Puente Ojea Gonzalo El Fenomeno Estoico en La Sociedad Antigua PDF

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IDEOLOGIA

E HISTORIA EL
FENOMENO ESTOICO
ENLÂ SOCIEDAD
ANTIGUA
No resulta posible comprender el «sentido» de la historia
humana si se prescinde de una «lectura ideológica» de sus
procesos, entendiendo por tal la lectura que tematiza, como
guía del análisis, la dependencia fundamental de las «formas
mentales» respecto de los «Intereses de clase» en el
contexto de determinadas «relaciones de producción».
Para Puente Ojea el estudio del estoicismo y del cristianismo
ofrece una interesante oportunidad de verificar las
virtualidades de la «lectura ideológica». Al análisis del
cristianismo dedicó su anterior libro, ideología e historia. La
formación del cristianismo como fenómeno ideológico (Siglo
XXI de España Editores). El presente libro lo dedica al
análisis del estoicismo.
La madurez de la «sociedad antigua» coincide con el auge
de nuevas «aperturas ideológicas», en cuyo discurso
intelectual el problema del individuo y su felicidad personal
ocupa un lugar preferente. Puede Ojea, utilizando el enfoque
metodológico expuesto, analiza aquí las formas de
articulación de esas nuevas aperturas ideológicas del
pensamiento grecorromano con las estructuras
socioeconómicas y la urdimbre política de aquella sociedad,
en un intento de contrastar las pretensiones teóricas del
materialismo histórico con su capacidad real de explicación
histórica. En ese marco, el destino de las doctrinas estoicas
y del modo de producción esclavista aparece nítidamente
dibujado en su paralelo proceso.

Gonzalo Puente Ojea nació en Cienfuegos (Cuba), estudió


Derecho en Madrid y ha publicado una serie de trabajos
sobre temas jurídicos en revistas especializadas, así como
estudios de carácter filosófico y de pensamiento. Cabe
destacar entre estos últimos los titulados Problemática del
catolicismo actual (1955), Fenomenología y marxismo en
el pensamiento de M. Merleau-Ponty (1956), De la función
y el destino de las ideologías (1,9$RV También en Siglo XXI,
Fe cristiana, Iglesia, poder (2.a ec'
de Marcos. Del Cristo de la fe al
(2.a ed. 1994).
IDEOLOGIA E HISTORIA
El fenómeno estoico
en la sociedad antigua

por
GONZALO PUENTE OJEA

m
siglo
veintiuno
editores
M É X IC O
ESPAÑA'
m
siglo veintiuno editores, sa
CERRO DEL AGUA, 248. 04310 MEXICO, D.F.

siglo veintiuno de españa editores, sa


C ! PLAZA, 5. 2 6 0 « MADRID. ESPAÑA

P rim era edición, noviem bre de 1974


C uarta edición, corregida, febrero de 1995

© SIGLO XXI DE ESPAÑA EDITORES, S. A.


Calle Plaza, 5. 28043 Madrid
© Gonzalo Puente Ojea
DERECHOS RESERVADOS CONFORME k LA LEY

Im preso y hecho en España


Printed and made in Spain
ISBN: 84-323-0155-8
Depósito legal: M. 4.223-1995
Im preso en Closas-Orcoyen, S. L. Polígono Igarsa
Paracuellos de Jaram a (Madrid)
Indice

INTRODUCCION

I. LA IDEOLOGIA ESTOICA EN LA CRI­


SIS DE LOS REINOS HELENISTICOS. 8
1. Sociedad esclavista e ideología, 8.
2. La evolución ideológica del estoi­
cismo en la sociedad antigua, 31.—
3. La configuración histórica del mun­
do post-alejandrino, 37.—4. Los funda­
m entos filosóficos del estoicismo ori­
ginal, 79.—5. Su peculiaridad ideoló­
gica, 105.

II. LA IDEOLOGIA ESTOICA DEL APO­


GEO ROMANO ......................................... 116
1. La configuración histórica del pe­
ríodo expansionista de Roma, 116.—
2. Las bases teóricas del estoicismo
grecorromano, 133.—3. Su peculiari­
d a d ideológica, 150.
VI

III. LA IDEOLOGIA ESTOICA EN EL DE­


CLIVE DEL MUNDO ANTIGUO............ 165
1. La configuración histórica del Im ­
perio, 165.—2. El pensamiento estoico
de la época. imperial, 193.—3. Su pe­
culiaridad ideológica, 213.

INDICE DE NOM BRES 241


Introducción

Este libro es compañero de otro publicado por


mí con el título de Ideología e historia. La form a­
ción del cristianismo como fenómeno ideológico
en cuyo Prefacio señalaba que no resulta posible
comprender el sentido de la historia hum ana si se
prescinde de una lectura ideológica de sus proce­
sos, entendiendo por tal la lectura que tematiza,
como guía del análisis, la dependencia fundamen­
tal de las form as mentales respecto de los intere­
ses de clase en el contexto de determinadas rela­
ciones de producción. Esta m anera de leer se apo­
ya, por supuesto, en el aparato metodológico
consagrado en las ciencias históricas, pero repre­
senta en sí misma la instancia básica para una
interrogación eficaz sobre el sentido de los esque­
mas de vida y de pensamiento forjados por el
hombre en el curso de su existencia social. Sin
una lectura ideológica, el trabajo del historiador
queda m utilado en su vertiente más significativa,
obstaculizando la comprensión fundam ental de
los objetos de su investigación.
Decía entonces —anunciando ya la aparición de
este segundo libro— que el análisis del estocismo

1 Publicado en M adrid, Siglo XXI de España Editores, 1974,


401 pp.
2 GONZALO PUENTE OJEA

y del cristianismo ofrecen una interesante oportu­


nidad de verificar las virtualidades de la lectura
ideológica, pues precisam ente la dilatada pervi-
vencia de ambos fenómenos históricos ha sido
presentada como ilustración de la tesis que se em­
peña en afirm ar la autonomía esencial de los pro­
cesos ideológicos respecto de las estructuras so­
cio-económicas que los subyacen.
Así como el tratam iento histórico-materialista
de la formación histórica del cristianismo contri­
buye decisivamente a desvelar el sentido y los
avatares de este gran sistema ideológico —como
creo haber m ostrado en la obra citada—, siendo
uno de esos casos en los que las alteraciones fun­
damentales del substrato socio-económico del sis­
tem a producen mutaciones ideológicas de eviden­
cia apenas contestable, el tratam iento histórico-
m aterialista del estoicismo tropieza con mayores
dificultades, derivadas sobre todo de la relativa
continuidad de la estructura socio-económica vi­
gente —fundam entalm ente sustentada en el régi­
men de producción esclavista— y de la profunda
unidad y coherencia de las intuiciones básicas que
caracterizan al pensamiento estoico en el curso
de su dilatada vigencia en el seno de la sociedad
antigua. Pero estas dificultades constituyen ju sta­
m ente un saludable estímulo para intentar some­
ter la explicación histórico-materialista a una com­
probación en condiciones verdaderam ente poco
favorables. Si se lograra, con las necesarias espe­
cificaciones y reservas, un plausible tratam iento
de esta índole, el método que propugna la lectura
ideológica como momento esencial del análisis his­
tórico resultaría indudablemente fortalecido.
Antes de iniciar el examen de las metamorfosis
de la ideología estoica desde el punto de vista de
su estrecha dependencia de las transform aciones
económicas, sociales y políticas de la sociedad an­
tigua en su fase de madurez, conviene disipar al­
gunos malentendidos sobre la estructura de las
formaciones ideológicas y sobre su articulación
INTRODUCCION 3

con los diversos estratos sociales que las produ­


cen y sostienen.
La dicotomía establecida por K. Mannheim en­
tre ideologías y utopías ha desnaturalizado —sin
perjuicio de otros indudables méritos de su inves­
tigación— la figura real de las formaciones ideo­
lógicas en la historia 2. Según Mannheim; las uto­
pías constituyen la antítesis de las ideologías, «en
la medida y en tanto que logran, por su contraac­
tividad, transform ar la realidad histórica existen­
te en una realidad de acuerdo con sus propias con­
cepciones (de la clase dominada)» 3. Pero esta de­
finición cae en el error de eliminar del cuerpo de
toda formación ideológica precisamente su nivel
utópico, nivel que es parte integrante original de
su misma naturaleza. Mannheim, obsesionado por
aislar la m entalidad de cada clase social en su con­
texto histórico, construye la antinomia abstracta
ideología-utopía, cerrándose así el camino para
una correcta comprensión de la función comple­
ja que cumplen las ideologías en las sociedades
en que emergen. No advierte, al menos con la ne­
cesaria claridad, que todas las clases sociales en
una situación histórica dada comparten en mayor
o menor medida la ideología de las clases domi­
nantes.
Toda ideología presenta, en verdad, una estruc­
tura en dos niveles: el horizonte utópico y la te­
mática ideológica concreta. Ambos niveles, que se
m anifiestan en la realidad histórica íntimamente
fundidos en la totalidad del sistema ideológico,
están representados por: a) las formulaciones que
tem atizan teóricam ente —y reflejan directamen­
te— las situaciones reales de dominación inscritas
en la estructura económica, social y política vi­
gente, y b) las formulaciones que pretenden legi­
timar axiomáticamente dichas situaciones en el

2 Vid. p ara esta cuestión, mi libro citado, Ideología e historia.


La formación del cristianism o como fenómeno ideológico, p p . 59-72.
3 Cf. K. Mannheim, Ideology and utopia. An introduction to the
sociology of knowledge (London, 1949, p. 176).
4 GONZALO PUENTE OJEA

contexto de determinada concepción del mundo.


Denomino temática ideológica concreta al nivel
a), y horizonte utópico al nivel b).
El horizonte utópico está constituido por propo­
siciones axiológicas integradas en una determ ina­
da cosmovisión y que aspiran a cim entar el con­
sensus general de la sociedad correspondiente, vi­
niendo a ser como su point d'honneur o como
la coartada moral que se agencian las clases domi­
nantes para asegurar su hegemonía. Este horizon­
te utópico ejerce una doble función en el seno de
toda ideología: de una parte, pretende integrar
la enunciación teórica y la realidad práctica de
las situaciones de dominación y dependencia den­
tro de un contexto ético convalidante, si bien esta
integración pueda resultar paradójica; de otra p ar­
te, intenta elevar a la condición de postulados in­
discutibles aquellas opciones axiológicas que ex­
presan, en el ámbito de la sociedad correspon­
diente, los presuntos intereses sociales generales
o comunes —es decir, aquellos intereses abstrac­
tos e inocentes de todo individuo qua individuo,
o de todos los miembros indiscriminadamente
que ostenten las notas de pertenencia al grupo
étnico o social de que se trate—, siempre al m ar­
gen de la situación de clase en que se encuentre
cada individuo. Esta generalización axiológica es,
en el interior de toda sociedad de clases, el pro­
ducto de una ficción intelectual cuya función con­
siste en sustituir ilusoriamente la satisfacción real
de las necesidades y los intereses de las clases do­
m inadas por una retórica sancionadora de los
valores en que descansa el consensus social e in­
tegrada en una cosmovisión de carácter fantásti­
co o mítico capaz de brindar satisfacciones vica­
rias de aquellos intereses y necesidades.
Sin un horizonte utópico como parte integrante
de toda ideología, no sólo la conciencia de las
clases dominantes adolecería de una congénita fra­
gilidad que las tornaría psicológica y políticamente
muy vulnerables, sino que la conciencia de las
INTRODUCCION 5

clases dominadas carecería del sutil juego de me­


canismos alienatorios indispensables a su integra­
ción consensual —aún si fuera mínima— en el
orden social vigente. Es por lo demás evidente
que sin la formalización de un horizonte utópico
resultaría constitutivam ente imposible la función
de las ideologías, pues la esencia de las formacio­
nes ideológicas radica en el enmascaramiento
de la realidad, a saber: en la función de oscu­
recer o velar el significado real de las situacio­
nes de dominación consagradas por la temática
ideológica concreta, en virtud de enunciados axio-
lógicos que reflejan y disimulan a la vez dichas
situaciones. Justam ente son los procesos de inver­
sión o enmascaramiento característicos de la con­
ciencia ideológica —lectura de la realidad según
esquemas ideales, suplantación de los sujetos (he­
chos) por sus predicados (ideas)— los que per­
m iten alojar las aserciones ideológicas del orden
vigente dentro del horizonte utópico1. Este hori­
zonte se denomina utópico porque no halla la
menor posibilidad de realizarse en la sociedad
correspondiente, y porque se limita a otorgar a
la ideología que lo mediatiza una m era respetabi­
lidad ideal indispensable para su existencia prác­
tica.
Por lo que atañe a las formas de articulación
de los diversos estratos sociales con la ideología
dominante en una sociedad concreta, conviene
tam bién elim inar ciertos prejuicios propios de un
entendimiento sim plista y vulgar de la función
del pensam iento ideológico en la vida real. Tales
prejuicios pueden resum irse muy sucintamente
así: a) la creencia, muy generalizada, de que toda
ideología, en cuanto proyección de los intereses
de las clases dominantes, ha de proceder nece­
sariamente de los miembros de dichas clases, de
tal modo que sea en la conciencia de tales suje­
tos donde se produzcan creativamente las pautas
de inversión o enmascaramiento que sostienen el
conjunto de expresiones ideológicas de su socie­
6 GONZALO PUENTE OJEA

dad; b) la tesis según la cual las clases domina­


das no pueden com partir la ideología que legitima
y protege los intereses de las clases dominantes,
ni participar espontáneam ente en el consensus so­
cial cimentado en dicha ideología; c) la opinión
de que sólo poseen naturaleza ideológica aquellos
sistemas de pensamiento que las clases sociales
form ulan conscientemente con el fin de instaurar
y fortalecer un orden social favorable a sus in­
tereses.
Es suficiente advertir aquí, respecto de a), que la
creación de expresiones ideológicas al servicio de
entes colectivos anónimos como lo son las clases
corresponde esencialmente al sector social cuya
función principal sea la de pensar, no debiendo
ignorarse que la función del homo intellectualis
en toda sociedad de clases no se basa en su pro­
cedencia o situación social, sino en su específica
y concreta inserción en el sistema de dominación
vigente y en el sentimiento personal que dicha
inserción puede inspirarle; el intelectual püede
servir inconscientemente al aparato de domina­
ción, aun cuando no participe de sus ventajas
o privilegios, m ediante una serie de complejos
mecanismos de ilusión ideológica —como una de
las manifestaciones de la alienación del hom bre
en las sociedades clasistas—. Respecto de b), se­
ñalemos que las clases dominadas pueden hallar
eficaces vías de satisfacción psicológica en el
m arco de sistemas ideológicos adversos pero que
perm iten disfrutar de formas vicarias o fantás­
ticas de gratificación de necesidades reales; y pue­
den ser justam ente miembros de las clases do­
minadas quienes pongan el mayor empeño en
producir o propagar ideologías que, a través
de form as vicarias de satisfacción, les eximan de
todo impulso negador o de todo proyecto de
emancipación real en coyunturas en las que una
empresa de este género podría conducir doloro­
samente al desastre; en definitiva, como escribiera
Marx, «las ideas dominantes de cada época son
INTRODUCCION 7

las ideas de la clase dominante». Por lo que ata­


ñe a c), recordemos que el enmascaramiento ideo­
lógico no se confunde con el engaño deliberado,
pues en tal supuesto quedarían arruinados los
fundam entos científicos del materialismo histórico
—que afirma que la conciencia sigue al ser, no ex
voluntate sino ex necessitate—. La construcción
ideológica del m undo es un proceso mental incons­
ciente en el que los propios sujetos son víctimas
de una conciencia radicalmente falseada por su
inserción en determ inadas relaciones de produc­
ción y por su dependencia de intereses sociales
concretos.
* * *

En las páginas que siguen sólo aspiro a orde­


nar y profundizar interpretativamente los resul­
tados de numerosos especialistas de los temas que
abordo, reproduciendo, en la síntesis crítica que
ofrezco al lector, cuantas citas o textos considero
de solvencia y utilidad a dicho fin. Una lectura
ideológica de fenómenos tan vastos como las ideo­
logías estoicas ni puede ni debe pretender cons­
tru ir ex novo el denso legado que la tradición
científica ha hecho llegar hasta nosotros, sino
solamente proyectar nueva luz sobre datos incrus­
tados en la perspectiva idealista o positivista he­
redada del tratam iento que la historia y la filología
han venido dando a dicha temática.
I. La ideología estoica
en la crisis de los reinos
helenísticos

1. Sociedad esclavista e ideología


En las formaciones ideológicas de una sociedad
preindustrial —en la acepción m oderna de este
térm ino—, la relación ideología-clase dominante
no presenta la relativa simplicidad teórica que
adquiere en una sociedad industrial burguesa. La
doctrina del materialismo histórico no consiste en
la aplicación esquemática de un modelo lineal de
causación social —tanto en la explicación de las
épocas como en su sucesión—. Como advierte
J. J. Goblot, «la validez universal del m aterialis­
mo histórico no es la de un modelo general abs­
tracto de toda sociedad y de toda evolución so­
cial, del que cada sociedad y cada evolución
serían, adornadas de tal o cual rasgo específico,
simples reproducciones. Al contrario: si Marx ha
podido fundar la ciencia de la historia es, preci­
samente, porque renunció de entrada a definir
un modelo de ese género; es porque, en lugar de
abordar la sociedad en tanto que objeto dado y
en la form a en que este objeto se da, ha analizado
los procesos de producción y de reproducción de
la vida social, creando así el ’terreno’ necesario
para abordar científicamente 'la lógica especial
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 9

del objeto especial’ *, es decir, la lógica concreta


de las contradicciones y del desarrollo de una
formación social dada»2. El hecho de que Marx
no nos haya dejado una historia sistemática de
las relaciones de producción —aunque sabemos
que tuvo la intención de escribirla— dificulta ia
tarea de delinear el perfil exacto de las socieda­
des preburguesas, es decir, su especificidad histó­
rica en cuanto formas «inferiores» respecto de la
form a «la más desarrollada», en cuanto expresio­
nes de la naturaleza «antediluviana» de la forma
valor de cambio.
La sociedad antigua fue una sociedad esclavista
en la que las conexiones entre la conciencia y el
ser social, que la correcta aplicación del m ateria­
lismo histórico perm ite desvelar, se ofrecen en
formas más indirectas, sutiles y paradójicas que
las que caracterizan a una sociedad de clases en
la época del capitalismo industrial. En aquélla, las
relaciones de producción están insertas en esque­
mas sociales y criterios clasificatorios aparente­
mente desligados de toda función económica y
referidos a categorías de organización social fun­
dadas en códigos arcaicos de valoración todavía
muy penetrados de elementos tribales mágicos o
religiosos, y poderosam ente arraigados en la vida
local tradicional. Este fenómeno produce una frag­
mentación y compartimentación tales de los pro­
cesos materiales, que todo intento de obtener un
esquema muy simplificado de la génesis económi­
ca de los procesos ideológicos no resulta posible
y es, en sí mismo, una empresa inadecuada al ob­
jeto del estudio.
Como en las sociedades arcaicas en general, en
las antiguas la estricta vinculación entre la ocupa­
ción laboral y la economía doméstica toleraba el
uso de la fuerza de trabajo asalariado sólo a título
excepcional y muy limitadamente; los trabajado­
1 Vid, K. Marx, Crítica de la filosofía del Estado de H egel.
2 Vid. A. Pelletier-J, J. Goblot, M atérialisme historique et his­
toire des civilisations (Paris, 1969, pp. 157-8).
10 GONZALO PUENTE OJEA

res adicionales necesarios para una producción


ampliada no podían integrarse fácilmente en una
form a de comunidad económica doméstica en la
que la función productiva y el parentesco apare­
cen íntim am ente trabados. Este rasgo perm ite
com prender la fisonomía de la fuerza de trabajo
en las sociedades antiguas. Como señala K. Kaut­
sky, la «fuerza de trabajo perm anente para otra
familia que no fuera la propia no podía obtener­
se, en esta etapa de la historia, en la forma de
asalariados libres. Solamente la compulsión podía
sum inistrar el trabajo necesario para las grandes
propiedades agrarias. La respuesta fue la esclavi­
tud» 3. El abastecimiento en esclavos, que por su
propia naturaleza habían de ser en su mayor par­
te extranjeros, procedía principalm ente del ejer­
cicio de la guerra: con frecuencia, la población
entera de un país conquistado era esclavizada y
repartida o vendida entre los vencedores. Esta di­
mensión bélica —es decir, política— de las socie­
dades antiguas es esencial, al asociar estrecham en­
te las dos categorías guerra y esclavitud —dos
formas de violencia— al modo de producción ca­
racterístico de una época en que las categorías
económicas strictu sensu del sistema productivo
3 Vid. K. Kautsky, Foundations of Christianity (trad., New York,
1953). Debe advertirse que el modo de producción antiguo es, en
el pensam iento de Marx, sólo la m atriz de la que em erge segui­
dam ente la sociedad esclavista como tal, que representa a la socie­
dad antigua en la fase de plenitud. Como quiera que trato aquí
del m undo antiguo en su m adurez, empleo indistintam ente ambos
térm inos en u n a acepción común y más general. Vid. K. Marx,
Fondam ents de la critique de l'économie politique, Paris, 1967, volu­
men I, pp. 435-479 (aunque es preferible el texto establecido por
J. C ohén en la o b ra de E. J. H obsbaw m , Karl Marx, Pre-capitalist
tcoiioniic form ations, London, 1964, pp. 67-120, especialm ente pp. 83,
87, 91-92, 95 y 101-102); F. Engels, L'origine de la famille, de la pro­
priété privée et de l'Etat (Paris, 1966, esp. pp. 94-122 y 145-163);
R. Luxemburg, Introduction à l'économie politique (trad., Paris,
1971, caps. II-III). [Trad. cast. Siglo XXI E ditores.] Sobre las so­
ciedades precapitalistas, cf., ad em ás de la Introducción de H o b s­
baw m en op. cit., el lib ro S u r les sociétés précapitalistes. Textes
choisis de Marx, Engels, Lenin, con un im portante Prefacio de
M. Godelier (Paris, 1970); J. Chesneaux et alii, Sur le "m ode de
production asiatique" (Paris, 1969); G. Sofri, I l modo di produzione
asiatico. Storia di una controversia marxista (Torino, 1969); U. Me-
lotti, Marx e il Terzo Mondo. Per uno schema multilineare della
concezione marxiana detlo sviluppo storico (Milano, 1971).
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 11
están aún lejos de ofrecer el grado de pureza,
inmanencia y autonomía que poseen en un sistema
de producción de valores de cambio plenamente
desarrollado. Paralelamente, la superestructura
ideológica no podía m antener una relación trans­
parente y de conexiones directas con la estructura
productiva, viéndose esta últim a mediatizada por
una serie de instancias y factores que correspon­
den, al menos en su expresión inmediata, a las
superestructuras políticas y espirituales de domi­
nación.
La especificidad que el materialismo histórico
confiere a la sociedad antigua ha recibido un serio
ensayo de clarificación conceptual por la escuela
estructuralista. L. A lthusser4 señala que todo com­
plejo social «posee la unidad de una estructura
articulada con dominante» —es decir, con una ins­
tancia (económica, política, ideológica...) dominan­
te—, y que es precisam ente esta estructura ar­
ticulada específica lo que «funda, en último tér­
mino, las relaciones de dominación existentes entre
las contradicciones y entre sus aspectos»5. Ello
significa que la «diferencia» entre las contradic­
ciones —o sea, el hecho de que existan contradic­
ciones principales y contradicciones secundarias,
y aspectos principales y secundarios en una con­
tradicción, etc.— form a una unidad indisoluble
con las condiciones reales concretas de existencia
del todo social histórico analizado. Según los ti­
pos de sociedad —arcaica, antigua, feudal, etc.—,
«es tal o cual contradicción la que domina», de
acuerdo con las condiciones concretas de existen­
cia de tal sociedad. Incluso en un mismo tipo de
sociedad, la situación real conduce a continuas
oscilaciones del papel de las contradicciones, como
consecuencia de la llamada ley del desarrollo des­
igual de las contradicciones·, mientras la estruc-

* Vid. en general Sur la dialectique matérialiste (De l’inégalité


des origines), en su libro Pour Marx (Paris, 1966, pp. 161-224). [Tra­
ducción cast., La revolución teórica de Marx, Siglo XXI Editores.]
5 ¡bid,, p. 208.
12 GONZALO PUENTE OJEA

tura con dOminante permanece invariable, el pa­


pel de las contradicciones se altera sucesivamente.
«Es ‘el economismo' (el mecanicismo), y no la ver­
dadera tradición marxista, quien establece una vez
para siempre la jerarquía de las instancias, fija
a cada una su esencia y su función, y define el
sentido unívoco de sus relaciones; es él quien iden­
tifica para siempre los roles y los actores, no con­
cibiendo que la necesidad del proceso consiste en
el intercam bio de papeles ‘según las circunstan­
cias’. Es el economismo el que identifica por ade­
lantado y para siempre la contradicción-determi-
nante-en-última-instancia con el rol de contradic­
ción-dominante; el que asimila para siempre tal
o tal ‘aspecto’ (fuerzas de producción, economía,
práctica...) con el rol principal, y tal otro ‘aspec­
to’ (relaciones de producción, política, ideología,
teoría...) con el rol secundario, cuando lo cierto
es que la determinación en última instancia por
la economía se ejerce justam ente, en la historia
real, en las permutaciones del prim er papel entre
la economía, la política, la teoría, e tc ...» 6. Esta
distinción entre contradicción determinante (por
la economía) y contradicción dominante (por cual­
quiera de las instancias), parece plausible para un
correcto empleo del axioma nuclear del m ateria­
lismo histórico. Si dicha distinción reviste gran
im portancia para el análisis dialéctico de las so­
ciedades capitalistas, sus consecuencias pueden ser
decisivas para una justa caracterización de las so­
ciedades precapitalistas en general, y de la socie­
dad antigua en particular.
N. Poulantzas expone concisamente el juego de
las instancias o niveles económico, político e ideo­
lógico en el seno de un modo de producción de­
term inado. Por modo de producción no designa
sólo lo económico (relaciones de producción en
sentido estricto), «sino una combinación especi­
fica de diversas estructuras y prácticas que, en

6Ibid., p. 219.
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 13

su combinación, aparecen como otras tantas ins­


tancias o niveles...»1. Como ya había indicado es­
quemáticamente F. Engels, un modo de produc­
ción comprende diversos niveles o instancias cuya
unidad funcional constituye un todo complejo con
dominante determ inado en última instancia por
lo económico. El lugar y la función de los diver­
sos niveles o instancias (estructuras regionales)
depende de la propia configuración interna de la
estructura compleja con dominante, de tal m anera
que las relaciones que integran cada uno de dichos
niveles o instancias jam ás son simples sino sobre-
determinadas por las relaciones que integran los
demás. Así, «la determinación en últim a instancia
de la estructura del todo por lo económico no
significa que lo económico ostente siempre allí
el papel dominante. Si la unidad que es la estruc­
tura con dom inante implica que todo modo de
producción posee un nivel o instancia dominante,
lo económico no es realmente determ inante más
que en la medida en que él atribuye el papel do­
m inante a tal o cual instancia; es decir, en la me­
dida en que regula el desplazamiento de domina­
ción debido a la descentración de las instancias»8.
Poulantzas recuerda cómo K. Marx señalaba que
en el modo de producción feudal es la ideología
—bajo form a religiosa— la que poseía el papel do­
m inante, lo cual resultaba «rigurosamente deter­
minado por el funcionamiento de lo económico en
este modo» 9.
Por consiguiente, la especificidad de un modo
de producción radica en la forma particular de
articulación que ostenten sus instancias o niveles
entre sí; es lo que Poulantzas denomina matriz
de un modo de producción. Toda sociedad histó­
rica concreta suele incluir varios modos de pro­
ducción, pero uno de ellos domina a los demás.
7 Vid. N. Poulantzas, Pouvoir politique et classes sociales (Paris,
1971, vol. I, p. 8. Subrayados míos). [Trad. cast. Siglo XXI- Edi­
tores.]
8 Ibid., pp. 8-9.
9 Ibidem.
14 GONZALO PUENTE OJEA

Así, toda formación social constituye en sí misma


una unidad compleja con dominante de un cierto
modo de producción sobre los demás que la inte­
gren, de tal m anera que a la matriz de ese modo
de producción dominante corresponde especificar
la articulación particular concreta de sus diversas
instancias o niveles: es decir, el juego de la deter­
minación, la dominación y la sobredeterminación
en el seno de dicha sociedad.
Este refinado equipo conceptual adolece, sin
embargo, de las conocidas deficiencias de su fun­
damento teórico, como ha señalado perspicazmen­
te, entre otros, T. A ndreani10.
Pero el propio Andreani aprecia positivamente
el esfuerzo althusseriano por deshacerse del vul­
gar esquem a materialista-mecanicista. Todas las
instancias actúan unas sobre otras. Sin embargo,
advierte, el esquema de instancias o niveles se di­
versifica con el desarrollo histórico. «Las socieda-
dades arcaicas —escribe— conocen relaciones so­
ciales, políticas e ideológicas (papel de los jefes
de clan, de los hechiceros, etc...), pero todavía no
una verdadera distinción entre la economía (que
incluye las relaciones de parentesco bajo ciertos
aspectos) y los demás niveles (la ideología, en
tanto que magia, es un elemento del proceso de
trabajo mismo). Por el contrario, en las socieda­
des de clase puede considerarse que las tres regio­
nes de la ‘vida’ económica, de la ‘vida’ política y
de la ‘vida’ ideológica son localizables, lo que co­
rresponde a la aparición ‘de instancias’ que rees­
tructuran el campo social...»11. La observación
fundam ental de Andreani es, para nosotros, la que
perm ite ilum inar adecuadamente el problema de
la dominancia de las instancias o niveles: optando
por m antener el esquema tradicional jerárquico
de las tres instancias (economía, política, ideolo­
gía), nos advierte que en las sociedades precapita-
10 Vid. T. Andreani, M arxisme et anthropologie, en L 'hom m e et
la société, num . 15, p p . 27-75.
»i ïb id ., pp. 56-57.
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 15

listas «no hay, hablando con propiedad, domina­


ción de la región política sobre la región econó­
mica» n . Refiriéndose al modo de producción feu­
dal —donde los agentes de producción poseen ellos
mismos funciones políticas, jurídicas e ideológi­
cas: así el señor y el clero, que son propietarios
de los medios de producción—, Andreani observa
que «más vale considerar que la vida económica,
en razón de la debilidad de su organización (fragi­
lidad del poder del no-trabajador frente a los tra­
bajadores que no están aún ‘aislados’), engloba
una cierta relación política. La economía se subor­
dina una gran parte de la instancia política, pre­
cisamente porque ella no está aún constituida en
‘mecanismos’, porque está poco cristalizada en
‘instancias’. Es en este sentido [...] en el que
deben interpretarse los textos donde Marx dice
que ‘la relación de propiedad debe fatalm ente ma­
nifestarse sim ultáneam ente como relación (polí­
tica) de amo a esclavo’, que ‘la relación de amo a
servidor es una parte esencial de la relación de
apropiación'. Esta configuración será muy diferen­
te de lo que sucede en el neocapitalismo, que se
asemeja en ciertos aspectos, no obstante, al modo
de producción feudal, pero donde lo político con­
serva una cierta autonomía de principio» 13. Y con­
cluye proponiendo que se admita «que la región
económica es siempre a la vez determinante y do­
minante, pero que su dominancia puede apoyarse
sobre otra instancia siempre y cuando ésta parti­
cipe efectivamente de lo económico (sea de ma­
nera ‘orgánica’, sea como formación intermediaria,
especialmente económico-política)»14, sin perder
de vista que la estructuración global de la totali­
dad social —el «relieve» del modo de producción—
varía considerablemente a través de la historia.
Puede concluirse de esta digresión conceptual
que el modo de producción que configura la socie-
« Ibid., p. 59.
13 Ibidem.
14 ib id ., p. 60 (subrayados míos).
16 GONZALO PUENTE OJEA

dad antigua instaura, con la matización sugerida


por Andreani, una cierta co-dominancia de lo polí­
tico y lo ideológico como instancias en las que se
apoya la determinación por lo económico, toda
vez que la región económica carece allí todavía
de los mecanismos propios de una economía des­
arrollada de m ercad o 15. Es decir, carece de los
mecanismos de una sociedad donde los bienes eco­
nómicos se produzcan en cuanto m eros valores de
cambio (mercancías) destinados a realizar la plus­
valía que han incorporado (ganancia). Por el con­
trario, en el tipo de la sociedad antigua, las rela­
ciones de dominación económica necesitan aún for­
malizarse —apoyarse, como dice Andreani— en
relaciones de dominación política e ideológica.
Como advertía Marx, en dicha sociedad «la rela­
ción de propiedad debe fatalm ente m anifestarse
sim ultáneam ente como una relación (política) de
amo a esclavo».
En la Antigüedad, como en todas las épocas, las
formaciones ideológicas constituyen la superestruc­
tura legitim adora de las estructuras de domina­
ción; pero por las peculiaridades señaladas, las
formas de conciencia falsa que están en la raíz de
la visión del mundo vigente no siempre proceden
directam ente de las determinaciones sociológicas
de las clases dominantes; a veces derivan de los
determ inantes vitales de instancias o estratos que,
o bien no participan en las estructuras de domina­
ción, o bien participan sólo indirecta u ocasional­
mente. De tal m anera que, en ciertas ocasiones,
dichas formaciones ideológicas cumplen su fun­
ción legitimadora mediante formas m entales que
instauran una escisión radical entre la esfera de
la praxis y la del ideal. En tales casos, la relación
de las clases dominantes con dichas formaciones
ideológicas sólo eventualmente pueden represen­
tar la traducción directa de sus específicos inte­
reses de clase —al contrario de lo que sucede con

15 Vid. infra, pp. 117-124.


LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 17

la ideología burguesa clásica—, siendo m ás bien


una m era relación de consecuencia la que perm ite
apuntalar y proteger tales intereses.
«Dada la diferencia completa entre las condicio­
nes materiales, económicas, de la lucha de clases
en la Antigüedad y en los tiempos modernos —es­
cribe Marx—, las formas políticas que resultan no
pueden presentar mayor semejanza entre sí que
el arzobispo de Canterbury con el gran sacerdote
Samuel» 16. Así ocurre, como veremos, con el es­
toicismo original. Otras veces, la relación ideolo­
gía-clase dominante es una relación inmediata de
protección de los intereses de dicha clase, como
le ocurre al estoicismo medio. El estoicismo de la
época imperial ofrece la paradójica imagen de una
ideología que, aunque directam ente articulada a
los intereses de la clase dominante —como en el
caso de Séneca y Marco Aurelio—, crea una se­
gunda dimensión de refugio psicológico en cuya
virtud las duras realidades de la praxis tienden a
adquirir el carácter de lo obvio e inalterable.
El hecho fundam ental de la antinomia hombre
libre-esclavo confiere a las relaciones sociales de
la Antigüedad una figura más compleja y menos
integrada que la que corresponde al sistema de
clases en el capitalismo occidental. Además de esa
escisión básica hombre libre-esclavo, que tiende a
relativizar el significado del enfrentam iento cla­
sista en el ámbito de los no-esclavos, la estructura
de clases de la sociedad antigua tiene una base
esencialmente local, agraria y mercantil —este úl­
timo factor, centrado en el mundo urbano—; y
aunque la relación entre propietarios y asalariados
constituye el eje de disyunción más significativo,
la fisonomía socio-económica, escasamente genera-
lizable, no presenta la cohesión y nitidez propias
de la dinámica de clases de una sociedad capita­
lista moderna. La omnipresencia del esclavo (doú-
los, andrápodon, servus) tiende a relativizar la im-
16 Cf. K. Marx, Le 18- Brum aire de Louis Bonaparte (Paris, Ed.
Sociales, 1949, p. 12.)
18 GONZALO PUENTE OJEA

portancia práctica del eje de disyunción más ge­


neral propietario-asalariado; por consiguiente, los
intereses de clase en el mundo antiguo no ofrecen
la transparencia que revisten en la sociedad bu r­
guesa desarrollada, y las formaciones ideológicas
en que se apoyan dichos intereses m antienen con
éstos ciertas conexiones de causalidad y de sentido
de una notable complejidad. La especulación ideo­
lógica en las sociedades en que las form as del
valor de cambio y la mercancía aún no han alcan­
zado desarrollo pleno, unitario y u niversal17, tien­
de a reflejar una estructura social que aparece
todavía confusamente estratificada; las formas
ideológicas de la conciencia manifiestan allí una
considerable opacidad respecto de su conexión
fundante con la base socio-económica.
En form a quizás simplista, F. Engels afirmaba
que en la sociedad antigua «el antagonismo de cla­
ses sobre el que reposaban las instituciones socia­
les y políticas no era ya el antagonismo entre
nobles y gentes del común, sino entre esclavos y
hom bres libres, entre metecos y ciudadanos»18.
Por el contrario, un escritor actual que emplea la
metodología del m aterialismo histórico, y m erito­
rio por muchos conceptos, M. Olmeda, niega la
im portancia del antagonismo hombre libre-esclavo
y los fundam entos de la hipótesis de un modo de
producción, esclavista como definidor de la socie­
dad an tig u a19. Citando a G. Salvioli, escribe Olme­
da que el antagonismo «no fue nunca la lucha en­
tre el trabajo libre y el trabajo servil, sino la
lucha entre los propietarios de tierra y los que
carecían de ésta [...] Nadie pidió jam ás la expul­
sión de los esclavos» 20. Frente a esta radical posi­
ción, parece oportuno m antener una distinción en-
11 Cf. p ara esta cuestión, Lukács, Histoire et conscience de classe,
(trad ., Paris, 1964, pp. 267-276).
18 Cf. F. Engels, L'origine de la famille, de la propriété priveé
et de l ’E tat, cit., p. 111.
19 Vid. M. Olmeda, Las juerzas productivas y las relaciones zle
producción en la Antigüedad grecorromana (M adrid, 1973, 2.· ed.,
pp. 7-8 y 14-15).
20 Ibid., p. 82.
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 19

tre contradicción socio-económica de base y lucha


política de clases, pues en la sociedad antigua la
contradicción fundam ental hombre libre-esclavo y
trabajador agrario-ocioso urbano iba acompañada
de una contradicción principal propietario-despo­
seído (en el cuerpo cívico). K. Marx apuntó certe­
ram ente a esta peculiaridad del mundo antiguo, al
señalar que «en la antigua Roma, la lucha de cla­
ses no se desarrollaba sino en el interior de una
m inoría privilegiada, entre libres ciudadanos ricos
y libres ciudadanos pobres, mientras que la gran
masa productiva de la población, los esclavos, no
servía más que de pasivo pedestal de los comba­
tientes»21. Esta relativa marginalidad de los escla­
vos perm itía que las luchas sociales se formaliza­
sen en el plano del predominio político y mediante
formas de conciencia radicalmente enmascarado-
ras de las relaciones de producción fundam enta­
les. Aunque estas relaciones constituían el nivel
fundante —el pedestal, como escribe Marx— de
toda la dinámica conflictiva, una peculiaridad de
la sociedad esclavista consistía en la coloración
superestructural con que se presentaba la lucha
de clases, disimulando la disyunción básica hom­
bre libre-esclavo, e impidiendo la concienciación
de las masas efectivamente explotadas —sin distin­
ción entre esclavos y meros asalariados libres—.
Porque incluso el antagonismo ricos-pobres, que
era fundam entalm ente un antagonismo propieta­
rios-desposeídos, venía a formalizarse en un plano
relativamente superficial, como mero antagonismo
acreedores-deudores. M ientras que el antagonis­
mo propietarios-desposeídos pertenece a las rela­
ciones de producción, el antagonismo acreedores-
deudores se inscribe solamente en las relaciones
de distribución. La circulación simple de m ercan­
cías, característica del capitalismo m ercantil an­
tiguo, confiere al dinero la forma de medio de
pago, al no existir nunca sim etría y simultaneidad

21 Cf. K. Marx, ibidem.


20 GONZALO FUENTE OJBA

entre los actos compradores y vendedores. Como


advierte Marx, «el carácter de acreedor o deudor
brota aquí de la circulación simple de m ercan­
cías [...] A prim era vista, trátase pues de los
mismos papeles recíprocos y llamados a desapare­
cer, desempeñados por los mismos agentes de la
circulación que antes actuaban como vendedor y
comprador. Sin embargo, ahora la antítesis pre­
senta de suyo un cariz menos apacible y es sus­
ceptible de una mayor cristalización. Cabe, ade­
más, que esos mismos papeles se presenten en
escena independientemente de la circulación sim­
ple. Así, por ejemplo, la lucha de clases del mundo
antiguo reviste prim ordialm ente la form a de una
lucha entre acreedores y deudores, acabando en
el sojuzgamiento de los deudores plebeyos, con­
vertidos en esclavos» 22. En tales circunstancias,
la conciencia de clase, no sólo se aleja de la con­
tradicción fundam ental hombre libre-esclavo, sino
que ni siquiera tom a contacto con la contradicción
principal propietario-desposeído, confinándose en
representaciones colectivas que desplazaban el an­
tagonismo al proceso circulatorio de la riqueza y,
en definitiva, a las estructuras jurídicas como tales.
Así, en la Antigüedad, los movimientos sociales
tom aban prestadas ideologías que no reflejaban
sino muy indirectam ente los intereses económicos
reales; es decir, idearios o bien procedentes de
actitudes idealistas o de tonalidad utópica, o bien
procedentes de credos religiosos de índole sote-
riológica. Ni unos ni otros superaban un género
de abstracción que despojaba a sus portadores de
toda posibilidad de tom ar conciencia de las rela­
ciones socio-económicas subyacentes. G. Lukács,
que acertó a definir la condición de la conciencia
social en las sociedades precapitalistas en térm i­
nos tan diáfanos que merecen una extensa cita
literal, señala el hecho de que «toda sociedad pre-
capitalista form a una unidad menos coherente,
22 Cf. K. Marx, E l Capital (trad., México, 1966, vol. I, p. 93).
Subrayado mío.
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 21

desde el punto de vista económico, que la socie­


dad capitalista; que la autonomía de las partes es
allí mucho mayor, por ser sus interdependencias
económicas más lim itadas y menos desarrolladas
que en el capitalismo. Cuanto más débil sea el
papel de la circulación simple de mercancías en
la vida de la sociedad en su conjunto, y cuanto
más cada una de las partes de la sociedad viva
prácticam ente en autarquía económica (comunas
campesinas) o no juege papel alguno en la vida
propiam ente económica de la sociedad, en el pro­
ceso de producción en general (como era el caso
para im portantes fracciones de ciudadanos en las
ciudades griegas y en Roma), tanto menos tendrá
la forma unitaria, la cohesión organizativa de la
sociedad y del Estado, un fundam ento real en la
vida real de la sociedad. Una parte de la sociedad
lleva una existencia ‘n atural’, prácticam ente inde­
pendiente del destino del Estado». Aun donde la
circulación simple de mercancías tuvo indudable
auge, como en la fase de madurez del mundo anti­
guo, el trasfondo agrario de pequeñas unidades
independientes que vivían en régimen de economía
doméstica no adm itía formas de cohesión social
fundada en estructuras económicas orientadas ha­
cia el valor de cambio. La compartimentación eco­
nómica impide que «la relación de los diversos
grupos particulares, de que se compone la socie­
dad, con la totalidad de la sociedad» pueda «to­
mar, en la conciencia que puede serle adjudicada,
una form a económica. Marx hace notar, de una
parte, que ‘la lucha de clases de los antiguos se
desarrolló principalm ente bajo la forma de una
lucha entre acreedores y deudores'. Pero tiene
plena razón al agregar: ‘sin embargo, la forma
m onetaria —y la relación de acreedor a deudor
posee la form a de una relación m onetaria— no
hace sino reflejar el antagonismo de condiciones
económicas de vida mucho más profundas'. Este
reflejo ha podido desvelarse como simple reflejo
por el m aterialism o histórico. ¿Tenían no obstante
22 GONZALO PUENTE OJEA

las clases de esta sociedad, en su situación, la po­


sibilidad objetiva de elevarse a la conciencia del
fundam ento económico de sus luchas, de la pro­
blem ática económica de la sociedad que padecían?
Estas luchas y estos problemas ¿no debían nece­
sariam ente tom ar para ellas —conforme con las
condiciones económicas de vida en que vivían—
form as o bien ‘naturales’ y religiosas o bien esta­
tales y jurídicas?» Lukács no duda en responder
taxativamente que «la división de la sociedad en
estam entos, en castas, etc., significa justam ente
que la fijación tanto conceptual como organiza­
tiva de estas posiciones ‘naturales’ sigue siendo
económicamente inconsciente, que el carácter pu­
ram ente tradicional de su simple crecimiento debe
ser inmediatamente vaciado en moldes jurídicos.
Pues al carácter más flojo de la cohesión econó­
mica, corresponde en las formas jurídicas y esta­
tales una función muy diferente de lo que sucede
en el capitalismo, tanto objetiva como subjetiva­
mente; form as jurídicas y estatales constituidas
aquí por las estratificaciones en estamentos, los
privilegios, etc. [...] En las sociedades precapita-
listas, las formas jurídicas deben necesariamente
intervenir de modo constitutivo en las conexiones
económicas. No hay aquí categorías puram ente
económicas —y las categorías económicas son, se­
gún Marx, 'formas de existencia, determinaciones
de existencia’— que aparezcan en form as jurídi­
cas, que estén vaciadas en otras form as jurídicas.
Sino que las categorías económicas y jurídicas
son, por su contenido, inseparables y están imbri­
cadas unas en otras [...] La economía no ha al­
canzado, tampoco objetivamente, hablando en tér­
minos hegelianos, el nivel del ser-para-sí, y es por
esto por lo que no existe posición posible a par­
tir de la cual pudiera hacerse consciente el fun­
dam ento económico de todas las relaciones so­
ciales» 73.

23 Cf. G. L ukács, Histoire et conscience de classe (cit., pp. 78-81).


LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 23

Apunta a un hecho significativo E. Meyer cuan­


do advierte que ni el progreso económico, ni el
florecimiento del comercio y las m anufacturas con­
vierten por sí solos a la esclavitud en factor pri­
mordial de la estructura socio-económica, pues en
el Oriente antiguo no llegó nunca a desempeñar
un papel económico básico. Son las específicas
condiciones sociales y políticas de Grecia y Roma
las que produjeron ese resultado. «Lo que allanó
el camino a la esclavitud —escribe Meyer, en len­
guaje algo anacrónico para esa época histórica—■
fue precisam ente aquella transform ación del Es­
tado del que menos habría podido esperarse este
fruto: la instauración del Estado de derecho, la
abolición de todas las diferencias de clase y de
todos los privilegios políticos, la implantación de
la libertad política y de la igualdad jurídica para
todos los m iem bros del Estado, la creación de una
ciudadanía general...»24. Esta observación, sin em­
bargo, sólo perm ite explicar en parte el desarrollo
ulterior del régimen productivo esclavista, pero
tom ada literalm ente no hace sino invertir los tér­
minos del proceso real: son ciertos factores polí­
ticos —y en prim erísim o plano las guerras impe­
rialistas de Atenas y de Roma— los que generan
una concentración de esclavos de tal magnitud
que perm ite dejar en franquía un im portante po­
tencial de m ano de obra no-esclava, la cual, muy
pronto, mediante una serie de reivindicaciones de
clase bien articuladas con la lucha política urba­
na, adquiriría un estatuto jurídico-político de igual­
dad cívica. La emancipación política de las clases
populares se asienta, pues, sobre el previo sojuz-
gamiento de una gran masa de esclavos aptos para
su empleo en la producción, y no viceversa. Pero
es cierto que una vez actuado el proceso de eman­
cipación cívica, esta emancipación estimuló y ace­
leró la implantación de un régimen productivo
fundam entalmente esclavista, de una parte, y la
*4 Cf. E. Meyer, La esclavitud en el m undo antiguo (en E l his­
toriador y ia historia antigua, trad., México, 1955, p. 156).
24 GONZALO PUENTE OJEA

instauración de un sistema ideológico en que el


hecho fundante de la antinomia hombre libre-
esclavo tendía a quedar oscurecido, de la otra.
La interposición tácita del esclavo entre el propie­
tario y el hom bre libre desposeído trasladaba el
antagonismo al ámbito de las luchas sociales entre
ciudadanos libres, y hurtaba a las pugnas ideoló­
gicas toda posibilidad de transparencia. La radical
ausencia del esclavo del mundo de relaciones jurí-
dico-políticas —pues «la institución de la esclavi­
tud responde a la idea de que no existe ni puede
existir entre los distintos pueblos un vínculo ju rí­
dico originario»25— no hacía sino desplazar la
conciencia de clase desde el nivel de los factores
económicos al nivel de las superestructuras.
La definición de la sociedad antigua en su fase
de m adurez como modo de producción esclavista
puede m atizarse adecuadamente m ediante la cate-
gorización elaborada por L. Althusser y N. Pou-
lantzas —a que me referí anteriorm ente—, según
la cual cualquier modo de producción es un todo
complejo con dominante en cuyo seno se articulan
de m anera peculiar no sólo las diversas instancias
o niveles —económico, social, político, ideológico—
sino tam bién varios modos o regímenes producti­
vos, de los cuales uno ocupa la posición domi­
nante. Es cierto que en la sociedad antigua sub­
sistía, como plano de fondo del sistema económi­
co, un inmenso núm ero de pequeñas unidades
domésticas de economía cerrada o esencialmente
autárquica, sobre las que se apoyaba una parte
sustancial del ingreso fiscal por tributación —al
lado del botín de guerra y de otras formas del
im puesto—. Pero la subsistencia de esa estructura
productiva de carácter tribal, heredada de épocas
históricas anteriores, no desvirtúa la gran im por­
tancia del desarrollo de la industria m anufactu­
rera en los grandes centros urbanos u orientada
hacia éstos, así como el relieve de una agricultura

“ Ih id ., p. 143.
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 25

latifundista de signo lucrativo —especialmente en


amplias zonas del orbe romano—. Pues bien, am­
bos fenómenos productivos descansaban funda­
m entalm ente sobre el trabajo esclavo. Respecto
de las m anufacturas, dice J. Toutain que «lo que
mejor parece caracterizar esa organización indus­
trial son los talleres de esclavos. Esos talleres po­
dían pertenecer a particulares: el padre de Sófo­
cles poseía un taller de esclavos herreros; el padre
de Cleón, un taller de esclavos que fabricaban
instrum entos de cuerda; las fábricas de arm as
de Lisias y del padre de Demóstenes ocupaban
mano de obra servil. El Estado también empleaba
esclavos para las obras públicas. En las m inas y
en las canteras, el personal de explotación se re­
clutaba exclusivamente en la clase servil; los do­
cumentos que poséemos acerca de las minas de
Laurion no mencionan para nada a los asalaria­
dos». Y concluye: «el trabajo servil era de tal
modo la form a norm al de la mano de obra indus­
trial que propietarios de esclavos los alquilaban
frecuentemente a patronos o contratistas. Algunos
esclavos podían ser alquilados individualmente o
por grupos, por talleres completos. El alquiler de
esclavos se convirtió incluso en una profesión»26.
Refiriéndose al sector agrario, especialmente en el
área romana, señala Toutain que «el trabajo servil
sustituyó, en la mayoría de los dominios, al tra­
bajo libre. Roma e Italia vieron afluir año tras
año prisioneros de guerra, capturados por las le­
giones en todos los campos de batalla de Occi­
dente y de Oriente [...] Además, una verdadera
trata hacía estragos en el M editerráneo Orien­
tal [...] El gran mercado de los esclavos era la
isla de Délos, donde, según Estrabón, algunos días,
más de 10.000 desgraciados eran sacados a subas­
ta. Los grandes propietarios romanos e italiotas
podían procurarse por precios que variaban según
la edad, el vigor y las aptitudes de los individuos,
26 Cf. J. Toutain, La economía antigua (trad., México, 1959,
p. 54).
26 GONZALO PUENTE OJEA

una m ano de obra abundante, segura y que, por


uniones entre esclavos de una misma hacienda,
por los nacimientos de hijos de esclavos desde el
prim er día, crecía y se m ultiplicaba sin cesar»27.
La demanda creciente de esclavos estim ula el robo,
el secuestro y la piratería como expedientes, al
lado de la guerra, para el sum inistro de esclavos
allí donde la procreación y las fuentes legales no
bastaban. Refiriéndose a la introducción de escla­
vos en gran escala a p a rtir de las últim as décadas
del siglo IV a. C., W. L. W estermann señala ilus­
trativam ente que sólo entre el año 200 y el 150
a. C., la estimación de 250.000 prisioneros de gue­
rra convertidos en esclavos «no parece ser dema­
siado grande»2S. Esta estimación en un historia­
dor como W estermann —siempre atento a rebajar
los cálculos al mínimo tolerado po r testimonios
indubitables—, unida al hecho de que dicha cifra
se añadía a la población esclava ya existente y a
todos los demás incrementos derivados del co­
mercio, la trata, la legislación penal y el creci­
m iento demográfico, perm iten atribuir al trabajo
esclavista una im portancia de prim er plano. Si
añadimos los factores estructurales de la m anu­
factura esclavista y la agricultura latifundiaria
—correspondientes a la esfera de las relaciones
de producción propiam ente dichas—, la gran ex­
pansión del capital comercial y financiero y la
generalización del dinero acuñado —factores co­
rrespondientes a la esfera de las relaciones de dis­
tribución y cambio, si bien inm ediatam ente sobre­
puestos a las estructuras productivas—, nos en­
contramos con una configuración económica cua­
litativam ente diferente de la característica de las
grandes formas imperiales anteriores. Así, lo que
N. Poulantzas denominaría matriz del modo de
producción antiguo vendría a caracterizarse por

27 Ibid., p. 211. Vid. tam bién E. Meyer, op. cit., pp. Í60-16Í.
28 Cf. W. L. W esterm ann, The slave system s of Greek and Roman
antiquity (Philadelphia, 1964, p o r cierto dedicado a la m em oria de
A4. I, R ostovtzeff, p. 62).
LA C R IS IS DE- LOS REINOS H ELENISTICOS 27

la específica form a de articular el modo de pro­


ducción de significado predom inante en las áreas
más progresivas de la Antigüedad —el modo de
producción esclavista, de signo eminentemente u r­
bano o m ercantil— con el modo de producción
tribal en las áreas atrasadas —pequeñas unidades
domésticas cerradas, de signo rural y autárqui-
co—. Esta peculiar articulación se extendía a la
específica form a de inserción de la contradicción
campo-ciudad dentro de la dinámica de la lucha
de clases en el ám bito urbano, lucha que consti­
tuía el m otor de la sociedad antigua desde el punto
de vista socio-político e ideológico; esta lucha se
basaba en las disyunciones clasistas hombre libre-
esclavo y propietario-desposeído. Por consiguien­
te, parece legítimo seguir utilizando, con las de­
bidas especificaciones y reservas, el concepto de
sociedad antigua esclavista, consagrado por la his­
toriografía m arxista, para designar la peculiarísi-
ma figura de la sociedad helenística y romana.
Por lo demás, es evidente que, como sucede en
todas las sociedades precapitalistas, en la sociedad
antigua la conciencia de clase no pudo tener la
suficiente transparencia que le permitiese quedar
directam ente articulada con la base económica en
su integridad.
Todas las formaciones ideológicas del m undo
antiguo se alzan sobre la estructura esclavista fun­
damental que lo caracteriza; y aunque esa estruc­
tura fundam ental experimenta transform aciones
y pasa por m omentos de máxima expansión y de
eventuales contracciones, su presencia perm a­
nente constituye el nivel fundante de todas las
ideologías antiguas y, por tanto, también de to­
das las grandes form as de la conciencia estoica29.
M. Weber, cuya autoridad en este tema no es
ciertam ente magra, pudo escribir que «la cultura
antigua es una cultura de esclavos. Desde el co­

29 Para un conocim iento detallado del sistema esclavista antiguo,


es esencial el trab ajo de W. L. W estermann que acabo de citar.
28 GONZALO PUENTE OJEA

mienzo existe, junto al trabajo libre de la ciudad,


el trabajo servil de la campiña; junto a la divi­
sión libre del trabajo por el comercio de cambio
en el mercado urbano, la división obligada del
trabajo por la organización de la producción en
las haciendas cam pesinas...»30. Naturalm ente, hay
que agregar que también en el trabajo urbano ha­
cía sentir su peso la mano de obra esclava. Esta
cultura de esclavos, anterior en su génesis a la
aparición del pensamiento estoico, vino sin em­
bargo a quedar paradójicam ente asociada a una
m entalidad cuya fisonomía general está bien re­
presentada por este pensamiento. Si el apogeo de
la producción esclavista se sitúa en los dos últi­
mos siglos anteriores a la era cristiana y en el
prim ero de ésta, resulta entonces necesaria la co­
nexión —repito, necesariamente ambigua y para­
dójica— entre ambos fenómenos.
La relación sociedad esclavista-ideologías estoi­
cas rem ite a conexiones de sentido tan evidentes
que apenas exigen especiales argum entos proba­
torios. En este punto, conviene disipar un malen­
tendido —aunque hayamos de adelantar ciertas
conclusiones de este estudio—. Se ha asociado
frecuentem ente al estoicismo con la doctrina anti­
esclavista. Pero la abolición de la esclavitud no
constituye una enseñanza de los estoicos de la
Antigüedad. El estoicismo acepta inequívocamente
la nobleza y la esclavitud en cuanto instituciones
sociales: en estas cuestiones —como, en defini­
tiva, en todos los problemas de política concreta—
es tan conservador como cualquier otra filosofía
del siglo IV a. C. Aunque la Estoa antigua favo­
recía abiertam ente el trato hum anitario de los
esclavos —considerados como seres tam bién ca­
paces de alcanzar la sabiduría—, la discusión de
este asunto, una vez más, «era puram ente teórica
y ética», evidenciando ese gran conservadurismo

í0 Cf. M. Weber, La decadencia de ¡a cultura antigua (en Revista


de Occidente, t. X III, 1926, p. 31).
LA C R IS IS DB LOS REINOS HELENISTICOS 29

que caracteriza a las grandes ideologías de la épo­


ca, aunque pudieran ser «radicales en sus postula­
dos teóricos»31. Como indica E. B réhier32, la di­
ferencia del estoicismo respecto de otras escuelas
consiste en haber concebido las relaciones de jus­
ticia entre todos los hombres, en tanto iguales,
como inseparables del ideal de sabiduría. Efectiva­
mente, el derecho natural que sustenta la kosmo-
polis ideal entraña la noción de una humanidad
universal para la que moral y justicia son indiso-
ciables; por consiguiente, el espíritu del ideal es­
toico superaba la categoría jurídico-política de
esclavitud, pues en este contexto teórico el hecho
de ser amo ( despoteia) era tan nocivo como el de
ser esclavo ( doulosyne): sólo el sabio (sophós) es
noble y libre, porque sólo él es capaz de una ac­
ción autónoma; esclavos son los malos y los igno­
rantes 33. La conocida máxima, que recoge una opi­
nión anterior a los estoicos, según la cual «por
naturaleza ningún hom bre es esclavo» (ánthropos
ek physeos doûlos oudeís) 34, adquiere con ellos
un nuevo estatuto teórico: como sólo el espíritu
es noble o esclavo, la situación jurídica concreta
en que se encuentre socialmente el individuo re­
viste poca im portancia. Todo hombre debe cum­
plir su destino desde la posición social en que
ya e s té 35. Lo im portante es el «hombre interior»
y la libertad de su albedrío.
Como se ve, la conexión del estoicismo con la
sociedad esclavista obedece a la actitud general
81 Cf. Rostovtzeff, Historia social y económica del m undo hele­
nístico (trad., M adrid, 1967, vol. II, p. 1261). Para la doctrina es­
toica sobre la esclavitud, vid. W. L. W esterm ann, op. cit., p p. 40,
116-117 y 156-157; P. A. Milani, La schivaitii net pensiero politico:
/. Dei Greet al Basso Medioevo (Milano, 1972, 155-236).
32 Vid. E. B réh ier, Chrysippe et Vancien stoïcism e (Paris, 1951,
pp. 266-270).
33 Vid. Diógenes L aercio, Vidas de los filósofos ilustres VII,
121-122 (cito p o r la versión de R. D. Hicks, London, 1966, 2 vols.).
u Stoicorum veterum fragm enta I II , 352 (cit. po r M. Pohlenz,
La Stoa. Storia di un m ovtm ento spirituale, trad ., Firenze, 1967,
vol. I, p. 274).
3) Es de interés observar que la análoga recomendación de San
Pablo (Colosenses 3.22; E fesios 6.5; Gálatas 3.22) parecería u n eco
de esta actitud.
30 GONZALO PUENTE OJEA

de la Antigüedad en estas cuestiones. Solamente


cabe subrayar aquí la tonalidad intensam ente alie­
nante del discurso estoico: al tiempo que m an­
tiene una actitud esencialmente conform ista res­
pecto de las instituciones sociales y jurídicas, re­
tira todo fundam ento espiritual a las distinciones
que no deriven de una excelencia moral. La cons­
tante elitista de las ideologías estoicas conduce
a una aristocracia del espíritu en el marco de una
igualdad hum ana de principio; lo cual no impide
que el estoicismo considere las relaciones econó­
micas entre esclavo y propietario como relaciones
similares a las que este último m antiene con el
obrero asalariado: su fundam ento radica, en am­
bos casos, en un intercambio de servicios36 —es
decir, una relación sinalagmática—, y sólo varía
su duración: vitalicia en un caso, tem poral en el
otro. Como diría Epicteto, el servus no es sino un
perpetuus mercennarius. Las relaciones de explo­
tación hum ana quedan, así, legitimadas: no sólo
las relaciones de producción basadas en la escla­
vitud, sino todas las formas de explotación del
trabajo productivo, pues la noción de intercambio
de servicios incluye a todas; y, por consiguiente,
quedan sólidamente protegidas las estructuras de
dominación de la sociedad antigua.
E sta doctrina es característica de una concien­
cia alienada, toda vez que desdobla la existencia
hum ana en un mundo ideal —la ciudad cósmica,
donde la igualdad hum ana sólo reconoce la opo­
sición del sapiens y del stultus— y un mundo real
—la ciudad terrestre, en la que la categoría de
intercambio de servicios preserva la cruel explota­
ción de las clases sociales inferiores—. Su signi­
ficación final consiste en la eficacia con que pro­
yecta en las m oradas celestes la escisión y las
contradicciones internas de la estructura socio­
económica. E sta dualidad no es, en sí misma, sino

» Cf. S. V. F. 351-353.
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 31

un producto social37, pues refleja las relaciones


de producción de la sociedad esclavista en un pe­
ríodo en el que el propio obrero asalariado (mer­
cennarius) comienza ya a experimentar todos los
rigores de una existencia proletaria que lo identi­
fica, de hecho, a la condición servil. Las exhorta­
ciones estoicas de que el amo dispense un trato
humano a sus esclavos traicionan la función emi­
nentem ente legitimadora y estabilizadora del sis­
tema social de explotación, en el marco de una
conciencia fuertem ente alienada. El estoicismo
brindaba al esclavo y al oprimido fórmulas de
ilusoria liberación interior, m ientras los m antenía
en posición de efectiva dependencia en el ámbito
de su vida real.

2. La evolución ideológica del estoicismo


en la sociedad antigua
Im porta, seguidamente, analizar cómo, mediante
leves alteraciones, la figura ideológica de la con­
cepción estoica de la vida cumple funciones so­
ciales y políticas varias, que se perfilan en estre­
cha conexión con aquel nivel de la superestructura
que está en más inmediato contacto con la estruc­
37 Cf. K. Marx, Tesis IV y V il sobre Feuerbach.
Obsérvese que las clases dom inantes suelen aferrarse obstina­
dam ente a la creencia de un m undo dual, haciendo recurrente­
m ente de esta dualidad un postulado ideológico capital —en sus
variadas y sutiles form as—, tan favorable a la preservación de sus
intereses de clase. Dicho postulado se transform a así en una idea
dom inante de prim er rango. Recuérdese que Marx y Engels seña­
laron lúcidam ente que "el pensar de la clase dom inante es tam bién
el pen sar dom inante de cada época; o dicho de otro modo, la clase
que es la potencia material dom inante, es tam bién la potencia
espiritual dom inante. La clase que dispone de los medios de la
producción .material, dispone por ello mismo de los m edios de
la producción intelectual, de tal m anera que... el pensar de aquellos
a quienes son rehusados los medios de producción intelectual están
sometidos a la vez a esta clase dom inante. Los pensam ientos domi­
nantes no son sino la expresión ideal de las relaciones m ateriales
dom inantes tom adas bajo la forma de ideas; así, pues, son la
expresión de las relaciones que hacen de una clase, la clase domi­
nante; dicho de otro modo, son las ideas de su dom inación”.
(Cf. K. Marx-F. Engels, L ’ideologie allemande, Paris, Edit. Sociales,
1953, pp. 38-39).
32 GONZALO PUENTE OJEA

tura básica: el nivel de la praxis política. Las


transform aciones de esa figura ideológica operan
preponderantem ente a este nivel38, de tal m anera
que, en el marco de la perm anente conexión fun­
dam ental del estoicismo con la sociedad esclavis­
ta, las ideologías estoicas concretas reflejan los
sucesivos momentos de la constelación política
que integra los diversos factores socio-económicos
de la situación. El hecho de que este estudio cen­
tre en las doctrinas estoicas el área ideológica del
período que va desde la m uerte de Alejandro has­
ta Marco Aurelio, no significa que solamente el
estoicismo sea pertinente para la configuración de
dicha área, pues también el pensam iento de Epi­
curo, entre otros, desempeña un papel ideológico
de prim er orden. El epicureismo vino a represen­
ta r —pese a las im portantes diferencias que lo
separaban del estoicismo— una especie de exaspe­
ración de la actitud evasiva que caracterizó a las
doctrinas de los prim eros estoicos, si bien nunca
alcanzó el grado de difusión popular y de acomo­
dación política que convirtió al estoicismo en la
ideología por antonomasia de la Antigüedad tar­
día. El estoicismo post-alejandrino o helenístico
(ss. i v -i i i a. C.) y el estoicismo de la época impe­
rial (ss. ι-m d. C.) corresponden, respectivamente,
a períodos políticos en los que la anarquía o el
agotamiento se reflejan ideológicamente en acti­
tudes de evasión o de resignación. Por el contra­
rio, el estoicismo helenístico-romano (ss. ix-ι a. C.)
refleja el momento en que una potencia de refres­
co, ya en la plenitud de energías de la edad adulta,
irrum pe en la palestra m editerránea oriental. En
ese momento histórico, el estoicismo, m ediante la
asimilación de elementos eclécticos y oportunas
acomodaciones, cobra una función ideológica nue­
va al servicio del éthos latino y de los intereses
38 En v irtud de la reciprocidad dialéctica estructura-superes­
tructura, como supuesto metodológico de prim era im portancia. Esa
reciprocidad reintegra al materialismo histórico toda su virtuali­
dad explicativa de las conexiones ideológicas, aun las m ás sutiles
y opacas a prim era vista.
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 33

hegemónicos de la República romana, y adopta


una actitud de abierta colaboración.
Veamos brevem ente las líneas de base de esta
sucesiva inserción socio-política del estoicismo.
La visión estoica del mundo, por su propia na­
turaleza y por la orientación final que imprim e
a la conducta humana, conduce a la aceptación
de la realidad en todos sus niveles, incluido el
orden social y político. La ética estoica postula
una vocación hum anizadora y de espiritualización
de las relaciones comunitarias, y un ideal de jus­
ticia; pero la vivencia del destino (heim arménë)
y la creencia en un lógos ordenador (prónoia) im­
ponen, a la postre, una voluntad incesantemente
renovada de conformidad con las eventualidades
cotidianas en cuanto signos de la arcana dispen­
sación natural. Lo que im porta para el hom bre
es la pureza de sus intenciones, no los resultados
de sus actos. Como apunta A. J. Festugiére, «el
verdadero estoico, a pesar de lo que pueda pare­
cer a prim era vista, es fundamentalmente un puro
contemplativo. Siempre está m irando al todo, y
eso le b a sta » 39. Por eso, prefiere sufrir la injus­
ticia que cometerla, preservar la pureza de la vo­
luntad que asegurar la eficacia de los actos.
El estoico sabe que la naturaleza le ha dado la
facultad de autodeterm inarse; pero sabe tam bién
que esa facultad no puede actuarse contra el kós-
mos, pues es impotente frente a la arm onía uni­
versal y sus designios. Así canta Oleantes al dios
estoico: «tuyo es el cosmos que gira en torno a
la tierra, te sigue adonde tú lo conduces, se plie­
ga espontáneam ente a tu querer»; porque «el bien
y el mal m archan juntos, una sola razón reina eter­
namente, abarca todo armónicamente»; «nada, se­
ñor, se produce sin ti, ni sobre la tierra ni en el
éter divino de la bóveda celeste, ni en el m a r...» 40.

39 Vid. A. J. Festugiére, Personal religion among the Greeks


(trad ., Berkeley, 1960, p. 109).
40 Vid. A. J. Festugière, La révélation d ’H erm es Trismégiste
(Paris, 1949, vol. II, pp. 310-25).
34 GONZALO PUENTE OJEA

Esta íntim a obediencia al orden (kósm os) obliga


a soportar el mal y a asegurarse, antes de obrar,
de la naturaleza valiosa (axía) de nuestra acción,
evitando a toda costa la acción nociva (apaxía).
«No el esfuerzo para alterar las circunstancias ex­
teriores —escribe B. Farrington—, sino el esfuerzo
para adaptarse a ellas, es todo lo que postula (el
sabio estoico). Su más alto punto fue la resigna­
ción, sea la del em perador o la del esclavo»41.
La m oral estoica no era, ciertamente, una doctri­
na para el hom bre de las realidades políticas, in­
merso en un mundo de tensiones y ambigüedades.
El estoico sólo podía prestar su aquiescencia (syn­
katáthesis) a los actos cuya naturaleza valiosa se
presentase con evidencia arrebatadora (katalëptikë'
phantasia) y cuyas consecuencias no alterasen la
existencia del sabio im perturbable (atárachos) e
impasible (apathë’s ).
Dentro de esa unidad tem ática esencial, las ideo­
logías estoicas, como toda construcción intelec­
tual, son apenas comprensibles —en su motivación
profunda y en su operación práctica— si se las
aísla de la compleja urdim bre de la situación his­
tórica en que surgen. Atendiendo a esta incardina-
ción histórica concreta, el pensam iento estoico
aparece cumpliendo sucesivamente funciones so­
ciales y políticas diversas, de modo que es lícito
hablar de sucesivas ideologías en el seno de ese
gran movimiento intelectual42. La prim era ideo­
logía estoica corresponde a la perspectiva propia
de su fundador —Zenón de Cittium— y se ins­
cribe en una circunstancia histórica de relativa
unidad: la que denominaré, como ya se indicó,

41 Cf. B. Farrington, Science and politics tn the ancient world


(London, 1965, p. 117).
42 Quizás el defecto del excelente trabajo filológico de Max
Pohlenz, en su m onum ental obra Die Stoa. Geschichte eines geistigen
Bewegung (Götingen, 1959. Traducción italiana de V. E. Alfieri,
Firenze, 1967), radica en no haber subrayado adecuadam ente las
m etam orfosis de la función ideológica del estoicismo. Este defecto
es, por lo dem ás, inherente a todos los trabajos sobre este movi­
m iento filosófico, salvo contados atisbos de algunos estudiosos
del m undo helenístico y romano.
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 35

período post-alejandrino o helenístico (323-202


a. C.). La segunda, iniciada por Posidonio, corres­
ponde al período helenístico-romano (202-27 a. C.).
La tercera, representada inicialmente por Séne­
ca, pertenece al prim er período imperial romano
(27 a. C.-180 d, C.). Se trata de una periodización
convencional —como todas— y aproximada, pero
no arbitraria: además de corresponder a segmen­
tos claram ente significativos de la historia políti­
ca, éstos constituyen límites cronológicos aproxi-
mativos para las vidas de los grandes pensadores
estoicos que trazaron las líneas básicas de las
ideologías que se impusieron en cada uno de los
tres períodos.
El tránsito ideológico a que me vengo refiriendo
parece claro en sus aspectos fundamentales. La
esencia misma de la inflexión intelectual de la que
arranca la actitud estoica —continuando y, a la
vez, contraponiéndose a la actitud cínica— entra­
ña una ambigüedad constitutiva que matiza deci­
sivamente la conducta de los estoicos en el plano
político y social. Esta ambigüedad ocupa ya el
centro de la reflexión filosófica de Zenón: de ma­
nera ciertam ente paradójica, se tra ta de una acti­
tud evasiva sin ánimo de desertar, de alejamiento
en la convivencia, de apoliticismo práctico en el
contexto de la corresponsabilidad ciudadana. El
hombre ya no se define como zoon politikón, sino
como zoon koinonikón —animal comunitario—. El
cambio de adjetivo está saturado de hondas con­
secuencias. La herencia de Zenón, tan rica en po­
tencialidades de adaptación, nos ofrece el notable
espectáculo de una ideología que, nacida en el ho­
rizonte socio-político de la época de los diádocos
como ideología de optim ista evasión, pasaría a
funcionar —mediante oportunas alteraciones de
acento e incorporación de nuevos ingredientes—
como ideología legitimadora de la política expan-
sionista de la República romana y su protecto­
rado del M editerráneo oriental, en un prim er mo­
mento; y, seguidamente, como ideología susten­
36 GONZALO PUENTE OJEA

tadora de la sociedad hondam ente resignada y


pesim ista de la época imperial. Indiferencia evasi­
va, entrega esperanzada, conformidad resignada·.
he ahí tres aperturas ideológicas diversas —cada
una de ellas íntim am ente articulada en el marco
socio-político en que cobra vigencia— de aquella
extraña inflexión que Zenón introdujo en el criti­
cismo cínico. Las metamorfosis ideológicas de la
concepción estoica del mundo —que hicieron po­
sible su éxito m ultisecular— derivan de su gran
susceptibilidad a las amalgamas eclécticas, de su
ambigüedad constitutiva, de su versatilidad teórica
para afrontar exigencias históricas diversas, de
las propias virtualidades dialécticas incoadas en la
específica relación sujeto-mundo que la caracte­
riza. En la filosofía estoica original, una vez clau­
surada la etapa de anarquía post-alej andrina, el
climax del subjetivismo a que había conducido el
optimismo vital de la gran individualidad heléni­
ca, recién liberada de las ataduras de la polis,
había de dejar paso a un paulatino aflojamiento
de la tensa relación sujeto-mundo, y a un concor-
dismo pragm ático que funciona —aunque conti­
núe postulando verbalmente las paradójicas solu­
ciones de la prim era escuela— como una ideolo­
gía protectora de los intereses de las clases sena­
toriales y oligárquicas de la República del Tiber
en su etapa colonialista. Luego, cuando el éthos
romano entra en el dilatado proceso de crisis que
se inicia con la prim era dinastía imperial, el estoi­
cismo parece querer restaurar la actitud anímica
de los fundadores, pero en verdad introduce un
nuevo talante que transform a hondam ente la orien­
tación ideológica del pensamiento estoico: la rela­
ción sujeto-mundo vuelve a tensarse y exasperar­
se, pero ahora la asunción metódica del mundo
ya no es vivida como garantía inmarcesible de la
autarquía de la gran individualidad confiada, fuer­
te y arrogante, como prenda de ilimitados hori­
zontes de felicidad personal, sino como la pesada
carga de aceptar la insoslayable implicación en un
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 37

mundo que es el nuestro, que es malo y que esta­


mos condenados irremediablemente a alim entar y
potenciar sin pausa. Atenazados por este mundo,
aquellos antiguos experimentan un dolor que nin­
gún artificio teorético puede en verdad suprim ir;
aunque el sophós estoico de la época imperial si­
gue haciendo valer el protocolo teórico de sus
m aestros de escuela, su actitud vital ya no es la
del filósofo alejandrino, con su innato optimismo
y sus ojos nuevos para el orto de un mundo, con
su arrogante m irada a la palestra de la algarabía
política de unos simples epígonos, sino la actitud
que corresponde a un pesimismo incurable y abru­
mador que busca refugio en los repliegues más
íntimos del alma religiosa, orientada hacia un dios
confinado cada vez más en la allendidad. Este es­
toico es un misionero, como su predecesor, pero
sólo un misionero del consuelo, de la resignación,
de la soportable agonía. ¡Qué lejos estamos de un
Zenón, de un Cleantes, de un Crisipo!... La relación
con el m undo de este nuevo pastor de almas de­
nuncia una ruptura insalvable entre el sujeto y
su sociedad, y al mismo tiempo una asunción
desencantada de esa sociedad. Se perfila, así, una
ideología conservadora encaminada a la perpetua­
ción del orden político vigente, pero no a la ma­
nera del estoicismo medio —concordismo triunfa­
lista— sino como ideología de resignación piadosa,
apoyada en un radical desdoblamiento psicológico.
Es la ideología de una sociedad inerme frente a
una autoridad despótica pero indispensable ante
la amenaza inminente de un caos social general.
Se siente, a la vez y trágicamente, la necesidad
del orden establecido y su irremediable deprava­
ción moral.

3. La configuración histórica del mundo


post-alejandrino
La m uerte de Alejandro Magno (323 a. C.) cons­
tituye una fecha de gran significación, no porque
38 GONZALO PUENTE OJEA

se inicien con ella los fenómenos decisivos de la


desintegración del mundo de la polis en su mode­
lo clásico —pues dicho proceso hunde sus raíces
en las transform aciones económicas, sociales y
políticas que acompañan a las guerras peloponé-
sicas—, sino porque representa el punto de arran­
que de un nuevo período histórico en el que aque­
llos fenómenos emergen sin obstáculos, al nivel
de la conciencia colectiva y adquieren, así, todo
su dram atism o y eficacia43. En el año 323 se cierra
súbitam ente, de otra parte, la gran aventura per­
sonal de Alejandro y, con ella, la esperanza de
establecer un m arco jurídico-político adecuado al
gran espacio histórico-geográfico que constituyó el
campo de acción de aquel destino personal. La
época post-alej andrina o de los sucesores ( diádo-
choi) representa un dilatado paréntesis que evi­
dencia la incapacidad de aquéllos para estructurar
eficazmente ese gran espacio penetrado espiritual­
m ente por el legado helénico, conduciendo a su
inevitable destrucción por el poder ascendente de
Roma, llamada prim ero a intervenir (200 a. C.) en
las disputas orientales y, luego, a asum ir la heren­
cia alejandrina, no sólo por la mayor potencia
bélica de su pueblo, sino también por su excep­
cional aptitud para las tareas del Estado y para
las creaciones del derecho. Ahora bien, el período
post-alejandrino o helenístico, desde el año 323
hasta el 202 —en que Roma, tras el golpe asestado
en Zama a Cartago, queda libre para intervenir
activam ente en el M editerráneo oriental—, pre­
senta una peculiaridad y cohesión que perm iten
considerarlo como expresivo correlato histórico

43 Como se sabe, fue J. G. Droysen, en su Geschichte Alexanders


der Grossen (1833), y luego en su Geschichte des H ellenism us
(2 vols, de 1836 y 1843), quien inició esta periodización de la h is­
toria helénica, si bien lo hizo en el m arco restringido de los
acontecim ientos políticos y bélicos, conform e a su concepción de
la historia. P ara él, las naciones que no se apoyen en un gran
Estado m ilitarm ente fu erte están llam adas a perecer; el énfasis
en esta convicción le llevó a descuidar, con u n a m entalidad muy
prusiana, la im portancia de los factores económicos, sociales y
espirituales en la vida histórica.
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 39

del estoicismo original, aquel movimiento que va


de Zenón de Cittium (336-264) a Cleantes (331-232)
y Crisipo (280-210). Unos ciento veinte años cuyo
rasgo más notorio es la inseguridad política y el
sentimiento de precariedad existencial, como con­
secuencia de la quiebra de referencias vitales es­
tables en las cuatro dimensiones básicas de la rea­
lidad humana: condiciones económicas, estructura
social, convivencia política y sistema de creencias.
El nuevo período emerge de una circunstancia
histórica de profundas repercusiones: la declina­
ción del Estado-ciudad como marco de todos los
aspectos de la vida del hombre griego de la época
clásica. H asta entonces —y desde su configuración
paulatina a p artir de los procesos de synoikismós,
a que se refiere Aristóteles en su Política (I, 1)—
la pólis —originariamente, simple ciudadela— cons­
tituía el entorno económico, social y espiritual de
la vida en cuanto comunidad de gentes (koinónía)
con independencia propia (autárkeia) bajo el im­
perio de una ley (nomos) y de una organización
(politeía) reguladoras de sus poderes y funciones.
Este carácter universal de la pólis queda reflejado
en la definición aristotélica del hombre como un
zoon politikón, y en su consideración de la ética
como una ram a de la práxis del Estado (politiké’)■
Es decir, sólo el ciudadano (polîtes) era un hom ­
bre en plenitud, porque sólo en cuanto tal estaba
vocado a la felicidad y a la perfección. Así, «una
pólis existe —escribe Aristóteles— por razón de
una vida buena, y no sólo por razón de la vida»,
porque es «la unión de familias y aldeas en una
vida autosuficiente y perfecta, es decir, una vida
honorable y feliz»; constituye, así, el bien supre­
mo 44. Esta concepción del Estado está muy distan­
te de la del hom bre de hoy, al que su adecuada
comprensión exige un considerable esfuerzo de
concentración mental.

44 Cf. Aristóteles, Política, III, 9.


40 GONZALO PUENTE OJEA

La polis, durante al menos tres siglos, aportó a


los helenos un estímulo decisivo para sus más bri­
llantes creaciones, pero a la vez les impuso im por­
tantes limitaciones de su horizonte político y es­
piritual, limitaciones que sellarían, en definitiva, el
destino fatal de aquella forma original de v id a 45.
La apretada articulación de los factores económi­
cos, sociales, políticos y espirituales en el seno
de la organización ciudadana se refleja en la vida
doméstica, en las técnicas y relaciones de pro­
ducción, en las funciones de adm inistración y de
gobierno, en el código ético, en el sistema de va­
lores y creencias, en las formas religiosas y en
las pautas mentales. A título ilustrativo, recorde­
mos la interpenetración de las categorías étnicas
y del parentesco —génos, phylai, phrátriai, pátrai,
etcétera— con las categorías económicas —rurales
y urbanas—, políticas y militares, de una parte,
y con las religiosas e intelectuales, de otra. El he­
cho revelador de que no exista en el seno de esa
organización un clero profesional, y de que las
obligaciones cultuales —plegarias y sacrificios—
estuviesen vinculadas a ciertas familias o fueran
cometido de los magistrados 46, da la medida de
esa interpenetración. Así, el panteón helénico, ri­
gurosam ente articulado en la particularidad de
cada polis, venía a constituir la cúpula de un or­
ganismo perfectamente integrado que totalizaba
la vida pública y privada —hasta donde este des­
linde podía tener sentido para un griego clásico—.
Pero ese mismo ideal de existencia hum anística
había de poner en m archa el ejercicio especula­
tivo de la interrogación y la crítica, socavando
así paulatinam ente, unido al proceso de transfor­
mación de la vida material, los cimientos de la
comunidad ciudadana47, al tiempo que el sistema
45 Vid. A. J. Toynbee, Hellenism. The history of a civilization
(London, 1959, pp. 44-59), para un excelente balance de lo positivo
y lo negativo de esta forma de vida.
« Vid. A. J. Festugière, E picuto y sus dioses (trad., Buenos
Aires, 1960, p. 11).
« Vid. E. Bevan, Stoics and sceptics (London, 1959, pp. 24-25).
LA C R IS IS DE LOS REINOS H ELENISTICOS 41

político de la Hélade se aproximaba a su crisis


definitiva. Entre el año 431 y el 404 a. C., ese sis­
tema se desintegra, m arcando la derrota de Atenas
en las guerras peloponésicas el ocaso del esplen­
dor de la polis. La subsiguiente suprem acía de
Esparta, prim eram ente, de Tebas, después, así co­
mo el fugaz renacim iento político de la propia
Atenas, no hacen sino precipitar, mediante una
incesante rivalidad devastadora, ese destino al que
el peso de Macedonia daría el golpe final. La vic­
toria de Keronea (339 a. C.) consagró la hegemo­
nía macedónica, que en el Congreso de Corinto,
al año siguiente, recibiría el reconocimiento indis-
cutido de las ciudades griegas. La monarquía te­
rritorial suplanta al sistema de gobierno de la
polis, y el proceso correlativo de transform ación
de los fundam entos de ésta da paso a una nueva
etapa de la historia, cuyo prim er eslabón es pre­
cisamente ese período que discurre desde la m uer­
te de Alejandro Magno hasta la irrupción de Roma
en el M editerráneo O riental48. El hom bre helénico
va a dejar de pensar y de vivir exclusivamente en
términos de la polis; no porque ésta desapareciera,
pues, como advierte oportunam ente E. Schwartz,
«con la destrucción de las repúblicas ciudadanas
por las m onarquías macedónicas quedó un poco
velado, pero no desapareció en m anera alguna,
el antiguo ideal que exigía que el hombre pusiera
todas sus energías al servicio de la comunidad
ciudadana; no desapareció del todo, entre otras
razones, porque las nuevas monarquías dieron en­
trada en su organismo a las ciudades; para los
helenos libres, sólo en ellas regía un derecho ciu­
48 En la ingente literatu ra sobre este período, las siguientes
lecturas pueden ofrecer una exposición sucinta pero sustancial:
M. P. Nilsson, Greek piety (Oxford, 1948, pp. 66-91); A. J. Festu-
gière, op. cit., pp. 11-20; G. Murray, Five stages of Greek religion
(New York, s. d., 3.a ed., pp. 76-118), para la crisis espiritual;
y W. R. Agard, What democracy meant to the Greeks (Madison,
I960, pp. 175-251); W. Jaeger, Demóstenes (trad., México, J945,
passim); M. I. Rostovtzeff, Greece (trad ., New York, 1963, pp. 203-
241); A. Dekonski et alii, Grecia en (Historia de ¡a Antigüedad
de V. Diakov y S. Kovalev, trad ., México, 1966, vol. II, pp. 165-221),
p ara la crisis económica, social y política.
42 GONZALO PUENTE OJEA

dadano y no imperial. Bien que la comunidad


ciudadana se hubiese convertido en una forma
política de segundo orden, esta form a era aún
bastante fuerte para m antener ligado a ella al
individuo, salvo que la ambición o el espíritu de
aventura lo lanzasen al mundo o que lo libertase
una filosofía individualista» 49. El único punto que
hay que m atizar de esta advertencia consiste en
señalar que ese «antiguo ideal» seguía teniendo
no poca inercia histórica, pero justam ente no era
ya un ideal, sino el obstáculo al ideal represen­
tado por esas filosofías individualistas que m ira­
ban hacia el mundo en gestación. En efecto, el
fenómeno determ inante radica en que el horizonte
de la pólis va siendo sustituido por el del mundo
habitado (oikoum éne), porque al dejar la comuni­
dad ciudadana de representar la últim a referencia
de la vida, al pasar a ser ynidad de segundo orden,
su clásica función directora quedaba radicalm ente
alterada. Ahora, el sistema de creencias y valores,
así como la organización económica, social y polí­
tica, tendrán una articulación final en las nuevas
unidades hegemónicas —las monarquías helenís­
ticas— y, por encima de éstas, en el entorno tota­
lizador de la nueva forma de vida —la oikoumé-
né— 50. Por otra parte, como indica E. Meyer, «esto
determ ina un poderoso auge, pero, al mismo tiem­
po, un marcado desplazamiento de las relaciones
comerciales. Junto a la nueva ciudad cosmopolita
de las costas de Egipto pasa ahora a prim er plano,
sobre todo, el Asia Menor. Van quedando relega­
das en todas partes las pequeñas ciudades perdi­
das en medio del campo, que no pueden seguir ya
afirmándose en su antiguo retraim iento y en su
autarquía, dentro del gran tráfago universal. Pasa
a ocupar su puesto, ahora, la gran ciudad, verda­
dero punto de sustentación del desarrollo y que

49 Cf. E. Schwartz, Figuras del Mundo antiguo (trad ., M adrid,


1942, pp. 174-5).
so Vid. E. B arker, The political thought of Plato and Aristotle
(New York, 1959, pp. 497 y ss.).
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 43

surge, unas veces, enlazándose a otros centros ur­


banos anteriores (tal es, por ejemplo, el caso de
Efeso, Esm irna y Apamea), y otras veces por un
acto de fundación de un gobernante [...] La ciu­
dad desplaza al campo y las grandes ciudades ab­
sorben a las pequeñas». La nueva cultura universal
se inscribe, así, en un efectivo marco socio-econó­
mico en el cual la ideología dominante habilita un
espacio para que el individuo tome conciencia de
su propia vida íntim a y de sus intereses en cuanto
persona. El estoicismo original aporta el rationale
del nuevo cosmopolitismo de masas, el cual «no
trae consigo sencillamente —como escribe Meyer—
el retorno a las antiguas condiciones de vida, a
la sencillez prim itiva»51. Los dos rasgos sobresa­
lientes de la fisonomía social son ahora, en noto­
rio contraste, el lujo desenfrenado de la nueva
civilización urbana cosmopolita y la proletariza-
ción de una masa creciente de campesinado des­
arraigado de su entorno agrario tradicional y arro­
jado a la vida marginal en la ciudad. A la desin­
tegración del orden político clásico le acompañaba
la desarticulación del orden socio-económico tra­
dicional.
Al m orir Alejandro, en 323 a. C., tiene lugar
una prim era partición de su imperio, pero sólo tras
la batalla de Ipso (301 a. C.) se produce el reparto
definitivo, en cuya virtud Macedonia y Grecia pa­
san a Casandro y sus sucesores, hasta que, en pro­
gresivo declive, se convierten en provincias roma­
nas en el 146 a. C.; Siria queda bajo el poder de
Seleuco, hasta que pasa a ser provincia rom ana
en el 64 a. C.; Tracia queda para Lisímaco, y se
unirá prim ero a Siria y luego a Macedonia, con­
virtiéndose finalmente en provincia romana en el
mismo año 64; y Egipto es para Ptolomeo, y se
conserva en poder de la dinastía lágida hasta pa­
sar tam bién a ser provincia romana tras la victo­
ria de Octaviano en el año 30 a. C. La instauración

51 Cf. E. Meyer, op. cit., pp. 109-110.


44 GONZALO PUENTE OJEA

del Principado en el año 27 a. C. significa el co­


mienzo de un nuevo período.
La agitada historia política de estas m onarquías
ensombrece el entorno vital de la época, cuyo
rasgo más general es el cambio súbito, el ruido
de las arm as, la precariedad de la existencia y la
crisis de la responsabilidad moral. En tal situa­
ción, la diosa fortuna (Tyché) incorpora para el
hom bre de entonces el único principio de paradó­
jica explicación de un mundo de contingencias
inexplicables52.
El alma antigua, muy impregnada aún de refe­
rencias mágicas, buscaba siempre una explicación
trascendente de la incoherencia y absurdo de la
vida presente. Como señala A. J. Festugiére, «un
rasgo más im portante de la época helenística fue
favorable a la unión personal con dios: el sentido
de la inestabilidad de los asuntos humanos. Aquí,
las circunstancias políticas juegan un papel de­
cisivo. No se encuentra período de la historia más
atorm entado que el de los prim eros siglos de la
época helenística. Hubo innumerables guerras en­
tre los sucesores de Alejandro, y un sin fin de
cambios de fortuna. El vencedor de hoy era el
vencido de mañana; pensemos solamente en la
carrera de Demetrio Poliorcetes. Entre los reyes
de Macedonia, de Siria, de Egipto, la guerra no
concluía jam ás. Las ciudades griegas eran tan
pronto aliados de una potencia como enseguida
de otra. Luego surge el poder de Roma, y una
serie de conflictos de Roma con la Liga Aquea,
con Filipo V y Perseo, con Antíoco III. De la
mano de todas estas guerras viene la miseria. Los
campos son arrasados; el mar, infestado de pira­
tas; en parte alguna puede encontrarse una vida
segura. El tipo del soldado endurecido, el merce­
nario, se hace común. De todo esto nace y halla
amplia acogida la noción de que todo en este
mundo está gobernado por un poder inconstante

” Vid. M. P. Nilsson, op. cit., pp. 84-91.


LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 45

y cruel, por la Tyche o Fortuna, o incluso por el


azar {to automaton), un poder completamente in­
diferente al individuo, que es como una frágil
embarcación zarandeada por las rudas aguas de
la vida. E sta idea de la Fortuna, aplicada prim e­
ram ente a los asuntos públicos, es trasladada a
los privados. ¿Cómo puede un hombre creer en
una Providencia ju sta y sapiente? La vida de cada
uno de nosotros está dirigida por la ciega diosa»53.
Contra este sentimiento de incongruencia ética,
insoportable a la larga, el estoicismo va a ofrecer,
precisamente, una interpretación original de la
vida, según la cual lo irracional es sólo aparien­
cia, pues el kósmos es indefectible y regido por
la razón. Veamos, en prim er lugar, los rasgos de
la situación en que irrum pe esa fascinante empre­
sa de consuelo moral.
Las monarquías helenísticas presentan, aún en
su diversidad, ciertos rasgos com unes54: el rey
era la encarnación del Estado y la fuente de la
ley; los m inistros y funcionarios eran sus hombres,
a quienes designaba y reemplazaba a su voluntad;
su consejo de «Amigos» era un órgano m eramen­
te asesor; las provincias estaban gobernadas por
strategoi, con poderes militares; los actos regios
sólo tenían validez en vida del monarca y cadu­
caban a su m uerte; la corte y la guardia personal
(ágéma) jugaban un papel im portante en la vida
política. En el m arco de ese poder regio casi abso­
luto, las ciudades griegas ocupan un lugar subor­
dinado, significando para ellas este período el trán­
sito paulatino desde la posición de ciudades-esta­
dos hasta la de municipalidades del orbe romano.
La articulación pólis-monarquía presenta dos mo­
delos: la inserción de las ciudades como aliadas
libres, siguiendo la tradición de Alejandro —tal
cómo hicieron Antigono I y Demetrio a la inicia­

5J Cf. A. J. Festugiére, Personal religion among the G reeks, cit.,


pp. 40-41.
H Vid. W. T arn —G. T, G riffith, H ellenistic civilization (London,
1959, pp. 47-125).
46 GONZALO PUENTE OJEA

ción de sus mandos, y luego Antigono Doson y


Antigono II Gonatas interm itentem ente—; y la
sujeción de las ciudades, colocando a su frente a
gobiernos oligárquicos o a tiranos. Este último
tiende a ser el modelo predom inante, aunque la
m aquinaria institucional de la polis clásica se
mantenga parcialm ente, con más o menos cam­
bios. En general, el signo visible de la mayor su­
jeción o libertad vino a ser la tributación, cada
vez más difícil de soportar. Frecuentem ente, las
ciudades se integraban en ligas o en form as de
koinönia, por impulso natural o por influencia
regia; o bien se agrupaban en unidades mayores
por el conocido procedimiento del synoikismós.
Se registra, así, un fortalecimiento de las form as
federales o confederales, llamadas a jugar im por­
tantes papeles —como se ilustra con la actividad
de las ligas aquea y etolia—. En conjunto, puede
decirse que este período lega al siguiente, si no
unas m onarquías con futuro, sí el brillante futu­
ro de la idea de la monarquía. Porque, en efecto,
«la estabilización y el equilibrio de potencias así
establecidas —como escribe Rostovtzeff— nunca
estuvieron firmemente fundam entados ni jam ás
perm anecieron tranquilos por mucho tiempo. Fue­
ron socavados desde muy pronto por algunos ele­
m entos de la situación: por la rivalidad política
entre las tres monarquías hegemónicas, que ori­
ginó guerras continuas en que los Estados me­
nores tom aron parte activa; por la lucha feroz
de las ciudades griegas por su independencia polí­
tica y sus conflictos entre sí, agravada y compli­
cada por las discordias internas y revoluciones
sociales en algunas ciudades principales; por la
desintegración lenta pero continua de la m onar­
quía seléucida bajo la presión de las guerras exte­
riores, de la invasión gálata de Asia Menor y del
renacim iento del espíritu nacional en India e Irán.
Las consecuencias de la inestabilidad del equili­
brio de potencias se sintieron con más agudeza
en Grecia, la parte más débil y menos consolidada
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICO S 47

del m undo helenístico. El rasgo principal de su


vida fue un empobrecimiento gradual relacionado
con la cada vez más firme emancipación económi­
ca de Oriente respecto de la madre patria griega,
empobrecimiento que fue responsable del renaci­
miento de un desasosiego social y económico muy
agudo»55.
En el plano social y económico, la situación debe
caracterizarse a p a rtir de la nueva situación del
hombre, pues «el hom bre —escribe W. Tarn en
expresiva síntesis— como un animal político, co­
mo una fracción de la polis o ciudad-estado que
se autogobierna, había term inado con Aristóteles;
con Alejandro, comienza el hombre como un indi­
viduo. Este individuo necesitaba considerar la re­
gulación de su propia vida y tam bién sus relacio­
nes con los otros individuos que con él componían
el ‘mundo habitado’; para responder a la prim era
necesidad, surgieron las filosofías de la conducta;
para responder a la segunda, ciertas ideas nuevas
de fraternidad humana. Estas se originaron el día
—uno de los m omentos críticos de la historia—
en que, en un banquete en Opis, Alejandro oró por
una unión de los corazones (homónoia ) entre to­
dos los pueblos y por una mancomunidad de ma-
cedonios y persas; fue él quien por prim era vez
trascendió las fronteras nacionales y concibió, aun­
que fuera imperfectam ente, una herm andad de
hombres en la que no habría ni griego ni bárba­
ro» 56. No interesa ahora discutir ni la paternidad
de esta visión, ni sus efectos prácticos, pero sí
subrayar que el acontecimiento pudo reflejar una
situación real en su horizonte espiritual último.
Los factores económicos y sociales sustentaban y,
a su vez, eran sustentados por la nueva imagen
del hom bre como zóon koinonikón y portador de
la concordia.
55 Cf. M. Rostovtzeff, Historia social y económica del m undo
helenístico, cit., p. 1164. Vid. especialm ente vol. II, pp. 1162-1432.
56 Cf. op. cit., p. 79.
48 GONZALO PUENTE OJEA

Debemos preguntarnos, no obstante, cuáles eran


las bases económicas y sociales de esta soñada
homónoia. Sin duda, el modelo de monarquía te­
rritorial en el período post-alejandrino tendía a
debilitar todas las instancias políticas interm edias
entre el individuo y el monarca, con la consiguien­
te homogeneización social y su correlato cultural:
la masificacíón general de las pautas m entales y
de los comportam ientos prácticos. Este fenómeno
se fundaba en la quiebra de las categorías socio-
políticas de la pólis y en la universalización de
los sistemas de creencias; pero no en la igualación
económica o en el debilitamiento de las clases, en
sentido económico-social57. Por lo pronto, como
escriben Tarn y Griffith, «subyaciendo a todo, ha­
bía dos diferencias radicales y cruciales: se tra ­
taba de un m undo vacío de máquinas y lleno de
esclavos. Este último hecho no puede encarecerse
nunca lo bastante. Para ver la sociedad helenística
tal como existió, el telón de fondo de la esclavitud
no debe ser perdido jam ás de vista; y aspiracio­
nes tales como la libertad y la fraternidad —inclu­
so las revoluciones mismas— com portan a menudo
un sentido de írrealismo cuando uno recuerda
que una extensa parte de la población estaba, para
la mayoría de las gentes, excluida del campo vi­
sual de aquéllas»58.
El rasgo más característico de este período con­
siste en el m arcado contraste entre un cierto in­
crem ento de la prosperidad entre las clases altas
y la m iseria de las clases productoras —no sólo
de los esclavos, sino tam bién de los trabajadores
manuales libres—.
En el modo de producción de la sociedad anti­
gua, la plusvalía se extraía fundam entalm ente del
trabajo agrícola, es decir, del campesinado, y era
apropiada por la clase de grandes terratenientes
—a la que se debe la génesis del Estado-ciudad—;
57 Vid. p ara esta cuestión, W. Tarn—G. T. G riffith, op. cit.,
cap. irr.
51 Ib id ., p. 4.
LA C R IS IS DE LOS REINOS H ELENISTICOS 49

a su lado, los grandes arrendatarios, comerciantes


y artesanos vivían tam bién del superproducto
agrario, si bien los pequeños artesanos y los obre­
ros de las m anufacturas industriales contribuían,
a su vez, a rentabilizar una cuota de la plus-valía
global, en beneficio de los grandes propietarios y
comerciantes. Así, los campesinos, los artesanos
y los obreros de las m anufacturas constituían la
base de una pirám ide en cuyos niveles superiores
se encontraban los grandes propietarios, los pres­
tam istas y usureros —especulación dineraria— y
los comerciantes en gran escala —especulación
mercantil—; en un nivel intermedio se situaban
los arrendatarios de dimensión media y los peque­
ños comerciantes. La base explotada comprendía,
pues, el conjunto de los campesinos asalariados
o poseedores de fundos de m era subsistencia —una
vez pagadas las rentas estipuladas—, de los arte­
sanos más pobres o que trabajaban por cuenta
ajena, y de los trabajadores asalariados de las
manufacturas industriales —y, por supuesto, de
los esclavos—.
Como la fuente básica de la plus-valía era la
renta agrícola, la sociedad antigua orientaba los
mecanismos de la ganancia hacia la acumulación
de la propiedad agraria: todos procuraban añadir
más tierras a la ya poseída; al mismo tiempo, la
motivación predom inante de esa acumulación era
el consumo luxuario y el confort vital, simboliza­
dos por la posesión de latifundios. Pero aunque
la base económica de la sociedad antigua seguía
siendo, aún en su época de madurez, de carácter
agrario, no puede subestim arse la importancia
del comercio y el peculiar relieve que adquirió
en su seno el capital m ercantil. Es justo afirmar,
con M. Olmeda, que «la independencia de la activi­
dad comercial respecto a los regímenes de pro ­
ducción precapitalista es la consecuencia del pre­
dominio en todos éstos de la agricultura consun­
tiva, de la producción doméstica de m anufacturas,
que sobrevive hasta el régimen capitalista, incluso
50 GONZALO PUENTE OJEA

junto al régimen de m anufactura artesanal»59.


Pero esta afirmación no debe oscurecer la gran
im portancia del capital comercial, cuyos límites
estructurales dentro de las sociedades precapita-
listas analizó m agistralm ente K. Marx. Dejemos
hablar a sus propios textos. El comercio y el ca­
pital comercial, dice Marx, «son anteriores al régi­
men de producción capitalista», pues «su función
consiste exclusivamente en servir de vehículo al
cambio de mercancías»; se trata de procesos eco­
nómicos encuadrados «en la órbita de la circula­
ción» 60. Como la condición de existencia del capi­
tal comercial es sólo la circulación simple de m er­
cancías y dinero, resulta que esa form a de capital
es independiente del modo de producción. «Cual­
quiera que sea el régimen de producción que sirva
de base para producir los productos lanzados a
la circulación como mercancías —ya sea el comu­
nismo primitivo, la producción esclavista, la pro­
ducción pequeño-campesina o pequeño-burguesa, o
la producción capitalista—, el carácter de los pro­
ductos como mercancías es siempre el mismo, y
como tales mercancías tienen que someterse al
proceso de cambio y a los cambios de form a co­
rrespondientes. Los extremos entre los que sirve
de m ediador el capital comercial constituyen para
él factores dados, exactamente lo mismo que para
el dinero y para el movimiento del dinero. Lo
único necesario es que estos extremos existan co­
mo mercancías, lo mismo si la producción es una
producción de mercancías en toda su extensión,
que si sólo se lanza al mercado el sobrante de los
productores que producen por su propia cuenta,
después de cubrir con su producción sus necesi­
dades inmediatas. El capital comercial facilita
simplemente el movimiento de estos extremos que

59 Cf. M, Olmeda, Las fuerzas productivas y las relaciones de


producción en la Antigüedad grecorromana (cit., p. 106).
60 K. Marx, El Capital (trad., México, vol. I l l , p. 314). Vid. en
general todo el capitulo XX (Algunas consideraciones históricas
sobre el capital comercial).
LA C R IS IS DE LOS REINOS H ELENISTICOS 51

son las mercancías, como las premisas de que tie­


ne que partir». Aunque «el comercio estimula
siempre la creación del producto sobrante desti­
nado al cambio», la proporción de la producción
que entra en el comercio «depende del modo de
producción, y alcanza su máximo al llegar a su
pleno desarrollo la producción capitalista»61. Las
sociedades precapitalistas se orientan fundamen­
talmente a la producción de valores de uso, y la
debilidad del sector de valores de cambio explica
el carácter eminentem ente parasitario del capital
comercial en ellas. En expresivas metáforas expre­
sa Marx este hecho: «los pueblos comerciales de
la Antigüedad —escribe—, existían, como los dio­
ses de Epicuro, en los intersticios del mundo o,
por m ejor decir, como los judíos en los poros de
la sociedad polaca. El comercio de las prim eras
ciudades y los prim eros pueblos comerciales inde­
pendientes que llegaron a adquirir un desarrollo
grandioso descansaba, como simple comercio in­
termediario que era, en el barbarism o de los pue­
blos productores entre los que actuaban aquéllos
como mediadores» 62. Ahora bien, así como en las
sociedades donde no surge todavía una verdadera
clase de comerciantes, «es el esclavista, el señor
feudal, el Estado que percibe el tributo quien apa­
rece como apropiador y, por tanto, como vende­
dor del producto» —así sucede «bajo la esclavitud,
bajo la servidumbre, en el régimen tributario
(para referirm e a sociedades de tipo primitivo)»—,
en sociedades como la griega o la romana en su
fase de m adurez surge la figura del comerciante
que «compra y vende para m uchos»63, de tal m a­
nera que esta concentración de compras y ventas
en manos del comerciante rompe el vínculo origi­
nal entre los bienes de consumo y las necesidades
originales del comprador. La expansión comercial
en la sociedad antigua introduce, pues, una nota
52 GONZALO PUENTE OJEA

diferencial respecto de sociedades más atrasadas.


Aunque la producción siga siendo predom inante­
m ente producción de valores de uso, la mediación
de una clase mercantil especializada hace posible
reducir esos valores de uso a mercancías. Es cier­
to que el capital comercial no llega a alterar la
naturaleza del modo de producción sobre el que
opera, pero tam bién lo es que «todo el desarrollo
del capital comercial tiende a dar a la producción
un carácter cada vez más orientado hacia el valor
de cambio, a convertir cada vez más los produc­
tos en mercancías». Así, el llamado capitalismo
antiguo, aunque no logre superar la independencia
de la circulación respecto de la producción, agi­
liza en tal grado la circulación de la riqueza, esti­
mulado por el afán de lucro, que llega a transfor­
m ar la faz económica de las sociedades precapita-
listas cuando se las contempla desde las atalayas
de las grandes urbes que las dirigen. Evidente­
mente, sólo en el ámbito de la producción capita­
lista «el capital comercial deja de tener como
antes una existencia propia e independiente, para
convertirse en un aspecto especial de la inversión
de capital en térm inos generales» 64, no habiendo
alcanzado jam ás este nivel la sociedad antigua
—como se explicará más adelante—. El apogeo
económico de la sociedad antigua genera lo que
Marx denomina sustantivación del proceso de cir­
culación. En efecto, «el patrim onio comercial in­
dependiente como form a predom inante del capital
constituye la sustantivación del proceso de circu­
lación frente a sus extremos, los cuales son los
productores entre quienes se efectúa el cambio.
Estos extremos conservan su independencia ante
el proceso de circulación, y éste se m antiene inde­
pendiente ante ellos». Por consiguiente, sólo «en
el proceso circulatorio se desarrolla el dinero como
capital. El producto empieza a desarrollarse co­
mo valor de cambio, como mercancía y como di-

« Ibid., p . 316.
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 53

nero en la circulación». Por ello, a diferencia de


lo que ocurre en el modo de producción capita­
lista, «la circulación no se ha apoderado aún de
la producción, sino que se comporta con respecto
a ella como su prem isa dada»; ni tampoco el pro­
ceso de producción «se ha asimilado aún la circu­
lación como una m era fase» 65. Mommsen, por no
haber entendido esto, habla en su célebre Historia
de Roma de capital y de dominación capitalista
en la sociedad grecorrom ana66, creyendo utilizar
términos unívocos. En rigor, para que pueda ha­
blarse de capitalismo en sentido económico espe­
cífico, es indispensable que la forma del capital
derivada directam ente de la circulación —el capi­
tal mercantil— aparezca reducida a «una de las
formas del capital en su movimiento de repro­
ducción». Pero esta condición jam ás fue alcanzada
en el mundo antiguo, pues entrañaba, además de
otros supuestos que tardarían en ofrecerse, la ra­
dical superación del modo de producción precapi-
talista. La sustantivación del proceso de circula­
ción está en razón inversa del desarrollo de la
producción capitalista, y determ ina el carácter
específico de la ganancia en la sociedad antigua,
así como sus límites estructurales. «Como el m o­
vimiento que desarrolla el capital comercial es el
movimiento D — M — D’, tenemos que la ganancia
del comerciante se realiza, en prim er lugar, me­
diante los actos que se desarrollan solamente den­
tro del proceso de circulación, es decir, en los dos
actos de la compra y la venta, y en segundo lugar,
en el último de estos actos, el de la venta. Es,
por tanto, una ganancia de enajenación, profit
upon alienation. Prima facie, la ganancia comer­
cial pura, independiente, aparece imposible m ien­
tras los productos se vendan por sus valores.
Comprar barato para vender caro es la ley del co­
mercio. No se trata, pues, de un cambio de equi­

öS Ibid., p. 317 (subrayado mío).


66 Ibid., nota 2 en p. 317.
54 GONZALO PUENTE OJEA

valencias» 61. La proporción cuantitativa del cam­


bio de mercancías sufre siempre, en las sociedades
precapitalistas, de un carácter fortuito. La forma
valor aún no adquiere el prim er rango en el ám­
bito del tráfico mercantil, porque los bienes siguen
aún concibiéndose predominantemente como valo­
res de uso y no como valores de cambio. Así, «mien­
tras el capital comercial sirve de vehículo al cam­
bio de productos de comunidades poco desarro­
lladas, la ganancia comercial no sólo aparece como
engaño y estafa, sino que se deriva en gran parte
de estas fuentes. Prescindiendo de que explota las
diferencias existentes entre los precios de produc­
ción de distintos países (y en este sentido influye
sobre la compensación y la fijación de los valores
de las mercancías), aquellos modos de producción
hacen que el capital comercial se apropie una
parte predom inante del producto sobrante, ya
sea al interponerse entre distintas comunidades

67 Ib id ., p . 318. Obsérvese que a esta situación de unas relacio­


nes de cam bio fortuitas, causada po r un escaso desarrollo de la
form a del valor, corresponde una açoria teórica paralela. En efec­
to, advertía Aristóteles que "el cambio no podía existir sin la igual­
dad, ni ésta sin la com ensurabilidad” —es decir, como glosa Marx,
"si no m ediase alguna igualdad sustancial"—. Pero no pudo prose*
g uir su análisis y se contentó con pensar que las equiparaciones
en el cam bio eran un sim ple "recurso p ara salir del paso ante las
necesidades de la práctica".
T ropezaba el E stagirita con la carencia de un concepto de valor
como trab ajo hum ano abstracto, o sea, como sustancia común de
los valores de uso. Como escribe Marx conclusivamente, "Aristóteles
no podía descifrar por sí mismo [...] el hecho de que en la form a
de los valores ae las m ercancías todos los trabajos se expresan como
trabajo hum ano igual, y por tanto como equivalentes, porque la so­
ciedad griega estaba basada en el trabajo de esclavos y tenía, por
tanto, como base natural la desigualdad entre los hom bres y sus
fuerzas de trabajo. El secreto de la expresión de valor, la igualdad
y equiparación de todos los trabajos, en cuanto son y po r el hecho
de ser todos ellos trab ajo hum ano en general, sólo podía ser descu­
bierto a p a rtir del m om ento en gue la idea de la igualdad humana
poseyese ya la firm eza de u n prejuicio popular. Y para esto era ne­
cesario llegar a una sociedad como la actual, en que la form a-m er-
cand a es la form a general que revisten los productos del trabajo;
en que, p o r tanto, la relación social preponderante es la relación
de unos hom bres con otros como poseedores de mercancías. Lo
que acredita precisam ente el genio de Aristóteles es el haber descu­
bierto en la expresión de valor de las m ercancías una relación de
igualdad. Fue la lim itación histórica de su tiem po la que le im pidió
desentrañar en qué consistía, ’en rigor’, esta relación de igualdad”
(Vid. K. Marx, op. cit., vol. I, p. 26).
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 55

cuya producción se orienta aún esencialmente ha­


cia el valor de uso y para cuya organización eco­
nómica tiene una im portancia secundaria la venta
por su valor de la parte del producto lanzada a la
circulación y, por tanto, la venta del producto,
en general; ya sea porque en aquellos antiguos
modos de producción los poseedores principales
del producto sobrante con quienes el comerciante
trata, el esclavista, el señor feudal de la tierra,
el Estado (por ejemplo, el déspota oriental), re­
presentan la riqueza de disfrute a la que tiende
sus celadas el comerciante [...] El capital comer­
cial, allí donde predomina, implanta, pues, por do­
quier un sistema de saqueo, y su desarrollo, lo
mismo en los pueblos comerciales de la Antigüe­
dad que en los de los tiempos modernos, se halla
directam ente relacionado con el despojo po r la
violencia, la piratería m arítima, el robo de escla­
vos y el sojuzgamiento (en las colonias); así suce­
dió en Cartago y en R om a...»68.
Aparte de estos límites impuestos al capital por
la naturaleza estructural de la economía antigua,
no deben perderse de vista los límites que tam ­
bién imponía a todo desarrollo en sentido capita­
lista el hecho de la predominancia de la produc­
ción agraria sobre cualquier otra esfera produc­
tiva. Pero precisam ente el predominio de la pro­
ducción agrícola imponía su vasallaje a las demás
formas de producción para el consumo. La econo­
mía antigua, salvo en el período de florecimiento
de la producción esclavista ■ —y esto limitado a
ciertas zonas—, descansaba sobre un neto predo­
minio de pequeñas unidades agrarias eminente­
mente autárquicas. E sta form a esencialmente ce­
rrada de la producción doméstica subordinaba a
su propio ritm o consuntivo la producción de casi
toda la gama de demás productos de consumo
directo. Señala Marx que «en la economía natural
en sentido estricto, donde ninguna parte o sólo una
“ Ibid., pp. 319-320.
56 GONZALO PUENTE OJEA

parte insignificante del producto agrícola entra


en el proceso de circulación, e incluso sólo una
parte relativam ente insignificante de la porción
del producto que constituye la renta del terrate­
niente, como ocurre por ejemplo en muchos lati­
fundios de la antigua Roma [...], el producto so­
brante de las grandes fincas no se halla form ado
exclusivamente, ni mucho menos, por los produc­
tos del trabajo industrial. El trabajo casero arte­
sano y m anufacturero como ocupación accesoria
combinada con la agricultura, que form a la base,
constituye la condición del régimen de producción
sobre que descansa esta economía natural de la
Antigüedad [...] Y hasta en las sociedades agríco­
las de la Antigüedad que presentan mayor analogía
con la agricultura capitalista, en Cartago y en
Roma, se advierte una semejanza mayor con la
economía de plantaciones que con la form a corres­
pondiente al verdadero régimen capitalista de ex­
plotación» 69. No obstante, el efecto de erosión
del capital comercial sobre la base agraria de la
economía doméstica antigua, y el impacto produ­
cido por la gran abundancia y relativa baratura
de la mano de obra esclava, en la producción lati­
fundista, explican los caracteres peculiares del
modo de producción antiguo en su fase de m a­
durez, es decir, tanto el florecimiento de una
producción agraria de signo lucrativo y muy orien­
tada hacia el mercado, como el auge de la explo­
tación comercial y la concentración dineraria en
pocas manos. «El desarrollo del comercio y del
capital comercial —escribe Marx— hace que la
producción se vaya orientando en todas partes
hacia el valor de cambio, que aumente el volumen
de aquélla, que la producción se m ultiplique y
adquiera un carácter cosmopolita; desarrolla el
dinero hasta convertirlo en dinero universal. Por
consiguiente, el comercio ejerce en todas partes
una influencia más o menos disolvente sobre las

» Ibid., vol. I l l , p. 729.


LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 57

organizaciones anteriores de la producción, las


cuales se orientaban prim ordialm ente, en sus di­
versas formas, hacia el valor de uso. Pero la me­
dida en que logre disolver el antiguo régimen de
producción dependerá prim eram ente de su solidez
y de su estructura interior. Y el sentido hacia el
que este proceso de disolución se encamine, es
decir, los nuevos modos de producción que ven­
gan a ocupar el lugar de los antiguos, no depen­
derá del comercio mismo, sino del carácter que
tuviese el régimen antiguo de producción. E n el
m undo antiguo, los efectos del comercio y el des­
arrollo del capital comercial se traducen siempre
en la economía esclavista; y según el punto de par­
tida, conducen sim plem ente a la transformación
de un sistema esclavista patriarcal, encaminado a
la producción de medios directos de subsistencia,
en un sistema orientado hacia la producción de
plusvalía. En el m undo moderno, por el contrario,
desembocan en el régimen capitalista de produc­
ción» 70. La falta de articulación estructural entre
producción y capital se hizo patente en la Anti­
güedad misma, donde se producía el paradójico
fenómeno de que, a veces, ciertos factores circuns­
tanciales similares determ inaban resultados diver­
gentes. Así, como indica Marx, «la antigua Roma
desarrolló ya en los últimos tiempos de la Repú­
blica el capital comercial hasta un límite más alto
que nunca en el m undo antiguo, sin necesidad de
que el desarrollo industrial experimentase pro­
greso alguno; en cambio, en Corínto y en otras
ciudades griegas de Europa y del Asia Menor el
desarrollo del comercio va acompañado por una
industria altam ente desarrollada» 71.
Tras esta m orosa pero necesaria explicación de
la especificidad del capitalismo antiguo, valiéndo­
se de los propios textos, irreemplazables, de Marx,
retornem os a la descripción de las condiciones
de vida en la sociedad helenística.
70 Ibid., vol. I, pp. 320-321 (subrayado mío),
” Ibid., p. 321.
58 GONZALO PUENTE OJEA

En el mundo griego, los límites de la miseria


se m edían por la inseguridad en la satisfacción
de la necesidad más elemental: la totalidad de
la vieja Grecia vivió siempre bajo la amenaza del
hambre. Al mismo tiempo que un cierto floreci­
miento del comercio y de la m anufactura indus­
trial —esta última, siempre de escaso desarrollo—
enriquecían a algunos individuos, la subsistencia
de la m asa dependía decisivamente del nivel de
precios de los alimentos de prim era necesidad.
Una consecuencia directa de esta situación de
precariedad vital fue la sensible contracción de­
mográfica: la limitación voluntaria de la natali­
dad y la práctica del infanticidio —especialmente
para las hem bras—, la emigración al Asia y el
recurso al servicio mercenario en los ejércitos
de los reinos helenísticos; todos ellos fueron pro­
cedimientos eficaces para suprim ir la superpobla­
ción. Este fenómeno es prueba elocuente de la
indigencia general. La despoblación entrañó un
desequilibrio demográfico que estimuló en cierta
m edida la emancipación de esclavos y la afluencia
de extranjeros, con la consiguiente mezcla de san­
gres y la quiebra de las líneas de estratificación
social estamental de la pólis. Ahora, paulatinam en­
te, sólo la riqueza o la pobreza tiene significado
social; cada vez cuenta menos el estam ento, la
familia, la raza, la ciudadanía. Los metecos, los
libertos y aún los esclavos podían llegar a inser­
tarse indiscrim inadam ente en la convivencia so­
cial si su bolsillo o el de sus protectores lo per­
m itía. Las enseñanzas estoicas estim ulaban las
manumisiones, en ciertas condiciones, pero ese
relativo estímulo fue ayudado «por la considera­
ción m undana de que el trabajo barato estaba ha­
ciendo no rentable a la esclavitud en la indus­
tria» 72. Pero en todo este período, los esclavos
adquiridos en el mercado eran todavía mucho más
num erosos que los nacidos en el olkos, constitu-

72 Vid. W. T arn—G. T. Griffith, op. cit., p. 104.


LA C R IS IS DE LOS REINOS H ELENISTICOS 59

yendo en conjunto un porcentaje preponderante


de la fuerza de trabajo. Sólo la creciente paupe­
rización de los trabajadores libres venía a actuar
como factor m oderador del empleo de esclavos
en la industria y en ciertos sectores de la pro­
ducción agraria, pero sin llegar a afectar a la
función predom inante del esclavo en la vida do­
méstica.
Sin embargo, la pauperización del trabajador
libre es el fenómeno más significativo del perío­
do; un fenómeno que no podía paliar la asom­
brosa liberalidad de algunos ricos en ciertas si­
tuaciones de emergencia para el abastecimiento
de las ciudades, pues tal liberalidad no entrañaba
el menor ánimo de transform ar las estructuras
económicas, ni de crear instituciones asistencia-
les de m anera sistem ática y permanente.
El modo de producción del mundo antiguo —con
su escasísimo desarrollo industrial y evidente pre­
dominio de la agricultura y la artesanía— no
ofrecía las bases de una verdadera conciencia
proletaria; los grandes centros urbanos «tendían
naturalm ente a form ar una clase proletaria, pero
de consumidores; las pocas industrias del helenis­
mo eran pequeñas y diseminadas, y no había nin­
gún proletariado de productores con conciencia
de clase» 73. Se tra ta de masas trabajadoras agra­
rias o artesanales con bajísimo nivel de ingresos
o salarios, de condición libre o servil, cuyo común
denominador era la desposesión económica per­
manente y un nivel de consumo de m era subsis­
tencia. Por los escasos y, sobre todo, fragm enta­
rios datos que poseemos para este período, sabe­
mos que el nivel de subsistencia se traducía para
la isla de Délos, a mediados del siglo n i a. C., en
una tasa de salarios del orden de dos óbolos por
cabeza y seis óbolos (= u n a dracma) por familia;
un obrero calificado sólo ganaba, a lo más, cuatro
óbolos diarios, y uno no-calificado, apenas dos

« Ibid., p. 119.
60 GONZALO PUENTE OJEA

óbolos —y a veces aún menos—. Como advierten


W. Tarn y G. T. Griffith, «el trabajo libre no cali­
ficado, que podía reemplazarse por esclavos, no
podía elevarse por encima de la tasa del trabajo
servil, y ocasionalmente descendía por debajo de
ésta. Por consiguiente, comparada con la que exis­
tía en el siglo iv a. C., la distancia entre el rico
y el pobre se hizo mayor» 74. Es este el fenómeno
más catastrófico del período, llegando el grado de
pauperización a provocar el reparto eventual gra­
tuito de cereales para evitar in extremis situa­
ciones de inanición colectiva. El panem et circen­
ses tiene aquí su tenebroso precedente.
El efecto directo de la pauperización fue el
constante m alestar social y el tem or obsesivo de
la revolución social. Las clases burguesas tra ta ­
ban de m odelar la vida con arreglo a sus exclusi­
vos in tereses75, sin la menor preocupación por
la existencia proletaria; acudían, para ello, a su
poder de clases dominantes y a todos los recur­
sos del poder político. Ya en el siglo iv, las gentes
acomodadas habían visto en Macedonia al cam­
peón del orden establecido, como lo prueba que
en los tratados entre Alejandro y las póleis de la
Liga de Corinto se previese la represión de todo
movimiento sedicioso dirigido a la abolición de
deudas, la división de la tierra, la confiscación
de la propiedad privada o la liberación de escla­
vos. En el año 303 a. C., Demetrio establece pre­
visiones semejantes para la resucitada Liga.
Interesa subrayar que para un proletariado ca­
racterizado por el solo denominador común de la
pauperización —y no por la conciencia común
de una situación de clase apoyada en estructuras
capitalistas de producción—, el program a de la
revolución social se articulaba según una perspec­
tiva consumista polarizada en la simple redistribu­
ción de la propiedad, jam ás en su abolición; ese
modelo redistributivo tenía una vertiente positiva
74 Ib id ., p. 120.
75 Vid. M. Rostovtzeff, op. cit., vol. II, pp. 1255-1262.
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 61

—división de tierras y confiscación de bienes—


y otra negativa —abolición de deudas y liberación
de esclavos—. Como señala certeramente J. J. Go-
blot, la diferencia histórica esencial radica en que,
«en las épocas anteriores a la era burguesa, no
existe aún la clase apta para hacerse el agente
histórico de una transform ación social radical,
tanto que la destrucción de la form a antigua y
el nacimiento de la form a nueva constituyen un
proceso mucho más lento, complejo y doloroso,
que en la mayoría de los casos no logra realizarse
plenamente y permanece inacabado. La vía de la
‘revolución pasiva', como decía Gramsci, es enton­
ces, en cierto modo, la vía más normal, y todo
sucede como si las clases dirigentes, adaptando
‘desde arriba' la organización social al desarrollo
de las fuerzas productivas, estuvieran en condi­
ciones de resistir de una m anera cuasi indefinida
a toda transformación profunda. Sin embargo, si
ciertas sociedades llegan con éxito más o menos
completo a desprenderse de este ‘estancamiento
relativo', es gracias a un particular concurso de
circunstancias que provocan ‘fortuitam ente’ una
ruptura en la continuidad de su desarrollo, jugan­
do así los ‘azares destructores', de una m anera
o de otra y como naturalmente, el papel que asu­
m irá más tarde un agente histórico consciente» 76.
En el período que nos ocupa no asistimos a nin­
guna ruptura sensible en el tejido de la sociedad
esclavista, pero sí a un desgaste paulatino de la
misma, que entraría en un lento proceso de ago­
nía después de los fastos romanos. Por el mo­
mento, la protesta social consistía sólo en el
interm itente sobresalto de una clase deprimida,
sin futuro y sin esperanza; y como dice Rostov­
tzeff, «en los pocos casos en que tuvo éxito la
revolución social, lue resultado de coyunturas po­
líticas que movieron a los caudillos del día a pres­
tar su apoyo a las aspiraciones sociales del prole­

76 Ci. J. J. Goblot, op. cit., pp. 178-179.


62 GONZALO PUENTE OJEA

tariado» 77. Pero el éxito no sobrepasaba la coyun­


tura, y las ilusiones utópicas venían a quebrarse
contra la pertinacia roqueña del orden establecido.
Esas ilusiones, no obstante, presentaban una
figura recurrente: se trataba de suprim ir las rela­
ciones serviles de dominación personal y estable­
cer un nuevo reparto de la propiedad que evitase
el avasallamiento económico y jurídico. Este últi­
mo aspecto se refería a la situación de aquellos
hombres que habían perdido su libertad como
resultado de su endeudamiento; el apoyo de estos
hombres, al tiempo que potenciaba la fuerza de
la revuelta social, quitaba a ésta todo viso de sin­
ceridad clasista. En efecto, como indica M. Weber,
en la sociedad antigua el problem a de las capas
de la nobleza déclassée a causa de las deudas,
constituye el punto de partida característico de
las luchas de clase. Estas surgieron prim eram ente
entre los linajes de la ciudad —acreedores— y
los campesinos —deudores y esclavos por deu­
das—, y después fueron los nobles endeudados
quienes se pusieron al frente de la revolución
social. El civis proletarius —ciudadano de pleno
derecho— era el típico déclassé que buscaba apo­
yo en las capas sociales más bajas. Conviene,
pues, tener presente que «los intereses de las
capas negativamente privilegiadas de la polis an­
tigua son, en lo esencial, intereses de deudores.
Y, a la vez, intereses de consumidores. Por el con­
trario, van desapareciendo en la Antigüedad de
modo creciente, dentro de la política económica
urbana, aquellos intereses que en la Edad Media
constituyen el gozne de la política urbana demo­
crática, a saber, los industriales [...] Por lo me­
nos, disminuye la importancia de la política de
productores. La democracia bien desarrollada de
las ciudades helénicas, y también el señorío de los
notables en Roma, conoce, sobre todo, en la me­
dida en que entra en cuenta la población urbana,

η Vid. M. Rostovtzeff, op. cit., p. 1257.


LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 63

intereses de consumidores, junto a los intereses


mercantiles» 78.
Así, m ientras que el Occidente medieval creaba
las bases de la estructura de clases de una socie­
dad industrial, el m undo antiguo siguió la direc­
ción opuesta, impidiendo que se formase paulati­
namente una conciencia de clase enraizada en las
relaciones de producción, y no solamente condi­
cionada por el nivel derivado de las relaciones
de consumo. Es históricam ente evidente que sobre
estas últim as relaciones no puede configurarse
una conciencia proletaria en el sentido eminente
del término, pues en una situación de subconsumo
siempre coinciden individuos de diversa proce­
dencia, sin calificación socio-económica homogé­
nea, desde el punto de vista fundamental de sus
funciones en el modo de producción de la socie­
dad correspondiente. Por consiguiente, la explota­
ción económica en el mundo antiguo no ofrecía
las características necesarias para una lucha de
clases diáfana y congruente, sino que fue sola­
mente estím ulo. para un creciente m alestar que
iría erosionando los mecanismos de esa sociedad
hasta hacerla m orir por agotamiento, no en virtud
de una transform ación revolucionaria nacida de la
dialéctica de los supuestos mismos del modo de
producción antiguo.
El proletariado de la Antigüedad comprendía,
en su definición consuntiva, no sólo al esclavo y
al asalariado urbano o rural, sino también al cam­
pesino pobre, al pequeño artesano y al ex-propie-
tario sin tierras, además del Lumpemproletariat
de los grandes centros urbanos. En el seno de ese
proteico conglomerado, el esclavo era el pilar prin­
cipal de las estructuras productivas, tanto en el
oíkos como en la m anufactura industrial.
Respecto al núm ero de esclavos en los grandes
centros urbanos de la Hélade en el período ale­
jandrino, pueden servir de orientación las cifras
7Ä Cf. M. Weber, Economía y sociedad (trad., México, 1964,
vol. II, p. 1025. Vid., en general, pp. 1026-1046).
64 GONZALO PUENTE OJEA

que se han dado para la Atenas de finales del si­


glo V a. C., pues, como señala W. L. W estermann,
«es probable que la proporción de esclavos rela­
tivamente a la población libre no creciera gran­
demente tras las conquistas de Alejandro, en las
áreas penetradas por la emigración y la coloniza­
ción griegas o en los centros griegos más antiguos
ribereños del m ar Egeo, a pesar del ensancha­
miento del área de recluta de esclavos para el
mundo griego y de la obvia extensión de la inver­
sión de capital en esclavos destinados al trabajo
en los talleres m anufactureros de los recientes
centros industriales helenísticos de Egipto y Asia
Occidental»79. Pues bien, respecto de la población
ateniense en torno al año 431 a. C., estamos lejos
de la unanim idad historiográfica. F. Engels escri­
bía, refiriéndose a la época periclea, que «en su apo­
geo, Atenas contaba en total con unos 90.000 ciu­
dadanos libres, comprendidos las m ujeres y los
niños, más 365.000 esclavos de ambos sexos y
45.000 metecos —extranjeros y libertos—. Por cada
ciudadano libre se contaba pues, al menos, con
18 esclavos y más de dos m etecos»80. Estas abulta­
das cifras derivan probablemente de la misma fuen­
te que, ya en 1752, había objetado D. Hume en su
ensayo De la población de las naciones antiguas 81
—es decir, las noticias de segunda mano del gra­
mático Ateneo—. En esta misma línea de altas ci­
fras figura la información de Aristóteles, en su Po­
lítica de los Eginetas, que adscribía 460.000 escla­
vos a Corinto y 470.000 a Egina. El helenista con­
tem poráneo A. Zimmern estima, siguiendo a Ch.
E. Cavaignac, que hacia el año 431 a. C. Atenas con­
taba con unos 45.000 ciudadanos adultos, unos
24.000 metecos y entre 75.000 (Francotte) y 150.000
(Meyer) esclavos. Ciñéndose sólo a la población
masculina adulta, las cifras serían de 40.000 ciuda­

79 Cf. W. L. W esterm ann, op. cit., pp. 30-31.


*° Cf. F. Engels, L'origine de la famille, de la propriété privée
et de l'Etat, cit., p. 111.
Rl Vid. W. L. W esterm ann, op. cit., p. 7.
Ι.Λ C R IS T S η π LOS R E IN O S I IP.LHNTSTICOS 65

danos, 24.000 mctecos y 55.000 esclavos82. W. L.


Westermann, después de adm itir que «debe supo­
nerse un considerable incremento en los números
relativos y en la importancia de la población escla­
va para el período de la llamada pentëkontaëtia en
Atenas (479-431 a. C.), así como también en las de­
más ciudades que basaban su vida económica en
las pequeñas industrias m anufactureras»83, resu­
me sus conjeturas sobre este punto afirmando que
«todos los testimonios realmente significativos
apuntan hacia la conclusión de que en el Atica
los esclavos no comprendían más de un tercio
de la población total, posiblemente no más de una
cuarta parte. Hay que conceder que esta afirm a­
ción no es más que una sugerencia razonable.
Estaría dentro de límites razonables conjeturar
que los esclavos en el Atica en la primera fase
de las guerras del Peloponeso sumaban de 60.000
a 80.000, incluidos ambos sexos y todas las edades.
Debe subrayarse aquí que la población esclava en
el Atica excedía probablemente a la de cualquier
otra ciudad-estado griega del período anterior a
Alejandro, posiblemente excepto Chios, a la cual
Tucídides, 7.40,2, atribuye dudosamente más escla­
vos que a cualquier otro Estado salvo Esparta.
Chios, sin embargo, no podía alimentar más de
un centenar de miles de esclavos»84. W. R. Agard
da como población de Atenas, en el año 430 a. C.,
40.000 ciudadanos, 24.000 metecos y por encima de
100.000 esclavos85. Estimación plausible, que pue­
de tomarse como bastante fidedigna, y que acre­
dita la gran importancia de la población esclava
en el sistema productivo helenístico86 —y poste­
riormente en el orbe romano—. Su omnipresencia,
indispensable para la pervivencia de la sociedad
82Vid. A. Zim m ern, Τ '/it» greek c o m » n o m m i / / / t (trad., Oxford,
1961, pp. 174-178 y 415).
w Ibid., pp. 6-7.
^ Ibid., p. 9.
Cf. W. R. Agard, What democracy meant to the Greeks, cil.,
pp. 69-70.
u Para cl período anterior al 600 a. C., en Grecia, respecto do
la esclavitud, vid. W. L. W esterm ann, op. cit., pp. 1-5.
66 GONZALO PUENTE OJHA

antigua, fue tam bién factor suficiente para la cons­


tante depresión salarial de la mano de obra libre,
y para descartar la posibilidad de que los intereses
proletarios pudiesen cristalizar en asociaciones
gremiales de carácter reivindicativo y permanente.
La misma gradación que mediaba entre el esclavo
y el hombre libre —esclavos por deudas, expropia­
dos, clientes libertos, metecos— otorgaba a la es­
tructura social antigua un sello inconfundible.
La propia significación política y m ilitar de la
polis, con la consiguiente afluencia periódica de
masas de esclavos tras cada campaña afortunada,
hacía «imposible que un demos semejante se orien­
tase prim ariam ente en el sentido de la pacífica
actividad económica y de la empresa económica
racional»87. Aunque la declinación de la soberanía
urbana en el período post-alejandrino alteró par­
cialmente esta perspectiva predom inante de los
politai, no pudo originar la transform ación del
sistema económico antiguo, cuya estructura esen­
cial seguía correspondiendo al de una pólis am­
pliada, constituida por la suma de muchas póleis
menores o subordinadas que continuaban siendo
los hilos del nuevo tejido político. El efecto de
mayor consecuencia de esa declinación del orga­
nismo de la pólis fue la progresiva pauperización
de los trabajadores libres —próximos a la condi­
ción servil— en el marco de un mundo atomizado
donde el encaje social venía a depender, casi
exclusivamente, de los niveles de renta. Pero este
fenómeno, directam ente dependiente de la existen­
cia del esclavo, no podía por sí solo modificar la
situación, viniendo de hecho a reforzarla, al forjar,
al lado de la esclavitud legal, un mundo laboral
paralelo de condición económica servil, que hacía
de la antinomia riqueza-pobreza y explotador-
explotado la fisura más grave de los nuevos Esta­
dos helenísticos.

Cf. M. W eber, op. cit., vol. II, p. 1041.


U C R IS IS DI2 LOS REINOS HELENISTICOS 67

Conviene hacer aquí un breve paréntesis para


examinar el sentido económico que entrañaba el
empleo en gran escala del trabajo esclavista en
el mundo antiguo. Hay desacuerdo sobre el precio
comparativo de la mano de obra esclava. Para al­
gunos historiadores, el coste del trabajo del escla­
vo se caracterizaba por su baratura; para otros,
su nota distintiva era la carestía. M. Weber sos­
tiene que «mientras en la Edad Media el trabajo
libre y el comercio de géneros crecen sin cesar y
al fin vencen, en la Antigüedad la evolución camina
en sentido, contrario. ¿Cuál es la causa? Es la
misma que limitó el progreso técnico de la cultura
antigua: la baratura de los hombres, que deriva
del carácter peculiar de las incesantes guerras de
la Antigüedad»88. Sin entrar ahora en su juicio
sobre la causa del estancamiento técnico de la
sociedad antigua —tema que examino más adelan­
te—, es evidente que Weber tiene in mente la
baratura provocada por la abundancia de la mano
de obra esclava. E. Meyer es más explícito al afir­
m ar que «los obreros libres que se ofrecen para
trabajar son caros y rinden poco. Exigen un sala­
rio del que puedan vivir; hay que empezar por
enseñarles y es harto dudoso que repongan al
fabricante el capital invertido en ellos; y, sobre
todo, son ciudadanos libres que se hallan en pie
de igualdad jurídica y política con los patronos y
no, como en el Oriente, gentes acostum bradas
desde su infancia a llevar una vida de esclavos.
La industria reclama obreros baratos cuyas ener­
gías pueda explotar sin limitaciones y que se ha­
llen por entero a su merced». Y agrega: «tal es
la raíz que infunde su importancia económica
a la esclavitud en Grecia. Esta situación perm ite
al patrono disponer de una mano de obra a la
que puede adiestrar para sus fines y estrujar hasta
la última gota»89.
M Cf. M. Weber, Ut decadencia de la cultura antigua, c it.,
p. 32.
** Cf. E. Moycr, op. cit., pp. 159-160.
68 GONZALO PUENTE OJEA

Por el contrario, M. Olmeda, siguiendo la ten­


dencia de la historiografía marxista, considera que
el trabajo esclavista aparece sólo allí donde falta
mano de obra libre, pues es realmente más costoso
que ésta. Recuerda Olmeda que ya A. Sm ith opi­
naba que «el trabajo esclavista, aunque parece
que sólo cuesta el importe de su sostenimiento,
es en definitiva el más caro. Una persona que no
puede adquirir bienes, no puede tener otro interés
que comer mucho y trabajar lo menos posible» 90.
En este sentido, no cabe duda que la estrecha vigi­
lancia laboral —ejercida frecuentem ente por ca­
pataces tam bién esclavos— y el régimen cuartela-
rio de vida impuestos a los siervos vienen a avalar
las aprehensiones de A. Smith. Según Olmeda,
los- factores que entrañan la carestía del trabajo
de esclavos son: el mal trato de los utensilios, el
desperdicio de las prim eras m aterias, el precio de
los esclavos en el mercado, el coste de su m anu­
tención, su baja productividad.
Frente a ambas tesis, W. L. W estermann opina
que «no hay tampoco ninguna prueba satisfactoria
de la teoría de una menor productividad del tra­
bajo esclavista comparado con el trabajo libre.
El hecho de la igual paga para el trabajo contra­
tado al día tiene que ser ciertam ente considerado
como una contradicción de esta teoría. No hay
testim onios a mano que m uestren una diferencia
de trato, en cuanto a horas de trabajo, entre tra ­
bajo libre y esclavista dedicados al mismo tipo
de labor» 91.
La verdad es que esta polémica olvida que la
comparación entre el coste de la mano de obra
libre y el de la m ano de obra esclava no puede
establecerse sobre la base de considerar constante
el coste del utillaje empleado en la producción,
pues justam ente era la calidad del utillaje lo que,
al menos en parte, estaba en juego. Pero sobre
90 Vid. M. Olmeda, op. cit., pp. 76-88 en general sobre el trabajo
de esclavos.
91 Cf. W. L. W esterm ann, op. cit., p. 15.
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 69

todo olvida que el coste del trabajo libre no era


una variable independiente, sino que era relativa­
mente bajo —en relación con el nivel medio de
precios en general— precisamente a causa de la
omnipresente competencia potencial o efectiva del
trabajo esclavista, de tal manera que el térm ino
de comparación —coste del trabajo libre— estaba
originalmente condicionado por el término com­
parado —coste del trabajo esclavo—. La depresión
crónica de los salarios del productor libre hallaba
su causa fundam ental en la existencia de una am­
plia oferta de productores esclavos. Así, la polé­
mica se encierra en un razonamiento en círculo.
Pero, además, se olvida que la abundancia de
mano de obra servil hacía antieconómico e inne­
cesario el empleo de un utillaje mecánico refinado
y costoso, haciendo posible hablar entonces de una
baratura relativa del trabajo m anual con herra­
mientas poco costosas. Aunque la razón estructu­
ral básica del estancam iento tecnológico no es la
que él sugiere, es cierto lo que dice M. Weber
sobre la im portancia del trabajo esclavista, al se­
ñalar que «la guerra antigua era, a la vez, caza
de esclavos; llevaba sin interrupción m aterial hu­
mano al m ercado de esclavos, y de esta suerte
fomentaba el trabajo servil y la acumulación de
hombres. Por esta causa, la industria libre quedó
condenada a estacionarse en la fase del trabajo a
jornal y de encargo, realizado por los hombres
sin propiedad. Esto impidió que, gracias a la con­
currencia de empresarios libres que trabajaban
con jornaleros libres, para el abastecimiento del
mercado, se originase la prim a o ventaja econó­
mica que disfrutan las invenciones que ahorran
trabajo, como ha ocurrido en los tiempos m oder­
nos. Por el contrario, en la Antigüedad aumen­
ta incesantemente la preponderancia del trabajo
servil en el otkos (la casa privada)»92. El hecho
de que el flujo comercial recayese esencialmente

92 Cf. M. Weber, ibid., pp. 32-33.


70 GONZALO PUENTE OJEA

en artículos de lujo o en el sum inistro estatal


de productos de consumo de prim era necesidad
—para las distribuciones alimentarias gratuitas a
la m asa de ciudadanos expropiados ociosos, o para
el ejército— se explica por el peculiar carácter
global de la estructura económica antigua, cuyo
elemento básico, común a toda sociedad precapi-
talista, seguía siendo la existencia de numerosas
pequeñas unidades domésticas de régimen econó­
mico eminentem ente autárquico. Se trataba, pues,
para la industria m anufacturera urbana y para la
producción agraria latifundista, de abastecer un
mercado limitado —y comparativamente reduci­
do—. Por todas estas características del modo de
producción antiguo, el empleo de esclavos como
mano de obra no dependía, en rigor, del nivel de
costes del factor trabado —preocupación sólo ima­
ginable en una economía capitalista moderna,
donde el cálculo racional del precio de los fac­
tores productivos por unidad de producto es fun­
dam ental para la estimación de la plusvalía—,
sino de los rasgos estructurales del sistema econó­
mico, social y político en su conjunto. En térm i­
nos abstractos, es cierta la observación de Marx de
que el instrum entum vocale no puede com petir
con el asalariado libre en cuanto al nivel de pro­
ductividad, que se basa en lo que en una economía
capitalista se denomina tiempo de trabajo social­
m ente necesario para determ inar el valor-trabajo;
pero esta categoría sólo encuentra su encaje y
relevancia en el modo de producción capitalista.
Reanudando el análisis de la configuración del
mercado de trabajo en la sociedad antigua, cabe
destacar, con E. Meyer, que la denodada lucha
por m antener bajos los precios al consum idor no
hizo sino precipitar la situación de endémica cri­
sis económica y distorsión social. El predominio
del dinero y el afán de maximizar el lucro m er­
cantil acabaron arruinando la agricultura tradi­
cional e im plantaron en ella la em presa capita­
lista. Aunque el proceso alcanza su mayor impor-
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 71

tancia en el M editerráneo Occidental durante el


cénit de la República romana, ya antes se m ani­
festó «la fuerza desintegradora y de corrosión de
la esclavitud, que entorpece y restringe considera­
blemente, aunque no lo cierre del todo, el acceso
a la industria de la parte de la población privada
de medios de vida. Paralelamente con el gran ca­
pital va desarrollándose, así, un pauperismo cre­
ciente» 93. Es claro que este pauperismo de des­
arraigados de la economía agraria tradicional tuvo
su vertiente positiva, pues no cabe duda de que
la destrucción de esta economía constituía un
elemento de progreso en la lenta m archa de la
humanidad hacia formas de homogeneización so­
cial y política, así como de superación del estan­
camiento económico propio de las sociedades tri­
bales.
El colapso de la hegemonía ateniense, preludio
del período alejandrino, inicia una fase histórica
en la que «las incesantes revoluciones y los cam­
bios constantes de posesión, la pugna de unos
Estados con otros en torno a la hegemonía, sin
que ninguno de ellos logre afirmar su predominio
durante largo tiempo, todo contribuye a hundir
a Grecia en una m iseria cada vez más profunda».
Así, «crece sin cesar un proletariado carente de
medios de vida, pero que no se resigna a m orir
de hambre, a quien la sociedad organizada no
ofrece sustento y que se lo busca como puede,
enrolándose en las tropas de mercenarios o entre­
gándose al bandidaje y la piratería» 94.
Este contexto perm ite comprender el significa­
do real de los movimientos subversivos en las
sociedades post-alej andrinas, donde no existían
acciones de masa de carácter económico reivindi-
cativo similares a la actividad sindical de nuestros
días. No había huelgas, en el sentido propio del
término, y cuando, en lugares como el Delta ale­
u Cf. E. Meyer, en op. cit., La evolución económica de ¡a Anti­
güedad, p. 106.
« Ibid., pp. 106-107.
72 GONZALO PUENTE OJEA

jandrino, los trabajadores se negaban a seguir


trabajando, el movimiento no pasaba de la mera
protesta negativa, sin objetivos concertados y via­
bles. Era mero exutorio de la desesperación. Por
ello, la revuelta o rebelión, o bien era m anipulada
por caudillos políticos de circunstancia —que ra­
ras veces perseguían auténticos objetivos de re­
form a social—, o bien se convertía en explosión
anárquica de acento libertario y utópico. En esta
perspectiva, no sólo la kosmopolis estoica podía
servir de modelo para ilusiones de tonalidad mile-
narista, sino que arbitristas como Evemero y
Yámbulo componen modelos utópicos localizados
en supuestas islas del Océano Indico. En el Es­
tado Solar de Yámbulo —siglo in a. C.— se pro­
pone un modelo comunista radical destinado a
abolir la lucha de clases.
En esta atm ósfera de disyunción social, el acen­
to proletario raram ente está ausente: así, en la
sublevación de Cassandria, en 279 a. C., dirigida
por Apolodoro; en las subsiguientes revueltas en
varias islas; en las grandes revoluciones de Espar­
ta en 244, 227 y 207; en los disturbios de las ciu­
dades de la Liga Aquea en el 200; en la Beocia y
la Tesalia; en las revueltas de esclavos de Chios,
Delos, Macedonia, Atica y Pérgamo; y en muchas
otras de las que los testimonios faltan o son con­
fusos. La sublevación de Pérgamo, acaudillada por
Aristónico en el año 132 —y seguida por el estoico
Blosio de Cumas—, se inspiró probablem ente en
la utopía comunista de Yámbulo. Roma la aplas­
taría, finalmente, inaugurando una etapa de re­
presión en la que los esplendores imperiales del
flam ante poder ecuménico no dejarían la menor
oportunidad a la actuación de nuevos ensueños
y utopías.
El panoram a de los demás reinos y regiones del
orbe helenístico, aún con señaladas diferencias de
estructura y tradición respecto del m undo griego,
es esencialmente análogo en lo que se refiere a
esa disyunción socio-económica entre explotado­
LA C R ISIS DE LOS REINOS HELENISTICOS 73

res y explotados; si bien esta explotación era aún


más manifiesta en Asia y en Egipto, a causa de
la notable prosperidad y la fuerte acumulación
de riqueza de las castas dominantes de esas regio­
nes. Estas capas sociales eran num éricamente exi­
guas en térm inos comparativos, y utilizaban su
status político privilegiado para monopolizar las
oportunidades de explotación económica de las
clases productivas.
En Asia, el campesinado nativo —«pueblo del
rey»— soportaba una condición servil que lo re­
ducía a simple pertenencia del propietario de la
gleba, y sólo podía ver su situación relativamente
m ejorada cuando la tierra a la que estaba ads­
crito era adquirida por potéis, ya existentes o de
nueva fundación, dispuestas a conferirles la con­
dición de «asentados» (katoikoi) de condición
libre y con derecho a sucesión por herencia, a
cambio del pago de un impuesto a las ciudades.
Sin embargo, la próxima dominación romana puso
fin incluso a ésta relativa libertad del campesi­
nado asiático. Antes, el sistema fiscal de los Se-
léucidas, si bien más flexible y benigno que el de
los Ptolomeos —por ejemplo, el impuesto agrario
consistía en un porcentaje de la cosecha efectiva,
y no una cantidad anual fija cualquiera que fuese
el producto recolectado—, unido al sistema de
corvées, hacía gravitar sobre las espaldas de los
humildes una presión impositiva insoportable. Sólo
los soldados-colonos griegos —ex mercenarios o
conscriptos— que recibían un lote de tierras (klé-
ros) form aban una minoría comparativamente pri­
vilegiada de cultivadores, asociados generalmente
en ciertas formas de agrupación o comunidad
(koiná, políteumata, katoikía) de rango inferior
a la polis.
En Egipto, la influencia de la tradición ciuda­
dana helénica fue m enor que en Asia, consistiendo
su sistema económico en un gigantesco monopolio
de Estado, de base fundam entalmente agraria, que
condujo a la más extrema pobreza de la gran
74 GONZALO PUENTE OJEA

m asa de la población. La estructura social que


sostenía ese sistema centralista entrañaba una dis­
yunción socio-económica exasperante: un estrato
alto —burocracia, casta sacerdotal, clerucos, fun­
cionarios ocupantes de tierras, griegos politai—
frente a un estrato bajo —la gran masa de fella-
him —. El campesino nilota sufría la más dura
form a de existencia imaginable, aplastado por un
sistema eficiente de explotación implacable. En
comparación con los niveles m isérrimos del m un­
do griego, los salarios de estas masas parecen
inconcebibles: dos a tres óbolos diarios para un
artesano, un óbolo para el jornalero en trabajos
duros, y aún menos en trabajos ligeros. Tal bara­
tura de la m ano de obra libre hacía que en Egip­
to sólo existiese prácticam ente esclavitud en las
minas.
Desde el año 216 a. C. en adelante, los levan­
tam ientos se suceden aceleradamente contra un
sistema de explotación que un m inistro de Ha­
cienda (dioikëtés) egipcio de la época definió co­
mo aquél en que «nadie tiene derecho a hacer lo
que desea; todo está ordenado de la m ejor ma­
nera». Este sistema venía incluso a agravar el
estricto régimen de explotación que los nativos
egipcios conocieron durante milenios. A p artir del
siglo n i a. C., se hacen frecuentes los plantes en
el trabajo, recurso tradicional del proletariado ni­
lota: no eran ahora meros motines en los que el
patrón acababa siendo golpeado, sino periódicas
retiradas del trabajo en el sector de las minas,
de la cantería, de la navegación, que se extendían
a trabajadores de toda suerte —campesinos reales,
detallistas, policías, hasta funcionarios—. Pero
estos plantes «no eran huelgas por m ejores sala­
rios o condiciones, pues nada había que obtener;
eran el resultado de una negra desesperación,
agravada quizás por algún accidente, tal como la
demora en el sum inistro de semillas. Los hombres
tenían un arm a que la burocracia temía; podían
hacer descarrilar la m aquinaria, abandonando su
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 75

puesto de trabajo. Un anuncio de huelga dice:


‘estamos agotados, huirem os'; y generalmente bus­
caban refugio en algún templo con derecho de
asilo» 95.
La despoblación se hizo amenazadora en el si­
glo il a. C., como consecuencia de esta explotación
cruel; la burocracia intentaba paliarla obligando
a los que quedaban a un trabajo suplementario,
iniciándose así una espiral protesta-represión que
acabó empujando al trabajador, ya no a la huel­
ga, sino a la huida (anachô’rësis) a regiones fuera
del alcance de la represión, y a la autoridad a im­
plantar el sistema de «responsabilidad colectiva»
—de tan infausta m em oria en los futuros anales
del Imperio romano—·. Pese a todos los esfuerzos
por preservar un Estado de explotación sistemá­
tica y de centralism o riguroso, los reinos ptole-
maicos, como las demás soberanías helenísticas,
acabaron plegándose al protectorado romano, en
un prim er momento, y desapareciendo del escena­
rio de la historia como tales Estados, poco des­
pués.
En suma, el período post-alej andrino —y el jue­
go de sus múltiples factores se prolonga en el
período siguiente, protagonizado por el protecto­
rado romano, hasta el año 27 a. C.— representa
un reiterado y siempre frustrado intento de ar­
ticular duraderam ente el gran espacio geográfico
que había acotado la empresa de Alejandro. En el
momento en que Roma iba a iniciar el liderazgo
efectivo de este m undo fragmentado, el capitalis­
mo comercial había ido desplazándose de Occi­
dente a Oriente; es decir, de Atenas a Alejandría,
Pérgamo y Antioquía. Las guerras intestinas en el
territorio de la Hélade, las guerras exteriores entre
las grandes m onarquías helenísticas, y las luchas
de clase, explican el incontenible proceso de deca­
dencia de las ciudades griegas. En especial, la lu­
cha de clases arruinó la prosperidad mercantil,

55 Cf. W. Tarn.—G. T. G riffith, op. cit., p. 199.


76 GONZALO PUENTE OJEA

pues «fue adquiriendo cada vez más el carácter


de una lucha exclusivamente social y económi­
ca» 96. Pero el sentido de esta pugna «no era el
incremento de la producción por medio de la
m ejora de las condiciones de trabajo y de la pro­
pulsión y regulación de las relaciones entre el tra ­
bajo y el capital, sino la redistribución de la pro­
piedad, fin que generalmente era alcanzado por
medios revolucionarios violentos. Redistribución
de la tierra y condonación de las deudas (ges ana-
dasmós kai chréon apokopé) era el grito de guerra
inmemorial...». El miedo a la revolución social fue
una constante de la historia política e intelectual
de Grecia desde el siglo v a. C., que cristalizó en
sucesivas medidas constitucionales condenatorias
de toda reivindicación de esta naturaleza, siempre
combatidas por las insurrecciones de signo social.
Lo que perdían las ciudades griegas, lo ganaban
las metrópolis de las grandes monarquías helenís­
ticas, en las que toda tentativa de rebelión social
era sofocada prontam ente por la pesada m ano de
los m onarcas de esos reinos. «De este modo, la
acumulación de capital y la introducción de mé­
todos perfeccionados en el comercio y en la indus­
tria pudieron cumplirse en Oriente con libertad
y éxito mayores que en las ciudades de la m etró­
poli griega». Rostovtzeff cree que ese capitalismo
comercial pudo conducir a los Estados helenísti­
cos a un estadio vecino del capitalismo industrial
europeo, m ediante la competencia m ercantil, las
innovaciones tecnológicas de la producción, el
desarrollo de la economía dineraria y crediticia y
el perfeccionamiento jurídico a su servicio. Más
adelante, en este estudio97, indicaré hasta qué
punto esta tesis se basa en supuestos válidos, y
en qué m edida es errónea. Baste ahora adelantar
que «los métodos de una economía puram ente
96 Vid. M. I. Rostovtzeff, Historia social y económica del Im pe­
rio Romano (M adrid, 1937, vol. II, pp. 31-37), donde se ofrece un
espléndido resum en que sigo aquí en lineas generales.
97 Vid. infra, pp. 117-124.
LA C R ISIS DE LOS REINOS HELENISTICOS 77

capitalista basada en el trabajo de los esclavos»,


unido al hecho de la escasa expansión de las for­
mas del capital como mero valor de cambio, no
podían perm itir el nacimiento de un verdadero
capitalismo industrial, en sentido moderno, sin
rom per radicalm ente el modo de producción an­
tiguo. La verdad es que el apogeo de este capita­
lismo comercial fue inhibido, primero, y atrofiado,
después, por varias causas; las guerras de Roma
en Oriente para el establecimiento de su protecto­
rado —con su secuela de devastaciones, saqueos
y ventas de poblaciones enteras como esclavos—
y la polarización de los Estados helenísticos en
los preparativos para su defensa m ilitar —basa­
dos inicialmente en un incremento de la produc­
tividad y aprovechamiento de los recursos, luego
sólo en la estatificación de la economía y en las
exacciones violentas—, fueron las dos causas prin­
cipales de la decadencia. El burocratism o y la esta­
tificación llevaron, como dice Rostovtzeff, a «la
elaboración minuciosa de un refinadísimo sistema
fiscal que afectaba a todas las facetas de la vida
económica», ahogando toda iniciativa privada y
convirtiendo a los particulares en vasallos sujetos
a un abrum ador sistema de prestaciones persona­
les que acabó con todo asomo de adhesión y de
consensus. Sólo los nuevos colonos de los países
orientales, inm igrantes griegos o asiáticos heleni-
zados, podían sustraerse en gran parte a ese sis­
tema y convertirse en instrum ento de los m onar­
cas para la explotación y opresión de la población
indígena, «en calidad de arrendatarios de impues­
tos, superintendentes de la prestación personal,
concesionarios del Estado en empresas comercia­
les e industriales, gerentes de grandes fincas, etc.».
Este desastroso sistema económico potenció aún
más el descontento de las masas, lo que no hizo
sino increm entar los males mediante un reforza­
miento de los ejércitos mercenarios, más privile­
gios a los opresores y nuevas cargas fiscales. «Esta
evolución —escribe el historiador ruso— impidió
78 GONZALO PUENTE OJEA

la transform ación de las monarquías helenísticas


en Estados nacionales. Con pocas excepciones, si­
guieron siendo lo que desde un principio habían
sido: tiranías m ilitares que reinaban sobre una
población esclavizada, sustentadas, en últim o tér­
mino, por ejércitos mercenarios». De ahí, la ausen­
cia de una verdadera cultura greco-oriental; la
cultura siguió siendo esencialmente griega, con
leve mezcla de elementos orientales, pero elevada
a un plano cosmopolita que prepararía la fusión
de sus diversos elementos y la universalidad que,
sobre base estoica, adquiriría bajo el Im perio ro­
mano. Esta helenización, no obstante, se concen­
tró en las ciudades y apenas afectó a las pobla­
ciones campesinas orientales. Fue y continuó sien­
do una cultura fundam entalmente urbana. Como
escribe en otro lugar Rostovtzeff, «dentro de los
grandes Estados monárquicos (distintos de Mace­
donia), los gobernantes nunca lograron alcanzar
la estabilización ni la consolidación. Nunca encon­
traron una salida a la gran antinomia en la vida
política, social y económica de sus dominios, que
había producido la conquista de Alejandro: el
conflicto entre las dos formas principales de vida
civilizada, la oriental y la occidental, entre las
ciudades-estados griegas y las m onarquías orien­
tales, entre los politai griegos y los súbditos orien­
tales; entre el sistema económico griego, basado
en la libertad y la iniciativa privada, y la econo­
mía estatal de Oriente, supervisada, dirigida y con­
trolada. Y finalmente se enfrentaron con el eterno
gran problem a de la sociedad humana, tan agudo
en el mundo antiguo como en el moderno: la anti­
nomia entre los gobernantes y los gobernados, los
que poseen y los que no poseen nada, la burguesía
y las clases trabajadoras, la ciudad y el campo».
Y añade: «la incapacidad del mundo helenístico
para encontrar, sí no la solución de estos proble­
mas, por lo menos un compromiso aceptable, fue
la causa principal responsable de su fácil derrota
por Roma y su incorporación al edificio del Impe­
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 79

rio romano. Los destinos de los antiguos Estados


helenísticos como parte del Imperio romano han
sido estudiados por mí en otro libro, y no nos im­
portan ahora. Sin embargo, puedo observar que
aunque el problema de la unidad política fue re­
suelto por los romanos, por lo menos durante al­
gún tiempo, los otros problemas no lo fueron, y
fue la incapacidad de resolverlos lo que constituyó
la causa subcayente de la disolución política del
Imperio romano» 98.
La ruina m aterial de la sociedad antigua, inca­
paz de resolver los problem as socio-económicos
que minaban sus bases —como tan inequívocamen­
te expresa la gran autoridad historiográñca que
acabo de citar—, entrañaba la ruina espiritual del
gran movimiento ideológico que tradujo con m a­
yor fidelidad sus contradicciones estructurales: el
estoicismo. Pero antes de su colapso final, la so­
ciedad antigua conocería un momento de enga­
ñoso esplendor en la gran creación política del
genio romano, acompañado de un esperanzado
renacer ideológico del pensamiento estoico, puesto
al servicio de una empresa de dominación ecumé­
nica adornada por la retórica hum anista de sus
círculos intelectuales. Finalmente, la incontenible
desintegración general del Imperio anunciaría el
crepúsculo de la sociedad antigua; en dicho p ro ­
ceso, la últim a versión ideológica estoica viene a
representar el postrer esfuerzo de un movimiento
intelectual llegado a su fin.

4. Los fundamentos filosóficos


del estoicismo original
El estoicismo original aparece intensamente satu­
rado de influencias cínicas y orienta sus esfuerzos
a la solución de las graves cuestiones morales que

98 Cf. M. I. Rostovtzeff, H istoria social y económica del m undo


helenístico, cit., vol. II, p. 1167.
80 GONZALO PUENTE OJEA

venían preocupando al hombre helénico desde el


siglo V a. C., en que se inicia la honda crisis de
los fundam entos mismos de la civilización de la
polis.
Las posiciones teóricas de la doctrina cínica
—cuya actitud general hereda el estoicism o99—
consiste en una extraña tram a de elementos sofís­
ticos y socráticos que se distingue por su m arca­
do nominalismo conceptual y por un recio criti­
cismo epistemológico, en el contexto de una obse­
siva concentración en los problemas de la direc­
ción de la vida (paideía) y de la práctica de la
virtud {arete) como caminos de la felicidad (eudai-
monta). Las conclusiones generales de los cínicos
sobre estos problemas indican que sólo la pru­
dencia (phrónesis), el carácter viril (ischys) y la
disciplina m oral (áskesis) pueden conducir al in­
dividuo a superar la locura del vulgo (atyphía) y
conquistar una existencia independiente (autár-
keia). En esta empresa, son condiciones indispen­
sables la negación del lujo y la opulencia (tryphe’)
y del placer (hëdonë'). Sólo la práctica de la vida
virtuosa distingue al sabio (sophós) de la masa
de ignorantes (polloí).
En el campo de los estudios filológicos de la
herencia clásica, existen desacuerdos considerables
sobre la filiación de las doctrinas cínicas, su per­
fil exacto y su tem ática concreta 10°; sin embargo,
99 Vid. Diógenes Laercio, op. cit., V II, 4.
iw En tanto que num erosos especialistas del pensam iento cínico,
apoyándose en testim onios antiguos —sobre todo, en Diógenes
Laercio— y siguiendo a E. Zeller, consideran que existe una línea
continua de sucesión intelectual que va de A ntístenes (circa 444-
365 a. C.) a Diógenes de S ín o p e (413-327 a. C.), y de éste a sus
discípulos —Crátes y M etrocles, especialmente—, recientes investi­
gadores, como U. von Wilamowitz-Moellendorff y E. Schwartz,
pretenden red u cir la im portancia de Antístenes. "Antes de Dióge­
nes —afirma Schwartz— no pudo haber cínicos y, lo que es esen­
cial, Diógenes no aprendió de Antístenes ni de ningún otro"
(Cf. Figuras del m undo antiguo, trad., M adrid, 1927, p. 147). D. R.
Dudley y F. Sayre llegan a sostener que Antístenes no tuvo la
m enor conexión con los cínicos, por lo que no existe relación
alguna entre éstos y los socráticos. La crítica más reciente —así,
R. H oistad— rechaza esta hipótesis y retorna a la secuencia tra ­
dicional Sócrates-Antístenes-Diógenes. Coincide con esta últim a po­
sición J. F errater Mora, p o r estim arla como al menos "psicológi·
LA C R IS IS DE LOS REINOS H ELENISTICOS 81

hay acuerdo general en apreciar el poderoso im­


pacto que el criticismo cínico produjo en los fun­
dadores del estoicismo. Más que sus doctrinas o
posiciones teóricas, fue la forma cínica de vida
(énfasis bíou) lo que tuvo relevancia para el punto
de partida de la reflexión estoica: aquella forma
de vida que se expresaba en el libre ejercicio de
là palabra (parrésía), en el discurso irónico (eiro-
neía) y en la comparación ridiculizante (eikátzein)
que iba socavando los cimientos más firmes de la
pólis. Diógenes el Perro (kyön), radicalizando la
tradicional antítesis physis-nómos, predica una
paideía revolucionaria que se traduce en la acti­
tud vital agónica frente a todas las convenciones
religiosas, sociales y políticas, y en el talante natu­
ralista, populista y subversivo. Es claro que en la
Grecia de la época, el ciudadano consciente, in­
merso en la afanosa vida del agorá, tenía que expe­
rim entar un sentimiento de alienación, reforzado
por la hipocresía característica de las élites inte­
lectuales —especialmente de los círculos platóni­
cos y aristotélicos—, que profesaban en privado
un escepticismo radical, pero que en público no
osaban confesar su desprecio del consensus tradi-
camente v erd ad era” (Cf. Diccionario de Filosofía, Bs. Aires, 1958,
pp. 227-8).
Existe tam bién perplejidad respecto del perfil y las doctrinas
de los m aestros cínicos. No exagera E. Bréhier cuando escribe que
los testim onios sobre los cínicos antiguos “no están de acuerdo
entre sí, y nos dan, inextricablem ente mezclados, dos retratos de
Diógenes": uno, el Diógenes licencioso, irreligioso y hedonista,
que se burla del ascetism o de Platón; otro más severo, ascético,
de tensa voluntad, espejo del trabajo y del esfuerzo físico (pónos).
Para Bréhier, este segundo es el auténtico (vid. Histoire de la
Philosophie, Paris, 1948, I, 2, p. 275). Precisam ente, en la exégesis
de este últim o concepto (pónos) las conclusiones son contradic­
torias. Para B réhier y Schw artz, por ejem plo, el pónos es el salu­
dable esfuerzo que postulan los cínicos; para W. Capelle (vid. His­
toria de la filosofía griega, trad ., M adrid, 1958, p. 306) y M. PohlenZ
(vid. La Stoa, cit., I, p. 299, y II, pp. 50-51) se trata de algo contra
lo que hay que lu ch ar y evitar. La raíz de la contradicción que
quizás esté en los propios cínicos, puede hundirse en la anfibo­
logía misma del vocablo pónos con su doble vertiente sem ántica:
dolor físico, fatiga, de un lado; y fruto o recom pensa del esfuerzo,
del otro. Vid, R. Mondolfo, E l pensamiento antiguo (Buenos Aires,
1959, I, p. 185), La im portante obra de conjunto de E. Elourdy·
J. Pérez Alonso, E l E stoicism o (M adrid, 1972, 2 vols.) llegó a mis
manos cuando este libro estaba ya prácticam ente concluido.
82 GONZALO PUENTE OJEA

cional. Advierte B. Farrington, que «es precisa­


m ente este sentido de la alienación de la filosofía
de las escuelas platónica y aristotélica respecto
de los intereses del pueblo más humilde, lo que
constituye la característica de las tres escuelas
que en seguida surgieron en Atenas: los cínicos,
los estoicos y los epicúreos». De los prim eros dijo
T. Gomperz, que form ularon «una doctrina que
atraía especialmente a los que se sentían simples
y oprimidos, y que ha sido descrita con acierto
como ‘la filosofía del proletariado del mundo
griego’» 101.
Esta actitud agónica conduce al rechazo de los
usos institucionales y a la apología de las ances­
trales prohibiciones: el incesto, la antropofagia, la
comunidad de hijos y m ujeres, la libertad se­
xual... Ahora bien: este naturalism o m aterialista
—naturalia non sunt turpia— se esgrime más co­
mo prueba del coraje de disentir que como form a
práctica de vida. La existencia hum ana debe ser
la expresión de una voluntad exenta de toda vincu­
lación a norm as, preceptos o temores; de una vo­
luntad empírica y contingente, que se mida por
su capacidad de negación y resistencia. Esa volun­
tad debe estar radicalmente orientada a la inde­
pendencia de todo afecto (apátheia) y al ideal de
la im perturbabilidad {ataraxia), despreocupada del
recto saber m eram ente especulativo (orthós lógos)
y apegada a la naturaleza (katá physin), tem plada
por las privaciones corporales, no en cuanto va­
liosas en sí mismas, sino como disciplina del áni­
mo (âskêsis) e instrum ento de la educación para
una vida feliz.
El estoicismo original está impregnado de talan­
te cínico m ; hasta el punto de que la designación

101 V id. B. Farrington, op. cit., pp. 111-112.


102 Por ejem plo, vid. E. Zeller, Outlines of the history of philo­
sophy (trad., New York, 1960, p. 240); E. Bevan, Stoics and sccptics
(New York, 1959, pp. 17-18); G. Sabine, A history of political theory
(New York, 1962, pp. 145-6). Las fuentes para el estudio directo
del estoicismo antiguo, en Joannes ab (Hans von) Arnim, Stoicorum
veterum fragm enta (Leipzig, 1903-1924, 4 vois, así distribuidos:
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 83

de doctrinas cínico-estoicas sería la más pertinente


para referirse a la actitud básica de los fundado­
res de la Estoa, en especial, a la actitud de Zenón
de Cittium 103. No obstante, Zenón im prim iría un
giro decisivo a la orientación cínica, dotándola de
un nuevo fundam ento racional. El núcleo del es­
toicismo reside en una actitud radical de la volun­
tad: la decisión de asum ir el dolor, de anular el
mal y sus causas, como parte del orden (kósm os),
y de insertarse volitivamente en la totalidad uni-

I. Zenón y discípulos; IX, Crisipo (lógica y física); III. Crisipo


(ética) y sucesores; IV. Indices).
Nicola Festa realizó una traducción parcial italiana muy útil
de la compilación de Arnim, con el título Stoici antichi. Fram-
menti: I. Zenone, II. Aristone, Apollofane, Erillo, Dionigi d'E ra-
clea, Perseo, Cleantes, Esfero (Bari, 1932-1935).
10J Las dificultades de delim itar y perfilar el contenido original
del m agisterio de Zenón son en parte insuperables, pues los testi­
m onios de los antiguos no suelen distinguir, o lo hacen de m anera
contradictoria, en tre ese m agisterio inaugural y sus desarrollos
o incorporaciones posteriores (Cf. E, Bevan, op. cit., pp. 19 y 230;
tam bién Diogenes Laercio VII, 38). Los testimonia escritos p erte­
necen a épocas m uy posteriores. Una de las fuentes básicas, las
Vidas de los ftíósofos ilustres de Diógenes Laercio, se supone que
fue escrita entre 225 y 250 de nuestra era; los textos recogidos
po r H. von Arnim en los Stoicorum veterum fragmenta, co rres­
pondientes a Cicerón (106-43 a. C.), Plutarco (c. 46-120 d. C.) y
Alejandro de Afrodisia (c. 198 d. C.) —y aún después, a Aecio,
Sexto Empírico, Tem istio, Simplicio, Estobeo, Aulo Gelio, etc,, así
como a los autores cristianos— son de fecha nunca anterior al
siglo i a. C., y la mayoría m ucho m ás tardíos. Nada de extra­
ño, pues, que las fuentes p ara Zenón —cuyas obras se perdieron
todas— brinden una imagen fragm entaria y posiblemente tergiver­
sada del fundador, al gusto de épocas en las que el estoicismo
había sido ya cuidadosam ente filtrado y acomodado a nuevos inte­
reses sociales y políticos. Huellas de este trabajo de acomodación
se perciben sobre todo en la transm isión de su doctrina política
y social, donde las pervivendas cínicas parecen deliberadam ente
oscurecidas. Diógenes Laercio confiesa, hablando de esas rem inis­
cencias, que Isidoro de Pérgam o "afirm a tam bién que los pasajes
desaprobados p o r la escuela fueron expurgados de sus obras por
Atenodoro el Estoico, encargado de la biblioteca pergamena; y
que luego, cuando Atenodoro fue descubierto, fueron restituidos"
(VII, 34). Lo que habría que saber con certeza es si todas las
doctrinas reputadas m alas (tá kakós legómena) fueron efectivamente
reintegradas a sus contextos originales. Así, "no es sorprendente
—como escribe E. B arker— que la versión de las tesis del prim er
estoicismo fuera m ás tarde revisada y expurgada [...], sin duda,
fue obra de la escuela estoica media y tardía el purificar y elevar
las enseñanzas de los estoicos de la prim era generación” (Cf. From
Alexander to Constantine. Passages and documents ihistrating the
history of social and political ideas, 336 B.C.-A.D. 337, Oxford, 1959,
p. 43). Aquí, el sordo trabajo de la metam orfosis ideológica parece
traicionar uno de sus artificios.
84 GONZALO PUENTE OJEA

versal. Es decir, de negar el dolor asumiéndolo,


de rechazar el mundo hostil incorporándolo, de
invertir, en suma, la relación dialéctica sujeto-
mundo·. se abandona la conducta agónica y la re­
sistencia m ilitante del voluntarismo cínico, y se
inicia una form a de apátheia que consiste en asu­
m ir la realidad distanciándose de ella 104. Al conce­
bir el m undo como un systém a 105 cuyas partes
están entre sí en una relación de congenialidad
(sym pátheia), como una totalidad natural (phÿsis)
regida por un lógos providente (prónoia) que se
conforma sin cesar al nexo causal necesario (hei-
m arm énë) 106, el estoico se aleja de la concepción
del m undo oportunista y anárquica de los cínicos.
En efecto: así como el universo es para el es­
toico un sistema unitario y coactual —el tiempo
estoico es, por antonomasia, tiempo presente—,
el individuo es un conjunto organizado (systasis);
no una suma de acciones ocasionales y membra
disjecta, sino un reflejo de la armonía cósmica 107.
Si bien esta visión m arca un neto contraste con
el contingentismo cínico, los estoicos no debilitan
la drástica disyunción nómos-physis de aquél. El
fin (télos) del hom bre no es un mero orthós lógos,
sino una vida activa; pero la vida activa estoica
no es el activismo afanoso de los negocios (präg-
mata) de la ciudad, sino un vivir moral: su pragma-
teía es la práctica de la virtud, que se compendia
en un vivir según la naturaleza (katá tén koinën
physin zé n )108. Este dogma de la vida activa (prak-
tikós bíos) no debe inducir a error: la inserción
del hom bre estoico en la cotidianeidad debe ser la

104 Debemos a E. Bevan, op. cit., pp. 28 y ss., la brillante valo­


ración de este punto de p artida de la reflexión estoica. Vid. tam ­
bién J. Moreau, E pictète (Paris, 1964, pp. 60-61).
103 Los estoicos son los prim eros en em plear este térm ino, en
el sentido de "sistem a del m undo" (Cf. V. Goldschmidt, Le sys­
tème stoïcien et Vidée de tem ps (Paris, 1952, p. 61). Vid. Diógenes
Laercio V II, 138.
106 Vid. M. P ohlenz, op. cit., I, pp. 202-203 y 441; D iógenes
L aercio VII, 137, 138 y 149.
107 Cf. V. Goldschm idt, op. cit., p. 127.
108 Cf. Diógenes Laercio VII, 89.
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 85

garantía de una actitud no-agónica, de una conci­


liación cósmica; pero jam ás el retorno al círculo
de las convenciones humanas. La protesta cínica
sigue en pie, y el objetivo es el mismo: conquistar
la autárkeia y la apátheia como prendas de feli­
cidad (eudaimonía). Hay que evadirse de la tupida
retícula de convenciones que aprisiona al m undo
de la polis.
Pero ahora se abandona el talante agónico del
cínico, se subordina el acento provocador. La acti­
tud de reto carece ya de pertinencia. En la posi­
ción radicalm ente monista de la visión estoica del
mundo no hay lugar, en verdad, para dualidades
constitutivam ente antagónicas: el sistema se defi­
ne por una racionalidad concorde (homología). Las
resistencia del mundo externo proceden solamente
de cierta modalidad de las representaciones del su­
jeto: por consiguiente, la voluntad humana puede
resolverse a eliminar toda resistencia que la coarte.
Esta eliminación de resistencias se cumple en una
operación introspectiva basada en el carácter.
La voluntad estoica incorpora intencionalmente
la totalidad cósmica, suprimiendo los estímulos
pasionales y las instancias dolorosas. Así, la ética
de Zenón y sus seguidores consiste, en cierto sen­
tido, en un cinismo llevado al límite: nada impide
la felicidad si se niega el m undo en cuanto otro
y se asume en cuanto parte de un kósmos del que
el individuo es parte. Por el contrario, el cínico,
al rehusar plegarse al mundo en cuanto otro, lo
consolidaba como su antagonista. Era entonces
más vulnerable que nunca. La matrix de la infle­
xión estoica es la inversión de esta actitud, asu­
mida paradójicam ente en el contexto de una repe­
tición ad nauseam del discurso naturalista del
cínico: ahí radica la especificidad de la m oral
estoica en general, y de sus posiciones sociales y
políticas en particular. La dialéctica sujeto-mundo
del discurso cínico es llevada a la exasperación,
es decir, a una especie de reductio ad absurdum :
se pasa de negar lo otro —el mundo convencio­
86 GONZALO PUENTE OJEA

nal— a negar la negación de lo otro 1C9. Es este el


nivel teórico fundam ental de la posición ideoló­
gica del estoicismo helenístico o post-alejandrino,
el sustrato del que deriva su recurrente ambigüe­
dad y en el que se formaliza anímicamente el re­
flejo de la situación histórica de la época. De
m anera general, es el reflejo de una conciencia
radicalm ente desdoblada, orientada a la evasión
psicológica en un contexto vital, social y econó­
mico que el estoico no se propone transform ar
revolucionariamente. Anticipemos que la raíz de
la inflexión estoica hunde sus raíces en el suelo
real de la historia concreta, y no es explicable en
el recinto de una m era «historia de las ideas».
Los factores económicos, sociales y políticos del
período post-alej andrino, en el marco de la confi­
guración general —m aterial y anímica— de aque­
lla coyuntura histórica, urgían la construcción de
un nuevo consensus sobre los restos de las viejas
tradiciones. La realidad que afrontaban entonces
los hom bres era movediza y de posibilidades im ­
previsibles; se sentían desnudos ante el azar. La
doctrina de Zenón «fue elaborada —como señala
Bevan— para afrontar una necesidad práctica, más
bien que para satisfacer la curiosidad especula­
tiva»; pero lo que hizo del estoicismo un gran mo­
vimiento intelectual fue su honda convicción de
que sólo en el ámbito de una teoría física y m eta­
física resultaba posible hacer de su doctrina ética
una ideología totalizadora de la situación. Como
indica Bevan, «no se puede poseer una regla de
conducta sin una visión del universo donde la
acción haya de tener lugar»; pero es comprensi­
ble que «en un sistema de esta índole, construido
bajo tales urgencias, hemos de esperar encon­
trarnos con que una gran parte del mismo se
incluye simplemente para sostener los puntos
vitales, para coordinarlos y completar el sistema».
Así, «si hemos de apreciar el sistema estoico de
109 E. Bevan caracteriza m agistralm ente el sentido de esta acti­
tud volitiva, en op. cit., pp. 28-29.
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 87

modo inteligente, debemos distinguir los puntos


a los que se concedía una importancia real, las
cosas por las que realmente se interesaban los
constructores, frente a aquello que podría deno­
minarse teoría de relleno». Estas observaciones
son de inestimable valor para una correcta esti­
mación ideológica del pensamiento estoico, por­
que un sistema intelectual que nace como inme­
diata respuesta a una situación de honda crisis
es un sistema «compuesto apresuradam ente, vio­
lentamente, para afrontar una emergencia deses­
perada»; es decir, un sistema donde el refinado
utillaje de la reflexión metafísica de épocas me­
nos agitadas tiende a sustituirse por breves for­
mulaciones y definiciones canónicas de fácil difu­
sión. Son siempre los catchwords de una teoría
filosófica los que captan la m ente colectiva, pero
en el caso del estoicismo este fenómeno obedece
a la acuciante necesidad del hombre medio de pro­
curarse respuestas prefabricadas 110. Pero para sa­
tisfacer esa necesidad, era ineludible cim entar la
plataforma ideológica general —el postulado de
la voluntad como prem isa de la búsqueda de la
felicidad personal— sobre unas posiciones teóri­
110 Ibid., pj>. 31-32. Vid. A. J. Festugiére, Personal religion among
the Greeks, cit., pp. 37-38. Añade perspicazm ente Bevan que "una
de las razones... que hacen frecuentem ente oscuras las exposiciones
del estoicismo, es que un estudioso diligente extraiga las doctrinas
estoicas una a una de las fuentes literarias y las yuxtaponga con
orden m etódico, como si todas fueran de la m ism a calidad. Por
supuesto, en el m om ento en que uno intente penetrar más honda­
mente y com prender cuáles fueron las fuerzas im pulsoras de la
construcción, distinguir los puntos que im portaban a los m aestros
de la teoría m eram ente sustentadora, uno se coloca en un terreno
mucho más conjetural. Se corre el riesgo de seguir ocurrencias
subjetivas. Pero parece que hay que correr este riesgo en toda
interpretación vital de la obra hum ana. Si uno decide lim itarse a
lo que se llaman hechos objetivos, disminuyen ciertam ente las oca­
siones de com eter errores, p ero se renuncia tam bién a toda opor­
tunidad de ahondar bajo la superficie. P or ejemplo, lo que en mi
opinión es de principal interés en las teorías físicas de Zenón no
es el detalle, sino el hecho m ism o de que él creyera necesario
enunciar una teoría de la N aturaleza, No podemos com prender
qué traía entre m anos, a no ser que nos demos cuenta de la nece­
sidad en que se hallaba de d ar una respuesta completa al enigm a
del Universo, com pacta en todas sus partes, rçues nada que dejase
de nuevo lugar a dudas podía otorgar seguridad y orientación a
un m undo desconcertado".
88 GONZALO PUENTE OJEA

cas mínimas, es decir, sobre una doctrina episte­


mológica y una normativa de la conducta moral.
Si bien esta exposición del pensam iento estoico
se circunscribe al intento de lograr una visión
correcta de su significación ideológica, he de indi­
car brevísimamente, a dicho fin, los rasgos gene­
rales de esas posiciones teóricas. Frente al áspero
criticismo epistemológico de los cínicos, los fun­
dadores del estoicismo restauran la validez de
la percepción sensorial cuando ésta se ofrece
con tal intensidad (enárgeia) que las impresiones
(phantasiai) resulten incuestionables. La nitidez
y la claridad de ciertas impresiones brindan una
efectiva captación objetiva (katálepsis) sobre la
que se alza el edificio del conocimiento humano.
Esta posibilidad de acceder a la percepción cierta
de la realidad (katalëptikê’ phantasia) constituye
el presupuesto de la doctrina central estoica: el
ideal del sabio. El carácter m oral del sophós
radica en su capacidad de discrim inar entre per­
cepciones evidentes y confusas; sólo a las prim e­
ras debe p restar aquiescencia cognitiva (synkatá­
thesis), suspendiendo su juicio (epoché’) respecto
de las demás. Esta epistemología sum aria —cuyos
puntos flacos hicieron las delicias de la fruición
raciocinante de los escépticos helénicos— basta­
ba, en térm inos generales, a las necesidades sis­
tem áticas de una paideía absorta en el logro de
la beatitud. Asentada en una teoría física que
concebía el kósmos como un ser vivo (zóon) e
identificaba la phÿsis, el lógos y la prónoia, la
ética estoica sólo podía garantizar al hom bre hele­
nístico ciertas reglas seguras de conducta median­
te un verdadero tour de force, pues no parecía
posible a prim era vista conciliar el naturalism o
m onista con una casuística de m oral convencio­
nal U1. El puente entre ambos momentos del sis-

1,1 Señala E. Bevan con acierto que el problem a de la teodicea


—que tanto virtuosism o m ental exigió del hom bre occidental em­
barcado en la fides quarens intellectum— está ya planteado por
los estoicos, en especial en Oleantes, en su célebre H im no a Zeus,
LA C R ISIS DE LOS REINOS HELENISTICOS 89

tema se tiende m ediante la teoría de las razones


seminales (lógoi spermatikoi), que habilita a los
seres individuales para vivir en armonía con su
propia naturaleza en cuanto parte (meros) del
todo universal. En el hombre, el principio rector
de esa arm onía (hegemonikón) es una partícula
(apóspasma) de la razón cósmica, que le perm ite
regular su actividad y liberarse de una actitud
de mera pasividad metafísica. Efectivamente, en
cuanto que posee nociones innatas (émphytoi
énnoiai) o preconceptos (prole’pseis) que le ca­
pacitan para percibir el carácter valioso de los
objetos y los actos, es decir, distinguir lo valioso
(axía) de lo no-valioso (apaxía), el hombre posee
un criterio de conducta. Pero observemos un ras­
go capital para una valoración ideológica correcta
del estoicismo original: no se trata del criterio
de lo bueno y lo malo, pues esta predicación no
corresponde a los soportes o resultados objetivos
de los actos; las instancias externas son todas
igualmente indiferentes (adiáphora) desde el pun­
to de vista moral. Sólo la orientación de la volun­
tad, su intención, tiene relación con el bien (tó
agathón), sólo ella es buena o mala. ¿Cómo es,
entonces, posible una normativa moral de la ac­
ción?... Los estoicos m ontaron un sutil artilugio
para hacerla posible. Los objetos del mundo ex­
terno no son per se ni buenos ni malos, pero
pueden suscitar actos humanos al margen de toda
apetencia moral y de todo impulso conativo. Di­
chos objetos pueden ser, simplemente, dignos de
ser preferidos y promovidos (proëgména) en razón
de su valor (axía), o de ser relegados (apoproëg-
ména) en atención a su disvalor (apaxía). La única
condición del acto es la ausencia de deseo o ape­
tito, la pureza y autonomía del ánimo, la adiapho-
ría. Se perfora así la compacta m uralla de una
voluntad impoluta y férream ente encadenada a
la inerte obediencia pasiva de las determinacio­
Vid. A. J. F e stu g ic rc , La Révélation d'H erm es Trismegiste, c it.,
II, pp. 260-340.
90 GONZALO PUENTE OJEA

nes cósmicas (heimarménë), y se abre la posibi­


lidad de una regulación selectiva de la acción hu­
m ana que no comprometa el ideal superior de
la apátheiam . La solución es ingeniosa y harto
expresiva de las dificultades de edificar una regu­
lación práctica de la conducta en el contexto del
ideal estoico de la sabiduría. El criterio selectivo
consiste en el dogma del vivir conforme a la na­
turaleza (katá phÿsin): son apropiadas (kathé’
konta) las acciones que favorecen la práctica de
ese v iv ir113, a comenzar por las exigencias de la
vida instintiva —fiel a la positiva valoración cí­
nica del tá pröta katá phÿsin— y term inando por
los requerim ientos de la convivencia social y po­
lítica. Pero esos kathé'konta pertenecen a la es­
fera de lo indiferente y de la apatía, pues ni si­
quiera los sentimientos de sim patía o piedad
deben enturbiar su ejecución. Una acción teñida
de afectos o sentimientos es, por definición, una
acción viciosa e inadecuada. Se trata de actuar en
la vida cotidiana, pero desde la impasible indife­
rencia del hom bre que sabe que su destino se
juega en otro mundo, es decir, en la recóndita
intim idad de su ser individual. En esa recóndita
intim idad tiene el hombre su verdadera morada,
y sólo desde allí resulta posible la acción perfecta
del sabio (katorthöm a). El auténtico acto moral
no es la simple acción útil o conveniente (kathé'
kon), sino la acción realizada con espíritu de sa­
biduría (phronimös), puesta la atención sólo en
el fin (télos) de la voluntad buena —la identifica­
ción perfecta con el orden cósmico—.
La significación de esta doctrina es esencial
para el objeto de este estudio: los kathé’konta
no son, en rigor, los deberes morales en su acep­
ción tradicional, sino meros actos sin connotación
ética propiam ente dicha, neutros (mesa), que sólo
la intención final de la voluntad del sabio puede
112 Vid. E. Bevan, op. cit., p. 70.
1,3 Vid. M. Pohlenz, op. cit., I, pp. 263-264 y 369, sobre el con­
cepto de kathë’kon.
LA C R IS IS DB LOS REINOS HELENISTICOS 91

transform ar en actos buenos en la plenitud de


la expresión (katorthöm ata). La casuística m oral
de la convivencia cotidiana es sólo una moral por
analogía, de segundo orden, una normativa para
aquellos hom bres que, procedentes de la m asa
(polloí), luchan por conquistar las premisas indis­
pensables de la felicidad personal.
La ética estoica se nos presenta como una doc­
trina articulada según una doble perspectiva cuya
conjunción resulta, en rigor, acusadamente pro ­
blemática: una perspectiva fundamental, en la que
se inserta el ideal del sabio; y una segunda pers­
pectiva, subordinada, en la que se integran los
problemas prácticos de orden individual y social
en el m arco de la vida cotidiana. La prim era pers­
pectiva, la que otorga al estoicismo el sello de su
originalidad, introduce la antítesis fundam ental
sóphoi-polloí; entre la virtud y el vicio, la sabi­
duría y la ignorancia, no existe, por definición,
término medio. El que posee una virtud, las posee
todas, porque se implican unas en o tra s 114; el
vicio no puede convivir con la virtud.
Así, el sabio estoico viene a encarnar el modelo
cínico, depurado de todo bagaje populista115 y
elevado a la perm anente contemplación de la ver­
dad: «el sabio nunca form ará meras opiniones,
es decir, nunca asentirá a algo falso»; «actuará
como el cínico, siendo el cinismo un atajo hacia
la v irtu d ...» 116. Esta actitud ante el problema
de la virtud no puede quedar desvirtuada por
los posteriores desarrollos sistemáticos encami­
nados a salvar la antítesis radical entre la sapien­
cia y la ignorancia. Esos desarrollos se propo­
nían, simplemente, introducir una segunda pers­
pectiva que asegurase a la doctrina estoica alguna
forma de viabilidad práctica. Se formula, enton­
ces, una preceptiva para el arte de vivir, que
convierte a la moral estoica, ya en la versión
114 Vid. Diogenes Laercio V II, 125 y 127.
115 Cf. A. Jagu, Zenon de Cittium (Paris, 1946, p. 33).
1,6 Cf. Diogenes Laercio V II, 121.
92 GONZALO PUENTE OJEA

de su fundador, en «un ensayo de conciliación


entre las tesis naturalistas de ciertos académicos
sucesores de Platón y la teoría cínica de la sabi­
duría» 117. Desde este instante, todo el esfuerzo
de los estoicos se orienta a debilitar los efectos
de la oposición sabio-ignorante —espina dorsal del
sistema— y a elaborar una doctrina de la con­
ducta por la que tanto las exigencias de la vida
diaria como su insérción social reciban una regu­
lación plausible. Gráficamente, E. Bréhier dice que
«el golpe m aestro de Zenón de Cittium fue apro­
xim ar la teoría de la sabiduría y la de la física» 118,
pues al fundar la virtud en la naturaleza, además
de retirar toda validez a la contingencia de la
voluntad —punto frágil de la moral cínica, emi­
nentem ente oportunista—, se accedía a una no­
ción general del bien sólidamente anclada en un
orden universal —que incluía tam bién a la natu­
raleza hum ana—. Abierta la puerta a la problem á­
tica m oral del hombre natural, la perspectiva de
un gradual progreso moral (prokopé') desde· las
pasiones hasta la beatitud, parecía suficientemen­
te fundada: resultaba ya una tarea plausible indi­
car los caminos que conducen a la elevación pau­
latina de los hombres (prokoptontes), desde la
esfera de las acciones útiles (kathë'konta) hasta
la de las acciones buenas y perfectas (katorth-
omata). La paciente elaboración de esta segunda
perspectiva, si bien aseguró un éxito público inne­
gable a la doctrina estoica, vino a reforzar su
ambigüedad constitutiva, haciéndola apta para
toda suerte de interpretaciones y acomodaciones
eclécticas. En este sentido, y aún sin lograr jam ás
eliminar la fuerte tonalidad cínica de sus funda­
mentos, un discípulo inmediato de Zenón, Herilo
de Cartago, formuló expresamente la teoría de los
dos bienes: el prim ero (télos) accesible sólo a

1,7 Vid. E. Bréhier, Chrysippe et l'ancien stoïcism e, cit., p. 220.


118 Ibidem .
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 93

los sabios; el segundo (hypotelís) asequible a los


demás 119.
Esta ambigüedad es patente en los testimonios
que se conservan sobre la Politeía de Zenón. El
problema de esta ambigüedad no se despeja di­
ciendo —como hace M. Pohlenz— que este tratado
se proponía sólo descubrir una sociedad ideal en
la que todos sus rasgos particulares procedieran
de un espíritu unitario, si bien el propio Zenón
admitió la posibilidad de que su sabio se adap­
tase, por el tiempo presente, al orden estable­
cido, tomase m ujer, tuviese hijos y cumpliese to­
das sus obligaciones de ciudadano 120; ni tampoco
afirmando que la politeía «no era un proyecto
práctico de reforma; como otros romances polí­
ticos a la moda de entonces, era una utopía, pero
que, como declaraba expresamente el autor, podía
servir a los hom bres del tiempo como ideal y
como guía» 121. Este desenfado exegético es del
género de los denunciados por Bevan: no sólo no
rem ontan el escollo, sino que oscurecen el sen­
tido eminente de una doctrina.
En rigor, las dos series de ingredientes que apa­
recen en las fuentes zenonianas corresponden a
una doctrina política escasamente coherente, si
no se desvelan las motivaciones que allí se escon­
den. Las posiciones cínicas radicales insertas en
la teoría de la cosmópolis ideal, de una parte;
y las reglas cívicas de carácter tradicional, de
otra, son contradictorias tomadas separadamente,
y sólo una consideración global de los intereses
que movían este pensamiento puede llegar a su
parcial cohonestación. Según Zenón, en la ciudad
ideal hombres y m ujeres deben vestir la misma
115 Cf. , G. R odier, É tudes de philosophie grecque (Paris, 1957,
p. 290), R o d i e r s o s t i e n e que este dualism o m oral no es m era esca­
patoria, sino que am bas morales "se oponen como el p unto de
vista de la opinión al punto de vista de la verdad en la doctrina
de Parm énides", Parece verosím il esta aproximación, pero no des­
virtúa el carácter artificial de una solución conciliadora que sólo
se limite a enm ascarar una actitud intensam ente alienatoria.
120 Cf. M. Pohlenz, op. cit., I, p. 279.
>2» Ibid., p. 277.
94 GONZALO PUENTE OJEA

r o p a 122; los hombres deben poner en común a


sus m u je re s123; los ciudadanos no deben erigir
templos a los dioses ni hacer imágenes con sus
manos 124; no deben ocuparse en dar educación
a sus hijos; no deben crear escuelas ni tribuna­
les de justicia, ni deben acuñar m o n ed a125; en
esa ciudad cósmica, sólo los buenos y virtuosos
son ciudadanos, amigos y libres —e incluso pa­
dres e hijos son enemigos entre sí cuando no son
sabios— 126; los malos e ignorantes son esclavos
—pues la libertad es la capacidad de acción inde­
pendiente, m ientras que la esclavitud es la priva­
ción de esa capacidad—; los sabios son incorrup­
tibles y están libres de las preocupaciones de los
negocios, declinando lo que pueda estar en con­
flicto con el deber; los sabios son tam bién los
reyes —pues la realeza es el gobierno irresponsa­
ble, que sólo el sabio puede m antener—·127, etc.
En marcado contraste, Zenón afirma que los sa­
bios deben participar en los asuntos de la polis
(politeúsesthaí); recomienda el m atrim onio y con­
dena el a d u lte rio 128; exhorta a los sacrificios y
al culto a los dioses, a la construcción de tem ­
plos 129, al amor filial y fraternal 13°; postula las
virtudes ciudadanas y el desempeño de las ma­
gistraturas 131; y, last but not least, afirma que
«la m ejor form a de gobierno [...] es una mezcla
(m iktën ) de democracia, m onarquía y aristocra­
cia» 132.
A estas posiciones antinómicas del discurso ze-
noniano hay que sum ar las derivadas de una pecu-
liarísim a m ixtura de elementos propios de un na-

122 Cf. Diógenes Laercio V II, 33.


125 Ibid., 131.
124 Cf. S. V. F. I, 265.
125 Cf. Diogenes Laercio V II, 33.
126 Ibidem .
w Ib id ., 121 y 122.
128 Ibidem ,
w Ib id ., 119.
Ibid., 120.
“ i Ibid., 122.
>32 Ibid., 121.
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 95

turalism o m aterialista y elementos —a la postre


preponderantes— de un idealismo moral: se trata
de una ambivalencia que gravó para siempre el
desarrollo del pensamiento estoico 133.
Un punto relevante para precisar el significado
de la doctrina política estoica es la cuestión de
la constitución mixta. La apología —por lo demás,
sumaria y alusiva— de esta forma política resulta
extraña en el seno de una doctrina que podría
parecer eminentem ente utópica. Porque la kosmo-
polis de Zenón dibuja un horizonte utópico, pero
no es, en rigor, una Utopía en el sentido tradicio­
nal de este género literario; no puede aislarse del
contexto ideológico en que funciona y ser presen­
tada, como hace por ejemplo R. Ruyer, como un
specimen de la perfecta utopía: una comunidad
sin instituciones, adscrita sólo al ámbito de la mo­
ral; una república de sabios, sin m aquinaria ni
política ni social, incluso exenta de todo lo que
constituye el aparato de la llamada «civiliza
ción» 134. La referencia laudatoria a las constitu­
ciones mixtas (m iktai politeiai) hay que vincu­
larla a esa segunda perspectiva ética a que me
referí anteriorm ente, pero sin aislarla del hori­
zonte utópico en que funciona. Es en el contexto
de esa perspectiva de segundo orden —y, en rigor,
apenas congruente con el ideal del sabio—, donde
hay que situar dicha referencia. No haber pres­
tado la debida atención a este plano fundamental
de la doctrina estoica, ha llevado al eminente es­
pecialista E. B arker a sostener que el prim er
estoicismo era más afín a la teoría de la consti­
tución mixta de procedencia aristotélica, que a
la idea de la m onarqu ía135. Como veremos más
adelante, es más justo decir que, en el ámbito
de una indiferencia de base ante estas cuestiones,

131 En alguna parle del sistem a, como la teoría de] alm a, esta
ambivalencia am enaza con desvirtuar el monismo m aterialista ori­
ginal. Vid, E. B arker, op. cit., p. 41.
m Cf. R. Ruyer, L'utopie et les utopies (Paris, 1950, p. 143).
i3s Cf. op. cit., p. 83.
96 GONZALO PUENTE OJEA

la idea de la monarquía fluía con mayor coheren­


cia de la visión estoica del mundo, por lo que
los poderes políticos de la época pudieron utili­
zarla en su provecho, aunque tal instrumentali-
zación fuese ajena al ánimo de los filósofos estoi­
cos. El helenista Kaerst asegura que la única
excepción a la general indiferencia por las for­
mas de gobierno de los estoicos antiguos, se esta­
blece en favor de la realeza. En todo caso, la
opinión favorable a una constitución mixta pro­
cede probablemente de autores posteriores, quizás
de Panecio —como apunta E. Bréhier—. El espí­
ritu del estoicismo helenístico, despojado de inter­
polaciones posteriores, nada tiene que ver con esa
canónica de las formas del gobierno público.
Un pensador como Zenón, que, según la tradi­
ción, escribió su Politeía «sobre la cola del perro»
—m etafórica alusión a la influencia cínica 136—, no
puede adscribirse sin más a la nómina de los es­
critores clasificables como postuladores de una
constitución mixta. Para un estoico, la cuestión
de las constituciones pertenecía a la esfera de los
objetos en sí mismos indiferentes (adiáphora) con
relación al bien. Así, como Zenón habla de la idea
de la realeza (basileía) del sabio en el contexto
de la acción virtuosa y perfecta (katorthóm a),
toda referencia a las cuestiones de la polis se
confina al orden de lo meramente útil o conve­
niente (kathé'kon). La verdad es que, como escri­
be E. Bréhier, «los estoicos antiguos no tienen
nada de reform adores políticos; la cuestión de la
mejor constitución, la de la influencia y conse­
cuencia de su filosofía en los nuevos estados que
nacían en su época, parecen haberles preocupado
poco». Y añade: «en sus relaciones sea con las
ciudades, sea con los diádocos, los jefes de escue­
las se mantuvieron en la mayor reserva: se confi­
nan en la ciudad de Atenas, por encima y fuera
de los partidos», aceptando «sin reservas las crí­

1,6 Cf. Diógenes Laercio VII, 4.


LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 97

ticas dirigidas por los cínicos contra las ciudades


y las leyes civiles» 137. En consecuencia, la doctrina
estoica «no justifica ninguna forma particular de
ciudad y las justifica a todas por igual» 138, pues
la suerte del ideal del sabio no se juega, en defi­
nitiva, en el plano de la praxis política, sino en
el de la beatitud espiritual. La ocasional presencia
de algunos epígonos estoicos en las cortes reales
helenísticas no podía alterar el sentido profundo
de la doctrina; se trataba de un expediente, nunca
imitado por los jefes de escuela, destinado a alcan­
zar un bienestar general o a realizar una supuesta
vocación paidética. Sin embargo, delataba ya el
tropismo estoico hacia los regímenes de carácter
monárquico.
Las reglas de gobierno de espíritu tradicional
son, pues, meras manifestaciones de un prurito
propedéutico de cátedra que se infiltró muy pron­
to en la prédica m oralizante de los iniciadores,
una especie de aval que garantizaba la viabilidad
mundana de unas exigencias éticas que, en su ri-
137 Cf. E. B réhier, Chrysippe et l ’ancien stoïcisme, cit., p. 259
(subrayado mío).
138 Ibid., p. 261. No es insignificante el hecho de que los prin­
cipales fundadores del estoicismo fueran extranjeros (m etoikoi)
(vid, M. Pohlenz, op. cit., 1, pp. 45-47), pues quizás ayude a expli­
car su distanciam iento práctico de la actividad social y política.
Este distanciam iento se opera en relación con la totalidad del
sistema institucional. Como escribe G. H. Sabine, "las distinciones
sociales convencionales que prevalecen en localidades particulares
no tienen ningún sentido para el Estado mundial. Los prim eros
estoicos siguieron negando, a là manera de los cínicos, que una
ciudad de sabios necesitase institución alguna. Griego y bárbaro,
hom bre de elevada cuna y hom bre vulgar, hom bre libre y esclavo,
rico y pobre, todos son declarados iguales; la única diferencia
intrínseca entre los hom bres es laque existe entre elsabio y e
ignorante, entre el hom bre a quien Dios puede guiar y aquél ai
cual tiene que arra strar. No cabe duda de que los estoicos usaron
esta teoría de la igualdad desde el principio como una plataform a
para la m ejora m oral, aunque lareforma social fuera siempre
para ellos una consideración secundaria [...] Potencialm cnte al me­
nos, laciudadanía en la ciudad cósmica estaba abierta a todos,
pues depende de la razón, que es un rasgo hum ano común; en la
práctica los estoicos, como los más rigurosos m oralistas, estaban
im presionados por el núm ero de insensatos. Estrecho es el ca­
mino y angosta la puerta, y pocos hay que la encuentren, pero
en todo caso el hom bre se atiene en ello a sus méritos; las cir­
cunstancias externas no pueden ayudarle" (Cf. G. H. Sabine, A his­
tory o/ political theory, New York, 1961, p. 150).
98 GONZALO PUENTE OJEA

guroso alcance, trascendían las contingencias de


la historia. No obstante, no dejaban de legitimar
ideológicamente intereses concretos. La admisión
de una m oral in via, el reconocimiento del esfuer­
zo personal como condición de un progreso hacia
la sabiduría, exigían legitimar teóricam ente la re­
flexión sobre la praxis política, y el arte de go­
bierno; pero esta tarea tenía carácter subsidiario
y se insertaba en una perspectiva residual res­
pecto de los verdaderos intereses de la teoría de
la comunidad de dioses y hombres ( koinönta thedn
kaí anthrdpon) y de la doctrina de los deberes del
ciudadano cósmico (kosmopolites).
Por consiguiente, parece justo afirmar que la
oblicua y confusa alusión de Diógenes Laercio 139
a Zenón, Crisipo, Diógenes el Cínico y Platón como
apologistas de la constitución mixta, no traduce
el horizonte utópico del pensamiento estoico ori­
ginal; dicha alusión avala, más bien, la privanza
de una doctrina que había llegado a convertirse
en tópica siglos después. Sabemos ya que Dióge­
nes Laercio no era demasiado escrupuloso ni en
la datación ni en la filiación de los diversos hilos
que vinieron a constituir el legado común del pen­
samiento estoico 14°. Es evidente que a p artir de
los escritos de Polibio y de Plutarco, el modelo
de la constitución mixta —cuyo gran teórico fue
el aristotélico Dicearco de Mesina— llegó a con­
vertirse en receta del Estado perfecto, a la ma­
nera de la constitución romana que, como la bri­
tánica en nuestros días, se exhibía como panacea
institucional.
Por el contrario, en el período post-alej andrino
que nos ocupa, la influencia estoica favorece en
form a preponderante la idea de la monarquía.
E sta idea se articulaba, sin violencia teórica, en
la intuición básica del estoicismo; se insertaba
naturalm ente en la concepción unitaria de un
kosmos gobernado por una razón providente {pro-
139 Cf. Diógenes Laercio, V II, 131.
140 Ib id ., V II, 38.
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 99

noiá). Si bien podemos estar seguros de que la


intención de Zenón y sus sucesores jam ás fue
transferir su teoría de la kosmopolis a los regí­
menes políticos de los diádocos, es claramente
comprensible que no podía escapar al fino instinto
propagandístico de los reyes helenísticos las in­
mensas virtualidades prácticas de aquella teoría:
ésta perm itía neutralizar la eficacia de los antiguos
vestigios de la compleja m aquinaria institucional
de la polis clásica —con sus sutiles contrapesos
de representación y de poder— y trasladar la sal­
vaguarda de las libertades individuales a la sabi­
duría del monarca, a su educación moral y a su
vocación filantrópica.
Se produjo así una notable disociación en las
virtualidades prácticas de la doctrina: m ientras
que la paideía estoica impulsaba per se a un cre­
ciente distanciamiento vital respecto de las reali­
dades del Estado empírico, y tendía a despojar de
validez a los criterios que inspiraban de hecho
las políticas de los soberanos helenísticos, éstos
descubrían en esa paideía una serie de supuestos
doctrinales que, directam ente o por vía de conse­
cuencia, venían a ofrecer excelentes ingredientes
para su retórica salvifica. De esta manera, sin duda
paradójica, las ideas dominantes de la época lle­
garon a funcionar —según diría Marx·— como
«ideas de la clase dominante», estimulando la for­
mación de una doctrina exhortativa de la conducta
regia. Este discurso suasorio —antecedente de la
literatura europea de educatione principis■ — cons­
tituye, en verdad, un claro intento de sustituir el
ideal clásico de la participación democrática por
un modelo político cimentado en la recta voluntad
del soberano. Así, los monarcas helenísticos po­
dían incluso imaginarse que posaban ante la his­
toria como encarnaciones de aquél pasaje de las
Vidas de Diógenes Laercio donde se lee que «los
sabios no solamente son libres, sino tam bién re­
yes, pues es la monarquía (basileía) un gobierno
100 GONZALO PUENTE OJEA

irresponsable que sólo pertenece a los sabios» 141.


La doctrina estoica —por muy alejada que estu­
viera de esos intereses— creaba un clima ideoló­
gico propicio a la idea de que la form a m onár­
quica podía postularse como gobierno absoluto e
irresponsable de un solo hombre (arche’ anypeú-
thynos). Resultaba mucho más fácil esta bastarda
arrogación de dicha idea, que persuadir al m onar­
ca de turno de que su gobierno no era un gobierno
sabio. A tal m onarca siempre le cabía el recurso
de hacerse guiar y aconsejar por un filósofo, cuya
presencia en la corte venía a representar la ga­
rantía pública de que la acción de gobierno se
inspiraba en la sabiduría de los virtuosos. Proba­
blem ente no fue ajeno a esta intención el hecho
de que dos discípulos de Zenón, Perseo y Esfero,
residiesen el uno en la corte de Antigono II Gona-
tas de Macedonia, y el otro en la de Cleomenes III
de E sparta 142.
El ideal de la kosmopolis conducía, tomado en
abstracto, a la destrucción de todas las constitu­
ciones políticas, pues «los hom bres —decía Ze­
nón—· no deben vivir en Estados y en comunidades
locales, distinguidos por códigos diferentes, sino
que deben considerar a todos los hom bres como
conciudadanos y vecinos: debe haber una vida,
un orden, como el de un solo rebaño paciendo en
un pastizal común» 143. Pero este horizonte utó­
pico, como todas las abstracciones de la especu­

141 Ibid., V II, 122. La actitud evasiva del prim er estoicism o está
bien captada p o r E. Elourdy, quien escribe que "ni Antístenes
ni su discípulo Diógenes, ni sus m edio-sucesores los estoicos, se
preocuparon lo m ás m ínim o por innovar la antigua ciudad o
por lam entar su ruina. La filosofía se separa de la política. Los
grandes im perios form aron fuerzas trascendentes sobre el indi­
viduo, las cuales ya no estaban al servicio de la actividad política
de la personalidad individual.
E sta im posibilidad de ejercer una política eficaz obliga a los
hom bres de gran carácter a reconcentrarse en sí mismos para
dedicarse a sus propias perfecciones e influir, una vez alcanza­
das, en su d erredor en form a religiosa" (Cf. É. Elourdy-J. Pérez
Alonso, op. cit., vol. II, p. 212).
142 Vid. M. Pohlenz, op. cit., I, pp. 32-34.
143 Citado p o r E. B arker, The politicalthought of Plato and
Aristotle, cit., p. 483.
LA C R ISIS DE LOS REINOS HELENISTICOS 101

lación, no podía trascender el um bral de los


ejercicios m eram ente raciocinantes, y era fácilmen­
te «recuperable» por las instancias del poder.
«Ni el cinismo ni el estoicismo —advierte B. Farr­
ington— habían analizado suficientemente las filo­
sofías aristocráticas, para poder ofrecerles una
resistencia eficaz. El cinismo fue, en gran medida,
una revuelta negativa contra la civilización, ca­
rente de una filosofía global (comprehensive). Los
estoicos intentaron ofrecer una alternativa a la
ideología de la facción oligárquica de los estados-
ciudades de Grecia, pero esa alternativa no tuvo
ningún fundam ento científico, y no pudo durar.
El destino último del estoicismo, como el del cris­
tianismo más tarde, fue el de convertirse en el
principal sostén del tipo de sociedad que había
comenzado por atacar» 144. Aunque no comparto
literalm ente la atribución al estoicismo de una
intención efectivamente emancipadora, la conclu­
sión de Farrington está avalada por hechos incues­
tionables, pero debe ir más lejos: los estoicos no
acabaron, sino que empezaron ya, por brindar al
orden establecido posibilidades indiscutibles de
perduración; la conversión final en una ideología
declaradamente conservadora constituía una posi­
bilidad implícita en la misma ambigüedad consti­
tutiva del estoicismo original, si bien una posibi­
lidad que los fundadores no podían actuar, en
virtud de su propia actitud vital, en sí misma pro­
picia a la proyección de ilusorias utopías de libe­
ración.
El sermón de la concordia universal (homónoia)
acababa impulsando al sophós estoico al no-com­
promiso político, a una actitud distante del trá­
fago de las duras realidades de la existencia coti­
diana. La ataraxia era prenda de felicidad. Este
imperativo conducía a la soberanía del instinto
de conservación del individuo (oikeiösis) como in­
defectible acompañante de la representación del

144 V id , B. F a r r in g t o n , op. c it . , p. 113.


102 GONZALO PUENTE OJEA

yo en cuanto valor supremo. A. J. Toynbee ha


sabido expresar elocuentemente el perfil de esta
coyuntura histórica en su dimensión espiritual:
«los ficticios reyes-filósofos de Platón —escribe
Toynbee—, imaginados en una generación en la
que los estados-ciudades estaban perdiendo, pero
aún no habían perdido totalmente, su fuerza, ha­
bían sido unos afortunados salvadores de sí mis­
mos que siguieron de mala gana la llamada del
deber de retornar nuevamente al mundo para sal­
var tam bién a la sociedad. Dos sabios posteriores
—Zenón de Cittium (c. 335/3-261 a. C.), fundador
de la escuela estoica de filosofía, y Epicuro de
Samos (342-270 a. C.), que fundó la escuela com­
plem entaria denominada por su nom bre— vivie­
ron ambos para ver completada la transform ación
del niundo helénico, y ambos repudiaron franca­
mente las exigencias de la sociedad frente al sabio.
El único Estado al que ofrecieron su fidelidad fue
la cosmópolis, una ciudad coextensiva con el uni­
verso o, al menos, con el ‘mundo habitado' (oecu-
mene); y ya que las perspectivas de un Estado
mundial helénico, que Alejandro el Grande había
puesto m omentáneamente al alcance de la vista,
habían sido eliminadas por su inoportuna m uerte,
el ciudadano del mundo estoico o epicúreo no
corría peligro alguno de ser convocado para cum­
plir sus reconocidas obligaciones cívicas ecumé­
nicas. Hasta que todas las tierras helénicas o hele-
nizadas al oeste del río Eufrates no hubieron sido
unidas bajo el Imperio Romano, y hasta que este
presunto Estado mundial no hubo existido por
casi doscientos años, la carga de gobernar el m un­
do no fue, por prim era y últim a vez, soportada
por un rey-filósofo estoico, el em perador Marco-
Aurelio (que reinó en 160-180 d. C.). Las discipli­
nas estoicas y epicúreas concentraban ambas sus
esfuerzos en equipar a un ser humano individual,
desligado de los vínculos sociales, de un arm a­
mento espiritual que lo hiciera invulnerable a to­
dos los tiros de la honda y de las flechas de la
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 103

fortuna, e im perturbable en medio de todos los


azares y cambios de la vida, en una cosmópolis
que, pese a todas las pretensiones del sabio de
haberla hecho su m orada espiritual, era tan vasta
y tan fría como el espacio interestelar [...] Al in­
tentar el tour de force de hacerse a sí mismos
sobrehumanos, los estoicos y los epicúreos se hi­
cieron inhumanos. No podían hacerse a sí mismos
invulnerables sino al precio de despojarse de amor
y conmiseración por sus semejantes, así como
también de patriotism o y espíritu público» 145.
Los fundadores del estoicismo estrenaron un
mundo en el que parecían válidas las pretensiones
ilimitadas de un ánimo exaltado por el sentimien­
to profundo de la liberación de la vieja sociedad.
Este sentimiento daba paso a una actitud de se­
reno optimismo, de esperanzada evasión y de arro­
gante alejam iento de los avatares y congojas de
la vida diaria. Pero este alejamiento se manifes­
taba sólo en una cierta dirección de la vida inte­
rior, nunca en una acción real en el plano de la
existencia externa. De esta manera venía a crear
un vacuum en la práctica política que podía ser
—y lo fue— utilizado en favor de las empresas
de dominación de las monarquías helenísticas:
éstas efectuaron con éxito una adecuada instru-
mentalización del estado de inhibición al que con­
ducía, en definitiva, la ideología estoica. La misma
ética que fundaba esta ideología brindaba ciertos
perfiles teóricos a la moral del hombre fuerte.
Ya en Antístenes, la idea del pónos —no como do­
lor físico, sino en cuanto entrenam iento del cLierpo
y forja del alma— encuentra sus modelos en Hé-
rakles —héroe mitológico— y en Ciro el Grande
—caudillo bien real, fundador del imperio aque-
ménida—; ambas figuras podían encarnar el ideal
de las grandes personalidades fuertes, frente a los
declinantes valores de la democracia y del auto­
gobierno, en una época en que ya no se creía en

145 Cf. A. J. Toynbee, Hellenism, cií., pp. 130-131.


104 GONZALO PUENTE OJEA

las libertades ciudadanas de la p o lis m . En la


búsqueda insoslayable de una legitimación ideo­
lógica de la m onarquía de base territorial, los
soberanos helenísticos acudirán obviamente al ar­
gumento pragm ático de sus servicios efectivos
como salvadores del pueblo; y por esta vía, a la
idea de la divinización del soberano 147.
Sin entrar en la debatida cuestión de las cone­
xiones entre la empresa de confraternización de
Alejandro y los ideales cosmopolitas de Zenón I48,
apenas es discutible que ciertos contenidos de la
doctrina estoica podían situarse, hábilmente m ani­
pulados, en la línea de evidencias del hom bre hele­
nístico. Antigono II Gonatas definiría su reino
como «un noble servicio» (eúdoxos douleía) atem ­
perado a las normas estoicas de vida; y el agitado
mundo de los diádochoi induciría al hom bre co­
mún a buscar protección en quien sólo podía otor­
garla: en aquel período catastrófico en que «nadie
estaba seguro de que una buena m añana no se
encontraría en el caso de acogerse a la vida del
perro, de la que antes se mofaba» 149, el individuo
se entrega con docilidad al culto del rey —pues
era un excelente expediente para renunciar a la
propia defensa de sus intereses—. Los títulos ho­
noríficos de los prim eros soberanos helenísticos
—salvador (sôtë'r), benefactor (euergétés), victo­
rioso (nikator), dios manifiesto (epiphane's)— ex­
presan elocuentemente este hecho de ser adorados
por lo que hacían; fue consensus general que la
función propia de la realeza «era la philanthropia,
la ayuda a los súbditos» 15°.
En unos tiempos de tan violentos contrastes, hi­
los invisibles unían al individualismo con la her­
mandad, al ejercicio brutal de la fuerza con la

l4fi Cf. E. Schwarlz, op. cit., pp. 148-149.


147 Vid. W. T arn—G. T. Griffith, op. cit., pp. 39 y ss., sobre el
carácter y sentido de esta idea.
148 Vid. E. B arker, From Alexander to Constantine, cit., pp. 39-
40; W. Tarn, Alexander the Great (Cambridge, 1948, 2 vols.).
149 Vid. E. Schwartz, op. cit., p. 154.
150 Vid. W. T arn—G. T. Griffith, op. cit., p. S3.
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 105

retórica de la concordia. La semblanza tópica del


monarca-filósofo se esboza con ingenua gravedad
en un papiro egipcio del siglo i a. C.: el rey «reve­
rencia todo derecho; mantiene una dignidad cívi­
ca; se regocija en el bien; añade actos nobles a
los actos nobles; combate a los enemigos hasta
lograr la victoria; conserva intacta su preferencia
aún por los amigos versátiles; y hace perdurables
los honores que tributa a los inm ortales...»151.
En suma, los múltiples soportes de la domina­
ción venían a confluir en una concepción m onár­
quica del Estado, cuyas mejores formulaciones
teóricas y más convincentes argumentos podían
buscarse, paradójicam ente, en la literatura estoica
de la época 152. La doctrina social estoica, expre­
sada en sutiles y elaboradas fórmulas de evasión
al servicio de recias individualidades saturadas de
optimismo vital, vino de hecho a desempeñar una
función espiritual compensatoria en la existencia
alienada del hom bre helenístico; y por esta vía,
a afianzar la estabilidad de un orden social en el
que las masas eran cruel y sistemáticamente explo­
tadas por las clases dominantes. Sólo en la exas­
peración de ciertos sectores oprimidos, pudo even­
tualmente el estoicismo aportar los estímulos
ideológicos vicarios para actos desesperados de
rebeldía social o política.

5. Su peculiaridad ideológica
La función social y política del estoicismo origi­
nal aparece, en su sentido final y en sus líneas
esenciales, suficientemente definida: el pensamien­
to de los fundadores estoicos, al tiempo que vigo­
rizaba el creciente desapego del hombre helenís­
tico de la tradicional devoción a la pólis —contri­
buyendo a ello con la formulación de un rationale
151 Cf. E. B arker, op. cit., p. 100.
152 E. Zeller consigue reflejar esta inconfortable y extraña am­
bigüedad, en op. cit., pp. 242-243.
106 GONZALO PUENTE OJEA

coherente y sólido—, venía de hecho a configurar


un ámbito de acción prácticam ente ilimitado para
las instancias m onárquicas características de las
nuevas formas de dominación 153. Aunque el nuevo
éthos se m anifestaba en un talante caracterizado
por el despego y liberación de las cargas de la
participación política del ciudadano —y en la eva­
sión hacia formas intimistas de felicidad perso­
nal—, no por ello dejaba de aportar un impensado
estímulo a la dignificación de la función directora
del soberano, a través de una prédica exhortativa
ad intentione principis y de un eventual asesora-
miento áulico a cargo de inquietos epígonos de
reconocida vocación cortesana. El m onarca hele­
nístico, embarcado en la azarosa aventura de su
destino político y endurecido en el rigor de la
lucha cotidiana por la existencia, tenía que acoger
una filosofía de la vida que hacía de necesidad,
virtud.
Como ideología de evasión, la doctrina estoica
original, en virtud de la inflexión que introduce
en la perspectiva cínica —y que configura su pun­
to de partida—, presenta una orientación final

153 La suerte del epicureism o sería muy diversa. M. Pohlenz se­


ñala a este respecto que "el epicureism o no cesaba de hacer p ro ­
sélitos, pero dado el desprecio por los valores de la cultura y
su aversión a una participación directa en la vida pública, no
pudo jam ás ten er influencia decisiva sobre la vida espiritual de
la época. Tanta mayor influencia ejerció la filosofía socrática; y,
dentro de ésta, la función de guía fue asum ida, en el siglo i a C.,
de modo cada vez m ás notorio por la Estoa".
P recisam ente, el repudio formal y taxativo de toda participa­
ción en la vida pública incapacitó al epicureism o para la posible
pretensión de convertirse en ideología dom inante en el contexto
concreto de la sociedad helenística. Al acentuar unilateralm ente
y de m odo exclusivo la voluntad de evasión, se hizo inservible para
esa función basculante que el prim er estoicismo supo desem peñar
en form a tan sorprendente: afirm ar el orden institucional, deva­
luándolo a la vez; alejarse espiritualm ente del tráfago cotidiano,
perm aneciendo externam ente sumiso a las instituciones vigentes.
Esa am bigüedad hacía del estoicismo la única plataform a ideoló­
gica viable en una época de crisis en la que la tensión libertad-
autoridad había alcanzado un punto álgido, y sólo podía resolverse
ideológicamente m ediante la constitutiva am bigüedad de una con­
ciencia hondam ente escindida. El epicureism o, al intentar supri­
m ir usque ad absurdum el orden de las realidades, para restau rar
la unidad de aquella conciencia, se condenó a no ser más que
el insostenible recurso de unas exiguas élites.
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 107

conservadora en el marco de una retórica social


filantrópica, brindando a los poderes dominantes,
sin proponérselo, y por vía de paradójica conse­
cuencia, un dicaz enmascaramiento de sus intere­
ses en un mundo donde la acción propagandística,
quizás por prim era vez en la historia, constituyó
un ingrediente sistemático del ejercicio del poder
político. La retórica de confraternización univer­
sal (koinönia theön kaí anthrö’pon) se insertaba
en la grandiosa perspectiva de una kosmopolis
racional basada en la ley natural y común (nomos
katá phÿsin, nomos physeós kaí koínós). Como ex­
plica A. Jagu, «si el ideal del sabio consiste, en
efecto, en conform arse a la naturaleza, debe con­
siderarse no como simple ciudadano de una ciudad
particular, sino como un ciudadano de la gran
ciudad que es el universo, pues el universo posee,
como él, la Razón» 151 Ese vivir según la natura­
leza (katá phÿsin zên), sintiendo el Todo como una
comunidad natural (koiné' physis) y cívica (koiné’
polis), alejaba irremediablemente al estoico de la
praxis de un mundo político incoherente y frag­
mentado. Por mucho que el catecismo estoico re­
pitiese que el sabio debe de ocuparse de política
(politeúsesthaí), falta sinceridad a esta clase de
exhortaciones en boca de un estoico post-alcjan-
drino. El radicalismo cínico asoma, intermitente
pero inconfundible, en el arquetipo estoico, «sien­
do el cinismo una vía abreviada hacia la virtud» 15S.
Si los rasgos agónicos de la herencia cínica se
atemperan o desaparecen, no es para reanudar el
viejo ideal de colaboración cívica, sino para alum­
b rar el cosmopolitismo utópico. El esfuerzo del
moralista estoico no se dirige, ciertamente, a la
enunciación de meras reglas de conducta política,
sino a la orientación introspectiva y a la pureza
de la intención, es decir, a fundar sólidamente los
supuestos de la ettdaimonía individual: cómo ad­
quirir la prudencia (phrónesis), evitar el dolor
IM Cf, A. Jagu, Zenon de Citlinm , cit., p. 45.
,ss Cf. Diogenes Laercio VII, 121.
108 GONZALO PUENTE OJEA

(type), alcanzar la virtud {arete), lograr la exalta­


ción gozosa {éparsis), asegurar la templanza y la
arm onía de los instintos (sôphrosynë). Es cierto
que al servicio de esta pedagogía se perfila todo
un arte del consejo {paraínesis) y se entra en una
tupida casuística de escuela; pero sería grave
m alentendido confundir el carácter ancillar de la
casuística moral —dominio de los adiáphora—
con la verdadera naturaleza de la acción virtuosa.
El auténtico sabio estoico de la época post-alejan-
drina —un Zenón, por ejemplo— era un hombre
dé todo o nada, pero con una fe incólume en el
todo. El complemento de la prokopë' era una exi­
gencia de la realidad cotidiana y un hábil recurso
teórico para salvaguardar la adhesión de una clien­
tela que necesitaba mitigar la ansiedad que le
producía el abrum ador contraste entre las exigen­
cias del ideal y las servidumbres de su existencia
real. El ideal postulaba un optimismo confiante
y la arrogancia del hombre fuerte; la prokopë’
canonizaba teóricam ente las dificultades del ideal.
En este punto, el eclecticismo estoico anticipaba
hábilmente la teología cristiana tardía de la ince­
sante recaída y el renovado arrepentim iento, tan
alejado de la prim era doctrina paulina de la re­
dención.
El fuerte carácter utópico de la doctrina estoica
venía a cum plir una acción estabilizadora en el
contexto de los hechos, porque dejaba abierta la
posibilidad de aureolar las acciones de m onar­
cas transitoriam ente afortunados, ofreciéndoles la
oportunidad de renovar cándidamente la esperan­
za en el ilusionado designio de una oikouménë
políticamente estructurada, correlato de un kós-
mos conducido por la divinidad. La confianza
optim ista del estoico en una dirección moral del
mundo no dejaba de favorecer el apresto mítico
de los regímenes de la época.
Ahora bien: si la teoría estoica de la cosmó-
polis ideal pudo acomodarse, m ediante su opor­
tuna trivialización, a los intereses de las m onar­
LA C R IS IS DE LOS REINOS H ELENISTICOS 109

quías post-alejandrinas —precisam ente por su ca­


rácter intensam ente alienatorio—, no es menos
cierto que pudo también contribuir a galvanizar
los sentimientos de rebelión social de las masas
explotadas y de las m inorías marginadas.
Hay que reconocer la escasa atención que dedi­
có el estoicismo antiguo al problema básico de
la sociedad helenística: la radical antinomia de ri­
queza y pobreza, lujo e indigencia, burguesía y
proletariado. Para el estoico, como para todos
los intelectuales del período helenístico, el pro­
blema de la riqueza (ploûtos) y de la pobreza
(penía) no era un fenómeno de importancia social
y económica sino, como señala M. Rostovtzeff,
«una cuestión de m oral individual» 156. Cínicos y
estoicos tendían a reducir el fenómeno a la pro­
blemática de la avaricia (aischrokérdeia) del rico.
Ni estoicos ni epicúreos condenaban la riqueza, e
incluso recom endaban al sophós una cierta acu­
mulación que le garantizase la libertad para una
vida virtuosa. Los estoicos antiguos procedían casi
todos de la burguesía rica o de la pequeña clase
media 157, y, tal vez con la excepción de Cleantes,
ninguno parece que procediera de las clases pro­
letarias. Para Zenón, en la esfera de las cosas ex­
ternas la riqueza tiene un valor positivo y la po­
breza un valor negativo, por lo que esta últim a
debe «rechazarse» 158. Para Crisipo, el sophós gana
su vida ejerciendo su magisterio —su especial
têchnë—, siendo así los filósofos, como los demás
profesionales (technítai), acreedores a una rem u­
neración —del soberano, de sus amigos o de sus
156 Cf. M. Rostovtzeff, Historia económica y social del m undo
helenístico, cit., vol. Il, p. 1258. Añade Rostovtzeff que "ni los
filósofos estoicos ni los epicúreos trataron nunca seriam ente el
problem a de la distribución de la riqueza, ni en sus escritos ni
en su calidad de consejeros personales. Se interesaban por e)
problem a, lo estudiaban desde el punto de vista metafísico y
m oral, pero en sus discusiones nunca lo consideraron como una
cuestión económica y social, sino como uno de los problem as
personales morales con los que se enfrentaban los individuos que
trataban de conseguir la eudaimonía y la ataraxia" (ibid., p. 1260),
157 Cf. Diógenes Laercio V II, 13 y 183.
158 Ibid., V II, 106.
110 GONZALO PUENTE OJEA

mismos discípulos 159—. El propio intelectual es­


toico se conciencia, pues, como un profesional de
cuello blanco (sit venia verbo). Como escribe con­
cisamente Rostovtzeff, «en general, ninguna escue­
la filosófica, excepto la cínica, tomó muy en serio
las cuestiones sociales y económicas. Y ninguna,
incluso la cínica, exigió nunca una solución gene­
ral y completa de estas cuestiones. Se mantuvie­
ron estrictam ente en discusiones teóricas y de­
m ostraron en lo principal un gran conservaduris­
mo, aunque eran radicales en sus postulados teó­
ricos» 160.
No obstante, el género literario de Jas Utopías
acusa una indudable influencia cínico-estoica; y no
cabe duda de que el ideal de la kosmopolis hubo
de atraer las m iradas de los hombres comprom eti­
dos en las luchas sociales de entonces. Pero tanto
la lectura cortesana como la lectura proletaria de
ese ideal desfiguran el núcleo esencial del pensa­
miento estoico —la búsqueda de la felicidad en
el hombre interior—, siendo ambas resultado de
un paradójico esfuerzo por suprim ir el desdobla­
miento constitutivo de la conciencia estoica: la
lectura cortesana procura atem perar ese ideal a
la prosaica realidad; la lectura proletaria, inver­
samente, intentaba acercar la realidad al ideal.
Una y otra tentativa tergiversaban el sentido de la
doctrina, aunque ambas fueran, en cierta medida,
su consecuencia natural. Es posible que así como
en la génesis de la conciencia proletaria influyó
por contraste la retórica burguesa de la igualdad,
la libertad y la fraternidad —aunque esta retórica
constituyese la ideología liberal protecLora de los
intereses burgueses en el siglo xix—, también la
retórica estoica de la confraternidad pudo haber
influido en la sensibilización ideológica ele las cla­
ses opi'imidas de la sociedad helenística, aunque
esta influencia fuera sólo un subproducto de la
acción principal del estoicismo como ideología de
I b i d . , V I I, 188-189.
1ή0 Cf. M. R o s lo v L z c ü , υρ. cil., p. 12(il.
LA CRrSIS DE LOS REINOS HELENISTICOS 111

evasión. Algún epígono, como Blosio de Cumas,


pudo incluso llegar a enrolarse en el gran levan­
tamiento arm ado de Aristónico, en el año 132 a. C.,
contra Roma.
B. Farrington propende a exagerar la congruen­
cia de esa posible lectura proletaria, al afirmar
que «la defensa del esclavo dio al prim er estoicis­
mo un carácter revolucionario, que resultó aún
más acentuado con su segundo fundador, Cleantes
de Asso» 1«. Es cierto que Cleantes, a diferencia
del origen burgués de un Zenón o un Crisipo, os­
tentó no sólo una indudable condición vital pro­
letaria, sino tam bién una neta conciencia del fe­
nómeno general de la explotación económica en
la sociedad de su tiempo, como lo m uestra la ré­
plica que dio a las críticas de ciertos secuaces de
la tradición platónica, que pretendían que un hom ­
bre podía dedicarse a la filosofía sólo si era capaz
de m antenerse con medios propios: «Cleantes
—respondió— podría mantener, si quisiera, a un
segundo Cleantes; pero los hombres que pueden
m antenerse con medios propios, viven a expensas
de los demás, y no son sino filósofos sin im por­
tancia alguna». El lugar central que ocupa el astro
solar en su teología racionalista simboliza su hon­
da preocupación por el orden justo, pues el Sol
aparecía, en los círculos que profesaban la religión
astral, como el dispensador de justicia y repara­
dor de entuertos. En el siglo m a. C., Helios vino
a simbolizar las aspiraciones milenarias de los
desposeídos de la humanidad.
No obstante, lo que Farrington denomina el
«estoicismo reformado» de Cleantes responde, si
se lo valora en función de la totalidad del sistema,
a la ideología estoica tal como ha siclo expuesta
en páginas anteriores. El hecho de que un Esfero
—discípulo de Cleantes— o un Blosio de Cumas

161 Vid. B. Farrington, Lavoro intellcttualc e lavoro manuale


nell'aíitica Grecia (trad., Milano, 1970, pp. 83 ss.). El cap.^ III
de este libro presenta una seductora imagen de Diodoro Siculo
como historiador de las luchas de clase de su época,
112 GONZALO PUENTE OJEA

—que pertenece ya al período helenístico-roma-


no—, llevados por una idiosincrasia especialmente
sensible al problem a social, propendieran a extra­
polar ciertos elementos de la ética estoica con el
propósito de fundam entar intelectualmente movi­
mientos de reforma, no desvirtúa el sentido esen­
cialmente evasivo —y, en definitiva, conservador
del orden vigente— que caracteriza el núcleo esen­
cial de la m ente estoica original. Ese hecho sólo
evidencia que la ambigüedad de la ideología es­
toica de la época post-alej andrina admitía, hasta
cierto punto, lecturas dispares en cuanto que era
el producto de una sociedad en crisis donde los
viejos esquemas de autoridad de la pólis —defi­
nitivam ente en quiebra— no habían podido aún
sustituirse por otros nuevos merecedores del con­
sensus general. De ahí que la desenvuelta asunción
de la ideología estoica por las m onarquías helenís­
ticas jam ás fuera plena ni segura, sino vacilante,
problem ática y paradójica. Sin embargo, fue sufi­
ciente para realizar la condición prim ordial de la
vigencia de un sistema de explotación: el confina­
miento en la conciencia del cumplimiento de la
ancestral aspiración a la felicidad, y el cultivo de
la vida interior como santuario inexpugnable del
ideal del sabio. Pero los poderes instalados, sin
embargo, disponían de los medios de otorgar a
su intento «recuperador» un grado de viabilidad
práctica que escapaba a las posibilidades de unas
masas cuya rebeldía fue siempre desesperada.
«Para los estoicos —como advierten W. Tarn y
G. T. Griffith—, la pobreza, como la esclavitud,
afectaba sólo al cuerpo, y lo que afectaba sólo al
cuerpo era una cuestión indiferente; el esclavo
más pobre podía ser un rey en su propia alma;
por consiguiente, ellos se concentraban en el alma
y dejaban el cuerpo a su suerte —razón por la
que nunca abogaron por la abolición (de la escla­
vitud)» 162. Esta actitud no podía constituir la base

162 Cf. W. T arn—G. T. Griffith, op. cit., p. i l l .


LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 113

de partida de un movimiento real de emancipa­


ción, y en cuanto ideología de evasión, venía a
operar, vista tam bién desde este ángulo, como ga­
rantía del status quo, sin perjuicio de nutrir even-
tuaimente las referencias intelectuales de la revo­
lución social —que ferm entaba en el seno de la
sociedad helenística—.
En suma, la ideología de Zenón y sus sucesores
sancionaba el rompimiento con la pólis clásica y
orientaba al sabio hacia una actitud de optimista
confianza en su dynamis personal para alcanzar
el ideal de una vida virtuosa. Es una ideología de
esprits forts, independientes y forjados en la ás-
kësis, apáticos, opuestos a toda forma de militan-
cía política o implicación en el tráfago del agorá,
ajenos a las luchas económicas y sociales. Al ca­
rácter esencialmente evasivo frente a las contin­
gencias de la dura existencia diaria, corresponde
el optimismo auroral que acompaña al hombre
que acaba de emanciparse de las coerciones de
un viejo mundo torturado por la férrea integra­
ción institucional característica del horizonte loca­
lista de la pólis, y que ahora se entrega sin reser­
vas a la aventura de su felicidad individual, que
sólo confía en el sostenido esfuerzo de la voluntad
para vencer la angustia (lypé) y conquistar la
im perturbabilidad del ánimo (ataraxia). Es una
ideología elitista, característica de una conciencia
alienada que no lucha contra las fuerzas cósmi­
cas, sino que pretende vencerlas conformándose
a ellas: una ideología congruente con una socie­
dad fragmentada y en crisis, sometida al destino
azaroso de caudillos que luchan incansablemente
entre sí con varia fortuna, una sociedad ya no
articulada orgánicamente en el marco local de las
pólcis, constituida por una masa inorgánica de
individuos cuyas diferencias básicas sólo depen­
den de la situación concreta de cada uno en las
estructuras de explotación económica y de domi­
nación política. Crisol de razas, lenguas y creen­
cias diversas, en esa sociedad el individuo lo es
114 GONZALO PUENTE OJEA

todo y no es nada, sus vidas son el don gratuito


de la versátil Fortuna, sus conciencias carecen de
aquellas seguras referencias de la gran tradición
clásica —económicas, sociales, políticas y espiri­
tuales— y experimentan las secuelas de una exis­
tencia desarraigada en la que la alienación carac­
terística del sistem a esclavista llega a su colmo.
Cada uno parece depender sólo de sí mismo, pero
está subyugado por la acción de fuerzas anóni­
mas e imprevisibles que le sobrepasan: sólo la
evasión de la realidad puede acondicionar un
espacio anímico interior en el que el yo crea en­
contrar la oportunidad de regirse con autonomía,
sin dejarse avasallar por una situación que no
domina y que lo domina. En definitiva, es la doc­
trina de una gran ilusión.
Según la terminología propuesta en este estu­
dio, conviene precisar que el estoicismo original
presenta, como más notable peculiaridad el rasgo
siguiente: el horizonte utópico de la ideología
resulta tan enérgicamente dibujado que tiende a
funcionar con autonomía, quedando el sector enun­
ciativo de las situaciones concretas, derivadas de
las relaciones socio-económicas, confinado en el
dominio de los adiáphora, es decir, de lo no-va­
lioso con referencia al bien moral. Este sector sólo
tematiza la conducta conveniente en el orden de
la vida cotidiana, en el plano de los pragrnateíai
de la existencia social y política, allí donde el
ideal estoico es inalcanzable por definición. Al
contrario, el horizonte utópico en que se inscribe
la kosmopolis ideal adquiere una relevancia casi
exclusiva, no porque rechace la oportunidad de
las conductas apropiadas o convenientes a la vida
real ■—de las que resulta, en definitiva, el m ejor
soporte—, sino porque al mismo tiempo que
afirma esa conveniencia práctica, la devalúa radi­
calmente al insertarla en una perspectiva de eva­
sión, que confiere a ese horizonte utópico un re­
lieve y una aparente autonomía infrecuentes en
la estructura habitual de las formaciones ideoló-
LA C R IS IS DE LOS REINOS HELENISTICOS 115

gicas. Esa peculiarísim a hipertrofia del horizonte


utópico ha llevado a muchos estudiosos a consi­
derar al prim er estoicismo como una m uestra del
género Utopía, ignorando así el verdadero esta­
tuto ideológico de ese pensamiento en el marco
de la azarosa circunstancia helenística que lo vio
nacer. El fuerte componente cínico aún operante
en la doctrina de los fundadores contribuyó, de
una parte, a potenciar su figura utópica, y de
otra, a vitalizar la actitud de evasión en que se
plasmaba fundam entalm ente la función protectora
de la ideología estoica respecto de los intereses
de las clases dominantes de la sociedad post-ale-
jandrina. Lo que en otras circunstancias quizás
pudiera habßr sido la fantasía o el sueño utópico
de un pensador aislado, adquiere en el mundo hele­
nístico la decisiva condición de horizonte utópico
de una doctrina que proyecta —de la única m a­
nera viable en aquella coyuntura de desintegra­
ción del orden social clásico— los intereses fina­
les de los grupos dominantes. Era la hora de la
afirmación absoluta del individuo y de sus pre­
tensiones ilimitadas de felicidad personal: se tra ­
taba, entonces, de legitimar ideológicamente esas
ansias de liberación, mediante su hábil reconver­
sión a la vida interior y al mundo imaginado; es
decir, al fuero de una conciencia intensam ente
alienada cuya efectiva dependencia estaba en ra­
zón directa de su ilusión. Como siempre, esta hábil
operación ideológica se lleva a cabo inconsciente­
mente y por el esfuerzo intelectual de unos pen­
sadores bien ajenos al sentido real de su empresa;
pero esto en nada desvirtúa ese sentido ni la
eficaz función ideológica de su obra, en el seno
de un mundo que respiraba ya esas ideas, aún
antes de su expresión teórica.
II. La ideología estoica
del apogeo romano

1. La configuración histórica del período


expansionista de Roma
La invertebración política y las tensiones socia­
les del período post-alej andrino, su incapacidad
para estructurar duraderam ente el mundo medi­
terráneo, la declinación económica de los reinos
helenísticos, eran todos signos inequívocos de que
los días de aquella constelación histórica estaban
contados. Sólo se necesitaba que apareciese una
nueva fuerza política capaz de reem plazar aque­
llos factores de desintegración por un proyecto
viable de reconstitución de un orden de domina­
ción estable. Desde la conclusión de las guerras
púnicas, esa nueva fuerza se hizo manifiesta para
todo observador inteligente: la potencia rom ana
quedaba disponible para su expansión por todo
el entorno m editerráneo, expansión que aportaría
la base territorial para la creación del Imperio
unificador de la oikouménë.
La intervención de Roma en Oriente pasó por
cuatro fases evolutivas: la prim era fase consistió
en guerras preventivas para defender el territorio
itálico contra los propósitos im perialistas de Ma­
cedonia y Siria (prim era guerra macedónica y
prim era guerra siria); la segunda fase se orientó
EL APOGEO ROMANO 117

al establecimiento de un protectorado regular so­


bre las ciudades griegas y algunas monarquías
helenísticas menores, como procedimiento para
desalentar nuevos intentos de las dos potencias
humilladas; la tercera fase, que se caracterizó por
el aplastam iento definitivo de Macedonia (segun­
da guerra m acedónica), presenció la transform a­
ción práctica del protectorado romano en la for­
ma benigna de un claro dominio en virtud del
cual las ciudades griegas y las monarquías hele­
nísticas fueron igualmente tratadas por Roma
como vasallos que reciben órdenes. La cuarta y
últim a fase se centró en el intento de las últimas
energías helénicas de sacudirse el pesado yugo
romano —intento secundado por las monarquías
del Asia Menor—, y que concluyó, como en las
anteriores ocasiones, con el triunfo de las arm as
romanas. Esta últim a fase consagra la dominación
absoluta de Roma, que redujo el Oriente a una
división en provincias —como hiciera antes con
Sicilia, Cerdeña, Córcega, España y Cartago— y
a la ocupación m ilitar permanente. El panoram a
humano en que tuvieron lugar estas luchas por
la hegemonía fue el de una convulsión perm anen­
te: «la lucha de clases ardía en toda Grecia y en
toda el Asia Menor, y asumió la form a de una
enconada pugna entre la aristocracia, protegida
por Roma, y el resto de la población, tan hostil
a la aristocracia indígena como a la dominación
romana» >. Estas breves palabras de M. I. Ros­
tovtzeff descubren el juego de intereses y de cla­
ses que subyacen a la peculiar figura que la ideo­
logía estoica de la época iba a adoptar, al servicio
de ese gran designio romano de dominación.
Señalemos, ante todo, que ese gran designio
sería el resultado de un largo proceso de m eta­
morfosis política que se inicia con las guerras

1 Cf. M, I. Rostovtzeff, Historia social y económica del Im perio


Romano (M adrid, 1937, vol. I, p. 39). Las pp. 37-74 ofrecen la
m ejor y m ás b rillante síntesis de la evolución económica, social
y política del m undo rom ano en el período republicano.
118 GONZALO PUENTE OJEA

púnicas y desemboca en el Principado. En el pe­


ríodo republicano, el designio presenta aún un
vuelo bajo y, en verdad, ni siquiera capaz de apor­
tar el m enor correctivo a la anarquía del mundo
helenístico. Como escribe el mismo Rostovtzeff,
la discontinua intervención rom ana sólo «compli­
có la situación y fomentó las fuerzas destructo­
ras [...] Cuantos más disturbios hubiera, pues,
en Oriente, m ejor»2.
En el año 200 a. C., si bien las nuevas energías
están disponibles para iniciar la empresa de do­
minación, la República rom ana sólo se sentía em­
peñada en la tarea de consolidación de la propia
seguridad. Tercia prim ero en las disputas helenís­
ticas; suplanta luego la hegemonía oriental de las
grandes potencias de la región; impone finalmen­
te su dominio soberano, todo ello en un complejo
avatar en el que el talento m ilitar y diplomático
de Roma adquiere brillante expresión. Pero desde
el año 202 al 146 a. C., por lo menos, la República
actúa aparentem ente como una potencia helenís­
tica en el marco de las luchas por un desplaza­
miento favorable de la balanza de poder, y me­
diante la política de alianzas. La nueva potencia
se enraizaba, no obstante, en una robusta tradi­
ción de instituciones públicas originales y en una
concepción realista y pragm ática de las realida­
des políticas, vistas por el cristal de los intereses
de una aristocracia ram pante y vigorosa. En rigor
—y aunque no aflorase, quizás, la clara concien­
cia de ello—, no se trataba, para el genio romano,
de recomenzar con m ejor fortuna el proyecto he­
lenístico, sino de reemplazarlo por otro inédito
y más robusto; pero el nuevo orden no podía
nacer de un solo golpe, ni como encarnación de
un modelo diseñado en el laboratorio de la razón
especulante, sino como fruto de un dilatado pro­
ceso de evolución política interna y externa a

2 Ibid., p. 37.
EL APOGEO ROMANO 119

través del cual el propio genio romano se des­


cubrió a sí mismo.
El período helenístico-romano constituye la an­
dadura, no la meta, de ese proyecto de dominio
imperial; es decir, la aventura de su búsqueda,
afanosa y paulatinam ente esclarecida, b rutal y
sangrienta en el empleo de los medios, moviliza-
dora de todas las energías físicas y espirituales,
ennoblecida con la retórica de una ideología opti­
m ista que, aunque sólo sirviera a los ideales de
dominación del populus romanus y a los intere­
ses m ateriales de su aristocracia, podía ofrecerse
—en la coyuntura exultante de un pueblo joven
y optim ista— como anuncio de progreso m oral y
de felicidad para todos, altos y bajos.
Cuando el protectorado sobre los pueblos del
área m editerránea se convierta en vasallaje, la
República habrá concluido su obra y, al mismo
tiempo, concluídose a sí misma, pues la crisis
final de tan pujante institución política fue esen­
cialmente una crisis de crecimiento y madurez;
el gobierno del nuevo espacio romano exigía una
unidad de mando y unos resortes de poder que
la República no podía brindar; además, la ideo­
logía exultante de la buena nueva de esa Repú­
blica romana ya no podía aspirar, ni siquiera, al
beneficio de la duda. La articulación política del
Imperio correría paralela a la formulación de
una nueva ideología que, pasados los juegos cor­
tesanos de los poetas augustales, se resum iría en
un grito desesperado pero realista e inequívoco:
abstine et sustine!...
Es evidente que al comienzo de la segunda cen­
turia, Roma —una sociedad todavía campesina en
transform ación— no manifiesta propósitos impe­
rialistas, y sólo interm itentem ente presta aten­
ción a los sucesos del Oriente, donde imperios
debilitados como Egipto, pequeñas monarquías
como Pérgamo o minúsculas repúblicas como
Rodas, Cycico o Bizancio se interesan en la ba­
lanza de poder como medio de defensa de sus
120 GONZALO PUENTE OJEA

intereses frente a los sueños hegemónicos de Siria


o Macedonia 3. Los helenos, o bien se debatían
por entonces en renovados esfuerzos para res­
tau rar la unidad de la Hélade sobre bases fede­
rativas, en pugna con las pretensiones macedóni­
cas, o bien se aferraban nostálgicamente al ideal
del Estado-ciudad. Las Ligas aquea y etolia encar­
nan el prim er intento; Esparta y Atenas, el se­
gundo.
En el fragor de la discordia, la tentación de
acudir al apoyo de las legiones rom anas era difí­
cilmente resistible, sobre todo para la reducida
potencia de un reino debilitado como Egipto o
de unidades políticas menores como Pérgamo y
las ciudades griegas. El ingrato recuerdo de Fi-
lipo V de Macedonia y la natural sim patía por el
legado espiritual helénico, impulsaban a Roma a
ayudar a esos pequeños Estados y ciudades cu­
yos intereses estaban en la misma línea que los
suyos. En virtud de la alianza form ada para frus­
tra r los nuevos planes de Filipo V, tras la segun­
da guerra púnica, Roma deshace a los macedonios
en la batalla de Cynocéfalos (197 a. C.), seguida
de la famosa proclama de Flaminio, en nombre
del pueblo romano, anunciando la liberación de
los griegos del yugo macedónico. Aunque este
tipo de proclamas era ya por entonces un arti­
ficio propagandístico de los dictadores extranje­
ros, los helenos creyeron haber encontrado esta
vez al campeón de su libertad. Los intereses de
una potencia aristocrática se vestían tem prana­
mente con las galas de una retórica ideológica
de salvación de los pueblos oprimidos. Como es
propio de esa retórica, su beneficiario comenzó
tomándose en serio a sí mismo, por un momento:
Roma retiró sus ejércitos y los griegos se dispu­
sieron a respirar sin ataduras.
1 Para lo que sigue, puede consultar el lector los excelentes
resúm enes de M. I. Rostovtzeff, Rome (New York, 1960,^ pp. 66-161);
y V. Diakov, Rom a (en Historia de la Antigüedad, cit., pp. 117-
273).
EL APOGEO ROMANO 121

La ilusión duraría muy poco. Aunque Roma an­


duvo remisa, aún ante las claras intenciones he-
gemónicas del seléucida Antíoco III, en intervenir
a fondo en los asuntos orientales, éste no captó
las ventajas de tal moderación y se lanzó a la im­
prudente empresa de apoyar m ilitarm ente las rei­
vindicaciones de la Liga etolia: en las cercanías
de Magnesia fue derrotado de m anera concluyente
por los romanos (190 a. C.), los cuales parecieron,
por un instante, querer restaurar el equilibrio de
poderes en Oriente. Pero tales apariencias queda­
ron desmentidas al reservarse Roma el derecho
a zanjar todas las disputas entre los griegos: el
ejercicio de este derecho equivalía a la instaura­
ción de una hegemonía apenas disfrazada de pro­
mesas de libertad. El lenguaje del Senado romano
pasó de discretos consejos a pueblos amigos, a
órdenes term inantes a vasallos.
Este vasallaje efectivo era compatible, no obs­
tante, con un trato desigual: las clases económi­
camente privilegiadas gozaron de la abierta pro­
tección de Roma, en tanto que las clases inferio­
res eran m antenidas severamente a raya.
Macedonia no se había dado definitivamente
por vencida. En el año 179 a. C., Perseo hereda
un reino próspero y fuerte que comienza a bene­
ficiarse del creciente descontento de las masas
populares de Grecia y de Oriente, ante las prácti­
cas colonialistas de la República del Tiber. Para
esas masas —¡las masas jam ás aprenden!—, Ma­
cedonia posaba ahora como el añorado libertador
del yugo extranjero apoyado por las clases privi­
legiadas. El Senado romano, alarmado, resolvió
hacer la guerra a Macedonia, siendo Perseo defi­
nitivamente derrotado en Pydna (168 a. C.) a ma­
nos de Emilio Paulo: el reino macedónico fue abo­
lido como Estado independiente y convertido en
federación; Rodas y Pérgamo, castigados por sus
simpatías por la causa de Macedonia, así como
también todas las ciudades griegas que no se ha­
bían solidarizado con Roma. El hondo resentí-
122 GONZALO PUENTE OJEA

miento helénico ante esta conducta brutal, fue


correspondido por el pueblo romano, el cual, por
boca del líder aristócrata M. Porcio Catón, bau­
tizó a sus vecinos con el despectivo apelativo de
graeculi.
La retórica de salvación encubría una desca­
rada política de dominio. La diferencia con los
pasados fastos de las monarquías helenísticas re­
sidía en la posibilidad efectiva de im poner esa
política y en la sostenida conciencia de superio­
ridad de las clases romanas dominantes. Los ideó­
logos no suelen defender de corazón causas per­
didas, pero ante las razones de la fuerza triun­
fante llegan fácilmente a infatuarse con la pre­
sunta m oralidad de tales razones. La verdad es
que las condiciones económicas y sociales en las
áreas subyugadas por Roma en el Oriente se de­
terioraron paulatinam ente, agravándose sin cesar
la lucha de clases en el seno de las ciudades y
las guerras por el predominio entre las m onar­
quías helenísticas. Roma explotaba cínicamente
esa situación de discordia generalizada: pero ni
la desesperada insurrección de un tal Andrisco
(149 a. C.) en Macedonia, ni la sublevación de la
Liga aquea, alteraron el rigor de la pesada mano
romana. Macedonia fue declarada provincia ro­
mana, cuyo gobernador m antendría una estrecha
vigilancia sobre la nominal libertad de los grie­
gos. La destrucción final de Cartago (146 a. C.)
—motivada por los perjuicios económicos que
causaba a la clase de los grandes terratenientes
romanos el comercio de exportación cartaginés—
a manos de Escipión Emiliano —el destructor
de Numancia—, y la subsiguiente anexión de su
territorio iban a lanzar a la República rom ana
a una abierta política de anexiones colonialistas.
El vasallaje de facto de los reyes de Pérgamo con­
cluyó con el legado de estos reinos a Roma por
el último de ellos, Atalo III; aunque sólo tras el
aplastam iento de la insurrección de Andrónico
(132 a. C.) pudo aquélla tom ar posesión de su he­
EL APOGEO ROMANO 123

rencia. En el pugnaz intento de Andrónico se fun­


den simbólicamente la protesta social y la pro­
testa nacionalista —es decir, el grito libertario de
miles de esclavos y siervos y el ansia de indepen­
dencia de las tribus serranas de la Misia—.
Resulta algo cándido afirmar —como hace por
ejemplo Rostovtzeff— que hasta ese momento
Roma no se propuso construir un imperio m un­
dial, pues tal cosa ni siquiera estaba en la mente
de sus estadistas. Aunque debería ser obvio, con­
viene advertir que la cuestión está así mal enun­
ciada. Ningún pueblo toma conciencia de sus
aspiraciones im perialistas en form a abstracta y
a priori, sino sólo a m edida que el propio ejerci­
cio de su poder va configurando el horizonte po­
sible de su dominación. Ningún Estado inicia su
andadura con un expreso designio imperial, en
los albores de su edad adulta. Es la gimnasia
misma de la dominación y el avasallamiento de
los vecinos lo que abre las perspectivas de em­
presas más ambiciosas. De tal m anera que puede
afirmarse que, en general, un Estado comienza a
hacer política im perialista aún antes de que ad­
quiera conciencia clara de su acción. El sojuzga-
miento económico, político o espiritual de pue­
blos extranjeros no es jam ás, en sus orígenes, el
resultado de la decisión deliberada de edificar un
imperio de dimensión universal, sino el producto
de una praxis que lleva paulatinam ente a la pro­
ducción m ental de superestructuras ideológicas
directam ente articuladas con las necesidades de
la diaria explotación de otros pueblos o comuni­
dades. Intentar delim itar cronológicamente el mo­
mento en que Roma se decide a fundar un Im pe­
rio ecuménico responde a una visión abstracta e
idealista de la historia, y no pasa de ser una
pseudo-cuestión. Por el contrario, puede ser inte­
resante saber en qué instante la empresa impe­
rialista aparece nítidam ente concienciada por las
clases dirigentes de un pueblo conquistador. Pero
entonces el hecho imperial suele tener ya una
124 GONZALO PUENTE OJEA

historia de la que la representación ideológica


explícita viene a ser el fruto tardío de un proceso
tejido en la contingencia de cada día.
Desde el m omento en que Roma descubre la
ventaja de las anexiones territoriales, y superado
el período álgido de las luchas sociales, el Senado
se lanza una y otra vez a la política colonialista,
impulsado por los intereses de los grandes lati­
fundistas de la clase dominante. Desde el año
125 a. C„ la República Romana va ampliando y
consolidando su señorío en el M editerráneo, ini­
ciándose la época de los ejércitos m ercenarios
y los generales de extracción popular —que pron­
to se erigirían en dictadores y enemigos de la clase
senatorial—. Continuando el program a de los Gra-
cos, el partido popular seguía con la vieja fórm u­
la del m undo antiguo: la redistribución de tie­
rras; pero a la reform a agraria se añadía ahora
la cuestión de la franquicia política, es decir, la
extensión del derecho de ciudadanía a los pobla­
dores de Italia. Las luchas civiles condujeron a
la ilusión de un debilitamiento de la potencia
romana, impulsando a los helenos a una renacida
esperanza de liberación, que el rey del Ponto,
M itrídates IV, aprovechó para poner en jaque a
Roma. Fue precisam ente la elección del general
encargado de dar la réplica a M itrídates, el mo­
tivo de la enconada lucha civil entre Mario, apo­
yado por el partido popular, y Sila, sostenido
por el Senado; de esta pugna resultó la extraña
situación de un Estado dominado por el jefe de
un partido y defendido en el exterior por el
líder del partido antagonista. Entre los años 88 y
78 a. C., el suelo itálico es escenario de luchas
crueles que dieron la victoria a Sila y, con ella,
el ejercicio de una dictadura total cuyo objetivo
fue la restauración del poder senatorial, aunque
no tanto en el plano de los meros mecanismos
constitucionales como en el de la protección de
los intereses de los latifundistas y negotiatores.
Tras Sila, el valedor de los intereses de esos hom­
EL APOGEO ROMANO 125

bres sería Pompeyo, quien muy pronto cancela­


ría, en unión de Craso —el liquidador de la insu­
rrección de Espartaco—, la reforma de Sila en
favor del Senado, al tiempo que, apoyándose en
la previa labor de contención m ilitar de Lúculo,
derrotaba plenamente a M itrídates, limpiaba de
piratas el mare nostrum y extendía el dominio
de Roma hasta los confines de Siria y Judea. No
interesa, a p artir de este momento, seguir la com­
pleja tram a de una historia cuyo resultado rele­
vante fue el siguiente·, la formación de los dos
triunviratos sucesivos, en que se resolvieron las
diversas crisis internas de poder, no hicieron sino
extender aún más el señorío romano, tanto en
Oriente como en Occidente, pues los antagonis­
tas extraían de los territorios conquistados el
dinero y los medios materiales para sus disputas
personales por el control del Estado. Esa exten­
sión territorial de la dominación romana iba in­
ternam ente acompañada de un reforzamiento de
la dictadura personal y de un desgaste del sistema
constitucional de la República. César consigue
el nom bram iento popular de dictator, prim era­
mente por un tiempo limitado, luego por vida;
así como una progresiva concentración de títulos
y m agistraturas en su persona, que culminaría
en la exaltación de su hijo adoptivo, Octavio, a
la dignidad de prim er ciudadano —Princeps— y
a la condición oficial de Imperator Caesar divi
filius Augustus. El Senatus populusque romanus
seguía siendo formalmente el discernidor de títu­
los, pero en verdad no hacía más que ratificar
la voluntad de un hombre fuerte. Ahora, al cuerpo
gigante del Imperio iba a corresponder una ma­
gistratura personal única y también gigante, ca­
paz de regirlo con eficacia y unidad.
El perfil político, social y económico de la his­
toria de Roma desde los Gracos hasta Augusto,
dibuja el paso de un Estado de economía campe­
sina a un Imperio mundial de economía m ercan­
til con formas dinerarias relativamente desarro-
126 GONZALO PUENTE OJEA

liadas y con los consiguientes cambios en la


estructura social y la constitución po lítica4. Al
comienzo de la expansión romana, en su fase de
ocupación de los territorios itálicos, la economía
campesina tradicional no hizo sino extenderse;
no varió esencialmente este proceso la conquista
de Sicilia, Cerdeña y España. En cambio, las vic­
torias sobre Cartago y los Estados del Oriente
iniciarían una nueva etapa, pues además de la
adquisición de grandes sumas de dinero acuñado
e im portantes cantidades de objetos preciosos de
oro y plata, Roma se hizo terrateniente en escala
desconocida hasta entonces en la historia. El ager
romanas enriqueció al Estado y a los ciudadanos,
sobre todo a la clase senatorial, en cuyas manos
caían tam bién hombres, ganado y dinero, crecien­
do aún más su fortuna en el gobierno de las
nuevas provincias. Dentro y al lado de esa clase
senatorial y del orden ecuestre, surgen grandes
negotiatores —instrum entos en la explotación de
la propiedad pública y sum inistradores de víve­
res y pertrechos a los ejércitos romanos, compra­
dores del botín al Estado y a los generales, ofi­
ciales y soldados, prestam istas a los aliados y
vasallos de Roma, arrendadores de impuestos y
exacciones públicas, etc.—. Como señala Rosto­
vtzeff, «la afluencia de dinero, esclavos, bienes
diversos y ganado de las provincias estimuló in­
tensam ente la vida económica de Italia. El capi­
tal, concentrado ahora en las manos de ciudada­
nos romanos y habitantes de las ciudades itálicas,
permaneció parcialmente en las provincias, pero
en su mayor parte vino a Italia» 5. Las enormes
ganancias de los especuladores solían invertirse
en la propiedad territorial, en el préstam o o en
la industria, introduciendo el sistema capitalista
aprendido en Oriente tanto en la agricultura cre­
matística como en las m anufacturas; todo ello
4 Vid. M. I. Rostovtzeff, Historia social y económica del Im pe­
rio Romano, cit., vol. I, pp. 37-74.
5 Ibid., pp. 52-53.
EL APOGEO ROMANO 127

sobre la base de grandes concentraciones de mano


de obra esclava, especialmente en los siglos ix
y I a. C. La nueva burguesía urbana no tomó
parte activa en la vida política, siguiendo el pa­
pel directivo en manos de la aristocracia rom a­
na, a la que aquélla apoyaba plenamente en razón
de la coincidencia de sus intereses económicos.
Ahora bien, esa aristocracia sufrió modificaciones
en su composición y vino a constituir una oligar­
quía de nobles familias opulentas que pronto hu­
bieron de enfrentarse con la política reform a­
dora de los Gracos. Pero realmente «la gran
crisis del Estado romano no fue vencida por
los Gracos. Su acción no logró siquiera un re­
parto de la propiedad territorial en gran escala,
y mucho menos una transform ación total de la
estructura política del Estado romano o una
resurrección de la clase campesina romana. El
Estado de campesinos romanos no podía ser resu­
citado: había m uerto para siempre. Naturalm en­
te, fueron creadas unas cuantas nuevas propie­
dades campesinas, se dieron parcelas a unos cuan­
tos proletarios y se confiscaron unos cuantos lati­
fundios. Pero este proceso no tardó mucho en
ser contenido, prim ero, y definitivamente deteni­
do, después, por la obstinada resistencia de la oli­
garquía imperante. El único resultado de la revolu­
ción de los Gracos fue soliviantar a grandes
masas de la población y trazar, por prim era
vez en la historia de Roma, una precisa línea
divisoria entre ricos y pobres, «opresores» y
«oprimidos». Lina vez iniciada la lucha entre
estas dos clases, no pudo ser ya extinguida»6.
El carácter clasista de la sociedad romana se­
ñalaría una constante que ni las reformas cons­
titucionales, ni el Principado, habían de alterar.
Es verdad que el sistema senatorial fue paulati­
namente erosionado por los reform istas7, espe­
cialmente por la extensión de la franquicia poli-
6 Ibid., p . 59.
7 Vid. M. I, Rostovtzeff, Rome, cit., pp. 146 y ss.
128 GONZALO PUENTE OJEA

tica a nuevos territorios itálicos, cuestión que


escindió la política romana en un partido senato­
rial y un partido democrático. La dilatada pugna
entre ambos bandos condujo progresivam ente a
un debilitamiento de los órganos políticos cole­
giados y, a la postre, a la destrucción de la cons­
titución mixta, que constituía la esencia del sis­
tem a político republicano. «Siendo el ejército, en
su nueva forma, la máxima íorm a organizada de
Roma, era inevitable —explica Rostovtzeff— que
sus jefes no se lim itaran a representar la poten­
cia m ilitar del Estado y llegaran a tom ar en sus
manos la dirección política del mismo, desplazan­
do así, gradualmente, a la clase senatorial y a la
asamblea popular de Roma —al senatus populus-
que romanus— de la posición que hasta entonces
habían ocupado. La misión principal que estos
nuevos gobernantes hallaron ante sí fue la adap­
tación del sistem a del Estado-ciudad a las nece­
sidades de un Estado m undial...»8. Como se dijo
anteriormente, este proceso culminó en la ins­
tauración del Principado.
Pero dicho proceso político, y su secuela de
incesantes guerras civiles, no varió esencialmen­
te la situación de prosperidad económica de Italia
ni la dominación de las clases privilegiadas, cuya
vida luxuaria alcanzó una de las cotas más altas
del m undo antiguo.
Senadores y caballeros se conducían como amos
en las provincias, desarrollando una política de
sistem ática explotación económica. La colusión
entre m agistrados y negotiatores condujo a un
régimen de rapiña que exprimía a las poblaciones
provinciales hasta un límite inconcebible, fallan­
do todas las cautelas jurídicas ideadas para evitar
este expolio. El em préstito público, el arrenda­
m iento de impuestos, las concesiones públicas
para la explotación de las fuentes naturales de
riqueza, fueron el monopolio de las clases roma-
8 Cf. M. I. Rostovtzeff, Historia social y económica del im p e ­
rio Rom ano, cit., vol. I, p. 61.
EL APOGEO ROMANO 129

ñas privilegiadas, quienes transform aron, en con­


nivencia con los gobernadores, el yugo político
en deliberado despojo económico de los súbditos:
la fuerza b ruta de las arm as era el último recurso
de esa política cuando fallaban los demás meca­
nismos coactivos. Gran parte de las campañas
militares sólo tuvieron como finalidad forzar al
pago de deudas, contraídas con frecuencia por
las ciudades para hacer temporalmente frente a
empréstitos de capitalistas romanos que carga­
ban un 48 ó 50 por 100 de interés —préstamos
contraídos para satisfacer el pago de múltiples
tributos y exacciones fiscales del conquistador—.
Este expolio económico engrosaba las inmensas
fortunas de aquellas clases y perm itía financiar
grandes ejércitos m ercenarios que ventilaban las
pugnas por el poder personal de sus líderes.
Aunque Italia siguió m ostrando un indudable
semblante de prosperidad, la anarquía y la des­
piadada explotación llevaron a un retroceso de
la producción económica en Oriente y a un pro­
gresivo estancam iento en Occidente. Si en los
prim eros tiempos del protectorado romano pudo
haber zonas orientales que alcanzaban una cierta
recuperación económica en el siglo il a. C., como
efecto del alivio tem poral de las guerras entre
los diádochoi y de las discordias intestinas, es
evidente que esa recuperación «fue efímera, inte­
rrum pida y sacudida hasta sus mismos funda­
mentos por la revolución, dirigida por M itrídates,
de Asia Menor y Grecia contra la dominación ro­
mana; y completam ente trastocada durante las
guerras civiles que siguieron, cuando Oriente fue
explotado sin piedad y profundam ente humillado
por sus amos, que libraban sus batallas particu­
lares por el poder en el suelo griego y con ayuda
de los recursos de O riente...»9. En Occidente,
también el pertrecho de ejército y el consumo

9 Cf, M. I. Rostovtzeff, Historia social y económica del m undo


helenístico, cit., II, p. 1166.
130 GONZALO PUENTE OJEA

de guerra produjo efectos, en definitiva, parali­


zantes del ritm o de desarrollo económico.
Pero este proceso de crisis política y econó­
mica no detuvo la acumulación de riquezas de
la oligarquía del dinero, cuya vida de ocio se
apoyaba, sobre todo, en la adquisición de gran­
des latifundia, trabajados por grandes masas de
esclavos bajo la vigilancia de intendentes y capa­
taces. Los campesinos libres y los pequeños terra­
tenientes vieron em peorar su situación económica
y aum entar su inseguridad vital, en un inconteni­
ble proceso de proletarización y de emigración
por el ancho espacio del mundo m editerráneo.
Este panoram a económico, social y político ex­
plica la necesidad de una intensa movilización
ideológica basada en el exultante optimismo de
las altas clases sociales, pletóricas de energía
avasalladora y beneficiarias de la expansión hege-
m ónica de Roma. Esa movilización ideológica
prom etía una general prosperidad y el disfrute
de una paz ecuménica en la que todos los hom­
bres libres podrían alcanzar el bienestar moral
y m aterial. Tal fue la ideología de las clases ro­
m anas dominantes, para las que el estoicismo
helénico, con su genuina ambigüedad y sus ilimi­
tadas posibilidades de acomodación, constituiría
un instrum ento insuperable de legitimación. Así
como los diádochoi no pudieron apoyarse en el
éthos vigoroso de un pueblo joven y unitario,
sino sólo en el fragmentado y m ultiform e mundo
de unas póleis exclusivistas y declinantes, o de
unos territorios asiáticos de población servil, las
clases directoras de la República rom ana emer­
gían de un pueblo en ascenso y con inmensa ener­
gía creadora. Lo más que los soberanos helenís­
ticos podían esperar de los ideólogos estoicos era
la residual legitimación moral del orden político
en cuanto exigencia insoslayable para la continui­
dad de la vida colectiva, pero liberando a los
cultivadores del ideal del sophós de la ansiedad
cotidiana de la vida política. Por el contrario, las
EL APOGEO ROMANO 131

élites romanas reclam arían de los filósofos estoi­


cos la legitimación ideológica de la vocación hege-
mónica de Roma, en atención a los valores éticos
en que, a su juicio, se fundaba esa vocación del
genio latino. A poco tardar, surgieron los pensa­
dores capaces de satisfacer esa demanda m edian­
te la reelaboración de un legado filosófico par­
ticularm ente apto para la tarea: la aristocracia
romana poseería así, no una legitimación resi­
dual, sino una apología filosófica de su dominium
mundi. Quedarían apuntalados los intereses de
esa aristocracia y, al mismo tiempo, dibujada la
atractiva imagen de un progreso moral efectivo
de las masas de ciudadanos, en el marco de una
civilitas instaurada a escala ecuménica. La retó­
rica de esa paideía universal, superadora de las
diferencias de clase, se dirigía a una sociedad
escindida en la antítesis radical de hombres libres-
esclavos, y de ciudadanos ricos-ciudadanos pobres.
Dichas antítesis expresan el supuesto fundamen­
tal del sistema productivo, del cual el discurso
ideológico no era más que un reflejo invertido.
El carácter esclavista de la sociedad romana se­
guía siendo el aspecto significativo de las relacio­
nes de producción, es decir, la base m aterial de
todas las formaciones ideológicas de esa socie­
dad 10, base en la que arraiga la contradicción
fundamental de ese mundo, pues el ideal huma­
nista enmascaraba unas relaciones de producción
que reducían dicho ideal al absurdo. Como es­
cribe certeram ente V. Diakov, «la fundación de
un inmenso imperio esclavista, con las relaciones
económicas y sociales que de ello se derivaban,
había creado en Roma y en las provincias, a
principios del siglo n antes de nuestra era, todo
un conjunto de agudas contradicciones sociales
de las que la prim era, la contradicción esencial,
era el antagonismo entre los esclavos y sus due-
10 Vid. YV. Warde Fowler, Social life at Rome in the age of
Cicero (London, 1963, pp. 204-236), para una descripción de la
esclavitud en este período.
132 GONZALO PUENTE OJEA

ños, particularm ente agravado desde los comien­


zos del siglo a consecuencia del empleo cada vez
mayor de la mano de obra servil» n . Es la época
de las grandes, y últimas, sublevaciones de escla­
vos en el m undo antiguo: entre el año 198 y 101
se suceden im portantes rebeliones que llegaron a
conmover los cimientos de aquel mundo en terri­
torios cada vez más extensos. Estas insurreccio­
nes, que atestiguan la crudeza de la lucha de
clases en la sociedad romana de aquel tiempo,
«revelaban igualmente, por su carácter local y
aislado, la debilidad del movimiento de los es­
clavos» )2, pues era aún imposible que las fuer­
zas productivas de la Antigüedad pudiesen abolir
aquel modo de producción y transform ar, como
efecto inmediato, las relaciones de producción
esclavistas. No sólo no podía surgir entonces la
nueva clase social portadora de una conciencia
revolucionaria capaz de transform ar las rebelio­
nes aisladas en un movimiento general en favor
de la instauración de un nuevo modo de produc­
ción fundado en la abolición de las clases, pues
esta clase revolucionaria habría de ser el resul­
tado de un desarrollo de las fuerzas productivas
que sólo el capitalismo industrial moderno ha­
bría de promover; pero ni siquiera había llegado
la hora del agotamiento de las relaciones de pro­
ducción antiguas, condición necesaria para que
la sociedad esclavista se desintegrase y desapare­
ciera prácticam ente la esclavitud en cuanto insti­
tución social y económica fundamental. Esa hora
n Cf. V. Diakov, op. cit., p. 161. El fenómeno esclavista, im ­
portantísim o en las relaciones de producción propiam ente dichas,
no Jo es m enos por lo que se refiere a su función en el seno
de la economía dom éstica de las grandes fam ilias de las clases
dom inantes. Como advierte E. Meyer, "el siglo i a. C. marca
el apogeo de la esclavitud antigua. Es el siglo en que se desarro­
llan plenam ente todos los fenómenos que la concepción más exten­
dida considera como típicos de toda la Antigüedad. Surgen, al
lado de la esclavitud agrícola, las enorm es legiones de esclavos
domésticos, destinados de una parte al servicio personal de sus
señores, y de otra, mediante una refinada división del trabajo,
a todas las posibles form as de la industria casera". Cf. E. Meyer,
op. cit., p. 169, (Subrayado mío.)
12 Ibid., p. 171.
EL APOGEO ROMANO 133

llegaría con la ruralización de la sociedad rom a­


na a p artir del siglo π d. C., y la consiguiente
reversión a técnicas agrícolas primitivas, utiliza­
das por un inmenso campesinado orientado hacia
una creciente proletarización de carácter servil,
que representaba el prim er paso de la paulatina
implantación del modo de producción feudal.
Como señaló, entre otros, E. Ciccotti, la progre­
siva declinación de la esclavitud en el curso del
Bajo Imperio, continuada en las prim eras centu­
rias de la Alta Edad Media, no fue consecuencia
de exhortaciones morales, sino el efecto de la evo­
lución de las relaciones de producción a p a rtir
de la últim a fase del mundo antiguo 13. Debe seña­
larse que la diferenciación de los estatutos ju rí­
dicos de los diversos grupos expropiados que
constituían la mano de obra antigua era otro
obstáculo poderoso de la acción solidaria de indi­
viduos que, desde el punto de vista de su función
efectiva en el proceso productivo, tenían intere­
ses comunes que defender.
Las sucesivas ideologías estoicas —como tam ­
bién, después, la ideología cristiana que había de
reemplazarlas, al tiempo que las asimilaba pro­
fundam ente— enmascaraban esa contradicción
fundamental, convirtiendo así su retórica idea­
lista, de m anera inevitable, en un firme soporte
de un orden socio-económico que las desmentía
a radice.

2. Las bases teóricas del estoicismo


grecorromano
La nueva situación política y social creada por
la expansión rom ana en el entorno m editerráneo
engendra la apoyatura ideológica adecuada a di­
cha situación. El estoicismo original había forjado
un sistema dogmático de tonalidad ideológica pe­
n Vid. E. Ciccotti, II tram onto delta schiavitu nel m ondo antico
(Torino, 1899, passim).
134 GONZALO PUENTE OJEA

culiar, en directa dependencia de una cierta es­


tructura política, económica y social —la del
m undo helenístico de la época—. El llamado estoi­
cismo medio 14, asumiendo esencialmente ese sis­
tem a doctrinal, introduciría todas las revisiones
y adiciones necesarias para satisfacer las nuevas
exigencias ideológicas. Aunque atento sólo a la im­
portancia del nivel político de la superestructura
en los condicionamientos de la ideología, E. Bar­
ker expresa con suficiente claridad la problem á­
tica de aquella hora: «cuando hubo derrotado
finalmente a Cartago y adquirido el control del
M editerráneo occidental, a fines del siglo H i a. C.,
Roma fue naturalm ente arrastrada hacia el Me­
diterráneo oriental y sus reinos helenísticos; y
ahora comenzó un período de fusión —un período
'greco-romano'— en el que las arm as, la ley, la
capacidad de gobierno y la general habilidad cons­
tructora de Roma fueron unidas a la ávida dis­
cusión de las ideas y al incesante proceso polé­
mico connaturales a los griegos. El estoicismo
era la más poderosa fuerza intelectual con que
los romanos entraron así en contacto. Tenía en
sí mismo unas inherentes gravitas y auctoritas
que atraían a los romanos; pero por encima de
esa natural afinidad, los pensadores de la 'Estoa
Media’ —es decir, los pensadores de la segunda
y prim era centuria antes de Cristo— estaban dis­
puestos a atem perar y adaptar sus enseñanzas
éticas y políticas a las pautas y postulados de
los estadistas y soldados romanos con los que
entraron en relación» 15.
N Es obvio que el nuevo período no se inicia súbitam ente, sino
en una serie de transiciones de la doctrina. Pero la transform a­
ción no debe buscarse tanto en la evolución inm anente de esa
doctrina, cuanto en el proceso de maduración de la conciencia
histórica en íntim o contacto con la configuración de un nuevo
poder hegemónico al servicio de nuevos grupos sociales dom inan­
tes. Sobre el origen de la designación "E stoa M edia”, Cf. M. Poh­
lenz, op, cit., p. ¿88. Para una referencia bibliográfica del pensa­
m iento de este período, vid. J. F errater Mora, Diccionario de Filo­
sofía, pp. 1018-1019 y 1081-1082; R. Mondolfo, El pensam iento an­
tiguo, cit., vol. II, p. 341; y M. Pohlenz, op. cit., pp. XXI-XXXIII.
15 Vid. E. B arker, op. cit., p. 205.
EL APOGEO ROMANO 135

Sería Panecio de Rodas (c. 185-109 a. C.) quien,


en estrecha conexión con la aristocracia romana
—en especial, con el llamado círculo escipiónico—,
adaptaría el legado estoico a los intereses de los
nuevos poderes sociales dominantes, ajustaría el
estoicismo al meridiano de Roma e introduciría
la creencia en la posibilidad del progreso moral
de las masas y de la encarnación del ideal de
justicia en la res publica16. Con ese filósofo, y
con Posidonio algo más tarde, el estoicismo cons­
tituirá el m ejor cimiento ideológico del señorío
romano sobre una oikouméné efectivamente uni­
ficada.
Panecio procedía de una noble familia acauda­
lada de Rodas, influyente en los asuntos de Esta­
do y distinguida en las empresas bélicas. Cuando
visitó Roma, su m entalidad aristocrática encon­
traría los estímulos decisivos para la tarea de
repensar el estoicismo en función de los intereses
de las clases altas de la República romana. Fue
admitido en el selecto círculo dirigente de Esci-
pión Emiliano (185-129 a. C.), el hijo adoptivo de
Publio Cornelio Escipión y, así, nieto de Escipión
el Africano (236-184 a. C.), fundador de aquella
notable estirpe. «Griego de origen aristocrático y
hombre de mundo —escribe Pohlenz—, Panecio
representaba una novedad absoluta en la Estoa,
y su personalidad era bastante eminente como
para colmar con ella a sus discípulos. Pero lo
más im portante para él no fue la escuela sino
la vida, y la filosofía del lógos, a la que se adhi­
rió de todo corazón, no se le aparecía como un
sistema doctrinal cuyos dogmas particulares hu­
biese que defender a toda costa, sino como una
concepción del m undo que habría de dem ostrar
su validez en el terreno de la práctica»17. La
|ή R. Syme llega a escrib ir que "el m agisterio estoico no era,
en realidad, sino una corroboración y defensa teórica de ciertas
virtudes tradicionales de la clase gobernante, en un E stado repu­
blicano y aristo crático ’' (Cf. The Roman revolution, Oxford, I960,
p. 57). Vid. tam bién W. W arde Fowler, op. cit., pp. 114-118.
17 Cf. M. Pohlenz, op. cit., vol. I, p. 394.
13 6 GONZALO PUENTE OJEA

ideología no se reconocía ahora en la m era legiti­


mación residual de un orden vigente, sino en el
compromiso de una cooperación cordial. Aunque
persuadido del valor fundamental del pensamiento
estoico, el talante intelectual de Panecio lo acer­
caba a un Platón o a un Aristóteles —filósofos
del orden cívico— y lo alejaba del Zenón con
ribetes cínicos o del Crisipo inflexiblemente inte-
lectualista. Ni cinismo solapado ni intelectualismo
dogmático podían ser mantenidos en el pensamien­
to heredado de los maestros, si el estoicismo que­
ría transform arse en la superestructura ideológica
de los nuevos domini mundi.
Así, Panecio, Posidonio y sus epígonos griegos y
latinos, cada cual a su manera, se lanzan a la
gran em presa de expurgar el dogmatismo estoico
de las posiciones doctrinales hostiles a una resuel­
ta voluntad de contemplación optim ista del m un­
do; no el optimismo de quien se encastilla en
sí mismo y m ira elusivamente las realidades de
un m undo que, aunque fuente de turbación, obe­
dece en último térm ino a una legalidad racional
universal; sino el optimismo que nace de la fir­
me confianza en la inmediata bondad de las
cosas cuando se aplican a la edificación de un
orden de convivencia justo y venturoso en el que
el propio individuo pueda alcanzar la felicidad
personal sin refugiarse en los abismos de su re­
traída intimidad.
Panecio —personalidad clave del período— si­
túa en dos frentes básicos su empresa revisio­
nista·. la exégesis filológica y la teoría antropo­
lógica. En el prim er aspecto, el estoicismo se le
aparecía como estrecham ente dependiente de la
filosofía ática, muy especialmente de Sócrates, a
quien se rem ontarían según él todas las escuelas
sucesivas. Esta exégesis histórico-filológica no era
para él una cuestión secundaria, pues se tra ta ­
ba de destruir el vínculo del estoicismo con el
cinismo, vínculo que no sólo repugnaba a su
sensibilidad aristocrática, sino que, sobre todo,
EL APOGEO ROMANO 137

entorpecía la construcción de una ideología di­


rectam ente legitimadora del compromiso con los
poderes sociales y políticos dominantes. Una ideo­
logía del compromiso no podía ser una ideología
de la evasión —cuyo núcleo vivencial consistía en
el sentimiento cínico ante las convenciones socia­
les—. A la vez, la directa filiación socrática del
estoicismo perm itía incorporar— como señala el
mismo Pohlenz con perspicacia— muchos elemen­
tos teóricos procedentes de la tradición filosófica
helénica, útiles para edulcorar y civilizar —en el
sentido etimológico del térm ino— las rigideces de
la Es toa. Quedaba despejada la ruta hacia formas
eclécticas obsecuentes con los imperativos de la
praxis real. La inserción de esos elementos im­
pulsaría hacia un estoicismo platonizante, pasado
por el cedazo de la skepsís neo-académica. En
cuanto al segundo aspecto, Panecio estimaba que
el sistema estoico original se apoyaba en una
antropología insatisfactoria: el hombre no es una
sustancia espiritual incrustada en un cuerpo ani­
mal, sino un organismo unitario indisoluble y
capaz, al tiempo, de pensamiento racional y de
fruición estética, de acción y contemplación; es
decir, un ser que crea la civilización, como una
segunda naturaleza, mediante su razón, sus sen­
tidos, su cuerpo, su lenguaje, y siempre en estre­
cha conexión con sus semejantes en un contexto
social.
La im portancia de esta revisión antropológica
se evidencia en la teoría psicológica. En ésta apa­
recen in nuce las proyecciones teóricas de la
nueva actitud ideológica de Panecio.
Veamos: la teoría académico-peripatética esta­
blecía la existencia en el alma, al lado del lógos,
de un álogou del que derivan los instintos. Los
fundadores del estoicismo interpretaron la natu­
raleza del instinto (lio m ié ') y de la pasión (páthos)
de m anera diversa y según un proceso de radica-
lización que corre de Zenón a Crisipo. Los instin­
tos y afecciones tenían su origen, según Zenón,
138 GONZALO PUENTE OJEA

en una facultad relativamente autónom a existente


a la vez que el lógos; se trataba de movimientos
irracionales que impedían definir el órgano direc­
tivo central (hegemonikón) como una pura razón.
Esa facultad alógica movía el ánimo hacia su ob­
jeto, pero sólo cuando el lógos formalizaba la
oportuna representación m ental (phantasia), y,
m ediante el asenso (synkatáthesis), le otorgaba
un valor positivo. Sólo tras la valoración judica­
tiva, se iniciaba el movimiento o tendencia ins-
tintual.
Todo dependía, pues, del lógos. Si éste era sano,
su juicio de valor se ceñía a las exigencias de la
naturaleza, en su papel de afirmar, negar o dejar
en suspenso. Si era débil o enfermo, su juicio
no sería un orthós lógos, sino una m era opinión
inadecuada (dóxa); no porque se originase con
ocasión de un movimiento alógico del alma, sino
porque suprim ía la natural preeminencia del
lógos. El instinto o afección que desbordaba de
sus límites, y trastornaba el orden racional, se
convertía en páthos, es decir, en un padecer de
un lógos que renuncia a su libertad al sucumbir
a las turbaciones (tarachai) del ánimo.
Zenón subraya en su doctrina un hecho para él
indiscutible: el instinto sólo actúa a través de
una representación aceptada por el sujeto. Como
el juicio estimativo (synkatáthesis) es el factor
determ inante de la dinámica instintiva, resulta
que la vida afectiva del hom bre depende entera­
mente del lógos ■ —-verdadero artífice de la con­
ducta hum ana—.
Esta clara orientación intelectualista llegó a su
colmo en la psicología rígidamente m onista de
Crisipo. Según éste, el hegemonikón es puro lógos,
a quien compete representar, juzgar y, eventual­
mente, asentir; pero el juicio estimativo es el
instinto mismo, que es un movimiento de la razón
(diánoia), no un movimiento irracional del alma
hacia el objeto. Es decir, una m era form a en que
se manifiesta la synkatáthesis. Todo deseo es sólo
EL APOGEO ROMANO 139

un juicio de apetición; toda sensación placentera


o dolorosa es un asenso a la representación de un
bien o de un mal. El páthos es el lógos falso, la
entrega a una dóxa perniciosa que se impone con
violencia. Afecciones e instintos son, pues, opinio­
nes (doxai) erróneas que se adueñan del hcge-
monikón.
Esta teoría de las pasiones y de los sentimien­
tos se corresponde perfectamente con el talante
de los fundadores, caracteres de poderosa energía
moral, cuya resolución de eludir todo influjo que
hiciera peligrar su autárkeia individual les im pul­
só a construir una psicología capaz de controlar
teóricamente todos los estímulos externos proce­
dentes de lo otro frente a la subjetividad. Una
actitud ideológica de evasión no podía apoyarse
en la tradicional teoría platónica de un alma tri­
partita, ni con la versión peripatética de una
pasión moderada (m etriopathéia). La evidente in­
tención intelectualista y el estricto ideal de la
apátheia aún no había encontrado en Zenón una
justificación teórica rigurosa. En Crisipo, seguida­
mente, la arrogancia racionalista del sophós alcan­
za el paroxismo de una confianza plena en la
naturaleza panlógica de los fenómenos anímicos,
en su doble proyección subjetiva ·—-pensamiento,
sentimiento— e intersubjetiva —convivencia so­
cial, vida política—. La subjetividad, amurallada
en un lógos hermético, se independiza de toda
influencia del m undo exterior que pueda atentar
contra su racionalidad inalienable.
Con Panecio, el estoicismo baja de su pedestal
para sumergirse en el hontanar de las fuerzas
múltiples de la vida real. La teoría se ciñe a las
exigencias de los nuevos tiempos. Mientras que
Crisipo había excluido la propia legalidad de la
vida afectiva del sujeto y la influencia de los es­
tímulos externos —definiendo el órgano rector del
alma como lógos puro que piensa, desea y liasla
se apasiona—, Panecio reanuda la tradición pía-
140 GONZALO PUENTE OJEA

tónico-aristotélica, al adm itir que el alma es dual:


el instinto —que arrastra al hom bre en direccio­
nes fluctuantes e imprevisibles— y el lógos —que
define el deber—. Se trata de dos facultades autó­
nomas, irreductibles. Aunque la prim acía siguiera
correspondiendo al lógos, Panecio consideraba ab­
surdo que el hecho de poseer sentidos sanos y
un cuerpo robusto fuera considerado un adiápho-
ron, pues el recto proceso de la razón reclama
un organismo corporal adecuado. Cree saber, co­
mo buen estoico, que sólo el bien m oral es ver­
dadero bien para el hombre, pero considera que
las cosas conformes con la naturaleza son valores
reales para lograr el ideal moral. Así, Panecio llega
a creer —en manifiesta discrepancia con los dog­
mas recibidos— qúe la virtud no es autárquica,
y que la salud, la fuerza corporal y las circunstan­
cias externas concurren al logro de la eudaimonía;
la estricta devaluación moral del placer y del do­
lor queda, a lo menos, muy relativizada. El ideal
de la homología ■ —la arm onía del pensamiento, el
deseo y la acción bajo la égida del orthós lógos—
sigue siendo el fin de la vida humana; pero ahora
se cim enta en una conducta conforme con las
disposiciones naturales de cada individuo. La nue­
va valoración de la vida instintiva perm ite a Pa­
necio restaurar la importancia de la naturaleza
rigurosam ente individual del sujeto humano, para
la realización efectiva del ideal moral. El indivi­
duo es naturalmente un ser afectivo, emotivo y
social; y en su estructura racional incide el ins­
tinto de conocer, de dominar, de vivir en socie­
dad y de som eter a orden y medida el mundo
interior y exterior. Son todos ellos instintos pri­
marios, connaturales y preciosos para la existen­
cia ética: su íntim a articulación constituye la
base de la m oralidad y el supuesto de la homo­
logía. Esa interna armonía hace al alma bella, y
su contemplación produce un goce estético, no
sólo una fruición teorética.
EL APOGEO ROMANO 141

Esta psicología como fundam ento de la ética


—alejada del rigor racionalista de Zenón y de
Crisipo— se asentaba, a su vez, en una concepción
del hombre como ser esencialmente unitario y
complejo, en una visión de la naturaleza hum ana
como inagotable gama de individualidades. El
individuo es un compuesto indisociable de fun­
ciones anímicas y corporales; el alma no es puro
espíritu, sino una sustancia m aterial —de acuer­
do con el dogma estoico— estructurada en la tota­
lidad de la tram a de las disposiciones naturales
de cada individuo. Consecuente con esta posición
teórica, Panecio rechaza toda idea de una inm or­
talidad individual, incluso la concepción ambigua
de un Zenón, para quien el pneúma disfrutaba
aún a la m uerte del cuerpo de una larga exis­
tencia, aunque lim itada temporalmente.
Frente al dogma estoico de una igualdad de
todos los hom bres —-predispuestos por una m is­
ma naturaleza a idéntico cultivo de la arete—,
la visión de Panecio es radicalmente aristocrá­
tica: cada hom bre y cada pueblo son el resultado
de los factores externos en que su naturaleza
arraiga. No es igual un -fellah egipcio que un
noble romano. Los hom bres son naturalmente
desiguales. Sobre una comunidad esencial de na­
turaleza, las disposiciones innatas de cada indi­
viduo y las circunstancias externas de su vida y
su profesión forjan su personalidad individual
concreta. La naturaleza hum ana universal —p artí­
cipe del lógos cósmico— sigue siendo el factor
esencial de la ética y el subsustrato de la imagen
del sophós\ pero Panecio no deja de deslizar un
leve acento de ironía cuando evoca ese culto re­
verencial: tal imagen es una abstracción; lo que
im porta es el hombre real. Como resume Pohlenz,
según Panecio, «incluso las acciones ejecutadas
por quien posee el saber absoluto, los perfectos
katorthómata, pasan a segundo plano frente a los
kathë'konta, los deberes concernientes a la vida
142 GONZALO PUENTE OJEA

cotidiana». Porque él quería que la teoría m oral


«sirviese a la vida práctica» 18.
En la obra d e . Posidonio de Apamea (c. 135-
50 a. C.) encontramos similar desplazamiento de
la perspectiva antropológica, y parejas consecuen­
cias en la psicología. También para él, la vida
psíquica del hom bre presenta facultades que co­
rresponden a los instintos de la vida animal, ale­
jándose así del dogma de un hegemonikón como
pura razón. Es curioso observar que tam bién en
Posidonio existe una sintom ática preocupación
filológica que le lleva a afirmar, no que el estoi­
cismo deriva directam ente de Sócrates —como
había pretendido Panecio—, sino que la síntesis
de Crisipo constituía una deformación ultra-racio­
nalista de la doctrina de Zenón. Este, según Posi­
donio, habría enseñado que los afectos e instintos
emergían del conflicto entre dos fuerzas, en el
que la potencia instintiva irracional prevalecía so­
bre el m andato del lógos. E sta explicación reivin­
dicatoría no se atiene, en verdad, al sentir de
Zenón, pues es evidente que éste hacía depender
radicalm ente la operación de las potencias instin­
tivas del previo asenso (synkatáthesis) de la razón.
Pero lo significativo de la nueva actitud reside en
esa condenación del intelectualismo riguroso, en
aras de una concepción integral y pragm ática de
la vida moral. Posidonio acudía a la universal ex­
periencia que dem uestra que el factor decisorio
de la conducta no puede consistir en la represen­
tación del objeto sobre que recae el juicio esti­
mativo, pues una representación idéntica produce
afecciones diferentes en hombres diversos, o en
el mismo hom bre en distintos momentos. Esa
misma experiencia m uestra que la afección cesa
en ocasiones, aunque permanezca inalterable el
juicio. La explicación de todos esos fenómenos
radica en la acción de factores irracionales —los
hábitos, el tiempo, las circunstancias...— que tras-

18 Cf. M. Pohlenz, op. cit., I, p. 409.


EL APOGEO ROMANO 143

eienden del ámbito del lógos para insertarse en


la operación de una facultad irracional autónoma.
Para que aquellos influjos externos perturbadores
que los fundadores quisieron neutralizar teórica­
mente ■ —sobre todo, la nefasta influencia de la
sociedad para el ideal del sabio—, puedan operar
de alguna manera, es evidente que debe existir
en el alma hum ana una disposición natural afec­
tiva, una facultad instintiva. El monismo psíquico
de Crisipo es insostenible. Posidonio señala que
en el hombre actúa una facultad apetitiva que lo
impulsa a alim entarse y reproducirse (epithymé-
tikón), y una tendencia instintiva que lo lleva a
defenderse con coraje y a prevalecer (thym ós).
Aunque ambos exponentes de la vida instintiva
se subordinen al lógos, jam ás resignan su propia
naturaleza autónoma.
Los afectos y pasiones son, por consiguiente,
resultados de una lucha entre dos facultades del
alma en la que vence la parte irracional. Cuando
el logistikón es débil, el pathétikón prevalece; si
esta prevalencia es absoluta y permanente no sólo
entraña la pérdida ocasional del control de los
instintos (akrasía), sino que pervierte radicalmen­
te la capacidad judicativa y transform a al sujeto
en un ser sin moral (akolasia). El hombre inmo­
ral elabora sin cesar juicios falsos, eliminando así
todo obstáculo al desenfreno de los instintos; en­
tonces, el hombre destruye su libertad y cae en
una vida de corrupción y vicio (kakia).
Obedientes a un fenómeno típico derivado de
la inconsciencia de las actitudes ideológicas, Pa­
necio y Posidonio no creían haber abandonado el
terreno de la escuela. Como los epígonos cristia­
nos de los apóstoles, más tarde, tampoco ellos
creyeron que las nuevas exigencias ideológicas
entrañasen la necesidad de renunciar a una doc­
trina filosófica en la que habían crecido y que,
en definitiva, respondía pasablemente a las inquie­
tudes espirituales de hombres que, como ellos,
procedían de un ámbito histórico-geográfico don­
144 GONZALO PUENTE OJEA

de el estoicismo ofrecía, como escapatoria, las


bases teóricas de la apotheosis del individuo soli­
tario. La perm anencia de las tradiciones escolás­
ticas suele enraizarse en una inercia espiritual
que las mantiene vigentes más allá de toda expec­
tativa razonable, mediante la paciente tarea de
ir vertiendo vino nuevo en odres viejos. En efec­
to, ambos m aestros del revisionismo estoico mo­
dificaron la doctrina en un punto clave para el
sesgo ideológico de su empresa intelectual: mien­
tras que Zenón y Crisipo habían reducido los
afectos a simples referencias de la synkatáthesis,
destruyendo la autonomía de la vida instintiva,
ellos conciben ahora los afectos como factores
fundam entales de la vida anímica, asentándolos
en facultades (dynámeis) independientes del lógos
y relevantes en la actividad del hegemonikón.
Estas facultades no eran, hablando con propiedad,
partes del alma, pero sí factores independientes de
la facultad racional. Por consiguiente, la raíz de la
infelicidad personal no estaba situada, toda ella,
en la corruptora fluencia de la convivencia so­
cial y de la comunidad política — como prego­
naban los prim eros estoicos, impregnados aún de
cinismo—, sino en la propia estructura psíquica
del hombre; la vida social y el quehacer público
no sólo no constituían un riesgo para la eudaimo-
nia, sino que, por el contrario, era el m ejor ca­
mino hacia la disciplina de los instintos que laten
poderosam ente en el seno de la naturaleza hu­
mana. Para el estoicismo original, la raíz del mal
no emergía del propio individuo; para Posidonio,
está en la entraña del individuo mismo. Siendo
así, el hom bre no debe huir del entorno cívico
para eludir el encuentro con los malvados, sino
seguir los pasos de los ciudadanos honestos e
im itar el ejemplo de su rectitud moral.
Como en la concepción de Panecio, en la de
Posidonio el alma impregna la totalidad del cuer­
po, en incesante interacción recíproca. En los in­
dividuos, como en los pueblos, las cualidades
EL APOGEO ROMANO 145
espirituales están condicionadas por las cualida­
des somáticas; el factor de la animalidad penetra
en el hegemonikón del ser humano. El fenómeno
del lenguaje (lógos prophorikós) revela el punto
más noble de esa progresiva articulación de lo
físico y lo psíquico.
En un aspecto relevante para este trabajo, sin
embargo, se separan ambos pensadores: el des­
tino del alma. Para los dos, el alma es sustancia
m aterial, y no espíritu inmaterial; con estricta
lógica, Panecio rechaza toda presunción de una
inm ortalidad individual, delatando, tam bién en
esta cuestión, un sentimiento aristocrático de la
existencia volcada hacia los goces del mundo;
Posidonio, enfeudado a una visión platonizante
del credo estoico, sostiene que el alma se instala,
al dejar el cuerpo, en la nebulosa atm ósfera de
los espíritus siderales. Según él, el pneuma indi­
vidual es el daímón personal —espíritu divino
particularizado para cada hombre—, que sólo su­
fre las pasiones m ientras está tem poralm ente en­
carnado en el individuo humano; al disociarse del
soma, el daímón, liberado del dolor y de la m uerte
orgánica, asciende a los espacios aéreos e ígneos
hasta alcanzar, en virtud de una ley cuasi-física,
el nivel de densidad pneumática que corresponda
a la pureza espiritual de ese daímón, para vivir
en ese espacio una existencia imperecedera. La
proclividad al mal y a la pasión desordenada co­
rrom pe el pneûma y aum enta la densidad aním i­
ca, lastrando el alma para el vuelo final hacia
las regiones del aithë'r; el alma queda así en una
cierta vecindad con las capas bajas de la atm ós­
fera, en compañía de otros seres moralmente con­
taminados. Por el contrario, las almas puras se
rem ontan a los altos espacios siderales para gozar
allí de una existencia plena y sin confines 19.

19 Vid. J. H. Randall J r., H ellenistic ways o f deliverance and


the m aking of the Christian synthesis (New York, 1970, pp. 84-85),
sobre la significación de esta doctrina en la historia de la espiri­
tualidad antigua.
146 GONZALO PUENTE OJEA

Contrasta el racionalismo religioso de Panecio,


su despreocupación por el destino del alma post­
m ortem, con la honda preocupación de Posidonio,
impregnado del eclecticismo popular de la época,
para el cual las tradiciones órfico-pitagóricas, fil­
tradas por Platón, de un alma peregrinante cons­
tituían la cima problem ática de la especulación
filosófica y religiosa. La popularización de la con­
m utación platónica cuerpo-tumba (sôma-sëma)
manifiesta la angustia vital de una sociedad su­
persticiosa y embargada por un intenso senti­
m iento de culpa. El filósofo de Apamea, aunque
integrado en la clase directora de la República
rodia, asumió esa preocupación popular para inte­
grarla en el misticismo astral, originario de la
M esopotamia y reelaborado en la Hélade. El re­
ciente sentim iento de frustración en las regiones
orientales del M editerráneo reflejaba, en cierta
medida, el empobrecimiento de aquellas regiones
como efecto de la sistemática política de explota­
ción de la República romana. El optimismo vital
de Panecio era ya imposible en el siglo i a. C.,
cuando el sistema esclavista alcanza su apogeo
y la pesada mano del dominador rom ano hace
manifiestamente ilusoria la retórica del progreso
m oral del pueblo. Ese Oriente mendicante, pese
a todas las vinculaciones de Posidonio con las
clases directoras de Roma, hubo de ejercer una
inequívoca influencia sobre su alma semita, esti­
m ulando la orientación m arcadam ente espiritua­
lista y religiosa de su pensamiento. Aunque el
significado ideológico de su actitud general en el
marco del estoicismo es evidente, y prolonga la
inflexión iniciada por Panecio, su doctrina del
destino del alma esquematiza el talante místico
de una población marginal que soportaba el peso
abrum ador de los nuevos señores del mundo.
Como advierte Rostovtzeff, cuando se compara
a Posidonio «con un racionalista tan radical como
Polibio, uno se da cuenta del inmenso cambio
que había experimentado el Oriente en el inter-
EL APOGEO ROMANO 147
valo entre am bos»20. Pero esa religiosidad de
orientación mística, que traducía el sentimiento
vital del hemisferio oriental del orbe romano, se
iría extendiendo en los siglos siguientes a la to­
talidad del Imperio, constituyendo un óptimo sus­
trato para el éxito de la propaganda cristiana.
El panteísmo organicista y vitalista de Posido­
nio, centrado en un espíritu divino instalado en
el ouranós y verdadero hegemonikón cósmico,
había de transform arse en la referencia tácita
o expresa de las concepciones del estoicismo en
la época imperial. El hombre, imagen del ser di­
vino, no será sólo parte (méros) del mundo, como
las demás cosas, sino miembro {mélos) del gran
organismo, había de decir Marco Aurelio para­
fraseando a Posidonio, Como mikrokósmos, el
hombre se sitúa en los confines de dos mundos
(syndesm os): su libre decisión lo orientará hacia
la divinidad, alejándolo de la servidumbre de la
bestia. La escisión de la conciencia dispararía al
hombre hacia la trascendencia como solución
compensatoria de las frustraciones de su vida
en el mundo real. El abandono del daímon per­
sonal es causa del extravío del hombre en una
existencia irracional anclada en las vanaglorias
y placeres del cuerpo. La coloración religiosa de
esta alienación del hom bre introduce el momento
diferencial respecto del sobrio racionalismo de
los fundadores del estoicismo: ahora, las solucio­
nes sincretistas que funden la sabiduría oriental
con la especulación occidental inician un largo
periplo que conducirá a la hum anidad a un sis­
tema de creencias del que somos herederos di­
rectos. Como indica E. Bevan, hay un innegable
parecido de familia entre el mundo de Posidonio,
«en el que las almas se elevan, a través de espe­
sas capas de aire, a las esferas del éter divino,
y los mundos de los gnósticos uno o dos siglos
más tarde, en los que las almas se esfuerzan por

M Cf. M. I. Rostovtzeff, Rome, cit., p. 157.


148 GONZALO PUENTE OJEA

abrirse camino, a través de las esferas de los


Siete Planetas guardados por demonios, hacia la
esfera de la luz y la beatitud en el más allá»21.
El m undo de Posidonio brindaba categorías men­
tales que un heleno, un judío o un cristiano,
un par de siglos después, acogería ávidamente
para explicar el sentido de sus creencias.
La teoría psicológica de los revisionistas del
estoicismo desemboca en una ética de novísimas
resonancias. Panecio, en su tratado m agistral so­
bre el deber (Perí toü kathé'kontos), aparecido
poco después de la m uerte de Escipión, cons­
truye la ética «en función de la sociedad roma­
na» 22. La misión del filósofo ya no es atrincherar
la existencia individual en el reducto del yo, ob­
turando toda posibilidad de acceso a las influen­
cias de la realidad social y política. Por el con­
trario, se trata ahora de integrar la conciencia
en la circunstancia vital, de insertar la vida moral
del hom bre en la tram a de sus determinaciones
externas. El espíritu humano crea la civilización
como una segunda naturaleza, en el marco del
designio finalista del lógos cósmico: el individuo
plasm ará su personalidad concreta en el contexto
de una familia y una nación. Las peculiaridades
nacionales de los individuos no se determ inan por
la constelación astrológica, sino por las condicio­
nes geográficas y étnicas, y por las form as socia­
les. Aunque la providencia cósmica ordena el
movimiento general de los seres, la heimarménë
no cancela la autodeterm inación del hom bre ni
su responsabilidad; el ser hum ano no es puro
lógos, ni su acción se cumple sin el concurso inte­
gral de su aparato físico e intelectual. Los senti­
dos sanos y las manos robustas no son adiáphora,
sino valores cuya fuente es la propia naturaleza.
El deber (kathë’kon) consiste en una operación
por la que el lógos fija a los instintos su medida
y dirección. La conducta se apoya en el respeto
21 Vid. E. Bevan, op. cit., pp. 116-117.
22 Cf. M. PohJenz, op. cit., I, p. 392.
EL APOGEO ROMANO 149

a las cosas conformes con la naturaleza, pero esta


naturaleza no es la del hombre abstracto, sino
la de un ser concreto y personalizado, modelado
por cuatro factores básicos: la naturaleza de la
especie, las disposiciones individuales innatas, las
circunstancias externas de la vida y la dedicación
profesional. Es deber, pues, todo aquello que se
ciñe a la peculiaridad de la personalidad indivi­
dual. La providencia no fija su destino, lo edifica
la personalidad con su praxis. Lo im portante es
poseer la ciencia de la recta conducta (phróné-
sis): la vida teorético-científica es un caso excep­
cional de esa praxis', el primado corresponde a
la actividad político-práctica, al servicio de la
colectividad. La sociedad natural no es la cosmó-
polis sino el Estado concreto y singular que acota
la vida personal del individuo y solicita su adhe­
sión moral. La instancia fundam ental de la vida
ética es la sociabilidad, no sólo en el sentido
negativo de evitar el daño ajeno, sino en el posi­
tivo de cooperar al bien comunitario. Al servicio
altruista del bien colectivo se endereza la magna­
nimidad (megalopsychía) como cualidad eminen­
te de la personalidad moral: esa grandeza del
ánimo que lo afirma como superior a las contin­
gencias externas y a las cosas según la natura­
leza, no entraña actitudes egoístas, sino el servi­
cio a la comunidad en puestos de mando. Los
instrum entos del magnánimo son la prudencia, la
moderación y el buen sentido (sóphrosyne) que
dominan la energía instintiva y la subordinan al
imperio del lógos. En la sóphrosyne se asienta
la unidad del carácter y la coherencia vital, la
integración de las virtudes en la síntesis arm o­
niosa de una personalidad, en un estilo de vida.
Al repliegue intim ista, Panecio sustituye la vida
como obra de arte, una vida acreedora del honor
social y atenta a las refinadas exigencias del aris­
tócrata·. compostura, afabilidad, elegancia de mo­
dales... El modelo de la excelencia m oral ya no se
recorta sobre el perfil del intelectual hirsuto,
150 GONZALO PUENTE OJEA

sino sobre la silueta del estadista romano, hom bre


de m undo con distinción personal (prépón). Como
el ideal escipiónico, consiste este modelo en la
fusión de la propia estimación con la dignidad
exterior. En esta m ixtura se inserta el respeto
a sí mismo y a los demás (aidö’s ), el decorum
como valor eminente del hombre romano; es de­
cir, la antítesis de todo lo que el héroe cínico
propugnaba como ideal de vida y principio de la
conducta moral.

3. Su peculiaridad ideológica
Los historiadores de las ideas suelen m ostrar
una completa insensibilidad para el significado
ideológico de las doctrinas filosóficas. Un estu­
dioso de las teorías políticas tan estimable como
G. H. Sabine, no vacila en escribir que la causa
del reajuste doctrinal efectuado por los estoi­
cos del período republicano fue, «en gran me­
dida, la incisiva crítica negativa del escéptico
Carneades»23. Y un filólogo tan eminente como
M. Pohlenz, usando de una figura literaria elu­
siva, declara que, «precisamente en esta época,
el destino quiso que un griego transform ase la
doctrina estoica en un arte de vivir perfectam ente
adecuado al espíritu occidental»24.
Según la afirmación del prim ero, el proceso
evolutivo de las ideas se cumple en el espacio
teórico de las disputas académicas, en la dialéc­
tica abstracta de las construcciones mentales,
Conforme a la declaración del segundo, ese pro­
ceso obedecería a la acción de una instancia mis­
teriosa llamada destino. En ambos ejemplos, re­
presentativos de mores científicos consagrados por
hábitos milenarios, las ideas habitan, incontami­
nadas como en un fanal, en las cabezas de los
hombres; ignorantes de las vicisitudes materiales
23 Cf. G. H. Sabine, op. cit., p. 152.
34 Cf. M. Pohlenz, op. cit., I, pp. 539-540.
EL APOGEO ROMANO 151
de la existencia concreta de sus pensadores, esas
ideas transitarían por sus cabezas como los car­
gamentos de las naves por los m ares océanos.
Se trata, en rigor, de una visión idealista de los
fenómenos intelectuales que no tiene pertinencia
científica alguna para explicar su historia. Cuando
esa visión —tácita o expresa— se enfrenta con
la explicación de procesos de ajuste como el que
nos ocupa, su inanidad queda de manifiesto: por­
que esa visión es constitutivam ente ciega para los
únicos factores que pueden explicar tales proce­
sos, es decir, los factores estructurales de la vida
humana —económicos, sociales— y los niveles
más bajos de las superestructuras que se alzan
sobre aquellos factores —vida política, ética so­
cial—. El estoicismo greco-romano transform a los
dogmas de la doctrina original —mediante su
hábil amalgama con elementos de la tradición
platónica y aristotélica—, no en virtud de la ab­
surda acción antropomórfica de un destino aza­
roso o providente —¿acaso el fatum stoicum?—,
ni a resultas de la habilidad dialéctica de un Car­
neades —pensador, por lo demás, de magra capa­
cidad creadora—. La dialéctica inmanente de las
ideas y la controversia académica pueden dar
cuenta —lo que no es poco— de la historia del
aparato categorial y de la forma de los proble­
mas, en el contexto de su tradición científica.
Pero el fenómeno de la transformación de las
ideas hunde sus raíces en las estructuras básicas
de la existencia humana, particularm ente en aque­
llas estructuras —económicas, sociales— que con­
figuran la existencia humana en cuanto vida co­
m unitaria —m undo de la política—. El hom bre
produce cuando se reproduce. Su producción fun­
damental es la de su propia vida. Al producir su
vida, produce tam bién la de los otros, porque
toda producción hum ana es producción social. La
figura concreta de esa producción social incluye
los factores socio-económicos —estructura— y los
factores mentales —superestructura—. Las ideas
152 GONZALO PUENTE OJEA

son resultado del proceso material. El estoicismo


greco-romano fue lo que sabemos que fue, porque
el proceso m aterial de la vida colectiva en el pe­
ríodo republicano determinaba justam ente una
ideología legitimadora de la form a de ese proceso,
es decir, de las relaciones de producción por las
que las clases dominantes de la sociedad romana
podían afirmar sus intereses en aquella excepcio­
nal coyuntura de engrandecimiento colonialista.
La ideología estoica del período helenístico-
romano se configuró en estrecha dependencia de
los intereses de las clases dominantes de la Repú­
blica romana. El simple análisis de los conteni­
dos de la doctrina, en el m arco de eisos intereses,
bastaría como prueba de dicha dependencia; pero
la anécdota biográfica de su principal exponente,
Panecio de Rodas, aporta aquí una evidencia
complementaria. Se sabe que el griego figuraba,
como Polibio —el otro gran apologista de la cons­
titución rom ana—, en el séquito de Escipión Emi­
liano ya mucho antes del año 146 a. C.; y,que le
acompañó como consejero distinguido en su largo
viaje a Oriente en el 140-139; es probable que resi­
diera repetidam ente en Roma, aún más tarde.
Panecio m antuvo relaciones de estrecha am istad
no sólo con Escipión, sino tam bién con Lelio y
otros senadores; ejerció una hondísima influencia
en los medios aristocráticos de la Urbs·, e inter­
vino directam ente en im portantes asuntos políti­
cos del momento.
El contacto con Polibio y su propia experiencia
lo convencieron de la necesidad histórica del im­
perio ecuménico de Roma. Precisamente su inme­
diata vinculación con el llamado círculo escipió-
nico 25 vino a ser una eficaz vía de inserción del
revisionismo estoico en el éthos y las empresas
políticas de Roma.
El pueblo romano ostentaba en su idiosincrasia
rasgos que habían de aproximarlo a la ética estoi­
25 Cf. M. Pohlenz, op. cit., I, pp. 542-543, para otros miem bros
de este círculo.
EL APOGEO ROMANO 153

ca tan pronto como ésta quedara expurgada del


radicalismo cínico de un Zenón y de la hipertrofia
intelectualista de un Crisipo. La tarea de los men­
tores ideológicos de la hegemonía romana no con­
sistía ya en dar el golpe de gracia a las tradicio­
nes de la polis —como correspondió a los funda­
dores estoicos— sino en otorgar validez universal
a las tradiciones de la civitas por antonomasia.
Esos mentores tenían que comenzar por desechar
la idea de la conciencia como instancia encasti­
llada y m arginada de la vida real. No que la nueva
ideología —con su horizonte utópico y su temá­
tica concreta— no hubiera de proyectarse, en defi­
nitiva, sobre la conciencia alienada de las masas,
pero sí que sus beneficiarios podían disfrutar —al
revés de lo que sucedió en el período preceden­
te— de unas vivencias coherentes con su vocación
mundana y de una felicidad hic et nunc. Pues la
alienación propia de las aristocracias ofrece for­
mas variadísimas y diversos grados de compleji­
dad, en conexión directa con el vigor y la edad
histórica de cada estructura de dominación.
El romano propendía, por carácter y por la pe­
culiaridad de su organización social y económica,
a privilegiar la actividad práctica y los deberes;
su norm a suprem a era la voluntas. Sus dioses,
expresiones sublimadas de fuerzas reales muy
concretas, se ligaban íntim am ente a la tradición
familiar y pública de la colectividad. Su sentido
del orden y la disciplina se plasm aba en un sis­
tema de comportam ientos enraizados en la virtus,
es decir, en la disposición interior del vir. La pie­
tas y la fides, unidas a la destreza, la laboriosidad
y la paciencia, constituían los valores característi­
cos del sistema. Un verdadero romano debía ser
el vir bonus que honra al m os maiorum y se so­
mete al bien común. El cuidado de la res publica
venía a funcionar como principio regulativo de
la conducta, pues es moral lo que la comunidad
reconoce como honestum, lo que es acreedor de
los honores en cuanto reconocimiento público de
154 GONZALO PUENTE OJEA

la virtus. Ese orden m oral encarnaba en el tus,


es decir, el orden jurídico como referencia posi­
tiva del comportamiento.
Si bien habían penetrado en Roma algunas ideas
filosóficas griegas aún antes del año 200 a. C., los
problem as especulativos sólo adquirieron relevan­
cia en la crisis de crecimiento que llevó de una
sociedad agraria y localista a una sociedad que
tenía ante sí nuevas solicitaciones y responsabili­
dades políticas desconocidas hasta entonces. La
expansión de la República, su apertura a una pro­
blem ática insospechada, obligan a los romanos £
integrarse en un nuevo horizonte espiritual acor­
de con la nueva praxis. Serían los filósofos grie­
gos quienes aportarían el refinado utillaje con­
ceptual necesario para la forja de una ideología
al servicio del protagonism o interior y exterior
de las clases dirigentes de aquella República. La
denuncia pública que form uló Carneades con oca­
sión de su em bajada a Roma, en el año 155 a. C.,
acusando a ésta de sojuzgar a otros pueblos por
la fuerza y sin el menor respeto de la justicia,
y la agitación social durante el tribunado de los
Gracos, constituyeron poderosos estímulos para
urgir la formulación de esa ideología, única m a­
nera de conferir un estatuto teórico adecuado a
los intereses de las clases altas de la sociedad
romana.
La m ente form alista de los creadores del ius
era proclive al racionalismo de la Estoa, que brin­
daba, por añadidura, refinadas categorías axioló-
gicas para expresar el ideal de la virtus. Solamen­
te se precisaba acomodar el cuerpo de la theoria
a los intereses reales de la praxis. Panecio, con
su espíritu aristocrático y su sentido innato de
los imperativos de la sociabilidad, sería el gran
arquitecto de la nueva formación ideológica. Su
talante se alejaba de los rigores de la apátheia
de un Zenón, aproximándolo a la exultación vital
(euthym ía) de un Demócrito. El ideal de una vida
activa reflejaba el optimismo innato de su perso­
EL APOGEO ROMANO 155

nalidad y lo conducía a proponer lá acción de


mando como el objetivo de la gran personalidad
moral. Según este ideal, lo moral (kalón) se iden­
tifica con lo útil (ophelim on); se tra ta de ser útil
a la comunidad en el contexto institucional y ju rí­
dico de la res publica. Esa forma superior de la
personalidad m oral se encarna en el hombre de
Estado, cuyo modelo es un trasunto de las cuali­
dades que adornaban al aristócrata romano, ejem­
plarizado en la figura señera de Escipión. El ins­
tinto social, no la debilidad humana, es la raíz de
la comunidad política, la cual, aunque institución
moral, sólo adquiere su form a perfecta como or­
ganización jurídica formal que garantice el interés
común y la igualdad ante la ley. Pero no una igual­
dad de participación política, sino la distribución
de funciones según el modelo de la m ikté politeia,
cuya m ejor ilustración era, a los ojos de un Poli-
bio o de un Panecio, la República romana con su
estructura trim em bre —pueblo, senado y magis­
trados—.
El inequívoco significado ideológico de esta doc­
trina del Estado, desde el punto de vista de las
relaciones de producción, se delata paladinam ente
en la tesis de Panecio que afirma que el origen
de la institución estatal radica en la eminente
función de defender y asegurar la propiedad pri­
vada. ¡Sorprendente peripecia de una doctrina
que había nacido, en el siglo iv, de la subversiva
denuncia de la acción degradante del instinto po­
sesivo, y que concluía ahora en la declaración de
la inviolabilidad de la propiedad privada como
contenido eminente de la sociedad!... Por supues­
to, no se tratab a de la apoteosis de una idea abs­
tracta, sino de la defensa del sistema de los inte­
reses de la clase senatorial y propietaria de Roma.
Ahora bien, la garantía de esta dominación de
clase ya no podía obtenerse, en el siglo i i a. C.,
en el m arco jurídico de una civitas cerrada sobre
sí misma. E ra indispensable habilitar un amplio
espacio de vigencia jurídica donde el libre juego
156 GONZALO PUENTE OJEA

de intereses de esa clase no encontrase obstáculos


de índole moral. Panecio, en neto contraste con
la áspera sinceridad de Carneades, sostiene la idea
aristotélica de que un pueblo tiene derecho a ejer­
cer su dominio sobre otros pueblos, si es capaz de
aportarles un grado superior de civilización. Cier­
tos pueblos deben obedecer a otros que les son
superiores. Se cierra, así, el círculo teórico de la
soberanía de una clase que invoca la retórica de
un progreso m oral universal y de una concordia
sin fronteras. Roma contaba ya con una ideología
a la m edida de sus intereses.
Entre los postulados de la ética, Panecio incluye
la philanthrôpia y un orden jurídico de validez
universal fundado en la naturaleza (ius naturale,
ius gentium). El influjo de la física y la dialéctica
estoicas sobre la jurisprudencia rom ana perm itió
a los jurisconsultos romanos, a p artir de Q. M.
Scaevola, configurar rigurosam ente la problem á­
tica teórica del derecho. Sin embargo, hay que
hacer notar que las ideas de fraternidad e igual­
dad ante la ley funcionan como horizonte utópico
de una ideología cuya estructuración temática ca­
noniza el sistema de valores favorable a los inte­
reses de las clases dominantes de la República,
dentro y fuera de Italia. La intención om nipre­
sente del estoicismo helenístico-romano fue la de
arm onizar doctrinalmente los imperativos de la
Realpolitik con los postulados de una herm andad
universal. El discípulo directo de Panecio, el sirio
Posidonio, captó perspicazmente el espíritu de la
nueva escuela al haber creído, «como Nicolás
de Cusa en la Baja Edad Media» —escribe E. Bar­
ker—, en una concordantia catholica o ‘arm onía
general’ que uniera cielos y tierra, e hiciera del
gobierno terrenal en su verdadera naturaleza, una
copia del celestial; en esta vida, el sabio —el filó­
sofo y el auténtico estadista— habrían de inter­
p retar e im itar el verdadero orden de la república
divina, y a su m uerte (como Cicerón, quizás si­
EL APOGEO ROMANO 157
guiendo a Posidonio, nos dice en el Som nium
Scipionis), serían transferidos a ella»26.
Conjugar un horizonte utópico cautelosamente
confinado en los ejercicios de la retórica y una
temática concreta de posiciones de dominación,
es siempre el difícil test de toda ideología en la
sociedad de clases. Posidonio contribuyó a supe­
ra r la prueba en la coyuntura de su tiempo me­
diante una ingente polimathéia, síntesis de cono­
cimientos capaz de dar cuenta del ámbito geográ­
fico, etnológico e histórico de la oikouménë como
correlato científico de la dominación universal
de Roma. Con innegable perspicacia y cierto can­
dor, M. Pohlenz escribe que, en virtud de ese tra­
bajo de polígrafo, resulta «por prim era vez indi­
vidualizada la causa más profunda del ascenso
de Roma, la misma causa que puso a Roma en
condiciones de justificar su misión y de defender
la civilización occidental»27. Porque para Posido­
nio, como para su m aestro Panecio, es la prónoia
divina la que organiza el curso de la historia uni­
versal; entonces, la hegemonía romana es un fac­
tor del orden cósmico en el contexto de una sym-
pá’theia y de una fuerza vital (dÿnamis zôtikê’)
universales. Ante este espléndido panoram a —que
desde Diodoro Siculo tiende a convertirse en mo­
delo de la especulación histórica—, el estadista
romano podía solazarse con la convicción de estar
protagonizando, dentro y fuera de la Urbs, una
misión providencial de concordia ecuménica, sir­
viendo así la voluntad de los dioses.
Para cohonestar las inquietudes filosóficas con
la práctica de la pietas tradicional, Panecio forjó,
en obsequio de los prohom bres romanos, la con­
cepción de una divinidad universal y providente
concorde con la religión heredada de los mayo­
res. Con su tripertita theologia, el civis podía
aderezar su menu espiritual con tres categorías

26 Cf. M. B arker, From Alexander to Constantine, cit., p. 282.


27 Cf. M. Pohlenz, op. cit., I, p. 431,
158 GONZALO PUENTE OJEA

de divinidades, todas ellas véhiculantes de la ener­


gía del lógos cósmico: las fuerzas naturales per­
sonificadas, las divinidades de la religión pública
y los dioses del mito. Es decir, el genos physikón,
el politikón y el mythikón. Con esta genealogía
divina, la concordantia cuadraba sus cuentas.
La nueva ideología no trataba, en suma, de legi­
tim ar una actitud de evasión de la vida cotidiana
m ediante el encastillamiento en la inmarcesible
libertad de la conciencia —como en el estoicismo
original—, sino de acondicionar m entalm ente esa
vida cotidiana para tornarla una m orada placen­
tera para el hom bre de carne y hueso. O sea,
hacer «que los hombres se encontrasen en el Uni­
verso como en su propia casa», como apunta
E. Bevan. La ideología de evasión sólo podía ser­
vir a una sociedad que acababa de quebrar el
edificio institucional de la polis y se encontraba
en una intem perie política; una sociedad en la
que el consensus sólo podía cim entarse ideoló­
gicamente en la actitud concesiva de unas ,élites
del espíritu que se afanaban exclusivamente en
la aventura subjetiva de su beatitud personal.
Aunque la gran masa carecía de la fuerza de
carácter necesaria para realizar las fórm ulas es­
toicas de felicidad, por un momento el ideal des­
viaba la atención de los rigores de una existencia
intolerable e inducía residualm ente a conductas
conformistas. Con el ascenso de Roma, ni las
élites ni la gran masa, por motivos diferentes,
se m uestran dispuestas a perm anecer vivencial-
m ente en esa extrema tensión entre un hori­
zonte utópico que prom ete todo y una realidad
social que lo desmiente radicalmente. Las clases
privilegiadas necesitaban acercar los dos niveles
de la ideología. La gran masa siente la urgencia
de reconciliarse con los bienes del m undo y las
complacencias del cuerpo; reconciliación sin duda
ilusoria, porque la realidad social seguiría impi­
diéndole esos goces; pero la àskësis de los maes­
tros estoicos resultábale psicológicamente insopor-
EL APOGEO ROMANO 159

table. E ra una m oral de héroes, no de esclavos,


pero que venía a proponer que los esclavos, sin
intentar dejar de serlo, se comportasen como
héroes en el sufrimiento. La legitimación ideoló­
gica de la hegemonía rom ana iba a perpetuar el
yugo de esas masas, pero, a la vez, a m itigar la
tensión extrema entre un ideal que no promete
nada en la vida de la ciudad —y que exige la
renuncia radical a las pasiones— y una realidad
que sólo los espíritus fuertes podían eludir en su
cotidiana hostilidad. Esa ideología ayudaría, no
a transform ar el mundo de la explotación, sino
a pensarlo de nuevo en un sentido integrador,
reivindicando el valor de la vida como es —con
sus pequeños placeres, sus zozobras, sus anhelos,
sus emociones, sus esperanzas—. Para las clases
dominantes, no se trataba ya de aprovecharse
m aterialm ente de un m ensaje de evasión que de­
jaba indemnes los poderes establecidos. La ideo­
logía cumpliría, ahora, una función directamente
legitimadora, galvanizando las almas para la ex­
plotación de los cuerpos.
Desde Catón hasta Cicerón, la doctrina pane-
ciana del deber ocupa el centro de la nueva ideo­
logía al servicio de las clases romanas privilegia­
das. Vale la pena detenerse brevemente en la
personalidad intelectual de Cicerón (106-43 a. C.).
Bajo la influencia de Filón el Académico y An­
tíoco el Estoico, el estadista romano va disemi­
nando en el público culto de la Roma del prim er
siglo antes de Cristo, elementos de una concep­
ción del m undo que combina, con escasa cohe­
rencia y cierta superficialidad, la tradición plató­
nica y la dogmática estoica, según la perspectiva
característica de un miembro integrante de las
clases dirigentes de la República. La firme con­
vicción que late en sus escritos —todos ellos per­
tenecientes al final de su vida (52-43 a. C.)— es
la de que sólo el hom bre político que actúa el
bien de su pueblo realiza la virtus suprema. La
quintaesencia de esta posición ideológica —fir­
160 GONZALO PUENTE OÍEA

memente apoyada en Panecio— aparece aún con


mayor claridad en su tratado De Officiis que en
los propiam ente políticos De República y De le­
gibus.
El officium, versión latina del kathë’kon, con­
siste en la conducta conveniente en las situaciones
normales de la vida y en sus coyunturas extraor­
dinarias. Esta idea ciceroniana del deber acentúa
el momento de la obligatoriedad m oral aún más
que la doctrina de Panecio, pues constituye la
esencia de la virtud y la divisa del civis romano.
«La virtus —clama Cicerón— está insita en la es­
tirpe y en la sangre de los romanos. Conservadla,
esta virtus que vuestros mayores os han dejado
como herencia. Las demás cosas son falsas, inse­
guras, caducas, mutables; sólo la virtus tiene raí­
ces profundas, y ninguna fuerza puede alterarla
ni moverla de su sitio. Por medio de esta virtus,
vuestros antepasados han conquistado el mundo
entero...; usadla ahora vosotros contra el ene­
migo interior!»28. Recordemos que estas exhor­
taciones moralizantes, sin duda profesadas con
acentos de sinceridad, no impedían a Cicerón
participar en las operaciones especulativas del
m undo de los negocios, porque era, ante todo,
un hom bre de su clase. La im portancia de una
solidaridad comunitaria era, no obstante la jerar­
quía de las clases, la prem isa de todo orden polí­
tico. «Porque es el objeto y propósito de las leyes
asegurar que la unidad del cuerpo cívico sea fir­
me y estable, y que aquellos que intenten dismi­
nuir esa unidad sean frenados m ediante el casti­
go, bien con la m uerte, bien con el exilio, con la
prisión o con las m ultas»29. Una política de clase
exige un código penal que, pese a la apariencia
de su generalidad, es un código de clase. El hom­
bre de Estado que sabe realizar la unidad del
cuerpo cívico y actuar las leyes es acreedor a la

28 Cit, p o r M. Pohlenz, ibid., p. 563.


i9 Cit. p o r E. B arker, op. cit., p. 201.
EL APOGEO ROMANO 161

más alta recom pensa moral: la gloria como expo­


nente de la excelencia ética.
Esta m oral de señores, que traduce cándida­
mente la ideología de las clases explotadoras de
un pueblo conquistador, se inserta, en la obra de
Cicerón, en un horizonte utópico de singular for­
tuna: la idea de humanitas. En Panecio, la indivi­
dualidad nacional coloreaba intensamente el ar­
quetipo de la personalidad ética, pues ni siquiera
la dependencia del ideal nacional respecto del
postulado de la phylanthrópía llegaba a debilitar­
lo. Con Cicerón, la humanitas adquiere un re­
lieve excepcional: ahora, el poder de Roma está
consolidado y necesita de un ideal atractivo sus­
tentador del consensus general, pues sabe muy
bien que con las arm as se conquista pero no se
gobierna. M ientras que Panecio, en el siglo I I ,
pensaba que la em presa romana exigía aún seve­
ridad contra los enemigos de la nueva hegemonía,
Cicerón, en el siglo i, está convencido de que esa
empresa, ya consumada, requiere una política de
moderación, de afabilidad universal, de reconoci­
miento filosófico de los débiles. Pero la humanitas
no evoca la herm andad, sino la dignidad del ser
del hombre; es mucho más equívoca que la phy-
lanthrópía, aunque suscite emociones estéticas más
refinadas y más propicias al ánimo aristocrático.
No se trataba de debilitar la virtus romana, sino
de m atizarla con sentimientos que valorasen el
ámbito privativo de la condición hum ana (res pri­
vata), atem perando los rigores de la virtud, para
dominar m ejor. ¿Qué valor tenía, en verdad, la
res privata para una inmensa mayoría de esclavos
o vasallos indigentes?... El falaz ideal de la hum a­
nitas enriquecía, sin embargo, la plausibilidad teó­
rica de un horizonte utópico encubridor de situa­
ciones concretas de dominación constitutivas del
núcleo de la ideología. Pohlenz no deja de adver­
tir sobre la significativa matización que introduce
la traducción latina de los términos recibidos de
la Estoa: para Cicerón, la apátheia es la tranqui-
1 62 GONZALO PUENTE OJEA

litas animi; la eúnoia es la benevolentia. Más


tarde, la prohairesis será la voluntas. En el matiz
diferenciador se esconde todo un m undo de trans­
formaciones ideológicas.
Cicerón inserta en la sección final del De Repú­
blica, el famoso Somniun Scipionis30, de inspira­
ción estoica y platonizante.
Esta obrita interesa por la ingenua concisión
con que se form ulan los principales aspectos de
la ideología de toda una época. Escipión el Afri­
cano le dice a su nieto, en el Sueño, que sobre
la tierra no hay nada «que sea más agradable al
dios de las alturas, que gobierna todo el universo,
que aquellas asambleas y comunidades de hom­
bres unidas por una común participación en la
ley, que se conocen por el nom bre de Estado: sus
gobernantes y guardianes (rectores et conserva­
tores) proceden del cielo y al cielo retornan». La
ciudad ideal puede ser la nuestra, el modelo ro­
mano del Estado. E sta axiología de las realidades
políticas, características de todo el estoicismo
helenístico-romano, se inserta en una teología
cósmica inspirada en Posidonio: la providencia
divina, la m ajestad del universo, la insignificancia
de la tierra, etc. El abuelo continúa diciendo al
nieto que debe cuidar de su espíritu, que es eter­
no por naturaleza; y concluye, parafraseando al
filósofo de Apamea: «ejercítalo en las más altas
ocupaciones— ocupaciones que consisten en el
cuidado de la seguridad de tu patria—; y luego
el espíritu dentro de ti, animado y ejercitado por
ese cuidado, volará tanto más rápidam ente a esta
tu m orada y hogar». El realismo político de Pa­
necio y el esplritualismo astral de Posidonio en­
cuentran en los presuntos labios del general ro­
mano una expresiva síntesis de la ideología de
una clase dom inante en la hora de sus grandezas.
El éxito romano hubo de transform ar, así, la
perspectiva original del sophós estoico. Pero es

30 Vid. E. B arker, ibid., pp. 193-195.


EL APOGEO ROMANO 163

la propia doctrina de los fundadores la que, há­


bilmente sazonada con ciertos elementos del le­
gado filosófico helénico, brindaría los materiales
requeridos para aprehender m entalmente la trans­
formación socio-política del mundo helenístico-
romano. La nueva formulación ideológica del es­
toicismo legitima el poder de las clases propie­
tarias de Roma en su fase de expansión terri­
torial, asentando el señorío de la oikoum éné en
el ius y el imperium, como trasuntos de una con­
cepción moral.
El trabajo de los ideólogos ha cambiado de
signo: no basta una filosofía de la abstención, ni
un vano verbalismo sin convicción, exhortativo del
cumplimiento de los deberes cívicos. Los maes­
tros del estoicismo greco-romano acomodan la
doctrina a las exigencias del éthos de las nuevas
clases dominantes, sustituyendo la acción a la
evasión. E sta ideología de colaboración comporta
el oscurecimiento o la supresión de ciertos con­
tenidos teóricos del estoicismo original, y el én­
fasis de otros. Probablem ente pertenece a esta
época el prim er esfuerzo serio por expurgar los
antiguos textos estoicos de los ingredientes cíni­
cos y anárquicos, idealizando la imagen de las
virtudes sociales. Ahora, la articulación de la temá­
tica ideológica de las situaciones concretas de
dominación con el horizonte utópico no manifies­
ta la extrema tensión dialéctica que caracterizaba
a la prim era ideología estoica. El ideal m oral se
ofrece como la axiología más próxima al pragm a­
tismo de la sensibilidad popular, aunque estuviera
inequívocamente dirigido a la justificación y sal­
vaguarda de los intereses de las clases dominan­
tes de la sociedad romana. No cabía, así, una
lectura proletaria de ese ideal —como resultó po­
sible para el prim er estoicismo—; los nuevos po­
deres no se contentaron con la ambigua ideología
de manos libres para un puñado de caudillos
pugnaces y sus cohortes de privilegiados; ahora,
las clases dom inantes reclamaban una ideología
164 GONZALO PUENTE OJEA

de compromiso radical al servicio de sus intere­


ses. El conformismo pasivo había tenido su hora;
el poder romano imponía, esta vez, un conformis­
mo activo, como imperativo de la nueva visión
m oral del mundo.
III. La ideología estoica en el
declive del mundo antiguo

1. La configuración histórica del Imperio


Entre el año 27 a. C., en que se inicia el régimen
monárquico del Principado, y el año 192 d. C.,
en que concluye el período del despotismo ilus­
trado de Flavios y Antoninos, el Imperio ofrece
el brillante panoram a de una pax romana indis-
cutida, sólo perturbada por las contiendas para
la sucesión en el poder, o por los episódicos con­
flictos fronterizos. Sin embargo, en esa plenitud
comienzan a emerger los prim eros síntomas de
la declinación, mucho antes de que la grave crisis
del siglo n i pusiera a prueba las reservas vitales
de ese Imperio, reservas que, m ejor o peor, aún
habrían de perm itirle prolongar su existencia por
otras dos centurias más !.
En vísperas de la instauración del Principado,
el Estado romano era un Imperio regido de iure
por el populus romanus, pero gobernado de hecho
por un Senado constituido por los ciudadanos más

1 Para u n a orientación bibliográfica sobre la decadencia roma­


na, vid. D. Kagan, ed., Decline and. jail of the Rowan Empire.
Why did it collapse? (Boston, 1962); R. Rémondon, La crisis del
Im perio Romano-, de Marco Aurelio a Anastasio (trad., Barcelona,
1967); N. H. Baynes, The decline of the Roman power in the West.
Some m odern explanations (en B yzantine studies and other essays,
(London, 1960, pp. 83-96); W. I. W esterm ann, op. cit., pp. 118-120.
166 GONZALO PUENTE OJEA

ricos y nobles de Roma; en tanto que las pro­


vincias «eran consideradas como predios de esta
comunidad gobernante» 2. La estructura del Estado-
ciudad se m antenía en apariencia, con leves reto­
ques en el mecanismo del poder; pero esa aparien­
cia no alcanzaba a velar el locus de la soberanía
efectiva, que no era otro que la voluntad del prin­
ceps. En su aspecto social, la situación quedaba
definida por el juego de las clases, que Rostovtzeff
resum e así: «la clase gobernante era más bien
pequeña y sus miembros residían en la ciudad
de Roma, poseyendo en su mayoría extensas pro­
piedades en Italia y en las provincias. Una nutri­
da e influyente clase de hom bres de negocios y
terratenientes formaba, en el orden senatorial, la
clase superior en Roma y en las ciudades de Ita­
lia. Algunos de estos hom bres de negocios eran
inmensamente ricos, y menos opulentos otros.
Casi todos ellos vivían una vida de rentistas. La
verdadera clase trabajadora se componía de pe­
queños comerciantes y artesanos en las ciudades;
de esclavos, en las oficinas y las tiendas de la bur­
guesía; de pequeños agricultores libres, en el cam­
po; y de una m ultitud constantem ente creciente
de esclavos y colonos, en las fincas rústicas de la
burguesía terrateniente. Esta misma articulación
se repetía en los grupos de ciudadanos romanos
de las provincias». En el plano económico, per­
siste «el mismo tipo de capitalismo que había
existido en Oriente antes y durante el período he­
lenístico. Dentro del Estado romano, y entre éste
y sus vecinos, se desarrollaba un libre intercam ­
bio de mercancías. El ram o m ercantil más im­
portante no era el comercio de objetos de lujo,
sino el intercam bio de artículos de prim era necesi­
dad [...] De los lugares más apartados del mundo
greco-romano venían comestibles y prim eras ma­
terias; y de las ciudades griegas y de Italia, aceite,
vino y m anufacturas. Los negocios financieros y
2 Vid, M. I. Rostovtzeff, Historia social y económica del Im pe­
rio Romano, cit., pp. 73-74.
EL DECLIVE DEL MUNDO ANTIGUO 167

las operaciones bancarias constituían casi exclu­


sivamente un privilegio de Italia y, sobre todo,
de Roma, ya que la mayor parte del dinero amo­
nedado estaba concentrada en manos de los capi­
talistas romanos. La situación política contribuyó
no sólo a hacer de estos negocios un monopolio
de Roma y singularmente de los burgueses de la
capital, sino a darles un carácter de usura que
cohibió gravemente el sano desarrollo de un sis­
tema capitalista de evolución normal. Otro impe­
dimento fue la lentitud relativa del desarrollo de
la industria, lentitud que cohibió la evolución de
la técnica industrial y el tránsito del taller a la
fábrica. El taller siguió siendo el método de pro­
ducción dominante, y ni siquiera la reunión de
muchos talleres del mismo orden pertenecientes
a un mismo propietario llegó a convertirlos en
una fábrica, en el sentido moderno de la palabra.
Sin embargo, hemos de tener en cuenta que el
trabajo de los talleres era ya altamente diferen­
ciado y que, en su mayor parte, sobre todo en
los grandes centros industriales, no producían sus
mercancías con sujeción a pedidos determinados,
sino para un mercado indefinido. Algunas ciuda­
des de Italia comenzaron a desempeñar un papel
preem inente entre los grandes centros industria­
les del m undo antiguo [...]; si bien Italia no lle­
garía jam ás a situarse a la cabeza del desarrollo
industrial. Este papel estaba reservado a las ciu­
dades del Oriente griego» 3.
Esta extensa cita literal ofrece m ejor que cual­
quier glosa el clima económico de un Imperio
que, bajo los oropeles políticos y los símbolos
de su ceremonial, se proponía, como todos los
imperios, establecer un duradero sistema de explo­
tación económica en beneficio de sus clases privi­
legiadas. Pero Rostovtzeff no logra explicar —pese
a sus esfuerzos reiterados—· la fisonomía del ca­
pitalismo antiguo y su manifiesta incapacidad
3 Ibidem .
168 GONZALO PUENTE OJEA

para superar las trabas que le imponía el modo


de producción vigente, es decir, el modo de pro­
ducción basado en el trabajo de esclavos. El quid
de la explicación no se alcanzaría jam ás a fuerza
de descripciones y análisis hístoriográficos, aun­
que sean tan perspicaces, por lo general, como los
de Rostovtzeff, investigador que se condenó a la
oscuridad, al estim ar que el proceso económico de
la Antigüedad difiere del proceso económico del
m undo moderno «solamente en cantidad, no en
calidad». Sólo Marx supo explicar tan sorpren­
dente fenómeno. El capitalismo industrial —es
decir, m oderno— se basa en la extracción del ma­
yor m argen posible de plus-valía a aquella parte
del capital que se invierte en la fuerza de trabajo
(capital variable). Se trata, pues, de un capital
generador de valores de cambio cada vez cuantita­
tivamente mayores, mediante la incorporación de
un plus de valor que crea la fuerza de trabajo
—obreros asalariados form alm ente libres— sin
rem uneración alguna. Como los precios del m er­
cado tienden normalmente a la baja por efecto
de la libre competencia, el incremento de la plus­
valía —único télos del capital en el industrialism o
capitalista— sólo puede asegurarse aumentando
indefinidamente la productividad del trabajo asa­
lariado; es decir, asegurando una tasa creciente
de plus-valía, por medio de un perfeccionamiento
tecnológico incesante. En efecto, la introducción
rápida y masiva del maqumismo sólo resulta in­
dispensable desde el momento en que el desarrollo
del sistema capitalista industrial exige el paso de
la creación de plus-valía absoluta a la creación de
plus-valía relativa. En el capitalismo antiguo, por
el contrario, el problema de la productividad deri­
vado de la plus-valía relativa ni siquiera pudo
llegar a plantearse. Frente al moderno capital in­
dustrial, el capital comercial y el capital usurario
—herm anos gemelos— son sólo «las formas ante­
diluvianas que preceden desde muy lejos al régi­
men de producción capitalista, y con las que nos
EL DECLIVE DEL MUNDO ANTIGUO 169
encontram os en las más diversas formaciones eco­
nómicas de la sociedad»4. El capitalismo antiguo
también se basa, evidentemente, en la plus-valía.
Porque «el trabajo excedente no fue inventado
por el capital. Dondequiera que una parte de la so­
ciedad posea el monopolio de los medios de pro­
ducción, nos encontram os con el fenómeno de
que el trabajador, libre o esclavizado, tiene que
añadir al tiempo de trabajo necesario para poder
vivir, una cantidad de tiempo suplementario,
durante el cual trabaja para producir los medios
de vida destinados al propietario de los medios de
producción, dando lo mismo que este propietario
sea el kalós kagathós ateniense, el teócrata etrus­
co, el civis romanus, el barón normando, el es­
clavista norteamericano, el boyardo de la Vala-
quia, el terrateniente moderno, o el capitalista» 5.
Pero las diferencias específicas del genus «explo­
tación» no son menos evidentes, pues «en aque­
llas sociedades económicas en que no predomina
el valor de cambio, sino el valor de uso del pro­
ducto, el trabajo excedente se halla circunscrito
a un sector más o menos amplio de necesidades,
sin que del carácter mismo de la producción bro­
te un ham bre insaciable de trabajo excedente. Por
eso, donde en la Antigüedad se revela el más es­
pantoso trabajo sobrante es allí donde se trata
de producir el valor de cambio en su form a espe­
cífica de dinero, es decir, en la producción de oro
y plata. En estas ramas, la forma oficial del tra­
bajo excedente son los trabajos forzados llevados
hasta la muerte. Para convencerse de ello, basta
leer a Diodoro Siculo. Sin embargo, en el mundo
antiguo esto no pasa de ser excepcional» 6. Así
como el capital no puede hoy en día sostenerse
en su misma existencia m aterial más que como
incesante expansión cuantitativa de su valor de
cambio, en las economías precapitalistas lo que
4 Cf. K. Marx, El Capital, cit., vol. I ll, p. 555.
s Ibid., vol. I, pp. 180-181. Vid. tam bién, vol. I, p. 228, nota 120.
* Ibidem.
170 GONZALO PUENTE OJEA

hoy son formas parásitas y subordinadas del capi­


tal industrial podían, no sólo existir como formas
relativam ente autónomas, sino incluso aparecer
como la riqueza como tal. En efecto, así como el
capital industrial sólo es definible por relación
a una economía totalm ente consagrada a la pro­
ducción de valores de cambio —mercancías—, y
no puede existir al margen de este tipo de econo­
mía, en la Antigüedad el capital se definía por
relación a una economía fundada esencialmente
en la producción de valores de uso, y podía así
m antenerse en su form a dineraria, es decir, como
capital comercial o usuario. «La existencia del ca­
pital usuario sólo exige que una parte por lo menos
de los productos se convierta en mercancías, y
que, a la par que el comercio de mercancías,
se desarrollen las diversas funciones propias del
dinero». E sta función puram ente dineraria se
robustece, en cierto sentido, cuando la produc­
ción de m anufacturas m ercantiles no logra un
alto nivel cuantitativo y cualitativo. Por ello,
agrega Marx, «en la antigua Roma, a p a rtir de
los últim os tiempos de la República, en que la
m anufactura se hallaba muy por debajo del anti­
guo nivel medio, el capital comercial, el capital
comercial en dinero y el capital usurario —den­
tro de la form a antigua— habían llegado a su
punto máximo de desarrollo»7. En Roma, como
nunca hasta entonces, ni siquiera en el esplendor
de los reinos helenísticos, la actividad usuraria
define fielmente la figura específica de la explota­
ción económica característica de las clases domi­
nantes. Como señala Marx, «bajo todas las for­
mas en que existe la economía esclavista (no de
un modo patriarcal, sino como en los últimos tiem ­
pos de Grecia y de Roma) como medio de enri­
quecimiento, en que el dinero es, por lo tanto, el
medio para apropiarse el trabajo ajeno por la
compra de esclavos, de tierras, etc., el dinero,

7 Ibid., vol. I l l , p. 555 (subrayado mío).


EL DECLIVE DEL MUNDO ANTIGUO 171

precisamente porque puede invertirse de este mo­


do, es valorizable como capital, rinde intereses» 8.
El atesorador de dinero se hace automáticamente
usurero. En la Roma del prim er siglo del Im pe­
rio, el usurero era un personaje omnipresente en
todos los mecanismos de la explotación.
Ahora bien, un sistema económico basado en
la producción de valores de uso tiende a privile­
giar la posesión del valor de uso por excelencia:
el hombre en cuanto creador de bienes de con­
sumo inmediato. La posesión del hombre en su
condición de esclavo corresponde cabalmente a
una sociedad en la que los propietarios aseguran
fundam entalmente su bienestar mediante un ins­
trum entum vocale sobre el cual detentan un ab­
soluto derecho de propiedad, y cuyo principal
atributo es la fuerza de trabajo. El uso de esa
fuerza de trabajo en actividades directamente lu­
crativas dependientes del intercambio de mercan­
cías no hace más que am pliar la esfera norm al
del empleo de esa fuerza productiva, originalmen­
te consagrada a la producción de valores de uso
en el oíkos.
Se podía, entonces, invertir una parte del capi­
tal en la adquisición de esclavos destinados a la
producción de mercancías. Pero así como en el
capitalismo industrial moderno el capital-dinero
sólo es una fase del movimiento circular de la
creación de nuevo capital, a través de las sucesi­
vas plus-valías —precisam ente aquella fase en que
una parte del capital se transform a en capital-
variable—, «en el sistema esclavista, el capital-di­
nero invertido para com prar la fuerza del trabajo
desempeña el papel propio de la forma-dinero del
capital fijo, el cual sólo va reponiéndose gradual­
mente, al expirar el período de vida activa del es­
clavo. Por eso, los atenienses consideraban las
ganancias obtenidas por un esclavista, ya fuese
directamente, m ediante la explotación industrial

8 Ibidem .
172 GONZALO PUENTE OJEA

de sus esclavos, o indirectamente, al alquilarlos


a otros para que los explotasen industrialm ente
(por ejemplo, en trabajos de minería), como sim­
ples intereses (más la amortización) del capital-
dinero desembolsado, exactamente lo mismo que
en la producción capitalista, el capitalista indus­
trial contabiliza una parte de la plus-valía, más
el desgaste del capital fijo, como intereses y repo­
sición de su capital fijo [...] Los simples esclavos
domésticos, ya se destinen a la ejecución de ser­
vicios necesarios o a la m era ostentación, como
esclavos de lujo, caen fuera de este punto de
vista; corresponden a lo que es hoy la clase de
nuestros dom ésticos»9. Este carácter esencialmen­
te estático del capital-dinero —negador de la esen­
cia del moderno capital como proceso dialéctico
de su propia creación— aparecía aún reforzado
por el hecho de que el factor productivo propia­
m ente dicho —la mano de obra— no surgía en
el seno del sistema y como una de sus creaciones
—en virtud de sus propias leyes económicas espe­
cíficas de la población—, sino como factor margi­
nal; pues, tam bién aquí, «el sistema esclavista
—allí donde constituye la form a predom inante
de la agricultura, la navegación, etc., como ocurría
en los Estados más desarrollados de Grecia y de
Roma— contiene un elemento de economía na­
tural. El mercado de trabajo se ve constante­
m ente surtido de mano de obra por la guerra,
la piratería, etc., y estos robos se desarrollan tam ­
bién al margen de todo proceso de circulación,
pues constituyen pura y simplemente actos de
apropiación de la fuerza de trabajo por medio
de la violencia física descarada» 10.
A la vista de estas consideraciones, es claro que
el modo de producción antiguo no tenía posibi­
lidades de elevarse a un nivel más alto de desarro­
llo económico sin sacrificarse a sí mismo.

9 Ibid., vol. II, pp. 424-426.


10 Ibidem .
EL DECLIVE DEL MUNDO ANTIGUO 173

El punto esencial es el siguiente: como la re­


muneración habitual del esclavo se limitaba nor­
malmente a la alimentación estrictam ente nece­
saria para la reposición de su fuerza de trabajo,
nunca podrían introducirse en ese régimen econó­
mico los poderosos estímulos productivos a que
responde una mano de obra asalariada de ciuda­
danos libres. El esclavo, para bien o para mal,
era poseído en plenitud y sin limitaciones, pero
su alimentación de subsistencia estaba asegurada
por el propio interés de su propietario. Si su
rendimiento bajaba sensiblemente de los niveles
habituales, podía venderse; pero no cabía apli­
carle los brutales sistemas de incentivación ca­
racterísticos del capitalismo moderno. Un sistema
económico fundam entalm ente basado en este tipo
de mano de obra, unido al hecho decisivo de que
la mayor parte del sistema funcionaba para la
producción de simples valores de uso, no podía
explotar a fondo las virtualidades de la inventiva
tecnológica del hom bre helenístico, ni engendrar
la paulatina acumulación de capital que pudiera
dar paso a la introducción de las formas produc­
tivas que definen al capitalismo industrial m o­
derno, es decir, un capitalismo que consume direc­
tam ente fuerzas de trabajo de hombres libres
que no tienen asegurada su subsistencia física,
sino por las oportunidades que les brinde un m er­
cado de trabajo que, por constitución, tiende a
imponer a esa mano de obra los máximos rendi­
mientos con las mínimas remuneraciones. Como
señala Marx, «lo único que distingue unos de
otros a los tipos económicos, v. gr., la sociedad
de la esclavitud de la del trabajo asalariado, es
la forma en que este trabajo excedente le es
arrancado al productor inmediato, al obrero» n .
Pero esta form a es uno de los factores que defi­
nen esencialmente un modo de producción. Lo
im portante para una discusión de la especifidad

11 Ibid., vol. I, p. 164.


174 GONZALO PUENTE OJEA

del sistema económico de la Antigüedad, es tener


bien presente que «el capital usurario posee el ré­
gimen de explotación del capital, pero sin su
régimen de producción» 12. De ahí que el desarro­
llo de las formas especulativas del dinero en
Roma, desde el final de la República, no podían
fomentar, como tales, la expansión económica en
la dirección de un capitalismo productivo de ca­
rácter industrialista, porque «la usura sólo actúa
revolucionariam ente en los sistemas precapitalis-
tas de producción al destruir y desintegrar las
form as de propiedad sobre cuya base firme y
reproducción constante, dentro de la misma for­
ma, descansa la organización política». Marx se­
ñala que, incluso en el seno de las form as asiá­
ticas de producción, puede persistir la usura
durante largo tiempo «sin provocar más que fe­
nómenos de decadencia económica y degenera­
ción política», como sucedió en el m undo romano.
«Hasta que no se dan las demás condiciones pro­
pias del régimen de producción capitalista, no apa­
rece la usura como uno de los elementos consti­
tutivos del nuevo sistema de producción...»13.
Mientras impera la esclavitud, o m ientras el pro­
ducto excedente es devorado por el esclavista
que cae en las garras de la usura, «el régimen
de producción sigue siendo el mismo, pero ad­
quiere una dureza mayor para los obreros», pues
el usurero es «un advenedizo más implacable y
sediento de dinero». La peculiaridad de la usura
es centralizar «las fortunas en dinero allí donde
se hallan diseminados los medios de producción.
No altera el régimen de producción, sino que se
adhiere a él para chupar su sustancia como un
parásito, y lo arrum a. Lo deja exangüe, enervado,
y obliga a la producción a desarrollarse bajo con­
diciones cada vez más deplorables. Así se explica
que el odio del pueblo contra la usura alcanzase

12 Ib id ., vol. I l l , p. 559 (subrayado mío).


13 Ibid., p. 558 (subrayado mío).
HL DECLIVE DEL MUNDO ANTIGUO 175
su punto culm inante en el m undo antiguo, donde
la propiedad del productor sobre sus condiciones
de producción era, al mismo tiempo, la base so­
bre que descansaban las relaciones políticas y la
independencia del ciudadano» 14. Precisamente por
las mismas causas que el capitalismo m ercantil
antiguo no fue capaz de transform arse avanzando,
sino retrocediendo a ciertas formas de economía
natural y agraria que fecundarían después el modo
de producción feudal, tampoco las insurrecciones
de esclavos y los movimientos sociales libertarios
pudieron tener otro efecto que erosionar los fun­
damentos m orales del sistema esclavista, debili­
tando la organización política y social que dicho
sistema habia producido. La explicación de la
ausencia, en la Antigüedad, de un desarrollo del
capitalismo en la dirección del capitalismo indus­
trial moderno, no puede hacerse recurriendo al
hecho incuestionable de la falta de una m entali­
dad económica adecuada, pues toda mentalidad,
que produce sin duda un efecto inducido favora­
ble al m antenim iento de un cierto modo de pro­
ducción, es resultado, en último término, de ese
modo de producción, y no causa del mismo. El
nivel privilegiado para lograr una comprensión
adecuada y rigurosa de la imposibilidad de un
desarrollo industrial en la Antigüedad —basado
en la progresiva aplicación de técnicas mecánicas
al proceso de producción— reside en el estudio
de la legalidad estructural del moderno capita­
lismo industrial, en marcado contraste, con la le­
galidad estructural propia del sistema económico
antiguo IS. Pero, naturalm ente, ha de añadirse, en
los términos de este estudio, que el predominio
avasallador de la fuerza de trabajo esclava en la
centuria que precede y en la que sigue al naci-
14 Ibidem .
15 V id., en general, M. Weber, La decadencia de la cultura an­
tigua, cit., pp. 25-59; V. de Magalhaes-Vilhena, Desarrollo cientí­
fico y técnico, y obstáculos sociales, al final de la Antigüedad
(trad., M adrid, 1971); B. Farrington, Ciencia y filosofía en la A nti­
güedad (trad., Barcelona, 1971, pp. 190 y ss.).
176 GO NZALO PU EN TE OJEA

miento de Cristo, reforzó drásticam ente las ten­


dencias estructurales del modo antiguo de pro­
ducción, al elim inar o esterilizar aquellas fuerzas
productivas de condición libre que quizás hubie­
ran podido iniciar, aún tímidamente, la aplica­
ción de ciertas m ejoras tecnológicas en el sector
de la producción artesanal o m anufacturera. Pues,
como subrayó oportunam ente K. K autsky16, la
mano de obra esclava no sólo destruyó las bases
económicas de la mano de obra libre, sino que
impidió el menor intento serio de introducir he­
rram ientas o medios de producción de más refi­
nada técnica y m ejor rendimiento, pues el esclavo
se caracteriza —fuera del óikos fam iliar y en la
economía latifundista o m anufacturera— por el
trato brutal e inmoderado de los instrum entos
de trabajo, y por la carencia de todo interés e
incentivo en el proceso productivo. Así, la econo­
mía esclava es siempre tecnológica y productiva­
m ente inferior a la economía libre, tanto en la
agricultura como en la industria. El sistema es­
clavista del Imperio no sólo no consiguió m itigar
las tendencias estructurales del modo antiguo de
producción a perm anecer en el estrecho marco
de una economía consuntiva y de valores de uso,
sino que impidió radicalmente toda posibilidad
de una eventual génesis de procesos que, apoyados
a su vez en la lenta m aduración de una nueva con­
ciencia económica en las clases artesanas y agra­
rias libres, perm itieran una paulatina aplicación
del ingenio tecnológico de la Antigüedad a la
creación de las condiciones materiales que, algún
día, hubieran podido ilum inar el horizonte del
cambio posible de ese modo de producción, no
m ediante un transitorio retroceso —como, suce­
dió—, sino en virtud de un salto hacia adelante
en el auge económico de la humanidad.
Retornemos a Roma. En ese escenario políti­
co, social y económico, el régimen que instauró

16 Cf. K. Kautsky, op. cit., pp. 35-38,


EL DECLIVE DEL MUNDO ANTIGUO 177

Augusto representaría, hasta cierto punto, la vic­


toria de las clases medias y parte de las bajas,
tras el paulatino quebrantam iento de los grandes
terratenientes y miembros de la clase senatorial,
así como de los hom bres de negocios del orden
ecu estre17, y a m edida que el poder monárquico
iba eliminando los demás centros de poder y
ofreciendo a la pequeña y media burguesía oca­
siones para el relevo de las tradicionales aristo­
cracias. Para este estudio, llegados al momento
final de la evolución de las ideologías estoicas,
no interesan ya las vicisitudes de la vida política
del Imperio, sino el panoram a del proceso econó­
mico y social de las clases. En los últimos siglos
del período republicano y los dos prim eros del
Imperio, el rasgo predom inante en el sistema de
las clases que protagonizaban la vida social y
política era el auge del trabajo esclavista. Como
señala sucintam ente W. L. W estermann, «Italia,
juntam ente con la isla de Sicilia, habían sido
el centro destacado de la explotación del trabajo
esclavo en los dos siglos finales de la República
romana, en especial en la producción agrícola,
en comparación con las demás partes del Im pe­
rio. Retuvieron este dudoso honor, a través del
prim er siglo, hasta el segundo siglo d. C. En Roma
y por toda Italia tuvo lugar un desarrollo de gran­
des acumulaciones de capital, que resultó de la
posición privilegiada adquirida por la península
bajo el liderazgo de Roma en el período del
150 a. C. al 100 d. C. Junto a estas concentracio­
nes de la inversión de dinero, vino un marcado
incremento de la producción m anufacturera en
la península itálica basada en el empleo exten­
sivo, aunque ni mucho menos completo, de tra ­
bajo esclavista en grandes tipos de talleres. Esto
quizás tuvo lugar en escala aún mayor que la que
había caracterizado a las m anufacturas atenien-

17 P ara el se n tid o y alcan ce de esta afirm ación, vid. M. I. R o s­


tovtzeff, op. cit., vol. I, pp. 105-109.
178 GONZALO PU EN TE OJEA

ses en los siglos v y iv a. C.» 1S. Pero las clases


capitalistas habían modificado su asiento políti­
co, pues el declive de los senatoriales vino a bene­
ficiar a los estratos burgueses de reciente encum­
bram iento. A este respecto, im porta señalar que
el terrorism o de los Julio-Claudios liquidaría la
influencia del estrato senatorial, en tanto que la
política de los Flavios consolidaría la preponde­
rancia de la burguesía media en todos los terri­
torios del Imperio, acabando ya con los pocos
supervivientes de los grupos de favoritos de los
emperadores precedentes. El Senado im perial sólo
representaba, ahora, a esa burguesía en la propia
Roma, m ientras que en las provincias encabezaba
el gobierno municipal de todos los centros urba­
nos. Pero como advierte Rostovtzeff19, esas cla­
ses medias m ostraron mala disposición para acep­
tar la degeneración del Principado en un sistema
de tiranía m ilitar personal —prim ero bajo los
Claudios, después bajo Domiciano—. Sólo con el
advenimiento de los Antoninos, el régimen m onár­
quico accede a una form a constitucional en la que
el poder autocrático del Em perador se revestía
con los ropajes de una prim era m agistratura ema­
nada del pueblo.
Hay que señalar que esa mesocratización de
las clases dirigentes, sobre no m itigar el sentido
cesarista de la estructura imperial, condenaba a
esta estructura a una esclerosis prem atura pro­
vocada por la creciente incapacidad de las clases
medias urbanas para sustentar y vitalizar un Es­
tado mundial. En efecto, «dependiente del trabajo
de las clases inferiores —los campesinos y el
proletariado urbano—, la burguesía municipal, lo
mismo que la aristocracia imperial y la burocra­
cia, se resistían a acoger en su filas a las clases
más bajas. Los tres órdenes superiores se hicie­
ron cada vez más exclusivos, y la sociedad del
18 Cf. W. L. W esterm ann, op. cit., p. 90.
19 Cf. la adm irable síntesis de las pp. 14-19 del vol. I del
op. cit.
EL DECLIVE DEL MUNDO ANTIGUO 179

Imperio se fue separando cada vez más en dos


clases o castas, los honestiores y los humiliores.
Surgió una enconada oposición que, poco a poco,
tomó la form a de un antagonismo entre el campo
y las ciudades»20. Así, la prim era gran división
social del trabajo —campo y ciudad— llegaría a
alcanzar una exasperación que conduciría a la
reversión a una total ruralización de las formas
de vida y de m entalidad, en las últimas décadas
de la Antigüedad y los albores de la Edad Media,
condenando a la población rural a un retroceso
de la civilización, como indicara F. Engels21.
El antagonismo campo-ciudad fue la causa úl­
tima de la honda crisis del siglo m , cuando el
ejército y los emperadores supieron explotar en
su provecho el descontento de las clases bajas.
Tras el intento de los Severos de establecer fór­
mulas de transacción, la ya incontenible discordia
civil precipitaba el Im perio en la anarquía de la
segunda m itad de dicho siglo, en el curso de la
cual fueron aniquiladas las burguesías y las cla­
ses altas, emergiendo aquella forma política pe­
culiar que se denominó en la historiografía el
despotismo oriental (siglos iv y v), basada en la
organización m ilitar de tipo mercenario, en una
burocracia hipertrófica y en la ingente masa de
campesinos.
El destino político y social del Imperio ceñía
apretadam ente el perfil evolutivo de su estructura
económica y social, es decir, de su base produc­
tiva. La burguesía, tras el desmoronamiento de
las grandes fortunas de la aristocracia imperial
y la concentración de la riqueza en manos de los
emperadores, sería, en una prim era fase, el mo­
tor del renacim iento de aquel capitalismo urbano
que tuvo su apogeo en el período helenístico, im ­
pulsando así el desarrollo del comercio, la indus­
tria y la agricultura además del florecimiento de

“ Ibid., p. 15.
21 Vid. F. Engels, Anti-Diihring, cit., p. 331.
180 GONZALO PUENTE OJEA

la vida municipal en toda la latitud del orbe


romano.
Pero este capitalismo urbano pronto degenera­
ría por efecto de la prem atura esclerosis de la
clase burguesa, manifiesta en su avidez por los
hábitos del rentista y del usurero, y en el hastío
espiritual de una sociedad cada día más reacia
a la movilización para las tareas de un proyecto
im perial autocrático de m era conservación del
orden establecido. Esta esclerosis se traducía en
la sistem ática renuncia a todo riesgo, en el debi­
litam iento de la iniciativa individual, en el apego
a una vida privada sin sobresaltos y en una acti­
tud de indiferencia a toda la retórica ideológica
de un progreso m oral en el marco de la política
imperial. Estos sentimientos, que ya habían hecho
su aparición en el ánimo desencantado de la clase
privilegiada del círculo de los emperadores, en
el prim er siglo del Imperio, y aún antes, en la
República declinante —cuando la adquisición de
tierras como fuente de renta encubría una huida
de la agitada vida de los negocios—, se generali­
zaron ahora y alcanzaron a todos los rincones del
Imperio. Es im portante repetir que la práctica
de la usura, que perm itió atesorar inmensas for­
tunas a un reducido grupo de privilegiados rapa­
ces, constituía un fenómeno característico de la
form a capitalista antigua. «Todo esto —escribe
Kautsky, refiriéndose a las técnicas usurarias de
los publicani y prestam istas romanos— nos sue­
na a algo muy moderno; y m uestra que la socie­
dad rom ana había alcanzado el um bral del capi­
talismo moderno en el momento en que surge el
cristianism o; y, sin embargo, los efectos de ese
viejo capitalismo eran totalm ente diferentes de
los de la variedad moderna»; es verdad que los
métodos romanos «son aproximadamente los mis­
mos por los que se fundó el capitalismo moderno,
que Marx designó como los de la ‘acumulación
prim aria’; expropiación del campesinado, saqueo
de las colonias, comercio de esclavos, guerras m er­
EL DECLIVE DEL MUNDO ANTIGUO 181
cantiles y deudas gubernamentales. En los tiem ­
pos modernos, como en la Antigüedad, encon­
tramos los mismos destructivos y devastadores
efectos de estos métodos. Pero la diferencia es
que la Antigüedad fue capaz de desarrollar sola­
mente los efectos destructivos del capitalismo,
m ientras que el capitalismo moderno deriva de
esas destrucciones las condiciones para la cons­
trucción de un modo de producción nuevo y su­
perior. El método de desarrollo del capitalismo
moderno no es, ciertam ente, menos bárbaro y
cruel; pero crea las bases para elevarse por en­
cima de esta destrucción sangrienta, en tanto que
el capitalismo antiguo no pudo». La diferencia se
traduce en este hecho decisivo: «sólo una m i­
núscula fracción de lo que el capitalismo moder­
no arranca juntam ente por pillaje y extorsión y
por toda suerte de actos violentos, es utilizada
para el goce; la mayor parte va a la creación de
nuevos y superiores medios de producción, e in­
crem enta la productividad del trabajo humano.
El capitalismo del m undo antiguo no poseía las
condiciones para tal proceso. Hasta donde éste
penetraba de alguna m anera en el modo de pro­
ducción, sólo podía reem plazar el trabajo de los
campesinos libres por el de los esclavos; en los
sectores decisivos de la producción, ello significó
una regresión técnica, una declinación en la pro­
ductividad del trabajo social, un empobrecimien­
to de la sociedad. Aquella parte de las ganancias
de los financieros romanos y del botín de los ge­
nerales y funcionarios romanos que no iban a
nuevos tratos usurarios, o sea, a mayor pillaje,
sólo podía tener dos salidas: una, en placeres y
en la creación de medios de goce —incluidos no
sólo los palacios, sino los templos tam bién—; y
la otra, exceptuando la adquisición de una o dos
minas, era la compra de propiedad territorial,
es decir, la expropiación del campesinado libre
y su sustitución por esclavos». Así, «el pillaje y
la devastación de las provincias sólo sirvió para
182 G O NZALO PU E N T E OJEA

dar a los hom bres de fortuna de Roma medios


de reducir la productividad del trabajo social por
la expansión de la esclavitud, más rápidam ente
de lo que hubiera sido posible de otra manera.
La devastación no era compensada por un avance
económico, como sucede, ocasionalmente al me­
nos, en el capitalismo moderno; en cambio, la
devastación en un lugar, no hacía más que ace­
lerar la declinación en algún otro lugar. Y así,
gracias a la dominación mundial de Roma, el em­
pobrecimiento general del mundo antiguo, tras el
comienzo de nuestra era, ocurrió antes incluso de
lo que hubiera cabido esperar de otra manera» 22.
La tiranía m ilitar y despótica, unas veces; el inter­
vencionismo administrativo y burocrático, otras;
y el tem or —más o menos fundado— de que todo
proyecto innovador condujera al desastre como
resultado de factores políticos, sociales y econó­
micos incontrolables, impulsaban a las clases pro­
pietarias a una creciente inhibición y a una an­
siosa búsqueda de la seguridad en el retiro de
una vida fam iliar sosegada, basada en ingresos
fáciles y seguros, incluso aunque fueran reduci­
dos. La vitalidad de la vida municipal en las pri­
m eras décadas del Imperio fue amortiguándose,
y este síndrom e de temor, cansancio y apatía lle­
varía indefectiblemente al estancamiento econó­
mico y, como corolario, a la progresiva explota­
ción de las clases productivas, que tenían que
soportar un núm ero cada día mayor de parásitos
sociales y políticos. Como señala perspicazm ente
Kautsky, «durante largo tiempo, no obstante, los
signos de la bancarrota económica quedaron en­
m ascarados por el seductor encanto que fluía
del hecho de que, en unas pocas décadas, fue lie--
vado a Roma todo lo que siglos o milenios de
diligente trabajo artístico habían producido en
todos los centros de civilización en torno al Medi­
terráneo. La bancarrota política del sistema se

22 Cf. K. Kautsky, op. cit., pp. 79-80.


EL DECLIVE DEL MUNDO ANTIGUO 183

manifestó mucho antes que la bancarrota eco­


nómica» 23.
La avidez por una existencia ociosa y segura
comenzó empujando a la clases adineradas a in­
vertir en la especulación usuraria y en la propie­
dad agraria, descapitalizando así los sectores in­
dustriales, prim eram ente, y debilitando el comer­
cio, después. La industria y el comercio pasaron
a constituir actividades lucrativas secundarias,
concebidas como mero complemento de la renta
agraria, y el em préstito. Pero esta orientación
hacia la inversión inmobiliaria rústica no sólo
restaba capital y dinamismo a las demás activi­
dades económicas, sino que tendía a congelar la
estructura social y a reducir la movilidad social
vertical. Como apunta Rostovtzeff, «el exclusi­
vismo de la burguesía y el sistema de explotación
económica impedían a las clases inferiores ascen­
der a un nivel superior y m ejorar sus condicio­
nes m ateriales de existencia. Por otra parte, el
Estado, para poder m antener la paz interior y la
seguridad, precisaba cada vez más dinero. Limi­
tando su actividad a los problemas de la vida
estatal, y m anteniéndose indiferente al progreso
económico, el gobierno no hizo nada por fomen­
tarlo y alimentarlo. Más bien contribuyó a ace­
lerar el proceso de estancam iento protegiendo a
la burguesía urbana, sin preocuparse para nada
de la prosperidad de las masas. De este modo,
el peso de la vida estatal gravitó enteram ente
sobre las clases trabajadoras, provocando un rá ­
pido descenso de su bienestar material. Pero como
estas clases eran el principal elemento consumi­
dor de la producción industrial de las ciudades,
la disminución de su capacidad adquisitiva reper­
cutió desfavorablemente en el desarrollo del co­
mercio y la industria, agravando sobremanera el
marasmo en que habían caído» 24.

» Ib id .. p. 80.
24 Cf. M. I. Rostovtzeff, op. cit., vol. I, pp. 17-18.
184 GONZALO PUENTE OJEA

En el aniquilamiento de la plutocracia re­


publicana —órdenes senatorial y ecuestre— no
habían movido al Imperio consideraciones de jus­
ticia social, sino sólo políticas. El sistema impe­
rial necesitaba destruir los centros de poder eco­
nómico en que se apoyaba el orden republicano
—una constitución mixta de clara preponderancia
aristocrática—, configurando en seguida nuevas
clases dirigentes sustentadoras del régimen mo­
nárquico; pero estas clases seguían siendo en su
conjunto las instancias del privilegio social y de
la dominación económica, si bien constituidas aho­
ra por un mayor número de familias, y, así, me­
nos poderosas individualmente y menos peligro­
sas para el monopolio imperial del poder político.
Para la m asa de las clases laboriosas, no obstan­
te, la situación no había cambiado, pues el explo­
tado siente los efectos de su explotación cual­
quiera que sea la condición y el núm ero de sus
señores. Por consiguiente, las formas ideológicas
del pensam iento que habían forjado los intelectua­
les romanos en las horas lúgubres de la tiranía
imperial del siglo i —cuando algunos grandes
magnates aristocráticos, o asimilados, tenían aún
puestos privilegiados en los círculos del poder—
m antuvieron su esencial validez en el momento
en que aquellos mentores aristocráticos fueron
reemplazados por las clases medias, menos cultas
y sensibles a los refinamientos de la especulación
intelectual, pero herederas, en definitiva, de las
posiciones de distinción social y de predominio
económico de sus antecesores. La versatilidad
en el origen social de la m entoría ideológica no
debe engañarnos: sea un valido afortunado como
Séneca, sea un liberto y pedagogo sin dinero como
Epicteto, sea un em perador de cuna como Marco
Aurelio, los m entores ideológicos del Imperio
pensaban todos en función de los intereses de
las clases dominantes, y su misión consistió en
legitimar intelectualmente la expectativa de obe-
EL DECLIVE DEL MUNDO ANTIGUO 185

diencia de las masas explotadas que constituían


el soporte m aterial del Imperio.
El brillo de las dos prim eras centurias del sis­
tema imperial no podía ocultar los males de es­
tructura que no tardarían en manifestarse sin
equívocos, dejando al descubierto las debilidades
de orden m aterial que subyacían a la crisis de
orden moral. «La decadencia —reconoce Rosto­
vtzeff— se hizo ya manifiestamente visible a prin­
cipios del siglo I I . Las guerras de este siglo de­
m ostraron la desesperada debilidad económica
del Imperio y despertaron el interés de los em
peradores hacia los problem as económicos. Pero
si advirtieron el peligro, fueron impotentes para
conjurarlo. Sus medidas constructivas fueron pue­
riles y no lograron alivio ninguno. Entonces, para
salvar al Estado, recurrieron a las viejas prácti­
cas del mundo antiguo: a la política de violencia
y coerción» Resultado de esa violencia fue el
colapso definitivo del declinante capitalismo u r­
bano, el pujante renacimiento de las formas p ri­
mitivas de la vida económica y el incremento del
capitalismo de Estado. No un capitalismo indus­
trial, sino un capitalismo prim ario, de signo con­
suntivo e injertado en una estructura económica
agraria regresiva. El declive ininterrumpido del
trabajo esclavista a p a rtir del siglo n a. C., como
consecuencia del incremento de las manumisiones
y del agotamiento de las fuentes clásicas del su­
m inistro de esclavos ■ —guerras y piratería—, aña­
den el factor decisivo en la bancarrota del capi­
talismo comercial. Como señala E. Meyer, las
guerras fronterizas, concebidas como m era con­
tención, no ofrecieron ningún paliativo al colapso
del mercado de esclavos. La desintegración final,
en el siglo v, acabaría arruinando la organización
estatal y dejando que la sociedad retrocediera
sin obstáculos a formas de trueque natural y

« Ibid., p. 18.
186 GONZALO PU EN TE OJEA

agricultura rudim entaria —punto de arranque de


una nueva edad de la historia occidental—.
La anemia espiritual y la atonía política de las
clases en otro tiempo dirigentes, y ahora arras­
tradas sólo por la inercia de un sistema decli­
nante, se reflejan en una visión de la vida m itad
hedonista, m itad mística, siempre desesperanza­
da ante el espectáculo cotidiano. Como escribe
K. Kautsky, «la única función reservada a los
propietarios de los latifundios y a sus numerosos
parásitos era el placer». Pero si esta orientación
exclusiva hacia una vida placentera produce, en
un prim er momento, una búsqueda incesante de
nuevas fuentes de placer, acaba produciendo un
hastío vital que compromete el equilibrio psico­
lógico del hombre, que «cae en una espantosa
depresión, una aversión a todo goce, hasta el
punto de sentirse harto de la vida y de sentir
que todos los proyectos y esfuerzos terrenales
son inútiles —vanitas, vanitatum vanitas·—. La
desesperación y el anhelo de la m uerte hicieron
su aparición, pero juntam ente con ellos surgió
el anhelo de una vida nueva y superior; mas la
aversión al trabajo estaba tan profundam ente en­
raizada en la gente, que incluso esta vida nueva,
ideal, no fue concebida como una vida de trabajo
dichoso, sino como una beatitud enteram ente pa­
siva, que obtiene sus goces sólo del hecho de que­
dar exenta de las tristezas y desengaños derivados
de las necesidades y las alegrías del cuerpo»26.
El descenso vertiginoso de su ritm o de natalidad
es un síntom a inestimable de esa crisis espiritual.
Así como uno de los factores fundam entales de
la ru p tu ra de la polis consistió en el incremento
de la natalidad, haciendo de aquella crisis una
crisis de crecimiento, ahora el fenómeno ofrecía
el signo inverso: se trataba de una crisis de se­
nectud, no de fe en las energías del individuo,
sino de resignada convicción de que la salvación

24 Cf. K. K autsky, op. cit., p. 45.


EL DECLIVE DEL M UNDO ANTIGUO 187

sólo podía venir del repliegue interior o de po­


deres trascendentes. Una familia no prolongaba
su existencia por más de dos o tres generaciones,
y sólo el sistema de adopciones perm itía dilatar
el nombre de las estirpes. El hecho de que este
revelador fenómeno caracterizase ya a las viejas
aristocracias de la época republicana y del prim er
siglo del Imperio, prueba que las causas estaban
presentes ya entonces, si bien fueron adquiriendo
acuidad a medida que la crisis del Imperio se
agravaba. Las motivaciones psicológicas que ope­
raban en esa declinación demográfica —deseo de
disfrutar de los placeres de la vida, de liberarse
de las cargas familiares, etc.— se anclaban en
factores inherentes a la situación política, social
y económica del m undo romano, no haciendo más
que reflejar la crisis general de ese mundo en la
conducta privada de sus sujetos 27.
La degradación de las técnicas productivas acom­
pañó y fue causa, a su vez, de la declinación de
las formas capitalistas urbanas, intensificando el
localismo y la ruralización de la vida social y
económica. Aún en las dos prim eras centurias,
cuando un cierto grado de prosperidad general
—que beneficiaba, sin duda, a las clases propie­
tarias prim ordialm ente— era sensible en todo el
Imperio, aparecen las prim eras manifestaciones
de una prem atura degeneración de las técnicas
de producción, como resultado combinado de los
siguientes factores: el incremento de la extensión
de las propiedades rústicas, la reducción de la
superficie de cada unidad de cultivo, la paulatina
sustitución de métodos agrícolas científicos por
técnicas más prim itivas empleadas por arrenda­
tarios y colonos, la declinación de la agricultura
intensiva y crem atística en Grecia y en Italia, el
deterioro de la destreza técnica individual y de
la calidad estética de los objetos manufacturados,

27 Vid. K. K autsky, ibid., pp. 52 y ss.; M. Weber, La decaden­


cia de la cultura antigua, cit., passim.
188 GONZALO PU E N T E OJEA

la multiplicación de pequeños talleres locales a


expensas de las grandes factorías y de las m anu­
facturas especializadas de los centros productivos
tradicionales, y la paulatina contracción de los
intercam bios comerciales —sobre todo, allí don­
de la carencia de vías de agua eliminaba un aci­
cate decisivo para evitar la dispersión de la pro­
ducción—.
Todos estos fenómenos aflojaban la textura
económica del Imperio, rebajaban la calidad de
la vida y anulaban el proceso de homogeneiza-
ción social del Imperio. Pero como se indicó, el
mal de mayor gravedad en todo el m undo antiguo
consistió en la form a social y económica del fac­
to r productivo básico: la mano de obra. Pese a
la posición de ciertos historiadores que minimi­
zan la im portancia del carácter esclavista28 de la
producción en la Antigüedad, parece que sigue
siendo válido decir —en el contexto de las razo­
nes expuestas en páginas anteriores— que «la
mano de obra servil obstaculizaba toda racionali­
zación de la producción y obligaba'a servirse de
las herram ientas más primitivas, lo cual creaba
un estado de cosas incompatibles con el progreso
de los medios de producción. Si en tiempos de
Aristóteles, y según decía éste, ‘el esclavo era la
m ejor form a de propiedad’, en los siglos i y π de
nuestra era la posesión de esclavos fue una de las
formas más peligrosas y precarias de la misma.
Los esclavos, cada vez más insubordinados, mos­
traban un odio progresivamente mayor hacia sus
dueños. Sin duda, no estallaban ya grandes insu­
rrecciones de esclavos como las de los siglos il y i
antes de nuestra era; la eficaz adm inistración y
la vigilante policía de los emperadores ahogaban
los focos de insurrección desde los prim eros chis­
pazos»29. El sistema degeneró rápidam ente cuan-

a Vid. Ch. P arrain, Rapports de production et développem ent


des forces productives: l ’exem ple du m oulin d'eau (en La Pensée,
núm ero 119, pp. 59-60).
29 Vid. V. Diakov, Roma, cit., p. 363; y en general, pp. 362-366.
EL DECLIVE DEL M UNDO ANTIGUO 189

do descendió la «calidad» misma de los esclavos:


éstos eran ahora bárbaros, ya no poblaciones cau­
tivas de países civilizados. K. Marx, con la vista
dirigida comparativam ente al afán y la destreza
de que es capaz el asalariado libre en el régimen
capitalista —atenazado por la necesidad de ali­
m entarse a sí mismo y su familia—, pudo escribir
con fundam ento que la carencia de estímulo y
la torpeza entrañan un desperdicio de tiempo y
de prim eras m aterias en el trabajo esclavista en
general, siendo «ésta una de las razones que enca­
recen la producción basada en la esclavitud. Aquí,
para em plear la feliz expresión de los antiguos,
el obrero sólo se distingue del animal y de los
instrum entos m uertos, en que el prim ero es un
instrum entum vocale, m ientras que el segundo
es un instrum entum semivocale y el tercero un
instrum entum m utuum . Por su parte, el obrero
hace sentir al animal y a la herram ienta que no
es un igual suyo, sino un hombre. Se complace
en la diferencia que les separa de ellos a fuerza
de m altratarlos y destruirlos pasionalmente. Por
eso, en este régimen de producción, impera el
principio económico de no emplear más que he­
rram ientas toscas, pesadas, pero difíciles de des­
truir por razón de su misma tosquedad»30. Lo
cual no implica que tam bién entre los esclavos
hubiera artesanos diestros; pero la gran produc­
ción en m asa no se caracterizaba por la exquisi­
tez, y aún menos cuando las fuentes de recluta
se desplazaron a los pueblos bárbaros.
El conjunto de los factores que llevaron a la
desintegración del modo de producción antiguo
provocaron tam bién la decadencia de la mano de
obra esclava y la extensión del colonato, institu­
ción precursora de la servidumbre de la gleba y
máximo exponente de la ruralización de la vida
en el Imperio. Se suele alegar que el hecho de
que el siglo i antes de Cristo, el de máximo apo­

30 Cf. K. Marx, El Capital, cit., vol. I, p. 147, nota 18.


190 GONZALO PU E N T E OJEA

geo de la economía esclavista, coincidiera con un


cierto dinamismo tecnológico de inspiración hele­
nística, prueba que la esclavitud no constituyó
un obstáculo insuperable para la génesis de un
capitalismo industrial desarrollado. No es posi­
ble aquí una discusión detallada de este punto.
Baste decir que la aplicación de la tecnología
helenística sólo fue posible —aparte de sus limi­
taciones intrínsecas— hasta donde las relaciones
de producción de carácter servil lo toleraron, y
sólo en los intervalos de la coyuntura en que la
avidez de enriquecimiento —que se despertó con
el súbito ensanchamiento de los mercados como
consecuencia de las guerras de conquista— en­
contró condiciones excepcionalmente favorables
para un ritm o rápido de los negocios sin grandes
riesgos. El hecho de que ese progreso tecnológico
haya sido tan limitado y de tan corta duración,
dem uestra que ni los factores objetivos —la es­
tructura de una economía basada en la esclavi­
tud—, ni los factores subjetivos —la creciente
animadversión e impaciencia de los esclavos—
perm itían la implantación de los supuestos esen­
ciales —objetivos y subjetivos— de un modo de
producción capitalista capaz de un desarrollo tec­
nológico ininterrum pido, como el iniciado en el
Occidente europeo a p artir del siglo xvm . Pero
ni el creciente odio de clases ni la exasperación
de las contradicciones sociales podían, por sí so­
los, constituir las condiciones para la superación
de aquel modo de producción. Ni objetiva ni sub­
jetivam ente existían esas condiciones: el elemento
más consciente de la crisis sólo era capaz de ele­
varse a ideales de reform a social consistentes en
una m era restauración del viejo sistema de pro­
ducción basado en la pequeña propiedad agraria
y el campesinado libre. Como escribe conclusiva­
m ente Kautsky, «el trabajo esclavo conducía a un
callejón sin salida. La sociedad tenía que ser de
nuevo instalada sobre la base de la economía
campesina, antes de que pudiera recomenzar su
EL DECLIVE DEL M UN DO ANTIGUO 191

m archa ascendente. Pero la sociedad rom ana ya


no era capaz de hacer eso, porque los mismos
campesinos habían desaparecido. Muchas nacio­
nes de campesinos libres habrían de invadir el
Imperio rom ano todo en el curso de las grandes
migraciones, antes de que los restos de la cultura
que había creado el Imperio pudiesen suminis­
tra r la base de un desarrollo social»31. Había
que restablecer la economía natural en el seno
de una población de dispar procedencia y con
diverso grado de romanización. Pero justam ente
el sistema imperial, como gran edificio político,
era a la postre inconciliable con ese tipo de es­
tructura económica. «La caída del Imperio —es­
cribe M. Weber— fue la forzosa consecuencia
política de la desaparición gradual del comercio
y del consiguiente crecimiento de la economía
natural. Y, en esencia, tan sólo significó el des­
m ontaje de aquel aparato administrativo, y por
tanto de la superestructura política de un régi­
men de economía de dinero, que ya no concor­
daba con la infraestructura económica que vivía
en un régimen de economía natural» i2. La econo­
mía dineraria era el correlato de una sociedad
urbana que cim entaba la superestructura imperial
servida por una burocracia permanente y un
ejército profesional. Desaparecida aquella estruc­
tura económica, se hundía irremediablemente su
superestructura.
El modo de producción feudal que cristalizaría
siglos después no constituyó el paso dialéctico
que cancelase el modo antiguo mediante su in­
trínseca superación, es decir, elevando y liberan­
do la energía acumulada por éste; por el contra­
rio, ese sistema feudal nacería de un proceso de
empobrecimiento económico y debilidad produc­
tiva que concluyeron en el colapso general de
un modo de producción retrógrado. Sólo tras el
largo paréntesis de varias centurias, fue posible
31 Cf. K. Kautsky, op. cit., p. 49.
32 Cf. M. Weber, op. cit., p. 56.
1 92 GONZALO PUENTE OJEA

construir, sobre las bases de una economía natu­


ral agraria muy rudim entaria, un nuevo modo de
producción que escondía en su seno virtualida­
des desconocidas en la Antigüedad33.
Un último factor im portante en el proceso de­
generativo del Imperio, y de honda repercusión
en las motivaciones de la ideología dominante,
fue la tem prana y constante necesidad de contar
con fronteras seguras y estables en un inmenso
perím etro geográfico. Desde la peligrosa incursión
por Italia de varias tribus celto-germanas en vís­
peras de las luchas civiles de la República —y
aún desde antes—, la seguridad del espacio polí­
tico del señorío romano se sintió siempre como
problem ática, añadiendo un nuevo elemento deci­
sivo al juego de factores que contribuyeron a con­
figurar la ideología estoica de la época imperial.
Desde Augusto a Marco Aurelio, la defensa del
limes romano, y el control de los pueblos bárba­
ros acampados en esa periferia, fue preocupación
incesante de los emperadores; y la conciencia del
peligro teñía el sentimiento de los habitantes de
ese Im perio con una nota lúgubre: el bárbaro
se perfilaba, sobre todo para los que tenían algo
que perder, como una constante amenaza m ortal
que, al lado de otros factores del interés común,
ayudaba a reforzar una solidaridad final con los
destinos del orden romano. Aún los más sensibles
a las m iserias económicas, sociales y espirituales
de la decantada pax romana encontraban en ese
peligro perm anente y absoluto una superior razón
para su adhesión incondicional al Imperio, pues
ya no se trataba tanto de la dominación de Roma
como de la pervivencia misma de la vida civili­
zada. Todos los ciudadanos del Im perio tenían
la clara conciencia de navegar, en definitiva, en
33 Vid. el brillan te ensayo de M. Weber, La decadencia de la
cultura antigua, cit., que examina las causas de dicha decadencia
en interesante confrontación con las form as de la economía m e­
dieval. Este tratam iento com plementa, hasta cierto punto, el cri­
terio com parativo seguido en páginas anteriores al contraponer
el capitalism o m oderno al modo de producción antiguo.
EL DECLIVE DEL MUNDO ANTIGUO 193

la misma nave, y de que la potencia m ilitar del


Estado rom ano era la única garantía efectiva de
pervivencia. Como esa potencia m ilitar dependía
de la salud política y económica del Imperio, los
meros intereses vitales de su población vedaban
toda posibilidad de una ruptura radical con el
orden establecido. Cualquier forma de crítica del
sistema quedaba mitigada, y a la postre neutra­
lizada, por la urgencia de defenderse del enemigo
común. Esto sucedió incluso con los cristianos
menos proclives a consagrar el poder imperial.
La historia de las vicisitudes del reclutam iento
de los ejércitos romanos es un claro exponente
de esa eminente preocupación de defender el te­
rritorio del im perium frente a los enemigos inter­
nos y externos, pero muy particularm ente contra
la avalancha bárbara.
La ideología estoica del Imperio ofrece m ati­
ces que traducen fielmente un doble fenómeno,
no por divergente menos unívocamente activo en
la motivación de esa ideología: de una parte, el
sentimiento de hastío espiritual, la conciencia de
la degradación moral y el anhelo de liberarse de
las constricciones de esa sociedad; de otra parte,
la convicción resignada de que la existencia de
los bienes esenciales y los valores que aún ateso­
raba esa sociedad dependía de la vigencia del
orden imperial. Remedando la fórmula que des­
pués había de acuñar la teología católica, los
intelectuales de la época al servicio del poder
hubieran podido expresar el sentimiento general
clamando ¡extra imperium, nulla salus!... La vi­
vencia de ese doble fenómeno constituye la raíz
psicológica por cuya mediación los intereses de
clase se reflejaron en el pensam iento estoico de
la época en cuanto ideología de resignación.

2. El pensamiento estoico de la época imperial


Al optimismo enraizado en la alegre confianza
en el yo y en la autárkeia del individuo virtuoso,
194 GONZALO PU E N T E OJEA

de los prim eros estoicos; al optimismo proyectado


en la misión paidética del Estado y en el sentido
m oral de la cooperación cívica, de los estoicos
de la época republicana, iba a suceder una visión
desilusionada del mundo, resignada, de talante
pesimista, aunque inserta en una teología cós­
mica que postulaba una confianza final en un or­
den providencial. Teóricamente, los estoicos de
la época imperial m antenían indemne la doctrina
de la convergencia de los lógoi sperm atikói en
la racionalidad general del kósmos, y la convic­
ción de que esa convergencia era la garantía me­
tafísica de una racionalidad ética que aseguraba
la beatitud del individuo34. Sin embargo, esos
filósofos representan una matización ideológica
original en el contexto social de su época.
En el plano teórico, el estoicismo del Imperio
com portaba un peculiar compromiso doctrinal
entre el estoicismo de los fundadores —con su
resuelto acento evasivo y su culto al individuo
autónomo— y el estoicismo de los sucesores hele-
nístico-romanos —con su énfasis comunitario y
su fe en el progreso moral de la masa de ciuda­
danos al servicio de la res publica—. En los pen­
sadores de este período faltan, igualmente, la
desenfadada despreocupación por las realidades
de la vida política basada en la arrogante certeza
en la autárkeia del ideal virtuoso, y la confianza
en la misión del Estado como poder estimulador
y conform ador del ideal m oral del hombre. Ahora,
el estoico, embarcado en la aventura de su propia
beatitud, no se atreve a subestim ar la im portan­
cia de la vida política cotidiana, ni a olvidar el
orden prioritario de sus deberes con el Estado,
cuya existencia se concibe como el supuesto radi­
cal de su propio bienestar físico y social. Pero,
simultáneamente, en actitud que reverdece aque-
34 Para una orientación bibliográfica del estoicismo de este pe­
ríodo, vid. J. F errater Mora, Diccionario. de Filosofía, cit., pp. 1218-
1220, 415-416 y 863-864. También R. Mondolfo, E l pensamiento
antiguo, cit., vol. II, pp. 406-409; M. Pohlenz, La Stoa, cit., vol. I,
pp. XXI-X XX III.
EL DECLIVE DEL M UNDO ANTIGUO 195

lia paradójica ambigüedad constitutiva de todo


el pensamiento estoico, tampoco llega a sentirse
genuinamente solidario de la acción del Estado,
ni cree posible encontrar en las empresas políti­
cas de la civitas la menor oportunidad para un
ajuste m oral consigo mismo. De nuevo —aunque
de modo diferente— se instala en la doctrina aque­
lla m arcada tensión entre la vertiente pública y
la vertiente privada de la existencia individual.
Y esta tensión se vive ahora, por prim era vez,
dram áticam ente, desesperanzadamente.
Al momento de transitoria conciliación de am­
bas vertientes en el pensamiento y en la acción
de los filósofos del estoicismo greco-romano, su­
cede otro en que ambas vertientes aparecen en
renovada polaridad. Pero esta polaridad ofrece
ahora una figura original y nueva por efecto de
dos factores: la convicción de que la pax romana
es prem isa indispensable de una existencia civi­
lizada, y la vivencia de la divinidad como corre­
lato significativo y soporte moral de la vida del
individuo. El orden político y social como servi­
dumbre ineludible y el sentimiento religioso como
prenda de felicidad dé un sujeto que se sabe flaco
para perseverar, por su sola enárgeia, en el ideal
moral, ambos aspectos acompañan perennemente
la andadura personal de estos estoicos. En la tan­
gencia de esos dos aspectos se sitúa la proble­
m ática de las doctrinas estoicas de esta época
y le confieren su especifidad ideológica.
El tránsito espiritual de la República al Prin­
cipado y, seguidamente, a la plenitud del Impe­
rio, es paulatino pero de dirección inequívoca. En
efecto, «después de la m uerte de Cicerón ■ —resu­
me concisamente A. Bridoux—, durante varias
decenas de años, la escena está ocupada por gra­
máticos, por comentadores, y no se ve aparecer
filósofo original alguno. La filosofía continúa, sin
embargo, difundiéndose y penetrando en los es­
píritus. Se difunde incluso muy rápidam ente, a
la m anera de una religión. Es que se transform a
196 GONZALO PUENTE OJEA

en una religión y se substituye a la religión tradi­


cional, que estaba un poco gastada y ya no res­
pondía a las necesidades de los hombres. Le piden
de ordinario a su religión la luz, la luz sobre sí
mismos; principios y reglas de conducta; el incre­
mento de sus fuerzas; la esperanza; consuelo en
las pruebas de la vida. Todo eso, los romanos
apenas lo encontraban en sus templos, lo busca­
ban tam bién en la filosofía. La filosofía tom a en­
tonces, cada vez con mayor nitidez, el carácter
de una religión moral. De esto resultan conse­
cuencias im portantes. En prim er térm ino, el pro­
blema m oral predomina hasta tal punto que las
búsquedas especulativas se relegan a la sombra.
Los hom bres no se interesan más que por las
cuestiones concernientes a su condición y su des­
tino. De otra parte, el tono de las enseñanzas
cambia de modo muy sensible. Asumiendo el pa­
pel de una religión, la filosofía adopta sus proce­
dimientos. Ya no le basta ilum inar las inteligen­
cias, necesita tocar los corazones. Ha de hacerse
elocuente y persuasiva. Los filósofos se hacen
sacerdotes de la nueva religión. Se hacen conse­
jeros, directores de conciencias, conductores de
alm as»3S.
La resonancia religiosa que Posidonio había
dado a la cosmología alcanza ahora su mayor in­
tensidad. Para los estoicos del Imperio, el mundo
está pletórico de espíritu divino; pero la fe en
la fuerza del lógos divino no encastillaría sim­
plemente al yo en la esfera de su razón indivi­
dual, sino que lo proyectaría hacia las alturas
del lógos cósmico, a la vez heim arménë y prónoia,
orden indefectible y discernimiento personal. Por­
que la prónoia se colorea de tonalidades an-
tropom órficas, de connotaciones y reciprocidades
personales. Como escribiría Marco Aurelio, «un
mundo único, form ado de todas las cosas, y un

3S Cf. A. Bridoux, Le stoïcisme et son influence (Paris, 1966,


pp. 155-156. Subrayado mío).
E L DECLIVE DEL M UNDO ANTIGUO 197

Dios presente en todas las cosas»36, el Dios in­


terior.
Esta nueva sensibilidad no podía convalidar la
revisión que los estoicos del período republicano
habían efectuado en la dogmática original. Para
la nueva cabalgada espiritual se necesitaba re­
afirm ar teóricam ente el ideal del sabio de la tra­
dición estoica, aunque con un talante bien distinto
del de un Zenón o un Crisipo. Hay una vuelta al
purism o teórico de los fundadores, pero en el
seno de una praxis m oral muy diferente. La pers­
pectiva religiosa de los nuevos estoicos teñiría
el estatuto teórico tradicional de un colorido iné­
dito.
Resultaba evidente que las reformas de Pane-
cio y su escuela no eran congruentes con la co­
yuntura espiritual de la nueva edad. Por obra del
aristócrata de Rodas, «el espíritu cívico —escribe
Pohlenz— encontró acceso a la Estoa [...], y bajo
Augusto, parece por un momento que en el Im pe­
rio el sentimiento romano del Estado y la filoso­
fía estoica fueran a fundirse íntimamente. Por
mucho que Augusto, como verdadero romano, se
hubiera esforzado en salvar las formas de la cons­
titución antigua, su Principado significó el final
de la libera res publica y constriñó a los ciuda­
danos a asum ir una actitud diversa frente al
Estado» 37. El sentido cívico de la República mu­
rió, en verdad, con ella. Los rigores del Imperio
no tardarían en m inar la adhesión ilusionada de
las almas.
En el nuevo clima, las obras de Crisipo, como
máximo expositor del estoicismo antiguo, recupe­
raron el puesto de honor en el magisterio de la
escuela. Aunque la influencia de Panecio y Posi­
donio es manifiesta en todo momento, el funda­
mento de la ética retorna a la concepción original
de Zenón y sus discípulos. Con Panecio, la renun­
cia a la autarquía de la virtud, y la estimación
36 Cit. por M. Pohlenz, op. cit., vol. II, p. 146.
37 Ibid., p. 3.
198 GONZALO PUENTE OJEA

de las cosas conformes con la naturaleza y la


vida instintiva, anunciaban gozosamente el orto
■ de un m undo promisorio, sostenido por el opti­
mismo exultante de las clases aristocráticas de
la República. Esta actitud sigue influyendo pode­
rosamente, pero el baluarte de la ortodoxia es
ahora Crisipo. A p artir de Tiberio, la evidencia
de la pérdida de toda libertad política y la des­
confianza en la capacidad imperial para asegurar
la concordia civil ensombrecieron los espíritus,
orientándolos, no hacia la colaboración entusiasta
en las tareas del Estado, sino hacia el cultivo de
un arte de vivir capaz de garantizar la paz del
alma. «Cuanto más se retraía el hom bre de la
vida del Estado y de la actividad política —escri­
be Pohlenz—, tanto más colocaba en el centro la
preocupación por la propia alma, y la autoeduca­
ción se hacía la verdadera tarea moral» 38. El ins­
trum ento y la meta, a la vez, de esa autoeduca­
ción se cifraba en una áskésis moral, en una
ejercitación religiosa, que abrazaban la totalidad
del hombre.
Esta orientación se concreta en los tres mo­
mentos que definen la moral práctica de la Estoa
en la época imperial: estrecham iento de los víncu­
los entre filosofía y sentimiento religioso; aleja­
miento del Estado y de la vida pública, concen­
trándose el hom bre en la salud de su alma indi­
vidual; repliegue del individuo sobre sí mismo,
remodelando su fe estoica según sus exigencias
personales, «en base a su ciencia y a su con­
ciencia» 39.
Mientras los epígonos cínicos del Imperio —pre­
dicadores y consoladores de las clases bajas—
profesaban una especie de estoicismo poco refi­
nado y muy sumario, los grandes m aestros estoi­
cos im prim ían un nuevo sesgo ideológico a la
problem ática heredada de cuatro siglos de tradi­
ción escolástica. De Quinto Sestio a Marco Aure­
38 Ib id ., p. 45 (subrayado mío).
39 Ibid., p. 47.
EL DECLIVE DEL MUNDO ANTIGUO 199

lio, pasando por Musonio Rufo, Séneca y Epicteto


—amén de epígonos de valor desigual—, el estoi­
cismo va levantando el considerable edificio ideo­
lógico del poder imperial.
«Ser bueno y ser filósofo es la misma cosa»,
diría Musonio Rufo (floruit c. 50 d. C.) en frase
que sintetiza la significación de la tem ática del
período; es decir, la filosofía como lex bene ho-
nesteque vivendi o regula vitae. Ante este axioma
ético, la ontología, la lógica, la física y la misma
psicología ocupan un plano de interés secunda­
rio. Pero las matizaciones teóricas que soportan
el perfil ideológico de esa doctrina son de pri­
m era im portancia para comprender su función
en el contexto social y político de la época. La
antropología y la psicología manifiestan, una vez
más, la sutil acomodación de la teoría a las exi­
gencias de la ideología.
Musonio Rufo reafirma la teoría del hëgemo-
nikón de Crisipo, pero a renglón seguido de decla­
ra r el prim ado de un lógos puro y omnipotente,
no tiene inconveniente en sostener que el dolor
corporal (pónos) y el placer (hêdonê’) son los
verdaderos enemigos de la paz espiritual. Aunque
el saber es el fundam ento de la virtud, este saber
debe ser una ciencia práctica enraizada en el há­
bito moral. Cronológicamente, el lógos precede
a la habitudo, pero dinámicamente ésta tiene la
preeminencia. La áskesis —no como mortifica­
ción de la carne, sino como simple disciplina
moral— es el camino real de la kalókagathia
—térm ino que traiciona la raíz aristocrática de
la ética de Musonio—.
En Séneca (c. 4-65 d. C.), siguiendo a Musonio,
la potencia del lógos aparece como incapaz, por
sí sola, de proteger contra el pónos. Pero apar­
tándose de su antecesor —en una orientación
que iría afirmándose a medida que el naufragio
m oral del individuo durante el Imperio era más
sensible—, Séneca elabora la teoría de la pro-
pátheia para explicar tanto la momentánea inca-
200 G ONZALO PU E N T E OJEA

pacidad del lógos para vencer las impresiones


súbitas, como su victoria final sobre los afectos.
Las propátheiai son impresiones que sorprenden
inopinadamente al lógos, pero que sólo pueden
transform arse en verdaderos afectos si el lógos
les da judicativam ente su asentimiento. La habi­
lidad de la teoría consiste en su airosa concilia­
ción de dogma y experiencia, de Crisipo y Posi­
donio. Mediante la praemeditatio del alma siem­
pre alerta —asegura Séneca—, los impulsos irra­
cionales se subordinan al lógos, y el individuo
puede alcanzar la homónoia. O, como él gusta
decir, la securitas y la tranquilitas animi.
Este giro llevaba mucho más lejos que la posi­
ción de Musonio en la vía restauradora del racio­
nalismo de Crisipo, si bien no tan lejos como la
teoría de Epicteto (c. 50-138 d. C.). Este esclavo
emancipado había experimentado en su propia
carne las graves dificultades a que había condu­
cido a la doctrina estoica una valoración abier­
tam ente positiva de las cosas según la naturaleza.
Por ello, su posición no admite térm ino medio:
de las cosas existentes —dice—, unas están en
nuestro poder, otras no lo están. Las prim eras
nos hacen libres, las segundas nos convierten en
esclavos. El punto crucial es la correcta distin­
ción de las cosas (dihairesis), cuyo fundam ento
es la prohairesis: una elección previa a la elec-
leción efectiva. Esta pre-decisión se apoya en la
correcta aplicación de los conceptos del bien y
del mal para el uso adecuado de las representa­
ciones, y viene a ser la prem isa de las opciones
morales concretas. Cuando es justa, nos hace li­
bres; cuando es injusta, nos esclaviza. «Tú no
eres carne y cabellos, sino prohairesis·. si ésta
es bella, tú serás bello», dice E p icteto 40. Y en
otro lugar declara que «el principal quehacer en
la vida es éste: distingue entre las cosas, sepá­
ralas y di: ‘las externas no dependen de mí, el

40 Cit, por M. Pohlenz, en op. cit., vol. I l, p. 116.


EL DECLIVE DEL M UN DO ANTIGUO 201

albedrío depende de mí'. Que en las cosas ajenas


nunca nom bres ni bien ni mal, ni provecho ni
daño, ni nada sem ejante»41. La m ateria de las
cosas, los impulsos y los afectos en general, son
adiáphora; sólo im porta el uso de sus representa­
ciones. Aunque el destino moral dependa, según
Epicteto, de la voluntad, ésta opera sobre la
plataform a de un intelectualismo extremo: sólo
el juicio (dogma) sobre las cosas, no las cosas
mismas, determ ina la conducta moral del hom­
bre. La eudaimonía depende radicalmente de los
juicios de valor·, es una empresa del intelecto.
La voluntad sólo es vehículo del saber.
A medida que las condiciones objetivas —eco­
nómicas, sociales y políticas— arrojaban al indi­
viduo a una situación de inseguridad vital cre­
ciente y de ansiedad espiritual, el encastillamien-
to del hom bre en la conciencia urge un nuevo
esfuerzo teorético que consagre la perfecta auto­
nomía de la subjetividad. La vía restauradora de
la autárkeia, desde Musonio hasta Epicteto, se
prolonga y concluye en Marco Aurelio Antonino
(121-180 d. C.), cuya espiritualización de la psico­
logía llega a desbordar incluso del m arco del
m aterialismo ontológico fundam ental de toda la
tradición estoica.
Para Marco Aurelio, la libertad equivale a la
independencia del espíritu de todo influjo externo
o interno que perturbe la pura racionalidad del
ego. El aparato categorial que apuntaba esta in­
dependencia radical no se limita a contraponer
—como en sus predecesores de escuela— el cuer­
po al alma. Rompiendo con esta dicotomía de la
Estoa antigua —que se resolvía allí con la pre-
valencia final del lógos puro sobre todo el campo
de la vida sensorial y afectiva, mediante el es­
tricto uso de las representaciones—, Marco Aure­
lio introduce una notable tripartición en la es­
41 Cf. E picteto, Pláticas (Diatribai u Homilía) II, 5, 4-5 (cito
por la versión española de P. Jordán de U rríes, Barcelona, 1957-
1963, 3 vols.).
202 GONZALO PU EN TE OJEA

tructura del sujeto: cuerpo, alma y espíritu. Al


cuerpo corresponden las percepciones sensibles,
al alma los instintos, afectos y representaciones,
y al espíritu el pensamiento. Si bien la tradición
estoica distinguía entre alma hum ana y alma
animal, m antenía su unidad básica a través del
lógos —ejecutor de las funciones psíquicas tanto
superiores como inferiores—, atribuyendo una na­
turaleza pneumática a la totalidad del sustrato
m aterial del alma en su conjunto. En la dicoto­
mía cuerpo-alma, el lógos puro constituía sólo
el elemento privilegiado del alma —su hëgemo-
nikón—. Pero Marco Aurelio, quizás sin aperci­
birse de las decisivas consecuencias que entra­
ñaba para el estatuto teórico del alma en la tra ­
dición de la escuela, circunscribe el pneûma a
la parte animal del alma, contraponiéndolo al
noús en cuanto elemento esencialmente diferente
en la estructura del yo. La tricotom ía sómatikón-
pneumatikón-prohairetikón refleja una indudable
influencia orientalizante —gnóstica— favorable al
aislamiento del alma de aquellos elementos ex­
traños que se le incorporan, enturbiándola, en
el curso de la caída sideral en el m undo sublunar.
La idea pitagórica del cuerpo como tum ba del
alma, actúa una vez más.
Marco Aurelio acentúa aún más esa tricotom ía
al insertarla en la polaridad cosmológica entre
un único sustrato m aterial cósmico y una sola
alma animal, de una parte, y una sustancia espi­
ritual única (noerà ousía), de la otra. Si bien él
no desmiente que este espíritu universal único
posea una naturaleza m aterial —aunque diversa
de la m ateria que constituye la psyche’—, su doc­
trina se orienta abiertam ente hacia un dualismo
espiritual en neto contraste con el monismo ma­
terialista de los m aestros estoicos.
Como advierte con perspicacia Pohlenz, la antro­
pología de Marco Aurelio se inspira en el deseo
de aislar la diánoia del hombre respecto de toda
influencia de los niveles inferiores de su vida
EL DECLIVE DEL M UN DO ANTIGUO 203

psíquica, de todos los impulsos engendrados en


una psique inm ersa en las contingencias de la
existencia cotidiana, insegura y azarosa. Con su
crispación intim ista, Marco Aurelio representa
la culminación del proceso teórico paralelo a la
creciente fatiga espiritual del hombre del Impe­
rio y a su sentimiento de impotencia para mode­
lar la vida social según la vieja regla de oro de
la escuela: katá physin zen. Por doquier, la sub­
versión de los instintos y la depravación m oral
arrojaban al hom bre a una vida pará physin, y
la explotación económica y la opresión política
no encontraban más límites que los de la propia
fuerza física.
La doctrina estoica tradicional se las había in­
geniado para dom eñar teóricamente, no sólo la
acción de unas sensaciones controladas por el
buen uso de sus representaciones, sino tam bién
la influencia de unos instintos subordinados al
hegemonikón racional. El artificio teórico de la
synkatáthesis, prim eram ente, y el de la prohaíre-
sis, después, parecían haber conjurado el peligro.
Pero, ahora, Marco Aurelio ni siquiera vacila en
adoptar la drástica solución de desterrar a los
instintos de la esfera del hegemonikón, adscri­
biéndolos a un pneum atikón radicalmente dis­
tinto, y reafirmando con el mayor énfasis el p rin ­
cipio tradicional según el cual la vida afectiva
se subordina sin reservas al juicio intelectivo
(diánoia) que valora todas las cosas. Puede decir,
como Epicteto, que «todo es opinión subjetiva,
y ésta depende de ti», exhortando así al indivi­
duo: «¡arroja fuera de ti a la opinión, y sálva­
te!»42. Sólo los juicios falsos —opiniones (hypó-
lepseis)— pueden producir una transform ación
antinatural (trope’) del hegemonikón, y dar acce­
so a las turbadoras influencias del páthos. Pero
el punto sutil que refuerza, incluso respecto del
rigor intelectualista de Epicteto, la autonomía

42 Cit. por M. Pohlenz, ibid., p. 139.


204 GONZALO PU E N T E OJEA

absoluta de la razón radica en el hiatus teórico


que ahora se interpone entre el dominio del
pneum atikón y la esfera del prohairetikón·. éste
nada tiene que tem er en su reducto, si se decide
a hacer uso de su omnipotencia. La nueva con­
signa retum ba como uná orden en el momento
álgido de la batalla: replegarse sobre sí mismo
(anacho’rein eis heautón)\... La consigna estoica
se ofrecía como la panacea universal de los males
del Imperio. «Es m enester que nos rodeemos de
la filosofía —dice Séneca— como de un muro
inexpugnable que la Fortuna, atacándola con to­
dos sus ingenios, no logre atravesar. El alma que
ha desdeñado las cosas externas se encuentra
situada en un lugar inasaltable, se hace fuerte
en su propia ciudadela...». El urgente lenguaje
m ilitar delata el tem ple de un alma cercada, aco­
rralada, bien diferente de la exultación triunfa­
lista de un Zenón de Cittium. «Y lo que te hará
firme —agrega Séneca—, es la meditación conti­
nua, con tal de que no ejercites la lengua sino
el alma; con tal de que te prepares para la
m u erte...» 43. En sí misma, la m uerte es un üdiá-
phoron, pero su función liberadora justifica su
aceptación con digna entereza.
La dialéctica del buen uso de las representacio­
nes lleva a un efectivo extrañam iento de la reali­
dad: «si quieres que te diga la verdad —escribe
Séneca—, no creo que exista para el hom bre otra
calamidad que la de pensar que existe en el mun­
do alguna cosa que sea para él una calamidad» 44.
También para Epicteto, «la esencia del bien está
en el uso de las representaciones, y la del mal
en lo mismo; mas las cosas ajenas al albedrío no
admiten la naturaleza del mal ni la del b ien ...» 45.
Y Marco Aurelio formula así el ideal de la turris
eburnea: «acuérdate que la facultad rectora (he-

43 Cf. Séneca, E pistolae morales ad Lucilium , LXXXII, 2 (cito


por la versión de J. Bofill y Ferro, Barcelona, 1964, 2 vols.).
44 Ibid., XCVI (subrayado mío),
45 Cf. Epicteto, Pláticas, II, 1,4.
EL DECLIVE DEL M UNDO ANTIGUO 205

gemonikón) se hace inexpugnable cuando, reple­


gada sobre sí misma, se contenta con no hacer lo
que no es su gusto, aunque sólo se oponga por
capricho. ¿Qué será, pues, cuando, gobernada
por la razón, emita prudentem ente un juicio? La
inteligencia libre de pasiones es como una ciu-
dadela; y realm ente el hom bre no tiene posición
más segura donde retira rse ...» 46. Porque el ejer­
cicio libérrimo de la diánoia es la caución de la
ataraxia47: «si alguna cosa exterior te contrista,
no es ella lo que te conturba, sino el juicio que
te formas acerca de la misma; pero en tu mano
tienes el abolir este juicio al instante»48.
Es evidente que el estoico del Imperio estaba
ya muy alejado de la espontánea entrega a los
gozosos estremecim ientos de la euthymía y de
la ilusionada devoción a las realidades políticas
de un Panecio y su círculo. La voz que clama
¡retorno al hombre interior! traiciona la incon­
fesable desesperación de un hombre que se re­
tira en toda la línea. Tampoco anuncia el opti­
mismo de una libertad recién estrenada y la
olímpica confianza en el lógos, claramente dis­
cernables en un Zenón, un Oleantes o un Crisipo.
No. Se trata del grito de un alma m altrecha que
retorna de una larga andadura, de un alma que
está de vuelta de las ilusiones juveniles en la
felicidad de este mundo. Nuestros estoicos pue­
den asegurar, ahora, que en el repliegue está la
salud, porque la salvación individual sólo puede
radicar en algo que dependa absolutamente de
nosotros. Pero en verdad saben harto bien que
esa victoria es pírrica; que representa la echazón
por la borda de todo para salvar la vida escueta;
que el retorno del hom bre a sí mismo es una
problem ática operación en dos tiempos, de los
46 Cf. Marco Aurelio, Soliloquios o Comentarios (Tá eis heautón
o Hypomnem ata), V III, 48 (cito por la edición de M ontaner y Si­
món, Barcelona, 1945).
47 Cf. M. Pohlenz, op. cit., vol. II, pp. 69 y 112 (nota 14), para
eî empleo de este térm ino.
48 Cf. Soliloquios, VII, 47.
206 GO NZALO P U E N T E OJEA

cuales el prim ero consiste en cum plir puntual­


m ente la cotidiana carga de las monótonas obli­
gaciones ciudadanas, pues todos están subidos al
mismo carro: el carro de Roma. La ambigüedad
se instala de nuevo en el corazón estoico, pero
ahora sin las veleidades de una total evasión del
orden concreto de las cosas, sin la desenfadada
indiferencia de los fundadores, sin el ingenuo en­
tusiasmo por los fantásticos proyectos del sophós.
Concordes con la extremosa restauración de la
autarquía de la virtud, los estoicos de la época
imperial postulan una moral de la intención, in­
coada ya por los fundadores, pero dibujada ahora
con trazos indelebles. El énfasis en la intención
es sintomático de una frustración incurable ante
un sistema social y político represivo del que no
es posible ni lícito evadirse. Para el estoico, no
im porta la acción m aterial en sí, sino el espíritu
con que se ejecuta. El resultado de los actos es
indiferente. Basta la buena intención. La interio­
rización de los conceptos morales se resum e ·en
el prim ado absoluto de la conciencia49. En los
estoicos del Imperio, la exclusiva responsabilidad
ante la propia conciencia asimila la vida moral
a la praxis de una religiosidad interior: el exa­
men de conciencia se convierte en técnica de
salvación. La bona conscientia, asistida por el de­
monio personal (custos) que actúa como su voz,
es la m eta de la vida interior, y la m anifestación
de la beatitudo. El vindica te tibí postula la vida
interior como la verdadera vida. La tensión entre
norm a y realidad halla en el examen de concien­
cia —como, después, en la confesión de los cris­
tianos— un pasajero alivio, y el sentimiento de
culpa cesa momentáneamente de atorm entar el
ánimo. «¡Qué tranquilo, profundo y libre es el
sueño —declara Séneca— tras el examen de con­
ciencia, cuando el ánimo está cargado y sobre-
49 Vid. p ara el problem a de la conciencia moral en los estoicos,
R. Mondolfo, La com prensione del soggetto umano nelVantichitá
classica (Firenze, 1955, pp. 503-552).
EL DECLIVE DEL M UN DO ANTIGUO 207

aviso, y, observador secreto y censor de sí m is­


mo, ha dado su juicio sobre las propias costum ­
bres!»50, Esta práctica se funda en una voluntad
que, aunque ningún m aestro estoico de la época
se ocupó de definir nítidam ente su estatuto teó­
rico' dentro del sistema psicológico, no es un he­
cho intelectual (velle non dicitur), sino elemento
que emerge de las profundidades del alma. En
este punto, el estoicismo de la época imperial,
con discutible congruencia, enlaza con el volun­
tarism o de Panecio y su círculo romano, distan­
ciándose del rígido intelectualismo de los funda­
dores. La bona voluntas es la condición indispen­
sable de la vida virtuosa. Entonces, la ambigüe­
dad se instala en el vértice mismo de la teoría
de la arete de este estoicismo tardío. Resulta que,
tras restaurar con el mayor énfasis el prejuicio
socrático de la ética intelectualista, se inserta
en su esquema el momento de la voluntas como
m otor efectivo del comportamiento moral. En
esta doctrina tardía late vigorosamente la heren­
cia del éthos romano, el talante práctico de Pa­
necio y el empirismo realista de Posidonio, aun­
que el rigor intelectualista y el purism o de una
vuelta a los fundadores pudieran hacernos creer
otra cosa. En esa reivindicación del papel de la
voluntad se traduce, en definitiva, la exigencia
de una adhesión a las responsabilidades y obli­
gaciones de la vida concreta, así como una indi­
recta valoración positiva de los afectos que sub-
yacen a la formación de la fuerza volitiva como
disposición anímica. Siguiendo esa línea doctrinal,
Séneca divide la ética en tres sectores: el discur­
so teorético sobre el valor de las cosas —theôrê-
tikón—, la teoría de los instintos —horm etikón—
y la doctrina de la acción —praktikón—. Aunque
no explica satisfactoriam ente la articulación di­
námica de estos tres sectores, apunta sin equí­
vocos hacia la relativa autonomía del praktikón,
5° Cit. por M, Pohlenz, op. cit., vol. II, p. 88.
208 G O NZALO PU E N T E OJEA

que podría parecer descartada a la luz de su


teoría psicológica. El practicismo del genio lati­
no, y su sentido del deber como deber sancionado
jurídicam ente, encuentra en esta doctrina moral
un correlato teórico suficiente.
Epicteto, riguroso secuaz de la consigna moral
de repliegue sobre sí mismo, también señala que
si la eudaimonía depende de nuestros juicios de
valor (dógmata), no por ello es menos necesario
a una justa prohaíresis el apetito de obrar bien
y la elección de un honesto modo de vivir. Acep­
tando en sustancia la tricotom ía ética de Séneca,
distingue, al lado del theôrëtikôn —dominio de
la synkatáthesis—, los apetitos negativos o positi­
vos que se refieren al bienestar subjetivo (oréxeis,
ekklíseis) y los instintos relativos a la conducta
exterior (hormaí). Así, el ajuste de la acción hu­
m ana al juicio recto es, también, un problem a de
la voluntad. Epicteto es más cuidadoso que Sé­
neca en puntualizar que la naturaleza del querer
radica en un acto del intelecto; pero el valor rela­
tivamente autónom o de la voluntad, especialmen­
te del dinamismo del impulso que mueve al hom ­
bre hacia la actitud o determinación (epibolë’) de
consagrarse a la filosofía, queda nítidam ente es­
tablecido en su doctrina de la conducta.
El estoicismo original ya había tenido buen
cuidado de m itigar los rigores del dilema inicial
sabio-ignorante, por la inserción de la doctrina
del progreso m oral (prokopé'), bosquejada segu­
ram ente por el propio Zenón y desarrollada por
Crisipo. Pero el carácter dilemático de la anti­
nomia seguía preponderando en la esencia del
ideal del sabio, pese a todas las concesiones a
las exigencias de la práctica. Con los estoicos del
Imperio, sobre todo con Séneca, el estatuto moral
del prokopton se dignifica de m anera manifiesta,
al introducir una precisa gradación —en tres ca­
tegorías— de progredientes. La opción radical y
única entre sabiduría e ignorancia pierde relevan­
cia desde el momento en que se afirma que todos,
EL DECLIVE DEL M UNDO ANTIGUO 209

sin excepción, somos homines viatores, pecadores


en incesante lucha por la purificación moral en
un mundo real donde la m eta ideal es sólo lo
que es: el ideal de una libertad interior nunca
poseída plenam ente51.
Marco Aurelio reitera ad nauseam esa interiori­
zación del ideal de salvación del alma, en el con­
texto de una sociedad que impone deberes inelu­
dibles. Sólo es bueno o malo para el hombre,
aquello que lo m ejora o lo empeora internamente.
Al servicio del ideal del hombre interior, está la
fuerza volitiva: ¡«aguanta y renuncia!» (anéchou
kai apéchou), repite con Epicteto, porque el impe­
rativo de los deberes sociales no se determina
por la convicción de que la salud dependa de la
capacidad de enm endar el curso de la heimar-
méné, sino por la voluntad de integrarse en el
curso real de las cosas, manteniendo el alma en
franquía. Pero la resonancia vivencial de la doc­
trina es muy otra que la de los fundadores. Como
escribe expresivamente Pohlenz, «leyendo (a Mar­
co Aurelio) sentimos cómo la confianza en la pro­
pia fuerza m oral del hom bre está desvanecién­
dose, y cómo su alma anhela una ayuda desde
lo alto» 52.
La ética de los estoicos de la época imperial
concluye en una religión m oral intimista. Esta
dimensión, sin la cual es ininteligible, unida al
énfasis en la voluntad, son factores decisivos
para comprender la especificidad de la ideología
estoica de este período, y su peculiar im pronta
espiritual, en marcado contraste con el pensa­
miento del prim er estoicismo.
El sentimiento religioso de los estoicos del Im ­
perio se apoya en la cosmología y teología tradi­
cionales de la escuela, enriquecidas y ahondadas
por Posidonio. Pero en un Séneca y un Epicteto,
se percibe ya claram ente la tendencia a alterar
51 Vid. S. Dill, op. cit., pp. 318 y ss., sobre este paulatino as­
censo de los proficientes en la escala de la virtud.
52 Cf. M. Pohlenz, op. cit., vol. II, p. 145.
210 GO NZALO PU E N T E OJEA

el carácter esencialmente monista del estoicismo


»ntiguo, contraponiendo la naturaleza espiritual
de lo divino a la naturaleza material del mundo:
Dios aparece como la causa sui —principio crea­
dor de todos los seres—, m ientras que la m ateria
es causa de imperfección y transitoriedad —for­
ma derivada del ser—. Según Séneca, como según
Epicteto, Dios es pneúma m aterial, inmanente
al todo, pero este principio divino se reviste de
rasgos personales únicos. Se va perfilando una
fe monoteísta asentada en el sentimiento de una
religación inm ediata entre el alma individual y
Dios. Se vive la inmediatez de lo divino, su pre­
sencia perm anente y palpitante. El alma, al retor­
nar a la interioridad, no se diluye en una abstrac­
ta especulación teológica sobre el lógos cósmico,
sino que se absorta en la intuición de un Dios
personalizado, de una providencia benévola y aten­
ta a las fatigas del alma individual.
Esta tendencia dualista no acaba de destruir
la concepción esencialmente monista del mundo
estoico, pero colorea decisivamente la esfera ético-
religiosa y la vida anímica del sujeto. Dios se
presenta como m i protector personal, garantía
de m i libertad interior. Epicteto, incluso, jam ás
habla de la heimarménë —aunque esté latente
en todo su sistema—, sino de la voluntad bené­
vola de Dios. El creador no se interesa por el
bienestar m aterial del hom bre — pues las cosas
no conciernen a éste—, sino por su salvación es­
piritual, por su libertad interior. Ni Séneca ni
Epicteto profesaron la creencia en la inm ortali­
dad personal, pero la idea de que la m uerte es
un adiáphoron recorre toda su obra. La cuestión
de la inm ortalidad del alma como problem a teó­
rico es irrelevante para la perspectiva ética en
que el uno y el otro se sitúan. Séneca jam ás llega
a superar teoréticam ente la alternativa: mors fi­
nis est aut transitus. Epicteto no cree en una
supervivencia personal, sino en un retorno al
principio divino tras la disolución del pneûma
EL DECLIVE DEL M UN DO ANTIGUO 211

individual en el todo. El suicidio (eúlogos exa-


gógé') no se concibe como el acceso a una vida
personal trascendente, sino como la eventual eva­
sión de una vida definitivamente hostil a la liber­
tad moral. E sta referencia religiosa a un dentro-
fuera, a una trascendencia ética que es inmanencia
metafísica, no es la menor de las ambigüedades
de una actitud que refleja una situación objetiva
conflictiva y contradictoria.
Lo im portante es retener que, pese a las apa­
riencias, el sentimiento religioso de los estoicos
de la Roma im perial difiere del sentimiento de
los hombres que, como Oleantes de Asso, vivieron
la prim avera de exultación racionalista y subjetiva
de los siglos iv y m a. C. Aún para Cleantes
—quizás el más místico de los estoicos origina­
les—, la divinidad es un ente eminentemente
genérico, como era genérica su plegaria al Zeus
«autor de la Naturaleza». Adora a Dios en cuanto
creador cósmico de todos los seres —«es po r lo
que te cantaré, y alabaré siempre tu poder», es­
cribe en su Himno a Zeus—. La relación hombre-
Dios no es en rigor, para él, una relación inter­
subjetiva estrictam ente personal. Como indica Fes-
tugiére, en el Himno, «el hom bre no es un tér­
mino aislado que se vincularía a este otro térm ino
aislado que es Dios. Las relaciones entre el hom ­
bre y Dios no son las de una amistad, que se
bastaría a sí misma, entre estos dos términos».
Entre ambos, pasa la compleja mediación del
sistema cósmico. Para ese dios universal lo que
cuenta es el bien del conjunto, no la felicidad
individual. El orden cósmico (kósm os) prosigue
im perturbable su curso sin detenerse ante las
calamidades que aquejan a los hombres. Se tra ta
de una ética del consentim iento53. Es cierto que
los estoicos del Im perio comparten esa m oral
del consentimiento, pero la resonancia vivencial
y el acento personal de esa moral la convierten
S3 Vid. A. J. Festugière, La révélation d'H erm es Trismégiste,
cit., vol. Il, pp. 310-332.
212 GONZALO P U E N T E OJEA

en una ética de la inmediatez, según la cual la


fe en lo divino cobra una dimensión existencial
para el sujeto totalm ente nueva: «Dios te es ve­
cino —escribe Séneca—, está contigo, está en ti».
En esta relación está siempre presente el deo pa­
rere, pero ahora la obediencia adquiere el matiz
de una identificación personal y única en el seno
de la intim idad existencial. Al igual que en Epic­
teto, en Séneca el orante no es el trasunto de la
altiva figura del sophós de la tradición estoica,
sino el hom bre de carne y hueso, menesteroso,
versátil, contradictorio.
Marco Aurelio, que, paradójicam ente, se m an­
tiene con m ayor coherencia dentro del materia­
lismo cósmico monista de la escuela, coloca el
acento místico de la relación religiosa —latente
ya en la cosmología de Posidonio— en primerí-
simo plano: «sigue a Dios», evita el pecado. «Nada
m ás infeliz que el hom bre que lo inquiere todo
girando de aquí para allá, que escruta, como dice
el poeta, las profundidades de la tierra; que .in­
daga por conjeturas lo que acontece en el alma
ajena, sin acabar de entender que le bastaría
sólo aplicarse al dios que habita en su interior
y venerarlo como es debido»54. Es una piedad,
m utatis mutandis, paralela a la de Tomás de Kem-
pis. La resignación a la voluntad divina cobra
intenso acento personal y se instala en el centro
de la vida moral: «vivir con los dioses. Pero vive
con los dioses quien les m uestra constantem ente
que su alm a está contenta de lo que le ha sido
asignado, y hace todo lo que quiere el demonio
que Zeus ha dado a cada uno como guía y cus­
todio, parte de sí mismo. Y este demonio es el
espíritu y la razón de cada uno»55.
La ecuación tranquilitas animi —amor dei —bea-
titudo corona la moral estoica del Imperio. El
retiro a la intimidad de la conciencia es la con­
signa general. Así como la autárkeia de la virtud
54 Cf. Soliloquios, I, 13.
55 Cit. p o r M. Pohlenz, op. cit., vol. II, p. 149.
EL DECLIVE DEL M UN DO ANTIGUO 2 13

estaba, en el estoicismo original, impregnada de


la protesta cínica contra los usos y las normas
sociales —que condujo al fundador a una actitud
de evasión y a un sentimiento de lejanía frente
a la sociedad de su tiempo—, el estoicismo del
Imperio venía a ser la antítesis de aquella pro­
testa, porque se sentía uncido al destino político
de la pax romana. Su radical impregnación por
los ideales de la civitas, le impedía practicar una
m oral de repliegue interior con todas sus conse­
cuencias. La renovada ambigüedad se resuelve
en un conformismo político que remodelaría esa
ideología en directa dependencia de la sociedad
de la época.

3. Su peculiaridad ideológica
Los Césares podían irritarse con las prédicas
morales de los maestros de virtud. Porque la
autocracia política no sólo corrompe el gobierno
de los hom bres sino tam bién el carácter de éstos,
a comenzar por el de quienes detentan el poder.
Los autócratas del Principado pronto enturbia­
ron, con su despótico ejercicio del mismo, la retó ­
rica de la misión del princeps virtuoso, privando
así de verosimilitud m oral a la propaganda im pe­
rial de las res gestae, tal como se reflejaban,
por ejemplo, en el célebre M onumentum Ancy­
ranum 56. La auctoritas sucumbió ante la m era
potestas. Lo que fue prim eram ente tem a de m ur­
muraciones en los foros, pronto se convirtió en
estímulo de la reflexión de los filósofos. La exhor­
tación m oral y el consejo (paraínesis) resultó
insoportable para unos tiranos que aspiraban a
la apotheósis, sin reparar en su degradación
moral. La crítica de las costumbres se convertía

56 Vid. E. B arker, From Alexander to Constantine, cit., pp. 224-


232. Vid. en general p ara todo el período, Ch. G. Starr, Civili­
zation and the Caesars. The intellectual revolution in the Roman
Empire (New York, 1954, passim).
214 GO NZALO PU E N T E OJEA

en actividad subversiva, y el proselitism o de es­


cuela podía aparecer como una em presa conspi-
ratoria. El Imperio, desde Tiberio y durante el
resto del siglo, «fue el reino de la arbitrariedad
y la inseguridad —como escribe Bridoux—: tiem ­
po de conspiraciones, de asesinatos, de proscrip­
ciones, de condenas. La Fortuna estaba ahora
representada y multiplicada por los malos empe­
radores y sus favoritos. Nadie estaba seguro de
su vida, ni de su libertad, ni de sus bienes. No
se podía estar seguro más que de sí m ism o»57.
E ra aún el siglo de Nerón, pero ya existía Tácito.
En esa coyuntura, el estoicismo pudo servir, por
un instante, de amalgama espiritual de los grupos
de oposición y jugar, así, un cierto papel político.
Bajo Vespasiano, prim ero, y con Domiciano algo
después, los pensadores estoicos fueron expulsa­
dos de Roma, en unión de los demás filósofos.
El hecho de ser estoico despertaba sospechas en
la corte imperial. Cecina, Petus, Séneca, Lucano,
Thraseas y alguno más pagaron con sus vidas.
Pero no debemos engañamos. El m artirio de esos
estoicos era la luctuosa secuela de un poder atra­
pado en su propio vértigo tiránico y víctima, él
mismo, del brusco desequilibrio de un sistema
institucional artificioso donde, frente a la potes­
tad imperial, no existían contrapesos efectivos.
El colapso de la República había arruinado la
m aquinaria corporativa de la Roma tradicional,
entregando todo el poder a los dictatores, al co­
mienzo, y a los caesares, después. Ante tal con­
centración de poder, la vida política como verda­
dera participación se interrum pe, siendo susti­
tuida por las rivalidades palaciegas y las intrigas
de la antecám ara regia. A fuerza de cegar los
accesos naturales a la participación política ciu­
dadana, m anteniendo en la clandestinidad los
asuntos de la res publica, se engendra un efecto
exactamente inverso: todo se transm uta en asun-

S7 Cf. A. Bridoux, op. cit., p. 156.


E L DECLIVE DEL M U N D O AN TIGU O 215

to político, desaparece la diferenciación y articu­


lación de los niveles propios de una comunidad
sana y bien ordenada. La radicalización de la
clandestinidad política, y no otra cosa, ha sido lo
que puede hacer pasar a la ideología estoica de la
época por lo que, en verdad, jam ás fue: una doc­
trina subversiva58. Para quien sabe captar el sen­
tido de los fenómenos ideológicos, el error no
es posible. Estos fenómenos no consisten tanto
en la retórica que dibuja sus respectivos horizon­
tes utópicos, cuanto en su operación efectiva en
el seno de la situación real.
En la ideología estoica de la Roma imperial
vuelve a tensarse extremadamente la dialéctica
de las vertientes interior y exterior de la vida
humana, acentuando la constitutiva ambigüedad
de la solución estoica a los problemas de una
vida incardinada en la tram a social, pero de voca­
ción intim ista. El horizonte utópico de la nueva
ideología perm ite asum ir la temática concreta
legitimadora desde la conciencia individual, es
decir, desde una vida interior cuyo prim er impe­
rativo es el deo parere, la conformidad univer­
sal, la resignación a un orden de cosas en el que
incluso las contingencias explicitan una raciona­
lidad que cumple su función en el movimiento
cósmico —aunque al espectador humano pueda
escapársele ese sentido racional—. Marco Aurelio
expresa m eridianam ente esta consagración, no sólo
del orden esencial, sino tam bién del orden exis-
tencial: «las obras de los dioses —escribe— se
presentan rebosantes de una providencia; las de
la Fortuna, no dejan de depender de la. misma
naturaleza o de una tram a y concatenación de
los acontecimientos regidos por la providencia.
Todo dimana de ella. Además, cuanto acontece
es necesario y contribuye a la utilidad común del

58 Vid. S. Dill, op. cit., p. 15, donde se recuerda que Séneca


nunca justificó la posible ocurrencia de los devotos de la filoso­
fía, de oponerse al orden establecido o m ostrarse refractarios al
mismo.
216 GONZALO PU B N T E OJEA

universo, del cual tú eres una parte. A más de


esto, para cada una de las partes de la natura­
leza, el bien es lo que lleva consigo la condición
de la naturaleza universal y lo que se ordena a
su conservación. Y en el mundo se conserva, sea
por la transform ación de los cuerpos mixtos,
sea por la de los elementos. Bástente estos pen­
samientos como principios perpetuos: en cuanto
a tu sed de lectura, deséchala, para poder m orir,
no refunfuñando, sino realmente resignado y con
el corazón reconocido a los dioses»59. Y más
adelante agrega que «irritarse con alguno de los
acontecimientos que sobrevienen, es como un abs­
ceso de la naturaleza universal», y equivale a una
«deshonra» del a lm a 60, pues «todo lo que ocurre,
ocurre con razón» 61.
Este aspecto esencial del horizonte utópico se
apoya en el factor que, en rigor, lo determina,
a saber: la identificación con el kósmos como
fuente inagotable de felicidad personal. En ese
horizonte, ocupa un lugar privilegiado la vertien­
te interior de la existencia humana, no como la
única realidad, pero sí como el locus de la conci­
liación definitiva del alma consigo mismo y de
la resolución de todas las mediaciones de la vida
social.
Esta ambigua posición teórica legitimaba, a la
vez, el repliegue psicológico y el compromiso
social, el pesimismo existencial y la m ilitancia
cotidiana con actitud resignada —vivere militare
est—. En la ideología del prim er estoicismo, esta
dialéctica alcanzaba una alta tensión problem á­
tica, que se resolvía en una actitud predom inante
de evasión. En aquel mundo aún adolescente, el
panoram a político ofrecía el espectáculo de una
contienda de epígonos impotentes para dotar de
una sólida estructura a la oikouménë, pretendien­
do restaurar una unidad que sólo había existido,
59 Cf. Marco Aurelio, Soliloquios, II, 3 (subrayado mío).
60 Ib id ., II, 16.
61 Ibid., IV, 10 (subrayado mío).
EL DECLIVE DEL M UN DO ANTIGUO 217

en todo caso, en la m ente de Alejandro. La inco­


herencia entre proyecto y realidad conducía con
frecuencia a actitudes histrionicas y lances de
épica leyenda. Ni Zenón ni sus discípulos podían
tom ar en serio la agitada contingencia política
de su tiempo, aunque los desarrollos parenéticos
de la doctrina pudieran hacer pensar de otro
modo. La actitud evasiva ante esa anárquica y
abigarrada situación fluía naturalm ente de un ilu­
sionado optimismo que se orientaba hacia la ple­
nitud de la vida personal y el ideal del sabio.
Por el contrario, esta dialéctica no conduce, en
la Roma imperial, a la evasión, sino sólo a la
resignación ante la urgencia de dos tareas que
se viven como ineludibles, aunque apenas concilia­
bles: el repliegue sobre sí mismo y el servicio
leal a las empresas del Imperio. En la prim era
ideología estoica, el conformismo final al orden
vigente resultaba, por así decirlo, a sensu con­
trario, es decir, como corolário práctico de una
voluntad de no intervenir en ese orden de cosas.
En la tercera ideología estoica, inversamente, el
conformismo emergía de una intención explícita
de colaborar, de una necesidad social perfecta­
mente concienciada. El momento histórico ya no
era el de las sórdidas rivalidades de los caudillos
helenísticos ornados con títulos imposibles, en
un mundo de m últiples patrias y lealtades anta­
gónicas, sino el de la unificación política y ju rí­
dica de la oikouménë. Un Marco Aurelio, por
ejemplo, podía aún interpretar de buena fe el
Imperio romano en térm inos de la kosmopolis,
pues el perím etro del Estado coincidía con el
contorno de la hum anidad civilizada. La original
articulación del Imperio, con su casuística dife­
renciación de ordenaciones territoriales —m etro­
politanas, provinciales, municipales—, no entor­
pecía la resolución final de jurisdicciones y com­
petencias en una soberanía superior unitaria. El
modelo de las dos civitates —ideal y terrena—
218 G ONZALO P U E N T E OJEA

había encontrado la base real de su perfecta si­


metría.
Pero ya en la plenitud de ese Imperio se m ani­
festaron los prim eros síntomas de su ineluctable
ruina. El elemento trágico en los estoicos de la
Roma im perial consiste en la inm ediata vivencia
de la misión de Roma como providencial y catas­
trófica, a la vez, como caución de la seguridad
y como desorden moral, como bien común y cau­
sa de corrupción. Paradójicamente, se aferraban
más desesperadam ente a la pax romana, como
dique de la avalancha bárbara y de la anarquía
interior, a medida que la corrupción y el desorden
social se agudizaban. Mientras que los prim eros
estoicos vivían a la espera del am anecer de un
m undo nuevo, los de ahora viven desencantados
la hora de senectud de ese mundo, un m undo que
aún tenía por delante muchas singladuras, porque
descansaba en un Estado fuerte cuya agonía se
m ediría por siglos.
La nueva actitud ideológica se apoyaría,. por
consiguiente, en la convicción de que el orden
social vigente estaba irremediablemente enfermo,
en la pérdida de toda ilusión, en la vivencia de
la historia como fuente inagotable de dolor físico
y moral; pero, a la vez, en la creencia de que ese
síndrome de dolor y angustia es patrim onio de
la existencia hum ana y estímulo necesario para
el renovado esfuerzo por la perfección moral. Sin
la áskesis en los avatares de la vida, el alma
nunca saborearía los goces del reencuentro con
su verdad. La clave del kósmos y de la eudaimo-
nía está en el hombre interior. Sin embargo, fren­
te al estoicismo helenístico, el factor diferencial
es doble: de una parte, el acento místico-religioso;
de la otra, la eliminación de todo contenido cínico
en la pedagogía moral.
El subsuelo cínico de la actitud evasiva de los
fundadores respecto de las convenciones sociales
y los llamados bienes de la civilización, desapare­
ce radicalm ente en los estoicos del Imperio. No
EL DECLIVE DEL M UN DO ANTIGUO 219

en balde, Panecio y su círculo habían reconci­


liado la áskesis estoica con el goce de las cosas
katá physin. Para los estoicos de la Roma im pe­
rial, los bienes de la civilización son m oralmente
preferibles (proëgména). La riqueza, dice Séneca,
es tam bién un proëgménon: el sabio prefería la
riqueza a la po b reza62. En frase que es difícil
leer sin un mohín de ironía, escribe que «es
signo de debilidad no lograr soportar la rique­
za» 63. La única condición para poseer es la de
conservar la libertad interior. Estamos lejos, sin
duda, de la escueta existencia y de las renuncias
de un Zenón. Ahora se trata de cultivar un arte
mundano de vivir que, atento a las exigencias
de la ética, aprovecha gozosamente los bienes de
la vida. Asoma, una vez más, la euthymía de Pa­
necio. Es cierto que el uso de los bienes exterio­
res debe sujetarse a discernimiento y parsimonia:
«el goce fiel y firme es el que emerge del hom bre
mismo, y crece, y nos acompaña hasta el fin; los
otros bienes, los que cuentan con la admiración
del vulgo, son los bienes de un día» 64.
Al lado del reconocimiento teórico y práctico
de los bienes de la vida social, está todo el pesi­
mismo vital de Séneca y su afirmación, algo sen­
siblera, de que «una gran fortuna es una gran
servidum bre»...65; y la experiencia vital de Epic­
teto, que le im pedía solazarse en reminiscencias
del confort material. Para él, como para Séneca,
las cosas externas son adiáphora', pero es menos
sensible a la estima de los proëgména. Marco
Aurelio retorna a la estimación de las cosas pla­
centeras, sin que amengüe un ápice el rigorismo
idealista de su paideia: todo en el mundo tiene «una
gracia característica»; hasta las hendiduras del
62 Sobre la naturaleza contradictoria del hombre Séneca, vid.
S. Dill, op. cit., pp. 1-21 y 295-299; Pohlenz, op. cit., vol. II,
pp. 56-57. Sobre el efecto de esa personalidad en la independencia
y contradicciones de su doctrina, vid. J. C. Garcia-Borron Moral,
Séneca y los estoicos (Barcelona, 1956, pp. 221-249).
63 Cit. por M. Pohlenz, op. cit., pp. 75-76.
64 Cf. Séneca, Epístolas morales a Lucilio, XCVIII.
65 Vid. S. Dill, op. cit., p p . 10-17.
22 0 G O NZALO PU EN TE OJEA

pan, que se agrieta al cocerse, «ofrecen un cierto


placer y excitan por modo particular el apetito»,
como sucede con los higos en sazón, con las
aceitunas reventadas o con las mieses que se do­
blan bajo el peso del grano. El hom bre experto,
quien ha vivido, «con sus ojos perspicaces podrá
hasta descubrir cierta madurez y sazón en la m u­
jer y en el hom bre de mucha edad, como cierto
hechizo en los niños...»66. En las cosas natura­
les, en la gratificación apud naturam de los ape­
titos, el hom bre halla un goce legítimo. Por ello,
Marco Aurelio advierte: «no perderé de vista, en
estas cosas indiferentes, el grado correspondiente
de su valor» 67.
De las cosas externas, las más relevantes son
las que pertenecen a la vida comunitaria, al orden
político y social. En este punto, la m oral cínica
es la antítesis de la m oral del estoicismo del
Imperio. Ya según Musonio, el servicio de la pa­
tria se situaba el prim ero de los deberes sociales,
insistiendo además que entre esos deberes, el
trabajo ocupa tam bién un puesto preferente. En
Séneca, el sentido del Estado está omnipresente:
incluso el sabio tiene la obligación m oral de ac­
tuar en política, condenándose toda doctrina que,
como el epicureismo, excluya al ciudadano de la
vida del Estado. «No menospreciéis las costum ­
bres públicas» 68, clama el filósofo cordobés con­
tra toda veleidad cínica. Pero el acento del deber
político delata una convicción que estaba ausente
de la conducta efectiva de los fundadores del es­
toicismo. Séneca llega hasta censurar el senti­
miento antim onárquico de algunos estoicos, y
Epicteto hace hincapié en el instinto social del
hom bre y en la estricta necesidad de cumplir
los kathë'konta de la vida pública. La misma
oikeiosis conduce a la sociedad hum ana y a las
exigencias de la colectividad, asumiendo cargos
66 Cí. Marco Aurelio, Soliloquios, III, 2.
« Ibid., I II, 11.
68 Cf. Séneca, Epístolas a Lucilio, C tlI.
E L DECLIVE DEL M UNDO ANTIGUO 221

públicos y cooperando al bien del Estado. La


obra entera de Marco Aurelio está impregnada
de ese alto sentido de la importancia del Estado.
El ser racional es, por antonomasia, un ser polí­
tico. La sociedad, como para Séneca, tiene en
Marco Aurelio un valor sustantivo propio. Entre
los imperativos de la conducta está «la vigilancia
constante sobre los grandes intereses del Esta­
do» 69, el cumplimiento de «los deberes que im­
pone la soberanía del E stado»70, «como romano
y como varón»71. El dios estoico —el nous uni­
versal— podía llegar a transm utarse, en definiti­
va, en un César del siglo 11 : «... que el dios que
mora en ti, sea guía de un varón grave, respeta­
ble, consagrado al Estado, que sea un romano y
un príncipe, capaz de perfeccionarse a sí mis­
m o...»72. El «deber cum plido»73 y el officium
público son verdaderas obsesiones en el ánimo
del em perador filósofo, en las que, al parecer,
experimentaba un placentero regusto: «acepta el
arte que has aprendido, y gózate en él»74.
Los estoicos helenísticos no dejaron, po r lo
general, de recom endar el politeúsesthaí —ocu­
parse de política—; pero ese consejo no reflejaba
ni su actitud personal, ni una específica adhesión
m oral a las realidades políticas de su tiempo.
Como indicó Bréhier, las preocupaciones de los
fundadores estaban más allá, y por encima, de
la problem ática del Estado. Los estoicos del Im­
perio, por el contrario, estaban radicalmente in­
sertos en la civilización rom ana como en una
segunda naturaleza; y esta civilización reposaba,
toda ella, sobre la estructura política imperial.
Donde la significación ideológica de estas doctri­
nas estoicas se manifiesta de manera inequívoca
es en los tem as de la dominación económica y
19 Cf. Marco Aurelio, Soliloquios, I, 16.
» Ibid., I, 17.
»i Ibid., II, 5.
« Ibid., I l l , 5.
’» Ibid., IV, 24.
« Ibid., IV, 31.
222 GONZALO PUENTE OJEA

social y de la obediencia política. En el contexto


de esta temática, resulta rigurosam ente imposible
—ahora como en el período de la República—
intentar una lectura proletaria del estoicismo.
La pobreza y la explotación económica, en cuan­
to fenómenos pertenecientes al sector de las cosas
externas, no revestían según los estoicos un ver­
dadero obstáculo para el ideal de la existencia
virtuosa. Como ya se apuntó, la riqueza es un
proëgménon; pero la pobreza puede ser un exce­
lente camino para librarse de toda preocupación
extraña al negocio del alma, y para desasirse de
la influencia corruptora de los bienes exteriores 75.
La auténtica riqueza está dentro y no fuera; para
ser rico, dice Séneca, hay que pedirlo todo a sí
mismo, y asegurar «el cese de los propios deseos»,
pues lo que im porta es ser «feliz por dentro»76;
«es pobre —escribe en uno de sus trataditos mo­
rales— no el que tiene poco, sino el que ambi­
ciona mucho», dado que «lo que basta a nuestra
naturaleza está al alcance de nuestras manos y
se nos sirve con toda rapidez».
Séneca era un director espiritual de las clases
altas del Im p erio 77, es decir, de los favoritos de
la fortuna cuya vida de placeres engendraba vacío
espiritual y sentimientos de culpa. En este con­
75 Cf. Séneca, Epístolas morales a Lucilio, XCVIII.
w Ibid., CXIX.
77 Cf. S. Dill, op. cit., ρ, 297. Como señala certeram ente, "el
evangelio de Séneca, según el lo predica, es para una clase lim itada.
Pese a toda su profesión de fe en la igualdad y herm andad de
los hom bres, Séneca se dirige, a través del aristócrata epicúreo
Lucilio, a los esclavos de la riqueza y de los vicios que ésta en­
gendra. Los hom bres a los que desea salvar son los propietarios
de las grandes m ansiones, que viven en palacios principescos y
que se esfuerzan por escapar al cansancio de la h artu ra, con visi­
tas a Baiae o Praeneste". Es, cuando m ás, un evangelio para
ricos con m ala conciencia y que temen con espanto a la m uerte.
Lo que no señala Dill es el efecto reflejo de esa ideología sobre
las m asas, al intoxicarlas con un diagnostico idealista efe ciertos
m ales sociales y espirituales que tenían su raíz en las condiciones
de cruel explotación económica que im peraban a lo largo y ancho
del orbe rom ano. Porque si bien —como indica T, R. Glover
(op. cit., p. 67)— "no hay duda posible de que para las masas
la estim ación estoica de la razón es absurda", las ap o d as lógicas
jam ás han sido obstáculo suficiente para la eficacia de las ideo­
logías m ás incom patibles con las evidencias del sentido común.
EL DECLIVE DEL M UN DO ANTIGUO 223

texto, el desprecio de las riquezas no deja de


reflejar la gratuidad de un sentimiento explicable
en quien las posee y desconoce lo que es la me-
nesterosidad, el ham bre o el trabajo agotador de
cada día. La expresión de ese sentimiento no llega
a desvirtuar la sospecha de que se trata de un
lujo de aristócrata que cede a los deliquios del
narcisismo o a la interm itente comezón de la
mala conciencia. «La pobreza, que nada tiene que
temer —escribe Séneca—, proporciona la seguri­
dad». Pero el punto de vista real desde el que se
form ula tan peregrina afirmación no se nos ocul­
ta: «es grande aquel que se considera pobre en
medio de las riquezas»78. Se trata, en definitiva,
de no renunciar prácticam ente a nada: el confort
espiritual del pobre, más el bienestar m aterial
del rico. ¡Cuántos siglos de duplicidad m oral se
esconden en esta inane doctrina idealista!...
En efecto, el idealismo de los estoicos se tra­
duce en una inversión radical de la solución pro­
puesta por ellos para curar los males de la socie­
dad: no se trata de modificarla adaptándola a
las exigencias de un orden humano, sino de remo-
delarla para perpetuar, a la postre, el orden social
establecido. Este resultado era insoslayable desde
el preciso instante en que la felicidad quedaba
confinada en el reducto del hombre interior. El
estoico generis hum ani pedagogus ni siquiera sos­
pechó que era imprescindible abolir radicalmente
la esclavitud. Toda su retórica benevolente sólo
conducía de hecho a prolongar la sumisión de la
población servil.
Para los estoicos del Imperio, las calamidades
sociales no pueden dañar la conciencia, cuyo ori­
gen divino garantiza la superioridad y autonomía
del yo individual. E sta idea, de raíz pitagórica,
habría de pasar, a través de los estoicos y de los
hebreos helenizados, al cristianismo. Lo relevante
para la vida hum ana no es la lucha por m ejorar
78 Cf. Séneca, Epístolas morales a Lucilio, XCVIII.
22 4 GONZALO PU E N T E OJEA

las condiciones de la vida material; la brevedad


de la vida exige la exclusiva concentración en el
perfeccionamiento del alma, pues tal debe ser el
único bien para los hombres buenos: «verás —dice
Séneca— cómo de la boca de los hom bres más
influyentes y encumbrados caen expresiones que
dan a entender cómo desean el reposo, cómo lo
encarecen, cómo lo anteponen a cualquier suerte
de bienes»79... ¿Qué sentido podían tener tan
enaltecidas reflexiones para el esclavo, el explo­
tado y el oprimido?... En sus trataditos De vita
beata y De brevitate vitae, por ejemplo, Séneca
es incapaz de tender la mirada un solo instante
hacia el sufrim iento de las masas, llegando a de­
clarar, con una notable insensibilidad ante los
problem as concretos de la existencia social, que
«el hom bre feliz es aquel para quien nada es
bueno o malo, sino un alma buena o mala, que
practica el bien, que se contenta con la virtud,
que no se deja elevar ni abatir por la fortuna,
que no conoce bien mayor que el que pueda darse
a sí mismo, para quien· el verdadero placer será
el desprecio de los placeres»; pues lo que no es
el alma, es «un m ontón de cosas sin valor, que
no quitan ni añaden nada a la felicidad de la
vida» 80. Para los estoicos, la escisión entre con­
ciencia y realidad no es un pasajero estado psi­
cológico, sino que resulta ser el modo de ser del
hombre. Al discriminado que m ira en derredor y
comprueba las desigualdades económicas y socia­
les, Séneca no parece ofrecer m ás reflexión que
ésta: «deja... de vedar el dinero a los filósofos;
nadie ha condenado a la sabiduría a ser pobre.
Tendrá el filósofo grandes riquezas, pero no arre­
batadas a nadie ni manchadas de sangre ajena:
adquiridlas sin perjuicio de ninguno, sin negocios
sucios, que salgan tan honradam ente como en­
traron, de las que no se lam entan más que los
79 Cf. Séneca, De vita beata, IV (cito po r la versión de Lorenzo
Riber, M adrid, 1954).
80 Ib id ., IV (subrayado mío).
EL DECLIVE DEL M UN DO ANTIGUO 225

malévolos. Acumula cuanto quieras: son honra­


das...» 8i. ¿Candidez, o astuto argumento pro domo
de toda una clase dom inante?... Probablemente
ambas cosas.
La arrogancia aristocrática y el sentido elitista
del pensamiento de un Séneca, la impermeabili­
dad de su ánimo ante la triste condición de las
masas explotadas, podrían cargarse a la cuenta
de la esencia misma de la m oral estoica y de su
teoría de los afectos; pero esta explicación ten­
dría que ser, a su vez, explicada. Sólo la conside­
ración ideológica del pensamiento puede aportar
esta explicación, pues es claro que tampoco el
análisis psicológico perm ite desentrañar ciclos
completos de pensamiento histórico. La actitud
refractaria ante todo análisis concreto de la rea­
lidad social queda al desnudo en el fuge m ultitu­
dinem, uno de los tem as de elección del estoi­
cismo; «me pides qué cosa hemos de evitar más:
y te diré, la turba», porque «el trato con la' rriül-
titud es dañoso, pues entre ella no hay nadie que
deje de recom endarnos un vicio, o no lo deje
impreso en nosotros, o, sin percatarnos de ello,
nos m anche»82. Las almas exquisitas evitan el
contacto con la degradación: reintegran la pu­
reza del mundo, mutilándolo.
Lo más im portante es obedecer·, huyamos del
lamento o la indignación ante la presente dispen­
sación de las cosas; antes bien, resignémonos,
pues los llamados males «no vienen por azar, sino
por decreto» 83. Una bona conscientia es una con­
ciencia resignada. La obediencia política es el
prim er deber del ciudadano. Séneca sentía ya la
amenaza de un cataclismo social y político: so­
cial, por la acción de unas masas que, alienadas
y explotadas, podían aún dar rienda suelta a su
desesperación en cualquier instante; político, por

81 Cf. Séneca, De brevitate vitae, X X III (subrayado mío. Cito


por la versión de J. Marías, M adrid, 1943).
82 Cf. Séneca, Epístolas morales a Lucilio, VII.
83 Ibid., XCVI.
226 G O NZALO PU E N T E OJEA

obra de los enemigos exteriores de Roma y por


la depravación interna del propio palacio impe­
rial. El peso ideológico de su conciencia le lleva
a exclamar, en tono que oscila entre el aserto
y la exhortación, que «el día que Roma se canse
de obedecer, ese mismo día habrá llegado el final
de su dominio en el mundo. Por eso, no es extra­
ño que los príncipes, los reyes y los que con
cualquier otro nom bre son considerados como
tutores del estado público, sean amados incluso
más allá de las necesidades particulares»84. La
misma estructura de la ideología estoica perm ite
a Séneca anticipar la teoría de las duae civitates
como eficaz fórm ula de la doble lealtad del indi­
viduo: al lógos universal y a la res publica. Por­
que el replegarse (anachó'rein) de los estoicos de
la Roma imperial no entrañaba jam ás la exhorta­
ción a la solitaria vida del yermo (erëmia), sino
el imperativo de interiorizarse desde dentro del
tráfago de la vida cotidiana, un otium espiritual
en la encrucijada del nec-otium de los foros y
los campamentos 8S. Y los títulos imperiales, ana­
lizados por Séneca en De clementia, traducen la
más cumplida apologética de la función regia en
las letras estoicas: el soberano es el pater patriae,
el alma de la comunidad, el espejo de Dios.
El tem a de la obediencia social y política apa­
rece tam bién expresivamente delineado en la doc­
trina de Epicteto, para quien la pobreza y las
necesidades de orden m aterial no son cosas que
afecten al verdadero ser del hombre. El sujeto
hum ano debe soportar el ham bre sin gesticula­
ciones: «mi m ujer y mis hijos —declara— tam ­
bién padecen hambre. ¿Y qué? ¿Conduce su ham­
bre a algún otro lado? ¿No van hacia el mismo
destino que los demás, cualquiera que sea?...»86.
84 Cf. Séneca, De d em en tia , I, 4 (cito p o r Ja edición de Jos
Tratados filosójicos, E. D. A. F., M adrid, 1964).
83 Vid. el análisis de A. J, Festugiére, Personalreligion among
the Greeks, cit., pp. 58 y ss.
86 Cf. E picteto, Pláticas, III, 26 (cit. por T. R. Glover, op. cit.,
p. 51),
E L DECLIVE DEL M UN DO ANTIGUO 227

Y agrega que «es m ejor m orir de hambre perm a­


neciendo exento de tristeza y temor, que vivir
en la abundancia con el alma turbada»87.
Es interesante subrayar que la temática con­
creta que consagra ideológicamente las situacio­
nes de dominación —¿qué otra cosa significa, por
ejemplo, la conformidad con el hambre?— se
inscribe, dentro de la doctrina estoica, en el hori­
zonte utópico constituido por la ética del hombre
interior. Si lo ajeno al albedrío no depende del
sujeto, entonces «nada nos importa»; respecto de
tales cosas, basta «emplear la confianza»88. Pare­
cería que aquella tem ática deriva de este hori­
zonte por simple vía de lógica consecuencia, y
en cierto modo así es. Pero desde el punto de
vista de las relaciones reales que subyacen al pen­
samiento, la situación social concreta es anterior
y funda el edificio ideológico en su totalidad —es
decir, tam bién el horizonte utópico de la ideolo­
gía—. Es necesario estar muy atento a lo que se
esconde tras la estructura deductiva de la mayor
parte de los productos mentales, si se quiere des­
velar los procesos inductivos sobre los que se
levantan las ideologías, pues dichos procesos de­
penden de las relaciones reales del hombre con
su situación económica, social y política.
En Epicteto, resulta evidente la sustitución de
la protesta por la resignación al orden cósmico:
los descontentos y m urm uradores (m em psím oiroi)
se sitúan frente a las exigencias de la é tic a 89,
pues es «acción del ignorante acusar a los demás
de los propios males; el hom bre que comienza a
instruirse se acusa a sí mismo; el hombre ins­
truido, (no acusa) ni a los otros ni a sí mismo» 90.
La línea de demarcación entre lo exigible y lo
no exigible consiste en «sólo aquella división, re­
cuerda, según la cual se define lo tuyo y lo que
87 Cf. E picteto, Manual (E ncheiridion), I, 5 (cito por la versión
francesa de J. M. Guyau, París, 1951).
88 Cf. E picteto, Pláticas, II, 1, 6-7; Manual, I, 5.
89 Cf. E picteto, Pláticas, I, 4, 38.
90 Cf. E picteto, Manual, V.
228 G O NZALO PU E N T E OJEA

no es tuyo. Nunca reclames nada de lo ajeno. Un


estrado, una cárcel, lugares son uno y otro, el
uno elevado, el otro humilde; el albedrío, en
cambio, igual, y si quieres conservarlo en ambos
lugares, puedes conservarlo. Y entonces seremos
émulos de Sócrates, cuando en la cárcel seamos
capaces de escribir peanes»91. Se tra ta de la li­
bertad del hombre interior: «considera quién eres.
Lo prim ero, hombre; esto es, quien nada tiene
superior a su albedrío, sino todo lo demás some­
tido a éste, y éste, en cambio, no esclavizado ni
som etido»92. El albedrío definía la libertad ilu­
soria de obedecer a los amos del mundo; y esta
libertad ilusoria se inserta en una teoría orga-
nicista del cuerpo social donde naufraga toda ve­
leidad de reservar una esfera de efectiva autono­
mía individual, frente a las abrum adoras cargas
de las estructuras de dominación: «¿Cuál es, pues
—se pregunta—, el deber del ciudadano? No tener
ningún interés privativo, no calcular nada como
si fuera un ser aislado...» El individuo, que es un
miembro, se debe al organismo universal. «Tam­
bién los filósofos tienen razón al decir que si el
hombre de bien previese el futuro, cooperaría
él mismo a sus enfermedades, a su m uerte, a su
mutilación, pues se diría que esas son su parte
en la distribución del conjunto, y que el todo es
más importante que la parte, y el Estado que el
ciudadano» 93.
Apetecer las cosas naturales nunca legitima la
rebelión contra el orden establecido. Cada uno
debe estar donde está, dictando «las acciones
apropiadas» a su situación: «si, herrero, te sir­
vieras mal de tu m artillo, es que habrías olvidado
tu oficio de herrero». Adaptarse es el prim er de­
ber; pero adaptarse no sólo con m ansedum bre,
sino con la convicción de que ese conformismo
encarna el máximo valor moral: «si en vez de
91 Cf. E picteto, Pláticas, II, 6, 24-26 (subrayado mío).
9* Ibid., II, 10,1.
w Ib id ,, II, 10, 4-5 (subrayado mío).
EL DECLIVE DEL M UNDO ANTIGUO 229

ser un hombre, un animal dulce y sociable, te


transform ases en una bestia salvaje que hace
daño, que acecha y que destroza, ¿no habrías per­
dido nada?...» Perderías tu «título de hom bre»94.
Desde el mismo ángulo de conformismo resig­
nado, el talante pequeño-burgués de la doctrina
de Epicteto contrasta con el esforzado ánimo aris­
tocrático de Marco Aurelio. Ambos promueven
idéntico ideal, pero m ientras Epicteto corre a
refuguiarse en un apartado rincón donde nada
altere el sosiego del pedagogo, Marco Aurelio pro­
fesa la filosofía de la púrpura imperial y de la
misión del gobernante. Sus meditaciones traslu­
cen la específica función ideológica del estoicismo
al servicio del Imperio. Sabe que ha nacido para
encabezar la grey política, «como el morrueco
guía al rebaño y el toro la vacada»95. Es decir,
para conducir a los hombres con espíritu de amis­
tad y fraternidad (koinônoênwsynë) hacia una
vida de paz y concordia, y ser para ellos jefe
invicto y benevolente (to eumenés aníketon). En
esta misión, m ostrará el temple de un romano,
indiferente a la opinión de la masa: «yo cumplo
con mi deber; el resto no puede distraer»96.
Como Séneca y Epicteto, Marco Aurelio jam ás
pone en tela de juicio el orden vigente, asumien­
do la prédica para purificar el corazón humano
y asegurar la salvación del alma en virtud de
una vida resignada y pronta al sacrificio por la
colectividad. Las cosas externas a la conciencia
no pertenecen al orden moral, y su dispensación
se funda en el sabio equilibrio de la prónoia: «la
m uerte y la vida, la gloria y la oscuridad, el dolor
y el placer, la riqueza y la pobreza, todo está
repartido en la misma medida, a los hombres
buenos y a los malos, sin ser por ello ni cosas
honestas ni torpes; luego, en rigor, no son ni
w Ibid., II, 10, 14-17 (subrayado mío).
95 Cf. Marco Aurelio, Soliloquios, XI, 18.
w Ibid., VI, 22.
230 G ONZALO PU E N T E OJEA

bienes ni males verdaderos»97. El artificio apo­


logético de una justicia inmanente al orden cós­
mico se eleva, con Marco Aurelio, a dogma es­
toico, tendiendo un puente entre los desiderata
del ideal y las situaciones de la vida real. Se
canoniza, así, no sólo la naturaleza m oral de la
conciencia autónoma, sino el m undo real tomado
en su totalidad. En esta línea de conservadurismo
ideológico, Marco Aurelio llega más lejos que
ninguno de sus antecesores. Tomando pie en la
epistemología de Epicteto, pero de m anera más
radical, el optimismo beato del emperador-filósofo
puede pretender que el sufrimiento de los otros
es, desde un cierto punto de vista, una m era
opinión falsa.
Cuando el hom bre reflexiona sobre la fugacidad
de su existencia personal, se impone con eviden­
cia el valor apariencial de las cosas externas y
la armonía del mundo: «entre las máximas de
que debes echar mano, ante las cuales te incli­
narás, figuran estas dos: la una, que las cosas
mismas no llegan al alma, sino que perm anecen
en el exterior, inamovibles; las inquietudes pro­
vienen únicam ente del modo que interiorm ente
tienes de opinar. La otra, que todo cuanto divi­
sas, en un abrir y cerrar de ojos va a transm u­
tarse, cesará de existir. ¡De cuántas cosas has
presenciado tú mismo las transformaciones! ¡Pién­
salo constantemente! El mundo es una m utación
continua; la vida, una imaginación» 98, concluye
Marco Aurelio, citando a Demócrito. Estas dos
máximas expresan el sentido conservador y está­
tico de la filosofía social del Imperio. El gusano
del tiempo corroe sin cesar la vida, nada hay es­
table, duradero. Pero una filosofía que afirma
esto, podría parecer que hubiera de concluir en
actitudes revolucionarias; mas se convierte, en
rigor, en el más sólido baluarte del conformismo
y la más radical negación de la historia en cuanto
97 Ib id ., II, 11 (subrayado mío).
98 Ibid., IV, 3 (subrayado mío).
EL DECLIVE DEL M UN DO ANTIGUO 231

cambio y novedad. Es la vivencia de un cambio


sin cambio, de un tiempo inmóvil. Nadie como
Marco Aurelio supo darle form a tan elocuente
y acabada: «todo, desde una eternidad, se pre­
senta con un mismo semblante y gira en la mis­
ma órbita, de modo que poco im porta contemplar
el mismo espectáculo cien o doscientos años, o
un tiempo ilimitado» El destino del alma es
siempre el mismo; sólo ella se salva de una fuga­
cidad sin m eta, de un retorno sin ñn. «Quien ha
visto el presente, lo ha visto todo: todo lo que
sucedió desde la eternidad y lo que sucederá por
toda la eternidad; pues todas las cosas tienen la
misma naturaleza y la misma fisonomía» 10°. La
heimarménë tiene estructura circular, y las cala­
midades de la vida hum ana constituyen un abu­
rrido proceso de reiteraciones. El hombre es víc­
tim a de ese ciclo implacable de dolor, y sólo si
integra sus lógoi sperm atikoi en el lógos univer­
sal puede evadirse del ciclo de hierro y alcanzar
la inocencia y la felicidad. De la vida histórica
nada cabe esperar: «con la consideración de las
cosas pasadas y de tantos cambios como se ope­
ran en el presente, se puede asistir de antemano
al futuro. Porque el aspecto será siempre el mis­
mo, no siendo posible que se salga del ritm o de
los acontecimientos. De aquí es que contemplar
por cuarenta años lo que pasa en la vida hum a­
na, o por diez mil años, viene a ser lo mismo.
Pues, ¿qué más habrías de ver?» 101. La negación
de la novedad del pasado y del futuro lleva para­
dójicamente a relativizar el tiempo presente y su
acontecer como irrelevantes. V. Goldschmidt ofre­
ce quizás la más profunda interpretación del sen­
tido global del estoicismo, porque arranca de la
tesis de que «la teoría del tiempo penetra y
aclara el sistema entero»102. En efecto, p ara el
» Ibid., II, 14.
i“ Ibid., VI, 37.
»' Ibid., V II, 42.
102 Cf. V. Goldschm idt, Le systèm e setoicien et Vidce de temps,
cit., p. 211.
232 GO N ZA LO PU B N T E OJEA

estoicismo, la vivencia del presente destruye «la


ilusión del tiempo», pues «sólo es real el pre­
sente: este presente, determinado por el acto,
puede extenderse hasta los modos tem porales
que, en la experiencia vulgar, se llaman pasado
y futuro, pero que el esfuerzo filosófico, en un
acto de atención y de concentración, los hace
contemporáneos al presente» 103. Pero este mismo
presente sólo tiene relevancia moral en su inte­
riorización, pues el presente externo no puede
ofrecer m ejores títulos que el pasado o el futuro:
«puedes cercenar muchas cosas superfluas que
te perturban y que no existen más que en tu
imaginación; así, abrirás a tu espíritu un ancho
campo con abarcar en tu pensamiento el universo
entero, con traer a la memoria el tiempo infi­
nito, con m editar la pronta transform ación de
cada cosa en particular; cuán breve espacio me­
dia desde su nacimiento hasta su ruina, cuán
inmenso ha sido el que sucedió a su generación,
así como la eternidad que sucederá a su disolu­
ción» 104. Desde el punto de vista de las viven­
cias, un tiempo infinito equivale a cero, pues
h urta al presente el sentido existencial de la
temporalidad que fecunda la acción m odeladora
de la vida real. Aquí, toda posibilidad revolucio­
naria resulta imposible ex definitione.
Al situarse en un punto de vista radicalm ente
diferente al adoptado en este libro, Goldschmidt
mantiene, por el contrario, que el estoicismo es,
sobre todo, una filosofía de la acción social —un
engagement engagé, como él mismo escrib e105—.
El error deriva de su sobrevaloración de una de
las dos vertientes de la doctrina estoica —inte­
rior y exterior—, como consecuencia de la total

'03 Ibid., p. 210.


104 Cf. Marco Aurelio, Soliloquios, IX, 32. Este m odo de rela-
tivizar el presente encuentra un paralelo en la tendencia de hoy
a m inim izar el signiñcado de la lucha de clases m ediante la pro­
yección de n uestros problem as en las anticipaciones de una science-
fiction em inentem ente alienadora.
μ Ibid., p. 213.
EL DECLIVE DEL M UN DO ANTIGUO 233

falta de atención a la motivación ideológica que


penetra la doctrina. La teoría estoica de los debe­
res es un artificio indispensable que cumple allí
dos finalidades diversas, pero en definitiva con­
vergentes: una, librar al sabio de la tentación de
comprom eterse en una tarea reform adora de la
vida social —rebelándose y perdiéndose a sí mis­
mo en los azares de la contienda política—, ase­
gurarle el respeto del poder político y la inmuni­
dad de toda represalia de ese poder; otra, sos­
tener un orden político y social que, con todas
sus imperfecciones, era lo único que podía garan­
tizar todavía un mínimo de convivencia organi­
zada capaz de evitar el regreso al caos universal.
La prim era de ambas finalidades predominó en el
estoicismo original; la segunda, se impuso en
el estoicismo de la época imperial. Pero ninguno
de esos dos objetivos puede llegar a n u trir y
configurar una auténtica filosofía de vocación so­
cial, es decir, vertida esencialmente a la praxis
política y a los ideales del Estado. En este punto,
el estoicismo grecorromano del período republi­
cano constituyó un espejismo transitorio por cuya
virtud una clase dirigente eufórica fue capaz de
entusiasm ar a ciertos pensadores de corte emi­
nentem ente activo, en un mom ento que podía aún
considerarse promisorio para la concordia de las
gentes. Fue, pues, un paréntesis excepcional. La
motivación ideológica de la actitud ambigua in­
serta en la entraña del estoicismo no actuaba,
ni en su orto ni en su epílogo, en la forma lúcida
y deliberada que acabo de expresar, sino, como
en toda ideología, de modo inconsciente y en
velada conexión con la situación económica, so­
cial y política en que se movía el filósofo estoico:
se trataba, en aquel agitado mundo antiguo, de
hacer de necesidad virtud', es decir, se trataba
de construir una ideología conformista que habi­
litase, no obstante, un espacio seguro p ara la
aventura individual de la salvación interior. Igno­
rando esta dimensión del problema, Goldschmidt
234 G O NZALO PU E N T E OJEA

no llegó a ver que de dicha motivación no podía


nacer una filosofía de la práctica social, sino sólo
una ética conform ista y resignada. No basta con
explicar la idea estoica del tiempo como funda­
m ento del sistema, sino que hay que dar cuenta
de esta idea desde el ángulo de las relaciones
—ideológicas— que existen entre el pensam iento
y la realidad social que lo acota y condiciona.
Es obvio que una meditación filosófica que ins­
talaba en el centro de sus preocupaciones la
armonía del todo y la ilusión del tiempo, había
de propender al puntual ajuste del hom bre al
cumplimiento de los deberes de cada día, como
refugio en una coexistencia inalterable y refrac­
taria a toda rebelión social. Ya el estoicismo mo­
derado de un Dión de Prusa, llamado por Trajano
como consejero áulico, utiliza expresamente la
idea del eterno orden cósmico para ejemplo de
todos los hombres, en el marco de su prédica
popular en favor de la concordia humana. Marco
Aurelio expresa sin equívocos esta vocación con­
formista'. «el perseguir imposibles es locura. Y es
imposible que los malvados no cometan tales
acciones» 106. Como siempre en este género de
alegaciones, se confunde lo público y lo privado,
la reivindicación ju sta y el hecho delictivo en una
universal condenación de todo intento de alterar
el orden establecido. El punto de vista comuni­
tario se reitera de m anera drástica: «lo que no
es nocivo a la ciudad, no perjudica tampoco al
ciudadano. Cuantas veces te viniese la sospecha
de que te han perjudicado, sírvate de regla esta
verdad: si esto no perjudica a la ciudad, tam ­
poco yo he sido perjudicado»107. No hay mal
para el m iembro (mélós), si no lo hay para el
todo (hólon). La base organicista de la ideología
totalitaria está toda in nuce en este postulado.
Pero si tal es el estatuto del individuo en cuanto
miembro del organismo, entonces su prim er de-
Ibid., V, 17.
101 Ibid., V, 23.
EL DECLIVE DEL M UN DO ANTIGUO 235

ber es ajustarse a las exigencias de su puesto y


condición social: «la inteligencia del universo es
sociable. Así, ha creado los seres de la baja es­
fera con respecto a los de superior calidad, y ha
condicionado los superiores los unos a los otros.
¿Ves cómo ha subordinado, coordinado y asignado
a cada uno la parte proporcional al mérito, y obli­
gado a los seres más excelentes a vivir en recí­
proca armonía?» 108. Sería error no ver en estas
palabras m ás que una referencia al cosmos natu­
ral y no al cosmos social, pues los estoicos no
conocen de tales divisiones cuando razonan sobre
la naturaleza universal. Se trata de un mundo
sin espacios reservados, de un mundo perfecta­
mente jerarquizado, en el que cada hombre debe
realizar la función que la prónoia le ha asignado:
«lo que te incumbe es cumplir con tu deber, como
conviene al soldado asaltar la muralla» 109; porque
«cada uno tiene la obligación de hacer lo corres­
pondiente a su estado» no, de adaptarse a la con­
vivencia social, y de conformarse m . El deber es,
pues, resignarse. Con los maestros de virtud del
Imperio concluye la historia de la vigencia ideo­
lógica del estoicismo como doctrina viva y pre­
eminente. La ambigüedad constitutiva de este
movimiento intelectual perm ite comprender, tras
un análisis prolijo, la andadura ideológica de ese
pensamiento en los tres momentos sucesivos de
su acción histórica, en estrecha dependencia de
la constelación de fuerzas económicas, sociales
y políticas que lo sustentaban.
La función eminentem ente conformista y con­
servadora de todas las doctrinas estoicas en el
marco de la sociedad esclavista, viene a represen­
tar un mismo tem a con variaciones, pero con
variaciones de clara significación para cada uno
de los momentos de la historia real en que se

*“ Ibid., V, 30.
“ » Ibid., V II, 7.
Ibid., V II, 55.
»· Ibid., VI, 16.
236 GONZALO PU E N T E OJEA

desarrolla el estoicismo. Esos momentos im pri­


men matizaciones inconfundibles a la función
ideológica perm anente de ese pensamiento, m a­
tizaciones que he expresado esquem áticam ente
con tres vocablos: evasión, colaboración, resigna­
ción m .
El estoicismo de la Roma imperial, en cuanto
ideología de resignación, expresa la peculiar ma-
tización que esta doctrina reviste en el seno de
una sociedad que tiene sus intereses separados
de su corazón, que percibe instintivam ente las
exigencias de su vida real y conoce los postula­
dos morales de una felicidad individual; es decir,
una doctrina que alcanza una conciliación de u r­
gencia entre dichas exigencias, por el expediente
de un conform ismo resignado que escinde al ser
hum ano en dos planos: la vida social y la vida
interior. La ambigüedad original perm itía, una
vez más, soluciones de este carácter.
A p artir ya de Tiberio, la vida del Imperio
comenzó a tornarse áspera, dram ática, contradic­
toria. La retórica filantrópica del Principado es­
taba en flagrante antítesis con la praxis econó­
mica, social y política. Incluso los valores de la
latinidad, que el estoicismo del círculo escipió-
nico había presentado en la form a más seduc-
1,2 La im perm eabilidad a las significaciones ideológicas de la
actividad intelectual conduce con frecuencia a los estudiosos a
resultados carentes de todo sentido histórico. Así sucede con el
libro de A. Bodson, La morale sociale des derniers stoïciens.
Sénèque, E pictète et Marc Aurèle (Paris, 1967). E ste trabajo, que
cubre de hecho la filosofía social del estoicismo en su conjunto,
trata de esta cuestión como de un proceso lineal de desarrollo
en la m ism a dirección: "los pensadores estoicos, de Zenón a
Marco Aurelio, han edificado progresivam ente, m antenido y am ­
pliado un ideal de vida capaz de seducir a los espíritus m ás di­
versos, de en ro lar en gran núm ero hom bres de todas clases"
(p. 22); y ese ideal de vida sería sobre todo un ideal social, pues,
"de hecho, se com prueba que la búsqueda de la perfección no
apunta m ás que a una purificación previa e indispensable para
el cum plim iento de los deberes sociales" (p. 127). “Tal es la mo­
ral sa lid a d el Pórtico", co n clu ye B obson. L as in cid en cias d e u n
proceso en íntim a conexión con la circunstancia histórica, los m a­
tices ideológicos de cada etapa, lo que hace del estoicism o un
factor operante real —y no un m ero repertorio de tesis abstrac­
tas—, todo esto escapa absolutam ente a trabajos como el de este
estudioso del estoicismo.
EL DECLIVE DEL M UN DO ANTIGUO 237

tora para un pueblo joven y dominador, entran


en crisis. Aunque el proceso desintegrador en­
cuentra ciertos correctivos por el genio político
de algunos emperadores, prosigue el lento pero
ineluctable cam inar hacia el colapso final de la
pax romana. La ideología de resignación del es­
toicismo tardío responde a un sorprendente me­
canismo psicológico en virtud del cual el civis
romanus resuelve vivir en un doble mundo: el
sistema político imperial —civitas hum ana jerar­
quizada y articulada en clases dominantes y cla­
ses explotadas, sujetas ambas a la vis coactiva
del orden jurídico— y el orden cósmico racional
—civitas divina anclada en la actividad de la con­
ciencia individual como locus privilegiado de la
razón—. El hombre interior constituye la referen­
cia perm anente de ese doble mundo, y es el arti­
ficio m oderador de las encontradas lealtades que
imponen, de una parte, los deberes de la convi­
vencia social y política, y de otra, el inalienable
albedrío de la conciencia moral. Se trataba, así,
de una existencia en funanbulesco equilibrio entre
la esperanza y la desesperación, entre la exulta­
ción m oral y el pesimismo resignado, entre el
repliegue en sí mismo y la puntual entrega a las
contingentes exigencias de la vida diaria. Esta
solución paradójica funcionaría aún durante al­
gunos siglos, y llegaría a encarnarse —en un ad­
mirable coup de théâtre de la historia— en la
persona de un emperador. La figura de Marco
Aurelio resulta, en verdad, un fenómeno fasci­
nante para el estudioso de las ideologías 113, pues
su entraña psicológica radica en esa unitaria in­
corporación viviente de una ideología cuya ope­
ración práctica se apoyaba en la radical escisión
de la conciencia: la duplicidad de un hombre
que, como prim er ciudadano, servía fielmente a
un orden de dominación que, como sujeto moral,
había de eludir constantem ente para alcanzar la
1,3 Sobre Marco Aurelio como símbolo de una época, cf. Ch.
Starr, op. cit., pp. 249-250.
238 GO N ZA LO PU E N T E OJEA

beatitud. Ambos imperativos se le presentaban


como igualmente derivados de cierta concepción
del kósmos en cuanto proceso unitario y fatal
del lógos universal.
En esa gran personalidad estoica aparecía pre­
figurada una actitud eminentemente conformista
ante las contradicciones reales, que estaba ya
asumiendo como propia —con las acomodacio­
nes y retoques del caso— el cristianism o de la
época 114.
Adviértase, en fin, que es erróneo pensar que
frente a la ideología estoica de las clases altas
tendría que existir una ideología de las clases
inferiores —y que esta últim a sería, como pre­
tendió algún historiador, la ideología cínica—.
En prim er térm ino, la ideología cínica popular
del Im perio se insertaba en un m arco teórico
esencialmente estoico —o, si se quiere, cínico-
estoico, como para el fundador de la Estoa—,
y sus portavoces eran epígonos eclécticos del es­
toicismo original. En segundo térm ino, las masas
populares vivían en una atm ósfera ideológica que
debía al estoicismo los cimientos del consenso
social de la época. Los ingredientes cínicos de la
ética popular estoica jam ás lograron configurarse
como una contra-ideología en el contexto de la
sociedad imperial, pues acabaron operando como
refuerzo del orden vigente por vía de evasión,
de modo sim ilar a lo que había sucedido con los
elementos cínicos del pensam iento de Zenón. El
error historiográfico a que me refiero radica en
la incomprensión de la verdadera naturaleza de
114 Vid., p o r ejem plo, A. J. Festugiére, Personal religion among
the Greeks, cit., pp. 107-110, sobre el cambio de perspectiva del
estoicism o —en el seno de la tradición helénica—, al in stau rar
una moral del consenso, creando así un nuevo clima espiritual
decisivo p ara la elaboración y difusión de la ética cristiana. El
m atiz diferencial consiste fundam entalm ente en el contexto esca-
tológico de esta ética, que le perm itiría introducir un factor de
dinam ism o histórico que, con altos y bajos y siem pre m antenido
a raya por la Iglesia, m antendría vivo el anhelo de m ejora de
las condiciones sociales. Cf. tam bién T. R. Glover, op. cit., pp. 56
y ss., sobre la nueva vision de las relaciones del hom bre con lo
divino, en el estoicismo.
EL DECLIVE DEL M U N D O ANTIGUO 239

las ideologías y de su estructura dual —horizonte


utópico y tem ática concreta—·. Esta estructura
perm ite a las ideologías funcionar a la vez como
expresión de las insatisfechas aspiraciones de las
clases inferiores y como plataform a intelectual
legitimadora de las situaciones de dominación de
las clases altas. Sin esta paradójica dualidad, las
ideologías perderían, como se ha visto, la espe­
cificidad de su definición y su inmensa eficacia
funcional.
ÍNDICE DE NOMBRES

Aecio, 83n. Aristonico, 72, 111


Agard, W. R., 4 In., 65 Aristóteles, 39, 47, 54n., 64,
Alejandría, 75 136, 188
Alejandro de Afrodisia, 83n. Arnim, Joannes ab (Hans
Alejandro Magno, 32, 37- von), 82η., 83η.
38, 41, 43-45, 47, 60, 64, Asia, 42, 46, 57-58, 64, 73,
75, 78, 102, 217 117, 129
Alexander the Great (Tarn), Asso, 111, 211
104η. Atalo III, 122
Alexander to Constantine, Atenas, 23, 41, 64-65, 75,
From. Passages and docu­ 82, 96, 120
ments ilustrating the his­ Ateneo, 64
tory o f social and politi­ A tenodoro el Estoico, 83n.
cal ideas (Barker), 83n. Atica, 65, 72
104n„ 213n. Augusto, 125, 177, 192,
Alfieri, V. E„ 34n. 197
Althusser, L., 11, 24 Aulo Gelio, 83n.
Anastasio, 165η.
Andreani, T., 14-16 Baiae, 222n.
Andrisco, 122 Bajo Imperio, 133
Andronico, 122-123 Barker, E., 42η., 83η., 95,
Anti-Dühring (Engels), 179η. 100η., 104η., 105η„ 134
Antigono D oson, 46 y η., 156, 157η., 160η.,
Antigono I., 45 162η., 213η.
Antigono II Gonatas, 46, Baynes, Ν. Η., 165η.
100, 104 Beocia, 72
Antioco el Estoico, 159 Bevan, E., 40η., 82η., 83η.,
Antioco III, 44, 121 84η., 86η., 88η., 90η., 93,
Antioquia, 75 147, 148η., 158
Antistenes, 80n., 100n., 103 Bizancio, 119
Antoninos, 165, 178 B losio de Cumas, 72, 111
Apamea, 43, 142, 146, 162 Bodson, A., 236η.
Apollofane, 83n. Bofill y Ferro, J., 204η.
A polodoro, 72 Bréhier, E., 29 y η., 81 η.,
Aristone, 83n. 92, 96, 97η., 221
242 IND IC E D E NOM BRES

Brevitate vitae, De (Séneca), Claudios, 178


224, 225η. Cleantes, 33, 37, 39, 83n.,
Bridoux, A., 195, 196η., 214 88n„ 109, 111, 205, 211
y η. Clementia, De (Séneca),
18-Brumaire de Louis Bona­ 226η.
parte, Le (Marx), 17n. Cleomenes III, 100
Byzantine studies and other Cleón, 25
essays (Bàynes), 165η. Cohen, J., 10η.
Colosenses, 29n.
Canterbury, 17 Comprensione del soggetto
Capelle, W., 8 ln. umano nell’antichità clas­
Capital, E l (Marx), 20n., 50, sica (Mondolfo), 206n.
169n„ 189n. Córcega, 117
Carneades, 150-151, 154, Corinto, 41, 57, 64
156 Craso, 125
Cartago, 38, 55-56, 92, 117, Crates, 80n.
122, 126, 134 Crisipo, 37, 39, 83n., 98,
Casandro, 43 109, 111, 136-139, 141,
Cassandria, 72 142-144, 153, 197-200,
Catón, 159 205, 208
Cavaignac, Ch. E., 64 Crisis del Imperio Romano,
Cecina, 214 de Marco Aurelio a Anas­
Cerdeña, 117, 126 tasio, La (Rémondon),
César, 125, 221 165n.
Césares, 213 Cristo, 176
Chesneaux, J., 10η. Crítica de la filosofía del Es­
Chios, 65, 72 tado de Hegel (Marx), 9n.
Chrysippe e t l'ancien stoïcis­ Cusa, 156
me (Bréhier), 29n., 92n., Cycico, 119
97n. Cynocéfalos, 120
Ciccotti, E., 133 y n.
Cicerón, 83n., 156, 159, Decadencia de la cultura an­
160-161, 195 tigua, La (M. Weber), 28n.,
Ciencia y filosofía en la A n­ 67n„ 175n„ 187n„ 192n.
tigüedad (Farrington), Decline and fall o f the R o ­
175η. man Empire. Why did it
Ciro el Grande, 103 collapse? (Kagan), 165n.
Civilization and the Caesars. Decline o f the R om an p o ­
The intellectual revolu­ w er in the West. Some
tion in the R om an E m pi­ m odem explanations, The
re (Starr), 213n. (Baynes), 165n.
INDICE D E NOM BRES 243

Dekonski, A., 41η. Efesios, 29n.


Delos, 25, 59, 72 Efeso, 43
Demetrio, 45, 60 Egeo, mar, 64
Demetrio Poliorcetes, 44 Egina, 64
Democrito, 154, 230 Egipto, 42-44, 64, 73-74,
Demóstenes, 25 119-120
Demóstenes (Jaeger), 41η. Elourdi, E., 81η., 100η.
Desarrollo científico y técni­ Emilio Paulo, 121
co, y obstáculos sociales al Engels, F., 10η., 13, 18n.,
final de la Antigüedad (Ma- 31n„ 64, 179 y n.
galhaes-Vilhena), 175n. Epictéte (Moreau), 84n.
Diakov, V., 41n., 120n., Epicteto, 30, 184, 199-200,
131, 132n„ 188n. 201 y n., 203, 204 y n.,
Diccionario de filosofía (Fe- 208-210, 212, 219-220,
rra ter Mora), 81n., 134n., 226 y n., 227 y n., 228 n.,
194n. 229-230
Dicearco de Mesina, 98 Epicuro, 32, 51, 102
Dill, S., 209η., 215n„ 219n„ Epicuro y sus dioses (Festu-
222n. gière), 40n.
Diodoro Siculo, 11 In., 157, Epistolae morales ad Luci­
169 lium (Séneca), 204η.
Diógenes de Sinope, 80η., E pístolas morales a Lucilio
81 y η., 98, 100η. (Séneca), 219n., 220n.,
Diógenes Laercio, 29η., 80η., 222n., 223n., 225n.
83η., 84η., 91η., 94η., 96η., Erillo, 83n.
98-99, 107η., 109η. Escipión el Africano, 135,
Dión de Prusa, 234 148, 155, 162
Dionigi d’Eraclea, 83η. Escipión Emiliano, 122,
Dios, 97η., 197, 210-212, 135, 152
226 Esfero, 83n., 100, 111
Domiciano, 178, 214 Esm irna, 43
Droysen, J. G., 38η. España, 117, 126
Dudley, D. R., 80η. Esparta, 65, 72, 100, 120
Espartaco, 125
E conom ía antigua, La (Tou- Estado Solar (Yámbulo), 72
tain), 25n. Estoa, 28, 83, 106n„ 135,
Econom ía y sociedad (We­ 137, 154, 161, 197,238
ber), 63n. E stoa Media, 134
E dad Media, 62, 67, 179 Estobeo, 83n.
E dad Media, Alta, 133 Estoicismo, E l (Elourdy y
Edad Media, Baja, 156 Pérez Alonso), 81n.
244 IND ICE D E NOM BRES

Estrabón, 25 Geschichte Alexanders der


Études de philosophie grec­ Grossen (J. G. Droysen),
que (Rodier), 93n. 38n.
Eufrates, 102 Geschichte des Hellenismus
Europa, 57 (J. G. Droysen), 38n.
Evemero, 72 Glover, T. R., 222n., 226n.,
Evolución económ ica de la 238n.
Antigüedad, La (Meyer), Goblot, J. J., 8, 9n., 61 y n.
71η. Godelier, M., lOn.
Goldschmidt, V., 84n., 231
y n„ 232-233
Farrington, B., 34, 82, 101,
Gomperz, T., 82
111, 175n. Gracos, 124-125, 127, 154
F errater Mora, J., 80n.,
Gramsci, 61
134n„ 194n. Grecia, 23, 43, 46, 58, 67,
Festugière, A. J., 33n., 40n.,
71, 76, 81, 101, 117, 121,
41n., 44, 45n., 87n., 89n.,
129, 170, 172, 187
211 y η., 226n., 238n.
Greece (M. I. Rostovtzeff),
Figuras de m undo antiguo
41n.
(E. Schwartz), 42η., 80η. Greekcommonwealth, The
Filipo V., 44, 120
(Zimmern), 65n.
Filón el Académico, 159
Greek piety (M. P. Nilsson),
Five stages o f Greek R eli­
41n.
gion (Murray), 4 In.
Griffith, G. T., 45n., 48n.,
Flaminio, 120
58n., 60, 75n., 104n., 112
Flavios, 165, 178
Guyau, J. M., 227n.
Fondaments de la critique
de l'économie politique
Hélade, 41, 63, 75, 120, 146
(Marx), lOn.
Helios, 111
Foundations o f Christianity
Hellenism. The history o f a
(Kautsky), 10η.
civilization (Toynbee),
Francotte, 64
40n„ 103n.
Fuerzas productivas y las re­
H ellenistic civilization (W.
laciones de producción en
Tarn-G. T. Griffith), 45n.
la Antigüedad grecorro­
H ellenistic w ays o f delive­
mana, Las (M. Olmeda),
rance a n d the m aking o f
18n., 50n. the Christian synthesis
(Randall Jr.), 145n.
Gálatas, 29n. Herakles, 103
G arcía-Borrón Moral, J. C., Herilo de Cartago, 92n.
219n. Hicks, R. D., 29n.
INDICE DE NOMBRES 245

Himno a Zeus (Cleantes), troduction to the so c io ­


8 8 n „ 211 logy o f knowledge (Mann­
Histoire de la philosophie heim), 3n.
(Bréhier), 81n. India, 46
Histoire et conscience de Introduction à l'économie po­
classe (Lukács), 18n., 22 litique (R. Luxemburg),
Historia de la Antigüedad lOn.
(Diakov y Kovalev), 41n., Ipso, 43
120n. Irán, 46
Historia de la filosofía griega Isidoro de Pérgamo, 83η.
(Capelle), 81η. Italia, 25, 124, 126, 128-
Historia de Roma (Momm­ 129, 156, 166-167, 177,
sen), 53 187, 192
Historia económica y social
del mundo helenístico Jaeger, W., 41η.
(Rostovtzeff), 109n. Jagu, A., 91η., 107
Historia social y económica Jordán de Urriés, P., 201η.
del Imperio Romano (Ros­ Judea, 125
tovtzeff), 76n., 117, 126n., Julio-Claudios, 178
128n., 166
H istoria so cia l y econ óm i­
ca del m undo helenístico Kaerst, 96
(Rostovtzeff), 29n., 47n., Kagan, D., 165n
79n„ 109n„ 129n. Karl Marx. Pre-capitalist eco­
Historiador y la historia an­ nomic formations (Hobs­
tigua, E l (E. Meyer), 23n. bawm), lOn.
History o f political theory, A Kautsky, Κ., lOn., 176 y n.,
(Sabine), 82n., 97n. 180, 182 y n., 186 y n.,
Hobsbawm, E. J., lOn. 187n„ 190, 19 In.
Hoistäd, R., 80n. Kempis, Tomás de, 212
Homme et la société, L', Keronea, 41
núm. 15 (Andreani), 14n. Kovalev, S., 4 In.
Hume, D., 64
Laurion, 25
Ideología e historia. La for­ Lavoro intellettuale e lavoro
m ación del cristianism o manuale nell'antica Gre­
com o fenóm eno ideológi­ cia (Farrington), 11 In.
co (G. Puente Ojea), 3n. Legibus, De (Cicerón), 160
Ideologie allemande, L’(Marx- Lelio, 152
Engels), 31η. Liga aquea, 44, 72, 120,
Ideology and utopia. An in 122
246 IND ICE D E NOM BRES

Liga de Corinto, 60 Matérialisme historique et


Liga etolia, 120-121 histoire des civilisations
Lisias, 25 (A. Pelletier-J. J. Goblot),
Lisimaco, 43 9n.
Lucano, 214 Melotti, V., lOn.
Lucilio, 204η., 219η., 220η., M esopotamia, 146
222η., 225η. Metrocles, 80n.
Lúculo, 125 Meyer, E., 23 y n., 26n., 42,
Lukács, G., 18η., 20, 22 43n., 64, 67 y n., 70, 7 ln.,
Luxemburg, R., 10η. 132n„ 185
Milani, P. A., 29n.
Macedonia, 41, 43-44, 60, Misia, 123
72, 78, 100, 116-117, M itrídates IV, 124-125, 129
120-122 Mode de production asiati­
Magalhaes-Vilhena, V. de, que, Sur le (Chesnaux y
175n. otros), lOn.
Magnesia, 121 Modo di produzione asiatico,
Mannheim, K., 3 y n. II. Storia di una controver­
Manual (Encheiridion) (Epic­ sia marxista (G. Sofi), lOn.
teto), 227n. Mommsen, 52
Marco Aurelio, 17, 32, 102, Mondolfo, R., 8 In., 134η.,
147, 165n„ 184, 192, 196, 194η., 206η.
198, 201-204, 205n„ 209, Morale sociale des derniers
212, 215, 216n„ 217, 219, stoïciens, La. Sénèque,
220 y n., 221 y n., 229 y Epictète et Marc Aurèle
n., 230, 231, 232n., 234, (Bodson), 236n.
236n„ 237 y n. Moreau, J., 84n.
Marco Porcio Catón, 122 Murray, G., 4 ln.
Marias, J., 225η. Musonio Rufo, 199-201, 220
Mario, 124
Marx, K., 6, 8, 9 y n., 10n., Nerón, 214
1 ln., 13, 15-16, 17 y n„ Nicola Festa, 83η.
19 y n., 20 y n., 22, 31n., Nicolás de Cusa, 156
50 y n., 51-52, 54n„ 57, Nilsson, M. P., 41η., 44η.
70, 99, 168, 169n„ 170, Numancia, 122
173, 174, 180, 189 y n.
Marx e il Terzo Mondo. Per Octaviano, 43
uno schem a multilineare Octavio, 125
della coticezione marxia- Officiis, De (Cicerón), 160
na dello sviluppo storico Olmeda, M., 18 y η., 49-50,
(U. Melotti), lOn. 68 y η.
INDICE DE NOM BRES 247

Opis, 47 161, 194n., 197n., 198,


Origine de la famille, de la 200n„ 202, 203n„ 205n„
propriété privée et de 207n., 209 y n„ 212n„
l'Etat, L' (Engels), 10n., 219n.
18n., 64n. Polibio, 98, 146, 152, 155
Outlines o f the history o f Politeia (Zenón), 93, 96
philosophy (Zeller), 82n. Política (Aristóteles), 39 y n.
Política de los Eginetas
Pablo, San, 29n,:~ (Aristóteles), 64
Panecio, 96, 135-137, 139, Political thought of Plato
140-146, 148-149, 152, and Aristotle, The (Bar­
154-157, 160-162, 197, ker), 42n., lOOn.
205, 207, 219 Pompeyo, 125
Parménides, 93n. Ponto, 124
Parrain, Ch., 188n. Posidonio, 35, 135-136, 142-
Pelletier, A., 9n. 148, 156-157, 162, 196-
Peloponeso, 65 197, 200, 207, 209, 212
Pensamiento antiguo, El Poulantzas, N., 12, 13n., 24,
(Mondolfo), 81η., 134η., 26
194η. P our Marx (Althusser), 1 In.
Pérez Alonso, J., 81η., 100η. Pouvoir politique et classes
Pérgamo, 72, 75, 119-122 sociales (Poulantzas), 13n.
Perseo, 44, 83η., 100, 121 Praeneste, 222n.
Personal religion among the Principado, 44, 118, 127,
Greeks (Festugière), 33n., 128, 165, 178, 195, 197,
45n., 87n., 226n., 238n. 213, 236
Petus, 214 Prusa, 234
Pláticas (Diatribai u H om i­ Ptolomeo, 43, 73
lía) (Epicteto), 201η., Publio Cornelio Escipión,
204η., 226η., 227-228 135
Platón, 81η., 92, 98, 102, Pydna, 121
136, 146
Plutarco, 83η., 98
Quinto Sestio, 198
Población de las naciones
antiguas, De la (Hume),
64 R andall Jr., J. H., 145n.
Pohlenz, M., 29n., 34n., Rapports de production et
81n., 84n., 90n., 93n., 97n., développem ent des forces
100n„ 106n., 134n„ 135, productives: l'exemple du
137, 141, 142n., 148n„ moulin d ’eau (Parrain),
150, 152n„ 157, 160n„ 188n.
248 IND ICE D E NOM BRES

Rémondon, R., 165n. 166 y n., 168, 177n.,


República, De (Cicerón), 178, 183 y n„ 185
160, 162 Ruyer, R., 95 y η.
República del Tiber, 36,
121 Sabine, G., 82η., 97η., 150 y η.
República rodia, 146 Salvioíi, G., 18
República rom ana, 33, 35, Samos, 102
118-119, 122, 124, 130, Samuel, 17
135, 146, 152, 154-156, Sayre, F., 80n.
159, 170, 174, 177, 180, Scaevola, Q. M., 156
192, 195, 198, 214, 222 Schiavaitü nel pensiero p o ­
Révélation d'Hermès Tris- litico, La (Milano), 29n.
mégiste, La (Festugière), Schwartz, E., 41-42, 80n.,
33n„ 89n„ 21 ln. 81n, 104n.
R evolución teórica de Marx, Science and politics in the
La (Althusser), lin . ancient w orld (Farring­
Riber, Lorenzo, 224n. ton), 34η.
Rodas, 119, 121, 135, 152, Seléucidas, 73
197 Seleuco, 43
Rodier, G., 93n. Séneca, 17, 35, 184, 199-
Rom a, 19, 21, 23, 25, 38, 200, 204 y η., 206-210,
41, 44, 55-57, 62, 72, 75, 212, 214, 215η., 219, 220
77, 78, 111, 116-128, y η., 221, 222 y η.„ 223 y
130-131, 134-135, 146, η., 224 y η., 225 y η., 226
152, 154-159, 161, 163, y η„ 229
166-167, 170-172, 174, Séneca y los estoicos (Gar­
176-178, 182, 192, 206, cía Borrón), 219 y n.
211, 214-215, 217-219, Severos, 179
226, 236 Sexto Empírico, 83n.
R om a (Diakov), 120η., Sicilia, 117, 126, 177
188η. Sila, 124-125
R om an revolution, The Simplicio, 83n.
(Syme), 135n. Sínope, 80n.
R om e (Rostovtzeff), 120n., Siria, 43-44, 116, 120, 125
127n„ 147n. Slave system s o f Greek and
Rostovtzeff, Μ. I., 26n., R om an antiquity, The
29n., 41n., 46, 47n., 60n., (Westermann), 26n.
61, 62n„ 76n„ 77-78, Smith, A., 68
79n„ 109-110, 117-118, Social life a t R om e in the
120n„ 123, 126n„ 127n., age o f Cicero (Warde
128n„ 129n„ 146, 147n., Fowler), 131n.
IND ICE DE NOM BRES 249

Sociétés précapitalistes, Tesalia, 72


Sur les. Textes choisis Tesis IV y VII sobre Feuer­
de Marx, Engels, Lenin. bach (Marx), 31n.
Prefacio de (Godelier), Thraseas, 214
lOn. Tiberio, 198, 214, 236
Sócrates, 80n., 136, 142, Toutain, J., 25 y n.
228 Toynbee, A. J., 40n., 102,
Sófocles, 25 103n.
Sofri, G., lOn. Tracia, 43
Soliloquios o com entarios Trajano, 234
(Marco Aurelio), 205n., Tramonto della schiavitù
212 y n., 216n., 220n., nel mondo antico, Il (Cic-
22 ln., 229n., 232n. cotti), 133n.
Som nium Scipionis (Cice­ Tratados filosóficos: (E.D.A.F.),
rón), 157, 162 226η.
Starr, Ch., 213η., 237η. Tucídides, 65
Stoa, Die. Geschichte eines Tyche, 44-45
geistigen Bewegung (Poh-
lenz), 34n., 8 ln., 194n. Utopie et les utopies, L' (Ru-
Stoa, La. Storia di un m ovi- yer), 95n.
m ento spirituale (Poh-
lenz), 29n. Valaquia, 169
Stoici antichi. Framenti (Ni­ Vespasiano, 214
cola Festa), 83n. Vidas de los filósofos ilus­
Stoïcism e et son influence, tres (Diogenes Laercio),
Le (Bridoux), 196η. 29n., 83n„ 99
Stoicorum veterum frag­ Vita beata, De (Séneca), 224
menta (Arnim), 29n., y η.
30n., 82n., 83n., 94n.
Stoics and sceptics (E. Be- W arde Fowler, W., 131,
van), 40n., 82n. 135η.
Syme, R., 135n. Weber, M., 27, 28n., 62,
Système stoïcien et Vidée de 63n., 66n., 67n., 69n.,
temps, Le (Goldschmidt), 175n„ 187n„ 191 y n„
84n„ 23 ln. 192 n.
W estermann, W. L., 26n.,
Tácito, 214 27n., 29n., 64n., 65n.,
Tarn, W., 45n., 47, 48n, 68n„ 165n„ 177, 178n.
58n, 60, 75n„ 104n„ 112 What democracy m eant to
Tebas, 41 the Greeks (Agard), 4 In.,
Temistio, 83n. 65n.
250 IND ICE D E NOM BRES

Wilamowitz-Moellendorff, 100, 102, 104, 108-109,


U. von, 80n. 111, 113, 136-138, 139,
141-142, 144, 153-154,
Yámbulo, 72 197, 204-205, 208, 217,
219, 236η., 238
Zama, 38 Zenon de Cittium (A. Jagu),
Zeller, E., 80η., 82η., 105η. 91η., 107η.
Zenón, 34, 35-37, 39, 83η., Zeus, 211-212
85, 87η., 92-96, 98-99, Zimmern, A., 64, 65η.
IDEOLOGIA E HISTORIA
La formación del cristianismo
como fenómeno ideológico

por
GONZALO PUENTE OJEA

INDICE

PREFACIO
I. EL CONCEPTO DE IDEOLOGIA
Y SU AMBIGÜEDAD
II. LA ESTRUCTURA DE LAS IDEOLOGIAS
III. LAS METAMORFOSIS HISTORICAS
DE LAS IDEOLOGIAS
IV. LAS IDEOLOGIAS CRISTIANAS
1. La ideología popular mesiánica: Jesús
y la revolución judía de su tiempo.
2. La ideología del Nuevo Testamento
y su desarrollo en la tradición
patrística.
3. La inflexión de la ideología cristiana
en el alto medioevo.
TEORIA
ALTHUSSER, L.·—Lo que no puede durar en el Par­
tido Comunista. 128 pp. (2.‘ ed.)
ALTHUSSER, L.—Para una crítica de la práctica teó­
rica. Respuesta a John Lewis. 106 pp. (2.‘ ed.)
ALTHUSSER, L.—Seis iniciativas comunistas. 72 pp.
(2.a ed.)
ANDERSON, P.— Consideraciones sobre el marxismo
occidental. 160 pp. (5.“ ed.)
ANDERSON, P.— Teoría, política e historia: un de­
bate con E. P. Thompson. 256 pp.
A NDERSON, P.— Tras las huellas del materialismo
histórico. 152 pp.
BA C H E LA R D , G.— E l compromiso racionalista.
208 pp. (3.‘ ed.)
BACHELARD, G.—La formación del espíritu cientí­
fico. 304 pp. (2.a ed.)
BAGU, S.—La idea de Dios en la sociedad de los hom­
bres. 176 pp.
BARTHES, R.— Crítica y verdad. 84 pp. (7.a ed.)
BARTHES, R.— E l grado cero de la escritura. 248 pp.
(7.· ed.)
BARTHES, R.— E l placer del texto γ Lección inaugu­
ral. 152 pp. (5.a ed.)
BARTHES, R.—Fragmentos de un discurso amoroso.
256 pp.
BARTHES, R.—Mitologías. 260 pp. (2." ed.)
BAUDRILLARD, J.— Crítica de la economía política
del signo. 272 pp. (5.a ed.)
BA U D R ILLA R D , J.— E l sistema de los objetos.
240 pp. (8." ed.)
BELTRAN, A.—Revolución científica. Renacimiento
e historia de la ciencia.
BERMAN, M.— Todo lo sólido se desvanece en el aire.
La experiencia de la modernidad. 400 pp. (4.a ed.)
CHALMERS, A.— La ciencia y cómo se elabora.
192 PP.
CHALMERS, A .—¿Q ué es esa cosa llamada ciencia?
264 pp. (15.* ed.)
DENITCH, B .—Más allá del rojo y del verde.
DERRIDA, J.— Con un tono apocalíptico.
ELENA, A .—Las quimeras de los cielos. Aspectos epis­
temológicos de la revolución copernicana. 248 pp.
FEYERABEND, P.—La ciencia en una sociedad libre.
272 pp.
FOUCAULT, M .—L a arqueología del saber. 368 pp.
(10.* ed.)
FOUCAULT, M .—Las palabras y las cosas. 384 pp.
(16.· ed.)
FOUCAULT, M .—Raymond Roussel. 192 pp.
GARGANI, A .— Crisis de la razón. 334 pp.
HARNECKER, M .—La revolución social: Lenin y
América Latina. 312 pp.
HARNECKER, M.—Los conceptos elementales del
materialismo histórico. 296 pp. (52.“ed.)
HARNECKER, M .— «El capital»: conceptos funda­
mentales, seguido de Manual de economía política, de
LAPIDUS y OSTROVITIANOV. 2?4 pp. (14.· ed.)
JARDO N, M .—La «normalización lingüística», una
anormalidad democrática. E l caso gallego. 360 pp.
JUANES, F. de.—Papeles confidenciales de Su Santi­
dad Juan Pablo III. Hacia una pedagogía inofensiva
del poder. 240 pp. (2.’ ed.)
JUARISTI, J.— Vestigios de Babel. Para una arqueo­
logía de los nacionalismos españoles. 136 pp.
KOYRE, A .—D el mundo cerrado al universo infinito.
280 pp. (7.* ed.)
KOYRE, A .—Estudios de historia del pensamiento
científico. 400 pp. (10.a ed.)
KOYRE, A .— Estudios galileanos. 344 pp. (5.’ ed.)
KRISTEVA, J.—Historias de amor. 344 pp.
KRISTEVA, J.—Poderes de la perversión. 288 pp.
KURNITZKY, H.— Edipo, un héroe del mundo occi­
dental. 184 pp. Ilustrado.
LABASTIDA, J.—Producción, ciencia y sociedad: de
Descartes a Marx. 248 pp. (11.a ed.)
LECOURT, D.—Para una crítica de la epistemología.
120 pp.
LEGENDRE, P.—E l crimen del cabo Lortie. Tratado
sobre el padre. Lecciones VIII. 184 pp.
LOW Y, M.— E l pensamiento del Che Guevara.
160 pp. (12.’ ed.)
MEEK, R. L.—Los orígenes de la ciencia social. E l de­
sarrollo de la teoría de los cuatro estadios. 256 pp.
OLIVE, L.—Estado, legitimación y crisis. 280 pp.
PLUMMER, Κ.— Los documentos personales. Intro­
ducción a los problemas y bibliografía del método hu­
manista. 221 pp.
PUENTE OJEA, G.—E l Evangelio de Marcos. D el
Cristo de la fe al Jesús de la historia. 144 pp. (2.a ed.)
PUENTE OJEA, G.—Fe cristiana, Iglesia, poder.
368 pp. (2.a ed.)
PUENTE OJEA, G.—Ideología e historia. E l fenóme­
no estoico en la sociedad antigua. 248 pp. (4.a ed.)
PUENTE OJEA, G.—Ideología e historia. La forma­
ción del cristianismo como fenómeno ideológico. 436 pp.
(6.a ed.)
ROEMER, J. E.— Teoría general de la explotación y
de las clases. 244 pp.
SALAZAR VALIENTE, M.—¿Saltar al reino de la
libertad? Primera crítica de la transición al comunismo.
208 pp.
SAUNDERS, P. T.— Una introducción a la teoría de
las catástrofes. 196 pp. (2.a ed.)
SCHOLEM, G.—La Cabala y su simbolismo. 240 pp.
(3.a ed.)
STOYANOVITCH, Κ.— E l pensamiento marxista y
el derecho. 228 pp. (2.a ed.)
TODOROV, T.—Frente al límite. 328 pp.
TODOROV, T.—La conquista de América. La cues­
tión del otro. 280 pp.
TODOROV, T.—Nosotros y los otros. 460 pp.
ZIZEC, S.— E l sublime objeto de la ideología. 302 pp.
ZIZEK, S.—Porque no saben lo que hacen.
HISTORIA DE LA FILOSOFIA SIGLO XXI

1. El pensamiento prefilosófico y oriental.

2. La filosofía griega.

3. Del mundo romano al Islam medieval.

4. La filosofía medieval en Occidente.

5. La filosofía en el.R enacim iento.

6. Racionalismo. Empirismo. Ilustración.

7. La filosofía alemana, de Leibniz aHegel.

8. La filosofía en el siglo XIX.

9. Las filosofías nacionales. Siglos XIX


y XX.

10. La filosofía en el siglo XX.

11. La filosofía en O riente [la filosofía islá­


mica, india y china hasta nuestros días).
HISTORIA DE LAS RELIGIONES
Dirigida por Henri-Charles Puech

Vol. 1. A. BRELICH, PH. DERCHAIN, R. JE S T IN ,


M. LAMBERT, J. LECLANT, J. NOUGAYROL y
M. VIEYRA —Las religiones antiguas. I.
Vol. 2. A. C A Q U O T , J. DUCHESNE - GUILLEMIN,
J. VARENNE y F. VIAN. — Las religiones anti­
guas. II.
Vol. 3. R. BLOCH, M. KALTENMARK, F. LE ROUX,
H. O. ROTERMUND, J. DE V RIES y F. VYNCKE.—
Las religiones antiguas. III.
Vol. 4. A, BAREAU, C. CAILLAT, P. DEM IEVILLE,
A. M. ESNOUL, B. FRANK, M. KALTENMARK y
G. RENONDEAU.—Form ación de las religiones uni­
versales y de salvación. Las religiones en la In d ia
y en E xtrem o Oriente.
Vol. 5. A. CAQUOT, J. DUCHESNE ■GUILLEMIN,
P. HADOT, E. TROCME y R. TURCAN.—Form ación
de las religiones universales y de salvación. Las
religiones en el m undo m editerráneo y en el Orien­
te Próxim o. I.
Vol. 6. J. DORESSE, T. FAHD, H. CH. PUECH y
K. RUDOLPH.—Form ación de las religiones univer­
sales y de salvación. Las religiones en el m undo
m editerráneo y en el Oriente Próxim o. II.
Vol. 7. O. CLEMENT, J. LE GOFF, E. GUGENHEIM ,
J. LEROY y R. STAUFFER.—Los religiones consti­
tuidas en O ccidente y sus contracorrientes. I.
Vol. 8, A. FAIVRE, R. GUENNOU, S. HUTIN,
A. ROUX, J. SEGUY y R. TAVENEAUX,—Las reli­
giones constituidas en O ccidente y sus contracorrien­
tes. II.
Vol. 9. A. M. BLONDEAU, T. FAHD y J. VAREN­
NE.—Las religiones constituidas en Asia y su s con­
tracorrientes. I.
Vol. 10. A. BAREAU, G. H. DUNSTHEIM ER, P. B.
LAFONT, LI OGG, NGUYEN TRAN HUAN, G. R E­
NONDEAU y H. O. ROTERMUND.—Las religiones
constituidas en Asia y sus contracorrientes. II.
Vol. 11. K. O. BURRIDGE, A. HULTKRANTZ, A. LE-
ROI-GOURHAN, E. LOT-FALCK, I. PAULSON y
E. SCHADEN.—Las religiones en los pueblos sin
tradición escrita.
Vol. 12. G. BALANDIER, R. BASTIDE, K. O. L. BU­
RRIDGE, J. M, VAN DER KROEF y C. WAUTIER,—
M ovim ientos religiosos derivados de la aculturación.

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