HORNE J "Introducción Movilizando para La Guerra Total 1914 1918" en Estado Sociedad y Movilización en Europa Durante La Primera Guerra Mundial

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 12

Estado, sociedad y movilización en Europa durante la Primera Guerra Mundial

“Introducción: movilizando para la ‘guerra total’, 1914-1918”

El tema de este volumen es un factor fundamental de la Primera Guerra Mundial como experiencia y como
acontecimiento determinante en la historia del siglo XX. Se trata de la relación entre la movilización nacional
y la “guerra total”. No se alega aquí que esta relación ha determinado el resultado y las consecuencias
de la guerra. Muchos otros factores contribuyeron a ello. El argumento, más bien, es que si
pensamos a la Primera Guerra Mundial como un fenómeno transnacional o supranacional, esta relación
constituye una de sus dinámicas esenciales, que, junto con otras, necesita ser explorada comparativamente
a través de casos nacionales a fin de comprender mejor la naturaleza y la significación de la guerra. Es
también un tema de obvia relevancia comparativa para la Segunda Guerra Mundial y para otros conflictos
del siglo XX. Sin embargo, los dos términos clave de esta relación, “movilización” y “guerra total”, necesitan
ser definidos más extensamente antes de indicar los parámetros generales del libro y de desarrollar más a
fondo algunos argumentos que surgen de la misma.

“Movilización” es usado aquí en un sentido más amplio de lo que es habitual en el análisis histórico de la
Primera Guerra Mundial. El proceso primario de movilización militar, de formar ejércitos de masas con la
población y de enviarlos al campo de batalla dentro del marco de un sistema militar profesional, no es el
tema principal de la investigación. Tampoco lo es el proceso secundario de movilización económica, que
rápidamente se reveló como no menos crucial para el resultado de una guerra librada en la representación
de las sociedades industrializadas que la generaron, y al que se le ha dedicado mucha atención. La
“movilización” explorada aquí es, más bien, la del compromiso de las diferentes naciones beligerantes con
sus esfuerzos bélicos tanto imaginativamente, por medio de representaciones colectivas y de los
sistemas de creencias y valores que les dieron origen, como organizativamente, a través del estado y de la
sociedad civil.

La naturaleza de la movilización nacional así definida, tanto genéricamente como en sus manifestaciones
particulares, estuvo condicionada naturalmente por el desarrollo de la vida política y cultural de la sociedad
de preguerra. Es importante señalar aquí una paradoja fundamental en la aparición general del estado
moderno. En tanto la burocratización y la tecnología han extendido ampliamente la capacidad del estado de
ejercer la vigilancia y la represión, el involucramiento de las masas en el proceso político ha hecho de la
legitimidad, del consentimiento de los gobernados, una condición crecientemente vital del
funcionamiento efectivo del estado. La movilización política como proceso ha actuado para legitimar (o
impugnar) la autoridad de los regímenes y también para articular intereses dentro de ellos. 1 La paradoja fue
evidente en el medio siglo previo a 1914. El estado respondió a una variedad de amenazas al orden
público y a la cohesión social expandiendo sus capacidades represivas e intensificando la vigilancia y
el control. Pero la creciente participación popular en la política produjo el principal desafío interno para la
mayor parte de los estados europeos. Los regímenes políticos buscaron -o se vieron forzados a buscar- una
aceptación más vasta, en tanto que la construcción o la consolidación de los estados nacionales necesitó de
la articulación, e incluso de la invención, de comunidades “nacionales” en las que basarse. 2

La legitimación política y un sentido de la nacionalidad derivaron en última instancia de los actos fundadores
y de las mitologías que encarnaban al régimen y a la nación. Pero ambos fueron reforzados constantemente
por los rituales, los símbolos y los gestos repetidos que llegaron a ser característicos de la política nacional
en este período (elecciones, fiestas nacionales, mítines masivos, monumentos). 3 Además, mientras que se
promovían valores legitimadores e ideales de comunidad cultural a través del aparato del estado,
incluyendo los sistemas educativos nacionales, aquellos eran expresados más ampliamente por multitud de
agentes privados y semiprivados, como diarios, partidos políticos, grupos de presión e iglesias. La
legitimación popular de esta clase y el sentido de pertenencia a una comunidad nacional densamente
definida fueron crecientemente centrales para la política europea hacia 1914, aunque con considerables
diferencias de grado entre los países.

La Primera Guerra Mundial reforzó dramáticamente ambos términos de la paradoja. La legislación


excepcional de tiempos de guerra confirió amplios poderes de represión a los gobiernos, mientras millones
de hombres eran arrastrados a las fuerzas armadas y sujetos a la disciplina militar. Sin embargo, en la
mayoría de los casos la guerra fue sostenida para incluir no sólo la integridad física y territorial de la
comunidad nacional sino también sus valores, modos de vida e instituciones políticas distintivos. Los
persuasivos poderes legitimadores que formaban la base de la política de masas se dedicaron a generar
apoyos para el esfuerzo bélico. Detrás de la causa nacional se congregaron no sólo el estado sino también la
vida asociativa de la sociedad civil. Las investigaciones recientes han modificado la imagen convencional de
jingoísmo desenfrenado que daba la bienvenida al estallido de la guerra. 4 Pero lo que la reemplaza es una
imagen mucho más compleja de un proceso de compromiso de los principales beligerantes con la
guerra que galvanizó sentimientos preexistentes de comunidad nacional y de afiliación política en lo que
fue habitualmente percibido como una movilización nacional defensiva. El apoyo popular a la guerra, al
menos inicialmente, surgió de la persuasión y de la autopersuasión mucho más que de la coerción. Sin
embargo, la represión estuvo disponible en una dosis anormalmente fuerte en caso de que la persuasión
flaqueara.

La movilización nacional fue, entonces, un proceso esencialmente político y cultural. Sin embargo, como
tantas otras cosas en agosto de 1914, partió del supuesto de una guerra corta en la que (como las del
pasado reciente) el conflicto militar podía ser visto como un instrumento racional para lograr finalidades
políticas, un mal deplorable pero necesario o incluso beneficioso para el desarrollo cultural. 5 La naturaleza
del combate bajo condiciones modernas fue malinterpretada desastrosamente por los estados mayores y en
la medida en que entró en la conciencia popular lo hizo bajo la forma de imágenes convencionales de una
guerra de movimiento repleta de encuentros mano a mano y hazañas heroicas, como lo testimonian
las representaciones de la prensa en los primeros meses de la guerra en 1914. 6 En realidad, la plena
aplicación de las capacidades industriales y burocráticas modernas a la guerra misma y una coyuntura
particular en la tecnología militar que confirió una ventaja abrumadora a lo defensivo, se combinaron
para sumergir a Europa en la novedosa experiencia de la guerra industrial de asedio, en la que las
sucesivas esperanzas de avances militares, victoria y acuerdo político se hundieron repetidamente en una
agotadora guerra de desgaste.7

¿Equivale esto a “guerra total”? Como con cualquier otro concepto amplio, existe el peligro de que el
término pueda distorsionar más de lo que revele. Esto es particularmente así si adoptamos un punto fijo
como medida y buscamos calificar a todos los demás casos en referencia a él. Si la Segunda Guerra Mundial
ejemplifica la “guerra total”, con su inclusión sin precedentes de civiles como combatientes y como blancos,
su perfeccionamiento de la destrucción masiva y su escala global, la Primera Guerra Mundial parece menos
que total en cualquiera de estos aspectos. Por otro lado, si consideramos la “guerra total” como un proceso
5 evolutivo, sus orígenes pueden ser razonablemente remontados mucho más atrás, por ejemplo a las
guerras revolucionarias francesas como el primer conflicto ideológico secular, siendo la guerra civil
americana un ejemplo temprano y la capacidad de aniquilación nuclear su término lógico. En esta
perspectiva, la Primera Guerra Mundial es meramente un estadio importante en la creciente capacidad
de la guerra para movilizar y destruir sociedades. Alternativamente, podría objetarse que ningún
fenómeno social es total, menos aún uno planeado por líderes y elites, y que la “guerra total” sólo es
importante como una ilusión contemporánea. 8

Todos estos argumentos tienen fuerza pero corren el riesgo de pasar por alto la esencia de la Primera
Guerra Mundial, que reside en una lógica o potencial totalizador del que los contemporáneos eran
intensamente conscientes y que aparecía como algo profundamente nuevo. Esta escalada vertiginosa tuvo
lugar en distintas esferas. Fue manifiesta en el trauma y las bajas de la guerra de trincheras, en la siniestra
espiral de tecnología militar y formas de guerra que anularon las normas establecidas de conducta militar.
Fue evidente en la necesidad imperiosa pero inesperada de reorganizar la economía para la guerra. Fue
igualmente clara en la disposición para representar la guerra en términos absolutos, como una cruzada
contra un enemigo total (y a menudo deshumanizado) en la que se colocaba un gran énfasis en la moral, la
opinión y lo que contribuyera a la capacidad ideológica de cada nación de sostener el esfuerzo bélico.

La etimología de la “guerra total” y términos análogos es reveladora en este aspecto. Ernst Jünger acuñó el
término de “movilización total” (Die totale Mobilmachung) en su celebrado ensayo de 1930 para
capturar el modo sin precedentes en el que la guerra utilizó las energías de sociedades nacionales enteras,
algo que él consideraba que las democracias estaban mejor equipadas ideológicamente para lograr.
Ludendorff, tanto en sus memorias de la guerra (escritas en 1918-19) como en su obra elocuentemente
titulada Der Totale Krieg (1935), también describió a la Primera Guerra Mundial como una “guerra total” en
esencia, que en última instancia dependía de las “fuerzas espirituales y psíquicas de la nación”.
Criticando a Clausewitz por no lograr incluir esta dimensión en su noción de “guerra absoluta” e
implícitamente a los políticos alemanes y al frente interno por fallar en transmitir esta forma 6 de
movilización al liderazgo militar en 1914-18, Ludendorff (al igual que Jünger) identificó sus orígenes
históricos en la “nación en armas” inventada por la Revolución Francesa y vio en una versión remodelada y
totalitaria de ésta la clave para la victoria de Alemania en una futura guerra. 9 Se ha destacado menos el
hecho de que los términos guerre totale y guerre intégrale también hicieron su aparición en Francia en
el último año de la guerra, para describir particularmente un renovado compromiso político e
ideológico con el esfuerzo militar. 10 En el caso francés, la levée en masse de 1793 (con su apelación a los
ancianos para “estimular el coraje de los guerreros y predicar la unidad de la República y el odio a los
reyes”) en verdad proporcionó un precedente potente y muy citado. En otras palabras, es significativo que
el término mismo “guerra total” surgiera de la Primera Guerra Mundial y connotara en particular la
inversión política e ideológica de la nación en el conflicto.

Todo esto sugiere que no hay una dicotomía simple entre movilización nacional y “guerra total”,
representando la primera a la efusión inocente de sentimiento nacional que se evaporaba en contacto con
la realidad de la última. Los términos y el lenguaje de la movilización nacional y de la “auto-
movilización” en los principales países beligerantes en 1914 y los procesos más profundos de formación
nacional y participación política que subyacen a ellos fueron una dimensión vital de la “guerra total”
sin los cuales no serían fácilmente explicables ni la tenacidad de los combatientes ni la duración del
conflicto. Sin embargo, del mismo modo, tal vez radica aquí el meollo radical de la Primera Guerra Mundial,
en el encuentro entre movilización nacional y los industrializados campos de muerte de la guerra de
trincheras. Esta última puso a prueba hasta el límite la legitimidad de los estados de preguerra y el sentido
de la comunidad nacional, y podría decirse que fue aquí donde se libró gran parte de la batalla por el
significado de la guerra al interior y entre los diferentes beligerantes. El modo en el que los soldados
corrientes entendieron la guerra de asedio y se rebelaron o continuaron peleando tuvo mucho que ver
con la variable capacidad de las diferentes potencias de continuar movilizando la voluntad de sus
soldados. También influyó la resistencia de las poblaciones no combatientes enfrentadas a las
crecientes pérdidas humanas y a las distorsiones económicas de distintos grados, acompañadas por un
sentido intensificado de la injusticia social. La ventaja de considerar como un proceso o una lógica
absorbente a la “guerra total” (y a la movilización nacional como uno de sus elementos) en 1914-18 antes
que como un resultado logrado, es que estimula el análisis de su forma y evolución -pero también sus
restricciones y limitaciones-, al igual que sus variantes entre diferentes naciones beligerantes.

Investigar la movilización a este nivel involucra en consecuencia los planes y los proyectos del estado, que
buscaba estimular y controlar la “opinión” y la “moral” (tanto civil como militar) a un grado y en modos que
eran hasta entonces inconcebibles. Pero también incluye a la sociedad, muchos de cuyos elementos se
comprometieron plenamente con el proceso de movilización, pero la mayor parte de la cual se mostró
en última instancia indiferente o resistente a formas de movilización conducidas por el estado, o bien
quiso redirigirlas de modo más autónomo. El estudio de la movilización en tiempos de guerra trata en parte
de las proyecciones ideales de planificadores militares y civiles, pero también de la vívida relación de una
variedad de grupos diferentes (intelectuales, maestros de escuela, niños, soldados y muchos más) con la
guerra y su significado.

Tanto en sí mismos como por las comparaciones que establecen, los ensayos de este volumen aportan un
conjunto de ideas e hipótesis a ulteriores investigaciones. La primera concierne a la cronología de la
movilización en diferentes sociedades. Gran Bretaña, Francia y Alemania parecen compartir un patrón
común de movilización nacional en la cual los primeros dos años de la guerra estuvieron fuertemente
caracterizados por la persuasión antes que por la coerción y por un alto grado de “auto-movilización” de la
sociedad civil. Esto no implica negar el incremento real del poder del estado. Como sostuvimos, los
poderes coercitivos fueron reforzados enormemente, aunque inicialmente no se los necesitó
demasiado, dada la mínima oposición colectiva a la guerra. Los estados también enmarcaron el proceso de
persuasión en modos altamente dirigidos a través del control de las noticias, de la censura y
tempranamente (aunque de manera limitada) de incursiones en propaganda doméstica. Pero lo
destacable es la fuerza del proceso de participación voluntaria de una multitud de organizaciones y agencias
en la definición formal de “ideales nacionales” (y de su anverso negativo, el enemigo) y en la generación de
un sentido de comunidad nacional.

Como muestra Wolfgang Mommsen, intelectuales y artistas jugaron un rol clave en Alemania en la
definición de la guerra menos como un momento de política doméstica suspendida que como uno de
fusión cultural. La nación parecía redescubrir su esencia como una comunidad cultural moldeada por los
valores espirituales de una Kultur germana que se oponía a las abstracciones desarraigadas y al
comercialismo superficial de la “civilización” occidental, ejemplificada por Gran Bretaña y Francia.
Académicos e intelectuales británicos y franceses respondieron con sus propias proyecciones de la guerra
como el enfrentamiento de una “civilización” (definida de diversas maneras) contra una Kultur alemana
negativa de militarismo vacío y autoritarismo ligeramente envuelto en filosofías de poder, dominio y
nihilismo. Aunque los intelectuales de ambos bandos a menudo derivaron su prestigio de instituciones
educativas y academias estatales, y cooperaron con el gobierno en definir a la guerra como una cruzada
universal, anticiparon las necesidades del estado y se enrolaron voluntariamente en la causa nacional. En
realidad, precisamente porque la guerra como lucha total parecía infundir nuevamente a la existencia
de un sentido que iba más allá de las monótonas banalidades de la vida cotidiana, de acuerdo con
Wolfgang Mommsen generó una atracción irresistible, incluso para escritores y artistas que no podían ser
considerados ni remotamente como propagandistas. 11

Intelectuales y artistas ejemplifican con excepcional claridad un proceso mucho más vasto. Toda clase de
grupos sociales e instituciones se movilizaron detrás del esfuerzo bélico y al hacerlo contribuyeron
poderosamente a una fusión cultural -o por lo menos a una convergencia- en defensa del estado y la
nación. En efecto, la guerra desencadenó lo que 9 Nettl llama “una movilización nacional-constitucional”,
en la que la legitimación del estado y la nación fue reafirmada y reforzada en lo que era percibido
como una crisis de supervivencia. 12 Stéphane Audoin-Rouzeau muestra cómo el sistema de educación
primaria en Francia proporcionó un instrumento singularmente potente por medio del cual el estado pudo
dirigir este proceso, dadas la ideología de republicanismo secular de la que estaba investida y su
dirección centralizada por el Ministerio de Instrucción Pública. Sin embargo, incluso aquí un ingrediente
crucial fue el enrolamiento de los maestros como un cuerpo social con un ethos y una organización
profesional altamente definidos como agentes voluntarios de una movilización que se extendía más allá del
aula.13 Sigue siendo una cuestión abierta si los maestros de escuela primaria de Gran Bretaña y Alemania
jugaron un rol directamente comparable, dados los sistemas de instrucción primaria obligatoria más
híbridos que habían surgido en el medio siglo previo a la guerra –aunque de ser así, a pesar de una dirección
estatal menos singular y centralizada, se refuerza más la evidencia de la “auto-movilización”-.

Sin embargo, la resonancia y las variantes de los lenguajes de auto-movilización enunciados por los
intelectuales fue más allá del sistema educativo de masas, abarcando múltiples organizaciones
preexistentes y asociaciones formadas con funciones específicas para tiempos de guerra, a fin de promover
objetivos bélicos o lidiar con una multitud de requerimientos prácticos, desde trabajo caritativo hasta
empréstitos de guerra. Solamente en Francia hubo 1.806 organizaciones oficialmente reconocidas por el
gobierno en 1918.14 Tal vez la indicación más clara del poder centrípeto de este proceso de movilización
procede de la respuesta de las organizaciones feministas y obreras que en vísperas de la guerra habían
estado batallando contra los sistemas políticos fuertemente arraigados en los tres países –quienes, como
han insistido las investigaciones más recientes, apoyaron la guerra no debido al colapso de paradigmas
ideológicos de preguerra sino también porque el componente nacional que había sido una fuente de sus
identidades prebélicas remodeló las afiliaciones de clase y especialmente las de género en respuesta a la
crisis de 1914-.15

Si la “auto-movilización” marcó la primera fase de la guerra, los efectos corrosivos de una guerra
prolongada, que disparó el número de bajas y esfumó las perspectivas de victoria, se combinaron para
forzar a los estados beligerantes a adoptar un rol intervencionista más directo en la segunda mitad de la
guerra. No fue sólo cuestión de alterar el equilibrio entre la coerción y la persuasión en favor de la primera.
La legitimación política siguió siendo central al proceso de movilización nacional. Pero los estados se
enfrentaron a la necesidad de jugar un rol mucho más directo en el sostenimiento del compromiso nacional
con la guerra mientras que las energías voluntarias declinaban. Esto a su vez planteó un desafío agudo a la
propia autoridad del estado y a su capacidad de representar a diversos elementos de la nación, un tema al
que volveremos.

Puede decirse que las diferencias de ideología política y de valores nacionales entre beligerantes opuestos
como Gran Bretaña, Francia y Alemania, inicialmente importaron menos para determinar el proceso de
movilización nacional que la fuerza preexistente de las redes asociativas y los mecanismos de integración
nacional que eran comunes a los tres, en contraste con sistemas gubernamentales menos desarrollados
como Rusia, Austria-Hungría e Italia. Este es el segundo tema principal de este volumen, explorado
esencialmente a través del caso italiano. 16 La crisis de la intervención italiana de agosto de 1914 a mayo de
1915 se desarrolló tímidamente en relación con el proceso de movilización nacional que ya estaba teniendo
lugar entre los otros beligerantes. Las elites conservadoras representadas por la 11 administración de
Salandra buscaron utilizar una breve intervención en la guerra con resultados territoriales tangibles
como una alternativa a los procesos domésticos de participación política extendida por el que habían
condenado a Giolitti desde el cambio de siglo. 17 Lógicamente, esto los comprometía a evitar una
movilización nacional y a confiar en su lugar en la autoridad tradicional de los notables locales. Los
intervencionistas democráticos y radicales, en contraste, adivinaron en la guerra una oportunidad de
infundir a la política italiana de un idealismo vagamente revolucionario sin –por todo ello- gozar de apoyo
masivo.18 Así, una declaración limitada de guerra sólo contra Austria-Hungría fue cargada peligrosamente
de esperanzas de transformación política, mientras que faltaban los mecanismos de persuasión de la
movilización nacional y la “auto-movilización” disponibles en estados nacionales más desarrollados, que
podían presentarse más creíblemente como las víctimas de una agresión.

El resultado, como muestran Paul Corner y Giovanna Procacci, fue un estado de guerra fuertemente
autoritario en el que la autoridad militar penetró la esfera civil más directamente y con menos
mediación institucional que en Gran Bretaña, Francia y Alemania. Al mismo tiempo, la lógica de la “guerra
total” llevó al gobierno italiano a extender la guerra contra Alemania en 1916. A medida que aumentaban el
costo y las bajas del conflicto (casi 600.000 muertos en total), también se inducía un proceso que combinaba
estado y “auto-movilización”, y pivotaba sobre el sistema de educación primaria, que -como demuestra
Andrea Fava- abordó los temas de los intervencionistas radicales (que ingresaron en la ampliada
coalición de gobierno de 1916), expandió el sentido de la nación y minó la cultura política restringida de la
Italia liberal de preguerra. La catástrofe militar de Caporetto en octubre de 1917, que finalmente prestó
plausibilidad al grito de la nación en peligro, galvanizó algo la “auto-movilización” experimentada por
otros beligerantes en un principio, aunque en un momento en el que la indiferencia o aun la hostilidad hacia
la guerra estaban creciendo en gran parte de la población, maximizando así el divisionismo de la experiencia
bélica italiana.

A pesar de que el gobierno ruso no gozaba de la misma libertad de elección acerca de la entrada en guerra,
parecería haber compartido los dilemas y las dificultades italianos, considerablemente magnificados. El rol
interno del ejército intensificó el autoritarismo estatal mientras que el temor a la reforma del estado dejó
incluso algo tan fundamental como el esfuerzo industrial en manos de la iniciativa privada principalmente
(bajo la forma de Comités de Industrias de Guerra). Incapaz de incorporar las fuerzas más amplias
necesarias para montar un esfuerzo bélico exitoso sin amenazar su propia existencia, el régimen se movió
en dirección contraria reduciendo su legitimidad a la persona del Zar, justo cuando los reveses militares
agravaban la incoherencia de la administración del frente interno. 19 El sentido tanto del caso italiano
como del ruso es que la dinámica de la movilización nacional llegó a ser un factor poderosamente
conflictivo en la política interior, dada la base relativamente frágil de los regímenes de preguerra y el
grado limitado de integración nacional. Temido por los conservadores, abrazado por los radicales e incierto
respecto de la superación de la apatía de las masas o la contra-movilización, el proceso de movilización
confrontó rápidamente a los regímenes de base limitada que enfrentaban los imperativos de la “guerra
total” con los límites de su propia legitimidad.

Un tercer tema que surge del volumen se refiere a las formas y lenguajes de la movilización
nacional. Esto es menos un asunto de las funciones concretas de esta última –solidaridad con el frente,
ayuda social, organización industrial, reclutamiento militar- que de sus procesos internos. La función de
movilización nacional, después de todo, era generar unidad y un sentido de inclusión, y esto ocurría de
diversas formas. Significó, más obviamente, un debilitamiento de la movilización sectorial en torno de
intereses o ideologías en competencia dentro de la nación en favor de la unidad contra el enemigo externo,
con el enrolamiento correspondiente de las identidades particulares detrás del esfuerzo nacional. Aquí las
solidaridades preexistentes desempeñaron un rol crucial. Jean-Louis Robert muestra que en el caso de los
movimientos obrero y socialista parisinos hubo un tejido complejo de microculturas que mantuvieron la
identificación del hogar con el frente de lucha durante el 13 primer año de la guerra en nombre de
diversos valores. Esas solidaridades sociales específicas, especialmente cuando estuvieron ligadas a
estructuras políticas locales o nacionales, fueron capaces de respaldar fuertemente el proceso de
movilización. Esto es igualmente cierto en relación a las identidades culturales –las de las minorías
religiosas, como el catolicismo alemán, por ejemplo- y a las identidades regionales. En Francia occidental
incluso las administraciones conservadoras locales más hostiles a la República se comprometieron con
entusiasmo en la defensa nacional, en parte precisamente porque era cuestión de defender a la nación al
igual que al régimen, pero también porque el estado republicano respetó el papel de los notables locales. 20

Lenguajes más amplios, temporales y espirituales, también constituyeron un vector poderoso de


movilización nacional. Las terminologías convencionales de identidad nacional y las diferentes ideologías
políticas que se fusionaron detrás del esfuerzo bélico naturalmente aportaron mucho de esto. También lo
hicieron las iglesias.21 Annette Becker ha señalado recientemente en su estudio La Guerre et la foi que la
guerra en sí misma revigorizó las categorías de fe religiosa (mucho más allá de la adhesión religiosa formal)
como un medio esencial y un mediador de las experiencias de movilización, combate, muerte y duelo. 22 El
argumento puede extenderse, sin embargo, para incluir lealtades seculares –lo que Maurice Barrès
denominó en el caso francés “familias espirituales” que componían la nación-. 23 La guerra fue presentada
como una cruzada no sólo para la supervivencia de cada nación sino también para los valores
(interpretados de diversas maneras) que se sostenía que ésta encarnaba. Esto comunicó una
dimensión quiliástica al conflicto en tanto trastorno que precedía a un nuevo mundo, una dimensión
que no fue necesariamente atenuada por la prolongación de la experiencia de la guerra. El lenguaje del
sacrificio, la consolación, la redención y el renacimiento (la patria triunfante, el mundo liberado de
futuras guerras) atravesó la experiencia bélica en términos seculares y religiosos, conduciendo la
confrontación de la movilización nacional con la muerte en masa.

Las identidades minoritarias a menudo se beneficiaron de un espacio ampliado y de consideración en el


proceso de movilización nacional, especialmente al comienzo de la guerra. Sin embargo, la movilización
tuvo la capacidad de lograr lo contrario por medio de una autodefinición negativa, internamente y también
externamente. El “enemigo interior” fue una de las categorías esenciales del proceso de movilización.
Aunque aplicado más obviamente a “extranjeros enemigos” (el término británico), que en todos los
países beligerantes fueron acorralados, clasificados y encarcelados en campos (otra manifestación de la
tendencia totalizadora de la guerra), la noción pudo fácilmente ser extendida a elementos domésticos
sospechados por varias razones de simpatía por el enemigo, como los alsacianos y loreneses en Francia y,
como sostiene Alan Kramer, mucho más agudamente en Alemania. A medida que crecían las tensiones de la
guerra, una desconfianza más sistemática o una hostilidad absoluta hacia esos grupos pudo surgir como una
forma de movilización por exclusión, más que por inclusión, a través de la creación de chivos expiatorios
internos. Pero la extensión en la que esto ocurrió dependió (entre otras cosas) del grado de integración
nacional de preguerra, el particular sistema de valores movilizado y la severidad de la experiencia
nacional de la guerra.24

Así, el antisemitismo continuó siendo habitual en la extrema derecha de la política francesa, pero en líneas
generales la comunidad judía en Francia experimentó la guerra como un momento de poderosa integración,
preparado por la previa movilización republicana sobre la misma cuestión durante el affaire Dreyfus. 25 En
contraste, en Alemania, como muestra Christard Hoffmann, un régimen militar crecientemente
autoritario bajo Hindenburg y Ludendorff activó las líneas divisorias antiliberales, respondiendo con torpeza
a sentimientos antisemitas y apartando así a una comunidad judía que –como en Francia- había empezado
la guerra reafirmando su integración en la vida nacional. Ninguno de estos casos se compara con la escala
de los pogromos antisemitas que marcaron el caos de nacionalismo desenfrenado y de naciente
formación estatal en Europa del este tras la guerra, dejando de lado el genocidio turco de los armenios (una
minoría cristiana acusada de simpatías por el 15 enemigo ruso) en 1915. 26 Esta última significó la
movilización más extrema y letal contra el “enemigo interior” durante la Primera Guerra Mundial
(aunque muy por debajo de la exterminación organizada practicada por los nazis durante la Segunda).
Pero, como señalan Hoffmann y Kramer, el antisemitismo y la hostilidad hacia la población de una provincia
clave de frontera marcaron los límites de la movilización inclusiva en Alemania durante la segunda mitad de
la guerra y la relevancia del ejemplo para otros estados (especialmente Rusia y Austria-Hungría) merece ser
explorada.

Ningún beligerante, por supuesto, pudo escapar a la creciente presión de la guerra. Una sucesión de
ofensivas fallidas en 1915-17 llevó a los soldados a enfrentarse cara a cara no sólo con los horrores de un
tipo particular de matanza industrializada sino también con la cuestión de si la estrategia y las tácticas de sus
propios mandos militares eran capaces de lograr la meta proclamada de la derrota total del enemigo. La
versión oficial de operaciones militares, relatadas como la consecución exitosa de objetivos (siempre
más limitados), contradecía la angustiada percepción entre muchos soldados comunes de una
“desproporción” entre sacrificio y ganancia, y por lo tanto del sinsentido militar. 27 Sostener la moral militar
mientras se quebraba el impasse se convirtió en la tarea más importante para todas las potencias en
los dos últimos años de la guerra, mientras que la posibilidad de provocar un cortocircuito en el entero
proceso de destrucción por medio de una paz parcial o negociada les pareció a algunos una alternativa
tentadora.28

Pero las presiones no fueron menos evidentes en el frente interno. Aquí la guerra y el mismo proceso de
movilización generaron una “moralidad social” específica de tiempos de guerra, un conjunto de juicios
morales recíprocos sobre la contribución de diferentes grupos al esfuerzo nacional. Esto era
potencialmente divisivo e involucró igualmente la responsabilidad del estado. 29 En parte, la moralidad
social de la coyuntura bélica se basó en la relación entre soldado y civil, frente y retaguardia. Es un lugar
común que el combate entre 1914-18 fue un asunto entre ejércitos de masas con exclusión de civiles (con
excepción de las zonas ocupadas y los efectos limitados de la guerra submarina y del bombardeo aéreo), lo
que enfatiza la brecha entre la experiencia militar y la civil. Ciertamente cada ejército manifestó esta
fricción en la hostilidad despectiva de los soldados hacia la “detestada retaguardia” de “haraganes” (o
embusqués) y especuladores. Sin embargo, los ejércitos de masas, basados en servicios de corta duración,
eran fuerzas civiles en las que las relaciones entre los hombres y el frente interno íntimo de la familia, los
amigos y la localidad seguían siendo poderosas, sostenidas por un número sin precedentes de cartas y de
licencias militares, y reforzadas por la influencia de la cultura civil. 30

Algunos de los clivajes más profundos en la moralidad de tiempos de guerra se referían precisamente
a la conexión diferencial de los grupos sociales con el frente de batalla y al riesgo altamente variable de la
pérdida de los afectos y de los sostenes de la familia. Por ejemplo, los trabajadores industriales y los
técnicos de todos los países fueron retirados del frente para una movilización industrial que estaba basada
necesariamente en la división del trabajo y en la especialización de funciones, de ahí la inequidad del riesgo.
Gran parte de la hostilidad hacia los “haraganes” encubría el resentimiento rural y de clase media baja
contra una clase trabajadora aparentemente privilegiada, juzgada por el patrón de medida de lo que los
franceses llamaban el “impuesto de sangre” del servicio militar. Sin embargo, otros antagonismos
morales asumieron configuraciones sociales diferentes. La dependencia pragmática de la empresa
privada y el motivo del beneficio en las economías de guerra proveyó un vocabulario de hostilidad
obrera contra los industriales en referencia a la presunta igualdad del esfuerzo nacional. De otra manera,
generó una comunidad moral de consumidores urbanos de clase obrera y media baja contra productores
rurales y minoristas urbanos, que fueron acusados de “acaparamiento” y “especulación” y responsabilizados
por la inflación.31

Así, tanto en el frente interno como en el de batalla la guerra desafió las bases mismas del proceso de
movilización. Puso en tensión el presupuesto de que la movilización militar podía alcanzar sus objetivos y
cuestionó la supuesta unidad moral de la nación al resucitar las divisiones sectoriales, aunque no siempre
en los mismos términos de la preguerra. También se hizo evidente que las solidaridades mismas y los
lenguajes que expresaban la movilización nacional podían hacer exactamente lo opuesto. La clase, e incluso
la nación (como empezaron a evidenciar los checos, los polacos, los irlandeses y otros), proporcionaron
vocabularios poderosos de contra-movilización respecto de la guerra o en favor del enemigo. De algún
modo, el término clave hacia la mitad de la guerra fue el de “sacrificio”, expresando tanto el costo humano
del esfuerzo militar como el sentido de cargas diferenciales que distorsionaban a la sociedad civil y al
frente interno. El sacrificio en sí mismo no refutaba las movilizaciones de 1914-15. Pero junto con la
declinante “auto-movilización” a la que ya nos hemos referido, tensionaba la legitimidad del estado y de la
nación e intensificaba la presión sobre los gobiernos y los mandos militares para arbitrar entre diferentes
percepciones de la desigualdad y removilizar a la nación para la “guerra total”.
Una manifestación de esta tensión fue una perceptible crisis militar que virtualmente ocurrió (con
variaciones y resultados muy diferentes) en todos los países beligerantes en 1917-18. Este constituye el
cuarto tema del volumen y es examinado en ensayos paralelos por David Englander sobre el ejército
británico; Leonard Smith sobre la resolución de los motines franceses de 1917; Wilhelm Deist sobre las
“huelgas subterráneas” en el ejército alemán; y Mark Cornwall sobre las extraordinarias dificultades que
enfrentó el multinacional ejército austro-húngaro. La naturaleza esencial de los “motines” franceses de
mayo-junio de 1917 ha sido interpretada por largo tiempo como una protesta contra la incapacidad del Alto
Mando francés para resolver el estancamiento militar, más que como el rechazo de la lógica política de una
guerra en defensa de la nación y de la República. 32 También resulta claro que la moral en el ejército
austro-húngaro fue minada desde mediados de 1917, a pesar del colapso italiano en Caporetto,
aunque esto se reveló plenamente en la fallida ofensiva sobre el Piave de junio de 1918. Pero Wilhelm Deist
argumenta que el ejército alemán también enfrentó una crisis psicológica severa desde el otoño de
1917, que fue superada sólo parcialmente para montar la ofensiva de la primavera de 1918, antes
de precipitar una hemorragia final de desobediencia similar a la crisis francesa del año anterior. Es incierto
si el ejército británico en su momento podría haber sido tan seriamente afectado como su aliado o su
enemigo. Pero desde el otoño de 1917 (coincidiendo con la desastrosa ofensiva de Passchendaele) hay
clara evidencia, de acuerdo con David Englander, de una baja en la moral y de extendidas conversaciones
sobre la paz entre los soldados, que sólo se detuvieron por la resistencia finalmente exitosa contra los
alemanes en la primavera posterior. 33 En otras palabras, el enigma letal de la guerra industrial de asedio
planteó un problema fundamental para la disciplina, la moral y la identidad y propósitos del soldado común
que ningún ejército pudo evitar, excepto tal vez los recién llegados norteamericanos.

Significativamente, en vistas de la ya señalada relación paradójica entre coerción y persuasión dentro del
estado moderno, un reforzamiento draconiano de la disciplina no parece haber sido una opción.
Contrariamente a la leyenda antimilitarista de posguerra, hubo una conducción notablemente liviana
desde el punto de vista disciplinario detrás del reforzamiento de la ley militar después de los motines
franceses. El mando militar alemán encontró el instrumento de disciplina militar desmoronándose fuera de
su control a medida que flaqueaba la ofensiva de primavera. El número de ejecuciones en la Fuerza
Expedicionaria Británica fue considerablemente menor en 1918 que en los años precedentes (menos de la
mitad de la cifra de 1917), indicando posiblemente un alejamiento de la violencia disciplinaria. 34 Los
mandos militares, confrontando los límites de la disciplina y la moral tradicional, fueron forzados en 1917-18
a optar por una persuasión más formalizada, adoptando alguna forma de “instrucción patriótica” o
educación política en reconocimiento (a menudo reticente) del hecho de que los ejércitos de masas estaban
unidos a la nación por nociones de ciudadanía y sacrificio. Removilizar el esfuerzo nacional significaba
remotivar al soldado común.

Es debatible si alguna de estas estrategias tuvo mucho impacto (la versión británica apenas había
comenzado hacia el fin de la guerra). Pero son sintomáticamente importantes por lo que revelan acerca de
la cuestión más amplia de la relación entre autoridad militar y legitimidad nacional. En el caso alemán,
como deja claro Wilhelm Deist, “la instrucción patriótica” estuvo condenada antes de comenzar
debido a que la cuestión de la reforma política y social, que podría haber proporcionado la base de un
nuevo pacto nacional, fue rechazada por los líderes militares. Esto sólo dejó a la política conservadora
o a la reafirmación apolítica de la autoridad como bases para un programa de propaganda. Mark Cornwall
muestra cómo el Alto Mando austríaco afrontó la aún más desalentadora tarea de removilizar la motivación
militar frente a identidades nacionales politizadas que amenazaban la esencia de la Monarquía Dual y
que crecientemente formaron la base de una contra-movilización dirigida contra el ejército mismo,
especialmente en las unidades eslavas. Poco se sabe de la campaña francesa de instrucción política.35 Pero
Leonard Smith muestra que los soldados franceses retomaron la guerra, en primer lugar a través de una
renegociación de autoridad por la cual terminaron las desastrosas ofensivas del pasado (permitiendo
esta solución la posición de Francia en una coalición), y, en segundo lugar, a través de la afirmación
del ciudadano-soldado, una identidad profundamente incrustada en la cultura política republicana que
legitimó tanto las protestas como la renovada defensa de la nación en términos más aceptables.

En este sentido, las crisis militares fueron profundamente políticas. Formaron parte de un malestar más
amplio que estimuló la removilización estatal del esfuerzo nacional en los dos últimos años de la guerra, un
intento que marca las fortalezas y las limitaciones del proceso de movilización en su conjunto y que además
distingue entre sus variantes nacionales. Esto forma el quinto y último tema del libro, explorado en el
ensayo del editor sobre Gran Bretaña y Francia en tanto democracias liberales; en el análisis de Richard
Bessel del régimen militarizado en Alemania; y en el ensayo de Paul Corner y Giovanna Procacci sobre Italia.
A medida que declinaba la “auto-movilización” y el idealismo de la fase inicial de la guerra (un proceso
indicado por muchos de los autores), los gobiernos y los mandos militares enfrentaron dos peligros:
un repliegue a lo privado de soldados y civiles en relación con la guerra, con un debilitamiento de la
“moral” y la “opinión” al punto de comprometer la resistencia militar, y una contra-movilización en
favor de la paz o aun de la revolución (sobre principios socialistas o nacionalistas), que podría desafiar
directamente el esfuerzo bélico. Los dos peligros no siempre fueron claramente distinguidos entre sí. Pero si
la represión reforzada fue una respuesta lógica a la contra-movilización, resultó inapropiada para el
problema menos tangible del repliegue. La única respuesta efectiva a este último, y probablemente el
mejor seguro para evitar que se transformara en la primera, fue alguna forma de removilización. Esto a su
vez plantea la cuestión de los recursos organizacionales de los que disponía el estado para tal operación, los
términos en los que conducirla y los cambios que podría demandar.

De las respuestas resultantes surgen distinciones importantes entre los tipos de régimen en cuestión.
En el caso ruso, la corrosión de la legitimidad del régimen zarista después de 1905 dejó poco más que la
represión hacia 1916, lo que ayuda a explicar por qué la removilización para la guerra y la contra-
movilización en torno de ella convergieron en la revolución de febrero de 1917. En contraste, en Alemania la
estructura política compleja y las legitimidades en competencia del sistema guillermino se separaron y
realinearon alrededor de objetivos bélicos alternativos y proyectos para la removilización en 1916-17,
mientras que el gobierno militar de Hindenburg y Ludendorff se diferenciaba de la coalición parlamentaria
sobre la que se fundaría la república de posguerra. Sin embargo, el predominio del ejército como el núcleo
autoritario del sistema guillermino acentuó la distinción entre el estado alemán de tiempos de guerra y los
de Gran Bretaña y Francia, que se aproximaban a las democracias liberales.

En los casos británico y francés, el estado se comprometió en una gran campaña de propaganda doméstica
en 1917-18, usando ostensiblemente organizaciones paraguas autónomas, a fin de contrarrestar tanto
el distanciamiento respecto de la guerra como el pacifismo (el “enemigo interior” en su forma más
politizada). Pero uno de los leitmotivs de la campaña en ambos países fue el énfasis inclusivo en la
democracia y en un conjunto de objetivos de guerra (una vez que el compromiso con la victoria total
fue firmemente aceptado), incluyendo la retórica wilsoniana de un nuevo orden mundial democrático. Esta
movilización recíproca del esfuerzo nacional y la reafirmación (incluso la expansión) de la legitimidad del
régimen nacional también ocurrió de otras formas, en particular en el surgimiento de un nuevo tipo
de líder democrático de guerra resueltamente civil, cuya personalidad y oratoria obtuvieron directo
apoyo popular. Clemenceau, Lloyd George y Woodrow Wilson bosquejaron un modelo que Churchill y
Roosevelt perfeccionaron una generación más tarde.

En contraste, en Alemania la identidad del régimen y su legitimidad se astillaron en el mismo intento, con
sucesivos cancilleres (periódicamente respaldados por el Káiser) que prometían una reforma constitucional
que los líderes militares repudiaban. Los objetivos bélicos estaban igualmente divididos, con los
militares hipotecando su súplica de más sacrificios al logro de una victoria más masiva, de la expansión
externa, para escapar a la reforma interna. Y el desplazamiento de la legitimidad de la monarquía hacia los
militares produjo el culto a Hindenburg, la silenciosa figura del soldado-padre, tan diferente de los líderes
democráticos de la Entente. En efecto, la removilización de la segunda mitad de la guerra confirmó la
movilización “constitucional nacional” de 1914-15 en Gran Bretaña y Francia y de alguna manera reforzó
su especificidad democrática. En contraste, en Alemania contribuyó a fracturar los términos de la
movilización inicial, acentuando el potencial excluyente, más que inclusivo, del proceso (como se indicó
en relación a Alsacia y Lorena y a la comunidad judía alemana) y rechazando muchas de las
solidaridades sectoriales y “familias espirituales” de la nación.

Esta acentuación de las tendencias autoritarias -aunque pudo no volver al régimen militar sustancialmente
más dependiente de la represión doméstica que los estados británico y francés- comprometió
fundamentalmente su capacidad de responder a las tensiones que surgían de la moralidad social conflictiva
y de los reclamos de sacrificio en competencia dentro del frente interno. Esto no es tan así en relación al
esfuerzo industrial, en el que la fortaleza de los sindicatos organizados y del socialismo obligó a mayores
concesiones como precio por la cooperación con el programa de Hindenburg de expandir la producción
de guerra.36 Pero las administraciones británica y francesa estuvieron más atentas a los reclamos de
igualdad y también a la eficiencia del abastecimiento de alimentos y de las necesidades básicas de la
población civil, respondiendo a la “economía moral” popular del aprovisionamiento e incorporando
parte de su lenguaje resonante a la movilización oficial. 37 Los británicos y los franceses demostraron ser
significativamente mejores en equilibrar las necesidades civiles y las militares. 38

Estas distinciones comparativas necesitan ser puestas en perspectiva. Los intentos británicos y franceses
de removilizar los esfuerzos nacionales en 1917-18 no fueron de ninguna manera completamente
exitosos. Importantes sectores de la opinión pública continuaron al margen o distanciados de la guerra.
A la inversa, los Aliados occidentales (incluyendo a Italia) gozaron de ventajas sustanciales hacia 1917,
que contribuyeron centralmente a su mayor resistencia, incluyendo el acceso a la economía internacional y
el ingreso de los Estados Unidos en la guerra.39 No obstante, para volver a la paradoja del estado con la que
comenzamos, movilizar exitosamente para la “guerra total” requirió mucho más que poderes aumentados
de represión conferidos por la legislación de emergencia. Necesitó un grado de consentimiento popular que
estuvo íntimamente relacionado con la cohesión interna y la legitimidad de los estados y las naciones
involucrados. Los estados liberales democráticos, como Gran Bretaña y Francia, fueron capaces de
recurrir a considerables reservas de legitimidad y a una participación política más amplia para sostener el
proceso de movilización nacional en 1917-18, a pesar de una seria erosión. Los estados más autoritarios (y
especialmente aquellos como Alemania, con una vida institucional y una opinión pública desarrolladas) se
vieron atrapados por la necesidad de regenerar ese consenso y la imposibilidad de hacerlo sin
comprometerse en un proceso político que destruyera los principios autoritarios y el rol privilegiado del
ejército.

En cierto modo, la leyenda de la “puñalada por la espalda” no fue únicamente un fenómeno alemán sino
más bien una expresión genérica de este dilema. Los generales naturalmente buscaron culpar a
civiles subversivos antes que a sí mismos por las crisis militares que resultaban de su propia
incapacidad para resolver el punto muerto de las trincheras. Esto fue así tanto en el caso de Francia
como en el de Italia, Alemania o Austria- Hungría (como los ensayos de Smith, Corner y Procacci, Deist
y Cornwall ponen en evidencia). Los generales franceses, incluso Pétain, estaban convencidos de que la
verdadera debilidad del esfuerzo bélico residía en el frente interno antes que en el costo humano de un
acertijo que no tenía una clara solución. Pero donde los militares ejercieron un poder civil importante (como
en Alemania y Austria-Hungría), esta explicación se transformó en una teoría conspirativa más extensa
que expresaba indirectamente un déficit de legitimidad política y disfrazaba o justificaba su propia
debilidad. Y en el caso alemán estuvo luego disponible retrospectivamente para excusar a los líderes
militares germanos de la responsabilidad por la derrota.
En última instancia, en el corazón del proceso de movilización yacen las cuestiones profundamente políticas
de la voluntad y el consenso. Raymond Aron sugirió una vez que si las dos guerras mundiales conformaban
la guerra civil de “la República de Occidente”, la primera había estado más relacionada con la hegemonía y
la segunda con la ideología. La formulación es demasiado nítida. Las dos cuestiones estuvieron presentes en
ambas guerras, pero si hubo un cambio de énfasis de la hegemonía a la ideología en parte ocurrió por medio
y como resultado del proceso de movilización nacional (y sus limitaciones) durante la Primera Guerra
Mundial.40

Esto sugiere una conclusión a los argumentos que surgen del volumen, a la que se aludió brevemente,
especialmente en el caso italiano, pero que tiene una relevancia mayor. Como se analizó aquí, el legado del
proceso de movilización nacional durante la guerra fue diverso pero sustancial. En el caso de Gran Bretaña
y Francia, el modelo aparentemente exitoso de la Primera Guerra Mundial sirvió de base al proceso
comparable de 1939-40, aunque en circunstancias muy diferentes. Sin embargo, en la Rusia soviética el
esfuerzo militar bolchevique durante la guerra civil bosquejó una nueva síntesis en la que la política estuvo
fuertemente militarizada, mientras que la movilización militar (bajo Trotsky) se imbuyó de la
persuasión política (al igual que de la coerción) que evidentemente le faltó al ejército zarista. El fascismo
italiano y el nacionalsocialismo en Alemania estuvieron del mismo modo marcados por el proceso de
movilización de la Primera Guerra Mundial. El mito de la elite de la trinchera y la imagen de la sociedad
militarizada unificada contra un enemigo externo fueron influencias poderosas sobre la política fascista.
La última, sin embargo, prometió suministrar la renovada legitimación del estado y la nación que había
estado tan críticamente ausente de las formas más autoritarias de movilización durante la Primera Guerra
Mundial, ya fuera como un sustituto en tiempos de paz o como un modelo nuevo para la movilización
nacional en una futura guerra. 41

También podría gustarte