lo tanto, pedí un bistec, que pagué con un billete de diez dólares.
—¿No sería más bien uno de veinte?
—No, creo que era uno de diez.
—Y después que el auto de la policía nos hubo conducido al aeropuerto, ¿usted

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llevó al Casino a la otra señora?
—Si.
—¿Le pagó?
—Claro que me pagó. Soy taxista. No llevo a las señoras sólo por gozar de su
compañía.
—¿Y cómo le pagó? ¿Le entregó el importe exacto de la carrera o bien un billete
del que tuvo usted que devolverle el cambio?
—Me dio… Ya no lo recuerdo. Es posible que me diera el importe exacto de la
carrera… Creo que me pagó con billetes de un dólar, pero no estoy seguro.
—¿No le entregaría ese billete de veinte dólares?
—Señor, sólo tenía en mi poder un billete de veinte dólares cuando la policía me
pidió que examinara mi recaudación de la víspera. Recuerdo muy bien que usted me
dio un billete de veinte dólares, diciéndome que guardara el cambio. Les indiqué el
número del billete y ellos me pidieron que escribiera mis iniciales en una esquina,
tras de lo cual me lo cambiaron por dos billetes de diez.
—Pero si la señora que condujo usted desde el motel al casino, y que, dicho sea
de paso, se llama mistress Theilman, le hubiese pagado con un billete de veinte
dólares, después hubiese usted comprado su bistec, pagando con uno de los billetes
de veinte dólares que tenía en su poder, sería posible que este billete le hubiera sido
entregado por mistress Theilman, ¿no es cierto?
—Desde luego —dijo el testigo—. Y si John D. Rockefeller me hubiese dado un
millón de dólares, sería millonario.
La concurrencia soltó una carcajada y el juez Seymour dijo con severidad:
—No es éste momento para bromas. Prosiga, míster Mason.
—Con la venia del Tribunal, desearía que mi pregunta fuese contestada.
—Sírvase repetirla al testigo.
—Si Mrs. Theilman le hubiese entregado también un billete de veinte dólares,
¿no cabría en lo posible que hubiese usted cambiado el mío para pagar la carne?
—No lo creo, no.
—¿Diría que es imposible?
—Puesto que insiste, diría que es imposible. Esa señora no me dio ningún billete
de veinte dólares y este billete es el único que tenía entre mi recaudación a la mañana
siguiente.
—Es posible que este billete fuese el único que figurase entre su recaudación al
día siguiente, pero usted no puede jurar que no cambiase otro para pagar la carne, ¿no
es así?
—No creo haberlo hecho.
—¿Puede jurar que no lo hizo?
—No puedo jurarlo positivamente, pero no creo haberlo hecho. Incluso estoy
prácticamente seguro.
—Gracias —dijo Mason—, esto es todo.

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—Si está usted prácticamente seguro de no haberlo hecho, Mr. Roberts —
intervino entonces Ruskin, con tono suave—, ¿puede jurarlo igualmente?
—Protesto, señoría. Esta pregunta es tendenciosa.
—Se acepta la protesta.
—¿Le pagó Mrs. Theilman con un billete de veinte dólares, del que usted le
devolvió el cambio? —preguntó Ruskin.
—No lo creo.
—¿Está bien seguro?
—Sí.
—¿Por completo?
—Sí.
—Esto es todo —dijo Ruskin.
—¿Juraría que no lo hizo? —preguntó entonces Mason, sonriendo.
—¡Pues sí! —estalló el testigo—. Estoy dispuesto a jurar que no lo hice.
—Hace sólo un momento, decía usted que no podía jurarlo positivamente. ¿Por
qué ha cambiado de idea? ¿Es tal vez porque el ministerio público parece tan deseoso
de verle hacer este juramento?
—¡Protesto, señoría! —gritó Ruskin—. La defensa no tiene por qué formular
hipótesis sobre los sentimientos del ministerio público.
—De todos modos, éstos son evidentes —declaró el juez Seymour—. Conteste a
la pregunta, míster Roberts. Se rechaza la protesta.
—Estoy dispuesto a jurar que ella no lo hizo, porque me consta que no lo hizo.
Cuanto más pienso en ello, más seguro estoy.
Ruskin dirigió una sonrisa agresiva a Mason, pero éste preguntó:
—Desde el día cuatro ha pensado mucho en ello, ¿verdad?
—Sí, de vez en cuando.
—Y, sin embargo, hace sólo unos minutos, no estaba usted dispuesto a jurar que
ella no le había entregado un billete de veinte dólares.
—Pues bien, ahora estoy dispuesto a hacerlo.
—¿Porque yo le he encolerizado?
—Juro que ella no me dio ningún billete de veinte dólares.
—Esto es todo —dijo entonces Mason.
—No hay más preguntas —añadió Ruskin, quien seguidamente llamó—: ¡Louise
Pickens!
Louise Pickens era una seductora joven, muy bien formada, cuyo rostro irradiaba
cordialidad y amabilidad. Así que hubo comparecido, prestado juramento y sonreído
al jurado, éste experimentó una sensación de calma que suavizó, por unos momentos,
sus rostros.
—¿Cuál es su profesión? —le preguntó Ruskin.
—Pertenezco al cuerpo femenino de la policía. En otras palabras, soy «agente de
policía» —declaró acentuando su sonrisa.

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—¿Le es familiar el texto del mensaje encontrado por Mrs. Theilman en un
bolsillo de la americana de su marido?
—Sí.
—¿Ha realizado alguna operación relacionada con ese mensaje?
—Sí. He comprado un número del Los Angeles Times y del Los Angeles
Examiner de fecha tres del corriente. Así he podido comprobar que el mensaje podía
ser construido con ayuda de palabras sacadas de los titulares de esos diarios.
—¿Ha construido usted el mensaje?
—Sí.
—¿Ha traído este mensaje?
—Sí.
—¿Podemos verlo, por favor?
—Un momento —intervino Mason—. Elevo una protesta, porque el hecho de que
el mensaje haya podido ser descifrado aquí, no puede constituir una prueba contra la
acusada.
—No, desde luego, Mr. Mason —dijo el juez Seymour—, y el jurado comprende
que esto no significa necesariamente que el mensaje original fuese así realizado. Pero
la prueba es, sin embargo, interesante. Se rechaza la protesta.
Louise Pickens exhibió su trabajo y Ruskin dijo:
—Solicito que esto constituya, bajo un número apropiado, una de las pruebas de
convicción del ministerio público.
—¡Protesto! —exclamó Mason.
—Protesta rechazada.
—La testigo está a disposición de la defensa —declaró Ruskin.
—No hay preguntas —dijo Mason.
El sustituto consultó el reloj y luego, inclinándose hacia Hamilton Burger, sostuvo
con él un conciliábulo, a cuyo término el fiscal se levantó:
—Con la venia del Tribunal —dijo—, casi hemos terminado con este caso, pero
antes de ponerle punto final desearíamos discutir acerca de la línea de conducta más
conveniente… ¿Podría el tribunal suspender la audiencia hasta las catorce horas?
El juez Seymour meneó negativamente la cabeza y dijo:
—Señores, aún no son las once, y el calendario de este tribunal está tan cargado
que las audiencias empiezan ahora media hora antes con el fin de recuperar el atraso.
Por lo tanto, no podemos desperdiciar este esfuerzo perdiendo ahora un tiempo
precioso. Sugiero que llamen ustedes a otro testigo y que después aprovechen la
suspensión normal de la audiencia para preparar juntos su estrategia.
Burger y Ruskin sostuvieron un nuevo y breve conciliábulo y después Burger
solicitó:
—Que se llame a Wilbur Kenney.
Cuando se adelantó el nuevo testigo para cumplir las formalidades
reglamentarias, Janice Wainwright cuchicheó a Mason:

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—¡Oh, es el hombre que vende los diarios cerca del despacho!
—¿Cuál es su profesión? —preguntaba Burger en el mismo instante.
—Soy vendedor de periódicos. Tengo un puesto en una esquina.
—¿Conoce a la acusada?
—¡Oh, sí! Hace años que la veo.
—La mañana del tres del corriente, es decir, el martes, ¿la vio usted?
—Sí, me compró un número del Times y otro del Examiner.
—¿Y luego?
—Luego la vi entrar en los almacenes que hay frente a mi puesto, y después
regresar al edificio donde se encuentra su despacho.
—¿Volvió a verla aquella mañana?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Una media hora más tarde.
—¿Qué hizo?
—Vino a comprarme un segundo ejemplar de los dos diarios.
Se produjo en la concurrencia lo que se ha dado en llamar movimientos diversos,
demostrando que la importancia de este testimonio se había hecho evidente al
público.
—¿Qué hora era en aquel momento?
—Aproximadamente las nueve o las nueve y cuarto.
—¿Le explicó ella por qué compraba un segundo ejemplar de esos dos diarios?
—Me dijo que había tenido que recortar algo en los primeros.
—Gracias —dijo Hamilton Burger, antes de añadir con acento triunfal—: El
testigo está a disposición de la defensa.
—No hay preguntas —dijo Mason.
—Que comparezca Lucile Rankin.
Lucile Rankin se adelantó y prestó juramento.
—¿Ha tenido ocasión de ver a la acusada antes de ahora? —le preguntó Burger.
—Sí.
—¿Dónde?
—En los almacenes donde trabajo.
—¿Cuándo?
—Por la mañana del martes, tres del corriente.
—¿Hacia qué hora?
—Poco después de abrir. Calculo que hacia las nueve menos cuarto.
—¿Le vendió algo?
—Sí, unas tijeras.
—¿Le explicó ella lo que buscaba?
—Sí, quería unas tijeras pequeñas para recortar artículos en los diarios.
—¿Observó usted si llevaba algún periódico aquella mañana?

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—Sí, tenía dos bajo el brazo izquierdo.
—Contrainterrogatorio.
—No tengo nada que preguntar.
—La acusación ha terminado —declaró entonces Hamilton Burger con evidente
satisfacción.
Mason se levantó y consultó el reloj:
—Con la venia del Tribunal, es poco corriente que un caso de asesinato sea
tratado de manera tan expeditiva. La defensa ha sido cogida algo por sorpresa y
desearía que la audiencia se suspendiera hasta esta tarde a las dos, con el fin de poder
conferenciar con mi cliente.
El juez Seymour meneó la cabeza:
—Ya he dicho, Mr. Mason, que el Tribunal va retrasado en su programa.
Reconozco que es raro ver evolucionar tan rápidamente un caso de esta importancia,
pero todo lo que puedo hacer es decretar inmediatamente la breve suspensión
acostumbrada de media mañana, y en lugar de diez minutos, prolongarla hasta veinte.
Así tendrá tiempo de hablar con su cliente.
Así se hizo, y el juez Seymour se retiró en seguida. En tanto que los presentes se
apresuraban a ir a descansar un rato en la Sala de los Pasos Perdidos, Mason se
encaró con miss Wainwright.
—¿Bueno, Janice? —preguntó con un murmullo.
—Lo convierten en algo terrible, Mr. Mason, pero se trata sencillamente de un
encargo, que me hizo Mr. Theilman, porque deseaba recortar artículos relativos a
nuevas urbanizaciones. Evidentemente, necesitaba tijeras, y como yo había roto las
que utilizo normalmente en el despacho, compré otras cuando iba a trabajar. Después,
Mr. Theilman me pidió que fuese a comprar un segundo ejemplar del Times y del
Examiner.
—¿Qué se hizo de esos diarios?
—Lo ignoro. Lo único de que estoy segura es de que Mr. Theilman no los tiró a la
papelera, como hace generalmente con los periódicos que recortamos. Los otros, los
que quedan intactos, los amontonamos en un armario para utilizarlos si hay que hacer
un paquete, y de vez en cuando el portero se lleva los que sobran.
—Janice —dijo Mason—, me veré obligado a llamarla a declarar. Ahora bien, si
usted tiene explicación para todo, esta explicación es siempre que Mr. Theilman le
había dicho esto o encargado que hiciera aquello. A la acusación le será fácil subrayar
que Mr. Theilman ha muerto y que no es posible contradecirla. En tales condiciones,
todo dependerá de la impresión que cause usted en el jurado. No puede permitirse
perder la sangre fría, tener un ataque de nervios o ponerse a llorar. Deberá enfrentarse
valerosamente con todos los ataques, ¿entiende?
—Sí.
—¿Se siente capaz de hacerlo?
—Me… me temo que no, Mr. Mason.

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—Por desdicha, ésta es también mi opinión. En fin, Janice, aún le queda un cuarto
de hora para reflexionar acerca de todo lo que deberá decir, y para tratar de calmarse.
Hasta ahora yo la he sustituido, pero en lo sucesivo ya no me será posible.
Dejando a su cliente, el abogado fue a reunirse con Paul Drake y Della Street.
—Esta historia de los diarios es una verdadera bomba, Perry —dijo el detective
con un expresivo movimiento de cabeza.
—Dice que fue a comprarlos para Mr. Theilman —explicó Mason.
—El cual no puede contradecirle —contestó secamente Drake—. En mi opinión,
miente.
—Si algo he aprendido en el ejercicio de mi profesión —declaró Mason—, es que
un abogado puede considerar con cierto escepticismo lo que le afirma su cliente, pero
sólo hasta el momento en que se encuentran los dos ante el tribunal. Desde ese
momento, debe creer por completo al cliente y demostrarlo así al jurado.
—Lo sé, lo sé, Perry —dijo Drake con simpatía—. Pero esta historia de los
diarios…
—De acuerdo, analicémosla un poco, Paul. ¿Qué conclusiones pueden sacarse,
según tú?
—Pues bien, que ella compuso un primer mensaje con los diarios que compró
mientras iba a la oficina. Luego, satisfecha del resultado, bajó a comprar otro juego
de ejemplares, para componer el mensaje que fue enviado al domicilio de Theilman.
—Sea. Pero ¿por qué había de actuar así?
—Para estar segura de que Theilman recibiría el mensaje.
—Pero Janice tenía esta certidumbre desde el momento en que ponía el primer
mensaje entre la correspondencia del despacho.
—Tal vez quería que Mrs. Theilman lo supiera también.
—Tal vez, sí, pero, por otra parte, supón que Theilman hubiese proyectado
desaparecer y, con tal intención, quisiera recoger el máximo de dinero en efectivo.
Deseaba dar la impresión de que era víctima de un chantaje. Con tal fin, desgarró el
primer mensaje y lo abandonó, bien a la vista en la papelera. Pero no estando
completamente seguro de que su conciencia dejaría a Janice registrar la papelera y
leer el mensaje, confeccionó otro ejemplar, que puso al alcance de su mujer
regresando a casa y diciéndole que quería cambiarse de traje.
—Tu cliente es una hermosa muchacha, Perry. Si sabe exhibir lo suficiente las
medias y tú consigues que su historia sea algo convincente, conseguirás que el juez se
muestre benévolo con ella.
De repente, Mason se quedó inmóvil y con la mirada absorta. Acostumbrada a las
reacciones del abogado, Della Street preguntó en el acto:
—¿Qué pasa, jefe?
Perry chasqueó los dedos:
—Es sencillo… y he estado a punto de pasarlo por alto.
—¿Qué?

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—Si ese mensaje fue recortado de esos diarios, fue compuesto bien por Theilman,
bien por Janice Wainwright. En uno u otro caso, no pudo llegar aquella mañana por
correo…
—Pero Janice ha dicho que el sobre en que se citaba como remitente a A. B.
Vidal, estaba con el correo…
—Tal vez el sobre estuviese en el correo, pero no podía contener el mensaje.
—Me temo, Perry, que esto sólo servirá para que Burger subraye la duplicidad de
tu cliente y el detalle con que preparó el golpe. Dirá que ese sobre sólo estaba allí
para proporcionarle una coartada.
Sin contestar, Mason se acercó a una de las ventanas y pareció abstraerse en la
contemplación de la calle. Poco a poco, la sala volvía a llenarse. Un timbre anunció el
regreso del jurado y después los asistentes se pusieron en pie para saludar la entrada
del juez Seymour, que inmediatamente concedió a Mason la palabra.
—Con la venia del Tribunal —dijo entonces el abogado—, durante esta
suspensión de la audiencia se ha producido un hecho importante, y desearía llamar de
nuevo a uno de esos testigos de la acusación, con el fin de ampliar su interrogatorio.
—¿Qué testigo? —inquirió el juez Seymour.
—Mistress Carlotta Theilman.
El juez miró hacia el banco del ministerio público, y Hamilton Burger se levantó
y dijo:
—Con la venia del Tribunal, creo que su señoría preside por primera vez una
audiencia en que la defensa corre a cargo de Mr. Mason. Yo me he enfrentado a él
docenas de veces y puedo asegurar a su señoría que siempre procede de la misma
manera. Espera el momento que le parece favorable y entonces solicita volver a
llamar a uno de los testigos para ampliar su contrainterrogatorio, dando así al acto un
relieve que no tiene, y que muy a menudo le permite obtener un aplazamiento, a cuyo
favor puede apreciar mejor si es preferible o no hacer que su cliente preste la
declaración. Evidentemente, esto es lo que ocurre ahora. Comprendo la preocupación
de Mr. Mason, pero todos tenemos mucho trabajo y no debemos malgastar el dinero
de los contribuyentes con aplazamientos inútiles.
—Cierto es que un contrainterrogatorio no debe efectuarse por etapas —opinó el
juez Seymour—. Desde luego, el tribunal está siempre facultado para llamar a un
testigo y ampliar el contrainterrogatorio, incluso cuando el ministerio público declara
que ha terminado, pero sólo unas circunstancias muy excepcionales pueden justificar
tal cosa, y como no veo que éste sea el caso…
—¿Me permite que hable, señoría? —solicitó Perry Mason.
—Desde luego, Mr. Mason.
—Con la venia del Tribunal —dijo entonces el abogado, con voz llena de
sinceridad—, este caso se basa por entero en pruebas indirectas. Una de esas pruebas
la constituyen el billete de veinte dólares número… Ruego al ujier que tenga la
bondad de mostrarme esta prueba que…

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—Es inútil que la defensa pierda tiempo buscando este número —intervino
secamente Hamilton Burger—, desde el momento en que sólo hay un billete entre las
pruebas presentadas.
—El Tribunal se siente inclinado a compartir este punto de vista. ¿Qué deseaba
usted hacer con respecto a ese billete, Mr. Mason?
—Deseaba preguntar a Mrs. Carlotta Theilman si, después de que mi secretaria y
yo fuimos conducidos por la policía al aeropuerto de Las Vegas, pagó al taxista que la
llevó hasta el casino con un billete de veinte dólares.
—E incluso si lo hubiese hecho, ¿qué? —objetó Hamilton Burger—. ¡No
significaría nada!
—Sí, significarían muchas cosas —replicó Mason—, porque ahora se ha
demostrado que ese billete de veinte dólares era uno de los que contenía la maleta que
estuvo encerrada en el compartimiento F. O. 82.
»A los ojos del ministerio público ese billete demuestra que la acusada hacía
chantaje a su jefe, que se apropió el contenido de la famosa maleta y que se vio
obligada a matar a Mr. Theilman cuando éste descubrió la verdad. Por lo tanto, si yo
puedo demostrar que el taxista, Dudley Roberts, recibió o pudo haber recibido el
billete de manos de mistress Carlotta Theilman, toda la acusación se hunde.
El juez Seymour frunció el ceño, visiblemente impresionado por esta
argumentación.
—¡Oh, señoría! —exclamó Hamilton Burger—. Ésta es la manera de proceder de
Mr. Perry Mason. Con la venia del Tribunal, admitiendo incluso que la defensa
demostrara que ese billete pudo haber sido entregado al taxista por Mrs. Carlotta
Theilman, el caso existente contra la acusada distaría mucho de derrumbarse. En
efecto, Mrs. Carlotta Theilman no tuvo acceso a la maleta y, por lo tanto, no pudo
coger uno de los billetes que contenía. Además, no había vuelto a ver al difunto y ni
siquiera había estado en relación directa con él. Fue precisamente la secretaria de
éste, la acusada en este proceso, quien sirvió de intermediaria entre ellos.
»Si, de todos modos, Mrs. Carlotta Theilman pagó al chófer con un billete de
veinte dólares y míster Mason desea demostrarlo, no tiene más que llamar a esa
señora como primer testigo de la defensa.
—Sí, es justo —opinó el juez Seymour—, y creo, Mr. Mason, que lo mejor es que
actuemos así.
—¿Tiene la bondad de escucharme, señoría?
—¡Desde luego, Mr. Mason, desde luego!
—El señor fiscal se da muy bien cuenta de que este asunto presenta ciertos
aspectos susceptibles de dar a la acusada ventajas técnicas de las que él quiere
privarla. En efecto, si es el contrainterrogatorio de un testigo de la acusación el que
permite establecer que el billete pudo haber sido entregado al taxista por Mrs.
Carlotta Theilman, entonces ya no queda demostrado que la acusada tuviese en su
poder uno de los billetes que contenía la maleta, y, por lo tanto, estoy en situación de

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solicitar la absolución de mi cliente. El Tribunal no ignora que así ocurre cuando la
acusación se basa en una prueba indirecta susceptible de ser explicada de otra manera
que por la culpabilidad del acusado. Pero la cosa es distinta si Mrs. Carlotta Theilman
cesa de ser testigo de la acusación al comparecer presentada por la defensa.
El juez Seymour permaneció pensativo un momento y después se decidió de
repente:
—Sea. Estamos en el Palacio de Justicia y lo que importa ante todo es que ésta
pueda reinar sin cortapisas. Autorizo, pues, que se llame a Mrs. Carlotta Theilman,
para completar su contrainterrogatorio. Sírvase subir al estrado, Mrs. Theilman.
En tanto que la testigo abandonaba su sitio, Hamilton Burger consultó su reloj
con exasperación evidente.
—Mistress Theilman —le recordó el juez—, como ha prestado ya juramento y
sigue ligada a él, puede contestar a las preguntas que le hará míster Mason.
—Mistress Theilman —empezó el abogado—, sin duda recuerda usted la noche
del cuatro del corriente en que sostuvimos una conversación en un motel de Las
Vegas. Esa conversación fue interrumpida por la policía, que nos obligó a Della Street
y a mí a dejarla y a dirigirnos inmediatamente al aeropuerto. Después de eso, creo
que ha declarado usted que se hizo conducir en taxi al casino, ¿no es así?
—Sí, cogí el taxi que aguardaba ante el motel.
—¿Recuerda usted cómo pagó la carrera?
—¡Oh, sí! Di cincuenta centavos de propina y el taxímetro marcaba…
—Lo que deseo saber es cómo pagó el importe de la carrera. ¿Tenía usted la
cantidad exacta o entregó al taxista un billete para que él le devolviera el cambio?
—Le di un billete de cinco dólares. Recuerdo que… No, espere: fue él quien me
dio billetes de cinco dólares. Recuerdo muy bien que tenía tres cuando entré en el
casino. Como quería jugar en la máquina de veinticinco centavos, entonces cambié
dos de esos billetes… Sí, recibí del chófer tres billetes de cinco dólares y otra moneda
pequeña.
—Entonces, debió usted pagarle con un billete de veinte dólares, ¿no?
—Sí, en efecto. Lo recuerdo perfectamente.
—¿Llevaba en su bolso un solo billete de veinte dólares?
—No, varios… Creo que debía llevar diez o doce.
Mason se inclinó ante el Tribunal:
—Gracias, señoría. Esto es todo.
Hamilton Burger y su sustituto conversaban en voz baja cuando el juez preguntó:
—¿Desea el ministerio público hacer alguna pregunta a la testigo?
Disimulando mal su exasperación, Burger se levantó y preguntó a Mrs. Theilman:
—¿De dónde procedía ese billete de veinte dólares que entregó al taxista?
—Lo llevaba en mi bolso y…
—Pero ¿de quién lo recibió antes de guardarlo en su bolso?
—Me había sido entregado por mi banco, en Los Ángeles.

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—Exactamente. Y usted no sabe en absoluto cómo ese billete hubiese podido
llegar a su poder de manos de su ex esposo, ¿verdad?
Antes de que Mrs. Theilman hubiese podido contestar, Mason se puso en pie y
protestó:
—Señoría, esta pregunta es tendenciosa. Si el ministerio público proyecta basarse
en pruebas indirectas, estas pruebas deben hablar por sí mismas. La testigo no tiene
por qué sacar, en este momento, una conclusión.
—Se acepta la protesta.
Hamilton Burger ya no trató de ocultar por más tiempo su cólera:
—Mistress Theilman, ¿cuándo vio por última vez a su ex marido antes de ir a Las
Vegas el día cuatro del corriente?
—¡Oh! Hace más de dos años.
—Y a su secretaria, ¿cuándo la vio por última vez antes del día cuatro?
—Aproximadamente, por la misma época.
—Muy bien —exclamó entonces Burger con tono agresivo—. Ahora, prefiero
dejar que los hechos hablan por sí mismos.
Mientras el fiscal se sentaba, Mason dijo:
—Un momento, Mrs. Theilman. Tengo que hacerle otra pregunta.
—Con la venia del Tribunal —gritó inmediatamente Burger—, he aquí
exactamente lo que había previsto. Perry Mason ha solicitado que se vuelva a llamar
a un testigo para hacerle solo una pregunta relativa al billete de veinte dólares, y helo
aquí ahora que aborda otros temas con la secreta esperanza de conseguir así que la
audiencia se reanude a las dos.
—El ministro público tiene razón, Mr. Mason —decidió el juez Seymour—. Este
testigo había sido llamado para hacerle exclusivamente una pregunta.
—En efecto, señoría, y era todo lo que deseaba preguntarle. Pero la acusación ha
abordado seguidamente otros hechos, respecto a los cuales tengo derecho a interrogar
al testigo.
—De acuerdo, si se limita únicamente a lo que ha preguntado al testigo el
ministerio público —decretó el juez.
—Mistress Theilman —dijo Mason, acercándose a la testigo—. Ha declarado
usted que no había visto a su ex esposo desde hace unos dos años…
—Protesto, señoría. Esta pregunta ha sido ya contestada. Si Mr. Mason sigue así,
mañana aún estaremos aquí.
El juez Seymour miró con severidad a Burger y dijo:
—La testigo hubiese necesitado la mitad de tiempo para contestar que usted para
formular su protesta. Supongo que esta pregunta es sólo preliminar, ¿verdad, Mr.
Mason?
—Sí, señoría.
—Se rechaza la protesta. Que la testigo responda.
—Unos dos años, sí, en efecto —confirmó entonces Carlotta.

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—En el curso de las veinticuatro horas que precedieron a su llegada a Las Vegas,
¿estuvo usted en contacto, no importa por qué medio, con A. B. Vidal?
—Protesto. Esto rebasa los límites del contrainterrogatorio.
—Protesta rechazada.
La testigo vaciló un momento y luego declaró:
—Puesto que declaró bajo juramento, debo decir que sostuve una conversación
telefónica con un hombre que decía llamarse A. B. Vidal.
—¿Cuándo tuvo lugar dicha conversación?
—A las ocho y media de la noche del martes, tres del corriente.
—¿Qué quería ese hombre?
—Lo mismo que todos los demás: entenderse conmigo en relación con las
acciones que poseo.
—¿Le dijo que se llamaba Vidal?
—Sí, A. B. Vidal.
—¿Le dijo desde dónde la llamaba?
—Lo supe por la telefonista que me anunció la conferencia: me llamó desde
Bakersfield.
—¿Reconoció la voz del pretendido Vidal?
—La suya no, pero oí que alguien le daba instrucciones a medida que él me
hablaba. Tengo muy buen oído y la comunicación era excelente. Por lo tanto, puedo
afirmar que la persona que daba instrucciones a Vidal era mi ex esposo.
—¿De qué hablaron durante esa conversación telefónica?
—Dije a mi interlocutor que, si la persona a quien representaba deseaba verme,
estaba dispuesta a ir a Las Vegas por la noche del miércoles, día cuatro. Le expuse
claramente que sólo negociaría con el interesado en persona, y no con un
intermediario. Le dije que conocía la identidad del interesado y que si quería que
fuese a Las Vegas, tal como le proponía, no tenía más que enviarme cien dólares en
metálico para cubrir mis gastos de viaje, tras de lo cual colgué sin más comentarios.
—¿Y recibió usted el dinero que había pedido?
—Sí. Al día siguiente por la tarde recibí una carta que contenía cinco billetes de
veinte dólares y la indicación: «Para los gastos de viaje a Las Vegas».
—Gracias —dijo Mason— esto es todo.
Hamilton Burger estaba ya en pie, dominando a la testigo con su elevada estatura:
—¿Guardó en su bolso ese dinero?
—Sí.
—¿Y se lo llevó a Las Vegas?
—Primero lo utilicé para pagar mi billete de ferrocarril y me llevé el resto.
—Usted no me había dicho que ese intermediario le declaró que se llamaba Vidal
—lanzó entonces Burger con tono acusador.
—Usted nunca me preguntó su nombre. Le expliqué que bastantes personas
trataron de comprar mis acciones y que algunas de ellas debieron hacerlo por cuenta

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de mi ex marido. Si no le di más detalles fue porque usted no me los pidió.
En tanto que Mason sonreía al jurado, Burger y Ruskin sostuvieron un breve
conciliábulo, y después el fiscal declaró:
—Esto es todo.
—No tengo más preguntas —dijo Mason con tranquilidad.
El juez Seymour consultó el reloj:
—Señores, son las doce menos cuarto. ¿Está a punto la defensa para empezar su
actuación?
—Sí, señoría.
—¡Un momento! —intervino vivamente Burger, y luego, tras un nuevo y breve
conciliábulo con Ruskin, continuó—: No, adelante… Nos contentaremos con
proceder por refutación.
—En tal caso, Mr. Mason, puede usted empezar.
Mason sonrió al juez:
—La defensa no tiene pruebas que presentar, señoría. Por lo tanto, podemos pasar
inmediatamente a la discusión.
—Perfecto. Señor fiscal, puede usted iniciar la discusión.
—Señoría, esta declaración de la defensa nos coge por sorpresa… Puesto que sólo
faltan unos minutos para las doce… ejem… sugerimos respetuosamente al tribunal
que suspenda la audiencia hasta las dos.
—No entiendo al señor fiscal, señoría. Él ha sido precisamente quien se ha
opuesto a que perdiésemos tiempo y malgastásemos el dinero de los contribuyentes
—dijo con calma Mason.
El juez Seymour sonrió:
—Creo que diez minutos de más o de menos no tendrán demasiada influencia en
el balance de cuentas que debe hacerse a los contribuyentes. Se suspende la audiencia
hasta las dos.
Hamilton Burger fulminó a Mason con la mirada y después se dirigió hacia la
salida, abriéndose paso enérgicamente por entre la multitud. Antes de imitarle Ruskin
pareció vacilar y finalmente dirigió a Mason una leve sonrisa:
—¿Qué ha ocurrido Mr. Mason? —preguntó entonces Janice Wainwright—. ¿Qué
sucede?
—Sucede que estoy jugándome su vida y su libertad, pero es lo único que podía
hacerse. Como necesitaba empezar mi actuación antes de suspenderse la audiencia,
no me era posible conferenciar con usted en privado. Ahora bien, si hubiésemos
sostenido un conciliábulo en voz baja, el jurado hubiese supuesto que yo
experimentaba alguna incertidumbre. Lo único que podía hacer era actuar como si no
dudase ni por un momento de la absolución, y no desease perder inútilmente el
tiempo.
—Creo que ha hecho usted bien —aprobó miss Wainwright—. ¿Significa esto
que no será necesario que preste declaración?

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—Sí.
—¡Alabado sea Dios!
Mason sonrió:
—Valor, Janice, y no desespere.
Luego, en tanto que el guardián se llevaba a la joven, Mason, Della Street y Paul
Drake se reunieron.
—Era muy arriesgado, Perry —observó el detective.
—Nada se consigue sin riesgos.
—Sea, pero las huellas de neumáticos siguen siendo abrumadoras.
Mason se contentó con sonreír:
—¡Hombre de poca fe! La famosa bomba de Burger no ha causado muchos
daños, según me parece. Pues bien, deja que te diga que todavía no has visto nada.
Tengo un plan para cuando se reanude la audiencia. Y si da resultado, Burger se
morderá los puños de rabia.

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Capítulo 15

Al reanudarse la vista, como si fuese para devolver la pelota a Mason, Hamilton


Burger declaró que no tenía más que añadir y cedió inmediatamente la palabra a la
defensa.
Perry Mason se levantó, fue a situarse ante el jurado, les sonrió y dijo:
—Señores y señoras del jurado, mi exposición será breve. El Tribunal les dirá que
cuando una acusación se basa únicamente en una prueba indirecta que
razonablemente puede tener otra explicación que la culpabilidad del acusado, vuestro
deber es absolver a éste. En la duda, abstente de condenar; tal es uno de los grandes
principios de nuestro derecho.
»Ya desde ahora os podéis dar cuenta de lo que ha ocurrido en este caso. Gracias
a los testigos de la acusación, habéis oído relatar la historia de la maleta y la de la
carta compuesta mediante palabras recortadas en los diarios.
»Ahora parece claro que esa carta no fue enviada por correo, sino preparada por
Mr. Theilman en persona. A tal efecto, envió a su secretaria a comprar diarios y unas
tijeras.
»¿Por qué hizo esto?
»Lo hizo porque luchaba por conservar el dominio de una de las sociedades
fundadas por él. Su ex esposa, Carlotta Theilman, poseía cierto número de acciones
susceptibles de asegurar la posición de míster Theilman o bien de permitir su
eliminación de los puestos directivos. Por tal motivo, Theilman y otros deseaban
vivamente asegurarse al dominio de esas acciones.
»Carlotta Theilman seguía amando a su esposo. Convencida de que le había
perdido sólo porque se había descuidado, siguió un régimen enérgico gracias al cual
volvió a ser casi como en el momento de su matrimonio. Quiso que su marido
pudiese verla de esta manera, cosa que no podemos criticarle. Deseaba vengarse de la
que le había robado el amor de Theilman. Es un sentimiento muy humano y
perfectamente comprensible.
»Por su parte, Theilman necesitaba las acciones que poseía su mujer, pero
figurándose que ella no quería tratos con él, le había enviado un hombre de paja. ¿Y
bajo qué nombre aconsejó a ese intermediario que se presentara? Desde luego, el
nombre bajo el que Theilman deseaba registrar esas acciones a fin de poder disponer
de ellas sin darse a conocer: el nombre de su esposa actual, Agnes Bernice Vidal, o
sea, A. B. Vidal. Y fue también para mantener a sus adversarios ignorantes de esta
transacción que Mr. Theilman deseaba efectuar esa compra solo con dinero en
efectivo. Pero cuando comprendió que el cobro de cantidades tan importantes no
podía dejar de suscitar comentarios, envió a su secretaria a que comprara los
elementos necesarios para confeccionar los famosos mensajes. De tal manera, si más
adelante algún espía a sueldo de sus adversarios se inquietaba ante aquellas retiradas

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de fondos, descubriría que Theilman era víctima de un chantajista llamado A. B.
Vidal. Pero este chantajista no sospecharía que A. B. Vidal era la segunda esposa de
Theilman y, en cierto modo, su alter ego.
»Después encargó a su secretaria que fuese a llevar una maleta llena de dinero a
uno de los compartimientos de la consigna automática, cuya llave debía enviar a la
lista de correos a nombre de A. B. Vidal. Pero Theilman había hecho fabricar un
duplicado de esa llave, y así que su secretaria se hubo marchado de la estación, él se
apoderó de la maleta. De esta manera tenía lo suficiente para comprar las acciones de
Carlotta, y contaba realizar la transacción gracias a un intermediario que fingiría ser
A. B. Vidal. Pero Carlotta tenía otros planes. Sólo quería tratar con Morley Theilman,
para que éste pudiese comprobar lo atractiva que había vuelto a ser. Este deseo de
revancha es muy femenino, y creo que ninguna de ustedes, señoras del jurado,
hubiese dejado pasar una ocasión así para devolver el golpe a la que hubiese
destrozado su hogar.
»El billete que Carlotta Theilman entregó al chófer lo había recibido del hombre
que decía llamarse A. B. Vidal y que servía de intermediario a su ex esposa.
»Y ahora llegamos al asesinato.
»Si tienen la bondad de examinar todos los hechos que tienden a comprometer a
la acusada, comprobarán que todos descansan en la misma base. En la declaración
que la acusada hizo a la policía declaró que Morley Theilman le había telefoneado
que se dirigiese a Las Vegas y que él lo había hecho por la mañana del cuatro del
corriente, poco antes de las nueve. Ahora bien, la teoría de la acusación es que en
aquel momento Theilman estaba muerto.
»¿Cómo precisan la hora del fallecimiento?
»Mediante la rigidez cadavérica, que no proporciona datos precisos, y por medio
de la lividez cadavérica, aún más inexacta. En realidad, sus aseveraciones se basan
únicamente en unas huellas de neumáticos dejadas por el auto de la acusada en el
suelo, cuyo suelo no hubiese guardado las huellas antes de cierta tormenta cuyo
horario conocemos.
»También han visto ustedes fotografías de la barraca donde fue descubierto el
cadáver. La teoría de la acusación es que la acusada y el difunto tuvieron una cita
amorosa en esa barraca, que ella le mató y que huyó después de la tormenta. El único
indicio demostrativo de que la acusada estuvo allí es el de las huellas dejadas por su
auto en el suelo empapado, y que van desde la barraca a la carretera.
»Se ha demostrado que, inmediatamente después de haber recibido por la mañana
del día cuatro la comunicación telefónica de Mr. Theilman, la acusada fue a su
peluquero, donde permaneció cerca de cinco horas. Durante este tiempo, su auto
estaba aparcado en una calle vecina a su domicilio, que queda muy próximo a la
peluquería. Por lo tanto, alguien pudo muy bien coger el automóvil para dirigirse a la
urbanización, donde esa persona había quedado citada con Mr. Theilman. Allí, míster
Theilman fue asesinado por esa persona que seguidamente volvió a llevar el auto de

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la acusada al sitio de donde lo había cogido.
»Para comprometer a la acusada y hacerla condenar por el crimen, desorientando
a los investigadores sobre la hora del fallecimiento, al asesino le bastaba con lograr
que el terreno estuviese empapado ante la barraca y conservase la huella de los
neumáticos cuando el auto se alejara.
»¿Cómo consiguió tal cosa?
Mason se acercó a la mesa del ujier y cogió una de las fotografías que habían sido
aceptadas como pruebas de convicción. Regresando junto al jurado, les presentó el
cliché:
—Si examinan esta fotografía, señoras y señores, observarán en la fachada de la
barraca una manguera enrollada en torno a un grifo. Con ayuda de esa manguera el
asesino pudo empapar el suelo para que el auto de la acusada, al marcharse, dejase la
huella de sus neumáticos.
»Me dirán ustedes, señoras y señores, que esto no es más que una hipótesis, pero
deberán reconocer que es una hipótesis plausible, razonable.
»Ahora bien, el Tribunal les recordará dentro de un momento que, si los hechos
del caso pueden ser explicados razonablemente por otro medio que no sea la
culpabilidad de la acusada, vuestro deber es absolver a ésta. Por lo tanto, esperamos
de ustedes un veredicto de inocencia, y ya sólo me queda agradecerles, señoras y
señores la atención que se han servido prestarme.
Tras de estas palabras, Perry Mason fue a sentarse en su sitio y el juez Seymour
concedió la palabra a la acusación.
—No… No estamos preparados, señoría —dijo inmediatamente Hamilton Burger,
poniéndose en pie—. Pensábamos que la exposición de la defensa ocuparía toda la
tarde.
—Bueno, pues no es así. La defensa ha terminado su exposición, y pueden
ustedes hacer uso de la palabra sin más espera —replicó con firmeza el juez Seymour.
Burger sostuvo un breve cambio de impresiones con Ruskin y después se
adelantó hacia el jurado:
—Todo lo que acaban de contarles, señoras y señores del jurado, carece del
menor sentido. La acusada es una mujer astuta y calculadora que enviaba las cartas de
chantaje bajo el nombre de A. B. Vidal. Sólo Dios sabe en qué se basaba tal chantaje,
pero lo cierto es que Theilman se apresuró a ceder al mismo. Sí, verdaderamente
quiero que comprendan bien la duplicidad de esa mujer que, según las circunstancias,
se afeaba para no inspirar sospechas a Mrs. Theilman, pero volvía a ser radiantemente
hermosa para acudir a una cita con su jefe.
»En cuanto a la teoría de la defensa relativa a la manguera, es absurda. La
urbanización en cuestión está abandonada. El agua fue cortada cuando los anteriores
propietarios fueron a la quiebra. Hace meses que no hay agua y…
—Señoría, un momento, por favor —intervino Mason. Estas afirmaciones del
ministerio público son puramente gratuitas, no se basan en ninguna prueba y denotan

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un prejuicio injusto que debo denunciar sin más espera al mismo tiempo que solicito
la anulación del proceso.
—Señor fiscal —inquirió el juez Seymour—, ¿se ha comprobado si el agua fue
cortada en esa urbanización?
—No, señoría, nos proponíamos comprobarlo, pero se nos ha cogido tan de
sorpresa…
—Y no habiéndolo podido comprobar, señoría, el ministerio público ha afirmado
deliberadamente algo que no se había demostrado. Es una manifestación
característica de idea preconcebida, susceptible en mi opinión de provocar la
anulación del proceso —insistió Mason.
—Ésta es también la opinión del Tribunal, señor fiscal.
—Señoría —replicó Burger con rabia—, no voy a quedarme aquí, tranquilamente
sentado, en tanto que el representante de la defensa trata de persuadir al jurado de que
las huellas dejadas por el auto de la acusada fueron falseadas por un asesino que regó
el suelo con un agua inexistente. ¡Es insensato! Sólo porque hay una manguera…
—Le bastaba con decir que nada demostraba que hubiese agua en ese grifo —
interrumpió el juez Seymour—. Pero ha ido usted más lejos que esto y ha afirmado
deliberadamente que el agua había sido cortada…
—¡Ha sido cortada! —gritó Burger.
—¡Basta! —replicó el juez, golpeando la mesa con su martillito—. Señoras y
señores del jurado, el Tribunal lamenta que hayamos llegado a este punto, pero no
hay duda de que la acusación ha demostrado un prejuicio, incompatible con la justicia
que debe reinar aquí. Es flagrante y público.
»En tales condiciones, si declaran ustedes culpable a la acusada y ésta presenta
una apelación, no tengo ninguna duda de que el Tribunal Supremo anularía la
sentencia y solicitaría un nuevo proceso.
»Puede usted sentarse, señor fiscal.
Terriblemente pálido, con los labios temblorosos de rabia, Hamilton Burger se
acercó al banco de la defensa. Pareció a punto de decir algo, pero, dando media
vuelta, regresó a sentarse a su sitio.
—¿Puedo hacer una declaración al Tribunal, señoría? —solicitó entonces Perry
Mason.
—Le escuchamos, Mr. Mason —dijo el juez Seymour, aún congestionado por una
sacrosanta indignación.
—Señoría, si el agua fue verdaderamente cortada, no tengo ningún deseo de
abusar de la situación. Estoy, pues, dispuesto a consentir, pese a que los debates
hayan terminado, a que escuchemos aún la declaración de los testigos susceptibles de
demostrar si el asesino pudo o no regar el terreno con esa manguera.
—¿Qué opina el ministerio público? —preguntó secamente el juez Seymour.
Pálido, con mirada furibunda, Burger dijo con brusquedad:
—Estamos dispuestos a aceptar la proposición de la defensa, señoría, porque

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resulta que sabemos… Pero no, no expondré ahora lo que sabemos. Sólo puedo
asegurar al Tribunal que en un breve plazo, todo lo más tarde a las tres treinta,
podremos presentarle los registros de la Compañía de Aguas que establecen que el
suministro a esa urbanización fue cortado hace más de un año.
—Muy bien; si la defensa no tiene nada que objetar, suspenderé la audiencia hasta
las tres y media.
—No hay inconveniente, señoría —declaró Mason en el acto.
—En tales condiciones, se suspende la audiencia, que se reanudará a las tres y
media —declaró el juez Seymour antes de retirarse.
En tanto que la sala se vaciaba, Paul Drake, con expresión preocupada, acercóse a
Mason:
—¿Por qué diablos has hecho esto, Perry?
—¿He hecho qué? —preguntó el abogado aparentemente sorprendido.
—Esta sugerencia, cuando el juicio hubiese sido sin duda anulado…
—… En cuyo caso, Janice hubiese permanecido en la cárcel hasta el otro proceso,
de resultas del cual tal vez hubiese sido condenada, en tanto que ahora voy a hacerla
absolver.
—¿Vas a hacerla absolver? ¿Cómo? —preguntó el detective.
—Desde que me fijé en la manguera que aparecía en la fotografía, esperaba
conseguir que el fiscal cayese en la trampa. Ahora, tratarán de demostrar que el agua
está cortada desde hace meses…
—Y así que lo consigan, tu asesino que regó el suelo desaparecerá como el humo
—dijo Drake.
—Entonces —sonrió Mason—, a Hamilton Burger sólo le quedará convencer al
jurado de que un hombre, poseedor de la fortuna de Theilman y deseoso de pasar una
noche de amor con su secretaria, escogió un lugar donde no sólo no había cuarto de
baño sino ni siquiera agua en los grifos.

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Capítulo 16

A las tres y media, así que se reanudó la vista, Hamilton Burger se levantó y dijo:
—Señoría, he de presentar mis disculpas al Tribunal. No puedo demostrar que el
agua hubiese sido cortada en la urbanización de referencia, porque según parece no
fue así. Reitero mi pesar por lo acaecido y reconozco que no queda otro recurso al
Tribunal que declarar la anulación de este proceso. Reconozco que el exceso de celo
me ha llevado más lejos de lo que debiera. Pero, en mi disculpa, he de decir que he
sido impulsado a ello por las extravagantes afirmaciones de la defensa, según las
cuales un personaje mítico empapó el terreno con una manguera.
—Muy bien —dijo el juez Seymour—. Puesto que el propio ministerio público
reconoce…
—Un momento, señoría —intervino Perry Mason—. ¿Me permite que hable?
—¿Qué tiene que decir, puesto que este proceso va a ser anulado, según usted ha
solicitado?
—Lo he solicitado, sí, señoría, pero después he hecho una propuesta que ha sido
aceptada por el ministerio público. El Tribunal ha decidido que la audiencia se
reanudaría a las tres y media, y la acusación ha declarado que en ese momento estaría
en situación de aportar la prueba de que la alimentación de agua a esa urbanización
llevaba más de un año cortada.
—Ya ha oído como el representante del ministerio público reconocía que no podía
aportar esta prueba.
—Sí, lo he oído. De su declaración se desprende que el testigo establecería que
hay agua en los grifos; por lo tanto, quiero que ese testigo venga a declararlo aquí.
—Pero usted había solicitado la anulación del proceso…
—Sí, pero esta petición ha sido sustituida por una propuesta, la cual ha sido
aceptada. Por lo tanto, ya no quiero la anulación. Quiero que el testigo declare aquí y
que, de acuerdo con las pruebas facilitadas, el jurado emita un veredicto de inocencia.
Es nuestro derecho y nos proponemos que sea respetado.
El juez Seymour sonrió:
—Aprecio bien la estrategia de la defensa, que me parece que de esta manera se
anota un tanto. Señor fiscal, sírvase llamar a su testigo.
—Señoría —se quejó Burger—, esto es verdaderamente excesivo. No tenía
previsto hacer declarar ahora a este testigo…
—Ha aceptado usted la proposición de la defensa, cuya sutileza ni yo mismo he
apreciado de momento, lo reconozco, y no le queda más remedio que cumplir lo
ofrecido.
Burger se inclinó entonces hacia su sustituto, le habló al oído y después abandonó
la salar en tanto que Ruskin se levantaba y decía:
—Que comparezca Otto L. Nelson.

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El testigo, empleado de la Compañía de Aguas de Palmdale, declaró que la
alimentación de agua a la urbanización había estado interrumpida durante cerca de
dos años, pero restablecida el cuatro del corriente a las nueve de la mañana.
—Esto es todo —dijo Ruskin—. El testigo está a disposición de la defensa.
Mason, sonriente, preguntó:
—¿A petición de quién fue restablecido el suministro de agua a la urbanización?
—A petición de Cole B. Troy, uno de los copropietarios.
—¿Y cuándo se realizó esto?
—En el momento de la petición. Mr. Troy deseaba tener agua inmediatamente.
—Gracias —dijo Mason, acentuando su sonrisa—. Esto es todo.
—He terminado —limitóse a decir Ruskin.
—Señoras y señores del jurado —declaró entonces el juez Seymour—, ha llegado
el momento de que el Tribunal le recuerde sus deberes, y de que ustedes se retiren a
deliberar, después de escoger quién de entre ustedes les presidirá.
Una vez hecho esto, Ruskin abandonó la sala de audiencias sin dirigir a Mason ni
una sola mirada.
—¡Bueno, Perry, lo has conseguido! —exclamó Paul Drake, acudiendo a
estrechar la mano del abogado—. Tu estrategia ha triunfado. Pero, ¿cómo sabías que
había agua allí?
—Sabía que las oficinas de la urbanización estaban sin usar desde hacía dos años,
y sin embargo, en la fotografía se veía una manguera conectada a un grifo.
Basándome en, esto, tenía mucho que ganar, y nada que perder.

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Capítulo 17

Mason, Paul Drake, Della Street y Janice Wainwright estaban reunidos en el


despacho del abogado, tomando café.
En la mesa, ante Mason, había un diario recién salido de la rotativa, con un gran
titular en primera página.

NUNCA SE HABÍAN VISTO DELIBERACIONES TAN BREVES.


¡LA CLIENTE DE MASON ABSUELTA EN POCOS MINUTOS!

—¿Tendrás ahora la amabilidad de explicarme lo que ha ocurrido, Perry? —


preguntó Paul Drake.
—Ignoro lo que sucedió exactamente, y nadie lo sabrá hasta que Troy sea
detenido, puesto que nos han dicho que ha huido.
»He aquí lo que supongo. Troy y Theilman estaban asociados en ciertos negocios.
Morley Theilman confiaba en Troy, pero se daba cuenta de que alguien trabajaba
contra él. Ese alguien era Troy, que utilizando hombres de paja trataba de engañar a
su asociación asegurándose la mayoría en sus negocios comunes. Esta mayoría
dependía de las acciones de Carlotta Theilman, y ésta había sido lo suficientemente
lista para darse cuenta de ello.
»Como ya he dicho ante el Tribunal, Theilman empezó a recoger una elevada
suma de dinero en efectivo para realizar en secreto la operación. Pero después tuvo
miedo de que su esposa actual olfateara algo y pensase que él quería abandonarla
para volver junto a Carlotta. Así, pues, imaginó esta historia del chantaje,
convirtiendo a un supuesto A. B. Vidal en el villano del asunto. La carta recibida en
el despacho no contenía el famoso mensaje, lo que era materialmente imposible. Sin
duda debía tratarse de un informe cualquiera enviado a Theilman por uno de los
intermediarios que se esforzaban en adquirir las acciones a nombre de A. B. Vidal.
Después, Theilman utilizó el mismo sobre para engañar a su mujer con el segundo
mensaje «olvidado» en el traje que acababa de quitarse.
»En aquel momento, Theilman no tenía la menor sospecha de que su adversario
fuese Cole B. Troy, y encaminóse a Bakersfield para discutir con él la situación.
Desde allí telefoneó a su esposa que no regresaría antes de las once u once y media.
Después discutió de nuevo con Troy acerca de la necesidad de comprar las acciones
de Carlotta. Se decidió que Troy telefonease a Carlotta para hacerle una oferta de
compra a nombre de Vidal. La contestación de Carlotta, declarando que estaba
dispuesta a ir a Las Vegas para hablar del asunto pero que sólo negociaría con el
verdadero comprador, hizo que Theilman comprendiera que ella sabía con quién
trataba. Por lo tanto, dijo a Troy que iría a Las Vegas y que llegaría a un acuerdo con

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Carlotta, puesto que era el único medio de conseguir las acciones.
»Y aquello fue como si hubiese firmado su sentencia de muerte, porque Troy se
había dado cuenta de que Carlotta seguía estando enamorada de su ex marido, y no
cedería sus acciones a nadie más.
»A petición de su socio, Troy prometió que telefonearía a casa de Theilman para
advertir a la esposa de éste que su marido estaría ausente dos o tres días, por
cuestiones de negocios. Después le sugirió que fuese a Palmdale, donde él se le
reuniría a la mañana siguiente. En mi opinión, Troy debía tener ya el propósito de
asesinar a Theilman, pero no sabía cómo hacerlo para quedar a salvo de toda
sospecha.
»En consecuencia, los dos socios se encontraron en Palmdale a la mañana
siguiente, y mientras atravesaban en auto la urbanización, Theilman se detuvo en
algún sitio, probablemente en la estación de servicio de que usted nos habló, Janice, a
fin de telefonearle sus instrucciones. Troy comprendió que para él aquella era la
ocasión soñada. Sabía que usted pasaría varias horas en el peluquero a donde
Theilman le ordenaba ir, y estaba enterado de la tormenta que había descargado sobre
Palmdale. Vio en todo aquello un conjunto, de circunstancias que le permitirían
asesinar a Theilman y hacer que la culpa cayese sobre Janice. Así que llegaron a la
oficina de la urbanización, mató a su socio, y luego, al comprobar que el agua estaba
cortada, apresuróse a solicitar que se restableciese urgentemente el servicio. Tras de
lo cual se encaminó a Los Ángeles, donde cogió el auto de Janice para regresar a la
urbanización. Allí, ya sabemos la estratagema que utilizó para que el auto dejase sus
huellas en el terreno e hiciese pensar a los investigadores que, habiéndose marchado
después de la tormenta, ella debió haber llegado al despacho antes de que empezara y
empapase el terreno.
»La maquinación de Troy estuvo a punto de tener éxito. Pero tuvo tanta prisa en
devolver el auto de Janice al sitio donde ésta lo había dejado, que ni siquiera se
entretuvo en retirar la manguera, y la dejó conectada con el grifo. Esto le ha perdido.
—Pero, ¿cómo diablos se te ocurrió sospechar de Troy? —preguntó Drake.
—Esta idea se me ocurrió porque Theilman dijo a Janice que no comprendía que
su mujer no hubiese sido advertida de que su ausencia duraría dos o tres días. Esto
significaba que, después de telefonear a su esposa la víspera, hacia las ocho de la
noche, se había visto obligado a modificar sus proyectos y a encargar a alguien que
informase a su esposa. Ese alguien me parecía que sólo podía ser el asociado con
quien se había reunido en Palmdale, Cole Troy. Si éste no había realizado el encargo,
era probablemente porque, habiendo decidido suprimir a Theilman, le interesaba que
la desaparición de éste se supiese en seguida.
—¿Y esa silueta insinuante que Troy vio? —preguntó Della Street.
—Sólo existía en su imaginación y, en cierto modo le permitía apoyar su
afirmación de que Theilman le había dejado con el propósito de regresar a su casa.
—Hay otra cosa que no entiendo —dijo Drake—: ¿De dónde había sacado el

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taxista ese famoso billete de veinte dólares?
—De Janice —repuso Mason.
—¿Qué? —exclamó la joven.
—Sí, fue usted quien le dio el billete —confirmó el abogado.
—Pero esto no es posible…
—Sí, e incluso es muy sencillo. Tanto, en verdad, que después de haber hecho
morder el polvo a Burger gracias a ese billete, he tenido mucho miedo de que
descubriese la verdadera explicación. El único medio para evitarlo era mantenerle en
un estado de exasperación tal que no le fuese posible reflexionar.
—¿Y cuál es la verdadera explicación? —preguntó el detective.
Mason sonrió:
—Antes de salir hacia Las Vegas, cogió usted dinero de la caja fuerte. Pero
después de haber recuperado la maleta llena de billetes de banco, míster Theilman
había metido algunos de los billetes en la pequeña caja para que Janice dispusiera de
dinero suficiente en caso de que él necesitara que ella fuese a reunírsele urgentemente
a algún sitio. Recuerde que no tuvimos tiempo de anotar los números de todos los
billetes…
—¡Pero yo no di dinero a ese taxista! —protestó miss Wainwright.
—¿Fue usted al casino?
—Sí…
—¿Y qué hizo cuando entró en él?
—Yo… compré fichas.
—¿Cómo las pagó?
—Ejem… Con veinte dólares que saqué de mi bolso, un billete de veinte
dólares…
—Exactamente. Poco después, Carlotta Theilman ganó un «bote» de veinte
dólares… que el cajero le pagó con el billete que acababa de recibir de usted. Es una
de esas coincidencias que ocurren en la vida. En efecto, en el casino, las máquinas
que no funcionan con dólares de plata dan, en lugar del «bote», una ficha dorada en la
que hay grabada una cifra que el cajero paga en efectivo cuando se le presenta.
—¡Y decir que ha sido un truco así el que te ha permitido conseguir la
absolución! —exclamó Drake.
—Lo que me ha hecho conseguir la absolución —rectificó Mason—, es la
inocencia de mi cliente.
—… Y lo que los diarios llaman «una de las demostraciones más extraordinarias
de habilidad jurídica que se haya visto en el recinto de un Tribunal» —completó
Della Street, señalando con orgullo el final del artículo consagrado al proceso.

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Notas

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[1] Constituye una violación de los reglamentos el utilizar los servicios postales para

realizar un chantaje, enviar cartas anónimas u obras pornográficas, etc. (N. del T.) <<

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[2] Es más grave, con premeditación y sin circunstancias atenuantes. (N. del T.) <<

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