Testamento de Juventud - Vera Brittain PDF

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Vera Brittain dedicó casi veinte años a escribir esta obra portentosa, en la que debía haber

espacio «para los seres queridos y también para aquellos a quienes no conoceremos
nunca, pero que, no cabe duda, son nuestros iguales». Pocas veces se ha contado la vida
de aquella juventud, la que sufrió la Primera Guerra Mundial y la posguerra, con tanta
profundidad, elegancia y exactitud. Se combinan aquí las peripecias (siempre verdaderas)
de la hija del propietario de una fábrica de papel de provincias que luchaba por
emanciparse con las de la joven estudiante de Oxford y con el sufrimiento que esa misma
joven, convertida en enfermera, encuentra en el frente durante la guerra; su pasión por el
estudio y la literatura con el afecto por muchos de los que la rodearon desde adolescente…
Todos sus amigos lucharán en las trincheras, y todos sus amigos vivirán el fin de una
época mejor en la que todo parecía más puro e ingenuo.
«Si la guerra me perdona la vida», escribió Brittain a su hermano, «mi único objetivo será
inmortalizar en un libro nuestra historia, la de nuestros amigos». Aquel deseo, casi una
promesa, se convirtió en uno de los libros de memorias más famosos y conmovedores del
siglo XX. A pesar de su interés por ajustarse al marco histórico de lo sucedido y a los datos
reales, Vera Brittain, cuando escribe, siempre lo hace en los alrededores de la poesía y de
los sentimientos, respaldados por una inteligencia viva y sus fervientes creencias pacifistas
y feministas. Cuando finalmente se publicó, en 1933, Testamento de juventud fue un éxito
instantáneo. La primera edición se agotó en pocas semanas; Virginia Woolf anotó en su
diario que se sentía impelida a quedarse despierta toda la noche para terminar de leerlo; y
cuando apareció su edición americana, The New York Times escribió con entusiasmo que
aquella historia autobiográfica era «honesta, reveladora… y desgarradoramente hermosa».
Un clásico emocionante que, al fin, casi noventa años después, podemos descubrir en
castellano.
Vera Brittain

Te s t a m e n t o d e j u v e n t u d
Título original: Testament of Youth
Vera Brittain, 1933
Traducción: Regina López Muñoz, 2019

Revisión: 1.0
26/08/2020
PARA
R. A. L. y E. H. B.
IN MEMORIAM

«Y hay otros a los que ya nadie recuerda, que terminaron


cuando terminó su vida, que existieron como si no hubieran existido,
y después pasó lo mismo con sus hijos. Aquellos, al contrario,
fueron hombres de bien, y su esperanza no terminará. […] Sus
cuerpos fueron enterrados en paz, y su fama durará por todas las
edades. La asamblea celebrará su sabiduría, y el pueblo proclamará
su alabanza».

ECLESIÁSTICO, 44
PRIM ERA PARTE

Hace mucho tiempo hubo un rico comerciante que, además de


poseer más tesoros que cualquier soberano del mundo, tenía en su
grandiosa sala tres sillas: una de plata, una de oro y otra de
diamantes. Sin embargo, el mayor tesoro de todos era su única hija,
que se llamaba Catherine.
Cierto día, Catherine se encontraba en su gabinete cuando, de
repente, la puerta se abrió de par en par y entró una mujer muy alta
y hermosa, con una rueda muy pequeña en las manos.
—Catherine —dijo, acercándose a la niña—, ¿preferirías tener
una juventud feliz o una vejez feliz?
Catherine estaba tan sorprendida que no sabía qué contestar, de
modo que la dama repitió:
—¿Preferirías tener una juventud feliz o una vejez feliz?
Entonces, Catherine se dijo para sus adentros: «Si elijo una
juventud feliz, tendré que sufrir durante todo lo que me quede de
vida. No, es mejor soportar las dificultades ahora y contar con algo
mejor para el futuro». Así pues, levantó la vista y dijo:
—Concédeme una vejez feliz.
—Así sea —respondió la dama a la vez que giraba la rueda, y
desapareció tan repentinamente como había llegado.
Aquella hermosa dama era el Destino de la pobre Catherine.

LAURA GONZENBACH, SIZILIANISCHE MÄRCHEN


CAPÍTULO I
DE NEWCASTLE AL MUNDO

Nacimos en ciudades y aldeas,


y en pueblecitos perdidos en el tiempo;
una era agonizante se burlaba de nuestro despertar ingenuo
con tintineos de nana militar.
Pero no oímos repiques de alarma en ese canto,
ni imaginamos en aquellas horas benévolas y dulces
el amenazante infortunio que nuestros osados pies
conocerían brutalmente.

Y así empezamos —entre los ecos que una guerra anterior


proyectó sobre nuestra niñez,
demasiado sombría, olvidada demasiado pronto— a destronar
los sueños de una felicidad que creíamos asegurada;
mientras, inminente y fiero al otro lado de la puerta,
observando el florecimiento de una generación entera,
el destino que tenía en jaque nuestra juventud
aguardaba su hora.

VERA BRITTAIN, «AVE, GENERACIÓN DE LA GUERRA», 1932


1

Cuando estalló la Gran Guerra, me la tomé no como una


tragedia superlativa, sino como una exasperante interrupción de mis
proyectos personales.
Para explicar el motivo de tan egoísta consideración del mayor
desastre de la historia, es necesario remontarse en el tiempo,
remontarse apenas un instante, hasta el decadentismo de los años
noventa del siglo XIX, que fue cuando abrí los ojos a un mundo nada
prometedor. Ciertamente, tengo el honor de compartir con Robert
Graves el recuerdo más temprano, que es el de observar, de muy
niña, el ondear de las banderas por las calles de Macclesfield con
motivo del Jubileo de Diamante de la reina Victoria.
Por suerte, no es necesario emular el Adiós a todo eso de mi
coetáneo y remontarme aún más en la agotadora época victoriana,
pues no existe conjunto de antepasados menos notorio y más
enérgicamente «pedestre» que el mío. A pesar de que nací en la
llamada «década malva», apogeo del libro amarillo y el clavel
verde[1], apostaría con total confianza a que ninguno de mis
parientes oyó hablar jamás de Max Beerbohm o de Aubrey
Beardsley, y si por casualidad el nombre de Oscar Wilde estimulaba
alguna respuesta en sus cerebros, no sería precisamente de
admiración por su obra, sino de condena por su moral.
La familia de mi padre era originaria de Staffordshire; los
primeros topónimos relacionados con mis recuerdos de infancia son
los de las «cinco ciudades» y las localidades aledañas —Stoke,
Hanley, Burslem, Newcastle, Longport, Trentham, Barlaston y Stone
—, y todavía recuerdo vislumbrar, a muy temprana edad, a través de
la ventanilla de un tren, los alarmantes destellos de los altos hornos,
que ardían con furia contra un negro cielo invernal. En una vieja
casona de Barlaston —vinculada, entonces como ahora, a la
extensa y dominante familia Wedgwood— nacieron mi padre y la
mayor parte de sus once hermanos.
Hay pocos registros de mis ancestros más lejanos, pero al
parecer se componían de esa mezcolanza de hombres de negocios
locales y caballeros rurales con recursos independientes que
abunda en los condados del interior de Inglaterra. Varias
generaciones vivieron en la zona de las Potteries —así llamada por
la conocida porcelana que allí se produce—, razón por la que se
consideraban gente importante, aun cuando no existen pruebas de
que ninguno de ellos hiciera nada que trascendiera la relevancia
local. El único antepasado al que los exiguos documentos familiares
atribuyen una hazaña es un tal Richard Brittain, que fue alcalde de
Newcastle-under-Lyme en 1741. Los demás fueron en su mayoría
banqueros, administradores de fincas y productores a escala
familiar.
En 1855, cuando la prosperidad victoriana florecía gracias a la
cúspide que supuso la Gran Exposición Universal de Londres de
1851, mi bisabuelo abandonó su empleo en un banco privado de
Newcastle y compró una pequeña fábrica de papel en las Potteries a
una familia de hugonotes inventores de maquinaria papelera. Hacia
el final del siglo, la pujante empresa, de la que mi padre era ya socio
minoritario, adquirió otra modesta manufactura en los alrededores
de Leek. Desde entonces, la mayor parte de los ingresos familiares
ha derivado de dicho negocio, que en 1889 generaba unos salarios
de menos de doce libras esterlinas semanales. Mi padre fue uno de
los cuatro directores hasta que se jubiló durante la guerra, y yo
poseo algunas acciones que me convierten en dueña parcial de la
fábrica.
Del experimento de mi bisabuelo ha prosperado una empresa
grande y floreciente que fabrica un papel elegante y exquisito
gracias a la maquinaria y las instalaciones más modernas, si bien la
actitud de sus directores —ilustres y eficientes hombres de
negocios, como los astutos fabricantes norteños de las novelas de
Phyllis Bentley— acusa aún matices de ese afable feudalismo
comercial tan característico de las postrimerías del siglo XIX. Puede
deducirse la psicología colectiva de los parajes de mi niñez a partir
de un dicho antaño proverbial en Staffordshire: «Quien va a Leek
escapa del mundanal ruido». Por aquel entonces, mi padre, quien
todavía hoy considera mi afiliación al Partido Laborista como una
excentricidad intelectual, solía jactarse ante las esporádicas visitas
de que su empresa «jamás había contado con un solo sindicalista».
Cuando mi padre, que era el miembro más apuesto y sensato de
una familia extensa y cerril, se casó con mi madre en 1891, todos
sus parientes se opusieron por carecer ella de dinero y de pedigrí y
no tener más carta de presentación que la de su tímida y
melancólica belleza. En lugar de ser la esperada heredera de
«aristocrático» abolengo que mis acomodados abuelos
consideraban, sin duda, oportuna para su primogénito, mi madre no
era más que la segunda de las cuatro hijas de un menesteroso
músico llegado desde Gales para ocupar el puesto de organista de
una iglesia de Stoke-on-Trent. Como aquella remuneración no
bastaba para mantener a una esposa y seis hijos todavía pequeños,
también daba clases de música y de canto, lo que le suponía un
exiguo ingreso suplementario, y componía canciones y solos de
órgano, lo que no le proporcionaba ingreso alguno.
De joven, a mi padre le agradaba su propia voz, de ahí que
tomara unas cuantas clases de canto con el amable organista, y así
fue como conoció a mi madre, a la sazón una chica de veintiún años
agraciada y excepcionalmente dulce, dominada por su madre y sus
hermanas, mucho más arrogantes. Después de casarse —rápido y
sin llamar la atención, en Southport, debido a la repentina y
prematura muerte de mi encantador pero necesitado abuelo—, la
familia de mi padre no mostró ningún deseo de tratar con su
modesta familia política más allá de una visita formal que la madre
de él hizo a la de ella, de tal suerte que durante muchos años
ambas familias vivieron a escasos kilómetros de distancia, pero sin
frecuentarse.
Cuando alcancé la edad de la razón deduje, a partir de diversas
anécdotas relatadas por mi joven y hermosa madre, la existencia de
esta actitud de desprecio inicial por parte de la rama paterna hacia
la materna. Durante muchos años me generó desconcierto, porque
para mi hipercrítica juventud la mayoría de mis familiares paternos,
con su austera ropa y su acento de Staffordshire, me resultaba
desagradable o inquietante, mientras que las hermanas de mi
madre, que se habían abierto camino en el mundo mucho antes de
que la independencia fuera un rasgo deseable entre mujeres de
clase media, eran guapas y simpáticas, y estaban dotadas de unas
voces encantadoras y musicales y un excelente gusto en el vestir.
Sin embargo, nada más terminar el colegio, descubrí gracias a mi
breve experiencia con la sociedad elegante de Buxton que la
consideración que una familia tiene de su propia importancia
intrínseca no siempre va en concordancia con las impresiones que
inmediatamente transmiten a quien es ajeno.

Durante sus primeros años de casados, mis padres vivieron en


Newcastle-under-Lyme.
Su vida en común arrancó con toda una serie de desgracias,
pues tuvieron un primer hijo mortinato y poco después mi padre
padeció apendicitis, una dolencia que demostró ser un
incomprensible misterio para los improvisados cirujanos
provincianos de la época y lo dejó postrado durante casi un año. Al
final, sin embargo, yo vine a este mundo en la decente villa de
Sidmouth Road, precipitadamente pero sana, en ausencia de mi
padre, que se encontraba en un espectáculo en Hanley.
En las fases más precoces de esa ansia por lo metropolitano que
desarrollé durante la adolescencia, creía que una localidad de
provincias tan típica como Newcastle jamás habría dado ningún
ciudadano, hombre o mujer, del más ínfimo prestigio, y con la juvenil
seguridad de quien prefiere regodearse en los frutos del éxito, sin
calcular su precio, tomé la decisión de reparar aquella carencia lo
antes posible. Pero hace unos años descubrí, a raíz de un
encuentro fortuito en un wagon-lit de camino a Ginebra, que la
pequeña ciudad de Staffordshire —o, mejor dicho, una población
conocida como Silverdale— había sido cuna de sir Joseph Cook,
antiguo Alto Comisionado de Australia que durante nuestra breve
amistad en la Sociedad de Naciones solía llamarme «Pequeña
Newcastle».
Yo debía de tener un año y medio cuando mi familia se mudó a
Macclesfield, a una distancia razonable aunque nada cómoda de las
Potteries. Allí, tanto en el jardincito y el terreno de nuestra propiedad
como en los preciosos caminos de Cheshire, con sus hermosos
setos y sus amables flores silvestres, viví, junto a mi hermano
Edward, con quien me llevaba menos de dos años, una infancia que
discurrió todo lo serena y exenta de sobresaltos que podía ser
cualquier niñez.
Los primeros recuerdos de mi generación están inevitablemente
ligados a una experiencia que todos tenemos en común, pues se
refieren a unos acontecimientos dramáticos de escala nacional, a
las canciones, batallas y el repentino fin de la incertidumbre de una
contienda más remota y más restringida que la que nos sepultaría a
nosotros. Al igual que el resto de mis coetáneos, empecé a distinguir
los hechos reales de las fábulas y las fantasías coincidiendo más o
menos con el estallido de la Guerra de los Bóer, a finales de 1899.
Antes de 1900, por muy espabilada y resuelta que yo fuera, nadie
podría haberme descrito como una observadora consciente de mi
entorno.
De las brumas de una primera infancia inconsciente, las
tensiones se encarnan en «Soldiers of the Queen» y «Goodbye,
Dolly Gray». Un organillo tocaba triunfante la primera de estas
canciones en una calle de Macclesfield una fría mañana de
primavera cuando vi que de todas las ventanas colgaban banderolas
y guirnaldas de alegres colores.
«Es por la liberación de Ladysmith», me explicó mi madre,
respondiendo a mi excitado interrogatorio. «Ahora, el tío Frank
volverá a casa».
Pero el tío Frank —un hermano menor de mi padre que había
sido agricultor en Sudàfrica y, cuando estalló la guerra, se unió a las
tropas de Su Majestad— nunca regresó a casa, pues murió de
fiebre tifoidea en Ladysmith media hora antes de la liberación de la
ciudad.
Casi un año más tarde yo ya había olvidado a mi tío; la tarde gris
de enero en la que la anciana cuyo Jubileo de Diamante había
dejado huella en mi conciencia de tres años de edad descendió con
solemnidad a su sepultura, yo me encontraba cómodamente
sentada en nuestra cálida cocina, dibujando pajaritos y dragones y
princesas de larga cabellera. Frente al fuego, la cocinera bajita y
regordeta leía el periódico vespertino a la criada en voz aita.
«La reina duerme ya», refirió con tono sepulcral, mientras yo,
absorta en mis ceras de colores, permanecía ajena al hecho de que
estaba a punto de concluir mucho más que un reinado, y a que la
larga época de radiante prosperidad en la que yo había nacido se
haría añicos trece años más tarde, con una explosión que
reverberaría en mi vida personal hasta el fin de mis días.
Parecía que habían transcurrido solo unas semanas, aunque en
realidad había pasado un año y medio, y la paz con Sudáfrica ya se
había firmado, cuando Edward y yo estábamos engalanando con
banderolas la barandilla que separaba la zona más alejada del
césped del henar y mi padre apareció en el caminillo de la entrada
muy apurado, con el semblante desencajado y un periódico en la
mano.
«Ya podéis quitar la decoración», anunció con pesadumbre. «No
habrá ceremonia de coronación. ¡El rey está enfermo!».
Aquella noche recé con devoción a Dios para que nuestro
querido rey se pusiera bueno y no muriera. El hecho de que se
recuperase me impuso una conmovedora y supersticiosa fe en la
eficacia de la oración que sobrevivió hasta que la Gran Guerra
demostró de una vez por todas que aquello no servía en absoluto.
Para quienes habían cumplido ya los veinte años cuando Victoria
murió, el breve reinado de Eduardo —por cuanto aquel infatigable
visitante de París y Biarritz pueda haber encarnado un factor
determinante en la llegada de la avalancha— debió de antojarse
como un mero respiro entre la época victoriana y la invasión de
Bélgica por parte de los alemanes. Para nosotros, la generación de
la Gran Guerra, fue mucho más que eso, pues en aquellos nueve
años pasamos de ser niños a adolescentes y adultos. Sin embargo,
del propio monarca no recuerdo nada entre el intempestivo ataque
de apendicitis y la piadosa elegía al más puro estilo Victoriano que
compuse en la escuela cuando se nos pidió que escribiéramos un
poema en su memoria.

No solo por su nombre, Glen Bank, y por ser una vivienda


semiadosada y pintada de blanco, sino también por sus escenas de
caza y grabados de Marcus Stone, sus afelpadas cortinas, su
mobiliario de caoba y la escasez de libros, nuestra casa de
Macclesfield representaba toda la esencia de la clase media de la
década eduardiana.
Siguiendo el rancio ejemplo de mis abuelos paternos, rezábamos
incluso antes de desayunar, momento en que todos —desde mi
madre, que observaba con inquietud la cafetera hirviendo sobre la
mesa, hasta las criadas, que se revolvían incómodas en sus sillas
mientras el cartero llamaba a la puerta principal y el lechero
bramaba en la trasera— manifestábamos un aire de distraída
agitación. La ceremonia solía concluir con una tormentosa explosión
por parte de mi padre, pues Edward casi siempre se rezagaba y no
era capaz de recitar el padrenuestro tan rápido como los demás. Por
regla general, él todavía rogaba con paciencia a la divinidad que no
lo dejara caer en la «tación» mientras los demás ya vociferábamos
«amén», agradecidos.
Aunque mi padre, hombre tenaz de treinta y tantos años, era
bastante proclive a esos arranques de cólera, a mí nunca me
asustaron realmente, pues durante toda mi infancia fue mi héroe, y
encarnaba un sólido baluarte frente a las desconcertantes
embestidas de las bromas pesadas de sus hermanos y hermanas
más jóvenes, que veían en una niña pequeña el blanco perfecto
para su desaforado ingenio. Mucho más perturbadora para mi
sosiego mental era la extraña mezcolanza de miedos irracionales
que siempre permanecían al acecho para atormentarme: miedo a
los relámpagos, a los atardeceres, a la luna llena, a la oscuridad, a
pasar por debajo de un viaducto ferroviario o atravesar puentes
sobre escandalosos cursos de agua, al fin del mundo y al diablo que
se apostaba detrás de cada esquina para llevarme con él (de esto
último tuvo la culpa una institutriz que cuando yo tenía cinco o seis
años me oyó llamar a Edward «¡So bobo!» y de inmediato comentó:
«¡Se acabó! ¡Ahora irás al infierno!»).
Por aquel entonces, tanto padres como niñeras habían superado
la fase de meter a los críos en los armarios como «cura» para esa
clase de «tedio» —atrocidad antaño perpetrada contra mi madre
que más tarde afectó de forma negativa a su psique para siempre—,
pero los adultos consideraban que el origen de semejantes terrores
no era más que una perversa irracionalidad, y yo sufría
amonestaciones y regañinas por «rendirme a ellos». No parecía
haber nadie a quien yo pudiera recurrir para comprender tan
humillante cobardía, nadie que instintivamente yo percibiera de mi
parte contra aquellos fenómenos misteriosos que tanto me
atemorizaban. Crecí, pues, sin una explicación para mis miedos, de
modo que estos me acompañaron, ocultos pero inalterados, hasta la
edad adulta, y más adelante tuve buenos motivos para lamentarme
por no haber aprendido a conquistarlos cuando todavía era una
niña.
En definitiva, a pesar de los terrores intermitentes, los años en
que la vida se da por segura fueron bastante agradables, cuando no
bastante reconfortantes. Pues, hasta donde alcanzaba mi memoria,
en nuestra casa siempre había sonado música, nunca excelente,
pero sí melodiosa, y extrañamente constante en su capacidad para
sobrevivir a recuerdos más significativos. Para turbación de mi
padre, que nunca fue un gran aficionado a la música pese a las
clases de canto de su juventud, siempre andábamos ensayando
canciones, solos de piano y, más tarde, ejercicios de violín; y en
Macclesfield mi madre celebraba con regularidad «veladas
musicales» en las que Edward y yo, con siete y nueve años más o
menos, participábamos tocando juntos tintineantes dúos (o inocuos
tríos con la institutriz).
Mi madre, que poseía una agradable voz de soprano, tomaba
clases de canto en Mánchester; en las veladas cantaba «When the
Heart is Young», «Whisper and I Shall Hear» o «The Distant Shore»
—proverbial ejemplo de patetismo Victoriano que indefectiblemente
me hacía llorar en el punto en que «la doncella sucumbía y
moría»—. Me estimulaba mucho más «Roberto el diablo», y cada
vez que ella, dándome la espalda, gorjeaba «¡Clemencia!
¡Clemencia! ¡Clemeeenciaaa!» con su ardiente timbre de soprano,
yo me revolcaba por la alfombra, presa de un éxtasis de fervor
masoquista.
Mis primeros contactos con la literatura fueron menos
impresionantes, pues la biblioteca paterna de Macclesfield se
componía tan solo de un puñado de novelas de quiosco, dos o tres
manuales dedicados a la fabricación de papel y un voluminoso tomo
titulado Medicina doméstica, cuyas instrucciones incidían más sobre
la moral que sobre la higiene. Por temor a que alguien sospechara
que la nuestra era una familia con intereses literarios, los libros
estaban escondidos detrás de una pesada cortina en el frío y
lúgubre comedor. Un viajante de una editorial le dijo un día a mi
padre que las poblaciones de las Potteries eran las que menos
libros compraban de toda Inglaterra. Él, auténtico hijo de una tierra
que profesa un gran respeto hacia «la pasta» pero no reserva ni una
pizca para los poco comerciales productos de creación poética, se
mantuvo en Cheshire tan fiel como en Staffordshire a la reputación
de sus parajes.
Cuando agoté la literatura infantil —varios volúmenes de cuentos
de hadas de Andrew Lang que recibía puntualmente cada
cumpleaños, y las historias para niños más empalagosas de L. T.
Meade—, empecé a leer a escondidas las novelas de quiosco. Casi
todas estaban escritas por Wilkie Collins, Besant y Rice y la señora
de Henry Wood, y muchas fueron las lágrimas sensibleras que vertí
por culpa de los pesares de la pobre señorita Finch y lady Isabel
Vane.
No fue hasta más tarde, con diez años, cuando descubrí los
múltiples atractivos de Medicina doméstica. El tratamiento de las
enfermedades infecciosas me dejaba indiferente, pero ante la
perspectiva de la menstruación me sentí secretamente
entusiasmada; también encontré de lo más fascinantes los detalles
del parto, pese a que yo nunca había manifestado esa devoción por
las muñecas que se supone revela un fuerte instinto maternal. En mi
cabeza, el parto estaba por completo disociado del sexo, del que
nada sabía, ni ganas.
Me impresionaron sobre todo las instrucciones dirigidas a las
embarazadas para la última fase del parto, aunque ahora solo
recuerdo que se les aconsejaba que se recogieran el pelo en dos
trenzas y se pusieran unas enaguas viejas de franela bajo el
camisón.
Yo tendría más o menos ocho años cuando dos clásicos aislados
—con seguridad, regalos de Navidad desestimados— fueron a parar
a una mesa de whist del salón. Uno era la Poesía completa de
Longfellow, encuadernada en una piel biliosa color marrón mostaza,
y el otro, un ejemplar de Sohrab y Rustum, de Matthew Arnold. Poco
después me sabía casi de memoria los poemas de Longfellow —
incluidos los «Cuentos de una posada de Wayside» y las «Tragedias
de Nueva Inglaterra»—, y todavía hoy, cada vez que hago memoria
para recordar una cita, «La vida es real, la vida es algo serio» y «¡Si
te hubieras quedado, yo habría volado!» se empecinan en
desbancar a A. E. Housman o Siegfried Sassoon. Pero más
fascinante aún que Longfellow me resultaba Sohrab y Rustum, y
una y otra vez, tras cerciorarme de que disponía del salón para mí
sola, me permitía dar rienda suelta al histriónico instinto que tantas
satisfacciones había extraído de «Roberto el diablo» e imitaba sin
palabras la agonía del malhadado Sohrab, «hermoso en la muerte
en la vulgar arena».
Mi madre hacía lo que podía por remediar las deficiencias de
nuestra formación literaria y nos leía a Dickens en voz alta los
domingos por la tarde. De esa manera conocimos a David
Copperfield y a Nicholas Nickleby , lo que tal vez explique por qué
jamás he sido capaz de terminar ninguna otra novela de Dickens,
salvo Historia de dos ciudades. Mucho más efectivas como
compensación por la falta de estímulos externos fueron las cinco
«novelas» que escribí antes de cumplir los once años, en libros
especiales pacientemente fabricados por una institutriz hacendosa e
inteligente a partir de un papel grueso desechado en la fábrica, y las
emocionantes leyendas de una comunidad mítica llamada «Los
Detectives» que desde mi cama le narraba a Edward a través del
pasillo cuando ambos tendríamos que haber estado durmiendo. Yo
siempre era la creadora y él el destinatario de aquellas
comunicaciones cautivadoras, que debieron de empezar cuando yo
tenía unos seis años y se prolongaron hasta que alcancé la madura
edad de once y entré en el colegio.
Edward siempre supo escuchar, pues su particular manera de
expresarse consistía en emitir sonidos misteriosos, y a mi juicio
carentes de sentido, con su pequeño violín. Lo recuerdo con siete
años como un chiquillo tirando a solemne, de ojos castaños, con
unas bonitas cejas arqueadas que hace poco, para mi infinita
satisfacción, han empezado a reproducirse, un par de delicados
signos de interrogación, encima de los ojos oscuros de mi hijo de
cinco años. Incluso siendo muy niños era raro que riñéramos, y,
para cuando ingresamos en el pensionado, Edward ya se había
convertido en el compañero más querido de los breves años de
adolescencia sin sombras que nos concedieron a los de nuestra
condenada generación.

Cuando yo tenía once años, nuestra adorada institutriz se


marchó, y nosotros nos mudamos a una casa de piedra gris de
varias plantas en Buxton, el «balneario montañés» de Derbyshire,
para que Edward y yo pudiéramos matricularnos en «buenas»
escuelas. La suya era un pequeño colegio privado de primaria
dirigido por un enérgico vecino de Buxton; la mía se definía
inevitablemente como «escuela para hijas de caballeros». En mis
recuerdos, el colegio de mi hermano, que sin duda le procuró unas
bases mejores que las que yo recibí en el mío, estará siempre
asociado a una experiencia trascendental.
Poco después de que Edward entrara en aquella escuela, dio la
casualidad de que un día, de camino al pueblo, pasé por delante del
patio en un momento en que los niños disfrutaban con gran alboroto
del recreo de la tarde. Al ver a Edward me detuve; él se acercó con
varios de sus nuevos compinches y disfrutamos de unos instantes
de agradable «parloteo» a través del murete. No experimenté
sensación alguna de remordimiento, y no fui consciente de que mi
madre y una tía que estaba de visita me habían visto cuando
regresaban a casa por un camino adyacente. A la hora del té, un
pesado y para mí inexplicable clima de incomodidad flotaba en el
ambiente; poco después se desató el temporal y recibí una severa
reprimenda por el atrevimiento de conversar en público con los
compañeros de Edward. (Creo que fue la misma tía que más
adelante me informó de que el motivo por el que teníamos que dejar
las cartas sin cerraren el colegio era «por si alguna de las niñas
cometía la infamia de escribirle a un chico». Es probable que esto
ocurriera en la mayoría de colegios femeninos antes de la guerra).
Este incidente sin importancia supuso para mí el primer indicio
de que, a ojos de los mayores, la asociación libre y natural de niños
y niñas era más indecorosa que las gazmoñas suspicacias hacia el
sexo opuesto. Suscitó en mí un resentimiento rebelde que nunca he
podido olvidar. En aquellos tiempos no se hablaba de escuelas
mixtas, pero yo sabía de su existencia experimental, y de haber sido
capaz de prever mi remota maternidad seguramente habría tomado
la decisión de que mi hijo y mi hija se educaran en ellas.
No recuerdo gran cosa de mi colegio, salvo que al principio me
hicieron la vida imposible dos niñas muy desagradables que
enseguida se cansaron de la fácil ventaja física que les otorgaban
su edad y una estatura superior y prefirieron atormentar mi mente
inmadura obligándola a asimilar diversos datos de índole sexual en
su forma más repugnante. Mis padres, que ya miraban con cierta
desconfianza mi sanísima cordialidad con los traviesos compañeros
de Edward, permanecieron por completo ajenos a aquel atentado
contra el decoro y la paz de mi espíritu. Yo nunca lo confesé debido
a una amarga sensación de vergüenza, nacida no de las poco
estéticas descripciones de mis compañeras, sino de mi incapacidad
para reprimir las lágrimas durante las agresiones físicas. Tan
ambiciosa era ya, y tan indiferente al sexo en todas sus
manifestaciones, que sus tentativas de corromper mi cerebro lo
dejaron igual de inocente que al principio, y solo me molestaban los
pellizcos y los retorcimientos de muñeca que acompañaban a mis
esfuerzos por huir.
Aunque en mi colegio había unas cuantas internas,
prácticamente todas las pupilas éramos de la zona; por tanto, la
competencia en clase era casi inexistente. A los doce años
alimentaba mi arrogancia juvenil de la mejor de las maneras, gracias
a que las sosas e inmaduras chicas de dieciséis y diecisiete me
trataban como a una niña prodigio, hasta el punto de que enseguida
perdí la poca capacidad que hasta entonces había poseído para
estimar mis modestos logros en su justa y limitada medida.
Cuando entré en el colegio, la directora era una maestra mayor,
exponente de un pasado afectado y sin titulaciones, pero poco
después llegó otra que contaba con un irreprochable diploma
adquirido en Cheltenham. Esto se consideraba en Buxton una
cualificación extraordinaria para una directora de escuela, en un
momento en que, para mis padres, los criterios de escolaridad eran
más o menos igual de poco exigentes. Sin duda, no habían tenido
oportunidad de pensar de otro modo, pues mi madre había recibido
una educación muy limitada y heterodoxa, mientras que mi padre,
tras reaccionar con una obstinación peculiar aunque justificable
contra la rígida disciplina de Malvern durante los años setenta del
siglo anterior, fue enviado a hacer el bachillerato a Newcastle-under-
Lyme, donde la única ocupación constante de los muchachos
consistía en martirizar sin descanso a los resignados profesores.
Durante los turbulentos días de mi padre en el instituto de
Newcastle, un chico de Hanley dos o tres años menor que él
llamado Enoch Arnold Bennett estudiaba con más provecho en la
escuela secundaria de la misma localidad. Huelga decir que había
muy poca comunicación entre los estudiantes de secundaria y los
déspotas dominantes de los bachilleres. Después incluso de que el
autor de Cuento de viejas se hubiera ganado un prestigio
permanente en la literatura inglesa, mi familia seguía sin tener en
gran estima a los Bennett, a los que solían describir como «gente
muy ordinaria».
La educación que recibieron mis padres, tanto en calidad como
en cantidad, fue la que compartía y consideraba perfectamente
adecuada la práctica totalidad de las clases medias de provincias.
Sus defectos no quedaban en absoluto compensados por otras
metas alcanzadas por sus amigos, pues no recuerdo que en toda mi
infancia en Macclesfield y Buxton nos visitara nadie de más interés
que algunos parientes, o vecinos de mentalidad muy limitada con
sus aún más limitadas esposas.
Estas familias eran representativas de esa variedad que aún
puebla los núcleos rurales: las esposas eran «amas de casa» y los
maridos eran directores de sucursales bancadas, abogados
prudentes y faltos de iniciativa, modestos hombres de negocios que
preferían la seguridad a los riesgos y médicos «de familia» cuyos
modales con los pacientes camuflaban sus inseguridades a la hora
de hacer diagnósticos. Tampoco se invitaba a directores de colegio,
pues su conversación resultaba tediosa a mi padre. Como defensor
acérrimo del libre mercado, siempre estaba dispuesto a plantar cara
a cualquier simpatizante de Joseph Chamberlain en el controvertido
asunto del libre mercado frente a las reformas arancelarias, pero sí
ponía reparos a pasar de una fascinante discusión sobre la
fabricación de papel a temas de tan remoto interés como el
bombardeo de Port Arthur, las atrocidades cometidas por los turcos
en Macedonia o la política del Partido Revolucionario ruso, que
fomentaba violentas revueltas para que se instituyera la Duma.
En mis inmaduros oídos no resonó apenas ningún eco de estos
u otros acontecimientos aún más lejanos y extraordinarios; hasta los
asuntos de índole económica, por muy respetables que fueran,
trascendían el entendimiento de una colegiala. Supongo que fue esa
rotundidad con la que se me cerraban todas las puertas y ventanas
a un mundo más intrépido y colorido, el mundo de la literatura, de
los estudios, del arte, la política, los viajes, lo que propició que
disfrutara de una niñez relativamente satisfactoria. Una vez que
entré en el colegio y descubrí —si bien desde una distancia que me
embargaba de consternación— las tierras lejanas regidas por la
belleza, el saber, el descubrimiento y las relaciones sociales
basadas en valores duraderos que se extendían más allá de los
sólidos muros provincianos que ceñían la pomposidad de una
burguesía complaciente, tan bien refugiada en su interior, mi
insatisfacción prendió hasta que tomé la decisión de tirarlos abajo
para acceder al paraíso luminoso y amable que, pensaba, me
aguardaba en otros parajes.
Con frecuencia me pregunto cuántos de mis amigos actuales
padecieron las limitaciones de un horizonte tan restringido como el
que marcó mis trece primeros años. Hasta los veintiuno, mi único
contacto con la vida más allá de Inglaterra se limitó a un viaje
organizado por la agencia Thomas Cook, a Lucerna, donde me puse
mala con paperas nada más llegar, lo que me obligó a pasar las dos
semanas de vacaciones en un sanatorio, y una breve visita a París,
durante la que un taxista arrolló a mi padre, quien insistió en que
volviéramos todos de inmediato a Buxton.
Creo que fue Albert Edward Wiggan, el estadounidense que
escribió El fruto del árbol genealógico, quien calculó que la mitad de
los hombres y mujeres más ilustres del mundo derivan del uno por
ciento de la población, y que los millones de especímenes
mediocres de la humanidad son necesarios para producir la otra
mitad de los líderes. Pero cuando me planteo —como en los últimos
años de adolescencia— las ventajas genéticas y ambientales
incalculables que se derivan de haber nacido en el seno de familias
como la de los Huxley, los Haldane, los Fry, los Darwin o los Arnold,
lo que se me antoja realmente extraordinario no es que el residuo
anónimo produzca la mitad del total del talento humano, sino que
quienes forman parte de esa mitad logren emerger de la negrura
más absoluta.

Con trece años, pequeña para mi edad y bastante aniñada a


pesar de mis compinches quinceañeras, fui matriculada en el recién
fundado pensionado de St. Monica, en Kingswood, en el condado de
Surrey; una elección prudente, pues la mayor y más preparada de
las hermanas de mi madre era una de las dos directoras. Su socia,
Louise Heath Jones, una mujer inteligentísima y dinámica que había
estudiado en Cheltenham y Newnham, estimulaba e intimidaba a
partes iguales tanto a las chicas como a las maestras con su
idealismo religioso y el marcado carácter individualista de sus
métodos de enseñanza. El tempo al que su espíritu ardiente la
condenaba a vivir agotó demasiado aprisa su frágil constitución; un
colapso nervioso prematuro la obligó a jubilarse poco después de
que yo saliera de la escuela, y murió en 1931 tras muchos años de
enfermedad.
Mi tía, juiciosa e independiente, estuvo al frente del centro entre
1914 y finales de 1930, y si bien no ostentaba ni títulos universitarios
ni formación en el ámbito educativo, tanto su dignidad personal
como su don innato para la organización impulsaron el buen nombre
del que gozaba St. Monica gracias a una gestión innovadora, liberal
y tolerante, por completo novedosa entre los colegios privados
femeninos. Hace poco perdió dicho estatus al pasar a manos de un
comité exclusivamente masculino, y ahora funciona como centro
público.
Cuando, unos años antes de la guerra, entré en St. Monica, la
joven escuela todavía no había alcanzado los elevados niveles
educativos de sus últimos tiempos, y aunque mi pujante ambición
por ir a la universidad —que surgió poco después de descubrir que
existían colleges femeninos, y lo que representaban— siempre
contó con el apoyo de las directoras y del resto de la plantilla, no
recibí preparación alguna para los exámenes de acceso, que por
aquel entonces no integraban la formación habitual.
Indudablemente, la obstinada determinación de mi padre para que
me convirtieran en una señorita florero hizo que mi tía y la señorita
Heath Jones se abstuvieran de llevar a cabo el esfuerzo que en
cualquier otro caso habrían hecho por mí; a fin de cuentas, hasta las
directoras más bondadosas y denodadas quedan por completo
anuladas frente a unos progenitores equivocados pero decididos.
Mis compañeras de clase, como es natural, observaban mis
ambiciones sin interés ni comprensión. Muchas de ellas eran
muchachas elegantes para quienes la universidad representaba la
prolongación innecesaria de unos estudios inútiles y de mal gusto, y
veían mi empeño en ser la mejor de la clase, y mi ingenua ansiedad
por mantener aquel estatus, como una satisfactoria exoneración del
engorroso intento de conquistar ellas mismas aquel puesto.
Desde el punto de vista social, obviamente, no gozaba de ningún
prestigio entre tanta niña rica, moldeada por sus padres para la
sociedad de Londres o Edimburgo, con casas en los barrios de
Mayfair o Belgravia y mansiones en el campo cuyos nombres
contaban a menudo con las palabras «Villa» o «Parque». Mis
padres no podían permitirse las frecuentes obras de teatro y
conciertos a los que muchas de ellas asistían a instancias de sus
familias; mi ropa «buena» había sido confeccionada a mano o
adquirida en negocios mediocres de Buxton o Mánchester; y los
regalos que recibía en Navidades y cumpleaños no tenían punto de
comparación con los presentes de categoría que mis compañeras
exhibían al regreso de las vacaciones, para admiración de las
demás.
A nadie sorprenderá que muy pocas chicas codiciaran la fama de
«cerebrito» que sin mucho entusiasmo se me atribuyó; ni siquiera
envidiaban mi relativa libertad a la hora de rehusar algunas clases,
sino que consideraban aquellas ventajas meros premios de
consolación por mi evidente inferioridad en los privilegios que ellas
más valoraban. Al igual que ahora, en aquella época los colegios
femeninos privados atraían a muy pocos padres movidos por algo
más que una tímida intención de preparar a sus hijas para una
carrera profesional exigente o al menos una ocupación útil. Tanto
para las jóvenes como para sus madres, el acontecimiento que
mejor se perfilaba en el horizonte era el matrimonio, y a pesar de la
impertérrita insistencia con que ambas directoras defendían sus
ideales progresistas de servicio público, prácticamente todas las
chicas abandonaban la escuela con dos únicas ambiciones:
regresar a la menor oportunidad para impresionar a las compañeras
con el esplendor de una toilette de mujer adulta y comprometerse
antes que ninguna.
Aunque a mí me preocupaba mucho más la universidad que el
compromiso matrimonial, sí participaba del ansia general por poseer
el guardarropa de una mujer y por un anhelo de escoger yo misma
al menos la mitad de las prendas, pues a la sazón el vestuario para
muchachas parecía haber sido diseñado por sus mayores bajo la
premisa de que el decoro consistía en no exponer al sol y al aire
aquellas partes del cuerpo humano que pudieran cubrirse con
franela. Ahora, cuando me tumbo al sol ataviada con un sencillo
traje de baño en la alegre playa de algún pueblecito de la Riviera —
o incluso durante algún verano misericordioso en el ultrarrespetable
litoral del sur de Inglaterra— y observo los cuerpos morenos y
delgados de las niñas que entran y salen del agua casi desnudas y
sin ninguna vergüenza, me invade un airado resentimiento contra
las convenciones de hace veinte años, que envolvieron mi atractivo
cuerpo adolescente en combinaciones de lana, medias negras de
cachemira, corpiños interiores tipo «liberty», calzones oscuros de
punto, enaguas de franela y, con frecuencia, además de todo esto,
«juboncitos» de lana de manga larga y cuello alto.
En el colegio, por encima de ese conglomerado de paños, nos
poníamos blusas de franela verde en invierno y blanca en verano, y
faldas largas azul marino que uníamos a las blusas mediante
cinturones elásticos que constantemente se bajaban o subían,
dejando al descubierto una antiestética franja de blusa o de cinturilla
de falda asegurada con imperdibles. Tanto las blusas verdes como
las blancas eran de manga larga terminada en puños abotonados a
la muñeca, y cuellos altos que tapaban casi hasta la barbilla y se
abrochaban, oprimiendo la garganta, con unas cintas verdes muy
rígidas. Para los partidos de críquet y tenis, incluso en el abrasador
verano de 1911, usábamos las faldas largas y las camisas cerradas
hasta el cuello, con las tupidas melenas trenzadas; hasta después
de la guerra no permitió la escuela las prendas blancas sin mangas
para los deportes estivales. Solo en la clase de gimnasia adquirían
nuestras disminuidas extremidades cierta libertad, e incluso en esos
casos teníamos que ponernos blusas ceñidas y de manga larga
debajo de las pesadas túnicas plisadas. A pesar de todos estos
obstáculos, los partidos y el ejercicio nos volvieron ágiles y recias, y
durante la guerra tuve motivos para agradecerles a aquellas
prendas la capacidad de resistencia que fomentaron.
Las únicas amigas íntimas que tuve en Kingswood eran una
chica menuda, morena y medio extranjera, y una anglosajona rubia
muy guapa y dulce, cuyos nombres bien podrían haber sido Mina y
Betty. Mina, la menor de una familia numerosa y acomodada, hacía
gala de un verdadero talento artístico en la escuela, mientras que
Betty poseía unas aptitudes intelectuales que nunca tuvo interés en
explorar, debido a su abiertamente expresado deseo de casarse y
tener hijos. En cualquier caso, pasada la etapa escolar, no
sobrevivió la complicidad con ninguna de las dos.
Durante la guerra, debido a la tensión provocada por una
perturbadora aventura amorosa, Mina desarrolló una sólida
reprobación de mi carácter que la llevó a concluir que jamás fui
digna de su amistad. Siendo yo enfermera en Londres a principios
de 1916, mientras ella cultivaba su notable don para el dibujo en una
escuela de Bellas Artes, me citó —de entre todos los enclaves
apropiados para el reproche moral— en el Albert Memorial, donde
me informó de que yo era una persona egoísta, hipócrita y
ambiciosa, y por lo tanto no merecedora de su cariño. Todavía veo
su silueta menuda y robusta, con un abrigo y una falda de un
extraño tejido de color rosa recortado contra la sólida base de piedra
del inmaculado templete, acusándome por la severa dureza con que
había reaccionado a la primera tragedia real de mi existencia.
«Roland jamás te importó un bledo; ¡solo querías casarte con él
por pura ambición! Si lo hubieras amado de verdad, no te habrías
comportado como lo has hecho en las últimas semanas».
Por supuesto, lo habitual entre las chicas pudientes de la época
era considerar que el deseo de poder, tan universal para las mujeres
como para los hombres, solo podía satisfacerse mediante la
consecución de un buen marido. No recuerdo en qué estado hice el
largo trayecto en autobús de regreso a Camberwell, pero lo más
probable es que sus palabras ejercieran un impacto terrible sobre
mí. En cualquier caso, aquel día nos despedimos para siempre, y
creo que no volví a ver a Mina desde aquella mañana.
Mi relación con Betty duró más tiempo, y a ella le debo mucho
más; durante casi dos años de guerra nos pusimos de acuerdo para
trabajar en los mismos hospitales militares, y aun después del fin del
conflicto mantuvimos esa variante de amistad que se renueva con
cada reunión de antiguas alumnas y con el intercambio anual de
felicitaciones navideñas. Sin embargo, la complicidad se truncó en
cuanto dejamos de estudiar, pues nuestros hogares se encontraban
en distintas zonas de Inglaterra, nuestros padres acariciaban
aspiraciones sociales diversas y nuestras ambiciones personales
eran muy diferentes. Betty no tenía ningún deseo de recibir
educación universitaria ni aspiraba a la independencia de la mujer
trabajadora. La guerra, que frustró esperanzas tanto individuales
como colectivas a nivel nacional, provocó que su futuro pintase
incierto hasta 1922, año en que se casó con un hombre
considerablemente mayor que ella y que poco después se convirtió
en miembro, conservador, del Parlamento. Hoy en día, sus dos
hijos, algo mayores que los míos, brindan un punto de contacto
entre dos vidas que en otros aspectos no podrían haber sido más
divergentes.

Recuerdo con claridad el aspecto de Kingswood hace veinte


años, con sus colinas inviolables extendiéndose hasta Smitham, y
los densos bosques aún a salvo de la explosión rosa y gris de los
chalets de la periferia que ahora los han arrasado sin piedad. Las
noches de verano, uno de nuestros paseos preferidos nos llevaba
por las cuestas descendentes de los campos, dulcificados por los
tréboles, el tomillo y las rosas silvestres que se extienden entre
Kingswood y Chipstead; allí, mientras caía el crepúsculo,
examinábamos con inquietud el cielo oscurecido en busca de algún
rastro del cometa Halley, que según se decía anunciaba desastres a
gran escala, o escuchábamos, más tranquilos, a los ruiseñores en
medio de una quietud solo interrumpida muy de vez en cuando por
los perezosos e infrecuentes trenecillos que avanzaban sin prisa por
los raíles de juguete del valle. El tomillo y las rosas aún florecen
valerosamente en esos campos condenados, pero desde la guerra
no he vuelto a oír ruiseñores, y las barreras de alambradas de púas
y los letreros pensados para intimidar a intrusos y extraviados
estropearon hace mucho tiempo aquellas caminatas
ininterrumpidas.
En los meses previos a mi ingreso en Oxford, cuando tuve que
embarcarme, sola y sin ayuda, en los tediosos y enrevesados
temarios de los exámenes, a menudo maldecía en secreto a mis
padres por no haberme mandado a Cheltenham o Roedean, o
incluso a un instituto de bachillerato normal y corriente donde un
equipo de docentes preparados me hubiera salvado de las zozobras
de bregar con los misterios académicos. Pero en los últimos años
me he dado cuenta de que St. Monica, aunque no contara con las
ventajas de una escuela pública, está muy lejos de merecer
cualquier crítica. No hay duda de que no me proporcionó la
educación prolongada y exigente que constituye hoy el preámbulo
inevitable de cualquier carrera profesional; pero, por entonces, dicha
formación la proveían principalmente escuelas que esterilizaban el
encanto sexual de sus alumnas y las convertían en marimachos
aficionadas al hockey con modales torpes y un arsenal de
inhibiciones.
Como es natural, St. Monica tampoco me preparó para los
estragos y la presión de los años venideros, pero dudo mucho de
que el ambiente artificial de los partidos de hockey y los exámenes
de bachiller me hubieran servido de algo, o que, en efecto, el
desarrollo precoz de un espíritu más crítico y menos idealista
hubiera resultado ser, a la larga, un arma eficaz contra la desgracia
más devastadora.
Una observación periódica del personal docente de Oxford a lo
largo de doce años me ha llevado a preguntarme si, incluso para los
despistados e ingenuos muchachos y muchachas de la generación
de la guerra, un desarrollo mayor de la facultad crítica no hubiera
sido, casi, tan peligroso como su falta de estímulo. En cualquier
caso, esto último no interviene en la destrucción de una vitalidad
más importante que cualquier otra cualidad para combatir los
obstáculos, los reveses y el obtuso escarnio que nos encontramos
en la primera juventud, más que en cualquier otra etapa de la vida.
Éramos demasiado jóvenes para desviar el ímpetu despiadado
de la historia; sin duda, habríamos ido —habíamos tenido que ir— a
la guerra con independencia de nuestra actitud, y puede ser que
esos primeros meses de fe iluminada constituyeran un factor
determinante para el regreso a la vida de algunos de nosotros. Por
lo menos, las relajadas exigencias de las clases de St. Monica, la
tibieza de la competencia intelectual —un pelín más significativa que
en la escuela de Buxton, solo porque las chicas procedían de un
radio geográfico más amplio— y la hermosa paz de un área rural
rica y tranquila dejaron margen para leer a Dante y a Shakespeare,
a Shelley, a Browning y a Swinburne, y alumbraron sueños, muchos
de los cuales han llegado a materializarse de la manera más extraña
y contra todo pronóstico.
Justo el otro día una amiga periodista me dijo, entre
apesadumbrada y divertida, que yo había hecho más por la igualdad
entre hombres y mujeres de lo que ella hubiera creído posible para
un tema tan aciago hasta que empecé a publicar en las páginas de
la prensa diaria y semanal artículos en defensa de la paridad salarial
y el derecho de las mujeres casadas a cultivar una carrera
profesional. Si es realmente así, lo único que puedo responder es
que no he escrito nada sobre las diversas facetas del feminismo que
no esté basado en unas convicciones sinceras, y que los cimientos
de dichas convicciones se pusieron, por extraño que pueda resultar,
en una escuela que muchos de los padres que la financiaban
consideraban un lugar donde sus hijas recibirían las herramientas
necesarias para convertirse en criaturas decorativas y satisfechas,
sometidas a los hombres.
La señorita Heath Jones —a la que ahora, por lo que conozco de
su temperamento, sospecho simpatizante en secreto de las
protestas y manifestaciones de las militantes sufragistas que
arrancaron a resultas de la fundación de la Unión Social y Política
de las Mujeres en 1905— era una feminista apasionada, si bien
siempre discreta. Me hablaba de Dorothea Beale y de Emily Davies,
me prestaba libros sobre los movimientos de las mujeres, y en 1911
incluso nos llevó a mí y a una o dos de las alumnas mayores a lo
que debió de ser una asamblea sufragista de lo más pacata en el
pueblecito de Tadworth. Esta introducción práctica al feminismo se
asociaría para siempre en mi memoria con el calor bochornoso, las
huelgas de ferrocarril, los debates sobre leyes parlamentarias y las
crisis internacionales de aquel frenético verano, lo que me
proporcionó un caudal de detallados temas para mi enardecido
editorial en el número de 1911 de la revista de la escuela.
Todavía hoy recuerdo algunas de las clases sobre Historia y
Escrituras que impartía la señorita Heath Jones, clases que en
cuestión de cinco minutos pasaban de la Revolución francesa a la
victoria de los liberales en las elecciones generales de 1910, de las
profecías de Isaías a la invasión italiana de Trípoli en 1911. Desde el
aburrido punto de vista de los planes de estudios previos a la
guerra, eran clases muy poco prácticas, pero como enseñanza en el
sentido más estricto de la palabra —el estímulo, en mentes
inmaduras, de la capacidad de analizar, imaginar, reconocer
analogías— eran difícilmente superables. En 1908, tras la anexión
de Bosnia Herzegovina por parte del Imperio austrohúngaro, la
señorita Heath Jones nos puso a dibujar mapas de la península
balcánica, y en 1911 organizó un debate sobre la crisis en
Marruecos —en el que no paré de meter baza con un fervor vago
pero patriótico— cuando Alemania mandó el barco de guerra
Panther a Agadir.
Su motivación nos movía incluso a leer la prensa, herramienta de
aprendizaje bastante insólita en un colegio privado para chicas.
Como es natural, jamás se nos permitía manejar el periódico
completo —nuestros inocentes ojos habrían pasado de las noticias
internacionales a las pruebas aceptadas por la Comisión Real sobre
Matrimonio y Divorcio, o al Informe de la Conferencia Internacional
de París acerca de la abolición de la trata de blancas—, y los
recortes cuidadosamente seleccionados procedían siempre del
Times o el Observer, sin contrapunto en las opiniones políticas; aun
así, el mero hecho de que tuviéramos acceso a ellos daba fe de que
se concedía importancia a los acontecimientos de actualidad, algo
que estaba muy lejos de ser habitual en una época en que la
mayoría de las directoras de colegio todavía excluía la política y la
economía de la educación de unas muchachitas casaderas.
Las clases de la señorita Heath Jones, sin embargo, no siempre
gozaban de buena acogida entre las chicas, dado que en aquella
época casi ninguna joven manifestaba gran deseo de adquirir el
pensamiento crítico que se desarrollaba en ellas. Todavía hoy
recuerdo los desvelos de ciertas compañeras para evitar enfrentarse
a algunas de las clases menos agradables de 1914. Creo que los
profesores todavía no conceden la importancia suficiente al hecho
de que el deseo de pensar —que es, en esencia, una cuestión moral
— debe inculcarse antes de que se desarrolle la capacidad de
hacerlo. La mayoría de la gente, tanto hombres como mujeres,
aspira a la comodidad por encima de todas las cosas, y el
pensamiento encarna un proceso eminentemente incómodo;
procura al individuo más sufrimiento que felicidad en un mundo a
medio civilizar que todavía participa en guerras, promueve que
madres exhaustas alumbren a hijos malnutridos y no deseados, y
obliga a parejas casadas que se aborrecen a seguir conviviendo en
nombre de la moralidad.
De entre todas las esporádicas y misceláneas lecturas que, bajo
la égida de la inspirada y poco convencional señorita Heath Jones,
disfruté entre los quince y los dieciocho años, hubo un poema, una
novela y un provocativo ejemplo de propaganda que marcaron de un
modo especial mi camino. Una tempestuosa tarde de otoño, durante
la temporada de preparación de los exámenes, me encontraba en el
gimnasio de St. Monica mientras el viento hacía temblar los finos
muros y una diminuta luna creciente, vislumbrada a través de una
claraboya del techo, se movía sin cesar entre las nubes voladoras,
cuando leí por primera vez el poema «Adonais» de Shelley, la
experiencia más deslumbrante e impresionante de mi niñez, que me
enseñó a percibir la belleza que encierra la literatura y me llevó a
decidir definitivamente que algún día sería la escritora que había
soñado desde los siete años. Todavía hoy nadie, por muy
«intelectual» que sea, ha logrado superar la emoción de leer por
primera vez a los dieciséis años aquellos versos:

La Unidad permanece; lo vario cambia y pasa;


la luz del Cielo brilla eternamente;
las sombras de la tierra se evaporan;
la vida, como cúpula de cristal polícromo,
mancha la esplendorosa blancura de lo Eterno[2].

La novela, por extraño que parezca, era Robert Elsmere, el


panfleto deísta de Mrs. Humphry Ward. Si cuando la leí hubiera
sabido que su autora estaba pomposamente comprometida con las
fuerzas antisufragistas, me habría influido mucho menos, pero
permanecí ajena a las maquinaciones políticas de la señora Ward
hasta unos cuantos años después, y su libro convirtió a la asidua
incondicional —aunque en cierto modo indiferente— a la iglesia en
una agnóstica sumida en una duda constante y ansiosa.
Mi adhesión definitiva al feminismo se la debo a La mujer y el
trabajo de Olive Schreiner, esa «biblia del movimiento de las
mujeres» que en el mundo de 1911 resonó con unos ecos tan
perentorios y estimulantes como las notas de clarín que convocan al
fiel a una cruzada de vital importancia. La señorita Heath Jones me
prestó el libro poco después de su publicación, y todavía
experimento un cosquilleo de emoción cuando releo el pasaje que
me reafirmó —a mí, una niña criada, como casi todas las de clase
media de mi época, en la idea de que estaba predestinada a
padecer un dominio perpetuo y repugnante, pero inevitable— en mi
determinación de ir a la universidad y, como poco, prepararme para
una vida más independiente que la de una damisela de Buxton:
«¡Asumimos todos los trabajos como competencia nuestra! De la
cátedra del juez al escaño del legislador; de la sala del estadista a la
oficina del comerciante; del laboratorio del químico a la torre del
astrónomo; no hay puesto ni cargo en el que no aspiremos a
encajar: y no hay puerta cerrada que no pretendamos abrir; y no hay
fruto del jardín del conocimiento que no nos propongamos comer».

Fue precisamente en un jardín, pero en el de St. Monica, junto a


un estanque un tanto descuidado en el que unos peces de colores
regordetes se deslizaban indolentes por las luces y las sombras, y la
hierba aguja inclinaba sus pesados tallos hacia el borde del agua,
donde imaginé por primera vez, presa de un éxtasis pueril, un
mundo en el que las mujeres ya no serían las insignificantes
criaturas de segunda categoría que habían sido hasta entonces,
sino las compañeras de los hombres, iguales y dignas de respeto.
Desde entonces, asocio el jardín escolar, ahora hermoso y cuidado
en la dulzura de sus veinte años, pero a la sazón recién arrebatado
a la basta superficie de las colinas y poblado de enmarañadas
aulagas y genistas, a cualquier etapa pasada de la vida.
Allí, con dieciséis años, empecé a soñar que los hombres y las
mujeres de mi generación —conmigo, naturalmente, como cabeza
visible entre la galaxia de Leonardos— inaugurarían un nuevo
Renacimiento a una escala colosal, y de paso redimirían los errores
más garrafales de nuestros antepasados. Allí, de un modo más
realista, proyecté mi muy deseada y siempre postergada carrera
profesional, allí busqué refugio tras la ansiedad de los exámenes,
allí aguardé noticias de la guerra, y sentí el siniestro temblor de las
armas que desde la costa belga estremecían el valle de Caterham
igual que un terremoto subterráneo. También allí, ya pasada la
guerra, vagué sin rumbo tras impartir mis clases de Historia y
Relaciones Internacionales a las alumnas de los cursos superiores,
pensando en relaciones que nada tenían que ver con el ámbito
internacional, y preguntándome si debía casarme o no.
Pero me estoy adelantando. En mi último trimestre, en el que fui
elegida delegada, no hice ningún examen y casi no estudié, salvo
por las clases extraordinarias de Historia y Literatura con una
maestra visitante, la señorita E, una de esas profesoras poco
comunes que, al igual que la señorita Heath Jones, eran originales y
poseían talento para inspirar ideas. Sirva como demostración de sus
dotes el hecho de que lograra transmitirme un entusiasmo
desmedido por la obra de Carlyle y Ruskin. «El trimestre más
importante de todos hasta ahora, pues ha significado el inicio de mi
Estrella», arranca un sincero fragmento de mi diario de los dieciséis
años, escrito durante las vacaciones, después de que la señorita F.
estuviera por primera vez en Kingswood; aunque, por suerte, la
referencia no hacía alusión a ella, sino al empujón que dieron sus
clases al auge de unos sentimientos que, bajo la influencia de
Pasado y presente, yo habría descrito como «mis ideales».
En cierta ocasión, la señorita E, criatura elegante, introspectiva y
apasionada, pasó unos días en Buxton con mi familia —que no
terminaba de verla con buenos ojos— y conmigo, y una tarde, para
combatir el tedio, nos vaticinó el futuro. Con Edward, que tenía
dieciséis años, se mostró vaga y parca, pero a mí me comentó:
«Creo que sí que te casarás» (formulación que insinuaba la
aceptación incluso en su caso de lo que todavía se tenía por la
mayor preocupación de una chica inteligente), «pero si a los
veintiuno no te has casado, tendrás que esperar hasta los treinta.
Para entonces desempeñarás una profesión; no sé muy bien de qué
tipo, pero saldrá bien, y tu matrimonio no interferirá en ella».
Justo antes de marcharme de St. Monica interpreté a la Virgen
María en Corazón impaciente, el misterio navideño de Alice Mary
Buckton, lo que confirió una peculiar aura, memorable y emotiva, a
mis últimas semanas de colegio. Desde el punto de vista
temperamental, al menos, estaba más que preparada para el papel,
un hecho que a quienes conozcan la obra, con su desapego entre
sentimental y místico hacia las vulgares necesidades del día a día,
les dará una idea más clara del estado mental en que, antes de
cumplir los dieciocho, abandoné la escuela para «presentarme» en
el extraño ambiente de la «sociedad» de Buxton.

Creo que a cualquier chica de hoy con mi edad de entonces le


resultaría imposible imaginar la ignorancia abismal, el idealismo
romántico y la completa falta de sofisticación que nos caracterizaba
a mis coetáneas y a mí. Las ingenuidades del diario que empecé a
escribir con regularidad poco después determinar la escuela, y que
llevé hasta algo más de la mitad de la guerra, hay que leerlas para
creerlas. Mi «Registro de reflexiones, 1913» está avalado por las
siguientes aspiraciones, plasmadas en la primera página: «Para
difundir el amor, para promover el pensamiento, para aligerar el
sufrimiento, para combatir la indiferencia, para inspirar acción. Para
conocerlo todo de algo, y algo de todas las cosas».
La misma página contiene una de mis citas preferidas de La
princesa lejana de Rostand: Ah! L’inertie est le seul vice, Maître
Erasme, et le seul vertu, c’est… l’enthousiasme[3].
Una entrada, escrita el 20 de diciembre de 1913 después de un
baile, dice así: «Me quedo con la muy insatisfactoria sensación de
haber conocido a un montón de hombres superficiales con los que
todas las chicas estaban, obviamente, encantadas. ¡Cómo me
gustaría conocer a un hombre bueno y especial, lleno de fuerza y
entusiasmo, y sincero con respecto a su vida! ¡Un hombre así tiene
que existir!».
Nunca he enseñado a mi marido estas palabras sobre mis
aspiraciones emocionales, de modo que no sé si considerará o no
que encaja en la descripción.
En 1916, los ideales optimistas de mis primeros años de vida ya
habían desaparecido por completo de la portadilla de mi ingenuo
diario, y habían sido sustituidos por cuatro versos de Paul Verlaine
que siempre me ha parecido que representan con más precisión que
ningún otro poema esa abrumadora sensación de haber visto y
sufrido demasiado que hundió a la juventud de mi generación tras
un año o dos de guerra:

Tú, que sin cesar lloras,


¿qué hiciste, dime tú?
¿Qué hiciste de tu
juventud?[4]

William Noel Hodgson, que con tan solo veinte años murió en la
batalla del Somme, lamentaba también esa juventud perdida que
apenas si había conocido en una de las cancioncillas más tristes
que ha dado la guerra. Recuerdo que casi me hizo llorar cuando,
después de cuatro años de hospitales, últimos permisos y
despedidas, la oí entonada por Topliss Green en el Royal Albert
Hall; era 1919:

Toma mi juventud, que murió hoy,


túmbala sobre un lecho de rosas
tan gallarda y valiente como era,
que oculten su inerte cabeza
rosas apasionadas y rojas
que pronto se marchitan.

Que la pequeña tumba se halle


donde mis ojos nunca la vean;
que no haya lápida, ni lamento,
no vaya a quebrarse mi pobre corazón (pero
que haya, para mi flaqueza,
ramilletes de ruda y romero).

De nuevo me estoy adelantando. Las cándidas citas de mi diario


de juventud que he usado —y pretendo usar— se incluyen en este
libro para dar una idea del efecto que ejerció la guerra, con sus
crudas desilusiones y sus miserias nunca mitigadas por un cortés
disimulo, sobre la muchacha ingenua y sencilla que «se hizo mayor»
(en un sentido puramente social) justo antes de que estallara el
conflicto. El destructivo apocalipsis que estaba por venir, cuyos
terrores suelen retratar con gráficas palabras los profetas de la
Sociedad de Naciones, no lograría provocar en la juventud brillante
de hoy en día —con su realismo imperturbable, su conocimiento
informal e íntimo de la realidad sexual y su familiaridad con las
experiencias de sus condenados predecesores— ni una décima
parte del trauma físico y psicológico que la Gran Guerra ejerció
sobre la Chica Moderna de 1914.
Es posible, por supuesto, que las jóvenes criadas en provincias,
como es mi caso, fuésemos más aniñadas e ignorantes que sus
equivalentes londinenses; sin embargo, repasando a las
compañeras de Londres que tuve en el colegio, no creo que la
diferencia fuese muy significativa. Recuerdo muy bien a una de ellas
confesándome, nada más «ser presentada», que siempre tenía
miedo de llegar demasiado lejos con los hombres porque en
realidad ignoraba qué era «demasiado lejos». Yo fui incapaz de
arrojar algo de luz, aunque un incidente acaecido dos o tres años
antes me había convencido de que ese impreciso peligro era algo
bochornoso y profundamente desagradable.
Al término de un trimestre, una maestra me había escoltado —
como de costumbre— hasta el vagón del tren en St. Paneras, desde
donde yo emprendía el largo viaje a Buxton. Observando la norma,
consecuencia de la alarma generada por la trata de blancas, de que
jamás debíamos viajar en coches a solas con hombres, la mujer
escogió un compartimento donde el único viajero varón iba
acompañado por una respetable anciana. Por desgracia, en
Kettering —primera parada del tren— la mujer se bajó, y tan pronto
como el tren volvió a ponerse en marcha, el desconocido, un
individuo atezado de pelo negro, con ojos saltones y manos anchas
y peludas, que respondía al perfil del viajante comercial, se levantó
de su rincón y vino a sentarse a mi lado.
«Estaba deseando que ese vejestorio se bajara para poder
charlar un ratito contigo», arrancó, muy prometedor. Más alarmada
de lo que dejaba ver, miré con indefensión hacia la puerta cerrada
que daba al pasillo, pero aunque su existencia misma ya me
protegía más de lo que yo sospechaba, la salida quedaba del todo
bloqueada por la insinuante corpulencia de mi compañero de viaje.
«Veo que vas a Buxton», continuó, echando un vistazo a la maleta
con mis iniciales. «¡Ojalá no tuviera que bajar yo en Leicester!
Bueno, ¿no vas a decirme cómo te llamas?».
Animada por la alusión a Leicester, que quedaba a apenas
media hora de viaje, respondí, en un alarde de imaginación, que me
llamaba Violet Brown y que no vivía en Buxton, sino que iba a pasar
una semana con unas amigas, un cuento inspirado por el temor
catastrófico a que aquella aparición se presentara cualquier día en
la puerta de mi casa, buscándome.
«¿Y qué edad tienes?», inquirió a la vez que se arrimaba, y
mostrando cierta desilusión cuando le respondí la verdad, que tenía
catorce años. «¡Vaya! Eres una niñita muy guapa, ¡creí que tendrías
al menos diecisiete! Cuando llegues a tu casa, tienes que
mandarme una fotografía…». Y me estrujó aún más contra el rincón.
Fue entonces cuando me di cuenta de que el tren, en el que
confiaba para que me llevase a Leicester y por ende a la salvación,
se había detenido de pronto. Se oyeron gritos por toda la vía; mi
enemigo los escuchó, y me informó con satisfacción de que se
había producido una avería y tardaríamos más de una hora en llegar
a Leicester. «¡Qué suerte la nuestra, menos mal que estamos
juntos!», comentó en voz baja, cogiéndome la mano, el puño
mugriento de una colegiala, con manchas de tinta en las uñas,
astilladas por culpa de los juegos y la afición a la jardinería. «Las
niñas bonitas como tú no deberían morderse las uñas», susurró en
tono juguetón, examinándome los dedos. «¿A que vas a dejar de
mordértelas para que yo esté contento? ¿Y a que vas a darme un
besito para demostrar que somos amigos?».
Los lascivos ojos negros, las manos sobonas y el aliento
alcohólico, sumados al retraso del tren, sembraron en mí el pánico.
De pronto, desesperada y seguramente más fuerte de lo que mi
torturador había previsto, me zafé de sus brazos invasores con
sumo esfuerzo y me precipité al pasillo, frenética. La mansa mujer
de mediana edad en cuyo compartimento me abalancé a ciegas,
acalorada y sin sombrero, me examinó con asombro, pero dio por
buena mi incoherente historia sobre un «hombre muy malo» y me
tranquilizó compartiendo conmigo una parte de los sándwiches de
su almuerzo. Cuando, tras más de una hora de avería, por fin
pasamos Leicester, la mujer me acompañó a recoger mi maleta del
compartimento donde yo todavía temía encontrarme con el atezado
atacante; pero ya se había ido.
Nunca les relaté este incidente a mis padres —me disgustaba la
sola idea del revuelo que habría causado, de los aspavientos que
harían tanto en casa como en el colegio cada vez que tuviera que
viajar sola—, pero tan intensa era la repugnancia que me inspiró
que hoy lo recuerdo tan claramente como si hubiese sucedido la
semana pasada. Sin embargo, no fue hasta el verano de 1922, en el
que desde una plataforma al aire libre montada en Hyde Park
manifesté mi apoyo a la campaña del grupo feminista Six Point a
favor de la Ley de Reforma de la Legislación Penal por parte de la
Cámara de los Comunes, cuando tomé conciencia de la existencia
legal del abuso sexual y la edad de consentimiento.
Hoy por hoy puedo afirmar que con dieciocho años ya estaba tan
interesada por los problemas sociales y lo que por entonces daba en
llamarse «las cosas de la vida» como la mayoría de mis coetáneas,
si bien mi curiosidad sexual siempre fue por detrás de la ambición
literaria. No obstante, cuando estalló la guerra todavía no entendía
del todo a qué respondían conceptos como la homosexualidad, el
incesto o la sodomía, y me intrigaba esa sombra que se cernía
sobre el nombre de Oscar Wilde, cuyas piezas teatrales descubrí en
1913 y leí con fruición, deleitándome con sus epigramas.
Casi todas las chicas mayores con las que fui al colegio eran
adictas a las conversaciones clandestinas sobre cómo se hacían los
niños; comoquiera que padres y maestras las descubrían cada
cierto tiempo, las intrigas y especulaciones se volvían cada vez más
secretas y llevaban a una intensa búsqueda de detalles de carácter
obstétrico en la Biblia y en novelas de la biblioteca escolar como
David Copperfield o Adam Bede, algo que resultó ser el pan de cada
día entre casi todos los adolescentes de mi generación. Gracias a
esa amalgama de revelaciones, a las que hay que sumar las
decorosas explicaciones de Medicina doméstica, me hice una idea
bastante completa, si bien un tanto victoriana, de la manera primitiva
en que hasta los padres más civilizados engendraban a su
descendencia, pero de cómo cuidar a un bebé o criar a un niño
pequeño no tenía ni la menor idea, ni en la teoría ni en la práctica,
dado que la influencia de las mujeres casadas en la educación de
unas niñas principalmente destinadas a casarse y ser madres se
consideraba entonces aún menos deseable que hoy en día. Por lo
demás, a pesar de la información fisiológica que yo manejaba, la
naturaleza concreta del acto sexual siguió siendo en extremo difusa.
Este conocimiento a medias alimentó en mí una antipatía feroz
hacia la idea de unas relaciones físicas independientes del
sentimiento amoroso, hasta el punto de que cuando, poco después
de acabar el colegio, un vecino nuestro se me declaró —un joven
ancho y atlético de inteligencia limitada y principios evangélicos, que
desaprobaba por completo mis ambiciones «poco femeninas» y no
podía sentirse atraído por nada más sustancial que mi aniñada
belleza—, mi única reacción fue una sensación inmediata de
humillación y repugnancia intolerables.
La primera vez que tuve que atender un caso de enfermedad
venérea —de las que hasta entonces solo había leído en prensa
bajo el enigmático nombre de «la plaga oculta»— no sabía muy bien
de qué se trataba; no lo comprendí del todo sino en 1917, cuando
en un hospital de Malta vi morir entre convulsiones a un ordenanza
sifilítico tras una inyección de arsfenamina. Al final, hasta la guerra,
mis conocimientos sobre médicos y enfermeras del Ejército se
basaban íntegramente en los poemas más idealistas de Kipling, que
en nada me ayudaron a comprender las palabras y gestos
insinuantes y las desesperadas maniobras secretas de unos
hombres y unas mujeres atormentados por una segregación
innecesaria.
Debería, pues, quedar claro hasta qué punto fuimos, yo y los
chicos y chicas educados como yo, con nuestra generosidad y
nuestro entusiasmo ingenuo y desinformado, víctimas fáciles para la
propaganda bélica en un país sin servicio militar obligatorio. Muy
pocas jóvenes podían haber estado menos prevenidas y preparadas
que yo contra la guerra en general y el servicio en hospitales del
Ejército en particular.
CAPÍTULO II
UNA JUVENTUD PROVINCIANA

Rocío en los pétalos sonrosados,


alas rosas desplegadas;
¿qué podría haber, pensé,
más hermoso en el mundo entero?

Pasos seguros que luego vacilaron


(¿qué otra cosa podía hacer ella?)
salieron de la sombra del cenador
a pleno sol.

Mediodía y un esplendor fragante,


dorado, rosa, rojo
«¿Qué son, en el fondo», dije, «las rosas
para mí?».

ROLAND A. LEIGHTON, «EN LA ROSALEDA»,


11 DE JULIO DE 1914
1

Sin embargo, cuando me convertí en una debutante de


provincias, en 1912, engalanada con prendas compradas en
Londres que yo no sabía lucir, faltaban aún dos años para el inicio
de la guerra, y más de tres para que empezara a prestar servicio.
Aquella etapa incomparable de suntuoso materialismo y serena
comodidad, que quienes conocimos en sus coletazos finales nunca
volveremos a disfrutar, se nos antojaba como algo instaurado desde
tiempos inmemoriales y destinado a perpetuarse para siempre.
En mi primer baile, el de la temporada de caza de High Peak,
comparecí ataviada con el satén blanco y las perlas de rigor; este
ingenuo uniforme me dio derecho a pasar la mayor parte de las
semanas siguientes dando vueltas al son de los valses «Dreaming»
y «The Vision of Salome» en brazos de unos muchachos de físico
tempestuoso y conversación torpe. En absoluto eran aquellos bailes
las alegres ceremonias que aparentaban ser; su cometido era poner
a prueba las cualidades de las señoritas casaderas en función de su
popularidad como compañeras de baile, y por lo tanto acudían a
ellos gran cantidad de competitivas carabinas que supervisaban el
proceso con aprensión y ansiedad. A juzgar por el complejo de
inferioridad que estos bailes de provincias infundieron para siempre
en un par de coetáneas mías, que no salieron precisamente
victoriosas del lance, me inclino por creer que esas fiestas generan
muchas más calamidades que cualquier otra experiencia común y
corriente.
Tres años después, mientras despejaba mi escritorio antes de
trasladarme a Londres para incorporarme al Destacamento de
Ayuda Voluntaria de la Cruz Roja —me marchaba para siempre de
Buxton, aunque en aquel momento no lo sabía—, descubrí en un
cajón un montón de programas de baile atados con una cinta. A
esas alturas, tantos de aquellos necios se habían ganado la
dignidad mediante la muerte en Francia y los Dardanelos que el
registro de mis bailes con ellos me parecía el incongruente
recordatorio de un mundo desaparecido y medio olvidado, un mundo
en el que solo el hundimiento del Titanic había recordado a sus
habitantes, de una manera brutal pero efímera, la vanidad de los
cálculos humanos. Volví a guardar los programas, con la indulgencia
entre pesarosa y despectiva que manifestaría una mujer de mediana
edad al toparse con las reliquias de los disparates de la juventud.
Durante todo 1912 y la primera mitad de 1913 asistí a bailes,
hice visitas de cortesía, patiné y monté en trineo, jugué mucho al
bridge y mucho más al tenis y al golf, tomé clases de música y
participé en obras de teatro aficionado; en definitiva, dediqué mis
días a esas actividades convencionales con las que las jóvenes
ociosas tratan de matar un tiempo que no están preparadas para
emplear de otro modo. Incluso mis perseverantes intentos por
desentrañar —conforme a la tradición del colegio St. Monica— las
complejidades de las leyes que afectaban al estatus de la Iglesia en
Gales en las columnas del Times fueron disminuyendo poco a poco
hasta desaparecer del todo por falta de estímulos externos. Mi única
concesión a la incómoda conciencia social que había desarrollado
durante la etapa escolar consistía en unas reticentes visitas al
«distrito» de mi madre, en la localidad de Burbage, cerca de los
hornos de cal que hay bajo la curva con forma de hoz del páramo de
Axe Edge. Por hacer algo «útil», repartía ejemplares de Madres en
el Consejo, el órgano oficial de la Unión de Madres, esa curiosa
organización que cree fervientemente que la unión obligatoria de
compañeros antagónicos favorece la santidad del matrimonio.
Mi lectura esporádica y totalmente desorganizada de George
Eliot, William M. Thackeray, Elizabeth Gaskell, Thomas Carlyle y
Ralph Waldo Emerson dejó poca huella en esta monotonía, aunque
sus escritos compensaban de vez en cuando su absoluta futilidad.
«Leer Romola me ha dejado en un estado de puro júbilo», arranca
con entusiasmo la entrada de mi diario del 27 de abril de 1913. «¡Es
fabuloso que se pueda comprar tanto placer por apenas media
corona! […] Esto me lleva a preguntarme cuándo llegarán a mi vida
esos momentos de emoción suprema en los que todos los
sentimientos se entremezclan, y alteran para siempre el espíritu».
A lo largo de aquellos meses que fueron testigos del estallido de
la primera guerra de los Balcanes, de la renovación de la Triple
Alianza y de una agitación intermitente pero considerable a cuenta
del espionaje alemán, no paré de dar la lata a mis padres —si bien a
menudo con escaso ahínco, pues las posibilidades empezaban a
antojarse demasiado remotas, y demasiado grandes los obstáculos
que superar— para que me mandaran a la universidad. Mi padre
respondía invariablemente a mi obstinación con la sentencia de que
bastante dinero había gastado ya en mi educación, y que las
«niñas» tenían que dejar que sus mayores decidieran lo que era
mejor para ellas. Me crispaba aquella actitud de afable
escepticismo, dado que a mi parecer yo no era en absoluto una
«niña», sino una evangelista del siglo XX con el cometido de guiar
hacia la luz a un universo sumido en la ignorancia y las tinieblas.
Muchas de mis conocidas se sorprendían de que no me
mandasen a París a «pulirme» —es decir, a encajar mejor en el
molde femenino y trivial que todos los instintos y ambiciones de mi
juventud me impelían a repudiar—. Durante el último trimestre
escolar, desesperada por entrar en Oxford, y empeñada en
posponer el temido aislamiento de Buxton, había llegado a suplicar
que me dejaran pasar unos meses en París o Bruselas. Pero mi
padre se oponía a París casi tanto como a la universidad, con el
argumento de que en cuanto pusiera un pie en la capital francesa
sufriría un ataque de apendicitis, un temor comprensible dada su
experiencia, si bien yo nunca he padecido la amenaza de esta
enfermedad hasta la fecha.
Rechazando consuelos menores, reanudaba una y otra vez el
ataque principal; el deseo de una existencia más azarosa y unos
horizontes menos restringidos se había convertido en obsesión, y en
ningún momento se me pasó por la cabeza plantearme el
matrimonio como posible vía para la libertad. A tenor de lo que ya
sabía de los hombres, lo más probable sería que un marido limitase
aún más mis oportunidades, conclusión totalmente justificada por el
hecho de que casi todos los hombres que yo conocía no solo vivían
en Buxton, sino que para colmo consideraban la localidad como el
lugar de residencia más deseable de toda Inglaterra.
Con cada nueva negativa a gastar un solo penique en mi
educación (aunque el coste de mis clases de música y del carísimo
piano que, con generosidad, fue adquirido para que yo practicara
habrían cubierto casi un año entero en Oxford) me sumía aún más
en la melancolía; me sentía atada, atrapada, y al cabo de los
primeros meses en casa llegué a odiar Buxton —a despecho de la
austera belleza de sus cumbres y valles y del saludable aire que
llevaba a muchos enfermos de reuma a alojarse esperanzados en
sus hoteles y tomar sus aguas— con un aborrecimiento que jamás
he vuelto a experimentar bajo ninguna circunstancia. En una época
en que una escrupulosa madre de provincias habría preferido que
su hija adolescente cayera en las garras de la seducción antes que
permitirle pasear unas pocas horas sola por el pueblo, o concederle
la libertad de conducir un modelo pequeño de Austin, y a casi
trescientos kilómetros de Londres, es decir, completamente aislada
de aquellos grupos de chicos y chicas ambiciosos e inteligentes que
gravitaban de manera natural en torno a las ciudades universitarias
y las capitales, me sentía del todo a merced de las normas locales y
los dictámenes de la familia. No tenía nada que hacer, nadie con
quien hablar; Edward pasaba la mayor parte del año en la escuela
de Uppingham, y con Mina y Betty fui perdiendo el contacto con el
transcurso de los meses.
Una chica de dieciocho años con una mente voraz no es capaz
de alimentarse de paisajes. Tan solo dos cosas me salvaron de
morir en una combustión espontánea mientras mi hermano estaba
fuera: mi diario, en el que escribía con tan prolijo detalle que ahora
me maravilla la cantidad de tiempo que tenía a mi disposición, y la
llegada a una localidad vecina de un cura racionalista cuyas
heterodoxas disertaciones sobre la Aita Crítica se me antojaban
como la doctrina más trascendental, y cuyos sermones dramáticos y
floridos —cada domingo yo caminaba más de cinco kilómetros para
escucharlos—, producto de la elocuencia más inspirada. Los
periodos de vacaciones eran más llevaderos, pues el regreso de
Edward siempre traía consigo un estallido de música que confería
cierto sentido a la vida, aunque fuese de un modo indirecto. No
llegué a ser más que una pianista de segunda fila, porque tenía las
manos muy pequeñas para tocar una octava con soltura, pero
Edward —que era ya un violinista habilidoso y apasionado—
necesitaba que lo acompañara en los complicados conciertos y
sonatas que traía de la escuela de Uppingham. De ahí que en
Navidad, en Pascua y en verano tocara con él en recepciones en
casa, conciertos de aficionados y veladas musicales, siguiendo
como podía los prestissimos y los rallentandos, los arpegios, los
tremolos y las alteraciones accidentales, la sonata n.° 1 de
Beethoven, los conciertos de Mendelssohn y Spohr, y las melodías
ondulantes del siglo XVII de Alessandro Scarlatti y Pietro Nardini.
Los dos años que pasé en Buxton me empaparon de una forma
de esnobismo de la que no creo que consiga liberarme y que tal vez
sea la única en la que no fui abiertamente instruida. Repudié muy
pronto los esnobismos universales de la clase media relativos a
cuna, riqueza y anglicanismo, y experimenté un ingenuo deleite al
hacerlo; creo incluso que también he superado —aunque solo en los
últimos años— esa forma de esnobismo más insidiosa que es la
respetabilidad puritana, causante de que las mujeres de mi clase y
generación contemplen la vida sexual de sus maridos como una
especie de propiedad personal, y de que se reaccione con amarga
desaprobación o, a lo sumo, con cohibida condescendencia ante
cualquier mujer que se haya permitido una relación
extramatrimonial. Pero del prurito del metropolitanismo, de la
superioridad del londinense frente al ciudadano de localidad
pequeña, no creo que me sobreponga jamás, por mucho que la
serena voz de la razón —con su irritante desdén hacia nuestros
prejuicios más caros— me dicte que, desde 1915, los transistores, el
cine y los autocares han debido de volver irreconocibles las
provincias.
Para mí, el provincianismo encarnaba, y encarna aún, la suma
total de los valores más hipócritas; es la estima de las personas por
lo que poseen, o pretenden poseer, y no por lo que son. Parecen
constituir su esencia clasificaciones artificiales, rígidas líneas de
demarcación que no guardan relación alguna con el mérito
intrínseco, mientras que el desprecio por la inteligencia, las
suspicacias y el miedo hacia el pensamiento independiente se
presentan como salvoconducto necesario para alcanzar la
popularidad provinciana. Ese espíritu mezquino y censurador lo
encarnaba a la perfección la quejumbrosa e insignificante esposa
del director de la sucursal de banco que amonestó con severidad a
mi madre, por aquel entonces una recién casada que daba su
primera cena en Macclesfield, por haber «mezclado invitados de
diverso extracto social».
Al parecer, en ciudades más grandes es posible llevar una vida
intensa y activa, libre de críticas y pequeñeces; pienso sobre todo
en Mánchester, donde solíamos ir a hacer compras. Hogar de
familias tan excepcionales como los Pankhurst, los Laski y los
Simon, Mánchester parece haber eludido el estigma del
provincianismo, acaso gracias al prestigio a escala nacional del
Manchester Guardian (diario que jamás llegó a Buxton, puesto que
sus habitantes preferían la edición mancuniana del Daily Mail),
acaso más aún porque los diligentes habitués de la ciudad
mantenían a los ociosos miembros de sus familias al margen, en los
suburbios de la periferia. El esnobismo social y los valores irreales
parecen alcanzar su culmen en las poblaciones de entre diez y
veinte mil habitantes. Buxton, localidad que mi padre describía como
«una cajita de conflictos sociales perdida en el fondo de una
cuenca», debía de contar con una población de unos doce mil,
excluyendo a los visitantes que acudían a tomar las aguas.
No me considero una persona vengativa, pero en los años en
que las hermosas colinas cubiertas de brezo que rodeaban Buxton
representaron para mí los muros de una prisión, solía jurarle a
Edward que algún día me tomaría la revancha con una novela, y así
lo hice. Ninguno de mis libros se ha vendido bien, y el menos
afortunado de todos fue el segundo, No sin honor, pero no hay
experiencia que haya disfrutado más que la del proceso de verter mi
odio en esa historia sobre la vida social en una pequeña localidad
de provincias.

A veces, durante sus vacaciones, le relataba a mi hermano


algunos incidentes que acabarían apareciendo en esa novela de
una manera muy similar a cuando, de niños, lo había tenido en vela
contándole historias de los «fabulosos detectives». Él seguía siendo
un buen oyente, pues el interés principal de su vida y el objeto
exclusivo de su ambición era, como en sus primeros años, su violín.
Es difícil —siempre lo ha sido— determinar qué clase de persona
era Edward al término de sus años en Uppingham, y conforme va
pasando el tiempo la tarea se vuelve aún más complicada. Poco
después de que estallara la guerra empezó a significar tanto para
mí, y yo para él, que a veces me pregunto si alguno de los dos nos
molestamos en absoluto en comprender al otro más allá de nuestra
estrecha relación. Era indudablemente guapo; en incoherente
contraste con mi metro sesenta de altura, él llegó a alcanzar el
metro ochenta y cinco, y tenía unos ojos oscuros, aterciopelados y
más bien serios bajo unas pestañas largas y tupidas y unas cejas
arqueadas casi negras, lo que, de algún modo, daba validez a la
teoría de mi madre de que en su familia había sangre francesa o
española. A los dieciséis años tenía cierta tendencia a la pedantería
y la arrogancia, cualidades no demasiado negativas en un
adolescente, en el fondo, ya que casi todos tenemos que pasar por
una fase de mojigatería para alcanzar la rectitud.
Cuando cumplió los diecinueve ya había desarrollado un talante
encantador y tranquilo (otro rasgo heredado, quizá, de nuestro
abuelo músico) que le granjeó no poca popularidad y le resultó
especialmente eficaz en entrevistas con oficiales y funcionarios del
Ministerio de la Guerra; pero, debajo de tan afable superficie,
quienes lo conocíamos bien nos topábamos una y otra vez con algo
inflexible y rígido que no lográbamos sondear; «como una veta de
sílex en una piedra blanda», así lo describí en mi diario en 1914.
Desde el punto de vista mental, supongo que era más inteligente
que intelectual; sus gustos literarios se limitaban a las obras de
teatro, los relatos y unos pocos poemas, la mayoría de los cuales
ofrecía un significado práctico, y aunque de niño ganó muchísimos
premios en la escuela, siempre se quedaba a las puertas a medida
que maduraba. En Uppingham fue invariablemente el segundo o
tercero de su clase; sus boletines de notas, salvo los de música,
nunca fueron insatisfactorios, pero tampoco brillantes.
La única pasión que lo absorbía era la música, a la que añadía
esa determinación constante que le había faltado a nuestro
desafortunado abuelo. Con diecisiete años ya había empezado a
componer canciones y conciertos; cuando una partitura caía en sus
manos, Edward se transformaba en una criatura distinta: irritable,
vigilante, abstraída. Tocaba con solvencia otros instrumentos —el
órgano, el piano, la viola— al cabo de muy pocas clases. No soy
capaz de determinar lo buen violinista que era, ni su talento como
compositor, pero tal vez resulte significativo que tanto Robert
Sterndale Bennett, en Uppingham, como sir Hugh Allen (a la sazón,
«doctor»), en Oxford, se interesaran vivamente por sus
posibilidades.
Los planes que mi padre le reservaba iban desde la sucesión al
frente de la fábrica de papel —una ocupación para la que yo habría
estado más preparada que Edward, quien carecía de ambiciones
empresariales y no manifestaba el menor interés en los procesos
comerciales— al funcionariado en la India, para el que el director de
su antigua escuela declaró que no pasaría los exámenes. En sus
sueños más íntimos, Edward siempre se vio como un famoso
compositor y director de orquesta, una suerte de sir Henry Wood a
pequeña escala, pero mi hermano era demasiado discreto para
jactarse de su propio talento ante mi padre, quien tenia la musica
por algo superfluo en la vida de un hombre y siempre se quejaba
con furia de los sonidos del violín durante los ejercicios.
El carácter de Edward lo llevaba a responder con métodos
indirectos de persuasión a la desafiante franqueza con que yo
acostumbraba a suscitar la oposición paterna. «¡Esta niña! ¡Tan
inquieta!», comentaba mi hermano con lacónica diversión cada vez
que yo me retiraba, sin aliento y furibunda, de alguno de mis
beligerantes encontronazos con mis padres. Edward decidió, sin
decirle nada a nadie, que en Oxford estudiaría tanto Música como
Letras Clásicas, y que las notas dictarían su futuro. Creo que en el
fondo le alivió no conseguir la beca para New College en 1914, y
después pasó sin dificultad las pruebas de acceso y entró como
alumno normal y corriente; así quedó exonerado de la obligación de
estudiar para titularse con honores, lo que habría reducido
considerablemente el tiempo destinado a la música.
A pesar de sus limitadas capacidades para el estudio y su
irregular interés hacia cualquier tema que no tuviera algo que ver
con la música, a mi padre ni se le pasó por la cabeza la idea de
negarle a Edward una formación universitaria. Yo quería demasiado
a mi hermano, incluso cuando todavía iba a la escuela, como para
sentir celos de él, sobre todo porque siempre fue mi más gallardo
defensor, pero me habría comportado con mucha más paciencia y
docilidad de la que jamás demostré si no me hubieran ofendido los
privilegios de los que disfrutaba por ser varón. Me constaba que mis
boletines escolares más deslumbrantes nunca se tomaron tan en
serio como mi incómoda sed de conocimiento y oportunidades; por
emplear una expresión muy famosa hoy en día, en nuestra familia lo
que importaba no era la calidad del trabajo, sino el género del
trabajador.
Las pruebas constantes y para mí palmarias de esta diferencia
de rasero hacia Edward y hacia mí no hicieron sino reforzar las
tendencias feministas que había empezado a desarrollar en el
colegio, y que seguían elaborándose de forma indirecta pero
infalible merced al clamoroso drama del movimiento sufragista de la
lejana Londres.
«¡Qué triste es ser una mujer!», escribí en marzo de 1913, el
mismo mes en que se puso en práctica por primera vez la «ley del
gato y el ratón» para ingenioso tormento de las militantes[5]. «Los
hombres tienen muchas más alternativas a su disposición a la hora
de elegir».
El paso del tiempo —o, al menos, es lo que me gusta pensar—
ha transformado el furioso resentimiento de la época de Buxton en
opiniones más moderadas y equilibradas, pero es probable que
ninguna chica con ambiciones que haya vivido en el seno de una
familia donde se considere que la subordinación de la mujer forma
parte del orden natural de la creación llegue a sobreponerse del
todo de la amargura de los sentimientos más precoces. Y quizá sea
mejor así; las mujeres todavía tenemos mucho camino por recorrer
antes de que nuestros logros se evalúen sin que medien
consideraciones irrelevantes sobre nuestro género que sesguen el
juicio del crítico, y ni siquiera las victorias políticas más recientes
están lo bastante consolidadas como para que aquellas que ya se
benefician de ellas puedan permitirse dar de lado a las pocas
feministas reconocidas que se mantienen en un estado de alerta y
caminan todavía con cautela por unas sendas prohibidas hasta hace
muy poco.

3
A principios de 1913, cuando casi había abandonado toda
esperanza de huir de una juventud provinciana, llegaron los
primeros e inesperados indicios de una posible liberación.
Cierta tarde de primavera, un amigo de Staffordshire —antiguo
abogado de la familia— vino a casa a pasar la noche. Espoleado por
mi juiciosa madre, que comenzaba a simpatizar en secreto con la
idea de la universidad —acaso convencida por mi negativa a
adaptarme a Buxton—, el hombre empezó a hablar de Oxford, y
descubrí que su primogénito, que había entrado con una beca,
acababa de regresar tras licenciarse con unas notas excelentes.
Mi padre, para no ser menos en cuanto a autocomplacencia
paterna, contestó aludiendo no solo a su decisión de mandar a
Edward a Oxford, sino que añadió mis continuos ruegos de ir a la
universidad. Para su sorpresa, el visitante se tomó aquella
manifestación de ambición femenina como lo más natural del
mundo, e incluso nombró a una o dos amigas de su hijo que
también estudiaban allí. Al igual que muchos hombres que se han
educado sin contacto con el mundo académico, mi padre se mostró
al principio más dispuesto a escuchar los consejos sin fundamento
de amigotes de la familia que los de un experto desconocido
totalmente cualificado para darlos. Sin duda, el hecho de que aquel
amigo tan respetado considerase la presencia de la mujer en Oxford
como algo normal logró que mi padre se replanteara su visión de la
educación superior para las hijas. Este proceso de transformación
alcanzó su punto culminante gracias a un curso de extensión
universitaria impartido por J. A. R. Marriott —en la actualidad, sir
John— que se celebró en el ayuntamiento de Buxton en la
primavera de 1913.
En 'los últimos años he oído algunas críticas a sir John Marriott
por parte de sus adversarios políticos tanto en Oxford como en otros
lugares. Estas críticas de partido suelen insinuar, de un modo más o
menos directo, que una larga experiencia como profesor
universitario no capacita a un hombre o a una mujer para la vida
política, y que fue seguramente por culpa de sus cualidades
académicas por lo que sir John perdió los escaños, en apariencia
seguros, de Oxford y York.
En este país, al margen de las circunscripciones universitarias,
existe una línea muy rígida y difícil de cruzar entre el sector político
y el académico, una línea que en ciertas áreas de América se
desdibuja, ofreciendo ventajas a ambas partes. A juzgar por mi
experiencia como titulada de una universidad y esposa de un
profesor de otra, me da la sensación de que la vida académica de
cualquier país tiende a volver estrechos de miras, censuradores y
engreídos tanto a hombres como a mujeres. Considero que mi
marido se encuentra entre las honrosas excepciones, pero uno o
dos de sus eruditos coetáneos han hecho algunos de los peores
alardes de malas formas que he presenciado en mi vida. Parece ser
que a la mayoría de los académicos se le va pasando el desprecio y
la rudeza con los años; los profesores mayores, aunque a menudo
reprobadores, suelen mostrarse puntillosos. En general, mi
percepción es que los estadounidenses son más educados que los
ingleses, y los de universidades de provincias, más corteses que los
procedentes de Oxford y Cambridge.
Sin embargo, me parece que atribuirle a sir John Marriott las
características más desabridas del Oxford académico pone
precisamente de manifiesto esa falta de perspicacia que los
adversarios del partido tan a menudo incentivan entre ellos. (Escribo
todo esto sin rencor, pues yo misma pertenezco a ese partido cuyo
programa es sinónimo de anatema para sir John y sus colegas. A
día de hoy puedo estar de acuerdo con muy pocas de sus opiniones
políticas, pero si sir John creyera que las cláusulas del Tratado de
Versalles fueron inspiradas por Dios, lo perdonaría, tan profunda
aún es mi gratitud por su renovadora intervención, de un valor
incalculable, en mis oscuros asuntos). No hay hombre que haya
despreciado menos las formas de vida más inhabituales ni se haya
interesado más por los caminos alternativos de la experiencia. En la
única ocasión en que ambos coincidieron, recuerdo con qué
habilidad persuadió a mi padre —con quien tiene poco menos que
nada en común— para que le hablara con vivo entusiasmo de las
técnicas de producción de papel y le relatase la modesta historia de
nuestra fábrica.
Para mí, sir John es, y será siempre, el profesor amable y
estimulante en cuya presencia genial unos obstáculos hasta
entonces insalvables se desvanecieron como nieve en abril. Sir
John representa el deus ex machina de mi juventud sin
pretensiones, el dios olímpico que escuchó sin atisbo de
condescendencia ni diversión el titubeante relato de las ambiciones
ingenuas y vanas de una joven inmadura. A él le debo mi victoria
final sobre la oposición de mi familia, la huida de la alienante
atmósfera de Buxton y la formación universitaria que, pese a sus
muchas lagunas, me preparó al fin para la clase de vida que yo
quería llevar. Es una deuda que reconozco con humilde gratitud, y
que no espero poder pagar.
Ni el más entusiasta defensor de la educación para adultos
podría haber descrito aquel curso de extensión en Buxton sobre los
problemas de la riqueza y la pobreza como un éxito aplastante. A la
primera sesión no pude ir porque me habían invitado a un baile
(¡hasta ese punto había caído en desgracia!), pero fui la única de
todo el pueblo que asistió e hizo los deberes de las otras cinco.
Sir John dio lo mejor de sí, como no podía ser menos en un
docente enérgico y célebre como él, pero ni un profeta descendido
del mismísimo cielo habría conseguido impresionar a su apático y
menguante público, cuya mitad más añosa y soñolienta había
acudido por no herir los sentimientos de la secretaria que había
organizado el curso, mientras que la otra mitad, más joven e
inquieta, lo había hecho obligada por sus padres. Creo que fue en la
cuarta o quinta sesión cuando se vio compelido a comentar ante sus
bostezadores oyentes que la gente de Buxton no parecía
especialmente curiosa, observación que le valió no pocas críticas
adversas a sus conferencias en meriendas posteriores. Llegué a oír
a una señora muy voluminosa (cuyo esposo había escrito una
disertación sobre los tres temas que se daban a elegir, en lugar de
escoger solo uno, como se le había explicado) comentar ante un
grupo de compasivas amigas que a ella jamás le gustó «la actitud
de ese hombre», y que sabía de buena tinta que si había ido a
Buxton era «¡porque en Oxford no querían verlo ni en pintura!».
Mis perseverantes disertaciones sobre la Revolución industrial, el
problema de la distribución de riquezas, la historia del sindicalismo y
el auge del movimiento socialista debieron de ser muy primitivas y
superficiales, pues ni la biblioteca pública de Buxton ni la pequeña
colección de libros de texto de las estanterías de mi dormitorio
contaban con obras relevantes sobre historia o economía, pero las
evaluaciones que recibieron por parte de sir John fueron lo bastante
entusiastas como para que mi padre las describiera como «un gran
honor, viniendo de un hombre de Oxford».
Indudablemente —como más tarde yo misma he comprobado al
impartir conferencias—, aquella espiga de entusiasmo valió por toda
la cizaña de indiferencia[6]. Mi primer intento lo firmé solo con mis
iniciales, y cuando me acerqué toda nerviosa para reclamarlo, sir
John manifestó una sorpresa considerable; no es de extrañar, pues
nadie parecía más inmadura ni menos capaz de formular una idea
coherente que yo. Por muchas faldas largas y muchos elaborados
bucles estilo Imperio que luciera, antes de la guerra nunca conseguí
aparentar más de quince inexpertos años.
A petición de la secretaria —una mujer muy culta y, huelga
decirlo, en los márgenes de «la sociedad»—, mis padres accedieron
a hospedar a sir John la noche de su última conferencia en Buxton,
de ahí que me devolviera mi disertación semanal en mi propia casa,
después de su intervención en un auditorio casi vacío. Sus elogios
me animaron a hablar, en presencia de mis padres, de mi anhelo de
estudiar en Oxford, y le pedí consejo sobre los primeros pasos que
debía dar. La fabulosa naturalidad con que me respondió despejó
todas las dudas, y provocó que las objeciones habituales parecieran
tan triviales que a partir de entonces no volvieron a pronunciarse.
Sir John se marchó a la mañana siguiente, dejando una curiosa
sensación de vacío allá donde habían estado su estimulante figura,
su abrigo de tweed y sus palos de golf. Imagino que él no volvió a
pensar en nuestra familia, ni se percató de cuán radicalmente había
alterado el ambiente de nuestro hogar con su fugaz visita.

Tras la marcha de sir John, los cambios se produjeron muy


deprisa con respecto al estancamiento absoluto del año anterior.
Participé —y gané— en un concurso de ensayos al que él me había
aconsejado presentarme y que estaba vinculado a los encuentros de
verano de Oxford; también recibí —y acepté— una invitación para
alojarme en el college de St. Hilda durante el propio encuentro, junto
con mi tía y la señorita Heath Jones.
El resultado del concurso de ensayos alimentó aún más el
orgullo incipiente por mis modestas hazañas que el estímulo de sir
John había sembrado en mi padre. Antes de que me marchara al
curso de verano, me anunció que había decidido mandarme a
Oxford un año, y no reaccionó con excesivo desconcierto cuando
volví a casa con el dato —tan novedoso para mí como para él— de
que, para diplomarme, tenía que estudiar no un año, sino tres.
Fui a St. Hilda en un estado de trance extático que no sé si
calificar de divertido, patético o increíble; ojalá fuese aún capaz de
sentir algo así. «Ay, cuando lo pienso», escribí en mi diario con
ingenuo embeleso tras aceptar la invitación de mi tía, «me siento
como si estuviera en un sueño del que me da miedo despertar.
¡Oxford! ¡Cuántas cosas evoca en mi mente! Mi mayor idilio de toda
Inglaterra, […] la delicada belleza del tiempo y las relaciones, las
mejores conferencias que en el mundo puede haber, bibliotecas
fabulosas y librerías de lance fascinantes, la compañía de las
señoritas H. J. y B., lo más alto a lo que podía aspirar en este
mundo, y entrar en contacto con todos los intelectuales que conoce
la señorita H. J. […] ¡Dios, apiádate de mi entusiasmo feroz y
concédeme que todo esto suceda y sea aún mejor que en mis
sueños!».
Por extraño que parezca, cuando por fin llegué a aquel paraíso
terrenal no me decepcionó lo más mínimo. Hasta las conferencias,
«las mejores que en el mundo puede haber», colmaron mis
expectativas, hecho que viene a evidenciar que muy pocos de los
profesores habituales formaron parte del programa de los cursos de
verano. De pronto surgía una luz en mi camino y cierto estado de
embriaguez en el aire; bajo el sol de agosto, un esplendor dorado
nimbaba las viejas construcciones, y yo transitaba una y otra vez la
calle principal que comunicaba St. Hilda y la sede del curso con
andares tan alegres y frescos como mis elevadas aspiraciones.
Mis compañeros, también «sedientos», componían el habitual
catálogo de asiduos a los cursos de verano: solteronas
desocupadas, maestras de escuela de vacaciones, beatonas hijas
de papá y muchachos muy serios ataviados con jerséis y camisas
sin almidonar, pero a mí me resultaban todos extremadamente
inteligentes e importantísimos. Si alguien me hubiera dicho que
menos de diez años después yo misma impartiría clases en
encuentros similares, me habría negado a creerlo, pues si los
asistentes ya me tenían boquiabierta, el cuerpo docente se ubicaba
al nivel de los ángeles, los arcángeles y demás cohortes divinas. Y,
dado que entre ellos se encontraba, además de sir John Marriott
(que se ocupaba de la monarquía francesa), el deán de la catedral
de San Pablo, William Inge, muy serio, erudito y un tanto inquietante
en sus discursos sobre escatología en el Antiguo Testamento, tuve
buenos motivos para pensar que accidentalmente yo había ido a
parar al círculo más exclusivo de una jerarquía celestial.
El hecho de que uno de los días sir John me invitara a cenar con
él supuso la gota que colmó el vaso de mi exaltación. Vibrante de
asombro y expectación, me presenté en su casa de Northmoor
Road, y allí conocí a su bella mujer y a su hija, refinada e inteligente,
quien más adelante entró, para mi sorpresa, en la Asociación
Diocesana para Chicas. Tan extraordinariamente había cambiado mi
porvenir desde la primavera, que hablamos de mi futuro universitario
como una conclusión inevitable. Sir John, sin duda pensando en la
vida entre algodones de una jovencita de Buxton, dio por hecho que
yo intentaría entrar en Lady Margaret Hall, que siempre ha sido el
más respetable de los cuatro colleges para mujeres de Oxford, y
que por aquel entonces hacía gala, al igual que la academia de
Buxton, de cierto aire de «escuela para hijas de caballeros»
(caballeros estrictamente anglicanos, por supuesto).
Temblorosa pero decidida, a pesar de la gratitud y la admiración
que me mantenían en un estado de azoramiento, contradije su
conjetura. Yo ya había hablado de los cuatro colleges con un socio
de mi padre, Horace Hart, por entonces inspector del servicio de
publicaciones de Oxford, quien me contó que Somerville era
aconfesional y se había convertido, debido a sus exigentes
exámenes, en el college femenino de más difícil acceso, con
diferencia.
Desde las ventanas del edificio del servicio de publicaciones,
Hart y yo habíamos contemplado al otro lado de Walton Street los
muros de terracota de Somerville, amodorrados bajo el sol de la
tarde. Me habían resultado irresistibles y fascinantes tanto los
jardines como la idea de su inviolabilidad arrogante e intelectual,
pero quizá lo que más me atraía —dominada aún en lo tocante a
teología por Robert Elsmere y el cura racionalista de Buxton— era
su tolerancia religiosa. De modo que le dije a sir John que no tenía
intención de entrevistarme con la afable autoridad del Lady
Margaret, sino con la erudita y amenazadora directora de
Somerville.
Mi cita con ella se produjo una tarde a las ocho en punto,
después de la cena. La primera vez que me vi al otro lado de Las
tapias del jardín y contemplé la extensión de césped y los olmos y
sicómoros rotundos e inclinados bajo la luz menguante sentí un
alborozo indescriptible, y al mismo tiempo un temblor incontrolable
en las piernas. Me topé con la directora —«que parece un leopardo
tigre», anoté después en mi diario— antes de lo esperado; estaba
tomando el café de la sobremesa con la profesora de Historia en la
estrecha franja de césped que había junto a la sala de profesores.
Yo atravesaba el jardín acompañada por el vigilante cuando la
directora se levantó para saludarme. Su silueta angular, de una
altura descomunal, pareció tardar varios minutos en desplegarse del
todo ante mi aprensiva mirada, y la amplia brecha de césped que
nos separaba me hizo todavía más consciente de mi insignificante
estatura. Como yo ignoraba por completo las discretas
convenciones de las docentes de Oxford, siguiendo las costumbres
indumentarias de Buxton me había puesto un vestido de noche
ligero, con encajes, una capa de satén reversible, azul y gris, y un
par de insulsos zapatitos de tacón de gamuza blanca. Aquella
vestimenta a la moda en provincias se acercaba tan poco a los
sombreros de fieltro y las gabardinas reglamentarios para la mayoría
de universitarias de 1913 que la directora llegó a hacer alusión a ella
cuando me examinó para la beca, en marzo del año siguiente. «Yo a
usted la conozco», dijo nada más verme. «Usted es la chica que
atravesó el jardín con una capa azul de noche».
Sin embargo, en aquel primer encuentro, mi aspecto frívolo,
sumado a mi falta de credenciales y a mi deplorable ignorancia
hasta del alfabeto griego, convenció a la directora de que yo era una
candidata particularmente poco prometedora. Aun así, describió con
paciencia para mis atónitos oídos la inexpugnable alambrada de
espino de las pruebas que cualquier joven ambiciosa pero sin
ninguna preparación tenía que salvar para poder aspirar a ser
admitida en Somerville, y, por increíble que le pareciera mi
desconocimiento al respecto, trató de hacerme entender la
diferencia entre las pruebas generales y el examen de acceso
específico al college.
En conclusión, me aconsejó que me matriculara en Literatura
Inglesa (entonces, como ahora, la «asignatura de las mujeres» de
Oxford), que evitara las pruebas generales de admisión (ya que no
sabía griego) presentándome al llamado «Oxford Senior» y que no
intentara optar a una beca. Al final, se despidió de mí en la verja
entregándome un montón de papeles con el reglamento y volvió con
su colega, dando por hecho, muy satisfecha, que seguramente no
volvería a verme nunca más.
Pasé en vela la mayor parte de aquella angustiosa noche, en mi
diminuta habitación de St. Hilda, examinando los papeles. Mi tía y la
señorita Heath Jones ya se habían marchado; las doncellas a cuyo
cargo me habían dejado sabían aún menos que yo del
funcionamiento de los colleges femeninos, y era muy consciente de
que tampoco nadie de Buxton leería esas listas de desconcertantes
alternativas con un sentimiento más útil que el de una paciente
perplejidad. En varias ocasiones lloré lágrimas rabiosas de turbada
desesperación. Nadie que esté familiarizado con las normas de
unos exámenes se hace una idea de hasta qué punto suenan a
árabe o sánscrito para una joven candidata angustiada y palurda
cuya única y exclusiva oportunidad de éxito depende de la correcta
interpretación de sus laberínticas complejidades.
Resultó que leyendo la normativa de Somerville no me enteré de
que, si quería hacerme con un título universitario —en un futuro
remoto e improbable en el que las mujeres pudieran graduarse[7]—,
el Oxford Senior no me exoneraría de la prueba general de Griego,
que tendría que pasar en cualquier caso una vez matriculada. De
modo que en lugar de ponerme con los rudimentos de la gramática
griega, me impuse la innecesariamente complicada tarea de
alcanzar un buen nivel en Matemáticas —desde siempre, mi talón
de Aquiles— y Latín, lengua de la que solo conocía las nociones
más básicas, puesto que no fue incluida en el plan de estudios de
St. Monica hasta 1914.
Cuando por fin me metí en la cama, al alba, el regreso de la
negra desesperanza que tan a menudo me había abrumado en
Buxton me impidió conciliar el sueño. Me pregunto por qué algunas
personas, que también fueron jóvenes y que por lo tanto conocen el
paño, generalizan y atribuyen un encanto mendaz a los dorados
días de la juventud, una etapa de la vida en la que cualquier
aflicción se antoja permanente, y cada contratiempo, insuperable.
A lo largo de aquella espantosa noche llegué a convencerme de
que solo había vencido los obstáculos psicológicos que me alejaban
de la vida que tanto había deseado para verme frustrada por la
inexperiencia y las deficiencias del mundo académico. Por mucho
que mi padre estuviera cediendo, no podía pedirle que costease dos
tipos de clases particulares para preparar dos exámenes distintos, y
aunque consiguiera convencerlo, ¿quién había en Buxton capaz de
instruirme para las pruebas de acceso a la Universidad de Oxford?
Estas dificultades, y mis lagunas en Latín y Matemáticas,
significaban que lo mejor sería prepararme para el poco halagüeño
Oxford Senior. De una manera o de otra tendría que dar lo mejor de
mí en la prueba de Literatura Inglesa de Somerville, sin ayuda, a
pesar de que yo no tenía ni libros, ni pistas acerca del nivel que
debía alcanzar, ni nociones —dado que las alumnas de centros
públicos y de bachillerato estaban fuera de mi radio de experiencia
— del rendimiento de mis competidoras; ni, por supuesto, nadie a
quien recurrir en busca de consejo (porque me daba apuro molestar
más al magnífico sir John). Me aturullaba la perspectiva de tener
que prepararme simultáneamente para dos exámenes en el
ambiente de Buxton, dominado por el bridge y los bailes: el de
acceso a Somerville en marzo, y el Oxford Senior, que tendría lugar
en julio.
Sin embargo, cuando volví a Buxton y me reencontré con la
alegre compostura de Edward, que estaba pasando las vacaciones
en casa, tomé por fin una decisión: no solo probaría suerte a pesar
de que a priori todo jugaba en mi contra, sino que adoptaría una
actitud aún más audaz de lo que realmente creía factible.
—¿Por qué no te presentas al examen de Somerville con opción
a beca? —propuso mi hermano una tarde mientras practicábamos
saques de tenis contra un muro de ladrillos en nuestro patio—. Eres
mucho más inteligente que la mayoría.
—¿Y quién me asegura que eso es verdad? —pregunté, no
exenta de razón.
—¡Te lo digo yo! Las hermanas de casi todos mis compañeros
son unas memas… Además, algo de razón tendría el viejo Marriott
cuando elogiaba tus disertaciones. Yo en tu lugar probaría suerte
con la beca, de verdad. Lo más seguro es que no te la den, pero
tendrás más posibilidades de entrar que presentándote de la otra
manera.
Así que al final decidí, a despecho del consejo de la directora de
Somerville, asumir la carga adicional del examen para obtener la
beca de estudio, en parte por despreciar la suposición —obvia y
excusable— de que yo era una necia absoluta, en parte para
demostrarle a Edward que respetaba y valoraba su opinión; y
también porque en aquella época las dificultades me inspiraban una
fascinación de fuego fatuo, y me atraían, a pesar de mi gran timidez
natural, hacia sendas de experiencias desconocidas e inquietantes.
Si había tenido la osadía de escoger el college con el nivel
académico más elevado, bien podía echarle un poco más de
insensatez y tratar de acceder a él por la puerta más inexpugnable.

Los meses siguientes fueron extenuantes, pero los disfruté de lo


lindo. Ya no sentía cargo de conciencia por no estar al día de las
noticias sobre el contrabando de armas en el Ulster, o por haber
dejado de estudiar los conatos de tratados en unos inflamables
Balcanes que coincidieron con la curiosa e irónica ceremonia de
inauguración del Palacio de la Paz de La Haya. Incluso el
movimiento sufragista, que tanto me interesaba, se convirtió durante
aquel periodo en una fábula remota de cristales rotos y estallidos de
bombas y ataques a cuadros en museos. Asumir una tarea real tras
más de un año de divertimentos inútiles era como hacer una
vigorizante excursión a una costa de acantilados después de un
largo periodo de letargo en una llanura pantanosa.
Las mañanas las dedicaba a los exámenes para la beca; me
levantaba cada día a las seis en punto y trabajaba sin interrupción
hasta la hora de comer en una salita fría orientada al noroeste,
conocida como «el cuarto de la costura», en la parte trasera de la
casa. Se encontraba en la planta baja y además de fría era oscura,
pero no se me permitía encender la chimenea por consideración a
las criadas, aunque en aquella época teníamos tres, más un
jardinero. Pero encajaba con alegría el helor en manos y pies a
cambio de la intimidad y el silencio que ninguno de los salones en
uso habría podido proporcionarme.
Los libros, como de costumbre, suponían un problema. Los
fondos de la biblioteca pública de Buxton no parecían albergar nada
publicado más allá de 1880, y las bibliotecas ambulantes, que vivían
exclusivamente de las peticiones de los usuarios, tenían poco más
que obras de ficción. De modo que destiné la mayor parte de la
exigua paga para ropa de aquel otoño a los volúmenes que me
hacían falta: Fielding y Goldsmith, Wordsworth y la Historia de la
literatura inglesa de la Universidad de Cambridge. En Navidad,
amigos y parientes arrimaron el hombro regalándome tomos de
crítica sobre los poetas lakistas[8] y los románticos, elegidos al azar
pero con las mejores intenciones. Por suerte para mi salud, la
crispación enérgica de mi atlético cuerpo me obligaba asalir
después del almuerzo para jugar una partida de golf o de tenis. A mi
regreso me dedicaba a batallar con las matemáticas y el latín —a
menudo amargamente— hasta que concluía la jornada.
Al principio, las complicaciones para encontrar un tutor que me
ayudara con esas dos asignaturas de pesadilla me habían parecido
insuperables. Desde luego, no podía esperar hallar ninguna ayuda
en instituciones dedicadas a crear señoritas casaderas —a partir de
una materia prima bastante en bruto, debo añadir—. Contactar con
los maestros jóvenes, abúlicos y cohibidos de las escuelas
preparatorias para chicos de la zona no sirvió de nada. Mi cura
racionalista habría dado el perfil, pero estaba desbordado, y los
muchos clérigos restantes comprendían mejor las gradaciones
sociales de la afectación anglicana que los escollos científicos de las
matemáticas.
Yo ya había empezado a plantearme la tediosa posibilidad de
trasladarme hasta Mánchester dos o tres veces por semana, lo que
habría interferido mucho en la preparación de la otra prueba, cuando
un vecino que dirigía una pequeña institución que ayudaba a malos
estudiantes a entrar en las academias militares de Sandhurst y
Woolwich resolvió el problema. La escuela estaba casi en la ruina —
de hecho, solo sobrevivió unas cuantas semanas después de que
yo cubriera mis necesidades—, y cualquier recelo que hubiera
podido sentir el director ante la presencia de una jovencita entre los
cabeza de chorlito de sus alumnos fue pasado por alto con tal de
cobrar unos ingresos extra. Los chicos tenían entre diecisiete y
veintitrés años, y, dado que los diez juntos no debían de sumar
inteligencia suficiente para equipararse al cerebro de un colegial
medio, es de suponer que la enseñanza que allí se impartía no era
precisamente de primer orden.
El director del centro, conocido nuestro, se encargó de darme
Matemáticas. Era un hombre paciente y muy bueno, pero no ducho
en estrategias de enseñanza, y lo único que hacía era repetir con
impotencia «¡Venga, si tú lo sabes! ¡Vamos!» cada vez que le
confesaba, con total sinceridad, que no entendía casi nada de los
problemas de álgebra que me planteaba. Al menos, los
alborotadores de los alumnos le mostraban cierto respeto, no como
a su veterano asistente, que lucía barba, ceceaba y contaba con un
desafortunado apellido que no lo ayudaba a manejar a la pandilla de
despiadados adolescentes que tenía a su cargo.
Las tediosas horas que dediqué a escuchar sus valoraciones
personales y nada interesantes sobre la Eneida resultaban de lo
más divertidas para los muchachos. Cada vez que empezaban mis
clases particulares, los poseía un entusiasmo repentino por los
libros de consulta de las estanterías del aula, y uno por uno iban
entrando por turnos para sacar un diccionario o devolver una
enciclopedia. Estas visitas periódicas venían siempre acompañadas
de extraños fenómenos: pilas de libros caían con estrépito al suelo,
sillas y mesas se volcaban misteriosamente, y en una ocasión un
gramófono escondido detrás de la cortina empezó de pronto a emitir
a todo volumen «Stop yer ticlin’, Jock!».
Tras cada fantasmagórica interrupción, mi profesor miraba en
derredor con suspicacia, como perro viejo escamado, pero nunca se
le ocurrió achacar a los chicos aquellos fenómenos.

El lector que haya seguido hasta aquí mi guerra contra la


juventud en Buxton seguramente tendrá la sensación de que he
dedicado demasiado tiempo y espacio al asunto de los exámenes.
Los lectores —como casi todos los revisores de mis textos me han
comunicado en algún momento determinado— tienden a no dejarse
conmover por temas que no estén saturados de «interés humano»
(por ejemplo, aventuras amorosas, crisis sexuales y
autocomplacencias maternales, extendidos hasta la irreverencia en
la jerga periodística bajo las siglas «I. H.»).
Por desgracia, obcecarme en introducir «I. H.» en esta parte de
mi historia no representaría la auténtica situación. Entre agosto de
1913 y abril de 1914, los exámenes ocuparon de facto no solo todo
mi tiempo, sino también mis pensamientos, día y noche. Fue poco
después de la visita a St. Hilda cuando recibí la propuesta de
matrimonio a la que ya he hecho alusión, pero tras el impacto
primero de instintiva repugnancia, el sexo y las emociones
concomitantes quedaron del todo anuladas por la Historia de la
literatura inglesa y los huidizos secretos de las ecuaciones
cuadráticas. El matrimonio, con cualquier hombre que hubiera
conocido entonces, me habría anclado de manera aún más firme a
las colinas y los valles de Derbyshire, tan detestados; la prueba para
acceder becada a Somerville y el Oxford Senior se me antojaban
como la única vía que me llevaría en dirección sur. Ni en sueños
imaginaba que los ministerios de la guerra de Francia y Alemania
andaban ya pergeñando otra.
Para los vecinos de Buxton, mis empeños con Goldsmith,
Wordsworth y las traducciones del latín resultaban tan antinaturales
como sin duda le parecerán a cualquier lector de la actualidad. En
cuanto el nombre de Oxford salió tres o cuatro veces a colación en
las conversaciones de mi madre con sus amigas, se corrió el rumor
por toda la localidad.
«¿Te has enterado? ¡Vera Brittain va a ser erudita!».
Insegura como estaba de mi capacidad para desempeñar con
éxito el humilde papel de estudiante que había elegido, aquellos
chismorreos tan extravagantes e inexactos me parecían ridículos y
desesperantes. Por extraño que pueda resultar ahora, en aquella
época me impresionaban mucho más el soberbio endiosamiento y la
superioridad de los catedráticos que las hazañas de los autores más
célebres. Me había acostumbrado a considerarme destinada —
vagamente, por supuesto— a ejercer algún tipo de función en la
paradisiaca Fleet Street, epicentro de la prensa británica, un sueño
impreciso en sus detalles pero dotado de un aura de espléndido
glamour; sin embargo, subirme a una tarima, como sir John Marriott,
y arengar a un público expectante se me antojaba como una cima
de poder y valor del todo inalcanzable para mí. Si hubiera podido ver
el futuro y contemplarme accediendo antes a los estrados que a los
despachos de las inconquistables editoriales y redacciones, habría
creído que había muerto y resucitado en otro mundo. Un destino en
realidad no tan distinto del que me esperaba, a pesar de todo.
Cualesquiera que fueran sus méritos a ojos del Todopoderoso,
para las censuradoras damas de Buxton, escritores, catedráticos y
universitarias pertenecían a la misma categoría antinatural y
aborrecible. Si yo hubiera tenido facilidad para el dibujo y hubiera
querido estudiar en París; si, como Edward, hubiera sido una
compositora en ciernes y me hubiese planteado una carrera primero
en el Conservatorio Nacional y luego en Dresde o Leipzig, los
amigos de mis padres me habrían considerado una muchacha
interesante y hasta fuera de serie. Pero tan mala fama tenía por
aquel entonces la intelectualidad femenina, y tan insondables eran
las profundidades de la autocomplacencia provinciana, que mi
decisión de trasladarme a otra ciudad inglesa para estudiar la
literatura de mi propia lengua me valía los sambenitos de «ridícula»,
«excéntrica» y «mujer de mucho carácter».
Durante varias semanas, mi madre lo pasó mal en las reuniones
de madres y en los encuentros para organizar obras benéficas.
Nunca faltaba alguna madre incondicional de clase media que la
atosigara con la cantinela de lo deplorables que le parecían mis
proyectos de futuro, además de identificar su consentimiento con el
abandono de toda esperanza de encontrarme un marido. «¡Cómo
puede usted mandar a su hija a la universidad, señora Brittain!»,
gimió una mujer con honda tristeza. «¡¿Acaso quiere que no se case
jamás?!».
No obstante, en cuanto se aplacó la conmoción inicial, nuestras
vecinas dejaron de tomarse en serio mis exámenes. Aquel invierno
recibí el bombardeo habitual de peticiones para ayudar en
mercadillos, «servir tés» en obras de beneficencia, actuar en
representaciones teatrales y ocupar el lugar de jugadoras de bridge
que fallaban. Las chicas que ahora se preparan para acceder a la
universidad en la apacible reclusión de un colegio no tienen ni idea
de lo agotador que resultaba luchar por una hora de estudio
ininterrumpido en el ambiente imparable y demoledor, en continua
efervescencia, de una ciudad de provincias antes de la guerra.
El mes del examen de Somerville, marzo de 1914, llegó
demasiado rápido para el progreso de mis solitarios y
constantemente interrumpidos estudios. Sé que el viaje a Oxford y
los cuatro frenéticos días que pasé allí representaron una
experiencia inmensa, pero lo único que recuerdo de ellos es la
impresión que me causó la imperturbable brillantez de mis
competidoras —un centenar, para veinte plazas— y el frío amargo y
paralizante de la pequeña aula de la planta baja donde me examiné,
en el ala oeste del edificio.
No conozco un lugar donde el viento pueda ser tan gélido y la
humedad tan penetrante como en Oxford en torno a Pascua. La
primera noche, el deseo de desentumecer los dedos por poco me
llevó a abandonar los repasos de última hora, debido a la
interminable lucha que supone encender un fuego en Somerville,
como bien sabe cualquier alumna. Mi empeño, por supuesto, fue en
balde; los colleges femeninos de Oxford nunca habían contado con
recursos suficientes para permitirse buen carbón, y mi experiencia
previa con el que se consume en las regiones centrales de
Inglaterra, de más calidad, no me había dotado aún de la habilidad
que adquirí más tarde para sacar calor de un puñado de polvo, unos
palitos y un par de trozos de pizarra.
Como Somerville no disponía de bañeras con agua caliente —
aunque me habría dado mucho apuro apropiarme de una bañera si
hubiera sido posible—, pasé la noche presa de un estupor trémulo,
sin pegar ojo por culpa de los pies congelados y del clamor cíclico
de unas extrañas campanas. Esto explica que la primera prueba de
la mañana siguiente me sumiera en un estado de pánico puro que
se prolongó una hora sin que yo escribiera una sola palabra,
estrujándome las manos por debajo de la mesa, desesperada, y
convenciéndome para mis adentros de que en cuanto dieran
permiso para abandonar el aula le comunicaría a la directora que
me volvía a mi casa de inmediato.
El curso de mi futuro dependía de la simple casualidad de que
algo —quizá mi ángel de la guarda, quizá algo tan poco romántico
como la calidez que recobraban gradualmente mis congeladas
extremidades a causa de la falta de ventilación del aula donde nos
encontrábamos— me llevara a decidir de pronto «resistir» la dura
prueba para la que me había preparado a costa de tanta lucha y
exasperación, y dar lo mejor de mí en una situación que tan mal
había empezado. Así pues, agarrando la pluma con frenesí, empecé
a escribir; cualquier disparate sería mejor que unas hojas en blanco,
que simbolizarían el triste fracaso de la imaginación y la valentía.
Durante todos los días que duró el examen, a pesar de las tres o
cuatro amigas que hice y con las que tomaba largos tés en la ciudad
entre prueba y prueba, me sentí ajena e inadaptada hasta el punto
de experimentar verdadera vergüenza, y todavía recuerdo la
absurda impresión que me causó conocer a dos o tres de mis más
temibles competidoras, llegadas del East End londinense o los
institutos del norte del país. Seguramente, ninguna de las
muchachas que optaron a la beca en Somerville en 1914 había sido
educada para convertirse en una planta frágil, ni se había criado al
calor del invernadero de las comodidades burguesas y la elegancia
provinciana. En casa, las normas en lo tocante a comida y limpieza
eran, y siguen siendo, las más exigentes que he conocido jamás,
mientras que en St. Monica conocí cotas aún más elevadas de lujo,
con sus graciosos jardines y su decoración exquisita, sus apetitosas
comidas y su extensa plantilla de servicio, el número limitado de
pupilas selectas procedentes de hogares mucho más acomodados
que el mío.
Hasta esos cuatro gélidos días de marzo en Somerville, yo había
dado por hecho que los colleges femeninos eran como los
masculinos; Virginia Woolf todavía no había escrito Una habitación
propia para poner de manifiesto la triste diferencia entre pudín
glaseado, ciruelas en almíbar y flan. A mí nunca se me había
pasado por la cabeza que, en nueve de cada diez hogares, las
sábanas de lino, el agua caliente y las moquetas mullidas eran
ambiciones inalcanzables y no hechos consumados del día a día, ni
que, para mucho más de la mitad de la humanidad, un cordero
correoso, unas patatas hervidas y un pudín de arroz tibio se
consideraba una dieta variada y hasta de postín. Todavía menos
consciente era de que hubiera chicas procedentes de hogares
mucho más cultivados que el mío que, sin embargo, hablaban con
un acento más cerrado que la niebla de Londres o lucían prendas
aún más ajadas que los harapos de segunda mano que las criadas
usaban los domingos y adquirían en las pañerías de Buxton.
Cuando, la primera noche en Somerville, me planté tímidamente
en el umbral del gran comedor, oí el agudo clamor de unos acentos
femeninos procedentes de todas las regiones del país, me fijé en los
desaliñados vestidos de manga larga, y me estremecí al ver la
comida sencillísima y las pilas de platos soperos vacíos en las
bandejas, un repentino desaliento se apoderó de mí, y me dio miedo
que, aunque consiguiera ser admitida en el college, no lograra
soportarlo. Fue necesaria toda mi ambición, y la confianza en que yo
era una demócrata nata poseída por un amor abrumador hacia la
humanidad, para convencerme de que no había sentido realmente
aquella repulsión esnob hacia lo improvisado, a la que mi educación
me había abocado de un modo inevitable.
Hay un dicho demasiado optimista que asegura que Dios aprieta
pero no ahoga. Mi trayectoria viene a desmentir tan ingenua fe en la
divinidad, pero en aquella primera ocasión la Providencia tuvo el
detalle de concederme un año en la universidad antes de arrojarme,
víctima voluntariosa, a los rigores del servicio en el Ejército.
Llevaba apenas una semana en casa cuando llegó una carta de
la directora, en la que se me informaba que me habían concedido
una beca que podría disfrutar a partir del otoño, si aprobaba el
Oxford Senior en julio. Ni mis atónitos padres, que nunca habían
terminado de creer que mis intempestivas excentricidades tuvieran
valor económico alguno, ni yo asimilamos el contenido de la breve
misiva hasta que la hubimos leído varias veces. Y ni siquiera hoy
comprendo cómo pudo ser que mis empeños de aficionada sin
instrucción, en competición con la cultura adquirida de otras cien
jovencitas de institutos y liceos de provincias, me valieran una de las
pocas recompensas que aquel college ofrecía. Solo se me ocurre
concluir que al tribunal le cansara la arrogancia de las alumnas
procedentes de la educación reglada, o que algún destello de
esperanza en mi improvisada disertación —sobre el manido tema
«La historia es la biografía de los grandes hombres»— asombrase
por su carácter inesperado o supliera la obvia falta de información
que demostré en las materias que en teoría me había preparado.
El alivio de aquella noticia tan emocionante me abrumó, pero el
sentimiento que prevaleció por encima del júbilo fue el de estupor.
La puerta a la libertad todavía no se me había abierto del todo, pues
el Oxford Sénior, que para mí era mucho más imponente,
obstaculizaba aún mi camino hacia Somerville. Pero antes de
ponerme a trabajar para enfrentarme a la amenaza de las pruebas
definitivas que me aguardaban en verano, ocurrió algo que estaba
llamado a marcarme mucho más profundamente —al menos en los
años que estaban por venir— que el triunfo en los exámenes.

Una noche de las vacaciones anteriores, mi madre, al ver luz en


el cuarto de Edward, subió a ver si pasaba algo. Encontró a mi
hermano acalorado y absorto, sentado en la cama, en pijama,
rodeado de hojas de papel pautado. Estaba poniendo música a un
poema titulado «L’Envoi» que el prefecto de su casa había
compuesto para la revista escolar del verano en honor de los
muchachos que dejaban Uppingham.
Un par de días más tarde, Edward me enseñó tanto la partitura
como el poema. Todavía conservo la primera; ignoro por completo
su valor musical, pero era una melodía memorable, Larghetto con
espressione, y muy apropiada para la letra, que decía esto:

Tan solo un movimiento, un


adiós liviano, y emprendes tu camino viril.
Nuestros caminos se cruzaron,
no creas que olvido una deuda fraternal.
Adelante, y aunque la fama
nimbe tu nombre, recuerda siempre de dónde vienes,
y en los años postreros revive esperanzas y miedos
mezclados con
las lágrimas de la memoria, y maldice y… da gracias…

En abril de 1914, Edward invitó al autor del poema —Roland


Leighton— a pasar una parte de las vacaciones de Pascua con
nosotros, en Buxton. Mi hermano aguardaba la llegada de su amigo
con innegable placer, pero también con cierta inquietud, pues
Roland, además de ser el prefecto de su casa, estaba muy por
encima de él, y tenía fama de ser brillante e inaccesible; era siempre
el primero de la clase en Uppingham, y editor de la revista escolar.
Al igual que Edward, entraría en Oxford en otoño, gracias a una
prestigiosa beca para estudiar Letras Clásicas en el Merton College.
Yo lo había conocido de pasada el verano anterior, en la función de
Uppingham conocida como «Los muchachos», pero no me
acordaba de él.
Fortalecida por mi beca en Somerville y por ser unos meses
mayor, me negué a dejarme impresionar por aquel muchacho, pero
era difícil lograr la ecuanimidad cuando la familia de Roland poseía
ese encanto que rodea a la bohemia a ojos de los provincianos con
aspiraciones. Su padre, un famoso escritor de cuentos infantiles,
había trabajado en el suplemento literario de un gran periódico, y su
madre, celebrada autora de novelas románticas y folletines, había
vivido algún tiempo en el distrito londinense de St. John’s Wood y
había formado parte de un famoso círculo de escritores y artistas,
aunque ahora se habían mudado a una bonita casa en la costa, en
Lowestoft. Por aquel entonces, ni Roland ni sus padres se habían
percatado del potencial de su espabilada hermana, Clare, quien
diecisiete años después sería una de las mejores grabadoras en
madera de su generación.
Pese a que mi interés amenazaba con desbordarse, me las
apañé para no estar en casa cuando Roland llegó. Regresé tarde
aposta para la cena y saludé con arrogante indiferencia al
desconocido que se levantó de la silla como un resorte en cuanto
abrí la puerta. Pero no había pasado ni diez minutos en su
compañía cuando ya me había dado cuenta de que, en lo tocante a
madurez y cultura, era muy superior a Edward y a mí.
Roland tenía diecinueve años pero aparentaba veinticuatro, y
actuaba con la seguridad de un hombre de treinta. Físicamente se
ajustaba a un modelo más impresionante que apuesto; aunque no
alcanzaba el metro ochenta y cinco de mi esbelto hermano, su
corpulencia y su cabeza rotunda, de pelo tupido y recio, le otorgaba
la apariencia de una persona imponente. En extraño contraste con
la cabeza hermosa y la tez pálida, sus ojos grandes y negros
observaban el mundo de un modo muy reflexivo bajo unas cejas
negras y muy marcadas.
Casi no lo vi aquella primera noche, porque después de cenar
tuve que ir a Higher Buxton para asistir a una obra de teatro de un
grupo aficionado de la que me habían pedido una critica para el
Buxton Advertiser, debido a que todos los reporteros de la reducida
plantilla tenían otros compromisos. Yo, que no estaba tan
familiarizada como ahora con los expedientes que abren a los
medios que publican textos no retribuidos, me sentía muy orgullosa
de aquel encargo. Pero no debí de impresionar a Roland, cuya
madre cobraba desde hacía muchos años un salario del grupo
Northcliffe; y él mismo aspiraba a trabajar en un periódico de
renombre como el Times; sin embargo, al día siguiente, mientras me
afanaba ansiosa en escribir la critica, de pronto lo tuve a mi lado
sugiriéndome con sutileza palabras y giros.
Mi diario me recuerda que, durante el resto del día, «Roland y yo
conversamos sobre temas como la literatura y la religión»; que esa
noche me lavé el pelo y nuestra discusión siguió desarrollándose
mientras me lo secaba, y que a la mañana siguiente, durante un
largo paseo hasta una localidad cercana (donde predicaba el cura
racionalista y Edward tenía clases de órgano), mantuvimos «una
interesantísima conversación, versada sobre todo en nuestras
opiniones acerca de la inmortalidad».
Los padres modernos, por supuesto, no necesitarán que les
aconseje que si quieren evitar que un chico y una chica de
naturaleza seria se sientan mutuamente atraídos, veten el asunto de
la inmortalidad. A ello hay que sumar el análisis íntimo del carácter
del otro, entretenimiento al que me rendí —para tormento de Roland
— en el transcurso de un paseo dominical de quince kilómetros
entre colinas y páramos por el famoso Goyt Valley, y de regreso a
Buxton por la empinada Manchester Road. Reaccionó guardando
silencio ante mi animadversión hacia su «soberbia» y hacia esa
manera de hablar que yo llamaba «la voz callada», un tono de
superioridad que los estadounidenses denominan «acento de
Oxford».
Solo recuerdo un fragmento de nuestra conversación, a través
de una carta que escribí a Edward durante la guerra: «Pero ¿qué es
Dios, entonces?», decía uno. «En fin, si nos ponemos a discutir la
naturaleza de la divinidad…», respondía el otro.
Pero que Roland no me guardaba rencor por nada de lo que le
dije, ni por la manera de expresarlo, solo lo descubrí mucho más
tarde gracias a un poema —uno de los poquísimos que no tiró a la
papelera— que tituló «Nachklang», fechado el 19 de abril de 1914:

Por el largo camino blanco,


paseamos entre las grises colinas y el brezo,
donde el chorlito leonado
lanza su reclamo.

Eras castaña y suave, igual que el pardillo;


tu pelo díscolo había atrapado haces de luz,
y abril entero brillaba
en tu mirada.
Con tu voz dorada de llanto y risa suave
preguntaste: «¿Hay algo
después de la vida,
cuando la vida pasa?

¿Qué es Dios, y todo por lo que luchamos?».


Dulce escéptica, nacimos para vivir.
La vida es amor, y el amor…
eres tú.

Cuando por fin volvimos para disfrutar de la cena del domingo,


que nuestros mayores nos habían dejado, a Roland y a mí nos
atenazó el remordimiento de haber ignorado a Edward —que sin
embargo andaba componiendo mentalmente una sonata para piano
y violín y no puso objeción alguna—, de ahí que los tres
alargásemos la sobremesa hasta muy tarde, hablando de
búsquedas psicológicas, sueños y premoniciones. Roland nos contó
que, hacía poco, había ido con su madre a que les leyera la mano
Cheiro, el famoso quiromante, quien le advirtió de que en un año o
dos correría un riesgo considerable de «ser asesinado».
«¡Como si alguien tuviera interés en asesinarme a mí!», rio con
alegría, y nosotros estuvimos de acuerdo en que, a pesar de su
extraordinario parecido con Manuel de Portugal, las posibilidades se
antojaban muy remotas.
Antes de que Roland se marchara tuve que ausentarme de
Buxton porque me había comprometido a visitar a unos parientes
que vivían en el distrito de los lagos. Había esperado aquellas
vacaciones con ilusión, y no entendía por qué llegado el momento
había perdido las ganas de ir. Estando allí recibí un paquetito a mi
nombre, escrito con la caligrafía de Roland, que contenía la Historia
de una granja africana de Olive Schreiner, novela de la que
habíamos hablado en una de nuestras conversaciones sobre la
inmortalidad. Durante las semanas siguientes pasé muchas horas
de turbación y conjeturas con el pequeño tomo entre las manos.
«Es el amor, más que cualquier otro sentimiento», leía yo,
comprendiendo de pronto el sentido de las palabras, presa del
asombro, «lo que nos lleva a buscar esos tiempos mejores […] Y
cuando ese momento llegue […], cuando el amor ni se compre ni se
venda, cuando deje de ser un medio para hacer pan, cuando la vida
de cada mujer esté colmada de un trabajo honrado e independiente,
el amor acudirá a ella como algo delicado, extraño y repentino, a
través de ese trabajo honrado; no será buscado, sino encontrado».
No recuerdo si fue antes o después de que me mandara el
regalo cuando Roland me contó que él era feminista desde que
descubrió que el trabajo de su madre había contribuido tanto como
el de su padre a costear su educación y los gastos domésticos. Días
más tarde, en cualquier caso, llegó otra carta en la que trataba de
convencerme para que asistiera a la ceremonia de entrega de
diplomas de Uppingham, en verano, y que incluía también dos
poemas suyos que yo le había pedido, «Triolet» y «Versos sobre un
cuadro de Herbert Schmaltz».
El latín y las matemáticas me parecieron más aburridos y
enrevesados que nunca cuando regresé de los lagos. El encuentro
de Pascua con Roland había avivado un fermento primaveral en mi
flujo sanguíneo, que volvía la prosa latina mucho menos apetecible
que la prolongada contemplación del jardín a través de la ventana.
«Pareciera que los pájaros, las flores y la luz del sol me
llamasen, y no lograba concentrarme en lo que estaba haciendo»,
escribí en mi diario el 18 de mayo. «Solo sabía mirar afuera y
anhelar a alguien fuerte y cariñoso, un hombre a poder ser, pues la
mayoría de las mujeres me aburre, alguien de confianza que me
comprenda, para dejar de sentirme tan sola. Lo deseo con todas mis
fuerzas», continuaba, sentenciosa, «aunque tengo muy presente
que las almas fuertes conservan y aumentan mejor su fuerza con la
soledad. Pero estoy convencida de que lo más necesario es la
alternancia de periodos de soledad y compañía. Deseo tanto un
compañero que me comprenda, lo deseo tanto, como Lyndall en el
libro de Olive Schreiner “algo que venerar”».
Abordé con tiento el asunto de ir a Uppingham y descubrí que mi
madre estaba más que dispuesta a que la acompañara a la
ceremonia de entrega de diplomas de Edward; era evidente que
recibía con entusiasmo cualquier asunto que distrajera mi atención
—por no hablar de mis conversaciones— del Oxford Senior. El
hecho de que aquel duro trance fuera a producirse justo después de
la ceremonia de Uppingham perdió importancia por un tiempo, y yo
me propuse trabajar y esperar con toda la paciencia que pudiera
reunir una joven adulta.
El tiempo pasó mucho más rápido de lo que yo había esperado.
Absorta en traducciones y en el teorema del binomio, deseosa de
volver a ver a Roland en Uppingham, y atenuando la espera
mediante un desalmado coqueteo con el aspirante a pretendiente
del verano anterior, no me enteré por los periódicos del 29 de junio
del asesinato, la víspera, de un soberano europeo cuyo nombre me
resultaba del todo desconocido, en una ciudad de los Balcanes de la
que jamás había oído hablar.

No he vuelto a pisar Uppingham desde 1914, y sin duda, ahora


no reconocería la carretera serpenteante de algo más de cinco
kilómetros que lleva al pueblo desde Mantón, ni los edificios grises
de la escuela, ni las diminutas y apretadas habitaciones de la
posada Waterworks, donde nos alojamos. Sin embargo, retendré
para siempre una imagen que en realidad ya no existe, pues su
escenario se desvaneció cuando la casa de Edward fue demolida
para dejar espacio al monumento a los caídos de la escuela[9].
La noche de un caluroso día de julio. Mi madre ha ido a
entrevistarse con un profesor, mientras Edward y yo aguardamos en
un espacio cuadrado a oscuras, delante de las ventanas iluminadas
de los despachos de los prefectos.
—Hay chicos que se pasean casi en cueros, por eso no
podemos entrar contigo —me informa mi hermano.
Estoy esperando, como más tarde confesaré en mi diario,
«vislumbrar a la persona por la que debo reconocer que he venido,
más aún que Edward», y cuyo apodo en Uppingham, según he
sabido, es el Señor, o bien Monseñor. Pero, por supuesto, cuando
su rostro tímido e impaciente surge en la ventana abierta, yo no
revelo ni un ápice de mi ansiedad por verlo; me río, y me burlo de él
por haber batido el récord de premios de Uppingham.
—No se me escapará ni un átomo de tu soberbia cuando los
recojas mañana —le digo—, y en cuanto identifique el menor
síntoma, mi intención es eliminarla de un pisotón.
Él responde sin vacilar:
—Bueno, no creas que vas a ser muy original. A la mujer de uno
de los profesores le preguntaron el otro día qué opinaba del chico
que había ganado tantos premios, y ella contestó que lo único que
sabía de él era que se trataba del bobo más engreído de todo
Uppingham. —Y añade—: Quise decirle que estaba totalmente de
acuerdo con ella, pero que prefería que no lo pregonara delante de
tanta gente.
Sin embargo, cuando a la mañana siguiente vi a Roland —que
formaba parte, como mi hermano, del cuerpo de entrenamiento de
oficiales— con su uniforme de sargento portaestandarte durante la
revista en el jardín, se me quitaron las ganas de meterme con él.
Tenía antepasados militares por parte de madre, y se tomaba muy
en serio la formación. Tanto él como Edward y el mejor amigo de
ambos, Victor, el tercer miembro del fiel trío que la madre de Roland
había bautizado como «los tres mosqueteros», acudirían juntos a un
campamento cerca de Aldershot durante dos semanas al acabar el
curso.
Puede que hubiera profesores más clarividentes, pero no creo
que ninguno de los emperejilados asistentes que presenciaron las
maniobras y la impresionante marcha del cuerpo hacia la capilla
para asistir a la misa de la ceremonia tuviera la más mínima
sospecha de lo cerca que estaba el destino para el que se habían
preparado aquellos muchachos, ni de cuántas de aquellas voces
graves y curiosamente entusiasmadas serían silenciadas para
siempre por la muerte antes de la ceremonia del año siguiente. Al
rememorar aquellos tres radiantes días de julio de 1914, tengo la
sensación de que una quietud ominosa, un ambiente de expectación
perturbadora debía envolver los jardines de flores bañados de sol y
el resplandeciente verdor de los campos. Pero, en realidad, no
percibo nada más serio que la solemnidad deliberada del discurso
del director durante la entrega de premios posterior a la misa.
El director recibía entre los muchachos el sobrenombre de el
Hombre. Figura austera e intimidante, tenía fama de ser muy
diplomático con los progenitores de sus alumnos, y cada vez que se
encontraba con mi madre —que iba a Uppingham mucho más a
menudo que mi padre— la saludaba y le hacía algún comentario
sobre los progresos de mi hermano. En este sentido, era más
sensato y moderno que muchos de sus contemporáneos
académicos y eclesiásticos, más proclives a considerar
«irrelevantes» a las mujeres y que incluso en la actualidad no
vacilan en escribir cartas a la prensa sobre las derivas de la vida
familiar sin la colaboración de las responsables de perpetuar las
familias. Al menos un famoso director de antes de la guerra, que
más tarde llegó a obispo, se declaraba misógino sin tapujos, una
fama que difícilmente habría podido garantizar que inculcara respeto
hacia las madres y las futuras esposas de los impresionables
adolescentes que se hallaban bajo su influencia.
Dado que las emociones más nobles y profundas que pueda
experimentar un hombre —las del amor, el matrimonio y la
paternidad— le llegan a través de la mujer, resulta cuando menos
curioso, si no ya inquietante, que tantos profesores consideren el
desprecio hacia el sexo femenino como una parte indispensable de
sus herramientas educativas. A menudo me pregunto cuántos
homosexuales deben el odio y el miedo hacia las mujeres a la
mente retorcida de los hombres que los instruyeron en los años de
escuela.
El día de la ceremonia de entrega de premios y diplomas en
Uppingham, sin embargo, no tuve motivos para deplorar la actitud
de los mayores hacia sus coetáneas. En el momento en que el
director, majestuoso con la toga, se acercaba dando grandes
zancadas al estrado del salón de actos, yo examinaba con aprecio
el programa, y muy en concreto la página dedicada a los
«Premiados, julio de 1914», cuyas primeras líneas rezaban así:

Premio Nettleship a la mejor disertación sobre literatura


inglesa: R. A. Leighton.
Premio Holden a la mejor prosa latina: R. A. Leighton.
Redacción en prosa (griego): R. A. Leighton.
Hexámetro latino: R. A. Leighton.
Yámbico griego: R. P. Garrod.
Epigrama griego: R. A. Leighton.
l.° en Letras Clásicas: R. A. Leighton.

Pero, sensible aún a la disciplina escolar, cerré a toda prisa el


programa en cuanto el director, con suma dignidad, se dirigió al
público.
No recuerdo casi nada del discurso, que terminó con una lista de
preceptos para muchachos dictados por un famoso general japonés,
un símbolo de la civilización cuyo nombre he olvidado pero cuyas
cualidades se consideraban del todo dignas de emulación por parte
de los jóvenes caballeros ingleses. No obstante, siempre recordaré
el último de esos preceptos, por profético, y el silencio de emoción
que siguió al énfasis lento, casi religioso, del director al pronunciar
las palabras: «Si un hombre no puede ser útil a su país, está mejor
muerto».
Por un instante, la solemnidad alteró con un presentimiento
extraño e indescriptible el complaciente estado de ánimo con que yo
observaba cómo Roland, pálido pero sereno, subía a recoger sus
galardones.
Dado que los familiares de Roland no habían asistido a la
ceremonia —su madre estaba terminando un libro, y en cualquier
caso ella daba por hecho los triunfos de su hijo con un aplomo que a
ojos de mi discreta familia resultaba casi reprobable—, después del
almuerzo se sentó a mi lado en el concierto. La función brindó a
Edward (que, como de costumbre, había quedado segundo o
tercero en todas las materias) la oportunidad de desquitarse por la
falta de premios tocando un solo de violín, la «Balada» de Dvorák.
Aparte de esta interpretación, la música me interesó menos que los
chicos que formaban parte del coro y la orquesta, que Roland iba
señalándome.
De todos ellos, únicamente recuerdo a uno, Iván Dyer, hijo del
general que se hizo famoso por la masacre de Amritsar, pero
cuando eché en falta a un amigo de Edward al que había conocido
en el partido de críquet del verano anterior, Roland me explicó que
aquel muchacho, Henry Maxwell Andrews —casado hoy en día con
Rebecca West— se había ido de Uppingham en 1913. Henry
Andrews, un chico flaco, muy alto y muy serio con ojos negros y
gafas, reaparecería en mi vida diez años más tarde como amigo y
compañero de universidad de mi marido. Me pareció que había
cambiado muy poco desde que lo conocí en Uppingham, y los
cuatro años que pasó en Ruhleben —se marchó a Alemania durante
las vacaciones de 1914 y fue hecho prisionero nada más estallar la
guerra— desarrollaron en él una capacidad para la amabilidad y la
sabia tolerancia que superaba con creces los poco exigentes niveles
del británico medio.
Hacía tanto calor aquella tarde, y nuestras ganas de conversar
eran tan grandes, que Roland y yo nos alegramos cuando terminó el
concierto y pudimos perdernos entre la multitud durante la fiesta en
el jardín. Todavía recuerdo que mi atuendo —un vestido rosa de
seda ligera, con volantes y un estampado muy fino, acompañado de
un sombrero de encaje con rosas— parecía hecho para el rincón
que escogimos, donde las rosas de pétalos aterciopelados de
colores que iban del anaranjado al carmesí, pasando por el rosado,
formaban una exuberante espuma sobre el entramado de una vieja
espaldera de madera. Pero, en el caso de que lo hubiera olvidado,
me serviría de aquellos versos de Roland, «En la rosaleda», para
renovar los colores desvaídos de un sueño lejano.
No duró mucho la paz que necesitábamos para reanudar nuestra
conversación inacabable sobre Olive Schreiner y la inmortalidad.
Roland estaba muy concentrado explicándome la teoría de la
supervivencia de Kant cuando el director interrumpió nuestro
aislamiento y exclamó, con la peculiar sonrisa que los mayores
reservan a las parejas de jóvenes que manifiestan interés mutuo:
«Ja! Ya me figuraba que estaríais aquí», y nos condujo, victorioso, al
lugar donde se servía el té. Pero nosotros retomamos la
conversación al día siguiente, antes y después de la misa dominical,
y, dejando solos a Edward y a mi madre, paseamos por un parque
arbolado conocido como Fairfield Gardens, a pesar de los largos
intervalos de lluvia lenta y silenciosa.
Dos años más tarde, Victor, un muchacho guapo y reservado,
más alto aún que Edward, al que Roland y él apodaban
indistintamente Tah y Padre Confesor, me habló de aquel día.
«Como es natural, no recuerdo con exactitud lo que me contó
aquel domingo. Es difícil resumir lo intangible. ¿Te acuerdas de las
dos piezas de Karg-Elert que Sterndale Bennett tocó al principio de
la misa de aquella tarde? Pues una de ellas, “Claro de luna”, lo
conmovió especialmente. Me contó que le recordaba a ti por su
frialdad y por la sensación de distanciamiento con respecto al
mundo. Dijo que después de hablar contigo en Fairfield le resultó
muy raro volver con los demás a la capilla. […] Yo le contesté que se
había enamorado. Él replicó que no, pero yo sabía que aquella era
la respuesta convencional. Le dije: “Muy bien, cuando volvamos a
vernos, en la ceremonia de 1924, sabremos quién tenía razón”. Y
creo recordar que estuvo de acuerdo».
Si Victor me refirió la conversación tal como fue, significa que en
aquel momento Roland era más valiente, autoanalítico y elocuente
que yo, si bien esta última cualidad podía deberse a la feliz posesión
de un amigo que facilitaba esa elocuencia. Al no tener yo un
confidente —puesto que Edward ya estaba bastante deprimido ante
la idea de separarse de Roland, que también entraría en Oxford,
pero en otro college, y de Victor, que iría a Cambridge—, me vi
relegada, como de costumbre, a un torbellino interior para el que no
parecía haber consuelo.
Aquella noche, tras despedirme de Roland junto a la verja, solo
fui consciente de algo tan poco definido como una intensa
exasperación, que se prolongó durante varios días sin interrupción.
A la mañana siguiente, a lo largo de todo el trayecto de regreso a
Buxton me mostré indescriptiblemente irritable; respondía con
monosílabos a los empeños de mi madre por darme conversación, y
no encontraba una sola palabra amable que decir.

He escrito tanto sobre la ceremonia de final de curso de


Uppingham porque aquel día encarnó el idilio de verano más
perfecto que yo hubiera vivido, y también la última diversión que
disfruté sin preocupaciones antes de la Tempestad. El bellísimo
legado de un mundo desaparecido está grabado con precisión
milimétrica en las tablas de mi memoria. Nunca más, ni para mí ni
para mi generación, se celebraría una festividad cuya alegría no se
viera empañada por una sombra ni invalidada por un mal recuerdo.
Me enfrenté a la última semana de latín y matemáticas llena de
aprensión, más aún porque por primera vez, aunque de manera
sutil, Oxford empezaba a representar algo más que el objeto
abstracto de una ambición desmedida. Al término de un largo día de
trabajo me permití incluso visualizar un par de ojos negros e
intensos que examinaban conmigo las vidrieras de Joshua Reynolds
de la capilla de New College, e imaginar una toga de estudiante
meciéndose por el bulevar St. Giles en dirección a Somerville.
El 20 de julio, exactamente dos semanas antes de que el mundo
tal y como lo conocíamos se sumiera en el caos, fui a Leek para
examinarme. Como en el caso de la prueba anterior, no me había
quedado más remedio que desentrañar sola los diversos
reglamentos y las sedes donde podía presentarme, y elegí Leek
porque mi padre, que se trasladaba a diario en coche a Staffordshire
desde Buxton, podía dejarme allí de camino a la fábrica.
Después de dos años siendo «adulta» (es un decir), fue raro y un
poco humillante someterme a un examen en el ambiente mal
ventilado de la escuela técnica de Leek, rodeada de adolescentes
de dieciséis años de ambos sexos, rudos y malolientes. No era
aquel un escenario heroico para la fase final de mi dilatada batalla
con personas y circunstancias, y me marché de allí con la aciaga y
certera sensación de haber suspendido.
Ya había estallado la guerra, y el mapa de Europa sufría
transformaciones a diario, cuando supe, la última semana de
agosto, que mis exámenes habían alcanzado el «nivel exigido».
Pero en lugar de cosechar felicitaciones, la noticia, debido al
momento en que llegó, provocó una de esas «escenas de
desayuno» que tan habituales eran en mi casa y que ahora se han
convertido en leyenda. Tan pronto como anuncié orgullosa mi triunfo
final, olvidando por completo la situación de Europa, mi padre dio
rienda suelta a un ataque de cólera, si bien poco después se calmó.
Ya podía ir olvidándome, bramó, de irme a Oxford habiendo una
guerra; ¡seguramente en cuestión de pocos meses iríamos todos a
parar al asilo de los pobres!
Aquella reprimenda inesperada constituyó la amarga
recompensa a un año de duro sacrificio. En la acalorada bronca, yo,
fortalecida por el mal genio heredado de mis antepasados, recalqué
los muchos obstáculos que había superado, mientras mi padre —
violento de palabra pero siempre generoso de obra, una vez
convencido de su necesidad— se ensañaba con el Gobierno, los
alemanes, la situación económica de la fábrica y los problemas y
gastos que todos le causábamos. La polémica se zanjó —de
manera no demasiado satisfactoria— cuando Edward comentó,
tranquilo pero firme, que si yo no iba a Oxford, él tampoco.
En aquel momento empecé a alimentar un resentimiento
iracundo y sin esperanza. Mediante lo que entonces me pareció una
larguísima batalla, había abierto una vía por la que huir de mi odiada
prisión provinciana, pero el camino hacia la libertad que tanto me
había costado ganarme se me negaba por culpa de una bomba
serbia que había matado a un archiduque austríaco en la otra punta
de Europa.
Quizá por eso no resulte tan sorprendente que al principio la
guerra me pareciera una exasperante interrupción de mis proyectos
personales, en lugar de una catástrofe a escala mundial.
CAPÍTULO III
OXFORD O LA GUERRA

Y dijo Dios: «Los hombres me han olvidado;


las almas durmientes despertarán,
y los ojos ciegos aprenderán a ver».

Y como la redención pasa por el dolor,


aniquiló la tierra a varazos,
e instauró el reino siniestro;

pero allá por donde pasaba su desolación


la gente en su agonía
exclamaba desesperada: «¡No existe Dios!».

V. B., «AGOSTO, 1914», 1914

La entrada de mi diario correspondiente al 3 de agosto de 1914


mezcla el tenis y la guerra de la manera más incoherente.
Aquel día era festivo, y se celebraba un torneo de tenis en el club
de Buxton. Yo me había comprometido a jugar con mi pretendiente,
desanimado pero todavía fiel, y por nada del mundo quería
perderme la diversión que una pareja de juego así me procuraría,
sobre todo porque los acontecimientos que relataban los periódicos
parecían demasiado inverosímiles como para tomarlos en serio.
«De veras, no entiendo», escribí en mi diario, «cómo nos las
hemos apañado para jugar todos con tanta tranquilidad y hasta
prestar atención a los resultados. Supongo que será porque ninguno
de nosotros es realmente consciente de lo que implica una guerra;
por eso nos trae sin cuidado. B. y yo hemos jugado con un hándicap
de 30: ha estado muy reñido con los demás».
A pesar de mis vagos recuerdos de las campañas en Sudáfrica,
las batallas de Spion Kop y Magersfontein habían sido poco más
reales para mí que los combates entre gigantes y mortales de los
libros de cuentos de hadas de Andrew Lang que empecé a leer poco
después. La noche en que terminó el asedio de Mafeking, mi padre
nos llevó a Edward y a mí a dar una vuelta en taxi por Macclesfield,
paseo del que yo conservaba un recuerdo confuso de fuegos
artificiales, hogueras y tiros al aire que nunca se distinguieron del
todo de las celebraciones por la postergada coronación de Eduardo
VII.
A lo largo de todo el mes de julio, y muy especialmente después
del fracaso de la Conferencia del Palacio de Buckingham y el
revuelo por los tiroteos en Dublin, en todas las iglesias se rezó y se
pidió por que en Irlanda no se declarase una guerra civil. Para
quienes no habíamos prestado atención a la prensa por estar
demasiado enfrascados en nuestro futuro, nuestros partidos o
nuestros amoríos, la dirección desde la que se avecinaba la
tormenta nos resultó del todo inesperada. En St. Monica, la señorita
Heath Jones, con la certera previsión de quien nunca baja la
guardia, había tratado de preparar nuestras mentes escépticas para
un desastre que ella sabía inminente; recuerdo su gravedad en
1911, con motivo de la crisis en Agadir, y la determinación con que
me obligó a acompañarla al teatro —cuando vino con mi tía de visita
a Buxton un año o dos antes— a ver una obra que a mi me resultó
ordinaria y ridícula, El hogar de un inglés. Ya en el colegio habíamos
considerado su obsesión con la idea de una guerra en Europa como
una de esas preocupaciones propias de adultos frente a las que los
jóvenes se sienten superiores. «Otra vez con la perra de los
alemanes», decíamos.
Pero cuando llegué a casa, acalorada y emocionada por el
estímulo y la diversión del torneo, la guerra se me echó encima con
la inesperada aparición de Edward —al que todos hacíamos en
Aldershot— ataviado con el uniforme del Cuerpo de Entrenamiento
de Oficiales.
Me contó que la noche anterior habían recibido orden del
Ministerio de la Guerra de disolverse y quitarse de en medio lo antes
posible; los cocineros y el aparato militar hacían falta para cosas
más urgentes que las maniobras de unos colegiales. Mi hermano
había regresado a casa en trenes procedentes del sur,
congestionados y desorganizados por unas tropas que se
apresuraban a llegar a sus regimientos, dejando a unos pocos
alumnos más veteranos —como Roland— a cargo de desmantelar
el campamento.
Un escalofrío repentino desvaneció por un instante el orgullo de
verlo tan guapo, digno y eficiente; y por primera vez me di cuenta de
que un conflicto bélico de la envergadura e inminencia que se
insinuaba no quedaría relegado a las emocionantes pero seguras
columnas de los periódicos. Así fue como me obligué a afrontar lo
que se antojaba como lo peor que podía sucedemos.
«Me he alegrado mucho de verlo», escribí a propósito de Edward
esa misma noche, «aunque, si las cosas se ponen feas, no sería
raro que, como miembro del Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales,
lo llamaran para defender el país».
Los acontecimientos se precipitaron muy deprisa, incluso en
Buxton. Los primos alemanes de unos amigos abandonaron la
localidad, presas del pánico. Mis padres se acercaron con el coche
a varias tiendas de confianza de Macclesfield y Leek para
abastecerse de queso, panceta y mantequilla, con la impresión —
generalizada— de que a la semana siguiente los alemanes nos
habrían sitiado. Circulaban rumores descabellados, más truculentos
que la información de los periódicos, que desataban una batalla
campal en el andén de la estación cada vez que llegaba una remesa
desde Londres o Mánchester. Nuestra anciana cocinera, que tenía
tres hijos en la reserva, lloraba como una Magdalena y se sentía
incapaz de preparar las comidas con su competencia acostumbrada;
su nuera más joven, que había dado a luz el viernes anterior, sufrió
una crisis de histeria y tuvieron que inmovilizarla para que no se
levantara y fuera tras el marido hasta la estación. Una o dos chicas
de Buxton se casaron a toda prisa con sendos oficiales convocados
a destinos desconocidos. Reinaba el caos en toda la población. Los
veraneantes se peleaban por el Daily Mail; ciudadanos por lo común
discretos y respetables se enzarzaban como lobos hambrientos por
las provisiones de las tiendas de comestibles, y descargaban en los
distraídos empleados su consternación al descubrir que los precios
habían subido como la espuma.
Mi diario refleja algunas de las frases más sentenciosas del
Times de aquellos días: «Alemania ha roto tratado tras tratado y ha
ignorado cualquier vínculo honrado con otras naciones», «Alemania
ha destruido las inestables esperanzas de paz», «El mayor temor es
que nuestro Gobierno cometa el error de declarar la neutralidad de
Inglaterra», «Si en esta coyuntura tan crítica nos negamos a ayudar
a nuestros aliados franceses, seremos culpables de la mayor de las
traiciones».
Prefiero pensar que mis sentimientos reales quedaban mejor
representados en una entrada escrita casi un mes después, tras los
informes extraordinariamente optimistas de la batalla de Le Cateau.
Yo había ido a Newcastle-under-Lyme para visitar al dentista de la
familia, tras lo cual pasé una hora sentada en un paseo arbolado
llamado The Brampton, pensando en la guerra. Era uno de esos
días otoñales resplandecientes en los que cada hoja y cada flor
parece titilar de luz, y me costaba mucho «creer que no muy lejos de
aquí hay hombres que están siendo aniquilados sin piedad y cuyos
cuerpos desfigurados se amontonan sin miramientos en fosas
improvisadas como si de alimañas sin nombre se tratara». «Es
imposible», concluía, «hallar satisfacción alguna en los veinticinco
mil alemanes asesinados, mutilados y abandonados a la
descomposición; la destrucción del hombre como si fuera una
bestia, ya sea este inglés, francés, alemán o de cualquier otro país,
supone un atentado contra el progreso de la civilización».
Aquel día, mi dentista me informó de que cien mil rusos habían
desembarcado en Inglaterra; «se cuenta que un tren entero»,
relataba en el diario, «ha cruzado el río Stoke, y por eso están tan
bien informados los vecinos de Staffordshire». Pero cuando regresé
a Buxton me enteré de que se había visto un contingente muy
parecido en Mánchester, y durante varios días la asombrosa
ubicuidad de los rusos invisibles fue el tema principal y más
absorbente en las mesas de té de todo el país.
Sin embargo, cuando empezamos a creer en los rusos,
Inglaterra casi se había acostumbrado ya a la guerra. La tarde en
que vencía el ultimátum británico a Alemania, fui a Higher Buxton
para asistir a una reunión del comité de extensión universitaria, en el
que yo había salido elegida recientemente; tardamos apenas un
momento en decidir no hacer nada mientras el interés por el
conocimiento de la localidad, que nunca había sido demasiado
ardiente, no resurgiera del eclipse total en que lo había sumido el
diluvio europeo, de ahí que dedicase el resto de la velada a
deambular por el pueblo. Leí, con la sensación de haberme
trasladado a un siglo anterior y más oscuro, la orden de movilización
publicada en la puerta del ayuntamiento; me sumé al nervioso
grupito que se había formado delante de la oficina de correos para
observar a unos cuantos dignatarios de la localidad que, de pronto,
se habían enfundado sus uniformes y se paseaban en coche
dándose mucha importancia, con sus mujeres o sus chóferes al
volante. Más tarde, de camino a casa, vi los Pavilion Gardens
desiertos, una banda deprimente y muy mermada tocaba para
varias filas de lúgubres sillas vacías.
Me dolían los pies, y los vanos esfuerzos por asimilar lo que
estaba ocurriendo me provocaban mareos. Para mí y mis
contemporáneos, una generación alegre y segura de la bondad del
destino, la guerra era algo muy remoto, inimaginable; la
desesperación y la monstruosa destrucción que sembraban los
conflictos bélicos quedaban contenidas entre las tapas de los libros
de Historia, como la peste negra o el Gran Incendio de Londres. A
pesar del empeño de la señorita Heath Jones y de otras profesoras
igual de inteligentes, «los acontecimientos de actualidad» no habían
cobrado importancia para nosotros precisamente porque se trataba
de sucesos a escala nacional; representaban algo que debíamos
seguir a través de los periódicos y que nunca jamás viviríamos en
nuestras carnes. Lo que importaba de veras no eran los asuntos
públicos, sino los incidentes de nuestras vidas personales; pero
ahora, de repente, los primeros prevalecían por encima de los
segundos, y los acontecimientos públicos y las vidas privadas se
volvían inseparables… Recordé con angustia un pasaje de Daniel
Deronda, novela que había leído con cómodo desapego el año
anterior: «Llega un momento terrible para muchas almas cuando los
grandes asuntos del mundo, los destinos importantes de la
humanidad, que siempre habían quedado lejos en los periódicos y
en otros escritos sin importancia, entran como un terremoto en sus
propias vidas, cuando el paso lento de las generaciones se
transforma en la huella de un ejército invasor o en la colisión
horrenda de la guerra civil. […] Es entonces cuando se prueba la
sumisión del alma al Altísimo, y […] la vida aparece como algo
distinto de la lucha humana, con el terrible rostro del deber»[10].
Edward, quien, sin duda, arriesgaba mucho más que yo pasara lo
que pasase, se tomaba la situación con mucha más calma, como
era su costumbre. Aquella noche del 4 de agosto se había acercado,
tranquilo, al hipódromo con un amigo de Buxton, Maurice Ellinger,
compañero suyo del colegio. Maurice era primo de la actriz de
comedias musicales Desirée Ellinger, una muñequita morena más o
menos de mi edad que solía pasar temporadas en Buxton. Su
verdadero nombre era Dorothy; se la veía muy aniñada, y solía venir
a nuestra casa a cantar, con aquella voz tan bonita con la que
entonces pretendía dedicarse a la ópera, la oración de Elisabeth de
Tannhauser o el aria de las joyas de Fausto, con mi caprichoso
acompañamiento.
Los dos chicos andaban ya debatiendo, aunque de manera muy
vaga, la posibilidad de alistarse. Al regreso del hipódromo trajeron
una edición especial del periódico por la que supimos que Alemania
no había dado respuesta alguna, y Edward contó, muy divertido, que
había visto a alguien estampando a un camarero alemán contra la
pared del Hotel Palace.
Durante las semanas siguientes, todos fuimos víctimas de la
epidemia que se había propagado entre la población y que consistía
en vagar sin rumbo. Tras la violación del Tratado de Londres (el
«trozo de papel»), el Daily Mail publicó un deslumbrante editorial
titulado «La agonía de Bélgica» que nos dejó hechos polvo. En
casa, las discusiones familiares a cuenta del expreso deseo de
Edward de «hacer algo» sembraron una tensión eléctrica. Las
sugerencias planteadas con impresionante autoridad por el director
de la escuela de Uppingham y los responsables del Cuerpo de
Entrenamiento de Oficiales habían surtido su efecto de explotación
nacional de la juventud por parte de sus mayores; al igual que tantos
otros, los «tres mosqueteros» estaban no solo dispuestos, sino
ansiosos por arriesgar sus vidas a cambio de salvarle la cara a un
secretario de Exteriores que había comprometido a su país a una
política armada sin consultarlo de antemano.
Mi padre le prohibió terminantemente a Edward, quien todavía no
había alcanzado la edad para entrar en el Ejército, que se alistara.
Puesto que él mismo había sorteado la inmersión en la tradición de
la escuela privada, que defendía el heroísmo militar sin desdoro del
ejercicio de la razón, se negaba a permitir cualquier clase de
formación militar, y acabó por llevarse a mi hermano a la fábrica a
diario con tal de distraerlo de la guerra. Huelga decir que las
antipáticas excursiones fracasaron por completo en su objetivo, y
unos arrebatos constantes —que yo, por haber heredado tantas
características de mi padre, solo parecía alimentar— volvían
insoportable la convivencia en el hogar. Una discusión estallaba con
cada nueva tentativa de Edward de desafiar a la autoridad, y hubo
muchas, pues aquel servilismo cerril era para él sinónimo de
deshonra eterna. Al final, Edward mandó al regimiento de
Nottinghamshire y Derby una vaga solicitud para obtener graduación
de oficial que, a su vez, fue remitida al Ministerio de la Guerra, «del
que esperamos noticias con cada correo», relaté con ingenuo
optimismo.
Cuando mi padre se enteró de aquel arranque de iniciativa, su
cólera y su ansiedad alcanzaron el punto de efervescencia. Trabajar
en lo que fuera resultaba imposible en medio de tanto caos y
aprensión, y las cartas que Roland le enviaba a Edward, en las que
describía su propósito de entrar como oficial en un regimiento de
Norfolk, en nada contribuían a aplacar la tensión perpetua. Aun
después de conocer los resultados de las pruebas de acceso a
Oxford, abandoné desesperada los manuales de griego que Roland
me había prestado. Incluso empecé a tejer para los soldados,
aunque por muy breve espacio de tiempo; mi absoluta
incompetencia para cualquier clase de labor provocaba que hasta
los calcetines y gorros de dormir más sencillos me superasen.
«Cómo me gustaría despertar una mañana», concluye una de las
habituales entradas en las que describía aquellas trifulcas, «¡y
descubrir que esta guerra terrible es en realidad el mal sueño que
parece ser!».

2
Muy pocas características del ser humano resultan tan
desconcertantes como la capacidad de reducir acontecimientos de
escala mundial a su propia dimensión. Para finales de agosto,
cuando Lieja y Namur habían caído y las desgracias del Ejército
británico llevaban a la retirada de Mons, las señoras de la elite de
Buxton ya se habían propuesto provincializar el conflicto.
En las clases de primeros auxilios y enfermería doméstica, se
arremolinaban alrededor del médico como gallinas en torno al gallo
del corral, y una o dos representantes de la société, que, en
realidad, no sabían ni poner una venda correctamente, iban por ahí
enseñando a las demás. Yo, con tal de evadirme del tempestuoso
ambiente de casa, me presenté y aprobé los dos exámenes
elementales, en los que unas robustas «pacientes», tiradas en el
suelo con cara de preocupación, eran tratadas de catástrofes varias
por unas «enfermeras» ofuscadas y aún más robustas.
Un hotel de la calle principal, Spring Gardens, fue transformado
en almacén de la Cruz Roja. Allí acudía un grupo de «voluntarias»
para intercambiar chismorreos que en otras circunstancias se
habrían compartido en un entorno más íntimo, en salones de té.
Derrochaban tanta tela cortando monstruosos pijamas y camisas de
dormir que al final hubo que llamar a una humilde modista de la
zona —que mi madre contrataba para que nos hiciera los vestidos
de verano— para que arreglase el desaguisado, mientras la
educada sociedad femenina de Buxton se paseaba por las salas del
hotel, enrollaba un par de vendas y cacareaba acerca de la
motivación de ayudar al país a ganar la guerra. Una o dos
aspirantes a cabecillas del movimiento se pavoneaban
continuamente por el pueblo con los uniformes nuevos de la Cruz
Roja. Ataviadas con ropa interior de encaje de lo más elaborada, se
ofrecían como pacientes voluntarias para quienes deseaban
aprender a hacer vendajes y camas, y una de ellas me tenía mucha
ojeriza porque, en un enérgico arranque de vigor, le arrugué los
volantes de las enaguas al remeterlos con firmeza bajo el colchón.
Mi vínculo con Oxford me había conferido ya la capacidad de
observar con divertida indiferencia las riñas y el barullo que se
montaban en las clases de enfermería doméstica, en el almacén y
en el recién inaugurado hospital para convalecientes de la Cruz
Roja, indiferencia que no habría sido capaz de ejercer cuando
Buxton me parecía aún una Nazaret de la que nada bueno ni nadie
digno saldría jamás. Esta sensación de liberación de las tensiones
de las primeras y desgarradoras semanas aumentó
considerablemente al recibir otra carta de Roland, en la que me
contaba que su solicitud había sido rechazada debido a problemas
de vista, un defecto que me había ocultado hasta entonces por
vanidad juvenil. Había probado suerte, en vano, en infantería,
artillería y Cuerpo de Servicio del Ejército, y aunque todavía
pretendía que le retirasen la objeción, la posibilidad de que fuese
conmigo a Oxford volvía a estar sobre la mesa.
«Pase lo que pase», me decía con repentino entusiasmo tras
enterarse de que yo había aprobado el Oxford Senior, «iré. Y estoy
deseando enfrentarme a un muro de carabinas y profesores, con
toda mi compostura, si se me concede la gracia de vislumbrarte al
otro lado».
Mi corazón estallaba de gozo, pero me hice el propósito de
mostrarme escéptica.
«No creo que vaya a casarme nunca; soy demasiado difícil de
complacer…», informé en mi diario tras asistir a una de las bodas
locales que se celebraron a rebufo del estallido de la guerra. «Solo
estaría satisfecha con una compañía amorosa basada en la mutua
comprensión. No soportaría tener que andar sosegando
continuamente a un hombre, ni que hubiera un amplio abanico de
temas de los que resultara imposible hablar con él».
A principios del otoño, Edward y yo fuimos a pasar una semana
a St. Monica, pues yo quería comprarme ropa nueva en Londres —
donde las numerosas banderas que ondeaban por encima del río
me inspiraron la pueril sensación de que teníamos muchos aliados
—, y mi hermano, después de lo que me pareció un mundo de
trastornos (en realidad fueron apenas unas semanas tras el
arranque del conflicto), por fin había obtenido el permiso de mi
padre para solicitar plaza en el Cuerpo de Entrenamiento de
Oficiales de Oxford.
Fue un septiembre cristalino y luminoso aquel en el que los
ejércitos británico y francés vencieron en las batallas decisivas del
Marne y el Aisne. «¡Los aliados avanzan!», anunciaban triunfantes
los titulares, que revelaban que París se había salvado; pero, a
pesar del suspiro de alivio que la noticia inspiró en todo Londres, el
aire estaba más cargado que nunca de rumores dramáticos e
inverosímiles. Las historias de atrocidades se mezclaban con las
predicciones de que en diez días el emperador de Austria solicitaría
la paz y al cabo de dos semanas el káiser abandonaría a los suyos.
Mientras esperaba en vano noticias de Oxford, mi hermano
componía una balada para violín. El rumor impreciso de que Fritz
Kreisler, su violinista preferido, había muerto en el frente, nos sumió
a ambos en la melancolía, pero su angustia duró más que la mía,
pues yo había hallado en el jardín de St. Monica el enclave apacible
y perfecto para mis soliloquios sobre Roland. Me decía a mí misma
que encarnaba «una experiencia única en mi existencia; nunca
pienso en él en términos de hombre o muchacho, mayor o más
joven, más alto o más bajo que yo, sino como una mente en sintonía
con la mía, caracterizada por notas muy diferentes, pero siempre en
la misma clave».
No soy capaz de determinar si era cierto que por aquel entonces
veía a Roland exclusivamente como una mente afín. Si lo era, no lo
fue por mucho tiempo. Una tarde, durante un partido de golf a
nuestro regreso a Buxton, Edward y yo descubrimos un anillo de
hadas; yo me planté en el centro, y de pronto me sorprendí
deseando que Roland y yo nos enamorásemos y nos casáramos.
Edward me pidió que le dijera cuál había sido mi deseo. Le contesté:
«Te lo diré si vuelves a preguntármelo dentro de cinco años, porque
para entonces el deseo se habrá hecho realidad, o estará a punto
de hacerlo; o bien jamás se cumplirá».
Aunque apenas un par de días antes habíamos analizado unas
fotografías publicadas en prensa de los destrozos que habían
causado en Reims los bombardeos alemanes, seguíamos hablando
como si la seguridad de toda nuestra vida no hubiera sido aniquilada
y nuestros seres queridos fueran a vivir para siempre. Fue entonces
cuando Roland me comunicó que finalmente tenía posibilidades de
incorporarse a un regimiento de Norfolk.
«En cualquier caso», me escribió, «no creo que, dadas las
circunstancias, consiguiera soportar una vida de reclusión e
inactividad académica. Sería de lo más cobarde eludir mi deber más
obvio. […] Algo me dice que estoy destinado a participar de manera
activa en esta guerra. Me resulta de todo punto fascinante, algo
ennoblecedor y muy hermoso —aunque a veces terrible—, algo
cuya realidad elemental supera con creces la frialdad de cualquier
teoría. Puede que me taches de militarista. Tal vez tengas razón».
Me ofendió que empleara la expresión «inactividad académica»;
me parecía que con ella me excluía de todo lo que le importaba
ahora en la vida, así como de sus propios intereses y su carrera. Por
lo demás, aquella actitud era del todo contraria a su feminismo
declarado; aunque también la guerra lo era… Sus consecuencias
sobre la causa de las mujeres eran escandalosas.
«Las mujeres padecemos todas las pesadumbres de la guerra,
pero ni una sola de sus alegrías», escribí como respuesta. «Eso
que, según tú, es lo único que importa ahora es el terreno en el que
la mujer no ha hecho progreso alguno, y en el que tal vez nunca se
produzcan avances, por mucho que Olive Schreiner discrepe. A
veces, tengo la sensación de que estudiar en Oxford, algo que solo
dará frutos en un futuro y adolece del estímulo de una conexión
directa con la guerra, requerirá una templanza para la que no me
veo preparada. Es curioso que de pronto aquello por lo que ambos
hemos peleado con uñas y dientes parezca valer tan poco».
Es evidente que, al igual que tantas mujeres en 1914, yo era
víctima de un serio complejo de inferioridad. No sabía que, apenas
un par de semanas antes de aquella carta, Roland había compuesto
uno de sus poemas más proféticos, «Camino en soledad», que en
absoluto pretendía insinuar que ni yo ni mis estudios hubieran
perdido valor para él. En mi opinión, ese poema admite una única
interpretación, la de que me veía cumpliendo las ambiciones sobre
las que siempre hablábamos y escribíamos, pero imaginándose a sí
mismo muerto.
Dos semanas más tarde se marchó a Norwich, y poco después
fue requerido por el regimiento de Norfolk. Aun así, a primeros de
octubre, cuando yo me preparaba para entrar en Somerville, ni
Edward, ni Roland ni Victor —que vivía en Hove y había intentado
ingresar en varios batallones del Regimiento Real de Sussex—
parecían más cerca de obtener la graduación que en agosto. A
pesar de que los tres habían tomado la decisión en firme de no
entrar en la universidad, la idea de que la guerra me afectara
personalmente se me antojaba de nuevo muy remota.

Así pues, me fui a Oxford, e intenté olvidarme de la guerra. Al


principio no me costó demasiado, pese a que Edward tendría que
haber entrado el mismo día que yo, y Roland al siguiente.
«Estoy dando un paso muy importante, el mayor desde que
terminé el colegio, acaso el más relevante de mi vida entera»,
reflexionaba con la consoladora pedantería que me sustentaba
durante la fase inicial de toda experiencia nueva. «Pero no sirve de
nada obsesionarse demasiado con las responsabilidades que
empieza a entrañar la decisión que tomé hace un año; conviene,
más bien, encajarlas tal como vienen y permanecer fiel a mí misma
y a mis ideales».
Nada más llegar a Somerville descubrí que, para mi
desesperación, tendría que presentarme en diciembre al examen de
Griego, y en junio a los demás, en lugar de embarcarme, tal y como
yo había imaginado, directamente en la Literatura Inglesa. La
amargura que me provocó la desagradable noticia se vio agudizada
por el hecho de que mi profesora de Clásicas atribuía a la pereza mi
falta de conocimientos en griego, y no a una incapacidad total para
comprender por qué la directora, tras enterarse de mi nota en el
Oxford Senior, me había aconsejado estudiarlo.
«¡Por cuántas vías mejores podría haber elegido entrar en
Oxford, en vez de la que escogí por pura ignorancia!», me
lamentaba en mi diario; «¡Cuán mejor preparada habría podido
estar!».
Pero mi agitación se disipó tan pronto como pasó la confusión
inicial de la novedad y empecé a disfrutar de la compañía de Norah
H., una alumna de primero oriunda de Winchester que se había
matriculado en Somerville sobre todo porque se aburría entre la
sociedad del entorno catedralicio. Estrechamos lazos a partir de la
aversión común hacia los esnobismos de provincias, y juntas
observábamos y comentábamos a las personalidades más
interesantes de cada curso.
«Hay dos tipos de alumnas de segundo y tercero», sentenciaba
yo: «Por un lado, las que te examinan hasta el último átomo, y por
otro las que ni se dignan mirarte e ignoran por completo tu presencia
aunque te cruces en su camino. En cuanto a mí, prefiero a las
primeras».
Había aquel año varias jóvenes potencialmente interesantes
cursando su último curso en Somerville. Entre ellas, Charis Ursula
Barnett, hoy esposa de Sydney Frankenburgy autora de libros y
artículos sobre la planificación familiar y la crianza de los hijos;
Margaret Chubb, quien más adelante se casaría con Geoffrey Pyke
y en la actualidad ocupa el puesto de secretaria de la Asociación
Nacional de Planificación Familiar; Muriel Jaeger, que ha firmado
varias novelas en extremo inteligentes; Jeannie Petrie, hija del
afamado egiptólogo; y Dorothy L. Sayers, cabecilla de su grupo en
el college y persona aún influyente gracias a la fama de sus
vivificantes historias de detectives.
Enseguida me cayó bien Sayers por su afabilidad y frescura;
pertenecía a la categoría de las que te examinaban hasta el último
átomo. Era una joven saltarina y exuberante que siempre parecía
estar preparándose para una merienda. Casi a cualquier hora del
día y de la noche se la veía dando vueltas por la última planta del
edificio Maitland —de nueva construcción— con una tetera en la
mano y un mandilito de cuadros sobre la falda. Estaba en el Bach
Choir, el coro al que yo también me había apuntado, y su pasión no
disimulada hacia sir Hugh Allen —a la sazón, todavía doctor— era
motivo de chanza en el college. Durante los ensayos del réquiem de
Verdi, que preparábamos para la Pascua, Dorothy se colocaba con
las contraltos y dirigía largas miradas de adoración a Alien, como si
estuviese en un templo ante su único Dios. Sin embargo, su sentido
del humor extremadamente realista la salvaba de caer en el ridículo,
y en el espectáculo que su promoción montó el verano siguiente,
caricaturizó a su ídolo con precisión y buen gusto.
Contra una alumna de tercer año, una muchacha sencilla de aire
maduro con una mirada penetrante que vestía blusas abrochadas
hasta el cuello y sabía poner en su sitio a las novatas, albergaba yo
el fuerte prejuicio natural que inspiran las personas altivas, desde
que la conocí en una merienda a la que me invitó una veterana muy
simpática. Diez minutos después de que nos presentaran se volvió
hacia mí y me preguntó con tono de escarnio: «¿Y tú cómo te
llamabas? No estaba prestando atención cuando me lo has dicho».
Enamorada, como estaba aún, del glamour de Oxford, al principio
no me percataba de la similitud entre la actitud de las alumnas de
tercero hacia las de primero y la que asumía la elite de Buxton hacia
quienes no formaban parte de «la aita sociedad». No obstante,
aquella noche anoté en mi diario que la directora era «mucho menos
condescendiente que un par de chicas de tercero».
No tardé en averiguar que existía un objeto de interés más
constante y perturbador que cualquier alumna de tercer año,
encarnado en Agnes Elizabeth Murray, la hermosa hija del profesor
Gilbert Murray, cuya presencia relegaba a sus compañeras de
segundo a una mediocridad anónima. De una inteligencia
desmedida, y locamente enamorada de la vida, de ningún modo
auguraba Elizabeth el negro destino de la muerte precoz que la vida
le reservaba. En Somerville aún no había adquirido la adorable
elegancia que poco después de la guerra la hizo brillar como un
luminoso meteorito entre el firmamento de constelaciones más
humildes de la Sociedad de Naciones. Su vestimenta era excéntrica
y desaliñada, y solía lucir despeinada la melena lisa y negra, pero
entre las alumnas del college se movía como una joven diosa y se
dignaba fijarse en muy pocas de ellas más allá de un pequeño
grupo, del que formaba parte su fiel amiga Phyllis Siepmann. Se
trataba de una pareja trágicamente predestinada, pues Phyllis
moriría antes aún que Elizabeth, en 1920, a consecuencia —según
tengo entendido— de una enfermedad contraída durante el servicio
prestado en la guerra.
Norah y yo pestañeábamos con verdadera reverencia ante
aquellas luces radiantes; pero a nuestras compañeras de primero
las repasábamos con franqueza y mucho menos respeto, sobre todo
a un trío que más tarde me adoptaría como cuarto miembro: una
estudiosa de Filología que todas conocíamos como E. F.; Marjorie
B., que más tarde sería profesora; y Theresa S., una chica rubia y
alegre medio belga que llegaría a ser mi única amiga de verdad
entre mis compañeras de 1914. E. F. satisfaría con creces sus
propósitos, pues ahora es profesora en un famoso college femenino
y una ilustre autoridad en Christopher Marlowe; pero, como tantas
otras académicas de éxito, en sus tiempos de estudiante encarnó
una fuente inagotable de secreta diversión.
E. F. era una chica de facciones delicadas y nítidas, pelo negro y
liso y ojos soñadores y poco expresivos; guardaba un parecido
asombroso con la actriz Gwen Frangcon-Davies, y se movía por los
pasillos con un rictus de seria búsqueda. Adoptaba hacia Marlowe
una actitud casi mística, y si bien nunca llegó al extremo de
expresarlo abiertamente, todas sospechábamos que se tenía por su
reencarnación. Habría costado imaginar una personificación más
incoherente para tan bullanguero parroquiano de tabernas, pues por
aquel entonces E. F. poseía una voz suave y precisa y trataba a las
eminentes veteranas con sumo respeto. Sus diosas particulares
formaban parte de un grupito muy selecto y ecléctico conocido como
la S. A. M. (Sociedad de Admiración Mutua), cuyas integrantes se
caracterizaban por sus aspiraciones literarias. Se tomaban muy en
serio a sí mismas, algo que al parecer no ha cambiado a día de hoy,
pues hace apenas un par de años una de ellas me escribió para
quejarse de que en un popular artículo sobre las novelistas de
Somerville yo había subestimado el éxito de todas las integrantes
del grupo.

A pesar de las prosaicas exigencias de los verbos griegos y el


tedio de sumergirme con ayuda de chuletas en el Alcestis de
Eurípides antes casi de dominar el alfabeto, viví las primeras
semanas en Somerville en un estado de euforia, «a medio camino
entre el deleite y la inquietud, pero muy emocionada». Jamás había
conocido nada tan estimulante como aquel ambiente urgente y
frenético, en el que un grupo de jovencitas seriamente excitables se
volvieron más neuróticas y exaltadas que nunca debido al exceso de
trabajo y la falta de sueño.
Al igual que la media docena de novatas con las que me juntaba,
en raras ocasiones me acosté antes de las dos en todo el primer
semestre. Puesto que hasta entonces solo había disfrutado de la
compañía de mi propia comunidad, las veladas de chocolate
caliente y conversaciones sobre la religión, la genialidad, los
catedráticos y las estudiantes de tercero me resultaban demasiado
apasionantes para renunciar a ellas en beneficio de un sueño
reparador. Tras años y años metiéndome en la cama a las diez en
punto, las noches breves hicieron mella enseguida, pero jamás se
me pasó por la cabeza atribuir mi excitación a la fatiga.
Al inicio del semestre, con el corazón henchido de orgullo, supe
por Norah que se me tenía por una de las «leonas» de mi
promoción. Aquella información me inspiró una agradable sensación
de superioridad mental y moral, de la que fui consciente sobre todo
durante cierta merienda en la que, tal y como registré en mi diario,
conversamos casi en exclusiva acerca de religión. «La señorita G. y
la señorita P. también han estado, dos almas simples que a todas
luces apenas han reflexionado por su cuenta, y que no son capaces
—al menos, aún— de discurrir de manera independiente, ni tan
siquiera de plantearse tal cosa. Una actitud totalmente opuesta a la
mía: yo, en cambio, opino que una no tiene derecho a contar con
amigos buenos e íntimos mientras no sea capaz de ser
independiente», reflexionaba con satisfacción. «Llegará el día —
como le llega a todo el mundo— en que tengamos que tomar una
decisión importante sin ayuda, ser responsables tal vez no solo de
nuestra vida y nuestra suerte, sino de las de otros. Y si, llegado ese
instante crucial, nos hemos acostumbrado a depender de otros, a
comentar cualquier propósito con otras personas, y a no ser
autosuficientes, ¿qué pasará? Que caeremos», concluía
trágicamente, «y no volveremos a levantarnos».
La alegría de saber que destacaba me llevó a pasar a la acción.
Entré en la Asociación por el Sufragio Femenino; entré en el Bach
Choir; entré en la Asociación Guerra y Paz; hice una reseña de
Sinister Street, de Compton Mackenzie, para la revista
interuniversitaria femenina, la Fritillary; pero no entré en la Unión
Cristiana, a pesar de las insistencias.
En lo que respecta al coro, el doctor Allen, que disfrutaba de su
fama de enfant terrible, puso a prueba mis cuerdas vocales y me
preguntó si creía tener buena voz. Cuando le contesté que
imaginaba que tenía tesitura de soprano aunque en realidad quería
ser contralto, su respuesta fue: «Comprendo. Una cascarrabias. Y
supongo que si hubieras sido contralto habrías preferido voz de
soprano».
En la Asociación Guerra y Paz pagué la suscripción de dos
chelines y seis peniques principalmente para ver a Gilbert Murray.
«No era, en absoluto, como me lo esperaba, pero no he quedado
decepcionada. Es un hombre alto y delgado, de mediana edad, con
el pelo castaño y algunas canas y visos de calvicie en una cabeza
con una forma muy curiosa. Tiene una mirada penetrante pero muy
afable, y lleva anteojos; también se expresa con una llaneza que me
ha atraído mucho, sobre todo por lo inesperado. Su hija, en cambio,
da la impresión de no tener ni un ápice de su modestia».
Era todo tan emocionante que por un tiempo la desatendida
guerra, con el asedio de Amberes, la primera batalla de Ypres y la
prolongada persecución del Emden por parte del Sydney, parecía
del todo irrelevante. Aunque Roland ahora era alférez, y Edward se
había presentado en Oxford solo una semana después que yo para
formarse en el Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales bajo el
auspicio de New College, me preguntaba por qué me habrían
causado tantas preocupaciones los disturbios en Europa. A fin de
cuentas, me decía a mí misma, aquellos problemas nunca me
afectarían de manera directa, a diferencia de las actividades del
college. La importancia de Somerville me resultaba tan inmensa que
intentaba aliviar el aislamiento espiritual que padecía Roland entre
los subalternos de Norwich contándole todo con pelos y señales.
«Me gusta una barbaridad», le escribí, «pero no creo que yo
vaya a caer en el enamoramiento ciego hacia todo y hacia todos que
sufren las universitarias, ni que llegue a pensar que este lugar es el
único lugar, o que estas ideas son las únicas. Es una ventaja
enorme haber estado en casa un tiempo y haber considerado otros
puntos de vista además de este. Soy igual de consciente de sus
limitaciones que de sus ventajas. Para mí supone un cambio
delicioso el hecho de encontrarme en un entorno donde se espera
que estudie, y no se me tacha de idiota por querer aprender, y, por
supuesto, el ambiente de Oxford es absolutamente ideal si aspiras a
estudiar, pensar o prepararte para ser quien quieres ser. Este último
“si”, sin embargo, apunta a una de las limitaciones de este lugar,
pues ya me he encontrado con varias personas que parecen
considerar su paso por la universidad como un fin en sí mismo, y no
como antesala de algo mejor y de más envergadura en un futuro».
En los ratos que le robaba al chocolate caliente, al griego y a la
religión, veía de vez en cuando a mi hermano. Debido a las estrictas
normas de aquella época (despectivamente conocidas como «reglas
de carabina»), no se me permitía visitarlo en sus dependencias de
Oriel Street, no fuera a ser que me topara con la seductora mirada
de algún estudiante, pero nos citábamos en cafeterías y en los
ensayos del coro y la orquesta, para la que el doctor Alien lo había
nombrado primer violín. Si alguna vez Edward aparecía sin avisar
para tomar el té conmigo en Somerville, yo me veía obligada a echar
a toda prisa a las amigas que estuvieran en mi dormitorio, por temor
a que el sexo prohibido de mi hermano pudiera contaminar la
integridad femenina.
A finales de noviembre fue convocado por el 11.° Batallón de
Sherwood Foresters, y al día siguiente abandonó Oxford rumbo a
Sandgate. Lo vi tan guapo con el uniforme nuevo de alférez, con sus
largas y bonitas manos, y las cejas oscuras y arqueadas por encima
de sus ojos entre tristes y divertidos, que volví a experimentar el
miedo que me había atenazado cuando regresó de Aldershot, en
vísperas de la guerra. Me despedí de él a regañadientes en
Woodstock Road, a la entrada de Little Clarendon Street, casi
enfrente de la plaza donde diez años después se erigiría el
monumento a los caídos de Oxford, «en memoria de quienes
combatieron y quienes cayeron».
Pensaba mucho en él, lo imaginaba en el campamento mientras
las lluvias de noviembre arreciaban sobre la ciudad y reducían a
barro las carreteras del condado, y de nuevo la guerra asomó de su
escondite en lo más recóndito de mi mente. Una compañera de mi
promoción tenía un hermano en el frente; yo la examinaba con
temor y malestar, y me cuidé de evitarla el resto del semestre.

La segunda semana de diciembre trajo consigo los exámenes de


Griego, que aprobé sin demasiado esfuerzo. El hecho de que
lograra aprender esa preciosa lengua en apenas seis semanas de
estudio da fe de lo sencillas que eran las pruebas, y del innecesario
rodeo que yo sola me había impuesto. Al regresar a casa encontré
Buxton transformado en poco menos que un centro militar, con el
inmenso Hotel Empire, justo al lado de nuestra casa, convertido en
almacén del Ejército territorial[11].
Al principio traté de compartir con mis padres el entusiasmo de
Oxford, pues la ausencia de Edward había dejado un vacío aciago
en el seno del hogar, y acostumbrada ya a las amistades afines de
la universidad me sentía muy sola, casi una extraña. Sin embargo,
ellos se mostraron poco susceptibles al contagio. Mi padre tenía sus
ideas fijas sobre los catedráticos, a los que consideraba
«consumidos» y «despiadados», mientras que mi sufrida madre,
que se había visto obligada a soportar un hastío indescriptible los
meses que estuve enfrascada en los exámenes, solo sabía dar
gracias por que me hubiera preparado para la prueba de Griego
lejos de Buxton, pues «se habría aburrido como una ostra
escuchándome hablar una y otra vez del mismo tema».
Tras relatar el estrepitoso fracaso de la idea de impresionar a mi
familia, mi diario registra que el 15 de diciembre de 1914 fui de
compras con mi madre a Mánchester. Ya allí, leí en los letreros de
los vendedores de periódicos la noticia de los ataques a las
localidades costeras de Scarborough, Hartlepool y Whitby por parte
de buques alemanes, pero no tuve una visión telepática que me
mostrara a través de las brumas de aquel día invernal a una
persona con quien establecería estrechos vínculos en el futuro,
marchando bajo los proyectiles junto con el resto de alumnas del
colegio Queen Margaret de Scarborough. En su segunda novela, La
calle abarrotada, Winifred Hobby relataría con dramatismo aquel
bombardeo, pero aún tendrían que pasar cinco años oscuros y muy
movidos para que yo conociera a Holtby. Aquella tarde, la noticia de
los ataques me impresionó menos que la adquisición de un
sombrerito negro de moaré y terciopelo adornado con rosas rojas,
uno de los sombreros más bonitos que he tenido nunca, y también
uno de los más memorables, pues fui indescriptiblemente feliz
luciéndolo, a pesar de que al final acabaría arrancando esas rosas
en un gesto de impotencia y desesperación.
Aquella primera Navidad en guerra fue una experiencia extraña y
espeluznante para nosotros, acostumbrados a los adornos
exuberantes y los regalos de los prósperos años anteriores al
conflicto.
«Mucha gente», observé, «ha decidido que es demasiado pobre
e infeliz para recordar a sus amistades, sobre todo personas
acomodadas que no tienen a ningún ser querido que corra peligro.
En cambio, los más necesitados, y quienes viven en la continua
ansiedad de que ocurra algo, han hecho un esfuerzo para no
cambiar sus costumbres. En St. John […] hemos recibido un
predecible sermón acerca de la incoherencia de celebrar el
nacimiento del Príncipe de la Paz mientras el mundo está en
guerra».
Edward, que había conseguido un permiso, pasó las fiestas con
nosotros en Buxton. Fue la última Navidad que vivimos los cuatro
juntos, y nuestros pensamientos inconfesados pero obsesivos de
que pudiera serlo aplacaron el orgullo con que exhibíamos a mi
hermano ante los amigos en los Pavilion Gardens. Él trataba de
animarnos contándonos que los ejércitos británico y francés podrían
hacer retroceder a los alemanes cuando quisieran, y que si no lo
habían hecho semanas atrás era porque habían preferido esperar a
que llegasen refuerzos en primavera y orientar la acción hacia una
Victoria decisiva. Más contrastada que aquella información optimista
fue la noticia de que Roland —que me había mandado su foto a
cambio de una mía, junto con cinco libros: Tess de los d’Urberville,
Pescador de Islandia, Los siete mares, la Monna Vanna de
Maeterlinck y En vísperas de Turguénev— estaba pasando las
Navidades en Londres, en un piso cerca de Regent’s Park que su
madre había alquilado por un tiempo.
Habíamos decidido que yo pasaría los dos o tres últimos días del
año en la casita de mi abuela materna, en Purley, y que una tía me
llevaría al centro de Londres para que comprase algo de ropa y
unos muebles que me hacían falta en el college. La coincidencia
parecía ser el designio de un bondadoso destino. Cuando escribí a
Roland para darle las gracias por los libros, le dije que visitaría la
capital, y en la respuesta que recibí a vuelta de correo él ya había
planeado toda una serie de encuentros.

Por increíble que pueda parecerle a la juventud de hoy en día, en


aquellos tiempos se consideraba correcto e inevitable que mi tía se
me pegase como una lapa durante las valiosas horas que pasé con
Roland. Por suerte, era una mujer comprensiva que mostró un gran
interés por nuestra mutua atracción, de ahí que después del
almuerzo y las compras tanto ella como Edward, que regresaba a su
batallón, tuvieran la delicadeza de encaminarse hacia la estación de
Charing Cross mientras Roland y yo paseábamos por Regent Street.
Estaba deseando examinarlo con detenimiento, y al mismo
tiempo me daba apuro; el uniforme y el bigotito lo habían
transformado en un hombre, un hombre tan imponente y robusto
que me hacía sentir como una enana a su lado, a pesar del
esplendor que me conferían el sombrero de las rosas y un abrigo
nuevo de piel de ardilla que me había regalado mi padre. Meses de
correspondencia íntima nos unían; sin embargo, entre nosotros se
interponía la barrera física de la carne, demasiado consciente,
demasiado sensible. Empezaba a anochecer y las calles estaban en
penumbra, pues el primer ataque aéreo de Alemania se había
producido justo antes de Navidad, y ya había empezado el periodo
conocido como «el Londres más oscuro». El reflector, un destello
tenue y lejano en el cielo, temblaba en el borde de las nubes, o se
deslizaba despacio, un lápiz luminoso, por los espacios añil intenso
que se abrían entremedias. Roland, que había manejado uno,
encontraba divertidísimo mi ingenuo enfrascamiento, y por primera
vez me agarró tímidamente del brazo con el fin de guiarme por las
calles cada vez más lóbregas. Por aquel entonces, a pesar del
desafío de la contienda, las emociones humanas avanzaban aún
con mucha prudencia hacia su conclusión lógica.
Horas más tarde, cuando me desvestí en el dormitorio diminuto
de la casa de mi abuela, ya no albergaba ninguna duda sobre lo que
pensaba en realidad de Roland. Irradiando una calidez que
desafiaba el frío de la chimenea apagada, casi no pude esperar a
enfundarme la bata de lana por encima del camisón para agarrar el
cuaderno negro y mi querida estilográfica.
«Oh, Roland», escribí, poseída por el éxtasis religioso del amor
juvenil, agudizado por la guerra hasta cotas indescriptibles,
«personalidad brillante, reservada, extravagante… Me pregunto si te
habré encontrado solo para perderte de nuevo, o si por el contrario
el Tiempo nos protegerá hasta que llegue el momento en que
podamos pronunciar la palabra más grande del mundo, en la que no
puedo dejar de pensar pero soy incapaz de nombrar. Solo Dios lo
sabe, y nos dará una respuesta».
A pesar de la guerra, el día siguiente fue perfecto.
En el restaurante Florence, de nuevo bajo la supervisión de mi
tía, comí con Roland, y no tuve arrestos —en realidad, tampoco
puse mucho afán— para librarme de él cuando fui a ver a la modista
y la sombrerera; ni siquiera en la sección de lencería de los
almacenes D. H. Evans. No sabía ni lo que estaba comprando; las
prendas y los muebles que tanto había codiciado perdieron todo su
interés, y para mi dormitorio escogí unas reproducciones de Da
Vinci, con el buen juicio anulado por la embriagadora y angustiosa
certeza de que media hora más tarde Roland me presentaría a su
madre y a su hermana, con las que habíamos quedado para tomar
el té en el Criterion.
Al final llegamos tarde y tuvimos que coger un taxi. Su madre
nos esperaba en el recibidor del restaurante. Vestía de un modo
muy pintoresco, con pieles y terciopelos, y ante mis arrebatados
ojos se presentó como la encarnación del mundo mítico y remoto de
las letras. Sabía que el objetivo de aquel encuentro era ser sometida
a su inspección crítica, pues ella le había dicho a Roland (quien le
había contado «todo sobre mí», incluso que estudiaba en
Somerville): «¿Y qué hace en Oxford? Una escritora no aprende
nada en la universidad… salvo que quiera dedicarse a redactar
tratados». Por ello me complació y alivió que se volviera hacia él y
comentara: «¡Vaya, pero si es una persona normal y corriente! Me la
esperaba académica y erudita».
Daba gusto observar la adoración que se profesaban Roland y
ella. Estaba orgullosísima de entender a su hijo como pocas
madres, y ciertamente resultaba extraordinaria la comprensión
mutua e instintiva que se establecía entre ellos. Un poco apartada
de aquel círculo mágico de intimidad se encontraba la quinta
participante en el encuentro, la hermana de Roland, Clare, entonces
una chiquilla alegre y vivaracha de dieciséis años con dos trenzas
largas y gruesas y una ingenuidad desarmante que le daba un aire
muy aniñado para su edad. Si un profeta nos hubiera anunciado a
Roland y a mí lo alto que llegaría Clare, nuestra reacción habría
sido, creo, de divertida incredulidad.
Recuerdo muy poco de aquella merienda en el Criterion, aparte
de que me dejó la agradable impresión de que la madre de Roland,
cuyo generoso temperamento la predisponía favorablemente a los
enamoramientos de juventud, daba su total aprobación a mi amistad
con su hijo. También comprendí que no simpatizaba con esa clase
de chicas vocingleras que se proclamaban «modernas», y yo
formaba parte más bien de la categoría de las niñas monas que
jamás caerían en un vanguardismo agresivo. Como tres años
después le diría una enfermera a otra con quien yo había hecho
amistad: «Esa voluntaria tuya es un encanto, pero tiene una cara
anodina… ¡totalmente anodina!».

Aquella noche, durante la cena —de nuevo en el Florence—,


Roland me regaló un ramo de rosas de tallo largo, de un color
rosado con un toque anaranjado y la fragancia más dulce del
mundo. Fiel a la moda de la época, las sostuve justo por encima de
la cintura, apretadas contra la seda azul marino de mi vestido, y él
murmuró un «¡Sí!» casi sin aliento. En el cálido ambiente del
restaurante, el perfume melancólico y tierno de las flores nos
envolvió como una bendición.
En aquella cena hablamos, por incongruente que parezca, de
cómo queríamos recibir sepultura. Yo expresé mi preferencia por ser
quemada en una pira, como Aquiles, mientras que Roland deseaba
que lo depositaran en una embarcación en llamas y adentrarse en el
mar a la deriva, al estilo vikingo.
—Si pudieras elegir, ¿te gustaría morir en combate?
Aquella desconsiderada franqueza escandalizó a mi tía.
—¿Por qué tienes que hablar de esas cosas, niña mía? —
exclamó.
Pero Roland replicó con toda tranquilidad:
—Sí, lo preferiría. No quiero morir, pero si no tengo elección,
preferiría que fuera así. De hecho, no me agradaría nada pasar por
esta guerra sin resultar herido de alguna manera; me encantaría que
algo demostrara que luché en el frente.
Mucho más tarde, Victor me contó que a él le había dicho en
cierta ocasión, con el dramático tono heredado de su familia, que no
se le ocurría mejor final que el de ser hallado muerto en una
trinchera al amanecer.
Después de cenar, Roland nos invitó al Teatro de Su Majestad
para ver el montaje de David Copperfield de sir Herbert Tree. Sin
duda, el espectáculo era fabuloso, pero aunque asistí a toda la
función, no fui consciente de los cambios de decorado. En uno de
los intermedios le susurré a Roland que su madre me había caído
muy bien.
—¡Y tú le has parecido la chica más encantadora que ha
conocido en su vida! —me respondió, entusiasmado.
—¡Qué alivio! —exclamé—. No te imaginas cómo me habría
sentido si me hubiera despreciado.
—Yo sabía que le caerías de fábula —observó, tranquilizador—.
Sabía exactamente lo que iba a pensar… Porque tiene unos gustos
muy parecidos a los míos…
—¡Chisst! —nos reprendieron nuestros desconsiderados vecinos
cuando se alzó de nuevo el telón.
En Charing Cross, con media hora por delante hasta la salida del
último tren a Purley, nos entretuvimos paseando por el andén. Era
Nochevieja, y hacía un tiempo espléndido, con infinidad de estrellas
y una luna gélida y brillante; la estación estaba abarrotada de
soldados acompañados por los amigos que se habían reunido allí
para recibir el año nuevo. ¿Qué nos depararía el amenazador 1915?
Ni Roland ni yo fuimos capaces de reanudar la encendida
conversación que habíamos iniciado en el teatro. Después de dos
días inolvidables que relegaban toda nuestra experiencia anterior a
un pasado borroso e insignificante, teníamos que despedirnos justo
en el instante en que todo empezaba, sin saber —pues en aquellos
días nadie en cuyo horizonte se perfilara Francia podía saberlo—
cuándo, o incluso si alguna vez, volveríamos a vernos. Subí al
coche a la hora de la salida del tren, pero en realidad aún tardó
otros diez minutos, en los que nos escudriñamos en un silencio
completo y melancólico.
Mi tía, supongo que con el propósito de aliviar la tensión —que,
sin duda, debía de generar incomodidad a quien sostenía la vela—,
nos preguntó en tono bromista: «¿Por qué no decís nada? ¿Es todo
demasiado profundo para expresarlo con palabras?».
Nosotros reímos, muy apurados, y contestamos que
esperábamos que no fuese para tanto, aunque en el fondo
sabíamos que sí. La noche anterior yo había tomado extática
conciencia de que lo amaba, y aquel último día de 1914 me di
cuenta de que él sentía lo mismo; pero el descubrimiento, que había
sido una alegría inefable mientras quedaba velada por delante, se
convirtió en el momento de la despedida en una angustia para la
que no existían palabras.
Recibí el nuevo año sentada en aquel tren, intentando imaginar
el futuro, aciago e incierto, y observando las tenues luces de las vías
férreas que desfilaban a toda velocidad envueltas en la neblina.
Cuando por fin me quedé sola en mi cuarto, las lágrimas que habían
emborronado las luces cayeron descontroladas sobre el cuaderno
negro en el que tanta amargura contenida y tantas aspiraciones
íntimas había volcado. Ahora, en cambio, sus páginas estaban a
punto de recibir un secreto de orden más primitivo: escribí que con
mucho gusto renunciaría a todas las vivencias y esperanzas de mis
años de ambición, no, por primera vez, por asombrar al mundo
entero con una hazaña brillante, sino a cambio de saber mío un hijo
de Roland.
8

Volví a ver a Roland muy poco después.


Pero primero llegó una carta en la que me contaba que él
también había vivido con mucha emoción la llegada de 1915.
«Cuando te fuiste, me acerqué a la fuente de Piccadilly Circus
para recibir allí el nuevo año. Hacía una noche gloriosa, con una
luna llena tan blanca y brillante que parecía el globo azul de una
farola sobre mi cabeza. Experimenté esa sensación de soledad
extrema de la que uno a veces es consciente cuando se encuentra
en medio de la multitud. No reinaba un gran entusiasmo: dos
franceses se auparon en un taxi y cantaron La Marsellesa, y unas
cuantas mujeres y varios soldados se cogieron de las manos detrás
de mí para tararear en voz baja “Auld Lang Syne”. Cuando dieron
las doce, solo hubo un pequeño estremecimiento entre los
presentes, y una felicitación lejana y amortiguada, y todo el mundo
se fundió de nuevo entre el gentío, dejándome allí solo con lágrimas
en los ojos y una sensación de desdicha absoluta».
La misiva terminaba con cinco palabras que, de nuevo, pese a
su amable contención, transformaban las especulaciones en certeza
luminosa y afligida: «Eres un encanto, ¿lo sabías?».
Al día siguiente, en la iglesia, casi me eché a llorar con el himno
de Cowper «Dios se mueve de maneras misteriosas», tan a menudo
entonado durante la guerra por una nación cada vez más
angustiada y desesperada por hallar algo de consuelo y tranquilidad.
Mientras escuchaba con los ojos húmedos sus versos delicados y
melodiosos, me planteé si alguna vez comprendería la ironía del
funcionamiento del mundo lo suficiente como para ser capaz de
aceptar el consuelo que aquellas palabras ofrecían:

Santos llenos de temor, tomad nuevo valor


las nubes que tanto teméis
están preñadas de misericordia, y romperán
en bendiciones sobre vuestras cabezas.

No juzguéis a la ligera al Señor,


confiad en su gracia;
tras una malencarada providencia
nos oculta un semblante sonriente.

La ciega falta de fe se equivoca seguro,


e inútilmente escudriña su obra;
Dios es su propio intérprete,
y un día Él lo dejará patente.

También por primera vez empecé a percatarme de que el amor,


además de sus cumbres y valles, tenía sus inconvenientes. Pensar
en Roland no era precisamente lo que mejor me predisponía a
preparar los exámenes; «Puede que algún día escriba mejores
novelas a partir de experiencias menos apasionadas», observaba
con remordimiento, «pero no creo que la inspiración vaya en la
dirección de la prosa latina».
La perspectiva del Latín no mejoró cuando llegó la siguiente
carta, en la que me proponía con entusiasmo que volviera a Oxford
para empezar el semestre de Pascua vía Londres o Leicester, de
suerte que él pudiera inventar una excusa para conseguir un
permiso de un día en Peterborough y reunirse conmigo. Y yo, en
lugar de volcarme en Plinio y Platón, dediqué buena parte de una
semana a pergeñar la manera de llevar a cabo el plan sin levantar
sospechas en casa.
Las muchachas de hoy en día, que nada más terminar el colegio
son libres de entrar y salir a su antojo, o de vivir como mujeres
independientes en habitaciones o pisos propios, no se hacen una
idea de las dificultades que tenía que superar una jovencita de
provincias para vivir un noviazgo en 1915. No existía intimidad
alguna entre un chico y una chica cuyos mutuos sentimientos
hubieran alcanzado su fase más delicada y desconcertante; todos
los encuentros que llevaban de la mera amistad al compromiso
tenían que celebrarse en público, o no celebrarse en absoluto.
Antes de la guerra, las actividades, los intereses y las emociones
más íntimas de una joven afincada en una localidad pequeña
estaban sometidos a un escrutinio constante, de la mañana a la
noche, y se debatían abiertamente en el círculo familiar. Las cartas
se consideraban y comentaban con una falta de escrúpulos que solo
podía evitarse mintiendo y esperando al cartero con un tesón
insostenible cuando el correo se distribuía cuatro veces al día. La
costumbre de los padres —aceptada por el conjunto de la sociedad
como «correcta» en lo que respectaba a las hijas— de supervisar
los quehaceres de cada día provocaba que los encuentros a solas,
incluso con muchachos de la misma localidad, fuesen casi
imposibles si no se recurría a toda una serie de intrigas y
subterfugios que despojaba al amor de toda dignidad.
Cuando se trataba de varones afincados en otros lugares, las
reuniones sin vigilancia no eran algo factible. Un breve viaje en tren
hacia un destino no especificado, con una finalidad no revelada,
quedaba más allá de toda posibilidad. Antes de Oxford, yo nunca
había pasado un día en Mánchester sin la compañía de mi madre o
de algún vecino de confianza. Para cualquier trayecto más largo,
alguien me acompañaba a la estación, compraba mi billete y me
pedía que enviase un telegrama nada más llegar, a una hora
cuidadosamente estudiada de antemano. Y debo añadir que mis
padres no eran un caso excepcional; tan solo asumían una tradición
universal para la clase media.
A principios de 1915 yo estaba enamorada de la manera más
intensa y ardiente; sin embargo, por aquel entonces Roland y yo
casi no habíamos pasado tiempo a solas, y nunca sin la posibilidad
constante de ser observados o interrumpidos. En Buxton, nuestros
ocasionales paseos siempre se habían producido bien por el centro
del pueblo, a la vista de las entrometidas amistades de mis padres,
bien como mitad de un cuarteto cuyos otros dos miembros no nos
quitaban ojo. En Uppingham, cualquier conversación se exponía al
escrutinio y las ocurrentes apostillas de profesores o parientes. En
Londres solo podíamos vernos bajo la bondadosa pero sonrojante y
atenta mirada de mi tía. De ahí que, a mediados de enero, nuestro
deseo de estar solos hubiera trascendido los límites de lo tolerable.
En mi vida, supervisada hasta en los más mínimos detalles, una
visita clandestina a Londres era algo imposible incluso camino de
Oxford; yo sabía que alguien comprobaría que montaba en el tren
acordado hacía días. Leicester, en cambio, resultaba concebible
como lugar de rendez-vous, pues otras veces ya había pasado por
allí, a pesar de que el camino más fácil desde Buxton era vía
Birmingham. De modo que me inventé que en el tren de Birmingham
irían unas compañeras aborrecibles a las que prefería evitar. Por su
parte, Roland me escribió que si no le daban permiso acudiría
igualmente.
El día señalado, mi madre me notó «un poco alteradilla» e
insistió en acompañarme hasta Miller’s Dale, el empalme donde los
viajeros de Buxton se incorporaban a la línea principal. Yo empecé a
temer que decidiera seguir hasta Oxford, pero al final salí airosa sin
que sospechara nada, asegurándole que tenía intención de coger el
primer tren a Leicester. Me rogó que enviase el telegrama de rigor,
pero yo alegué que en la estación de Oxford había siempre mucho
jaleo para coger un taxi, y que por ello no podría telegrafiarlos hasta
pasada la hora del té.
En Leicester, Roland, que había salido de Peterborough al alba,
me esperaba con otro ramo de rosas color rosa palo. Lo noté
cansado, y me dijo que estaba acatarrado; en realidad, estaba
incubando una gripe y tendría que haber guardado cama, pero esto
no lo descubrí hasta más tarde.
Encontrarnos a solas después de tanta vigilancia resultó
abrumador, y durante un rato la conversación en el vestíbulo del
Grand Hotel se desarrolló a trompicones. Pero las reservas se
disiparon en cuanto me contó, con ostensible orgullo, que había
pedido permiso a su coronel para entrevistarse con el del 5.°
Regimiento de Norfolk, que estaba acantonado a escasa distancia y
a punto de partir al frente, con intención de que lo transfirieran.
—La próxima vez que vea a mi comandante —anunció—, le diré
que el coronel del 5.° no estaba. Y añadiré que dediqué todo el día a
buscarlo; así que después de comer te acompaño a Oxford.
Intenté disimular la alegría alegando que estaba resfriado, pero
de nada sirvió, pues ambos sabíamos que mis objeciones no eran
sinceras. Solo puse la condición de que al llegar nos separásemos
en la estación; debido a las «reglas de carabina», aún más
victorianas que los códigos sociales de Buxton, era una imprudencia
que una estudiante en Oxford fuese vista en compañía de un
muchacho que no fuera su hermano.
Encontramos un compartimento de primera vacío y viajamos
juntos de Leicester a Oxford. Fue un trayecto extraño; aún conservo
el recuerdo de lo insatisfactorio que fue. Hasta ese momento no
había caído en la cuenta de que el hecho de estar a solas acarrearía
tomar conciencia de que estar solos no bastaba. Fue un
descubrimiento intolerable, pues sabía que la muerte podría
pillarnos desprevenidos antes de que consiguiéramos ser algo más.
Yo no estaba emancipada, él solo disponía de su paga, y ambos
éramos desesperadamente jóvenes.
Y así fue como se interpuso entre nosotros una restricción nueva
que otra vez entorpeció nuestra conversación. Intentamos hablar de
los lugares que queríamos conocer cuando fuera posible volver a
viajar; iríamos juntos a Florencia, me dijo, en cuanto terminara la
guerra.
—Pero mientras no llegue a los treinta años no sería conveniente
—objeté, desde una perspectiva de la edad muy distinta a la que
tengo hoy en día.
—Descuida —me respondió, persuasivo—. ¡Ya me encargaré de
que sea «conveniente» antes de que cumplas esa edad!
Y a continuación, no sé cómo, nos confesamos que habíamos
conservado las cartas del otro desde el primer momento. Estábamos
ya a escasos kilómetros de Oxford, y fueron las primeras palabras
auténticas que intercambiábamos. Mientras contemplábamos en
silencio el atardecer carmesí sobre la tierra anegada, el hecho de
saberlo tan cerca de mí se volvió insoportable y, víctima de mi
candidez, tuve miedo. Más tarde intenté explicármelo a mí misma
sirviéndome de una cita: «No hay belleza que no posea un elemento
de extrañeza en sus proporciones».
Cuando divisamos las torres grises, acompañadas por los
gasoductos y el inoportuno cementerio, levanté una mano para
decirle adiós. Roland la apretó contra sus labios con repentina
vehemencia, y no cambiamos de postura hasta que el tren se
detuvo. No fui capaz de pronunciar palabra, pero en la estación me
giré mientras avanzaba con melancolía por el andén; como ironía
final, le había permitido que mandase él el telegrama para
comunicar que había llegado sana y salva. Más tarde me contó que
me había seguido en un cabriolé hasta Somerville y luego había
deambulado alrededor de los muros rojizos hasta el momento de
coger su tren. No se extendió en detalles sobre el estado en que
había hecho el tedioso viaje hasta Peterborough, pero reconoció
que el ajetreo le costó tres días en la cama. «¿Que si sigo pensando
que valió la pena? ¿Y tú me lo preguntas?».

Estar de nuevo en Somerville y oír las cordiales e insólitas


felicitaciones de la directora por mi «brillante rendimiento» y por
haber aprobado Griego en un tiempo récord me llevó a despertar de
sopetón del sueño y darme cuenta de que los exámenes no solo
seguían ahí, sino que todavía había quien los consideraba
importantes. Me apunté a las clases de preparación y estudié la
Ciropedia y la Historia de Roma de Tito Livio con un sentimiento de
indignación: bastantes guerras había ya en el mundo como para
tener que leer otras en latín. Mi vida real discurría en las cartas que
mandaba a Roland, que empecé a escribir al día siguiente, nada
más deshacer el equipaje.
«Una de las mayores alegrías de estar aquí es que el sol se
pone detrás de un árbol muy alto que hay frente a mi ventana. Ahora
mismo lo veo, y me apetece menos que nunca sumergirme en la
inevitable prosa latina y sus traducciones. Tengo la sensación de
que en el difunto ayer dejé la realidad, y de que el mañana nonato
solo traerá consigo preocupaciones de importancia superficial. El
presente es el término medio, donde no se me ocurre nada que
quiera hacer y que no sea imposible. Me pregunto cómo voy a
soportar estas ocho semanas».
Al final resultó ser un semestre más feliz que el anterior. Ya no
estudiaba sola, y las misivas de Roland llegaban con más asiduidad,
con una letra preciosa y en un papel de carta carísimo que dieciocho
años después no se ha abarquillado ni ha amarilleado. No deja de
ser curioso que las cartas sean mucho menos vulnerables que sus
autores… Las de Roland, incluso en aquella fase de nuestra
relación, siempre eran muy detalladas, y el obligado uso de dos
sellos de medio penique en lugar de uno de un penique lo
perturbaba sobremanera.
Un día de principios de primavera, Roland y Edward me
escribieron a la vez para contarme angustiados que Victor, ahora
alférez en un regimiento de Royal Sussex, había contraído
meningitis cerebroespinal, una enfermedad que ambos temían
mortal. Solicitaron sendos permisos y se reunieron en Hove, pero no
les permitieron ver a su amigo. Victor se recuperó, pero con muy
pocas posibilidades de ir al frente. Yo compartí con ellos la
incertidumbre de aquellos días. El amor que se profesaban los tres
amigos era una emoción genuina que la guerra no había hecho sino
intensificar, y una tarde traté de ahogar la ansiedad por el dolor de
todos ellos embarcándome en un largo debate con Norah H., E. F. y
Theresa (nos hacíamos llamar «la juventud de Oxford») acerca de la
poesía del siglo XX y el espíritu de los tiempos.
Nos lo tomamos muy en serio, y nuestras conclusiones, de las
que algo aprendí, acaso resulten de interés, por afán de
comparación, a las sucesoras que debaten sobre temas similares y
quieran felicitarse por lo mucho que se diferencian de «las chicas de
antes de la guerra»:

1. Estos tiempos son sumamente introspectivos, y la


generación más joven empieza a alegar que el interés
supremo en uno mismo no es pecado, ni tímida debilidad, ni
rendición, sino la esencia del progreso.
2. La moda de los tiempos tiende hacia el abandono de la
especialización y la conquista de la versatilidad; un segundo
Renacimiento, en realidad.
3. En estos tiempos impera la duda sobre lo que en
realidad queremos, pero vamos abandonando los puntos de
apoyo y usándonos a nosotros mismos como medio de
desarrollo.
4. La poesía de estos tiempos se encuentra en la prosa, y
en mucho más que no tengo tiempo de relatar porque son
casi las dos de la mañana.

Cuando Victor estuvo fuera de peligro, otra aprensión tomó el


relevo, motivada por los renovados empeños de Roland por
combatir en el frente. Yo no creía que fuera a conseguirlo, habida
cuenta de sus problemas de vista, pero el miedo cerval a que lo
lograse me retorcía las entrañas cada vez que encontraba una carta
suya en mi casillero. Ahora estaba destinado en Lowestoft, aunque
parecía pasar más tiempo escribiéndome desde el club náutico que
visitando a su familia.
«Aquí todo es igual siempre», me contaba el 25 de febrero. «Los
mismos civiles vestidos de caqui haciendo las mismas cosas
aburridas con más complacencia que nunca. Todavía se sorprenden
de que haya alguien lo bastante loco para querer cambiar esta
comodidad por una incomodidad desconocida, por un lugar donde
los hombres son realmente soldados, y no se limitan a jugar a serlo.
Te escribo estas líneas frente a un ventanal abierto que da al mar.
No hay ni una nube en el cielo, y las velas rojizas de los barquitos
de pesca llamean bajo el sol. Es verano; pero no hay guerra; y no
me atrevo a mirar. Lo único que consigo es enojarme conmigo
mismo por estar aquí, y con los demás por avenirse a estar aquí.
Cuando veo volver del frente a hombres heridos que yo desprecié
por afeminados, y casi todos mis conocidos están a punto de ir, o
han estado ya, ¿cómo no voy a pensar en ello con rabia y
vergüenza?».
La cálida belleza de la primavera precoz, que en Francia
aceleraba los preparativos de la batalla de Neuve Chapelle, me
disponía menos que nunca a aceptar la posibilidad de su marcha.
Por lo demás, me notaba vagamente alterada e irritada ante la
tranquilidad con que los mayores de Oxford parecían asumir la
perspectiva de la muerte primaveral de sus muchachos. La ciudad,
como el resto de Inglaterra, estaba forrada de carteles que
animaban al reclutamiento:

RECUERDA BÉLGICA, OFRECE TUS SERVICIOS AHORA, HAY SITIO


PARA TI EN LAS LÍNEAS. SI NO ENTRAS EN EL EJÉRCITO PRUEBA CON EL
RECLUTAMIENTO.

Y tanto profesorado como clero hacían lo indecible para justificar


la guerra y transformarla en la Gran Cruzada de Inglaterra. Un
panfleto escrito por el profesor Gilbert Murray, titulado ¿Cómo puede
ser buena una guerra?, se vendió muy bien y fue acogido con
entusiasmo; sin embargo, el sesgo pacifista que modificaba la
conclusión de que la guerra puede llegar a estar justificada se
hallaba lejos de aparecer en las beligerantes declaraciones de
algunos de sus colegas.
«Ahora que empieza a llegar la primavera», le respondí a
Roland, «me cuesta más pensar todo el tiempo en la guerra; sobre
todo aquí, donde parece reinar un onírico encantamiento que
transmite la sensación de que nada doloroso o terrible puede
acaecer. El invierno aquí acaba muy pronto» (comparado con
Buxton, donde se prolonga hasta mayo), «y en los días tranquilos y
hermosísimos que hemos tenido últimamente me ha resultado
mucho más fácil imaginar que Edward y tú estabais conmigo,
disfrutando de la primavera, que pensar que dentro de poco estarás
en las trincheras enfrentándote a unos hombres que en realidad no
odias. En las iglesias de Oxford, donde tantos feligreses son
soldados, nos repiten una y otra vez que “la llamada de nuestro país
es la llamada de Dios”. ¿De veras lo es? Ojalá no tuviera dudas a
ese respecto. En esta época del año me parece que todo tendría
que ser creativo, no destructivo, y que tendríamos que fomentar la
vida, y no la muerte».
A finales del semestre, justo cuando menos lo esperaba, recibí el
mazazo. Había estado toda la semana enferma con una gripe
espantosa, que los servicios disponibles en el college no estaban en
condiciones de curar precisamente rápido. Por aquel entonces, las
enfermedades de las estudiantes se contemplaban como un
fenómeno asombroso, y la dotación para los tratamientos era muy
básica. (Si una enfermera se incorporó al personal de Somerville
después de la guerra fue en parte gracias a la propuesta que
hicimos Winifred Holtby y yo en una asamblea del college). Salvo en
casos muy graves, los cuidados se limitaban a aislar a la paciente
de sus amigas —que al menos podrían haber contribuido a que se
sintiera más a gusto— y dejarla a cargo del personal de servicio
doméstico.
Tras varios días manteniéndome a base del aguachirle que
constituía la «dieta para enfermas» y aseándome en un cuartito
helado, empecé a notarme muy débil, y mi madre, que estaba con
mi padre en Folkestone visitando a Edward, vino corriendo a Oxford,
asustada. Me alegré mucho de verla, y de que me llevasen a casa,
tres días antes del término oficial del semestre, tras interpretar con
ímprobo esfuerzo a la reina Victoria niña en un montaje teatral de
primero: Nuestros difuntos seres queridos, de Stanley Houghton.
Como me había bajado la fiebre y tan solo necesitaba descanso
y cuidados caseros para compensar las deprimentes secuelas de la
enfermedad, mi madre me dejó en Buxton y volvió a Londres para
reunirse con mi padre. Repantigada en mi cómoda cama tras un
agradable desayuno, con una sensación de placentera indiferencia
hacia las descripciones que aparecían en la prensa sobre la flota
aliada en los Dardanelos y los últimos incidentes del nuevo bloqueo
de submarinos, abrí con pereza una carta de Roland que me habían
reenviado desde Somerville. Diez minutos más tarde me había
vestido y trastabillaba por toda la habitación, mareada pero
frenética, pues Roland me comunicaba que por fin había conseguido
que lo transfirieran al 7.° Regimiento de Worcestershire y en diez
días marcharía al frente. Daba por hecho que yo volvería a Buxton
el día en que acababa el semestre, y me pedía que nos viéramos en
Londres, donde pasaría su último permiso, para despedirnos.
La carta había llegado a mis manos con tres días de retraso, lo
que me sumió en un estado de pánico por temor a que ya se
hubiese marchado. Después de escribir, telefonear y recorrer todo el
pueblo bajo una repentina ola de frío insoportable para enviar varios
telegramas, logré dominar la desesperación gracias a las pocas
líneas que le dirigí esa tarde.
«Me lo esperaba, sí, pero no por ello es menos impactante. Me
cuesta asumir que ha llegado el momento y que no hallaré paz
mientras no acabe la guerra. No puedo seguir fingiendo que me
alegro por ti, ni siquiera por darte el gusto, pero supongo que es mi
deber intentar escribirte con la misma calma que tú demuestras…
Aunque, si fuese mi vida la que estuviera en juego, me enfrentaría al
futuro con más compostura».
Cuando mis padres volvieron al día siguiente, me encontraron
aún febril y emocionada. Como habría resultado «inapropiado» que
viajara sola a Londres, y como en cualquier caso no estaba en
condiciones de hacerlo, accedieron a que Roland, que había
telefoneado para avisar de que podía, viniera a Buxton a pasar la
noche. Mi padre, sin embargo, le preguntó a mi madre con fingida
indignación: «¿Por qué diablos estará armando Vera tanto jaleo por
este muchacho que no tiene ni un cuarto de penique en el
apellido?».

10

Cuando volvimos en taxi desde la estación y nos quedamos a


solas en el salón con vistas al pueblo nevado y a las colinas
melancólicas de más allá, el repentino efecto que me inspiró verlo
desde mi debilidad de convaleciente, después de tanta agitación,
me conmovió tanto que no pude evitar que él se diera cuenta.
Luchando encarnizadamente con las lágrimas, le pregunté:
—Bueno, ¿estás contento por fin?
Él contestó que no lo sabía. No tenía ningún deseo de morir, eso
seguro, y ahora que había conseguido lo que quería, le había
sobrevenido una sensación de desilusión. Ni odiaba a los alemanes,
ni amaba a los belgas; el único motivo para ir al frente era «un
heroísmo en abstracto», lo que no parecía una razón demasiado
lógica para poner en riesgo la propia vida.
Nos quedamos allí un rato, recapitulando con tristeza nuestro
pasado, breve y feliz; el futuro era demasiado incierto para atraer
especulaciones. Le confesé que había empezado a rezar otra vez,
no porque creyera que fuera a servir de algo, sino por no dejar sin
explorar ni una sola posibilidad. La guerra, convinimos, se cebaba
especialmente con nosotros, los jóvenes. Los adultos y los ancianos
habían conocido una etapa de dicha, mientras que sobre nosotros
se había abatido la catástrofe justo a tiempo para privarnos de esa
felicidad juvenil que hasta entonces habíamos considerado un
derecho fundamental.
—A veces —le dije— he deseado no haberte conocido; que no
hubieras llegado para arrebatarme mi indiferencia hacia la guerra y
convertirla en motivo de sufrimiento, como lo es para miles de
personas. Pero si me dieran a elegir, preferiría haberte conocido,
aunque mi futuro quede para siempre oscurecido por la sombra de
la muerte.
—¡Vamos, no digas eso! —exclamó Roland—. No digas que todo
se irá al garete; cuando vuelva, las cosas seguirán como siempre.
—Querrás decir si vuelves —recalqué, decidida a enfrentarme a
la situación de ambos, y cuando él insistió en el «cuando», le
respondí que no podía creer que fuera a marcharse a Francia sin
comprender del todo lo que aquello significaba. Roland contestó,
muy serio, que había reflexionado mucho sobre el asunto y había
llegado a convencerse de que volvería, aunque tal vez no ileso.
—¿Te gustaría menos si me faltara, pongamos, un brazo?
No hace falta que reproduzca aquí mi respuesta. Tan
ostensiblemente asomaron de nuevo las lágrimas a la superficie,
que agarré el abrigo que había dejado por allí tirado y anuncié que
iba a subirlo a la planta de arriba, cosa que hice a toda velocidad
cuando me percaté de que él también estaba al borde del llanto.
Después del té remontamos la colina por el ancho camino que,
atravesando páramos ondulantes y Whaley Bridge, llega hasta
Mánchester, a treinta kilómetros de distancia. Era «el largo camino
blanco» de los poemas de Roland, por el que casi un año antes
habíamos paseado entre «grises colinas y brezo» y el chorlito había
piado en medio de la calidez incipiente de la primavera. Aquella
tarde no hubo chorlitos; había caído una nevada muy intensa y una
ventisca irregular nos salpicaba aguanieve y lluvia en la cara.
El lóbrego escenario parecía el adecuado para una conversación
sobre la muerte y la alternativa entre la devastación y un más allá
desconocido. No fuimos capaces de reconocer que creíamos que
sobreviviríamos, aunque hubiéramos dado cualquier cosa con tal de
creer en otra vida, pero me prometió que si moría en Francia
intentaría volver de entre los muertos para decirme que la sepultura
no significaba el fin de nuestro amor. Cuando bajamos la colina en
dirección a Buxton dejó de nevar y la luz vespertina empezó a brillar
tenue en el cielo, aunque solo sirvió para que se nos mostrara con
más claridad lo gris y triste que se había vuelto el mundo.
El tiempo, tan desesperadamente breve, tan
inconmensurablemente valioso, parecía volar de repente. Aquella
noche me puse para la cena mi vestido más hermoso, de seda
ligera azul marino y raso gris, con un fajín ancho de chiné, y luego,
aunque mi padre retuvo a Roland fumando y charlando en el
comedor, demasiado rato para mi impaciencia, nos dejaron solos en
el salón, a la débil luz de las lámparas.
Todavía nos turbaba y afligía demasiado el amor que nos había
poseído con intensidad juvenil como para hacer planes de futuro —
suponiendo que la guerra nos lo permitiera—; aun así, hablamos por
primera vez de matrimonio.
—Mi madre dice que las personas como yo estamos condenadas
a convertirnos en solteronas intelectuales —le conté.
—No veo por qué —protestó Roland.
—Bueno, seguramente no le falte razón —añadí, casi agresiva,
pues la tristeza me había puesto irascible, como siempre—.
Después de la guerra no quedará nadie con quien casarme.
—¿Ni siquiera yo? —preguntó con mucha dulzura.
—¿Cómo voy a saber si querré casarme contigo cuando llegue
ese momento?
—Sabes que solo serías feliz si te casaras con un tipo raro.
—Vaya, eso reduce bastante el abanico de posibilidades.
—¿Tan amplio necesitas que sea?
El resto de la conversación fue fragmentario. Estuvimos en el
sofá hasta las doce, charlando entre susurros. La quietud, lastrada
de melancolía por la pesada opresión de la nieve nocturna, se cargó
de emociones hasta el punto de que nos dimos miedo, y no nos
atrevimos siquiera a que se tocaran nuestros dedos por miedo a que
el amor entre los dos volviera insoportable lo que ambos teníamos
por una actitud decente.
Por aquel entonces yo era una completa ignorante. Había leído
mucho como para no hacerme una idea vaga y sustancialmente
correcta del significado del matrimonio, pero aún no comprendía la
naturaleza precisa del acto de la unión. Mi ignorancia, sin embargo,
en nada alteraba mi adoración romántica, pues ahora sabía con total
seguridad que, cualesquiera que fueran las facetas que se sumaran
a mi idea de matrimonio, no podía por menos que resultarme
apetecible. Era tan consciente como él de que un más allá en el que
ambos estuviésemos privados de nuestros atributos físicos
significaría muy poco; Roland no sería Roland sin sus anchos
hombros, sus ojos negros de largas pestañas ni, sobre todo, aquella
voz tan atractiva que yo no conseguía recordar cuando estaba
ausente.
«No quiero ningún ángel, solo a ella», había escrito Olive
Schreiner en aquella curiosa novelita que se había convertido en
nuestra biblia: «Ni más sagrada ni mejor, con todos sus pecados, así
que dámela a ella o no me des nada. […] Pues el fiero clamor del
alma por la inmortalidad dice así, y solo así: Regresa a mí después
de la muerte tal y como eras antes. Déjame en el más allá la criatura
que soy hoy. Despójame de las ideas, los sentimientos y los deseos
que conforman mi vida, y no quedará nada. Tu inmortalidad es
aniquilación, tu más allá es una mentira».
Del mismo modo, yo tampoco quería encontrar un ángel después
de la guerra, después de la catástrofe, después de la sepultura;
quería al muchacho arrogante, egoísta y vivaz del que estaba
enamorada.
Al día siguiente lo acompañé, a pesar de que Roland había
expresado su deseo de que no fuera con él.
De buena mañana caminamos hasta la estación, bajo un sol
cegador, pero el andén desde el que partía su tren estaba a oscuras
y helado. Aguardamos en uno de los compartimentos, cogidos de la
mano, hasta que sonó el silbato. Ni nos besamos, ni pronunciamos
palabra. Me bajé agarrada aún a su mano, y no la solté hasta que la
velocidad del tren me obligó. Él se asomó por la ventanilla,
mirándome con ojos tristes y angustiados, y yo seguí con la mirada
cómo el tren abandonaba la estación y tomaba la curva, hasta que
no quedó nada más que la distancia nevada, y el sol que brillaba
con aspereza sobre los raíles refulgentes y vacíos.
Cuando regresé a casa, donde todos tuvieron la delicadeza de
dejarme sola, me di cuenta de que mis manos estaban heladas.
Notando apenas un leve malestar físico, me quedé acurrucada junto
al fuego del salón durante casi una hora, incapaz de creer que
pudiera llegar a sufrir una agonía mental tan aguda y consciente.
Mirase donde mirase parecía hallar motivos para la desesperación,
y ninguna salida. Traté de no pensar, porque mis pensamientos eran
intolerables; sin embargo, los esfuerzos para impedir que mi cerebro
trabajara solo llevaban a más especulaciones aciagas. Intenté leer;
intenté contemplar las colinas blancas y cadavéricas al otro lado del
valle, pero nada funcionaba, así que al final permanecí ovillada junto
al fuego, sumida en un estado de ánimo de vacía desesperanza.
Parecía que hubieran pasado años desde la mañana.
Por fin me quedé dormida unos instantes, y cuando desperté me
sentí mejor; imagino que era demasiado joven para que la
esperanza se desvaneciera mucho tiempo. Quizá, pensé,
Wordsworth, Browning o Shelley me reconfortaran un poco;
mientras duró la guerra, la poesía fue la única forma de literatura
que pude leer para hallar consuelo, y la única que conseguí escribir.
De modo que eché mano del Adonais de Shelley, que no sirvió más
que para renovar mi angustia con estas palabras:

Oh, gentil niño, tan bello como eras,


¿por qué los fatigados senderos de los hombres
tan pronto abandonaste y con tus débiles manos,
por más que el corazón estuviera fuerte,
desafiaste al hambriento dragón
en su propia guarida?[12]

En cualquier caso, la hermosa cadencia de los versos me movió


a la elocuencia; no había nadie con quien me apeteciera hablar,
pero al menos podía desahogarme con mi diario de buena parte del
dolor que tan insondable me parecía.
«Casi no soporto pensar en él», escribí, «y, sin embargo,
tampoco soporto pensar en cualquier otra cosa. Por el momento,
todo —personas, ideas, intereses— ha declinado, se lo ha tragado
el horizonte de mi mente; solo en él puedo pensar, en la persona
que de entre todas las cosas del cielo y de la tierra más duele
pensar».
Sin duda, la guerra empezaba ya a hacer sombra a la
universidad y mis ambiciones. Pero aún no estaba preparada para
asumirlo; deseaba con todas mis fuerzas actuar con heroísmo —o,
al menos, parecerme heroica a mí misma—, y por eso me
empeñaba en racionalizar mi dolor.
«Me he sentido como una persona débil y cobarde», añadí,
intentando darme seguridad, «al achicarme ante la parte que me
toca de esta Aflicción Universal. A fin de cuentas, lo normal es que
yo también sufra, que abandone la indiferencia impersonal que me
desliga de los miles de corazones partidos que pueblan hoy
Inglaterra. Era mi deber enfrentarme a la posibilidad de un futuro
hecho añicos con el mismo valor con que él va a enfrentarse a la
muerte».
Acabé aquella espantosa mañana repasando algunos de los
versos que Roland me había dejado, sobre todo una estrofa en la
que —como en dos o tres poemas suyos— una suerte de instinto
profético lo llevó a una cognición del futuro más verdadera que el
convencimiento sólido y dominante de que sobreviviría:

Adiós, dulce amiga. ¿Qué importa que hayas


hallado la muerte del Amor en el dolor y en el júbilo?
Cogidos de la mano, como siempre,
tú y yo hemos de vivir nuestro apasionado poema de amor
hasta el final
en el sereno mañana del Altísimo.
CAPÍTULO IV
EL CONOCIMIENT O O LA VIDA

Violetas de Plug Street Wood,


amor, te mando de ultramar.
(Es curioso que sean azules,
azules, si roja era la sangre que absorbieron,
pues crecieron en torno a su cabeza;
es curioso que sean azules).

Violetas de Plug Street Wood…


Piensa lo que para mí significaron:
Vida, Esperanza, Amor y Tú
(y no las viste crecer
allá donde yacía su cuerpo mutilado,
ocultando el horror al día;
queridísima, mejor así).

Violetas de ultramar,
a tu tierra lejana, querida y olvidada.
Las mando como recuerdo,
sabiendo que tú lo entenderás.

R. A. L., «VILLANELA»,
PLOEGSTEERTBOS, ABRIL DE 1915
1

Roland marchó al frente el 31 de marzo de 1915. Para quienes


solíamos recordar esas cosas, añadiré que era Miércoles Santo. Je
suis francé; c’est la guerre!, anunció a su madre antes de irse; ella
aceptó la noticia, que no debió de sorprenderla demasiado, con una
tolerancia encomiable.
En el lapso que transcurrió entre nuestra despedida y su travesía
hasta Francia, hubo tiempo para que ambos reforzáramos con
cartas el valor del otro; tiempo, también, para que yo recibiera un
broche grande de amatista acompañado de una tarjeta que decía: IN
MEMORIAM. 18 DE MARZO DE 1915. Sostuve el regalo delante de la
chimenea; el resplandor rojizo que reflejaba su superficie lo hizo
brillar como una gran gota de sangre.
«Lo único que nos queda es esperar, cumplir, y no perder la
esperanza», me había escrito desde Maldon el mismo día en que
nos despedimos. «Pero volveré, cariño. Piensa siempre en el
“cuando”, y no en el “si”. Por el momento todo está incompleto, pero
lo de anoche, por irreal que nos parezca, tendrá su consumación.
Llegará el día en que vivamos hasta el final nuestro rosado poema,
tal y como hemos soñado».
Respondí decidida a adoptar la misma tensión confiada: «Es
muy duro saber que no puedo hacer nada para ayudarte en el
complicado camino de plantar cara a esa Muerte con la que tantas
veces te toparás. Pero, cuando estés combatiendo el miedo a ella —
con valor, como sé que harás—, yo también me enfrentaré al mismo
miedo, y al menos estaré contigo en espíritu. […] Cuando ya te
habías marchado, volví a fantasear con todo lo que podría ocurrir
después de la guerra —cuando regreses—, y a pergeñar proyectos
que me hagan más digna del futuro y llenen mis horas hasta que
pase este doloroso trance. […] No estaría bien que nos dejaran
entrever la Tierra Prometida para que luego nos informasen de que
jamás accederemos a ella. Allí moraremos al fin, y será lo mejor,
pues antes de llegar habremos vagado por el desierto. […] Adiós,
querido mío; y todo el amor que puedas desear».
No obstante, era difícil poner en práctica la confianza, pues tan
pronto como Roland se fue empezaron a llegar víctimas desde
Neuve Chapelle. Como de costumbre, la prensa no había reflejado
las dimensiones reales de aquella tragedia, y el mundo solo
empezaba a comprender lo ocurrido en aquel combate a través de
las largas listas de víctimas y del rumor persistente y desmoralizador
de que, por culpa de un error de cálculo, miles de nuestros hombres
habían muerto a manos del propio Ejército británico. El 6.° Batallón
de los Sherwood Foresters, en el que había muchos chicos de
Buxton, había partido rumbo a Francia tres semanas antes; se dijo
por error que habían participado en la batalla, y circulaban toda
clase de rumores sobre muertos y heridos. No era, por lo tanto, un
momento muy alentador para despedirse de un enamorado, y, como
solía ocurrir en periodos de absorbente tensión, en mi diario se coló
una cita de Longfellow:

El aire porta despedidas a los moribundos,


y duelos por los muertos;
el corazón de Raquel llora por sus hijos
y no hallará consuelo.

Resultó extremadamente complicado cumplir con la


determinación de trabajar duro y planear cada día para que no
hubiera ni un momento libre, pues no era capaz de abrir un libro sin
descubrir algún tema que hubiera debatido con Roland o sin leer
palabras que me trajeran al recuerdo sus característicos giros; ni
siquiera podía refugiarme en la soledad de mis paseos por los
alrededores del pueblo sin pasar por algún camino que ya hubiera
transitado con él, o sin pensar que tal vez algún día volveríamos a
caminar por allí. El latín y el griego se volvieron aún más fastidiosos
que antes, y empecé a plantearme que tal vez una tarea más
vigorosa y práctica se ajustaría mejor al caos de un mundo en
guerra. Con escaso entusiasmo, intenté —como hacían la mayoría
de los intelectuales de Oxford, aunque yo no lo supiera— encontrar
un motivo convincente para no abandonar los estudios, cuando la
otra opción se antojaba mucho más apropiada.
«Supongo que Roland está en lo cierto», argumentaba para mis
adentros, «y lo único que podemos hacer, lo más difícil también, es
cumplir con el deber y esperar, y sin duda no perder la esperanza;
es eso o morir».
No me daba cuenta de lo afortunados que éramos quienes
conservábamos todavía la esperanza; no podía saber lo cerca que
estábamos de perderla por completo sin ser capaces de morir. Las
cartas de Roland —las cartas sensibles del joven soldado recién
bautizado, que muy pronto se endurecerían con el hierro protector
de la indiferencia sin escrúpulos hacia el horror y el dolor— no
fomentaban la concentración, pues me llevaban a un análisis febril
de cuestiones fundamentales para las que no había respuesta en
perspectiva.
«Me parece de una incoherencia deliciosa», me escribió desde
Armentières, «que haya tiendas bonitas, edificios elegantes y camas
confortables a menos de media hora a pie de las trincheras. […]
Anoche, cuando regresaba, una bala zumbó muy cerca de mi
cabeza. No caigo en la cuenta aún de que cada pequeño objeto que
sisea y vuela a escasa distancia de mí ostenta el poder, latente, de
matar a otro. Quizá no tarde en ver morir a alguien cercano, y
entonces lo entenderé y pasaré miedo. Todavía no he tenido miedo.
[…] Hay tres tumbas alemanas un poco más allá de la trinchera. Sin
nombres, tan solo una tabla con un TUMBA ALEMANA, R. I. P.
garabateado. Y, sin embargo, alguien amó al hombre que yace ahí
abajo».
Rota por el conflicto interior y siempre exaltada en extremo por la
constante lectura y redacción de cartas, pasé el resto de las
vacaciones montando en bicicleta por las colinas y los valles,
inventando febrilmente analogías y diferencias entre la vida y la
muerte, el alma y el intelecto, el espíritu y la inmortalidad. Los
topónimos de Derbyshire —Ashwood Dale, Topley Pike, Chee Tor,
Miller’s Dale, King Sterndale— siempre me traen a la memoria esa
lucha sin tregua por descifrar una filosofía de la vida.
«El dolor, y ese júbilo supremo que no es mera felicidad, y tú;
ahora mismo, todo me parece la misma cosa», le expliqué,
titubeante, a Roland. «¿De veras esto es para nada, por un
concepto vacío, un ideal? La última vez que te vi fui yo quien planteó
esa pregunta, y tú lo negaste. ¿Y si yo llevaba razón y todo esto no
vale ni una sola de las vidas que se han sacrificado en su nombre?
¿O hace falta esta catástrofe gigantesca para que despierte lo que
estaba muerto en nuestro interior? […] Cuéntame qué opinas tú, a la
luz de lo que ya has visto. […] Claro, claro que se trata de un ideal
noble, luchar para que la libertad de tu patria no caiga en manos de
tan terrible y despiadado enemigo. Es espantoso pensar que el
propio progreso de la civilización sea el causante de esta guerra.
[…] La sola idea de que hemos llegado a un punto en que sabemos
fabricar máquinas, aeroplanos, teléfonos y proyectiles de cuarenta y
tres centímetros, y sin embargo no hemos superado la atrocidad de
matarnos unos a otros. […] Creo que, al menos para mí, han
terminado los tiempos de amparo, bienestar e imperturbable paz
mental. No creo que vuelvan jamás».
Y no me equivocaba, porque aquellos tiempos no volvieron; y el
profundo trauma de su desaparición me dejó tan indefensa y
desconcertada como una niña pequeña abandonada en las orillas
extrañas de un mar ilimitado. Los meses de marzo y abril de 1915
figuran en mi diario plagados de tentativas imposibles e intensas de
resolver unos problemas descomunales, todas ellas proclives a
concluir —si es que llegaban a alguna conclusión, lo que raras
veces ocurría— en una suerte de panteísmo vago. El estudio a
rachas de Platón, de quien estaba leyendo Apología de Sócrates y
Menón para los exámenes, no hacía nada por disuadirme de mi
histérica búsqueda de definiciones escurridizas. Sobre mí misma
escribía, desganada, que trataba «de determinar qué es esto para lo
que el intelecto es un mero instrumento, de dar un nombre a ese
elemento impreciso pero seguro, y reflexiono sobre si es o no
inmortal», y también sobre el hecho de que «a menudo me quedo
inmóvil y no veo nada bajo la opresión de mis pensamientos en
pugna».
A veces, por cambiar de aires, un episodio de filosofía inspirada
en Olive Schreiner se mezclaba incoherentemente con el relato de
unos enojos domésticos del todo banales. Una entrada típica de ese
tipo: «Saber que el alma del hombre —el Dios que hay en él— es
fuente de fortaleza, que al cultivarla provoca sufrimientos, y que sin
embargo prospera a través de ese sufrimiento… arroja al menos
algo de luz. Padre ha guardado cama todo el día por culpa de una
inflamación ocular. Madre ha ido a Mánchester, así que he tenido
que cuidarlo yo. Entre eso y mis reflexiones, no he estudiado
mucho».
Más o menos por aquel entonces, un grupo de vecinas de
Buxton muy pero que muy patrióticas, empeñadas en crear un
cuerpo de voluntarias, encarnó otra fuente de turbación e
interrupciones. Desfilaban orgullosas y uniformadas por el pueblo, a
pesar de que ninguna de ellas conocía el objetivo concreto de tanta
actividad. Sin embargo, no se cansaban de repetir que debía unirme
a tal o cual causa, partiendo de la idea obvia de que los estudios
universitarios eran una ocupación agradable y superflua que no
llevaba a ninguna parte. Yo, exasperada, las evitaba a toda costa, y
solo cuando dos amigas ajenas al cuerpo de voluntarias se
marcharon de Buxton para trabajar en un hospital con la Cruz Roja
francesa me planteé la idea de compaginar mis estudios con labores
de enfermería.
«Recuerdo que un día, al comienzo de la guerra», escribí con
entusiasmo a Roland, «me describiste la universidad como “una vida
de reclusión y vegetación académica”. Es exactamente así. Para mí
al menos se trata de un trabajo demasiado blando. […] Yo busco
resistencia física; aceptaría de buen grado las faenas corporales
más agotadoras».
En aquella fase de la guerra, la opinión pública relacionaba tan
estrechamente cualquier actividad vinculada al conflicto con el
impulso patriótico que había arrojado a los hombres al Ejército que
en mis especulaciones y análisis nunca se me pasó por la cabeza
plantearme si «alistarme» no encarnaría para mí un mero antídoto
emocional, sin que mediara un sacrificio verdadero. Por entonces,
mi fijación por hallar la manera de seguir el persistente golpeteo de
los tambores suponía un alivio transitorio pero muy necesario de las
dudas filosóficas.
El Domingo de Resurrección vi en la iglesia a la enfermera jefe
del Hospital de Devonshire, una institución local dedicada al
tratamiento de trastornos reumáticos que acogía ahora a muchos
soldados. La abordé sin pensarlo y le pregunté si había alguna tarea
que pudiera asumir en el tiempo que no estuviera estudiando. Ella
me miró con escepticismo y contestó con sequedad que si sabía
zurcir había siempre muchos calcetines que remendar. Como resultó
que esa era la única labor de costura que dominaba, acepté
agradecida aquella alternativa prosaica a mis heroicas visiones; y
cuando unos días más tarde me encontré rodeada de lana de
colores en la sala de vacunas del hospital y me enfrenté a unos
tomates colosales, tuve la sensación de que daba un pequeño paso
que me acercaba a Roland y a la guerra.

El 17 de abril de 1915, mientras los británicos recuperaban con


espeluznantes resultados la Colina 60, aparece en mi diario la
primera alusión a los ataques con dirigibles. New-castle-upon-Tyne,
Maldon y Shorncliffe fueron bombardeados, y Edward, cuyo batallón
se hallaba aún en Folkestone, escribió contando que los ataques
habían interrumpido la rutina y provocado un refrescante estallido de
actividad. Otro ataque aéreo, esta vez en Lowestoft, me valió unas
cuantas horas de angustia, pero sin necesidad, pues la madre de
Roland, que era valiente por naturaleza, consideraba aquel
contratiempo como mero «material» del que sacar provecho.
Dos días más tarde, las reflexiones sobre los ataques aéreos
dieron paso a una disertación acerca del polémico tema de los
«niños de la guerra» y su enfoque en diversos periódicos. Mis
propios comentarios sobre el absorbente asunto combinaban un
número limitado de opiniones independientes con retazos
heredados de una moralidad ancestral: «Una parte de quienes
escriben cartas son amoralmente morales y aspiran a deshonrar a
toda costa a esas pobres chicas y atribuir al crimen unas
dimensiones desproporcionadas. […] Por otro lado, la facción
histérica disculpa por completo la injuria, achacándola a unas
condiciones anómalas (pese a que la auténtica moralidad ha de
estar por encima de cualquier circunstancia), se insiste en hablar de
“los hijos de los héroes de Mons y del Marne” (cuando no lo son) y
hasta se sugieren unas reparaciones tan extremadamente
favorables para los violadores que incluso animan a otros a repetir la
“barrabasada”, y de ese modo minar nuestra estructura social y
moral».
Califiqué de «muy prudente» cierto editorial del Times en el que
se trataban «las dos caras de la cuestión». Según registré, en él se
hacía hincapié en que nos encontramos «una situación que exige
sensatez y comprensión. […] Si bien no debemos perdonar la
ofensa, tampoco podemos empeorar su resultado mediante un
enfoque severo y estrecho de miras. […] Debemos condenar el
pecado y a los pecadores, y al mismo tiempo reconocer que se
puede transformar el resultado en los ciudadanos útiles del
mañana».
Me pregunto cómo reaccionaría hoy el artífice del «prudente»
editorial —si es que sigue vivo— a los «niños de la paz» de origen
igual de heterodoxo.
Aquella mañana, dejé de lado el tranquilizador análisis del Times
para participar en uno de los primeros «Días Nacionales de la
Bandera» que se organizaron durante la guerra. Mientras recorría
una y otra vez las calles de Buxton con mi cesta de prímulas, de un
blanco cegador cada vez que incidía en ellas la luz del mediodía,
mis pensamientos oscilaban entre la vertiginosa convicción de que
Roland volvería y la certeza de que no regresaría jamás. Disponía
de muy poca paciencia para las amigas de mi madre, que me
dirigían comentarios condescendientes al comprarme las flores y me
felicitaban por haber dejado de lado los «estudios» para «poner mi
granito de arena en esta espantosa guerra». Aceptaba sus peniques
con escasa ceremonia, e iba introduciéndolos uno por uno con
estrépito en la lata.
«La gente de más edad que ve esta guerra como algo terrible no
tiene ni idea de lo que significa para los jóvenes», monologaba yo,
irritada. «Cada vez que pienso que en cualquier momento, en un
instante, una bala perdida puede poner fin a esa vida brillante, hacer
añicos su juventud y sus poderosas promesas, se debilita mi fe en el
“objetivo creciente” de los tiempos».
La batalla en torno a la Colina 60 iba desarrollándose
paulatinamente, asistida por el horror aún desconocido de los
ataques con gas, hasta derivar en la segunda batalla de Ypres, lo
que no ayudó a que recuperase la fe en las bondadosas intenciones
de la Providencia. En aquellas vacaciones de Pascua dio comienzo
una agotadora ansiedad por recibir cartas que, en mi caso, se
prolongaría más de tres años, interrumpidos solo por breves
intervalos. Incluso cuando llegaban, las cartas tenían cuatro días de
antigüedad, un tiempo en el que el remitente podría haber muerto
infinitas veces. Mi diario, con su detallado registro de días y días de
lastimosas especulaciones, desprende todavía la melancolía de esa
incertidumbre enervante.
«La mañana», observo en sus páginas, «se arrastra hasta la
tarde, y la tarde se hace noche, mientras yo paso de una actividad a
otra, aparentemente despreocupada, pero con esta ansiedad
constante bajo la superficie, en todo momento».
Los sonidos ordinarios del hogar se volvieron un tormento. El
reloj marcaba cada hora de pavor y la inmovilidad de la tensión con
el efecto devastador del trueno. Cada timbrazo en la puerta sugería
un telegrama, cada llamada telefónica, un mensaje de larga
distancia con malas noticias. Las consecuencias de tan prolongada
aprensión todavía no han desaparecido para algunos de nosotros;
aún hoy soy incapaz de trabajar en calma en una sala desde la que
pueda oírse el timbre de la puerta.
«Ahora mismo no me atrevo a pensar demasiado en él», escribí
una noche especialmente infame tras varios días sin recibir carta; «a
duras penas soporto mirar la fotografía tomada en Uppingham. […]
He estado intentando imaginar cómo me sentiría si me dijeran que
ha muerto. Sería imposible de asumir; sin él, la vida me resultaría
tan vacía y carente de sentido que no consigo concebirlo. […] Solo
sé que semejante angustia jamás podría alcanzarse en una vida
consagrada al ámbito académico, […] nunca entre esas
universitarias indiferentes y ciegas para quienes no existen la
guerra, el amor ni el dolor. Con el tiempo recuperaré la capacidad de
soportar estas cosas, pero solo después de un cambio drástico».
A la ansiedad constante por la vida de Roland se sumaba un
temor nuevo conforme el fin del conflicto se perdía en el horizonte
de un futuro incalculable: el de que la guerra se interpusiera entre
nosotros, como pasaba cada vez que, con el tiempo, la contienda
establecía una barrera de experiencia indescriptible entre los
hombres y las mujeres a las que amaban, enraizando el horror cada
vez más hondo, fundiendo el miedo a la muerte espiritual con la
aprensión a una fatalidad de orden físico. Contemplé muy pronto la
posibilidad de un obstáculo permanente al mutuo entendimiento. «A
veces», escribí, «he temido que, aunque sobreviva, las experiencias
hagan que sus ideas y gustos cambien por completo».
Presa de la desesperación, empecé a examinar minuciosamente
las cartas, cada descripción, cada tierno giro en una expresión, en
busca de cualquier pista que me indicara que no solo el cuerpo se
encontraba en proceso de supervivencia, sino también aquel espíritu
que yo tanto deseaba. Para empezar, las palabras cariñosas
abundaban, cegando mis ojos de lágrimas amargas tras leer, con
decidida compostura, sus descripciones entre alegres y
melancólicas de los peligros o el cansancio.
«Acabo de cogerte estas violetas», me dijo un día de abril desde
«Plug Street Wood», adjuntando cuatro florecillas azules arrancadas
del tejado de su refugio subterráneo. Todavía las conservo; el color
azul se ha vuelto pardo, y las flores están secas, pero su forma
permanece intacta. Junto con las violetas se había propuesto
mandarme una villanela que había compuesto, pero, insatisfecho
con su trabajo, como de costumbre, se guardó el poema para
revisarlo, y no me lo entregó hasta varias semanas después.
Las cartas que me escribía eran alegres y muy pintorescas
cuando solo versaban sobre aquel «bosque espeso de árboles altos
y flacos». Me contó que el bosque de Ploegsteert era propiedad de
un cervecero de Armentièr es; había sido su coto de caza de
faisanes. A veces me pregunto si los faisanes habrán regresado, y si
ese hombre tendrá el valor de dispararles en un lugar donde se han
destruido mucho más que aves. Mientras Roland estuvo allí, había
una tumba entre los árboles con una cruz de madera fabricada con
esmero en la que podía leerse: AQUÍ YACEN DOS GALLARDOS OFICIALES
ALEMANES. Los hombres que clavaron la cruz se felicitaron por su
británica magnanimidad, pero cuando más tarde obligaron al
enemigo a salir de las trincheras que había frente al bosque,
descubrieron otra tumba igual de bien cuidada con la inscripción:
AQUÍ YACEN CINCO VALIENTES OFICIALES INGLESES.
¡Con qué sinceridad deseé, cuando acudí, triste y crítica, a la
última fiesta del personal del hospital a la que pude asistir antes de
volver a Somerville, que una pizca de esa generosa dignidad se
reflejara en nuestro país!
«La señora W. y la señorita A. se juntaron», relaté llena de
intolerancia, «hablaron de varias conocidas que se han metido a
enfermeras, luego debatieron largo y tendido sobre las cocineras, y
después se enfrascaron en una dilatada conversación acerca de
combinaciones y pijamas. Al final llegó sor J. y nos contó que en un
hospital del sur de Inglaterra había visto a heridos muy graves
procedentes de Neuve Chapelle. A continuación, las dos señoras se
enzarzaron en lo que parecía una competición para ver quién
contaba la historia más espeluznante sobre los horrores de la
guerra. No creo que conozcan ni amen a nadie que esté en las
trincheras. Me dejaron totalmente helada».
Por aquel entonces, como es natural, yo lo ignoraba todo de la
psicología, esa ciencia bienhechora que ha vuelto tanto a hombres
como a mujeres mucho más compasivos que antes. Aún era muy
joven para darme cuenta de las emociones indirectas que la guerra
producía en tantas mujeres frustradas de provincias, a las que se les
negó cualquier oportunidad; o para comprender que la
contemplación deliberada del horror y la agonía podía compensar,
por extraño que parezca, a una naturaleza desbaratada por la
aflicción —muy real— de no tener en el frente a nadie por quien
afligirse.
Saliendo del hospital hablamos con un soldado raso herido, un
hombre mayor y bajito que había estado en Neuve Chapelle, según
nos contó sor J. No parecía, señalé, observándolo con arrobo —
pues por aquel entonces había visto a muy pocos hombres que
hubieran regresado del frente— «padecer dolores o estar
perturbado, pero sí muy triste, mucho». ¿Estaría Roland así de triste
cuando volviera a verlo, si es que volvía a verlo algún día?

Al día siguiente de la muerte de Rupert Brooke en el Egeo, y


horas antes del desembarco de los aliados en el Cabo Helles, el 25
de abril de 1915, inicié el último semestre de mi primer año en un
Oxford que ahora parecía infinitamente alejado de todo lo
importante. Durante las vacaciones, el edificio de Somerville,
adyacente al del hospital Radcliffe, había sido requisado por el
Ministerio de la Guerra para ser transformado en hospital militar. En
vista de que a esas alturas Oxford estaba casi vacío de
universitarios, salvo por el cuerpo de cadetes y unos cuantos
declarados inútiles con carácter permanente, se le ofreció a
Somerville el St. Mary Hall, uno de los cuatro edificios del college
Oriel, mientras durase la guerra, y las estudiantes fueron distribuidas
entre aquella construcción y varias residencias que antes
hospedaban a chicos.
Sin embargo, mis pensamientos estaban mucho menos
orientados hacia estos cambios que a la segunda batalla de Ypres y
sus posibles consecuencias. «Habría dado cualquier cosa con tal de
no tener que volver», confesé en mi diario. «Si no hubiera sido por
los exámenes, podría haberme metido a enfermera sin
pensármelo». Porque ser enfermera era ahora mi propósito. No se
trataba quizá de una decisión obvia para una alumna de Somerville,
pero en aquel momento no estaba por la labor de cubrir ninguno de
los aburridos puestos burocráticos que representaban las únicas
tareas «intelectuales» relacionadas con la guerra que podía
desempeñar una joven sin titulación. Ni en sueños me planteaba
llevar a cabo los dos años que me quedaban para poder participar
en la guerra. Incluso si no hubiera creído —como todos salvo lord
Kitchener creían por entonces— que el conflicto duraría menos de
un año más, habría estado ansiosa por alejarme lo máximo posible
del intelecto y sus tormentos; anhelaba con todas mis fuerzas
desarrollar un trabajo físico que me incomodara y agotara lo
suficiente para acallar mis especulaciones mentales.
Dejé a mi madre la tarea de ultimar los preparativos con el
Hospital de Devonshire, donde yo había decidido iniciar mi actividad
como enfermera. Esperaba formarme allí durante unas cuantas
semanas y si me daban permiso para ausentarme un año de
Somerville, poder entrar en un hospital de Londres con el fin de
estar más cerca cuando Roland volviera a casa, herido o de
permiso. Mi madre colaboró de buen grado en mis planes, por
amabilidad y porque se compadecía de mí. Quizá le pareciera que el
amor, hasta el amor hacia un pretendiente cuyo capital se limitaba a
su inteligencia, era una emoción más comprensible que la cruda y
desconcertante ambición; dado que ella procedía de una familia muy
trabajadora, no contaba con la desconfianza de mi padre hacia las
clases profesionales, exentas de dotes. Sin embargo, gracias al
noble Edward, con quien Roland había convivido en Folkestone,
incluso los prejuicios innatos de mi padre hacia «los bohemios»
cambiaban poco a poco, pues mi hermano le había comentado, con
suma delicadeza y haciendo gala de sus mejores modales, que
Roland era «un muchacho de lo más honesto», y que no se le
ocurría «un marido mejor para Vera».
Sumida en mis propias preocupaciones, el revuelo que el
traslado provocó entre mis compañeras me pareció en un primer
momento tan remoto como el clamor mudo de un sueño. En una
residencia antigua, toda de madera, conocida como Micklem Hall,
en Brewer Street, un poco más allá de St. Aldate, me vi separada de
casi todas mis amigas. Theresa, E. F. y Norah H. estaban en Oriel;
solo Marjorie aliviaba en Micklem la vocinglera mediocridad de un
tipo de estudiantes que nos habíamos acostumbrado a denominar,
con mucha altivez, «las piedras de moler». Durante las comidas, la
cercanía del profesor de Lengua, que era responsable del grupo de
Micklem, abrumaba a las piedras de moler y las relegaba a un
silencio palpitante.
«Es como si estuvieran eufóricas de continuo», nos quejábamos
Marjorie y yo mientras tomábamos chocolate caliente en mi
habitación después de haber tenido que darles coba a lo largo de
varias comidas seguidas. En comparación con el estudio pequeño y
luminoso con vistas al atardecer del edificio Maitland, mi habitación
nueva no entraba por los ojos; era vieja y deslucida, con vigas de
roble, el suelo torcido, e incontables rincones oscuros y grietas
parcialmente ocultas por cortinas ajadas que sugerían arañas,
cucarachas y abominaciones similares. El jardín, en cambio, con sus
árboles rotundos y lánguidos, prometía al menos un refugio, y me
alegraba de no tener que aguantar el parloteo y la ubicua feminidad
que ya se había apoderado de St. Mary Hall.
No tendría que soportarlo mucho tiempo, reflexionaba una
semana después mientras escuchaba en la catedral,
indescriptiblemente animada por mi nueva determinación de
desempeñar un papel activo en la gloriosa lucha de los aliados
contra el militarismo, a un numeroso contingente de la infantería
ligera de Oxfordshire y Buckinghamshire cantando, con sus voces
jóvenes y vigorosas «The Son of God Goes Forth to War». En el
bolsillo del abrigo guardaba una carta de Roland que había llegado
esa misma mañana, otra de las tiernas misivas escritas en el
bosque de Ploegsteert.
«Anoche me vino a la cabeza un poemita de W E. Henley
mientras atravesaba los campos bajo la luz de las estrellas. ¿Lo
conoces?»

Un guiño de Héspero cruza


veloz el cielo invernal
atraviesa el azul uniforme,
amor, como una palabra tuya […]
¡Es un adiós!

Salvando las millas que nos separan


te envío suspiro a suspiro.
Buenas noches, dulce amiga, buenas noches;
«mientras la vida y lo demás no levanten el vuelo,
nunca será un adiós».

Y, tras un interludio puramente personal, continuaba: «Oigo los


ondulantes bombardeos de artillería en Ypres, no con tranquilidad,
pero sí con cierta gratitud trémula por el hecho de que no estén más
cerca. Alguien está viviendo un infierno, pero no soy yo… aún no.
[…] Hoy ha hecho una mañana gloriosa, y desde nuestra posición
en la colina se veía campo en kilómetros a la redonda. Parecía el
paisaje bien definido de un libro de colorear. La base era verde
oscura, con algún que otro parche color fuego en el valle
correspondiente a los tejados rojos de las casas de labranza que se
han salvado de las armas. Justo bajo la línea del horizonte, y
también bajo nuestros pies, un campo radiante color amarillo
mostaza».
Adjuntaba un «recuerdo» que yo examiné con sincero interés
tras atravesar St. Aldate para volver a mi habitación. Consistía en
varias páginas arrancadas de un cuaderno infantil de actividades
que había encontrado en una casa en ruinas, y que al parecer
contenían traducciones más o menos afortunadas del flamenco al
francés. El primer ejercicio que me llamó la atención, con una letra
pueril y muchos borrones y errores, decía así: Avelghem, le 27/4/12.
Description. Les Vacances. Les vacances précédentes, que
j’allongeais depuis longtemps étaient enfin dej enfin arrivées.
Parecía un comentario bastante elocuente acerca de la situación.
¿Dónde pasaría ahora sus vacances prolongadas aquel niño? En mi
respuesta, le hablé a Roland de mi intención de ser enfermera, y le
conté lo mucho que me había conmovido la misa en la catedral.
«En momentos así es cuando venero Oxford. Se puede una
olvidar de esos catedráticos y supervisores viejos y polvorientos que
exigen a las mujeres lo mismo que a los hombres y no obstante nos
tratan a veces como si fuésemos extranjeras en una tierra extraña.
¡Si supieras cómo han criticado a Oriel por habernos alojado! En
momentos así me doy cuenta del valor de los hombres que poseen
la suficiente imaginación y amplitud de miras para ser feministas. ¡El
día en que seamos independientes, no tendremos ninguna
clemencia con docentes y supervisores!».
Aquella tarde, en su «sermón» dominical, la directora pronunció
un discurso impactante acerca de la conducta que se nos exigía
como moradoras temporales de St. Mary Hall. Tenemos que
procurar, nos dijo, «evitar llamar la atención y ejercitar el
autocontrol». Llamar la atención, sin embargo, no era nada fácil de
evitar, pues la prensa veía en nuestra posición anómala un tema
muy rentable y risible. El London Opinion, agradecido de haber
encontrado un contrapunto cómico entre la pesadumbre creciente
que generaban los comunicados desde Flandes, publicó este
animado poemilla:

Cien soldados heridos llenan


(en días así te lo podías temer)
las bellas salas de Somerville
¡porque lo dice Kitchener!

Pero, expulsadas de su querida morada,


las damas cultas encuentran un rincón
donde antaño se cobijara Cecil Rhodes,
y Clough, y Matthew Arnold, y P. F. Warner.

Los jardines decorados por Newman, Froude,


Keble y otros profesores severos
los pisotea ahora una multitud
¡de herederas ardientes!

La sala común, que antaño albergara


batallas de lógicos contra lógicos,
ha pasado a ser ya
el hogar de meras intuiciones.

Ah, Oriel, consagrado


durante siglos a monjes togados,
¡pensar que ahora exhibes
hordas de enaguas y tocados!

Y cuando regresen tus gallardos hijos,


de los que una guerra cruel te privó,
¿no rechazará tu brillante alumnado
la insinuación de que es la hora del adiós?

Con el semestre apenas iniciado, los pocos alumnos que


quedaban en la sección aún masculina de Oriel concluyeron, no sin
razón, que sería «la monda» echar abajo el muro que los separaba
de las celosamente custodiadas jovencitas de St. Mary Hall. Los
profesores de Somerville se rindieron a una gran agitación la
mañana en que llegaron para desayunar y se encontraron con que
había aparecido un boquete inmenso en la mampostería, sobre el
que alguien había colgado un letrero descacharrante: ¿¿QUIÉN A ECHO
ESTE ABUJERO?? ¡¡LOS RATONES!!
A lo largo de todo el día, y hasta la noche, el cuerpo docente al
completo, empezando por la directora, montó guardia por turnos
junto al boquete por temor a que algún alma descarriada se colara
por él y cayera en las garras de los intrépidos varones que había al
otro lado. Mucho después del final de la guerra, descubrí que los
alumnos de New College todavía contaban una leyenda procaz
inventada a partir de este incidente, según la cual las profesoras de
Somerville habían compartido la vigilancia nocturna con el decano
de Oriel.

Recuerdo aquel semestre como un viajero rememoraría un rato


de paz en un jardín soleado antes de embarcarse en un viaje duro y
peligroso. A pesar del temor que ensombrecía sus tardes apacibles
y doradas, los recuerdos que sobreviven son fragantes y serenos.
Como las demás ya se habían presentado a los exámenes en el
semestre anterior, me vi relegada a unas clases particulares con la
profesora de Clásicas, que me guio con suma paciencia en la
lectura de Plinio, Platón y Homero. Siempre asociaré el juicio y la
muerte de Sócrates, y los preciosos versos de la Riada en los que
se describe a Andrómaca «sonriendo entre lágrimas» y ofreciéndole
el niño Astianax a Héctor a los pies de Troya, con aquellos primeros
meses de la guerra, tan emotivos. Creo que mi tutora se dio cuenta
de que yo estaba enamorada, pues respondía con amabilidad a mi
evidente desesperación con cada nueva catástrofe, o quizá porque
ella misma empezaba a desear volcarse en actividades menos
ajenas a la guerra que la instrucción de unas muchachitas
inmaduras. Aproximadamente un año más tarde huyó de Oxford y
se marchó a Serbia y Salónica.
Todavía recuerdo la hora silenciosa que pasamos en su aula con
artesonados de Oriel la cálida tarde de mayo en que nos enteramos
del hundimiento del Lusitania, hecho que puso el broche a una
jornada de desastres que incluyó la recuperación de la Colina 60 por
parte de los alemanes y una melancólica carta de Roland en la que
me contaba que había estado expuesto al fuego de artillería, «una
experiencia desquiciante»; «el horror se acumula sobre el horror,
hasta que uno tiene la sensación de que el mundo ya no puede
durar mucho más», leí con angustia. Cuando llegó la profesora, yo
estaba al borde del llanto, aunque no conocía a nadie que estuviera
en el Lusitania ni habría reconocido entre los supervivientes los
nombres del futuro ministro de Control de Alimentos y su hija, lady
Mackworth, más tarde vizcondesa Rhondda, en cuyo semanario de
corte feminista, Tinte and Tide, yo colaboraría muchos años
después. La única escapatoria a la tempestad de preocupaciones se
hallaba en los pequeños acontecimientos del día a día: las
celebraciones del Primero de Mayo en Oxford, el equipo de tenis de
Somerville, los sobres verdes con las cartas sin censura de Roland,
las misas en la catedral o en la capilla de New College y las clases
de cocina, a las que también se apuntó la profesora de Clásicas,
que trabajaba con auténtico entusiasmo ataviada con un amplio
mono y comentaba con aspereza la desconcertante cantidad de
facetas que poseía la patata.
El Primero de Mayo fui al alba al puente de Magdalen con el trío
de siempre para oír cómo el coro de Magdalen cantaba el tradicional
«Te Deum Patrem colimus» desde lo alto de la torre. Al escuchar el
himno se me hizo un nudo en la garganta; solo podía pensar en que
Roland y Edward tendrían que haber estado allí conmigo. Cuando
terminó la actuación, nos marchamos con las bicicletas y
desayunamos en un bosquecillo que había pasado Marston, en el
borde de un prado dorado de prímulas. Una hierba verde y tupida
tapizaba el suelo del soto igual que una moqueta salpicada de
alegres campanillas a medio florecer y primaveras amarillas
enraizadas en el suelo rojizo y arenoso. Sobre nuestras cabezas, los
grajos graznaban suavemente, y a través de la delicada celosía de
ramas vislumbrábamos fragmentos de un cielo azul lechoso.
Aquel semestre pasé buena parte de mi tiempo —que el tiempo
transcurriera deprisa había pasado a ser mi objetivo principal—
aparentemente enfrascada en el tenis. Entré sin apenas esfuerzo en
el equipo de Somerville —jugando a veces como titular, pero más a
menudo como suplente— porque había conocido a una de sus
integrantes más veteranas en un partido entre los clubes de Buxton
y Mánchester. Gracias sobre todo al patilargo y apasionado B., mi
pareja habitual de la época, dimos mucha guerra contra un equipo
de primera categoría, y las chicas de Somerville, que habían
formado parte del club de Mánchester, habían abandonado la
cancha con la idea de que yo era el equivalente femenino de B. en
cuanto a voleas y peloteos.
No podía evitar disfrutar con los partidos universitarios —
demasiado músculo en mis extremidades, demasiado amor por una
actividad extenuante al aire libre y a pleno sol—, pero bajo el placer
latía un sentimiento de culpa execrable. «Jugar al tenis ahora es
como cuando Nerón tocaba la lira mientras ardía Roma», declaré
con solemnidad tras el desastre del Lusitania. Durante un partido
especialmente difícil, celebrado cuando hacía días que llegaban
desde Festubert informes preocupantes y largas listas de víctimas,
el ritmo de la pelota fue revelando la frase de una de las cartas de
Roland: «Al-guien es-tá vi-vien-do un in-fier-no, pero no soy-yo…
aún-no». Agotada por la excesiva duración del juego, y atormentada
casi hasta la desesperación por el incesante martilleo de tan
siniestra frase, nada más concluir el partido me tiré en la cama e
intenté hallar consuelo en el tomo de Wordsworth que había hecho
las delicias de mi formación académica en aquel pasado remoto que
empezaba ya a denominar «anterior a la guerra». Sin embargo, lo
abrí justo en la página del poema que arranca así:

Sorprendido por el júbilo, impaciente como el Viento


me volví para emprender el regreso. ¿Y con quién,
sino contigo, enterrada en lo más profundo del sepulcro
mudo,
en ese lugar que ninguna inquietud logra perturbar? […]

Me lo tomé como una señal profética, hundí la cara en la


almohada y lloré.
Las misas de la catedral y de la capilla de New College, con la
enigmática belleza de las melodías del órgano, me procuraban más
consuelo que los partidos de tenis; me ponían cara a cara frente a
unos hechos conmovedores, en lugar de suponer una distracción
inevitablemente seguida por el agudo impacto de la memoria. Lo
habitual era que las tardes de los domingos las pasara en la catedral
con E. F. o con Marjorie, contemplando las paredes grises
manchadas de púrpura y carmesí por la luz que se colaba a través
de las vidrieras, y reprimiendo las lágrimas que brotaban cada vez
que el órgano se extendía de pronto por todo el edificio, tratando de
evitar que mi compañera descubriese la existencia de una emoción
que ya conocía muy bien. Oxford estuvo lleno de música aquel
semestre, algo que siempre me hacía pensar en Roland y en la
guerra y me llevaba a unas lágrimas insoportables que aún no era
capaz de contener. Vagaba por New College y Christ Church como
alma en pena, regodeándome en mi aflicción.
Esto me llevó a plantearme, ya desde el inicio del semestre, el
asunto del preaviso que tendría que presentar a la directora, pues la
decisión de meterme a enfermera se transformaba ya en
determinación a alejarme de Oxford hasta que acabase la guerra, si
bien yo sabía que —en una época anterior a la existencia del
Cuerpo Auxiliar Femenino del Ejército, el Servicio Femenino de la
Marina Real o el Servicio Femenino de la Real Fuerza Aérea— los
obstáculos que encontraban las mujeres menores de veintitrés años
para prestar un servicio noble solo podían salvarse mediante
embustes constantes. La directora escuchó con paciencia mi
aspiración a adquirir experiencia con la Cruz Roja, y respondió que,
aunque la beca podría complicar un poco el asunto, ya era
mayorcita para tomar una decisión por mí misma. Cuando más
adelante le escribí desde Buxton para anunciarle que había decidido
abandonar la universidad durante un año, contestó con generosa
amabilidad, deseándome suerte en mis proyectos y segura de que
la experiencia de conocer una faceta más profunda y seria de la vida
acabaría por beneficiarme en mis estudios.
Todavía no había llegado el momento en que el miedo a una
estampida femenina hacia el servicio de guerra inspiró numerosas y
autoritarias proclamas en contra de las estudiantes, rogándoles —
como tan a menudo se nos ha rogado a las mujeres anteriores y
posteriores a Juana de Arco— que se quedaran donde estaban.
Tres años después, cuando Winifred Hobby, haciendo caso omiso
de las recomendaciones académicas, se fue de Somerville para
unirse al Cuerpo Auxiliar Femenino del Ejército, su inapropiado
gesto inspiró a la directora una alocución dominical centrada en el
deber de permanecer en el college. Pero, en 1915, ni la demanda de
trabajadoras ni la respuesta correspondiente habían alcanzado aún
un estado alarmante, y por ello se me permitió, sin críticas, que
tomara la decisión que estimase oportuna.
De modo que escribí enseguida a Mina y a Betty para
proponerles que nos metiéramos a enfermeras, pues las dos me
habían comunicado su interés por «hacer algo». Betty parecía por la
labor, pero Mina empezó a dudar, y me preguntó si era consciente
de lo que hacía una aprendiza en un hospital.
—Pues claro que lo sé —respondí, indignada—. Lo aborreceré,
pero justo por eso estoy todavía más dispuesta a hacerlo.
En mi diario expresé más abiertamente mis motivos: «Él tiene
que enfrentarse a cosas mucho peores que cualquiera de las que yo
tendré que ver o hacer; si él puede soportarlo, yo también».
Sin duda, la guerra nos había convertido a todos en unos
masoquistas.

Una fría tarde de mayo, la profesora de Literatura Inglesa nos


invitó a Marjorie y a mí a su habitación en Micklem para que
viéramos sus manuscritos de Milton. Cuando terminamos de
examinarlos, nos acercamos a la chimenea y ella nos enseñó lo
último que había adquirido en Blackwell’s: la primera edición, recién
publicada, del 1914 de Rupert Brooke. Aquellos sonetos tan
famosos, que habían cobrado aún más relevancia desde la trágica
muerte del poeta en vísperas de la campaña de los Dardanelos,
empezaban apenas a dejar al mundo sin respiración, y le pregunté a
nuestra profesora si podría leernos un par de ellos.
A los jóvenes para quienes los poemas de Rupert Brooke son
poco menos que clásicos les resultará imposible imaginar la
sensación de escucharlos por primera vez justo después de que el
autor los compusiera. Poseída por un dolor y una ansiedad aún
novedosos, la experiencia fue tan conmovedora para mí que ni
siquiera habría intentado mantener la compostura de haber sabido
lo mucho que me costaría. Luché en silencio por lograrlo mientras
escuchaba la voz grave y pausada de la profesora leyendo los
sonetos, nuevos, valientes, y demoledores en su idealismo
apasionado y relevante:

De un mundo envejecido y frío y cansado,


abandonar los corazones enfermos que el honor no conmovía
y la mitad de hombres, con sus canciones sucias y tristes

Pero no, oh, no…

todo el pequeño vacío del amor[13].

¿Realmente se había sentido así Rupert Brooke? ¿Era lo que


Roland llegaría a experimentar? Un poco más llevadero fue el
soneto titulado «Los muertos», con lo que podría llegar a ser su
experiencia personal:

Estos pusieron el mundo a distancia, derramaron el tinto


dulce de la juventud, renunciaron a los años para ser
de trabajo y alegría […]

¿Cómo habría escrito Rupert Brooke si hubiera vivido hasta


1933? ¿Le habría parecido tan viejo, frío y agotado el año 1914,
comparado con el gris y trágico presente? ¿Seguiría pensando que
Santidad, Nobleza y Honor explican por qué se sacrificaron tanta
juventud, tanto trabajo y tanta inmortalidad? Los poemas de Brooke
dieron una dimensión demasiado realista a la carta de Roland que
recibí al día siguiente.
«Uno de mis hombres acaba de morir. El primero. […] No he
llegado a ver cómo ha sido, gracias a Dios. Me lo he encontrado
inmóvil en un extremo de la trinchera, con un hilillo de sangre
resbalándole por la mejilla y manchándole la guerrera. […] Ni
siquiera sé lo que he sentido en ese momento. No ha sido rabia, y
tampoco ahora le guardo rencor al que le ha disparado, solo
experimento una lástima inmensa, y un sentimiento repentino de
impotencia. Es muy cruel por mi parte contarte esto. […] Intenta
olvidarlo, como hago yo».
Varios días después, el gobierno liberal de la Ley del Parlamento
y el ultimátum a Alemania se desvanecieron en la Historia, y en su
lugar entró una coalición que sufría el delirio de que la victoria
dependía principalmente de que se fabricaran más proyectiles.
«Estamos en medio de una crisis política», escribí el 20 de mayo;
«va a formarse un gobierno de coalición para lo que dure la guerra».
La entrada del 24 de mayo contenía aún más datos impersonales:
«Había trescientos dieciséis oficiales en la lista de víctimas. Italia ha
declarado oficialmente la guerra». Un acontecimiento que me
afectaría de manera directa y profunda, pero al que entonces no di
apenas importancia, concentrada como estaba en el frente
occidental. El 28 de mayo recuperé mi egoísmo habitual, debido al
humillante hecho de que mi profesora me había regañado por salir a
cenar sin pedirle permiso.
«Es una sensación extraña e incoherente», protestaba en mi
diario, con una desconsideración indignante hacia la gramática,
impropia de una estudiante becada de Lengua y Literatura Inglesa,
«que me amonesten a mí, que conoce y piensa solo en el gran
acontecimiento de su vida, por un detalle insignificante y sin
importancia, ¡y que me amoneste alguien que de eso no sabe
nada!».
Mi noble indiferencia hacia las normas «insignificantes y sin
importancia» del college debió de ser todo un problema para mi
profesora de Literatura, pues tras describir la excitación generada en
Oxford el 31 de mayo por el bombardeo de un dirigible sobre
Londres, mi diario registra al menos dos reprimendas más —con sus
correspondientes arranques de altanera indignación—. Pero Roland,
en una carta de principios de junio, me recordó los problemas
importantes al hablarme de un incidente que tal vez fuera
consecuencia de la «crisis política»: «El mismísimo primer ministro
tuvo la culpa de que mi última carta acabara tan abruptamente. Vino
para hacer una visita informal, y se decidió que viera a los hombres
mientras nos bañábamos en los barreños. Nos avisaron con apenas
media hora de antelación y tuvimos que salir corriendo para
preparar el “encuentro accidental”. Dos subalternos que en aquel
momento estaban de pésimo humor y yo decidimos bañarnos a la
vez, y logramos organizamos de tal modo que los tres recibimos a
Asquith cubiertos tan solo por las placas identificativas. Todavía no
sé qué estaba haciendo aquí, cuando es tan necesario en Inglaterra;
pero tal vez el asunto de los proyectiles tenga algo que ver. Lo vi
muy avejentado».
Fue un alivio ver a Edward un par de semanas antes de que
terminase el semestre; había estado todo el verano acantonado en
el sur, y por lo tanto en estrecho contacto con las cosas realmente
importantes. Vino desde Maidstone en su motocicleta para pasar el
fin de semana conmigo, y nos sentamos y charlamos en el jardín de
Micklem. Desde la última vez que nos habíamos visto, muchos de
nuestros coetáneos de Buxton habían muerto en las batallas de
Aubers Ridge y los Dardanelos, donde Edward me advirtió que
podían enviar a su regimiento. Varios conocidos habían
desaparecido en un combate del Batallón Mánchester en Galípoli,
entre ellos un muchacho risueño y grandote que me había
estrechado la mano entre bastidores en la ópera de Buxton durante
una representación de Raffles en la que ambos habíamos
participado.
«No sé por qué», le escribí a Roland, «pero siempre me parece
que la muerte no va a cebarse con los “amigos de verano”, que esas
personas con las que una baila y practica deporte y tal vez coquetea
un poco están más a salvo que los seres queridos que forman parte
de la propia existencia. Estos últimos pertenecen al conjunto, a las
sombras oscuras y a las zonas iluminadas por el sol, pero imaginar
al Angel de la Muerte abatiéndose sobre las amistades livianas y
agradables, y pensar en ellas privadas de toda su ligereza y
afabilidad, provoca una impactante sensación de incongruencia».
Cuando Edward y yo nos habíamos acostumbrado ya a hacer
frente a la muerte, aunque fuese a cierta distancia, a través de esos
«amigos de verano», la muy retrasada negrura de una noche de
junio amortajó la serenidad del jardín. Sin luz se volvió más sencillo
enfrentarnos a nuestro propio futuro y al fin de las cosas tal y como
las conocíamos; pese a todo, recibí como una fría tragedia la
confirmación de mis temores: Roland no podría evitar ser otro a su
regreso.
«Tonius volverá sano y salvo», insistió, y citó una frase de una
carta que Roland, con su habitual seguridad arrogante, le había
escrito a Victor unos días antes: «Quise entrar en el Ejército, y entré;
quise ir al frente, y en el frente estoy; ahora quiero regresar, y
regresaré».
Sin embargo, Edward no estaba tan seguro; con una triste
nostalgia que recordaba a los Prédestinés de Maeterlinck,
visualizaba un final prematuro para su breve vida en un mundo
transformado por sus suntuosos trasfondos musicales y sus
elevadas cumbres sonoras.
«Formaría parte de la ironía de la vida que no regresara, con lo
amante que soy de la paz», declaró. «Pero no alcanzo a imaginar el
final de la guerra, ni cómo será; tengo la sensación de que durará
años, y no sé lo que haría si acabase».
Aquella noche escribí largo rato en mi diario, con un hondo
pesar. «Si de veras se prolonga varios años, ¿qué vamos a hacer?»,
me preguntaba. «¿Resistirán tamaña tensión el valor y la
resignación?».
Al menos Roland no había cambiado todavía, pensaba. Encima
del escritorio se encontraba la carta en la que había aludido a
Asquith, una carta que evidenciaba que aún me amaba y aún
atesoraba los recuerdos de doce meses atrás, que parecían quedar
a mil años de distancia.
«¿Recuerdas aquel domingo que paseamos juntos por Fairfield
Gardens y no queríamos volver, a pesar de que llovía? Un poco más
tarde no pude contener las lágrimas cuando Sterndale Bennett tocó
el “Claro de luna” de Karg-Elert en la capilla. Me acuerdo de que tú
te habías sentado en la parte de atrás, cerca de la puerta, y no
podía verte sin darme la vuelta. Qué lejos me parece todo eso
ahora… A veces pienso que he debido de intercambiar mi vida por
la de otra persona».

Dos días antes de los exámenes, Norah y yo alquilamos una


chalana y remontamos el río hasta Water Eaton. Después de aquel
semestre no volví a verla; se unió a un cuerpo de motociclistas y
más tarde se casó con un artista serbio, y nunca regresó a
Somerville.
Nos llevamos la cena y estuvimos al aire libre hasta el
crepúsculo. Me dio la sensación de que tanto ella como Oxford me
gustaban más que nunca —sin contar los ingenuos sueños de 1913
—; aquel día me di cuenta de lo valiosos que se vuelven personas y
lugares en el instante en que se concreta la posibilidad de separarse
de ellos. Ninguna tarde en el río había tenido un encanto parecido a
aquella, que podía ser realmente la última de tantas tardes
cautivadoras. Qué hermoso era todo: la curva plumosa con sus
sauces chaparros, el verde intenso de las sombras en el agua bajo
la ribera, las efímeras azuladas y resplandecientes que daban
volteretas en el aire y caían moribundas al agua, brillando como
joyas extrañas y exóticas a la luz delicada del sol poniente.
Tumbadas boca arriba al sol, hablamos de nuestras ambiciones
literarias, de la guerra, de ser enfermeras, de marcharnos por un
tiempo para, tal vez, no regresar jamás. El precioso estío oxoniense
me llenaba de remordimiento. Yo había tenido intención de hacer un
montón de cosas maravillosas ese año, dejar boquiabiertas a mis
compañeras con mis hazañas sin precedentes, asentar los
cimientos de una fama que no haría sino aumentar y se prolongaría
toda mi vida; sin embargo, se habían cruzado en mi camino la
guerra y el amor, y ambas cosas me obligaban a irme sin cumplir
mis confiados sueños. Para mí, igual que para Roland, todo lo que
había luchado por conseguir se había transformado en polvo y
cenizas desde 1914. ¿Volvería algún día a Oxford? ¿Sería mi lugar
en algún momento? El agua, casi tan inmóvil como una plancha de
metal, brillaba igual que oro fundido en el momento en que
empezamos a remar para volver a casa.
El 17 de junio, mis cuatro amigas me acompañaron hasta las
puertas del college All Souls para desearme suerte. Dado que los
edificios reservados a los exámenes se habían transformado en
hospital, la biblioteca Codrington pasó a satisfacer temporalmente
tal fin; a las pruebas, a pesar de la contienda, se habían presentado
cincuenta varones y solo cuatro mujeres. En cualquier otro
momento, estas vicisitudes habrían llenado páginas y páginas de mi
diario, pero como ahora estaba casi por entero dedicado a Roland y
sus cartas, mi suerte en los exámenes quedó relegada a unas pocas
líneas apresuradas al final de las entradas de cada día.
«No puedo evitar pensar, toda esta semana», le escribí a él, «en
lo bien que te habrías portado conmigo durante los exámenes, y en
tu diplomática arrogancia. Habrías bajado del pedestal de tus
cuarenta y ocho libros de Homero para hablar conmigo de mis cinco,
sin caer siquiera en “la voz callada”. Y yo me habría convencido de
que aprobar el examen de Griego habiendo estudiado solo nueve
meses no era tan absurdo como creía. Pero no estás aquí para
tratarme con esa condescendencia de la que yo tanto me reía y que
daría cualquier cosa por volver a sufrir, cara a cara, incluso en su
forma más flagrante, y me importa bien poco si es o no absurdo que
me presente».
Con el fin de compensarlo por mi herética indiferencia hacia la
belleza de la lengua griega —una belleza que era capaz de apreciar
en días más serenos, más potentes que la vida, más permanentes
que la guerra—, introduje en el sobre el recorte de un editorial
reciente del Times que me había infundido esperanza en la futura
resurrección de los valores literarios anteriores a la guerra. Se
titulaba «La ciudad no sumergida», y empezaba así: «Una
costumbre medieval que todavía perdura, fantasmagórica, en los
litorales más inhóspitos, como el de esa costa bretona que con tanta
ternura describiera Renan, es la leyenda de la ciudad sumergida. Se
encuentra oculta apenas bajo las olas, y se cuenta que algunas
noches apacibles de verano puede oírse la música de las campanas
de su catedral. Algún día, las aguas retrocederán y la ciudad se
revelará de nuevo en toda su belleza antigua. ¿Acaso no nos
serviría esta leyenda para caracterizar el estado actual de la
literatura, sumergida, en el sentido más noble de la palabra, por la
pleamar de la guerra? Así, al menos, lo ve el más delicado de
nuestros literatos, que recientemente le hablaba a un
apesadumbrado amigo de su pluma abandonada: “No tengo ánimo
para hacer literatura con esta guerra; solo nos queda conservar la fe
en que sigue viva bajo las aguas y algún día resurgirá”. […] Por
suerte, no hay verdad en la idea de una literatura hundida. Una
función del espíritu jamás puede ser no ya sepultada, sino siquiera
alterada por conflictos bélicos o agentes externos de otro orden. La
literatura es una posesión inalienable, una parte incorruptible del
hombre».

El resto de aquella semana, no sé cómo, dediqué mis


pensamientos a la lógica y el latín, a la prosa y sus traducciones, a
la litada de Homero y la Apología de Platón. Centrarme en los
exámenes me pareció todo un logro, pues en medio de las pruebas
llegó una carta de Roland que empezaba con un: «Ahora mismo
estoy ennuyé y muy lejos de un ánimo combativo. Las cosas no
parecen ir a mejor, y yo nunca he sido un dechado de paciencia,
como seguramente ya habrás comprobado a estas alturas… Admiro
con demasiado ardor lo meteórico, y me inspira una repulsión innata
el enmohecimiento», y concluía con una posdata breve y
significativa: «Es posible que en un futuro muy próximo me den seis
días de permiso».
Ojalá sea pronto, pensé, absorta en unas visiones muy realistas
del reencuentro y no en el Menón; ¡ojalá sea verdad! «Algunas
veces he tenido la sensación de que podría perdonar al futuro con
tal de que me devolviera a Roland. […] En otros momentos he
pensado que no soportaría verlo hasta que no termine la guerra;
que, aunque estoy preparada para lo peor, hay una cosa que no
sería capaz de soportar, y es la de revivir la mañana del 19 de
marzo en la estación de Buxton. Pero, ahora que se me brinda la
oportunidad, tendré que aprovecharla, porque sé que vale la pena».
El último fin de semana en Oxford, que tanto había temido por su
pátina triste, pasó como un suspiro entre el éxtasis de las
expectativas y una ronda frenética de despedidas. Cuando casi
todas mis amigas se habían marchado ya, deseándome mucha
suerte en una relación de la que nunca les había hablado en
realidad, pasé un último rato a solas en el jardín de New College,
visité la capilla de Merton a modo de acto piadoso hacia Roland, y
asistí a una misa en la catedral, donde intenté vislumbrar un
presagio de esperanza en las palabras finales del himno: «Y el
dolor… y el dolor… desaparecerá».
En St. Monica, el refugio obvio para los días que mediaban entre
el último examen escrito y el oral, el encantador hermano de mi
madre, un hombre delicado al que apodábamos «tío Bill», se
propuso animarme dándome noticias tranquilizadoras sobre el
desarrollo de la guerra. Para su amarga y secreta vergüenza, pues
le impedía alistarse, Bill tenía un puesto «clave» en la sede principal
del Banco Nacional Provincial de Bishopsgate, y todos pensábamos
que tenía acceso a fuentes oficiales de información. Lemberg estaba
a punto de caer, me contó ufano; los franceses harían «poner pies
en polvorosa» a los alemanes en cuanto tomaran Souchez; los
ataques a Kitchener por parte del Times, así como la preocupación
por la munición, no eran más que un «montaje» para persuadir a los
nuestros con el fin de que produjeran armamento destinado a los
rusos; una red de acero extendida por todo el Canal de la Mancha,
al norte de todas las rutas continentales, permitía navegar con total
seguridad a nuestros barcos entre Inglaterra y Francia.
Unos rumores, un optimismo, una seguridad que ahora nos
suena ridícula a quienes todavía nos preguntamos cómo nos las
arreglamos para «ganar» la guerra pese a la incompetencia que nos
caracterizaba. Pero a la sazón nos ayudaban a vivir. Ciertamente,
no soy capaz de imaginar cómo habríamos podido vivir sin ellos.
«Me parece que hace años y años que no vivo aquí; más tirando
a trece que a tres», le escribí a Roland, sentada en el antepecho de
una de las ventanas desde las que de niña había reflexionado
observando el oscuro contorno de las colinas de Surrey, que se
curvaban serenas bajo los pálidos cielos nocturnos de los remotos
veranos exentos de preocupaciones. «Todo lo anterior a la guerra
parece haber ocurrido hace siglos; le dije a mi tutora que me sentía
como una persona de treinta años, y ella me contestó que la guerra
ejercía ese efecto sobre cualquiera que la ponderase debidamente;
pero ¿y lo feliz que seré cuando la guerra acabe y yo despierte de la
pesadilla y descubra que, a lo sumo, tengo tan solo veintitrés o
veinticuatro? ¿Sucederá, amor mío, sucederá tal cosa? Yo sola no
puedo despertar».
Al día siguiente, después del examen oral, me enteré de que
había aprobado los escritos, y con un suspiro de alivio por haber
concluido satisfactoriamente una etapa de mi vida, cogí el último
tren a Buxton. De haber suspendido, mi futuro después de la guerra
habría sido muy distinto, pero, en el momento, aquella pequeña
victoria tan significativa para mí tuvo menos importancia que la carta
de la madre de Roland que me esperaba en casa, en la que me
comunicaba lo bien que le parecía mi decisión de hacerme
enfermera. Roland le había contado mis esperanzas de ser
trasladada a Francia al cabo de un tiempo, y la mujer estaba segura
de que yo sabía tan bien como ella que, para cualquiera que tuviera
una inteligencia original y una pizca de ambición, el crecimiento y el
desarrollo no se lograban hundiendo la cabeza en los libros. El
intelecto, afirmaba, sabe cuidarse solito. Lo que contaba era la
personalidad, que muchas veces se nutría mejor en la vida activa
que en los pasillos del conocimiento.
Yo estaba más que dispuesta a respaldar con ardor aquel punto
de vista. Los estudios, por el momento, habían quedado relegados a
un segundo plano.

La mañana del domingo 27 de junio de 1915 empezó mi etapa


como enfermera en el Hospital de Devonshire. Ese mismo día, diez
años más tarde, sería para mí igual de memorable. El resto de este
libro se extiende entre un día y el otro.
Desde nuestra casa en la zona alta del pueblo me dirigí colina
abajo, con ganas, a mi primera mañana de trabajo, sin saber aún —
por fortuna para mí— que mi servicio se prolongaría casi cuatro
años. El hospital había sido en su origen una escuela de equitación;
sin embargo, cierto duque de Devonshire, movido por una
preocupación ejemplar por el bienestar de los enfermos, aunque
ignorando por completo el de los pies del personal de enfermería,
había promovido que el edificio se remozara para tan caritativos
fines. El espacio principal consistía en una bóveda inmensa, con dos
pasillos de piedra que ascendían uno sobre otro por sus
cuatrocientos metros de circunferencia. A las enfermeras no se les
permitía cruzar su diámetro, que contenía un círculo interior
reservado a convalecientes, de modo que cualquier olvido u orden
nueva implicaba dar la vuelta entera a la circunferencia. Como las
cocinas, los baños y los pabellones arrancaban todos de los pasillos
circulares y parecían haber sido construidos lo más lejos posible
unos de otros, el trote continuo por los discretos suelos de piedra
debía de suponer varios kilómetros diarios; aparte del trabajo en sí.
Mi horario era de ocho menos cuarto de la mañana a una de la
tarde, y luego de cinco a nueve y cuarto; una jornada más larga de
lo acostumbrado en los hospitales militares, como más tarde
descubriría. Sin duda, el personal de plantilla no hacía ascos a
explotar al máximo a una aprendiza entusiasta e ingenua como yo.
Se daba por hecho que las comidas las hacía en casa, y no estaban
incluidas en el horario. Como nuestro hogar quedaba a casi un
kilómetro de distancia del hospital, en lo alto de una empinada
colina, nunca me libré del todo de los dolores de pies y espalda en
el tiempo que trabajé allí, y me sentía siempre como si acabara de
terminar una serie de largas caminatas.
Nunca me pesaron los dolores y las molestias, que soportaba
como meros tributos a mi amor por Roland. Lo que me perturbaba y
humillaba profundamente era mi ignorancia colosal de las
operaciones domésticas más básicas. Entre otras «realidades de la
vida», mi carísima educación había eludido los rudimentos,
prosaicos pero necesarios, para preparar un simple huevo pasado
por agua, y mis clases de cocina en Oxford habían fracasado de
forma estrepitosa. Yo creía que tenía que llevar el agua a ebullición,
y acto seguido apagar el fuego y dejar el huevo tres minutos. Los
comentarios de un soldado de primera al que serví un huevo
«cocido» de este modo me llevó a hacer avergonzadas pesquisas
entre mis superioras, de las que aprendí, en aquellos primeros días,
los numerosos y catastróficos errores que podían llegar a cometerse
en la ejecución de las tareas más ordinarias del día a día. Las
complicaciones de la vida más sencilla eran una auténtica
revelación para una persona que hasta entonces había disfrutado de
las comidas puntuales como un reloj y para quien las tareas
domésticas las ejecutaba un mecanismo invisible.
A pesar de mis limitaciones culinarias, caía bien a los hombres;
ninguno estaba enfermo de gravedad, y parecía que mi juventud, mi
ingenuo entusiasmo y la limpieza de mi uniforme nuevo significaban
mucho más para ellos que toda la sensatez y eficacia del mundo.
Quizá también el calor y el sorprendente consuelo que su presencia
me proporcionaba generasen una ternura que a su vez lograba
transmitirles algo de su propio consuelo.
Jamás, en mis dos décadas de vida, había contemplado el
cuerpo desnudo de un varón adulto; jamás había visto a un niño en
cueros, desde los tiempos lejanos en que, con cuatro o cinco años,
me bañaba con Edward. De ahí que, cuando empecé a ejercer la
enfermería, esperase sentirme abrumada por los nervios y el apuro;
pero, para mi infinita tranquilidad, no fui consciente de nada de eso.
Hacia los hombres experimentaba una gratitud casi fervorosa por el
hecho de que aceptaran mi asistencia con llaneza y naturalidad.
Salvo compartir lecho, no hubo actividad íntima que no llevase a
cabo con ellos en el curso de cuatro años, y todavía tengo motivos
para dar gracias por las competencias que adquirí acerca del
funcionamiento del cuerpo masculino, así como por la temprana
liberación de las inhibiciones sexuales que todavía hoy —gracias a
la tradición victoriana que, hasta 1914, imponía que una mujer joven
no debía conocer del varón nada excepto su rostro y su
indumentaria hasta que el matrimonio la arrojara de lleno a una
intimidad nunca del todo imaginada y tremendamente
desconcertante— padecen muchas de mis contemporáneas, tanto
solteras como casadas.
En la primera etapa de la guerra, la mayoría de los soldados
convalecientes poseía un físico de primera que ni las lesiones ni las
enfermedades, salvo las mortales, podían socavar de por vida, y a
partir del manejo constante de sus cuerpos esbeltos y musculosos
llegué a entender la pureza cardinal y la nobleza innata del amor
sexual en su faceta más física. Aunque en los hospitales había
motivos de sobra para la conmoción, para el terror, incluso para el
asco, el contacto diario con la anatomía masculina nunca fue motivo
de vergüenza. Dado que siempre cuidaba a Roland por poderes, mi
actitud hacia él cambió de un modo apenas perceptible, se hizo
menos romántica y más realista, y mi amor por él ganó en
profundidad.
Además del favor de los pacientes, me las arreglé para ganarme
el de la mayoría de las enfermeras, sin duda porque, como mi único
deseo era emular la resistencia de Roland, me ocupaba con avidez
de todas las tareas ingratas, de las que las demás se
desembarazaban con mucho gusto, y me procuraba un deleite
masoquista vaciar cuñas, lavar tazas y cucharas grasientas, y
trasladar al lavadero sábanas odoríferas. La jefa —apodada
«negrera» por una de las elegantes voluntarias que venían
intermitentemente a «echar una mano» por las tardes, cuando el
grueso del trabajo ya estaba hecho— me dispensaba una
amabilidad especial, y a menudo me dejaba pasar por su acceso
privado para ahorrarles a mis pies unos pocos metros de los
interminables kilómetros que cubrían a diario.
Mi vena entusiasta, según me explicaron más adelante las
enfermeras, era poco habitual entre las voluntarias del
Destacamento en la región, la mayoría de las cuales acudía al
hospital esperando coger de la mano a los pacientes y ahuecarles
las almohadas mientras las enfermeras de plantilla se ocupaban de
todo cuanto resultara desagradable a la vista o el olfato.
Seguramente fuera cierto, pues mi diario recoge, acerca de una
chica de Buxton, un mes después de mi llegada: «Nancy dice que le
gustaría entrar en la Cruz Roja, pero no quiere trabajar donde haya
que barrer pabellones y limpiar, porque no cree que le gustara».
En mi primer día en el hospital, un sargento escocés hizo un
comentario cuya cruel verdad comprendí solo tres veranos más
tarde: «Venceremos», dijo, «¡pero primero nos partirán el corazón!».
El mismo hombre me contó una historia —más tarde confirmada
por Roland— que, de nuevo, me convenció de la futilidad de la
guerra entre unos hombres que no se guardaban ningún rencor
(como yo misma empezaba a ver incluso entre el patriotismo de
cátedra, sediento de sangre, que imperaba en Inglaterra).
Me contó que cierto día, estando frente a los sajones cerca de
Ypres, acordaron un alto el fuego con el enemigo. Con el fin de
parecer activos, seguían usando los fusiles, pero disparaban al aire.
De vez en cuando se veían y charlaban salvando el espacio entre
las trincheras, y los sajones prometieron que, cuando la guardia
prusiana tuviera que cambiar posiciones con ellos, dispararían una
salva a modo de aviso. Promesa que cumplieron religiosamente.
Varias semanas después oí una variante de esta anécdota en
boca de un vecino, que a su vez se la había oído a un oficial de
Buxton que había regresado con una licencia por enfermedad. Una
tregua parecida, relataba el hombre, se había llevado a cabo en otra
zona del frente, donde los ocupantes de las trincheras de ambos
bandos se turnaban para trabajar en tierra de nadie sin sobresaltos.
En medio de la tregua, el comandante de la compañía británica
enfermó y fue sustituido por un patriota pendenciero. La primera vez
que un grupo de sajones salió de su trinchera y se dispuso a reparar
una alambrada, el pendenciero ordenó disparar a los ametralladores
de la compañía. A los hombres no les quedó otra que obedecer, y
un gran número de bondadosos sajones fueron asesinados
ignominiosamente.
Cuatro de los cinco hombres, aseguraba mi informante, a los que
el joven oficial contó la historia, se partieron de risa y calificaron la
acción del comandante de la compañía de «operación brillante».
Para que luego digan de «las atrocidades de los hunos», pensé yo,
pues ya empezaba a sospechar, como ahora sabe con certeza toda
mi generación, que en un conflicto armado ningún bando tiene el
monopolio de carniceros y traidores.
Puede que se debiera a mis cavilaciones en torno a esta
anécdota, o puede que se debiera a una carta de Roland en la que
me decía que habían cancelado temporalmente los permisos, pero
varias noches más tarde tuve uno de los sueños más realistas de mi
vida.
Me encontraba en una sala muy grande que parecía un aula,
delante de una mesa cubierta con un tapete verde y atestada de
papeles. Una multitud de hombres y mujeres se apretujaba contra
mí, pero no llegaba a ver con claridad a ninguno de ellos. Sabía que
estaba en medio de una grave incertidumbre, y que me hallaba allí
para obtener algún tipo de información. No llevaba mucho rato
esperando cuando otro individuo borroso se acercaba a la mesa y
me decía: «Está muerto; ha muerto herido en Francia».
Me percataba de que las personas que se agolpaban en la sala
estaban hablando de Roland; no lo conocían personalmente, ni
siquiera lo llamaban por su nombre, pero sabían de su existencia y
de su relación conmigo. Al oír las palabras de sus heraldos, me
paralizaba ese espanto que sobreviene cuando sucede algo que
temías y a la vez esperabas a medias; a menudo, un trauma peor
que el de lo imprevisto. Aun así, conseguía preguntarle a mi
informante: «¿Cómo lo sabe?».
«Está escrito», me decía. «El nombre está aquí», y me ofrecía
un papel doblado. Yo lo abría rápidamente y veía, con una caligrafía
desconocida, pero corriente, el nombre de un tal Donald Neale.
Sabía que aquel era el nombre del hombre que había muerto, y casi
me desmayaba por la repulsión de mis sentimientos. Agonizante de
alivio, exclamaba: «¡No es su nombre! ¡Ha habido un error! ¡No es
verdad!».
En ese momento, sonó el despertador. Me levanté floja, mirando
por la ventana y repitiéndome a mí misma en una suerte de éxtasis:
«¡No era su nombre! ¡Hubo un error! ¡No es verdad… gracias a
Dios!».

El frenesí de empezar a trabajar por fin como enfermera provocó


un nuevo estallido de correspondencia con Mina y Betty a propósito
de la posibilidad de reunirnos en un hospital militar en Londres. En
concreto, nuestro objetivo era el Hospital General n.° 1, en
Camberwell, donde se suponía que Mina tenía una amiga
enfermera. Los empeños de Betty para que la destinasen allí,
aunque serenos y amables, eran sinceros y coherentes; Mina, en
cambio, vivía un romance incipiente con un artista ajeno al Ejército
que tuvo un efecto contrario por completo al fervor por el servicio
que despertó el mío, y se mostró inesperadamente escurridiza ante
la perspectiva de dar un paso definitivo, hasta que al final una
enfermedad menor la disuadió de ejercer la enfermería.
Las respuestas que obtuvimos por parte de la sede principal de
la Cruz Roja en Devonshire House, que yo también bombardeaba a
cartas, no resultaron mucho más esclarecedoras que las distraídas
respuestas de Mina ante mi solicitud de información de primera
mano desde Londres.
«He recibido una carta muy poco satisfactoria de la Cruz Roja»,
escribí una noche, «en la que me hablan de retrasos y de gran
cantidad de entrevistas. Las autoridades británicas y sus trámites
burocráticos son inequívocamente deprimentes. No se entiende que
soliciten voluntarias para luego ponértelo lo más difícil posible
cuando te presentas».
Al final tuve que pedir un día de permiso para ir a Londres,
porque sabía que desde la Cruz Roja de Buxton —donde se
consideraba que el pequeño hospital para enfermos de Higher
Buxton suplía la única clase de trabajo que cualquier muchacha bien
educada podía desear— nadie movería un dedo para mandarme a
otro lado. El primer paso para entrar en un hospital londinense fue
dirigirme a Paddington, al Destacamento de Ayuda Voluntaria n.°
128, del que Mina formaba parte; como ya había aprobado los
exámenes de primeros auxilios y enfermería doméstica, entré en la
Cruz Roja Británica como miembro de pleno derecho.
En julio, cuando ya me parecía que llevaba meses dedicada a la
enfermería, mi apacible relación con el personal del Hospital de
Devonshire se vio perturbada por la llegada de una nueva
responsable. Sin duda alguna, era complicado que los hospitales
civiles contaran con enfermeras ideales, aun cuando recibieran
soldados, pues la recién llegada no era precisamente un ejemplo de
la mejor tradición instaurada por Florence Nightingale. Era una
mujercilla seca y castigada por el clima, con los ojos castaños y
severos, muy quisquillosa; tenía la costumbre de apretarse mucho el
corsé, lo que le daba una apariencia agresiva y desproporcionada.
Distribuía mal las haches y las aspiraba de manera exagerada, y a
mí me costaba mantener la debida compostura cuando cada noche
me preguntaba con contundencia: «¡Henfermera! ¿Le ha dado la
haspirina a Ibbert?».
Para llamarme exclamaba «¡Henfermera!», salvo en los casos en
que se esforzaba por pronunciar mi apellido. Siempre se
equivocaba, aunque a mí me parecía de lo más fácil de recordar,
sobre todo en tiempos de guerra, cuando todos nos mostrábamos
tan patrióticos[14]. Su desconfianza hacia las voluntarias en fase de
aprendizaje se hizo evidente desde el primer momento, pero la
contrarrestaba con una resolución aún mayor que la mía por hacer
de mí la «chica para todo».
«Soy henfermera desde hace diecishiete años, y supervisora
desde hace doce», me comunicó cuando protesté la segunda vez
que me ordenó quitar el polvo en un pabellón que se había limpiado
horas antes, como parte de las tareas cotidianas de cada mañana.
«De verdad te digo», le escribí a Roland, «que si el feminismo
cobra fuerza una vez acabe la guerra, las líderes del movimiento
tendrán que ser escogidas con sumo cuidado, y será menester
descartar a las que no saben más que dar órdenes a grito pelado y
sacar fallos».
Durante varios días —puesto que, como es natural, yo evitaba
en la medida de lo posible a la nueva jefa—, sus gritos de
«¡Henfermera! ¡Henfermera! ¿Dónde se ha metido la Henfermera
voluntaria? ¡Tiene que barrer heste suelo!» (o «hacer hestas
camas», o «vaciar heste balde», o la tarea que tocase) resonaron
por todo el hospital. Cada vez que mis labores matutinas eran
especialmente trabajosas, la oía zapatear detrás de mí.
—¡Henfermera! ¿Me phermite un minutho?
—Lo siento —contestaba yo, aparentando estar lo más ocupada
posible—, pero esta mañana tengo un montón de cosas que hacer.
—Bueno, no se preocuphe —solía ser su agraviada respuesta—.
Ya se lo phediré a otra henfermera.
Por suerte para mí, el cirujano —un hombrecillo atildado y
patizambo con semblante serio y nariz muy alargada— se convirtió
en su enemigo declarado, y cuanto más aumentaba su mutua
antipatía, más tiempo destinaban a buscarse con frenesí.
Como de costumbre, me refugiaba tanto de ella como de otras
irritaciones aisladas en las cartas que escribía a Roland.
«¡Otra vez los recuerdos!», me reprochaba a mí misma en el
aniversario del día de la entrega de diplomas en Uppingham. «Ahora
ya solo tienen derecho a recordar los viejos, y no los jóvenes, ¿no te
parece? Pero es inevitable vivir en el pasado cuando el futuro se
presenta tan vacío e incierto. La memoria es un privilegio de los
mayores, más que de los jóvenes, porque cuando uno es joven se
supone que tiene razones para mirar hacia delante constantemente.
A veces me siento como si estuviera adelantándome a la
perspectiva que tendré cuando sea una anciana, si es que llego a
vieja. El futuro de la vejez debe de ser muy parecido a este; quizá
por eso me regodeo tanto en los recuerdos…». «Te hará gracia
saber», continuaba, en un tono más alegre, «que me estoy
inmunizando contra las cucarachas, que abundan en varias zonas
del hospital». (También las había en Micklem Hall, pero con aquellas
no había sido tan valiente). «Anoche estaba lavando unas tazas en
la cocina del pabellón de cirugía cuando vi varias correteando por el
suelo y chocando unas con otras en el fregadero. Pero no salí
corriendo: me subí un poco la falda y seguí fregando. Es el acto más
heroico que he llevado a cabo desde que estalló la guerra. Esta
noche las he perseguido con el famoso atomizador. Y, cambiando de
tema, ¿has leído Jesucristo en el Hades, de Stephen Phillips?».
Desde unas trincheras en las que un hato de cucarachas debía
de encarnar una alternativa muy apetecible a sus muy numerosos
habitantes, Roland me contestó con una de esas cartas que yo
apreciaba especialmente por sus pruebas evidentes de que el
Roland que yo amaba seguía vivito y coleando.
«El cielo estaba espléndido cuando salimos hace una hora: azul
intenso, con jirones de nubes doradas y livianas por el oeste,
trenzadas como cota de malla contra un fondo celeste, y más abajo,
en el horizonte, una franja alargada tan oscura que parecía púrpura
contra el sol. ¿Por qué normalmente son más hermosos los
atardeceres que los amaneceres?».
Al leer esta descripción me acordé del melancólico y colorido
fragmento de un poema que él mismo había compuesto poco antes
de la guerra.

Sea, adiós. Nuestras dulces tonadas ya se cantaron,


las guirnaldas de rosas rojas ya se marchitaron;
el día luminoso
—plata y azur y oro—
agotado ya duerme.

El ocaso titilante, como ave delicada y gris,


teñida por la sangre del atardecer,
se ha posado para descansar
bajo las alas fragantes
de la azul noche oscura.

Me preguntaba si Roland volvería a escribir poemas así, un tanto


insegura sobre si había sido cruel por mi parte enviarle el tomo de
Rupert Brooke, que ahora comentaba con una amarga sensación de
triunfos aplazados.
«Me dan ganas […] de sentarme a escribir, en lugar de hacer lo
que he venido a hacer aquí. Brooke reaviva cosas olvidadas del
pasado, y me vuelve muy, pero que muy irritable e impaciente con la
mayoría de hombres insignificantes y desalmados que me rodea. Yo
antes hablaba de la Belleza de la Guerra; pero solo la guerra en
abstracto resulta hermosa. La contienda moderna es pura
transacción, y que uno sea soldado o verdulero es una mera
cuestión de gustos, a tenor de lo que veo. Algunas veces, a fuerza
de oportunidad, un hombre aislado es capaz de elevarse de la
sordidez y llevar a cabo un acto de belleza; pero eso es todo».
Traté, ansiosa, de devolverle la confianza en la supervivencia
última de esas «cosas olvidadas del pasado».
«Es culpa de Europa, y no nuestra, que hayamos madurado
merced a una amargura precoz, y que hayamos descubierto que la
belleza se desvanece, y que detrás de ella se agazapa una realidad
desalentadora. […] Pero ¡no desesperes, niño mío! La guerra
acabará tarde o temprano, y tal vez, si seguimos con vida dentro de
tres o cuatro años, podamos recuperar la infancia escondida, y
descubrir que, a fin de cuentas, el polvo y la ceniza que la recubría
no la ha echado del todo a perder».

A pesar de mis encontronazos periódicos con la responsable, mi


nueva vida me deparaba tranquilidad suficiente para distraerme de
la carta que no llegaba o el telegrama que podía estar a punto de
recibir. Una tarde, al regresar a casa en el cálido ocaso, me
pregunté con ingenuidad: «¿En qué pienso cuando estoy trabajando
en el hospital?», y llegué a la conclusión de que la respuesta era:
«Absolutamente en nada, salvo en aquello que haré después».
Aquella inactividad mental, como le dije a Roland, valía con creces
la fatiga que conllevaba.
«Mientras acarreaba cinco litros de leche y dieciséis tazas en
una pesada bandeja de madera, pensé: “No eres más que un objeto
del que se extrae fuerza de trabajo, una mula de carga, una
máquina, avanzando con el reloj por una serie de tareas
estereotipadas”. […] No obstante, a veces, por la mañana, mientras
hago unas camas extremadamente deshechas, o por la tarde,
cuando hiervo agua para preparar caldos en la cocinita mal
iluminada […] lo veo todo bajo una especie de fulgor dorado, y
siento una extraña emoción dentro de mí, y me susurro, exultante:
“La guerra no conoce poder”».
Cuando pasaron dos semanas sin que llegara carta de Roland,
me alegré de haberme volcado con tanta obstinación en el hospital.
«Si no fuera por el trabajo, no sé cómo aguantaría», confesaba.
«Tengo la sensación de que no podré seguir mucho más tiempo sin
recibir noticias y, sin embargo de nada sirve esa impresión porque
hay que seguir adelante, pase lo que pase. […] A menudo me
pregunto cómo encajaría la noticia de que ha muerto. En ocasiones
se me dispara el corazón, poseído por la pasión y por un deseo
feroz; otras veces cae presa de una suerte de resignación huera y
desesperante ante algo que parece inevitable. Y, cuando pienso en
todas las cosas que podría hacer, y ser, ese hombre maravilloso, no
sé cómo acierto a contener tantas sensaciones de amargura y
angustia».
La única manera de contenerlas era a través del trabajo, por eso
me entregué a las obligaciones más sórdidas y tediosas del oficio
con el fervor y la devoción de una religiosa. Jamás había trabajado
con semejante furia, ni siquiera para obtener la beca en Somerville;
mi día a día me proporcionaba una visión nueva de la vida de las
mujeres que siempre habían tenido que dejarse la piel únicamente
para sobrevivir, y de noche estaba tan agotada que las entradas de
mi diario son casi indescifrables. A Roland, sin embargo, le
reservaba ratos de media hora de tranquilidad en mitad de la
severidad y monotonía de mis jornadas; incluso cuando llevaba un
tiempo largo y angustioso sin saber de él, trataba de mantener esa
entereza que a él tanto le gustaba, convenciéndome de que él
estaría haciendo lo mismo por mí.
«Tú, más que nadie», le dije en una carta escrita a finales de
julio, «compartes esa parcela de mi mente que se vincula por
encima de todo con objetos y lugares ideales. […] La sensación que
experimento al pensar en ti tiene mucho que ver con la que me
inspiran una colina solitaria, una tarde soleada, el viento en los
páramos, una música suntuosa […], los libros que han significado
para mí más de lo que puedo expresar, el olor de la tierra después
de un chaparrón, o la calma del cielo al atardecer. […] Es fantástico,
pero aun así no es suficiente para este mundo, sea como sea eso
de “cuando estemos más allá del sol”. La parte de mí más terrenal y
básica anhela verte y tocarte, y percibirte como algo tangible».
Para consolarme, concluía, había estado releyendo uno de mis
pasajes preferidos de Bric-à-Brac de W E. Henley:

No sabemos lo que está por venir. Pero sí


que fue bueno admirar lo pasado,
aún mejor ocultarlo y, mejor todavía, aceptarlo.
Somos dueños de los días que fueron;
hemos vivido, amado, sufrido… a pesar de todo.
¿No deberíamos aprovechar el reflujo de lo que fue resaca?
La vida fue nuestra amiga. Ahora, si se vuelve enemiga…
¡Amor, aunque nos arruine y nos destruya!
¿Qué nos importa lo que está por venir?

Un par de días más tarde, Edward llegó a casa con un permiso


largo que auguraba ser el último; nos contó, con la serena
indiferencia de siempre, que era muy posible que enviasen al 11.°
Batallón de Sherwood Foresters al Golfo Pérsico. «Madre», escribí,
«quiere que Edward y yo nos hagamos una foto juntos; ¡cómo
clásico exponente de dos personas que-hacen-lo-que-los-demás-
creen-que-deben-ha-cer (una de ellas, por primera vez en su
vida)!».
Mi hermano y yo repasamos la sección del Times dedicada a la
guerra, escogimos un párrafo en el que se aseguraba que el total de
víctimas de la contienda en Europa superaba ya los cinco millones
de muertos, y siete millones de heridos, y estudiamos con
detenimiento el primer informe oficial de Neuve Chapelle.
«Es imposible comprender», comenté después, «cómo podemos
ser tan individualistas, empecinarnos tanto en los derechos y
deberes de cada alma humana, y al mismo tiempo consentir (y,
siendo ingleses, incluso tomarnos con calma) esta matanza a gran
escala, que, aplicada a un grupo de animales, aves o cualquier otra
vida que no fuese la humana, nos provocaría un asco y una
repulsión incontenibles».
La última noche de su permiso, celebramos el primer aniversario
del inicio de la guerra dando un largo paseo entre páramos umbríos
por Manchester Road. De nuevo, como en el jardín de Micklem Hall,
Edward verbalizó la inquietante premonición de que no sobreviviría
para asistir al restablecimiento de la paz. Tampoco es que él fuera
un compositor famoso y consumado, me dijo; no veía que su vida
presente fuese de gran utilidad para nadie, ni siquiera para él
mismo. Al día siguiente, cuando se hubo marchado, me pareció que
se me arrebataba todo: mi futuro, mi trabajo, mi enamorado, y ahora
también mi hermano. La vida era pura melancolía. Incluso la madre
de Roland, cuyas valientes misivas, dramáticamente transcritas con
pluma y una caligrafía gigantesca negro azabache, me habían
alentado a hacer frente a la incertidumbre inacabable de una etapa
que ambas temíamos, por una vez me dirigió palabras tristes al
aludir a las muchas cartas de pésame que se veía obligada a enviar.
A mediados de agosto, para poner la guinda a tres semanas de
espantoso desencanto, y despedidas, y ansiedad, y abatimiento tras
la noticia de las costosísimas operaciones en la bahía de Suvla, se
produjo en el hospital la primera muerte que presencié en mi vida. Si
bien me sorprendió mi propia entereza, todavía no había adquirido
la frialdad protectora de más adelante, y aquella noche plasmé en
mi diario una emoción equiparable a la del trauma y la impotencia
piadosa que se apoderaron de Roland cuando descubrió al primer
muerto de su pelotón en el fondo de la trinchera: «Nada podría
haber tenido un aspecto más terrorífico que ese hombre esta
mañana, tirado boca arriba, consumido hasta los huesos, y de un
abominable color amarillento. Yacía con los ojos entreabiertos y
vueltos, de tal modo que solo se veía lo blanco, y agarraba las
mantas con fuerza, empujándolas hacia abajo. Fue escalofriante
contemplar las manos huesudas al final de los brazos finos,
esqueléticos. Ha muerto de una dolencia desconocida; nadie sabe,
creo, qué le ha pasado. Rezo para que mi hora fatal no sea así. No
es la propia muerte lo que me inspira pavor, sino la disolución, y que
esta se inicie antes de la muerte. […] Es muy triste tener que morir
así, rodeado de extraños, acompañado únicamente por una
enfermera, y sin que a nadie le importe gran cosa. […] A mí misma
me sorprende tomarme este fallecimiento —por mucho que me
entristezca— con tanta frialdad, cuando hace apenas unos instantes
la idea de la muerte me estremecía y me llenaba de horror y miedo.
Desde que juzgué cruel que la enfermera Olive relatara el par de
muertes que había presenciado como parte de su día a día, y hasta
el momento en que yo misma lo asimile como algo cotidiano, habré
experimentado una gran transformación psicológica. […] Y ahora
que está muerto, por mucho que me proponga ser razonable, no
logro convencerme de que esa persona, de algún modo, se ha
desvanecido en la nada y ya no existe. Tengo la sensación de que
se ha marchado a otro lugar, y que la envoltura exánime que los
hombres han trasladado no era en absoluto Smith».

10

«Nunca, jamás», arranca mi diario el 18 de agosto, «había


estado tan emocionada. Le han dado un permiso; ahora mismo está
en Inglaterra. Esta mañana andaba quitándoles el polvo a las
estructuras de las camas cuando llegó mi madre con un cable de la
señora L. que decía: “¡Roland vuelve hoy!”».
A mediodía llegó un telegrama enviado por el propio Roland
desde Folkestone, confirmando la noticia. El tiempo de descanso de
la tarde lo dediqué por entero al habitual intento —inevitable, dada la
distancia entre nuestros respectivos hogares— de establecer
contacto telefónico o por telégrafo. Al final, Roland me puso un cable
para preguntarme si podíamos vernos a la mañana siguiente en la
estación de St. Paneras, y la jefa de enfermeras, a cuyos chismosos
oídos mi madre ya había confiado la noticia de nuestra relación
todavía no formal, me concedió permiso para ausentarme del
hospital durante un largo fin de semana.
Esta vez nadie se ofreció a acompañarme a Londres; la libertad
de movimientos de las jóvenes trabajadoras en tiempos de guerra
empezaba ya a modificar las convenciones sociales. Así, viajé hasta
la capital en el primer tren de la mañana, para estar por fin a solas
con Roland durante un día entero, sin interrupciones. Debido a la
excitación febril que me poseía desde la mañana anterior, tardé
mucho en darme cuenta de que estaba haciendo realidad lo que
llevaba meses soñando. Leer resultó imposible, de modo que pasé
las cuatro horas de trayecto nerviosa, preguntándome cuánto habría
cambiado Roland.
Durante los escasos minutos que tuve que esperar su llegada a
St. Paneras desde Liverpool Street, me puse a tiritar de frío, a pesar
del calor del mediodía de agosto. Cuando por fin lo vi entrando en la
estación y dirigiéndose a un mozo, su aire de madurez y
sofisticación me agarrotó de miedo.
En aquella fase de la guerra, la moda entre los oficiales que
habían estado en el frente era mostrarse lo más desaliñado y
castigado posible, con el fin de distinguirse de los subalternos recién
alistados del Ejército de Kitchener. No fue hasta más tarde, cuando
casi todos los oficiales jóvenes salvo los cadetes de dieciocho años
habían estado ya en el extranjero en algún momento, cuando se
impuso la tendencia a parecerse tanto más al maniquí de un sastre
cuanto más tiempo se hubiera pasado en las trincheras. Y aquel día,
Roland, descuidado, visiblemente más flaco y con aspecto de
treintañero, parecía el servicio activo personificado.
Un segundo después nos encontrábamos frente a frente, tensos
por esa ansiedad de reconocernos que solo los enamorados
conocen en su peor faceta. Al igual que cuando nos despedimos,
nos estrechamos la mano sin el menor atisbo de emoción, salvo por
su habitual palidez en momentos de agitación. Nos observamos
durante un largo minuto sin hablar, hasta que, con torpeza,
iniciamos una conversación de cortesía.
—¿Qué te apetece hacer?
—Pues no lo sé.
—¿Te parece si vamos a almorzar a algún sitio?
—De acuerdo, pero ¿no es un poco pronto?
—¡Descuida!…
Fuimos de nuevo al Florence, y de camino, nos dedicamos a
mirar cada uno por su ventanilla del taxi. Incluso cuando ya nos
habíamos sentado a la mesa resultó complicado emprender
cualquier actividad, incluso comer. Solo rompimos el hielo cuando le
conté que una mañana, todavía medio dormida, me había parecido
oír una voz interior que decía, de manera perfectamente audible:
«¿Por qué te preocupas tanto por él? Sabes muy bien que no va a
pasarle nada malo».
La frase atizó su habitual optimismo y lo llevó a hablar.
—Todo este tiempo he tenido la sensación de que no iba a morir.
En realidad, casi podría decir que lo sé. Me parece que, como
mucho, saldré herido, pero nada más.
Y cuando rememoró sus ganas de ir a los Dardanelos, donde las
cifras de víctimas eran espeluznantes, añadió con alegre confianza:
—¡Hasta de allí habría salido vivo!
—¡Tienes el pelo como un felpudo rasposo! —le dije sin que
viniera a cuento, a lo que él reaccionó tratando, sin éxito, de
aplacarse el cabello cortísimo con sus fuertes dedos al mismo
tiempo que comentaba que, en el fondo, tampoco lo había pasado
tan mal en Francia, ni había estado en trincheras especialmente
peligrosas.
—De hecho —concluyó—, en muchos sentidos ¡es una vida
hermosa!
Su única queja parecía ser que su regimiento todavía no había
participado siquiera en una acción secundaria.
Buena parte de la tarde la dedicamos a comentar cuánto tiempo
y en qué circunstancias deberíamos vernos durante aquel valioso fin
de semana. Tras una larga conversación acordamos que, como mi
familia me esperaba y yo no llevaba equipaje, Roland regresaría
conmigo a Buxton para pasar allí la noche; luego, le dije, yo podría ir
con él a Lowestoft de sábado a lunes.
En estos años de madurez he reflexionado con frecuencia, y no
sin asombro, sobre el apasionado egoísmo del amor a los veinte
años. Durante aquella breve tregua en medio de un peligro
inminente, Roland debía de necesitar calma y silencio más que
ninguna otra cosa; sin embargo, yo lo embarqué sin reparos en toda
una serie de viajes aburridos y ruidosos. En los abarrotados
boquetes de las trincheras debía de haber soñado con la paz y la
intimidad de su dormitorio, pero cuando llegué a Lowestoft, acepté
tranquilamente el hecho de que, al ocuparlo yo, lo había obligado a
compartir cuarto con su hermano. Ni una sola vez pensé —creo que
tampoco él— que, para disfrutar de mi compañía, debía renunciar, a
cambio, a su propia comodidad.
En medio de nuestra conversación sobre los horarios, nos las
arreglamos para pasar por Camberwell, porque, a pesar de las
distracciones de la víspera, me había acordado de solicitar cita con
la jefa de enfermeras del Hospital General n.° 1 de Londres, una
mujer muy menuda, seria y tremendamente digna que me pareció
de una juventud inusitada para un puesto tan impresionante.
«Hice toda la entrevista de pie», registré después, «y ahora sé
cómo se siente una sirvienta cuando la evalúan».
—¿Y qué edad tiene usted, enfermera? —quiso saber la
encargada, tras oír los consabidos detalles de mi experiencia en el
Hospital de Devonshire.
—Veintitrés —repuse yo, rápida pero mendaz, di la edad mínima
para ser admitida en hospitales militares dependientes del Ministerio
de la Guerra, a diferencia de los centros hospitalarios más modestos
gestionados por la Cruz Roja y la Brigada de Ambulancias de
Sanjuan. Puesto que, pese al excesivo provincianismo de mi mejor
abrigo y mi mejor falda, seguía aparentando apenas diecisiete,
imagino que no me creyó; pero al ser una mujer de mundo dio por
buena mi atrevida afirmación y me prometió que solicitaría mis
servicios en octubre, tan pronto como estuvieran listas las nuevas
instalaciones.
Una vez enviados sendos telegramas a Buxton y Lowestoft, el
momento de regresar a St. Paneras llegó con sorprendente rapidez,
y la idea de la reacción de nuestros respectivos progenitores
empezó a abrumarnos. Por aquel entonces, como bien sabíamos,
los padres consideraban que era su imperioso deber manifestar sin
miramientos su opinión ante cualquier atisbo de evolución en un
noviazgo; carecían del respeto vagamente timorato que los padres y
las madres de hoy en día guardan hacia las inquietudes íntimas de
sus responsables y a la vez despreocupadas criaturas.
Mientras cenábamos en el tren, abordamos la actitud de la
sociedad frente a los amoríos de la juventud, crítica aun en tiempos
de guerra, y despotricamos contra ella por su mala costumbre de
despertarlo a uno de sus sueños. Previmos toda una serie de
«permisos» en los que nuestros encuentros se verían
obstaculizados por las suspicacias, y nuestro amor, atormentado por
interrogatorios interminables e impacientes. Pasado Derby, por
primera vez, tuvimos el coche solo para nosotros. Casi de
inmediato, Roland se arrimó a mí y me preguntó, esbozando una
curiosa sonrisa entre picara y tímida: «¿Cambiarían las cosas a
mejor si estuviéramos formalmente prometidos?».
Pasamos el resto del viaje hasta Buxton discutiendo el asunto,
casi hasta el extremo de enzarzarnos en una pelea. Recuerdo que
llegué a decirle que su afán definidor lo había echado todo a perder,
aunque a los dos nos irritaba sobremanera la situación a la que nos
abocaba una sociedad vetusta y censora. No queríamos que
nuestra relación, que se caracterizaba por el encanto electrizante de
la indefinición, se viese moldeada y acotada por categorías; nos
disgustaba la posibilidad de ponerle una etiqueta con una
descripción que las páginas de sociedad del Times considerasen
«apropiada». Y tal vez lo que más aborrecíamos era la idea de dar
un paso tímido, tierno y absorbente que sirviera como materia de
conversación a parientes y amigos.
«¡Bah, otro noviazgo entre un subalterno imberbe y una
universitaria! Los muchachos están perdiendo la cabeza por culpa
de esta guerra espantosa, ¿no te parece?».
Era como si oyera a los criticones de mis tíos y tías saboreando
aquellas palabras; pues así es como invariablemente describen las
personas de mediana edad, que a todo ponen peros, los amoríos
juveniles que más nos encandilan, más hondo nos hieren y más
perduran en nuestros recuerdos cuando todo lo demás ha caído en
el olvido.
Al final, tomamos la decisión de contarle a la madre de Roland
que nos habíamos comprometido «para tres años, o lo que durase
la guerra», pero no comunicar nada a mi familia hasta pasado el
permiso. Agotada y frenética, me sentía incapaz de enfrentarme
tanto a las felicitaciones más convencionales como a las objeciones
y los obstáculos también de rigor. Mi padre, estaba segura, querría
invertir un tiempo valiosísimo en interrogar a Roland acerca de cómo
pensaba «mantenerme», pregunta a mi juicio tan irrelevante como
ofensiva. Yo ya había resuelto que, casada o no, me mantendría
solita, a poder ser mediante la escritura, y que jamás sería una
carga económica para mi esposo. Ya entonces juzgaba
incompatibles la libertad personal y la dignidad en el matrimonio con
la dependencia económica; por lo demás, vivía con la feliz ilusión de
que la literatura sería una profesión con la que conquistaría
rápidamente la independencia.
Mis padres, quienes, como es lógico, esperaban alguna
explicación a los viajes en que nos habíamos propuesto
embarcarnos, se quedaron intrigados ante el silencio y la aspereza
que demostramos hacia ellos y entre nosotros. Cuando, días más
tarde, les conté por fin que nos dábamos por prometidos, recibieron
la noticia con tranquilidad, si no con entusiasmo, y solo protestaron
porque no lo hubiésemos anunciado antes. En el fondo, se trataba
de un desenlace totalmente inesperado, y la guerra —como mi
madre había intentado demostrarme, siempre con discreción— ya
había empezado a obrar un cambio en el espíritu de los padres
educados en el precepto Victoriano de que el punto más importante
del matrimonio era el económico. Pueden atribuirse pocos méritos a
la guerra, pero uno de ellos fue poner fin a aquella triste tradición
según la cual las enfermedades venéreas o la brutalidad sexual en
un marido quedaban sobradamente compensadas por un saldo
bancario envidiable.
Roland y yo nos tratamos con frialdad y formalidad todo el
tiempo que estuvimos en Buxton, y también de regreso a Londres.
Sí que hablamos, con el corazón en la mano, de la relación entre los
elementos espirituales del amor y su base física, pero, en 1915, una
conversación así no hacía sino intensificar la perversidad y el apuro,
en lugar de atenuarlos, y casi recibimos con alivio la interrupción
que nos brindó el almuerzo que habíamos planeado con Edward y
Victor en el Hotel St. Paneras.
Ataviados con sus uniformes más nuevos y limpios, y con el pelo
bien cepillado y las botas cuidadosamente lustradas, Victor y
Edward —que aún se hallaba en los condados del sur aguardando
órdenes definitivas— semejaban una versión mucho más gallarda
de Tweedledee y Tweedledum[15]. A su lado, Roland parecía un
guerrero marcado por las batallas, con su chaqueta ajada y el
desgastado cinturón modelo Sam Browne. Durante la comida, que
se alargó en sobremesa, sus amigos lo bombardearon a preguntas
entusiastas y ávidas, que él fue respondiendo con la serena
desenvoltura del soldado profesional.
Victor, ya recuperado casi por completo de las secuelas de su
meningitis cerebroespinal, nos contó que, al igual que Roland, había
sido nombrado alférez.
—En mi caso, no obstante —puntualizó—, ha sido por buena
conducta en el hospital.
Tanto Victor como mi hermano daban por sentado nuestro
compromiso, gracias a lo cual sus felicitaciones resultaron más
llevaderas de lo que ambos esperábamos. Me pareció incluso que
Edward se quedaba un poco chafado de que no hubiéramos
causado un pequeño revuelo casándonos en secreto y
apresuradamente.
—A fin de cuentas —comentó—, solo estáis poniendo nombre a
algo que existe desde hace mucho tiempo.

11

Aquella tarde, conforme el tren iba acercándose despacio a


Lowestoft, mi nerviosismo ante la perspectiva de conocer a la familia
de Roland se vio acrecentado por la lúgubre extrañeza de la
amortajada costa oriental. A la luz menguante, el mar solo era
visible encarnado en una vasta sombra gris, apenas distinguible de
las sombras más pequeñas de las nubes que flotaban en un cielo
barrido suavemente por el viento. Mar adentro, los ojos diminutos y
entornados de las boyas y los navíos estrellaban aquella penumbra
imprecisa. Mientras circulábamos por las calles, el perfil desdibujado
de los edificios y la quietud sorda, interrumpida solo por las olas que
lamían despacio el litoral, transmitían la curiosa impresión de que
atravesábamos una población envuelta en niebla. Hasta que
apareció la casa familiar, cálido refugio del crepúsculo incoloro, todo
cuanto vi me recordó al mundo onírico e intangible del Pescador de
Islandia de Pierre Loti.
Alta, redondeada y con aire de torrecilla, la casa, Heather Cliff,
se había construido con un número desproporcionado de ventanas
con vistas al mar. Dado que se alzaba en solitario muy cerca de un
puesto de ametralladoras en uno de los extremos de la localidad,
representaba un punto de referencia de lo más llamativo para los
barcos en alta mar; en consecuencia, no se les permitía encender
luces salvo en las dependencias de la zona trasera, y toda la familia
vivía en un estado de semipreparación para la partida en el caso de
que los bombardeos con dirigibles u otros ataques perturbasen
demasiado la calma que requería la producción literaria.
Fue un tanto desconcertante verme ante una casa
completamente a oscuras y acto seguido rodeada por figuras
imprecisas e inquietantes: la vitalista madre, el padre desconocido, y
los adolescentes, acaso los más intimidatorios; la hermana de
diecisiete años y el hermano de catorce, cadete naval. Estaba
segura de que los dos últimos desplegarían ya una discreción
exagerada, ya una insensibilidad juvenil al «ambiente». Al final,
optaron por ambas cosas.
La madre de Roland me recibió cordial y generosa, aunque el
ligero anuncio de nuestro compromiso «durante tres años o lo que
dure la guerra» la dejó un poco turbada. Para ella, el amor era algo
digno de ser ensalzado y proclamado a los cuatro vientos; como
tantos otros, no había conocido la guerra de primera mano como
para comprender lo rápidamente que los noviazgos eran sustituidos
por amargura y pesimismo entre los enamorados que 1914 había
sorprendido al final de la adolescencia. Pero, aun cuando nuestra
concepción de los encantos del amor se le antojase inapropiada,
todavía me alegro al rememorar la diligente conmiseración con que
me ayudó a superar unos meses de suspense que sin su
aprobación sin cortapisas me habrían resultado inaguantables.
En el dormitorio de Roland, donde por fin se nos permitió
encender una luz, su madre me cogió las dos manos y me besó,
impulsiva.
—¡Ay, pero si eres una cosa diminuta! —exclamó—. No me
había fijado en lo pequeñita que eres. ¡Me dan ganas de cogerte en
brazos y sacarte de paseo!
Roland me contó más tarde que le había dicho: «Supongo que la
tradición dicta que la odie… pero no es así».
Su padre, de vigoroso cabello pelirrojo y bigote fino, tenía el
aspecto de un Swinburne bondadoso, y me dispensó una
bienvenida igualmente amable, si bien más contenida; y luego tuve
ocasión de escuchar con arrobada fascinación sus anécdotas del
mundillo literario londinense y el azaroso ambiente periodístico.
Tan calurosa y radiante acogida eliminó de un plumazo mi
secreto temor a la familia de Roland, aunque después de la sosa
formalidad de la sociedad de Buxton me resultó un tanto vergonzoso
el hábito doméstico de debatir abiertamente el aspecto de otras
personas en presencia de las mismas. Pero me bebí, sedienta, los
chismorreos literarios que nunca antes había oído —salvo por las
pequeñas dosis que me había administrado Roland, quien, a
diferencia del resto de su familia, era menos adicto a tan simpática
fuente de entretenimiento—, y escuché boquiabierta las historias de
la madre acerca de sus «editores y sus fastidiosas costumbres». El
ambiente de la casa me entusiasmó y me conquistó, y me hizo más
consciente aún de las limitaciones de Buxton y mi educación de
señorita.
«¡Qué de cosas me he perdido!», escribí, dolida e intolerante.
«¡Yo, que he tenido que abrirme sola el camino espiritual, y también
el intelectual! Si existe una ley de resarcimiento, tal vez un día
saborearé esas mieles que jamás he probado dándole a un hijo mío
aquello que yo nunca recibí».
Fue un fin de semana raro. Roland y yo, aún irritados por tener
que asumir el sambenito de «prometidos», nos mostramos un poco
mohínos el uno con el otro; la convicción de que se esperaba que
hiciéramos alarde de afecto nos generaba reticencias, inquietud y
contrariedad. Las primeras veinticuatro horas Roland pareció
evitarme deliberadamente; cinco meses de servicio ininterrumpido
habían reforzado en él cierta actitud implacable —e incomprensible
— que hasta entonces solo había existido en estado embrionario, y
su característico aire de superioridad parecía haber aumentado.
Recordé con ansiedad mi temor a que hubiera cambiado, a que la
guerra se interpusiera entre nosotros y me expulsara de su
conciencia y de su vida.
Solo en una ocasión, durante la tarde del domingo, recuperamos
por unos instantes la magia de la víspera de Año Nuevo. Sentados
en un acantilado tapizado de brezo, contemplando el mar en
sombras y el velo delicado de la neblina del atardecer
emborronando la luz del cielo, presenciamos el paso del crepúsculo
a la noche cerrada. Poco después, el leve fulgor de una luna pálida
desdibujó los contornos del acantilado y las aulagas, y transformó el
mundo en un gris luminoso. Roland descubrió que mis manos
estaban frías y las cubrió con sus guantes de piel; los deslizó sin
necesidad de abrir los cierres. Más adelante recordé perfectamente
la sensación de su íntima calidez; «fue como sentir la satisfacción
de su tacto, sin la timidez de tener que tocarlo», escribí.
Durante el día, caminando entre las alambradas y las trincheras
de emergencia cavadas en la costa tranquila y soleada, habíamos
hablado de la brutalidad que engendraba la guerra tanto en el frente
como en el hospital, y Roland me había dicho que, tras varios
meses en Francia, la idea de aniquilación, de dejar de existir por
completo, había llegado a ejercer una gran atracción sobre él. Pero
al anochecer conversamos muy poco.
—Si me comunicaran que has muerto —le dije al cabo de un
momento—, mi primera reacción sería de incredulidad absoluta. Ya
no consigo imaginarme la vida sin ti.
—Enseguida te olvidarías de mí —respondió con aspereza.
Me sentí un poco dolida, así que le pregunté:
—¿Por qué siempre tienes que decir eso? ¿De verdad me
consideras una persona capaz de olvidar?
—No, me temo que no.
—Creo, Roland —continué—, que si te murieras yo tomaría la
decisión de casarme con la primera persona cabal que me lo
pidiera.
Me miró con aire inquisitivo, un tanto intrigado, así que me
expliqué mejor.
—Verás, si una pasa por una fase de duelo, otras personas
insisten en inmiscuirse, compadecerse y apiadarse, la obligan a
exteriorizar recuerdos y de esa manera lo arruinan todo. Pero si das
la impresión de haber pasado página, el mundo te deja en paz y
cree que eres una más. Vives tu vida de cara a la galería y eso es lo
que ven los demás, pero bajo la superficie está la memoria, intacta,
perfectamente conservada. Al casarme con la primera persona
cabal que me lo pidiera, tendría la posibilidad de conservarte; mi
recuerdo viviría siempre conmigo, y sería mío, de nadie más. ¿Me
entiendes mejor ahora?
—Sí —replicó muy serio—. Creo que entiendo lo que quieres
decir.
—Pero ahora no me apetece hablar de eso —zanjé—. Al menos,
ahora que te tengo aquí a mi lado; es lo único que me importa.
Y, efectivamente, nada más parecía importar; por el momento, ni
él ni yo pensábamos en pasado ni futuro, sino solo en el instante, y
en el otro.
Varias semanas después me habló desde las trincheras de
aquella tarde, y me envió un poema de Kathleen Coates titulado
«Un año y un día», publicado en la Westminster Gazette:

Toda la vida recordaré


cosas milagrosas que dijiste…
cosas que no echaré al olvido hasta que muera;
pero tus adorables gestos, cien veces repetidos
—la inclinación de la barbilla al reír, el giro de cabeza
que tanto me gustaba, que conocía tan bien—
se fueron, ¡ay!, mientras me alimentaba a fuerza de soñarlos.

Palabras que el tiempo no desgasta son el estribillo de mi


vida
las imágenes sin embargo vuelan.
Lo que quedó por aprehender hasta que volviera a verte
—la curva cerrada de tu boca, tu ceño donde yace la sombra

son las cosas que trato de apresar en vano,
y he olvidado tus ojos
y el modo en que dibujaba bucles tu pelo mojado por la lluvia.

Por muy evocadores que fuesen los versos, encarnaban el


fracaso de mi propia memoria, tanto como de la suya. Por mucho
que lo intentara, nunca lograba rememorar su rostro una vez nos
separábamos, ni siquiera en el silencio de la noche oír su voz, con
sus notas graves y su risa alegre y aguda. Solía pensar que si,
cerrando los ojos o quedándome a oscuras, era capaz de visualizar
sus ojos tal como eran la última vez que los vi, o con la imaginación
lo escuchaba hablar, la separación no sería tan difícil. Hace años
que no consigo recordar su semblante, y sé que ni tan siquiera en
sueños volveré a oír el timbre de su voz.
Salvo por unos cuantos instantes apresurados, no volvimos a
sincerarnos después de la tarde en el acantilado. El lunes —nuestro
último día, pues yo tenía que estar en el Hospital de Devonshire el
martes por la mañana—, Roland, su madre y yo fuimos juntos hasta
Londres, donde él tenía previsto pasar lo que le quedaba de
permiso. En Heather Cliff se despidió de Clare y de su hermano, y
ya en la estación, de su padre; a pesar de los adioses, lo vi
preocupado, como si viviera en un mundo interior del que la
experiencia excluyera incluso a sus seres más queridos.
Me sentí inusualmente cansada todo aquel día, y creo que a
Roland le pasó lo mismo. Su madre y yo habíamos estado hasta las
tres de la mañana hablando sobre él y nuestro posible porvenir; nos
habíamos visto obligados a madrugar para coger el tren de Londres,
de modo que ninguno de nosotros había dormido más de tres horas.
Roland y yo, agotados y deprimidos, pasamos la mayor parte del día
yendo de tienda en tienda, renovando su armario de invierno. Para
gran desilusión de su madre, que consideraba que un anillo era el
único símbolo verdadero de unión entre un hombre y una mujer, y
para el consiguiente asombro incrédulo de otras chicas de Buxton
prometidas —que se quitaban los guantes en la iglesia con el fin de
exhibir una media luna de diamante en el visible anular de la mano
izquierda—, los dos reaccionamos con violencia ante la idea de un
anillo de compromiso; Roland aseguró que «detestaba las
obviedades», y yo, con una feroz determinación a no exhibir
«símbolos de posesión». No soportaba la perspectiva de lucir una
alhaja convencional para señalarles a otros hombres que ya era
«propiedad» de otro e insinuar a las mujeres que me había ganado
un premio muy codiciado después de una cacería satisfactoria; me
parecía demasiado anclado en las vetustas desigualdades.
A lo largo de las horas restantes, la sombra del inminente final
del día —y tal vez de mucho más— cayó sobre nosotros con todo su
peso. Obligué a Roland a entrar en Dunlop’s y elegir una pipa, y él
me regaló un extravagante ramo de rosas rojo intenso, pero a pesar
de las transacciones de enamorados nos sentíamos agitados e
irritados por la certeza de que el poco tiempo que nos quedaba
debíamos pasarlo inmersos en el ruido y la seductora publicidad de
las tiendas y las calles. En Savory & Moore se reabasteció de
morfina para su botiquín; más tarde me alegré al recordar que había
comprado gran cantidad.
Después del té —para ambos una comida taciturna y apagada
que tuvimos que compartir con su madre y un viejo amigo novelista
—, hube de dirigirme a St. Paneras para coger el tren de regreso a
Buxton. Estaba más triste y apática que nunca; cuántas cosas que
había querido decirle se quedaban en el tintero, y aun así no parecía
tener sentido añadir nada más. Finalmente, Roland me confesó con
amargura que no quería volver al frente; que había llegado a
aborrecer su inhóspita monotonía, y que aquel atisbo de Inglaterra y
de «la vida real» lo había llevado a odiarla aún más que antes.
En St. Paneras no encontramos un solo vagón vacío donde
poder charlar en los escasos momentos que nos quedaban, de
modo que nos resignamos a caminar por el ruidoso andén, sin
pronunciar palabras trascendentales y detestando con ardor al
grupo alegre y charlatán que se agolpaba en torno a la puerta de mi
coche.
—¡Daría lo que fuera con tal de que no existiera más gente en
este mundo! —exclamó, irritado.
—Estoy de acuerdo —dije, y añadí, con cansancio, que para
colmo yo tendría que aguantar su agradable compañía en el
iluminado vagón restaurante durante todo el trayecto hasta Buxton.
—¡Maldita sea! —respondió.
Pero cuando, de repente, el chillido del silbato atravesó como un
puñal el maremágnum de sonidos, nuestra decisión de no besarnos
en un andén atestado de gente se desvaneció junto con la
conciencia de la exasperante presencia de la multitud. Demasiado
airados y deprimidos para permitirnos el lujo de la timidez, nos
abrazamos y nos besamos, presas de una desolada desesperación.
—¡No voy a asomarme por la ventanilla para despedirme con la
mano! —le advertí, a lo que él repuso, incoherente: «¡No, no lo
hagas!».
Para mi sorpresa, pues la tensión me impedía llorar, vi que
Roland se enjugaba rápidamente los ojos con el pañuelo, y en ese
instante, cuando ya era demasiado tarde para reaccionar o para
demostrar que lo había entendido, me di cuenta de que me quería
mucho más de lo que yo había supuesto o él había expresado. Por
lo demás, me dio mucha pena que él tuviera que luchar contra las
lágrimas cuando yo no tenía ninguna gana de llorar, y el intolerable
deseo de consolarlo cuando no había tiempo me puso furiosa por el
dolor frenético de tan impotente anhelo.
Y entonces, de repente, el silbato sonó otra vez y el tren se puso
en marcha. En el momento en que el grupo escandaloso se apartó
de la puerta, Roland se aupó al estribo, me agarró la mano y,
llevando mi cara hacia la suya, me besó en los labios con una
repentina vehemencia inspirada por la desesperanza. Yo le devolví
el beso, y logré susurrarle un «¡Adiós!». Al segundo siguiente,
Roland caminaba veloz por el andén, cabizbajo y muy pálido.
Aunque había dicho que no lo haría, me asomé por la puerta cuando
el tren abandonaba la estación y lo vi avanzar entre el gentío. Pero
él no se dio la vuelta.

12

Supongo, puesto que estuve sentada a una mesa del vagón


restaurante, que aquella noche cené algo, pero no recuerdo nada de
las cuatro horas siguientes; solo volví en mí cuando me tocó
cambiar a la línea local en la estación de Miller s Dale. Era casi
medianoche, y una luna gélida, desabrida e indiferente, relucía por
encima de las colinas azul oscuro. Aturdida, observé su contorno
familiar, y me pareció que me decía: «¡Has cambiado! ¡Todo ha
cambiado!».
En casa me encontré con un revuelo que habría dado cualquier
cosa por evitar, sobre todo aquella noche; un revuelo que me
recordó que en tiempos de guerra, más que en otras circunstancias,
la vida no era más que una sucesión imparable de maldiciones. La
criada vino a mi encuentro en la estación de Buxton con la noticia de
que ese día había llegado un cable de Edward; su batallón había
recibido orden de partir hacia Francia esa misma noche, y mis
padres habían salido corriendo a Farnham para despedirse. Helada
e indescriptiblemente cansada, entré en la casa desierta presa de la
náusea de saber que el destino enviaba al mismo tiempo a la boca
del lobo a las dos criaturas que yo más quería en el mundo. Si lo
hubiera sabido, pensé, hecha un guiñapo, habría podido ir a
Farnham yo también; justo tenían que mandar al frente a mi
hermano el único día en que no se me podía localizar por telegrama.
Aunque las tres sirvientas habían estado ociosas toda la tarde,
ninguna de ellas se ofreció a ayudarme a deshacer la maleta o a
prepararme una taza de té, y yo estaba demasiado sumida en el
pesar para pedirles nada. Temblando, y con una sensación de
soledad indecible, me senté encima de la maleta sin saber muy bien
lo que hacía, demasiado exhausta para llorar, para deshacer el
equipaje o para meterme en la cama. No parecía quedar nada en el
mundo, pues sentía que Roland se había llevado consigo todo mi
futuro, y Edward, todo mi pasado. De modo que, en lugar de intentar
dormir, me senté frente al escritorio y empecé a escribirle una carta
a Roland.
«La única palabra que se me ocurre para definir la sensación
que esta noche me transmite la casa vacía es désolée, algo menos
pasivo que “depresión” pero más activo que “soledad”. […] Estoy
tratando de rememorar la calidez y la fuerza de tus manos anoche,
al agarrar las mías en el acantilado de Lowestoft. Tan esencialmente
Tú. Todo esto es como un sueño. Cada vez que he regresado a mi
casa en el último tren, y no han sido pocas, he visto la luna brillar
sobre las montañas; sin embargo, nunca como esta noche. […] Me
habría sentido muy agradecida si hubiera podido refugiarme en
algún lugar y llorar. Mais… que voulez-vous? Una no llora en un
vagón restaurante bien iluminado y lleno de ignorantes. Una estudia
la carta y finge disfrutar de la cena. Y más tarde, cuando los
ignorantes bien alimentados se amodorran, una contempla la
oscuridad azulenca, y sueña con el sueño, y le escuecen los ojos,
pero a esas alturas las lágrimas ya no curan el dolor».
A lo largo de todo el día siguiente, en el hospital, me sentí
atrapada en la imprecisión siniestra y mecánica de las pesadillas.
Por la tarde llegó una nota brevísima de Roland, que no hizo sino
renovar con vehemencia el ardor de la pena y la impotencia que se
habían apoderado de mí en la estación de St. Paneras.
«No he podido girarme, niña mía», empezaba; «me habría
echado a llorar. Te escribo estas líneas en un taxi inmóvil en una
esquina de Russell Square. Me parece que el conductor piensa que
estoy un poco loco por pagarle a cambio de quedarme aquí sentado,
sin intención de ir a ninguna parte. Pero, aunque ya ha pasado la
hora de cenar, no consigo reunir fuerzas para salir de aquí. […] No
sé qué quiero hacer, y no me importa nada salvo volver a estar
contigo […]».
Esa misma tarde, mis padres regresaron a casa, agotados y
exasperados, y me contaron que al final el viaje a Farnham había
sido en balde. Podría haberse evitado al menos una parte de la
desolación de la víspera, pues aunque el regimiento de Edward
había ido a Francia, mi hermano, junto con otros ocho subalternos
supernumerarios —entre ellos, el amigo con quien compartía
acantonamiento desde hacía tiempo— se habían quedado atrás con
el fin de unirse al 13.° Batallón de Reserva.
Edward atribuía la exclusión al hecho de que su comandante de
más edad le tenía ojeriza. En una desesperanzada misiva que le
mandó a Roland —y que este me reenvió más tarde con la
esperanza de que explicase tan insatisfactoria situación—,
expresaba en términos clarísimos su opinión acerca del escéptico
comandante, y añadía con pesadumbre: «Supongo que es inútil
deprimirse, y me figuro que el futuro me deparará algo bueno, tarde
o temprano. Como tú dices, las complicaciones que ha encontrado
nuestro Triunvirato al intentar llevar a cabo esa cosa tan ordinaria
que los hombres llaman luchar por el propio país han sido
descomunales: dificultad para conseguir una misión, retrasos
provocados por enfermedades, y mis dificultades insuperables a la
hora de salir de aquí».
La decisión de dejar atrás a Edward —aunque, como él mismo
afirmaba, no se encontraba ni entre los ocho oficiales más
inexpertos ni entre los ocho más incompetentes— supuso, qué duda
cabe, una forma de humillación de lo más satisfactoria para el
prejuicio del coronel, pues era una fea experiencia que lo enviaran a
Lichfield mientras el 11.° Batallón marchaba al frente con un amplio
número de oficiales novatos que no conocían a sus hombres. Con
todo el dolor de su corazón, Edward tuvo que ver marchar al pelotón
que había dirigido durante nueve meses. Al enterarme de la noticia
concluí para mis adentros, sin sorpresa ni aflicción, que mi hermano,
amante de la música y de la paz, seguramente no daba la talla como
soldado, pero los acontecimientos me demostrarían lo equivocada
que estaba.
En vista de que los tres estábamos demasiado cansados para
manifestar nada que no fuese laconismo, les conté a mis padres sin
preámbulos que me había prometido con Roland. Una vez asimilada
la noticia con menos revuelo del que yo había temido, decidieron
hacerlo público, y a pesar de que me opuse con éxito a que
publicaran un anuncio en el Times, no pude evitar que mi intimidad,
celosamente guardada, se viera invadida durante las semanas
siguientes por los grotescos comentarios de felicitación de parientes
y amigos.
«A juzgar por lo que dice todo el mundo, Rowland debe de ser
un muchacho muy amable y sensible», comentó mi abuela, aunque
me resultó más fácil de perdonar aquel singular cúmulo de
imprecisiones que las conclusiones injustificadas de la tía que
escribió: «He oído por ahí que, si no llega a ser por esta guerra
espantosa, ahora estarías estudiando en Oxford. ¡Ya entiendo por
qué tenías tantas ganas de ir a la universidad!».
«No puedo evitar entristecerme», le señalé a Roland, «cuando
pienso que, o bien muy pocas personas han amado de veras, o bien
han olvidado ya cómo era».
Entretanto, las cartas que me llegaban del «muchacho amable y
sensible» seguían estando muy lejos de ser «sensibles».
«Desde que no estoy contigo, todo me transmite una sensación
de polvo y cenizas», me escribió en su último día en Londres. «En
parte, me alegro de volver mañana. Si no puedo estar contigo,
prefiero irme lo más lejos posible. […] Y, al no poder hacerlo, siento
un disparatado deseo de volver a Francia antes de lo necesario, y
dejar todo lo demás para el recuerdo».
De nuevo en el acantonamiento, continuó en un tono similar:
«Ahora importa muy poco que haya vuelto, después de todo, muy
poco que haya visto y hablado con lo que ya no era un sueño, sino
una realidad, y que en Mi Señora de las Cartas haya encontrado a
una Princesa de carne y hueso. […] Me siento agotado y muy, muy
triste, casi como (tal y como se dice de Lyndall) “un niño entristecido
por un largo día de juegos”. […] Los árboles del jardín reflejan la luz
del sol, y un pájaro canta detrás del seto. Me siento como si alguien
hubiera desenterrado mi corazón para ver cómo crece».
Mientras agosto se transformaba imperceptiblemente en
septiembre, sus cartas dominaban mis días. Durante dos o tres
semanas llegaba una casi cada mañana o cada tarde, y el hospital
quedó relegado a un segundo plano, igual que los exámenes de
principios de año, si bien hubo momentos en los que añoraba, muy
a mi pesar, la tranquilidad perdida del trabajo constante y ajeno a
distracciones apasionadas.
«Qué bien me las habría arreglado yo sin amor —antes de que
llegara—, solo con mis ambiciones y mi trabajo», escribí en mi
diario. «Ahora nunca podré volver a trabajar con vistas a victorias
terrenales con la concentración desinteresada de otra época. Qué
agradable cuando solo tenía que preocuparme por mí, y por nadie
más. He perdido para siempre la paz interior; ya nunca la recuperaré
del todo».
Cuántas tonterías podía llegar a decir la gente acerca de los
ennoblecedores efectos del sufrimiento. «Sin duda, la filosofía que
defiende que el alma prospera mediante el dolor y las penurias está
en lo cierto… en última instancia. Pero no creo que al principio sea
así. En un primer momento, el dolor que traspasa ciertos límites nos
deja exánimes, y apáticos hacia cualquier cosa que no sea el propio
dolor».
Esa apatía eclipsaba la buena disposición inicial con la que
había abordado el trabajo en el hospital; ahora que se había
terminado el permiso de Roland y no había motivos para la ilusión a
corto plazo, las interminables caminatas por suelos de piedra
resultaban más agotadoras que nunca. Mis días, le contaba a
Roland, discurrían con el espíritu de la «Renuncia» de Alice Meynell:

No debo pensar en ti; cansada, pero fuerte,


rehuyo el pensamiento gustoso que me ronda:
pensar en ti… y en el lejano cielo azul,
y en el pasaje más hermoso de una canción.
Más allá de los pensamientos que se amontonan
en mi pecho, tu imagen espera, oculta pero luminosa;
aunque nunca, jamás, debe revelarse;
tengo que privarme todo el día de ti.
Mas cuando el sueño acude a concluir la ardua jornada,
cuando la noche da tregua a mi larga vigilia,
y se aflojan todas mis ataduras,
y descubren mi voluntad como prendas desechadas,
con el primer sueño del primer letargo
corro, corro, y me refugio en tu corazón.

Su tierna respuesta decía así:


«Tu fotografía […] está ahora encima de la mesa, delante de mí,
apoyada en la lamparilla; y qué ojos tan tristes, “como si” (según
dice Walter Pater de La Gioconda) “se hubieran reunido todos los
finales de este mundo dentro de esa cabeza diminuta”. […] Los ojos
de Lyndall debían de ser parecidos. Me pregunto por qué siempre
os he imaginado juntas. […] Se me ha hecho muy tarde. He
dedicado más tiempo a pensar que a escribir, me temo, y cuando
vuelvo a la vida me encuentro con la pluma todavía en la mano. Voy
a dar un beso de buenas noches a la fotografía, como haces tú con
mi amatista […]».
¿Tan triste era mi fotografía, ese retrato pequeño que me habían
hecho justo antes de los días de Navidad pasados en Londres que
tan remotos me parecían ahora? Debería haber sido una imagen
feliz, ya que el miedo que ahora era angustia insistente se perfilaba
solo como remota posibilidad.
«Los pensamientos y sensaciones […] que he experimentado
estas últimas semanas destruyen la fase primera de la juventud, su
frescura despreocupada y alegre», le confesé a Roland. «Lo primero
que me llamó la atención el otro día fue que había desaparecido en
ti… si es que alguna vez la tuviste. Y me temo que ni todas las
compensaciones del mundo nos la devolverán, ni a ti, ni a mí. Una
vez que sabemos ciertas cosas, no podemos volver a ser como
antes de la revelación. Pero me imagino que de nada sirve
lamentarse por las hojas muertas de este último año. Ni todas las
lágrimas del mundo lograrían reverdecerlas. Quizá cuando todo
haya terminado descubramos que otras cosas, cosas mejores, han
arraigado entre el moho que dejaron las otras al morir».
A principios de septiembre conocimos la noticia de la primera
víctima de la familia. Un primo de Irlanda había muerto a
consecuencia de una herida causada en el desembarco de Suvla; el
impacto de bala detrás de la oreja no había sido grave, pero el chico
había pasado una semana entera en Mudros sin recibir cuidados, y
para cuando un cirujano saturado de trabajo lo operó, demasiado
tarde, en el abarrotado Aquitania, mi primo ya había desarrollado
una septicemia cerebral. Yo casi no lo conocí, pero fue
sobrecogedor descubrir que se perdían vidas por falta de servicios
médicos en el Mediterráneo. ¿Se estaba repitiendolo ocurrido en
Scutari, sin una Florence Nightingale que salvara la situación?
«La escasez de médicos», comenté, «debe de ser un problema
tremendo; sin embargo, cuando las doctoras que ahora se reclaman
a voces empezaron a formarse, se encontraron con todos los
obstáculos habidos y por haber».
Por entonces no sabía que, cuando el grupo de facultativas que
más tarde organizó los Hospitales Femeninos de Escocia en Francia
y Serbia se había puesto al servicio del Ministerio de la Guerra en
1914, la respuesta había sido que a las mujeres solo se les exigía
que se estuvieran calladitas en sus casas. No obstante, era
penosamente consciente de que, al margen de la demanda de
doctoras y enfermeras, las mujeres, en la guerra, valían muy poco
salvo como apéndices de los soldados. Debió de ser por esas
fechas cuando recorté y envié a Roland un anuncio extraordinario
del consultorio sentimental del Times: «Señora, prometido
asesinado, con mucho gusto desposará oficial totalmente ciego o
incapacitado por la guerra».
¿Sería su manera de recordar aparentando haber olvidado?, me
pregunté. ¿Se sentiría inútil y poco deseada, o tal vez quería olvidar
realmente? Presa del repentino temor a que, a pesar de la
conversación en el acantilado en Lowestoft, Roland me considerase
capaz de semejante proceder, le imploré que me creyera si le decía
que, pasara lo que pasara, no podía aspirar a nada mejor que el
recuerdo.
«Será imposible olvidarte, Roland, salvo tal vez en la muerte.
Pues en ese caso —y reconozcamos que no podemos sacar
ninguna conclusión— una puede verse obligada a olvidar, incluso en
contra de su voluntad. Nunca he comprendido el ideal del nirvana
(del que tú a veces te congratulas, ¿no es cierto?). Yo preferiría
sufrir una eternidad de dolor que no ser nada. […] Me asalta una y
otra vez el feroz deseo de escribir algo, da igual el qué, solo que las
bobadas no me sirven. ¿Y si escribiera una autobiografía? ¿Se
puede hacer un libro a partir de la propia esencia? Tal vez sí, en el
caso de que una se encontrara con su don despojado de todo
cuanto hacía que valiera la pena, y no quedase nada. […] Hace una
tarde fría y deprimente; el cielo está tan plomizo como si viniera
cargado de nieve. He tenido una mañana insufrible en el hospital,
por culpa, sobre todo, de la responsable, quien, por azar y
totalmente en contra de mi voluntad, se enteró el otro día de que
estamos prometidos».
Desde entonces, le contaba, mi popularidad con aquella
solterona censuradora y vigilante no había aumentado
precisamente. «Me pregunto», concluía, «si de verdad me considera
digna de envidia».
Sin embargo, su respuesta me dio la sensación de que, a pesar
del dolor y la aprensión, tal vez, en el fondo, sí que podía ser
envidiable.
«La tarde resplandece con la lánguida calidez del verano que
muere», me escribía desde las trincheras. «El sol es un escudo de
oro bruñido en un mar de turquesa; las abejas se posan en el trébol
que cuelga de la trinchera; y mi yo superficial y amante de la belleza
se permite ser muy consciente del júbilo de estar vivo. Es una
lástima matar a gente en un día así. En cierta manera, supongo, es
una lástima matar a gente cualquier día, si bien hay discrepancia de
opiniones (incluso mías) a este respecto. Al igual que a Waldo, me
encanta estar al sol y, como él, no tengo una Lyndall con quien
estar. Pero esto era el último verso de su poema; del mío, en
cambio, no es más que el primero. […] Últimamente, mi madre me
ha preguntado un par de veces si me gustaría entrar en el Ejército
regular, convertirlo en mi profesión. […] Y, bueno, en vista de que
hasta ahora he desarrollado el servicio académico a costa del
activo, me siento en sintonía con el Rafael del poema de Browning,
y preferiría mil veces obtener una Cruz del Mérito Militar al Premio
Nobel, tal vez porque es lo más opuesto a lo que casi todo el mundo
esperaría de mí. “¿Qué será del soneto de Rafael, de la imagen de
Dante?”. Qu’en dis-tu? […] Me pregunto qué te diría si ahora mismo
aparecieras en la entrada de la trinchera; imagino a la perfección
cómo pasarías del sol brillante a la penumbra, aunque no puedo
verte la cara. No creo que te dijera nada. No me saldrían las
palabras. Sin duda, me sentiría como un niño muy tímido en su
primera fiesta; y me limitaría a mirarte; y tú me mirarías y me
atravesarías con tus “húmedos” ojos; y reinaría una sensación de
inutilidad sin esperanza. Estoy seguro de que olvidaríamos la
intimidad que hemos conquistado con nuestras cartas. Y qué
tontería, ¿no te parece? ¡Pero si te he visto, intermitentemente, un
total de diecisiete días!».

13

La sensación de saberme digna de envidia duró muy poco.


A medida que avanzaba septiembre y se avecinaba la batalla de
Loos, cayó sobre todo el país una quietud preñada de ansiedad que
nos tenía a todos tensos, en suspense. Roland me hablaba de un
modo vago pero significativo de movimientos de tropas, de grandes
cambios inminentes, y parecía más obsesionado que nunca con la
idea de la muerte. En la carta donde me contaba que había
supervisado la reconstrucción de unas trincheras viejas dominaba
un tono lúgubre, y una repulsión y una acritud que nunca le había
visto expresar:
«Las trincheras están casi todas destrozadas, las alambradas da
pena verlas, y entre el caos de hierros retorcidos, maderos astillados
y tierra informe se encuentran los huesos sin carne, ennegrecidos,
de unos hombres cualesquiera que vertieron el vino rojo y dulce de
una juventud desconocida por algo tan intangible como el Honor, la
Gloria de la Patria o la Sed de Poder de algún otro. Quien crea que
la guerra es una cosa áurea y gloriosa, quien adore soltar palabras
de aliento y exhortación, invocando el Honor, la Alabanza, el Valor y
el Amor a la Patria con una fe tan irracional y ferviente como la que
inspiró a los sacerdotes de Baal a encomendarse a su adormecido
ídolo… Quien opine así, que eche un vistazo a la montañita de
harapos grises y humedecidos que cubren medio cráneo y una tibia
y lo que en otro tiempo fue una caja torácica, o al cadáver que yace
de costado, tal y como cayó, acuclillado, perfecto salvo porque le
falta la cabeza, y cubierto todavía por las prendas harapientas; ¡y
que se entere de lo grandioso y glorioso que es haber vertido toda la
Juventud, la Alegría y la Vida en un fétido cúmulo de espantosa
putrescencia! ¿Quién que haya conocido y visto todo eso puede
afirmar que la Victoria vale la muerte de tan solo uno de estos
hombres?».
¿Hubo realmente un tiempo en que yo también lo creí?
«Cuando pienso en estas cosas», le respondí, «me asalta la
sensación de que la espantosa Abstracción, el Dios Desconocido,
debe de ser un ídolo espeluznante y furioso ante el que no me
queda más opción que arrodillarme y suplicar clemencia, empleando
tal vez las palabras de un evocador himno de George Herbert que
solíamos entonar en Oxford:
¡Aplaca tu ira!
¡Tira tu cayado!
¡Oh, Señor,
elige el buen camino!».

La siguiente carta, que llegó apenas dos o tres días antes del
inicio de la batalla, plasmaba de manera aún más explícita la
proximidad del cataclismo.
«A lo lejos, a la izquierda, en la zona francesa, oímos la cosa
más aterradora de este mundo, incluso a distancia: los retumbos de
la artillería pesada, ya distantes, ya con fuerza, pero fundiéndose
siempre en un rugido atronador y monótono. […] Por la noche, el
cielo se iluminaba con los destellos, y se producía el extraño
parpadeo de un brillo amarillento e impaciente. […] Un día
espléndido, pero bastante caluroso para marchar. Esta mañana
estoy deliciosamente perezoso y diletante. En el fondo, sí que opino
que es una lástima matar, haga el tiempo que haga; aunque hay
quien se lo merece. A veces me pregunto si debería preocuparme
que me maten, pero en días así no puedo evitar el deseo
encarnizado de vivir. La vida es muy atractiva, aunque solo sea
como juguete con el que entretenerse».
¡Un juguete con el que entretenerse! ¡Y para mí semejaba un
gigante con el que enfrentarse! Esperar ese algo que todos parecían
convencidos de que ocurriría me dejaba reducida a un estado no
muy distinto de la locura. Me daba miedo meterme en la cama por el
agudo impacto de la certidumbre con la que despertaba cada
mañana, y sin embargo, cuando volvía del hospital, no me tenía en
pie del cansancio. Una tarde, vencida por la fatiga y la desdicha, me
dejé caer, sin desvestirme siquiera, al suelo de mi cuarto, y al alba
desperté dolorida y rígida, en la misma postura. Ni siquiera dormir
me procuraba consuelo, tan movidos y agitados eran los sueños de
cada noche. El tiempo, como sucede siempre en los tensos
intervalos que preceden un gran golpe, parecía detenerse por
completo.
No sabía estarme quieta en las horas libres de aquel septiembre
cálido y hermoso, y de nuevo montaba en bicicleta e iba hasta los
apacibles escenarios de mis conflictos mentales de la primavera.
Pasé toda una calurosa tarde en el duermevela de un delirio
atormentado junto a la orilla del río, cerca del sendero de Miller’s
Dale, escuchando el gorgoteo del agua con la misma ansiedad que
si oyera la artillería en Francia, y observando las briznas de hierba
parda meciéndose al viento en la vertiente opuesta.
El domingo 26 de septiembre llegó una escueta nota de Roland,
escrita tres días antes: «Todavía no he recibido confirmación, pero
dicen que muy pronto se cortará la comunicación por correo. Hinc
illae lacrimae. “Hasta que la vida y todo lo demás” […]».
Hiñe illae lacrimae era la máxima latina que habíamos acordado
emplear cuando Roland supiera que iba a entrar en acción. Edward,
que ese fin de semana estaba en casa de permiso, me alteró
todavía más al comentar que el correo no había vuelto a
interrumpirse desde que se restableció tras la retirada de Mons.
Desesperada, escribí y envié apresuradamente unas líneas: «Si
estas palabras resultan tornarse en Te moriturum saluto, tal vez
ilumine un tanto los momentos de oscuridad pensar que para
alguien has significado y significarás más que cualquier otra cosa.
Aquello por lo que has luchado no caerá en saco roto, nada de lo
que has hecho y has sido será en balde, pues formará parte de mí
mientras viva, y yo recordaré, siempre».
Al día siguiente llegó la noticia: por fin, dos grandes victorias,
anunciaba el Daily Mail con euforia a toda página. «¡La línea
alemana, atravesada en dos puntos! ¡Franceses y británicos toman
veinte mil prisioneros ilesos y treinta y tres cañones! Los aliados han
conquistado dos victorias espléndidas. Los británicos han avanzado
cuatro kilómetros en un frente de ocho al sur de La Bassée».
Poco a poco, pasados unos días en los que la espantosa lentitud
de las horas se antojaba como una tortura del infierno concebida
con esmero, llegaron las pesarosas y habituales enmiendas a
nuestra «gran victoria», y, un poco más tarde aún, las listas que
revelaban el precio que habíamos pagado por tan pírrica hazaña. A
pesar de que íbamos habituándonos al horror, el país entero se
quedó atónito ante la devastadora magnitud de las pérdidas en
Loos. Incluso a día de hoy, dieciocho años después, el 25 de
septiembre es junto con el 1 de julio y el 21 de marzo, una de las
tres fechas en las que la sección «In memoriam» del Times llena
toda una columna y buena parte de otra. El habitual rumor de que el
6.° de Sherwood Foresters había participado en la batalla sumió a la
totalidad de la población de Buxton en un estado de aprensión, y a
pesar de que, de nuevo, ese batallón en concreto se había salvado
de lo peor, pronto llegaron noticias de varios oficiales jóvenes
muertos en combate que de niños habían sido compañeros de
colegio de Edward. Pero de Roland todavía no sabía nada.
«Sueños, ideales, visiones impersonales se rinden hoy ante este
terrible amor humano», registra mi diario, «y, a esta hora, mi
corazón solo conoce una plegaria».
Cuando por fin recibí carta, el 1 de octubre, descubrí que el
pavor que me había sumido en la agonía era infundado, y que tras
prepararse en dos ocasiones para «meterse de lleno», el regimiento
de Roland se había librado de participar en la batalla.
«¡Ay, Roland!», respondí. «Esta exclamación encierra todos los
comentarios que tengo que hacer a la situación. No paro de leer que
“la ofensiva aliada continúa”, así que supongo que en esas andas
ahora mismo. Pero estaba convencida de que habrías participado
en ese espantoso combate. […] A ti, que te encuentras allí y sabes
lo que sucede, te resultará imposible ponerte en la piel de quienes
estamos aquí y no sabemos ni recibimos noticias. No tienes ni idea
de lo que […] estos últimos días han sido para la señora L. y para
mí. ¡Ojalá algún día leas las cartas que nos hemos dirigido! Por mi
parte, llevo desde el lunes sin hacer nada […] aparte de escudriñar
la cancela, y salir al paso de todos los mensajeros que circulan por
delante de nuestra casa. […] Espero que me reclamen desde
Londres de un momento a otro. Ya empiezan a llegar heridos a
Inglaterra, y dentro de poco habrá una auténtica avalancha».
Tenía el pálpito de que me llamarían muy pronto. Temía aquella
llamada, a pesar de que había reflejado en el diario mi deseo de que
se produjera.
«Será un alivio dejar de escuchar todas las noches que parezco
agotada. No estar agotada es un incordio, y estarlo, más todavía».
Una tarde de octubre quedé en el pueblo con una estudiante de
Somerville que vino de visita; sus comentarios sobre mis planes de
trabajar al servicio del conflicto me indignaron hasta el extremo de
desviar temporalmente mis pensamientos de la batalla, todavía en
su apogeo.
Le conté a Roland: «No ha parado de repetir con mucho
sarcasmo que suponía que ni me planteaba volver a Somerville. […]
Todo el mundo se piensa que me he ido por falta de estabilidad, y
por buscar […] un poco de emoción. (¡Me encanta que la enfermería
se considere emocionante!). […] Mi antiguo profesor de Música ha
llegado a decirle a mi madre: “Lo ha dejado, ¿no? Ya se lo decía
yo… Sabía que se cansaría enseguida”. A veces, cuando pienso
[…] en la ciudad de mis sueños, con sus torres grises y sus
atardeceres otoñales, y en el cuartito donde, rodeada de libros, solía
leer Tess de los d’Urberville ante un fuego resplandeciente a las
doce de la noche, no puedo por menos que gritar para mis adentros:
“¡No soporto ser enfermera! ¡Qué harta estoy de esta guerra que no
se acaba nunca!”. Y entonces pienso en ti, expuesto al peligro y a la
oscuridad, y al frío, y a la lluvia, ¡la criatura más hermosa, mil veces
más harto que yo! […] Última mente, los que parecen conocer todos
los detalles sobre el desenlace de la guerra —y se muestran más
agoreros de lo normal— se están desdiciendo y aluden a una
profecía del Apocalipsis, ingeniosísima y de lo más apropiada,
protagonizada por una bestia de siete cabezas y diez cuernos (el
káiser, por supuesto): “Y se le dio autoridad para actuar durante
cuarenta y dos meses”. Por lo tanto, sostienen, la guerra terminará
en enero de 1918. Magnífico, ¿a que sí?».
Durante todo aquel otoño, Edward esperaba que lo mandasen a
Francia para incorporarse a alguno de los numerosos batallones de
Sherwood Foresters que ya estaban en el continente; en
consecuencia, sus «últimos permisos» fueron legión, y una vez
invitó a dormir en casa a su amigo más querido del regimiento, un
joven subalterno que todos conocíamos como Geoffrey La primera
vez que pisó nuestra casa, aquel idealista reticente con proyectos
de abrazar los hábitos y trabajar en una parroquia de barrio pobre se
mostró tan tímido que sus escasos comentarios nos resultaron casi
inaudibles. Mi hermano me explicó que Geoffrey era demasiado
reservado para desenvolverse en sociedad; sin embargo,
precisamente su falta de autoestima provocaba que fuera muy
querido entre sus asistentes y sus hombres.
No me sorprendió; desde la primera vez que lo vi, experimenté
una atracción indefinible hacia su desconcertante y escurridiza
sequedad. Geoffrey detestaba la guerra, y si bien el papel de cura
humilde le habría procurado toda la felicidad que fuera capaz de
sentir una persona de temperamento franciscano en un mundo
materialista y egoísta, como oficial con las trincheras en el horizonte
perdía la seguridad en su propio valor y se sentía profundamente
desdichado. Su cualidad más sorprendente tal vez fuera su belleza,
que no recuerdo que ningún otro joven haya igualado jamás. Con
más de metro ochenta de altura y una complexión fuerte y
proporcionada, tenía unas facciones muy marcadas y más bien
llamativas: mirada profunda azul grisáceo, pestañas negras y pelo
castaño, ondulado y muy abundante. Debido a la oportuna
secuencia de sus respectivas iniciales, Edward y él eran conocidos
en el batallón como «Brit y Gryt».
«La opinión pública», le señalé a Roland, «ha encumbrado como
una noble virtud femenina el hecho de que consintamos la partida
de chicos como ellos y como tú a regiones donde seguramente
serán aniquilados de un modo brutal y degradante que no
permitiríamos en animales. […] Algo que a mentes más cuerdas se
les antoja más bien como un motivo de peso para encerrar a la
mitad de la nación en un asilo para criminales trastornados».
El semestre en que yo había entrado en Somerville y Edward
había pasado unas pocas semanas en Oxford, Geoffrey había
estado también allí, en University College. Tras seguir los avances
de la nueva expedición aliada en Salónica, y haber examinado con
sensaciones encontradas las invectivas de la prensa a cuenta del
fusilamiento de la enfermera Edith Cavell[16], los tres leímos con
suma tristeza en el Times del 15 de octubre el consabido relato de la
inauguración del año académico en Oxford, y especulamos acerca
de si alguna vez volveríamos a ver como estudiantes los muros
grises engalanados con las colgaduras escarlata de las enredaderas
otoñales. Y yo me pregunté si Roland leería aquel artículo en
Francia, y si compartiría la angustia de nuestra añoranza y la
amarga firmeza de nuestra determinación de seguir repudiando una
vida académica que en otros tiempos habíamos elegido con ardiente
entusiasmo.
Al día siguiente, como para justificar mi decisión de no querer
saber nada de la universidad, recibí una notificación de Devonshire
House en la que se me instaba a personarme en el Hospital General
n.° 1 de Londres, en Camberwell, el lunes 18 de octubre. Al mismo
tiempo, me llegó una postal de Betty en la que me decía que ella
también había recibido orden de presentarse en la misma unidad.
Veinticuatro horas más tarde, en medio de los raudos preparativos a
los que llegaría a acostumbrarme y hastiarme durante los tres años
siguientes, me permití un paseo por los caminos de siempre para
despedirme a toda prisa de los lugares a los que guardaba cariño,
incluso en Buxton, por tenerlos asociados con Roland. Puede que
pase mucho tiempo, pensé, hasta que vuelva a verlos, y no me
equivocaba, pues no he vuelto a visitar el pueblo desde aquella
tarde de domingo. Las hojas caían veloces, y un crepúsculo
brumoso extinguía los tonos otoñales, sumiéndolos en la grisura.
Ahora que había llegado el momento de marcharme, me embargaba
la melancolía, y también un poco de miedo.
A la mañana siguiente, sobriamente equipada con mi uniforme
nuevo del Destacamento de Ayuda Voluntaria, tomé por última vez
el primer tren de Londres, y dije adiós para siempre a mi juventud
provinciana.
CAPÍTULO V
CAMBER WELL O LA MUERTE

Hay un llanto en el mar


y el Año Viejo ya está moribundo.
Las alas nocturnas lo han traído.
Hay un llanto en el mar,
y el corazón del gran mundo suspira
por lo que no pudo ser.
Hay un llanto en el mar
y el Año Viejo ya está moribundo.

R. A. L., «TRIOLET», 1913

Después del firme confort a la vieja usanza de la casa de Buxton,


me resultó extraño pasar a ser poseedora de una cuarta parte de
una habitación sin moqueta dividida en cubículos por unas cortinas
muy lavadas de un color irreconocible, y una cama, un lavamanos y
una cómoda como representación de mis posesiones terrenales. Me
percaté con espanto de que no había ni siquiera una estantería o
una repisa capaz de sostener dos o tres libros; tendría que
almacenar los pocos que llevaba conmigo en el inaccesible baúl
militar que me correspondía.
Nada más deshacer el equipaje, me senté en la cama de mi frío
e incómodo cubículo y le escribí una breve misiva a Roland,
apoyándome en la tapa de una caja vieja.
«Esta noche siento una mezcla de extrañeza, independencia,
abatimiento y unas cuantas cosas más. Aunque en realidad me
encuentro más cerca de ti, en cierto modo te siento cada vez más
lejano. Escríbeme enseguida», le imploraba, «Londres… el Londres
más oscuro… también te manda besos, y desea (¡ay, más que
nunca!) volver a verte muy pronto».
Betty y yo, convertidas en «efectivos» insignificantes del Hospital
General n.° 1 de Londres en Camberwell —la ampliación militar del
Hospital St. Bartholomew—, nos presentamos ante la jefa de
enfermeras aquella misma tarde. Luego supimos que éramos de las
más jóvenes de la plantilla, en la que solo había otras dos
voluntarias «menores de edad». El edificio principal del hospital, un
vasto college rojo, con gabletes y cubierto de enredadera, es
todavía una de las pocas construcciones dignas que se encuentran
en la zona asilvestrada, lúgubre, deprimente y sucia del sureste de
Londres, con sus aceras sembradas de papeles, sus mezquinas
callejuelas y sus casonas viejas y feas que se caen de sórdida
descomposición. El inmueble, antes utilizado —y ahora de nuevo—
como centro de formación de profesores, fue requisado a principios
de la guerra para destinarlo a uso hospitalario, junto con varias
escuelas primarias adyacentes, el parque que había justo enfrente y
la pensión satélite que quedaba a tres kilómetros de distancia, en
Champion Hill.
A esa pensión nos enviaron con nuestras pertenencias a Betty y
a mí tan pronto como comparecimos. Nuestro taxi atravesó
Camberwell Green hasta Denmark Hill y giró en lo más alto de
Champion Hill, enfilando un camino vecinal agradable sombreado
por árboles, y nos dejó delante de un edificio sucio, cuadrado y
sólido de piedra gris con ventanas inmensas sin cortinas. Cercado
de olmos y avellanos, alto, viejo y tiznado, transmitía lobreguez y
olía a humedad; no nos habría sorprendido descubrir lápidas en el
jardín.
En aquel punto de la contienda, las enfermeras de carrera,
militares y civiles, que se habían incorporado al Servicio de
Enfermería Militar Imperial de la reina Alexandra o a la Reserva de
la Fuerza Territorial, albergaban aún suspicacias hacia las jóvenes
aficionadas sin apenas formación de cuya asistencia —empezaban
a comprender, consternadas— estarían obligadas a depender
mientras durase la guerra. Solo una decena de voluntarias había
precedido al grupo del que yo formaba parte, y las disposiciones
para darnos la bienvenida fueron un ejemplo paradigmático del
espíritu que nos poseía como nación en pos de la «victoria».
Sigue resultándome incomprensible que ni siquiera el cuerpo
médico —tanto masculino como femenino— se diera cuenta de
hasta qué punto la supresión de fatigas evitables podría haber
incrementado la eficacia de unas jóvenes saturadas de trabajo y
poco cualificadas; por no hablar de que, sabiendo desde al menos
seis meses antes que se incorporarían voluntarias a la plantilla,
podrían haber preparado la pensión antes de nuestra llegada, en
lugar de esperar a que ya estuviéramos allí. Pero por aquel
entonces no había un Instituto de Psicología Industrial que
propusiera estándares a las organizaciones profesionales, y una
gran parte de nuestra vida militar se vio contaminada por una falta
de iniciativa parecida. A pequeña escala, minaba la salud y hasta
costó la vida a algunas muchachas en hospitales; a gran escala, en
cambio, se traducía en falta de municiones, tentativas de mantener
posiciones con un número insuficiente de efectivos y aniquilación de
la infantería con nuestras propias bombas, altamente explosivas.
Teníamos que estar en el hospital todas las mañanas a las siete;
allí desayunábamos, y empezábamos a trabajar a las siete y media.
En teoría nos desplazábamos en los tranvías para obreros que
cubrían el tramo entre Champion Hill y Dulwich, pero en la práctica
iban tan abarrotados que no podíamos montar y nos veíamos
obligadas a recorrer a pie los dos kilómetros y medio que había
entre la pensión y el hospital, con frecuencia bajo una lluvia
torrencial y cargadas con maletines que albergaban delantales
limpios y mudas de zapatos y medias. Como los tranvías iban igual
de llenos por las tardes, el trayecto se repetía a menudo al final de
la jornada.
Hiciera el tiempo que hiciera, teníamos que empezar
puntualmente nuestro turno limpias, arregladas y de buen humor.
Dado que el vestuario de las voluntarias se encontraba en la planta
más alta del edificio, al cabo de cuatro tramos de escaleras de
piedra, teníamos que calcular un cuarto de hora para cambiarnos,
además de la media hora de caminata, para llegar a tiempo al
desayuno. Esto implicaba tener que salir de la pensión a las seis y
cuarto, tras levantarnos en torno a las seis menos cuarto y asearnos
con agua helada en la penumbra inhóspita del cubículo frío y mal
iluminado. Aparte de unos cuantos gruñidos por parte de las dos
mayores de las cinco ocupantes de la habitación, aceptábamos
aquellas innecesarias incomodidades con una resignación muda y
estoica. Las veces que llovía a mares cuando íbamos o volvíamos
por Denmark Hill entre la oscuridad que reinó todo aquel otoño tan
húmedo, Betty y yo nos infundíamos ánimo pensando que por fin
empezábamos a atisbar lo que significaba el invierno para los
hombres que se encontraban en las trincheras.
Las caminatas pasadas por agua y en ayunas a esas horas de la
mañana provocaron no pocos enfriamientos y otros pequeños
achaques en unas chicas cansadas y todavía sin curtir en una vida
de adversidades. Cuando ya me había marchado de Camberwell me
contaron que una voluntaria que vivía en la pensión había muerto de
pulmonía y que a raíz de ello se había establecido un servicio de
traslado en ambulancias tanto por la mañana como por la tarde,
pero hasta entonces nadie proporcionó, ni sugirió siquiera, un medio
de transporte alternativo para nosotras. Al parecer, a las autoridades
que nos acantonaron sin pensárselo dos veces en una vivienda
vieja, alejada y mal acondicionada tampoco se les pasó por la
cabeza que unas jóvenes inexpertas en contacto continuo con
heridas sépticas, escupideras y cuñas, y cuyos pies siempre
mojados iban acusando cada vez más dolores por culpa de los
paseos interminables sumados a las horas y horas de estar de pie,
requerían al menos un baño diario si deseaban mantener la buena
salud.
Para satisfacer las necesidades de unas veinte mujeres, la
pensión contaba con un único cuarto de baño, helado y equipado
con un calentador viejo que transmitía muy poca confianza. El
aparato tardaba veinte minutos en cubrir la mitad de la bañera con
agua tibia, y dado que las cenas del hospital no terminaban antes de
las nueve y las luces de la pensión debían apagarse pasadas las
diez, no había tiempo tras el viaje Denmark Hill arriba para que más
de dos personas usaran el baño. Tan caprichoso era el calentador
que la anciana gobernanta de la pensión no permitía que nadie lo
manipulase. Mientras el hilillo de agua templada caía en la bañera,
ella permanecía plantada junto al viejo cilindro, angustiada, al
parecer convencida de que si dejaba de mirarlo por un instante,
explotaría.
Muy probablemente, cualquier compañía de gas podría haber
instalado un calentador moderno en un santiamén, pero a nadie se
le ocurrió dar esa orden. Como varias enfermeras se alojaban
también en la pensión, las voluntarias corríamos muy mala suerte
cuando de apropiarse del baño se trataba, de ahí que con el
mordiente frío de noviembre nos las apañásemos sin más ayuda
que la de unas jarritas de agua templada para eliminar los olores y
contactos del día. Más tarde se instaló un segundo cuarto de baño,
un proceso que, como le conté a Roland varias semanas después,
«por lo que sea, requiere que se corte el suministro de agua
caliente. […] Una situación cuando menos divertida, teniendo en
cuenta que estamos en el centro de Londres». Durante los dos años
posteriores de servicio en el extranjero, jamás, salvo estando de
viaje, tuve que vérmelas con tantas incomodidades evitables como
las que me vi obligada a aguantar en el centro del mundo civilizado
en el año 1915.
Por mucho que he reflexionado sobre el asunto, no he logrado
determinar a quién atribuir nuestra deslucida recepción. Es muy
posible que en aquella circunstancia tan poco habitual nadie
atribuyera formalmente responsabilidades a nadie, y que, a la luz del
incurable optimismo y la hostilidad fundamental del ser humano a la
hora de asumir cualquier tarea no preestablecida como propia,
quienes hubieran tenido que ocuparse de las labores de
organización supusieran con esperanza que se habría encargado
cualquiera de los otros.
Sin embargo, abundaban otras variantes de organización y
regulación; imperaba la idea de que, sin una reglamentación
detallada de la conducta cotidiana, las intrusas aficionadas jamás
nos amoldaríamos al rígido esquema de la disciplina hospitalaria.
Como ya he comentado, empezábamos a trabajar a las siete y
media de la mañana y no salíamos hasta las ocho de la tarde; por lo
tanto, nuestro horario —incluyendo tres horas de descanso, más
media jornada semanal, a la que todas renunciábamos de buen
grado cada vez que llegaba un convoy o el pabellón estaba lleno o
entraban casos inusualmente graves— ascendía a doce horas y
media diarias. No se nos permitía sentarnos en los pabellones, y
casi nunca se nos comunicaban de antemano los tiempos de
descanso. El turno de noche, que transcurría entre las ocho de la
tarde y las ocho de la mañana durante periodos de dos meses,
implicaba doce horas de faena sin interrupción, aunque se concedía
una noche de libranza en medio. Por este trabajo recibíamos la
espléndida suma de veinte libras al año, además de un ridículo extra
para el uniforme y los costes de lavandería. Las dietas solo se
contemplaban en el caso del servicio exterior, pero en Camberwell la
comida, aunque monótona, nunca faltó.
Aquellas de nosotras cuyas carreras sobrevivieron a las
condiciones de Denmark Hill fuimos acostumbrándonos
paulatinamente a esa vida, mediante el proceso de asumir la mera
rutina. A todas se nos hincharon las manos y los tobillos, se nos
agrietó el cutis y nos salieron sabañones, pero raras veces
enfermábamos, y, no sé cómo, nos las ingeniábamos para no fallar
a nuestros quehaceres aun con resfriados, cólicos biliares,
neuralgia, dedos infectados y gripes incipientes. No se nos ocurrió
que habríamos estado más contentas y más sanas, y que
habríamos sido más competentes, si el horario de trabajo se
hubiese reducido, si hubiéramos gozado de más intimidad y
comodidades en la pensión, si se hubiesen eliminado las caminatas,
si se hubieran relajado las normas que prohibían que tomáramos
asiento en los pabellones, y si hubiéramos sabido de antemano
cuándo descansaríamos. Lejos de criticar a nuestros olímpicos
superiores, encarábamos las tareas de nuestro día a día con un
entusiasmo ahora raro entre mujeres jóvenes, dado que una
generación de posguerra más cínica, sabedora de lo fácilmente que
sus predecesoras fueron embaucadas debido a la ingenuidad de su
idealismo, tiende de manera natural a reaccionar con diversión y
desprecio ante esta actitud.
En aquella primera etapa, todas las faenas, desde el vendado de
una herida peligrosa hasta frotar las manchas de los protectores de
colchones, tenían un halo sagrado que las redimía en igual medida
del tedio y la repulsión. Nuestro único miedo era que nos
sorprendieran de brazos cruzados; no había destino más humillante
que el de ser devueltas a Devonshire House tras el mes de prueba
por «incompetentes». La tentación de explotar nuestro joven
entusiasmo debió de ser inmensa, y las autoridades militares no
opusieron ninguna resistencia al impulso.

2
La mayor parte de los pacientes de Camberwell eran soldados
rasos y suboficiales, pero la existencia de una pequeña sección para
oficiales me hacía fantasear con coincidencias fascinantes, aunque
improbables.
«Me pregunto», le escribí a Roland, «si un buen día no entraré a
trabajar y oiré de refilón a una simpática voluntaria hablar de un tal
teniente L. del 7.° Regimiento de Worcestershire que llegó en el
convoy de anoche. […] Pero sería demasiado bonito para ser
verdad. Esa clase de cosas solo ocurren en las novelas».
Mi primer destino fue un barracón para soldados rasos, ubicado
en el parque, con sesenta camas para casos quirúrgicos de
gravedad. El conocimiento de la psicología del varón impedido que
fui adquiriendo en los diversos hospitales donde trabajé durante la
guerra se detuvo en seco en la graduación de brigada, pues nunca
se me asignó a un pabellón de oficiales británicos más de unas
pocas horas seguidas. Al parecer, mi juventud y mi belleza aniñada
de caja de bombones transmitía la sensación, a todas las jefas bajo
cuyas órdenes trabajé, de que si me ponían a atender a oficiales
aprovecharía la ocasión para mejorar mis condiciones usando vías
no reconocidas oficialmente por las autoridades militares.
Cuando empecé a trabajar en el barracón, mis tareas consistían
sobre todo en preparar las bandejas de las curas y acomodar
extremidades en cabestrillos, labores de las que los celadores no
solían ocuparse porque les causaba mucha impresión la carnicería
de las lesiones al descubierto. Al poco de entrar vi cómo uno que
sostenía una palangana se desmayaba encima del paciente.
«Muchos enfermos no soportan ver sus propias heridas, y no me
extraña», anoté.
A pesar de que la primera cura en la que participé —una herida
gangrenada en una pierna, viscosa, verde y escarlata, con el hueso
al aire— me dio náuseas y me provocó un breve vahído, que
recuerdo como la mayor humillación, me preocupaba mucho más lo
que describí a Roland como «el ambiente general de falta de
humanidad» que las grotescas mutilaciones en troncos,
extremidades y rostros. La visión de las jefas del St. Bartholomew,
serenas, impávidas, eficientes, moviéndose por los pabellones
impermeables a la compasión merced a esa luminosa inmunidad
que parecen poseer las enfermeras sobradamente formadas, me
transmitía un temor intenso a adecuar mi individualidad a la
impersonal rutina de la organización.
«No se prevén más intereses que el que suscita el propio
trabajo», le conté a Roland en una de mis primeras cartas desde
Camberwell. «Como es natural, lo aborrezco. Las enfermeras
hospitalarias transmiten avidez y sequedad… parece que tuvieran
que eliminar cualquier rastro de calidez de su interior para poder
ejercer adecuadamente su trabajo. Yo, en cambio, preferiría sufrir
con mi trabajo antes que volverme inmune al dolor. Nada me pesa,
en realidad, mientras no implique perder mi propia personalidad, o
incluso anularla por un tiempo. Algo que, creo, no domino cuando
estoy contigo».
Tal vez fuera una suerte no saber que los meses en los que
tendría que hacer algo que detestaba se irían acumulando
inexorablemente hasta formar años enteros, ni imaginar que mucho
antes del final también yo me volvería indiferente al sufrimiento de
mis pacientes, debido al exceso de trabajo y la experiencia. Aun sin
la amargura de esa certeza me sentía muy desamparada, y tan
distanciada de eso que los filósofos denominan «el grupo de los
afines» como si me hubiesen encarcelado en uno de los círculos
menos «cultos» del Purgatorio de Dante. Mi primera experiencia con
los convoyes —un «¡A formar!» seguido por filas largas y lentas de
ambulancias, y la repentina saturación de los pabellones de cirugía
con hombres brutalmente heridos— supuso todo un alivio, pues me
privó de la posibilidad de reflexionar. «No he tenido tiempo de
preguntarme si iba a hacer bien las cosas o no», anoté; «había que
hacerlas bien, y punto».
Pero luego, el desconcertante contraste entre la idea de prestar
servicio y su expresión práctica —un contraste que se reducía a
medida que nuestros ideales disminuían con los años y la carga de
actividades despiadadas se incrementaba— me llevó a dirigir una
carta perpleja a Roland.
«Siempre me sorprende no reparar en todos los pensamientos
inspiradores que me han traído hasta aquí cuando estoy trabajando.
Antes creía que, por estar yo misma sometida a sufrimiento, me
sentaría bien aliviar el de otras personas. Pero ahora, cuando estoy
haciendo algo que sé que aligera el dolor de otro, lo veo únicamente
como mi deber. Pueden asaltarme pensamientos elevados antes o
después, pero nunca en el momento preciso en que actúo. O casi
nunca. Algunas veces, un pequeño detalle me hace detenerme y
experimentar unas intensas ganas de llorar en medio de lo que
quiera que esté haciendo».
A medida que el otoño húmedo y monótono daba paso a un gris
invierno, mis cartas se abreviaban y se volvían un tanto
melancólicas, aunque la certeza constante de que él padecía
molestias mucho mayores me llevaba a escribir de las mías como si
poseyeran un carácter humorístico del que yo apenas si era
consciente. Los fines de semana me resultaban especialmente
extenuantes, pues los sábados y los domingos los tranvías para
obreros interrumpían el servicio, y la caminata nocturna de regreso a
la pensión por las inmediaciones de Camberwell podía revelarse
más arriesgada que de costumbre.
«Me figuro el espanto absoluto de mi madre», le conté a Roland,
«si me hubiese visto la otra noche, a las nueve y cuarto, corriendo y
esquivando el tráfico de los suburbios de Camberwell Green, por
unas calles negras como boca de lobo, y mezclándome sin querer
con elementos de una asamblea de contratación, obreras de
fábricas de municiones e individuos que entraban y salían de
tabernas. Es muy emocionante ser una mujer desprotegida y sentir
que a nadie a tu alrededor le preocupa demasiado lo que te pueda
pasar, mientras no causes molestias».
Tras veinte años viviendo entre algodones, sin duda tenía la
sensación de que, cualesquiera que fueran los inconvenientes de mi
ocupación, al menos estaba conociendo la realidad de la vida;
sensación que mis padres compartían conmigo, y de qué manera,
pues todavía conservo una carta en la que contestaba con juvenil
superioridad a un angustiado intento que mi padre debió de hacer
para persuadirme de abandonar los rigores de los hospitales
militares y regresar a Buxton.
«Muchas gracias por la carta, para cuya respuesta no he
necesitado tiempo de reflexión», empezaba con suma
intransigencia, y añadía, con más determinación que diplomacia:
«Nada —aparte de la pura necesidad— me induciría a renunciar a lo
que estoy haciendo ahora mismo; perdería para siempre el respeto
que me tengo si permitiera que unas insignificantes adversidades de
orden físico me llevasen a abandonar el mejor trabajo que en estos
tiempos puede realizar una mujer joven. Con toda sinceridad os digo
que no decidí hacerlo porque pensara que no queríais o no podíais
proporcionarme un hogar confortable, sino porque deseaba
demostrar que era capaz de mantenerme con mis propios medios, y
en parte también porque, al no ser hombre y no poder ir al frente,
quería hacer lo siguiente mejor. No comparto que mi lugar esté en
casa, sin hacer nada o prácticamente nada; considero que, en estos
momentos, el lugar de una persona joven, fuerte y preparada se
encuentra allá donde más se la necesita. Y, de veras, no es un
trabajo tan duro; no lo sería ni aunque fuese una niña pequeña, que
no lo soy, pues a veces tengo la sensación de ser nonagenaria».
Por suerte, el contenido de la mayoría de las cartas que
mandaba a Buxton era más humano, por no decir infantil. Mi
insistencia a la hora de sugerirles a mis padres que me proveyeran
de dulces y galletas, o que viniesen a Londres y me llevaran a tomar
el té, perviven como recordatorios del importantísimo papel que
desempeñaron las comidas en las meditaciones de los jóvenes y
ardorosos patriotas durante la guerra.
3

Al margen de las nuevas experiencias, mi primer mes en


Camberwell se distinguió por la única riña de importancia que tuve
con Roland. Fue una mera discusión epistolar, pero no por ello
menos enconada, y el inevitable retraso entre carta y carta prolongó
y magnificó sus repercusiones emocionales.
El 18 de octubre, Roland había enviado una carta a Buxton
excusándose, con escasa gallardía, por la sequedad de sus últimas
comunicaciones, y explicando lo absorbido que lo tenían los
pequeños acontecimientos de la vida en el frente. Tan pronto como
recibí la misiva en Camberwell, la respondí con pesadumbre.
«No te enfrasques de más en tu pequeño mundo, aunque eso te
facilite las cosas. […] A fin de cuentas, la guerra no puede durar
para siempre, y cuando termine, nos alegrará ser tal como fuimos; si
es que vivimos para ver el final. ¡Ah, la vida! Qué curioso que le
pidiéramos tanto al universo, cuando ahora en cambio solo
suplicamos poder recuperar lo que antes dábamos por descontado:
que se nos permita vivir, seguir existiendo».
El 8 de noviembre todavía no había obtenido respuesta, ni tan
siquiera un comentario sobre el traslado de Buxton al hospital militar,
hecho que a mí se me antojaba como un acontecimiento
extraordinario. Empecé a creer que la guerra nos distanciaba, tal y
como yo había temido siempre, que volvía irreales unos valores muy
reales, y que presentaba como insignificantes las cualidades más
importantes. ¿Se había iniciado esa angustia del distanciamiento
porque Roland había perdido interés en mí, o la explicación se
hallaba en la terrible barrera de conocimiento con que la guerra
aislaba a los hombres que lo poseían de las mujeres que, a pesar
del amor que daban y recibían, permanecían en la ignorancia?
Es una de las muchas cosas que nunca sabré.
Sola como me encontraba, y desorientada, me resultó imposible
mantener la fría dignidad del silencio recíproco. Así pues, traté de
explicar que yo también comprendía en cierta medida la existencia
de esa barrera inevitable —la barrera casi física del horror y las
experiencias desagradables— que se había establecido entre
nosotros.
«Contigo», le decía, «no puedo enfadarme del todo. Porque
cuanto más destemplada y deprimida me siento en estos
espantosos días de noviembre, más lástima me inspira que estés
empezando a hacer frente a las agudas miserias del invierno tras las
penalidades de estos meses tan largos. Cuando la lluvia golpea sin
piedad los cristales a las seis de la mañana y tengo que salir y
encarar una jornada que no promete ni un destello agradable,
pienso que eso no es nada comparado con todos los inconvenientes
que te atormentan a ti cada día. […] Ahora mismo solo le pido una
cosa a la vida, y es que termine la guerra. Me pregunto hasta qué
extremo habrás cambiado después de todo lo que has visto y hecho.
Personalmente, tras algunas de las atrocidades que me veo
obligada a presenciar, creo que nunca volveré a ser la misma, y me
pregunto si, cuando termine por fin todo esto, me habré olvidado de
reír. El otro día solté una risa sin querer y me sentí muy rara.
Algunas de las cosas que veo en mi pabellón son tan horribles que
parece que no haya dispensa clemente en el universo que permita
que aquellas y la propia conciencia coexistan. Un día de la semana
pasada salí de la cura de una terrible amputación —la primera
después de la cirugía— con las manos manchadas de sangre y la
mente poseída por una furia apasionada contra las atrocidades de la
guerra, y deseando no haber nacido».
No tuve una visión clarividente que me mostrara los meses
siguientes, en los que no solo examinaría y sostendría, sino que
curaría sin ayuda y sin inmutarme el muñón tembloroso de un
miembro recién amputado; no existe espectáculo más lastimoso a
este lado de la muerte. Y tampoco Roland —que a esas alturas ya
se había habituado a ver amputaciones menos científicas pero más
rápidas merced a métodos muy distintos a los de la cirugía moderna
— dio señales de comprender ni mi repugnancia, ni mi rabia. Lo
cierto es que nunca respondió a aquel mensaje en concreto, pues al
día siguiente recibí su esperada carta, que, sin embargo, suscitó en
mí una irrupción de ira y aprensión mayor que cualquiera de las que
me hubiera provocado antes con sus palabras o sus acciones.
«No termino de hacerme a la idea de que estás ahí», escribía,
después de comunicarme con ostensible orgullo que lo habían
nombrado ordenanza de su batallón, «ahí, en un mundo de
pabellones alargados, enfermeras de pasos silenciosos, olores
amargos y pulcros, y una blancura chocante sobre todas las cosas.
Me pregunto si tu metamorfosis habrá sido tan completa como la
mía. Yo me siento un bárbaro, un hombre salvaje de los bosques,
rígido, limitado, funcional, un tirano en ciernes, tal vez; en absoluto
la persona que uno asociaría con los premios en un día de
graduación, con la poesía, o con un clasicismo diletante. Me
pregunto qué opinarían de mí los profesores de Merton, o si alguna
vez volveré a perder el tiempo con Demóstenes. Uno tendría que ir
primero a Oxford y ver mundo después; una vez que se ha oteado
desde la cima de la montaña, es muy difícil vivir a gusto en el
valle…».
«¿Te parezco un fantasma en el vacío?», interrogaba en otra
carta, un par de días después. «Supongo que sí. Tú a mí me
pareces el personaje de un libro, o alguien con quien he soñado
pero nunca he visto. Supongo que Lowestoft existe realmente, y que
hubo una persona llamada Vera Brittain que estuvo allí conmigo».
Después de varias semanas a la espera de alguna señal de
conmiseración e interés, esta prueba del efecto separador de la
guerra me arrastró a una furia irracional contra lo que me parecía
una capitulación demasiado sencilla ante las preocupaciones
espiritualmente destructivas del servicio militar. Todavía no me había
percatado —como comprendería más adelante a través de mi propia
rendición mental— de que solo un proceso de adaptación completa
que anulase placeres, talentos y hasta recuerdos hacía la vida
llevadera a quien se las veía con la peor faceta de un conflicto
armado. Tardaría aún un año en descubrir hasta qué punto la guerra
se apoderaba de la personalidad de todo el que cruzaba el Canal de
la Mancha, haciendo que tanto Inglaterra como los profanos
abandonados en sus estrechas costas parecieran algo remoto e
insignificante. Así pues, decidí con el amor propio herido que —por
muy tolerante que eligiera ser la madre de Roland, que, según ella
misma me confesó, también llevaba más tiempo del habitual sin
recibir noticias— no iba a quedarme de brazos cruzados ante el
desprecio o el abandono. El amor y el temor que me inspiraba
recordar el peligro constante que corría Roland apagó mi primer
estallido de ira, pero la respuesta a su carta la escribí con una pluma
todavía dolida e irracional.
«Muy estimado, funcional y vulgar ordenanza, supongo que debo
darle las gracias por su carta, pues al parecer ahora hay que dar las
gracias por el honor de saberlo a usted con vida.
»Aun así, mi primer impulso fue hacer añicos tu carta, que me
pareció una manifestación epistolar de “la voz callada”, solo que con
visos de un sentimiento de infalibilidad personal aún mayor que el
que concentraba esa vocecita. El segundo impulso consistió en
redactar una respuesta con un dardo envenenado que habría
alcanzado incluso al mismísimo R. L. (la versión actual). Pero no
puedo hacerlo. No se puede una enfadar con alguien que está en el
frente —hecho del que a veces me parece que os aprovecháis—, de
modo que cuando leo “Mañana volvemos a las trincheras” no me
atrevo, literalmente, a escribirte la carta que, sin duda, mereces,
pensando que el mundo podría acabar para ti con una nota
discordante.
»No, mi metamorfosis no ha sido tan completa como la tuya; en
realidad, dudo que haya sufrido metamorfosis alguna. Tal vez sería
preferible que hubiera sido así, pues debe de ser muy agradable
estar del todo satisfecho con uno mismo y con la vida en general.
Pero yo no puedo. […] Está claro que soy tan práctica y tan limitada
como pudieras desear. Pero aun cuando en esta vida preste
servicios materiales y obtenga resultados tangibles y por lo común
inmediatos, que presumiblemente debieran resultar satisfactorios,
no me siento tan cerca de la Luz y la Verdad como cuando estaba
“perdiendo el tiempo” con Platón y Homero. Tal vez un día, cuando
esto acabe, comprenda que había Luz y Verdad detrás de todo, pero
ahora mismo, aunque supongo que debería afirmar que estoy
“viendo mundo”, no puedo evitar considerar que los despreciados
clásicos me enseñaron mejor las sutilezas de esas virtudes. Y no
me lamentaré de encontrarme en el valle siempre y cuando pueda
volver a considerarme estudiante algún día, en lugar de “enfermera”.
A propósito, ¿seguro que estás “en la cima de la montaña”? Tú
mismo reconoces sentirte “rígido, limitado, funcional, un tirano en
ciernes”, unas características que no parecen implicar la cumbre de
las ambiciones de tu verdadero yo. Pero la guerra mata más cosas
además de vidas físicas, y en ocasiones me da la sensación de que
poco a poco tu Individualidad va quedando tan sepultada como los
cadáveres de quienes yacen bajo las trincheras de Flandes y
Francia. En cualquier caso, no te escribiré más sobre este asunto.
Total, de nada sirve, y a buen seguro lloraré si insisto en abordarlo,
algo que nunca debe hacerse, pues aquí hay tantos motivos
personales e impersonales por los que llorar que no terminaría
jamás y aun así no derramaría lágrimas suficientes para purificar
toda esta mezquindad».
A este inmerecido berrinche, aunque recibí más cartas suyas,
Roland tardó mucho tiempo en contestar. Justo antes de que yo
escribiera esta carta, a él lo trasladaron temporalmente a la
infantería ligera de Somerset, y para recoger el correo se veía
obligado a cabalgar varios kilómetros de campos anegados hasta
los cuarteles del 7.° Regimiento de Worcestershire en Hébuterne, lo
que no representaba una ocupación muy tentadora en tardes
invernales. Pero cuando, a finales de noviembre, recibí por fin su
respuesta, esta disolvió mi temor a la indiferencia en lágrimas de
alivio, y, tal y como confesé en mi diario, «casi enloquecí de deseo
por él. Lo anhelaba tanto…».
«Queridísima mía, me lo merezco, me merezco todas y cada una
de tus palabras, y los dardos», escribió en un acalorado arrebato
provocado por un remordimiento impetuoso. «Muy estimado,
funcional y vulgar ordenanza». ¡Maldita sea! He sido un completo
animal, un animal engreído, egoísta, pagado de sí mismo. Solo por
poder afirmar que vivo la mitad de mi tiempo en una trinchera (con
todas sus incomodidades, leves, pasajeras, muy exageradas por mi
parte), y que muy probablemente algún proyectil me alcanzará en
algún momento, me he sentido autorizado a olvidar todo y a todos
salvo a mi infalible Majestad.
[…] Y en lugar de llamarlo egoísmo puro y duro, lo llamo
metamorfosis, y espero, en consecuencia, consideración y cartas
que puedo permitirme no responder».
Su conclusión era que no merecía recibir mis cartas, sino ser
ignorado como él nos había ignorado a mí y a sus padres. Al
parecer, había descubierto mi desdichada invectiva nada más llegar
a Hébuterne aquella tarde; se puso tan furioso consigo mismo que
dejó el resto de la correspondencia sobre la mesa y regresó a toda
prisa.
«Creo que nunca había estado tan enfadado ni me había
despreciado tanto. Casi no me atrevo a escribirte estas líneas. Y,
para colmo de males, he perdido la oportunidad de que me den un
permiso antes de Navidades, para estar con el batallón un mes, en
lugar de una semana. ¡Maldita sea!».
Por el momento, en cualquier caso, aquellas emociones juveniles
e incendiarias habían quemado cualquier barrera existente, y una
vez más sus cartas cobraron vida y calor con toda la comprensión
que podía desear en medio de la desolación de los días y las
noches en el hospital. Pero yo también tenía algo más sobre lo que
escribir, aparte de las grises obligaciones de Camberwell, pues, en
el ínterin entre la carta airada y su arrepentida respuesta, había ido
de nuevo —y por última vez— a Lowestoft.
4

Una tarde extenuante, tras un mes de trabajo ininterrumpido en


el Hospital General n.° 1, estuve a punto de desmayarme en el
pabellón y tuvieron que encamarme en el cubículo de una
encargada. Me sorprendió, y me humilló sobremanera, aquella
muestra de debilidad, de la que nunca se me habría podido acusar
hasta entonces, y que no se repetiría. Es muy posible que buena
parte de la culpa fuera de las heridas desagradables y supurantes
de los pacientes del inmenso pabellón, aunque, como descubriría un
poco más tarde en Francia, aquellas no eran ni por lo más remoto
las peores heridas que un hombre podía recibir sin merecer de
inmediato la indulgencia de la muerte. No obstante, sí habían sido lo
bastante graves para llevarme a rezar por las noches para que
Roland, para quien yo había contemplado una lesión como una
experiencia deseable que me brindaría la oportunidad de verlo
durante semanas, tal vez meses, saliera ileso de la guerra, aunque
fuese a costa de no verlo nunca más.
«En lo más hondo de mi corazón», le dije, «he empezado a
maldecir la guerra […] y el carácter estremecedor de las
mutilaciones —incluso las ya sanadas—, y el aspecto espeluznante
de unas heridas que nunca se repiten y a las que, por lo tanto, una
no puede llegar a acostumbrarse. Cuando todo acabe —si es que
acaba alguna vez—, tendré que quitarme la costumbre de reevaluar
situaciones. […] Cariño, ya no quiero que te hieran, ni siquiera un
poco. Esta guerra es un derroche de vidas, aun cuando no muera
nadie».
Yo sabía que tendría que examinarme un médico a la mañana
siguiente, y pasé media noche en vela, aterrorizada por si me
encontraba clínicamente inútil para el desempeño de mi trabajo y
tenía que regresar a mi casa marcada por la ignominia, como un
vestido que no ha recibido el visto bueno de quien lo encargó.
Quizá, pensé, la riña con Roland y la interminable espera de una
respuesta a mi carta hubiera mermado mi resistencia a las
septicemias. Quizá hasta los gramófonos, opresivos e insistentes,
habían contribuido a mi humillación.
«En un pabellón de cirugía», le contaba a Roland un poco antes
del incidente, «las enfermeras no asumen el papel de figura
silenciosa e ingrávida que cumplen siempre en los cuentos y las
piezas teatrales. Para empezar, porque hay mucha faena por hacer,
y siempre con prisa. Además, la mezcla de gramófonos y gritos o
gemidos tras una operación alivia de la necesidad de guardar
silencio hasta al caminar, pues inunda absolutamente todo lo
demás».
Eran unos gramófonos fragorosos, vociferantes, y si bien los
hombres los encontraban reconfortantes —quizá porque acallaban
ruidos más siniestros—, a mí me parecía que añadían una nota
grotesca y estridente a las tardes frías y oscuras de ajetreo y dolor.
Más de un hombre ajeno a armonías o discordancias exhaló su
último aliento al son de «When Irish Eyes Are Smilin’»; más de un
cerebro enfermo y febril debió de preguntarse al volver a la
normalidad por qué de pronto lo atormentaban las notas de «If You
Were the Only Girl in the World». Una tonadilla de Harry Lauder, de
la que no recuerdo ni el inicio ni el final, sonaba invariablemente
justo antes del aseo y la toma de temperatura vespertina, con un
estribillo machacón que se repitió en mi cabeza durante todo el
otoño y que siempre me traía a Roland a la mente:

No olvides a tu soldadito, mujer,


¡qué está luchando en la guerraaa!
Se acerca la hora del adiós,
pero sé que fiel me seráaas.

Poco después del desayuno vino el médico, un hombre joven y


sensible que moriría de cólera en el Golfo Pérsico unos meses
después. Me auscultó y me declaró físicamente útil, pero puntualizó
que necesitaba enseguida un poco de reposo. Aunque todavía tenía
algo de fiebre y nadie sabía si contaba con un sitio al que ir, recibí la
orden de abandonar el hospital y tomarme un fin de semana de baja
por enfermedad.
Mientras me vestía, un poco mareada, y remontaba Denmark Hill
en un tranvía desapacible para meter varias cosas en una maleta,
me preguntaba vagamente qué hacer. Buxton se me antojaba a una
distancia imposible, aun cuando no hubiera sabido que mis padres
estaban inmersos en una mudanza. Por un instante acaricié la idea
de presentarme en St. Monica, donde sabía que mi diligente tía me
proporcionaría una habitación agradable y me llevaría el desayuno a
la cama. Pero las comodidades con que la escuela tentaba mis
carnes debilitadas no eran nada comparado con el estímulo que el
hogar de Lowestoft —donde la madre de Roland me había dicho
que siempre sería bienvenida, previo aviso por telegrama— ofrecía
a mi castigado espíritu.
De modo que, con la estulticia increíble de mis veintiún años,
aquella tarde puse un cable y me dispuse a emprender un trayecto,
frío y dilatorio, de cuatro horas hasta Lowestoft. Omití mi estado de
invalidez, pues me angustiaba que me trataran como a una
impedida, y durante tres noches seguidas, la madre de Roland y yo
estuvimos conversando hasta bien pasada la medianoche sobre él,
sus anécdotas y su carácter desde la cuna hasta la edad adulta.
Cuando regresé a Londres, tras otro viaje lento y lóbrego en un
tren sin calefacción, no me había bajado nada la fiebre. Pero me
sentía mucho más animada, y al cabo de unos cuantos días febriles
en un pabellón menos duro logré volver a la normalidad. A lo largo
de los tres meses siguientes, tan pronto como salía de un leve
enfriamiento, me metía en otro, a consecuencia, sin duda, de
alternar entre el ambiente ponzoñoso de los pabellones, más
agobiantes aún a causa de las estufas que combatían las frías
corrientes de la madera y las lonas, y unas lluvias y un aguanieve
perpetuos.
«No sueño muy a menudo», le escribí a Roland, tiritando junto al
fuego de gas de la salita de las jefas de enfermeras al día siguiente
de volver de Lowestoft, «pero ayer estuve soñando contigo toda la
noche. Fue un sueño muy agradable; no hacíamos nada concreto
aparte de pasear juntos por unos campos que no conozco. Apenas
hablábamos; nos limitábamos a caminar indefinidamente, y tú me
cogías las manos para calentarlas, igual que hiciste en el acantilado
aquella tarde. Y cuando me desperté, demasiado pronto, y caí en la
cuenta de que tenía que salir a exponerme a un diluvio y a cinco
centímetros de nieve sucia a medio derretir, y ponerme como una
sopa justo cuando menos me apetecía, me consoló exclamar un
“¡Maldita guerra!” que sobresaltó a mis compañeras de fatigas. La
persona que afirmó aquello de que “Dormí, y soñé que la vida era
hermosa; / desperté, y descubrí que la vida era deber” no podía
tener más razón, en este caso.
»He pasado toda la mañana repasando imágenes mentales de
Heather Cliff, y del sol sobre el mar, y de las sumacas con sus velas
rojizas. No me veo capaz de vivir ya sin la familia de Lowestoft. Seré
muy feliz cuando estén cerca y pueda verlos con frecuencia. Esta
vez he visto algunos dibujos de Clare. Me parecen formidables. Son
mejores que los de mi amiga la artista, y eso que ella es
excepcionalmente buena. No tenía ni idea de que Clare tuviera tanto
talento».
La posibilidad de que la familia de Roland se trasladara para
estar más cerca de Londres se materializaría pronto, pues durante
la visita me habían contado que pretendían dejar la casa de
Lowestoft, que empezaba a ser cada vez más peligrosa y
problemática, y buscar una casa de campo en algún rincón de
Sussex. A finales de noviembre, en efecto, abandonaron Heather
Cliff, con todo su contenido, a dos oficiales del Ejército, y se fueron a
vivir a una casita en Keymer, cerca de Hassocks, donde el trabajo
doméstico recayó en una sirvienta del pueblo que «iba y venía».
Aquella casa, con sus manuscritos, sus dibujos, sus habitantes
vitalistas y digresivos y su desorden espléndido y colorido, encarnó
para mí un refugio que me ancló a la vida a lo largo de los meses
siguientes. La madre de Roland aseguraba que era un arreglo
temporal; en realidad, vivieron en Sussex casi cuatro años, y nunca
más volvieron a Lowestoft.
Exactamente al mismo tiempo, mis metódicos padres se
condenaban a varias semanas de limpieza y preparativos para su
partida inmediata de Buxton en pos de unos meses de agitación en
varios hoteles de Brighton. La rápida evolución de los
acontecimientos desde agosto de 1914 los había dejado sin aliento,
y un tanto apabullados. Edward se encontraba aquel otoño en el
campamento de Penkridge Bank, cerca de Stafford, coqueteando
cada vez más con la desesperación a medida que los oficiales
supernumerarios del 11.° Batallón de Sherwood Foresters eran
enviados a Francia, sin él. Hasta el tímido y sensible Geoffrey se
había marchado cerca de Ypres con el 10.° Batallón, y mi hermano
hizo lo posible por olvidar lo mucho que lo añoraba componiendo
una breve sinfonía titulada Nubes al atardecer. Pero tarde o
temprano, en una guerra que a esas alturas parecía condenada a
ser interminable, lo mandarían al frente, igual que yo fui llamada a
Londres, con excesiva diligencia, a juicio de mis padres.
Aparte de nuestro éxodo, un desacuerdo comercial había llevado
a mi padre a tomar la repentina decisión de jubilarse de la fábrica de
Staffordshire —muy precozmente, dado que acababa de cumplir los
cincuenta—. Por lo tanto, no había nada que lo obligara a
mantenerse cerca de las Potteries, sobre todo porque tampoco
estaba a partir un piñón con su familia. La muerte de mi abuela
cuando yo tenía once años había anulado el último vínculo sólido
entre sus numerosos descendientes, que de ahí en adelante solo se
reunirían, conforme a sus austeras tradiciones, en los funerales
familiares.
«Me alegro mucho», comenté lacónica a propósito del traslado
de mis padres, «de que abandonen ese agujero artificial del norte
del país». ¡Cuánto les habría agradecido que lo hicieran tres años
antes! Pero, por aquel entonces, mis días de debutante en Buxton
se habían desvanecido, demasiado lejos en el pasado remoto para
tener ya importancia.

Al término de mis primeras cinco semanas en Camberwell, se


me comunicó, para mi gran alivio, que estaba «adaptándome
estupendamente» y fui invitada a firmar un contrato por seis meses
de servicio, con opción a renovar. Celebré mi satisfacción con una
salida solitaria al teatro, y luego escribí a Roland con un buen
talante desconocido desde que me fui de Buxton.
«¿A ti no te pasa que a veces imaginas a la persona que te
escribe en el momento en que te está escribiendo? A mí, sí. En este
preciso momento estoy sola en la sala común de la pensión,
sentada en una butaca frente al fuego, ataviada, concretamente, con
un pijama de rayas azules y blancas, una bata azul marino y unas
zapatillas negras de terciopelo. He tenido media jornada de
descanso, y aunque son solo las siete y media, la oportunidad de
meterme en la cama bastante temprano, o prepararme para ello, se
me presenta demasiado poco a menudo como para dejarla pasar.
Acabo de volver del St. James’s Theatre, donde he ido sola a ver a
George Alexander en The Big Drum».
Seguía siendo una aventura moverse por Londres en solitario,
sobre todo en medio de la negrura absoluta de las frías tardes
invernales. La soledad era inevitable la mayoría de las veces, pues
mis acompañantes preferidas entre las voluntarias —Betty y una de
mis compañeras de habitación a la que yo llamaba Marjorie, una
chica morena de piel cetrina unos años mayor, hermana de una
dramaturga ahora famosa— raras veces libraban al mismo tiempo
que yo. Aun así, solo en los pabellones, entre los pacientes
atribulados y las extrañas jefas de enfermeras, experimentaba la
auténtica soledad. Nunca me sentía sola en medio del revuelo
tenebroso de las calles y plazas del West End porque Roland me
acompañaba a todas partes, «alrededor de mí, y más cerca» de lo
que solía estar en carne y hueso.
Su respuesta a mi carta fue cariñosa y dulce, cargada de
comprensión y sensibilidad.
«A través de la puerta veo unos montículos de nieve que son los
parapetos de las trincheras, un tramo corto de la línea de ferrocarril,
y una luna llena muy brillante. ¿Qué estarás haciendo tú? Dormir,
espero… o estar delante de la chimenea, con un pijama de rayas
azules y blancas. No sabes cuánto me gustaría verte con él.
Siempre vas vestida con gran corrección cuando nos
reencontramos, a menudo cerca de alguna estación de trenes, n’est-
ce pas? Una vez te vi en bata, con el pelo suelto cayéndote por la
espalda, tocando un acompañamiento para Edward en vuestro salón
de Buxton. ¿Te acuerdas? […] Me pesa que estés trabajando en el
hospital. Te imagino despertándote todos los días a la misma hora
temprana, y enfrentándote a un mundo helado y a una rutina aún
más fría y monótona de pacientes cascarrabias, curas sanguinarias
y jefas arrogantes […] y luego acostándote tarde, para volver a
empezar al día siguiente. Qué desperdicio de Juventud, qué
agostamiento de lo que nació para la Poesía y la Belleza. Y si ni
siquiera recibes una carta de vez en cuando de alguien que, a pesar
de sus defectos, acaso te entiende y te compadece, las cosas
deben de ponerse todavía más feas […] hasta el punto de que te
preguntes si no habría sido mejor no haber conocido a esa persona,
o al menos, no hasta después […]. Buenas noches, niña mía».
¡No haberlo conocido hasta después! Qué pobre y absurda
habría sido la vida si Roland no se hubiese encontrado en su
núcleo, llenando todo el horizonte, dando un fin y una justificación al
abandono de la belleza y el conocimiento, y alternativa a unas horas
tristes de monotonía asediada por el sufrimiento. Ay, amor, ¿por qué
no vuelves a casa y me dejas mostrarte —no pude hacerlo en
condiciones la última vez— lo mucho que te quiero, ya te sientas
presa del egoísmo o del remordimiento, despótico o tierno?
«Algunas veces», le dije, «me pregunto seriamente si no serás
un enamorado imaginario que yo misma he inventado para introducir
un poco de romanticismo en esta existencia mía tan lóbrega. Pero
cuando llegan tus cartas a mi pabellón y veo tu deliciosa caligrafía
en medio de las bandejas esterilizadas […] me acuerdo de que el
enamorado imaginario tiene un equivalente de carne y hueso en
alguna parte, y deseo con todas mis fuerzas que se materialice una
vez más. ¿Existe alguna posibilidad de que vengas pronto? Seguro
que hay poco que hacer por allá, y en vista de que se nos echa
encima el invierno, no creo que cambien las cosas en un futuro
inmediato. Así que… Aunque tu personalidad me acompaña
todavía, ¡he olvidado tu aspecto! Y quiero volver a recordar».
Inesperadamente, al día siguiente, antes de que él recibiera mi
carta, llegó un mensaje muy breve y emocionante: «Espero permiso
en torno al 31 de diciembre. ¿Tendrás turno de noche? […]».
Aunque mi frenético deseo de verlo, a consecuencia de la pelea,
me empujaba a anhelar que le concedieran el permiso lo antes
posible, era consciente de que yo tendría más posibilidades de librar
después de Navidad, y el mundo se iluminó tan de repente como si
alguien hubiera encendido una luz eléctrica en una habitación a
oscuras. Por lo demás, los hombres de mi pabellón estaban
recuperándose; los peor parados de Loos ya habían regresado con
sus camaradas a la húmeda tierra otoñal, y la alegre impudicia de
los supervivientes, como le dije a Roland, volvía el asunto menos
trágico y más divertido.
«A veces me dicen cada cosa… que me sonrojo. Y de nada sirve
regañarlos, como te podrás imaginar; no me queda más remedio
que tomármelo a broma, o bien hacerme la despistada. Uno me dijo
ayer: “¡Cualquier día de estos te pierdes en tu día libre, enfermera!”;
y el de la cama de al lado apostilló: “¡Qué va!, está esperando a que
el suyo vuelva del frente, ¿a que sí, enfermera?”. Y no sé si mis
esfuerzos por actuar como si no hubiera uno “mío” corren la suerte
que yo quisiera. Otro me pidió que le contara qué se sentía al estar
enamorado. Le contesté: “¿Cómo quieres que lo sepa? Ya lo
descubrirás por ti mismo dentro de muy poco”. Y él: “Bah, seguro
que si quisieras me lo dirías, enfermera. Tienes toda la cara de estar
enamorada”. No sé qué dirían las superviseras si oyeran semejantes
comentarios».
¿Estaría Roland todavía más cambiado que antes, mayor, más
maduro? Y ¿me trataría aún con esa extraña mezcla de crueldad
infantil y pasión masculina?
«Ya hace ocho meses que te fuiste», le recordé. «A veces no me
atrevo a pensarlo, y jamás a echar la vista atrás y recordar cómo me
sentía […]. Siento mucho que tu permiso no se haga efectivo de
inmediato, pero si hasta entonces no “te alcanza ningún proyectil”
(¡qué desdicha me causó esa expresión tuya!), sin duda lo mejor —
por lo que a mí respecta— será que te lo concedan para dentro de
un mes más o menos, y no inmediatamente. […] “Caerá como agua
de mayo”, añadí —tras contarle que después de tres meses
ininterrumpidos en el hospital podría solicitar una semana de
descanso, de los quince días que nos correspondían a las
voluntarias cada seis meses—, “que nuestras familias estén cerca,
en el distrito de Brighton. ¡Se acabaron las carreras a marchas
forzadas de Buxton a Lowestoft! Anda, procura que no te alcance
ningún proyectil hasta entonces… Cada vez que pienso hasta qué
extremo todo mi mundo se precipitaría por un abismo […]””».

Ahora que el tiempo de espera era mensurable, el hecho de


empezar a trabajar en el turno de noche a primeros de diciembre me
resultó una experiencia novedosa y emocionante. Implicaba también
más intimidad y menos pérdida de tiempo en caminatas perpetuas,
porque las dependencias de las voluntarias nocturnas acababan de
ser trasladadas a unas barracas individuales recién construidas en
el parque que había frente al hospital. De modo que Marjorie, Betty
y yo salimos de Denmark Hill con todas nuestras pertenencias —
paquetes de papel de estraza, bolsas de golf llenas de zapatos y
botellas, un envoltorio grande generosamente abierto por ambos
extremos que contenía la arrugada bata escarlata de Marjorie— y
escribí a Roland para contarle que estaba pasándolo en grande.
Por lo demás, tuve suerte con el destino, porque me mandaron al
barracón grande de cirugía, donde había empezado en el turno de
día. Allí descubrí que mi supervisora era la primera enfermera
titulada que parecía tener las características normales de una
humanidad vulnerable, una joven escocesa guapísima, de mejillas
sonrosadas, pelo negro y mirada ingenua. Como se había casado
recientemente con un doctor que trabajaba para el Cuerpo Médico
del Ejército en Francia y siempre esperaba en vilo la llegada del
correo, enseguida empecé a hablarle de Roland en la
semipenumbra con una soltura que jamás había experimentado con
nadie. Fue un alivio de la tensión que además se inició ya desde la
primera noche, porque justo cuando el último de nuestros inquietos
pacientes había pasado de pronto de los quejidos a un sueño
profundo, y nos habíamos sentado cerca de la estufa, bajo una
lámpara de pantalla colorada, el celador nocturno me entregó dos
cartas de Roland rescatadas del viento y la lluvia de fuera.
«Creo», enunciaba en la primera, a la defensiva, «que cuando
uno es capaz de seguir admirando atardeceres no ha perdido del
todo su personalidad previa a la guerra. He estado observando
cómo una franja de cielo color sangre se arrastraba detrás de la
nieve, y me preguntaba si algún hombre de las trincheras de la
colina de enfrente estaría mirándola también, y pensando, como yo,
en el desperdicio que es pasarse la vida en una zanja. […] Volver a
Inglaterra —o, más bien, a ciertas personas de Inglaterra— será
para mí como llegar a otro planeta. El permiso, por cierto, todavía no
es en absoluto definitivo, y puede ser que no llegue hasta dentro de
un tiempo. Pero tengo esperanza; y la expectación es muy dulce».
La segunda misiva, más escueta, era una réplica a mi rauda y
cálida respuesta tras la conclusión de nuestra riña.
«Tu carta casi me hace llorar. […] Me ha recordado lo mucho que
merecía la anterior. […] No, no habría sido mejor haber pensado
todas esas cosas y no haberlas escrito, aunque me dolieran, tal vez
más de lo que tú creías. Pero a mi infalible Majestad le vino de
perlas; y tú te pones adorable cuando te enfadas».
Me pareció extraño y casi terrorífico, una vez que la supervisora
se fue a cenar, quedarme sola y a oscuras en el pabellón alargado.
En una ocasión, mientras intentaba leer una obra de Strindberg,
sentí que unos dedos espectrales me alborotaban ligeramente el
pelo, y dos veces oí unos pasos misteriosos que se acercaban, se
detenían frente a mi mesa y allí se quedaban. Cuando el oficial de
guardia pasó a hacer la ronda, poco me faltó para proferir un grito
de terror, pero me las ingenié justo a tiempo para convertir mi
sobresalto en posición de firmes y llamarlo «Señor» con prudente
propiedad. Luego, pensando en cómo Roland, cuyos fantasmas
eran esqueletos macilentos y ratas chillonas, emplearía «la voz
callada» para reprenderme, divertido por mis temores, me obligué a
escribirle en ausencia de la supervisora, y le conté que yo también
comprendía el elemento siniestro de las noches en vela, que me
llevaban a pensar en todos aquellos que habían agonizado y
fallecido en mi pabellón.
«Esta vez, la realidad tiene que ser mejor que las expectativas»,
añadí con urgencia. «Y como las horas de nuestro reencuentro […]
serán probablemente aún más breves que las de la vez anterior,
tendrán que compensar con dulzura lo que les falta en duración. Así
será. […] Me resulta muy extraño pensar (siempre y cuando no te
alcance ningún proyectil hasta ese momento… ¡cómo me
atormentan tus palabras!) que de veras puedo contar los días que
faltan para verte. ¿Te acuerdas del encuentro en St. Paneras? ¡Qué
apuro pasamos! ¿Cómo será esta vez? Cuándo, dónde. Es probable
que me presente con este abominable uniforme […], y te
preguntarás qué clase de espécimen has escogido […]. Dentro de
un momento saldré», concluía cuando la noche terminó, «a una
mañana de viento y sol después de la lluvia. Me encanta mi tiempo
libre matinal hasta las doce y media. He necesitado pasar noches en
vela para poder darme cuenta de lo preciosas que son las
mañanas».
Roland, sin embargo, pareció menos conmovido por mis miedos
nocturnos, incluso por la idea del permiso, que por una carta
atrasada, aquella en la que le describía la visita a Lowestoft, que
había descubierto al regresar a su batallón desde la infantería ligera
de Somerset.
«Por lo que veo», escribía, pesaroso, «dedicaste casi todo tu
tiempo a […] hablar sobre mí y mis tejemanejes. Me encantaría
saber a qué conclusiones llegasteis mi madre y tú. Dices que me
habría quedado “perplejo y hasta estupefacto” si os hubiera oído.
Me pregunto si al final te convenciste de que soy una persona
voluble y superficial. No me sorprendería nada, ¿sabes? […]. “A fin
de cuentas, tu auténtico amor solo era el personaje de un libro. […]
¡Y la que llevaste a Lowestoft por primera vez no era más que una
aproximación a Lyndall en carne y hueso!”. ¿Es esto cierto? O,
mejor dicho, ¿crees de veras que esto sea cierto? Es muy posible
amar un ideal cristalizado en una persona, y a la persona debido a
ese mismo ideal; y ¿quién podría determinar si en el fondo no será
mejor así? Aunque debe de resultar agotador encarnar un ideal;
totalmente agotador. A propósito de esto, debo señalar que sobre la
pobre Olive Schreiner recaen demasiadas responsabilidades por
cosas sobre las que ella no tiene ningún control. Además, cuando
uno no se conoce bien a sí mismo, habrá varias personas que
manifestarán un conocimiento exhaustivo y se embarcarán en
diagnósticos íntimos a partir de fundamentos completamente
hipotéticos. […] Todo esto puede parecer, y es probable que lo sea,
una diatriba malhumorada. Buenas noches, Fantasma […]».
Me quedé muy desconcertada cuando un par de días después la
supervisora nos llamó, a mí y a varias voluntarias más que habían
entrado en el hospital a la vez que yo, para comunicarnos que
teníamos que «disfrutar» de una semana de descanso de las dos
semestrales que nos correspondían (las voluntarias siempre
«teníamos que», cada vez que había poco trabajo y ninguna de las
jefas quería coger días libres). A mí seguía fascinándome la
supervisora, cuya impenetrable serenidad no revelaba nada de sí
misma, pero cuando las demás se retiraron yo no me moví y
pregunté si podía hablar a solas con ella. Se me pusieron las
mejillas escarlata, y las manos, que de pronto parecían haber
cuadruplicado su tamaño, se replegaron irresistiblemente en los
bolsillos almidonados del delantal limpio en el momento en que le
expliqué las circunstancias del permiso de Roland y le supliqué que
me permitiera tomarme mis días un poco más tarde.
«Verá», tartamudeé, «lleva casi nueve meses en el frente, y en
todo ese tiempo solo lo he visto una vez…».
Por emplear la jerga de las voluntarias, esperaba que «me
cayera una buena», pero, para mi gran asombro, la supervisora me
dirigió una sonrisa tierna —¿y tal vez también, sorprendentemente,
un pelín divertida?— y respondió, bondadosa: «Claro que sí,
enfermera; pospondremos tu permiso». El exceso de gratitud casi
me hizo tropezar con una silla mientras abandonaba el despacho
trastabillando, y nada más acabar mi turno agarré la pluma a toda
prisa para contarle la buena noticia a Roland.
«¡Y pensar que ahora ya puedo permitirme contar los días hasta
finales de mes!», escribí, exultante. «¡Que no te pase nada de aquí
a entonces! Y esta vez dispondremos de todo el tiempo del mundo,
y no de tres medias jornadas compartidas con otra gente y
monopolizadas por trayectos de tren. […] Me parece que la vida
irradia luz cuando pienso en las horas dulces que nos esperan,
cuando vea de nuevo “las cosas que trato de apresar en vano”.
Valdrá la pena comprar algo de ropa bonita para esa semana. Por
una vez, intentaré mostrarme tan serena contigo como con las
personas que me importan un comino».
En mi siguiente media jornada libre dediqué un par de
emocionantes horas a coger un tranvía hasta Victoria para poner en
práctica tan agradable propósito. En Gorringe’s, en Buckingham
Palace Road —escenario de muchas meriendas copiosas y
satisfactorias—, invertí lo que me quedaba de dos meses de paga, y
la totalidad del dinerillo para gastos que me mandaba mi compasivo
padre cada cierto tiempo, en una estimulante selección de prendas
nuevas. Tras examinar de manera exhaustiva la mitad de la
mercancía de dos o tres departamentos, me decanté —dejándome
llevar más por los colores que por la sensatez— por un abrigo y una
falda azul marino de corte impecable, una blusa azul pastel de
suave crespón de China, un sombrero de fieltro beis
extraordinariamente favorecedor adornado con bayas carmesí y un
vestido de noche de tafetán negro con unas flores malva y escarlata
cosidas en la cinturilla. Decidí que con esta última prenda podría
volver a usar el sombrerito negro de moaré con rosas que había
comprado el invierno anterior en Mánchester.

Sin duda, yo había preparado a la perfección el escenario para


su llegada. Ahora que mis padres habían emigrado temporalmente
al Grand Hotel de Brighton, nuestras respectivas familias vivían muy
cerca; la supervisora me había prometido de nuevo que mis
vacaciones coincidirían con las de Roland; y hasta Edward escribió,
por una vez, una carta alegre en la que me contaba que, en cuanto
estuviera fijada la fecha, Victor y él solicitarían también sendos
permisos.
«Mucha humedad, mucho barro, muchas de las trincheras de
comunicación están impracticables», decía una carta de Roland
escrita el 9 de diciembre. «Tres hombres murieron el otro día por el
derrumbe de un refugio, y otro se ahogó en un pozo séptico. El
mundo entero, al menos el mundo visible y tangible, es fango en
diversos estados de solidez o viscosidad. […] Mañana por la
mañana sabré con certeza las fechas del permiso; te las comunicaré
de inmediato».
Cuando por fin llegó la información, garabateada a toda prisa con
lápiz en un trozo de papel arrancado de su cuaderno de Servicio de
Campaña, el mágico día quedó establecido para antes de lo que yo
me había atrevido a imaginar. «Tengo permiso del 24 al 31 de dic.
Desembarcaré el día de Navidad. R.».
La supervisora se mostró dispuesta a concederme unas insólitas
vacaciones a partir de la mañana de Navidad, después del turno de
noche, y en la estimulante calma de la guerra invernal, sin un Loos
en perspectiva, ni posibilidad de grandes avances en el oeste, me
permití embellecer mis días —o, mejor dicho, mis noches— con
ilusiones. En la agradable paz del pabellón 25, donde todos los
pacientes, ya en vías de recobrar la buena salud, dormían como
troncos, la compasiva jefa escocesa me tomaba un poco el pelo a
cuenta de mi excitación irreprimible. «No estaréis pensando en
casaros en secreto, ¿no? ¡Si sois un par de criaturas!».
Era una idea nueva e imponente, una llama que alimentó la
madre de Roland —que aprobaba los matrimonios precoces y
defendía que los recursos vendrían solos, mucho mejor de lo que
cualquier progenitor materialista suponía— al insinuar
misteriosamente, en un día libre que pasé en Brighton, que quizá
esta vez Roland no se conformara con dejar las cosas tal y como
estaban. ¿Y si durante el permiso nos casábamos tan de improviso
como nos habíamos prometido «oficialmente» en el anterior?,
medité, arrodillada a oscuras junto al reconfortante resplandor de la
estufa en el pabellón en silencio. Desde luego, sería lo que el
mundo llamaría —o hubiera llamado antes de la guerra— un
matrimonio «ridículo». Pero ahora que la guerra se presentaba
como un acontecimiento sin final, y la idea de hacer un casamiento
«inteligente» se había convertido en una posibilidad muy remota
casi para cualquiera, el mundo se volvía más tolerante. Nadie se
opondría —ni siquiera mis padres, pensé—, aunque no
dispusiéramos ni de un penique, aparte de nuestro exiguo salario.
¿Había algo de malo en que nos casáramos a lo loco? Cuando la
guerra acabase todavía podríamos volver a Oxford, formarnos como
escritores, o incluso como profesores; si nos lo proponíamos, nos
sería posible regresar incluso en el caso —¡ah, conjetura
devastadora y dulce!— de que yo ya hubiera tenido un bebé.
A mí nunca me habían interesado mucho los niños, ni nada que
tuviera que ver con ellos; antes de ese momento siempre había
tenido demasiada ambición, demasiado interés en demasiados
proyectos, como para ser consciente de un instinto maternal. Pero
en aquellas noches tranquilas de trabajo nocturno, a medida que se
avecinaban las Navidades, llegué casi a rezar medio dormida, cosa
que nunca había hecho, ni siquiera cuando Roland marchó a
Francia o en los días posteriores a la batalla de Loos.
«¡Ay, Dios!», exclamaban mis pensamientos articulados solo a
medias, «permite que nos casemos y que yo tenga un hijo, algo que
sea de Roland, algo suyo, para recordarlo si algún día falta. […] No
seré una carga ni para su familia ni para la mía mientras pueda
evitarlo, lo prometo. Seguiré trabajando y entregaré todo mi salario
durante la guerra, y en cuanto este caos termine, volveré a Oxford y
me presentaré a los exámenes para poder aspirar a un buen empleo
y mantener a mi hijo. ¡Permite que tenga un hijo, Dios mío!».
La víspera de Nochebuena me encontré el pabellón
transformado en el alegre trasunto de un bazar de pacotilla, todo
lleno de banderas, serpentinas, guirnaldas de papel arrugado y
felicitaciones navideñas, todo ello en abrumadores tonos naranja,
escarlata encendido y verde brillante. Preparé con alegría las bolsas
rojas de papel, llenándolas con sorpresitas y caramelos para luego
introducirlas en las botas navideñas de los hombres, y descubrí que
las horas pasaban volando. Mientras recortaba, cosía y abría
paquetes, imaginaba a Roland leyendo la carta que le había escrito
días antes, en la que le proponía varias opciones para el
reencuentro, si es que podía escribirme o telegrafiarme de
antemano, cuando el tren de Folkestone llegara a la estación
Victoria, y acompañarlo hasta Sussex.
«¿De verdad voy a verte de nuevo, y tan pronto?», concluía.
«Además, celebraremos el aniversario de aquella semana en la que
también hubo una Nochevieja… y David Copperfield, y dos días
irreales y fabulosos, y tú de pie en Trafalgar Square, solo y
pensando en… ¿en qué pensabas? En cuando los dos éramos
todavía unos niños, y mi conexión con cualquier hospital era algo
impensable, y tu partida al frente, el sueño intrépido de un futuro
vago y distante. Y la vida se vivía, al menos durante dos días, según
el espíritu de Omar Jayam: “Mañana inexistente y ayer muerto, /
¿por qué preocuparse por ellos si el hoy es dulce?”. Pero esta vez
superaremos incluso eso. Au revoir».
Cuando me presenté en el despacho para solicitar la orden para
el tren, la supervisora respondió a mi impaciencia chispeante con
una sonrisa amable, y me recordó lo afortunada que era por
descansar en esas fechas. En Victoria pregunté qué trenes de
enlace con barcos llegaban el día de Navidad, y descubrí que solo
había uno, a las siete y media de la tarde. Decidí que el riesgo de no
verlo en medio de la oscuridad invernal de un andén en tiempos de
guerra era demasiado grande; lo mejor sería que fuese directamente
a Brighton a la mañana siguiente y lo esperase allí.
Mientras la Nochebuena daba paso a la Navidad, terminé de
cerrar las bolsas de papel, y con ayuda de mi supervisora las
introduje en las botas de los hombres a la luz tenue de una linterna
eléctrica. Ya podía contar, quizá incluso con los dedos de las manos,
las horas que faltaban para verlo. A pesar de la ansiedad trémula
que provocaba la expectación, la noche se me hizo corta una vez
más; algunos de los convalecientes querían asistir a las primeras
misas, lo que significaba que había que empezar a controlar
temperaturas y pulsos a las tres de la mañana. Mientras trabajaba,
escuchaba la lluvia golpeteando el tejado de zinc, y me preguntaba
si Roland estaría ya en el mar, en medio de la oscuridad salvaje y
borrascosa. Cuando los hombres despertaron y alargaron las manos
para coger las botas, todo mi ser resplandeció de una bondad
exultante; me deleité en su alegría al descubrir aquellos regalos
infantiles, hechos a mano, porque mi propio júbilo creciente me
hacía sentir en armonía con toda la creación.
A las ocho en punto, debido a que los pasillos eran largos y
muchos de los hombres cojeaban, los acompañé a tomar la
eucaristía en la capilla del college. Hacía dos o tres años que no
asistía a un servicio religioso, pero juzgué oportuno participar, pues
a pesar de los nervios y la emoción creía que debía dar gracias a
cualquier Dios que pudiera existir por el regalo supremo de Roland y
el amor que tan rápidamente había florecido entre nosotros. La
música del órgano era tan dulce, la visión de los heridos que se
arrodillaban e incorporaban con dificultad tan conmovedora, el
conflicto de dicha y gratitud, lástima y melancolía tan enternecedor,
que empezaron a brotar lágrimas de mis ojos, desdibujando los
muros de la capilla y las palabras que los rodeaban: «Yo soy la
Resurrección y la Vida; el que cree en mí, aunque haya muerto,
vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre».
Nada más terminar de desayunar, espoleada por los exuberantes
augurios de Betty, Marjorie y muchas más, puse rumbo a Brighton.
Durante todo el día aguardé un mensaje telefónico o un telegrama,
amodorrada en el vestíbulo del Grand Hotel o dando vueltas por el
paseo marítimo, contemplando las encrespadas olas blancas del
mar grisáceo, y preguntándome aún si habría tenido, o estaba
teniendo, una buena travesía.
Cuando dieron las diez de la noche y todavía no había recibido
noticias, llegué a la conclusión de que las complicaciones del
telégrafo y el teléfono en un día de Navidad que para colmo caía en
domingo habían imposibilitado la comunicación. Así pues, incapaz
de combatir el sueño por más tiempo después de una noche y un
día en vela, me metí en la cama un poco decepcionada, pero
impasible aún. La familia de Roland, en su casita de Keymer,
prolongó todavía más la vigilia; estuvieron esperándolo hasta
medianoche frente a la cena de Navidad con la esperanza de que se
incorporase, y, fieles a su costumbre dramática e impulsiva, hicieron
un brindis por los muertos.
A la mañana siguiente, terminaba de vestirme y de dar los
últimos retoques a la blusa azul pastel de crespón de China cuando
recibí el esperado aviso de que me llamaban por teléfono. Creyendo
que por fin oiría la voz que llevaba veinticuatro horas esperando, salí
corriendo hacia el pasillo, loca de alegría. Pero el mensaje no era de
Roland, sino de Clare; y no para comunicarme que había llegado a
casa esa mañana, sino para decirme que había muerto el 23 de
diciembre.
SEGUNDA PARTE

Cuando muere la Visión entre el polvo del mercado,


cuando la Luz se atenúa,
cuando levantas los ojos y no ves su rostro,
cuando tu corazón está lejos de él,

sabes que esta es tu guerra; en esta hora solitaria recorres


las calles que él conocía;
aunque ya no vuelva, de noche se arrodillará a tu lado
por el consuelo de soñar contigo.

MAY WEDDERBURN CANNAN


CAPÍTULO VI
«CUANDO MUERE LA VISIÓN…»

Quizá algún día brille otra vez el sol,


y yo vea que el rielo todavía es azul,
y vuelva a sentir que no vivo en vano;
aunque viva despojada de ti.

Quizá, a mis pies, las praderas doradas


alegren las horas soleadas de la primavera
y saboree la dulzura de las flores de mayo;
aunque te hayas marchado.

Quizá los bosques resplandezcan en verano,


y recuperan su belleza las rosas rojas,
y las cosechas su abundancia otoñal;
aunque no estés aquí.

Pero aunque el Tiempo generoso renueve la alegría,


hay una, la mayor, que ya no conoceré
porque al perderte mi corazón
hace tiempo que se rompió.

V. B., «QUIZÁ…», PARA R. A. L., 1916,


DE VERSOS DE UNA ENFERMERA VOLUNTARIA
1

Cada vez que pienso en las semanas posteriores a la muerte de


Roland, se despliega en mi mente, igual que un caleidoscopio, una
serie de imágenes inconexas pero transparentes como el cristal.
Veo una taza de café solitaria ante mí, sobre una mesa de
desayuno de hotel; intento bebérmela, pero fracaso miserablemente.
Afuera, frente al paseo marítimo, unas olas funestas y grises se
enroscan llenas de furia una sobre otra en las orillas ventosas de
Brighton, y, como un animal sacrificado que todavía se convulsiona
después de que la vida se le haya arrebatado, sigo preocupada,
mecánicamente, porque la travesía del canal ha debido de ser
espantosa.
En un ómnibus en dirección a Keymer escudriño el cielo; de
repente, la luz pálida de un sol acuoso se derrama entre las nubes
oscuras e infladas, y durante un instante de locura me parece que
he visto el cielo abrirse.
En Keymer sopla un feroz vendaval, y yo estoy sola en medio de
unas tierras de labrantío pardas, a las que he llegado movida por un
deseo desesperado de huir de todo el mundo. Tiritando con
violencia, y convencida de que voy a caer enferma, me refugio tras
un banco de hierba húmeda del gélido viento marino que barre con
estrépito los campos empapados.
Última hora de la tarde; Edward improvisa en el órgano de la
parroquia del pueblo un himno inquietante en memoria de Roland, y
en mi cabeza resuenan sin relevancia las palabras «y Dios se
paseaba por el huerto, al aire de la tarde».
Vuelvo al turno de noche en Camberwell después del permiso;
en la capilla suena el solo de órgano y yo miro fijamente, con los
ojos empañados, el muro grabado, y recuerdo haber leído las
palabras «Yo soy la Resurrección y la Vida» durante la misa de
eucaristía, antes de ir a Brighton.
Estoy comprando unos accesorios para mi uniforme en un
comercio muy grande de Victoria Street cuando me detengo,
petrificada, delante de un jarrón con las mismas rosas rosadas de
tallo largo que me regaló Roland antes de ir a ver David Copperfield;
en la calidez de la estancia, su dulce perfume me trae el recuerdo
de aquella Nochevieja, y de repente, para turbación de las
dependientas, me deshago en unas lágrimas incontrolables, y,
desvalida y humillada, me descubro incapaz de parar de llorar en el
tranvía durante todo el trayecto de regreso al hospital.
Es domingo y he salido sola a dar un paseo por las deprimentes
calles de Camberwell antes de meterme en la cama tras la faena
nocturna. Delante de mí, en la acera helada, un gusano largo y
rojizo se retuerce, viscoso. Recuerdo que, cuando morimos, los
gusanos destruyen los cuerpos —por bellos y amados que sean—, y
huyo de ese bicho obsceno, horrorizada.
Es miércoles, y voy caminando por Brixton Road en una mañana
apacible y fresca de principios de primavera. Repito, casi sin ser
consciente de ello, un verso de Rupert Brooke: «La noche profunda,
el canto de los pájaros, las nubes que vuelan»…
Por un instante he sido consciente de la alegría antigua de los
cielos pulidos por la lluvia y las nubes algodonosas en fuga, cuando,
de pronto, recuerdo: Roland ha muerto y no estoy siéndole fiel;
alegrarse de estar viva, aunque solo sea por un segundo, es un
sentimiento mezquino y cruel.

Poco a poco, las circunstancias de la muerte de Roland, que al


principio fui del todo incapaz de comprender, empezaron a cobrar
coherencia dentro de mi cabeza. Gracias a varias cartas de su
coronel, sus compañeros oficiales, el sacerdote católico que lo había
enterrado y su asistente —que me expresó la afinidad entre ellos de
manera locuaz y casi ilegible, a lápiz—, pudimos reconstruir los
detalles de su final, tan doloroso, tan innecesario, tristemente
desprovisto de ese resplandor heroico que Roland siempre había
considerado como una gran compensación para los caídos, como
los Héroes de Kingsley, «en la flor de la vida, con la oportunidad de
conquistar un nombre ilustre». Los hechos, tal y como los
recompusimos al fin, fueron más o menos estos:
La noche del 22 de diciembre, en la que Roland fue herido de
muerte, el 7.° de Worcestershire acababa de tomar posiciones en
varias trincheras nuevas. Como la compañía cuyo letárgico capitán
aparece en la escena inicial de Fin de jornada, los anteriores
ocupantes habían dejado las trincheras sucias y ruinosas, y la
alambrada de púas tan desatendida que el pelotón de Roland
recibió orden de pasar la noche reparándola. Antes de emprender la
labor, salió a inspeccionar el lugar, tomando un sendero oculto que
desembocaba en tierra de nadie a través de un hueco en un seto,
porque la trinchera de comunicación se hallaba anegada. Resultó
que llevaba mucho tiempo inundada, y los alemanes estaban al
corriente del camino alternativo. De ahí que, comprensiblemente,
hubieran dirigido una ametralladora al boquete, y cada vez que las
tropas de enfrente mostraban signos de actividad disparaban unas
ráfagas. Los predecesores del 7.° de Worcestershire sabían de esta
costumbre del enemigo, pero parece que no consideraron oportuno
comentarlo al batallón que los relevó.
En el momento en que los Worcester tomaron el relevo, la luna
estaba casi llena, y el sendero debía de distinguirse bastante bien a
través del seto en plena noche para unos ojos que a la sazón se
encontraban apenas a un centenar de metros. En cuanto Roland
asomó por el hueco, sonó una descarga. El primer proyectil ya le
impactó en el estómago, atravesándole el cuerpo; cayó boca abajo,
gritando, gravemente herido ante la mirada de toda la compañía.
Arriesgando su vida, el comandante y un sargento lo recogieron y lo
resguardaron en la trinchera. Veinte minutos más tarde, el médico
del puesto de socorro puso fin a su agonía mediante una buena
dosis de morfina, y a partir de ese momento Roland dejó —dejó
para siempre— de ser Roland.
A la mañana siguiente, el cirujano jefe del puesto de triaje de
Louvencourt, a quince kilómetros de distancia, le practicó una
complicada operación abdominal, pero la herida había provocado
tanta mutilación interna que los médicos sabían que solo aguantaría
unas pocas horas. Entre otras cosas, el proyectil de la ametralladora
había dañado la base de la espina dorsal, de modo que, si por un
milagro de pericia quirúrgica combinado con un estado de salud de
primera se hubiera salvado de la muerte, habría quedado paralítico
de cintura para abajo de por vida. Lo que ocurrió fue que se repuso
de la operación lo suficiente para recibir el viático «en un estado de
laberíntica satisfacción» de manos de un jesuíta que, sin que
ninguno de nosotros lo supiera, lo había acogido en el seno de la fe
católica a principios del verano. «Seis días tumbado en esta colina
me han dejado el cuerpo dolorido», dijo al sacerdote con alegría.
Fueron sus últimas palabras coherentes. A las once en punto de esa
noche —hora en la que yo, despreocupada, llenaba las bolsas de
papel de los heridos—, el estudiante de Uppingham que ostentaba
el récord de premios, cuya naturaleza encajaba a la perfección con
el drama espectacular de una gran batalla, murió tristemente en un
catre de hospital. La mañana de domingo en la que quienes nos
encontrábamos en la casa de Keymer intentábamos en vano asumir
su final, se celebraba una misa de difuntos en su honor en la
parroquia que había junto al cementerio militar de Louvencourt. El
coronel nos contó que, cuando sacaron el ataúd de la iglesia, «el sol
salió y brilló con fuerza».
Y eso fue todo. No había nada más que averiguar. Su muerte no
parecía haber tenido siquiera un objetivo militar; el único y escaso
consuelo era que su asunción de la responsabilidad había salvado
al equipo destinado a la reparación de la alambrada.
En Camberwell, noche tras noche, yo observaba las nubes
desfilando despacio por delante de las estrellas y repasaba los
hechos, hasta que me daba la sensación de que mi mente no
alcanzaría a contener la angustia que me generaban. ¿Había sido el
heroísmo o la insensatez lo que lo había instigado a inspeccionar las
alambradas en una noche con tanta luna?, me preguntaba por
enésima vez. En aquellos días, saberlo era cuestión de vida o
muerte.
«Todo heroísmo», argumentaba desesperada en mi diario, «es
hasta cierto punto superfluo, desde una perspectiva puramente
utilitaria. […] Pero el heroísmo encarna algo muchísimo mayor y
mejor, aunque menos práctico, que eludir responsabilidades y
cumplir con el deber mínimo exigido y nada más».
Aun así, mientras miraba fijamente por la ventana del pabellón la
estilizada aguja de una iglesia silueteada en negro contra hileras de
nubes horadadas por un rayo de luna brillante, susurraba como una
loca a la noche sombría e indiferente: «¡Ay, amor mío! Tan orgulloso,
tan confiado, tan desdeñoso de la humillación, tú, que estabas
destinado a alimentar una triste esperanza, a caer en una gran
batalla… ¡mira que morir de un balazo en la oscuridad, como una
rata! ¿Por qué te aventuraste, audaz, imprudente, en tierra de nadie,
cuando sabías que el permiso estaba tan cerca? ¿Por qué, cariño?
¿Por qué?».
Quizá lo peor de todo fuera el silencio que rechazaba para
siempre esta última pregunta. La certeza cada vez mayor de que
Roland no había dejado un mensaje para que lo recordásemos
resultaba cruel, incomprensible. Hoy en día, tras haber pasado por
varias experiencias de dolor devastador, comprendo en qué medida
tanto la agonía como su alivio excluyen las exigencias de la
memoria y el pensamiento, pero por aquel entonces, a pesar de los
seis meses que llevaba en hospitales, no reconocía el cautivador
ensimismamiento de un sufrimiento extremo, ni el optimismo
abotargado, inducido por anestésicos, y me parecía como si se
hubiera ido a la tumba manifestando una indiferencia deliberada
hacia quienes lo queríamos. Durante los primeros meses de 1916,
mis cartas y diarios recalcan una y otra vez el dolor de no tener una
palabra que atesorar en los años de vacío. Salía de permiso al día
siguiente —el día después de que lo hirieran, el día en que murió—,
y sin embargo nunca le había hablado a nadie ni de su madre ni de
mí, como tampoco de que esperaba vernos pronto.
Durante muchas semanas después de su muerte, aguardé con la
esperanza de recibir algún mensaje, y escribí varias cartas a
Francia, que los destinatarios debieron de encontrar pueriles y
patéticas, pues respondieron con infinita paciencia y amabilidad.
Pero cuando ya había oído el testimonio del coronel, del
comandante de su compañía, de su ordenanza, del sacerdote
católico y de un compasivo oficial que, para satisfacerme, viajó
expresamente a Louvencourt para interrogar a los médicos,
comprendí que había averiguado todo lo que se podía averiguar, y
que en su hora postrera yo había caído en el olvido.

Cuando concluyó mi permiso, que pasé íntegramente en


Keymer, fue Edward quien me llevó de regreso a Camberwell. En los
últimos meses de preocupación intensa y exclusiva por Roland, casi
me había olvidado de mi hermano, que ahora ocupaba de pronto el
lugar central de mi conciencia.
Una tarde, en Sussex, al volver de un paseo a solas, descubrí
que Victor y él llenaban casi por completo el salón diminuto con sus
largas extremidades enfundadas en prendas color caqui. Juntos
trataban de pasar un permiso que ahora tenía para ellos tan poco
sentido como para mí, y la madre de Roland los había invitado a
tomar el té. Parecían, según recordé luego en mi diario, «cortesanos
sin su soberano». El tenso dolor que crispaba sus facciones y
oscurecía sus ojos me inspiró un remordimiento inesperado, y
recordé, con la sorpresa de un descubrimiento nuevo, que Roland
había sido amigo de ellos mucho antes de ser mi enamorado.
La muerte de su amigo más admirado antes de que él mismo
hubiera logrado ir a Francia sumió a Edward, lo supe mucho
después, en una humillación amarga menos soportable aún que el
duelo por Roland; le parecía que no contaba con la excusa de una
enfermedad grave que dio derecho a Victor a llorar con la monótona
seguridad de «defender» el Arsenal Real de Woolwich. Pero, por
deferencia hacia mi desconsuelo, me ocultó esa parte de su dolor, y
todo el resentimiento, y me despedí de él en la puerta del Hospital
General n.° 1 de Londres con la sensación de estar diciendo adiós a
una vida aún fuerte y con recursos para el consuelo.
Mi pequeño cuarto en el barracón alargado de madera,
asombrosamente silencioso porque todas las enfermeras del turno
de noche se habían acostado ya, se me presentó como el culmen
de una soledad desdichada, a pesar de que Betty había dispuesto
un cuenco de fragantes mimosas para darme la bienvenida. Dormir
me resultó del todo imposible, y en la cena fui consciente de las
miradas fugaces de indiscreta curiosidad que me dirigían
supervisoras y voluntarias, a pesar de su apurada compasión, para
descubrir cómo «se tomaba» la pérdida una conocida.
Las noches siguientes me destinaron temporalmente a varios
pabellones donde nunca había trabajado. Sin duda, la supervisora,
que ya me había prolongado el permiso en su humana
conmiseración, pretendía protegerme de los pésames poco
diplomáticos de mis antiguos pacientes, pero el experimento no
triunfó. Con la supervisora escocesa en mi pabellón de siempre —
donde las encendidas discusiones sobre la evacuación de Galípoli
no habrían dejado demasiado espacio a los pesares de una
enfermera por otro hombre «que había ido al oeste»—, me habría
acostumbrado a una suerte de rutina; en cambio, las jefas y los
pacientes desconocidos no me proporcionaron ningún incentivo para
evadirme de mí misma durante el horario de trabajo. Como era
evidente que no dormía, y debía de encarnar la viva imagen del
fantasma de la chica emocionada que se marchó de permiso —
ciertamente, me sentía como si hubiera conocido la muerte junto a
Roland y luego me hubiesen desenterrado siendo otra persona—, la
supervisora me mandó llamar y se ofreció a asignarnos de nuevo, a
Betty y a mí, el turno de día.
Me negué en rotundo a la concesión, haciendo hincapié en que
«tenía que pasar sola por ese trance», pero nada más entrar en el
siguiente pabellón al que me mandaron me arrepentí de mi
estupidez, porque el trabajo era deprimente hasta decir basta. Una
supervisora diurna severa e intolerante me criticaba todo el tiempo,
atribuyendo hasta el menor percance a mis actividades nocturnas,
mientras que su enfermera voluntaria, que iba a casarse al cabo de
poco, me exasperaba con su alborozada complacencia y la libertad
con que comentaba sus coqueteos con los hombres, sobre todo
porque, haciendo gala de una crueldad inconsciente, se empeñaban
en incluirme en sus conversaciones. Para colmo de males, un
paciente paralítico requería atención constante y muy poco
agradable, y me volvía medio loca con los ruidos animales que
emitía a intervalos durante toda la noche.
Incluso la muerte era mejor que la parálisis, reflexionaba yo con
tristeza, en un vano empeño por derrotar los pensamientos
dedicándome con resentida diligencia a la pila de correspondencia
que tenía pendiente. Al inicio de 1916, la cantidad y la variedad de
las cartas de condolencias seguía siendo abrumadora, pues la
repetición del gesto aún no había agotado las plumas de quienes
daban el pésame, pero, de entre todas, solo dos me llegaron de
verdad al corazón. Una de ellas era de mi profesora de Literatura
Inglesa, a la que la guerra también le había deparado sufrimiento.
En su misiva, breve y seria, sugería como consuelo la belleza
viviente de la vida que había desaparecido, y asumía un grado de
distancia contemplativa de la que yo era del todo incapaz en aquel
momento. Pero me reconfortó con su bonita caligrafía académica,
de un modo que ni ella misma habría sospechado, pues
representaba un vínculo con un mundo que antaño yo había
escogido con ardor y ahora se me figuraba increíblemente remoto,
el mundo de la experimentación intelectual, de la esperanza juvenil,
de todas las cosas hermosas y trascendentes que forman parte de
los dominios de la mente. Sin embargo, fue otra carta, cuya tímida
rudeza creaba un marcado contraste, la que más a menudo releí.
«Lo lamento, mucho, muchísimo», me había escrito Geoffrey
desde los desoladores peligros del Saliente de Ypres, tratando en
vano de encontrar palabras que expresaran su aguda sensibilidad
hacia el dolor de otra persona. Había veces, decía, en que las cartas
no eran más que cosas vacías, y no era capaz de escribir.
A finales de enero, Camberwell y sus exigencias se me hicieron
indeciblemente odiosos. No me había dado cuenta de que la única
razón por la que había asumido aquellas tareas desagradables de
las que nadie más quería ocuparse había sido el afán por compartir
las incomodidades de Roland; y ahora que él había muerto, me
pesaba cada vez más la monotonía embrutecedora del trabajo sucio
que antes me había estimulado, y la creciente conciencia de la
pérdida y la frustración me llenaba de impotencia, furia y
resentimiento.
«Todo es exactamente igual que antes, lo que reaviva los
recuerdos con mucha intensidad», le escribí a Edward. «El que todo
sea igual me resulta insoportable».
A las supervisoras debió de desconcertarlas aquel cambio, pues
ahora evitaba todas las tareas, salvo las más obvias, y tardaba una
eternidad en llevar a cabo las actividades más sencillas, mientras
que la piedad inquisitiva de las demás voluntarias no tardó en
convertirse en confusa impaciencia. Ellas habrían comprendido un
dolor sentimental, dependiente, con caricias en el pelo a la hora de
dormir y manos agarradas en la oscuridad, pero en lugar de eso se
encontraban con una sorprendente aflicción distante, rígida, que
abominaba de su compasión, detestaba sus risitas y parloteos
colectivos, y, sobre todo, las odiaba por estar vivas cuando Roland
estaba muerto. Betty, a pesar de lo mal que la traté, siempre fue
amable, pero Mina me escribió dos o tres cartas de reproche,
echándome en cara que me hubiera vuelto —como Betty le había
contado— tan «difícil». Cuanto antes me marchara del hospital,
mejor para todos los implicados, concluía con severidad su último
intento.
Muchos más corresponsales me aconsejaban paciencia y
firmeza; el tiempo curaría, me decían con una unanimidad
exasperante. Yo no soportaba aquel consejo; ni podía creerlo, ni
toleraba que fuera cierto. Si el tiempo curaba, yo no sería fiel a
Roland, pensaba, aferrándome con tesón a mi dolor, pues aún no
sabía que, para que los vivos sean de alguna utilidad en este
mundo, deben dejar a un lado la fidelidad a los muertos.
Me distancié deliberadamente de mis compañeras del hospital, y,
salvo las veces que Edward o Victor venían a Londres, todo mi
tiempo libre lo pasaba sin compañía. Cada vez más introvertida,
buscaba el poco consuelo que podía encontrar en los libros y las
cartas, y en las visitas matinales de los domingos a la iglesia
católica de Santiago el Mayor. Roland había frecuentado aquel
templo, según me contó su madre; mucho antes de que un impulso
lo moviera a indicar «católico romano» en la casilla de los papeles
del Ejército correspondiente a la religión, ya le había atraído el
misticismo sibarítico de la fe católica. Yo no podía seguir sus pasos,
por ser de temperamento demasiado agnóstico para convertirme,
incluso como gesto de homenaje a su memoria. Pero cuando me
arrodillaba durante la misa, atontada por la falta de sueño, bajo los
arcos altos y apuntados, los hermosos cánticos en latín que no
acertaba a seguir me inundaban de una dulzura analgésica,
narcotizando mis sentidos y aliviando provisionalmente el lastre de
mi dolor.
En mi barraca de madera, sirviéndome de una mesa para naipes
plegable y de un retal de satén negro que hacía las veces de tapete,
fabriqué un pequeño altar para los pocos libros que Roland y yo
habíamos admirado y leído juntos. Entre ellos se encontraban la
Historia de una granja africana, y también los poemas de Paul
Verlaine, así como El jardín de Kama y Pescador de Islandia. A
estos sumé el libro de oraciones de Robert Hugh Benson, Vexilla
Regis, no solo en un guiño al catolicismo de Roland, sino porque mi
madre me había copiado algunas líneas, que yo releía a menudo
entre lágrimas, de la «Oración por una pérdida devastadora»: «Y por
último, para mí, que lloro su partida, concédeme que mi congoja no
esté exenta de esperanza hacia mi amado, que descansa en Ti; sino
que recuerde siempre su valor, y el amor que nos unió en la tierra, y
pueda empezar de nuevo con coraje renovado a servirte con más
fervor, a Ti, que eres la única fuente de amor verdadero y fortaleza
verdadera; y que, cuando haya pasado unos días más en este valle
de lágrimas y en esta sombra de la muerte, apoyada por tu cayado y
tu báculo, pueda verlo de nuevo, cara a cara, en las pasturas y entre
las aguas de consuelo donde él camina ya contigo. ¡Oh, pastor de
las ovejas, ten piedad de esta alma mía tan oscurecida!».
Quince años tendrían que pasar antes de que Bertrand Russell,
despiadadamente inmune a las visiones beatíficas y engañosas de
un porvenir reparador, publicara La conquista de la felicidad, con su
exhortación despojada de resignación y lástima a los
desconsolados: «Una persona con suficiente vitalidad y entusiasmo
superará todas las desgracias, porque después de cada golpe
manifestará un interés por la vida y el mundo que no puede
contraerse tanto como para que una pérdida resulte fatal. Dejarse
derrotar por una pérdida, e incluso por varias, no es algo digno de
admiración como prueba de sensibilidad, sino algo que habría que
deplorar como un fallo de vitalidad. Todos nuestros seres queridos
están a merced de la muerte, que puede golpear en cualquier
momento a quienes más amamos. Por tanto, es necesario que no
vivamos con esa estrecha intensidad que pone todo el sentido y el
propósito de la vida a merced de un accidente»[17]. Ambos
fragmentos son bonitos, y el de Benson encierra una fe y un
misticismo que se echan en falta en Russell, pero, si me viera en la
circunstancia de sufrir la misma pérdida en la actualidad, hallaría el
valor y el consuelo en Russell, no en Benson.
4

Cada vez que mis medias jornadas de descanso me lo permitían,


huía de Londres y me reunía con la familia de Roland en Keymer,
pero en los ratos diarios de tres horas surgió una nueva fuente de
consolación, del todo inesperada, encarnada en Victor. Al parecer, la
meningitis le había dado derecho a asumir tan solo tareas ligeras e
imprecisas, que alternaba con permisos frecuentes y prolongados
que dedicaba por completo a mí, asumiendo discretamente el papel
de confesor que antes había ejercido con Roland.
Su actitud hacia sí mismo era modesta por sistema. «Soy una
persona muy ordinaria y prosaica», me dijo en cierta ocasión. A sus
amigos no les exigía nada, pero animaba continuamente a los
demás a que le reclamasen cosas. En domingos alternos, yo libraba
por las tardes y cenamos juntos varias veces en el Trocadero, donde
yo era la única que hablaba y él desempeñaba el papel de oyente
sereno e infatigable. Por mucho que despotricara, me quejara y me
lamentase, sus ojos oscuros y considerados nunca perdieron su
amable gesto de interés y atención.
Durante los dos primeros meses tras el regreso a Camberwell,
nos escribimos cada pocos días. Sus cartas, de caligrafía inclinada
e ingenua, me parecen ahora de una puerilidad patética, y al mismo
tiempo muy poco egoístas y maduras en su obvia determinación por
ver las dos caras de los problemas para luego dar el consejo más
acorde con quien lo solicita. Cuando conocimos los pormenores de
los últimos instantes de Roland, Victor debió de pasar horas
escribiendo para explicarme con todo detalle la importancia de que
la alambrada se reparase incluso en una noche de luna, cuando
«las tradiciones más arraigadas del Ejército regular» imponían que
un jefe de pelotón inspeccionase los daños personalmente hasta en
las circunstancias más peligrosas.
En aquel momento —a pesar de que estaba acostumbrada, por
la vitalidad apasionada de Roland, a manifestaciones juveniles muy
diferentes—, no percibí la ingenuidad ni la inmadurez; solo asimilaba
el bálsamo terapéutico de una simpatía del todo altruista, y el
elemento reconfortante de aquellas cartas extensas y pueriles.
Cuando las releo, todavía me impresionan su amabilidad sin fisuras,
su don para consolar y su imaginativa piedad hacia las penas de los
demás, todas ellas características asombrosas en un joven en una
edad marcada por el ego.
Cuanto más detestaba el trabajo en Camberwell, más confiaba
en que los breves espacios de tiempo en compañía de la familia de
Roland dieran sentido a una existencia que se antojaba siempre
inútil. Dos o tres semanas después de que Roland muriera, su
madre empezó a escribir unas memorias semificcionadas de su
vida, que terminó al cabo de tres meses, sin dejar de responder las
cartas de pésame de amigos y lectores de todo el país. Al término
de esa fase, sufrió un breve colapso nervioso debido a la conmoción
y el agotamiento, y tuvo que guardar cama varias semanas para
prevenir un trastorno cardiaco grave. En las muchas ocasiones en
que fui a verla y comentamos la publicación de las memorias, me
invadía el deseo de escribir yo también un libro sobre Roland, pero
concluía que tres meses era muy poco tiempo para considerar con
perspectiva unos hechos que me atañían de manera tan personal.
Decidí que esperaría algo más antes de contribuir con mi relato a
narrar su existencia breve y vivida. Sin duda, si alguien me hubiera
dicho que tendrían que pasar diecisiete años, me habría quedado de
piedra.
En Sussex, a finales de enero, el invierno ya iba perdiendo la
batalla contra la primavera; de las ramas desnudas y negras
colgaba el bronce del amento, y en los caminos húmedos que unían
Hassocks y Keymer las aves cantaban con fuerza. Cómo las detesté
un día en que me dirigía a la estación, cuando un atardecer carmesí
transformó los charcos de la carretera en relucientes pozas de
sangre, y un horror nuevo de barro y muerte ensombreció mis
pensamientos con aterradora obsesión. Roland, reflexioné con
acritud, formaba parte ya de la arcilla corrupta en la que la guerra
había transformado el suelo fecundo de Francia; no volvería a
respirar el olor de una tarde húmeda al inicio de la primavera.
Aquella mañana, al llegar a la casa, me había encontrado con su
madre y su hermana de pie, presas de la angustia y el desamparo,
en medio de sus efectos personales, que yacían por todo el suelo,
recién abierta la caja que los contenía. Entre la ropa se encontraba
el uniforme que llevaba cuando fue herido. Me pregunté, y me
pregunto todavía, por qué se consideraba necesario devolver
semejantes reliquias, la guerrera atravesada por el proyectil, un
chaleco caqui oscurecido y acartonado de sangre, y un par de
pantalones también ensangrentados y rajados a la altura de la
pernera por alguien que a todas luces tenía mucha prisa. Aquellos
harapos repugnantes me hicieron comprender como nunca hasta
entonces lo que significaba Francia en realidad.
Dieciocho meses después, el olor del pueblo de Étaples, aunque
más leve y difuso, me traería a la memoria aquellos precarios restos
de patriotismo.
«Todo estaba húmedo, desgastado, y cubierto de barro», le
escribí más tarde a Edward. «Y me alegré de que no lo vierais ni tú,
ni Victor, ni nadie que tal vez algún día tenga que ir al frente. Si
hubierais estado allí, os habría abrumado el horror de la guerra
despojada de la gloria. Porque, aunque solo había usado aquellas
prendas en vida, su olor era el de los cementerios y los Muertos. El
barro francés que las manchaba no era un barro cualquiera; no
poseía el aroma habitual de la tierra, limpio y puro, mas era como si
hubiese estado saturado de cadáveres, muertos que llevaran
muertos mucho, mucho tiempo. […] También vi su gorra, retorcida y
deforme, irreconocible —la gorra flexible que se calaba con
entusiasmo hasta la nuca—, con la insignia tapada por una espesa
capa de fango. Debió de caer sobre ella, o quizá la pisara sin querer
uno de los que lo recogieron».
Edward escribió una respuesta amable y humilde en la que daba
protagonismo a las cosas más sencillas y menos perturbadoras a
las que yo había hecho alusión en otra parte de la carta.
«Entiendo que acababa de recibir la caja de cigarrillos y los
cuellos y tirantes que le mandé por Navidad, y me alegro mucho,
porque debió de pensar en mí en ese momento».
Tanto y tan opresivamente impregnó aquel olor a osario el
pequeño salón que la madre de Roland le dijo a su marido,
desesperada: «Robert, llévate estas ropas a la cocina, que no quiero
volver a verlas: o las quemamos o las enterramos. Apestan a
muerte; no son Roland; desmerecen su memoria y echan a perder
su encanto. ¡No quiero tener nada que ver con ellas!».
Ignoro qué pasó con las prendas, pero, por incongruente que
parezca, fue en medio de aquel amasijo de horror y descomposición
donde encontramos, rodeado de listas y cartas, el cuaderno negro
con sus poemas. En la guarda había copiado unas líneas escritas
por John Masefield a propósito del patriotismo: «No se trata de una
canción en la calle, una corona de flores apoyada en una columna,
una bandera ondeando en una ventana o un defensor de los bóer
puesto en la picota. Se trata de algo sagrado y terrible, como la
propia vida. Es una carga que hay que soportar, algo por lo que
luchar, sufrir y morir, algo que no da dicha ni placer, sino una vida
dura, una tumba desconocida, y el respeto y la reverencia de
quienes lo persiguen».
Había pocos poemas, pues Roland siempre había estado
infinitamente insatisfecho con su propio trabajo, pero entre ellos se
contaban «Nachklang» y «En la rosaleda», así como el rondó
«Camino solo» y la villanela «Violetas», que me había regalado
durante el permiso. La entrada final representaba el que debió de
ser el último de sus escritos, y sin duda el más extrañamente
profético. Se remontaba al periodo de nuestra riña, cuando estuvo
con la infantería ligera de Somerset, pues lo encabezaban las
palabras «HÉDAUVILLE, noviembre de 1915»:

Aquel rayo de sol en el camino blanco


que formaba una cinta colina abajo,
las clemátides de terciopelo
prendidas del alféizar de tu ventana…
te esperan todavía.

De nuevo, la poza a la sombra


se rizará en torno a tus pies,
y cuando el zorzal cante en el bosque
sin saberlo conocerás
a otro extraño, amor mío.

Y si no es tan viejo
como el muchacho que conociste,
ni tan orgulloso también, y sí más digno,
no lo dejes escapar…
(Las margaritas son más sinceras que la pasionaria).
Será mejor así.

Yo leía y releía el poema, turbada, atormentada, y me


preguntaba qué quería decir. ¿Qué habría querido decir?
Cinco años después, circulando en coche desde Amiens por los
campos de batalla aún desfigurados para visitar la tumba de Roland
en Louvencourt, desfilé con repentino estupor ante un letrero blanco
que decía, simplemente: «HÉDAUVILLE». El lugar debía de parecerse
mucho a cómo había sido tras un par de años de guerra, y solo las
ruinas desmochadas de las granjas que se desmoronaban en los
campos torturados mostraban el emplazamiento donde antaño
había existido una población. Pero, en la cima de una colina, los
restos de un camino destruido por las bombas giraban en un recodo
y se curvaban hacia abajo. Mientras el coche daba tumbos entre los
socavones, miré hacia atrás y pensé que tal vez aquel sendero
medio arrasado aún conservara en noviembre de 1915 carácter y
dignidad suficientes para recordarle a Roland el camino de los
páramos por el que paseamos una tarde de primavera antes de la
guerra, cerca de Buxton.
5

A principios de febrero dejé de cubrir el turno de noche, y con los


ojos llenos de lágrimas llené el baúl para trasladarme de nuevo a
Denmark Hill y abandonar mi apacible barraca. Cuando llegué a la
pensión, mis peores temores se hicieron realidad, pues tuve que
compartir habitación con cinco mujeres más, casi todas ellas
voluntarias de un grupo nuevo con acentos extraños y ropa interior
aún más estrafalaria, que Betty describió como «el segundo ejército
de Derby».
«Me pregunto si alguna vez me sobrepondré a esta sensación de
desesperanza vacía», escribí en mi diario después de la primera
tarde a las órdenes de una nueva supervisora, en el barracón de
sesenta camas. «La resistencia requiere una energía con la que no
cuento; e intentar adquirirla solo para enfrentarme con valor a un
mundo que ha dejado de interesarme […] no creo que valga la
pena».
Justo en ese momento, Edward me escribió para comunicarme
que por fin había llegado la orden que lo mandaba al frente, y que
partiría hacia Francia desde Londres el 10 de febrero. Sería una
fecha memorable también por otros motivos, dado que marcó la
entrada en vigor del servicio militar obligatorio en Inglaterra por
primera vez en la historia, aunque yo ni lo sabía ni me importaba en
el instante en que mi madre y yo nos despedimos de mi hermano en
Charing Cross una de esas tardes grises e indeciblemente sombrías
tan características de Londres en febrero. Lo acompañaban otros
dos oficiales que también se unían al 11.° Batallón de Sherwood
Foresters: uno, el capitán H., un hombre simpático, grandullón y
campechano que más tarde fue nombrado comandante de su
compañía; el otro, un subalterno rechoncho e insignificante que vivió
lo suficiente para hallar la muerte y un poco de gloria en el avance
final del frente occidental.
Mientras me arrastraba de regreso a Camberwell, mis pies me
parecieron un lastre de plomo, y me di cuenta de que, en el fondo,
todavía podía agudizarse la desdicha de las últimas semanas.
«Ahora mismo no puedo albergar ninguna esperanza optimista
relacionada con el frente», registré en mi diario. «Aun así, no hay
intensidad en mis sensaciones; no siento nada más que un
agotamiento total, absoluto. […] Todo me resulta inconcebible. Él…
rodeado de agua y barro, cuando lo recuerdo con un peto marrón de
holanda, y todo el mundo tan pendiente de que no se mojara los
pies. […] No pienso en él del mismo modo invariable en que
pensaba y pienso en Roland. Pero cuando le dedico mis
pensamientos, lo que ocurre bastante a menudo, me doy cuenta de
que he depositado en él todas mis esperanzas de futuro; de él
dependen mis posibilidades de hallar compañía y comprensión en el
porvenir».
Una semana más tarde llegó una carta en la que me informaba
de que ya estaba en las trincheras.
«Ahora me resulta fácil», me decía, «comprender cómo murió
Roland; fue un incidente ordinario, fruto de la mala suerte. […] No
desprecio el valor de la vida, y es duro demostrar el coraje
necesario; sin embargo, todavía no he experimentado auténtico
miedo. Hay que mantener las apariencias a cualquier precio, aunque
lo tenga».
No entraba en detalles dramáticos acerca de los peligros que lo
acechaban, pero solo tuve que recordar la intensidad de las
descripciones de Roland para saber perfectamente cuáles eran.
Mientras me dedicaba a la poco estimulante tarea de frotar fundas
de colchón en el anexo, me entretenía intentando leer entre líneas y
preguntándome si mi hermano regresaría.
Aquella tarde, mi nueva supervisora, una joven morena y guapa
de unos treinta años, me hizo ir a su despacho —había uno junto a
cada pabellón—. Estaba muy enfadada y me echó una reprimenda
de cinco minutos por mis descuidos, mi desconcentración y la falta
de interés en mis tareas. «¿Te das cuenta de que has estado media
hora frotando solo una funda?», concluyó.
Desprevenida, y tal vez por percibir cierta humanidad bajo la
indignación exterior, respondí entre sollozos que había perdido el
interés en el trabajo del pabellón; mi prometido había muerto, mi
único hermano acababa de ir al frente y yo no pensaba —no sabía
pensar— en nada más.
Cuando levanté la vista un segundo más tarde, frotándome los
ojos con rabia con un pañuelo mojado, la severidad había
desaparecido del semblante de la supervisora. Al igual que la
mayoría de las enfermeras de St. Bartholomew, era una muchacha
amable y educada, consciente de que cuando se alcanzaba cierto
nivel de desesperación no había regañina ni comprensión que
valiera.
«Lo siento mucho, enfermera», susurró. «Consideraré el asunto
desde otro punto de vista». Y me dispensó para el resto del día. De
modo que me fui a la pensión y volví a llorar, infeliz y humillada.
Por la tarde, después de cenar, cuando ya me había puesto la
bata y me disponía a meterme en la cama con una jaqueca terrible,
llegó nuestra supervisora con la jefa de enfermeras para
inspeccionar nuestros cubículos. Yo había estado sentada
tristemente junto al altar, en el que se encontraban todos mis libros,
pero cuando las dos mujeres entraron retrocedí a la penumbra para
ocultar mi cara surcada por las lágrimas, preguntándome si alguna
vez en la vida recuperaría mi intimidad.
La jefa, una mujer corpulenta de cara colorada, se plantó delante
de los libros, sin percatarse de mi presencia, y examinó los títulos.
De pronto, profirió una exclamación de terror y señaló el Carnaval
de Compton Mackenzie, uno de los libros que amábamos Roland y
yo, que se había incorporado hacía poco a la modesta colección.
«¿Quién está leyendo esta asquerosidad de libro?», interrogó.
Nuestra supervisora, que pudo o no haber distinguido mis ojos
brillantes y enrojecidos, pero que todavía recordaba haberse
compadecido de mí, hizo un comentario tranquilizador sobre la
condición de estudiante de «la enfermera Brittain», y siguieron su
camino.
«La única conclusión de este día tan inquietante», escribí en mi
diario después de meterme en la cama, aún alterada, «es que debo
conservar mi amor propio, cueste lo que cueste; conservar la
identidad que él amaba y que yo he perdido. […] Solo deseo poder
ver una pequeña luz en medio de tanto abismo y negrura; solo
deseo saber cuál es mi cometido. Quizá no sea imposible recuperar
el amor propio. Incluso Lyndall —el ideal de Roland— tuvo sus
momentos de flaqueza, y volvió a mostrarse fuerte».
Un par de días después, examinando, tan angustiada como de
costumbre, la lista de víctimas del Times, comprobé con fría
consternación que el nombre de Geoffrey figuraba entre los heridos.
Casi de inmediato, mi madre, que se había enterado a través de su
familia, me escribió para contarme que había ingresado como
paciente en Fishmongers’ Hall, en la City; había sobrevivido a un
violento bombardeo frente a Ypres —que había causado muchas
bajas entre el 10.° de Sherwood Foresters— sin más secuelas que
una conmoción y una herida leve en la cara.
En mi siguiente tarde de descanso me dirigí a Fishmongers’ Hall,
y lo encontré, envuelto en una bata verde y acurrucado junto a una
estufa de gas, con una manta sobre el regazo. Aunque la lesión de
la mejilla izquierda estaba casi curada, todavía tiritaba debido al frío
letal que provocan los estallidos; el semblante gris presentaba una
lividez extraña, sobrenatural, en la que sus ojos hechizados brillaban
como dos llamas azuladas gemelas dentro de sus respectivas
cuencas hundidas. Aun así, por muy enfermo y atormentado por las
pesadillas que estuviera, de nuevo me impresionó su belleza
irresistible, piadosa.
Al principio, la conversación discurrió lenta y forzada, pero a
medida que se acostumbró a mi presencia, y al ver que yo no hacía
alusión a Roland, Geoffrey empezó a hablar, como si se liberase de
un peso de la memoria con doloroso alivio. Me contó que no era el
oficial competente que sabía que era mi hermano; en las trincheras
siempre tenía miedo, no del peligro, sino de perder por completo los
estribos de un modo repentino, como ya le había pasado a otro
oficial. «¡Es horrible, los hombres no paran de mirarte fijamente!»,
dijo. «Nunca sé si tienen miedo de lo que va a pasarme o si me
observan para comprobar qué voy a hacer».
Tras el bombardeo, continuó, había permanecido con sus
hombres, a los que había ordenado abrir «fuego rápido» contra unas
hordas de alemanes en rápido avance. Cuando estuvieron
prácticamente rodeados, les pidió que se replegaran, pero aún le
daba vueltas a aquella decisión, ¿no tendrían que haber aguantado
y haber afrontado una muerte segura y vana? Mientras hablaba,
unía y separaba las manos; yo nunca había visto un rostro tan
ensombrecido por el dolor y la ansiedad como el de Geoffrey
cuando me habló de sus breves pero inolvidables semanas en
Flandes.
«Creo que es una de esas personas que sufren más que nadie
en el frente», le escribí más tarde a Edward. «Me pregunto si tú
padeces tanto como él los horrores y las dificultades de la guerra.
Creo que sí, pero también que eres más tranquilo y estás más
seguro de tus capacidades, y que por eso lo sobrellevas mejor.
Ojalá lo mandaran a Egipto o a Salónica, donde no hay combates de
verdad; me parece que es bastante fuerte desde el punto de vista
físico, y que son sus nervios los que se agotan enseguida».
Antes de marcharme de Fishmongers’ Hall, Geoffrey me
preguntó si podría visitarlo otro día aunque hubiera dejado de ser
una persona simpática. Yo regresé, y de buen grado, pues empecé
a tenerlo en mucha estima; hallaba un extraño consuelo en su
cohibida timidez y en su intensa conciencia de la pérdida, de la que
solo hablábamos por correspondencia. Una tarde incluso me invitó a
un concierto en Queen’s Hall, seguido de un té en el Fuller’s de
Regent Street; y casi perdió las entradas por el nerviosismo de tan
audaz e inusual aventura.
Tras recibir el alta en el hospital, compareció ante varias
comisiones médicas. En todos los casos afirmó que se sentía «en
considerable buena forma» y preparado para volver a Francia, pero
el comité de evaluación siguió prolongándole aquel periodo de
tareas livianas hasta que hubo pasado casi seis meses en
Inglaterra.

La muerte de Roland, la partida de Edward y la buena


disposición de Geoffrey para reanudar una vida que sabía que lo
destrozaría física o mentalmente en muy poco tiempo reforzaron mi
certeza de que, durase lo que durase la guerra, yo no podría
regresar a Somerville cuando mis seres más queridos habían
sacrificado, y sacrificaban aún, todo cuanto les importaba en este
mundo. Incluso empecé a barajar, no sin acritud ni reticencias, la
posibilidad de no retomar nunca los estudios. Los alemanes
causaban estragos sin piedad en Verdún, y los pesimistas ya
empezaban a hacer conjeturas sobre una guerra de diez años.
«¡Los primeros siete años serán los peores!» era un lema aceptado
entre los hombres, e incluso el espíritu de las caricaturas de Punch,
antaño plagado de alegres exhortaciones a alzarse «por el rey y la
patria», había optado por un desalentador y tenaz «¡Resistir!».
Así pues, cierto día de marzo, en una de mis medias jornadas de
descanso, fui hasta Oxford para hablar del incierto futuro con la
directora de Somerville. Mis amigas de primero, Marjorie y Theresa,
fueron a recogerme a la estación, y luego me convidaron a
merendar —invitaron también a mi profesora de Clásicas— en el
estudio que compartían en Oriel, con vistas a High Street. Quizá
fuesen los fantasmas de las conversaciones del pasado entre
generaciones de hombres en aquel cuarto viejo lo que eliminó la
barrera habitual entre docente y alumnas, pues hablamos de la
guerra, de quienes habían ido a hacerla y de quienes habían caído,
hasta que mi profesora y yo nos olvidamos de nuestras anfitrionas,
que estaban sentadas en silencio a ambos lados de la chimenea
encendida. Solo ahora, decía mi profesora, la gente se daba cuenta
de que la vida de un hombre iba mucho más allá de la existencia
puramente física, y que al mismo tiempo se ganaba mucha vida al
sacrificar esa faceta.
En aquella fase de la guerra aún éramos capaces de creer que
un país que sacrificaba lo mejor de su vida acabaría por recuperarla.
Nada de lo que se entregase, sostenía mi profesora, se daba por
perdido, y quienes morían en realidad no se marchaban, sino que
permanecían para siempre con nosotros, objeto de una
canonización más verdadera que la de los santos. Estaba
pensando, y yo lo sabía, en una vida insigne truncada por una bala
en Mesopotamia, y yo estaba pensando, y ella lo sabía, en Roland,
con quien había fantaseado durante mis clases con ella mientras
leíamos la Ilíada, y que ahora estaba muerto. Entonces, de repente,
la profesora se marchó y nos quedamos las tres solas, mirándonos
de hito en hito, tímidas, sorprendidas, curiosamente exaltadas.
Más tarde fui a ver a la directora, que por algún extraño motivo
había dejado de causarme fascinación. Imponía mucho menos que
la mayoría de jefas de enfermeras de los hospitales, de modo que
acabé por exponer sin rodeos que no retomaría los estudios
mientras no acabara la guerra.
De regreso en Camberwell encontré un anuncio colgado en el
tablón del comedor en el que se pedían voluntarias para el
extranjero. Ahora que Roland se había ido para no volver y mi
decisión sobre Oxford estaba tomada, no encontré motivos para no
presentarme. Era la conclusión más lógica, pensé, del servicio en
Inglaterra, si bien no pocas voluntarias se negaron a apuntarse
porque a sus padres no les haría gracia, o por falta de experiencia, o
porque habían tenido pulmonía a los cinco años.
Me asombraba esa serena presteza en admitir sus miedos. A mí
me aterraba marcharme a otro país —se daba tanta publicidad a la
campaña submarina alemana que la posibilidad de ser torpedeada
constituía una verdadera pesadilla—, pero más pavor aún me
inspiraba reconocerme mi propia cobardía, no hablemos ya a los
demás. Mis neuróticos antepasados, combinados con los terrores
persistentes e irresolutos de la niñez, me habían privado del cómodo
don del valor innato; durante la guerra conseguía mantener a raya el
pánico, lo que me había posibilitado fabricar una fachada de falso
autocontrol. Si me permitía admitir, aunque solo fuese una vez, mi
miedo a prestar servicio en el extranjero, y sobre todo a los
submarinos, resultaría imposible afrontar todas esas situaciones
pavorosas a las que ya había sobrevivido razonablemente, tales
como ataques con dirigibles, transitar calles de arrabales negras
como boca de lobo, y encontrarme sola en un pabellón grande
durante el turno de noche.
Así pues, anoté mi nombre en la lista del servicio activo y no
permití que mi yo consciente atendiera la súplica vil de mi
inconsciente para que cuando llegase la orden fuera a cualquier
lugar salvo un buque hospital o el Mediterráneo.

La etapa final —y la peor— de mi negativa a reconciliarme con


mi mundo tras perder a Roland vino propiciada por un
acontecimiento de lo más banal.
Cuando las amargas semanas navideñas quedaron atrás, mis
padres se trasladaron por motivos económicos a un establecimiento
más pequeño que el Grand Hotel, donde el servicio era indiferente y
la comida, atroz. Como consecuencia del frío y las corrientes, la
mala alimentación y la angustia por Edward, mi madre sufrió un
enfriamiento muy grave a mediados de marzo. Presa del pánico, y
creyéndose peor de lo que estaba, me escribió rogándome que
pidiera un permiso y fuese a Brighton a cuidarla.
Tras muchas dificultades y dos o tres entrevistas, me las arreglé
para obtener, con reticencias y escepticismo, un permiso reservado
a las voluntarias que tenían parientes enfermos, y que estaba
considerado una forma de escaqueo, ya que el Ejército tenía que
estar por encima de cualquier asunto doméstico, salvo los más
críticos. Cuando llegué al hotel y descubrí que mi madre, ya más
estoica, había dejado de guardar cama y no me necesitaba con
urgencia, tuve la sensación de estar perpetrando el engaño del que
se me había considerado sospechosa. Olvidando que mis padres
habían sido educados por sus progenitores en la consideración de
las mujeres jóvenes como seres a disposición perpetua de sus
maridos o padres, y que por tanto no podían comprender que la
disciplina del Ejército —tan implacable en el caso de los hombres—
ahora se aplicaba con idéntica severidad sobre hijas e hijos por
igual, estallé en un arrebato de furia desconsiderada que me sumió
de nuevo en los abismos del desánimo, de los que tanto había
luchado por salir.
Atormentada por el remordimiento de haber obtenido un permiso
de manera fraudulenta, pasé en Brighton los dos días que me
habían concedido presa de un terrible sentimiento de culpa. El
episodio llevó mi desdicha hasta el extremo de la crisis nerviosa, y la
primera vez que libré tras regresar a Camberwell me encerré en la
pensión de Denmark Hill para intentar reflexionar en soledad sobre
los motivos de mis espasmódicos arranques de ira y mis rencores
furiosos e incontrolables.
Era una tarde gris y deprimente, y un viento gélido me arrojó
ráfagas de nieve a la cara cuando me apeé del tranvía y apreté el
paso para refugiarme en la casa. Ya en mi triste cubículo, me
envolví en un abrigo y miré los copos caer, preguntándome cómo
me las apañaría para afrontar lo que me quedaba de vida. Apenas
había entrado en la veintena; tal vez me quedasen otros cuarenta
años por vivir, cincuenta incluso. La idea me abrumó y me estremecí
de frío y desolación mientras escribía con dedos entumecidos una
confesión lamentable e incoherente de autodesprecio y
desesperación.
«Estoy convirtiéndome en una persona intratable. Nunca habría
podido imaginar el efecto que la muerte de Roland ha ejercido sobre
mí. […] Tal vez algún día las cosas vayan a mejor, cuando me
distancie lo suficiente de su vida y de su muerte para recordar la
dulzura de haberlo poseído sin la angustia de haberlo perdido, para
recordar la grandeza de su muerte cuando los sentimientos que me
inspira su desastrosa y lastimosa pérdida se atenúen. […] Pero, en
estos momentos, soy una persona realmente abominable. […]
Tengo un carácter de mil demonios. […] Tal vez el efecto de las
circunstancias hubiera sido el mismo en cualquier otro lugar,
haciendo cualquier otra cosa. Y empiezo a pensar que quizá, en el
fondo, tengo que aceptar la derrota y hacer algo para cambiar mis
condiciones de vida actuales si aspiro a conservar algún rasgo de mi
personalidad que merezca la pena. Sin embargo, me consta que en
absoluto soy una mala persona. […] ¿Me reconocerán los ángeles
algún mérito por todo cuanto pretendo pero aún no he conseguido?
[…] Estos tres últimos meses han sido oscuros, confusos, de
pesadilla… A duras penas recuerdo qué ha ocurrido, como cuando
una no recuerda bien una enfermedad terrible antes sufrida. Todo
aquello que amé y amo, todo aquello por lo que vivía, trabajaba y
rogaba parece haberse desvanecido. […] ¡Ay, Dios! ¡Qué infeliz
soy!».
En abril, cumplido mi primer contrato, descubrí que tendría que
elegir entre abandonar el Hospital General n.° 1 o firmar la
renovación, lo que derivó en un frenesí que se prolongó varias
semanas a causa de la indecisión: ¿debía quedarme en el hospital o
dejar las labores de enfermería y entrar a trabajar en el Ministerio de
la Guerra (donde imaginaba, con suma ingenuidad, que una
inteligencia como la mía estaría mejor aprovechada)? Incluso llegué
a entrevistarme con un funcionario del Ministerio, y a alquilar una
habitación diminuta en el piso de Bayswater que ocupaba la antigua
institutriz de Clare.
Había comunicado por escrito a mi supervisora mis planes de
irme, y ya había empezado a hacer las maletas cuando de pronto
me invadió la apasionada convicción de que abandonar un trabajo y
un lugar que detestaba sería una derrota, y que tanto Roland como
lo que quiera que representasen la Justicia y la Bondad en este
mundo querrían que me quedara en el hospital y continuase en el
servicio activo. Estaba demasiado inmersa en mi obsesión como
para especular ni tan siquiera por un segundo sobre si la Justicia y
la Bondad, caso de tener personificación, podrían desatender la
espantosa tarea de evaluar la culpa de la guerra para interesarse
por mis insignificantes dudas entre el hospital y el Ministerio de la
Guerra. Vencida por la vergüenza y el remordimiento, le supliqué a
la supervisora que me permitiera retractarme. Ella, tan tolerante y
comprensiva como siempre, me permitió inscribirme de nuevo, y yo
reanudé sin mucho afán la rutina hospitalaria, demasiado extenuada
por mi irracional conflicto como para guardar rencor a mis padres
por su resignada conclusión de que era inútil llevarle la contraria a
una persona tan errática.
El 23 de abril —era Domingo de Resurrección, y se cumplían
cuatro meses de la muerte de Roland— asistí a la misa matinal de la
Catedral de San Pablo y me instalé en una nave lateral, debajo de la
representación de Agar en el desierto de G. F. Watt. Su Getsemani,
pensé, había sido aún más oscuro que el del «Varón de Dolores»,
que, hasta donde yo sabía —o creía saber—, era el hijo de Dios;
Agar, en cambio, solo era un ser humano sin el don de la
omnipotencia, una mujer (como las de hoy en día) a merced de un
destino atroz y despiadado contra el que no podía luchar.
«Guardián, ¿pasará pronto esta noche?», rezaba la leyenda al pie
del cuadro, y me pregunté cuántas mujeres estarían preguntándose
lo mismo aquella mañana dentro de la catedral, paralizadas y
desconcertadas por encajar un golpe detrás de otro. «¿Pasará
pronto esta noche? ¿Pasará alguna vez? ¿Cuánto tiempo tendré
que soportarla? ¿Qué me ayudará a resistir, si es que debo
resistir?».
Tras la misa, entré en un salón de té de Regent Street y pedí una
de las innumerables tazas de café que bebimos durante la guerra
con tal de disfrutar de unos instantes de intimidad; traté allí de
averiguar qué quedaba que pudiera ayudarme, como si la propia
humanidad me hubiese confiado la misión de hallar la solución a sus
problemas. En el cuadernillo que siempre llevaba encima garabateé
algunas de las conclusiones a las que había llegado en aquellas
semanas de lucha contra un enemigo invisible. «Sé que, pase lo que
pase, nuestro amor siempre será el factor dominante de mi vida. Él
encarna para mí ese ideal de heroísmo —ese “Heroísmo en
Abstracto”— por el que vivió y murió, y por el que yo trataré de vivir
y, si es menester, también morir… Cuando alguien me dice: “¿Por
qué haces esto? No es necesario, no hace falta que lleves el deber
hasta esos extremos”, yo solo puedo contestar que en un sentido el
heroísmo nunca es necesario, en la medida en que permanece
siempre fuera del alcance del propio deber, limitado y estereotipado.
No sé con cuánto o con qué poco valor tendría que afrontar riesgos
y peligros si me asaltasen; ya no tengo la confianza ciega de antes,
porque en estos días tan negros he aprendido a ser más objetiva
conmigo misma, con mis fracasos y mis limitaciones. He aprendido
a esperar que, si hay un Juicio Final, Dios no nos verá a través de
nuestros propios ojos, ni nos juzgará como nos juzgamos
nosotros… Pero, tal vez —y esto es lo que me ancla en las aguas
profundas del presente—, el autoconocimiento encarne unos
cimientos más seguros que la autocelebración, y alcanzando esos
cimientos, el suelo que nada puede eliminar de debajo de mis pies,
quizá conquiste más logros que antiguamente. Tal vez no se pueda
ascender a lo más alto sin haber tocado antes fondo, un fondo que
solo he conocido en los últimos tiempos… Tal vez me levante algún
día, y sea digna de él, que en su vida, en la paz y en la guerra, y en
su muerte en los campos de Francia, me mostró “el modo más
sencillo”. En cualquier caso, si alguna vez me enfrento al peligro y el
sufrimiento con una parte de su heroísmo, será porque he aprendido
gracias a él que el amor es supremo, que el amor es más fuerte que
la muerte y que el miedo a la muerte».

Por suerte para el equilibrio mental de la Humanidad, semejante


exaltación de las emociones no suele durar mucho, pero antes de
que las mías recayeran de nuevo en el desánimo disfruté de una
tregua merced a una razón poco digna pero no por ello indeseada.
Tan sumida había estado en mi dolor y mis problemas que casi
no había prestado atención a una importante epidemia de rubeola
que condujo al personal de enfermería de Camberwell a varios
centros hospitalarios londinenses. Pero cuando Betty enfermó y un
par de días después yo misma desperté con unas pintitas rojas en
los antebrazos, di parte de inmediato y fui enviada a un hospital del
sureste de la ciudad.
En aquella institución tan distinguida, dando gracias por que mi
cuerpo dolorido contara con unos días de descanso y mi mente
agotada se liberase del tormento de la introspección, compartí con
otra voluntaria un pequeño pabellón en una planta baja con vistas a
una carbonera. El «descanso» fue más psicológico que físico, dado
que la variedad de ruidos estridentes y continuos de aquel hospital
superaba con creces la de las enfermedades infecciosas que allí se
trataban. Cuando ya llevaba dos o tres días aguantando los berridos
de los niños del pabellón de al lado, los gritos de las criadas en la
cocina de enfrente, el estruendo del carbón que se acarreaba en el
patio, al otro lado de la ventana, los aporreos execrables de un
piano que alguien tocaba desde primera hora de la mañana hasta
casi medianoche, el rugido y los silbidos de los trenes que pasaban
por la vía férrea que quedaba a unos cien metros de distancia, el
zumbido incesante, como de aventadora ronca, de un aparato en un
cobertizo cercano, y el continuo estallido de platos y bandejas que
se estrellaban contra el suelo, empecé a compadecerme de los
pacientes gravemente enfermos.
«No recuerdo si ya te he hablado de las visitas matutinas; con
diferencia, la prueba más dura de la jornada», cuento en una carta
fechada el 30 de abril a mi madre, que en aquel momento se
encontraba en Macclesfield, donde mi padre y ella, hartos del tedio
de los hoteles de Brighton, habían alquilado una casa amueblada
muy agradable, antes de decidirse por el traslado definitivo.
«Primero pasa la supervisora, luego el médico de plantilla, y luego el
de guardia. Todos ellos pronuncian comentarios fatuos y
condescendientes, a los que esperan que dé respuestas
inteligentes. La supervisora […] califica el olor de una rosa de
“delicioso perfume”. Los médicos son muy ariscos y me hablan en
un tono casi de guasa, como si yo fuera una criatura. La actitud del
“Bueno, ¿cómo estamos hoy?”. La guinda es que el viernes por la
tarde nos visitó el capellán de la Iglesia de Inglaterra, un joven muy
tímido y nervioso. Cuando entró, resultó que yo me encontraba en
bata, sentada en una butaca y mostrando buena parte de la pernera
de mi pijama de rayas malva. Me figuro que debió de asustarse,
porque se quedó en silencio y apurado, y el peso de la conversación
recayó por completo sobre mí, mientras él se removía en la silla y se
toqueteaba la sotana».
No me permitieron llevar mi propia ropa al hospital, de modo que
en cuanto estuve convaleciente me ofrecieron una selección de
prendas de la institución y me mandaron a tomar el aire con los
otros enfermos desposeídos. Me enfundé un par de bragas de calicó
sin blanquear, unos calcetines gordos de lana, una enagua abultada
de rayas grises y blancas, una blusa de franela verde salvia y una
inmensa falda plisada azul marino concebida para una matrona seis
veces más gruesa que yo, que tuve que prender de la voluminosa
ropa interior con media docena de imperdibles grandes, y logré dar
varias vueltas al jardincillo cubierto de maleza sin que el disfraz se
desintegrara. También me dieron permiso para darme un baño, tras
una puerta sin pestillo, en un cuarto de aseo para pacientes que se
recuperaban de diversas enfermedades, donde predominaba un olor
a cerrado y a humedad, y donde unas cucarachas gigantescas
culebreaban todo el rato, saliendo y entrando de las tuberías.
Durante las tres semanas de cautiverio, Victor y Geoffrey me
escribieron constantemente, y me mandaron flores y fruta, lo que
provocó que mis compañeras de fatigas me bautizaran como «la
plutócrata del asilo de los pobres». Edward, cuya experiencia en las
trincheras había sido tranquila hasta la fecha, también me escribió
desde Albert, describiéndome la Virgen de Oro de la basílica, que el
primer bombardeo del enemigo acababa de tumbar —aún
sosteniendo al Niño, que bendecía con los bracitos extendidos—.
Más tarde me contó que los franceses creían que mientras la
estatua se conservase en el campanario no perderían Albert. Caería
en 1918, cuando los alemanes entraron en la población.
Nada más pisar Francia, me contaba mi hermano, el 11.° de
Sherwood Foresters había ocupado unas trincheras a cierta
distancia de Louvencourt, pero ahora se encontraban muy cerca de
la tumba de Roland. «El sol se puso ayer con un resplandor rojizo
sobre él mientras yo observaba desde aquí. Me transmitió la
sensación de paz más perfecta y duradera».
Tres semanas más tarde me escribió para contarme que había
estado en Louvencourt. Narraba minuciosamente el viaje,
consciente de lo mucho que significaba para mí cada detalle, y
hasta dibujó un esquemita para explicarme la disposición de las
tumbas en el cementerio.
«Recorrí el sendero», concluía, «y me quedé plantado delante de
su sepultura. […] Me quité la gorra y recé a Dios, si es que existe,
pidiéndole que me permitiera vivir para ser digno de la amistad del
hombre ante cuya tumba me encontraba. […] Pero no estuve mucho
rato, porque era evidente que no regresaría, y aunque puede que él
me viera contemplando su tumba, yo no sentí que estuviese allí. […]
Me alejé y me dirigí al pueblecito; estaba abarrotado de tropas y ni
llegué muy lejos, ni encontré el hospital. Había varios miembros de
los Worcestershire, pero no eran del 7.° ni del 8.° regimiento, así
que regresé por donde había venido».
Pasados los primeros días de hospitalización, me sentí
estupendamente, y solo permanecí ingresada lo que duró la
infección. A pesar de que en aquellas semanas ruidosas y
monótonas por fin tuve tiempo de leer la prensa, con sus
inquietantes relatos de la Rebelión de Pascua en Irlanda, y la
rendición de Townshend en Kut, y las primeras etapas del avance de
Roger Casement hacia su ejecución en agosto, aún había
oportunidades más que suficientes para pensar en el pasado. A
principios de mayo, un párrafo del Times en el que se hablaba de la
ceremonia del puente de Magdalen me trajo a la memoria el dulce y
fresco trayecto por Marston justo después del alba, un año antes, y
de repente me asaltó el abrumador impulso de versificar lo que
sentía, un impulso nuevo que recientemente había empezado a
fascinarme y atormentarme en igual medida. Agarré mi cuaderno y
un lápiz y me retiré al baño infestado de cucarachas, que era,
debido a la locuacidad inagotable de mi compañera de habitación, el
único lugar de todo el edificio donde se me garantizaba un poco de
paz.
Más adelante puliría el poema, «Mañana de mayo», y lo enviaría
al Oxford Magazine. Se publicó en el siguiente número, y más tarde
se incluyó en mi antología Versos de una enfermera voluntaria:

El sol naciente hizo brillar la torre;


en el cielo, cristalino, puro, resonaba un himno,
desgarrador, dulce. Era la hora temprana
en que la vida despierta con la potencia enfebrecida de la
primavera,
y la vieja ciudad gris ardió, dorada.

El gentío bullicioso se quedó en silencio;


bajo el puente, los barcos, en largas filas,
permanecían inmóviles. El cántico lejano del coro
se fundía con la brisa en un eco remoto.
Rauda dejé el puente y me fui.

Me adentré en el corazón verde de un sotillo,


crecían prímulas, bajo cuyo oro timorato
la tierra fragante asomaba, tibia y fértil;
ni rastro ya de la fría mano del invierno,
unas aves cantoras guiaban el albor del año.

Había conocido el amor pocos días antes,


y, muy dichosa, escuchando yacía;
nunca albergó nadie tanto júbilo.
Pensé que la primavera tendría que durar siempre,
pues yo era joven y amada, y estábamos en mayo…

Es mayo de nuevo, y cristalino y dulce


tal vez suene otra vez el himno latino
desde la Torre de Magdalen, pero yo no lo oigo.
Trabajo duro y muy lejos un año negro
ensombrece el siglo con nefasta amenaza.

Transito sendas donde habitan dolor y tristeza,


y ruinas de guerra,
donde cada cual vive su propio infierno,
cargado de horrores recurrentes imposibles de contar.
Ya no hay gloria en la primavera.

A mí, rendida por las lágrimas, pues el que amé


yace frío bajo el suelo devastado de Francia,
la esperanza me ha abandonado, aniquilada por la muerte,
y el Amor, que tan fuerte y dichoso parecía, resultó ser
frágil y quebradizo, un juguete del cruel azar.

A menudo me pregunto, mientras lloro en vano,


si cuando los largos años del porvenir se arrastren lentos,
y la guerra y las lágrimas dejen de reinar,
recobraré, una vez más,
la dicha de aquella mañana de mayo de hace tanto tiempo.

La conjetura del cierre ya está respondida, no solo para mí, sino


para la totalidad de mi generación. Jamás recobramos aquella
dicha, y jamás la recobraremos.

Tras el paso por el hospital de infecciosos disfruté de dos


semanas de baja por enfermedad en Macclesfield.
El año caminaba hacia el verano, y, cada vez que olvidaba por
un rato que el calor y el buen tiempo eran sinónimos de grandes
campañas y peligros para Edward, tomaba conciencia de un placer
silencioso a mi alrededor que no había conocido desde que me
marchara de Oxford. Llevaba casi un año entero sin disfrutar de
unas vacaciones, entendidas como intervalo de tranquilidad, y esas
dos semanas contribuyeron en gran medida a estimular el proceso
de recuperación psicológica que se había iniciado el Domingo de
Pascua.
La casa, que mis padres habían alquilado a una familia local,
contaba con un jardincito precioso donde ya habían florecido las
lilas, los codesos de los Alpes y el majuelo rosa. Debajo de los
arbustos calientes y aromáticos pasé muchas horas leyendo mis
libros, tanto tiempo descuidados, y en una galería semiamueblada
anexa a la casa compilé un pequeño volumen con mis citas
preferidas. Cuando las largas tardes de primavera eran demasiado
frías para estar en el jardín, un piano bastante aceptable que había
en el salón me ayudaba ya a olvidar, ya a recordar.
«Esta tarde», escribí a Edward, «he estado tocando el
movimiento lento de la sonata n.° 7 de Beethoven y algunas de las
piezas de MacDowell que tú solías interpretar. Cada vez que me
siento al piano te veo tocando, completamente ajeno a los ruegos de
que parases o escuchases un momento. Si murieras, creo que
tendría que renunciar del todo a la música, porque habría
demasiadas cosas que jamás soportaría oír o tocar, como ahora,
que no soy capaz de tocar ni “L’Envoi” ni la parte del Líber criptus
proferitur del réquiem de Verdi, que por algún motivo siempre he
relacionado con la marcha de Roland al frente. […] Me divierte un
poco el tono de la revista que te envían desde Uppingham. El
editorial se ha deteriorado muchísimo desde los tiempos de Roland.
Tanto esa sección como la revista entera parece ocuparse
exclusivamente del fútbol. Se narran con detalle las hazañas en el
terreno de juego, pero las hazañas de quienes pisan otros campos
en el continente pasan desapercibidas; y los nombres de los que
han conocido la muerte, como R. A. Leighton y S. L. Mansel-Carey,
aparecen disimulados en una esquinita bajo el epígrafe “Muertos por
heridas”. Me consuelo pensando que sus nombres sobrevivirán en
los muros de la capilla mucho después de que los futbolistas hayan
caído en el olvido. También me he fijado en que a los deportistas
que destacan les dedican semblanzas, y en cambio no se menciona
en absoluto a quien batió el récord de premios de la escuela. Sic
transit gloria mundi».
Volví a un Londres candente por la excitación y el desconcierto
que generaba la batalla de Jutlandia. ¿Celebrábamos una gloriosa
victoria naval o lamentábamos una derrota ignominiosa? No lo
sabíamos; y cada nueva edición del periódico embrollaba aún más,
en lugar de arrojar luz sobre la situación. El único hecho indiscutible
era que centenares de jóvenes, muchos de ellos guardiamarinas
adolescentes, habían caído a una tumba fría y anónima sin
esperanza de ser rescatados o comprender qué había pasado.
«Acabo de estar en San Pablo, donde la misa ha terminado con
un himno de agradecimiento ¡por nuestra “victoria moral”! Para mí
que se pasan un poco», le comentaba en una carta a Edward el 11
de junio. «No se podría pedir más si hubiésemos asestado un buen
golpe a la Armada Alemana, en lugar de haber terminado la batalla
en unas tablas que nosotros y ellos nos atribuimos como victoria».
Antes de que yo escribiera esa carta, mi hermano había pasado
un permiso corto e inesperado en casa. Nada más llegar, fue a
Macclesfield, con Geoffrey, a pasar el fin de semana, pero mi madre
y él regresaron a Londres los dos últimos días, y a mí me
concedieron cuarenta y ocho horas libres para acompañarlos en el
Hotel Grafton. Salvo por una intensa aversión al ruido —ruido de
trenes, de autobuses, en las calles, en los restaurantes—, lo vi igual
que siempre.
La tarde de su vuelta a Londres permanece muy nítida en mi
memoria, porque aquel día tuvimos noticia de la muerte de
Kitchener en el Hampshire. El titular kitchener, ahogado era más
alarmante y temible que las novedades de Jutlandia; su falta de
credibilidad aún podía medirse por los rumores, tan duraderos, que
aseguraban que no había muerto, que había huido a Rusia en otro
barco, que estaba organizando una gran campaña en Francia, que
el hundimiento del Hampshire era solo un «montaje» para ocultar
sus verdaderas intenciones, que regresaría a su debido tiempo para
asestar el golpe de gracia a la guerra.
Aquel día, casi todos los ingleses debieron de desatender sus
ocupaciones por un instante para mirar a los ojos a su vecino, con
una mirada vacía e incrédula. Por la tarde, Edward, nuestra madre y
yo paseamos casi sin mediar palabra bordeando el río por
Westminster. Tristes y apagados, nos detuvimos en la terraza que
había debajo del Hospital St. Thomas y contemplamos la silueta
negra de la bandera que ondeaba a media asta en la fachada del
Ministerio de la Guerra, recortada contra el rojo oscuro de un airado
cielo de junio. Tan grandiosa había sido la autoridad que esa figura
casi legendaria había ejercido sobre nuestra imaginación que nos
sentimos igual de consternados que si la nave de la propia nación
se hubiese ido a pique en el embravecido Mar del Norte.
El permiso de Edward, como todos los permisos cortos, se
esfumó en un torbellino de actividad. No sé cómo, pero logró encajar
una tarde en Keymer, una visita a Victor, que ahora se encontraba
en Purfleet, un concierto y un par de funciones teatrales, que
inevitablemente incluyeron Romance, con Doris Keane y Owen
Nares, y Chu Chin Chow. Cuando se vio obligado a regresar, tuve la
sensación de que apenas lo había visto, pero hubo un rato de
tranquilidad en que nos quedamos a solas y hablamos, empleando
un lenguaje velado pero significativo, sobre una gran batalla
inminente. Se iniciaría, me dijo, en algún punto de los aledaños de
Albert, y Edward sabía que participaría en ella.
Yo debía regresar a Camberwell antes de que su tren partiera a
Folkestone, y él me acompañó a la parada de autobús que había al
final de Regent Street. Me encaramé a los escalones con el corazón
encogido, porque sabía perfectamente que había pocas
probabilidades de que volviéramos a vernos. Cuando me giré y le
dije adiós con la mano desde el piso superior, me percaté, con dolor
e impotencia, de la melancolía de su mirada, que ocupaba el lugar
preciso donde Roland observó la llegada de 1915 y se despidió de
mí, junto a la fuente de Piccadilly Circus.
«Estoy más convencido que nunca», me dijo Victor después, «de
que para él es peor de lo que fue para Roland. Edward no cuenta
con la faceta primitiva y belicosa de Roland. […] No creo que la cara
heroica y gloriosa del conflicto lo atraiga tanto como atrajo a Roland;
para tu hermano debe de ser mucho más duro». Más tarde, me dijo
que Edward le había confiado en Purfleet: «Solo pensar en las
líneas de trincheras me dan náuseas».
Justo después de que Edward volviera a Francia, tuve el primero
de los sueños que durante diez años se repetirían cada cierto
tiempo, con muy pequeñas variaciones. En ocasiones Roland
aparecía sin un brazo o una pierna, o tan mutilado o desfigurado
que no quería verme; otras veces, se había hartado de Inglaterra y
de todos nosotros, y trataba de rehacer su vida con otra identidad en
un país lejano. Pero siempre estaba vivo, y al alcance de mis ojos y
mis manos tras superar algún pequeño obstáculo.
«Tah y yo recibíamos de pronto una carta cada uno, con la letra
de Roland», le conté a mi hermano. «En el sueño sabíamos que
había muerto, igual que en la realidad. Yo abría la mía con esa
sensación extraña que habría experimentado si hubiese ocurrido de
verdad. En la carta me decía que no estaba muerto, que todo había
sido un error, y que estaba prisionero en Alemania, pero tan lisiado
que jamás podría volver. A mí me sobrevenía una sensación de
alivio abrumadora al pensar que estaba vivo, sin atender a las
circunstancias, y escudriñaba la caligrafía de las dos cartas, la de
Tah y la mía, y me parecía que iba cambiando hasta que ya no era
la suya».
La respuesta de Edward concluía con un par de frases que
alimentaron la ansiosa corazonada que yo tenía desde su partida.
«Creo que te interesará saber que cerca de nuestra posición se
cultiva mucho apio». («El apio está maduro» eran, por algún oscuro
motivo, las palabras que habíamos elegido para indicar que el
ataque estaba a punto de iniciarse). «Madura rápido, aunque el
tiempo frío y húmedo lo está retrasando un poco, pero si el clima
sigue mejorando, creo que estará a punto dentro de una semana,
más o menos».
A finales de junio, el hospital recibió órdenes de dar el alta a los
convalecientes y prepararse para una gran oleada de heridos.
Sabíamos que ya había empezado un bombardeo tremendo, porque
notábamos la vibración desde Camberwell, y la familia de Roland lo
oía constantemente desde Keymer. La aprensión y la inquietud de
aquellos días me recordó a la semana previa a la batalla de Loos,
pero ahora no había ribera donde soñar, ni tiempo que perder en la
desdicha somnolienta de la incertidumbre. Hora tras hora, según
iban marchándose los convalecientes, añadíamos camas a las
largas hileras de lechos expectantes, tan siniestros en su pálida
vaciedad.
El 30 de junio llegó una notita de Edward escrita a lápiz. «Los
periódicos se ponen interesantes, pero yo solo tengo tiempo de
decir adieu», anunciaba con sequedad.
Obviamente, el momento que yo temía desde hacía un mes era
ya inminente, y no me quedaba más remedio que afrontarlo.
¿Cuánto tiempo más habría de vivir en una espera agónica y
terrorífica? ¿Tendría oportunidad de hacer llegar un último mensaje
a Edward antes de que se iniciara el ataque? Decidí intentarlo, y esa
misma noche envié una carta.
«Tu nota me ha dejado muy triste. Todavía no parece que haya
llegado el momento de exclamar: “¿Pasará pronto esta noche?”,
porque tienes toda la razón en cuanto a los periódicos; las noticias
de esta mañana han sido como cuando se avecina una siniestra
tormenta que estallará sobre nuestras cabezas. Reina un ambiente
de tensa expectación, y una sensación de angustiosa premonición
del sacrificio que está a punto de hacerse. […] Pero sé que no
olvidarás que mientras yo viva […] recordaré todo cuanto tú y él
deseabais hacer y ser, y que haré todo lo que esté en mi mano para
que esa voluntad se cumpla… Te cuento todo esto porque el
recuerdo de su muerte está todavía muy presente; y también porque
en tu breve nota, por lo que pueda pasar, te despides. Adieu, pues,
si así debe ser. Pero prefiero decirte y creer en lo que te dije en
Piccadilly Circus: Au revoir».

10

Al día siguiente, 1 de julio, las camas estaban listas, y Betty y yo


tuvimos la tarde libre. No nos apetecía ir de tiendas, ni a un
restaurante, ni participar de la camaradería proletaria de los parques
en verano, pero nos habían dicho que ese día se interpretaría el
réquiem de Brahms en la catedral de Southwark, y decidimos ir.
«¡Qué pieza tan oportuna para un día como el de hoy!», me dije
después. En la oscuridad fresca del templo, tan apacible tras las
calles sucias y apestosas de Camberwell, escuchamos, con los ojos
empañados, aquella letra solemne en un escenario hermoso y
conmovedor:

Revélame, Señor, que mis días deben tener un final,


que mi vida tiene un destino y que me debo a él. […]
Y ahora, Señor, ¿qué podrá consolarme?
En Ti deposito mi esperanza.

Cuando el órgano hubo quedado en silencio, dejamos atrás


aquella paz melodiosa y sombría y empezamos a oír unos gritos
roncos, y a ver a vendedores de periódicos con cartelones enormes
correteando por las aceras. Involuntariamente me agarré del brazo
de Betty, porque los letreros rezaban: EMPIEZA LA GRAN OFENSIVA
BRITÁNICA.
Un chico me puso en las manos un ejemplar del Star, y yo,
tiritando de frío bajo el cálido sol, me obligué a leer: SE INICIA OFENSIVA
BRITÁNICA. LÍNEA DE FRENTE QUEBRADA EN MÁS DE 25 KILÓMETROS. FRANCIA
COMPARTE AVANCE. LA OFENSIVA SE DESARROLLA CON INTENSIDAD. «Cuartel
general del Reino Unido en Francia. Sábado, 9:30. Ofensiva
británica. Aproximadamente a las siete y media de esta mañana, el
Ejército británico lanzó una ofensiva rotunda. El frente se extiende a
unos treinta kilómetros al norte del Somme. Antes del ataque se
produjo un bombardeo a gran escala que duró aproximadamente
una hora y media. Dada la intensidad con que está desarrollándose
la ofensiva, aún es pronto para facilitar datos concretos, pero las
tropas británicas ya han ocupado las primeras líneas alemanas».
Dos días más tarde, la orgía de muerte extraordinariamente inútil
e ineficaz que ahora conocemos como la batalla del Somme era
descrita por el corresponsal del Times como «Ciento cincuenta
kilómetros de clamor».
Solo la mecánica costumbre del trabajo que para entonces había
adquirido me dio fuerza para afrontar aquella noche, pues mi mente
se concentraba en una única conjetura: ¿estaba Edward aún en el
mundo, o no? En la pensión, después de cenar, escribí a mi madre;
no sabía lo que le habría contado mi hermano, pero si estaba
muerto, lo mejor era que yo le revelara la información que
manejaba, para que estuviera prevenida. Todavía hoy me sorprende
haber sido capaz de escribir con tanto aplomo y falta de emoción.
Es como si mi generación hubiera asumido una personalidad no del
todo propia por el bien de sus progenitores, y a menudo me
pregunto si, el día de mañana, mi hija y mi hijo adoptarán también
ese disfraz ajeno por mí.
«La noticia que hemos conocido a las cuatro de la tarde habla
por sí sola», decía en mi carta, «de modo que hay poco que
comentar. Londres era un puro revuelo, y los periódicos se vendían
como rosquillas. Como es natural, recordarás que Edward está en
Albert, y al parecer por esa zona la batalla es más feroz.
Montauban, Fricourt, Mametz. Llevo días esperando este momento,
porque cuando estuvo aquí me contó que estaba fraguándose una
gran ofensiva, y que su regimiento participaría en el ataque».
Los tres días siguientes viví y trabajé con el temor constante de
recibir un telegrama. Si no llega a ser por la simpatía de Geoffrey y
Victor, y por la certeza de que ellos también aguardaban con
ansiedad, el suspense me habría resultado insoportable. Geoffrey
escribió desde el campamento Brocton, en Staffordshire, donde de
nuevo había sido incorporado temporalmente al 13.° de Sherwood
Foresters, para comentarme que nueve oficiales de su batallón
marchaban al frente al día siguiente. Él los habría acompañado si no
hubiera estado haciendo un cursillo que duraría cinco semanas más.
Había pensado en nosotros más de lo habitual, me decía, y su única
esperanza era que Edward estuviera tan bien protegido «allá
afuera» como él. Concluía que, por muchos motivos, estaba
deseando volver al campo de batalla, y sin embargo sabía que
cuando llegase la orden le asaltaría el miedo —«o, por usar una
palabra más llana, el canguelo»—, lo cual suponía para él una
confesión espantosa, «ya que, ahora mismo, no existe nada más
que la guerra».
El domingo, el día después de la batalla, Victor vino a verme
desde Purfleet, porque él también había recibido una nota de
Edward, muy parecida a la mía. «La observación “Solo se puede
esperar que vengan otros detrás” se aplica a la perfección. Estoy tan
atareado que no tengo tiempo más que para asuntos materiales. Por
ello, te brindo un largo, largo adieu».
Durante la hora escasa de mi descanso, paseamos por St.
James’s Park, mirando —sin verlos— los patos que aleteaban sobre
lo que quedaba del lago (que estaban drenando para hacer espacio
a unos barracones del Ejército) mientras Victor trataba de
convencerme, sin éxito, de las extraordinarias probabilidades que
tenía Edward de sobrevivir, por ser mi hermano una de esas
personas que mantienen la cabeza fría en momentos críticos.
Al día siguiente fuimos informadas de que el primer grupo de
heridos venía de camino a Camberwell.
«Esta tarde nos han comunicado que debemos estar preparadas
para recibir a ciento cincuenta pacientes: cincuenta oficiales y cien
soldados», le refería a mi madre. «No contamos con camas
suficientes para los oficiales, de modo que todos los enfermos de
uno de los pabellones de cirugía han sido transferidos a la zona de
los barracones nuevos, para destinar ese espacio a los oficiales. Se
ha producido un revuelo terrible durante la tarde, y han mandado a
todos los efectivos posibles a ayudar a cargar colchones, carritos y
enfermos. […] Cuando ha terminado mi turno, el convoy todavía no
había llegado, pero se esperaba de un momento a otro. La
supervisora nos ha advertido de que nos esperan unos días de
mucho ajetreo y cansancio, y nos ha rogado que nos volquemos».
A la mañana siguiente, durante la «pausa» que
acostumbrábamos a hacer a las nueve y media para tomar unas
galletas y cambiarnos de delantal, tuve solo unos segundos de
tregua, pues ya habían mandado formar filas para recibir a las
primeras ambulancias. Pero camino del comedor pasé por la sala de
las voluntarias, como llevaba tres días haciendo en cuanto se me
presentaba la ocasión, para echar un temeroso vistazo a la repisa
de la correspondencia. Y allí, encima de las demás cartas, vi un
sobre arrugado con la letra de Edward garabateada a lápiz. Lo cogí,
presa del pánico y del alivio —porque, al menos, no había muerto—,
y a duras penas conseguí abrirla, por lo fino que era el papel y lo
mucho que me temblaban los dedos.
El pedacito de papel estaba fechado el 1 de julio, y las palabras
eran irregulares y estaban desvaídas: «Querida Vera», decía. «He
resultado herido en combate esta mañana, brazo izquierdo y muslo
derecho, sin gravedad. Espero que me manden a Inglaterra. No te
apures».
Por un instante, la sala vacía dio vueltas a mi alrededor; pero
entonces recordé las ambulancias que esperaban y la orden de la
supervisora para que «aligerásemos». Mientras trataba de
reponerme caí en la cuenta de que podría ahorrarles veinticuatro
horas de cruel ansiedad a mis padres, que recibían las cartas en
Macclesfield un día más tarde que yo. Sin dejarme arredrar por las
miradas de indignación de las enfermeras que sabían que a las
voluntarias solo se nos permitía correr en caso de incendio o de
hemorragia, salí disparada como un lebrato por el pasillo de piedra
en dirección al teléfono para pedirle a mi tío, el que trabajaba en el
Banco Nacional Provincial, que pusiera un cable a mis padres.
«Espero que lo traigan pronto a Inglaterra», escribí a mi casa
aquella noche, a altas horas, «pero nos cuentan que hay centenares
de hombres, tal vez miles, aguardando para cruzar el canal. […] El
grupo grande de oficiales que esperábamos ayer no ha llegado
todavía. […] Hubo tantos heridos la víspera […] que faltaron
andenes en Charing Cross para que desembarcaran y tuvieron que
llevarlos hasta Paddington. […] ¿Habéis visto que el enviado
especial del Times alude al regimiento de Edward por haberse
distinguido especialmente en la batalla? Sería tan raro que
apareciera aquí. Ojalá».
Aquella mañana, la del 4 de julio, empezamos a recibir convoyes
muy numerosos, que no cesarían en un par de semanas y seguirían
llegando a breves intervalos durante todo ese bochornoso mes y los
primeros días de agosto. En esos «días de ajetreo extenuante»
hacía un calor sofocante bajo los tejados de hierro corrugado de los
pabellones; el olor predominante de las heridas y las calles fétidas
no se disipaba de nuestras fosas nasales; y la dureza y el calor de
los caminos y las aceras pavimentadas nos achicharraban las
suelas de los zapatos. Día tras día me veía obligada a controlar la
curiosa y aterradora sensación —a la que nunca llegué a
acostumbrarme en todos los años que fui enfermera— de ver entrar
las camillas tapadas, una detrás de otra, sin saber, hasta que me
acercaba con el corazón desbocado, qué visión, sonido o hedor
terrible, qué estadio de agonía o muerte inminente ocultaba cada
manta marrón.
Con el fin de poder acudir en plena noche si nos necesitaban,
Betty y yo nos trasladamos a un piso en la planta baja de un edificio
justo delante de la puerta del hospital que daba a Brixton. Todas las
tardes, tras sacrificar una parte de nuestro tiempo libre para terminar
de preparar las curas de la mañana siguiente y dejar a las del turno
de noche a cargo de los tratamientos, abandonábamos el caos de
los pabellones casi cojeando y accedíamos a la gratificante
intimidad de nuestro apartamento, donde nos dejábamos caer en la
cama con la sensación de que nos habían vapuleado por todo el
cuerpo, huesos y músculos, desde los hombros hasta las rodillas.
Ordenar a nuestros brazos doloridos que ejecutasen los
movimientos para desvestirnos suponía todo un esfuerzo, y obligar a
nuestros pies entumecidos a trasladarnos al baño, una verdadera
hazaña.
Las voluntarias nuevas que habían enviado desde Devonshire
House para cubrir las necesidades más urgentes complicaban e
incrementaban nuestras labores cotidianas. Al no haber pasado por
una fase de rutina en las semanas previas, se descomponían por
decenas y sufrían cortes en los dedos, golpes de calor y
enfriamientos. Al mismo tiempo, los celadores desaparecían
enseguida para ocupar el lugar de los camilleros heridos en el
frente, y los pocos que quedaban tenían que asistir sin parar en las
llegadas, y nunca estaban disponibles para trabajar en los
pabellones.
Por primera vez comprendí que una persona puede padecer un
cansancio que trasciende los límites de lo humanamente tolerable y
sin embargo sacar adelante en un día más trabajo de lo que jamás
habría creído posible. Cuando los gemidos de los hombres
anestesiados transformaban el pabellón en un manicomio, y la
impaciencia de los angustiados muchachos requería atención justo
cuando había un pico de trabajo y el calor era más acuciante, yo
seguía aferrándome al idealismo de mis años de juventud,
murmurando por lo bajo dos estrofas de la «Endecha de las
enfermeras fallecidas» de Kipling:

(Cuando los días eran tormento y las noches, terror confuso;


cuando los Poderes de las Tinieblas dominaban nuestra
alma;
cuando huimos de la muerte a través de Siete Infiernos de
fiebre,
ellas nos tendieron la mano y nos curaron y recompusieron).

(Hasta que el dolor se apiadó y nos sumió en el silencio


cuando cada nervio clamaba contra Dios, hacedor de
este[barro malgastado.
Cuando triunfó el cuerpo y la última vergüenza desapareció,
ellas soportaron nuestra agonía y nos enjugaron el sudor).

No obstante, había satisfacciones mejores que Kipling. Edward


estaba a salvo, y Victor y Geoffrey se encontraban aún en Inglaterra;
por el momento, no sufría ansiedad, y la fatiga física era un precio
muy pequeño a cambio de aquel alivio.
La noche del 4 de julio, mi barracón de cuarenta camas del
parque ya superaba con creces su capacidad y estaba abarrotado
de pacientes de cirugía graves, mientras al otro lado de la carretera,
en el edificio del college, las largas hileras vacías de camas para
oficiales aguardaban aún.

11

A la mañana siguiente, bien temprano, oí que el teléfono sacaba


de sus camas a las dos voluntarias del J, el pabellón de oficiales del
college. Yo dormía todavía en Denmark Hill, y en el duermevela
percibí que unos minutos más tarde bajaban corriendo las escaleras
y salían a la luz amarillenta y muda del amanecer estival.
Después de desayunar, me dirigí a mi pabellón, como siempre, y
cuando estaba preparando bandejas para las curas —con las que
arrancaban ahora las jornadas, descuidando limpieza de suelos y
organización de taquillas— oí que una voz alterada me llamaba:
«¡Brittain! ¡Brittain! ¡Ven ahora mismo!».
Cuando me giré, para mi asombro, vi en el umbral a la mayor de
las dos voluntarias del pabellón J. Jadeaba tanto por la carrera que
apenas si podía hablar, pero consiguió balbucear:
—¡Que tu hermano está en el J!
Fue pura suerte que no tirase al suelo todas las palanganas para
las curas, y jadeé yo también:
—¿Cómo? ¿Edward? ¿En el J?
—¡Te lo prometo! —respondió a trompicones—. Acabo de
asearlo. Perdona que no me quede más, ¡solo me han dado
autorización para venir a avisarte! —Y, dando media vuelta, atravesó
la calzada a todo correr.
Toda emocionada, estaba explicando la situación a mi
responsable, cuando la jefa —la mujer inquietante de ojos pétreos
que había sucedido a la primera, quien había abandonado el
hospital pocas semanas antes para trabajar en otro ámbito— llamó
por teléfono para informar de que el alférez E. H. Brittain había
ingresado en el convoy de esa mañana y preguntaba por su
hermana. Podría verlo, añadió, en cuanto se me permitiera
«ausentarme de mi pabellón». A pesar de que estábamos
desbordadas de trabajo, mi responsable me dio permiso y especificó
que no hacía falta que me diera prisa, así que, apabullada por un
torrente de emociones, eché a correr hacia el college.
Tal era la confusión de biombos, camillas y palanganas que
sustituía las ordenadas camas de la noche anterior, que tuve que
pararme unos segundos en la puerta del pabellón J para poder
localizar a Edward, sin éxito. Hasta que, más o menos en el medio
de la gran sala, un brazo enfundado en un pijama azul empezó a
agitarse en el aire, y al instante siguiente me encontré junto a su
cama.
Durante un par de minutos nos limitamos a mirarnos en un
silencio trémulo. Una de las mangas estaba vacía, y comprobé
instintivamente «con ojo profesional» que, para mi tranquilidad, el
brazo de debajo, inmovilizado y vendado, no presentaba la conocida
mancha verde, sino que estaba impoluto. Con la mano libre
intentaba arreglárselas con una bandeja de desayuno; lo ayudé a
comer un huevo pasado por agua, y aquella acción tan cotidiana
hizo que recuperásemos el dominio de nosotros mismos.
Ni siquiera entonces fuimos capaces de decir gran cosa. Para mi
sorpresa, pues recordaba la depresión de Geoffrey tras una lesión
mucho más leve, lo vi más contento y sereno que en todos los
permisos. El alivio de haberse enfrentado al terror y haberlo dejado
atrás era lo principal; solo más adelante, cuando recordó
paulatinamente todo lo que había vivido el 1 de julio, nos
percatamos Victor, Geoffrey y yo de que la batalla del Somme lo
había destrozado en parte y le había echado diez años encima.
A lo largo de aquel día, en el que no vio a nadie salvo a mí y al
tío, que de nuevo se encargó de enviar todo un lote de telegramas,
la asombrosa coincidencia de su ingreso en Camberwell dominó
todos sus pensamientos. Me contó que en Waterloo la congestión
había sido tan descomunal que no había tenido esperanza de que
se pudiera escoger hospital.
«No di crédito cuando un celador me colgó una etiqueta que
decía “Hospital General n.° 1 de Londres”», concluyó.
Aquella tarde, y durante varios días, se me permitió tomar el té
con él en su pabellón. A excepción de otra visita breve para darle las
buenas noches, era mi única oportunidad de verlo, porque estuve de
servicio ininterrumpido durante casi dos semanas. E incluso esos
diez minutos del final de la jornada era complicado escamoteárselos
a la supervisora del J, una vieja cascarrabias y cínica incapaz de
persuadirse de que lo que yo quería era hablar con mi hermano y no
coquetear con los otros veinte oficiales, cuyas camas rodeaban la
de Edward en el atestado pabellón. Tan hostil era a mis visitas, que
una noche, agotada después de diez días de trabajo continuado
para salvar a treinta o cuarenta hombres destrozados cuya
«tendencia» a morir amenazaba constantemente con derrotarnos,
me deshice en lágrimas nada más sentarme junto a la cama de
Edward, y lo único que logré fue tragármelas sin decir nada mientras
él me acariciaba la mano con sus largos y finos dedos.
El regocijo de los primeros momentos iba evaporándose
despacio. Mi hermano estaba tranquilo y estable, pero tenía el brazo
izquierdo agarrotado y los dedos inmóviles; el proyectil le había
dañado seriamente el nervio central, y a él le preocupaban las
posibles consecuencias con respecto al violín. Por mi parte, fui
conociendo los detalles del 1 de julio muy poco a poco, porque
cuando no estaba con mi madre, Victor o Geoffrey a la hora del té,
Edward intentaba ofrecer el poco consuelo que podía a la madre del
comandante de su compañía, una mujer muy digna de melena
blanca y mirada trágica. El capitán H. llevaba desaparecido varias
semanas desde la batalla; a primera hora de la mañana había
recibido metralla en el vientre, pero había ordenado a dos miembros
del grupo de ataque, que se detuvieron para asistirlo, que «siguieran
a lo suyo y no se preocupasen por él». Edward estaba secretamente
convencido de que Bill había muerto reventado por un obús, pero
mucho más tarde se halló su cadáver; debió de morir abatido en
medio del campo de batalla.
La historia del propio Edward, cuando por fin conseguimos
reconstruirla, parecía un relato bastante habitual, pero, al recordar
cuántas veces se le había apartado del reclutamiento, me sorprendí
escuchándolo con íntima satisfacción. Me lo contó, por partes, más
o menos con estas palabras: «Mi batallón recibió orden de participar
en el ataque principal, pero solo se presentaron unos diecisiete
hombres y dos oficiales. El bombardeo empezó a las siete y media,
y en medio del repentino silencio recuerdo que me fijé en que hacía
una mañana perfecta, con un cielo azul sin una nube. Tuve que
coordinar la primera oleada de nuestra compañía, pero no nos
lanzamos al ataque enseguida porque había otros regimientos
abriendo fuego. Mientras esperábamos la orden, un grupo de
heridos del primer acto del “espectáculo” llegó en tropel a la
trinchera; los hombres se alteraron bastante, y justo antes de que
nos lanzásemos, una parte del regimiento de Yorkshire que
teníamos delante se dejó llevar por el pánico —seguramente por las
contraórdenes de los alemanes— y empezó a replegarse.
»Aquello era un auténtico desbarajuste, y no recuerdo cómo
conseguí reunir a mis hombres y hacer que se acercasen al
parapeto. Solo sé que tuve que desandar camino dos veces para
darles caza, y que no reviviría esos minutos aunque me prometieran
una medalla […]. Me siguieron a campo abierto unos setenta metros
hasta que recibí el primer impacto, en el muslo. Caí y me levanté,
pero volví a caer; después de dos intentos, me rendí y repté hasta
un cráter. Estaba allí tendido, con los brazos estirados a ambos
lados de la cabeza, como nos habían ordenado hacer, cuando un
proyectil de mil demonios estalló muy cerca del hoyo. Una esquirla
me dio en el brazo; el dolor era tan espantoso —mucho peor que el
del muslo— que pensé que me habían volado el brazo, perdí los
nervios y me puse a dar gritos. Entonces vi que el brazo seguía en
su sitio y me recompuse; pasada una hora y media, más o menos,
me di cuenta de que el sonido de los proyectiles de las
ametralladoras de las trincheras británicas se debilitaba.
»A esas alturas había otros dos hombres conmigo en el hoyo;
uno estaba malherido, pero el otro no tenía lesión alguna: solo
estaba muerto de miedo. Hice lo posible para convencerlo de que se
llevase al herido y pidiera ayuda para mí, pero no tardé en darme
cuenta de que no pensaba moverse, de modo que decidí
arriesgarme yo a salir gateando. Escapé del cráter y empecé a
arrastrarme entre los muertos y los heridos para llegar hasta
nuestras trincheras, a unos setenta metros de distancia; no recuerdo
gran cosa, salvo que más o menos a medio camino vi la amarillenta
y verdosa mano de un soldado que había muerto aquella misma
mañana. Me dieron arcadas y aceleré un poco; por suerte, dos de
nuestros camilleros me vieron cuando ya llevaba unos veinte
minutos a campo abierto, me ayudaron a cruzar el parapeto y me
trasladaron al puesto de socorro. Cuando llegamos, los mandé a
recoger al herido que había en el hoyo. En el puesto de triaje me
encontré a un montón de oficiales y hombres conocidos; había
perdido la noción del tiempo, pero al cabo de un rato me
encamaron, y estaba a punto de quedarme dormido cuando un
maldito celador, creyendo que estaba más grave, intentó sisarme el
reloj; como te podrás figurar, lo insulté. Me instalaron enseguida en
un tren ambulancia, en una zona sucia y con corrientes, y de ahí al
Egypt, pero había tantísimos heridos y tantos retrasos que el viaje
duró cinco días».
Más tarde, cuando le señalé a Geoffrey lo mucho que me había
sorprendido su historia, y muy especialmente la parte en la que
Edward reunió a sus hombres en medio del caos, Geoffrey replicó
que a él no le extrañaba en absoluto; siempre había sabido que
Edward era «un tipo tenaz». Al parecer, no era el único amigo que
compartía aquella opinión, pues mucho después otro oficial me
contaría que los soldados del 11.° de Sherwood Foresters apodaron
a mi hermano «el inmaculado hombre de las trincheras»; su
costumbre de afeitarse con serena regularidad durante los peores
días de una «acometida» en ciernes y más continuada ejercía un
efecto más estimulante sobre la moral de los hombres que cualquier
arenga santurrona. Por lo demás, el domingo después de que
Edward recalase en Camberwell mi madre recibió una carta de
Richard N., un veterano subalterno que había permanecido al frente
de lo que quedaba del batallón, en la que la felicitaba por «el valor y
la espléndida actitud» de su hijo en la ofensiva del 1 de julio.
N. era uno de los mejores amigos que Edward tuvo en Francia;
en alguna carta me había contado que Bill y él habían escuchado el
disco God so Loved the World en el gramófono portátil de mi
hermano durante las tensas noches previas al ataque. La calidez de
su carta me resultó natural; nos la tomamos como el homenaje de
un amigo, y el propio Edward la consideró como un gesto amable y
algo ridículo; en cuanto salió de la cama dejó de hablar del Somme,
salvo bajo presión. No fue hasta finales de agosto —justo después
de que Geoffrey me pusiera en las manos un ramo de claveles rojos
y blancos con un gesto arisco, antes de volver al frente— cuando
nos percatamos de que habíamos dado muy poca importancia tanto
a la historia de Edward como a la carta de N.
En ese momento, mi hermano acababa de iniciar su prolongado
periodo de baja por enfermedad; los nervios del brazo habían
quedado gravemente dañados, lo que le provocaba unos intensos
dolores que duraron casi un año. Una noche de finales de verano, al
acabar mi turno, descubrí una postal suya escrita a lápiz en la que
me contaba que mi padre y él habían estado visitando un bloque de
apartamentos en Kensington, al que mis padres se mudaron poco
después y donde siguen viviendo a día de hoy.
El resto de la postal era breve: «Padre ha venido esta mañana
[…] con una carta de Francia a mi nombre que dice así: “Att. Alférez
E. H. Brittain. El GOC lo felicita por haber sido galardonado con la
Cruz Militar por el comandante en jefe”».
12

Pensé que la plegaria que había formulado ante la tumba de


Roland había sido atendida… por él mismo. Debo añadir que, en
1916, la Cruz Militar tenía gran importancia; era aún una
condecoración relativamente poco habitual que solo se concedía por
actos de auténtico y notorio valor.
«¿No te parece fabuloso lo de la Cruz Militar de Edward?», le
escribí a mi madre. «Y qué propio de él mandar una postal, cuando
cualquier otro habría puesto un cable. […] Tenéis que venir pronto
para verlo con ella puesta. […] Los oficiales se giran y se lo quedan
mirando, pero parece que él no se da cuenta. […] Y qué gracia
cuando pienso en el respeto y la fascinación con la que me hablaba
de oficiales que tenían la Cruz. Dice que, sin duda, lo ascenderán,
aunque ¡qué más daría quedarse toda la vida de alférez cuando te
han concedido una Cruz Militar!».
Al principio, solo me pesaba que Roland —siempre tan solidario
y aun así un tanto escéptico frente a las fútiles tentativas de Edward
para que lo mandaran a Francia— no hubiera llegado a conocer la
revancha valiente y absoluta que se había tomado mi hermano con
los desdeñosos oficiales que lo habían dejado atrás cuando su
regimiento fue al frente. Pero enseguida me di cuenta de que era
mejor que Roland, caído sin condecoraciones, no pudiera saberlo;
sus reflexiones habrían sido demasiado amargas. Roland había
perseguido la Cruz Militar, la había codiciado más que un Premio
Nobel, y sus compañeros oficiales del 7.° de Worcestershire habían
compartido nuestra confianza en que se le concedería alguna
distinción militar superior. Sin embargo, se había ido a la tumba sin
medallas y sin haber tomado parte en una sola acción importante,
mientras que el amigo músico y amante de la paz lucía ahora la
ansiada condecoración. ¿Habría soportado ser testigo mudo de la
clamorosa bienvenida dispensada a Edward el otoño siguiente en
Uppingham? Una bienvenida que a menudo había imaginado para
sí, pero que jamás habría creído posible para Edward, salvo quizá
años y años después, cuando mi hermano fuera un violinista y
compositor ilustre.
Las ironías de la guerra eran cuando menos extrañas, reflexioné
con tristeza; en un universo racional, resultaban del todo
inexplicables. Pero el universo se había vuelto irracional, y ya nada
salía como parecía haber sido establecido.
La condecoración se anunció oficialmente en el Times del 21 de
octubre de 1916, bajo el encabezamiento: «Recompensas al valor:
historias breves de hazañas valientes»: «Edward Harold Brittain, del
R. de Nottinghamshire y Derby. Por notorio valor y dotes de mando
durante un ataque. Fue herido grave, pero continuó dirigiendo a sus
hombres con gallardía y temple hasta que una segunda lesión lo
inmovilizó». Sin embargo, cuando leí estas palabras, me encontraba
muy lejos de Edward y de Inglaterra.
Con la llegada del verano y el aumento de actividad en los
diversos frentes, varios grupitos de enfermeras y voluntarias habían
empezado a abandonar Camberwell en pos del servicio en el
extranjero, sobre todo en Francia. Durante el pico de trabajo que
conllevó la batalla del Somme, cuando todos los hospitales
londinenses requirieron a la plantilla de enfermeras al completo, el
éxodo se había interrumpido, pero en cuanto los convoyes dejaron
de llegar una enfermera y dos voluntarias fueron enviadas, para mi
secreto pavor, a trabajar en un buque hospital, el Glenart Castle.
Sus nombres figuraban justo por encima del de Betty y el mío en la
lista de voluntarias para el servicio activo, de ahí que supiéramos
que nuestro turno llegaría pronto, y rezáramos por que, cuando nos
tocase, fuese para ir a Francia.
A principios de septiembre me correspondía un permiso que se
me antojaba más deseable que nunca después de que un
bombardeo por parte de trece aeronaves alemanas hubiera privado
de descanso a todo Londres la noche del 2 de septiembre. El trabajo
duro de julio y agosto, sumado al calor incesante de aquel verano,
me habían dejado débil y hastiada, y desde la estación de Euston
puse rumbo a Macclesfield, donde vivían aún mis padres, con una
sensación de profundo alivio.
Mi padre me recibió en la estación con la noticia de que me
aguardaba un telegrama. Cogimos un taxi a toda prisa, lo abrí y lo
leí; me comunicaban la orden de incorporación al servicio en el
extranjero, y me reclamaban en Camberwell.
Tras una apresurada cena que apenas si logré ingerir debido a la
fatiga y la emoción, cogí el último tren a Londres. Demasiado
cansada, demasiado angustiada y demasiado decepcionada por
haber perdido un permiso que pensaba dedicar a leer y dormir, el
segundo viaje me resultó interminable. Era casi medianoche cuando
me vi vagando por los arrabales silenciosos entre Camberwell New
Road y nuestro apartamento, pero Betty me esperaba despierta en
la cama. Cuando me oyó en la cancela, me gritó desde la ventana
que nos habían mandado a las dos lejos, seguramente a Malta.
CAPÍTULO VI I
LA ISLA LEONADA

Y llegamos a la isla,
ágiles y jóvenes, con un sol radiante en el rostro.
Anclados en hileras mudas los navíos aguardaban,
gigantes dormidos en la paz del puerto azul marino.
Saltamos a tierra, en busca de la aventura mágica
valle arriba,
donde titilaban campos de asfódelo.

Oh, capitán,
¿qué hay de los muertos?
Días muertos, esperanzas muertas, amores muertos, sueños
muertos, penas muertas…
Oh, capitán de nuestro buque,
¿caminan de nuevo los muertos?

Hoy buscamos la isla,


mayores, algo cansadas, flaquea la confianza.
En el lecho del océano se consumen los barcos hundidos
donde huesos de humanos blancos como la nieve en el silencio
amortajado.
La isla aguarda, pero nunca la encontraremos,
ni veremos aquel puerto azul marino
donde cae el crepúsculo sobre campos de asfódelo.
V. B., «NO VOLVEREMOS MÁS», 1932

El recuerdo de los soleados meses que pasé en el Mediterráneo


durante el peor periodo de estancamiento de la guerra todavía me
provoca una extraña nostalgia. Para mí, como para todo el mundo,
la guerra era una tragedia y una soberana estupidez, un derroche de
juventud y de tiempo; traicionó mi confianza, se burló de mi amor y
echó a perder mi porvenir de un modo irremediable; sin embargo,
Malta permanece en mi memoria como una etapa paradisiaca, un
año breve de encantadora belleza y deleite en el que volví a la vida
tras la muerte de Roland.
Ignoro los motivos por los que la isla llegó a ejercer ese efecto
sobre mí, ya que viajé hasta Malta sorteando toda clase de peligros,
llegué rota de dolor, a menudo me sentía sola y añoraba Inglaterra,
y me marché sumida en los abismos del sufrimiento y la
abnegación. Pese a todo, ha perdurado el hechizo. Ese lugar se ha
convertido en un santuario para mí, un objeto de peregrinación, un
país de cuento de hadas que sé que debo volver a ver antes de
morir. Al echar la vista atrás hacia las estampas de los recuerdos
soleados de edificios de piedra dorada, mares de turquesa y zafiro,
cielos de jade, topacio y amatista, y largos tramos de caminos
sinuosos y blancos de polvo que desembocaban en el mar,
sorteando rocas negras más antiguas que la historia, se apoderan
de mí el anhelo y la añoranza, y exclamo en mi corazón: ¡Volved,
días mágicos! Yo padecía sufrimientos, ansiedad, frustración,
soledad… ¡pero qué vida rebosaba! Llévate esta apacible vida
londinense de escritura, de amistades, de éxitos modestos por los
que tanto tiempo he luchado y tan duro he trabajado, llévate mi
bonita casa en Chelsea que en los tiempos de Buxton me habría
parecido un paraíso inalcanzable… ¡y devuélveme la soledad
hermosa, la oscuridad hechizante, las mañanas cálidas y
resplandecientes de luz y color, las horas de ensoñaciones en
campos fragantes y calientes de vinagreras, gladiolos y asfódelos!
Sé, no obstante, que nada de eso volverá. Puede que vea, de
nuevo, las rocas, y huela las flores, y contemple la luz del amanecer
ahuyentando las sombras de los muros antiguos color azufre, pero
la luz que brotaba de la conciencia agudizada de los tiempos de
guerra, aquella gloria percibida por unos ojos embelesados e
ingenuos de veintidós años, ya no se posará sobre ellas. Ya no soy
joven, y el mundo, a pesar de todas las emociones que proporciona
el deber escogido y el juego individualista, está domesticado en
comparación con la Malta de nuestros años de angustia.
Creo que es precisamente ese encanto, esa magia, esa
exaltación incomparable en un tiempo de conflicto mortal, lo que
constituye el auténtico problema del pacifista, un problema no del
todo planteado aún, y todavía sin resolver. Los motivos de la guerra
siempre aparecen mal representados; su honor es deshonesto, y su
gloria, ostentosa, pero el desafío de la resistencia espiritual, el
intenso agudizamiento de todos los sentidos, la conciencia
vigorizante del peligro común por un fin común siguen seduciendo a
los chicos y chicas que han alcanzado la edad en que el amor, la
amistad y la aventura llaman con más insistencia que en cualquier
etapa posterior. Puede que ese encanto sea producto de un delirio
febril, que en cuanto acaba la guerra se extingue y se manifiesta
como el fuego fatuo que es, pero mientras dura, no hay emoción
humana que posea el poder de persuasión de esta vitalidad
sobredimensionada.
No creo que haya Sociedad de Naciones, Pacto Kellogg ni
Conferencia de desarme que logre rescatar nuestro pobre residuo
de civilización de las fuerzas amenazadoras de la catástrofe,
mientras no compartamos los procesos racionales de pensamiento
constructivo y experimentemos ese elemento de sagrada belleza
que, como un rayo de sol radiante rasgando una nube de tormenta,
glorifica la guerra de cuando en cuando.

A última hora de la tarde del sábado 23 de septiembre de 1916,


una gabarra de gran tamaño trasladó a un grupo de jovencitas
entusiasmadas e inquietas por la resplandeciente extensión de
Southampton Water. La gabarra tenía orden de embarcarlas en el
buque hospital de Su Majestad Britannic, que zarpaba al día
siguiente rumbo a Mudros con el fin de trasladar a Inglaterra a los
heridos y enfermos crónicos de varias campañas orientales. Betty y
yo, con diferencia las más jóvenes de la expedición, éramos también
las más emocionadas y sin duda no las menos nerviosas, pues la
pregunta de si volvería a ver a Edward, a Victor y a Geoffrey me
provocaba un nudo en la garganta y un leve dolor en la boca del
estómago.
La mezcla de melancolía y euforia de aquel día persiste aún en
las páginas de mi diario.
«Madre y Edward […] han estado conmigo un par de horas esta
mañana, antes de la partida definitiva. Me despedí de ellos en la
esquina de Brief Street, porque no quería verlos marchar.
»Nos fuimos del hospital con la señorita C. en autobús y nos
reunimos con la supervisora en la estación de Waterloo. Detesté
Waterloo y el expreso de Southampton; había muchísimo trajín,
ruido y desconcierto, lo que parecía intensificar la sensación de que
estábamos marchándonos.
[…] Me puse muy triste, no tanto por la idea de alejarme de
Inglaterra y de mis seres queridos (pues desde que Roland
emprendió su largo viaje, ningún lugar en el mundo me parece tan
lejano), como porque todo estaba en el aire, y yo detesto la
inestabilidad y no saber en absoluto qué va a ser de mí. […] A pesar
de la deprimente impresión que me transmitieron el autobús y
Waterloo, fue un alivio tremendo dejar Camberwell atrás. […] Hasta
tal punto había llegado mi aborrecimiento, que estaba segura de que
cualquier cambio, aunque fuera a unas condiciones físicas mucho
peores, resultaría un alivio de lo más deseable. […]
»A las cuatro en punto nos reunimos en el muelle. […] Cuando
nos alejábamos, los pasajeros de un transbordador del Real Cuerpo
Aéreo nos aclamaron y agitaron las gorras. Pasamos por el estrecho
de Solent justo cuando el sol estaba poniéndose; a ambos lados, los
colores de tierra firme eran de una belleza deslumbrante. El sol al
atardecer dejó una estela dorada y temblorosa en el agua, que
parecía unirnos a todas las pasajeras a la Inglaterra que estábamos
dejando atrás, y, a la luz del crepúsculo, los aeroplanos e
hidroplanos que revoloteaban de vez en cuando a nuestro alrededor
parecían objetos de fantasía».
Cuando nos acercamos a la Isla de Wight, el Britannic, fondeado
en Cowes, apareció en la distancia como un gigantesco mamut
blanco de costado. Por un instante, un temor imprevisto se apoderó
de mí cuando me enteré de que se había construido como buque
hermano del Titanic, pero al ver sus cruces escarlatas y las cuatro
chimeneas brillando bajo la luz oblicua del sol, me consolé
pensando que su conversión en barco hospital lo elevaba a otra
categoría. Durante el invierno de 1915 había cubierto la ruta de
Inglaterra a Mudros, pero su uso fue interrumpido tras la evacuación
de los Dardanelos. Ahora que los Balcanes estaban activos, se
disponía a reanudar su labor, y la travesía a Mudros, donde
teníamos que hacer escala quienes íbamos a Malta, era el viaje
inaugural de su nueva singladura.
Casi ni había empezado a deshacer mi equipaje en el lujoso
camarote interior que compartiría con Betty cuando nos ordenaron
que atendiéramos un mensaje de la responsable del contingente de
Malta a propósito del comportamiento que se esperaba a bordo por
parte de las voluntarias. La frecuente repetición de las palabras «No
deben…
No podrán…» en sus requerimientos nos habría empujado al
amotinamiento si no llega a ser porque una tranquilizadora misa en
cubierta a la mañana siguiente antes de zarpar nos recordó lo
inútiles que resultaban las pequeñas e irracionales rebeliones contra
una severidad insensata frente a los riesgos que teníamos por
delante. Para cuando habíamos entonado «Jesus, Lover of My
Soul», y escuchado a un capellán pelirrojo muy idealista decir que
«para ciertas naturalezas humanas, lo remoto y arriesgado siempre
ha tenido un encanto seductor», algunas ya estábamos dispuestas a
enfrentarnos al peligro y sufrir martirios intolerables.
Sin embargo, un martirio, sin duda penoso, habría resultado
menos exasperante que la continua humillación a la que nuestra
juvenil dignidad, lejos de permitirnos brillar, en palabras del capellán,
«como faros de esperanza en las horas más oscuras de aflicción y
miedo», estaba ignominiosamente condenada a rendirse. Nuestra
responsable, una amazona de voz ronca y facciones de rapaz, nos
parecía una de esas mujeres cuya idea de disciplina consiste en
imaginar las actividades que sus subordinadas pueden disfrutar para
acto seguido declararlas prohibidas. Todavía no llevábamos un día
en el barco cuando se nos vetó el acceso a la cubierta —el mejor
lugar desde el que contemplar los territorios desconocidos por los
que pasábamos—. Tampoco se nos permitía salir de nuestros
camarotes en pijama —una norma destinada a garantizar que
quienes, como nosotras, tuvieran camarotes interiores no pudieran
observar ninguna atracción pasajera en forma de tierra o nave—. De
haber acatado esa norma, no habría visto ni Gibraltar en plena
noche ni Mesina al amanecer.
Las del destacamento de voluntarias fuimos divididas sin piedad
en «secciones», cada una al mando de una líder que las pasaba
moradas intentando seguir el ritmo de las órdenes que le
transmitían. Las voluntarias tenían que reunirse, comer y participar
en las actividades con otras componentes de su sección, aunque
nuestras mejores amigas formaran parte de otra —como ocurría
siempre que la supervisora descubría una amistad—. Finalmente,
en vista de que las triquiñuelas no nos aislaban del personal médico
con la eficacia que la responsable esperaba, ella y la jefa de
personal de enfermería del Britannic —una veterana sexagenaria
ataviada con una capa roja y una fila de medallas de Sudáfrica—
ordenaron que se tendiera una soga por la cubierta principal para
separar al rebaño de ovejas voluntarias del de cabras del Cuerpo
Médico del Ejército; contaban con que el recurso sirviera para
eliminar automáticamente la predilección inmemorial de hombres y
mujeres por la mutua compañía. Al cabo de unos días, durante los
cuales los más osados de ambos sexos se habían acercado todo lo
posible a la soga, y otros muchos se habían observado desde la
distancia con ojos codiciosos, las guardianas de nuestra virtud se
llevaron una sorpresa mayúscula cuando un par de parejas a las
que se había negado la oportunidad de conversar normalmente en
la cubierta fueron sorprendidas en situaciones comprometidas
debajo de las pasarelas.
Zarpamos el domingo, a última hora de la tarde. Aquel día, en la
capilla, las enfermeras y voluntarias del Hospital General n.° 1 de
Londres cantaron en nuestro honor el «Eternal Father, Strong to
Save», el himno de la Marina Real, no sin razón, como nos
demostraría la experiencia. Tal vez la dedicatoria «para quienes
corren peligro en el mar» se viera estimulada por el hecho de que
ellas mismas acababan de resurgir de peligros de otra índole, dado
que, la noche después de nuestra partida, una flota de dirigibles
bombardeó Purley, Streatham Hill y Brixton, causando enormes
daños muy cerca del hospital. «Las ventanas del White Horse
reventaron, justo por donde pasamos madre y yo esa mañana
después de despedirnos de ti», me escribiría más adelante Edward.
«La Providencia ha vuelto a moderar el viento para el cordero
esquilado», pensé con cierto remordimiento, recordando el miedo
que me inspiraban los bombardeos aéreos cuando llegué a Londres,
y pensando que semejante combinación de dirigibles y submarinos
habría aniquilado la pizca de valor que, durante la guerra, me
permitía conservar la dignidad en situaciones de peligro.
Cuando las grandes hélices empezaron a girar y zumbar, Betty y
yo, alienadas y pese a todo contentas de la mutua compañía, nos
escabullimos a la cubierta prohibida para ver Inglaterra desaparecer.
El Britannic inició su travesía hacia Oriente avanzando en dirección
oeste, en pos de la costa de Cornualles y el Golfo de Vizcaya, y
cuando pasamos las Needles de la costa de la Isla de Wight me
pareció que navegábamos hacia el corazón de un atardecer dorado
y púrpura que nos cegó con un resplandor bellísimo, demasiado
brillante para el ojo humano. En la cubierta que había debajo de la
nuestra, los celadores del Cuerpo Médico del Ejército cantaban y
bailaban; les echamos un vistazo como quien contempla un
escenario de music-hall desde el palco principal. Un hombre tocó
con su violín el «Goodbye» de Paolo Tosti; las notas quejumbrosas y
conocidas resonaron en el crepúsculo templado de septiembre.
Ahora que los peligros del mar estaban realmente al alcance de
la mano, de algún modo se me antojaba menos inminente el terror
que se había cernido sobre mí desde que me presentara al servicio
en el extranjero y por un siniestro instante me había estrangulado
cuando Betty me anunció que nos mandaban a Malta. El carísimo
equipamiento de nuestros camarotes resultaba tranquilizador, contra
toda lógica; las mesas pulidas y los espejos biselados parecían muy
poco apropiados para el fondo del mar. «¡Corremos peligro!», me
repetí a oscuras aquella noche, sin pegar ojo; pero, aunque
sabíamos que nuestro viaje sería mucho más largo de lo que
esperábamos, era complicado convencerse en una noche tan cálida
y serena de que en cualquier momento podría producirse una gran
explosión, seguida de una muerte por frío y ahogamiento en
aquellas aguas lisas y negras. Más tarde, cuando se desató una
tormenta en el Golfo de Vizcaya, y tierra firme quedaba muy lejos, la
desagradable posibilidad pareció menos remota.
Seis meses después, al escribir a mi madre sobre el torpedeo del
Asturias, en el que se encontraban dos de nuestras voluntarias de
Malta más populares, intenté describir ese miedo destructor, que me
generó unas reticencias a emprender viajes largos que duran hasta
hoy.
«Me sabe especialmente mal pensar que ocurrió de noche,
porque recuerdo el terror que nos inspiraban las horas de oscuridad
en el Britannic, una sensación que, como es natural, nadie reveló en
el momento pero tiempo después todas reconocimos haber
experimentado. Yo miraba por encima de la zona más inclinada de
aquel imponente navío y me decía para mis adentros: 'A hora va a
ser… ahora… ¡ahora!”. Lo que crea la tensión constante en un viaje
largo es estar en vilo por algo que puede ocurrir en cualquier
momento. Betty y yo no habríamos estado bien ubicadas en caso de
que hubieran torpedeado el Britannic, porque nuestro camarote se
encontraba en una planta más baja que la mayoría de los demás; de
hecho, solo estábamos a un par de metros de donde entró el
torpedo en el Asturias. Me desvelaba en plena noche y oía el
movimiento de las hélices, el silbido del viento por encima de los
topes de mástil y el sonido del agua contra los costados, y me
preguntaba si alguno de los extraños chasquidos y golpetazos que
se producían durante toda la noche no sería un torpedo o una mina
alcanzando el trasatlántico».
Pero ni siquiera ese temor desesperado apagaba por completo la
emoción de navegar frente a unas tierras lejanas y encantadas,
inaccesibles para una turista de Agencia Cook de dieciséis años.
Pasé toda una larga y calurosa velada en cubierta, todavía un poco
mareada por el ajetreo en el Golfo de Vizcaya, observando cómo el
rojo de los ladrillos de la costa de Portugal daba paso al gris plomizo
de las rocas del Cabo de San Vicente. Aquella noche, Gibraltar se
alzó ante nosotras como una sombra negra tachonada de luces; y, a
la mañana siguiente, las arrogantes cumbres de Sierra Nevada se
inclinaron sobre las cimas serradas de las Alpujarras para ver
deslizarse en silencio por las amenazadoras aguas azules aquel
monstruo blanco al que un puñado de hombres y mujeres habían
confiado sus vidas. Un día más, y las rocas grises y moradas de
Cerdeña nos saludaron antes de que hiciéramos una parada de
cuarenta y ocho horas para reabastecernos de carbón en Nápoles, a
la sombra del gigante Vesubio, coronado de nubes. Mesina, ese
estrecho angosto y trágico perpetuamente guardado por el centinela
azul que es el Etna, desfiló frente a nosotras al amanecer de la
novena mañana de travesía, y el décimo día, el Mediterráneo
empezó a resplandecer con grandiosas alhajas: islas doradas de
sombras violáceas ubicadas en un mar de zafiro.
Cuando salió el sol, el Britannic se tambaleaba como un
borracho por el archipiélago, dejando muy atrás los tres cruceros
que se suponía lo escoltarían por el peligroso Egeo.
«¡Qué rápido vamos cuando queremos!», pensé, admirada,
ciñéndome la bata y rodeada de media docena de voluntarias, junto
a un ojo de buey que teníamos prohibido. Hasta varias semanas
después no supe que un enemigo submarino estaba
persiguiéndonos mientras nosotras nos encontrábamos allí, tan a
gusto, sin los salvavidas, y sin comprender que el hermoso buque
estaba ya condenado por una amenaza destinada a cumplirse
cruelmente en aquel mismo lugar, durante un amanecer igual de
hermoso.

Nueve horas más tarde fondeamos en el puerto de Mudros,


esperando el trasbordo. Nunca antes había visto tantos navíos de
toda clase, grandes, pequeños, viejos, nuevos, británicos, franceses
y del Medio Oriente. Los barcos hospital resplandecían blancos e
inmensos por encima de los cargueros negros y pequeños que
surcaban discretamente el Mediterráneo para refugiarse en los
estuarios de los grandes ríos; había acorazados cadavéricos junto a
diminutos barcos de vela, con jarcias antiguas tan fabulosas que,
bajo la luz esplendorosa e increíble que inundaba el puerto,
parecían no ser propiedad de los habitantes del pueblo en ruinas
que se alzaba en el siniestro litoral, sino las naves bellísimas y
antiguas de los griegos, aguardando la flota persa.
Detrás de los campamentos y las chozas misérrimas de los
pescadores, cadenas y más cadenas de colinas asilvestradas
encerraban una multitud de embarcaciones en un mundo perdido e
incongruente. Por encima de ellas, las cumbres lejanas de
Samotracia ardían con el atardecer, y a la derecha, también en
lontananza, una cima con forma cónica destacaba, oscura, contra el
majestuoso rojo del reflejo del cielo occidental. Una de las
enfermeras me dijo que esa montaña era Achi Baba, un monumento
en homenaje a la gallardía que se perdió en los Dardanelos. «Me
dio un escalofrío sentirme tan cerca», registro en mi diario, «tan
cerca de esa tierra desconocida y temida, la más desconocida de lo
desconocido de esta guerra; para las mujeres, al menos».
Toda aquella tarde y aquella noche las pasé en cubierta,
observando en trance la curva crucial de Lemnos en medio de la
suntuosa desolación del Egeo. Desde ese puerto, como John
Masefield registraba ya entonces, los hombres en los
transbordadores que se dirigían a Galípoli habían ido «como reyes,
en desfile hacia una muerte inminente». No muy lejos de allí, dos
días antes del desembarco en el Cabo Helles, había muerto Rupert
Brooke, pasando a formar parte de alguna isla mágica en ese mar
azul y ultraterreno. Recordé con una punzada a mi profesora de
Literatura Inglesa leyendo sus sonetos en Oxford, justo después de
que Roland marchara al frente, y se me hizo raro encontrarme tan
cerca del «rincón de campo extranjero» de Rupert Brooke mucho
antes de ver el de Roland.
Poco después me enteré de que Brooke había sido enterrado en
la isla de Esciros, en un olivar, dominando un cauce a los pies del
monte Cójilas. Una noche de cielo encapotado, los hombres de su
compañía lo subieron a lo alto de la colina, y por encima de su
cabeza clavaron una gran cruz de madera, y otra más pequeña a
sus pies. En la parte de atrás de la de mayor tamaño, un intérprete
de la Real Reserva Naval escribió en griego: «Aquí yace el siervo de
Dios, subteniente de la Armada Inglesa, que murió por la liberación
de Constantinopla de los turcos».
Aquella misma noche trasbordamos a otro buque hospital, el
pequeño trasatlántico Galeka de la compañía Union Castle, y bajo el
manto de la oscuridad nos alejamos del puerto sin hacer ruido. Unas
estrellas inmensas y pálidas brillaban por encima de nuestras
cabezas en un cielo añil oscuro; parecían mucho más grandes y
próximas que en Buxton, Oxford o Camberwell. Por suerte,
contábamos con ellas; proporcionaban una noble iluminación a
nuestra aventura, pues nuestro nuevo alojamiento, en contraste con
el soberbio lujo del Britannic, nos sumió en una triste consternación.
Por uno de esos embrollos burocráticos tan típicos de la guerra,
el Galeka había recibido órdenes de acoger a muchos más
pasajeros de los que era capaz, con la consecuencia de que un
centenar de voluntarias fuimos obligadas a ocupar dos «pabellones»
grandes en la bodega, que hacía poco había sido utilizada por
soldados rasos víctimas de disentería y enfermedades similares.
Aquellas instalaciones resultaban especialmente inadecuadas, para
hombres y mujeres por igual, en un clima marítimo semitropical e
infestado de submarinos. Aparte de unos ojos de buey diminutos
muy por encima de nuestras cabezas, y uno o dos ventiladores
eléctricos, no había manera de renovar o mover el aire caliente y
fétido, y solo una escalera estrecha que parecía provisional y con la
que era difícil manejarse salvo en tiempo tranquilo ofrecía una salida
a las cubiertas superiores. Si un torpedo enemigo hubiera alcanzado
el barco, habríamos quedado atrapadas como ratas en una cloaca
sellada.
Nuestras «camas» eran catres de hierro tambaleantes, vestidos
con las mismas mantas y colchones que habían usado los
enfermos. Dormir resultaba casi imposible debido al calor asfixiante
y la presencia constante de enjambres de moscas. Igual de
inaccesible era la intimidad, por mucho que la necesitáramos —
algunas habíamos empezado a sufrir jaquecas y diarreas
inexplicables—, pues cada pabellón contaba con un único baño, un
anexo desapacible con varios barreños de hojalata dispuestos en
fila, y una letrina, con cinco inodoros también de hojalata, uno al
lado del otro y alegremente desprovistos de particiones. Para unas
jóvenes educadas en el seno de hogares delicados y escrupulosos,
aquello era una manifestación inquietante de la vida en los
sobreexpuestos arrabales. Varias chicas resolvieron el problema de
las abluciones dejando de asearse, pero la otra dificultad no era tan
fácil de remediar. Empezamos por usar la letrina de cinco retretes
solo una cada vez, pero las colas se volvieron tan largas que aquella
forma de individualismo se demostró inviable.
Sin embargo, semejantes incomodidades no me oprimieron por
mucho tiempo. La tercera mañana en el nuevo buque, un ligero
malestar febril que duraba ya dos días derivó en temblores y rigidez
en las extremidades. Cuando, avergonzada pero también muy
asustada, me declaré enferma, la respuesta que recibí fue:
«¿Cómo? ¡Otra!», y me enviaron a mi camastro en la sofocante
bodega. Aquel día, dieciséis voluntarias hubimos de guardar cama,
afectadas por una enfermedad misteriosa que más tarde causaría
considerable sensación, seguida de una epidemia de pesquisas por
parte de los oficiales médicos de Malta.
Apenas si fui consciente de las angustiadas visitas de la jefa de
enfermeras y del oficial médico en jefe, acalorada como estaba,
dolorida y en un estado casi de delirio, pero en mi postración
escuchaba los quejidos de mis compañeras de sufrimiento, y veía
las legiones de insectos indeterminados que se movían por el suelo
de madera que había por encima de mi cabeza, hasta que caía en
un sueño febril. Cuando no tuve más remedio que hacer uso del
inodoro comunal, la fiebre altísima me dejó indiferente a las
altruistas amigas que me ayudaron a llegar, así como a las
desconocidas que ya lo ocupaban. Durante aquella noche de torpor,
el adormecimiento de la fiebre extinguió por fin mi pavor a los
torpedos, a pesar de que el peligro estaba lejos de haber pasado. A
lo largo de todo el trayecto entre Mudros y Malta, un submarino
enemigo que ningún buque lograba localizar acechaba
impunemente en algún punto del Mediterráneo; el 4 de octubre
hundió el vapor Franconia, y ese mismo día torpedeó una
embarcación francesa, el Gallia, muy cerca de nosotros, y causó
seiscientas muertes. La situación parecía una curiosa réplica al
temor de mi padre, dos o tres años antes, de que sufriera apendicitis
si me matriculaba en una escuela en París.
Cuando el Galeka atracó por fin en el puerto de La Valeta, el 7
de octubre, desperté y descubrí a la jefa de enfermeras de Malta a
mi lado, observándome. Era una mujer guapa de proporciones
clásicas que parecía restituir a nuestras vicisitudes su elemento
heroico, y yo esbocé una sonrisa de disculpa desde la humildad de
mi catre. «¡Esta por lo menos sonríe!», oí que comentaba con una
voz singularmente amable a la supervisora del Galeka .
Por la tarde me desembarcaron en camilla y me metieron en una
de las ambulancias que trasladaba a las enfermeras enfermas al
Hospital de Mtarfa, a poco más de diez kilómetros, en el centro de la
isla. Yo cabeceé a ratos durante el trayecto, y solo capté Malta como
una ensoñación de construcciones blancas y brillantes recortadas
contra un cielo azul intenso. El aire centelleante parecía reverberar
con el estruendo metálico de la mitad de las campanas del mundo;
me convencí de que era un ruido imaginario que resonaba en mi
cabeza, hasta que una enfermera del hospital me contó que aquel
día era festivo.
«Parece que hay montones de santos», le expliqué luego a mi
madre, «a los que les ocurrieron muchísimas cosas, y por cada uno
de ellos hay un festivo, que siempre cae en el día que una quiere ir
a La Valeta. Los santos son una idea excelente si te gustan las
vacaciones».
En Mtarfa sufrimos un incómodo retraso al que me referí con
cierta acritud en una carta a mi hermano. «Cuando llegamos al
hospital, nos tuvieron esperando por lo menos veinte minutos con el
sol abrasador de la tarde entrando a raudales en la ambulancia;
varios hombres del Cuerpo de Servicio del Ejército se acercaron y
escudriñaron con mucho interés, pero ni uno solo hizo amago de
movernos. Por fin apareció la jefa de enfermeras y preguntó por qué
no nos trasladaban, a lo que uno de los hombres contestó que eso
les correspondía a los celadores, no a ellos, ¡y que los celadores
estaban tomando el té! Qué típico, n’est-ce pas? Cuando pienso en
la cantidad de comidas que he pospuesto, acortado o a las que
directamente he renunciado para ayudar en la llegada de
convoyes… y en pabellones que no eran los míos, me digo que el
altruismo de las mujeres es exagerado».
Por algún motivo, mi anónimo microbio se cebó conmigo más
que con nadie; había abandonado Inglaterra sin haber disfrutado de
un solo día de descanso desde que se iniciara la avalancha
provocada por la batalla del Somme, y seguramente el invasor se
aprovechó de mi necesidad de vacaciones. La soñolienta
incomodidad de la fiebre se prolongó varios días, con generosas
dosis de aceite de ricino como única interrupción a la monotonía de
una cabeza en llamas y unas extremidades doloridas. Casi
estábamos a finales de octubre cuando por fin pude arrastrarme
hasta una silla en el balcón de piedra que había en mi pabellón y
contemplar al otro lado de un valle profundo y rocoso las cúpulas y
las torres de Città Vecchia, la antigua capital maltesa, dormitando
bajo un calor más radiante e intenso que el verano inglés más
cálido.
En aquellas primeras horas de normalidad, me enamoré de la
isla; un éxtasis secreto que los años no han atenuado me llevó a dar
gracias a Dios por haber desafiado la pesadilla del mar y haberme
despedido de la melancólica y trágica Inglaterra. Por lo demás, ¡qué
distinto era todo con respecto a Buxton, y todavía más de
Camberwell! A finales de verano, la hierba que tapizaba toda la isla
clareaba y se marchitaba; desde la distancia, la superficie de las
tierras altas semejaba la piel estirada de un león inmenso. Una
fascinación macabra como la que había experimentado en Mudros
parecía irradiarse de la luz cegadora que inundaba aquella aridez
sin árboles, y que ennegrecía y afilaba las sombras diminutas que
proyectaban los matorrales tropicales —cactus, chumberas y
eucaliptos—, que ribeteaban los caminos blancos y polvorientos o
se apoyaban en los ubicuos muros de piedra. En el jardín del
hospital, justo debajo del balcón, los plumbagos azul pastel y los
geranios rosas espumeaban con exquisita generosidad sobre unas
balaustradas color azufre.
Es igualito que en las ilustraciones de los libros de Ornar Jayam,
pensé.

Dicen que el león y el lagarto tienen su corte


allí donde Jamshyd se consagró y bebió profusamente.

A eso me recuerda. Pero también es como en la Biblia. Ese


sendero agreste que se hunde de lleno en el valle y luego serpentea
hacia Città Vecchia bien podría ser el camino de Betania a
Cafarnaún.
Cada vez que conseguía huir de mis compañeras de
convalecencia en el pabellón de suelos de piedra con sus puertas y
ventanas abiertas, me sentaba sola en el balcón, feliz y en paz en
aquel país nuevo y extraño, como nunca me había sentido desde el
inicio de la guerra. De tanto en tanto, cuando mis vacilantes piernas
recobraron las fuerzas, hacía expediciones a Città Vecchia con otra
paciente, atravesando el valle en una carrozza. En la ciudad,
descubríamos el característico olor maltés a humanidad sin asear,
barro de siglos de antigüedad y cabras. Debatimos acaloradamente
qué abundaba más, y cuáles olían peor, si los monjes o las cabras,
sin llegar a una conclusión definitiva.
Nunca antes había sido consciente de la sensación de libertad
espiritual que acompaña a la calidez, el color y la belleza
meridionales. Noche tras noche, el sol se ponía con exuberancia por
todo el cielo. Bajo su esplendor naranja y violeta, esmeralda, coral y
aguamarina, las construcciones polvorientas que rodeaban el
Hospital de Mtarfa se transformaban en páramos púrpura. Empecé a
comprender por qué Roland, que tanto odiaba las plúmbeas
abnegaciones del protestantismo, había cambiado el fango, el horror
y la desolación por el encanto suntuoso y colorido de la Iglesia
católica.
Para Mtarfa, y en realidad para toda Malta, las voluntarias
enfermas fuimos unas pacientes de lo más interesantes incluso
cuando la última de todas —yo misma— había recobrado la buena
salud, y lord Methuen en persona, el gobernador de la isla, vino en
visita oficial.
«Aquí todo el mundo intenta rastrear el origen de nuestra
enfermedad», dice una carta que le escribí a Edward desde Mtarfa.
«Han pasado doce médicos por lo menos, a veces cinco de una sola
vez. Tres de ellos son mujeres, encantadoras, con chaquetas y
faldas de seda india color caqui, corbatas azul marino y salacots
para protegerse del sol. Empiezo a estar cansada de dar mi nombre
(ojalá me apellidase “Jones”, para no tener que deletrear Brittain
cada santa vez), edad, número de destacamento, detalles sobre lo
último que he comido, etcétera, etcétera. Nos han tomado varias
muestras de sangre de orejas, dedos y muñecas para ver si puede
ser malaria, disentería u otra cosa. Todavía no saben si ha sido una
intoxicación alimentaria o si hemos sido víctimas de una bacteria en
algún lugar del Mediterráneo».
El incierto veredicto final fue que se trató de una rara intoxicación
alimentaria, y tanto el Britannic como el Galeka fueron puestos en
cuarentena varios días en sus respectivos puertos mientras se
llevaban a cabo las investigaciones. La jefa de enfermeras se
declaró «muy insatisfecha» con las instalaciones previstas para las
voluntarias entre Mudros y Malta, y el Galeka fue sometido a una
exhaustiva desinfección antes de abandonar La Valeta. Se trató de
una acción supererogatoria por parte del escuadrón sanitario, pues
el navío se hundió a consecuencia de un torpedo en su siguiente
travesía.
Después de casi tres semanas de tratamiento, fui declarada apta
para emprender algunos trabajos ligeros, y me mandaron a la otra
punta de la isla, donde me reencontré con Betty en el Hospital St.
George, en una preciosa península de roca gris y arena rojiza
rodeada casi por completo de mar.

Todavía estaba en Mtarfa cuando recibí las primeras cartas


desde Inglaterra.
En Malta, la llegada del correo —que a menudo quedaba
retenido mucho tiempo por culpa de tormentas, submarinos y la
censura de los diversos puertos, hasta el punto de que cartas
enviadas en fechas muy posteriores se solapaban con frecuencia—
era el mayor acontecimiento de la semana. Aguardábamos el
trasatlántico que lo traía con una perturbadora mezcla de placentera
expectación y miedo cerval, porque debido a las bajas en el frente,
los bombardeos aéreos y otros problemas en Inglaterra, ni la vida, ni
la felicidad ni la serenidad podían darse por descontadas más de un
puñado de días seguidos.
Mis peores temores se concentraban en Geoffrey, allá en
Francia; se había convertido en un amigo muy querido, cuya
inteligente complicidad nunca defraudaba las más severas
expectativas, y mi admiración hacia su decidida resignación a una
vida que aborrecía solo se veía incrementada por su tímida
autodesaprobación y sus frecuentes declaraciones de cobardía. En
sus cartas era posible descubrir, tras las defensas de un joven
brusco, una mente sensible tan interesada por la belleza como
considerada con el dolor humano y el cansancio.
«Prométeme fielmente una única cosa», solicité a Edward en
respuesta a su primera carta desde casa; «si os sucede algo
importante a ti, a Geoffrey o a Victor, ¿me lo comunicarás por cable
de inmediato? No te haces una idea de la sensación de estar aquí a
día 20 de octubre y llevar sin noticias de nadie desde el 9 […]. Me
genera una extraña sensación leer la carta de Geoffrey del 9 de
octubre y recordar que “hoy estamos aquí, y mañana no”, pensar
que ha tenido tiempo de experimentar un millar de muertes desde
entonces hasta ahora. El otro día cayó en mis manos un semanario
del Times del 13 de octubre y examiné la lista de bajas presa del
terror más absoluto, temiendo ver el nombre de nuestro amigo».
«Pero nunca pensé», añadí, «que también tendría que preocuparme
por Tah», pues la carta de Edward contenía la sorprendente noticia
de que Victor había marchado al frente inesperadamente al pasar
del Regimiento Real de Sussex al Cuerpo de Fusileros Reales.
«El lunes siguiente a tu marcha», escribía mi hermano, «Tah nos
anunció por telegrama que se iba a Francia. Me reuní con él en la
ciudad y lo ayudé con las compras (podrás imaginar que necesitaba
que le echaran una mano); fue horrible, porque no le gustaba casi
nada, ni tenía ni idea de nada; de pronto le cogía una violenta manía
a una prenda de primera necesidad y se negaba a comprarla hasta
que yo invertía casi media hora en evocar una situación imaginaria
en la que no podría pasarse sin el artículo en cuestión».
Mi madre, tras dar parte de la mudanza de Macclesfield a
Kensington, me contó que habían encargado un retrato de Edward
con uniforme a Graham Glen, un artista de Chelsea. Hasta mi
atareado tío del banco me dirigió una carta muy larga a la que
adjuntó un fragmento filosófico que acababa de llegar a Inglaterra
desde las trincheras de Francia: «Cuando eres soldado, una de dos:
o estás en el frente, o detrás de las líneas. Si estás detrás de las
líneas, no hay motivos para la preocupación. Si, por el contrario,
estás en el frente, una de dos: o te encuentras en zona peligrosa, o
en una zona fuera de peligro. Si estás en una zona fuera de peligro,
no hay motivos para la preocupación. Si, por el contrario, estás en
zona peligrosa, una de dos: o estás herido, o no lo estás. Si no
estás herido, no hay motivos para la preocupación. Si, por el
contrario, estás herido, una de dos: o de gravedad, o leve. Si estás
herido leve, no hay motivos para la preocupación. Si, por el
contrario, estás herido de gravedad, una de dos: o te recuperas, o
mueres. Si te recuperas, no hay motivos para la preocupación. Si,
por el contrario, mueres, no podrás preocuparte, de modo que no
hay motivo alguno para la preocupación».
Mi tío, que nunca fue un hombre robusto, murió en 1925 tras una
larga enfermedad provocada por el exceso de trabajo durante el
periodo de la guerra. Las muchas cartas que me escribió mientras
estuve en Malta —en todas ellas poniendo el acento en la dificultad
de gestionar un banco cuyos empleados se alistaban
constantemente— son típicas del funcionario heroico para quien, a
la sazón, el patriotismo encarnaba la inspiración genuina —en
realidad, la única— de una vida llena de rigores y desencanto. En
1916 contaba apenas treinta y cinco años, y sentía aún una triste
ansiedad por presentarse voluntario, un paso que, como
«imprescindible», nunca le permitieron dar las diversas autoridades
que ahora dirigían las ocupaciones de los hombres «aptos».
«Cada día me da más vergüenza vestir de paisano», me
escribió, apesadumbrado, a principios de 1917; «me achico si tengo
que vérmelas con soldados o parientes de soldados, y hasta dar un
vulgar paseo dominical se ha vuelto abominable. No puedo hacer
nada para cambiar las cosas, pues aunque dimitiera en el banco y
me alistara, lo más seguro es que me rechazaran, porque el
Gobierno decide ahora de manera por completo arbitraria quiénes
van y quiénes se quedan, pero el resultado neto es de auténtica
desdicha, y me parece del todo imposible concebir el futuro teniendo
que confesar que jamás he combatido».
Si bien el porvenir demostraría ser mucho más indiferente a los
historiales de guerra de lo que mi tío imaginaba, cartas como las
suyas —que debieron de reproducirse centenares de veces—
sugieren que a los hombres oficialmente atados a puestos de
funcionariado tendría que habérseles permitido vestir el uniforme
militar, o bien alistarse en un cuerpo reconocido con uniforme
propio. El nefasto entendimiento psicológico de las altas esferas
obligaba a unas personas que se mataban a trabajar sacando
adelante dos y hasta tres empleos a jornada completa a llevar
prendas que según la opinión popular los tildaban de «gandules», a
la vez que miembros de guarniciones muy ligeras y perfectamente
seguras eran elevados a la categoría de héroes. A mi tío, la guerra
le costó la vida casi como si hubiera estado en las trincheras; sin
embargo, lejos de saborear la «gloria» del sacrificio, ni siquiera se le
permitió prescindir de un atavío que lo condenaba a la humillación.

Al cabo de una semana en el Hospital St. George me di cuenta


de que, aunque me sentía sola, en realidad era bastante feliz. La
soledad se debía a un rápido distanciamiento de Betty, quien, al no
haber sufrido amor ni pérdida hasta la fecha, no compartía mi
deprimente predilección por las meditaciones solitarias entre las
rocas y los paseos à deux por las zonas deshabitadas de la isla. Su
instinto más innato, intensificado por el sesgo social de su
educación, la llevaba a preferir la sociedad naval de La Valeta, de
suerte que, enardecida por unas presentaciones arregladas desde
casa, enseguida fue absorbida por sus tés y sus partidas de tenis.
Tan pronto como recobré la energía dejé de echarla de menos y
empecé a disfrutar con el trabajo que tan agotador me había
parecido después de la enfermedad. El hospital, como el de Mtarfa,
se componía de unos antiguos barracones construidos en piedra,
con carpas para alojar más camas, y el personal de enfermería no
se distribuía por pabellones sino por «bloques», es decir, edificios
alargados y estrechos de dos plantas con galerías abiertas arriba y
abajo. Cada galería comunicaba al menos con media docena de
pabellones pequeños, de entre diez y veinte camas cada uno. En
casi todos los bloques las voluntarias trabajábamos solas —una
responsabilidad que jamás tuvimos que asumir en el Hospital
General n.° 1 de Londres— en turnos de tarde o de noche,
encargándonos a menudo de más de cien pacientes.
Tras el ambiente agotador y viciado de los calurosos pabellones
de Camberwell, vivir al aire libre bajo un sol cálido y junto a un mar
titilante provocaba que me moviera entre los bloques con un vigor
juvenil renovado que ni los intervalos de dolor y remordimiento
habían conseguido extinguir del todo. Hallaba un placer obvio en la
disciplina, limitada a lo esencial, así como en la relajación de las
normas relativas al uniforme, que nos permitía incorporar chaqueta,
falda y zapatos blancos, panamá y vestido azul de crespón de China
a nuestro espantoso uniforme de calle. La noche me deparaba una
última alegría cada vez que salía a la galería de mi habitación —con
suelos de piedra y compartida solo con una voluntaria— y
contemplaba, más allá de la mancha plateada de la Bahía de St.
George, entre las rocas negras, la extensión del mar alumbrada por
la luna y las sombras oscuras de los barcos que de vez en cuando
pasaban cerca de la costa. Las notas del «Last Post» que sonaba
cada noche eran tan conmovedoras que no podía escucharlas sin
que me escocieran los ojos.
«Este sitio sigue gustándome una barbaridad», cuento en una
carta que envié a mi madre el 6 de noviembre. «Hasta se celebran
conferencias sobre enfermería para las voluntarias —¡y de calidad!
—, algo que jamás ocurriría en Camberwell, sobre todo, o eso me
figuro, porque allí tenían miedo de que las voluntarias
aprendiéramos demasiado. Nos decían que estábamos allí para ser
útiles, no para que nadie nos enseñara nada, un planteamiento que
se me antoja bastante contradictorio».
La actitud hacia las voluntarias en el Hospital General n.° 1 de
Londres era muy típica del gremio de la enfermería, en especial en
Inglaterra, donde la incorporación de aprendizas de la Cruz Roja sin
formación suficiente en hospitales militares había convertido en
auténtica crisis una lucha por la colegiación de enfermeras que
duraba ya treinta años. La jefa de Camberwell siempre era
escrupulosamente justa con nosotras en la práctica, pero en la
teoría debía de considerarnos unas incompetentes, porque tanto ella
como otras partidarias de la instauración de un colegio oficial
preveían después de la guerra un verdadero caos profesional, en el
que cientos de experimentadas voluntarias desplazarían y
suplantarían a todas las enfermeras cualificadas. En realidad, se
trataba de un temor infundado; acabado el conflicto, prácticamente
la totalidad de las voluntarias estuvo más que encantada de
olvidarse de una profesión muy retrógrada en favor de sus propios
intereses y ocupaciones, pero muchas «mujeres preparadas» sin
intereses propios eran incapaces de concebir que otras se sintieran
atraídas por ellos. La presencia de enfermeras de la Cruz Roja
volvió loca de celos y suspicacias a más de una, una paranoia que
no hacía sino agravarse conforme las voluntarias iban adquiriendo
más competencias.
Noviembre trajo consigo el inicio de la temporada de lluvias, con
noches de truenos y relámpagos feroces tras unas puestas de sol
cobrizas, y las tempestades impresionantes del mar nos hacían
temer por los barcos del Mediterráneo. El viento furioso hacía
latiguear la lluvia con tal violencia en la galería abierta que el agua
rebotaba en los muros y suelos de piedra, provocando salpicaduras
constantes, de ahí que nos viéramos obligadas a acudir a trabajar
envueltas en gabardinas negras, botas de goma y suestes.
«Las puertas y ventanas no paran de abrirse debido a las
ráfagas de viento frío cargadas de lluvia», le escribí a mi madre. «El
ulular del viento, el mar embravecido y el agua que cae con el
sonido de un tren expreso me despiertan en plena noche. Estar en
la carpa comedor […] es como refugiarse bajo un paraguas mojado;
la lluvia repiquetea en la lona, y de vez en cuando te cae un goterón
en la cabeza; los postes y las bombillas se balancean de tal modo
que al mirarlos te entra sueño y mareo, y el agua se cuela por los
lados de la carpa, formando riachuelos debajo de las mesas».
A mediados de mes terminó la baja por enfermedad de Edward,
que se incorporó al 3.° Batallón de Sherwood Foresters en Cleadon
Hutments, cerca de Sunderland, para llevar a cabo tareas ligeras.
Recibí una carta suya en la que me hablaba de una nueva ofensiva
británica contra la primera línea del frente alemán en Thiepval y
Beaumont-Hamel, justo después de que yo visitara el cementerio de
Pietà, el camposanto militar que hay entre La Valeta y Hamrun, para
dar con la tumba de un muchacho de Buxton que había sido
enterrado entre las buganvillas moradas y los cipreses pequeños y
rígidos tras fallecer en el Hospital Cottonera de una fiebre tifoidea
contraída en Galípoli. Le mandé a su madre un geranio rosa
cuidadosamente embalado que cogí de su tumba antes de abrir la
triste misiva de Edward en la que me describía el final de los dos
amigos que habían estado con él en la batalla del Somme.
«Según tengo entendido, hallaron el cuerpo del capitán H. el
mismo 1 de julio, muy cerca de la antigua línea del frente, al este del
bosque de Authuille, pero creo que estaba casi irreconocible. […]
Por su parte, N. recibió un disparo en la cabeza tras tomar la línea
del frente alemán en Le Sars, el 1 de octubre; está enterrado en el
cementerio militar de Peake Wood, cerca de Contalmaison».
En los momentos en que azotaban las aterradoras tempestades,
me costaba creer que volvería a ver a mis tres hombres más
queridos antes de que se reunieran con sus amigos bajo una tierra
sembrada de cadáveres.
«La noche se ha presentado tormentosa, furibunda, y el mar se
estrella contra las rocas», le respondí en una noche desolada. «En
esta isla, parece que la tierra firme encoge según vas conociéndola
mejor, y que los kilómetros y kilómetros de mar que se extienden
entre este lugar y el hogar se dilatan […]. Empiezo a comprender el
significado de ese pasaje del Apocalipsis que dice: “… y el mar ya
no existía más”. Porque, aquí, el mar es el símbolo mismo de la
separación».
Sin duda, estábamos rodeados por un mar que albergaba
miedos jamás antes ponderados, ni siquiera por el profético autor
del Apocalipsis, pues entre 1916y 1917 Malta se hallaba en el
epicentro de la guerra submarina. Los desastres marítimos
dominaban nuestro día a día; las conversaciones se redirigían
constantemente hacia los peligros que amenazaban a nuestras
cartas, nuestros paquetes y nuestras vituallas. Para todo lo que
fuera carne, leche, mermeladas y pescado dependíamos de
productos no perecederos y enlatados llegados de Inglaterra, dado
que allí el pescado fresco era inasequible, la leche de cabra
entrañaba ciertos riesgos, y el agua era no potable mientras no se
clorase.
«Ahora me hace gracia pensar con qué celo evitamos consumir
comida enlatada en Inglaterra», escribí en una carta. Ni siquiera
podíamos disfrutar de la abundante fruta y verdura de la isla, debido
a la disentería. Nuestros sistemas, estimulados por una actividad
enérgica y una vida a la intemperie, nunca recibían todo el azúcar
que necesitaban, y a cada rato libre nos abalanzábamos con ansia
sobre las galletas y los dulces que nos enviaban los amigos de
Inglaterra, que debían de estar horrorizados ante nuestros ruegos
constantes en un momento en que el azúcar empezaba a encarnar
la pesadilla de toda ama de casa.
Mis cartas desde Malta están plagadas de naufragios y
hundimientos; los barcos que se iban a pique nos deparaban
momentos tan dramáticos como las grandes batallas para los
hospitales de Inglaterra y Francia. El Arabia fue torpedeado un mes
después de mi llegada, y los rumores constantes de ataques
submarinos o supuestas amenazas de bombardeos por parte de
navíos austríacos nos mantenían en un estado de excitación febril.
Cada naufragio venía seguido de una afluencia de pacientes al
borde del ahogamiento y víctimas de diversos traumas; al haberlo
perdido todo salvo la ropa que llevaban puesta, compraban la mitad
de las prendas que les hacían falta en La Valeta. Durante el invierno
de 1916, los negocios apenas si eran capaces de satisfacer la
demanda de los marineros y pasajeros naufragados, y no era raro
que se quedaran sin existencias, también de las de té y azúcar
destinadas a los hospitales.
«Si Malta existiera únicamente para recibir víctimas de torpedos,
ya habría cumplido con creces su función en esta vida», escribí a mi
familia en una ocasión.
La tercera semana de noviembre, el mar se tragó tres buques
hospital de manera casi simultánea. Horas antes de que el capellán
anglicano nos informara de la muerte del emperador Francisco José,
supimos que el Britannic se había hundido en el Egeo. La noticia de
aquella pérdida galvanizó toda la isla igual que una descarga
eléctrica. Una semana más tarde, los miembros de la tripulación
rescatados arribaron a Malta tras pasar unos días cuidando a sus
propios enfermos y heridos en el Hospital Ruso de Atenas. Como
las pañerías de La Valeta estaban temporalmente asoladas, les
facilitamos a los refugiados nuestros pijamas y nuestra ropa interior,
y botellas de agua caliente, hasta que pudieran regresar a Inglaterra
para reabastecerse. Unos gorritos de boy scouts procedentes del
Fondo de Ayuda Serbia coronaron tan misceláneos atuendos.
Entre los afectados se contaba una enfermera joven y pizpireta
que había trabado amistad con Betty y conmigo en la travesía a
Mudros. Fuimos a verla al Hospital Floriana, en La Valeta, y la
encontramos totalmente cambiada: nerviosa, angustiada y al borde
del llanto en todo momento. Pero parecía que hablar del desastre la
aliviaba, y por ella supimos de las últimas horas del buque.
La explosión se produjo durante la hora del desayuno; la parte
baja de la escalinata principal saltó por los aires, junto con un
celador que pasaba por allí. El personal de enfermería abandonó el
comedor en silencio; recibieron orden de recoger rápidamente sus
objetos de valor y reunirse en la cubierta de la nave. Los «objetos de
valor» ilustraban el extraño funcionamiento de una mente que trata
de dominar el pánico; una chica rescató su estilográfica, pero dejó
treinta libras en billetes bajo la almohada.
La anciana jefa de enfermeras, inmóvil como una roca, se plantó
en la cubierta y fue contando a las enfermeras y voluntarias que
desfilaban ante ella para embarcar en los botes, y se negó a
abandonar el buque hasta que no estuvieran todas reunidas. No
faltó ninguna mujer, pero hubo varias bajas entre los celadores
debido a la destrucción de los dos últimos botes por parte de una
hélice de gran tamaño en el instante en que el buque se escoró de
un lado. Los oficiales médicos, que permanecieron en el barco hasta
el último momento, bajaron por los cables de acero —que casi les
despedazaron las manos—, se tiraron al mar con los salvavidas y
nadaron como pudieron hasta los botes. Dos de ellos
desaparecieron y no fueron encontrados.
En uno de los botes, la jefa de enfermeras contemplaba el
condenado Britannic mientras las demás ocupantes, nuestra amiga
entre ellas, examinaban con ansiedad el horizonte vacío. La mujer
vio cómo la hélice partía un bote por la mitad, lanzando por los aires
a sus víctimas mutiladas, pero, por respeto a las jovencitas de las
que era responsable, no emitió un solo sonido ni movió un músculo
de su semblante adusto y añoso. Es una lástima, medité mientras
escuchaba el testimonio de nuestra amiga y recordaba los cables de
cubierta, que el heroísmo más sobresaliente suela llevar aparejadas
unas limitaciones de carácter tan rotundas. ¡Qué poco habitual es
que esa clase de coraje acompañe a un corazón imaginativo y una
mente sensible e inteligente!
Pasaron tres horas en el bote hasta que vieron que dos
destructores de salvamento avanzaban a toda velocidad sobre la
superficie del mar soleado y en calma. Entre los rescatados se
encontraba una azafata que ya había sobrevivido al hundimiento del
Titanic, dos oficiales médicos del torpedeado Galeka y un prisionero
recién liberado de Württemberg que padecía agotamiento nervioso y
al que habían recomendado una travesía marítima para recobrar la
buena salud. En un primer momento, los rescatadores buscaron no
los botes, sino el propio Britannic, sin imaginar siquiera, a pesar de
la suerte que había corrido el Lusitania, que un bajel de esas
dimensiones hubiera podido hundirse tan rápido.
Lo cierto es que las aguas apenas necesitaron tres cuartos de
hora para tragárselo, y para muchos de los supervivientes, ya
impactados, lo peor de todo fue ver desaparecer el barco.
Observaron con incredulidad y espanto cómo iba deslizándose bajo
el agua, claraboya tras claraboya, hasta que finalmente se esfumó,
formando un remolino implacable. Nuestra amiga nos aseguró que
el último y aterrador grito de la sirena, «¡Abandonen el barco!», justo
antes del hundimiento, los obsesionaría a todos durante lo que les
quedara de vida.

En Inglaterra, el hundimiento de los barcos hospital y la gravedad


de las noticias que llegaban desde Rumanía intensificaron la
creciente opinión popular de que nuestro fracaso a la hora de vencer
a los alemanes meses atrás, y por lo tanto de evitar nuevos
desastres, se debía de algún modo a un liderazgo político ineficaz.
Así pues, Asquith y su complicado gabinete se convirtieron en los
chivos expiatorios de la desazón emocional, y en una de sus cartas,
mi tío, tras comentar el probable nombramiento de un «dictador de
la alimentación» y el establecimiento de «días sin carne»,
mencionaba la crisis de Gobierno y la posibilidad de que «los
veintitrés letárgicos» fueran sustituidos por un gabinete de guerra de
cinco miembros.
«Suenan los nombres de Lloyd George o sir Edward Carson para
el cargo de primer ministro, y yo creo que los dos lo harían bien.
Indudablemente, en lo tocante a la guerra, preferimos que los
asuntos los dirijan hombres de negocios antes que politicastros, y
está claro que el único hombre del Gobierno actual que manifiesta el
poder y la inteligencia necesaria para hacer uso de él es Lloyd
George. Desde que se declaró el conflicto ha demostrado ser un
hombre fuerte en todos los sentidos».
El enorme prestigio de Lloyd George y su Gobierno a ojos del
«hombre de a pie» se refleja en cartas posteriores, escritas cuando
el gabinete de guerra llevaba operativo dos o tres semanas. Según
parece, su cota de popularidad alcanzó su punto álgido cuando
rechazó de plano la idea de una «negociación de paz»; nadie, al
parecer, quería abordar un asunto tan académico, salvo una
pequeña y extraña sociedad que yo acababa de conocer a través de
la prensa y que respondía al nombre de Unión de Control
Democrático. Esta organización asombrosamente optimista había
celebrado un encuentro en Walthamstow para reivindicar una
consideración racional de las propuestas de paz; encuentro que,
como es natural, no gozó de mucho éxito.
«El nuevo Gobierno está fortaleciéndose», escribía mi tío,
entusiasmado, «y ya ha llevado a cabo más acciones en dos
semanas que el anterior en dos años. Ahora tenemos el control de
transportes, combustible, vino y alimentos, y cualquier varón de
entre dieciséis y sesenta años puede ser llamado a filas en cualquier
momento. […] Las propuestas alemanas de paz nos han dejado
indiferentes; es evidente que se trataba de una tentativa de alcanzar
una paz a la alemana (en el sentido más fuerte de la expresión).
Pero hoy el presidente Wilson ha salido a la palestra y ha tenido la
desfachatez de decir que los dos bandos combaten por la protección
de los Estados pequeños (¿cuánto valen Bélgica y Serbia?) y que,
por lo tanto, los aliados deberían intentar abordar el tema de la paz
con Alemania. Los comentarios en la prensa son la monda, muy
instructivos; hasta los periódicos estadounidenses le han dicho
cuatro cosas a Wilson. […]
»Lloyd George es magnífico… Su perspicacia y capacidad de
percepción de los aspectos más importantes de esta complejísima
situación rozan lo insólito en ocasiones, y casi da miedo constatar
hasta qué punto nuestra nación está apoyándose en la energía y la
inteligencia de un solo hombre para superar una crisis tan
espantosa. […] Esta vez nos enfrentamos a ello con ganas, sin que
cunda el pánico, y estamos preparados para ir hasta el final del
asunto, al diablo con las consecuencias. Aunque sabemos que
serán bastante duras de encajar a muy corto plazo […]. Yo me
siento un gusano, como es natural, sin embargo, cuando veo a mis
compatriotas aguantando y actuando con lúgubre determinación,
pero a pesar de todo con una alegría y una humildad sin fin, no
puedo por menos de sentirme un gusano orgulloso. Uno agradece
comprobar en qué clase de país se ha criado».
Poco antes de Navidades, Geoffrey, que llevaba todo el otoño
«haciendo la guerra», me escribió para comunicarme que seguía
con vida. No tenía, como es natural, tanta confianza en la nación
como mi tío, y ninguna en sí mismo, y sus cartas retrataban una vida
en las trincheras tan aburrida y monótona como inevitablemente la
percibiría un estudiante amante de la paz. Victor, por el contrario,
vivía en un estado de excitación permanente por los estándares
militares del Cuerpo de Fusileros Reales en comparación con los de
los «ancianos» con los que, a consecuencia de sus prolongados
trabajos ligeros, había tenido contacto durante casi dos años. Tras
relatarme el descubrimiento de cierta felicidad en la trinchera
mediante la conquista de una eficacia superficial, volvió a escribirme
el 6 de diciembre casi disculpándose por su nuevo estado de ánimo.
Según él, no se podía reflexionar todo el tiempo sobre el
desperdicio material y espiritual que se producía cada vez que ese
producto altamente entrenado, un hombre en la flor de la vida, era
aniquilado en el acto por una bala perdida; de lo contrario, la vida en
el frente no sería más que una larga serie de desdichas. Aun así,
concluía de un modo curioso, nada lo había deprimido tanto en
Francia como los crucifijos que se vislumbraban de tarde en tarde,
aún en pie, en zonas devastadas por la artillería. El horror de uno
centuplicaba el de otros, y la imagen de un Jesucristo torturado se le
antojaba «como un monumento de mal gusto a la personificación del
fracaso más absoluto».
Tres semanas después escribió de nuevo para contarme que
todavía «no había conocido la guerra». Y añadía que se sentía
constantemente torturado por el miedo a no sufrir ni un arañazo en
una situación de emergencia. «Como ya te he dicho, es una
maldición positiva tener cierto carácter en este lugar. Lo ideal es ser
el típico inglés».
Justo antes de Navidad me trasladaron del bloque de
oftalmología y malaria, en el que trabajaba desde octubre con
pacientes semiconvalecientes, a las instalaciones de las
enfermeras, donde me convertí en una suerte de ama de llaves
adjunta y jefa de criadas. Aquellas labores, que todas las voluntarias
teníamos la obligación de cumplir durante un mes, encajaban menos
conmigo que las tareas de enfermería, y descubrí que la supervisión
del servicio maltés no era precisamente pan comido. «Si no guardas
todo bajo llave —hasta media jarrita de leche diluida—, no hace falta
que preguntes dónde está cuando no lo encuentres», anoté.
Sin embargo, hallé una compensación en las flores de Año
Nuevo —acederillas doradas, arábides blancas, silenes rojas y
celidonias en miniatura— que brotaban ya en el terreno rocoso que
había frente a las instalaciones de las enfermeras. Me fijé en que allí
los aros eran de color pardo y terracota, «como un pétalo retorcido
de lirio atigrado». Por lo demás, las fechas permitían hacer más
visitas a La Valeta, visitas siempre potencialmente emocionantes,
porque Malta, ese pequeño vertedero de las naciones, estaba
plagada de encuentros inesperados. Una tarde estuve a punto de
tropezarme con un chico de Buxton cuando corría para coger el ferri
de vuelta a Sliema, y la voluntaria con la que ahora compartía cuarto
era hija del humilde frutero al que comprábamos en Macclesfield
cuando yo era niña.
Los mercados indios y egipcios de La Valeta, con sus chales de
seda, kimonos recamados, encajes malteses, mantelerías de lino,
suntuosos crespones de China, bordados chinescos, cajas de
madera de sándalo, abanicos pintados y pitilleras negras con
incrustaciones en oro, me habían tentado lo suficiente para gastar
todo el dinero que logré reunir en regalos de Navidad de todo tipo,
que envié a casa junto con dos acuarelas de pequeño formato
compradas en Nápoles.
«Son para mi estudio de Oxford, si es que vuelvo algún día», le
dije a mi madre, «y, aunque no vuelva, no me imagino sin un estudio
propio. Renunciaría antes a un dormitorio, y dormiría en el sofá del
salón, que a un cuarto para mí sola donde poder encender la
chimenea y no sufrir interrupciones de nadie. […] Tu comentario
acerca de que la guerra durará cinco años (más) me lleva a
preguntarme si alguna vez conseguiré volver a Oxford. Si se cumple
el vaticinio […], me da por pensar que todos habremos muerto para
entonces, pero si sigo con vida solo tendré veintisiete años, y
todavía merecerá la pena. […] Me cuesta mucho asimilar que somos
la generación que sufre la guerra, aunque supongo que también
tiene su lado espléndido, y que nos está haciendo mejores
personas, más inteligentes y profundos de lo que fueron nuestros
antepasados o serán nuestros descendientes. Tengo la convicción
de que la guerra marcará un antes y un después en la Historia
mundial, una división casi tan grandiosa (si no más) como la que
marcó el nacimiento de Cristo. […] Me apena pensar que me
imaginas con la cofia de voluntaria; ¿no podrías procurar evocarme
con un atuendo más favorecedor? Me alegro cada día más de que
Roland no llegara a verme así vestida, de modo que, si se ha
llevado un recuerdo mío al otro mundo, no figuraré en él con este
ridículo tocado. […] Cuéntame más sobre el Raymond de Oliver
Lodge».
Cuando empezaron los preparativos de Navidad y me disponía a
decorar la carpa con palmeras y serpentinas, ya preparar
mermeladas y macedonias inmensas para las meriendas especiales
de los hombres, el recuerdo del año anterior, en el que había llevado
a cabo actividades muy similares con alegría, ajena a la muerte de
Roland, me invadió igual que el tenue dolor de una herida antigua.
En medio de la luminosa y bulliciosa cocina, mientras la jefa daba
órdenes con su voz áspera y melancólica y las criadas maltesas
revoloteaban y parloteaban a su alrededor, a veces me costaba
evitar que una lágrima intempestiva cayera en el cuenco de la
macedonia de frutas.
«Me pregunto dónde estará… si es que está en alguna parte»,
monologaba en mi diario, porque no había nadie en centenares de
kilómetros a la redonda con quien pudiera compartir especulaciones
tan personales. «Me pregunto si me verá escribiendo esto ahora
mismo. Es absurdo afirmar que el tiempo lleva al olvido; lo añoro
más que nunca. Te recuperas del trauma, igual que te
acostumbrarías a desenvolverte con la mano izquierda si hubieras
perdido la derecha, pero nunca superas la pérdida, porque no
vuelves a ser la misma persona. Yo me he acostumbrado a afrontar
los años largos y vacíos que me quedarán por delante si sobrevivo a
la guerra, pero siempre tengo presente la certeza de lo vacíos que
son y serán, porque él nunca volverá».
En una carta que llegó justo después de Navidades, Edward me
revelaba que no había estado sola en aquellos días de recuerdos;
como de costumbre, había compartido mis pensamientos, con esa
complicidad tan peculiar que en teoría solo se da entre hermanos
gemelos. Empezaba, sin embargo, describiendo su investidura en el
Palacio de Buckingham el 17 de diciembre.
«Éramos tres galardonados con la Orden de San Miguel y San
Jorge, creo que setenta y dos condecorados con la Orden al Mérito
por Servicios Distinguidos y una treintena de Cruces Militares, de
modo que fue una ceremonia bastante modesta. Un coronel nos
informó de lo que teníamos que hacer (creo que es el secretario
privado del rey), y acto seguido dio comienzo el espectáculo. Uno
por uno fuimos pasando a una sala anexa; dábamos seis pasos,
alto, izquierda, reverencia, dos pasos al frente, el rey prendía la
cruz, apretón de manos, paso atrás, reverencia, derecha, y mutis
por otra puerta. […] El monarca habló con algunos de nosotros, yo
entre ellos; me dijo: “Espero que se haya recuperado usted de su
herida”, a lo que respondí: “Casi por completo; gracias, Majestad”, y
a continuación me marché con la cruz dentro de un estuche, en el
bolsillo. Afuera me esperaba madre, y juntos fuimos hasta la
estación Victoria pensando que por suerte nos habíamos librado de
todos los fotógrafos, pero quiso la mala suerte que un animal del
Daily Mirror nos viera y nos retratara».
Concluía con un párrafo que mostraba que ninguna Cruz Militar,
ninguna felicitación de la realeza ni ninguna bienvenida con
alharacas por parte de sus sucesores en Uppingham podría alterar
su estima de Roland como líder perdido, cuyo valor para el mundo
excedía con mucho el suyo.
«Sé que solo ha pasado un año, y que, como yo, estás
pensando en él y en su terrible muerte, y en todo lo que podría
haber sido y no fue. Este año que ha transcurrido hace que parezca
una persona muy lejana, pero no por ello menos inolvidable. Su vida
fue como una estrella guía que abandonó este firmamento para
trasladarse a otro, donde brilla aún con la misma luz, aunque muy,
muy lejos. Sé que en cierto sentido revivirás la tragedia del año
pasado, pero quizá eso te depare mayores esperanzas en “el último
y más luminoso día de Pascua” que ni tú ni yo acertamos a concebir
siquiera, no hablemos ya de comprender. […] Qué feliz me haría
volver a verte».
En mi respuesta, justo después de Año Nuevo, le hablaba, a él
de entre todos mis corresponsales, de un suceso insignificante pero
muy extraño que aconteció nada más escribir en mi diario el día del
aniversario de la muerte de Roland.
«Es muy curioso: la noche del 23 de diciembre estaba arrodillada
junto a mi cama, a oscuras, pensando en él y en la misma noche de
un año antes cuando, de pronto, justo antes de las once, en el
momento exacto de su muerte, el cielo se iluminó por completo y
afuera todo se hizo visible, de un modo sorprendente y extraño. Al
principio, pensé que sería un relámpago, cosa habitual por las
noches, pero cuando vi que la luz no se desvanecía ni destellaba,
me extrañé, me asusté y me tapé la cara con las manos. Al cabo de
dos o tres minutos levanté la mirada y la luz ya no estaba; me
acerqué a la ventana, pero no vi nada que justificara el repentino
resplandor. Un par de días más tarde oí que una estrella fugaz
extraordinaria había iluminado todo el cielo durante dos o tres
minutos antes de caer. […] (Alguien dijo que era la Estrella de Belén,
que había caído a la Tierra porque ya no podía seguir brillando en la
negra hora de la guerra). Como es natural, se trata de una mera
coincidencia, pero en mi opinión es muy raro que ocurriera en ese
preciso instante. Recuerdo que un día del invierno pasado, Clare me
señaló un astro que destacaba por su brillo y me dijo: “¿No sería
maravilloso que esa estrella fuese Roland?”».

Con la llegada de 1917, que trajo consigo vientos más cálidos a


Malta y un motín de flores brillantes a las rocas, me di cuenta de
que, por el momento, estaba gozando de la mejor vida posible. Las
cartas que llegaban desde Inglaterra, una tras otra, recalcaban la
escasez de alimentos, dinero o ayuda doméstica, el precio de los
huevos y la mantequilla y la dificultad de comprarlos, la batalla para
ignorar achaques y seguir trabajando. Cada carta estaba teñida del
gris de una depresión que no hacía sino aumentar, pero con la
lúgubre determinación de «no desfallecer», «poner al mal tiempo
buena cara» y cualesquiera otros aforismos que sedujeran al
remitente. Por lo demás, el invierno estaba siendo especialmente
frío en Inglaterra y Francia, y sus amargas molestias venían a
sumarse a la melancolía generalizada y a una sensación de
resistencia llevada al límite.
«Mi trabajo en la ciudad me pesa más cada día que pasa»,
escribía mi tío en plena crisis de bronquitis, «y tanto el fin de
semana pasado como este me he sentido, más que nunca, como un
perro apaleado. Ahora mismo, por supuesto, el empréstito de guerra
nos da una cantidad brutal de trabajo. […] La pasada quincena hizo
un frío helador, con temperaturas entre dieciocho y veinte grados
bajo cero en Purley, y hasta treinta y seis en otras zonas de
Inglaterra. Como podrás imaginar, el carbón escasea y está
carísimo, pero gas hay de sobra, aunque el precio se ha
incrementado un cincuenta por ciento desde que empezó la guerra».
En su primera carta tras el 19 de enero, renunció al oscuro relato
de las miserias domésticas para ofrecerme un informe de la
explosión de Silvertown.
«El viernes por la tarde estábamos trabajando tranquilamente en
la oficina cuando de pronto oímos una explosión horrorosa; el
edificio entero se tambaleó, y los cristales de las ventanas se
hicieron añicos. Al principio pensamos que nos estaba sobrevolando
un dirigible que había errado el objetivo, pero en vista de que no
había más estallidos salimos a investigar. Esa tarde no averiguamos
gran cosa, pero después supimos que se había producido una gran
explosión a unos veinte kilómetros al este de Londres. […] Diría que
es el peor accidente que hemos sufrido en un depósito de
municiones».
Años después, una amiga periodista me contó que la tarde del
desastre ella estaba trabajando en su habitación de Bayswater
cuando la persiana se levantó de pronto sin emitir sonido alguno,
permaneció en horizontal en el aire un momento y cayó despacio.
No soplaba viento, y no había oído ningún ruido. Fue la experiencia
más aterradora de su vida.
En Malta, entretanto, había poca faena; la mayoría de nuestros
pacientes estaban ya convalecientes, y disponíamos de bastante
tiempo libre. Muchas de las voluntarias y las enfermeras más
jóvenes, cuyas labores en los bloques ya no consumían su vitalidad,
empezaron a hallar un objetivo para la energía superflua sorteando
las normas del Ejército que, incluso en el ambiente de relativa
sensatez que prevalecía en la isla, prohibía al personal médico y de
enfermería que se mezclara, a menos que previamente se hubiera
solicitado y obtenido un permiso, y siempre en presencia de una
carabina eficaz. Las conversaciones bisbiseadas y los estallidos de
risitas en las instalaciones de las enfermeras delataban la existencia
de no pocas intrigas. Yo adivinaba muchas de ellas, pero no
participaba, pues mi única experiencia hasta entonces en
encuentros mixtos no me tentaba a desear repetir.
La noche de San Esteban, respaldada por el permiso de la
supervisora, había ido a la ópera de La Valeta a ver Madama
Butterfly en compañía de dos oficiales médicos y una enfermera,
que ya no era joven. Incluso durante la guerra se ofrecían
espectáculos bastante aceptables, aunque la mayoría de los coros
tenía un acento muy maltés y el desarrollo de la ópera podía verse
interrumpido debido a «incidentes». Aquel día, en medio de una
apasionada declamación, el barítono se vio retado a un duelo por un
estridente rival fuera de escena. Interrumpió súbitamente su lamento
de amor para coordinarse en tiempo y espacio con el contendiente,
y regresó al escenario entre los aplausos de un entusiasmado
público para reanudar su interpretación en el punto exacto donde la
había dejado.
Nada más terminar la ópera, con su emotiva música y sus
aspavientos heroicos, la enfermera, a la que habían designado
como mi carabina, y uno de los oficiales médicos —un individuo
maleducado un poco parecido al káiser, del que sabía que ella
estaba desesperada e inexplicablemente enamorada—
desaparecieron. Así que no me quedó más remedio que volver a
casa con el otro oficial, un escocés bigotudo de mediana edad y
presencia enfatizada por un tufillo permanente a whisky . Era
evidente que se sentía inspirado a emular la buena suerte de su
colega, porque mientras regresábamos en la carrozza por la oscura
carretera que unía Sliema con la Bahía de St. George, de pronto me
vi atosigada por sus brazos. Manifesté mi objeción a aquella licencia
con más vehemencia que tacto, y llegamos a las instalaciones de St.
George en torno a la una, ambos taciturnos y sin dirigirnos la
palabra.
Los largos paseos por la isla, a veces sola, a veces con una de
las voluntarias de más edad a las que la llegada de la primavera
todavía no había empujado a emociones indiscretas, se me
antojaban infinitamente más deseables que las compañías
anodinas. Dos de esas mujeres, una de las cuales venía de Oxford y
durante años había tocado el violín en la Bach Choir Orchestra, me
acompañaron en excursiones de media jornada a Mosta, Dingli, a la
arenosa playa en forma de uve de Ghajn Tuffieha, al ruinoso templo
megalítico del silencioso Hagar Qim, y al punto más extremo de
Mellieha, donde admiramos más allá de un canal azul marino las
escarpadas rocas color castaño dorado de Gozo, alzándose en
vertical desde las aguas. En la Bahía de San Pablo remamos en una
peligrosa balsa verde hasta la inhóspita roca en la que se decía que
había naufragado el viajadísimo apóstol, y después hicimos a pie los
diez kilómetros que había hasta casa por el camino pedregoso entre
las rocas, con el destello brillante del atardecer a nuestras espaldas,
y ante nosotras la rauda oscuridad cuajada de estrellas que se
elevaba por encima del mar. Nunca me sentía a gusto entre aquellas
rocas; las impregnaba un silencio extraño, y tenía la sensación de
estar siendo observada, como si unas presencias antiquísimas
contemplaran nuestra invasión sacrílega con ojos hostiles,
inhumanos.
Cada vez que salíamos, las flores primaverales, hermosas y
amables, mitigaban el antagonismo invisible de las rocas. Sus
colores, tan nítidos, tan delicados, tan generosos, nos saltaban a la
vista con su cándida belleza. Aún recuerdo la punzada exquisita con
la que de pronto vi, por primera vez, tras atravesar un prado
alfombrado de oro y naranja con acederillas y caléndulas silvestres,
el rosa argénteo de los altos asfódelos alzando sus cabezas desde
la densa hierba de un calvero semiescondido. Entre los peñascos
junto al camino, unos lirios gigantescos hacían ondear sus banderas
moradas, y entre las rocas una arveja escarlata crecía en un suelo
tan poco profundo que parecía brotar de la mismísima superficie de
la piedra, creando una impactante ilusión de sangre derramada.
Después de describir las flores en las cartas que enviaba a mis
padres, comenté lo mucho que habían aumentado nuestras
comodidades a partir de la construcción de tres baños públicos en la
carretera que pasaba por delante de los hospitales de St. George y
St. Andrew. Ya no sería necesario, le dije a mi padre, confiar
nuestras abluciones a las tinas de hojalata que se llenaban una vez
a la semana con el agua de un depósito de piedra que había en el
patio. «De un grifo sale agua caliente de verdad», alardeaba; «lo
alimenta un calentador de gas. […] Cuando instalaron las carpas, al
principio alguien […] rajó la lona por varios sitios para espiar, pero
ya se ha arreglado el estropicio y el escándalo se ha dado por
zanjado. Por supuesto, hay que salir constantemente de la bañera
para vigilar que el gas no se apague, ¡pero es un detallito de nada!».
Como el celador de los baños quedaba fuera de toda sospecha,
y en cualquier caso tenía todas las oportunidades que quisiera de
ver a las enfermeras en la carretera principal haciendo cola para
entrar en la carpa con los albornoces revoloteando alrededor del
cuello, llegamos a la conclusión de que algunos de los muchos
malteses que rondaban por allí debían de haber sustituido sus
entretenimientos vespertinos habituales por la diversión de ver a las
enfermeras inglesas dándose un baño.
A principios de febrero pasé de las tareas domésticas en la zona
de las enfermeras al único bloque de cirugía, donde ninguno de los
pacientes estaba grave. Casi todos presentaban heridas leves,
recibidas durante la campaña en Struma, que se obstinaban en no
curar del todo debido al clima o a ciertas peculiaridades en la
complexión de las víctimas.
«Los métodos que nos gastamos aquí […] harían que los
oficiales médicos y las enfermeras del Hospital General n.° 1 de
Londres se llevaran las manos a la cabeza, horrorizados», cuento
en una carta a mis padres. «Me hace gracia recordar que teníamos
un grifo del que salía agua caliente esterilizada, y tantos anexos y
rincones para la limpieza cuidadosamente separados unos de otros:
un fregadero para los recipientes de las curas, uno para las
bacinillas de los pacientes, otro para los enseres del té de las
enfermeras, etcétera, etcétera. Aquí tenemos un grifo (de agua fría)
y un fregadero por el que se vierte de todo —lejía, agua sucia, hojas
de té…— y en el que se lava todo, ¡desde los recipientes de las
curas y las toallas y vendas manchadas hasta las tazas usadas y la
lata dónde guardamos las galletas! (Como es natural, no lo lavamos
todo mezclado, ¡solo faltaba eso!).
»Edward y yo conservamos recuerdos de lo muy a gala que
llevaban en el Hospital General de Londres —no siempre en pro de
la comodidad del paciente— las camas impecables y sobrias y las
sábanas inmaculadas y bonitas. ¿Qué pensarían si tuvieran que
intentar componer lechos cómodos con rasposas mantas marrones
del Ejército, colchones fabricados con tres esterillas —que están
siempre descuadrándose— y colchas invariablemente mugrientas?
Aquí, por supuesto, te puedes empeñar en quitar polvo y limpiar y
sacudir, y sacudir y quitar polvo y limpiar hasta caer agotada, que
nunca se notará, porque hay tanta polvareda en el ambiente que
una bocanada caliente de siroco desbaratará en medio minuto el
trabajo de media hora.
»Ayer no pudimos hacerle la cama a un hombre y pasó media
mañana entre las mantas, porque era el día de cambiar las sábanas
y no habían llegado suficientes (las tenemos contadísimas). Por
cierto, que denominarlas “sábanas” es todo un cumplido; algunas
tienen la consistencia de un visillo de muselina, y otras presentan
más agujeros que tela. Sin embargo, el equipamiento del Ejército es
el que hay, y una sábana o un tenedor duran hasta que aguanten la
última fibra o la última púa, no sea que llegue el día en que falten. El
“día del equipamiento” es la cruz de una vida en el Ejército; se trata
de una especie de inventario periódico en el que hay que mostrar
todo lo que se te proporcionó en la cola del equipamiento (o lo que
quede de ello). De suerte que, si se te rompe una taza, se te rasga
una sábana o se te quema un trapo para el polvo, tienes que
conservar los restos, por un lado para demostrar que poseías el
artículo en cuestión, y por otro para que no haya dudas de que no lo
has escondido y destinado a un uso ilegítimo; pero sobre todo
porque es La Norma, que es lo más vinculante que hay en este
mundo, y mucho más aún, espero, que cualquier cosa del otro».
La vida ociosa en el bloque de cirugía me dejaba tiempo de
sobra para leer los periódicos que me mandaban desde Inglaterra. A
través de uno de ellos me enteré de que el nuevo presidente de la
Junta Educativa, H. A. L. Fisher, había enviado un escrito a la
directora de Somerville en el que lamentaba que muchas alumnas
de Oxford se hubieran marchado a prestar servicio en la guerra.
Aquella información me dejó indiferente; pertenecía a una vida
demasiado remota e irrelevante, que ya no me atañía. Sin duda,
muchos catedráticos estarían encantados de alimentar conciencias
intranquilas con declaraciones como aquella; si la añoranza
patriótica por el servicio de guerra sacaba de Oxford incluso a las
mujeres, cesaría la ocupación de Otelo, y las excusas (de ellos y
ellas) para seguir adelante con una agradable vida académica en
tiempos de conflicto dejaría de tener razón de ser.
Estaba convencida de que mi profesora de Clásicas no se
dejaría influir por las declaraciones de Fisher. Ella siempre había
sido una pionera, una aventurera de corazón, que jamás aceptaba
las limitaciones impuestas por los valores eruditos, y más tarde, en
la primavera de 1917, iría a Salónica a ejercer de celadora en uno
de los hospitales femeninos escoceses. Su buque, según me
escribió después de desembarcar, había estado doce horas
fondeado en las afueras de La Valeta, pero no le habían permitido
establecer comunicación conmigo ni bajar a tierra. Pasó unos meses
en Salónica, combatiendo con su gallardía habitual el calor estival y
la enfermedad, y todavía estaba allí cuando se declaró el gran
incendio que destruyó media ciudad.

El mismo correo en el que me llegó el periódico donde descubrí


que ahora se consideraba el patriotismo de las universitarias como
una virtud desacreditada me trajo también una larga misiva de
Edward que me hablaba de uno de los problemas más peculiares
del comandante de una compañía en acción.
«Esta mañana he dedicado un rato a escribir una carta sobre un
tema complicado y muy habitual: el otro día recibí una comunicación
en la que un posadero de B. me informaba de que un tal cabo S., de
mi compañía, había tenido un hijo ilegítimo con una tal señorita J.,
pupila del posadero, y no contribuía a su manutención. En tales
circunstancias, la paga de un hombre se reduce obligatoriamente a
cuatro peniques diarios, como, supongo, ya sabrás. Me entrevisté
con el cabo en cuestión, un chico muy decente que no ha cumplido
todavía los diecinueve, y descubrí que estaba dispuesto a casarse
con la chica, pero no tenía el beneplácito de sus padres y no quería
reñir con ellos por miedo a quedar excluido de herencias, etcétera.
Como es natural, el chico no puede marchar a Francia mientras no
tenga diecinueve; se lo expliqué y él comprendió cuál era su deber,
sobre todo pensando en la posibilidad de que muriera, porque sus
padres permitirían el matrimonio después de la guerra. El viernes, S.
volvió a solicitar permiso a su padre por carta, pero la respuesta fue
de nuevo negativa, de ahí que me haya pedido que interceda por él,
que es lo que he hecho esta mañana. […] Es la historia de siempre,
más vieja que las colinas, pero estas cosas roban mucho tiempo al
comandante de una compañía».
«Ya sabes, querida niña, que las mujeres son un gran problema
para mí. Conozco a muy pocas, de esas pocas me disgustan casi
todas, y no creo que entienda a ninguna de ellas. La mayoría de
oficiales de mi edad parece conocer una cantidad considerable de
chicas decentes; de vez en cuando, claro está, se buscan una mala
pieza, y a veces incluso una prostituta, pero no hay manera de que
yo me relacione con ninguna. ¿Tú podrías arrojar algo de luz sobre
este asunto? ¿Crees que algún día conoceré a la mujer adecuada?
Porque ahora mismo no concibo siquiera esa posibilidad. […] Me
inclino a pensar que mi falta de conocimiento de las mujeres se
debe a una educación incompleta. ¿Qué opinas?».
En la isla, al tiempo que el trabajo iba aligerándose y el tiempo
caldeándose, nosotras también sufríamos incidentes de índole
sexual, algunos de ellos tan vulgares y manidos como los que
describía Edward. Apenas unos días antes de que me llegara su
carta, una voluntaria y un oficial naval habían sido sorprendidos a
altas horas de la madrugada en una carpa en desuso cerca de la
Bahía de St. George, pero se las habían apañado para escapar
antes de que se descubriera la identidad de ninguno de ellos. El
episodio acarreó una larga serie de entrevistas en nuestro hospital,
en las que todas y cada una de las voluntarias fuimos interrogadas
una a una por la supervisora, una mujer flaca, tímida y bondadosa
para la que aquello debió de ser un suplicio. Como es obvio, las
entrevistas, de carácter «estrictamente privado», eran comentadas
más tarde, para diversión de todas las interesadas, cuyos
interrogatorios habían sido muy similares al mío.
—Le ruego que me diga la verdad, enfermera.
—Sí, por supuesto.
—Sabemos que ha tenido que ser alguien de este hospital o del
de St. Andrew.
—Sí, supervisora.
Resistí la tentación de preguntar cómo lo sabía, si los uniformes
de todas las voluntarias eran idénticos en la oscuridad, y dado que,
si una chica pretendía incurrir en lo que técnicamente era una
fechoría, el sentido común le habría desaconsejado escoger un
enclave a menos de cien metros de su propio hospital.
—Le pido que me lo jure por su honor, enfermera.
—Sí, supervisora.
—¿No fue usted?
—No, supervisora.
Salí. Que yo sepa, las dos horas de bochornosa inquisición no
lograron su objetivo. No fui yo la desafortunada, porque todavía
estaba demasiado enamorada de un recuerdo como para manifestar
cualquier interés por heterodoxias sexuales, pero no sé si lo habría
reconocido de haberlo sido. Declararse culpable implicaba que te
mandaran a casa con un estigma que anularía cualquier posibilidad
de seguir desempeñando trabajos de guerra, en un periodo en el
que cualquier persona con dos dedos de frente que hubiera
adquirido una eficiencia y un aguante que solo se conquistaban a
golpe de experiencia encarnaba un eslabón muy fuerte en la cadena
de acero forjado de la resistencia activa.
En Malta envidiábamos a las doctoras, cuya absoluta libertad
para alternar con sus colegas varones parecía derivar
principalmente en una castidad convencida. En St. George, el
personal incluía a varias doctoras, porque era evidente que el
Ministerio de la Guerra, que por fin se había decidido a contratarlas,
consideraba Malta —donde ahora se registraban muy pocas
enfermedades graves— como el lugar apropiado para tan
«descabellado» experimento.
Una de ellas, una soltera entrada en años a la que todos
llamábamos «tía», manifestó su determinación de hacerse oír
recetando a sus pacientes una cantidad tan exagerada de
medicamentos que las voluntarias tenían que deslomarse para
transportar las cestas de medicinas por todo el bloque durante la
media hora posterior a cada comida. Otra, una morena bajita que
era conocida entre el personal de enfermería como Kitty, cultivaba
una feminidad coqueta y hacía las rondas de guardia ataviada con
sofisticados vestidos de noche que recordaban a una niña de cuatro
años en una fiesta infantil. No obstante, la mayoría se atenía a la
variante de chaqueta-y-falda, y a una actitud formal y a la tradicional
creencia —que las mujeres cualificadas de hoy en día están
abandonando rápidamente— de que su mejor baza era seguir el
modelo de sus predecesores masculinos, y por lo tanto repetir
algunos de los errores más antiguos de los hombres y reproducir
sus valores menos equilibrados.
Mi respuesta a la carta de Edward describía con considerable
fidelidad las limitaciones más características que encontraban la
mayoría de muchachas de clase media antes y durante la guerra.
«Muchísima gente se siente atraída por el sexo opuesto tan solo
porque es el sexo opuesto; el oficial del montón y la chica “mona”
del montón requieren poco más que eso, estoy convencida. Pero,
por lo que a nosotros respecta, el sexo en sí mismo no nos interesa
a menos que lleve aparejadas inteligencia y personalidad; lo cierto
es que tendemos a pensar primero en esto último, y en el sexo de la
persona en segundo lugar. Es motivo suficiente para que te espante
la chica “mona” del montón, que ni va a darte lo que quieres ni hará
el esfuerzo de intentar comprenderte cuando hay otros hombres que
pueden darle lo que ella quiere y que son mucho menos complejos.
[…]»
«En mi opinión, el antiguo dicho según el cual las mujeres
jóvenes son mucho más maduras que los chicos de su misma edad
no tiene fundamento, y desde que estamos en guerra, menos aún.
Lo que ocurre es que las mujeres “maduramos”, en cierto sentido (el
de concluir nuestra educación justo cuando esta debería empezar),
mucho antes que los hombres, de ahí que adquiramos una especie
de “madurez” superficial debida al hecho de alternar con otra gente
y salir, algo que los chicos de esa edad no cultivan. Pero, en las
cosas de verdad importantes, es el hombre quien madura; ha tenido
responsabilidades que, a la luz del ignorante sistema actual de
educación para las mujeres, nosotras nunca hemos conocido. […]
Seguramente —y desde que estamos en guerra, más—, el
muchacho de dieciocho o diecinueve años se ha visto obligado a
hacer frente a cuestiones de moralidad e inmoralidad cuya gravedad
asombraría a la mujer, si alcanzara a ponderarla, y a lidiar con
temas cuya existencia misma ella ignora. Como es natural, a un
hombre le trae sin cuidado la superficialidad de la inexperiencia si lo
único que le pide a una mujer es su sexo, pero tú […] eres distinto.
[…] He notado alguna que otra vez una ligera sospecha de
condescendencia en tus tratos con las mujeres; no creo que sea
tanto porque pienses que somos inferiores como porque percibes
cierta inferioridad (porque es probable que así sea) con respecto a
tu personalidad e inteligencia. Yo, a la inversa, experimento lo
mismo, ¡con tantos hombres! Pero es necesaria aún más cautela al
tratar con mujeres, ya que si un hombre se muestra
condescendiente con una mujer ella siempre lo achaca a su género,
mientras que si una mujer es condescendiente con un hombre, ¡él
nunca lo atribuye al suyo propio (si es que es lo bastante listo para
percatarse de ello, que no suele ser el caso)! Bajo mi punto de vista,
claro que hay esperanza para ti, y tarde o temprano llegará una
mujer varios años mayor de lo que eres tú ahora».

Hacia mediados de marzo, las tardes soleadas se habían vuelto


tan calurosas y soporíferas como en Inglaterra en pleno julio. En
Kalkara Ravine, un profundo valle donde unos peñascos grises de
edad incalculable salpicaban la hierba más verde de Malta, brotaban
anémonas escarlata y una docena de variedades de arvejas —
amarillas, malvas, burdeos, anaranjadas, moradas— bajo los
árboles viejos y achaparrados, con sus troncos secos y huecos y
sus hojas oscuras y suaves. El barranco debió de ser un antiguo
cauce, pues se criaban culantrillos en las grietas húmedas de las
rocas y entre las piedras de los peldaños que conducían a los
campos cultivados de más arriba. Asfódelos y acederillas ya no
había, pero el suelo estaba tapizado de densos montones de trébol
rojo, cuatro veces más grande que el de Inglaterra, y los gladiolos
malvas y rosas erguían sus esbeltas y picudas cabezas en el aire
cálido y fragante.
Ahora que Edward había recibido orden de realizar dos cursos
consecutivos para oficiales y por lo tanto estaría varios meses a
salvo en Inglaterra, me habría rendido a la cómoda paz que
inspiraban el tiempo apacible y soñoliento y la belleza y la serenidad
de las flores si las cartas que me llegaban de Francia no hubieran
emitido una nota constante de aprensión, una advertencia de
catástrofe inminente, otra vez. Geoffrey me comunicaba con tristeza
que no había permisos a la vista, y que el curso por el que había
esperado que lo enviaran a la base se había cancelado, mientras
que Víctor lamentaba su falta de una filosofía religiosa que lo
consolara, y se describía con pesar como «un ateo atroz». Su único
deseo, confesaba, era no ser, porque en el Nuevo Ejército los
soldados se hacían, no nacían, y con la certeza de una nueva
ordalía en un futuro cercano, un hombre necesitaba algo en lo que
refugiarse más allá de unos ideales de fabricación propia. No solo
esos ideales estaban condenados a ser insuficientes y poco
prácticos, sino que aun así resultaban demasiado duros para
«naturalezas poco soldadescas» como la suya. «Si tan solo contara
con una décima parte de la personalidad de Roland, el futuro no me
generaría ninguna ansiedad».
Hacia finales de mes me pusieron en el turno de noche del
bloque de oftalmología y malaria donde había empezado cuando
llegué a St. George. Allí, yo era la única persona al mando, salvo por
las visitas ocasionales de la guardiana nocturna y la «colaboración»
de un celador que dormía como un tronco diez de las doce horas de
turno. El primer día que se presentó en el bloque, me transmitió su
personalísima teoría sobre el turno de noche: «Yo siempre lo digo,
enfermera: si un hombre te pide beber algo en plena noche y tú se
lo das, se te desvela del todo. Ahora bien, si no le haces caso, ya
verás cómo se vuelve a dormir».
Durante la primera semana hubo varias noches de tormenta, y
me vi obligada a pasear constantemente por la galería aguzando el
oído, porque el ruido del mar estrellándose contra las rocas
sofocaba la voz de cualquier paciente que me llamara.
«No hay ni luna, ni estrellas, así que está todo negro», le
contaba a mi madre el 19 de marzo. «De vez en cuando viene una
racha de lluvia, el retumbo lejano de los truenos, y destellos
frecuentes de relámpagos. […] Es espeluznante la sensación de
soledad al salir a la galería abierta con la lluvia azotando, frente a
una negrura absoluta, y oyendo el rugido del mar […] con un farol
que el viento no deja de apagar. (Acabo de darme una vuelta por el
bloque por si alguno está asustado con la tormenta). ¿Recuerdas el
miedo que me daban los truenos cuando era pequeña? Ahora, en
cambio, me siento completamente como “la dama de la lámpara”[18],
paseándome entre el fragor de los truenos y los fogonazos de los
relámpagos, unos relámpagos como nunca has visto en Inglaterra,
para comprobar si otros pasan miedo».
Después de que el más frío de los fríos amaneceres azules diera
paso cada mañana a una llamarada repentina con la rápida
aparición del sol detrás de una colina coronada con una torrecilla
baja, nos retirábamos a dormir a nuestros adorables aposentos, en
el extremo más alejado del recinto. La habitación con suelo de
piedra que compartía con Betty y otra joven enfermera quedaba a
escasos metros del mar. Al otro lado de las ventanas, la remota y
cárdena distancia —donde, los días más despejados, la cumbre
nevada del Etna se vislumbraba tan tenue como el sueño de una
nube blanca— se mezclaba con matices de cobalto y zafiro en el
turquesa brillante del mar y el cielo. La puerta daba a una franja de
hierba verde y rasa; más allá, las rocas doradas se juntaban con las
crestas blancas de unas olas en miniatura que, más que romper, se
balanceaban en la orilla. Antes de meternos en la cama justo
después del amanecer solíamos leer o charlar durante una hora,
sentadas en bata y pijama en la hierba o las rocas. Desde mi cama
observaba, a través de la puerta abierta, los barcos de velas
blanquísimas de la isla de Gozo, flotando con las alas extendidas
cien metros mar adentro, y las diminutas dghajsas pintadas que
desfilaban como letárgicos escarabajos verdes y rojos por la línea
del litoral.
Aunque nos encontrábamos en el extremo opuesto de las
viviendas de las enfermeras, el bloque de los oficiales médicos
estaba al lado del nuestro, en la punta de la península. Esta
oportuna contigüidad posibilitaba la existencia de tardes agradables
y extraoficiales de tenis y conversación sin peligro de que nos
descubriera la supervisora. Ahora que empezaba a hacer calor de
verdad, las largas caminatas habían perdido su atractivo; el apogeo
de las flores ya había pasado, y las pulgas y mosquitos habían
tomado el relevo. De modo que Betty, nuestra compañera de
habitación y yo, aparentando gran virtud, nos íbamos a dormir nada
más terminar de desayunar. Alrededor de las tres nos vestíamos a
toda prisa con las blusas, las faldas y los panamás blancos que
constituían lo más parecido a un atuendo de paisano que podíamos
apañar, y nos escabullíamos cuidadosamente, armadas con
nuestras raquetas, a las dependencias de los oficiales.
En el comedor, después de las partidas clandestinas,
celebrábamos simpáticas meriendas con vermú y whisky . Nunca me
molesté en informarme de lo que habría sucedido si nos hubieran
sorprendido quebrantando de manera tan flagrante la norma
sagrada de la segregación. Los oficiales médicos no conformaban
un grupo de personalidades arrolladoras, pero las tardes agradables
y normales que pasamos con ellos nos salvaron de las neurosis que
se derivaban de meses y meses de vida monacal, y nos instilaban
una vitalidad que valió con creces el sacrificio de las siestas.
Las escasas horas que pasábamos en la cama nos parecían
suficientes porque las noches de trabajo eran plácidas. En el bloque
C yo no tenía nada que hacer salvo curar unos cuantos ojos cada
cuatro horas, vestir media docena de camas y servir infusiones a los
pacientes que no dormían. Solo una vez se vio interrumpida aquella
serenidad sin sobresaltos, cuando un ordenanza de veinte años que
estaba aislado en un pabellón vacío murió de convulsiones a altas
horas de la madrugada. Como era un caso infeccioso, había estado
al cuidado de un «especial» del Cuerpo Médico del Ejército, y mi
única tarea consistía en dar parte de sus progresos al guardián
nocturno.
Una noche, entré a trabajar y me lo encontré con los ojos vueltos
y asfixiándose entre unos espasmos continuos y grotescos mientras
la «tía», digna encarnación de la inacción más soberbia,
supervisaba su lecho de muerte. Según me contaron —aunque
nunca a las claras—, el joven sufría una enfermedad venérea, y
aquel estado convulsivo lo había provocado una inyección
intradérmica. Poco después de medianoche, un paroxismo final le
dio el golpe de gracia, y cuando los celadores se lo llevaron tuve
que dedicar varias horas a desinfectar el pabellón.
«Había una luna deslumbrante aquella noche», escribí a mis
padres después, «y fue impresionante y solemne observar cómo los
celadores lo trasladaban en camilla hasta el mortuorio, con la
bandera cubriéndolo y el claro de luna alumbrándolo todo; aquí la
luz de la luna es extraña, crea sombras muy negras y contornos
inquietantes, todo se transfigura. Los celadores avanzaban con ese
solemne paso lento —no sé cómo se llama— que adoptan cada vez
que transportan un cadáver».
Hubo noches mucho menos movidas, dedicadas a la laboriosa
creación de un kimono escarlata a partir de un corte de seda
comprado en La Valeta. A menudo, cuando mi incompetente aguja
se negaba, como se había negado siempre a lo largo de toda mi
vida, a colaborar con mis intenciones, el kimono era abandonado
por la escasa literatura que había traído conmigo: los poemas de
Thomas Hardy, el Galípoli de John Masefield, muchos números de
la revista Blackwood’ s y el recién publicado Informe de la Comisión
de los Dardanelos.
«Es una lectura de lo más trágica, pero extremadamente
interesante en conjunción con el colorido y el romanticismo de
Masefield», le contaba a Edward una noche. «Este último transmite
la sensación, a pesar del lenguaje condenatorio del informe, y de la
impresión de que la campaña fue un completo fracaso que no
resultó en nada que pudiera justificarla, de que debió de ser
hermosísimo formar parte de ese pequeño ejército que combatió
con valor por una esperanza tan vana. Ya que Roland tenía que
morir, con frecuencia me he preguntado […] si no hubiera preferido
que estuviera en Galípoli. […] Era la persona perfecta para las
esperanzas vanas. Y no habría podido pasarle nada peor que la
muerte. Puede que no hubiéramos conocido el lugar de su
sepultura, pero, en el fondo, eso tampoco importa tanto. No creo
que procure mucha más satisfacción una cruz de madera en un
montículo de hierba que un barranco o un desfiladero desconocido
en la península de Galipoli. Pero no me extraña que el pobre Jerry
[…] contrajera fiebre tifoidea y viniera aquí a morir»[19].
El correo de aquel día había sido deprimente, le confesaba,
especialmente porque en su carta me revelaba que su brazo estaba
curado y, por lo tanto, en cuanto terminasen los cursos para
oficiales, Edward ya no tendría excusa para seguir en Inglaterra.
«Además de la noticia de que te declaran apto, he recibido una
carta de padre. […] Repliegue alemán en mal momento para
nosotros y por lo tanto cualquier cosa menos una ventaja; Rusia
podrida por dentro y con visos de solicitar paz por su cuenta;
condiciones penosas en casa, sin un final a la vista, etcétera,
etcétera. […] Victor también me escribe unas palabras entre el
cinismo y la resignación más desesperada; al parecer, ha estado a
punto de participar en una ofensiva. […] Todo esto me angustia, y
me lleva a preguntarme cuánto tiempo tardaré en volver a recibir
noticias suyas, y de qué clase. Creo que yo preferiría tener una
actitud de franco resentimiento y rebelión ante la muerte, antes que
esa suerte de amargura reprimida».

10

Victor me había escrito aquella extensa carta el 24 de marzo


desde un sector cercano a Arras. Cuando la releo hoy, sus concisas
frases se me antojan cargadas no tanto de amargura como de una
filosofía completamente madura y algo sardónica. A pesar de que en
1917 ya me había acostumbrado a la madurez repentina y trágica
que llevaba aparejada la vida en las trincheras, la velocidad a la que
mi amigo se había hecho adulto me inspiró una compasión
intolerable.
La misiva empezaba con una amable crítica a las Rimas de un
miembro de la Cruz Roja de Robert Service, que acababa de
llegarle desde Inglaterra. Al parecer, le irritaba sobremanera un
verso del poema titulado «Peregrinos» en el que se describía la
muerte como «la espléndida liberación». Y apostillaba que aquellas
palabras solo podía pronunciarlas un «miembro de la Cruz Roja», y
no de una unidad de combate.
Como tan a menudo había hecho Roland dos años antes, Victor
especulaba acerca de los motivos por los que estaban allí; se
trataba de una reflexión muy característica de los oficiales jóvenes
más razonables, que se veían comprometidos a meses de frío,
miedo e incomodidades por el ardor impetuoso de un impulso
escurridizo de apenas un instante de duración. Al igual que Victor,
Roland solía llegar a la conclusión de que, aunque la invasión de
Bélgica, y el ejemplo que daban los amigos, y tal vez incluso el
«Heroísmo en Abstracto» tenían algo que ver en todo ello, la única
explicación que podía dar el noventa por ciento de la Fuerza
Expedicionaria Británica era la de sentirse identificado con la letra
de la marcha militar con la melodía de «Auld Lang Syne»:

Estamos aquí porque


estamos aquí porque
estamos aquí porque
estamos aquí…

Según Victor, un soldado consciente y decidido como Donald


Hankey, autor de Un estudiante en armas, era algo del todo
excepcional; un artículo reciente publicado en la sección «Perros
guardianes» de la revista Punch sobre «una palabreja de seis
letras» representaba de manera mucho más fiel la visión de la
guerra por parte de los integrantes del Ejército. Tomada literalmente
no era «ninguna exageración —“y es un adjetivo más breve que
‘sangriento”'—, mientras que en sentido figurado expresaba el
asunto a la perfección, pero mi único miedo en caso de que regrese
sano y salvo es pasarme la vida murmurándola en el salón de
casa»[20].
La carta concluía con un párrafo revestido de gravedad en el que
me contaba que la situación en Francia era la misma de siempre,
pero pintaba que «el día de la cacería» cambiarían del todo las
tornas. «Bueno, Vera, puede que no vuelva a escribirte (nunca se
sabe), de modo que, como me escribió Edward a mí, es el momento
de pronunciar un largo, largo adieu».
Pensé con tristeza que aquella despedida resignada lo empujaba
casi al borde del mundo tangible, y me dije que aunque los
acontecimientos no lograsen justificar su pesimismo, los submarinos
reducían constantemente mis posibilidades de verlos a Geoffrey o a
él antes del impreciso Mafeking —así habíamos bautizado el
desenlace del conflicto, en alusión al fin del asedio en la Segunda
Guerra de los Bóer—. A la población civil se le había prohibido salir
de Malta, y por el momento no se permitía que ninguna mujer, civil o
militar, subiera a bordo del Isonzo, el correo —antiguo destructor—
que cubría la ruta Malta-Sicilia. Corría el rumor de que nos
mandarían a todas a Salónica porque la campaña submarina volvía
Malta impracticable como base hospitalaria. Y nosotras, agitadas e
inquietas, aguardábamos con impaciencia que sucediera algo.
Mientras tanto, más allá de nuestros modestos kilómetros
cuadrados de expectación, ocurrían montones de cosas. La toma de
Bagdad, la Revolución rusa y la entrada de Estados Unidos en la
guerra se colaron incluso en las sorprendidas páginas del Daily
Malta Chronicle, aunque fracasaron en contener por mucho tiempo
su habitual preocupación por sucesos más domésticos.
«No recuerdo si la semana pasada te hablé de la repentina
interrupción de las noticias llegadas desde Petrogrado», decía mi tío
en una carta fechada el 18 de marzo, «pero la gente se ha
devanado los sesos para intentar determinar cuál ha sido el motivo
de tan curioso silencio. Hace meses que se insinúa la existencia de
una revolución en Rusia, y todo el mundo esperaba y rezaba por
que pudiera evitarse una catástrofe, porque aquí se teme el efecto
no solo sobre Rusia sino sobre la totalidad de la Gran Alianza. Y
ahora que se ha divulgado la verdad, descubrimos que tan
magnífica revuelta ha tenido lugar casi sin derramamiento de
sangre, y sin que se hayan visto interrumpidas las operaciones
bélicas».
La última frase encarna un comentario cuando menos curioso, si
consideramos el desarrollo posterior de la Revolución, pero, en
aquella fase, los aliados se esmeraban por acoger tanto a rusos
como a estadounidenses en su seno con ferviente imparcialidad. Un
recorte de prensa que conservo de aquella época —sin título y sin
fecha, aunque el estilo me resulta familiar— representa a la
perfección el talante de entusiasta complacencia que se permitía
una prensa responsable pero tristemente mal informada.
«A menos que Isaías fuese editor y contara con los profetas
menores en su equipo de trabajo, ¿cómo podría cualquier periódico
abordar como es debido un momento en que maravillas nuevas y
buenos augurios vienen a sumarse a unos acontecimientos que
trascienden ya el entendimiento humano? Hace unas semanas, en
un ejercicio de interpretación y predicción, que parecía osado pero
se ha confirmado casi al pie de la letra, hablábamos de los
auténticos Estados Unidos, del auténtico señor Wilson. Previendo la
entrada de esta nación en la contienda, nos deteníamos en el
significado más amplio del símbolo. En esta guerra, el idealismo
absoluto es el único sentido común para todas las personas que
pretenden aportar algo. Quienes manifiestan poca fe, a pesar de
todo lo que ha sucedido, ya no le sirven ni a Dios ni al ser humano
en un tiempo en que hay menos miedo que nunca —tanto físico
como moral—, desde que el mundo es mundo».
En mi opinión, esa gloria tan ostensible para la prensa había
empalidecido un tanto a la luz de las noticias que llegaban de
Francia. Pese a la parquedad de los telegramas, de la discreción del
remitente y del vago optimismo de los comunicados oficiales, el
clamor de la batalla de Arras había reverberado hasta el otro
extremo del Mediterráneo. El viento que formaba remolinos de arena
y nos llenaba los ojos de polvo parecía transportar una desazón
universal, como si cargara con el sonido de la artillería pesada que
aporreaba los maltrechos restos de hombres y trincheras hasta
sumirlos en un macabro anonimato.
«Esta noche tenemos un siroco odioso que corre por la galería
de piedra y hace chirriar y gemir puertas y ventanas», escribí a
Geoffrey presa de la ansiedad, llevada por la supersticiosa creencia
de que podría atarlo a la vida con mis cartas. «Siempre pienso que
este tipo de viento sopla cargado de cosas siniestras; como oculta
las estrellas, la noche es negra como la brea, y altera a los hombres
y les sube la fiebre».
El siroco duró toda la semana, infausto heraldo de malos
augurios, lo que me llevó a confesar la desdicha de mi incertidumbre
a unos corresponsales que, lo sabía, podrían haber sufrido o
rehuido los sufrimientos y las penas del infierno semanas antes de
que recibieran mis cartas.
«Tengo que seguir escribiendo porque las noticias vagas y
fragmentadas que nos llegan desde Francia me producen un gran
deseo de recibir correo», le reconocí a Edward el 17 de abril. «A
tenor de las largas listas de nombres que aparecen en los
telegramas, se intuye que se está librando una gran batalla en todo
nuestro frente, y también en el francés, pero es muy difícil averiguar
qué está pasando realmente. ¿Estará Geoffrey en algún punto
cercano a Bapaume? Cuanto más dura la guerra, más se centran
las preocupaciones de una en los pocos seres queridos que le
quedan, y menos en las cuestiones generales del combate.
»A estas alturas, el interés personal se reviste de un patriotismo
más bien andrajoso», continuaba, olvidando —para mi deshonra—
que, a ojos del sector informativo, verbalizar esos sentimientos me
relegaba automáticamente a la categoría de los de «poca fe», los
que «ya no le sirven ni a Dios ni al ser humano». «A fin de cuentas,
hablamos de un atuendo que hemos tenido que llevar durante
demasiado tiempo, por tanto, a nadie debería extrañarle que
empiece a desgastarse. […] Las dos últimas noches ha hecho un
viento espantoso, pero ayer a las cuatro hubo uno de los cielos más
impresionantes que he visto en mi vida: de un intenso azul añil, con
unos jirones alargados de nubes que parecían algas, y el espacio
entre ellas tachonado de estrellas brillantes; y, en el horizonte, justo
por encima del mar, una lunita creciente y rojiza que refulgía debajo
de una nube muy negra».
Otra noche de luna roja, pensé, contemplando el ominoso
resplandor en el cielo agitado después de terminar una carta para
Edward. Otra noche, y aún sin noticias. ¿Sigue vivo Victor? ¿Y
Geoffrey? Dios mío, ¡es intolerable estar aquí y no saber nada hasta
siglos más tarde, sin cesar de preguntarme qué habrá pasado!

11

Tenía motivos para preguntarme qué estaría pasando.


La noche siguiente, nada más empezar mi turno, hacía la ronda
habitual por los pabellones cuando un celador me entregó un cable.
De pie entre las camas de dos pacientes, lo abrí y leí las palabras:
«Victor peligrosamente herido; grave».
—¿Malas noticias, enfermera? —exclamó uno de los hombres,
que debió de darse cuenta por mi cara de que lo eran.
—Un buen amigo ha sido herido de gravedad en Francia —
respondí, sorprendida de descubrir que era capaz de hablar—. Está
malherido… No ponía cómo. Ahora que era una experta en heridas,
aquella imprecisión me pareció la peor tortura del telegrama.
Después de la batalla del Somme yo había visto a hombres sin cara,
sin ojos, sin extremidades, hombres casi abiertos en canal, hombres
con espantosos muñones por cuerpo, y pocas certezas habrían sido
menos soportables que mis escabrosas especulaciones. Mucho
después supe que el cable lo había enviado mi padre, que, con la
mejor de las intenciones, pensó que omitir toda la verdad era la
mejor manera de darme la noticia.
Yo sabía que no podría solicitar información más precisa hasta la
mañana siguiente, y que si quería preservar un mínimo de cordura
para las responsabilidades nocturnas, tenía que poner fin a la
reconstrucción mental de mutilaciones atroces. En aquel momento
no me apetecía hablar de Victor con Betty ni con ninguna de las
voluntarias, que no habrían entendido por qué me angustiaba tanto
por un chico que no era ni mi prometido, ni mi hermano, ni
respondía a ningún otro parentesco al uso. Sería inútil escribir cartas
mientras no tuviera más datos, de modo que la única opción que me
quedaba era volcarme en mi diario, que ahora rellenaba sin
constancia. Fui a cogerlo y vertí en él una caótica desesperación
que, como tantas otras veces en el pasado, no hallaba otra vía de
escape.
«Ahora sí que ha “cumplido”», concluía la entrada, «y ha salvado
el abismo que siempre percibió que existía entre él y Roland y
Edward. ¿Estará en condiciones de comprenderlo, o, al igual que
Roland, se habrá ido sin ser consciente de su gloria suprema?
¿Acaso combatió y derrotó a la Muerte durante la terrible
enfermedad de 1915 solo para morir a consecuencia de unas
heridas? Tendré que esperar para obtener respuestas. Esperar,
vigilar, incertidumbre, duelo, ¿es que no va a haber nada más en
esta vida? Estoy tan cansada de todo… pero ahora agacho la
cabeza frente a la tormenta, ya no intento plantarle cara. Ya no
espero salir bien parada; no sé siquiera si pido que sea así. Lo único
que pido es que se me permita poner mi granito de arena en esta
guerra de tal modo que pueda ser digna de ellos, de los que mueren
y sufren».
Mis palabras, como la mayor parte de mi diario de juventud,
estaban cargadas de sinceridad y sentimiento; solo una escritora
consumada es capaz de expresar aspiraciones, plegarias y
resoluciones sin parecer una pedante sentenciosa. En lo que a los
pacientes atañía, en cualquier caso, era mejor caer en la pedantería
que en la otra opción: la histeria.
Tuve que esperar cuatro días para recibir respuesta de Edward,
al que había puesto un cable porque sabía que podía confiar en que
no escatimaría en detalles.
«Seguramente pierda la vista. Quizá sobreviva».
Conque así están las cosas, pensé. Está ciego. Ha perdido los
ojos. ¿Habrá perdido también la cara? No, eso no; Edward me lo
habría dicho.
«No sé si mantener la esperanza de que viva», le escribí aquella
noche a mi madre. «Betty dice que por suerte es huérfano, imagino
que porque piensa en lo mucho que sufriría su madre por él, pero yo
creo que precisamente por eso es más digno de compasión, sobre
todo porque tampoco tiene hermanas. […] Pobrecitos los “tres
mosqueteros”, no es justo que Roland haya muerto y Víctor haya
quedado ciego, por no hablar del brazo de Edward. Menos mal que
el día de la entrega de diplomas no sospechábamos lo que les
deparaba el futuro».
A través de las dos cartas siguientes supe que Victor había
resultado herido el 9 de abril en Arras, primero en un brazo —lesión
a la que él no había dado importancia— y luego en la cabeza,
mientras dirigía a su pelotón en el ataque del inexorable reducto
conocido como «The Harp». En Ruán, la jefa de enfermeras de un
hospital había mandado llamar a su padre, pensando que solo
duraría unos pocos días. Pero Victor se había repuesto, contra todo
pronóstico, y había sido trasladado al pabellón de oftalmología del
Hospital General n.° 2 de Londres, en Chelsea, donde los cuidados
de los mejores especialistas de Inglaterra y Francia representaban
su única oportunidad de conservar la vista.
Los informes desde Francia habían sido tan contradictorios que
Edward, que me comunicaba los detalles desde Stafford, había
vetado los cables hasta nueve días después de la batalla.
«Bastante duro es ya estar en este agujero fuera del mundo»,
me explicaba, «esperando durante día y medio que lleguen cartas
desde Londres, en una incertidumbre intolerable en todo momento,
pero peor sería para ti».
Había conseguido obtener dos permisos en el campamento
Brocton para ir a Londres; ya la primera vez Victor había reconocido
su voz, y la segunda había hablado de manera racional.
«No creo que muera repentinamente», concluía la carta, «pero,
como es natural, el cerebro está afectado, y todo dependerá de la
magnitud del daño. Soy de la opinión de que sería mejor que
muriera; yo, sin lugar a dudas, preferiría estar muerto a ser ciego.
[…] Tú y yo sabemos lo que es perder todo cuanto hemos querido,
pero creo que no superaríamos un revés así. La visión es un don
mucho más valioso que la propia vida. […] Cuando lo veo tumbado
en la cama, con las vendas alrededor de la cabeza, tapándole el ojo
izquierdo, y el derecho cerrado, se me representa una imagen de
Jesucristo, esa expresión que tanto hemos visto en la cruz.
»¡Ojalá recupere la visión del ojo derecho!
»Inmediatamente después de la batalla, el coronel del 9.°
Batallón del Cuerpo de Fusileros Reales escribió al padre de Victor
para comunicarle que lo había recomendado para la Cruz Militar;
“Obró de un modo espléndido y […] no me cabe duda de que se la
concederán”».
Efectivamente, pocas semanas después Victor fue condecorado
con la Cruz Militar, pero este homenaje no hizo sino intensificar la
aflicción y el desconcierto en que vivía sumida su familia desde la
llegada del telegrama de Ruán. Después de vivir tantos años en
Sussex, serenamente indiferentes a la política, las relaciones
internacionales y el resto de motivos por los que una calamidad
irrelevante era susceptible de caer sobre las cabezas desprevenidas
de unos ciudadanos inofensivos, les resultaba casi tan difícil atribuir
a Victor un acto supremo de valor militar como aprehender la
abrumadora realidad de su ceguera.
La perspectiva de la Cruz Militar de Victor tampoco consoló a mi
hermano; Edward lucía la cinta blanca y morada desde hacía casi
un año, y sabía que los atractivos del héroe perdían su lustre
cuando se esperaba que compensaran unos daños físicos severos.
«El proyectil le dio en la cabeza, detrás de los ojos», escribió el
22 de abril a Geoffrey, que esperaba el alba en las trincheras del río
Scarpe. «En Francia tuvieron que extirparle el ojo izquierdo, y un
especialista de aquí opina que no se puede hacer nada para salvar
el derecho; el nervio óptico está destrozado. Es una tragedia
desconcertante; con los ojos tan bonitos que tenía».
Pero Geoffrey, la única persona que podría haber consolado a mi
hermano, no llegó a leer la carta, pues el 23 de abril murió en
combate en Monchy-le-Preux.

12

Aquella mañana del Primero de Mayo, acababa de meterme en


la cama y estaba cogiendo el sueño cuando llegó el cable en el que
Edward me informaba de la muerte de Geoffrey.
Nada más leerlo, me levanté y me dirigí a la costa, en pijama y
bata. Pasé todo el día sentada en las rocas que había junto al mar,
con el telegrama en la mano. No me percaté de cómo la bellísima
mañana, dorada y serena como un día de agosto en Devon, se
transformó despacio en una tarde espléndida, pero luego recordé
que las rocas estaban cubiertas de lirios diminutos azul cobalto, del
tamaño de las violetas inglesas.
Permanecí varias horas en ese estado de suspensión física en el
que el cuerpo parece no acusar ni frío ni calor, ni hambre ni sed, ni
cansancio ni dolor, mientras el cerebro funciona de un modo
excepcionalmente lógico y claro. Mis emociones, sin embargo, en la
medida en que existían, no eran en absoluto lógicas, pues me
llevaban a la convicción de que la presencia de Geoffrey estaba allí
conmigo, en las rocas. Incluso tenía la sensación de que si giraba
con rapidez la cabeza lo vería detrás de mí, de pie, con sus
profundos ojos entre el gris y el azul, sus labios cincelados con
delicadeza y la densa mata de pelo castaño que se ondulaba un
poco sobre su frente alta y cándida.
Hasta que de repente, mientras escudriñaba el mar, se abrieron
paso dentro de mi cabeza las palabras del anuncio del consultorio
sentimental que yo había recortado y enviado a Roland casi dos
años antes.
«Señora, prometido asesinado, con mucho gusto desposará
oficial totalmente ciego o incapacitado por la guerra».
Incluso recordé la carta en la que, en su momento, había
comentado el anuncio.
«Al principio resulta un poco chocante. Hasta que caes en la
cuenta de la tragedia. Sin duda, la señora (es probable que tenga ya
sus años, o de lo contrario se habría definido como “joven”; siempre
es así) no tiene ningún tipo de talento ni cualificación, y se niega a
afrontar la monotonía de una soltería vacía y sin apegos. Pero la
única persona que amó ha muerto; todos los hombres le parecen
iguales, y le es por completo indiferente con quién casarse, de ahí
que piense que, ya puestos, mejor casarse con alguien que la
necesite. Cree que si su futuro marido es ciego o está lisiado de por
vida no tendrá oportunidad de enamorarse de nadie, y, aunque se
enamorase, no será capaz de expresarlo. Pero necesitará una
enfermera perpetua, y ella, si se casa con él, puede hacer mucho
más que una enfermera normal y corriente, y tal vez consagrando su
vida a él hallará alivio a su pena. De ahí el anuncio. ¿Responderá
alguien? Es un arreglo puramente comercial, con un elemento de
autosacrificio que lo redime de caer en la sordidez más absoluta.
Qué buena idea, ¿no?».
Cavilé que yo todavía era una chica, y no una «señora», y que
nunca había entrado en mis planes pasar por la vida sin «talento ni
cualificación». Pero «qué buena idea, ¿no?». ¿A que sí, Geoffrey?
¿No te lo parece? Ahora ya no me quedaba nada en el mundo,
salvo Edward y las ruinas de Víctor; Víctor, que tan cerca de mí
había estado en mis horas más negras. Si él quería, yo podría estar
cerca de él en este trance.
¿Si él quería? Decidí de pronto que volvería a casa para
comprobarlo. Sabía que no me costaría conseguir que me dieran
permiso, porque aunque mi contrato había vencido y yo había
declarado que quería renovarlo, aún no había firmado. Había poco
trabajo en Malta; varios hospitales iban a cerrar, y los demás
presentaban un evidente exceso de personal. Por mucho que me
gustara mi hospital, y por mucho que adorase la isla, era consciente
de que en realidad ya no se me necesitaba; cualquiera —o nadie—
podría ocupar mi lugar. Si no era capaz de hacer algo inmediato por
Víctor, volvería a solicitar un destino; y si podía… en fin, el tiempo y
la gravedad de sus heridas decidirían de qué manera.
Aquella noche —tranquila, como eran todas las noches desde
que llegaban tan pocos enfermos y heridos de Salónica— intenté
ahuyentar los pensamientos de mi mente, y las lágrimas de mis
ojos, y para ello me entretuve pegando fotografías de Malta en un
álbum de cartón. El perfume de un jarrón de guisantes de olor sobre
la mesa del pabellón me recordó al estudio de Roland el día de
Uppingham, siglos atrás. Aunque llevaba despierta dos noches y un
día, no tenía ganas de dormir.
Resultó que no se me daba muy bien reprimir pensamientos. Por
una de esas curiosas casualidades que con tan desgarradora
frecuencia se producían durante la guerra, aquella noche llegó una
carta de Geoffrey. La había escrito con lápiz tres días antes de la
ofensiva; al leerla sabiendo que había muerto poco después, su
sencilla nobleza me resultó todavía más insoportable que el mazazo
del cable.
A medida que leía el contenido con un dolor lento y apagado, la
galería silenciosa y en sombras que quedaba al otro lado de la
puerta se desvaneció de mi vista, y en su lugar visualicé la tarde de
abril en Francia que las palabras de mi amigo grababan en mi mente
para siempre: la línea cerrada de trincheras alemanas que
serpenteaba entre árboles desmochados por los proyectiles, el
contingente de hombres que marchaban como hormiguitas por una
ruinosa llanura hacia el acantonamiento en la localidad grande que
se perfilaba contra un cielo amarillo pálido, el sol poniéndose detrás
de unas nubes moradas reflejadas en las aguas inmóviles del fondo
de muchos «cráteres». Cuánto le habría gustado, decía, que
Edward lo acompañara para contemplar tanta belleza, si hubiera
estado en cualquier otro lugar; y, aunque el futuro se presentaba
muy difuso, le parecía del todo seguro. Solo esperaba no fallar en el
momento crucial, dado que, en realidad, era «un cobardica terrible»;
quería hacerlo bien, sobre todo, en nombre de su escuela, desde
donde con frecuencia había observado el esplendor del atardecer.
«Pero te estaré aburriendo como una ostra».
Como de costumbre, concluía su misiva con los potentes versos
que debieron de mover a más de un joven soldado remiso a
enfrentarse con valor a una muerte frente a la que cuerpo y alma se
achantaban lastimosamente.

La guerra no conoce poder. Seguro será mi caminar […]


Seguro donde no hay seguridad; seguro donde los hombres
caen.

«Rupert Brooke», añadía, «es magnífico, como magnífica es su


fe. Si el destino quiere, te escribiré más adelante».
Pues el destino no ha querido, pensé, y no volveré a ver esta
caligrafía grácil y generosa en un sobre. Me pregunto por qué será
que tanto Víctor como Geoffrey se vieron compelidos a la elocuencia
ante la inminencia de la muerte, mientras que Edward y Roland,
acostumbrados a expresar sus sentimientos, se volvieron de repente
tan lacónicos. ¡Ay, Geoffrey, jamás conoceré a nadie como tú, tan
directo, tan abiertamente idealista! Se trata de un caso más de
«Aquellos a quienes aman los dioses mueren jóvenes»; las
personas que amamos nos parecen demasiado buenas para este
mundo, y las perdemos… Seguro, seguro que tiene que haber un
lugar donde la dulce intimidad aquí iniciada pueda continuar, y los
corazones rotos por esta guerra se curen.

13

Hube de esperar casi un mes antes de que me dieran permiso


«para dirigirme al Reino Unido» por la ruta terrestre. Desde el inicio
de la «guerra submarina sin restricciones» el 1 de febrero, y la
consiguiente historia interminable de medios de transporte y buques
hospital torpedeados, ya no se nos permitía viajar por mar; los
barcos de pasajeros eran infrecuentes, y el Mediterráneo se había
vuelto tan peligroso que incluso la travesía de seis horas de Malta a
Sicilia presentaba posibilidades que no dejaban lugar a
contemplaciones.
Entretanto, recibí noticias de Edward a propósito de los
progresos de Víctor y del final de Geoffrey. «Tah ha recuperado la
sensibilidad por completo, y no creo que quepa la menor duda de
que sobrevivirá», me contaba. «Me ha dicho que los últimos días
han sido especialmente hostiles. No ha perdido la esperanza con
respecto a sus ojos, y de vez en cuando apostilla “Cuando esté
mejor…”».
El 30 de abril, fecha en que Edward me escribía desde el
campamento Brocton, acababa de enterarse de la muerte de
Geoffrey y todavía no sabía que había fallecido a manos de un
francotirador mientras intentaba entrar en contacto con el batallón
que se desplegaba a su izquierda, horas después de que se iniciara
el ataque en el Scarpe. La bala le atravesó el pecho y murió antes
de pronunciar palabra alguna, mirando sin parpadear a su
ordenanza. El lugar donde reposaba fue cuidadosamente señalado,
pero cuando terminó el combate su cadáver había desaparecido y
no pudo ser localizado.
«He pasado miedo por él durante mucho tiempo», decía Edward
con su letra pequeña y precisa, un medio incongruente para un dolor
tan abismal, «y sin embargo, ahora que ya no está me cuesta
horrores… era un príncipe entre los hombres, sabía apreciar todo
cuanto era digno de ser apreciado […] Siempre fue un amigo
espléndido, con un corazón espléndido, y un hombre que no
olvidaremos ni tú ni yo mientras vivamos, sea cuanto sea eso. No
hay nada más que decir, querida niña; hemos perdido casi todo lo
que podíamos perder, ¿y qué hemos ganado? Verdaderamente,
como bien dices, el patriotismo se ha quedado muy, pero que muy
andrajoso. […] Este sitio trae mala suerte; aquí estaba cuando murió
Roland, cuando Tah se quedó ciego y cuando Geoffrey fue
asesinado».
Ojalá pudiera consolarlo, aunque solo fuera un poco, pensé, y
me alegré más que nunca de volver a casa. «No me atrevo a pensar
mucho en Geoffrey», le confesé en mi respuesta. «Mientras trabajo,
una sombra lo recubre todo; sé que está ahí, pero procuro no
pensar en el porqué, ni analizar demasiado. […] Yo le escribía
mucho. Le envié cigarrillos hace pocos días; me alegro de
habérselos mandado, aunque no llegara a recibirlos». En la misma
carta intentaba explicarle la decisión que creía haber tomado, pero
no podía expresar nada con palabras rotundas hasta que no supiera
en qué medida se había recuperado Víctor, y qué forma estaban
adoptando sus planes para el futuro.
«Nadie podría entender mejor que yo nuestra responsabilidad
para con él; y no solo debido al amor que le profesamos, sino por el
que nos profesa él a nosotros, y el amor que sentía por él aquel a
quien tú y yo amamos y perdimos. No estoy segura de que esto no
me ataña a mí más que a cualquiera de vosotros. De todos modos,
algo sí sé, y es que me alegraría mucho más de lo que soy capaz de
expresar ofrecerle una dedicación cercana y duradera, si él quisiera
aceptarla, y no me imagino que Roland, de haber sabido lo que
ocurriría —si es que no lo sabe—, sintiera otra cosa que no fuera
alegría él también. Ni a él ni a Geoffrey, los que han muerto,
podemos brindarles ayuda ya, y la única manera de pagar al menos
una pequeña parte de la deuda que tenemos con ellos es a través
del único que queda».
El 22 de mayo, acompañada de un pequeño grupo de
enfermeras y voluntarias que también volvían a casa, inicié mi largo,
sucio e incómodo viaje rumbo a una Inglaterra que al principio se
antojaba curiosamente improbable y remota. Tuvimos que enviar el
pesado equipaje por mar —como era de esperar, llegó a casa al día
siguiente de que yo partiera de nuevo al servicio activo, cuando ya
me había visto obligada a adquirir un uniforme completo nuevo—, y
solo se nos permitió llevar un bulto, en el que yo, desatendiendo el
uniforme y los accesorios, introduje las sedas, los encajes, el
kimono rojo escarlata y otros tesoros adquiridos en La Valeta.
Recibimos instrucciones de llevar comida para seis días, y llenamos
los macutos de pan, mantequilla, leche en polvo y carne enlatada,
productos que en una segunda jornada de calor abrasador ya se
habían podrido repulsivamente. No sé cómo, pero encontré un
hueco para mi diario; las últimas entradas describen lo que todavía
hoy recuerdo, a pesar del dolor y la ansiedad, como una de las
aventuras más extrañas y emocionantes de la guerra. No sé por qué
me dejé en el tintero un incidente que perduró mucho más que otros
detalles del viaje que enseguida olvidé: la melancólica tristeza de
escuchar en el puerto de Siracusa al atardecer el «Last Post»
tocado en honor de un marinero japonés que había caído por la
borda del destructor que había hecho las veces de escolta en el
turbulento Mediterráneo.
«22 de mayo de 1917. He salido de Malta con las enfermeras L.
y N. y las voluntarias K., Mn y My. No me he alegrado de
marcharme, porque he sido muy feliz en esa isla, y me ha dado
muchísima pena despedirme de Betty, con la que llevo tanto tiempo
conviviendo.
»Un transbordador nos ha llevado al puerto, y después de
esperar una hora, más o menos, hemos embarcado en el Isonzo.
Lady Methuen y compañía iban a bordo, y nos escolta un destructor
japonés, el Q. Ha hecho muy mal día, húmedo y tormentoso, y como
no había asientos hemos tenido que sentarnos en cubierta, encima
de nuestras maletas apiladas. Empezaron entonces las peores cinco
horas de mi vida. Fuera de puerto, el mar estaba embravecido;
nunca había visto nada tan brutal, ni siquiera en el Golfo de Vizcaya.
La tripulación del Isonzo comentó que era lino de los peores días
que habían navegado, y seguramente no habrían zarpado en esas
condiciones de no ser porque en días de mala mar se reducía el
peligro de los submarinos. No hacía mucho que habíamos dejado
atrás el puerto cuando las olas empezaron a elevarse como
montañas y el barco cabeceó y se inclinó en un ángulo de cuarenta
y dos grados, como supimos más tarde. Todo el equipaje se
empotró en la popa, por no hablar de nosotras, que rodábamos por
cubierta y solo nos deteníamos al chocar con las barandas. M., My y
Mn mantenían muy bien el tipo; las enfermeras N. y K., por el
contrario, se marearon, y L. y yo nos encontrábamos fatal, aunque
no tan mal como las demás. L. se tumbó sobre una estera en la
cubierta, y yo encima de una pila de maletas, las dos incapaces de
movernos. Las olas rompían no solo sobre la cubierta, sino también
sobre la lona que la cubría, y el agua caía a chorros; todo el suelo
se inundó de un agua de mar mugrienta que nos salpicaba a
borbotones cada vez que el barco se inclinaba. Sin embargo, no
estábamos para preocuparnos por eso, hasta que finalmente una
ola terrible dispersó todo el equipaje y me deslizó por la cubierta.
Esto ocurrió tres veces; la última me quedé sentada sobre cinco
centímetros de agua sucia que por poco no me hizo escurrirme por
la barandilla y destrozó todas las prendas que llevaba puestas.
»Por fin llegamos a Siracusa; puerto bonito con construcciones
pequeñas de colores cálidos, y montañas hasta donde alcanza la
vista. No nos dejan desembarcar; rica cena a bordo, que buena falta
nos hacía.
»Pasamos la noche apretujadas en colchones en cubierta, con
una lona estirada delante; ni hablar de desvestirse o asearse.
Mucho ruido y sofoco, pero dormí bastante bien.
»23 de mayo. En pie a las cuatro, desayuno apresurado a las
cinco. A las seis, tren a Mesina. Precioso paisaje todo el camino,
flores en abundancia (amapolas, aguileñas, etc.), naranjales,
limonares, maizales. Montañas grandes y accidentadas; grietas
profundas y cañones en cuyos bordes se encaramaban pueblecitos
diminutos. He visto el Etna todo el tiempo, hasta que por fin hemos
pasado a sus pies. Día tranquilo, espléndido. Llegada a Mesina
sobre las doce. A la salida de la ciudad he descubierto un grupo de
cruces negras junto a las vías, tumbas de desconocidos fallecidos
en terremoto. Una hora en la estación, hasta que bajamos del tren y
cruzamos el estrecho en ferri grande. […] Mesina, extrañamente
desolada; mitad ruinas, mitad edificios nuevos sin terminar. Prisas
para el expreso de Roma; mozos gesticulando, todo muy caluroso y
sucio. Me ha tocado coche de segunda; diversos olores, sobre todo
humo, polvo y retirata. Cena en el tren. Noche malísima, casi no
pegué ojo; mucho frío al alba. M. muy egoísta, agotadora; se
apropió de mi asiento, además del suyo. Yo, echada sobre la bolsa
de viaje en el suelo, con la cabeza en un asiento. Muy sucio, muy
incómodo.
»24 de mayo. Despierto a las cinco, intento poner algo de orden;
pero sin agua ni espacio es complicado. (Tuvimos que traer comida
de Malta, casi nada para beber). Pasamos por el extremo de los
Apeninos; precioso a la primera luz de la mañana.
»Llegada a Roma a las ocho y media. Bajamos a toda prisa del
tren y vamos al Hotel Continental, con todo el equipaje. Maletas
amontonadas en la entrada; clientes del hotel un poco molestos. Las
seis en una habitación compartida con otras tres, pero tenía bañera
(la descubrí yo). Nos trajeron un café muy rico y bollos con sirope.
Salimos y mandamos telegrama a casa. Luego, en carruaje, a ver la
ciudad, forma, majestuosa, más grandiosa que bonita. El tiempo ha
intervenido no para dulcificarla, sino para hacerla más austera. […]
Té en restaurante inglés; luego, paseo por barrio inglés y tienda de
curiosidades. Compré broches de perlas romanos y crucifijo. Conocí
a inglesa amiga de una enfermera. ¡Nos dijo a M__n y a mí que
éramos muy jóvenes para estar en la Cruz Roja! Cena en hotel;
después, caí redonda en la cama durante una hora, de puro
cansancio.
»Pasan lista en el vestíbulo a las nueve; luego, estación,
recogemos el equipaje juntas y nos sentamos encima de maletas en
el andén poco iluminado, media hora. Cuando llega el tren vamos
directas al vagón de 1ª, y dormimos bien toda la noche.
»Viernes, 25 de mayo. Despierto y compruebo que estamos
entre montañas, entrando en Pisa. Veo la torre inclinada desde el
tren. Glorioso paisaje montañoso; laderas cubiertas de árboles,
destacan cipreses y pinos. […] Noventa y ocho túneles entre La
Spezia y Génova. Llegada a Génova en torno a las once y media. Al
saber que teníamos veinte minutos de espera, bajamos corriendo
para ir al bufé, yo con velo de viaje azul, blusa sucia y zapatillas de
casa; otras en condiciones parecidas. Restaurante muy lleno;
confusión habitual. Tomé tortilla y café, compré naranjas y corrí de
vuelta al tren. […] Parada en Alessandria y Turín, donde
esperábamos cambiar… pero no. Paisaje después de Turín,
precioso; atravesamos todo el sur de los Alpes. […] Aire muy frío y
puro; gran alivio tras el sofoco y el calor entre Génova y Turín.
Paradas en muchas estaciones pequeñas con bombas de agua;
sacábamos jarrillos de lata esmaltada y los mozos los llenaban. El
agua, fantástica; por fin saciamos la sed, casi por primera vez desde
el inicio del viaje. Pasamos muy cerca del Mont Cenis. Túnel muy
largo justo antes de Modane, en la frontera franco-italiana.
Cambiamos, aduanas, y expreso a París. El tren más espléndido de
mi vida; asientos amplísimos y cómodos; me toca esquina. Cena
excelente. Se notaba que viajábamos a gran velocidad, apenas
paramos; agua en los baños, también por primera vez. Noche
magnífica.
»26 de mayo. Acercándonos a París cuando despertamos; típico
paisaje francés tantas veces descrito por Roland; árboles esbeltos
como centinelas y carreteras blancas y rectas. Pienso mucho en
Roland y Geoffrey, porque ahora esta también es su tierra.
»Llegada a París sobre las diez, St. Lazare. Nos reciben médicos
de + Roja (no del Cuerpo Médico del Ejército) del Hotel Asturia,
ahora hospital de oficiales de la + Roja franco-británica, donde nos
alojan ese día. Nos trasladamos en coche grande; París resulta
vagamente familiar, incluso cuatro años después. Hotel Asturia en
Campos Elíseos, cerca de Arco de Triunfo. Casi todo el grupo a
punto de desmayarse, y después de desayunar nos retiramos a
descansar en las dos habitaciones que nos asignan. Enfermeras
muy amables, dejan sus cuartos a las más agotadas. […]
»Tienen habitaciones lujosas que parecen suites, y cuando
libran, a menudo, al parecer, salen vestidas de paisana con prendas
parisinas preciosas; casi no parecen enfermeras de verdad.
»Por suerte, Mn, K. y yo no estábamos muy cansadas, y
después de comer, como ninguna había estado en París, las llevé a
ver algunos monumentos. Notre-Dame, la Madeleine y las calles
más importantes: rue de Rivoli, avenue de l’Opéra, place de l’Opéra,
los bulevares, la place de la Concorde, ele. […] Delicioso café y
emparedados de páté de foie gras en restaurante Kardomah, en la
rue de Rivoli.
»Luego, unas compras: pitillera y pañuelos. Vuelta al hotel para
cenar y estación para coger el tren a las diez. M. muy latosa, sobre
todo porque los únicos asientos libres eran en coche de segunda y
teníamos que viajar en grupo de ocho. Pero nos dio igual cuando
supimos que cruzaríamos por Boulogne y no por El Havre, y porque
era la última noche. Sueño incómodo, pero algo dormí.
»27 de mayo. Despierto a las cinco cuando el tren para en
Amiens. Hervidero de oficiales y soldados británicos y franceses,
casi todos recién salidos de las trincheras. Pienso que Roland,
Geoffrey y Edward han pasado por aquí; creo que Víctor no. Me
siento muy cerca de la guerra. Por fin salimos de Amiens y
atravesamos Abbeville y Étaples. Étaples parece un campamento
inmenso y muy sucio. Los soldados de un tren de tropas que nos
cruzamos nos jalean, y también nos jalean y saludan los de los
campamentos a ambos lados de las vías. Me alegro mucho de
haber decidido ser enfermera, en vez de hacer cualquier otra cosa.
Dos horas en las afueras de Boulogne. Se veía justo delante; podría
haberme bajado y dar un paseo. Me aburrí mucho; por fin nos
movimos, nos apeamos y desayunamos —un desayuno bueno y
agradable— en el Hotel du Louvre (Edward lo conoce, claro).
»El barco zarpó a la una; a las doce ya estábamos en cubierta y
con los salvavidas puestos. Muchos oficiales y enfermeras, algunos
soldados; otro barco abarrotado de soldados iba detrás. Seis
destructores nos escoltaron. Nos cruzamos con otro barco que iba a
Boulogne; todos los hombres nos jalearon y saludaron. Paso muy
tranquilo y sin incidentes; se me hizo muy corto después de tantas
horas en alta mar. Conocí y hablé con un oficial muy simpático del
8.° de Sherwood Foresters. Los acantilados blancos aparecieron
muy rápido; era como un sueño verlos otra vez, o un sueño que los
hubiera dejado atrás.
»Hubo que recoger el equipaje y nos metieron prisa en las
pasarelas. Era Pentecostés, al día siguiente del ataque aéreo en
Folkestone, pero no vi ni rastro. Un gentío en la estación de
Folkestone; solo tres trenes para dos barcos. Nunca habría
encontrado asiento ni el equipaje si no me hubieran ayudado dos
oficiales simpatiquísimos. Nos dieron conversación hasta Londres.
Fue muy raro estar otra vez en Victoria; la misma multitud en torno a
las barreras, mismos salones de té, mismo todo. Empezaba a
pensar que no me había ido».
Veinte minutos después de despedirnos de los oficiales —K. y yo
tomamos el té con ellos en Victoria, recuerdo, y todos nos
preguntamos si volveríamos a vernos, cosa que, por supuesto, no
ocurrió— me encontraba, un poco aturdida, en la puerta del
apartamento de mis padres en Kensington. Era la primera vez que lo
veía, y como sabía que mi madre lo sacaba adelante —¡inverosímil
pensamiento!— con ayuda de una sola criada, esperaba que fuera
pequeño y compacto. Tan sobrecogida estaba ante la imponente
manzana de edificios, la cantidad de entradas, la escalera de
moqueta roja y el ascensor, y tan consciente fui de pronto de mi
ajado sombrero de paja y mi uniforme manchado de mar, que se me
olvidó impresionar al anciano portero que me acompañó al último
piso con el dato de que regresaba de prestar servicio en el
extranjero.
El interior del apartamento estaba tan inmaculado como
cualquier vivienda que mis padres hayan habitado, y mi madre,
aunque sin duda aliviada por que no me hubiera perdido en los
Alpes o me hubieran torpedeado en el Canal de la Mancha, se afanó
enseguida por desposeerme de la porquería acumulada entre Malta,
Sicilia, Italia y Francia. Como la cena no estaba lista todavía, me
detuve únicamente para asegurarme de que Víctor seguía vivo y
mejorando. Me deshice de mi deteriorada ropa y me di un baño
caliente, mientras mi madre sacaba a toda prisa mi bolsa de viaje y
mi castigado uniforme del apartamento recién decorado. «He
pensado que lo mejor era subirlo todo a la azotea, por las pulgas»,
se justificó.
Me eché a reír, pero no le dije que había acertado de pleno. Dos
o tres pulgas pertinaces habían estado paseándose por debajo de la
camiseta interior desde la noche en el puerto de Siracusa, y una
muy grande y marrón se había dedicado a describir círculos en mi
sombrero desde París. Fue una delicia ponerme ropa interior limpia
después del baño, y comparecer ante mis padres envuelta en el
fabuloso kimono de seda escarlata que había confeccionado con
tesón durante los turnos de noche. A pesar de los seis días de
suciedad y calor, de las noches incómodas llenas de interrupciones,
y de las dos tardes de ajetreado turismo cuyo mero recuerdo todavía
hoy me deja exhausta, no acusaba ningún cansancio.
Después de cenar me puse a fumar con elegancia —hábito
reciente, adquirido al principio como defensa contra los mosquitos
de Malta— y a charlar con mi padre sobre los azares y aventuras de
mi viaje. A ellos les procuró un gratificante placer constatar mi
sabiduría mundana y la sofisticación del cigarrillo encendido;
después de veinte meses seguidos de servicio activo, yo era casi
una desconocida. Sentada frente a las cristaleras abiertas del gran
salón, contemplé la plaza tranquila y ensombrecida con una insólita
sensación de descanso. Entre los edificios y la agitación de Londres
reposaba una zona alargada e intacta de parque frondoso; los
árboles inmensos se extendían hacia el este hasta donde me
alcanzaba la vista. Ocultos por el verde fresco del nuevo follaje
primaveral, incontables pajarillos trinaban suavemente en las ramas
más altas. La guerra, con sus armas y sus submarinos, su muerte,
su dolor y sus crueles mutilaciones, podría haber sido tan inocua e
irreal como el tiempo y las serenas y patrióticas selecciones de
manuales escolares de Historia habían retratado las campañas
napoleónicas de un siglo atrás.
Aquella noche dormí sin pensar ni soñar, pero al día siguiente
hubo que dejar a un lado el glamour de los kimonos escarlata y los
cigarrillos ociosos. Había vuelto con un objetivo, y era el momento
de afrontarlo.

14

El Hospital General n.° 2 de Londres se abría en la zona de


Chelsea a partir de una calle muy corta de edificios monótonos y
aburridos que se alzaban casi de continuo desde la taberna muy
apropiadamente conocida como World’s End («el fin del mundo»)
hasta Fulham y Hammersmith. Dos escuelas formaban parte del
complejo, y los patios, adyacentes, constituían un amplio espacio
abierto que alojaba sin estrecheces la variedad de cobertizos y
carpas que despuntaban por doquier y que reunían a varios
centenares de héroes mutilados. No era tan grande como el Hospital
General n.° 1, y contaba con distintos pabellones dedicados en
exclusiva a tratar lesiones de cráneo y casos de oftalmología.
Encontré a Víctor en la zona del jardín, explorando con sus
dedos pálidos un gran libro de braille desde la cama. Su cabeza
estaba todavía cubierta por las vendas, y un ojo castaño, abierto con
impotencia, miraba fija y vidriosamente una negrura insondable. Si
no hubiera estado buscándolo, no lo habría reconocido; su rostro
parecía haberse vaciado y reducido hasta dejar la parte visible casi
desprovista de expresión. «¡Hola, Tah!», saludé con la mayor
naturalidad posible, cohibida y angustiada por alejar de mi voz el
impacto de su apariencia.
Víctor no contestó, pero se tensó como un perro al oír la llamada
de su dueño en la distancia; el lacio letargo desapareció, y su boca
se curvó en su antiguo mohín de inteligencia algo cínica.
—¿Sabes quién soy, Tah? —le pregunté, poniendo mi mano
sobre la suya.
—¡Tah! —repitió él, vacilante, expectante; y, de pronto, con un
timbre de alegría indiscutible—: Pero… ¡si es Vera!
Estuvimos charlando toda la tarde. El mundo lo había asediado;
sin duda, lo desmoralizaba la descripción de bellezas que ya no
podía ver, las actividades que no volvería a compartir, y al principio
solo parecía interesado en comentar las visitas de amigos y los
detalles del día a día en el hospital. Pero no podía ponerse en duda
que estaba en plena posesión de sus facultades mentales, y me
convencí de que, con el tiempo y la milagrosa capacidad de
adaptación de los invidentes, recobraría su talante de siempre.
Ni aquel día ni las siguientes tardes en que lo visité aprecié la
amargura a la que Edward había hecho alusión; Víctor parecía
haber aceptado su destino, haberse embarcado en la conquista del
braille y haber considerado, con un ligero prejuicio a favor del
primero, los aspectos positivos de un curato en el East End y de la
enseñanza como profesión para un ciego. El capitán Ian Fraser de
St. Dunstan —que a la sazón también acababa de perder la vista—
lo visitó varias veces y le habló del trabajo que ya se había llevado a
cabo para promover la independencia y la autosuficiencia de otros
oficiales invidentes. La noticia de estos experimentos fue
estimulando paulatinamente su propia determinación, y tan pronto
como la contumaz herida de la cabeza decidiera curarse estaba
dispuesto a desviar la energía que había empleado en hacerse
soldado hacia la reconstrucción de su futuro.
No vi a mi hermano hasta que apareció el 1 de junio con un
permiso de fin de semana. Cuando llegó, descubrí a un extraño y
aterrador Edward, que nunca sonreía ni hablaba, salvo de temas
triviales, que parecía no tener nada que decirme y a duras penas dio
importancia a mi regreso. La muerte de Geoffrey y la ceguera de
Víctor lo habían cambiado más que las primeras semanas en las
trincheras, más aún que la batalla del Somme. Callado, poco
comunicativo, replegado en sí mismo, se pasaba el día sentado al
piano, improvisando melodías quejumbrosas y tocando el «Lamento
por los caídos» de Elgar.
Una semana más tarde —el día siguiente de un extraño impacto
a primera hora de la mañana, como si un terremoto hubiera
sacudido el sur de Inglaterra con su siniestra insinuación de la
terrible explosión de una mina en la batalla de Messines—, mi
madre y yo fuimos a Chelsea, donde descubrimos a la supervisora
del pabellón, normalmente alegre y mimosa, con un semblante serio
y preocupado. Victor había manifestado un cambio inesperado esa
misma mañana, nos informó. Había explicado a la enfermera de
turno que durante la noche algo había hecho «clic» dentro de su
cabeza, una suerte de explosión en miniatura; y desde entonces se
mostraba cada vez más incoherente y raro, y había empezado a
desvariar un poco… La mujer opinaba que quizá convendría avisar
a su familia.
Los mandamos llamar enseguida; y aquella tarde, cuando su
padre y su tía llegaron de Brighton, los acompañamos al hospital.
Desde el punto de vista físico, Victor estaba como siempre; pero el
verdadero Victor, liberado de probabilidades racionales, se había
desviado por las veredas grotescas del delirio. Ignoraba nuestra
presencia, y cuando por un instante lo desatendimos para hablar
con su enfermera, se puso a apartar una por una todas las capas de
la cama con meticulosidad y parsimonia.
Nos obligaron a salir mientras lo recomponían y rehacían la
cama, y cuando regresamos parecía de nuevo el de siempre, más
cortés que nunca y disculpándose por haberse comportado «de un
modo tan extraño». Cuando me dejaron a solas con él mientras los
demás hablaban con la supervisora y el médico, escudriñé su
palidez serena y pasiva con un fuerte sentimiento de rotundidad.
Cuánta destrucción humana había pasado por mis manos, pero
esto… esto era distinto.
«¡Tah, querido Tah!», susurré, presa de una angustia y una
compasión repentinas, y entrelacé mis dedos con los suyos y los
acaricié y besé como hubiera hecho con un niño. Él, fortalecido de
pronto, me agarró la mano, la apretó contra sus labios y la besó
compulsivamente. Noté que tenía los dedos húmedos y los labios
muy fríos.
Aquella noche, los parientes de Víctor se quedaron a dormir en
nuestra casa de Kensington; el médico les había recomendado no
arriesgarse a volver a Sussex. Al día siguiente, antes del desayuno,
reclamaron a su padre en el teléfono público de la planta baja del
edificio; mis padres todavía no habían instalado uno en el
apartamento. El recado era del hospital: Víctor había muerto a
primera hora de la mañana. La jefa de enfermeras había intentado
ponerse en contacto con nosotros durante la noche; pero, al
parecer, la actitud del portero nocturno hacia su deber era muy
parecida a la de mi celador de Malta.
Todavía recuerdo aquel desayuno mudo y autoimpuesto, y el
sordo estoicismo con el que todos nos esforzamos por ingerir el pan
frito y el beicon. Inmediatamente después nos dirigimos a Chelsea;
por el camino, la tía y yo compramos un ramo de lirios y rosas
blancas, porque estábamos demasiado embotadas para pensar en
nada que no fueran los gestos más convencionales.
El cuerpo de Víctor ya había sido trasladado a la capilla
mortuoria; aunque el sol de junio brillaba con alegría afuera, en
aquel espacio diminuto reinaba un frío gélido y gris como un
sepulcro. Indiferente, pero con el decoro mecánico que otorga la
costumbre, el celador levantó la sábana que cubría la figura inerte,
tan familiar, pero con una muda extrañeza que denunciaba de un
modo terrible a esa humanidad inepta que condenaba a sus
especímenes más nobles a semejante destino. Yo había visto la
muerte con mucha frecuencia… y sin embargo tenía la sensación de
que no la había visto antes, porque me parecía que estaba
contemplando la indefensión petrificada de un niño, a cuyas
facciones esculpidas el sufrimiento y la experiencia habían conferido
la extraña ilusión de la madurez. Con el impulso abrumador de
suavizar aquella rigidez ajena, dejé mi fragante ofrenda en forma de
rosas sobre la camilla y me marché a toda prisa.
De vuelta en casa, la tía, amable, contenida, demasiado sensible
a la pena de los demás para reparar en la suya, se dirigió a mí con
una calidez afectuosa y una intimidad que no había sido posible
antes y que nunca más —ambas lo sabíamos— volvería a darse.
—Cariño mío, sé lo que te proponías hacer por Víctor. Sé que te
habrías casado con él. Ojalá hubiera podido ser…
—Sí —respondí—, ojalá.
Pero no le conté que en mi imaginación el esposo siempre era
Roland, y ahora ya nunca podría ser Víctor. Las luchas y las
derrotas psicológicas de los últimos dos años, pensé, ya no le
importaban a nadie salvo a mí, porque la muerte las había vuelto
insustanciales, como si jamás hubieran existido. Pero, si conseguía
reprimir el discurso, el pensamiento era mucho más difícil de
domeñar; no podía parar de volver a la tortura superflua que había
sido la larga agonía de Víctor, el cruel desperdicio de sus valientes
empeños por readaptarse a la vida.
En cuanto a mí, sentía malévolamente frustrado el único
propósito serio de ponerme al servicio de alguien que me había
hecho jamás. Solo mucho después, cuando el tiempo ya me había
enseñado los límites de mi propia magnanimidad, me di cuenta de
que, probablemente, su muerte nos había salvado a los dos de una
relación basada en una serenidad cada vez más complicada de
mantener, y de que yo siempre había sido demasiado egoísta,
demasiado ambiciosa, demasiado impaciente para llevar a cabo
cualquier experimento cuyo éxito dependiera del sacrificio absoluto
de mis exigencias individuales.
Cuando mandaron llamar al hermano menor de Víctor a la
escuela y la familia regresó a Sussex, me dediqué a deambular por
el piso como un fantasma desolado, incapaz de decidir adonde ir o
qué hacer. Solo al caer el crepúsculo reuní la firmeza suficiente para
escribirle a Edward en el salón en sombras, y para copiar en mi
cuaderno de citas el poema de Rupert Brooke «Sugerido por
algunos de los Proceedings of the Society for Psychical Research»:

No será con lágrimas vanas cuando estemos más allá del sol,
con lo que golpearemos las puertas materiales, y no
caminaremos
por esas autopistas pavimentadas de muertos sin objeto
lastimeros por la tierra, más bien nos volveremos y
deslizaremos por alguna corriente cubierta de aire,
algún pasadizo bajo y dulce entre viento y viento,
encorvados bajo débiles destellos, cruzaremos las sombras
encontraremos algún susurrante rincón apartado por los
fantasmas y allí
pasaremos conversando nuestro eterno día
pensando el uno en el otro, súbitamente sabios,
aprenderemos todo lo que nos faltaba; escucharemos,
sabremos y diremos
lo que este tumultuoso cuerpo ahora calla
y sentiremos quién alejó nuestras manos que se acariciaban
y nunca más veremos cegados por nuestros propios ojos.
15

Cinco días más tarde, Víctor fue enterrado en Hove. Ningún


lugar de este mundo habría resultado más irónicamente inapropiado
para un funeral militar que aquel lugar residencial y, segura, me dije
mientras escuchaba con rabia rebelde la voz serena del clérigo local
al entonar las oraciones: «Te rogamos, Señor, que concedas
descanso eterno a quienes han muerto por su patria, como nuestro
hermano; y permite que sigamos su buen ejemplo para que
podamos reunirnos con él en tu reino eterno».
El descanso eterno, pensé, había sido lo último que hubiera
deseado Víctor; él mismo me lo había dicho. Pero, ya que tenía que
someterse a ello tan prematuramente, yo habría preferido que el
destino le hubiera permitido reposar, junto con otros condecorados
con la Cruz Militar, en uno de los sencillos camposantos de Francia.
Mientras escuchaba el quejumbroso «Last Post» alzándose,
incongruente, entre las lápidas convencionales de los civiles, me
alegré de que Edward no hubiera podido asistir al funeral. La
distancia confusa de Inglaterra con respecto a la camaradería
trágica y profunda de quienes aceptaban unidos la muerte más allá
de las fronteras habría agudizado por encima de lo tolerable el
sufrimiento indescriptible que nos había empujado a irnos lejos.
Pero cuando, de regreso en Kensington, releí la carta que me
había escrito en respuesta a la que le envié para comunicarle la
muerte de Víctor, comprendí que su actitud hacia mí nunca había
cambiado, y que cada uno representaba para el otro todo el
consuelo que nos deparaba aún el porvenir: «Supongo que es mejor
haber tenido amigos tan espléndidos como ellos tres a no haber
tenido ninguno, pero aun así, ahora que todos se han ido, me
parece que lo poco que tuviera de valioso la vida se ha
desmoronado como un castillo de naipes. No obstante, en el caso
de Tah, no puedo ni quiero afirmar que en lo más hondo de mi
corazón deseara que sobreviviera; la ceguera me inspira pavor, y si
yo mismo quedara ciego creo que preferiría morir. […] Me alegro
muchísimo de que estuvieras a su lado y lo acompañaras en sus
últimos momentos; en cierto sentido, también me alegro de no
haberlo presenciado; prefiero recordar la alegría con que Víctor
afrontó una vida nueva encadenado a la mayor desgracia que pueda
conocer un hombre.
»Sí, afirmo con rotundidad “Gracias a Dios, no ha tenido que
vivirla”. Empezamos solos, querida niña, y aquí estamos, solos de
nuevo; me encuentras muy cambiado, supongo, más de lo que te
encuentro yo a ti; quizá sea así la vida. Pero compartimos un
recuerdo que vale por el resto del mundo, y el sol de ese recuerdo
no se pone nunca. Y sabes que te quiero, y que haría cualquier cosa
que estuviera en mi mano si me lo pidieras, y que soy tu siervo
además de tu hermano. EDWARD».
CAPÍTULO VI II
ENTRE LAS DUNAS Y EL MAR
Brillan las estrellas sobre los campamentos,
el clarín se eleva hacia el cielo, imperceptible y cristalino;
sobre la colina, la luz velada de los faros de los coches
mengua y desaparece.

Las notas de la despedida se alzan y se mezclan


con el murmullo bajo de árboles y terrones,
y al final convergen en la pregunta
que cada noche hacen a Dios:

Si algún día los muertos del cementerio


echaran abajo sus cruces grises
y se levantarán, triunfantes, de sus humildes túmulos
para saludar el día naciente.

Si los ojos que la batalla sello hasta la eternidad


volverán a abrirse una vez más,
si los cuerpos, antes mutilados, en éxtasis saltarán,
olvidando su dolor.

Entretanto, aún brillan las estrellas sobre el campamento,


sin dar respuesta ni alivio a nuestro dolor,
y un día más ha pasado con el «Last Post»,
muriendo en la brisa.

V. B., EL «LAST POST», ÉTAPLES, 1917.


DE VERSOS DE UNA ENFERMERA VOLUNTARIA

1
Cuando Edward volvió a Francia la última semana de junio de
1917, no lo acompañé a Victoria, porque me había obsesionado con
la superstición de que despedirnos en una estación sería fatal para
la perspectiva de volver a vernos.
En lugar de eso, le dije adiós con la mano desde la ventana
cuando su taxi dobló la esquina de la plaza, y luego ayudé a mi
madre a empaquetar el violín y guardarlo una vez más. En el
comedor colgaba su retrato, pintado por Graham Glen mientras la
herida todavía hacía de las suyas; el rostro por encima de la cinta de
la Cruz Militar se veía lívido, triste y retrospectivo, como llevaba
siendo desde la batalla del Somme.
No fue un regreso muy halagüeño. En Boulogne, su maleta, con
el equipamiento para la trinchera recién comprado, desapareció
misteriosamente, y Edward se vio obligado a continuar el viaje sin
tan siquiera un revólver que lo protegiera durante el lamentable
proceso de reaclimatación a la guerra. Durante los dos meses
siguientes, su falta de posesiones y el exasperante intento por
sustituirlas a través de correspondencia, en un momento en que la
comunicación postal entre Inglaterra y Francia iba de mal en peor,
incrementaron de manera inconmensurable las precarias
incomodidades de aquel amenazante verano.
En la base, para su desencanto, recibió orden de incorporarse al
2.° Batallón de Sherwood Foresters en Lens en vez de al suyo, el
11.°. Cuando regresó a la línea del frente, el 30 de junio, un año
menos un día después de haberla dejado, descubrió que el
regimiento desconocido estaba a punto de entrar en combate. Mi
incertidumbre habitual se renovó, demasiado pronto, como
consecuencia de una carta en la que me contaba que participaría
«en otro 1 de julio. Si Dios quiere que “aquí el sol balancee su
espada a mediodía”, tendré que despedirme de todo esto; adiós,
pues. Ya sabes que, tal y como te prometí, intentaré regresar si me
matan. Todo está siendo muy repentino, y ya es mala suerte que me
haya tocado estar aquí y ahora, pero así debe ser».
Tuve que esperar casi una semana para saber que mi hermano
estaba vivo y que había salido ileso. En una carta fechada el 3 de
julio, escrita con una indignación muy impropia de él, Edward me
cuenta que lo enviaron al ataque nada más llegar, sin conocer ni a
los oficiales, ni a los soldados, ni tan siquiera el territorio. Revela
cuán «magníficamente» se organizaron algunas de nuestras
acciones, y cuán alegremente se pusieron en riesgo —y a menudo
se malograron— unas vidas valerosas como resultado de los
fracasos más crudos y elementales de la inteligencia.
«Cuando di parte de mi llegada, el sábado por la noche, tras
haber salido de Étaples por la mañana, me dijeron que tendría que
unirme a la compañía que se disponía a atacar a primera hora de la
mañana. La operación fue un completo fiasco; para empezar, el guía
que tenía que conducirnos a nuestras posiciones erró el camino por
completo. Debo precisar que era la primera vez que el batallón
ponía un pie en ese sector, y nadie sabía por dónde había que ir.
Luego, el comandante de mi compañía se perdió, de modo que solo
había otro oficial además de mí, y no sabía por dónde tirar. La
organización fue lamentable, porque, como es natural, las
posiciones tendrían que haber sido sometidas a un reconocimiento
previo, por no hablar de que es imposible que alguien que no
conozca el territorio pueda atacar en la oscuridad. Después de
mucho vagar por unas trincheras que no se acababan nunca, me
encontré, acompañado de solo cinco hombres, en un lugar
desconocido, en el momento de abrir fuego. A todas luces, era inútil
intentar hacer nada, así que me metí en un metro de trinchera a
esperar a que amaneciera. Descubrí entonces una de nuestras
posiciones de primera línea (no había frente propiamente dicho), y
allí paramos hasta que nos relevaron anoche. Como podrás
imaginar, hemos pasado muy malos ratos. No creo que fuera
necesario que tanto yo como el otro oficial que llegó conmigo nos
metiéramos en el fango con tanta prisa después de dos días
agotadores de viaje, y sin conocer la zona».
Si el incidente hubiera formado parte del comunicado oficial, una
nación admirada habría leído (sobre todo, a la luz del historial de
Edward en el Somme) que «este gallardo oficial defendió la
trinchera durante dos días solo con ayuda de cinco hombres».
Seguramente, muchos «actos heroicos» similares tenían su origen
en la incompetencia supina de los cuarteles generales. «El
comandante nos dijo que estaba muy satisfecho del modo en que
habíamos resistido en la línea», contaba Edward en su siguiente
misiva; pero la experiencia lo irritaba tanto que durante casi un mes
sus cartas fueron impersonales e incompletas. Solo empezó a
recuperarse hacia finales de julio, cuando lo mandaron otra vez con
el 11.° Batallón, al que se incorporó como segundo al mando de su
antigua compañía.
Todo este revuelo aceleró mi impaciencia por volver al epicentro
de las cosas, más que nada porque la inactividad me llevaba a
cavilar, y cavilar era, de todas las ocupaciones fútiles, la más
importante de evitar. Aunque hubieran desaparecido tres de las
cuatro personas que habían hecho el mundo tal y como yo lo
conocía, la guerra no parecía más cerca del desenlace que en 1914.
Ahora estaba por todas partes; incluso antes de que Víctor fuera
enterrado, el bombardeo aéreo a plena luz del día del 13 de junio
«la metió en nuestras casas», tal y como señalaron los periódicos,
con una fuerza tal que percibí que el peligro resultaba infinitamente
preferible cuando era yo quien lo perseguía, y no cuando esperaba
que él viniera a por mí.
Cierta mañana, estaba llegando a casa después de unas
compras en Kensington High Street cuando se inició un estruendo,
y, mirando de inmediato al cielo, descubrí un siniestro grupo de
mosquitos gigantes sobrevolando Londres en estrecha formación.
Mi madre, cuyo fatalismo temperamental siempre le había permitido
dormir sin sobresaltos durante los habituales ataques nocturnos, se
puso nerviosa al ver el espectáculo desde la azotea del edificio, pero
cuando llegué a la puerta de casa, mi padre acababa de
convencerla para que bajara corriendo al sótano; él no compartía la
creencia de mi madre de que el destino no entendía de
precauciones, y durante los bombardeos obtenía apoyo moral del
hecho de abrocharse el cuello de la camisa y patrullar los pasillos.
Los tres escuchamos con aire taciturno la lluvia de metralla, que
caía como una tronada sobre los árboles del parque, aquellos
árboles silenciosos que la noche de mi regreso de Malta habían
hecho que la muerte y el horror me resultaran algo increíblemente
remoto. En cuanto los golpes y el estruendo dieron paso al silencio
aprensivo que siempre se expandía después de los bombardeos,
hice un complicado viaje hasta la City para comprobar que mi tío no
había pasado a engrosar la creciente lista de víctimas de la familia.
Cuando, por fin, después de mucho negociar con el gentío de
Cornhill y Bishopsgate, conseguí acceder al Banco Nacional
Provincial, encontré a mi tío a salvo y muy entero, pero más lívido
que un cadáver; la plantilla al completo, hombres y mujeres,
semejaba un lúgubre hato de espectros mudos recién trasladados
desde el otro lado de la laguna Estigia. Las calles que rodeaban el
banco estaban sumidas en un silencio aterrador, y, en algunas
zonas, tan llenas de cristales rotos que me dio la sensación de
vadear una alfombra de granizo que me cubría hasta los tobillos. No
vi muertos ni heridos, pero sí muchas barricadas supervisadas por la
policía, ocultando una variedad de posibilidades espantosa. Otras
las insinuaban claramente un caballo con salpicaduras carmesí
echado de costado, o varios carritos de comerciantes abandonados
y privados de sus conductores de un modo sangriento.
Llegué a la conclusión de que estas cosas parecían menos fuera
de lugar cuando acaecían en Francia, aunque, sin duda, los
franceses no estarían de acuerdo conmigo. En St. Monica, una tarde
de julio, fui consciente de un ruido sordo y periódico, como el latido
amplificado de un corazón, que estremecía una esquina reseca del
terreno de juego; el sonido podría haber sido una segadora a
doscientos metros de distancia valle abajo, pero yo sabía que era el
eco de la artillería del otro lado del Canal de la Mancha, que me
llamaba a regresar a la guerra. «Oh, cañones de Francia», escribió
Rose Macaulay sobre ese mismo verano en «Pícnic, julio de 1917»:
Oh, cañones de Francia,
callad, que resonáis en vano. […]
Pesados laten en el viento del sur
opacos sueños de dolor. […]

Calla, calla, viento del norte,


no traigas la lluvia. […]
Yaceremos en silencio en Hurt Hill
y dormiremos una vez más.

Yaceremos en silencio, sí, sin ver ni oír,


mientras los límites del mundo giran y se tambalean,
para que ni nosotros ni nuestros muros, tanto tiempo heridos,
nos rompamos […] nos rompamos.

No había manera de sustraerse a ese eco; yo formaba parte de


una generación maldita que tenía que escuchar y mirar, quisiera o
no, y era inútil, a esas alturas, intentar resistirme a mi destino. De
modo que, sofocando escrúpulos a golpe de determinación, ignoré
los ansiosos ruegos de mis padres para que me quedara más
tiempo con ellos y, un par de semanas después de que Edward se
marchara, me presenté en Devonshire House.
Allí, me entrevistó una mujer de mediana edad de rostro serio y
actitud «formal» que, al otro lado del escritorio frunció el ceño al
examinar la carpeta que contenía mi hoja de servicios. Me invitó a
tomar asiento; le comuniqué mi intención de volver a trabajar.
—¿Y por qué se vino de Malta? —inquirió en tono imperioso.
Temblé un poco al oír aquella pregunta. Yo sabía que las
infracciones de contrato no eran vistas con buenos ojos en las
oficinas centrales de la Cruz Roja, y que solo se disculpaban si
había una excusa realmente buena. Estaba convencida de que mi
motivación, que no podía evitar sonar sentimental, no encarnaba
una «buena excusa». Pero no se me ocurría una alternativa
plausible a la pura verdad, de modo que eso fue lo que aduje.
—Vine con intención de casarme con un hombre que había
quedado ciego en Arras —expliqué—. Pero murió al poco de mi
regreso.
Para mi sorpresa, porque hacía mucho que había renunciado a
esperar trazas de humanidad en los oficiales, me pareció que una
máscara caía del semblante agotado que tenía ante mí. De pronto,
me hallaba frente a unos ojos bondadosos y llenos de comprensión,
y la voz que antes se había dirigido a mí de un modo tan abrupto se
tornó amable.
—Lo lamento mucho. Ha debido de ser una época muy triste
para usted. ¿Hay algún lugar concreto adonde quiera ir?
Confesé que aborrecía Inglaterra, y que estaba deseando volver
a prestar servicio en el extranjero, donde hubiera mucho que hacer y
nada de tiempo para pensar. Mi único hermano estaba en el frente
occidental; ¿sería posible que me enviasen a Francia?
—Hay dos contingentes que partirán muy pronto —dijo la voz
cordial—. Quedan muy pocas plazas, pero haré lo que pueda por
usted.
Me sonrió en el instante en que me levanté, y yo, débilmente, le
devolví la sonrisa. Ya fuera del despacho, pregunté a una voluntaria
quién era la mujer que me había entrevistado. Nunca he estado del
todo segura del nombre que me dio, pero me pareció oír «señora
Keynes».

La húmeda tarde del 3 de agosto, mareada después de una


travesía mala y una segunda y apresurada vacuna contra la fiebre
tifoidea inoculada la víspera, me encontré en el sofocante salón del
Hotel du Louvre de Boulogne, poniendo por escrito una serie
interminable de «datos».
El resto del contingente hacía más o menos lo mismo; casi todas
estaban debutando en el servicio extranjero, y yo había
experimentado la superioridad de la veterana ante su torpeza con
los salvavidas y sus conversaciones livianas y nerviosas sobre
submarinos. Se me había hecho muy raro emprender el viaje sin
Betty, pero la familiaridad con la rutina compensaba la soledad.
Una vez rellenados los formularios, una enfermera del cuartel
general me mandó al Hospital General n.° 24 de Etaples; se me
ordenó que me presentara al día siguiente y pasara esa noche en
Boulogne. Así pues, envié un telegrama a Edward para comunicarle
que había llegado a Francia, y compartí habitación con S., una
voluntaria pelirroja muy charlatana varios años mayor que yo.
Cuando Edward me contestó, el 11.° Batallón se había trasladado al
Saliente para participar en la serie de ofensivas alrededor de Ypres
que se iniciaron el 31 de julio y se prolongaron, inútiles y costosas,
hasta mediados de noviembre.
Nuestro tren del día siguiente salía por la tarde, así que pasé la
mañana en la iglesia inglesa de Boulogne, conmemorando el tercer
aniversario del comienzo de la guerra. El capellán militar, antaño
obispo de Pretoria, pronunció un sermón dirigido a la concurrida
congregación de oficiales y enfermeras que yo solo escuché a
medias, aunque a las oraciones y las ofrendas les presté más
atención: «No recuerdes, Señor, nuestras ofensas, ni las ofensas de
nuestros antepasados; no te vengues tampoco de nuestros
pecados, mas perdónanos, Señor bondadoso, perdona a tu pueblo,
al que redimiste con tu preciosísima sangre, y no te enojes con
nosotros para siempre».
Se me vino a la cabeza una frase de mis tiempos de preparación
de exámenes en Oxford; se la había citado hacía poco a Edward en
una carta desde Malta: «Los dioses no se enojan para siempre».
La situé en la Riada, y en esas tardes apacibles leyendo sobre
las batallas por la compungida Troya en compañía de mi profesora
de Clásicas. ¡Cuánto nos parecíamos a los combatientes de esas
viejas guerras, confiando en los irresponsables caprichos de un Dios
asediado para que nos librara de unas barbaridades y un salvajismo
del que solo nosotros podíamos librarnos y librar a nuestra agresiva
civilización!
No obstante, en ese momento no permití que mis pensamientos
sondearan tanto el asunto. Fantaseando bajo la luz tenue que se
filtraba por las altas vidrieras, contemplé la congregación como un
arcoíris sombrío, azul marino y caqui, escarlata y gris, y una vez que
el «Last Post» —con su inquisitiva nota final que ahora siempre me
parecía expresar la incesante búsqueda por parte del alma de lo
Invisible con respecto a su destino— terminó de sonar sobre
nosotras cuando estábamos en pie en honor de los muertos que no
podían ni protestar ni quejarse, me sentí tan preparada para el
sacrificio y la adversidad como en mis primeros días de idealismo
puro. Esta sensación de determinación renovada me acompañó en
el instante en que dejé atrás la quietud umbrosa de la iglesia y
accedí a las calles húmedas y ruidosas de Boulogne. Los muertos
podían reposar bajo sus cruces en un centenar de colinas barridas
por el viento, pero para nosotras la ardua tarea de continuar con la
guerra debía proseguir a pesar de su partida; las sirenas seguirían
sonando cuando los barcos llegaran a puerto con los contingentes, y
el viento haría ondear los pendones en las altas puntas de los
mástiles.
Desde aquellos años, los pacifistas han insistido a menudo —
como en un valiente panfleto que leí hace pocos días— en que la
guerra crea más criminales que héroes; en que, lejos de desarrollar
cualidades nobles en quienes toman parte en ella, solo saca lo peor
de cada individuo. Si esto fuera cierto, el objetivo del pacifista
estaría, creo, mucho más cerca de cumplirse de lo que está. Al
repasar los procesos psicológicos de quienes éramos muy jóvenes
hace dieciséis años, aprecio que esa tarea —nuestra tarea— se ve
complicada por el hecho de que la guerra, mientras dura, genera
mucho más heroísmo que embrutecimiento.
Entre 1914 y 1919, la juventud de ambos sexos,
desastrosamente pura de corazón y sin sospechar de los intereses
de sus mayores y la cínica explotación que ejercían, se
comprometía siempre —como hice yo aquella mañana en Boulogne
— con un fin que consideraba, y siguió intentando considerar, noble
e idealista. Cuando el patriotismo «vestía harapos», cuando la
sospecha y la duda se insinuaban, cuanto más ardiente y frecuente
era el compromiso periódico, tanto más deliberada la convicción de
que nuestros empeños eran desinteresados y nuestra causa, justa.
Sin duda, este estado mental era lo que los propagandistas
antibelicistas llamaban «exaltación histérica» o «histeria idealista
casi mística», pero contaba con resultados concretos en lo tocante a
una paciencia formidable, a una resistencia sobrehumana, en la
constante reafirmación de un coraje insólito. Negarse a reconocer
esto sería infravalorar el poder de los ángeles blancos que luchan
cándidamente del lado de la destrucción.

Cuando llegué a Étaples con otras tres voluntarias destinadas al


mismo hospital que yo, acababa de amainar un intenso chaparrón, y
las calles estaban líquidas de un fango que solo la Francia en guerra
podía producir tras apenas unos días de lluvia.
Dejamos el equipaje para que lo recogiera una ambulancia y
atravesamos chapoteando la plaza mugrienta y una callejuela
estrecha y desangelada donde los únicos depósitos para la basura
doméstica eran las aceras y las alcantarillas. Por fin salimos a
campo abierto y a la zona inmensa de campamentos donde, tarde o
temprano, prácticamente todos los soldados del Ejército británico
eran arrumbados a la espera de órdenes de marchar a un destino
aún menos agradable. La línea principal de ferrocarril que
comunicaba Boulogne con París pasaba entre los hospitales y el
lejano mar, y entre los campamentos y a ambos lados de la
carretera a Camiers las dunas gibosas se encrespaban con
penachos de hierba picuda.
En la actualidad, cuando emprendo unas vacaciones y tomo esta
línea, tengo que buscar con detenimiento el lugar en el que antaño
viví con tanta intensidad. Al cabo de una docena de viajes casi
anuales, todavía no estoy segura de saber dar con él, porque las
últimas cicatrices han desaparecido de los campos donde se
desplegaban los campamentos; ahora, los nabos, las patatas y las
remolachas forrajeras de un territorio considerablemente agrícola
recubren el suelo que tanta agonía sostuvo. Incluso las cruces
castigadas por el tiempo del gran cementerio que hay bajo los
pinares de lo alto de la colina, con sus vistosos jardines de
pensamientos, alhelíes y caléndulas, han sido sustituidas por la
arquitectura de piedra de nuestra manía por los monumentos
conmemorativos, como si de algún modo pudiéramos compensar a
los muertos mediante el recuerdo, sin atender al coste de vidas.
Solo las dunas y el mar permanecen inalterados.
Entre hileras y más hileras de cobertizos alargados de madera
salpicados del escarlata y el naranja de las capuchinas,
encontramos el letrero blanco que rezaba: HOSPITAL GENERAL N.° 24. El
campamento, en el que yo me había fijado desde el tren apenas
unas pocas semanas antes, me resultó bastante familiar, y a pesar
de la ausencia de Betty no me sentí sola en aquel comedor de
tablones —con sus cortinas verdes y rojas de cretona y las dalias
metidas en tarros de pepinillos sobre las limpísimas mesas de
caballete—. Aunque había estado poco tiempo en Inglaterra, con
sus raciones cada vez más escasas, me resultó muy extraño volver
a la abundancia de mantequilla y azúcar.
Aquella noche, cuando terminé de deshacer el equipaje en la
cabañita de madera y lona —bautizada como «cabaña Alwyn»—
que compartíamos la pelirroja S. y yo, me senté a descansar en el
césped de las dependencias de las enfermeras, donde un alma
entusiasta había logrado cultivar una hilera de coles de fuerte olor.
S. no era una compañera reconfortante; el equipamiento de servicio
era todo un misterio para ella, y, al igual que la mayoría de las
novatas, cargaba con demasiadas posesiones, incluyendo una
selección de botas y zapatos dignos de una debutante en su puesta
de largo. En vista de que mis ofrecimientos para echarle una mano
solo conseguían volverla más locuaz, dejé que se las apañara sola
para adaptar sus pertenencias a media docena de clavos y unos
pocos centímetros cuadrados de espacio, y me rendí al hechizo —
no corrompido por el olor omnipresente de las coles en el aire
húmedo y cálido— que Francia había ejercido sobre mí.
El ruido remoto de los cañones era más una sensación que un
sonido; a veces, un temblor sacudía la tierra, una vibración alteraba
el viento, y en esos momentos no oía nada. Pero esa sensación
volvía imposible cualquier sentimiento de paz completa; siempre se
percibía en el ambiente la tensión, la inquietud, el leve crujido que
se produce antes de un terremoto o del trueno inminente. El encanto
del lugar era aún más atractivo, aunque menos delirante, que el
embrujo de la belleza de Malta; resultaba imposible obviarlo por
mucho que lo temieras y te resistieras, sabiendo que se obtenía a
costa de pérdida y frustración. Francia era el escenario de una
muerte titánica e ilimitada, y por ese mismo motivo se había
convertido en el corazón de los vivos más feroces que hubiera
conocido cualquier generación. Nada era permanente; todo y todos
estaban en perpetuo movimiento; las amistades eran provisionales,
los puestos eran provisionales, la propia vida era lo más provisional
de todo.
Nunca, en ningún lugar ni momento, había sido tan oportuno el
lamento de «la esposa de James Lee»:

Guardar la belleza en el centro de nuestro corazón


y mantenerla intacta: ¡he aquí nuestra demanda!
Y la respuesta: ¡Nunca más!
Cuando rememoro la guerra, nunca es verano, sino invierno;
siempre frío, oscuridad e incomodidades, y la calidez intermitente
del entusiasmo que nos exaltaba aun viviendo en esas condiciones.
Su símbolo permanente, para mí, es una vela clavada en el gollete
de una botella, la llama diminuta parpadeando con una corriente
glacial, y creando, pese a todo, la ilusión en miniatura de una luz
contra una negrura opaca e infinita.

A la mañana siguiente, inicié un experimento que recuerdo con


tanta nitidez como cualquiera de las cosas que sucedieron en todos
los hospitales por los que pasé.
Poco después de que llegáramos, la supervisora, una mujer
guapa y majestuosa que parecía increíblemente joven para las
medallas sudafricanas que lucía, nos había interrogado a todas a
propósito de nuestra experiencia previa. Yo ahora era portadora de
un «galón de eficacia» —una franja escarlata que las voluntarias
lucían en la manga cuando habían prestado servicio en hospitales
militares durante más de un año y habían alcanzado lo que su
autoridad particular consideraba un alto nivel de competencia—, y
cuando le hablé a la supervisora de mi trabajo en Malta, comentó
con una sonrisa divertida y cordial que yo era «perro viejo». La
agradable bienvenida confirmó el rumor que habíamos oído en
Boulogne: se trataba de un hospital con mucho movimiento, en el
que se valoraba un par de manos expertas. Me alegré de
encontrarme de nuevo en un lugar donde el trabajo fuese agotador,
pero aunque sabía que el Hospital General n.° 24 tenía una sección
especial para prisioneros, no estaba preparada para el trauma de
que me destinaran, a la luz de mi experiencia en Malta, al
inquietante pabellón alemán.
El hospital era de un cosmopolitismo insólito, pues además de
prisioneros alemanes había oficiales portugueses, aunque de estos
últimos no recuerdo nada salvo su costumbre de saltar del tranvía y
aliviarse en público de camino a Le Touquet. La mayoría de los
prisioneros estaba alojada —si es que esa es la palabra— en carpas
de gran tamaño, aunque también se reservaba una cabaña para los
casos más graves. En agosto de 1917, sus ocupantes —herencia de
las batallas de Messines e Yser— serían repuestos por las nuevas
batallas en el Saliente de Ypres, que confirieron una luctuosa
inmortalidad a las batallas de Menin Road y Passchendaele.
Aunque aún nos felicitamos por nuestro cuidado imparcial de
prisioneros, las carpas solían estar húmedas, y faltaba personal en
el pabellón cada vez que se producía una ofensiva —que parecía
ser en todo momento— y por lo tanto el número de alemanes
malheridos y capturados se volvía excesivo. Una de las cosas que
más me gusta recordar de la guerra es la naturalidad con que las
enfermeras y voluntarias del pabellón alemán daban por hecho que
preferían estar saturadas de trabajo antes que desatender a los
prisioneros. Cuando yo llegué, el personal del pabellón había
firmado un acuerdo renunciando a las medias jornadas libres, y solo
se disfrutaba de un par de horas libres cuando el trabajo disminuía
temporalmente.
Yo no conocía Alemania ni a ningún alemán, aparte de la
sucesión de maestras teutonas de St. Monica, a las que había
odiado con la aversión inmisericorde que experimentan las niñas
provincianas hacia los extranjeros. Así pues, resultó un tanto
desconcertante verme sola —porque las voluntarias entraban a
trabajar media hora antes que las enfermeras tituladas— en medio
de treinta representantes de la patria que, como tantas veces me
habían dicho, había crucificado canadienses, cercenado manos de
bebés y sometido a atrocidades innombrables a mujeres puras e
intachables. No me consideraba capaz de creerme aquellas
historias, pero tampoco podía poner la mano en el fuego. En un
sentido, esperaba que algún paciente saliera de la cama e intentara
violarme, pero pronto descubrí que ninguno estaba en condiciones
de violar a nadie, ni de hacer nada que no fuera aferrarse con
empeño a una vida en la que el platillo de la balanza contrario al
suyo pesaba demasiado.
Al menos una tercera parte de los hombres agonizaba; sus curas
diarias no consistían simplemente en cambiar fajos inmensos de
gasas sucias y algodones, sino que había que cortar hemorragias,
reintroducir intestinos y drenar y reinsertar infinidad de tubos de
goma. Anejo al pabellón había un pequeño quirófano, donde a lo
largo de todo el día un oficial médico atezado y de vibrantes ojos
castaños llevaba a cabo operaciones muy delicadas; el médico
hablaba alemán, y antes de la guerra había dirigido un hospital
alemán en una región tropical de Sudamérica. Durante las dos
primeras semanas, el doctor, la relajada responsable y yo
trabajamos juntos sin incidentes. A menudo me pregunto cómo
éramos capaces de beber té y tomar bizcochos en el quirófano —
cosa que hacíamos durante toda la jornada, a intervalos frecuentes
— en medio de aquel hedor fétido, con el termómetro marcando
más de treinta grados a la sombra, y unas curas sucias y restos
humanos aún más repugnantes por todo el suelo. Después de la
«medicina ligera» que había ejercido en Malta, el pabellón alemán
podría haberse descrito a la perfección como un bautismo de sangre
y pus en toda regla.
Mientras tenían lugar las operaciones, yo solía quedarme sola en
el pabellón con los dos celadores alemanes, Zeppel y Fritz, para
curar lo mejor posible las peores heridas que yo hubiera visto o
imaginado.
«Te habría escrito ayer, pero tuve mucho lío», declaro en una
carta habitual a mi madre. «No hubo ni un rato de descanso, y pasé
toda la tarde sola en el pabellón, porque la enfermera estuvo en
quirófano de una y media a ocho; se practicaron quince
operaciones. ¡Algunas de las cosas que tengo que hacer te
pondrían los pelos de punta!».
Poco después de mi llegada, la primera supervisora fue
sustituida por una de las figuras más destacadas del gremio, tanto
en Francia como en cualquier otro lugar. En una novela inédita en la
que, semanas después de marcharme de Étaples, introduje muchas
escenas acaecidas en el Hospital General n.° 24, me inspiré en ella
para la protagonista, Hope Milroy, y desde entonces siempre la
recuerdo con ese nombre, y no por el suyo. La enfermera Milroy era
una intelectual en rebelión activa contra los intelectuales;
emparentada con una famosa familia de clérigos por un lado, y con
una estirpe de actores y actrices igualmente celebrados por otro,
había escogido adrede la formación hospitalaria, anteponiéndola a
la formación universitaria a la que su herencia familiar parecía
destinarla, a pesar de que nadie toleraba menos a los necios que
ella. Cuando se incorporó al pabellón, sus furiosas operaciones de
reorganización fueron demoledoras, y a los celadores y a mí nos
trataba con un desprecio imparcial. En nombre de los pacientes
hacía gala de determinación y eficacia, pero jamás mostraba
compasión; para ella, todos eran «hunos», por mucho que curase
sus heridas con delicadeza y maña.
«¡Enfermera!», me llamaba con su voz desdeñosa y aguda,
señalando las heridas de un malhadado paciente. «¡Por lo que más
quiera, traiga el yodoformo en polvo y póngaselo a este huno
asqueroso!».
El personal del hospital la describía como «una loca», sin darse
cuenta de que ella se aprovechaba de su reputación de excéntrica y
del candor inflexible de quienes debían justificarla para exigir a sus
subordinadas más trabajo del que otras enfermeras eran capaces
de llevar a cabo. Al principio, detesté su moreno atractivo y su
juventud sarcástica e implacable, pero cuando la reconocí por lo que
era —con diferencia, la mujer más inteligente del hospital, aunque
también la más inquietante, con un temperamento tan inestable
como una veleta—, nos hicimos compañeras inseparables en
nuestro tiempo libre. Después de la concienzuda estupidez de
tantísimas enfermeras, el hecho de que hubiera una responsable
dotada de una inteligencia ilimitada y un altruismo deliberadamente
limitado resultaba agradable y estimulante, aunque fuera
imprevisible.
Sin duda, el deseo de tener «mucho que hacer y nada de tiempo
para pensar» estaba cumpliéndose con creces, si bien todavía me
entregaba a cavilaciones en ciertas ocasiones, acaso más aún
cuando cuidaba a los oficiales alemanes, que parecían más
tristemente conscientes de su estatus de prisioneros que los
soldados. Había en torno a media docena de oficiales, separados
del resto del pabellón mediante una cortina verde, y su puntillosa
manera de aceptar mi asistencia siguió resultándome
desconcertante mucho después de que me hubiera acostumbrado a
los demás pacientes.
Un capitán alto y barbudo adoptaba la posición de firmes cada
vez que le vendaba el brazo, entrechocando los talones con
espuelas y haciendo una reverencia con gravedad ceremoniosa.
Otro muchacho herido de gravedad —un teniente prusiano que iba a
ser trasladado a Inglaterra— me tendió una mano macilenta
tumbado en la camilla, aguardando que lo movieran, y murmuró:
«Grrracias, enfermerrra». Tras un breve segundo de duda, agarré
aquellos dedos pálidos con los míos, pensando en lo ridículo de
aquel gesto cordial cuando un par de semanas antes Edward tal vez
hubiera hecho todo lo posible por matarlo. El mundo estaba loco, y
todos nosotros éramos sus víctimas; era la única manera de verlo.
Aquellos muchachos destrozados y moribundos y yo estábamos
pagando por una situación que ninguno de nosotros había deseado
ni había hecho nada por provocar. Recordé que había leído un
poema titulado «A Alemania» que expresaba esta idea nueva de
lucha; más tarde descubrí que lo había escrito Charles Hamilton
Sorley, que murió en combate en 1915:

Visteis solo vuestro futuro, grandioso, asegurado,


nosotros vimos los senderos angostos de nuestras mentes;
y juntos nos hallamos en los caminos predilectos,
y aullamos y odiamos. El ciego combate contra el ciego.

«Que estés cuidando prisioneros hunos es muy raro», escribía


Edward desde el clamor del Saliente de Ypres, «y pone de
manifiesto lo absurdo que es todo. Me temo que, por el momento, ni
hablar de permisos; voy a estar muy ocupado, porque es muy
probable que tenga que dirigir a la compañía en el próximo
espectáculo. […] Bélgica es un país bestial, al menos esta zona;
parece respirar estrechez de miras, y todo el mundo intenta sacar
tajada, o bien son espías. Haré lo posible por escribirte pronto una
carta en condiciones; sé que no te he escrito ninguna desde que
volví, pero estoy un poco preocupado, porque detesto pensar en
asumir grandes responsabilidades con la dudosa asistencia de unos
subalternos que son antiguos suboficiales. Las cosas son mucho
más complicadas que antes, ahora nunca sabes en qué zona de la
línea te encuentras, y no hay ni guerra abierta, ni guerra de
trincheras».
Unos días más tarde lo ascendieron, como él mismo esperaba, a
capitán interino, y en una carta de finales de agosto me informaba
de que acababa de terminar el cursillo de instrucción para el
bombardeo inminente.
«El capitán B.», concluía, «está ahora en una pequeña trinchera
en compañía de nuestro viejo amigo Wipers, en el frente izquierdo, y
aunque le angustia estar al mando de la compañía y la posibilidad
de entrar en combate en cualquier momento, todo va bien por
ahora».

5
En el pabellón alemán supimos con total certeza el momento en
que empezó «el próximo espectáculo». Con la llegada de
septiembre, las remesas de heridos retomaron la engorrosa
costumbre de repetirse sin cesar, y cuando ya no hubo más camas
libres para prisioneros, camillas con hombres de mirada airada
tapados con mugrientas mantas marrones ocuparon una proporción
muy inoportuna del suelo. Muchos de los pacientes llegaban menos
de veinticuatro horas después de resultar heridos; se hacía muy raro
hablar amigablemente con un oficial alemán sobre el Putsch en el
que había participado la víspera al otro lado de nuestra localidad.
Casi todos los prisioneros soportaban las terribles curas con
estoica fortaleza, y uno o dos de ellos aguardaban la muerte con
paciencia. Un chiquillo de veinte años, guapo como el joven Jacinto
a pesar del rubor de sus mejillas cóncavas y la inquietud con que se
mordisqueaba los labios, me preguntó una tarde en un atento
susurro cuánto tiempo tendría que esperar para morir. Hizo falta
poco; a la tarde siguiente, los biombos rodeaban su cama.
Aunque este estoicismo casi insoportable parecía ser una
disciplina asumida que los hombres se imponían a sí mismos, el
ambiente del pabellón era de todo menos tranquilo. Los gritos de los
muchos pacientes con delirios se combinaban con los desvaríos de
los cinco o seis que siempre andaban pidiendo anestésicos y
convertían la sala en un pandemonio; las llamadas de Schwester! y
Kamerad! no paraban en todo el día. Pero solo un prisionero —un
sajón de diecinueve años con unos ojos azules como de cristal y
una piel rosada y blanca, cuyo nombre no llegué a conocer porque
todo el mundo lo llamaba «el Pez»— reclamaba atención constante.
Era, como él mismo se encargó de comunicarnos, ein einziger
Knabe, «solo un chiquillo». Al tratarse de un caso de empiema
agudo como consecuencia de una herida en el pecho, lo
sometíamos a una dieta compuesta tan solo de leche, pero una y
otra vez asediaba a los celadores pidiendo Fleisch, Brot, Kartoffeln!
(«¡Carne, pan, patatas!»).
Nicht so viel schreien, Fisch!, lo regañaba yo. Die anderen sind
auch krank, nicht Sie allein! («¡No grites tanto, Pez! ¡Los demás
también están enfermos, no solo tú!»).
Pero la mañana en que entré a trabajar y me comunicaron que
Pez había muerto durante la noche me puse muy triste.
Sin embargo, no hubo tiempo para remordimientos, dado que
tuve que pasar la mitad de ese día sentada junto a un bávaro bajito
de mediana edad que se desangraba por un corte en la arteria
subclavia. La hemorragia era demasiado profunda para controlarla,
y Hope Milroy, con su desfile de celadores, se encargaba de las
vendas con tesón, mientras yo le daba agua al moribundo y le
enjugaba el sudor de la cara. Al otro lado de la cama, un pastor
protestante que hablaba alemán murmuraba el padrenuestro; el
oscuro eco de su final sonó como la vibración de un órgano distante:
Und vergib uns unsere Schulden, wie wir unseren Schuldigern
vergeben. Und führe uns nicht in Versuchung, sondern erlöse uns
von dem Übel. Denn dein ist das Reich und die Kraft und die
Herrlichkeit in Ewigkeit, Amen .
Pero el paciente no manifestaba interés en el perdón de sus
pecados; el mal del que ni amigos ni enemigos podrían librarlo se
imponía de manera evidente.
Schwester, liebe Schwester!, susurró, agarrándome la mano con
fuerza. Ich bin schwach… so schwach! («¡Enfermera, enfermera
querida! Estoy débil… ¡muy débil!»).
Cuando volví de comer, también él había muerto, y Hope Milroy
se había sentado a la mesa, exhausta. «Acabo de preparar el
cadáver de ese soldado», me dijo, «y ahora solo quiero un té. No
me sobrecoge ver cómo un hombre se desangra hasta la muerte
ante mis propios ojos, aunque sea un huno».
Antes de preparar el té, pasé detrás de los biombos para echar
un último vistazo al muñeco de cera que había en el camastro.
Ahora que los párpados habían cubierto los ojos ansiosos,
suplicantes, la carita barbuda quedaba desprovista de expresión. La
ventana que había por encima del cuerpo estaba cerrada, y Hope
me pidió que la abriera: «Siempre abro las ventanas cuando se
mueren… para dejar salir las almas», explicó.
Como es natural, el aire fresco resultaba deseable por muchos
otros motivos. Aquel año, septiembre se presentó tan caluroso y
húmedo como agosto, y después de varias semanas en un
ambiente cargado de septicemias, las dos sufríamos una incómoda
variedad de achaques que nosotras denominábamos «étaplitis».
Así era mi vida en el pabellón alemán. Pero, a mediados de
septiembre, esa vida acabó debido a un desconcertante revuelo, del
que yo fui más víctima que culpable. A pesar de que llevaba dos
años en el Ejército, todavía era una mujer muy ingenua; puede que
me equivoque al suponer que ahora lo soy menos, pero hoy en día
estoy más segura que entonces de los motivos que provocaron mi
repentino traslado a un pabellón inglés de cirugía.
Entre los prisioneros había un estudiante de Medicina de
veintidós años al que llamábamos Alfred; a menudo nos echaba una
mano con las operaciones, y, como era un intrigante nato, era
proclive a chismorrear y dar problemas. Una mañana sorprendí a
Hope Milroy embarcada en una cáustica disputa con él y el oficial
médico; Milroy me mantuvo todo el día alejada del quirófano, y
después de la merienda me vi inexplicablemente en el despacho de
la jefa de enfermeras.
«Lamento mucho, enfermera, que ese hombre tan horrible la
haya incordiado tanto», arrancó la mujer, para mi completo asombro.
«Espero que no le haya causado muchas molestias. He dispuesto
que mañana por la mañana entre usted a trabajar en otro pabellón».
Yo, ignorando por completo si «ese hombre tan horrible» era
Alfred o el oficial médico, y ajena a lo que uno u otro pudieran haber
hecho, protesté con franqueza que a mí nadie me había molestado,
que me gustaba mi trabajo en el pabellón alemán, y que preferiría
quedarme allí antes que ser trasladada. Pero eso no iba a ser
posible, según me dijo la jefa, amable pero rotunda. Todavía hoy me
pregunto si aquello no fue una fantasía de la pintoresca imaginación
de Hope Milroy, o si realmente una amenaza inadvertida se cernía
sobre mi cándida cabeza.
6

Durante mi tiempo libre en Francia me sentía menos sola que en


Londres o en Malta. Dado que no era nueva en el servicio activo, el
agradable personal del Hospital General n.° 24 me trataba como a
una «veterana», como a una igual, y podía elegir entre un agradable
abanico de compañeras con las que dar paseos por el campo o ir de
excursión a Paris-Plage para hacer compras.
Por lo demás, la zona, conforme fui familiarizándome con ella,
me resultó cualquier cosa menos la montaña de polvo que me había
parecido durante el viaje desde Malta. Recuerdo mañanas en las
que unos leves espectros de nubes se desplazaban
incorpóreamente sobre las dunas, coronadas siempre por sus
mechones de pinos delgados y oscuros; y tardes en que las
sombras azuladas se alargaban por encima de la anchurosa
extensión de costa donde el estuario se unía con el lejano mar.
Cerca de Paris-Plage, las velas rojizas de los barquitos de pesca
atrapaban la llamarada efímera del atardecer; a lo largo del litoral,
los parches irregulares de algas color esmeralda creaban un diseño
futurista sobre una moqueta parda y dorada. Junto al mar, una
delicada dispersión de conchas rosas y moradas esbozaba un
dibujo nuevo; otras variedades con forma de cono, curiosamente
rayadas en negro y amarillo, bien podrían haber sido modelos en
miniatura de los sombreros más a la moda de la rue de la Paix.
No hay paisaje marítimo en Inglaterra que recuerde a aquella
costa, pero los cinco kilómetros de Romney Marsh que separan Rye
y las costas custodiadas por dunas de Camber-on-Sea guardan al
menos cierto parecido. La misma luz vivida, a causa del barrido
perpetuo de las brumas por parte del viento, se posa sobre esa zona
pantanosa y los prados lisos e impregnados de agua a ambos lados
de la carretera blanca que va de Étaples a los bosques que rodean
Le Touquet. En verano y otoño, esa luz adopta un tono amarillo
dorado, pero en invierno siempre es de un verde deslumbrante.
Hope Milroy y yo caminábamos juntas por esa carretera recta
una noche de principios de septiembre. Una camaradería tan íntima
entre una enfermera y una voluntaria habría provocado severos
gestos de desaprobación entre la plantilla del Hospital General n.° 1
de Londres; pero en Francia, aunque la disciplina fundamental se
mantuviera en los pabellones, las enfermeras del Servicio de
Enfermería Militar Imperial de la Reina Alexandra no compartían ese
sentimiento de exclusividad profesional hacia las chicas que las
habían ayudado a combatir tantísimas formas de muerte desde
prácticamente el inicio de la contienda. Yo me había llevado una
amarga decepción esa semana porque Edward había solicitado un
permiso local para venir a verme, pero aunque lo esperé,
expectante, en los alrededores del campamento durante dos o tres
días, no se presentó. Para distraerme de conjeturas pesimistas
sobre por qué no había obtenido el permiso, Hope me invitó a una
de esas comidas gracias a las que de vez en cuando el apetito
insistente de los tiempos de guerra desafiaba con éxito el
desconsuelo.
Mientras cruzábamos el puente que abarcaba el río Canche justo
antes de que se abriera en los bajíos del estuario, vimos a dos
oficiales médicos de nuestro hospital caminando cien metros por
delante de nosotras, con la espalda muy tiesa y los hombros
encorvados, fingiendo no haberse dado cuenta de que estábamos
detrás de ellos.
«Van a pasarlo bien a Paris-Plage», observó Hope
desapasionadamente; las dos comprendíamos el eufemismo. Al
igual que la mayoría de nosotras, Hope acusaba el ambiente tenso
que creaba la segregación, pero se contaba entre las pocas que
despreciaban las violaciones secretas de unas normas que no podía
modificar. Los hombres se volvían muy engreídos, decía, al
considerarse dignos de cualquier dosis de riesgo para unas mujeres
que se jugaban el despido mientras que ellos saldrían de rositas,
pasara lo que pasara.
Aquella tarde, en lo más profundo del bosque, bebimos café y
comimos tortillas en el jardín de una casa que ocupaba un calvero
bañado por el sol. Los árboles altos y entrelazados proyectaban sus
sombras crecientes sobre nosotras, y la luz vespertina que nos
espiaba entre las ramas formaba un dibujo trémulo de hojas sobre la
hierba. Aguileñas y pensamientos flanqueaban el estrecho sendero
del jardín con bordes rosas y morados; el aroma de un arbusto de
escaramujo en un rincón flotaba en el aire inmóvil como el incienso
más ligero. Parecía imposible que aquella serenidad intacta y el
pabellón alemán pudieran existir a escasos kilómetros de distancia;
salvo por el rumor punzante y sordo de la artillería antiaérea en una
escuela de tiro lejana, la guerra había desaparecido. Desde las
entrañas del bosque, una línea plumosa de humo azul ascendía
describiendo espirales lentas; algunos campesinos quemaban
rastrojos, lo que evocó en mis sentidos el olor amable del millar de
fogatas que arden en toda Inglaterra a principios del otoño.
Estuvimos en el jardín hasta el crepúsculo, hablando de Oxford,
y de la reacción de Hope contra las tradiciones académicas de su
familia. Cuando llegamos de nuevo al pueblo, unas sombras
alargadas color añil cubrían de oscuridad los campos, y la luna de
cosecha pendía del cielo verde pálido igual que un farol chino.

Por mi nuevo barracón de cirugía de la «línea del frente» del


hospital pasaba un aluvión continuo de soldados procedentes del
Saliente de Ypres. El pabellón era menos agotador que el alemán,
ya que estaba mejor dotado de personal; en las cartas a mis padres
cuento las consabidas historias de convoyes perpetuos,
hemorragias, delirios y casos de mionecrosis condenados que
observaban nuestros movimientos con ojos fijos y oscurecidos por el
miedo, temerosos de hacer las preguntas cuyas respuestas
vendrían a confirmar lo que ellos ya sabían.
Para cuando la nueva batalla de Ypres llevaba seis semanas
ininterrumpidas librándose en torno a aquellas crestas tan
codiciadas, la plantilla al completo del Hospital General n.° 24
estaba hastiada, y, a pesar de la batalla de Passchendaele, la jefa
de enfermeras insistió en que se restablecieran temporalmente los
días de descanso. El mío lo pasé con una de las enfermeras más
veteranas, que llevaba en Francia desde 1915: Norah tenía
veintiséis años y había decidido que las pretensiones intelectuales
no eran para ella, pero un portentoso don para la sensatez más
cómica hacía de Norah una compañera envidiable para la caminata
de veinticinco kilómetros de ida y vuelta a Hardelot, que demostró
que la fatiga de las semanas anteriores había sido más nerviosa que
física.
Ahora ya estaba más que acostumbrada a vivir y trabajar de pie;
solo alguna «oleada» excepcional de enfermos me provocaba
dolores óseos y musculares similares a los que padecí después de
la batalla del Somme. En cuanto a las heridas, también iba
curtiéndome; a esas alturas, la mayoría de nosotras contaba con
una suerte de persiana psicológica que bajábamos con firmeza
sobre el recuerdo de las agonías cotidianas cada vez que
disponíamos de algo de tiempo para pensar. Ni se nos pasaba por la
cabeza que, en los años de sensibilidad renovada posteriores a la
guerra, esas socorridas persianas se negarían a funcionar, o a
permitirnos idealizar la mugre y la truculencia eternas.
«Acabo de terminar un poema sobre el pabellón alemán», le
escribí a mi madre el 15 de septiembre; «lo compuse esta mañana
mientras observaba a un paciente muy enfermo que volvía de
someterse a una operación».
El poema se publicó más tarde en Versos de una enfermera
voluntaria. Como podrá imaginar cualquiera que acierte a visualizar
las circunstancias de su composición, no era un buen poema, y no
valdría la pena mencionarlo salvo por el hecho de que inspiró una
carta de felicitación de lady Ampthill —quien sucedió a Katharine
Furse como presidenta del Comité del Destacamento Femenino de
Ayuda Voluntaria— por sus irreprochables sentimientos. Como es
natural, esos sentimientos eran irreprochables solo desde el punto
de vista de una sociedad cuyo lema era Inter Arma Caritas; ese
primer destello de internacionalismo genuino —aunque algo
condescendiente— difícilmente se les habría alabado a los
entusiastas de la «lucha encarnizada».
Debajo de las nubes en movimiento de una cálida mañana de
septiembre, Norah y yo caminamos entre dunas, praderas y pinares
de camino a Hardelot. En un depósito de focos reflectores en una
colina solitaria, dos soldados nos recibieron encantados cuando les
pedimos agua, sedientas; nos dijeron que llevaban más de tres
meses sin cruzarse con una mujer inglesa. Llegamos a Hardelot
poco antes de la hora de almorzar; después de mucho dudar en la
puerta del Pré Catalán, un viejo castillo con un bonito jardín que
había sido convertido en carísimo restaurante «para oficiales y
enfermeras», decidimos que sería más barato, aunque menos
agradable, comer en el hotelito de Hardelot-Plage.
De modo que nos sacrificamos, y estábamos a punto de pedir en
el salón del hotel cuando llegó un automóvil y por la puerta apareció
un oficial australiano, seguido tímidamente de una enfermera del
Servicio de Enfermería Militar Imperial de la Reina Alexandra. El
oficial ya había empezado a preguntar en un francés pésimo si
tenían habitación para esa noche cuando reparó en Norah y en mí.
Se giró y nos fulminó con la mirada, con un grado de malicia que
raras veces he visto en semblante humano; ni el peor vocabulario
del mundo podría habernos transmitido de manera más
meridianamente clara lo mucho que sobrábamos.
Norah y yo concluimos que no era asunto nuestro si a esa
enfermera le apetecía pasar así una parte de su permiso;
lamentamos su mal gusto a la hora de escoger oficial, pero quizá la
selección fuese limitada. El hotel no era lo bastante grande para los
cuatro, de modo que regresamos a Hardelot y comimos en la
silvestre castidad del Pré Catalán.
El incidente se transformó en una buena anécdota, que
contamos durante la cena celebrada ese mismo día en la cabaña de
Norah. Aquellas fiestas nocturnas —no muy distintas de las veladas
de chocolate caliente en Oxford, salvo porque en lugar de hablar de
disertaciones, catedráticos y Napoleón charlábamos sobre
operaciones, enfermeras y punciones lumbares— hacían que la vida
en Francia fuese mucho más sociable que en Camberwell o Malta,
donde jamás nos reunimos de esa manera. En Étaples, la
supervisión en los «alojamientos» era relajada e infrecuente; se
respetaba la intimidad de las voluntarias, a las que se les suponía
un comportamiento responsable tanto en el trabajo como fuera de
él, una política que daba lugar a una disciplina muy positiva, aunque
en los hospitales ingleses nadie parecía comprender esta realidad
básica de la psicología.

Regresé a mi pabellón otras seis semanas sin una sola media


jornada de descanso, una privación debida no solo al perpetuo
ajetreo de operaciones y curas, sino al motín local posteriormente
bautizado por los hombres como «la batalla de Eetapps». A la
sazón, esta peligrosa interrupción de la guerra santa se vio envuelta
en una neblina que los años no han hecho sino incrementar, porque
no se nos permitió comentar el incidente en nuestras cartas, e
incluso parece —no me sorprende— que los patrióticos autores de
las crónicas históricas han preferido omitirlo[21].
Nos contaron que el altercado lo inició un escocés medio
borracho al disparar al policía militar que había intentado impedir
que metiera a su chica en un café prohibido. Según algunas
versiones, la chica era una joven francesa del pueblo; según otras,
se trataba de una integrante del grupo del Cuerpo Auxiliar Femenino
del Ejército, recién llegada; y, naturalmente, en el campamento del
Cuerpo Auxiliar se comentaba que había sido una voluntaria. Fuera
cual fuera el origen del brote, lo cierto es que a finales de
septiembre se armó una buena en Étaples. Varios australianos y
neozelandeses, siempre dispuestos a meterse en follones, se
unieron a la refriega; se rumoreaba que muchos oficiales de alto
rango se habían desentendido del control del campamento, y que un
oficial joven condecorado con la Cruz Militar se había suicidado in
situ.
Nunca he llegado a saber quién estaba en contra de quién, pero
se contaba que una de las partes había tomado el puente sobre el
Canche y la otra intentaba arrebatárselo. Como es lógico, aquel no
era lugar para mujeres, de modo que durante más de dos semanas
nos quedamos encerradas en nuestros respectivos hospitales,
meditando sobre el efecto que ejercían tres años de guerra sobre la
espléndida moral de nuestras nobles tropas. Como si los incesantes
convoyes no nos proporcionaran suficiente trabajo, nos llegaban
numerosos guerreros borrachos y heridos en la batalla del pueblo,
que enviábamos a las camas libres que requerían pequeñas
reparaciones. Eufemísticamente nos referíamos a ellos como los
«pacientes lugareños».
Ya estábamos a mediados de octubre cuando la «batalla de
Eetapps» terminó y enfermeras y voluntarias por fin pudimos salir de
nuestros respectivos campamentos. Por suerte, el motín no había
interrumpido el correo, por el que me enteré de que, durante la
segunda quincena de septiembre, Edward había padecido la peor
parte del bombardeo perpetuo sobre Passchendaele. El día 19
recibí una nota suya en la que me decía que su compañía había
sufrido muchas bajas, aunque de momento él estaba ileso.
«Aquí», escribí a mi madre justo dos años después de la batalla
de Loos, y en un lenguaje muy similar al que empleaba Roland al
describirme los preparativos para la primera de aquellas masacres a
gran escala, que parecían ser la única manera de escapar de la
guerra de trincheras que concebía la brillante imaginación del Alto
Mando, «hemos tenido el habitual ambiente de inquietud de las
ofensivas: trenes yendo y viniendo todo el día, trasladando heridos
desde la línea o llevando refuerzos; convoyes llegando durante toda
la noche, evacuaciones a Inglaterra y clarines sonando
constantemente; pabellones abarrotados y mucho movimiento de
personal entre un pabellón y otro. […] Espero recibir noticias de
Edward muy pronto; anoche no paré de acordarme de él al oír los
clarines».
Cuatro días más tarde me enteré de que su compañía había
abandonado la primera línea del frente el 24 de septiembre, tras
participar en el «espectáculo» durante diez días ininterrumpidos.
«Nos marchamos anoche», me contaba mi hermano, «aunque tal
vez “marcharnos” no sea el verbo más adecuado; hemos sufrido
unas cincuenta bajas, entre ellas la de un oficial de la compañía; el
mejor oficial, por supuesto. Yo mismo tendría que haber caído miles
de veces, pero ya ves, parece que aquí sigo».
Fue durante esta ofensiva cuando empezaron a llamarlo «el
inmaculado hombre de las trincheras». Además del afeitado diario,
tenía el detalle de escribirme cada vez que podía para informarme
de que seguía «bastante bien». «En la segunda mitad de
septiembre», recapituló por fin el 2 de octubre, tras retomar
posiciones, «solo hemos estado tres días y medio fuera de la línea
de fuego, que es cosa seria para el Saliente de Ypres cuando hay
ametrallamientos a tierra».
Aquello era la guerra con mayúsculas, y sin embargo, para mi
tensión y angustia, parecía que mi hermano estuviera disfrutando de
la auténtica gran vida. Mientras él siguiera en pie, aunque cayeran
los demás, seguía en pie la esperanza, y había un buen motivo por
el que vivir; sin él… en fin, no lo sabía, y me negaba a pensar en
ello, atónita. Pero entre mediados de septiembre y mediados de
octubre, su actividad me desasosegaba tanto que casi no le escribí,
convencida en mi superstición de que, si lo hacía, Edward moriría
antes de recibir las cartas. Con su tolerancia habitual, él se limitó a
protestar tibiamente por aquella actitud mía tan inesperada.
«Entiendo por qué no me escribiste durante ese periodo, pero,
por favor, si es posible, no vuelvas a hacerlo, o no podré contarte
cuándo me dispongo a enfrentarme a algo desagradable, y tú no
podrás ayudarme a afrontarlo».
El 9 de octubre, aunque él mismo me había comunicado que
había salido sano y salvo, por fin, del bombardeo, el ajetreo del
Hospital General n.° 24 no disminuía, sino que para colmo
aumentaba.
«Quizá algún día», escribí a mis padres el 12 de octubre,
«intente contaros cómo ha sido esta primera mitad del mes. […]
Solo en esta semana hemos recibido tres convoyes y enviado otros
tres a Inglaterra, y el cuarto ha llegado esta mañana. En una
ocasión, ingresaron en nuestro pabellón dieciséis pacientes de
golpe. Todos los días de la última semana han sido un largo intento
por hacer lo imposible, o lo que parecía imposible antes de empezar.
Cuatro de nuestros treinta y cinco pacientes están en la lista de
casos críticos […] y cualquiera de ellos podría dar tarea a una
enfermera para todo un día, pero cuando solo hay dos para todo el
pabellón, una hace lo que está en su mano. […] Nadie que no haya
estado en Francia alcanza a comprender el significado de la palabra
“emergencia”. […] Ahora mismo estoy en una bañera casi
congelada, esperando que haya agua caliente. […] Va a ser un
invierno de frío atroz, y llueve a cántaros a diario, una lluvia gélida y
fuerte. […] Todas las mañanas y todas las noches me convenzo de
que el dinero que consiga ahorrar aquí lo destinaré a comprar
carbón, de tal manera que, cuando termine esta guerra (si es que
queda algo de mí para entonces), pueda tener la chimenea
encendida en mi dormitorio por siempre jamás, mientras viva. […] Al
final no me he dado un baño, porque el agua solo estaba templada».
Ese mismo día, Edward me hizo llegar la descripción de una
típica escena de la vida en el Saliente durante aquel otoño tan
cargado de acontecimientos: «Nos encontramos en otro grupo de
carpas húmedas rodeadas de barro, y hace mucho frío, como
siempre; de ahí que nuestros ordenanzas, con la consabida
incorregibilidad del soldado británico, estén cantando alegremente
canciones lascivas. Ha llegado un contingente nuevo y empapado,
están todos sentados en el suelo empapado bajo sábanas de
vivaque empapadas. El próximo hombre al que le toca permiso lleva
aquí dieciséis meses; los doce siguientes, entre catorce y quince
meses; y acaba de llegarnos orden de que todos los hombres tienen
que lavarse los pies con agua caliente, es de suponer que en las
cacerolas en las que se prepara el té, o bien en las escudillas donde
comemos y bebemos, porque otros recipientes no hay; supongo que
el director del Servicio Médico se cree que contamos con bañeras
portátiles; y el oficial de inteligencia nos ha conseguido dos botellas
de whisky , las primeras que vemos en tres meses, y el bombardero
—un caballero olvidadizo que mide más de dos metros de alto por
uno y pico de ancho, de torpeza proporcional, miembro de nuestra
compañía— ha ido a un recado y es probable que se haya perdido,
porque salió en torno al mediodía y ya hace más de una hora que
oscureció; el comandante nos ha imprecado a casi todos a lo largo
de la jornada, y yo observo que esta carpa no es tan impermeable
como debió de serlo antaño, y luego está nuestro viejo amigo,
aferrándose a las laderas orientales de las montañas, desde las que
sigue exigiendo nuestra presencia en esta tierra llena de dolor… Y
así es nuestro día a día».
Se equivocaba al suponer que su papel en la mêlée de Ypres
había acabado. A finales de octubre, las compañías A y C del 11.°
Batallón de Sherwood Foresters perdieron a casi todos sus oficiales,
y Edward, al que habían concedido una tregua después de haber
participado en tantos «espectáculos», fue enviado con urgencia a la
compañía A, donde tan solo quedaba un oficial. Allí casi lo aniquilan
mientras pasaba de una línea de apoyo a otra, pero de nuevo
regresó ileso al cuartel general del batallón.
«Podríamos haber salido peor parados, teniendo en cuenta que
nos hallábamos en el saliente más pronunciado al este del bosque
de Polygon, uno de los peores tramos de todo el frente durante la
guerra. Sin embargo, me han comunicado que me será concedido
un permiso dentro de tres o cuatro días. […] Por fin tenemos
gramófono y una canción preciosa compuesta por un hombre que se
apellida Sherrington, “Sweet Early Violets”. […] No te haces una
idea de lo amarga que es la vida en ocasiones».
¿Qué porcentaje de amargura se debía a su certeza de que tres
meses de angustia incesante se habían traducido en un inestable
avance total de menos de ocho kilómetros? ¿Hasta qué punto era
consciente del fracaso absoluto de la larga ofensiva que había
absorbido a la mitad de la infantería y la caballería, no solo del 11.°
Batallón de Sherwood Foresters, sino del Quinto Ejército al
completo? Cansados y desmoralizados como estaban tanto él como
el resto de supervivientes del batallón, los temporales terribles y las
lluvias torrenciales de finales del otoño, que transformaron las
llanuras acuchilladas de proyectiles de Flandes en un océano de
barro que volvía el ahogamiento casi tan difícil de sortear como la
muerte por arma de fuego, debieron de encarnar la gota intolerable
que colmó el vaso de su desesperación.
En Étaples, el viento marino, pesado, frío y amenazante,
convirtió el campamento en un panorama vertiginoso de madera
inestable y lonas aleteantes. Una tarde, al acabar mi turno, descubrí
que mi cabaña Alwyn había pasado a ser una montaña de harapos y
tablas que cubría todas mis posesiones. No había esperanza de
repararla, de modo que después de recoger como pudimos nuestras
cosas mugrientas bajo los escombros, S. y yo, sin excesivas
reticencias, nos despedimos de nuestras compañeras y fuimos a
ocupar sendas camas libres en las dependencias de invierno, donde
se alojaban dos personas por dormitorio.
9

A finales de octubre tuvo lugar el desastre italiano en la batalla


de Caporetto. Mientras Von Bülow perseguía a sus desmoralizados
oponentes hasta el río Piave, y tomaba una por una las cumbres
que protegían la llanura véneta entre el Piave y el Brenta, se
especuló mucho en Francia sobre el destino de Venecia. En un
primer momento me interesé muy poco por aquellas discusiones, sin
imaginar siquiera que la derrota de un ejército italiano en un remoto
pueblo de montaña repercutiría de manera decisiva sobre mi vida, ni
que llegaría un momento en que no sería capaz de consultar un
mapa del frente italiano sin que se me hiciera un nudo en la
garganta.
Pero el 3 de noviembre, cuando la ofensiva de Flandes ya
estaba hundiéndose en el barro y en casa esperaban la llegada de
Edward de un momento a otro, recibí una escueta y misteriosa nota
de mi hermano, escrita en el latín apenas recordado de Uppingham:
Hanc epistolam in lingua Latina male conscripta - nam multorum
sum oblitus - quasi experimentiam tibi mitto. Si plurimos dies litteras
a me non accipis, nole perturbari; ut in fossis sim ne credideris. Non
tamen dies decimos domum redibo, utrumque ad locum aliquem
propinquum el quo parum ante Kalendas Junias revenisti necne
eamus haud certe scio. Ut plurimos menses vel etiam annos te
videre non possim máxime timeo; sed «vale» priusquam dixi et me
vixurum ese ut rursus te videam semper spero. Spem aeternam ad
laetitas in futuro tibi etiam tradent di immortales.
Echando desesperada mano de las escurridizas sombras de los
exámenes de Oxford, me las apañé para comprender que el batallón
de Edward había recibido orden de incorporarse a las divisiones
británicas y francesas que estaban siendo enviadas desde Francia
al mando de lord Plumer y el general Fayolle para reforzar el Ejército
italiano. Cuando me hube recuperado un poco de la sorpresa, le
llevé la nota al capellán castrense de la Iglesia de Inglaterra, un
individuo rubicundo y fornido cuya actitud hacia las voluntarias era
como la del mayordomo de la casa hacia la criada más joven, y con
ojos inocentes le pedí que me tradujera las palabras de mi hermano.
Tal y como me temía, el eclesiástico no tenía ni la más remota idea
de por dónde empezar, y tras mucho protestar por lo fino que era el
papel y lo ilegible que resultaba la letra diáfana de Edward, se vio
obligado a confesar su ignorancia, para mi secreto triunfo.
Aunque me alegraba de que Edward hubiera abandonado el
Saliente de Ypres, no podía evitar preocuparme por que se
marchara tan lejos después de que yo hubiera conseguido ubicarme
cerca de él para lo que durasen nuestras vidas en guerra, o eso
esperaba.
«La mitad de los motivos que me trajeron a Francia parece
haberse esfumado», les dije a mis padres, «y hasta que no he
sabido que Edward se va no me he dado cuenta de lo mucho que
había […] deseado verlo llegar por esta carretera algún día, para
encontrarse conmigo. Pero me gustaría que no os preocuparais más
por él debido a su marcha. […] Nadie que no haya estado aquí se
hace una idea de lo hartos que estamos todos de Francia y del
puñado de kilómetros que llevamos tres años disputando. Hay más
posibilidades de éxito en cualquier otra parte. Como es natural, se
ha hablado mucho de la migración […] y los hombres cuyas
unidades marchan a Italia están encantados».
Ciertamente, sería todo un cambio recibir postales ilustradas de
pueblecitos luminosos en lo más remoto del norte de Italia después
de las cartas salpicadas de barro que me llegaban desde
Passchendaele, aunque el movimiento no parecía todavía haber
erradicado el pesimismo que se instaló en el espíritu de Edward en
la melancólica Mandes.
«Nos han dispensado una bienvenida muy sentida por todo el
camino y nos han regalado de todo, desde botellas de algo
“espumoso” a manifiestos publicados por los alcaldes de los
pueblos», me escribió el 15 de noviembre desde Mantua. «Nos ha
costado horrores llegar hasta aquí, y durante las próximas semanas
los no iniciados podrían pensar que hemos fracasado, pero confío
en que no haya sido así; todo va a ser muy distinto a lo que
estábamos acostumbrados. […] Hemos traído el gramófono, pero
me temo que tendremos que deshacernos de él de un momento a
otro. Estas llanuras son un aburrimiento; es imposible ver más allá
de cien metros, por las viñas. Lo siento, esta noche estoy divagando
más de la cuenta, es por el cansancio».
Aquel mismo día, me mandaron a hacer el turno de noche a un
pabellón de casos graves. Dado que cada uno de mis turnos de
noche previos se había convertido en un recuerdo nítido y doloroso
de telegramas, muerte y reflexiones dolorosas, no me alegré del
cambio, y escribí a mi madre en un arranque de desaliento,
agravado por la renovada creencia de que Edward, mi único
compañero superviviente, estaba muy lejos y en horas bajas.
«Estos días parezco muy mayor y triste, aunque la enfermera
“Milroy” me dice que se siente como mi madre cuando sale conmigo
a pasear, pese a que solo es ocho años mayor que yo. Me pregunto
si yo llegaré a tener ocho años más, y si los ocho años siguientes
serán tan largos como los tres últimos. Supongo que estoy saturada
de guerra, como todo el mundo».

10

El pabellón para pacientes graves estaba bajo la supervisión


nocturna de una enfermera a la que pronto empecé a llamar «Mary»
cuando no estábamos de servicio, pues era la hermana mayor, y
enfermera titulada, de la voluntaria con la que yo había caminado
hasta Hardelot. Mary, que todavía no había cumplido los treinta y
era alta, rolliza y tremendamente fuerte, acababa de llegar de un
puesto de triaje; al principio me inspiró antipatía su manera serena
de moverse por el pabellón, interesada, con una media sonrisa y
cierta complacencia. Pero enseguida nos hicimos amigas y aliadas,
y yo incluí un poema sobre ella en Versos de una enfermera
voluntaria.
«Siempre voy donde más trabajo hay… o será que el trabajo
viene a mí», pensaba, observando con aprensión los jadeos de las
pulmonías, la hinchazón e incoherencia de los nefríticos, los
gemidos y las vendas de las fiebres reumáticas. Pasarían muchas
noches, estaba segura, hasta que dispusiera de tiempo para escribir
a Betty o a Clare; las cartas valientes e infrecuentes de esta última,
en las que narraba la lucha de una aspirante a artista por adquirir
una formación adecuada en la Escuela de Bellas Artes de Brighton,
revelaban entre líneas la prolongada batalla contra una depresión
doméstica en aumento. Betty, por su parte, había vuelto a Londres,
porque no había «nada que hacer» en Malta; Malta, que para mí
formaba ya parte de una vida pasada en otra era. No quería
marcharse más, me escribió, y me proponía hacer un curso de
formación para masajistas.
Tal vez fuera la diligente disposición de mi amiga para abandonar
la aventura lo que inquietó a mis padres, queme escribían cada vez
más alterados para hablarme de las dificultades con el servicio,
hacia quienes, con la responsabilidad nocturna de trece vidas sobre
mis hombros, yo no experimentaba ningún tipo de empatia. Con
veintitrés años, llevaba desde 1915 alimentándome del rancho
espartano pero abundante del Ejército, y no conseguía hacerme una
idea del estado de aguda neurastenia en el que la mala comida, la
ansiedad constante, los bombardeos frecuentes y la escasez de
toda clase de artículos de primera necesidad sumían a los
londinenses de mediana edad.
«Siento mucho que tengáis problemas con el servicio», le digo a
mi madre en una carta que escribí después de dos semanas de
turno de noche: «Me parece un inmenso derroche de energía, en un
momento en que la energía es tan valiosa. Creo de veras que muy
pronto no habrá más opción que la de vivir en hoteles, o bien que
cada uno se ocupe de sus tareas domésticas. Personalmente, no
quisiera estar ahora mismo en Inglaterra por nada del mundo; ojalá
hubiera algún trabajo que pudiera traeros aquí a padre y a ti, pues
parece que en nuestro país la gente está pasándolo mal».
Yo no había subestimado el exceso de trabajo en mi nuevo
pabellón; de hecho, me reservaba posibilidades hasta entonces
desconocidas, como bien supe una noche después de que me
persiguiera por todo el barracón un neozelandés de casi dos metros
completamente desnudo, presa del más agresivo delirio. Dos
celadores, que uno de mis pocos enfermos conscientes hizo venir
de los pabellones contiguos, por fin me sacaron del atolladero, y
cuando amarraron a la cama al gigante demente me senté en mi
mesa con el corazón desbocado, escuchando aquella explosión de
ira a través del torrente de un lenguaje más expresivo de lo que
hubiera avasallado mis inocentes oídos en dos años y medio de vida
en el Ejército. Cuando por fin se calmó a consecuencia del pinchazo
de la jeringuilla de Mary, el cockney moribundo de pulmonía de un
rincón empezó con su cantinela de siempre: «Traedme los
pantalones, quiero ir a Trouville… Quiero ir a Trouville… ¡a
Trouville!».
Aquellos casos tan graves constituían un perturbador contraste
con respecto a los pacientes cuerdos y valientes de cirugía. Los
heridos conservaban su personalidad incluso después de una
operación de envergadura, mientras que los enfermos se alteraban
enseguida; los microbios diminutos y virulentos que atacaban el
cuerpo parecían dominar también el alma. ¿Por qué era tan
vulnerable el carácter, por qué sucumbía este a tan insignificantes y
humillantes agresores?, cavilaba yo, trastornada, mientras corría
con las cuñas por las pasarelas heladas entre los barracones, bajo
las estrellas brillantes del mes de diciembre.
«Nunca en mi vida me he ensuciado tanto como trabajando
aquí», escribí a mi madre el 5 de diciembre en respuesta a la
petición de que le describiera mi trabajo.
«La enfermera A. controla seis pabellones, y en el que queda
junto al mío no hay voluntarias, solo un celador, de modo que ni ella
ni él pasan mucho tiempo por aquí. En consecuencia, yo asumo los
papeles de enfermera titulada, voluntaria y celador, todo en una
(¡alguien comentaba el otro día que nadie salvo Dios Todopoderoso
podía dar una definición correcta del trabajo de una voluntaria!), y
luego, aparte de las tareas de enfermería, tengo que alimentar la
estufa toda la noche, y hacer dos o tres rondas con las cuñas, y
mantener en funcionamiento las teteras, y calentar comida en unos
fogones de aceite negruzcos, y… Sin duda, el trabajo con pacientes
de cirugía es el más duro, pero el de medicina general a mí me
resulta más agotador que ninguna otra cosa en la faz de la tierra.
Hay que estar siempre pendiente de todo, y al final no parece que
hayas hecho nada aparte de mantener con vida a un par de
personas que de lo contrario habrían muerto».
El resto de la carta aludía a cómo repercutía sobre nosotras la
nueva ofensiva de Cambrai.
«El hospital está sobrecargado, tanto como cuando llegué; los
combates se están alargando mucho este año, y los convoyes no
paran de llegar, dos o tres cada noche. […] A veces, en medio de la
oscuridad, tenemos que sacar a enfermos de las camas y ponerlos
a dormir en el suelo para hacer hueco a otros pacientes más graves
que acaban de llegar de la línea del frente. Ahora mismo tenemos
un montón de gaseados que ingresaron hace un par de días; solo
en este pabellón hay diez. Ojalá todas esas personas que escriben
sin pensar sobre una “guerra santa” y esos oradores que no se
cansan de repetir que tenemos que seguir adelante sin importar
cuánto dure la guerra y lo que ello suponga, pudieran ver al menos a
un soldado —por no hablar de diez— víctima del gas mostaza; ojalá
pudieran ver a estos pobres hombres achicharrados y plagados de
ampollas enormes y supurantes de color mostaza, y ciegos —a
veces con carácter temporal, otras veces, permanente—, con los
párpados pegajosos y pegados, y dejándose la piel por respirar, con
la voz reducida a un murmullo, diciendo que se les cierra la garganta
y que saben que van a asfixiarse. Lo único que puede una decir es
que esos casos tan severos no duran mucho; o mueren enseguida,
o mejoran (normalmente, lo primero); pero una cosa es segura: no
llegan a Inglaterra en el estado en que llegan aquí, y aun así hay
quien se empecina en afirmar que Dios quiso la guerra, cuando hay
tanto invento del Diablo por ahí suelto. […]»
«Las faenas matinales (hacer camas, TPR —temperatura, pulso
y respiración—, aseo, medicamentos, etcétera), que en Malta
empezaban a las seis, aquí empiezan ¡a las tres y media! ¡Y la otra
mañana me encontré nada menos que con diecisiete pacientes por
asear! […] El frío es espantoso; las ventanas del pabellón están
cubiertas de carámbanos, y los grifos de fuera, congelados. Trabajo
sin quitarme el jersey ni el abrigo largo».
El frío extremo había empezado muy pronto aquel invierno. A
mediados de diciembre, las teteras, las botellas de agua caliente y
las esponjas estaban duras como piedras cuando terminábamos el
turno si no habíamos tenido cuidado de vaciarlas y estrujarlas la
noche anterior, algo que casi nunca hacíamos debido a las prisas y
los arreglos de última hora, porque levantarse para entrar a trabajar
a oscuras y con ese gélido frío era una desgracia casi tan
estremecedora como una enfermedad. Las camisetas interiores se
quedaban tiesas si las dejábamos en el respaldo de una silla, y la
única manera de evitarlo era durmiendo con ellas puestas. Todos los
grifos se congelaban; hubo que reducir al mínimo el agua para los
pacientes, y cualquier salpicadura que se derramara en el pasillo de
nuestros dormitorios tardaba pocos segundos en convertirse en
hielo.
Salvo por el clima, casi no parecía Navidad, sin Roland, Víctor o
Geoffrey a quien comprarles regalos, y Edward tan lejos que las
posibilidades de que algo le llegase en menos de una semana eran
descorazonadoramente remotas. En cualquier caso, las Navidades
en tiempos de guerra habían perdido su encanto mucho tiempo
atrás, pero aun así Mary y yo madrugábamos y nos acercábamos al
pueblo para hacer compras, caminando en medio de una negrura
total por el barro helado, cargadas de fruta, dulces y adornos
llamativos. El día de Navidad fue menos triste de lo que esperaba,
porque tras la merienda con los hombres de mi pabellón pasé el
resto de la tarde calentita y amodorrada en un concierto que daban
los convalecientes de dos barracones más allá, en uno del que
ahora se encargaba Hope Milroy durante el día.
Mi merienda no pudo alargarse mucho debido a otro cabo Smith,
aunque muy distinto al primer hombre mortalmente enfermo que
había visto en el Hospital de Devonshire, el que murió de
tuberculosis. Típico hijo único de una viuda, a la que habían hecho
venir desde Inglaterra, el chico era uno de esos pacientes
agradecidos y dulces que era una tortura no lograr salvar. Mientras
él y el año 1917 se consumían a la vez, yo no pude descansar a
pesar de que los supervivientes del gas mostaza habían sido
trasladados a Inglaterra y los convoyes habían dejado de llegar; en
lugar de eso, me pasé toda la noche yendo de la estufa al pie de su
cama, esperando el alba inevitable que asomaría gris por los
biombos plegados. Solo una vez, durante diez minutos, renuncié a
la futilidad autoimpuesta de presenciar la batalla perdida, cuando
una carta navideña de Edward, escrita el 22 de diciembre, llegó en
medio de una ventisca para recordarme que el amor existía todavía,
impetuoso y cálido, en un mundo dominado por el invierno y la
muerte.
«Esta noche te debo una carta larga; desde que salimos de
Mantua hace más de un mes, solo he escrito notas brevísimas. Te
estoy muy agradecido por tus cartas, que son, ahora como siempre,
lo que más me ayuda en este mundo. […] No sé si me alegro de
estar aquí o no; suena raro, pero así es. Me alegré de dejar atrás la
desagradable región en la que nos encontrábamos, no muy lejos de
ti, y durante un tiempo me sentó bien la novedad, pero en un sentido
es todo como siempre, porque no hay futuro cierto y todavía no se
vislumbra el final, aunque, tal y como están ahora las cosas, quizá
haya más posibilidades de volver. ¿A qué viene esa inverosímil
ocurrencia de que me case? De todos modos, no creo que surja la
oportunidad de aquí a mucho tiempo. Es extraordinario que te las
arregles para escribir una obra de teatro a pesar del trabajo; yo
nunca tengo tiempo para nada […] y sueño con cosas que jamás
hago. La culpa la tiene, en parte, el Ejército […] Este día a día es
embrutecedor; es una vida de pensar en pequeños detalles
constantemente, y sobre todo en el detalle adecuado en el momento
oportuno; el cerebro debe limitarse a ser una máquina de
memorizar; más allá de eso, la consigna en la vida es mirar por el
propio interés. […] No puedo seguir escribiendo porque no paran de
llegar mensajes, órdenes, etcétera; pasa lo mismo todas las tardes,
solo que lo más normal es que lleguen para interrumpir la cena.
Menudo quejica estoy hecho.
»Los dos poemas de Masefield son muy buenos. […] La poesía
contrarresta, y de qué manera, la influencia embrutecedora […].
Ahora estoy leyendo The Loom of Youth a salto de mata. […] Es
magnífico, y todo lo que cuenta es bastante cierto, aunque tal vez
exagere un pelín. […] Mi propia experiencia me dice que ni el
lenguaje ni la moral suelen ser tan descarados como los retrata el
autor[22]. […]» Solo hemos atravesado la mitad de las montañas; las
tenemos enfrente, con los austríacos apostados en ellas; a veces se
ven preciosas, en ocasiones muy cercanas, otras veces remotas, y
suele haber nieve en las cumbres de las más altas. […] Hemos
estado sin nada que fumar hasta hace muy poco, que recibí
cigarrillos de parte de padre y madre; en lo que a suministros se
refiere, esto es un país de locos, aunque ya mismo habrá cantinas.
[…] Anoche recuperamos el gramófono con las cajas de los equipos
de reserva; qué alegría, “Sweet Early Violets” y “Down in the Forest”
otra vez. […] Ojalá pudiera volver a verte; hace tanto que no te veo
que seguro que tardaríamos media hora en decirnos algo. Parece
que haga mucho más de dos años de la muerte de Roland (mañana
y el lunes pensaré en ti cada vez que pueda, y nuestro amor por él
reducirá los kilómetros que nos separan). ¡Qué guerra más larga!
Parece un milagro haberla vivido tanto tiempo cuando todos los
demás están muertos.
«Buenas noches, querida, queridísima niña mía».
Debió de ser muy poco después cuando el cabo Smith falleció.
Su madre, una mujercilla vestida de un negro oxidado, lloraba a su
lado, en silencio y sin perder la compostura, cuando empezaron los
estertores finales; no nos dio ningún problema, ni siquiera cuando
Mary respondió: «Sí, seguro» a su última y lastimera pregunta.
Después de que yo la acompañara por la oscuridad nevosa y densa
hasta la cabaña del superintendente nocturno, Mary y yo nos
encargamos de preparar el cuerpo consumido del chico. Nos
informaron de que la rápida muerte se había debido a una
concienzuda determinación de resistir; se había negado a quejarse
hasta que ya fue demasiado tarde.
Cuando los celadores se lo llevaron, nos sentamos, temblorosas,
junto a la estufa, y comentamos por lo bajo la perspectiva de una
vida futura; aquella conversación tan manida, cuya respuesta ya
habían encontrado —o no, según el caso— tres de las cuatro
compañeras con las que más a menudo la había mantenido. Pero
en noches de trabajo se antojaban posibles muchas cosas que de
día resultaban del todo improbables; a medianoche nos pareció oír
unos susurros extraños en el silencio cargado de nieve, y el batir de
unas alas invisibles a nuestro alrededor, dentro del pabellón
débilmente iluminado.

11

Mientras el invierno iba tornándose cada vez más frío, yo pasaba


los momentos más complicados, los de la madrugada, hecha un
ovillo junto a la estufa, bebiendo muestras de licor de Paris-Plage en
una huevera de hojalata, y leyendo un poema impresionante titulado
«La ciudad del miedo», escrito por un tal capitán Gilbert Frankau.
Había leído una reseña del poemario entero en una revista, y lo
había pedido a modo de insólita alternativa a los perpetuos dulces,
que ahora prefería antes que los periódicos, y sin duda antes que
los libros, puesto que nunca entrábamos del todo en calor y nuestra
principal necesidad era combatir el frío. La mayoría de los libros
había dejado de resultarme apetecible, incluso en abstracto, pues
había perdido del todo mi recurrente esperanza de cumplir las
ambiciones que inspiraron la larga y encarnizada lucha por entrar en
Oxford.
En palabras de Edward, que me escribió el día de Nochevieja,
había sido «un año horrible en muchos sentidos; Geoffrey y Tah han
muerto, y nosotros nos hemos visto una semana en total. […] F. está
en el hospital, así que el comandante y yo somos los únicos oficiales
que ingresamos en el batallón allá por 1914». El conflicto tenía
siglos de antigüedad; el final parecía más lejano que nunca, y las
probabilidades de ser aún lo bastante jóvenes, cuando terminase,
para volver a empezar de cero, eran cada vez más remotas. En
1918 yo ya había empezado a tener unos sueños incómodos y
contradictorios sobre el futuro. En ocasiones, había vuelto a la vida
civil, llena de remordimientos e inquieta, mientras la guerra
continuaba, y, como en el primer año de conflicto, me debatía en
vano por consagrar mis pensamientos al conocimiento. En otros
sueños era aún voluntaria con treinta, cuarenta o cincuenta años, e
iba por los pabellones poniéndome a la entera disposición de los
demás, cada año más lenta, más agotada, con los pies más
doloridos.
Por primera vez, durante aquel turno de noche, desistí
definitivamente —salvo por algún que otro poema— de intentar leer
nada más exigente que revistas, que no me recordaban el amargo
deseo de trabajo intelectual y las aspiraciones que tan obsoletas se
habían quedado a merced de los acontecimientos. Mi profesora de
Clásicas, al enterarse de que Edward había marchado a Italia, me
envió un ejemplar de Garibaldi y la defensa de la República
Romana, de G. M. Trevelyan. Me quedé mirando el elegante tomo
rojo con ansia y miedo, pero venció el miedo; aunque mis noches se
habían vuelto relativamente apacibles para cuando llegó el libro, no
lo abrí hasta que no empecé a estudiar la historia del Risorgimento,
muchos años después de terminada la guerra. Incluso las novelas
habían dejado de encarnar un refugio; la mayoría de ellas me
sacaban tanto de mi día a día en medio del conflicto bélico que
volver a él implicaba una conmoción y un sufrimiento que ninguna
distracción temporal lograba compensar.
Las revistas más exigentes que Tatler formaban parte de la
variedad conservadora, como el semanario del Times, el Spectator y
Blackwood’ s, de modo que mi impresión de los hitos de aquel
invierno —el golpe de Estado bolchevique de noviembre dos meses
después de la proclamación de la República de Rusia, y el tratado
de paz de Brest-Litovsk del 2 de marzo de 1918 tras la estrepitosa
caída de los ejércitos rusos— era, inevitablemente, parcial. Mi
educación había sido tan paradigmática de la clase de mis padres
que no fui del todo consciente de la existencia e influencia de
publicaciones como el Manchester Guardian, el Nation o el New
Statesman hasta que salí de la universidad y rozaba ya el fin de la
veintena. Antes de la guerra había oído hablar del socialismo —
dentro del ámbito académico, pues era uno de los temas que se
debatieron en las conferencias de sir John Marriott en Buxton, si
bien su actitud hacia él no resulta difícil de imaginar—, pero la
existencia del Partido Laborista, aunque debí de conocerla, no dejó
ninguna huella en mi conciencia política.
Entretanto, mientras las expectativas se oscurecían y las
esperanzas se marchitaban, las cartas que llegaban desde
Inglaterra eran cada vez más aciagas.
«Las condiciones […] sin duda parecen horribles», escribí a mis
padres el 10 de enero; «a todas nos llegan la misma clase de cartas.
Nadie dispone de servicio, nadie visita a nadie ni sale de viaje, y la
comida parece tan difícil de conseguir como en Londres. Pero, en la
medida de lo posible», les imploraba, «intentad seguir adelante sin
desanimaros demasiado, y esforzaos por que otros hagan lo mismo,
[…] porque el mayor temor en el Ejército y todos sus apéndices no
es que vayamos a rendirnos, sino que la población civil allá en
Inglaterra nos falle al perder la esperanza —y, con ella, la moral—
en el momento más crítico. Y el momento más crítico, naturalmente,
es ahora, antes de que Estados Unidos intervenga en la contienda y
cuando los rigores del invierno aún no han acabado. No estaríamos
tan mal si las incomodidades, los inconvenientes y los problemas se
limitasen a un par de poblaciones o un par de familias, pero parece
que es el sentir colectivo».
Sin duda, el desánimo generaba alarma en muchas de las que
estábamos en Francia: por ser mujeres, padecíamos un miedo
perpetuo a que, justo cuando nuestro trabajo alcanzaba su punto
culminante, nuestras familias necesitasen de nuestra juventud y
vitalidad para su propio sustento. Una prima mía, hija de una tía, ya
había tenido que abandonar su trabajo en una cantina en Boulogne
para echar una mano en su casa; y ella era solo una de muchas,
pues, conforme la guerra iba consumiendo fuerzas y ánimos, la
generación que se encontraba en la mediana edad, tras ceder
irrevocablemente a sus hijos varones, empezaba a buscar cada vez
más apoyo en las hijas. Así pues, la desesperada elección entre
reivindicaciones incompatibles —por las que siempre se han visto
atormentadas las mujeres de mi generación, con sus conciencias
primorosamente formadas— mostraba señales de afligirnos con
renovada tenacidad.
El 12 de enero, una mañana ardua y triste, recibí un inesperado
telegrama de Edward: «Me han dado un permiso.
¿Puedes solicitarlo tú también?». Fui corriendo a la comprensiva
escocesa que había asumido el cargo de la supervisora del otoño;
yo llevaba casi seis meses en Francia, y me dijo que solicitaría uno
para mí de inmediato. Al cabo de un par de días llegó la orden, y yo
hice la maleta y puse rumbo a Inglaterra.
Como ya no llegaba a coger el barco de esa tarde, tuve que
pasar la noche en Boulogne, donde apenas pegué ojo por culpa de
una fiebre y un dolor apagado en todo el cuerpo. A la mañana
siguiente, una travesía muy complicada y muy larga me puso tan
mala que casi no sé cómo pude soportarla, y el tren helado de
Folkestone no ayudó a que me recuperase, de suerte que llegué a
Kensington en un estado de desmayo muy distinto del regreso
triunfal desde Malta. Edward, que había llegado de Italia cuatro días
antes, había ido a Victoria a recibirme, pero entre la multitud y la
oscura confusión no conseguimos vernos.
Fortalecida por una buena dosis de aspirinas del botiquín de
Edward, me metí en la cama enseguida, pero cuando desperté por
la mañana tenía treinta y nueve y medio, y durante varios días me
subió tanto la fiebre que el médico de Londres creyó que tendría que
alargar el permiso. Resultaba difícil localizar el «bicho» que me
había atacado, pero era, a todas luces, un tipo de fiebre de trinchera
de origen desconocido, muy similar a la que había padecido en
Malta en 1916. Tal vez no fue más que la reafirmación de un viejo
enemigo estimulado por el exceso de trabajo o por mi fatigado
fracaso a la hora de secar del todo mis sábanas una mañana
reciente en la que había vuelto de trabajar y las había encontrado
empapadas por una ventisca que había abierto la ventana de mi
cabaña durante la noche.
Tras una semana de fiebre y desdicha, agradecí empezar a
encontrarme mejor. Los dolores habían sido espantosos, pero lo
peor de todo era la mortificante sensación de que había echado a
perder el permiso de mi hermano y sobrecargado de trabajo a mi
madre. Ella no andaba precisamente bien de salud; con la única
ayuda de una displicente criada, el mantenimiento del piso la había
llevado al límite de sus fuerzas, y la aparición simultánea de una hija
enferma que requería unos cuidados muy minuciosos y un hijo
robusto que exigía constantemente su compañía para asistir a
conciertos, o la urgía a acompañarlo en una selección recién
adquirida de sonatas para violín, debió de llevarla al borde del
frenesí.
En cuanto me bajó la fiebre, me pareció un agradable sueño
tener a Edward de nuevo a mi lado, contándome historias de su
viaje a Italia, y describiendo las rocas grises y los oscuros bosques
de pinos del Altiplano de Asiago. Pero cuando por fin estuve en
condiciones de salir, vacilante y agarrada de su brazo, solo le
quedaban tres días de permiso, y lo único que pudimos hacer a
solas fue ir dos veces al teatro y escuchar a Bach y a Beethoven
unas cuantas horas.
El tiempo escaso, tan esperado y del que tanto habíamos
hablado por correspondencia, se había visto alterado por completo
por mi absurda enfermedad, y el 25 de enero, antes de tener
ocasión de hablar prácticamente de nada, Edward tuvo que
regresar. Tanto había echado en falta su compañía, que rompí mi
promesa de evitar las estaciones y lo acompañé a coger el tren de
Italia en Waterloo; me avine con la superstición marchándome del
andén antes de que partiera el tren. En la floristería de la estación,
mi hermano me compró un ramo grande de las primeras violetas de
Parma del año, y, aunque no lo dijimos, ambos recordamos una
estrofa de la canción «Sweet Early Violéis», que él había comprado
en Italia para el gramófono y había escuchado conmigo en casa:

¡Adiós! ¡Adiós!
Aunque no te vuelva a ver,
pues ahora nos despedimos,
el amor seguirá vivo, aunque viva en vano,
aunque estas, estas, mi regalo, se marchiten.

Qué guapo está, pensé, pero qué serio y maduro; es evidente


que ser comandante de una compañía a los veintiuno avejenta.
Querido Edward, ¿volveremos a ser jóvenes algún día, tú y yo? No
parece muy probable… Los mejores años ya han pasado, y hemos
perdido demasiado como para dejar de ser viejos, automáticamente,
cuanto termine la guerra, si es que termina.
¡Si es que termina! El camino de regreso desde Waterloo, en un
destemplado vagón del metro, fue de una desdicha que no acierto a
describir con palabras, a pesar de que me había despedido tantas
veces en una estación que ya había superado la parálisis
demoledora que siguió al primer adiós a Roland, en marzo de 1915.
No pude evitar preguntarme por enésima vez si volvería a ver a mi
hermano, pero el sufrimiento de la separación se había vuelto casi
mecánico; al igual que las hazañas sobrehumanas que llevábamos
a cabo en los pabellones abarrotados tras la llegada de los
convoyes, se trataba de una anomalía que se había integrado en la
urdimbre de la vida cotidiana. Ya ni siquiera me preguntaba cuándo
terminaría la guerra, porque me había vuelto incapaz de imaginar el
mundo, o mi propia existencia, sin ella.
En casa, un monótono abatimiento lo impregnaba todo ahora
que Edward se había ido, y resistí con firmeza ante la sugerencia de
que debía poner la excusa de mi debilidad y mi semiinvalidez para
solicitar que me ampliasen el permiso. Los temas universales de
criadas y cartillas de racionamiento dominaban hasta tal punto las
conversaciones de todos los hogares que me alegré cuando, cuatro
días más tarde, terminó mi quincena de vacaciones y pude regresar
a Francia, dejando atrás una Inglaterra obsesionada con la comida.
Cuando rememoro el feminismo entusiasta de mi juventud previa
a la guerra, y la fiera efervescencia con que libraría batallas literarias
por la causa femenina después del conflicto, me resulta increíble
que regresara al hospital ignorando por completo que, apenas unos
días antes de coger el permiso, había sido aprobada en la Cámara
de los Lores la Ley de Representación del Pueblo que concedía el
derecho al voto a las mujeres mayores de treinta años. Igual de
ajena había permanecido a que se hubiera aprobado en la Cámara
Baja ya en junio del año anterior, cuando todos mis pensamientos se
volcaban en la muerte de Víctor y el bombardeo diurno; pero mi
indiferencia ante el hecho de que, el 6 de febrero de 1918, el
sufragio femenino pasara a formar parte de la ley inglesa era un
reflejo claro del cambio de actitud de todas las Pankhurst que
habíamos sido absorbidas por la guerra. Con una ironía incoherente
raras veces igualada en la historia de las revoluciones, la
espectacular marcha del movimiento de las mujeres, lleno de vida y
color, de aventura, de iniciativa, de voluntad de sacrificio, alcanzó su
callado e inadvertido triunfo en el momento en que la guerra entraba
en la sima de su noche más profunda.

12

Esperaba que, nada más llegar a Boulogne, me enviasen a otra


unidad, pues a menudo los permisos traían consigo órdenes de
desplazamiento; pero no recibí instrucciones, de modo que regresé,
agradecida, al Hospital General n.° 24 y a mis amigas.
Recalé en Étaples justo antes de la medianoche; esta vez la
travesía había ido como la seda, y la noche estaba tranquila y
silenciosa. Por encima de mi cabeza, en un cielo añil, una luna
brillante resplandecía con frialdad sobre los campamentos,
proyectando sombras negras muy definidas en los «caminos de
hierro». Ya en las dependencias de las enfermeras me enteré de
que Hope Milroy acababa de entrar a trabajar en el turno de noche
—una coincidencia de lo más engorrosa, dado que yo acababa de
librarme—, así que me arrastré entre los barracones hasta su
pabellón y me senté junto a su estufa encendida a beber café,
amodorrada, hasta bien entrada la madrugada.
En el pabellón de medicina general al que me enviaron al día
siguiente, me recuperé pronto de las agotadoras secuelas de mi
enfermedad. Quince días más tarde, se destinó el barracón a las
víctimas del gas, y de nuevo me correspondió cuidar ojos cegados,
gargantas achicharradas y cuerpos llagados que hacían de la lucha
por sobrevivir un objetivo poco entusiasta. Uno de los moribundos
tuvo a su mujer velándolo durante dos o tres días; ella se aburría a
ojos vistas, y ya había empezado a coquetear con el sargento
celador antes de que este supervisara el levantamiento del cadáver
del marido. Me pregunté si sabría que su hombre también había
contraído sífilis.
Más o menos por esas fechas viví una extraña aventura en una
de mis excursiones a Étaples para hacer compras. Solía ir con
Norah o con Mary, pero aquella tarde estaba sola, alejándome del
puertecito somnoliento y emprendiendo la embarrada carretera que
unía el pueblo y los campamentos, cuando un oficial joven se plantó
frente a mí. Por instinto, me detuve; a la luz menguante distinguí que
temblaba de la cabeza a los pies, igual que un enfermo. Unos ojos
azules y fieros me miraban desde un rostro esquelético y lívido; al
principio le costó mucho articular palabra.
—¡Oiga…! —estalló por fin—. ¡Qui-quiero que me perdone por
haberla insultado ayer!
—¿Por haberme insultado? —repetí vagamente, porque estaba
segurísima de que era la primera vez que veía a aquel muchacho.
—Sí… ¡la insulté! ¡Le pido perdón! —reiteró convencido.
—¡Pero si no me ha insultado! —lo tranquilicé en el tono más
reconfortante que me permitía el asombro—. Ni siquiera sé quién
es. Me ha confundido con otra persona.
El chico me lanzó una mirada furiosa, como si yo estuviera
poniéndoselo aún más difícil.
—¡No, no la confundo! —insistió—. Era usted. Le dije cosas muy
feas, y le suplico que me perdone.
Era obvio que la única manera de librarme de él sería aceptar las
disculpas.
—Está bien —capitulé—. No tengo ni idea de por qué me pide
perdón, pero le perdono si así se queda más tranquilo.
—Gracias, ¡gracias! —jadeó, como apurando la poca fuerza que
le quedaba, y, tras despedirse desesperado, se esfumó en la
oscuridad.
Volví al hospital en un estado de perplejidad similar al que me
provocó el asunto de «Alfred» en el pabellón alemán. En 1918,
Francia parecía un país extraño y encantado, poblado por
fantasmas, espíritus y obsesiones sexuales.
«Por aquí empezamos a acusar un poco más las privaciones de
la guerra», escribí a mis padres el 3 de marzo; «cuando se agoten
las existencias, ya no podrán comprarse bizcochos, galletas,
chocolate ni caramelos en las tiendas francesas, ni tampoco en la
cantina, y en los restaurantes solo dan de comer entre las doce y las
dos, o pasadas las seis».
Esa misma semana, Edward también contrajo unas fiebres de
origen desconocido similares a las mías; desde el hospital me
escribió para decirme que no era nada grave, y a mediados de mes
volvió al batallón y me contó las alegrías del acantonamiento en las
montañas del Trentino.
«Hemos tenido muchos problemas con la población civil que nos
aloja; las viviendas son granjas muy pequeñas en su mayoría, muy
sucias, y con una media de entre seis y diez críos chillones en cada
una; varias familias, algunas de refugiados, conviven en cada casa.
El día que llegamos desaparecieron cuatro cucharillas, y al
siguiente, casi todo el racionamiento de azúcar; luego, un cuchillo,
tres platos y varios cigarrillos del cuarto donde duermo yo. Así que
esta tarde he pedido un intérprete, y se ha montado un buen revuelo
durante tres cuartos de hora… Los artículos robados iban
apareciendo uno por uno cada cinco minutos, salvo tres cucharillas
y un cuchillo, por los que al final hemos aceptado nueve liras; me ha
sabido mal cogerles el dinero, pero no podíamos hacer otra cosa si
queríamos dar por zanjada la situación».
Para entonces, a mí me habían puesto al frente de un barracón
de medicina general con pacientes leves. A pesar de que no había
ninguna enfermera titulada conmigo, el trabajo no era excesivo, y
con frecuencia me permitía salir a la puerta a respirar el aire
tranquilizador del comienzo de la primavera y escuchar el parloteo
ininteligible y cantarín de una empresa china que estaba montando
construcciones nuevas muy cerca, u observar los monoplanos
Taube alemanes que ahora sobrevolaban los campamentos cada
dos por tres. Se convirtió en una visión muy habitual, aquel bonito
pájaro plateado en medio del cielo azul y raso, rodeado de los
hongos de humo algodonoso de nuestra artillería antiaérea, que
nunca lo alcanzaba.
Tenía la vaga suposición de que el enemigo estaba realizando
tareas de reconocimiento, y que algún día nos bombardearía. Los
rumores, tan rápidos como siempre, aseguraban que en una de sus
visitas «los hunos» habían dejado un mensaje: «O movéis la línea
de ferrocarril, o movéis los hospitales», y en consecuencia se había
iniciado un letárgico esfuerzo por cavar trincheras cerca de los
campamentos. Aunque yo no me había percatado hasta entonces
de lo convenientemente bien que la ingenua Cruz Roja
salvaguardaba la línea principal que conectaba Boulogne con París,
no experimenté apenas recelos, pues me había acostumbrado ya a
unos bombardeos aéreos que al final no se producían. El rugido de
las bombas cayendo sobre Camiers al poco de mi llegada me había
abierto los ojos al paralizante hecho de que no había sótanos en los
campamentos, pero desde entonces la luz se había cortado en los
pabellones en muchas noches de invierno en las que nada había
sucedido salvo fastidiar a pacientes traumatizados.
El 20 de marzo, Hope Milroy dejó el turno de noche; al día
siguiente, el jueves 21, disfrutó del habitual día libre antes de
empezar en un pabellón nuevo; acordamos pasar juntas la tarde y la
velada. A la hora de comer, antes de que empezáramos, el personal
andaba comentando un informe muy inquietante que había llegado
—nadie sabía desde dónde— sobre un violento ataque del enemigo
en las líneas británicas, ahora muy extendidas. Tuve mis reparos en
irme del hospital, pero la enfermera que supervisaba mi barracón
me convenció de que me marchara.
«Seguramente será la última media jornada de descanso que
puedas disfrutar en un tiempo», me dijo. «Y quizá no llegue ningún
convoy antes de la noche».
Así que Hope y yo nos dirigimos a Camiers atravesando campos
enlodados. En un estaminet del pueblo compartimos una de las
acostumbradas tortillas gigantescas, sentadas delante de la
chimenea en una cocina vieja que brillaba de peltre y cacerolas
bruñidas. El aire estaba extrañamente inmóvil aquella tarde; unos
jirones alargados de neblina flotaban como velos blancos sobre las
praderas empapadas, y en el trayecto de vuelta a la costa nos
perdimos varias veces entre las oscurecidas dunas. Cerca ya del
litoral, las ventanas altas y negras de una torre de vigilancia
abandonada parecían observarnos con ojos maliciosos; por mucho
que tratáramos de escapar de las dunas circundantes, volvíamos a
encontrarnos bajo la mirada de aquella siniestra ruina. Me acordé de
la vez, cuando tenía trece años, en que escuché presa de un
fascinado terror a una maestra de St. Monica leyendo Childe Roland
a la torre oscura llegó:

¿Qué se asentaba en el medio sino la Torre misma?


La pequeña torre redondeada, ciega como el corazón del
loco,
construida en piedra parda y sin parangón
en el mundo entero.

Agitada, me agarré del brazo de Hope.


—¡Tenemos que alejarnos de esa torre! —le imploré—. Prefiero
desandar todo el camino que ya hemos hecho antes que volver a
pasar por delante.
—¡No digas tonterías! —exclamó Hope—. ¡No hay nada que
temer de una vieja torre de vigilancia!
Pero yo la agarré y la obligué a alejarse hasta que por fin,
después de mucho luchar entre arena húmeda y hierba espinosa,
alcanzamos la costa. Hope se quejó de que la había dejado
agotada, pero en el momento en que nos detuvimos, sin aliento,
junto al mar amortiguado, la extraña amenaza de la tarde nos sumió
en el silencio más absoluto. Una quietud siniestra pesaba en el aire;
ni siquiera las olas que lamían la orilla parecían emitir sonido
alguno. El sol poniente, una iracunda bola de cobre que se cernía a
través de un denso batallón de nubes de tormenta, me recordó los
soles escabrosos que se habían puesto sobre Inglaterra en el mes
de julio previo a la guerra, y los testimonios de los supersticiosos
que decían haber visto sangre en el sol y la luna. De nuevo, todo
parecía aguardar, aguardar.
—¡Qué mal presagio! —dijo Hope por fin.
Casi sin dirigirnos la palabra, regresamos al campamento, donde
descubrimos que los rumores de la mañana se habían confirmado, y
la gran ofensiva alemana había comenzado.

13

Al día siguiente, cuando entré a trabajar, me encontré con que mi


barracón de medicina general había sido «convertido» a toda prisa
en pabellón de cirugía durante la noche. La voluntaria atosigada y
desconcertada que había recibido el convoy me dio el parte. Diez
pacientes aguardaban intervenciones inmediatas; doce más
necesitaban radiografías; varios estaban a punto de sufrir
hemorragias, y otros tantos estaban en lista de espera para que los
reconociera un especialista. No, por desgracia ella no sabía quiénes
habían desayunado y quiénes no, porque el celador estaba
participando en un piquete. Y se fue, dejándome sola a cargo de
cuarenta hombres heridos.
Recientemente, estando yo en las elegantes oficinas de la Cruz
Roja británica en Grosvenor Crescent, leí en el Informe oficial
conjunto de la Sociedad de la Cruz Roja Británica y la Orden de San
Juan las siguientes palabras, un tanto pomposas, tal vez, como el
propio informe, pero sin duda redactadas con la loable intención de
tranquilizar al ofuscado gremio de enfermeras:
«Las integrantes del Destacamento de Ayuda Voluntaria no eran
[…] enfermeras tituladas; así pues, no se les confiaron tareas
propias de enfermeras tituladas salvo en casos en los que la
emergencia era tan grande que no había otra opción».
Y allí, en aquella sala segura y bien equipada, me vino a la
mente la imagen de mí misma de pie, sola, en un círculo del infierno
recién inaugurado durante la «emergencia» del 22 de marzo de
1918, y contemplando, medio hipnotizada, las camas deshechas, las
camillas por el suelo, las botas desperdigadas y las montañas de
ropa caqui embarrada, las mantas marrones ennegrecidas por
extremidades destrozadas unidas a tablillas por vendas mugrientas
y ensangrentadas. Debajo de cada apestosa capa de algodón y
gasa empapados me esperaba un horror obsceno, y todo el
equipamiento con que contaba para atacarlo en aquel antiguo
pabellón de medicina general se limitaba a un par de fórceps dentro
de un tarro de carne en conserva medio lleno de alcohol etílico.
Por un instante, mi espada de Damocles, el pánico siempre
acechante, estuvo muy cerca de caer sobre mi cabeza. Pero
entonces, inesperadamente, me eché a reír, y el peligro
desapareció. Eufórica y triunfante al darme cuenta de que una vez
más lo había vencido, empecé a reunir con alegría todos los
instrumentos quirúrgicos que pude, torniquetes, vendas, tablillas,
algodón, gasa, peróxido, antiséptico y solución salina. Tuve que
bombardear el convulso dispensario durante casi una hora hasta
que por fin pude juntar todas las existencias, sin las que resultaba
imposible emprender la ronda de curas. Cuando regresé al pabellón,
descubrí, para mi alivio, que habían mandado a una enfermera para
que me echara una mano. Aunque acababa de llegar de Inglaterra,
era una mujer juiciosa y competente, y juntas abordamos la batalla
cotidiana contra el tiempo y la muerte, que se prolongaría,
ininterrumpida, lo que me pareció una eternidad.
Da igual cuánto tiempo esté destinada a sobrevivir a los amigos
que cayeron en la guerra: jamás olvidaré la tensión demoledora de
aquellos días. Nada los había igualado hasta ese momento —ni la
batalla del Somme, ni la de Arras, ni la de Passchendaele—, pues
por primera vez se había colado en nuestra mente el temor secreto
e increíble de que pudiéramos perder la guerra. Con cada convoy
que recibíamos —y que era enviado a Inglaterra horas más tarde
tras un aseo o una cura rápida, o al cementerio tras una preparación
demasiado apresurada para ser respetuosa— cedíamos a un
desaliento que ninguna de nosotras había conocido en ninguna otra
gran batalla.
«¡Somos muy pocas, enfermera, y ellos se cuentan por miles!»,
era el lamento perpetuo, ya llegara el paciente desde Bapaume,
Péronne o Saint-Quentin, donde las hordas de enemigos,
procedentes del frente oriental, trataban de machacar la resistencia
aliada antes de que las fuerzas estadounidenses llegaran al rescate.
Día tras día, mientras los refugiados civiles recalaban en Etaples,
presas del pánico, huyendo de las localidades amenazadas más
cercanas al frente, y los heridos, a menudo sin supervisión, llegaban
en cualquier medio que cumpliera la función de trasladarlos —
camiones, ambulancias del Cuerpo de Servicio del Ejército, y hasta
camionetas para ganado—, se hablaba de nuevas conquistas del
enemigo, primero entre susurros incrédulos, luego en titulares de la
prensa extranjera. Fueron cayendo, uno por uno, Péronne,
Bapaume, Beaumont Hamel, y el 27 de marzo fue tomado Albert.
Incluso París, según supimos, había sido bombardeada con artillería
de largo alcance desde ciento veinte kilómetros de distancia. Poco a
poco fuimos comprendiendo que nos encontrábamos en el epicentro
de lo que más adelante los historiadores del conflicto calificarían
como «la ofensiva más extraordinaria de la historia mundial».
El 4 de abril, tras dos semanas de jornadas de catorce horas,
con los quirófanos funcionando día y noche, la orden de «en sus
puestos» sonando constantemente y el personal de día turnándose
para ayudar con los convoyes nocturnos, entramos renqueando en
el comedor para cenar y descubrimos un rumor aún más
espeluznante: «¡Los alemanes están en las afueras de Amiens!».
Nos miramos, enmudecidas y lívidas; yo debí de palidecer como
las demás, porque sentí como si unos dedos gélidos me hurgaran
en las entrañas. Estábamos transformándonos en un puesto de
triaje, dado que solo nos separaban del frente las unidades de
Abbeville; ¿cuánto tiempo podríamos quedarnos dónde estábamos?
¿Cuánto tiempo hasta que huyéramos nosotras también antes de
que nos alcanzaran los uniformes grises que avanzaban por la
carretera de Camiers? Aquel horror… monstruoso, inconcebible,
inverosímil… aquello era la derrota. Esa noche empezamos a
empaquetar nuestras cosas. Cada tarde, cuando terminábamos de
trabajar, nos preguntábamos si a la mañana siguiente nos
incorporaríamos de nuevo a nuestro puesto.
Durante casi un mes, el campamento semejó una ilustración de
Gustave Doré para el Infierno de Dante. Las enfermeras huían de
los puestos de triaje tomados por los alemanes y abarrotaban
nuestras dependencias; a menudo llegaban sin ningún tipo de
pertenencia, y ocupaban nuestros dormitorios, nuestras camas y los
uniformes de recambio. Un crescendo de ruidos sordos en la
distancia por el día y los destellos del fuego en el cielo por las
noches nos decían que la guerra nos pisaba los talones.
Aún más cerca, un rugido constante y ensordecedor embotaba el
aire. Los camiones y los carros de transporte de municiones se
precipitaban sin cesar por la carretera; los trenes con refuerzos
atronaban por las vías durante todo el día, o pasaban más despacio
con cargamentos de heridos. Hasta las víctimas que llegaban en
camilla lo hacían con los uniformes caqui llenos de manchas de las
trincheras, rasgados a duras penas en las zonas de las heridas; a
menudo, la sangre coagulada las adhería con firmeza al tejido, y
teníamos que cortarlo para poder liberarlas. Los pabellones nunca
estaban ordenados, y el trabajo nunca terminaba; cada convoy, tras
pasar unas pocas horas con nosotras, era inmediatamente
sustituido por otro, y la tarea de desinfectar y vendar empezaba de
nuevo de cero. Me alegraba de no tener que atender a prisioneros
alemanes; la diplomacia se habría complicado mucho para ambas
partes.
«No voy a hablarte de la ofensiva porque bastante tendrás ya»,
me escribió mi considerado hermano el Domingo de Resurrección,
cuando llevábamos diez días de ataque, «pero me alegro de que
hayamos recuperado Albert, aunque solo sea por el bien de la
memoria; si los hunos no consiguen romper nuestra línea, y no creo
que puedan, diría que el fin de la guerra es inminente. Nosotros
estamos en el frente, rodeados de nieve; un gran cambio, porque
hace un frío terrible, pero empezamos a acostumbrarnos. Hemos
visto paisajes magníficos: cumbres inmensas tapizadas de pinos
altos, carreteras maravillosas con curvas cerradísimas y, por todas
partes, roca sólida sobre la que la nieve durará hasta el mes de
junio. […] Esta mañana muy temprano se ha celebrado una misa de
eucaristía extraordinaria a unos trescientos metros de la línea del
frente, detrás de un altozano; un acto de lo más original».
Yo sabía que Edward me perdonaría por mi repentina
negligencia. «Te imagino atareada y sin tiempo para nada, y
entiendo por qué no me has escrito», me comentaba el 10 de abril.
¿Por qué le negaba unas palabras?, me pregunto ahora. ¿Por qué
no le mandé postales, o notas escuetas de dos líneas garabateadas
con lápiz, si él siempre sacaba tiempo para escribirme a mí incluso
durante las ofensivas?
«Resulta de lo más patético», continuaba, «pensar que los
lugares donde estuvimos hace dos años están ahora en manos de
los hunos, como también las tumbas de tantas personas que
conocemos. Según tengo entendido, Louvencourt todavía está al
otro lado de nuestras líneas, aunque el combate en Aveluy no
parece muy lejano. Ayer estuve hablando con un mayor sobre la
posibilidad de cavar trincheras en un terreno muy pedregoso, e
insistió mucho en que todos los hombres usaran gafas de protección
debido a las astillas que provocan las bombas al quebrar la piedra.
“Porque no me imagino nada peor que quedarse ciego para
siempre”, me dijo. Me pareció muy curioso que pronunciara esas
palabras justo en el aniversario del día en que Tah se quedó ciego».
14

A medida que la ofensiva alemana se prolongaba sin visos de


aflojar, los hombres que llegaban al hospital al cabo de dos o tres
semanas de combate continuo ya no parecían lastrados por la
oscura depresión que mostraban las primeras tandas de heridos;
todo lo contrario, estaban aturdidos y a menudo extrañamente
exaltados. Tras el trauma primero de la derrota, algunas unidades
del Ejército británico empezaron a sufrir un curioso masoquismo y,
como en 1914, pasaron de la habitual confianza obstinada en sus
propias fuerzas al consuelo de la superstición y las ilusiones del
cansancio.
Había muy pocas oportunidades de conocer de verdad a unos
pacientes que llegaban por la mañana y se marchaban antes de que
terminara la tarde, y en el ajetreo cotidiano de curas y convoyes casi
no me quedaba tiempo para cruzar dos palabras; sin embargo, un
par de veces fui consciente de que los hombres mantenían
conversaciones raras. Un día me detuve a escuchar, y varias
semanas después puse aquel diálogo por escrito; si bien no puede
ser del todo exacto, lo reproduzco aquí tal y como figuraba en mi
«novela» de 1918 sobre una enfermera en Francia:
—¿Tú vienes de Albert? —preguntó un sargento al cabo que
ocupaba la cama contigua y que, como él, lucía un galón de 1914.
—Sí —fue la respuesta—, de allí vengo. Mira que están pasando
cosas raras en el Somme, ¿no es cierto, amigo?
—Eso mismo digo yo —convino el sargento—. Te puedo contar
una que me ha pasado a mí, sin ir más lejos.
—Desembucha, hermano.
—Pues mira, resulta que cuando el regimiento antiguo llegó en el
16, teníamos un capitán, el comandante de nuestra compañía, un
fenómeno. Un día, al principio de la batalla del Somme, unos
chavales se adentraron en un sitio muy estrecho (una insensatez, sí,
algunos no estaban del todo en sus cabales) y él cogió y los sacó de
allí. Como a un par de ellos les había entrado el canguelo, fue y les
dijo que no se desanimaran si se metían en un brete, porque él
sabía cuándo lo necesitaban los chavales, y que, fueran donde
fueran, haría lo que estuviera en su mano por no dejarles solos.
Total, que lo mataron mientras ayudaba a los chavales, para variar,
al final del combate en el Somme, y nosotros lo lloramos como a un
hermano, como quien dice… Era un tío alto y bien plantado, no
pasaba desapercibido. Bueno, pues el otro día, justo antes de que
los boches entrasen en Albert, estábamos en un apuro, y yo
haciendo lo que podía por resolver el asunto; de pronto, me giro y lo
veo allí, con sus ojos brillantes y su sonrisa de siempre, dirigiendo la
retaguardia: «Bueno, Willis, nos hemos librado por un pelo», me
dice. «Pero yo creo que estamos salvados». Y yo, sin acordarme de
nada, hice amago de contestarle, pero de repente ya no estaba. Al
principio no reaccioné… ¿Qué te parece, muchacho?
—Yo qué voy a decir —respondió el cabo—. A unos de mi
compañía les pasó otra cosa muy rara… Antiguamente, teníamos en
el Somme un equipo magnífico de camilleros, hasta que un día cayó
un zambombazo que se los llevó a todos por delante. Pero fíjate que
la semana pasada varios de los nuestros volvieron a verlos,
trasladando a unos heridos por la trinchera de comunicación. Y en el
tren conocí a uno que juraba que lo cargaron dos de ellos.
Un chico de Lancashire de la hilera de camas de enfrente se
incorporó con entusiasmo.
—Yo os puedo contar una cosa todavía mejor —dijo—. El otro
día, cuando nos estaban desalojando de Péronne, se me puso al
lado un chaval muy blanco y muy tieso, que parecía que no podía
casi ni andar; estaba hecho polvo. Y yo, que llevaba un par de
biscotes en el bolsillo, saqué uno y se lo ofrecí. «Cómete uno de
estos, amigo», le dije. «Gracias, muchacho», me dijo. «No te voy a
decir que no». Y coge el biscote y le da un mordisco. Pues cuando
levantó la mano para llevárselo a la boca vi que tenía en la muñeca
una de esas placas identificativas tan modernas, y los números, más
claros que el agua clara. Luego vino más gente y le perdí la pista; y
hasta que no volví al acantonamiento no me acordé más de él…
«¡Si ese no era el chaval que enterré hace más de una semana con
Jim, no me llamo Bill Bennett!», pensé. Porque os lo prometo,
amigos, recuerdo que ese día cogí las placas de la muñeca para
leer el número, más claro que el agua. Y era el mismo número que
el del tipo al que le di el biscote.
Se produjo un silencio reverencial en el pabellón, y yo me aparté
de la cura que estaba haciendo para preguntar, casi sin aliento:
—¿Están ustedes diciendo que en medio de la batalla han vuelto
a ver a hombres que creían muertos?
La respuesta del sargento fue apremiante:
—Así es, enfermera, y muertos están. Son nuestros compañeros
caídos en el Somme en el 16. Y creemos que todavía luchan con
nosotros.
Poco después me acordé de esta conversación al leer unos
versos del poema «Cha Till Maccruimein» de E. A. Mackintosh, en
un volumen de poemas que la madre y la hermana de Roland me
habían enviado por Navidad:

Y allí, frente a los hombres marchaban,


sin dejar huella en la tierra,
los grises fantasmas de los antiguos combatientes,
regresados de las sombras […].

No obstante, en aquel momento solo experimenté frío y náuseas,


y cuando hube terminado la cura dejé mi bandeja y salí un momento
a la puerta abierta del barracón. Vi a las enfermeras con sus
mandilones blancos corriendo entre mi pabellón y otro, los celadores
cansados cargando con las camillas por los senderos, la
concentración habitual de ambulancias de la Cruz Roja junto a la
caseta de recepción, y reconocí mi mundo como un reino de muerte
en el que los fantasmas de las pobres víctimas no tenían ningún
poder para ayudar a sus camaradas quebrantando las leyes de la
naturaleza.
Los ángeles de Mons todavía andan sueltos, pensé. ¡Pues que
sigan vagando, si a los hombres les anima creer en ellos! Sin duda,
los alemanes también tendrían a sus ángeles de Mons; muchas
veces me he preguntado qué ocurriría cuando los refuerzos
celestiales de un ejército se encontraran con sus angelicales
oponentes en la neutralidad nocturna de tierra de nadie. La guerra
del arcángel San Miguel en el cielo no fue nada, estoy segura,
comparado con lo que debió de suceder.
Sin duda, no había ángeles de Mons guardando Étaples, de lo
contrario no habrían permitido que unos hombres mutilados y unas
mujeres exhaustas se vieran aún más oprimidos por los
bombardeos nocturnos que cayeron sobre los campamentos que
había junto a las vías de ferrocarril, insinuando periódicamente las
características menos agradables de una trinchera de primera línea
del frente. La ofensiva parecía durar desde el principio de los
tiempos, aunque en realidad no debió de alargarse más de dos
semanas, cuando una tarde se fue de improviso la luz en el
momento en que el personal del turno de día terminaba su cena
tardía. En lugar del habitual intervalo de silencio, seguido por el
regreso de la luz, una serie de estallidos casi inmediatos reveló que
aquella alarma era real.
Después de varios días de trabajo duro y constante y comidas
apresuradas e insuficientes, nuestros nervios estaban a flor de piel,
y no creo que yo fuera la única integrante de la plantilla cuyos
dientes castañetearon de puro terror cuando nos dirigimos a tientas
a nuestras cabañas individuales en respuesta a la orden de
dispersarnos. Hope Milroy y yo, creyendo que era mejor morir
juntas, nos sentamos en su cuarto pequeño a oscuras, con los ojos
vidriosos. De pronto, unos destellos intermitentes nos cegaron, y
aguzamos el oído en medio del estruendo ensordecedor para
identificar el toque de clarín que nos daría la señal de unirnos al
personal nocturno de los pabellones si empezaban a caer bombas
sobre el hospital.
Una enfermera joven, que anteriormente había vivido un
bombardeo, en un puesto de triaje, perdió los nervios y echó a
correr despavorida, dando gritos; otras dos la agarraron y la
metieron por la fuerza en la cama, sujetándola mientras duró el
asalto para evitar que sembrase el pánico. Yo sabía que nunca en
mi vida había estado tan asustada, y sin embargo el orgullo tenso y
victorioso de no estar desvelando mi miedo a las demás me
proporcionaba una apariencia de autocontrol.
Cuando se produjo un momento de calma entre los estallidos y
los destellos, Hope, que también había estado en el punto de mira
en otro puesto de triaje, se permitió la bravuconería de salir a ver si
los bombarderos se habían ido; todavía llevaba puesta la cofia
blanca, y una docena de manos temblorosas tiró de ella al instante
para meterla de nuevo en el interior, riñéndola por la indiscreción
con una docena de voces agudas y trémulas. Paulatinamente, tras
otra breve explosión, el campamento se quedó en silencio, aunque
esa noche no se encendieron las luces. Al día siguiente nos dijeron
que la mayoría de las bombas había caído en el pueblo; el puente
sobre el Canche estaba destrozado, y el servicio de ferrocarril tuvo
que ser suspendido mientras los ingenieros llevaban a cabo la
frenética hazaña de reparar las vías en doce horas.
Durante el par de días sucesivos me sentí curiosamente liviana,
como el héroe de El bosque sombrío de Hugh Walpole (una de las
pocas novelas que leí aquel invierno): «Me sentía feliz […], una
dicha extraña que no se parecía a ninguna otra emoción anterior. Se
parecía […] a la felicidad de cuando uno descubre que el peligro o el
sufrimiento padecidos ceden ante la propia determinación».
No obstante, aquella sensación vivaz se desvaneció muy pronto,
pues durante las siguientes semanas a casi todas nos resultó
imposible descansar por las noches. La responsabilidad de que
pudieran llegar convoyes tardíos ya nos había inducido la costumbre
de un sueño ligero e inquieto, y la certeza de que los bombarderos
no se andaban con chiquitas y podían volver en cualquier momento
después del atardecer no contribuía a mejorar el descanso durante
las horas nocturnas. Cada vez que un día particularmente agotador
sumía nuestros maltratados nervios en la más absoluta indiferencia,
se cortaba la luz a resultas de los alarmantes informes desde
Abbeville o Camiers, y nuestra aprensión se renovaba. Se
rumoreaba que iban a proporcionarnos cascos de acero, y se
llevaba a cabo un esfuerzo supremo y espasmódico por cavar
trincheras para un caso de emergencia.
Tres semanas compuestas por semejantes días y noches,
vividos sin tregua ni descansos, bajo el miedo permanente a la
derrota y la huida, redujeron al personal de los hospitales de Étaples
a la negativa convicción de que nada importaba salvo terminar con
aquel suplicio. Inglaterra, presa del pánico, amplió la edad militar
hasta cincuenta años, y accedía al nombramiento de Foch como
comandante general, pero para nosotras, con los pies llenos de
ampollas, las manos hinchadas, los ojos desvelados y enrojecidos,
la victoria y la derrota empezaban a parecer la misma cosa (como
efectivamente se demostraría después). El 11 de abril, después de
una apabullante llegada de heridos procedentes de la nueva
ofensiva alemana en Armentières, entré en las dependencias de las
enfermeras para almorzar con el convencimiento de que no
aguantaba más, y vi, clavado en el tablón de anuncios del comedor,
el comunicado especial del día, firmado por sir Douglas Haig. Me
detuve, hechizada, olvidando la desesperación y el cansancio, y leí
unas palabras que infundían valor en tantos hombres y mujeres
cuya necesidad de resistir era mucho mayor que la mía:

A TODAS LAS GRADUACIONES DE LAS FUERZAS BRITÁNICAS EN FRANCIA Y


FLANDES:

Hace hoy tres semanas, el enemigo inició sus terroríficos ataques contra
nosotros en un frente de setenta y cinco kilómetros. Sus objetivos son separarnos de
los franceses, tomar los puertos del Canal de la Mancha y destruir el Ejército
británico. Si bien ya ha lanzado ciento seis divisiones a la batalla y ha soportado el
sacrificio más implacable de vidas humanas, no ha hecho aún sino escasos
progresos en sus objetivos.
Esto lo debemos a vuestra enérgica resistencia, que justifica la admiración que
siento por la magnífica conducta de todos los oficiales y soldados británicos en las
más difíciles circunstancias.
Muchos están fatigados. A estos les diré que la victoria se hallará del lado de
quien resista más tiempo. El Ejército francés viene rápidamente en nuestra ayuda
con fuerzas considerables.
Combatir hasta el fin es nuestro deber. Hemos de resistir hasta el último hombre
y no retroceder. Convencidos de la justicia de nuestra causa, es preciso que
luchemos hasta el fin. De la conducta de cada uno en esta hora crítica dependen la
seguridad de nuestros hogares y la libertad de la humanidad.
D. Haig, comandante general
de los Ejércitos británicos en Francia.
Cuartel general, jueves 11 de abril de 1918.

A pesar de que, desde aquel día, la publicación de


«revelaciones» oficiales ha restado buena parte de su gloria al mito
de este comandante, nunca he sido capaz de imaginar a lord Haig
como el inepto integral, el optimista iluso de la masacre del Somme
en 1916. Solo puedo pensar en él como el autor de aquella orden
especial, porque después de leerla supe que tenía que seguir
adelante, pudiera o no. Aquella tarde percibí más valentía en el
hospital, y aunque solo aludimos al mensaje de Haig de un modo
escueto y brusco, cada una de nosotras se convenció de que,
aunque los aviadores enemigos reventaran nuestros barracones y
los alemanes avanzaran hacia nosotros desde Abbeville, mientras
quedasen hombres heridos en Étaples, no habría «retirada».
Apenas un par de días después me disponía a regresar a mi
pabellón cuando tuve que detenerme para dejar pasar un gran
contingente de tropas que desfilaron frente a mí por el camino
principal que atravesaba nuestro campamento. Se dirigían veloces a
Camiers, y aunque la visión de los soldados ya se había vuelto
demasiado conocida para despertar mi curiosidad, el
desacostumbrado ímpetu y la osadía de su paso ligero me llevó a
contemplarlos con intriga e interés.
Parecían más corpulentos que los hombres corrientes; sus
siluetas altas y estilizadas hacían un marcado contraste con los
ejércitos en miniatura de mediocres reclutas a los que ya nos
habíamos acostumbrado. Al principio pensé que aquellos uniformes
pulcros y limpios pertenecían a un grupo de oficiales, pero resultaba
obvio que no podían serlo, pues eran demasiados; parecían —y, de
hecho, lo fueron— soldados celestiales. ¿Cómo es posible que de
nuestros mermados dominios salga otro regimiento?, me pregunté,
observando el ritmo, la dignidad, la serena conciencia de amor
propio con que se movían. Pero yo conocía bien las tropas
coloniales, y estos eran distintos; se mostraban seguros donde los
australianos eran agresivos, dueños de sí mismos donde los
neozelandeses eran turbulentos.
Entonces, oí una exclamación emocionada en un grupo de
enfermeras que había detrás de mí: «¡Mirad, mirad! ¡Han llegado los
americanos!».
Me apretujé con las demás para ver cómo Estados Unidos
entraba literalmente en la guerra; grandiosos, espléndidos y
perfectos en comparación con los hombres cansados y
desquiciados del Ejército británico. ¡Conque estos eran nuestros
salvadores, por fin! ¡Y avanzaban por la carretera a Camiers bajo el
sol primaveral! Parecía haber centenares de ellos, y en el contoneo
intrépido de su orgullosa fuerza semejaban un bastión formidable
contra los peligros que acechaban desde Amiens.
De algún modo, la necesidad de hacer la maleta a toda prisa, la
tantas veces imaginada huida ignominiosa hacia la costa pareció
alejarse. Una emoción incontrolable se apoderó de mí, como solían
apoderarse de todas nosotras las emociones en aquellos días de
sueño escaso; me picaron los ojos, me dolió la garganta y una
neblina recubrió a los seguros americanos que se dirigían al frente.
La llegada del alivio me llevó a percatarme de pronto de lo larga e
intolerable que había sido la tensión, y con la certeza de que, a
pesar de todo, aún no nos habían vencido, me sorprendí
echándome a llorar.

15
Justo cuando la retirada había reducido la franja de costa entre
la línea del frente y el mar a sus dimensiones más estrechas, llegó
un requerimiento que había temido de un modo inconsciente desde
mi último e incómodo permiso.
A primeros de abril recibí una carta de mi padre en la que me
contaba que mi madre se había «hundido» y se había visto
obligada, a consecuencia de la ineficacia del servicio doméstico
disponible, a ingresar en una residencia. No especificaba de qué
padecía, aunque algunas frases hacían alusión a un «corazón
agotado» y a «un colapso nervioso generalizado». Mi padre había
cerrado temporalmente el piso y se había trasladado a un hotel,
pero no quería quedarse allí mucho tiempo. «Dado que ni tu madre
ni yo nos las apañamos ya sin ti», concluía, «ahora es tu deber
abandonar Francia y volver a Kensington».
Leí aquellas palabras con verdadera consternación, porque lo
que mi padre entendía por mi deber no casaba en absoluto con la
concepción del Ejército, que siempre se había mostrado impasible
ante los apuros de los parientes. ¿Qué podía hacer?, me pregunté
con desesperación. Por un lado estaba mi familia, reclamando mi
presencia, y por otro la ofensiva, que hacía que un par de manos
expertas valiera diez veces más que en condiciones normales.
Recordé a las voluntarias recién llegadas que se habían puesto
malas en el Hospital General n.° 1 de Londres durante la oleada
posterior a la batalla del Somme; una gran ofensiva no era el
momento para formar a una recién llegada. ¿En qué medida era
físico el colapso nervioso de mi madre, y hasta qué punto era
psicológico, consecuencia del pesimismo que se acumulaba en
Inglaterra? Entonces no se me pasó por la cabeza que la urgencia
de mi padre estuviera agravada por la determinación inconsciente
de hacerme volver a Londres antes de que los alemanes tomasen
los puertos del Canal de la Mancha, como toda Inglaterra pensaba
que ocurriría. Yo solo sabía que en Francia nadie consideraría
irresoluble un inconveniente doméstico; si yo estuviera muerta, o
fuese hombre, habría que resolverlo sin mi ayuda. Pensarían que lo
que quería era «salir por pies», usar la salud de mi madre como
excusa para escapar del avance del enemigo y la amenaza de los
bombardeos aéreos.
Angustiada por la desesperación de tener que escoger entre dos
obligaciones en conflicto, envidié la imposibilidad de abandonar el
Ejército de Edward, pasara lo que pasara en casa. Hoy, cuando
rememoro ese violento choque entre familia y profesión, entre
«deber» y ambición, entre conciencia y logros, que siempre ha
atenazado a las mujeres que en la actualidad tenemos entre treinta
y cincuenta años, me sorprendo manteniendo aún la esperanza de
que, si los esfuerzos de las diversas partes interesadas lograsen
destruir la frágil estructura internacional que se impuso tras el
armisticio y estallara una guerra a una escala comparable a la de
1914, los organizadores del tinglado no dudarían en llamar a filas a
todas las mujeres menores de cincuenta años al servicio nacional o
internacional. A largo plazo, una lealtad irrevocable en tiempos de
emergencia hace que las decisiones sean más fáciles tanto para las
viejas como para las nuevas generaciones. En tiempos de guerra, lo
que agota a las mujeres no son las extenuantes tareas
desconocidas que les tocan en suerte, ni el miedo constante a la
muerte de maridos, enamorados, hermanos o hijos; es el conflicto
incesante entre las exigencias personales y las nacionales lo que
absorbe toda nuestra energía y quebranta el espíritu.
Aquella noche, agobiada por el trabajo y la indecisión, estuve un
buen rato sentada en la cama, escuchando un bombardeo mientras
contemplaba como una idiota las sombras parpadeantes que
proyectaba un farol con una vela, la única iluminación que se nos
permitía. Por mi cerebro desfilaba todo el tiempo una frase muy
escueta que —al haberme vuelto proclive, como los hombres, a
repentinos lapsos de delirio— al principio no identificaba con nada
que hubiese leído.
«Toda esta tensión», repetía de manera confusa, «es grande…
muy grande». ¿Qué describían exactamente esas palabras? El
enemigo a las puertas; las enfermeras refugiadas con los nervios
deshechos; la luna brillante y los aeroplanos con sus
ametralladoras; trenes ambulancia sacudiéndose con mucho
estruendo en el apartadero, todo el día, toda la noche; hombres
gaseados en camillas, aferrándose al aire; moribundos que hedían a
fango y a vendas fétidas con manchas verdosas, chillando y
retorciéndose de dolor en una parodia grotesca de sí mismos;
hombres muertos con la mirada perdida, vacía, y la cara brillante y
amarillenta… Sí, quizá la tensión había sido demasiada…
Entonces recordé que la frase procedía de la carta de mi padre,
y aludía no a la ofensiva en Francia, sino a los apuros en casa. Al
día siguiente, me presenté en el despacho de la supervisora y hablé
con la sucesora de la amable escocesa que me había concedido un
permiso, cuyo estado de salud la había obligado a marcharse de
Étaples y volver al servicio en territorio nacional, en un entorno más
tranquilo. La nueva supervisora era mayor y benévola, pero, como
es natural, no vio con buenos ojos mi problema. Según me dijo, la
solicitud de permiso largo que yo esperaba poder presentar no
tendría ninguna posibilidad de prosperar mientras durase el avance;
la única opción era rescindir el contrato, algo que solo se me
permitiría si presentaba las circunstancias en mi hogar bajo una luz
de suma gravedad.
«Le doy este consejo contra mi voluntad», añadió. «Ya voy
escasa de personal, y no cuento con poder reemplazarla».
De modo que, con todo el dolor de mi alma, solicité la rescisión
de mi contrato a causa de «circunstancias especiales» y regresé al
trabajo con la sensación de ser una cobarde desertora. Solo a
Edward podía confiarle la desdicha explosiva que me provocaba
aquel dilema, y él contestó con su habitual compasión y
comprensión.
«Entiendo muy bien lo desesperante que debe de ser para ti
tener que volver a casa justo ahora […] cuando acabas de estar en
las aguas revueltas del combate más duro que haya conocido esta
guerra; es una de esas pequeñas ironías que la vida está dispuesta
a ofrecer en los momentos menos oportunos. Supongo que el
ataque de Armentières te habrá tocado muy de cerca, ya que no
queda nada lejos. […] Ayer se rumoreaba que Ypres había caído,
pero no hay comunicados oficiales. Es muy sorprendente que
sigamos aquí, pero si volviéramos todos, seguramente esta gente
abandonaría la guerra, y “el último estado de ese hombre”…».
Me alegré de que mi orden no llegara hasta casi finales de abril,
cuando la ofensiva contra los británicos ya había aflojado y
teníamos la seguridad de que todavía no habíamos perdido la
guerra.
Una mañana muy temprano me despedí con desolación de mis
amigas y fui hasta la estación yo sola, en ambulancia. De Hope
Milroy me despedí con especial reticencia, aunque tampoco habría
podido disfrutar de su compañía mucho más tiempo si me hubiese
quedado, porque semanas después la trasladaron a El Havre. A
pesar de su carácter poco convencional, fue condecorada con la
Real Cruz Roja al término de la contienda, y hoy en día es
enfermera jefe en un hospital del extranjero. Aparte de nuestra
correspondencia periódica, no queda nada de mis días en Francia
salvo el abarrotado cementerio de Étaples y un puñado de
recuerdos.
Aquella mañana tenía que coger el tren de las ocho y veinte a
Boulogne, pero cuando alrededor de las ocho y media me dispuse a
embarcar en el que entraba en la estación, los oficiales que había
allí me lo impidieron con firmeza. El recién llegado no era el de las
ocho y veinte, según me informaron, sino el tren nocturno a París,
que tendría que haber pasado en torno a las dos de la madrugada; a
mí me habían ordenado que cogiera el de las ocho y veinte, por
tanto en el de las ocho y veinte montaría, llegara cuando llegara a
Étaples. De modo que pasé una mañana interminable recorriendo la
estación llena de corrientes, con la esperanza de que mi tren no
tuviera tanto retraso como su predecesor, aunque sabía que el
ataque y los bombardeos habían desorganizado tanto el servicio de
ferrocarril que seguramente tardaría semanas en restablecerse.
Cuando empezó a granizar y me metí en la sala de espera,
descubrí que compartía mi melancólica vigilia con dos oficiales: un
piloto americano de la Fuerza Aérea Canadiense y un oficial de
infantería todavía más impaciente que yo. Se casaba al día
siguiente, nos dijo, y todo dependía de que cogiera el barco de
media tarde. Los tres compartimos nuestra agitación, nos juntamos
para almorzar en la cafetería pequeña y fría, y de nuevo nos
pusimos a dar vueltas por el andén, con la certeza de que ya
habíamos perdido el barco, lo que llevó al futuro esposo al borde del
llanto.
Al final, el piloto y yo optamos por tomárnoslo con filosofía;
decidimos que pasaríamos la noche en Boulogne —yo pernoctaría,
como de costumbre, en el Louvre, y él en el Club de la Real Fuerza
Aérea que había a la vuelta de la esquina—, y haríamos la travesía
juntos a la mañana siguiente, con calma. Pero ninguna filosofía
conocida podría haber consolado al oficial de infantería, y cuando
llegamos a Boulogne al anochecer se despidió de nosotros deprisa,
diciendo que había oído que un barco hospital zarparía durante la
noche, y que creía que conocía a alguien que podría «colarlo». Por
supuesto, lo consiguió, porque no volvimos a verlo.
Ya eran más de las dos de la tarde cuando llegó a Étaples el tren
de las ocho y veinte y por fin pudimos descansar las piernas y los
pies helados en la relativa calidez de un vagón de primera. Durante
un rato hablamos de manera intermitente, pero la larga espera había
agotado los pocos temas de conversación que teníamos en común,
y empecé a sentir una simpatía inusual por el conocido letrero que
había por encima de la portezuela: taisez-vous! Méfiez-vous! les
oreilles énemies vous écoutent! («¡Guarde silencio! ¡No se confíe!
¡Los oídos enemigos escuchan!»). De modo que dejé que los dos
oficiales conversaran sin mí y me dediqué a mirar por la ventanilla el
campo atormentado en el que yo había trabajado encarnizadamente
durante nueve meses y que ahora me veía obligada a dejar en
manos de la contienda, por el peso de las circunstancias.
Cuando el tren atravesó Hardelot, me fijé en que los bosques a
ambos lados de las vías brillaban con una celosía verde y dorada de
delicadas hojas. Durante todo un mes en el que había sido
imposible descansar, había dejado de ser consciente del mundo
visible del campo francés; mis ojos solo habían visto pabellones y
moribundos, suciedad y sangre seca, heridas obscenas en hombres
mutilados, y las lociones y vendas con que los había curado. Al
mirar ahora los brotes exuberantes, el velo verde que cubría los
árboles y la leche derramada de las prímulas en la hierba
resplandeciente y húmeda, comprendí con una punzada de asombro
que había llegado la primavera.
CAPÍTULO IX
«EN EST A HORA, LA MÁS SOLIT ARIA»

Camino solo, aunque el camino es largo,


entre zarzas secas y ortigas descuidadas;
si bien mis pies son frágiles, fuertes son para su propósito.
Camino solo.

En derredor aprieta, desconocida e inconsciente,


y con ciego anhelo, la multitud insensata,
sin ver más que la sombra de mi estrella.

Al otro lado de los mares desgarrados, la tonada silvestre de mi


corazón
despierta en ti dicha por mi dicha, lamento por mi lamento.
¿Y si, cuando la Vida no pueda ya causar daño al Amor, camino
solo?

R. A. L., AGOSTO DE 1914

1
El joven piloto, todavía contento e incontenible tras una agitada
travesía, me acompañó desde la estación Victoria hasta la
residencia de Mayfair, donde encontré a mi madre indudablemente
enferma, pero todavía más preocupada y angustiada.
En aquel momento, a la luz de mis juicios aproximados y mis
valores maniqueos, me resultó inexplicable que los mayores, que
apenas si habían visto la guerra desde lejos, cedieran a la presión
con mucha más facilidad que quienes nos habíamos enfrentado a la
muerte y el horror durante meses y meses. En la actualidad, con la
mediana edad a la vuelta de la esquina y dos hijos que concentran
toda mi ansiedad cada vez que tengo que separarme de ellos una
semana, me doy cuenta de lo mucho que subestimé el efecto que
tenía en la población civil la merma de esperanza, de alimentos, de
luz, de calor, año tras año, y la espera constante de noticias que
casi siempre eran malas cuando por fin llegaban. Los hombres y
mujeres de más edad que, por fortuna o por astuta ingenuidad,
escaparon a la pesadumbre de la sumisión pasiva a las
circunstancias del conflicto, los coroneles, mayores que mi padre,
que dirigían batallones, las jefas de enfermeras y comandantes de la
Cruz Roja, mayores que mi madre, que dirigían hospitales en
pueblos o sanatorios en el campo, tenían muchas más posibilidades
de sobrevivir con los nervios ilesos que quienes desempeñaban
exclusivamente el ansioso papel de padres.
Como había ido directa desde la estación, todavía llevaba puesto
el uniforme, lo cual dio a la jefa de enfermeras, a la que me crucé
cuando salía, la excusa perfecta para tratarme con una brusquedad
que raras veces se dispensaba a los visitantes de una residencia.
«¡Silencio!», me ordenó con aspereza, a pesar de que yo no
estaba haciendo ruido. «¡En la sala junto a la puerta hay un paciente
recién salido de una operación!».
Como me había acostumbrado, en el último mes, a hacer mi
trabajo en medio de diez o más pacientes operados
simultáneamente, aquella información no me impresionó lo más
mínimo, pero para mis adentros me hice la promesa de no volver a
comparecer en público con mi uniforme de voluntaria a cien metros
a la redonda de cualquier enfermera titulada sin experiencia militar.
La residencia, con sus habitaciones sombrías, mal ventiladas y
carísimas, no estaba concebida para restablecer el buen ánimo de
una madre enferma que también sufría una postración nerviosa, y la
brusquedad de la enfermera no contribuyó a eliminar mis prejuicios
iniciales. Para mí siempre será un misterio cómo pueden llegar a
recuperarse los discapacitados que pagan generosamente por
hospedarse en los aledaños oscuros e impenetrables de Harley
Street. Tampoco acierto a comprender cómo es que, en estos
tiempos de transportes rápidos, a ningún equipo de hombres y
mujeres más jóvenes y con más iniciativa se le haya ocurrido fundar
una nueva área de hospitales modernos con jardines, balcones,
cristaleras y camas para pacientes «de pago» en las colinas
barridas por el viento de Hampstead, o en los espacios abiertos y
soleados de Chelsea, junto al río.
Nada más reinstalar a mi padre en el piso de Kensington, saqué
a mi madre de la carísima pesadumbre de la planta baja de Mayfair
y la acomodé en su propio dormitorio, en una planta alta desde
donde al menos podía contemplar el parque y sus árboles vivos y
florecientes, lo único que parecía inmune a la economía gris y débil
de 1918. Durante los meses calurosos y secos de aquel verano, me
dediqué a «llevar» el piso con ayuda de una serie sucesiva de
ineficaces sirvientas que iban alternándose con intervalos sin
servicio en los que yo ejercía de enfermera, cocinera y chica para
todo.
Para empezar, las sirvientas las seleccionaba mi madre a partir
del plantel de descuidadas muchachas que por algún motivo, por lo
común no demasiado respetable, no habían sido absorbidas por las
fábricas de municiones ni las organizaciones. La primera resultó
estar en avanzado estado de gestación y, en cuanto lo descubrimos,
nos abandonó hecha un basilisco para refugiarse en el amplio seno
del Ejército de Salvación; la segunda era una prostituta principiante
que se pintaba diez años antes de que el carmín empezara a
adquirir el estatus respetable y moderno de ahora, y fumaba unos
cigarrillos en su dormitorio cuyo potente olor, para indignación de mi
padre, inundaba todo el piso. No fue hasta bien avanzado el verano,
mientras mi madre estaba en el campo, cuando por casualidad
conocí a una chica de pelo negro y cejas espesas cuya rudeza y
fuerte temperamento ocultaban una disposición sincera y una
verdadera aptitud para el trabajo duro. Desde que la contraté, una
paz relativa se instaló en nuestro hogar durante más de un año.
Creo que estoy más dispuesta a rememorar las tragedias de la
guerra —que, al menos, poseían cierta dignidad— que las
deprimentes semanas que siguieron a mi regreso de Francia. Pasé
de un mundo donde la vida o la muerte, la victoria o la derrota, la
supervivencia o la extinción nacional habían sido los únicos
problemas, a una sociedad donde únicamente se hablaba del precio
de la mantequilla y la incompetencia de las últimas «trabajadoras
temporales»; asuntos que, a ojos de todo Kensington y de varias
amistades que acudían a tomar el té, tenían mucha más importancia
que las operaciones de Zeebrugge.
Tras la exaltación del mes de ajetreo constante atendiendo a
moribundos durante el día y esperando a los muertos que se
cernían sobre nuestras cabezas durante la noche, me resultaba
insoportable fingir interés y conmiseración ante estos asuntos. Es
muy posible que no lo consiguiese, pues la banalidad de la situación
me sumía en la desesperanza. La antigua frustración que había
conocido en Buxton regresaba multiplicada por mil; mientras el
desastre azotaba el mundo, yo me sentía abandonada en una
suerte de muerte en vida, derrochando tres años de una experiencia
que tan útil me hacía para el Ejército.
Allí había desempeñado un papel importante; aquí parecía
limitarme a ser el objetivo incompetente de unas críticas justificadas,
dado que mis conocimientos en enfermería quirúrgica no me
capacitaban para unas tareas domésticas que jamás había llevado a
cabo en tiempos de paz y que me desconcertaban cada vez que me
enfrentaba a sus complejidades bajo las restricciones de la guerra, a
las que la población inglesa al menos se había acostumbrado poco
a poco. Lo que más amargura me provocaba era el desperdicio
constante de energía en asuntos superfluos. Mi juventud y mi buena
salud habían sido de vital importancia cuando mi deber consistía en
devolverles la vida a hombres heridos; la vitalidad que me permitía
seguir adelante había ayudado a otros que habían perdido la suya
propia, y me parecía malgastada cuando la empleaba en persuadir
al abacero para que nos vendiera un tarro de mermelada. La agonía
de las últimas semanas en Francia no parecía suscitar ningún
interés en Londres en comparación con la lucha por conseguir
azúcar; de esto último se debatía constantemente, pero nadie quería
ni oír hablar de lo primero.
Dolida aún, e indignada, un día leí por casualidad unos versos de
sir Owen Seaman que encontré en el número de Punch del 3 de
abril de 1918, la semana en que nuestros viejos baluartes habían
caído y el campamento de Etaples había sido un pandemonio de
ambulancias, camillas y enfermeras refugiadas:

EL ALMA DE UNA NACIÓN

Las fruslerías de las que hace poco hablamos


—la muerte de los taxis o el inicio de la primavera;
temas que discutíamos como si importasen algo,
como la carne racionada o los invasores alados—,

qué pobres nos parecen ahora, tan solo chachara


ociosa,
ahogado por el relámpago que cae al oeste,
voz del gran arbitraje de la batalla
que somete nuestro ánimo a la prueba final.

Hacia allí se dirigen nuestros ojos, nuestros tensos


corazones,
allá donde los que amamos, cuyo valor se ríe del
miedo,
en medio de la tormenta de acero que cae a su
alrededor,
van a la muerte por todo cuanto nos es más querido.

Recién nacidos en esta hora suprema del juicio,


en la tranquila confianza residirá nuestra fortaleza,
fija en una fe que no aceptará negación
ni duda de que hemos hallado nuestra alma.

Oh, Inglaterra, de nervio firme y tendón fuerte,


te creces al afrontar los azares y mantenerte a raya,
¡muestra ahora al mundo que te mira de qué pasta
estás hecha!
¡Que hoy tus soldados se enorgullezcan de ti!

Sir Owen había errado, reflexioné con pesar; al representar a los


más elevados no combatientes cuya mente se volcaba en los
aspectos más trascendentes de la situación, había ignorado —
acaso intencionadamente— a las multitudes indiferentes para
quienes «las fruslerías» seguían importando más que las angustias
del Ejército. El trueno podía caer en el oeste con todo el estruendo
del mundo, sin embargo, pese a sus nobles versos, en Inglaterra
quedaría amortiguado por el parloteo sobre leche y carne.
El único consuelo en aquellas semanas de hostilidad fue el joven
piloto americano, al que siempre estaré agradecida por la luminosa
imperturbabilidad que jamás flaqueaba ante mi irritable impaciencia
y mis estados de ánimo más turbios. Durante un mes vino casi a
diario al apartamento, como una ráfaga de viento de las alas de su
aeroplano, e insistía en llevarme al Savoy Grill y al teatro —que al
menos constituyeron un agradable contraste con respecto a la
retaguardia del frente occidental— cuando no estaba acompañando
a bailarinas de variedades en divertimentos menos obvios pero sin
duda más fascinantes. Además, con su peculiar generosidad, me
regaló incontables cupones para carne, que por aquel entonces eran
más valiosos que todos los diamantes de las tiendas lujosas y
vacías de la desierta Bond Street.

Seguía sin reconciliarme con el hecho de quedarme en casa


cuando leí en el Times, varias semanas después de mi regreso, que
los insistentes bombarderos alemanes por fin habían logrado su
objetivo de hacer pedazos los hospitales de Etaples, que, con la
inestimable ayuda de los pacientes-prisioneros, tan
satisfactoriamente habían protegido la línea de ferrocarril durante
tres años sin causar problemas ni gastos a las autoridades militares.
El cauteloso comunicado dejaba claro que esta vez las bombas
habían caído en los propios hospitales, provocando numerosas
víctimas y muchos más daños que la destrucción del puente sobre
el Canche durante el primer gran ataque. Me alegró recordar que
Hope Milroy había sido trasladada a El Havre dos semanas antes,
pero unos días más tarde una carta de Norah suplió las lagunas del
informe oficial. Según me contó mi amiga, el hospital de al lado se
había llevado la peor parte, y varias enfermeras canadienses habían
fallecido. En el Hospital General n.° 24, una de las mortíferas
bombas había caído en el pabellón 17, donde yo misma había
tratado a enfermos de pulmonía en el turno de noche; el barracón
estaba destrozado, varios pacientes habían muerto, y la voluntaria
de turno había resultado herida y estaba ingresada en otro hospital
con una fractura de cráneo. Las instalaciones de las enfermeras ya
no eran seguras cuando se ponía el sol, concluía Norah, y todas
tenían que pasar la noche en unas trincheras en el bosque.
Cuando terminé de leer la carta me sentí más desertora que
nunca, una traidora con mis pacientes y con las demás enfermeras.
¿Cómo había podido acariciar siquiera la idea —cosa que había
hecho un par de veces recientemente— de volver a Oxford antes de
que terminase la guerra? ¿Qué importaba la pérdida de un intelecto
inmaduro cuando a las amigas de una les pasaban esas cosas? Mis
compañeras de desventuras habían vivido con miedo, habían
resultado heridas, bombardeadas… y yo no estaba allí con ellas,
sino que me había cobijado en Inglaterra. ¿Por qué, por qué me
había plegado a las exigencias de mis padres cuando mi trabajo
estaba ahí fuera?
Una escueta nota de Edward, que llegó justo después, se me
antojó como el comentario más apropiado —y aterrador— a las
noticias procedentes de Étaples: «Ma chére», había escrito justo
antes de la medianoche del 12 de mayo, «la vie est breve…
Demasiado breve, casi siempre, para escribirte cartas como es
debido, y parece que todavía puede serlo más».
Hacía ya un tiempo que mi aprensión por su seguridad se había
mitigado gracias a la larga inactividad del frente italiano, que pintaba
como un remanso de paz en contraste con nuestro vórtice
embravecido. Muchas veces, durante la ofensiva alemana, había
dado gracias a Dios y a los italianos que habían huido a Caporetto
por que mi hermano estuviera a salvo, y me alegraba de que lo peor
que podía temer era el peligro relativo y trivial que me había
amenazado a mí. Pero ahora sentía de nuevo la tensión y el miedo
que me habían acompañado de manera constante a lo largo de toda
la contienda, y mi preocupación no hizo sino aumentar cuando un
par de semanas más tarde Edward me pidió que le enviase «uno de
esos gatos tan graciosos que venden en Liberty’s […] para aliviar la
tragedia con comedia».
«Esta tarde», añadía melancólicamente, «me encantaría
escuchar al doctor Farmer tocando el preludio y fuga de Bach que
tocó en la capilla de Magdalen la tarde del 15 de noviembre de
1914».
Quizá fuimos juntos a Magdalen aquella tarde, pensé; fue justo
antes de que él abandonase el Cuerpo de Entrenamiento de
Oficiales para unirse a los Sherwood Foresters en Sandgate.
Conseguí el «gato gracioso» y se lo mandé; «¿estaría
fraguándose otro 1 de julio?», pensé. Y, como se acercaba el
aniversario del 1 de julio original, el del Somme, decidí escribirle un
poema que le revelara, como jamás podría expresarle con otras
palabras o a través de las cartas, lo mucho que lo admiraba por la
valentía y la resistencia que había demostrado aquel día, y tantas
otras veces desde entonces. De modo que compuse el poema,
compré un ejemplar de la antología de poetas de la guerra que
acababa de publicarse, La musa en armas, y le envié el libro a Italia
con mis versos escritos en la guarda: «Para mi hermano. En
memoria del 1 de julio de 1916»:

Tus heridas de combate son cicatrices en mi corazón,


infligidas cuando en el «espectáculo» grandioso y trágico
interpretaste tu papel
hace ya dos años,

y en el sol de la mañana de estío


veo brillar el símbolo de tu valor
la Cruz que ganaste
hace ya dos años.

Pero ahora de nuevo ves volar la metralla,


y oyes las armas, que rugen cada día más fieras,
como en julio
hace ya dos años.

Aguanta para dirigir el Último A vance,


y con tus hombres persigue al enemigo en fuga
como en Francia
hace ya dos años.
Entretanto, mi repentino temor había disminuido, pues los
periódicos, si bien tenían mucho que decir sobre los avances
alemanes en el Aisne, insistían en guardar silencio acerca de Italia,
y en lugar de más indicios de peligro inminente, recibí un regalo de
parte de Edward: un pañuelo de seda caqui, y una carta, iniciada el
30 de mayo y terminada el 3 de junio, en la que me contaba que
estaba hospitalizado otra vez.
«Muchísimas gracias por mandarme el gato, aunque, como
podrás imaginar, no ha llegado, porque los paquetes tardan una
eternidad. De todos modos, ya no corre tanta prisa. […] Si la guerra
dura mucho más tiempo, nadie volverá a Oxford a pesar de las
prórrogas; muchas veces pienso que ya soy demasiado mayor para
volver». El 3 de junio continuaba a lápiz: «Te escribo desde el
hospital, y, por extraño que parezca, no tan aburrido como antes,
porque es un alivio volver a estar al pie de las montañas y sin nada
que hacer, para variar. Solo tengo una fiebre de origen desconocido
que está atacando a casi todo el mundo, aunque por suerte no a
todos a la vez. Volveré al tajo en unos días. Ya he acabado
Fortitude, me ha parecido excelente. […] Creo que han
desbloqueado los permisos mientras he estado fuera, pero, claro,
soy el vigésimo de la lista».
Más tranquila por el hecho de que se encontrase a salvo, seguí,
por otra parte, echando en falta la existencia marcada por la
hermandad, la extenuación y los peligros que había dejado atrás en
Étaples. No olvidaré mientras viva la dolorosa amargura, el
resentimiento mortificado con que leía los titulares de prensa en los
que se anunciaba la necesidad de más y más enfermeras
voluntarias durante aquel mes de junio caluroso y agotador que
cada día traía noticias más pesimistas desde Francia, ni cuando
pasaba por delante de los carteles de Trafalgar Square que
proclamaban que mi rey y mi patria necesitaban que me uniera al
Cuerpo Auxiliar Femenino del Ejército y a los Servicios Femeninos
de la Marina Real y la Real Fuerza Aérea.
Y fue justo entonces, unos días antes del inicio del verano,
cuando los austríacos, espoleados por sus jefes alemanes,
decidieron atacar a los aliados en el Altiplano de Asiago.

La mañana del domingo 16 de junio abrí el Observer, que no


parecía ocuparse más que de la nueva ofensiva —de momento,
detenida— en el sector de Noyon-Montdidier del frente occidental, e
inmediatamente vi en el encabezamiento de una columna el párrafo
que tanto tiempo llevaba buscando y temiendo: «ARDE EL FRENTE
ITALIANO, DUELO DE ARTILLERÍA DE LAS MONTAÑAS AL MAR. MAL COMIENZO DE
LA OFENSIVA. Ayer se emitió el siguiente communiqué oficial desde
Italia: “Desde esta mañana al amanecer, el fuego de la artillería
enemiga, combatido con firmeza por nuestro Ejército, se ha
intensificado desde el Valle de Lagerina hasta el mar. En el Altiplano
de Asiago, al este del macizo de Brenta y en el centro del Piave, el
enfrentamiento de la artillería ha asumido y mantiene un carácter de
violencia extrema”».
A continuación, una cita del corresponsal de Il Corriere della
Sera describía «el ataque de los austríacos a las posiciones
italianas en los alrededores del paso del Tonale». «Es muy posible»,
sugería, «que se trate del preludio al gran ataque que el Ejército
austríaco lleva tanto tiempo preparando. […] El uso de artillería
pesada demuestra que no estamos ante una acción aislada y
localizada, sino que se trata del primer movimiento de un plan
ofensivo a gran escala. La infantería austríaca y los Feldjäger no
han pasado. Los defensores del territorio italiano les plantaron cara
en la primera arremetida y recuperaron inmediatamente las pocas
posiciones que habían perdido durante los primeros instantes del
combate. Este triunfo por parte de la defensa italiana supone un
buen augurio para el futuro».
«Tengo miedo», pensé, experimentando frío de repente a pesar
del sol de junio que se colaba por las ventanas del comedor. Cierto
que el comunicado no aludía a los británicos, pero por aquel
entonces la prensa fingía cortésmente que los italianos estaban
defendiendo las montañas al norte de Vicenza sin ayuda. La pérdida
de «unas pocas posiciones», por muy rápido que se hubieran
recuperado, implicaba —como siempre en los despachos oficiales—
que los defensores habían sido pillados por sorpresa y que la
ofensiva enemiga, al menos de momento, había prosperado. ¿Debía
yo alimentar la esperanza de que Edward no hubiera participado por
encontrarse aún hospitalizado? Lo dudaba mucho; ya el 3 de junio
había dicho que esperaba «volver al tajo en unos días».
Sin embargo, al estar con mis padres nada podía hacer salvo
disimular el miedo, práctica que los largos años de la guerra me
habían ayudado a dominar, guardándolo hasta que, inconsciente, se
convertía en una cárcel de temores e inhibiciones que más adelante
se tomarían la revancha. Mi madre había decidido ir a ver a mi
abuela a Purley esa semana, para cambiar un poco de aires; desde
el ataque de nervios, era la primera vez que se sentía lo bastante
bien como para plantearse hacer un viaje, y no quise que las
noticias llegadas desde Italia alterasen sus planes. Al final, aunque
con recelos instintivos, se concedió el lujo de dejarse convencer
para ir, pero una honda melancolía dominó nuestra despedida en
Charing Cross.
Un par de días más tarde se publicaron más detalles del
combate en Italia, y me enteré de que los Sherwood Foresters
habían participado en el «espectáculo» del Altiplano. Desde ese
momento paré de fingir que hacía nada salvo deambular con
inquietud por Kensington o por el piso, y, aunque mi padre se
retiraba a su cuarto todos los días a las nueve en punto, dejé de
escribir el relato semificticio que había iniciado sobre mi vida en
Francia. No sé por qué, pero fui incapaz hasta de embalar el
Spectator y el Saturday Review que enviaba todas las semanas a
Italia, y los dejé en mi cuarto, testigos mudos y sin embargo
elocuentes de un pavor que mi padre y yo nos negábamos a
verbalizar.
El sábado siguiente seguíamos sin saber nada de Edward. Raras
veces era tan largo el intervalo para recibir noticias de víctimas tras
una batalla, de modo que empecé a pensar —con una sensación
artificial de ligereza que no iba acompañada de una convicción real
— que tal vez, después de todo, no hubiera noticias que recibir.
Acababa de comentarle a mi padre, mientras tomábamos el té en el
comedor, que debía preparar los periódicos para Edward y llevarlos
a la oficina de correos antes de que cerrara durante el fin de
semana, cuando se produjo el repentino y sonoro aldabonazo que
solía anunciar la llegada de un telegrama.
Por un momento pensé que las piernas no me responderían,
pero se comportaron con normalidad cuando me levanté y me dirigí
a la puerta. Ya sabía cuál sería el contenido del cable —lo sabía
desde hacía una semana—, pero en virtud de la esperanza
constante del corazón humano, que se niega a que una certeza
intuitiva convenza a la razón de lo que esta ya sabe, lo abrí y leí con
angustiosa incertidumbre: «Lamentamos comunicarle que el capitán
E. H. Brittain falleció en combate el pasado 15 de junio en Italia».
«Ninguna respuesta», le dije al chico sin pensar, y le tendí el
telegrama a mi padre, que me había seguido al recibidor. Ya de
vuelta en el comedor vi, como si no lo hubiese visto nunca antes, el
jarrón con delfinios azules que había sobre la mesa; su intenso
color, vivido, etéreo, era demasiado radiante para unas flores
terrenales.
Entonces recordé que tendríamos que ir hasta Purley para darle
la noticia a mi madre.
Aquella noche, mi tío nos trajo de vuelta a los tres a un piso
vacío. La muerte de Edward y nuestra repentina partida brindó a la
criada —la prostituta aficionada— la agradable oportunidad de gozar
de unas horas de libertad, que ella aprovechó sin dudar ni un
instante. Ni siquiera había terminado de guardar los pañuelos, que
yo había lavado esa mañana y pretendía planchar después del té;
cuando entré en la cocina los descubrí todavía tendidos, más tiesos
que un palo, en el tendedero junto al fuego donde los había dejado
secándose.
Mucho después de que nos hubiéramos metido en la cama y el
mundo hubiera enmudecido, fui de puntillas hasta el comedor para
estar a solas con el retrato de mi hermano. Cerré la puerta con
cuidado, encendí la luz y contemplé aquel rostro pálido, tan digno y
resuelto, tan trágicamente maduro. Había vivido muchas cosas;
muchas, muchas más que los queridos amigos que habían muerto
en fases más tempranas de la interminable guerra, dejándolo solo
en el luto de la pérdida. El destino habría podido concederle la
compensación insignificante de la supervivencia, la oportunidad de
hacer su bonita música en honor a la memoria de todos ellos.
Parecía, en efecto, una última ironía que hubiera muerto a manos de
los compatriotas de Fritz Kreisler, el violinista que él más había
admirado, por encima de todos los demás.
Y de repente, al rememorar todas las tardes y noches en que lo
había acompañado al piano mientras él tocaba su violín, los ojos
tristes y escrutadores del retrato se me hicieron insoportables, y caí
de rodillas ante él y empecé a sollozar: «¡Edward! ¡Ay, Edward!» en
aturdida repetición, como si mi llanto persistente y mi llamada
pudieran de algún modo devolverlo a la vida.

Después de la muerte de Edward, no llegó a Kensington ninguna


avalancha de afectuosos detalles como la que al menos proporcionó
una distracción a la familia de Roland a finales de 1915. Roland
había sido uno de los primeros de su regimiento en sufrir heridas y
morir, pero los muchos oficiales que podrían haber escrito sobre
Edward con conocimiento y admiración habían «partido al oeste»
antes que él para participar en ofensivas anteriores —el Somme,
Arras, el Scarpe, Messines, Passchendaele—, en las que mi
hermano no había participado o a las que había sobrevivido. De los
hombres con los que convivió y trabajó en Italia antes de la batalla
de Asiago, conocíamos a duras penas sus nombres.
A medida que fue pasando el tiempo, sin embargo, llegamos a
recibir tres cartas —del segundo oficial al mando de su compañía,
de su ordenanza y de un conocido no combatiente que trabajaba en
la Cruz Roja— por las que supimos que el papel de Edward a la
hora de resistir a la ofensiva austríaca había sido tal y como
habíamos esperado, a tenor de sus antecedentes de frialdad y
fortaleza en el Somme y durante las batallas de Ypres de 1917. De
aquellas cartas, la del soldado era la más directa y vivida.
«Yo estaba en servicio de trinchera con el capitán Brittain
alrededor de las tres de la madrugada del 15 de junio cuando nos
vimos atrapados en medio de una descarga durísima; nos las
arreglamos para volver ilesos al cuartel. Sobre las ocho, el enemigo
lanzó un potente ataque y penetró por el flanco izquierdo de nuestra
compañía, con lo que empezó a consolidarse. Al ver que la posición
se volvía crítica, el capitán Brittain, con ayuda de los franceses, guio
a un grupo de hombres con intención de hacerlos recular. Poco
después de recuperar la trinchera, el capitán, que no quitaba ojo al
enemigo, recibió un disparo, en la cabeza… Solo sobrevivió unos
minutos. Fue enterrado en un cementerio británico, detrás de
nuestras líneas. […] Permítame expresarle mis más sinceras
condolencias. El capitán Brittain fue un oficial muy valiente y no le
tenía miedo a nada».
El cementerio, según nos contó el amigo de la Cruz Roja, estaba
en las montañas, a mil quinientos metros de altitud; él no lo había
visto, pero al entierro de Edward, al día siguiente de la batalla,
acudieron su segundo al mando y el brigada del 11.° Batallón, que
se lo contaron todo; ellos eran los únicos oficiales fuera de las
líneas.
«Brit», decía el brigada, «recibió sepultura amortajado con su
manta junto a cuatro oficiales más; lo ubicaron en la parte más alta
de la tumba, sobre la que se colocó una cruz con un en memoria de
y sus nombres, etcétera».
Esto parecía ser lo máximo que cualquier otro de nuestros
corresponsales, que no habían tomado parte en la batalla, pudiera
contarnos, pero mucho antes de que recibiéramos sus escuetas
informaciones, vi en la lista de bajas en la que figuraba el nombre de
Edward que su coronel, de veintiséis años, había resultado herido,
lógicamente en el mismo combate. Sabiendo que él, el único oficial
superviviente que llevaba desde 1914 en el batallón de Edward,
podría contarme más que nadie —si así lo deseaba—, visité
Harrington House —el lugar donde se obtenía información sobre
heridos y desaparecidos— hasta que lo localicé en un lujoso
hospital para oficiales en la zona de Park Lañe.
De vez en cuando, Edward me había hablado de su joven
comandante, al que parecía tener mucho respeto, aunque no
demasiado afecto. Ambicioso e intrépido, hijo de un oficial del
Ejército regular que no pudo permitirse dotarlo de un cargo en
tiempos de paz, el muchacho había hallado en la guerra el
cumplimiento de su incomprensible anhelo de distinciones militares.
Desde 1914 había sido el «superviviente profesional» de su
regimiento, combatió y salió ileso de todas las acciones desde el
Somme hasta Asiago, y obtuvo en cada batalla un «punto» y una
nueva condecoración. Cuando el 11.° de Sherwood Foresters fue
enviado a Italia, él estaba al mando del batallón; cuando Austria
inició la ofensiva ya le habían concedido la Orden al Mérito por
Servicios Distinguidos, la Cruz Militar, la Croix de Guerre y varias
medallas más, y Asiago —que lo inhabilitó el tiempo suficiente para
permanecer en Inglaterra hasta casi el fin de la contienda— le había
proporcionado los laureles de la Cruz Victoria.
Como es natural, yo no sabía que estaba destinado a aquella
gloria superlativa cuando, presa de una estoica desesperación, fui a
verlo a su hospital, directamente desde Harrington House. Mi madre,
que todavía no había recibido las cartas de Italia, había insistido en
que no quería conocer detalles; sin embargo, yo tenía la implacable
determinación de averiguar todo lo posible. Aun así, me habría
gustado preguntarle a otra persona que no fuera el coronel, y
esperaba, y a la vez temía, que estuviera demasiado enfermo para
ser interrogado por una desconocida. Pero cuando me enteré de
que sufría una herida en la pierna, severa pero no peligrosa, le hice
llegar el recado a través de una enfermera de que la hermana del
capitán Brittain deseaba hablar con él un momento. La enfermera
regresó casi de inmediato para buscarme y yo, un poco sofocada, la
seguí escaleras arriba.
Encontré al coronel incorporado en la cama, con una pierna en
alto; tenía las facciones pálidas y en tensión, y sus negros ojos
ardieron con intensidad en las cuencas hundidas cuando entré en la
habitación. Era evidente que no tenía ninguna gana de verme, y yo
podía entenderlo; ningún herido desea ver a los parientes de un
amigo que ha muerto; imaginan que se derrumbarán, que harán una
escena, que plantearán preguntas incómodas. El suyo era un rostro
duro; sin duda, los ojos luminosos y vulnerables se debían a un
accidente hereditario. Decidí ser lo más escueta y seca posible, y
hallé en la persona de la hermana del coronel —una chica algo
mayor que él, con unos rasgos más amables y la misma expresión
sorprendentemente tierna, que estaba sentada junto a su cama—
una aliada inesperada tanto en las preguntas como en las
respuestas.
—Habría adivinado que eres la hermana de Brittain; tienes sus
mismos ojos —arrancó con brusquedad, y a continuación me relató
de un modo breve y objetivo la batalla, sin detenerse apenas en el
papel que desempeñó Edward. Pero tenía que llegar el momento de
describir su muerte; le «disparó», dijo el coronel, un oficial austríaco.
Fue justo después de que el contraataque que mi hermano había
organizado y dirigido hubiera recuperado las posiciones perdidas.
—¿Dónde recibió el disparo? —pregunté lo más resueltamente
que pude.
De nuevo, el joven posó en mí su mirada intensa y escrutadora,
como si yo fuese una subalterna de la que estuviera evaluando la
habilidad para «pasarse de la raya».
—En la cabeza —respondió con brusquedad.
Le dirigí una mirada de silencioso reproche, porque no lo creía.
En la última fase de la guerra —como yo bien había entendido
merced a los inquietos esfuerzos de las enfermeras del Ejército por
mitigar la verdad a base de compasión en las cartas donde narraban
los últimos momentos de los hombres que habían muerto en el
hospital—, los coroneles y los comandantes de las compañías de
los diversos frentes estaban tan cansados de poner por escrito
detalles escabrosos dirigidos a parientes afligidos que el número de
oficiales que habían muerto de forma limpia e instantánea por un
disparo en la cabeza o el corazón sobrepasaba con mucho los
límites de lo probable. Pero cuando, días más tarde, las cartas
llegadas desde Italia, independientes entre sí, confirmaron la versión
del coronel, me di cuenta de que este no había intentado ahorrarme
un disgusto, y de que Edward había escapado del destino de Víctor
mediante esa muerte fulminante que tantas veces había afirmado
preferir a la ceguera.
Rondé sin pudor al coronel durante toda una prolongada
convalecencia, pues todavía no era capaz de quitarme de encima el
convencimiento de que sabía más de lo que daba a entender. Un
poco más avanzado el año, una conocida me habló de una
conversación que había oído en un vagón de tren entre un grupo de
Sherwood Foresters que había participado en la batalla del 15 de
junio. Uno de ellos comentó que había tenido «un oficial realmente
bueno, un chaval moreno y delgado… y loco de remate. Parecía que
no tuviera ni una pizca de arrojo, pero ¡madre mía! ¡No sabía lo que
era el miedo!». El apellido del oficial era Brittain, y se habría
merecido una Cruz Victoria por hacer retroceder al enemigo «por la
fuerza bruta» en aquella «fiesta» del Altiplano.
Esa clase de juicio positivo por parte de un soldado que
admiraba a su superior era bastante habitual, por supuesto, pero se
apoderó de mí la certeza de que no era infundado; podría suponer la
concesión de la Cruz Victoria al coronel si averiguaba por qué
aquellos hombres habían considerado que Edward también la
merecía. Así pues, decidida aún a descubrir lo que faltase por
revelar de la verdad, aceptaba las ocasionales invitaciones del
coronel, corteses pero reticentes, para comer o tomar el té, y
procuraba hacerlo hablar, a pesar de que me sentía cohibida en su
presencia. Y hasta me obligué a acudir al Palacio de Buckingham
para asistir a la concesión de su Cruz Victoria.
Pero fue todo en balde. Desde que incorporó aquella nueva
distinción a su colección, el coronel parecía nervioso y preocupado
de que cualquier mujer joven que se le cruzara pretendiera casarse
con él, un temor no del todo injustificado, porque con su larga hilera
de galones, su veteranía prematura, su dolorosa cojera y su aire
pálido y ojioscuro de cruzado exhausto, aquel joven tan alto
encarnaba una figura atractiva que llamaba la atención dondequiera
que fuera. Yo no podía esperar que, en aquellas semanas en que
disfrutaba con seguridad del pináculo de sus ambiciones marciales,
aquel muchacho comprendiera que ninguna medalla lo haría
parecer a mis ojos más que un joven autoritario y severo, embebido
de todas las virtudes militares pero limitado en cuanto a imaginación
y benevolencia, o que se convenciera de que no me fascinaban sus
condecoraciones, y que solo estaba ávida de información.
Cuanto más lo perseguía con la esperanza de sacarle los
detalles que buscaba, con más decisión se desvanecía de mi
existencia, hasta que, tras el armisticio, le perdí la pista por
completo.
Antes de que aquel coronel regresara al frente justo a tiempo
para vivir el desenlace de la guerra, el 11.° Batallón de Sherwood
Foresters y varios regimientos británicos más dejaron a los
desmoralizados austríacos en manos de los ahora exultantes
italianos y regresaron a Francia, donde los oficiales supervivientes
de la compañía de Edward fueron aniquilados en la última gran
ofensiva. De modo que, si el papel de mi hermano en el cardinal
contraataque del Altiplano implicó algún acto heroico, ya nunca lo
sabré.

Aunque lo hubiera averiguado, poca diferencia habría supuesto


por aquel entonces, pues a medida que el fin repentino de nuestros
años de correspondencia me obligaba a asumir el hecho de que mi
hermano había muerto, me volvía incapaz de asimilar otras cosas, e
incluso de estimar su valor.
Tan increíble fue nuestra separación definitiva que la vida se
convirtió para mí en algo irreal. Jamás había creído que pudiera
seguir viviendo sin esa hermosa camaradería que había estado a mi
alcance desde la más tierna infancia, sin esa relación perfecta que
no conocía ni celos ni inquietudes, sino solo la confianza más
profunda, el entendimiento más dedicado, por ambas partes. Y sin
embargo allí estaba yo, en un mundo despojado de aquel consuelo
infalible, persistente, involuntariamente viva. Lo bastante viva para
desembalar sus pertenencias cuando nos las devolvieron desde
Italia, y para encontrar entre ellas La musa en armas, que había
llegado justo después de la batalla, con mi poema en el interior, sin
abrir ni leer. Supe entonces que había muerto sin conocer mi último
empeño por demostrarle cuánto lo quería y admiraba.
La devolución del poema marcó el inicio de un periodo de
aislamiento más lóbrego, más completo y mucho más prolongado
que los meses desesperados de 1916 que siguieron a la muerte de
Roland. Mis primeros diarios estaban llenos de reflexiones acerca
de la importancia de «resistir sola», «valerme por mí misma», y a
veces los releí con tenebroso cinismo en la época en que, durante
casi dos años después de la muerte de Edward, tuve que «valerme
por mí misma», me gustara o no. Por muy profunda que sea la
devoción hacia nuestros padres, o hacia los hijos, solo con nuestros
coetáneos es instintivo y absoluto el entendimiento, y desde junio de
1918 hasta más o menos abril de 1920 no conocí a nadie en el
mundo con quien poder hablar con espontaneidad, ni pronunciar
una frase que expresase del todo lo que realmente pensaba o
sentía. Me valí por mí misma, en verdad, pero espero de todo
corazón no tener que revivir jamás la experiencia. Duró tanto, acaso,
porque durante las primeras semanas decidí que nada llegaría a
consolarme de la muerte de Edward ni atenuaría el carácter
desgarrador de su recuerdo; y en eso no me equivocaba, pues
nunca nada lo ha logrado.
En aquella época, un par de amigas compasivas me hablaron
con fervor de las recompensas experimentales de la espiritualidad.
Como siempre durante la guerra, las interminables listas de víctimas
habían sembrado en toda Inglaterra un espantoso interés hacia la
idea de la supervivencia personal, y muchas esposas, madres y
hermanas habían recurrido a «sesiones» y médiums con la
esperanza de recibir alguna señal, por huidiza que fuera, de un
reencuentro futuro «más allá del sol».
Pero yo sabía que ese atajo hacia las convicciones que tanto
anhelaba sentir no me proporcionaría ningún consuelo. Recuerdo
caminar por el luminoso vacío dominical de Kensington High Street
la calurosa mañana del día después de que llegara el telegrama,
envenenada, curiosamente enajenada, presa de un éxtasis
incoherente merced a la sensación de que la presencia invisible de
Edward me acompañaba. Después de aquello, todo se sumió en la
parálisis. No quise hablar ni tampoco pensar mucho en él, y, al igual
que tras la muerte de Roland, no encontraba consuelo al traducir mi
dolor en las largas respuestas a las cartas de pésame. No tenía
ninguna prisa por volcarme en la poesía, ni hubo cuaderno negro de
citas, ni una pequeña biblioteca de volúmenes consagrados; jamás
comíamos a deshoras, ni cambiamos un solo elemento de nuestra
gris cotidianidad. Me sentía inmensa, infinitamente agotada; eso era
todo. Había que seguir viviendo porque era menos problemático que
encontrar una salida, pero el idealismo primero de la guerra se
había hecho añicos, pisoteado en el fango que cubría los cuerpos
de aquellos con quienes yo lo había compartido. ¿De qué valía
buscar hipócritamente un consuelo exaltado para la muerte, cuando
ya sabía que no había ninguno?
Un día, recordé que Edward me había contado que la última
carta de Geoffrey, escrita dos días antes de morir en Monchy-le-
Preux, acababa con las palabras «Hasta que volvamos a vernos,
aquí o en el más allá». ¿Se habrían reunido en el más allá? En
general, no podía creer que eso hubiera ocurrido. Edward, al igual
que Roland, me había prometido que, si existía la vida más allá de
la sepultura, volvería de alguna manera para que yo lo supiera. Yo
pensaba que Roland, con su determinación implacable, era el que
más posibilidades tenía de traspasar el umbral que separaba lo
infinito de lo tangible, y padecer el castigo que ello acarrease. Pero
ni él ni Edward me habían enviado señal alguna; ni yo la esperaba.
Para entonces ya sabía que la muerte era el fin, y que estaba
completamente sola. No había un más allá, ni mañana de Pascua, ni
reencuentro; caminaba por una oscuridad, un mutismo, un silencio
que ninguna voz amada penetraría ni esperanza vana iluminaría.
Solo tres versos de la despedida de sir Walter Raleigh resonaban en
mi cerebro mientras me ocupaba mecánicamente de mis
quehaceres diarios:

Tal es el Tiempo, al que confiamos


nuestra juventud, nuestras alegrías, cuanto tenemos:
solo nos paga con vejez y polvo.

6
En julio cerramos el piso y nos marchamos «de vacaciones» a
Cornualles atravesando un país melancólico ahora ampliamente
parcelado.
Ya estábamos a mediados de mes; los bolcheviques se
mantenían ocupados ejecutando al zar, y sus vengadores aliados,
tras mandar una esperanzada expedición a Vladivostok, ultimaban
los preparativos para el desembarco de Arcángel, cuando el gran
contraataque de Foch del 18 de julio, seguido por la ofensiva de
Haig en la batalla del Avre, convirtió por primera vez en retirada el
avance alemán. Pero a mí había dejado de importarme lo que
ocurriera en la guerra; dado que no me quedaba esperanza, y por lo
tanto tampoco miedo, no abría el Times ni siquiera para consultar
las listas, y durante semanas permanecí ajena al hecho de que los
alemanes ya habían empezado a transitar la gran carretera que unía
Amiens y Saint-Quentin en dirección contraria a la que habían
tomado en marzo.
Recuerdo ese julio como un mes seco y luminoso que reflejaba
en su estridencia externa el estoicismo lleno de vida de los
autómatas humanos sobre cuyo amor la vida ya no podía infligir más
daño. Por encima de la turba fresca de Cornualles, las campánulas
azul lechoso, calientes bajo el sol, pendían inmóviles en el aire
exento de brisa. Sentada entre dos campos de avena salpicados de
amapolas en la costa rocosa de West Pentire, observando las
embarcaciones camufladas deslizarse por la superficie lisa del mar
con la irrealidad de los navíos de los sueños, mis reflexiones se
tornaron tan dolorosas que decidí huir de ellas retomando mi
convulsa novela sobre la guerra en Francia. Pero el argumento se
volvió tan escabroso, y los personajes y espacios tan fácilmente
reconocibles, que el padre de Roland, a quien mostré el manuscrito
cuando estuvo acabado, me aconsejó que me abstuviera de
publicarlo si no quería acabar en los tribunales. En realidad, no
corría ningún riesgo; ninguna editorial se habría planteado siquiera
la publicación de una obra de semificción tan cruda, pero seguí su
consejo y guardé el manuscrito en un cajón, de donde no ha vuelto
a salir.
En una fecha de aquellas semanas vacías que he olvidado por
completo, sin embargo, mi pequeña antología de poemas de la
guerra, Versos de una enfermera voluntaria, vio la luz en un mundo
indiferente. La madre de Roland, que había intervenido para que se
publicara, escribió una breve introducción, pero mis versos, como es
natural, no agitaron lo más mínimo las dispersas aguas de la
literatura contemporánea sobre la guerra. Tan solo en la sección de
«Breves» del Times Literary Supplement —conocido ahora entre los
entendidos como «el cementerio de los pobres»— apareció una
reseña diminuta pero amable, y todavía hoy me carteo de vez en
cuando con un criador de ovejas de Queensland que por casualidad
dio con el libro cuando estaba aún en Inglaterra con la Fuerza
Expedicionaria Australiana: por algún misterioso motivo halló
consuelo en mis crudos versos.
A mediados de septiembre, después de que contratáramos a
Bessie, la hacendosa criada, no parecía haber ya motivos para que
me quedara en casa. No experimentaba ningún interés en ninguna
clase de servicio militar, pero la muerte de Edward había vuelto más
imposible que nunca el regreso a Oxford, y el Ejército se había
convertido en una costumbre que solo el fin de la contienda podría
erradicar. Por mucho que los turcos se rindieran por millares ante
Allenby en Palestina, y la nueva ofensiva británica entre Arras y
Albert hubiera ganado terreno ocupado por los alemanes desde
1914, no pensé que estuviera ocurriendo nada fuera de lo normal, y
hasta la caída de Bulgaria a finales de septiembre parecía tener una
trascendencia remota.
De modo que, por tercera vez, acudí como una sonámbula a
Devonshire House, donde fui entrevistada por lady Oliver. Esperaba
que el servicio internacional me devolviera, como había ocurrido en
dos ocasiones, una suerte de vitalidad lúcida, pero descubrí que,
para mí, el servicio internacional ya no era una opción. Según me
informaron, ahora se aplicaba «la norma» —fruto de vaya usted a
saber qué cerebro privilegiado— de que las voluntarias que
hubieran rescindido su contrato, por el motivo que fuera, no podían
volver a marchar al extranjero sin pasar antes por el «castigo», en
hospitales ingleses, que habrían requerido si no hubieran prestado
nunca servicio.
Descubrí que no podían destinarme a ningún lugar donde mi
dilatada experiencia desinfectando y vendando heridas resultara útil
para nadie, a pesar de que cada mes se enviaban más allá de
nuestras fronteras a voluntarias «verdes» cuyos conocimientos
sobre enfermería de urgencia se adquirían a costa del sufrimiento
de pacientes y enfermeras tituladas. En lugar de eso, las
autoridades de la Cruz Roja optaron por el extremo opuesto: me
mandaron a un hospital civil inmenso que contaba con varios
pabellones militares, y que en esta narración llamaremos St. Jude.

Mi experiencia quirúrgica bien podría haberme llevado al Hospital


de Devonshire, en Buxton; allí habría resultado igual de útil, y al
menos se hubiera sabido que la tenía. En St. Jude, en cambio, no
me topé con nada ni con nadie que pudiera restablecer en un alma
herida la voluntad de trabajar y resignarse. «Abandonad toda
esperanza quienes aquí entráis», podría haber sido la inscripción
dirigida exclusivamente a mí sobre las puertas lúgubres y sombrías
de aquel hospital. Todavía hoy soy incapaz de pasar por delante de
sus hectáreas de ladrillo marrón con florituras victorianas de
desgastada piedra gris sin experimentar un escalofrío.
Varias de nosotras, entre las que me incluyo, nos alojábamos a
corta distancia del hospital, en una gran mansión propiedad de la
Iglesia, de la que ocupábamos parte de las dependencias de
servicio. Aquí, las habitaciones pequeñas e individuales al menos
favorecían una intimidad razonable, pero de nuevo, como en
Denmark Hill, se consideró que un único baño oscuro en el sótano,
con un suministro limitado de agua caliente, bastaría para todas, a
pesar de las enfermedades infecciosas y las curas de septicemia
con las que estábamos en contacto continuo.
Creo que ninguna voluntaria habría puesto objeciones a las
dependencias del servicio ni al triste remedo de cuarto de baño si el
resto de la mansión hubiera estado habitada. Todas sabíamos
perfectamente lo cara y difícil de encontrar que estaba la vivienda en
Londres en tiempos de guerra, pero la irremediable sospecha de
que no se nos consideraba lo bastante dignas para dormir en los
dormitorios vacíos, o lo bastante importantes para asear nuestros
cuerpos fríos y exhaustos en los baños sin uso de los pisos
superiores de la gran casa, no contribuía a instilar en nosotras ese
espíritu alegre y asertivo que fomenta que una mujer joven sienta
fervor por su trabajo.
De tanto en tanto, cuando nuestro clerical anfitrión andaba por
allí, algunas de las voluntarias recibían invitación —orden, en la
práctica— para tomar café con él y su mujer. Descubrí mi invitación
una tarde de domingo en la que libraba, cuando ya había planeado
ir a Kensington, y aunque sabía que el anciano clérigo tan solo
pretendía tener un gesto de buena voluntad hacia las «chiquillas del
Ministerio de la Guerra» que ocupaban las dependencias más
humildes de su institución, aquel alarde de despotismo bondadoso
suscitó en mí una rabia irracional.
A estas alturas de la guerra no entra en mis planes someterme a
unas piadosas digresiones acerca de mi deber para con Dios, el Rey
y la Patria, decidí con indignación. Aquella trinidad voraz ya me
había privado de todo cuanto yo apreciaba en la vida, y si el
interminable proceso de contrición duraba mucho más, los tristes
pecios supervivientes de la carrera de escritora para la que con
tanta fiereza me había preparado en otros tiempos se
desvanecerían en el mismo limbo donde se hallaban los hombres
que yo había amado. Mi única esperanza era transformarme en una
completa autómata, trabajar mecánicamente y dejar de fingir que me
movía algún tipo de ideal. Pensar era demasiado peligroso; si
alguna vez empezaba a reflexionar acerca de los motivos por los
que mis amigos habían muerto y yo estaba trabajando, ocurrirían
cosas espantosas. Sin la disciplina de la fe y el valor, el desencanto
y el resentimiento feroz causarían estragos; incluso podría llegar a
asesinar a mi supervisora, o atacar al distinguido eclesiástico. En
general, parecía más seguro seguir siendo una máquina, de modo
que decliné sin rodeos la invitación y fui a refugiarme a Kensington.
Aquella pequeña descortesía me provocó la sensación pueril y
triunfante de que le había metido un tanto a la Iglesia, pero el
hospital en general, y mi supervisora en particular, encarnaban una
resistencia más tenaz. Al igual que tantas otras enfermeras civiles,
las de St. Jude odiaban la necesidad de recurrir a voluntarias, pero
jamás me había encontrado con una institución donde la
animadversión se exhibiera tan descaradamente.
Fuera cual fuera la preparación o la experiencia que pudiera
haber adquirido una enfermera de la Cruz Roja antes de recalar en
St. Jude, las demás estaban decididas a no permitirle imaginar ni
por un momento que eso le daba derecho a algún tipo de estatus.
Cuanto más tiempo hubiera realizado una voluntaria el trabajo que
se asumía durante el servicio activo, con más firmeza la relegaba la
encargada de su pabellón a las tareas más serviles y elementales.
En St. Jude jamás se me permitió ni intentar siquiera ejecutar la más
sencilla de las curas, como tampoco podía rememorar la experiencia
que había adquirido en Malta y en los pabellones médicos de
Étaples atendiendo casos de malaria y pulmonía.
En lugar de eso, a mí y a las demás voluntarias y aprendizas nos
encomendaban una miríada de tareas desmoralizadoras que solo
valen para perder el tiempo, tan caras en la tradición de los
hospitales civiles, y tan infinitamente destructivas para la energía y
el entusiasmo de la juventud. Ni siquiera en los primeros días de
total ignorancia de la enfermería se habían malgastado mis años
robados a Oxford de un modo tan estúpido. Mi pabellón de St. Jude
parecía una ferretería de asideros metálicos, esterilizadores de
hojalata e instrumental, que requerían una limpieza constante. Nadie
habría sufrido si la hojalata hubiera sido sustituida por esmalte
blanco, los asideros metálicos por madera pulida, y el instrumental
—salvo las piezas más afiladas— por acero inoxidable, pero las
aprendizas salían baratas, y a nadie pareció ocurrírsele que
malgastar aquel dechado de despierto interés e idealismo juvenil en
tareas monótonas, poco constructivas y sin ningún valor tuviera la
más mínima importancia.
El aburrimiento de aquella rutina embrutecedora e ineficiente se
volvía aún más descorazonador con el añadido de una disciplina
férrea y poco imaginativa que difícilmente podría haber sustituido
mejor el optimismo de la animosa iniciativa por la negatividad de una
resignación sumisa. En mi caso, dicha disciplina, que inculca con
decisión la clase de complejo de inferioridad que mina para siempre
la confianza en una misma, estaba estrechamente relacionada con
las horas de las comidas.
La primera vez que me senté a cenar en el hospital y recordé la
abundancia tosca y complaciente de las comidas del Ejército,
ponderé con desaliento el escaso valor que otorgaban a las mujeres
trabajadoras el Ministerio de Alimentación, que estimaba sus
necesidades, y las autoridades hospitalarias, testigos impasibles del
maltrato que ejercían las escasas raciones que se nos concedían.
Pero me habría mantenido indiferente hacia lo que consideraba una
masacre diaria de la alimentación más común de no haber sido por
la ceremonia de desaprobadora vigilancia que transformaba cada
comida —ya de por sí poco apetitosa— en una pesadilla.
El pabellón médico en el que trabajaba, en un extremo del
inmenso edificio, quedaba a varios minutos a pie del comedor, en la
otra punta, pero tanto «la etiqueta» como mi supervisora me
prohibían abandonarlo hasta la hora acordada para el almuerzo, y
nos caía una buena reprimenda si nos veían correr o incluso apretar
el paso por el alargado corredor de la planta baja. Ya en el comedor,
la ayudante de la supervisora se plantaba delante de la mesa, reloj
en mano, censuradora, preparada para echar una sarcástica
regañina a cualquier voluntaria o aprendiz que llegara medio minuto
tarde.
Inevitablemente, para mí, cada comida suponía un vergonzoso
enfrentamiento con mi supervisora y una aprensiva carrera por el
pasillo; seguida por otra riña, peor aún, por parte de la ayudante de
la supervisora. Y si los deprimentes platos hubieran sido diez veces
más apetitosos, tampoco habría podido saborearlos sin llamar la
atención ni comerlos con deleite. En consecuencia, recibía con
apasionado alivio los raros días en que tenía la mañana libre.
En Francia y en Malta, salvo cuando se producía una ofensiva, el
tiempo de descanso se regía por un cuadrante establecido de
antemano, pero en St. Jude, como en Camberwell, solían asignarlo
el mismo día. Las tardes permitían ir a Kensington a tomar el té o a
cenar sin previo aviso, pero las «mañanas libres» apenas duraban
un par de horas, y, dado que mi supervisora raras veces me liberaba
hasta diez o veinte minutos después de que acabara oficialmente mi
turno, en la práctica eran aún más cortas.
Como es natural, no podía hacer planes para aquellos lapsos de
tiempo tan breves y repentinos, pero la oportunidad que me
brindaban de comer lejos del hospital compensaba con creces la
soledad. Una vez más me familiaricé con el restaurante de
Gorringe’s, que tan generosas y satisfactorias meriendas me había
proporcionado en mis primeros tiempos en el Hospital General n.° 1
de Londres. Todavía me acuerdo de la honda satisfacción con la que
escudriñaba las exiguas raciones de huevos rebozados y las tazas
de café que mi absurdo salario me permitían, dados los precios de
los tiempos de guerra, lejos de miradas críticas y voces regañonas.

8
Una tarde, durante las oraciones, recordé haber leído en alguna
parte un pasaje que hacía alusión en términos impresionantes a la
santidad de la enfermería.
Ese es el problema, pensé mientras las demás murmuraban con
fervor el padrenuestro; se considera un oficio tan sagrado que
quienes lo dirigen olvidan que las enfermeras son seres humanos,
con defectos humanos y necesidades humanas. Sus normas y
valores son aún tan victorianos que incluso tenemos que
desempeñar nuestro trabajo de punta en blanco, siempre peleando
con un exasperante uniforme de siete piezas, siempre
cambiándonos de cofias, cuellos, delantales, puños y cinturones que
acumulan gérmenes y se pierden en la lavandería, o recogiendo los
innumerables corchetes, broches e imperdibles que se necesitan
para armar tan engorroso atuendo, en lugar de usar un mandilón de
cuello suelto y manga corta que pueda renovarse cada día.
Si en 1918 hubiera sido capaz de concebir algo tan remoto como
el año 1933, jamás habría creído que en un futuro tan lejano casi
todos los hospitales y escuelas de enfermería, en su patético
conservadurismo, seguirían aferrándose a unas prendas casi
medievales. Pero en el largo intervalo de tiempo que se extiende
entre aquel año y este, he pensado con frecuencia, como pensaba
entonces, que la «santidad» de la profesión es, probablemente, su
peor inconveniente; al parecer, basta con que un oficio sea
calificado de «vocación» para que unas autoridades irresponsables
se sientan con total libertad de ejercer un tipo de explotación que no
halla excusas en su habitual disfraz de «disciplina». Es cierto —
tiene que ser cierto— que la mayoría de las mujeres que optan por
esta vida rigurosa y agotadora se siente espoleada por un idealismo
consciente solo a medias, pero las personas idealistas, por
entusiastas y sensibles, son a menudo más proclives a la tensión
nerviosa que los menos altruistas que miran por ellos mismos antes
que por los demás.
Cuatro años transcurridos entre varios hospitales muy diferentes
entre sí me convencieron de una vez por todas de que, si una aspira
a ejercerla de una manera eficiente, la enfermería requiere, más que
ningún otro oficio, grandes dosis de tiempo libre en un entorno
colorido, suficiente dinero para invertir en ocio, comida rica para
restablecer la energía agotada, y neutralizar la ansiedad que
transmiten la enfermedad y la vejez; sin embargo, de todas las
profesiones especializadas, sigue siendo la menos ayudada por
tales ventajas, y la más oprimida por preocupaciones, crueldades,
adversidades y normas innecesarias. Puede que St. Jude sea hoy
en día, y seguramente lo sea, muy distinto del hospital que yo
conocí hace quince años, pero el más reciente Informe de la
Comisión de Enfermería de la revista The Lancet ha revelado que
las estupideces inimaginables que a la sazón me oprimieron a diario
prevalecen aún en buena parte de las escuelas de formación.
A la vez que, durante aquel otoño de 1918, me daba cuenta de
cómo St. Jude, gracias a su gran tradición, contenía entre sus muros
una parte fundamental del mejor material de enfermería de todo el
país, y de hasta qué punto, merced a su triste rutina y su rígida
ortodoxia sectaria, aniquilaba la alegría y la independencia de las
jóvenes que entraban allí esperanzadas, fui desarrollando un odio
feroz hacia todas las autoridades de los hospitales civiles, de
Florence Nightingale en adelante. Durante años aborrecí a la
fundadora de la enfermería moderna y todo lo que representaba,
una postura que mantuve hasta que, hace muy poco, leí su ensayo
Cassandra, en el apéndice a La causa de Ray Strachey, y capté el
contraste existente entre su espíritu de rebelión, su capacidad de
administradora para comprender lo esencial y la estrechez de miras
de algunas de sus intolerantes sucesoras.
Mi furiosa certeza de la estulticia inhumana alcanzó su apogeo
cierta tarde de octubre, tras una ronda extrañamente agotadora de
preparación de camas y lavado de cuñas y palanganas, labores que
habían recaído por completo en mí debido a la feroz epidemia de
gripe que nos tenía faltos de personal. Echando mano de una
energía sostenida y violenta, me las arreglé para llevar a cabo tan
emocionantes tareas poco antes de que entrara el personal del
turno de noche y, siguiendo la costumbre, di parte a la enfermera
que se quedaría al frente del pabellón aquella tarde.
—Ya he acabado —informé.
No había enfermera en Francia, en Malta, o incluso en el
Hospital General n.° 1 de Londres que no me hubiera respondido
que, después de un día tan duro, podía dar por terminada la jornada
y marcharme, pero la encargada del pabellón, desde debajo de una
almidonada cofia, me lanzó una mirada sentenciosa con sus ojos
marrones, duros y brillantes.
—Todavía no son las ocho. Puede ir al anexo a limpiar las sillas
de ruedas.
Una cólera oscura ardió en mi agotado cerebro cuando obedecí;
cólera que a la mañana siguiente se había traducido en la decisión
de abandonar aquel lugar.
«No pienso pasar aquí seis meses, aunque me cueste una pelea
con Devonshire House que me perjudique para siempre», me dije
con tristeza; pero, como no era mi intención quedar a merced del
azar, antes de llevar aquello a cabo tuve la precaución de buscar
una alternativa razonable.
Durante una de mis solitarias caminatas matinales por los
alrededores de Westminster pasé por delante del Hospital Militar
Reina Alexandra, en Millbank, y recordé haber oído que su nueva
jefa de enfermeras era mi amiga del Hospital General n.° 24. No
había olvidado su mirada cordial cuando accedió a concederme el
permiso; así que en mi siguiente tarde libre me presenté allí y
pregunté si podía hablar con ella. Me hicieron pasar al instante y,
tras recordarle que gracias a ella había podido estar con mi
hermano en sus últimas dos semanas en casa, le expliqué mi
determinación de marcharme de St. Jude. ¿Había alguna vacante
en Millbank?, le pregunté.
—Me alegro de haberla ayudado a ver a su hermano —me dijo
con llaneza.
Tenía sitio para otra voluntaria, me dijo; compartía conmigo el
desagrado hacia la estrecha rigidez de la disciplina de los hospitales
civiles, y me prometió que me solicitaría a Devonshire House en
cuanto me concedieran permiso para trasladarme desde St. Jude.
Un par de días más tarde, tras una áspera conversación con la
asistente de la supervisora en St. Jude, me encontré una vez más
en Devonshire House, entrevistándome con una joven oficial de cara
redonda y mejillas brillantes y regordetas, cuyo nombre nunca supe.
Ante ella se encontraba la carpeta de siempre, la que contenía mi
historial; presentía de que habrían llegado muy buenas referencias
mías de Malta o de Francia, pero mi prestigio había caído tan bajo
que poco podía importar lo que dijera o hiciera.
—He venido para comunicarles que no puedo seguir en St. Jude
—arranqué con agresividad—. Si no cabe la posibilidad de que me
manden a ninguna otra parte, no renovaré el contrato.
Pero la ira que esperaba no descargó sobre mí. En lugar de eso,
mi joven interlocutora me miró con melancolía.
—No es usted la primera —respondió con un suspiro, mirando
pensativa las franjas azules del servicio activo en mi manga—.
¿Cuál es exactamente su objeción a St. Jude?
—Es difícil de explicar —dije, ablandada por su aire de lúgubre
resignación—. No es lugar para voluntarias, simplemente, salvo
para las recién llegadas. Es como no haber prestado servicio.
Comprendo —asintió, exhalando otro suspiro, y a continuación
inquirió, con más brío—: Bueno, ¿y hay algún sitio adonde quiera ir?
Lo lamento, pero no puedo mandarla otra vez a Francia.
Y, sin más dilación, rematamos, para mi absoluta satisfacción,
los preparativos que ya había iniciado con la jefa de enfermeras
escocesa.

9
Así pues, a finales de octubre me incorporé a la plantilla del
Hospital Reina Alexandra, en Millbank, en la ribera de Westminster.
Por entonces, aquel complejo de edificios resultaba imponente, pero
ahora parece un enano asustadizo agazapado tras la inmensidad
plana e inmaculada de Thames House e Imperial Chemicals. El
cobertizo de hierro corrugado negro frente a la puerta principal, en el
que trabajé la mayor parte del tiempo que pasé allí, todavía se
mantiene en pie a duras penas —pobre construcción comparada
con los gigantes espléndidos erigidos a su alrededor—, como anexo
al Ministerio de Pensiones.
Agradecida de haber regresado a un ambiente militar tras la
convencionalidad sin luces de la enfermería civil, me adapté con
facilidad a una rutina monótona pero soportable. En las
dependencias de las enfermeras reinaba esa paz siempre presente
en un hospital donde la autoridad se muestra bondadosa y cabal. En
general, tuve mucha suerte con mis supervisoras a lo largo de toda
la guerra; en el Hospital de Devonshire, en Londres, en Malta, en
Francia y en Millbank, todas ellas fueron mujeres sensibles y
concienzudas que se desvivían por hacer cuanto estuviera en su
mano por sus subordinadas, en una profesión tan atosigada por
tradiciones obsoletas y restricciones irritantes como un corral
atestado de latas viejas y fragmentos aherrumbrados de alambrada
de espino.
Sin embargo, una cosa es la alegría mecánica y otra muy distinta
el contacto esencial con la vida. De los cinco meses que pasé en
Millbank no conservo apenas ningún recuerdo. Guardo vagamente
la imagen de cruzar a menudo el camino que separaba el hospital y
mi pabellón, siempre lanzando una mirada de soslayo hacia el
Embankment y las chimeneas de las barcazas que se deslizaban
por aquel estrecho atisbo del río; recuerdo como en una nebulosa la
lenta llegada del invierno —un invierno templado, húmedo, muy
diferente al frío penetrante de Francia del año anterior—, y a mi
madre entrando en mi pabellón decorado con banderines con motivo
de la fiesta del día de Navidad para los pacientes. Tengo también
recuerdos borrosos de apretar el paso por Great Smith Street al
bajarme del autobús 88 o 32 en el West End en los primeros meses
de 1919 —carreras menos rápidas y escrupulosas que las de
Camberwell tres años antes, porque a esas alturas me dejaban
indiferente las reprimendas y no tenía nada que perder si llegaba
tarde—. Toda mi atención se concentraba en sobrevivir hasta que
expirase el contrato de seis meses y me liberara de la monotonía
repentinamente insoportable de la enfermería, a pesar de que
también me aterraba la libertad, por motivos que a la sazón no era
capaz de explicarme.
Lo que recuerdo con más claridad es a un oficial médico
bastante joven regañando a mi supervisora por haberme llamado
«de urgencia» para atender un caso perdido, y especialmente
repugnante, de cáncer sifilítico; no es tarea para una jovencita,
afirmaba el médico, y tendría que haberla asumido una de las
enfermeras de más edad. Parecía sorprendido de que yo no hubiera
protestado, algo que ni siquiera se me pasó por la cabeza: ya no
pensaba en mí misma como una voluntaria más joven o menos
experimentada que mis colegas tituladas, y no me parecía que
tuviera importancia —ni para mí, ni para nadie— si me contagiaba o,
incluso, moría de alguna de las funestas enfermedades de mis
pacientes, cuando tantos cuerpos hermosos de muchachos se
pudrían en el barro de Francia o los pinares de Italia.
Al haberme convertido por fin en una completa autómata,
moviéndome como una sonámbula por el ambiente apacible de
Millbank, ya no era capaz de experimentar miedo ni entusiasmo.
Había pasado de ser la idealista eufórica que había bajado a
trompicones la colina de Buxton rodeada de un halo dorado de
entrega absoluta a las elementales tareas del Hospital de
Devonshire a un estado permanente de adormecida desilusión, al
igual que el resto de supervivientes de mi generación. Sea cual sea
la etapa de mi breve edad adulta que decida repasar —los meses
de inquietud en casa; las actividades ingenuas de una universitaria;
la tutela del horror y la muerte como enfermera voluntaria; la noche
cada vez más negra de miedo, incertidumbre y agonía en una
localidad de provincias, en una ciudad universitaria, en Londres, en
el Mediterráneo, en Francia—, me parece que todo ha significado
una única cosa: «lucha y más lucha, para no conseguir nada».
Y ahora ya no quedaban catástrofes por temer ni amigos que
esperar; el fin de las preocupaciones había traído consigo un vacío
profundo y anulador, la sensación de estar caminando en medio de
una niebla densa que ocultaba imágenes y amortiguaba sonidos. No
había ya ninguna experiencia que pedirle a la guerra; nada
quedaba, salvo resistir.
Sin embargo, no hubo que resistir por mucho tiempo. Apenas
llevaba unos días en Millbank cuando fue evidente incluso para mí
que algo insólito e importante estaba ocurriendo en toda Europa.
Durante mucho tiempo, aunque ocasionalmente leyera acerca de la
retirada alemana, mi cerebro se negó a ponderar su significado;
había dejado de pensar en la contienda como algo con un final, y
mucho menos, un final victorioso. Pero, ahora, el crescendo de
batalla triunfal y la rápida retirada de los alemanes en el frente
occidental hasta la línea Hindenburg y más allá, mientras Turquía y
Austria caían en el este, calaron incluso en mi torpe conciencia, y
con un sobresalto de terror abrí los ojos al hecho asombroso de que,
en Ypres, los aliados solo habían necesitado un día para ganar tanto
territorio como el que habían cedido en tres meses durante la
costosa y muy amarga ofensiva en torno a Passchendaele en 1917.
Después del 3 de noviembre, cuando los alemanes tuvieron que
enfrentarse sin ayuda a las fuerzas unidas de sus viejos enemigos,
reforzadas por los americanos, exultantes e inagotables, cuando
cayó Valenciennes y el Ejército británico asestó su último golpe en el
Sambre, me di cuenta de que el final era ya cuestión de días. Aun
así, la noticia de que los canadienses, al tomar Mons, habían puesto
un pintoresco punto final a la guerra, dejándola tal y como estaba al
principio, solo suscitó un lánguido interés en mí, y ni supe ni me
importó que, un par de días después, una sección del territorio
recuperado fuese ocupado por un nuevo batallón de la Brigada de
Fusileros de Londres, que había cruzado el Canal de la Mancha
justo a tiempo para presenciar el increíble final de los combates.
Entre las tropas recién llegadas marchaba un joven fusilero muy
reflexivo cuya incorporación al servicio militar se había visto
retrasada por su mala salud y la desolación de diversas desgracias
personales hasta la última primavera de la guerra; en su petate,
junto al De rerum natura de Lucrecio, llevaba un abultado cuaderno
que plasmaba elevadas disquisiciones filosóficas sobre las causas
del conflicto militar y la ética de su eliminación por parte del cuerpo
político que habría dejado de piedra a sus compañeros soldados.
Pero, incluso en aquel día preñado de sorpresas, en aquella hora
decisiva que me arrastró muy a mi pesar a seguir viviendo sin
remordimientos, nada me habría sorprendido más que la insinuación
de que aquel manuscrito y su joven dueño tendrían alguna
relevancia para mí en el porvenir.

10

Cuando el clamor de los cañonazos de la victoria estalló en


Londres a las once en punto de la mañana del 11 de noviembre de
1918, los hombres y las mujeres que se miraban incrédulos no
gritaron con júbilo «¡Hemos ganado la guerra!», sino que se
limitaron a decir «La guerra ha terminado».
Desde Millbank oí las explosiones con una claridad aterradora,
pero, como una durmiente decidida a seguir soñando después de
que le hayan ordenado que despierte, seguí lavando palanganas
maquinalmente en el anexo que había fuera de mi barracón.
Enterrado en lo más profundo de mi conciencia se agitó el vago
recuerdo de una carta que le había escrito a Roland en aquellos
días legendarios en que yo aún estaba en Oxford y podía dedicar
los domingos a pensar en él mientras el órgano resonaba con
grandiosidad en el interior de la capilla de New College. Fue una
cálida noche de mayo, cuando flotaba por toda la ciudad el dulce
aroma de los alhelíes y las lilas, y yo había regresado a Micklem
Hall después de escuchar un oratorio de Händel que describía la
concentración de las tropas para la batalla, el lamento por los caídos
y el regreso triunfal de los vencedores.
«Mientras escuchaba el órgano hinchiéndose cada vez más
hasta estallar en el triunfo final de la canción de la victoria», le
escribí, «tras el canto fúnebre y solemne por los muertos, he
pensado en la mofa e ironía con que resonarán las jubilosas
celebraciones de la paz en los oídos de aquellos cuyos seres
queridos jamás regresarán, sobre quienes se construye la victoria, y
que han pagado con su duelo la alegría de los demás. Me pregunto
si seré una de las que participará con júbilo en el triunfo, o si
escucharé el jolgorio con el corazón roto y tratando de ignorar la
profusión de sonidos alegres».
Y, mientras secaba las palanganas, pensé: «Ha llegado
demasiado tarde para mí. De algún modo yo ya sabía que ocurriría
esto, incluso estando en Oxford. ¿Por qué no pudo acabar
racionalmente, como habría podido acabar en 1916, en lugar de
tanto cacarear en contra de una negociación de paz y tantas
conversaciones feroces de civiles sanos y salvos acerca de marchar
hacia Berlín? Ha llegado cinco meses tarde… ¿o tal vez tres años?
Podría haber acabado en junio, ¡y permitir que al menos Edward se
salvara! Solo cinco meses, qué poco tiempo, comparado con los tres
años de la muerte de Roland».
Pero el día del armisticio ni siquiera a una superviviente solitaria
que se ahogaba entre las olas negras de la memoria se le permitía
quedarse a solas con sus pensamientos. Un instante después de
que los cañones dieran paso a un silencio repentino y palpitante, la
otra voluntaria de mi pabellón vino corriendo adonde me encontraba,
presa de la emoción.
«¡Brittain! ¡Brittain! ¿Has oído? ¡Ha terminado… todo ha
terminado! ¡Vamos a salir a ver qué pasa!».
Como una autómata la seguí a la carretera. Y mientras estaba
ahí, estúpidamente rígida, mucho después de que las explosiones
victoriosas desde Westminster se hubieran convertido en un remoto
crescendo de gritos, vi que un taxi giraba con rapidez hacia el
hospital desde el Embankment. Al segundo siguiente, los
transeúntes pidieron a gritos la asistencia de un médico o una
enfermera, pues al doblar la esquina el taxi había arrollado a una
anciana menuda que no lo había visto venir por estar demasiado
atenta al ruido desaforado de un mundo libre ya de su pesadilla.
Cuando me acerqué me di cuenta de que estaba casi muerta y
ya no era capaz de hablar. Al igual que Víctor en la capilla mortuoria,
parecía haber menguado hasta adoptar las dimensiones de una niña
con los marcados rasgos de la edad, pero el rostro diminuto y
blanco como la nieve conservaba un rictus de sorpresa; me dedicó
una mirada adusta, como la que Geoffrey había dirigido a su
ordenanza en los últimos minutos de silencio consciente junto al
Scarpe. ¿Estaría pensando en sus hijos en el frente, ahora a salvo,
cuando el taxi la ha atropellado?, me pregunté. De pronto, llegaron
un oficial médico y varios celadores, y yo volví a mi pabellón.
Me acordé varias veces de ella a lo largo de aquella tarde,
durante la que, con la idea casi masoquista de «contemplar el
paisaje», di un paseo circular por Kensington atravesando el
envenenado West End. Mis pensamientos volvían con dolorosa
insistencia a los muertos y la extraña ironía de su destino: a Roland,
inteligente, ardiente, ambicioso, que había muerto sin laureles,
ejecutando con tesón una labor rutinaria; a Víctor y Geoffrey,
bondadosos y reservados, quienes habían caído valerosamente en
medio de un gran «espectáculo»; y, por último, a Edward, musical,
sereno, amante de la paz, que había combatido con valentía en
tantísimas batallas y al final había muerto mientras dirigía un
contraataque fundamental en una de las pocas acciones decisivas
de aquella guerra. Mientras me abría paso entre la multitud
vociferante de Piccadilly y Regent Street en el abarrotado piso
superior de un autobús, un ingenioso apasionado de la historia
contemporánea puso del revés el letrero de SEVEN KINGS.
Aquella tarde, cuando ya habíamos terminado de cenar, unas
cuantas emocionadas voluntarias que estaban ansiosas por pasear
por Westminster y Whitehall hasta el Palacio de Buckingham
insistieron en que las acompañara. En la puerta del Almirantazgo,
un grupo desatado de soldados convalecientes reunía piezas de
diversos uniformes y metía a sus portadores en taxis cubiertos de
banderas; con un grito, atraparon a dos de mis acompañantes y
desaparecieron entre la clamorosa multitud, agitando banderas y
carracas. Dondequiera que fuéramos nos recibía un estallido de
vítores emocionados ante nuestro uniforme de la Cruz Roja, y
completos desconocidos engalanados con medallas se me
acercaban y estrechaban calurosamente la mano. Tras una
oscuridad tan, tan larga, parecía casi un cuento de hadas ver las
farolas encendidas en medio de la negrura fría de noviembre.
Me separé del grupo y caminé despacio por Whitehall, con el
corazón sumido en una repentina consternación. Percibía que el
mundo era ya distinto al que yo había conocido durante cuatro años
que me habían parecido toda una vida, un mundo en el que la gente
viviría alegre y olvidaría, en el que ellos mismos, sus carreras y sus
divertimentos eliminarían los ideales políticos y los grandes
problemas nacionales. Y en ese mundo extraño e iluminado yo no
desempeñaría papel alguno. Las personas con las que había
mantenido una relación estrecha ya no estaban; no quedaba nadie
que compartiera conmigo los recuerdos, ni los buenos, ni los malos.
Conforme pasaran los años y la juventud se alejara y la memoria se
atenuara, una oscuridad más y más densa recubriría a los
muchachos que en otros tiempos fueron contemporáneos míos.
Por primera vez comprendí, con todo lo que implicaba esa
certeza, hasta qué punto se había desvanecido con Edward y
Roland, con Víctor y Geoffrey, aquello que hasta entonces había
decidido mi vida. La guerra había terminado. Empezaba una nueva
era; pero los muertos estaban muertos y no regresarían jamás.
TERCERA PARTE

Longumque illud tempus, quum non ero,


magis me movet quam hoc exiguum.

MARCO TULIO CICERÓN ,


AD ATTICUM, XII, CARTA l8
CAPÍTULO X
SUPERVIVIENTES NO, GRACIAS

«Cuatro años», dicen algunos para consolar. «Bah,


¿qué son? Eres joven. ¡Y al menos habrá sido
una magnífica experiencia!».
Olvidan que otros quedaron atrás…
volvimos a casa y descubrimos
que lo habían conseguido, y los hombres reverenciaban sus
nombres,
pero nunca pronunciaban los nuestros;
y nadie hablaba ya de heroísmo, y nosotros
tuvimos que regresar y volver a empezar, de nuevo.
«Malgastaste cuatro años en el crisol,
¡claro que sí!», exclaman otros. «Bah,
¡peor para ti!».
Y empezamos a darles la razón.

V. B., «EL LAMENTO DE LOS DESMOVILIZADOS»,


EN OXFORD POETR Y, 1920.
1

A principios de abril de 1919, me despedí de Millbank y de la


guerra, llevándome conmigo una herencia de manos ásperas y
tobillos hinchados, amén de una buena colección de juramentos
exóticos. Tal y como Víctor había previsto para sí en caso de
supervivencia, a lo largo del año siguiente me costó horrores evitar
aquellas expresiones en las aulas magnas de Oxford y los salones
de Kensington, para los que me resultaban particularmente
apropiadas.
Visto desde el presente, 1919 parece un año espantoso,
dominado por una paz de todo punto desagradable. Pero cuando se
vivió, al mundo exánime le pareció de una divina normalidad, la
primavera de la vida tras el invierno de la muerte, el primer peldaño
hacia una nueva era, la puerta a un futuro infinito, un futuro no
exento de miedos e incomodidades, pero en cuya promesa
teníamos que creer, pues era lo único que a muchos nos había
quedado. Por aquel entonces, diversas autoridades se afanaban en
darnos las gracias a quienes habíamos sido jóvenes y al parecer,
por sorprendente que resulte, todavía éramos considerados como
tales. Apenas dos días después del armisticio, sir Douglas Haig, en
el comunicado especial en el que expresaba su gratitud hacia
«todos los rangos del Ejército, así como a los no combatientes y a
los servicios auxiliares», había incluido «a los millares de mujeres
que, con su dedicada labor en tantísimos ámbitos, han contribuido a
la victoria de nuestras armas», y sin duda muchas de ellas —al
menos, las que creían en ello— debieron de emocionarse al oír que
«generaciones y generaciones de personas libres, tanto de nuestra
nación como de otras, les darán las gracias por lo que han hecho
[…], por su valor inquebrantable, su valentía más decidida y su
devoción incuestionable hacia el deber». A finales de abril, incluso el
Consejo del Ejército había dado las gracias a las enfermeras del
Destacamento de Ayuda Voluntaria «por su bondad, capacidad de
sacrificio y entrega […] sin escatimar esfuerzos durante», como
dieron en calificar, con suma mesura, «el largo y difícil periodo por el
que ha pasado nuestro país».
No obstante, el año no parecía haber empezado de un modo
muy halagüeño para quienes aún se aferraban a la ingenua idea de
que, con sus sacrificios, habían creado un mundo de dulzura y luz
para que habitasen sus descendientes. Durante las semanas
inmediatamente posteriores al armisticio, mi existencia de autómata
en Millbank eliminó para mí el hecho de que desde tarimas de todo
el país, unos héroes elocuentes en alto grado se empeñaban en
Hacer Pagar a Alemania y Ahorcar al Káiser. Y mientras valoraba la
posibilidad de regresar a Oxford —no porque me asaltaran las
ganas de volver, pues no era consciente de tener la voluntad de
hacer nada, sino porque la universidad me parecía lo único que
quedaba de la completa debacle del pasado y porque albergaba
ciertos prejuicios en contra de dejar las cosas a medio hacer—, no
pude permanecer ajena a las eufóricas reacciones de mi
generación, que bailaba frenética noche tras noche en las galerías
Grafton aun cuando de las paredes colgaban, acusadoras,
imágenes de la agonía de los soldados canadienses durante la
guerra. Impactado por semejante espectáculo, Alfred Noyes
describió así aquellas orgías nocturnas:

Chocan los platillos,


caminan los bailarines;
con largas medias de seda
y brazos de yeso;
con faldas mariposa
y pechos níveos desnudos.
Y sombras de hombres muertos
que todo lo observan…

La generación anterior, horrorizada ante el sacrilegio, no


entendía aquella sensación mezcla de alivio y anticlímax que
empujaba a mis coetáneos —que habían vivido una vida entera de
amor, trabajo duro y sufrimiento y sin embargo apenas tenían veinte
años— a bailar, con la vana esperanza de recobrar la juventud
perdida que la guerra les había arrebatado.
Como a mí ya no me quedaba nadie con quien bailar, pasé la
mayor parte de los días vacíos y aterradores que hubo entre
Millbank y el regreso a Somerville deambulando por Londres con
una desmovilizada y erráticamente alborozada Hope Milroy, y
meditando, conforme las diferencias entre nuestras preocupaciones
en la guerra y en la paz iban abriéndose paso en mi mente, acerca
de los problemas de una vida civil sin compañía. ¿De qué manera
me afectaría la contienda, en última instancia?, me preguntaba,
contemplando con mirada triste un porvenir particularmente vacío,
que parecía incapaz de llenarse salvo a golpe de unos esfuerzos
individuales que no me sentía nada inspirada a realizar. El resultado
inmediato de la paz —el cese de las amenazas directas a la propia
seguridad personal— fue casi imperceptible al principio, igual que
cuando un dolor físico prolongado que ha pasado de ser agudo a un
resquemor continuo cesa del todo sin que el afectado perciba su
desaparición. Solo muy poco a poco me di cuenta de que la guerra
me había condenado a vivir hasta el fin de mis días en un mundo sin
confianza ni seguridad, un mundo en el que habría que cultivar las
relaciones personales con los seres queridos bajo la sombra de la
aprensión; en el que el amor parecería siempre amenazado por la
muerte y la felicidad semejaría una casa provisional, construida
sobre las arenas movedizas del azar. Quizá pudiera recuperarla,
pero jamás aprehenderla.
Entretanto, en París, el núcleo de una multitud salvaje,
internacional, loca de placer, los Cuatro Grandes, creaba un desierto
y lo llamaba paz. Cuando pensaba en aquellas negociaciones —lo
que solo ocurría cuando no podía evitar oír hablar de ellas a los
profesores de Oxford o a las visitas de Kensington—, no me parecía
que representaran en absoluto la clase de «victoria» que los jóvenes
que yo había amado hubiesen considerado justificación suficiente
para sus malogradas vidas. Aunque sin duda habrían recibido con
los brazos abiertos la idea de una Sociedad de Naciones, Roland y
Edward no habían muerto para que Clemenceau superase en
astucia a Lloyd George, y ambos engatusaran al presidente Wilson,
y los tres se pusieran de acuerdo para hacer que el enemigo
apaleado y bloqueado pagase los costes de la guerra. Para mí, los
«hunos» eran, y siempre han sido, los alemanes pacientes y
estoicos que yo había cuidado en Francia, y no me gustaba leer que
habían sido privados de su Armada, sus colonias y sus minas de
carbón en Alsacia, Lorena y la cuenca del Sarre, mientras sus hijos
se morían de hambre y frío por falta de alimento y combustible. De
modo que cuando, en mayo, yo ya me encontraba de nuevo en
Oxford y se publicó el texto del Tratado de Versalles, me abstuve
deliberadamente de leerlo; ya empezaba a sospechar que mi
generación había sido engañada, que se había explotado con
cinismo su valor juvenil, traicionado su idealismo, y no quería
conocer los detalles de la traición. Durante un debate
interuniversitario, una alumna india señaló que, en cualquier caso,
ahí teníamos «la paz que sobrepasa todo entendimiento»; yo no
quise añadir nada más.
Como es natural, no tenía una conciencia tan clara de la
ansiedad, la repulsión y las suspicacias entre las que me movía
como cuando ahora echo la vista atrás. Las cartas y los artículos
escritos al respecto revelan que mi mente avanzaba a tientas en
medio de una confusión negra y brumosa, insegura de lo que le
había ocurrido o lo que iba a sucederle. Dominada aún en parte por
los viejos ideales, una respetabilidad desgastada y espasmos de
amargura rebelde, a veces asía brevemente la cola de una idea
sobre cuyas alas ascendería después hacia un cielo más despejado
de nuevas convicciones.
Una de esas inspiraciones halladas a medias se tradujo, por
trivial que parezca, en la decisión de estudiar Historia en lugar de
Literatura Inglesa, si bien los motivos que había detrás de ese
cambio superficial no tenían nada de trivial. Después de la primera
sensación de aislamiento en un extraño mundo en paz, la poca
racionalidad que aún poseía se reafirmó en un deseo de
comprender cómo había ocurrido aquella calamidad, de saber cómo
había sido posible que, aprovechando nuestra ignorancia y la
ingenuidad de otros, nos usaran, nos hipnotizaran y aniquilaran. Al
principio, la guerra me había resultado exasperante, y me obcequé
en ignorarla; luego tuve que aceptar su realidad, y por último me vi
obligada a participar en ella, a resistir el miedo, el dolor y la fatiga
que me causó, y a presenciar con angustia e impotencia las
muertes, no solo de quienes habían conformado mi vida personal,
sino de los muchos hombres valientes y resignados que yo había
cuidado y no pude salvar. Pero eso tampoco es suficiente. Ahora, mi
trabajo consiste en saberlo todo de ella y tratar de evitar, en la
medida de lo posible, que vuelva a sucederles a otros en el futuro.
Acaso el concienzudo estudio del pasado del ser humano me
explique gran parte de lo que en este desconcertante presente
resulta inexplicable. Acaso los medios para la salvación existan ya,
implícitos en la historia, inadvertidos, celosamente ocultados por
quienes viven de la guerra, y aguarden que unos hombres y unas
mujeres sensatos los redescubran y reconozcan con entusiasmo.
Recordé que cuando era niña, en St. Monica y en Buxton, me
planteaba la vida como algo individual que atañía solo a uno mismo;
que los acontecimientos del mundo eran importantes a su manera,
pero irrelevantes a nivel personal. Ahora, como el resto de mi
generación, me he visto obligada a aprender una vez más la terrible
verdad que reside en las palabras de George Eliot a propósito de la
invasión de las preocupaciones personales por parte de los destinos
importantes de la Humanidad, y reconocer por fin que no hay vida
realmente privada, ni aislada, ni autosuficiente. Las vidas de las
personas eran del todo suyas, quizá —y de un modo más justificable
—, cuando el mundo se antojaba inmenso y sus idas y venidas eran
lentas y deliberadas. Pero esto ya no es así, y nunca más lo será,
puesto que las invenciones del hombre han eliminado gran parte del
tiempo y la distancia; tanto para lo bueno como para lo malo, ahora
cada uno de nosotros forma parte del oleaje de los grandes
movimientos económicos y políticos, y cualquier cosa que hagamos,
como individuos o como naciones, repercute intensamente en todos
los demás. Ya estábamos así de unidos antes de que nos diéramos
cuenta; si tan solo la cómoda prosperidad de la época victoriana no
nos hubiera arrullado en la falsa convicción de la seguridad
individual y nos hubiera hecho creer que lo que sucedía más allá de
nuestros hogares no importaba, puede que la Gran Guerra nunca
hubiera tenido lugar. Y aunque un puñado de individuos aislados
hayan evolucionado como personas por haber participado en la
contienda, el mundo en su conjunto irá a peor; al no contar con unas
capacidades, un orden social y un equilibrio económico de primer
orden, seguirá sumiéndose en el caos a la mayor velocidad, salvo
que algunos tratemos de evitarlo.
A partir de ahora, reflexionaba, siguiendo un tenue fulgor a
través de la oscuridad, las personas contarán solo en tanto que
comprendan su contexto y ayuden a crearlo y cambiarlo. Jamás
deberíamos estar a merced de la Providencia si comprendiéramos
que la Providencia somos nosotros; nuestras vidas, y las vidas de
nuestros hijos, serán racionales, equilibradas, bien proporcionadas,
en la justa medida en que reconozcamos su verdad fundamental.
Puede que nuestra generación pase a la historia como la primera
que comprendió que no hay hombre ni mujer que pueda vivir ya en
un indiferente aislamiento del mundo. Todavía no sé qué debería
hacer yo, concluí, para ayudar a que todo esto ocurra, pero al
menos puedo empezar por intentar comprender en qué ha fallado la
Humanidad, y cuándo se malogró la civilización. Si unos cuantos
más y yo lo conseguimos, es posible que valga la pena haber vivido;
es posible que incluso valga la pena que se hayan perdido las vidas
de los otros. Tal vez es ese el motivo por el que ellos murieron y yo
me quedé sola.
Así de pomposamente decidí estudiar Historia, y luego, cuando
ya había abandonado Oxford, entrar en contacto con alguna
organización que compartiera y tratara de poner en práctica esas
ideas. Por entonces apenas si había oído nada de la complicada
historia del pacifismo durante la guerra —la Unión de Control
Democrático, con sus reuniones interrumpidas y sus despachos
asaltados por la policía; la encarcelación de E. D. Morel; la
destitución de Bertrand Russell en Cambridge; la persecución y
humillación de los objetores de conciencia—, pero ya había
emprendido la senda que en última instancia me llevaría a
asociarme al grupo que aceptaba el internacionalismo como credo.
En Somerville, la noticia de mi intención de cambiar de itinerario
no fue recibida con entusiasmo; en Literatura se me consideraba
digna de la matrícula de honor, pero en el ámbito de la Historia yo
había olvidado hasta los datos que memorizaba en las lecciones
sobre política y religión de la señorita Heath Jones, y no podía
esperarse que la ingenua ansiedad de una alumna por enmendar
los errores de muchos siglos contara con el respaldo de un college
de Oxford en comparación con la posibilidad de engrosar su lista de
matrículas de honor. No obstante, aunque la ignorancia difusa desde
la que me decidí por la nueva disciplina constituyó una desventaja
permanente durante toda mi vida universitaria, jamás me arrepentí
de mi decisión, pues al estudiar relaciones internacionales, y los
grandes acuerdos diplomáticos del siglo XIX, descubrí que la
naturaleza humana sí cambia y aprende a odiar la opresión, a
despreciar el espíritu de venganza, a rebelarse ante actos de
crueldad, y, por último, a reflejar estos cambios de mentalidad y de
corazón en tratados, esos registros cronológicos de un juego de
destreza jugado por técnicos consumados que difícilmente, en
cualquier momento o lugar, podrían describirse como buque insignia
de la opinión progresista. Incluso después de la guerra franco-
prusiana —una de las campañas más amargas de la historia—, se
recordó a los muertos y se habló de las tumbas de los soldados, por
primera vez en un acuerdo internacional, en el tratado de 1871.
Cuanto más leía, más claro resultaba descubrir que para la
Humanidad existían perspectivas más nobles de lo que parecía
posible cuando Alemania firmó a regañadientes el Tratado de
Versalles en la Galería de los Espejos el 28 de junio de 1919. ¿Y
qué era el sacrificio de una posible estudiante de matrícula de honor
frente a esa certeza?

A finales de abril, dos días antes de que naciera la Sociedad de


Naciones, regresé a Oxford y descubrí Somerville embarcado en el
último semestre de su larga ocupación del edificio de Oriel. Mis
padres, al igual que yo misma, se tomaron mi reencarnación como
estudiante con absoluta naturalidad; de hecho, mi padre se mostró
fervientemente a favor de la universidad, al compararla con las
perturbaciones de los hospitales y el servicio internacional, de suerte
que estuvo tan dispuesto a enviarme a Oxford como el padre
moderno que considera la garantía de una profesión como un
derecho de hijas e hijos por igual.
El regreso se pareció mucho a volver al colegio tras una vida
entera de experiencia adulta; sin embargo, deposité en Oxford —
pues no había otro lugar donde depositarlas— las pocas esperanzas
de futuro que aún albergaba. Estaba convencida de que los
profesores reconocerían y me concederían los privilegios de la
madurez; el tiempo había borrado de mi mente las diferencias entre
el académico medio y mi osada profesora de Clásicas, que me
había instado, tras la muerte de Edward, a ceñirme al plan de volver
a Somerville, sobre todo porque en la universidad, más que en
ninguna otra parte, era probable que entablara las amista des que
me sostendrían durante el resto de mi vida.
Y, como siempre, no le faltaba razón; si no hubiera se guido su
consejo, jamás habría conocido a ninguna de las personas con las
que comparto ahora mi hogar, pero por aquel entonces no contaba
con el periodo de triste aísla miento que tendría que superar antes
de que se cumpliera la profecía. Mi «promoción» había salido ya de
la universidad, pero estaba segura de que las alumnas
desconocidas serían muy diferentes de las visitas de Kensington o
algunas de mis parientes, que solo querían oír hablar de lo
magníficos que habían sido nuestros queridos muchachos en el
frente y lo inspirador de prestar servicio en los hospitales —además
de «lo edificante» de contar con un enamorado y un hermano
muertos por la patria—. Albergaba la esperanza de que las jóvenes
alumnas de Somerville sintieran cierto interés por alguien que había
vivido de primera mano el mayor acontecimiento de su generación y,
por consiguiente, de que fuesen amables. Por aquel entonces tenía
la sensación de que la amabilidad, con la condición de que fuera
inteligente, era más importante que ninguna otra cosa. Yo sentía
dolor, rabia, amargura, y deseaba desesperadamente que alguien
me consolara y me animara; los residuos de racionalidad de mi
mente reconocían la rabia y la amargura como un lastre que me
volvía ineficaz, y yo no podía permitirme el lujo de la ineficacia;
había llegado el momento de reanudar la tarea de convertirme en
escritora, si es que quería conseguirlo.
Mi confianza en ese futuro compasivo y cordial sufrió un
considerable revés durante la primera entrevista con la directora de
Somerville. La última vez que la había visto, entre el servicio en
Malta y el de Francia, se había mostrado comprensiva y benévola,
pero ahora su semblante presentaba una expresión inescrutable y
más bien adusta. «Va a ser un semestre complicado, muy
complicado», parecía decirme. «Si no nos andamos con cuidado, los
chicos y las chicas que vuelven de la guerra se nos van a
desmadrar». Su recibimiento, en cualquier caso, fue tan breve y
lacónico como si se hubiese despedido de mí en Pascua.
—¿Cómo está, señorita Brittain?
—Muy bien, gracias —respondí, ajustándome a las
convenciones, sin ser consciente aún de que la represión de la
guerra ya andaba pergeñando su extraña y neurótica venganza—.
Me alegro mucho de haber vuelto… por fin —añadí, incapaz de
resistirme a la insensata súplica de una palabra de bienvenida, de
aliento, por parte de la institución que se había convertido en el
último refugio de esperanza y cordura. Pero el inquietante pie fue
ignorado en silencio, y cualquier insinuación de que la entrevista
representara algo más que una visita rutinaria de inicio de semestre
fue discretamente descartada con las siguientes palabras de la
directora.
—Este semestre vivirá usted en King Edward Street, ¿verdad?
Le confirmé que así sería. Cuatro años antes me había
marchado de Micklem Hall y ahora vivía en King Edward Street; al
parecer, aquel era el único cambio en mis circunstancias que la
universidad estaba dispuesta a tener en consideración.
Al repasar, catorce años más tarde, el jarro de agua fría
emocional de aquel desaire, me doy cuenta de que las autoridades
universitarias consideraban que me habían demostrado una gran
generosidad. (De haber sido yo un combatiente, sus concesiones
habrían resultado obvias; y, en efecto, se reservaban a cualquier
varón que quisiera disfrutar de ellas; pero las mujeres de Oxford,
desde el pronunciamiento de H. A. L. Fisher, jamás fuimos
consideradas «patriotas» de manera oficial, con independencia del
servicio que hubiéramos llevado a cabo). Me habían mantenido la
beca durante cuatro años; dado que yo era tan «brillante», habían
hecho unos trámites especiales para que pudiera graduarme con
honores; incluso habían tolerado mi poco propicio cambio de
facultad. Pero no podían añadir la gentileza última de hacerme sentir
bien recibida.
Quizá sentirme bienvenida habría sido más importante de lo que
yo misma era capaz de reconocer. Casi todas las otras pocas
rebeldes de Somerville habían renunciado convenientemente a
volver; se habían casado, habían empezado a trabajar o,
simplemente, se habían aburrido ante la idea de volver al estado de
crisálida del desarrollo. Salvo por Winifred Holtby el semestre
siguiente, que solo había pasado un año fuera y no había entrado
en contacto directo con la guerra hasta que esta casi había
acabado, yo fui la única retornada, llevando conmigo, sin duda —
¡pensamiento aterrador!—, el fruto psicológico de mis vergonzosas
experiencias. Durante la contienda, los lectores ingleses habían
consumido con voracidad y horror cantidad de historias de
inmoralidad entre las voluntarias, al igual que entre los miembros del
Cuerpo Auxiliar Femenino del Ejército; ¡a saber en qué pozos
negros de maldad no habría chapoteado yo! ¿Quién podría calcular
hasta qué punto atroz sería yo capaz de corromper la moral de mis
inocentes colegas más jóvenes?
Indudablemente, en las altas instancias se respiraba
nerviosismo. Las autoridades universitarias de todo Oxford
temblaban en sus mullidas pantuflas ante la idea de una invasión de
jóvenes curtidas por la guerra, cínicas, sofisticadas; su actitud
oscilaba entre elaborados preparativos en contra de aquella
despiadada presunción y una ostentosa inconsciencia de que
hubiera existido un conflicto armado. Un alumno, exoficial con tres
años de servicio y una medalla, que se reincorporó el mismo
semestre que yo, me contó más adelante que la primera entrevista
con el director de su college había comenzado así: «Veamos, señor
X., ha estado fuera mucho tiempo, según tengo entendido; ¡pero
mucho! Es una lástima; una verdadera lástima. ¡Tendrá que trabajar
muy duro para ponerse al día!».
Las primeras ocho semanas de contacto renovado con un
mundo otrora conocido demostraron ser, en muchos pequeños
detalles, curiosamente desconcertantes. Descubrí que había
olvidado por completo el día a día de la vida del estudiante; con
inocencia, ignoraba —hasta que por sorpresa fui llamada al orden—
la mayor parte de las normas que participaban del hecho de estar in
statu pupillari, y ni siquiera recordaba el banal procedimiento para
sacar libros de la biblioteca. Cada persona a la que pedía
información sobre estos particulares se mostraba asombrada, casi
ofendida. «¡No sé qué le habrá pasado, pero está igual de verde que
una novata!», parecían proclamar sus miradas. Pero, en general,
aquel semestre supuso una especie de calentamiento, y me sentía
como un barco en puerto antes de emprender una travesía nueva y
ardua hacia tierras desconocidas.

De nuevo, como en 1915, en Oxford, desde Carfax hasta


Summertown, reinaban la calidez y la fragancia de las lilas, los
alhelíes y los majuelos; parecía insoportable que todo fuera
exactamente igual, cuando todo en mi vida había cambiado tanto.
Vivía sin sobresaltos con seis alumnas de último año en las
habitaciones de King Edward Street, y me resultaba fácil —y
preferible— evitar el contacto con las demás estudiantes, cuyos
nombres casi ni conocía. De vez en cuando coincidía en las clases
magistrales con una chica que cursaba el último semestre y se
preparaba para los exámenes finales de Historia; nunca hablaba con
ella, pero conservo la imagen indeleble de un pañuelo verde y un
sombrero oscuro de fieltro que ensombrecía una cara estrecha y
taciturna con una nariz arrogante y unos ojos azules tempestuosos y
reservados; era Margaret Kennedy[23]. Una de las mayores de mi
residencia, Nina Ruffer, estudiante de Antropología con una mente
brillante pero un aspecto incongruentemente pálido y reservado, era
la hija de sir Armand Ruffer, el jefe médico de la Sociedad de la Cruz
Roja británica en Egipto; Ruffer se había ahogado en el
Mediterráneo a bordo del torpedeado Arcadian durante la primavera
de 1917, cuando yo estaba en Malta, y fue ese vínculo con la guerra
lo que nos unió a Nina y a mí. A medida que avanzaba el semestre,
fui dependiendo más y más de su inteligente y amable compañía,
pues enseguida resultó evidente que no iban a materializarse los
paliativos más obvios para la memoria y el agotamiento mental con
los que yo había contado.
Uno de los recuerdos más agradables del anterior verano que
había pasado en Oxford era el de los vigorosos y reñidos partidos
de tenis en el césped verde y soleado; había alimentado la
esperanza de participar en ellos de nuevo, pero difícilmente habría
podido satisfacer esas expectativas con la capitana del equipo de
tenis de segundo. Como había jugado en el equipo de Somerville en
1915, se me dio prioridad en la prueba para el campeonato, a pesar
de que no había cogido una raqueta desde los partidos a
escondidas en Malta. La joven capitana debió de sentir un inmenso
alivio cuando, al hacerme la prueba a principios del semestre, antes
de que yo hubiera tenido oportunidad de practicar, comprobó que mi
nivel quedaba muy por debajo del exigido, y no se vio en la
obligación de hacerme una segunda prueba. En consecuencia, no
volví a participar en un partido de primera; solo las integrantes de la
segunda categoría estaban dispuestas a jugar con la desconocida
total cuya repentina aparición desde un mundo remoto y ajeno
resultaba un tanto incómoda para todo el mundo, y a partir de ese
momento mi destreza cayó en picado y pasé de mala a lamentable.
Mis perspectivas en la Facultad de Historia Moderna tampoco se
presentaban mucho más halagüeñas. Totalmente consciente de mis
limitaciones en aquel campo de estudio desconocido, había tenido la
esperanza de que se me permitiera trabajar sola, estudiar la historia
universal a grandes rasgos y luego encajar la historia moderna de
Europa en su lugar dentro de la historia mundial, y la historia inglesa
dentro de la historia de Europa. Sin embargo, el resto de las
alumnas de segundo se dedicaban a los Estuardo y los Tudor, y
para los Estuardo y los Tudor, desgajados de su pasado y su futuro
y en absoluto relacionados con cualquier otra cosa en el tiempo o el
espacio, tuve que improvisar algún tipo de entusiasmo. En paralelo
a mis disertaciones especulativas acerca de las vicisitudes de tan
trascendentales monarcas, combinaba unas cuantas clases
misceláneas con el objetivo de prepararme para un periodo de la
historia europea meticulosamente seleccionado —de 1789 a 1878—
que me dispondría a iniciar el semestre siguiente. En una de
aquellas clases —la segunda o la tercera de un seminario sobre la
cuestión oriental impartido por J. A. R. Marriott, en el que me había
matriculado tanto por revivir viejos tiempos como con el fin de
estudiar la Europa del siglo XIX— se produjo un incidente que relaté
a mi madre en una de las pocas cartas animosas que le envié en
aquellos días.
«Ayer, en la conferencia del señor Marriott, me senté en las
primeras filas, y cuando ya había terminado la clase y estaba
guardando mis libros, Marriott se me acercó y dijo: “¿Nos
conocemos? ¿No ha estado usted antes por aquí?”. Le expliqué
quién era y lo que había estado haciendo todo este tiempo. Se
acordaba de mí perfectamente, incluso de que antes estudiaba
Literatura; me estrechó la mano, me dijo que se alegraba mucho de
volver a verme y de que me hubiera pasado a Historia, porque
estaba seguro de que me interesaría mucho más. Tiene una
memoria prodigiosa, desde luego; ¿te acuerdas de cuando nos dijo
que nunca olvidaba una cara? Ha sido un detalle que se acercara a
saludarme; es una personalidad ilustre en Oxford, ahora que es
parlamentario».
Me parecía una coincidencia extraordinaria que precisamente él,
la persona responsable de que yo hubiera entrado en la universidad,
fuese casi el único que había mostrado un mínimo interés en mi
regreso. Aquel gesto de reconocimiento, insignificante y humano,
dio calor y color durante varios días a mi destemplado
anquilosamiento.
Aparte de las clases y de los paseos con Nina, la existencia
suspendida de aquel verano se vio estimulada principalmente por lo
que para la universidad suponía una osada innovación encarnada
en unos debates interacadémicos entre hombres y mujeres. El
programa de Somerville contemplaba debates con New College,
Oriel y Queen’s College —«¡las cosas van mejorando!», le conté a
mi madre, victoriosa—, y en cada uno de ellos me embarqué,
temeraria, en unos discursos tan titubeantes e inexpertos como mi
técnica de tenis. Al debate con New College —si no recuerdo mal,
sobre las consecuencias económicas de la paz que arrasaba en la
frontera francoalemana— acudió el joven fusilero que había pasado
el invierno anterior en Mons; había regresado a Oxford para retomar
la beca que obtuvo en 1914, pero no hablé con él, ni fui consciente
de haberlo visto aquel día. Si la guerra no hubiera tenido lugar,
Edward y él habrían asistido juntos a New College, pero el
cataclismo de Europa, como descubrí mucho más tarde, impidió que
llegaran a conocerse. En el cuadro de honor de New College ni
siquiera figuraba, ni figura, el nombre de mi hermano, quizá porque
no llegó a residir como alumno de licenciatura, aunque renunció a
sus «años universitarios» tan deliberadamente como cualquier
estudiante de primer año.
El antiguo fusilero disponía ahora de más tiempo para escribir en
el aparatoso tomo que en otros tiempos lastraba su petate, y un
grupito de inteligentes amigos, escogidos con un juicio infalible, le
daba incontables oportunidades de plantear la fundación de una
escuela de Ciencias Políticas y la eliminación de la guerra en el
futuro; pero aun cuando estaba destinado a conquistar una
excelente reputación académica y a ocupar un puesto destacado en
una universidad estadounidense, unos recursos familiares limitados
y un temperamento místico y religioso por naturaleza provocó que
viviera de un modo discreto y sin notoriedad entre sus coetáneos
oxonienses. De vez en cuando, mientras procuraba mantenerse con
lo que le daba la beca, reforzada por otras ayudas de St. Paul’s
School y el London County Council, se permitía ambiciones más
mundanas, y a la vez más románticas, que las de su contemplado
plan de convertirse en fraile dominico. Esto lo llevaba a leer, y a
interesarse en exceso por los poemas y los controvertidos artículos
que publicaba en el Oxford Chronicle y el Oxford Outlook una
alumna de Somerville que firmaba como Vera Brittain. Con la
esperanza de conocerla, acudía a los debates interacadémicos,
pero era demasiado tímido para pedir a sus compañeros que los
presentaran, y no fue hasta cuatro años más tarde cuando ella oyó
su nombre por primera vez.
El Oxford Outlook era una creación nueva de los alumnos de
licenciatura de aquel semestre de verano; proporcionaba un espacio
para la expresión a un grupo de jóvenes excepcionales que se
tenían por los fundadores de un Renacimiento universitario de
posguerra, y había empezado a publicar, entre otras muchas
actividades literarias, las apasionadas críticas de los primeros
trabajos de cada uno de ellos. Entre sus nombres se encontraban
los de P. H. B. Lyon, el capitán del equipo de rugby; Leslie Hore-
Belisha, hoy en día parlamentario liberal por Devonport; V de S.
Pinto; P. P. S. Sastri y Charles Morgan, autor de La fuente. En el
segundo número de la revista, Charles Morgan colaboró con un
poema romántico que representaba el espíritu del soldado
superviviente y universitario en su expresión más idealista; describía
el milagro de la vida, la maravilla del amor y el valor aumentado de
las posesiones comunes para aquellos a los que la muerte había
dejado de llamar con la insistencia urgente de los cuatro años
anteriores.
Los fundadores y editores del Oxford Outlook eran dos alumnos
de Balliol College, N. A. Beechman y Beverley Nichols, este último,
un chico de diecinueve años que acababa de volver de prestar
servicio como secretario de la Misión de Universidades Británicas en
los Estados Unidos. La presencia de tantos estudiantes de
licenciatura maduros le proporcionó un contexto de primera para la
juventud profesional que, con ayuda de sus carnosos mofletes y su
pelo rizado, había empezado ya a cultivar; a mí me resultaba
curioso que su creciente fama se debiera a los resultados de una
«guerra por la democracia», aunque ahora me parece menos
chocante. «Papá, ¿qué hiciste tú en la Gran Guerra?», preguntaba
mentalmente, parafraseando el lema del conocido cartel; y la
respuesta experimental que siempre salía era: «Hice que el mundo
fuera seguro para Beverley Nichols, hijo mío». Acto seguido
cavilaba, no sin remordimiento: «¡Qué mala baba! ¡Qué injusta! No
es culpa suya que fuese demasiado joven para la guerra».
En cualquier caso, se había asegurado una posición influyente
en el nuevo Oxford —lo que parecía mucho más de lo que yo
lograría, pese a los embates de los años—, de modo que le envié
para su Outlook un artículo, que fue aceptado con halagadora
prontitud, y publicado en el mismo número que el poema de Charles
Morgan y una peculiar disertación de la exalumna de Somerville
Dorothy L. Sayers titulada «Eros en la Academia». Aislada —como
ningún hombre estuvo— de los contemporáneos que habían
compartido sus experiencias comunes en la guerra, no podía llegar
a las observaciones filosóficas de Charles Morgan; en lugar de eso,
mi contribución, menos altiva y más crítica, consistió en un análisis
de Oxford visto por una alumna cuatro años después, que
encontraba en sus compañeras muy poco de esa actitud
renacentista tan notoria entre los hombres que habían escapado de
la muerte. No obstante, concluía, la antigua trabajadora de la guerra
ejercía su función especial en la vida de la alumna de Oxford de la
posguerra (una reflexión que el resto de Somerville, al parecer, no
estaba dispuesto a compartir): «La estudiante se halla ahora en una
fase de transición, y he aquí el desenlace del asunto. Con la firma
del armisticio, ha pasado de lo fundamental a lo insignificante. Ha
simbolizado el puente esbelto por el que la vida universitaria ha
evolucionado de la superficialidad brillante de los años
inmediatamente anteriores a 1914 al resurgimiento sobrio pero
espléndido del presente. Esto la ha llevado, si no a exagerar el valor
de su propia posición, sí a considerarla desde un punto de vista
erróneo. El hecho de verse relegada de pronto al viejo rincón de la
universidad ha sembrado confusión, pero el tiempo demostrará que
puede sobrevivir al impacto de la paz con la misma seguridad con
que ha capeado las tormentas de la guerra… Por último, reclamará
—y merecerá— el derecho a salir de dicho rincón, hasta que, en
compañía del nuevo sector masculino de Oxford, herede ese futuro
más vasto que la universidad les debe tanto a sus vivos como a sus
muertos. Y en este renacimiento paulatino, la estudiante que sintió
la llamada de la guerra, y marchó a ella, y después de muchos días
regresó, hallará por fin su lugar. Porque ella es el eslabón que
vincula a las mujeres que se quedaron y a los hombres que han
vuelto, y ella también desempeñará un papel crucial».
Sin embargo, en aquella épica, el papel que yo desempeñaba
personalmente parecía cualquier cosa menos crucial, pues estaba
terminando la investigación sobre los viajes de San Pablo que había
empezado en Malta para los exámenes de Teología (más conocidos
como «de teo», ya desaparecidos). Al término del semestre, cuando
las flotas alemanas se hundían en Scapa Flow y en las asambleas
de Oxford se debatía acaloradamente sobre si el Griego debía ser
materia obligatoria, me examiné de esta asignatura retrasada, un
hito que debía lograr —ya que mi «griego obligatorio» estaba por
completo olvidado a esas alturas— aprendiéndome de memoria la
traducción con ayuda de una «chuleta» y con la esperanza de ser
capaz de reconocer la primera línea del texto del examen. Dado que
corrí mejor suerte que la alumna que tradujo δ γἑγραφα, γἑγραφα («Lo
que he escrito, escrito está») como «¡Oh, Jerusalén, Jerusalén!», y
en consecuencia se equivocó de parte a parte con lo demás, no tuve
que volver a presentarme a aquel examen tan tedioso.
Me fui de vacaciones muy contenta, pues había quedado en
verme con Nina en Girton, donde se celebraba un curso de verano
sobre historia y arte italianos. Durante la aventura en Malta solo
había pasado unas cuantas horas en Nápoles y Roma, y quería
saber más sobre el país por el que —tal vez no del todo
erróneamente— creía que mi hermano había muerto; ya había
empezado a ahorrar para hacer algún día una peregrinación de
varias semanas a aquella tierra de belleza y aflicción que se había
tragado mis primeros recuerdos y mis últimas esperanzas.
Entretanto, Girton, por incoherente que pareciera, llenaría algunas
de las lagunas de mi experiencia; pero cuando llegué allí, me
esperaba un mensaje impreciso, el de que Nina estaba enferma y
no podría acudir. Al no tolerar ya a los mezquinos profesores y la
desmañada juventud que antaño me habían impresionado en un
curso de verano muy similar —¿hacía de aquello seis años, o un
siglo?—, hui espantada de la parlanchina multitud y me refugié
espontáneamente con Mary y Norah, mis cariñosas amigas del
Hospital General n.° 24, en un pueblo a escasos treinta kilómetros
de Cambridge.
Un día o dos más tarde recibí una carta en la que se me
comunicaba que Nina, que era de corazón delicado, había muerto
repentinamente de pulmonía, como consecuencia de un
enfriamiento contraído tal vez por sentarse en la hierba mojada. Me
obligué a no pensar en ella y me entregué con furia a los partidos de
tenis con Mary, indescriptiblemente harta de muerte y pérdidas. Pero
antes de volver a casa, me miré una tarde en el espejo de mi
dormitorio y pensé, con una sensación de horror inenarrable, que ya
detectaba en mi rostro las huellas de un cambio siniestro y peculiar.
Me parecía que una sombra oscura me atravesaba la barbilla;
¿acaso estaba saliéndome barba, como a las brujas? A partir de ese
momento, mi mano empezó a dirigirse hacia mi cara a intervalos
regulares, una costumbre que se había convertido en hábito cuando
llegué a Cornualles a mediados de julio para pasar dos semanas
con Hope Milroy y huir de las celebraciones del primer aniversario
de la paz.

Tengo la sensación de que mi auténtico regreso a Oxford se


produjo en el semestre siguiente, cuando me encontré perdida y
desconcertada en medio de una multitud de exescolares
desconocidas en un Somerville familiar solo a medias que había
vuelto (en mucho peor estado) a manos de sus legítimos
propietarios. Nadie me conocía ni parecía querer conocerme; un par
de chicas escrutaron mi rostro anónimo con insolente curiosidad, y
mi profesora de Clásicas, aunque ya no era responsable de mi
trabajo, me invitaba de vez en cuando a tomar el té en su estudio;
pero la mayoría me ignoraba totalmente, y yo daba gracias a mi
veteranía y a la directora por el hecho de estar viviendo fuera del
college. Pero ahora no tenía una Nina con quien compartir la
soledad de mi habitación fría y pequeña de Keble Road, y aunque el
semestre tuvo sus buenos momentos (creo recordar que fue ese
otoño cuando el obispo de Londres, en una misa especial para
universitarias, dijo que todas nosotras estábamos destinadas a ser
«esposas de un buen hombre»; una insinuación polígama que hizo
las delicias de Somerville), dediqué muchas horas a pasear sola y a
saltarme cenas del college.
En Boar’s Hill, donde solía deambular a menudo sin compañía,
los cerezos se tornaban llamas contra la grisura cada vez más baja
de las tormentosas nubes de octubre. ¿Había paseado por allí con
Edward cuando, durante unas pocas semanas, juntos en Oxford en
aquel primer semestre del otoño de tanto tiempo atrás, o solo me
había acompañado en espíritu? Con Roland, eso sí lo sabía, nunca
había estado allí, y sin embargo aquel lugar se encontraba tan
cargado de recuerdos suyos como si lo hubiéramos visto juntos con
frecuencia. Me parecía que ambos se fusionaban en mi mente en
una suerte de compañero perdido compuesto, un fantasma
escurridizo que encarnaba toda la intimidad, toda la camaradería,
toda la alegría, que abarcaba todo lo que fue pasado y debió ser
futuro. Yo caminaba con brío por aquella localidad, persiguiendo
inconscientemente aquella silueta simbólica igual que un alma en
pena que busca a su pareja, y una tarde oscura, cuando regresé de
dar un largo paseo y disfruté de un té solitario, seguido de una
velada a solas en la habitación fría a cuya puerta nadie llamaba
nunca, me propuse plasmar el estado de ánimo de aquella
búsqueda en un poema que más tarde, en el Oxford Poetry de 1920,
titulé «Boar’s Hill, octubre de 1919»:
Hayas altas y esbeltas, susurrantes, tocadas por el fuego,
se mecen uniformes bajo un cielo inhóspito;
y las ascuas ardientes, allá donde las nubes,
corren al antojo del viento.

La tormenta ha empapado los bosques sombríos y negros.


El huso tiembla y hace caer a la tierra su tenue dádiva,
acaso de luto, como yo en mi duelo por la ausencia
de horas más felices.

¡Todavía los ves, tú, que te deleitabas vagando


por Boar’s Hill, donde tan a menudo juntos caminamos,
cuando el viento salvaje del otoño
esparcía por la tierra las hojas muertas,
antes de que tus pasos se dirigieran al hogar!

Solo de vez en cuando me llevaba la soledad a buscar la


compañía de estudiantes de alguna de las numerosas
«promociones» a las que yo no pertenecía; y más de tarde en tarde
aún me la imponía, pero ni en un caso ni en el otro triunfaba
particularmente el experimento, que, por otro lado, parecía
condenado al fracaso con insólita certeza en el caso de la chica con
la que tenía que compartir las clases de Historia Europea Moderna
del decano de Hertford College. La señorita Holtby, según me contó
el profesor, estaba ansiosa, como yo, por estudiar el siglo XIX; ella
también se había ausentado de la universidad durante un año, para
trabajar en el Cuerpo Auxiliar Femenino del Ejército, de modo que
quizá eso crease un vínculo entre nosotras. Yo, convencida de que
no sería así, y lamentando no tener al decano para mí sola, me dirigí
con paso lúgubre a Hertford, donde debía reunirme con él y con
aquella desconocida que me inspiraba una inexplicable aversión.
En Hertford me esperaba el decano; yo tenía confianza en sus
clases, porque el semestre anterior había asistido a sus
conferencias sobre «nacionalismo y autodeterminación», y aunque
no había entendido prácticamente ni una palabra, su pintoresco
dinamismo había alumbrado un par de diminutas candelas de
interés en medio del caos negro de ignorancia y confusión que era
mi cerebro. La desconocida todavía no había llegado, de modo que
tomamos asiento a ambos lados de la chimenea del despacho y nos
dispusimos a esperarla, él fumando en pipa y calzado con pantuflas
de fieltro. Yo tenía un fuerte catarro, que había cogido la semana
anterior al despedirme de Hope Milroy, que se marchaba a la India;
mi última amiga, mi contacto final con la guerra, y todo cuanto eso
implicaba, se había esfumado, pensé, mientras mi castigada nariz
empezaba a ponerse colorada debido al calor del fuego. No tenía la
sensación de que el destino me deparase gran cosa.
Estaba contemplando con tristeza los grabados de Oxford y las
fotografías de los Dolomitas que cubrían la pared del estudio del
decano cuando Winifred Holtby irrumpió de pronto en aquel
ambiente taciturno de letargo meditabundo. Con una estatura
magnífica y el vigor de la joven Diana, unas extremidades rectas y
melena dorada, su vitalidad tuvo el mismo efecto sobre mis
saturados nervios que el de un golpe inesperado. Sabedora de que
yo había perdido aquella juventud y energía para siempre, me
sorprendí alimentando un rencor furioso hacia su poseedora.
Ignorando con obstinación aquel rostro sensible de facciones
potentes y ojos impacientes, azules y brillantes, me sentí victoriosa
porque, como ella había vuelto de Francia hacía menos de un mes,
no había leído ninguno de los libros que el decano había
recomendado como imprescindibles a modo de introducción para el
periodo que nos interesaba.
El decano la había «desanimado», según me contó la propia
Winifred Holtby mucho después, porque había estado en la guerra y
parecía un coronel, y ella esperaba que la tratara como todos los
coroneles trataban a las integrantes del Cuerpo Auxiliar Femenino,
que no tenían fama de damiselas, precisamente. Y no porque ella
pretendiera ser una dama, puntualizó; se había acostumbrado a
jactarse con buen humor de que, como futura periodista, tenía
mucha ventaja sobre mí por ser hija de un granjero de Yorkshire,
mientras que yo, descendiente de la bourgeoisie de Staffordshire,
era simplemente una persona «refinada».
En el otoño de 1919, sin embargo, las diferencias sociales e
intelectuales entre agricultura e industria no contribuyeron a
separarnos a Winifred y a mí tanto como el drama sanguinario de la
Revolución francesa. Por algún misterioso motivo, el decano daba el
visto bueno a mis disertaciones, y durante las clases yo me limitaba
a escuchar —sin duda con un exasperante aire de superioridad—
mientras él proclamaba, con una intuición del ilustre futuro de
Winifred como novelista y periodista no mejor que mi percepción de
la nobleza fundamental de su generosa alma, que su estilo era
demasiado elaborado, sus frases rebuscadas, sus temas confusos y
su ortografía abominable. Al término del semestre, escribí toda
triunfante a mis padres para hablarles de un informe del decano
francamente estimulante, y me aseguré de añadir, con
condescendiente ceguera, que «para la otra chica de la clase no ha
tenido tan buenas palabras, y eso que a mí siempre me ha parecido
muy inteligente».

Por entonces nació un nuevo club de debate con sesiones


periódicas en Somerville, y más o menos a mediados del semestre,
Winifred, como secretaria del grupo, me invitó a defender que
«Cuatro años viajando suponen mejor educación que cuatro años
de universidad». Era un asunto respecto al que, en mi hostil
aislamiento, me sentía capaz de expresarme con vehemencia; en
aquel momento me parecía que la vida universitaria no conducía ni
a actitudes adultas ni a valores maduros, de modo que me avine a
participar.
Si revivo este incidente, del que ya di una versión
sustancialmente fiel en mi novela La marea oscura[24], es solo
porque ilustra a la perfección las muchas posibilidades del intenso
equívoco que envenenó las relaciones de los miembros de la
generación de la guerra con la inmediatamente posterior; una clase
de equívoco que quizá resulte inevitable cada vez que un grupo de
personas ha pasado por una experiencia trascendental que otros no
han conocido. El hecho de que Winifred y yo estuviéramos en
puntos tan contrapuestos aquella tarde se me antoja ahora del todo
increíble, y sin embargo, aunque sus últimas consecuencias
vendrían a redimirme del letargo de la desesperación de posguerra,
el recuerdo de aquel debate todavía tiene el poder de estimular la
amarga sensación de que había vivido más de lo debido que me
poseía cuando el encuentro terminó. Durante años estuve
convencida de que el debate había sido planeado adrede con la
intención de humillarme; hoy en día, me parece más plausible que la
situación se desarrollara de un modo espontáneo y accidental,
aunque nacida, por supuesto, del antagonismo de base que aún
ahora perdura entre quienes sufrimos por culpa de la guerra y
quienes sortearon sus impactos más violentos.
El día señalado, pronuncié lo que ya le había definido a mi
madre como «un discurso revolucionario en el que defiendo con
ardor los viajes y […] ataco a la institución universitaria». Sin duda,
resultó una crítica a las limitaciones académicas mucho más dura de
lo que yo había pretendido, sumada a una recomendación —que
estaba muy lejos de sentir como mía— de valorar «la experiencia»
más que ninguna otra cosa, inclusive con su alto precio. Como
represalia dialéctica, el discurso de Winifred, que fue uno de los
primeros del lado contrario, defendía con entusiasmo a sus jóvenes
camaradas contra la «superioridad» que yo encarnaba y que me
llevaba, según ella, a despreciar a la sociedad; muchos de ellos me
envidiaban por unas «aventuras» de las que se sentían privados,
cuando yo, por el contrario, había dejado de imaginar hacía mucho
tiempo que cualquiera en su sano juicio pudiera envidiar de veras el
trabajo y la experiencia derivados de la guerra. Su inteligente
acusación me proporcionó un agudo anticipo de las cualidades por
las que en años posteriores se requeriría tanto su presencia en
reuniones públicas, y concluyó con una cita de Como gustéis que
ilustraba de un modo muy apropiado el aciago efecto que ejercía mi
presencia superflua sobre mis compañeras: «Yo preferiría tener un
bufón que me pusiera alegre, y no una experiencia que me pusiera
triste, ¡y todavía viajar por ella!».
Tras su intervención hubo varias más que, puesto que no
contaban con el aplomo y la chispa de Winifred, provocaron que las
numerosas alusiones a un trabajo de guerra imaginario al que se
aludía imitando mis gestos fuesen menos divertidas —al menos,
para mí— de lo que pretendían sus creadores, pues aunque mis
críticas fueran quizá un tanto crudas y poco imaginativas, no eran de
naturaleza sádica. No me importaba lo que dijeran u opinaran,
insistía mi orgullo cuando los votos se declararon unánimemente en
mi contra y vi salir de la sala a mi triunfante caterva de oponentes,
pero luego, sola en mi deprimente habitación, me di cuenta de que
sí me había importado, y de qué manera. Demasiado triste para
encenderla chimenea o incluso meterme en la cama, me tumbé en
el suelo frío y lloré, presa de un abandono pueril.
«¿Por qué no morí en la guerra, como los demás?», me lamenté,
sin saber a quién detestaba más, si a mí misma o a los eufóricos
participantes del debate. «¿Por qué no me liquidó un torpedo, o una
bomba aérea, o una de esas malditas enfermedades? No soy más
que un despojo de los tiempos de la guerra, indignamente viva aún
en un mundo que no me quiere».
Estaba claro que haber participado en la contienda no gozaba de
mucha popularidad; en 1919 se desconfiaba de los patriotas, y
sobre todo de las patriotas, como se los había honrado en 1914,
reflexionaba yo, sin hacer ningún esfuerzo por ahuyentar la serie de
imágenes que desfilaba con insistencia por mi mente: la aguja
oscura y borrosa de una iglesia de Camberwell a medianoche; el
Britannic dando tumbos como un borracho por el Egeo dorado y
traicionero; las rocas empapadas de sol y un telegrama en una
espléndida mañana de mayo; el puerto de Siracusa y las
quejumbrosas notas del «Last Post» dando testimonio al cielo de los
estragos de una tormenta; el pabellón alemán y las facciones grises
y marcadas de un pequeño «enemigo» inofensivo que se moría en
la ciénaga pegajosa de su propia sangre; la gran ofensiva y una
repugnante procesión de caras quemadas, gaseadas; el largo
pasillo de piedra de St. Jude, por donde vagaba un fantasma
demasiado aturdido para sentir la furia de su propio resentimiento;
Millbank y los cañonazos que anunciaron el armisticio. En general,
la «experiencia» de aquellos cuatro años no se me antojaba
precisamente propicia para cultivar el sentido del humor; pero tal vez
estuviera dejándome llevar por los prejuicios. Sin duda, la
generación de la posguerra tuvo la inteligencia de asumir que el
patriotismo no había tenido «nada que ver», y que nosotros, los de
la preguerra, habíamos sido unos pobres idiotas por dejarnos
engañar. La aniquilación de la propia juventud fue un precio muy alto
por el error, pero a los tontos siempre les caía peor castigo que a los
listillos; ahora lo sabemos.
En algún momento de los días siguientes, compuse el poema
titulado «El lamento de los desmovilizados», que Louis Golding, en
su reseña del Oxford Poetry en el Oxford Chronicle, señaló que
podría haber sido escrito «por un Godfrey Elton inspirado por
Siegfried Sassoon». Pero ni siquiera aquellos versos airados
erradicaron el resentimiento que bullía en mi interior, y la tarde del
domingo posterior al debate fui a ver a Winifred, a quien yo atribuía,
por su estatus de secretaria del club, la responsabilidad técnica —si
no real— de tan amargo episodio. Tuve incluso la precaución de
citarla de antemano, pues era tan popular que, aunque solo tenía
veintiún años, su habitación estaba siempre abarrotada de jóvenes e
impetuosas criaturas ávidas de simpatía y consejos para sus
problemas y esperanzas. La encontré sola, intrigada y un tanto
inquieta por mi visita. Le recordé el debate y le hice un resumen de
aquellas «experiencias» que mis compañeros, sin conocerlas,
habían ridiculizado con muy pocos escrúpulos.
«Si vas a convertir el asiento del proponente en un reclinatorio
para la contrición de unas personas cuyas historias ignoras por
completo», concluí, con áspera intolerancia, «harías mejor en
disolver el dichoso club de debate antes de que cause más
estragos».
Ni se me ocurrió pensar que estuviera pasándome de severa o
ridícula; no fue hasta varias semanas más tarde cuando descubrí
que Winifred, al igual que yo, había conocido la via dolorosa, la
carretera a Camiers, y había vivido junto a la misma línea de
ferrocarril histórica, y oído los mismos repiqueteos de
ametralladoras durante toda la noche. Al igual que para la mayoría,
la guerra no había sido para ella una calamidad tan impersonal
como el bramido de una tormenta a lo lejos; en su memoria persistía
el recuerdo genuino de la base durante el último y más angustioso
año de la contienda, un recuerdo que solo cobró forma en 1931,
cuando tras un viaje nocturno de regreso a Londres desde la Riviera
publicó en la revista feminista Time and Tide su poema «Trenes en
Francia»:

Toda la noche, entre las colinas invisibles


los trenes,
los trenes de ojos encendidos,
se llaman, se buscan con su gemido animal,
y yo,
que creía haber olvidado la guerra,
recuerdo ahora una noche en Camiers,
cuando, en la oscuridad, en vela,
oí los trenes,
los trenes salvajes,
emitiendo feroces su grito de caza,
implacable, inevitable, como las alimañas
tras su presa.
Pensados para eso por sus creadores,
su misión era capturar y devorar
carne de nuestra carne, sangre de nuestra sangre.
Hora tras hora,
furiosa e impotente estuve sola
oyéndolos cazarte, amor, y tú,
oyéndolos llevarte a la muerte,
intentando advertirte de las alimañas, ¡las alimañas!
Pero, no, pensé:
no puede ser verdad esta pesadilla,
y me calmé, al no oír ya su gemido.
Hasta que del silencio surgió un trémulo bramido,
y oí, a lo lejos,
retumbar el trueno de sus fiestas sin alegría
—las alimañas te habían atrapado, las alimañas, sí
y supe
que la pesadilla era real.

Aquella tarde de domingo, sin embargo, los trenes en Francia


eran para Winifred apenas un eco distante, mientras que la
presencia iracunda de su autoproclamada representante era
verbalmente evidente. A menudo he pensado con diversión en lo
mucho que debió de aborrecerme Winifred aquel día, con mi
absurda convicción de sus maliciosas intenciones, pero ella encajó
mi denuncia con resuelta caridad, murmuró unas palabras de
desconcertada disculpa, y más tarde hizo que la presidenta del club
de debate me enviase otra «oficial». Para la presidenta, una alumna
de Humanidades seria y ocupada, los ataques no habían
representado más que una «chanza insignificante»; mis persistentes
recuerdos no me permiten rememorarlo de ese modo, pero
finalmente acepté su garantía de que no me habían ofendido
«adrede».
No obstante, no olvidé el incidente, pues me había dado una
saludable lección. Ahora era consciente de que, para aquellas
exalumnas de instituto que habían pasado toda la guerra entre las
cuatro paredes de sus aulas, yo no representaba ni a una respetable
voluntaria de una causa nacional, ni a una víctima superviviente de
la catástrofe más cruenta de la historia; era, tan solo, un objeto de
diversión, un monigote que se jactaba ridículamente de sus
experiencias en un conflicto ya obsoleto. Sospeché que yo misma
había tenido gran parte de la culpa de mi aislamiento. No podía
zafarme de la guerra, como tampoco del orgullo ni del sufrimiento
que esta me provocaba; enraizada e inmersa en mis recuerdos,
había transmitido a mis despiadados y críticos compañeros la
imagen de una persona ensimismada, desdeñosa e impertinente.
«Este es el peor duelo», decidí, menos sorprendida que cuando
llegué a la misma conclusión tras la muerte de Roland. «Es un
círculo vicioso. Te vuelve tensa, adusta y desagradable, lo que
significa que repeles e inspiras antipatía a los demás, que te evitan,
lo que a su vez implica aún más aislamiento y dolor».
Después de aquello, y hasta que salí de la universidad, no volví
a hablar en público de la guerra.

Salvo en las clases, aquel semestre no volví a ver a Winifred


Holtby, y durante las vacaciones me olvidé por completo de ella,
pues mi padre estuvo al borde de la muerte debido a una operación
necesaria a raíz de los infructuosos experimentos de los cirujanos
de Staffordshire con su apéndice un cuarto de siglo atrás. Aquel
nuevo desastre no solo me impidió reparar en la nueva epidemia de
atrocidades en Irlanda o la entrada en vigor de la ley seca en
Estados Unidos, sino que volvió casi imposible la atención que
requerían el Congreso de Viena o el exigente mamotreto de J. H.
Round acerca de la economía durante el reinado de Esteban de
Inglaterra, Geoffrey de Mandeville.
Tan mal preparada mental y físicamente para los gélidos rigores
del semestre de Pascua, sucumbí casi de inmediato a un catarro, y
una tarde guardaba cama cuando Winifred se presentó de improviso
en mi desangelada habitación, dejó un racimo de uvas a mi lado y
con las mismas desapareció. Pero al siguiente día regresó, y para
nuestro asombro nos sorprendimos hablando de sus campamentos
en Abbeville y Camiers, y de la trama para el proyecto de una
historia sobre una granja en Yorkshire que más tarde se convirtió en
su primera novela, Anderby Wold. En cuanto me repuse, me invitó a
merendar en su habitación y me presentó a su amiga Hilda Reid, la
alumna pálida y extravagante de segundo que, convertida en H. S.
Reid, es en la actualidad autora de unas novelas históricas
exquisitas, esbozadas con suma delicadeza.
Tras la interminable soledad de los meses anteriores, sentí que
un témpano de hielo empezaba a derretirse ante la calidez creciente
del tenue sol primaveral. Por lo demás, mi trabajo también empezó a
revelarse más prometedor; comenzó a extenderse el estimulante
rumor de que, incluso en Historia, yo era una de las aspirantes a la
Matrícula de Honor, y aunque «en ocasiones experimento el intenso
deseo de salir por pies; ¡la vida de la estudiante exige ser
terriblemente respetable y austera!», como le confesé a mi padre,
también estuve en posición de comunicarle con orgullo que, tras el
cambio de profesores al término del semestre, «ahora soy alumna
de la flor y nata. […] El director de Balliol es uno de ellos; se supone
que es un gran privilegio estudiar con él, incluso para un varón.
Nunca lo hubiera sospechado, porque es un rufián de unos setenta
años con un aspecto de lo más curioso, con unos mechones
indomables de pelo gris y un gran sentido del humor». Winifred y yo,
de hecho, tuvimos clase con él —el doctor A. L. Smith— en el día de
su septuagésimo cumpleaños durante el siguiente semestre. Dando
vueltas y más vueltas en un sillón giratorio, agitó con desprecio la
primera de nuestras extensas y sinceras disertaciones, y
mascullando un «¡No quiero panfletos!» nos prohibió hacerle perder
más el tiempo con nuestros alardes literarios.
Durante el resto del semestre de Pascua, hallé en la amplia
habitación de Winifred, en la primera planta del West Building de
Somerville, una agradable alternativa a Keble Road. Acompañadas
por Hilda Reid, fuimos a ver el montaje de Dinastías de Thomas
Hardy de la Sociedad de Arte Dramático de la Universidad de
Oxford, y decidimos pasar una parte de las vacaciones juntas,
alojándonos en Holywell y estudiando en la biblioteca de Radcliffe
Camera. Aquel arreglo supuso la renovación de mi vida personal,
aunque entonces no fui del todo consciente.
La relación que entablé con Winifred Holtby, a partir de unos
comienzos tan irónicamente poco prometedores, fue el inicio de una
amistad que no hemos interrumpido ni desatendido en trece años, y
que hoy en día es más íntima que nunca. Aunque todavía soy una
mujer más o menos joven, al echar la vista atrás tengo la sensación
de que cuento con un pasado demasiado largo, pues en los veinte
años que han discurrido desde que dejé los estudios he tenido —
como muchos otros de mis coetáneos de la generación de la guerra,
sospecho— dos vidas muy distintas, dos bloques de circunstancias
y relaciones personales.
Entre la primera vida, que terminó con la muerte de Edward en
1918, y la segunda, que empezó con la compañía de Winifred en
1920, no me quedan más vínculos que la familia de Roland y mis
padres; solo ellos pueden recordar el mundo que giraba para mí en
torno a Edward, en torno a Roland, en torno a Víctor y Geoffrey. De
esas otras personas en las que hoy en día deposito todo mi cariño
—Winifred, mi esposo, mis hijos—, ni uno solo conoce, siquiera de
oídas, a ningún contemporáneo que tuviera alguna importancia en
mi vida anterior a 1918. Durante un tiempo me entristecía, e incluso
me amargaba, que ellos no pudieran compartir mis recuerdos, pero
ya me he acostumbrado a revisitar a solas ese mundo del pasado.
Solo la persistencia de mis más caras ambiciones, y el curioso y
creciente parecido de mi hijo con mi hermano Edward, me
recuerdan que todavía soy la misma persona que acudió a la
entrega de diplomas de Uppingham aquel día de julio de 1914, pues
aunque fui alumna de Oxford en ambas vidas, ni yo fui la misma
alumna, ni Oxford fue el mismo. El hecho de que, en menos de una
década, perdiese un mundo, y al cabo de un tiempo renaciera de la
muerte espiritual para descubrir otro bien distinto, se me antoja
como uno de los argumentos más potentes en contra del suicidio
que la vida pueda proporcionar. Quizá no haya una resurrección
después de la muerte —así lo creo yo—, pero nada podría
demostrar de manera más concluyente que mi propia historia, tan
breve y, sin embargo, tan plagada de hitos, el hecho de que es
posible resucitar dentro del limitado arco que ofrece nuestro tiempo
en la Tierra.
No está, sin embargo, al alcance de cualquiera. Yo tuve suerte.
Demasiadas víctimas de la Gran Guerra no han vuelto a ponerse en
pie, ni lo harán, y al parecer hay no pocos miembros de la
generación más joven que oscilan entre el jazz y el desempleo en
un mundo desprovisto de perspectivas, árido y sin sentido, y que ni
siquiera han llegado a estar en pie alguna vez. Incluso para mí, la
nueva vida tardó bastante en comenzar, pues, por mucho que
intentara ocultar los recuerdos, la guerra se negaba obstinadamente
a ser olvidada; y a finales del semestre de Pascua de 1920 su
extraordinaria resaca había tomado plena posesión de mi mente
deformada y ofuscada. Cuando salí de Millbank, no había
contemplado más opciones que el regreso inmediato a Oxford; la
idea de unas vacaciones largas ni se me pasó por la cabeza, y, en
cualquier caso, no habría tenido a nadie con quien disfrutarlas.
Aunque soñaba a menudo con Roland y Edward —uno,
desaparecido, se empeñaba en ocultar su identidad porque había
sufrido una mutilación facial; el otro padecía un extraño complejo
psicológico que lo había puesto en contra de todos nosotros y lo
sumía en el silencio—, no soporté ninguna de esas pesadillas que
recopilaban visiones y sonidos hospitalarios de las que otras
enfermeras se quejaron durante dos o tres años. Solo el espantoso
delirio, experimentado por primera vez tras la huida de Girton, de
que mi rostro estaba cambiando persistió hasta convertirse en una
obsesión fija, permanente.
Me han dicho muchas veces desde entonces que las
alucinaciones, los sueños y el insomnio son síntomas normales del
cansancio y el exceso de tensión, y que, de haber consultado con
un médico inteligente inmediatamente después de la guerra, podría
haberme ahorrado la agotadora batalla contra la crisis nerviosa que
libré durante un año y medio. Pero nadie, mucho menos yo misma,
se dio cuenta de lo cerca que estuve de traspasar el umbral de la
locura. Agonizaba de vergüenza ante la siniestra transformación que
parecía amenazar mi rostro cada vez que me miraba en el espejo, y
no era capaz de compartirlo ni siquiera con Winifred, que sin duda
habría disipado esa ilusión asegurándome que ni estaba saliéndome
barba, ni me estaba transformando en bruja. Nada me ha hecho
percibir de manera más clara lo fina que es la barrera que separa la
normalidad de la demencia que el persistente desarrollo, como un
hongo obsceno y eclipsador, de las oscuras alucinaciones que sufrí
en 1920.

El ambiente tenso y frenético de aquel semestre de verano no


fue el más propicio para devolver la cordura a cualquier hombre o
mujer al borde de la neurosis por culpa de la guerra. Fue el primer
verano en el que la universidad cubrió por completo las plazas para
hombres tras la desmovilización, y la batalla casi ganada de las
mujeres por poder graduarse contribuyó a aguijonear un extraño
revuelo biológico en el que el afán de las alumnas por juntarse con
los muchachos después de tantos años de conflicto armado se vio
intensificado por las normas que imponían carabinas y que no solo
dificultaban la empresa, sino que parecían especialmente
importantes para unas profesoras ansiosas por dar una buena
impresión dentro de los círculos universitarios.
Los alumnos conformaban un enjambre muy variado que incluía
desde exoficiales —sobre todo de las colonias—, con programas de
estudios reducidos y resueltos a pasarlo bien y olvidar, hasta el
pequeño pero muy bien articulado grupo de jóvenes escritores
compuesto por Edmund Blunden, Charles Morgan, Louis Golding,
Robert Graves, L. A. G. Strong, Robert Nichols y Edgell Rickword,
que analizaban con gran seriedad los efectos de la guerra en ellos
mismos y en su mundo. Entre ambos extremos, muchísimos
exsoldados exhaustos cursaban sus titulaciones «de guerra» con
una determinación de ojos opacos y cerebros agotados, mientras
que el contingente normal de muchachos de diecinueve años recién
salidos de colegios privados oscilaba entre un profundo complejo de
inferioridad en presencia de los antiguos oficiales y la vocinglera
voluntad de hacer notar su juvenil presencia en aquella universidad
fuera de la norma. Varios de estos últimos consideraban el ambiente
intenso de la posguerra como un invernadero de primera categoría
para el talento de aquellos cuya vitalidad no se había visto
cercenada por cuatro años de presión continua.
Fuera cual fuera su tipología, todos ellos se combinaban para
crear la atmósfera de «come-bebe-y-sé-feliz-por-que-mañana-
moriremos» que parecía haberse filtrado a las facultades oxonianas
desde las trincheras a través de hoteles parisinos y clubes
nocturnos londinenses. La generación de la guerra volvía a la vida
por la fuerza, pero seguía poseída por la desesperada impresión de
que esa vida era muy corta. Una inexplicable sensación de urgencia
llevó, como en los permisos durante el conflicto, a una avidez por
conquistar lo que fuera, incluso cuando se trataba de algo de
segunda categoría, por si acaso la primera no llegaba a
materializarse. Durante un tiempo, el interés habitual por los
exámenes finales se volvió tan poco popular en Somerville como
siempre lo había sido en Magdalen o en Exeter; la reacción en
contra del estancamiento sexual de la guerra implicaba que, por
primera vez en su ascética historia, los colleges femeninos se
obsesionaran con esos valores —tan conocidos en localidades de
provincias— según los cuales el éxito se mide en términos no de
logros intelectuales sino de atracción sexual.
Esta fase pasó bastante rápido gracias a la partida, en 1920 y
1921, de los estudiantes que habían regresado de la guerra. En lo
que a las mujeres respectaba, tenía que pasar, pues la intensa
competencia por una plaza en alguno de los cuatro colleges
femeninos había vuelto las condiciones de residencia casi tan
inexorables como la muerte; literalmente, no había lugar para las
estudiantes que no pretendieran trabajar todo o casi todo el tiempo,
y los profesores tenían siempre a punto un rapapolvo para las
aspirantes a frívolas. El inicio de la posguerra fue lo bastante
excepcional para que en 1920 fuese satirizado en la representación
de fin de curso de Somerville, en una canción que fue entonada
imitando la melodía de la entonces popular «O Hel-, O Hel-».
Aquel semestre, en teoría, estaba estudiando de nuevo a los
omnipresentes Tudor y Estuardo, y la portentosa asignatura de
Ciencias Políticas; en la práctica, mi mente se hallaba en un estado
de ferviente caos que solo me las arreglé para camuflar al compartir
ex aequo con otra alumna de Somerville el premio al «Mejor Trabajo
en Historia» de todo el curso. En mi cabeza, interfiriendo
constantemente con la imparcial contemplación del Leviatán de
Hobbes y Sobre la libertad de Mili, se repetía una frase de uno de
los documentos isabelinos: «La reina de Escocia es madre de un
gallardo hijo, pero mi linaje es estéril».
¡A qué locuras nos llevaron a muchas las necesidades biológicas
de aquel año tenso y turbulento! Yo misma entablé una relación
bastante tormentosa de varias semanas con un estudiante de
«curso reducido» de uno de los colleges menos reputados; un error
de juicio que, a la luz del doloroso pero digno pasado, no tardó en
sumirme en la más profunda humillación. En cuanto fui con Winifred,
en el mes de julio, a la casa de Cornualles que había compartido el
verano anterior con Hope Milroy, me apresuré a poner fin a una
situación intolerable que ninguna metamorfosis neurótica terminaba
de justificar. Aquella noche respiré de nuevo, libre y agradecida, con
la sensación de amanecer en un nuevo día tras una noche de
delirio; y, sin embargo, al día siguiente escribí otro poema amargo,
prácticamente el último de mis empeños de posguerra. No lo envié a
ninguna de las revistas de Oxford, y no me cabe duda de que no se
habría ganado el favor de mis amigas feministas de un par de años
después, pues se titulaba «La mujer superflua».
De regreso en Oxford después de unas vacaciones dedicadas a
Grocio, Maquiavelo y Treitschke para preparar mi asignatura
preferida, Relaciones Internacionales, sufrí más alucinaciones que
nunca. Había cambiado el hospedaje en Keble Road por una
habitación presuntamente mejor en una casa de Bevington Road, en
la que también vivía Winifred; contenía cinco espejos de cuerpo
entero, motivo por el que el administrador de Somerville había
pensado en mí, pues estaba al tanto del vano interés en la
indumentaria por el que mis compañeras acostumbraban a tomarme
el pelo con cariño. La estancia, en la planta baja, estaba orientada al
norte y por la noche era tomada por ejércitos de ratones grandes y
gordos; muy pronto se convirtió en una fuente de terror para mí; la
evitaba desde el desayuno hasta el momento de acostarme, y si
tenía que entrar para cambiarme o para coger un libro, me tapaba
los ojos con las manos, desesperada, por temor a que los rostros de
cinco brujas idénticas me mirasen de pronto desde los espejos fríos
y despiadados. Debido a los ratones, y a la vigilancia constante de
la inminente barba de bruja, fui perdiendo el sueño progresivamente;
mi antigua incapacidad para verbalizar aquel terror secreto me
impidió hablar con el administrador para que me cambiara de
habitación, y tomé la costumbre de pasar las noches en un sofá en
el desván de Winifred. El semestre siguiente, aunque el insomnio
persistía, las alucinaciones empezaron a remitir poco a poco; y es
muy posible que si no me doblegaron del todo fuera gracias a
aquella antología poética oxoniense de 1920, a la lucha objetiva y
triunfante por el derecho de las mujeres a titularse y, sobre todo, a la
comprensión, paciencia y amabilidad de Winifred.

El semestre después de que publicara mi artículo «El punto de


vista de una estudiante» en el segundo número del Oxford Outlook ,
el editor del semanario Oxford Chronicle, un periódico local muy
competente que representaba tanto la institución universitaria como
la ciudad, me ofreció una pequeña colaboración periodística.
¿Podría escribir una columna semanal de media docena de párrafos
en la que describiera las actividades de los colleges femeninos
similar a la que publicaban los varones? Me ofrecía diez chelines y
seis peniques por cada columna. Acepté encantada; no solo esas
cuatro guineas costearían de sobra los libros de cada semestre, sino
que además la colaboración marcaría el inicio de una carrera en el
periodismo real y remunerado. Poco antes había empezado a
imaginar, muy acertadamente, que no podría vivir durante años de
las ganancias de los libros que escribiera, y el periodismo
independiente, si lograba meter la cabeza en aquel círculo de
fantasía que parecía excluir a quienquiera que no se hubiera labrado
ya un nombre —Dios sabía cómo—, me parecía, con diferencia, el
método más agradable y apropiado para complementar unos
ingresos inciertos. Por ello, cuando mi profesora de Historia del
verano anterior había tachado con desprecio de «periodismo puro»
los vivaces pero completamente desinformados ensayos acerca de
«los grandes descubridores» y «el derecho divino de los monarcas»
que le infligí, la crítica no me avergonzó tanto como ella esperaba.
«Puede que gane algo de dinero», escribí victoriosa a mi madre,
contándole la propuesta del Chronicle, «salvo que las directoras de
los colleges femeninos se inmiscuyan; tengo entendido que les da
miedo que se escriban artículos por temor a que su imagen se
resienta». Durante un difícil periodo de excitación posbélica, el
deseo de las directoras, que andaban a la conquista de las
titulaciones, por retratar a sus alumnas como angelitos dóciles y
castos que jamás, bajo ningún concepto, criticarían a la universidad
ni concitarían la cólera de los supervisores, supuso, sin duda, un
obstáculo que el editor del Chronicle no había previsto, pues en
cuanto empecé a pedir a los otros colleges los sencillos detalles
sobre debates y partidos de hockey que necesitaba para mis
columnas, descubrí que mis compañeras, sobre todo las de Lady
Margaret Hall, no estaban por la labor de facilitármelos. De modo
que me dirigí de nuevo al editor para explicarle que, en un momento
en que todas las catedráticas aguardaban con los nervios a flor de
piel el veredicto de la asamblea sobre el derecho de las mujeres a
titularse, probablemente lo más sensato sería solicitar un permiso
oficial para cualquier actividad que pudiera ser interpretada como
innovadora.
El editor, un hombre razonable, escribió a la directora de
Somerville para preguntarle si yo podría colaborar con los párrafos
correspondientes e incluso ofreciéndose a entregárselos antes de la
publicación. La solicitud no obtuvo respuesta inmediata, y cuando,
tras varios días de retraso, le pregunté a la delegada de Somerville
si sabía qué estaba ocurriendo, me enteré de que las cinco
directoras de los colleges femeninos estaban celebrando un
cónclave solemne a raíz de aquella carta del editor. Por fin, llegó el
veredicto: las directoras habían decidido no darme permiso para
escribir la columna; la directora de Lady Margaret Hall había
recalcado que «no consideraba apropiado que una alumna realizara
semejante labor».
No hubo tribunal de apelaciones al que alegar que, para una
alumna que aspiraba a ser periodista, difícilmente podría
considerarse «inapropiado» el hecho de ejercer el periodismo, y que
los hombres habían escrito columnas similares desde tiempos
inmemoriales. Me vi obligada a aceptar la absurda decisión, y a
comunicarle al editor que no podría llevar a cabo su encargo. Este
recibió la noticia con ridícula consternación, pero me pidió que le
enviara todos los artículos y poemas que quisiera. En el invierno de
1919 a 1920 descubrí que el Oxford Chronicle era un buen trampolín
para dar rienda suelta a mi furia, y a través de esta y otras
actividades literarias menores conocí a Basil Blackwell, por entonces
socio —junto con su padre— de la archiconocida librería y editorial
de Broad Street.
A lo largo de todo 1920 pasé muchas tardes agradables en casa
de los Blackwell en North Oxford; hasta para tan inocente
divertimento tenía que solicitar una enrevesada autorización,
declarar con exactitud adonde iba y comprometerme a regresar a
una hora concreta. A principios del verano, Basil Blackwell me
preguntó si me apetecía ser una de las tres editoras de su
publicación anual, Oxford Poetry; la edición de 1920 sería, en su
opinión, inusualmente interesante, pues representaría los hallazgos
literarios de nada menos que los últimos siete años. Yo accedí a
interrumpir aún más mis maltrechos y fragmentarios estudios de
Historia para emprender tan estupenda tarea, y poco después fui
invitada a participar en uno de los encuentros literarios de los
Blackwell para que conociera a los otros dos editores, el rubio e
inmaculado C. H. B. Kitchin, de Exeter College, y el atezado Alan
Porter, de Queen s College.
A lo largo de todo el semestre y las vacaciones de verano, los
tres nos sumergimos en un océano de manuscritos, remitidos con
entusiasmo por aspirantes a literatos de entre dieciocho y veintiocho
años. También trabajamos, como es natural, en la creación de
colaboraciones propias que pudieran incluirse en el volumen. Los
poemas de C. H. B. Kitchin eran largos y tenaces, mientras que los
que entregó Alan Porter —para quienes Kitchin y yo, pero sobre
todo yo, éramos poco menos que morralla— abordaban la desnudez
y la prostitución. El mérito principal de mis desencantadas
producciones estribaba en su brevedad.
Por último, hicimos la selección final y dejamos el libro listo para
su publicación; a principios del semestre de otoño, el Oxford
Chronicle se hizo eco de unas declaraciones de Basil Blackwell en
las que aseguraba que el volumen sería «el mejor que yo haya
publicado hasta la fecha». «Oxford Poetry, 1920 », continuaba el
reportero, «será un tomo destacado. Entre sus participantes se
encuentran el señor Alan Porter (Queen’s), el señor Louis Golding
(Queen’s), el señor Robert Graves (St. John’s), el señor Edmund
Blunden (Queen’s), el señor L. A. G. Strong (Wadham), el señor C.
H. B. Kitchin (Exeter), el señor Edgell Rickword (Pembroke), el señor
L. P. Hartley (Balliol), la señorita Vera Brittain (Somerville) y el señor
Eric Dickinson (Exeter) […]».
En vista de la reputación de la que hoy en día disfrutan algunos
de estos nombres, el comentario de Blackwell acerca del valor del
libro tal vez se considere justificado, y nuestra selección editorial
obtenga el debido respaldo, dado que incluía asimismo poemas de
Roy Campbell, Richard Hughes, Winifred Holtby, W. Forcé Stead y
Hilda Reid. Con una impresionante belleza morena como de santa
medieval, Viola Garvín, que a la sazón cursaba su tercer año en
Somerville, no nos envió ningún ejemplo de su sensible poesía; a
ella, que desde la más tierna infancia se había codeado con los
mejores escritores y periodistas de la época, nuestras actividades
debieron de parecerle irrelevantes, propias de aficionados.
No obstante, la juventud literaria de Oxford empezaba a hacerse
oír en el ancho mundo; en el invierno de 1920, la eterna controversia
en torno a la Autobiografía de Margot Asquith dio pie más de una
vez a que se comentara la ópera prima de Louis Golding, Forward
from Babylon, mientras que se rumoreaba que el joven Beverley
Nichols tenía lista su segunda novela, Patchwork , que publicaría en
otoño. Yo, al igual que Winifred Holtby, había empezado a tomar
notas para mi primera novela, aunque durante el invierno de 1920 a
1921 me conformé con escribir un relato, «El día de Todos los
Santos», para el Oxford Outlook . La polémica más feroz con la que
contribuí a aquel resplandeciente órgano de opinión del alumnado
ya había aparecido a finales del otoño de 1919 con el título «El
diploma y el Times».

La lucha por que las mujeres pudieran graduarse en Oxford


siempre estuvo estrechamente relacionada con el movimiento
feminista en general, y en 1919 se benefició del impulso que se
daba en todas partes a la causa feminista debido al fin de la guerra.
Salvo por lord Curzon, lord Birkenhead y la señorita Humphry Ward,
no parecía quedar ningún antifeminista de renombre en todo el país,
y el 22 de julio de 1919, mientras un coro constante de alabanza
hacia el trabajo llevado a cabo por las mujeres durante la guerra
acompañaba la sustitución paulatina de estas por hombres en todo
tipo de ámbitos, la Cámara de los Comunes aprobó el proyecto de
ley de Supresión de la Descalificación por Razones de Sexo con las
siguientes palabras de apertura: «Ninguna persona puede ser
descalificada en razón de su sexo del ejercicio de ninguna función
pública, ni del nombramiento para cualquier puesto administrativo o
judicial, ni puede impedírsele que asuma o desarrolle cualquier
profesión o vocación civil».
El proyecto, que se convirtió en ley el 23 de diciembre de 1919,
declaraba asimismo en su tercera cláusula que ninguna universidad
podía incluir en sus estatutos ninguna norma susceptible de
considerarse excluyente del hecho de admitir a mujeres entre sus
miembros; y en Oxford, los defensores del movimiento a favor de
que las mujeres pudiéramos obtener títulos aplicó dicha cláusula tan
aprisa que el 27 de noviembre de aquel mismo año, la víspera de
que lady Astor fuese nombrada parlamentaria por Plymouth Sutton,
pude escribirle a mi madre: «Acaba de publicarse el estatuto para
que las mujeres podamos titularnos; se nos reconoce todo lo que
pedimos, y se debatirá al inicio del próximo semestre. Si se aprueba
—y todo apunta a que así será—, entrará en vigor el 9 de octubre
del año que viene, lo que significa que, cuando me presente a los
exámenes finales, me titularé y me veréis con birrete y toga […]».
Sin embargo, para un editorialista del Times, la publicación de
dicho estatuto sugería que las alumnas de Oxford solo perseguían
prolongar sus «privilegios actuales», sin asumir los deberes
correspondientes, y si eran admitidas en las universidades como
miembros de pleno derecho, tendrían que someterse «a una
disciplina más estricta de la que se aplica hoy en día». Loca de
cólera partidista, agarré la pluma. Tenía entendido que, ahora, el
Oxford Outlook era leído por personas que debatían sobre
discriminación en Londres, y, fuera o no verdad, aquel medio era el
único en el que se me brindaba la oportunidad de expresar mi
indignación. Mi artículo «El diploma y el Times» rebatía con feroz
meticulosidad los argumentos principales del solemne articulista:
«Nos gustaría que se diera una definición más concreta de esa
“disciplina más estricta” a la que hace alusión el periodista del
Times. Nos gustaría saber de qué normativa o reglamento, escrito o
no, al parecer se nos dispensa de tan flagrante manera. ¿Acaso se
supone, más allá de la circunscripción de esta universidad, que,
mientras que los varones se ven obligados, en virtud de la vigilancia
de las autoridades, a recogerse en sus respectivos colleges a una
hora razonable de la noche, las alumnas deambulamos a nuestro
antojo desde el crepúsculo al amanecer? ¿De verdad nuestros
críticos nos tienen en tan mala consideración como para imaginar
que siempre llegamos tarde, si es que llegamos, a unas clases
magistrales a las que oficialmente no tenemos derecho a asistir?
¿Se nos retrata como ménades bailando ante el Monumento a los
Mártires, o como bacantes pasando un buen rato en los espacios
abiertos de Carfax y High Street? Si la idea que se tiene es esta, no
podemos por menos de manifestar que somos ciudadanas que
respetan la ley, y que observamos las normas de aquellos con
quienes compartimos el trabajo y cuyos privilegios disfrutamos solo
en parte, quizá más religiosamente que aquellos para quienes se
crearon en principio».
Pero tanto la universidad como el Times continuaron por sus
dignos derroteros, del todo indiferentes para bien o para mal a la
explosiva ebullición de la ira femenina. Durante el semestre de
invierno, cuando la junta de gobierno se disponía a debatir la
propuesta de nuevo estatuto, Winifred y yo nos colamos en el
edificio de Divinity School, colocándonos en la cola de un grupo de
catedráticas de Somerville; los ujieres debieron de considerarnos
miembros de la comitiva, pues ninguno vino a reprendernos por
ocupar parte del limitado espacio que se reservaba a los no
intervinientes. Éramos prácticamente las únicas alumnas presentes,
y escuchamos con adoración y el corazón en un puño al profesor
Geldart y al joven doctor Moberly —que había vuelto de la guerra
con una Orden al Mérito por Servicios Distinguidos y dos menciones
en despachos oficiales—, que expusieron sus argumentos a favor
de las mujeres, y nos dimos cuenta, a raíz de la escasa oposición
que suscitaron sus discursos, de que la batalla estaba casi ganada.
El estatuto, en efecto, fue aprobado el 11 de mayo de 1920; antes
de su entrada en vigor, el 7 de octubre, la marea ya universal del
feminismo llevó a que se contemplara el sufragio femenino en la
Constitución estadounidense.
En aquel semestre de otoño se registró, por un lado, el mayor
número de alumnos jamás conocido en Oxford —cuatro mil ciento
ochenta y un hombres y quinientas cuarenta y nueve mujeres— y,
por otro, el mayor cambio jamás efectuado en los estatutos de la
universidad. Una de las primeras tareas del doctor Farnell, decano
de Exeter, que inició aquel semestre su arriesgado vicerrectorado,
fue la de matricular de manera oficial a casi un millar de mujeres,
entre las que nos contábamos Winifred y yo, junto con varias
maestras cuyas melenas habían encanecido durante el proceso de
educar a varias generaciones de niñas para que se instruyeran y
trabajaran en pro de su género aún discriminado.
«Resulta un tanto desconcertante», publicaba con complacencia
el Oxford Chronicle, «comprobar que lo que Oxford ha hecho con
tan elegante unanimidad genera aún dudas y controversia en
Cambridge». No obstante, yo tenía miedo —con razón, como se ha
demostrado con el tiempo— de que la universidad pecara de exceso
de orgullo y considerase que ya había hecho todo lo que se podía
hacer para igualar los derechos de alumnas y alumnos: «Que la
libertad en Oxford se amplíe un poco más rápido que en Cambridge
es lo máximo que puede decirse de esta institución», protesté en un
artículo del Chronicle en el que defendía (de un modo muy atrevido)
la fusión de la Sociedad Femenina de Arte Dramático con la
Sociedad de Arte Dramático de la Universidad de Oxford.
El 14 de octubre me uní a las hordas de muchachas que
asistieron, en el Teatro Sheldonian, a la primera ceremonia de
graduación en la que participaron mujeres. Era un día de otoño
cálido y chispeante, y las togas carmesí de las autoridades
competían con el rojo vino de las ampelopsis que engalanaban con
dignidad los muros y los patios. Dentro del Sheldonian, varias
hileras de rostros aniñados y ansiosos miraban hacia abajo,
observando maravillados la compleja ceremonia que se desarrollaba
en el anfiteatro; el ambiente estaba impregnado de excitación y de la
certeza de estar presenciando el cumplimiento de un sueño con el
que habían fantaseado, años antes de que nacieran aquellas
diplomadas, mujeres que llevaban mucho tiempo muertas, mujeres
a las que les trajo sin cuidado dejarse el pellejo con tal de contribuir
a la causa. Todo el mundo fingía ignorar ese ambiente —los
hombres adoptaban una actitud de decidida convicción de que no
estaba ocurriendo nada extraordinario; las mujeres lucían un
semblante de tímida severidad, como si los diplomas fuesen para
ellas la cosa más natural del mundo—, pero la tensión y el
nerviosismo del momento no podían obviarse, y tras mucho frufrú de
togas y disparos de cámaras de la prensa, el hostigado vicerrector,
presa de la confusión, pasó por encima de la cabeza de una
candidata su propio birrete, en lugar del Nuevo Testamento.
Antes del inicio de la ceremonia propiamente dicha, a las cinco
directoras de las sociedades femeninas se les concedieron sus
títulos, y los aplausos hicieron vibrar el auditorio cuando se
enfundaron las togas y se sentaron detrás del vicerrector, momento
que la directora de Somerville había ensayado durante casi una
hora el día anterior, junto con otras alumnas de Somerville que
también se graduaban. ¡Menuda consumación del trabajo de toda
una vida!, pensé, con una sensación de cariño hacia aquel college
tan intelectualmente arrogante cuya directora había auspiciado más
que cualquier otra mujer de Oxford las celebraciones simbólicas de
ese día. Criada en la tradición educativa del siglo XIX, era una
Metternich académica de un régimen anterior, pero una Metternich
necesaria en los periodos de guerra y posguerra. Su labor durante
aquellos años complicados de reconciliar facultades y universidad,
profesor y alumno, hombre y mujer, servicio de guerra y trabajo
académico, conciencia y discreción, había sido colosal en sus
exigencias de tacto e ingenuidad, y seguramente ninguna otra
habría podido hacerlo mejor.
Una vez que los hombres hubieron recogido sus diplomas, los
vítores se renovaron y retumbaron en el techo abovedado cuando
las primeras mujeres desfilaron ante el vicerrector; entre ellas se
encontraban la doctora Ivy Williams, Dorothy L. Sayers y D. K.
Broster, antaño alumnas de St. Hilda. Pensé que incluso la
inalterable pasividad de Oxford bajo la mano de los siglos debió de
agitarse al contemplar a aquel grupo de mujeres enfundándose las
togas y los birretes —esos birretes blandos y negros que tenían la
deplorable costumbre de caer sobre los ojos—, encarnación de la
señal más visible de una honda revolución.
En cualquier caso, durante el resto del semestre los estudiantes
varones estuvieron bastante revolucionados. «Me di cuenta, con el
corazón encogido», escribía un clásico humorista en un diario
oxoniense tras describir la «extraña visión» de una mujer con toga y
birrete apeándose de una bicicleta, «de que estaba en presencia de
una igual, y las facultades asumieron un terror nuevo para mí. Se
me reveló la mujer estudiante en toda su inmensidad. Dos
catedráticos plácidos y seniles pasaron a mi lado. Monstrum
horrendum informe, oí que murmuraba uno de ellos. Me pregunto de
qué manera disfrutarán las encantadoras damas de su nuevo
estatus. […] ¿Las veremos lucir etiqueta cuando llegue el momento
último y más temido?».
Y así sucesivamente. Todas nos acostumbramos enseguida, y ni
siquiera nos molestábamos en leer aquellos comentarios, pero los
hombres —sin duda, con la esperanza de que lo hiciéramos—
insistían en seguir escribiéndolos.

10

En noviembre, la emoción del triunfo ya se había aplacado un


poco, y leí —con la sensación de que al volver a Oxford me había
alejado de la vida que realmente importaba en favor de un mundo
de nimiedades— sobre el entierro en la Abadía de Westminster,
coincidiendo con el tercer aniversario del armisticio, del Soldado
Desconocido, que bien podría haber sido Geoffrey, y sobre la
inauguración de la primera asamblea de la Sociedad de Naciones a
cargo de Paul Hymans el 15 de noviembre, mientras la asamblea
universitaria se decidía a crear, dos semanas más tarde, la nueva
Escuela de Humanidades. Pero cuando, en diciembre, Olive
Schreiner murió en Ciudad del Cabo, los recuerdos de La mujer y el
trabajo y de Historia de una granja africana pusieron de nuevo en
perspectiva para mí el movimiento de las mujeres, y mi entusiasmo
feminista ya había revivido del todo para cuando la reina María vino
a Oxford a recibir el título honorario de doctora en Derecho y a
visitar Somerville y Lady Margaret Hall.
Aquel día, varias de nosotras nos dividimos en grupos de
«alumnas ilustres»: becadas, oriundas de las colonias, capitanas de
deportes, «antiguas alumnas sobresalientes» y trabajadoras durante
la guerra. Yo prefería este último grupo al primero, y me posicioné
con timidez entre Winifred y una alumna de primero que había sido
intendente en un hospital de la Cruz Roja de Surrey. Entre las
«alumnas ilustres» que recibieron a la reina no hubo, como es
natural, ningún grupo que se definiera, según la etiqueta que la
prensa popular le atribuyó más tarde, como «la escuela de
novelistas de Somerville». No recuerdo si, entre las alumnas de
promociones anteriores, aquel día estuvieron presentes Rose
Macaulay, Dorothy Sayers, Margaret Kennedy o Doreen Wallace,
pero Winifred Holtby y Hilda Reid comparecieron como alumnas de
tercero, mientras que entre las alumnas que habían iniciado sus
estudios el semestre anterior se encontraba Sylvia Thompson, cuyo
Hounds of Spring la lanzaría a las listas de los libros más vendidos a
muy temprana edad. Con dieciocho años, Sylvia ya poseía la
belleza exquisita de una uva madura; seleccionaba con esmero su
elaborado atuendo, y lucía sombreros anchos y zapatos coloridos
cuando todas estas cosas encarnaban aún una moda atrevida y
poco habitual. Pero su fama de precoz no tenía tanto interés para
nosotras, estudiantes maduras con ambiciones literarias, como la
estrella en ascenso de Rose Macaulay, quien después de coquetear
discretamente con la fama antes y durante la guerra gracias a varias
novelas, en 1920 la había conquistado de golpe con Potterism. Para
Winifred y para mí, Macaulay era un portento, un símbolo, un
ejemplo estimulante de que la universidad podía formar a escritoras
no académicas y, sin embargo, de primer orden; y coleccionábamos
todas las anécdotas sobre ella, tanto las verdaderas como las
apócrifas, que lográbamos reunir a partir de catedráticos y antiguos
alumnos.
La tarde de la visita real, aquellas de nosotras que poseíamos
galones por el servicio activo —es decir, Winifred y yo— recibimos
orden de lucirlos, y cuando la reina, seguida por la princesa María y
por la alta y grácil lady Ampthill, cuya carta de elogio hacia Versos
de una enfermera voluntaria yo todavía guardaba como un tesoro,
avanzaron con solemnidad por el amplio comedor con
revestimientos de roble, me dije con una satisfacción ligeramente
amarga que, por primera vez desde que había vuelto a Oxford, no
tenía que avergonzarme de la guerra.
Al reparar en los galones, tanto la reina como la princesa se
detuvieron al llegar a mi altura. ¿Había disfrutado de mi trabajo
durante la contienda?, preguntó la princesa. Cedí a la verdad al
responder que había preferido ser enfermera antes que cualquier
otra cosa mientras duró la guerra, y acababa de empezar una
animada conversación con lady Ampthill sobre el Hospital General n.
° 24 cuando me fijé, como más tarde le relaté a mi madre, en que la
reina «se había girado de repente hacia Winifred, que se encontraba
a mi lado. Llevaba su falda azul y una blusa blanca de cuello alto; su
melena estaba muy bien cepillada y ondulada, y sobre ella incidía
directamente la luz. Estaba muy guapa, y era evidente que su
aspecto había impresionado a la monarca. Le dijo a Winifred: “Veo
que usted también ha estado en el extranjero… ¿dónde?”. Ella
contestó: “En Abbeville, Majestad”. La reina preguntó entonces:
“¿Fue usted enfermera también?”. Me aterró que mi amiga fuera a
contestar que había formado parte del Cuerpo Auxiliar Femenino del
Ejército, una indiscreción tratándose de la reina, pero por suerte
intervino la señorita P., que dijo: “La señorita Holtby estuvo en el
Cuerpo Auxiliar del Ejército Reina María”. […] Winifred se puso
colorada como un tomate, pero a mí la reina no me impresionó tanto
como a ella, porque se parece tanto en los gestos a la tía F. que fue
como si la conociera de toda la vida. Se la veía un poco estirada,
pero es cierto que resulta imponente; es casi tan alta como Winifred,
así que no me extraña que a su lado el rey parezca bajito».
11

Las semanas que precedieron los exámenes finales en el verano


de 1921 fueron tan adversas para mí como para el país, que tras el
boom evanescente de la posguerra iniciaba su largo descenso hacia
la recesión y el desempleo. A finales del semestre de Pascua, las
siniestras alucinaciones casi habían desaparecido, pero había
luchado tanto tiempo contra la amenaza imprecisa de la neurosis
que fui presa fácil de la gripe. La enfermera del college, figura que
Winifred y yo habíamos promovido instaurar, me dispensó unos
cuidados muy eficaces y diferentes a la atención superficial que
recibí durante la incómoda enfermedad de 1915, pero regresé a
Londres bastante debilitada, y allí descubrí que mi madre estaba
sufriendo el exasperante azote de la misma enfermedad.
Acaso fuera inevitable en aquellos años complicados de agitada
transición, pero buena parte de mis vacaciones se habían visto
interrumpidas en mayor o menor medida por achaques familiares o
crisis domésticas. Después de que la afanosa Bessie se marchara
para casarse, dar con una criada eficiente resultó casi tan difícil
como durante la guerra, a pesar de la desmovilización general; las
múltiples obligaciones del entorno doméstico se antojaban
abrumadoras, y yo libraba una lucha perpetua entre mis exigentes
estudios y una conciencia atenazada por los remordimientos. Las
enfermeras profesionales no eran muy populares en casa debido a
las altas posibilidades de que una presencia almidonada y bulliciosa
pudiera destruir por completo la precaria estructura de la
organización doméstica; de modo que durante dos semanas yo
misma cuidé a mi madre por el día, y de diez de la noche a una de
la mañana me sumergía en un repaso frenético y atrasado que
apagaba mi ahora vivo interés en los problemas de desarrollo de las
indemnizaciones y la nueva guerra entre Grecia y Turquía. Cuando
regresé a Oxford para emprender mi último semestre, el insomnio
intermitente de la primavera ya se había hecho crónico, y durante
las semanas previas a los exámenes no lograba pegar ojo antes de
las cinco de la mañana.
No obstante, los meses de mayo y junio que inauguraron aquel
verano largo y radiante también tuvieron sus satisfacciones, la más
espectacular de las cuales giró en torno a las regatas. Por aquel
entonces yo ya tenía no pocas amistades entre los estudiantes
varones, y presencié la remontada de New College, remada a
remada, en medio del ambiente sociable de las embarcaciones. «El
jueves me puse el vestido amarillo y el sombrero azul, y Hilda me
dijo que era la belleza personificada», le conté a mi madre el 19 de
mayo. «Hoy me pondré el vestido estampado de gasa y el sombrero
negro de la pluma».
New College se proclamó campeona aquel verano, pero el
antiguo fusilero ya no estaba allí para ver las regatas; se había
graduado en Historia el año anterior, con honores, y ahora daba
clases en una universidad del norte. Yo no mostraba mucho interés
por los laureles universitarios, a los que las mujeres no habíamos
tenido acceso hasta el otoño de 1920, y no supe hasta mucho
después que aquel muchacho había batido el récord de Oxford al
ganar tres de aquellas distinciones en el transcurso de un año y
medio, además de quedar segundo en un cuarto reconocimiento
antes de emprender una carrera profesional que incluiría tanto la
práctica como la teoría de la política.
En las largas y calurosas tardes que siguieron a las regatas,
Winifred y yo descansábamos de la carrera contrarreloj del repaso
de última hora alquilando una chalana con Hilda Reid o Grace
Desmond (hija de G. G. Desmond, del Daily News, que más
adelante sería candidato laborista por Bath, y en 1923 nos llevó a
nuestro primer acto electoral laborista después de que Robert
Smillie saliera elegido parlamentario por Morpeth). Los plácidos
tramos en torno al Hotel Cherwell proporcionaban un ambiente ideal
para la composición de la obra de fin de estudios, que Winifred y
otra compañera de tercero muy imaginativa estaban escribiendo,
con la ayuda de parodias que aportábamos principalmente Hilda y
yo. Se titulaba Bolchevismo en Bagdad, y estaba basada en el
montaje de Antonio y Cleopatra que había escenificado la Sociedad
de Arte Dramático el semestre anterior, con C. B. Ramage y
Cathleen Nesbitt como protagonistas. Al verlos a ambos paseando
por el jardín de Somerville, donde Cathleen Nesbitt conocía a uno
de los catedráticos, habíamos sacado unas conclusiones no muy
distintas de las de otras compañeras de cursos inferiores, y en
noviembre de aquel año, cuando ya no éramos alumnas de
licenciatura y estábamos a punto de realizar la maestría, le escribí
en tono triunfal a Winifred: «Qué chasco para todos los que juraban
y perjuraban que no había nada entre Ramage y Cathleen Nesbitt.
[…] Lástima que haya coincidido con el día en que volvemos a
Oxford; si no, iría a la boda».
En junio de 1921, sin embargo, los interesados aún desmentían
enérgicamente los rumores de un matrimonio inminente, y en
nuestra obra yo interpreté a una heroína aún sin emparejar,
Cleopatra O’Nesbitt, romántica combinación de la reina de Egipto y
nuestra profesora de Historia de Irlanda, que en calidad de joven
catedrática de Oxford era enviada a Bagdad con la misión de
convertir a los bolcheviques a la sensatez política.
«¿Sabes dónde puede estar mi vestido blanco de satén?», le
pregunté con ansiedad a mi madre. «Tengo que intentar parecerme
a Cathleen Nesbitt cuando hizo de Cleopatra, en la escena en la que
iba de blanco con una pluma asomándole de la cabeza».
Cada vez que estábamos demasiado cansadas hasta para
maquinar las procaces ocurrencias de la obra, leíamos por turnos en
voz alta la irónica Historia de Inglaterra del profesor A. F. Pollard o la
recién publicada Reina Victoria de Lytton Strachey, mientras el sol
se hundía espléndido tras los sauces. Estos dos libros todavía me
recuerdan el extraño estado de sueño en duermevela de aquel
semestre, en el que siempre me sentía amodorrada y sin embargo
no lograba dormir.
Varias semanas después, mi joven profesora, que había sido
optimista pero ahora se arrepentía de la amabilidad, hizo algunos
comentarios sobre mis trabajos: «Representan, estoy segura, lo más
a lo que puedes llegar cuando tu energía y tu intelecto se
encuentran “en su mínimo”. No me cabe duda de que, por algún
motivo que desconozco, la hoja de tu cerebro se ha desafilado»; y
tal vez la excusa fuera tan cierta como las que nuestras compasivas
amigas enuncian por nosotras cuando no logramos colmar sus
expectativas. Ciertamente, a medida que se avecinaban los
exámenes, empecé a experimentar cada vez más malestar y
aprensión; el descomunal cansancio acumulado en los últimos siete
años parecía concentrarse y crear un peso aplastante que caía
como una losa sobre mi cerebro. La misma semana de los
exámenes fue un tormento febril, y dos de las pruebas agotaron por
completo la poca energía intermitente que aún poseía. Una de las
asignaturas, Historia Inglesa Antigua, siempre me había aburrido
hasta la impaciencia. ¿Son aún Vinogradoff con The Growth of the
Manor y J. H. Round con Scutage las mayores autoridades de este
periodo tan remoto y complejo? ¿O habrá arrojado por fin un poco
de luz sobre su intrincada oscuridad algún escritor incisivo y lúcido?
La otra asignatura, Ciencias Políticas, tendría que haberla estudiado
en el frenético semestre de mi ridículo compromiso de pacotilla; la
bajísima nota que saqué fue el precio por aquella trastornada
incursión en el romanticismo más espurio.
Un mes más tarde, mientras esperaba con Winifred para entrar
al examen oral, y tras recapitular mentalmente durante noches
eternas y depositar lúgubres esperanzas en las clases recibidas, mi
aspecto debía de ser muy macilento y apagado, pues una
compañera que llevaba una petaca insistió en fortalecerme con un
buen trago de brandy Yo no estaba acostumbrada a los licores, y
como mi apellido figuraba el primero por orden alfabético en la lista,
comparecí casi de inmediato ante los examinadores, muy contenta,
pero bebida.
A las benevolentes y atentas preguntas sobre las escuelas de
ciencias políticas de los siglos XVIII y XIX con las que uno de ellos, G.
W. Wakeling, pretendía que me redimiera de mi lamentable examen
escrito, repliqué con confiada compostura que no conocía la
existencia de ningún politólogo posterior a Hobbes, a pesar de que
había dedicado varias tardes a estudiar a J. J. Rousseau, a
Treitschke y el Testamento político de Federico el Grande. Las caras
de los examinadores eran apenas un agradable borrón, aunque
recuerdo la divertida sonrisa que iluminó el pálido semblante del
profesor C. K. Webster cuando di mi ridícula respuesta, y la
expresión saturnina del presidente del tribunal, el profesor H. W C.
Davis, cuya presunta convicción de que las mujeres eran unas
simples y unas estudiantes de segunda a las que jamás se les
tendría que haber concedido el derecho a titularse en los mismos
términos que los varones debió de reafirmarse como consecuencia
de mi serena estulticia. Con frecuencia me he preguntado a
posteriori si el joven catedrático que había admirado mis artículos en
el Oxford Outlook habría seguido respetándonos a mí y a mis textos
si hubiera presenciado aquella actuación sincopada.
Justo después del examen oral, Winifred y yo volvimos juntas a
Yorkshire, donde sus padres habían alquilado una casa tras
jubilarse de la granja. Allí, unos días más tarde, descubrimos que
habíamos sacado sendos notables, una catástrofe por la que yo,
personalmente, tendría que haber dado gracias, pues un modesto
aprobado habría representado mucho mejor la historia que yo sabía
en realidad. Nunca llegué a acercarme siquiera a la matrícula de
honor de la que Somerville me había creído capaz, pero Winifred
estuvo tan cerca de aquella deseable meta que, con un plantel
distinto de examinadores, y en cualquier otro año de aulas
sobrepobladas en el que quinientos alumnos cursaron Historia y el
habitual número de examinadores tuvo que asumir el doble de
trabajo, lo habría logrado sin dificultad. De hecho, se presentó al oral
de cuarenta y cinco minutos para aspirar a la nota máxima, y
durante días los diez examinadores anduvieron de acá para allá con
sus exámenes, incapaces de decidirse. Después de la prueba oral,
el presidente antifeminista emitió su voto de calidad en contra, y aún
hoy Winifred mantiene que se quedó sin honores por culpa de un
comentario jocoso acerca de la idiosincrasia doméstica de Enrique
VIII.
El día en que se publicaron las notas, mi apellido —el único que
empezaba por B entre el alumnado femenino— fue omitido por error
de la lista oficial publicada en el Times, y mi madre, que estaba
visitando a una de sus hermanas, armó inquietantes conjeturas
antes de que un intercambio de telegramas le aclarase el
malentendido. Demasiado asqueada por mi fracaso como para
señalar la errata al Times, durante los días siguientes disfruté del
amargo divertimento de responder a varias cartas en las que con
mucho tacto se me compadecía por haber «pinchado». Los
profesores y las profesoras que habían albergado la esperanza de
que conquistase los más altos honores académicos no creían de
veras que yo no hubiera «satisfecho a los examinadores», pero
muchos de ellos se encontraban ya de vacaciones y dependieron
del Times para informarse, de ahí que se produjera un agitado
intercambio de correspondencia antes de que todos los interesados
se dieran cuenta de que yo no era la protagonista de una dramática
debacle.
«La señorita P.», escribí a mi madre, «mandó corriendo a la
señorita F. a la facultad para que averiguase qué me había pasado.
¡Así que al final he llamado la atención, aunque fuera en ausencia!
[…] Me he especializado demasiado en Historia y Diplomacia
Europea como para ser buena en todo», continuaba explicando, con
la esperanza de mitigar su decepción. «Sin embargo, me alegro de
haberme especializado, pues la Historia europea me interesaba
muchísimo más, y es lo que más útil me resultará en un futuro, y, a
fin de cuentas, lo que importa es el futuro. Las matrículas de honor a
veces resultan peligrosas, porque una se duerme en los laureles, y
no es eso lo que conviene hacer ahora mismo. […] Al fin y al cabo,
la reputación general de una y la opinión de media docena de
personas conforman una guía mejor que el producto de una semana
de nervios a flor de piel. ¡Ya verás!».
Pero, en el fondo, había sido un duro golpe, y cuando no escribía
cartas a mis padres ni siquiera fingía tomármelo con filosofía.

12

Por suerte para Winifred y para mí, no tardamos muchos meses


en alcanzar esa distancia retrospectiva y divertida con la que los
universitarios llegan a considerar, con el tiempo, los resultados de
sus exámenes —tan desesperadamente trágicos en su momento,
tan completamente olvidados en menos de un año por todos los
interesados—. Nuestras ambiciones no eran de orden académico, y
nuestros notables nos libraron de la tentación de encauzarlas por
ese camino, cosa que alguna que otra vez nos habían propuesto
varios catedráticos bienintencionados.
Durante un breve lapso de tiempo, Winifred se vio en la
obligación moral de hacerse maestra de escuela, herencia de las
tradiciones ejemplares de sus días de encargada de albergue en el
Cuerpo Auxiliar Femenino del Ejército, pero el proyecto perdió fuelle
ante la idea, más apetecible, de compartir un diminuto apartamento
conmigo en Londres y probar suerte con la escritura; mis
intenciones estaban definidas desde hacía demasiado como para
que se tambalearan frente a unas halagadoras invitaciones a
emprender el camino de la investigación. Solo sucumbimos a la
presión académica para plantearnos, fugazmente, la creación a
cuatro manos de un libro de historia sobre las relaciones entre
Alejandro I de Rusia y Metternich, el canciller austríaco, un proyecto
avalado por Somerville que, sin embargo, abandonamos,
manifestando nuestro más sincero agradecimiento, en cuanto el
profesor C. K. Webster —al que, con algo de ingenuidad, habíamos
escrito pidiendo consejo— nos recordó, con suma amabilidad y
delicadeza, que aquel era su ámbito de estudio, y que difícilmente
saldríamos ganando si le hacíamos la competencia.
Desde las vacaciones de Pascua de 1920, las dos habíamos
estado carteándonos con regularidad a propósito de varios
proyectos literarios, ideas para artículos y cuentos, y habíamos
intercambiado fragmentos de diálogos y descripciones para Anderby
Wold y La marea oscura. Por aquel entonces, el padre de Roland,
que manifestaba un sincero interés por el futuro de ambas, nos
resultó de gran ayuda con sus críticas y consejos. Durante los dos
años de posguerra que pasé en la universidad, él y su familia habían
dejado Keymer y ahora vivían en una casita de St. John s Wood que
parecía un Arca de Noé, donde la indomable Clare combinaba con
éxito grandes dosis de actividad doméstica con el estudio en la
Escuela de Bellas Artes de Slade y la docencia de dibujo y pintura
en un colegio de Southwark.
De tarde en tarde, Winifred me enviaba relatos y artículos para
que yo los remitiera al padre de Roland; mi amiga luchaba con
humildad y decisión contra el estilo que el decano de Hertford tanto
había criticado, hasta que al final hizo de él un instrumento de
sencillez y belleza. Uno de los primeros relatos que compuso
conmovió al padre de Roland por su revisión del concepto de la
joven del realismo moderno; se titulaba «The Amateur» y narraba
las aventuras de la hija de un vicario que se rendía a la prostitución
con la esperanza de ganar cincuenta libras, pero recibiendo tan solo
dos chelines y seis peniques.
«¿Por qué escribiré historias tan truculentas?», me preguntó a
raíz de aquel relato tan crudo. «Yo quiero componer canciones
bonitas y alegres, y acabo escribiendo “El hombre muerto”. Quiero
escribir cosas cristalinas que transmitan una sensación de amplitud,
como Anderby Wold, y sin embargo acabo de terminar “The
Amateur”».
A pesar de su escandalosa objeción al tema del relato de
Winifred, el padre de Roland me refirió concienzudamente que
«escribe bien, con unos giros inesperados y agradables […] y posee
una psicología inusitadamente fina». En mi propio caso, tanto él
como la madre de Roland parecían temer la influencia de las
tradiciones y modelos universitarios. «Tiene miedo de que vaya a
sacrificar la ficción por el mundo académico», le conté a Winifred.
«¿Por qué será que todos mis mentores universitarios quieren que
me dedique a la investigación a costa de la ficción, y mis mentores
literarios, a la ficción en detrimento de la Historia? Ojalá no contara
con ambas vías; la elección lo complica todo mucho. […] El padre
de Roland me insiste en que no olvide que la ficción siempre es más
importante que la erudición, porque es del todo creativa, mientras
que la erudición parte de lo sintético. Por otro lado, hay gente como
M. [nuestra profesora] que me exhorta a considerar el ideal de la
verdad histórica y la necesidad de arrojar más luz en el mundo.
¿Cómo reconciliar estos dos ideales?».
Pero a medida que el verano progresaba tras los exámenes
orales, en agosto, el problema se mostró menos como una cuestión
de reconciliación filosófica que como recuperación psicológica y
física. Al pasar dos semanas con la señorita Heath Jones en
Cornualles —donde le leí en voz alta una amplia selección de las
obras de George Bernard Shaw, incluyendo el recién publicado
Vuelta a Matusalén, pero por lo demás disponía de tiempo de sobra
para meditar y ponerme nostálgica— me di cuenta de que me
costaría mucho superar los dos años de Oxford; habían implicado
un esfuerzo tan titánico que no había calculado su coste hasta que
hubo acabado todo. Ni el exceso de trabajo, ni las noches en vela, ni
los primeros pasos en el periodismo, ni la conquista de las
titulaciones para las mujeres, ni las crisis domésticas, ni el
compromiso con la persona equivocada, ni siquiera la prolongada
batalla con las alucinaciones nerviosas justificaban en sí mismas
aquella sensación de fatiga; yo solo sabía que en el momento del
armisticio había tocado el fondo de una sima espiritual, y que todo
cuanto me importaba de mí misma tenía que salir de allí o fenecer.
De alguna manera, yo había salido de aquel abismo, y a la edad de
veintisiete años había dejado de ser, por fin, «enfermera» o
«estudiante», de modo que era libre de iniciar mi carrera profesional,
suponiendo que me quedara algo de energía para ello. Pero ¿me
quedaba energía? Tras el intento torturado e infructuoso de plantear,
para mi propia satisfacción, un nuevo capítulo de La marea oscura
—cuyo oportuno tema era la conquista de «esa desesperación que
acecha a la espera de atacar las defensas de toda alma
humana»—, escribí a Winifred para compartir con ella mis dudas.
Ella contestó enseguida, instándome a no abandonar la lucha en
la recta final; había estado comentando algunos extractos de mi
trabajo con su madre, quien se tenía por «la lectora media» y, por lo
tanto, siempre había sido una de sus críticas más entusiastas.
«Madre piensa que escribirás. […] Cualquier sufrimiento que
hayas padecido, desde lo realmente importante hasta un notable en
los exámenes […] es solo el precio que hay que pagar. […] Y tú no
pagas lo que te corresponde a modo de compensación. Pagas
porque no puedes escribir mientras no hayas pagado. Madre ha
citado a Frances Ridley Havergal, que le dijo a su hijo que intentaba
escribir poesía: “No es hilando rimas / sino con la sangre de tu
corazón como debes escribir, / aunque empalidezcan tus mejillas, y
nadie lo sepa. / Solo así será tu canción digna de entonarse”. Me ha
dicho también […] que ya has pagado un altísimo precio, y que al
final, tanto en la vida como en los negocios, recibimos “nuestra
recompensa”. Puede que esta no resida en una fama transitoria, ni
duradera; pero sí en el poder que solo el sufrimiento confiere: valor,
y comprensión, e inspiración, que son mayor regalo para el mundo
que cualquier otra cosa, más incluso que la alegría».
En fin, puede que Winifred tenga razón, pensé; quizá «la
experiencia», por muy molesta que pareciera en aquel momento,
valiera para algo al fin y a la postre, aunque su valor para el propio
trabajo tardara años y años en revelarse. En cualquier caso, no me
quedaba más opción que la de llevar a cabo el experimento. Aunque
me sienta vieja y agotada, como si mi vida estuviera prácticamente
consumida antes siquiera de empezar del todo, ahora toca abrirse
camino en el mundo escéptico e indiferente del periodismo
londinense.
Pero antes de que esa nueva batalla comenzara, hubo un
bendito intervalo de fortalecimiento y paz.

13

A principios de septiembre, Winifred y yo recalamos en Milán de


camino a Venecia. Era la primera parada de unas vacaciones de
seis semanas que todavía permanecen en mi memoria como un
valioso recuerdo de calidez, belleza y perfecta compañía,
profundizado e intensificado por dos días de hondo dolor.
En el verano de 1921, el dinero para el viaje a Italia, que yo
había empezado a ahorrar nada más acabar la guerra, había
alcanzado unas proporciones de lo más satisfactorias. Siempre
había planeado invertirlo, en primer lugar, en encontrar y ascender a
la cumbre donde estaba enterrado Edward; luego, pensaba, podría
conocer algunos de aquellos pueblos bellos y llenos de vida, de los
que me había hablado de vez en cuando en sus cartas; y a la vuelta
podría parar en Amiens y visitar aquella otra tumba en Louvencourt,
junto a la que mi hermano había rezado pidiendo valor para ser
digno de su amigo en la inminente batalla en el Somme. No se me
ocurría nadie mejor que Winifred con quien compartir la
peregrinación; en mi imaginación, identificaba hasta tal punto a mi
amiga con Edward y Roland que me parecían unos muertos tan
suyos como míos; y como los padres de Winifred —más cultos y
razonables que la mayoría de los intelectuales, a pesar de su origen
rural— eran de la opinión de que seis semanas en el extranjero
renovarían su vitalidad tras la presión y la decepción de los
exámenes finales, emprendimos juntas el primero de muchos viajes
por Europa tras la guerra.
No pasamos mucho tiempo en Milán, donde solo queríamos ver
La última cena de Leonardo da Vinci en el muro del refectorio del
convento de Santa María delle Grazie.
«Si realmente fueras tal y como te vio Leonardo», pensé
mientras contemplaba el rostro trágico y desvaído del Redentor
recortado contra un fondo de remotas colinas azuladas, «podrías
explicarme por qué murió Edward en el Altiplano de Asiago y yo
quedé con vida para buscar su tumba».
Pero, si existía respuesta a tal pregunta, no iba a encontrarla en
los ojos tristes y pintados que parecía que hubieran sondeado las
profundidades del dolor y el desencanto humanos; y al día siguiente
pusimos rumbo a Venecia.
Mi decisión de ir al Altiplano se había visto reforzada por una
curiosa coincidencia que se produjo justo antes del examen oral.
«¿Qué te parece?», le había escrito a Winifred el 12 de julio.
«Tengo aquí, en el piso de mis padres, la cruz que estuvo clavada
en la tumba de Edward estos tres años. Cuando nos escribieron […]
para solicitar permiso para sustituir la cruz de madera que había
colocado su batallón por la reglamentaria de piedra, mi madre dijo
que sí, pero como no soportábamos la idea de que el crucifijo del
batallón acabara en cualquier basurero italiano, pedimos que nos lo
enviasen. A mi madre le gustaría que estuviera en una iglesia algún
día […], o tal vez en la capilla de su escuela. […] Es una sensación
muy extraña tenerla aquí, cuando ha estado encima de él todo este
tiempo. […] En cierto modo me da pena que la hayan quitado, pero
también alegría saber que veré su sepultura tal y como quedará
para la posteridad. […] Qué mundo este, en el que los símbolos de
las personas poseen tanto valor porque son lo único que nos
queda».
El destino último de la cruz fue la capilla de un centro cristiano
para antiguos soldados en Mánchester, donde un pariente de
Lancashire interesado en el movimiento nos pidió permiso para
erigirla. Pero cuando llegó a Kensington envuelta en una lona, me lo
tomé como un mensaje que me instaba a acudir de inmediato a la
tumba de mi hermano, y el hecho de que se hubieran llevado a cabo
obras en los cementerios italianos insinuaba que quizá aquellos
campos de batalla tan remotos no serían tan difíciles de localizar
como yo había supuesto. De modo que, llena de confianza, fui con
Winifred a la sucursal veneciana de la agencia Thomas Cook, con la
convicción de que ya habrían organizado expediciones parecidas y
estarían familiarizados con la ruta hasta Asiago. Para nuestra
consternación, nos informaron de que nunca antes les habían
solicitado aquel servicio; jamás habían oído hablar del pequeño
cementerio entre pinares llamado Granezza, y su conocimiento de la
ubicación exacta del Altiplano era casi tan vago como el nuestro.
Habíamos previsto pasar tan solo cuatro días en Venecia; no
había tiempo para ponerse en contacto con la Comisión Imperial de
Tumbas de Guerra ni con los antiguos oficiales de los Sheerwood
Foresters, de modo que no tuvimos más remedio que aceptar la
sugerencia de la agencia de solicitar información por cable al
propietario de un pequeño hotel del pueblo de Bassano, al pie de las
montañas. El dueño respondió que conocía el camino para llegar a
los campos de batalla y que podría facilitarnos un vehículo. Con
aquella única garantía, nos preparamos para partir hacia Bassano y
hacia una de las aventuras más extrañas, tristes y memorables de
mi vida.
Sentadas la una junto a la otra a bordo de una góndola, a las
cinco de la mañana, nos deslizamos suavemente hasta la estación
por la ondulante seda gris del Gran Canal. Con melancólico
egoísmo admiré las aguas encantadas, los palacios esculpidos, los
lagos de cuento, increíbles como un espejismo soberbio en medio
de un silencio amortiguado. Edward había muerto para salvar
aquella belleza del destino de Ypres, y sin embargo su exquisita
grandiosidad me parecía muy alejada de la austera integridad de mi
hermano y su violín. Pero, al recordar las descripciones de sus
cartas, me dije que tal vez hallara eso mismo en las montañas.
En Bassano, el dueño del hotelito —que ostentaba el excesivo
nombre de Hotel Mondo— nos recibió con compasivo entusiasmo, y
se ofreció a mostrarnos la posición de los campos de batalla
mientras la cocinera nos preparaba algo para almorzar. Desde el
pueblo, oteamos más allá del valle de Brenta, con sus cipreses
oscuros, sus casas con contraventanas, bañadas de sol, y sus
campanarios de color azufre, hasta el Monte Grappa y el Altiplano
de Asiago, la sombra gris inmensa de una montaña, con su cumbre
abruptamente plana, como si, tras la Creación, un titán hubiese
empuñado una espada gigantesca y hubiese rebanado la cima. La
característica silueta de aquella cumbre desmochada todavía ejerce
un efecto devastador sobre mí, después de tantos años.
Precisamente el otro día descubrí que el marido de una amiga
novelista, a cuya casa fui a cenar, había sido oficial de enlace con
los franceses en el frente italiano; a instancias mías, me enseñó
algunos de sus mapas y fotografías de la guerra, y cuando me pasó
una en la que aparecía aquel perfil tan familiar, me sorprendí al
borde de las lágrimas, igual que cuando vi el Altiplano por primera
vez, hace ahora doce años.
Al terminar de comer, el coche estaba listo. Sin duda,
parecíamos más jóvenes de lo que nos sentíamos, pues el dueño
del hotel —uno de los caballeros más corteses que jamás haya
conocido en este mundo— decidió que no podía permitir que dos
jovencitas inglesas se adentraran solas en las montañas con un
conductor desconocido y de aspecto más bien torvo (aunque ni a
Winifred ni a mí se nos pasó por la cabeza angustiarnos al
respecto). Además, explicó en la errática mezcla de italiano y
francés chapurreado de la que se componían nuestras
conversaciones, la carretera era empinada y tal vez diera un poco
de miedo a quienes no la conocían; solo para demostrarnos que no
había ningún peligro, ¿podía llevar a su hijo? El bambino disfrutaría
mucho del paseo, y había sitio de sobra en el vehículo.
Así pues, nos pusimos en marcha todos juntos, rumbo al
Altiplano, con aquel señor de bigote pelirrojo al volante del potente
Fiat, Winifred, yo, el amable y rechoncho dueño del hotel y el niño
atezado de seis años, que semejaba un Jesucristo en miniatura de
ojos oscuros y tocado con una boina. Pueblos cada vez más
pequeños, a medida que el ascenso se hacía más pronunciado, se
amontonaban a intervalos, sobre todo en los primeros kilómetros de
ruta; al final, solo se alzaba frente al coche la escarpada ladera de la
montaña, y cada vez que tomábamos una curva cerrada por aquella
vía sin quitamiedos me daba un vuelco el corazón. En cada recodo
parecía que fuéramos a despeñarnos por el precipicio, cada vez
más profundo; a centenares de metros bajo nuestros pies, el valle
de Brenta y todo el Véneto se desplegaban igual que en un mapa,
mientras el río —una franja de plata en medio de una neblina
verdiazul— corría describiendo amplias curvas hacia Venecia.
Tras un ascenso que pareció durar horas, la pendiente se niveló
un poco. Los pueblos y los viñedos habían quedado muy atrás; el
aire era frío, y la angosta carretera empezó a serpentear entre rocas
de granito y bosques de pinos que se dilataban hasta el infinito, muy
oscuros y extrañamente sombríos en contraste con la llanura
soleada y fecunda. No vimos brezo, y sí muy pocas flores; el mundo
entero era verde y gris, y tan inmóvil como un reino perdido tragado
por las aguas del mar. De repente, en medio del bosque, nos
topamos con las herrumbrosas ruinas de unos bidones y varios
rollos de alambrada de púas, desplegados a lo largo de las entradas
a algunos refugios conquistados y a los restos de unas trincheras
poco profundas y a medio desaparecer. El conductor nos informó de
que nos encontrábamos en las antiguas líneas austríacas, hacia las
que el enemigo había avanzado tras la victoria de Caporetto en
1917.
No era, en absoluto, la clase de «zona devastada» característica
de Flandes y Francia; los obuses apenas si habían ahondado las
ondulaciones de las laderas, partiendo las rocas en piedras afiladas
y añadiendo unas cuantas cicatrices más a las que ya habían
infligido el tiempo y el clima. Era evidente que en algún momento
habían irrumpido con estruendo en la espesura de los pinares, como
testimoniaban los troncos flacos y quebrados que se apilaban por
centenares a un lado de la carretera, pero incluso así solo el
matemático omnisciente que es capaz de estimar cuántos cabellos
hay en una cabeza humana podría haber contado los árboles. De
cuando en cuando, un enredo de alambradas se encaramaba a las
rocas igual que una planta extraterrestre, o la superficie refulgente
de un lago de montaña disimulaba la cruda desfiguración de algún
cráter, o un sendero de trincheras austríacas serpenteaba por una
colina remota. Pero aquellas incongruentes huellas del conflicto solo
lograban enfatizar el desprecio mudo del Altiplano hacia el febril
sinsentido de la guerra; no le restaban valor a la grandeza adusta e
imperturbable que la artillería no pudo aniquilar, ni los ejércitos
deshonrar.
Cuando atravesamos la antigua tierra de nadie y llegamos a las
líneas británicas, los pinares se tornaron más oscuros y tupidos, y el
suelo empezó a parecerse más a un campo de batalla; ¿sería aquel
el escenario de la hora postrera de Edward aquel 15 de junio?, me
pregunté con el corazón en un puño. El camino, devastado por los
cráteres, encarnaba un serio problema para el coche, y nos
tambaleábamos de lado a lado mientras buscábamos Granezza en
vano. Ninguna de las cuadrillas dispersas de peones que todavía
andaban reuniendo los troncos de los pinos caídos sabía dónde se
encontraba el camposanto, y primero nos detuvimos en uno,
minúsculo, que según descubrimos se llamaba Balfaconte. En él
debieron de enterrar a un buen número de desaparecidos hallados
durante las limpiezas de los campos de batalla, pues estaba lleno de
lápidas con la inscripción: AQUÍ DESCANSA UN SOLDADO BRITÁNICO,
CONOCIDO SOLO POR DIOS.
Por fin, en lo más profundo del bosque, adentrándonos en una
pista agreste con un letrero de A ASIAGO, dimos con Granezza; ni
siquiera un villorrio compartía nombre con el cementerio, que
parecía no encontrarse cerca de morada humana alguna salvo de
una posada de montaña que quedaba a poco más de un kilómetro.
El pequeño cementerio, medio oculto por las rocas, se alzaba por
encima del camino al pie de una colina verde cubierta de pinos;
hasta tal punto sus níveas lápidas se integraban en el Altiplano gris
y blanco, que durante el crepúsculo habrían sido indistinguibles. Al
trasponer la cancelita, asegurada con una correa de cuero, descubrí
tan solo sesenta tumbas ceñidas por un murete blanco; por el centro
corría un caminillo recto y verde que desembocaba en un cenotafio
coronado con un crucifijo. Delante de cada lápida crecía un helecho
en miniatura; solo las flores silvestres, robustas y dispersas, se
abrían paso a través de la tierra estéril, pero parecía un cementerio
bien cuidado, y la hierba del caminillo estaba segada. El sol de la
tarde, que se sumergía por el oeste por encima de las lomas de
enfrente, caía directamente sobre las tumbas; de haber estado
orientadas hacia el este, habrían mirado a los pinares y la luz del sol
jamás habría incidido sobre las inscripciones talladas.
«¡Qué extraño, qué extraño es», reflexioné, mientras buscaba el
nombre de Edward entre las pulcras hileras de lápidas oblongas con
un dolor indefinible apuñalándome el pecho, «que todos mis años
pasados —la niñez, cuyo recuerdo ya no puedo compartir con nadie;
los campos luminosos de Uppingham; los meses de inquietud en
Buxton; las esperanzas y ambiciones de Oxford; las pérdidas y la
agonía siempre prolongada de la guerra— se hallen en esta tumba
en lo alto de una montaña, en el silencio noble, en la quietud
cantarina y ultraterrena de estos bosques remotos! En cada recodo
de cada camino futuro querré hacerle preguntas, recordarle
momentos, y él no estará conmigo. ¿Quién habría podido imaginar
que aquel bebé nacido en medio de la seguridad sin sobresaltos de
una familia provinciana al uso acabaría sus breves días en una
batalla entre los pinares de un altiplano italiano desconocido?».
Cerca de la tapia, entre un grupo de soldados de los Sherwood
Foresters que también habían fallecido el 15 de junio de 1918,
encontré su nombre: CAPITÁN E. H. BRITTAIN, M. C., II.° NOTTS. AND DERBY
REGT. MUERTO EN COMBATE EL 15 DE JUNIO DE 1918. 22 AÑOS. En Venecia
había comprado unos pimpollos de rosa y una macetita con un
helecho plumoso; la florista me había asegurado que era muy
resistente, y lo planté en la agreste hierba, junto a la tumba.
«¡Qué banal ha sido mi vida desde la guerra!», me dije mientras
aplanaba la tierra sobre el helécho. «¡Qué mezquinos los empeños
insignificantes, las ambiciones baladís de quienes quedamos, ahora
que todos vosotros os habéis ido! ¿Cómo va a recobrar el futuro, a
través de nosotros, la sombría majestuosidad del pasado? Ay,
Edward, qué solo estás aquí; ¿por qué no puedo quedarme para
siempre y hacer compañía a tu tumba, lejos del mundo y de sus
vanos esfuerzos por reconstruir la civilización, en estas alturas
donde solo hay paz y dignidad?».
Cuando por fin salí del cementerio, el niño, que había estado
jugando con el padre al lado del coche, corrió hacia mí con un ramo
de escabiosas y tréboles blancos que había recogido en el arcén.
«Para la pequeña signorina», dijo.

14

Cuatro días más tarde, en route a Florencia, un pandemonio en


Bolonia, donde teníamos que cambiar, nos demostró con qué
rapidez cae lo sublime en lo ridículo en tierras latinas.
Nadie parecía saber por qué en la estación había tanta gente, y
tan alterada, pero los extranjeros nos llevábamos la peor parte en
aquel forcejeo clamoroso, y Winifred y yo habríamos tenido muy
pocas posibilidades de escapar de un tren y encontrar el otro si un
admirabilísimo joven italiano no nos hubiese ayudado a trasladar el
equipaje. Nada más concluir su servicio, se fijó en una anciana
estadounidense que se tambaleaba por el andén cargada con una
sombrerera inmensa; plantándose ante ella, hizo una reverencia, se
descubrió y, como no sabía inglés, acercó la mano con delicadeza al
asa.
La señora, sin duda advertida por unos vecinos del Medio Oeste,
se dirigió con furia al aspirante a caballero.
«¡Cómo intente robarme, lo machaco!», exclamó.
El italiano, perplejo, se giró hacia nosotras con las manos
extendidas, y Winifred y yo estallamos en una carcajada
incontrolable mientras ocupábamos los asientos que el muchacho
nos había conseguido. Nuestros compañeros de coche —también
americanos, lamento decir, pero es posible que el hecho accidental
de que no fueran ingleses pueda considerarse un designio de la
Providencia para preservar nuestra dignidad— desarrollaron una
antipatía inmediata hacia nosotras, pues se había producido mucho
revuelo para conseguir buenos asientos y no les parecía nada bien
que ocupásemos las esquinas previamente despejadas por nuestro
salvador. Aun así, aborrecían aún más a los oficiales de ferrocarril
italianos.
«¡Animales!», masculló una de las señoras de más edad a su
secretaria y acompañante, que parecía molida. «¡No son más que
animales! ¡Qué desbarajuste de sitio! Ni mozos, ni jefe de estación,
¡ni nadie que hable una palabra de inglés!».
Sin duda, le comenté sotto voce a Winifred, se habría
escandalizado igual si una condesa florentina hubiera llegado al
empalme de alguna ciudad de su país —Buffalo o Columbus o
Kansas City— y se hubiese quejado de que nadie hablaba italiano.
Florencia nos gustó tanto que pasamos allí diez días
maravillosos —en nuestra pensión junto al Arno—.
«Venecia es todo mar y escultura», escribí a mi madre, «y esto
en cambio es montaña, abetos y casas blancas cotejados rojos. […]
En un sentido, Venecia es como un gran mausoleo; hay mucha vida
en ella, pero no es la vida de la propia Venecia, que parece haber
muerto hace siglos. Sin embargo, en este lugar ha sobrevivido el
espíritu del Renacimiento; es más personalidad y menos museo».
Paseamos mucho y no dedicamos demasiado tiempo a las
pinacotecas; nunca había esperado hallar afinidad espiritual con las
plácidas Madonnas de Rafael en los Uffizi, pero en el Palazzo Pitti
me enamoré de la Virgen de Murillo con el Niño de pelo rizado y
ojos grandes y oscuros, en brazos. Siete años después, la señorita
Heath Jones me mandaría una postal de este cuadro, porque le
parecía que mi hijo, un bebé de meses por aquel entonces, era la
viva imagen del Niño Jesús pintado por Murillo. Pero en septiembre
de 1921 la superficie de mi mente no se ocupaba en absoluto de la
posibilidad de futuros hijos o maridos, sino que estaba por completo
centrada en los preparativos para el Festival Dante.
La celebración del sexto centenario de la muerte del poeta
transformó la ciudad en un mercado medieval, si bien el día que
vimos al rey de Italia, flanqueado por los grandiosos general Díaz y
barón Sonnino, siendo oficialmente recibido por la Signoria en el
Palazzo Vecchio, un aeroplano que dejó caer unos panfletos de
colores sobre nuestras cabezas puso una nota de modernidad
incongruente. Sin embargo, el monarca no volvió a aparecer al día
siguiente, cuando asistimos al desfile de Dante desde la ventana del
piso de una floristería cerca de la Piazza del Duomo, y fuimos
capaces de imaginar, entornando los ojos, que nos encontrábamos
ante el Ejército florentino —con Dante marchando en sus filas como
joven oficial— a su regreso, en 1269, de la batalla de Campaldino
tras la victoria sobre las tropas imperiales. ¿Se habrían inspirado los
austríacos de Caporetto en un impulso inconsciente por vengar
aquella derrota?, me pregunté, pues ahora sabía que siete siglos no
era tanto para el desarrollo de los insondables propósitos del
tiempo. ¿Había encajado la muerte de Edward tanto tiempo atrás en
la lógica de la historia?
Meditando estas cosas, me sorprendí hablándole a Winifred de
Asiago y de mi repentino deseo de quedarme allí, al margen de la
tumultuosa mezquindad de aquellos días de posguerra:

[…] la multitud, más abajo,


vive, porque puede, allá
[…]
¡Aquí, aquí este lugar, donde caen meteoritos, se forman
nubes,
se desata el trueno,
y las estrellas vienen y van!

Pero Winifred replicó que a ella le había parecido que la voz de


los pinos contenía una promesa de tranquilidad y paz incluso entre
«la multitud, más abajo»; le recordaban más a otros versos, de
Walter de la Mare:

Ninguna ola rompe,


ningún pájaro trina;
y mi corazón, como un mar
mudo tras una tormenta extinguida,
duerme conmigo.

Todo el rocío de las noches,


todas las hojas del mundo,
toda la nieve del invierno
parecen, con su quietud, haber detenido en el sueño de la
vida
tanta aflicción.

Un par de días más tarde dejamos Florencia en pos de las


localidades de las colinas. Curiosamente, mi primer contacto con la
pujanza del fascismo se produjo en la soñolienta penumbra de un
autocar nocturno entre Florencia y Siena. En el transcurso de aquel
viaje de cuatro horas por los Apeninos, entablamos conversación —
en un mal francés por ambas partes— con el pasajero de al lado,
alumno de la Universidad de Florencia. Era muy joven, y su
semblante angelical de inocencia transparente recordaba a una
versión italiana de Beverley Nichols; se llamaba Oswaldo Giacomo.
Nos trató con entusiasmo, como a compañeras de aulas, y nos
habló con sinceridad del «fascismo», un término desconocido aún
para nosotras, y muy intrigante. Sus diatribas políticas eran jaleadas
de vez en cuando por los cacareos de las gallinas que una anciana
campesina llevaba dentro de una cesta, en el extremo opuesto del
coche; ignorando tan irreverentes interrupciones, nos habló muy
emocionado de una revolución inminente en la que a nosotras nos
dio pereza creer. Desde luego, no se percibían muchos síntomas,
pensamos; nadie en Italia manifestaba querer un cambio en las
circunstancias, y eso que ningún tren era puntual.
Al día siguiente, en Siena, al regresar de explorar la catedral
blanca y negra y de contar los nombres de los papas, cuyos bustos
esculpidos nos observaban desde los arcos igual que rostros desde
un balcón, y descubrimos que Oswaldo, que se alojaba con un tío
en un pueblo adyacente, estaba esperándonos en nuestra pensión.
Insistió en llevarnos aquella misma tarde a lo alto de la torre del
Palazzo Comunale —que se mecía escandalosamente con un
viento huracanado que casi me derriba por completo cuando el
inmenso reloj que pendía justo sobre nuestras cabezas marcó de
repente las dos y yo di un respingo que me separó casi un metro del
suelo— y luego nos invitó a unos helados en un café. Mientras los
tomábamos, y erigiéndose en protector de nuestra doncellez, nos
previno con toda la solemnidad de sus dieciocho años contra las
amistades casuales.
«Signorine, ¡el alma del italiano es transparente como el cristal!»;
sin embargo, las intenciones de tan magnánimo ciudadano hacia un
par de mujeres jóvenes y vulnerables no eran siempre tan
inofensivas. A pesar de aquella homilía moral, Oswaldo no parecía
manifestar ningún interés en nuestro sexo; sin duda, como buen
camisa negra, se limitaba a cumplir órdenes de «exponer»
propaganda fascista a extranjeros cada vez que se le presentara la
ocasión. Cuando ya nos habíamos marchado a Perugia, donde un
temporal otoñal cayó sobre Asís desde las cumbres que dominaban
la anchurosa llanura de Umbría, anidando bajo la curva perfilada del
Monte Subasio, Oswaldo nos envió una postal con una ilustración
que representaba a Dante en el momento en que conoció a Beatriz;
con discreta imparcialidad, la dirigía a las dos.
En Asís nos encontramos con las celebraciones por el día de
San Francisco, y la planta baja de nuestro hotel abarrotada de
«peregrinos», entre los que el dueño gesticulaba presa de un
impotente frenesí. Alrededor de todos ellos flotaba un efluvio que no
se disipaba y que recordaba a los demás visitantes su insistente
presencia, incluso cuando ya se habían marchado. Durante un
paseo por las colinas de camino a Eremo delle Carceri, un
pequeñísimo monasterio en el encinar donde san Francisco solía
entregarse a la oración, nos olvidamos temporalmente de ellos, pero
reaparecieron en el transcurso del largo viaje a Roma,
apretujándonos en el pasillo de tercera clase con sus bultos y sus
cestas y la miserable exuberancia con aroma a ajo de sus comidas.
Roma me pareció una ciudad muy distinta a la capital tensa y
austera de 1917; hasta tal punto quedó eclipsada la semana que allí
pasé por los días siguientes en París y por el melancólico trayecto
por los campos de batalla desde Amiens, que ahora solo recuerdo
las rosas rojas de fragancia dulce que florecían contra las ruinas
grises del Foro y la alta pomposidad de la Columna de Trajano, cuyo
recinto, a juzgar por el número de vociferantes residentes, se había
convertido en una maternidad de gatos.
En Amiens, con la sensación de habernos extraviado en el
corazón de una leyenda antigua y trágica, nos quedamos plantadas
en la penumbra del interior de su catedral en otros tiempos
amenazada; según nos contaron, todo se había dejado
deliberadamente tal y como quedó tras la ofensiva de 1918, y
levantamos la vista con melancolía y nostalgia para ver las ventanas
aún cubiertas de tablones, cuyas vidrieras quedaron destruidas por
los proyectiles alemanes. ¿Cuánto durará este odio tan amargo?,
me pregunté, pensando que parecía que hiciera una eternidad
desde la retirada en la que se produjeron aquellos daños, y
percatándome con repentina sorpresa de que, en mi propia mente,
la furia y el resentimiento se habían extinguido mucho tiempo atrás,
dejando solo un sufrimiento perpetuo y una lástima apasionada que
todavía no sabía cómo usar o expresar. Pero bueno, reflexioné, mi
memoria solo es personal, no histórica; los alemanes no mataron
adrede a Roland ni a Victor ni a Geoffrey, pero sí pretendían
conservar Alsacia y Lorena.
Hoy en día, numerosas agencias de viajes organizan rutas
guiadas a los campos de batalla franceses; se visitan tumbas en
grupo, y se ha establecido un negocio regular en torno a coronas,
fotografías y cementerios. Pero en 1921 aún no se había alcanzado
«ese nivel», de modo que Winifred y yo alquilamos un coche en
Amiens y nos zambullimos en una serie de carreteras carcomidas
por los proyectiles entre los troncos grotescos de los árboles
esqueléticos, con sus ramas rayadas y quebradas apuntando aún al
cielo en una triste protesta contra la implacable crueldad del hombre
tanto hacia la naturaleza como hacia el hombre. De cuando en
cuando, a lo largo de la carretera, se erigían placas blancas frente a
ruinosas aglomeraciones de casas sin tejados ni ventanas; ¿eran
realmente estos los lugares de los que hablábamos con el aliento
entrecortado en Étaples tres años y medio antes?, me preguntaba
con incredulidad cuando leía sus nombres con un escalofrío de
emoción: BAPAUME, CLÉRY, VILLERS-BRÉTONNEUX, PÉRONNE, GRIVESNES,
HÉDAUVILLE. En Albert, una fila circunspecta de barracas del Ejército,
ocupadas por los obreros de la reconstrucción, se alzaba contigua a
la gibosa ruina que otrora fue la ornamentada basílica, coronada por
una Virgen María dorada con su Niño en brazos, en lo alto de la
aguja. ¿Así era, aunque sin las barracas, el lugar que Edward había
conocido?
Pero la auténtica meta de aquel día fue la visita a Louvencourt;
tal y como me habían recordado a ratos durante toda aquella tarde
las palabras del difunto poeta estadounidense Alan Seeger,
martilleando incansables dentro de mi cabeza contra el chirrido de
las castigadas marchas del coche:

Tengo una cita con la Muerte


en la magullada ladera de una colina maltrecha […].

Mientras el automóvil atravesaba el pueblo en dirección al


cementerio, me di cuenta con espanto, a partir del parecido con una
fotografía que estaba en mi poder, de que el castillo gris medio
oculto por los árboles altos y encorvados había sido el puesto de
triaje donde Roland se había deslizado triste e inconscientemente
hacia la muerte. Encontramos el cementerio, gracias a la
descripción de Edward, en lo alto de una colina donde confluían dos
caminos; la tarde era luminosa y soleada, y más allá de la tapia
circundante, una fina hilera de olmos creaba un dibujo delicado
contra el cielo sosegado. Las tumbas, cada una con su jardincito
delante, parecían parterres de flores plantados a intervalos en el
césped liso y amplio que se extendía plácido bajo la alargada
sombra de la esbelta cruz del monumento. Mientras remontaba el
senderillo pavimentado que Edward había recorrido en abril de
1916, y observaba el cuidado y pulcro camposanto y el campo
abierto y urbanizado, pensé en lo distinto que era todo del
crepúsculo gris del Altiplano de Asiago, con su silencio siniestro y
abismal. La extraña ironía que había determinado los destinos de
Roland y Edward persistía incluso más allá de la muerte: el
impetuoso guerrero reposaba tranquilo en aquella tierra apacible y
complaciente, con su suave capa de aterciopelada hierba; el sereno
músico yacía en la cima oscura de una montaña siniestra y remota.
Tal y como había imaginado, abandoné Louvencourt impertérrita;
había leído la inscripción en la tumba de Roland y había cogido una
caléndula color bronce para guardarla en mi diario, sin una
sensación consciente de emoción. Reflexioné que, fuera lo que
fuese real en 1918, yo estaba empezando a olvidar los primeros
años de la guerra y a recuperarme de la ansiedad de sus segundas
Navidades.
Pero aquella noche, en el hotel de París, tuve una pelea con
Winifred a raíz de una estupidez sin importancia, y me acosté hecha
un mar de lágrimas furiosas.
CAPÍTULO XI
DESGAÑITARSE POR LA PAZ
Los fantasmas lloran al contemplar los años,
recordando palabras
cuyo eco murió hace mucho,
y un amable musgo ha crecido
en las ensangrentadas piedras afiladas
que cortaron nuestros pies en los caminos antiguos.

Pero ¿quién aguardará mi llegada?

Días largos y ajetreados, de encuentros y despedidas;


dejadas de lado,
recordadas horas de esperanza;
y calles de ciudad
oscurecidas y caldeadas por ávidas multitudes
que vuelven a casa, donde aguarda la tregua.

Pero ¿quién me buscará cuando caiga la noche?

La luz se apaga donde las chimeneas apuñalan el cielo;


hay pisadas que pasan
sin detenerse en mi puerta.
Y a lo lejos,
tras la hilera de cruces, sombras negras
estiran sus largos brazos ante el sol ardiente.

Pero ¿quién engendrará a mis hijos?

V. B., «LA MUJER SUPERFLUA», JULIO DE 192O

1
Poco después de que volviéramos de Italia enfermé de ictericia,
lo que me tuvo postrada en la cama durante casi tres semanas.
Según mi médico, se debía a un rebrote del misterioso microbio
maltés, que había permanecido en estado de latencia desde el
permiso de 1918, y que tal vez nunca llegara a desaparecer del
todo. Ahora bien, a pesar de que esta dolencia implica toda una
serie de incomodidades, y se supone que lleva aparejado un estado
de depresión colosal, los primeros días de cama los sobrellevé con
una alegría teñida de azafrán, feliz de aprovechar la oportunidad
para esbozar los capítulos centrales de La marea oscura, novela a
la que a menudo Winifred y yo nos referíamos como «Daphne», el
nombre del personaje que se disputaba el rol de heroína con otra
llamada Virginia Dennison. Italia, con sus nuevos escenarios y
experiencias, había marcado un punto de inflexión; a pesar de
Asiago, a pesar de Louvencourt, las semanas en el extranjero
habían curado en cierta manera el dolor más agudo de las
profundas heridas de la guerra. Después del viaje, al margen de
alguna que otra pesadilla, no volví a sufrir alucinaciones, ni terrores
nocturnos, ni insomnio, y cuando a finales de año me reuní con
Winifred en el estudio del barrio de Bloomsbury que habíamos
alquilado a resultas de nuestra determinación de vivir juntas como
mujeres independientes, ya casi era una persona normal.
Desde el instante en que acabó la guerra había sabido, y mis
resignados padres siempre lo habían dado por hecho, que,
transcurridos los tres años de Oxford y los cuatro de aventura bélica,
mi regreso a una posición de dependencia servil en el seno de mi
casa habría resultado intolerable tanto para ellos como para mí.
Ahora comprendían que la libertad, por incómoda que se
presentase, y la autosuficiencia, por difícil que fuese de lograr, eran
las únicas condiciones en las que una feminista de la generación de
la guerra —y, en efecto, una mujer posvictoriana de cualquier
generación— podría desempeñar su trabajo y conservar la dignidad.
Después del armisticio, mi padre, con la generosidad que lo
caracterizaba, me había transferido unas cuantas acciones del
negocio familiar, con el fin de que yo misma pudiera pagar las
facturas de la universidad y ahorrarme la ignominia de pedirle hasta
el último penique tras un periodo tan largo de autonomía económica.
Aunque ni los escasos ingresos ni la creciente acumulación de
cartas de rechazo me daban para vivir, sí que me permitieron
prestar atención a la escritura y a la política, algo que de otro modo
no hubiera sido posible, y menos aún podría haberme dedicado al
estudio y la docencia a tiempo parcial que Winifred y yo habíamos
asumido como métodos más asequibles y menos exigentes de
ganarnos la vida hasta que el periodismo se convirtiera en nuestra
fuente principal de ingresos.
Comoquiera que las familias de ambas expresaron su deseo de
pasar unas semanas en nuestra compañía antes de que nos
separásemos de ellas para siempre, retrasamos nuestra emigración
conjunta a finales de 1921, y dedicamos el intervalo de tiempo
desde el regreso de Italia a organizar el trabajo futuro y asumir
empleos «alimenticios» que nos ocuparan más o menos tres días a
la semana. Casi a diario escribía largas cartas a Winifred,
coloreadas por esa curiosa mezcolanza de madurez y puerilidad tan
característica de nuestra desnortada generación; vibraban los folios
con planes para escribir, dar clases y viajar, y para la difusión de las
ideas internacionalistas cuya enseñanza yo aún sentía que
justificaba el hecho de haber sobrevivido a la guerra. En aquella
ingenua disposición a prestarme a toda clase de experimentos y
reformas me parecía a muchos otros coetáneos que por fin
empezaban a recuperarse del trauma paralizante de los años de
guerra; nuestra esperanza se debía a la creencia de que el conflicto
había acabado realmente, y al fracaso a la hora de comprender del
todo lo arraigadas y profundas que serían sus consecuencias
definitivas.
Las perspectivas de desarrollar un trabajo interesante y a mi
medida se antojaban prometedoras; ya me habían ofrecido unas
clases a media jornada en una escuela de South Kensington, mi tía
me había invitado a impartir un curso de seis sesiones sobre
relaciones internacionales en St. Monica y dos chicas solicitaron que
las preparase para los exámenes de Oxford mientras aún estaba en
casa de mis padres. La mayor de ellas, una nerviosa y propiciatoria
titulada de la Universidad de Gales, vivía en Anerley, ignoraba las
nociones más elementales del estilo literario y tenía la incongruente
aspiración de entrar en Lady Margaret Hall, meta que, para mi
grandísima sorpresa, le ayudé a alcanzar.
«Desearía, de veras, que su aspecto no me deprimiese tanto», le
confesé a Winifred. «Solo he visto dos veces el sombrero azul de
terciopelo y el abrigo largo de tweed, pero ya me producen hartazgo.
Por otra parte, tengo la sensación de que nunca veré nada más. La
próxima vez, la invitaré a quitarse el abrigo; para variar, al menos.
[…] Ahora me alegro de haber usado hábilmente mi ropa en las
clases con el señor C. […] ¡Cómo cambian las cosas cuando hay
algo bonito para mirar!».
Después de haber participado con frecuencia en debates
universitarios, y de haber oído a un buen número de catedráticos de
Oxford dando clases con ese estilo inimitable que desprecia la
vulgaridad supina de la competencia meramente técnica, la
perspectiva de convertirme yo misma en una docente capaz de
pronunciar un discurso aceptable desde una tarima ya no me
parecía tan descabellada e inalcanzable como en 1913. No solo
tuve la osadía de aceptar, antes de marchar a Italia, la invitación de
St. Monica, sino que, haciendo gala de un atrevimiento aún mayor,
escribí a la recién inaugurada sede de la Unión de la Sociedad de
Naciones en Grosvenor Crescent para postularme como
conferenciante sobre la Sociedad de Naciones, ese experimento
internacional por el mantenimiento de la paz y la seguridad que para
mí, como para muchos otros estudiantes de Historia Moderna,
encarnaba el único elemento de esperanza y progreso contenido en
los tratados de paz. A modo de contestación se me rogó que me
personara en Grosvenor Crescent para que el secretario me
conociera. La entrevista la organizó Elizabeth Murray, mi
deslumbrante predecesora en Somerville, ahora de una belleza
altiva, con su ropa exquisita y atrevida, su imperiosa silueta y su
pelo corto, moreno y ondulado.
La primera vez que vi al secretario, tuve la sensación de que su
rostro hermoso y melancólico y sus ojos reticentes y soñadores
habrían encajado mejor en una vidriera que en una tumultuosa
oficina llena de muchachos y muchachas que libraban una batalla
valiente y perpetua contra la escasez de presupuesto, el letargo del
público y la bienintencionada ineficacia de los voluntarios sin
formación. Pero esta amable cortesía se vio ensombrecida casi de
inmediato por la inesperada presencia de un individuo anónimo e
impactante con chaqué, polainas y monóculo que de pronto irrumpió
a través de una puerta acristalada lateral y, sin ningún tipo de
ceremonia, me preguntó con un tono arrastrado y escéptico: «¿Qué
la lleva a pensar que es capaz de hablar en público?».
No llegué a conocer la identidad del intruso, ni recuerdo qué
explicación di de la incoherente yuxtaposición de reivindicaciones
maduras encarnadas en una apariencia inmadura, pero abandoné el
despacho del secretario con un maletín lleno de literatura
informativa y la estimulante sensación de que me invitarían a
participar en reuniones de la Unión durante el invierno si les
satisfacía la muestra de conferencia que me habían pedido que
preparase.
A esta conferencia y a las del curso de St. Monica dediqué
muchas horas aquel otoño, espoleada a hacer unos sacrificios
titánicos por las deliberaciones de la Conferencia de Washington y
el inesperado éxito de la Sociedad de Naciones a la hora de zanjar
la disputa entre Serbia y Albania. Vivía con mucho entusiasmo mi
responsabilidad; ya había empezado a tomar parte en la campaña
para la ilustración que inevitablemente conduciría a un mundo
apabullado y doliente por los serenos caminos del entendimiento
racional.
«Te lo habrías pasado pipa», le conté a Winifred, que también
andaba preparando una serie de charlas sobre personalidades en la
Italia prerrenacentista que daría en St. Monica después de mí, «si
me hubieras visto anoche, con el sombrero y las pieles, declamando
delante del espejo. Tengo intención de ensayar un rato cada día,
hasta que me sepa el discurso de memoria y deje de sentirme como
una boba. […] Cómo me alegro de haber estudiado Relaciones
Internacionales, y cómo me alegro de dar charlas sobre el asunto,
aunque sean modestas; me alegro de hacer cualquier cosa, por
insignificante que sea, con tal de que la gente empiece a
preocuparse por la paz en el mundo. Tal vez se trate de una utopía,
pero es algo constructivo. Mejor eso que despotricar contra el
estado actual de Europa, o llorar a oscuras por los muertos».
El ataque de ictericia echó a perder mi primera intervención en
St. Monica, lo que me hizo ser consciente de lo banal que aquel
acontecimiento, tan trascendental para mí, había sido a ojos de los
demás. Pero, durante la convalecencia, la lectura de una selección
recién publicada de ensayos de corte internacionalista, titulada La
evolución de la paz mundial, me devolvió la sensación de la
dignidad trascendental de la causa que en los años siguientes me
incitaría a congregar a un público reducido y remiso que temblaba
concienzudamente en ayuntamientos llenos de corrientes, en clubes
polvorientos, en aulas escolares mal iluminadas, o bajo los techos
demacrados de capillas metodistas encaladas que eludían siempre
mi frenética búsqueda a través de las tinieblas invernales de calles
desconocidas. Reconociendo con alegría los motivos —expresados
de un modo claro y convincente— que me habían llevado a estudiar
Historia en Oxford, copié de la introducción del tomo, firmada por F.
S. Marvin, un párrafo que encarnaba, y encarna aún, la inspiración
para la búsqueda esperanzada de una armonía internacional,
aunque la confianza que iluminaba las mentes de los partidarios de
la razón en la posguerra pronto se perdería en el pardusco
estoicismo de un empeño perplejo y a la vez persistente: «Si
deseamos la paz y la cooperación en el mundo, y somos capaces
de hallar en la historia claros indicios de que la cooperación es una
cantidad creciente, entonces nuestros deseos se transformarán en
ideal razonable, y estaremos luchando por explicar a la humanidad
su verdadero destino y acelerar su comprensión. […] Solo una visión
ampliada de las cosas puede curar nuestros miedos y fortalecer
nuestros pasos. […] Ante nosotros se abre un panorama más vasto
de lo que nunca antes hubiera podido ofrecer la antropología. Magis
me movet illud longum tempus quum non ero, quam hoc exiguum».

En cuanto estuve lo bastante recuperada para volver a pisar la


calle, mandé con suma turbación mi muestra de conferencia a la
Unión de la Sociedad de Naciones. Era un discurso largo,
vehemente y dogmático, y mis inexpertos ensayos ante el espejo
habían fracasado en indicarme el importante hecho de que habría
tardado al menos tres horas en pronunciarlo tal y como estaba, y de
que contenía una cantidad indigesta de información, tanta como
para cubrir con creces al menos doce horas de clase. Mi mejor
amiga lo habría definido como un atractivo ejemplo de propaganda
popular, pero el paciente secretario me manifestó su completa
aprobación, y día tras día yo esperaba la llegada de una orden de la
Unión para que me dirigiera a un público numeroso y crítico y
aterrador en alguna zona desconocida y remota de Inglaterra.
Pero ni siquiera por aquel entonces cedió el cauto organismo a la
tentación de la respuesta impetuosa, y lo que hicieron fue olvidarse
de mi existencia hasta principios de la primavera de 1922. Por lo
tanto, mi primera invitación a dirigirme a una audiencia adulta no
llegó desde Grosvenor Crescent, sino de un clérigo amigo de la
señorita Heath Jones que quería experimentar con un par de charlas
en su parroquia grande y pobre a medio camino entre Londres y
Windsor, y le había pedido a ella que le recomendase a alguien.
¿Podría yo facilitarles información sobre la Revolución rusa y la
Sociedad de Naciones, y ser con la primera lo más imparcial posible
debido a la fuerte influencia del socialismo en su parroquia?, me
preguntó.
No sabía si podría, pero le aseguré que sí, y a partir de ahí me
sumí en un torbellino de días dominados por la ansiedad que
transcurrieron entre lecturas sobre el bolchevismo en el Museo
Británico. Para mi desaliento, descubrí que la tarea no era tan
sencilla como parecía, pues en 1921 la totalidad de los fondos de la
biblioteca del museo parecía incapaz de ofrecer ni un solo
documento que diera un relato ecuánime de lo acontecido en Rusia
a partir de 1917.
«La Revolución rusa me está volviendo loca», me quejé con
pesadumbre a Winifred. «Cada libro que abro contradice de manera
rotunda el anterior. Nadie escribe sobre el asunto con cordura; en
uno, los bolcheviques no pueden hacer nada bien, y en los demás
no saben lo que es equivocarse. […] Desesperada, busco hechos,
pero solo encuentro argumentos. […] Algunas de las obras sobre
cocinas comunales y nacionalización de las mujeres no presentan
ninguna de las cualidades que debe poseer el historiador, salvo que
se considere la furia como una de ellas».
Incluí una lista de preguntas sobre hechos fundamentales a los
que, tras revisar todo el material disponible, no había logrado dar
respuestas satisfactorias:

1. ¿Cuáles son los acontecimientos principales de la Revolución,


con sus fechas aproximadas, desde 1917 hasta nuestros días?
2. ¿Cuándo empezó el bloqueo aliado, y quién lo encabezó?
3. ¿Ha terminado ya? En caso de que sí, ¿cuándo y por qué?
4. ¿Qué zonas de Rusia son rojas y cuáles blancas?
5. ¿Qué ha ocurrido en Rusia este año?
6. ¿Qué está pasando en este momento?

Estas inocentes preguntas dieron pie a una correspondencia


desenfrenada entre Londres y Yorkshire que se cebó durante varios
días con el asunto del bolchevismo. Por aquel entonces, Winifred
estaba muy en contra de los bolcheviques, pues un amigo íntimo
suyo, un joven ruso que había quedado huérfano siendo aún un niño
y se había criado en su casa como hijo adoptivo, había sido
capturado por unos bandoleros y presuntamente asesinado en
Georgia en 1919 mientras ejercía de intérprete de uno de los
contingentes británicos unidos al Ejército de Denikin. A los
abundantes detalles que Winifred enviaba, en respuesta a mi carta,
acerca del largo relato sobre hambruna y tifus que era tan relevante
en la historia rusa como su reorganización política, añadía toda una
serie de argumentos feroces en contra de la creciente simpatía
hacia el bolchevismo que mis lecturas me inculcaban de pronto,
hasta que me vi en la necesidad de protestar que «si tuviera que dar
una violenta charla antibolchevique a una parroquia socialista, haría
tanto daño como pronunciando una igual de violenta, pero a favor.
[…] Hoy en día, los bolcheviques son el único organismo de Rusia
con unas ideas comunes, una política constructiva y una mínima
capacidad de organización. […] En tus apuntes insistes en que tal
cosa y tal otra fueron “sufragadas por los alemanes”. Suena de lo
más condenatorio, pero no es esa la cuestión. […] Alemania no hizo
la Revolución, solo se aprovechó, con su maña habitual (que
calificamos de “diabólica” porque es la suya, pero que
encumbraríamos como “incomparable” si fuera nuestra), de una
situación que ya se había producido».
«Te vas a aburrir como una ostra conmigo y con mi Revolución
rusa», concluía, no exenta de razón, «pero noto la apremiante
responsabilidad de una persona cultivada que tiene que hablar, y
seguramente influir de un modo considerable, ante una multitud de
ignorantes. […] Caeré en la más honda desesperación como los
socialistas me lancen huevos a la gabardina negra nueva y el
vestido de satén».
Con mi rancia reverencia hacia las conferencias y los
conferenciantes, todavía estaba muy lejos de darme cuenta de
cuántos discursos es menester pronunciar, sobre el tema que sea,
antes de que un público inglés recuerde vagamente cuál era el tema
una semana más tarde; del contenido, ya ni hablamos. Huelga decir
que mi conferencia, preparada con esmero —que leí palabra por
palabra con laboriosa concentración por miedo a olvidarme de
mantener mi decidida imparcialidad—, no generó movimiento alguno
en la letárgica superficie de la parroquia de Y.; su consecuencia
principal fue la de despejar mi propio cerebro a propósito de un
asunto político peliagudo. «Habría resultado de más utilidad
sermonear a un sembrado de chirivías en Y.», le comenté
apesadumbrada a Winifred; pero mi desencanto quedó eclipsado
por los títulos de maestría que nos habían concedido en medio del
esplendor académico del Teatro Sheldonian cuatro días antes, y por
el mercadillo que organizamos en Londres en beneficio de
Somerville, dos días más tarde, en el que participamos con alegre
deleite ocupándonos de un tenderete de libros presidido por Rose
Macaulay.
En enero de 1921, los colleges femeninos de Oxford habían
iniciado una campaña extraordinaria de tres años para recaudar
fondos. Mal financiados, y frecuentados sobre todo por alumnas que
se veían obligadas a ganarse su propio sustento y no tenían nada
que donar, estos colleges, tal y como yo misma comprobé con
desaliento en 1914, no contaban con los recursos que hacían de
Oxford una universidad relativamente lujosa para los hombres.
Después de la guerra, las previsiones económicas se mostraban
más negras que nunca, y las arcas de Somerville quedaron
mermadas debido al regreso a un edificio que había sufrido un gran
deterioro. La «indemnización» del Ministerio de la Guerra no
compensaba en absoluto las abundantes reformas estructurales que
era necesario llevar a cabo, y ni siquiera había dinero suficiente para
la limpieza y reparación de los muchos relojes a los que nadie había
dado cuerda durante la guerra.
Muy a su pesar, Somerville se vio en la tesitura de tener que
rebajarse a organizar campañas y mercadillos, e inmediatamente
después de que Winifred y yo volviéramos de Italia, una carta en la
que se me rogaba que ayudase a la señorita Macaulay a vender
libros me proporcionó la ilusión de una amistad temporal con una
famosa escritora que hasta ese momento me había parecido del
todo inaccesible para una aspirante a periodista cuyas insistentes
embestidas a los periódicos londinenses aún no habían dado sus
frutos. Entusiasmada, acudí a un par de reuniones del mercadillo en
el Club Universitario Femenino. «La reunión ha durado hora y
media», le relaté a una envidiosa Winifred, cuya colaboración aún
no había sido requerida; «he prometido intentar reunir cuantos libros
pueda; es una verdadera lata, pero creo que llevar el tenderete con
Rose Macaulay hará que valga la pena».
La recopilación de libros tenía que continuar por fuerza durante
la ictericia, y La marea oscura sufrió no pocos abandonos para que
yo abriera, sin salir de la cama, unos paquetes colosales, y para
leer, entre emocionada y temerosa, las novelas y artículos de mi
eminente compañera de caseta.
«Tienes que leer esta reseña de Rose Macaulay que ha salido
en Time and Tide», arrancaba una trastornada carta a Yorkshire,
escrita cuando la proximidad del mercadillo me había vuelto aún
más consciente de lo habitual de mis carencias literarias. «¡Ojalá
guardemos silencio para siempre si lo que nos espera es una crítica
como la de Macaulay! Ojalá al menos no la merezcamos, aunque
nos la hagan. Acabo de terminar Dangerous Ages. No se trata de
una historia, sino de una de las sátiras más brillantes y crueles que
he leído en mi vida. […] Winifred, me da pavor esa mujer, me da
pavor conocerla el 7 de diciembre. […] Me siento tentada de romper
en mil pedazos mi manuscrito; tan malo es sumarse a los anaqueles
de la sensiblería literaria como al grupo de los desempleados
potenciales».
Al final, el mercadillo resultó ser mucho menos angustioso de lo
que yo había temido, y, cuidadosa y elaboradamente vestida de
crepé marrón y una pamela de terciopelo también marrón con una
pluma color fuego en el ala, observé fascinada a Rose Macaulay,
ataviada de un modo mucho más sencillo y apropiado, con un abrigo
azul, mientras mantenía una animada conversación con los
legendarios semidioses del Londres literario. John Buchan anduvo
por allí, enérgico y humilde, y también el campechano y cordial
Hugh Walpole, con cuya nueva novela, La catedral, yo reiría y
lloraría con pasión en los meses siguientes. Fue maravilloso,
increíble, estar a tan poca distancia de aquellas presencias
olímpicas. Pero quizá lo mejor de todo fue el momento de sosiego y
cansancio en el que, mientras despejábamos el tenderete, Macaulay
me preguntó qué pensaba hacer ahora que había acabado los
estudios y yo contesté, con atrevimiento y casi sin aliento, que
estaba intentando ser escritora y que tenía ya medio armada una
novela ambientada en Oxford titulada La marea oscura.

A finales de año, después de tres meses en Kensington, estaba


ya más que cansada del papel de hija soltera que vive con sus
padres. Sin duda, no fue una experiencia tan exasperante como lo
habría sido en Buxton, donde las amigas de mi madre habrían
manifestado su infinita y condescendiente preocupación por el
hecho de que, diez años después de mi «presentación en
sociedad», todavía no me hubiera casado, combinada con las
caritativas alusiones a las afortunadas satisfacciones de mis
intereses literarios. Pero yo era del todo consciente de que unos
padres criados en las tradiciones del siglo XIX habrían preferido, y no
es de extrañar, tener a una hija felizmente casada que les diera
nietos antes que a una graduada en Oxford sin demasiados laureles
que chapoteaba en ese foso de desesperación que se abre nada
más franquear la puerta de cualquier camino hacia una vida literaria.
De modo que recibí con entusiasmo el día de finales de diciembre
en el que pude trasladar mi decepcionante condición de solterona,
junto con mi máquina de escribir y mis manuscritos rechazados, a la
independencia de penurias, pero libre de humillaciones, que me
aguardaba en Bloomsbury.
El estudio de Doughty Street, elegido por su proximidad al
Museo Británico en una época en que todavía esperábamos dedicar
meses de investigación a Metternich y Alejandro, constaba de una
habitación espaciosa de techos altos alumbrada tan solo por unas
claraboyas y convertida mediante unas mamparas de madera fina
en dos dormitorios diminutos, una minúscula salita y una «cocina»
tan pequeña que no cabíamos al mismo tiempo la hornilla y nosotras
dos. Como las mamparas tenían la misma altura que nosotras,
cualquier sonido que se hiciera en una «habitación» era
completamente audible en las demás, de suerte que cuando yo
daba clases a mi licenciada galesa en la salita, Winifred, desterrada
durante ese rato a su dormitorio, tenía que quedarse como una
estatua durante una hora, sin revolver entre sus papeles, estornudar
ni toser. Como el techo era tan alto, y las estancias donde no daba
la luz solo se caldeaban con unas estufas de gas chiquititas que
funcionaban con monedas, el estudio siempre estaba helado, salvo
cuando encendíamos la chimenea inmensa del «pasillo», que
consumía todo un costal de carbón en una sola tarde y emitía nubes
de humo que nos recubrían, a nosotras y a todo lo demás, de una
capa negra de polvo y carbonilla.
Cada mañana, la desaseada gobernanta de la casa de
huéspedes en la que se había habilitado el estudio nos traía una
bandeja con un desayuno frugal, y nada más acabarlo dedicábamos
una hora a limpiar y ordenar a conciencia nuestras habitaciones. El
almuerzo siempre lo hacíamos «fuera», en un restaurante de
Theobald’s Road, pero comprábamos y preparábamos la merienda y
la cena. Cada momento que no estábamos comiendo o limpiando
consagrábamos toda nuestra energía al trabajo, y hora tras hora,
durante semanas enteras, nos agazapábamos con los pies helados
y la nariz colorada a ambos lados del intermitente fuego de gas de la
salita, esbozando los episodios finales de nuestras novelas,
armando discursos, preparando clases, corrigiendo disertaciones
pueriles y escribiendo decenas de artículos que se quedaban
invariablemente sin hogar.
En apariencia, llevábamos una vida por completo exenta de
comodidades; sin embargo, me daba la sensación de que hasta
entonces no había sabido lo que eran las comodidades. Por primera
vez conocía el lujo de la intimidad, la felicidad serena de poder salir
y entrar a mi antojo, sin intromisiones ni supervisión. En las infancias
victorianas y eduardianas, la intimidad no existía, y me parecía que
entre los trece y los veintisiete años había vivido en público. En el
colegio había dormido y despertado en dormitorios comunes,
caminado en filas de a dos, leído y estudiado en compañía de otras
personas; acaso nada sea aún tan agobiante en la vida tradicional
de los pensionados como la imposibilidad de un niño o una niña de
estar a solas. Sin duda, la de Buxton no habría podido calificarse de
vida en comunidad, pues yo contaba con el aislamiento físico de un
dormitorio para mí sola, aunque en realidad no me brindaba
intimidad de ningún otro tipo; ninguna integrante de aquella
sociedad provinciana de preguerra podía esperar vivir sola, ni
siquiera de adulta, y los reflectores locales y familiares se habían
orientado constantemente hacia las esperanzas más caras y las
relaciones más íntimas de cualquier «joven». En cuanto a los siete
años siguientes —cuatro en el Ejército y tres en la universidad—,
habían representado la vida en comunidad en su apogeo. Los
asombrados parientes que de vez en cuando venían a verme se
preguntaban «cómo diablos» podía soportar yo tanta «incomodidad
bohemia», pero para mí era un paraíso.
En ocasiones, tanto Winifred como yo nos sentíamos muy
culpables por deleitarnos en la compañía ininterrumpida de aquellos
días llenos de actividad, tan ajetreados y sin embargo tan ociosos,
tan estimulantes y a la vez tan solemnes, con su profunda corriente
subterránea de recuerdos, cuando tantas de nuestras compañeras
de Somerville estaban pasando por el purgatorio y la humillación de
sus primeros trabajos como docentes. Las cartas de muchachas de
veintidós años, alegres y confiadas e irresponsables menos de un
año antes, que nos hablaban de los «malos ratos» que les hacían
pasar las directoras severas y dominantes de las escuelas
convencionales, llegaban con tanta frecuencia que a Winifred, que
en otros tiempos se había planteado compartir destino con ellas, la
asaltaba un melancólico remordimiento por el hecho de poder
permitirse correr el riesgo de intentar ser escritora.
«Las personas como tú y como yo […], que poseemos los
medios suficientes para escoger la forma de expresión que adoptará
nuestra intelectualidad, estamos contadas, y sin embargo ¡cuánta
falta hacemos!», la había urgido con rimbombancia justo antes de
Navidad, aterrorizada por la posibilidad de que la conciencia social
la persuadiera de abandonar, solo porque disfrutaba como una niña
la vida literaria para la que estaba hecha. «Aristóteles no se
equivocaba cuando decía que el trabajo de un ciudadano […]
requiere la dosis de ocio que le permita pensar. Yo creo que sería un
error no aprovechar el hecho de que el destino ha querido que seas
una de esas personas. No creo que B. y J. hagan más por el mundo
solo porque están pasándolo mal. Yo las veo como víctimas de un
sistema que explota a las mujeres en algunas escuelas tanto como
en algunos hospitales. Nos equivocaríamos si nos incorporásemos
voluntariamente a las filas de las víctimas. Nuestra labor consiste,
más bien, en quedarnos fuera y, en la medida de lo posible, adquirir
un estatus que algún día nos permita combatir ese sistema. […]
Para mí, el aspecto positivo de las víctimas del sistema es que no
tienen que dejar tanto al azar como nosotras. Las personas como
nosotras pueden deslomarse durante años y al final descubrir que
todo ha sido en vano, que nadie quiere leer el libro ni aprender la
lección. Mientras que los demás obtienen una recompensa directa
por cada hora de trabajo que sacrifican».
Cuando, nada más instalarnos en Bloomsbury, inicié mi
expedición semanal a la moderna escuela de South Kensington con
la que había tratado el otoño anterior, me di cuenta de que aquel
cómodo recurso alimenticio nada tenía que ver con las penosas
experiencias en las que algunas de mis compañeras de Somerville
se habían empantanado. Yo solo tenía que dar una charla o clase a
cada uno de los tres grupos de más edad de aquella escuela
relajada y correcta para niñas ricas de la alta sociedad, y la
directora, una mujer menuda y muy humana, con mucho sentido del
humor, que siempre me trataba con respeto y cordialidad, era tan
consciente como yo de las limitaciones intelectuales de sus
alumnas.
Cada mañana de martes arrancaba con una clase de sexto
compuesta de unas chicas calladitas y razonablemente listas,
continuaba con un grupo de quinto escandaloso e indomable que
presentaba las peores características de una adolescencia
consentida y sin control, y concluía con la alegre compañía de
cuarto, muchachas traviesas pero encantadoras a las que yo
enseñaba Griego e Historia de Roma, aprendiéndola yo misma, de
paso. En aquella aula de niñas de doce y trece años había una de
quince, hija de un conde, acompañada siempre de una institutriz
anciana con gafas que parecía recién salida de la academia para
jóvenes damas de la señorita Pinkerton[25].
Mi expupila es ahora una de las integrantes del muy fotografiado
grupo de los «Jóvenes Brillantes de Londres», pero por aquel
entonces costaba creer que llegaría a ser una joven brillante, incluso
una joven a secas; sus ojos, grandes y tímidos, me miraban,
pestañeando mucho, tras las gafas relucientes y anticuadas, y yo
siempre me veía en el brete de dar con una crítica sincera a sus
disertaciones vagas e infantiles que al mismo tiempo no metiera en
un lío con los condes a mi amable patrona. Por qué asistía a mis
clases aquella corderilla era algo que se me escapaba, pero tal vez
sus padres pensaran que sería una «experiencia» para ella (de
hecho, lo fue y, a juzgar por su semblante de preocupación, de lo
más dolorosa) que una titulada en Oxford le enseñara unos
rudimentos básicos de Historia. Nunca venía a mis clases sin la
institutriz, que se pegaba a ella como una lapa, presumiblemente
para protegerla del riesgo de que yo pudiera hacer alusión a las
hetairas, o comentar las menos inofensivas sombras de Alcibíades.
El semestre siguiente al del inicio de este trabajo en South
Kensington, mi tía de St. Monica me propuso impartir una clase
semanal muy parecida en Kingswood: buscaba unas clases de
Historia de apoyo para un grupo que estaba preparándose para los
exámenes superiores. Accedí a impartir aquellas clases, y también
cuatro o cinco más, el mismo día, a otros cursos, así como a
corregir un gran número de ejercicios y disertaciones. El nivel de
preparación en la escuela había mejorado mucho más de lo que yo
hubiera podido imaginar en mis tiempos; ahora, las alumnas hacían
y aprobaban victoriosas los exámenes públicos de Lengua y de
Francés, y aunque, en muchos casos, yo todavía tenía la sensación
de que todo aquello acabaría en los altares de San Pablo,
Knightsbridge o Holy Trinity de Sloane Street, disfruté mucho los
esfuerzos que hice durante casi tres años para que mis jóvenes
sucesoras se interesasen por la idea de un trabajo profesional e
independiente que no abocase necesariamente al matrimonio.
Yo sabía que mis clases nunca eran sobresalientes; estaba
demasiado ansiosa por escribir, y por participar en los movimientos
políticos, como para entusiasmarme del todo por hablarles a unas
niñas de los escritores y los políticos del pasado. Pero al menos,
gracias a mi trabajo en Oxford y a las lecturas de F. S. Marvin,
Gilbert Murray y H. G. Wells, había llegado a concebir la historia
como el continuum del desarrollo del ser humano desde las
cavernas hasta la relativa civilización, con sus experimentos
constructivos en ciencia, arte y gobierno, y sus vacilantes y ciegas
tentativas en la cooperación internacional, que reivindicaban el foco
que antaño los profesores habían dirigido en exclusiva a guerras
destructivas y monarquías insignificantes. Y, por extraño que
parezca, en mis empeños por que la compleja historia de la
humanidad despertara el interés de las chicas de St. Monica, me
encontré asociada con un colega de la talla de sir John Marriott.
Al parecer, sir John y mi tía habían mantenido la amistad desde
aquel curso de verano en St. Hilda, y Marriott visitaba Kingswood
dos o tres veces cada semestre para dar conferencias de ampliación
sobre Historia europea. Y así, inesperadamente, entré en contacto
por tercera vez con el digno árbitro de mi destino; como ya venía
siendo habitual, me reconoció, manifestando lo mucho que le
agradaba el reencuentro, y yo asistí a un par de conferencias suyas
con el fin de recabar estímulos nuevos para mis arduas clases. Una
vez más, me impresionó la descomunal vitalidad de aquel hombre
extraordinario, que después de toda una vida como docente
universitario seguía impartiendo charlas a jóvenes en 1922 con el
mismo brío y la misma inspiración de la que había hecho alarde con
el apático público de Buxton en 1913. He escuchado a muchos otros
conferenciantes que, a medida que iban pasándoles años por
encima, empezaban a dejarse vencer por el cansancio y la
indiferencia, pero sir John era infatigable, y nunca dejó de arrojar luz
sobre el pasado y el presente, estableciendo una estrecha relación
entre ellos.
La Europa que sir John y yo nos habíamos propuesto reflejar en
el espejo de la perspectiva histórica era ciertamente compleja y
funesta. Las numerosas conferencias —Cannes, Washington,
Génova, Lausana— que se celebraron tres o cuatro años después
de la guerra recordaban particularmente al periodo del Congreso de
Viena posnapoleónico que yo estaba dando con mi inteligente grupo
de quinto, y sin duda, como yo misma empezaba a comprender muy
a mi pesar, resultarían igual de efectivas con respecto a la creación
de un nuevo cielo y una nueva tierra. El doctor Nansen, que aquella
primavera estuvo dando clases en Londres, trató en vano de infundir
lástima por las víctimas de la hambruna rusa en los corazones de un
gobierno escéptico y poco imaginativo, satisfecho y pagado de sí
mismo por haber destinado cincuenta mil libras el año anterior para
apoyar la campaña contra el tifus en Polonia. En marzo, justo un
mes antes de que Alemania firmara el Tratado de Rapallo con los
bolcheviques, fue proclamada la independencia de Egipto; Austria,
bajo el nuevo gabinete de Seipel, se tambaleaba cada vez más del
lado de la ruina económica, y los disturbios crecientes en Alemania
llevaron al asesinato del doctor Ruthenau el mismo día de junio en
que una gran manifestación en Hyde Park proclamaba el entusiasta
apoyo nacional a la Sociedad de Naciones.
Ninguno de estos temas políticos gozaba de tanta popularidad
entre mis alumnas como las hazañas estivales de la expedición al
Everest y la apertura de la tumba de Tutankamón a finales de año,
pero no hubo acontecimiento alguno que causara mayor revuelo que
el colofón de los disturbios en Irlanda, que se habían reavivado tras
el establecimiento del Estado Libre a finales de 1921, con el
asesinato de sir Henry Wilson el 22 de junio.
Wilson, antiguo jefe del Estado Mayor Imperial, que el anterior
mes de febrero había sido nombrado parlamentario por el distrito
norirlandés de Down Norte, recibió un disparo a plena luz del día en
la puerta de su casa londinense a resultas de su política contraria al
Sinn Féin, y durante más de una semana, la confusa imaginación
popular le atribuyó el halo de un gran héroe y mártir nacional. Una
mañana fría y lluviosa de finales de junio, Winifred y yo nos abrimos
paso entre la histérica multitud hasta el final de Fleet Street, por la
parte de Blackfriars, y allí vimos cómo la comitiva fúnebre de sir
Henry daba la curva de Ludgate Hill. Cuando el féretro entró en la
catedral de San Pablo, el lamento divino de la marcha fúnebre de
Chopin —subiendo a la altura de los peldaños del templo hasta el
estallido final de triunfante dolor— revistió de una inapropiada
santidad la despedida de aquel curtido guerrero que en sus buenos
tiempos se había enfrentado a generales y hombres de Estado con
una asombrosa falta de escrúpulos.
Yo intentaba describirles a mis alumnas de un modo imparcial
tanto este como otros síntomas del sufrimiento del mundo; aunque
todavía no militaba en las filas de ningún partido político, ni había
alcanzado la edad a la que las mujeres podían votar, a veces me
tomaba la audaz libertad de discrepar de las interpretaciones que sir
John Marriott hacía de los sucesos de actualidad. En general —por
mucho que me muriera de ganas de marcharme de allí y retomar la
escritura—, era feliz en mis dos escuelas, y le estaba muy
agradecida al destino por haberme permitido sufragar el trabajo que
realmente me importaba mediante una ocupación tan llevadera. Mi
tía y la directora de South Kensington parecían muy dispuestas a
aceptar mi escala de valores; no me empleaban tanto por las
asignaturas que impartía como por la manera que tenía de
impartirlas, como por la vida de literatura y política que yo trataba de
vivir. En cualquier caso, para las chicas yo representaba un soplo de
aire lleno de vitalidad que entraba en sus delimitadas aulas desde
un mundo chispeante de asuntos públicos, y nunca se cansaban de
escuchar las anécdotas emocionantes, cómicas, humillantes o
victoriosas de mis variadas aventuras en los estrados de la Unión de
la Sociedad de Naciones.

A primeros de febrero de 1922, cuando ya había empezado a


considerar el continuado olvido de mi existencia por parte de la
Unión como uno de los hechos decepcionantes pero inevitables del
día a día, un recado telefónico preguntó de pronto si podría sustituir
a una delegada que había sucumbido a la gripe. Según mi
informante, el encuentro se celebraría la tarde siguiente en una
capilla baptista de Watford con capacidad para acoger a dos mil
personas; ¿me veía capaz de enfrentarme a un público tan
numeroso? Basándome en mi nuevo principio de no rechazar nada,
respondí que sí, y en consecuencia viví una noche y un día de
angustia y aprensión. No había tiempo para escribir un discurso
nuevo, y las pocas semanas que llevaba en la enseñanza ya me
habían demostrado que no podría pronunciar íntegra la larguísima
«muestra de conferencia», de modo que quedé consumida casi
hasta el delirio para intentar armar un resumen digerible de los
puntos principales.
La tarde siguiente, tras ensayar mi discurso ante el espejo hasta
que mi cabeza estuvo a punto de partirse en dos por culpa de los
nervios y la tensión, me dirigí a Watford. Cuando llegué a la capilla
baptista tras una trémula búsqueda por calles sombrías, iluminadas
solo a medias, quince ancianas me esperaban en la sacristía,
arrebujadas en sus abrigos de tweed. El gran auditorio estaba vacío
y a oscuras, y comprendí, con abatido alivio, que aquel sería mi
público. Como me sentía incapaz de articular un discurso
apresurado e informal, pronuncié palabra por palabra el que había
preparado, casi sin respirar, pero a mis sufridas oyentes no pareció
molestarles, y hasta me pareció que lo pasaban bien. La secretaria
local debió de presentar un informe favorable a Grosvenor Crescent,
pues veinticuatro horas más tarde volvieron a convocarme, en
medio de una ventisca, para sustituir a otro orador en una asamblea
de Fulham, donde la presidenta me presentó con tono escéptico y
acento cockney como «la chica que nos envía la sede central para
que nos hable de la Sociedad de Naciones».
Después de aquello, buena parte de los tres años siguientes, y a
veces con una frecuencia de hasta cuatro veces por semana,
pronuncié discursos y lideré debates sobre la Sociedad en
prácticamente todos los suburbios londinenses, así como en
cantidad de ciudades pequeñas y pueblos del sur de Inglaterra y las
Midlands. Nombres como Hounslow y Bromley, Fleet y Broadstairs,
King’s Lynn y Norwich perviven en mi memoria sin llevar aparejada
ninguna impresión concreta. Una de las intervenciones que más
éxito conoció tuvo lugar en el University College de Nottingham, un
discurso sobre el desarrollo histórico del ideal de paz. Otra, dirigida
a los asistentes a un encuentro en unos jardines cerca de
Beaconsfield, se produjo después de una competente conferencia
de H. A. L. Fisher, otrora ministro de Educación y luego rector del
college de Oxford que había entrado con tanta persistencia en mi
vida privada; cuando acabó el acto, su mujer y él tuvieron la
amabilidad de acercarme a casa en su coche, aunque no creo que
la frívola indumentaria que yo había escogido para la ocasión se
ajustara a sus estándares académicos de idoneidad. En Southwell,
la minúscula ciudad catedral al borde del bosque de Sherwood
donde hablé con una selección de la congregación local, dormí en la
cómoda casa del archidiácono Conybeare, un primo de Rose
Macaulay muy interesante y de rostro amable. Tras una hora de
conversación cuando la reunión ya había acabado, tuve la
sensación de que conocía de toda la vida a aquel clérigo tan
bondadoso. Al día siguiente, me mostró la relación de Sherwood
Foresters caídos que se conservaba en la catedral y que incluía el
nombre de Edward, y tuvo la delicadeza de abstenerse de darme un
indiscreto pésame cuando me soné la nariz ruidosamente y me
quedé sin palabras por un instante.
Durante todo el otoño de 1922, los temas principales que exigía
el público eran el conflicto greco-turco, que había provocado que
millares de refugiados huyesen despavoridos de una destruida
Esmirna, y el programa de la Sociedad de Naciones para la
reconstrucción de Austria. Tuve que abordar ambos asuntos en un
curioso encuentro al aire libre en Penge, donde hablé desde la
misma tarima que dos miembros del Parlamento y un candidato
liberal. Aquella reunión, que los panfletos rosas describían como
«un gran acto político al aire libre», se celebró en una parcelita de
terreno público conocida como «el triángulo»; «lo de siempre»,
escribí a mi madre, que en aquel momento se encontraba en
Cornualles; «hierba, y un par de árboles vallados por una barandilla
en medio de una amplia encrucijada, en un distrito muy sórdido.
Pasaban una y otra vez autobuses y tranvías. La tarima la habían
levantado pegada a las barandillas, y justo enfrente, al otro lado de
la carretera, había una taberna inmensa. En la parte de atrás,
invadiendo el triángulo, había un “aseo de caballeros” de tipo
subterráneo. Por lo tanto, nuestro público se componía sobre todo
de los caballeros que frecuentaban tanto la taberna como el baño.
Los primeros tendían a mostrarse muy polémicos, y a uno de ellos,
de aspecto truculento, vino a llevárselo un policía».
En 1923 me ascendieron de los discursos aislados a la docencia
de «cursos» compuestos de cuatro o seis sesiones, y a partir de uno
de aquellos ciclos, celebrado para un público provinciano en Mere,
Wiltshire, organicé otro casi idéntico para el auditorio de la parroquia
de Gillingham, en Dorset. Cuatro semanas seguidas fui invitada a
almorzar por la casa parroquial de Gillingham, donde media docena
de curas jóvenes y alegres consumía inmensas bandejas de fiambre
de ternera y patatas cocidas. El clérigo que presidía aquella
animada mesa era el reverendo R. C. Abbott, un hombre muy cortés
e inteligente, y dotado de un gran sentido del humor, que más tarde
se convirtió en el obispo de Sherbourne. Aunque había estudiado en
Trinity, y se había graduado como el mejor de su promoción, estaba
acostumbrado a mantener el sentido del humor de sus jóvenes
sacerdotes deleitándolos con jocosas anécdotas de la parroquia o
simples chistes malos de corte bíblico. («Le entregaron un penique.
Y dijo Jesús: “¿De quién es esta miserable donación?”, y le
respondieron: “Del César”. A lo que él respondió: “Pues al César lo
que es del César”»).
Cuando echo la vista atrás, todavía me siento agradecida a
quienes organizaron mis charlas en Gillingham y Mere por aparentar
siempre que me tomaban en serio, y por tratarme como a la mujer
madura y la oradora competente que yo a veces quería pero nunca
lograba ser. Las fotografías de la época me revelan que todavía
transmitía la impresión de ser una cría de veintitrés años; me
resultaba raro, y también un tanto humillante, que tantas tormentas
hubieran caído sobre mi cabeza sin dejar huellas evidentes en mi
personalidad externa. Los organizadores y secretarios solían
recibirme en las estaciones con caras largas y una exclamación
espontánea e irreprimible: «¿Usted es la delegada? ¡Me esperaba a
alguien mayor!», y en una deplorable ocasión tuve que oír estas
palabras de decepción: «Pero usted no es la señorita Brittain, ¿no?
¡Pensaba que nos mandarían a una delegada-delegada!».
A pesar de las críticas devastadoras, la Unión siguió instándome
a hacer largos y acalorados trayectos en trenes, o largos y fríos en
tranvía, hasta que los auditorios y capillas en los que yo
pronunciaba mis discursos, y las casas y vicarías en las que dormía
mientras llevaba a cabo la decisión que había tomado antes de
cursar Historia en Oxford, poco a poco se fueron fundiendo en un
sueño vago y caleidoscópico de luces oscilantes y rostros alzados;
de salones clericales parcamente amueblados, con libros
encuadernados en piel, sofás de pelo de caballo y antimacasares de
ganchillo; de suntuosos tés en salones complacientes e
inconformistas; de dormitorios fríos de toda clase y condición, con
suelos enmoquetados a medias, aguamaniles blancos como tumbas
y llenos de agua fría sobre palanganeros con remates de mármol, y
rejillas negras camufladas con papel de periódico o telas arrugadas
de colores. A veces —sobre todo en hogares de pastores
anglicanos, donde el nivel de hospitalidad, casi sin excepción,
superaba con creces el de los legos—, un fuego brillante y
consolador ardía en la chimenea desconocida, pero era casi tan raro
como disponer de un cuarto de baño o de agua caliente. Tan poco
frecuente era que me proporcionasen agua siquiera templada de
noche, tras el viaje más largo y polvoriento, que llegué a la
conclusión de que la mayoría de las familias inglesas aún tenía la
costumbre de meterse en la cama con la suciedad de todo el día
adherida a sus cuerpos. Todo ello formaba parte de una gran lección
sobre esos hogares ingleses que suelen considerarse la columna
vertebral de nuestra moralidad nacional, y de una experiencia
personal prolongada de la clase media británica, con sus
universales valores de respetables incomodidades.

5
Los delegados de la Unión de la Sociedad de Naciones que
podían permitirse unas breves vacaciones en Suiza solían visitar
Ginebra cada mes de septiembre para asistir a la asamblea de la
Sociedad y extraer, mediante el contacto directo y el «color local», el
material para los discursos del año siguiente.
Merecía la pena asistir a las asambleas de aquellos primeros
años, pues los ministros de Exteriores de las grandes potencias
todavía no habían entendido lo fácil que sería —con un poco de
tacto y elegante disimulo— usar la Sociedad de Naciones como
escenario en el que interpretar el habilidoso juego de la vieja
diplomacia, cautamente travestida con el disfraz del
internacionalismo. Antes de 1925, tal vez un porcentaje tan alto
como el cincuenta por ciento de los delegados que acudían a
Ginebra tenía el convencimiento de que la organización para la paz
internacional era una propuesta factible —como resultaría ser,
aunque en los últimos seis años no se le haya permitido llegar a ser
nada de eso—, y por lo tanto emprendía con entusiasmo la tarea de
debatir y crear comités. Solo un puñado de representantes de las
grandes potencias —lord Cecil, por ejemplo, y el señor Herriot y la
señora Swanwick— podía incluirse con seguridad en ese cincuenta
por ciento, pero por aquel entonces ciertos delegados de las
potencias menores, como Nansen, de Noruega, Mensdorff, de
Austria, Motta, de Suiza, Branting y Bugge-Wicksell, de Suecia,
impulsaron con decisión un «ambiente de asamblea» y mantuvieron
a raya el insolente nacionalismo de sus colegas más agresivos.
Pero cuando vi Ginebra por primera vez, en agosto de 1922, la
Tercera Asamblea todavía no había empezado, y yo participaba en
el curso de verano de la Unión de la Sociedad de Naciones que por
casualidad coincidió con una reunión previa de la Comisión de
Mandatos. Winifred, que ahora también era delegada de la Unión,
me acompañó a Ginebra, y juntas escuchamos cómo sir Joseph
Cook, mi predecesor de Newcastle, que en enero se había
convertido en Alto Comisionado por Australia, empleaba toda su
furia en tratar de responder satisfactoriamente las incómodas
preguntas que le hacían los comisionados sobre el tema de Nauru,
un atolón con reservas de fosfatos que, como mandato de tipo C, se
había incorporado a la supervisión australiana. Cuando yo no
andaba recopilando materiales para el primer artículo que me había
encargado Time and Tide sobre «Mujeres en Ginebra», me unía a
mis compañeros ávidos de conocimiento en las sofocantes salas de
conferencias del Palacio de las Naciones para escuchar las sabias
palabras que brotaban de los inspirados labios de secretarios y
delegados.
Nada más regresar a Inglaterra nos enteramos, gracias a un
periódico vespertino comprado en Folkestone, de la muerte de lord
Northcliffe, pero una semana después se produjo otro fallecimiento
que a nosotras, que íbamos con frecuencia a las oficinas de la
Unión, nos pareció mucho más intempestivo e incoherente. En
Ginebra, los miembros del personal que asistían al curso de verano
aguardaban, día tras día, noticias de su brillante colega Elizabeth
Murray, que había acompañado a algunos de ellos a un congreso en
el sureste de Europa y que en ese momento se encontraba en
Francia, gravemente enferma. El 23 de agosto envié a Winifred, que
se había marchado a Yorkshire, la breve noticia de su fallecimiento
por apendicitis en Auvernia, publicada en el Times.
«Me había convencido de que se recuperaría», le escribí; pues ni
siquiera después de las despiadadas e indecentes muertes de la
guerra era capaz de imaginar la fría oscuridad de una tumba
prematura poniendo fin al fulgor meteórico que había destellado a lo
largo de mi primer año en Somerville. Acumulando en apenas unos
años espectaculares las aventuras y experimentos y emociones de
toda una vida, parecía que Agnes Elizabeth Murray se hubiera
apagado bajo una intensidad extrema de trabajo y diversión. «Es la
pura verdad», concluía con pesar mi carta, «que, si una se entrega
demasiado a ambas cosas, o el trabajo agota el espíritu o una se
agota a sí misma. Todo mi respeto para Agnes Murray por permitirse
ser ella misma y no su trabajo quien escogió una vida corta, y
alegre, cosa que, hasta donde yo la conozco, seguro que habría
sido su elección, si hubiera podido hacerla de un modo consciente».
Mi primera asamblea, en septiembre de 1923, fue memorable
por muchas razones, y más aún porque con motivo de aquella cita
me había convertido en representante oficial de Time and Tide, con
una tarjeta verde que me daba derecho a pasar a la abarrotada
galería de prensa en la Sala de la Reforma y recabar información
para una serie de artículos sobre las personalidades de la Cuarta
Asamblea. Indescriptiblemente conmovida por aquella sensación de
objetivo común que había conferido un engañoso encanto a la
guerra, y que ahora, bregando entre las hostilidades antisocialistas
del nacionalismo más competitivo, parecía haber alcanzado un
punto en el que podía movilizarse en pro de la paz, yo observaba
más allá del ajetreado contingente humano de periodistas, visitantes
y esposas de diplomáticos de las galerías, hacia las filas de serios
delegados que escuchaban con ceñuda reticencia el discurso
inaugural del nuevo presidente.
El presidente de aquel año, Cosme de la Torriente y Peraza, era
un cubano de porte impresionante cuyo único defecto era su
enérgico pero desconcertante acento francés. Las tentativas de
algunos delegados no europeos para expresarse en una de las dos
lenguas oficiales de la Sociedad de Naciones me hicieron ponderar
las complejidades lingüísticas de Ginebra, y me compadecí bastante
de un periodista belga que se vio obligado a abandonar su asiento,
delante de mí, porque no hablaba inglés ni entendía el francés del
cubano.
Entre los delegados, sentados ante sus escritorios según el
orden alfabético francés de las naciones, el puesto principal lo
ocupaba, como siempre, Nansen, antaño intrépido explorador y
héroe de todos los niños, y ahora, a su provecta pero vigorosa edad,
amigo de prisioneros y esperanza de refugiados. La cualidad
indefinible que lo ubicaba por encima de sus colegas parecía
deberse menos a su alta y llamativa silueta, con su rostro alargado y
melancólico bajo el sombrero de fieltro gris de ala ancha, que a sus
largas y raudas zancadas y al aire de libertad ilimitada que una
periodista británica me definió como «la actitud de un perro de
trineo». Las escandinavas que solían acompañarlo a los comités, los
búlgaros y yugoslavos de la península balcánica, morenos y
bigotudos, los oliváceos sudamericanos de las repúblicas
españolas, los chinos y japoneses amarillentos, menudos e
impasibles de Extremo Oriente; todos ellos proporcionaban
contraste racial suficiente como para montar una muestra de
personalidades internacionales; pero incluso entre ellos, el líder de
la recién admitida delegación abisinia, Dedjazmatch Nadeon,
desafió la atención periodística al aparecer ataviado con una capa
ribeteada de piel que con su fabulosa caída cubría una túnica blanca
de raso y sus piernas largas y delgadas enfundadas en unos
pantalones blancos de raso, como de pijama, todo ello coronado con
un sombrerito gris tipo fedora.
La asamblea de aquel año, tras cumplir el ritual y admitir al
Estado Libre Irlandés entre sus miembros, además de Abisinia, se
preparó, como era habitual, para debatir acerca del opio, la
esclavitud, los refugiados, la salud y las minorías, pues nunca se
había dado una situación desde la fundación de la Sociedad de
Naciones en la que las cuestiones humanitarias proporcionaran un
refugio más seguro de las candentes controversias políticas. Debido
a que, por el momento, incluso la larga tragedia de la ocupación del
Ruhr, iniciada en enero, había quedado eclipsada por la actitud
gladiadora de Italia hacia Grecia, la escena de Ginebra que mejor
recuerdo de aquel septiembre luminoso y cálido no es la del
agotador desfile en la Sala de la Reforma, sino una reunión del
Consejo en el Palacio de las Naciones con el fin de hablar sobre el
bombardeo de Corfú.

6
El 27 de agosto, el general Tellini y sus cuatro compañeros de la
Comisión de Fronteras Italianas habían sido asesinados en Janina,
en territorio griego. Al severo ultimátum a Grecia emitido por Italia el
día 29 le siguió, el 1 de septiembre, el bombardeo y la ocupación de
Corfú, exhibición de horror que acabó con las vidas de quince civiles
griegos indefensos. Grecia apeló a la Sociedad de Naciones, y el 3
de septiembre la Cuarta Asamblea se abrió en medio de un
ambiente de tensa emoción aún mayor, según los observadores,
que cuando dos años antes se había debatido el problema de Alta
Silesia. El Consejo, que se había reunido el 31 de agosto para
celebrar su vigésimo sexta sesión, se celebraba a la vez que la
Asamblea; yo conseguí acceder a una reunión pública que se
celebró el 5 de septiembre para estudiar las declaraciones italianas
de que la Sociedad carecía de «competencia» para intervenir en la
disputa, y de pronto aquel organismo oficial y remoto al que tantas
veces había aludido en mis conferencias cobró una vida tensa y
turbulenta.
El destino de la Sociedad de Naciones y la paz mundial parecía
decidirse aquel día en manos de once hombres —Grecia se
incorporó a los diez habituales como una de las partes del conflicto
—, pero los ojos de delegados y periodistas se fijaron especialmente
en los representantes de Gran Bretaña, Francia, Japón, Bélgica,
Italia y Grecia. Los otros cinco países desempeñaban el papel de
espectadores de aquella disputa concreta: Tang Tsai-Fu, de China,
moreno y flemático, escuchaba en silencio la dura competición de
argumentos; Guaní, de Uruguay, se conformaba con emitir un
gruñido de aprobación cada vez que alguien defendía los derechos
de las potencias menores; y Raúl de Rio Branco, de Brasil, un
hombre muy alto con una vocecita mínima, se pasó todo el tiempo
fumando, demostrando así un sereno desinterés.
Tocados más de cerca por el conflicto que estos países tan
remotos, los representantes de España y Suecia cavilaban con
ansiedad ante la mesa del Consejo, uno en busca de cualquier
resquicio de conciliación, el otro siempre dispuesto a dar voz a los
miedos y angustias de las naciones más pequeñas. A medida que
aumentaba dicha ansiedad, Branting, el alto y digno sueco, con su
cabeza cana y su bigote lacio, iba pareciéndose más y más a un jefe
vikingo extraviado que hubiera acabado involuntariamente en los
farragosos consejos de la Nueva Diplomacia, donde la solución más
sencilla y obvia para un problema internacional desaparecía en las
profundidades de la verborrea igual que un diamante que se
esfumara engullido por un remolino lleno de cañas. En rotundo
contraste, estaba el embajador español en París, Quiñones de León.
Grueso, corpulento y barrigudo, sus preocupaciones íntimas
parecían tan incapaces de alterar su semblante como de mover los
escasos pelillos que había en su cabeza grande y redonda. Es
posible que meditara no sobre los problemas de Grecia, sino acerca
del futuro alzamiento en España, que justo una semana más tarde
pondría al general Primo de Rivera al frente del Directorio en
Madrid.
Las puñaladas hostiles del duelo dialéctico principal fueron,
inevitablemente, las que se cruzaron el profesor Salandra, italiano, y
Nikolaos Politis, el representante griego, pero en la disputa
intervenían una y otra vez Gabriel Hanotaux, de Francia, Paul
Hymans, de Bélgica, y el delegado principal del Reino Unido, lord
Robert Cecil, cuya participación en el nuevo Gobierno de Baldwin,
que había sucedido al de Bonar Law el 22 de mayo anterior, era
señal de reconocimiento —se decía— hacia la importancia de la
Sociedad de Naciones para la política exterior británica. El vizconde
Ishii, de Japón, también tuvo un papel protagonista que desempeñar
en calidad de presidente del Consejo, pero el bombardeo de Corfú y
la pérdida de quince vidas griegas no podía parecerle gran cosa a
una persona cuyo país se tambaleaba bajo un recuento de medio
millón de muertos en el tremendo terremoto que había destruido
Tokio y Yokohama el 1 de septiembre. Aquel anciano menudo de
ojos melancólicos y rostro atezado y amable, tan surcado de arrugas
como un viejo pergamino, presidía el turbulento Consejo con los
hombros encorvados bajo el peso de una abrumadora calamidad.
Cuando el sufrimiento de Japón caló incluso en la solemne
impasividad de la conducta de un oriental, las acaloradas
desavenencias de Europa parecieron volverse insignificantes bajo la
sombra de un dolor inmenso y solemne.
A ojos del observador poco avezado, el doctor Salandra, antiguo
primer ministro italiano y representante ahora del inflexible
Mussolini, se antojaba incompatible tanto con sus fieras
declaraciones como con los siniestros designios que algunos
sectores de la prensa internacional atribuían a Italia. Con su silueta
robusta y bajita, su cara atezada y sus ojos oscuros y centelleantes,
encajaba más en el perfil de tío gracioso de una comedia teatral que
en el de diplomático amenazante; su mentón partido y su cabeza
grande y calva con una franja de pelo blanco le conferían un aire de
benevolencia que desentonaba bastante con su lenguaje autoritario.
Su gafudo oponente, Politis, aún en la primera etapa de la mediana
edad, semejaba la encarnación de la Grecia moderna ejerciendo su
atracción ante la Sociedad de Naciones. Con una voz cristalina y
segura, solemne como el diagnóstico de un doctor, expuso el caso
de su país sin rabia ni miedo, presentando sin adornos los hechos
esenciales de la situación con una habilidad aún más llamativa que
la del italiano a la hora de ocultarlos.
De las otras tres potencias que participaban, solo la actitud de
una era inconfundible. De modo que así es en realidad la diplomacia
abierta, pensábamos emocionados, cuando en la abarrotada sala de
comités con sus paredes de cristal, a través de las cuales veíamos
las puntiagudas palmeras y la salvia escarlata del jardín del Palacio,
vividas de luz con el sol extático del otoño, lord Robert Cecil se puso
en pie para solicitar la lectura pública de los artículos diez, doce y
quince del Tratado de Versalles. En el silencio tenso y expectante, el
intérprete principal empezó a leer, en inglés y en francés, esos tres
artículos de los primeros veintiséis que componían el tratado del
Pacto de la Sociedad de Naciones. El aire se electrizó por la
dramática sensación de prueba y de crisis en el momento en que
aquellas palabras revelaron —probablemente, para gran parte del
público, por vez primera— el significado real de la Sociedad de
Naciones en las relaciones internacionales dentro de un mundo
torturado en plena posguerra: «Los miembros de la Sociedad se
comprometen a respetar y a preservar contra toda agresión exterior
la integridad territorial y la independencia política existente de todos
los miembros de la Sociedad. En caso de alguna agresión, o de una
amenaza o de un peligro de agresión, el Consejo recomendará los
medios por los cuales se dará cumplimiento a esta obligación».
Todo el auditorio contuvo la respiración por un momento, y acto
seguido lord Robert, cuadrando de pronto los hombros, se puso en
pie otra vez y verbalizó la verdad fundamental y difícil de aceptar
que los torrentes de elocuencia diplomática habían hecho lo posible
por ahogar: «¡Si se ignoran estos artículos, se tambalearán los
cimientos de la nueva Europa!».
Mientras escuchaba estas palabras comprendí del todo, con
negro desaliento y a la vez con la honda excitación de un combate
útil, todo lo que acarreaba la decisión que yo había tomado nada
más acabar la guerra de alinear mi insignificante persona del lado
de las fuerzas que trabajaban por la paz y el entendimiento: aceptar
con reticente conciencia la tradición diplomática y sus intrigas, así
como reconocer con amargura que el ser humano se negaba
deliberadamente a percibir lo más obvio incluso cuando esta
percepción iba en su propio beneficio. A pesar de la guerra, en mi
optimismo había creído que los hombres de Estado solo
necesitaban percatarse de los errores del pasado para evitarlos, que
les mostrasen la senda de la paz para que la emprendieran; ahora,
pese a aquella sensación pasajera de objetivo común en la
Asamblea, yo sabía que la mayoría de ellos era demasiado cínica,
estaba demasiado unida a un oportunismo suicida, como para
adoptar la política pura y lúcida de la simple y llana sensatez.
Claramente, el conflicto del internacionalismo como credo sería más
largo y duro de lo que habíamos imaginado en el primer impulso de
la reacción antibélica.
Y, sin embargo, los grandes tratados del XIX seguían ahí para
demostrarnos que el progreso había sucedido, que se había
producido a pesar de —y tal vez incluso debido a— hombres como
estos, reflexioné mientras contemplaba el rostro nervioso y los ojos
severos e inquietos del señor Hanotaux, el evasivo francés del
perpetuo ceño fruncido y la barbita gris y puntiaguda que confería un
aspecto de astuta malicia a su arrugado semblante. Todos éramos
conscientes de que con mucho gusto habría apoyado al
intransigente Salandra, cuya ocupación de Corfú por parte de su
país no podía no haber estado influida por la complicada situación
del Ruhr, pero temía enemistarse con la Pequeña Entente con su
preciso punto de vista sobre los derechos de los estados pequeños.
Menos descorazonador fue observar los volátiles movimientos de
Hymans, el belga frágil y gracioso del abundante pelo blanco y los
ojos amables y expresivos bajo las cejas negras, que tan a menudo
consultaba con lord Robert Cecil. En un grupo en el que lo último
que se habría tenido en cuenta habría sido la belleza, su romántica
apariencia proporcionaba una agradable distracción momentánea de
los antagonismos de Europa.
Durante aquellos días, la costumbre de considerar la Sociedad
como algo insignificante no había alcanzado el estado actual de
eficacia propagandística incluso en los periódicos que más tarde
encontrarían en su menosprecio perpetuo un «truco» rentable, y el
mundo parecía interesarse de veras por que el Consejo saliera de la
crisis greco-italiana con éxito. Aunque Corfú fue evacuada poco
después, y la cuestión de la competencia de la Sociedad para
intervenir en el conflicto fue sorteada con destreza suficiente como
para evitar que Italia cumpliera su amenaza de abandonarla, las
esperanzas que se habían depositado en Ginebra se vieron
cruelmente defraudadas cuando se entregó el acuerdo final a la
Conferencia de Embajadores y Grecia fue obligada a pagar
quinientas mil libras a Italia. Winifred y yo tuvimos que volver a
Inglaterra para asistir a la boda de su hermana antes de que se
diera por terminada la crisis; en casa, leímos muchos ataques a lord
Robert Cecil por su atrevida desconsideración hacia los
circunloquios diplomáticos, y el 15 de septiembre escribí a Winifred
para contarle que un ilustre diplomático que ambas conocíamos
acababa de enviar una carta al Times, «sosteniendo que los
miembros de la Unión de la Sociedad de Naciones tienen que
“reconsiderar” su actitud hacia la Sociedad, y que no parece
probable que en el futuro vayan a regalar tiempo y dinero a una
organización que solo es capaz de llegar a unas conclusiones
¡“pobres y lamentables”! ¡Sí que considera valioso su tiempo, este
señor! Supongo que algo tan insignificante como el tiempo de
Gilbert Murray no tiene ningún valor».
En noviembre, el conflicto greco-italiano provocaba aún coléricos
ataques a la Sociedad de Naciones de enemigos acérrimos de
Ginebra de la talla del duque de Northumberland y J. L. Maxse, pero
durante aquel otoño el foco de atención se desplazó del suroeste de
Europa a la frontera franco-alemana debido a una nueva amenaza
de movimientos separatistas en Baviera y Sajonia. Aunque el cese
de la resistencia pasiva en el Ruhr y los nuevos comités creados por
la Comisión de Indemnizaciones habían aliviado la tensión feroz que
siguió a los disturbios de Essen en marzo, todos los países pagaban
a pérdidas por la ocupación francesa. El miedo a una perturbación
política y a un colapso económico absoluto en Alemania desviaba el
interés de Europa incluso del republicanismo nuevo y experimental
de Mustafá Kemal en Turquía, y propició la aprobación expresa de
lord Birkenhead de las «espadas relucientes» en su discurso
rectoral en Glasgow, que sería recibido con cierta frialdad por una
Inglaterra ansiosa que con mucho gusto habría preferido verlas
convertidas en azadones[26]. Hasta la opinión francesa de la
izquierda más moderada reaccionaba con incredulidad e inquietud a
las consecuencias de la invasión del Ruhr; «Francia», escribió el
señor Guyot en L’Ére Nouvelle en diciembre de 1923, «se encuentra
aislada en un sistema de pensamiento que Europa se niega a
compartir. Poincaré se jacta de su inmovilidad, mientras la marea de
hechos sigue subiendo y lo cubre cada día más. […] La razón
aplaude la postura férrea de este defensor de la Lorena, pero
“nuestros nervios y nuestra sangre, todo cuanto nos instila vida, se
rebelan contra la sensación de que estamos quietos mientras el
mundo entero se mueve a nuestro alrededor”. ¿Tomará Francia el
camino en el que todo es vida y movimiento, o se quedará inmóvil…
y perecerá?».
Exactamente un mes después de que se iniciara en Múnich el
juicio de Hitler y Ludendorff por encabezar el movimiento separatista
de Baviera, viajé al norte, a principios de abril de 1924, para
participar en una gira de la Unión de la Sociedad de Naciones por
las localidades pequeñas de la frontera con Escocia; casi todo
nuestro público solicitaba información sobre la ocupación del Ruhr,
aunque hasta ese momento tanto el Consejo como la Asamblea
habían tenido la prudencia de eludir el asunto. La situación de
Alemania representaba un curioso comentario, me decía a mí
misma mientras me movía de pueblo en pueblo entre los nevados
montes Cheviot y Lammermuir, bajo el frío glacial de aquella
primavera, al debate que acababa de celebrar la Unión en Oxford:
«La civilización ha avanzado desde que esta organización se reunió
por primera vez».
Cuando ya había hablado en Ayton, Duns, Norham y Coldstream
sobre indemnizaciones y resistencia pasiva, y sobre los «incidentes»
similares acaecidos en la cuenca del Sarre bajo la Comisión de
Gobierno profrancesa, y el juicio a los directores de Krupps, y la
epidemia de comunicaciones inútiles entre los Aliados y Alemania, y
la caída del marco alemán, que en septiembre de 1923 se había
desplomado a ochocientos millones con respecto a la libra esterlina,
empecé a plantearme que no podría hablar con propiedad de
aquellos temas tan complejos mientras no hubiera estado en las
áreas ocupadas, percibido su amarga psicología y visto al menos el
aspecto exterior de las hostilidades de posguerra con mis propios
ojos. Resultó que Winifred había llegado a las mismas conclusiones
durante sus conferencias, pues aun cuando aquel año actuaba tanto
como portavoz de organizaciones feministas o de la Unión de la
Sociedad de Naciones, su atención se había desviado de temas
como la reunión masiva, en marzo, del grupo Six Point para
reivindicar pensiones para las viudas debido a la correspondencia
iniciada con Gerda von Gerlach, hija de un conocido socialista
berlinés que había sido la primera alumna alemana de Somerville
tras la guerra.
«Me ha escrito Von Gerlach», me contaba Winifred desde
Yorkshire el 16 de abril, cuando yo aún estaba en el norte, «para
decirme que su padre ha salido sano y salvo de Alemania, y que si
las elecciones resultan bien, puede que no lo juzguen por alta
traición. ¡Pobrecillos! En qué infierno deben de vivir los mejores
ciudadanos europeos por culpa de sus países —los liberales en
Hungría, los antifascistas en Italia, los pacifistas en Alemania, los
defensores de la libertad en Rusia—, y todo ¿para qué? Todavía me
parece ver a la pequeña Von Gerlach inclinándose sobre la mesa de
Pinoli’s con sus grandes ojos llenos de lágrimas y su vocecita: “¡En
Inglaterra no sabéis cómo es Europa! Y ¿cómo ibais a saberlo?
¡Estáis a salvo!”. Me acordé de ella ayer, en el tren, al contemplar un
sereno atardecer sobre este territorio apagado, plácido y
extrañamente inalterado que se extiende entre Londres y el
Humber… A veces contemplo el atardecer y veo solo la sangre
derramada de unos cuerpos que podrían haber sido venerados
como dioses y llorados por unos corazones que al menos poseen
una divinidad potencial. Podríamos ser tan felices… Hay tanta
belleza, y tanta bondad; […] incluso en este sitio tan poco bonito, los
crocos, que este año florecen tarde, y los capullos minúsculos de los
majuelos poseen una hermosura casi alarmante. ¡Ojalá cantaran los
pájaros lo bastante fuerte para ahogar el lamento que se eleva de la
insensatez, la insensatez de los habitantes de este estúpido
planeta!».
Pero sabíamos, gracias a nuestros duros recuerdos de la década
anterior, que a nosotras no habría belleza de flores primaverales que
pudiera volvernos inmunes a las lágrimas de los desconsolados, ni
canción de aves melodiosas que extinguiera el duelo afligido de los
conquistados, y cuando las dos volvimos a Londres a finales de
abril, la inauguración de la Exposición Universal del Imperio
británico, con su aparatosa arquitectura y sus trabajadores
explotados, nos pareció un vulgar despliegue de presuntuosidad
nacional al compararla con los sufrimientos de la postrada Alemania.
Así pues, decidimos juntar nuestros ahorros y dirigirnos aquel otoño
a las zonas ocupadas y los territorios en bancarrota de Europa
Central, con el fin de descubrir sin intermediarios lo que había
significado la guerra para aquellas gentes cuya agonía era aún más
cruel y prolongada que la nuestra.

Entre 1922 y 1925, mis muchas reuniones al servicio de la Unión


de la Sociedad de Naciones me proporcionaron amistades
procedentes de todas las clases sociales, desde condes hasta
basureros; de todas las creencias religiosas, desde el catolicismo
romano a la ciencia cristiana; y de toda clase de posturas políticas,
desde los tories más acérrimos y rancios hasta los comunistas
bolcheviques rojo sangre. Entre los muchos y muy variados
hombres y mujeres que actuaron como moderadores míos, uno de
los pocos cuyo contacto fue más allá de la propia reunión fue Percy
Harris —en la actualidad, sir—, un diligente miembro del Consejo
del Condado de Londres, antiguo parlamentario por la división de
Harborough de Leicestershire, y a la sazón candidato liberal por el
suroeste de Bethnal Green.
Antes de que yo me desplazara a la sede del partido en Bethnal
Green Road para dirigirme a un pequeño grupo de mujeres
liberales, azotadas por la pobreza pero extremadamente vitalistas e
inteligentes, Harris me invitó a cenar en su apartamento de
Westminster, y compartió conmigo algunas de sus esperanzas y
preocupaciones más sinceras por el abundante electorado de clase
obrera, al que durante quince años él había representado en el
Consejo del Condado de Londres. Esta primera expedición a
Bethnal Green se produjo en el otoño de 1922, poco antes de que
en la famosa reunión del Carlton Club se urdiera la muy esperada
caída del gobierno de coalición. Pocos días después de que yo
escuchara a la secretaria del grupo Six Point anunciar la dimisión de
Lloyd George, casi sin resuello, ante el reducido público de
feministas que nos reuníamos cada quince días para celebrar
charlas en las oficinas del grupo, el señor Harris me escribió para
proponerme actuar como su secretaria durante las elecciones.
Por aquel entonces yo todavía no estaba afiliada a ningún
partido, pues mi interés en la política era a todas luces internacional.
Sabía que no era conservadora, pero más allá de esta certeza
elemental, mi lealtad hacia un partido concreto permanecía
indefinida. Sin embargo, me había impresionado muy gratamente la
comprensión desinteresada y bondadosa del señor Harris hacia la
gente pobre de Bethnal Green; parecía poco probable que pudieran
encontrar otro representante parlamentario que aunara, como él,
una experiencia tan larga de sus necesidades con una sensibilidad
tan humana e inteligente hacia su psicología, de modo que accedí a
dedicar todo mi tiempo libre en las siguientes semanas a ayudarlo
en su campaña electoral. No podía convertirme en su secretaria
porque mis dos días semanales de docencia me impedían asumir un
trabajo a jornada completa, y al final fue Winifred, cuyos
compromisos eran más flexibles, quien asumió la secretaría y pasó
buena parte del mes siguiente en la polvorienta y recargada oficina
de Bethnal Green Road.
A la vez que octubre daba paso a un frío y turbio noviembre, el
entusiasmo de las primeras elecciones generales en las que yo
participaba de manera activa desplazó cualquier otro objeto de
interés, y todas las tardes iba corriendo a coger el primer autobús
que me llevara de Bloomsbury a la competición dramática y
turbulenta en el East End. Harris, cuyos contrincantes eran un
conservador de lo más convencional y un comunista igualmente
paradigmático, se describía como el candidato liberal y laborista, y
en su nombre yo adquirí una nueva habilidad para armar a toda
prisa argumentos y discursos entusiastas con un leve sesgo radical-
socialista. Las largas tardes de lluvia durante la campaña, a cuyos
actos asistían pelotones de críos chillones, en la laberíntica negrura
de los arrabales sin iluminación, culminaban cada día en una
azarosa caminata por Bethnal Green Road, con sus tenderetes al
aire libre, los gritos de los vendedores y su población voluble y
numerosa de cockneys , judíos y polacos, para asistir a una
escandalosa reunión en el aula de un colegio de enseñanza
elemental o en un salón municipal.
De mis confusos recuerdos de los discursos sinceros y
escrupulosos que pronunciamos Harris, Winifred y yo misma por
una decidida resistencia a tories y comunistas entre humaredas de
tabaco cockney , destaca uno, la víspera de los comicios, en el que
intervenía el reverendo Stewart Headlam, el veterano fabianista que
compartía con Harris la representación del sureste de Bethnal Green
en el Consejo del Condado de Londres. La muchedumbre que
abarrotaba el auditorio, sentada y en pie, disputada a la oposición y
ahora exultante, aguardaba el momento de avasallar a preguntas al
candidato, y no tenía paciencia para un orador rollizo y hasta cierto
punto ramplón enviado por la sede liberal. Transcurrieron varios
minutos hasta que se produjo un silencio relativo que le permitió
iniciar su discurso. «Amigos míos», empezó sentencioso, «todos y
cada uno de nosotros somos guardianes de nuestro hermano, y…».
Pero el resto de la frase quedó ahogado por un coro de
abucheos e insultos. Dos o tres veces intentó Headlam hacerse oír,
pero ni siquiera el intrépido moderador, con su noble cabeza blanca
y su largo historial de trabajo al servicio de causas impopulares,
logró acallar el tumulto. Al final, Harris se inclinó hacia mí y susurró:
«¿Podrías levantarte e intentar decir algo? Son buenas personas…
Si una mujer se pone en pie, es probable que se calmen un poco».
De modo que el sentencioso Headlam se vio obligado a cederme
la palabra por un instante, y yo me levanté, presa de un pavor
aniquilador, pero decidida a interrumpir de un modo u otro el clamor.
«¿Y tú de quién ereees?», preguntó al instante una voz desde el
fondo de la sala, con inconfundible ironía.
Al oír esto, el sufrido candidato dio un brinco y sus bondadosos
ojos oscuros ardieron de indignación. Estaba dispuesto a tolerar
cualquier comentario sobre su pasado, su futuro, su historial público
y su impecable carácter, pero aquel insulto a una joven simpatizante
encarnaba más de lo que la tradición de Harrow y Trinity era capaz
de soportar.
«¡Es usted un sinvergüenza! ¡Un sinvergüenza!», gritó, agitando
el puño hacia el alborotador invisible. «Que se meta conmigo no me
importa nada, yo sé cuidar de mí mismo, pero…».
Sin embargo, yo no iba a permitir que siguiera por ese camino.
Por mucho que agradeciera la generosidad y caballerosidad de sus
intenciones, una feminista activa no podía tolerar aquel argumento
protector. Aún desde mi esquina del estrado, bramé por encima del
barullo: «¡Y yo también!».
El público estalló en aplausos y risas. Cuando el escándalo fue
apagándose, prestó una relativa atención a mi trillada súplica en pro
del juego limpio entre los adversarios. Después de aquella ocasión,
en Bethnal Green siempre me escucharon con animada tolerancia,
aunque mis insistentes argumentos a favor del libre comercio y las
políticas de la Sociedad de Naciones debían de resultarles
demasiado académicos.
Harris ganó las elecciones con una holgada mayoría, y desde
entonces es parlamentario por el suroeste de Bethnal Green y
mantiene, gracias a su popularidad, ese rinconcito del East End fiel
al liberalismo comicios tras comicios, mientras casi la totalidad de
Londres ha dividido su lealtad entre conservadores y laboristas.
Cuando los colegios cerraron y se inició el escrutinio de votos,
Winifred y yo fuimos a Trafalgar Square a conocer los resultados de
aquellas elecciones tan significativas que dejaron a los
conservadores en el poder pero duplicaron el número de
representantes laboristas, y consiguieron que opositores de la talla
de Ramsay Macdonald y Philip Snowden se alzaran como líderes
del segundo partido de la Cámara de los Comunes.
Mi recuerdo de la escena de noviembre de 1922 en Trafalgar
Square se funde con la que siguió a las elecciones generales de
diciembre de 1923, pues en ambas ocasiones trabajé para Harris,
en ambas salió elegido, en ambas acudí al mismo lugar para
conocer los resultados y en ambas ponderé, con una sensación
semiinconsciente de triunfo, la creciente influencia del socialismo en
un electorado que para entonces ascendía a más de veinte millones
de personas. Si cierro los ojos, todavía veo la oscura masa de
humanidad en aquella plaza a medianoche, inundada por la luz
morada que emitían los aparatos, mientras las letras y los números
brillantes parpadeaban en medio de una densa niebla. Con los ojos
medio velados, yo buscaba los resultados de nuestras elecciones y
luchaba por no perder mi punto de apoyo en medio de los
empujones. A mi alrededor, hombres y mujeres de rostros cansados,
lívidos a la luz irreal de la niebla, jaleaban con frenesí cada victoria
laborista como si hubiera llegado el nuevo milenio. Uno de los
primeros resultados, en ambas ocasiones, fue el de la división de
Plymouth Sutton; NANCY ASTOR[27], rezaba el letrero,
momentáneamente nítido contra la rimbombancia de la noche.

A lo largo de 1923 fuimos con frecuencia a Bethnal Green con


Harris para pronunciar discursos o asistir a actos sociales; a cambio,
él a veces pasaba a visitarnos al pisito de Doughty Street al que nos
habíamos mudado hacía poco, en su camino a Westminster. Sus
modestas exigencias a nuestra hospitalidad jamás excedían media
hora de conversación y un vaso de leche, pero como aquellas
visitas, y las de un par de amigos políticos que hablaban a
instancias nuestras con los liberales de Bethnal Green, solían darse
en torno a la medianoche, enseguida despertaron las suspicacias de
la agresiva y respetable asistenta que «nos limpiaba». En su
opinión, unas jóvenes cuyas actividades no concluían a las diez en
punto de la noche exigían una estrecha vigilancia por parte de
quienes valoraban nuestro buen nombre, pero nosotras
permanecimos maravillosamente ajenas a esta prolongada
vigilancia hasta una fría mañana de octubre, poco después de que
volviéramos de la Asamblea de 1923.
Winifred había dado una conferencia para la Unión de la
Sociedad de Naciones en una localidad remota; decidió volver a
Londres en el tren de medianoche, y apareció en el piso con la
botella de leche en la mano y todavía vestida con el atuendo de la
noche anterior. Aquella misma tarde, yo había ido a cenar a
Kensington con mis padres; como estaba muy acatarrada, mi madre
me convenció para que pasara allí la noche, y regresé a Bloomsbury
poco después de la hora del desayuno, también con la ropa con la
que me había marchado. Aquel día, a la hora del té, por la ranura de
nuestro buzón se coló una nota garabateada en un trozo de papel;
Winifred fue a cogerla, la leyó y me la pasó con un semblante entre
divertido y triste. Era de nuestra asistenta, para avisarnos. «Siempre
he sido una mujer muy respetable», concluía, «y no me importa
trabajar para otras que no lo son».
Para nuestro absoluto asombro, la casera, ante la que
protestamos por aquella acusación sin pruebas, pareció ponerse del
lado de la asistenta, e incluso considerarnos unas inquilinas
indeseables para su intachable propiedad. Winifred y yo llevábamos
un tiempo pensando en mudarnos, pues nuestros ingresos daban ya
para una ama de llaves a tiempo completo, de modo que nos
pusimos a buscar en varios distritos baratos un piso lo bastante
grande para alojar a tres mujeres, que pudiéramos permitirnos. Al
final encontramos el precio y el espacio que requeríamos en una
manzana de «mansiones» en una calle de Maida Vale. Si las
sospechas de nuestra casera hubieran estado justificadas, no
podríamos habernos trasladado a un distrito que viniera a
confirmarlas mejor, aunque a nosotras nos interesaba menos un
«buen domicilio» que la capacidad para acomodar a la anciana
niñera de Winifred, que había accedido a venir desde Yorkshire para
cuidar de nosotras. No obstante, nuestro éxodo obligado de
Bloomsbury a Maida Vale no fue una de las contingencias que
habíamos previsto como consecuencia de nuestra incursión en la
política.
Un resultado más típico de esta fase liberal fue nuestra breve
adhesión a un famoso club político cuyas puertas nos abrió Harris.
Aquella añeja y muy respetable institución liberal había sido
exclusivamente masculina durante muchos años, pero después de
la guerra, en un guiño a la entonces moderna conciliación de las
recién emancipadas electoras, permitieron un número limitado de
mujeres entre sus miembros, y en 1922 cuatro de ellas salieron
elegidas en su comité. A pesar de esta concesión muy reñida,
siguieron imperando la actitud y los puntos de vista de los varones
de dicho círculo, y sus solemnes reuniones periódicas en el Club
Liberal Nacional se caracterizaban por ese pomposo ritual y la
exclusividad personal, algo sospechosa, tan propia de los
encuentros sociales masculinos.
Cuando entramos a formar parte del club, no conocíamos a los
demás miembros, y la mayoría de los hombres y las mujeres
jóvenes parecía encontrarse en la misma situación; sin embargo, no
se hacía ningún esfuerzo en las reuniones para presentar a los
miembros ni para mitigar su actitud militante hacia los demás. Al
cabo de un rato de no saber qué hacer, cada uno se sentaba, solo o
con el amigo con el que estuviera, en las mesitas con tapete, y se
dedicaba a beber una taza de café tibio mientras alguien se disponía
a presentar al orador. Muchos de ellos eran funcionarios políticos de
diverso rango, y no oí un solo discurso pronunciado por una mujer
en los dos años en que pertenecí al club. Cuando el discurso
terminaba, se abría el turno de palabra, y los hombres, uno por uno,
iban levantándose y arengando a la sala llena de humo con
discursos de cinco minutos tan solemnes como si la continuidad del
gobierno estuviera en juego. Después de más o menos una hora de
aportaciones masculinas, el presidente del club, un bondadoso
ancianito perteneciente a la vieja guardia, se ponía en pie y decía
con una sonrisa de desprecio: «¿Alguna dama desea dar su punto
de vista?».
La invitación era, invariablemente, la señal para encender
cigarrillos, solicitar otra ronda de cafés y recostarse en los sillones
con la convicción de que no merecería la pena oír el punto de vista
de ninguna dama.
A finales de 1924, Winifred y yo abandonamos la organización;
era evidente que tendrían que pasar aún algunos años para que
«las damas» alcanzasen la igualdad de condiciones en los debates,
y nuestra tendencia creciente hacia el laborismo había aumentado
tanto durante el viaje por Europa Central de aquel otoño que la
adhesión a un club liberal había dejado de ser compatible con
nuestras convicciones. Cuando dimitimos, escribimos una extensa
carta al secretario, un joven de Oxford de modales perfectos y sin
ninguna iniciativa, exponiendo en detalle nuestros motivos para
abandonar el liberalismo, y haciendo toda clase de sugerencias para
mejorar la eficiencia del club. Por aquel entonces aún éramos lo
bastante ingenuas para creer que las sugerencias solo tenían que
demostrar ser sensatas para que fueran aceptadas con entusiasmo,
y todavía debíamos aprender que, en clubes y sociedades, como en
asuntos exteriores, lo único que aterra de verdad a los cabecillas es
la perspectiva de cualquier tipo de alteración en el statu quo.
Irónicamente, habían sido tanto Bethnal Green como Europa
Central los responsables de nuestra decisión de abandonar el
Partido Liberal. Por primera vez, durante las elecciones generales
de 1922 y 1923, entré en estrecho contacto con los hogares de los
pobres, y descubrí —mi educación provinciana de clase media me lo
había impedido— las condiciones cercanas a la miseria —
agravadas por la guerra y sus consecuencias— en que el ochenta
por ciento de la población se ve obligado a vivir en un mundo
confuso y atribulado. Vi a hombres librando una batalla perdida tras
otra contra la depresión económica y el desempleo creciente,
mientras las mujeres libraban otra contra la procreación
descontrolada, combinada con una acumulación de tareas
domésticas interminables e inútiles; los bebés se enzarzaban en una
tercera batalla, en su caso contra la malnutrición, la falta de higiene
y de aire fresco y luz solar. Al mismo tiempo me di cuenta, como en
una revelación dolorosa, de la afinidad que existía entre los
habitantes de aquellos hogares destrozados y los soldados que yo
había cuidado durante cuatro años funestos. Identificaba la misma
resistencia valiente y resignada, el mismo humor, idéntica
amabilidad mutua, burda y compasiva, en circunstancias en las que
la falta de coraje, humor y compasión habría sido perfectamente
comprensible y excusada.
Esta nueva certeza no hizo de mí una persona filantrópica; el
propósito de aligerar aquella miseria a base de sopa y mantas me
parecía puro autoengaño, un intento por estafar la propia
inteligencia con la sensación de haber cumplido con el deber y por
lo tanto ser eximido de más responsabilidades. Pero sí inclinó mi
postura política de una vez por todas; comprendí que, mientras
viviera, no podría sentirme liberada de la obligación de trabajar con
quienes intentaban cambiar el sistema social que había hecho
posible ese caos nefasto, y empecé a escorarme de un modo más
definitivo hacia el partido que mejor representaba tanto el espíritu
como la sustancia de esa democracia a cuyo futuro yo estaba
vinculada para siempre merced a las experiencias de la guerra.

9
Con motivo de las dos elecciones generales, casi todos los
periódicos dedicaron bastante espacio a las exigencias de las
votantes recién emancipadas. Las mujeres, como tales, siempre
habían ejercido para la prensa una fascinación particular de la que,
inexplicablemente, el sexo opuesto parecía carecer, y aunque sus
reservas hubieran caído durante la guerra debido a la preocupación
por los «héroes», volvió a despuntar nada más terminar el conflicto,
pues ellas, a diferencia de los varones, habían tenido la
desconsideración de no morir por millares. El motivo que se
esgrimía a nivel mundial para limitar el voto a las mujeres mayores
de treinta años era que la emancipación completa de las mayores
de edad habría implicado un voto en su mayoría femenino.
Esta excesiva población femenina solía describirse con un
adjetivo nada halagador: «superflua», y esto a pesar de que las
maestras, enfermeras, doctoras y funcionarías de las que se
componía ampliamente dicha población se consideraban mucho
más valiosas desde un punto de vista social que tantas esposas sin
hijos y que tantas madres casadas irresponsables. La agitación a
cuenta de la mera existencia de mujeres sin pareja se inició a raíz
de los datos que arrojó el censo realizado a finales del verano de
1921, y durante la «temporada boba» de aquel año su posición se
convirtió en uno de los temas predilectos de los medios más osados,
que publicaron incontables artículos sobre igualdad salarial,
matrimonio y carrera profesional como conceptos excluyentes, y el
derecho a la maternidad. En una carta a Winifred datada el 25 de
agosto de 1921, incluí, de mujer superflua a mujer superflua,
algunas reflexiones acerca de un líder que había opinado sobre todo
este asunto nada menos que en el mismísimo Times.
«¿Viste u oíste algo del accidente del R38 de ayer?», empezaba
mi carta. (Winifred estaba en Yorkshire, y no solo había visto el
dirigible cuando sobrevoló su pueblo, sino que oyó la explosión
sobre el Humber, escasos minutos después). «A veces creo haber
superado esa sensación, constante durante la guerra, de que estas
calamidades son pura rutina; lo que me parece positivo, porque
estábamos volviéndonos unos desalmados. El Times está opinando
sobre la sobrepoblación femenina que se ha desprendido del censo;
¡creo que ciento una mujeres más por cada mil hombres, para ser
exactos! Han sido muy amables con nosotras en el editorial de hoy;
decían que las mujeres que habían perdido a sus maridos o
enamorados durante la guerra no pueden esperar ser relegadas a
una viudedad o una soltería perpetua. Pero insinuaban que las que
estaban dispuestas a buscar un empleo en el extranjero no solo
tendrían más posibilidades de cazar marido, ¡sino que estarían
prestando un servicio a su patria! Parece que nadie se plantea
siquiera que algunas mujeres no quieran casarse; ¡el artículo
llegaba a aludir incluso a “hallar la vida doméstica que desean”!
Personalmente, no tengo nada que objetar a la condición de
superflua, mientras se me permita ser útil, y aunque estaría
encantada de desempeñar cualquier trabajo que me llevase al
extranjero, no lo haría porque ello me capacitara mejor para echarle
el lazo a un macho huidizo».
Sin embargo, según iban pasando los meses, tuve que
reflexionar acerca de hasta qué punto era de verdad posible para
nosotras, el «excedente», conseguir algo en una realidad que se
jactaba del poder de sublimación. Como generación femenina,
estábamos preparadas a niveles revolucionarios, si nos
comparábamos con la romántica ignorancia de 1914. Donde antes
habíamos aludido con educadas evasivas a «cierta condición» o
«cierta profesión», ahora empleábamos sin rubor los términos
«embarazo» y «prostitución». Entre amigas hablábamos de sodomía
y lesbianismo con tan pocos tapujos como cuando comparábamos
los méritos de los distintos anticonceptivos, y en teoría estábamos
familiarizadas con las variedades de homosexualidad y
enfermedades venéreas cuya mera existencia ignoraron nuestras
abuelas. No habíamos perdido —quizá no lleguemos a perderla
nunca— una tímida sensación de osadía en nuestro candor; no toda
nuestra experiencia podía hacernos pasar de la generación sincera
e idealista de la guerra a la más superficial de los jóvenes de la
posguerra, a quienes no se les había enseñado a considerar
indecentes los conceptos relacionados con el sexo ni a ver su
realidad a través de un cristal defectuoso. Pero ahora éramos
capaces de hacer un análisis franco de nuestra naturaleza, y de
aceptar estoicas, aunque remisas, las conclusiones más realistas.
Un domingo, poco después de que Winifred y yo nos mudáramos
a Maida Vale, fui a ver a Betty, que se había casado hacía poco, a
su hogar en Essex. Estaba embarazada y parecía sumida en una
alegría fisiológica, pero aquella prueba de la suposición aún casi
universal de que los intereses del marido y los hijos proporcionaban
ocupación suficiente para la personalidad de una mujer adulta no
me reconcilió con la idea de unirse a cualquier hombre que la guerra
hubiera dejado a disposición de quienes nos acercábamos al
Rubicón de los treinta.
A pesar de la tradición familiar, y de la incesante presión social
que ponía un énfasis artificial en el matrimonio para las mujeres
nacidas en la última década del siglo anterior —entre las que me
contaba—, yo siempre había sostenido, y seguía manteniendo, que
este era irrelevante para los objetivos principales de una vida. Tanto
para la mujer como para el hombre, el matrimonio podía suponer un
apoyo desmesurado o un obstáculo insalvable para el desarrollo de
su poder a la hora de aportar algo de valor a la comunidad en la que
vivía, pero no encarnaba ese poder, ni podía considerarse como
meta en sí misma. Como tampoco lo eran los hijos; de nada servía
seguir engendrando seres humanos únicamente para que ellos, a su
vez, engendrasen otros; había que centrarse menos en el asunto de
la procreación continua y más en la consecución firme y duradera de
un ideal.
Por lo tanto, no me sentía atraída en absoluto por la idea de un
matrimonio divorciado del amor, que ya no identificaba con la pasión
invasora que para mí se había apagado para siempre en 1915, sino
con la emoción leal y cordial que surge entre iguales de distinto sexo
que se respetan el uno al otro y trabajan codo con codo en pos de
un fin loable. Pero mi experiencia había provocado que viese el
amor, en todas sus facetas, como una cualidad esencialmente
juvenil; en la escuela y en Buxton me había educado en contacto
con la suposición generalizada de que la chica que no se casa
pronto es probable que ya no se case nunca, y demasiada vida y
demasiado amor se habían concentrado en unos pocos años que,
ahora que me acercaba al fin de la veintena, se me antojaban muy,
muy remotos, y me llevaban a experimentar la sensación de estar
haciéndome vieja. No solo porque, en razón de la aniquilación
masiva de mis coetáneos varones, sin duda yo encarnaba «un linaje
estéril», por emplear la expresión de la reina Isabel, sino también
porque las intensas relaciones emocionales de la guerra habían
dejado un vacío que ni la amistad más íntima podía llenar, yo sentía
aún que era una superviviente casual de otra vida, sin un lugar en la
sociedad ni un punto de apoyo permanente salvo el que mi propia
determinación podía construir por sí sola en un mundo de posguerra
atormentado por toda clase de necesidades y problemas.
Así pues, durante aquellos tres años de intervenciones públicas
y enseñanza, y en parte de escritura solo parcialmente afortunada,
poco a poco adquirí, afronté y acepté la firme convicción de que
estaba destinada a una soltería permanente. Mi poema «La mujer
superflua», escrito en Cornualles después de que aquel anémico
romance muriese de inanición, representó la última protesta amarga
contra el no cumplimiento de una parte de mis potencialidades
humanas, al que la guerra parecía habernos condenado a mí y a
tantas otras mujeres cuya realización natural se había visto frustrada
por la escarcha abrasadora del dolor y la pérdida. Llegué a la
conclusión de que el matrimonio no era para mí, ni tampoco las
tiernas alegrías de la paciencia, la compasión y la comprensión
maternal; las esperanzas románticas de un florecimiento tardío, de
una realización postergada, a las que algunas de mis
contemporáneas se aferraban con sumo patetismo, no eran más
que una forma de autoengaño cobarde que unas mujeres que
habían sido testigos de las destructivas realidades de la guerra
tendrían que haber sabido evitar. De un modo totalmente deliberado,
con el doloroso remordimiento de haber nacido «normal» en lo que
al físico se refiere, relegué a lo más profundo de mi mente los viejos
recuerdos obsesivos, los sueños antaño confiados, la dulce
previsión de la comodidad de un cuerpo cálido y sensible, los hijos
utópicos para quienes en las noches negras y extrañas de
Camberwell había planeado trabajar y conquistar metas, y, diligente,
cerré aquel conmovedor depósito con la llave firme de una ambición
útil.

10

En cualquier caso, era imposible preocuparse demasiado tiempo


por el efecto de la guerra sobre la situación de una cuando la
oportunidad de cambiar la situación de la totalidad de las mujeres,
superfluas o no, quedaba al alcance de la mano por primera vez en
la historia. Inmediatamente después del armisticio, muchas
organizaciones de mujeres, con algunas alteraciones en nombre y
estatutos con respecto a los tiempos previos al conflicto, empezaron
a surgir a partir de la niebla militar que todo lo impregnaba y que
entre 1914y 1918 había ensombrecido los movimientos de reformas
sociales, y aunque sus medios eran modestos, y tenían que confiar
en recursos tan ignominiosos como mercadillos para recaudar
fondos, todas ellas contaban con unos planes políticos muy
definidos e inteligentes para la consecución de objetivos como el
mantenimiento de la policía femenina del periodo de la guerra, la
participación de la mujer en el funcionariado, las pensiones para las
viudas, y la ampliación del voto a cualquier ciudadana mayor de
edad. Bajo su égida se introdujeron en la Cámara de los Comunes
—y en el plazo de tres o cuatro años alcanzaron carácter de ley—
una serie de medidas pospuestas durante demasiado tiempo,
siempre extrañamente consideradas por los varones como
cuestiones «femeninas» a pesar de que los hombres nacen, se
casan y son padres en la misma medida que las mujeres.
Gran parte de esta actividad se debía al miedo a que el Gobierno
que había aprobado la Ley de Supresión de la Descalificación por
Razones de Sexo en un alarde de sentimental gratitud durante la
posguerra no pretendiera realmente ser leal a las mujeres que en
teoría ya no estaban limitadas por sexo o matrimonio. El Comité
Geddes había recomendado la abolición de las patrullas policiales
femeninas, y muchas agentes de policía estaban ya sufriendo los
«recortes»; Cambridge, cerril en su negativa a conceder títulos a las
mujeres, limitó el cupo de alumnas a un máximo de quinientas
plazas mediante la Real Comisión Universitaria; mientras que los
hospitales de Londres se negaron a seguir aceptando a estudiantes
femeninas, recurriendo al manido argumento acerca de las
dificultades de impartir «ciertas asignaturas de Medicina
particularmente desagradables» a un alumnado mixto. (A la vez, y
debido a la escasez de enfermeras, esa misma institución redujo la
edad de admisión, de modo que muchachas menores de veintiún
años entraban a formarse sin que se planteasen cuestiones de
«delicadeza»), Al fin, como para confirmar las sospechas de las
mujeres organizadas de que existía una conspiración para convertir
en papel mojado la Ley de Supresión de la Descalificación por
Razones de Sexo, las autoridades de Glasgow y St. Paneras, así
como los comités educativos de ochenta y siete áreas, hicieron todo
lo posible por despedir o recomendar el despido de las mujeres
casadas, al parecer debido a la curiosa impresión de que el
matrimonio y la maternidad de las mujeres más sanas e inteligentes
se estimularía si trascendía la idea de que perder un buen trabajo
encarnaba el peaje necesario para poder disfrutar de unas
relaciones humanas normales. Tal y como afirmó la vizcondesa
Rhondda en una reunión del grupo Six Point en el verano de 1922,
el término «supresión» en el nombre de la ley nunca había
conseguido imponer su protagonismo.
La escasa aplicación de la Ley de Supresión de la
Descalificación por Razones de Sexo era un claro ejemplo de
reacción posbélica, cuando la neurosis que generaba el conflicto se
transformó en miedo, miedo sobre todo por las consecuencias
incalculables que podrían desprenderse de unas causas nunca
vistas; miedo a perder el poder por parte de quienes lo ostentaban;
miedo, en definitiva, a las mujeres. Todo ello formaba parte de lo
que Rebecca West calificó, en una reseña publicada en Time and
Tide de Encarcelada por la libertad, de la feminista estadounidense
Doris Stevens, «la decepcionante secuela de nuestro movimiento
sufragista».
En 1922, las esperanzas más sólidas para la futura liberación de
las mujeres de las restricciones y cargas tradicionales parecían
residir en dos organizaciones muy diferentes, ambas fundadas el
año anterior. Yo acudí, acompañada de un primo abogado que
ejercía en el Temple, a algunas de las primeras reuniones en Essex
Hall de la Sociedad para el Control Constructivo de la Natalidad,
fundada por la doctora Marie Stopes, y expresé a mi pariente la
sorpresa por el semblante fresco, la voz melodiosa y el atuendo
juvenil de la valiente y segura fundadora del movimiento. La otra
organización, el grupo Six Point, había sido inaugurada en febrero
de 1921, con la vizcondesa Rhondda como presidenta, para trabajar
en pro de seis objetivos íntimamente relacionados: pensiones para
las viudas, igualdad de derechos en la custodia para padres
casados, mejora de las leyes relativas al maltrato infantil y la
posición de las madres solteras, igualdad salarial en el cuerpo
docente e igualdad de oportunidades dentro del funcionariado.
Poco después de que nos instaláramos en el estudio de Doughty
Street, a principios de la primavera de 1922, Winifred leyó en la
recién fundada Time and Tide el anuncio de la celebración el 14 de
marzo de una asamblea general del grupo Six Point en Queen’s
Hall. Y, atraídas sobre todo por el hecho de que una de las oradoras
sería Clemence Dañe, cuya obra Nota de divorcio habíamos ido a
ver poco después de su estreno en el Teatro St. Martin en 1921,
decidimos asistir.
Al final resultó que Dane no pudo ir y estuvimos buscándola en
vano entre las distinguidas mujeres que ocupaban el estrado —lady
Astor, lady Rhondda, la señora Pethick-Lawrence, la señorita Agnes
Dawson y la señora Chalmers Watson, a las que no identificamos a
simple vista—, pero la desilusión estuvo compensada por el
inesperado interés con el que escuchamos el discurso de lady
Rhondda.
Sabíamos que tenía fama de feminista rígida y despiadada,
sobre todo porque, cinco días antes de que a las mujeres se les
concediera el derecho a titularse en Oxford, había iniciado su batalla
para poder acceder a la Cámara de los Lores como paresa
mediante una solicitud dirigida al rey. El 2 de marzo, el Comité de
Privilegios de la Cámara de los Lores se pronunció a favor de su
petición, pero la medida debía debatirse en la propia Cámara el 30
de marzo. A mí me dejaron asombrada la dulzura desdeñosa de su
rostro y la sinceridad de su voz titubeante cuando habló no sin
timidez del tema del maltrato infantil, que al parecer había
aumentado debido a la extendida inestabilidad mental y moral que
había acarreado la guerra. Mi sorpresa solo se incrementó cuando vi
a la señora Pankhurst —que había regresado a Inglaterra después
de trabajar para la Sociedad Canadiense de Higiene Mental, en
Toronto— hablar no mucho antes de su muerte en el salón de la
propia lady Rhondda y observé la belleza melancólica y ajada pero
aún potente de aquella figura menuda y atractiva.
Una tarde de verano, tres meses después del acto en Queen s
Hall, en una reunión del grupo para el que habíamos empezado a
trabajar y, de vez en cuando, a hablar públicamente, descubrimos
un aspecto muy diferente de lady Rhondda. Por aquel entonces, el
Comité de Privilegios de la Cámara de los Lores —debido a la
enérgica oposición de lord Birkenhead a las reivindicaciones
femeninas, y al nombramiento de sir Ernest Pollock como
procurador general, en sustitución de sir Gordon Hewart (que había
pasado a ser presidente del Tribunal Supremo)— había emitido su
voto en contra de la admisión de paresas, y lady Rhondda expresó
al público reducido y selecto de mujeres su opinión acerca de una
presunta Ley de Supresión de la Descalificación por Razones de
Sexo que no ponía ninguna traba a las injusticias y los prejuicios.
Sus mejillas arreboladas y sus indignados ojos azules la hacían
parecer muy joven y decidida; mientras hablaba, las peinas se le
soltaron de la melena suave y exuberante y cayeron al suelo con un
tintineo, pero ella mostró la misma indiferencia y el mismo desprecio
que si hubieran sido las ocurrencias insolentes de lord Birkenhead.
Cuando concluyó su discurso, Winifred y yo, intimidadas pero
resueltas, nos acercamos a ella y le comunicamos nuestra condena
hacia los atropellos de los pares; la cordialidad con la que lady
Rhondda nos recibió reavivó nuestro valor y nuestra determinación
por seguir arrimando el hombro en el grupo Six Point. Sobre todo
para Winifred, aquella reunión marcó el inicio de muchas cosas.
Cuatro años más tarde, a su regreso de una gira de conferencias
por Sudáfrica, mi amiga se convirtió en la directora más joven del
consejo editorial de Time and Tide, mientras que yo me incorporaría
durante un tiempo a la nómina de reseñistas cuando regresé de
América en 1926.
El resultado más inmediato de nuestro contacto con el feminismo
de la posguerra fue que nos mandaran al abarrotado Hyde Park a
defender, desde una plataforma que el Consejo de Londres para la
Promoción de la Moralidad Pública había cedido al grupo Six Point,
la aprobación de la Ley de Reforma de la Legislación Penal por
parte del Gobierno. Esta reforma, que pretendía, más que nada,
elevar la «edad de consentimiento» de trece a dieciséis años en
casos de abusos sexuales, así como eliminar la posibilidad de que
los agresores pudieran alegar «motivos razonables para creer» que
la víctima tuviera más de dieciséis, había sido tumbada en agosto
del año anterior. Tras el revuelo en prensa, el Gobierno la
reintrodujo en 1922; el 14 de junio, sus opositores impidieron que se
discutiera la segunda moción al alargar el debate sobre el proyecto
de ley anterior, pero aunque hicieron todo lo posible por crear un
ambiente de antagonismo sexual, la ley fue aprobada el 25 de julio.
Para unas principiantes absolutas en lo tocante a pronunciar
discursos al aire libre, la defensa de aquella medida supuso no
pocos obstáculos, pero, en Hyde Park, la necesidad de competición
vocal con cláxones, autobuses atronadores e himnos del Ejército de
Salvación pronto superó los pocos recelos que nos quedaban para
hablar públicamente de abusos y prostitución. Una calurosa tarde de
junio en la que ya no estábamos nerviosas pero sí arreboladas y un
tanto ofuscadas tras un rifirrafe con unos graciosillos que no
paraban de interrumpirnos, iba yo por Oxford Street para volver a
Bloomsbury cuando un hombre de mediana edad me cerró el paso
con actitud zalamera. «Una señorita tan guapa», empezó sin
rodeos, «no debería volver sola a casa». ¿Y si me paraba un taxi y
me acompañaba? Un poco desconcertada ante el hecho de ser
abordada, a plena luz del día, por un ejemplar del tipo social contra
cuya existencia yo acababa de argumentar, tartamudeé que volvía a
casa para trabajar y que prefería ir sola y a pie. ¿Qué habría
opinado de aquel irónico encuentro el Consejo de Londres para la
Promoción de la Moralidad Pública?, me pregunté en el momento en
que reanudaba a más velocidad mi caminata meditativa hacia
Doughty Street.
La agobiante noche de julio en la que se aprobó la Ley de
Reforma de la Legislación Penal acudí con Winifred a la Cámara de
los Comunes y escuché desde la galería aquel curioso debate, que
se prolongó desde las diez de la noche hasta casi las dos y media
de la madrugada. Mientras me encontraba allí sentada, a la tenue
luz de la Cámara a medianoche, recordé el abuso que había sufrido
mucho tiempo atrás en el tren a Buxton, y sentí una pequeña
náusea cuando oí ocurrentes mofas sobre coletas y hombres
afeminados. ¿De verdad era aquello el núcleo del Imperio británico,
portador de civilización a gentes primitivas, en el verano de 1922?
¿O acaso había acabado por azar en los tiempos de Lutero y sus
enérgicas ideas sobre la utilidad de las mujeres?
Cuando por fin se aprobó la ley, miramos hacia abajo buscando
a lady Astor, que había luchado encarnizadamente a favor de
aquella medida, enfrentándose a una oposición con muy mal gusto.
Delgada, toda de negro, tenaz, había soportado hasta el final aquel
debate acalorado y candente, como nosotras; nos pareció, en
nuestra euforia, que nos sonreía desde la Cámara. Cuando salimos
a las calles frescas y oscuras, poco antes del alba, fui consciente de
mi feroz satisfacción porque no hubiera prosperado la causa,
defendida por un puñado de ingleses, según la cual nuestras
libertades se verían restringidas si se ponían trabas a la oportunidad
de atacar a niñas.

11

Aquel otoño, poco después de nuestro regreso de Ginebra, las


elecciones generales de 1922 estallaron como una tormenta en el
amenazante cielo político, e inmediatamente desviaron la atención
de Inglaterra de algunos acontecimientos banales que se producían
en «el continente», tales como el desfile fascista en Roma y la
inauguración de la Conferencia de Lausana. Incluso la pintoresca
construcción de un monumento en el claro del bosque de
Compiégne donde se firmó el armisticio, con motivo del cuarto
aniversario de la efeméride, pasó casi desapercibida en un país que
empezaba ya a olvidar a sus muertos y a reflexionar sobre las
posibilidades de «la siguiente guerra».
En cuanto cayó la Coalición, el grupo Six Point anunció su
inspirado y desconcertante plan de publicar listas blancas y negras.
La negra contendría los nombres de aquellos parlamentarios,
incluidos los chuscos opositores a la Ley de Reforma de la
Legislación Penal, que habían obstaculizado las diversas reformas
que solicitaban las mujeres organizadas, y se instó a las integrantes
del grupo a trabajar y votar contra ellos. Por su parte, la lista blanca
representaba a los hombres y las mujeres que habían contribuido a
impulsar la causa femenina en el Parlamento. Entre los veintidós
nombres que la integraban se encontraban los de lord Robert Cecil,
lady Astor, sir Robert Newman, la señora Wintringham y el coronel
Josiah Wedgwood, y en este caso se pidió a las miembros del grupo
que trabajaran y votaran a su favor.
En los intervalos de mi trabajo en Bethnal Green, me mantenía
en contacto con la campaña del grupo Six Point, que alcanzó su
momento más espectacular el 1 de noviembre, con una gran
asamblea celebrada en el Central Hall de Westminster para exigir la
enmienda a la Ley de Supresión de la Descalificación por Razones
de Sexo. Fue en este encuentro, en el que ella misma participaba,
donde vi por primera vez a Rebecca West, cuya novela El juez,
recién publicada, yo había leído con un interés turbio y apasionado.
Morena, valiente, aquella rebelde que aún no había cumplido los
treinta transmitía, con su voz incisiva y su orgullosa cabeza con la
melena recogida, la misma impresión que un joven purasangre,
destinado a ganar todas las competiciones a causa de su impavidez
ante cualquier obstáculo concebible por la imaginación humana.
«El Parlamento británico», dijo, «me parece la construcción más
romántica del mundo. […] Simboliza un verdadero milagro, una
mezcla genuina de lo ruinoso y lo noble. En él se ha desarrollado un
sistema de gobierno que da fe de la naturaleza extraordinaria del
alma humana, y de la esperanza de las perspectivas que se abren
ante la sociedad. […] En él, hombres de toda condición que
parecían completamente egoístas y corruptos han demostrado con
creces que les preocupaba algo el bien común»[28].
Mientras hablaba, se me representó como la encarnación del
moderno movimiento de las mujeres, tan antiguo en sus
aspiraciones pero tan joven en sus conquistas, y al menos una parte
del público empezó a imaginar el Parlamento no como el lugar que
cercenaba sus esperanzas y obstaculizaba su participación en una
obra visionaria, sino como una parte genuina de esa obra, como
escenario de sus luchas y empeños más nobles. Quedaban aún
muchos años para que yo pudiera considerar a Rebecca una amiga,
pero a partir de aquel momento se convirtió para mí en un símbolo
de la causa feminista que me había movido desde mi ingenua
adolescencia, la sucesora en el siglo XX de Mary Wollstonecraft y
Olive Schreiner.
Aquel otoño, el grupo Six Point fue solo una de las muchas
organizaciones activas de mujeres que por primera vez tenían la
capacidad de hacer uso de cierto poder, en lugar de rebelarse para
obtenerlo. Incluso ministros pasados y futuros empezaron a caer en
la cuenta, alarmados, de que todas las mujeres —salvo las más
jóvenes— podían votar, y por lo tanto no podían ser ignoradas, y
Bonar Law encabezó una asamblea masiva de electoras en el
Teatro Drury Lañe. Era la primera vez que un primer ministro se
dirigía a un público compuesto en exclusiva por mujeres
emancipadas, y muchas de las feministas más clarividentes —
previendo lamentables consecuencias si las nuevas votantes
pasaban a ser consideradas en política como una clase aparte—
esperaban sinceramente que fuese la última. Fuera cual fuera su
partido, las treinta y tres candidatas apoyaban la Sociedad de
Naciones e instaban a la necesidad de tomar medidas que fueran en
beneficio de la sanidad y la educación, pero aunque las mujeres ya
habían introducido un nuevo elemento de compasión, perspicacia e
imaginación en la política, no parecía haber razones —más allá de
la rancia tendencia de ciertos varones a considerar a «las señoras»
como una subespecie de la humanidad— para tratarlas como una
categoría especializada.
De modo que, negándose a ser excluidas de la corriente política
principal, aunque fuera por un primer ministro, un amplio número de
electoras continuó exigiendo igualdad de derechos en lo político y lo
económico, y también en lo moral, y un estatus de igualdad para las
mujeres casadas en relación con el empleo, la nacionalidad y la
custodia de los hijos. Para muchos candidatos varones supuso un
jarro de agua fría comprobar que el deseo de las mujeres de asumir
tan inconvenientes responsabilidades podía cumplirse a golpe de
perseverancia. Y cuando las mujeres consiguieran hacer valer
aquellas reformas, ¿qué sería de sus oponentes? Era una conjetura
espantosa, ciertamente, que provocó una revisión espontánea de
las campañas electorales en todo el país. El muy activo Six Point ya
había publicado una selección de declaraciones extraídas de los
discursos de parlamentarios de la lista negra que ellos mismos
habrían agradecido olvidar; ¿hasta dónde llegarían aquellos
aborrecibles recursos?
Cuando se hicieron públicos los resultados de los comicios, se
descubrió que dieciséis de los veintidós parlamentarios de la lista
blanca habían entrado en el Parlamento, frente a los doce de los
veintitrés que conformaban la lista negra. A pesar de tan estimulante
augurio, los doce intocables resistían, con una obstinación y una
determinación dignas de una causa mejor, a la influencia creciente
del voto femenino; entre ellos, uno de los más visibles era Dennis
Herbert —ahora, sir—, parlamentario conservador por Hertfordshire
Watford.
Durante los debates sobre la Ley de Reforma de la Legislación
Penal, Herbert hizo gala de una clara tendencia a defender el doble
rasero de la moralidad como oportuna pieza de museo de la
tradición social inglesa, y en los debates acerca de una de las
medidas más revolucionarias de 1923, la ley sobre matrimonio
promovida por el mayor Cyril Entwistle, aquella inclinación volvió a
manifestarse. «¿Existe en esta cámara algún hombre que sea padre
de un hijo y una hija y considere igual de grave el pecado de
adulterio en el caso del hijo que en el de la hija?», preguntó Herbert
con dramatismo, oponiéndose a la medida.
A pesar de lo arcaico de las críticas, para mediados de julio de
1923 esta ley ya había sido aprobada en ambas cámaras, y por
primera vez en Inglaterra los derechos de hombres y mujeres se
igualaban en lo tocante al divorcio. Como venía siendo habitual en la
legislación matrimonial, el adulterio destacaba como factor para el
naufragio de una pareja, mientras que condiciones mucho más
desastrosas para una relación conyugal —como la embriaguez
continuada, la locura y un exceso de incompatibilidades— seguían
considerándose inadmisibles como causas para su disolución. «El
hombre civilizado», según lo expresó una editorialista de Time and
Tide, «reconoce que una relación sexual no es lo único que importa
en la vida de una pareja, y sabe que más allá de la infidelidad física
hay otras cosas que imposibilitan la convivencia conyugal». Aun así,
supuso un avance hacia el remoto ideal de igualdad que incluso la
ley empezara a esperar los mismos valores de conducta por parte
de maridos y esposas; en cualquier caso, el grupo Six Point fue muy
reacio a perdonar políticamente a Herbert por sus empeños a la
hora de impedir que se introdujera incluso una medida tan
insignificante de civilización en el matrimonio.
El 12 de julio, el grupo reservó un gran auditorio en Watford y
organizó una asamblea de protesta contra la actitud que había
manifestado el parlamentario de aquella circunscripción hacia las
leyes de Reforma de la Legislación Penal y la de Matrimonio.
Comparecieron muchos clérigos de la zona, aunque uno de ellos
había incluido a Herbert entre sus feligreses, y el auditorio se llenó
de miembros de los partidos laborista y liberal locales. Resultó que
el encuentro coincidió con el final de una ola de calor que había
durado nueve días; apenas tres días antes, Londres había pasado la
noche en vela por culpa de una de las tormentas eléctricas más
largas y violentas que se recuerdan, y las pasiones se vieron
enardecidas por el sofocante aire veraniego.
Fue una de las tardes más aterradoras de mi vida. Con mi
habitual impetuosidad, accedí a ser la primera en intervenir, y la
certeza de que Herbert, osado y contumaz, se encontraba allí,
preparado para responder a las críticas, no me infundió
precisamente la sensación de que aquel sería un rato agradable. Yo
estaba a punto de publicar mi primera novela tras una serie de
vicisitudes, y la semana anterior mi abuela materna había muerto
después de una grave operación que durante quince días había
sumido a toda la familia en un estado de turbación y sufrimiento.
Ninguna de estas circunstancias favorecía el estado de ánimo que
requería un enfrentamiento político, pero me desviví por fingir que lo
poseía en el momento en que me puse en pie para atacar al
antifeminista acérrimo con toda la elocuencia que fui capaz de
reunir. No me atreví a usar mis notas, porque sabía que las manos
temblorosas me traicionarían.
Más tarde, en una entrevista con la prensa local, Herbert se
refirió a mí con desprecio como «una niña mohína», e insinuó que el
grupo debía de andar muy necesitado de apoyos si permitían que
una criatura tan joven y necia defendiera su causa. Pero ni siquiera
él fue tan consciente como yo de los defectos de mis cualidades.
Nunca antes había anhelado más apasionadamente una
«presencia» y una actitud solemne; ¡ojalá las duras experiencias de
los últimos diez años se hubieran reflejado en mi semblante o
reproducido en mis ademanes! ¿Acaso no dejaría nunca de ser una
figura juvenil y mediocre que remitía más a una guardería que a una
tarima?
Tal y como yo había previsto, Herbert me interrumpió
acaloradamente en pleno discurso y puso en entredicho la veracidad
de mis argumentos, pero el presentador, clérigo simpatizante de Six
Point, lo persuadió para que me permitiera seguir, ofreciéndole la
posibilidad de exponer luego su punto de vista. Tan pronto como
acabé, lady Rhondda continuó la acusación; blandiendo varias
copias de las transcripciones oficiales del Parlamento, le arrojó a
Herbert sus propias declaraciones con valiente indignación. Fue el
mejor discurso que yo le haya oído; su propósito era transformar la
asamblea, que aprobó la resolución del grupo Six Point,
«lamentando» la actitud de Herbert hacia las dos leyes, e instándolo
a considerar «los efectos de sus declaraciones sobre la juventud de
la circunscripción», por una mayoría de aproximadamente cuatro
contra uno.
El grupo retomó la campaña con motivo de los comicios de 1923,
en los que no solo salió elegido el primer Gobierno laborista en
minoría, al día siguiente de la muerte de Lenin en Rusia, sino que, al
conceder ocho escaños a mujeres, las esperanzas políticas
femeninas se elevaron hasta unos niveles que una década atrás no
se habrían considerado justificados ni en cien años. En la
conservadora Watford, fueron seguramente las actividades del Six
Point, más que el movimiento pendular hacia la izquierda, las
causantes de que la holgada mayoría de Herbert cayera por casi
quinientos votos, y durante varias semanas tras el primer acto
electoral en aquel lugar se produjo una cáustica correspondencia en
las columnas del West Herts Post y el Watford Newsletter. En las
cartas, firmadas por partidarios de Herbert, mi nombre y mi persona
recibían el trato descarnado e intransigente que siempre ha
caracterizado a la controversia política, y me vi obligada a
defenderme. Sin embargo, la agitación suscitada por esta polémica
continua quedó sepultada enseguida por las preocupaciones, mucho
mayores, que acompañaron a la publicación de La marea oscura, mi
ópera prima.

12

Durante los dos o tres primeros años de mis arremetidas a los


despachos de las editoriales, mi actividad periodística, al igual que
la de Winifred, fue más persistente y esperanzada que progresiva.
Ciertamente, podría haberse extinguido del todo por pura falta de
motivación en cuanto abandoné el halagador ambiente universitario
de Oxford, si no me hubiera atormentado el recuerdo de un trayecto
por Fleet Street con mi tía la de St. Monica en el piso superior de un
autobús de la línea 13, cuando yo todavía iba a la escuela.
Regresábamos a London Bridge con las primeras luces del
crepúsculo de una tarde de finales de otoño; contra el rojo ardiente
del atardecer de noviembre, los tejados de los altos edificios de las
sedes de los periódicos quedaban silueteados con una nitidez negra
y desafiante. Juntando las manos, presa del sincero éxtasis de mis
diecisiete años, hice la solemne promesa de ganarme por mí misma
el derecho a entrar en esas oficinas en calidad de respetada
colaboradora. La guerra llegó y se fue; el amor y la vida llegaron y
se fueron; pero el sueño persistió. Conmigo seguía cuando, en los
primeros tiempos de Time and Tide, envié mis primeras ideas y
artículos a la antigua oficina de Fleet Street. Y conmigo sigue aún; si
bien llevo años vagando por esta estrecha senda, nunca he leído el
nombre «Fleet Street» sin sentir una renovación profunda e
inexplicable de aquella emoción antigua e infantil.
De cuando en cuando, durante los meses de Bloomsbury, el
padre de Roland, que mantenía un bondadoso interés por nuestras
perspectivas literarias, comentaba con nosotras nuestro trabajo,
lamentando «las idas y venidas» de nuestras actividades
londinenses. En realidad, como él mismo comprobaría más
adelante, difícilmente podríamos haber aspirado a una preparación
mejor para ejercer el periodismo político independiente, que cada
vez nos atraía más a Winifred y a mí, que aquella vida turbulenta y
caleidoscópica de viajes y asambleas, tarimas, debates y discursos.
Bajo la influencia de todo ello, nuestros artículos pasaron de ser el
clásico producto insulso y anecdótico, que cada periódico recibe por
millares, a adquirir las provocativas virtudes que nos llevaron al fin
de la era de las cartas de rechazo. Incluso cuando las charlas y las
controversias del pacifismo encarnaban experiencias nuevas y
angustiosas, la deliciosa sensación de que ahora tenía algo más
sobre lo que escribir además de los recuerdos, que a la sazón eran
aún demasiado dolorosos para reconstruirlos con distancia, provocó
que le enviase a Winifred una carta impregnada de un optimismo
insólito.
«En ocasiones envidio a la familia Huxley, con su enjambre de
ilustres parientes y su nicho hereditario en la literatura», le dije en
noviembre de 1921. «Sin embargo, creo que, si es posible lograrlo,
en realidad es mucho más emocionante emerger “de las tinieblas”,
como diría Maquiavelo».
Puede que nuestros días de entusiasmo y ajetreo no propiciaran
el mejor ambiente para escribir nuestros respectivos libros, pero sí
que nos regalaban un riquísimo material para ese porvenir donde
algún cambio en las circunstancias políticas o personales nos
brindaría la oportunidad de recapitular sus complejas emociones y
experiencias. Y, en cualquier caso, llevamos a cabo con fervor la
escritura de sendos libros, y a pesar de las clases, de las
conferencias, de la propaganda política y del empeño en publicar
artículos, nuestras primeras novelas estuvieron terminadas en la
primavera de 1922. El padre de Roland, tras leer y dar su visto
bueno a La marea oscura, decidió presentarla en Putnam, donde
uno de los cargos principales de la editorial era íntimo amigo suyo,
mientras que Winifred, también guiada por sus consejos, tanteó a
Cassell con Anderby Wold, su historia sobre la vida en una granja
de Yorkshire.
La reacción de la casa Putnam a La marea oscura —una
narración dramática sobre dos alumnas de Oxford que exponía unos
valores muy maniqueos, sin matices— respondió en buena medida,
quizá con creces, a lo que yo podía haberme esperado.
Sinceramente, me comunicaron, no recomendaban su publicación, y
aunque les parecía que la autora debía seguir escribiendo, sugerían
que quizá no sería mala idea que esperase a estabilizarse y a tener
algo más de experiencia vital antes de emprender la escritura de
otra novela.
Yo respondí con bastante acritud a la carta del padre de Roland
que me revelaba este veredicto, pues sabía con certeza que había
adquirido toda la experiencia vital (por no hablar de la mortal) que
necesitaba por el momento. Tras expresar mi opinión sobre la
perspicacia de los lectores de Putnam, le rogué que no se implicara
en más fracasos míos; ¿podía devolverme el manuscrito y
permitirme cargar sola con el lastre de los rechazos futuros?
Cuando me devolvió el libro, me aconsejó que probara suerte con
John Murray, de modo que me presenté toda intimidada en las
oficinas de aquella editorial impresionante y decorosa. Allí, hablé
con Leonard Huxley, quien me recibió con graciosa benevolencia;
me encontraba, según me dijo, en el lugar exacto donde había
estado Byron, y yo era una joven autora que aspiraba a conquistar
la fama. Su editorial, sin embargo, no tardó en exonerarse de la
responsabilidad de ayudarme a cumplir mis aspiraciones, y por
segunda vez La marea oscura regresó conmigo a Doughty Street,
donde Anderby Wold, devuelta desde Cassell, no tardó en hacerle
compañía.
Entonces leí por casualidad un breve en el que se informaba de
que Rose Macaulay acababa de ser galardonada con el Premio
Femina Vie Heureuse de 1921-1922 por su novela Dangerous Ages.
Le escribí tímidamente para felicitarla, sin albergar la menor
esperanza de que se acordase de mí, pero ella me envió una
respuesta casi de inmediato, que concluía preguntándome por los
avances de la novela que le había mencionado durante el mercadillo
de Somerville. En aquel momento yo no sabía que no puede haber
gesto más generoso por parte de una escritora consagrada que
preguntarle tal cosa a una joven universitaria, pues todos los autores
de prestigio están acostumbrados a recibir tantísimas peticiones por
parte de completos desconocidos para que intercedan con los
editores, y tantísimos manuscritos espontáneos con la intención de
que los comenten, que la mera alusión a alguien que tiene una
novela sin publicar y pide consejo bastaría para que cualquier
escritor se exiliara de la ciudad durante una semana.
Considerándome, en mi inocencia, un caso muy especial, le
endosé a Macaulay el triste relato de mi desencanto con La marea
oscura, y en otra carta, cuya generosa amabilidad no caía en la
condescendencia, me recomendó que enviara el libro a Collins, la
casa que la publicaba a ella, a la vez que se ofrecía a escribir a su
lector principal, J. D. Beresford, para interceder por mí. Cuando, a
pesar de la mediación, la novela me fue devuelta, junto con una
crítica detallada a la que Beresford debió de dedicar varias horas de
su valioso tiempo, Macaulay me invitó a tomar el té para que
discutiéramos el asunto. Ahora me estremezco solo de pensar en lo
que en realidad opinaría aquella escritora de la tosquedad que hasta
una distraída ojeada revelaba, pero era demasiado considerada, y
sensata, para sugerirme unos retoques fundamentales que solo la
madurez y la experiencia literaria son capaces de obrar. Sus
consejos me permitieron mejorar considerablemente algunos
detalles de estilo y sintaxis que podían enmendarse, y me llevé
conmigo el recuerdo deslumbrante de unos bollitos calientes y una
conversación fresca e incisiva a la que me aferré en busca de
estímulo durante los descorazonadores meses que vinieron
después.
A lo largo del resto de aquel año, envié La marea oscura a casi
todas las editoriales, tanto de Londres como de fuera. El manuscrito
regresó, un poquito más sucio y abarquillado cada vez, de
Constable, y de Blackwell’s, y de Chatto & Windus, y de Martin
Secker, y de Sidgwick & Jackson; después de esta serie, mi
memoria pierde el hilo. La mayoría de las editoriales se conformaba
con adjuntar cartas de rechazo, pero varios «lectores» eminentes
me daban consejos, como reescribir el principio, o el final, o toda la
trama central, o recomendaban otras formas de diálogos, o me
invitaban a cambiar la melancólica conclusión de la historia por un
«final feliz».
En cualquier caso, si algo me enseñó aquella larga fase de
negativas fue la paciencia desproporcionada e inquebrantable de la
autora consolidada con la novata. Después de cada rechazo, la
incansable Rose Macaulay siempre estaba dispuesta a animarme y
hacerme nuevas sugerencias, y en la actualidad, cuando llegan a mi
casa manuscritos que no he solicitado, procedentes de fuentes
desconocidas, con la petición de que emita un juicio, recuerdo la
generosidad que tuvieron conmigo cuando yo misma era un
incordio, y lamento no demostrarles a mis inoportunos
corresponsales ni una cuarta parte de la buena voluntad que
Macaulay mostró conmigo. Sus periódicas cartas fueron el farol que
alumbró el infructuoso año de 1922, tan negro en su desaliento
continuo, tan vacío, tras los pequeños y relativos triunfos de Oxford,
de alguna señal que me revelase que finalmente triunfaría en el
ámbito literario. Si no llega a ser por Rose Macaulay, habría tirado la
toalla, y aunque en la última década he hecho muy poco de todo
cuanto esperaba hacer, y he cubierto una distancia muy pequeña
del humilde sendero al éxito que tan poco se parece a la flamante
vía rápida de mis primeros y confiados sueños, nunca he dejado de
alegrarme por haber perseverado.
Entretanto, las vicisitudes de la novela de Winifred, Anderby
Wold, resultaron ser mucho más breves y mucho menos hostiles.
Cuando pasamos por el estudio de Doughty Street antes de irnos
con nuestras familias a disfrutar de unas breves vacaciones tras el
curso de verano de Ginebra en 1922, Winifred abrió una carta de la
editorial de John Lañe en la que, para su humilde asombro, le
hacían una oferta por su libro. El acontecimiento me provocó una
suerte de crisis psicológica; Winifred era bastante más joven que yo,
en Oxford había seguido mi estela literaria, y a mí jamás se me
había pasado por la cabeza que su obra pudiera ser publicada antes
que la mía. En Kensington, sola en mi dormitorio, me obligué a
afrontar y reconocer la dura realidad de que Anderby Wold era mejor
libro que La marea oscura. En mi fuero interno, sabía que era más
equilibrado y maduro que mi novela, a pesar del hecho de que
Winifred lo había planeado y empezado cuando contaba apenas
veintidós años, y al final le escribí las palabras de admiración que la
estupefacción me había impedido pronunciar en Bloomsbury.
«Estoy intentando convencerme de que un libro tuyo existirá
realmente, con tu nombre en la cubierta; quizá lo contemplaremos
en el escaparate de Bumpus, y en la estantería de novedades. […]
Sé que las críticas serán buenas; es un libro amable, además de
inteligente, y siempre me ha generado una envidia secreta. […]
Gracias a ti me someto a una cura de humildad; yo hablo mucho
pero hago poco, mientras que tú en cambio conquistas metas sin
hacer ruido. Serás una celebridad cuando tengas mi edad, y hay
una cosa insólita que hará aún más distinguido tu triunfo, y es que,
por mucho éxito que tengas, nunca alcanzará del todo el que te
mereces. […] Me alegro mucho de conocer íntimamente a una
persona que triunfa, en especial porque todas mis amistades hasta
la fecha o bien han muerto antes de triunfar, o bien se ven limitadas
por falta de recursos. Hacen falta cambios para demostrar que, de
vez en cuando, la vida la recompensa a una. […] De algún modo,
me parece que el mundo ha cambiado un poco desde que tu libro ha
sido aceptado. Supongo que es verdad lo que se cuenta […] sobre
cruzar el abismo entre aspiraciones y logros; una vez que se
consigue, las personas no vuelven a ser las mismas».
A finales de 1922, llegué a la triste pero resignada conclusión de
que La marea oscura nunca encontraría un hogar y, desesperada,
empecé a escribir mi segunda novela, El hombre en el crucifijo, que
más tarde se publicaría con el título No sin honor. A pesar del nuevo
experimento, la esperanza de convertirme en escritora empezaba a
palidecer; aparte de Rose Macaulay, el mundillo literario de Londres
me había dejado bien claro que no quería ni mis ingenuos empeños
ni a mí, y empecé otra vez a pensar que solo lograría justificar el
hecho de haber sobrevivido a la guerra desgastándome por la paz
en una serie ilimitada de tarimas. Sin embargo, y a pesar de la falta
de pruebas concretas por parte de editoriales y lectores, no acertaba
a sofocar la íntima convicción de que no eran las tarimas el mejor
lugar desde el que yo podría abogar por aquella o cualquier otra
causa, por impopular que fuera.
«Como Vera Brittain, conferenciante y portavoz de la Unión de la
Sociedad de Naciones, etcétera», escribí en Nochebuena a
Winifred, que se encontraba de nuevo en Yorkshire con su familia,
celebrando la inminente publicación de Anderby Wold, «me siento
muy capaz de mantener el nivel de Winifred Holtby; y, para serte del
todo sincera, me importa un bledo si no lo soy Lo único que me
importa es escribir, y tomar la decisión de abandonar la escritura
jamás me impediría seguir adelante. […] Y no es que escribir no sea
una actividad llena de sinsabores. Ayer leí varios fragmentos de
Barbellion, cuya vida, al parecer, estuvo plagada de manuscritos
rechazados, igual que la mía. En ese momento tomé la decisión de
que, aunque en nuestro piso no cupiera ni un solo manuscrito
devuelto más […] yo seguiría volcándome por completo en El
hombre en el crucifijo. […] Y ayer por la tarde me puse a la tarea y
escribí el primer borrador de la complicada primera página del
primer capítulo. La aborrecí desde el principio. Mi intención era
generar en mí el mismo efecto que me produjeron Hugh Walpole y
su “Elizabeth”, pero descubrí que no sabía. Entonces me maldije por
no saber escribir. […] No me acuerdo del todo, pero creo que el año
pasado tenía la descabellada idea de que solo necesitaba terminar
un libro para que me lo publicasen; los ánimos de L., a fin de
cuentas, me lo daban a entender, ¿no crees? Y los años perdidos
han excluido cualquier otra fuente de conocimiento. De todos
modos, puede que quizá odiar lo que hago, seguir al menos un
método nuevo, dé otros resultados».
Por desgracia, las perspectivas de un resultado distinto, cuando
estaba esbozando apenas un libro nuevo cuyo predecesor seguía
siendo paria, eran demasiado remotas como para proporcionar un
estímulo inmediato, y al día siguiente le escribí a Winifred otra carta,
más pesimista que nunca.
«Esta mañana estoy muy deprimida […] porque es Navidad, y
porque es un día frío y húmedo, y porque necesito belleza y alegría,
y porque no hay sol, y ni empleando toda mi imaginación puedo
pretender que es primavera y estoy en Siena. Me avasallan
fantasmas de personas y manuscritos, y también la triste figura del
“hombre en el crucifijo”, que no puedo atacar porque tengo los pies
demasiado fríos para encontrar inspiración. Me siento como Hilda
[Reid], de la que he recibido una postal en la que me dice
escuetamente: “He estado cazando gansos salvajes”».
Anderby Wold se publicó varias semanas más tarde y cosechó
una bien merecida cantidad de críticas interesantes. El tema rural se
basaba en un fragmento del Leviatán de Hobbes: «La felicidad es un
continuo progreso de los deseos, de un objeto a otro, ya que la
consecución del primero no es otra cosa sino un camino para
realizar otro ulterior. […] De este modo señalo, en primer lugar,
como inclinación general de la humanidad entera, un perpetuo e
incesante afán de poder, que cesa solo con la muerte […] y no
habrá más satisfacción que la de seguir avanzando»[29]. El enfoque
tolerante e imaginativo de un tema complejo por parte de una
escritora tan joven provocó que los editores y críticos más exigentes
observaran con atención a Winifred, y puso punto final a las ridículas
dudas ocasionales que la llevaban a debatirse entre la escritura y la
enseñanza.
Mientras no paraban de llegar opiniones sobre Anderby Wold, La
marea oscura seguía pasando tristemente de mano en mano, pero,
a pesar de lo ajado y cochambroso que estaba el manuscrito a esas
alturas, le faltaba poco para acabar su tediosa odisea.

13

A finales de la primavera de 1923, mi maltrecha novela cayó en


manos de Grant Richards, que en ese momento disfrutaba de uno
de sus periodos de mayor éxito editorial. Yo casi había terminado El
hombre en el crucifijo cuando el aspecto de mi mundo cambió por
completo gracias a una nota de Richards en la que me pedía que
fuera a verlo. Me dijo que los defectos obvios de mi novela ponían
en un riesgo considerable la publicación, pero que aun así se sentía
muy atraído por la atmósfera fresca y juvenil que transmitía.
«Con tanto comentario sobre la frescura, la juventud, la
necesidad de ensanchar la experiencia de vida, etcétera, empiezo a
pensar que sufro un retraso en el desarrollo», reflexioné con
pesadumbre para mis adentros. «En fin, tal vez lo de trabajar para el
Ministerio de la Guerra durante la adolescencia me atrofió el
intelecto, por no hablar del efecto embrutecedor de la incertidumbre
y el sufrimiento. Es posible que el ajetreo y el torrente de
acontecimientos retrasen realmente el desarrollo en algunos
sentidos, igual que lo aceleran en otros; a fin de cuentas, uno de los
factores principales para la evolución mental es disponer de tiempo
para pensar y ocio para dar a esos pensamientos alguna vía de
expresión. Quienes, como yo, nos vimos atrapados por la guerra y
sus emociones antes de que nuestros cerebros hubiesen madurado
éramos como José 11 de Austria: tuvimos que dar el segundo paso
antes de haber dado el primero. Me atrevo a afirmar que, si me
hubiera quedado en Oxford en lugar de meterme en el
Destacamento de Ayuda Voluntaria, ahora sería más brillante; hasta
habría publicado un libro o dos que habrían dejado huella, no como
los cuatro años que pasé en el Ejército, que no parece recordarlos
nadie salvo yo. ¡En fin…!».
Aquel, en el fondo, era el único comentario que podía hacerse
sobre la guerra; era inevitable expresarlo tan a menudo.
Al final, Richards me hizo una oferta por el libro que sin duda
representaba más o menos lo que valía. Las cosas estaban
relativamente complicadas en 1923, y el contrato que firmé para La
marea oscura implicó varios meses de cenas muy frugales y una
visita brevísima a Ginebra en un momento en que viajar era una de
mis pasiones principales. No obstante, si me dieran a elegir de
nuevo ahora que conozco mejor el mundo literario, es muy posible
que aceptara las mismas condiciones, ya que nunca un sacrificio me
procuró unos resultados tan valiosos, tanto por las razones
imprevistas como por las más obvias.
Sin embargo, el aspecto positivo de sus trascendentales
consecuencias no se manifestó desde el principio. El libro,
hermosamente impreso durante un mes de julio más bien aburrido,
fue el más vendido durante varias semanas y se reseñó hasta en
setenta y tres ocasiones, la más importante de las cuales fue una
crítica sesuda y favorable en el suplemento literario del Times; pero
su publicación también fue recibida con una serie de ataques
mordaces y airados en la prensa a cuenta de mi tratamiento del
tema. La tentativa más habitual —a la sazón, muy sorprendente
para mí—, siempre en medios que respondían a la misma línea
editorial, era la de presentar la historia como una «revelación» de la
vida en un college femenino de Oxford —aunque en el libro no había
nada más ingenuamente fiel que la inocencia moral y el candor de
todos los personajes femeninos—, y un joven, en la actualidad autor
de renombre, que tendría que haber sido un poco más perspicaz
pero que tal vez necesitase el dinero, firmó un artículo en un diario
de gran tirada que empezaba así: «Érase una vez un catedrático de
Oxford que besó a una alumna, y la señorita Vera Brittain fue
corriendo a escribir un libro sobre ello».
Pero aquella recepción imprevista no resultó ser tan devastadora
como una o dos ácidas cartas que me mandaron gentes de Oxford
que se veían reflejadas en los personajes de la historia, que yo
había compuesto a partir de varias personas mezcladas, muchas de
las cuales no tenían nada que ver con la universidad. Según
descubrí mucho más adelante, mi lúgubre becaria había levantado
muchas ampollas, innecesarias, dado que el carácter de la
protagonista combinaba el de dos parientes mías que no podían
estar más lejos de los círculos académicos. Imagino que nadie que
no se dedique a escribir novelas comprende del todo el proceso
mediante el cual se engendran los personajes en la mente del autor
de ficción. A excepción de los muy prolíficos, muy pocos escritores
se atreven a echar mano del dudoso recurso de «inventar» a sus
hombres y mujeres sin un vínculo con algún modelo conocido, pero,
por otro lado, tampoco se ponen en la piel del retratista de la corte.
El estudio de un individuo real deja la huella de una «tipología» en el
autor, que la usa como base para su creación ficticia, y a partir de
esos cimientos prospera un personaje que, en muchos y muy
importantes aspectos, difiere del sujeto real de observación, un
personaje que suma cada vez más control de su propia
personalidad conforme avanza la historia, y que da como resultado
algo que se encuentra en las antípodas del original. Solo en raras
ocasiones se permite el imaginativo novelista tomar el atajo de
realizar un retrato directo, sobre todo al describir personajes
secundarios que aportan color y un trasfondo pero no requieren un
desarrollo psicológico.
En 1923 yo aún no estaba familiarizada con los aspectos más
malévolos de la publicidad, y a pesar de la larga serie de reseñas
respetuosas, aunque críticas, que vinieron tras los ataques iniciales,
durante semanas fui incapaz de recoger el correo sin echarme a
temblar de la cabeza a los pies, mientras que la visión de una pila
de recortes de prensa me reducía a un estado de postración
nerviosa incluso cuando contenía textos como el de Gerald Gould
para el Saturday Review, una crítica severa pero tremendamente
revitalizante en sus palabras de cierre, sobre las que yo meditaría
mucho en los meses sucesivos con una luminosa sensación de
esperanza infinita: «La marea oscura es un libro extraordinario,
aunque crudo. Empieza con un retrato más bien escabroso de la
vida en Oxford […] y la autora manifiesta, en lo tocante a la carrera
como diplomático del retorcido profesor, una interesante ignorancia
de la distinción entre el funcionario que pertenece a un
departamento de gobierno y el político que aspira a dirigirlo durante
un tiempo. No obstante, Brittain domina la raíz del asunto. Sabe
transmitir simpatía. Posee un conocimiento espiritual de sus
personajes. Puede que algún día escriba un buen libro».
Durante el verano y el otoño, Winifred se tomó unas vacaciones
inusualmente largas en Yorkshire debido al futuro enlace
matrimonial de su hermana, y día tras día yo volcaba sobre su
paciente simpatía toda una serie de cartas en las que le describía
con angustia el pánico de una autora sin experiencia abandonada a
merced de una familia a la que deseaba proteger de sus propios
trastornos a la vez que trataba de poner orden en su avasallada
mente para concluir su segunda novela.
«Este piso me parece muy tranquilo comparado con el nuestro»,
le contaba, «aunque todavía algo se remueve dentro de mí y me
asfixia cada vez que llega correo. El papel pintado y el estridente
timbre del número 58 me sacan de quicio. […] Me han complacido y
conmovido la carta de tu madre y la tuya, que he recibido esta
mañana. Estoy muy agradecida de que alguien tenga esa opinión de
mi libro; solo espero que no sea ella la única; porque, si hay más
lectores así, no puede ser tan malo. Es la sensación que yo quería
que se llevara la gente, la de una debilidad capaz de alcanzar altas
cumbres de carácter al ser enardecida por “la marea oscura” del
sufrimiento. […] Ojalá los de Oxford lo vieran de ese modo. […] Me
duele mucho que me arrastren por el fango pues mi propósito era
que el libro fuese idealista. […] Ahora mismo, lo único que quiero es
esconderme en el campo y no salir de allí, ni dar discursos ni ver a
nadie».
Una de las infalibles y pacientes respuestas de mi amiga bien
podría, con toda razón, imprimirse como panfleto y entregarse a
todos los autores jóvenes y nerviosos que entran por primera vez en
contacto con el rigor crítico de un mundo que, aun sin dejar de ser
sensible y susceptible, puede también resultar despiadado y
vengativo.
«Acabo de volver de almorzar con J. E. B[uckrose], Te conoce de
oídas, y sabe que tu libro ha tenido “un éxito insólito para ser una
primera novela”, aunque no lo ha leído aún. […] Dice que ella
todavía no ha escrito un libro que no le haya valido enemigos […] y
hasta por los más moderados ha recibido incluso cartas anónimas, y
es habitual que le escriban personas que ella ni siquiera conoce,
indignadas, para protestar porque se sienten “caricaturizadas”. Le
he hablado un poco de nuestros problemas y se ha echado a reír y
me ha dicho: “No hagáis ni caso. Vale la pena. Hagáis lo que hagáis,
escribid lo que pensáis, nunca lo que la gente quiera”, y luego, que
ella se había malogrado como artista intentando escribir libros que
no ofendieran a nadie, porque tiene un marido inválido que
mantener al que quiere mucho».
Hasta bastante más tarde no me di cuenta de que los problemas
y las miserias de aquel verano me habían hecho cruzar el Rubicón
que separa el estatus de aficionada del de profesional. Pero en
septiembre tuve la dicha de saber que Grant Richards había
aceptado El hombre en el crucifijo para publicarlo con el título de No
sin honor, con unas condiciones mucho más favorables que las de
La marea oscura, mientras que aquel invierno las cartas de rechazo
de los editores de prensa empezaron a disminuir hasta que
prácticamente cesaron pasados dos o tres años.
Hoy en día, si alguien recién salido de la universidad, hombre o
mujer, me entregase el manuscrito de una ópera prima y me pidiera
instrucciones para publicarlo, es probable que diese, a la luz de mi
propia experiencia, y sin un ápice de remordimiento, un consejo tan
poco ortodoxo como este: «Ponte desde ya en manos de un agente
de primera y exige que la editorial te ofrezca unas buenas
condiciones. Pero, si no lo consigues, absuelve al agente y
confórmate con lo mejor que pueda ofrecerte una empresa que goce
de buena reputación. No seas demasiado optimista en lo tocante a
beneficios, porque el editor que te lance a ti, un principiante
desconocido, a un mundo que no te quiere, está asumiendo un gran
riesgo económico. Pero tú publica, sea como sea. Lo único que
importa en esta fase es que te publiquen y que se hable de ti, que
puedas remitir, a los editores que encuentran tu bombardeo
adolescente intolerablemente tedioso, una obra tuya que haya
pasado por la imprenta. Más adelante, cuando ya tengas seguidores
y cierto nombre, podrás empezar a preocuparte por ser un buen
hombre o una buena mujer de negocios y firmar contratos
herméticos. Antes de eso, concéntrate solo en ser publicado, que, si
tienes madera, tarde o temprano lo demás vendrá rodado. Si, por el
contrario, no hay nada que rascar, al menos habrás aprendido sin
perder demasiado el tiempo que la vocación escritora no es para ti».
Debido a que La marea oscura tuvo un impacto mucho mayor en
mi vida personal y profesional de lo que el optimista más fervoroso y
engañado podría haber esperado de una primera novela con los
méritos multiplicados por diez, quisiera hacer constar aquí mi
agradecimiento a Grant Richards por haberla publicado en lugar de
condenarla al olvido mediante una solemne negativa. Su decisión
fue para mí el trampolín a una carrera de escritora que, aunque no
tenga nada de espectacular, es medianamente rentable, y por
encima de todo me ha procurado mucha felicidad —la felicidad más
permanente y segura que yo haya conocido, pues no se encuentra a
merced del azar, en la medida en que lo están siempre las
relaciones personales—. Por último, al sacar el libro en el momento
en que lo hizo, Richards preparó el escenario de un acontecimiento,
de importancia considerable para mí, que, sin duda, ni él ni yo
esperábamos de la publicación.
CAPITULO XII
«OTRO EXTRAÑO»

El rayo de sol en el camino blanco


que formaba una cinta colina abajo
y las clemátides de terciopelo prendidas
del alféizar de tu ventana
te esperan todavía.

De nuevo, el agua de la poza en sombra


se rizará en torno a tus pies,
y cuando el zorzal cante en el bosque,
sin saberlo conocerás
a otro extraño, amor mío.

Y si no es tan viejo
como aquel muchacho que conociste un día,
y menos orgulloso, y más digno también,
no lo dejes escapar
(las margaritas son más sinceras que la pasionaria).

R. A. L., «HÉDAUVILLE», NOVIEMBRE DE 1915


1

A mediados de junio de 1923, pocas semanas antes de que La


marea oscura llegase a las librerías, fui a Oxford con Winifred con
motivo del Gaude de Somerville, la ceremonia en honor de las
antiguas alumnas que se celebraba al término del semestre.
Acabábamos de volver a casa cuando llegó al piso de
Bloomsbury, reenviado desde Somerville, un diminuto sobre dirigido
a mí con una letra microscópica. Contenía la tarjeta de visita de un
hombre, en cuyo dorso había escrito la siguiente y brevísima misiva:
«Querida señorita Brittain: Estoy casi seguro de haberla visto en
Radcliffe Camera el miércoles. Seguramente no me recuerde, pero
yo siempre la veía en los debates de Somerville. ¿Le apetece tomar
el té o dar un paseo por el río conmigo alguna tarde?».
Le di la vuelta a la tarjeta; la dirección era «New College,
Oxford», pero del nombre del remitente no conservaba ningún
recuerdo.
«¿Quién es este muchacho tan impertinente?», le pregunté a
Winifred, entregándole la tarjeta, y cuando ella me aseguró que no
lo conocía de nada, rompí la inoportuna cartulina, y, para mi eterno
remordimiento, tiré los pedazos a la basura.
Es probable que el silencio al que relegué al «muchacho tan
impertinente» jamás se hubiera quebrado si no llega a ser porque mi
novela se publicó más o menos un mes después. En agosto,
exhausta a consecuencia de los ataques de catedráticos y críticos,
me rendí al deseo de esconderme en el campo que le había
expresado a Winifred en una de mis cartas; me alojaba en una de
las viviendas de Kingswood que formaban parte de las
dependencias de St. Monica, que no paraba de crecer y ahora
estaba cerrado por vacaciones, cuando recibí un paquetito de la
oficina de Grant Richards con el habitual manojo de recortes de
prensa. Como no reconocí la letra con la que habían escrito
originalmente mi nombre y la dirección, lo abrí con los dedos
temblorosos y vacilantes, pues cada caligrafía extraña me evocaba
un nuevo y furioso ataque hacia mi novela. Bajo el envoltorio surgió
un libro alargado del que cayó una nota escrita desde New College,
con los mismos caracteres precisos y hermosos que ya había visto
en la tarjeta de visita.
La nota anunciaba, en un tono un tanto desafiante, que su autor
había leído «con sumo placer» mi novela La marea oscura, y me
rogaba que a cambio aceptara lo que me mandaba «adjunto»,
precisando que no hacía falta que acusara recibo. Lo «adjunto»
resultó ser una pequeña monografía sobre un filósofo del siglo XVII;
la guarda informaba de que el autor había sido becario de New
College y en la actualidad impartía clases en una universidad del
norte.
Por algún motivo que ignoro, la insistencia de aquel joven
académico me suscitó una perturbadora curiosidad. ¿Por qué, me
preguntaba con el libro en el regazo bajo un exuberante arco de
rosas trepadoras en el apacible jardín, me habían causado una
impresión tan honda la misiva y la pequeña monografía? A esas
alturas yo ya sabía que las cartas, los manuscritos y los regalos no
solicitados eran consecuencia habitual de la publicación de un libro;
se trataba de manifestaciones normales del extraño glamour que, de
un modo inexplicable, rodeaba a escritores, asesinos, músicos,
boxeadores, tenistas de éxito y estrellas de cine, y que, sin
embargo, injustamente, no lograba imbuir de un encanto similar a
maestros, magistrados, ingenieros, abogados y libreros. La carta del
joven catedrático solo era un incidente más trivial que muchos otros,
pues los dos años anteriores, a pesar de su relativa estabilidad
emocional, no habían estado exentos de incidentes.
Pensé con amargura que los hombres con los que me había
relacionado desde la guerra —hombres que ya estaban casados
pero gustaban de hacer uso de mi compañía para procurarse una
distracción romántica, hombres que imaginaban que yo me sentiría
tentada por la riqueza y las promesas de respaldo económico en mi
proyecto político, hombres de mediana edad quisquillosos y de poca
monta, hombres mayores cuyos ávidos ojos me dedicaban miradas
intensas y evaluadoras, hombres jóvenes que eran ardientes pero
inofensivos, hombres de todas las edades que se regodeaban en un
sentimentalismo nauseabundo y no tenían ni dos dedos de frente—
me habían demostrado, uno tras otro, que los mejores exponentes
de su sexo habían desaparecido en el campo de batalla.
Ahora estaba del todo segura de que no quería casarme. Los
hombres que había amado estaban todos muertos; me gustaba mi
ininterrumpida independencia, y creía que había superado cualquier
posibilidad de incluir niños en mi plan vital. Por fin había conquistado
el tipo de vida que siempre había deseado; disfrutaba de mi trabajo,
y no tenía ganas de adaptar mis costumbres a las de ningún
desconocido. Entonces, ¿por qué había aguantado, de un modo
casi placentero, la insoportable ramplonería de aquellos hombres
cuyos valores intelectuales y temas de conversación no habría
tolerado ni por un instante si hubieran sido mujeres? ¿Qué me
estaba ocurriendo para que mi vida, a pesar de las ocupaciones
ilusionantes y los días llenos de actividad, me pareciera en
ocasiones tan estancada y poco fructífera? El problema de las
relaciones entre hombres y mujeres, concluí con autodesprecio, no
era tanto el adulterio como la adulteración; el amor que antaño
había sido un torrente desbocado había serpenteado por llanuras
mediocres hasta secarse del todo, perdido en un desierto de arena
sin límites.
Con tristeza recordé los versos de hosanna que los soldados
ingleses, despiadados y realistas, cantaban en sus fiestas-recital en
Francia: «¡Abrázame, bésame, llámame, Gertie, casémonos pronto,
que tengo casi treinta!».
En aquella época, a años aún de encontrarme en el apuro de
Gertie, tal impertinencia me había resultado increíblemente
grotesca; no obstante, los años, cargados de sucesos, habían
avanzado implacables, y el momento casi había llegado. ¿Era ese el
problema? ¿Que me acercaba a la treintena? ¿Acaso la sublimación
completa jamás sería posible cuando en otros tiempos el organismo
humano se había sentido exaltado por un gran cúmulo de
emociones?
A pesar de mi poco halagadora conclusión, respondí a la carta
de Oxford. Pero cuando recibí respuesta a mi respuesta, descubrí
que esta había sido escrita en un lugar muy, muy lejano: mi
corresponsal estaba bordeando la costa de Labrador, a bordo del
SS Regina, acompañado de los compases del estribillo de moda:
«Hoy no tenemos plátanos», aunque la extensa misiva estaba
expedida desde un pueblecito estadounidense, al que había acudido
para incorporarse a un nuevo empleo de un año en una gran
universidad americana.
Según todas las reglas del sentido común, aquellas abrumadoras
consideraciones de tiempo y espacio tendrían que haber puesto fin
a la correspondencia sin más dilación. Pero no fue así. Los
comentarios detallados y elogiosos para La marea oscura que
llegaban del otro lado del Atlántico eran demasiado estimulantes
para que una autora novel como yo los desatendiera, y a la tercera
carta que le dirigí ya nos habíamos sumergido en un prolongado
debate sobre las condiciones sociales y las consecuencias del
matrimonio para la mujer independiente de la posguerra. Se trataba
de un problema que yo solía abordar, y que trataba de resolver —
con una objetividad que creía total— en artículos y en las tribunas
públicas de las organizaciones feministas. ¿Eran compatibles el
matrimonio y la maternidad con el éxito en cualquier arte o
profesión? Si no lo eran, ¿qué había que sacrificar: la profesión o la
raza humana? Sin duda, dado que las flores más selectas de la
masculinidad inglesa de toda una generación habían sido
arrancadas, se necesitaba más que nunca que las mujeres
mantuvieran el listón nacional de la literatura, el arte, la música, la
política, la enseñanza y la medicina. Sin embargo, tampoco cabía
duda de que una nación en la que los hombres de mentes y cuerpos
sobresalientes habían desaparecido casi por completo necesitaba
más que nunca que sus vigorosas e inteligentes mujeres fuesen las
madres de la generación del porvenir.
Las restricciones que impedían el desempeño profesional a las
mujeres después del matrimonio iban tan en contra de la biología
que constituían casi una forma de suicidio racial; pues, a pesar de
los aforismos sentimentales que todavía pronunciaban la mayoría de
los varones acerca del deseo predominante en las mujeres de tener
un marido y un hogar, yo cada vez conocía a más mujeres que
preferían rechazar el matrimonio antes que quedar relegadas
durante años a una vida doméstica exclusiva y desaprovechar su
formación y experiencia. La reorganización de la sociedad para que
las mejores mujeres pudieran ser tanto madres como trabajadoras
profesionales parecía ser uno de los problemas más peliagudos a
los que tenía que enfrentarse mi generación —y todas las
siguientes, en menor pero aún considerable medida—. Conocer a
un hombre que parecía capaz de comprenderlo por sí mismo fue
una experiencia completamente novedosa en mi vida después de la
guerra.

De modo que quizá no fuera tan extraordinario que a lo largo de


todo aquel otoño e invierno de 1923 la extraña correspondencia
siguiera tomando impulso, ni que yo cumpliera con mi parte de
manera regular pero también con rabia, autodesprecio y
resentimiento. Después del boicot a La marea oscura en Somerville,
me costaba creer que a un autor de ensayos y monografías
académicas dignos de premio le hubiera impresionado realmente
aquel texto, melodramático aunque lleno de vida, y durante mucho
tiempo leí sus cartas con la sospecha de que una burla sutil y
humillante se ocultaba bajo la aparente admiración. Pero, poco a
poco, llegué a la conclusión de que sus elogios eran del todo
sinceros; incluso, y para mi sorpresa, se mostraba indiferente a la
desaprobación erudita que tanta angustia ingenua me había
provocado.
«Una novelista tiene una libertad de acción considerable […] en
interés de su arte; ¿o tal vez deberíamos declarar que los individuos
solo hallan justificación en la medida en que favorecen lo universal?
Si Somerville protesta, lo mismo ocurrió en St. Paul con la Sinister
Street de Compton Mackenzie, ¡y con mucha más razón!», me
escribió, con la seguridad de quien estuvo en aquel colegio cuando
se publicó Sinister Street.
En las Navidades de 1923 le escribí a Winifred: «Estoy un poco
intranquila, y bastante abatida, ¿sabes? Espero de veras que,
después de este magnífico periodo de paz, no vaya a venir un
hombre destructivo a meterse en mi vida y ponerla otra vez patas
arriba. ¡Justo cuando las cosas pintan tan prometedoras, además!
[…] En realidad no hay nada de lo que preocuparse; a fin de
cuentas, ¿qué son una carta de América y una cajetilla de tabaco?
Sin embargo, así me siento. Por favor, escríbeme y búrlate de mí».
A partir de las breves y ocasionales pinceladas autobiográficas
que introducía sin ceremonia ni énfasis en sus cartas —ya que, para
su artífice, las ideas siempre habían tenido más peso que los
hechos—, descubrí que la etapa oxoniense de mi corresponsal se
había producido tras un periodo de servicio militar pospuesto por
mala salud hasta la primavera de 1918. En su opinión, tres años de
servicio en el funcionariado no le habían dado ningún derecho para
asumir responsabilidad sobre las vidas de otros hombres en el
Ejército, de modo que se incorporó a filas como fusilero en la
Brigada de Fusileros de Londres, y fue enviado a Francia justo a
tiempo para el armisticio. La heterodoxa variante del catolicismo de
la que se confesaba practicante reavivó en mí el recuerdo de la
conversión de Roland en Francia, mientras que sus teorías políticas
incluían la aceptación de un socialismo hacia el que yo ya me sentía
atraída a raíz de mi experiencia en Bethnal Green. Más tarde, supe
que el primer voto que había introducido en una urna, siendo un
soldado de veintidós años en la ocupación de Mons durante las
llamadas «elecciones caqui», lo había dado a los laboristas, a pesar
de que el partido, con su grupo tabú de objetores de conciencia, se
encontraba en lo más bajo de su popularidad. Incluso en aquel
tiempo, descubrí, había sido un estudiante profundamente absorbido
por la ciencia política, y la emigración a América se había debido a
un deseo de ampliar su investigación en un Nuevo Mundo menos
asediado que el Viejo por el fracaso político.
«Por el momento», me escribía, «mi mano aferra con firmeza el
arado de la teoría política, […] principalmente porque la guerra me
ha dejado la sensación de que nada hay más imperativo que
despejar tantos dogmas políticos en conflicto».
Vaya, pensé, sea como sea en otros aspectos, en esto estamos
en fuerte sintonía; resultaba todo de lo más intrigante, aunque
también un poco perturbador. Pero cuando, cierto día, llegó una
carta en la que mencionaba entre otros compañeros suyos de
universidad a «mi querido Henry M. Andrews, de Uppingham y New
College», me di cuenta, presa de una sacudida casi física, de que tal
vez mi corresponsal y yo tuviéramos algo más en común que
nuestros ideales políticos. Si no hubiera sido por la contienda,
Edward y él habrían estudiado juntos en New College; quizá hasta
se habían presentado a las mismas pruebas para la beca, en la
primavera de 1914. Le pregunté si por casualidad se habían
conocido, y recibí una respuesta que me pareció poseía cierta
afinidad con la elevada austeridad de las montañas que dominaban
Vicenza.
«No lo conocí; nos llevamos un año de diferencia. […] Me
gustaría morir así. Para quienes seguimos vivos, existe la sensación
de la muerte, pero para quienes qui pro patria dimicantes pulchre
occubuerunt (¿conoces la inscripción de New College?) la música
del panegírico se confunde y sin interrupción pasa a ser réquiem.
[…] No veo que importe si fue en las Termópilas o en el Altiplano de
Asiago».
En enero me contó que le habían ofrecido una plaza fija en
aquella universidad de Estados Unidos en sustitución de un famoso
publicista inglés que había vuelto a Oxford recientemente. Mientras
se planteaba si aceptar o regresar a Inglaterra, me mandó, con
mucho tiento, un tomo con las famosas Paradojas del joven libertino
John Donne. Para demostrarle que yo no había malinterpretado el
experimento, respondí con un ejemplar dedicado de mi No sin
honor, que acababa de publicarse y que a su vez recibió varias
páginas de severas críticas como respuesta. Cuando regresé de la
gira por la frontera escocesa en abril de 1924, ya habíamos
intercambiado fotografías, y yo le envié a Winifred, que pasaba la
Pascua en Yorkshire, una descripción de la de él.
«Es guapo», concluí, muy remisa, pues una agitación nueva e
indeseada se había colado en mi vida tan pronto como supe que
vendría a Inglaterra en junio para pasar las vacaciones de verano, y
que volvía imposible que me concentrara en escribir artículos, o
incluso en leer la absorbente Told by an Idiot de Rose Macaulay, que
se había publicado en noviembre.
«En cuanto a escribir cualquier cosa que no sean cartas… ¡no
puedo!», me quejaba, trastornada, a Winifred. «Porque parece que
la vida entera me palpite en los oídos. […] ¡Si por lo menos no
tuviera esta extraña sensación de que el mundo va a saltar por los
aires!».
Mi amiga contestó con una resignación sensata y perspicaz:
«Tesoro, está visto que en esta vida hay que elegir entre el
estancamiento y la agitación; y que, para algunas personas, la
decisión escapa a su control».
Después de abril, cuando él me comunicó que había aceptado el
puesto en América, apareció una nota más significativa entre las
misivas del joven profesor en el que ya pensaba como «G».
¿Podríamos vernos en cuanto llegase a Inglaterra? Y yo, deseando
responder que no, intenté desesperadamente descubrir algún
defecto en su fotografía o su filosofía.
«Existe una belleza duradera», me había escrito, «que pueden
apreciar quienes ven las cosas como son y no piden más
recompensa que la de ver. Existe un noble placer estético en el
ejercicio de ver la verdad con lucidez, y en no tener miedo de las
cosas. […] Dos campañas me parecen actualmente trascendentales
y dignas: la de la igualdad en la posición de las mujeres y la de la
seguridad económica para los trabajadores. De quien agarre con su
mano el arado de la primera se dirá que está promoviendo la
inmoralidad y la destrucción de la familia; de quien agarre la
segunda, que es un bolchevique».
Lo cierto era que no podía estar en desacuerdo con aquellas
líneas, pensé; y una inspección crítica de la fotografía no me deparó
mejores resultados. Finalmente, dos semanas antes de que zarpara
su barco, llegó una carta que despejó las pocas dudas que
quedaban sobre el significado de su correspondencia. Cierto alumno
de Oxford, decía, había sentido admiración por alguien, a distancia,
porque en aquellos días no le interesaban las mujeres y tenía otros
planes, pero no por ello era menos sincera. Mucho después de que
ambos hubieran salido de la universidad, le pareció verla de nuevo
en Oxford, al término de un periodo de dudas y aislamiento, y de
pronto se le ocurrió escribirle, una idea que se vio reafirmada y
reforzada por la publicación de una novela que contenía
precisamente las opiniones que él había deseado que la persona
admirada tuviera, y escrita, en apariencia, por alguien que había
conocido el sufrimiento y la desesperación y que, sin embargo,
había decidido que merecía la pena continuar en la pugna… «El día
que leí La marea oscura», me contaría más adelante, «tomé la firme
decisión de conquistar a Virginia Dennison; y si Virginia Dennison
eras tú, te conquistaría a ti».
¿Hacía mal en escribirme aquellas palabras?, preguntaba en el
cierre de la carta; se trataba de «un cuento sencillo y naíf». Y, al
menos, me brindaba la posibilidad de decirle que no quería verlo en
junio.
Existía esa posibilidad, pensé, sobresaltada, y además parecía
no solo que fuese posible, sino totalmente aconsejable. Sabía que
otra vez estaba metiéndome «en un lío», y tenía miedo y muchas
reticencias; no quería volver a vivir de emociones, pues estaba aún
muy cansada; mi único deseo era apartarme de la vida y escribir.
Tenía material más que de sobra, bien lo sabía Dios, para recordar y
sobre el que escribir; ¿por qué sumar, con tanta demora, el
matrimonio y todas sus consecuencias? Pero por mucho que
deseara decirle todo esto, el momento en el que habría sido capaz
de hacerlo ya había pasado. Detrás de todo mi trabajo de ese año
—las elecciones generales, la conclusión de No sin honor, mis
conferencias y artículos, y la gira por la frontera con Escocia—, la
música de sus cartas había sonado igual que las notas de un órgano
remoto cuyo timbre iba tornándose cada vez más profundo, y la
melodía más dulce. ¿Podía poner término yo a aquella
correspondencia íntima y honda, como la muerte había puesto
término de un modo tan brutal a la correspondencia íntima y querida
de la guerra? Sabía que no; y a mi incapacidad emocional se añadía
la sal virulenta de una intensa curiosidad. Así pues, finalmente,
como quien firma la orden para su propia ejecución, agarré la pluma
y escribí: «Me doy cuenta de que, después de todo, no nos
conoceremos en igualdad de condiciones. Tú, a pesar de lo mucho
que dicen tus cartas (no diré aún “demasiado”), eres todavía más o
menos un desconocido para mí, mientras que para ti, según parece,
yo soy mucho más que una extraña, y a la vez mucho menos. […]
¿Cómo voy a saber, mientras no te vea, si quiero que vengas o no?
No puedes esperar demasiada discreción de la curiosidad de una
mujer. Por lo demás, el “cuento sencillo y naíf” que has esbozado
[…] me interesa como historia, y me apetece saber cómo termina.
No, creo que no te pediré que no vengas…».

3
G. llegó a Inglaterra el 10 de junio, tras haberme informado de la
fecha por cable. Su llegada coincidió con el día en que el asesinato
de Matteotti inició una oleada de sentimiento antifascista en la
Europa de posguerra, pero por el momento me preocupaban menos
las atrocidades cometidas en Italia que el repentino pánico que me
sacó del piso durante toda la tarde. Mi único objetivo claro entre la
frenética confusión de mis pensamientos era la voluntad de
posponer la incómoda decisión de si casarme o no. En el caso de
Roland, se había tomado sola; en este, había que sopesar
muchísimas exigencias incompatibles, y enfrentarse a cuestiones
contradictorias. ¡Qué fácil hubiera sido que no me lo pidieran para
no tener que escoger!
Así pues, decidí citarme con lady Rhondda en las oficinas del
grupo Six Point, y asistir a un congreso en la sede de Grosvenor
Crescent de la Unión de la Sociedad de Naciones, donde G., tras
telefonear en vano a nuestro apartamento, intentó localizarme sin
éxito, también por teléfono. Al final se marchó a casa de su padre en
Oxford —nunca llegaré a saber con cuánta desazón—, y desde allí
me llamó para preguntarme si podía ir a verme el viernes 13 de
junio. La fecha y el día no auguraban nada bueno para un primer
encuentro, y la desconocida voz que intentaba persuadirme al otro
lado de la línea me dejó muy alterada, pero en el fondo yo sabía que
siempre había considerado el trece como mi número de la suerte.
Más tarde, una divertida carta me describió, sin crítica ni
resentimiento, el intento de G. por encontrarme en las dependencias
de la Unión.
«A la pregunta de si estabas por allí recibí la respuesta, con un
fortísimo acento de Oxford: “¿Cómo se llama usted?”. “Quiero ver a
la señorita Brittain; si es que por casualidad está por ahí y no
participando en alguna reunión”. “¿Es usted la señorita Brittain?”.
“No, no soy la señorita Brittain, lo que quiero es verla. Pero no
pretendo interrumpirla si está ocupada”. “Ah, ¿está ocupada?”. Me
di por vencido; la diplomacia de la Sociedad de Naciones […] es
demasiado para mí. Y cogí el siguiente tren».
El viernes tomamos el té y luego me acompañó a ver la Santa
Juana de Bernard Shaw; también pasamos juntos el sábado,
paseando por el parque de Richmond y Kew Gardens bajo un cielo
soleado con unas leves sombras nebulosas. Sabía que el tema del
matrimonio se insinuaría durante el fin de semana, y así fue; sabía
que repudiaría la sugerencia, y así lo hice, pues todavía no había
identificado del todo a aquel desconocido con el autor de las cartas.
Pero el día resultó ser el domingo 15 de junio, sexto aniversario de
la muerte de Edward, una coincidencia que parecía enfatizar el
curioso vínculo que existía ya entre mi hermano fallecido y aquel
compañero nuevo y tenaz, cuya determinación durante las tres
semanas siguientes pareció no amainar a pesar del rechazo.
Diez días después de su primera aparición, volvió a la ciudad
para pasar la tarde y convencerme de que me fuera un fin de
semana a Oxford y le permitiera llevarme de paseo por el río, una
invitación que al principio rehusé, pues era muy consciente de que
tanto Oxford como el río, con sus recuerdos tristes y hermosos,
jugarían a favor de G. y en contra de mi decisión. Pero mientras
estábamos en la penumbra de la iglesia de Abercorn Place
escuchando el trueno solemne del órgano —con su repentino
recordatorio del vacío que había dejado en mi vida la música,
abandonada como mecanismo de defensa tras la muerte de Edward
—, reflexionaba ya acerca de lo diferente que era la apacible
independencia de un cortejo posterior a la guerra con respecto a la
lucha contra la entrometida observación que nos había acosado a
Roland y a mí en 1914; y por fin, después de un día o dos de
reflexión, le escribí para decirle que iría a Oxford. Supe que mi
resistencia había caído, y no me equivoqué, pues regresé a Londres
comprometida, una vez más, y dispuesta a casarme.
—A tus veintiocho años deberías hacerle la corte a una chica de
veintiuno, en vez de empeñarte en casarte con una de treinta —le
dije sin tapujos, a lo que él se limitó a responder, muy serio:
—No me interesa la inmadurez.
Pensé que, en cualquier caso, G. formaba parte de la generación
de la guerra, y que eso era lo único que importaba realmente. Si
hubiera sido un hombre de la posguerra, no habría podido casarme
con él bajo ningún concepto, porque dentro del abanico de mis
contemporáneos un abismo mayor que cualquier década separa a
quienes vivieron la guerra como adultos de los hombres y mujeres
apenas un año o dos más jóvenes, que maduraron inmediatamente
después del fin del conflicto. Aun así, anuncié el compromiso con
sumo escepticismo a Winifred, que nunca había intentado influir en
mi decisión a pesar de que por aquel entonces mi matrimonio habría
supuesto una perturbación considerable en su propia existencia.
Había demasiados pasos en falso posibles entre un compromiso
y un enlace matrimonial, y yo lo sabía mejor que nadie, me dije con
tristeza. El matrimonio a un año vista, con todas las posibilidades de
muertes, accidentes y discrepancias que cabían en doce meses, se
me antojaba casi equivalente a no celebrar matrimonio alguno. En
cualquier caso, era absurdo casarse tan tarde, cuando ya había
cumplido los treinta, y cuando había estado enamorada por primera
vez hacía tantos, tantos años. Pero al final comprendí que la mitad
de las mujeres de mi generación estaba casándose tan tarde como
yo, e incluso más, y que sus hijos y los míos serían de la misma
edad: todavía bebés cuando nosotras nos avecinásemos a los
cuarenta. Ahora reconozco que esta maternidad tardía ha tenido sus
ventajas; los niños pequeños suelen otorgar una juventud duradera
a sus padres, y merced a su alegre vitalidad posponen la prudencia
y la timidez sin iniciativa de la mediana edad.
«En la vida no hay un segundo puesto», le escribí a G. con suma
sinceridad a finales de junio. «Sin duda, es posible decir que algo
será distinto de otra cosa, pero no se debe —no se puede— decir
que nunca será tan bueno, ni mejor.
Tú has dicho, y tienes razón, que no ha de evaluarse de ese
modo la experiencia. […] Se me había olvidado que todavía soy
joven; el mundo del sufrimiento y la experiencia me parecía tan
viejo».
Tras mis desorbitados encuentros con una familia numerosa y
polémica, di gracias por que G. no tuviera más parientes en el
mundo que un padre, clérigo jubilado, aunque lamenté no poder
conocer a su valiente madre, ya fallecida, defensora acérrima del
sufragio femenino que había hallado en el movimiento por el
derecho al voto la inspiración principal de su breve y agitada vida.
En carácter y en temperamento, G. se parecía a ella; sin duda, el
feminismo turbulento de La marea oscura había tocado una fibra
sensible. Por su parte, mis padres aceptaron a G. con resuelta
benevolencia, y se tomaron muy bien nuestro arreglo, en apariencia
precipitado; a esas alturas ya estaban curtidos en lo tocante a mi
singular preferencia por hombres más jóvenes que yo,
extremadamente inteligentes y sin más dinero que el que pudiera
rendirles su propio cerebro. Por lo demás, de pronto me di cuenta —
pues ya tenía edad para ello— de que el inevitable choque entre
generaciones se atenúa, de un modo igual de inevitable, con el paso
de los años.
Por un breve espacio de tiempo, consideramos la posibilidad de
casarnos enseguida, pero yo todavía no estaba preparada, ni quería
adaptar —aunque fuese con carácter temporal— mi vida y mi
trabajo a las condiciones desconocidas del Nuevo Mundo hasta que
hubiera satisfecho mi voluntad de descubrir mediante un viaje por
Centroeuropa las secuelas de la guerra sobre el Viejo. Finalmente,
acordamos posponer el enlace hasta que él volviera a Inglaterra
para las vacaciones de verano, en junio de 1925, si bien nunca
participé en esa decisión «sensata» con el pleno concurso de mi
voluntad. La aprensión era una compañera demasiado familiar y
agotadora como para sufrirla con paciencia casi un año más, y su
persistencia no había sido desplazada por la convicción íntima,
heredada de la guerra, de que para mí el amor de los hombres
estaba destinado a ser siempre inconcluyente y temporal. Al
acceder a comprometerme con G., yo sabía que una vez más me
había puesto en manos de un destino del que, desde la muerte de
Edward, había hecho lo posible por mantenerme cautamente a la
defensiva.
«Toda forma de felicidad me resulta increíble», le escribí a G. en
julio. «Los momentos supremos de la guerra nunca me procuraron
felicidad; ¿y cómo, si se vivían bajo la sombra de la muerte? […] Mi
obstinada timidez surge en parte […] porque me da miedo facilitarle
a la vida los medios con los que pueda asestarme otro de sus
golpes. […] Es muy propio de mí comprometerme con alguien que
tiene que marcharse al extranjero, aun cuando no hay guerra».

Por el momento, sin embargo, decidí olvidarme de los diez


meses de incertidumbre, para los que aún faltaban unas cuantas
semanas, y me rendí a un verano de fines de semana en compañía
de G. entre Londres y Oxford, con tardes largas y delicadas en el
río, a la altura del Hotel Cherwell o debajo del puente de Magdalen,
y a los días laborables en los que las cartas diarias, añadidas a la
rutina habitual de escritura y clases, hacían del compromiso casi
una ocupación en sí misma. Pero hubo otros acontecimientos, más
públicos, que contribuyeron a que el verano fuera ajetreado, y con el
viaje por Centroeuropa a la vuelta de la esquina ni las
preocupaciones personales más absorbentes podían volverme ciega
a los cambios internacionales que parecían posibles ahora que los
gobiernos socialistas, por primera vez desde la guerra, florecían
simultáneamente en Inglaterra y Francia.
A finales de julio, la Conferencia Interaliada de Londres abrió sus
sesiones debatiendo acerca de la mejor manera de conseguir que el
Plan Dawes funcionase en Alemania, y la llegada de la delegación
germana al encuentro marcó, tal y como señaló un semanario, el
inicio de una fase de «paz tras la guerra» que debería haber
inaugurado el Tratado de Versalles.
«Hoy termina la década negra que arrancó el 4 de agosto de
1914», le escribí a G. el 4 de agosto; «tal vez, si la vida no nos trata
demasiado mal, […] empezará también una década muy diferente
que, si bien no podrá borrar el recuerdo de la anterior, sí eliminará la
amargura de la experiencia, dejando únicamente el triunfo y la
gloria».
Con creciente excitación leí que, como parte del Plan Dawes, los
franceses habían accedido a retirarse del Ruhr en el plazo de un
año; Appenweier y Offenburg fueron evacuados, como muestra de
buena fe, antes de que acabase agosto, aunque tanto nacionalistas
como comunistas, muy fuertes en Alemania tras las elecciones de
mayo, celebradas en el ambiente feroz de la ocupación del Ruhr,
criticaron la Conferencia por no insistir en la marcha inmediata de
los franceses. En Inglaterra, las decisiones del encuentro fueron
acogidas favorablemente por todos los partidos políticos, dado que
Rusia había sustituido con creces a Alemania como fantasma
internacional; las fuentes reales de perturbación de los tories eran la
Conferencia Anglo-Soviética de agosto y la detención y posterior
puesta en libertad de Campbell, el editor comunista del Workers’
Weekly , que dos meses más tarde encabezaría las «elecciones de
la letra escarlata» de 1924.
En Oxford, durante los fines de semana, me topé con el reflejo
de estos acontecimientos políticos en muchos cursos de verano;
una o dos veces, con el irónico recuerdo de mi entusiasmo en St.
Hilda once años antes, me colé en alguno para escuchar, con el
oído crítico de una conferenciante, al profesor A. E. Zimmern
exponiendo de un modo brillante su punto de vista sobre Estados
Unidos ante la Unión de la Sociedad de Naciones, y a C. F. G.
Masterman y H. D. Henderson, a la sazón editor del Nation,
animando a las Juventudes Liberales a pensar en la situación
internacional. Aquel ambiente políticamente consciente se vio
enfatizado para mí por la presencia en Oxford de varios amigos de
estudios de G., todos destinados a ocupar casi una década después
un lugar preeminente en el mundo de los negocios; entre ellos había
un futuro editorialista de prensa, un futuro editor de una revista
mensual de corte intelectual y un futuro titular de una cátedra en una
universidad del norte de Inglaterra.
A principios de septiembre pasamos nuestra última semana en
Inglaterra en el apartamento de G. en North Oxford; le dije,
recordando a Edward en Waterloo, que por nada del mundo me
convencería para que fuera a verlo zarpar hacia Estados Unidos, de
modo que acordamos despedirnos en Oxford el 10 de septiembre.
Su barco zarparía de Liverpool el 12, y yo me organicé con Winifred
para poner rumbo a Ginebra el mismo día. Los fastidiosos reajustes
psicológicos que entraña siempre el proceso de conocer
íntimamente a alguien se habían unido a la perturbadora perspectiva
de readaptar mis propósitos y actividades al matrimonio, lo que
confirió a aquel verano una sensación de conflicto prolongado, pero
los últimos días pasados en mutua compañía, con sus mañanas de
trabajo, sus tardes de paseo y sus tranquilas comidas, semejaban
una feliz vida conyugal de un modo más absoluto y estimulante de lo
que yo había creído posible. La despedida inminente, sin embargo,
me llevaba a las consabidas meditaciones en torno a la separación y
la pérdida, que se intensificaron con la muerte repentina en
Yorkshire de un antiguo amigo de Winifred, un oficial de la Marina
que yo también conocía.
«No creo que la victoria sobre la muerte», le escribí a mi amiga,
«sea más superficial que el hecho de que una persona abarque un
tiempo de vida normal. Puede tener dos caras; una victoria sobre la
muerte para el hombre que se enfrenta a ella solo y sin miedo, y una
victoria sobre quienes, al amarlo, saben que la muerte es poca cosa
comparada con el hecho de que vivió, y que fue la clase de persona
que fue. […] Por eso, las victorias de la guerra a las que yo estaba
especialmente vinculada son aún incompletas. De que las personas
afrontaban su propia muerte sin miedo no me cabe duda. Es por mí
por lo que la victoria resulta incompleta, porque no termino de sentir
que sus muertes me importen menos que el hecho de que vivieron,
ni reconciliar su partida, con todas sus aspiraciones insatisfechas,
con mi propio esquema de vida».
Nuestra última tarde, G. y yo tomamos el té en el Trout Inn de
Godstow; al otro lado del ventanal, un repentino chaparrón golpeó
las flores de dragón del jardín con sus finos arpones de plata hasta
que el vaho que se levantaba de la tierra intensificó su color y les
confirió el brillo suave y sobrenatural que siempre han tenido para
mí las flores en momentos de intensa emoción. Aquella noche,
mientras esperábamos el último tren de Londres, la estación de
Oxford me pareció fría y cargada con la pesadumbre de una tarde
húmeda de septiembre; su oscuridad mal iluminada y la certeza de
la separación renovó la sensación de inercia enfermiza que me
sobrevenía cada vez que un permiso de guerra acababa y alguien
volvía al frente. En las profundidades de mi memoria yo sabía que,
para quienes nos habíamos vuelto avezados y descreídos, ninguna
despedida volvería a tener aquel carácter de desolación y
rotundidad que abruma el momento de decir adiós al primer amor en
la primera juventud, pero temblaba tanto de frío que G. se quitó la
bufanda que llevaba y me la puso en el instante en que nos
sentamos juntos en un banco en medio de las corrientes, deseando
que llegara el tren y, a la vez, temiéndolo como si de la muerte se
tratara.
Cuando por fin llegó, la necesidad antaño familiar de conservar
una apariencia de autocontrol durante la despedida me trajo a la
mente la atmósfera de la guerra aún con más intensidad, y pasé
todo el viaje acurrucada en un rincón, en un duermevela de doloroso
abatimiento. Dos días más tarde, tras una jornada agotadora
metiendo en las maletas libros, ropa y papel suficiente para tres
meses, Winifred y yo nos dirigimos a Ginebra, primera etapa de un
viaje que nos mostraría las secuelas de la guerra en esos países
que el nuestro había derrotado pagando tan alto precio.
5

Encontramos Ginebra revolucionada por el nacimiento del


Protocolo, un nuevo acuerdo internacional que aspiraba a llenar las
lagunas del Pacto de la Sociedad de Naciones, y para que una
guerra futura fuese más improbable que nunca.
En los días de apertura de la Asamblea, MacDonald y Herriot —
cuya Francia nos había resultado sin duda un territorio más fácil y
amable por el que viajar que la brusca Francia de Poincaré del año
anterior— habían hecho de «Arbitraje, Seguridad y Desarme» el
triple lema del momento; se habían estrechado la mano en público,
habían posado para las fotografías de rigor y habían abandonado
Ginebra para regodearse en un reconfortante ambiente de paz y
buena voluntad muy distinto del antagonismo frenético que suscitó
el conflicto de Corfú en septiembre del año anterior. Incluso se
debatía con benevolencia la idea de admitir a Alemania en la
Sociedad, y aunque en opinión del grupo de la Unión de la Sociedad
de Naciones que se alojaba en el Hotel Richmond había un exceso
de cortejo a Estados Unidos, a quienes había que demostrar sin
ambages que Ginebra se las apañaba sin ellos, las perspectivas de
cooperación parecían más prometedoras que nunca desde la
guerra.
«A veces me pregunto qué ocurrirá antes», le escribí a G.,
después de que durante los debates del Comité de Cooperación
Intelectual se introdujera una nota menos afable de lo habitual aquel
otoño, a propósito de una oferta por parte de los ingeniosos
franceses de crear un instituto en París, «si la destrucción de la
Sociedad de Naciones a consecuencia de una gran explosión entre
la razón teutona y la lógica latina o la entrada de Estados Unidos
para equilibrar el idealismo inglés y el realismo francés».
En aquellos días, nuestros ojos aún miraban hacia Europa
debido a la resaca política y social de la guerra, y pocos profetas
vaticinaron la posibilidad de un choque aún mayor, casi diez años
después, de la agresividad oriental y la timidez occidental.
Una tarde, en el vestíbulo del Palacio de las Naciones, me
encontré con el representante del Daily News, al que yo había visto
una o dos veces en la Unión de la Sociedad de Naciones. Cuando
se enteró de que iba a hacer un viaje por Alemania y Austria, me
prometió que me facilitaría algunos contactos útiles, y se apresuró a
añadir:
—¿Y qué hace usted vagando por Europa Central, después del
anuncio que he leído en el Times?
—No permito que mi vida personal afecte a mi trabajo —repliqué,
con una desenvoltura bravucona que estaba lejos de salirme de
dentro, pues ahora que G. se había ido y la absorbente influencia de
su presencia ya no me consumía ni me halagaba semana tras
semana, el conflicto entre trabajo y relaciones personales que
acarrearía el matrimonio había empezado a desconcertarme y a
asediar mis pensamientos más que nunca. Para escapar
temporalmente de la turbación, me sumía con frenesí en las
actividades de Ginebra, que en aquel septiembre frío no fueron en
absoluto baladís: de nuevo iba en representación de Time and Tide,
y me había comprometido, junto con Winifred, a asumir las labores
de prensa y publicidad para la Unión, lo que implicaba enviar a cada
rato breves a la sede central de Londres, que a su vez los distribuía
entre la prensa provincial. En varios de ellos referíamos el conflicto
por la frontera de Mosul, que Fehdi Bey acababa de poner sobre la
mesa del Consejo. «Los turcos están aquí», le conté a G.,
«hablando sobre Iraq, y mostrándose en cortés, pero esencial,
desacuerdo con lord Parmoor». Una o dos de aquellas reuniones del
Consejo amenazaron con dejar muy atrás la cortesía, y en una
ocasión se evitó de milagro un estallido eléctrico debido al error de
un intérprete, que en medio de la acalorada confusión de la
controversia describió sin darse cuenta el territorio en disputa como
le Vilayet de Parmoor.
Uno de los últimos días en Ginebra, escuchamos el Tercer
Comité de la Asamblea, con Politis como presidente y Benes como
rapporteur, debatiendo el Protocolo, en atuendo formal, hasta bien
pasada la medianoche, y me pareció muy significativo que una
conferencia en la que participaban tantas grandes potencias
estuviese dominada por Grecia y Checoslovaquia.
«Mañana puede ser un día memorable, o puede que no»,
contaba en una carta a G., en la que procuraba aderezar la
esperanza con la severa sal de un realismo que se demostraría
profético: «se presentará el Protocolo a la Asamblea, pero nunca
puede una saber si estas cosas de la Sociedad harán o no historia.
[…] Aquí se respira un entusiasmo tremendo; pero luego los
delegados regresan a sus respectivos países y los recibe un jarro de
agua fría».
Al final, el cierre del Protocolo se vio retrasado por una enmienda
japonesa que por poco no echó a perder todo el procedimiento.
Habíamos dejado Ginebra en pos de la cuenca del Sarre antes de
que H. M. Swanwick, una de las delegadas británicas, pronunciara
el discurso de clausura, en el que se resumieron los progresos de la
Asamblea con respecto al arbitraje, la seguridad y el desarme,
rompiendo con la tradición que hasta entonces había insistido en
que «las oradoras» y «las delegadas», por mucho que dominasen
otros temas, se centraran principalmente en las actividades
humanitarias de la Sociedad de Naciones.
Desde Ginebra viajamos a Basilea en medio de la repentina y
delicada calidez de una tarde otoñal perfecta: «Los bosques
bañados de sol están salpicados de naranja y amarillo ocre», fue la
descripción que le hice a G. en una carta redactada en el tren; «El
lago, verde azulado y liso como la superficie de un espejo; las
montañas parecen sombras gigantescas que se inclinan sobre la
orilla; la cima del Mont Blanc resplandece como un topacio rosa en
el cielo brumoso. Un mundo maravilloso; solo desearía que
estuvieras aquí conmigo y pudieras verlo».
En un maletín llevábamos varias cartas de presentación
impresionantes selladas por la Federación Internacional de la
Sociedad de Naciones para mostrar a las autoridades francesas del
Ruhr y los cuáqueros de Essen. Los funcionarios de la Sociedad
habían ayudado menos —«en la Secretaría todos fingen no saber
nada del Ruhr», me había quejado a G.; «supongo que todavía
están ofendidos porque no se ha hablado de las indemnizaciones en
la Sociedad de Naciones»—, pero nos habían facilitado una o dos
cartas para que las presentáramos en la cuenca del Sarre, y Sarah
Wambaugh, estadounidense experta en plebiscitos que habíamos
conocido en uno de los comités, nos había aconsejado que
entráramos al Ruhr por Dusseldorf, que, en virtud de una de las
primeras sanciones del Tratado de Versalles, no formaba parte ni del
Ruhr ni de Renania.
En líneas generales, nuestro viaje experimental había
despertado simpatía e interés en Ginebra, y, tal y como
esperábamos, habíamos obtenido muchos y muy útiles consejos de
varios expertos internacionales, entre los que se encontraban un
ilustre profesor y su esposa, francesa, que la última noche me
invitaron a una cena en el Club Internacional junto con invitados de
la talla del secretario de la Asociación de Política Exterior de
Estados Unidos y un miembro yugoslavo de la Secretaría. La
conversación, inevitablemente, se desvió hacia los rasgos
nacionales; todos parecían estar de acuerdo en que la nación
inglesa encontraba más dificultades que cualquier otra a la hora de
establecer vínculos cordiales con las del Continente, pues mientras
que los latinos, y hasta los americanos, eran capaces de abordar el
tema de la política, o el de la propia espiritualidad, en apenas cinco
minutos, los británicos consideraban de mal gusto hablar de religión,
de política, de sus sentimientos, de ellos mismos y hasta de los
demás; y, a fin de cuentas, «¿de qué otra cosa se puede hablar?»,
inquirió la francesa, con tino.
El yugoslavo nos contó que en cierta ocasión, cuando estaba en
Londres, entabló una conversación importante con un señor inglés
muy distinguido, y veinte minutos más tarde todavía andaban
comentando el tiempo. Pero, en el fondo, pensé yo —aunque la
timidez me impidió expresarlo en voz alta—, en Inglaterra sí que
hablamos públicamente de otros temas además del tiempo; nuestra
salud, por ejemplo, y la salud de los amigos, y los mareos, y las
enfermedades de los bebés, cosas mucho menos oportunas en una
conversación educada que la política o la religión.
Otro experto, un conocido abogado internacional que más tarde
fue parlamentario liberal, nos invitó a Winifred y a mí a almorzar, y
se despidió de nosotras advirtiéndonos y preparándonos con los
resultados de su experiencia en varios países europeos. Pero sus
consejos con respecto a los territorios ocupados me interesaron
menos que el descubrimiento de que había trabajado para el
Servicio Británico de Inteligencia en Italia durante la guerra. Según
me contó, había conocido muy bien los cuarteles del 11.° Batallón
de Sherwood Foresters, y hasta había visto la tumba de Edward en
Granezza, cementerio que había visitado un año después de que
Winifred y yo viajáramos al Altiplano. Gracias a él me enteré de que
había sido un regimiento compuesto principalmente de húngaros —
siempre más valientes y aguerridos que los austríacos— el que
había roto las líneas británicas el 15 de junio. Ni los austríacos ni los
italianos habían tenido deseo alguno de seguir con la guerra;
preferían, como es natural, «sentarse en la cumbre de una montaña
y dibujar».

En Basilea sufrí un repentino y humillante desmayo, debido a la


tensión y el ajetreo de las semanas anteriores —incrementados por
el retraso accidental del telegrama en el que G. me informaba de
que había llegado sano y salvo a Quebec y seguía su camino hacia
la universidad—, y tuve que guardar cama durante un día en un
hotelito cerca de la estación antes de ir al Sarre a través de Alsacia
y Lorena. «Una se ha ido al este, y el otro al oeste», me había
escrito G. en una carta que me llegaría ya desde Estados Unidos, y
durante el resto del otoño, en Alemania, en Austria, en
Checoslovaquia, en Hungría, no pararon de resonar en mi cabeza
los tristemente oportunos versos de Coventry Patmore:

Tú vas al este, yo al oeste.


No diremos
que haya esperanza, tan lejos estamos.

A la mañana siguiente partí con Winifred a Alsacia y Lorena,


aturdida y con paso vacilante. En el tren entre Basilea y
Estrasburgo, un banquero alsaciano de barba pelirroja y semblante
amable, con ojos claros y sensuales, me instruyó, a cambio de que
yo tolerase la presión de su mano sobre mi rodilla, acerca de la
economía de Mulhouse y la geografía de los Vosgos. Se había visto
obligado a prestar servicio en el Ejército alemán durante la guerra,
en contra de su voluntad; Alsacia y Lorena era un territorio trágico,
con las familias divididas entre los dos ejércitos y parientes cercanos
que a menudo combatían entre sí.
«Por allí», me explicó en su suave y culto francés, agitando una
mano en dirección a la curva verdiazul de los Vosgos, que
descendía hacia el horizonte desde los suntuosos campos que
quedaban bajo la ventanilla de la izquierda de nuestro coche, «hay
una cima en la que murieron nada menos que treinta mil hombres,
porque los alemanes y los franceses no paraban de atrincherarse
unos debajo de otros y de activar minas. Y dentro de muy poco
pasaremos junto al castillo de Sélestat, que antes de la guerra era
una ruina del siglo XIII, habitada hace mucho tiempo por uno de los
grandes barones. Como se caía a pedazos, a los habitantes de
Sélestat, que deseaban restaurarlo pero no podían permitírselo, se
les ocurrió la brillante idea de regalárselo al káiser, para que él
costeara la reforma. El káiser aceptó el regalo, pero en lugar de
rehabilitar el castillo lo reconstruyó al más puro estilo prusiano, y
transformó así una ruina medieval en una aberración alemana
moderna. ¡Y, para colmo, se lo hizo pagar a Sélestat, aplicando un
impuesto a todo el pueblo!».
Por la tarde, llegamos a Saarbrücken sin mayor problema en la
frontera, y descubrimos que se trataba de una gran ciudad
comercial, como Leicester o Nottingham. Nos habían dicho que la
cuenca del Sarre era virtualmente un departamento del Ministerio de
Exteriores francés. Las minas de carbón se habían cedido a Francia
durante quince años en virtud del Tratado de Versalles como
indemnización por las de Lens, destruidas durante la guerra, y
estaban controladas por el Ministerio de Obras Públicas de París,
pero la clara intención de la Sociedad de Naciones de que el
presidente de la Comisión de Gobierno cambiase periódicamente
nunca se había cumplido, y Francia dominaba no solo la vida
económica del valle, sino también la política. Aunque Saarbrücken
era el centro de sesenta y siete minas, se veía menos negra que los
distritos de las Potteries, tan familiares durante mi niñez; la
carbonilla no echaba a perder los plátanos de sombra teñidos de
otoño que bordeaban las amplias calles. El Sarre, un río de aspecto
mugriento con las dimensiones del Trent, transportaba el tráfico de
gabarras por el centro mismo de la ciudad.
Inmediatamente después del té fuimos en busca del miembro
canadiense de la Comisión de Gobierno del Sarre, a quien la
Sección Administrativa de la Secretaría de la Sociedad de Naciones
y el secretario de la Unión Canadiense de la Sociedad de Naciones,
que habíamos conocido en Ginebra, había dirigido nuestras cartas
de presentación. Tras mucho buscar, lo localizamos en Uhlankasern,
unos barracones que antes de la guerra habían sido cuartel general
de un regimiento de Uhlan y ahora se destinaban a dependencias
de gobierno. Para nuestra sorpresa, accedió a entrevistarse con
nosotras enseguida, y con una bondadosa seguridad que parecía
considerar irrelevantes tanto nuestro sexo como nuestro aspecto
juvenil, nos contó más sobre la administración del Sarre en una hora
de lo que habíamos sido capaces de averiguar en dos años a partir
de conferencias y panfletos.
En efecto, el Tratado había creado una situación imposible para
los cinco desafortunados comisionados que, en nombre de la
maltratada Sociedad, tenían que controlar el territorio hasta la
celebración del plebiscito de 1935. ¿Qué habría ocurrido si
Northumberland, por ejemplo, hubiera quedado aislada del resto de
Inglaterra, privada de sus minas de carbón por una potencia
extranjera, rodeada de un cerco de oficiales ajenos y administrada
por cinco comisionados de nacionalidades diversas que nada sabían
de la población ni se conocían entre sí? Al parecer, los habitantes
consideraban que los comisionados eran sus opresores, pero ellos
no tenían tan claro si eran los opresores o, más bien, los oprimidos.
Los profetas locales les habían dado a entender a su llegada que en
menos de un mes hallarían una tumba acuosa en las sucias
profundidades del Sarre, y aunque habían reunido tolerancia y tacto
suficientes para defenderse contra tan indeseable destino durante
casi cinco años, el río cubierto de barcazas que corría por delante
del edificio de gobierno principal constituía un recordatorio constante
de que la vida era corta y el destino de los hombres incierto.
Detrás de los oficialmente oprimidos, por otra parte, estaba, por
supuesto, el poder. El tratado, que dividía el territorio del Sarre de
Alemania propiamente dicha mediante una barrera artificial, no
podía evitar que existiera algo más que telepatía entre los cinco
partidos políticos de Berlín y sus homólogos en Saarbrücken, como
tampoco podía esperarse que una población en la que seis de cada
siete personas profesaba el catolicismo olvidase a (o fuera olvidada
por) sus jefes religiosos más allá de la frontera, en Speyer y Trier. La
huelga del carbón de enero de 1923, que coincidió con la ocupación
del Ruhr, había sido cancelada de manera oficial por la Comisión de
Gobierno y los líderes laboristas del Sarre la noche antes de que
tuviera lugar; pero a la mañana siguiente se produjo de todos
modos, y el Sarre todavía no se había recuperado del todo de los
efectos de aquellos cien días.
Más adelante, descubrimos que en Alemania no se trataba de
disimular la magnitud del poder que había detrás de la cuenca del
Sarre; el antagonismo suscitado por la ocupación del Ruhr parecía
apenas una gota en el océano de acritud dirigida contra las
disposiciones en el Sarre, que habían convertido la Sociedad de
Naciones en el chivo expiatorio del tratado. Los alemanes se
quejaban sin cesar de que la Sociedad atendía las protestas de los
nativos de territorios bajo mandatos, pero desoía las peticiones de
los habitantes del territorio de la cuenca del Sarre, que al parecer
aprovechaban la menor ocasión para manifestar a los franceses de
manera inequívoca su disconformidad con la situación. En los
quioscos de la estación descubrimos que no se encontraba la
prensa gala, y aunque el francés había sido lengua obligatoria en las
escuelas hasta 1914, nadie reconocía que lo hablaba. Cuando, una
tarde, Winifred pidió alcohol metílico en francés en una tienda de
comestibles, el tendero le respondió con brusquedad que no tenía.
—¿Sabe dónde lo puedo encontrar? —preguntó a la vez que
sacaba su frasco vacío.
Y el hombre, examinando la etiqueta, exclamó:
—¡Pero bueno! ¡Ese frasco viene de Inglaterra!
—Sí, es que soy inglesa.
A lo que él contestó de inmediato:
—Espere un segundo, que voy a buscarlo a la trastienda.
La mañana después de nuestra entrevista con el amable
canadiense de pelo blanco, los comisionados nos mandaron al hotel
un coche cargado de oficiales para que nos llevaran a dar una
vuelta por el valle. Recordando la zona en la que yo había nacido,
jamás me habría imaginado que los distritos rurales entre las
pequeñas localidades mineras —Saarlouis, y Brebach, y Volklingen,
con sus pilas inmensas de desechos y sus agobiantes estructuras
de acero que semejaban esqueletos— pudieran ser superados en
sombría belleza por ninguna otra zona de Alemania. De las canteras
y los villorrios desperdigados surgían y se amontonaban oscuros
penachos de humo a lo largo de kilómetros y kilómetros de colinas
llameantes, donde cada árbol ardía con los colores siena y escarlata
del otoño. La disputada tierra, tan rica en carbón en el subsuelo,
rebosaba bosque en la superficie, un bosque aterrador e
ininterrumpido de hayas gigantescas y abetos y pinos, donde la
estrecha carretera entre los troncos rectos se sumía en un
crepúsculo tan profundo que nuestro conductor tuvo que encender
los faros del coche.
¡Lástima que la siguiente reunión entre la Comisión de Gobierno
y los habitantes del Sarre no pudiera celebrarse en aquel bosque
bordeado de acacias! Los árboles señoriales, mirándonos desde
arriba con su taciturno desdén hacia los pigmeos que los poseían,
sugerirían a buen seguro una permanencia tranquila, una realidad
seria, ante la que las trifulcas políticas de Europa no parecerían más
que un remolino de polvo airado. El hombre, el animal más
destructivo, podría acercarse a aquellos árboles armado con su
hacha, pero cien años después el bosque seguiría sobreviviendo a
sus aspiraciones comerciales, y despreciando sus conflictos.

En la frontera entre la cuenca del Sarre y la arbolada Renania,


con su tierra de un intenso color rosa roja, por la que viajábamos en
dirección norte hasta Colonia, surgió una conversación que ilustró
una vez más lo impopular que era la lengua francesa en la Alemania
ocupada. En cuanto llegamos a Merzig, la estación de frontera, un
oficial germánico irrumpió en nuestro coche y nos atacó con un
torrente de instrucciones volubles, en el que cada frase parecía
terminar con un absteigen.
—Ich verstehe nicht! —le reiteraba yo, en vano, «no entiendo».
Hasta que el oficial inquirió con maldad si era francesa:
—Sind Sie Franzosin?
—Nein, Englanderin —repliqué rápidamente—. Parlez-vous
français?
—Oui, mademoiselle —contestó sin vacilar; al parecer no se
oponía a hablar la lengua prohibida con una persona que no fuese
francesa, y le preguntó a Winifred qué contenía uno de sus
estuches.
—Seulement des vieilles chapeaux —informó ella con alegría,
olvidando una insignificancia como el género en su alivio por haber
superado el desagrado obvio que nuestro aspecto había inspirado
en un primer momento al oficial de aduanas.
—Chapeaux sont toujours vieux, mademoiselle, jamais vieilles!
—exclamó el oficial con deleite, y, como gesto de aprecio hacia
nuestro imperfecto francés, nos exoneró de la obligación de abrir
nuestros bultos.
En Trier, con las altísimas agujas de una docena de iglesias, se
nos unió un pastor regordete y voluminoso que enseguida nos
contó, en un inglés lento pero inteligible, que hacía de capellán para
los trabajadores de Krupp en Essen. Antes de la guerra, la empresa
había empleado a ciento veinte mil hombres, pero ahora que el
tratado los obligaba a fabricar material agrícola y maquinaria
ferroviaria en lugar de armamento, habían despedido a casi un
tercio de la plantilla, y solo en Essen había alrededor de cuarenta
mil desempleados. Cuando llegamos a Colonia tendríamos que
habernos alegrado, a pesar de nuestra experiencia de
independencia, de conservar la bondadosa compañía del pastor un
poco más, pues ya en la actitud de mozos, taxistas y empleados del
hotel nos topamos con una hostilidad que nos recordó que nosotros,
los farisaicos británicos, nos habíamos convertido para Colonia en lo
mismo que encarnaban los franceses en Renania y el Sarre.
Cuando llegamos a este territorio ocupado por los británicos,
nuestra colección de presentaciones ya había adquirido esa calidad
de bola de nieve que más tarde, en Checoslovaquia y Austria,
desarrolló las proporciones de una avalancha y amenazó con
aplastarnos. Para entonces, la vida en Alemania se había
transformado en una secuencia veloz y agotadora de viajes,
interrumpida por conversaciones incesantes y machaconas,
habitualmente en un mal francés o un peor alemán, en las que unos
desconocidos entusiasmados nos abrumaban con información
política, que de inmediato teníamos que registrar en diarios o
memorándums, y que hacía su metamorfosis última en forma de
artículos que enviábamos a la Unidad de la Sociedad de Naciones o
directamente a los periódicos.
Pastores y profesores se mostraban muy ansiosos por dejar
huella en nuestras mentes curiosas mediante entrevistas y
exhibiciones; un clérigo luterano de una parroquia pobre nos guio
por los arrabales de Colonia, y mientras desfilábamos ante las casas
oscurecidas y en descomposición nos contó que ni siquiera las
parroquias que habían sido ricas podían mantener ya a sus clérigos,
que a menudo tenían que reinventarse como obreros o estibadores
para poder alimentar a sus familias. Un segundo pastor, en Sankt
Goar, Renania —un hombre bajito y barbudo con un semblante
demacrado, como de santo, que me recordó de un modo extraño al
bávaro de cuya muerte por hemorragia fui testigo en el pabellón
alemán de Étaples—, lloró desconsolado mientras nos relataba
historias de la opresión francesa en su parroquia. Y un tercero, que
asistía a un congreso religioso en Colonia, nos persuadió de
emprender un tedioso viaje en tren y tranvía para llegar hasta su
parroquia, cerca de Solingen, la Sheffield alemana, y de hablar
sobre la Sociedad de Naciones ante un público amable pero crítico
de fabricantes de cuchillas en su casa desvencijada y espaciosa. Allí
nos presentó a su esposa, una mujer bella y paciente que parecía
agotada por la batalla constante contra una economía difícil y el
cuidado de tres hijos varones flacuchos pero muy revoltosos. Había
tenido también una niña, la mayor, que había muerto durante el
bloqueo; era un bebé delicado y no habían podido conseguirle leche
suficiente.
Finalmente, una profesora de la Universidad de Colonia que
hablaba inglés se hizo cargo de nosotras y nos ofreció una
disertación extensa y amarga sobre la ciega incredulidad de nuestro
país durante la contienda. Insistía —sin equivocarse— en que la
propaganda inglesa había tenido que ser mucho más «eficaz» que
la de Francia y Alemania, los países con servicio militar obligatorio,
porque a los ingleses jamás los habrían persuadido de alterar sus
costumbres y alistarse en el Ejército a menos que se apelase con
gran energía a sus sentimientos y emociones.
Maltrechas y agotadas por las críticas abiertas, las hostilidades
latentes y el sufrimiento inequívoco de aquella ciudad orgullosa e
infeliz, nos las apañamos para rescatar del torbellino de actividades
un domingo de tranquilidad para la observación y la reflexión.
Pasamos desapercibidas en la misa matinal de la Catedral de
Colonia, bajo las ventanas altas y pálidas y entre la numerosa
congregación de hombres y mujeres zarrapastrosos y de mirada
torva, estoicamente desprovistos sus rostros macilentos de toda
emoción mientras cantaban en armonía con la música exquisita que
resonaba en los arcos vibrantes por encima de nuestras cabezas.
En medio de aquella lívida multitud de alemanes cantores, me
pareció increíble que el mundo pudiera haber sido tal como había
sido diez años atrás; ¿qué clase de mal podía haber existido aquí
para que Edward y Roland hubieran muerto por destruirlo?, me
pregunté. ¿Qué enemigo podía haber existido aquí, cuya
aniquilación justificase la pérdida de un solo soldado? En el fondo,
era mejor que nuestros muertos —que formaban parte de nosotros
y, sin embargo, quedaron excluidos de nuestro conocimiento del
mundo de posguerra y no llegaron a saber que «ganamos»— no
pudieran regresar y contemplar sobre el semblante magullado de
Europa las consecuencias finales de su juvenil búsqueda del
«heroísmo en abstracto». ¡Qué fútil había sido aquella gallardía
sobrehumana! Al final, se había limitado a un gesto apasionado de
negación, la negación de todo cuanto los siglos nos habían
enseñado a través de largas eternidades de dolor.
Cuando la noche vino a poner fin a un domingo melancólico, la
Hohe Strafie se hallaba a rebosar de un gentío en movimiento, que
caminaba y charlaba pero jamás reía, como una tropa de sombras
recién liberadas de un infierno teutón. La nube de depresión que se
cernía sobre la ciudad parecía más densa que durante el día, pero
al menos la calle estaba despejada, y el ejercicio ilimitado de los
propios pies parecía el único lujo por el que no había que pagar a
precio de hambruna en la nueva era del Rentenmark . Ninguna luz
alumbraba la opaca oscuridad de callejones y caminos apartados;
incluso en la Hohe Strafie las farolas eran pocas y tenues, y la
catedral, sombra negra e inmensa, se alzaba contra la noche sin
estrellas. El ambiente en el que discurrían en silencio aquellos
hombres y mujeres oprimidos era el ambiente de aprensión y
negrura de Londres durante la guerra; solo por encima de los
grandes puentes de acero sobre el Rin brillaba un centenar de luces
igual que alhajas recortadas contra el azul cobalto intenso del cielo y
el agua. Por los embarcaderos pasó una pequeña compañía de
chicas de la Liga Juvenil, marchando y cantando; nos lanzaron una
de aquellas miradas entre malévolas y a la defensiva que habíamos
aprendido a esperarnos, como si estuvieran seguras de que iban a
insultarlas y hubieran decidido atacar ellas primero.
«Me pregunto cómo nos tomaríamos nosotros ser un pueblo
conquistado», escribí al día siguiente en mi diario. «Me deprime
encontrarme en medio de una población que me guarda rencor. […]
La guerra, sobre todo para los vencedores, es un acontecimiento
terrible. Hay una especie de ausencia de dignidad en la conquista; la
resistencia apagada y resignada de la derrota parece más digna de
congratulación. La guerra moderna no consiste sino en el olvido
temporal —¡pero cuán desastroso!— de que los vecinos son
caballeros; su único resultado es la larga cosecha con aflicción de lo
que se sembró con orgullo».
8

Desde Dusseldorf, una ciudad luminosa y limpia adornada con


dalias doradas y ásteres morados, donde la depresión que asfixiaba
las grandes urbes alemanas no parecía pesar tanto y era un alivio
ser menos odiadas que nuestros compañeros conquistadores,
entramos en el Ruhr y pasamos un día lluvioso y tenebroso en
Essen.
Después de tantos discursos y artículos sobre esa atormentada
área industrial, acceder a ella en la realidad renovó la curiosa y a la
vez dolorosa euforia aventurera que emanó del servicio en el
extranjero durante la guerra. El parecido con nuestro llamado «Black
Country» resultaba mucho más chocante que el de la cuenca del
Sarre, pensé mientras dejábamos atrás Grofienbaum, Duisburgo y
Mülheim, con sus inmensas fábricas de hierro y acero y los
montones de chimeneas grises que se erigían contra el cielo
amarillo pálido.
En Essen, los cuáqueros americanos nos recibieron con
entusiasmo, y durante más de una hora nos ofrecieron detalles
escabrosos acerca del desempleo y la inflación, y sobre la amarga
pobreza de las atribuladas clases medias. Desde el periodo de la
inflación, ni los trabajadores profesionales ni los industriales habían
contado con ahorros con los que enfrentarse al paro, y ahora vivían
de un modo más humilde de lo que en Inglaterra nadie hubiera
podido concebir, sin apenas carne ni mantequilla, y con la patata
como base de su dieta. Era verdad, nos dijeron los cuáqueros, que
la negra aprensión del año anterior, con el miedo a disturbios por el
pan, había disminuido desde la Conferencia de Londres; el largo
cuento de expulsiones, detenciones y encarcelamientos casi había
llegado a su fin, pero las pequeñas irritaciones e indignidades,
mucho más características de la ocupación cotidiana que de los
momentos ocasionales de terror, seguían oprimiendo a la población
del Ruhr, y aunque se había proclamado la evacuación de
Dortmund, los franceses seguían en posesión de la localidad.
¿Nos apetecía visitar las fábricas de Krupp antes de
marcharnos?, nos propusieron por fin los cuáqueros. Observando
nuestro gesto de asentimiento sorprendido y entusiasmado, nos
mandaron por las calles húmedas y oscuras en compañía de un
joven alemán que nos presentó a uno de los directores de Krupp y
nos dejó, expectante y un tanto intimidado, en la puerta de su
despacho. El director, un hombre saturnino y con cara de pocos
amigos, con un brazo paralizado a resultas de una herida de guerra,
nos invitó a seguirlo con un gesto arisco y nos condujo por varios
pasillos largos y oscuros hasta un ascensor.
Mientras abría las puertas del aparato con la mano sana,
examiné con nerviosismo su rígida silueta, el brazo inútil, la cara
siniestra e implacable. Hostil y resentido, era obvio que nos miraba
con odio. Aquí están otra vez estos ingleses preguntones, metiches,
dominantes, y esta vez, para colmo de males, representados por
dos mujercitas; y, sin embargo, para complacer a los cuáqueros
venidos de Estados Unidos —el único país rico y generoso que
quedaba en la faz de la tierra—, ¡le pedían que perdiera el tiempo
mostrándoles las instalaciones! El silencio durante el lento ascenso
fue como un ultimátum.
Justo antes de llegar arriba, el director se dirigió a mí.
—¿Es su primera vez en Alemania? —inquirió con tono de
desprecio.
—Sí-í —balbuceé—, primera vez. —Y entonces, buscando
desesperadamente una respuesta humana bajo aquella rigidez
oficial, añadí—: Pero fui enfermera en la guerra y cuidé a soldados
alemanes.
—¡Soldados alemanes! —exclamó—. ¿Se refiere a prisioneros?
—Sí —repliqué—. En Etaples. Casi todos malheridos.
Aquella información experimental se debía a un mero impulso
provocado por el apuro y los nervios, pero, si la hubiera calculado
con más tiento, no habría resultado más efectiva. Cuando nos
encontramos en la torre de observación por encima de las oficinas
administrativas y contemplamos la vastísima área de fábricas
oscuras y humeantes, de siete kilómetros de largo y casi dos de
ancho, con su miríada de chimeneas negrísimas contra el cielo del
atardecer, el inquietante director se volvió comunicativo, y nos
señaló la plaza donde se habían iniciado los disturbios de Essen, y
el parque arbolado que había sido utilizado para probar municiones,
y el comedor inmenso que durante la contienda había alimentado a
cuarenta mil empleados cada día. Más tarde, nos mostró las
espaciosas salas de trabajo donde se había manufacturado artillería
de campaña, y cómo las espadas estaban siendo transformadas
literalmente en azadones[30], en su encarnación moderna de
máquinas de escribir, instrumental quirúrgico, canalizaciones
domésticas y proyectores cinematográficos.
Dos días después, el 11 de octubre, continuamos el viaje hasta
Berlín, sin saber todavía que apenas doce horas antes, en Londres,
la moción de censura al Gobierno laborista por su gestión del caso
Campbell había provocado la disolución del Parlamento.
Encontramos Berlín muy frío; soplaba un viento mordiente y las
hojas pálidas caían veloces.
Que fuéramos particularmente sensibles al frío no era de
extrañar, pues debido a las complicaciones de la Régie francesa —
el sistema ferroviario en los territorios ocupados, donde las
autoridades militares tenían la desconcertante costumbre de
incordiar a la población cambiando los trenes sin indicarlo en los
horarios oficiales—, llegamos a Berlín pertrechadas tan solo con un
tapete, una máquina de escribir y una tetera diminuta. Dado que
ninguna de estas posesiones resultaba especialmente útil para
vestirnos, asearnos o entrar en calor en la pensión barata y fría a la
que nos habían relegado nuestros menguantes fondos tras los
inoportunos precios de las zonas ocupadas, nuestra compasión
hacia los sufridos habitantes del Ruhr sobrepasó incluso las
emociones que suscitó el recital melancólico de los cuáqueros en
Essen.
Al día siguiente, tras gastar mucho tiempo y dinero, con ayuda
del profesor inglés que nos había encontrado la pensión logramos
ponernos en contacto con Dortmund, la última estación en los
territorios del Ruhr, para recuperar nuestro equipaje. Lo deshicimos
dando gracias y nos enfundamos las prendas más abrigadas que
teníamos, pues en nuestra pensión en la Kaiserallee —el West
Kensington de Berlín— se filtraba una penumbra profunda y pasiva
que desafiaba la vitalidad de un modo más efectivo que el frío viento
de octubre que por las tardes recorría las calles a medio iluminar. El
edificio debía de haber sido una ornamentada vivienda particular,
pues el mobiliario macizo y los techos artesonados de sus mejores
habitaciones impresionaban, pero ahora la sofisticada mampostería
exterior se caía a pedazos mientras en el interior reinaba el
ambiente de la peor casa de huéspedes de Bloomsbury. Como le
conté a G., las comidas se hacían en una mesa compartida «en
compañía de unas ancianas alemanas muy estropeadas que no
hacen más que mascullar en su lengua», y estaban dominadas por
una obsesión por los alimentos que reavivó el recuerdo de nuestros
días de racionamiento durante el verano de 1918.
En cada una de ellas, la criada nos daba instrucciones sobre si
servirnos una porción de carne o dos; se armaba un revuelo
considerable si se nos permitía coger dos y tomábamos una sola, y
cada vez que cenábamos en la calle nos subían a la habitación la
ración de carne y queso correspondiente a la mañana siguiente,
dando por hecho que nos la comeríamos junto con el desayuno.
Volver de noche a la pensión implicaba un proceso similar al de
entrar en una prisión con tres guardianes; nos entregaban una llave
para la cancela del patio, otra para la puerta principal del edificio,
más una tercera para nuestra habitación, y teníamos que localizar e
identificar el ojo de cada una de las cerraduras en medio de una
oscuridad total. Pronto descubrimos que aquellas enrevesadas
precauciones se debían a la oleada de pequeños hurtos que había
seguido al periodo de inflación.
Nos parecía que en Berlín, como en Colonia, habíamos vuelto a
las condiciones de los tiempos de la guerra, pero nuestra amiga
inglesa nos aseguró que no podíamos imaginar lo que había
significado la guerra en Berlín. Ella había trabajado en unas oficinas
todo el tiempo que duró el conflicto, y en los últimos inviernos se
había visto obligada a meterse en la cama nada más volver del
trabajo, porque no había ni estufas, ni luz, ni velas, ni nada que
llevarse a la boca. Ahora, aunque la pobreza y la inflación habían
sido sustituidas por la desmoralización, y un pueblo habituado a
gastar miles de millones había perdido la costumbre de ahorrar y
tendía a despilfarrar el marco estabilizado, la angustia y la amargura
de Alemania eran más psicológicas que económicas.
«Este país me da miedo», pensé al recordar cómo en el viaje
desde Dusseldorf habíamos entablado conversación con un joven
oficial alemán que había prestado servicio en el frente ruso durante
la guerra. Pareció muy sorprendido al descubrir que Inglaterra y
Francia habían sufrido, y expresó su odio hacia los franceses con un
cinismo glacial más temible que la pasión. Nos confesó que en 1914
habían considerado Inglaterra el enemigo principal («¡porque sir
Edward Grey nos declaró la guerra sin motivo!»), pero que ahora era
Francia el objeto de venganza.
«Algún día», exclamó, exultante, «seremos nosotros quienes les
declaremos la guerra, y los trataremos como nos han tratado ellos.
¡Estoy deseando que llegue esa guerra!». Y ni Winifred ni yo
pudimos convencerlo de que no éramos cuáqueras cuando le
dijimos que pensábamos que el mundo, sin duda alguna, ya había
tenido suficiente muerte y destrucción.
«¡Ay, vida!», rogué para mis adentros al futuro mientras
cruzábamos la superficie de plata bruñida del Elba en el crepúsculo
que se nos echaba encima. «Ay, vida, si finalmente decido casarme
con G. y formar una familia —y todavía no estoy convencida de
querer hacer ninguna de las dos cosas—, por favor, permíteme
tener solo hijas; me da miedo traer varones a un mundo como este.
¡Nuestra generación está condenada, condenada, y la Sociedad de
Naciones, y todo cuanto representa, solo es un juguete frágil en
manos de fuerzas despiadadas y primitivas!».
Naturalmente, se trataba de una oración inútil, basada en la
hipótesis de que otra guerra pudiera parecerse a la masacre colosal
de infantería de la anterior. No me daba cuenta aún de que la
amenaza del futuro, que me traería al primogénito varón que yo
tanto temía, dedicaría sus recursos decrecientes y sus mejores
cerebros científicos a desarrollar formas aún más dementes de
guerra aérea, que, si se empleasen, caerían con imparcialidad
aniquiladora sobre las cabezas inocentes de hijos e hijas por igual.
En nuestra búsqueda perseverante de material con el que
combatir estas tendencias militaristas, salimos de la pensión y nos
echamos a las lúgubres calles de edificios ruinosos en pos de otra
serie de entrevistas: entrevistas con el secretario de la Deutsche
Liga für Volkerbund; con el socialista Von Gerlach; con el gran
Bernstein, cuyo semblante serio y barbudo me recordó al
autorretrato de Leonardo da Vinci en su vejez; con la jefa de
enfermeras de un hospital de mujeres en el distrito norte de la
ciudad, a quien la pérdida de donaciones había obligado a cerrar un
ala destinada a niños con discapacidad permanente.
Nos contaron que los partidos conservadores de toda Alemania
estaban perdiendo poder salvo en Baviera; los nacionalistas y los
comunistas perdían fuelle; y Stresemann intentaba atraer hacia su
partido a los nacionalistas partidarios del Plan Dawes. La peor fase
de la crisis económica y financiera había pasado; los alemanes más
inteligentes dejaban de soñar con una guerra de venganza y
únicamente deseaban la paz y la estabilidad; un año de política
«sensible» en los países de la Entente destruiría el deseo de
revancha en un pueblo agotado y roto. Una guerra psicológica había
continuado debido a las disposiciones del Sarre y la ocupación del
Ruhr, sumadas a la «cláusula de culpabilidad» del tratado, pero
ahora Alemania estaba preparada para aceptar la idea de un
arbitraje internacional a través de la Sociedad de Naciones, aunque
su actitud hacia la Sociedad existente estaba comprensiblemente
retorcida por el escepticismo y el miedo.
Una tarde salí a pasear con Winifred por el Tiergarten hasta el
Reichstag y Unter den Linden; a lo largo del parque arbolado y
vacío, las hojas amarillas rodaban y formaban remolinos al antojo
del viento insistente, cayendo como chaparrones de monedas de
papel sobre los monarcas esculpidos en la Siegesallee. Al mirar al
fondo del bulevar la Columna de la Victoria de 1870, con su diosa
agresivamente dorada, y más allá, los escalones del Reichstag
dominados por la estatua de Bismarck, era posible entender —como
ya no lo era en ningún otro lugar de Berlín— de qué manera había
enfurecido a otras naciones la vanidad engreída de la Alemania de
preguerra; una vanagloria, como le escribí a G., «ahora congelada y
vacía; solo el envoltorio de lo que antaño, sin ser grandioso,
resultaba al menos impresionante».
Nos detuvimos un instante delante de la estatua de Federico el
Grande, el archinacionalista, con los labios finos y los ojos saltones,
cuyo Testamento político —que encarnaba su creencia de que la
«razón de Estado» debería prevalecer sobre la ley y las
obligaciones internacionales— yo había leído cuando preparaba mi
especialidad en Oxford.
«Acabo de soltar el Testamento político», me escribía G., como
por telepatía, una semana más tarde, «y me pongo a pensar […] en
ti leyéndolo para aclarar ideas sobre la guerra, en ti hablándome de
él en la chalana, aquel día, río abajo».
Esta carta llegó a mis manos en Viena, donde todavía
observaba, de manera aún más realista de lo que había entendido
mediante el estudio académico de las relaciones internacionales, la
desolación en la que se había sumido Centroeuropa por seguir
demasiado a ciegas las teorías de Federico de Prusia. Ahora me
daba cuenta de que la lógica de la historia reside siempre en el lado
del internacionalismo. ¿Podía enseñarse a la nueva generación a
percibir esa lógica antes de que los odios y las pasiones generados
por la última guerra abocasen a otra a un mundo cansado y
atormentado?
9

Las semanas siguientes, pasadas en Checoslovaquia, Austria y


Hungría, transcurrieron fugaces y con mucho ajetreo. En Praga, las
quejas de las minorías germánicas complicaban constantemente la
búsqueda de la verdad política —términos casi contradictorios
cuando se llega a las unidades desintegradas del antiguo Imperio
austrohúngaro—, y después solo recordamos con claridad que
habíamos estado en el puente sobre el Moldava, y que habíamos
seguido la comitiva fúnebre de Henryk Sienkiewicz, el autor de Quo
vadis?, que había muerto en Suiza durante la guerra, por las calles
de la ciudad en su camino a Polonia.
La ruinosa pero nada rencorosa Viena —esa «gran noria girando
en el aire», como la describió muy escuetamente C. A. Macartney—
nos recibió con unos brazos tan abiertos y cordiales que solo
tuvimos que pasar allí las horas nocturnas de nuestro mes en la fría
y económica pensión de la Dorotheergasse, donde una riña entre el
propietario y los inquilinos acerca de quién tenía que pagar la
calefacción central resultó en la ausencia virtual de calor durante
aquel noviembre luminoso y gélido. Pero Viena prefería hasta tal
extremo nuestra faceta literaria a la política que ni siquiera la caída
del Partido Laborista británico en las elecciones marcadas por «la
carta Zinoviev» entró en nuestras conversaciones, y a nuestros
cultos y agradables anfitriones les despertaba menos interés aquel
hecho que la publicación de la segunda novela de Winifred, La calle
abarrotada, justo antes de nuestra llegada a Budapest. Aquí, por fin,
donde el lento y pomposo Danubio fluía gris oscuro entre riberas
empolvadas de nieve, descubrimos que la Sociedad de Naciones
gozaba de buena fama debido al plan de reconstrucción económica
y al préstamo húngaro.
A finales de noviembre, agotados el dinero y la energía,
regresamos a Londres. ¿Qué se había desprendido de los tres
meses transcurridos en la castigada región que ahora volvíamos a
atravesar en sentido contrario?, me pregunté mientras el expreso de
Viena iniciaba su viaje hasta Ostende por una ruta recién abierta
tras la ocupación del Ruhr. ¿Cuál era el verdadero valor de la
cantidad descomunal de «hechos» que habíamos recopilado?
Dondequiera que nos hubieran llevado nuestras pesquisas, desde
París hasta Budapest, el caso incontestable de un país era
contradicho inmediatamente en el siguiente; la población minoritaria
que constituía a los oprimidos de un Estado se transformaba en el
opresor tan pronto como cruzaba la frontera. En aquella niebla de
reclamaciones, resentimientos, declaraciones contradictorias,
estadísticas sesgadas, argumentos «lógicos» y propaganda rabiosa,
¿cuánto nos habíamos acercado a algo que se pareciese a la
realidad?
«Si Pilatos volviera de entre los muertos y visitara
Centroeuropa», escribí más tarde en un artículo aceptado por el
Nation, «se vería compelido a plantear su pregunta sin respuesta no
solo una, sino varias veces[31]. En los territorios ocupados […] la
sinceridad resulta inútil, y la conciencia pierde su poder de guiar.
Una persona puede entrar en Alemania poseída por el noble celo de
descubrir y contar la verdad, pero de allí saldrá desolada,
comprendiendo que es esa la única cosa que no puede hacerse.
Buscará, y no encontrará; preguntará, y se le dará mucho, pero
nunca aquello que pide. El proverbial pozo es un escondite
demasiado poco profundo para buscar en él la Verdad prisionera. En
la cuenca del Sarre, al menos, se encuentra enterrada en un lugar
tan accesible como el fondo de una mina de carbón».
Fue sobre todo en aquellos territorios ocupados en los que me
sorprendí pensando cuando el ocaso amortajaba la tierra
melancólica de nuestros antiguos enemigos, y a medianoche
desperté de una cabezada breve y vi, una vez más, las luces
reflejadas en la extensión negra del Rin en Colonia, y el puente
Hohenzollern, como el esqueleto de una bestia prehistórica
gigantesca, a horcajadas sobre el río. En la franca, enérgica y
presumida Checoslovaquia, en la vivaz y apasionada Hungría, en la
resignada y despreocupada Austria, donde todas las
conversaciones políticas de las numerosas y agradables meriendas
a las que nos invitaron se había reorientado de un modo
imperceptible pero rápido hacia los absorbentes temas de la
literatura y la música, parecía no haber respuesta, literalmente, a la
pregunta de Pilatos, pero en Alemania las secuelas de la guerra
eran visibles y tangibles; su desgracia y su humillación existían con
siniestra independencia de unas opiniones dogmáticas expresadas
con ingenio.
En un par de ocasiones, en Colonia, en el Ruhr y en Berlín, me
había abrumado la misma desesperación transitoria pero intensa
que experimenté junto a la tumba de Edward en el Altiplano de
Asiago.
«¡Por esto, por esto! Ruina, crueldad, injusticia, destrucción; por
esto lucharon y por esto murieron», pensé. «El despilfarro de noble
emoción, la rendición de la vida y la juventud, de la esperanza, el
éxito y la paternidad, solo para que los alemanes y las alemanas
padecieran la indignidad y la pérdida, para que los niños muriesen
de hambre, para que los conquistadores pisotearan triunfantes a los
estoicos conquistados. No quiero ver más estos resultados, solo
volver a ese pasado en el que el heroísmo en abstracto era lo único
que importaba, y los hombres obraban con valor y elegancia,
convencidos de que el fin sería muy distinto».
Pero paulatinamente, a medida que transcurrían las semanas del
otoño en Alemania, y Austria, y Hungría, me había dado cuenta de
que no eran la generosidad y el valor de los muertos lo que nos
había llevado a ese caos desastroso, sino la generosidad y el valor
fallidos por parte de los supervivientes. ¡Qué terrible es nuestra
responsabilidad!, medité, comprendiendo apenas que para mí el
viaje había sido el broche a una década de experiencias que habían
demostrado, más allá de cualquier posibilidad de discusión, la ruina
y la devastación provocadas por el conflicto internacional en un
mundo de naciones interdependientes. ¡Cuánto quedaba por hacer
por esa Europa doliente, por esta humanidad azotada! ¡No
podíamos dejarla agonizar y vivir en el pasado! Hallar un principio
de acción que nos guiase, una filosofía de vida, una esperanza
constructiva sobre cuyas alas nuestra incapacitada época lograra
avanzar hacia un futuro más justo; aquello era lo que nos quedaba y
siempre nos quedaría a quienes habíamos experimentado en
nuestras propias almas las profundidades insondables en las que
había caído Alemania.
Tal vez no pareciera que nosotros, la generación de la guerra,
fuésemos capaces de hacer todo lo que habíamos esperado por la
reconstrucción de la civilización. Ahora yo comprendía que los
resultados de la guerra nos sobrevivirían; en Centroeuropa era más
que evidente que sus consecuencias poseían raíces más profundas
y abarcaban más de lo que cualquiera de nosotros, con nuestra falta
de experiencia, hubiera creído cuando todo acabó. En cualquier
caso, a los hombres que, en colaboración con las mujeres que no
estaban demasiado perjudicadas por el trauma y la ansiedad, más
podían haber contribuido a su recuperación, a los hombres
valerosos y sobresalientes, con iniciativa e imaginación, se los había
llevado por delante la muerte, y su ausencia era ahora sinónimo de
fracaso y calamidad en cada uno de los aspectos de la vida
humana. Quizá, después de todo, lo mejor que podíamos hacer los
que quedábamos era negarnos a olvidar, y enseñar a nuestros
descendientes que recordábamos con la esperanza de que ellos,
cuando les llegara el momento, tuvieran más poder para cambiar el
estado del mundo que nuestra generación arruinada y destrozada.
Si tan solo la nobleza que nosotros habíamos orientado a la
destrucción pudiese de algún modo ser empleada por ellos en la
creación, si el valor que nosotros habíamos consagrado a la guerra
podían ellos emplearlo en pro de la paz, el futuro podría conocer la
redención del ser humano, en lugar de un mayor descenso hacia el
caos.
10

Regresamos a una Inglaterra muy distinta de la que habíamos


dejado, pues Baldwin había sustituido a MacDonald en el cargo de
primer ministro, y el Partido Conservador, que contaba más de
cuatrocientos escaños, frente a los ciento cincuenta y dos de los
desacreditados socialistas, se instaló cómodamente en el poder
durante cinco años más.
A pesar de esta debacle, decidí hacer más firme mi adhesión al
Partido Laborista cuando llevaba dos o tres semanas en Inglaterra.
Mi primera vaga conciencia de que la pobreza era producto de la
incompetencia humana, y no una ley inviolable de la naturaleza, se
había producido cuando leí, a los dieciséis años, el Pasado y
presente de Carlyle, y aunque, durante la guerra, mi conocimiento
de los planes y antagonismos políticos era muy impreciso, había
visto a pobres, a sumisos y humildes, a jóvenes, valientes e
idealistas —en realidad, a todos los que se dejan encandilar con
facilidad por frases rimbombantes— dar su vida y su futuro para que
el poderoso tuviera más poder, el rico se enriqueciera y el anciano
viviera con relativa seguridad.
Durante años había acudido a Ginebra y había trabajado con
esperanza por la causa de la Sociedad de Naciones; había oído a
hombres de Estado hablando gratuitamente sobre la paz en la
Asamblea para luego regresar a sus países y apoyar los
preparativos para otra guerra; había visto a los delegados que se
desvivían por los ideales de la paz —Nansen por Noruega, Branting
por Suecia, lord Cecil, Arthur Henderson, Helena Swanwick—
siempre en minoría; había observado cómo se sacaban adelante
protocolos y pactos, aplaudidos religiosamente y rechazados en la
práctica.
Había oído panegíricos dedicados al desarme mientras los
países se abastecían de armamento, y había comprendido que muy
pocos eran mejores y muchos eran peores que nosotros, que cada
año gastábamos casi cinco millones de libras en las causas y las
consecuencias de la guerra, para luego declarar que no podíamos
permitirnos una red nacional de hospitales maternos. Había viajado
por Alemania, Austria, Checoslovaquia y Hungría; había estado en
las zonas ocupadas y había hablado con los cuáqueros en Essen y
en Viena, y aunque la Sociedad de Naciones existía, y los estadistas
franceses, al igual que los británicos, japoneses e italianos,
entonaban himnos de alabanza a Ginebra, yo había hallado en
todas partes opresión, al conquistador machacando al conquistado a
golpe de hambre y humillación, la Conferencia de Embajadores
pronunciándose en contra de la evacuación de Colonia, la
dominación del odio y el miedo en una Europa que prometía caridad
y cooperación, y por doquier países que lanzaban miradas de
envidia o resentimiento a los territorios colindantes. Había sido
testigo de todo ello hasta que me pareció que no había otra manera
de describir la situación que parafraseando las tristes y
desencantadas palabras del Eclesiastés: «Me volví y vi todas las
violencias que se hacen bajo el sol: las lágrimas de los oprimidos,
sin tener quien los consolara; no había consuelo para ellos, pues la
fuerza estaba en manos de sus opresores».
Finalmente, había llegado a creer que, aunque los hombres sí
que cambiasen despacio, y dejaran las pruebas de sus
modificaciones progresivas en estatuas y tratados, ningún cambio
se operaría lo bastante pronto para salvar a la siguiente generación
del dolor y la ruina que se había tragado a la mía mientras resistiera
el mundo que yo había conocido, el mundo del tener y no tener, de
poseedores y poseídos, de ricos y pobres, de grandes potencias y
pequeñas naciones, siempre a merced de los ricos y fuertes, de
personas influyentes cuyos intereses eran satisfechos por la guerra,
y que tenían autoridad suficiente para obligar a los políticos a
precipitar, en beneficio de unos pocos, la destrucción masiva de
millones. Y así fue como me convencí de que afiliarme al Partido
Laborista me ayudaría a trabajar por un nuevo orden basado en la
disciplina del instinto más fuerte del hombre: el de posesión.
En el momento en que tomé este camino, Winifred y yo
volvíamos a ser absorbidas por la bien conocida vida londinense,
basada en escribir artículos y armar discursos. Winifred ya había
empezado a recopilar material para una novela histórica que hasta
entonces se había visto frustrada, pero yo estaba demasiado
preocupada por la tensión psicológica del inminente matrimonio, y
demasiado insegura sobre si me alegraba o no, como para
plantearme la escritura de otro libro.
Después de asistir en Westminster a un congreso titulado «No
más guerra», rodeada de una niebla negra que supuso el preámbulo
de una Navidad de temporales e inundaciones, le escribí a G.: «Me
siento espoleada a continuar mi investigación sobre la Sociedad de
Naciones gracias a comentarios como el de lord H., que en el
discurso inaugural del congreso informó al público de que
“Jaworzyna se encontraba en la frontera que separa Polonia y
Yugoslavia”. Y también por otra autoridad de la talla de la señorita
R., que en otra conferencia reciente afirmó que las pensiones para
las viudas se habían debatido “en las dos Eslovaquias:
Checoslovaquia y Yugoslovaquia”. Esta pobre Europa… ¡cuántos
atropellos se cometen en su nombre!».
En el transcurso de mi deambular por redacciones de periódicos
en los primeros meses de 1925, oí lo que afirmaba ser la verdadera
historia de la muerte del Protocolo de Ginebra, y poco antes de la
caída del Gobierno de Herriot en Francia le transmití a G., por si
servía de algo, aquella historia ciertamente apócrifa: «Austen
Chamberlain y el gabinete vieron el Protocolo y decidieron que ni
podían ni querían leerlo. Entonces se lo mandaron a lord Balfour,
pidiéndole una declaración de sus objeciones filosóficas, y a los
departamentos ministeriales, solicitando comentarios. Lord Balfour
redactó una serie de objeciones filosóficas admirables expuestas de
un modo drástico en aras de la claridad. Los departamentos también
emitieron sus objeciones, y solicitaron a Balfour que las introdujera
en su declaración. Pensando que solamente estaba elaborando un
memorándum para el Gobierno en Ginebra, lord Balfour lo hizo, de
nuevo siendo drástico en aras de la claridad. Austen Chamberlain
fue a Ginebra con el memorándum en el bolsillo, y en vez de usarlo
como la guía que lord B. pretendía que fuera, ¡lo leyó en su forma
original como contribución británica al debate! Cuando terminó, se
produjo un silencio de agravio, en medio del cual Briand […]
exclamó a voces: “¡Cualquiera podría pensar que la Asamblea ha
estado de parto durante cinco meses para dar a luz a un tarado
mental!”».
No obstante, a pesar del letargo, y de la opresión, y de la
conciencia oscura tanto en los estratos altos como en los más bajos
de la sociedad, y de una influencia persistente y subdesarrollada
que se manifestaba en una nueva derrota de la Ley de Paresas en
Inglaterra, parecía de veras que el mundo estuviera empezando a
despertar tras el largo invierno del conflicto. En Austria y Hungría, la
pesadilla de la moneda por fin se estabilizó con éxito; en Dusseldorf,
los magnates del carbón, el hierro y el acero de Francia y Alemania
estaban negociando con vistas al cierre de un tratado comercial
entre ambas naciones; en agosto, las últimas tropas francesas
habrían abandonado el Ruhr, y con su libertad quedaría atrás la fase
más aguda del odio bélico. Y lo mejor de todo, como observó con
optimismo un manual de referencia, «durante 1925, el prestigio y la
influencia de la Sociedad de Naciones aumentaron aún más que en
1924».
Por lo demás, aquella primavera auguraba más esperanza para
nosotras en lo personal que ningún otro año. Winifred colaboraba
ahora en Time and Tide con breves y algún que otro editorial,
mientras que yo había empezado a escribir para Nation and
Athenceum, pues si bien nuestras segundas novelas —como suele
ser habitual— no habían recibido tan buenas críticas como las
primeras, al menos habían abierto un poco más las inflexibles
puertas del periodismo, que ya habían empezado a entornarse
después de Anderby Wold y La marea oscura. Ojalá, pensé,
mientras escribía y hablaba de los problemas de Centroeuropa,
¡ojalá quienes en todo el mundo (Ginebra, La Haya, las
organizaciones de paz de todos los países) pasamos por la guerra
pudiéramos asumir la gestión de los asuntos antes de que nuestras
mentes se oxidaran y olvidásemos de más! ¡Ojalá ahora, ahora que
todavía éramos jóvenes, pudiéramos expulsar a los ancianos y las
ancianas, a los fieles del precedente, el privilegio y la propiedad,
cuyas mentes se habían configurado cerrilmente antes de la guerra!
Puede que no tuviéramos mucha idea del procedimiento; nos faltaría
paciencia con las enmiendas, los órdenes del día y las referencias al
pasado, pero al menos haríamos avanzar las cosas.
Tales eran las impresiones esperanzadas de mi conciencia, pero
—como si mi inconsciente estuviera decidido a hacer una última
protesta en contra de mi creencia de que lo peor de la guerra ya
había pasado— más o menos por estas fechas tuve el último de los
sueños con los que, durante diez años, el dolor y las pérdidas del
pasado habían atormentado mis noches. Soñé que mientras G.
estaba en América, considerándome su futura esposa, yo recibía la
noticia de que Roland no había muerto, sino que solo había estado
desaparecido, y amnésico, y ahora, tras un sufrimiento
indescriptible, había vuelto a Inglaterra. En el sueño, su familia me
invitaba a su casa para que nos reencontrásemos; yo iba, y lo
hallaba tan cambiado por la experiencia que casi no lo reconocía,
salvo en lo tocante a mí: estaba deseando casarse conmigo y no
sabía nada de G. Tan intensa era la angustia de la decisión que yo
tenía que tomar que desperté sobresaltada, con las palabras de un
texto conocido resonando en mi cabeza tan claramente como si
alguien me las hubiese musitado al oído: «¿Y de cuál de los dos
será ella en la Resurrección?».
Y entonces recordé, con una deslumbrante sensación de alivio,
que no habría resurrección que complicara las relaciones
cambiantes a las que se veían abocados hombres y mujeres
durante el incierto paso por la vida terrenal. Solo existía un breve
intervalo entre oscuridad y oscuridad en el que cumplir con unas
obligaciones, tanto hacia los individuos como hacia la sociedad, que
no podían posponerse con la excusa del cómodo porvenir de un
paraíso compensatorio.

11

A medida que la primavera maduraba despacio y daba paso al


verano, la inminencia de esas obligaciones personales, tan
anheladas y a la vez tan temidas, se fue apoderando de mis
pensamientos. Tenía la sensación de que nunca antes había
esperado tanto la llegada del mes de mayo, con sus vientos cálidos
y sus arbustos en flor; sin embargo, cuando empezaron a hincharse
los brotes de los lilos bajo las ventanas de nuestro piso, y de un
castaño de Regentas Park estallaron unas hojas arrugadas y
delicadas, me di cuenta de que aún tenía que afrontar y superar la
incertidumbre última acerca del matrimonio.
Yo sabía que mientras permaneciera soltera no sería más que
una simple superviviente del pasado, el pasado en guerra donde
todos mis seres más queridos habían desaparecido. Casarme
implicaría disociarme de ese pasado, pues, inevitablemente, el
matrimonio traía consigo un futuro; un futuro nuevo de relaciones
íntimas a las que yo creía haber renunciado para siempre. Quizá,
incluso, tuviera los hijos que años atrás había deseado, hijos que no
sabrían nada, ni les interesaría, de la vida que yo había tenido antes
de conocer a su padre, y que jamás me preguntarían: «Mamá, ¿qué
hiciste tú en la Gran Guerra?», porque la propia guerra para ellos
sería menos que un recuerdo. Evocaría en sus mentes menos aún
de lo que había evocado para mí la Guerra de los Bóeres, pues
¿acaso no había oído yo a los organilleros tocar «Soldiers of the
Queen» y visto las hogueras que ardían con motivo del fin del
asedio de Mafeking? Para ellos, la guerra tendría la cualidad débil y
remota de una leyenda, encarnaría la irrealidad como de libro de
cuentos de un suceso de la historia más antigua; sería algo
incorpóreo, que solo cobraría forma en las palabras de los ancianos
y las personas de mediana edad.
¿Debía, pues, someterme al sufrimiento de un futuro tan
rotundamente discordante con el pasado? ¿Debía yo, que me había
consagrado a los muertos, asumir aún más responsabilidades para
con los vivos? ¿Podía transformarme en joven esposa y madre, yo,
la veterana de guerra, concediendo así de nuevo al destino el poder
de hacerme daño, de destruir mi vitalidad y mi capacidad creativa
como las había destruido en los años posteriores a 1914? Si la vida
escogiera asestarme una nueva serie de golpes a través de G. y sus
hijos, ¿tendría la fortaleza para sobrevivirlos y seguir trabajando? Lo
dudaba, y a menudo me decía que lo mejor sería no correr aquel
riesgo. Y aun así, siempre que me asaltaban estas tumultuosas
ideas, me veía obligada a concluir que solo agarrando la ortiga del
peligro podíamos arrancar la flor de la seguridad; que quienes huyen
de las emociones, de la intimidad, de los traumas y los riesgos que
entrañan todas las relaciones humanas acaban siendo atacados por
Furias invisibles en el bastión supremo de su espíritu.
«Te da miedo el matrimonio, y América, y el precio del
matrimonio, y te doy miedo yo, que encarno todas esas cosas», me
había escrito G., intuyendo mis dudas con comprensión, apenas
unas semanas antes. «Y cómo no. El matrimonio es un gran riesgo
que se afronta con miedo, como debe ser, y así es como todos lo
afrontamos. El matrimonio no es, como se cree convencionalmente,
pura alegría. Es, como todas las cosas valiosas de esta vida, un
sufrimiento nuevo. La mejor esperanza para nosotros es que ambos
reconozcamos que […] Te ofrezco, creo, un matrimonio tan libre
como pueda ofrecerlo un hombre a una mujer. […] Te pido que des
lo que quieras dar, no más. Tengo la esperanza de que nunca te
veas condenada a ver el matrimonio como un empobrecimiento.
Porque, si es así, mejor dejarlo correr. Hay deberes sagrados que
uno se debe a sí mismo y a los demás a través de sí. […] Si, cuando
yo muera, he destruido unas pocas farsas, si he hecho algo, por
insignificante que sea, para ayudar a comprender mejor este
sistema social que debemos dominar como hemos dominado la
naturaleza, […] entonces moriré satisfecho. […] Sé que tu trabajo es
más importante para ti que yo […] porque el amor […] es algo
bueno, pero va mucho después que nuestro propio trabajo, el
trabajo que nos impuso la guerra, la tarea que nos impuso nuestro
conocimiento; un conocimiento adquirido a través de las
experiencias más amargas».
Sí, pensé, ahí estaba la clave; fuera como fuera para nuestros
descendientes, para nosotros el amor y el matrimonio debían
subordinarse al trabajo. Aun así, sacrificarlos por completo y, por
temor a sus responsabilidades, renunciar a ellos, era negar el
principio vital que insistía en que había que perseverar en las ideas
y las filosofías, como en la propia vida.
«Para mí», le respondí a G., «el problema del feminismo
equivale a tu problema económico. Igual que tú quieres descubrir
cómo puede un hombre mantener un nivel decente de cultura con
unos ingresos limitados, yo quiero resolver el problema de cómo
puede una mujer casada, sin ser rica, tener hijos y mantener su
independencia intelectual y espiritual, y al mismo tiempo contar […]
con el tiempo para cultivar su propia carrera. Para las mujeres
solteras ahora ese problema no existe, a condición de que tengan la
voluntad de trabajar. Para una mujer casada sin hijos solo hay un
problema psicológico —un problema de prejuicio— que puede
superarse a base de determinación. Pero el otro problema —el de la
mujer con hijos— es el más esencial. No estoy segura de que,
absteniéndose de tener hijos, una pueda resolver sola el problema;
como tampoco lo resuelve, qué duda cabe, para la población
femenina del futuro. Pero la necesidad de resolverlo es tan urgente
que se eleva al nivel de esos casos en los que resulta oportuno que
un hombre —y más de un hombre— muera por los demás».
Intercambiamos cartas similares durante semanas y semanas,
debatiendo cuál sería la mejor manera de que yo combinara la
escritura y el trabajo político con una residencia temporal en
América y la creación de una familia, y cómo podríamos facilitar, y
no entorpecer, las ambiciones y actividades del otro. Nunca antes
había visto de un modo tan contundente como al meditar sobre este
problema —un problema que no era mío en exclusiva, sino que
estaba íntimamente relacionado con la sociología del futuro— lo
mucho que había pasado el tiempo desde 1915, para el mundo y
para mí. Cuando, sentada junto a la estufa en el barracón a oscuras
de Camberwell, pensaba en casarme con Roland, las dificultades
personales de la situación no se me habían revelado fundamentales;
es más, ni siquiera me parecían dificultades. En aquellos días, la
guerra, con sus temibles y constantes insinuaciones de la mortalidad
humana, hacía que la vida en sí fuera muchísimo más importante
que cualquier modo de vida; en comparación con la tensa ansiedad
de aquellos momentos, el remoto futuro de la posguerra se antojaba
curiosamente sencillo. En cualquier caso, no podía considerarse que
una alumna universitaria de primer año convertida en aprendiza del
Destacamento de Ayuda Voluntaria tuviera una carrera profesional
que defender, pero después de seis años de aprendizaje, de
escritura, de clases, el planteamiento era muy distinto. La solución
trascendía con creces a la persona y el momento; el futuro de las
mujeres, como el de la paz, podía verse influido por las decisiones
individuales de un modo que jamás hubiera parecido posible en el
instante en que la individualidad quedó sofocada y ahogada bajo la
oscura marea de la guerra.
Yo sabía que el matrimonio, para cualquier mujer que
considerase todas sus consecuencias tanto para ella como para sus
coetáneas, jamás habría podido significar «vivieron felices y
comieron perdices»; todo lo contrario, la institución matrimonial
acarrearía otra batalla prolongada, una nueva lucha contra la
tradición que identificaba ser esposa con las limitaciones y la
reclusión en una cocina y cuatro paredes, contra los prejuicios y
normas que hacían que el éxito en cualquier ámbito fuese aún más
complicado para la mujer casada que para la solterona, y que
penalizaban la maternidad exigiéndole la rendición de una
inteligencia desinteresada, el sacrificio de esa experiencia
vigorizante que solo se hallaba en el desempeño de una profesión
independiente. Pero, por muy harta que estuviera de conflictos, algo
me decía que no debía achicarme ante aquella batalla, ni abandonar
como una cobarde el intento de demostrar, pues ninguna teoría
podía demostrarse satisfactoriamente sin ejemplos, que el
matrimonio y la maternidad jamás deben someter a la mente, ni
abrumar ni minar las capacidades y la experiencia, ni domeñar ni
domesticar la conciencia política y los juicios sociales. Era más
urgente que nunca para las mujeres demostrar que la vida se
enriquecía, mental y espiritualmente, pero también física y
socialmente, con el matrimonio y los hijos; que estas experiencias
otorgaban a la mujer que las aceptaba más y no menos capacidad
para tomarle el pulso al mundo, para evaluar sus tendencias, para
desempeñar un papel definitivo, obstinado y activo a la hora de
promover los fines constructivos de una civilización política.
Sabía que demostrarlo no resultaría fácil; para mis
contemporáneas y para mí, los viejos enemigos —la tradición
femenina victoriana, una conciencia instruida con esmero, una
juventud entre algodones, una educación imperfecta, tiempo perdido
— seguían ahí, y ahí permanecerían para siempre; aunque los
aniquilásemos, ellos renacerían sin cesar. Sin embargo, ya ni
siquiera albergaba rencor por estos inconvenientes, pues por fin
estaba dejando atrás el encono hacia los obstáculos que durante
media vida me habían impedido luchar por la libertad de trabajar y
crear. Percibía vagamente que eran justo esos impedimentos y mi
lucha contra ellos los que habían sacado mi vida de la mediocridad,
le habían dado interés, habían hecho que mereciera la pena; que los
individuos a los que el destino les exige demasiado están mucho
más vivos que aquellos a quienes se les pide demasiado poco. En
un sentido, yo era mi guerra; mi guerra era yo; sin ella, no haría
nada ni sería nada. Si el matrimonio complicaba aún más la lucha,
tanto mejor; lo incorporaría a mi guerra, y como tal me enfrentaría a
él, y demostraría que, por muy cerril que fuera un problema
doméstico, podía encontrarse una solución duradera si hombres y
mujeres la buscaban juntos.
Solo restaba la cuestión última y peliaguda de la lealtad a los
muertos; de hasta qué punto las mujeres de mi generación que
aceptábamos deliberadamente una nueva serie de relaciones
emocionales destruíamos de nuevo a los hombres que murieron con
resignación. Pateando los senderillos angostos y solitarios de
Regentas Park, o dando vueltas y más vueltas por los caminos
proletarios del parque de juegos de Paddington, ponderaba esta
incertidumbre definitiva. Muy a mi pesar, y al del sufrimiento por
unas vidas incompletas que el tiempo no atenuaría, se había abierto
un abismo entre mi espíritu y los de ellos; el mundo del que yo no
creí formar parte en el momento del armisticio se había acercado a
mí y me había absorbido; ¿o quizá mi punto de vista acerca de mi
destino se había ensanchado hasta cubrir las dimensiones de sus
necesidades?
Si los muertos pudieran regresar, ¿qué me dirían?, me pregunté.
Roland, tú que desde Francia me hablaste de «otro extraño»,
¿considerarías que te olvidé y te fui infiel por casarme con él?
Edward, Víctor, Geoffrey, ¿querríais que solo os recordase a
vosotros, que me quedara para siempre en aquellos días que
compartimos tanto tiempo atrás, o desearíais que mi vida
evolucionara? A pesar de la guerra, que tanta esperanza, tanta
belleza, tanta promesa destruyó, la vida aún está aquí, para que la
vivamos; mientras yo pise este mundo, ¿cómo voy a ignorar la
obligación de formar parte de él, de lidiar con sus problemas, de
sufrir por sus exigencias e interrupciones? El vaivén de sus
movimientos, sus cambios, sus tendencias, nos moldea aún, a mí y
a los supervivientes de mi generación, nos guste o no, y nadie
entenderá tan claramente como nosotros, las personas cuyas vidas
se vieron ensombrecidas por la descomposición universal de la
razón en 1914, hasta qué extremo el futuro de la humanidad
civilizada depende del éxito de nuestros empeños actuales por
controlar nuestras pasiones políticas y sociales, y sustituir nuestros
impulsos destructivos por la autoridad vigorizante del pensamiento
constructivo. Rescatar al ser humano de la dominación de la locura
que lleva a la guerra podría ser una batalla más exultante que la
propia guerra, una batalla capaz de ensanchar las almas de
hombres y mujeres con la misma conciencia realzada de vivir, y
unirlos en una comunidad comprometida cuyo objetivo común
trasciende lo individual. Solo el objetivo cambiaría, pues su
consecución significaría no la muerte, sino la vida.
Concluí que mirar hacia delante y tener valor —el valor de la
aventura, el desafío, la iniciación, así como el valor de resistir—
formaba parte de la fidelidad. El enamorado, el hermano, los amigos
que había perdido habían poseído este valor, cada uno a su
manera, un valor que no se habría desperdiciado del todo si, a
través de quienes seguíamos vivos, lograba influir a las
generaciones venideras y convencerlas de que, mientras el espíritu
del hombre no fuese derrotado, merecía la pena recibir y dar vida. Si
de alguna manera yo conseguía que mis contemporáneos, y sobre
todo aquellos que, como yo, habían perdido la ilusión, compartieran
este ideal; si tal vez tenía hijos y les transmitía el deseo de ese valor
y el impulso para redimir los trágicos errores de la generación que
los trajo al mundo, entonces Roland, Edward, Víctor y Geoffrey no
habrían muerto en vano. Ellos solo se llevaron a la tumba el pasado,
y con ellos, aunque yo siempre lo recordara, debía dejarlo ir.

Bajo el arrullo de la muerte


el caos inmenso del pasado
yace silencioso y oscuro.

Así lo había descrito Henley; y así, con la vista puesta en el


futuro, debía tomar una decisión.
12

Por fin, llegó junio con su tiempo dorado y suave; el Ruhr estaba
prácticamente libre de invasores, y los días, plagados de
preparativos que no podían retrasarse hasta el regreso de G. y la
semana previa a la boda, pasaban con la velocidad alarmante y
repentina de un tren expreso. La planificación de un viaje de novios
en el sureste de Europa —a Alemania esta vez, no, le dije; era un
país demasiado severo y deprimente para unos recién casados que
tendrían problemas propios de los que hablar— implicaba la
expedición de un pasaporte nuevo, a pesar de que, con la diligente
cooperación de G., yo había decidido mantener y usar mi apellido.
«En verdad te digo», protesté cuando descubrí que todos los
carísimos visados que me habían concedido para viajar como
soltera en 1924 no me servirían como mujer casada en 1925 si
quería regresar a Austria y Hungría, «que las desventajas legales de
ser tu querida serían una insignificancia en comparación con las de
ser tu esposa». Pero me empeciné en que me hicieran el pasaporte
con el apellido de soltera, y tras una breve pugna lo conseguí; y así
sigue siendo en la actualidad.
Habíamos decidido pasar el primer año de casados en América,
un nuevo mundo que simbolizaría para mí la ruptura con la
esclavitud a los sufrimientos de lo anterior. Después, ambos
sabíamos que habría que pensar en algún recurso que me
permitiera mantener una residencia parcial en Inglaterra, donde se
hallaba mi auténtico ámbito de trabajo; un experimento en esa clase
de arreglo que más adelante denominé en libros y artículos
«matrimonio semiindependiente», y que hacía factible una profesión
para los dos miembros de la pareja, incluso cuando uno de ellos
trabajara en el extranjero. En medio de otros planes para poner la
guinda adecuada a los años que me habían vinculado a Oxford
mediante la obtención de la maestría en una ceremonia de
graduación que tuvo lugar dos días antes de mi enlace matrimonial
—intención en la que me había reafirmado tras oír la respuesta de la
primera amiga de la familia con quien la comenté: «¡Cómo puedes
tener tiempo para pensar en una cosa así en la semana de tu
boda!»—, le expuse a Winifred varios proyectos y sugerencias que
ella, mientras hacía sus propios planes para emprender una larga
gira de conferencias en Sudáfrica, escuchó con una incredulidad
entre divertida y apenada.
«Querida Winifred, nunca me separaré de ti por mucho tiempo»,
insistía yo para mis adentros, decidida a no dejarme arrastrar por su
escepticismo; «no podría. Representas en mi vida el mismo
elemento de permanencia tierna y serena que encarnó Edward, y al
final, cuando las pasiones se extinguen y las aventuras concluyen,
esto es lo más importante de todo».
Fijamos en el 27 de junio el día de nuestra boda, la misma fecha
en la que, diez años antes, joven y llena de esperanza, yo había
entrado en el Destacamento de Ayuda Voluntaria para asumir mi
papel en la guerra. Siempre había tenido la idea de que, si me
casaba, sería en el registro, pero cuando G. me explicó que la
comunidad católica no reconocía los enlaces civiles, recordé de
pronto las mañanas de domingo de principios de 1916 en las que
me había arrodillado ante los arcos altos y apuntados de un templo
católico mientras la música de la misa, que no acertaba a seguir del
todo, me adormecía los sentidos con una dulzura analgésica. Y
pensé: «Nos casaremos en la iglesia de Santiago el Mayor, y no
llevaré lirios ni brezo blanco, sino las rosas de tallo largo y color
rosado, con un toque anaranjado y la fragancia más dulce del
mundo, que me regaló Roland una Nochevieja de otra vida. Cuando
acabe la boda, se las regalaré a la madre de Roland; sé que G.
entenderá el porqué».
Y la carta que atravesó el Atlántico aviniéndose a los planes me
mostró que, efectivamente, lo había entendido. «El hecho de que
sea yo quien esté a tu lado en el altar no es más que el final de una
larga historia», me escribió.
El 16 de junio, día en que G. desembarcaría del Aquitania, fui
hasta Southampton para recibirlo. Fue uno de los días más cálidos
de aquel mes seco y soleado, y yo me vestí con una elegancia
especial, con un vestido nuevo del ajuar, porque G. me había dicho
que, para ahorrar con vistas al viaje de novios por Europa, pretendía
viajar en tercera. Pero de pronto me entró tanto miedo de que el
compañero que llevaba diez meses sin ver demostrase ser un
desconocido sobre cuyas cualidades yo me había engañado que
Winifred decidió acompañarme a Southampton.
«Si resulta que es como lo recordabas», me dijo, «yo
desaparezco en un tris, pero si descubres que no te gusta, tal vez te
resulte de utilidad que esté allí contigo».
Al no estar familiarizadas con los caprichos de los vapores que
cruzaban el Atlántico, dimos por hecho que podíamos fiarnos de la
hora aproximada que nos habían dado la víspera en las oficinas de
Cunard, pero en el momento en que nuestro tren desfiló despacio
por delante del puerto de Southampton vi con una punzada de
decepción indecible que las cuatro chimeneas escarlata del
Aquitania ya se alzaban inmóviles en los muelles. Para disgusto
nuestro, en la estación nos enteramos de que el trasatlántico había
llegado casi dos horas antes, pero la leve posibilidad de que los
pasajeros de tercera desembarcaran mucho más tarde que los
adinerados pero aburridos viajeros de primera me convenció para
hacer una rápida expedición hasta el barco antes de tomar el primer
tren de regreso a Londres. Un comprensivo taxista, apiadándose de
nuestra situación, se ofreció a llevarnos rápidamente hasta los
muelles; estábamos traqueteando a toda velocidad por el paso a
nivel cuando en un andén próximo a la carretera vi, detenido aún, un
tren larguísimo e impresionante que indicaba: EXPRESO SOUTHAMPTON-
LONDRES WATERLOO.
Más tarde supe que era el último de los tres trenes de enlace, y
no parecía que hubiera muchas posibilidades de encontrar allí a G.,
a pesar de que no era él uno de esos seres elevados cuya categoría
les daba derecho a llegar a Londres lo antes posible. Pero, pensé,
llegaré en él a Waterloo antes de que G. haya recogido su equipaje,
y al menos mitigaré el desánimo y la sorpresa que ha debido de
asaltarlo al comprobar que, sin avisarlo siquiera, he roto la promesa
de estar aquí para darle la bienvenida. De modo que le pedí al
taxista que parase lo más cerca que pudiera del andén, y el
conductor, agradecido por el cambio de planes, estacionó al instante
junto a los imponentes coches.
Justo cuando llegábamos a su altura, el tren se puso en marcha,
y Winifred me empujó vigorosamente desde atrás de tal modo que
logré encaramarme al aparato subiendo un sucísimo escalón, sin
preocuparme por el vestido color pichón y el sombrero nuevo color
terracota. Echando del todo a perder los guantes claros de gamuza
con la carbonilla del mugriento tirador, abrí la primera puerta que vi y
accedí al pasillo, mientras Winifred, jadeando detrás de mí, era
aupada por el taxista, al que, con suma entereza, lanzó un billete de
diez chelines desde la ventanilla en el momento en que
empezábamos a coger velocidad. Un mozo nos gritó escandalizado,
pero yo agité mi billete y el permiso para acceder al puerto, y como
las ruedas del tren giraban ya muy rápido, renunció a su
escrupuloso intento de evitar tan heterodoxa manera de embarcar
en un tren. Eché un rápido vistazo para comprobar que Winifred
estaba bien, y acto seguido, trepando desesperadamente a baúles,
maletas y uniones entre coches, inicié la búsqueda frenética y no
muy confiada de G.
Iba ya por la mitad del tren, y casi había perdido la esperanza
cuando me topé con él, que, al igual que yo, andaba explorando el
pasillo: muy alto, muy delgado, un poco desaliñado, descuidando,
en la urgencia de la búsqueda, el aire arrogante de los jóvenes
intelectuales que viajan a propósito en tercera. De pronto me vio y
avanzó hacia mí con entusiasmo, tendiendo los brazos y con el
semblante iluminado por haberme reconocido bajo el sombrero de
ala ancha. Y en el instante en que fui a su encuentro y cogí sus
manos tuve la certeza de que no me había equivocado; y aunque
sabía que, de un modo que nunca podría compartir con él, seguiría
unida a aquel pasado al que había renunciado para siempre, no me
pareció del todo inadecuado que los años de frustración y
sufrimiento y pérdida, de trabajo y conflicto y dolorosa resurrección,
me hubieran llevado por sus caminos oscuros y enrevesados hasta
aquel nuevo comienzo.
AGRADECIM IENTOS DE LA AUTORA

Debo el más cálido y sincero agradecimiento a la familia de


Roland Leighton por su generosidad al permitirme publicar poemas
y extractos de sus cartas; a mis padres, por acceder a que
reprodujese las cartas de mi hermano Edward y su canción
«L’Envoi», así como por su infatigable ayuda en la búsqueda de
cartas y otros documentos de la guerra; a B. B. por los fragmentos
de las cartas de mi tío que aparecen en el capítulo VII; a mi marido,
por las cartas citadas en el capítulo XII y por su inestimable opinión;
y a Winifred Holtby, cuyos incansables servicios no pueden
agradecerse ni expresarse con palabras, por sus cartas y por el
poema «Trenes en Francia», por su ayuda durante la corrección de
las pruebas de este libro y por su apoyo inquebrantable, sus
consejos constantes y su vivida memoria. También estoy en deuda
con madame Smeterlin por corregir las pruebas de la canción
«L’Envoi»; con H. H. Price, del Trinity College de Oxford, por
comprobar la cita de Cicerón que hace de epígrafe de la tercera
parte; y con los funcionarios del Museo Imperial de la Guerra por su
cortesía y amabilidad en múltiples ocasiones. Asimismo estoy
enormemente agradecida a Phyllis Bentley por su generosa ayuda y
aliento durante las vicisitudes acaecidas en el último año de
escritura de este libro.
Agradezco a las siguientes personas que me hayan permitido
utilizar poemas y largas citas sujetas a derechos de autor: a May
Wedderburn Cannan por «Cuando muere la Visión»; a Rudyard
Kipling por los versos de su «Endecha de las enfermeras
fallecidas»; a Rose Macaulay por «Pícnic, julio de 1917»; a Walter
de la Mare por «El fantasma»; a Wilfrid Meynell por la «Renuncia»,
de Alice Meynell; a sir Owen Seaman por «El alma de una nación»;
a Basil Blackwell por los poemas extraídos de Oxford Poetry, 1920 y
las citas de dos números del Oxford Outlook ; a Macmillan & Co.,
Ltd., Londres y a Charles Scribner’s Sons, Nueva York, por las citas
de poemas de W E. Henley; a John Murray por «La muerte de la
juventud», extraído de Verse and Prose in Peace and War, de
William Noel Hodgson; al albacea literario Sidgwick & Jackson, Ltd.,
y Dodd, Mead & Co. por el soneto «Sugerido por algunos de los
Proceedings of the Society for Phychica! Research», de Rupert
Brooke. También quiero expresar mi gratitud a los autores de los
poemas citados, así como mis disculpas por no haber sido capaz de
contactar con ellos personalmente.
Por último, estoy en deuda con los editores del Times, Observer,
Daily Mail, Star y Oxford Chronicle y la revista Time and Tide, por la
valiosa ayuda que supusieron sus artículos para la reconstrucción
de la historia reciente.

V. B., 1933
VERA BRITTAIN (Newcastle-under-Lyme, 1893-Wimbledon, 1970) fue una de las
escritoras británicas más singulares del siglo XX, conocida también por sus ideas pacifistas
y feministas. Estudió en la Universidad de Oxford, aunque se vio obligada a retrasar su
formación para trabajar como enfermera voluntaria durante la mayor parte de la Primera
Guerra Mundial. En 1923 publicó su primera novela (ya era conocida, en algunos círculos,
como poeta), The Dark T ide, pero el reconocimiento público le llegó diez años después con
Testamento de juventud, que fue todo un éxito de crítica y ventas y se convirtió en uno de
los libros más comentados de su época.
No t a s
[1]El clavel verde es una novela publicada en 1894 de forma
anónima (posteriormente se supo que su autor era Robert Hichens)
cuyos protagonistas se inspiran en Oscar Wilde y lord Alfred
Douglas. Por otra parte, The Yellow Book era una revista literaria
publicada en Londres entre 1894 y 1897 que contó con
colaboradores de la talla de John Singer Sargent, Henry James, H.
G. Wells, W B. Yeats o los dos artistas que la autora cita a
continuación, Max Beerbohm y Aubrey Beardsley (Todas las notas,
salvo que se indique lo contrario, son de la traductora). <
[2] Traducción de Lorenzo Peraile (Madrid, Editora Nacional, 1978).
<
[3]
«La inercia es el único vicio, amo Erasmo, y la única virtud es… el
entusiasmo». <
[4] La traducción es de Jacinto Luis Guereña (Madrid, Visor, 2007).
<
[5]La Ley de Libertad Temporal por Mala Salud, conocida como la
«del gato y el ratón», se aprobó en 1913 casi con el solo fin de
combatir las protestas de las sufragistas, pues permitía que fuesen
excarceladas cuando estaban débiles debido a las huelgas de
hambre, para volver a ponerlas entre rejas en cuanto se
recuperaban. <
[6]
Referencia velada a la parábola bíblica del trigo y la cizaña, en
Mateo, 13:24-30. <
[7]Hasta octubre de 1920 —y desde 1875— a las mujeres se les
permitía asistir a clase y examinarse, e incluso recibir honores, pero
no matricularse oficialmente como alumnas de pleno derecho, de
ahí que no pudieran titularse. <
[8]Los poetas lakistas fueron un pequeño grupo de poetas ingleses
de comienzos del siglo XIX. Compusieron, entre 1798 y 1815, los
primeros poemas de tendencia claramente romántica. Vivieron junto
a los lagos del noroeste de Inglaterra, en la zona conocida como
Lake District —de donde procede su nombre—, inspirándose en los
encantos de su naturaleza. <
[9]En la Primera Guerra Mundial murieron cuatrocientos cincuenta
alumnos solo de Uppingham. <
[10]
La traducción es de Jacinto Forment (Madrid, Homo Legens,
2010). <
[11] O sea, el Ejército voluntario integrado por los reservistas. <
[12] Íbid., p. 40. <
[13]
La traducción de todos los versos de Brooke que se reproducen
en este libro es de Eva Gallud (en Poesía completa, Santander, El
Desvelo, 2017). <
[14]
Si a «Brittain» le quitamos una de las tes, obtenemos Britain,
Gran Bretaña. <
[15]Personajes del cuento A través del espejo y lo que Alicia
encontró allí de Lewis Carroll y de una canción de cuna inglesa
anónima. Los nombres fueron tomados de un poema de John Byron
y parece que provienen del hecho de enredar con los dedos o
agitarlos sin ningún sentido práctico (tweedle). <
[16]
Esta enfermera fue condenada a muerte por un tribunal militar
alemán el 12 de octubre de 1915, tras un juicio sumarísimo, por
haber refugiado en su hospital de Bruselas, y ayudado a escapar, a
unos doscientos soldados británicos, franceses y belgas. <
[17] Traducción de Juan Manuel Ibeas (Barcelona, Debolsillo, 2015).
<
[18] Así se conocía a Florence Nightingale. <
[19] Se refiere aquí la autora al muchacho cuya tumba había ido a
visitar un día, Jeremiah Knowles Garnett, íntimo amigo de Edward y
vecino de Buxton. Murió en Malta el 6 de noviembre de 1915, con
apenas veinte años. <
[20]A tenor de la explicación del propio Victor, entendemos que se
refiere al adjetivo de seis letras bloody, que puede ser,
efectivamente, sinónimo de «sangriento», pero también funciona en
sentido figurado y coloquial como elemento de refuerzo en
interjecciones airadas, como en bloody war! («¡maldita guerra!»). <
[21]Desde que narré el motín de Étaples he sabido gracias a Songs
and Slang of the British Soldier, 1914-1918 , de John Brophy y Eric
Partridge, que la única alusión previa se publicó en el Manchester
Guardian a lo largo de varios días de febrero de 1930. El motín se
debió a las condiciones de represión que imperaban en los
campamentos de Etaples, y fue instigado por la Policía Militar. (N. de
la A.) <
[22]La novela, publicada en 1917, fue escrita por Alee Waugh,
hermano mayor de Evelyn, y retrata, sin tapujos y a partir de
experiencias propias, la homosexualidad en un colegio privado para
chicos. <
[23]Novelista y dramaturga inglesa (Londres 1896 - Adderbury
1967). Conocida sobre todo por su novela de 1924 La ninfa
constante, recibió un fírme aplauso crítico por sus obras,
principalmente por Troy Chimneys, Premio James Tait Black
Memorial Prize de 1953. <
[24]Inédita en castellano, al igual que —sorprendentemente— toda
su obra hasta ahora. <
[25] Referencia a La feria de las vanidades, de William M. Thackeray.
<
[26]«Alusión a Joel, 3:10: “Forjad espadas de vuestros azadones,
lanzas de vuestras hoces y diga el débil: ¡Fuerte soy!”». <
[27]La primera mujer que ocupó un escaño en la Cámara de los
Comunes del Parlamento Británico, por primera vez en las
elecciones de 1919, como representante de los tories. <
[28]Discurso recogido textualmente en Time and Tide, 10 de
noviembre de 1922. (N. de la A.). <
[29]La traducción es de Manuel Sánchez Sarto, México, Fondo de
Cultura Económica, 2017. <
[30]
De nuevo, hace aquí alusión Brittain a la cita bíblica (Joel, 3:10)
que dice así: «Forjad espadas de vuestros azadones, lanzas de
vuestras hoces, y diga el débil: “¡Fuerte soy!”». <
[31] «¿Qué es la verdad?», en Juan, 18:38. <

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