Mas Vale Maña Que Fuerza
Mas Vale Maña Que Fuerza
Mas Vale Maña Que Fuerza
#Escena primera#
ELISA está sentada cerca del velador, con un pañuelo blanco en la mano.
Las nueve y media. (Mirando el reloj.) Las nueve y media, y no vuelve aún. Todo el día
ha estado inquieto, receloso; no bien acabamos de comer se fué a la calle, diciéndome
tan sólo un adiós tan frío como la nieve…. ¡Si hubiese empezado ya a perderme el
cariño!… ¡Tan pronto! ¡Qué infundado recelo! Sin embargo, Miguel y Juana se casaron
al mismo tiempo que nosotros, y a estas fechas no se mueren ciertamente de amor. Sí;
pero Juana tiene un carácter insufrible, quiere esclavizar a Miguel, y yo, por el
contrario, nunca he reñido con mi Antonio, jamás le he dado el menor disgusto.
Desdicha es que vivan en esta misma calle; así rara vez transcurren veinticuatro horas
seguidas sin que alguno de ellos venga a referirnos sus desventuras, y Antonio pudiera
al fin contaminarse con el ejemplo de un matrimonio tan mal avenido. Soy injusta con
él. Siempre me querrá…. ¿Siempre? No haberse acordado de que hoy es el segundo
aniversario de nuestro enlace…. ¡Bah! ¡Los hombres tienen tantas cosas en que pensar!
Bien podía yo haberle dicho: «Eh, amiguito, que hoy hace años que nos casamos.» Pero
¡ca! Más de cien veces habré intentado decírselo, y nunca me lo consintieron la lengua
ni los ojos: muda la una, demasiado habladores los otros con lágrimas intempestivas. Le
hallaba serio, meditabundo; me trataba con tibieza y despego por la primera vez de su
vida…. Y es lo cierto que ha llegado la noche, y aún tengo aquí este pañuelo que había
bordado para dárselo hoy. ¡Válgame Dios! ¡Un día que yo esperaba que fuese tan
alegre!… No hay que apurarse: todo se arreglará. Sí; durante la cena que le tengo
preparada…. Llaman. Él será. ¡Qué tontería! Al sentirle volver a casa, me late siempre
el corazón. Que halle bien encendida la chimenea. (Echa leña en la chimenea y sopla
con un fuelle.) (Óyense voces confusas.) Traerá frío. No, pues no es
#Escena 2#
ELISA y JUANA
JUANA (entrando por la puerta del foro muy sofocada). ¡Ay, hija, qué criado el tuyo
tan mal criado! Milagro ha sido que no le dé un empellón.
JUANA. Bueno y santo que no hubiera dejado entrar a un hombre; pero a una mujer, a
una amiga…. Es muy bruto, hija, ¡muy bruto! ¿Sabes a lo que vengo?
JUANA. Difícil es que te imagines…. Pero a ver, criatura, dame una silla, que no puedo
tenerme en pie. (Con brusca energía.) ¡Ay! (Suspirando con languidez y dejándose caer
en una silla que Elisa le acerca.)
JUANA. ¡Jesús, muy mala! (Con afectado abatimiento.) Ni sé yo cómo hay una sola
mujer con vida. (Con repentina cólera.) ¡Qué hombres! ¡Qué hombres tan malditos!
(Haciéndose aire con un abanico de chimenea, que toma de encima del velador.)
JUANA. Nada…. Friolera…. ¡Uf! ¡Qué calor hace esta noche! (Se levanta
abanicándose muy de prisa, y anda aceleradamente por la escena.)
JUANA. El que tiene ira está siempre en agosto.—Oye. (Parándose de pronto.) Desde
la infancia nos conocemos; a un tiempo fuimos novias de hombres a quienes por su
íntimo trato llamaban los inseparables; nos casamos con ellos el mismo día, y estas
circunstancias, en mi opinión, deben inducirnos a proceder de acuerdo en nuestra
conducta de mujeres casadas y a prestarnos mutuamente ayuda contra los enemigos.
JUANA. ¡Oh! (Remedándola.) Pues has de saber por la mayor ventura del mundo que
Miguel es un grandísimo bribón….
JUANA. Sí, que yo soy chancera. Porque siempre está haciéndote mimos y carantoñas,
te parece un bendito. Del agua mansa nos libre Dios, dice el refrán. Esos hipócritas y
cazurros tienen el demonio en el cuerpo.
ELISA. (¿Hasta cuándo pensará estarse aquí?) Con tanto hablar, aún no me has dicho la
causa de tu venida.
JUANA. A eso voy; pero dame antes una silla si no quieres que me caiga redonda.
(Elisa acerca una silla a Juana, que ahora estará en un lugar diferente del que ocupaba
al principio de la escena.) Gracias. (Sentándose.) ¿Entiendes de pulso?
JUANA. Debo tener un poco de destemplanza. Como soy tan nerviosa, cualquier
disgusto me pone fuera de mí.
JUANA. Verás. Ya con el sombrero en la mano para irse a la calle, hará poco más de
una hora, me dijo Miguel que el Ministro de la Gobernación le tenía citado para esta
noche a las doce, y que a las diez y media volvería a casa a vestirse, advirtiéndome que
los ministros suelen citar a las doce y recibir a las tres o las cuatro de la madrugada.
Mira qué gracia de ministros. Se le ha puesto ahora entre ceja y ceja ser diputado. ¡Para
qué quería yo más día de fiesta! (Levantándose.) Bastantes discusiones tenemos en casa.
Lo de la cita del ministro no me dió, sin embargo, buena espina. Sigo la máxima de que
las mujeres no deben creer nada de cuanto les digan sus maridos. Pues no bien se
marchó, entré en su cuarto, abrí el cajón de su mesa…. El muy tonto los deja siempre
cerrados; pero como contra siete vicios hay siete virtudes, yo, contra siete llaves que
cierran tengo siete que abren.
JUANA. Porque no hay marido en el mundo que no tenga algo que ocultar a su mujer.
¡Cosa más sabida!… ¡Qué gusto el mío si le pillara una cartita de amor!
ELISA. Sin duda que pasarías un rato muy divertido! (Con ironía.)
JUANA. Dársele.
ELISA. Considera que la prudencia es virtud que una buena esposa debe ejercer a toda
hora con afán incansable; considera que el vínculo del matrimonio liga
indisolublemente al marido y la mujer como si los convirtiese en una sola persona.
JUANA. ¡Ay, hija! Si algunas veces nos oyeras reñir, creerías que mi marido y yo
somos un batallón. Pero, como iba diciendo, abrí un cajón de su mesa y encontré esta
cartita. (Enseñándole una carta.) ¿Conoces la letra?
ELISA. De Antonio.
JUANA. ¡Cuánto repulgo de empanada! (Leyendo.) «Querido Miguel: Anoche con tus
bromas me hiciste pasar en el café un mal rato. Si me negué a ir hoy al baile de
máscaras del teatro Real, no fué por temor de enojar a Elisa, sino porque a mí esas
diversiones me gustan muy poco. Después, sin embargo, he cambiado de idea: pásate
por aquí a las once, y juntos iremos en busca de Mendoza y Valdés. Tuyo, Antonio.»
¿Eh, qué te parece?
JUANA. Sea todo por Dios. Lo siento. (Remedándola.) Tu flema es singular. Truena
como yo, y hagamos siquiera uso del derecho de pataleo.
ELISA. ¿Y por qué he de enojarme? Lo siento, porque preferiría que se estuviese aquí
conmigo, y porque esta noche precisamente se me había ocurrido prepararle una cena,
sin que él lo supiese; pero si quiere irse a las máscaras, váyase en hora buena y cumpla
su gusto, que en eso cifro yo mi ventura.
JUANA. ¿Yo amar a mi marido? ¡Qué gracia! (Con viva indignación.) ¡Pues no estaría
malo! Estas palomitas sin hiel son las que echan a perder a los hombres. Si todas
tuviesen mi fibra y mi modo de pensar, ¡pobres de ellos! Nos temerían como a una
espada desnuda.
JUANA. Por eso hay que tirarle más de la cuerda. Si Miguel no tuviese tanto miedo,
¿quién le sujetaba a mi lado?
ELISA. Antonio se complace en estar conmigo, y los medios de que para conseguirlo
me valgo son muy diferentes.
ELISA. Disponer las cosas de manera que en ninguna parte se halle tan a gusto como en
su casa, quererle más cada día y respetar en todo su voluntad.
JUANA. Mira que si a un marido se le deja pasar la primera, luego no hay forma de
atarle corto.
JUANA. Forzosamente han de hacerle hasta que se mueran. ¡Si el hombre no es más
que un oso disfrazado!
ELISA. ¿A todos los tienes por iguales?
ELISA. Mírame.
JUANA. Ya te miro.
JUANA. Pasaderilla.
ELISA. Sería hacerme poco favor suponer que Antonio puede enamorarse de otra tan
fácilmente.
JUANA. Es que para un marido toda mujer lleva a la suya una gran ventaja.
ELISA. ¿Cuál?
JUANA. Pues no hay más que hablar: es cosa averiguada que los santos van a los bailes
de máscaras, y que van con el solo fin de darse golpes de pecho. Elisa, piénsalo bien
antes de responderme. ¿Quieres o no quieres formar conmigo alianza defensiva y
ofensiva?
JUANA. ¿Quieres o no quieres impedir que Antonio se vaya esta noche de picos
pardos?
ELISA. A no dudar.
ELISA. (¡Verle ahora con esta mujer delante, que lo echará todo a perder!…)[Pues ahí
te quedas. Voy a dar una vuelta por la cocina no sea que haga la Petra con mis guisos
algún desaguisado.
JUANA. Esta mujer tiene en las venas horchata de chufas. ¡Qué bien empleado le
estaría que su señor marido la diese un buen chasco! Y se lo dará; por fuerza se lo
dará[5]. ¡Y cuánto me alegraré de que lleve su merecido!
ANTONIO. ¿Yo?
ANTONIO. (Tiene esta buena señora una habilidad para sacarme de mis casillas.)
JUANA. Mudo no, pero lo que es tartamudo…. Esa gracia nada más le faltaba a usted.
JUANA. Usted le tiene. (Pausa.) ¿Cree usted que le está bien a un hombre casado, que
ya no es un niño?… (Acercándose a él otra vez como antes.) ¡Qué niño! ¿Cuántos años
tiene usted?
JUANA. Claro; son ya tantos que se pierde la cuenta. Usted es una de esas personas que
no cambian nunca de fisonomía. Desde que yo era una muñeca le conozco a usted con
la misma cara.
JUANA. Y aunque no sean más que cuarenta o cuarenta y dos, ¿cree usted que le está
bien a un hombre casado que casi casi peina canas?…
JUANA. La verdad es que usted haría muy mal en asistir a un baile de máscaras,
diversión propia únicamente de muchachos insustanciales y de gentecilla de poco más o
menos.[4]
ANTONIO. El otro zángano hará lo que estime más oportuno; este zángano ya sabe lo
que ha de hacer.
JUANA. Lo que es hoy, se quedará usted con las ganas de satisfacer el antojo.
ANTONIO. ¡Furiosa!
ANTONIO. ¡Furiosa! Una mujer que parecía incapaz de enfadarse. ¡Ya se ve! como
ésta es la primera vez que trato de hacer una cosa contra su gusto.
JUANA. ¡Y lo que ella ha echado por la boca! Hombre sin seso, mal marido,
monstruo….
JUANA. Sí, señor. Con que haga usted bien a bien lo que al fin y al cabo ha de hacer
por fuerza.
ANTONIO (paseándose por la escena muy agitado). Por fuerza, sí, señora.
JUANA (siguiéndole). Y no será malo que escriba usted a Miguel dos renglones, que yo
me encargaré de darle, exhortándole a seguir el ejemplo.
ANTONIO. ¡Turbio!
ANTONIO (en el mismo tono que Juana). Pero como yo me mantendré en mis
catorce….
JUANA. Oiga el mosquita muerta, y cómo saca los pies del plato.
ANTONIO. Mosca, una que yo me sé. Pero ¡qué mosca tan pesada!
JUANA. Bien convencida estaba yo de que tiene usted metida en un puño a la pobre
Elisa.
ANTONIO. ¡Juanita!
ANTONIO. ¡Señora!
ANTONIO. Gracias.
ANTONIO. ¡Dale!
JUANA. Y todo ¿por qué? Por satisfacer un capricho ridículo y necio: por ir a un baile
de máscaras. Y ¿a qué van los condenados a un baile de máscaras, sepamos, a qué van?
JUANA. ¡A emborracharse!
ANTONIO. Yo….
ANTONIO. Usted….
ANTONIO. ¡Jesús!
JUANA. ¡Una villanía que no se debe tolerar, que clama al cielo, que pide venganza!…
(Aquí Antonio, fuera de sí, empezará a decir lo que sigue a esta relación de Juana, de
suerte que los dos hablarán al mismo tiempo; y ambos irán progresivamente esforzando
más la voz y expresándose con mayor rapidez y vehemencia, como si cada uno de ellos
quisiera a todo trance ser oído del otro.) Pero ¿qué importa? En cumpliendo ustedes su
gusto, arda Troya, y salga el sol por Antequera. Y luego, si una se deja llevar del
despecho y da algún tropezón, será cosa de alquilar ventanas para oírlos a ustedes. Pues
no señor: llegó la hora en que se acaban los privilegios; hay que abolir la ley del
embudo; donde las dan las toman: y si ustedes se empeñan en hacer de las suyas, justo
es que nosotras también hagamos de las nuestras, y ya se verá quién las hace peores.
ANTONIO. Señora, que esto pasa ya de castaño obscuro. Calle usted por las once mil
vírgenes, y no se meta en camisa de once varas, y lo que no ha de comer déjelo cocer. A
usted no le han dado vela para este entierro, y es temeridad provocar a un hombre con
obstinación tan maldita, sin considerar que ya no hay santos en el mundo, y que la
paciencia se acaba, y que yo puedo cansarme al fin, y perder el juicio, y echarlo todo a
rodar.
JUANA. Será preciso decirle a usted las cuatro verdades del barquero.
ANTONIO. Mire usted, Juanita: el barquero no dijo cuatro verdades, sino cinco; y si
usted me dice las cuatro, yo tendré que decirle a usted la última, que es la mejor.
ANTONIO. Vaya usted … con dos mil de a caballo. (Cuando Juana ha desaparecido.)
¿Quién resiste a una mujer así? (Andando por la escena como procurando
tranquilizarse.) Por más cachaza que uno tenga…. (Juana sale por la puerta del foro
con paso acelerado, coge una silla y la deja caer de golpe cerca de Antonio.)
JUANA. ¿No espera usted a Miguelito? Pues espérelo usted sentado. (Vase por el foro.)
ANTONIO. Dios me valga. Hay que tomar una resolución. ¡Cuando ella vuelva a
echarme la vista encima!…
JUANA (presentándose otra vez en la puerta del foro). ¿Sabe usted lo que le digo?
JUANA (avanzando un poco y alzando mucho la voz). ¿Sabe usted lo que le digo?
ANTONIO y ELISA
ELISA. Hola, caballerito. Bien ha tardado usted esta noche. (Con cariñosa jovialidad.)
ANTONIO. (Ya empieza.) No…. Sí…, algo…. El café…. (Sin cambiar de postura ni
volver la cabeza hacia donde está Elisa.) Hay crisis: el Ministerio ha presentado la
dimisión.
[Footnote 1: #viene usted tarde y con daño:# you come late and in bad shape; a
stereotyped sentence, used in semi-jocular greeting to any late comer. Elisa means
nothing special by con daño, but Antonio, thinking of his recent encounter with Juana,
picks up the phrase, in his aside, Muy bien que se explica; that is, there is a very good
reason for his being in bad shape.]
ELISA. Y sepamos, ¿por qué me lo has tenido oculto? Es usted un grandísimo pícaro.
(Acercándose a su marido y poniéndole afectuosamente las manos sobre los hombros.)
ANTONIO. (No hay más; va a tirarme un pellizco. Miguel dice que su mujer se los tira
muy buenos.)
ELISA. ¿No me respondes? ¿Estás enfadado conmigo? A ver: vuelve esa cara.
(Asiéndole la cabeza, y haciéndole que vuelva el rostro hacia ella.)
ANTONIO. ¡Eh! (Sobresaltado, como temiendo que su mujer le vaya a hacer algún
daño. Ambos se quedan mirándose el uno al otro.)
ELISA. ¡Ja, ja, ja! (Riendo y separándose un poco de Antonio, que permanece en la
misma postura.) ¡Qué cara de simple tienes esta noche!
ANTONIO. (Está visto: su plan es burlarse de mí. Empezaré yo el ataque. No hay otro
remedio.) (Con tono muy grave.) ¡Señora!
ANTONIO. Pues no siéndolo, no veo motivo para que usted se ponga furiosa.
ELISA. O como a un tonto; lo que quieras. Ella es la que está furiosa, y quería que yo lo
estuviese también; pero ¿por qué he de llevar a mal que satisfagas un capricho tan
inocente? Sentí al principio que me lo hubieses ocultado, pero luego comprendí que tu
silencio no tenía más causa que el temor de darme una pesadumbre y bien sabe Dios que
este nuevo indicio de la bondad de tu carácter me ha conmovido profundamente. ¿Yo
enojarme contigo? ¡Ca, no lo creas! Estoy muy convencida de que mi Antonio es
incapaz de hacer nada malo. Tengo más confianza en este corazoncito que en el mío
propio. (Tocando a Antonio en el pecho con la mano.)
ANTONIO. Eso es hablar en razón. Sin embargo, cada cual tiene su genio, y … la
verdad…, aunque ahora te enfadases un poco….
ANTONIO. ¿Que te alegras? (Con enojo.) Y ¿por qué te alegras, vamos a ver?
ANTONIO. ¡Ya!
ELISA. ¡Pues!
ANTONIO. (¡Mire usted por donde me sale ahora! ¡Yo que esperaba que pusiese el
grito en el cielo!)
ELISA. ¡Te conozco yo a ti muy bien! Eres un perezoso, y por no vestirte ahora de pies
a cabeza….
(Canturreando el tango que lleva esta letra, y dirigiéndose muy despacio hacia la
puerta de la derecha del primer término.)
ELISA (con tono muy enérgico y amenazador). ¡Y mira que si te volvieses atrás!…
ANTONIO. ¡Oiga! (Tendré que no ir para dar prueba de carácter.) (Con aparente cólera
y dando a entender, a pesar suyo, que se alegraría de verse precisado a tomar esta
resolución.)
ELISA. ¡Se me va! ¡Murió mi esperanza! ¡Y qué buen día elige para darme esta
pesadumbre! ¡Válgame Dios! (Se sienta.)
ELISA. Así parece. Traerá el pavo trufado…, el Burdeos…. ¡Qué lástima de cena!
(Pausa.) Antonio….
ANTONIO. ¿Qué?
ELISA. Pues mira, lo que es por mí…. (Levantándose y dirigiéndose muy de prisa
hacia la puerta del cuarto en que está su marido.)
ANTONIO. Y que luego salen con que no hago más que lo que tú quieres.
ELISA. ¡Qué han de hacer los bribones sino reírse de los hombres de bien!
¿Se conoce aquí más ley que tu voluntad?
ANTONIO. Cierto que no. El hombre es quien debe mandar en su casa. ¡Huy!…
¡Huy!… ¡Huy!… (Como tiritando.)
ANTONIO. ¿Sabes, hija, que te vas haciendo muy graciosa? ¡Ay!… ¡Ay!…
(Quejándose.)
ANTONIO. Maldito este pícaro cuello que me está dando un rato…. Vamos…, ¡me
ahorcaría! Ayúdame un poco, mujer, porque si no…. (Saliendo precipitadamente en
mangas de camisa con un cuello postizo sin abrochar por un lado.)
ANTONIO. ¡Oh!
ELISA. ¿Qué?
ELISA. Ya está.
ELISA. ¡Debe hacer una noche malísima! A ver. (Abre el balcón.) ¡Jesús, qué aire!
ELISA. ¡Un aire glacial! (Sacando una mano fuera del balcón.) ¡Y cae una lluvia tan
menudita, tan menudita!
ELISA. Lo malo es que suelen darse unas caídas…. Pepito González se rompió una
pierna el año pasado. Mira tú cómo te vuelves a casa mañana.
ANTONIO. ¡Qué frac ni qué niño muerto! Un chaquet, el que más abrigue. (Elisa
vuelve a entrar por la derecha y saca un chaquet, que Antonio se pone, ayudándole
ella.) Me daría de testarazos contra la pared de mejor gana que lo digo.
ANTONIO. Mira, creo que ya…. Con el rato que me ha hecho pasar la
Juanita….
ELISA. Lo que más siento es que te acompañe Miguel. Es tan provocativo, tan
camorrista….
ELISA. Sin duda que pasarás una mala noche…, una noche infernal…. Pero ¿qué
remedio? La sociedad…, los amigos.
ELISA. ¡Ea, Antoñito, un poco de paciencia! ¿Irás, verdad, irás? (Con zalamería,
acariciándole.)
ANTONIO. ¡Iré, sí, señora, iré! ¡Y basta de sobo! (Rechazándola con enfado.)
ELISA. ¡Eh, no hay que amontonarse! ¡Qué bien te has vestido! Ven aquí, te arreglaré
un poco para que luego Miguel no te tenga que esperar.
ELISA. Va a ser necesario darte en la lengua con guindilla. Te has abrochado mal el
chaleco.
ANTONIO. Déjalo.
ELISA. Como el otro día te oí quejarte de que se hubiese perdido la costumbre de cenar,
y hoy no has comido nada, se me ocurrió prepararte una cena para esta noche. ¡Mira qué
tino el mío!
ANTONIO. ¡Oiga!
ELISA. Un chantilly.
ANTONIO. ¿Château-Lafitte?
ELISA. Quien te viera así, diría: ¿qué mujer tiene ese hombre? (Le hace el lazo de la
corbata.) No, no cenarás por ahí como hubieras cenado conmigo.
ANTONIO. ¡Qué diferencia! Te aseguro que no hay hombre más desdichado que yo.
ELISA. ¡Qué poca maña se da Pedro para limpiar la ropa! (Toma un cepillo del velador
y cepilla la ropa de Antonio.) ¡Ay, hijo! ¡Parece que tienes azogue!
ELISA. Quiero yo que te vean curiosito las ninfas del baile. En vez de estar mortificado
toda la noche con las botas, te hubieras puesto las pantuflas.
ELISA. La bata.
ELISA. Aquí mismo, en este velador, al lado de la chimenea, hubiéramos cenado los
dos solitos en paz y en gracia de Dios.
ELISA. Pero ¿qué se ha de hacer? ¡Anda bendito de Dios! Los guantes. (Tomándolos de
encima del velador y dándoselos a su marido.)
ANTONIO. ¡El Miguelito y su alma! (Guardándose los guantes con brusco ademán en
un bolsillo del chaquet.) Pero, señor, ¡si a mí esos jaleos me revientan!
ELISA. ¡Vete, hijo, vete y que buen provecho te haga! El pañuelo. (Dándoselo.)
ANTONIO. ¡Que no se hundiera ahora mismo el teatro Real![1] (Tomando con ira el
pañuelo y estrujándolo entre las manos.)
ELISA. Sí.
ANTONIO. ¿Qué?
ANTONIO. ¡Qué!… ¡Calla!… Esa cena … esa pulsera…, este pañuelo…. ¿A cuántos
estamos? Sí, a doce de febrero. ¿Conque hoy?… ¡Válgame Dios! Hoy es el segundo
aniversario de nuestro enlace…. Y yo lo había olvidado…. ¡Y nada te doy, ni tan sólo
un ramo de flores!… ¡Y quería irme!… ¡Y tú nada me decías! Pégame, Elisa, pégame;
lo merezco; soy un ingrato, un animal. Pero ¡qué animal! El hombre que se avergüenza
de amar a su esposa y de ser feliz, debía andar en cuatro pies. Dicen que me dominas.
Pues, muy bien que dicen. Me dominas con las armas invencibles de la ternura y del
amor. Dicen que soy tu esclavo. ¡Mucho que sí! Esclavo aprisionado con cadenas de
flores. ¡Dichosa esclavitud!
ELISA. Antonio, Antonio mío, no me hables de ese modo si no quieres hacerme llorar.
ANTONIO. Llora. ¿Por qué no? ¡Están las mujeres tan bonitas llorando! Pues a mí
mismo me falta poco…. (Haciendo esfuerzos para contener las lágrimas.) Y eso que
los hombres, según dicen en el café…. ¡Qué diablos! ¿Por qué no han de llorar también
los hombres cuando les dé la gana?. (Dejándose llevar de su emoción y llorando.)
Espera. (Vase precipitadamente por la puerta de la derecha.)
ANTONIO. ¡Pues no que no! (Saliendo muy de prisa. Trae un pie calzado con bota y
otro con chinela.) Lo sabrá todo el mundo: se lo diré a cuantos me quieran oír. Para mí
no hay más diversión que estar al lado de mi mujer. (Vuelve a irse apresuradamente por
el mismo sitio quitándose el chaquet.)
ELISA. Pero ven acá: no te agites de ese modo. Yo te daré lo que quieras.
ELISA. ¡Cómo podré pagarte nunca tanta bondad!… Sin embargo, si tienes el menor
empeño en ir a ese baile….
ANTONIO. ¡Ca! No lo creas. (Saliendo otra vez en mangas de camisa. Trae los pies
calzados con chinelas y deshecho el lazo de la corbata. Mientras habla se desabrocha
el cuello postizo.) Yo sólo tengo empeño en no separarme de ti. (Quítase con alegría el
cuello postizo.) ¡Gracias a Dios! (Moviendo la cabeza en una y otra dirección.) Y si por
amar a su esposa está un hombre en ridículo, bueno: yo quiero ser el hombre más
ridículo de la tierra. (Éntrase de nuevo corriendo por la derecha.)
ELISA. ¡Virgen Santísima, Virgen de mi corazón, qué dicha tan grande! ¿Cómo la
merecí? ¡Pero por qué no he de ayudarte! Allá voy. (Dirigiéndose hacia la puerta de la
derecha.)
ANTONIO. No vengas, no; si ya estoy listo. (Sale otra vez poniéndose la bata.) ¡Y qué
bien estoy así! (Restregándose las manos de gusto.) ¿Conque cena exquisita?…
¿Sinfonía del Pardon de Ploërmel?… Y luego a dormir…. El día es para trabajar: por
eso hay luz; la noche, para dormir: por eso no se ve. Y si los hombres, que todo lo
enredan, no hubiesen inventado esas luminarias…. (Señalando al quinqué.) Venga un
abrazo.
ANTONIO. O mil. (Abraza a Elisa repetidas veces.) ¡Ahora sí que tengo yo ganas de
bailar! (Baila con su mujer un vals, tarareando los dos.)
#Escena 6#
DICHOS y MIGUEL. Miguel entra precipitadamente por la puerta del foro, con el
cabello desordenado y el traje descompuesto, dando señales de cansancio y mirando
hacia atrás, como si alguien le persiguiese.
MIGUEL. Y para curarte, sin duda, te habías puesto a bailar. ¡Gran remedio! No te
disculpes, Antonio; haces muy bien en no venir. (Mira a cada momento con terror
hacia la puerta del foro.)
ELISA. Pero ¿qué tiene usted? ¿Por qué mira de ese modo hacia la puerta?
MIGUEL. Olvida mis bromas y goza en paz de tu ventura. Antes de casarme era yo
mejor que tú, y si hubiese dado con una esposa como la tuya…. Pero mi mujer no es
mujer; es una arpía, una furia, un demonio, ¡peor que un demonio! Si hubiese un
demonio como mi mujer, ¿quién pararía en el infierno?
MIGUEL. ¡Friolera! ¡Una especie de batalla campal! ¡Oh! (Prestando atención, como si
oyese algún ruido, y mirando otra vez muy sobresaltado hacia la puerta del foro.) No,
nada. Se me ha colgado de los faldones del gabán…, de la corbata, que si tira algo más
me ahoga. ¡Ay, ojalá!
MIGUEL. ¡Señora! ¡No diga usted eso por los clavos de Cristo! Se acabó: mañana me
divorcio.
ELISA. ¡Jesús!
MIGUEL. O me suicido.
ANTONIO. ¡Hombre!
ANTONIO. Repara….
#Escena 7#
ANTONIO, ELISA y JUANA. Juana entra corriendo por la puerta del foro con el
abrigo torcido y casi cayéndosele por un lado.
JUANA. Al baile.
JUANA. Al baile, sí, señor. (Dirigiéndose a Antonio.) Al baile, sí, señora. (Dirigiéndose
a Elisa.) ¿Están ustedes enterados? Al baile. ¿Quieren ustedes que se lo diga otra vez?
¡Al baile! (Gritando con rabia.)
JUANA. ¡Ea, ea, déjenme ustedes en paz! Que suelten, digo. (Desasiéndose
bruscamente de Antonio y Elisa.) ¡Pues si tengo unas ganas de morder!…
JUANA. Justo, precisamente; eso quiero: escandalizar; que me oigan los sordos. Y
¿usted se queda, eh? (Volviéndose de pronto hacia Antonio y reparando en su traje.)
¡No me faltaba más! (Con despecho.)
JUANA. ¿Tu ejemplo? ¡Infeliz! Ya verás lo que te sucede el día menos pensado. ¡En
dando suelta a los hombres!… Si yo hubiera sujetado más a Miguel, otro gallo me
cantaría. Aún es tiempo: voy por él, y desde mañana, vida nueva. ¡Un mes de encierro a
pan y agua! ¡Le coseré a mis vestidos! ¡No verá nunca el sol sin que yo le haga sombra!
ELISA y ANTONIO
ANTONIO. Compara la noche que pasarán ellos con la que pasaremos nosotros. Pide la
cena. (Arrellanándose en una butaca cerca de la chimenea. Elisa tira del cordón de la
campanilla.) ¡Qué feliz es un hombre en su casa con bata y chinelas, arrellanado en una
butaca cerca del fuego, y viendo sonreír a una esposa honrada, modesta y afable!
¡Bendito sea Dios que me la dió!