Dos Pesos de Agua
Dos Pesos de Agua
Dos Pesos de Agua
Español 1
PARTICIPANTE:
Juana E de la Cruz García
MATRICULA:
202002137
FACILITADOR:
German Mendoza Rudecindo
TEMA:
Dos pesos de agua
FECHA:
17/3/2020
.
INTRODUCCION:
Esta obra nos relata la inconformidad que tenían los pobladores de un pequeño
pueblecito llamado Paso Hondo. A diferencia de doña Remigia que siempre tuvo fe
de que todo iba a salir bien.
Este es un breve ejemplo de debemos ser perseverante en la vida, para poder llegar
a lograr todo lo que deseamos al igual que doña Remigia, quien nunca se dio
porvencidad.
DOS PESOS DE AGUA (1937)
Originalmente publicado en la Revista Carteles
(28 de marzo de 1937), págs. 38-39 y 66-67;
Dos pesos de agua
(La Habana: Ed. Impresor A. Ríos, 1941, 168 págs.);
Cuentos escritos antes del exilio
(Santo Domingo: Editora Alfa y Omega, 1974, 284 págs.), págs. 15-30.
***
Desde que se quedó con el nieto, después que se llevaron al hijo en una
parihuela, la vieja Remigia se hizo huraña y guardadora. Pieza a pieza fue juntando
sus centavos en una higüera con ceniza. Los centavos eran de cobre. Trabajaba en
el conuquito, detrás de la casa, sembrando maíz y frijoles. El maíz lo usaba en
engordar los pollos y los cerdos; los frijoles servían para la comida. Cada dos o tres
meses reunía los pollos más gordos y se iba a venderlos. Cuando veía un cerdo
mantecoso, lo mataba; ella misma detallaba la carne y de las capas extraía la grasa;
con ésta y con los chicharrones se iba también al pueblo. Cerraba el bohío, le
encarbaba a un vecino que le cuidara lo suyo, montaba el nieto en el potro bayo y lo
seguía a pie. En la noche estaba de vuelta.
Iba tejiendo su vida así, con el nieto colgado en el corazón.
—Pa ti trabajo, muchacho —le decía—. No quiero que pases calores, ni que te
vayas a malograr, como tu taita.
El niño la miraba. Nunca se le oía hablar, y aunque apenas alzaba una vara del
suelo, madrugaba con su machete bajo el brazo y el sol le salía sobre la espalda,
limpiando el conuco.
La vieja Remigia tenía sus esperanzas. Veía crecer el maíz, veía florecer los
frijoles; oía el gruñido de sus puercos en la pocilga cercana; contaba las gallinas al
anochecer, cuando subían a los palos. Entre días descolgaba la higüera y sacaba
los cobres. Había muchos, llegó también a haber monedas de plata de todos
tamaños.
Con un temblor de novia en la mano, Remigia acariciaba su dinero y soñaba.
Veía al muchacho en tiempo de casarse, bien montado en brioso caballo alazano, o
se lo figuraba tras un mostrador, despachando botellas de ron, varas de lienzo,
libras de azúcar. Sonreía, tornaba a guardar su dinero, guindaba la higüera y se
acercaba al nieto, que dormía tranquilo.
Todo iba bien, bien. Pero sin saberse cuándo ni cómo se presentó aquella
sequía. Pasó un mes sin llover, pasaron dos, pasaron tres. Los hombres que
cruzaban por delante de su bohío la saludaban diciendo:
—Tiempo bravo, Remigia.
Ella aprobaba en silencio. Acaso comentaba:
—Prendiendo velas a las ánimas pasa esto.
Pero no llovía. Se consumieron muchas velas y se consumió también el maíz en
sus tallos. Se oían crujir los palos; se veían enflaquecer los caños de agua; en la
pocilga empezó a endurecerse la tierra. A veces se cargaba el cielo de nubes; allá
arriba se apelotonaban manchas grises; bajaban de las lomas vientos húmedos, que
alzaban montones de polvo...
—Esta noche sí llueve, Remigia —aseguraban los hombres que cruzaban.
—¡Por fin! Va a ser hoy —decía una mujer.
—Ya está casi cayendo —confiaba un negro.
La vieja Remigia se acostaba y rezaba: ofrecía más velas a las ánimas y
esperaba. A veces le parecía sentir el roncar de la lluvia que descendía de las altas
lomas. Se dormía esperanzada; pero el cielo amanecía limpio como ropa de
matrimonio.
Comenzó la desesperación. La gente estaba ya transida y la propia tierra
quemaba como si despidiera llamas. Todos los arroyos cercanos habían
desaparecido; toda la vegetación de las lomas había sido quemada. No se
conseguía comida para los cerdos; los asnos se alejaban en busca de mayas; las
reses se perdían en los recodos, lamiendo raíces de árboles; los muchachos iban a
distancias de medio día a buscar latas de agua; las gallinas se perdían en los
montes, en procura de insectos y semillas.
—Se acaba esto, Remigia. Se acaba —lamentaban las viejas.
Un día, con la fresca del amanecer, pasó Rosendo con la mujer, los dos hijos, la
vaca, el perro y un mulo flaco cargado de trastos.
—Yo no aguanto, Remigia; a este lugar le han hecho mal de ojo.
Remigia entró en el bohío, buscó dos monedas de cobre y volvió.
—Tenga; préndamele esto de velas a las ánimas en mi nombre —recomendó.
Rosendo cogió los cobres, los miró, alzó la cabeza y se cansó de ver cielo azul.
—Cuando quiera, váyase a Tavera. Nosotros vamos a parar un rancho allá, y
dende agora es suyo.
—Yo me quedo, Rosendo. Esto no puede durar.
Rosendo volvió el rostro. Su mujer y sus hijos se perdían ya en la distancia. El
sol parecía incendiar las lomas remotas.
***
Sonaba ronca la voz del viejo. Detrás, las mujeres plañían y alzaban los brazos.
***
Ya se habían ido todos. Pasó Rosendo, pasó Toribio con una hija medio loca;
pasó Felipe; pasaron unos y otros. Ella les dio a todos para las velas. Pasaron los
últimos, una gente a quienes no conocía; llevaban un viejo enfermo y no podían con
su tristeza; ella les dio para las velas.
Se podía tender la vista sin tropiezos y ver desde la puerta del bohío el
calcinado paisaje con las lomas peladas al final; se podían ver los cauces secos de
los arroyos.
Ya nadie esperaba lluvia. Antes de irse los viejos juraban que Dios había
castigado el lugar y los jóvenes que tenía mal de ojo.
Remigia esperaba. Recogía escasas gotas de agua. Sabía que había que
empezar de nuevo, porque ya casi nada quedaba en la higuera, y el conuco estaba
pelado como un camino real. Polvo y sol; sol y polvo. La maldición de Dios, por la
maldad de los hombres, se había realizado allí; pero la maldición de Dios no podía
acabar con la fe de Remigia.
***
En su rincón del Purgatorio, las ánimas, metidas de cintura abajo entre las
llamas voraces, repasaban cuentas. Vivían consumidas por el fuego, purificándose;
y, como burla sangrienta, tenían potestad para desatar la lluvia y llevar el agua a la
tierra. Una de ellas, barbuda, dijo:
—¡Caramba! ¡La vieja Remigia, de Paso Hondo, ha quemado ya dos pesos de
velas pidiendo agua!
Las compañeras saltaron vociferando:
—¡Dos pesos, dos pesos!
Alguna preguntó:
—¿Por qué no se le ha atendido, como es costumbre?
—¡Hay que atenderla! —rugió una de ojos impetuosos.
—¡Hay que atenderla! —gritaron las otras.
Se corría la voz, se repetían el mandato:
—¡Hay que mandar agua a Paso Hondo! ¡Dos pesos de agua!
—¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!
—¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!
Todas estaban impresionadas, casi fuera de sí, porque nunca llegó una entrega
de agua a tal cantidad; ni siquiera a la mitad, ni aun a la tercera parte. Servían una
noche de lluvia por dos centavos de velas, y cierta vez enviaron un diluvio entero
por veinte centavos.
—¡Dos pesos de agua a Paso Hondo! —rugían.
Y todas las ánimas del Purgatorio se escandalizaban pensando en el agua que
había que derramar por tanto dinero, mientras ellas ardían metidas en el fuego
eterno, esperando que la suprema gracia de Dios las llamara a su lado.
***
Abajo, en Paso Hondo, se nubló el cielo. Muy de mañana Remigia miró hacia
oriente y vio una nube negra y fina, tan negra como una cinta de luto y tan fina como
la rabiza de un fuete. Una hora después inmensas lomas de nubes grises se
apelotonaron, empujándose, avanzando, ascendiendo. Dos horas más tarde estaba
oscuro como si fuera de noche.
Llena de miedo, con el temor de que se deshiciera tanta ventura, Remigia
callaba y miraba. El nieto seguía en el catre, calenturiento. Estaba flaco, igual que
un sonajero de huesos. Los ojos parecían salirle de cuevas.
Arriba estalló un trueno. Remigia corrió a la puerta. Avanzando como caballería
rabiosa, un frente de lluvia venía de las lomas sobre el bohío. Ella sonrió de manera
inconsciente; se sujetó las mejillas, abrió desmesuradamente los ojos. ¡Ya estaba
lloviendo!
Rauda, pesada, cantando broncas canciones, la lluvia llegó hasta el camino real,
resonó en el techo de yaguas, saltó el bohío, empezó a caer en el conuco.
Sintiéndose arder, Remigia corrió a la puerta del patio y vio descender, apretados,
los hilos gruesos del agua; vio la tierra adormecerse y despedir un vaho espeso. Se
tiró afuera, rabiosa.
—¡Yo sabía, yo lo sabía, yo lo sabía! —gritaba a voz en cuello.
—¡Lloviendo, lloviendo! —clamaba con los brazos tendidos hacia el cielo—. ¡Yo
lo sabía!
De pronto penetró en la casa, tomó al niño, lo apretó contra su pecho, lo alzó, lo
mostró a la lluvia.
—¡Bebe, muchacho; bebe, ¡hijo mío! ¡Mira agua, mira agua!
Y sacudía al nieto, lo estrujaba; parecía querer meterle dentro el espíritu fresco y
disperso del agua.
***
***
Pasó una semana; pasaron diez días, quince... Zumbaba el aguacero sin una
hora de tregua. Se acabaron el arroz y la manteca; se acabó la sal. Bajo el agua
tomó Remigia el camino de Las Cruces para comprar comida. Salió de mañana y
retornó a media noche. Los ríos, los caños de agua y hasta las lagunas se
adueñaban del mundo, borraban los caminos, se metían lentamente entre los
conucos. Una tarde pasó un hombre. Montaba mulo pesado.
—¡Ey, don! —llamó Remigia.
El hombre metió la cabeza del animal por la puerta.
—Bájese pa que se caliente —invitó ella.
La montura se quedó a la intemperie.
—El cielo se ta cayendo en agua —explicó él al rato. —Yo como usté dejaba
este sitio tan bajito y me diba pa las lomas.
—¿Yo dirme? No, hijo. Horita pasa este tiempo.
—Vea —se extendió el visitante—, esto es una niega. Yo las he visto
tremendas, con el agua llevándose animales, bohíos, matas y gente. Horita se
crecen todos los caños que yo he dejado atrás, contimás que ta lloviéndoles duro en
las cabezadas.
—Jum… Peor que esto fue la seca, don. Todo el mundo le salió huyendo, y yo la
aguanté.
—La seca no mata, pero el agua ahoga, doña. Todo eso —y señaló lo que él
había dejado a la puerta— ta anegado. Como tres horas tuve esta mañana sin salir
de un agua que me le daba en la barriga al mulo.
El hombre hablaba con voz pausada, y sus ojos grises, atemorizados, vigilaban
el incesante caer de la lluvia.
Al anochecer se fue. Mucho le rogó Remigia que no cogiera el camino con la
oscuridad.
—Dispué es peor, doña. Van esos ríos y se botan...
Remigia se fue a atender al nieto, que se quejaba débilmente.
***
Tuvo razón el hombre. ¡Qué noche, Dios! Se oía un rugir sordo e inquietante; se
oían retumbar los truenos; penetraban los reflejos de los relámpagos por las
múltiples rendijas.
El agua sucia entró por los quicios y empezó a esparcirse en el suelo. Bravo era
el viento en la distancia, y a ratos parecía arrancar árboles. Remigia abrió la puerta.
Un relámpago lejano alumbró el sitio de Paso Hondo. ¡Agua y agua! Agua aquí, allá,
más lejos, entre los troncos escasos, en los lugares pelados. Debía descender de
las lomas y en el camino real se formaba un río torrentoso.
—¿Será una niega? —se preguntó Remigia, dudando por vez primera.
Pero cerró la puerta y entró. Ella tenía fe; una fe inagotable, más que lo que
había sido la sequía, más que lo sería la lluvia. Por dentro, su bohío estaba tan
mojado como por fuera. El muchacho se encogía en el catre, rehuyendo las goteras.
A medianoche la despertó un golpe en una esquina de la vivienda. Se fue a
levantar, pero sintió agua hasta casi las rodillas. Bramaba afuera el viento. El agua
batía contra los setos del bohío.
¡Ay de la noche horrible, de la noche anegada! Venía el agua en golpes; venía y
todo lo cundía, todo lo ahogaba. Restalló otro relámpago, y el trueno desgajó
pedazos de oscuro cielo.
Remigia sintió miedo.
—¡Virgen Santísima! —clamó—. ¡Virgen Santísima, ayúdame!
Pero no era negocio de la Virgen, ni de Dios, sino de las ánimas, que allá arriba
gritaban:
—¡Ya va medio peso de agua! ¡Ya va medio peso!
***
Cuando sintió el bohío torcerse por los torrentes, Remigia desistió de esperar y
levantó al nieto. Se lo pegó al pecho; lo apretó, febril; luchó con el agua que le
impedía caminar; empujó, como pudo, la puerta y se echó afuera. A la cintura
llevaba el agua; y caminaba, caminaba. No sabía dónde iba. El terrible viento le
destrenzaba el cabello, los relámpagos verdeaban en la distancia. El agua crecía,
crecía. Levantó más al nieto. Después tropezó y tornó a pararse. Seguía sujetando
al niño y gritando:
—¡Virgen Santísima, Virgen Santísima!
Se llevaba el viento su voz y la esparcía sobre la gran llanura líquida.
—¡Virgen Santísima, Virgen Santísima!
Su falda flotaba. Ella rodaba, rodaba. Sintió que algo le sujetaba el cabello, que
le amarraban la cabeza. Pensó:
—En cuanto esto pase siembro batata.
Veía el maíz metido bajo el agua sucia. Hincaba las uñas en el pecho del nieto.
—¡Virgen Santísima!
Seguía ululando el viento, y el trueno rompía los cielos. Se le quedó el cabello
enredado en un tronco espinoso. El agua corría hacia abajo, hacia abajo,
arrastrando bohíos y troncos. Las ánimas gritaban, enloquecidas:
—¡Todavía falta; todavía falta! ¡Son dos pesos, dos pesos de agua! ¡Son dos
pesos de agua!
1. Bibliografía del autor: Considerar su niñez, adolescencia,
estudios, visión política, filosofía, producción literaria.
Juan Bosch
(La Vega, 1909 - Santo Domingo, 2001) Político y escritor dominicano que
alcanzó la presidencia de la República en 1963, tras padecer más de dos
décadas de exilio por su oposición a la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo
(1930-1961). En su faceta literaria destacó como ensayista y cultivador del
relato breve.
Juan Bosch
Deportado a Puerto Rico, mantuvo contacto permanente con las fuerzas políticas
de su partido y buscó apoyo militar en los sectores jóvenes del ejército para
orquestar un movimiento armado contra el gobierno golpista dirigido por Reid
Cabral. El levantamiento en los cuarteles se transformó el 24 de abril de 1965 en
una revuelta popular que provocó la inmediata intervención militar de los
Estados Unidos. La contienda, en la que perdieron la vida más de cinco mil
dominicanos, terminó con un acuerdo negociado que instauró en el Palacio
Nacional al gobierno provisional de Héctor García Godoy en septiembre de aquel
mismo año.
Cuatro años más tarde, ambos adversarios volvieron a competir en las urnas
para ocupar el Palacio Nacional y, una vez más, Bosch quedó apartado de la
presidencia en un proceso marcado por las irregularidades. Su último intento de
tomar el poder llegó en 1994 y fracasó de nuevo en unos comicios que los
observadores internacionales denunciaron como fraudulentos. La crisis política
desatada tras las elecciones provocó una reforma constitucional que limitaba a
dos años el nuevo mandato de Balaguer y prohibía expresamente la reelección
presidencial.