Fonología Histórica
Fonología Histórica
En 1928 el círculo lingüístico de Praga revisó esta división de Saussure y a través de los
estudios de Jacobson se cambió la concepción de la lingüística diacrónica. Se introduce
la idea de que los cambios lingüísticos no deben estudiarse de forma separada, sino en el
conjunto de todas las variedades que conforman una lengua. Por tanto, se considera que
las lenguas están formadas por conjuntos de unidades que tienen valor en cuanto que
estas variedades son diferentes entre sí. Estos autores proponen distinguir la forma de la
sustancia, es decir, los fonemas de los sonidos (realizaciones fonéticas), que hasta el
momento se estudiaban como conjunto.
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La mayoría de los cambios fonéticos no repercuten en el sistema: cambian los sonidos,
pero no los fonemas. Los fonemas son sonidos que tienen valor distintivo. Si el
fonema /p/ solo fuera distintivo por sus propias características, el cambio de estas haría
que el fonema desapareciera, pero el fonema vale más por la contraposición con el resto
de fonemas que forman el sistema. Ej.: Cuando en castellano apareció el fonema /rr/
afectó a la pronunciación de la vocal /e/ cuando estaban en contacto, que pasó a
pronunciarse como abierta, esto no supuso la aparición de un fonema vocálico abierto,
sino un nuevo sonido.
Se dice que los sistemas lingüísticos cambian porque son imperfectos y están siempre
en equilibrio precario. La existencia de múltiples realizaciones fonéticas fue lo que
propició la aparición en español de consonantes palatales a partir de consonantes
velares.
Otro factor que favorece la creación de nuevos sonidos es la existencia de casillas vacías
dentro del sistema; cuando un sistema tiene muchas casillas vacías este trata de
rellenarlas con sonidos de valor distintivo. Esto se desarrolla desde el latín vulgar,
cuando las fricativas estaban aisladas; el castellano aprovechó para desarrollar un
fonema correlacionado que se opusiera a estas fricativas (/v/).
André Martinet manifestó que el sistema de las lenguas tiende a utilizar el menor
número de rasgos fónicos para diferenciar un mayor número de fonemas; así, un sistema
será tanto más económico cuantas menos casillas vacías tenga. El rendimiento funcional
de una oposición fonológica condiciona los cambios del sistema porque cuanto más
sirva una oposición fonológica para distinguir significados más permanecerá en el
tiempo como oposición, sino se mantendrá como variedad. Los cambios lingüísticos
ocurren cuando existen varias posibilidades en el sistema de las cuales se exige una y
las otras terminan por desaparecer. Ej.: la cuantificación en latín podía hacerse de dos
maneras, con un cuantificador «magis» seguido del adjetivo o también a través de una
desinencia. El castellano prescindió de la desinencia y adoptó la forma adverbial
cuantificador.
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Es también decisiva la inercia de los órganos fonadores y la «ley del mínimo esfuerzo»,
de esta forma, algunas modificaciones fonéticas se observan en la lengua hablada y
pueden ser de varios tipos:
Todos los cambios lingüísticos pueden provocar la restructuración del sistema hablado y
esta se reduce a tres tipos que en fonología se denominan, fonologización, des
fonologización y trasfonologización.
Hay otros dos tipos de cambios fonéticos que pueden llegar a producir cambios en el
sistema, son la escisión y la coalescencia. El primero de ellos consiste en que un mismo
fonema se desdobla en dos unidades: terra → tierra, es decir, la [ę] abierta dio lugar al
diptongo [ie]. En este caso, no encontramos fonologización dado que la unidad
resultante ya existía en el sistema, sin embargo, sí hubo desfonologización, pues las
vocales abiertas se perdieron en el castellano.
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Este mismo esquema puede aplicarse al estudio gramatical y léxico con solo cambiar la
terminología. En castellano hubo desmorfematizaciones, por ejemplo, la pasividad en
latín era un morfema, pero en castellano esto pasó a reflejarse en la mera sintaxis y
encontramos también transmorfematización en los casos, que eran originalmente tres y
hoy tenemos «este», «ese» y «aquel». Por supuesto, aparecen escisiones, de «ila»
salieron el artículo «la», el pronombre «la» y el tónico «ella» y, en cuanto a la
coalescencia, podemos comentar que en latín no existía el tiempo futuro, este se formó
en castellano a partir del infinitivo latino y del verbo «áveo».
También en el léxico nos encontramos este tipo de cuestiones, por ejemplo, la palabra
«aris» dio lugar tanto a «ave» como a «pájaro» mediante un proceso de lexematización
y se perdieron distinciones como la de «ater» y «niger» por la confluencia en la palabra
«negro», es decir, encontramos deslexematizaciones.
El sistema vocálico
Para estudiar el paso del sistema vocálico latino al romance contamos con numerosos
textos clásicos, que han permitido elaborar gramáticas de gran exactitud e incluso
descripciones fonológicas. Del latín vulgar se conserva poco, tan solo algunas
inscripciones y la información sobre cambios fonéticos que nos ofrecen algunos
gramáticos latinos. Muchos fenómenos han tenido que explicarse a través de hipótesis
con etimologías supuestas (se marcan con «*»). Se sabe aún menos de las lenguas
peninsulares, cuyos testimonios escritos aparecen en las glosas a modo de aclaración
ante palabras latinas que ya se desconocían y que nos hacen deducir que estas
variedades ya se empleaban de forma oral con anterioridad a los siglos IX y X.
Además, el latín diferenciaba dos series, una de vocales largas que se prologaban en la
fonación y otra de vocales breves; estas tenían también un valor distintivo. Ej. līber
(libre) se distinguía de lĭber (libro).
Por otro lado, cabe citar la existencia de tres unidades de las que no sabemos si eran
fonemas nuevos del latín o combinaciones de dos fonemas: [ae], [oe] y [au].
Este sistema latino clásico se modificó profundamente en el latín vulgar, sin embargo,
se ve que ya en el primero se aplicaba una cualidad de timbre de forma que las vocales
largas eran cerradas y las breves se realizaban como abiertas. Por otro lado, la cantidad
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vocálica se desfonologiza y en su lugar se aplica el valor de timbre, de forma que las
largas pasan a ser abiertas y las breves cerradas.
Este sistema, con las confusiones citadas, pasó a ser de siete vocales y cuatro grados de
abertura. Perduró la oposición de timbre en la [o] y la [e].
Otro cambio importante es el que se dio en el acento; según Alarcos, es muy probable
que en latín clásico hubiese dos acentos, el intensivo o enfático de los hablantes poco
cultivados y el melódico o tonal de los hablantes cultos ‒a imitación del griego‒. Lo
cierto es que el acento en latín no era libre, venía impuesto por la cantidad de la sílaba,
es decir, era, cuanto menos, un acento semifijo. En latín vulgar, el acento pasó a ser
intensivo, enfático, de manera que se distinguía esa oposición larga-breve mediante este
elemento, es decir, hay una fonologización del acento.
Estos dos rasgos anteriormente citados desencadenaros todos los cambios fonológicos
desde el latín clásico hasta el vulgar. El acento supuso el realce de las sílabas que lo
recibían y ello propició la pérdida de las vocales átonas y las postónicas: una palabra
como «solitario», a parte del cultismo, dio lugar a «soltero», se perdió la [i] pretónica al
recibir la [a] el acento de intensidad.
Cuando estas variantes se estabilizan en una norma única ‒fijada por la escritura‒ los
dos elementos se igualan con unidades ya existentes en el sistema. El primer documento
del diptongo [je] data del año 804 y el de [we] es algo posterior, del 906; la diptongación
fue un proceso lento, como demuestran los textos.
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Menéndez Pidal explica que en las grafías de los textos aparecían vacilantes en cuanto a
los diptongos; además, esto explica la evolución de palabras que tenían el sufijo «-
ellum» y que se diptongaron en «-illo».
El sistema vocálico, en posición tónica, quedó con cinco vocales y tres grados de
abertura, pero, en posición átona, se perdieron muchas vocales pretónicas y postónicas
y, en posición final, ese sistema de cinco se redujo a tres (o, e, a) abriéndose un grado;
así, las palabras que hoy terminan en «i» o en «u» no son de ascendencia latina, sino
que vienen de otras lenguas.
La evolución de todas las vocales latinas estuvo condicionada ‒a parte de por el acento‒
por un sonido nuevo en el latín vulgar de tipo palatal, muy cerrado y que se pronunciaba
como semiconsinántico [j] en primer elemento de diptongo y semivocálico [i̭ ] como
segundo elemento: la yod.
En los fonemas vocales, el aire sale sin encontrar obstáculos en su paso, sin embargo,
las consonantes tienen puntos de articulación. Lo que ocurrió con la yod fue que
estrechaba a tal punto la cavidad que producía sonidos fricativos a pesar de su condición
vocal. En su aparición están implicadas las dos vocales velares (e, i) y su procedencia es
variada:
En general, el efecto de la yod en las vocales consistió en cerrar un grado la vocal tónica
precedente, salvo que esta fuese i/u ‒son ya las de mínima apertura‒. Por influencia de
la semivocálica, la /a/ del latín vulgar no se mantuvo como tal en castellano, sino que
terminó en producir una /e/ (laite → leite). El diptongo [ei] también se monoptongó
en /e/ y, por la misma inflexión, la /o/ pasó a ser /u/ (multum → moito → mucho).
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Por la pérdida de una vocal posterior, sistemáticamente en verbos de pretérito:
amau(i)t → amaut → amou → amó.
Existen también una serie de ocasiones en las que, por razones fonéticas, el diptongo no
se redujo, tanto en el caso de /au/ como en el de /ou/: va(g)inam → vaina, recabdar →
recaudar.
El diptongo [ae] se resolvió en el propio latín como una [ę] abierta: caecum → ciego,
caelum → cielo.
Las dos vocales abiertas se mantuvieron como tal en la mayor parte de la romania
occidental, pero en castellano se escindieron en los diptongos /ie/ y ue/ en posición
tónica. Ej. tĕrram → tierra, pĕdem → pie. Sin embargo, hubo ocasiones en las que el
diptongo se fragmentó en /i/ en vez de /ie/ y esto parece haberse convertido en una regla
evolutiva cundo el diptongo precedía a una consonante palatal o palatalizada, como en
el caso del sufijo «-ellum», que se redujo en «-illum»: castellum → casti(ə)llos →
castillo El diptongo /ie/ también quedó reducido al estar en contacto con consonantes
agrupadas, pero no etimológicas, porque se perdió una vocal postónica: mĕr(u)lum →
mierlo → mirlo; como vemos, se perdió la /u/ postónica y se redujo en palabras en las
que la /ę/ formaba triptongo, es decir, la /e/ desapareció y las otras dos se diptongaron:
judieu → judío, mieo→ mío.
La /ǫ/ en posición tónica dio lugar al diptongo /ue/, Ej. ŏrphanums → huérfano, nŏvum
→ nuevo. En posición inicial, este diptongo recibió en una época un refuerzo
consonántico y aparecía escrito de la siguiente forma: ovum → güevo → huevo.
En cuanto a las vocales cerradas, la /ẹ/ procede de la [ē] larga latina, de la [ĭ] breve y
abierta y del diptongo clásico /oe/ y, en posición tónica, dio lugar a /e/: rētem → red. De
una [ẹ] cerrada del latín vulgar obtuvimos una /i/ por influencia de la yod o por
metafonía (influencia de una /ī/ larga final), Ej. vĭtreum → vidirio, lĭmpidum →limpio.
En todas estas palabras se ha mantenido la yod, ha habido una especie de asimilación.
La /ọ/ viene de la /ŭ/ y del diptongo clásico [au] y, por regla general, se mantiene como
vocal velar de abertura media en sílaba tónica. Únicamente se cierra, se palataliza en /u/
por influencia de la yod (/nj/): cŭneam → cuña, pŭgnum → puño. La /ŭ/, que pasaría a
ser una /o/, también se cerró en /u/ cuando en la palabra latina había una /b/ con una
yod: plŭviam → lluvia, rŭbeum → rubio.
La /i/ y la /u/ se conservan, pues su confusión se había dado ya tiempo atrás, dentro del
propio latín clásico: vītem → vid, fīlium → hijo, fūmum → humo.
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En posición pretónica, la /a/ no tiene problemas para mantenerse: paradisu → paraíso.
El resto de vocales, por su carácter relajado ‒por su condición de átonas‒ suelen
perderse: ver(e)cundiam → vergüenza, sol(i)tarium → soltero, hon(o)rare→ honrar.
En posición postónica, como norma general, se pierden aquellas que son más relajadas.
Suele desaparecer aquella que está en contacto con las consonantes líquidas /l,r/ y con la
palatal /s/, pero también va en medio de una /k/ o una /b/ y una /l/, lo cual es lógico,
dado que las líquidas combinan rasgos vocálicos y consonánticos. Ej.cal(i)dus → caldo,
uĭr(i)dem → verde, tabŭlam → tabla.
Sin embargo, hay casos en que se conservó, lo vemos con la /i/ cuando se pierde una
consonante oclusiva intervocálica: turbi(d)um → turbio, noct(em) → noche (en este
último caso la /e/ se pierde y después se restutuye).
La /o/ final también se mantuvo, pero, además, se le agregaron muchos resultados de /u/
final: tĕmpu → tiempo. En algunos casos, se perdió danto resultados dobles: primariu
→ primairo → primeir(o) ~ primero, sanatum → san ~ santo. En ocasiones, la /o/ se
resolvió en /e/ por influencia del galicismo, probablemente del provenzal: monacum →
mónago → monje, -aticum → -aje (silvaticum → salvaje).
El sistema consonántico
El sistema consonántico del latín clásico presentaba cinco series: oclusivas sordas y
sonoras, fricativas sordas y sonoras, nasales y líquidas. Se considera que /h’/ era un
sonido aspirados, si bien este se perdió ya en el latín clásico y, por otro lado, /qᶭ/ y /gᶭ/
se representan de esta forma porque se duda de su valor monofonemático, es decir, se
cree que poseían dos realizaciones, pero no hay consenso total sobre ello. Los órdenes,
los puntos de articulación, eran cuatro: labiales, dentales, velares y labiovelares, y los
rasgos distintivos son los siguientes:
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pronunciarse en diptongos, dando lugar a semiconsonantes con una pronunciación más
o menos fricativa, pero totalmente distinta de la de las vocales originales, es decir, la /i/
pasó a ser [j] y la /u/ pasó a [w].
La fricativa palatal sonora, la yod (es palatal porque viene de una vocal palatal, la /i/),
constituiría el primer paso para un orden palatal que no existía en el sistema clásico. Por
su parte, la wau dio lugar al fonema labiodental /v/, provocando la aparición de
consonantes fricativas sonoras virtualmente existentes en el latín clásico, pero
totalmente vacías: solo estaba la aspiración de la h. Pronto, /v/ se convertiría en el
correlato sonoro de la fricativa sorda labiodental /f/. Al igual que la /i/ como segundo
elemento de diptongo es [i̯ ], la /u/ es [v].
La yod hace que el grupo que se forma con la consonante se realice, en principio, como
una sibilante (/s/) y que finalmente se reduzca por coalescencia a una consonante palatal
del tipo [ts], está incipiente palatalización acaba por dar el fonema medieval /š/, este,
cuando iba entre vocales, se sonorizó: pŭteu → [pótjo] → [poẑo] → [poŝo] → [poƟo].
La primera a la que afectó fue la /t/.
Se dio el mismo resultado con e fonema velas ante /e/ e /i/, [kei] no había diptongo,
simplemente estaban en contacto y se desarrolló un fonema sordo /ẑ/, después uno
sonoro /ŝ/ y, por último, /Ɵ/: facere → fakère → /aẑer/ → [aƟer].
Todos estos cambios ocurrieron porque los permitía el sistema dada la inexistencia de
un orden palatal. Los fonemas velares y dentales podían permitirse pronunciaciones
próximas al velo del paladar. Se dio una serie de asimilaciones consonánticas
(igualación de sonidos contiguos), lo cierto es que ya en el latín clásico se daban en el
interior de la palabra: scriptus → scrittus → escrito
Parece que eran asimilaciones de áreas rústicas no cultivadas, pero que acabaron
dominando lingüísticamente la Romania. Las más extendidas y antiguas son los grupos
intervocálicos /pt/, /ns/, /ps/, /rs/ y /bt/: vesuram → bassura → basura, ŭrsum → osso
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→ oso. Hubo otras asimilaciones de este tipo, pero fueron mucho más tardías, ya
podemos situarlas en los inicios del castellano, pues, se ve, que las palabras latinas
siguieron una evolución distinta en las diversas lenguas romances.
En los grupos /ks/ y /kt/, de nuevo la velar /k/ se debilitó, se semivocalizó y se convirtió
en semipalatal, en yod, semipalatalizando tanto a la sibilante como a la /t/: axe → ákse
→ aise → eise → eje. Algo parecido ocurrió en el grupo /pt/, pues hubo una
semivocalización en wau: captivum → cautivo.
Estos tres procesos se dieron en cadena debido a presiones internas del propio sistema,
pues este siempre tiende a mantener las distinciones que son operativas y que distinguen
un número de palabras significativo. En posición intervocálica, el latín clásico
distinguía las siguientes unidades:
A estas debemos añadir los fonemas palatales que surgen de la palatalización de /tj/,
/kj/, /k/ ante /e/ o /i/ con sus geminadas correspondientes: /ttj/, /kkj/ y [kk ei]. Según la
documentación y como explica Menéndez Pidal, el orden sería el siguiente:
1. Fricatización de las oclusivas sonoras, empezando por la /b/ oclusiva sonora -que, en
un momento dado, en algunas zonas, se pronunció como labiodental, dando lugar a la
/v/- y arrastró a la wau semiconsonántica. Se igualaron de la siguiente forma: /b/, /w/→
[ƀ].
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3. Simplificación de las geminadas (ejemplo 7)
A parte de este proceso, de forma paralela, se dio una variación la /s/ fricativa, si bien
fue menos compleja, pues únicamente existía una simple enfrentada a una geminada. La
simple se sonorizó /z/ y la geminada se simplificó. La oposición de sorda/sonora se
extendió también a la serie de fricativas f/v, s/ss. Esto debió aparecer en la Península en
el periodo visigótico (ss. VI - VII).
Se demuestra que todas las consonantes que formaron parte de esta variación (p, t, k) se
conservaron en inicio de palabra ante /a/, /o/ y /u/: colligere → coger. Por supuesto
existen excepciones como la de cattum → gato, en este caso la explicación es fonético-
sintáctica; se trata normalmente de sustantivos que, como tal, iban acompañados de un
artículo, estos terminaban en vocal, es decir, que colocaban el sonido en posición
intervocálica. Las oclusivas sonoras /b/, /d/ y /g/ se mantuvieron también ante /a/, /o/
y /u/: gallicum → galgo, uota → boda
En general, la /f/ inicial se conservó en las lenguas romances, pero, en español, tras una
fase de aspiración, se perdió de forma temprana, si bien fue un fenómeno muy
influenciado por el plano sociológico, de forma que nos encontramos áreas de uso
distintas.
En cuanto a la /s/, en posición inicial se conservó, exceptuando algunos casos en los que
se confundió con una sibilante ‒en una época en la que estas abundaban‒: sucum →
jugo, saponem → jabón, dejó de ser palatal y se confundió con velar. Había otra
sibilante, una /ŝ/ africada que pasó a interdental, /z/: [ŝeŝina] → [ƟeƟina], [ŝocum] →
zueco.
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La oclusiva se sonorizó como una simple variante fonética: bibere → beber, se mantuvo
en posición fuerte la /b/ y, en posición intervocálica, la fricativa. En uiuere → vivir,
vemos que la wau se igualó con la /b/, en habere → haber se conservó la /b/ como
fricativa... (ejemplos 13).
La variación consonántica también afecto a la /s/ fricativa sorda, que pasó a ser sonora
en posición intervocálica y se mantuvo como sorda en posición fuerte: ŭrsum → osso
→ oso. Esta sonorización afectó también a la /f/ intervocálica, dando primeramente
lugar a una labiodental, la /v/: afrĭcum → ábrego.
*Podemos resumir todo esto diciendo que las oclusivas sordas desarrollaron su correlato
sonoro y las fricativas hicieron lo mismo.
En estas consonantes sonoras también hubo variación. Todas tenían dos realizaciones, la
simple y la geminada; en posición inicial encontramos [R-], [L-], [M-][N-], en posición
intervocálica encontramos estas simples, pero también las geminadas [-r-],[-l-][-m-] y[-
n-]. Dado que las geminadas podían confundirse con las otras, adoptaron una
articulación fuerte en posición intervocálica, de ahí salió nuestra /rr/.
Diasistema hispánico-romance
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Este diasistema fue común a todos los romances hispanos, pero se desarrolló de forma
distinta en cada zona; nosotros vamos a centrarnos en la cuenca alta del Ebro, en unas
hablas que, por cuestiones culturales y políticas, se desarrollaron hasta dar lugar al
castellano, si bien el sistema fonológico real de este no es exactamente la de esa zona,
sino que este será fruto de una mezcla de rasgos norteños de esa zona y del mozárabe
del centro de la Península.
Las primeras modificaciones de estas tendencias se iniciaron en esa zona cántabra que
acabaron triunfando sobre las hablas cultas. Una de esas primeras modificaciones fue la
evolución de la /f/ inicial latina, que acabaron perdiendo esa distinción dado que los
hablantes de esa zona no distinguían el sonido labiodental ‒presumiblemente por
influencia del euskera‒. Los hablantes indígenas sustituyeron ese sonido por otro
habitual para ellos que se acercase a esa /f/ inicial y que sonaba como una ligera
aspiración (farinam → h’arina → harina), mientras que en el centro peninsular se
mantuvo el fonema.
Esto nos lleva a pensar que la aspiración era la pronunciación más vulgar mientras que
la /f/ era más cultivada. Hoy lo conservamos en la grafía con una /h/ como recuerdo de
la aspiración; lo cierto es que ambas convivieron durante siglos, por eso encontramos
palabras que incluso aún conservan la /f/. Sabemos que existió una aspiración gracias a
vestigios de las zonas en que se mantuvo hasta fechas tardías donde se confundió con la
velar /x/: huente → fuente
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En posición intervocálica, /g/ ante /e, i/ desaparece: co(g)itare → cuidar, ma(g)ĭstrum
→ maestro. /Dj/ y /gj/ dieron dos resultados, o bien la yod palataliza a la consonante y
la palatal desaparece más tarde o bien se mantiene: pe(i)orem → peior → peor,
fastidium → fastio → hastío, vĭdeo → veyo → veo.
Los grupos iniciados por una consonante sumada a la líquida /r/, por lo general, se
conservaron: bracam → braga, credo → creo, praegnare → preñar, frontariam →
frontera. La excepción la encontramos en el grupo /kr/, donde la /k/ sonorizó en /g/ o se
produjo la metátesis de la /r/: crasum → graso (craso), crepare → quebrar.
El grupo inicial /bl/ suele conservarse: blĭtum → bledo y, por su parte, el grupo /gl/ se
redujo en /l/: (g)landem → lande (bellota).
En cuanto a los grupos /fl/, /kl/ y /pl/ tuvieron un doble resultado; en muchas palabras se
conservaron o se perdieron para recuperarse posteriormente: clauiculam → clavija. En
otros casos, la /l/, por su carácter líquido, se relajó y se vocalizó en yod, produciéndose
una palatalización en /ll/: flammam → llama, clave → llave; si bien en algunas zonas,
esta palatal lateral se hizo central y pasó a ser una [ĉ]: clave → chave, llover → chover.
Para el grupo /fl/ hay un tercer resultado, la desaparición de la /f/ en algunas palabras:
flaccidum → lacio.
Los grupos formados por la suma de una consonante más una /l/ o una /r/, es decir, una
líquida, se tendió a la conservación en posición intervocálica, pero la primera
consonante quedó sometida al proceso de variación; las sordas se sonorizaron y las
sonoras se fricatizaron ‒es una variación puramente fonética‒: eclesiam → iglesia,
capram → cabra. Hubo dos excepciones, el grupo /gr/ evoluciona vocalizándose la /g/
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en yod: integrum → enteiro → entero, mientras que el grupo /ffl/ se palatalizó en /ll/:
afflare → hallar.
Otros grupos
En posición posconsonántica, fundamentalmente en [consonante + pl] y [consonante +
fl], se comportaron de la misma forma que en posición inicial, dando lugar a /ll/, pero,
evolucionaron centralizando su pronunciación (perdieron la lateralidad) y se
convirtieron en [ĉ]: amplum → ancho, inflare → hinchar. Este mismo resultado dio el
grupo segundario /k’l/: [conk’la] → concha; por su lado, el grupo etimológico /dl/ en
posición posconsonántica dio /ll/, pero si la consonante anterior era nasal, dio lugar a
la /ñ/: ung(ŭ)lam → [ung’la] → uña.
La época alfonsí
El castellano es ya una lengua escrita y sometida a las primeras normas establecidas por
el rey Alfonso X desde la Escuela de Traductores de Toledo. El sistema fonológico de
esta época está presente en los textos medievales y de parte del Renacimiento, es mucho
más amplio que el latino (ejemplo 36). A pesar de estar ordenado, presentaba
debilidades: el orden dorsopalatal estaba casi vacío, mientras que había demasiados
fonemas dorsopalatales. Por otro lado, la oposición entre oclusivas y fricativas en las
sonoras únicamente distinguías /b/ y /v/ en posición inicial (ejemplo 37).
En los siglos XVI y XVII triunfó el castellano viejo sobre el nuevo, sobre el toledano, y
se produjo entonces un reajuste en los puntos de articulación de los fonemas. Como ya
hemos visto, desaparece la /h’/ aspirada y, por tanto, la variación en la conservación o
ausencia de la /f/ inicial latina. Quedan restos en algunas zonas, pero no con carácter
distintivo.
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Se produce además la confusión definitiva de la /b/ y la /v/ en todas las posiciones. En el
norte, la fricativa nunca se realizó como labiodental sino como bilabial, y esto se
extendió y provocó la pérdida de la /v/, desencadenando además la pérdida de los
sonidos fricativos. En lo referente a las grafías, se empleaban indistintamente hasta la
aparición de la Real Academia Española en el siglo XVIII, que pasó a regular y reformar
el sistema ortográfico para que representara el nuevo sistema fonético; en este caso, la
institución hizo cierta concesión al resto de lenguas peninsulares y mantuvo la
distinción gráfica basándose en el étimo latino.
Por otro lado, debemos hablar de la desaparición de distinción entre sordas y sonoras en
el orden fricativo. De nuevo, se trata de un fenómeno que se inicia en el norte peninsular
y después se extiende; afectaba a la /s/ sorda y a la /z/ sonora, así como a las palatales /š/
y /ž/. Así, en un primer estadio, se perdió la sonora y, en segundo lugar, las dorso-
palatales /š/ y /ž/ se velarizaron, es decir, adoptaron una articulación más atrasada hasta
confluir en /x/; sin embargo, esta última transformación no se completó hasta el siglo
XVII, aunque ya lo documenta Juan de Valdés en su obra Diálogo de la lengua del siglo
XVI.
Se produjo también en esta época una fonologización, la del fonema /Ɵ/, fruto de la
interdentalización de las africadas que perdieron primero su rasgo oclusivo y después pasaron a
ser fricativas (/ẑ/, /ŝ/ → [ȥ], [ș]) y confundirse en favor de la sorda, que, como ya hemos dicho,
evolucionó hasta pasar al orden dental y llegar al fonema que tenemos hoy, pero este no se
completa hasta el siglo XVIII y, como sabemos, no se extiende por todas las variedades del
español.
Todos estos cambios tuvieron lugar porque hubo un momento en el que el sistema
fonológico había demasiadas sibilantes, sonidos muy cercarnos articulatoria y
realizatoriamente hablando y que para no perderse pusieron en funcionamiento el
rendimiento funcional de las distinciones (se reforzaron): ejemplo 39.
++++insertar cuadro
Por último, al velarizarse la palatal en /x/, se inició el refuerzo de la yod que, en muchos
casos, solo era una variante semiconsonante de la /i/, pero, en algunas posiciones, acabó
por consonantizarse plenamente dando lugar al fonema /y/. Hoy tenemos dos
realizaciones: como africada en posición fuerte (inicial) [ŷ] y como fricativa en posición
débil (intervocálica) [y].
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MORFOLOGÍA HISTÓRICA
El concepto de gramaticalización define un proceso por el cual los elementos que son
autónomos semántica y sintácticamente pasan a ser morfemas. Ej.: de la perífrasis
latina «cantare habeo» (tengo cantar) a «cantaré», o de «cantatum habeo» a «he
cantado». Estos procesos son generales en todas las lenguas del mundo; muchos
morfemas actuales fueron en su momento verbos, sustantivos y otro tipo de elementos
plenos.
En muchas ocasiones observamos que hay también un juego que pasa de lo regular a lo
irregular y viceversa: la irregularidad fonética puede provocar una irregularidad
gramatical Ej.: tenemos una conjugación regular, con la raíz /dik-/ y las desinencias de
los casos latinos. Hay que tener en cuenta que /k ante e, i/ palataliza, hasta llegar al
fonema interdental. De «cara» (/kára/) tenemos «cara» (/kára/), pero de «cena»
(/kéna/) «cena» (con la interdental) y de «cintus» (/kíntus/) «cinto» (con la interdental)
También es posible encontrarnos con el caso de que una irregularidad gramatical que
debería desarrollar una irregularidad fonética no lo haga, esto se debe a que el proceso
fue frenado por los propios hablantes, que desarrollaron la regularidad por analogía Ej.:
La evolución regular debería haber sido de «sentio» a «*senzo» o «*sienzo», pero dio
«siento».
Morfología verbal
Las diferencias entre los verbos latinos y los castellanos son las siguientes.
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Abordando ahora la cuestión de la voz, sabemos que en castellano distinguimos una voz
activa, en la que encontramos un verbo transitivo, un sujeto agente y un complemento
directo y la voz pasiva, reverso de la activa (el sujeto de una pasa a ser el complemento
de la otra y viceversa); pero también distinguimos la reflexividad, que no es otra cosa
que una variante de la transitividad, con ella se revierten sujeto agente y complemento
directo. Por último, en lenguas como el griego aparece lo que denominamos voz media
y en castellano también podemos apreciarlo, si bien no del mismo modo, consiste en un
cambio de estado, que no ha de confundirse con la reflexividad, esto lo distinguimos en
el propio contexto: «la madre se seca al sol». El latín únicamente contaba con voz activa
y voz pasiva, lo que ocurre es que esta segunda recogía la antigua voz media, un reducto
de las lenguas indoeuropeas.
Los factores que intervinieron en la pérdida de la voz pasiva fueron varios; por un lado,
las formas pasivas del latín son perifrásticas, no eran sintéticas y van a reajustarse dado
que había un desequilibrio y se confundían las formas de presente del verbo «ser» en
latín con las perifrásticas del perfectum: Ego bonun sum (yo soy bueno) / Ego amatus
sum (yo he sido amado). Las formas pasivas del imperfecto desaparecen y el paradigma
del verbo latino pasa a ser amo/amatus sum (forma activa del imperfectum y la pasiva
del perfetum) hasta llegar a las formas pasivas perifrásticas de las lenguas romances. Por
otro lado, también tenemos la influencia de la voz media latina; algunos verbos de voz
media empleaban pronombres reflexivos para formar la pasiva a través de la voz activa,
de esta manera, la pasiva desaparece: Cingo/cingor (ceñir) para expresar la pasiva se
empleaba en latín vulgar me cingo, así, la forma pasiva cingor desaparece.
Pasando ahora al análisis del número y la persona, debemos decir que mantenemos el
mismo paradigma que en latín. Tan solo apreciamos una evolución fonética en las
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formas de presente. La -d- intervocálica se perdió pronto, pero se conservó más tiempo
en formas esdrújulas del verbo, de hecho, en los Siglos de Oro hay una convivencia de
la forma llana y la esdrújula.
El infectum designa los tiempos que están en su desarrollo sin indicar el término (no
hecho) y el perfectum indica el término (hecho del todo), de ahí el cultismo «perfecto».
El perfectum se perdió como valor opositivo y se incorporó a la columna del infectum ;
posteriormente surgió una nueva forma con verbos formados con el auxiliar «haber» y
el morfema de anterioridad como valor distintivo. Hubo varias razones por las que
desapareció esta oposición:
«Cantaui» en latín era un presente que significaba «he acabado de cantar», «tengo ahora
terminado de cantar»; pero para haber terminado ahora una acción, ha tenido que
realizarse en el pasado, es decir, tiene un pie en el pasado y ya en el latín vulgar este
sentido, este valor, es el que prevalece. Ahora bien, el pasado ya estaba ocupado por
«cantabam», de forma que van a funcionar como pareja de oposición y aún la
conservamos hoy, es la única que mantenemos como valor no terminativo frente a
terminativo.
Por otro lado, se crea una columna con el verbo «haber» y antes de funcionar como
tiempo compuesto lo hace como perífrasis (Ej. 24). «Habeo», «tener», guardaba un
sentido más mental que físico y cuando se empleó de esta forma fue cuando comenzó a
pasar de perífrasis a tiempo compuesto con «haber» en vez de «tener».
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de existencia, esto se mantiene hoy día «hay», parece ser que esta «y» final procede de
una partícula latina que sería el pronombre adverbial «i» de «ibi» («ahí»); esto podemos
apreciarlo también en lenguas como el catalán o el francés («il y a»).
En la Edad Media existía la forma «avemos», que hoy es un resto dialectal, pues la
forma tomado como correcta por la RAE es «hemos».
El futuro
El tiempo futuro está sujeto a unas transformaciones más profundas debido a una
cuestión cognitiva, casi siempre se forma a partir de una perífrasis que puede tener
significados de probabilidad, deseo, deber... En realidad, la expresión sintética procede
de una perífrasis verbal ya en latín y, por supuesto, en castellano ocurre lo mismo,
nuestro verbo procede de la perífrasis «cantar he», pero en el castellano actual, la idea
de futuro ya forma parte de un cambio lingüístico, pues el futuro está expresándose por
medio de la perífrasis con el verbo «ir» («voy a cantar»). El futuro es un tiempo que se
va reciclando constantemente, además, hay varios elementos en la conjugación latina
que favorecen el que se sustituya por una perífrasis:
La forma de presente del verbo «habeo» que triunfará en la perífrasis no será la forma
plena, al sufrir más desgaste fónico del normal por estar en situación átona (ejemplo 33).
Para analizar nuestro futuro debemos partir de estas formas; además, no solo el futuro
procede de aquí, sino también el condicional, pues el latín no tenía condicional, es un
invento románico, una especie de antefuturo, un futuro en el pasado.
La mesoclisis permite que el pronombre átono se inserte dentro de una forma verbal y
esto comporta una variante más del tipo de proclisis y enclisis. En español esto no
existe, pero en el castellano medieval era aún posible introducir pronombres átonos
entre el antiguo infinitivo y la desinencia, si bien no siempre es así, el pronombre podía
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aparecer también como policlitico (ejemplos 36). *es lo mismo que ocurre en portugués
(cantá-lo-ei)
«Si pudiesse, fiziéralo» → «Si pudiese, lo haría»; esto nos muestra cómo pudieron
confundirse «cantara» y «cantase», las condicionales fueron uno de los factores de
confusión, la presencia de ambos tiempos contamina las formas, hoy podríamos emplear
ambos tiempos sin distinción: Ej. Si pudiera/pudiese, lo haría.
En latín, podemos decir que todos los pretéritos simples que eran en realidad presentes
de perfectum eran todos regulares, pero distinguiendo entre dos formas «amaui» (he
amado) y «dixi» (he dicho). Los primeros tienen la acentuación en la vocal temática o
en la desinencia y no en el lexema, son lo que llamamos formas débiles (arrizotónicos),
sin embargo, en el otro tipo, el acento cae en la vocal del lexema y es, por tanto, una
forma fuerte (rizotónica). El castellano tiene una gran tendencia a regularizar todos los
verbos en formas débiles y solo tenemos una pequeña lista de formas fuertes en verbos
irregulares.
Morfología nominal
Distinguimos tres partes: dentro del signo léxico tenemos los lexemas y los afijos y en
el signo morfológico tenemos los morfemas. El latín tiene tres morfemas nominales,
género, número y caso, mientras que en castellano este último se cambia por el artículo;
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por otro lado, el latín puede ser masculino, femenino y neutro, pero en castellano el
neutro jamás aparece.
El latín es una lengua que se declina, de ahí el que exista el caso, que está compuesto
por un total de seis elementos que son los que forman ese sistema de declinación, por
tanto, el artículo es una creación románica. La concordancia de morfemas es algo que se
da, sin embargo, en ambas lenguas.
El latín tenía únicamente singular y plural, había perdido esa referencia al dual que
existía en el indoeuropeo y que podemos ver, por ejemplo, en el griego clásico (pólee →
dos ciudades). En esto, el castellano coincide de forma plena.
Hay elementos que muestran en castellano restos de ese caso latino, lo vemos en los
pronombres personales, que ya en latín tenía una declinación particular: Yo hablo → Él
habla de mí, este cambio del «yo» al «mi» no es sino un vestigio y, de hecho, en otras
lenguas romances no aparece.
Hay dos dificultades con respecto al caso latino, la primera es que no ofrece un solo
modelo de declinación sino cinco y la segunda es que no hay una relación entre el caso
y el contenido que opera, está amalgamado, varios morfemas tienen la misma expresión
y no pueden ser segmentados. Estos problemas van a agravarse con la evolución
fonética (ejemplo 7), la /m/ del acusativo, como sabemos, cae, confundiéndose así en
una única forma. La cuarta y la quinta declinación caen y pasan a la segunda y la
primera respectivamente, reduciéndose así el sistema a tres declinaciones, además, ya en
el propio latín clásico permitían esta declinación y contaban con un escaso corpus
escaso.
También los casos pasan de seis a dos, es lo que llamamos declinación bicasual, algo
que conservaron ciertas lenguas romances en los primeros tiempos de la Edad Media. Es
algo que, como ya hemos dicho, debemos poner en relación con el uso de preposiciones,
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que se multiplica; es decir, en latín vulgar ya tenemos frases formuladas con
preposición. Antes del estadio actual de inexistencia, tuvimos esa declinación bicasual,
hoy lo vemos en el rumano y en la Edad Media estuvo presente en el francés.
Resumen:
Los seis casos se redujeron a dos: un caso sujeto o recto (surge del normativo) y uno de
régimen u oblicuo (proviene del acusativo). No obstante, tras una etapa de convivencia,
el caso sujeto se perdió y, al igual que en nuestra lengua, triunfaron las formas del
antiguo acusativo.
El vocativo era la forma que servía para dirigirse a alguien y solo se distinguía en la
segunda declinación, pues en el resto coincidía con el nominativo. Encontramos
nombres propios que proceden del vocativo (ejemplos 14), pero es raro encontrar
palabras de esta procedencia.
El género
Abordando ahora la cuestión del género, tenemos que, como norma general, aquellos
adjetivos que terminaban en -um, terminan en -o en castellano, algo que suele asociarse
al masculino. Los que terminan en -am evolucionan en -a, y se asocian al femenino; por
último, aquellos que terminan en -em, evolucionan en -e, que pueden ser tanto
masculinos como femeninos. El neutro desaparece dando paso al masculino, es decir,
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aquellos sustantivos que eran neutros pasaron a asociarse con el masculino. Es
importante señalar que la mayoría del vocabulario latino se declina en la tercera
declinación y de aquí los masculinos pueden pasar al femenino.
Los masculinos en -a tienen su procedencia en el griego donde había un caso particular
que aglutinaba dicha terminación para este género; estas palabras llegan a nuestros días
por mediación del latín. Hay, por último, ciertos femeninos que admiten ambos géneros
para identificar personas como «guarda», si bien en épocas anteriores podemos
observar, por ejemplo, en el Quijote, concordancias en femenino que aludían a un
masculino, pero esto ya no lo encontramos en nuestra lengua.
Ocurrió también la creación de marcas de femenino allí donde no las tenía el latín. Los
adjetivos en «-ensis», «-ense» eran en su mayoría gentilicios, evolucionaron hacia «-
es», que hacía las veces de terminación tanto para masculino como para femenino, pero
el castellano creó una marca de femenino analógica. Esto mismo ocurrió en la evolución
de «-tor», «-torem» («-dor», «-dora») y «-trix», «-tricem» («-iz»); «-one» («-ón», «-
ona») o «-nte» («-nte», «-nta»).
Los neutros con el acusativo terminado en «-um» se hicieron masculinos y los acabados
en «-e» o «-us» se mantuvieron tanto en masculino como en femenino. Los plurales de
los neutros del nominativo, acusativo y vocativo se realizaban en latín en «-a» ‒algo que
ya viene del indoeuropeo‒ y en algunas lenguas románicas podemos ver vestigios de
esto, pues hay femeninos que implican la colectividad (leño/ leña).
Hay excepciones en las que el castellano mantiene el neutro (ejemplo 27). La función de
estos neutros no es la misma que la latina, que era tan arbitraria como el masculino o el
femenino, hoy aparece para hacer referencias imprecisas o genéricas. Eso sí, de recibir
una concordancia, ha de ser la masculina: «ello es bueno».
El número
El latín no tenía plural y en cambio sí tenía una forma dual ‒ya comentada‒ que se ha
perdido en castellano. El acusativo tiene tres terminaciones (ejemplo 28) que
esencialmente son las actuales. Sucede en castellano que la -e final de la tercera
declinación, estando precedida por los fonemas /d, s, Ɵ, l, n, r/ pierden dicha -e y de
aquí procede el modelo de formación plural -e/-es. La introducción de palabras de
origen árabe produjo una anomalía (alelí → alelíes) que se resolvió añadiendo la
terminación -es; sin embargo, hoy en día, la RAE acepta la regularización hacha por los
hablantes (esquí → esquís).
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Las palabras procedentes de otras lenguas, es decir, los préstamos suelen adoptar el
plural de forma regular, pero en las combinaciones consonánticas no tolerables en el
castellano puede aparecer una reducción de dicho grupo y se violenta la pauta
tradicional (récord → récords → récores)
En el uso fórico, «ĭlle» pasó a ser átono; en segundo lugar, se morfematizó, pasó a ser
un morfema nominal de acuerdo con la gramática funcional. Finalmente, en este uso
átono el castellano no asumió esta /ll/ en posición final, de forma que se despalatalizó y
pasó a /l/ en fechas muy tempranas.
Las formas medievales eran «elo, ela, elo, elos, elas» y al ir unidas a palabras que en su
inicio tenían una vocal perdieron la suya, Ej. El(o) omne. El caso del artículo femenino
es algo más complejo, porque podía perder tanto la vocal inicial como la final,
provocando una alternancia entre «el» y «la» hasta que el castellano moderno redujo el
uso de la primera a las palabras que van encabezadas por una /a/ tónica. El uso de este
«el» femenino da lugar a que hoy podamos observar ciertas oscilaciones en el uso de
estas palabras.
Las contracciones de artículo y en castellano moderno son solo dos, «al» y «del», pero
en el castellano medieval también aparecía «connos» o «na».
El adjetivo
A esto hay que añadir la tendencia del castellano y otras lenguas romances a marcar el
género en palabras que en latín no lo distinguían, si bien la tendencia de nuestra lengua
es menos que la de otras.
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Gradación del adjetivo
El superlativo en latín era sintético y generaba tres terminaciones «-issimus, -a, -um» y
algunas terminaciones emparentadas con la primera en «-illimus» o «-errimus». El
superlativo en «-ísimo» que tenemos en nuestra lengua no es heredero del latino, se trata
de una reposición culta de los siglos de oro que podría deberse a la influencia italiana;
«-issimus» se había perdido en el latín vulgar y fue sustituido por construcciones
precedidas por un cuantificador como «más» o «muy». De esta forma, hoy en día
contamos con la posibilidad de hacer superlativos de forma analítica y sintética.
Demostrativos
El posesivo
El posesivo se conserva con las mismas formas que tenía el latín (ejemplos 41). Se
encarga de expresar la relación entre dos términos que normalmente es de posesión,
pero no siempre.
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(mi caballo) y otra posnuclear o atributiva (el caballo mío, el caballo es mío), siendo la
primera átona y la segunda tónica.
Las formas femeninas desplazaron a las masculinas y en las formas femeninas se creó
una disimilación de la vocal que nos lleva hasta la forma actual: měam → mēam → mea
→ mía. En la forma masculina, en cambio, se produjo una diptongación, meum → mieo
→ mio → mío. En el castellano medieval la forma era «el mio caballo», que, como
vemos, llevaba además artículo y en la posición postnuclear mantenía también esta
forma, «El caballo mio»; esto se repite en el femenino (La casa mía).
Tuyo/tuya, aquí tenemos la aparición de la yod antihiática, que se interpone entre las
dos vocales de un hiato, pasando en primer lugar de «túa» a «tuya» y posteriormente de
«to» a «tuyo» por analogía.
Como hemos visto, en el castellano medieval se empleaban las formas posesivas con el
artículo, pero forma parte de la evolución románica general el que se empleen sin él, si
bien se mantienen en otras lenguas como el gallego-portugués o el asturiano.
Los numerales
El numeral «dos» perdió la forma femenina, así como la neutra, pero en latín
encontrábamos las tres opciones, «duo, duae, duo». En castellano medieval aún se podía
encontrar esa dualidad de género en «dos, duas».
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Los numerales superiores a diez estaban formados por el numeral y la variante
«diecim». La evolución fonética regular produjo irregularidades, es el caso de «once»,
se costruye un lexema donde en latín encontrábamos dos.
Las decenas terminaban en «-ginta», que en castellano medieval pasó a «-aenta» por
evolución regular. El noventa era «nonaenta», pero después se regularizó por analogía
con «nueve».
Las centenas tenían variación de género y debemos hablar de los casos particulares de
doscientos y trescientos, que sufren una restitución analógica por influencia de los
numerales «dos» y «tres», pero que en el medievo aparecían como «ducentos» y
«tricentos». Hay toda una serie de rehechuras romances (ejemplos 49).
En el campo de los ordinales, observamos que en algún momento las élites cultas
incorporaron una serie de ordinales que son préstamos latinos. Los ordinales, en latín, se
perdieron en favor del uso de los cardinales, demostrando que muchos de nuestros
actuales ordinales son incorporaciones cultas al idioma: sexto, séptimo, octavo,
décimo... Asimismo, primero procede de «primarius» (primum), segundo de
«secundum» y tercero de «tertiarium».
Una cuestión interesante es que en castellano aparecen derivados de ordinales que, sin
embargo, no tienen ese valor, es el caso de palabras como siesta (medio día), diezmo o
cuaresma. Los distributivos latinos han dejado también palabras como cuaderno, y
palabras como bizcocho, bis, bisnieto... proceden también de adverbios de tipo numeral
que se perdieron.
Los indefinidos
Hay dos teorías de formación para «alguien»: una evolución directa desde «aliquem» o
un cruce entre «alguno» y «quién». El cambio de acento podría deberse a una analogía
con «algo».
«Nadie» se decía en latín «hemo». Debemos hablar aquí del caso de «omne» en
contextos negativos, donde podía hacer referencia a «nadie» (como en francés
«personne») y «natam», como «cosa nacida, existente».
Nuestro distributivo «cada» viene del griego. Hay otros indefinidos intensificadores
tales como «otro», que tenía dos formas de uso, haciendo referencia a lo general o
implicando dos opciones; es este último uso el que llega a nuestros días.
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«Ipse, ipsa, ipsum» tenían el valor de «mismo», pero evolucionaron hasta nuestros días
como «ese, esa, eso», de forma que nuestro «mismo» procede en realidad de «met-
ipsimus», una creación que viene a significar algo así como «remismísimo». «Idem» lo
conservamos como cultismo y, por último, el distributivo «demás» se decía en latín
«ceteri, ceterae, cetera», hoy se conservamos como cultismo «et cetera».
Para decir «todo», en latín había dos fórmulas, la única que se conserva es la de
«totum/totam», que era la que expresaba la totalidad mientras que «omnem» expresaba
suma.
Los relativos
Vamos a heredar cuatro dormas latinas: «qui», «quid», «quem» y «cuius». En castellano
medieval, «quien» ‒que únicamente se empleaba en forma interrogativa‒ se repartía con
«qui», que también se refería a personas, y esto evoluciona hasta nuestros días
perdiéndose la segunda opción; además, es interesante señalas que la -n final de «quien»
es una herencia de la -m del acusativo, algo de lo que tenemos muy pocos casos.
«Quien» se integra sin forma plural porque procede del acusativo, «quienes» se crea a
partir del siglo XVI.
Pronombres personales
Con el demostrativo de tercer grado en nominativo «ille, illa, illud» ‒que significaba
«aquello» ‒ se creó un pronombre de tercera persona «él, ella, ello». En acusativo,
«illum, illam, illud» dio lugar al artículo «el, la, lo» y a los pronombres de complemento
directo. El pronombre nominativo «ecum + ille» dio lugar a «aquello, aquella».
El pronombre ya aparece en la Edad Media como «mio, mive, miv», al igual que la
segunda persona, que era «ti, tive».
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El pronombre personal de primera y segunda persona del plural era «nos» y «vos»
respectivamente y cuando se usaban con preposición cobraban la forma de «noseum» en
latín vulgar, mientras que «con nosotros» se decía «connosco». «Nosotros» y
«vosotros» proceden del valor enfático, «nos otros» y convivieron durante una etapa
con el «nos» y el «vos».
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