El Taller-Carlos Luis Fallas
El Taller-Carlos Luis Fallas
El Taller-Carlos Luis Fallas
El taller
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E L T AL L ER
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Todos, quien más, quien menos, los viejos y los jóvenes y aun aquellos que
parecían más serios y formales, eran duchos en el arte de burlarse del prójimo y
en el dé hacer reír a expensas de los demás. Pero en eso se especializaban
Camorra y Petates, quienes constantemente estaban presumiendo de graciosos.
Eran los payasos del taller. Camorra, medio gibado, muy blanco, con la nariz
ancha y colorada, usaba su maltratado sombrero en el taller como símbolo de
distinción, en tanto que Petates, moreno y velludo, casi siempre trabajaba con los
pantalones arrollados por encima de las rodillas, para exhibir así la negra y
revuelta montaña de pelos larguísimos que cubría sus piernas. Vivíanse
inventando pullas hirientes y haciendo chistes de venenosa intención, que los
demás celebraban con escandalosas carcajadas. Y tenían bastante facilidad y
no poca gracia para improvisar cuartetas mortificantes.
A veces ambos graciosos tomaban como blanco de sus pullas a Goliat, un
verdadero gigante, pero manso y apacible como un buey, tan devoto del
aguardiente que cuando resolvía beber no paraba hasta quedar tumbado en
cualquier desagüe de la población.
Un sábado de tantos, al salir del taller, a Goliat le daba por irse a la cantina,
donde iniciaba una juerga que se prolongaba toda la noche y el día siguiente
también. Su compañera, una mujerona sucia y desgreñada, llegaba al taller el
lunes muy temprano en busca del patrón, llevando de la mano a sus dos
muchachillos, muy pálidos, descalzos y mal vestidos. Su marido, después de
gastarse todo el sueldo de la semana en aguardiente, había amanecido en la
cárcel y mandaba a pedir cinco pesos para pagar la multa. La mujer suplicaba
gimiendo y sollozando, y el patrón, después de echarle mil maldiciones al preso,
terminaba por enviarle el dinero.
Al poco rato llegaba Goliat, cabizbajo, con el pelo en desorden, a sentarse
por ahí, en cualquier rincón del taller, muy avergonzado y mohíno. Los operarios
recibíanlo con burlonas exclamaciones de bienvenida. Inmediatamente Camorra
reclamaba silencio y atención, haciendo repicar su martillo contra la plancha de
majar la suela; y soltaba su cuarteta:
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“El borracho reborracho
no debe tener mujer:
si él se chupa lo que gana,
la pobre ¿qué va a comer?”
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Hasta las respectivas parentelas, sin respetar ni a sus progenitores, iban
apareciendo poco a poco en las malignas cuartetas, cuando ya se caldeaba
mucho el ambiente.
Todo el personal del talle tomaba parte en el pugilato. Unos, aplaudiendo y
azuzando a Camorra; otros, a Petates. Hasta los viejos más serios seguían con
atención la pugna, e intervenían de vez en cuando, como jueces, criticando en voz
alta las groserías exageradas o calificando la calidad de tal o cual cuarteta.
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Azuzado por los demás, Betín aceptó, asegurando que no uno, sino tres
pesos de galleta se podía comer él de un solo tirón. Pero a la hora de formalizar
la apuesta, surgieron las condiciones de Petates: se las tenía que comer todas,
una tras otra, sin parar y sin beber agua ni líquido alguno y en un tiempo máximo
de veinte minutos; el que perdía la apuesta debía pagar también el colón de las
galletas. Betín aceptó sin objeción alguna. Don Pocho, que ya sonreía
socarronamente, fue escogido para juez y depositario de la apuesta. Al salir el
aprendiz para la panadería, Petates le gritó:
—Decile a don Gordiano que te escoja las más tostaditas y calienticas ... ¡y que
no se olvide del vendaje!
En la panadería daban seis galletas por cinco céntimos más el veinte por
ciento de vendaje cuando se compraba de un colón en adelante. Total, ciento
cuarenta y cuatro galletas, recién salidas del horno, le fueron puestas a Betín
sobre su mesa de trabajo. Todos abandonaron sus quehaceres y se agruparon
alrededor del héroe, discutiendo acaloradamente las posibilidades que éste tenía
de ganar o perder la apuesta.
Comenzó el tragón a devorar de tres en tres las galletas que, crujiendo
ruidosamente entre sus dientes, desaparecían después como por encanto y sin
tregua ni descanso alguno en sus insaciables tragaderas. Asombrados todos por
semejante principio, dieron va por segura la derrota de Petates. Y éste, asustado,
empezó a defenderse a gritos, diciendo:
—¡No sea chollao! ¡No deje caer tantas boronas! ...
Don Pocho, póngale un sombrero en el regazo, pa irlas rejuntando.
Pero muy luego pudo verse cómo Betín disminuía visiblemente su ritmo de
masticación y cómo cada vez tragaba con mayor dificultad. Volaba el tiempo,
faltábale todavía que consumir más de la mitad de su gargantuesca tarea, y los
partidarios del tragón redoblaron sus voces de aliento. Él no atendía ni miraba a
nadie siquiera; continuaba en su terco empeño con la cabeza muy agachada,
removiendo las quijadas y haciendo muecas horribles, en un tremendo esfuerzo
que lo obligó por fin, al no poder disimular ya su desesperación, a hurgarse la boca
con los dedos.
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El muy simple habíase dejado atrapar en una trampa: cada tostada galleta
demandaba grandes reservas de saliva, y lo que el pobre estaba masticando
luego era una pasta pegajosa, reseca, que se le metía por todos los rincones de
la boca y amenazaba asfixiarlo. No pudo más; enderezóse de pronto y con un
gesto de angustia se precipitó hacia la llave de la cañería, a beber agua
desesperadamente. Perdió la apuesta, y fue objeto de burlas y cuchufletas al por
mayor.
Petates apostó otro día un colón a que Betín no era capaz de comerse una
cajeta y un cigarrillo al mismo tiempo. Apostaba de mala fe y a sabiendas de
que el tragón, por el capricho de ganarle alguna vez, aceptaría tan estúpida
propuesta. En esa ocasión ganó Betín: comióse el cigarrillo con la cajeta, hasta
la última brizna de tabaco. Pero un rato después estaba bañado en sudor, lívido
y vomitando ruidosamente en la pila del taller. Guardó cama el resto del día; y al
día siguiente tuvo que tragarse un purgante, para pasar la mañana entera en
carreras al interior, carreras esas que saludaban siempre sus compañeros con
risas y silbidos, mientras el regocijado Petates repetía:
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Siempre que discutían sobre esas cuestiones hacíanlo ambos con gran
tesón, poniendo en juego todo lo que sabían, hasta llegar a dar grandes voces y
a torcer y retorcer argumentos, cuando ya se encontraban bastante acalorados.
Pero entonces intervenían los demás, en dos bandos contrarios, esgrimiendo
afirmaciones tan absurdas que muy pronto hacían degenerar la discusión en
pugilato general de pullas y bromas divertidas.
Casi todos, cual más, cual menos, tenían habilidad y soltura para
polemizar; y para enredar una cuestión cuando no la entendían muy bien. Pero
destacábanse tres o cuatro como verdaderos maestros en esa especialidad. Los
zapateros habían hecho un arte de la discusión, que ejercitaban con demasiada
frecuencia y sobre todos los temas habidos y por haber. Eran muchos los que
compraban el periódico todas las mañanas, camino del taller, para leerlo de cabo
a rabo, en voz alta muchas veces, antes de comenzar a trabajar. Y luego,
mientras mojaban los avíos para iniciar la labor, iniciaban también los
comentarios sobre esta o aquella noticia, o sobre tal o cual artículo leído; e
inmediatamente surgían las discusiones, con frecuencia muy interesantes.
Siempre discutían apasionadamente, ya se tratara de cuestiones artísticas o de
problemas científicos que ninguno podía digerir del todo; ya de política
internacional o de candentes problemas de carácter nacional. En ese sentido, el
taller resultaba una escuela para todos.
A pesar de que no faltaban zapateros de carácter turbulento y exaltado,
esas discusiones, así como las bromas groseras y las pullas malévolas, raramente
lograban exasperar a alguno al extremo de que llegara a utilizar los puños para
resolver la cuestión; y sólo una vez llegó a correr la sangre, en una riña a
puñaladas entre dos operarios jóvenes, pero por una cuestión de faldas.
Allí el zapatero aprendía a dominar su temperamento. El recién llegado, o
lograba pronto domar su mal carácter, si lo tenía, hasta poder contener sus
impulsos violentos, o abandonaba el taller. Cuando se quedaba, poco a poco
íbase acostumbrando a replicar con viveza, a defenderse argumentando, a usar
la cabeza para medirse con sus compañeros más despiertos; y a aceptar las
bromas con la risa en los labios, aunque por dentro le hirviera la sangre de rabia.
Porque los zapateros consideraban estúpido y derrotado al que pretendía
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contestar una pulla a puñetazos o terminar una discusión con ese mismo
argumento.
En el taller se mortificaban mutuamente, sin compasión alguna; pero ante
una verdadera desgracia formaban frente común. Si a cualquiera de ellos se, le
moría un pariente los demás aportaban lo que más podían para contribuir a
sufragar los gastos del entierro; y cuando alguno se enfermaba, los otros
apuntábanse cuotas semanales para ayudarle a curarse y a sostener la familia.
Hasta al mismo patrón —que para ellos no se llamaba don José Medina,
sino simplemente “el Cholo José”— habían logrado domar los zapateros.
Muy moreno, de cuerpo recio y pelo corto, ensortijado, en el que ya
comenzaban a apuntar las canas, este patrón, nacido en la capital de Nicaragua,
en donde aprendiera el oficio y trabajara como operario, había logrado en
Alajuela y al cabo de no pocos años amasar una modesta fortuna con su taller. Y
logró eso a pesar de las malditas faldas, que eran su más grande y costosa
debilidad. En la ciudad tenía hijos con tres o cuatro mujeres, a las que ayudaba
económicamente, sin contar la que ocupaba por ese entonces, en pasajera
calidad de ama y señora, las habitaciones interiores del viejo caserón. Los
zapateros conocíanle esa y algunas otras debilidades, se las ridiculizaban y
sabían sacar provecho de ellas. Eso hacían, por ejemplo, con su costumbre de
ostentar el dinero ante la clientela femenina.
El Cholo José acostumbraba adelantar a sus operarios, el día martes de
cada semana, algún dinero para los gastos menudos. Pero si el viernes, como
ocurría frecuentemente, a Camorra se le antojaba solicitar un adelanto de dos
colones, con el pretexto de comprar cáñamo u otro material cualquiera, el patrón,
furioso, negábaselos, replicando en tono definitivo y concluyente:
— ¿No sabés que hoy no es día’ e chuzo . . .? ¡Estoy limpio como el ojo de
un gallo y no tengo un cinco ni pal remedio de mi mujer!
Camorra regresaba a su asiento encogiéndose de hombros y guiñando un
ojo con socarronería. Y en cuanto lograba oír voces de mujer en la tienda,
aprovechaba la ocasión: llegaba al despacho en actitud respetuosa, saludaba a
las clientes y decía con mucha humildad:
—Patrón, por qué no me presta un cuatro que necesito, ¿tiene?
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El Cholo José echábale una mirada disimulada a las mujeres, sacaba luego
de la bolsa un grueso fajo de billetes, extraía con toda ostentación uno de diez
colones, y alargándoselo a su taimado operario decía:
—Tomá estos diez pesos . . . ¿No les he dicho que a mí no me anden
pidiendo cuatros?
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Gole se comprometió, y comenzó a trabajar con todo empeño. A las diez de
la mañana ya tenía el par de zapatillas en puntaduras, y mientras asentaba el
cuchillo púsose a comentar una partida de damas que él le había ganado al patrón
el lunes anterior, burlándose de ciertos gordos errores que aquél cometiera en esa
ocasión. El Cholo José, que lo escuchaba desde el despacho, no pudo contenerse
más y asomó de pronto en la puerta que daba al taller, diciendo a gritos:
— ¿Qué es lo que estás hablando vos? ¡No seas fachento! Ese día yo te estaba
dando agua, porque me dabas lástima ... ¡Vos no jugás nada! —Y reforzaba sus
afirmaciones con los puños en alto, agitando los brazos en movimientos airados.
Gole replicó en forma parecida; se agrió la discusión, y entonces intervino
Petates:
—A ver, ¿por qué no juegan de a peso el tablero, y se dejan de tanto grito y tanta
rajonada?
Gole alegó no tener dinero.
—Yo le presto, pero que no se me corra . . . ¡Aquí está el peso! —dijo el
patrón dirigiéndose a los demás, al mismo tiempo que sacaba apresuradamente
una moneda y se la arrojaba a Gole.
Un momento después los dos estaban encorvados sobre el tablero,
pendientes del movimiento de las fichas. Unos cuantos, que abandonaron el
trabajo para contemplar la partida, en voz baja comentaban y discutían el pro y
el contra de cada jugada hecha. La primera partida, que se prolongó mucho, fue
ganada por Gole. Se celebró su triunfo con aplausos, y con muchas burlas para
el perdidoso. El Cholo José, amoscado, exigió una partida más, para el desquite,
pero alejó a todos los mirones, diciendo:
— ¡Vayan a trabajar, majaderos! Ustedes le soplaron aquella jugada a este
carajo. Por eso me mató la corona y me ganó el tablero …
En la segunda partida hicieron tablas, y resolvieron jugar el desempate. Así
continuaron. Y cuando los operarios se fueron a almorzar, el Cholo José ordenó a
su mujer que sirviera el almuerzo allí, donde él estaba jugando, e invitó a Gole,
para que no se suspendiera el juego; y prosiguieron entonces haciendo jugadas
mientras comían a puñados y descuidadamente.
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Regresaron los operarios de sus casas, reanudaron sus labores, y ellos
continuaban empeñados en el juego. Gole llevaba la ventaja en partidas ganadas,
pero el patrón no quería darse por vencido. Se rascaba con rabia la cabeza e
injuriábase él mismo, entre dientes, cada vez que cometía un error. Y estaba
haciendo una jugada decisiva, cuando su mujer, que atendía el despacho en esos
momentos, gritó desde el zaguán:
—¡José! ¡Aquí te buscan, en la tienda!
Terminó de hacer la jugada y se levantó luego protestando por la
interrupción y haciendo advertencias a Gole:
—¡Cuidao me corrés esas fichas! ¡Vos sos muy sinvergüenza, pero yo sé
cómo las dejo! —Y fue a ver qué le querían.
Allá en la tienda oyéronse voces alteradas de mujer. Un momento después
el patrón regresó hasta la puerta del taller y desde allí comenzó a increpar a
Gole, furioso, a grandes voces:
—¿No te dije que ese par precisaba pa la una? ¡Mirá cómo lo tenés …! ¡Te
debía’e cortar el rabo por informal y vagabundo! —Y con acento desesperado
agregó, para todo el personal—: ¡Así es como ustedes le ayudan a uno, carajo!
¡Ya esa clienta se perdió!
Pero Gole sabía defenderse. Arrojó violentamente el tablero al patio y, a
grandes voces también, acusó al patrón de haberlo provocado a perder el
tiempo en tales vagabunderías; y alegó tener derecho a exigirle al Cholo José el
pago de lo que había dejado de ganar por estar jugando tablero.
Pronto pasó la tormenta. Gole volvió a sus zapatos. Y el patrón, calmado
ya, dedicóse a enhebrar pretextos para justificar su nueva derrota.
En esos períodos de estancamiento, el Indio llevábase su guitarra para el
taller. Gran amigo de Beteta y del patrón, este operario, que ya usaba anteojos
para coser, era un hombre de edad madura y cara fea, moreno, alto y estirado,
muy limpio y de cierta elegancia para vestir y para andar. Pensando siempre en
sacudirse de encima a su mujer, pequeñita como una hormiga, pero incómoda,
gruñona y agresiva, vivía atormentado por los ojos claros de una guapa y
simpática vecina. Tal vez por eso le gustaban tanto los pasillos melancólicos y los
tangos viejos y llorones. Y en esas tardes, cuando se sentía triste o aburrido,
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dejaba los zapatos a un lado, quitábase los anteojos, y descolgando su guitarra
se ponía a puntearla suavemente -con la izquierda, porque era zurdo—, por largo
rato, como burlándose de la impaciencia de los demás. Por fin dejaba oír su voz
profunda y agradable en un tango lleno de amarguras y lamentos:
— ¡Qué tango más lindo …! ¡Qué cosas tan ciertas dice ...!
Cuando el Indio colgaba de nuevo su guitarra, los demás, contagiados,
dedicábanse a cantar y a tararear hasta aburrirse. O a discutir sobre música,
compositores y cantantes. Cierta vez, interviniendo en una de esas discusiones,
Gole afirmó:
— ¡La pura verdá es que el tango es una música trasnochada y maricona!
Su rotunda afirmación provocó un encendido debate. Se formaron varios
bandos, unos, apasionados del tango, otros del vals o del pasillo. Don Pocho,
que en su juventud había tocado el clarinete en la banda militar de la ciudad,
tenía pasión por la música seria y odiaba los tangos; por eso terció en apoyo de
Gole:
Yo no niego que hay tangos que se pueden oír … “El Choclo” y “La
Comparsita”, por ejemplo. Pero son muy pocos. Porque los tangos hoy se han
corrompido; ni en su música m en su letra valen nada . . . ¡Lamentos de cornudo!
Y agregó con desprecio—: ¡El tango ha degenerao en canción pa chulos y
rameras!
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Los partidarios del tango arremetieron contra don Pocho, unos en serio,
otros en broma. Petates dejó de trabajar y se plantó en el centro del taller,
diciendo:
Qué quiere don Pocho, ¿ópera? Pues yo prefiero el tango; por lo menos
se entiende lo que dice y uno como que lo siente ... A mí me gusta cierta música
seria, aunque no la pueda entender tan bien como don Pocho. Pero en todo hay
de todo. ¿Qué gusto se le puede sacar a lo que dicen en l’ópera? ¡Si cantan en
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Había hecho su aparición en la ciudad el día anterior. Llegó con una maleta
bajo el brazo y sin un cinco en el bolsillo; se sentó a descansar en uno de los
asientos del parque, le echó una amorosa mirada a los altos y frondosos mangos,
y resolvió quedarse. Sí, le gustó Alajuela, aldeota tranquila y soñolienta, abierta
al sol y a los vientos del verano.
Venía de Nicaragua. Nacido en Rivas, allí había vivido por largos cuarenta
y dos años. A esa edad, quién sabe por qué razones, un día de tantos arrolló sus
pocos trapos y sus cuatro herramientas y echó a andar, camino de la frontera. Y
así, en ese verano caluroso, devorando a pie leguas y más leguas de caminos
polvorientos, vino a dar son sus huesos al taller del Cholo José.
Eso se supo después, por su compañero de mesa, Gole a quien el hombre
se lo contara. Con los demás, a pesar que pasaban los días, se mostraba
todavía reservado, aunque siempre sonriente y dispuesto a prestar cualquier
servicio que le solicitaran. Por esa actitud, y por su físico feo e imponente,
inspiraba respeto a los zapateros, lo que no impidió que lo tomaran por muchos
días en blanco indirecto de sus bromas y ocurrencias. En ocasiones, y cuando los
demás reían, el hombre, como si no entendiera que era de él que se burlaban, se
reía también, sin quitar los ojos de lo que estuviera y sin pronunciar palabra.
Hasta que una tarde, Petates, agresivo por los tragos que ingiriera antes de
llegar al taller, atrevióse a soltar una cuarteta mordaz:
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Esto sucedía al principio. Pero ya un mes después los chicos le sonreían, la
gente mayor habíase acostumbrado a su grotesca fealdad y a sus ropas
descuidadas, y el hombre se movía por toda la ciudad como Pedro por su casa.
Era un vecino más.
Día a día, después de almuerzo, antes de volver al taller pasaba por el
Mercado a comprar frutas, con las que riego invitaba a sus compañeros. Aunque
enemigo de hablar mucho, había dejado ya sus reservas y era amigo de todos
los operarios del taller, especialmente de Gole, por f' que manifestaba, a su
manera, particular predilección. Parecía muy satisfecho de vivir en la ciudad. En
una ocasión le dijo a Gole:
Me gusta la gente de aquí; no tiene orgullo y es buena. Sobre todo, las
mujeres…
No todas, amigo —aclaró Gole-: También hay muchas muy tontas, no crea.
Él pareció no escucharlo. Tenía los ojos perdidos en el pedazo de cielo que se
alcanzaba a ver desde el corredor, sonreía con placidez y sobábase suavemente
mientras continuaba murmurando, así, como si hablara con las nubes lejanas:
¡Qué tardes más lindas . . .! ¡Qué calorcito . . .! ¡Dan ganas de dormir! Y qué
vida más tranquila . . .
Frecuentemente caía en esos ensimismamientos; suspendía la labor y
quedábase por largo rato con la mirada perdida en el vacío, sobándose la oreja,
sonriendo, abstraído en quién sabe qué ensueños agradables. De pronto sacudía
la cabeza, miraba con disimulo a todos lados y volvía a trabajar furiosamente,
por horas y horas, sin descansar ni pronunciar palabra. Su costumbre de sobarse
el lóbulo de la oreja derecha debía ser muy vieja, porque se lo había deformado
ya y lucía en él un principio de callosidad.
Era un operario incansable y le rendía mucho el trabajo. Si era necesario,
trabajaba toda la noche también; el oficio, agotador y dañino, no parecía hacer
mella en su organismo de hierro. Cuando se suscitaban charlas o discusiones, él
ponía atención; pero pocas veces suspendía el trabajo para escuchar y más pocas
aún para hacer una ligera intervención.
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En el taller se reflejaban las periódicas luchas electorales de cierta manera.
El personal aprovechaba la oportunidad para criticar a todos los políticos y para
burlarse de ellos. A la mayor parte de los zapateros esa clase de problemas no
interesaba mucho y se conformaban con depositar el voto, cuando más. Pero el
patrón, que se había naturalizado en el país, sí parecía muy interesado en la
política. Como don Rosendo Soto —“Vinagre”, llamábanlo sus enemigos— se
calzaba en su taller, él creíase obligado a ser su partidario; porque don Rosendo,
eterno presidente municipal, aspiraba a una nueva reelección.
Cuando en el taller criticaban al presidente municipal o se burlaban de él, el
Cholo José intervenía, y se provocaba entonces una agria discusión. En el curso
de una de esas discusiones, Petates, con calculada intención, interrumpió
diciendo:
¡Ese Vinagre es un viejo sinvergüenza! Dicen que todo lo que tiene se lo ha
robao en la Municipalidá y que por eso es que no quiere soltar el güeso . . .
¿Cuándo se ira a cansar de estar pegao del Presupuesto?
El patrón enfurecióse y protestó con vehemencia, agitando los puños
mientras se acercaba a Petates:
¡Mentís, bocón! ¡Don Rosendo es un hombre honrao! ... Y el día que ese
hombre falte en Alajuela, ¡hasta vos vas a tener que sentirlo! —Y dirigiéndose a
todo el personal, agregó:
iSe acaban aquí hora mismo esta clase de jetonadas! ¡Hablo con todos …
Don Rosendo es amigo mío, ¡y yo exijo que en mi casa se respete a mis amigos!
¡Está bien, José! —exclamó Petates, para añadir luego, con fingido tono
conciliador—: ¿Por qué te enojás? Todo se arregla no volviendo a hablar de
política . . . Pero dejame que te diga que me extraña oírte decir que ese señor es
amigo tuyo. Te palmetea l’espalda aquí, en la tienda, pa ver si puede llevarse
los zapatos fiaos. Pero en la calle no te alza a ver . . . ¿Te acordás aquel lunes
que íbamos pa la Plaza’e Ganao? Como venía con unas viejas de San José, se
hizo el tonto, pa no contestar tu saludo . . . ¡No jodás!
Las últimas palabras de Petates y las carcajadas de los zapateros
desconcertaron al patrón. El Cholo José a- bandonó el taller moviendo
repetidamente la cabeza y forzando una sonrisa.
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—Tiene razón Petates —comentó Gole a media voz—. Y el Cholo José es
muy tonto si está creyendo que ese tal don Rosendo se va interesar ahora en
hacer algo por la ciudá... Ni él ni ninguno de los otros. ¿No eré usté así,
Cachamba?
El hombre, que durante toda la discusión había estado atendiendo su
trabajo, sin hacer el menor caso a lo que los otros estaban alegando, alzó la
cabeza para decir:
—No sé ... Yo no entiendo, ni me gustan esas cosas de política.
—Es cierto ... Usté es extranjero —dijo Gole.
—No, no es eso —aclaró él entonces—. Ni en mi tierra, ¿sabe? Es que,
¿pa qué complicarse la vida? La vida es buena, créamelo, pero hay que saberla
vivir. Hay que aceptar las cosas como son, como vienen…
Decíalo con honrada convicción, sonriendo bondadosamente y mientras se
sobaba; y resobaba el lóbulo de la oreja.
Y Gole entendió que el hombre hablaba con sinceridad, pues ya se había
dado cuenta de que esa era su actitud frente a la vida: procurar vivir sin muchas
preocupaciones, retrayéndose en sí mismo, y enfrentando las contrariedades
con tranquila resignación. Eso podía explicarse, tal vez, como resultado de su
fealdad, que, sin llegar a envenenarle el corazón ni a deformar sus sentimientos
más nobles, sí podía haberle creado cierto complejo de inferioridad.
Quizás por ese complejo Cachamba trataba a todo el mundo de “usted”. Y
quizás por esa misma razón era tan descuidado en su manera de vestir. Negábase
a usar sombrero, como para no ocultarle a nadie la deforme y calva fealdad de su
cabeza, andaba siempre con los pantalones flojos, la camisa manchada por el
jugo de todas las frutas que comía y con los zapatos rotos y sucios, y no se
preocupaba nunca del estado lamentable de su ropa, y cuando se veía obligado a
renovarla compraba la primera y más barata que encontraba, sin probársela antes
ni fijarse se en color ni en calidad.
Algo de eso parecía haber adivinado Gole, quien llegó a sentir por
Cachamba un gran afecto que mucho tenía de conmiseración.
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Un lunes, en pleno mes de marzo, Cachamba regresó al taller, después de
almuerzo, llevando una hermosa piña que comprara en el mercado. Afuera la
ciudad parecía dormir la siesta, silenciosa. El viento, que se oía ronronear de vez
en cuando entre los cercanos árboles del parque, al pasar dejaba en el tejado
hojas secas y polvo de la calle y llegaba hasta el taller en ligeros soplos de
frescura.
— ¡Qué día más lindo! En la calle no se siente el calor . . . —dijo al sentarse.
Sonreía, satisfecho. Peló la piña con mucha minuciosidad, invitó a Gole y a
dos o tres que ya estaban allí, y comióse el resto a grandes y ruidosos bocados,
dejando que el abundante y dulce jugo se le escurriera por la barbilla y chorrera los
ladrillos del piso. Terminó con un prolongado “¡Ah” de satisfacción y se enjugó la
boca con las faldas de su camisa. Después dijo:
—Se vive bien aquí. . . Me gusta esta vida. Es tranquila, ¿verdá?
—No sé. Tal vez pa usté —contestó Gole. Y luego añadió—: Ojalá que
siempre pueda decir lo mismo . . . Pero, ¿en el invierno? Entonces no hay trabajo
suficiente; se gana muy poco, y uno tiene que andar buscando el cuatro pa
comprar el pan de la mañana.
—Yo soy solo . . . —arguyó él.
Pero lo dijo como si eso le doliera, y se quedó largo rato pensativo. Más
tarde, cuando la mujer de Gole —una muchacha limpia y agradable— llegó con
el café de su marido, él, en cuanto ella se fue, le dijo a Gole:
—Linda mujer tiene usté; linda y buena ... Es usté muy dichoso.
—Sí —aceptó Gole—, pero me he complicao la vida, como dice usté. Antes
yo no tenía que pensar en nada, ¿sabe? ¿No vive usté más contento como está,
soltero y solo?
—Eso es distinto —afirmó él. Y agregó, melancólico—: Una mujer buena
alegra la vida . . .
Según lo poco que de su vida se sabía, Cachañaba, posiblemente por su
fealdad, había vivido huérfano de afectos. Tal vez por eso le tenía tanto cariño a
los chiquillos y miraba con tanta ternura a las mujeres, ante las cuales extremaba
su timidez, como si entendiera que eran algo lejano e inalcanzable para él. Tal
vez había suspirado siempre por un poco de calor hogareño, anhelo que luego
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se le exacerbara aún más, a la vista de las mujeres e hijos de sus compañeros y
oyendo constantemente a los muchachos hablar de sus novias o de sus fáciles
conquistas.
Poco a poco habíase ido interesando en los problemas familiares de sus
compañeros; y si alguno tenía dificultades serias en su hogar, él parecía sufrirlas
también. Llegó a conocer por sus nombres a las mujeres y a los hijos de todos los
operarios del taller; y cuando encontraba a esos chicos en la calle, obsequiábalos
con cuanto podía.
Una mañana se supo que Goliat, borracho, la noche anterior había apaleado
a su mujer. Petates y Camorra estuvieron fustigando al gigante con sus bromas
y cuartetas. Pero Cachamba, visiblemente indignado, hablando con Gole dijo:
— ¡Ese Goliat es un bruto! Merece una buena tunda. Nunca haga usté eso,
Gole . . . ¡Pobre mujer!
Y cuando en el taller se hablaba de mujeres, de las aventuras de éste o de
aquél con tal o cual muchacha, él, que antes nunca lo hiciera, ahora descuidaba
el trabajo para poner atención y hasta intervenía con tímidas preguntas, de vez en
cuando, para que ampliaran el relato. Después quedábase por largo rato
abstraído, moviendo los labios imperceptiblemente algunas veces, tal y como si
estuviera conversando y sonriendo con persona amiga; y en esos instantes,
mientras se sobaba la oreja, en sus ojos saltones se cuajaba un reflejo de intensa
ternura.
Camorra, maliciando ya, como algunos otros también, que en Cachamba se
había despertado un ardiente deseo de cariño, cuando lo sorprendía en esas
actitudes decía en voz baja, señalándolo con gestos de burla:
— ¡Miren a mi gorilita! ¡En este momento se imagina hecho un nudo con
Rosita Alfaro!
Y los demás reían regocijados. Rosita Alfaro, la hija del Comandante de
Plaza, era la muchacha más elegante y más guapa de la ciudad; y la más orgullosa
también.
Cayeron las primeras lluvias de mayo, alegres, fugaces, aplacando el polvo
de las calles e impregnando la ciudad de un tibio olor a tierra mojada. Luego,
aguaceros furiosos todas las tardes, truenos, relámpagos y secos estampidos de
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la rayería; y de vez en cuando, granizos. Después llegaron los meses más
bravos del invierno, con sus días tristes, sombríos, con sus noches frías, de
profunda negrura. Y el constante caer de la lluvia.
Con frecuencia, sobre todo después de almuerzo, los zapateros llegaban al
taller renegando, sacudiéndose el agua de los zapatos y de los pantalones; y los
que no tenían paraguas, hechos una sopa. Petates repetía constantemente:
—¿Se fija? No había por qué preocuparse: a pesar del invierno, hay
trabajo. -Y se acariciaba la oreja con plácida satisfacción.
Poco rato después cuando Camorra y Petates comenzaron a ridiculizar su
paraguas, Cachamba explicó con cierta amargura:
—Lo compré pa taparme. No es pa lucirlo . . . Yo no soy un muchacho.
Algunas noches, cuando terminaban sus labores y una fuerte lluvia obligaba
a los zapateros a permanecer en el taller, allí se improvisaban alegres veladas
con la guitarra del Indio o se jugaba a las damas; y allá de vez en cuando se hacía
correr los dados, casi siempre por insistencia del patrón y apostando poco
dinero.
El Cholo José presumía de buen tahúr. Un sábado en la noche,
aprovechando el aguacero, púsose a jugar con Camorra y con Monsón, el
alistador; Cotico, el remendón asmático, intervenía de cuando en cuando.
Cachañaba, que acababa de terminar su trabajo, los contemplaba sonriendo.
Sólo ellos quedaban en el taller. Apostaban pequeñas sumas de dinero y las
monedas iban y venían, pero pronto el patrón se impuso y recogió todo lo que los
otros teman en el bolsillo, que no era mucho. Como deseaba seguir jugando,
resolvió prestarles unos cuantos pesos; y les volvió a ganar. Entonces Cotico,
que estaba furioso con la buena suerte del patrón, se volvió hacia Cachamba y
dijo, entre violentos accesos de tos:
—Juegue usté, amigo, pa ver si acaso le saca esa plata a este
ladrón.
—Yo no sé jugar. Y no me gusta —replicó Cachamba.
El Cholo José, que no quería soltar el churuco, comenzó a provocarlo,
diciéndole:
23
—Juegue, Cachamba; ellos le van diciendo. Yo no lo voy a engañar. —Y
con doble intención agregó—: Dicen que el que es torcido en amores, es derecho
pa los daos . . .
Cachamba resolvió jugar unos pesos, por compromiso. Comenzó a hacer
tímidas posturas, y reía entre dientes cuando ganaba y también cuando perdía.
Pero la suerte se inclinó a su lado. El patrón sacó un fajo de billetes y apostó
todo lo que Cachamba tenía por delante. Él pareció asustarse y dijo:
—Ya eso es mucho, don José. ¿No cré? —Y se sobaba la oreja,
desconcertado.
Pero el patrón insistía, y los otros animaban a Cachamba, deseosos de ver
perder al Cholo José. Ganó Cachañaba. Y cuando ya tenía ganados ciento
cincuenta colones, y el patrón, exasperado, quiso que los jugaran en una sola
parada, él, inquieto y con cierta angustia en la voz, negóse a apostar,
tartamudeando:
No . . . don José. Yo no quiero...
Lo interrumpió Cotico,
entusiasmado:
¡Tírele, amigo, no sea tonto! ¡Esta noche usté le gana al Cholo ía
plata y el taller también!
¡No! —repitió Cachamba, con vehemencia. Y, a- congojado por lo
que había ocurrido, se dirigió al patrón diciendo—: No se vaya a disgustar, don
José ... pero, toda esa plata es suya. ¡Cójala, don José! Yo no la quiero . . .
¡Nunca! Me la ha ganao en buena ley, yo quería que me ganara — afirmó
entonces con jactancia el Cholo José. Después añadió en tono despectivo:
—Eso es una cochinada ... Yo, antenoche, en el club, me gané ochocientos
pesos. Cachamba creyó lo que el patrón decía y, como si le hubieran quitado un
gran peso de encima, echó a reír, alegremente sorprendido. Antes de recoger el
dinero diole las gracias al Cholo José y devolvió a los otros los pocos pesos que
perdieran, y luego dispuso invitarlos a tomar un trago. Diciendo y haciendo, cogió
el paraguas, fue a la cantina cercana y regresó con dos botellas de ron y abun
dante qué comer. Bebieron y comieron con largueza. Al calor de esos primeros
tragos se esfumo su timidez, y Cachamba, en un desborde de buen humor, reía y
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charlaba sin parar, como nunca lo hiciera antes. Dos tragos más y ya estaba
tarareando una canción, para demostrar entonces, con la guitarra del Indio, y
sorprendiendo a sus amigos, que podía pulsar con soltura ese instrumento. Al
colgarla de nuevo dijo, a manera de excusa:
—De muchacho tocaba bastante, pero hora tengo los dedos muy tiesos ...
¡Es que hace años que no cogía una guitarra en mis manos!
Después siguió tomando tragos y dando y recibiendo bromas. Cuando
estaban ya casi borrachos, Cachamba, extrañado aún y sin acabar de entender
todavía aquel inesperado suceso, exclamó:
¡Lo que son las cosas! ¡Nunca creí yo que pudiera tener suerte en algo!
¿Por qué…? Hay que tener fe en la vida —aconsejó Camorra, hipando.
Enternecido por el ron consideró necesario alentar a su compañero, y a esa tarea
se dedicó, diciendo.
—Hora tiene que tantiar con las mujeres, ¡oiga, Cachambita! ... Yo le voy a
buscar una . . . Mañana mismo coge esa platica y se compra unos pantaloncitos
de casimir, y una camisita ... y unos zapaticos . . . ¡Ah, me corto las orejas si no
van a andar así’e condenadas detrás de Cachambita! ¿No ve que yo las conozco?
. . . ¿No se ha fijao en el Indio?
Cachamba, mientras tanto, repetía regocijadamente:
—Se le subió el trago, se le subió el trago. ¡Qué vaina!
Ocho días después, el domingo, Cachamba llegó a la zapatería afeitado y
totalmente transformado de la cabeza a los pies: hermoso, aunque mal arreglado
fieltro de anchas alas, camisa blanca, pantalones grises, de casimir, muy bien
planchados, y zapatos nuevos también, amarillos y brillantes. Se quedó titubeando
en la puerta del taller, apoyado en el paraguas, confundido, sonriendo
tímidamente.
Sólo Gole se encontraba allí, terminando un trabajo urgente.
Agradablemente sorprendido por aquel inesperado cambio de su amigo, gritó
desde su mesa y simulando dirigirse a un desconocido personaje:
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—Buenos días, señor, ¿qué se le ofrece? ¿Busca al patrón?
Por detrás de Cachamba y viniendo del despacho asomó
en ese momento el Cholo José, diciéndole a entre risas de burlona satisfacción:
— ¡Mirá, aquí vienen mis pesos! ¿Qué te parece? Y señalaba las prendas
nuevas de su paisano.
Cachamba decidióse a entrar al fin y se sentó cerca de su amigo, un tanto
avergonzado. Había esta o e barbería. Hasta Gole llegaba el fuerte olor de un
perfume barato.
—Carambas, así parece un novio —afirmó Gole, complacido.
—Preste, hay que darle forma a este sombrero —dijo, y tomando el hermoso fieltro
en sus manos lo ahormó con sumo gusto y cuidado y se lo puso de nuevo a
Cachamba, ladeándoselo un poco.
Volvió a sentarse y muy satisfecho le echó una larga mirada a la cabeza de su
amigo, haciendo repe de aprobación. Después dijo:
—Se ve bien. ..
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“La ropa le hace muy bien
al monito y a la mona; ayer
era casi un mono,
hoy se parece a una persona”
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Hablaba con sinceridad, deseoso de evitarle dificultades a su amigo, y
haciendo amplios gestos con la mano en qué empuñaba la lezna. Después
agregó, ya en tono más reposado:
Y Camorra agregaba:
“Escondido y escondido
y escondido lo creyó
pero al fin se supo todo
¡y tatito que lo escondió!
Él, muy agachado, reía bajito, sin poder esconder su satisfacción. Pero
cuando Gole lo interrogó al respecto, bajando la voz y en forma cordial respondió:
—No crea . . . Son cosas d’ellos. Es una amiga. —Hizo una pausa y púsose serio
para agregar:
—Muy buena amiga, ¿sabe? ... Y tiene una chiquita que yo quiero mucho …
Al comenzar enero cesaron las lluvias, adelantándose el buen tiempo,
como si el cielo se hubiera cansado de tanto echar agua. Y llegó febrero de
verano espléndido. Los días eran claros y alegres; por las tardes el sol se
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escondía entre hermosos celajes. Sólo allá, sobre las azules y lejanas montañas
del Norte, hacia el Poás, de cuando en cuando la neblina se cuajaba en
algodonados e inmensos penachos inmóviles.
A todo se acostumbra la gente con el tiempo. Por eso, al correr de los días,
hasta el inesperado noviazgo de Cachamba dejó de llamar la atención y ya sólo
muy de vez en cuando y por casualidad provocaba en el taller un ligero
comentario. Para él, en cambio, y por ciertas curiosas alteraciones que desde los
primeros días produjéranse en su modo de ser, ese noviazgo parecía haber
llegado a significarlo todo y a ser el objeto único de sus constantes y más hondas
cavilaciones.
Cachamba por ese entonces volvió a caer en largos y muy frecuentes
ensimismamientos; a veces éstos eran tan sonrientes y su buen humor tan cordial
y en tal forma expresado, que parecían reflejar un vehemente deseo de poder
compartir con todos su inmensa dicha interior, otras veces sus ceñudas
cavilaciones y su hosco malhumor denunciaban a gritos una íntima tortura de
temores, dudas y contrariedades. Pero tanto en estas como en aquellas
circunstancias siempre mostrábase reservado, y más todavía en las raras
ocasiones en que algún zapatero, habilidosamente, pretendía hacerlo hablar de
su novia. Sólo con su compañero de mesa se franqueaba a veces. Gole, que de
verdad lo estimaba, un lunes habíale dicho, sin segunda intención ni malicia
alguna:
—Anoche fui con mi mujer al cine. Daban una película muy buena. ¿Por
qué usté no llevó a su novia?
Él, entre sorprendido y disgustado, le echó una larga y recelosa mirada a
su amigo, para contestar al fin, titubeando y con una extraña sonrisa en los
labios:
—Ella no quiso . . . Dice que no le gusta el cine, ni las retretas ... No le gusta
salir… —Y en el tono en que lo dijo y en su sonrisa amarga dejó traslucir su
hondo resentimiento por esa actitud de la mujer.
Poco después Cachamba faltó un lunes al taller. Al día siguiente le contó a
Gole cómo él y su novia habían ido de paseo al cercano Brasil, y cómo se
entretuvieran por la orilla del río y almorzaran a la sombra de un árbol inmenso.
31
Parecía muy contento y complacido. Y el siguiente lunes, muy temprano,
aprovechó la primera oportunidad para decir a Gole. con cierta orgullosa
satisfacción:
—Anoche fui al cine con Consuelo. —Y agregó después, como si creyera
necesario destacar la circunstancia—: Ella me pidió que la llevara.
Desde entonces Cachamba había cambiado de actitud. Esfumáronse sus
hoscos ensimismamientos; y con mucha frecuencia hablaba de Consuelo. Era
feliz y no pretendía ocultarlo. Y su nuevo modo de ser y de conversar daban la
sensación de que Cachamba por primera vez en su vida se enteraba de que era
un hombre igual a todos los demás.
El matrimonio de Cachamba fue muy sencillo. Se efectuó en la
Gobernación, un día cualquiera del mes de mayo; Gole y don Pencho Ramírez
sirvieron de testigos. Vivían en una casita humilde pero limpia, que alquilara
Cachamba en el barrio de El Arroyo. Tenía hogar.
Cuando Consuelo —bajita, delgada, muy blanca y con unos grandes ojos
tristes y cansados— llegaba al taller con su pequeña hija a dejarle café, él
trataba a las dos con inmensa ternura. Y siempre despedíase de su mujer con
mismo ruego:
—No venga mañana, m’hijita. No se moleste. Está largo, y ya le he dicho
que a mí no me hace falta el café.
Con el verano, la situación de los zapateros de los otros talleres de la ciudad
había cambiado muy poco. La mala situación general, que día a día e
insensiblemente se iba agudizando en todo el país, reflejábase también en esos
talleres, burlando las esperanzas que los operarios pusieran en la temporada de
verano. En muy poco aumentaba el trabajo, y los patrones se empeñaban en
mantener los bajos salarios que establecieran aprovechando el invierno anterior.
Por eso crecía el malestar entre los zapateros, que constituían el gremio
más numeroso e inquieto de la ciudad. A pesar del primer fracaso, los más
resueltos habían continuado trabajando en el ánimo de sus compañeros; al fin
lograron formar un núcleo inicial y, con la ayuda de los zapateros de la capital
—que ya estaban organizados y habían planteado sus primeras demandas—,
alquilaron un modesto local en donde celebraban reuniones todas las semanas.
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Pero aún eran una minoría.
En el taller de Cholo José se comentaban con frecuencia esas reuniones y
se discutían las posibilidades de defensa y de mejoramiento que un sindicato
podría significar para los zapateros. Y allí las opiniones estaban muy divididas.
Sólo Monsón, Gole y Petates pertenecían al pequeño grupo organizado, asistían
a las asambleas y contribuían semanalmente para el pago del local; y también el
manso Goliat que, según se sabía, iba a dormir a las reuniones. Pero Goliat no
discutía con nadie en el taller, ni parecía interesarse mucho en el asunto; sólo
cuando estaba borracho acordábase de lo poco que alcanzara a oír en las
reuniones y entonces le daba por amenazar al dueño de la cantina con todos los
horrores de la Revolución Social, tal y como él había llegado a imaginarla.
Don Pocho, a quien en los últimos tiempos le diera por visitar de vez en
cuando el templo evangélico recién fundado en la ciudad, y por leer la Biblia, se
mostraba reacio a la organización, no tenía fe en esas cosas. Cada día se
afirmaba más en sus nuevas convicciones religiosas; no les hacía propaganda
abierta por temor a las pullas de los zapateros —que en su mayoría miraban con
indiferencia los asuntos religiosos, cuando no los comentaban
despectivamente—, pero en forma disimulada trataba siempre de insinuarlas.
—Esas organizaciones que sólo le hablan al estómago, no podrán nunca
resolver el verdadero problema del Hombre —decía don Pocho, con evangélica
convicción y refiriéndose a los sindicatos— ¿Qué buscan? . . . ¿Vida mejor?
¿Felicidá? ¡Esos son problemas del Espíritu! Debemos buscar los caminos del
Espíritu, un poco más de luz interior . . . Esto —y se estiraba las flácidas carnes
del brazo—, esto pronto será polvo y nada más ... ¿O es que creen que somos
bestias y que todo consiste en tener pasto abundante para rellenarse la barriga?
Cotico, el vejete malhumorado, sí atacaba abiertamente a los que estaban
organizando el sindicato. Pero por otras razones:
— ¡A mí no me vuelven a agarrar de baboso! —había declarado cierto día,
muy exaltado y tosiendo con frecuencia—. Eso no es nuevo, ¿quién dice? ¿Ya
no hubo, hace bastante tiempo, por cierto, una tal Confederación en San
José? Y ¿en qué paró? Yo vivía entonces en la capital y de tonto me metí en la
danza. Después llegaron cuatro vivos de la política y le dieron vuelta a la cosa
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con el tal Partido Reformista, que era del pueblo, según nos decían ... Y fuimos a
la campaña; y nos dieron palo; y nos metieron a la cárcel. ¿Todo, pa qué? Pa
que esos vivos, con tal de llegar ellos al Congreso y a los ministerios, nos
vendieran como chanchos al viejo don Ricardo. ¡Y se acabó la tal Confederación
y se acabó el tal partido del pueblo! . . . Hora vienen otros, pa querer hacer la
misma cosa. ¡Que no jodan!
Pero Beteta era el peor enemigo que el sindicato tenía en el taller. Era
josefino, vestía muy bien, fumaba sólo cigarrillos Chesterfield, presumía de tener
mucha cultura y, por todo eso, considerábase superior a sus compañeros de
oficio. Se jactaba de tener en la ciudad relaciones con mucha gente “distinguida.”
Beteta se burlaba mordazmente de los obreros organizados y hacía
insinuaciones malévolas, desconcertantes. Una vez, en el curso de una agria
discusión con Gole, había dicho con venenosa ironía:
— ¡Muy bien, Gole, usté tiene razón! ¡Si yo también quisiera tener mi hachita que
afilar . . .! Yo ingreso, pero si me nombran Secretario General. Se recogen muchas
pesetas, ¿verdá?
La mayoría del personal aceptaba como buenas esas distintas opiniones
adversas a la organización. Nunca habían existido sindicatos en Alajuela y, con
excepción de la pequeña minoría de zapateros que ya intentaba organizarse,
muy pocos obreros de la ciudad lograban explicarse qué eran en realidad esas
organizaciones y para qué podían servir. La reciente formación de sindicatos en
la capital apenas comenzaba a agitar la curiosidad del obrerismo alajuelense.
Monsón, el alistador, que era josefino también, como Beteta, y que algunas
veces recibía folletos y manifiestos que le enviaban de la capital, sí era un
ardiente partidario de la organización. Hablaba de cosas que los demás no
entendían muy bien: de proletariado y burguesía; de lucha de clases; de un
futuro mejor para la humanidad, forjado por la lucha de los obreros. Y lo hacía
con gran entusiasmo, con mucho calor, provocando siempre encendidas
discusiones en el taller. En esas ocasiones, Gole intervenía para apoyarlo y
Petates también, riduculizando con sus chistes a los adversarios de Monsón.
Cachamba, cuando Gole se exaltaba discutiendo sobre esos temas, trataba
de calmarlo diciéndole:
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—No se haga mala sangre discutiendo de esas cosas. No vale la pena ... Y
no pierda tiempo en reuniones, Gole. Deje eso pa otros. —Y agregaba con
énfasis:
— ¡Nosotros tenemos obligaciones!
Él vivía siempre atento a su trabajo y muy preocupado en atender su hogar.
A Gole le hablaba con unción de todas sus pequeñas cuestiones familiares. De
la ropa que había estrenado la niña; del abrigo que le comprara a su mujer; de lo
bien que ésta cocinaba, y de lo caro que estaba todo. Su mayor placer consistía
en salir los domingos y los lunes, por la tarde, a pasear por los alrededores de la
ciudad con su mujer y la niña, siempre muy limpios y muy bien arreglados los tres.
Cuando hablaba de todas esas pequeñas cosas, Cachamba suspendía el trabajo,
como para poder saborearlas mejor; y entonces la expresión de su cara parecía
más humana y tranquila, su sonrisa más amplia, y su voz se tornaba más cálida.
Un día, como a la una de la tarde, el Cholo José asomóse a la puerta que daba al
taller y desde allí gritó:
¡Vení acá, Indio! ¡Tenemos que hablar!
Por la forma en que lo dijo, todos sospecharon que se había suscitado un serio
disgusto entre los dos. Al poco rato regresó el Indio a su asiento, y detrás de él
apareció el patrón, que pasó refunfuñando hacia las habitaciones del fondo. Salió
trajeado con su ropa de gala, el paraguas bajo el brazo y de sombrero, prenda
que sólo usaba para ir a la capital. Atravesaba el taller cuando su mujer lo llamó
desde allá, y él apenas se detuvo un poco para decirle con voz airada:
¡No me hagás perder el tiempo, carajo! ¡Salí a atender la tienda! —Y se
alejó a grandes trancos, haciendo chirriar con violencia sus zapatos nuevos
en el piso del zaguán.
El Indio comentó con Beteta, en voz baja, lo que le dijera el patrón; algo
alcanzó a oír Petates, que trabajaba cerca de ellos, y un momento después todo
el personal estaba enterado de la novedad. El patrón acababa de recibir una
carta pidiéndole que suspendiera los envíos quincenales de calzado a San José;
parecía que la casa comercial que los había estado recibiendo, alegaba no poder
colocar ya esos zapatos en Limón ni en Guanacaste. El patrón iba para la capital
a discutir el asunto, a buscar la forma de impedir la cancelación del contrato.
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Los zapateros pusiéronse a hacer conjeturas y comentarios sombríos.
Escaseaba el trabajo; estaban apenas en los primeros días de setiembre;
faltaban aún los meses más crudos del invierno. Por eso hablaban en tono
formal, haciendo cálculos pesimistas sobre el futuro inmediato. Sólo Petates tuvo
la burlona ocurrencia de hacer chistes exagerando las posibles congojas
venideras.
Comenzó a llover. Se hacía tarde. Pero nadie abandonaba el local,
esperando la llegada del Cholo José. Este regresó casi a las siete de la noche;
entró sacudiéndose el agua que traía en los zapatos, y desde la puerta del taller
anunció, fingiendo despreocupación y forzando una sonrisa:
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Y entonces perdió el optimismo y agriósele el carácter. Con frecuencia llegaba al
taller malhumorado y pasaba largas horas sin cambiar palabra con nadie; se
quedaba pensativo, sombrío, estirándose con rabia la oreja; y a veces Gole lo
oía rezongar:
¡Ya no se puede vivir . . .!
Una tarde de viento y de lluvia, Cachamba regresó al taller totalmente
empapado, y furioso. Con airados gestos y gruñendo entre dientes sacudióse el
agua, se quitó la ropa, retorció la camisa y la tendió a secar en el cordón de luz
eléctrica.
¿Qué fue? ¿Se le olvidó el paraguas? —inquirió Gole.
¡No! —replicó él, colérico—. Fue que el viento me lo volvió al revés,
y yo’e cólera lo acabé de desgraciar contra el poste de la esquina . . . Sólo eso
faltaba, ¡carajo! ... Y lo pior es que hora llego, y el Cholo José, riéndose de verme
todo mojao, me recibe diciendo: “¿Pa qué se mojó? De todas maneras, todavía no
está listo el corte de ese par que lleva entre manos, y usté va a tener que
atrasarse tamaño rato . . . ” ¡Me dieron ganas de darle un manazo! —Y añadió
luego con desesperación:
—Y la vaina es que, con esta situación, yo no voy a poder comprar otro
paraguas quién sabe hasta cuándo . . .
¡Maldita sea!
Por primera vez oían en el taller a Cachamba lanzar amenazas y
expresiones groseras. Por eso Gole lo miró sorprendido. Posiblemente las
dificultades económicas lo tenían exasperado, a pesar de que a él no le faltaba
coraje para hacerles frente. Ya una vez había dicho a Gole:
—Consuelo quiere volver a trabajar, p’ayudarme. Pero yo le dije que no.
Mientras yo tenga vida y salú, todo se puede arreglar.
En el mes de diciembre, como la clientela de “La Luz” era escogida,
aumentó en el taller un poco el trabajo, pero no tanto como en otros años. Los
zapateros ape nas ganaban para ir haciendo abonos a sus deudas más urgentes.
Y tuvieron que contraer otras, para hacerle frente a los gastos de la Navidad.
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Cachamba pudo conseguir un préstamo con don Pencho Ramírez
—el comerciante de su barrio que le sirviera de testigo en el matrimonio—,
para comprarle algunos regalos a la niña y alguna ropa a su mujer, que estaba
embarazada. Porque ahora Cachamba parecía más enamorado que nunca de su
esposa. A pesar de sus congojas, siempre hablaba de ella y del hijo futuro con
una gran ternura; sin embargo, refiriéndose a ese hijo una vez comentó:
—Será mi mayor alegría. Pero, ¡qué desgracia que venga cuando estamos
en esta situación!
Y esa Navidad fue pobre y triste para todos los operarios del taller, y más aún
para los otros obreros de la ciudad.
Los zapateros de la capital, ya bien organizados, aprovecharon la
oportunidad para declarar una huelga quince días antes del 25 de diciembre,
exigiendo aumento de salarios. Se produjeron choques con los rompehuelgas y
con la policía que les daba protección. Pero rápidamente los patrones cedieron,
para no perder las ventas de Navidad y Año Nuevo. Triunfaron los zapateros
josefinos; y otros gremios de la capital, estimulados por el ejemplo, comenzaban
a agitarse también. Pero en Alajuela, a pesar de que el grupo organizado de
zapateros habíase reforzado en las últimas semanas con el ingreso de nuevos
afiliados, todavía no contaba con fuerza suficiente para intentar algo parecido.
El Cholo José, tal como lo anunciara, inmediatamente después del Año
Nuevo rebajó los salarios y despidió cinco operarios, entre ellos al viejo don
Pocho y a Camorra, el cuartetero. Para don Pocho eso fue un rudo golpe. El
patrón le dio la noticia de la mejor manera posible, disculpándose y prometiendo
volverle a dar trabajo cuando la situación mejorara. Y había terminado
diciéndole:
—Bueno, don Pocho, será un pequeño descanso. No se aflija. Y no me debe
nada: le perdono la cuenta. Usté me ha ayudao mucho . . .
El pobre viejo palideció intensamente y por largo rato no pudo pronunciar
palabra. En el silencio que guardaban todos, se le oyó por fin murmurar con
desesperación y dolor:
¡Después de tantos años de trabajar con él . . . ! ¡Hora quién me va a dar
trabajo, con esta situación y tan viejo como estoy!
39
Luego púsose a recoger sus herramientas, muy despacio, sin alzar a ver a
nadie ni responder a los que se acercaban a consolarlo y a golpearle la espalda
afectuosamente. Cuando se fue, despidiéndose de todos con un simple gesto,
como si no pudiera hablar, en el taller se hizo un largo silencio.
Camorra se despidió entre bromas y carcajadas y con su última cuarteta:
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¡Bravo, Monsón! —exclamaba Beteta, cuando oía al otro exponiendo sus
ideas—. ¡Estás hecho todo un Lenin! ¿No te han nombrao todavía Secretario
General? Te advierto que con esta situación no van a ser muchos los pesos que
se puedan recoger . . .
Cachamba era sordo a todas esas discusiones. Hacía varios días que se
mostraba muy preocupado y sombrío. Su mujer, a pesar del embarazo, ahora
elaboraba puros en la casa, para su antiguo patrón. La pequeña estaba en
cama, gravemente enferma, y él no había podido llevarle el doctor todavía, por
falta de dinero. Hablando de eso con Gole, éste le dijo, aprovechando la ocasión:
—Yo soy solo, con mi mujer. Y ya dejé la casa que alquilaba y nos fuimos pa
onde mi suegro. Sin embargo, entiendo su situación. Es la de muchos en estos
momen- tos. Por eso es que debemos luchar. Lástima que usté no haya oído a
los compañeros de San José. ¿Quiere que vayamos una noche de estas a una
reunión?
¡No, esas son babosadas! —contestó él, en forma desabrida—. Si yo no
puedo arreglar mis asuntos, ¿me los van a poder arreglar los demás? Ya verá
usté cómo yo no dejo que se nos muera esa muchacha así. . . De alguna manera
saco la plata pal doctor. . . Robaré, mataré, haré cualquier cosa. . . ¡palabra!
Lanzó esas amenazas con voz ronca y acento salvaje, agitando sus puños
con rabia.
Corría el mes de marzo del año treinta y tres.
Habíase desatado ya, en toda su agudez, la más terrible crisis económica
que en su historia hubiera conocido Costa Rica. De las grandes haciendas de
café y de las plantaciones de caña se despedía a los trabajadores en masa.
También a los obreros, en las ciudades. El Gobierno, por falta de recursos, había
paralizado todos los trabajos de Obras Públicas, reduciendo además los sueldos
de los empleados públicos más humildes y más necesitados. El salario del
obrero y el jornal del campesino descendían constantemente.
Todos los días aumentaban en proporciones escandalosas los precios de
las mercancías y especialmente el de los artículos de consumo diario.
Escaseaban el dulce, el arroz, la manteca. Los comerciantes especulaban sin
freno ni medida. Hambre y miseria por todos los rincones del país.
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En San José habían ocurrido ya varios desórdenes callejeros. Los
panaderos acababan de librar una prolongada y violenta huelga, que dejó un
saldo de dos muertos un patrón y un rompehuelga—, muchos huelguistas
heridos y dos dirigentes del sindicato presos. Los obreros de la capital
manifestábanse cada día más exasperados y agresivos. Y, cuando el
Presidente de la República anunció en un mensaje al país que, para hacerle
frente a los gastos públicos, pronto enviaría al congreso un proyecto de ley que
contemplaba el aumento de los aforos de aduana y el de algunos otros
impuestos generales, el descontento de esos obreros creció aún más.
Inmediatamente hicieron circular hojas sueltas y candentes manifiestos
explicando que esos impuestos sólo el pueblo los pagaba; denunciando el
proyecto presidencial como una maniobra de los adinerados para echar todo el
peso de la crisis sobre las espaldas del pueblo; pidiendo la imposición de una
contribución forzosa a todos los ricos, para iniciar obras y aliviar así el problema
de la desocupación. Y exigiendo el castigo de los comerciantes especuladores y
la inmediata importación de arroz, azúcar y manteca para romper el bloqueo de
los acaparadores.
42
El Cholo José, cuando los oía discutiendo de esas cosas, refunfuñaba y
lanzaba veladas amenazas de despido. Las relaciones entre los operarios y el
patrón habíanse enfriado y cada día parecían agriarse más. Una vez,
conversando con un cliente, pero de manera que lo pudieran oír algunos
operarios suyos, el Cholo José había dicho refiriéndose a esos amagos de
huelga:
¡Qué sigan jodiendo! ... A mí no me importa cerrar el taller mañana
mismo; yo no vivo de esto. Y entonces, ¡que le vayan a pedir qué comer a
esos gritones de San José que los vienen a atojar todas las noches!
Los zapateros comentaron en voz baja, burlándose, esa amenaza del patrón.
— ¿No necesita del taller el cholito? -preguntó entonces Petates, con
soma. Y agregó en el mismo tono—: ¡Vamos a ver con qué va a mantener a las
queridas que tiene cuando le llevemos metido un mes de güelga siquiera!
Visiblemente molesto, Beteta intervino:
— ¿Pa qué hablar de babosadas que están en los cuernos de la luna?
¿Con qué van a sostener la huelga si no tienen un cinco en la Caja del tal
sindicato? Nadie les va a dar de hartar y ...
43
A pesar de sus afirmaciones, parecía estar intrigado ya por el problema y
deseoso de una clara y detallada explicación. Gole aprovechó la oportunidad
para repetirle todos los argumentos que sobre el asunto había escuchado en las
reuniones, y terminó diciéndole:
—Un ejemplo muy simple, Cachañaba: esa libra’e tachuelas que usté acaba
de comprar en la ferretería del viejo Molina. La importa el Almacén González, de
San José; viene de los Estados Unidos, y pa entrar al país paga un impuesto en
la Aduana de Limón. Pongamos que mañana el Gobierno dispone que la libra de
tachuela debe pagar una peseta más por ese impuesto de entrada. Los González,
pa sacar cada libra de la Aduana, pagan esa peseta más, que el Gobierno recoge
y cuenta como aumento de sus rentas. Entonces, ¿quién paga esa peseta? El
Almacén González: el importador. Pero luego, cuando el viejo Molina va a traer su
tachuela a San José, los González, aumentando el precio de venta, le sacan la
peseta a él. ¿Quién paga ahora la peseta que recogió el Gobierno? El viejo Molina:
el comerciante. Pero después va usté a comprar su libra de tachuela a la
Ferretería Molina y se encuentra con que ya el precio aumentó en una peseta. ¡Y
esto si el viejo Molina, que es tan sinvergüenza, no se aprovecha pa meterle el
medio peso más! ¿Quién paga ahora la peseta? Usté, que representa al pueblo.
Y ¿usté a quién se la saca? A nadie: porque el patrón, en vez de aumentarle el
salario, más bien está pensando en hacerle un nuevo rebajo . .. Total, que usté
resultó pagando la peseta que se embolsó el Gobierno por el aumento del
impuesto sobre la libra de tachuela, más las ganancias del vendedor, del
importador y del fabricante ... Y así en todo, Cachamba: en las herramientas, en
el sombrero, en la vara de manta, y en el pan que compra todos los días, porque
la harina también es importada; en las medicinas que le recetan pa curar a la
chiquita; en lo que está comprando pal hijo que va a nacer ... Y todavía más: si
al pulpero le suban la patente, él recarga ese aumento en las mercaderías que le
vende a usté. Y si la Municipalidad levanta el impuesto sobre los servicios
urbanos, el propietario recarga ese aumento al alquiler de la casa que paga usté.
Día a día usté va pagando en centavos todos los impuestos establecidos en el
país. Usté y yo y todos los que vivimos de nuestro trabajo personal . . . Los ricos
nos obligan a pagar por ellos, y pa que ayudemos a sostener un gobierno que
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está al servicio de ellos . . . ¿Me entiende?
Cachamba, que había alzado la cabeza cuando Gole aludiera a la niña
enferma y al hijo por venir, hizo al final un ligero gesto de asentimiento y quedó
pensativo, sonriendo de vez en cuando y moviendo repetidamente la cabeza. Al
rato exclamó, muy bajito:
— ¡No había pensao en eso . . .!
Y al día siguiente, muy temprano, informóle a Gole: —Anoche estuve
hablando con Consuelo de lo que usté me explicó ayer. Le repetí todo, cosa por
cosa ... Y Consuelo dijo que usté tenía razón . . . —Titubeó un poco para
añadir—: ¿Sabe? Esta noche quiero ir a la reunión, pa ver qué es la cosa.
Cachamba ingresó al Sindicato de Zapateros y puso su carnet al día. Y desde
entonces todas las noches religiosamente visitaba el local obrero y asistía a todas
las reuniones de su gremio y a las de los otros gremios también. En las grandes
ocasiones, cuando intervenían delegados de la capital, su calva y deforme cabeza
siempre se miraba allí en primera fila, sobresaliendo entre todas las demás,
inmóvil y brillando a la luz de las cercanas lámparas; y cuando entusiasmada por
la palabra encendida de esos oradores la concurrencia prorrumpía en aplausos,
él hacía grandes gestos de asentimiento, mostraba sus dientes torcidos en una
sonrisa de satisfacción, y en voz baja decía:
¡Muy bien! ... ¡Esa es la pura verdá!
En el taller, Cachamba oía con mucha atención la lectura de los periódicos
y las discusiones que luego se entablaban; y cuando Beteta hacía algún
comentario venenoso y burlón, él miraba con ansiedad a Gole y a Monsón, como
pidiéndoles una réplica tajante y contundente. A pesar de sus angustias
económicas, había recobrado su paz interior. Y parecía tener una fe ciega,
fanática, en el futuro. Una vez díjole a Gole, con profunda convicción:
—Se arreglarán las cosas. Se vivirá mejor. ¡Estoy seguro! ... Yo tal vez no
lo vea, pero, ¡ahí viene mi muchacho!
Como escaseaba tanto el trabajo, de nuevo caía con frecuencia en largas y
profundas cavilaciones; pero siempre despertaba de ellas con una alegre sonrisa
de triunfo en los labios. Y en una de esas ocasiones Gole le había oído musitar:
— ¡Qué lindo sería poder vivir entonces …!
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Una mañana los periódicos, a grandes titulares, trajeron al taller la noticia
de que el anunciado proyecto del señor Presidente, para levantar los atoros de
aduana y l0s otros impuestos generales, acababa de ser enviado al Congreso
para su aprobación. Los zapateros entablaron una larga discusión sobre cuál
podría ser e! mejor camino para lograr que el Congreso rechazara el proyecto.
Cachamba furioso, repetía a cada momento:
— ¡Nos quieren acabar de matar de hambre! ¡Tenemos que defendernos!
En la noche se efectuó una gran reunión en el local, con la asistencia de
varios delegados obreros de San José. Según informaron éstos en sus
discursos, se estaba organizando en la capital una gran manifestación popular,
para el día miércoles de esa misma semana, a las tres de la tarde, con el fin de ir
en masa al Congreso a exigir de los diputados la no aprobación del proyecto
presidencial. E invitaron a los trabajadores de Alajuela a sumarse a esa
manifestación.
Allí mismo comenzóse a levantar una lista de los que estaban dispuestos a
concurrir y se nombró un comité encargado de contratar camiones para el traslado
de los manifestantes. El entusiasmo era inmenso.
Al día siguiente, martes, los periódicos informaban que el Gobierno, al negar
el permiso para la manifestación que se estaba preparando, había declarado
terminantemente que, de insistirse en ella, estaba dispuesto a impedirla por medio
de la policía. Los periódicos, por su parte, acusaban a los obreros de estar
provocando desórdenes “incitados por agitadores extranjeros”; le pedían cordura
al pueblo y recordaban el saldo de muertos y heridos que dejara la huelga de
panaderos.
En el taller esas informaciones causaron gran revuelo. Beteta aprovechó la
ocasión para desanimar a los zapateros comprometidos a asistir. Cachamba
estaba furioso; Gole, desconcertado. Sólo Monsón insistía en asegurar que la
manifestación siempre se realizaría.
Efectivamente, en horas de la tarde llegó al taller un manifiesto que
enviaban de la capital. Habría manifestación. Los obreros desafiaban la
prohibición del Gobierno.
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Cachamba, sentado allá en su banco de trabajo, escuchaba embelesado la
lectura del manifiesto y cuando Monsón terminó de leerlo, él comentó
alegremente, frotándose las manos:
— ¡Será una cosa hermosa . . . ! ¡NPo importa que nos apalén!
Ese miércoles, Cachamba llegó al taller un poco antes de la una de la tarde,
sin sombrero, pero luciendo su pantalón negro y su mejor camisa, y portando la
roja bandera de su Sindicato, bandera que arrolló en el asta y envolvió en
periódicos antes de dejarla arrimada a la pared; había jurado encabezar con ella
la manifestación. Al llegar, recibió muy malas noticias del taller: como los
periódicos de esa mañana informaban que el Gobierno ya tenía concentradas en
la capital grandes fuerzas de policía para someter a los trabajadores que se
atrevieran a desafiar su prohibición, varios compañeros suyos, atemorizados, a
última hora resolvieron no ir a San José; sólo Monsón y el otro alistador apodado
Calambres, con Gole, Petates, Goliat y Betín mantenían como él la firme
determinación de hacerle honor al compromiso adquirido con los obreros de la
capital.
Por eso Cachamba, mientras esperaban a Betín que andaba recogiendo
informes, paseábase a lo largo del corredor pensativo y un poco nervioso. De
repente apareció Betín, jadeando, e informó que ya frente al Local estaban dos
camiones llenos de gente y listos para partir. Entonces Cachamba cogió la
bandera y, como para disimular su emoción, despidióse de todos con un sonoro
y festivo:
— ¡Hasta mañana, muchachos! ¡Ya verán cómo les va a pesar no haber
ido a esta fiesta tan linda!
Cuando ya el pequeño grupo llegaba a la puerta, celebrando con risas los burlones
comentarios que Petates iba haciendo de los que se quedaban, Beteta gritó,
mofándose y fingiendo la voz:
¿Pa ónde van? ¡Pa laaa caapitaaal!! ... ¿De ónde vienen? De . . .la
. . .ca . . .pi . . .tal . . .
Petates se volvió para decir desde allá, de la puerta, con mucho garbo y
mucha decisión:
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“Nos vamos pa la capital
nos vamos contentos, cantando;
no sé si podamos volver
pero no volveremos llorando.”
A las siete de la noche la radio trasmitió un resumen con los resultados del
choque. El zafarrancho había durado escasos veinte minutos, pero dejando un
gran saldo de sangre. Bajas de la policía: un sargento muerto; diez policías
hospitalizados, con heridas y contusiones graves, y casi todos los demás que
intervinieron, con golpes y lesiones leves; el Jefe de la Policía también resultó
herido de un tremendo ladrillazo en la cabeza. Bajas de los obreros: tres
muertos, medio centenar de hospitalizados, algunos de ellos muy graves, y más
de doscientos detenidos, en la Penitenciaría. Además, se sospechaba que
muchos obreros mal heridos habían logrado escapar y estaban ocultos en los
barrios bajos de la capital.
El Gobierno lamentaba los sangrientos sucesos del día, hacía responsables
a los dirigentes obreros de todo lo ocurrido y anunciaba para ellos un castigo
ejemplar. La radio informaba, también, que en esos momentos la policía
buscaba afanosamente a ciertos agitadores extranjeros que, según se decía,
estaban dedicados a provocar en el país disturbios como los que acababan de
ocurrir.
Otro día, jueves, muy temprano, los zapateros del taller devoraban
ansiosamente las noticias de la prensa. Grandes titulares encabezaban la
detallada información sobre el sangriento choque, ilustrada con numerosas
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gráficas que mostraban aspectos diversos del encuentro, con una vista
panorámica de la concentración obrera, tomada poco antes de producirse el
zafarrancho, y con fotografías de los muertos, en la morgue, y de los heridos
hospitalizados en el San Juan de Dios. En la larga lista de obreros que
guardaban prisión en la Penitenciaría, los zapateros encontraron el nombre de
Betín y el de Calambres también.
Estaba Beteta leyendo en voz alta las terminantes declaraciones del
Presidente de la República, cuando el Indio, que se había enfrascado en la
lectura de su propio ejemplar, lo interrumpió de pronto con una ruidosa
exclamación de asombro; después dijo, dirigiéndose a todos:
— ¡Oigan esta parte de las declaraciones del Jefe de la Policía . .. ! —Y muy
emocionado comenzó a leer:
“Las bajas más serias y más numerosas las sufrió la policía conteniendo a un
agresivo grupo, como de doscientos manifestantes, que se desbordó por la calle
del Pacifico, arrolló el piquete que bloqueaba esa bocacalle, y, atacando con
piedras y palos a la policía que le salió al encuentro, se abrió paso y logró
avanzar dos cuadras hacia el centro de la ciudad, resuelto a llegar hasta el
Congreso. A ese grupo lo encabezaba y jefeaba un calvo peligroso y atrevido,
un verdadero energúmeno que derribó y golpeó bárbaramente a varios policías
con el asta de la bandera que portaba, y que logró con sus gritos arrastrar a la
pelea a todos los demás. Estamos buscando ese salvaje, porque
desgraciadamente se nos escapó cuando por fin pudimos dominar la situación y
restablecer el orden . . . ”
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El Cholo José, cuando ya caminaba hacia la tienda, comentó:
—Seguro que Petates no ha venido al taller de mie- do’e que lo agarren y lo
metan a la cárcel. ¡Apuesto!
¡A mí no me importa que me metan! —afirmó Goliat con vehemencia—.
¿Otras veces no he estao allí, nada más que por borracho y escandaloso?
¡Hora sí voy con mucho gusto! ... Lo que no quería era que me agarraran ayer y
me apaliaran por media calle, como vi que hacían con otros muchos . . .
En la mañana del viernes el Indio entró al taller agitando el periódico y
diciendo a grandes voces, con alegría:
¡No se los dije yo? ¿Ya vieron el periódico? ¡Aquí está Cachamba!
La fotografía mostraba a Cachamba tendido boca arriba en una cama del
hospital, con la cabeza muy envuelta en gasas y vendajes; lo que se podía ver
de su cara aparecía deformado por la inflamación. Pero los zapateros lo
reconocieron sin mucha dificultad.
Según la información, ese herido no había podido ser localizado la noche
del miércoles, ni por los reporteros que llegaron al hospital a tomar las
fotografías, ni por las autoridades que interrogaban a los heridos, porque en eso
momentos estaban haciendo una urgente transfusión de sangre y una larga y
delicada operación; y ni las autoridades ni los reporteros se dieron cuenta de
eso. Estaba muy golpeado, y herido de tres balazos; uno en la pierna izquierda,
de poco cuidado; otro en el pecho, casi mortal, pues por pocos milímetros no le
había interesado el corazón; y el de la cabeza, bastante serio también. La
operación se realizó con éxito; y el herido, que tenía mucha vitalidad, como lo
demostrara en la lucha contra la policía, estaba reponiéndose rápidamente. Ya
lo habían interrogado e identificado.
Ese era el terrible calvo jefe de grupo que se abrió paso por la calle del
Pacífico, golpeando e hiriendo a tantos policías. Dijo llamarse Juan Ruiz, y era
extranjero por añadidura. Posiblemente se trataba de un peligroso agitador
profesional, que ingresara al país con dinero de muy dudosa procedencia y con
el objeto de provocar desórdenes. Eso decía el periódico.
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Pero el periódico traía además otra información que llenó de alegría a todos
los zapateros. En la tarde del día anterior, a pesar de lo ocurrido el miércoles y
cunado el Gobierno menos lo podía esperar, centenares de obreros llenaron
sorpresivamente las barras del Congreso, desplegando allí largas mantas que
las mujeres llevaban escondidas, y en las que, con grandes letras, pedían a los
diputados el rechazo del proyecto presidencial, protestaban contra el atropello
de la policía y demandaban la libertad de los obreros presos. Algunos diputados,
respondiendo a esas demandas, en el curso de la sesión parlamentaria
criticaron acremente al Gobierno por la violencia con que procedió a resolver la
manifestación obrera. Y la mayoría de los diputados habíase pronunciado
abiertamente contra el proyecto de ley del Ejecutivo, que pretendía aumentar los
aforos aduanales, anunciando su rechazo por la Cámara.
El periódico —muy adicto al Gobierno—, en comentario aparte acusaba a
los diputados de insinceros. Insidiaba que, tomando en cuenta que el período
presidencial estaba ya por expirar, y aprovechando la presencia de los obreros
en las barras, ciertos diputados habíanse dedicado a hacer demagogia, con el
fin de asegurar votos entre él obrerismo para la reelección.
En horas de la tarde llegó Petates al taller. Entro muy risueño, haciendo
piruetas y diciendo alegremente:
— ¡Ganamos la partida! ¿Oyeron lo que están diciendo los radias? Horita estaban
informando que el Presidente, por lo que anunciaron los diputados ayer, pa
evitarse una derrota en el Congreso resolvió retirar hoy mismo su proyecto. Ya no
se discute más. ¿Qué tal? —Y agregó, muy contento:
—Dicen también que el Presidente, como muchos diputaos lo criticaron por
no haber dejao hacer la manifestación, piensa mandar al Congreso un proyecto
de ley pa legalizar de una vez las actividades de los sindicatos... Y dicen, los
radios que es posible que mañana mismo comiencen a salir los presos, y que
seguro no habrán represalias contra los que estuvimos en el bochinche... ¡Esas
son noticias, babosos!
—Oí, Petates, ¿sabés algo’e Monsón? —preguntó el Indio— Es que nos
quedamos sin alistadores: Calambres está en la Peni, y Monsón no aparece por
ninguna parte. ¿Le pasaría algo?
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—Sí. Le pegaron un tiro en la canilla —afirmó Petates. Y agregó, sin dejar
de reír—. Pero no es cosa’e mucho cüidao. Yo tuve que ayudarle a salir de la
bronca y lo llevé hasta la casa’e la tía; allí se escondió y se está curando. ¡De puro
milagro no nos agarró la policía!
Se quitó la camisa y enseñó a todos las hinchadas huellas de los cintarazos
que tenía en la espalda, al mismo tiempo que ponderaba la actuación de los
obreros alajuelenses durante el choque con la policía:
—Los pocos que fuimos de aquí nos portamos como machitos, ¡carajo! ¡Es
que los manudos siempre han sido muy cuadraos! —Y haciéndole disimuladas
muecas de burla a Beteta, púsose a cantar:
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A Cachamba se le llenaron los ojos de agua. Movía la cabeza
insistentemente, sin poder articular palabra. Haciendo un gran esfuerzo y casi
sollozando logro gruñir al fin:
—Buena, gente... Muy buena gente la de su tierra… Muy buenos muchachos,
todos...
Se hacía tarde. Gole se levantó para despedirse, y Cachamba sacudióle la
mano con afecto, diciendo:
—Si me hace el favor me le dice a los compañeros que voy hacer un
esfuerzo por salir de aquí lo más pronto posible, pa ir a darles las gracias... y pa
ver a mi muchacho...
—No, mejor se queda hasta que se cure bien —le aconsejó Gole—. De todos
modos, yo creo que la semana entrante vamos a la güelga. Ya todo está listo
¿Sabe quién está llegando al Salón? ¡El viejo don Pocho! Dice que quiere
metemos el hombro; que a él, aunque viejo y sin trabajo, no le importa que lo
lleven a la cárcel si con eso nos ayuda a levantar los salarios ¿Ha visto usté?
¡Mandó al diablo aquellos famosos caminos del Espíritu de que tanto
hablaba antes, porque al fin se convenció de que nadie puede ponerse a
buscarlos cuando tiene la panza vacía!— Y Gole reía suavemente,
conteniéndose para no molestar con su risa a los otros enfermos.
Cachamba rio bajito también.
—Buen viejo, buen viejo ese don Pocho ... —gruñó a media voz, y levantó el tono
luego y afirmó con énfasis—: Gran noticia es esa de la güelga, ¿sabe?
¡Lástima que yo no esté bueno todavía pa poder ayudarles un poco!
¿Así es que usté está de acuerdo con ir a la güelga? —inquirió Gole,
complacido.
¡Por supuesto, amigo! ¡Tenemos que luchar!, —replicó él entusiasmado y
blandiendo con fiereza el puño.
Ya iba muy lejos su amigo, y Cachamba, sentado en el catre, continuaba
sumido en un largo silencio, pensativo, sobándose la oreja, para sonreír al fin y
musitar apenas:
- ¡Sí, hay que luchar . . .! ¡Tenemos hijos . . .!
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Alajuela, marzo 3 de 1950.
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