Testamento de Juventud - Vera Brittain PDF
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espacio «para los seres queridos y también para aquellos a quienes no conoceremos
nunca, pero que, no cabe duda, son nuestros iguales». Pocas veces se ha contado la vida
de aquella juventud, la que sufrió la Primera Guerra Mundial y la posguerra, con tanta
profundidad, elegancia y exactitud. Se combinan aquí las peripecias (siempre verdaderas)
de la hija del propietario de una fábrica de papel de provincias que luchaba por
emanciparse con las de la joven estudiante de Oxford y con el sufrimiento que esa misma
joven, convertida en enfermera, encuentra en el frente durante la guerra; su pasión por el
estudio y la literatura con el afecto por muchos de los que la rodearon desde adolescente…
Todos sus amigos lucharán en las trincheras, y todos sus amigos vivirán el fin de una
época mejor en la que todo parecía más puro e ingenuo.
«Si la guerra me perdona la vida», escribió Brittain a su hermano, «mi único objetivo será
inmortalizar en un libro nuestra historia, la de nuestros amigos». Aquel deseo, casi una
promesa, se convirtió en uno de los libros de memorias más famosos y conmovedores del
siglo XX. A pesar de su interés por ajustarse al marco histórico de lo sucedido y a los datos
reales, Vera Brittain, cuando escribe, siempre lo hace en los alrededores de la poesía y de
los sentimientos, respaldados por una inteligencia viva y sus fervientes creencias pacifistas
y feministas. Cuando finalmente se publicó, en 1933, Testamento de juventud fue un éxito
instantáneo. La primera edición se agotó en pocas semanas; Virginia Woolf anotó en su
diario que se sentía impelida a quedarse despierta toda la noche para terminar de leerlo; y
cuando apareció su edición americana, The New York Times escribió con entusiasmo que
aquella historia autobiográfica era «honesta, reveladora… y desgarradoramente hermosa».
Un clásico emocionante que, al fin, casi noventa años después, podemos descubrir en
castellano.
Vera Brittain
Te s t a m e n t o d e j u v e n t u d
Título original: Testament of Youth
Vera Brittain, 1933
Traducción: Regina López Muñoz, 2019
Revisión: 1.0
26/08/2020
PARA
R. A. L. y E. H. B.
IN MEMORIAM
ECLESIÁSTICO, 44
PRIM ERA PARTE
William Noel Hodgson, que con tan solo veinte años murió en la
batalla del Somme, lamentaba también esa juventud perdida que
apenas si había conocido en una de las cancioncillas más tristes
que ha dado la guerra. Recuerdo que casi me hizo llorar cuando,
después de cuatro años de hospitales, últimos permisos y
despedidas, la oí entonada por Topliss Green en el Royal Albert
Hall; era 1919:
3
A principios de 1913, cuando casi había abandonado toda
esperanza de huir de una juventud provinciana, llegaron los
primeros e inesperados indicios de una posible liberación.
Cierta tarde de primavera, un amigo de Staffordshire —antiguo
abogado de la familia— vino a casa a pasar la noche. Espoleado por
mi juiciosa madre, que comenzaba a simpatizar en secreto con la
idea de la universidad —acaso convencida por mi negativa a
adaptarme a Buxton—, el hombre empezó a hablar de Oxford, y
descubrí que su primogénito, que había entrado con una beca,
acababa de regresar tras licenciarse con unas notas excelentes.
Mi padre, para no ser menos en cuanto a autocomplacencia
paterna, contestó aludiendo no solo a su decisión de mandar a
Edward a Oxford, sino que añadió mis continuos ruegos de ir a la
universidad. Para su sorpresa, el visitante se tomó aquella
manifestación de ambición femenina como lo más natural del
mundo, e incluso nombró a una o dos amigas de su hijo que
también estudiaban allí. Al igual que muchos hombres que se han
educado sin contacto con el mundo académico, mi padre se mostró
al principio más dispuesto a escuchar los consejos sin fundamento
de amigotes de la familia que los de un experto desconocido
totalmente cualificado para darlos. Sin duda, el hecho de que aquel
amigo tan respetado considerase la presencia de la mujer en Oxford
como algo normal logró que mi padre se replanteara su visión de la
educación superior para las hijas. Este proceso de transformación
alcanzó su punto culminante gracias a un curso de extensión
universitaria impartido por J. A. R. Marriott —en la actualidad, sir
John— que se celebró en el ayuntamiento de Buxton en la
primavera de 1913.
En 'los últimos años he oído algunas críticas a sir John Marriott
por parte de sus adversarios políticos tanto en Oxford como en otros
lugares. Estas críticas de partido suelen insinuar, de un modo más o
menos directo, que una larga experiencia como profesor
universitario no capacita a un hombre o a una mujer para la vida
política, y que fue seguramente por culpa de sus cualidades
académicas por lo que sir John perdió los escaños, en apariencia
seguros, de Oxford y York.
En este país, al margen de las circunscripciones universitarias,
existe una línea muy rígida y difícil de cruzar entre el sector político
y el académico, una línea que en ciertas áreas de América se
desdibuja, ofreciendo ventajas a ambas partes. A juzgar por mi
experiencia como titulada de una universidad y esposa de un
profesor de otra, me da la sensación de que la vida académica de
cualquier país tiende a volver estrechos de miras, censuradores y
engreídos tanto a hombres como a mujeres. Considero que mi
marido se encuentra entre las honrosas excepciones, pero uno o
dos de sus eruditos coetáneos han hecho algunos de los peores
alardes de malas formas que he presenciado en mi vida. Parece ser
que a la mayoría de los académicos se le va pasando el desprecio y
la rudeza con los años; los profesores mayores, aunque a menudo
reprobadores, suelen mostrarse puntillosos. En general, mi
percepción es que los estadounidenses son más educados que los
ingleses, y los de universidades de provincias, más corteses que los
procedentes de Oxford y Cambridge.
Sin embargo, me parece que atribuirle a sir John Marriott las
características más desabridas del Oxford académico pone
precisamente de manifiesto esa falta de perspicacia que los
adversarios del partido tan a menudo incentivan entre ellos. (Escribo
todo esto sin rencor, pues yo misma pertenezco a ese partido cuyo
programa es sinónimo de anatema para sir John y sus colegas. A
día de hoy puedo estar de acuerdo con muy pocas de sus opiniones
políticas, pero si sir John creyera que las cláusulas del Tratado de
Versalles fueron inspiradas por Dios, lo perdonaría, tan profunda
aún es mi gratitud por su renovadora intervención, de un valor
incalculable, en mis oscuros asuntos). No hay hombre que haya
despreciado menos las formas de vida más inhabituales ni se haya
interesado más por los caminos alternativos de la experiencia. En la
única ocasión en que ambos coincidieron, recuerdo con qué
habilidad persuadió a mi padre —con quien tiene poco menos que
nada en común— para que le hablara con vivo entusiasmo de las
técnicas de producción de papel y le relatase la modesta historia de
nuestra fábrica.
Para mí, sir John es, y será siempre, el profesor amable y
estimulante en cuya presencia genial unos obstáculos hasta
entonces insalvables se desvanecieron como nieve en abril. Sir
John representa el deus ex machina de mi juventud sin
pretensiones, el dios olímpico que escuchó sin atisbo de
condescendencia ni diversión el titubeante relato de las ambiciones
ingenuas y vanas de una joven inmadura. A él le debo mi victoria
final sobre la oposición de mi familia, la huida de la alienante
atmósfera de Buxton y la formación universitaria que, pese a sus
muchas lagunas, me preparó al fin para la clase de vida que yo
quería llevar. Es una deuda que reconozco con humilde gratitud, y
que no espero poder pagar.
Ni el más entusiasta defensor de la educación para adultos
podría haber descrito aquel curso de extensión en Buxton sobre los
problemas de la riqueza y la pobreza como un éxito aplastante. A la
primera sesión no pude ir porque me habían invitado a un baile
(¡hasta ese punto había caído en desgracia!), pero fui la única de
todo el pueblo que asistió e hizo los deberes de las otras cinco.
Sir John dio lo mejor de sí, como no podía ser menos en un
docente enérgico y célebre como él, pero ni un profeta descendido
del mismísimo cielo habría conseguido impresionar a su apático y
menguante público, cuya mitad más añosa y soñolienta había
acudido por no herir los sentimientos de la secretaria que había
organizado el curso, mientras que la otra mitad, más joven e
inquieta, lo había hecho obligada por sus padres. Creo que fue en la
cuarta o quinta sesión cuando se vio compelido a comentar ante sus
bostezadores oyentes que la gente de Buxton no parecía
especialmente curiosa, observación que le valió no pocas críticas
adversas a sus conferencias en meriendas posteriores. Llegué a oír
a una señora muy voluminosa (cuyo esposo había escrito una
disertación sobre los tres temas que se daban a elegir, en lugar de
escoger solo uno, como se le había explicado) comentar ante un
grupo de compasivas amigas que a ella jamás le gustó «la actitud
de ese hombre», y que sabía de buena tinta que si había ido a
Buxton era «¡porque en Oxford no querían verlo ni en pintura!».
Mis perseverantes disertaciones sobre la Revolución industrial, el
problema de la distribución de riquezas, la historia del sindicalismo y
el auge del movimiento socialista debieron de ser muy primitivas y
superficiales, pues ni la biblioteca pública de Buxton ni la pequeña
colección de libros de texto de las estanterías de mi dormitorio
contaban con obras relevantes sobre historia o economía, pero las
evaluaciones que recibieron por parte de sir John fueron lo bastante
entusiastas como para que mi padre las describiera como «un gran
honor, viniendo de un hombre de Oxford».
Indudablemente —como más tarde yo misma he comprobado al
impartir conferencias—, aquella espiga de entusiasmo valió por toda
la cizaña de indiferencia[6]. Mi primer intento lo firmé solo con mis
iniciales, y cuando me acerqué toda nerviosa para reclamarlo, sir
John manifestó una sorpresa considerable; no es de extrañar, pues
nadie parecía más inmadura ni menos capaz de formular una idea
coherente que yo. Por muchas faldas largas y muchos elaborados
bucles estilo Imperio que luciera, antes de la guerra nunca conseguí
aparentar más de quince inexpertos años.
A petición de la secretaria —una mujer muy culta y, huelga
decirlo, en los márgenes de «la sociedad»—, mis padres accedieron
a hospedar a sir John la noche de su última conferencia en Buxton,
de ahí que me devolviera mi disertación semanal en mi propia casa,
después de su intervención en un auditorio casi vacío. Sus elogios
me animaron a hablar, en presencia de mis padres, de mi anhelo de
estudiar en Oxford, y le pedí consejo sobre los primeros pasos que
debía dar. La fabulosa naturalidad con que me respondió despejó
todas las dudas, y provocó que las objeciones habituales parecieran
tan triviales que a partir de entonces no volvieron a pronunciarse.
Sir John se marchó a la mañana siguiente, dejando una curiosa
sensación de vacío allá donde habían estado su estimulante figura,
su abrigo de tweed y sus palos de golf. Imagino que él no volvió a
pensar en nuestra familia, ni se percató de cuán radicalmente había
alterado el ambiente de nuestro hogar con su fugaz visita.
2
Muy pocas características del ser humano resultan tan
desconcertantes como la capacidad de reducir acontecimientos de
escala mundial a su propia dimensión. Para finales de agosto,
cuando Lieja y Namur habían caído y las desgracias del Ejército
británico llevaban a la retirada de Mons, las señoras de la elite de
Buxton ya se habían propuesto provincializar el conflicto.
En las clases de primeros auxilios y enfermería doméstica, se
arremolinaban alrededor del médico como gallinas en torno al gallo
del corral, y una o dos representantes de la société, que, en
realidad, no sabían ni poner una venda correctamente, iban por ahí
enseñando a las demás. Yo, con tal de evadirme del tempestuoso
ambiente de casa, me presenté y aprobé los dos exámenes
elementales, en los que unas robustas «pacientes», tiradas en el
suelo con cara de preocupación, eran tratadas de catástrofes varias
por unas «enfermeras» ofuscadas y aún más robustas.
Un hotel de la calle principal, Spring Gardens, fue transformado
en almacén de la Cruz Roja. Allí acudía un grupo de «voluntarias»
para intercambiar chismorreos que en otras circunstancias se
habrían compartido en un entorno más íntimo, en salones de té.
Derrochaban tanta tela cortando monstruosos pijamas y camisas de
dormir que al final hubo que llamar a una humilde modista de la
zona —que mi madre contrataba para que nos hiciera los vestidos
de verano— para que arreglase el desaguisado, mientras la
educada sociedad femenina de Buxton se paseaba por las salas del
hotel, enrollaba un par de vendas y cacareaba acerca de la
motivación de ayudar al país a ganar la guerra. Una o dos
aspirantes a cabecillas del movimiento se pavoneaban
continuamente por el pueblo con los uniformes nuevos de la Cruz
Roja. Ataviadas con ropa interior de encaje de lo más elaborada, se
ofrecían como pacientes voluntarias para quienes deseaban
aprender a hacer vendajes y camas, y una de ellas me tenía mucha
ojeriza porque, en un enérgico arranque de vigor, le arrugué los
volantes de las enaguas al remeterlos con firmeza bajo el colchón.
Mi vínculo con Oxford me había conferido ya la capacidad de
observar con divertida indiferencia las riñas y el barullo que se
montaban en las clases de enfermería doméstica, en el almacén y
en el recién inaugurado hospital para convalecientes de la Cruz
Roja, indiferencia que no habría sido capaz de ejercer cuando
Buxton me parecía aún una Nazaret de la que nada bueno ni nadie
digno saldría jamás. Esta sensación de liberación de las tensiones
de las primeras y desgarradoras semanas aumentó
considerablemente al recibir otra carta de Roland, en la que me
contaba que su solicitud había sido rechazada debido a problemas
de vista, un defecto que me había ocultado hasta entonces por
vanidad juvenil. Había probado suerte, en vano, en infantería,
artillería y Cuerpo de Servicio del Ejército, y aunque todavía
pretendía que le retirasen la objeción, la posibilidad de que fuese
conmigo a Oxford volvía a estar sobre la mesa.
«Pase lo que pase», me decía con repentino entusiasmo tras
enterarse de que yo había aprobado el Oxford Senior, «iré. Y estoy
deseando enfrentarme a un muro de carabinas y profesores, con
toda mi compostura, si se me concede la gracia de vislumbrarte al
otro lado».
Mi corazón estallaba de gozo, pero me hice el propósito de
mostrarme escéptica.
«No creo que vaya a casarme nunca; soy demasiado difícil de
complacer…», informé en mi diario tras asistir a una de las bodas
locales que se celebraron a rebufo del estallido de la guerra. «Solo
estaría satisfecha con una compañía amorosa basada en la mutua
comprensión. No soportaría tener que andar sosegando
continuamente a un hombre, ni que hubiera un amplio abanico de
temas de los que resultara imposible hablar con él».
A principios del otoño, Edward y yo fuimos a pasar una semana
a St. Monica, pues yo quería comprarme ropa nueva en Londres —
donde las numerosas banderas que ondeaban por encima del río
me inspiraron la pueril sensación de que teníamos muchos aliados
—, y mi hermano, después de lo que me pareció un mundo de
trastornos (en realidad fueron apenas unas semanas tras el
arranque del conflicto), por fin había obtenido el permiso de mi
padre para solicitar plaza en el Cuerpo de Entrenamiento de
Oficiales de Oxford.
Fue un septiembre cristalino y luminoso aquel en el que los
ejércitos británico y francés vencieron en las batallas decisivas del
Marne y el Aisne. «¡Los aliados avanzan!», anunciaban triunfantes
los titulares, que revelaban que París se había salvado; pero, a
pesar del suspiro de alivio que la noticia inspiró en todo Londres, el
aire estaba más cargado que nunca de rumores dramáticos e
inverosímiles. Las historias de atrocidades se mezclaban con las
predicciones de que en diez días el emperador de Austria solicitaría
la paz y al cabo de dos semanas el káiser abandonaría a los suyos.
Mientras esperaba en vano noticias de Oxford, mi hermano
componía una balada para violín. El rumor impreciso de que Fritz
Kreisler, su violinista preferido, había muerto en el frente, nos sumió
a ambos en la melancolía, pero su angustia duró más que la mía,
pues yo había hallado en el jardín de St. Monica el enclave apacible
y perfecto para mis soliloquios sobre Roland. Me decía a mí misma
que encarnaba «una experiencia única en mi existencia; nunca
pienso en él en términos de hombre o muchacho, mayor o más
joven, más alto o más bajo que yo, sino como una mente en sintonía
con la mía, caracterizada por notas muy diferentes, pero siempre en
la misma clave».
No soy capaz de determinar si era cierto que por aquel entonces
veía a Roland exclusivamente como una mente afín. Si lo era, no lo
fue por mucho tiempo. Una tarde, durante un partido de golf a
nuestro regreso a Buxton, Edward y yo descubrimos un anillo de
hadas; yo me planté en el centro, y de pronto me sorprendí
deseando que Roland y yo nos enamorásemos y nos casáramos.
Edward me pidió que le dijera cuál había sido mi deseo. Le contesté:
«Te lo diré si vuelves a preguntármelo dentro de cinco años, porque
para entonces el deseo se habrá hecho realidad, o estará a punto
de hacerlo; o bien jamás se cumplirá».
Aunque apenas un par de días antes habíamos analizado unas
fotografías publicadas en prensa de los destrozos que habían
causado en Reims los bombardeos alemanes, seguíamos hablando
como si la seguridad de toda nuestra vida no hubiera sido aniquilada
y nuestros seres queridos fueran a vivir para siempre. Fue entonces
cuando Roland me comunicó que finalmente tenía posibilidades de
incorporarse a un regimiento de Norfolk.
«En cualquier caso», me escribió, «no creo que, dadas las
circunstancias, consiguiera soportar una vida de reclusión e
inactividad académica. Sería de lo más cobarde eludir mi deber más
obvio. […] Algo me dice que estoy destinado a participar de manera
activa en esta guerra. Me resulta de todo punto fascinante, algo
ennoblecedor y muy hermoso —aunque a veces terrible—, algo
cuya realidad elemental supera con creces la frialdad de cualquier
teoría. Puede que me taches de militarista. Tal vez tengas razón».
Me ofendió que empleara la expresión «inactividad académica»;
me parecía que con ella me excluía de todo lo que le importaba
ahora en la vida, así como de sus propios intereses y su carrera. Por
lo demás, aquella actitud era del todo contraria a su feminismo
declarado; aunque también la guerra lo era… Sus consecuencias
sobre la causa de las mujeres eran escandalosas.
«Las mujeres padecemos todas las pesadumbres de la guerra,
pero ni una sola de sus alegrías», escribí como respuesta. «Eso
que, según tú, es lo único que importa ahora es el terreno en el que
la mujer no ha hecho progreso alguno, y en el que tal vez nunca se
produzcan avances, por mucho que Olive Schreiner discrepe. A
veces, tengo la sensación de que estudiar en Oxford, algo que solo
dará frutos en un futuro y adolece del estímulo de una conexión
directa con la guerra, requerirá una templanza para la que no me
veo preparada. Es curioso que de pronto aquello por lo que ambos
hemos peleado con uñas y dientes parezca valer tan poco».
Es evidente que, al igual que tantas mujeres en 1914, yo era
víctima de un serio complejo de inferioridad. No sabía que, apenas
un par de semanas antes de aquella carta, Roland había compuesto
uno de sus poemas más proféticos, «Camino en soledad», que en
absoluto pretendía insinuar que ni yo ni mis estudios hubieran
perdido valor para él. En mi opinión, ese poema admite una única
interpretación, la de que me veía cumpliendo las ambiciones sobre
las que siempre hablábamos y escribíamos, pero imaginándose a sí
mismo muerto.
Dos semanas más tarde se marchó a Norwich, y poco después
fue requerido por el regimiento de Norfolk. Aun así, a primeros de
octubre, cuando yo me preparaba para entrar en Somerville, ni
Edward, ni Roland ni Victor —que vivía en Hove y había intentado
ingresar en varios batallones del Regimiento Real de Sussex—
parecían más cerca de obtener la graduación que en agosto. A
pesar de que los tres habían tomado la decisión en firme de no
entrar en la universidad, la idea de que la guerra me afectara
personalmente se me antojaba de nuevo muy remota.
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Violetas de ultramar,
a tu tierra lejana, querida y olvidada.
Las mando como recuerdo,
sabiendo que tú lo entenderás.
R. A. L., «VILLANELA»,
PLOEGSTEERTBOS, ABRIL DE 1915
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La siguiente carta, que llegó apenas dos o tres días antes del
inicio de la batalla, plasmaba de manera aún más explícita la
proximidad del cataclismo.
«A lo lejos, a la izquierda, en la zona francesa, oímos la cosa
más aterradora de este mundo, incluso a distancia: los retumbos de
la artillería pesada, ya distantes, ya con fuerza, pero fundiéndose
siempre en un rugido atronador y monótono. […] Por la noche, el
cielo se iluminaba con los destellos, y se producía el extraño
parpadeo de un brillo amarillento e impaciente. […] Un día
espléndido, pero bastante caluroso para marchar. Esta mañana
estoy deliciosamente perezoso y diletante. En el fondo, sí que opino
que es una lástima matar, haga el tiempo que haga; aunque hay
quien se lo merece. A veces me pregunto si debería preocuparme
que me maten, pero en días así no puedo evitar el deseo
encarnizado de vivir. La vida es muy atractiva, aunque solo sea
como juguete con el que entretenerse».
¡Un juguete con el que entretenerse! ¡Y para mí semejaba un
gigante con el que enfrentarse! Esperar ese algo que todos parecían
convencidos de que ocurriría me dejaba reducida a un estado no
muy distinto de la locura. Me daba miedo meterme en la cama por el
agudo impacto de la certidumbre con la que despertaba cada
mañana, y sin embargo, cuando volvía del hospital, no me tenía en
pie del cansancio. Una tarde, vencida por la fatiga y la desdicha, me
dejé caer, sin desvestirme siquiera, al suelo de mi cuarto, y al alba
desperté dolorida y rígida, en la misma postura. Ni siquiera dormir
me procuraba consuelo, tan movidos y agitados eran los sueños de
cada noche. El tiempo, como sucede siempre en los tensos
intervalos que preceden un gran golpe, parecía detenerse por
completo.
No sabía estarme quieta en las horas libres de aquel septiembre
cálido y hermoso, y de nuevo montaba en bicicleta e iba hasta los
apacibles escenarios de mis conflictos mentales de la primavera.
Pasé toda una calurosa tarde en el duermevela de un delirio
atormentado junto a la orilla del río, cerca del sendero de Miller’s
Dale, escuchando el gorgoteo del agua con la misma ansiedad que
si oyera la artillería en Francia, y observando las briznas de hierba
parda meciéndose al viento en la vertiente opuesta.
El domingo 26 de septiembre llegó una escueta nota de Roland,
escrita tres días antes: «Todavía no he recibido confirmación, pero
dicen que muy pronto se cortará la comunicación por correo. Hinc
illae lacrimae. “Hasta que la vida y todo lo demás” […]».
Hiñe illae lacrimae era la máxima latina que habíamos acordado
emplear cuando Roland supiera que iba a entrar en acción. Edward,
que ese fin de semana estaba en casa de permiso, me alteró
todavía más al comentar que el correo no había vuelto a
interrumpirse desde que se restableció tras la retirada de Mons.
Desesperada, escribí y envié apresuradamente unas líneas: «Si
estas palabras resultan tornarse en Te moriturum saluto, tal vez
ilumine un tanto los momentos de oscuridad pensar que para
alguien has significado y significarás más que cualquier otra cosa.
Aquello por lo que has luchado no caerá en saco roto, nada de lo
que has hecho y has sido será en balde, pues formará parte de mí
mientras viva, y yo recordaré, siempre».
Al día siguiente llegó la noticia: por fin, dos grandes victorias,
anunciaba el Daily Mail con euforia a toda página. «¡La línea
alemana, atravesada en dos puntos! ¡Franceses y británicos toman
veinte mil prisioneros ilesos y treinta y tres cañones! Los aliados han
conquistado dos victorias espléndidas. Los británicos han avanzado
cuatro kilómetros en un frente de ocho al sur de La Bassée».
Poco a poco, pasados unos días en los que la espantosa lentitud
de las horas se antojaba como una tortura del infierno concebida
con esmero, llegaron las pesarosas y habituales enmiendas a
nuestra «gran victoria», y, un poco más tarde aún, las listas que
revelaban el precio que habíamos pagado por tan pírrica hazaña. A
pesar de que íbamos habituándonos al horror, el país entero se
quedó atónito ante la devastadora magnitud de las pérdidas en
Loos. Incluso a día de hoy, dieciocho años después, el 25 de
septiembre es junto con el 1 de julio y el 21 de marzo, una de las
tres fechas en las que la sección «In memoriam» del Times llena
toda una columna y buena parte de otra. El habitual rumor de que el
6.° de Sherwood Foresters había participado en la batalla sumió a la
totalidad de la población de Buxton en un estado de aprensión, y a
pesar de que, de nuevo, ese batallón en concreto se había salvado
de lo peor, pronto llegaron noticias de varios oficiales jóvenes
muertos en combate que de niños habían sido compañeros de
colegio de Edward. Pero de Roland todavía no sabía nada.
«Sueños, ideales, visiones impersonales se rinden hoy ante este
terrible amor humano», registra mi diario, «y, a esta hora, mi
corazón solo conoce una plegaria».
Cuando por fin recibí carta, el 1 de octubre, descubrí que el
pavor que me había sumido en la agonía era infundado, y que tras
prepararse en dos ocasiones para «meterse de lleno», el regimiento
de Roland se había librado de participar en la batalla.
«¡Ay, Roland!», respondí. «Esta exclamación encierra todos los
comentarios que tengo que hacer a la situación. No paro de leer que
“la ofensiva aliada continúa”, así que supongo que en esas andas
ahora mismo. Pero estaba convencida de que habrías participado
en ese espantoso combate. […] A ti, que te encuentras allí y sabes
lo que sucede, te resultará imposible ponerte en la piel de quienes
estamos aquí y no sabemos ni recibimos noticias. No tienes ni idea
de lo que […] estos últimos días han sido para la señora L. y para
mí. ¡Ojalá algún día leas las cartas que nos hemos dirigido! Por mi
parte, llevo desde el lunes sin hacer nada […] aparte de escudriñar
la cancela, y salir al paso de todos los mensajeros que circulan por
delante de nuestra casa. […] Espero que me reclamen desde
Londres de un momento a otro. Ya empiezan a llegar heridos a
Inglaterra, y dentro de poco habrá una auténtica avalancha».
Tenía el pálpito de que me llamarían muy pronto. Temía aquella
llamada, a pesar de que había reflejado en el diario mi deseo de que
se produjera.
«Será un alivio dejar de escuchar todas las noches que parezco
agotada. No estar agotada es un incordio, y estarlo, más todavía».
Una tarde de octubre quedé en el pueblo con una estudiante de
Somerville que vino de visita; sus comentarios sobre mis planes de
trabajar al servicio del conflicto me indignaron hasta el extremo de
desviar temporalmente mis pensamientos de la batalla, todavía en
su apogeo.
Le conté a Roland: «No ha parado de repetir con mucho
sarcasmo que suponía que ni me planteaba volver a Somerville. […]
Todo el mundo se piensa que me he ido por falta de estabilidad, y
por buscar […] un poco de emoción. (¡Me encanta que la enfermería
se considere emocionante!). […] Mi antiguo profesor de Música ha
llegado a decirle a mi madre: “Lo ha dejado, ¿no? Ya se lo decía
yo… Sabía que se cansaría enseguida”. A veces, cuando pienso
[…] en la ciudad de mis sueños, con sus torres grises y sus
atardeceres otoñales, y en el cuartito donde, rodeada de libros, solía
leer Tess de los d’Urberville ante un fuego resplandeciente a las
doce de la noche, no puedo por menos que gritar para mis adentros:
“¡No soporto ser enfermera! ¡Qué harta estoy de esta guerra que no
se acaba nunca!”. Y entonces pienso en ti, expuesto al peligro y a la
oscuridad, y al frío, y a la lluvia, ¡la criatura más hermosa, mil veces
más harto que yo! […] Última mente, los que parecen conocer todos
los detalles sobre el desenlace de la guerra —y se muestran más
agoreros de lo normal— se están desdiciendo y aluden a una
profecía del Apocalipsis, ingeniosísima y de lo más apropiada,
protagonizada por una bestia de siete cabezas y diez cuernos (el
káiser, por supuesto): “Y se le dio autoridad para actuar durante
cuarenta y dos meses”. Por lo tanto, sostienen, la guerra terminará
en enero de 1918. Magnífico, ¿a que sí?».
Durante todo aquel otoño, Edward esperaba que lo mandasen a
Francia para incorporarse a alguno de los numerosos batallones de
Sherwood Foresters que ya estaban en el continente; en
consecuencia, sus «últimos permisos» fueron legión, y una vez
invitó a dormir en casa a su amigo más querido del regimiento, un
joven subalterno que todos conocíamos como Geoffrey La primera
vez que pisó nuestra casa, aquel idealista reticente con proyectos
de abrazar los hábitos y trabajar en una parroquia de barrio pobre se
mostró tan tímido que sus escasos comentarios nos resultaron casi
inaudibles. Mi hermano me explicó que Geoffrey era demasiado
reservado para desenvolverse en sociedad; sin embargo,
precisamente su falta de autoestima provocaba que fuera muy
querido entre sus asistentes y sus hombres.
No me sorprendió; desde la primera vez que lo vi, experimenté
una atracción indefinible hacia su desconcertante y escurridiza
sequedad. Geoffrey detestaba la guerra, y si bien el papel de cura
humilde le habría procurado toda la felicidad que fuera capaz de
sentir una persona de temperamento franciscano en un mundo
materialista y egoísta, como oficial con las trincheras en el horizonte
perdía la seguridad en su propio valor y se sentía profundamente
desdichado. Su cualidad más sorprendente tal vez fuera su belleza,
que no recuerdo que ningún otro joven haya igualado jamás. Con
más de metro ochenta de altura y una complexión fuerte y
proporcionada, tenía unas facciones muy marcadas y más bien
llamativas: mirada profunda azul grisáceo, pestañas negras y pelo
castaño, ondulado y muy abundante. Debido a la oportuna
secuencia de sus respectivas iniciales, Edward y él eran conocidos
en el batallón como «Brit y Gryt».
«La opinión pública», le señalé a Roland, «ha encumbrado como
una noble virtud femenina el hecho de que consintamos la partida
de chicos como ellos y como tú a regiones donde seguramente
serán aniquilados de un modo brutal y degradante que no
permitiríamos en animales. […] Algo que a mentes más cuerdas se
les antoja más bien como un motivo de peso para encerrar a la
mitad de la nación en un asilo para criminales trastornados».
El semestre en que yo había entrado en Somerville y Edward
había pasado unas pocas semanas en Oxford, Geoffrey había
estado también allí, en University College. Tras seguir los avances
de la nueva expedición aliada en Salónica, y haber examinado con
sensaciones encontradas las invectivas de la prensa a cuenta del
fusilamiento de la enfermera Edith Cavell[16], los tres leímos con
suma tristeza en el Times del 15 de octubre el consabido relato de la
inauguración del año académico en Oxford, y especulamos acerca
de si alguna vez volveríamos a ver como estudiantes los muros
grises engalanados con las colgaduras escarlata de las enredaderas
otoñales. Y yo me pregunté si Roland leería aquel artículo en
Francia, y si compartiría la angustia de nuestra añoranza y la
amarga firmeza de nuestra determinación de seguir repudiando una
vida académica que en otros tiempos habíamos elegido con ardiente
entusiasmo.
Al día siguiente, como para justificar mi decisión de no querer
saber nada de la universidad, recibí una notificación de Devonshire
House en la que se me instaba a personarme en el Hospital General
n.° 1 de Londres, en Camberwell, el lunes 18 de octubre. Al mismo
tiempo, me llegó una postal de Betty en la que me decía que ella
también había recibido orden de presentarse en la misma unidad.
Veinticuatro horas más tarde, en medio de los raudos preparativos a
los que llegaría a acostumbrarme y hastiarme durante los tres años
siguientes, me permití un paseo por los caminos de siempre para
despedirme a toda prisa de los lugares a los que guardaba cariño,
incluso en Buxton, por tenerlos asociados con Roland. Puede que
pase mucho tiempo, pensé, hasta que vuelva a verlos, y no me
equivocaba, pues no he vuelto a visitar el pueblo desde aquella
tarde de domingo. Las hojas caían veloces, y un crepúsculo
brumoso extinguía los tonos otoñales, sumiéndolos en la grisura.
Ahora que había llegado el momento de marcharme, me embargaba
la melancolía, y también un poco de miedo.
A la mañana siguiente, sobriamente equipada con mi uniforme
nuevo del Destacamento de Ayuda Voluntaria, tomé por última vez
el primer tren de Londres, y dije adiós para siempre a mi juventud
provinciana.
CAPÍTULO V
CAMBER WELL O LA MUERTE
2
La mayor parte de los pacientes de Camberwell eran soldados
rasos y suboficiales, pero la existencia de una pequeña sección para
oficiales me hacía fantasear con coincidencias fascinantes, aunque
improbables.
«Me pregunto», le escribí a Roland, «si un buen día no entraré a
trabajar y oiré de refilón a una simpática voluntaria hablar de un tal
teniente L. del 7.° Regimiento de Worcestershire que llegó en el
convoy de anoche. […] Pero sería demasiado bonito para ser
verdad. Esa clase de cosas solo ocurren en las novelas».
Mi primer destino fue un barracón para soldados rasos, ubicado
en el parque, con sesenta camas para casos quirúrgicos de
gravedad. El conocimiento de la psicología del varón impedido que
fui adquiriendo en los diversos hospitales donde trabajé durante la
guerra se detuvo en seco en la graduación de brigada, pues nunca
se me asignó a un pabellón de oficiales británicos más de unas
pocas horas seguidas. Al parecer, mi juventud y mi belleza aniñada
de caja de bombones transmitía la sensación, a todas las jefas bajo
cuyas órdenes trabajé, de que si me ponían a atender a oficiales
aprovecharía la ocasión para mejorar mis condiciones usando vías
no reconocidas oficialmente por las autoridades militares.
Cuando empecé a trabajar en el barracón, mis tareas consistían
sobre todo en preparar las bandejas de las curas y acomodar
extremidades en cabestrillos, labores de las que los celadores no
solían ocuparse porque les causaba mucha impresión la carnicería
de las lesiones al descubierto. Al poco de entrar vi cómo uno que
sostenía una palangana se desmayaba encima del paciente.
«Muchos enfermos no soportan ver sus propias heridas, y no me
extraña», anoté.
A pesar de que la primera cura en la que participé —una herida
gangrenada en una pierna, viscosa, verde y escarlata, con el hueso
al aire— me dio náuseas y me provocó un breve vahído, que
recuerdo como la mayor humillación, me preocupaba mucho más lo
que describí a Roland como «el ambiente general de falta de
humanidad» que las grotescas mutilaciones en troncos,
extremidades y rostros. La visión de las jefas del St. Bartholomew,
serenas, impávidas, eficientes, moviéndose por los pabellones
impermeables a la compasión merced a esa luminosa inmunidad
que parecen poseer las enfermeras sobradamente formadas, me
transmitía un temor intenso a adecuar mi individualidad a la
impersonal rutina de la organización.
«No se prevén más intereses que el que suscita el propio
trabajo», le conté a Roland en una de mis primeras cartas desde
Camberwell. «Como es natural, lo aborrezco. Las enfermeras
hospitalarias transmiten avidez y sequedad… parece que tuvieran
que eliminar cualquier rastro de calidez de su interior para poder
ejercer adecuadamente su trabajo. Yo, en cambio, preferiría sufrir
con mi trabajo antes que volverme inmune al dolor. Nada me pesa,
en realidad, mientras no implique perder mi propia personalidad, o
incluso anularla por un tiempo. Algo que, creo, no domino cuando
estoy contigo».
Tal vez fuera una suerte no saber que los meses en los que
tendría que hacer algo que detestaba se irían acumulando
inexorablemente hasta formar años enteros, ni imaginar que mucho
antes del final también yo me volvería indiferente al sufrimiento de
mis pacientes, debido al exceso de trabajo y la experiencia. Aun sin
la amargura de esa certeza me sentía muy desamparada, y tan
distanciada de eso que los filósofos denominan «el grupo de los
afines» como si me hubiesen encarcelado en uno de los círculos
menos «cultos» del Purgatorio de Dante. Mi primera experiencia con
los convoyes —un «¡A formar!» seguido por filas largas y lentas de
ambulancias, y la repentina saturación de los pabellones de cirugía
con hombres brutalmente heridos— supuso todo un alivio, pues me
privó de la posibilidad de reflexionar. «No he tenido tiempo de
preguntarme si iba a hacer bien las cosas o no», anoté; «había que
hacerlas bien, y punto».
Pero luego, el desconcertante contraste entre la idea de prestar
servicio y su expresión práctica —un contraste que se reducía a
medida que nuestros ideales disminuían con los años y la carga de
actividades despiadadas se incrementaba— me llevó a dirigir una
carta perpleja a Roland.
«Siempre me sorprende no reparar en todos los pensamientos
inspiradores que me han traído hasta aquí cuando estoy trabajando.
Antes creía que, por estar yo misma sometida a sufrimiento, me
sentaría bien aliviar el de otras personas. Pero ahora, cuando estoy
haciendo algo que sé que aligera el dolor de otro, lo veo únicamente
como mi deber. Pueden asaltarme pensamientos elevados antes o
después, pero nunca en el momento preciso en que actúo. O casi
nunca. Algunas veces, un pequeño detalle me hace detenerme y
experimentar unas intensas ganas de llorar en medio de lo que
quiera que esté haciendo».
A medida que el otoño húmedo y monótono daba paso a un gris
invierno, mis cartas se abreviaban y se volvían un tanto
melancólicas, aunque la certeza constante de que él padecía
molestias mucho mayores me llevaba a escribir de las mías como si
poseyeran un carácter humorístico del que yo apenas si era
consciente. Los fines de semana me resultaban especialmente
extenuantes, pues los sábados y los domingos los tranvías para
obreros interrumpían el servicio, y la caminata nocturna de regreso a
la pensión por las inmediaciones de Camberwell podía revelarse
más arriesgada que de costumbre.
«Me figuro el espanto absoluto de mi madre», le conté a Roland,
«si me hubiese visto la otra noche, a las nueve y cuarto, corriendo y
esquivando el tráfico de los suburbios de Camberwell Green, por
unas calles negras como boca de lobo, y mezclándome sin querer
con elementos de una asamblea de contratación, obreras de
fábricas de municiones e individuos que entraban y salían de
tabernas. Es muy emocionante ser una mujer desprotegida y sentir
que a nadie a tu alrededor le preocupa demasiado lo que te pueda
pasar, mientras no causes molestias».
Tras veinte años viviendo entre algodones, sin duda tenía la
sensación de que, cualesquiera que fueran los inconvenientes de mi
ocupación, al menos estaba conociendo la realidad de la vida;
sensación que mis padres compartían conmigo, y de qué manera,
pues todavía conservo una carta en la que contestaba con juvenil
superioridad a un angustiado intento que mi padre debió de hacer
para persuadirme de abandonar los rigores de los hospitales
militares y regresar a Buxton.
«Muchas gracias por la carta, para cuya respuesta no he
necesitado tiempo de reflexión», empezaba con suma
intransigencia, y añadía, con más determinación que diplomacia:
«Nada —aparte de la pura necesidad— me induciría a renunciar a lo
que estoy haciendo ahora mismo; perdería para siempre el respeto
que me tengo si permitiera que unas insignificantes adversidades de
orden físico me llevasen a abandonar el mejor trabajo que en estos
tiempos puede realizar una mujer joven. Con toda sinceridad os digo
que no decidí hacerlo porque pensara que no queríais o no podíais
proporcionarme un hogar confortable, sino porque deseaba
demostrar que era capaz de mantenerme con mis propios medios, y
en parte también porque, al no ser hombre y no poder ir al frente,
quería hacer lo siguiente mejor. No comparto que mi lugar esté en
casa, sin hacer nada o prácticamente nada; considero que, en estos
momentos, el lugar de una persona joven, fuerte y preparada se
encuentra allá donde más se la necesita. Y, de veras, no es un
trabajo tan duro; no lo sería ni aunque fuese una niña pequeña, que
no lo soy, pues a veces tengo la sensación de ser nonagenaria».
Por suerte, el contenido de la mayoría de las cartas que
mandaba a Buxton era más humano, por no decir infantil. Mi
insistencia a la hora de sugerirles a mis padres que me proveyeran
de dulces y galletas, o que viniesen a Londres y me llevaran a tomar
el té, perviven como recordatorios del importantísimo papel que
desempeñaron las comidas en las meditaciones de los jóvenes y
ardorosos patriotas durante la guerra.
3
Y si no es tan viejo
como el muchacho que conociste,
ni tan orgulloso también, y sí más digno,
no lo dejes escapar…
(Las margaritas son más sinceras que la pasionaria).
Será mejor así.
10
11
Y llegamos a la isla,
ágiles y jóvenes, con un sol radiante en el rostro.
Anclados en hileras mudas los navíos aguardaban,
gigantes dormidos en la paz del puerto azul marino.
Saltamos a tierra, en busca de la aventura mágica
valle arriba,
donde titilaban campos de asfódelo.
Oh, capitán,
¿qué hay de los muertos?
Días muertos, esperanzas muertas, amores muertos, sueños
muertos, penas muertas…
Oh, capitán de nuestro buque,
¿caminan de nuevo los muertos?
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14
No será con lágrimas vanas cuando estemos más allá del sol,
con lo que golpearemos las puertas materiales, y no
caminaremos
por esas autopistas pavimentadas de muertos sin objeto
lastimeros por la tierra, más bien nos volveremos y
deslizaremos por alguna corriente cubierta de aire,
algún pasadizo bajo y dulce entre viento y viento,
encorvados bajo débiles destellos, cruzaremos las sombras
encontraremos algún susurrante rincón apartado por los
fantasmas y allí
pasaremos conversando nuestro eterno día
pensando el uno en el otro, súbitamente sabios,
aprenderemos todo lo que nos faltaba; escucharemos,
sabremos y diremos
lo que este tumultuoso cuerpo ahora calla
y sentiremos quién alejó nuestras manos que se acariciaban
y nunca más veremos cegados por nuestros propios ojos.
15
1
Cuando Edward volvió a Francia la última semana de junio de
1917, no lo acompañé a Victoria, porque me había obsesionado con
la superstición de que despedirnos en una estación sería fatal para
la perspectiva de volver a vernos.
En lugar de eso, le dije adiós con la mano desde la ventana
cuando su taxi dobló la esquina de la plaza, y luego ayudé a mi
madre a empaquetar el violín y guardarlo una vez más. En el
comedor colgaba su retrato, pintado por Graham Glen mientras la
herida todavía hacía de las suyas; el rostro por encima de la cinta de
la Cruz Militar se veía lívido, triste y retrospectivo, como llevaba
siendo desde la batalla del Somme.
No fue un regreso muy halagüeño. En Boulogne, su maleta, con
el equipamiento para la trinchera recién comprado, desapareció
misteriosamente, y Edward se vio obligado a continuar el viaje sin
tan siquiera un revólver que lo protegiera durante el lamentable
proceso de reaclimatación a la guerra. Durante los dos meses
siguientes, su falta de posesiones y el exasperante intento por
sustituirlas a través de correspondencia, en un momento en que la
comunicación postal entre Inglaterra y Francia iba de mal en peor,
incrementaron de manera inconmensurable las precarias
incomodidades de aquel amenazante verano.
En la base, para su desencanto, recibió orden de incorporarse al
2.° Batallón de Sherwood Foresters en Lens en vez de al suyo, el
11.°. Cuando regresó a la línea del frente, el 30 de junio, un año
menos un día después de haberla dejado, descubrió que el
regimiento desconocido estaba a punto de entrar en combate. Mi
incertidumbre habitual se renovó, demasiado pronto, como
consecuencia de una carta en la que me contaba que participaría
«en otro 1 de julio. Si Dios quiere que “aquí el sol balancee su
espada a mediodía”, tendré que despedirme de todo esto; adiós,
pues. Ya sabes que, tal y como te prometí, intentaré regresar si me
matan. Todo está siendo muy repentino, y ya es mala suerte que me
haya tocado estar aquí y ahora, pero así debe ser».
Tuve que esperar casi una semana para saber que mi hermano
estaba vivo y que había salido ileso. En una carta fechada el 3 de
julio, escrita con una indignación muy impropia de él, Edward me
cuenta que lo enviaron al ataque nada más llegar, sin conocer ni a
los oficiales, ni a los soldados, ni tan siquiera el territorio. Revela
cuán «magníficamente» se organizaron algunas de nuestras
acciones, y cuán alegremente se pusieron en riesgo —y a menudo
se malograron— unas vidas valerosas como resultado de los
fracasos más crudos y elementales de la inteligencia.
«Cuando di parte de mi llegada, el sábado por la noche, tras
haber salido de Étaples por la mañana, me dijeron que tendría que
unirme a la compañía que se disponía a atacar a primera hora de la
mañana. La operación fue un completo fiasco; para empezar, el guía
que tenía que conducirnos a nuestras posiciones erró el camino por
completo. Debo precisar que era la primera vez que el batallón
ponía un pie en ese sector, y nadie sabía por dónde había que ir.
Luego, el comandante de mi compañía se perdió, de modo que solo
había otro oficial además de mí, y no sabía por dónde tirar. La
organización fue lamentable, porque, como es natural, las
posiciones tendrían que haber sido sometidas a un reconocimiento
previo, por no hablar de que es imposible que alguien que no
conozca el territorio pueda atacar en la oscuridad. Después de
mucho vagar por unas trincheras que no se acababan nunca, me
encontré, acompañado de solo cinco hombres, en un lugar
desconocido, en el momento de abrir fuego. A todas luces, era inútil
intentar hacer nada, así que me metí en un metro de trinchera a
esperar a que amaneciera. Descubrí entonces una de nuestras
posiciones de primera línea (no había frente propiamente dicho), y
allí paramos hasta que nos relevaron anoche. Como podrás
imaginar, hemos pasado muy malos ratos. No creo que fuera
necesario que tanto yo como el otro oficial que llegó conmigo nos
metiéramos en el fango con tanta prisa después de dos días
agotadores de viaje, y sin conocer la zona».
Si el incidente hubiera formado parte del comunicado oficial, una
nación admirada habría leído (sobre todo, a la luz del historial de
Edward en el Somme) que «este gallardo oficial defendió la
trinchera durante dos días solo con ayuda de cinco hombres».
Seguramente, muchos «actos heroicos» similares tenían su origen
en la incompetencia supina de los cuarteles generales. «El
comandante nos dijo que estaba muy satisfecho del modo en que
habíamos resistido en la línea», contaba Edward en su siguiente
misiva; pero la experiencia lo irritaba tanto que durante casi un mes
sus cartas fueron impersonales e incompletas. Solo empezó a
recuperarse hacia finales de julio, cuando lo mandaron otra vez con
el 11.° Batallón, al que se incorporó como segundo al mando de su
antigua compañía.
Todo este revuelo aceleró mi impaciencia por volver al epicentro
de las cosas, más que nada porque la inactividad me llevaba a
cavilar, y cavilar era, de todas las ocupaciones fútiles, la más
importante de evitar. Aunque hubieran desaparecido tres de las
cuatro personas que habían hecho el mundo tal y como yo lo
conocía, la guerra no parecía más cerca del desenlace que en 1914.
Ahora estaba por todas partes; incluso antes de que Víctor fuera
enterrado, el bombardeo aéreo a plena luz del día del 13 de junio
«la metió en nuestras casas», tal y como señalaron los periódicos,
con una fuerza tal que percibí que el peligro resultaba infinitamente
preferible cuando era yo quien lo perseguía, y no cuando esperaba
que él viniera a por mí.
Cierta mañana, estaba llegando a casa después de unas
compras en Kensington High Street cuando se inició un estruendo,
y, mirando de inmediato al cielo, descubrí un siniestro grupo de
mosquitos gigantes sobrevolando Londres en estrecha formación.
Mi madre, cuyo fatalismo temperamental siempre le había permitido
dormir sin sobresaltos durante los habituales ataques nocturnos, se
puso nerviosa al ver el espectáculo desde la azotea del edificio, pero
cuando llegué a la puerta de casa, mi padre acababa de
convencerla para que bajara corriendo al sótano; él no compartía la
creencia de mi madre de que el destino no entendía de
precauciones, y durante los bombardeos obtenía apoyo moral del
hecho de abrocharse el cuello de la camisa y patrullar los pasillos.
Los tres escuchamos con aire taciturno la lluvia de metralla, que
caía como una tronada sobre los árboles del parque, aquellos
árboles silenciosos que la noche de mi regreso de Malta habían
hecho que la muerte y el horror me resultaran algo increíblemente
remoto. En cuanto los golpes y el estruendo dieron paso al silencio
aprensivo que siempre se expandía después de los bombardeos,
hice un complicado viaje hasta la City para comprobar que mi tío no
había pasado a engrosar la creciente lista de víctimas de la familia.
Cuando, por fin, después de mucho negociar con el gentío de
Cornhill y Bishopsgate, conseguí acceder al Banco Nacional
Provincial, encontré a mi tío a salvo y muy entero, pero más lívido
que un cadáver; la plantilla al completo, hombres y mujeres,
semejaba un lúgubre hato de espectros mudos recién trasladados
desde el otro lado de la laguna Estigia. Las calles que rodeaban el
banco estaban sumidas en un silencio aterrador, y, en algunas
zonas, tan llenas de cristales rotos que me dio la sensación de
vadear una alfombra de granizo que me cubría hasta los tobillos. No
vi muertos ni heridos, pero sí muchas barricadas supervisadas por la
policía, ocultando una variedad de posibilidades espantosa. Otras
las insinuaban claramente un caballo con salpicaduras carmesí
echado de costado, o varios carritos de comerciantes abandonados
y privados de sus conductores de un modo sangriento.
Llegué a la conclusión de que estas cosas parecían menos fuera
de lugar cuando acaecían en Francia, aunque, sin duda, los
franceses no estarían de acuerdo conmigo. En St. Monica, una tarde
de julio, fui consciente de un ruido sordo y periódico, como el latido
amplificado de un corazón, que estremecía una esquina reseca del
terreno de juego; el sonido podría haber sido una segadora a
doscientos metros de distancia valle abajo, pero yo sabía que era el
eco de la artillería del otro lado del Canal de la Mancha, que me
llamaba a regresar a la guerra. «Oh, cañones de Francia», escribió
Rose Macaulay sobre ese mismo verano en «Pícnic, julio de 1917»:
Oh, cañones de Francia,
callad, que resonáis en vano. […]
Pesados laten en el viento del sur
opacos sueños de dolor. […]
5
En el pabellón alemán supimos con total certeza el momento en
que empezó «el próximo espectáculo». Con la llegada de
septiembre, las remesas de heridos retomaron la engorrosa
costumbre de repetirse sin cesar, y cuando ya no hubo más camas
libres para prisioneros, camillas con hombres de mirada airada
tapados con mugrientas mantas marrones ocuparon una proporción
muy inoportuna del suelo. Muchos de los pacientes llegaban menos
de veinticuatro horas después de resultar heridos; se hacía muy raro
hablar amigablemente con un oficial alemán sobre el Putsch en el
que había participado la víspera al otro lado de nuestra localidad.
Casi todos los prisioneros soportaban las terribles curas con
estoica fortaleza, y uno o dos de ellos aguardaban la muerte con
paciencia. Un chiquillo de veinte años, guapo como el joven Jacinto
a pesar del rubor de sus mejillas cóncavas y la inquietud con que se
mordisqueaba los labios, me preguntó una tarde en un atento
susurro cuánto tiempo tendría que esperar para morir. Hizo falta
poco; a la tarde siguiente, los biombos rodeaban su cama.
Aunque este estoicismo casi insoportable parecía ser una
disciplina asumida que los hombres se imponían a sí mismos, el
ambiente del pabellón era de todo menos tranquilo. Los gritos de los
muchos pacientes con delirios se combinaban con los desvaríos de
los cinco o seis que siempre andaban pidiendo anestésicos y
convertían la sala en un pandemonio; las llamadas de Schwester! y
Kamerad! no paraban en todo el día. Pero solo un prisionero —un
sajón de diecinueve años con unos ojos azules como de cristal y
una piel rosada y blanca, cuyo nombre no llegué a conocer porque
todo el mundo lo llamaba «el Pez»— reclamaba atención constante.
Era, como él mismo se encargó de comunicarnos, ein einziger
Knabe, «solo un chiquillo». Al tratarse de un caso de empiema
agudo como consecuencia de una herida en el pecho, lo
sometíamos a una dieta compuesta tan solo de leche, pero una y
otra vez asediaba a los celadores pidiendo Fleisch, Brot, Kartoffeln!
(«¡Carne, pan, patatas!»).
Nicht so viel schreien, Fisch!, lo regañaba yo. Die anderen sind
auch krank, nicht Sie allein! («¡No grites tanto, Pez! ¡Los demás
también están enfermos, no solo tú!»).
Pero la mañana en que entré a trabajar y me comunicaron que
Pez había muerto durante la noche me puse muy triste.
Sin embargo, no hubo tiempo para remordimientos, dado que
tuve que pasar la mitad de ese día sentada junto a un bávaro bajito
de mediana edad que se desangraba por un corte en la arteria
subclavia. La hemorragia era demasiado profunda para controlarla,
y Hope Milroy, con su desfile de celadores, se encargaba de las
vendas con tesón, mientras yo le daba agua al moribundo y le
enjugaba el sudor de la cara. Al otro lado de la cama, un pastor
protestante que hablaba alemán murmuraba el padrenuestro; el
oscuro eco de su final sonó como la vibración de un órgano distante:
Und vergib uns unsere Schulden, wie wir unseren Schuldigern
vergeben. Und führe uns nicht in Versuchung, sondern erlöse uns
von dem Übel. Denn dein ist das Reich und die Kraft und die
Herrlichkeit in Ewigkeit, Amen .
Pero el paciente no manifestaba interés en el perdón de sus
pecados; el mal del que ni amigos ni enemigos podrían librarlo se
imponía de manera evidente.
Schwester, liebe Schwester!, susurró, agarrándome la mano con
fuerza. Ich bin schwach… so schwach! («¡Enfermera, enfermera
querida! Estoy débil… ¡muy débil!»).
Cuando volví de comer, también él había muerto, y Hope Milroy
se había sentado a la mesa, exhausta. «Acabo de preparar el
cadáver de ese soldado», me dijo, «y ahora solo quiero un té. No
me sobrecoge ver cómo un hombre se desangra hasta la muerte
ante mis propios ojos, aunque sea un huno».
Antes de preparar el té, pasé detrás de los biombos para echar
un último vistazo al muñeco de cera que había en el camastro.
Ahora que los párpados habían cubierto los ojos ansiosos,
suplicantes, la carita barbuda quedaba desprovista de expresión. La
ventana que había por encima del cuerpo estaba cerrada, y Hope
me pidió que la abriera: «Siempre abro las ventanas cuando se
mueren… para dejar salir las almas», explicó.
Como es natural, el aire fresco resultaba deseable por muchos
otros motivos. Aquel año, septiembre se presentó tan caluroso y
húmedo como agosto, y después de varias semanas en un
ambiente cargado de septicemias, las dos sufríamos una incómoda
variedad de achaques que nosotras denominábamos «étaplitis».
Así era mi vida en el pabellón alemán. Pero, a mediados de
septiembre, esa vida acabó debido a un desconcertante revuelo, del
que yo fui más víctima que culpable. A pesar de que llevaba dos
años en el Ejército, todavía era una mujer muy ingenua; puede que
me equivoque al suponer que ahora lo soy menos, pero hoy en día
estoy más segura que entonces de los motivos que provocaron mi
repentino traslado a un pabellón inglés de cirugía.
Entre los prisioneros había un estudiante de Medicina de
veintidós años al que llamábamos Alfred; a menudo nos echaba una
mano con las operaciones, y, como era un intrigante nato, era
proclive a chismorrear y dar problemas. Una mañana sorprendí a
Hope Milroy embarcada en una cáustica disputa con él y el oficial
médico; Milroy me mantuvo todo el día alejada del quirófano, y
después de la merienda me vi inexplicablemente en el despacho de
la jefa de enfermeras.
«Lamento mucho, enfermera, que ese hombre tan horrible la
haya incordiado tanto», arrancó la mujer, para mi completo asombro.
«Espero que no le haya causado muchas molestias. He dispuesto
que mañana por la mañana entre usted a trabajar en otro pabellón».
Yo, ignorando por completo si «ese hombre tan horrible» era
Alfred o el oficial médico, y ajena a lo que uno u otro pudieran haber
hecho, protesté con franqueza que a mí nadie me había molestado,
que me gustaba mi trabajo en el pabellón alemán, y que preferiría
quedarme allí antes que ser trasladada. Pero eso no iba a ser
posible, según me dijo la jefa, amable pero rotunda. Todavía hoy me
pregunto si aquello no fue una fantasía de la pintoresca imaginación
de Hope Milroy, o si realmente una amenaza inadvertida se cernía
sobre mi cándida cabeza.
6
10
11
¡Adiós! ¡Adiós!
Aunque no te vuelva a ver,
pues ahora nos despedimos,
el amor seguirá vivo, aunque viva en vano,
aunque estas, estas, mi regalo, se marchiten.
12
13
Hace hoy tres semanas, el enemigo inició sus terroríficos ataques contra
nosotros en un frente de setenta y cinco kilómetros. Sus objetivos son separarnos de
los franceses, tomar los puertos del Canal de la Mancha y destruir el Ejército
británico. Si bien ya ha lanzado ciento seis divisiones a la batalla y ha soportado el
sacrificio más implacable de vidas humanas, no ha hecho aún sino escasos
progresos en sus objetivos.
Esto lo debemos a vuestra enérgica resistencia, que justifica la admiración que
siento por la magnífica conducta de todos los oficiales y soldados británicos en las
más difíciles circunstancias.
Muchos están fatigados. A estos les diré que la victoria se hallará del lado de
quien resista más tiempo. El Ejército francés viene rápidamente en nuestra ayuda
con fuerzas considerables.
Combatir hasta el fin es nuestro deber. Hemos de resistir hasta el último hombre
y no retroceder. Convencidos de la justicia de nuestra causa, es preciso que
luchemos hasta el fin. De la conducta de cada uno en esta hora crítica dependen la
seguridad de nuestros hogares y la libertad de la humanidad.
D. Haig, comandante general
de los Ejércitos británicos en Francia.
Cuartel general, jueves 11 de abril de 1918.
15
Justo cuando la retirada había reducido la franja de costa entre
la línea del frente y el mar a sus dimensiones más estrechas, llegó
un requerimiento que había temido de un modo inconsciente desde
mi último e incómodo permiso.
A primeros de abril recibí una carta de mi padre en la que me
contaba que mi madre se había «hundido» y se había visto
obligada, a consecuencia de la ineficacia del servicio doméstico
disponible, a ingresar en una residencia. No especificaba de qué
padecía, aunque algunas frases hacían alusión a un «corazón
agotado» y a «un colapso nervioso generalizado». Mi padre había
cerrado temporalmente el piso y se había trasladado a un hotel,
pero no quería quedarse allí mucho tiempo. «Dado que ni tu madre
ni yo nos las apañamos ya sin ti», concluía, «ahora es tu deber
abandonar Francia y volver a Kensington».
Leí aquellas palabras con verdadera consternación, porque lo
que mi padre entendía por mi deber no casaba en absoluto con la
concepción del Ejército, que siempre se había mostrado impasible
ante los apuros de los parientes. ¿Qué podía hacer?, me pregunté
con desesperación. Por un lado estaba mi familia, reclamando mi
presencia, y por otro la ofensiva, que hacía que un par de manos
expertas valiera diez veces más que en condiciones normales.
Recordé a las voluntarias recién llegadas que se habían puesto
malas en el Hospital General n.° 1 de Londres durante la oleada
posterior a la batalla del Somme; una gran ofensiva no era el
momento para formar a una recién llegada. ¿En qué medida era
físico el colapso nervioso de mi madre, y hasta qué punto era
psicológico, consecuencia del pesimismo que se acumulaba en
Inglaterra? Entonces no se me pasó por la cabeza que la urgencia
de mi padre estuviera agravada por la determinación inconsciente
de hacerme volver a Londres antes de que los alemanes tomasen
los puertos del Canal de la Mancha, como toda Inglaterra pensaba
que ocurriría. Yo solo sabía que en Francia nadie consideraría
irresoluble un inconveniente doméstico; si yo estuviera muerta, o
fuese hombre, habría que resolverlo sin mi ayuda. Pensarían que lo
que quería era «salir por pies», usar la salud de mi madre como
excusa para escapar del avance del enemigo y la amenaza de los
bombardeos aéreos.
Angustiada por la desesperación de tener que escoger entre dos
obligaciones en conflicto, envidié la imposibilidad de abandonar el
Ejército de Edward, pasara lo que pasara en casa. Hoy, cuando
rememoro ese violento choque entre familia y profesión, entre
«deber» y ambición, entre conciencia y logros, que siempre ha
atenazado a las mujeres que en la actualidad tenemos entre treinta
y cincuenta años, me sorprendo manteniendo aún la esperanza de
que, si los esfuerzos de las diversas partes interesadas lograsen
destruir la frágil estructura internacional que se impuso tras el
armisticio y estallara una guerra a una escala comparable a la de
1914, los organizadores del tinglado no dudarían en llamar a filas a
todas las mujeres menores de cincuenta años al servicio nacional o
internacional. A largo plazo, una lealtad irrevocable en tiempos de
emergencia hace que las decisiones sean más fáciles tanto para las
viejas como para las nuevas generaciones. En tiempos de guerra, lo
que agota a las mujeres no son las extenuantes tareas
desconocidas que les tocan en suerte, ni el miedo constante a la
muerte de maridos, enamorados, hermanos o hijos; es el conflicto
incesante entre las exigencias personales y las nacionales lo que
absorbe toda nuestra energía y quebranta el espíritu.
Aquella noche, agobiada por el trabajo y la indecisión, estuve un
buen rato sentada en la cama, escuchando un bombardeo mientras
contemplaba como una idiota las sombras parpadeantes que
proyectaba un farol con una vela, la única iluminación que se nos
permitía. Por mi cerebro desfilaba todo el tiempo una frase muy
escueta que —al haberme vuelto proclive, como los hombres, a
repentinos lapsos de delirio— al principio no identificaba con nada
que hubiese leído.
«Toda esta tensión», repetía de manera confusa, «es grande…
muy grande». ¿Qué describían exactamente esas palabras? El
enemigo a las puertas; las enfermeras refugiadas con los nervios
deshechos; la luna brillante y los aeroplanos con sus
ametralladoras; trenes ambulancia sacudiéndose con mucho
estruendo en el apartadero, todo el día, toda la noche; hombres
gaseados en camillas, aferrándose al aire; moribundos que hedían a
fango y a vendas fétidas con manchas verdosas, chillando y
retorciéndose de dolor en una parodia grotesca de sí mismos;
hombres muertos con la mirada perdida, vacía, y la cara brillante y
amarillenta… Sí, quizá la tensión había sido demasiada…
Entonces recordé que la frase procedía de la carta de mi padre,
y aludía no a la ofensiva en Francia, sino a los apuros en casa. Al
día siguiente, me presenté en el despacho de la supervisora y hablé
con la sucesora de la amable escocesa que me había concedido un
permiso, cuyo estado de salud la había obligado a marcharse de
Étaples y volver al servicio en territorio nacional, en un entorno más
tranquilo. La nueva supervisora era mayor y benévola, pero, como
es natural, no vio con buenos ojos mi problema. Según me dijo, la
solicitud de permiso largo que yo esperaba poder presentar no
tendría ninguna posibilidad de prosperar mientras durase el avance;
la única opción era rescindir el contrato, algo que solo se me
permitiría si presentaba las circunstancias en mi hogar bajo una luz
de suma gravedad.
«Le doy este consejo contra mi voluntad», añadió. «Ya voy
escasa de personal, y no cuento con poder reemplazarla».
De modo que, con todo el dolor de mi alma, solicité la rescisión
de mi contrato a causa de «circunstancias especiales» y regresé al
trabajo con la sensación de ser una cobarde desertora. Solo a
Edward podía confiarle la desdicha explosiva que me provocaba
aquel dilema, y él contestó con su habitual compasión y
comprensión.
«Entiendo muy bien lo desesperante que debe de ser para ti
tener que volver a casa justo ahora […] cuando acabas de estar en
las aguas revueltas del combate más duro que haya conocido esta
guerra; es una de esas pequeñas ironías que la vida está dispuesta
a ofrecer en los momentos menos oportunos. Supongo que el
ataque de Armentières te habrá tocado muy de cerca, ya que no
queda nada lejos. […] Ayer se rumoreaba que Ypres había caído,
pero no hay comunicados oficiales. Es muy sorprendente que
sigamos aquí, pero si volviéramos todos, seguramente esta gente
abandonaría la guerra, y “el último estado de ese hombre”…».
Me alegré de que mi orden no llegara hasta casi finales de abril,
cuando la ofensiva contra los británicos ya había aflojado y
teníamos la seguridad de que todavía no habíamos perdido la
guerra.
Una mañana muy temprano me despedí con desolación de mis
amigas y fui hasta la estación yo sola, en ambulancia. De Hope
Milroy me despedí con especial reticencia, aunque tampoco habría
podido disfrutar de su compañía mucho más tiempo si me hubiese
quedado, porque semanas después la trasladaron a El Havre. A
pesar de su carácter poco convencional, fue condecorada con la
Real Cruz Roja al término de la contienda, y hoy en día es
enfermera jefe en un hospital del extranjero. Aparte de nuestra
correspondencia periódica, no queda nada de mis días en Francia
salvo el abarrotado cementerio de Étaples y un puñado de
recuerdos.
Aquella mañana tenía que coger el tren de las ocho y veinte a
Boulogne, pero cuando alrededor de las ocho y media me dispuse a
embarcar en el que entraba en la estación, los oficiales que había
allí me lo impidieron con firmeza. El recién llegado no era el de las
ocho y veinte, según me informaron, sino el tren nocturno a París,
que tendría que haber pasado en torno a las dos de la madrugada; a
mí me habían ordenado que cogiera el de las ocho y veinte, por
tanto en el de las ocho y veinte montaría, llegara cuando llegara a
Étaples. De modo que pasé una mañana interminable recorriendo la
estación llena de corrientes, con la esperanza de que mi tren no
tuviera tanto retraso como su predecesor, aunque sabía que el
ataque y los bombardeos habían desorganizado tanto el servicio de
ferrocarril que seguramente tardaría semanas en restablecerse.
Cuando empezó a granizar y me metí en la sala de espera,
descubrí que compartía mi melancólica vigilia con dos oficiales: un
piloto americano de la Fuerza Aérea Canadiense y un oficial de
infantería todavía más impaciente que yo. Se casaba al día
siguiente, nos dijo, y todo dependía de que cogiera el barco de
media tarde. Los tres compartimos nuestra agitación, nos juntamos
para almorzar en la cafetería pequeña y fría, y de nuevo nos
pusimos a dar vueltas por el andén, con la certeza de que ya
habíamos perdido el barco, lo que llevó al futuro esposo al borde del
llanto.
Al final, el piloto y yo optamos por tomárnoslo con filosofía;
decidimos que pasaríamos la noche en Boulogne —yo pernoctaría,
como de costumbre, en el Louvre, y él en el Club de la Real Fuerza
Aérea que había a la vuelta de la esquina—, y haríamos la travesía
juntos a la mañana siguiente, con calma. Pero ninguna filosofía
conocida podría haber consolado al oficial de infantería, y cuando
llegamos a Boulogne al anochecer se despidió de nosotros deprisa,
diciendo que había oído que un barco hospital zarparía durante la
noche, y que creía que conocía a alguien que podría «colarlo». Por
supuesto, lo consiguió, porque no volvimos a verlo.
Ya eran más de las dos de la tarde cuando llegó a Étaples el tren
de las ocho y veinte y por fin pudimos descansar las piernas y los
pies helados en la relativa calidez de un vagón de primera. Durante
un rato hablamos de manera intermitente, pero la larga espera había
agotado los pocos temas de conversación que teníamos en común,
y empecé a sentir una simpatía inusual por el conocido letrero que
había por encima de la portezuela: taisez-vous! Méfiez-vous! les
oreilles énemies vous écoutent! («¡Guarde silencio! ¡No se confíe!
¡Los oídos enemigos escuchan!»). De modo que dejé que los dos
oficiales conversaran sin mí y me dediqué a mirar por la ventanilla el
campo atormentado en el que yo había trabajado encarnizadamente
durante nueve meses y que ahora me veía obligada a dejar en
manos de la contienda, por el peso de las circunstancias.
Cuando el tren atravesó Hardelot, me fijé en que los bosques a
ambos lados de las vías brillaban con una celosía verde y dorada de
delicadas hojas. Durante todo un mes en el que había sido
imposible descansar, había dejado de ser consciente del mundo
visible del campo francés; mis ojos solo habían visto pabellones y
moribundos, suciedad y sangre seca, heridas obscenas en hombres
mutilados, y las lociones y vendas con que los había curado. Al
mirar ahora los brotes exuberantes, el velo verde que cubría los
árboles y la leche derramada de las prímulas en la hierba
resplandeciente y húmeda, comprendí con una punzada de asombro
que había llegado la primavera.
CAPÍTULO IX
«EN EST A HORA, LA MÁS SOLIT ARIA»
1
El joven piloto, todavía contento e incontenible tras una agitada
travesía, me acompañó desde la estación Victoria hasta la
residencia de Mayfair, donde encontré a mi madre indudablemente
enferma, pero todavía más preocupada y angustiada.
En aquel momento, a la luz de mis juicios aproximados y mis
valores maniqueos, me resultó inexplicable que los mayores, que
apenas si habían visto la guerra desde lejos, cedieran a la presión
con mucha más facilidad que quienes nos habíamos enfrentado a la
muerte y el horror durante meses y meses. En la actualidad, con la
mediana edad a la vuelta de la esquina y dos hijos que concentran
toda mi ansiedad cada vez que tengo que separarme de ellos una
semana, me doy cuenta de lo mucho que subestimé el efecto que
tenía en la población civil la merma de esperanza, de alimentos, de
luz, de calor, año tras año, y la espera constante de noticias que
casi siempre eran malas cuando por fin llegaban. Los hombres y
mujeres de más edad que, por fortuna o por astuta ingenuidad,
escaparon a la pesadumbre de la sumisión pasiva a las
circunstancias del conflicto, los coroneles, mayores que mi padre,
que dirigían batallones, las jefas de enfermeras y comandantes de la
Cruz Roja, mayores que mi madre, que dirigían hospitales en
pueblos o sanatorios en el campo, tenían muchas más posibilidades
de sobrevivir con los nervios ilesos que quienes desempeñaban
exclusivamente el ansioso papel de padres.
Como había ido directa desde la estación, todavía llevaba puesto
el uniforme, lo cual dio a la jefa de enfermeras, a la que me crucé
cuando salía, la excusa perfecta para tratarme con una brusquedad
que raras veces se dispensaba a los visitantes de una residencia.
«¡Silencio!», me ordenó con aspereza, a pesar de que yo no
estaba haciendo ruido. «¡En la sala junto a la puerta hay un paciente
recién salido de una operación!».
Como me había acostumbrado, en el último mes, a hacer mi
trabajo en medio de diez o más pacientes operados
simultáneamente, aquella información no me impresionó lo más
mínimo, pero para mis adentros me hice la promesa de no volver a
comparecer en público con mi uniforme de voluntaria a cien metros
a la redonda de cualquier enfermera titulada sin experiencia militar.
La residencia, con sus habitaciones sombrías, mal ventiladas y
carísimas, no estaba concebida para restablecer el buen ánimo de
una madre enferma que también sufría una postración nerviosa, y la
brusquedad de la enfermera no contribuyó a eliminar mis prejuicios
iniciales. Para mí siempre será un misterio cómo pueden llegar a
recuperarse los discapacitados que pagan generosamente por
hospedarse en los aledaños oscuros e impenetrables de Harley
Street. Tampoco acierto a comprender cómo es que, en estos
tiempos de transportes rápidos, a ningún equipo de hombres y
mujeres más jóvenes y con más iniciativa se le haya ocurrido fundar
una nueva área de hospitales modernos con jardines, balcones,
cristaleras y camas para pacientes «de pago» en las colinas
barridas por el viento de Hampstead, o en los espacios abiertos y
soleados de Chelsea, junto al río.
Nada más reinstalar a mi padre en el piso de Kensington, saqué
a mi madre de la carísima pesadumbre de la planta baja de Mayfair
y la acomodé en su propio dormitorio, en una planta alta desde
donde al menos podía contemplar el parque y sus árboles vivos y
florecientes, lo único que parecía inmune a la economía gris y débil
de 1918. Durante los meses calurosos y secos de aquel verano, me
dediqué a «llevar» el piso con ayuda de una serie sucesiva de
ineficaces sirvientas que iban alternándose con intervalos sin
servicio en los que yo ejercía de enfermera, cocinera y chica para
todo.
Para empezar, las sirvientas las seleccionaba mi madre a partir
del plantel de descuidadas muchachas que por algún motivo, por lo
común no demasiado respetable, no habían sido absorbidas por las
fábricas de municiones ni las organizaciones. La primera resultó
estar en avanzado estado de gestación y, en cuanto lo descubrimos,
nos abandonó hecha un basilisco para refugiarse en el amplio seno
del Ejército de Salvación; la segunda era una prostituta principiante
que se pintaba diez años antes de que el carmín empezara a
adquirir el estatus respetable y moderno de ahora, y fumaba unos
cigarrillos en su dormitorio cuyo potente olor, para indignación de mi
padre, inundaba todo el piso. No fue hasta bien avanzado el verano,
mientras mi madre estaba en el campo, cuando por casualidad
conocí a una chica de pelo negro y cejas espesas cuya rudeza y
fuerte temperamento ocultaban una disposición sincera y una
verdadera aptitud para el trabajo duro. Desde que la contraté, una
paz relativa se instaló en nuestro hogar durante más de un año.
Creo que estoy más dispuesta a rememorar las tragedias de la
guerra —que, al menos, poseían cierta dignidad— que las
deprimentes semanas que siguieron a mi regreso de Francia. Pasé
de un mundo donde la vida o la muerte, la victoria o la derrota, la
supervivencia o la extinción nacional habían sido los únicos
problemas, a una sociedad donde únicamente se hablaba del precio
de la mantequilla y la incompetencia de las últimas «trabajadoras
temporales»; asuntos que, a ojos de todo Kensington y de varias
amistades que acudían a tomar el té, tenían mucha más importancia
que las operaciones de Zeebrugge.
Tras la exaltación del mes de ajetreo constante atendiendo a
moribundos durante el día y esperando a los muertos que se
cernían sobre nuestras cabezas durante la noche, me resultaba
insoportable fingir interés y conmiseración ante estos asuntos. Es
muy posible que no lo consiguiese, pues la banalidad de la situación
me sumía en la desesperanza. La antigua frustración que había
conocido en Buxton regresaba multiplicada por mil; mientras el
desastre azotaba el mundo, yo me sentía abandonada en una
suerte de muerte en vida, derrochando tres años de una experiencia
que tan útil me hacía para el Ejército.
Allí había desempeñado un papel importante; aquí parecía
limitarme a ser el objetivo incompetente de unas críticas justificadas,
dado que mis conocimientos en enfermería quirúrgica no me
capacitaban para unas tareas domésticas que jamás había llevado a
cabo en tiempos de paz y que me desconcertaban cada vez que me
enfrentaba a sus complejidades bajo las restricciones de la guerra, a
las que la población inglesa al menos se había acostumbrado poco
a poco. Lo que más amargura me provocaba era el desperdicio
constante de energía en asuntos superfluos. Mi juventud y mi buena
salud habían sido de vital importancia cuando mi deber consistía en
devolverles la vida a hombres heridos; la vitalidad que me permitía
seguir adelante había ayudado a otros que habían perdido la suya
propia, y me parecía malgastada cuando la empleaba en persuadir
al abacero para que nos vendiera un tarro de mermelada. La agonía
de las últimas semanas en Francia no parecía suscitar ningún
interés en Londres en comparación con la lucha por conseguir
azúcar; de esto último se debatía constantemente, pero nadie quería
ni oír hablar de lo primero.
Dolida aún, e indignada, un día leí por casualidad unos versos de
sir Owen Seaman que encontré en el número de Punch del 3 de
abril de 1918, la semana en que nuestros viejos baluartes habían
caído y el campamento de Etaples había sido un pandemonio de
ambulancias, camillas y enfermeras refugiadas:
6
En julio cerramos el piso y nos marchamos «de vacaciones» a
Cornualles atravesando un país melancólico ahora ampliamente
parcelado.
Ya estábamos a mediados de mes; los bolcheviques se
mantenían ocupados ejecutando al zar, y sus vengadores aliados,
tras mandar una esperanzada expedición a Vladivostok, ultimaban
los preparativos para el desembarco de Arcángel, cuando el gran
contraataque de Foch del 18 de julio, seguido por la ofensiva de
Haig en la batalla del Avre, convirtió por primera vez en retirada el
avance alemán. Pero a mí había dejado de importarme lo que
ocurriera en la guerra; dado que no me quedaba esperanza, y por lo
tanto tampoco miedo, no abría el Times ni siquiera para consultar
las listas, y durante semanas permanecí ajena al hecho de que los
alemanes ya habían empezado a transitar la gran carretera que unía
Amiens y Saint-Quentin en dirección contraria a la que habían
tomado en marzo.
Recuerdo ese julio como un mes seco y luminoso que reflejaba
en su estridencia externa el estoicismo lleno de vida de los
autómatas humanos sobre cuyo amor la vida ya no podía infligir más
daño. Por encima de la turba fresca de Cornualles, las campánulas
azul lechoso, calientes bajo el sol, pendían inmóviles en el aire
exento de brisa. Sentada entre dos campos de avena salpicados de
amapolas en la costa rocosa de West Pentire, observando las
embarcaciones camufladas deslizarse por la superficie lisa del mar
con la irrealidad de los navíos de los sueños, mis reflexiones se
tornaron tan dolorosas que decidí huir de ellas retomando mi
convulsa novela sobre la guerra en Francia. Pero el argumento se
volvió tan escabroso, y los personajes y espacios tan fácilmente
reconocibles, que el padre de Roland, a quien mostré el manuscrito
cuando estuvo acabado, me aconsejó que me abstuviera de
publicarlo si no quería acabar en los tribunales. En realidad, no
corría ningún riesgo; ninguna editorial se habría planteado siquiera
la publicación de una obra de semificción tan cruda, pero seguí su
consejo y guardé el manuscrito en un cajón, de donde no ha vuelto
a salir.
En una fecha de aquellas semanas vacías que he olvidado por
completo, sin embargo, mi pequeña antología de poemas de la
guerra, Versos de una enfermera voluntaria, vio la luz en un mundo
indiferente. La madre de Roland, que había intervenido para que se
publicara, escribió una breve introducción, pero mis versos, como es
natural, no agitaron lo más mínimo las dispersas aguas de la
literatura contemporánea sobre la guerra. Tan solo en la sección de
«Breves» del Times Literary Supplement —conocido ahora entre los
entendidos como «el cementerio de los pobres»— apareció una
reseña diminuta pero amable, y todavía hoy me carteo de vez en
cuando con un criador de ovejas de Queensland que por casualidad
dio con el libro cuando estaba aún en Inglaterra con la Fuerza
Expedicionaria Australiana: por algún misterioso motivo halló
consuelo en mis crudos versos.
A mediados de septiembre, después de que contratáramos a
Bessie, la hacendosa criada, no parecía haber ya motivos para que
me quedara en casa. No experimentaba ningún interés en ninguna
clase de servicio militar, pero la muerte de Edward había vuelto más
imposible que nunca el regreso a Oxford, y el Ejército se había
convertido en una costumbre que solo el fin de la contienda podría
erradicar. Por mucho que los turcos se rindieran por millares ante
Allenby en Palestina, y la nueva ofensiva británica entre Arras y
Albert hubiera ganado terreno ocupado por los alemanes desde
1914, no pensé que estuviera ocurriendo nada fuera de lo normal, y
hasta la caída de Bulgaria a finales de septiembre parecía tener una
trascendencia remota.
De modo que, por tercera vez, acudí como una sonámbula a
Devonshire House, donde fui entrevistada por lady Oliver. Esperaba
que el servicio internacional me devolviera, como había ocurrido en
dos ocasiones, una suerte de vitalidad lúcida, pero descubrí que,
para mí, el servicio internacional ya no era una opción. Según me
informaron, ahora se aplicaba «la norma» —fruto de vaya usted a
saber qué cerebro privilegiado— de que las voluntarias que
hubieran rescindido su contrato, por el motivo que fuera, no podían
volver a marchar al extranjero sin pasar antes por el «castigo», en
hospitales ingleses, que habrían requerido si no hubieran prestado
nunca servicio.
Descubrí que no podían destinarme a ningún lugar donde mi
dilatada experiencia desinfectando y vendando heridas resultara útil
para nadie, a pesar de que cada mes se enviaban más allá de
nuestras fronteras a voluntarias «verdes» cuyos conocimientos
sobre enfermería de urgencia se adquirían a costa del sufrimiento
de pacientes y enfermeras tituladas. En lugar de eso, las
autoridades de la Cruz Roja optaron por el extremo opuesto: me
mandaron a un hospital civil inmenso que contaba con varios
pabellones militares, y que en esta narración llamaremos St. Jude.
8
Una tarde, durante las oraciones, recordé haber leído en alguna
parte un pasaje que hacía alusión en términos impresionantes a la
santidad de la enfermería.
Ese es el problema, pensé mientras las demás murmuraban con
fervor el padrenuestro; se considera un oficio tan sagrado que
quienes lo dirigen olvidan que las enfermeras son seres humanos,
con defectos humanos y necesidades humanas. Sus normas y
valores son aún tan victorianos que incluso tenemos que
desempeñar nuestro trabajo de punta en blanco, siempre peleando
con un exasperante uniforme de siete piezas, siempre
cambiándonos de cofias, cuellos, delantales, puños y cinturones que
acumulan gérmenes y se pierden en la lavandería, o recogiendo los
innumerables corchetes, broches e imperdibles que se necesitan
para armar tan engorroso atuendo, en lugar de usar un mandilón de
cuello suelto y manga corta que pueda renovarse cada día.
Si en 1918 hubiera sido capaz de concebir algo tan remoto como
el año 1933, jamás habría creído que en un futuro tan lejano casi
todos los hospitales y escuelas de enfermería, en su patético
conservadurismo, seguirían aferrándose a unas prendas casi
medievales. Pero en el largo intervalo de tiempo que se extiende
entre aquel año y este, he pensado con frecuencia, como pensaba
entonces, que la «santidad» de la profesión es, probablemente, su
peor inconveniente; al parecer, basta con que un oficio sea
calificado de «vocación» para que unas autoridades irresponsables
se sientan con total libertad de ejercer un tipo de explotación que no
halla excusas en su habitual disfraz de «disciplina». Es cierto —
tiene que ser cierto— que la mayoría de las mujeres que optan por
esta vida rigurosa y agotadora se siente espoleada por un idealismo
consciente solo a medias, pero las personas idealistas, por
entusiastas y sensibles, son a menudo más proclives a la tensión
nerviosa que los menos altruistas que miran por ellos mismos antes
que por los demás.
Cuatro años transcurridos entre varios hospitales muy diferentes
entre sí me convencieron de una vez por todas de que, si una aspira
a ejercerla de una manera eficiente, la enfermería requiere, más que
ningún otro oficio, grandes dosis de tiempo libre en un entorno
colorido, suficiente dinero para invertir en ocio, comida rica para
restablecer la energía agotada, y neutralizar la ansiedad que
transmiten la enfermedad y la vejez; sin embargo, de todas las
profesiones especializadas, sigue siendo la menos ayudada por
tales ventajas, y la más oprimida por preocupaciones, crueldades,
adversidades y normas innecesarias. Puede que St. Jude sea hoy
en día, y seguramente lo sea, muy distinto del hospital que yo
conocí hace quince años, pero el más reciente Informe de la
Comisión de Enfermería de la revista The Lancet ha revelado que
las estupideces inimaginables que a la sazón me oprimieron a diario
prevalecen aún en buena parte de las escuelas de formación.
A la vez que, durante aquel otoño de 1918, me daba cuenta de
cómo St. Jude, gracias a su gran tradición, contenía entre sus muros
una parte fundamental del mejor material de enfermería de todo el
país, y de hasta qué punto, merced a su triste rutina y su rígida
ortodoxia sectaria, aniquilaba la alegría y la independencia de las
jóvenes que entraban allí esperanzadas, fui desarrollando un odio
feroz hacia todas las autoridades de los hospitales civiles, de
Florence Nightingale en adelante. Durante años aborrecí a la
fundadora de la enfermería moderna y todo lo que representaba,
una postura que mantuve hasta que, hace muy poco, leí su ensayo
Cassandra, en el apéndice a La causa de Ray Strachey, y capté el
contraste existente entre su espíritu de rebelión, su capacidad de
administradora para comprender lo esencial y la estrechez de miras
de algunas de sus intolerantes sucesoras.
Mi furiosa certeza de la estulticia inhumana alcanzó su apogeo
cierta tarde de octubre, tras una ronda extrañamente agotadora de
preparación de camas y lavado de cuñas y palanganas, labores que
habían recaído por completo en mí debido a la feroz epidemia de
gripe que nos tenía faltos de personal. Echando mano de una
energía sostenida y violenta, me las arreglé para llevar a cabo tan
emocionantes tareas poco antes de que entrara el personal del
turno de noche y, siguiendo la costumbre, di parte a la enfermera
que se quedaría al frente del pabellón aquella tarde.
—Ya he acabado —informé.
No había enfermera en Francia, en Malta, o incluso en el
Hospital General n.° 1 de Londres que no me hubiera respondido
que, después de un día tan duro, podía dar por terminada la jornada
y marcharme, pero la encargada del pabellón, desde debajo de una
almidonada cofia, me lanzó una mirada sentenciosa con sus ojos
marrones, duros y brillantes.
—Todavía no son las ocho. Puede ir al anexo a limpiar las sillas
de ruedas.
Una cólera oscura ardió en mi agotado cerebro cuando obedecí;
cólera que a la mañana siguiente se había traducido en la decisión
de abandonar aquel lugar.
«No pienso pasar aquí seis meses, aunque me cueste una pelea
con Devonshire House que me perjudique para siempre», me dije
con tristeza; pero, como no era mi intención quedar a merced del
azar, antes de llevar aquello a cabo tuve la precaución de buscar
una alternativa razonable.
Durante una de mis solitarias caminatas matinales por los
alrededores de Westminster pasé por delante del Hospital Militar
Reina Alexandra, en Millbank, y recordé haber oído que su nueva
jefa de enfermeras era mi amiga del Hospital General n.° 24. No
había olvidado su mirada cordial cuando accedió a concederme el
permiso; así que en mi siguiente tarde libre me presenté allí y
pregunté si podía hablar con ella. Me hicieron pasar al instante y,
tras recordarle que gracias a ella había podido estar con mi
hermano en sus últimas dos semanas en casa, le expliqué mi
determinación de marcharme de St. Jude. ¿Había alguna vacante
en Millbank?, le pregunté.
—Me alegro de haberla ayudado a ver a su hermano —me dijo
con llaneza.
Tenía sitio para otra voluntaria, me dijo; compartía conmigo el
desagrado hacia la estrecha rigidez de la disciplina de los hospitales
civiles, y me prometió que me solicitaría a Devonshire House en
cuanto me concedieran permiso para trasladarme desde St. Jude.
Un par de días más tarde, tras una áspera conversación con la
asistente de la supervisora en St. Jude, me encontré una vez más
en Devonshire House, entrevistándome con una joven oficial de cara
redonda y mejillas brillantes y regordetas, cuyo nombre nunca supe.
Ante ella se encontraba la carpeta de siempre, la que contenía mi
historial; presentía de que habrían llegado muy buenas referencias
mías de Malta o de Francia, pero mi prestigio había caído tan bajo
que poco podía importar lo que dijera o hiciera.
—He venido para comunicarles que no puedo seguir en St. Jude
—arranqué con agresividad—. Si no cabe la posibilidad de que me
manden a ninguna otra parte, no renovaré el contrato.
Pero la ira que esperaba no descargó sobre mí. En lugar de eso,
mi joven interlocutora me miró con melancolía.
—No es usted la primera —respondió con un suspiro, mirando
pensativa las franjas azules del servicio activo en mi manga—.
¿Cuál es exactamente su objeción a St. Jude?
—Es difícil de explicar —dije, ablandada por su aire de lúgubre
resignación—. No es lugar para voluntarias, simplemente, salvo
para las recién llegadas. Es como no haber prestado servicio.
Comprendo —asintió, exhalando otro suspiro, y a continuación
inquirió, con más brío—: Bueno, ¿y hay algún sitio adonde quiera ir?
Lo lamento, pero no puedo mandarla otra vez a Francia.
Y, sin más dilación, rematamos, para mi absoluta satisfacción,
los preparativos que ya había iniciado con la jefa de enfermeras
escocesa.
9
Así pues, a finales de octubre me incorporé a la plantilla del
Hospital Reina Alexandra, en Millbank, en la ribera de Westminster.
Por entonces, aquel complejo de edificios resultaba imponente, pero
ahora parece un enano asustadizo agazapado tras la inmensidad
plana e inmaculada de Thames House e Imperial Chemicals. El
cobertizo de hierro corrugado negro frente a la puerta principal, en el
que trabajé la mayor parte del tiempo que pasé allí, todavía se
mantiene en pie a duras penas —pobre construcción comparada
con los gigantes espléndidos erigidos a su alrededor—, como anexo
al Ministerio de Pensiones.
Agradecida de haber regresado a un ambiente militar tras la
convencionalidad sin luces de la enfermería civil, me adapté con
facilidad a una rutina monótona pero soportable. En las
dependencias de las enfermeras reinaba esa paz siempre presente
en un hospital donde la autoridad se muestra bondadosa y cabal. En
general, tuve mucha suerte con mis supervisoras a lo largo de toda
la guerra; en el Hospital de Devonshire, en Londres, en Malta, en
Francia y en Millbank, todas ellas fueron mujeres sensibles y
concienzudas que se desvivían por hacer cuanto estuviera en su
mano por sus subordinadas, en una profesión tan atosigada por
tradiciones obsoletas y restricciones irritantes como un corral
atestado de latas viejas y fragmentos aherrumbrados de alambrada
de espino.
Sin embargo, una cosa es la alegría mecánica y otra muy distinta
el contacto esencial con la vida. De los cinco meses que pasé en
Millbank no conservo apenas ningún recuerdo. Guardo vagamente
la imagen de cruzar a menudo el camino que separaba el hospital y
mi pabellón, siempre lanzando una mirada de soslayo hacia el
Embankment y las chimeneas de las barcazas que se deslizaban
por aquel estrecho atisbo del río; recuerdo como en una nebulosa la
lenta llegada del invierno —un invierno templado, húmedo, muy
diferente al frío penetrante de Francia del año anterior—, y a mi
madre entrando en mi pabellón decorado con banderines con motivo
de la fiesta del día de Navidad para los pacientes. Tengo también
recuerdos borrosos de apretar el paso por Great Smith Street al
bajarme del autobús 88 o 32 en el West End en los primeros meses
de 1919 —carreras menos rápidas y escrupulosas que las de
Camberwell tres años antes, porque a esas alturas me dejaban
indiferente las reprimendas y no tenía nada que perder si llegaba
tarde—. Toda mi atención se concentraba en sobrevivir hasta que
expirase el contrato de seis meses y me liberara de la monotonía
repentinamente insoportable de la enfermería, a pesar de que
también me aterraba la libertad, por motivos que a la sazón no era
capaz de explicarme.
Lo que recuerdo con más claridad es a un oficial médico
bastante joven regañando a mi supervisora por haberme llamado
«de urgencia» para atender un caso perdido, y especialmente
repugnante, de cáncer sifilítico; no es tarea para una jovencita,
afirmaba el médico, y tendría que haberla asumido una de las
enfermeras de más edad. Parecía sorprendido de que yo no hubiera
protestado, algo que ni siquiera se me pasó por la cabeza: ya no
pensaba en mí misma como una voluntaria más joven o menos
experimentada que mis colegas tituladas, y no me parecía que
tuviera importancia —ni para mí, ni para nadie— si me contagiaba o,
incluso, moría de alguna de las funestas enfermedades de mis
pacientes, cuando tantos cuerpos hermosos de muchachos se
pudrían en el barro de Francia o los pinares de Italia.
Al haberme convertido por fin en una completa autómata,
moviéndome como una sonámbula por el ambiente apacible de
Millbank, ya no era capaz de experimentar miedo ni entusiasmo.
Había pasado de ser la idealista eufórica que había bajado a
trompicones la colina de Buxton rodeada de un halo dorado de
entrega absoluta a las elementales tareas del Hospital de
Devonshire a un estado permanente de adormecida desilusión, al
igual que el resto de supervivientes de mi generación. Sea cual sea
la etapa de mi breve edad adulta que decida repasar —los meses
de inquietud en casa; las actividades ingenuas de una universitaria;
la tutela del horror y la muerte como enfermera voluntaria; la noche
cada vez más negra de miedo, incertidumbre y agonía en una
localidad de provincias, en una ciudad universitaria, en Londres, en
el Mediterráneo, en Francia—, me parece que todo ha significado
una única cosa: «lucha y más lucha, para no conseguir nada».
Y ahora ya no quedaban catástrofes por temer ni amigos que
esperar; el fin de las preocupaciones había traído consigo un vacío
profundo y anulador, la sensación de estar caminando en medio de
una niebla densa que ocultaba imágenes y amortiguaba sonidos. No
había ya ninguna experiencia que pedirle a la guerra; nada
quedaba, salvo resistir.
Sin embargo, no hubo que resistir por mucho tiempo. Apenas
llevaba unos días en Millbank cuando fue evidente incluso para mí
que algo insólito e importante estaba ocurriendo en toda Europa.
Durante mucho tiempo, aunque ocasionalmente leyera acerca de la
retirada alemana, mi cerebro se negó a ponderar su significado;
había dejado de pensar en la contienda como algo con un final, y
mucho menos, un final victorioso. Pero, ahora, el crescendo de
batalla triunfal y la rápida retirada de los alemanes en el frente
occidental hasta la línea Hindenburg y más allá, mientras Turquía y
Austria caían en el este, calaron incluso en mi torpe conciencia, y
con un sobresalto de terror abrí los ojos al hecho asombroso de que,
en Ypres, los aliados solo habían necesitado un día para ganar tanto
territorio como el que habían cedido en tres meses durante la
costosa y muy amarga ofensiva en torno a Passchendaele en 1917.
Después del 3 de noviembre, cuando los alemanes tuvieron que
enfrentarse sin ayuda a las fuerzas unidas de sus viejos enemigos,
reforzadas por los americanos, exultantes e inagotables, cuando
cayó Valenciennes y el Ejército británico asestó su último golpe en el
Sambre, me di cuenta de que el final era ya cuestión de días. Aun
así, la noticia de que los canadienses, al tomar Mons, habían puesto
un pintoresco punto final a la guerra, dejándola tal y como estaba al
principio, solo suscitó un lánguido interés en mí, y ni supe ni me
importó que, un par de días después, una sección del territorio
recuperado fuese ocupado por un nuevo batallón de la Brigada de
Fusileros de Londres, que había cruzado el Canal de la Mancha
justo a tiempo para presenciar el increíble final de los combates.
Entre las tropas recién llegadas marchaba un joven fusilero muy
reflexivo cuya incorporación al servicio militar se había visto
retrasada por su mala salud y la desolación de diversas desgracias
personales hasta la última primavera de la guerra; en su petate,
junto al De rerum natura de Lucrecio, llevaba un abultado cuaderno
que plasmaba elevadas disquisiciones filosóficas sobre las causas
del conflicto militar y la ética de su eliminación por parte del cuerpo
político que habría dejado de piedra a sus compañeros soldados.
Pero, incluso en aquel día preñado de sorpresas, en aquella hora
decisiva que me arrastró muy a mi pesar a seguir viviendo sin
remordimientos, nada me habría sorprendido más que la insinuación
de que aquel manuscrito y su joven dueño tendrían alguna
relevancia para mí en el porvenir.
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Poco después de que volviéramos de Italia enfermé de ictericia,
lo que me tuvo postrada en la cama durante casi tres semanas.
Según mi médico, se debía a un rebrote del misterioso microbio
maltés, que había permanecido en estado de latencia desde el
permiso de 1918, y que tal vez nunca llegara a desaparecer del
todo. Ahora bien, a pesar de que esta dolencia implica toda una
serie de incomodidades, y se supone que lleva aparejado un estado
de depresión colosal, los primeros días de cama los sobrellevé con
una alegría teñida de azafrán, feliz de aprovechar la oportunidad
para esbozar los capítulos centrales de La marea oscura, novela a
la que a menudo Winifred y yo nos referíamos como «Daphne», el
nombre del personaje que se disputaba el rol de heroína con otra
llamada Virginia Dennison. Italia, con sus nuevos escenarios y
experiencias, había marcado un punto de inflexión; a pesar de
Asiago, a pesar de Louvencourt, las semanas en el extranjero
habían curado en cierta manera el dolor más agudo de las
profundas heridas de la guerra. Después del viaje, al margen de
alguna que otra pesadilla, no volví a sufrir alucinaciones, ni terrores
nocturnos, ni insomnio, y cuando a finales de año me reuní con
Winifred en el estudio del barrio de Bloomsbury que habíamos
alquilado a resultas de nuestra determinación de vivir juntas como
mujeres independientes, ya casi era una persona normal.
Desde el instante en que acabó la guerra había sabido, y mis
resignados padres siempre lo habían dado por hecho, que,
transcurridos los tres años de Oxford y los cuatro de aventura bélica,
mi regreso a una posición de dependencia servil en el seno de mi
casa habría resultado intolerable tanto para ellos como para mí.
Ahora comprendían que la libertad, por incómoda que se
presentase, y la autosuficiencia, por difícil que fuese de lograr, eran
las únicas condiciones en las que una feminista de la generación de
la guerra —y, en efecto, una mujer posvictoriana de cualquier
generación— podría desempeñar su trabajo y conservar la dignidad.
Después del armisticio, mi padre, con la generosidad que lo
caracterizaba, me había transferido unas cuantas acciones del
negocio familiar, con el fin de que yo misma pudiera pagar las
facturas de la universidad y ahorrarme la ignominia de pedirle hasta
el último penique tras un periodo tan largo de autonomía económica.
Aunque ni los escasos ingresos ni la creciente acumulación de
cartas de rechazo me daban para vivir, sí que me permitieron
prestar atención a la escritura y a la política, algo que de otro modo
no hubiera sido posible, y menos aún podría haberme dedicado al
estudio y la docencia a tiempo parcial que Winifred y yo habíamos
asumido como métodos más asequibles y menos exigentes de
ganarnos la vida hasta que el periodismo se convirtiera en nuestra
fuente principal de ingresos.
Comoquiera que las familias de ambas expresaron su deseo de
pasar unas semanas en nuestra compañía antes de que nos
separásemos de ellas para siempre, retrasamos nuestra emigración
conjunta a finales de 1921, y dedicamos el intervalo de tiempo
desde el regreso de Italia a organizar el trabajo futuro y asumir
empleos «alimenticios» que nos ocuparan más o menos tres días a
la semana. Casi a diario escribía largas cartas a Winifred,
coloreadas por esa curiosa mezcolanza de madurez y puerilidad tan
característica de nuestra desnortada generación; vibraban los folios
con planes para escribir, dar clases y viajar, y para la difusión de las
ideas internacionalistas cuya enseñanza yo aún sentía que
justificaba el hecho de haber sobrevivido a la guerra. En aquella
ingenua disposición a prestarme a toda clase de experimentos y
reformas me parecía a muchos otros coetáneos que por fin
empezaban a recuperarse del trauma paralizante de los años de
guerra; nuestra esperanza se debía a la creencia de que el conflicto
había acabado realmente, y al fracaso a la hora de comprender del
todo lo arraigadas y profundas que serían sus consecuencias
definitivas.
Las perspectivas de desarrollar un trabajo interesante y a mi
medida se antojaban prometedoras; ya me habían ofrecido unas
clases a media jornada en una escuela de South Kensington, mi tía
me había invitado a impartir un curso de seis sesiones sobre
relaciones internacionales en St. Monica y dos chicas solicitaron que
las preparase para los exámenes de Oxford mientras aún estaba en
casa de mis padres. La mayor de ellas, una nerviosa y propiciatoria
titulada de la Universidad de Gales, vivía en Anerley, ignoraba las
nociones más elementales del estilo literario y tenía la incongruente
aspiración de entrar en Lady Margaret Hall, meta que, para mi
grandísima sorpresa, le ayudé a alcanzar.
«Desearía, de veras, que su aspecto no me deprimiese tanto», le
confesé a Winifred. «Solo he visto dos veces el sombrero azul de
terciopelo y el abrigo largo de tweed, pero ya me producen hartazgo.
Por otra parte, tengo la sensación de que nunca veré nada más. La
próxima vez, la invitaré a quitarse el abrigo; para variar, al menos.
[…] Ahora me alegro de haber usado hábilmente mi ropa en las
clases con el señor C. […] ¡Cómo cambian las cosas cuando hay
algo bonito para mirar!».
Después de haber participado con frecuencia en debates
universitarios, y de haber oído a un buen número de catedráticos de
Oxford dando clases con ese estilo inimitable que desprecia la
vulgaridad supina de la competencia meramente técnica, la
perspectiva de convertirme yo misma en una docente capaz de
pronunciar un discurso aceptable desde una tarima ya no me
parecía tan descabellada e inalcanzable como en 1913. No solo
tuve la osadía de aceptar, antes de marchar a Italia, la invitación de
St. Monica, sino que, haciendo gala de un atrevimiento aún mayor,
escribí a la recién inaugurada sede de la Unión de la Sociedad de
Naciones en Grosvenor Crescent para postularme como
conferenciante sobre la Sociedad de Naciones, ese experimento
internacional por el mantenimiento de la paz y la seguridad que para
mí, como para muchos otros estudiantes de Historia Moderna,
encarnaba el único elemento de esperanza y progreso contenido en
los tratados de paz. A modo de contestación se me rogó que me
personara en Grosvenor Crescent para que el secretario me
conociera. La entrevista la organizó Elizabeth Murray, mi
deslumbrante predecesora en Somerville, ahora de una belleza
altiva, con su ropa exquisita y atrevida, su imperiosa silueta y su
pelo corto, moreno y ondulado.
La primera vez que vi al secretario, tuve la sensación de que su
rostro hermoso y melancólico y sus ojos reticentes y soñadores
habrían encajado mejor en una vidriera que en una tumultuosa
oficina llena de muchachos y muchachas que libraban una batalla
valiente y perpetua contra la escasez de presupuesto, el letargo del
público y la bienintencionada ineficacia de los voluntarios sin
formación. Pero esta amable cortesía se vio ensombrecida casi de
inmediato por la inesperada presencia de un individuo anónimo e
impactante con chaqué, polainas y monóculo que de pronto irrumpió
a través de una puerta acristalada lateral y, sin ningún tipo de
ceremonia, me preguntó con un tono arrastrado y escéptico: «¿Qué
la lleva a pensar que es capaz de hablar en público?».
No llegué a conocer la identidad del intruso, ni recuerdo qué
explicación di de la incoherente yuxtaposición de reivindicaciones
maduras encarnadas en una apariencia inmadura, pero abandoné el
despacho del secretario con un maletín lleno de literatura
informativa y la estimulante sensación de que me invitarían a
participar en reuniones de la Unión durante el invierno si les
satisfacía la muestra de conferencia que me habían pedido que
preparase.
A esta conferencia y a las del curso de St. Monica dediqué
muchas horas aquel otoño, espoleada a hacer unos sacrificios
titánicos por las deliberaciones de la Conferencia de Washington y
el inesperado éxito de la Sociedad de Naciones a la hora de zanjar
la disputa entre Serbia y Albania. Vivía con mucho entusiasmo mi
responsabilidad; ya había empezado a tomar parte en la campaña
para la ilustración que inevitablemente conduciría a un mundo
apabullado y doliente por los serenos caminos del entendimiento
racional.
«Te lo habrías pasado pipa», le conté a Winifred, que también
andaba preparando una serie de charlas sobre personalidades en la
Italia prerrenacentista que daría en St. Monica después de mí, «si
me hubieras visto anoche, con el sombrero y las pieles, declamando
delante del espejo. Tengo intención de ensayar un rato cada día,
hasta que me sepa el discurso de memoria y deje de sentirme como
una boba. […] Cómo me alegro de haber estudiado Relaciones
Internacionales, y cómo me alegro de dar charlas sobre el asunto,
aunque sean modestas; me alegro de hacer cualquier cosa, por
insignificante que sea, con tal de que la gente empiece a
preocuparse por la paz en el mundo. Tal vez se trate de una utopía,
pero es algo constructivo. Mejor eso que despotricar contra el
estado actual de Europa, o llorar a oscuras por los muertos».
El ataque de ictericia echó a perder mi primera intervención en
St. Monica, lo que me hizo ser consciente de lo banal que aquel
acontecimiento, tan trascendental para mí, había sido a ojos de los
demás. Pero, durante la convalecencia, la lectura de una selección
recién publicada de ensayos de corte internacionalista, titulada La
evolución de la paz mundial, me devolvió la sensación de la
dignidad trascendental de la causa que en los años siguientes me
incitaría a congregar a un público reducido y remiso que temblaba
concienzudamente en ayuntamientos llenos de corrientes, en clubes
polvorientos, en aulas escolares mal iluminadas, o bajo los techos
demacrados de capillas metodistas encaladas que eludían siempre
mi frenética búsqueda a través de las tinieblas invernales de calles
desconocidas. Reconociendo con alegría los motivos —expresados
de un modo claro y convincente— que me habían llevado a estudiar
Historia en Oxford, copié de la introducción del tomo, firmada por F.
S. Marvin, un párrafo que encarnaba, y encarna aún, la inspiración
para la búsqueda esperanzada de una armonía internacional,
aunque la confianza que iluminaba las mentes de los partidarios de
la razón en la posguerra pronto se perdería en el pardusco
estoicismo de un empeño perplejo y a la vez persistente: «Si
deseamos la paz y la cooperación en el mundo, y somos capaces
de hallar en la historia claros indicios de que la cooperación es una
cantidad creciente, entonces nuestros deseos se transformarán en
ideal razonable, y estaremos luchando por explicar a la humanidad
su verdadero destino y acelerar su comprensión. […] Solo una visión
ampliada de las cosas puede curar nuestros miedos y fortalecer
nuestros pasos. […] Ante nosotros se abre un panorama más vasto
de lo que nunca antes hubiera podido ofrecer la antropología. Magis
me movet illud longum tempus quum non ero, quam hoc exiguum».
5
Los delegados de la Unión de la Sociedad de Naciones que
podían permitirse unas breves vacaciones en Suiza solían visitar
Ginebra cada mes de septiembre para asistir a la asamblea de la
Sociedad y extraer, mediante el contacto directo y el «color local», el
material para los discursos del año siguiente.
Merecía la pena asistir a las asambleas de aquellos primeros
años, pues los ministros de Exteriores de las grandes potencias
todavía no habían entendido lo fácil que sería —con un poco de
tacto y elegante disimulo— usar la Sociedad de Naciones como
escenario en el que interpretar el habilidoso juego de la vieja
diplomacia, cautamente travestida con el disfraz del
internacionalismo. Antes de 1925, tal vez un porcentaje tan alto
como el cincuenta por ciento de los delegados que acudían a
Ginebra tenía el convencimiento de que la organización para la paz
internacional era una propuesta factible —como resultaría ser,
aunque en los últimos seis años no se le haya permitido llegar a ser
nada de eso—, y por lo tanto emprendía con entusiasmo la tarea de
debatir y crear comités. Solo un puñado de representantes de las
grandes potencias —lord Cecil, por ejemplo, y el señor Herriot y la
señora Swanwick— podía incluirse con seguridad en ese cincuenta
por ciento, pero por aquel entonces ciertos delegados de las
potencias menores, como Nansen, de Noruega, Mensdorff, de
Austria, Motta, de Suiza, Branting y Bugge-Wicksell, de Suecia,
impulsaron con decisión un «ambiente de asamblea» y mantuvieron
a raya el insolente nacionalismo de sus colegas más agresivos.
Pero cuando vi Ginebra por primera vez, en agosto de 1922, la
Tercera Asamblea todavía no había empezado, y yo participaba en
el curso de verano de la Unión de la Sociedad de Naciones que por
casualidad coincidió con una reunión previa de la Comisión de
Mandatos. Winifred, que ahora también era delegada de la Unión,
me acompañó a Ginebra, y juntas escuchamos cómo sir Joseph
Cook, mi predecesor de Newcastle, que en enero se había
convertido en Alto Comisionado por Australia, empleaba toda su
furia en tratar de responder satisfactoriamente las incómodas
preguntas que le hacían los comisionados sobre el tema de Nauru,
un atolón con reservas de fosfatos que, como mandato de tipo C, se
había incorporado a la supervisión australiana. Cuando yo no
andaba recopilando materiales para el primer artículo que me había
encargado Time and Tide sobre «Mujeres en Ginebra», me unía a
mis compañeros ávidos de conocimiento en las sofocantes salas de
conferencias del Palacio de las Naciones para escuchar las sabias
palabras que brotaban de los inspirados labios de secretarios y
delegados.
Nada más regresar a Inglaterra nos enteramos, gracias a un
periódico vespertino comprado en Folkestone, de la muerte de lord
Northcliffe, pero una semana después se produjo otro fallecimiento
que a nosotras, que íbamos con frecuencia a las oficinas de la
Unión, nos pareció mucho más intempestivo e incoherente. En
Ginebra, los miembros del personal que asistían al curso de verano
aguardaban, día tras día, noticias de su brillante colega Elizabeth
Murray, que había acompañado a algunos de ellos a un congreso en
el sureste de Europa y que en ese momento se encontraba en
Francia, gravemente enferma. El 23 de agosto envié a Winifred, que
se había marchado a Yorkshire, la breve noticia de su fallecimiento
por apendicitis en Auvernia, publicada en el Times.
«Me había convencido de que se recuperaría», le escribí; pues ni
siquiera después de las despiadadas e indecentes muertes de la
guerra era capaz de imaginar la fría oscuridad de una tumba
prematura poniendo fin al fulgor meteórico que había destellado a lo
largo de mi primer año en Somerville. Acumulando en apenas unos
años espectaculares las aventuras y experimentos y emociones de
toda una vida, parecía que Agnes Elizabeth Murray se hubiera
apagado bajo una intensidad extrema de trabajo y diversión. «Es la
pura verdad», concluía con pesar mi carta, «que, si una se entrega
demasiado a ambas cosas, o el trabajo agota el espíritu o una se
agota a sí misma. Todo mi respeto para Agnes Murray por permitirse
ser ella misma y no su trabajo quien escogió una vida corta, y
alegre, cosa que, hasta donde yo la conozco, seguro que habría
sido su elección, si hubiera podido hacerla de un modo consciente».
Mi primera asamblea, en septiembre de 1923, fue memorable
por muchas razones, y más aún porque con motivo de aquella cita
me había convertido en representante oficial de Time and Tide, con
una tarjeta verde que me daba derecho a pasar a la abarrotada
galería de prensa en la Sala de la Reforma y recabar información
para una serie de artículos sobre las personalidades de la Cuarta
Asamblea. Indescriptiblemente conmovida por aquella sensación de
objetivo común que había conferido un engañoso encanto a la
guerra, y que ahora, bregando entre las hostilidades antisocialistas
del nacionalismo más competitivo, parecía haber alcanzado un
punto en el que podía movilizarse en pro de la paz, yo observaba
más allá del ajetreado contingente humano de periodistas, visitantes
y esposas de diplomáticos de las galerías, hacia las filas de serios
delegados que escuchaban con ceñuda reticencia el discurso
inaugural del nuevo presidente.
El presidente de aquel año, Cosme de la Torriente y Peraza, era
un cubano de porte impresionante cuyo único defecto era su
enérgico pero desconcertante acento francés. Las tentativas de
algunos delegados no europeos para expresarse en una de las dos
lenguas oficiales de la Sociedad de Naciones me hicieron ponderar
las complejidades lingüísticas de Ginebra, y me compadecí bastante
de un periodista belga que se vio obligado a abandonar su asiento,
delante de mí, porque no hablaba inglés ni entendía el francés del
cubano.
Entre los delegados, sentados ante sus escritorios según el
orden alfabético francés de las naciones, el puesto principal lo
ocupaba, como siempre, Nansen, antaño intrépido explorador y
héroe de todos los niños, y ahora, a su provecta pero vigorosa edad,
amigo de prisioneros y esperanza de refugiados. La cualidad
indefinible que lo ubicaba por encima de sus colegas parecía
deberse menos a su alta y llamativa silueta, con su rostro alargado y
melancólico bajo el sombrero de fieltro gris de ala ancha, que a sus
largas y raudas zancadas y al aire de libertad ilimitada que una
periodista británica me definió como «la actitud de un perro de
trineo». Las escandinavas que solían acompañarlo a los comités, los
búlgaros y yugoslavos de la península balcánica, morenos y
bigotudos, los oliváceos sudamericanos de las repúblicas
españolas, los chinos y japoneses amarillentos, menudos e
impasibles de Extremo Oriente; todos ellos proporcionaban
contraste racial suficiente como para montar una muestra de
personalidades internacionales; pero incluso entre ellos, el líder de
la recién admitida delegación abisinia, Dedjazmatch Nadeon,
desafió la atención periodística al aparecer ataviado con una capa
ribeteada de piel que con su fabulosa caída cubría una túnica blanca
de raso y sus piernas largas y delgadas enfundadas en unos
pantalones blancos de raso, como de pijama, todo ello coronado con
un sombrerito gris tipo fedora.
La asamblea de aquel año, tras cumplir el ritual y admitir al
Estado Libre Irlandés entre sus miembros, además de Abisinia, se
preparó, como era habitual, para debatir acerca del opio, la
esclavitud, los refugiados, la salud y las minorías, pues nunca se
había dado una situación desde la fundación de la Sociedad de
Naciones en la que las cuestiones humanitarias proporcionaran un
refugio más seguro de las candentes controversias políticas. Debido
a que, por el momento, incluso la larga tragedia de la ocupación del
Ruhr, iniciada en enero, había quedado eclipsada por la actitud
gladiadora de Italia hacia Grecia, la escena de Ginebra que mejor
recuerdo de aquel septiembre luminoso y cálido no es la del
agotador desfile en la Sala de la Reforma, sino una reunión del
Consejo en el Palacio de las Naciones con el fin de hablar sobre el
bombardeo de Corfú.
6
El 27 de agosto, el general Tellini y sus cuatro compañeros de la
Comisión de Fronteras Italianas habían sido asesinados en Janina,
en territorio griego. Al severo ultimátum a Grecia emitido por Italia el
día 29 le siguió, el 1 de septiembre, el bombardeo y la ocupación de
Corfú, exhibición de horror que acabó con las vidas de quince civiles
griegos indefensos. Grecia apeló a la Sociedad de Naciones, y el 3
de septiembre la Cuarta Asamblea se abrió en medio de un
ambiente de tensa emoción aún mayor, según los observadores,
que cuando dos años antes se había debatido el problema de Alta
Silesia. El Consejo, que se había reunido el 31 de agosto para
celebrar su vigésimo sexta sesión, se celebraba a la vez que la
Asamblea; yo conseguí acceder a una reunión pública que se
celebró el 5 de septiembre para estudiar las declaraciones italianas
de que la Sociedad carecía de «competencia» para intervenir en la
disputa, y de pronto aquel organismo oficial y remoto al que tantas
veces había aludido en mis conferencias cobró una vida tensa y
turbulenta.
El destino de la Sociedad de Naciones y la paz mundial parecía
decidirse aquel día en manos de once hombres —Grecia se
incorporó a los diez habituales como una de las partes del conflicto
—, pero los ojos de delegados y periodistas se fijaron especialmente
en los representantes de Gran Bretaña, Francia, Japón, Bélgica,
Italia y Grecia. Los otros cinco países desempeñaban el papel de
espectadores de aquella disputa concreta: Tang Tsai-Fu, de China,
moreno y flemático, escuchaba en silencio la dura competición de
argumentos; Guaní, de Uruguay, se conformaba con emitir un
gruñido de aprobación cada vez que alguien defendía los derechos
de las potencias menores; y Raúl de Rio Branco, de Brasil, un
hombre muy alto con una vocecita mínima, se pasó todo el tiempo
fumando, demostrando así un sereno desinterés.
Tocados más de cerca por el conflicto que estos países tan
remotos, los representantes de España y Suecia cavilaban con
ansiedad ante la mesa del Consejo, uno en busca de cualquier
resquicio de conciliación, el otro siempre dispuesto a dar voz a los
miedos y angustias de las naciones más pequeñas. A medida que
aumentaba dicha ansiedad, Branting, el alto y digno sueco, con su
cabeza cana y su bigote lacio, iba pareciéndose más y más a un jefe
vikingo extraviado que hubiera acabado involuntariamente en los
farragosos consejos de la Nueva Diplomacia, donde la solución más
sencilla y obvia para un problema internacional desaparecía en las
profundidades de la verborrea igual que un diamante que se
esfumara engullido por un remolino lleno de cañas. En rotundo
contraste, estaba el embajador español en París, Quiñones de León.
Grueso, corpulento y barrigudo, sus preocupaciones íntimas
parecían tan incapaces de alterar su semblante como de mover los
escasos pelillos que había en su cabeza grande y redonda. Es
posible que meditara no sobre los problemas de Grecia, sino acerca
del futuro alzamiento en España, que justo una semana más tarde
pondría al general Primo de Rivera al frente del Directorio en
Madrid.
Las puñaladas hostiles del duelo dialéctico principal fueron,
inevitablemente, las que se cruzaron el profesor Salandra, italiano, y
Nikolaos Politis, el representante griego, pero en la disputa
intervenían una y otra vez Gabriel Hanotaux, de Francia, Paul
Hymans, de Bélgica, y el delegado principal del Reino Unido, lord
Robert Cecil, cuya participación en el nuevo Gobierno de Baldwin,
que había sucedido al de Bonar Law el 22 de mayo anterior, era
señal de reconocimiento —se decía— hacia la importancia de la
Sociedad de Naciones para la política exterior británica. El vizconde
Ishii, de Japón, también tuvo un papel protagonista que desempeñar
en calidad de presidente del Consejo, pero el bombardeo de Corfú y
la pérdida de quince vidas griegas no podía parecerle gran cosa a
una persona cuyo país se tambaleaba bajo un recuento de medio
millón de muertos en el tremendo terremoto que había destruido
Tokio y Yokohama el 1 de septiembre. Aquel anciano menudo de
ojos melancólicos y rostro atezado y amable, tan surcado de arrugas
como un viejo pergamino, presidía el turbulento Consejo con los
hombros encorvados bajo el peso de una abrumadora calamidad.
Cuando el sufrimiento de Japón caló incluso en la solemne
impasividad de la conducta de un oriental, las acaloradas
desavenencias de Europa parecieron volverse insignificantes bajo la
sombra de un dolor inmenso y solemne.
A ojos del observador poco avezado, el doctor Salandra, antiguo
primer ministro italiano y representante ahora del inflexible
Mussolini, se antojaba incompatible tanto con sus fieras
declaraciones como con los siniestros designios que algunos
sectores de la prensa internacional atribuían a Italia. Con su silueta
robusta y bajita, su cara atezada y sus ojos oscuros y centelleantes,
encajaba más en el perfil de tío gracioso de una comedia teatral que
en el de diplomático amenazante; su mentón partido y su cabeza
grande y calva con una franja de pelo blanco le conferían un aire de
benevolencia que desentonaba bastante con su lenguaje autoritario.
Su gafudo oponente, Politis, aún en la primera etapa de la mediana
edad, semejaba la encarnación de la Grecia moderna ejerciendo su
atracción ante la Sociedad de Naciones. Con una voz cristalina y
segura, solemne como el diagnóstico de un doctor, expuso el caso
de su país sin rabia ni miedo, presentando sin adornos los hechos
esenciales de la situación con una habilidad aún más llamativa que
la del italiano a la hora de ocultarlos.
De las otras tres potencias que participaban, solo la actitud de
una era inconfundible. De modo que así es en realidad la diplomacia
abierta, pensábamos emocionados, cuando en la abarrotada sala de
comités con sus paredes de cristal, a través de las cuales veíamos
las puntiagudas palmeras y la salvia escarlata del jardín del Palacio,
vividas de luz con el sol extático del otoño, lord Robert Cecil se puso
en pie para solicitar la lectura pública de los artículos diez, doce y
quince del Tratado de Versalles. En el silencio tenso y expectante, el
intérprete principal empezó a leer, en inglés y en francés, esos tres
artículos de los primeros veintiséis que componían el tratado del
Pacto de la Sociedad de Naciones. El aire se electrizó por la
dramática sensación de prueba y de crisis en el momento en que
aquellas palabras revelaron —probablemente, para gran parte del
público, por vez primera— el significado real de la Sociedad de
Naciones en las relaciones internacionales dentro de un mundo
torturado en plena posguerra: «Los miembros de la Sociedad se
comprometen a respetar y a preservar contra toda agresión exterior
la integridad territorial y la independencia política existente de todos
los miembros de la Sociedad. En caso de alguna agresión, o de una
amenaza o de un peligro de agresión, el Consejo recomendará los
medios por los cuales se dará cumplimiento a esta obligación».
Todo el auditorio contuvo la respiración por un momento, y acto
seguido lord Robert, cuadrando de pronto los hombros, se puso en
pie otra vez y verbalizó la verdad fundamental y difícil de aceptar
que los torrentes de elocuencia diplomática habían hecho lo posible
por ahogar: «¡Si se ignoran estos artículos, se tambalearán los
cimientos de la nueva Europa!».
Mientras escuchaba estas palabras comprendí del todo, con
negro desaliento y a la vez con la honda excitación de un combate
útil, todo lo que acarreaba la decisión que yo había tomado nada
más acabar la guerra de alinear mi insignificante persona del lado
de las fuerzas que trabajaban por la paz y el entendimiento: aceptar
con reticente conciencia la tradición diplomática y sus intrigas, así
como reconocer con amargura que el ser humano se negaba
deliberadamente a percibir lo más obvio incluso cuando esta
percepción iba en su propio beneficio. A pesar de la guerra, en mi
optimismo había creído que los hombres de Estado solo
necesitaban percatarse de los errores del pasado para evitarlos, que
les mostrasen la senda de la paz para que la emprendieran; ahora,
pese a aquella sensación pasajera de objetivo común en la
Asamblea, yo sabía que la mayoría de ellos era demasiado cínica,
estaba demasiado unida a un oportunismo suicida, como para
adoptar la política pura y lúcida de la simple y llana sensatez.
Claramente, el conflicto del internacionalismo como credo sería más
largo y duro de lo que habíamos imaginado en el primer impulso de
la reacción antibélica.
Y, sin embargo, los grandes tratados del XIX seguían ahí para
demostrarnos que el progreso había sucedido, que se había
producido a pesar de —y tal vez incluso debido a— hombres como
estos, reflexioné mientras contemplaba el rostro nervioso y los ojos
severos e inquietos del señor Hanotaux, el evasivo francés del
perpetuo ceño fruncido y la barbita gris y puntiaguda que confería un
aspecto de astuta malicia a su arrugado semblante. Todos éramos
conscientes de que con mucho gusto habría apoyado al
intransigente Salandra, cuya ocupación de Corfú por parte de su
país no podía no haber estado influida por la complicada situación
del Ruhr, pero temía enemistarse con la Pequeña Entente con su
preciso punto de vista sobre los derechos de los estados pequeños.
Menos descorazonador fue observar los volátiles movimientos de
Hymans, el belga frágil y gracioso del abundante pelo blanco y los
ojos amables y expresivos bajo las cejas negras, que tan a menudo
consultaba con lord Robert Cecil. En un grupo en el que lo último
que se habría tenido en cuenta habría sido la belleza, su romántica
apariencia proporcionaba una agradable distracción momentánea de
los antagonismos de Europa.
Durante aquellos días, la costumbre de considerar la Sociedad
como algo insignificante no había alcanzado el estado actual de
eficacia propagandística incluso en los periódicos que más tarde
encontrarían en su menosprecio perpetuo un «truco» rentable, y el
mundo parecía interesarse de veras por que el Consejo saliera de la
crisis greco-italiana con éxito. Aunque Corfú fue evacuada poco
después, y la cuestión de la competencia de la Sociedad para
intervenir en el conflicto fue sorteada con destreza suficiente como
para evitar que Italia cumpliera su amenaza de abandonarla, las
esperanzas que se habían depositado en Ginebra se vieron
cruelmente defraudadas cuando se entregó el acuerdo final a la
Conferencia de Embajadores y Grecia fue obligada a pagar
quinientas mil libras a Italia. Winifred y yo tuvimos que volver a
Inglaterra para asistir a la boda de su hermana antes de que se
diera por terminada la crisis; en casa, leímos muchos ataques a lord
Robert Cecil por su atrevida desconsideración hacia los
circunloquios diplomáticos, y el 15 de septiembre escribí a Winifred
para contarle que un ilustre diplomático que ambas conocíamos
acababa de enviar una carta al Times, «sosteniendo que los
miembros de la Unión de la Sociedad de Naciones tienen que
“reconsiderar” su actitud hacia la Sociedad, y que no parece
probable que en el futuro vayan a regalar tiempo y dinero a una
organización que solo es capaz de llegar a unas conclusiones
¡“pobres y lamentables”! ¡Sí que considera valioso su tiempo, este
señor! Supongo que algo tan insignificante como el tiempo de
Gilbert Murray no tiene ningún valor».
En noviembre, el conflicto greco-italiano provocaba aún coléricos
ataques a la Sociedad de Naciones de enemigos acérrimos de
Ginebra de la talla del duque de Northumberland y J. L. Maxse, pero
durante aquel otoño el foco de atención se desplazó del suroeste de
Europa a la frontera franco-alemana debido a una nueva amenaza
de movimientos separatistas en Baviera y Sajonia. Aunque el cese
de la resistencia pasiva en el Ruhr y los nuevos comités creados por
la Comisión de Indemnizaciones habían aliviado la tensión feroz que
siguió a los disturbios de Essen en marzo, todos los países pagaban
a pérdidas por la ocupación francesa. El miedo a una perturbación
política y a un colapso económico absoluto en Alemania desviaba el
interés de Europa incluso del republicanismo nuevo y experimental
de Mustafá Kemal en Turquía, y propició la aprobación expresa de
lord Birkenhead de las «espadas relucientes» en su discurso
rectoral en Glasgow, que sería recibido con cierta frialdad por una
Inglaterra ansiosa que con mucho gusto habría preferido verlas
convertidas en azadones[26]. Hasta la opinión francesa de la
izquierda más moderada reaccionaba con incredulidad e inquietud a
las consecuencias de la invasión del Ruhr; «Francia», escribió el
señor Guyot en L’Ére Nouvelle en diciembre de 1923, «se encuentra
aislada en un sistema de pensamiento que Europa se niega a
compartir. Poincaré se jacta de su inmovilidad, mientras la marea de
hechos sigue subiendo y lo cubre cada día más. […] La razón
aplaude la postura férrea de este defensor de la Lorena, pero
“nuestros nervios y nuestra sangre, todo cuanto nos instila vida, se
rebelan contra la sensación de que estamos quietos mientras el
mundo entero se mueve a nuestro alrededor”. ¿Tomará Francia el
camino en el que todo es vida y movimiento, o se quedará inmóvil…
y perecerá?».
Exactamente un mes después de que se iniciara en Múnich el
juicio de Hitler y Ludendorff por encabezar el movimiento separatista
de Baviera, viajé al norte, a principios de abril de 1924, para
participar en una gira de la Unión de la Sociedad de Naciones por
las localidades pequeñas de la frontera con Escocia; casi todo
nuestro público solicitaba información sobre la ocupación del Ruhr,
aunque hasta ese momento tanto el Consejo como la Asamblea
habían tenido la prudencia de eludir el asunto. La situación de
Alemania representaba un curioso comentario, me decía a mí
misma mientras me movía de pueblo en pueblo entre los nevados
montes Cheviot y Lammermuir, bajo el frío glacial de aquella
primavera, al debate que acababa de celebrar la Unión en Oxford:
«La civilización ha avanzado desde que esta organización se reunió
por primera vez».
Cuando ya había hablado en Ayton, Duns, Norham y Coldstream
sobre indemnizaciones y resistencia pasiva, y sobre los «incidentes»
similares acaecidos en la cuenca del Sarre bajo la Comisión de
Gobierno profrancesa, y el juicio a los directores de Krupps, y la
epidemia de comunicaciones inútiles entre los Aliados y Alemania, y
la caída del marco alemán, que en septiembre de 1923 se había
desplomado a ochocientos millones con respecto a la libra esterlina,
empecé a plantearme que no podría hablar con propiedad de
aquellos temas tan complejos mientras no hubiera estado en las
áreas ocupadas, percibido su amarga psicología y visto al menos el
aspecto exterior de las hostilidades de posguerra con mis propios
ojos. Resultó que Winifred había llegado a las mismas conclusiones
durante sus conferencias, pues aun cuando aquel año actuaba tanto
como portavoz de organizaciones feministas o de la Unión de la
Sociedad de Naciones, su atención se había desviado de temas
como la reunión masiva, en marzo, del grupo Six Point para
reivindicar pensiones para las viudas debido a la correspondencia
iniciada con Gerda von Gerlach, hija de un conocido socialista
berlinés que había sido la primera alumna alemana de Somerville
tras la guerra.
«Me ha escrito Von Gerlach», me contaba Winifred desde
Yorkshire el 16 de abril, cuando yo aún estaba en el norte, «para
decirme que su padre ha salido sano y salvo de Alemania, y que si
las elecciones resultan bien, puede que no lo juzguen por alta
traición. ¡Pobrecillos! En qué infierno deben de vivir los mejores
ciudadanos europeos por culpa de sus países —los liberales en
Hungría, los antifascistas en Italia, los pacifistas en Alemania, los
defensores de la libertad en Rusia—, y todo ¿para qué? Todavía me
parece ver a la pequeña Von Gerlach inclinándose sobre la mesa de
Pinoli’s con sus grandes ojos llenos de lágrimas y su vocecita: “¡En
Inglaterra no sabéis cómo es Europa! Y ¿cómo ibais a saberlo?
¡Estáis a salvo!”. Me acordé de ella ayer, en el tren, al contemplar un
sereno atardecer sobre este territorio apagado, plácido y
extrañamente inalterado que se extiende entre Londres y el
Humber… A veces contemplo el atardecer y veo solo la sangre
derramada de unos cuerpos que podrían haber sido venerados
como dioses y llorados por unos corazones que al menos poseen
una divinidad potencial. Podríamos ser tan felices… Hay tanta
belleza, y tanta bondad; […] incluso en este sitio tan poco bonito, los
crocos, que este año florecen tarde, y los capullos minúsculos de los
majuelos poseen una hermosura casi alarmante. ¡Ojalá cantaran los
pájaros lo bastante fuerte para ahogar el lamento que se eleva de la
insensatez, la insensatez de los habitantes de este estúpido
planeta!».
Pero sabíamos, gracias a nuestros duros recuerdos de la década
anterior, que a nosotras no habría belleza de flores primaverales que
pudiera volvernos inmunes a las lágrimas de los desconsolados, ni
canción de aves melodiosas que extinguiera el duelo afligido de los
conquistados, y cuando las dos volvimos a Londres a finales de
abril, la inauguración de la Exposición Universal del Imperio
británico, con su aparatosa arquitectura y sus trabajadores
explotados, nos pareció un vulgar despliegue de presuntuosidad
nacional al compararla con los sufrimientos de la postrada Alemania.
Así pues, decidimos juntar nuestros ahorros y dirigirnos aquel otoño
a las zonas ocupadas y los territorios en bancarrota de Europa
Central, con el fin de descubrir sin intermediarios lo que había
significado la guerra para aquellas gentes cuya agonía era aún más
cruel y prolongada que la nuestra.
9
Con motivo de las dos elecciones generales, casi todos los
periódicos dedicaron bastante espacio a las exigencias de las
votantes recién emancipadas. Las mujeres, como tales, siempre
habían ejercido para la prensa una fascinación particular de la que,
inexplicablemente, el sexo opuesto parecía carecer, y aunque sus
reservas hubieran caído durante la guerra debido a la preocupación
por los «héroes», volvió a despuntar nada más terminar el conflicto,
pues ellas, a diferencia de los varones, habían tenido la
desconsideración de no morir por millares. El motivo que se
esgrimía a nivel mundial para limitar el voto a las mujeres mayores
de treinta años era que la emancipación completa de las mayores
de edad habría implicado un voto en su mayoría femenino.
Esta excesiva población femenina solía describirse con un
adjetivo nada halagador: «superflua», y esto a pesar de que las
maestras, enfermeras, doctoras y funcionarías de las que se
componía ampliamente dicha población se consideraban mucho
más valiosas desde un punto de vista social que tantas esposas sin
hijos y que tantas madres casadas irresponsables. La agitación a
cuenta de la mera existencia de mujeres sin pareja se inició a raíz
de los datos que arrojó el censo realizado a finales del verano de
1921, y durante la «temporada boba» de aquel año su posición se
convirtió en uno de los temas predilectos de los medios más osados,
que publicaron incontables artículos sobre igualdad salarial,
matrimonio y carrera profesional como conceptos excluyentes, y el
derecho a la maternidad. En una carta a Winifred datada el 25 de
agosto de 1921, incluí, de mujer superflua a mujer superflua,
algunas reflexiones acerca de un líder que había opinado sobre todo
este asunto nada menos que en el mismísimo Times.
«¿Viste u oíste algo del accidente del R38 de ayer?», empezaba
mi carta. (Winifred estaba en Yorkshire, y no solo había visto el
dirigible cuando sobrevoló su pueblo, sino que oyó la explosión
sobre el Humber, escasos minutos después). «A veces creo haber
superado esa sensación, constante durante la guerra, de que estas
calamidades son pura rutina; lo que me parece positivo, porque
estábamos volviéndonos unos desalmados. El Times está opinando
sobre la sobrepoblación femenina que se ha desprendido del censo;
¡creo que ciento una mujeres más por cada mil hombres, para ser
exactos! Han sido muy amables con nosotras en el editorial de hoy;
decían que las mujeres que habían perdido a sus maridos o
enamorados durante la guerra no pueden esperar ser relegadas a
una viudedad o una soltería perpetua. Pero insinuaban que las que
estaban dispuestas a buscar un empleo en el extranjero no solo
tendrían más posibilidades de cazar marido, ¡sino que estarían
prestando un servicio a su patria! Parece que nadie se plantea
siquiera que algunas mujeres no quieran casarse; ¡el artículo
llegaba a aludir incluso a “hallar la vida doméstica que desean”!
Personalmente, no tengo nada que objetar a la condición de
superflua, mientras se me permita ser útil, y aunque estaría
encantada de desempeñar cualquier trabajo que me llevase al
extranjero, no lo haría porque ello me capacitara mejor para echarle
el lazo a un macho huidizo».
Sin embargo, según iban pasando los meses, tuve que
reflexionar acerca de hasta qué punto era de verdad posible para
nosotras, el «excedente», conseguir algo en una realidad que se
jactaba del poder de sublimación. Como generación femenina,
estábamos preparadas a niveles revolucionarios, si nos
comparábamos con la romántica ignorancia de 1914. Donde antes
habíamos aludido con educadas evasivas a «cierta condición» o
«cierta profesión», ahora empleábamos sin rubor los términos
«embarazo» y «prostitución». Entre amigas hablábamos de sodomía
y lesbianismo con tan pocos tapujos como cuando comparábamos
los méritos de los distintos anticonceptivos, y en teoría estábamos
familiarizadas con las variedades de homosexualidad y
enfermedades venéreas cuya mera existencia ignoraron nuestras
abuelas. No habíamos perdido —quizá no lleguemos a perderla
nunca— una tímida sensación de osadía en nuestro candor; no toda
nuestra experiencia podía hacernos pasar de la generación sincera
e idealista de la guerra a la más superficial de los jóvenes de la
posguerra, a quienes no se les había enseñado a considerar
indecentes los conceptos relacionados con el sexo ni a ver su
realidad a través de un cristal defectuoso. Pero ahora éramos
capaces de hacer un análisis franco de nuestra naturaleza, y de
aceptar estoicas, aunque remisas, las conclusiones más realistas.
Un domingo, poco después de que Winifred y yo nos mudáramos
a Maida Vale, fui a ver a Betty, que se había casado hacía poco, a
su hogar en Essex. Estaba embarazada y parecía sumida en una
alegría fisiológica, pero aquella prueba de la suposición aún casi
universal de que los intereses del marido y los hijos proporcionaban
ocupación suficiente para la personalidad de una mujer adulta no
me reconcilió con la idea de unirse a cualquier hombre que la guerra
hubiera dejado a disposición de quienes nos acercábamos al
Rubicón de los treinta.
A pesar de la tradición familiar, y de la incesante presión social
que ponía un énfasis artificial en el matrimonio para las mujeres
nacidas en la última década del siglo anterior —entre las que me
contaba—, yo siempre había sostenido, y seguía manteniendo, que
este era irrelevante para los objetivos principales de una vida. Tanto
para la mujer como para el hombre, el matrimonio podía suponer un
apoyo desmesurado o un obstáculo insalvable para el desarrollo de
su poder a la hora de aportar algo de valor a la comunidad en la que
vivía, pero no encarnaba ese poder, ni podía considerarse como
meta en sí misma. Como tampoco lo eran los hijos; de nada servía
seguir engendrando seres humanos únicamente para que ellos, a su
vez, engendrasen otros; había que centrarse menos en el asunto de
la procreación continua y más en la consecución firme y duradera de
un ideal.
Por lo tanto, no me sentía atraída en absoluto por la idea de un
matrimonio divorciado del amor, que ya no identificaba con la pasión
invasora que para mí se había apagado para siempre en 1915, sino
con la emoción leal y cordial que surge entre iguales de distinto sexo
que se respetan el uno al otro y trabajan codo con codo en pos de
un fin loable. Pero mi experiencia había provocado que viese el
amor, en todas sus facetas, como una cualidad esencialmente
juvenil; en la escuela y en Buxton me había educado en contacto
con la suposición generalizada de que la chica que no se casa
pronto es probable que ya no se case nunca, y demasiada vida y
demasiado amor se habían concentrado en unos pocos años que,
ahora que me acercaba al fin de la veintena, se me antojaban muy,
muy remotos, y me llevaban a experimentar la sensación de estar
haciéndome vieja. No solo porque, en razón de la aniquilación
masiva de mis coetáneos varones, sin duda yo encarnaba «un linaje
estéril», por emplear la expresión de la reina Isabel, sino también
porque las intensas relaciones emocionales de la guerra habían
dejado un vacío que ni la amistad más íntima podía llenar, yo sentía
aún que era una superviviente casual de otra vida, sin un lugar en la
sociedad ni un punto de apoyo permanente salvo el que mi propia
determinación podía construir por sí sola en un mundo de posguerra
atormentado por toda clase de necesidades y problemas.
Así pues, durante aquellos tres años de intervenciones públicas
y enseñanza, y en parte de escritura solo parcialmente afortunada,
poco a poco adquirí, afronté y acepté la firme convicción de que
estaba destinada a una soltería permanente. Mi poema «La mujer
superflua», escrito en Cornualles después de que aquel anémico
romance muriese de inanición, representó la última protesta amarga
contra el no cumplimiento de una parte de mis potencialidades
humanas, al que la guerra parecía habernos condenado a mí y a
tantas otras mujeres cuya realización natural se había visto frustrada
por la escarcha abrasadora del dolor y la pérdida. Llegué a la
conclusión de que el matrimonio no era para mí, ni tampoco las
tiernas alegrías de la paciencia, la compasión y la comprensión
maternal; las esperanzas románticas de un florecimiento tardío, de
una realización postergada, a las que algunas de mis
contemporáneas se aferraban con sumo patetismo, no eran más
que una forma de autoengaño cobarde que unas mujeres que
habían sido testigos de las destructivas realidades de la guerra
tendrían que haber sabido evitar. De un modo totalmente deliberado,
con el doloroso remordimiento de haber nacido «normal» en lo que
al físico se refiere, relegué a lo más profundo de mi mente los viejos
recuerdos obsesivos, los sueños antaño confiados, la dulce
previsión de la comodidad de un cuerpo cálido y sensible, los hijos
utópicos para quienes en las noches negras y extrañas de
Camberwell había planeado trabajar y conquistar metas, y, diligente,
cerré aquel conmovedor depósito con la llave firme de una ambición
útil.
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13
Y si no es tan viejo
como aquel muchacho que conociste un día,
y menos orgulloso, y más digno también,
no lo dejes escapar
(las margaritas son más sinceras que la pasionaria).
3
G. llegó a Inglaterra el 10 de junio, tras haberme informado de la
fecha por cable. Su llegada coincidió con el día en que el asesinato
de Matteotti inició una oleada de sentimiento antifascista en la
Europa de posguerra, pero por el momento me preocupaban menos
las atrocidades cometidas en Italia que el repentino pánico que me
sacó del piso durante toda la tarde. Mi único objetivo claro entre la
frenética confusión de mis pensamientos era la voluntad de
posponer la incómoda decisión de si casarme o no. En el caso de
Roland, se había tomado sola; en este, había que sopesar
muchísimas exigencias incompatibles, y enfrentarse a cuestiones
contradictorias. ¡Qué fácil hubiera sido que no me lo pidieran para
no tener que escoger!
Así pues, decidí citarme con lady Rhondda en las oficinas del
grupo Six Point, y asistir a un congreso en la sede de Grosvenor
Crescent de la Unión de la Sociedad de Naciones, donde G., tras
telefonear en vano a nuestro apartamento, intentó localizarme sin
éxito, también por teléfono. Al final se marchó a casa de su padre en
Oxford —nunca llegaré a saber con cuánta desazón—, y desde allí
me llamó para preguntarme si podía ir a verme el viernes 13 de
junio. La fecha y el día no auguraban nada bueno para un primer
encuentro, y la desconocida voz que intentaba persuadirme al otro
lado de la línea me dejó muy alterada, pero en el fondo yo sabía que
siempre había considerado el trece como mi número de la suerte.
Más tarde, una divertida carta me describió, sin crítica ni
resentimiento, el intento de G. por encontrarme en las dependencias
de la Unión.
«A la pregunta de si estabas por allí recibí la respuesta, con un
fortísimo acento de Oxford: “¿Cómo se llama usted?”. “Quiero ver a
la señorita Brittain; si es que por casualidad está por ahí y no
participando en alguna reunión”. “¿Es usted la señorita Brittain?”.
“No, no soy la señorita Brittain, lo que quiero es verla. Pero no
pretendo interrumpirla si está ocupada”. “Ah, ¿está ocupada?”. Me
di por vencido; la diplomacia de la Sociedad de Naciones […] es
demasiado para mí. Y cogí el siguiente tren».
El viernes tomamos el té y luego me acompañó a ver la Santa
Juana de Bernard Shaw; también pasamos juntos el sábado,
paseando por el parque de Richmond y Kew Gardens bajo un cielo
soleado con unas leves sombras nebulosas. Sabía que el tema del
matrimonio se insinuaría durante el fin de semana, y así fue; sabía
que repudiaría la sugerencia, y así lo hice, pues todavía no había
identificado del todo a aquel desconocido con el autor de las cartas.
Pero el día resultó ser el domingo 15 de junio, sexto aniversario de
la muerte de Edward, una coincidencia que parecía enfatizar el
curioso vínculo que existía ya entre mi hermano fallecido y aquel
compañero nuevo y tenaz, cuya determinación durante las tres
semanas siguientes pareció no amainar a pesar del rechazo.
Diez días después de su primera aparición, volvió a la ciudad
para pasar la tarde y convencerme de que me fuera un fin de
semana a Oxford y le permitiera llevarme de paseo por el río, una
invitación que al principio rehusé, pues era muy consciente de que
tanto Oxford como el río, con sus recuerdos tristes y hermosos,
jugarían a favor de G. y en contra de mi decisión. Pero mientras
estábamos en la penumbra de la iglesia de Abercorn Place
escuchando el trueno solemne del órgano —con su repentino
recordatorio del vacío que había dejado en mi vida la música,
abandonada como mecanismo de defensa tras la muerte de Edward
—, reflexionaba ya acerca de lo diferente que era la apacible
independencia de un cortejo posterior a la guerra con respecto a la
lucha contra la entrometida observación que nos había acosado a
Roland y a mí en 1914; y por fin, después de un día o dos de
reflexión, le escribí para decirle que iría a Oxford. Supe que mi
resistencia había caído, y no me equivoqué, pues regresé a Londres
comprometida, una vez más, y dispuesta a casarme.
—A tus veintiocho años deberías hacerle la corte a una chica de
veintiuno, en vez de empeñarte en casarte con una de treinta —le
dije sin tapujos, a lo que él se limitó a responder, muy serio:
—No me interesa la inmadurez.
Pensé que, en cualquier caso, G. formaba parte de la generación
de la guerra, y que eso era lo único que importaba realmente. Si
hubiera sido un hombre de la posguerra, no habría podido casarme
con él bajo ningún concepto, porque dentro del abanico de mis
contemporáneos un abismo mayor que cualquier década separa a
quienes vivieron la guerra como adultos de los hombres y mujeres
apenas un año o dos más jóvenes, que maduraron inmediatamente
después del fin del conflicto. Aun así, anuncié el compromiso con
sumo escepticismo a Winifred, que nunca había intentado influir en
mi decisión a pesar de que por aquel entonces mi matrimonio habría
supuesto una perturbación considerable en su propia existencia.
Había demasiados pasos en falso posibles entre un compromiso
y un enlace matrimonial, y yo lo sabía mejor que nadie, me dije con
tristeza. El matrimonio a un año vista, con todas las posibilidades de
muertes, accidentes y discrepancias que cabían en doce meses, se
me antojaba casi equivalente a no celebrar matrimonio alguno. En
cualquier caso, era absurdo casarse tan tarde, cuando ya había
cumplido los treinta, y cuando había estado enamorada por primera
vez hacía tantos, tantos años. Pero al final comprendí que la mitad
de las mujeres de mi generación estaba casándose tan tarde como
yo, e incluso más, y que sus hijos y los míos serían de la misma
edad: todavía bebés cuando nosotras nos avecinásemos a los
cuarenta. Ahora reconozco que esta maternidad tardía ha tenido sus
ventajas; los niños pequeños suelen otorgar una juventud duradera
a sus padres, y merced a su alegre vitalidad posponen la prudencia
y la timidez sin iniciativa de la mediana edad.
«En la vida no hay un segundo puesto», le escribí a G. con suma
sinceridad a finales de junio. «Sin duda, es posible decir que algo
será distinto de otra cosa, pero no se debe —no se puede— decir
que nunca será tan bueno, ni mejor.
Tú has dicho, y tienes razón, que no ha de evaluarse de ese
modo la experiencia. […] Se me había olvidado que todavía soy
joven; el mundo del sufrimiento y la experiencia me parecía tan
viejo».
Tras mis desorbitados encuentros con una familia numerosa y
polémica, di gracias por que G. no tuviera más parientes en el
mundo que un padre, clérigo jubilado, aunque lamenté no poder
conocer a su valiente madre, ya fallecida, defensora acérrima del
sufragio femenino que había hallado en el movimiento por el
derecho al voto la inspiración principal de su breve y agitada vida.
En carácter y en temperamento, G. se parecía a ella; sin duda, el
feminismo turbulento de La marea oscura había tocado una fibra
sensible. Por su parte, mis padres aceptaron a G. con resuelta
benevolencia, y se tomaron muy bien nuestro arreglo, en apariencia
precipitado; a esas alturas ya estaban curtidos en lo tocante a mi
singular preferencia por hombres más jóvenes que yo,
extremadamente inteligentes y sin más dinero que el que pudiera
rendirles su propio cerebro. Por lo demás, de pronto me di cuenta —
pues ya tenía edad para ello— de que el inevitable choque entre
generaciones se atenúa, de un modo igual de inevitable, con el paso
de los años.
Por un breve espacio de tiempo, consideramos la posibilidad de
casarnos enseguida, pero yo todavía no estaba preparada, ni quería
adaptar —aunque fuese con carácter temporal— mi vida y mi
trabajo a las condiciones desconocidas del Nuevo Mundo hasta que
hubiera satisfecho mi voluntad de descubrir mediante un viaje por
Centroeuropa las secuelas de la guerra sobre el Viejo. Finalmente,
acordamos posponer el enlace hasta que él volviera a Inglaterra
para las vacaciones de verano, en junio de 1925, si bien nunca
participé en esa decisión «sensata» con el pleno concurso de mi
voluntad. La aprensión era una compañera demasiado familiar y
agotadora como para sufrirla con paciencia casi un año más, y su
persistencia no había sido desplazada por la convicción íntima,
heredada de la guerra, de que para mí el amor de los hombres
estaba destinado a ser siempre inconcluyente y temporal. Al
acceder a comprometerme con G., yo sabía que una vez más me
había puesto en manos de un destino del que, desde la muerte de
Edward, había hecho lo posible por mantenerme cautamente a la
defensiva.
«Toda forma de felicidad me resulta increíble», le escribí a G. en
julio. «Los momentos supremos de la guerra nunca me procuraron
felicidad; ¿y cómo, si se vivían bajo la sombra de la muerte? […] Mi
obstinada timidez surge en parte […] porque me da miedo facilitarle
a la vida los medios con los que pueda asestarme otro de sus
golpes. […] Es muy propio de mí comprometerme con alguien que
tiene que marcharse al extranjero, aun cuando no hay guerra».
11
Por fin, llegó junio con su tiempo dorado y suave; el Ruhr estaba
prácticamente libre de invasores, y los días, plagados de
preparativos que no podían retrasarse hasta el regreso de G. y la
semana previa a la boda, pasaban con la velocidad alarmante y
repentina de un tren expreso. La planificación de un viaje de novios
en el sureste de Europa —a Alemania esta vez, no, le dije; era un
país demasiado severo y deprimente para unos recién casados que
tendrían problemas propios de los que hablar— implicaba la
expedición de un pasaporte nuevo, a pesar de que, con la diligente
cooperación de G., yo había decidido mantener y usar mi apellido.
«En verdad te digo», protesté cuando descubrí que todos los
carísimos visados que me habían concedido para viajar como
soltera en 1924 no me servirían como mujer casada en 1925 si
quería regresar a Austria y Hungría, «que las desventajas legales de
ser tu querida serían una insignificancia en comparación con las de
ser tu esposa». Pero me empeciné en que me hicieran el pasaporte
con el apellido de soltera, y tras una breve pugna lo conseguí; y así
sigue siendo en la actualidad.
Habíamos decidido pasar el primer año de casados en América,
un nuevo mundo que simbolizaría para mí la ruptura con la
esclavitud a los sufrimientos de lo anterior. Después, ambos
sabíamos que habría que pensar en algún recurso que me
permitiera mantener una residencia parcial en Inglaterra, donde se
hallaba mi auténtico ámbito de trabajo; un experimento en esa clase
de arreglo que más adelante denominé en libros y artículos
«matrimonio semiindependiente», y que hacía factible una profesión
para los dos miembros de la pareja, incluso cuando uno de ellos
trabajara en el extranjero. En medio de otros planes para poner la
guinda adecuada a los años que me habían vinculado a Oxford
mediante la obtención de la maestría en una ceremonia de
graduación que tuvo lugar dos días antes de mi enlace matrimonial
—intención en la que me había reafirmado tras oír la respuesta de la
primera amiga de la familia con quien la comenté: «¡Cómo puedes
tener tiempo para pensar en una cosa así en la semana de tu
boda!»—, le expuse a Winifred varios proyectos y sugerencias que
ella, mientras hacía sus propios planes para emprender una larga
gira de conferencias en Sudáfrica, escuchó con una incredulidad
entre divertida y apenada.
«Querida Winifred, nunca me separaré de ti por mucho tiempo»,
insistía yo para mis adentros, decidida a no dejarme arrastrar por su
escepticismo; «no podría. Representas en mi vida el mismo
elemento de permanencia tierna y serena que encarnó Edward, y al
final, cuando las pasiones se extinguen y las aventuras concluyen,
esto es lo más importante de todo».
Fijamos en el 27 de junio el día de nuestra boda, la misma fecha
en la que, diez años antes, joven y llena de esperanza, yo había
entrado en el Destacamento de Ayuda Voluntaria para asumir mi
papel en la guerra. Siempre había tenido la idea de que, si me
casaba, sería en el registro, pero cuando G. me explicó que la
comunidad católica no reconocía los enlaces civiles, recordé de
pronto las mañanas de domingo de principios de 1916 en las que
me había arrodillado ante los arcos altos y apuntados de un templo
católico mientras la música de la misa, que no acertaba a seguir del
todo, me adormecía los sentidos con una dulzura analgésica. Y
pensé: «Nos casaremos en la iglesia de Santiago el Mayor, y no
llevaré lirios ni brezo blanco, sino las rosas de tallo largo y color
rosado, con un toque anaranjado y la fragancia más dulce del
mundo, que me regaló Roland una Nochevieja de otra vida. Cuando
acabe la boda, se las regalaré a la madre de Roland; sé que G.
entenderá el porqué».
Y la carta que atravesó el Atlántico aviniéndose a los planes me
mostró que, efectivamente, lo había entendido. «El hecho de que
sea yo quien esté a tu lado en el altar no es más que el final de una
larga historia», me escribió.
El 16 de junio, día en que G. desembarcaría del Aquitania, fui
hasta Southampton para recibirlo. Fue uno de los días más cálidos
de aquel mes seco y soleado, y yo me vestí con una elegancia
especial, con un vestido nuevo del ajuar, porque G. me había dicho
que, para ahorrar con vistas al viaje de novios por Europa, pretendía
viajar en tercera. Pero de pronto me entró tanto miedo de que el
compañero que llevaba diez meses sin ver demostrase ser un
desconocido sobre cuyas cualidades yo me había engañado que
Winifred decidió acompañarme a Southampton.
«Si resulta que es como lo recordabas», me dijo, «yo
desaparezco en un tris, pero si descubres que no te gusta, tal vez te
resulte de utilidad que esté allí contigo».
Al no estar familiarizadas con los caprichos de los vapores que
cruzaban el Atlántico, dimos por hecho que podíamos fiarnos de la
hora aproximada que nos habían dado la víspera en las oficinas de
Cunard, pero en el momento en que nuestro tren desfiló despacio
por delante del puerto de Southampton vi con una punzada de
decepción indecible que las cuatro chimeneas escarlata del
Aquitania ya se alzaban inmóviles en los muelles. Para disgusto
nuestro, en la estación nos enteramos de que el trasatlántico había
llegado casi dos horas antes, pero la leve posibilidad de que los
pasajeros de tercera desembarcaran mucho más tarde que los
adinerados pero aburridos viajeros de primera me convenció para
hacer una rápida expedición hasta el barco antes de tomar el primer
tren de regreso a Londres. Un comprensivo taxista, apiadándose de
nuestra situación, se ofreció a llevarnos rápidamente hasta los
muelles; estábamos traqueteando a toda velocidad por el paso a
nivel cuando en un andén próximo a la carretera vi, detenido aún, un
tren larguísimo e impresionante que indicaba: EXPRESO SOUTHAMPTON-
LONDRES WATERLOO.
Más tarde supe que era el último de los tres trenes de enlace, y
no parecía que hubiera muchas posibilidades de encontrar allí a G.,
a pesar de que no era él uno de esos seres elevados cuya categoría
les daba derecho a llegar a Londres lo antes posible. Pero, pensé,
llegaré en él a Waterloo antes de que G. haya recogido su equipaje,
y al menos mitigaré el desánimo y la sorpresa que ha debido de
asaltarlo al comprobar que, sin avisarlo siquiera, he roto la promesa
de estar aquí para darle la bienvenida. De modo que le pedí al
taxista que parase lo más cerca que pudiera del andén, y el
conductor, agradecido por el cambio de planes, estacionó al instante
junto a los imponentes coches.
Justo cuando llegábamos a su altura, el tren se puso en marcha,
y Winifred me empujó vigorosamente desde atrás de tal modo que
logré encaramarme al aparato subiendo un sucísimo escalón, sin
preocuparme por el vestido color pichón y el sombrero nuevo color
terracota. Echando del todo a perder los guantes claros de gamuza
con la carbonilla del mugriento tirador, abrí la primera puerta que vi y
accedí al pasillo, mientras Winifred, jadeando detrás de mí, era
aupada por el taxista, al que, con suma entereza, lanzó un billete de
diez chelines desde la ventanilla en el momento en que
empezábamos a coger velocidad. Un mozo nos gritó escandalizado,
pero yo agité mi billete y el permiso para acceder al puerto, y como
las ruedas del tren giraban ya muy rápido, renunció a su
escrupuloso intento de evitar tan heterodoxa manera de embarcar
en un tren. Eché un rápido vistazo para comprobar que Winifred
estaba bien, y acto seguido, trepando desesperadamente a baúles,
maletas y uniones entre coches, inicié la búsqueda frenética y no
muy confiada de G.
Iba ya por la mitad del tren, y casi había perdido la esperanza
cuando me topé con él, que, al igual que yo, andaba explorando el
pasillo: muy alto, muy delgado, un poco desaliñado, descuidando,
en la urgencia de la búsqueda, el aire arrogante de los jóvenes
intelectuales que viajan a propósito en tercera. De pronto me vio y
avanzó hacia mí con entusiasmo, tendiendo los brazos y con el
semblante iluminado por haberme reconocido bajo el sombrero de
ala ancha. Y en el instante en que fui a su encuentro y cogí sus
manos tuve la certeza de que no me había equivocado; y aunque
sabía que, de un modo que nunca podría compartir con él, seguiría
unida a aquel pasado al que había renunciado para siempre, no me
pareció del todo inadecuado que los años de frustración y
sufrimiento y pérdida, de trabajo y conflicto y dolorosa resurrección,
me hubieran llevado por sus caminos oscuros y enrevesados hasta
aquel nuevo comienzo.
AGRADECIM IENTOS DE LA AUTORA
V. B., 1933
VERA BRITTAIN (Newcastle-under-Lyme, 1893-Wimbledon, 1970) fue una de las
escritoras británicas más singulares del siglo XX, conocida también por sus ideas pacifistas
y feministas. Estudió en la Universidad de Oxford, aunque se vio obligada a retrasar su
formación para trabajar como enfermera voluntaria durante la mayor parte de la Primera
Guerra Mundial. En 1923 publicó su primera novela (ya era conocida, en algunos círculos,
como poeta), The Dark T ide, pero el reconocimiento público le llegó diez años después con
Testamento de juventud, que fue todo un éxito de crítica y ventas y se convirtió en uno de
los libros más comentados de su época.
No t a s
[1]El clavel verde es una novela publicada en 1894 de forma
anónima (posteriormente se supo que su autor era Robert Hichens)
cuyos protagonistas se inspiran en Oscar Wilde y lord Alfred
Douglas. Por otra parte, The Yellow Book era una revista literaria
publicada en Londres entre 1894 y 1897 que contó con
colaboradores de la talla de John Singer Sargent, Henry James, H.
G. Wells, W B. Yeats o los dos artistas que la autora cita a
continuación, Max Beerbohm y Aubrey Beardsley (Todas las notas,
salvo que se indique lo contrario, son de la traductora). <
[2] Traducción de Lorenzo Peraile (Madrid, Editora Nacional, 1978).
<
[3]
«La inercia es el único vicio, amo Erasmo, y la única virtud es… el
entusiasmo». <
[4] La traducción es de Jacinto Luis Guereña (Madrid, Visor, 2007).
<
[5]La Ley de Libertad Temporal por Mala Salud, conocida como la
«del gato y el ratón», se aprobó en 1913 casi con el solo fin de
combatir las protestas de las sufragistas, pues permitía que fuesen
excarceladas cuando estaban débiles debido a las huelgas de
hambre, para volver a ponerlas entre rejas en cuanto se
recuperaban. <
[6]
Referencia velada a la parábola bíblica del trigo y la cizaña, en
Mateo, 13:24-30. <
[7]Hasta octubre de 1920 —y desde 1875— a las mujeres se les
permitía asistir a clase y examinarse, e incluso recibir honores, pero
no matricularse oficialmente como alumnas de pleno derecho, de
ahí que no pudieran titularse. <
[8]Los poetas lakistas fueron un pequeño grupo de poetas ingleses
de comienzos del siglo XIX. Compusieron, entre 1798 y 1815, los
primeros poemas de tendencia claramente romántica. Vivieron junto
a los lagos del noroeste de Inglaterra, en la zona conocida como
Lake District —de donde procede su nombre—, inspirándose en los
encantos de su naturaleza. <
[9]En la Primera Guerra Mundial murieron cuatrocientos cincuenta
alumnos solo de Uppingham. <
[10]
La traducción es de Jacinto Forment (Madrid, Homo Legens,
2010). <
[11] O sea, el Ejército voluntario integrado por los reservistas. <
[12] Íbid., p. 40. <
[13]
La traducción de todos los versos de Brooke que se reproducen
en este libro es de Eva Gallud (en Poesía completa, Santander, El
Desvelo, 2017). <
[14]
Si a «Brittain» le quitamos una de las tes, obtenemos Britain,
Gran Bretaña. <
[15]Personajes del cuento A través del espejo y lo que Alicia
encontró allí de Lewis Carroll y de una canción de cuna inglesa
anónima. Los nombres fueron tomados de un poema de John Byron
y parece que provienen del hecho de enredar con los dedos o
agitarlos sin ningún sentido práctico (tweedle). <
[16]
Esta enfermera fue condenada a muerte por un tribunal militar
alemán el 12 de octubre de 1915, tras un juicio sumarísimo, por
haber refugiado en su hospital de Bruselas, y ayudado a escapar, a
unos doscientos soldados británicos, franceses y belgas. <
[17] Traducción de Juan Manuel Ibeas (Barcelona, Debolsillo, 2015).
<
[18] Así se conocía a Florence Nightingale. <
[19] Se refiere aquí la autora al muchacho cuya tumba había ido a
visitar un día, Jeremiah Knowles Garnett, íntimo amigo de Edward y
vecino de Buxton. Murió en Malta el 6 de noviembre de 1915, con
apenas veinte años. <
[20]A tenor de la explicación del propio Victor, entendemos que se
refiere al adjetivo de seis letras bloody, que puede ser,
efectivamente, sinónimo de «sangriento», pero también funciona en
sentido figurado y coloquial como elemento de refuerzo en
interjecciones airadas, como en bloody war! («¡maldita guerra!»). <
[21]Desde que narré el motín de Étaples he sabido gracias a Songs
and Slang of the British Soldier, 1914-1918 , de John Brophy y Eric
Partridge, que la única alusión previa se publicó en el Manchester
Guardian a lo largo de varios días de febrero de 1930. El motín se
debió a las condiciones de represión que imperaban en los
campamentos de Etaples, y fue instigado por la Policía Militar. (N. de
la A.) <
[22]La novela, publicada en 1917, fue escrita por Alee Waugh,
hermano mayor de Evelyn, y retrata, sin tapujos y a partir de
experiencias propias, la homosexualidad en un colegio privado para
chicos. <
[23]Novelista y dramaturga inglesa (Londres 1896 - Adderbury
1967). Conocida sobre todo por su novela de 1924 La ninfa
constante, recibió un fírme aplauso crítico por sus obras,
principalmente por Troy Chimneys, Premio James Tait Black
Memorial Prize de 1953. <
[24]Inédita en castellano, al igual que —sorprendentemente— toda
su obra hasta ahora. <
[25] Referencia a La feria de las vanidades, de William M. Thackeray.
<
[26]«Alusión a Joel, 3:10: “Forjad espadas de vuestros azadones,
lanzas de vuestras hoces y diga el débil: ¡Fuerte soy!”». <
[27]La primera mujer que ocupó un escaño en la Cámara de los
Comunes del Parlamento Británico, por primera vez en las
elecciones de 1919, como representante de los tories. <
[28]Discurso recogido textualmente en Time and Tide, 10 de
noviembre de 1922. (N. de la A.). <
[29]La traducción es de Manuel Sánchez Sarto, México, Fondo de
Cultura Económica, 2017. <
[30]
De nuevo, hace aquí alusión Brittain a la cita bíblica (Joel, 3:10)
que dice así: «Forjad espadas de vuestros azadones, lanzas de
vuestras hoces, y diga el débil: “¡Fuerte soy!”». <
[31] «¿Qué es la verdad?», en Juan, 18:38. <