Sartre El Hombre y Las Cosas Ponge

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EL HOMBRE Y LAS COSAS

Si se llega sin idea preconcebida a la obra publicada de


Francis Ponge, al principio siente uno la tentación de creer que
se ha propuesto, llevado por un afecto singular a las cosas, des­
cribirlas con los medios corrientes, es decir, con las palabras,
con todas las palabras, gastadas, corroídas, descalcañadas, tales
como se presentan al escritor ingenuo, gama de cualesquiera co­
lores en una paleta. Pero por poco atentamente que se lea, uno
se desconcierta muy pronto: el lenguaje de Ponge parece tru­
cado, encantado. A medida que nos descubren un aspecto nuevo
del objeto nombrado parece que las palabras se nos escapan, que
no son enteramente los instrumentos dóciles y triviales de la vida
cotidiana y que nos revelan aspectos nuevos de sí mismas. De
modo que la lectura de Parti pris des choses parece con frecuen­
cia una oscilación inquieta entre el objeto y la palabra, como si,
para terminar, no se supiese ya muy bien si es la palabra el ob­
jeto o es el objeto la palabra.
Es que la preocupación original de Ponge es la de la nomi­
nación. No es filósofo —o por lo menos no lo es ante todo— y
para él no se trata de expresar la cosa a cualquier precio. Ante
todo habla, escribe. Ha titulado a uno de sus libros La rage de
Vexpression y se llama a sí mismo, en Le mimosa, ex mártir del
lenguaje. Es un hombre de 4-5 años que escribe desde 1919. Con
ello demuestra suficientemente que ha llegado a las cosas por el
rodeo de una reflexión sobre la palabra.
Entendámonos bien, no obstante. No habría que creer que
habla por hablar, que los objetos de sus descripciones sean temas
indiferentes, ni tampoco que sus altercados con las palabras le
hayan llevado a adquirir conciencia de la existencia de las cosas.
Él mismo dice en Le mimosa: “Tengo (de la mimosa) en el fon­
do de mí una idea que necesito sacar afuera... Dudo de si no ha
sido la mimosa la que ha despertado mi sensualidad. . . En las
ondas potentes de su perfume yo flotaba, extasiado. Tanto que al
presente la mimosa, cada vez que aparece en mi interior, a mi
alrededor, me recuerda todo eso y se marchita inmediatamente. . .
Puesto que escribo, sería inadmisible que no hubiera un escrito
mío sobre la mimosa9’.
No se podría indicar mejor que no llega a las cosas por ca­
sualidad; pero aquellas de que habla están elegidas; han habitado
en él durante largos años, le pueblan, tapizan el fondo de su me­
moria, se hallaban presentes en él mucho antes que tuviese sus
enojos con la palabra; mucho antes que tomara la decisión de
escribir sobre ellas le perfumaban ya con sus significados secre­
tos; y su esfuerzo actual tiene por objeto pescar en el fondo de
sí mismo esos monstruos bulliciosos y floridos y expresarlos mu­
cho más que fijar sus cualidades después de observaciones escru­
pulosas. Se cuenta que Flaubert le dijo a Maupassant: “Ponte ante
un árbol y descríbelo”. El consejo, si fué dado, es absurdo. El
observador puede tomar m edidas... y nada más. La cosa le ne­
gará siempre su sentido. . . y su ser. Ponge contempla sin duda
la mimosa; la contempla atenta y largamente. Pero sabe ya lo que
busca en ella. La guija, la lluvia, el viento, el mar están ya en
ella como complejos, y son esos complejos los que quiere poner
de manifiesto. Y si se quiere saber por qué, en vez del trivial
complejo de Edipo o del complejo de inferioridad —al lado, qui­
zá, del complejo de inferioridad— se decide por el complejo-gui-
jarro, el complejo-marisco o el complejo-musgo, diremos al mis­
mo tiempo que lo mismo nos sucede a cada uno de nosotros y
que ese es el secreto de su personalidad.
Y, sin embargo, fué de aquellos cuya vocación literaria se
caracterizó por una lucha furiosa contra el lenguaje. Si prime­
ramente asimiló y dirigió el mundo de las cosas, es el gran espa­
cio llano de las palabras lo primero que descubrió. El hombre es
lenguaje, dice. Y añade en otra parte, con una especie de desespe­
ración: “Todo es habla”. Comprenderemos mejor en seguida el
sentido de esa frase. Tomemos nota por el momento de esa reso­
lución de contemplar al hombre desde fuera, a la manera de los
behavioristas. En ninguna parte de su obra se tratará de pensa­
miento. Lo que distingue al hombre de las otras especies es ese
acto objetivo que llamamos el habla, esa manera original de gol­
pear el aire y de construir a su alrededor un objeto sonoro. Ponge
va incluso a naturalizar el habla, al hacer de ella una secreción
del animal humano, una baba comparable con la del caracol: “La
verdadera secreción común del molusco hombre. . . : quiero decir
el habla”. O también : “Moluscos informes. . . millones de hormi­
g a s... no tenéis como habitáculo sino el vapor ordinario de
vuestra verdadera sangre: el habla”.
Ponge considera al habla una verdadera concha que nos en­
vuelve y protege nuestra desnudez, una concha que hemos segre­
gado a la medida de nuestros cuerpos tan blandos. El tejido de
las palabras tiene para él una existencia real, perceptible: ve las
palabras a su alrededor, alrededor de nosotros. Pero esta concep­
ción rigurosamente objetivista, materialista si se quiere, del dis­
curso es al mismo tiempo una adhesión sin reserva al lenguaje.
Ponge es humanista. Porque hablar es ser hombre, él habla para
servir a lo humano hablando. Tal es el origen confesado de su
vocación de escritor. “No sé por qué desearía que el hombre, en
lugar de esos enormes monumentos que sólo testimonian la des­
proporción grotesca entre su imaginación y su cuerpo, pusiera su
interés en crearse para sus descendientes un habitáculo no mucho
más voluminoso que su cuerpo; que todas sus imaginaciones y
razones estén comprendidas en él, que empleara su genio en el
ajuste y no en la desproporción... Desde este punto de vista
admiro sobre todo a ciertos escritores o músicos mesurados. . . a
los escritores por encima de todos los demás, porque su monu­
mento está hecho con la verdadera secreción ordinaria del molus­
co hombre”.
Servir a lo humano hablando, sea. Pero es necesario que las
palabras se presten para ello. Ponge es de la misma generación
que Parain; comparte con él esa concepción materialista del len­
guaje que no quiere distinguir a la Idea del Verbo; conoció como
él, después de 1918, esa brusca desconfianza con respecto al dis­
curso, esa amarga desilusión. En otra parte he tratado de dar las
razones de ello. Parece que más tarde se situará una “crisis del
lenguaje” entre los años 18 y 30. Las búsquedas del simbolismo,
la famosa “crisis de la ciencia”, la teoría del “nominalismo cien­
tífico” que ella inspiró y la crítica bergsoniana habían preparado
los caminos. Pero los jóvenes de la posguerra necesitaban móviles
más sólidos. Hubo el descontento violento de los desmovilizados,
su inadaptación; hubo la revolución rusa y la agitación revolu­
cionaria que se difundió un poco por toda Europa; hubo, con la
aparición de realidades nuevas y ambiguas, mitad carne, mitad
pescado, la vertiginosa desvalorización de las palabras antiguas,
que ya no podían nombrarlas enteramente, en el momento en que
la ambigüedad misma de esas formas de existencia impedía que
se les inventase denominaciones nuevas. Pero, de todas maneras,
no todos los descontentos podían dirigir su ira contra el lenguaje.
Para eso había que haberle atribuido primeramente un valor sin­
gular. Ese fué el caso de Ponge y de Parain. Los que creían que
podían despegar las ideas de las palabras no se inquietaron de­
masiado o aplicaron en otros campos su energía revolucionaria.
Pero Ponge y Parain habían definido de antemano al hombre
por el habla. Estaban atrapados como ratas, puesto que el habla
no valía nada. Se puede decir verdaderamente que en este caso
desesperaron: su posición les privaba de toda esperanza. Se sabe
que Parain, obseso por un silencio que se sustraía siempre, llegó
a los extremos del terrorismo y volvió a una retórica matizada.
El camino de Ponge es más sinuoso.
Lo que reprocha al lenguaje es ante todo qué es el reflejo
de una organización social que execra. “Nuestro primer móvil fué
sin duda el aborrecimiento de lo que nos obligan a pensar y a de­
cir.” En este sentido su desesperación era menos total que la de
Parain: en tanto que éste creía ver en el lenguaje un vicio ori­
ginal, había en Ponge un optimismo naturalista que le hacía más
bien considerar a las palabras como viciadas por nuestra forma
de sociedad. “Con perdón sea dicho de las palabras mismas, dados
los hábitos que en tantas bocas infectas han contraído, hace falta
cierto coraje para decidirse no solamente a escribir, sino también
a hablar”.
Y:
“Esos hacinamientos de camiones y autos, esos barrios que
no alojan ya más que mercaderías, o los legajos de documentos
de las compañías que los transportan..... esos gobiernos de nego­
ciantes y mercaderes, podrían pasar si no nos obligasen a tomar
parte en ello. Pero, ¡ay!, para colmo de horror, en el interior de
nosotros mismos habla el mismo orden sórdido, porque no tene­
mos a nuestra disposición más palabras ni más vocablos altiso-
nantes (o frases, es decir, más ideas) que las que un uso cotidiano
en este mundo grosero prostituye desde la eternidad”.
Como se ve, no es verdaderamente al lenguaje al que acusa,
sino al lenguaje “tal como se lo habla”. Por lo tanto, no ha pen­
sado ciertamente en guardar silencio. Como es poeta, considera
a la poesía como una empresa general de desengrase del lenguaje,
del mismo modo que el revolucionario, de ciertá manera, puede
tratar de desengrasar a la sociedad. Por otra parte, para Ponge,
es lo mismo: “Nunca rebotaré sino en la actitud del revoluciona­
rio o del poeta".
# Pero si no descubre en el lenguaje esa imposibilidad de prin­
cipio, esa contradicción formal que veía en él Parain, su posición
es al comienzo apenas más envidiable. Pues, al fin y al cabo, co­
mo no quiere el silencio, porque el silencio es una palabra, una
palabra inútil, quizás una trampa, sólo dispone para hacerse en­
tender de las palabras que execra. ¿Qué puede hacer? Ponge
adopta al principio la solución negativa que le ofrecen los super-
realistas: destruir las palabras mediante las palabras. “Ridiculice­
mos las palabras mediante la catástrofe —escribe—, el simple
abuso de las palabras”. Se trata, en suma, de una desvalorización
radical; es la política de lo peor. ¿Pero cuál puede ser el resul­
tado? ¿Es cierto que construiremos así un silencio? Sin duda eso
es hablar “para no decir nada”. Pero, en realidad, ¿son las pala­
bras las que destruimos? ¿No proseguimos el movimiento iniciado
por esas “bocas infectas” que detestamos, no expulsamos de las
palabras su sentido propio y no vamos a encontrarnos, en medio
del desastre, con una equivalencia absoluta de todos los nombres
y obligados a hablar a pesar de todo? Por lo demás, Francis
Ponge no se obstinó en esa tentativa. Su genio particular lo lle­
vaba a otra parte. Para él se trataba májs bien de arrancar las
palabras a quienes hacen mal uso de ellas y de tratar de otor­
garles una nueva confianza. Desde 1919 entrevé una solución que
se apoyará en la imperfección del Verbo:
“Divina necesidad de la imperfección, divina presencia de lo
imperfecto, del vicio y de la muerte en los escritos, aportadme
también vuestra ayuda. Que la impropiedad de las palabras permita
una nueva inducción de lo humano entre signos ya demasiado
despegados de él y demasiado resecos, demasiado pretenciosos, de­
masiado jactanciosos. Que todas las abstracciones sean socavadas
y como derretidas interiormente por ese secreto calor del vicio,
causado por el tiempo, por la muerte y por los defectos del genio”.
Lo que reprocha a la palabra es que se apega demasiado
exactamente a su significado más trivial, que es a la vez exacta
y pobre. Pero al mirarla mejor distingue en ella hinchazones, des­
pegaduras, sentidos adventicios, toda una dimensión secreta e inú­
til hecha con su historia y las torpezas de quienes la han utili­
zado. ¿No hay en esa profundidad ignorada los elementos de un
rejuvenecimiento de las palabras? No se trata tanto de insistir,
como Valéry, en su sentido etimológico para rejuvenecerlas, ni
tampoco de descubrirles, como Leiris, un aspecto subjetivo que
nos las apropia más seguramente. Es necesario, más bien, con­
templarlas con los ojos con que miraba Rimbaud a las “pintu­
ras idiotas”, tomarlas en el momento mismo en que las creaciones
del hombre se tuercen, se alabean, se le escapan al hombre me­
diante las químicas secretas de sus significados. En resumen, hay
que sorprenderlas y apoderarse de ellas en el momento en que
están en vías de convertirse en cosas. 0 más bien, pues la palabra
más humana, la más constantemente manejada, sigue siendo una
cosa, bajo cierto aspecto hay que esforzarse por captar todas las
palabras —con su sentido— en su extraña materialidad, con el
humus significante, el desecho, el saldo que las llena. Esta idea
de la “palabra-cosa” me parece esencial en él. Hasta el presente
sigue obseso por la materialidad de la palabra.
“Oh rastros humanos al alcance del brazo, oh sonidos ori­
ginales* monumentos de la infancia del arte... caracteres, obje­
tos misteriosos perceptibles por dos sentidos solamente.. . quiero
hacer que os amen por vosotros mismos más que por vuestro sig­
nificado. Elevaros, en fin, a una condición más noble que la de
simples designaciones”, escribió en 1919. Y en Le parti pris des
choses, su obra más reciente, volviendo a esa asimilación de las
palabras con una concha segregada por el hombre, se deleita ima­
ginándose esas conchas vaciadas, después de la desaparición de
nuestra especie, en manos de otras especies que las mirarían como
miramos nosotros las conchas que encontramos en la arena.
“Oh Louvre de lectura, que podrá ser habitado, después del
final de la raza quizá por otros huéspedes, algunos monos, por
ejemplo, o algún ave, o algún ser superior, como el crustáceo
sustituye al molusco en la tiara bastarda”.
Al escapar así al hombre que la ha producido, la palabra se
convierte en un absoluto. Y el ideal de Ponge es que sus obras,
compuestas de palabras-cosas, que sobrevivirán a su época y tal
vez a su especie, se conviertan a su vez en cosas. ¿Hay que ver en
ello simplemente la consecuencia de una actitud resueltamente
materialista? No lo creo. Pero me parece que vuelvo a encontrar
en Ponge un deseo común a muchos escritores y pintores de su
generación: que su creación sea una cosa precisamente y única­
mente en la medida en que es creación suya.
Ese esfuerzo para remover el sentido de las palabras seguía
siendo todavía una rebelión pura en tanto que los significados
medio petrificados, descubiertos bajo la costra superficial del sen­
tido común, no se dirigían hacia objetos que les fuesen propios.
Se trataba todavía de un esfuerzo puramente negador. ¿Compren­
dió Ponge que un verdadero revolucionario debía ser construc­
tor? ¿Comprendió que “el espesor semántico” de las palabras co­
rría el peligro de quedar en el aire si no se lo empleaba también
para designar? Quería “proponer a cada uno la apertura de tram­
pas interiores, un viaje por el espesor de las palabras... una
subversión comparable a la que realiza el arado o la pala cuando
de pronto y por primera vez son descubiertas millones de par­
tículas, de pepitas de oro, de raíces, de gusanos y de animalitos
hasta entonces enterrados” 1.
Pero —y éste es quizás el rodeo más importante de su pen­
samiento— Ponge se dió cuenta de que no se podía vaciar duran­
te mucho tiempo las palabras; se apartó de la gran charla super-
realista que consistió para muchos en hacer chocar las unas contra
las otras palabras sin objetos. No podía renovar el sentido de las
palabras, apropiarse enteramente de sus recursos profundos, sino
empleándolas para nombrar otras cosas. De consiguiente la revo­
lución del lenguaje exige, para ser completa, que la acompañe una
conversión de la atención: hay que arrancar al discurso de su
uso trivial, volver nuestra mirada hacia objetos nuevos y expresar
“los recursos infinitos del espesor de las cosas. . . mediante los
recursos infinitos del espesor semántico de las palabras”.
¿Cuáles serán, por consiguiente, esos nuevos objetos? El tí­
tulo de la recopilación de Ponge nos informa. Las cosas existen.
Hay que tomar una resolución, hay que decidirse por ellas. En
1 El pasaje citado se aplica a las cosas, no a las palabras. Pero el
contexto, que establece un paralelismo exacto entre el espesor de las unas
y el espesor de las otras, me autoriza a sustituir aquí la cosa por la
Palabra.
consecuencia, abandonaremos los discursos, demasiado humanos,
para ponernos a hablar de las cosas, sin querer oír razones 2. De
las cosas, es decir, de lo inhumano. Sin embargo, hay dos sentidos
de lo inhumano. Si hojeo el libro de Ponge veo que habla del gui­
jarro y del musgo, a los que reconozco de buena gana como cosas,
pero también del cigarrillo, utensilio muy humano, y de la madre
joven, que es una mujer, y del gimnasta, que es un hombre, y del
restaurante Lemeunier, que es una institución social. Si, no obstan­
te, leo los pasajes que conciernen a estos últimos objetos, veo que
el gimnasta, “más rosado que lo natural y menos hábil que un
mono, salta a los aparejos, presa de un celo puro. Luego, desde lo
alto de su cuerpo asido a la cuerda nudosa, interroga al aire
como un gusano desde su terrón. Para terminar elige a veces
telares como una oruga, pero rebota en pie”.
Observo inmediatamente el esfuerzo de Ponge para suprimir
el privilegio de la cabeza, el órgano más humano del ser humano.
Para nosotros es el alma o una pequeña imagen del alma que se
balancea encima del cuello postizo y que hace rancho aparte. Pero
Ponge la devuelve al cuerpo; ya no la llama cabeza, ni cara, ni
rostro —esas palabras están demasiado cargadas de sentido hu­
mano, cargadas de sonrisas, de lágrimas y de fruncimientos de
cejas—, sino “lo alto de su cuerpo”, y si compara el cuerpo del
gimnasta con el gusano es con el fin de suprimir la diferencia­
ción de los órganos, imponiéndonos la imagen del animal más
liso, menos diferenciado, para que la cabeza no sea ya sino un
movimiento interrogador en lo alto de un anélido. El artificio de
la descripción reside, no obstante, principalmente, en que Ponge
nos muestra al gimnasta como el representante de una especie
animal. Lo describe como describía Buffon al caballo o la jirafa.
Lo que fué obtenido por el trabajo él nos lo da como la propiedad
congénita de la especie. “Menos hábil que un mono”, dice, y esas
palabras bastan para transformar esa habilidad adquirida en una
especie de don innato. Finalmente descompone el “número” del
artista en una serie de comportamientos coagulados por la heren-
2 Se ve, por la triple significación indiferenciada del título, como
Ponge se propone utilizar el espesor semántico de las palabras: decidirse
en favor de las cosas contra los hombres; decidirse en favor de su exis­
tencia (contra el idealismo que reduce el mundo a las representaciones) ;
hacer de ello una resolución estética.
cia y que se suceden en un orden monótono y desprovisto de
sentido.
Y he aquí la “joven madre” :
“El rostro con frecuencia inclinado sobre el pecho se alarga
un poco. Los ojos atentamente fijos en un objeto próximo si se
levantan a veces parecen un poco alucinados. Muestran una mi­
rada llena de confianza, pero solicitando la continuidad. Los bra­
zos y las manos se encorvan y se refuerzan. Las piernas que se
han adelgazado mucho y se han debilitado están sentadas de bue­
na gana y las rodillas muy alzadas. El vientre inflado, lívido, to­
davía muy sensible; el bajo vientre se ajusta al reposo, a la noche
de ías sábanas.
“ .. .Pero de pronto en pie, todo ese gran cuerpo evoluciona
angostamente..
Aquí los órganos se aislan y llevan cada uno por su cuenta
una vida retardada; la unidad humana ha desaparecido y no3
tenemos que haber con un polipero más bien que con una mujer.
Además en las últimas líneas todo se reúne, pero es para formar
un gran cuerpo ciego, no una persona.
He aquí, pues, una madre de familia y un trapecista petrifi­
cados. Son cosas. Para obtener ese resultado ha bastado con con­
templarlos sin ese prejuicio de lo humano que carga con signos
los rostros y los gestos de los hombres. Se ha abstenido de pe­
garles en la espalda las etiquetas tradicionales de “Alto” y “Bajo”,
de suponerles una conciencia, de considerarlos, finalmente, como
muñecos brujos. En una palabra, se los ha mirado con los ojos
de los behavioristas. Y he aquí que de pronto vuelven a la Na­
turaleza; el gimnasta, entre el mono y la ardilla, se convierte en
un producto natural; la joven madre es un mamífero superior que
ha parido. r j
Ahora hemos comprendido que un objeto cualquiera apare­
cerá como una cosa en cuanto se tenga el cuidado de desvestirlo
de los significados demasiado humanos con que se lo ha vestido
primeramente. En verdad, el proyecto puede parecer ambicioso:
¿cómo, yo que soy un hombre, puedo sorprender a la naturaleza
sin los hombres? Conocí a una niña que abandonaba su jardín
ruidosamente y en seguida volvía a él en silencio para “ver cómo
era cuando ella no estaba allí”. Pero Ponge no es tan ingenuo:
sabe bien que su proyecto de lograr la cosa desnuda no es sino
un ideal.
“Es a la mimosa misma (¡dulce ilusión!) a la que hay que
llegar ahora; si se quiere, a la mimosa sin mi”.
Dice en otra parte que desearía “describir (las cosas) desde
su propio punto de vista. Pero esto es un término o una perfección
imposible. . . Hay siempre una relación con el hombre. . . No son
las cosas las que hablan entre ellas, sino los hombres entre ellos
quienes hablan de las cosas y no se puede en modo alguno salir
del hombre”.
Por lo tanto debemos limitarnos a aproximaciones cada vez
más precisas. Y lo que podemos hacer en seguida es desnudar a
las cosas de sus significados prácticos. Hablando del guijarro,
Ponge escribe:
“Comparado con el cascajo más pequeño, puede decirse que
por el lugar donde se lo encuentra, y también porque el hombre
no acostumbra a utilizarlo en la práctica, es la piedra todavía sal­
vaje, o por lo menos 110 doméstica.
“Durante algunos días más sin significación en ningún or­
den práctico del mundo aprovechamos sus virtudes”.
¿Qué son, en efecto, esos “significados prácticos” sino el re­
flejo en las cosas de ese orden social que Ponge detesta? El cas­
cajo remite al césped, éste a la quinta de recreo, ésta a la ciudad,
y he aquí lo nuevo:
“Todos esos toscos camiones que pasan en nosotros, esas
fábricas, manufacturas, tiendas, teatros, monumentos públicos que
constituyen mucho más que la decoración de nuestra vida..
Por lo tanto, hay ante todo en Ponge un rechazo de la com­
plicidad. Encuentra en el palabras manchadas, “completamente he­
chas”, y fuera de él objetos domesticados, envilecidos; mediante
un mismo movimiento tratará de deshumanizar las palabras re­
buscando bajo su sentido superficial su “espesor semántico”, y
de deshumanizar las cosas raspándoles su barniz de significados
utilitarios. Eso significa que hay que llegar a la cosa cuando se
ha suprimido en uno mismo lo que Bataille llama el proyecto. Y
esta tentativa depende de un postulado filosófico que por el mo­
mento me limitaré a revelar: en el mundo heideggeriano lo exis­
tente es ante todo “Zeug”, utensilio. Para ver en él “das Ding ?
la cosa temporo-espacial, conviene practicar en uno mismo una
neutralización. Se detiene, se hace el proyecto de suspender todo
proyecto, se permanece en la actitud del “Nur verweilen bei..«
Entonces aparece la cosa, que no es, en resumidas cuentas, sino
un aspecto secundario del utensilio —aspecto que se funda en úl­
timo recurso en la cualidad de utensilio— y la Naturaleza, como
colección de cosas inertes. El movimiento de Ponge es inverso:
para él es la cosa la que existe primeramente, en su soledad inhu­
mana; el hombre es la cosa que transforma las cosas en instru­
mentos. Bastará, por lo tanto, con amordazar en uno mismo esa
voz social y práctica para que la cosa se revele en su verdad
eterna e instantánea. Ponge se muestra a este respecto como un
antipragmatista, porque niega la idea de que el hombre, median­
te su acción, confiere a priori su sentido a lo real. Su intuición
primera es la de un universo dado. Dice: “Ante todo es necesario
que yo confiese una tentación absolutamente encantadora, larga,
característica, irresistible para mi espíritu: es la de dar al mundo,
al conjunto de las cosas que veo o que concibo mediante la vista,
no, como hacen la mayoría de los filósofos y como es sin duda
razonable 3, la forma de una gran esfera, de una gran perla, blan­
da y nebulosa, como brumosa, o al contrario cristalina y límpida,
cuyo centro, como ha dicho uno de ellos, estaría en todas partes
y la circunferencia en ninguna parte... sino más bien, de una
manera completamente arbitraria y alternativamente, la forma de
las cosas más particulares, las más asimétricas y consideradas
contingentes, y no solamente la forma, sino también todas las ca­
racterísticas... como por ejemplo una rama de lilas, un langos­
tino. . .”
Si ama cada flor, cada animal, lo suficiente para dar alter­
nativamente su forma y su ser al universo, por lo menos la exis­
tencia de este universo no ofrece duda alguna para él, por lo
menos juzga razonable concebirlo bajo los aspectos que el rea­
lismo dogmático le ha prestado desde hace veinte siglos. Y en
este universo sólido, lila, langostino o esfera de bruma, el hom­
bre es una cosa entre otras cosas. En esta concepción casi ingenua
encontramos, por lo tanto, la afirmación del materialismo cientí­
fico: que hay una preeminencia del objeto sobre el sujeto. El
ser existe antes del conocer; el postulado inicial de Ponge se con­
funde con el de la ciencia. Ponge comenzó, como muchos escri­
tores y artistas de su generación, con una duda metódica, pero
no ha querido comprometer a la ciencia. Tal vez esta omisión
le va a jugar más tarde malas pasadas.
3 Soy yo quien subraya.
Pero por el momento hemos descubierto nuestro objeto. Es
finalmente el universo, con el hombre dentro.
“Desearía escribir una especie de De natura rerurn. Se ve
bien la diferencia con los poetas contemporáneos: no son poemas
lo que desearía componer, sino una sola cosmogonía.”
¿Por qué esta cosmogonía se presenta actualmente en frag­
mentos discontinuos? Porque es necesario constituir un alfabeto:
“La riqueza de las proposiciones contenidas en el menor obje­
to es tan grande que no concibo todavía sino las más sencillas:
una piedra, una hierba, el fuego, un pedazo de madera, un trozo
de carne”.
En consecuencia, por el momento se trata menos de escribir
una cosmogonía que una especie de Característica universal, me­
diante la designación de seres elementales que luego podrán ser
combinados para reproducir existentes más complicados. Hay, en
consecuencia, para Ponge una sencillez absoluta y una complica­
ción absoluta; no se le ocurre la idea de que toda cosa es com­
pletamente sencilla o infinitamente complicada según el punto de
vista en el que uno se coloca. Un hombre que enciende un cigarrillo
es completamente sencillo, con la condición, no obstante, de que
considere a ese hombre con su cigarrillo como una totalidad una
y significante, es decir, que compruebo a este respecto la aparición
de una “Gestalt”. Pero si me empeño voluntariamente en no ver
esa forma sintética, me encuentro con tanta carne, huesos y ner­
vios en los brazos que tendré que elegir, en toda esta carnicería,
“trozos” relativamente simples y. accesibles a la descripción. Eso
es lo que hace Ponge. Pero yo le pregunto: ¿por qué esa unidad
que niega al fumador se la da a su fémur o a su bíceps? Vol­
veremos a esto más adelante.
Estamos, por lo tanto, en el campo, que se ha deslizado hasta
el centro de la ciudad. Una col en un jardín, un guijarro en la
playa, un camión en la plaza, un cigarrillo en el cenicero o en una
boca, vienen a ser lo mismo, puesto que nos hemos despojado del
proyecto. Las cosas están ahí, esperan. Y lo que observamos
ante todo es que reclaman una expresión, son las “solicitaciones
mudas que hacen para que se les hable, según su valor y por ellas
mismas —aparte de su valor habitual de significación—, sin elec­
ción y no obstante con medida. ¿Pero qué medida? La suya
propia”. ■
Hay que entender este pasaje al pie de la letra. No se trata
de una fórmula de poeta para caracterizar los llamamientos que
nos hacen nuestros recuerdos más oscuros y profundos. Es una
intuición directa de Ponge, todo lo menos teórica posible. Vuelve
a ella con insistencia en el Parti pris des choses, sobre todo a lo
largo de las admirables páginas que consagra a la vegetación.
“Los árboles.. . dan suelta a sus palabras, una oleada, una
vomitona de verde. Tratan de llegar a una foliación completa de
palabras. . . Lanzan, al menos ellos lo creen, cualesquiera pala­
bras, lanzan tallos para colgar de ellos todavía más palabras...
Creen que pueden decirlo todo, que pueden cubrir por completo
al mundo con palabras variadas: no dicen sino “los árboles” . . .
Siempre la misma hoja, siempre el mismo modo de despliegue y
el mismo límite, siempre hojas simétricas a sí mismas, simétrica­
mente suspendidas. En resumidas cuentas nada podría contenerlas
sino esta observación hecha de pronto: ‘No se sale de los árboles
sino por medio de árboles’.” 4
Lo que explica más adelante en estos términos:
“No son sino una voluntad de expresión. No se ocultan nada
a sí mismos, no pueden guardar en secreto idea alguna, se ex­
playan enteramente, sinceramente, sin restricción.. Toda volun­
tad de expresión de su parte es impotente salvo para desarrollar
su cuerpo, como si cada uno de nuestros deseos nos costase la
obligación en adelante de nutrir y de soportar un miembro suple­
mentario. Infernal multiplicación de substancia con ocasión de
cada idea” 6.
No creo que se haya ido nunca más lejos en la comprensión
del ser de las cosas. Aquí el materialismo y el idealismo son ya
improcedentes. Estamos muy lejos de las teorías, eñ el centro de
las cosas mismas, y las vemos de pronto como pensamientos em­
pastados por sus propios objetos. Como si la idea que se puso en
camino para llegar a ser idea de silla de pronto se solidificase de
atrás adelante y se convirtiese en silla. Si se contempla a* la
Naturaleza desde el punto de vista de la Idea no se puede
eludir esta obsesión: la indistinción de lo posible y lo real, que
se encuentra en grado menor en el sueño del durmiente y
que es la característica del ser. Ser en sí. En efecto, la afirmación
es siempre afirmación de algo, es decir, que el acto afirmativo se
4 Parti pris des choses, pág. 26.
5 Parti pris des choses, págs. 63 y 65.
distingue de la cosa afirmada. Pero si suponemos una afirma­
ción en la que lo afirmado viene a llenar lo afirmante y se con­
funde con él, esta afirmación no puede afirmarse, por exceso de
plenitud y por inherencia inmediata del continente en lo conte­
nido. Por lo tanto, el ser es opaco para sí mismo, precisamente
porque está lleno de sí mismo. Si quiere tener de sí mismo una
visión reflexiva, he aquí que esa visión, hoja o rama, se espesa
a su vez y se hace cosa. Tal es el aspecto de la Naturaleza que
discernimos cuando la contemplamos en silencio: es un lenguaje
petrificado. De ahí ese deber que siente Ponge a su respecto: el
del manifestar para ella. Pues se trata —ni más ni menos— de
manifestar. Pero las tentativas de Ponge difieren profundamente
de la “manifestación” gidiana. Al manifestar, Gide quiere reco­
ser la Naturaleza, apretar su trama y hacerla existir finalmente
en el plano de la perfección estética, de manera que se verifique
la paradoja de Wilde: “La naturaleza imita al arte”. La “mani­
festación” gidiana es con respecto a su objeto lo que es el círculo
geométrico con respecto a los “redondeles” de la Naturaleza. Lo
único que quiere Ponge es prestar su lenguaje a todas esas pala­
bras atascadas, enligadas, que surgen a su alrededor de la tierra,
del aire y del agua. ¿Qué puede hacer para eso? Ante todo vol­
ver a esa actitud ingenua câra a todos los radicalismos filosóficos,
a Descartes, Bergson y Husserl: “Finjamos que no sé nada”.
“Considero el estado actual de las ciencias: bibliotecas enteras
sobre cada parte de cada una de ellas... ¿Tendría que comenzar
por leerlas y aprenderlas? Muchas vidas no bastarían para eso.
Entre la enorme extensión y cantidad de los conocimientos adqui­
ridos por cada ciencia, del crecido número de las ciencias, nos
perdemos. Lo mejor que se puede hacer, por lo tanto, es consi­
derar a todas las cosas como desconocidas, y pasearse o tenderse
bajo los árboles o en la hierba y volver a tomar todo desde el
comienzo.”
En consecuencia, Ponge aplica sin saberlo el axioma original
de toda la Fenomenología: “En las cosas mismas” 6. Su procedi­
miento será el amor, ese amor que no implica deseo, ni fervor,
ni pasión, sino que es aprobación total, respeto total, “cuidado ex­
tremado... de no molestar al objeto”, adaptación tan perfecta y
detallada “que vuestras palabras tratan siempre a todo el mundo
0 “An die Sache selbst”.
como lo trata ese objeto mediante el lugar que ocupa, sus seme­
janzas, sus cualidades...” En resumen, se trata de observar el
guijarro menos que de instalarse en su corazón y de ver el mundo
con sus ojos, como hace el novelista que, para describir a sus
personajes, se desliza en la conciencia de éstos y describe las cosas
y las personas tal como se le aparecen. Esta posición permite
comprender por qué Ponge llama a su obra una cosmogonía más
bien que una cosmología. Es que no se trata de describir. En él
se encontrarán muy pocas de esas instantáneas brillantes mediante
las cuales una Virginia Woolf o una Colette dan exactamente el
aspecto de un objeto. Habla del cigarrillo sin decir una palabra
del papel blanco que lo envuelve, de la mariposa casi sin men­
cionar los dibujos que jaspean sus alas: no le preocupan las cua­
lidades, sino el ser. Y el ser de cada cosa se le aparece como un
proyecto, como un esfuerzo hacia la expresión, hacia cierta expre­
sión con cierto matiz de sequedad, de estupor, de generosidad, de
inmovilidad. Compenetrarse con ese esfuerzo mismo, más allá del
aspecto fenomenal de la cosa, es haber llegado a su ser. De ahí
este discurso del método:
“Todo el secreto de la dicha del contemplador está en su
negativa a considerar como un mal la invasión de su personalidad
por las cosas. Para evitar que eso se convierta en misticismo es
necesario : darse cuenta precisamente, es decir, expresamente,
de cada una de las cosas de las que ha hecho el objeto de su con­
templación; 2? cambiar con bastante frecuencia el objeto de con­
templación y en suma mantener cierta medida. Pero lo más im­
portante para la salud del contemplador es la nominación de todas
las cualidades que descubre a medida que las descubre; no es
necesario que las cualidades que le “transportan” le transporten
más allá que su expresión mesurada y exacta”.
Henos aquí, por lo tanto, traídos de nuevo a la nominación
de que habíamos partido y que aparece aquí como el ejercicio de
una virtud helénica de mesura. Entendámonos bien, no obstante:
para Ponge, si el hombre denomina, no lo hace solamente para
fijar en noción lo que correría siempre el peligro de degenerar
en éxtasis, sino porque, en fin de cuentas, todo comienza y ter­
mina para él con palabras; al nombrar, cumple su oficio de
hombre :
“El Verbo es Dios; sólo existe el Verbo; yo soy el Verbo ’.
En consecuencia, la imposición del nombre adquiere el valor
de una ceremonia religiosa. Ante todo, porque corresponde al mo­
mento de la reanudación: mediante ella el hombre, diluido en la
cosa, se retira, se concentra y reanuda su función humana. Luego,
y sobre todo, porque la cosa, como hemos visto, espera su nombre
con todo su celo de expresión abortada. Por tanto, la nominación
es un acto metafísico de un valor absoluto; es la unión sólida y
definitiva del hombre y de la cosa, porque la razón de ser de la
cosa consiste en requerir un nombre y la función del hombre en
hablar para darle un nombre. He aquí por qué Ponge puede
escribir acerca de la “modificación de las cosas por la palabra”:
“En una onda, en un conjunto informe que llena su conte­
nido, o por lo menos que se ajusta a su forma hasta cierto nivel
—por efecto de la espera, de una acomodación, de una especie de
atención todavía de la misma naturaleza— puede entrar lo que
ocasionará su modificación: la palabra.
“La palabra sería, por lo tanto, en las cosas del espíritu su
estado de rigor, su manera de mantenerse a plomo fuera de su
continente. Una vez comprendido eso se tendrá el tiempo y el
goce de estudiar tranquilamente, minuciosamente, con aplicación,
las cualidades descontables.
“La más notable, y que salta a los ojos, es una especie de
crecimiento, de aumento de volumen del hielo con relación a la
onda, y la rotura, por él mismo, del continente, antes forma in­
dispensable.”
Lo que significa que, mediante el acto mismo que da a la cosa
su nombre, la idea se convierte en cosa y hace su entrada en el
dominio del espíritu objetivo. Así, no se trata únicamente de
nombrer, sino de hacer un poema. Por esto entiende Ponge una
obra bastante particular y que excluye rigurosamente el lirismo:
tras los tanteos y las aproximaciones que le han entregado los
nombres y los adjetivos que convendrán a la cosa, hay que re-
unirlos en una totalidad sintética y de manera que la organiza­
ción misma del Verbo en esa totalidad produzca exactamente el
surgimiento de la cosa en el mundo y su articulación interior. A
eso precisamente es a lo que llama poema. Sin duda no es ente­
ramente, como hemos visto, la cosa misma, y conserva una rela­
ción con el hombre: “Si no, cada poema agradaría a todos y a
cada uno, en todos y en cada momento, como agradan y con­
mueven los objetos de las sensaciones mismas”. Pero “al menos,
mediante un amasamiento, un primordial irrespeto de las pala-
bras, etc.. .., se deberá dar la impresión de un nuevo idioma que
producirá el efecto de sorpresa y de novedad de los objetos de
sensación mismos”.
Y ese poema, precisamente a causa de la unidad profunda de
las palabras que hay en él, a causa de su estructura sintética y
de la aglutinación de todas sus partes, no será simple copia de
la cosa, sino cosa en sí mismo.
“El poeta nunca debe presentar un pensamiento, sino un ob­
jeto, es decir, que incluso al pensamiento le debe hacer tomar una
actitud de objeto.
“El poema es un objeto de goce que se ofrece al hombre,
hecho y destinado especialmente para él.”
Volvemos a encontrar aquí esa tendencia común a la litera­
tura y la pintura del siglo XX y que quiere que un cuadro, por
ejemplo, más bien que una traducción, incluso libre, de la natu­
raleza, sea una naturaleza por sí sólo. Pero hay que comprenderlo
bien. Aquí es la forma misma, en su opacidad, la que es cosa.
El contenido sigue siendo el movimiento profundo de la cosa
nombrada. Como quiera que sea, cuando el poema está termi­
nado, la unidad del mundo queda restablecida. En un sentido,
en efecto, todo es expresión, puesto que las cosas tienden por sí
mismas hacia el Verbo, como la . Naturaleza aristotélica tiende
hacia Dios; todo expresa, se expresa o trata de expresarse, y la
nominación, que es el acto más humano, es también la comunión
del hombre con el universo. Pero en otro sentido todo es cosa,
puesto que la nominación poética se ha, petrificado. Todo sucede
en el mundo de Ponge como si una materialización sutil se apo­
derase por detrás de los significados mismos, o más bien como
si cosas y pensamientos se “prendiesen”, como se dice de una
crema. Así el universo, durante un instante perforado por el pen­
samiento, vuelve a cerrarse y encierra en sí mismo al pensamiento
—cosa con las cosas— pensadas. Todo está lleno: el Verbo ha
encarnado y “y no hay sino Verbo”.
Ponge ha llamado “contemplación” al momento de éxtasis en
el que se ha establecido fuera de sí en el corazón de la cosa, y
hemos visto que el amor, tal como él lo ha definido, es también
bastante platónico, pues no va acompañado de verdadera posesión.
Sin embargo, no habría que imaginarse que esta intuición cae
bajo los reproches que se acostumbra hacer a las actitudes estric­
tamente contemplativas. Es de una clase muy particular. En pri-
mer lugar la llamaré de buena gana contemplación activa, pues,
lejos de suspender todo comercio con el objeto, supone, al con­
trario, que se adapta a él mediante una multitud de empresas que
deben satisfacer únicamente la obligación de no ser utilitarias.
Ponge nos dice, por ejemplo, que para descubrir las cualidades
peculiares del aparato para lavar la ropa :
“No basta con haberlo contemplado con frecuencia sentado
en una silla.
“Es necesario —tropezando—, lleno con su carga de telas in­
mundas, haberlo levantado de un solo esfuerzo del suelo para po­
nerlo sobre el hornillo, donde se lo debe arrastrar de cierta ma­
nera para luego asentarlo exactamente en el anillo del fogón.
“Hay que haber atizado bajo él las pavesas y haberlo remo­
vido progresivamente; haber tanteado con frecuencia sus tabiques
tibios o ardientes; escuchado el profundo zumbido interior y des­
pués muchas veces haber levantado la cubierta para comprobar la
tensión de los chorros y la regularidad del riego.
‘Finalmente hay que haberlo tomado, todavía hirviente, para
colocarlo otra vez en el suelo.
“Quizás en ese momento lo habrá descubierto.”
No es necesario decir que cuando Ponge ejecuta, sin duda
para hacer un favor a su esposa o a algún pariente, esos diferentes
trabajos de fuerza los despoja, quizá con gran perjuicio de la
colada, de toda significación práctica. Ve en ellos solamente la
ocasión de realizar con el aparato un contacto más íntimo, de apre­
ciar su peso, de medir con los brazos el tamaño de su contorno,
de sentir su calor. Con otros objetos la comunicación será todavía
más desinteresada. Abre puertas por el placer de abrirlas: “ .. .la
dicha de asir por la panza mediante su nudo de porcelana uno
de esos altos obstáculos de una p ieza...”; les escalpa el musgo
a las “viejas rocas austeras”. Y ciertamente no hay una persona
que no haya abierto una puerta, colocado en el hornillo un apa­
rato para lavar la ropa, arrancado el musgo de una piedra o
metido su brazo en el mar. Todo consiste en saber lo que se pone
en ello.
Pero sobre todo Ponge no se ha desprendido un instante de
su prejuicio revolucionario. Su contemplación es activa, porque
destruye en las cosas el orden social que se refleja en ellas. Se
opone a toda vana tentativa de evasión. Excusarse de irse: trans­
ferirse a las cosas”. En tanto que es deshumaniaznte, su intuición
contribuye a volver a cerrar sobre nuestras cabezas el mundo ma­
terial y a absorbernos como cosas en su seno; le falta poco para
ser panteística. Digamos que es un panteísmo detenido a tiempo.
Se ve, por lo tanto, que funciona contra por lo menos tanto como
con. Sin embargo, su finalidad última es la substitución del orden
social que deshace con un orden humano verdadero. El prejuicio
de las cosas conduce a la “lección de cosas”. Es que “millones de
sentimientos, además diferentes del pequeño catálogo de los que
experimentan actualmente los hombres más sensibles, están por
conocer, están por experimentar”. Y es en el corazón de las cosas
donde los descubrimos. Se trata, por lo tanto, de que nos ajDO-
deremos de ellos y los realicemos en nosotros: “Tiendo a decir
por lo que a mí me toca que soy una cosa muy distinta, y, por*
ejemplo, que fuera de todas las cualidades que poseo en común
con la rata, el león y la red, pretendo la del diamante y me soli­
darizo . . . enteramente tanto con el mar como con el acantilado
que ataca v con el guijarro que se crea como consecuencia...
sin prejuzgar de todas las cualidades de las que estoy seguro de
que la contemplación y la nominación de objetos extremadamente
diferentes me harán adquirir conciencia y producirán un goce
efectivo a continuación”.
Tal vez se creerá encontrar en esto un animismo ingenuo in­
compatible con el materialismo que Ponge profesaba poco antes,
pero se trata más bien de lo contrario. Cuando Ponge quiere
beneficiarse y hacer que se beneficien los otros con los sentimien­
tos que juzga encerrados en el seno de los objetos, no es que
haga de las cosas otros tantos hombrecitos silenciosos, sino más
bien que toma a los hombres deliberadamente como cosas. Sin
duda atribuye a los objetos inanimados “maneras-de-comportar-
se”, pero precisamente porque sigue siendo completamente beha-
viorista y no cree que nuestros “comportamientos” son a priori
de distinta naturaleza que los -de aquéllos. Hay en cada cosa un
esfuerzo material, una contienda, un proyecto que hacen su unidad
y su permanencia. Pero nosotros no estamos hechos de otro modo.
Nuestra unidad, según él, es la unidad de nuestros músculos, de
nuestros tendones, de nuestros nervios, y esa contienda fisiológica
que reúne el todo hasta nuestra muerte. Lejos de que haya en
esto humanización del guijarro, hay deshumanización, llevada
hasta los sentimientos, del hombre. Y si mi sentimiento mismo
es una cosa, cierto orden que se impone a mis visceras, ¿no se
puede hablar del sentimiento de la piedra? Si puedo alimentar
mi ira, ¿no puedo mantener en mí, por lo menos en calidad de
esquema afectivo, cierto tipo de desecación sobria y altiva que
será, por ejemplo, el indicio del guijarro? Todavía no es el mo­
mento de tratar de decidir si Ponge está en lo cierto o se equivoca
y hasta qué punto tiene razón, quizá contra sí mismo. Nos limi­
tamos a exponer su doctrina. Queda que esta tentativa de con­
quistarnos tierras vírgenes para nuestras sensibilidades se pre­
sente a sus ojos como altamente moral. Así no habrá realizado
una sencilla tarea de pintor, sino que habrá realizado verdadera­
mente su misión de hombre, puesto que, según dice, la noción
propia del hombre es “la palabra y la moral: el humanismo”.
¿Qué ha hecho? ¿Ha conseguido lo que quería? Por fin ha
llegado el momento de examinar sus obras. Y, puesto que él mis­
mo las considera como objetos, considerémoslas nosotros como
cosas, como hace él con el cigarrillo o el caracol, para desenma­
rañar su articulación interna y su significado, sin tener en cuenta
las intenciones pregonadas por su autor. Entonces veremos si su
“manera-de-comportarse” corresponde en todo a las teorías que
acabamos de exponer.

II
Los poemas de Ponge se presentan como construcciones bise­
ladas cada una de cuyas facetas es un párrafo. A través de cada
faceta se ve el objeto entero. Pero cada vez desde otro punto de
vista. La unidad orgánica es, por lo tanto, el párrafo: se basta
a sí mismo. Es raro que un pasaje se extienda de un párrafo
a otro. Están separados por cierta densidad de vacío. No se
pasa de una faceta a la otra, sino que, más bien, hay que imprimir
a la construcción entera un movimiento de rotación que pone una
faceta nueva bajo nuestra mirada. Ni Ponge ni el lector aprove­
chan el impulso adquirido; cada vez se comienza de nuevo. En
consecuencia, la estructura interior del poema es manifiestamen­
te la yuxtaposición. No es posible, sin embargo, que la memoria
se abstenga de conservar los párrafos anteriores y de organizarlos
con los que leo al presente. Es que, además, a través de ese
mosaico se desarrolla una misma idea. Con frecuencia, como Le
mimosa, el poema toma el aspecto de una serie de aproximacio­
nes y cada aproximación es un párrafo. Le mimosa ofrece el
aspecto de un tema seguido de variaciones: todos los motivos —o
casi todos— son indicados de antemano; y cada párrafo se pre­
senta como una combinación nueva de esos motivos, con la intro­
ducción de muy pocos elementos nuevos. Cada una de esas varia­
ciones es rechazada luego como imperfecta, superada, sepultada
por una nueva combinación que vuelve a partir del cero. Sin
embargo, se queda allí, aunque sólo sea como la imagen de lo
que ya ha sido hecho y no hay que hacer. Y el “poema” final
refundirá todos esos ensayos en una “redacción definitiva”. Por
lo tanto, cada párrafo está presente, a pesar de todo, en el párrafo
siguiente. Pero no a la manera de esa “multiplicidad de interpre­
tación” de que habla Bergson, ni tampoco como las notas espar­
cidas de una melodía, que se oyen todavía en la nota siguiente
y la coloran y le dan su sentido: el párrafo pasado acosa al
párrafo presente y trata de fundirse con él. Pero no puede hacerlo:
el otro lo rechaza con toda su densidad.
Como la unidad orgánica es el párrafo, cada frase asume den­
tro de esa totalidad una función diferenciada. A este respecto ya
no podemos hablar de yuxtaposición: hay movimiento, paso, as­
censión, descenso, deslizamiento, vectación, comienzo y fin. Leo
las primeras líneas de Bords de mer: la frase inicial es una afir­
mación incondicional. La segunda, que comienza con un “pero”,
la corrige. La tercera, con un “por eso”, saca la conclusión de
las dos primeras. Y la cuarta, que comienza con “porque”, apor­
ta al conjunto una última justificación. Hay, por lo tanto, movi­
miento, una división del trabajo muy desarrollada, la imagen mis­
ma de la vida; ya no nos las tenemos que ver, según parece, con
un polipero, sino con un organismo evolucionado. Sin embargo,
siento una especie de incomodidad bastante compleja. Esta vida
tan bulliciosa, tan atareada, tiene algo sospechoso. Abro los Pen­
samientos de Pascal al azar y leo:
“Que el hombre contemple, pues, la naturaleza entera, en su
elevada y plena majestuosidad, que aleje su vida de los objetos
viles que lo rodean. Que mire esa luz brillante, colocada como
una lámpara eterna para iluminar el universo, que la tierra le
parezca como un punto en comparación con el vasto circuito que
ese astro describe y que le asombre que ese vasto circuito mismo
no sea sino un punto muy tenue con respecto al que abarcan los
astros que ruedan por el firmamento. Pero si nuestra vista se
detiene en eso, que la imaginación pase de largo; se cansará de
concebir antes que la naturaleza de producir. Todo este mundo
visible no es más que un rasgo imperceptible en el amplio seno
de la naturaleza. Ninguna idea se le aproxima. Es inútil que
inflemos nuestras concepciones, etc., etc... ”.
Veis cómo en Pascal el punto representa un suspiro, no
una pausa. Ha sido puesto entre las dos primeras frases teniendo
en cuenta la respiración y los atractivos de la vida más bien que
el sentido, puesto que tanto en la primera como en la segunda
encontramos “que” separados los unos de los otros por simples co­
mas. De ello resulta un movimiento que se prolonga de una frase
a otra y una unidad profunda bajo esos cortes superficiales; y la
segunda aprovecha tan ampliamente el impulso dado por la prime­
ra que ni siquiera se toma la molestia de nombrar su sujeto: el
mismo “hombre” las habita a una y otra. Tras este fuerte ataque,
la tercera frase puede recobrar el aliento y variar ligeramente el
modo de presentación del mismo pronombre; el comienzo fué tan
violento que juega ganando, la mente la organiza, a pesar de ella
misma, con las dos precedentes. Ahora se trata de pasar a la exhor­
tación y la comprobación. Pero ved la preocupacción : es dentro de
la tercera frase, después de la frágil barrera de un punto y coma,
donde se realiza ese paso. De modo que esta frase central es el
eje del párrafo: en .ella viene a morir el primer movimiento; en
ella se inicia esa conmoción de ondas tranquilas y concéntricas que
nos van a llevar hasta el fin. He aquí una unidad verdadera y
melódica. Melódica hasta el punto de que hace rechinar un po­
co los dientes.
Por contraste podemos comprender mejor la estructura de
los párrafos de Ponge: sin duda sus frases se forman con sig­
nos, inician pasajes, tratan de tener puentes. Pero cada una de
ellas es tan densa, tan definitiva, su cohesión interna es tal que,
como sucedía hace un momento con sus párrafos, hay entre ellas
agujeros, vacío. Toda la vida del poema está entre dos puntos;
y los puntos adquieren aquí su valor máximo: el de un pequeño
aniquilamiento del mundo, que recobra la forma algunos mo­
mentos después. De ahí el sabor desconcertante del objeto: las
frases están constrídas en función las unas de las otras. Con gra­
pas y ojales; son ganchudas y pueden engancharse, pero una
distancia inapreciable hace que las grapas vuelvan a caer sin ha­
ber asido nada. La unidad del párrafo se ofrece, pero es senián-
EL h o m b r e y L a s c o s a s
tica, demasiado poco material, demasiado inteligible para que se
la saboree. Es una unidad fantasma, presente en todas partes y
que no se toca en ninguna. Y los “porque”, los ‘“pero”, los “sin
embargo” adquieren en ella un aspecto antiguo y un poco solem­
ne, pues han sido hechos para encadenar, para manejar tran­
siciones, y he aquí que de pronto se los eleva a la dignidad de
primeros comienzos. Son los primeros en sorprenderse de ello
(diría yo si quisiera hacer un “A la manera de” Ponge).
Es cierto que este aspecto del Partí pris des choses puede
encontrar muchas explicaciones. Ponge mismo nos ha prevenido
que trabaja interrumpidamente. Tiene un empleo que le absor­
be diez horas al día. Escribe de noche y durante poco tiempo.
Cada noche tiene que volver a empezar, sin impulso, sin tram­
polín. Cada noche tiene que volver a ponerse en presencia de
la cosa, y del papel. Cada noche tiene que descubrir una nueva
faceta, escribir un nuevo párrafo. Pero él mismo nos pone en
guardia contra esta explicación demasiado material. “Por lo de­
más, aunque tuviera tiempo, me parece que ya no me agradaría
trabajar mucho y a intervalos sobre el mismo tema. Lo que me
importa es tomar cada noche un nuevo objeto y obtener de él al
mismo tiempo un goce y una lección.” Hay en ello como una pre­
ferencia por lo discontinuo que corresponde a una elección ori­
ginal. Habría que demostrar — lo que no sería tan difícil pero
nos llevaría demasiado lejos — por qué los “aficionados a las
almas”, como Barrés, están del lado de la continuidad y por qué
los “aficionados a las cosas” prefieren lo discreto, como Renard
y como Ponge. Lo que importa en este caso es definir el efecto—
obtenido o no conscientemente — de esas discontinuidades. Cons­
tituye quizás el encanto más inmediato y más difícilmente ex­
plicable de las obras de Ponge. Me parece que sus frases se ha­
llan entre ellas como esos sólidos que se ven en los cuadros de
Braque y Juan Gris, entre los cuales el ojo debe establecer cien
unidades diferentes, mil relaciones y correspondencias, para com­
poner finalmente con ellos un solo cuadro, pero que están ro­
deados por líneas tan gruesas y oscuras, tan profundamente cen­
tradas sobre sí mismas que el ojo es enviado constantemente de
lo continuo a lo discontinuo, tratando de realizar la fusión de
diferentes manchas del mismo color violeta y apoyándose a ca­
da momento en la impenetrabilidad de la mandolina y del cán­
taro. Pero en Ponge ese paradero tiene, a mi parecer, un senti-
do muy particular: constituye el poema mismo en su forma
intuitiva como una síntesis perpetuamente evanescente de la uni­
dad viviente y de la dispersión inorgánica. No olvidemos que el
poema es aquí cosa y que, en su calidad de cosa, reclama cierto
tipo de existencia que la ordenación de las frases y los párra­
fos debe conferirle. Ahora bien, me parece que este tipo de exis­
tencia podría definirse como el de una estatua hechizada; tene­
mos que habérnoslas con mármoles frecuentados por la vida. E-
sos párrafos visitados continuamente por el recuerdo de otros
párrafos que no pueden organizarse con ellos, esas frases que
en su soledad inorgánica zumban de llamamientos a otras frases
con las que no pueden unirse, ¿no son como un esfuerzo abor­
tado de la piedra hacia la existencia organizada? Encontramos
aquí una imagen intuitiva, dada por el estilo y la escritura, de
la manera como Ponge quiere hacernos contemplar las “cosas”.
Tendremos que volver a ello.
Las frases de Ponge, así suspendidas en el vacío mediante
una descomposición sutil de sus enlaces, son enormemente afir­
mativas. Eso responde ante todo al gusto mismo del autor: desea
dejar tras sí “proverbios”. Proverbios, es decir, esas frases car­
gadas de sentido, ya petrificadas y cuyo poder de afirmación es
tal que toda una sociedad las hace suyas. Así se comprende esa
severa economía de palabras que quiere realizar en todas partes
—que el conjuntivo “y”, por ejemplo, quede prácticamente su­
primido en sus obras, o que no figure en ellas sino como un
exordio ceremonioso—, que a veces las subordinadas, almido­
nadas por esa afirmación omnipresente, se mantengan en el
aire por sí solas, sin principal, entre dos puntos, con aires de
considerandos de una sentencia judicial:
“Pero como cada oruga tuvo la cabeza cegada y ennegre­
cida, y el torso adelgazado por la verdadera explosión que cha­
muscó las alas simétricas.
”Desde entonces la mariposa errática ya no se posa sino
al azar de su curso, o del mismo modo.”
Pero el acto afirmativo, con su pompa, tiene como función,
sobre todo, imitar el surgimiento categórico de la cosa. No olvi­
demos que Ponge no se propone describir la undulación de las
apariencias, sino la substancia interna del objeto, en el punto
preciso en que se determina por sí misma. Por lo tanto, su frase
reproduce ese movimiento generador. Es ante todo genética y
E l h o m b r e y l a s c o s a s
sintética. El problema de Ponge coincide a este respecto con el
de Renard: ¿cómo se puede hacer que una misma frase contenga
el mayor número de ideas? Pero en tanto que Renard perseguía
el ideal imposible del silencio, Ponge tiende a reproducir la cosa
de un solo golpe. Es necesario que las palabras cristalicen a
medida que el ojo las recorre y que la frase, al final, haya re­
producido un surgimiento. Pero como este surgimiento posee la
obstinación de la cosa y no el flexible devenir de la vida, como
es más bien que un nacimiento una especie de aparición coagu­
lada, es necesario que el movimiento generador, en vez de pro­
pagarse blandamente de frase en frase como una onda, vaya a
chocar rudamente y a estrellarse contra el tope del punto. De ahí
esa estructura frecuente de la frase: al comienzo el mundo líquido
y rápido de las aposiciones y luego, de pronto, la detención, la
principal, breve, concentrada: la cosa “se ha formado” y cir­
cunscrito de pronto. He aquí la mariposa:
“Minúsculo velero de los aires maltratado por el viento en
pétalo redundante, vagabundea en el jardín.”
La frase de Ponge, en sí misma, es un mundo minuciosa­
mente articulado en el que el lugar de cada palabra está calcu­
lado, en el que las recusaciones, las inversiones tienen como
función presentar los hechos en su orden verdadero, pero figuran
también como un recuerdo lejano del simbolismo y de los inven­
tos sintáxicos de Mallarmé. A veces, en este mundo en fusión
hay solidificaciones bruscas, coágulos —la mayor parte del tiem­
po adverbios— y por otra parte miembros de frase enteros que
emergen como gruesos volúmenes pastosos y manifiestan una
especie de independencia: es que Ponge se hace el deber de des­
cribir al correr de la pluma, dentro mismo de su frase, los ele­
mentos que compone la “cosa” estudiada y su génesis. En conse­
cuencia hay cosas en la cosa y génesis de la génesis. He aquí la
lluvia :
“Con arreglo a la superficie entera de un tejadito de cinc
que esta mirada domina, ella fluye en lámina muy delgada, muaré
a causa de corrientes muy variadas por las imperceptibles ondu~
laciones y abolladuras de la cubierta. Del canalón contiguo por
el que fluye con la contención de un arroyo hueco, sin gran
pendiente, cae de pronto en un hilo completamente vertical, bas*
tante groseramente trenzado hasta el suelo, donde se rompe y
rebota en agujetas brillantes” 7.
Quedan las palabras, cuya “densidad semántica” debe ex­
presar la riqueza de las cosas. En verdad, eso es lo menos patente.
Sin duda comprueba en Ponge una ligereza feliz con respecto al
lenguaje, cierta manera de no ponerse los guantes con él, de
hacer retruécanos, de inventar si es necesario palabras como
“vanaglorioso” e “floribondos”, pero es más bien en él como
una sonrisa de liberación.
“Ex mártir del lenguaje” : se me permitirá que ya no lo
tome todos los días en serio.
Sin duda también, se detiene más que cualquier otro en las
correspondencias de las palabras con las cosas que designan:
“Lo que hace tan difícil mi trabajo (es) que el nombre de la
mimosa es ya perfecto. Conociendo el arbusto y el nombre de
la mimosa, se hace difícil encontrar para definir la cosa algo
mejor que ese nombre mismo . . . ”
Pero lo que cuenta sobre todo es una ternura sensual por
los nombres, una manera de apretarlos para que den todo su
sentido. Tal ese “vagabundea en el jardín”, que no llamará la
atención sino si se le agrega la idea de andorreo a lo largo de
espacios vagos, inclusa en la palabra “vagabundo”, con lo que
hay, al contrario, de circunscrito, de cuidadosamente pulido y
perfecto en la palabra “jardín”. En este sentido, hay que leer a
Ponge con atención, palabra por palabra; hay que releerlo. Hay
mucha profundidad en la elección de sus palabras y es ella la
que mide el ritmo en cascada de la lectura que es necesario hacer.
Pero es raro que sean elegidas con esa impropiedad concertada
que él premeditaba. Y si es necesario señalar en primer lugar
que su deseo de producir poemas-cosas se ha realizado casi por
completo, conviene también reconocer que ha fracasado en su
intento de dar “mediante un amasamiento, un primordial irres­
peto por las palabras, la impresión de un nuevo idioma que pro­
ducirá el efecto de sorpresa y de novedad de los objetos de
sensación mismos”.
Es hora de pasar al examen del contenido. Pero no sin
7 Subrayo los miembros de frases que se aislan. Se advertirá c1
mimetismo de la frase que termina realmente en "se rompe” y rebota
débilmente como la lluvia.
haber tomado nota de que esas frases tan densas y que se harían
fácilmente solemnes, son aligeradas y como vaciadas por una
especie de picardía bonachona que se desliza por todas partes.
Para terminar, Ponge mismo enseña la oreja y habla de él. No,
según creo, bajo el aspecto del personaje que representa corrien­
temente y que me imagino más adusto, sino bajo el de una espe­
cie de entomólogo irónico, charlatán e ingenuo que recuerda
una encantadora caricatura de Fabre. Es que concibe sus poemas
en la dicha, en lo mejor de sí mismo. Sin duda son, como hemos
visto, actos revolucionarios. Pero en el acto mismo encuentra
su liberación y su placer:
“Se debería poder dar a todos los poemas este título: Razo­
nes de vivir feliz. Para mí, al menos, los que escribo son cada
uno de ellos como la nota que trato de aprehender cuando de
una meditación o de una contemplación salta en mi cuerpo el
cohete de algunas palabras que lo refrescan y le deciden a vivir
algunos días más.”
Como hemos visto, Ponge no observa, no describe. No busca
ni fija las cualidades del objeto. Es que, además, la cosa no se
le aparece, lo mismo que a Kant, como un polo X, soporte de
cualidades sensibles. Las cosas tienen sentidos. Hay que subor­
dinarlo todo a la aprehensión y la fijación de esos sentidos, de
esas “razones en estado crudo o vivo, cuando acaban» de ser
descubiertas en medio de las circunstancias únicas que las ro­
dean en el mismo segundo”. Razones, sentidos, maneras de com­
portarse, vienen a ser lo mismo. Todavía hace falta una ilumi­
nación privilegiada para descubrirlas. Por eso es por lo que la
toma de vista varía según el objeto. La mimosa es aprehendida
de frente, en el momento en que sus bolas amarillas, sus “vana­
gloriosos polluelos” “pían de perlas”, en tanto que sus palmas
dan ya señales de desaliento. Pero al langostino, al contrario,
vamos a tratar de atraparlo en el momento en que una “diafa­
nidad tan útil como sus saltos . .. quita por fin a su presencia
misma inmóvil bajo las miradas toda continuidad”. Los libros
enseñan que la mariposa nace de la oruga. Sin embargo, no es
en el momento de su metamorfosis cuando la iremos a buscar,
sino más bien en el jardín, cuando de pronto, en bandadas,
parece nacer de la tierra: es su verdadera génesis. El guijarro,
al contrario, exige que se lo comprenda partiendo de la roca y
del mar que lo engendran: llegaremos a él tras un largo preám­
bulo sobre la piedra.
Cuidadosos de dejar a cada cosa su dimensión real, no la
que adquiere ante nuestros ojos y que depende de nuestras me­
didas, veremos al marisco en la playa como un objeto “desme­
surado”, como un “enorme monumento”. Y nos parecerá enton­
ces que contemplamos algún cuadro de Dalí o una ostra gigante
capaz de devorar a tres hombres a la vez, posada sobre la mono­
tonía infinita de la arena blanca.
En apariencia, por lo tanto, poseemos una docilidad eiem-
plar y solamente tratamos de sorprender la dialéctica del objeto
para someternos a ella. Y trataremos, frente a cada realidad, de
“deiar que se introduzca mediante su movimiento propio en el
canal de las circunlocuciones, que alcance mediante la palabra
el punto dialéctico donde la sitúan su forma y su medio, su con­
dición muda y el ejercicio de su profesión legítima” 8.
¿Es así, no obstantes, como procede Ponge? ¿La impresión
que nos deían sus poemas corresponde a la exposición de su
método? ¿No ha lleerado a las cosas con ideas preconcebidas?
Hay que considerar la cuestión más de cerca.
Compruebo ante todo que buena parte del misterio encan­
tador que rodea a las producciones de Ponge se debe a que se
mencionan a todo lo largo de ellas las relaciones del hombre
con la cosa, pero despojándolas de toda significación humana.
Veamos la ostra:
“Es un mundo obstinadamente cerrado. Sin embargo, se
puede abrirla: es necesario entonces tenerla en el hueco del
paño de cocina, servirse de un cuchillo mellado y poco afilado,
volver a hacerlo muchas veces. Los dedos curiosos se cortan, las
uñas se rompen. Es un trabajo grosero.”
He aquí un universo poblado por hombres y, no obstante, sin
los hombres. ¿Qué es más ostra: la ostra misma o ese “se” ex­
traño y obstinado que parece salido de una novela de Kafka y
que la martiriza con un cuchillo mellado, sin que podamos adi­
vinar las razones de ese encarnizamiento, pues no se nos ha dicho
que la ostra es comestible? Y he aquí que ese “se’ mismo, medio
divinidad y medio borrasca, desaparece y deja lugar a esos dedos
curiosos que se parecen un poco a los de las manos golpeadoras
8 Parti pris des choses, pág. 69.
h l h o m b r e y l a s c o s a s
en los frescos cíe Fra Angélico. Mundo extraño en el que el
hombre está presente mediante sus empresas, pero ausente como
espíritu y como proyecto. Mundo cerrado en el que no se puede
entrar ni salir, pero que reclama precisamente un testigo hu­
mano: el que escribe el Parti pris dos choses, el que lo lee. La
inhumanidad de las cosas me remite a mí mismo; así la con­
ciencia, al extirparse del objeto, se descubre en la dialéctica
hegeliana. Sin embargo, la conciencia, según Ponge, es ella mis­
ma cosa.
¿De dónde viene entonces la unidad del objeto? He aquí el
'guijarro:
“Cada día más pequeño pero siempre seguro de su forma,
ciego, sólido y seco en su profundidad, su índole característica
consiste, por lo tanto, en que no se deja despachurrar, sino más
bien reducir por las aguas. Además, cuando, vencido, es por fin
arena, el agua no penetra en él exactamente como en el polvo.”
Concibo que Ponge afirme contra la ciencia la unidad de
esa piedra que se ofrece como tal a su percepción. Pero cuando
prolonga esa unidad hasta a los fragmentos dispersos del gui­
jarro, hasta ese polvo de piedra, digo que ya no le autoriza a
ello la ciencia ni el ánimo, sensible, sino únicamente su facultad
humana de unificación. Pues la percepción le proporciona la
unidad del guijarro, pero no la del guijarro y la arena. Y la
ciencia le enseña que la arena procede, en buena parte, de
guijarros rotos, pero añade que —siendo la Naturaleza exterio­
ridad— nunca hubo unidad alguna de la piedra, sino una colec­
ción de moléculas animadas por movimientos diversos. Hace
falta un juicio y una decisión para transportar a esas metamor­
fosis, que la geología reconstruye, la unidad que la percepción
nos hace descubrir. Sin embargo, el hombre está ausente; el
objeto supera al sujeto y lo aplasta. La unidad del guijarro pro­
viene de él y se comunica a sus partículas más ínfimas, a esa
piedra hecha trizas, mediante una virtud interior que corresponde
a su proyecto original y a la que bien se le puede llamar mágica.
Ved paralelamente el cigarrillo, la naranja, el pan, el fuego, la
carne. Todos estos seres poseen una cohesión cuidadosamente
distinta de la vida y que, no obstante, les acompaña en todos
sus avatares. Es una curiosa espontaneidad coagulada, un poco
análoga a esa contención que hace que el círculo siga siendo
círculo, por sí solo, en tanto que por otra parte se hunde conti-
nuamente en una infinidad de puntos yuxtapuestos: esos objetos
están embrujados.
Acerquémonos más a ellos. He aquí que ya no distingo entre
el gimnasta, ese hombre al que Ponge describía hace un momento,
y la jaulita o el cigarrillo que describe ahora. Es que rebaja al
uno mientras eleva a los otros. Hemos visto que reducía los
actos de ese atleta a no ser más que propiedades de una especie.
Pero inversamente presta a la cosa inanimada propiedades espe­
cíficas. Del gimnasta dice: “Para terminar, cae a veces del telar
como una oruga, pero rebota y queda en pie”. Y del cigarrillo:
“La atmósfera a la vez brumosa y seca, enmarañada, donde el
cigarrillo es siempre colocado al revés que continuamente la
crea . . . ” O del agua: “Se aplana sin cesar, renuncia a cada ins­
tante a toda forma, no tiende sino a humillarse, se acuesta boca
abajo en el suelo, casi cadáver. . . ” Se trata aquí no de los
estados en que una causa externa (el peso, por ejemplo) ha
puesto a la cosa, sino de hábitos comunes a una especie, lo
que supone cierta autonomía de cada objeto en relación con su
medio ambiente y una necesidad interior que le sea propia. De
ello resulta que esta “Cosmogonía” reviste más bien el aspecto
de una historia natural. Para terminar, hombres, animales, plan­
tas y minerales son puestos en las mismas condiciones. No es
que se haya elevado — o rebajado— a todos los seres hasta la
pura forma de la vida, sino que se ha concebido para cada uno
la misma cohesión íntima, proyectando, para hablar el lenguaje
de Hegel, la interioridad sobre la exterioridad. Lo que consti­
tuye la originalidad ambigua de las cosas del lapidario Pongo
es que no están precisamente animadas. Conservan su inercia,
su división, su “estupefacción”, esa tendencia continua a desmo­
ronarse que Leibniz llamaba su estupidez. Ponge hace más qua
mantener esas cualidades, las proclama. Pero se han reunido y
ligado entre ellas mediante “propiedades” y hasta sentimientos
que se metamorfosean al tocarlos y, comunicándoles un poco de
su tensión íntima, se petrifican y se deshacen al mismo tiempo.
Mirad la piedra: está viva. Mirad la vida: es piedra. Las compa­
raciones antropomórficas abundan, pero al mismo tiempo que
iluminan la cosa con una luz harto sospechosa, su resultado es
sobre todo degradar lo humano, “trabarlo”, como dice nuestro
autor. Volvamos al agua:
“Es blanca y brillante, informe y fresca, pasiva y obstinada
en su único vicio : el peso, y dispone dé medios excepcionales para
satisfacer ese vicio: rodeando, traspasando, corroyendo, filtrando.”
¿No parece la descripción de una familia vegetal? Pero Ponge
continúa:
“Dentro de ella misma también funciona ese vicio: se aplana
sin cesar, renuncia a cada instante a toda forma, no tiende sino
a humillarse, se acuesta boca abajo en el suelo, casi cadáver .. .”
Ese hundimiento interior nos lleva de pronto a lo inorgá­
nico. La unidad del agua desaparece casi por completo. Vacila­
mos en seguir uno de los caminos que nos conduciría hacia alsruno
de esos personales fantásticos de los cuentos, blandos y deshue­
sados, siempre dispuestos a achicarse, a los que se levanta tirándo­
les de una oreia e inmediatamente vuelven a caer tendidos en
tierra: o a seeruir el otro que nos muestra una desencoladura de
todas las partículas del agua, una pulverización de su ser, que
afirma, contra todo intento de unificación, la omnipotencia de
la inercia y la pasividad. Y. en el momento en que nos hallamos
en la encrucijada, en esa indecisión que no abandona al lector de
Ponge, éste añade súbitamente: “Casi se podría decir del aeua que
está loca”. ¿Ouén no ve que en este pasaie no es el agua la que
recibe un carácter nuevo, sino más bien la locura la que sufre una
metamorfosis secreta, la que se transforma en agua por haber
tocado su superficie, la que se convierte, en el hombre y fuera
del hombre, en un comportamiento inorgánico? Diré lo mismo de
todas las pasiones que Ponge presta a sus cosas. Son otras tantas
significaciones que quita al hombre, otros tantos procedimientos
para mantener ese desequilibrio sutil en que quiere colocarnos.
¿Cuáles son las relaciones entre el objeto así descrito y su
medio ambiente? No podrían ser puramente exteriores. Con mucha
frecuencia a lo que pertenece al exterior y se asienta en el objeto
durante un instante Ponge se lo incorpora y hace de ello una de
sus propiedades: el guijarro “disipa” el asrua de mar que corre
sobre él, no el sol: el peso es un “vicio” del agua, no una excita­
ción externa. Se dirá que eso es propio de la observación: veo
ascender un globo lleno de gas y hablo de su fuerza ascensión al
o digo, con Aristóteles, que su lugar natural está arriba. ¿Qué
puede ser más natural en Ponge, puesto que ha decidido mostrar
las cosas como las ve?
En efecto. Y eso sería perfecto si se abstuviese, como se ha
comprometido a hacerlo, de recurrir de modo alguno a la ciencia.
Pero he aquí que nos damos cuenta de que Ponge, mediante una
nueva ambigüedad voluntaria, de ese universo de la observación
pura ha hecho también y al mismo tiempo el universo de la cien­
cia. Son sus conocimientos científicos los que en todo momento
le iluminan y le guían, le permiten interrogar con más precisión
a su objeto. A las hojas las “desconcierta una lenta oxidación”,
los vegetales “exhalan el ácido carbónico mediante la función
clorofílica, como un suspiro que durara noches”. A propósito del
guijarro, Ponge describe, en términos por lo demás magníficos,
el nacimiento y el enfriamiento de la tierra. A veces sus imágenes
no son sino una metáfora destinada a exponer más agradable­
mente una ley científica. Escribe, por ejemplo, que el sol “obliga
(al agua) a un ciclismo constante, la trata como si fuera una
ardilla colocada en su rueda. El universo mágico de la obser­
vación deja entrever, por debajo, el mundo de la ciencia y su
determinismo. “Al espíritu enfermo de nociones que al principio
se ha alimentado con tales apariencias, a propósito de la piedra
la naturaleza se le aparecerá por fin bajo una luz quizá demasiado
simple, como un reloj cuyo principio está hecho de ruedas que
giran a velocidades muy desiguales, aunque las mueve un motor
único”. Y esta visión mecanista es tan fuerte en él que provoca
en su libro una especie de desaparición de la liquidez. El agua se
define por su aplanamiento, la lluvia se compara con una red
trenzada, con guisantes, con bolas, con agujetas, se la explica me­
diante un “mecanismo de relojería”. El mar es ora “amontona­
miento seudo-orgánico de velos esparcidos igualmente por las tres
cuartas partes del mundo”, ora un “voluminoso tomo marino” que
el viento dobla y hojea. Y en verdad estas transmutaciones de
elementos son propias del pintor y del poeta ; son ellas las que
Proust admiraba en Elstir. Pero Elstir transmutaba también la
tierra en agua. Aquí sentimos que el fondo de las cosas es sólido.
“Líquido es por definición lo que prefiere obedecer al peso para
mantener su forma, lo que rechaza toda forma para obedecer a
su peso”. Se advierte, pues, que la liquidez es una función de la
materia y que, para terminar, existe una materia. Es ese parpadeo
perpetuo de la interioridad a la exterioridad lo que constituye la
originalidad y la fuerza de los poemas de Ponge; son esos peque­
ños hundimientos dentro de un mismo objeto, los que revelan
estados bajo sus propiedades y por otra parte las bruscas eleva­
ciones que unifican de pronto los estados en conductas y hasta
E l h o m b r e y l a s c o s a s
en sentimientos; es esa disposición de ánimo que despierta en el
lector a no sentirse ya en reposo en parte alguna, a dudar de si
la materia no está animada y de si los movimientos del alma no
son temblores de la materia; son esos cambios continuos los que
le hacen mostrar al hombre como un poco de carne alrededor de
algunos huesos, e, inversamente, a la carne como una “especie
de fábrica: bocas de empalme, altos hoynos y cubas están en ella
junto a los martillos pilones, los cojines de grasa”; es esa manera
de unificar los sistemas mecánicos de la ciencia mediante las fór­
mulas de la magia y, de pronto, de mostrar bajo la magia el
det’erminismo universal. Pero finalmente predomina lo sólido. Lo
sólido y la ciencia, que dice la última palabra.
Ponge lia escrito de esa manera algunos poemas admirables,
de un tono enteramente nuevo, y creado una naturaleza material
que le es propia. No se podría pedirle más. Hay que añadir que
su tentativa, por sus últimos términos, es una de las más curiosas
y quizá de las más importantes de esta época. Pero si queremos
averiguar su importancia es necesario que instemos a su autor a
que renuncie a ciertas contradicciones que la ocultan y la des­
lucen.
No ha sido fiel a su propósito: no se ha acercado a las cosas,
como pretendía hacerlo, con un asombro ingenuo, sino con un
prejuicio materialista. En verdad, en él se trata de un sistema
filosófico preconcebido menos que de una elección original de
él mismo. Pues su obra tiende a expresarlo tanto como a repre­
sentar los objetos de su atención. Esa elección es bastante difícil
de definir. Rimbaud decía:
Si fa i du goût, ce ríest guère
Que pour la terre et les pierres.
Y soñaba con matanzas enormes que libraran a la tierra de
sus habitantes, su fauna y su flora. Ponge no es tan sanguinario.
Es un Rimbaud blanco. Y a Parti pris des choses se le podriai
llamar la “geología sin matanzas”. Parece también, a primera
vista, que ama las flores, los animales e incluso a los hombres. Y
sin duda los ama. Mucho. Pero es con la condición de petrificarlos.
Tiene la pasión, el vicio de la cosa inanimada, material. De lo
sólido. Todo es sólido en él: desde su frase hasta los cimientos
profundos de su universo. Si presta a los animales conductas
humanas es con el fin de mineralizar a los hombres. Tal vez
detrás de su empresa revolucionaria se puede entrever un gran,
sueño necrológico: el de enterrar todo lo que vive, sobre todo al
hombre, en el sudario de la materia. Todo lo que sale de sus
manos es cosa, inclusive y sobre todo sus poemas. Y su deseo
último es que esta civilización entera aparezca un día, con sus
libros, como una inmensa necrópolis de conchas a los ojos de un
mono superior, él mismo cosa, que hojeará distraídamente esos
residuos de nuestra gloria. Presiente la mirada de ese mono, la
siente ya sobre él: bajo sus ojos petrificantes siente que se soli­
difican sus humores, se transforma en estatua; todo ha terminado,
él tiene la naturaleza de la roca y del guijarro, la estupefacción
de la piedra paraliza sus brazos y sus piernas. Es esta catástrofe
inofensiva y radical la que tienden a preparar sus escritos. Para
ella requiere los servicios de la ciencia y de una filosofía materia­
lista. Y yo veo en ello ante todo cierta manera de aniquilar de
un golpe todo lo que le hace sufrir, los abusos, las injusticias, el
hediondo desorden de una sociedad a la que le han arrojado.
Pero, más todavía, parece que haya elegido un medio rápido de
realizar simbólicamente nuestro deseo común de existir por fin
de acuerdo con la norma del en-sí. Eo que le fascina en la cosa es
su modo de existencia, su total adhesión a sí misma, su reposo.
Basta de huida ansiosa, de ira, de angustia: la imperturbabilidad
insensible del guijarro. He observado en otra parte que el deseo
de cada uno de nosotros es existir con su conciencia entera en el
modo de ser de la cosa, ser todo entero conciencia y al mismo
tiempo todo entero piedra. El materialismo da a ese sueño una
satisfacción de principio, pues le dice al hombre que no es más
que un mecanismo. En consecuencia, tengo el triste placer de
sentirme pensar y de saberme un sistema material. Por lo que
me parece, Ponge no se contenta con ese puro saber teórico y
realiza el esfuerzo más radical para hacer que ese conocimiento
puramente teórico se aloje en la intuición. En efecto, si pudiera
unir el uno a la otra la partida estaría ganada. Y ese parpadeo de
interioridad y de exterioridad del que tomé nota hace un momento
tiene una función precisa: en defecto de una fusión real de la
conciencia y de la cosa, Ponge nos hace oscilar de una a otra
a gran velocidad, con la esperanza de realizar la fusión en el
límite superior de esa velocidad.
Pero eso no es posible. Por muy rápidamente que nos haga
oscilar, es él quien nos balancea de un extremo al otro. Al ence­
rrar al mundo en sí mismo con todo lo que hay en él, por lo
mismo él se encuentra en el exterior, fuera del mundo, frente a
las cosas, solo. Ese esfuerzo para verse con los ojos de una espe­
cie extraña, para descansar, por fin del deber doloroso de ser
sujeto, lo hemos encontrado ya cien veces, en formas diferentes,
en Bataille, en Blanchot, en los superrealistas. Representa el sen­
tido de lo fantástico moderno, como también el del materialismo
tan particular de nuestro autor9. Se ha frustrado en todas las
ocasiones. Es que quien hace el esfuerzo, por lo mismo que lo
hace, se escapa y se coloca más allá de su esfuerzo. Es Hegel que
no puede, haga lo que haga, entrar en el hegelianismo. El intento
de Ponge está condenado al fracaso como todos los demás de la
misma clase.
Sin embargo, ha tenido un resultado inesperado, Ha ence­
rrado en el mundo todas las cosas y a él mismo en la medida en
que es cosa; sólo que da su conciencia contemplativa que, preci­
samente porque es conciencia del mundo, se halla necesariamente
fuera del mundo: una conciencia desnuda, casi impersonal. ¿Qué
ha hecho como no sea la “reducción f enomenológica” ? ¿No con­
siste ésta, en efecto, en poner el mundo “entre paréntesis” para
librarse de toda idea preconcebida? El mundo no es ya, por lo
tanto, ni representación ni realidad trascendente. Ni materia ni
espíritu. Está ahí, simplemente, y yo tengo conciencia de él. ¡Qué
excelente partida, si Ponge consintiera en ella, para llegar, sin
prejuicio alguno, “a las cosas mismas”! La ciencia estaría en el
mundo: entre paréntesis. Sólo tendría que decir verídicamente lo
que ve, y es sabido con qué vigor ve. Nada se perdería, salvo,
quizás, esa resolución de tomar a los hombres como maniquíes.
Pues habría que aceptarlos con sus significados humanos, en lugar
de partir de un materialismo teórico, para reducirlos por la fuerza
a la categoría de autómatas. Y no habría que lamentar ese ligero
cambio, puesto que los únicos escritos malos —pero muy malos—:
de Ponge son R. C. Seine Nç y Le restaurant Lemeunier, que con­
sagra a las colectividades humanas. El sentido de las cosas y sus
“maneras-de-comportarse” brillarían todavía más vivamente. Pues,
0 Representa una de las consecuencias de la Muerte de Dios. Mien­
tras Dios vivía el hombre estaba tranquilo: se sabía mirado. Ahora que es
el único Dios y que su mirada hace nacer todas la s. cosas, retuerce el
cuello para tratar de verse.
en fin de cuentas, en el extraño materialismo de Ponge, si bien
a todo se le puede llamar materia, por otra parte todo es pensa­
miento, puesto que todo es expresión. Es necesario estar de acuerdo
con él: las cosas pueden enseñarnos maneras de ser; quiero que
él sea león, guijarro, rata, mar, y yo quiero serlo con él. Me
negaré a creer, como él, que es nuestra experiencia psicológica
la que permite informar simbólicamente a la materia física. ¿Pero
sacaré con él la conclusión de que el objeto precede aquí al sujeto?
Eso no es necesario. Yo escribí en otra parte, si puedo citarme:
“Lo viscoso no simboliza ninguna conducta psíquica a priori;
pone de manifiesto cierta relación del ser consigo mismo y esa
relación es originalmente psiquizada porque la he descubierto en
un esbozo de apropiación y la viscosidad me ha devuelto mi
imagen. Así me he enriquecido, desde mi primer contacto con lo
viscoso, con un esquema ontológico valedero más allá de la dis­
tinción de lo psíquico y de lo no psíquico, para interpretar el
sentido de ser de todos los existentes de cierta categoría, categoría
que, por otra parte, surge como un marco vacío antes de la ex­
periencia de las diferentes clases de viscoso. Yo la he arrojado
al mundo mediante mi proyecto original frente a lo viscoso, es
una estructura objetiva del mundo. . . Lo que decimos de lo vis­
coso vale para todos los objetos que rodean al niño: la simple
revelación de su materia extiende su horizonte hasta los extremos
límites del ser y lo dota al mismo tiempo con un conjunto de
claves para descifrar el ser de todos los hechos humanos.”
Pero, por lo tanto, no creo que al “transferirnos a las cosas”,
como quiere Ponge, encontraríamos en ellas maneras de sentir
inéditas, ni que deberíamos tomárselas prestadas para enrique­
cernos. Lo que encontramos en todas partes, en el tintero, en la
aguja del fonógrafo, en la miel de la rebanada de pan, somos
nosotros mismos, siempre nosotros. Y esta gama de sentimientos
vagos y oscuros que descubrimos la teníamos ya, o más bien nos­
otros éramos esos sentimientos. Pero no se dejaban ver, se ocul­
taban en los matorrales, entre las piedras, casi inútiles. Pues el
hombre no está concentrado en sí mismo, sino fuera, siempre
fuera, del cielo a la tierra. El guijarro tiene un interior, el hom­
bre no lo tiene: pero se pierde para que el guijarro exista. Y
todos esos hombres “hediondos” que Ponge quiere evitar o supri­
mir son también “ratas, leones, redes, diamantes”. Lo son preci­
samente porque “están-en-el-mundo”. Pero no se dan cuenta de
É l h o fti b r e y ta s c o s á S
ello. Hay que revelárselo. De consiguiente, en mi opinión, se trata
de adquirir sentimientos nuevos menos que de profundizar nues­
tra condición humana.
Lo que me parece realmente importante es que, en el mo­
mento en que el señor Bachelard trata de descubrir mediante el
psicoanálisis los significados que nuestra “imaginación material”
presta al aire, al agua, al fuego, a la tierra, Ponge, por su parte,
trata de reconstruirlos sintéticamente. Hay en esta coyuntura
como una promesa de llevar el inventario lo más lejos posible. Y
no quiero más prueba de que Ponge lo ha logrado plenamente
siempre que ha tratado de hacerlo que las múltiples resonancias
que déspiertan en mí sus pasajes más perfectos. Citaré al azar
estas líneas sobre el caracol:
“A los caracoles les gusta la tierra húmeda. Go on, avanzan
pegados a ella con todo su cuerpo. La llevan consigo, la comen,
depositan en ella sus excrementos. Ella los atraviesa y ellos la
atraviesan. Es una interpretación del mejor gusto, puesto que, por
decirlo así, tono sobre tono, con un elemento pasivo y un ele­
mento activo, el pasivo baña y nutre al mismo tiempo al activo”.
Estas líneas me recuerdan irresistiblemente un bello y sinies­
tro pasaje de Malraux sobre una muerte en Toledo:
“Diez metros más abajo, una mujer, con la cabeza de cabellos
rizados en el hueco del brazo, el otro brazo extendido (pero la
cabeza vuelta hacia el fondo de la zanja), habría parecido que
-dormía si 110 se la hubiese sentido, bajo su vestido vacío, más
plana que cualquier ser viviente, pegada a la tierra con la fuerza
de los cadáveres” 10.
Más allá de esa muerta y ese caracol presiento una especie
de relación con la tierra, cierto sentido de la fusión, del aplana­
miento, una relación del todo con la muerte, con una minerali-
zación de los cadáveres. Todo está ahí, en Ponge, superpuesto.
Por supuesto, hay que cuidar de no poner en la cosa lo que
luego se pretenderá encontrar en ella. Ponj;e no ha evitado siem­
pre ese error. Por eso me gusta menos su “lavarropas”. Dice al
respecto :
“Ciertamente, no llegaré a piatender que el ejemplo o la
lección del lavarropas deba, propiamente hablando, galvanizar a
10 Uespoir, pág. 96.
mi lector, pero le despreciaría un poco sin duda si no la tomara
en serio”.
Hela aquí brevemente:
“El lavarropas está concebido de tal manera que lleno con
un montón de telas inmundas, la emoción interior, la vivá indig­
nación que ello le causa, canalizada hacia la parte superior de
su ser, vuelve a caer en forma de lluvia sobre ese montón de telas
inmundas que le revuelve el estómago —y eso casi continuamente—
y todo termina en una purificación”.
Temo figurar entre esos lectores despreciables que no toman
la lección completamente en serio. ¿Cómo no ver, en efecto, que
se trata de una metáfora pura y simple? ¿Hace falta un lavarropas
para realizar ese esquema de la purificación que reside en todas
las conciencias y cuyo origen es mucho más lejano y está mucho
más profundamente arraigado en nosotros? Además la compara­
ción es inexacta, aunque uno se coloque en el punto de vista de
la mera observación : no es la presencia de las telas sucias la que
hace hervir el agua del lavarropa. Sin el calor del fogón ese agua
permanecería inerte y se engrasaría poco a poco sin conseguir
lavar la ropa. Y Ponge debería saberlo mejor que cualquier otro,
pues es él quien ha puesto el lavarropas en el fuego.
Pero son tantos los pasajes en los que Ponge nos revela al
mismo tiempo el comportamiento de la cosa y nuestro propio
comportamiento que nos parece, como es natural, que su arte va
más allá que su pensamiento. Pues Ponge pensador y materia­
lista 11 y Ponge poeta —si no se tienen en cuenta las molestas
intrusiones de la ciencia— ha sentado las bases de una Fenome­
nología de la Naturaleza.
Diciembre de 1944.

11 Pero un verdadero materialista jamás escribirá el Parti pris des


choses, pues se apoyará en la Ciencia, y la Ciencia réclama a priori la exte­
rioridad radical, es decir, la disolución de toda individualidad. Ahora bien,
lo que Ponge necesita petrificar son, precisamente, las innumerables indi­
vidualidades significantes que encuentra a su alrededor. Quiere, en una
palabra, que el mundo tal como es pase a lo eterno.

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