Sartre El Hombre y Las Cosas Ponge
Sartre El Hombre y Las Cosas Ponge
Sartre El Hombre y Las Cosas Ponge
II
Los poemas de Ponge se presentan como construcciones bise
ladas cada una de cuyas facetas es un párrafo. A través de cada
faceta se ve el objeto entero. Pero cada vez desde otro punto de
vista. La unidad orgánica es, por lo tanto, el párrafo: se basta
a sí mismo. Es raro que un pasaje se extienda de un párrafo
a otro. Están separados por cierta densidad de vacío. No se
pasa de una faceta a la otra, sino que, más bien, hay que imprimir
a la construcción entera un movimiento de rotación que pone una
faceta nueva bajo nuestra mirada. Ni Ponge ni el lector aprove
chan el impulso adquirido; cada vez se comienza de nuevo. En
consecuencia, la estructura interior del poema es manifiestamen
te la yuxtaposición. No es posible, sin embargo, que la memoria
se abstenga de conservar los párrafos anteriores y de organizarlos
con los que leo al presente. Es que, además, a través de ese
mosaico se desarrolla una misma idea. Con frecuencia, como Le
mimosa, el poema toma el aspecto de una serie de aproximacio
nes y cada aproximación es un párrafo. Le mimosa ofrece el
aspecto de un tema seguido de variaciones: todos los motivos —o
casi todos— son indicados de antemano; y cada párrafo se pre
senta como una combinación nueva de esos motivos, con la intro
ducción de muy pocos elementos nuevos. Cada una de esas varia
ciones es rechazada luego como imperfecta, superada, sepultada
por una nueva combinación que vuelve a partir del cero. Sin
embargo, se queda allí, aunque sólo sea como la imagen de lo
que ya ha sido hecho y no hay que hacer. Y el “poema” final
refundirá todos esos ensayos en una “redacción definitiva”. Por
lo tanto, cada párrafo está presente, a pesar de todo, en el párrafo
siguiente. Pero no a la manera de esa “multiplicidad de interpre
tación” de que habla Bergson, ni tampoco como las notas espar
cidas de una melodía, que se oyen todavía en la nota siguiente
y la coloran y le dan su sentido: el párrafo pasado acosa al
párrafo presente y trata de fundirse con él. Pero no puede hacerlo:
el otro lo rechaza con toda su densidad.
Como la unidad orgánica es el párrafo, cada frase asume den
tro de esa totalidad una función diferenciada. A este respecto ya
no podemos hablar de yuxtaposición: hay movimiento, paso, as
censión, descenso, deslizamiento, vectación, comienzo y fin. Leo
las primeras líneas de Bords de mer: la frase inicial es una afir
mación incondicional. La segunda, que comienza con un “pero”,
la corrige. La tercera, con un “por eso”, saca la conclusión de
las dos primeras. Y la cuarta, que comienza con “porque”, apor
ta al conjunto una última justificación. Hay, por lo tanto, movi
miento, una división del trabajo muy desarrollada, la imagen mis
ma de la vida; ya no nos las tenemos que ver, según parece, con
un polipero, sino con un organismo evolucionado. Sin embargo,
siento una especie de incomodidad bastante compleja. Esta vida
tan bulliciosa, tan atareada, tiene algo sospechoso. Abro los Pen
samientos de Pascal al azar y leo:
“Que el hombre contemple, pues, la naturaleza entera, en su
elevada y plena majestuosidad, que aleje su vida de los objetos
viles que lo rodean. Que mire esa luz brillante, colocada como
una lámpara eterna para iluminar el universo, que la tierra le
parezca como un punto en comparación con el vasto circuito que
ese astro describe y que le asombre que ese vasto circuito mismo
no sea sino un punto muy tenue con respecto al que abarcan los
astros que ruedan por el firmamento. Pero si nuestra vista se
detiene en eso, que la imaginación pase de largo; se cansará de
concebir antes que la naturaleza de producir. Todo este mundo
visible no es más que un rasgo imperceptible en el amplio seno
de la naturaleza. Ninguna idea se le aproxima. Es inútil que
inflemos nuestras concepciones, etc., etc... ”.
Veis cómo en Pascal el punto representa un suspiro, no
una pausa. Ha sido puesto entre las dos primeras frases teniendo
en cuenta la respiración y los atractivos de la vida más bien que
el sentido, puesto que tanto en la primera como en la segunda
encontramos “que” separados los unos de los otros por simples co
mas. De ello resulta un movimiento que se prolonga de una frase
a otra y una unidad profunda bajo esos cortes superficiales; y la
segunda aprovecha tan ampliamente el impulso dado por la prime
ra que ni siquiera se toma la molestia de nombrar su sujeto: el
mismo “hombre” las habita a una y otra. Tras este fuerte ataque,
la tercera frase puede recobrar el aliento y variar ligeramente el
modo de presentación del mismo pronombre; el comienzo fué tan
violento que juega ganando, la mente la organiza, a pesar de ella
misma, con las dos precedentes. Ahora se trata de pasar a la exhor
tación y la comprobación. Pero ved la preocupacción : es dentro de
la tercera frase, después de la frágil barrera de un punto y coma,
donde se realiza ese paso. De modo que esta frase central es el
eje del párrafo: en .ella viene a morir el primer movimiento; en
ella se inicia esa conmoción de ondas tranquilas y concéntricas que
nos van a llevar hasta el fin. He aquí una unidad verdadera y
melódica. Melódica hasta el punto de que hace rechinar un po
co los dientes.
Por contraste podemos comprender mejor la estructura de
los párrafos de Ponge: sin duda sus frases se forman con sig
nos, inician pasajes, tratan de tener puentes. Pero cada una de
ellas es tan densa, tan definitiva, su cohesión interna es tal que,
como sucedía hace un momento con sus párrafos, hay entre ellas
agujeros, vacío. Toda la vida del poema está entre dos puntos;
y los puntos adquieren aquí su valor máximo: el de un pequeño
aniquilamiento del mundo, que recobra la forma algunos mo
mentos después. De ahí el sabor desconcertante del objeto: las
frases están constrídas en función las unas de las otras. Con gra
pas y ojales; son ganchudas y pueden engancharse, pero una
distancia inapreciable hace que las grapas vuelvan a caer sin ha
ber asido nada. La unidad del párrafo se ofrece, pero es senián-
EL h o m b r e y L a s c o s a s
tica, demasiado poco material, demasiado inteligible para que se
la saboree. Es una unidad fantasma, presente en todas partes y
que no se toca en ninguna. Y los “porque”, los ‘“pero”, los “sin
embargo” adquieren en ella un aspecto antiguo y un poco solem
ne, pues han sido hechos para encadenar, para manejar tran
siciones, y he aquí que de pronto se los eleva a la dignidad de
primeros comienzos. Son los primeros en sorprenderse de ello
(diría yo si quisiera hacer un “A la manera de” Ponge).
Es cierto que este aspecto del Partí pris des choses puede
encontrar muchas explicaciones. Ponge mismo nos ha prevenido
que trabaja interrumpidamente. Tiene un empleo que le absor
be diez horas al día. Escribe de noche y durante poco tiempo.
Cada noche tiene que volver a empezar, sin impulso, sin tram
polín. Cada noche tiene que volver a ponerse en presencia de
la cosa, y del papel. Cada noche tiene que descubrir una nueva
faceta, escribir un nuevo párrafo. Pero él mismo nos pone en
guardia contra esta explicación demasiado material. “Por lo de
más, aunque tuviera tiempo, me parece que ya no me agradaría
trabajar mucho y a intervalos sobre el mismo tema. Lo que me
importa es tomar cada noche un nuevo objeto y obtener de él al
mismo tiempo un goce y una lección.” Hay en ello como una pre
ferencia por lo discontinuo que corresponde a una elección ori
ginal. Habría que demostrar — lo que no sería tan difícil pero
nos llevaría demasiado lejos — por qué los “aficionados a las
almas”, como Barrés, están del lado de la continuidad y por qué
los “aficionados a las cosas” prefieren lo discreto, como Renard
y como Ponge. Lo que importa en este caso es definir el efecto—
obtenido o no conscientemente — de esas discontinuidades. Cons
tituye quizás el encanto más inmediato y más difícilmente ex
plicable de las obras de Ponge. Me parece que sus frases se ha
llan entre ellas como esos sólidos que se ven en los cuadros de
Braque y Juan Gris, entre los cuales el ojo debe establecer cien
unidades diferentes, mil relaciones y correspondencias, para com
poner finalmente con ellos un solo cuadro, pero que están ro
deados por líneas tan gruesas y oscuras, tan profundamente cen
tradas sobre sí mismas que el ojo es enviado constantemente de
lo continuo a lo discontinuo, tratando de realizar la fusión de
diferentes manchas del mismo color violeta y apoyándose a ca
da momento en la impenetrabilidad de la mandolina y del cán
taro. Pero en Ponge ese paradero tiene, a mi parecer, un senti-
do muy particular: constituye el poema mismo en su forma
intuitiva como una síntesis perpetuamente evanescente de la uni
dad viviente y de la dispersión inorgánica. No olvidemos que el
poema es aquí cosa y que, en su calidad de cosa, reclama cierto
tipo de existencia que la ordenación de las frases y los párra
fos debe conferirle. Ahora bien, me parece que este tipo de exis
tencia podría definirse como el de una estatua hechizada; tene
mos que habérnoslas con mármoles frecuentados por la vida. E-
sos párrafos visitados continuamente por el recuerdo de otros
párrafos que no pueden organizarse con ellos, esas frases que
en su soledad inorgánica zumban de llamamientos a otras frases
con las que no pueden unirse, ¿no son como un esfuerzo abor
tado de la piedra hacia la existencia organizada? Encontramos
aquí una imagen intuitiva, dada por el estilo y la escritura, de
la manera como Ponge quiere hacernos contemplar las “cosas”.
Tendremos que volver a ello.
Las frases de Ponge, así suspendidas en el vacío mediante
una descomposición sutil de sus enlaces, son enormemente afir
mativas. Eso responde ante todo al gusto mismo del autor: desea
dejar tras sí “proverbios”. Proverbios, es decir, esas frases car
gadas de sentido, ya petrificadas y cuyo poder de afirmación es
tal que toda una sociedad las hace suyas. Así se comprende esa
severa economía de palabras que quiere realizar en todas partes
—que el conjuntivo “y”, por ejemplo, quede prácticamente su
primido en sus obras, o que no figure en ellas sino como un
exordio ceremonioso—, que a veces las subordinadas, almido
nadas por esa afirmación omnipresente, se mantengan en el
aire por sí solas, sin principal, entre dos puntos, con aires de
considerandos de una sentencia judicial:
“Pero como cada oruga tuvo la cabeza cegada y ennegre
cida, y el torso adelgazado por la verdadera explosión que cha
muscó las alas simétricas.
”Desde entonces la mariposa errática ya no se posa sino
al azar de su curso, o del mismo modo.”
Pero el acto afirmativo, con su pompa, tiene como función,
sobre todo, imitar el surgimiento categórico de la cosa. No olvi
demos que Ponge no se propone describir la undulación de las
apariencias, sino la substancia interna del objeto, en el punto
preciso en que se determina por sí misma. Por lo tanto, su frase
reproduce ese movimiento generador. Es ante todo genética y
E l h o m b r e y l a s c o s a s
sintética. El problema de Ponge coincide a este respecto con el
de Renard: ¿cómo se puede hacer que una misma frase contenga
el mayor número de ideas? Pero en tanto que Renard perseguía
el ideal imposible del silencio, Ponge tiende a reproducir la cosa
de un solo golpe. Es necesario que las palabras cristalicen a
medida que el ojo las recorre y que la frase, al final, haya re
producido un surgimiento. Pero como este surgimiento posee la
obstinación de la cosa y no el flexible devenir de la vida, como
es más bien que un nacimiento una especie de aparición coagu
lada, es necesario que el movimiento generador, en vez de pro
pagarse blandamente de frase en frase como una onda, vaya a
chocar rudamente y a estrellarse contra el tope del punto. De ahí
esa estructura frecuente de la frase: al comienzo el mundo líquido
y rápido de las aposiciones y luego, de pronto, la detención, la
principal, breve, concentrada: la cosa “se ha formado” y cir
cunscrito de pronto. He aquí la mariposa:
“Minúsculo velero de los aires maltratado por el viento en
pétalo redundante, vagabundea en el jardín.”
La frase de Ponge, en sí misma, es un mundo minuciosa
mente articulado en el que el lugar de cada palabra está calcu
lado, en el que las recusaciones, las inversiones tienen como
función presentar los hechos en su orden verdadero, pero figuran
también como un recuerdo lejano del simbolismo y de los inven
tos sintáxicos de Mallarmé. A veces, en este mundo en fusión
hay solidificaciones bruscas, coágulos —la mayor parte del tiem
po adverbios— y por otra parte miembros de frase enteros que
emergen como gruesos volúmenes pastosos y manifiestan una
especie de independencia: es que Ponge se hace el deber de des
cribir al correr de la pluma, dentro mismo de su frase, los ele
mentos que compone la “cosa” estudiada y su génesis. En conse
cuencia hay cosas en la cosa y génesis de la génesis. He aquí la
lluvia :
“Con arreglo a la superficie entera de un tejadito de cinc
que esta mirada domina, ella fluye en lámina muy delgada, muaré
a causa de corrientes muy variadas por las imperceptibles ondu~
laciones y abolladuras de la cubierta. Del canalón contiguo por
el que fluye con la contención de un arroyo hueco, sin gran
pendiente, cae de pronto en un hilo completamente vertical, bas*
tante groseramente trenzado hasta el suelo, donde se rompe y
rebota en agujetas brillantes” 7.
Quedan las palabras, cuya “densidad semántica” debe ex
presar la riqueza de las cosas. En verdad, eso es lo menos patente.
Sin duda comprueba en Ponge una ligereza feliz con respecto al
lenguaje, cierta manera de no ponerse los guantes con él, de
hacer retruécanos, de inventar si es necesario palabras como
“vanaglorioso” e “floribondos”, pero es más bien en él como
una sonrisa de liberación.
“Ex mártir del lenguaje” : se me permitirá que ya no lo
tome todos los días en serio.
Sin duda también, se detiene más que cualquier otro en las
correspondencias de las palabras con las cosas que designan:
“Lo que hace tan difícil mi trabajo (es) que el nombre de la
mimosa es ya perfecto. Conociendo el arbusto y el nombre de
la mimosa, se hace difícil encontrar para definir la cosa algo
mejor que ese nombre mismo . . . ”
Pero lo que cuenta sobre todo es una ternura sensual por
los nombres, una manera de apretarlos para que den todo su
sentido. Tal ese “vagabundea en el jardín”, que no llamará la
atención sino si se le agrega la idea de andorreo a lo largo de
espacios vagos, inclusa en la palabra “vagabundo”, con lo que
hay, al contrario, de circunscrito, de cuidadosamente pulido y
perfecto en la palabra “jardín”. En este sentido, hay que leer a
Ponge con atención, palabra por palabra; hay que releerlo. Hay
mucha profundidad en la elección de sus palabras y es ella la
que mide el ritmo en cascada de la lectura que es necesario hacer.
Pero es raro que sean elegidas con esa impropiedad concertada
que él premeditaba. Y si es necesario señalar en primer lugar
que su deseo de producir poemas-cosas se ha realizado casi por
completo, conviene también reconocer que ha fracasado en su
intento de dar “mediante un amasamiento, un primordial irres
peto por las palabras, la impresión de un nuevo idioma que pro
ducirá el efecto de sorpresa y de novedad de los objetos de
sensación mismos”.
Es hora de pasar al examen del contenido. Pero no sin
7 Subrayo los miembros de frases que se aislan. Se advertirá c1
mimetismo de la frase que termina realmente en "se rompe” y rebota
débilmente como la lluvia.
haber tomado nota de que esas frases tan densas y que se harían
fácilmente solemnes, son aligeradas y como vaciadas por una
especie de picardía bonachona que se desliza por todas partes.
Para terminar, Ponge mismo enseña la oreja y habla de él. No,
según creo, bajo el aspecto del personaje que representa corrien
temente y que me imagino más adusto, sino bajo el de una espe
cie de entomólogo irónico, charlatán e ingenuo que recuerda
una encantadora caricatura de Fabre. Es que concibe sus poemas
en la dicha, en lo mejor de sí mismo. Sin duda son, como hemos
visto, actos revolucionarios. Pero en el acto mismo encuentra
su liberación y su placer:
“Se debería poder dar a todos los poemas este título: Razo
nes de vivir feliz. Para mí, al menos, los que escribo son cada
uno de ellos como la nota que trato de aprehender cuando de
una meditación o de una contemplación salta en mi cuerpo el
cohete de algunas palabras que lo refrescan y le deciden a vivir
algunos días más.”
Como hemos visto, Ponge no observa, no describe. No busca
ni fija las cualidades del objeto. Es que, además, la cosa no se
le aparece, lo mismo que a Kant, como un polo X, soporte de
cualidades sensibles. Las cosas tienen sentidos. Hay que subor
dinarlo todo a la aprehensión y la fijación de esos sentidos, de
esas “razones en estado crudo o vivo, cuando acaban» de ser
descubiertas en medio de las circunstancias únicas que las ro
dean en el mismo segundo”. Razones, sentidos, maneras de com
portarse, vienen a ser lo mismo. Todavía hace falta una ilumi
nación privilegiada para descubrirlas. Por eso es por lo que la
toma de vista varía según el objeto. La mimosa es aprehendida
de frente, en el momento en que sus bolas amarillas, sus “vana
gloriosos polluelos” “pían de perlas”, en tanto que sus palmas
dan ya señales de desaliento. Pero al langostino, al contrario,
vamos a tratar de atraparlo en el momento en que una “diafa
nidad tan útil como sus saltos . .. quita por fin a su presencia
misma inmóvil bajo las miradas toda continuidad”. Los libros
enseñan que la mariposa nace de la oruga. Sin embargo, no es
en el momento de su metamorfosis cuando la iremos a buscar,
sino más bien en el jardín, cuando de pronto, en bandadas,
parece nacer de la tierra: es su verdadera génesis. El guijarro,
al contrario, exige que se lo comprenda partiendo de la roca y
del mar que lo engendran: llegaremos a él tras un largo preám
bulo sobre la piedra.
Cuidadosos de dejar a cada cosa su dimensión real, no la
que adquiere ante nuestros ojos y que depende de nuestras me
didas, veremos al marisco en la playa como un objeto “desme
surado”, como un “enorme monumento”. Y nos parecerá enton
ces que contemplamos algún cuadro de Dalí o una ostra gigante
capaz de devorar a tres hombres a la vez, posada sobre la mono
tonía infinita de la arena blanca.
En apariencia, por lo tanto, poseemos una docilidad eiem-
plar y solamente tratamos de sorprender la dialéctica del objeto
para someternos a ella. Y trataremos, frente a cada realidad, de
“deiar que se introduzca mediante su movimiento propio en el
canal de las circunlocuciones, que alcance mediante la palabra
el punto dialéctico donde la sitúan su forma y su medio, su con
dición muda y el ejercicio de su profesión legítima” 8.
¿Es así, no obstantes, como procede Ponge? ¿La impresión
que nos deían sus poemas corresponde a la exposición de su
método? ¿No ha lleerado a las cosas con ideas preconcebidas?
Hay que considerar la cuestión más de cerca.
Compruebo ante todo que buena parte del misterio encan
tador que rodea a las producciones de Ponge se debe a que se
mencionan a todo lo largo de ellas las relaciones del hombre
con la cosa, pero despojándolas de toda significación humana.
Veamos la ostra:
“Es un mundo obstinadamente cerrado. Sin embargo, se
puede abrirla: es necesario entonces tenerla en el hueco del
paño de cocina, servirse de un cuchillo mellado y poco afilado,
volver a hacerlo muchas veces. Los dedos curiosos se cortan, las
uñas se rompen. Es un trabajo grosero.”
He aquí un universo poblado por hombres y, no obstante, sin
los hombres. ¿Qué es más ostra: la ostra misma o ese “se” ex
traño y obstinado que parece salido de una novela de Kafka y
que la martiriza con un cuchillo mellado, sin que podamos adi
vinar las razones de ese encarnizamiento, pues no se nos ha dicho
que la ostra es comestible? Y he aquí que ese “se’ mismo, medio
divinidad y medio borrasca, desaparece y deja lugar a esos dedos
curiosos que se parecen un poco a los de las manos golpeadoras
8 Parti pris des choses, pág. 69.
h l h o m b r e y l a s c o s a s
en los frescos cíe Fra Angélico. Mundo extraño en el que el
hombre está presente mediante sus empresas, pero ausente como
espíritu y como proyecto. Mundo cerrado en el que no se puede
entrar ni salir, pero que reclama precisamente un testigo hu
mano: el que escribe el Parti pris dos choses, el que lo lee. La
inhumanidad de las cosas me remite a mí mismo; así la con
ciencia, al extirparse del objeto, se descubre en la dialéctica
hegeliana. Sin embargo, la conciencia, según Ponge, es ella mis
ma cosa.
¿De dónde viene entonces la unidad del objeto? He aquí el
'guijarro:
“Cada día más pequeño pero siempre seguro de su forma,
ciego, sólido y seco en su profundidad, su índole característica
consiste, por lo tanto, en que no se deja despachurrar, sino más
bien reducir por las aguas. Además, cuando, vencido, es por fin
arena, el agua no penetra en él exactamente como en el polvo.”
Concibo que Ponge afirme contra la ciencia la unidad de
esa piedra que se ofrece como tal a su percepción. Pero cuando
prolonga esa unidad hasta a los fragmentos dispersos del gui
jarro, hasta ese polvo de piedra, digo que ya no le autoriza a
ello la ciencia ni el ánimo, sensible, sino únicamente su facultad
humana de unificación. Pues la percepción le proporciona la
unidad del guijarro, pero no la del guijarro y la arena. Y la
ciencia le enseña que la arena procede, en buena parte, de
guijarros rotos, pero añade que —siendo la Naturaleza exterio
ridad— nunca hubo unidad alguna de la piedra, sino una colec
ción de moléculas animadas por movimientos diversos. Hace
falta un juicio y una decisión para transportar a esas metamor
fosis, que la geología reconstruye, la unidad que la percepción
nos hace descubrir. Sin embargo, el hombre está ausente; el
objeto supera al sujeto y lo aplasta. La unidad del guijarro pro
viene de él y se comunica a sus partículas más ínfimas, a esa
piedra hecha trizas, mediante una virtud interior que corresponde
a su proyecto original y a la que bien se le puede llamar mágica.
Ved paralelamente el cigarrillo, la naranja, el pan, el fuego, la
carne. Todos estos seres poseen una cohesión cuidadosamente
distinta de la vida y que, no obstante, les acompaña en todos
sus avatares. Es una curiosa espontaneidad coagulada, un poco
análoga a esa contención que hace que el círculo siga siendo
círculo, por sí solo, en tanto que por otra parte se hunde conti-
nuamente en una infinidad de puntos yuxtapuestos: esos objetos
están embrujados.
Acerquémonos más a ellos. He aquí que ya no distingo entre
el gimnasta, ese hombre al que Ponge describía hace un momento,
y la jaulita o el cigarrillo que describe ahora. Es que rebaja al
uno mientras eleva a los otros. Hemos visto que reducía los
actos de ese atleta a no ser más que propiedades de una especie.
Pero inversamente presta a la cosa inanimada propiedades espe
cíficas. Del gimnasta dice: “Para terminar, cae a veces del telar
como una oruga, pero rebota y queda en pie”. Y del cigarrillo:
“La atmósfera a la vez brumosa y seca, enmarañada, donde el
cigarrillo es siempre colocado al revés que continuamente la
crea . . . ” O del agua: “Se aplana sin cesar, renuncia a cada ins
tante a toda forma, no tiende sino a humillarse, se acuesta boca
abajo en el suelo, casi cadáver. . . ” Se trata aquí no de los
estados en que una causa externa (el peso, por ejemplo) ha
puesto a la cosa, sino de hábitos comunes a una especie, lo
que supone cierta autonomía de cada objeto en relación con su
medio ambiente y una necesidad interior que le sea propia. De
ello resulta que esta “Cosmogonía” reviste más bien el aspecto
de una historia natural. Para terminar, hombres, animales, plan
tas y minerales son puestos en las mismas condiciones. No es
que se haya elevado — o rebajado— a todos los seres hasta la
pura forma de la vida, sino que se ha concebido para cada uno
la misma cohesión íntima, proyectando, para hablar el lenguaje
de Hegel, la interioridad sobre la exterioridad. Lo que consti
tuye la originalidad ambigua de las cosas del lapidario Pongo
es que no están precisamente animadas. Conservan su inercia,
su división, su “estupefacción”, esa tendencia continua a desmo
ronarse que Leibniz llamaba su estupidez. Ponge hace más qua
mantener esas cualidades, las proclama. Pero se han reunido y
ligado entre ellas mediante “propiedades” y hasta sentimientos
que se metamorfosean al tocarlos y, comunicándoles un poco de
su tensión íntima, se petrifican y se deshacen al mismo tiempo.
Mirad la piedra: está viva. Mirad la vida: es piedra. Las compa
raciones antropomórficas abundan, pero al mismo tiempo que
iluminan la cosa con una luz harto sospechosa, su resultado es
sobre todo degradar lo humano, “trabarlo”, como dice nuestro
autor. Volvamos al agua:
“Es blanca y brillante, informe y fresca, pasiva y obstinada
en su único vicio : el peso, y dispone dé medios excepcionales para
satisfacer ese vicio: rodeando, traspasando, corroyendo, filtrando.”
¿No parece la descripción de una familia vegetal? Pero Ponge
continúa:
“Dentro de ella misma también funciona ese vicio: se aplana
sin cesar, renuncia a cada instante a toda forma, no tiende sino
a humillarse, se acuesta boca abajo en el suelo, casi cadáver .. .”
Ese hundimiento interior nos lleva de pronto a lo inorgá
nico. La unidad del agua desaparece casi por completo. Vacila
mos en seguir uno de los caminos que nos conduciría hacia alsruno
de esos personales fantásticos de los cuentos, blandos y deshue
sados, siempre dispuestos a achicarse, a los que se levanta tirándo
les de una oreia e inmediatamente vuelven a caer tendidos en
tierra: o a seeruir el otro que nos muestra una desencoladura de
todas las partículas del agua, una pulverización de su ser, que
afirma, contra todo intento de unificación, la omnipotencia de
la inercia y la pasividad. Y. en el momento en que nos hallamos
en la encrucijada, en esa indecisión que no abandona al lector de
Ponge, éste añade súbitamente: “Casi se podría decir del aeua que
está loca”. ¿Ouén no ve que en este pasaie no es el agua la que
recibe un carácter nuevo, sino más bien la locura la que sufre una
metamorfosis secreta, la que se transforma en agua por haber
tocado su superficie, la que se convierte, en el hombre y fuera
del hombre, en un comportamiento inorgánico? Diré lo mismo de
todas las pasiones que Ponge presta a sus cosas. Son otras tantas
significaciones que quita al hombre, otros tantos procedimientos
para mantener ese desequilibrio sutil en que quiere colocarnos.
¿Cuáles son las relaciones entre el objeto así descrito y su
medio ambiente? No podrían ser puramente exteriores. Con mucha
frecuencia a lo que pertenece al exterior y se asienta en el objeto
durante un instante Ponge se lo incorpora y hace de ello una de
sus propiedades: el guijarro “disipa” el asrua de mar que corre
sobre él, no el sol: el peso es un “vicio” del agua, no una excita
ción externa. Se dirá que eso es propio de la observación: veo
ascender un globo lleno de gas y hablo de su fuerza ascensión al
o digo, con Aristóteles, que su lugar natural está arriba. ¿Qué
puede ser más natural en Ponge, puesto que ha decidido mostrar
las cosas como las ve?
En efecto. Y eso sería perfecto si se abstuviese, como se ha
comprometido a hacerlo, de recurrir de modo alguno a la ciencia.
Pero he aquí que nos damos cuenta de que Ponge, mediante una
nueva ambigüedad voluntaria, de ese universo de la observación
pura ha hecho también y al mismo tiempo el universo de la cien
cia. Son sus conocimientos científicos los que en todo momento
le iluminan y le guían, le permiten interrogar con más precisión
a su objeto. A las hojas las “desconcierta una lenta oxidación”,
los vegetales “exhalan el ácido carbónico mediante la función
clorofílica, como un suspiro que durara noches”. A propósito del
guijarro, Ponge describe, en términos por lo demás magníficos,
el nacimiento y el enfriamiento de la tierra. A veces sus imágenes
no son sino una metáfora destinada a exponer más agradable
mente una ley científica. Escribe, por ejemplo, que el sol “obliga
(al agua) a un ciclismo constante, la trata como si fuera una
ardilla colocada en su rueda. El universo mágico de la obser
vación deja entrever, por debajo, el mundo de la ciencia y su
determinismo. “Al espíritu enfermo de nociones que al principio
se ha alimentado con tales apariencias, a propósito de la piedra
la naturaleza se le aparecerá por fin bajo una luz quizá demasiado
simple, como un reloj cuyo principio está hecho de ruedas que
giran a velocidades muy desiguales, aunque las mueve un motor
único”. Y esta visión mecanista es tan fuerte en él que provoca
en su libro una especie de desaparición de la liquidez. El agua se
define por su aplanamiento, la lluvia se compara con una red
trenzada, con guisantes, con bolas, con agujetas, se la explica me
diante un “mecanismo de relojería”. El mar es ora “amontona
miento seudo-orgánico de velos esparcidos igualmente por las tres
cuartas partes del mundo”, ora un “voluminoso tomo marino” que
el viento dobla y hojea. Y en verdad estas transmutaciones de
elementos son propias del pintor y del poeta ; son ellas las que
Proust admiraba en Elstir. Pero Elstir transmutaba también la
tierra en agua. Aquí sentimos que el fondo de las cosas es sólido.
“Líquido es por definición lo que prefiere obedecer al peso para
mantener su forma, lo que rechaza toda forma para obedecer a
su peso”. Se advierte, pues, que la liquidez es una función de la
materia y que, para terminar, existe una materia. Es ese parpadeo
perpetuo de la interioridad a la exterioridad lo que constituye la
originalidad y la fuerza de los poemas de Ponge; son esos peque
ños hundimientos dentro de un mismo objeto, los que revelan
estados bajo sus propiedades y por otra parte las bruscas eleva
ciones que unifican de pronto los estados en conductas y hasta
E l h o m b r e y l a s c o s a s
en sentimientos; es esa disposición de ánimo que despierta en el
lector a no sentirse ya en reposo en parte alguna, a dudar de si
la materia no está animada y de si los movimientos del alma no
son temblores de la materia; son esos cambios continuos los que
le hacen mostrar al hombre como un poco de carne alrededor de
algunos huesos, e, inversamente, a la carne como una “especie
de fábrica: bocas de empalme, altos hoynos y cubas están en ella
junto a los martillos pilones, los cojines de grasa”; es esa manera
de unificar los sistemas mecánicos de la ciencia mediante las fór
mulas de la magia y, de pronto, de mostrar bajo la magia el
det’erminismo universal. Pero finalmente predomina lo sólido. Lo
sólido y la ciencia, que dice la última palabra.
Ponge lia escrito de esa manera algunos poemas admirables,
de un tono enteramente nuevo, y creado una naturaleza material
que le es propia. No se podría pedirle más. Hay que añadir que
su tentativa, por sus últimos términos, es una de las más curiosas
y quizá de las más importantes de esta época. Pero si queremos
averiguar su importancia es necesario que instemos a su autor a
que renuncie a ciertas contradicciones que la ocultan y la des
lucen.
No ha sido fiel a su propósito: no se ha acercado a las cosas,
como pretendía hacerlo, con un asombro ingenuo, sino con un
prejuicio materialista. En verdad, en él se trata de un sistema
filosófico preconcebido menos que de una elección original de
él mismo. Pues su obra tiende a expresarlo tanto como a repre
sentar los objetos de su atención. Esa elección es bastante difícil
de definir. Rimbaud decía:
Si fa i du goût, ce ríest guère
Que pour la terre et les pierres.
Y soñaba con matanzas enormes que libraran a la tierra de
sus habitantes, su fauna y su flora. Ponge no es tan sanguinario.
Es un Rimbaud blanco. Y a Parti pris des choses se le podriai
llamar la “geología sin matanzas”. Parece también, a primera
vista, que ama las flores, los animales e incluso a los hombres. Y
sin duda los ama. Mucho. Pero es con la condición de petrificarlos.
Tiene la pasión, el vicio de la cosa inanimada, material. De lo
sólido. Todo es sólido en él: desde su frase hasta los cimientos
profundos de su universo. Si presta a los animales conductas
humanas es con el fin de mineralizar a los hombres. Tal vez
detrás de su empresa revolucionaria se puede entrever un gran,
sueño necrológico: el de enterrar todo lo que vive, sobre todo al
hombre, en el sudario de la materia. Todo lo que sale de sus
manos es cosa, inclusive y sobre todo sus poemas. Y su deseo
último es que esta civilización entera aparezca un día, con sus
libros, como una inmensa necrópolis de conchas a los ojos de un
mono superior, él mismo cosa, que hojeará distraídamente esos
residuos de nuestra gloria. Presiente la mirada de ese mono, la
siente ya sobre él: bajo sus ojos petrificantes siente que se soli
difican sus humores, se transforma en estatua; todo ha terminado,
él tiene la naturaleza de la roca y del guijarro, la estupefacción
de la piedra paraliza sus brazos y sus piernas. Es esta catástrofe
inofensiva y radical la que tienden a preparar sus escritos. Para
ella requiere los servicios de la ciencia y de una filosofía materia
lista. Y yo veo en ello ante todo cierta manera de aniquilar de
un golpe todo lo que le hace sufrir, los abusos, las injusticias, el
hediondo desorden de una sociedad a la que le han arrojado.
Pero, más todavía, parece que haya elegido un medio rápido de
realizar simbólicamente nuestro deseo común de existir por fin
de acuerdo con la norma del en-sí. Eo que le fascina en la cosa es
su modo de existencia, su total adhesión a sí misma, su reposo.
Basta de huida ansiosa, de ira, de angustia: la imperturbabilidad
insensible del guijarro. He observado en otra parte que el deseo
de cada uno de nosotros es existir con su conciencia entera en el
modo de ser de la cosa, ser todo entero conciencia y al mismo
tiempo todo entero piedra. El materialismo da a ese sueño una
satisfacción de principio, pues le dice al hombre que no es más
que un mecanismo. En consecuencia, tengo el triste placer de
sentirme pensar y de saberme un sistema material. Por lo que
me parece, Ponge no se contenta con ese puro saber teórico y
realiza el esfuerzo más radical para hacer que ese conocimiento
puramente teórico se aloje en la intuición. En efecto, si pudiera
unir el uno a la otra la partida estaría ganada. Y ese parpadeo de
interioridad y de exterioridad del que tomé nota hace un momento
tiene una función precisa: en defecto de una fusión real de la
conciencia y de la cosa, Ponge nos hace oscilar de una a otra
a gran velocidad, con la esperanza de realizar la fusión en el
límite superior de esa velocidad.
Pero eso no es posible. Por muy rápidamente que nos haga
oscilar, es él quien nos balancea de un extremo al otro. Al ence
rrar al mundo en sí mismo con todo lo que hay en él, por lo
mismo él se encuentra en el exterior, fuera del mundo, frente a
las cosas, solo. Ese esfuerzo para verse con los ojos de una espe
cie extraña, para descansar, por fin del deber doloroso de ser
sujeto, lo hemos encontrado ya cien veces, en formas diferentes,
en Bataille, en Blanchot, en los superrealistas. Representa el sen
tido de lo fantástico moderno, como también el del materialismo
tan particular de nuestro autor9. Se ha frustrado en todas las
ocasiones. Es que quien hace el esfuerzo, por lo mismo que lo
hace, se escapa y se coloca más allá de su esfuerzo. Es Hegel que
no puede, haga lo que haga, entrar en el hegelianismo. El intento
de Ponge está condenado al fracaso como todos los demás de la
misma clase.
Sin embargo, ha tenido un resultado inesperado, Ha ence
rrado en el mundo todas las cosas y a él mismo en la medida en
que es cosa; sólo que da su conciencia contemplativa que, preci
samente porque es conciencia del mundo, se halla necesariamente
fuera del mundo: una conciencia desnuda, casi impersonal. ¿Qué
ha hecho como no sea la “reducción f enomenológica” ? ¿No con
siste ésta, en efecto, en poner el mundo “entre paréntesis” para
librarse de toda idea preconcebida? El mundo no es ya, por lo
tanto, ni representación ni realidad trascendente. Ni materia ni
espíritu. Está ahí, simplemente, y yo tengo conciencia de él. ¡Qué
excelente partida, si Ponge consintiera en ella, para llegar, sin
prejuicio alguno, “a las cosas mismas”! La ciencia estaría en el
mundo: entre paréntesis. Sólo tendría que decir verídicamente lo
que ve, y es sabido con qué vigor ve. Nada se perdería, salvo,
quizás, esa resolución de tomar a los hombres como maniquíes.
Pues habría que aceptarlos con sus significados humanos, en lugar
de partir de un materialismo teórico, para reducirlos por la fuerza
a la categoría de autómatas. Y no habría que lamentar ese ligero
cambio, puesto que los únicos escritos malos —pero muy malos—:
de Ponge son R. C. Seine Nç y Le restaurant Lemeunier, que con
sagra a las colectividades humanas. El sentido de las cosas y sus
“maneras-de-comportarse” brillarían todavía más vivamente. Pues,
0 Representa una de las consecuencias de la Muerte de Dios. Mien
tras Dios vivía el hombre estaba tranquilo: se sabía mirado. Ahora que es
el único Dios y que su mirada hace nacer todas la s. cosas, retuerce el
cuello para tratar de verse.
en fin de cuentas, en el extraño materialismo de Ponge, si bien
a todo se le puede llamar materia, por otra parte todo es pensa
miento, puesto que todo es expresión. Es necesario estar de acuerdo
con él: las cosas pueden enseñarnos maneras de ser; quiero que
él sea león, guijarro, rata, mar, y yo quiero serlo con él. Me
negaré a creer, como él, que es nuestra experiencia psicológica
la que permite informar simbólicamente a la materia física. ¿Pero
sacaré con él la conclusión de que el objeto precede aquí al sujeto?
Eso no es necesario. Yo escribí en otra parte, si puedo citarme:
“Lo viscoso no simboliza ninguna conducta psíquica a priori;
pone de manifiesto cierta relación del ser consigo mismo y esa
relación es originalmente psiquizada porque la he descubierto en
un esbozo de apropiación y la viscosidad me ha devuelto mi
imagen. Así me he enriquecido, desde mi primer contacto con lo
viscoso, con un esquema ontológico valedero más allá de la dis
tinción de lo psíquico y de lo no psíquico, para interpretar el
sentido de ser de todos los existentes de cierta categoría, categoría
que, por otra parte, surge como un marco vacío antes de la ex
periencia de las diferentes clases de viscoso. Yo la he arrojado
al mundo mediante mi proyecto original frente a lo viscoso, es
una estructura objetiva del mundo. . . Lo que decimos de lo vis
coso vale para todos los objetos que rodean al niño: la simple
revelación de su materia extiende su horizonte hasta los extremos
límites del ser y lo dota al mismo tiempo con un conjunto de
claves para descifrar el ser de todos los hechos humanos.”
Pero, por lo tanto, no creo que al “transferirnos a las cosas”,
como quiere Ponge, encontraríamos en ellas maneras de sentir
inéditas, ni que deberíamos tomárselas prestadas para enrique
cernos. Lo que encontramos en todas partes, en el tintero, en la
aguja del fonógrafo, en la miel de la rebanada de pan, somos
nosotros mismos, siempre nosotros. Y esta gama de sentimientos
vagos y oscuros que descubrimos la teníamos ya, o más bien nos
otros éramos esos sentimientos. Pero no se dejaban ver, se ocul
taban en los matorrales, entre las piedras, casi inútiles. Pues el
hombre no está concentrado en sí mismo, sino fuera, siempre
fuera, del cielo a la tierra. El guijarro tiene un interior, el hom
bre no lo tiene: pero se pierde para que el guijarro exista. Y
todos esos hombres “hediondos” que Ponge quiere evitar o supri
mir son también “ratas, leones, redes, diamantes”. Lo son preci
samente porque “están-en-el-mundo”. Pero no se dan cuenta de
É l h o fti b r e y ta s c o s á S
ello. Hay que revelárselo. De consiguiente, en mi opinión, se trata
de adquirir sentimientos nuevos menos que de profundizar nues
tra condición humana.
Lo que me parece realmente importante es que, en el mo
mento en que el señor Bachelard trata de descubrir mediante el
psicoanálisis los significados que nuestra “imaginación material”
presta al aire, al agua, al fuego, a la tierra, Ponge, por su parte,
trata de reconstruirlos sintéticamente. Hay en esta coyuntura
como una promesa de llevar el inventario lo más lejos posible. Y
no quiero más prueba de que Ponge lo ha logrado plenamente
siempre que ha tratado de hacerlo que las múltiples resonancias
que déspiertan en mí sus pasajes más perfectos. Citaré al azar
estas líneas sobre el caracol:
“A los caracoles les gusta la tierra húmeda. Go on, avanzan
pegados a ella con todo su cuerpo. La llevan consigo, la comen,
depositan en ella sus excrementos. Ella los atraviesa y ellos la
atraviesan. Es una interpretación del mejor gusto, puesto que, por
decirlo así, tono sobre tono, con un elemento pasivo y un ele
mento activo, el pasivo baña y nutre al mismo tiempo al activo”.
Estas líneas me recuerdan irresistiblemente un bello y sinies
tro pasaje de Malraux sobre una muerte en Toledo:
“Diez metros más abajo, una mujer, con la cabeza de cabellos
rizados en el hueco del brazo, el otro brazo extendido (pero la
cabeza vuelta hacia el fondo de la zanja), habría parecido que
-dormía si 110 se la hubiese sentido, bajo su vestido vacío, más
plana que cualquier ser viviente, pegada a la tierra con la fuerza
de los cadáveres” 10.
Más allá de esa muerta y ese caracol presiento una especie
de relación con la tierra, cierto sentido de la fusión, del aplana
miento, una relación del todo con la muerte, con una minerali-
zación de los cadáveres. Todo está ahí, en Ponge, superpuesto.
Por supuesto, hay que cuidar de no poner en la cosa lo que
luego se pretenderá encontrar en ella. Ponj;e no ha evitado siem
pre ese error. Por eso me gusta menos su “lavarropas”. Dice al
respecto :
“Ciertamente, no llegaré a piatender que el ejemplo o la
lección del lavarropas deba, propiamente hablando, galvanizar a
10 Uespoir, pág. 96.
mi lector, pero le despreciaría un poco sin duda si no la tomara
en serio”.
Hela aquí brevemente:
“El lavarropas está concebido de tal manera que lleno con
un montón de telas inmundas, la emoción interior, la vivá indig
nación que ello le causa, canalizada hacia la parte superior de
su ser, vuelve a caer en forma de lluvia sobre ese montón de telas
inmundas que le revuelve el estómago —y eso casi continuamente—
y todo termina en una purificación”.
Temo figurar entre esos lectores despreciables que no toman
la lección completamente en serio. ¿Cómo no ver, en efecto, que
se trata de una metáfora pura y simple? ¿Hace falta un lavarropas
para realizar ese esquema de la purificación que reside en todas
las conciencias y cuyo origen es mucho más lejano y está mucho
más profundamente arraigado en nosotros? Además la compara
ción es inexacta, aunque uno se coloque en el punto de vista de
la mera observación : no es la presencia de las telas sucias la que
hace hervir el agua del lavarropa. Sin el calor del fogón ese agua
permanecería inerte y se engrasaría poco a poco sin conseguir
lavar la ropa. Y Ponge debería saberlo mejor que cualquier otro,
pues es él quien ha puesto el lavarropas en el fuego.
Pero son tantos los pasajes en los que Ponge nos revela al
mismo tiempo el comportamiento de la cosa y nuestro propio
comportamiento que nos parece, como es natural, que su arte va
más allá que su pensamiento. Pues Ponge pensador y materia
lista 11 y Ponge poeta —si no se tienen en cuenta las molestas
intrusiones de la ciencia— ha sentado las bases de una Fenome
nología de la Naturaleza.
Diciembre de 1944.