La Puta de Babilonia
La Puta de Babilonia
La Puta de Babilonia
de
Babilonia
LA PUTA, LA GRAN PUTA, la grandísima puta, la santurrona, la simo níaca, la
inquisidora, la torturadora, la falsificadora, la asesina, la fea, la loca, la mala; la del
Santo Oficio y el Índice de Libros Prohibidos; la de las Cruzadas y la noche de San
Bartolomé; la que saqueó a Cons tantinopla y bañó de sangre a Jerusalén; la que
exterminó a los albi genses y a los veinte mil habitantes de Beziers; la que arrasó con
las culturas indígenas de América; la que quemó a Segarelli en Parma, a Juan Hus en
Constanza y a Giordano Bruno en Roma; la detractora de la ciencia, la enemiga de la
verdad, la adulteradora de la Historia; la perseguidora de judíos, la encendedora de
hogueras, la quemadora de herejes y brujas; la estafadora de viudas, la cazadora de
heren cias, la vendedora de indulgencias; la que inventó a Cristo loco el ra bioso y a
Pedropiedra el estulto; la que promete el reino soso de los cielos y amenaza con el
fuego eterno del infierno; la que amordaza la palabra y aherroja la libertad del alma;
la que reprime a las demás religiones donde manda y exige libertad de culto donde no
manda; la que nunca ha querido a los animales ni les ha tenido compasión; la
oscurantista, la impostora, la embaucadora, la difamadora, la calum niadora, la
reprimida, la represora, la mirona, la fisgona, la contu maz, la relapsa, la corrupta, la
hipócrita, la parásita, la zángana; la antisemita, la esclavista, la homofóbica, la
misógina; la carnívora, la carnicera, la limosnera, la tartufa, la mentirosa, la insidiosa,
la traido ra, la despojadora, la ladrona, la manipuladora, la depredadora, la opresora;
la pérfida, la falaz, la rapaz, la felona; la aberrante, la in consecuente, la incoherente,
la absurda; la cretina, la estulta, la imbécil, la estúpida; la travestida, la mamarracha,
la maricona; la autocrática, la despótica, la tiránica; la católica, la apostólica, la ro
mana; la jesuítica, la dominica, la del Opus Dei; la concubina de Constantino, de
Justiniano, de Carlomagno; la solapadora de Mussoli ni y de Hitler; la ramera de las
rameras, la meretriz de las meretri ces, la puta de Babilonia, la impune bimilenaria
tiene cuentas pen dientes conmigo desde mi infancia y aquí se las voy a cobrar.
A mediados de 1209 y al mando de un ejército de asesinos, el legado papal Amoldo
Amalrico le puso sitio a Beziers, baluarte de los albi genses occitanos, con la
exigencia de que le entregaran a doscientos de los más conocidos de esos herejes que
allí se refugiaban, a cambio de perdonar la ciudad. Amalrico era un monje
cisterciense al servicio de Inocencio III; su ejército era una turba de mercenarios,
duques, condes, criados, burgueses, campesinos, obispos feudales y caballe ros
desocupados; y los albigenses eran los más devotos continuado res de Cristo, o mejor
dicho, de lo que los ingenuos creen que fue
Cristo: el hombre más noble y justo que haya producido la humani dad, nuestra
última esperanza. Así les fue, colgados de la cruz de esa esperanza terminaron
masacrados. Los ciudadanos de Beziers deci dieron resistir y no entregar a sus
protegidos, pero por una impru dencia de unos jóvenes atolondrados la ciudad cayó
en manos de los sitiadores y éstos, con católico celo, se entregaron a la rapiña y al
exterminio. ¿Pero cómo distinguir a los ortodoxos de los albigenses? La orden de
Amalrico fue: "Mátenlos a todos que ya después el Señor verá cuáles son los suyos".
Y así, sin distingos, herejes y católicos por igual iban cayendo todos degollados. En
medio de la confusión y el terror muchos se refugiaron en las iglesias, cuyas puertas
los invaso res fueron tumbando a hachazos: pasaban al interior cantando el Ve ni
Sancte Spiritus y emprendían el degüello. En la sola iglesia de San ta María
Magdalena masacraron a siete mil sin perdonar mujeres, ni ños ni viejos. "Hoy, Su
Santidad le escribía esa noche Amalrico a Inocencia III, veinte mil ciudadanos
fueron pasados por la espada sin importar el sexo ni la edad". Albigenses o no, los
veinte mil eran todos cristianos. Y así ese papa criminal que llevaba el nombre burlón
de Inocencia lograba matar en un solo día y en una sola ciudad diez o veinte veces
más correligionarios que los que mataron los emperado res romanos cuando la
llamada "era de los mártires" a lo largo y an cho del Imperio. ¡Los hubieran matado
a todos y no habríamos tenido Amalricos, ni Inocencias, ni Edad Media! ¡Qué feliz
sería hoy el mun do sin la sombra ominosa de Cristo! Pero no, el Espíritu Santo, que
caga lenguas de fuego, había dispuesto otra cosa.
El siguiente en la lista de los Inocencias, el cuarto, quien en el clímax de su delirio se
designaba a sí mismo praesentia corporalis Christi, fue el que azuzó a la Inquisición,
con su bula Ad extirpanda, a usar la tortura para sacarles a sus víctimas la confesión
de herejía. Y otro Inocencia, el octavo, no bien fue elegido papa (en un cónclave
presi dido por el soborno y la intriga), promulgó la bula Summis desideran tes
affectibus que desató la más feroz persecución contra las brujas; a su hijo
Franceschetto lo casó con una Médicis, y para refrendar el trato nombró cardenal a un
hijo de Lorenzo el Magnífico, Giovanni, que entonces tenía sólo 13 años. A los 37
este Médicis habría de as cender al papado, que se parrandeó de banquete en
banquete en una sola y continua fiesta. Se puso León X, aunque del feroz animal sólo
tenía el nombre: gordo, miope, de ojos saltones, cabalgaba de lado como mujer a
causa de una úlcera en el trasero adquirida tal vez en sus devaneos homosexuales y
que le amargaba, aunque no mucho, la fiesta. Los burdeles de la Ciudad Eterna (que
contaba entonces, entre
sus cincuenta mil habitantes, con siete mil prostitutas registradas) le pagaban
diezmos. Vendió en subasta dos mil ciento cincuenta pues tos eclesiásticos, entre los
cuales varios cardenalatos a treinta mil ducados el capelo, si bien a su primo bastardo
Giulio de Médicis (el futuro Clemente VII) le dio el capelo gratis: el suyo propio
durante la ceremonia de su coronación, tras quitárselo él mismo para chantarse la
tiara pontificia. El Tribunal de la Historia, que juzga pero no casti ga, registró sus
primeras palabras como papa, dirigidas en ese ins tante a su primo, alborozado:
"Ahora sí que voy a gozar". Las noven ta y cinco iracundas tesis de Lutero no le
hicieron mella. Era un espí ritu feliz, en las antípodas del agriado Pablo IV de
nuestros días, y sólo mató a un cardenal: al pérfido Alfonso Petrucci de Siena, quien
en un complot con otros cuatro purpurados lo quería envenenar con tra natura,
haciendo de una salida entrada: le habían dado al médico toscano Battista de Vercelli
la consigna de aplicarle a Su Santidad, con el pretexto de tratarle la úlcera, un tósigo
maquiavélico, florenti no, por el antifonario. No se les hizo. El papa descubrió la
conjura ción, ejecutó a Petrucci, puso a pudrirse en la cárcel a los otros cua tro
cardenales y vivió varios años más, feliz, con la conciencia tran quila y disfrutando
de lo que Juan Pablo II llamaba hace poco, en pleno epicentro del sida en África
Central, "el banquete de la vida", hasta que lo llamó doña Muerte a su banquete de
gusanos: como a tantos otros papas que lo precedieron o siguieron, le mandó en el ve
rano sofocante de Roma una cattiva zanzara que le inoculó la mala ria. Pero para
terminar con Inocencio VIII, fue este otro maestro de la simonía el del acierto de
llamar "Reyes Católicos" a Fernando e Isabel, los de España. ¡Qué menos para un
matrimonio que persiguió a moros y judíos, que fundó la Inquisición española y que
patrocinó a Torquemada! De los miles y miles de inocentes que este dominico
vesánico torturó y quemó, ellos en última instancia son los responsa bles, por ellos se
fueron derechito al cielo.
Tras Beziers cayó Carcasona, donde Amalrico hizo conde de la ciudad a un veterano de la Cuarta
Cruzada, Simón de Montfort, entregándole de paso el mando del heterogéneo ejército con la
recomendación de que tratara a toda la Occitania como tierra de herejes y se sintiera libre de
exterminar a cuantos quisiera sin tomar prisioneros. Consejo que en un principio el flamante conde
no siguió: en Bram no mató ni uno, a todos los cegó. O mejor dicho a todos menos a uno que dejó
tuerto para que con su único ojo pudiera guiar hasta Cabaret al resto, la columna de ciegos que
avanzaba así: el ciego de atrás con las ma nos puestas sobre los hombros del ciego de delante, y
delante de tdos el tuerto, de suerte que a la vista del ciempiés alucinante les acometiera a los
enemigos de Inocencio el saludable temor a Dios. Cuarenta y ocho años tenía entonces este
pontífice que había sido elegido a los 37, a la misma edad de Giovanni de Médicis: pocos
comparados con los 78 a que se encaramó al trono de Pedro nuestro actual Benedicto XVI, pero
muchos frente a los 20 a que fue elegido Juan XI, o los 16 a que fue elegido Juan XII, y ni se diga
los 11 a que fue elegido Benedicto IX, el Mozart o Rimbaud de los papas. ¡Qué precocidad! Y dejen
la religiosa, ¡la sexual! Todavía con su aguda voz infantil con que entonaba latines, su impúber
Santidad ya andaba detrás de las damas. ¡No haber vivido yo en su Roma para acogerlo con el
precepto evangélico "Dejad que los niños vengan a mí"! ¡Qué íntimas cuerdecitas no le habría
pulsado a ese laúd!
Benedicto IX (nombre de pila Teofilacto) era sobrino de Juan XIX (nombre de pila Romarlo), quien
había sucedido a su hermano Bene dicto VIII (otro Teofilacto), quien a su vez era sobrino de Juan
XII (nombre de pila Octaviano), quien era hijo del príncipe romano Aberi co II, quien era hijo de
puta y nieto de puta: hijo de Marozia y nieto de Teodora, el par de putas, madre e hija, que fundaron
la dinastía de los Teofilactos que le dio seis papas a la cristiandad, a saber los cuatro enumerados
más Juan XI, hijo ilegítimo de Marozia y del papa Sergio III y elevado al pontificado a los
señalados 20 años por intri gas de su mamá, y Juan XIII, hijo de Teodora la joven (hermana de
Marozia) y un obispo. ¡Seis papas que se dicen rápido, salidos en última instancia de una sola
vagina papal multípara, la de Teodora la vieja o Teodora la puta! Según el obispo de Cremona
Liutprando, el gran cronista del papado de esta época, Juan XIII solía sacarles los ojos a sus
enemigos y pasó por la espada a la mitad de la población de Roma. Y según el mismo cronista, Juan
XII era gran cazador y ju gador de dado, tenía pacto con el Diablo, ordenó obispo a un niño de diez
años en un establo, hizo castrar a un cardenal causándole la muerte, le sacó los ojos a su director
espiritual y en una fuga apurada de Roma desvalijó a San Pedro y huyó con lo que pudo cargar de su
tesoro. Cohabitó con la viuda de su vasallo Rainier a la que le regaló cálices de oro y ciudades, y
con la concubina de su padre Stefana y con la hermana de Stefana y hasta con sus propias hermanas.
Violó peregrinas, casadas, viudas, doncellas, y convirtió el palacio Laterano en un burdel. ¡Claro,
como era nieto y bisnieto de puta! Un marido celoso lo sorprendió en la cama con su mujer y lo
mató de un marti llazo en la cabeza. ¿Alcanzaría a eyacular? Tenía 24 añitos. Otro que murió en
pleno adulterio a manos de un marido burlado fue BenedicVII, sucesor de Benedicto VI. Pero no
nos desviemos de la "pornocra cia", que es como un historiador de la Iglesia, el cardenal Baronio,
bautizó a este período del papado del que el cronistaobispo Liut prando fue testigo presencial.
Muy bien puesto el nombre: como dedo en culo, como anillo en dedo de cardenal. Pero no
únicamente para ese período. ¡Para toda la Historia de la Puta!
Nihil novum sub sole dice el Eclesiastés, y sí pero no: siempre en to do hay una primera vez. Juan
XIX sucedió a su hermano, Benedicto VIII; pero ya antes Pablo I había sucedido a su hermano
Esteban III. El papa Hormisdas engendró al papa Silverio; pero ya antes el papa Anastasio I había
engendrado al papa Inocencia I. Bonifacio VII es tranguló a Benedicto VI y envenenó a Juan XIV;
pero ya antes Sergio III había asesinado a su antecesor León V y al antipapa Cristóbal, y Pelagio I
había matado al papa Vigilia por corrupto. Ahora bien, hablando con propiedad, un papa no puede
matar a otro pues en el momento del crimen el homicida todavía no es papa. Hasta que el Espíritu
Santo no dé su exequátur en un cónclave, no hay papa. O sea: no puede haber dos papas vivos. Uno
sí, con su antipapa y hasta con dos antipapas; o ninguno durante los interregnos y mientras le eligen
sucesor al muerto. Pero dos a la vez, no: repugna, teológica mente hablando. Así pues, por
repugnancia teológica, es disparate hablar de papa papicida. Papa asesino y genocida ¡los que
quieran! Pero papa papicida no.
A Juan VIII lo envenenaron y remataron a martillazos. Adulador y servil como pocos, este maestro
del oportunismo coronó a Carlos el Calvo afirmando que Dios había decretado su elección como
empera dor desde "antes de la creación del mundo", y en pago obtuvo una considerable ampliación
de los dominios papales; se prodigó en ex comuniones tanto como nuestro Wojtyla en
canonizaciones; fundó la primera marina real con barcos propulsados por remeros esclavos y mató a
infinidad de sarracenos como "animales salvajes". Un pariente que aspiraba a sucederlo en el cargo
lo envenenó y lo remató a mar tillazos: malleolo, dum usque in cerebro constabat, percusus est, ex
piravit (hasta que el martillo se le quedó clavado en el cerebro), según dicen los Annales Fudlenses
con una elegante concisión digna de historiador romano.
A Adriano III, que había mandado azotar desnuda por las calles de Roma a una dama noble y que le
había hecho sacar los ojos a un alto oficial del palacio Laterano, lo asesinaron: hoy es santo y su
fiesta se celebra el 8 de julio. A Esteban VIlla encarcelaron y estrangularon
Este papa hijo de sacerdote fue el que hizo exhumar a su antecesor el papa Formoso, con nueve
meses de muerto, para juzgarlo en el famoso "sínodo del cadáver", en que lo revistió de sus
ornamentos pontificios, lo sentó en la silla de Pedro, lo juzgó por tres días y lo condenó por
"ambición desmedida de papado": le arrancaron las ves tiduras papales, lo vistieron con harapos, le
cortaron tres dedos de la mano derecha para que se curara del vicio de bendecir, lo arrastraron por
las calles entre risotadas y burlas, lo volvieron a enterrar (ahora en una cueva), lo volvieron a
desenterrar, lo desnudaron, y así, des nudo, mutilado, vejado y putrefacto lo tiraron al Tíber.
A Esteban VII lo había precedido Bonifacio VI, un hijo de obispo que reinó doce días y murió de
gota. Y lo sucedió el papa Romano, her mano del papa Marino I y ambos hijos de cura. A Romano,
que reinó tres meses y murió en forma sospechosa, lo sucedió Teodoro II, que murió igual, a los
veinte días de su pontificado; alcanzó a sacar del Tíber el cadáver de Formoso y a enterrarlo por
tercera vez revestido de nuevo de sus galas pontificias. A Benedicto IV lo mataron en me dio de
una refriega entre partidarios y enemigos del difunto papa Formoso unos agentes de Berengar de
Friuli, rey de Italia. Y a Juan X lo depusieron, lo encarcelaron en Castel Sant'Angelo y lo asfixiaron
con un cojín por instigaciones de Marozia, la hija de Teodora la Vieja, que había sido su amante y la
que lo elevó del obispado de Ravena al papado. Dos grandes méritos tiene este papa: hizo arzobispo
de Reims a Huguito, un niño de 5 años hijo del conde Heriberto; y tuvo con Teodora la Vieja una
hija, Teodora la joven, madre de Juan XIII. Aún no lo canonizan.
Esteban VIII murió desorejado y desnarigado por andar conspirando contra el todopoderoso señor
de Roma Alberico II a quien le debía el puesto. A Benedicto V, que había deshonrado a una
doncella y huido a Constantinopla con lo que no se alcanzó a llevar Juan XII del tesoro de San
Pedro, a su regreso a Roma sin un quinto León VIII le des garró las vestiduras, le arrancó las
insignias papales y el báculo y tras hacerlo arrodillar le rompió la cabeza a baculazos. No murió, sin
em bargo, de los baculazos: un marido vejado lo cosió a puñaladas (más de cien) y luego lo
arrastró por las calles y lo arrojó a un pozo. El bondadoso historiador de la Iglesia Gerber lo llamó
"el más inicuo de todos los monstruos de la impiedad". ¡Qué va! ¡Tampoco fue para tanto!
Como su tocayo Juan X, Juan XIV murió en Castel Sant'Angelo, pero
no asfixiado sino envenenado: el antipapa Bonifacio VII lo tumbó, lo apaleó, lo encerró y lo mandó
envenenar, pero ni a aquél se le consi dera mártir ni a éste papa. Gregario V, papa a los 24 años por
obra de su primo segundo el emperador Otón III, cegó y aligeró de orejas, nariz, lengua, labios y
manos al antipapa Juan XVI (Juan Philagathós que fuera arzobispo de Piacenza), lo coronó con una
ubre de vaca, lo paseó montado en un asno por Roma y lo encerró en un monasterio donde murió
desconectado del mundo, si bien en este caso no hay papicidio propiamente dicho sino más bien un
simple antipapa escar mentado. Sergio IV cayó asesinado junto con su protector Juan Cres cencio
durante una revuelta en Roma. A Clemente II lo envenenó con plomo Benedicto IX, nuestro papa
niño que, no bien creció, por amor a una prima y a cambio de los diezmos de Inglaterra había
abdicado en favor de su padrastro Gregorio VI, a quien Clemente II sucedió. El sucesor de
Clemente, Dámaso II, murió en Palestrina a los veintitrés días de pontificado, según unos de
malaria, según otros envenenado por el mismo ex papaniño. ¡Ah, qué me iba a imaginar yo que el
laúd de mis amores iba a resultarme un papicida doble! Eso de "De jad que los niños vengan a mí"
es puro cuento. Los niños son corrup tores de mayores y en cada uno de ellos hay un asesino en
potencia.
Destripan con sus piececitos a los grillos y les sacan los ojos a las ra
nas.
A Juan XXI, papa letrado que reinó ocho meses durante los cuales le dejó el manejo de los asuntos
eclesiásticos y terrenales al cardenal Giovanni Gaetano para dedicarse él por entero a sus
erudiciones, le cayó encima el techo del pequeño estudio que se había construido detrás del palacio
Laterano y murió aplastado. Quién le tumbó el te cho no se sabe. Si no fue el cardenal Gaetano,
que lo sucedió con el nombre de Nicolás III, entonces fue el Espíritu Santo. Nicolás III, muy
sabiamente, se mudó al palacio Vaticano, de techos menos in ciertos. Urbano VI murió
envenenado. A Pío III, sobrino de Pío II que lo nombró arzobispo de Siena a los 21 años, lo mató de
gota el Espí ritu Santo, a los diecisiete días de reinado. Otros tres papas malogra dos, que también
se llevó el Paráclito en sus pañales pontificios, son: Celestino IV, que reinó catorce días; León XI,
sobrino de León X, que reinó veintiséis; y Adriano V, que reinó treinta y cinco.
De los doscientos sesenta y tres papas con que el Paráclito ha bende cido a la humanidad, la
suertuda, diez duraron menos de treinta y tres días, que es lo que alcanzó a reinar nuestro reciente
Albino Lu ciani, alias Juan Pablo I, y varios otros un par de meses. ¿No se les hace muy raro?
¿Serán los designios inescrutables de la traviesa paloma que a veces empantana un cónclave durante
semanas, meses y aun años, para acabar llamando, celosa, a su elegido a los pocos días de
coronado? Pero quien tiene el récord de los papas breves es Gio van Battista Castagna, alias
Urbano VII, que no alcanzó a llegar ni a la coronación: saliendo del cónclave enfermó de malaria y
en pocos días subió al Altísimo. Era sobrino del cardenal Verallo y tenía un currículum burocrático
impresionante. Entre los muchos puestos ecle siásticos que ocupó figuran los de Consultor e
Inquisidor General del Santo Oficio, con los que amasó una fortunita. El día mismo en que salió
elegido sucesor de Pedro, la zanzara matapapas se le posó en cima con sus patas largas y le aplicó
su letal inyección de Plasmodíum de parte del Espíritu Santo. La fortunita la dejó para el cuidado de
las niñas pobres. ¡Claro, como no se la podía llevar al cielo! Dicen que Albino Luciani murió del
corazón. ¡Y les creo! Muerto está aquel a quien el corazón se le para.
Urbano VII no era sin embargo el primer papa inquisidor pues ya lo había sido Adrian Florensz
Dedal, alias Adriano VI, uno de los suceso res en España de Torquemada. Ni sería el último. Sin ir
más lejos, nuestro actual Joseph Ratzinger, alias Benedicto XVI, también fue In quisidor: de la
Inquisición (hoy cantinflescamente llamada "Congre gación para la Doctrina de la Fe") este Führer
taimado dio el brinco al potro. Que la Iglesia no era "relativista" dijo en el sermón de la misa que
ofició por el eterno descanso de Juan Pablo II. Dos días después, cónclave; tres días después, papa;
cuatro días después, que siempre no, que todo es relativo, que todo depende de las épocas, los
lugares y las circunstancias y que hay que juntar a la Iglesia Ortodoxa con la Romana, bajo un solo
pastor, él, con un solo cayado, el suyo, que es el que mejor se para. Por lo demás, ¿qué papa no es un
inquisidor? Todos están inquiriendo en la conciencia ajena, olisqueando, olfate ando, espiando por
los agujeros.
No hay papas buenos. Ni malos. Hay papas peores. Inocencios, Píos, Clementes, Benedictos,
Bonifacios, Juanes, Pablos... Detrás de estos nombres bonachones o inocuos se ocultan monstruos:
Inocencio III designa al monstruo Lotario da Segni; Inocencio IV al monstruo Sini baldo Fieschi;
Inocencio VIII al monstruo Giovanni Battista Cibó. Y así ...Yo nací bajo el pontificado de Eugenio
María Giuseppe Giovanni Pa celli, alias Pío XII, el gran alcahueta de Hitler, pero no lo conocí. A
mi mamá le mandó un diploma firmado de su puño y letra y con su foto, que un vecino nos compró
por veinte dólares en Vía della Concíllíaz íone y con el cual le concedía indulgencia plenaria a la
santa por lo veinte hijos que alumbró, a razón de dólar por hijo y de hijo por año. El diploma acabó
colgado de una pared de mi cuarto desde donde me vigilaba día y noche. "¿Qué me ves? le
increpaba Que te estén cau terizando el culo en los Wojtyla infiernos, nazi puerco". Pero no. Está
en el cielo entregado al dele y dele, al sube y baje con la monja Pas calina que se trajo a Roma de
Alemania y a quien los italianos llama ban la papessa y Virgo potens.
Pero volviendo a los niños y al precepto evangélico para no dejar ca bos sueltos, Julio III (Giovanni
Maria del Ciocchi del Monte antes de convertirse en esposa del Señor) se levantó un mocito de 15
años en una calle de Parma, se lo llevó a Roma con su hermanito, al que hizo cardenal, y vivieron
los tres felices celebrando unas misas de tres pa dres de puta madre. ¡Qué envidia! Después,
hilando Cronos su rueca, el parmesanito fue a dar a la cárcel por criminal. ¡Doble envidia la que me
da! En este desfile de papas putañeros, engendradores y polígamos en que se prodiga la historia de
la Puta, un devoto del sexo fuerte es rara avis. Aunque ni tan rara, ¿eh? ¿De nuestro Pablo VI
reciente no se decía pues que le gustaban le marchette? Esto es, los hermosos cuanto sucios
prostitutos romanos que se venden por amor: por amor a su profesión en las tenebrosas noches del
Coliseo en que la luna demente le saca brillos de ira al cuchillo. O mejor dicho se vendían, en mis
tiempos, ya no. Cronos acaba con todo, hasta con el nido de la perra. Costaban soldi spiccioli,
moneditas. La prosti tución es hermosa, una obra de misericordia que se suma a las otras: visitar a
los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, dar posada al
peregrino, redimir al cauti vo, enterrar a los muertos, enseñar al que no sabe, dar buen consejo al lo
ha menester, consolar al afligido, corregir al que yerra, perdonar las injurias, sufrir con paciencia las
flaquezas del prójimo y rogar a Dios por vivos y por muertos.
En una audiencia pública, para consternación de sus ayudantes pero para acallar de una vez por
todas los infames rumores, Giovanni Bat tista Montini alias Pablo VI, el de la inspirada encíclica
Humanae vi tae, el gran precursor de Wojtyla en su cruzada de la paridera, alzó la voz y declaró
que no era homosexual. Ah, ¿no? Y si no, ¿entonces qué? ¿Un necrofilico, un bestial, otro papa
putañero?
Tras encaminar su ciempiés de ciegos rumbo a Cabaret el conde de Montfort se fue a saquear a
Minerve donde, ahora sí, le hizo caso a Amalrico y quemó a ciento cuarenta albigenses. Y he aquí el
comien zo de la quema de herejes que tan ocupados habría de mantener en