Módulo 2 2.2. ¿Todos Los Hombres "Son Iguales" O "Hacen Lo Mismo"?
Módulo 2 2.2. ¿Todos Los Hombres "Son Iguales" O "Hacen Lo Mismo"?
Módulo 2 2.2. ¿Todos Los Hombres "Son Iguales" O "Hacen Lo Mismo"?
En las primeras décadas del siglo XXI estamos viviendo un momento ambivalente con respecto al
feminismo. De una parte, es innegable que estamos asistiendo a una eclosión del movimiento a
nivel global, a una presencia constante de sus vindicaciones y críticas en los medios de
comunicación y hasta en la agenda pública, a un imparable interés por las iniciativas académicas y
sociales vinculadas con la igualdad de género. Nunca antes y en esto las redes sociales e Internet
están jugando un papel esencial, el feminismo tuvo tanta presencia y generó tanto interés, como
tampoco con anterioridad su capacidad de movilización había sido tan masiva e intergeneracional,
llegando incluso a ciertos grupos de hombres, todavía minoritarios, que ya no tienen ningún reparo
en asistir a las manifestaciones del 8M o a cualquier otra movilización, como las desgraciadamente
tan habituales contra la violencia de género. De esta manera hay ya muchas teóricas y activistas
que hablan de una “cuarta ola feminista” (Valera, 2019), en la que sobre todo se está subrayando
como la conexión entre patriarcado y neoliberalismo genera múltiples explotaciones y
servidumbres de los cuerpos y capacidades de las mujeres. De esta manera, y junto a cuestiones
clásicas que siguen teniendo vigencia (la discriminación en el ámbito laboral, la dificultad para
consolidar liderazgos políticos o empresariales, los problemas relacionados con la
corresponsabilidad, la precariedad de buena parte de los trabajos ocupados mayoritariamente por
mujeres), se han situado en primera línea las reflexiones críticas sobre la sexualización permanente
de las mujeres y el uso de su cuerpo para satisfacer los deseos y necesidades de los hombres. De
ahí la centralidad en el debate de temas “clásicos” dentro del feminismo como la prostitución, la
pornografía o las agresiones sexuales, a los que se han unido nuevas cuestiones como los llamados
vientres de alquiler o todos los abusos que ahora se comenten a través de las redes sociales. En
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todas estas cuestiones comprobamos cómo es el cuerpo, la sexualidad y las capacidades de las
mujeres las que se someten a tratos degradantes, a violaciones de la dignidad esencial de cualquier
ser humano y, en definitiva, a formas varias de explotación. Todo ello en un mundo en el que no
dejan de crecer las desigualdades y en el que las sucesivas crisis vividas – la más reciente, la
derivada del Coronavirus – han afectado de manera singular a las mujeres.
En paralelo, y esta es una tendencia que en muchos países se viene observando desde finales del
siglo pasado, estamos asistiendo a una reacción machista frente a las conquistas del feminismo
(Ávila, 2019). De nuevo estamos ante un fenómeno global que expertos en masculinidades como
Michael Kimmel llevan años analizando. Este experto norteamericano ha analizado en su libro
Hombres blancos cabreados (2019) como en Estados Unidos un sector importante de la población
masculina se siente agraviado frente a los progresivos avances de las mujeres. Este análisis se
puede trasladar lamentablemente a otras muchas sociedades. La pérdida de su rol central de
proveedores, los reajustes en las estructuras familiares, la superación de un estatus que durante
siglos los colocó en una posición de dominio, está provocando que muchos hombres, en lugar de
iniciar un proceso de revisión de su propia identidad masculina, reaccionen a la defensiva,
articulando discursos conservadores con los que pretenden volver al pasado, es decir, a esos
momentos históricos en los que el patriarcado imponía su ley sin discusión. En los que ellos eran
el sujeto dominante y las mujeres las dominadas. El grave riesgo es que esos discursos están
alcanzando a las instituciones, están siendo acogidos por determinas fuerzas políticas de tendencia
conservadora y se extienden sin control por las redes sociales. No hay más que recodar qué tipo
de liderazgos políticos están apareciendo en muchos países y cómo en determinados partidos se
convierte en un eje central la crítica del feminismo y la censura de incluso los instrumentos
normativos que han permitido en el siglo XX avanzar en igualdad y luchar contra la violencia de
género.
Los discursos y mensajes que se lanzan desde estas posiciones se caracterizan por ser
tremendamente emocionales y simples. Es decir, en ellos no hay espacio para la reflexión, para los
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matices, para la lógica racional que debe imperar los procesos deliberativos propios de una
democracia, sino que todo se articula en función de extremos que se oponen y de presupuestos
sobre los que solo se puede estar a favor o en contra, en esa línea tan presente en períodos
históricos donde se asentaron regímenes dictatoriales consistente en entender la política como un
juego de amigo/enemigo. El enemigo es el feminismo y los hombres, en general, no somos sino
víctimas de lo que las mujeres feministas han ido alcanzando y en muchos casos plasmando incluso
en leyes. Varios ejemplos de discursos construidos en nuestro país por estos grupos de hombres
“agraviados” nos explican a la perfección esta dinámica. De entrada, y tal vez el más reiterado en
los últimos años, la consideración de la Ley contra la violencia de género como un instrumento que
discrimina a los hombres al establecer una pena mayor para ellos en el caso de que actúen de
manera violenta con sus parejas, o que es usado por las mujeres para vengarse de los hombres en
determinadas situaciones, como puede ser un divorcio (el mito de las denuncias falsas). Con
relación a las separaciones y divorcios, la defensa incluso de manera organizada por parte de
asociaciones de padres de que la custodia compartida de los hijos y las hijas sea la regla, y la
alegación del denominado SAP (síndrome de alienación parental) que, como todos los estudios
científicos demuestra carece de rigor para ser usado como criterio para dirimir la guarda y custodia
de los hijos. Si nos centramos en el ámbito de la política, el cuestionamiento de las llamadas
acciones positivas en el ámbito electoral por entender que de esa manera se rompe con la
igualdad, con el criterio del mérito y la capacidad y se sitúa a mujeres en listas electorales o en
puestos de responsabilidad solo por el hecho de ser mujeres.
La idea fuerza que mejor puede resumir estos posicionamientos sería la concepción del feminismo
como una especie de guerra contra los hombres, como una lucha mediante la que las mujeres
pretenden hacerse con el poder y crear un mundo en el que los hombres ocupemos una posición
insignificante o, en el mejor de los casos, subordinada. De esta manera, para la mayoría de estos
hombres posmachistas (Lorente, 2009) es fácil concluir que el feminismo sería lo contrario al
machismo. Cuando más bien lo que tendríamos que concluir es que lo contrario al feminismo es la
ignorancia (Salazar, 2019), la supervivencia de prejuicios y, no lo olvidemos, la resistencia de
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muchos hombres a perder su estatus privilegiado y a cuestionar un modelo no solo de subjetividad
sino de sociedad en general que siempre les ha otorgado suculentos dividendos.
Uno de los principales problemas a los que se enfrenta el feminismo, y muy especialmente los
hombres que pueden considerarse profeministas, es la urgencia de construir discursos y prácticas
alternativas a las que se extienden peligrosamente entre los más jóvenes, ofrecer referentes
masculinos que se aparten del modelo del macho hegemónico y poner en marcha una acción
política que haga posible cambios políticos, económicos y culturales. Una parte esencial de esa
acción política debería ser el trabajo con los hombres, de manera muy singular con los más
jóvenes, a través de estrategias y herramientas que posibiliten una progresiva superación de los
roles tradicionales, un cuestionamiento crítico de su lugar de privilegio y un aprendizaje de todas
las capacidades humanas que nos hemos negado al no entenderlas como masculinas.
En este trabajo con los hombres tendríamos que partir de un doble presupuesto que puede
parecer obvio pero que con frecuencia genera malentendidos y, con frecuencia, reacciones
machistas. La primera idea que tendríamos que matizar sería la que podríamos resumir con la
frase “todos los hombres son iguales”. Esta afirmación es usada frecuentemente por los sectores
más reaccionarios para explicitar como según ellos el feminismo nos ve: todos somos machistas,
todos somos violentos, todos somos malos padres, todos somos violadores. En ningún momento
el feminismo ha planteado esa afirmación ni ese es uno de sus lemas principales. Lo que sí ha
explicado la teoría feminista es que todos los hombres, todos y cada uno de nosotros, formamos
parte de un orden social, el patriarcado, y de una cultura, el machismo, que nos socializa para el
cumplimiento de determinadas expectativas de género, que nos ofrece referentes de lo que
significa ser “un hombre de verdad” desde que somos niños y que nos va indicando por tanto qué
acciones, actitudes o comportamientos nos corresponden y, en paralelo, cuáles negamos por ser
femeninos. Es decir, desde que apenas somos niños, incorporamos a nuestro ser una serie de
prácticas que podemos identificar como machistas y que la sociedad patriarcal ha estimado como
“normales”. Hay machismo en nuestra manera de entendernos a nosotros mismos, de
relacionarnos con nuestros iguales, de desenvolvernos en nuestros entornos laborales y familiares,
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y por supuesto en cómo percibimos a las mujeres y en cómo nos relacionamos con ellas. Todo esto
lo tenemos tan interiorizado, heredado de generación en generación, y apuntalado por la mayoría
de los imaginarios colectivos que desde afuera nos marcan pautas y nos ofrecen ejemplos, que con
frecuencia ni siquiera lo percibimos, no somos conscientes de cómo cualquiera de nosotros
reproduce machismo cada día. Solo cuando empezamos a tener conciencia de género, cuando nos
ponemos, usando la expresión popularizada por el feminismo las “gafas violetas”, empezamos a
detectar a ese machista que tenemos dentro, que todos tenemos dentro, incluso quienes ya hace
un tiempo iniciamos un proceso de “deconstrucción”. Por eso el primer paso que debe dar
cualquier hombre que pretenda convertirse en profeminista es ponerse delante del espejo y
realizar ese proceso de autocrítica, un proceso que me temo puede durar toda la vida y será
complejo porque se trata de: a) desaprender lo que hemos aprendido desde pequeños como lo
normal y deseable; b) situarnos en una posición incómoda frente a un entorno, personal y social,
que todavía en su mayoría sigue reproduciendo roles y estereotipos de género (Salazar, 2018).
Lo anterior no impide constatar que, partiendo de esa cultura que nos define como grupo, existen
diferencias entre hombres que viene marcadas por las diferencias de estatus socioeconómico, de
cultura, de formación intelectual, de pertenencia a una determinada minoría discriminada o
simplemente por las condiciones singulares que pueden darse en un determinado lugar y en un
determinado momento histórico. Es decir, el concepto que hemos definido como masculinidad
patriarcal nos da la clave de un “todo”, dentro del cual, a su vez, es posible distinguir “diversas
masculinidades” e incluso distintas jerarquías. Por ejemplo, durante mucho tiempo, y todavía hoy
en muchos países y en determinados contextos, un hombre homosexual no ha tenido el mismo
reconocimiento que un heterosexual, como tampoco tiene las mismas oportunidades un hombre
migrante que uno nacional, o el perteneciente a una etnia o cultura minoritaria que el que forma
parte de la mayoría dominante. Ahora bien, en todos estos supuestos, es decir, todos estos
hombres, comparten, con distintos matices y singularidades, el formar parte un orden patriarcal.
De la misma manera que el único elemento en común de todos los que ejercen violencia sobre las
mujeres es el hecho de ser hombres.
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Por lo tanto, cuando desde el feminismo se plantean determinadas luchas, como por ejemplo las
dirigidas a acabar con las violencias que sufren las mujeres de todo el planeta simplemente por el
hecho de serlo, el objetivo no es erradicar a los hombres, ni culpabilizar a todos y cada uno de
manera individual, ni mucho menos volver a un superado Derecho penal de autor, según el cual
determinados delitos serían perseguidos no tanto por la acción en sí sino por las características
singulares de sus autores. Lo que dejan claro instrumentos normativos, tanto nacionales – como
la Ley Orgánica 1/2004 contra la violencia de género – como internacionales – como el Convenio
de Estambul de 2011 - , es que el origen de la violencia sufrida por las mujeres está en la lógica del
dominio masculino que sigue estando muy presente en nuestras sociedades, que la clave de
determinados comportamientos violentos de los varones está en el machismo en el que seguimos
siendo socializados y que, por tanto, hay que combatir un modelo de masculinidad que tiene
asumida como “normal” una relación de poder sobre las mujeres. Por supuesto que desde el punto
de vista estrictamente jurídico, el hombre que es directa y personalmente responsable de
cualquiera de los delitos que el ordenamiento tipifica como violencia de género deberá ser juzgado
y tendrá la correspondiente sanción. Pero el problema de las violencias machistas va mucho más
allá, y por supuesto no se resolverá solo y exclusivamente respondiendo penalmente frente a los
hombres responsables, como tampoco es una solución definitiva desarrollar los instrumentos más
eficaces de protección de las mujeres en cuanto posibles víctimas. Todo ello habrá que hacerlo,
lógicamente, pero sin perder de vista que el objetivo principal debería ser acabar con un modelo
de masculinidad que normaliza y legitima la violencia, y no solo hacia las mujeres, sino en general
como forma de expresión e incluso de confirmación de la identidad. Porque desde esta
perspectiva todos y cada uno de nosotros, aunque nunca le hayamos puesto la mano encima a una
mujer, aunque siempre hayamos tenido relaciones sexuales consentidas, aunque ni siquiera nos
hayamos ido de putas, perpetuamos el machismo, con frecuencia con gestos tan pequeños – los
llamados micromachismos (Bonino, 2004)- que ni los percibimos. En otras ocasiones, no es tanto
una cuestión vinculada con la dimensión o consecuencias de lo que hacemos, sino a cómo
contribuye a mantener nuestra posición dominante, y la paralela subordinada de nuestras
compañeras, o como se generan espacios en los que no es posible una comunicación entre iguales,
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o simplemente como negamos el reconocimiento y la autoridad de quienes deberían ser
ciudadanas con las mismas oportunidades, el mismo poder y la misma autonomía que nosotros.
En este sentido, pues, hay violencia en determinadas palabras que usamos cuando nos
relacionamos con las mujeres o cuando nos referimos a ellas, porque suponen restarles valor o
cosificarlas, como también la hay en gestos que hacemos invasivos de su intimidad o de sus
cuerpos, o en dinámicas que con frecuencia repetimos tanto en lo más personal – en cómo por
ejemplo tenemos sexo con ellas – o en lo más público – en cómo por ejemplo las tratamos cuando
son compañeras de trabajo. Desde el momento en que reproducimos roles y estereotipos estamos
actuando de manera machista y generando una cultura violenta si por tal entendemos la que niega
la igual humanidad de quienes tienen un sexo distinto al nuestro.
Este obvio punto de partida nos lleva a su vez a la necesidad de romper con una actitud muy
habitual entre los hombres cuando se plantean reflexiones en torno al machismo y sobre todo en
torno a la violencia de género. Nos referimos a entender que el machismo y por supuesto las
violencias que provoca son algo externo a nosotros, algo que pasa fuera, que les ocurre a otros y
que por tanto no nos incumbe. Ello tiene como fatal consecuencia la elusión de la responsabilidad
individual, al tiempo que se trasmite la idea de que estamos ante una cuestión vinculada con la
acción de hombres concretos y no con toda una cultura que todos respiramos y que todos
contribuimos a mantener.
Por lo tanto, es evidente que todos los hombres no somos iguales, pero también lo es que todos
hemos sido forjados de un modelo de masculinidad marcado por la normalización del eje
dominio/violencia (Segato, 2016) tanto en la dimensión privada como en la pública de nuestras
vidas. Hay una estructura de poder, muy evidente, que se proyecta en lo público y que en muchos
casos genera violencia institucional. Pero también hay relaciones de poder en espacios más
cercanos e íntimos. En este sentido, problematizar la masculinidad, es decir, analizar críticamente
el modelo de referencia y enfrentarnos a todo aquello de lo que deberíamos despojarnos, pasa
también por revisar cómo nos relacionamos, en lo afectivo y en lo sexual, con las mujeres. Y es
necesario reflexionar sobre el amor y el sexo porque son dos de las dimensiones en que es más
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habitual que se establezcan relaciones asimétricas y que están en el origen de violencias – no solo
físicas, también psicológicas y emocionales – sufridas por las mujeres.
Lo que las expertas han identificado como “mitos del amor romántico” (Herrera, 2017), y que hoy
perviven incluso amplificados a través de las nuevas tecnologías, suponen un marco relacional
donde lo habitual es el control y el dominio masculino, y en paralelo, la dependencia y la sumisión
femenina. Las consecuencias tóxicas de estas asimetrías son evidentes, como también lo es la
progresiva escalada de violencia que se genera en relaciones donde se niega la autonomía, se
alimenta la dependencia y, además, se abren escasas vías para los diálogos empáticos. De ahí al
“la maté porque era mía” o “mi marido me pega lo normal” (Lorente, 2003) la distancia es escasa.
De manera similar, la vivencia del sexo por parte de los hombres está estrechamente vinculada
con la experiencia del dominio y el control sobre el cuerpo de las mujeres. Ellas son apenas objetos
siempre disponibles para satisfacernos e incluso nos erotiza dominarlas, someterlas a tratos
degradantes, no tener en cuenta sus deseos o preferencias. Esta experiencia de la sexualidad se
convierte además en una seña de la identidad masculina, que compartimos con nuestros iguales
para dejar claro que somos hombres de verdad y que incluso incorporamos como ritual de paso
cuando por ejemplo acudimos con tantísima frecuencia al sexo de pago con mujeres prostituidas.
En este sentido, la prostitución alcanza el estatus de institución patriarcal en la que se confirma,
como en ninguna otra, el poder masculino y el sometimiento de las mujeres a nuestros deseos. Y
obviamente, aunque no todos los hombres vayamos de putas, sino que una mayoría mantenemos
un silencio cómplice y no cuestionamos una práctica que supone explotación. Es con una mujer
prostituida con quien un hombre puede realizar todas sus fantasías, incluidas las violentas, que
previamente ha visto en el porno o que ha recibido a través de otras muchas referencias, como
por ejemplo la publicidad, en la que las mujeres aparecen permanentemente cosificadas y
sexualizadas (Cobo, 2020). Como objetos dispuestos a ser consumidos por los hombres. En todos
estos escenarios, en los cuales se construye como un ritual la masculinidad, se generan múltiples
violencias, desde la física a la emocional que sufren en su propio ser las mujeres, hasta la que de
tipo simbólico contribuye a crear una cultura “pornificada” (Núñez, 2016).
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En los últimos años han ocupado buena parte del debate público, y por supuesto de la acción
crítico-vindicativa del feminismo, las agresiones sexuales cometidas en grupo. El caso de La
Manada en nuestro país es sin duda la referencia más evidente de cómo no solo desde el punto
de vista jurídico, sino también social, político y hasta cultural hemos empezado a cuestionar eso
que el feminismo ha definido como “cultura de la violación”, y que no es sino la normalización del
trato violento de los hombres hacia las mujeres en materia de sexualidad (Valdés, 2018). Un trato
en el que hemos sido educados generaciones y generaciones de hombres, y que hoy día los jóvenes
ven reproducido no solo en el porno que consumen sin control sino también en imaginarios, como
los de determinados estilos musicales, que siguen amparando esa referencia del machito
dominante y abusador. El que además luego, ante sus iguales, se jacta de haber actuado como un
hombre de verdad. En los últimos años no han hecho sino aumentar los casos de violaciones en
grupo, en muchos casos protagonizados por menores, lo cual no plantea la urgencia de revisar un
entendimiento masculino de la sexualidad que niega la humanidad de las mujeres. En este tipo de
prácticas, se detecta un doble eje que explica muy bien Rita Segato (2016) cuando analiza la
violencia machista. De una parte, el eje vertical, que es el que ubicamos en la relación entre
quienes están en una posición de dominio y las subordinadas; de otro, el horizontal, que es el que
remite a la relación entre iguales, entre los propios hombres, en cuanto que el ejercicio de
violencia sobre las mujeres, por ejemplo, sexual, es una manera de confirmar entre ellos lo
hombres que son.
La perspectiva de ese eje horizontal de las violencias machistas nos pone sobre la pista de otro
aspecto que es la relevancia que esa para la masculinidad patriarcal tiene el grupo de pares, la
llamada fratría, ante la cual confirmamos que respondemos a lo que se espera de nosotros, con la
que compartimos actividades de riesgo, a veces violentas y que nos permite reafirmarnos como
machotes. En muchos casos, por tanto, actuamos siguiendo determinados patrones para que se
nos reconozca como hombres, como fieles cumplidores de las expectativas de género, como los
machitos que son aplaudidos y jaleados por los colegas. La fratría es pues el ámbito perfecto para
desarrollar la masculinidad como una especie de performance, de puesta en escena, en la que no
nos importa tanto nuestra individualidad como lo que perciben los espectadores (Azpiazu, 2017).
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De esta manera, generamos un bucle peligrosísimo de reafirmación de todo aquello que
deberíamos erradicar.
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BIBLIOGRAFÍA
• Herrera Gómez, Coral (2017), La construcción sociocultural del amor romántico, Madrid,
Fundamentos.
• Lorente Acosta, Miguel (2003), Mi marido me pega lo normal, Barcelona, Crítica; (2009), Los
nuevos hombres nuevos, Barcelona, Destino.
• Núñez, Gabriel (2016), “El porno feroz. La misoginia como espectáculo”, El Estado mental,
https://elestadomental.com/diario/el-porno-feroz.
• Salazar Benítez, Octavio (2018), El hombre que no deberíamos ser, Madrid, Planeta; (2019),
#Wetoo. Brújula para jóvenes feministas, Madrid, Planeta.
• Segato, Rita (2016), La guerra contra las mujeres, Madrid, Traficantes de Sueños.
• Valdés, Isabel (2018), Violadas o muertas. Un alegato contra todas las “manadas” (y sus
cómplices), Barcelona, Península.
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