33 DC - Ted Dekker
33 DC - Ted Dekker
33 DC - Ted Dekker
una novela
TED
DEKKER
Título en inglés: A.D. 33
©2016 por Ted Dekker
Publicado por Center Street
Esta novela es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares o episodios son
producto de la imaginación del autor y se usan ficticiamente. Todos los personajes
son ficticios, cualquier parecido con personas vivas o muertas es pura coincidencia.
A menos que se indique lo contrario, las citas de las Escrituras utilizadas en este
libro son tomadas de la versión Reina-Valera © 1960 Sociedades Bíblicas en América
Latina; © renovado 1988 Sociedades Bíblicas Unidas. Utilizado con permiso.
El texto bíblico indicado con «NVI» ha sido tomado de la Santa Biblia, Nueva Versión
Internacional® NVI®, Propiedad literaria ©1999 por Bíblica, Inc.TM
Usado con permiso. Reservados todos los derechos mundialmente.
El texto bíblico indicado con «NTV» ha sido tomado de la Santa Biblia, Nueva
Traducción Viviente, © Tyndale House Foundation, 2008, 2009, 2010. Usado con
permiso de Tyndale House Publishers, Inc., 351 Executive Dr., Carol Stream,
IL 60188, Estados Unidos de América. Todos los derechos reservados.
ISBN: 978-1-68067-097-4
Impreso en Estados Unidos de América
19 18 17 16 • 1 2 3 4
Índice
Mi Peregrinar
Dumah
Prefacio
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Betania
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
Capítulo Diecinueve
Capítulo Veinte
Capítulo Veintiuno
Capítulo Veintidós
Capítulo Veintitrés
Capítulo Veinticuatro
Capítulo Veinticinco
Capítulo Veintiséis
Petra
Capítulo Veintisiete
Capítulo Veintiocho
Capítulo Veintinueve
Capítulo Treinta
Capítulo Treinta Y Uno
Apéndice
MI PEREGRINAR
Ted Dekker
Todas las enseñanzas dichas por Yeshúa en 33 D.C. han sido
extraídas directamente del Nuevo Testamento.
(Véase el apéndice.)
DUMAH
Yeshúa
PREFACIO
SE DICE que hay cuatro pilares de vida en Arabia sin los cuales toda la vida
en el desierto dejaría de existir para siempre. Las arenas, porque son la tierra
y ofrecen el agua donde se la puede encontrar. El camello, porque suple tanto
leche como libertad. La tienda de campaña, porque protege de una muerte
segura. Y los beduinos, gobernados por nadie, leales a la muerte, apasionados
por la vida, amos de los desiertos más feroces en los que solo los más fuertes
pueden sobrevivir. En el mundo entero no hay nadie tan noble como los
beduinos, porque solo ellos son libres en verdad y viven en la tensión
implacable de estos pilares.
Sin embargo, estos cuatro pilares son esclavos de un quinto: el pilar del
honor y la deshonra.
Se dice que no hay mayor honor que el de haber nacido con sangre de
hombre, ni mayor deshonra que la de haber nacido con sangre de mujer. De
hecho, la mujer nacida en deshonra puede encontrar honor solo al no ser
causa de deshonra para el hombre.
Aun así, la amplitud de mi deshonra era mucho mayor que aquella de
haber nacido mujer.
Por voluntad ajena, yo era además una hija ilegítima, la semilla de una
unión deshonrosa entre mi padre, Rami, el gran jeque de Duma, y una mujer
de la tribu más baja del desierto, los Banu Abismo, carroñeros que trituran y
consumen los huesos de animales muertos para sobrevivir en los páramos.
Por voluntad ajena, mi madre murió en el parto.
Por voluntad ajena, mi padre me envió a Egipto en secreto para que no se
conociera su deshonra, porque se dice que una deshonra no revelada es dos
tercios perdonada.
Por voluntad ajena me hicieron esclava en esa tierra lejana.
Por voluntad ajena me devolvieron a la casa de mi padre cuando di a luz
un hijo sin tener un marido adecuado. Ahí, bajo su cuidado renuente en el
majestuoso oasis de Duma, una vez más me encontré en exilio.
Por voluntad ajena mi padre fue traicionado por mi hermanastro, Maliku,
y aplastado por los tamud, la beligerante tribu en la gran batalla de Duma.
Por voluntad ajena, Kahil, el príncipe de los tamud, lanzó a mi pequeño
niño desde la alta ventana del palacio Marid a las rocas debajo, donde su
cabeza fue quebrantada. Y con ella, mi corazón.
Llena de vergüenza y terror, yo obedecí la orden de mi padre de ir a
Herodes en Galilea y pedir una audiencia con Roma, que ambicionaba
grandemente conquistar Arabia por su comercio de especias.
Crucé el desierto del Nafud con Saba, el poderoso guerrero que no podía
ser quebrantado, y Judá, el judío beduino que llegué a conocer como mi león.
Nuestra tarea parecía irracional y nuestras tribulaciones insoportables,
plagadas de temor y traición a manos de los reyes.
No logramos una audiencia con Roma. En lugar de esto, por la insistencia
apasionada de Judá, tuvimos una audiencia con uno mucho más poderoso.
Su nombre era Yeshúa.
Algunos decían que Él era un profeta de Su dios. Otros decían que era un
místico que hablaba en acertijos cuya intención era enfurecer la mente y
acelerar el corazón, que Él hacía milagros para poner Su poder en evidencia.
Algunos afirmaban que Él era un gnóstico, pero estaban equivocados; y otros
decían que era un mesías que había venido para liberar a Su pueblo e incluso
que Él era un zelote fanático, un hereje, un hombre que había visto muchas
muertes y demasiado sufrimiento para permanecer cuerdo.
Mas yo llegué a conocerlo como El Ungido Hijo del Padre de quien mana
toda vida, un maestro de un Camino a un reino invisible; un reino que fluye
con mucho más poder que todos los ejércitos de todos los reinos sobre la
tierra unidos como uno.
Una mirada a Sus ojos seguramente doblaría las rodillas del guerrero más
fuerte o exaltaría el corazón del más marginado. Un murmullo de Sus labios
podría acallar los gritos de un millar de hombres o secar las lágrimas de un
millar de mujeres.
Fue Yeshúa quien me mostró cómo el miedo y el juicio oscurecerían mi
mundo, cómo la vergüenza me engañaba, haciéndome tropezar en estupor.
Fue Yeshúa quien me dijo que yo también era hija de Su Padre y que yo
también podía encontrar paz en las tormentas que se levantaban para
amenazarme con sus mentiras.
Fue Yeshúa quien me dio la visión para ver el reino soberano cuando
estaba ciega, y la mente para convertirme en un niño, en perfecta paz
mediante la fe. Fue Yeshúa quien me dio el poder para triunfar en la arena de
Petra frente al Rey Aretas, una audiencia de miles que querían mi muerte, y
su esposa, Shaquilath, que había enviado a Judá, el hombre que yo amaba, al
cautiverio entre los thamud.
Fue gracias a Yeshúa que fui puesta en libertad en Arabia, con Saba a mi
lado para reunir a todos los que nos hicieran caso, y liberar a Judá y restaurar
el sustento de todos los oprimidos por los thamud.
Durante dos años yo viajé de un clan a otro con Saba a mi lado,
ofreciendo la presencia de Yeshúa y un mensaje de esperanza frente a la
espada de Kahil.
Al principio, ellos se opusieron a toda voz porque yo era una mujer,
adecuada para tener hijos, pero no para guiar a los hombres.
No obstante, mi respuesta a su ira fue un espíritu apacible e inflexible.
Uno tras otro, ellos comenzaron a correr la voz de mi fortaleza y compasión.
Uno tras otro, ellos se unieron a mí.
Pero yo no me atreví a acercarme a la fortaleza en Duma hasta que
éramos tantos como las arenas en la duna más alta.
Ahora, más de dos años después, ese día había llegado. Y ahora,
siguiendo el Camino de Yeshúa, yo salvaría a mi león de su mazmorra.
Porque Yeshúa vino a liberar a los cautivos.
CAPÍTULO UNO
ALLÍ ESTABAN, en las entrañas del palacio Marid, los dos caudillos más
poderosos en toda Arabia, y si no, sin duda los más brutales.
Maliku hijo de Rami, llamado el traidor, por haber engañado a su padre,
Rami, gobernante de la poderosa tribu Kalb, y guiado a su enemigo hasta las
puertas.
Kahil hijo de Saman, benefactor de esa traición, cuya espada había guiado
la carnicería que protagonizó la tribu Thamud en Duma, y de otras miles en
todo el desierto.
Una sola antorcha arrodajaba una luz ámbar a través de la mazmorra,
revelando un tercer ocupante desplomado en la esquina de la amplia cámara.
Rami, el padre de Maliku, quien una vez fuera el poderoso jeque de Duma,
ahora no era más que un mero esqueleto vestido solo de carne flácida.
Blandiendo espadas ensangrentadas, el ejército thamud había doblegado a
todos los jeques, y sin embargo alguien ahora se levantaba de la arena para
ponerlos de rodillas de buena gana.
Ella no era un jeque, ni portaba una espada.
Ella era una reina y los amenazaba con la paz.
—Solo hay una manera de derrotarla —dijo Maliku, mientras miraba a
Kahil ir de un lado a otro—. No podemos usar la fuerza, sin ser provocados,
o nuestro honor estará manchado por toda la eternidad.
—Honor —lo interrumpió Kahil con una mirada fría—. ¿Esto de un
príncipe que traicionó a su propio pueblo hace solo dos años?
Ciertamente. Pero Maliku hacía tiempo que había aceptado esta mancha
en su corazón. Lanzó una mirada a su padre en ruinas, quien mantenía la
cabeza gacha, inmóvil.
—No podemos permitir que Maviah viva —espetó Kahil—. Esta
hermana tuya, esta perra que se llama reina a sí misma, ahora tiene veinte mil
a su mando, acampados a solo seis horas al sur. Si permitimos que ella viva,
en un año serán cincuenta mil.
—Ese día nunca llegará. Vamos a aplastarla, pero no hasta que tengamos
un motivo —respiró profundamente—. Tienes que aguantarte y dejar que
Maviah muerda nuestra carnada.
—¿Y si no lo hace?
Maliku había subestimado a Maviah una vez, y ella le había humillado
delante del rey de Petra y de todos sus súbditos.
Nunca más.
—Tal como te juré que podía entregar a mi padre, juro que Maviah
vendrá a nosotros por sí misma con toda la furia de los dioses —se volvió
hacia Kahil—. Y entonces tendrás tu sangre, y yo, mi venganza. Tenemos
que simular ante tu padre Saman que estamos en desacuerdo. Solo haz tu
parte, hasta que yo te la entregue, hermano. Es todo lo que pido de ti.
Kahil lo observó con una mirada oscura, entonces gruñó y arrancó su
daga de su cinturón. Se acercó a la figura desplomada del padre de Maliku, le
haló la cabeza hacia atrás, y cortó la garganta del anciano.
La sangre se derramó en silencio por el pecho desnudo de Rami.
Kahil lo echó a un lado y se dirigió hacia la puerta.
—Nunca me llames hermano.
CAPÍTULO DOS
DOS MIL tiendas negras cubrían las laderas ondulantes de arena más allá de
mi tienda. Observé zarcillos de humo elevarse al cielo mientras las mujeres se
ocupaban de las hogueras alimentadas por estiércol de camello. Por debajo de
una capa de carbón y arena, ellas solían hornear panes sin levadura para ser
condimentados, o untarles mantequilla, y envolverlos con dátiles. Pocos
hombres estaban a la vista; se encontraban detrás de una partición en aquellas
mismas tiendas de campaña, haciendo lo que los hombres beduinos hacían
cuando no cazaban o asaltaban: cambiar noticias embellecidas de sus hazañas
pasadas y proclamar sin miedo la inminente derrota de los thamud.
Tenía que encontrar a Saba ahora. Saba, mi torre de fortaleza, que estaba
con mi hijo Talya, ahora de ocho años. Yo había adoptado a Talya después de
encontrarlo abandonado entre la tribu Banu Abismo, la misma tribu de mi
madre, que ya estaba muerta.
Si Saba no estaba a mi lado, se le podía encontrar en las colinas solo o
con Talya, que se había convertido en un hijo para él. La política y el
conflicto no eran de interés para él.
Bajé una pendiente de arena y me acerqué al pequeño estanque,
alimentado por un manantial que daba vida a las cañas, a las palmeras verdes
y a los arbustos. Los camellos estaban agrupados alrededor del abrevadero
justo al sur del manantial, o esparcidos por la arena, buscando mechones
resistentes de hierba, o durmiendo al sol.
Durante el último mes, habíamos sacrificado más de un centenar de
camellos machos, cada uno por sorteo. El propietario era premiado con la
carne más preciada: el hígado y la cabeza; y el resto se dividía entre el clan de
esa familia.
Mi propia camella, a quien había nombrado Zahwah, tan blanca como la
arena más brillante, solía estar cerca de mi tienda, pues me amaba y nunca se
iba lejos. Si ella fuera seleccionada para ser sacrificada, yo la lloraría, y
después, con gratitud daría su vida para salvar a los niños.
Desde el momento que los más pequeños me vieron, corrieron hacia mí,
saltando con los brazos agitados en lo alto.
—¡Maviah, Maviah, Maviah!
Estaban Sayd, Salim, Mona y otros; yo los conocía bien, la mayoría eran
más pequeños que mi Talya, y así tal vez, incluso más crédulos de los que se
ocupaban de ellos.
—¡Déjenla! —gritó Jalilah.
El vestido manchado de la anciana estaba desarrapado, hecho de pelo de
camello finamente tejido, desgastado por años de uso. Sus pies estaban
desnudos, las plantas engrosadas por una vida en las arenas. Con una mano,
ella estabilizó un pesado odre de agua a sus espaldas; con la otra hizo señas a
los niños, regañándolos.
—¡Maviah no es una cabra para jugar!
—Que vengan, Jalilah —sonreí y su ceño se suavizó, pero yo había
contrarrestado su autoridad e inmediatamente procuré reparar su orgullo—.
Solo un momento antes que los haga irse —le dije, y me puse sobre una
rodilla para recibir a los niños.
Mona me alcanzó primero y se arrojó en mis brazos. Besé su mejilla
sucia, preguntándome cuántos días hacía que no se lavaba.
—¡Qué hermosa eres, Mona! —le dije, besando su pelo sucio—. Eres
como el sol de la mañana.
Entonces los otros niños me alcanzaron, trepando en busca del mismo
amor y afecto.
—Salim va a matar su cabra mañana —dijo la pequeña Mona, con los
ojos brillantes—. ¡Vamos a tener un gran banquete porque Salim va a
sacrificar la cabra!
—¿Ah, sí? —le sonreí a Salim, quien llevaba su edad con orgullo, porque
era el mayor aquí, tal vez siete años; ya un guerrero en formación—. ¿Salim
tiene una cabra para sacrificar?
El joven se encogió de hombros, sabiendo que había hablado más de lo
que podía.
—Es la última cabra de mi tío. Él dice que vamos a comerla pronto. Y yo
la mataré con mi cuchillo.
—Bueno, ¡será un gran día! Voy a festejar con ustedes, Salim. Todos lo
haremos.
—¡Ahora déjenla! —regañó Jalilah, espantándolos con el brazo libre—.
¡Ustedes son niños y no saben nada! ¡Váyanse, váyanse!
Le hice una señal a Salim con la cabeza.
Ellos salieron correteando, a sabiendas que no podían probar a Jalilah.
Sentí el peso de tantas vidas sobre mis hombros.
Encontré a Saba a solas con Talya más allá del manantial en medio de
cinco grandes cantos escalonados, los brazos cruzados, a la sombra de una
datilera despojada de sus frutos.
Hacía mucho tiempo que Saba había cambiado su traje de batalla por una
túnica y unos pantalones sueltos, que parecían más blancos de lo que eran al
lado de su negra piel. Su cabeza calva se alzaba sobre el cuerpo de un niño
pequeño con rizos oscuros, vestido casi de forma idéntica a su maestro.
Mi corazón saltó al ver a Talya. El nuevo nombre que había elegido para
él significaba «niño» y también «cordero» en arameo, el idioma de Yeshúa,
porque era pequeño, incluso para un niño de ocho años de edad. Y precioso.
Me detuve abruptamente en la ladera, al darme cuenta de que aún no me
habían visto.
—¿Y cómo le llamamos? —Saba preguntó en su suave y retumbante
tono.
—El reino —dijo Talya.
¡Cuán dulce era la joven voz de Talya. Me deslicé entre dos cantos y
observé, sin ser vista, atesorando estos dones míos para amar.
—¿Qué reino? —Saba se recostó contra uno de los cantos, los brazos
todavía cruzados.
Talya respondió sin pausa, después de haber aprendido bien las
enseñanzas de Saba.
—El reino de los cielos. Hay dos: el reino de los cielos y el reino de la
tierra. Pero solo el reino de los cielos es eterno, sin principio ni fin.
—¿Y dónde está ese reino eterno llamado cielo?
—En todas partes —respondió Talya, utilizando sus bracitos para
demostrar—. En el interior, exterior, en lo alto y bajo y en lo ancho y
profundo.
—¿Incluso entre los thamud?
—Sí, pero no pueden verlo. Están ciegos.
—¿Por qué están ciegos?
—Debido a que ven solo con los pequeños ojos en sus cráneos. Son
ciegos como Hamil.
—Hamil está cegado solamente por la vejez y el excesivo sol. Tal vez él
ve el reino de los cielos mejor que cualquiera de nosotros. Pero ciegos, sí.
¡Excelente!
Saba aplaudió una vez, se enderezó, y le arrojó a Talya un dátil de su
bolsillo.
—Y qué dulce es este don de la tierra, por el cual estamos eternamente
agradecidos.
Talya echó de un golpe el dátil en su boca, luego aplaudió también.
—¡Qué dulce es!
Saba se rió entre dientes.
—Pero no es tan maravilloso como Talya, que ha abierto los ojos de su
corazón para ver más que el reino de la tierra.
Un nudo se hizo en mi garganta.
Saba se había convertido en un hombre nuevo en los dos años desde que
habíamos dejado Petra para reunir a los oprimidos en Arabia. Mientras yo me
ocupaba de mi lugar como madre de todos, Saba a menudo se retiraba a las
arenas para aquietar su mente en oración y contemplación. De esta manera él
intercambiaba su propia comprensión del mundo para una profunda intimidad
con el Padre. Este era su proceso de arrepentimiento, la manera de alcanzar la
metanoia, que es una mente cambiada; una mente transformada y hecha
mejor.
Él estaba obsesionado con el camino a conocer verdaderamente al Padre
y Su reino. Saba creía que esto es lo que Yeshúa quería decir cuando hablaba
de entrar en el reino eterno de los cielos.
A menudo le llamaba el Camino olvidado de Yeshúa, porque ese Camino
al reino, tan diferente a los caminos del mundo, era difícil de tenerlo en
mente, incluso para aquellos que alguna vez habían visto.
Saba se paseaba, con las manos en las caderas, mirando el horizonte,
dejando un rastro en la arena.
—Como he dicho a menudo, seguir en el Camino es encontrar la
salvación de las tormentas que se elevan para aplastarnos. Así que esto exige
una pregunta. ¿Cómo?
—¿Cómo?
—Sí, ¿cómo se puede caminar ahora en el reino eterno del cielo, que nos
libera de la ansiedad?
—Al creer en Yeshúa —dijo mi hijo.
—Sí. Pero ¿qué significa esto? Dime.
Talya imitó sin darse cuenta el paso de Saba, aunque con pasos mucho
más cortos. Verlos juntos de esta manera derritió mi corazón.
—Creer es confiar —dijo Talya muy serio—. Tener fe.
—Tener fe en —dijo Saba, acentuando en con un dedo levantado.
—Sí, creer en —Talya respondió, el dedo también levantado.
Saba bajó la mano, con la palma hacia abajo, y la movió a un lado.
—No solo creer acerca. También los demonios creen que Yeshúa es el
Hijo del Padre, porque seguramente tienen oídos.
Escupió hacia un lado.
—Creer solamente acerca de Yeshúa es nada —dijo Talya, escupiendo.
—Un primer paso pequeño en la dirección correcta, tal vez —dijo Saba.
—Pero este no es el camino.
—Creer en Yeshúa le da a uno el poder de encontrar la paz en las
tempestades de esta vida. Esta es la obra del Padre, creer en quien Él ha
enviado. Esta es la vida eterna: conocer al Padre. Esto es lo que enseñó
Yeshúa. Ahora dime, ¿cómo se sabe si o cuándo se cree en Yeshúa en lugar
de creer solo acerca de Yeshúa?
—Sabemos que estamos creyendo en él cuando estamos en paz, sin
preocupación o quejas.
—Sí, paz. Si uno tiene una queja contra cualquier amenaza, ya sea una
tormenta o una enfermedad o un hermano o incluso un enemigo, es solo
porque estamos poniendo nuestra fe en el poder de la tormenta, en lugar de en
Yeshúa y el reino del Padre.
—Pero poner nuestra fe en Yeshúa nos convierte en el mayor de todos los
guerreros, capaces de mover montañas y calmar la tormenta —dijo Talya.
—Ciertamente.
Saba dejó de pasearse y arrojó otro dátil a Talya, quien hábilmente lo
atrapó y lo echó en su boca.
—Y cuán dulce es.
—Cuán dulce es.
Entonces casi salgo, tan fuerte era mi deseo de levantar a Talya y
abrazarlo. Pero Saba habló.
—Así que entonces, y ahora estamos casi terminando, si este reino es
nuestra única obsesión, como un tesoro en un campo o una perla de gran
precio, y si la fe es el camino hasta tal lugar de gran belleza y poder, ¿cuál es
el medio para llegar a este camino? ¿Cómo vas a encontrar un camino tan
estrecho llamado fe?
Él estaba explicando todo en términos que un niño pudiera entender, y yo
estaba llena de asombro nuevamente, aunque ya sabía la respuesta a la
pregunta de Saba.
—Al ver con nuevos ojos.
—¡Percepción! La percepción es el medio para la verdadera creencia.
Debido a que el ojo es tu lámpara. Si tu ojo está limpio verás la luz. Si no está
limpio, si está obstruido por una viga de ofensas y juicios, seguirás estando
ciego. Estarás atrapado en la oscuridad de las quejas, las ofensas y el juicio.
Escuché la voz de Yeshúa en mi corazón. ¿Todavía crees en mí, Maviah?
¿Eres salva de las tinieblas?
Sí, pensé, porque ahora yo confiaba en Yeshúa y no sentía ansiedad.
—Escúchame, Talya —Saba se dejó caer sobre una rodilla—. Todas las
quejas son tan destructivas para ti como el asesinato, y solo surgen del miedo.
El miedo te dejará ciego. ¿Sí?
—Quiero ver.
Saba asintió una vez, satisfecho.
—Y verás. ¿Entiendes lo que te he dicho?
—Sí, Saba.
—Por supuesto que sí.
Se puso de pie y extendió los brazos.
—¡Por supuesto que sí! —dijo con más volumen, contemplando el cielo
—. Tú entiendes porque eres un niño, ¡y a no ser que te vuelvas como un
niño no puedes seguir el Camino de Yeshúa!
Saba luego levantó el rostro hacia el cielo y cerró los ojos.
—¡Tú también vas a calmar las tormentas que se levantan contra ti en esta
vida!
Él estaba hablando como un vidente, pensé, y mi corazón latía como un
tambor.
—Como un niño tú, Talya, los guiarás. Con fe moverás la montaña. Serás
conocido por tu amor y la paz que sobrepasa todo entendimiento. Tú también
caminarás sobre las aguas turbulentas de la vida y ayudarás a los ciegos a ver.
Los cautivos serán liberados y todo el cielo invadirá la tierra como ningún
ejército puede hacerlo, porque tú traerás luz, no oscuridad, ¡y les mostrarás el
camino de Yeshúa!
Una garza chirleó en los arbustos detrás de mí. El aire se sentía espeso.
Mi corazón se había quedado en silencio.
Mi hijo finalmente habló con voz suave, llena de asombro.
—Si voy a mover la montaña más adelante, ¿puedo mover una piedra
ahora, Saba? —un latido pasó— ¿Puedes tú mover una piedra?
Saba bajó los brazos, dudando.
—Todavía no —dijo Saba—. Pero yo soy menos niño que tú. Para
comenzar, piensa en mover las piedras que bloquean la verdadera visión al
reino de Yeshúa.
—¿Y cómo puedo quitar yo las piedras que me ciegan?
Ahora Saba fue aún más lento para responder. Esta era la pregunta que a
menudo había molestado a Saba. Si se necesitaba una visión clara para ver el
camino de la fe al reino, ¿por qué medios se podría restaurar la vista de uno?
Algún día regresaríamos a Yeshúa para descubrir el misterio de esta pregunta.
—Solo se puede ver este camino al quitar los ojos de todos los otros
caminos —dijo Saba.
Talya pensó en esto por un momento.
—¿Cómo? —preguntó.
—Cuando llegue el momento, tú sabrás cómo —respondió Saba, pero yo
no consideré que la respuesta fuese particularmente útil.
No pude contenerme un momento más. Salí de entre las rocas y corrí
hacia ellos.
Saba volvió sus ojos hacia mí, y luego bajó los brazos. Al ver la mirada
de Saba, Talya giró hacia atrás, me vio y corrió hacia mí, con el rostro
iluminado como las estrellas.
Me agaché, arrojé mis brazos alrededor de él, y lo levanté por el aire,
dando vueltas.
—¡Qué niño tan grande eres! —le dije, besando su cuello y mejilla—. Te
quiero más que a la vida misma.
—¡Saba me está enseñando, Madre! Voy a mover la montaña. Los
thamud no pueden hacerme frente.
Yo lo bajé y empujé mis dedos entre sus rizos revueltos, limpié el polvo
de sus mejillas.
—Por supuesto que vas a mover la montaña, mi querido. ¡Con una sola
palabra!
Sus ojos eran del color de almendras debajo de largas pestañas. Ni un
rasguño marcaba su piel suave y delicada. Había venido de la tribu de mi
madre; carroñeros que eran los más bajos en estatus entre todos los beduinos.
En comparación con los primeros cinco años de su vida en las arenas, nuestra
mísera existencia era para él como vivir en un gran palacio.
Cuán poco se necesitaba para dar a un huérfano una nueva vida. Sin duda,
este era el Camino de Yeshúa.
Saba nos miraba con aprobación.
—Solo tienes que seguir todo lo que Saba te enseña, y serás el semental
más poderoso en todo el desierto.
—Un semental que puede volar —dijo Talya.
Me reí, mientras lo soltaba.
—Un semental que puede volar por los cielos.
Talya saltó lejos, los brazos extendidos como alas, y luego trepó a la roca
más cercana.
Saba bajó la cabeza.
—Mi reina.
Le devolví el saludo con el mío.
—Mi fortaleza —me acerqué a él, sonriendo—. Estás llevando lejos a tu
estudiante, ya veo.
—Él tiene muchas menos mentiras que desaprender que cualquier hombre
adulto.
—Tal vez demasiadas para un pequeño cordero. «¿Un niño los
conducirá»?
Él escudriñó mis ojos.
—Los mansos heredarán la tierra. Solamente como niños podemos seguir
o guiar.
Extraño, escuchar tales palabras del guerrero más fuerte y más hábil en el
desierto. Su entrada a cualquier tienda siempre llamaba la atención, ya que se
sabía que podía enfrentar a veinte de los mejores en cualquier campamento y
dejarlos a todos ensangrentados en la arena si quería.
Miré hacia Duma, a seis horas de distancia.
—El Consejo ha llegado a una decisión —dijo Saba.
—Sí.
—Y sin embargo, veo la preocupación en tus ojos.
Miré a Talya, que buscaba equilibrio encima de la roca.
—Vamos a marchar en tres días —le dije— con todas las personas y sin
armas, para acampar a las puertas de Duma. Si Saman niega nuestra solicitud,
me ofreceré a mí misma en lugar de Judá. Él liberará a Judá y me tomará en
su lugar.
Así que… ahí estaba.
Cuando no llegó respuesta, me di la vuelta. Saba se adelantó y me tomó
del brazo, casi frenético.
—¡No, mi reina! ¡No puedo permitir esto!
Yo estaba sorprendida por la fuerza en su voz. Saba, el pacífico sabio,
había huido.
—¡Saman te matará!
—No lo hará —dije, rompiendo el agarre de Saba en mi brazo.
Seguramente Saba estaba consciente de esto. Saman mantenía a Judá
como rehén a causa de mi amor por él, pero su vida pendía de un equilibrio
precario debido a que la muerte de Judá no inflamaría el furor del desierto.
Por otro lado, asesinarme a mí, la venerada entre tantos beduinos, sería
convertirme en mártir cuya leyenda excedería la de Saman; un hecho que no
podía escapar al líder thamud.
Una vez que yo estuviera en cadenas, la palabra se extendería a través del
desierto y muchos miles vendrían a unirse a nuestra revolución pacífica. Al
final, Saman lo reconsideraría, sin duda.
Y si no…
Coloqué suavemente mi mano en su pecho.
—Escúchame, Saba. No debes temer por mí. Solo tienes que pensar en la
restauración de Judá a su plena fuerza. Tienes que pensar en los huérfanos y
las tribus perdidas que se han encomendado a nosotros. Tienes que proteger a
Talya con la máxima seguridad, pase lo que pase. Necesitaré de ti para
dirigir, y solo de ti. Dime que no vacilarás en este deber.
Él habló despacio, desconcertado.
—No voy a vacilar.
Miré por la pendiente al mar en expansión de tiendas negras que
salpicaban la blanca arena.
—He visto la muerte —dijo.
Lo miré.
—¿Mi muerte?
—Muchas muertes, como langostas sobre la arena. Quiénes son, no lo
puedo decir.
Mi mente daba vueltas con visiones de batallas y derramamiento de
sangre, porque esta era la manera de los thamud. Eché a un lado las
imágenes.
—¿Estás diciendo que ir a Duma es un error?
—No.
Mi irritación estalló.
—¿Cuál es tu intención con decirme esto? Si morimos en paz, morimos
por las generaciones venideras.
—Sí.
Eso fue todo. Solo sí.
—Entonces, ¿qué quieres decir?
Él me miró, y vi sus ojos nublados por la emoción. El miedo, ese antiguo
y conocido enemigo que yo había mantenido a raya por tanto tiempo, se
acercó a mí.
—Si he de ser asesinado, o tú —dijo— entonces quiero que sepas que me
encantaría dar mi vida por la tuya. He encontrado mi vida por ti y la
cambiaría por la tuya sin pensarlo.
Estudié sus ojos durante un largo rato, viendo allí un honor que nunca me
había otorgado antes. Más que honor. Perder a Saba sería tan doloroso como
perder a Judá.
La idea me sorprendió. No podía negar lo cerca que estábamos, después
de tanto tiempo con él a mi lado, yo dependía de él para encontrar algo más
que guía.
Pero yo amaba a Judá.
Quité mi mano de su pecho.
—Perdóname, Saba. Perdóname.
CAPÍTULO CINCO
LUZ.
Los ojos de Judá se agitaron, y luego se abrieron. Estaba tumbado sobre
su espalda, de cara a un cielo azul. Los recuerdos inundaron su mente. Había
sido liberado hacía días. Maviah lo consoló en el desierto y él había
recordado su destino.
Maliku había llegado. Los acontecimientos de la noche anterior, como
yinns burlones, susurraban a través de Judá. Había abandonado a Maviah y
perseguido a esos yinns, atraído por su propia rabia.
—Se despierta.
La voz que habló esas dos palabras echó a Judá de nuevo en un abismo de
la más profunda oscuridad.
Kahil, su torturador.
Judá trató de levantarse a sí mismo, pero descubrió que sus brazos
estaban atados a la cintura por los codos. Un guerrero le agarró del pelo y tiró
de él hasta sentarlo.
Estaba en el campamento de ellos, a pocos pasos de un fuego que
calentaba una tetera. Varias docenas de guerreros merodeaban y miraban
hacia él como si fuera solo un perro callejero que encontraron en la arena.
Ante él estaba Kahil, una ceja levantada, los labios retorcidos. Iba vestido
de negro, sin tocado, y su pelo largo y oscuro, suelto, le daba el aspecto de un
cuervo.
La rabia que Judá portaba desapareció ante la confianza de Kahil, porque
en ese momento, Judá supo que su enemigo no tenía miedo. Judá era solo el
chacal herido a sus pies.
El miedo se apresuró a ocupar el lugar de la ira de Judá. Y luego más
miedo, después de comprender que él estaba sucumbiendo ante ellos ahora,
después de haber retenido su dignidad durante tanto tiempo en aquel
calabozo.
Lentamente volvió la cabeza hacia el sonido de unos pies sobre la arena.
Saman se acercó sosteniendo una pierna de cordero a medio comer.
Mordió la carne, se limpió la barbilla con su antebrazo, y luego hizo un gesto
a Judá con su comida.
—Cinco hombres. Eso es lo que este absurdo tuyo me ha costado —
Saman no hizo ningún intento de ocultar su disgusto—. ¿Me consideras un
tonto?
Los pensamientos de Judá surcaron a través de una niebla. Había fallado a
la confianza de Maviah. Entonces, ¿qué era él ahora?
—Él es judío —dijo Kahil—. Un judío que es Kalb solo puede dar como
resultado un tonto loco. ¿No te lo dije?
—¡Silencio! —Saman le echó a Kahil una mirada dura y volvió a buscar
los ojos de Judá—. ¡Contéstame! ¿Por qué me consideras tan estúpido?
Pero Judá no podía formar pensamientos.
Kahil le golpeó la cara con la palma abierta, y luego lo agarró del pelo y
tiró la cabeza hacia atrás para que Judá se viera obligado a ver cara a cara su
repugnancia.
—Mostrando solo misericordia, mi padre te liberó en los brazos de la
prostituta que llevarías a tu cama. ¿Es esta la forma de devolver su
amabilidad?
—Suéltalo —espetó Saman—. ¡Tú no eres mejor que él!
Kahil dio un empujón a la cabeza de Judá y se alejó.
—Deberíamos haberlo matado con Rami.
Saman mordió nuevamente su carne y habló con esta en la boca.
—Mi hijo y Maliku conspiraron para probarte. Sin mi conocimiento, debo
añadir. Si lo hubiera sabido, no habría esperado que cayeras presa de su
complot tan fácilmente. Y sin embargo, aquí estás.
Ahora su juego se hizo obvio para él: Maliku se había arrojado a la
misericordia de Maviah para acceder y sugerir a Judá que Saman podría ser
alcanzado aquí, en el lugar alto.
¿Por qué?
—Yo solo quiero paz —Saman estaba diciendo, agitando la pierna de
cordero—. Pero parece que los esclavos del desierto no pueden aceptar la
derrota cuando se les presenta. ¡Tercos como bueyes, todos ustedes!
Judá tenía que entender la razón de sus acciones. Intentó hablar, pero su
voz le falló.
—Dime que has comprendido la locura de tu proceder —dijo Saman—.
O si te libero, ¿volverías a mí otra vez como un perro rabioso?
—Él no va a volver —la voz vino de atrás de Judá.
Maliku se acercó a ellos, todavía polvoriento de una noche de viaje.
—Nunca confundas la astucia con la bondad, mi amigo —dijo a Judá, y
luego escupió a un lado—. Te mereces la muerte. Pero el jeque ofrece
misericordia una vez más. Acepta tu derrota en la misma forma que todos los
judíos han aceptado la suya en su país. Es el destino de tu gente.
Saman tomó un último bocado de la pierna casi terminada ya, tiró el resto
al suelo, y limpió su mano grasienta en su barba.
—Vuelve a tu prostituta y a todos aquellos que la siguen con un mensaje
claro. Saman no puede ser derrotado. Aunque violaste sus condiciones, él
permitirá que la reina se lleve a sus parias en paz.
—Con seguridad —dijo Kahil.
—Tráelos —Saman ordenó, señalando hacia la tienda a su izquierda.
Un guerrero salió, guiando a varios niños atados y amordazados a la luz
del sol. El corazón de Judá flaqueó.
—Maliku nos ha entregado a estos para que pudiéramos demostrar tanto
nuestra fuerza como nuestra misericordia —estaba diciendo Saman—. Si
ustedes no han desocupado pacíficamente los manantiales en tres días, estos
morirán.
Siete niños. Judá reconoció solo al chico al final, quien lo miró fijamente.
Talya.
Maliku había tomado al hijo de Maviah.
CAPÍTULO NUEVE
DUMA, la alhaja del desierto. Todas las caravanas provenientes del este y el
sur cargadas de incienso, especias, sedas preciadas y mercancías de gran
valor pasaban por la ciudad en su camino a Petra, Palestina y Roma. Eran
caravanas de mil camellos cada una y debían pagar un fuerte impuesto por su
paso.
El extenso oasis sustentaba un paisaje fértil, abundante en palmeras y
árboles frutales. Aquí los beduinos se habían instalado en casas lujosas,
violando la tradición. Los verdaderos beduinos no echaban raíces en una
ciudad, pues esta podía convertirse en su propia prisión, si era conquistada.
En lo alto de la ciudad estaba el palacio de Marid, la joya de Duma,
donde una vez había vivido al servicio de mi padre. Y bajo el palacio estaban
las mazmorras que habían mantenido a Judá en la oscuridad durante dos años.
Las mismas mazmorras en las que ahora Talya estaba encarcelado.
La luz de la mañana daba una tonalidad rojiza a las casas blancas y grises
mientras Saba y yo nos acercábamos. Mi corazón, frenético antes, había
tomado un ritmo lento que se ajustaba al paso de mi camello.
Se me había escapado la vida. Me sentía desprovista de esperanza,
abandonada en el medio del mar, ahogándome. Había olvidado el Camino de
Yeshúa, y ahora la vida me olvidaba a mí. No por haber levantado la espada
contra mi enemigo, sino porque no podía recordar cómo tener fe en medio de
la tormenta.
Tenía la intención de lanzarme a los pies de Saman y obtener su
misericordia. Él, en lugar de Yeshúa, se convertiría en mi salvador. ¿Acaso
no sería así? Yo era tan esclava de Saman como lo era Judá de la ley de
Moisés. Entonces, todos éramos esclavos de los sistemas del mundo, y no
personas libres en el reino de los cielos de Yeshúa en la Tierra.
La ciudad se agrandaba a medida que nos acercábamos. Los perros
ladraban, el humo salía de las chimeneas, los camellos todavía descansaban
en las arenas.
—Saben que venimos —dijo Saba.
—Entonces lo saben.
Sacó la espada de su vaina y la dejó caer en la arena. Luego, las dos dagas
de su cintura. Las armas no nos servirían ahora.
—Venimos como visitantes —dijo Saba.
—Como esclavos —dije yo. Y era cierto.
—Estamos ciegos, Maviah. Hemos perdido nuestro camino.
Dejé su afirmación sin respuesta por un momento. Mi fracaso era tan
grande que no podía soportarlo. Ciertamente, sentada allí sobre el camello,
una pequeña parte de mí odiaba el Camino de Yeshúa según lo había
entendido.
Tal vez había malinterpretado a Yeshúa.
—Entonces tendremos que encontrarlo de nuevo, Saba —dije finalmente.
Dos guardias holgazaneaban en la puerta principal cuando nos acercamos,
ninguno prestó mucha atención a nuestro aspecto demacrado. Habíamos
cambiado las vestimentas blancas que normalmente usábamos por túnicas y
pantalones negros. Nuestras sandalias estaban llenas del polvo del viaje,
además, la suciedad se había secado con el sudor de nuestras caras. Saba no
llevaba el tocado que cubría su cabeza calva, y yo había colocado un chal
azul oscuro sobre mi cabello.
Solo veían en nosotros dos beduinos comunes.
Pero seguramente me equivocaba. Nos habían estado observando, sabían
muy bien que Maviah, reina de los marginados, y Saba, su fuerte gigante,
venían a pedir misericordia.
Cuando abrieron la puerta sin confrontarnos me convencí de ello.
Dentro de los muros de Duma había guerreros de pie a cada lado de un
camino apisonado. Cientos de ellos, separados por la longitud de una espada.
El camino se extendía profundamente en la ciudad, y no dejaba duda de hacia
dónde debíamos dirigirnos.
Los guardias eran altos, vestían de negro de pies a cabeza, tenían
armaduras de cuero gastadas y usaban tocados fuertemente atados con agales
amarillos y rojos. Todos portaban lanzas que apoyaban en el suelo y dagas
pulidas en sus fajines rojos.
Había entrado en la corte de Herodes avergonzada, una hipócrita en un
escenario, haciendo mi papel de reina. Había entrado a la arena de Petra con
la frente en alto y allí me convertí en una verdadera reina. Durante dos años
había reunido a los huérfanos y a los marginados, y había prometido un gran
poder a través de la paz en el Camino de Yeshúa.
Ahora entraba a Duma como una esclava, una vez más.
Saba y yo guiamos nuestros camellos por aquel camino angosto con la
vista fija en el palacio Marid, en lo alto de la colina. No se dieron órdenes ni
se dijo nada. Solo se escuchaba el paso suave de nuestros camellos y los
sonidos distantes de una ciudad que comenzaba su ajetreo: un perro, una
cuchara en una olla, un niño que lloraba, la majadura del trigo en harina. La
ciudad estaba ordenada y limpia, pero pocos salieron de sus casas para ver
nuestra procesión.
Al final de la calle principal, el camino hacia el palacio estaba bloqueado.
Un guerrero a caballo salió a nuestro encuentro y nos condujo hacia el centro
del oasis. En dirección a los jardines, donde mi padre había plantado muchos
árboles de floración y había podado las palmas para darle belleza.
¿Por qué? Talya seguramente estaba en el palacio. Mi pulso se aceleró y
mi respiración se tornó entrecortada. Solo deseaba llegar a donde estaba
Talya y ofrecerme a cambio de él.
Ahora el jardín mostraba una deslumbrante variedad de frutos blancos,
rojos y amarillos que le harían agua la boca a cualquier beduino, y flores que
maravillarían a cualquier viajero de otras tierras.
Este era el propio Jardín del Edén de Saman, pensé. Regado con la sangre
de los caídos.
Atravesamos un grupo de palmeras que conducían hasta la fuente de agua
principal, y nos detuvimos a observar la escena que teníamos ante nosotros.
Un centenar de guerreros estaban en formación alrededor del estanque,
frente a una plataforma erigida en el borde interior del oasis. Sobre aquella
plataforma estaba Kahil, de pie, con su atuendo real, mirándonos.
Un gran árbol extendía sus gruesas ramas sobre la plataforma; de una de
ellas colgaba una cuerda deshilachada en cuyo extremo había un cuerpo
inerte.
Durante unos segundos interminables mi respiración se detuvo. No podía
dejar de reconocer la cara hinchada de Judá.
Quedé inmóvil. Mis ojos no se apartaban de aquella visión de muerte.
Saman había ejecutado a Judá de la manera más humillante. Del mismo modo
que mi corazón había latido junto al de Judá, ahora también se detenía con su
muerte.
¿Y Talya?
Rápidamente examiné el entorno y no vi rastro de él.
—Sé fuerte, Maviah —dijo Saba. Pero podía notar la repulsión en su voz
suave.
El guerrero que nos había guiado se dio la vuelta, vio que ambos nos
habíamos detenido y habló por primera vez.
—Vengan.
Judá… ¡Mi querido Judá! ¿Qué he hecho?
Seguí a Saba, aletargada. Yo había permitido que esto ocurriera. Había
permitido que Judá se dejara llevar por su rabia. ¡La había compartido!
¿Cuántas veces había repetido Saba la enseñanza de Yeshúa de que los que
vivían por la espada morirían por la espada? ¿Cuántas veces había dicho que
se recogería de los demás lo que uno sembrara en ellos?
Talya…
Todo lo que me quedaba ahora era mi hijo.
Nos detuvimos a unos diez pasos de la plataforma y mantuve mi vista fija
en Kahil. Mirar de nuevo a Judá sería perder lo que quedaba de mi fuerza.
Me devolvió la mirada, con una sonrisa torcida. Luego se dirigió a dos
guerreros y señaló al cuerpo de Judá. Zafaron la cuerda, lo bajaron y quitaron
de su cuello el lazo corredizo. Como si fuera solo un saco de grano, lo
arrastraron a la parte trasera y lo arrojaron al suelo, fuera de la vista.
Luego devolvieron la cuerda a su lugar para que el lazo colgara de la
rama, vacío.
—Dicen que quien cuelga a una reina invita los demonios a su cama —
dijo Kahil, dando unos pasos por el borde de la plataforma con las manos a la
espalda—. Pero mis sacerdotes aseguran que colgarte a ti ahora los
ahuyentaría —Kahil me miró con determinación—. Tú eres la reina que nos
traicionó. ¿Qué me aconsejas?
Me tragué el dolor que ahogaba mi garganta y hablé, pero solo pude
articular un susurro.
—¿Eres una reina? —exclamó—. ¡Habla como tal!
Respiré profundo y reuní mis fuerzas.
—¿Dónde está mi hijo? —pregunté con firmeza.
—Ah… Sí, por supuesto. El niño. Puedes recuperar tu hijo si lo deseas.
Mi corazón dio un vuelco.
—Pero primero… dime, ¿fue esta locura idea tuya o de Judá?
—¡Te llevaste mi hijo! —grité, incapaz de contenerme.
—¡Porque Judá trató de matar al hijo de mi padre!
Hablaba de sí mismo.
Kahil se acarició la barba.
—Maliku te hizo una jugada perfecta, ¿no es así? Él sabía que Judá
lanzaría el grito de guerra si nos llevábamos a los niños. Y que los beduinos
enloquecerían. La historia dejará claro que nuestras acciones estuvieron
plenamente justificadas. Ni una sola vez atacamos primero. Tú, y no yo, has
causado todo esto a tu pueblo.
Su razonamiento era retorcido, pero aceptable según las normas de los
beduinos.
—Atacaste a un rey —dijo Kahil—. No tengo más remedio que colgarte
del cuello hasta que mueras.
En ese instante comprendí la locura absoluta de la manera de actuar
antigua, la ley del talión. Siempre habría alguna otra represalia que tomar,
alguna otra ofensa que limpiar, alguna otra vida que defender.
Solo el Camino de Yeshúa del perdón podría detener el ciclo interminable
de castigo y venganza. De lo contrario, el camino del desierto sería un ciclo
de violencia durante miles de años.
Esto es lo que Yeshúa había enseñado.
Y entonces pensé en Talya y en Judá, y me olvidé de aquella enseñanza.
—Pues toma mi vida si es necesario —le dije—. Solo entrega mi hijo a
Saba y permite que vivan libres. Te lo ruego.
Kahil levantó su mano, llena de anillos de plata y oro.
—Pero tu muerte ya no es tan valiosa para mí, querida Maviah, reina de
los marginados. Todavía tienes mucho trabajo por hacer.
Una señal de advertencia cruzó mi mente.
—Hoy, he satisfecho mi necesidad de sangre al quitarle la vida a tu
amante. Pero todavía tengo una soga vacía. ¡Tráelo!
De detrás de las filas de soldados, dos guerreros trajeron un niño con una
capucha, e inmediatamente reconocí el pequeño cuerpo de Talya. Un
escalofrío recorrió mi cuerpo.
—¡No! —grité. Sin pensarlo, salté de mi camello y corrí hacia él. Incluso
Saba comenzó a desmontarse.
—¡Quieto! —dijo Kahil, señalando a Saba.
Tres guerreros salieron y bloquearon mi camino, me agarraron de los
brazos y me arrastraron hacia atrás.
—¡Es un niño! —rugió Saba.
—¡Si desmontas, ni el niño ni su madre tendrán un guerrero que los
proteja!
—¡Te voy a matar! —mi voz estaba quebrada y solo veía la oscuridad
más profunda—. ¡No toques a mi hijo!
Los guerreros me empujaron y caí de espaldas. Revolcándome, incapaz
de recuperar el aliento, hice un esfuerzo por incorporarme y lo logré,
jadeando. Talya estaba cerca de la soga con las manos atadas a la espalda.
Tenía una capucha negra sobre la cabeza y respiraba a un ritmo constante.
Podía ver que no era presa del pánico, y esto me dio una pequeña
esperanza.
—No te deshonres a ti misma en mi jardín, Maviah —dijo Kahil,
evidentemente satisfecho—. Se una reina frente a este rey.
Llamé a mi hijo.
—¿Talya?
—Está amordazado, pero ileso, te lo aseguro. Y para que lo sepas, no
tengo ninguna intención de colgarlo hoy. Tampoco a los otros treinta y nueve
que hemos capturado.
¿Treinta y nueve?
—Pude haber capturado más mientras tu banda de déspotas trataba de
matarnos, pero pensé que cuarenta era la cantidad apropiada. Uno por cada
tribu que te ha seguido. Cuarenta, incluyendo a tu hijo, que por cierto, es un
niño muy valiente.
Alargó el brazo y quitó la capucha de la cabeza de Talya. La boca de mi
hijo estaba amordazada con una banda de lino marrón. Pero sus tiernos ojos
brillaban, casi verdes al reflejo de la luz, y miraban directamente hacia mí, sin
pestañear.
No había miedo en él.
En él solo había el Edén, pensé. Y ese pensamiento agudizó mi angustia,
pues su inocencia sería aplastada por las gruesas manos de Kahil.
—¿Ves mi misericordia? —dijo Kahil—. Por tercera vez en la misma
semana les ofrecemos la paz.
—¿Qué quieres? —exigí, esforzándome por mostrar valentía ante mi hijo.
—Vas a regresar a tus cuarenta tribus y convencerás a cada una de ellas
para que jure su lealtad a Saman en la Luz de la Sangre. Todo jeque, todo
guerrero, todo beduino que se pudiera levantar contra mí debe arrodillarse.
Lo que pedía era imposible. Yo había reunido a unos veinte mil, solo
algunos de cada tribu, pero reunirlos a todos… La sangre beduina era
demasiado fuerte y su orgullo demasiado antiguo para tal sumisión. Pedirle a
cualquier jeque beduino que se inclinase ante Saman sería como pedirle que
se dejara caer sobre su propia espada. ¡La mayoría preferiría la muerte!
—Para esto, te voy a dar sesenta días. Dos meses completos. Y luego, si
fracasas, voy a levantar mi espada de nuevo para regar mi jardín con la
sangre de vuestros hijos e hijas.
Yo miraba los ojos de Talya mientras Kahil hablaba, tratando de
trasmitirle seguridad y valor. Pero era yo quien necesitaba valor, no mi hijo.
Me miró, sin hacer ruido ni ofrecer ninguna resistencia.
Miré a Kahil, llena de indignación.
—Eres una víbora —gruñí.
—Y tu hijo, la presa de esa víbora —dijo—. Regrésenlo a la celda.
Colocaron de nuevo la capucha sobre la cabeza de Talya.
—¡Talya! ¡No tengas miedo, hijo mío!
Me sentí enferma de muerte. Se lo llevaron a rastras, y aun así no emitió
ningún sonido.
—¡Esperen!
Pero no esperaron. El pánico ahogaba mi mente. ¿Qué podría decir para
trasmitirle a mi precioso niño amor y coraje?
—¡Aliméntate bien, cómete toda la comida!
Fueron las únicas palabras que pude expresar en un estado de angustia tal.
Saba dijo más.
—No olvides el Camino, Talya. ¡Ve Su reino! Solo Su reino.
Kahil asintió con la cabeza en dirección a mí.
—Sesenta días, reina. Ni uno más.
CAPÍTULO DOCE
AL SALIR DE DUMA, lloré ríos de lágrimas que solamente una madre que
ha perdido a su hijo y una mujer que ha perdido al hombre que ama puede
conocer. ¿Lloraba mi Padre en el cielo por mí? Si así era, ya no podía acceder
a Su amor.
Saba trató de consolarme con palabras tranquilizadoras, sin pronunciar
una sola sugerencia de que yo debía cambiar mi perspectiva o ser más fuerte.
Solo una vez sí habló de las enseñanzas de Yeshúa.
—Cuando estamos ciegos —dijo esa noche mientras estábamos sentados
junto al fuego— no hay una visión de la luz. Y así estamos en la oscuridad.
Pero esto no quiere decir que el reino de la luz eterna de Yeshúa haya dejado
de existir. Solo que no podemos verlo. Hemos sido cegados por nuestras
propias quejas.
Sabía que sus palabras eran ciertas.
—¿Por qué, Saba? —le pregunté, mirando las llamas a través de mis
lágrimas—. ¿Por qué nos quedamos ciegos, después de haber visto una vez?
La verdadera visión ahora parece una ilusión.
—Tal vez hemos vivido demasiado tiempo apegados a este mundo —él
me miró profundamente desde el otro lado del fuego y habló en voz baja. —
Pero Talya está incorrupto, Maviah. Él ha visto y todavía ve. Nuestro
pequeño cordero sin duda ha encontrado a Yeshúa y se ríe con Él, incluso
ahora.
Eran las palabras más amables que podía haberme dicho.
—Yeshúa restaurará el gozo de nuestra salvación —dijo—. Él no conoce
la pena. Debemos ir con Él ahora.
Sí… Pero yo era una reina llamada a su pueblo y una madre desesperada
por su hijo.
—Tal vez, pero primero iremos a Petra.
—¿Petra?
—He demostrado ante Aretas y su esposa que soy digna. Al igual que yo,
Shaquilath es madre, así como reina. Ella puede hablar con Saman a favor de
los niños.
Pensó un momento y luego asintió.
—Entonces Petra.
Esa noche me acosté con mi cabeza en el pecho de Saba, tranquilizada
por el ascenso y descenso de su fuerte pecho. Caí en un profundo sueño,
llorando por Judá.
Más de un millar de nuestros guerreros habían perecido en el ataque, y el
valle Shangal todavía estaba lleno de los sonidos aterradores de lamentos
cuando al día siguiente Saba y yo nos unimos a los sobrevivientes allí.
Lloré con todos ellos, y abracé a todos los que pude.
Reuní al consejo y les conté sobre la demanda de Kahil de que las
cuarenta tribus se inclinaran ante él. Tiraron de sus barbas y lloraron amargas
palabras de rabia. Pero yo los tranquilicé y les rogué que no tomaran la
espada. En cambio, debían retirarse al desierto y reconstruir sus vidas hasta
que yo regresara de Petra con el poder de Yeshúa, pues Kahil estaba
temporalmente aplacado.
Después de dos horas de discusión, no se oyó nada más. Estuvieron de
acuerdo conmigo.
Pero pedí más. Insistí en que no susurraran ni una palabra de las
demandas de Kahil a nadie, porque esto solo enfurecería corazones e
inundaría la arena con la sangre de nuestro pueblo.
Después de una deliberación aún más apasionada, todos juraron su
acatamiento; Fahak al último.
—Te ruego que reconsideres este viaje desacertado —dijo Fahak a través
de un ceño fruncido—. ¿Cuándo ha acudido algún nabateo en ayuda de los
marginados?
Pero no había otra manera. Arim insistió en que se le permitiera
acompañar a Saba y a mí, porque era hermano de sangre de Judá. Y así se
decidió.
Más tarde, con el corazón angustiado y el alma a oscuras, me paré sobre
una duna sobre el valle y traté de ofrecer denuedo a miles de personas que me
miraban en busca de orientación. Pero mis palabras no portaban ningún
denuedo, únicamente remordimiento.
—Iré a Petra en el nombre de Yeshúa y aseguraré una alianza —dije para
que todos me escucharan. Y luego, cuando mi mente se aclaró dije aún más
alto—: Yeshúa, el amante de todos los niños. Yeshúa, que cura a los
enfermos y calma la tormenta. Yeshúa, que me empoderó una vez para
prevalecer en Petra.
Ellos me miraron en silencio, porque habían puesto su fe en mí, no en un
dios lejano o un profeta extranjero.
—Kahil me ha ofrecido dos lunas para someterme. Les juro que volveré
antes de la segunda luna con todos los poderes del cielo y la Tierra para
salvarnos a todos.
Alguien elevó el grito, Maviah, y luego otros, hasta que miles tronaron mi
nombre. Maviah, Maviah, Maviah.
Yo, que ya había fracasado, era su última esperanza.
Y el rey Aretas era la mía ahora.
Me sentí enferma en el corazón y en la mente.
LA ÚLTIMA VEZ que viajé hacia el oeste, Judá nos había conducido por la
noche a través de las formidables arenas del Nafud. El páramo casi nos había
arrancado la vida en más de una ocasión. Esta vez viajamos a lo largo del
Wadi Sirhan, la misma ruta que era tan utilizada por las caravanas cargadas
de tesoros. Saba me llevaba por el día y su equilibrio era tan seguro como el
de su camello.
Pero yo no podía despojarme de la oscuridad que se cernía sobre mí ni del
desaliento que se filtraba desde lo profundo de mí. No me podía liberar del
temor que sentía por Talya, ni perdonar a Kahil por llevárselo. Y, por lo
tanto, yo sufría.
Lloré a Judá casi tanto como temía por mi hijo. ¿Qué destino cruel me lo
había entregado por tres días solamente para quitármelo para siempre? Las
arenas nunca volverían a escuchar su canto; las estrellas nunca atesorarían su
mirada. Su risa había sido silenciada por siempre.
Arim hablaba sin cesar, deseoso de sacarme de mi miseria.
—¡No temas, Maviah! ¡Kahil no es nada, verás! Yo mismo conduciré al
ejército de Aretas y eliminaré a los thamud tan fácilmente como me deshago
de una túnica desgastada.
En muchos sentidos, me recordó a un Judá más joven y más delgado.
—¿Al igual que una túnica? —le dije—. ¿Así de fácil?
—Es simplemente quitármela, ¿te das cuenta? —Arim se paró sobre su
camello, equilibrándose con facilidad, y se quitó la túnica. La arrojó sobre la
montura y se sentó de nuevo, usándola como un cojín.
—El sol no es enemigo para mí —dijo—. Nada puede lastimar a Arim.
¡Y con este mismo poder que le salvó a usted en Petra, voy a matar a la bestia
en Duma!
Incluso Saba no pudo resistir una sonrisa.
—Y de la misma manera, usted puede deshacerse de la nube oscura que
le sigue, Maviah.
Saba miró hacia delante, al ritmo de su camello.
Pero no pude encontrar el poder para hacerlo de esa misma manera.
En la quinta noche, cuando Arim había ido en busca de su camello, que se
había alejado del campamento, me senté cerca de Saba mientras este se
ocupaba de un fuego moribundo.
Por primera vez desde que salimos de las tribus, hablé de Duma y de Judá
y de Talya. Las lágrimas se filtraban de mis ojos mientras derramé en silencio
mi corazón por él.
Y Saba escuchó.
¿En qué me había equivocado? Cómo lloré a Judá. ¿No me había enviado
Yeshúa de vuelta al desierto para liberar a los cautivos? ¿Cuántas madres
estaban ahora sin hijos? ¿No estaba la sangre de todos los muertos en mis
manos?
—No, Maviah. Solo hiciste lo que cualquier madre haría.
—Y mira qué sufrimiento nos ha traído a todos.
—¿Más sufrimiento del que el desierto conocía antes? —preguntó.
No.
Él dio golpecitos en el fuego con un palo largo.
—Que yo recuerde, siempre ha existido sufrimiento en esta tierra. Y que
yo recuerde, ese sufrimiento ha sido juzgado y enfrentado con la fuerza, lo
cual solo ha traído más sufrimiento. El uso de la espada debe tener su lugar,
pero ahora vemos que vivir por ella es morir por ella, lo mismo que vivir por
la riqueza es pagar el precio de esa riqueza. Ambos son ciclos sin fin.
Sí.
—Así que esta noche, yo no te juzgo. Tal vez si dejaras de juzgarte a ti
misma, pudieras encontrar amor por ti misma, en lugar de condenación.
Mi corazón se calmó y en ese momento, creo que amé a Saba más de lo
que había amado alguna vez a un hombre o una mujer adultos. No como
amante, sino como ser humano.
Al noveno día, llegamos a Petra, la imponente ciudad de piedra sin rival
en todo el mundo. Arim nunca había estado en una ciudad tan grande, y se
quedó boquiabierto cuando pasamos un gran mercado bordeado por
majestuosas columnas de piedra caliza roja.
Un millar de comerciantes vendían y compraban mercancías y tejidos de
lino y especias, incienso y mirra. Se pasaban monedas y joyas y se llegaba a
acuerdos con saliva en la mano.
A medida que avanzábamos más en la ciudad, en dirección a la corte de
Aretas, Saba llamó la atención. Ninguno podía dejar de percibirlo como un
guerrero de gran calibre. Pero al ver a Saba, algunos también me señalaron a
mí, susurrando.
—Ellos nos ven y saben cuán poderosos somos —dijo Arim.
Llegamos a la corte de Aretas sin incidentes. Y esta vez, solo mi nombre
fue suficiente para que nos dejaran pasar.
Yeshúa
CAPÍTULO CATORCE
SE DICE QUE LOS beduinos pueden sentir una tormenta en el aire antes de
que lleguen las lluvias para alimentar el desierto con agua vivificante. Hay un
poder en el aire que finalmente estalla con rayos puntiagudos provenientes de
los dioses.
Esto fue lo que sentí en Betania. Mi piel se erizó con el poder en el aire.
Talya se salvaría… Yo lo sabía, como sabía que todavía respiraba. La forma
en que ocurriría, no la sabía aún, pero Yeshúa no podía fallar.
Se quedó con Simón como invitado de honor, y yo no lo vi en el día de
reposo ni en la mañana que siguió. Cuando Yeshúa no estaba con ellos, se iba
al monte de los Olivos, donde pasaba muchas horas a solas.
Quédate con tus hermanas, había dicho. Y así lo hice. Segura de la
liberación de mi hijo, me permití abrazar la presencia de Yeshúa que
zumbaba en nuestros huesos como un trueno silencioso.
Muchos habían venido de Jerusalén a verlo, y muchos otros viajaban a
través de Betania en su camino a Jerusalén para la fiesta de la Pascua, una de
las celebraciones más santas para el pueblo judío. En ese día, ellos
sacrificaban un cordero y expiaban sus pecados con su sangre.
Betania aumentó tres veces su tamaño. Los visitantes llegaron con regalos
de trigo y cebada y frutas, y Marta se ocupó a sí misma en la cocción a todas
horas, porque había muchos que alimentar. María y yo ayudamos tanto como
Marta nos permitía. Nunca había horneado tantos panes en un día.
Nuestra charla era sobre Yeshúa. Siempre Yeshúa. María no hablaba de
su tiempo de deshonra, porque eso ya estaba en el pasado; un tiempo que ya
no tenía ningún significado para ella que no fuera el hecho de que ya había
pasado. Aunque Duma y la difícil situación de mi pueblo permanecían
siempre en el fondo de mi mente, yo rara vez hablaba de ello.
Los pensamientos de deshonra y muerte estaban muy lejos de nosotras.
¡Si tan solo Judá pudiera haber visto lo que yo estaba viendo! ¡Cuánto se
dolía mi corazón por él! Su prisión le había esclavizado primero y luego
aplastado finalmente. Pero ahora estaba con el Padre, pensé. Tal vez él estaba
mirándome desde arriba como las estrellas, y si era así, él estaba sin duda
sonriendo, cantando una canción de gratitud.
Pero Saba… No puedo describir adecuadamente el cambio en Saba
después de esa primera noche. Estaba ausente, siempre, rondando cerca de
Yeshúa, cuando era posible, o hablando con Esteban, o retirado a solas en las
colinas. Me alegré por él.
Sin embargo, él también parecía distante de mí en espíritu. Hasta ese
momento, no me di cuenta de lo mucho que había llegado a esperar su
compañía afectuosa.
Cuando nos reuníamos para comer, él estaba a mi lado, y me ofrecía
comida, pero sus ojos no estaban atentos. Y pedía permiso rápidamente para
marcharse.
Al principio, entendí este aislamiento en sí mismo como algo totalmente
comprensible. Pero en la segunda noche vi con más claridad. Estábamos
solos en el patio, después de haber compartido el pan, y él estaba ansioso por
irse.
—¿Vas a encontrarlo ahora? Es tarde, Saba.
—Me gustaría estar solo.
—Sí, por supuesto. Pero has estado ausente todo el día. Apenas hemos
intercambiado una palabra. Podrías quedarte conmigo un rato.
Normalmente él aceptaba inmediatamente tal invitación. Ahora volteó su
rostro lejos de mí.
—Sí, mi reina —esto por obediencia más que deseo.
Me sentí herida. Peor aún, me sorprendió sentirme así.
—¿Qué pasa, Saba? Pareces distante.
—Estoy aquí, mi reina.
—¿Eres tú? ¿Dónde está tu mente? Con Yeshúa, por supuesto, pero ¿no
me quieres a mí también?
—Sí… Sí, siempre.
Pero su corazón no estaba en sus palabras.
—¿Y sin embargo? —me levanté de la alfombra y crucé a la suya, luego
me senté a su lado, colocando mi mano sobre su brazo—. Saba, habla
conmigo…
—Me parece que me he convertido en un esclavo de mis afectos por ti —
dijo en voz baja—. Entonces, ¿cómo puedo seguir Su enseñanza?
Entonces comprendí. La enseñanza de Yeshúa: Si alguno viene a mí y no
aborrece a su padre y a su madre, a su mujer…
Quité mi mano.
—Yo no soy tu mujer. Y si lo fuera, ¿qué significa aborrecer?
—Dejar ir —dijo—. No dar importancia… Él habla de las cadenas de
afecto por este mundo.
—¿Entonces no me darías ninguna importancia?
Yo había estado tan embelesada con la promesa de Yeshúa de salvar a
Talya que había pensado poco sobre esta enseñanza difícil. Y pensando en
ello ahora, estaba segura de que Saba debía estar equivocado.
Yo también estaba escuchando su confesión de que él se encontraba
esclavizado por su afecto por mí.
Lo primero hostigaba mi mente; lo último no me molestó.
—Tú eres mi compañero más cercano, Saba, no eres mi marido.
Él me miró.
—Sí… —pero había algo de dolor en sus ojos, y yo lamenté ser tan
brusca. Mis palabras no expresaron adecuadamente mi afecto por él.
Él estaba luchando con sus emociones por mí, pensando que lo distraían
de ver el reino de Yeshúa claramente. ¿Y no me cegaba también mi propia
necesidad desesperada de salvar a Talya?
Sí, pero tenía que haber otra forma de ver estos lazos.
—Esteban dice que no puedes amar verdaderamente a alguien a menos
que también lo aborrezcas —dijo Saba—. Solo cuando liberes todas las
expectativas de ellos es que puedes amar sin condiciones, como el Padre ama
a todos.
Estas enseñanzas laceraban mi corazón. No se podía servir a la vez al
sistema del mundo y al Padre, dijo Yeshúa. ¿Pero a la esposa y al hijo? Esto
era imposible. La enseñanza era opuesta a la manera del mundo, y a mi
manera también.
—Tú me aborrecerías para poder amarme —dije, irritada.
Él vaciló, luego se levantó.
—No sé… —se quedó inmóvil por un momento, y luego se volvió—.
Debo irme.
Vi a mi torre salir por la puerta trasera. Él estaba conmocionado por sus
afectos por mí. Saba, tan fuerte, no tendría un gran desafío en renunciar a sí
mismo o a sus deseos por cualquier cosa que el mundo le pudiera ofrecer;
esto yo lo había visto muchas veces.
Pero cuando se trataba de mí… yo era un asunto diferente.
Saba estaba enamorado de mí. Secretamente yo atesoraba esta noción,
ahora hecha tan evidente.
Y si alguien podía cortar su afecto por una mujer para caminar en el reino
de Yeshúa, ese sería Saba. Esto también era evidente.
En silencio medité todo esto mientras yacía en mi alfombra de dormir en
la habitación de María aquella noche. Muy pronto sabríamos lo que Yeshúa
quería decir. Mañana estaríamos con Él.
ENTONCES… ha comenzado.
¿Qué comenzaría? El sentimiento entre los seguidores de Yeshúa me
había infectado, y yo fui arrastrada con esta idea: Yeshúa triunfará aquí en
Jerusalén al vencer al mundo, como había dicho.
Él conquistaría el mundo de la dominación romana con la paz, y luego
marcaría el comienzo de Su reino de paz. Aunque Judá y todos los
gobernantes habrían utilizado la espada para establecer un nuevo reino,
Yeshúa lo haría con Su poder, que era del corazón y del Espíritu.
Él era de hecho su Mesías, como Judá había afirmado.
Y al seguir a Yeshúa, yo salvaría de la opresión a los hijos en el desierto.
En el momento en que se inició el descenso hacia Jerusalén, todo cambió.
Se inició con el pollino que Felipe y Andrés habían sido enviados a buscar.
Nadie pareció entender su significado de inmediato, pero había algo en la
reacción de Yeshúa ante el pollino que atrajo la atención de todos.
Se detuvo en el sendero, con el bastón en la mano, mirando a Sus
discípulos que venían por el camino. Felipe sostenía el pollino por la cuerda
delantera y lo llevaba obedientemente hasta Yeshúa. Pero más que un pollino
había venido con ellos.
Muchos del pueblo habían seguido a Felipe y Andrés. Claramente, habían
oído la noticia: Yeshúa, el que hacía milagros y había resucitado a Lázaro de
entre los muertos, venía a Jerusalén.
Fue la cantidad de personas, tanto detrás como delante de nosotros, lo que
más me sorprendió. Cientos en este momento. No habrían venido a menos
que estuviesen profundamente conmovidos por la esperanza y la expectativa.
Yeshúa puso una mano en el cuello del pollino y lentamente acarició su
melena. Todos estaban en absoluto silencio. Todos observaban con callada
expectativa.
Yeshúa miró fijamente a Sus discípulos. Todavía nadie se movía.
Me volví a Esteban, que estaba a mi lado.
—¿Qué está haciendo? —le susurré.
—Yeshúa camina, siempre.
—Y si Él monta, qué…
—Shhh, shhh… Mira.
Así que miré, sin entender lo que vi.
Yeshúa asintió con la cabeza, lanzó su bastón a Felipe, y montó el
pollino, que, aunque nunca había sido montado, lo aceptó sin protestar.
Vi que los discípulos comenzaron a correr. A ellos se unieron
inmediatamente los que estaban detrás de nosotros, que ahora pasaban
corriendo. Como un oleaje de una tormenta, se apresuraron para alcanzar a
Yeshúa, quien ahora montaba el pollino lentamente por el sendero entre los
grandes olivos.
La aclamación de ellos se inició de un modo discreto, a la cual luego se
unieron muchos atrapados en el momento.
—¡Él va a hacer una entrada! —exclamó Esteban, virándose hacia mí—.
¿No lo ves?
Había una celebración triunfante en el ambiente, y yo estaba asombrada.
Pero ¿por qué tal celebración por una entrada?
—Yo no…
—¡Escúchalos, Maviah!
Entonces oí lo que estaban gritando.
—¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor!
Hubo otros gritos, pero este, Bendito el Rey, fue el que más me impactó.
¿Iba Él a Jerusalén como un rey? ¡Seguramente las autoridades se
opondrían!
—No temas, hija de Sión —susurró Esteban—. He aquí, tu Rey viene,
sentado sobre un pollino de asna… —se giró hacia mí, con los ojos brillantes
—. Esto está escrito del Ungido, en el libro de Zacarías. ¡Ya ves, es Él! ¡Él
hace esto con intención!
Mi mente daba vueltas.
—Herodes ha venido a Jerusalén para la Pascua, ¡pero ahora viene el
verdadero rey!
¿Herodes estaba en Jerusalén? Yo no sabía qué pensar de todo esto…
Entonces Esteban estaba corriendo y Saba también, quien se volvió y me
instó.
—Quédate cerca, mi reina.
Arim, a pesar de que no tenía ni idea, sin duda, se había lanzado al
frenesí, imitando sus gritos con los brazos levantados. Me gritó por encima
del estruendo.
—¡Venga, mi reina! ¡Venga!
Doblamos una curva y llegamos a una larga franja de terreno abierto con
solo unos pocos olivos, y vi que muchas más personas salían a nuestro
encuentro. ¿Cuántos se habían enterado?
Yeshúa no había estado en Jerusalén desde hacía algún tiempo, pero Su
reputación, una vez tan extendida a lo largo de las costas de Galilea, había
llegado a la gran ciudad. La resurrección de Lázaro era tal vez el más grande
de Sus milagros, y todos se habían enterado.
En una tierra aplastada bajo el dominio romano, solamente Yeshúa
ofrecía alguna esperanza de salvación. Él se acercaba a Jerusalén en pollino,
como se predijo en Sus escrituras, ¡y Él estaba aceptando Sus aclamaciones
de Rey!
Vi ahora que algunos de ellos habían traído ramas de palma y se
alineaban a lo largo del camino, agitando las hojas, gritando.
—¡Bendito es el Rey! ¡Bendito es el Rey!
Yeshúa miraba hacia adelante, y mientras yo corría para alcanzarlos, no
pude notar que Él reaccionara en modo alguno a sus alabanzas. Algunos
extendían sus mantos en el suelo ante el pollino mientras este se acercaba;
también un signo del más alto honor.
Muchos niños corrían a Su lado. Un niño de la edad de Talya daba saltos
al lado del pollino, agitando un pequeño ramaje. Su madre se apresuraba,
llorando, y extendía una mano a Yeshúa.
Aun así, Yeshúa cabalgaba en silencio.
Un nuevo rey cabalgaba hacia Jerusalén. Yo no podía imaginar lo que los
ocupantes romanos dirían a esto. O las autoridades religiosas, que ya habían
denunciado a Yeshúa, y Él a ellos. Todo me parecía terriblemente peligroso.
Yo estaba tan cautivada por la escena que al principio no noté que la
ciudad ya estaba a la vista mientras llegábamos a la cima de una pequeña
elevación.
Yeshúa cabalgaba como un gobernante conquistador, con los ojos fijos
hacia adelante, siempre adelante. Su manto había ocultado Su rostro de mi
vista, pero ahora podía verlo, Su rostro y las lágrimas que mojaban Sus
mejillas.
Mi corazón vaciló. ¡Él estaba llorando! Me di la vuelta para seguir Su
mirada.
La vista me dejó sin aliento. Desde nuestra alta posición podíamos ver
todo Jerusalén, como un castillo en expansión tallado en piedra caliza. Su
muy famoso templo, construido en el muro oriental, se alzaba en todo su
esplendor.
Me di la vuelta para ver fluir Sus lágrimas silenciosas. No eran lágrimas
de alegría, sino de dolor, pensé.
Alarmada, entré en el sendero, con ganas de consolarlo, aunque no era mi
lugar. Yo no era su madre. Ni siquiera era una de su círculo íntimo, y casi me
separaba; pero entonces escuché: Él estaba hablando por debajo de la
algarabía, como a la ciudad misma.
—Si hubieras sabido en este día, aunque sea tú, lo que conduce a la paz
—hizo una pausa para tragar—. Pero ahora está oculto de tus ojos. Días
vendrán, cuando tus enemigos echarán terraplén… —no pude escuchar
algunas de Sus palabras en toda la celebración—. No dejarán una piedra…
porque no conociste el tiempo de tu visitación.
Él estaba hablando de la destrucción de la ciudad.
Esteban estaba en otro lado, y él también había oído. Intercambiamos una
mirada y vi la confusión en sus ojos.
Entonces, el momento había terminado y Yeshúa no habló nada más.
Rápidamente, Su llanto se calmó.
Pero los gritos de la multitud no lo hicieron. No hasta que pasamos por el
valle de Cedrón. No hasta que nos habíamos acercado a las puertas.
Cuando Yeshúa se desmontó, pasó junto a seis guardias de la puerta, y
entró en la ciudad, la multitud empezó a dispersarse, como si supieran la
consecuencia de tal despliegue dentro de la propia ciudad. Pero no nos
dejaron libres. Se dispersaron y continuaron siguiéndonos, mirando cada
movimiento de Yeshúa sin querer ser vistos como parte de una insurgencia.
Comprendí entonces lo peligroso de aquella procesión llamándole rey.
Yeshúa mismo la había concebido al pedir el pollino. Así que entonces,
¿estaba Él provocando un enfrentamiento con los romanos?
Un hombre mayor con una mano paralizada clamaba para ser curado
mientras Yeshúa pasaba. Muchos mendigos sacudían sus jarras y gritaban:
«Hijo de David, hijo de David, ten misericordia…». Un niño en harapos
corrió hacia Él, pero uno de los discípulos lo desvió.
Yeshúa siguió caminando, sin mirar ni a la izquierda ni a la derecha,
seguido de cerca por todos los de Su círculo íntimo, al cual Esteban y Arim
se habían unido.
Los soldados romanos nos miraban con curiosidad, pero no hicieron
ningún movimiento en contra de nosotros. Estaba claro que todavía no habían
recibido aviso de la procesión, pensé.
—¿Qué está pasando? —le pregunté a María—. ¿Dónde nos lleva?
—Al templo —susurró María, mirando a su alrededor. Ella no parecía
sentirse cómoda en estas calles. Ya no más—. Debes tener cuidado, Maviah
—sus ojos estaban muy abiertos—. Están en todos lados.
—¿Quiénes son?
—Los que desprecian a Yeshúa y a los que lo siguen. Entonces me
imaginé que todos los que estaban vestidos con flecos me vigilaban.
—Si estamos con Yeshúa, estamos a salvo —dijo Saba—. Quédate cerca,
Maviah. Recuerda Sus palabras.
Recordé. Por delante de nosotros caminaba el que había calmado la
tormenta y resucitado a los muertos. Él no moriría. Nosotros no moriríamos.
Pero María no estaba tan tranquila.
—Solo ten cuidado —dijo María—. Tú eres una mujer extranjera.
Quédate cerca.
Yo había estado en Duma. Yo había entrado en varias ciudades de Egipto.
Yo había visto Séforis y Petra. Pero ninguna de ellas podía compararse a
Jerusalén.
La ciudad se había hinchado con peregrinos de muchos rincones del
mundo, que habían venido a celebrar su Pascua, una tradición que recordaba
la liberación de los judíos de Egipto, guiados por Moisés.
Los comerciantes estaban por todas partes, vendiendo mercancías traídas
de muy lejos. Sedas y lino y especias. Ollas de barro, y granos y frutas… no
había fin a la variedad de artículos comprados y vendidos en las calles de
Jerusalén.
Pero más que esto, me llamó la atención las enormes paredes y los
imponentes edificios que se alzaban por todas partes. Y aún más, el templo
delante de nosotros.
Subimos por sus escaleras en medio de muchos que nos habían seguido,
todos convergían aquí para ver lo que Yeshúa podría hacer. El sol estaba ya
medio escondido por el horizonte occidental.
Algo iba a suceder… Sin duda, la noticia de su procesión triunfal ya
había llegado a las autoridades. Sin embargo, al ir al templo, Yeshúa evitó
cualquier interferencia romana, porque el templo estaba bajo la autoridad de
los líderes religiosos.
Lo seguimos al atrio exterior reservado para los gentiles, y con al menos
otras cien personas, vimos que Yeshúa caminó hasta el centro de ese gran
patio, más allá de todos los comerciantes. Se paró, de espaldas a nosotros,
solo ahora, frente al atrio interior.
Yeshúa había ordenado a las olas; caminado sobre el agua; resucitado a
los muertos. Seguramente Él podría poner el templo de rodillas con una sola
palabra, sin mover un solo dedo. Y si de hecho levantaba un dedo, no sería
con ira, sino para demostrar Su autoridad.
Durante mucho tiempo solo se quedó inmóvil, con las manos hacia abajo,
a los lados. Todos lo habían visto. Todos observaban. Incluso los
compradores y los vendedores se habían detenido y observaban Su incursión
en su espacio. Todo el mundo parecía saber que algo iba a suceder.
Entonces Yeshúa se volvió hacia nosotros, estudió durante unos
momentos a los que se habían reunido, y pasó junto a nosotros, saliendo del
templo por el camino que habíamos venido.
No había hecho nada.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Marta.
—Síganlo —dijo Saba.
Así que lo seguimos. Volvimos a bajar los escalones, de nuevo a la puerta
por la que habíamos entrado, de nuevo salimos de la ciudad al camino que
llevaba desde el monte de los Olivos a Betania. Un grupo más pequeño
seguía ahora a los discípulos que, como el resto, parecían confundidos. No
hubo más canciones de alabanza; solamente confusión. Y sin embargo, una
sensación llena de expectación se mantenía.
Me volví a María y Marta a mi lado.
—¿Volvemos a Betania?
Ambas estaban demasiado distraídas para responder.
—María…
—Esta es Su forma —dijo—. Con Yeshúa no se puede predecir lo que
pasa de un momento a otro, pero Él sabe lo que hace.
Miré a Saba, que observaba a Yeshúa caminar por delante de Su círculo
íntimo a un paso constante.
—Saba…
Pero Saba estaba demasiado concentrado en Yeshúa como para hacerme
caso.
Más alto:
—Saba. No entiendo…
Él parpadeó y me miró. Entonces, rápidamente me llevó a un lado del
camino donde nuestros compañeros no nos podían escuchar.
—Él es un estratega —dijo Saba—. ¿No lo ves?
—¿Ver qué?
Saba miró a su alrededor, no queriendo ser escuchado.
—Él viene como un rey y luego se va libremente. Sin embargo, Su
enfoque está en el templo. Entonces… ¿Qué argumento pueden tener los
romanos contra Él? Su desafío es con la religión de los judíos.
—¿Tiene la intención de derrocar a los líderes religiosos, no a los
romanos? —le pregunté, mirando a Yeshúa.
—No lo sé. Pero todo lo que hace ahora está preparado. Al venir hoy, Su
declaración es inconfundible. Él, no ellos, controla Sus movimientos.
Yeshúa se había detenido en una pequeña subida por delante de nosotros
y miraba una arboleda de olivos. Los discípulos estaban hablando entre sí,
algunos con urgencia. La mitad de la multitud inicial se había marchado o
permanecido en Jerusalén para realizar otros negocios.
—Allí, ¿lo ves? —María señaló unas tierras cuidadosamente conservadas
—. Se llama el jardín de Getsemaní. Él ora allí a menudo. Tal vez vaya ahora.
Un jardín. Mi mente recordó la canción de Talya del jardín en el desierto.
Los discípulos y otros cercanos a Yeshúa también se habían detenido.
Uno de Su círculo íntimo se apresuró a Él y le habló, y luego se retiró.
Por un momento, Yeshúa se quedó mirando el jardín. Luego se dirigió a los
discípulos y a los otros, y empezó a hablar.
Saba me tocó el brazo.
—Ven…
No pude oír lo que Yeshúa dijo al principio, porque yo estaba corriendo
hacia adelante y Él estaba demasiado lejos. Pero luego, levantó la voz.
—…Si muere, lleva mucho fruto —luego, más fuerte—: El que ama su
vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, la conservará para
vida eterna.
Otra vez esa palabra aborrecer, ahora en lo que respecta a la vida propia.
Un requisito de los que deseaban experimentar el reino eterno del Padre. Su
voz llegó a mí, cargada de angustia.
Hizo una pausa, y luego extendió los brazos y levantó la barbilla.
—Mi alma está turbada… ¿Qué voy a decir? ¿Padre, sálvame de esta
hora?
Me detuve, sorprendida por la angustia en Su voz. Mi corazón se empezó
a quebrantar con el Suyo. Yo nunca lo había visto tan abatido.
—¡No! —exclamó—. ¡Fue por esta misma razón que llegué a esta hora!
Respiró profundo, los brazos aún abiertos, y miró al cielo. Ahora Su voz
se elevó para ser escuchada en todo el valle; un grito desgarrador que me dejó
sin aliento.
—Padre… ¡glorifica Tu nombre!
Su voz resonó en el valle y se desvaneció. Nos quedamos quietos,
desconcertados.
Un largo trueno retumbó en el cielo, aunque solo había unos pocos
nubarrones lejos hacia el oeste. Pero, ¿cómo puede ser? Parpadeé, tratando de
dar sentido a un trueno tan cerca.
Pero entonces yo no estaba pensando en el trueno en absoluto, porque de
repente ese mismo trueno estaba en mi mente. Sin embargo, no era tanto un
trueno como una voz. Una voz profunda e impetuosa que sacudió todo mi ser.
—Yo he glorificado mi nombre y lo glorificaré otra vez.
Di un grito ahogado y sacudí mi cabeza para ver que Saba estaba
temblando y mirando a Yeshúa.
Murmullos y gritos estallaron mientras otros se agachaban y salían del
camino, con las manos en sus oídos. Ellos también habían escuchado, el
trueno, al menos.
El trueno. Luego, algo que había sonado como una voz, y sin embargo no
era una voz, sino más bien algo salido de mis propios huesos. Me quedé
aterrada.
El mundo parecía haberse detenido a mi alrededor. ¿Había yo escuchado
la voz de Dios?
Yo he glorificado mi nombre y lo glorificaré otra vez…
Por «mi nombre», yo sabía que esto significaba la identidad del Padre,
porque un nombre era la sangre de uno en el desierto. Pero, ¿cómo había
Dios glorificado Su identidad, y cómo iba a hacerlo de nuevo?
Yo estaba temblando por haber escuchado este trueno en mi misma alma.
Cuando volví a mirar, colina arriba, Yeshúa se había ido. Solo los
discípulos y los reunidos se quedaron. María, que había caído de rodillas, ya
estaba incorporándose. Arim venía corriendo de nuevo hacia nosotros, con
ojos muy abiertos.
Yeshúa había ido a estar solo.
Entonces… ha comenzado. Sus palabras, pronunciadas en voz baja unas
horas antes, ahora se hicieron mías, y mi espíritu se elevó. Nada había
sucedido en el templo, pero yo supe, de una manera que aún no podía
entender, que todo acababa de suceder.
No podía haber ninguna duda. Yeshúa subiría al poder ante la vista de
todos.
CAPÍTULO VEINTE
APENAS pude dormir esa noche. Una vez que la idea había echado raíces, ni
siquiera Saba podría librarme de ella. Iríamos a Herodes de nuestra propia
voluntad, y allí yo le diría todo. Él, siendo el rey de Galilea, me escucharía.
Yeshúa no podía ser dañado.
Saba estaba preocupado por mi seguridad. No había necesidad de salvar a
Yeshúa, quien no podía ser lastimado. Yo sería la que correría peligro, él
insistió.
—Entonces vamos por mí, Saba —le dije—. Este será mi acto de fe,
arrojarme al peligro por Su bien. He estado delante de los reyes; ¡esto es lo
que hace una reina! Tengo que ir.
Al ver mi determinación, él no presentó más argumentos.
Le ordené a Arim permanecer en Betania, a pesar de haberme rogado
mucho ir para protegerme. Pero insistí. En caso de que nos ocurriera
cualquier cosa, él debía informarlo a las tribus. Todo el desierto dependería
de él. Esto pareció satisfacerlo.
Me bañé con jabón y me eché el pelo hacia atrás con la ayuda de María.
Tanto ella como Marta estaban más que dispuestas a ayudarme, ya que mi
visita a Herodes, a quien ellas temían, las llenó de asombro.
Ellas lavaron mi larga túnica blanca y mi chal rojo, que ciertamente les
parecía atuendos de reina, sobre todo combinados con mi manto azul y la faja
de seda alrededor de mi cintura. Elegí usar esto y los collares de plata que
Shaquilath había insistido que llevara, aunque yo aún no los había utilizado.
—¡Eres digna de ser contemplada por cualquier rey! —María susurró
cuando monté mi camello.
—Estás siendo demasiado amable.
—¡Tonterías! Herodes te estará observando como un halcón. Solo
asegúrate de no hacer caso a sus ojos. Él no es de fiar. Nunca hubo una
víbora más venenosa.
María no conocía a las serpientes más venenosas, Saman y Kahil. De
hecho, ella no conocía otro gobernante.
Pero a este, Herodes, yo había una vez seducido y frustrado. Fue
entonces, sentada en lo alto de mi camello, que mi posición volvió a mí. ¿No
era yo la reina que había superado a dos reyes?
Me volví hacia Esteban.
—Cuida bien de Arim. Está perdido sin ti.
Arim no quiso aceptar esto.
—No tenga miedo, mi reina. ¡Soy yo quien va a cuidar a Esteban!
Con mi papel como reina de Arabia en mente, Saba y yo nos
encaminamos una vez más al Monte de los Olivos, en dirección a Jerusalén,
mientras el sol todavía estaba en el horizonte oriental.
En camellos, nuestro viaje duró menos de una hora, y llegamos a las
puertas de Jerusalén antes de que la ciudad se despertara completamente. Los
comerciantes estaban empezando a sacar sus mercancías. Peregrinos de
lejanos rincones, vestidos con todo tipo de tocados y túnicas que mostraban
su estatus y posición, merodeaban en los portales mientras nos observaban
pasar por las calles desiertas.
Saba ya conocía la ubicación del palacio de Herodes, que estaba en el
lado occidental de Jerusalén. Nadie podría dejar de notar una estructura tan
lujosa, tan elegantemente construida por el padre de Herodes, también
llamado Herodes. Las altas paredes estaban hechas de grandes bloques de
mármol blanco. Tres torres se levantaban en el lado norte, con vistas a toda
Jerusalén.
Pero no entramos con facilidad. Tampoco pensamos que fuera fácil,
porque la hora era temprana y no nos esperaban.
Nos acercamos a la puerta de barrotes, que estaba vigilada por cuatro
guardias: dos romanos y dos de Herodes, que se distinguían por su armadura
negra. El sol apenas comenzaba a calentar.
Saba detuvo su camello junto a una palma alta, a unos treinta pasos de la
entrada.
—Espera aquí.
Él se dejó caer al suelo, y luego se inclinó ante mí, mostrándose a los
guardias como mi siervo. Vi a mi torre alejarse a grandes zancadas hacia
ellos, portado su espada.
Saba, el más poderoso guerrero en toda Arabia, tan alto y musculoso,
pero gentil como una paloma.
Los recuerdos de la violencia en Duma inundaron mi mente. Saba me
había salvado entonces, aun cuando los thamud habían dominado a Judá.
Pero yo fui la que había sometido a Saba para elegir tal violencia.
Saba, que cortaría un centenar de cabezas y luego moriría para salvarme.
Saba, que me amaba, a pesar de su intención de aborrecerme.
Yo le había llevado demasiado lejos, pensé.
Él habló con el guardia y presentó su espada en buena fe. La reina de
Arabia, conocida como Maviah, ha llegado para una audiencia con Herodes,
estaría diciendo. ¿Y qué diría Herodes?
¿Qué le iba a decir yo?
Sabrás qué hacer, había dicho Yeshúa. Esto es lo que yo sabía hacer.
Me volví hacia el este y miré más allá de la ciudad. Yeshúa estaba allí, en
alguna parte. No había ninguna noticia de Él desde que salió del patio de
Marta anoche. ¿Habría pasado la noche en las colinas, y luego regresado a
Betania? ¿O estaba todavía en el monte de los Olivos? ¿O tal vez en algún
lugar de Jerusalén, incluso ahora?
Esteban había dicho que Yeshúa seguramente compartiría la cena ritual
de Pascua con Sus discípulos más tarde, al caer la noche. Hoy era el primer
día de los panes sin levadura, que tenía una gran importancia para los judíos.
Ellos sacrificaban un cordero y pintaban los postes de la puerta con su sangre,
como se había hecho en Egipto para evitar al ángel de la muerte. Esto
señalaba el inicio de su fiesta de la Pascua de siete días.
Líneas delgadas de nubes oscuras se estaban formando en el lejano
horizonte. Se podría formar una tormenta, pensé. O las nubes podrían pasar;
estas a menudo prometían lluvia a una tierra seca y árida, solo para frustrar la
esperanza.
Había estado delante de Herodes y Aretas, Saman y Kahil, y siempre me
había mantenido con la frente en alto. Pero aquí de repente me sentí sola.
Saba regresó.
—¿Qué dijeron?
—Que debemos esperar —dijo Saba—. Él duerme.
Gruñí. Herodes amaba su vino.
Esperamos. Tres horas por lo menos. No fue hasta que el sol estaba a
medio camino del cielo oriental que un guardia se acercó a nosotros, con un
sirviente a pocos pasos de él.
—Dejen sus camellos, ellos serán atendidos. Vengan conmigo.
Saba asintió hacia mí. Así que… nuestro tiempo había llegado.
Pero estaba equivocada.
Seguimos al guardia y subimos rápidamente varios escalones hasta llegar
al patio, y de inmediato me sentí desconcertada. El padre de Herodes, que
había construido el palacio, había escatimado incluso menos recursos que su
hijo en Séforis, o Aretas en Petra.
El gran patio estaba hecho de pisos de piedra que rodeaban un jardín, con
césped y árboles y dos piscinas redondas. Palomas blancas revoloteaban
sobre las ramas; gansos flotaban perezosamente en el agua. Fuentes de
bronce arrojaban un agua preciosa, que corría a través de los canales hasta las
piscinas.
A ambos lados, pasillos cubiertos con cientos de columnas blancas
estaban ricamente decorados con asientos acolchados y mesas. Muchos de los
candelabros y adornos eran de plata y oro.
Muchos de los huéspedes de gran riqueza, que probablemente estaban en
Jerusalén para la Pascua, se encontraban acomodados en bancos y sillas,
comiendo frutas y bebiendo vino en copas de plata. Solo unos pocos miraron
en nuestra dirección.
Al otro lado del patio, unos escalones se elevaban hasta las cámaras
interiores, pero nos llevaron a un ala a nuestra derecha. Era similar a una
segunda ala en el otro extremo. Había suficiente espacio para muchas
cámaras para cientos de invitados, pensé.
—Esperen aquí —dijo el guardia, señalando un asiento acolchado.
Y así, esperamos una vez más. Un joven sirviente se ocupó de nosotros,
ofreciéndonos uvas e higos con agua y vino. Esperamos en silencio. Había
poco que decir ahora.
Esas nubes de tormenta distantes se acercaban lentamente, como un
ejército en marcha hacia Jerusalén. Pero cuando se las mencioné a Saba, este
sugirió que el viento las llevaría al sur.
El sol ya estaba bien pasado el mediodía, cuando finalmente uno de los
guardias de la cámara de Herodes se nos acercó.
—El rey los verá ahora.
Saba me llamó la atención mientras se levantaba.
—Solo recuerda quién eres antes que nada, mi reina.
¿Y quién era yo antes que nada? ¿Reina de los marginados en Arabia, o
hija del Padre?
Cuando entramos a la corte de Herodes, yo me convertí en reina, antes
que nada. La familiaridad volvió a mí en un solo suspiro. Los adornos lujosos
bañados en oro y plata, los esclavos esperando para servir en cualquier
momento, los guardias de la puerta, los tronos majestuosos de poder sobre
una plataforma elevada.
Los asientos estaban ocupados por dos hombres, uno vestido de blanco, a
quien nunca había visto, y el otro de rojo, a quien yo conocía demasiado bien.
Herodes.
Sus ojos estaban puestos en mí, mientras yo cruzaba por el suelo de
mármol pulido y rodeaba una mesa negra en el centro. Saba se quedó un paso
detrás de mí. Una leve sonrisa cortó el rostro de Herodes debajo de sus ojos
penetrantes, mientras jugaba con su barba canosa. No pude determinar si en
su rostro había satisfacción o burla.
El hombre majestuoso, claramente romano por su manto, se puso de pie
como si fuera a salir.
—Quédate un momento, mi amigo —dijo Herodes, con sus ojos todavía
en mí—. Me gustaría presentarte a la reina de los marginados de Arabia.
El hombre me miró sin emoción. Su rostro bien afeitado se mantuvo
inmutable. Me dio la impresión de que bien era alguien que no apreciaba su
posición en la corte de Herodes o que se encontraba esclavizado por ella.
—Y regresa con su esclavo, una vez más —dijo Herodes, de pie.
Le ofrecí una ligera reverencia.
—Mi rey.
Devolvió la cortesía.
—Mi reina —luego al romano, moviendo su mano llena de pesados
anillos hacia mí en gran gesto—. Maviah de Duma, reina de los beduinos
marginados. Según todas las historias se ha convertido en algo de leyenda.
El gobernante romano ofreció solo una leve inclinación de cabeza, poco
impresionado.
—Este es Poncio Pilato —dijo Herodes—. Prefecto romano, que gobierna
a merced de Tiberio, mi querido amigo.
Yo sabía que Herodes era favorecido por el emperador romano Tiberio.
Él estaba usando nuestra introducción como una oportunidad para hacer
hincapié en este aspecto. ¿Para mi beneficio o el de Poncio Pilato? ¿Estaban
Herodes y el prefecto en desacuerdo?
Incliné mi cabeza.
—Es para mí un honor, Gobernador.
—¿Honor? —Herodes bromeó—. ¿Y qué saben los beduinos de honor?
—Solo que la traición no tiene parte en él —le dije, recordándole que fue
él quien me había traicionado.
Él sonrió y miró al romano.
—Nunca subestime a los beduinos, prefecto. Tampoco una mujer con un
espíritu así.
Poncio Pilato gruñó.
—Arabia es la maldición de Roma. ¿Cuántas legiones hemos perdido en
esas arenas imposibles?
—Demasiados, estoy seguro —dijo Herodes—. Y, sin embargo, Maviah
cabalga a través de ellas como un fantasma y reúne las tribus como un
profeta.
La frente de Poncio Pilato se arqueó.
—Entonces, tal vez Roma disfrutaría conocer una reina así.
—Quizás. Pero solo con la bendición de un rey.
—¿Oh? Yo no sabía que Herodes tenía tal autoridad de largo alcance.
Herodes miró al prefecto romano y eligió cuidadosamente sus palabras.
—Parece que a menudo nos hemos confundido en cuanto a quién tiene la
autoridad y dónde —dijo.
Poncio Pilato le hizo una reverencia conciliadora.
—Ciertamente. Ahora, tengo que volver. Como se puede imaginar, estos
festivales ponen a prueba la resistencia de cualquier hombre.
—Por supuesto —Herodes bajó la cabeza—. Prefecto.
Poncio Pilato se deslizó por las escaleras con su larga capa y caminó
hacia una mesa cargada con pergaminos.
Sin esperar a que el romano saliera, Herodes continuó su asunto conmigo.
—Así que dime, Reina, ¿qué has venido a robarme esta vez?
—Si se refiere al oro pagado a Aretas, ese era el pago por su esposa, Fasa,
como usted sabe. Y yo solo fui una mensajera.
—Por supuesto —él tomó una uva de una bandeja de plata en manos de
un criado al lado de él, y se sentó de nuevo pesadamente—. ¿Y mensajera de
quién eres esta vez?
Dudé, solo porque no estaba segura de por dónde empezar.
—Yeshúa —le dije. Pero había muchos Yeshúas en Palestina, así que
aclaré—. Yeshúa, el Rabino.
Poncio Pilato estaba ya cerca de la puerta, pero cuando me oyó mencionar
el nombre de Yeshúa, el sonido de sus sandalias en el suelo de mármol se
detuvo.
Se volvió.
—¿Yeshúa, el rabino, dices?
—¿Lo conoces?
Poncio Pilato se acercó, claramente intrigado.
—¿Es este el que las multitudes aclaman como rey?
—Sí —el aire de repente se sintió pesado.
Saba habló por primera vez, colocándose a mi lado.
—Él es un hombre pacífico que sana a los enfermos.
—Sin embargo, acepta la alabanza de la gente —dijo Poncio Pilato,
mirando a Saba—. Pero parece que Su problema es más con Su propia
religión que con Roma. Es un hombre inteligente.
—Es mucho más que inteligente.
—Quizás. Todo lo que sé es que ha desviado las preocupaciones de los
romanos —miró a Herodes—. ¿Conoces a este hombre?
—Todo el mundo lo conoce —Herodes me estaba mirando con
curiosidad profunda—. Imposible de precisar. Dicen que tiene un gran poder
de más allá de este mundo. Yo siempre he querido interrogarlo.
—Mi esposa, Claudia, soñó con este profeta anoche —dijo el gobernador
—. Una serpiente perturbó su sueño. Es curioso.
¿Un sueño?
—¿Qué fue lo que vio? —le pregunté.
—Ella no quiso decirlo. Estoy seguro que no es nada. Sueños de mujer —
hizo una pausa, y pensé que diría más, pero no lo hizo—. Pero el deber llama
—dijo, excusándose de nuevo.
Esta vez Herodes esperó hasta que él se fuera antes de hablar.
—No puedes imaginar las dificultades que este gobernador me ha
causado. Es bastante difícil mantener a los fanáticos religiosos felices sin
tener que entrar en conflicto con un gobernador que piensa solo en sus
propios intereses.
—Aun así, todo el mundo está infectado con esto…
—¿Sabes lo que este tonto me hizo? —el rey interrumpió a Saba,
golpeando su grueso dedo en la puerta—. Solamente en la última Pascua,
mató a siete galileos y mezcló su sangre con los sacrificios. Se pueden
imaginar la indignación en Galilea. No puedo pensar por qué Tiberio ha
permitido que un tonto así, que no sabe nada de las costumbres judías, esté
sentado aquí como gobernador. Los romanos son unos estúpidos.
Se quedó mirándome, con la cara roja, como si esperara que yo resolviera
su problema. Luego suspiró y se sentó.
—Pero estoy cansado, reina. Nunca pedí todas estas tonterías. ¿Por qué
no puede un rey disfrutar de su riqueza y poder sin hacer el papel de niñera
con el mundo?
Seguí su mirada por la ventana, alejada a mi derecha. Las nubes estaban
todavía oscuras en el horizonte.
—Así que ahora tengo que mostrar respeto donde no es merecido, aunque
solo sea para mantener la paz —dijo Herodes, mirándome de frente—.
Ahora, regresamos a este asunto que estamos tratando.
Uno de sus administradores se acercó con un pergamino, pero Herodes lo
despidió.
Me dijo:
—Dices que vienes por Yeshúa.
—Sí.
—¿Con qué propósito?
—Solicito su favor y su confianza. Un día Duma será mía. Y luego voy a
utilizar la diplomacia para pedir la misericordia de Aretas a su favor. Solo
entonces él me escuchará.
Herodes se puso de pie.
—¿Aretas? ¿Qué tiene que ver con Yeshúa?
—Cuando Aretas le ataque, como sigue siendo su intención, su ejército
aplastará el suyo. Pero yo podría hablar a su favor.
El rostro de Herodes se tornó rojizo de nuevo, pero no discutió. Dos años
atrás yo le había advertido de la ira inextinguible de Aretas, aunque el rey de
Petra esperaría el momento oportuno. Aunque Herodes pensara que podía
derrotar a Aretas, él no era la clase de gobernante interesado en las batallas.
El vino y las mujeres eran sus vicios.
Herodes se burló y se alejó, incrédulo.
—¡Todo esto es una tontería! ¿Cómo vas a tomar Duma si no crees en el
uso de la fuerza? E incluso si tienes éxito, ¿cómo puedes estar segura de que
Aretas cederá a tu diplomacia a mi favor? Y nuevamente, ¿qué tiene que ver
el alborotador Yeshúa con algo de esto?
Miré a Saba, quien no se había movido, y yo mantuve mis ojos en él
mientras contestaba, tomando de su fuerza.
—Voy a hacer todo esto con un poder que proviene de Yeshúa. Y por
esto le pido que lo proteja.
Herodes me miró, tomado por sorpresa por lo que seguramente sonaba
incluso más absurdo que mi oferta de rogar clemencia ante Aretas.
Una sonrisa se formó lentamente en el rostro de Herodes.
—Así que tú también has sido engañada por toda esta habladuría de Su
magia.
—¿Magia? Él no lanza hechizos ni usa encantamientos. Habla solo por
Dios, de quien procede Su poder.
—Dame un soldado —dijo Herodes, levantando el dedo—, solo uno para
enfrentarlo a este llamado profeta tuyo, y estaría muerto de un solo golpe.
—No —la voz de Saba retumbó con autoridad inconfundible mientras
daba un paso hacia adelante—.
Perdóneme —él inclinó la cabeza en respeto—, pero usted se equivoca. Y
hablo como un guerrero que podría aplastar a veinte hombres que usted elija
contra mí en esta misma cámara.
Los dos nos sorprendimos por su audacia, pero Saba no había terminado.
—¿De qué sirve la espada contra el que resucita a los muertos? ¿Qué ojo
puede arrancar que Yeshúa no pueda curar? ¿Qué tormenta puede evocar que
Él no pueda calmar con una sola palabra?
Sus fosas nasales se dilataron y su mirada era espada suficiente contra
Herodes, que quedó clavado en el suelo.
—Este es el hombre del que usted ha oído hablar, pero incluso lo que ha
oído no significa nada. Yo, Saba, el guerrero más grande entre todos los
beduinos, me he encontrado cara a cara con Yeshúa, y en Su presencia, mis
rodillas son débiles.
Sus palabras parecieron sacar el aire de la habitación.
—Entonces tal vez yo debería temerle —dijo Herodes.
—¿Qué se puede temer del amor? —le dije—. Solo los líderes religiosos
que temen la pérdida de su propio poder temen a Yeshúa. ¿Creería usted la
palabra de estos por encima de la nuestra, que no tenemos nada que ganar o
perder en su país?
Miró entre mí y Saba, luego se acomodó.
—Bueno, entonces, ¿cuál es tu palabra?
Junté las manos en mi espalda y miré a esas nubes de tormenta distantes,
acomodadas en el horizonte, como un gran ejército en espera. Extraño que no
parecían haberse movido.
—Una vez lo vi calmar una tormenta en el mar de Galilea. Era como si
Sus palabras, pronunciadas desde el barco, llevaran un poder ante el cual toda
la naturaleza se veía obligada a ceder. Solo dos palabras: calla, enmudece y
las nubes se deshicieron como un pergamino ante mis propios ojos.
Miré a Herodes, que escuchaba con atención, pero así y todo, escéptico.
—Pero yo me encontré con Él por primera vez acompañada de Fasa en
Capernaum, en la costa norte, donde lo vi sanar los corazones de todos los
que venían en busca de paz —le dije.
—¿Fasa? —dijo, sorprendido al escuchar esto de su antigua esposa.
—Sí. Ella preparó el camino para que fuésemos mientras usted estaba en
camino a Roma —ambos sabíamos que había ido a encontrarse con su
amante, Herodías, y conspirar para matar a Fasa, de manera que pudiera
tomar a Herodías como su esposa. Pero yo no estaba allí para acusar.
—Continúa.
Seguí, contando a Herodes todo lo que yo había visto del amor y el poder
de Yeshúa, incluyendo la recuperación plena de mi visión. Saba se unió a mí,
alimentando mis recuerdos con los suyos. Hablamos con rapidez y con cada
historia, nuestro coraje creció; como también el interés de Herodes.
Finalmente, llegamos al sonido de la voz del Padre en el trueno.
—¿Trueno? —dijo Herodes—. No hubo ninguna tormenta ese día.
—No puedo decir que era un trueno, solo que se oyó como un trueno a
los reunidos.
—Usted debe entender —Saba se acercó más—. Todo lo que hemos
dicho es verdad. ¿No escuchó su propio profeta Elías, a los truenos? ¿Y le
escucharon los reyes? Así pues, usted debe darse cuenta de que lo que sucede
aquí en Jerusalén cambiará para siempre toda la historia. Usted no debe
interponerse en el camino de esa historia. Eso solo le destruirá.
Herodes lo miró fijamente, como perdido. Pero él había escuchado. Y
más, no se había burlado.
—Ya veo —él cambió su mirada más allá de mí, aún perdido—. ¿Qué
puede decir un hombre?
—Nada —le dije.
Herodes suspiró, subió los escalones hasta su asiento y se sentó en la silla.
Los codos sobre el trono de oro, y poco a poco comenzó a dar golpecitos con
sus dedos juntos.
—Ahora realmente tengo que hablar con Él.
Y unirse a Él, pensé. Tal vez esto era lo que Yeshúa había previsto.
—Ustedes deben darse cuenta de que, si sus enemigos lo apresan, si esta
rebelión Suya fracasa, incluso las personas más cercanas a Él seguramente lo
abandonarán. Esta tierra ha visto cómo matan a innumerables profetas, y a
sus seguidores poco después.
Parpadeé. ¿Cómo podía decir tal cosa después de todo lo que le habíamos
dicho?
—Nunca —dijo Saba—. No después de lo que han visto.
—Lo que han visto tendrá valor solo si también lo ven tomar autoridad
donde la influencia importa. En la tierra, no solo en el cielo.
Teníamos que tener cuidado, pensé. Aunque Saba y yo conocíamos
también el grado de autoridad de Yeshúa en la tierra, no era nuestro papel
intimidar a Herodes.
—Puedo ver que el poder de Yeshúa no se pierde en usted.
—No. No, supongo que no —él suspiró—. Así que, dime, ¿qué puedo
hacer por ti?
—Solo siga su corazón. Permita que Él haga lo que está destinado a
realizar, sin interferencias. Permita que su Camino sea escuchado en toda
Jerusalén sin ningún temor de daño.
—Y a cambio de esto, tú serás mi defensora de la paz cuando llegues al
poder, si tal día llega alguna vez.
Su duda era evidente.
—¿Alguna vez pensó usted que yo, hija de Rami, quien fue por primera
vez a usted en Séforis, robara un día a su esposa y la llevara de regreso a
Aretas, le privara de tanto oro, y prevaleciera en la arena en Petra para
convertirme en reina?
El rostro de Herodes se suavizó.
—No —dije yo—. Sin embargo, aquí estoy. Deseche sus dudas. Si estoy
en lo correcto, usted tiene todas las de ganar. Si me equivoco, usted no pierde
nada.
Finalmente asintió.
—Quédense como mis invitados —nos dijo—. Yo les daré una respuesta
cuando salga el sol.
La idea de quedarnos esa noche me desconcertó un poco, pero este era
ahora mi deber como reina.
Habíamos logrado que Herodes nos escuchara, y tal vez más. Yo había
confiado en Yeshúa antes y me había dado la vista cuando me entregué
totalmente a esa confianza.
Debo hacerlo ahora también.
La tarde ya había llegado. Yeshúa celebraría Su Pascua en pocas horas.
Los corderos eran preparados para el sacrificio.
Le hice una leve reverencia a Herodes.
—Entonces que salga el sol para ofrecerme su gracia, mi rey.
CAPÍTULO VEINTITRÉS
PASCUA JUDÍA.
En el calendario judío, cada nuevo día comenzaba al atardecer, y en este
caso ese nuevo día era el comienzo de la celebración de la Pascua. Saba y yo
comimos solos, ya tarde, en las lujosas habitaciones de Herodes, a donde nos
habían conducido, recordando a Judá, el poderoso león judío.
Judá, a quien aún amaba.
Al pensar en él la tristeza llenaba mi corazón. Y sin embargo, aquí en
Jerusalén, un nuevo día estaba amaneciendo y con él una nueva esperanza.
Luego de cinco días en Palestina, mi esperanza en el poder de Yeshúa para
salvar a Talya seguía creciendo.
Habíamos saltado de la embarcación y caminábamos sobre el agua, como
habría dicho Esteban. Una cosa era contemplar maravillas en el cielo; otra era
caminar la tierra, llena de maravillas del cielo. Eso requería fe.
Había una cama grande en la habitación, a nuestra derecha, con sábanas
rojas y blancas de seda. Tres lámparas de aceite, todas de plata, iluminaban la
lujosa alcoba. Según Herodes, reyes y príncipes habían dormido allí.
—Es a causa de Judá que estamos aquí —señaló Saba, mirándome por
encima de la pequeña mesa de estilo romano al lado del diván—. Tal vez esto
también fue un designio de Dios.
Yo apenas podía conciliar la muerte de Judá y el encarcelamiento de
Talya con alguna cosa buena.
—No, estamos aquí porque olvidé mi camino.
—Puede que eso también —Saba se levantó del diván y se acercó a la
ventana, con las manos en las caderas. Ya era tarde en la noche y la oscuridad
ocultaba las nubes que habían invadido la ciudad—. O quizás nunca hemos
encontrado realmente el camino —dijo—. Yeshúa calma la tormenta con una
palabra de Su boca. Nosotros nos esforzamos por superar incluso el miedo
más elemental.
Las palabras que había escuchado de Yeshúa, ya hacía mucho tiempo,
volvieron a mí: Lo que verás ahora es solo la mitad, había dicho. Hay mucho
más que con el tiempo será revelado. Solo entonces podrás seguir a donde yo
voy.
—Solo la mitad —dije—. Pero ahora estamos viendo la otra mitad, ¿no te
parece?
Miró hacia la oscuridad, de espaldas a mí.
—Sí.
Se me ocurrió que Saba era como un niño pequeño. Como Talya. Allí en
la penumbra era como un semental negro, majestuoso y poderoso ante los
ojos del mundo, pero por dentro todo lo que quería era confiar.
Me levanté y me acerque a él por detrás. Todavía podía oler el jabón
perfumado que había usado antes. Se había afeitado, como era su costumbre,
y su piel brillaba a la luz de la llama.
—A menudo pienso que el cielo tempestuoso es como nuestras mentes —
dijo—. Se oscurece con las nubes.
—Y sin embargo, la luz siempre llega en la mañana —puse mi mano en
su codo y me detuve a su lado. Mi cabeza alcanzaba sus hombros si me
empinaba un poco. Pero esa noche preferí dejarla reposar en su brazo, no por
mí, sino por él—. Seguimos un Camino poderoso, Saba —le dije—. El
camino de Yeshúa es suficiente para hacer que a uno le dé vueltas la cabeza.
—Contradice todo sentido común.
—Desafía la tormenta más destructiva.
Saba puso su mano sobre la mía, allí en su codo.
—Pronto, mi reina. Puedo sentir una gran luz que crece en la oscuridad.
Es el final de todo sufrimiento. De la misma manera que él ha superado la
angustia de este mundo, también lo haremos nosotros, en la medida que nos
entreguemos.
La canción de Talya del Edén era la promesa de Yeshúa; vivir en la
gloria, incluso ahora mientras el mundo batallaba con el dolor y la muerte.
—Creo que debe ser hermoso, Saba.
Dudó.
—¿Entregarse?
—Sí —dije—. Creo que al entregarnos, como Yeshúa se ha entregado a
través de Su propio sufrimiento, solo encontraremos la paz.
—Más de lo que podemos imaginar.
—Las serpientes no pueden hacernos daño. La muerte quedará muy lejos.
—Solo el amor gobernará nuestros corazones —dijo.
Un latido.
—¿Saba?
—¿Sí?
—Se supone que debes aborrecerme… Pero, ¿me amas?
Varios segundos pasaron antes de responder, apenas en un susurro.
—Más de lo que imaginas, Maviah.
Sus palabras fluían a través de mí como la miel.
Sonreí en la penumbra, con la mirada fija en el cielo oscuro.
—Entonces vamos a nadar en este amor que él nos trae —me alejé
girando sobre mí misma—. Vamos a abrir nuestros ojos para ver la luz y
vencer toda la oscuridad ¡porque Él ha venido a dar visión a los ciegos!
Saba sonreía cuando me volví de nuevo a él.
—¡Baila conmigo, Saba!
—¿Bailar? Yo no sé bailar, mi reina.
—¡Tonterías! ¡Baila, Saba, baila!
Comenzó a aplaudir lentamente, era su forma de bailar. Pero para mí fue
suficiente. Así que me acerqué a la mesa, tomé una uva, la eché en mi boca y
me volví hacia él.
—Entonces bebe conmigo, Saba —dije alzando mi copa—. Bebamos en
memoria de la luz que ha llegado a nosotros en nuestro momento más oscuro.
¡Estábamos ciegos y ahora comenzamos a ver!
—Eso —dijo, avanzando con un dedo en el aire— lo puedo hacer.
A partir de ese momento, al aceptar esa poderosa relación entre nosotros,
toda la oscuridad desapareció de nuestras mentes.
Comimos más de lo que podíamos necesitar; dátiles y quesos, granadas y
naranjas, escupiendo las semillas en un tazón de plata. Y nos reímos, no solo
con risitas tímidas sino con verdaderas carcajadas, de las cosas más tontas,
como el jugo que corría por la barbilla de Saba o el vino que se derramaba
mientras yo llenaba su copa.
Comprendí algo esa noche: en el fondo de su corazón, Saba era
verdaderamente un niño. Sus muchas horas en silencio ante el Padre lo
habían transformado. No era de extrañar que Talya lo quisiera tanto. Ambos
eran niños.
Finalmente me desplomé en la cama, agotada pero todavía rebosante de
vida.
—Tenemos que dormir, Saba. Mañana amanecerá un nuevo día, lleno de
sol.
Saba sonreía en el diván.
—¿Quieres saber lo que pienso, Maviah?
El que me llamase Maviah en lugar de reina me agradó.
—Dime.
—Creo que Yeshúa pronto nos enviará de vuelta al desierto. Tal vez
mañana.
Me senté.
—¿Eso crees?
—Dijo que iba a reunirse con nosotros allí, en el espíritu. Tú has hecho
aquí lo que Él te ha pedido, ahora nos va a enviar de vuelta a Petra, con
poder. Eso es lo que creo.
—Espero que estés en lo cierto.
—Y si no es mañana, entonces será pronto. Muy pronto —se puso de pie,
tomó una almohada y la arrojó sobre una amplia piel de oveja en un extremo
de la habitación—. Así que tienes razón… Tenemos que descansar.
Vi como apagó dos de las lámparas. Luego se acercó a la tercera y la
tomó en sus manos.
—Duerme bien, mi reina —dijo, mirando por encima de la llama.
—Buenas noches, mi torre.
Apagó la lámpara y se dirigió a la piel de oveja, la cual prefería al diván.
—¿Saba?
—¿Sí?
—¿Crees que Talya esté sufriendo?
Me respondió en un tono que no dejaba lugar a dudas.
—Talya está lleno del Edén, Maviah. Él es como Yeshúa; ellos no sufren
como nosotros. Como dice el propio Yeshúa, no te preocupes por Talya. Solo
conviértete en un niño.
Era la cosa más amable que me había dicho.
—¿Estás seguro?
—Sin duda.
—Gracias.
—Ahora duerme.
En cuestión de minutos, pude escuchar su respiración profunda y supe
que se había dormido.
Me cubrí con las sábanas de seda y descansé en la paz más profunda que
había sentido en las últimas semanas.
SOÑÉ. Soñé con muchas cosas, pero luego soñé que estaba en el desierto
y que nubes de tormenta y truenos anunciaban torrenciales lluvias. Cien mil
beduinos bailaban mientras la lluvia caía con fuerza sobre la tierra reseca. Y
Talya estaba allí, todos lo miraban, sonriente como el sol. Retoños verdes
comenzaron a brotar de la arena. ¡La vida había llegado!
De repente yo estaba en un barco en medio de la tormenta, una vez más.
Los truenos retumbaban sobre mí. Y Yeshúa estaba allí en la proa, con el
puño en alto en dirección al cielo oscuro.
—¡Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo! —exclamó, bajando
Sus ojos ardientes hacia mí. Estas eran las mismas palabras que había dicho a
quienes había enviado en Su nombre hacía un año, según me dijo Esteban—.
Les he dado autoridad a ustedes para hollar sobre serpientes y escorpiones y
sobre todo el poder del enemigo; nada les podrá hacer daño.
¡Serpientes! Me llené de valor. ¿Quién podría tocarme? ¿Quién me había
vencido? No aquella víbora de Kahil.
¿Quién podía conocer la verdadera autoridad? No Herodes.
—¡Alégrense de que sus nombres están escritos en el cielo! — exclamó
Yeshúa.
Yo era la hija del Padre en Su reino, incluso ahora, pensé; así como los
nombres de Sus discípulos estaban escritos en el cielo desde hacía mucho
tiempo. Y allí nada podía dañarnos.
El cielo retumbó.
—¿Sí?
Saba…
La suave voz de Saba me hizo salir de mi sueño. Me senté y lo vi de pie
en la puerta. Un sirviente se encontraba más allá del umbral con una lámpara
en la mano. Había estado tocando a la puerta y Saba se había levantado.
Afuera el cielo seguía oscuro.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Saba se volvió.
—Vístete, mi reina. Herodes nos llama.
—¿Herodes? ¿A esta hora? Eso es…
—Nos llama —Saba recogió sus sandalias—. De prisa.
Salté de la cama y tomé mi chal y el fajín, sin la más mínima idea de por
qué el rey nos llamaría a su habitación antes de que saliera el sol.
Seguimos al sirviente por un pasillo hasta llegar a una enorme puerta.
Todavía llevaba las sandalias en mis manos y pensé ponérmelas, pero
entonces se abrió la puerta y el sirviente nos hizo entrar en la cámara de
Herodes.
Saba iba al frente y cuando entramos la luz de la lámpara me hizo
parpadear. Herodes estaba de pie junto a una mesa, vestido solo con una
camisa de dormir y una bata hasta la cintura. Tenía el pelo enmarañado y
sostenía una copa en la mano.
Se volvió hacia nosotros mostrando su descontento.
—Es por eso que odio Jerusalén —dijo—. No conocen el respeto.
Yo no sabía qué decir.
—Bueno, entonces… Ya tienen su respuesta. Cortesía de los fariseos. Ya
ustedes ven como ellos se creen con derecho a exigir una audiencia conmigo
en medio de la noche. Esto nunca termina.
Esto no era lo que esperaba.
—¿Ellos vinieron aquí? ¿Quiénes?
Herodes soltó su copa.
—Uno llamado Nicodemo. Insistió en que me despertaran y rogó mi
intervención en favor del profeta.
¡Nicodemo! El tío de Esteban, y amigo de Yeshúa.
—¿Qué profeta? —pregunté. Pero ya sabía la respuesta—. ¿Intervenir,
cómo?
—Tu Yeshúa, ¿lo has olvidado? El fariseo afirma que será entregado a las
autoridades religiosas antes de que salga el sol.
Un nudo atenazó mi garganta. Consternada recordé las palabras de Arim
sobre la posibilidad de Su muerte, pero solo por un instante, pues me negué a
creer en ellas. Esteban tenía razón… Al final, Yeshúa mostraría Su poder. Y
mi visita a Herodes era parte de eso.
—¿No les advertí sobre estos fanáticos religiosos? —dijo Herodes.
Yo no podía pensar con claridad.
—¿Lo hará?
—¿Intervenir? Incluso si pudiera, ¿por qué habría de hacerlo? Tú dices
que no hay quién lo detenga… entonces vamos a ver. Si Él es quien tú dices
que es, se mostrará como tal y yo mismo me inclinaré ante Él. Esta es mi
respuesta.
Sus palabras me dejaron sin aliento.
—¿Dónde? —exigió Saba.
—¿Dónde voy a inclinarme?
—¿Dónde lo van a entregar? —la fuerza de su voz sorprendió incluso a
Herodes.
—En un jardín —dijo el rey—. Uno que él frecuenta.
Un aire frío recorrió la habitación.
Saba me agarró del brazo.
—Debemos irnos.
Yo ya me daba la vuelta, en mi mente un solo pensamiento: Getsemaní.
—Vuelve a mí con pruebas, reina —dijo Herodes—. ¡Convénceme!
Pero a mí y a Saba solo nos importaba ahora una cosa.
Teníamos que llegar al jardín en las afueras de Jerusalén. Había que
advertir a Yeshúa. Ahora comprendía la razón por la cual mi corazón había
sido empujado a visitar a Herodes.
Al llegar al amplio patio, Saba comenzó a correr, luego se volvió y agarró
mi mano.
—¡De prisa!
—Espera… —me senté rápidamente en un sofá y me puse mis sandalias
mientras él miraba hacia el horizonte en el este. Hacia el monte de los Olivos.
Ahora, con una vista completa del cielo, vi que las amenazantes nubes de
tormenta se levantaban como un muro más allá de ese monte. La visión me
llenó de pavor.
Corrí tras él. Atravesamos el patio, bajamos por las escaleras del palacio y
llegamos a la puerta.
—Nuestros camellos…
—No hay tiempo para buscarlos —dijo—. No te apartes de mí.
Las calles de Jerusalén estaban desiertas. Corrimos a través de ellas
desesperadamente, como si de ello dependiera nuestra propia vida. El templo
se veía como un monumento blanco, sin vida, que contrastaba con el cielo
oscuro.
Regresamos por el mismo camino que habíamos recorrido el día anterior.
Pasamos un centenar de casas y tiendas. Dejamos atrás los guardias de la
puerta de la ciudad, que nos miraron con curiosidad mientras corríamos.
Tomamos por el sendero que atravesaba el valle de Cedrón hasta el monte de
los Olivos.
No hablamos nada. Hacerlo solo habría agotado nuestro aliento, el cual
manteníamos al ritmo de nuestros pies. Saba corría dos pasos delante de mí;
yo me esforzaba al máximo y trataba de mantener el paso.
No había señales de violencia o amenaza, y eso me tranquilizó un poco,
pero no podía olvidar el peso de aquellas nubes enormes que dominaban el
horizonte. En una ocasión había enfrentado una tormenta en Galilea. Pero
Yeshúa la calmó con Sus palabras. Ahora, una nueva tempestad se formaba
en Su contra.
No sabía si encontraríamos a Yeshúa en el jardín tan tarde. Tampoco si ya
lo habían entregado. No tenía idea de quién podría haber conspirado contra
Él, ni por qué Nicodemo había decidido despertar a Herodes.
Solo sabía que tenía que correr, pues poseía una información que pocos
podrían haber adivinado.
Pero más que eso, corría para estar al lado de Yeshúa. Para permanecer en
Él. Para estar con Él siempre, por mi bien, pero quizás ahora también por Su
bien.
Decenas de preguntas se agolpaban en mi mente, pero continuaba
corriendo.
SOLO CUANDO llegamos al tramo donde habíamos oído la voz del
Padre como un trueno fue que Saba se desvió del sendero y comenzó a
caminar.
—¿Estará Él aquí? —susurré, mirando el jardín delante de nosotros.
Saba se adelantó, sin ofrecer respuesta.
Poco a poco mi respiración se fue calmando. Grandes olivos se erguían
sobre nosotros y Saba me condujo entre ellos, abriéndose paso con facilidad,
con la vista al frente… siempre al frente.
—Saba.
Levantó la mano y absorto en la oscuridad movió su dedo para indicarme
silencio. Luego se detuvo en seco, escuchando.
Yo no escuchaba más que el sonido de los grillos. Pero Saba tenía oídos
para captar un fantasma en la noche.
Desvió la mirada hacia donde los árboles bordeaban una depresión poco
profunda. Entonces, en el momento de más silencio, y aunque apenas era
perceptible, pude oír lo que él había oído.
Un suave sollozo de profunda angustia.
Se me heló la sangre. Supe de inmediato a quién pertenecía, sin tener que
pensar.
Parecía que el mundo entero lloraba en aquel sollozo, pues provenía de
alguien que no podía llorar de un modo tan terrible.
Saba quedó petrificado. Y entonces se escuchó otra vez, muy suave, pero
lleno de agonía.
Alarmado, Saba se dirigió directo hacia el sollozo, más allá de los
árboles, olvidando que yo existía. Pero yo también tenía que llegar al hombre
que lloraba en el jardín.
Y lo vi, allí entre dos árboles. Reconocí Su capa. Vi Su manto azul y
blanco, que ahora no cubría Su cabeza. Reconocí el sonido de Su voz.
Yeshúa estaba junto a las raíces de un árbol grande, boca abajo con
ambos brazos extendidos al frente. Su cuerpo se estremecía.
Y entonces oí las palabras guturales que pronunció.
—Abba… Abba…
Ni Saba ni yo podíamos movernos. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía el
Hijo del Padre que no conocía la muerte estar tan abatido? ¿Acaso Su Padre
no había prometido glorificar Su nombre incluso aquí, en este mismo jardín?
—Abba… Padre… —tomó un aliento profundo, luego otro y suplicó con
un gemido tembloroso—. Todas las cosas son posibles para ti. Aparta de mí
esta copa…
La confusión me embargó. No podía respirar. Mis ojos se llenaron de un
antiguo dolor que no podía contener.
—Te ruego… Aparta de mí esta copa…
Qué copa, yo no lo sabía. La razón de Su dolor era insondable. Pero en
ese momento, me sentí como una madre, como la suya, Miriam, que me había
ofrecido su compasión.
Quería ir corriendo hasta Él. Para consolarlo, limpiar Sus lágrimas,
abrazarlo y decirle que no tenía motivo para sentir miedo.
Yo quería, pero Su temor me inmovilizaba. Nunca lo habría imaginado en
una situación semejante.
—Abba… Abba… —cada gemido desesperado me aplastaba—. Aparta
esta copa…
Entonces comprendí: Yeshúa sabía que iba a ser traicionado.
Él sabía.
Me volví a Saba y vi que su rostro estaba lleno de lágrimas.
Yeshúa sollozaba y Su cuerpo se estremecía con cada gemido
entrecortado. Sus dedos estaban clavados en la tierra y Su frente apoyada en
el suelo.
Podía haber corrido a Él y decirle: ¡No habrá ninguna copa! Por favor,
Yeshúa, por favor. No temas. Solo ten fe.
Pero no podía moverme.
Yeshúa comenzó a calmarse. Y cuando lo hizo, la esperanza inundó mi
corazón. Ahora todo había terminado. Ahora Él recobraría Su fe y se
levantaría. Ya acabó, hijo mío. Ya acabó y ahora estarás a salvo. Ahora
déjame abrazarte y secar todas Tus lágrimas.
Pero no había terminado. De nuevo el llanto se adueñó de Su cuerpo,
incluso con mayor angustia. Hasta llegué a pensar que llevaba sobre Sus
hombros el sufrimiento del mundo entero.
Saba cayó lentamente de rodillas, con los brazos extendidos al lado de sus
muslos y los ojos llenos de lágrimas fijos en Yeshúa. Poco a poco unos
sollozos silenciosos comenzaron a sacudir su cuerpo. Saba, a quien nunca
había visto deshecho, estaba quebrándose de adentro hacia afuera.
Ahora yo era una madre para él también. Y para Talya y para todos los
que sufrían en este mundo.
Yo era una madre, por eso puse mi mano en el hombro de Saba, pero no
tenía más valor que ofrecer. Me sentía ahogada en mi propia angustia.
Y sin embargo, algo nunca visto estaba ocurriendo, pensé. Aquí, en este
jardín. Era algo más grande que mi entendimiento. Pero lo sabía, como un
suave susurro de consuelo que llegaba de más allá del tiempo.
Mediante el sufrimiento aprendió a obedecer…
Ahora mismo Yeshúa era como yo. También sufrió sin tener ninguna
ventaja, y esta verdad me acercó a Él como nunca antes. Allí, aquel que
calmó la tormenta lloró en su presencia, así como yo lloré por Talya.
Yeshúa recogió Sus manos bajo Su pecho, se levantó y quedó de rodillas.
Entonces pensé: ahora… ahora ya terminó.
Luego abrió los brazos con los puños cerrados, levantó la cara al cielo y
se sentó sobre sus talones, con los brazos extendidos a los lados. La luz de las
estrellas en el oeste me permitió ver las lágrimas oscuras que surcaban Su
cara.
—No sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú, Padre.
No lo que Él quería… En este momento, la voluntad de Su mente y la
voluntad del Padre no eran la misma.
Entonces comprendí. Él estaba entregando Su voluntad. Él estaba
venciendo el antiguo deseo del hombre de ser Dios.
La expresión de Yeshúa comenzó a calmarse. Durante mucho tiempo
permaneció quieto, de rodillas, con el rostro en dirección al cielo y los ojos
cerrados. Su respiración se hizo regular y profunda, Su cuerpo se relajó bajo
la influencia de cierto bálsamo invisible que parecía lavarlo de la cabeza a los
pies. No sonreía, pero Su rostro reflejaba una paz perfecta.
Un breve temblor sacudió Su cuerpo. Pero pensé que era de poder y amor,
no de miedo.
Largo rato quedé aletargada, incapaz de moverme. Podía sentir la
presencia de Su paz recién descubierta, como si un ángel hubiese venido a
ofrecerle bienestar y me hubiese tocado con el viento de sus alas.
Entonces Yeshúa bajó la cabeza, dejó escapar un largo suspiro y
finalmente se puso de pie. Quedó mirando a la oscuridad por un momento y
luego se dirigió a otra pequeña arboleda cercana.
Saba cayó sobre sus talones y agachó la cabeza. Me senté a su lado,
mirando hacia la oscuridad en la que Yeshúa había desaparecido. Me
temblaban las manos y un terrible nudo apretaba mi garganta.
—¿Saba? —susurré.
Tenía los ojos cerrados y respiraba profundamente, tratando de calmarse.
Puse mi mano en su espalda.
—Saba…
—Él sabe que vienen por Él —dijo—. Él lo sabe y lo permite.
Asentí.
—¿Y esta copa de la cual habla?
Saba miró a la arboleda hacia donde Yeshúa había ido.
—No lo sé. Pero se sobrepuso a Su miedo. ¿Lo viste?
—Sí.
—Lo venció y ahora mostrará Su poder. Ningún hombre puede tocarlo.
Una vez más, asentí. Entonces pregunté lo que casi no me atrevía a
preguntar.
—¿Por qué tendría tanto miedo, Saba?
No respondió. No tenía respuesta para eso.
La voz lejana de Yeshúa llegó a nosotros. Hablaba con calma.
—El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil —después algo más
respecto a dormir, y lo que parecía la respuesta de Pedro, pero no podía
distinguir las palabras.
Saba de repente volvió la cabeza hacia el oeste, y yo también escuché el
sonido de personas que se aproximaban corriendo.
—¡Se acabó! —oí decir a Yeshúa, que hablaba ahora con más autoridad
—. Ha llegado la hora. El Hijo del hombre va a ser entregado en…
Y ya no escuché más, pues tanto Saba como yo nos incorporamos de un
salto. En ese mismo instante, las personas que venían corriendo pasaron justo
al norte de donde nos encontrábamos.
Comencé a correr hacia la arboleda donde Yeshúa esperaba, pero Saba
me agarró del brazo.
—¡No! —Saba se interpuso en mi camino—. Ellos no deben ver a una
mujer aquí.
—No puedo quedarme…
—¡Espera aquí! —dijo de forma tajante. Luego hizo un gesto brusco y se
perdió en la oscuridad, dejándome sola.
Comprendí. Era imposible saber lo que aquellos religiosos indignados
podrían hacerle a una mujer sorprendida con hombres tan tarde en la noche.
Me escondí detrás del árbol más cercano, tratando de calmar mi respiración
para poder escuchar. Pero había muchas voces ahora, algunas calmadas, otras
enojadas, como la de Pedro. Escuché la voz de quien parecía ser Judas, y las
de aquellos que habían llegado corriendo a la arboleda. Pero no podía
entender lo que decían, solo tenía el convencimiento de que Nicodemo había
estado en lo cierto.
Habían venido a arrestarlo. Tratarían, pero no tendrían éxito. Yeshúa
había vencido Su angustia. Lo había visto encontrar aquella gran paz con mis
propios ojos.
Un grito rasgó la noche y salté. Luego una pelea con fuertes gritos.
Después palabras más tranquilas; era la voz de Yeshúa, aunque todavía no
podía entender lo que decía.
Y entonces se dispersaron. Escuché personas corriendo en diferentes
direcciones. La confusión se apoderó del jardín y yo me escondí aún más
detrás del árbol.
Mi imaginación se desbocó y pasaron por mi mente imágenes de soldados
que trataban de atar a Yeshúa y fallaban, o que lograban hacerlo y lo llevaban
en cadenas, aunque esto último me parecía imposible.
Imaginé a Saba destrozando a todos los enemigos de Yeshúa. Él podía
hacerlo fácilmente.
Luego los ruidos se apagaron y quedé a solas con los latidos de mi
corazón.
El crujir de unas ramas a mi derecha me hizo darme la vuelta. Saba
emergió de la oscuridad, con los ojos muy abiertos. Solo.
—¿Qué pasó?
—Se lo han llevado —tomó un aliento—. Lo han arrestado.
Parpadeé.
—¿Arrestado? ¿Con qué objetivo? —y luego pregunté con dureza, antes
de que él pudiera responder—. ¿Por qué has permitido eso?
—¡Él fue de buena gana! —ripostó Saba—. Pedro sacó una espada y
golpeó a uno de ellos, pero Yeshúa lo reprendió.
—¿Pedro, que dormía mientras Yeshúa lloraba? ¿Cómo permitieron eso?
Apreté mis manos para evitar que temblaran. Sabía que ni Saba ni Pedro
ni los demás eran culpables de esto. El mismo Yeshúa lo había permitido.
Yeshúa, quien intencionadamente había desafiado a los líderes religiosos
al entrar montado en Jerusalén como su Mesías. Yeshúa, que los había
desafiado de nuevo al limpiar el templo. Yeshúa, que había venido aquí de
noche, muy cerca de la ciudad, sabiendo que vendrían por Él. Yeshúa, quien
se había entregado a sí mismo.
Esta era la copa. Había rogado que Su Padre la apartase de Él, y ahora se
estaba entregando a ella.
Un momento de profunda ira se apoderó de mí. Yo no entendía aquella
furia; solo me sentía como alguien que había sido traicionada del mismo
modo que Yeshúa había sido traicionado. Traicionada por la vida…
Traicionada por Yeshúa.
Pero inmediatamente eché a un lado la cólera. Incluso ahora se abrirá un
camino. Yeshúa no morirá, así como tu Talya tampoco morirá. Él lo
prometió.
—Tenemos que hablar con Herodes de nuevo —dijo Saba, ya en
movimiento. El guerrero en él estaba despertando.
—¿Quién se lo llevó? —pregunté.
—Los líderes religiosos. Judas los trajo.
—¿Judas?
¿Yeshúa había sido traicionado por uno de Su círculo íntimo? ¿Cómo
podía alguno de ellos darle la espalda ahora? El calor de la ira hizo arder mi
cara.
—Entonces tenemos que correr de nuevo —le dije, adelantándome a él—.
¡Tenemos que convencer a Herodes!
CAPÍTULO VEINTICUATRO
—¿Ya ve, Miriam? —Esteban aplaudió una vez para asegurarse de que el
punto no estaba perdido—. ¡Ni siquiera la muerte!
Miriam no dijo nada.
Yo tampoco. Yo había mirado a los ojos de Yeshúa y visto las lágrimas
bajando por Sus mejillas. Sabía que Su círculo íntimo había huido. Yo había
visto el miedo que sintió Yeshúa en el jardín y oído Su grito de angustia,
como si todos los problemas del mundo se amontonaran sobre Él. ¿Cómo iba
a enfrentar cualquier tormenta sin temor, si Él, el señor de las tormentas, no
podía?
Yo me reservé todo esto. Yo no podía hablar de mi preocupación frente a
Su madre. Tampoco frente a los otros. Ni tampoco expresarla en voz alta a mí
misma.
Todo lo que sabía era que Saba tenía que estar en lo correcto. Yeshúa
tenía que hallar un camino, porque Yeshúa era ese Camino.
Así que me aferré a esta promesa y cabalgué en silencio, lanzando
miradas ocasionales a Miriam, que se mantenía callada con los ojos en el
sendero por delante.
No paramos hasta que ascendimos la loma desde la que pudimos ver todo
el Valle de Cedrón. Allí Miriam aminoró el paso y luego detuvo su camello.
Como uno solo, nos fijamos en la gran ciudad delante de nosotros. Jerusalén,
joya de la corona del mundo judío. Jerusalén, con sus imponentes muros
blancos y majestuoso templo.
No había ninguna señal de problemas. No había señales de levantamiento
alguno o de muerte inminente. No había señales de que la ciudad estuviera
siquiera despierta.
—Fue aquí donde Yeshúa lloró por Jerusalén —dijo Esteban, con la voz
tenue—. Él no lloró por sí mismo, porque este mundo no tiene ningún poder
sobre Él. ¿No es esto lo que Yeshúa nos ha mostrado?
Él no esperó nuestra respuesta.
—Y si Él dice que va a derribar el templo y reconstruirlo en tres días,
aunque simbólico, ¿quién lo hará si Él no puede? —se volvió de nuevo a
nosotros, los ojos brillantes—. ¡Nadie más que Yeshúa! ¿Lo ven? ¡Su obra no
ha terminado!
Tenía razón, pensé. Y Esteban tampoco había terminado.
—¿No nos ha mostrado Su poder antes?
—Muchas veces —dijo Marta.
—Muchas veces. Tú, María, con nuestros propios ojos, vimos a tu
hermano salir caminando de su tumba.
Una sonrisa apareció en su rostro.
—Yo lo vi.
—¡Y tú, Lázaro! Tú eras el hombre muerto; sin embargo, aquí estás,
¡respirando!
Había una mirada lejana en los ojos de Lázaro mientras sonreía allí junto
a Esteban.
—Yeshúa ha vencido a la muerte —dijo.
—¡Al igual que nosotros! —Esteban alzó sus dos dedos índices al aire
ahora, marchando con gran valentía—. ¿No tenemos el mismo poder, incluso
ahora? ¿No haremos lo que Él ha hecho y aún más? ¿No pediremos lo que
queramos en Su nombre y lo veremos hecho realidad? ¿No temblarán las
montañas ante nosotros y las tormentas se esconderán ante nuestra voz?
—Sí —dije yo. Todo lo que había olvidado volvió a penetrar en mi
mente.
—¿No calmaremos la tormenta y sanaremos a los enfermos y
resucitaremos a los muertos y nos ocuparemos de esas víboras que hundían
sus colmillos en nuestra carne?
—Sí —dijo Marta, mirando a Jerusalén.
Esteban se volvió hacia su hermana.
—¿Sí, María?
Una sonrisa ahora dividió su rostro.
—¡Sí!
—¡Sí, sí y sí! —exclamó Arim, con ambos dedos levantados como su
maestro—. ¡Ante todos los dioses y como ningún otro, Yeshúa nos hará
dioses en la tierra!
Esteban bajó las manos y lo miró. Parpadeó.
Al ver la interrogante en el rostro de su maestro, Arim rápidamente se
corrigió a sí mismo.
—No, no vamos a ser dioses. Solo tendremos el poder de este dios.
—Bastante cerca —Esteban se dirigió a nosotros—. No deben llevar su
miedo a Jerusalén. ¡Eso solo es una burla a todo lo que Él nos ha demostrado!
Vean paz en lugar de tormenta; vean luz en lugar de tinieblas; vean Su poder
ante la muerte, porque Yeshúa no será dañado. De esta manera, le
seguiremos. Si los dirigentes se burlan de Él, también se burlarán de nosotros,
pero, como Él, ¡nosotros hemos vencido incluso a la muerte!
Su entusiasmo le había dado aliento.
—Ninguna de Sus enseñanzas tendrá ningún poder si Él nos es quitado
ahora.
Sí, pensé. Así pues, debo dejar todo mi miedo a un lado y en su lugar
poner mi fe en Yeshúa.
—¡Entremos en Jerusalén como lo hizo Yeshúa, con gritos en nuestros
corazones por la venida del rey! —dijo Esteban—. No tenemos las
multitudes, pero todos los ángeles se regocijan incluso ahora. ¿Verdad,
Miriam?
Miriam no había quitado los ojos de la ciudad. Ni había sonreído. Pero
ella era Su madre.
Ella vaciló, luego asintió simplemente.
—Sí —dijo ella en voz baja—, debemos darnos prisa.
CAPÍTULO VEINTISÉIS
Yeshúa
CAPÍTULO VEINTISIETE
VEINTE DÍAS. Este es el tiempo que les tomaría traer a Talya, pensé. Diez
días a Duma, y diez más para volver, a menos que cabalgaran como el viento,
reuniendo camellos adicionales en el camino para reemplazar a los que
morían por ser llevados tan aprisa.
Pero no… Veinte días. Yo no me permitiría esperar que fuera menos. Yo
había estado en cautiverio aquí antes, y había sobrevivido para encontrar el
poder de Yeshúa.
Yo no sabía lo que me esperaba esta vez. Pero durante los veinte días
siguientes a mi fracaso en levantar a Fasa, yo me ocupé con una sola cosa: la
esperanza.
Esperanza en que la enfermedad de Fasa no empeoraría. Esperanza en que
Talya vendría y me encontraría viva. Esperanza en que Saba había conocido
la verdad cuando dijo que un niño los guiará.
Me habían colocado en una pequeña habitación con una sola ventana, una
cama pequeña, una mesa de piedra, y un estrecho pasillo que conducía a un
baño rudimentario. No era parte de su calabozo, pero aquí también yo estaba
completamente sola.
El siervo que me traía la comida no me dio ninguna información sobre
Saba, aparte de decir que estaba en buen estado de salud. Claramente,
Shaquilath pretendía castigarme al separarme completamente de la única
alma que me podía ofrecer consuelo.
Oraba sin fin, caminando de un lado a otro y rogando a la habitación
silenciosa que hablara a mi corazón. Nunca lo hizo. ¿Pero qué era veinte
días? Solo el tiempo para pasar mientras albergaba mi esperanza de salvación
a través de mi hijo.
¿Y si Talya no podía ayudar a Fasa? ¿Qué otra cosa aparte de su
inocencia y la palabra de Saba me hacían pensar que él tendría éxito? Pero
no… yo no podía permitirme pensar en esa perspectiva.
Un día pasó. Luego cinco. Luego diez. Luego quince.
Luego veinte sin saber de Shaquilath. Sin embargo, podría haber tomado
más tiempo para recuperar a Talya. Saman podría haber objetado o haberse
negado. Algún problema podría haber alargado su viaje. Tal vez no habían
podido encontrar a Arim. Una docena de posibilidades podrían haber estirado
el tiempo.
Me desperté con un sobresalto en el vigésimo tercer día, con el sonido del
llanto proveniente de mucho más allá de las paredes de mi celda. Un
escalofrío bajó por mi espalda y me apresuré a la ventana que daba
únicamente al desierto, escuchando la causa de aquel duelo.
¿Había muerto Fasa?
No podía pensar en ello. Este llanto podría ser por cualquiera de estatus.
O por un siervo o un sacerdote o incluso por alguien de lejos. Por cualquiera.
Esa noche, los guardias vinieron a buscarme y me indicaron que saliera,
sin ofrecer explicación alguna. La esperanza aumentó en mi pecho mientras
caminábamos por el pasillo. Imaginé que Talya estaba finalmente aquí y al
menos lo vería. Una vez más, sostendría a mi cordero en mis brazos, y si esa
era la última vez, estaría satisfecha de tener esos pocos momentos con él.
Pero los guardias no me llevaron a las cámaras interiores. En su lugar, me
llevaron hacia la parte posterior del palacio. Al darme cuenta de que algo
estaba terriblemente mal, grité el nombre de Shaquilath y luché contra las
fuertes manos que me sujetaron las muñecas.
Una bofetada me hizo callar. Luego me arrastraron desde el palacio a las
mazmorras, donde me dejaron en una pequeña celda sombría con un suelo de
paja.
Durante tres días caminé de un lado al otro, exigiendo saber algo cada vez
que los guardias venían con comida. Ellos no ofrecieron palabras.
En el cuarto día en aquella celda; veintisiete días desde que había fallado
con Fasa, lo que me quedaba de esperanza desapareció de mis huesos y me
hundí en el suelo, insensible al mundo.
Era la única manera que tenía para enfrentarlo.
Y cuando ese día se hizo otro, y otro, y otra semana sin una sola palabra
de Shaquilath o Saba o de cualquiera de los guardias, dejé de cuestionarme y
de contar los días, y mis imaginaciones, tanto buenas como malas.
El brutal asesinato de Yeshúa me perseguía siempre. Cada detalle estaba
grabado vívidamente en mi mente. Pero yo no podía permitirme sentir más
ira o angustia. Las palabras de Saba me llamaban, pero yo las rechazaba. Si
no lo hubiera hecho, mi fracaso en seguir el Camino olvidado me hubiese
aplastado.
Solo podía sobrevivir. Comía, me lavaba con un cubo de agua fría,
dormía, miraba fijamente la pared, y el suelo, y la llama de la antorcha fuera
de mis barrotes. Yo estaba viva y Talya podría estarlo también, y eso era todo
lo que me atrevía a creer.
Cada noche era lo mismo. Susurraba una oración pidiendo visión, porque
sabía que yo estaba ciega y luego poco a poco comenzaba a soñar que
caminaba por el desierto oscuro, llamando a mi hijo, que había desaparecido
en un reino invisible llamado Edén. Cada noche tenía este mismo sueño, que
siempre terminaba de la misma manera que comenzaba, sin resolución o
esperanza.
—Despiértate…
Abrí los ojos una mañana a un guardia que me hablaba. El pestillo de la
puerta de barrotes rechinó, y yo me puse en pie, todavía media dormida.
Cuatro guardias estaban fuera de mi celda. Uno empujó la puerta de par
en par y me arrojó una túnica limpia.
—La reina te llama.
Eran las primeras palabras que había escuchado desde que fui lanzada en
su calabozo. Me quedé mirando a ellos, con miedo de pensar.
El guardia empujó la barbilla en dirección a la túnica.
—Vístete. Han traído a tu hijo.
MI CORAZÓN LATÍA.
Era Él, sabía que lo era, a pesar de que parecía un poco diferente. No
diferente en Su cuerpo, sino trascendente. Sin embargo, allí estaba en la
carne, a cinco pasos de distancia de mí, en cuclillas junto al fuego con un
palo en la mano. Había estado avivando el fuego.
Él veía a través de mí, y Su mirada me abrazaba con los mismos ojos
brillantes que había anhelado mirar en cada oportunidad. Su sonrisa era
suave, cómplice, como la mostrada por alguien que está a punto de revelar
grandes secretos a sus amigos queridos.
Ni Saba ni yo nos pudimos mover. Por un momento, no me atreví a creer,
temerosa de estar todavía soñando. Yo había visto Su cuerpo torturado en
aquella cruz. Yo lo había oído entregar Su aliento. Yo había observado a los
soldados romanos empujar una lanza en Su costado. Yo había estado cerca
mientras Sus amigos sellaban Su cuerpo en una tumba.
No obstante, lo estaba viendo ahora, seis o siete semanas después de Su
muerte, vivo como cualquier otro hombre. Con un nuevo aliento.
¡Debo estar delirando!
Pero no. Saba lo estaba viendo también. Lo sabía porque estaba sentado a
mi lado, rígido, a excepción de un temblor en sus manos siempre firmes,
respirando con dificultad.
Yeshúa dejó caer el palo al lado del fuego y se puso de pie, sacudiéndose
las manos para limpiar la ceniza.
Saba se apresuró a ponerse en pie, y yo también, apoyándome en la tierra
con mi mano derecha, tratando de sacar mis pies debajo de mí, y luego estaba
parada, aferrándome a la túnica de Saba.
Yeshúa caminó hacia nosotros, riendo entre dientes. Así que ahora
también lo escuchaba.
—No era mi intención asustarlos, mis amigos. Solo mostrarles.
Saba se adelantó y se arrojó de rodillas.
—¡Maestro! —exclamó.
Yo estaba demasiado abrumada para hablar o moverme, y sin Saba para
sostenerme, pensé que mis débiles piernas podrían ceder.
—Ahora te llamo amigo, Saba. Levántate.
Pero Saba no se levantó. Estaba demasiado abrumado, sollozando ahora.
Yeshúa me miró y durante un buen rato, ambos sostuvimos la mirada. Su
presencia me había tocado profundamente en Betania, pero ahora apenas
podía permanecer de pie en el torrente de amor y asombro que fluía sobre mí.
Él dio un paso adelante, tomó la barbilla de Saba, y besó la parte superior
de su cabeza.
—Levántate, hijo mío. Ese día ha llegado.
Saba agarró los dedos de Yeshúa con las dos manos y se paró de espaldas
a mí. Besó la mano de Yeshúa.
—Has vencido a la muerte.
Yeshúa le ofreció una inclinación de cabeza.
—Al igual que tú, mi valiente guerrero.
—¿Estábamos muertos?
—¿No lo están todos? Pero ya no.
Dio un paso más allá de Saba y se acercó a mí, sonriendo.
—Hija —dijo, extendiendo Su mano.
Me atreví a tomarla, para sentir el calor de Su carne contra mi palma. Y
cuando lo hice, no pude contenerme más. Me acerqué a Él y lo abracé,
descansando mi frente en Su pecho. Y allí, lloré de gratitud.
Sus manos descansaron suavemente en mi hombro y la parte posterior de
mi cabeza. No dijo nada, pero yo podía sentir el ascenso y descenso de Su
pecho, lleno de vivo aliento. Esto, no Sus palabras, era lo que necesitaba tan
desesperadamente en ese momento interminable.
Cuando finalmente di un paso atrás, Él todavía estaba allí, en la carne,
lleno de vida.
Yeshúa había resucitado de entre los muertos. Todas Sus promesas eran
de repente e inquebrantablemente fieles para mí.
—Tú… —dije tontamente—, Tú estás… —¿Cómo podía decir lo que era
tan obvio?
—¿Vivo? —Él tomó mi mano, asintió a Saba y caminó hacia el fuego, los
ojos en las llamas—. Pero yo no morí, hija. Solo este cuerpo, que entregué
voluntariamente como expiación por todos. Yo no soy de este mundo; como
tampoco ustedes —soltó mi mano, cruzó al otro lado de la hoguera, y se
agachó de nuevo, recogiendo el palo que había soltado.
Las lágrimas marcaban el rostro polvoriento de Saba. Parecía un niño
asombrado con los ojos muy abiertos.
Yeshúa atizó el fuego dos veces, luego hizo un gesto hacia el palo en Su
mano.
—Un día aprenderán que este palo es a la vez el fuego y la madera —
entonces lo arrojó a las llamas—. Ambos pueden estar aquí y desaparecer al
instante. Pero el amor —Él miró hacia nosotros—, el amor nunca termina,
porque Dios es amor.
¿Cuánto tiempo había estado vivo? Me preguntaba.
—La tumba me tragó por dos noches —dijo, mirando directamente a mí
—, en el tercer día, fui resucitado de la muerte.
¡Hacía mucho tiempo! ¿Lo sabían los demás? Seguramente que sí.
—Todos ellos me han visto. Más de quinientos.
¡Todos mis pensamientos estaban desnudos para él!
—Ya no le temen más a la muerte.
—¿Y qué hay de Esteban? —preguntó Saba—. Él está…
Yeshúa rió, encantado.
— Esteban es como un niño abrumado con la revelación y el gozo. Mi
querido hermano no conoce limitaciones. Tampoco los demás.
—¿María? —le pregunté, pensando en las mujeres.
—Al igual que muchas de las mujeres, ella estuvo entre las primeras en
comprender y aceptar la verdad. Ella vive con el corazón, como ustedes
saben.
Miró entre nosotros, del uno al otro.
—Pero ahora —dijo, mientras se ponía en pie—, vine a decirles lo que
dije a mis discípulos, y lo que otros algún día escribirán, porque es verdad.
¿Tienen oídos para oír?
Un destello de audacia iluminó Sus ojos.
—¿Quieres mover montañas, Saba?
La voz de Saba fue irregular.
—Sí.
—¿Quieres caminar sobre los mares agitados de esta vida, Maviah?
—Sí.
A los dos:
—¿Quieren dar vista a los ciegos, y hollar serpientes? —lentamente
extendió los brazos—. ¿Quieren encontrar gozo en todo lo que mi Padre ha
creado para ustedes aquí en la Tierra, disfrutando de cada respiración
mientras todavía viven?
Pensé en Talya y solté mi respuesta, al mismo tiempo que Saba susurraba
lo mismo.
—¡Sí quiero! Sí, quiero.
—¿Quieren caminar en la vida eterna, mientras todavía respiran en esta
tierra?
Yo estaba demasiado abrumada para responder en voz alta. ¡Sí! ¡Sí,
quiero!
Yeshúa bajó los brazos y me guiñó un ojo.
—Entonces, sepan lo que va a ser escrito.
Un águila chilló desde el acantilado por encima de nosotros, pero Él no le
hizo caso alguno.
—Verme a mí es ver al Padre. Yo y el Padre uno somos. Ustedes conocen
acerca de mí, pero ¿conocen ustedes al Padre? ¿Me conocen a mí? Esta es la
vida eterna.
Él estaba hablando de mi experiencia de Él.
—A veces —le susurré. Y sabía que cuando lo conocía, yo experimenté
la vida eterna, pero cuando yo me conocía solo a mí misma, sufrí, y
profundamente.
—Pero ten gozo, hija —dijo, sonriendo—. Incluso cuando estés cegada y
te sientas abandonada, ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni
lo presente, ni lo por venir, ni potestades, ni lo alto, ni lo profundo, ni
ninguna otra cosa creada, podrá separarte de mi amor.
Recuerdos de haber comido el fruto llenaron mi mente. Pero Él estaba
diciendo que nunca volvería a estar separada…
Él bajó la cabeza.
—El primer Adán, hijo de Dios, se convirtió en un ser viviente. Aun así,
yo, el último Adán, me convertí en el Espíritu vivificante. Y así como por un
hombre el pecado y la muerte entraron en el mundo, de la misma manera por
un hombre, yo, la vida fue restituida a todos los hombres.
—Mi sueño —dije, asombrada por Su afirmación—. Tú deshiciste la
caída del primer Adán, la cual nos llenó del conocimiento del bien y del mal.
Hiciste esto, al morir y resucitar en Jerusalén…
Él me sonrió.
—Yo fui inmolado antes de la fundación del mundo. E incluso antes de la
fundación del mundo, ya ustedes habían sido elegidos en mí. Porque yo los
redimí de la maldición de la Ley al hacerme maldición por ustedes, hija mía.
Sus ojos brillaban.
—Pero hay más. Tu antiguo ser fue crucificado juntamente conmigo.
Con Él. Lo que parecía imposible repentinamente tuvo sentido, porque yo
lo había experimentado todo en mi sueño. Yo, mi antiguo ser que había
comido el fruto, había muerto con el cordero inocente, Yeshúa.
Él sonrió a Saba.
—Y aún hay más. Ustedes fueron resucitados conmigo, y ahora están
sentados en el reino celestial en mí.
La atención de Saba estaba fija en este misterio.
—¿Cómo es esto posible? —preguntó.
—Es que ustedes ya no viven más, sino yo soy el que vive en ustedes.
Para ustedes el vivir ahora soy yo.
—Entonces… —estaba comprendiendo la verdad, y me brotó de mi
interior—, ¿ya no soy Maviah?
Su frente se arqueó.
—¿Lo eres?
—Estamos en este mundo, pero no somos de él —dijo Saba con asombro
—. Como tú.
—Al igual que yo —dijo Yeshúa—. Por mí. En mí. Yo estoy en el Padre
y el Padre está en mí. De la misma manera, ustedes están en mí y yo en
ustedes.
Sus palabras se hundieron en mi mente, pero no tenían sentido.
—¿Cómo puedo estar en ti y al mismo tiempo, estar en mí? —le pregunté
—. ¿Cómo puede la leche estar en un recipiente y el recipiente estar en la
leche a la vez?
—De la misma manera ustedes han resucitado y están sentados en el
reino celestial, incluso ahora. Esta verdad es revelada a los niños, pero
ocultada a los sabios y a los inteligentes —dijo, tocando su sien—. En
cambio —se puso la mano en el corazón—, los ojos de sus corazones pueden
ser iluminados para conocer.
Elevó la mano, con el dedo levantado.
—Entonces sabrán que yo les he dado la gloria que el Padre me ha dado,
para que sean uno, así como nosotros somos uno.
Así como… De la misma manera…
Yeshúa usó Su dedo para demostrar, señalándose a Sí mismo y a mí.
—Yo en ustedes, y ustedes en mí. Como ya he dicho, Maviah, para ti el
vivir ahora soy yo. En esto, conocerá el mundo que el Padre me ha enviado y
los ama como Él me ama.
Su declaración me tambaleó. Él estaba diciendo que yo había sido
crucificada con Él y resucitada con Él y que incluso yo estaba ahora sentada
en el reino celestial, yo en Él y Él en mí, de la misma manera que Él estaba
en el Padre y el Padre en Él. Al igual que un tazón de leche en la que los dos
eran uno.
Que para mí vivir ahora era Él para que yo pudiera amar como Él amaba.
¿Como Él? ¿Era yo entonces Su cuerpo?
La voz que había oído del cielo cerca de Jerusalén se hizo eco de nuevo
en mi mente. Yo he glorificado mi nombre. Él había glorificado Su identidad
al hacer al hombre a Su semejanza. Como Él. Pero luego dijo más. Yo
glorificaré mi nombre otra vez. Al rehacerme en la identidad de Yeshúa. El
Padre me restauró a Su imagen a través de Yeshúa.
Ahora restaurada, yo compartía la identidad del Padre y Él compartía la
mía. Esto es sin duda lo que significaba creer en Su nombre: unirse con Su
identidad.
—Cuando venga el Espíritu de Verdad ustedes conocerán que yo estoy en
ustedes y ustedes están en mí. Solo a través del Espíritu esto puede ser
conocido —dijo Yeshúa—. Solo entonces pueden amar como yo amo. Solo
entonces sabrán que ya no son ustedes quienes viven, sino yo quien vivo en
ustedes. Que en mí son una nueva criatura, que las cosas viejas pasaron, que
todas las cosas son hechas nuevas —hizo una pausa—. ¿Quisieran escuchar
más?
—Sí —dijimos Saba y yo como uno, bebiendo en Su verdad.
—Como tal, ustedes ya han sido hechos completos. ¿Hay algo más que
pueda añadirse a lo que está completo? Por lo tanto, no existe condenación
para ustedes. Ahora están revestidos en mí.
Él nos estaba dando de comer noticias demasiado buenas para el oído
común. Con todo, Él estaba vivo, en la carne, por lo que era verdad. Todo
ello.
Yeshúa extendió los brazos, levantó Su sonrisa, y gritó al cielo.
—¡Oh, qué gran amor les ha dado el Padre para ser llamados hijo e hija
de Dios!
Nos señaló a nosotros.
—¿Me oyen, mis amigos? Él ha enviado mi Espíritu a sus corazones
clamando: «¡Abba! ¡Padre!».
Él bajó el brazo, los ojos iluminados con fervor y asombro. Mi pulso latía
con fuerza en mis oídos. Fui llevada de nuevo al sueño del Edén. Una sonrisa
tan amplia como la Suya estaba fija en mi rostro.
Se paseaba ahora, emocionado con Sus propias noticias.
—El reino de Dios no viene con señales para ser vistas, aquí o allá,
porque el reino de Dios ya está aquí y dentro de ustedes. Y ahora toda la
creación gime interiormente para que sean manifestados los hijos e hijas de
Dios.
Nos quedamos sembrados en aquel suelo, incapaces de hablar después de
tan estremecedoras buenas noticias. Así es cómo y por qué nosotros
pediríamos cualquier cosa en Su nombre y lo veríamos hecho. Así es cómo y
por qué nosotros moveríamos montañas y encontraríamos la paz perfecta en
medio de la tormenta.
Así es como pondríamos nuestra otra mejilla al hombre malo y
devolveríamos amor a cualquier enemigo.
Sin embargo… sin embargo, todavía estábamos aquí, en la arena, vestidos
de tela…
—Ya ves, Maviah —dijo, sonriéndome—. ¿Ves cómo el acusador ya
susurra, exigiendo saber cómo puedes vestirte de mí si tú estás ahí vestida
con una túnica? ¿Sí?
Me sentía expuesta, pero sin vergüenza, porque yo solo quería saber
cómo conciliar esta verdad con mi carne y hueso.
—Ten esperanza —dijo—. Ten fe, incluso cuando esto no sea evidente
para ti. Ahora ves como por espejo, oscuramente; mas entonces verás cara a
cara. Ahora conoces en parte, pero entonces conocerás plenamente, tal como
has sido plenamente conocida.
Saba se postró sobre una rodilla y miró a Yeshúa.
—Vi todo esto en mi sueño, maestro. Vi como llegaste cual la luz en toda
la oscuridad y deshiciste la caída del primer Adán, al llevarlo a la tumba y
resucitar en gloria. Vi como resucité contigo y ahora estoy en ti, tal como tú
estás en mí, como uno.
Respiró.
—Con todo, yo me encuentro en este cuerpo caminando en esta Tierra.
Dinos, entonces… ¿cómo podemos caminar en esta Tierra libres de temor
siendo los hijos e hijas del Padre?
Esta era la pregunta que nos había golpeado a los dos. Pero ahora Él nos
ofreció una suave risa.
—Sí… Sí, esta es la pregunta, Saba. Ustedes quieren mover la montaña
sin miedo y caminar sobre aguas turbulentas y ver paz en la tormenta como
hijos e hijas del Padre; en la Tierra como en el cielo. Ustedes quieren caminar
este camino que tan pocos encuentran, y muchos menos siguen, y encontrar
gozo incluso en el sufrimiento.
Saba parpadeó.
—Sí.
Yeshúa le hizo un solo movimiento de cabeza y habló con absoluta
determinación.
—Entonces tengan este sentir en ustedes, que también estuvo en mí, que,
a pesar de existir en la forma de Dios, me despojé a mí mismo, haciéndome
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.
¿Entonces yo también tengo que tomar la cruz? ¿También tengo yo que
despojarme de mí mismo?
¿Y de cuál yo? ¿El vestido en Él o el vestido en una túnica?
—Ya lo saben —dijo en voz muy baja, mirando directamente a mis ojos
—. Niéguense a sí mismos.
Mi viejo yo, pensé.
—¿Cómo puedes ver lo que realmente eres cuando vigas de ofensas te
ciegan? ¿Cómo puedes ver que estás vestida en mí cuando te vistes a ti
misma de un mundo que te domina? No se puede servir a dos señores.
Como un rayo, la verdad me golpeó. Un suave zumbido llenó mi mente a
medida que esa verdad cobró voz.
La única manera de identificarme conmigo misma como una nueva
creación era rendir todas las otras identidades.
Mi respiración se detuvo. ¡Pero por supuesto! ¿Cuántas veces y de
cuántas maneras diferentes había Él dicho lo mismo? Esta era la obsesión de
Esteban también.
Mi juicio de mí misma y de los demás, mi ofensa, mis quejas, incluso
contra un enemigo que me perseguía, todo esto era el conocimiento del bien y
del mal que la mujer de mi sueño había consumido. Todos estos eran como
vigas en mi ojo que me cegaban para no ver quién era yo en Yeshúa.
En verdad, yo estaba a salvo ya en los brazos del Padre, completa y sin
necesidad de nada que este mundo pudiera ofrecer para protegerme o
complacerme. Todas estas cosas no tenían nada que ver con quién yo era,
estas eran solo regalos para mí. Pero si pongo mi fe en ellas, yo sufriría
cuando me fallen, como de hecho, lo harán.
Yo había sabido mucho de esto dos años atrás como una que lo siguió,
pero los agravios me habían cegado a todo esto, por lo que se me había
olvidado lo que debía rendir.
Yo había retomado mi vieja manera de pensar.
Así que ahora me rendiría de nuevo. No para apaciguar a un dios hecho a
imagen del hombre con el fin de ser aceptado por él, sino para poder ver
quién era yo. Yo rendiría todo lo que bloqueaba mi conciencia de quien
realmente yo era. Rendiría mi vieja identidad para ser consciente de mi nuevo
yo.
Incluso mientras pensaba estas cosas, Saba se maravilló de ellas.
—Y entonces tenemos que rendir nuestra identidad con todo el mundo,
incluso en cuerpo y ser, para ver realmente quiénes somos, mientras aún
estamos en este mundo —dijo.
En el Camino de Yeshúa, yo no era una madre. Yo solo jugaba el papel
de madre en esta vida.
En su Camino, yo ni siquiera era un cuerpo. Yo solo estaba viviendo en
un cuerpo que no tardaría en volver al polvo. Sin embargo, yo había
convertido mi vida en la tierra, incluso mi relación con mi hijo, en un dios
que me dominaba.
Así pues, mi camino en esta vida era rendir todo lo que yo pensaba que
yo era, para encontrar y experimentar quien ya y en verdad yo era.
Y en el Camino de Yeshúa, la entrega, el perdón y dejar a un lado toda
preocupación por el mañana y dar a los demás eran todas formas de la misma
entrega.
Solo al no dar importancia a mi antigua identidad podría yo amar mi
verdadera vida. Solamente como hija del Padre podría yo encontrar gozo en
el mundo que Él había creado para mí. Como Saba había dicho, odiar con el
fin de amar.
—¿Ahora lo entiendes? Busca primero el Reino de Dios y Su justicia, y
todas estas cosas serán añadidas.
—Sí —tartamudeé.
—El más pequeño entre ustedes será el más grande. Los últimos serán los
primeros.
—Entiendo.
Yeshúa caminó alrededor del fuego y se acercó. Saba se levantó
lentamente, el rostro fijo de asombro.
—Ustedes me han oído decir, ama a tu prójimo como a ti mismo. ¿Sabes
lo que esto significa, Saba?
—Amar a todos tanto como a ti mismo —dijo.
—¿He dicho yo tanto como a ti mismo? —preguntó Yeshúa—. ¿Qué
significa esto?
Saba vaciló.
—Como si se tratara de ti mismo.
—¿Dije yo como si se tratara de ti mismo?
Poco a poco el significado llegó al rostro de Saba.
—Como a ti mismo —dijo—. Como a mí mismo… Como a mi verdadero
yo, que está en ustedes, y ustedes, que están en mí.
—Lo que no hagas por el más pequeño de ellos, por mí no lo haces —dijo
Yeshúa—. De la misma manera que yo los amo, ámenlos a ellos. En verdad,
incluso si ustedes pueden entender todos los misterios y el conocimiento y
tienen la fe para mover montañas, pero no tienen amor, de nada les beneficia.
Por esto conocerán todos que ustedes son mis discípulos, en que también se
amen unos a otros.
Habló con gran afectuosidad, como si llegara al final. ¡Pero Él no se
podía ir! Aún no. No podía soportar la idea de que se fuera ahora. Todavía
quería preguntarle sobre Talya… Lo que tenía que hacer…
Yeshúa levantó la mano y la apoyó en mi hombro, mirando a mis ojos.
—Tú sabrás qué hacer. ¿No les dije que no les dejaría huérfanos, hija?
El águila muy por encima de nosotros chilló una vez más, pero a mí me
sonaba suave, como una paloma. Como Talya… Tragué un nudo que se había
hecho en mi garganta.
—¿Sabes lo que es hoy en Jerusalén? Es Shavuot. Cincuenta días desde la
Pascua cuando fui crucificado para levantarme de nuevo, y ustedes conmigo.
Ellos celebran la llegada de la Ley a Moisés.
Él parecía encontrar diversión en esto.
—Pero ustedes recordarán este día de manera diferente.
Con esas palabras, supe que algo iba a suceder. Lo supe porque una gran
calidez se filtró en mis huesos.
Él bajó la cabeza y me miró, luego a Saba, como el que traía un regalo
invaluable.
—En el principio, el Padre sopló Su identidad en el hombre y así se
glorificó a Sí mismo y le hizo a Su semejanza —Él levantó Su barbilla un
poco, los ojos brillantes de asombro, y habló casi en un susurro—. Así que,
Él glorifica Su nombre una vez más. Reciban el Espíritu Santo.
Luego frunció los labios y sopló sobre nosotros. Solo un simple aliento
extraído de Sus pulmones. Pero en el momento en que este acarició mi rostro,
ese aliento se convirtió en un rugido, como un viento furioso que me tragaba
entera y me empujaba hacia atrás a la vez.
Di un grito ahogado e instintivamente cerré los ojos. Y con ese suspiro,
yo aspiré lo que parecía ser puro poder que purgaba todo mi cuerpo de todo
lo que era viejo, sustituyendo toda mi sangre con un fuego líquido que
consumía.
Detrás de mis párpados, el mundo estalló con una luz blanca muy intensa,
todo ello corriendo hacia mí, luego a través de mí, haciéndome temblar de
pies a cabeza.
Un grito a todo pulmón se unió al rugido: Saba, tan estoico, fue deshecho
por la luz. Y ahora yo con él, jadeando y llorando a la vez, temblando a
medida que la luz continuaba fluyendo sin restricciones dentro de mí, a través
de mí, y ahora desde mí.
El Espíritu de Yeshúa. Nada menos podría llenarme del intenso gozo y el
amor que corría por mis venas, levantándome a las alturas de un éxtasis que
nunca había conocido. Era el Espíritu de Yeshúa y el aliento de Dios mismo,
asfixiándome con Su amor.
Sin embargo, yo sabía que era solo un susurro de todo Su aliento, al igual
que la simple caricia de un solo dedo, porque yo no podría contener más y
vivir en este cuerpo.
No me tambaleé, aunque la fuerza de la luz me golpeó como un martillo;
no me caí, aunque no tenía ni fuerzas. Yo solo estaba temblando y llorando
de gozo, sostenida en el abrazo de esa luz.
Y luego el rugido se quedó en silencio. Los rayos de luz se
desvanecieron.
En su lugar una nota única, hermosa y pura llenó un mundo de luz
deslumbrante y cintas de color luminiscente que hacían arcos en el cielo. ¡Yo
conocía aquel sonido! Era la canción que Talya había cantado en el
acantilado. Era la misma que había escuchado en mi sueño.
La canción del Edén.
Esa canción aumentó, llenando mi conciencia con significado, como si
viniera de cien mil ángeles atados en esas cintas de luz.
Alta y en perfecta armonía, como un coro de mujeres cantando con
sorprendente misterio y asombro en un idioma que yo nunca había hablado,
pero conocía perfectamente.
El cordero ha vencido. Una y otra vez, el cordero ha vencido, el cordero
ha vencido. El coro creció, junto con más voces, muchas más, cientos de
miles, junto con mi corazón y mi mente en ese mismo idioma.
Eran todas las madres del mundo, pensé. Y todas las doncellas,
abrumadas por el amor y la gratitud. Y todos los niños, con almas tan
antiguas como las de las madres.
Estaban cantando de Yeshúa, el segundo Adán, que había rendido Su
voluntad por la del Padre. Estaban cantando del cordero inmolado antes de la
fundación del mundo. Estaban cantando y yo estaba llorando de gozo,
temblando de asombro.
Debido a que Yeshúa se había entregado, el jardín fue restaurado. Yo
estaba en Él, y Él estaba en mí.
En ese estado de felicidad trascendente, yo sabía que la canción había
sido y sería cantada por siempre, porque el cordero había sido inmolado antes
de la formación del mundo.
La canción de repente cambió, como si todos los que cantaban hubiesen
escuchado mis pensamientos.
Por siempre Él es glorificado.
Y luego más, unidos ahora por cien mil hijos y padres.
Por siempre Él es exaltado.
El mundo entero se unió a esa canción, que creció hasta ser un trueno
mientras toda la creación proclamaba en perfecta armonía.
Por siempre ha resucitado; Él está vivo. ¡Él está vivo!
Una y otra vez ahora, las palabras inundaron todo mi ser. Yo sabía lo que
esto significaba ahora. Ellos cantaban de Yeshúa. Y ellos cantaban de mí
también, porque yo estaba viva en Él.
Por siempre Él es exaltado…
¡Y yo también, porque yo había ascendido a lugares celestiales con Él!
Por siempre ha resucitado… Y yo también, porque yo había resucitado
con Él.
Por siempre es glorificado… ¡Y yo también, porque Yeshúa me había
dado Su gloria!
Un conocimiento pleno tronó a través de mi alma.
La canción rápidamente se convirtió en una nota una vez más, pero esa
nota contenía toda la verdad. Se tornó alta y cristalina, como si fuera cantada
por el propio Talya desde aquel acantilado en el desierto.
La paz y la tranquilidad que me abrumaron no se pueden describir. Solo
puedo decir que yo las conocía. Experimenté a Yeshúa en mí y yo en Él. Yo
era la hija del Padre, porque Él era el Hijo de Dios.
Las palabras de Yeshúa en Betania susurraban en mi mente: Y consumada
su perfección, llegó a ser autor de salvación eterna para todos los que le
obedecen.
Obedecerle… Entrar en alineación con Él, renunciando a mis lazos con
este mundo para ser uno con Él, el reino eterno.
Yo estaba en el reino de los cielos, el reino de la presencia soberana del
Padre, el jardín restaurado en la tierra dentro de mí.
¡Oh cuál amor me ha dado el Padre para que yo sea llamada la hija de
Dios! Y ahora yo podía escuchar ese llamado.
No sé cuánto tiempo estuve en ese lugar, porque el tiempo había
desaparecido; tal vez solo unos segundos, tal vez una hora.
Pero cuando el mundo cambió de nuevo, Saba y yo estábamos todavía de
pie, uno al lado del otro, aunque más separados y él sobre una rodilla. Ambos
respirábamos con dificultad. Ambos mirábamos alrededor, asombrados.
Fue como si yo, quien había sido resucitada y había ascendido con
Yeshúa, atrapada en una visión tan gloriosa, había regresado a mi viejo
cuerpo una vez más, a permanecer en el mundo como una nueva criatura.
Ahora yo era parte de Su cuerpo. Ahora podía amar como Él amaba, yo en Él
y Él en mí.
Pero el mundo era el mismo mundo de siempre. El cielo parecía más azul.
El sol parecía más brillante. Una brisa barrió la arena como el suave aliento
de Dios mismo.
Parpadeé y miré a Saba.
No había señales de Yeshúa.
Pero no, Yeshúa no se había ido, pensé. Él estaba en Saba y Saba estaba
en Él. Y en mí. Nosotros ahora éramos como Su cuerpo en la Tierra, para ser
Yeshúa a los huérfanos y a los marginados y todos los que sufrían.
A Talya, que iba a enfrentar su muerte hoy.
Sus palabras regresaron a mí. Cuando venga el Espíritu de Verdad
ustedes conocerán que yo estoy en ustedes y ustedes están en mí. Solo a
través del Espíritu esto puede ser conocido. Solo entonces pueden amar
como yo amo. Solo entonces sabrán que ya no son ustedes quienes viven, sino
yo quien vivo en ustedes.
La evidencia sería el mismo amor que ahora corría por mis venas.
Una gran calma se apoderó de Saba. No había nada que decir acerca de lo
que había pasado, no entonces. Las palabras no podían expresar lo que
acabábamos de conocer.
Era el tercer día. Petra estaba dos horas al oeste.
Él bajó la cabeza.
—Shaquilath nos espera.
CAPÍTULO TREINTA Y TRES
ESCUCHÉ el rugido más allá del alto acantilado, justo por delante de
nosotros, y me detuve. El sonido era inconfundible, todo Petra se había
reunido en la arena debajo de nosotros. Habían comenzado. Al oír tantas
gargantas gritar al unísono, mi corazón se quedó inmóvil.
—¡Date prisa! —dijo Saba, bajando de su camello y comenzando a
correr.
Habíamos viajado muy aprisa con los camellos sin pronunciar una
palabra, ahorrando tiempo al recorrer una ruta directa a la arena desde los
acantilados por encima. De esta manera pudimos evitar las calles de la ciudad
y cualquier guardia que podría estar apostado para interceptarnos, pero
tendríamos que descender al estadio entre la multitud sentada.
Me deslicé por la superficie de la roca y corrí tras Saba, nerviosa por lo
que podría ver cuando llegáramos al borde para ver debajo. Mi mente estaba
atrapada entre la realidad asombrosa de paz y amor que Yeshúa nos había
mostrado, y este reino donde la carne sangraba y el hueso se quebraba.
Dos mitades. Una mitad sentía una profunda y desgarradora compasión
por mi hijo, por quien yo daría mi vida sin dudarlo. ¡Cómo anhelaba mi
mente verlo a salvo! ¡Cuánto deseaban abrazarlo mis brazos!
La otra mitad, tan iluminada con la luz de la realidad de Yeshúa
resucitado en mí y en Talya, no sentía más miedo por Talya que el que sentía
Yeshúa.
¿No había llorado por María en vez de Lázaro, su querido amigo?
La yuxtaposición dentro de mí se sentía como dos seres, cada uno
luchando por la supremacía. Pero después de ver como yo había visto, el
miedo que había sentido desde la crucifixión de Yeshúa había desaparecido.
Solo quedaba una profunda compasión.
Ama, Yeshúa había dicho. Esta era la manifestación del cielo en la Tierra;
para mí, como para Yeshúa, mostrar compasión a aquellos que sufrían.
Una vez más el rugido de la multitud, más fuerte ahora.
Saba se detuvo bruscamente en el borde del acantilado y supe que había
visto. Entonces llegué, agarrando su brazo para no caer al precipicio.
Allí, a solo un tiro de piedra debajo de nosotros, la arena de Petra estaba
llena hasta rebosar de innumerables almas reunidas para vengar la muerte de
Fasa. Allí, en la plataforma, Shaquilath y Aretas se sumergían en la adulación
de su pueblo.
Y allí, en el centro, un poste y encadenado a ese poste, Talya,
completamente solo.
Inmediatamente, la mitad de mi mente gritó su ofensa. Mi paz se hizo
añicos. Ver a mi hijo tan frágil, más delgado de lo que había sido antes,
temblando bajo el rugido aplastante de la multitud, ¿cómo puede ser esto?
Todo estaba bien con mi alma, yo sabía esto. Lo sabía, pero mi mente
estaba olvidando, incluso ahora, apenas tres horas después de Yeshúa
haberme mostrado que todo estaba bien.
Las lágrimas brotaron espontáneamente de mis ojos. Por un momento me
sentí como si estuviera de nuevo en la tumba de mi sueño, arañando para salir
a la superficie.
Quería lanzarme desde ese acantilado y volar al rescate de mi hijo. Quería
destrozar a cualquier enemigo que pusiera una sola mano sobre él. Quería
matarlos a todos, a cada alma que se había reunido para esta fiesta salvaje.
Ama, hija mía. Ámalos como a ti misma. Ama incluso a tu enemigo.
Parpadeé.
Eché un vistazo a Saba. Saba, cuyos ojos ardían de rabia. De pronto saltó
a un pequeño sendero que bajaba del acantilado, y yo sabía que su mente se
había ido con esa rabia.
—¡Saba! —una parte de mí quería que fuera, porque sabía que iba a
salvar a mi hijo. Pero estas no fueron las palabras que salieron de mi boca—.
No, tú no puedes tomar la espada.
—Vivir por la espada es morir por la espada —espetó, girando hacia atrás
—. ¡Esto es solo una ley y voy a aceptar sus consecuencias!
—¡Sí! ¡Lo harás! ¡Vas a morir!
—¡Pero mi hijo no! —dijo, moviendo bruscamente el dedo a la arena.
Y entonces él se había ido, catapultándose sobre una roca y perdiéndose
de vista, dejándome ahogada por la confusión y el miedo.
La multitud se calmó y me volví para ver que Shaquilath había levantado
la mano. Podía oír cada palabra que se elevaba desde la arena.
—Solo hay un camino para que todo hombre viva en la faz de esta Tierra.
Este es el camino de los dioses. Para cada amenaza en contra de nosotros,
debemos ofrecer otra amenaza. Para cada fracaso, otro fracaso. Por cada ojo
arrancado, arrancamos otro ojo. Por cada mano, cortamos una mano. Por cada
vida, quitamos una vida.
Yo no podía respirar.
—Hoy —exclamó—, el camino de los beduinos y de todos los dioses que
viven en los cielos será honrado.
No… No, yo no podía permitir esto. Había otra manera.
Y entonces yo estaba bajando la montaña para salvar a mi hijo.
YO NO sabía lo que Talya oyó aparte de la nota que canté; la misma que
él había cantado desde el acantilado. Solo lo estaba amando de la misma
manera que Yeshúa nos había dicho que amáramos: como a mí misma.
Pero cuando abrí los ojos vi que su cuerpo estaba temblando. Una mirada
de asombro había llenado su rostro y yo supe que él estaba envuelto en un
reino tan real como este de aquí.
Solo unos minutos habían pasado. Los guerreros se habían desplegado y
estaban acercándose a Saba desde atrás. Saba, quien se postró sobre una
rodilla con los ojos cerrados y los brazos extendidos, en paz. Los guardias
que me habían sostenido liberaron mis brazos y yo extendí una mano hacia
Talya.
Todavía yo cantaba.
El león seguía acercándose a Talya, se agachó, preparándose para
lanzarse sobre su presa ensangrentada.
¡Canta, Talya, canta! Yo pensé. ¡Únete a mí en el reino soberano y canta
a tu Padre!
De inmediato abrió la boca y comenzó a cantar la misma nota conmigo.
Podía sentirla más que escucharla. Pero aún más, pude verla. Porque en el
momento que Talya comenzó a cantar, todo en la arena cambió.
Los movimientos, que una vez se tornaron lentos, ahora volvían a la
normalidad. El sonido, una vez silenciado, aumentó a un rugido en mis oídos;
la multitud, el león, los gritos de Kahil, que conducía su caballo hacia Saba.
Pero cuando Talya emitió esa nota larga y pura desde sus labios
fruncidos, todos se detuvieron.
El león fue el primero. Inmediatamente retrocedió y se acostó como un
gato regañado. Entonces la multitud cayó a una, después el caballo de Kahil
se congeló con las orejas erguidas. Todos ellos fueron presa de aquella única
nota llena de puro poder.
Mi corazón saltó en mi pecho y sonreí, desbordante de gozo. Quería
escuchar la nota de Talya más claramente, así que dejé que mi voz se fuera
apagando y bajé la mano.
Ahora solo esto, la canción de un muchacho joven, sostenía a toda Petra
en su amor y paz. Como uno, treinta mil nabateos y beduinos permanecían
espantados. No podían saber lo que escuchaban, solo que esta nota llamaba a
un lugar profundo dentro de ellos que rehusaba negarse.
Era una maravilla a contemplar, y pensé, ¿Qué maravillas se verán en
Jerusalén si la voz de Talya puede calmar a Petra? ¿Podría aun la sombra
de Esteban ahora sanar lo que tocaba? ¡Seguramente!
Aún Talya cantaba, solo aquella nota, que se extendía mucho más tiempo
de lo que debería durar.
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Capítulo 6
Mateo 26:52 - Entonces Jesús le dijo: Vuelve tu espada a su lugar; porque
todos los que tomen espada, a espada perecerán.
Mateo 5:44 - Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que
os maldicen.
Lucas 4:18 - El Espíritu del Señor está sobre mí. Por cuanto me ha ungido
para dar buenas nuevas a los pobres; Me ha enviado a sanar a los
quebrantados de corazón; A pregonar libertad a los cautivos, Y vista a los
ciegos; A poner en libertad a los oprimidos.
Mateo 5:5 - Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por
heredad.
Capítulo 16
Mateo 11:25 - En aquel tiempo, respondiendo Jesús, dijo: Te alabo, Padre,
Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y
de los entendidos, y las revelaste a los niños.
Mateo 19:14 - Pero Jesús dijo: Dejad a los niños venir a mí, y no se lo
impidáis; porque de los tales es el reino de los cielos.
Marcos 10:15 - De cierto os digo, que el que no reciba el reino de Dios como
un niño, no entrará en él.
Lucas 15:4-6 - ¿Qué hombre de vosotros, teniendo cien ovejas, si pierde una
de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va tras la que se
perdió, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la pone sobre sus
hombros gozoso; y al llegar a casa, reúne a sus amigos y vecinos,
diciéndoles: Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había
perdido.
Lucas 18:29-30 - Y él les dijo: De cierto os digo, que no hay nadie que haya
dejado casa, o padres, o hermanos, o mujer, o hijos, por el reino de Dios,
que no haya de recibir mucho más en este tiempo, y en el siglo venidero la
vida eterna.
Mateo 16:24 - Entonces Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir en
pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame.
Lucas 14:27 - Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi
discípulo.
Juan 11:26 - Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente.
¿Crees esto?
Capítulo 17
Hebreos 5:7-8 (NVI) - En los días de su vida mortal, Jesús ofreció oraciones
y súplicas con fuerte clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte,
y fue escuchado por su reverente sumisión. Aunque era Hijo, mediante el
sufrimiento aprendió a obedecer.
Juan 15:5 - Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y
yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis
hacer.
Juan 5:39 (NVI) - Ustedes estudian con diligencia las Escrituras porque
piensan que en ellas hallan la vida eterna. ¡Y son ellas las que dan
testimonio en mi favor!
Juan 17:3 - Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios
verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado.
Lucas 17:21 - Para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti,
que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me
enviaste.
Mateo 7:15-16 - Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con
vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los
conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos?
Mateo 7:22-23 - Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no
profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en
tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os
conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad.
Juan 5:22 - Porque el Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo.
Juan 5:45 - No penséis que yo voy a acusaros delante del Padre; hay quien os
acusa, Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza.
Capítulo 19
Lucas 19:43-44 - Porque vendrán días sobre ti, cuando tus enemigos te
rodearán con vallado, y te sitiarán, y por todas partes te estrecharán, y te
derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra
sobre piedra, por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación.
Juan 12:27 - Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de
esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora.
Juan 12:28 - Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: Lo
he glorificado, y lo glorificaré otra vez.
Capítulo 20
Mateo 21:19 - Y viendo una higuera cerca del camino, vino a ella, y no halló
nada en ella, sino hojas solamente; y le dijo: Nunca jamás nazca de ti
fruto. Y luego se secó la higuera.
Marcos 11:23-24 (NVI) - Les aseguro que si alguno le dice a este monte:
“Quítate de ahí y tírate al mar”, creyendo, sin abrigar la menor duda de
que lo que dice sucederá, lo obtendrá. Por eso les digo: Crean que ya han
recibido todo lo que estén pidiendo en oración, y lo obtendrán.
Marcos 11:17 (NVI) - Y les enseñaba, diciendo: ¿No está escrito: Mi casa
será llamada casa de oración para todas las naciones? Mas vosotros la
habéis hecho cueva de ladrones.
Capítulo 23
Lucas 10:18-19 - Y les dijo: Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo.
He aquí os doy potestad de hollar serpientes y escorpiones, y sobre toda
fuerza del enemigo, y nada os dañará.
Mateo 19:26 - Y mirándolos Jesús, les dijo: Para los hombres esto es
imposible; mas para Dios todo es posible.
Lucas 22:42 - Diciendo: Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se
haga mi voluntad, sino la tuya.
Hebreos 5:6-8 (NVI) - En los días de su vida mortal, Jesús ofreció oraciones
y súplicas con fuerte clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte,
y fue escuchado por su reverente sumisión. Aunque era Hijo, mediante el
sufrimiento aprendió a obedecer; y consumada su perfección, llegó a ser
autor de salvación eterna para todos los que le obedecen.
Capítulo 26
Lucas 23:34 - Y Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen. Y repartieron entre sí sus vestidos, echando suertes.
Mateo 27:46 - Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo:
Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
desamparado?
Capítulo 31
Génesis 3:4-5 - Entonces la serpiente dijo a la mujer: No moriréis; sino que
sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y
seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal.
Juan 1:29 - El siguiente día vio Juan a Jesús que venía a él, y dijo: He aquí el
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.
1 Corintios 15:45 - Así también está escrito: Fue hecho el primer hombre
Adán alma viviente; el postrer Adán, espíritu vivificante.
Juan 12:24 - De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la
tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto.
Capítulo 32
Juan 15:15 - Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace
su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi
Padre, os las he dado a conocer.
Juan 10:17-18 - Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para
volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo.
Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este
mandamiento recibí de mi Padre.
Juan 17:16 - No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
Juan 14:9 - Jesús le dijo: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me
has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo,
pues, dices tú: Muéstranos el Padre?
1 Corintios 15:45 - Así también está escrito: Fue hecho el primer hombre
Adán alma viviente; el postrer Adán, espíritu vivificante.
Gálatas 2:20 - Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas
vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo
de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí.
Efesios 2:6 - Y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en
los lugares celestiales con Cristo Jesús.
Juan 17:22-23 - La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno,
así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean
perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que
los has amado a ellos como también a mí me has amado.
2 Corintios 5:17 - De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es;
las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.
Romanos 8:1 - Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en
Cristo Jesús.
Gálatas 3:27 - Porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de
Cristo estáis revestidos.
1 Juan 3:1 (NVI) - ¡Fíjense qué gran amor nos ha dado el Padre, que se nos
llame hijos de Dios! ¡Y lo somos! El mundo no nos conoce, precisamente
porque no lo conoció a él.
Gálatas 4:6 - Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el
Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!
Lucas 17:20-21 - Preguntado por los fariseos, cuándo había de venir el reino
de Dios, les respondió y dijo: El reino de Dios no vendrá con advertencia,
ni dirán: Helo aquí, o helo allí; porque he aquí el reino de Dios está entre
vosotros.
Filipenses 2:5-8 - Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en
Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a
Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando
forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición
de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y
muerte de cruz.
Mateo 20:16 - Así, los primeros serán postreros, y los postreros, primeros.
Juan 13:35 - En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis
amor los unos con los otros.
Capítulo 35
Mateo 7:22-23 - Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no
profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en
tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os
conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad.