Lucífora - Las Autopoéticas Como Máscaras

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UNIVERSIDAD NACIONAL DE MAR DEL PLATA

FACULTAD DE HUMANIDADES

SECRETARIA DE POSGRADO – DOCTORADO EN LETRAS

TESIS DOCTORAL

Hablar ex-persona:

las autopoéticas como máscaras

en Cernuda y Valente

Doctoranda: Mag. María Clara Lucifora

Directora: Dra. Laura Scarano

2016
2

HABLAR EX-PERSONA:
LAS AUTOPOÉTICAS COMO MÁSCARAS EN CERNUDA Y VALENTE

ÍNDICE

Agradecimientos 4

Introducción 5

Tabla de abreviaturas 10

PARTE I. Trazado de un espacio autopoético 11

Capítulo 1: De “poética” a “autopoética” 12


1. Avatares históricos de un vocablo 12
2. Una categoría inestable 22
2.1. Metatextos y extratextos: alrededor del hecho literario 22
2.2. La revalorización del conjunto textual 25
3. Consolidación de la categoría 31
3.1. Las autopoéticas como clase textual 31
3.2. Poéticas del creador literario 36
3.3. Discursos contigüos 39

Capítulo 2: Auto(r): la torsión del discurso sobre su instancia de producción 42


1. El problema de la autoría 42
2. La textualización del yo-autor 53
2.1. La naturaleza del ethos discursivo 54
2.2. Ethos e imagen de autor 61
3. La reconstrucción de un pasado: tradición y genealogía 65
4. La dinámica del presente: inserción en el campo literario 77

Capítulo 3: Las autopoéticas como máscaras 87


1. El dominio de lo autopoético 87
2. Conceptualización de un espacio textual 89
3. Las autopoéticas ensayísticas 95
3.1. Enunciación autopoética: un sujeto-autor 97
3.2. Una relación asimétrica: el “diálogo” con el lector 100
3.3. El libre discurrir del discurso 104
3.4. El ensayo como modo de intervención social 108
4. ¿Por qué escribir autopoéticas? Ensayando respuestas 114

PARTE II. Autopoéticas en Luis Cernuda 122

Capítulo 1: Las máscaras del sujeto cernudiano 123


1. Primeros textos: críticas y homenajes 125
2. La incomprensión como excepcionalidad 127
3. El poeta solitario 137
4. El poeta llamado: vocación y destino 151
5. El crítico profesional vs. el poeta crítico 163
6. A un público futuro: el lector en formación 172

Capítulo 2: Un poeta en disidencia 180


3

1. Originalidad de una genealogía: los precursores 180


1.1. De Manrique a Bécquer: recuperación de una tradición española 185
1.2. La influencia francesa 195
1.3. El magisterio de los anglosajones 200
2. El “credo poético” de Cernuda 212
3. “Servir a la poesía”: la dimensión ética del arte 227

Capítulo 3: Acuerdos y desacuerdos: de marginado a maestro 236


1. Una polémica persistente: Cernuda y “sus paisanos” 236
1.1. La herida abierta: la recepción de Perfil del Aire y el inicio de la
“leyenda” 240
1.2. Enfrentamiento con el establishment literario 246
1.3. Un poeta para la posteridad: el caso de “Historial de un libro” 256
2. El reconocimiento 263
3. Hablar ex-persona: Cernuda en sus autopoéticas 274

PARTE III. AUTOPOÉTICAS EN JOSÉ ÁNGEL VALENTE 278

Capítulo 1: Las máscaras del sujeto valentiano 279


1. Un joven poeta consagrado: el contexto inicial 283
2. La eficacia del ethos autoral: un sujeto teórico y persuasivo 287
3. Hacia el poeta-camaleón: pretensiones de impersonalidad 302
4. Escribo, luego existo: autobiografías literarias 315
5. La crítica como ejercicio “heroico” 322
6. Nuevos modos de leer: lectores en formación 330

Capítulo 2: A imagen y desemejanza de Cernuda 338


1. Reconstrucción de una genealogía: los precursores 338
1.1. Un poeta “cernudiano” 340
1.2. Un poeta universal: lo propio y lo ajeno 348
1.3. Influencias místicas 360
1.4. Operaciones de reconstrucción genealógica 368
2. La palabra poética: de la revelación al in-conocimiento 372
3. En la “fábrica de dinamita”: poesía y ética 386

Capítulo 3: Acuerdos y desacuerdos: “Nadar contra la corriente” 397


1. Frentes polémicos y una apuesta irrenunciable 397
1.1. Polémica: conocimiento vs. comunicación 403
1.2. Polémica con los realismos 407
1.3. Polémica con la generación del medio siglo 411
1.4. Polémica con los poetas actuales 419
2. Encuentros en la palabra poética: Valente y sus contemporáneos 423
3. Los ritmos sumergidos de la lengua: Valente y la galleguidad 433
4. Hablar ex-persona: Valente en sus autopoéticas 441

CONCLUSIONES 445

BIBLIOGRAFÍA 457
4

AGRADECIMIENTOS

En primer lugar, quiero agradecer a mi directora, la Dra. Laura Scarano, quien con sus
lecturas y correcciones me desafió intelectualmente para enfrentar y resolver los dilemas
que este trabajo me planteara. A ella mi agradecimiento, por su presencia constante y por
su apoyo incondicional en este camino. No puedo dejar de mencionar aquí al Dr. Arturo
Casas Vales, primer director de esta tesis, co-director de mis becas de la UNMDP y
académico ejemplar, que siempre estuvo presente con material, planteos teóricos y
enormes palabras de aliento, que llegaron justo a tiempo en cada etapa. También quiero
expresar mi gratitud a Alejandro, amigo y colega de larga data, cuyos consejos, estímulo y
contención fueron cruciales en este laborioso proceso.
Por otro lado, quiero ponderar el acompañamiento fundamental y la comprensión de mis
colegas y amigas del Grupo de Investigación “Semiótica del discurso” de la Universidad
Nacional de Mar del Plata, Verónica Leuci, Sabrina Riva, Liliana Swiderski, Nora
Letamendía y, en especial, a Marcela Romano y a Marta Ferrari, que son ejemplo de vida
intelectual comprometida no sólo con el conocimiento, sino ante todo con las personas,
virtud de la cual fui beneficiaria en cantidad de ocasiones.
Por último, quiero agradecer el sostén incondicional y paciente de mi familia, a lo largo
de estos cinco años, en especial de Ana, Lidia, Inés, Lucas, Martín, Andrés, Sofía, Silvia,
José, Bettina, Santiago y Francisco. Y también la presencia de los amigos a uno y otro lado
del océano, que siempre tuvieron palabras cariñosas de aliento y me regalaron momentos
de solaz espiritual en este fatigoso camino.
No quiero terminar este apartado sin agradecer además a las instituciones que me
otorgaron las becas de investigación con las que llevé adelante esta tesis doctoral: las becas
de Iniciación y de Perfeccionamiento, otorgadas por la Universidad Nacional de Mar del
Plata, con la dirección de la Dra. Laura Scarano y la codirección del Dr. Arturo Casas
Vales; y la beca de Finalización de doctorado, financiada por el CONICET (Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas), dirigida también por la Dra. Laura
Scarano. Finalmente, cabe destacar el gran aporte que implicaron los subsidios de
investigación obtenidos por el grupo al que pertenezco, ya sean los otorgados por la
UNMDP para los distintos proyectos bianuales, como el PICT 2011, nro. 0333, concedido
por el Fondo para la Investigación Científica y Tecnológica. Esto me posibilitó tanto la
adquisición de bibliografía e insumos, como la asistencia a variados congresos nacionales e
internacionales, todo ello en provecho de mi formación académica y del avance de este
trabajo.
5

INTRODUCCIÓN

De la propia vida, y más de la propia vida que de ninguna


otra cosa, sólo se puede hablar ex persona¸ quiero decir,
desde o a través de la máscara o persona, de la máscara del
actor, que eso quiere decir “persona”. Hablar de la propia
vida, amigos míos, es entrar de lleno en el territorio de la
ficción.
(José Ángel Valente, “Figura de home en dous espellos”, en:
Obras completas II, 2008: 1649).

La máscara, por ser ante todo un producto social, histórico,


contiene más verdad que cualquier imagen que pretenda ser
«verdadera»; lleva consigo una cantidad de significados que
se revelarán poco a poco.
(Ítalo Calvino, “La aventura de un fotógrafo”, en: Los
amores difíciles, 2013: 59).

El título de nuestro trabajo surge de la cita de José Ángel Valente utilizada como primer

epígrafe, pues coincidimos con él en que hablar de uno mismo es hacerlo “ex-persona”, es

decir, desde o a través de una máscara (si atendemos a la etimología de la palabra, la cual

deriva del vocablo griego “prosopon” que designa las máscaras teatrales). En estas

escrituras del yo, la máscara autoral se configura de un modo muy particular, porque se

asimila al sujeto histórico que la porta, a la vez, que se distancia de él por su carácter de

construcción. Esto último es, en principio, consecuencia del uso del lenguaje que implica

siempre una mediación, y en el caso de una autopresentación, impide la plasmación

directa, total y auténtica del yo, propia del imaginario de la modernidad. Pero, por otra

parte, ese sujeto que pretende expresarse no es una unidad sólida y unívoca, sino una

identidad poliédrica, compuesta de fragmentos en permanente movimiento, con elementos

manifiestos y elementos ocultos, influenciada por una cantidad de circunstancias externas

diseminadas a lo largo de una vida. Es por eso que estas escrituras se convierten, entonces,

en un desafío complejo cuya dilucidación supone huir de conclusiones fijas o de etiquetas

y esquemas reductivos, exigiéndonos un análisis que comprenda y dé cuenta de las


6

contradicciones, los cambios y los puntos inexplicables, que se presentan en la

configuración de una figura autoral.

En este sentido, el segundo epígrafe da en el clavo al aseverar que la máscara termina

siendo la imagen “verdadera”, porque finalmente es lo único que tenemos y contiene las

pistas para profundizar en toda una serie de fenómenos (físicos, psicológicos, sociales,

históricos, culturales, etc.) que juntos, pero no unificados u homogeneizados, conforman al

escritor como sujeto histórico.

Los textos que conforman nuestro objeto de estudio, las autopoéticas ensayísticas,

pertenecen a estas escrituras del yo. Entendemos que su abordaje requiere como punto de

partida imprescindible la condición de construcción del yo autoral a través de las palabras,

aun cuando las estrategias discursivas, el nombre propio, la circulación y la recepción de

estos discursos en el campo literario induzcan al lector a la identificación inmediata entre

sujeto textual y sujeto empírico. Establecido el principio constructivo y en función de esta

tendencia a la identificación, es posible pensar que las autopoéticas ensayísticas son una

plataforma de presentación adecuada para un autor y su obra, pues le otorgan una instancia

de auto-figuración, que responde a sus intereses y aspiraciones en el medio cultural,

intelectual, literario en el que se inserta o pretende insertarse.

El desafío de analizar esta operación de figuración interesada en un conjunto de textos

poco trabajado hasta el momento, como las autopoéticas, constituyó el origen de nuestra

investigación. Los comienzos fueron más bien oscuros y ambiguos, pues la variedad de

formas, contenidos y funciones de este corpus textual, así como la escasez de bibliografía

específica (tanto en la teoría como en la crítica de los autores) hacía difícil la obtención de

conclusiones generales que nos permitieran aproximarnos a este espacio de

autorreferencialidad tan peculiar, sin reduccionismos. Por otro lado, el análisis que

pretendíamos llevar a cabo suponía rastrear las huellas de un posicionamiento, advertir los

signos de una teoría poética, conjeturar posibles intenciones comunicativas evitando, por
7

un lado, caer en psicologismos que falsearan las conclusiones, y por otro, en una confianza

acrítica en las palabras de los autores.

El camino no fue fácil y el resultado está lejos de ser una mirada definitiva y cerrada de

la cuestión. Por eso, durante la lectura, se observará esta tensión entre lo que el poeta dice,

lo que el poeta hace, lo que la crítica dice que hace y el contexto, que generalmente, abre

nuevas líneas de reflexión más que clausurarlas.

Nuestro trabajo se fue desenvolviendo, además, a horcajadas entre dos instancias: teoría

y práctica. Si bien la organización de las partes, establece una clara distinción entre ellas,

las especulaciones teóricas se fueron ajustando a medida que avanzábamos en el análisis de

los textos cada autor; y a la vez, estos últimos fueron abordados desde los conceptos

elaborados a partir de aquéllas. De este modo, la Parte I se compone de la reflexión en

torno a las autopoéticas que caracterizamos aquí, en términos generales, como

“ensayísticas” (en cuanto permanecen fuera de los géneros ficcionales), la cual nos

condujo a la postulación de un “espacio autopoético”, factible de ser esbozado en la

producción total de la mayoría de los autores. Para ello, recurrimos a una serie de

conceptos y líneas teóricas diversas, cuyo entramado fundamenta nuestra propuesta.

La segunda instancia, presentada en las Partes II y III, está constituida por el análisis

crítico del corpus de autopoéticas ensayísticas, correspondientes a la obra de dos escritores

españoles del siglo XX: Luis Cernuda (1902-1963) y José Ángel Valente (1929-2000). La

elección de ambos autores estuvo motivada, en primer lugar, por la coincidencia y

continuidad que se puede establecer entre sus propuestas estéticas. En principio, una de

esas coincidencias es que ambos postulan modos alternativos de pensar el quehacer poético

en clara discrepancia con el establishment literario, lo cual es sumamente productivo para

nuestra hipótesis, pues sus autopoéticas llevan cabo una operación de autofiguración

signada por la disidencia y sostenida en la afirmación discursiva (no siempre real) de la

soledad, la marginación y la polémica permanente con los contemporáneos. De este modo,


8

si bien los dos son clasificados por sus contemporáneos como parte de sendas generaciones

por sus acciones de adhesión o incluso de fundación (Luis Cernuda de la “generación del

27” y José Ángel Valente de la "generación de los 50”), ninguno de los dos permanece

atado a esta etiqueta y, sin duda, toman caminos nuevos que escapan a cualquier intento de

circunscribirlos a categorías definitivas. Por ello, nos propusimos hacer un estudio de sus

autopoéticas tratando de poner de manifiesto la diversidad y amplitud de sus proyectos de

escritura que exceden las etiquetas o la adscripción a un único movimiento artístico,

categorías a las que, en general, la crítica los ha ceñido de manera reductiva.

En consonancia con las bases de nuestra investigación, los textos son abordados desde

sus respectivos contextos histórico-culturales, con un claro enfoque semiótico, que supera

el análisis meramente formalista, para plantear el estudio de las autopoéticas como

discurso social, desde una perspectiva sociológica y pragmática. Es por ello que no sólo

estudiamos las estrategias textuales de autofiguración que utiliza el sujeto, sino también los

efectos que pretende causar en la instancia de recepción, reponiendo, además, algunos

datos de circulación de los textos y de las trayectorias vitales, sociales y específicamente

literarias de los autores (Capítulo 1). Desde esta base, estudiamos también el modo en que

cada poeta construye su propia genealogía para insertarse en una determinada tradición y

las implicancias que esto tiene en su imagen autoral (Capítulo 2); por otro lado,

reconstruimos las relaciones de acuerdo o polémica que establecen con sus pares en el

campo literario para mantener o alcanzar una determinada posición (Capítulo 3). A partir

de nuestro análisis, sugerimos nuevas funciones para las autopoéticas en el ámbito de los

estudios literarios, que exceden las que frecuentemente se les adjudica de ser guías e

instrucciones para la interpretación. Proponemos, en cambio, pensarlas como mecanismos

de reconfiguración del mapa de una obra y de la inserción de esa obra y de su productor en

el medio cultural e intelectual de una época.


9

En definitiva, indagaremos las implicancias de este “hablar ex-persona”, para establecer

cómo, siguiendo la metáfora teatral, un autor selecciona para sí mismo distintas máscaras

que le permitan interpretar su papel en los escenarios artístico/culturales en los que le toca

desenvolverse a lo largo de su vida; papel que se encuentra a mitad de camino entre sus

propias convicciones e intereses y el lugar que el campo le ha otorgado. El estudio de estas

máscaras nos permitirá, como afirma la cita de Calvino, ir revelando la cantidad de

significados escondidos en su espesor, que conformarán, en definitiva, la caleidoscópica

imagen de un autor.
10

TABLA DE ABREVIATURAS

Obras de Luis Cernuda

PAL “Palabras antes de una lectura” (incluido en PL)


CAP “El crítico, el amigo, el poeta. Diálogo ejemplar” (incluido en PL)
HL “Historial de un libro” (incluido en PL)
PL Poesía y Literatura
PLII Poesía y Literatura II
EPEC Estudios sobre poesía española contemporánea
PPLI Pensamiento poético en la lírica inglesa (siglo XIX)
Epistolario Luis Cernuda. Epistolario (1924-1963) (edición de James Valender)

Obras de José Ángel Valente

PT Las palabras de la tribu


PC La piedra y el centro
VPR Variaciones del pájaro y la red
NS Notas de un simulador
EA La experiencia abisal
PARTE I

TRAZADO DE UN

ESPACIO AUTOPOÉTICO
12

CAPÍTULO 1

DE “POÉTICA” A “AUTOPOÉTICA”

1. Avatares históricos de un vocablo

La reflexión sobre la creación artística ha formado parte de la obra de los escritores

desde tiempo inmemorial. Las modalidades, los temas y las intenciones de esta operación

autorreferencial son enormemente variados, pero como advierte Carmen Bobes Naves,

siempre están íntimamente relacionados con el marco histórico-social en el que se

desarrolla el quehacer artístico (31). Las primeras reflexiones en torno al arte y la belleza

se encuentran ya incorporadas en los textos de la Grecia arcaica, tanto en los de la tradición

épica, cuyos máximos representantes son Homero y Hesíodo, como en los de la tradición

lírica, desde Arquíloco de Paros, Teognis y Píndaro en adelante (35ss).

Esta especulación sobre el arte también se da en términos filosóficos durante la

Antigüedad, sobre todo en los trabajos de Demócrito, de los “físicos de Jonia” (Tales,

Anaxímenes, Anaximandro y en especial Heráclito), como luego en la Escuela Pitagórica,

los sofistas, Sócrates, Platón y Aristóteles (36ss). Por supuesto, éste último es quien mayor

peso tiene si de poética hablamos, pues utiliza por primera vez el término para titular su

preceptiva sobre la tragedia (escrita alrededor del 334 a.C.), cuyo objeto de estudio era, por

un lado, la literatura en tanto conjunto de obras de creación literaria, y por otro, el

conocimiento de carácter teórico sobre la creación poética (89ss).

La Poética ha hecho aparecer en la cultura de Occidente dos tradiciones intelectuales y


de investigación sobre la literatura: la poética y la crítica literaria. Para la poética, el
problema central está en formular la epistemología de un estudio científico; para la
crítica, el problema está en señalar criterios válidos para la valoración estética (Bobes:
93-94).

Así, el término “poética” nace unido a estos dos aspectos de la creación literaria,

acepciones que hoy en día todavía conserva. La operación fundacional del Estagirita
13

adquiere tal importancia para la historia de la literatura que la apropiación del concepto en

sus múltiples acepciones guarda siempre, en mayor o menor medida, una relación con la

idea aristotélica (Zonana 2007: 16).

En el presente trabajo, haremos foco en una zona específica del amplio espectro al que

refiere la palabra “poética”: estudiaremos el conjunto de textos que se ha denominado

generalmente “poéticas de autor” y que, en este caso, llamaremos “autopoéticas”. Nos

referimos particularmente a aquellos textos, de diversos géneros, en los que los artistas

reflexionan acerca de su quehacer estético y la ideología artística que lo sustenta.

Hemos dado prioridad al vocablo “autopoética” (acuñado por Arturo Casas en el año

2000), compuesto por dos giros griegos: “autos”, que significa “de o por sí mismo” y

“poiesis”, que significa “creación”, “producción” y proviene de la palabra “poien”, es

decir, “hacer” o “realizar” (DRAE, 2011). De este último, deriva el título que Aristóteles

elige para su preceptiva sobre la tragedia, pretendiendo “representar la particularidad del

discurso artístico para construir modelos de realidad, como mímesis o imitación” (García

Berrio 1998: 11), y haciendo hincapié en la idea del arte como tekné, como praxis.

La preferencia por este rótulo está basada en que, a diferencia de la expresión “poética

de autor”, el vocablo “autopoética” pone en el centro de la reflexión la idea del “sí mismo”

(auto-), haciendo foco en las diversas operaciones autorreferenciales, presentes en la obra

de la mayoría de los escritores. 1

En cuanto al término “poética”, como dijimos, es el texto de Aristóteles el que lo instala

en el ámbito literario para “describir el proceso de producción de la obra de arte y,

secundaria y análogamente, valorar los resultados de dicha producción” (Zonana 2007:

1
Además, este prefijo nos lleva directamente a otra relación fónica: podríamos sumar al prefijo auto- una (r)
opcional y lo transformaríamos en esta condición que ostenta quien escribe una autopoética: ser un autor. Así
lo hacen algunos críticos de la literatura, quienes otorgan a este prefijo un doble significado: el que proviene
de la palabra griega ya mencionada y el que proviene de la palabra latina auctor, cuyo origen no está
relacionado pero que, afortunadamente para los juegos del lenguaje, comparten las mismas letras. Por
ejemplo, en Alemania, Ana Luengo y Vera Toro (2010), proponen la categoría “auto(r)ficción” al estudiar la
autoficción, siguiendo estas combinaciones lingüísticas. También Scarano (2014) utiliza este juego al hablar
de “autorgrafemas”, para dar cuenta de aquellos indicios dentro del texto poético que “nos reenvían al autor
que firma el libro, pero que siempre mantienen su carácter de representación retórica” (65).
14

19). Desde sus inicios, entonces, esta categoría posee un carácter prescriptivo, basado en

determinados saberes fácticos que se distinguen de otros saberes teóricos, lo que conlleva

una instancia de valoración. Éste es el significado predominante del término, por lo menos,

hasta finales del siglo XIX.

Si bien Antonio García Berrio postula como las más famosas formulaciones de la

Poética clásica, tres obras: la Poética de Aristóteles, la Epístola a los Pisones o Arte

poética de Horacio y el tratado De sublime del Pseudo Longino (13), nos interesa en

especial el caso de Horacio. El contenido de su texto se corresponde con el de los otros

dos, centrándose en “los aspectos de constitución estética del sistema literario, en la teoría

del `decoro´ estilístico proporcional y cualitativo, en una teoría macroestructural-

dispositiva del texto literario […]; así como en un tratamiento incipiente y desorganizado

de las modalidades textuales y géneros literarios” (13). Sin embargo, la posición desde la

cual el latino escribe es diversa: es el único de los tres tratadistas que ejerce el oficio

poético. Esto, sin lugar a dudas, no es un dato menor, pues su reflexión estará teñida de

subjetividad en cuanto que no habla de forma teórica y ajena acerca del acontecer artístico,

sino a partir de su propia praxis, por lo tanto, no es posible separar sus afirmaciones,

consejos y advertencias del desarrollo de su propia obra y de los presupuestos estéticos en

los cuales se basa. En este sentido, si bien la Epístola, como afirma García Berrio, no tiene

originalidad, “ya que sintetiza y divulga opiniones y doctrinas habituales en las gramáticas,

retóricas y preceptivas de la cultura helenística alejandrina” (18), sí es posible rastrear en

sus afirmaciones algunas de las posiciones estéticas del Horacio poeta. Entre ellas,

contamos, por ejemplo, con la ponderación del principio del decoro como “ideal de

perfección estética”, que se concentra en los aspectos cualitativos y estilísticos de la obra

(como la correspondencia entre discurso y dignidad de los personajes o entre los metros y

la expresión de determinados temas, etc.). Este principio se contrapone al “ideal

estructuralista de Aristóteles que identifica la perfección textual con la proporción


15

cuantitativa” (García Berrio: 18) y responde al modo en que Horacio concibe el oficio

poético. Incluso esta cuestión determina la forma de la misma Epístola, pues la escritura en

verso revela su carácter literario, con un tono dialogístico de cuño retórico, de modo que

no puede ser asimilado a un tratado teórico, como la Poética, sino que es claramente el

resultado de la pluma de un poeta (Bobes 181).

Por otro lado, como todos los escritores latinos, Horacio adscribe (sin explicitarlo) a la

concepción mimética del arte y la literatura, pues admira la cultura griega y sigue de cerca

las teorías platónicas y aristotélicas, aludiendo al orgullo que sentían de imitar a los

clásicos griegos, antes que ejercer su invención creadora (182). Otro ejemplo es el

tratamiento in extenso del subgénero de los sátiros (piezas breves de carácter satírico

representadas luego de las tragedias para distender al público), cuya representación no era

común en el ámbito romano. Según García Berrio, este anacronismo podría suponer por

parte del poeta una invitación para los escritores romanos a cultivar este género, en

consonancia con la ya mencionada admiración de lo griego (187-188). Otro de los aportes

de la Epístola es el abordaje nuevo y original de “la concepción de la obra literaria como

lugar de encuentro para la relación interactiva entre el poeta y sus lectores” (189). En

función de esto, Horacio plantea la necesidad de que el poeta posea por igual ingenium

(buscando el deleite del lector a través de lo formal) y ars (propiciando la formación del

lector con un contenido rico y profundo), en un equilibrio entre lo dado por la naturaleza y

el trabajo racional del poeta: “Se pregunta si el mérito de un poema depende de la

naturaleza o del arte. Yo ni creo en el estudio sin inspiración, ni veo qué aprovecha un

genio sin educar; una cosa necesita el auxilio de la otra y son perfectamente compatibles”

(vv. 409-411). García Berrio advierte que esta solución equilibrada responde al carácter

didáctico del texto y al hecho de que Horacio, como autor al servicio de la política augusta,

no podía contradecir su papel de tratadista teórico. Es por eso que afirma que el arte

literario es de carácter aprendible, aun cuando entre líneas, le estaría dando prioridad al
16

ingenium, convencido de su propia genialidad como poeta y en rechazo de la mediocridad

en el trabajo poético (189): “ni los dioses, ni los hombres, ni los carteles de las librerías

admiten a los poetas mediocres” (vv. 371-373). El aprendizaje de la tekné, que resultaría

fundamental en otras profesiones (un jurisconsulto o un abogado), sería, por tanto,

intolerable en el poeta, pues Horacio estaría afirmando, de un modo indirecto, la naturaleza

sublime de la poesía que no puede sólo aprenderse (189-190).

Por otro lado, si bien conserva su posición de tratadista durante toda la Epístola, los

autores no dejan de notar que su condición de poeta le da un gran conocimiento del oficio

y del ambiente literario de la época, lo que, sumado a sus grandes dotes como observador,

lo habilitan para realizar un certero análisis sociológico de sus contemporáneos (191). A

partir de estos elementos, podríamos aventurar que la Epístola horaciana es el primer texto

autopoético, pues no sólo hay teorizaciones abstractas acerca del arte, sino

posicionamientos concretos del autor en función tanto de su propia práctica, como de su

compromiso político y del ambiente literario de la época. 2

Pasada esta etapa clásica, el carácter prescriptivo marcará la evolución de la poética a lo

largo de los siglos siguientes. La reflexión sobre la naturaleza del arte y el funcionamiento

de las obras literarias se presentará en forma de tratado, según el modelo propuesto por

Aristóteles y Horacio. Con el avance del humanismo y el racionalismo, a partir del siglo

XVI, la perspectiva se modificará radicalmente: las preceptivas, que antes brindaban

normas a partir del análisis de las obras ya escritas, pasarán a fijar un conjunto de reglas a

las cuales las obras literarias deberán adaptarse para ser consideradas como literatura. Por

eso, estos tratados tenderán a la neutralidad, la objetividad y la universalización. La

2
Carmen Castillo estudia cuál ha sido el centro de la reflexión en torno a la persona del autor en las poéticas
clásicas. Indica que esta figura se ha abordado en función de un tensión entre la normativa teórica y la
experiencia práctica, ejes ambos de su formación literaria. Algunos autores hacen hincapié en la importancia
de las reglas técnicas (como el caso de Quintiliano); otros se vuelcan a observar los que han hecho sus
predecesores (como el concepto agustiniano de elocuencia). Ars e imitatio serán entonces los dos polos entre
los cuales se debatirá el mundo antiguo (251). Para conocer más acerca del desarrollo de las poéticas y las
teorías literarias en la Antigüedad clásica, consultar: Bobes Naves (2003), Tomo I; García Berrio (1988);
Dolêzel (1997); Weinberg B. (2003); Bessière et al (1997).
17

Ilustración llevará este género a su máxima expresión, dándole a las poéticas preceptivas

un carácter dogmático fundado en la autoridad incuestionable del tratadista. Esta crítica

controlada y oficial del clasicismo racionalista es la que practican, por ejemplo, Luzán y

Boileau (García Berrio 36).

Pero a partir del siglo XIX, este esquematismo de reglas fijas e inmutables pierde

vigencia y el desarrollo del análisis poético adquiere flexibilidad y libertad. Bobes Naves

señala este cambio ya a finales del siglo XVIII:

en esos largos siglos que van desde la Antigüedad clásica hasta el siglo XIX […] la
teoría literaria mantiene inalterado el principio de mímesis como proceso generador
del arte y el efecto de catarsis como `teoría del efecto´ […][A] finales del siglo XVIII
las poéticas miméticas empiezan a ser sustituidas por un nuevo paradigma teórico en
la investigación sobre el arte literario, su génesis, sus forma y sus efectos, y surgen las
poéticas expresionistas que se caracterizan por el abandono de las concepciones
heterónomas del arte y por el reconocimiento de su autonomía plena, con lo que dan
lugar o justifican las vanguardias artísticas y el arte moderno (8).

De este modo, con el Romanticismo, se producirá la primera “revolución anticlásica”

(García Berrio 40), que implicará no sólo un cambio formal, sino también una variación en

los contenidos de esta clase de textos:

La gran innovación de la Poética en el romanticismo consiste […] en un cambio


radical respecto a la orientación del texto poético. La Poética clásica y su renovación
clasicista en el renacimiento se caracterizaron por su interés descriptivo o preceptista
hacia la estructura material del texto poético. La Poética romántica profundiza el
análisis de la poeticidad ampliando su interés por el espesor sentimental e imaginario
del fenómeno poético (43).

Este “espesor sentimental e imaginario” llevan al centro de la escena literaria la

subjetividad del autor, su biografía, desplazando la poética (es decir, el manual de

preceptivas y del concepto de lo literario dispuesto por Aristóteles) y al surgimiento de

una nueva sensibilidad que transforma el paradigma (Rivas Hernández 2005: 16). Por su

parte, Rosa Fernández Urtasun (2000) estudia este giro en el ámbito español y señala el

naturalismo como punto de inflexión:

Los primeros tratados que podemos llamar de poética, que ofrecen una teoría de la
literatura que va más allá de la sistematización retórica, aparecen a finales del siglo
XIX, en torno a la polémica surgida por el naturalismo. La problemática que plantea
esta corriente es capital: seguir sus postulados no suponía solamente, como había
18

ocurrido hasta entonces con las distintas modas literarias, una cuestión de gusto
estético sino que conllevaba una opción ética. El culteranismo y el conceptismo eran
elecciones retóricas, aunque comportaran una determinada visión de la vida. La
ilustración empieza a comprometer a los escritores haciéndoles responsables de su
influencia en la sociedad, pero, por así decirlo, respeta las determinaciones personales
de cada autor. El romanticismo, siendo más personal, podía ser `utilizado´ desde
distintos puntos de vista… Incluso el realismo podía ser neutral. Pero el naturalismo
ya no… (537-538). 3

En definitiva, esta nueva centralidad del sujeto de la escritura y de sus opciones

estéticas y éticas impacta de forma directa en la praxis artística, propiciando la

especulación sobre el hecho artístico por parte de los propios practicantes, en formatos y

géneros más flexibles y diversos.

Con este cambio de perspectiva y la sujeción del carácter prescriptivo a otros fines,

durante el siglo XX, el término “poética” se asimila rápidamente al de “teoría literaria”.

Los responsables de esta fusión semántica serán, en principio, los formalistas rusos. Por

ejemplo, en un texto de 1975, Tzvetan Todorov establece que el término “poética” se

utiliza para nombrar “todo aquello que se relaciona con la creación o con la composición

de obras de las cuales el lenguaje es al mismo tiempo la sustancia y el medio, y no en el

sentido restringido de colección de reglas o de preceptos relativos a la poesía” (23). Le da

así un nuevo alcance: “La palabra Poética se referirá en este texto a toda la literatura, sea o

no versificada” (23). Su objeto ya no serán una serie de normas, sino el estudio de aquello

que los formalistas llamaron “literariedad”, es decir, “las propiedades de ese discurso

particular que es el discurso literario” (22).

Más tarde, en 1983, el mismo Todorov junto con Osvald Ducrot (1995), avanzan en la

definición del término “poética” dividiendo su campo en función de tres vectores:

1) toda teoría interna de la literatura; 2) la elección hecha por un autor entre todas las
posibilidades (en el orden de la temática, de la composición, del estilo, etc.) literarias:
“la poética de Hugo”; 3) los códigos normativos construidos por una escuela literaria,
conjunto de reglas prácticas cuyo empleo se hace obligatorio” (98).

3
Esta cita de Fernández Urtasun resulta útil para reflexionar acerca del desplazamiento de sentido que va
experimentando el término “poética”, hacia finales del siglo XIX, y preguntarse cómo las variaciones de
significado y de importancia dentro de la teoría literaria responden a distintos modos de concebir la figura del
autor, dentro del campo literario pero también en la sociedad.
19

Pero más allá de esta distinción, circunscriben el estudio actual de la poética a la

primera acepción, es decir, a la que se refiere a la teoría literaria como disciplina del

conocimiento abstracto y a la búsqueda de la literariedad, restringiendo su uso:

La poética se propone elaborar categorías que permiten comprender a la vez la unidad


y la variedad de todas las obras literarias. La obra individual será la ilustración de esas
categorías, su condición será la de ejemplo y no de término último [...] Por
consiguiente, la poética podrá definir un encuentro de categorías aunque por el
momento no se conozca ninguna manifestación de tal encuentro […] La poética no se
propone la interpretación `correcta´ de las obras del pasado, sino la elaboración de
instrumentos que permitan analizar esas obras. Su objeto no es el conjunto de las obras
literarias existentes, sino el discurso literario como principio generativo de una
infinidad de textos […] (98; el destacado es nuestro).

De este modo, el término se desplaza desde la práctica concreta a la zona de la

virtualidad, donde no importan las obras particulares, sino la generalización teórica de los

principios estéticos que rigen el quehacer literario. 4 Esto habilita, por lo tanto, la distinción

entre poéticas antiguas (de tipo descriptivo) y poéticas modernas, las cuales influidas por el

cambio epistemológico de la mentalidad moderna, se afanan no ya en describir sino en

establecer los parámetros de la literariedad, circunscribiendo la literatura y la poética al

ámbito del lenguaje y de su propio conocimiento (Fernández Urtasun 540-541). En

definitiva, “poética” y “teoría de la literatura” terminan siendo consideradas como

sinónimos, aun cuando el primero guarde ese carácter normativo (fundamentado en el

paradigma concreto de la Poética aristotélica) y el segundo lo pierda por una proliferación

4
En la línea de Todorov y según los principios del estructuralismo y su derivación, el post-estructuralismo,
Barthes recupera el valor de la Poética en su artículo “El retorno a la poética” (incluido en El susurro del
lenuguaje, 2013). El pensador francés considera que esta disciplina estudia cómo está hecho un texto literario
(257), es decir, toma en cuenta el lenguaje (el texto en sí). Nada tiene que ver con el autor del texto ni con su
proyecto literario o ideología artística; sólo el texto en sí. Podemos observar, entonces, el parentesco tanto
con la idea de Todorov que atribuye a la Poética el estudio de la literariedad de la obra, como con las ideas de
la muerte del autor y de la escritura que desarrolló el post-estructuralismo. Al hacer hincapié únicamente en
la constitución textual tanto del texto estudiado, como de la misma tarea de la Poética, sitúa esta disciplina en
el límite entre lo retórico y lo semiótico; pero no en cuanto que la poética se ocupe del sentido del texto que
analiza, sino principalmente, porque el propio producto de sus análisis es un nuevo texto que permanece en el
nivel del significante (260). Al mismo tiempo que los formalistas proponen pensar la poética en términos
puramente teóricos, tanto Rivas Hernández (17) como Fernández Urtasun (542) indican que hay tendencias
neo-aristotélicas en los seguidores del New Criticism y de la escuela de Chicago (EEUU), y en la Estilística
europea que intentan recuperar las antiguas nociones de poética, centrados principalmente en las obras
concretas como práctica.
20

de paradigmas que no permiten asegurar cuál es “el” modo, es decir, el mejor modo, el más

adecuado, de hacer literatura (Rivas Hernández 17).

Sin embargo hoy en día, se ha producido nuevamente la diferenciación de ambos

vocablos, pues como advierte Zonana, la identificación impide advertir que ambos saberes

surgen y se desarrollan en horizontes epistemológicos diversos (19). 5 La teoría literaria

alcanza su punto de constitución en las décadas del 60/70 del siglo XX, cuando delimita su

objeto de estudio y su método (los cuales luego irán variando) y pone su interés en el

“análisis de las categorías utilizadas para dar sentido a las cosas en literatura y el resto de

las prácticas discursivas” (Culler, citado por Zonana 20), tratando de explicar con cierto

grado de universalidad su objeto. En cambio, la Poética mantiene aquella primera intención

del texto aristotélico: el saber fáctico que permite “producir una obra bien hecha” (20).

Éste es, en definitiva, el significado que pretendemos recuperar del término “poética” en

relación con nuestro conjunto textual, eliminando, por un lado, el lastre puramente teórico

proveniente del formalismo y, por otro, el dogmatismo de la prescripción neoclásica.

Procuramos ponerlo en relación nuevamente con su posición intermedia entre la teoría y la

práctica, en pos de obtener un conocimiento universal (principios, fines, categorías, etc.), a

partir de un saber fáctico: el análisis de las obras concretas y reales. Coincidimos así con la

aproximación que hace Zonana a la definición de “poética”:

Se entiende por poética el estudio del arte literario en cuanto creación verbal (Dolezel,
Eco, Genette, Carreter, Ricouer, Schaeffer, Valéry, Aguirre, Maturo, Paz). Desde el
punto de vista epistemológico, presenta las siguientes características: es un saber de
carácter factivo que tiene, empero, un conocimiento del universal […]; aspira, al
menos en su formulación aristotélica original y en las reformulaciones modernas, a un
estatuto sistemático, descriptivo y explicativo de los fenómenos que estudia; toma
como objeto específico de estudio la creación de la obra artística verbal y los efectos
que provoca su recepción (2007: 21).

5
Zonana advierte la diferencia entre el uso del término “poética” y su posterior reemplazo por “teoría de la
literatura”. Para ello, el primer término lo toma del uso que propone Aristóteles, acentuando en el carácter
descriptivo del proceso de producción de una obra de arte (y la valoración de los resultados de dicha
producción) que comporta toda poética. La teoría de la literatura, en cambio, posee para Zonana un carácter
más bien teórico, “modélico, axiomático y sujeto a un sistema de validaciones constantes de sus enunciados
en forma de un todo coherente” [20].
21

Por lo tanto, si bien en principio el término se desplazó de la retórica descriptiva al

estudio de la especificidad del discurso literario (que cristaliza en el texto de Todorov), hoy

en día se refiere a las instancias específicas de producción dentro de la literatura (o

podríamos extenderlo a cualquier otro espacio artístico), estableciendo un diálogo

permanente entre los principios estéticos y las prácticas concretas.

Partiendo de estas definiciones, podemos advertir que los usos se multiplican, pues este

conjunto de principios puede ser expresado por la crítica que se lanza a la tarea de

determinar los presupuestos estéticos de tal o cual autor (por ejemplo, la poética de X), de

tal o cual movimiento o escuela artística (por ejemplo, la poética del romanticismo), de tal

o cual autor (por ejemplo, la poética de Miguel de Cervantes). 6 Por último, también estos

principios pueden ser formulados por el mismo escritor, dando lugar a un cuarto vector del

término poética que se suma a los ya enunciados por Todorov y Ducrot: el que “se refiere

al ejercicio teórico del escritor en torno al objeto literario” (Zonana 2007: 19). Éste es el

caso de las autopoéticas que, en las últimas décadas, han suscitado el interés de la teoría y

la crítica literaria por aquello que los mismos escritores tienen para decir de sus obras y de

qué modo esos discursos influyen en los circuitos de producción y recepción de aquéllas.

Con los giros: “poética de autor”, “poética de creador literario”, “autopoética”, se

cubriría, entonces, un espacio que Fernández Urtasun considera innominado en los

estudios literarios: 7

No hay actualmente en la teoría literaria un término que refiera a la teoría de la


literatura personal de un autor, su modo de entender su propia creación literaria. Y de
hecho suele utilizarse el mismo término “poética” aunque no lo recojan los
diccionarios. Se habla de la “poética de tal o cual autor”[…] Lógicamente en este tipo
de poéticas no tendría sentido hablar de clasificaciones taxonómicas. El autor trata en
ellas de entender el porqué y el cómo de su propia producción (542).

6
Incluso se podría hablar de la poética de una obra en particular, pues consideramos que un escritor puede
presentar diversas poéticas a lo largo de su obra, dado que los principios artísticos que rigen su quehacer
literario pueden variar de acuerdo con múltiples vicisitudes.
7
También la multiplicidad de términos para referirse a un mismo conjunto textual es advertida por Rocío
Badía Fumaz (2015), quien habla de una “vacilación terminológica” para designar estos textos (163).
22

Tal como señalábamos al inicio del capítulo, la reflexión metaliteraria tiene una

tradición de larga data: desde la Antigüedad clásica, los autores se han preguntado sobre la

condición y la esencia del poeta, la naturaleza de la obra artística, las vicisitudes del

lenguaje en el arte, etc. Sin embargo, lo que sí se puede pensar como un giro reciente es el

cambio en la consideración de los autores dentro del campo literario como instancia de

autoridad válida, de modo que sus opiniones y perspectivas adquieren la legitimidad

suficiente para ser escuchadas y tenidas en cuenta. Es por eso que se abre la posibilidad de

pensar estos textos como objetos de estudio en cuanto testimonio de la forma en que un

autor se ve y se percibe a sí mismo (en sus múltiples facetas), así como el modo en que

pretende que lo vean y lo perciban los demás. En este fenómeno (sin menospreciar el

carácter instrumental de los textos, pero sí matizarlo), se centra el desarrollo de nuestro

trabajo.

2. Una categoría inestable

Las teorizaciones en torno a este conjunto de textos aparecen en la escena literaria,

hacia finales del siglo XX, en el contexto de la explosión de las escrituras del yo. A

continuación, repasaremos las contribuciones más importantes con las que contamos para

el estudio de esta categoría.

2.1.Metatextos y extratextos: alrededor del hecho literario

El primer aporte relevante en torno a este conjunto textual es un artículo breve pero

pionero en la cuestión, escrito por Walter Mignolo (1982). Este crítico y teórico argentino

reflexiona acerca de la figura del poeta en la lírica de vanguardia. Para ello, establece, en

primer lugar, la diferencia entre la imagen (o rol) “social” y “textual” del poeta y asegura

que en la tradición lírica estas dos imágenes permanecían en estrecha relación, pues no

había clara distinción entre el poeta que enuncia y el que actúa (133). Sin embargo, la
23

lírica de vanguardia contribuye, a través de diversos recursos, a establecer la diferencia

entre ambos roles “en la medida en que la imagen del poeta que construyen los textos se

aleja de la imagen del poeta que nos provee nuestra concepción del hombre y de la

sociedad” (134). Para esta diferenciación, propone el análisis de dos niveles: el de los

procedimientos, que en los poemas actualizan la figura del poeta; y el del “metatexto”, en

el que conceptualmente se reflexiona sobre el ser y la función de la poesía. 8 Este último

nivel es el que nos interesa, pues podremos encontrar rápidamente la relación con lo que

aquí denominamos autopoéticas:

La comprensión de los fenómenos poéticos no es completa, a mi entender, si no


relacionamos las estructuras o propiedades atribuibles por medio de inferencias a los
textos con el metatexto. Esto es, con la manifestación conceptual que los mismos
practicantes elaboran en torno a la actividad poética o a tópicos que les son afines
(143, el destacado es nuestro).

Mignolo determina en esta definición los tres elementos que constituyen los metatextos:

en primer lugar, la trama textual constituida por una manifestación conceptual; en segundo

lugar, los practicantes (es decir, autores) como sujetos de la enunciación; por último, el

contenido en torno a la actividad poética o tópicos afines. Además, pone de manifiesto la

necesidad de tener en cuenta estos textos para comprender de forma integral el quehacer

poético, proponiendo establecer una correlación entre los principios obtenidos por

inferencia de la obra poética y las reflexiones explicitadas en los metatextos.

Por otro lado, Mignolo indica dos problemas que presenta la enunciación lírica: si hay o

no correferencialidad entre el yo del poema y el autor (es decir, entre el rol textual y el rol

social), y qué figura o imagen del poeta que se construye en los versos (143). Respecto del

primer problema, el crítico argentino intuye que hay ciertos criterios pragmáticos que

permiten distinguir la imagen textual de la imagen social, para lo cual sería fundamental
8
En 1989, Genette utiliza el término “metatexto” para denominar unas de las cinco relaciones de la
transtextualidad (es decir, “todo lo que pone al texto en relación, manifiesta o secreta, con otros textos”
[10]). Para Genette, la metatextualidad “es la relación –generalmente denominada `comentario´– que une un
texto a otro que habla de él sin citarlo (convocarlo), e incluso, en el límite, sin nombrarlo […] La
metatextualidad es por excelencia la relación crítica” (13). Es decir, que según la clasificación genettiana, las
autopoéticas entrarían en la relación de metatextualidad. Veremos en el apartado sobre las características más
sobresalientes de las autopoéticas que la metatextualidad se da en ellas de un modo peculiar y específico.
24

tener en cuenta el pensamiento de los artistas (144). Esto resulta ineludible, a nuestro

entender, porque asumir la existencia de esta instancia textual de reflexión permite pensar

el texto literario como parte de un proyecto literario, ideológico y cultural, recuperando su

origen no desde la instancia biográfica del autor, sino desde su ubicación en diferentes

espacios (social, intelectual, literario, ideológico, geográfico, etc). 9

Respecto del segundo aspecto, Mignolo asegura:

la figura del poeta se construye por la información que nos provee el texto
interpretable en correlación con el metatexto que guía la producción literaria en un
momento histórico. […] La modificación necesaria es la de agregar al paradigma
conceptual (que se expresa en el metatexto) un paradigma que podríamos llamar
estructural, y en el que se contemplarían los procedimientos dominantes y
privilegiados en un conjunto de textos que se escriban en relación con el paradigma
conceptual (148, el destacado es nuestro).

De este modo, le otorga al metatexto cierta centralidad en el conjunto de la obra total de

un escritor, en cuanto paradigma conceptual que organiza dicho conjunto, y en cuanto

principio rector, al cual se subordina el “paradigma estructural” y, en definitiva, la

elaboración de los textos artísticos. Si bien estamos de acuerdo en una cierta centralidad

del metatexto en el conjunto de la obra de un autor, sería pertinente preguntarse qué sucede

en los casos en que los presupuestos estéticos deducibles de una obra no coinciden con los

presupuestos estéticos expresados por su autor en un metatexto, pues pareciera que

Mignolo presupone una coherencia que no siempre tiene lugar entre ambas instancias, o

por lo menos, no advierte las posibles incoherencias o fisuras. Otra observación viable en

este aspecto es que los metatextos suelen ser escritos con posterioridad al quehacer

literario, por lo tanto, en muchos casos, esta reflexión posterior podría falsear los

presupuestos que surgen de la obra literaria, reinterpretándolos en una dirección diversa.

Por ello, insistimos en el hecho de no presuponer una coherencia entre los textos y los

metatextos de un autor, problematizando la condición de guía de la interpretación que el

crítico le atribuye a estos últimos.

9
Ver en Scarano 2000: esto remite a la idea de la voz textual como espacio de cruce de distintas voces.
25

Tres años después (1985), también en Argentina, Delfina Muschietti publica su artículo:

“La fractura ideológica en los primeros textos de Oliverio Girondo”. Retomando la

distinción de Mignolo entre la imagen textual y la imagen social, la crítica argentina se

plantea el problema que aquél no había advertido: el hecho de que al estudiar la relación

entre los textos poéticos y los “extratextos”, es posible encontrar no sólo correspondencias

sino también contradicciones entre la imagen de sujeto que surge de la estrategia textual y

la de autor que surge del “extratexto”. La reconstrucción de la figura autoral debería darse,

entonces, a partir de la correlación entre ambas instancias (159). Muschietti coincide con

Mignolo en otorgarle a estos textos la función de guía para la interpretación de los textos

literarios; sin embargo, da un paso más que para nosotros resulta insoslayable en el estudio

de esta categoría: la búsqueda no sólo de coincidencias, sino también de fisuras entre los

niveles textuales.

La importancia de estos aportes tempranos es la de establecer la necesaria relación entre

los textos ficcionales y los metatextos periféricos, que surgen de la misma pluma, del

mismo proyecto literario y, sin embargo, pueden presentar contradicciones y ambivalencias

que cruzan y entretejen la trama de la figura de autor, condensada en un antropónimo. Sin

embargo, en esta primera etapa, se consideran estos textos desde una función primordial

pero subsidiaria de los textos ficcionales, por eso, son denominados como “meta-textos” o

“extra-textos”. Además, sólo atienden al contenido, del cual consideran factible obtener el

pensamiento de los autores en torno del hecho literario, para ponerlo al servicio de la

interpretación de las obras.

2.2. La revalorización del conjunto textual

Unos años después y al otro lado del océano, Jeanne Demers e Yves Laroche (Francia,

1993) coordinan un monográfico de la revista Études françaises, en torno a un conjunto de

textos que denominan: “poéticas de poeta”. Tanto la introducción como el cierre estarán
26

dedicados a teorizar en torno a esta categoría textual, circunscribiendo la reflexión a un

corpus de poesía francesa del siglo XIX en adelante. Por lo tanto, los rasgos que atribuyan

a estas poéticas tendrán como horizonte la serie literaria mencionada, un recorte específico

y muy diferente de otros infinitos recortes posibles en el ámbito de la literatura universal.

Sin embargo, es posible relevar una serie de características generales favorecen la

polémica, el debate y el desarrollo de nuevas ideas en torno al conjunto textual.

En el apartado final del monográfico, los autores aseguran que el corpus de “poéticas de

poetas”, inscripto en el ámbito del “metadiscurso poético” (155), escapa a toda

sistematización, pues no es posible crear, a partir de sus componentes, una estructura

artificial, ni establecer la existencia de un género; por eso, advierten que este monográfico

evita la pretensión de exhaustividad, para lanzarse a buscar las características

fundamentales de un conjunto de textos (definido pero flexible) cuyo parentesco es

evidente (156).

Este conjunto está compuesto ya sea por textos desconocidos o difíciles de encontrar

porque, a veces, no fueron pensados para su publicación y son de carácter más bien íntimo,

como las cartas, notas, diarios; ya sea por textos escritos “a demanda” (discursos,

conferencias, etc.) (155), ensayos dispersos en revistas o incluso poemas, como por

ejemplo, los titulados “arte poética” (156). En cuanto a la función, pueden servir como

explicación, advertencia o autojustificación; ellos lo piensan sobre todo en relación con

una selección de poemas inéditos, reeditados o traducidos, es decir, con el armado de

antologías. Nosotros veremos que estas funciones pueden extenderse a las autopoéticas

elaboradas en otros contextos.10

10
Los autores no incluyen en este conjunto a los manifiestos, porque, según ellos, estos poseen un elemento
subversivo del que las poéticas de poetas prescindirían (159). Sin embargo, esto resulta discutible, pues las
autopoéticas o las poéticas de autor pueden guardar un afán subversivo respecto del estado del campo
literario. La subversión es, por supuesto, muy clara y contundente en los manifiestos vanguardistas, pero
puede presentarse en formas menos agresivas o declarativas y sin embargo, tener la misma fuerza
revolucionaria que un manifiesto propiamente dicho.
27

Por otro lado, los autores advierten una gran diversidad de circunstancias de

enunciación (o escritura), formas, preocupaciones e ideas, que caracterizan a estas poéticas

de poetas. Y aunque establecen un criterio de unidad basado en la pretensión de los poetas

de definir la poesía, en función de sus propias prácticas, reconocen finalmente que este

fenómeno artístico escapa a toda definición que no sea parcial, provisoria y abierta (157).

Por este motivo también, señalan que estos textos se rehúsan a caer en el didactismo (al

contrario de las preceptivas clásicas) y poseen, antes que cualquier otra cosa, un carácter

literario y a la vez inacabado, al modo de la nota o el fragmento (157).

Por su parte, en la presentación del monográfico, Demers describe otros rasgos de este

conjunto, cuyo florecimiento es ubicado por la autora en el siglo XX (6) y dentro de la

categoría de las “poéticas del yo” (7), pues se sustentan sobre la pura subjetividad y

priorizan al sujeto (8). Hijas de la revolución romántica y hermanas de la filosofía

individualista, estas poéticas se desmarcan de todas las instituciones dominantes y

reclaman para sí mismas, como práctica generalizada y persistente (a pesar de su

discreción), el retorno del vínculo directo de la literatura con la inspiración, en consonancia

con las ideas románticas, modernistas y simbolistas de finales del siglo XIX (8). De hecho,

Demers sitúa en los textos de Baudelaire, Lautréamont y Mallarmé la aparición formal de

estas reflexiones personales, cuya proliferación responde al descubrimiento por parte de los

poetas de la importancia de pensar sus propias prácticas, en un momento en el que ya no

hay definiciones precisas o unívocas de qué es la poesía (8). 11

Advierte, tal como vimos en la sección anterior, que la acepción actual del sustantivo

“poética” implica principalmente las tentativas de teorización sobre fenómenos

discursivos, aunque a veces (como en este caso) incluye la concepción explícita o no que

tiene un escritor sobre la poesía en general y sobre la suya en particular (8). Aclara,

además, que su objeto de estudio es lo que denomina “poética explícita del poeta”, y no la
11
Tal como observamos en el punto 1, los autores sitúan en el romanticismo el cambio de rumbo en el modo
de teorizar acerca del arte.
28

“poética inmanente”, es decir, aquella incluida en toda práctica literaria, que es una

problemática propia de la crítica, más que de la poética (9).

Otra de las características que Demers atribuye a estos textos es la “auto-destinación”

(10), es decir, una fuerte implicación del sujeto por el uso del yo fingido (o no),

acompañada de una ausencia de pretensión de universalidad, por la que que se diferencian

claramente del discurso legislativo del arte poética y del manifiesto, cuyas fases

pre/proscriptivas implican siempre una verdad absoluta (10). Finalmente, esta fuerte

presencia de la subjetividad del escritor supone para Demers una retirada al margen de la

institución literaria, pues el poeta que expresa su concepción de la poesía busca, antes que

adscribir su práctica a una tradición, situarse a sí mismo con sus ritmos interiores

(intelectuales, emotivos, corporales) en relación con la poesía. Por eso, estos textos estarían

a mitad de camino entre el arte poética que crea la institución literaria y el manifiesto que

la rechaza (10). Demers estaría sugiriendo que lo central es la subjetividad del poeta y la

centralidad de su quehacer antes que lo establecido por la institución literaria o por la

tradición. Nosotros disentimos con esta última afirmación, pues resulta quizá un poco

ingenuo o una característica atribuible sólo a una porción de esta categoría textual, dado

que consideramos que ambos factores (institución literaria y tradición) son ineludibles a la

hora de analizar este corpus, como veremos más adelante.

Otro aporte dentro del ámbito europeo, pero mucho más breve y con pocas

especificaciones, es el de la crítica española Pilar Rubio Montaner, quien realiza un

reclamo de atención para este conjunto textual al que ella denomina “poética de autor”

(1994). Señala que, durante el siglo XX, luego de la excesiva atención que se brindara a la

figura del autor en su dimensión empírica y genética, la teoría de la literatura se volcó, en

primer lugar, al estudio y análisis del texto literario y artístico, en la búsqueda de la

especificidad verbal del lenguaje poético (fase formalista); y en un segundo momento, al

lector (hermenéutica de la recepción). Sin embargo, la estudiosa española considera


29

necesario, en una nueva fase, recuperar al autor como “instancia de una nueva historia de

la literatura” (186), completando y atendiendo al circuito comunicativo completo. En

aquellos vaivenes entre el texto y el receptor, se había dejado de lado injustamente la

instancia autoral, la cual ahora se ve enriquecida por las consideraciones y el análisis

profundo que la teoría literaria ha realizado en torno a aquellos dos componentes de la

comunicación literaria. Por eso, Rubio Montaner expresa en su texto que “la necesidad de

una recuperación de todo lo relacionado con una Poética del emisor, sin olvidar

lógicamente texto y recepción, es evidente para llegar a un conocimiento completo de la

comunicación literaria (y artística en general)” [186].

Hoy en día, es cada vez más extenso el listado de críticos que abogan por una

interpretación integral de la obra desde una pragmática del autor, como figura sociológica

implicada en el proceso literario: 12

El teórico debe salvar también al autor, como emisor específicamente cualificado


(Lázaro Carreter, 1976), como artífice y garante de la función comunicativa de la obra
(Segre, 1969 y 1985). En la interpretación de la obra no pueden marginarse (olvidarse
o descuidarse) ni la interpretación del autor y su intención, ni los impulsos
inconscientes en la constitución del significado poético del texto (García Berrio, 1989)
(187).

Para Rubio Montaner, el análisis de los textos teóricos sobre literatura y arte elaborados

por el mismo escritor permiten completar el estudio de la producción literaria en tres

sentidos (188): el surgimiento de reflexiones de Teoría literaria en contacto con la propia

creación y no al margen de ella; la coincidencia o divergencia de estos textos con las

propuestas teóricas puras en torno al hecho literario; y la posibilidad de encontrar factores

sobre la construcción de la obra no observados todavía.

A nuestro entender, estos tres sentidos permiten vislumbrar la complejidad del

fenómeno de las autopoéticas en relación con los textos de ficción y su importancia como

12
También podemos aludir a Darío Villanueva, Arturo Casas, el ya mencionado Walter Mignolo, Beatriz
Sarlo y Carlos Altamirano, Laura Scarano, entre otros.
30

herramienta para el análisis de las obras. Sin embargo, nuestra intención es superar esa

función instrumental y estudiar este corpus como una fuente de indicadores no sólo para la

interpretación de una obra, sino también para acercarse al autor, y a su contexto de

producción, entre otras cuestiones.

Por último, hemos de mencionar el curioso caso de un autor estadounidense que utiliza

el término “auto-poetica” sólo en el título de su libro, con un sentido que, de algún modo,

enriquece nuestra perspectiva. David Lewes publica, en 2005, una recopilación de ensayos

sobre novelas anglosajonas autorreferenciales del siglo XIX, y la titula: Auto-poetica.

Representation of the Creative Procession Nineteenth-century British and American

Fiction. En el prólogo, Lewes se detiene en la constitución de la novela autorreferencial,

nacida hacia finales del siglo XVIII. Estas primeras exploraciones de la mente del artista

establecen un paradigma para las Künstlerromane (o “novelas de artista”) anglo-

americanas. 13 Confesionales, psicológicas, introspectivas, estas novelas comenzaron a

aparecer, reflejando la fascinación que sus autores sentían por la naturaleza del arte, el

proceso creativo y la evolución del artista, a pesar de las obstrucciones sociales que

parecían invariables (XI). En torno a este género novelístico, el autor norteamericano

indica un vector de análisis interesante para nuestro trabajo: “The essays in this collection

examine such aspects of the genre, including the artist-novel as a commodity in which

authors quite literally sell themselves in the market-place…” (XII, el destacado es nuestro).

Esta idea de “venderse a sí mismos en el mercado” resulta inspiradora no sólo en el análisis

de las obras ficcionales autorreferenciales (que es el que propone el autor), sino también en

textos autopoéticos, en los cuales el escritor buscaría de algún modo “venderse a sí mismo”

no sólo en términos económicos, o mejor dicho, sí en términos económicos concebidos

13
Afirma Lewes que la Künstlerroman (“artist novel”) es la novela sobre los artistas y su trabajo, aparecida
recién en los últimos años del siglo XVIII (Cf. 2005: ix): “And ever after the novel had become staple of
European literature (frequently denounced as responsible for everything from masturbation to hysteria to the
decline of civilization), the sub-genre that was to be a Künstlerroman had to wait for the liberating and
confessional nature of Romanticism” (2005: x).
31

según la teoría de Bourdieu: 14 de acuerdo con pautas de prestigio, calidad, originalidad y

otras (según las coordenadas témporo-espaciales en las cuales se ubica), con el fin de

mantener o mejorar la “cantidad” de capital simbólico.

3. La consolidación de una categoría

3.1. Las autopoéticas como clase textual

En el año 2000, el teórico gallego Arturo Casas se detiene en su artículo “La función

autopoética y el problema de la productividad histórica”. No desarrolla de modo

exhaustivo el tema, sino que propone algunas líneas de trabajo que quedan abiertas para

estudios posteriores.

En principio, Casas es quien utiliza en el ámbito de los estudios literarios el término

“autopoética” que nosotros retomamos. 15 Define estos textos como una “clase textual”,

anclados en la intencionalidad del autor, que es una de las siete normas de la textualidad

que originan el texto como acontecimiento comunitario, según De Beaugrande y Dressler

(209). Sin embargo, advierte que, desde una perspectiva hermenéutica, deben examinarse

los mecanismos reactivos contra la voz del autor, propios de la prevención gadameriana,

ante el impulso reconstructivista en el terreno de la interpretación. 16 Gadamer se pronuncia

14
Bourdieu habla de la “economía de los bienes simbólicos”, pues aplica las estrategias del campo
económico a los otros campos. Dice Gutiérrez: “Se trata de espacios sociales como el mundo del arte, el de la
religión, el de la ciencia, el de la política, el de la economía doméstica, etc., en los cuales el “desinterés” –en
sentido estrictamente económico- es recompensado con la obtención de otros beneficios –especialmente
simbólicos- y que descansan sobre el rechazo o la censura del interés económico y sobre la denegación
colectiva de la verdad económica” (2012: 38).
15
En consonancia con las conclusiones de Arturo Casas, muchos investigadores de la Universidad de
Santiago de Compostela utilizan el término en sus trabajos de investigación, aplicándolo a los textos de los
autores que estudian, pero sin entrar en la discusión teórica en torno a él.
16
Más adelante, Casas sumará a esta prevención gadameriana dos advertencias más respecto de teorías que
involucrarían la aceptación o rechazo de una instancia como la de las autopoéticas: en primer lugar, evitar
darle preeminencia a los programas por sobre las obras, movimiento advertido por Vattimo, cuyo inicio lo
sitúa en el movimiento romántico y en la obra de Hegel. De acuerdo con esto, Vattimo afirma que el discurso
sobre la obra artística “`llega a ser el modo esencial y fundamental de encontrar y de gozar la obra de arte,
con respecto al cual todos los otros actos en que consiste el acercamiento son sólo preparatorios´ (Vattino
1993: 81)” (211). Esta valoración indicada por Vattimo exagera el grado de importancia de las poéticas de
autor, otorgándoles una función mediadora imprescindible entre el receptor y la obra de arte. Por lo tanto,
también nos apropiamos de esta advertencia. En segundo lugar, Casas realiza una advertencia terminológica:
el vocablo “autopoética” no está relacionado con la concepción organicista y constructivista de la
32

contra el “fenómeno de la autointerpretación de artistas y poetas”, rechazando la idea

“según la cual las obras de arte responderían `a la ejecución planificada de un proyecto´

(Gadamer 1994: 79)” (211). Coincidimos con esta advertencia, pues es sabido que el

discurso teórico de los autores sobre su propia obra suele ser posterior a ella y su

conocimiento no resulta absolutamente necesario para la interpretación de la obra

ficcional; aunque sí entendemos que para un estudio especializado, las autopoéticas

resultan herramientas fundamentales. Por lo tanto, siguiendo a Casas, sería deseable que

este corpus textual no se estudie únicamente como instancia de “revelación” acerca de la

“verdad” de la obra, ya que el proceso de interpretación no suele depender de las

declaraciones explícitas de los autores, principalmente en el caso de los lectores medios, no

especializados (210). 17

Por otra parte, Casas afirma que no hay consenso teórico acerca del dominio de lo

autopoético, quizá porque no hay especificidad textual, y sus presuntas marcas, tal como lo

habían advertido Demers y Laroche, son su imprecisión, su asistematicidad y su

fragmentariedad (210). Lo curioso es que, a pesar de esta indefinición, los lectores no

tienen dificultad para identificar esta clase de textos, lo cual es sugerido también por

ambos críticos franceses al afirmar que estos textos poseen un parentesco evidente.

En función de estos rasgos, Casas propone una definición para esta clase textual:

serie abierta de manifestaciones textuales cuando menos convergentes en un punto:


dar paso explícito o implícito a una declaración o postulación de principios o
presupuestos estéticos y/o poéticos que un escritor hace públicos en relación con la
propia obra bajo circunstancias intencionales y discursivas muy abiertas (210).

“autopoiesis”, enunciada por el biólogo H. Maturana en los años 70 y seguida después por la teoría
sociológica de Niklas Luhmann (211). También Ira Livingston utiliza el término “autopoiesis” adaptando la
noción de Maturana al ámbito del lenguaje y la literatura, haciendo hincapié, por lo tanto, en el cuño
biologicista del concepto. A pesar de la homonimia con nuestra categoría, dejaremos de lado este trabajo por
alejarse de nuestra perspectiva.
17
Esto último es necesario tenerlo en cuenta, pues la prevención gadameriana no debería llevarse al extremo
en los casos de lectores especializados. En esto, estamos de acuerdo con lo planteado por Mignolo y
Muschietti acerca de la necesidad de poner los textos en relación con los metatextos (poéticas de autor,
autopoéticas y otros) para lograr una correcta interpretación de la obra. Es importante tenerlos en cuenta para
comprender el circuito de la comunicación literaria en su totalidad, en cuanto son textos que circulan y
colaboran en la formación de una imagen pública del autor, cosa de la que éste es consciente, y que incide en
su obra y en la consideración por parte de sus contemporáneos.
33

La definición presenta muy pocas especificaciones, porque la variedad en la que se

presentan las autopoéticas es muy amplia. Sin embargo, hay algunos elementos en esta

definición que nos interesa rescatar: por un lado, la declaración o postulación de principios

o presupuestos estéticos; por otro lado, el hecho de que el escritor los hace públicos en

relación con su propia obra; y finalmente, la diversidad de circunstancias, que le permite

postular luego la “pluralidad tipológica” de esta serie (215), que genera resultados diversos

según el tipo textual que predomine (narrativo, descriptivo, argumentativo, etc.). Estos

elementos pueden guiarnos al momento de decidir qué textos ingresan de lleno bajo el

paraguas de esta categoría y cuáles no, teniendo siempre presente el hecho de que habrá

casos indefinidos e inclasificables que no por eso falsean los conceptos teóricos, sino que

más bien los enriquecen. Así el horizonte de nuestro trabajo contempla por un lado, la idea

de que estos textos son fácilmente identificables por los lectores y, por otro, la necesidad

de evitar una caracterización cerrada (ambos puntos señalados tanto por Casas como por

Demers y Laroche). 18

Luego, al reflexionar acerca de la relación entre estos textos y los mismos escritores, el

teórico gallego advierte la recurrencia de una especie de “guiño”, que implica “un

distanciamiento moral a veces insalvable con lo que a regañadientes se está haciendo”

(212). A veces incluso presentan un tono paródico que termina convirtiéndolos en textos

literarios (como sería el caso de Vázquez Montalbán o Martínez Sarrión) y darían cuenta,

de este modo, de una ideología epocal que desequilibra la función autopoética. Así para

muchos poetas, la autopoética resultaría una parte prescindible o un residuo exmachina de

18
En este texto, el teórico español identifica la existencia de una función autopoética a la cual todo texto
autopoético se asocia y que mantiene “dependencia directa con las dimensiones ilocutiva y perlocutiva del
macroacto de habla generador del enunciado en cuestión, y que potestativamente propenderá a lo
representativo, lo comisivo, lo directivo, lo expresivo, lo instaurativo” (211). Si bien no volverá a mencionar
el término “función autopoética” se volcará a lo largo del artículo a reflexionar acerca de sus implicancias. Si
bien consideramos fundamentales las dimensiones ilocutiva y perlocutiva en estos textos, no tomaremos la
categoría de “función” por considerada reductiva y en relación directa con una tradición teórica determinada.
34

su obra (212). 19 Sin embargo, esto que pareciera restarle importancia a esta clase textual,

aparece como un dato para tener en cuenta, pues el hecho de que algunos grupos

generacionales confíen a las autopoéticas la exposición de sus principios, las declaraciones

de sus presupuesto estéticos (y a veces también ideológicos), la construcción de sí mismos

como grupo en un gesto fundacional, contrasta significativamente con aquellos grupos que

restan importancia a estos textos utilizándolos como espacio paródico, lúdico. Una acción

tan diversa puede ser considerada un síntoma de los diversos modos distintos de concebir

la literatura, la propia obra, el lenguaje, la autorreferencia, el grupo de pertenencia, etc., la

cual sin duda deberá ser tenida en cuenta al momento de analizar los casos concretos. Esto

se observa claramente al diferenciar las autopoéticas escritas por los escritores de la

generación del 70 española (citados por Casas) y las escritas en los inicios de la generación

siguiente, con un estilo más cercano al manifiesto vanguardista. Por eso, una conclusión

interesante que es posible extraer del artículo, entre otras, es el hecho de que los textos

autopoéticos no importan tanto en su contenido como en el gesto que implican o los

efectos que causan al circular por el campo artístico.

A continuación, Casas establece una serie de pautas de clasificación basadas en distintos

criterios que, discutibles o no, sirven para detenerse en algunos aspectos que habrá que

tener presentes en el estudio de esta serie textual. En primer lugar, distingue entre

autopoéticas implícitas y explícitas: según si están incorporadas o no a las obras literarias

(214), teniendo en cuenta que las primeras ya son de por sí testimonio de un marco previo

de convenciones y jerarquías literarias. En este caso, se plantea la diferencia entre las

autopoéticas ensayísticas y las que permanecen dentro de los géneros discursivos de

ficción. Coincidimos con Casas en que hay que distinguir ambos conjuntos pues se rigen

19
Casas cita en este punto a García Montero: “Entre todos los deberes literarios que conozco, me parece el
más enojoso la formulación de una poética personal” (213), como ejemplo de “deslegitimación más o menos
virulenta de esta modalidad textual” (212). Sin embargo, es por lo menos interesante que el autor que
confiesa su disgusto sea justamente el poeta granadino, quien ostenta una obra ensayística (compuesta por
más de diez libros) tan prolífica como su obra poética, en la cual formula en términos claros y firmes (en
ocasiones, rotundos) los fundamentos de su poética personal.
35

por convenciones de escritura y de lectura diferentes. En segundo lugar, diferencia entre

autopoéticas de referencialidad individual y de referencialidad colectiva, según si el autor

habla por sí mismo o de acuerdo con una ideología compartida con un grupo al que

pertenece (215). Esta cuestión será importante para indagar los mecanismos a partir de los

cuales se construye el sujeto, personal o colectivo, en las autopoéticas estudiadas.

Luego, considera las relaciones entre la obra y la poética del autor en el plano

texto/texto, para analizar el grado de autonomía o heteronomía de los textos autopoéticos

respecto de la obra literaria (215). Este análisis remite a la necesidad de poner en

correlación el discurso teórico de un autor con su praxis artística para examinar si hay

coincidencias o contradicciones, algo que Mignolo y Muschietti ya habían sugerido. Sin

embargo, es válido preguntarse: ¿hay que exigir coherencia?, ¿es necesario que haya

correlación entre ambos?, ¿sería un defecto por parte del autor la incoherencia entre ambas

instancias? Quizá en ocasiones la incoherencia sea buscada o quizá también el escritor sólo

pretenda lograr modos de reconocimiento y de prestigio a través de su discurso teórico, que

no ha logrado (o ha logrado de modos imprevistos y no queridos) con su obra ficcional.

Con esto queremos indicar que la incoherencia no es siempre inconsciente y errática.

Otras líneas que el teórico español dejará planteadas serán la correlación entre

antologías y poéticas de autor; 20 la necesidad de atender a la distancia temporal entre el

acto de escritura y el acto de lectura, base para la comprensión que no debe olvidarse o

dejarse de lado (“principio de productividad histórica”, acuñado por Gadamer en 1991); la

manifestación textual de la función-autor, en términos foucaultianos; la relación con el acto

autobiográfico y la literatura del yo, entre otros. Este texto, si bien es breve, condensa una

importante cantidad de dilemas sugestivos que retomaremos a lo largo de nuestro estudio.

20
Demers también advierte esto. Si bien no menciona la palabra “antología”, se refiere en parte a ello al decir
que la función de las poéticas de poetas es explicar, advertir o justificar una selección de poemas inéditos,
editados o traducidos. En el armado y publicación de una antología, un autor o un antólogo toman decisiones
importantes que se ven fuertemente influenciadas por diversos factores que determinan, sin duda, la escritura
de una autopoética en ese contexto (como prólogos, notas preliminares, epílogos, etc.).
36

3.2. Poéticas del creador literario

Otro hito en este recorrido es el estudio de Víctor Zonana, que ya hemos mencionado al

hablar de la evolución histórica de la poética. Es el aporte más cercano en el tiempo y en el

espacio (pues su autor es argentino), pero también más concreto y preciso respecto de la

sistematización del concepto.

En la introducción de Poéticas de autor en la literatura argentina contemporánea

(desde 1950) (vol. I), Zonana (2007) utiliza la categoría de “poética del creador literario”

para referirse a “la especulación de los autores sobre el hecho literario”, cuyo “carácter

procedimental” se origina en el hecho de que las preguntas y respuestas planteadas “están

determinadas por los desafíos de las prácticas” (20).

Focalizado ya en la caracterización de la categoría, apela a la noción de “pacto crítico”,

que toma de Antonio Rodríguez y que invita a pensar en qué tipo de relación pretende

establecer el sujeto de la enunciación con su posible receptor (lector modelo o implícito).

El pacto crítico se distingue, por un lado, del pacto lírico que está centrado en la

afectividad y por otro, del pacto fabulante, centrado en las acciones; pues, según

Rodríguez, se centra en “el mundo de los principios y valores y halla su canal de expresión

en el ensayo y el tratado teórico-crítico” (24). 21 Según Zonana, este pacto permite una

distinción respecto de aquel propuesto por un creador narrativo, dramático o lírico, pues se

sitúa en un marco institucional distinto, que puede modificar las instrucciones de lectura,

21
Afirma Rodríguez (2003) que el pacto crítico está centrado en la evaluación y presenta una visión crítica de
los valores humanos, tanto estéticos, éticos u ontológicos, que se relacionan con realizaciones concretas
(construcciones, obras, acciones) o abstractas (normas, ideas, conceptos). Su efecto global consiste en volver
a poner en cuestión ciertas normas y en convencer a los lectores de una nueva valoración (92). En este punto,
se encuentra en consonancia con lo planteado por Adorno (1962) respecto del ensayo pensado como forma
crítica. Los textos en los que se instaura este pacto poseen un punto de vista fuertemente ligado al del autor y,
en raras ocasiones, se presenta una complejidad de voces, a través de personajes que encarnan diferentes
posiciones de la argumentación, uno/s de los cuales representa/n el punto de vista autoral (93). Para
Rodríguez, por lo tanto, no es común que este pacto se funde sobre el estatuto de ficción, salvo que sea para
ilustrar la reflexión (mitos, personajes legendarios) o para imaginar otros puntos de vista, distintos a los del
autor. Generalmente está anclado en lo factual para instaurar un contrato de realidad o de verdad con los
lectores. De hecho, el pacto crítico se funda sobre una formación referencial normal que determina
considerablemente la forma (95). No lo tomamos como categoría definitiva para delimitar nuestro corpus
pues consideramos que el pacto crítico podría darse también en manifestaciones autopoéticas líricas,
narrativas o dramáticas.
37

los roles y los efectos esperados (24-25), adquiriendo una proyección pragmática y

sociológica. Además, este pacto “instaura un distanciamiento con respecto a la obra

devenida objeto de reflexión, distanciamiento diverso del que se ofrece en el acto de

sucesivos ajustes de la obra creada” (25).

Este distanciamiento se ve también acentuado por las variables que influyen en la

constitución del escritor como crítico: la formación profesional y la enciclopedia literaria,

el nivel de implicación en un proyecto grupal, la posición en la serie literaria, sus

propósitos, sus intereses. Por eso, la reflexión teórica que realiza el creador literario posee

para Zonana algunas características particulares, todos ellas altamente pertinentes para

nuestro trabajo: está influenciada por los problemas poéticos surgidos al calor de los

debates propios del sistema literario en que se inscribe; está implicada en los problemas

que se le plantean como creador en función de sus elecciones de estilo, lenguaje y género,

la relación obra/mundo, la finalidad de la obra; puede servir para destacar la pertinencia de

su proyecto literario en el contexto de un proyecto grupal o de una tradición, subrayando

continuidad o divergencia; y finalmente, puede servir para delinear el espacio que defina

las condiciones de recepción/interpretación de la obra propia para sus lectores potenciales

(éste sería el sentido programático de manifiestos, programas, prólogos, etc.) (25). Estas

características se entrecruzan, además, con las tensiones en las que estos textos participan y

que orientan sus estrategias argumentativas, su estilo, las fuentes en que se apoya y los

géneros que utilizan. Algunas de estas tensiones se producen por la articulación contexto-

grupo-individuo (26), por la dialéctica anterioridad/posterioridad de la reflexión respecto

de la creación afectiva (27), por la relación programa/realización concreta (28), por la

elección de un determinado metalenguaje para exponer el programa de escritura (29), por

la diferencia entre la especulación sobre la propia obra y la especulación sobre la obra

ajena (30), por la vinculación entre poética de autor y representación del yo (31). En
38

función de esta última, Zonana señala una cuestión que resulta altamente relevante para

nuestra hipótesis:

Por último, cabe destacar la imagen que el escritor desea dar de sí en el espacio
público. Esta imagen incide en su interpretación y en su recepción de un modo más
dramático. Epistolarios, entrevistas, manifiestos, prólogos, que permiten reconocer
una figura que se diseña en función de estrategias específicas y de la búsqueda de una
legitimación de la poética personal en el campo de las prácticas ya canonizadas del
sistema […] Estos ejemplos muestran cómo esa imagen está en relación con la
situación emergente, canónica o remanente que ocupa el escritor en determinado
momento y cómo esas posiciones pueden relacionarse también con la definición de los
principios que guían su actividad creadora (32-33; el destacado es nuestro).

El crítico argentino incorpora al estudio de este conjunto textual un parámetro que no

había sido considerado de forma explícita por los teóricos anteriores: el contexto de

inserción del autor, ese espacio público que influye de forma decisiva en la auto-figuración

que el autor pretende diseñar en sus textos para obtener legitimidad y que incide

directamente en la declaración de sus principios estéticos. Creemos que Zonana acierta en

el planteo de todas estas cuestiones, que funcionarán como disparadores de nuestro trabajo

al momento de definir las implicancias de estos textos y postular la existencia de un

espacio autopoético.

Esta introducción se cierra con los modos de manifestación de la poética de un escritor

advirtiendo que los géneros o subgéneros textuales en los que cristalizan son amplios.22

Entre los más utilizados Zonana distingue tres grupos: 1) textos teóricos-críticos, 2)

paratextos (peritextos, epitextos públicos y privados), 3) textos metapoéticos, aunque estos

últimos se distinguen de los anteriores por darse en el marco de la obra de arte (34-35). 23

Volveremos sobre estas distinciones más adelante.

22
Incluye, por ejemplo, los manifiestos (que habían sido rechazados por Demers) o también las entrevistas,
no mencionadas hasta ahora.
23
Zonana utiliza el giro “poética implícita” para referirse a la extracción de principios que guían la praxis
creadora a partir del trabajo del investigador en función de los textos, biografías, etc. Lo mismo a lo que
Demers denomina “poética inmanente”
39

3.3. Discursos contiguos

Para cerrar este recorrido, nos referimos ahora al aporte de la argentina Graciela Ferrero

(2012), quien analiza la noción de “autopoética”, ubicándola dentro de los fenómenos

“meta”, en el nivel de la empiria, como “primera reflexión sobre una obra concreta, que

supera la aprehensión del lector común” y que es “un primer distanciamiento respecto al

objeto [estético]” (12). En cuanto fenómeno “meta”, le atribuye una índole espacial:

Otorgamos dimensión topológica al conjunto de procedimientos que desde ciertas


textualidades artísticas generan una reflexión sobre el arte al que pertenecen: la pintura
desde la materialidad del cuadro; el cine desde el texto fílmico; la literatura desde la
novela, un soneto o la tragedia (14).

A este “espacio meta” le otorga una dimensión “trans”, en cuanto que “atraviesa la red

discursiva como una formación discernible y adaptada a las modalidades de cada tipo de

discurso” (14). Partiendo de esta base, Ferrero indaga la relación entre los fenómenos

“meta” y las autopoéticas dentro de una obra, pero también en el marco de la teoría de la

comunicación literaria. Para ello, retoma el artículo de Arturo Casas, que analizamos

anteriormente, pero se permite ensayar una mirada diferente, desde una “perspectiva

sistémica”, según el modo en que el que las autopoéticas “actúan hoy en un sistema en el

que la crítica ajena tampoco pretende ser portadora de verdad ni autoridad exegética, ya

que es también escritura, hibridez, ficción y hasta ejercicio deliberado de impostura” (30).

La autora propone, entonces, hablar de “discursos contiguos”, utilizando la palabra

“contigüidad” en tanto “cercanía, adyacencia, proximidad, y por lo tanto, anulación (o

atenuación) de distancia jerárquica” (31). Si algo caracteriza a la clase textual de las

autopoéticas, dice Ferrero siguiendo a Casas, es la amplitud de variedades en las que

pueden presentarse. Sin embargo, al preguntarse si los metapoemas pueden ser incluidos en

esta clase, la respuesta es enfáticamente negativa: “los metapoemas como textos hacen

explícita su condición de artificio a través de una retórica y estructura metapoéticas que

orientan la comprensión de los lectores” (32). Por lo tanto, la relación entre metapoemas y
40

autopoéticas sería no de homologación, sino de analogía, reservando el primer término

para los poemas autorreferenciales y el segundo para los textos que se encuentran fuera de

la obra de creación (32). El modo en que esta relación de analogía se produce entre ambos

conjuntos textuales es analizado en el Capítulo IV, titulado justamente “Discursos

contiguos”, en el que Ferrero afirma que la vinculación es puramente temática, en cuanto

que las autopoéticas “constituyen una reflexión sobre la praxis poética, pero realizada por

el sujeto empírico en rol de poeta, de crítico, de ensayista, al margen del texto objeto”

(199). Luego, previene a los lectores acerca de que “la percepción global de coherencia

programática no significa una total homogeneidad en la configuración de autopoéticas y

ensayos escritos a lo largo del tiempo; la madurez del sujeto poético es inescindible de la

del sujeto ensayístico” (200).

Nos interesa la perspectiva de la crítica argentina por el modo en el que define las

autopoéticas en prosa como un discurso contiguo respecto de las autopoéticas en verso, sin

relación jerárquica, aunque distintas en cuanto a las instrucciones de lectura que cada una

establece y a las competencias que un lector debe poner en marcha para interpretarlas

adecuadamente. También consideramos válida la advertencia sobre la falta de

homogeneidad en el programa de escritura, que suele generarse al considerar la totalidad

del conjunto de textos que constituye la obra de un autor. Sólo en un punto

permaneceremos quizá en una posición menos definitiva que la adoptada por Ferrero: la

cuestión de si puede haber poemas autopoéticos o si el término cede por completo su lugar

a la categoría de metapoesía; o en el caso de que no fuera así, cuál es la relación entre el

“espacio meta” y lo que nosotros llamaremos más adelante “espacio autopoético”. Sin

duda, ambos rótulos refieren al fenómeno de la autorreferencialidad; pero creemos que es

la posición del observador la que decide estudiar esos poemas como metapoesía –en el

contexto de un estudio más amplio sobre los procesos de autorreflexión que los versos

generan respecto de sí mismos–, o como autopoéticas –en el marco de un estudio en torno


41

al armado de una figura de autor que, de distintos modos y a través de distintas

convenciones, sea funcional a los intereses del escritor.

* * *

Hasta aquí, hemos realizado un recuento de la atención diversa (y escasa) que este

conjunto textual ha tenido en los estudios literarios. Si bien son textos con los cuales los

críticos trabajan frecuentemente, en general, su uso es de índole contenidista e

instrumental, constituyendo una instancia de contraste con la obra de creación literaria para

la verificación del “cumplimiento” de las ideas enunciadas. Sin embargo, los mismos

autores nos advierten respecto de estas operaciones críticas, las cuales si bien son válidas,

requieren del estudioso una actitud alerta y cuidadosa para no caer en las posibles trampas

que estos textos esconden, como por ejemplo, la de pretender encontrar en las palabras del

propio autor una “tabla de salvación” para la interpretación del hecho artístico. Por eso,

para cerrar este capítulo, retomamos la advertencia realizada por Umberto Eco en una

conferencia dictada en Cambridge en 1990, sobre el proceso de interpretación y los

peligros de la “sobreinterpretación”:

Existe, no obstante, un caso en que puede ser interesante recurrir a la intención del
autor empírico. Hay casos en que el autor aún está vivo, los críticos han dado sus
interpretaciones del texto y puede ser entonces interesante preguntar al autor cuándo y
en qué medida él, como persona empírica, era consciente de las múltiples
interpretaciones que su texto permitía. En este punto la respuesta del autor no tiene por
qué utilizarse para validar las interpretaciones de su texto, sino para mostrar las
discrepancias entre la intención del autor y la intención del texto. El objetivo del
experimento no es crítico, sino más bien teórico (1995: 86).

Es en este “experimento teórico”, propuesto por Eco, y en sus múltiples aristas, donde

pretendemos bucear a lo largo de esta investigación. En nuestro caso, si bien ambos poetas

estudiados han fallecido, sus textos autopoéticos cumplen, en cierto modo, la función que

Eco le otorga a la respuesta del autor.


42

CAPÍTULO 2

AUTO(R): LA TORSIÓN DEL DISCURSO


1
SOBRE SU INSTANCIA DE PRODUCCIÓN

El estudio de las autopoéticas como reflexión en torno al hecho literario desarrollada

por un autor, en función de sus presupuestos estéticos y de su propia praxis, supone

delimitar una serie de conceptos que marcan los derroteros teóricos de nuestra propuesta.

En consecuencia, nos detendremos ahora en cuatro núcleos teóricos que consideramos

fundamentales para definir cuáles son los parámetros principales según los cuales el artista

lleva a cabo su auto-figuración en los textos autopoéticos: la noción misma de autor; la

operación de textualización del yo; la elección de una tradición y el armado de una

genealogía; y por último, la dinámica del campo literario donde éste se inserta.

1. El problema de la autoría

La cuestión del autor es uno de los ejes fundamentales que se deben abordar al

emprender casi cualquier análisis teórico en torno a los textos literarios. En el caso de

nuestra investigación, esta figura de la escena literaria es el eje principal de la reflexión. En

principio, es necesario señalar que los intentos de respuesta respecto de esta problemática

han sido muchos y sería imposible recabarlos en su totalidad; por ello, aludiremos

principalmente a aquellos que más nos ayuden a reflexionar acerca de nuestro objeto de

estudio.

1
Como advertimos en el capítulo 1 (nota 1), es necesario pensar en principio las autopoéticas desde el prefijo
auto-, que compone el rótulo, el “sí mismo”, que en esta oportunidad posee la condición de ser un autor y a
esto se debe el juego lingüístico que titula este capítulo.
43

En el devenir de los estudios literarios, el autor ha sido olvidado, excesivamente

atendido, negado e incluso dado por muerto. Sin embargo, en las últimas décadas del siglo

XX, esta figura tan controvertida y siempre presente en la reflexión literaria, ha sido

retomada (“resucitada”, dicen algunos) desde diversas perspectivas, con el fin de encontrar

su punto medio entre dos extremos: la biografía del sujeto empírico y la figura ficcional

construida en el discurso. Así esta noción compleja pone en relación dos instancias,

vida/historia y escritura/texto, que están en permanente conflicto y cuyos límites varían en

cada época. Pozuelo Yvancos indica a propósito del autor: “[…] el emisor de la

comunicación literaria es una categoría construida culturalmente y que las distintas épocas

han modelizado en los términos de su propia concepción de creación” (1993: 122). Sin

embargo, no sólo las concepciones estrictamente literarias producen cambios en esta

categoría, sino también las teorías filosóficas y las visiones del hombre y del mundo que

cada cultura elabora. Es por eso que, como afirma Premat, “la problemática del autor

plantea […] la concepción colectiva del sujeto: su percepción, su funcionamiento, su

estructura, su metafísica. Es uno de los espacios privilegiados para analizar la manera en

que una sociedad piensa la subjetividad” (23). Todas estas variables impactan, de forma

directa, en el estatuto que la figura de autor asume en cada período histórico, oscilando

entre ser puro lenguaje o ser identificada sin mediaciones con un sujeto empírico, y las

correspondientes posiciones intermedias. Por ello, en principio, podemos observar que en

las investigaciones en torno a la autoría se abren dos perspectivas: aquellas que llamamos

junto con Laura Scarano (2000) “teorías negativas del sujeto” (26); y aquellas otras que

advierten la necesidad de poner el texto en relación con lo real, encontrando puntos de

enlace entre el sujeto discursivo y aquel otro que permanece fuera de los límites del texto,

inserto en la historia y en las series culturales y sociales (30).


44

La primera perspectiva posee un claro antecedente en el formalismo ruso, movimiento

artístico que se desarrolló a principios del siglo XX. Estos teóricos de la literatura

reaccionan frente a los paradigmas biografistas o psicologistas, que veían en el autor la

causa eficiente y el principio creador y dominador de la obra literaria y de sus posibles

interpretaciones (Swiderski 2012: 28). De hecho, si bien en épocas anteriores se puede

hablar de diversas interpretaciones de la obra literaria, el carácter de multiplicidad es

limitado. Por ejemplo, en Obra abierta, Eco (1992) advierte que durante la Edad Media, la

interpretación de textos seguía las pautas de los exégetas de las Sagradas Escrituras, de

modo que para cada texto era posible reconstruir cuatro sentidos: el literal, el alegórico, el

moral y el anagógico (76). Lo que indica Eco es que, en la poética del Medioevo, la

“apertura” de las obras literarias estaba limitada a “una rosa de resultados de goce

rígidamente prefijados y condicionados, de modo que la reacción interpretativa del lector

no escape nunca al control del autor” (76). Si bien Eco está abriendo camino en torno a las

teorías de la recepción, es interesante observar la concepción de autor que subyace, como

aquél que ejerce el control no sólo de su obra, sino también de la recepción.

Esta idea del autor se extiende, entonces, con diversas modulaciones, hasta principios

del siglo XX, cuando los formalistas, en pos de encontrar la especificidad de la literatura,

proponen el estudio inmanente de los textos, sus rasgos formales y sus estructuras propias.

Si el lector sólo necesita leer el texto y considerar los elementos que lo componen para

poder interpretarlo, lo primero que cae en desgracia es la instancia de producción de la

obra. Como indica Swiderski, el formalismo ruso parte del estudio de la literatura como

fenómeno social, pero en cuanto historia de las formas; es por eso que tanto Eichembaum

como Tinianov niegan las posibles relaciones entre la obra literaria y las series sociales y

culturales de la época, estableciendo como único vínculo posible la actividad lingüística

que significa la obra (29).


45

El estructuralismo posterior establecerá algunos lazos más consistentes entre la obra de

arte, la época en la que se produce y la sociedad en la que se interpreta, principalmente a

través de los desarrollos teóricos de Mukarovsky. Sin embargo, esto no significa que

recupere la instancia autoral. En este sentido, hacia el inicio de su artículo “El arte como

hecho semiológico”, el teórico checo afirma:

La obra de arte no puede ser identificada, como lo pretendía la estética psicológica,


con el estado psíquico de su autor, ni con los diversos estados psíquicos suscitados por
ella en los sujetos receptores, continúa centrando su interés en el texto, su estructura y
las relaciones de oposición y complementariedad entre los elementos […] La obra está
destinada a mediar entre su autor y la colectividad (88).

La necesaria mediación del material estético entre la instancia de recepción y la

instancia autoral acentúa los afanes formalistas de liberar a la obra de los vaivenes

psicológicos del escritor, así como de las contingencias de su biografía.

El desarrollo de esta línea teórica también tiene una fuerte presencia en Francia, donde

teóricos como Greimas, Levi-Strauss y Barthes, elaboran una narratología de cuño

estructuralista que piensa la obra de arte en términos de niveles de sentido y lógica de

funciones, acciones y relatos. En el emblemático artículo: “Introducción al análisis

estructural de los relatos” (1982), Roland Barthes distingue entre los participantes de la

comunicación narrativa a un dador y a un destinatario del relato. Al segundo lo considera

como el necesario tú, oyente o lector de cualquier texto. Pero al hablar del dador y las

distintas perspectivas desde las cuales se lo ha estudiado, pone en un mismo nivel las

teorías sobre el autor como “persona” (en el sentido plenamente psicológico del término), a

quien identifica con el “autor”, que constituye un “yo exterior” a la novela; las teorías

sobre el narrador, como “conciencia total, aparentemente impersonal, que emite la historia

desde un punto de vista superior, el de Dios”; y por último, aquellas corrientes que

identifican la perspectiva del narrador con la de sus personajes, a cuyos conocimientos y


46

vivencias aquél debe limitarse (32-33). Para dirimir la cuestión, Barthes realizará una

afirmación muy lúcida que poco después lo llevará a declarar la muerte del autor:

Ahora bien, al menos desde nuestro punto de vista, narrador y personajes son
esencialmente “seres de papel”; el autor (material) de un relato no puede confundirse
para nada con el narrador de ese relato; los signos del narrador son inmanentes al
relato y, por lo tanto, perfectamente accesibles a un análisis semiológico; pero para
decidir que el autor mismo (ya se exponga, se oculte o se borre) dispone de “signos”
que diseminaría en su obra es necesario suponer entre la “persona” y su lenguaje una
relación signalética que haría del autor un sujeto pleno y del relato la expresión
instrumental de esta plenitud: a lo cual no puede resolverse el análisis estructural:
quien habla (en el relato) no es quien escribe (en la vida) y quien escribe no es quien
existe (33-34).

De este modo, Barthes zanja de forma definitiva una cuestión que hoy en día es moneda

corriente en el ámbito de la literatura, pero que en ese momento estaba en discusión: la

llamada “falacia intencional”. Resaltamos este aporte temprano del pensador francés pues

pone de manifiesto la espinosa problemática que conlleva la relación entre vida y relato,

así como la imposibilidad de pensar en una identificación directa entre quien habla, quien

escribe y quien existe. Para el estructuralismo, entonces, sólo hay textos y rasgos

gramaticales que permiten establecer actores o figuras actantes, los cuales entran en

relaciones sistémicas pero no tienen conexión alguna con el extra-texto.

Pocos años después, en la misma figura de Barthes, pero también de Kristeva, Derrida y

Paul de Man, esta postura estructuralista evoluciona hacia una nueva modulación. En el

marco del llamado “post-estructuralismo”, el mismo Barthes proclamará la muerte del

autor al responder la pregunta sobre quién habla en Sarrasine, de Balzac: 2

2
Los antecedentes de la muerte del autor no son sólo literarios o artísticos, sino también filosóficos; por
ejemplo, incide en ella la afirmación de la disolución del sujeto en el Todo cósmico, según los postulados de
Schopenhauer y Nietzsche. Este último declara el declive del sujeto cartesiano y propone una nueva noción:
“El "sujeto" no es nada dado, sino algo añadido, imaginado, algo que se esconde detrás […] El "yo" es puesto
por el pensamiento, pero hasta ahora se creía, como cree el pueblo, que en el "yo pienso" había una especie
de conciencia inmediata, a cuya analogía entendíamos todas las demás relaciones causales. Pero por muy
habitual y necesaria que sea esta ficción, nada demuestra esto contra su carácter fantástico” (1967: n. 480;
882). También Casas advierte que esta noción de sujeto propuesta por el pensador alemán nos invita a pensar
en la (im)posibilidad de captarnos como totalidades, veladas por múltiples escudos, sombras o espejos que
median, por el doblez dialógico de toda conciencia, por la reverberación de la alteridad, por la cambiante
puesta en discurso histórica de la noción de sujeto/autor (2005: 16). Esta crisis filosófica del sujeto cartesiano
47

[…] la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La escritura es ese lugar
neutro, compuesto, oblicuo, al que va a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en
donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del
cuerpo que escribe (2013: 75).

Anunciará, de este modo, la muerte de un Autor con mayúscula, nacido gracias a los

esfuerzos del “empirismo inglés, el racionalismo francés y la fe personal de la Reforma”

(76), por los cuales se le concedía una máxima importancia a la “persona” del autor. Esto

había generado un movimiento centrípeto cuyo centro era el Autor, “su persona, su

historia, sus gustos, sus pasiones”, propietario de la única voz que se oye en la obra total,

como entregando sus “confidencias”; un Autor que era garantía del significado último del

texto, cerrando la escritura (76).Como afirma Helena Buescu (2005: 58), el autor cuya

muerte es anunciada por Barthes, consiste en la manera biografista y psicologista de leer

un texto.

Pero el pensador francés no apunta sus dardos únicamente a la figura del Autor, sino

principalmente a lo que la Crítica (también con mayúscula) ha hecho del autor: “… no hay

nada asombroso en el hecho de que, históricamente, el imperio del Autor ha sido también

el del Crítico, ni tampoco en el hecho de que la crítica (por nueva que sea) caiga

desmantelada a la vez que el Autor…” (81). Ha sido esa Crítica también la que “ha

promovido la explicación de la obra en quien la ha producido, como si, a través de la

alegoría más o menos transparente de la ficción, fuera, en definitiva, siempre, la voz de una

sola y misma persona, el Autor” (76). Esta advertencia con la que Barthes pretende

pronunciarse contra las modalidades anteriores de analizar los textos es válida al ingresar

iniciada por Nietzsche impactará fuertemente en la concepción del sujeto literario que entrará en un proceso
general de desvinculación respecto del autor empírico, de modo que este último ingresará en una fase de
agonía, cuyo fin será el anuncio de su muerte. De este modo, estas “teorías negativas del sujeto” desmantelan
“con eficacia la falacia intencional y la idea del texto como vehículo de transmisión de significados desde su
autor empírico, [pero] trasladan la cuestión a la noción hipermagnificada de texto (intertextualidad),
hipostasiando la faceta meramente discursiva de la subjetividad” (Scarano 2000: 29). El comienzo de la
escritura para estos teóricos post-estructuralistas se produce al mismo tiempo que la desaparición del autor
como origen.
48

al terreno de las autopoéticas, pues suele aparecer la tentación de tomar las palabras del

autor, de forma acrítica y directa, para llevar a cabo la interpretación de una obra.

Este texto barthesiano es considerado como el acta de defunción de un Autor al que

luego habrá que resucitar, pero en un cuerpo distinto, en un cuerpo atravesado por los

discursos históricos, culturales y sociales de los que emerge. Si bien el paso definitivo en

esta dirección lo dará, dentro del mismo panorama del post-estructuralismo, Michel

Foucault en su conferencia ¿Qué es un autor?, dictada en 1969 (sobre la que volveremos

más adelante), sin embargo, otros ya se han preguntado anteriormente acerca de estas

mismas cuestiones. Es el caso de Mijail Bajtín, quien en los textos reunidos en Estética de

la creación verbal (2002) (publicados póstumamente), reflexiona extensamente sobre esta

categoría discursiva. Nos interesa aquí tener en cuenta dos cuestiones: por un lado, el

concepto de enunciado, que abre la noción de autor a la otredad; por otro, la distinción que

realiza entre el autor “real” y el autor-creador, inscripto en la obra.

En cuanto a la primera cuestión, es primordial la definición de enunciado como “unidad

real de la comunicación discursiva” (255), en cuya constitución participan un hablante y un

oyente (no ya un emisor y un receptor), ambos de modo activo. Todo enunciado tiene

carácter de respuesta y está preñado de respuesta, pues la genera de una u otra forma en su

oyente. De este modo, cada enunciado es “un eslabón de una cadena complejamente

organizada de otros enunciados” (258). Lo interesante de este planteo es el reconocimiento

de la otredad en el discurso y el otorgamiento de un lugar en la constitución del propio

texto: “una obra determina las posturas de respuesta de los otros dentro de otras

condiciones complejas de la comunicación discursiva de una cierta esfera cultural” (265).

Este planteo de Bajtín es un corolario de sus teorías acerca del dialogismo de la palabra,

que abordaba ya en su primera versión de Problemas de la poética de Dostoievski, en

1929:
49

la palabra no es una cosa sino el medio eternamente móvil y cambiante de la


comunicación dialógica, nunca tiende a una sola conciencia, a una sola voz, su vida
consiste en pasar de boca en boca de un contexto a otro, de una colectividad social a
otra, de una a otra generación […] Todo miembro de una colectividad hablante se
enfrenta a la palabra […] la recibe por medio de la voz del otro y saturada de esa voz.
La palabra lega al contexto del hablante a partir de otro contexto, colmada de sentidos
ajenos, su propio pensamiento la encuentra ya poblada (1993: 283).

Si extendemos estas nociones a la constitución del autor de una obra, lo veremos

entrando en diálogo con su auditorio a través de un enunciado extenso, cargado de voces

ajenas (sociales, culturales, políticas, etc.), preñado de las posibles respuestas de sus

oyentes/lectores, y cuyo sentido se constituye en su totalidad (es decir, la unión inseparable

de forma y contenido). De este modo, la noción de autor “se reconfigura desde la

perspectiva de la dialogía textual y de la pluriacentuación del lenguaje, ya que si el signo

es ideológico, su sujeto es la arena de voces propias y ajenas, en contigüidad sin fusión”

(Scarano 2000: 39).

Por otro lado, en torno a sus reflexiones sobre la actitud del autor respecto de su héroe,

Bajtín tiene claro que la instancia autoral no puede confundirse con la instancia de los

personajes, pero tampoco con la del autor real. Por eso, advierte el error de las corrientes

del momento (las mismas contra las que se pronuncia Barthes):

Estamos rechazando únicamente aquel enfoque absolutamente infundado y fáctico que


es actualmente el único que predomina, el que se basa en la confusión entre el autor-
creador, que pertenece a la obra, y el autor real, que es un elemento en el acontecer
ético y social de la vida (2002: 18).

En unos fragmentos recuperados por David Lodge, escritos por Bajtín entre 1959 y

1961, y publicados póstumamente, el teórico ruso se pregunta:

¿No se encuentra siempre el autor fuera del lenguaje en las posibilidades de éste como
material de la obra literaria? ¿No es siempre todo escritor (incluso el más puro poeta
lírico) un dramaturgo en la medida en que distribuye todos los discursos entre voces
ajenas, incluida la de la imagen del autor (así como las otras personas del autor)?
(107).
50

En esta cita, los dos puntos que nos interesan de las reflexiones de Bajtín se unen para

establecer el alcance de la figura del autor y la cada vez más compleja relación entre el

texto y la vida.

En esta línea bajtiniana de ponderación de la otredad en el lenguaje, Paula Sibilia

(2008) se detiene en el estatuto del yo que se narra en un texto y que se constituye en el

torrente discursivo, alejado ya del carácter monolítico y unívoco del sujeto cartesiano y

atravesado por la alteridad:

[…]Porque tanto el yo como sus enunciados son heterogéneos: más allá de cualquier
ilusión de identidad, siempre estarán habitados por la alteridad. Toda comunicación
requiere la existencia del otro, del mundo, de lo ajeno y lo no-yo, por eso todo
discurso es dialógico y polifónico, inclusive los monólogos y los diarios íntimos: su
naturaleza es siempre intersubjetiva. Todo relato se inserta en un denso tejido
extratextual, entramado con otros textos e impregnando de otras voces; absolutamente
todos, sin excluir las más solipsistas narrativas del yo (38).

En cuanto a la constitución de este sujeto-autor en el discurso, volvemos al aporte

insoslayable de Michel Foucault. Un año después de la declaración de Barthes sobre la

muerte del autor, Foucault se da a la tarea de reconstruir no ya una persona real, sino una

“posición” en el texto. Partiendo de la pregunta de Beckett: “¿Qué importa quién habla?”,

se desliza luego hacia el intento de determinar el alcance del pronombre personal “yo”, que

claramente excede el sistema gramatical. La primera instancia en la que se detiene es el

antropónimo autoral, el nombre propio al cual le asigna un funcionamiento específico, pues

no es un simple elemento del discurso, sino que ejerce cierto papel en relación con él;

caracteriza un “cierto modo de ser del discurso” (19). Se trata, continúa, de una palabra que

“debe recibirse de cierto modo y que debe recibir, en una cultura dada, un cierto estatuto”.

Así, este nombre de autor “corre en los límites del texto, los recorta, sigue sus aristas” (20).

Se plantea, entonces, lo que Scarano denomina el “dilema del borde” (2000: 30) y que ya

esbozamos (sin explicitarlo) en la teoría bajtiniana. El nombre de autor, así como su

imagen, se encuentran en un espacio intermedio: ni totalmente dentro del texto, ni


51

totalmente fuera; ni totalmente escritura, ni totalmente vida; se sitúa en un limen y ese

nombre instaura en el discurso una función: la “función-autor”, que establece, en primera

instancia, algo que ya Mukarovsky había advertido: que una obra no puede ser analizada e

interpretada en su inmanencia, sino que debe ser considerada en su modo de existencia,

circulación y funcionamiento en el interior de una sociedad.

Esta función-autor se reconstruye en el texto a partir de marcas o signos que remiten a

un productor, el cual no puede ser buscado ni en el escritor real ni en el hablante ficticio de

la obra (el narrador, los personajes, etc). Por eso, el pensador francés plantea la posibilidad

de reconocer en un texto una pluralidad de egos. Pone el ejemplo de un tratado de

matemática para distinguir el ego de quien habla en el prefacio, de aquel que habla al

realizar la demostración, de aquel que explica el sentido de su trabajo, la modalidad, los

obstáculos, etc. La función-autor se sitúa, entonces, en la dispersión simultánea de los tres

egos, que constituyen diversas “posiciones-sujetos” que pueden ocupar distintos individuos

(29). Esta consideración poliédrica del autor, que se instituye en la dispersión de yos, será

fundamental para nuestro planteo, pues el sujeto de las autopoéticas puede ser pensado

como uno de esos egos que conforman la función-autor en una obra completa.

Luego de esta propuesta pionera del pensador francés, se produce lentamente un

proceso de resurrección de la figura autoral, evitando caer, por un lado, en las posturas

biografistas o psciologistas previas que postulaban al autor como “amo” del texto y del

sentido, y por otro, en la eliminación total de esa instancia. Así proliferan las reflexiones en

torno a este tema. Por ejemplo, en el ámbito de los estudios literarios argentinos, Carlos

Altamirano y Beatriz Sarlo (1983) aseguran que las preguntas de las que parte Foucault

resumen, de algún modo, desde la perspectiva sociológica, la problemática del autor, cuya

larga trayectoria de teorizaciones ha encontrado y encuentra múltiples obstáculos para su

comprensión por la cristalización de la figura de escritor como “artista creador, centro


52

expresivo irreductible y causa eficiente de la obra y su sentido” (109). Estos teóricos

argentinos abogan por una aprehensión adecuada de la cuestión del autor situándolo “en un

sistema de relaciones sociales e ideológicas, institucionales e informales, variables

históricamente” (114).

En consonancia con ellos, son muchos los estudiosos que, desde los años 80, pretenden

resucitar al autor (esta vez con minúscula). 3 Por ejemplo, Domingo Miliani (1985) propone

pensar “al autor individual como hombre-signo histórico dentro de un contexto social en el

cual se comporta como un productor de signos literarios (textos)”, y evitar considerarlo un

productor monolítico cuya producción se adscribe a un único movimiento literario (100).

También Lázaro-Carreter (1987), en el marco de sus estudios sobre la lírica, señala la

relevancia que tiene la figura del autor, la cual “no implica restituirlo al trono desde el cual

gobernó la crítica, sino reconocer el hecho obvio de que el poema recibe su intención

significativa del poeta y de que a éste lo ha movido un designio de comunicación”, no

como hombre con biografía, sino como “productor de un sentido creado –producido- en

una conciencia individual” (79).

Por su parte, Roger Chartier (1994) al observar los intentos de rearticulación del texto

con su autor, observa que

3
El grupo “Semiótica del discurso” de la UNMDP (Argentina), dirigido por la Dra. Laura Scarano, tiene una
amplia producción en torno a la problemática del sujeto discursivo, centrada en su mayoría en el género
lírico, que estudia las múltiples y problemáticas relaciones entre el yo que habla en el texto literario y el
sujeto histórico. Sus conclusiones ayudan a reflexionar con mayor profundidad acerca de esta figura tan
controvertida y cambiante que es el autor. Entre ellos, contamos con los libros conjuntos: La voz diseminada:
Hacia una teoría del sujeto en la poesía española (1994) y Marcar la piel del agua (1996); los libros de
Laura Scarano: Los lugares de la voz: Protocolos de la enunciación literaria (2000), Palabras en el cuerpo.
Literatura y experiencia (2007), Ergo Sum: Blas de Otero por sí mismo (2012) y Vidas en verso.
Autoficciones poéticas (2014); el libro de Marcela Romano: Almas en borrador. Sobre la poesía de Ángel
González y Jaime Gil de Biedma (2003); el libro de Marta Ferrari: La coartada metapoética. José Hierro,
Ángel González, Guillermo Carnero (2000); el libro de Liliana Swiderski: Pessoa y Antonio Machado.
Autores en tensión. Los autoremas como enlaces entre literatura y sociedad; la tesis doctoral de Verónica
Leuci: Poetas in-versos: ficción y nombre propio en Gloria Fuertes y Ángel González (2014). A esto, se
suman gran cantidad de publicaciones en revistas especializadas y de divulgación, congresos, jornadas,
conferencias, seminarios de grado y posgrado, tesis, etc.
53

el autor, tal como regresa en la historia de la sociología literaria, es a la vez


dependiente y está forzado. Dependiente, porque no es el amo del sentido, y sus
intenciones, que cargan con la producción del texto, no se imponen necesariamente ni
a aquellos que hacen de este texto un libro […] ni a aquellos que se apropian de él
para su lectura. Forzado, porque padece las determinaciones múltiples que organizan
el espacio social de la producción literaria o que, más generalmente, delimitan las
categorías y las experiencias que son las matrices mismas de la escritura (44).

También Laura Scarano, en Palabras en el cuerpo (2007), al preguntarse sobre el modo

en que el yo se inscribe en el discurso, elabora una respuesta que contempla la relación

discursiva con el otro y la inscripción de lo histórico en la escritura:

Comprender cómo se articula el sujeto en el lenguaje supone abandonar viejas


antinomias como las del individuo/sociedad o privado/público. Quien dice o escribe
yo, dice y escribe del otro, no ya en términos especulares, de una alteridad constitutiva
al ego, sino desde una otredad exterior e ideológicamente diferente. Es la dimensión
sociológica de la escritura del yo, porque al hablar del yo se habla y construye
necesariamente al otro, a los otros que constituyen el basamento de una formación
social e ideológica que permite al yo su inscripción discursiva (95).

Finalmente, Julio Premat propone una visión superadora del estatuto autoral al afirmar

que “el autor no es un concepto unívoco, una función estable ni, por supuesto, un individuo

en el sentido biográfico, sino un espacio conceptual, desde el cual es posible pensar la

práctica literaria en todos sus aspectos” (21).

Este breve (y sin duda, arbitrario) recorrido, nos proporciona variados puntos de

reflexión interesantes y sugerentes para pensar el sujeto discursivo de nuestro corpus

textual, cuya primera y más evidente condición es la de ser un autor, situado precisamente

en este borde paradójico que extiende fuertes lazos tanto hacia el espacio discursivo como

hacia la realidad histórica.

2. La textualización de un yo-autor

En las autopoéticas, la primera persona que habla posee un afán referencial que pretende

identificarse con el nombre propio que firma el texto y con el sujeto empírico que lo

sustenta; sin embargo, es necesario superar la tentación de una mirada ingenua y ver en ese
54

afán sólo una “voluntad de identificación” que, como afirma Fernando Cabo en relación

con la autobiografía, se sostiene en una dimensión retórica, fundamentada en “la pretensión

de un efecto y la confianza en un determinado ethos autoral” (1993: 136).

Hablar del ethos implica observar, antes que nada, que el sujeto discursivo es una

construcción lingüística. Lozano, Peña Marín y Abril (1989) retoman la teoría de Greimas

y Courtés para afirmar que sólo es posible conocer al sujeto a través de su discurso, “por

cómo se presenta a sí mismo […] y [por ser] el responsable del conjunto de operaciones

puestas en marcha a lo largo del texto” (89). De este modo, cuando leemos un discurso,

reconstruimos la imagen del sujeto de la enunciación, que “en términos teóricos y

metodológicos, no se confunde con el sujeto empírico (emisor, autor…) que efectivamente

[produjo] el texto” (90). Para establecer esta distinción, los autores le agregan el adjetivo

“textual” al término “autor” para referirse al sujeto discursivo, “definido por su enunciado

también como responsable de los actos ilocucionarios que realice y susceptible de

representarse de modos diversos y hasta contradictorios, de adoptar diferentes máscaras, o

más bien de constituirse a través de los papeles que pueda asumir” (116). Si bien esto se

produce en todos los discursos, es en el siglo XX cuando los autores, a sabiendas de la

condición precaria del sujeto, son conscientes de cómo los textos construyen a sus

productores y no sólo lo padecen, sino que también lo explotan.

2.1. La naturaleza del ethos discursivo

La noción de ethos es acuñada por Aristóteles, en el marco de sus estudios sobre la

Téchne rhetoriké. En su Retórica, define a esta práctica como “la facultad de teorizar lo

que es adecuado en cada caso para convencer” (I, 2, 1355b, 25). El Estagirita establece tres

argumentos o pruebas retóricas que se obtienen a través del discurso, para lograr la

persuasión del oyente: “[…] unas residen en el talante del que habla, otras en predisponer

al oyente de alguna manera, y las últimas, en el discurso mismo, merced a lo que éste
55

demuestra o parece demostrar” (I, 2, 1356a, 1). Estas tres especies a las que hace referencia

son lo que, a partir de ese momento, se identifica en la ciencia retórica como ethos (talante

o carácter del hablante), pathos (pasiones o emociones del oyente) y logos (argumentos o

razonamientos lógicos) respectivamente. En cuanto al ethos, Aristóteles asegura que es

posible alcanzar la persuasión del oyente “cuando el discurso es dicho de tal forma que

hace al orador digno de crédito […] si bien es preciso que también esto acontezca por obra

del discurso y no por tener prejuzgado cómo es el que habla” (1356a). Así Aristóteles pone

en discusión si es necesario que el orador sea considerado una persona honesta por el

auditorio para que se lleve a cabo la persuasión, para terminar afirmando que, en definitiva,

es el ethos discursivo el que mayor fuerza tiene, más allá de la honradez del hablante

(1356a). Por otro lado, este talante es una cuestión de “impresión”: “otorgamos nuestra

confianza según la impresión que nos cause el orador, es decir, según parezca bueno o bien

dispuesto o ambas cosas” (I, 8, 1366a, 10). En este sentido, Dominique Maingueneau

(2002) asegura que, para el Estagirita,

la prueba por el ethos consiste en causar buena impresión, por la manera en la que se
construye el discurso, en dar una imagen de sí capaz de convencer al auditorio
ganando su confianza. El destinatario debe atribuir ciertas propiedades a la instancia
que se establece como fuente del acontecimiento enunciativo (2).

Así, el ethos aristotélico queda ligado a la enunciación y no al saber extra-discursivo

(2). Es por eso que, muchas veces, el ethos ha sido visto con recelo en el ámbito de las

retóricas antiguas, tal como advierte Ruth Amossy (2006: 3), al considerarlo incluso más

eficaz que el logos. Es por eso que, si bien Aristóteles no hace hincapié en la vida personal

del hablante, sino principalmente en la imagen de sí que proyecta en el discurso, las

retóricas latinas (Isócrates, Quintiliano, Cicerón y otros) pondrán sobre la mesa la

dimensión moral de ese yo, planteando un debate que se extenderá a lo largo de los siglos:

la “buena impresión” que causa el hablante, su autoridad, ¿se construye sólo en el discurso
56

o debe tener en cuenta la manera de comportarse en la vida real (cualidades sociales y

morales)? (2006: 2-3) 4

Sobre esta breve base inicial, nos adentraremos en los aportes de estos dos teóricos

franceses mencionados y que han retomado la cuestión del ethos en sus estudios sobre el

discurso y la argumentación: Dominique Maingueneau y su discípula, Ruth Amossy. La

primera definición que dan del ethos es la imagen de sí que construye un orador en su

discurso, con el fin de causar una buena impresión, generar confianza en su auditorio para

contribuir a la eficacia de sus palabras (Maingueneau 2002; Amossy 2006). El ethos,

entonces, pone en juego la imagen de quien enuncia, así como la actitud que debe generar

en quien escucha. Se caracteriza, además, por ser una representación estática dinámica, que

no se presenta en el primer plano del texto, sino que se instala de manera lateral, apelando

a la afectividad del destinatario (la “impresión” de la que hablaba Aristóteles)

(Maingueneau 2002: 2).

Luego de su extensa permanencia en el ámbito de la retórica y las preceptivas, durante

el siglo XX, el estudio del ethos se incorpora a las ciencias del lenguaje contemporáneas

como objeto fundamental. Desde la perspectiva lingüística, contamos con los aportes de

Benveniste y su noción de “marco figurativo”; así como con la actualización del concepto

elaborada por Ducrot como ficción discursiva (Amossy 2006: 3-4). Integrando las

variables sociales y situacionales, Goffman afirma que la presentación de sí mismo es una

representación o un papel, que se construye en función de esas variables, excediendo la

intencionalidad del sujeto que habla (5). Por otro lado, Kerbrat-Orecchioni trabaja en pos

de poner en relación los fenómenos lingüísticos con aquellos propios de las interacciones,

para lo cual la construcción del yo y del otro son fundamentales (6). También Bourdieu

4
En Instituciones oratorias, Quintiliano afirma: “Porque ni yo tengo por buen orador al que no sea hombre
de buena vida, ni lo aprobaría aun cuando pudiese lograrse lo contrario” (I, 2).
57

retomando a los latinos, considera que la autoridad previa del orador es importante

(dejando de lado las connotaciones morales) y que el poder de las palabras reside no sólo

en el discurso, sino principalmente en las condiciones institucionales de su producción y

recepción. La autoridad del discurso se constituye si todos sus componentes (la persona

que lo pronuncia, la situación en que se produce, los receptores y las formas) están

revestidos de legitimidad en un determinado campo (6).

En este contexto, y desde la perspectiva del análisis del discurso, Maingueneau (2002)

se propone estudiar el ethos como un concepto ligado a la enunciación y no como un saber

extradiscursivo. Lo interesante y lo complejo de esta cuestión es, como indicamos más

arriba, que la instancia del ethos permanece en un segundo plano de la enunciación. No se

liga necesariamente con los contenidos del discurso, sino con una manera de decir

(facilidad de la palabra, entonación, vocabulario utilizado, argumentos, etc), la cual es

identificada por el receptor con un hablante inscripto en el mundo extra-discursivo (2-3).

Esto genera una serie de dificultades en torno al tratamiento del tema, entre las que se

encuentran: 1) la distinción entre el ethos discursivo y el ethos pre-discursivo, lo cual

involucra la diversidad de géneros; 2) la elaboración del ethos a partir de una multiplicidad

de elementos de distinto orden, como el registro de lengua, la planificación textual, el

ritmo, etc., los cuales en conjunto construyen una percepción compleja que moviliza la

afectividad del oyente y produce un efecto de discurso; 3) la diferencia entre el ethos

ambicionado y el ethos efectivamente producido; 4) la distinción de diversas clases de

ethos. Todo esto genera una gran cantidad de desarrollos posibles en torno al concepto (3-

4). En este extenso contexto, el teórico francés se focalizará en el análisis del “proceso más

general de la adhesión de los sujetos a cierto posicionamiento. Proceso particularmente

evidente cuando se trata de discursos […] que deben ganar un público que está en derecho

de ignorarlos o de rechazarlos” (5).


58

Maingueneau piensa, entonces, la noción de ethos como la instancia subjetiva que se

manifiesta en el discurso, compuesta tanto de una voz como de un cuerpo enunciador

históricamente especificado. De este modo, propone una concepción más encarnada del

ethos, anclado “no solamente [en] la dimensión verbal, sino también [en] el conjunto de

determinaciones físicas y psíquicas adjudicadas al `garante´ por las representaciones

colectivas” (5); una vez más, no hablamos del sujeto empírico, sino de su representación

social a partir de sus intervenciones públicas de diverso orden. En efecto, la palabra define

una situación y a la vez se despliega en función de ella: “Un texto es en efecto la huella de

un discurso en el que la palabra es puesta en escena” (Maingueneau 2004: 5). 5 Esta

situación o marco es analizada por el teórico francés en función de tres escenas que juegan

en planos complementarios:

La escena englobante da su estatuto pragmático al discurso, lo integra en un tipo:


publicitario, administrativo, filosófico [...] La escena genérica es la del contrato
ligado a un género o a un sub-género del discurso: el editorial, el sermón, la guía
turística, la visita médica [...] En cuanto a la escenografía, no es impuesta por el
género, sino construida por el texto mismo […] Es la escena de habla que el discurso
presupone para poder ser enunciado y que este debe validar a través de su enunciación
misma: todo discurso, por su mismo desarrollo, pretende instituir la situación de
enunciación que le resulta pertinente. Entonces, la escenografía […] es lo que la
enunciación instaura progresivamente como su propio dispositivo de habla (2002: 9).

Esta escenografía constituye, entonces, un proceso circular, pues la palabra es

transportada por cierto ethos que, a la vez, se valida progresivamente a través de esa

palabra misma. Esto quiere decir que hay un movimiento recíproco entre la imagen del

hablante que se construye en el texto y la inscripción del texto en determinadas

circunstancias que legitiman la escena. De este modo, el ethos discursivo resulta de la

interacción entre varios factores: “ethos prediscursivo, ethos discursivo (ethos mostrado),

pero también los fragmentos del texto donde el enunciador evoca su propia enunciación

(ethos dicho)”, directa o indirectamente (9). Finalmente, queda el “ethos efectivo”, aquel

5
Esta idea está estrechamente relacionada con la noción de “enunciado” propuesta por Bajtín, pues en el
enunciado de un sujeto está presente, aludido e interpelado, el otro, el destinatario.
59

que construye el destinatario y es resultado de la interacción de las diversas instancias que

intervienen en el discurso y que varían aleatoriamente según diversos factores (10). Este

desarrollo permite superar la idea de interpretación como simple decodificación y pone de

manifiesto el hecho de que en el proceso de la comunicación verbal no sólo participa el

lenguaje, sino también la experiencia sensible. Tanto las ideas como la manera de decir

(que es también manera de ser) suscitan la adhesión por parte del lector, pues éste participa

del mundo configurado por la enunciación y accede a una identidad encarnada (10).

En esta línea, Ruth Amossy también señala la importancia de la instancia pre-

discursiva, pues la fuerza ilocutiva del enunciado está compuesta en parte por “la imagen

que el locutor construye deliberadamente o no en su discurso” (7), pero también por los

datos preexistentes, que influyen en cómo los destinatarios perciben al orador, qué

autoridad e importancia le confieren. Estos datos constituyen lo que Amossy llama “ethos

pre-discursivo”, el cual se elabora en base al rol del hablante en el espacio social (estatus

institucional) y de acuerdo a la representación colectiva del estereotipo que circula sobre su

persona (funciones o posición en el campo que confiere una legitimidad a su palabra) (7).

Este ethos previo lógicamente precede la toma de la palabra y, en cierto modo, la

condiciona (aunque no totalmente); además, deja marcas o huellas en el discurso. Por eso,

esta imagen previa es uno de los componentes de la autoridad discursiva: el hablante debe

prever esa idea anterior al discurso que su destinatario tiene de él para poder lograr un

intercambio eficaz, pero también para reproducir (podríamos decir, reforzar) y/o

transformar esa imagen (incluso modificarla radicalmente), tratando de generar una

figuración completamente distinta o incluso contraria a la manifestada por la

representación social. El ethos discursivo, por su parte, produce una imagen que deriva de

la distribución de roles propios en la escena genérica y de la elección de una escenografía


60

(tal como teorizaba Maingueneau), pero también de la imagen que el locutor proyecta de sí

mismo en el discurso y que se inscribe en la enunciación más que en el enunciado (7-8). 6

En toda estas elaboraciones teóricas sobre el ethos, no hay que perder de vista que si

bien la figura principal de la reflexión es el hablante (y las características que lo definen

como tal), el otro protagonista es el público, pues como el principal objetivo de quien habla

es convencer a su interlocutor, las estrategias que se pondrán en marcha tendrán siempre

presente como horizonte las expectativas, las percepciones, los pensamientos de los

posibles oyentes, en quienes cristalizan los datos prediscursivos ya mencionados. De

acuerdo con esto, Carmen Castillo afirma que

[El orador] intenta captar la atención y la benevolencia del público […] desde el
comienzo del discurso. El receptor, unas veces será juez; otras, parte activa en una
decisión de trascendencia política; otras, simplemente espectador. Pero hay que tener
en cuenta que, de cualquier modo, el público es en cierta manera juez del orador, y
sabe distinguir un discurso bien dicho de otro poco logrado (249).

De este modo, para comprender el modo en que el orador construye su ethos hay que

tener en cuenta dos cuestiones: la manifestación discursiva del yo en el uso de la primera

persona del singular, lo cual implica una construcción identitaria; y la dinámica de la

pareja yo-tú, pues sólo en esa relación con el otro el hablante puede construir su propia

imagen, condicionada siempre por la doxa, las perspectivas de los receptores y sus

reacciones, todo lo cual supone una negociación de la identidad, de cuyo éxito depende la

fuerza de persuasión del yo (Amossy 2010: 103-104).

6
Hay una línea de estudios del funcionamiento del ethos del poeta en la lírica contemporánea. Uno de los
aportes más importantes al respecto en el ámbito español es el de Pere Ballart, quien escribe “Una elocuencia
en cuestión o el ethos contemporáneo del poeta” (2005). Él estudia cómo la noción de ethos como “el modo
en que la voz que habla en el poema consigue (o no) erigirse en instancia significativa y llegar a establecer (o
no) una potencial comunicación con el conjunto de los lectores” (75), alcanzando (o no) la “difícil
complicidad” entre poeta y público. Se centra, principalmente, en los autores de la llamada poesía de la
experiencia. No lo desarrollamos en su totalidad aquí, porque al ocuparse de la lírica, las convenciones
genéricas producen cambios significativos en el armado del ethos, su circulación y su relación con el lector.
En esta misma línea de reflexión, se desarrolló el simposio “El pacto ethico: autor y lector en la poesía
española”, durante el Congreso Orbis Tertius (La Plata, 3 al 5 de junio de 2015, coordinado por las Dras.
Marta Ferrari y Marcela Romano, cuyas actas se encuentran en prensa.
61

2.2. Ethos e imagen de autor

La presentación de la noción de ethos como la operación de construcción del sujeto de

la enunciación que cualquier texto realiza, nos lleva a reparar ahora en lo que sucede

específicamente cuando ese sujeto es un autor. En el artículo: “La double nature de l’image

d’auteur” (2009), Amossy aborda esta vinculación, partiendo de la necesaria distinción

entre la “imagen de autor” y la persona real. La primera es una figura discursiva que se

elabora tanto en el texto literario como en sus alrededores, por lo tanto, se constituye en el

cruce de dos regímenes de imágenes: las que emergen de la obra literaria y las que

emergen del metadiscurso. Aunque ambas tienen gran interdependencia, pues se cruzan y

se combinan influidas por la interacción entre el lector y el texto (párrafo 2), poseen

estatutos diversos, ya que la imagen construida en el cuerpo ficcional es distinta

constitutivamente de la que se elabora, por ejemplo, en el Prefacio, donde el que firma el

libro tiene autorización para tomar la palabra en su propio nombre (párrafo 9).

Respecto de las imágenes de autor construidas fuera de la obra literaria, Amossy

distingue entre aquellas producidas por fuentes externas y aquellas elaboradas por el

mismo autor en su metadiscurso. Éstas últimas son las que nos interesan. En ellas no hay

una presentación del sí mismo, sino una representación (párrafo 4), razón por la cual el

escritor no es indiferente a esta imagen; por el contrario, es consciente de ella y desea

controlarla para posicionarse en el campo literario, ya que lo dicho (o lo no dicho) influye

en esa posición. Así es como en el abanico que va de la imagen que le atribuyen los otros

hasta el ethos que el autor construye en su discurso (ficcional o metadiscursivo), hay una

multiplicidad de imágenes diversas y contradictorias que hacen de la figura de autor un

“caleidoscopio movedizo” (párrafo 10). En estos casos, se constituye, entonces, un ethos

autoral que es un efecto del texto y designa la manera en que el garante del texto, con su

nombre propio, construye su autoridad y su credibilidad a los ojos del lector potencial
62

(párrafo 22). Esta imagen autoral es la que veremos construirse y desenvolverse como

responsable del discurso autopoético, y delineada ya sea de acuerdo con lo que afirma

sobre lo que implica ser un autor (ideología artística), como desde los modos discursivos

que utiliza (ethos discursivo).

En el ámbito argentino, esta cuestión cuenta con los aportes de María Teresa

Gramuglio, quien en su precursor artículo “La construcción de la imagen”, estudia cómo se

construyen las diversas figuras de escritor que proyectan los textos en sentido amplio, ya

sea en una autobiografía, en un prólogo, en un ensayo sobre otro escritor, en un poema, en

una ficción narrativa o incluso en una entrevista (nota 1, 14). Estas figuras que cuajan en

las diversas modalidades discursivas nos invitan a preguntarnos, en primer lugar, “cómo el

escritor representa, en la dimensión imaginaria, la constitución de su subjetividad en tanto

escritor”; y en segundo lugar, “cuál es el lugar que piensa para sí en la literatura y en la

sociedad” (3). Ambas cuestiones, que constituyen lo que Gramuglio denomina “ideología

literaria” y “una ética de la escritura”, son fundamentales para profundizar la función de las

autopoéticas en los estudios literarios, tanto en el contexto total de una obra, como en la

inserción de esa obra y de su autor en el campo artístico y en una determinada época. Para

el análisis de la construcción de estas figuras autorales, Gramuglio atenderá a las que

denomina con Alain Viala “estrategias de escritor”, es decir, “el conjunto de operaciones –

discursivas y no discursivas– que los escritores realizan para hacer carrera; son estrategias

que ponen en juego el estatuto social del escritor y definen, de acuerdo con las

posibilidades que ofrece el campo, clases de trayectoria literaria” (15).

Esta operación de autofiguración es también analizada por Silvia Molloy (2001), en su

estudio sobre la autobiografía, en función de determinadas estrategias textuales,

atribuciones genéricas y percepciones del yo vinculadas con cuestiones culturales e

históricas. Esta elaboración textual del yo será, para Molloy, una forma de re-presentación
63

y de exhibición del yo, a partir de una “retórica de la autofiguración” (15), que constituirá

“fabulaciones” del autor altamente reveladoras de la literatura y la época en las cuales

surgen (12). Estas relaciones del hablante con el contexto de inserción se advierten a partir

de las tácticas de represión o autoevaluación que aquél activa y que permiten, por un lado,

dar cuenta del lugar fluctuante del sujeto en su comunidad y por otro, oír otras voces, voces

ajenas que condicionan su auto-construcción (16).

Este vínculo conflictivo entre el autor y el contexto se pone de manifiesto en el proceso

de autofiguración, también para José Amícola (2007), porque su objetivo es lograr que la

imagen pública y la que él tiene de sí mismo coincidan (14). Por eso, este proceso se puede

definir como una forma de representación de sí que complementa, afianza o recompone la

imagen que el escritor ha llegado a labrarse dentro del ámbito en el que su texto se inserta

(15).

Por otro lado, Premat ahonda en el estatuto del sujeto que lleva a cabo esta operación y

afirma que se constituye “en el intersticio entre el yo biográfico y el espacio de recepción

de sus textos” (13). De este modo, la identidad de los escritores no es constante ni unívoca,

sino

el resultado de una operación vertiginosa: el paso de una actividad (“escribo”) a un ser


(“soy escritor”), operación que la impregnaría de una indeterminación y una
inestabilidad esenciales. La identidad de un autor estaría caracterizada por la presencia
simultánea de imperativos contradictorios […] contradicciones que conllevan la
necesidad, a cada paso de una carrera literaria, de afianzar y reconstruir el “ser
escritor” (12).

Sin embargo, el crítico argentino advierte lúcidamente que la autofiguración no es sólo

un conjunto de estrategias discursivas que delinean la figura de autor en un texto

determinado, sino que, bajo la égida de Borges, los escritores producen una figura de sí

mismos en tanto que autores, desde todas las acciones relacionadas con su quehacer

artístico (la escritura del manuscrito, las decisiones editoriales, las puesta en escena ficticia

del momento de creación, los debates estéticos subyacentes, sus intervenciones públicas,
64

etc). Esta figura resultante es “perfectamente ambivalente y condicionada en dos sentidos:

condicionada desde fuera, por el campo literario en el que se incluye, condicionada desde

dentro, por las resonancias con el yo ideal y con las ficciones de escritura” (27). Más allá

de este condicionamiento, lo que Premat pretende es poner de manifiesto las dos vías de

este proceso: por un lado, la acción que el discurso realiza sobre el sujeto en tanto

construcción, y por otro, la que el sujeto busca adrede a través del discurso:

la identidad del escritor es inestable […] ver en él una ficción implica leerlo a partir de
la ambivalencia de cualquier ficción: polisémico, a medias entre lo biográfico y lo
imaginado, a la vez fantasmático y socialmente determinado, involuntario y consciente
de sus actos y, en todo caso, operativo en la circulación de sus textos (28).

El último aporte al que aludiremos en torno a la operación de autofiguración que realiza

un autor es el de Judith Butler, quien afirma que toda construcción de uno mismo a través

del discurso nunca es solitaria ni se realiza aisladamente, al contrario, convoca siempre una

escena de interpelación, tal como lo pensaba Foucault (154). Por eso, el discurso del sujeto

que se dispone a hablar de sí mismo tiene una condición performativa:

Contar la propia historia ya es actuar, pues relatar es una especie de acción, ejecutada
con algún destinatario, generalizado o específico, como rasgo implícito. Es una acción
dirigida a otro y que también lo exige, una acción que presupone al otro […] el relato
lleva a cabo una acción que presupone a Otro, postula y elabora al otro, se da al otro o
en virtud del otro, con anterioridad al suministro de cualquier información” (114).

Y en este relatarse para otro, la recreación del yo es ineludible, casi una fatalidad:

El yo en cuestión se `forma´ claramente en el marco de una serie de convenciones


sociales […] El dar cuenta de uno mismo tiene un precio, no sólo porque el “yo” que
presento no puede exhibir muchas de las condiciones de su propia formación, sino
porque el “yo” que se entrega a la narración es incapaz de abarcar muchas
dimensiones de sí mismo (181).

Este aporte de Butler nos permite sugerir que la operación de autofiguración no es sólo

discursiva, sino que es un acto, una acción que presupone al otro y, por tanto, tiene siempre

una dimensión social y ética que no es posible ignorar y habrá que analizar en cada caso.

Al afrontar el estudio de las autopoéticas, inferiremos las figuraciones autorales, teniendo

en cuenta que esta operación de re-presentación de sí mismo se lleva a cabo en función de


65

un proyecto de escritura, de la imagen que surge de los textos ficcionales, del contexto en

el que se insertar la obra, de la posición que el sujeto detenta en el campo literario.

3. La reconstrucción de un pasado: tradición y genealogía

En el estudio de cómo un sujeto autoral se configura en su discurso resulta

imprescindible aludir a la tradición con la cual entabla relación, ya sea para apropiársela,

negarla o transformarla. El concepto de “tradición” es tan multiforme y heterogéneo como

culturas existieron, existen y existirán. Por lo tanto, un intento de definirla no sólo se

frustrará casi desde el inicio, sino que también podría derivar en generalizaciones falsas o

reductivas. Sin embargo, algo sí se mantiene constante en torno a esta cuestión: la tensión

entre pasado y renovación. En cada momento, hay un grupo conservador que pretende

atenerse a la tradición para continuarla y un grupo subversivo que pretende dar por tierra

con lo heredado, “matar al padre” y renovar el campo. Entre estos dos polos, se multiplican

las posiciones intermedias que oscilan entre lo dado y lo nuevo.

T. S. Eliot, uno de los críticos que más ha reflexionado en torno a este tema, es un poeta

norteamericano con nacionalidad británica. Estas circunstancias vitales permitirían ya

establecer una serie de preguntas en torno a la tradición del poeta; preguntas que

evidentemente también él mismo se hizo, pues a lo largo de su vida reflexionó

extensamente sobre esta noción. El signo más claro de ello es su ensayo “La tradición y el

talento individual” (1947).

Eliot comienza su ensayo repasando algunas de las formas más comunes de entender la

tradición: como adjetivo para una obra, muchas veces peyorativo; como indicación de

reconstrucción arqueológica; como prejuicio respecto de un modo de escribir o hacer

crítica de cual o tal nación; como continuación de los usos de la generación inmediata

anterior. Sin embargo, propone un nuevo modo de concebir este fenómeno como un
66

“asunto de significado mucho más amplio. No puede heredarse y quien la quiera deberá

obtenerla tras mucha fatiga” (13). Así, Eliot sustenta su definición de la tradición en la idea

de que el escritor debe trabajar para obtenerla, para hacerse cargo y adscribirse a ella, para

lo cual deberá cumplir con determinadas condiciones. En primer lugar, tendrá que

desarrollar lo que llama “sentido histórico”, es decir, “una percepción, no sólo de lo que en

el pasado es pasado, sino de su presencia” (13). De este modo, para Eliot, un escritor será

“tradicional”, cuando adquiera este “sentido de lo eterno como de lo temporal y de lo

eterno y de lo temporal juntos” (13). Esto no significa permanecer anclado al pasado,

repitiendo lo dicho por sus predecesores; sino que debe, de forma vital y dinámica,

asimilarlo e incorporarlo a su obra, de modo que su conciencia de la tradición agudice la

conciencia de su propio tiempo, de su contemporaneidad (15). Conocer el pasado y

apropiárselo le permite comprender mejor el presente (el suyo y el de sus

contemporáneos).

Otro de los elementos fundamentales, según Eliot, para estudiar la tradición es el

“principio de crítica estética”, el cual significa que no es posible encontrar en un escritor su

sentido completo, por sí solo; sino que siempre debe apreciárselo (a él y a su obra) en “su

relación con los poetas y artistas muertos” (15). Pues cada escritor, así como posee una

necesidad de diferenciarse, también tiene la necesidad de adecuarse, de adaptarse a lo ya

hecho. Por otro lado, su obra, su aporte, produce un desplazamiento en el modo de leer y

organizarse de las obras previas: “[…] lo que ocurre cuando se crea una nueva obra de arte

es algo que le ocurre simultáneamente a todas las obras de arte que le precedieron” (13).

Esta modificación del orden a partir de la aparición de una nueva obra es lo que produce

una conformidad necesaria entre lo viejo y lo nuevo (14). La existencia de esta relación

bilateral entre pasado y presente implicará la conciencia por parte del poeta de sus

responsabilidades y dificultades en la elaboración de su obra. Además, a partir de este


67

hecho, el escritor sabrá que será juzgado por los modelos del pasado, según el grado de

ajuste y/o de novedad que su obra tenga en relación con las precedentes. Para ello, el

crítico deberá ser muy cauteloso y tener cuidado en sus juicios, pues este pasado sobre el

que se delinea la nueva obra no es una masa indistinta, no es uniforme, no está compuesto

por uno o dos poetas, ni tampoco por un único período; incluso tampoco debe pasar

necesariamente por los autores con mayor reputación, advierte (15).

De este modo, Eliot define la tradición como la corriente principal (“la mente de

Europa, la mente de su propio país”, más grande que la suya propia) de la cual el poeta

debe tener gran conciencia, teniendo en cuenta que el material del arte va variando, nunca

es el mismo (15) y que su aporte, el aporte del presente, no implica siempre una mejora.

Sin embargo, este pasado que no se inhabilita, que no pasa de moda, es más y mejor

conocido a partir del presente, pues éste le aporta a aquél un conocimiento que no podría

adquirir por sí mismo (15). Ésta es la contracara de aquella necesidad del poeta de

comprender el pasado para comprender mejor su presente y su obra.

En otro ensayo sobre Philip Massinger, Eliot distingue diversos caminos por los que se

llevan a cabo los préstamos poéticos, en función de la calidad del escritor:

One of the surest of tests is the way in which a poet borrows. Immature poets imitate;
mature poets steal; bad poets deface what they take, and good poets make it into
something better, or at least something different. The good poet welds his theft into a
whole of feeling which is unique, utterly different from that from which it was torn;
the bad poet throws it into something which has no cohesion. A good poet will usually
borrow from authors remote in time, or alien in language, or diverse in interest” (Eliot
1921: n. 5).

Para Eliot, el buen poeta es quien toma lo recibido, a través del caudal de la tradición, y

lo transforma, lo convierte en algo nuevo. Además, la tradición de la que abreva puede ser

cualquier otra que le interese. De este modo, este fenómeno no puede ser pensado como

una estructura cerrada, sino como “una forma dinámica”, por la cual el pasado y el

presente se encuentran en una “interrelación, se va conformando un orden ideal y


68

permanente donde el escritor se inserta” (Armando López Castro 2003: 254). Esta

trasformación de lo pasado en algo nuevo que señala Eliot nos resultará muy fructífera para

pensar el modo en que la poesía de Valente se conecta con la de Cernuda.

Retomando el ensayo del angloamericano, Robert Langbaum en su excelente libro The

Poetry of Experience, advierte que las connotaciones del término tradición, peyorativas en

el momento de publicación del ensayo de Eliot, han ido adquiriendo un matiz positivo, un

“brillo de novedad”:

El término nos ayuda a construir una imagen de nosotros mismos que constituye el
sentimiento moderno, una imagen de nosotros mismos como seres emancipados hasta
la desmemoria, hasta ese punto en que cada uno es libre de aprender por sí mismo que
la vida, sin tradición, carece de sentido (1996: 61).

En este sentido, Langbaum propone un modo de superar la aparente contradicción entre

las acusaciones que se han hecho al siglo XIX y XX, por un lado, de “no ser

suficientemente antitradicional”, por “esbozar pactos de urgencia con el pasado”; y por

otro lado, de “rechazar la tradición”, aquella que Eliot llama “la corriente principal” de la

cultura humanista-cristiana (62). Para superar esto, se debe admitir la “naturaleza especial

del tradicionalismo moderno, apoyado sobre un rechazo inicial del pasado que conduce al

intento de reconstruir, sobre la árida desolación creada, un nuevo principio de orden” (62).

Así, Langbaum hace hincapié en el hecho de que “la constitución del precursor no se

recibe como gracia, sino que se edifica con esfuerzo. Entenderse con la tradición no es

heredarla, sino elegirla, y elegirla en función de encontrar el poema que se quiere escribir”

(Romano 2009: 12-13)

Desde una perspectiva totalmente diversa pero complementaria, el aporte del autor

marxista Raymond Williams habla también de una operación selectiva en torno a la

tradición, pero generada por las estructuras e instituciones dominantes de cada época.

Williams define la tradición como una “fuerza activamente configurativa, ya que en la

práctica […] es la expresión más evidente de las presiones y límites dominantes y


69

hegemónicos” (1997: 137). De este modo, hace hincapié en el hecho de que el armado de

una tradición no es algo ingenuo, sino una operación “selectiva”, en cuanto es sólo la

versión de un pasado que configura y un presente que es configurado, proceso que resulta

“poderosamente operativo dentro del proceso de definición e identificación cultural y

social” (137). Así, en el contexto de una hegemonía particular, la selección de lo que

pertenece a la tradición es para Williams uno de los procesos constitutivos de dicha

hegemonía, que se presenta y se admite habitualmente como “la tradición”, como el

“pasado significativo”, aunque sea sólo una versión de ese pasado cuyo interés radica en la

dominación de una clase específica (138). Este proceso es caracterizado por el autor como

“poderoso” y “vulnerable” a la vez.

[…] es poderosa debido a que se halla sumamente capacitada para producir


conexiones activas y selectivas, dejando de lado las que no desea bajo la
denominación “fuera de moda” o “nostálgicas” y atacando a las que no puede
incorporar considerándolas “sin precedentes” o “extranjeras” (139).

Pero también es vulnerable,

[…] porque el verdadero registro es efectivamente recuperable y gran parte de las


continuidades prácticas alternativas en oposición todavía son aprovechables. [Y
también] porque la versión selectiva de una “tradición viviente” se halla siempre
ligada, aunque a menudo de un modo complejo y oculto, a los explícitos límites y
presiones contemporáneos (139).

Esta lucha en torno a las tradiciones selectivas (a favor y en contra) es una parte

fundamental de la actividad cultural contemporánea y en ella participan no sólo las

instituciones identificables, sino también las formaciones, es decir, “los movimientos y

tendencias efectivos, en la vida intelectual y artística, que tienen una influencia

significativa y a veces decisiva sobre el desarrollo activo de una cultura” (139), que entran

en relaciones diversas con las instituciones formales. Mientras Eliot piensa la tradición

desde la perspectiva individual del escritor, poniendo el acento en su voluntad de construir

su propia tradición, de conquistarla con esfuerzo; Williams alude a las estructuras de poder

de cada sociedad y nos invita a pensar que la conquista personal de la tradición que todo
70

autor lleva a cabo no es tan lineal, ni tan sencilla, pues se encuentra cruzada e influenciada

por estos mandatos subyacentes de las instituciones y formaciones dominantes.

Enriquecida por esta visión de Williams pero haciendo foco nuevamente en la

perspectiva individual del artista, Elisa Calabrese estudia la operatoria que Borges pone en

marcha respecto de la tradición argentina, la cual puede ser pensada en función de otros

escritores y otras tradiciones. Según su perspectiva, el concepto de “tradición selectiva”

“da cuenta acabada de la versión intencionalmente selectiva de un pasado culturalmente

configurativo, con lo cual Borges provee de una energía operante a su lectura de esa

tradición cultural” (105). Tal como indica la crítica argentina respecto del ensayo: “El

escritor argentino y la tradición” (1996a), “las relaciones de escritura, cruce de registros,

lectura y reescritura de la tradición son el modo en que Borges construye una genealogía”

(110).

Al hablar de “genealogía”, no podemos obviar la referencia al texto que Foucault

escribe sobre Nietzsche, pues nos permite escapar de las estructuras fijas y las etiquetas de

la historia literaria para pensar en las relaciones entre escritores, obras y culturas de un

modo más amplio y, usando una metáfora deleuziana, “rizomático”. Si bien el artículo se

centra en la crítica al modo tradicional de trabajo de la historia, algunos fragmentos nos

resultan sugerentes para nuestro estudio: “La genealogía […] trabaja sobre sendas

embrolladas, garabateadas, muchas veces reescritas” (2004: 12). En el caso de nuestro

objeto, este intento de reconstruir una genealogía que, a simple vista, pareciera no coincidir

con los recorridos establecidos por la historia literaria, funcionará como punto de partida

para entender cómo un modo de pensar la poesía, atraviesa épocas históricas, territorios

geográficos, movimientos y generaciones literarias, concepciones religiosas, filosóficas,

culturales tan diferentes e incluso distantes entre sí. Por ello, el concepto de genealogía
71

nos sirve para pensar en la posibilidad de saltar por encima de los rótulos y las

clasificaciones rígidas, y proponer nuevas relaciones entre acontecimientos diversos:

De aquí se deriva para la genealogía una tarea indispensable: localizar la singularidad


de los acontecimientos, fuera de toda finalidad monótona; atisbarlos allí donde menos
se los espera y en lo que pasa desapercibido por no tener historia -los sentimientos, el
amor, la conciencia, los instintos-, captar su retorno, para trazar la curva lenta de una
evolución (2004: 12).

Esta noción de genealogía o “lectura genealógica” nos interesa especialmente en los

poetas que estudiaremos, pues en un movimiento contrario al de la tradición canónica

española de sus propias generaciones, buscan reconstruir líneas alternativas a las

dominantes de la época en la que viven. Tal como decía Eliot, la tradición no se hereda

simplemente, sino que se elige y esa elección dice mucho de quienes la realizan, aun

cuando, como afirma Williams, esa “operación selectiva” esté condicionada por la

conformación de las estructuras de poder.

Calabrese (1996) retoma esta “teoría genealógica de la lectura crítica” (130) a propósito

del ensayo borgeano: “Kafka y sus precursores” (1952), y la caracteriza de la siguiente

forma: “una teoría de la lectura crítica donde el escándalo de invertir el orden cronológico

pone en escena la operación genealógica; el pasado puede ser leído de una determinada

manera porque esa actividad se ejerce desde el presente” (131). Borges afirma en su

ensayo:

En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar


de purificarla de toda connotación de polémica o de rivalidad. El hecho es que cada
escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado,
como ha de modificar el futuro (90).

Si bien Borges saca esta conclusión por una reconstrucción que él como lector crítico

realiza, 7 podríamos tomar la palabra “precursor” para referirnos a aquellos autores que

7
“Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no
todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más significativo. En cada uno de esos textos está la
idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale
decir, no existiría” (89).
72

cada escritor define como su propia genealogía, la cual a veces le llega de la tradición

canónica y, a veces, es construida por él con el objetivo certero de adscribirse a un modo

determinado de ejercer el quehacer poético. Lo que sin duda Borges indica aquí es lo que

ya había advertido Eliot: que no sólo el pasado posee influencia sobre el presente, sino que

cada obra de arte del presente produce modificaciones en el orden y por lo tanto, en la

percepción y apreciación de las obras pasadas.

En este sentido y de acuerdo con la idea que desarrolla Borges, el concepto de

“genealogía” literaria nos permite pensar en una serie de predecesores que no sólo

anteceden al escritor, sino que son elegidos expresamente por él, lo cual incidirá

directamente en la lectura posterior de aquellos. Así estos forman parte de esa figura que el

autor pretende construir para sí mismo, pues así como uno comparte con sus predecesores

biológicos rasgos genéticos, físicos, psíquicos que integran nuestra identidad personal, el

escritor compartirá con sus precursores presupuestos estéticos, modos de ver el mundo,

formas de pensar la realidad, operaciones lingüísticas, etc., conformando una parte

importante de su identidad literaria, pues en algún sentido, terminará pareciéndose a ellos

(y viceversa, en una curiosa torsión póstuma, según la perspectiva borgeana). La

particularidad de esta construcción genealógica es que, a diferencia de la genealogía

familiar, puede variar a lo largo del tiempo de acuerdo con las relaciones de afinidad u

hostilidad que cada escritor establezca con sus antecesores, en cada etapa de su obra. Las

autopoéticas resultarían así un espacio fructífero para manifestar esta clase de selecciones,

recortes, adhesiones y rechazos. 8

Siguiendo la línea borgeana, Ricardo Piglia (2011) afirma que el escritor debe “hacerse

cargo de la tradición, construir una relación con los antepasados”, lo cual implica que el

8
En un estudio de la obra artística, no se deberían dejar pasar tampoco aquellas influencias que quizá pasan
inadvertidas, pero que el escritor recibe a través de su formación (intelectual, sentimental, familiar), del
imaginario social de su época, entre otros.
73

escritor se genera un origen, se autocoloca en una línea elegida por él: “Así todo escritor lo

hace desde un lugar, construye sus territorios y sus rituales”. Por lo tanto, podemos decir

que, por un lado, está el conjunto de la tradición “dada”, es decir, aquella con la que el

escritor se relaciona por el sólo hecho de haber nacido y/o vivido en un lugar y en una

época determinada y que seguramente influirá en su formación familiar, intelectual, social.

Dentro de esta tradición, está la línea dominante, consagrada por las instituciones o

formaciones (tal como indica Williams) y respecto de ella, cada autor tiene derecho a

aceptarla o rechazarla. Por otro lado, tiene la libertad de elegir conscientemente su propia

tradición, la cual responde, sin dudas, al lugar que quiere ocupar en la literatura, en la

sociedad y en la historia. Para el armado de esta segunda línea (de su genealogía), el

escritor puede indagar en la tradición dada y rescatar autores que han quedado fuera del

canon, puede incorporar algunos de la tradición dominante, e incluso puede acudir a otras

tradiciones y apropiárselas. En este sentido, coincidimos con la imagen que propone Piglia:

“Todos somos un poco estrábicos en la relación con la literatura comparada; estamos

siempre con un ojo puesto en nuestra propia tradición, y el otro ojo puesto en aquella

tradición con la cual queremos establecer una relación”.

Esta relación del escritor con sus predecesores no siempre es armoniosa y varía entre la

admiración, el reconocimiento, la exasperación e incluso la negación. Bajo la égida de

Nietszche y Freud, Harold Bloom explora los conflictos que suscita en el escritor el

vínculo con sus precursores, en su libro La angustia de las influencias (1973). Bloom

declara como objetivo “desidealizar las maneras aceptadas de cómo un poeta contribuye a

formar a otro” (13), pues lejos de establecer una relación armoniosa de simpatía, el “poeta

fuerte” lucha con sus “grandes precursores”, inundado de las “inmensas angustias de

sentirse deudor” (13). Esta relación conflictiva entre el poeta y sus precursores es llevada

por Bloom a un nivel extremo de autoafirmación del poeta fuerte y negación o rebelión
74

contra los poetas precursores: “Los poetas, cuando ya se han vuelto fuertes, no leen la

poesía de X, ya que los poetas verdaderamente fuertes sólo se leen a sí mismos” (29). Sin

embargo, el hecho de que todos los poetas, sin excepción, sean deudores de sus

predecesores no es una debilidad para el teórico norteamericano, sino al contrario: las

influencias poéticas no hacen a los poetas menos originales, sino que “los vuelven más

originales, aun cuando no necesariamente mejores” (15). Es por eso que considera que el

trabajo de la crítica en torno a esta cuestión debe superar el estudio de las fuentes, la

historia de las ideas o la modelación de imágenes, para centrarse en “el estudio del ciclo de

vida del poeta como poeta” (16).

¿De qué modo los poetas se “sirven” de sus precursores y los crean (tal como afirmaba

Borges)? Bloom responde a esta pregunta: “Si los poetas muertos, como insistió Eliot,

constituyen el progreso en conocimientos de sus sucesores, esos conocimientos sin

embargo son la creación de sus sucesores, hecha por los vivos para salir al encuentro de las

necesidades de los vivos” (29). Es en la recepción de las obras que hacen los sucesores,

donde los precursores adquieren profundidad y sentido para la posteridad. Así, Bloom

establece una relación de reciprocidad entre unos y otros que, en cierto modo, supera los

límites de lo cronológico. Pero esta recepción por parte de los sucesores tiene una

particularidad:

Las influencias poéticas –cuando tienen que ver con dos poetas fuertes y auténticos, –
siempre proceden debido a una lectura errónea del poeta anterior, gracias a un acto
de corrección creadora que es, en realidad y necesariamente, una mala interpretación.
La historia de las influencias poéticas fructíferas, lo cual quiere decir la principal
tradición de la poesía occidental desde el Renacimiento, es una historia de angustias y
caricaturas autoprotectoras, de deformaciones, de un perverso y voluntarioso
revisionismo, cosas sin las cuales la poesía moderna como tal no podría existir (41).

Las influencias poéticas serán, para el crítico norteamericano, las “lecturas erróneas”, es

decir, creativas, que los poetas hacen de sus precursores, con los cuales luchan en un agón

constante y conflictivo, pero sin los cuales no podrían llegar a ser nunca escritores de
75

literatura. Por eso, Bloom no deja de valorar enormemente la importancia de las

influencias, aun cuando causen angustia y ansiedad: “Los precursores nos inundan, y

nuestra imaginación puede morir ahogada allí; pero no puede haber ningún tipo de vida

imaginativa si esa inundación es evitada completamente” (178).

Avanzando en el tiempo, el norteamericano vuelve sobre este tema, primordial a su

entender, en Anatomía de la influencia. La literatura como modo de vida (2011).

Retomando la noción de “lectura errónea creativa”, afirma que la lectura correcta de una

obra literaria sublime es imposible, porque “repetiría el texto, al tiempo que afirmara

hablar por sí misma” (29). Además, explica que su motivación para hablar de una

“angustia de las influencias” radicaba en poner de manifiesto que el proceso de influencia

que todo escritor experimenta no es un proceso benigno, tal como considera la mayor parte

de la crítica, sino una lucha por la supremacía (22). 9 Por eso, afirma que “en una obra

literaria siempre hay una ansiedad conquistada, la haya experimentado su autor o no” (20-

21), ansiedad que se produce no entre las personas, sino entre los poemas, tal es así que lo

único que importa en la interpretación es “cómo un poema revisa a otro” (21). Para Bloom

la grandeza de una obra de literaria, esa especie de destello del pensamiento que produce,

no sólo se encuentra fuera del escritor, sino que surge de la relación con un precursor; la

libertad creativa puede eludirlo, pero no huir, porque siempre debe haber una lucha por la

supremacía (21), siendo el agón un rasgo central de la cultura occidental desde los griegos.

Lo que está en juego en esta lucha no es un poder terrenal (aunque puede darse), sino

literario: “Un poeta poderoso no busca simplemente derrotar al rival, sino afirmar la

integridad de su propio yo como escritor” (23).

9
En esto, entabla una relación directa con las teorías de Foucault o Bourdieu, que presentan el campo
literario como “un reino hobbesiano de pura estrategia y batalla” (22).
76

De este modo, define la influencia como “amor literario, atenuado por la defensa” (23),

la cual varía de un poeta a otro. De forma muy peculiar, el crítico norteamericano pone al

amor en el centro del funcionamiento de la gran literatura, pues lo mismo que un

enamorado se entrega sin resistencia al inicio y luego desarrolla sus mecanismos de

defensa, con el impulso de volver a la inversión narcisista del ego, “poseído por toda

ambivalencia de Eros, el escritor nuevo pero potencialmente poderoso forcejea para apartar

cualquier compromiso totalizador” (30). No se puede decir que ese poeta esté

desamparado, y quizá incluso nunca perciba la ansiedad de esta lucha, sin embargo, Bloom

asegura que la relación conflictiva con su pasado literario se verá reflejada en sus poemas

(31). Es por esto que vuelve aquí a la idea que ya había expresado en su libro de 1973: el

crítico no debe sólo rastrear ecos o alusiones, sino que debe atender a la trasmisión de

posturas e ideas poéticas (25), teniendo en cuenta que “borrar el nombre de tu precursor

mientras te ganas el tuyo propio es la meta de los poetas poderosos o severos” (25). La

influencia literaria no puede pensarse, entonces, de modo lineal, sino laberíntica, siendo

conscientes de que un escritor no surge de la nada, sino que en la práctica, inspiración

siempre significa influencia (25). 10 La relación recíproca entre precursor y sucesor se

proyecta en el futuro de la literatura, pues los que hoy son sucesores, mañana serán

precursores de las generaciones futuras. Y en este proceso, los poetas más poderosos serán

aquellos que se vuelvan más “dueños de sí mismos”, agotando “a sus precursores para

evolucionar finalmente en relación a su propia obra anterior” (47).

10
Para explicar su noción de “influencia” (“único contexto auténtico de un poema poderoso”), Bloom la
compara con la influenza, pues podemos sufrir la angustia del contagio, pero a pesar de esto, algo continúa
siendo libre: el “daimón”. Este daimón o genio es de carácter divino y lo define como “un yo oculto o alma
no racional”, que ha sido identificado desde la época helenística hasta Goethe con el genio del poeta (27). En
una teoría que roza peligrosamente el idealismo romántico, el crítico norteamericano estaría afirmando que
hay en el poeta una parte de su ser que está determinada por las influencias (casi al modo de una enfermedad)
y otra parte libre constituida por su daimón; ambas conformarían elementos activos del proceso creador.
77

Estas teorías en torno a las influencias y los precursores nos permiten poner en suspenso

la adscripción de los autores a movimientos artísticos o generaciones para estudiar sus

propias genealogías, aquellas que se construyen adrede y que tendrán elementos de

coincidencia y de distinción respecto de los contemporáneos, pues dependen no sólo de los

modelos elegidos por un grupo, sino también de las trayectorias y de los proyectos de

escritura individuales. Este punto será fundamental en nuestro trabajo sobre Cernuda y

Valente.

4. Dinámica del presente: inserción en el campo literario

Si dijimos que la relación con el pasado y la tradición es una parte importante en el

armado de una figura autoral, no son menos importantes sus múltiples y complejas

relaciones con el presente, lo cual implica remitirnos a la dinámica del campo literario en

la que todo autor se inserta al constituirse como tal. Las autopoéticas serán un elemento

imprescindible en esta inserción institucional. Para dilucidar la cuestión, debemos volver

sobre los pasos de Bourdieu y sus conceptos de “campo”, “posición”, “toma de posición”,

“proyecto creador”; todos constructos teóricos que resultan útiles y esclarecedores para

nuestro propósito.

Para el sociólogo francés, el campo es el “conjunto de relaciones objetivas e históricas

entre posiciones ancladas en ciertas formas de poder (o capital)” (Bourdieu y Wacquant

2005: 41). De este modo, la sociedad es concebida como un “conjunto de esferas

relativamente autónomas de `juego´ que no pueden sumergirse bajo una lógica societaria

general, ya sea del capitalismo, la modernidad o la posmodernidad” (42). En cambio, hay

que pensar cada una de estas “esferas” (campos) como espacios más o menos autónomos

que establecen sus valores particulares y se delimitan según sus propios principios

reguladores. En este espacio socialmente estructurado, los agentes luchan desde la posición
78

que ocupan ya sea para cambiar de posición o para preservarla (42). Un campo es, por lo

tanto, un espacio de conflicto y competencia (como un campo de batalla), cuyo objeto de

rivalización es el monopolio del capital propio del campo (por ejemplo, la autoridad

cultural en el campo artístico, la autoridad científica en el campo científico, etc.) Este

monopolio otorgaría a los agentes la potestad de decretar la jerarquía del campo y las

“tasas de conversión” entre todas las formas de autoridad del campo de poder (43).

Es importante tener presente que, al hablar de la estructura de un determinado campo,

estamos siempre limitados a hablar de un espacio geográfico concreto y de un momento

histórico determinado, pues la distribución del capital específico varía tanto temporal como

espacialmente, por lo que la fijación del estado de un campo resulta útil sólo para los fines

de la investigación y es necesario precisar el tiempo y el espacio al que ese estado se

suscribe. Para nuestro estudio, esta advertencia resulta fundamental, pues no requiere el

mismo análisis el quehacer literario de un escritor de la vanguardia española que el de las

poéticas de posguerra; como tampoco es lo mismo un escritor que permaneció en España

durante la dictadura franquista, que aquel exiliado definitivo.

Tenemos, entonces, un campo constituido por relaciones complejas entre agentes. Pero

no cualquiera puede ser parte ni posee las capacidades necesarias para desempeñarse en

ese campo. Cada uno de los agentes que participa de este “juego” desarrolla una serie de

habitus o disposiciones. El habitus es un “mecanismo estructurante que opera desde el

interior de los agentes sin ser estrictamente individual ni en sí mismo enteramente

determinante de la conducta” (2005: 43).

[Es] el principio generador de estrategias que permite a los agentes habérselas con
situaciones imprevistas y continuamente cambiantes […] un sistema de disposiciones
duraderas y trasladables que integrando experiencias pasadas, funciona en todo
momento como una matriz de percepciones, apreciaciones y acciones y hace posible la
realización de tareas infinitamente diversificadas (Bourdieu 1977: 72, 75)
79

Si bien no estudiaremos aquí las disposiciones de los escritores que los llevan a actuar

de tal o cual manera, el concepto nos resulta útil por varios motivos. En primer lugar, nos

impide olvidar que un autor o un artista actúan tanto de acuerdo con decisiones personales

y conscientes en un momento determinado, como también en función de elementos

inconscientes o involuntarios que estructuran su accionar y que fueron adquiridos a lo

largo de su vida. En segundo lugar, nos permite afirmar que, según este modo de

considerar al hombre, no hay acción que realice que no sea en función de su trayectoria

social y de su posición en las distintas redes sociales en las que participa (parámetros según

los cuales se forma el habitus). 11

Por otra parte, nos da pie para pensar que, de modo más o menos consciente, al escribir

un texto, un escritor tiene en mente el sistema de relaciones que lo conectan con sus

colegas, con la tradición a la que adscribe, con la generaciones futuras; a la vez que posee

una autoconsciencia de su condición de “autor”, la cual surge tanto de su propia

consideración de lo que un “autor” es, como de la adjudicación de esa condición por parte

del resto de los agentes del campo. 12 Esta cuestión no es menor, pues no todo aquél que

quiera puede ostentar la palabra en la arena pública. Por eso, es plausible preguntarnos

quiénes tienen la potestad de escribir y hablar sobre su propia obra y sobre su condición de

autor. Según Bourdieu y Wacqant, sólo aquellos que poseen la “capacidad lingüística”, de

tipo estatutaria, el “acceso a un lenguaje legítimo”, “monopolizado por unos pocos” (2005:

11
La trayectoria social es la “serie de posiciones sucesivamente ocupadas por el mismo agente (o el mismo
grupo) en un espacio que está a su vez en evolución constante, sujeto a transformaciones permanentes. Tratar
de entender una vida como una serie única y autosuficiente de eventos sucesivos sin ningún otro vínculo que
la asociación con el `sujeto´ cuya constancia es sin duda meramente la de un nombre propio, es casi tan
absurdo como tratar de darle sentido a un recorrido de metro sin tomar en cuenta la estructura de la red de
subterráneos, esto es, la matriz de relaciones objetivas entre las diferentes estaciones de tren” (2005: 257).
12
Bourdieu afirma: “…la representación que los agentes se hacen de su propia posición y de la posición de
los otros en el espacio social (así como por lo demás la representación que dan de ella, consciente o
inconscientemente, por sus prácticas o propiedades) es el producto de un sistema de esquemas de percepción
y apreciación que es él mismo el producto incorporado de una condición (es decir de una posición
determinada en las distribuciones de las propiedades materiales y del capital simbólico) y que se apoya no
sólo en los índices del juicio colectivo sino también en los indicadores objetivos de la posición realmente
ocupada en las distribuciones que ese juicio colectivo toma en cuenta” (2010: 225).
80

189), son quienes tienen la “capacidad de hablar” y de ser escuchados en determinados

ámbitos: “La competencia [lingüística] efectivamente funciona de manera diferencial y hay

monopolios en el mercado de los bienes lingüísticos, así como los hay en el mercado de los

bienes económicos” (2005: 190). Por lo tanto, para escribir una autopoética que sea

pertinente o digna de lectura y atención, un individuo histórico ha debido primero

“ganarse” la condición de escritor y, desde ahí, obtener la potestad para hablar en el

espacio público sobre su propia obra, sobre sí mismo como autor y sobre la literatura (en

general o en particular).

Por otro lado, el hecho de que el escritor pertenezca al campo literario implica que

forma parte de la illusio, 13 esto es, que juega con las reglas y los intereses específicos del

campo literario, que el escritor ha adquirido en forma de disposiciones a lo largo de su

trayectoria social y que estructuran su accionar. Mantener la illusio es una de las

condiciones de existencia del campo, por lo tanto, todos los agentes (que se jacten de serlo)

deben “trabajar” para su existencia. Así lo expresa Bourdieu:

Es el estado de las relaciones de fuerza entre los jugadores lo que define la estructura
del campo […] su fuerza relativa en el juego [de cada jugador], su posición en el
espacio del juego como así también los movimientos que haga, más o menos
arriesgados o cautos, subversivos o conservadores, dependerán tanto del número total
de fichas como de la composición de la pila de fichas que conserve, esto es, del
volumen y estructura de su capital (2010: 137)

En el marco de este juego, en el campo intelectual, se establece una competencia cuyo

“premio” es el capital cultural, es decir, “el legado de temas y convenciones que

constituyen el patrimonio intelectual `legítimo´ de la sociedad considerada” (Sarlo y

Altamirano, 1983: 145). Por lo tanto, quienes se encuentran en la posición dominante de

13
Bourdieu define la illusio como la “adhesión colectiva al juego que es a la vez causa y efecto de la
existencia del juego” (1997: 253). Más adelante, explica: “Cada campo produce su forma específica de
illusio, en el sentido de inversión en el juego que saca a los agentes de su indiferencia y los inclina y los
dispone a efectuar las distinciones pertinentes desde el punto de vista de la lógica del campo, a distinguir lo
que es importante […] Resumiendo, la illusio es la condición del funcionamiento de un juego del que
también es, por lo menos parcialmente, el producto” (337). También utiliza el concepto al hablar de la lógica
de la práctica en El sentido práctico (2010: 132ss) de forma similar.
81

este campo (que es la posición dominada del campo de poder) son aquellos que ostentan la

autoridad cultural.

Hemos hablado hasta aquí, reiteradas veces de posiciones en el campo literario, esto es

porque los campos también son pensados por Boudieu como “sistemas de posiciones y de

relaciones entre posiciones” (1988: 108). Cada campo se estructura en función de ciertas

posiciones, las cuales se definen según la distribución desigual del capital en juego. Alicia

Gutiérrez (2012) retoma la definición de Bourdieu cuando afirma que la posición es el

“lugar ocupado en cada campo en relación con el capital específico que allí está en juego”

(59). Los criterios de distribución del capital son: posesión o no; posesión mayor o menor;

y carácter legítimo e ilegítimo de la posesión del capital (reconocimiento social) (59-60).

Las posiciones de un campo también son relativas y se definen en función de las otras

posiciones, por lo tanto, cuando alguna de ellas cambia, se modifica el estado completo del

campo.

Ahora bien, el establecimiento de estas posiciones dentro de un campo genera también

toda una serie de relaciones que se establecen entre ellas y son las que Bourdieu denomina:

relaciones de poder entre los agentes en lucha. En función de estas relaciones, tendremos

posiciones dominantes (los que poseen capital acumulado) o dominadas (los que no lo

poseen o lo poseen en menor medida); aunque también entre el grupo de las posiciones

dominantes se establecen relaciones de dominación-dependencia de acuerdo con el grado

mayor o menor de posesión del capital y el grado de legitimidad social (60). Si nos

circunscribimos al campo literario (intelectual o artístico), la posición adquiere una función

peculiar:

la relación que un creador mantiene con su obra, y por ello, la obra misma, se
encuentran afectadas por el sistema de relaciones sociales en las cuales se realiza la
creación como acto de comunicación, o con más precisión, por la posición del creador
en la estructura del campo intelectual (la cual, a su vez, es función, al menos en parte,
de la obra pasada y de la acogida que ha tenido (1971: 135).
82

En efecto, la posición le otorgará al escritor una serie de propiedades de posición, un

“tipo determinado de participación en el campo cultural” en torno a los mismos temas y

problemas y un tipo de “inconsciente cultural”; a la vez que posee un “peso funcional”

según su “poder” en el campo (que se define también a partir de la posición). Además, esta

posición influye fuertemente en el contenido de la intención artística o intelectual de un

autor así como en la forma de su proyecto creador (1971: 165).

Por otra parte, de la noción de “posición” se desprende otra que resulta fundamental

para nosotros: la de “toma de posición”: “los puntos de vista [de un escritor] son vistas

tomadas a partir de un punto” (61-62). Es decir, cada escritor se sitúa (y escribe) desde una

determinada perspectiva en función de la posición (punto) que ocupa. En Las reglas del

arte (1997), Bourdieu asegura que para reconstruir el punto de vista artístico a partir del

cual se define su poética inconsciente, hay que reconstituir “el espacio de las tomas de

posición artísticas actuales y potenciales en relación con el espacio en el que se elaboró su

proyecto artístico” (137). Para el sociólogo francés, elaborar el punto de vista del autor

implica “ponerse en su lugar”, ser partícipe de su “intención subjetiva”, llamada también

“proyecto creador” y para eso, es necesario “reconstruir el mundo de las posiciones dentro

del cual estaba situado y donde se definió lo que trató de hacer” (138). De este modo, no

sólo la realidad externa del campo tensiona la escritura de un autor, sino que también su

proyecto creador da forma y establece criterios para las elecciones que implica el acto

creativo.

A las diferentes posiciones […] corresponden tomas de posición homólogas, obras


literarias o artísticas evidentemente, pero también actos y discursos políticos,
manifiestos y polémicas, etc., lo que impone la recusación de la alternativa entre la
lectura interna de la obra y la explicación a través de las condiciones sociales de su
producción o su consumo. En fase de equilibrio, el espacio de las posiciones tiende a
controlar el espacio de las tomas de posición. En los `intereses´ específicos asociados
a las diferentes posiciones en el campo literario es donde hay que buscar el principio
de las tomas de posición literarias (342-343).
83

De esta forma, el campo literario es, al mismo tiempo, un campo de fuerzas ejercidas

sobre los que entran en él y un campo de luchas de competencia que tiende a conservar o

transformar esa dinámica de fuerzas. Las tomas de posición (obras, manifiestos,

manifestaciones políticas, etc.) conforman un “sistema de oposiciones” y son el producto

de esos conflictos permanentes que constituyen el campo, por lo cual el principio

generador y unificador es la lucha (344-345). Para poder comprender en qué sentido un

texto es una toma de posición, es necesario delimitar la intención subjetiva del autor, lo

cual es posible luego de considerar su campo de inserción, porque es en el marco del

proyecto creador, donde obra y campo se interceptan y entran en conflicto: “El proyecto

creador es el sitio donde se entremezclan y a veces entran en contradicción la necesidad

intrínseca de la obra que necesita proseguirse, mejorarse, terminarse, y las restricciones

sociales que orientan la obra desde fuera” (1971: 146).

Con esto, Bourdieu señala que el proyecto de un artista no se construye sólo en función

de las intenciones o de los intereses personales, sino que la sociedad interviene

directamente en su constitución, porque el escritor debe contar con la demanda social al

momento de escribir, aceptando o repudiando pero nunca ignorando la imagen de sí mismo

que le devuelve la sociedad (145). Para entender esto, debemos tener presente la

importancia que tiene el hecho de que “un autor escribe para un público” (145). La imagen

que el artista tiene de sí (y también en definitiva, lo que es) depende en gran medida de “la

imagen que los demás tienen de ellos y de lo que los demás son” (145). Es cierto que

algunos se inclinan más por seguir las necesidades que plantea la propia obra, dejando de

lado las expectativas o presiones sociales; otros, por el contrario, responden casi

incondicionalmente a esas demandas externas, olvidando sus propios intereses y

convicciones, pero sin duda, afirmamos con Bourdieu que, en diferentes grados, ambos

polos se encuentran presentes en todas las obras y es preciso tenerlos en cuenta en el


84

análisis. Y en esta instancia, las objetivaciones que realiza el discurso crítico al intentar

desentrañar el proyecto creador de un artista tienden a desempeñar un papel específico en

la definición y evolución de ese proyecto (153), el cual se ve modificado en sus desarrollos

por la opinión de esta porción de agentes del campo.

Todas estas cuestiones están contempladas en la noción de “sentido público” de la obra

y del autor, es decir “el juicio [colectivo] objetivamente instituido sobre el valor y la

verdad de la obra” (158), 14 conforme al cual “el autor se define y con relación al cual debe

definirse, sólo en y a través de todo el sistema de relaciones sociales que el creador

sostiene con el conjunto de agentes que constituyen el campo intelectual en un momento

dado del tiempo” (153). Este sentido público también mediatizará la relación que el autor

mantiene con su propia obra (159). Por ello, no es posible realizar un análisis inmanente e

independiente del texto o de la figura de un autor, porque ambas instancias se encuentran

fuertemente atravesadas en su constitución por su inserción en los diversos campos

sociales.

Ahora bien, en este texto, Bourdieu se refiere reiteradas veces a las obras literarias (que

nosotros llamaríamos ficcionales para distinguirlas de las ensayísticas). Observa que ellas

son testimonio de “las representaciones que un autor hace de su empresa, sobre los

conceptos en los cuales imaginó su originalidad y su novedad” (148); que son el objeto de

análisis del crítico actual, cuyo fin es objetivar el proyecto creador de un artista (que se

encuentra implícito, elidido) (152, 172); que participan de (y son influidas por) todo el

circuito del campo intelectual: desde el autor que las elabora hasta quien las comercializa

(153ss); etc. Sin embargo, sólo hace una mínima referencia a aquellos textos que

estudiamos: “discurso teórico que el creador puede tener de su obra” (154). Quizá porque

14
Para esta teoría, la génesis de este sentido público tiene que ver con “quién juzga y quién consagra, cómo
se opera la selección que, en el caos indiferenciado e indefinido de las obras producidas e incluso publicadas,
discierne las obras dignas de ser amadas y admiradas, conservadas y consagradas” (153).
85

sólo los considera eso: discurso teórico sobre el quehacer literario. Sin embargo, en

función de todo lo dicho por él, las autopoéticas resultarían un espacio privilegiado de

explicitación y objetivación del proyecto creador, así como un testimonio claro de los

conflictos o intersecciones entre obra y campo y del impacto que el sentido público puede

tener en la constitución de un autor y en el desarrollo de su obra.

En definitiva, resulta sumamente interesante sumar esta perspectiva sociológica a

nuestro análisis por varios motivos. Nos permite, en primer lugar, superar la inmanencia

del texto y tomar en cuenta su contexto de enunciación, es decir, el espacio de las redes

complejas que constituyen el campo literario, de donde emerge y donde se inserta. Es

importante tener en cuenta estas dos dimensiones: por un lado, el texto es escrito por un

autor en función de cierta intencionalidad de inserción, permanencia o mejora de su

posición dentro del campo literario; por lo tanto, el autor espera ciertos efectos de

recepción (desde la edición y circulación del texto hasta la llegada a determinados lectores)

y escribe en función de ello. Pero no escribe de modo totalmente libre e indeterminado.

Estos textos también son producto del campo en el que se insertan, porque el autor posee

ciertas disposiciones adquiridas (habitus) a lo largo de su trayectoria social, las cuales

estructuran sus modos de pensar y que le otorgan las “reglas de juego” (illusio) que deben

orientar su labor artística, influyendo en los modos de inserción y participación en las

relaciones de ese campo. En segundo lugar, esta perspectiva nos permite advertir que toda

obra surge de un determinado “proyecto creador”, que se va modificando con el paso del

tiempo, según las interacciones que se produzcan entre el autor y sus colegas, sus editores,

su público, la crítica literaria, las instituciones académicas, etc.; pues este proyecto no

consiste sólo en una serie de premisas artístico-ideológicas que van mutando, sino que

estas premisas responden a las demandas y condicionamientos del contexto, y también de

los intereses y convicciones personales del autor. En conclusión, el autor y su


86

textualización, la selección de una tradición a la cual adscribirse y la posición en el campo

literario son todos vectores fundamentales que confluyen en la escritura de una autopoética

y que analizaremos con detenimiento.


87

CAPÍTULO 3

LAS AUTOPOÉTICAS COMO MÁSCARAS

1. El dominio de lo autopoético

De acuerdo con lo visto hasta aquí, podríamos definir lo autopoético como la

especulación o reflexión que los autores realizan en torno al hecho literario (Zonana), en

circunstancias intencionales y discursivas muy heterogéneas (Casas). Se incluyen en este

dominio una cantidad muy diversa de textos, cuyo parentesco es fácilmente reconocible

incluso por los lectores medios, pero que, sin embargo, escapan a toda sistematización,

pues no se ha logrado un consenso teórico acerca de su estatuto y su función (Demers,

Casas). Los textos que podemos encuadrar en esta categoría poseen un fuerte carácter

fáctico, porque se originan en las prácticas de los escritores e intentan, en muchos casos,

alcanzar conclusiones generales sobre la naturaleza del arte, de la literatura, sobre el

lenguaje o la condición del artista (Zonana). Sin embargo, no hay en ellos pretensión de

universalidad, pues buscan alejarse del tratado teórico, para postular los principios o

presupuestos estéticos del autor que firma y cuyo nombre coincide con el de las portadas

de sus libros (Casas). Esta perspectiva subjetiva genera, por un lado, una fuerte

focalización en el yo, y por otro, la construcción de una figura de autor que se distingue de

la persona real (Mignolo, Muschietti, Casas, Zonana). Esta diferenciación entre el rol

textual y el rol social es una consecuencia directa de la puesta por escrito del sujeto de la

enunciación, pues la mediación que el lenguaje ejerce en la textualización del yo implica

siempre una operación de construcción, más o menos consciente, que metamorfosea al


88

individuo, permitiendo la emergencia de un nuevo sujeto que se parece pero no coincide

con aquél, que es, en definitiva, una máscara.

En función de estas consideraciones, son diversos los usos que muchos críticos o

teóricos (muchos de ellos aludidos aquí) han otorgado a esta serie textual. Entre ellos, por

ejemplo, Mignolo les exige la función de ser una orientación para interpretar o un

complemento ineludible para la comprensión integral de los fenómenos artísticos. También

Muschietti señala la necesidad de esta correlación, aunque advierte no sólo las

coincidencias sino también las contradicciones que se producen entre el sujeto textual y la

imagen de autor extratextual, todo lo cual conforma una figura de autor compleja. En

cambio, Casas se apropia de la prevención gadameriana para, de modo contrario al de

Mignolo, afirmar que estos textos no deben ser utilizados como guía para interpretar las

obras, pues esa función le corresponde únicamente a los lectores. Por su parte, Demers

asegura que, a través de ellos, el autor explica sus presupuestos estéticos, realiza

advertencias y justifica sus elecciones. Finalmente, es Víctor Zonana quien, además de

darles la potestad de definir en cierto modo las condiciones de recepción/interpretación de

una obra para los lectores potenciales, produce un salto al exterior y agrega a esta

especulación autoral la condición de ser una herramienta para la legitimación de la poética

personal en el medio literario, tanto en relaciones de continuidad o divergencia respecto del

proyecto grupal en el que se inserta como de la tradición a la que se adscribe.

Partiendo de esta base, conceptualizaremos los rasgos de la serie textual autopoética y

de qué modo se inserta en el ámbito de los estudios literarios. Previamente, es necesario

advertir que esta serie reviste una gran variedad genérica, tipológica, formal, de

contenidos, de circunstancias de enunciación, etc., causante de la dificultad de

sistematización ya indicada. No pretendemos aquí elaborar un sistema que constriña estas

manifestaciones, sino sólo plantear algunas líneas de análisis abiertas y flexibles que
89

permitan analizar no sólo los textos de los poetas seleccionados para este trabajo, sino la

producción de cualquier escritor de la literatura universal, de acuerdo con sus

características peculiares.

2. Conceptualización de un espacio textual

Si consideramos distintas obras literarias a lo largo de la historia, seguramente en la

mayoría de ellas podremos descubrir huellas de este movimiento autorreflexivo o especular

que un yo-autor realiza en el marco de su propia escritura para reconstruir, de algún modo,

su propia poética. En ocasiones, este ejercicio se cruza con otro, el de la reconstrucción de

la propia vida, denominada, a grandes rasgos y sin entrar en la extensísima problemática

que conlleva, autobiografía. De este modo, se produce un proceso unitario que pone en

funcionamiento un mecanismo autorreferencial, donde poética y autobiografía confluyen

con preeminencia de uno u otro aspecto, según la intención del texto. Somos conscientes

de que esta separación es artificial y posee sólo un fin metodológico porque de hecho,

como veremos, la obra constituye parte de la vida de un autor, de modo que muchas

reflexiones sobre el quehacer poético incluyen una reconstrucción autobiográfica, así como

la elaboración de una autobiografía incorporará, ineludiblemente, elementos autopoéticos.

Pero esta referencia nos resulta útil para establecer un paralelismo entre ambos procesos

autorreflexivos, cuyo eje discursivo primordial es la autorreferencialidad. Esta

coincidencia nos permite aludir a los discursos estudiados dentro de las llamadas

“escrituras del yo”, cuyo protagonista es un sujeto-autor, que entabla relaciones complejas

de identidad con el sujeto histórico; una identidad difusa, ambigua, evanescente y, en

algunos casos, muy problemática.

Esta estrecha relación entre yo empírico y yo textualizado deja marcas en los textos de

diversa importancia, función y condición. Por este motivo, Del Prado Biezma, Bravo
90

Castillo y Picazo, siguiendo a Lejeune, 1 señalan la existencia de un “espacio

autobiográfico” para referirse a “un lugar de convergencia de múltiples huellas, susceptible

de configurar […] la presencia del yo-autor, causa sustancial de la escritura, al margen de

toda coincidencia en relación con el nombre y, por supuesto, con la historia vivida” (1994:

220). En este espacio autobiográfico, confluyen, a través de múltiples canales, diversos

modos y formas del proceso autobiográfico como acto literario (211). Por eso, es un

concepto que excede los límites genéricos y permite pensar lo autobiográfico como una

zona permeable que establece vinculaciones múltiples y diversas entre la vida y la obra de

un autor, dentro de los mismos textos.

En analogía con ello, proponemos postular la existencia de un “espacio autopoético”,

que nos otorga un marco metodológico más flexible y factible de ser aplicado a las

variadas formas y circunstancias en las que el gesto autopoético tiene lugar. Este espacio

puede delimitarse a partir de la presencia de huellas o índices que configuran tanto la

poética que el autor pretende seguir (una especie de “credo” poético), como su figura de

autor, conformada por diversas piezas. Estas señales, lejos de conformar una estructura

cerrada y homogénea, se extienden como una red que puede presentar fisuras,

modulaciones, desplazamientos, tanto en un nivel sincrónico como diacrónico; y que,

además, se encuentra en constante construcción, en un proceso sumamente dinámico y en

cierto modo, inasible en su totalidad. Esto no es una debilidad, sino un hecho de la vida:

1
Para Lejeune, el espacio autobiográfico es diseñado por los autores y es en el que desean que se lea el
conjunto de su obra (1975: 82), pues este espacio no se nutre sólo de la autobiografía del autor, sino de la
“verdad” del autor que puede encontrarse en cualquier obra (aún aquellas en las que el pacto autobiográfico
no se establece). Este espacio es luego reconstruido por el lector a partir de sus efectos de lectura (83). Sería
un “lugar diseñado por el receptor para leer las construcciones ficcionales como fantasmas reveladores de un
individuo [… pacto fantasmático], como claves autobiográficas…”. Del Prado Biezma, Bravo Castillo y
Picazo utilizan la noción de espacio autobiográfico para flexibilizar los límites establecidos por el pacto
autobiográfico y darle forma al hecho de que “todo texto lleva los trazos más profundos o más ligeros, más
evidentes o más recónditos, más cruciales o más periféricos en la estructuración del texto; pero ni la levedad,
ni el secreto, ni la marginalidad de algunos de estos trazos los hace más insignificantes en la epifanía del yo.
[Nos estamos refiriendo] a las presencias que caen bajo la denominación de lo que definimos y describimos
como espacio autobiográfico –más secreto, pero más efectivo de cara al descubrimiento del autor
intratextual” (207-208).
91

los hombres cambiamos a lo largo del tiempo y también cambian muchas de nuestras

convicciones y perspectivas sobre nosotros mismos y sobre el mundo. Por eso, si

advertimos estas diferencias, no deberíamos juzgarlas peyorativamente como errores o

contradicciones, sino como signos de algo que ha sucedido (y debemos analizar) en la

configuración interior o exterior de la obra o de su autor, en correlación directa con su

trayectoria personal, social y artística.

En definitiva, para distinguir los contornos de este espacio textual que pretendemos

conceptualizar, atenderemos a la presencia de estos índices autorreferenciales que remiten

al proyecto de escritura y delinean una figura autoral en forma de “caleidoscopio

movedizo” (Amossy 2009), compuesto por los fragmentos de las figuraciones que se

materializan en los diversos textos. Estos índices son de diferentes tipos: 1) temáticos:

referidos al hecho artístico, como concepciones sobre la poesía, el poema, el proceso

creador, el lenguaje, la obra; 2) del sujeto, en tanto autor: el yo se predica a sí mismo como

escritor/artista, en correlación con sus presupuestos estéticos, configurando una imagen de

sí que puede incluir referencias biográficas supeditadas a ella, así como las circunstancias

de su escritura artística, entre otros, y en tanto lector: invocado en el texto; 3) genealógicos

(de diacronía): aluden al armado de una genealogía, una línea de precursores a la cual el

autor se adscribe, incluyendo aquí aquello que considera su tradición; 4) del campo

literario (de sincronía), que pueden ser de polémica, es decir, referencias al conjunto de

actores del campo literario a los cuales el autor se opone en las autopoéticas, respondiendo

anticipada o posteriormente a cuestionamientos ajenos; o de aceptación/consagración:

aquellos en los que el poeta da cuenta del reconocimiento obtenido de parte de sus pares o

de las coincidencias y acuerdos con ellos.

A partir de la mayor o menor presencia de estos índices y del grado de importancia que

poseen en el texto, es posible distinguir dos conjuntos textuales que conforman el espacio
92

autopoético. Por un lado, aquellos textos que poseen considerable cantidad de índices

autopoéticos, en posición dominante, y que pueden adoptar una gran diversidad de géneros

y subgéneros, con estructuras y convenciones diferentes, que focalizan en distintos

aspectos según su especificidad (ensayos, prólogos, cartas, diarios, entrevistas, poemas,

etc.). Éstos son los que llamaremos autopoéticas. 2

Por otro lado, advertimos que, dentro del espacio autopoético, también hay textos en los

que es posible señalar la presencia de estas huellas, de forma fragmentaria y dispersa a lo

largo de la trama textual y siempre en una posición marginal. Pueden aparecer en un

poema, una novela o un ensayo; pueden estar exhibidos ostensivamente u ocultos sólo a la

vista del lector especializado. Sin duda, estas marcas aportan elementos significativos en la

construcción de la ideología estética del autor; sin embargo, su función será inmensamente

variada y deberá ser analizada de acuerdo con múltiples parámetros que incluyen la

constitución del texto en el que se ubican, la obra total en el que éste se inserta, el autor, el

contexto, etc. Es otra de las proyecciones en las que no entraremos en este trabajo por

cuestiones de extensión, pero que puede desarrollarse a posteriori. Quedan fuera de este

espacio autopoético las obras en las que no es posible rastrear ninguno de los índices

mencionados y, por lo tanto, los presupuestos artísticos sobre los cuales se sustentan sólo

pueden ser inferidos a partir de una operación hermenéutica. 3

En la serie de los textos que llamamos autopoéticas, es posible distinguir dos conjuntos

discursivos. El primero de ellos está formado por las obras sujetas a la convención de

ficcionalidad. Al hablar de esta convención, nos remitimos específicamente a lo teorizado


2
Como ya dijimos, Zonana distingue dentro de este grupo, tres conjuntos: 1) los textos teórico-críticos; 2) los
paratextos; 3) los textos metapoéticos (34-35). Nosotros agruparemos, en cambio, los grupos 1 y 2, y
dejaremos aparte el grupo 3, por considerarlo de un estatuto diferente y, por tanto, regido por otras
convenciones que modifican las operaciones de lectura e interpretación.
3
Estas obras están estrechamente vinculadas con el espacio autopoético (aunque no pertenezcan a él), porque
de hecho, uno y otro producen sus propias versiones tanto de la imagen del autor como de su ideología
artística; versiones que es necesario poner en relación para apuntar coincidencias, desplazamientos, fisuras y,
a veces, incluso contradicciones. En este sentido, la poética de un autor puede ser descubierta en cualquier
texto, con mayor o menor esfuerzo interpretativo, siendo el de menor esfuerzo aquel texto saturado de
elementos autopoéticos y el de mayor esfuerzo el texto que no presenta esos índices.
93

por Walter Mignolo (1981), quien afirma que la marca distintiva para el reconocimiento de

la conformidad con esta convención es la “no correferencialidad entre la fuente ficticia de

enunciación (narrador) y la fuente no-ficticia de enunciación (autor)” (89). Esto quiere

decir que en el texto se crea un “espacio ficticio de la enunciación” (88). Pozuelo Yvancos

retoma las reflexiones de Mignolo en su libro Poética de la ficción (1993) y afirma que el

discurso narrativo “es ficticio en tanto no pertenece a una acción del autor, sino a una

fuente de lenguaje que se establece imaginaria, y desde la cual se otorga verdad irrestricta a

las afirmaciones pseudoautoriales relativas a hechos del mundo narrado y convierte en

verdaderos o falsos los actos de lenguaje de los personajes” (86). Es decir, que la condición

de ficción implica la conformación de una fuente de lenguaje imaginaria que no coincide

con el autor. 4 En el caso de los autores estudiados en esta investigación, la mayoría de los

textos que responden a esta convención pertenecen al llamado género lírico. 5 Las

autopoéticas que se rigen por la convención de ficcionalidad suelen poseer una voluntad

manifiesta de exhibir el artificio y el simulacro del texto, basada en la no-identidad entre el

sujeto empírico y el sujeto textual. 6

El segundo conjunto está conformado por aquellos textos regidos por las convención de

referencialidad, que en su mayoría pertenecen a los llamados “géneros ensayísticos” (como

veremos luego), pues sus propiedades genéricas son propicias para esta discurrir reflexivo.

Si bien esta convención no es teorizada de este modo por los autores mencionados, es

4
Para un desarrollo más extenso de esta cuestión, ver los artículos de Mignolo, 1981a y 1981b; Schmidt
1987; Pozuelo Yvancos 1993; Scarano 2000, etc.
5
Si bien los principales trabajos citados en torno a esta convención de ficcionalidad se refieren a los
discursos narrativos, adherimos a los postulados teóricos que postulan el carácter ficcional del sujeto poético,
que puede extender lazos más o menos fuertes con la realidad extratextual, pero que implica siempre una
instancia de mediación (el yo hablante o sujeto lírico) que asume la voz en primer lugar. Para ahondar en esta
problemática, ver: Culler 1978; Mignolo 1982; Lázaro Carreter 1987; Pozuelo Yvancos 1994; Cabo
Aseguinolaza et al. 1998 y 1999; Combe 1999; Scarano, Romano y Ferrari 1994; Scarano 2000 y 2014, etc.
6
Las implicancias de la autorreferencialidad en los poemas (o metapoesía) es estudiada en profundidad por
Ferrari, en la introducción de su libro La coartada metapoética… (2001). Es cierto que las autopoéticas
incluidas en el género lírico pueden ser pensadas en términos metapoéticos también. Como ya advertimos al
final del capítulo 1, al pensar las posibles relaciones entre los fenómenos meta y las autopoéticas, siendo
ambos autorreferenciales, consideramos que hablar de uno u otro es una decisión metodológica, que depende
de la posición del observador.
94

posible postularla en analogía a la de ficcionalidad. Nos extenderemos en torno a esto al

hablar del tipo de enunciación propia de las autopoéticas que integran este conjunto, sin

embargo, en principio, podemos decir que es aquella en la que la fuente del lenguaje

coincide con el autor y lo dicho en el discurso encuentra referencia concreta en la realidad

extratextual; por lo tanto, hay “correferencialidad” entre ambas instancias. 7 Esto no

significa, por supuesto, eludir el hecho de que el yo que emerge de estos discursos es una

construcción, producto de la mediación verbal, que no coincide con el sujeto histórico. Sin

embargo, las autopoéticas de este conjunto, que constituyen nuestro objeto de estudio,

manifiestan una voluntad de identificación entre el sujeto histórico y el sujeto textual y en

esa identificación ganan gran parte de su fuerza perlocutiva, pues el lector no duda de ella,

más allá de que reconozca (aunque a veces lo olvide en el fluir de la lectura) el carácter de

artificio que implica toda construcción lingüística. En esta tendencia a la identificación

también el escritor adquiere credibilidad para participar eficazmente del juego de

relaciones y tensiones que cruzan las instituciones literarias y artísticas de una época.

Nuevamente, es necesario indicar que esta distinción es de índole metodológica y cabe

hacer sobre ella, por lo menos, dos aclaraciones. En primer lugar, los límites entre ambos

conjuntos pueden tornarse difusos y puede haber textos que podrían caer de un lado o del

otro, sin mayores dificultades. Por eso, es necesario precisar que sus fronteras son

permeables y flexibles y, en ocasiones, se desdibujan para permitir, por ejemplo, que un

poema adopte una función ensayística (por ejemplo, los poema-proemio/prólogo) o que un

ensayo se acerque a la prosa lírica (por ejemplo, prefacios o prólogos en prosa cuyo estilo

se mantiene en el límite entre lo ensayístico y lo lírico). En segundo lugar, es necesario

7
En una nota al pie, Mignolo (1981a: 87) indica que los conceptos de correferencialidad y de no-
correferencialidad son necesarios para “capturar la función del pronombre de primera persona en los
discursos ficcionales y no ficcionales”. Luego afirma que en los discursos no ficcionales “se establece una
relación de correferencialidad entre la instancia pronominal yo y la persona que lo pronuncia; en cambio, en
los discursos ficcionales, se establece una relación de no-correferencialidad entre la instancia del yo y la
persona que lo pronuncia”.
95

aclarar que ambos discursos autopoéticos presentan problemas teóricos específicos de cada

modalidad y dichas diferencias acarrean distinciones en el estatuto de la enunciación, en la

configuración de los sujetos, en los efectos de las convenciones genéricas, en el contexto

de publicación, etc. Por eso, Ferrero (2012) los caracteriza como “discursos contigüos”,

poniendo de manifiesto, a la vez, su cercanía y su diferencia.

Si bien nuestro corpus estará formado por textos que podríamos situar, sin mayores

dificultades en el segundo conjunto, no negamos las numerosas y complejas relaciones

entre ambos grupos del espacio autopoético, así como la gran potencialidad e interés que

advertir y estudiar estas relaciones puede tener en el ahondamiento de nuestro tema de

estudio, en una instancia posterior.

3. Las autopoéticas ensayísticas

Nos centraremos ahora en la caracterización de las autopoéticas que conforman nuestro

objeto de estudio: aquellas llamadas “metatextos” por Mignolo y “extratextos” por

Muschietti; clasificadas por Zonana como textos teórico-críticos o paratextos e

identificadas por Amossy como parte del metadiscurso que el autor elabora sobre sí mismo

en los alrededores del texto literario. Elegimos llamarlas “autopoéticas ensayísticas”,

utilizando el adjetivo en sentido amplio, pues la mayoría de las formas textuales en las que

se presentan pueden adscribirse a los llamados “géneros ensayísticos” (Pedro Aullón de

Haro 2005), que determinan, en gran parte, los marcos institucionales y genéricos dentro

de los cuales deben ser interpretados. 8 Nos referimos a formatos y estilos tales como

ensayos propiamente dichos, prólogos, introducciones, prefacios, epístolas, diarios,

8
Se evita, de este modo, otras expresiones, como por ejemplo, “en prosa”, pues puede haber cuentos, novelas
o prosa lírica regida por el pacto de ficcionalidad, que pueden considerarse autopoéticas; o también
“referenciales” o “metatextuales” por las complejidades teóricas que conllevan cada uno de los términos.
Elegimos “ensayísticas”, pensando en el ensayo como “archigénero” en términos de Casas (1999), y en tanto
las características de la enunciación ensayística son las que podemos observar en este corpus textual y las que
utilizaremos para describirlo.
96

anotaciones, discursos o conferencias, artículos periodísticos, etc., todos subgéneros que

los diversos autores incorporan bajo el paraguas de esta denominación (Aullón de Haro

2005: 22; Arenas Cruz 2005: 43). 9 Esto es así en parte porque, como dijimos en el capítulo

1, a partir del siglo XIX, la forma ensayística, prefigurada por Montaigne, se convierte para

los artistas en el espacio propicio para albergar este ejercicio de autorreflexión y también

para intervenir en la escena pública (social, cultural, literaria, etc.). Por este motivo, para

trazar las características enunciativas de la escena del habla que se constituye en las

autopoéticas, atenderemos las particularidades de la escritura ensayística en la que suelen

cristalizar.

Quedarían fuera de este rótulo las entrevistas en vivo, formato adoptado también por lo

autopoético, principalmente a partir de la segunda mitad del siglo XX, que a pesar de tener

sus rasgos propios, comparte algunos con los géneros ensayísticos: justamente aquellos que

los escritores aprovechan en las instancias autopoéticas. Sin embargo, en torno a este

género es necesario realizar una aclaración: las entrevistas que aparecen en diarios y

revistas (las que tomaremos en el caso de nuestros autores), suelen tener una instancia de

validación con el autor, previa a su publicación, por lo cual el control sobre lo que se dice

es mucho mayor que en el caso de entrevistas en vivo (por radio, televisión o internet). Es

por ello que aquí consideraremos el corpus de entrevistas como una herramienta auxiliar
9
Con una progenie que se remonta a la Antigüedad clásica, a través de nombres como Cicerón, Horacio,
Marco Aurelio o San Agustín, el ensayo posee su acta de nacimiento en la obra de Michel de Montaigne,
quien propone el vocablo mismo utilizado para conformar el género. Nacido en la modernidad, se propone
como un espacio de libertad, de búsqueda, de apertura e indeterminación que hace difícil la definición de su
constitución y características propias. Aullón de Haro sitúa en las reflexiones de Theodor Adorno la “gran
poética del género” en el siglo XX (en “El ensayo como forma”, 1942), junto a los aportes de George Lukács
(“Sobre la esencia y forma del ensayo”, 1910) y de Max Bense (“Über den Essay und seine Prosa”, 1947).
Sin embargo, para el teórico español, estos autores que fundan la poética del género lo hacen desde una
perspectiva filosófica, que no alcanza a conformar una teoría del discurso ensayístico, objetivo que muchos
teóricos y críticos de la literatura se han propuesto en los últimos años, como veremos en este recorrido por
los aportes más significativos en torno del género. Si bien la teoría sobre el ensayo tiene una extensión
considerable en los estudios literarios, no nos detendremos exhaustivamente en ella, pues no es el objetivo de
nuestro trabajo, sino sólo observar las características de estos géneros que potencian las posibilidades y los
efectos de la reflexión autopoética. Para ver el lugar del ensayo en el sistema de los géneros literarios, así
como un desarrollo más extenso de la teoría sobre este género, ver: Adorno 1962; Mignolo, 1986;
Starobinsky 1998; Casas, 1999; Aullón de Haro, 2005 y 2007; Arenas Cruz, 2005; Hernández 2005; Pozuelo
Yvancos 2005; Hutnik 2007; Weinberg 2006, 2007a, 2007b y 2012; etc.
97

para contrastar con las conclusiones que surgen de las autopoéticas ensayísticas, pues en

cierto modo, mantienen los mismos mecanismos, aunque la escritura no se desarrolla

libremente sino a partir de preguntas. Lo que sí comparten con las entrevistas en vivo es el

grado de legitimación del entrevistado del que parten, así como la aparición en medios de

comunicación, en general, de largo alcance, circunstancia que puede resultar sumamente

útil y eficaz para el armado de la figura autoral. 10

3.1. Enunciación autopoética: un sujeto-autor

Como hemos visto, podríamos identificar al sujeto de las autopoéticas con el nombre

propio que firma y que aparece en la portada del libro o al pie del artículo, y que suele ser

el responsable de toda una serie literaria. La característica primordial de este sujeto es la de

ser un autor. 11 Pero como advertimos en el capítulo 2, ninguna instancia de contraste

psicológica o biográfica puede postularse como garantía para determinar a quién nos

referimos con este vocablo. En cambio, hacemos referencia a una figura que permanece en

el borde: ni dentro, ni fuera del texto, instancia de producción cruzada por las

determinaciones del espacio cultural e histórico al que pertenece, inasible como sujeto

empírico, pero factible de ser reconstruida desde las coordenadas de su trayectoria social y

discursiva.

Además, como vimos también, al pasar por el tamiz del lenguaje, este sujeto-autor

construye de sí mismo una imagen interesada, que responde (consciente o

inconscientemente) al modo en que desea ser considerado por sus pares y por sus lectores.

10
En el caso de autores que desarrollan su obra hacia finales del siglo XX y/o siglo XXI, habrá que estudiar
las entrevistas en vivo como un género con particularidades más acusadas, en cuanto que se construyen en
base a la apariencia de “mostración directa” del ser, la personalidad y los pensamientos del autor
entrevistado, favorecida por los medios audiovisuales en los que aparecen y que ocultan con mayor éxito el
artificio que implica la puesta en escena de la subjetividad. Para un mayor detalle en torno a este género
dialógico, ver: Arfuch (1995); De Llano y Scarano (2004).
11
Así como lo advertían Demers y Casas, en el estudio de los textos, será necesario tener en cuenta si poseen
referencialidad individual o colectiva, porque los circuitos de recepción, así como los efectos tanto en la obra
como en el campo serán diversos de acuerdo con este parámetro.
98

Como todo orador pretende generar empatía con sus receptores, y a la vez que ese ethos

forjado en el discurso genere efectos en la circulación de sus textos por el campo literario,

efectos que trastocan, en mayor o menor grado, su imagen pública. En definitiva, se

construye para sí mismo una máscara autoral, que le permite hablar de sí mismo de forma

distanciada, “ex persona” (en consonancia con el título de nuestro trabajo).

Ahora bien, el estatuto de enunciación de este sujeto posee algunas peculiaridades

propias de la enunciación ensayística. En este sentido, es fundamental el aporte de Pozuelo

Yvancos, pues él no sólo analiza el género ensayo, sino que lo caracteriza como “escritura

del yo”, es decir, una norma histórico-literaria que nace con la obra de Montaigne, donde

encuentra su denominación y su sentido, saliéndose del esquema de los géneros al uso que

habían regido hasta ese momento los estudios literarios (181). 12 Esta denominación se

refiere al énfasis que estos textos ponen en la intervención personal y autobiográfica (en

consonancia con el estatuto autobiográfico presente desde el Renacimiento). Así esta

modalidad supone que haya una escritura, que tenga como protagonista al yo y que ese yo

sea el autor, como parte de una forma dada de unidad creativa, donde se da la coincidencia

entre sujeto y objeto en el ámbito de la representación:

La Literatura del yo […] nace cuando se hacen solidarios los espacios del sujeto y del
objeto de la representación, creando, con la invención, un espacio de creación
imaginaria, que se sostiene en su propia verosimilitud. No es ya el documento que fija
el evento (las batallas del rey de Irlanda) sino la “representación” es decir la
sustitución de lo que realmente ocurrió (que es objeto de la Historia) por el signo que
da entrada a la poiesis como sinónimo de construcción, de configuración (184).

Esta sustitución de lo real por el signo no se produce sólo en los hechos, sino también

en la constitución del mismo yo que se configura en el discurso, siendo éste la instancia

más importante del texto y la novedad de la obra de Montaigne. Más que el tema o la

12
Pozuelo Yvancos propone considerar los géneros literarios como “norma histórica”, es decir, aquella que
determina “el horizonte de expectativas de los modelos intertextuales en un funcionamiento en todo caso
polisistémico, que comprende junto a posiciones enunciativas, tradiciones temáticas, moldes estilísticos y
niveles de lengua” (181). Este concepto de “norma histórica” se acercaría más a la noción de “estilo” para el
teórico español.
99

exhaustividad en el desarrollo, importa el sujeto, su perspectiva, su visión del mundo, una

impronta personal. Por eso, según Pozuelo, el escritor francés titula como “ensayo” su

obra, en la medida en que el modo de tratar los asuntos se adapta totalmente a los límites

de su propio yo, en cuanto a conocimiento, capacidad y conveniencia (185). También

Starobisnky hace hincapié en el término “ensayo” que refiere no sólo al tratamiento de un

tema, sino también a la operación de autocomprensión del autor, quien “debe ensayarse a sí

mismo” (36). Este ejercicio de reflexión interna, al unirse a la inspección de la realidad

exterior, conforma un mapa donde sujeto y materia son una misma cosa (37), de modo que

se cumple la máxima de Montaigne: “yo mismo soy el contenido de mi libro” (LXVI). De

este modo, el alto grado de subjetividad es uno de los rasgos fundamentales de la escritura

ensayística (Arenas Cruz 2005: 55), lo cual se acentúa aún más cuando conlleva una

operación autorreferencial, como la que supone una autopoética.

En relación con el tipo de enunciación que asume este yo, Pozuelo advierte que es una

escritura “no susceptible de ser ficcionalizada, es decir, que impone su resistencia a que se

separen las categorías de la Enunciación y la del Autor” (188). Esto no significa, como ya

advertimos, que el yo textual no sea una construcción interesada del texto, pero sí implica

que el autor no es ficcional, aunque como sujeto histórico pueda “velarse o

metamorfosearse tras la apropiación que de ella hace el Discurso” (188). En torno a esta

misma cuestión, Arturo Casas afirma que en la enunciación ensayística, se produce una

“fusión sincrética entre los sujetos de la enunciación y del enunciado y el autor real” (1).

Asimismo, Beatriz Sarlo advierte las “refracciones entre el nombre del autor y la forma de

autor”, que se producen en el ensayo, lo cual no significa un borramiento del autor, como

en la ficción, sino una subsistencia de éste sin importar lo engañoso que pueda resultar una

coincidencia simple (29). El aporte de Weinberg, en su libro Situación del ensayo (2006),

acuerda con lo ya dicho al afirmar que “la voz autoral pesa mucho en el ensayo y se apoya
100

en un yo que, alojado en el lenguaje, permite dar anclaje a nuestros actos de habla: el yo se

nos muestra así tanto en su dimensión privada como social y universal” (79). Este sujeto

lleva las “marcas del emisor real pero no se agota en él, sino que da también lugar a un yo

construido por el texto, de modo tal que la primera persona verbal se complejiza” (81). En

nuestro corpus, el yo remitiría al ensayista de carne y hueso, a la instancia autoral y a la

voz que se hace cargo de la enunciación; pero también aludiría tangencialmente a lo que

para ese escritor un poeta es o debe ser, de forma directa o indirecta, pues al hablar de ello,

está conformando también esa imagen de sí mismo.

Este autor que se hace responsable del texto con su nombre propio, hombre de letras,

voz autoral, representado en el texto pero no ficcional, es el que encontraremos como

sujeto de la enunciación en las autopoéticas. Esta condición intermedia en la que lo sitúa el

lenguaje es muy propicia para esta operación de dar cuenta de sí mismo, pues, en la línea

de la retórica clásica, genera efectos de sinceridad frente a los cuales resulta difícil el

distanciamiento por parte de los receptores, gracias a la tendencia (muchas veces ingenua)

a identificar autor empírico– autor implícito–sujeto textual de forma acrítica, promovida

por la enunciación ensayística. Este sujeto que se auto-construye en el discurso pone en

marcha la constitución de un ethos autoral que si bien se desprende de su propio decir,

depende también de la imagen pre-discursiva que circula entre los receptores y dialoga con

ella en pos de afianzarla o modificarla, cristalizando finalmente una figura de autor

interesada y digna de atención.

3.2. Una relación asimétrica: el “diálogo” con el lector

Como advertimos en el capítulo 2, hablar del ethos autoral supone inevitablemente

pensar en el oyente/lector, pues el autor construye una imagen de sí mismo en el texto

pensando siempre en su destinatario, ya sea para persuadirlo de algo y lograr su

aprobación, ya sea para entrar en polémica con él. Es por eso que como contraparte de este
101

sujeto de la enunciación que es el centro de su decir, debemos referirnos a la figura del

lector/oyente, invocado una y otra vez, al que se le atribuyen capacidades y competencias

específicas y al que se pretende persuadir. 13

La mayor parte de los críticos coinciden en la condición dialógica del ensayo, que

define la relación entre el yo y su destinatario (Arenas Cruz 2005; Hernández: 157;

Pozuelo Y.: 190; Hutnik 84; Weinberg 2006, 2007a y 2007b, etc.). Este diálogo se

corresponde, por un lado, con el carácter opinable y personal de las afirmaciones del autor,

y por otro, con la libertad de pensamiento y de opinión que se le atribuye al lector, al que

se busca convencer. Este ingreso del tú con el que el yo dialoga es, para Weinberg,

decisivo en el ensayo, pues el complejo sistema de pronombres establece las relaciones de

poder y solidaridad entre los sujetos participantes (2006: 81). Esta relación que se

configura como íntima o privada tiene como finalidad última la persuasión del receptor y

pretende lograr una respuesta o efecto perlocutivo, que apunta a convencer no de la verdad

de los contenidos expuestos, sino “de lo bien fundado de la argumentación y de la

necesidad de pensar acerca de ellos, con el fin de inspirarlo y motivarlo para que pueda

reflexionar por su cuenta” (57). En definitiva, el recorte que realiza el texto postula un

camino interpretativo que, a su vez, define un tipo de diálogo con el lector (Weinberg

2007b: 287). Por eso, las autopoéticas son un terreno eficaz para que el autor proponga un

modo de pensar no sólo su obra, sino también la literatura, tratando de conducir al lector

por este camino.

La persuasión del lector por parte del autor es lo que justifica que estos textos

privilegien generalmente las estructuras discursivas argumentativo-expositivas, en lugar de

las descriptivo-narrativas (Mignolo 1986: 101). Además, si el ensayo pretende establecer la

13
No hay que perder de vista que, como veíamos en el capítulo 2, Bajtín considera que todo discurso posee
un carácter dialógico, pues está preñado de la respuesta del oyente teniéndola en cuenta al momento de su
formulación. Sin embargo, esto es especialmente visible en los géneros ensayísticos y en particular en las
autopoéticas.
102

credibilidad de una idea o de una opinión, lo hace a través de pruebas que no son

demostrativas, sino retórico-argumentativas, las cuales presentan premisas probables o

verosímiles y son válidas sólo en contextos particulares y con fines determinados,

principalmente en los ensayos sobre temas humanísticos (arte, política, historia, literatura,

sociedad), donde predominan los valores y las opiniones, en vez de las verdades definitivas

(Arenas Cruz 2005: 45). Esto se da particularmente en las autopoéticas, pues la materia

tratada está en directa relación con la perspectiva y con las convicciones del hablante,

quien realiza una justificación razonada y argumentada de ese punto de vista, con el

objetivo de convencer al lector no sólo de aquello que enuncia, sino del tipo de persona (y

en este caso con su doble significación etimológica y cristiana) que pretende encarnar.

Además, en este caso, la persuasión se refuerza con el nombre del autor reconocido y

consagrado por el campo intelectual, y su consiguiente autoridad para hablar del tema.

El lector de las autopoéticas es convocado a la escena de la enunciación e

invitado/obligado a realizar determinadas operaciones intelectuales (de las cuales se lo cree

capaz) para seguir el hilo de las argumentaciones que entretejen el texto. Este proceso

comporta varios fines respecto de él: persuadirlo acerca de la conveniencia de los

postulados u opiniones que el autor hace explícitos, justificando sus elecciones; procurar

que acuerde con la superioridad de estos postulados respecto de posturas opuestas o

distintas, inducirlo a aplicar lo dicho a los textos literarios ofreciendo un camino

interpretativo de los textos de creación, aplicación que derivaría de aceptar la supuesta

identificación entre sujeto textual y autor empírico y confiar en su palabra “autorizada”

como creador, entre otros. Pero todo esto no hace más que poner de manifiesto posiciones

del sujeto de la enunciación y por eso, al hablar de la figura de lector, configuramos una

máscara autoral distinta.


103

En este punto, hay que distinguir entre el lector medio (por ejemplo, el que se acerca al

prólogo de una obra ficcional) y el especializado (por ejemplo, el oyente de una

conferencia en una universidad), pues en cada caso, las estrategias que el sujeto de la

enunciación ponga en marcha serán diferentes, dado que las condiciones de lectura como

las competencias interpretativas de cada grupo darán como resultado interpretaciones y

acciones totalmente diversas entre sí. 14

Otro punto a tener en cuenta en la consideración de la instancia de recepción, es si el

texto es de índole pública (prólogos, entrevistas, manifiestos, ensayos, etc.) o privada

(cartas, diarios). El funcionamiento pragmático será diferente en cada caso, según si fueron

pensados para ser publicados o si fueron escritos con otras intenciones de circulación. Por

ejemplo, De Profundis, de Oscar Wilde, es una excelente autopoética, sin embargo, es una

carta dirigida a una persona particular. Si queremos estudiar la figura autoral que proyecta,

los efectos en su obra y en el campo, entre otras cosas, sería útil conjeturar qué modo de

circulación pensó Wilde al escribirla: pública o privada. Si fue pensada para el espacio

privado, se abren dos cuestiones: ¿cómo modifica su estatuto y su lectura el “trasplante” al

espacio público? Y por otro lado, ¿se puede considerar como autopoética un texto que no

fue pensado por el autor como tal? En este sentido, habría que plantearse si la condición

autopoética de un texto es determinada por el escritor o si la crítica puede atribuírsela a un

escrito que, en principio, fue pensado con otros fines. Consideramos que esto último es

posible siempre que el crítico tenga en cuenta estas circunstancias diversas de elaboración

y circulación y obtenga conclusiones que contemplen esas diferencias.

14
En general, las autopoéticas tienen como horizonte también la mirada y la consideración de los colegas del
medio literario (principalmente escritores, pero también críticos, antólogos, editores, académicos, etc.), que
genera una determinada mirada crítica respecto de una obra, un estado de opinión, del cual el autor es
consciente y respecto del cual se pronuncia: para mantenerlo, para modificarlo, o incluso para contradecirlo.
En este último caso, el más frecuente en los dos autores que estudiamos, las valoraciones del sujeto hablante
difieren con las de aquéllos estableciendo en el terreno textual una polémica, cuestión fundamental para
nuestro análisis, a la que nos referiremos atendiendo a la teoría discursiva de Angenot.
104

3.3. El libre discurrir del discurso

En cuanto a la materia tratada, podemos afirmar que en el corpus que nos ocupa hay

una correferencialidad entre sujeto y objeto, pues es un sujeto hablando sobre sí mismo

(auto-) en cuanto autor de una obra literaria (poética); esto implica que el contenido de las

autopoéticas será la propia figura autoral y su correspondiente ideología artística, ya sea en

relación con la propia obra, la trayectoria literaria, ya sea por la exposición de los

presupuestos abstractos sobre el arte, la literatura, el lenguaje, etc. Pero este contenido

puede adoptar los modos de presentación más variados, pues como afirma Demers, el

espacio de este conjunto de textos está signado por la libertad, siendo factibles de

presentarse en las más diversas formas y circunstancias. En este sentido, las autopoéticas

asumen la libertad propia de los géneros ensayísticos en los que se expresan.

Aullón de Haro (2007) propone pensar este “libre discurso reflexivo” como una

“operación articulada libremente por el juicio […] el discurso sintético de la pluralidad

discursiva unificada por la consideración crítica de la libre singularidad del sujeto” (63-

64). Por tanto, la libertad en la organización discursiva y textual como en la elección del

tema es propia del ensayo, que puede tratar sobre “todo aquello susceptible de ser tomado

por objeto conveniente o interesante de la reflexión, incluyendo privilegiadamente ahí toda

la literatura misma, el arte y los productos culturales” (64). Del mismo modo, Sarlo (2001)

afirma que el ensayo es una forma in progress, es decir, un pensamiento haciéndose, en

una permanente apertura que no cierra. Su forma es la de una pregunta sin la necesidad de

una respuesta; es, en definitiva, un trayecto que conduce a la incertidumbre. Es por eso que

el ensayo no puede resumirse ni en partes ni en hipótesis (16ss). Así articula dos rasgos

que, en cierto modo, son opuestos: el carácter tentativo (exploratorio) de la argumentación

y su carácter conclusivo. Y la retórica del género acompaña esta tensión entre ambos
105

polos; signada por la condensación, que incluye recursos como la paradoja, la elipsis, la

polémica, la metáfora o el aforismo (19).

Pero en cuanto a este discurrir reflexivo se refiere, es Liliana Weinberg quien ha hecho

los aportes más relevantes, al definir la dinámica del ensayo como una “poética del

pensar”, pues “recoge ante todo una forma de conocer activo, recoge el momento

enunciativo del pensar, es un estilo del pensar y del decir […] en un presente activo” (282).

También Elizabeth Hutnik se refiere a ello: “El ensayo se sitúa en una zona fronteriza

aludido como `pensamiento´, pues explora, indaga, examina, relee, desde una postura que

no es ni neutra ni objetiva, sino que posee la marca del autor y su voluntad de transmitir

ideas” (2007: 83). Esta libertad del discurrir ensayístico está en consonancia con el modo

de decir, el cual tiende a la claridad, a la precisión, a la naturalidad, sin perder el

refinamiento artístico. Por ser pensado como un diálogo con el lector, posee rasgos del

lenguaje conversacional, lo cual le confiere agilidad y fluidez (giros coloquiales y

afectivos, ordenación subjetiva de la frase, apelación al tú) (Arenas Cruz 2005: 54).

En el caso de las autopoéticas, la libertad ensayística se presenta a través del uso de las

más diversas formas de tratamiento de los temas, pero también en las múltiples estrategias

que utilizan los escritores para dar cuenta de sí mismos y de sus obras. Esta libertad, unida

a la enunciación “no-ficcional” o “referencial”, convierte a estos géneros en un espacio

propicio de exposición, valoración y defensa de las opiniones propias, sin la obligación de

dar cuenta exhaustiva y sistemática de la materia en cuestión (como sí debería hacerse en

un tratado). La fragmentariedad de esta modalidad discursiva le permite al autor de una

autopoética discurrir sólo en torno a las partes de la realidad y el universo literario que le

interesan para fundamentar sus valoraciones y elaborar una autofiguración funcional a sus

intereses y también para utilizar su experiencia personal como punto de partida para una

reflexión sobre lo general y lo universal.


106

Otro de los rasgos fundamentales que Weinberg propone para el estudio del ensayo es

su condición de “texto situado”, pues establece una remisión continua al aquí y ahora de su

enunciación, a la vez que posee un modo de inscripción en un sentido general y

comunicable (2012: 26). De este modo, cobra relevancia el presente del ensayo, “el

presente del acto de entender y de decir, la puesta en evidencia del momento enunciativo y

escritural así como el permanente reenvío a las condiciones propias de una situación

enunciativa” (26). Por eso, la autora afirma que el ensayo puede pensarse como una “caja

negra”, que cifra en sí mismo la clave de su proceso interpretativo, que permite entender

qué pasó dentro y fuera del texto (Weinberg 2007b: 282). Para descifrar estas huellas, es

necesario poner al ensayo en correlación con las tradiciones artísticas y de pensamiento en

las cuales se inserta, las convenciones literarias y las tomas de posición ética y estética o su

enlace con estilos, debates intelectuales, etc. En definitiva, permite atisbar una visión de

mundo en el plano conceptual, pero también en la estructura de sentimientos, ligada a una

comunidad específica, que forma parte de esa situación de enunciación de la que emerge el

texto y para la cual el ensayista amplía los límites de lo decible y lo pensable (2012: 29-

30). Estas cuestiones son especialmente relevantes en el conjunto textual que nos atañe,

pues el presente de la enunciación establece las coordenadas de interpretación del texto en

sí mismo y en el conjunto de una obra. Cada producto textual nace en relación directa con

la trayectoria del escritor, en la que cada momento es particular y único, íntimamente

ligado a las circunstancias que lo rodean. Además, son un espacio oportuno para proponer

modos nuevos y originales de considerar el universo literario, cultural, social, etc., pues

como afirma Weinberg, el ensayista tiene esa potestad de ampliar los límites de lo que una

comunidad puede pensar, decir y hacer.

La condición de “texto situado” de las autopoéticas no es un rasgo trivial, ya que nacen

unidas a las valoraciones y opiniones de un autor en un tiempo y lugar determinado. Una


107

vez que fueron publicadas, esas valoraciones quedan fijadas para siempre; pero puede

llegar un momento en el que el escritor empírico se distancie ideológicamente de los

juicios volcados en dichos textos y también de la propia figura que emerge de ellos. Sería

el caso, por ejemplo, de los tres primeros libros de ensayos de Jorge Luis Borges, que él

mismo decidió desconocer, olvidar e incluso eliminar del proyecto de edición de sus obras

completas. Algo similar sucede con algunos textos de Cernuda. Esta cuestión pone de

manifiesto cómo, en ocasiones, el autor pretende tender los hilos de Ariadna que guíen por

el laberinto de su vida y de su obra a los lectores y a los críticos que se acerquen a ellas; así

como también para pensar cuál es el alcance de esta operación constructiva, que es

necesario desmantelar para comprender el entramado final de la obra de un escritor (y su

peso en el conjunto de la literatura universal). Sin embargo, curiosamente este rechazo de

una porción de la obra por parte del autor (Cernuda, Borges y otros), se suele dar hacia un

conjunto de textos ensayísticos y no poéticos o narrativos, pues si bien algunos de estos

últimos son apartados, nunca se ruega para ellos la condena del olvido; al contrario, la

mirada benevolente casi paterna del autor los considera como etapas propias o lógicas de la

evolución de una obra (y los lectores otorgan esta licencia). Nos atreveríamos a conjeturar

que es justamente este estatuto de “discurso de verdad” lo que hace que estos textos

escritos por el escritor joven constituyan una especie de amenaza para el escritor maduro.

Podría pasar que un crítico desprevenido compare los ensayos iniciales de un autor con sus

poemas de madurez. Es muy probable que encuentre fisuras, contradicciones y, en un acto

de arrebato, declare que el escritor estudiado no tiene claridad en sus presupuestos

estéticos, que no es coherente o que la inspiración le ha jugado una mala pasada, abriendo

una brecha insalvable entre la reflexión y la praxis. También puede suceder que, con el

paso de los años, un autor cambie de posición en el campo literario y el recuerdo o la

aparición de sus ensayos de juventud sean tan ajenos o quizá contrarios a esa nueva
108

posición, que pudieran perjudicar su imagen pública o la percepción que el resto de los

actores pueda tener sobre él.

3.4. El ensayo como modo de intervención social

En tanto que ejercicio del juicio como instrumento de indagación de la realidad,

presente ya desde Montaigne, el ensayo establece una relación crítica entre un sujeto y el

mundo; por eso, se concibe como una forma de intervenir en la realidad por mediación de

la palabra, desde una perspectiva personal, individual e incluso privada, a la vez que

pública y social (Weinberg 2007b: 272; 286). En este enlace entre la experiencia inmediata

y el horizonte de sentido, se produce una dinámica dual de integración y contrapunto, entre

lo uno y lo diverso (279). En este sentido, el ensayo es siempre un puente entre las

vivencias particulares de los sujetos y la experiencia universal.

Este modo de intervención social propio de la escritura ensayística debe respetar, según

Weinberg, dos exigencias: por un lado, “la asunción responsable de un punto de vista” y

por otro, “la puesta en valor, la interpretación […] inscripta en un horizonte de sentido” de

un tema (285). Esta interpretación desde una perspectiva y hacia un sentido, que se

relaciona, además, con un determinado orden ético y moral de una sociedad, instalándonos

en un marco determinado de valores, exige del receptor una participación interpretativa, en

la cual se funda la dimensión dialógica del ensayo que ya hemos destacado (285).

El ensayo es la representación de un proceso interpretativo (Adorno): es


representación del mundo y de la mirada activa sobre el mundo, pero es al mismo
tiempo la representación de un diálogo intelectual y una composición escritural sobre
el mundo que se van también desplegando a través del texto (Weinberg 2012: 18)

Este aspecto conversacional supone que se desarrolle una búsqueda abierta y

constructiva del conocimiento que prevé la participación de ese otro que es el lector (2012:

31). Este ingrediente fundamental para Weinberg no debe ser dejado de lado. La

presentación del conocimiento como un proceso abierto de construcción deja de ser


109

imitación de lo ya dicho para ser puesto en diálogo y permitir la mediación entre discursos

y saberes (22). Es por eso que el sujeto deja de lado la afirmación de “lo ya sabido” y “lo

ya aceptado” para instalar el “sin embargo” (23), que habilita el examen, la exploración, el

juicio del mundo, desde una perspectiva crítica propia, que se desembaraza de lo

establecido y de las instituciones para instalarse en la duda, en el fragmento, en la

incompletud y, en definitiva, en la construcción de un “saber accidental y provisional”

(Hernández 2005: 7).

Esta condición de tanteo, de exploración, de apertura inconclusa que los críticos del

género han señalado es una de sus características fundamentales de la enunciación

ensayística. Para Adorno, en esa duda y en esa negación a afirmar conceptos reside un

modo de poner en cuestión el estatismo y el autoritarismo de la ideología. Se levanta en

contra de la tradición filosófica que desprecia lo efímero y lo cambiante, poniendo en el

centro la duda sobre el método, la abstención de reducirlo todo a un principio, la

ponderación del fragmento en detrimento de la totalidad (19). Es por eso que para Adorno,

la conceptualización del ensayo no es lineal. Por un lado, se apropia de los conceptos de un

modo metódicamente a-metódico, pues utiliza la experiencia espiritual (llamada luego

“pensamiento”) como modelo (23) y deja de lado el método del pensamiento tradicional

para adentrarse en el objeto desde el primer momento con la profundidad y el espesor con

que se le presentan al sujeto (25). Por eso, para el teórico alemán la verdad que proponen

estos textos es una no-verdad, que retrocede ante lo dogmático y se libera del concepto

tradicional de verdad para asumirse como lenguaje (20-21).

Esto se da especialmente en el conjunto textual que estudiamos, ya que es justamente

esta liberación de la autoridad y de los preceptos literarios lo que da lugar a estos textos. Se

levantan contra los tratados y preceptivas de los siglos anteriores para proponer una verdad

propia, subjetiva, siempre válida y provisional: la del propio autor, ligada a su praxis de
110

escritura. Además, se produce también un enlace entre la experiencia personal de escritura

de un autor y la literatura en general, en función de un espacio y un tiempo donde la obra

de ese autor se desarrolla. En esta interpretación personal de la literatura, el lenguaje, el

proceso creador, etc., subyace un modo peculiar de entender al hombre y al mundo, un

modo de comprometerse (de muy diversas formas) con la realidad desde el quehacer

poético. Un autor que escribe una autopoética se dispone a establecer, más allá de los

postulados de la teoría y la crítica literaria y siguiendo sólo su propia perspectiva, qué es y

qué no es literatura, cómo debe considerarse el lenguaje, qué autores forman su canon

personal, cómo se posiciona en el campo artístico y en el medio social y esto siempre

implica un modo de evaluar la realidad y de situarse en ella y un posicionamiento ético (en

cuanto persona que actúa en función de esos valores), que puede tener o no alcances

políticos. Además, tal como indica Adorno, las afirmaciones contenidas en estos textos

pueden variar a lo largo del tiempo, pero el autor no dejará por ello de escribirlos, aunque

en ocasiones, como vimos, pretendan negar y olvidar aquellas líneas pasadas en las que se

pronunció de forma diversa u opuesta al presente.

Por otro lado, esta definición del ensayo como modo de intervención social, toma

especial relevancia en el caso de las autopoéticas, cuando éstas pretenden polemizar con un

conjunto de actores contemporáneos al autor, en general críticos y colegas, a los cuales éste

se dirige ya sea directa o indirectamente. Si bien la alusión a ellos puede darse en términos

de acuerdo, en pos de alcanzar legitimación y reconocimiento, nos interesa aquí analizar

(especialmente pensando en Cernuda y Valente) los casos en los que se establece una

polémica, en abierta oposición a las posturas, opiniones y quehaceres del conjunto de “los

otros”, que en general bregan por mantener el status quo del campo literario. En estos

casos, el texto ensayístico se tiñe de lo que podemos llamar siguiendo a Marc Angenot
111

“discurso agónico”, que parte justamente de esta característica del discurso ensayístico, de

hablar desde una postura ideológica y defenderla frente a otras visiones.

En La parole pamphlétaire, el teórico belga afirma que en lo que a “literatura de

ideas”, o “de opinión”, "discurso persuasivo” o “ensayístico” se refiere, la imprecisión de

los contornos genéricos es extrema y los consensos sobre los criterios de definición son

ilusorios (28). Es por eso que propone una nueva clasificación de los discursos, según la

cual distingue dos tipos: los narrativos y los “entimemáticos” (1982: 30). 15 En esta última

categoría, ubica al ensayo, vinculándolo con la llamada “prosa de ideas” y con los géneros

que Bajtín denomina “extraliterarios”, por su relación con el presente, las ideologías y las

luchas simbólicas (Weinberg 2006: 180).

Dentro del discurso entimemático, Angenot diferencia, por un lado, los textos que

siguen el modelo axiológico y afirmativo de las ciencias y la filosofía; y por otro, las

formas doxológicas del discurso persuasivo (el ensayo, la homilía, la sátira discursiva, la

polémica y el panfleto). Estas últimas poseen una función institucional y un doble carácter:

persuasivo (buscan convencer) y doxológico, pues reciben pasivamente la opinión

corriente (la doxa) (33), manteniéndose en una posición media: ni expresión directa de lo

vivido ni teorización axiomática; sus afirmaciones pertenecen al orden de lo probable.

Entre estas formas, se encuentran lo que el belga denomina “discursos agónicos”: la

polémica, la sátira y el panfleto. En ellos, se entabla una lucha (agon) entre la dinámica de

15
La unidad de los discursos narrativos sería el narrema o secuencia. La unidad de los discursos
entimemáticos sería el entimema. Este término deriva de la retórica (del griego eνθύμημα o enthumēma [en +
thumos (mente)- “que ya reside en la mente”) y ya lo menciona Aristóteles en su Retórica (1355- 1357).
Consiste en un silogismo en el que se ha suprimido una de las premisas o la conclusión, las cuales se dan por
obvias o se consideran implícitas en el enunciado, es decir, se parte de que éstas ya residen en la mente del
auditorio y por tanto no tienen que enunciarse. Es por eso que, para Aristóteles, es la prueba retórica de más
valor y la que mayor efecto tiene en el auditorio, pues su mecanismo se basa en la existencia real de unas
creencias compartidas por las personas, que la ciencia no admitiría, pero que la voluntad y el deseo (en
definitiva, las pasiones) sí. Ahí radica la fuerza de su carácter persuasivo. Angenot define los entimemas
como: “todo enunciado que, tratando de un tema cualquiera, plantea un juicio, es decir, realiza una puesta en
relación de ese fenómeno con un conjunto conceptual que lo integra y lo determina. Tal puesta en relación no
se realiza excepto que derive de un principio regulador más general que se encuentra, por lo tanto,
presupuesto en su enunciado” (1982: 4).
112

la demostración de la tesis propia y la refutación/descalificación de la tesis adversa (34). Al

ocupar dos terrenos: el propio y el del adversario, poniendo en evidencia las insuficiencias

de la postura contraria, estos discursos poseen una ambigüedad esencial: son una búsqueda

de la verdad (o por lo menos de lo opinable) y a la vez, un acto que supone una presencia

fuerte y explícita del enunciador en el enunciado, frente a una palabra antagonista que se

trata de reducir al silencio o de vencer (34-35).

En el caso específico de la polémica, la cual veremos desplegarse en la mayoría de las

autopoéticas de Cernuda y Valente, se produce en un terreno común entre los

interlocutores (35), es decir, el discurso del enunciador y el discurso contrario se basan en

las mismas premisas. Por eso, el sujeto debe poder identificar la palabra adversa, jugar con

sus postulados para lograr un efecto de represalia (36). Como en todo discurso agónico,

podemos distinguir tres participantes: la verdad (como “correspondencia con la estructura

auténtica del mundo empírico), el enunciador y el adversario, los cuales en la polémica

protagonizan un drama donde héroe e impostor se enfrentan (38). El emisor pretende poner

de manifiesto el error en el argumento del oponente, con el fin de hacer triunfar la tesis

defendida. La importancia de la polémica es la lucha en el mismo plano, en base a las

mismas premisas, donde las palabras enfrentadas coexisten, pero una (la verdadera) triunfa

por sobre la otra (39). Para ello, además de los argumentos racionales, el escritor incluye lo

que la retórica antigua llamó “la marca de las pasiones” (pathos), rasgo propio de los

discursos doxólógicos que exigen más que demostraciones racionales con el objetivo de

lograr la adhesión del auditorio y su incitación a actuar (41).

Por su parte, Eliseo Verón (1988) estudia cómo se da la polémica en el discurso político

y propone la presencia de tres destinatarios: un “Otro-positivo”, un “Otro negativo” y otro

que podríamos llamar “neutro”. Al construir su enunciado, el hablante establece un vínculo

con los tres: “El lazo con el primero reposa en lo que podemos llamar la creencia
113

presupuesta […] Corresponde a un receptor que participa de las mismas ideas, que adhiere

a los mismos valores y persigue los mismos objetivos que el enunciador”. Este “Otro-

positivo” es llamado “prodestinatario” y la relación es de “identificación”. En el caso del

Otro-negativo, denominado “contradestinatario”, “el lazo reposa […] en la hipótesis de

una inversión de la creencia: lo que es verdadero para el enunciador es falso para el

contradestinatario e inversamente” (17). Éste último es lo que Angenot considera como

“adversario” o “palabra antagonista”. Por último, Verón propone la existencia de un tercer

tipo, que identifica con los “indecisos”, aquellos que permanecen “fuera de juego”

(siempre en términos políticos) y en los que se produce una suspensión de la creencia. Son

los “paradestinatarios” a quienes “va dirigido todo lo que en el discurso político es del

orden de la persuasión” (17). Así para Verón, el discurso político es “de refuerzo respecto

del prodestinario, de polémica respecto del contradestinatario, y de persuasión sólo en lo

que concierne el paradestinatario” (18). En las autopoéticas de tipo individual, como las

que estudiaremos, podemos observar el funcionamiento del discurso principalmente en

función del paradestinatario, que es el lector a quien el autor se dirige con el fin de

persuadirlo (aquel al que nos referimos al hablar del tú de la enunciación ensayística), y del

contradestinatario, aquél o aquellos con quienes polemiza. Si las autopoéticas tuvieran

representatividad colectiva, se podría adaptar también el concepto de “prodestinatario”

para aquellos que pertenecen al mismo grupo o movimiento. En el caso de Cernuda y

Valente, por su permanencia deliberada en los márgenes del canon, este último destinatario

tenderá a desaparecer del horizonte de recepción.

Carlos Mangone retoma estas nociones de Verón para analizar el discurso de los

manifiestos, en los que reconoce tres elementos que comparten con las polémicas: la

construcción discursiva de un blanco o contradestinatario, la intención de persuadir a los

indiferentes, el objetivo de atacar un sistema de valores vigentes. Además, asegura que lo


114

que se combate no son sólo razonamientos, sino también personas que los encarnan (58).

Estas nociones nos serán útiles al momento de estudiar los textos de nuestros autores, pues

la polémica que establecen con sus contemporáneos es prolongada, profunda y tiene lugar

en la gran mayoría de sus producciones autopoéticas.

4. ¿Para qué escribir autopoéticas? Ensayando respuestas

En un estudio sobre poéticas españolas contemporáneas de la generación del 50, Pedro

Provencio se hace algunas preguntas en torno a las autopoéticas:

Pero ¿realmente tienen interés teórico las poéticas redactadas, con frecuencia, a
vuelapluma, si no a regañadientes? ¿Conceden los poetas verdadera importancia a
estos textos en el conjunto de su obra? ¿Corresponden estas poéticas a la poética
implícita en los poemas de cada autor? ¿Tienen características comunes en diferentes
autores, de manera que puedan ser admitidas en conjunto como objeto de estudio
global? (1988: 10).

Es cierto que, como afirma Provencio, cuando el lector se encuentra con una

autopoética puede percibir, con cierta decepción, que se producen contradicciones entre lo

que el autor hizo efectivamente en la obra literaria y lo que dice que hizo. También hay

claros ejemplos de que, según lo que indican Casas y también Provencio, a veces esta

instancia discursiva resulta, para los autores, una tarea engorrosa que cumplen a disgusto,

generalmente por encargo de editores y antólogos. Por otro lado, quien se acerque a la obra

literaria puede inferir, con mayor o menor esfuerzo, la poética implícita que ha guiado el

quehacer artístico, sin necesidad de explicaciones extras. Frente a estas cuestiones, cabe

preguntarse: ¿para qué escribir autopoéticas? En este apartado, ensayaremos algunas

respuestas posibles.

En principio, hay que decir que esta pregunta está fuertemente ligada con la noción de

intencionalidad, no en sentido psicológico sino comunicativo:

Las acciones de producción y recepción de textos han de entenderse en este sentido no


sólo como procesos lingüísticos, sino como forma de actividad discursiva relevante
115

con respecto al cumplimiento de un plan o a la consecución de una meta determinada


prevista intencionadamente por el productor y que necesita la aceptación, o un cierto
nivel de complicidad al menos, por parte del receptor (De Beaugrande 1997: 169-170).

La producción de un texto, por tanto, supone una acción que responde a un plan previo

del escritor, que debe ser captado por el receptor para que el circuito comunicativo se

complete. En este contexto, la reflexión de un autor sobre su propio quehacer estético

cobra una dimensión más profunda, pues pretende generar un efecto en su destinatario.

También Eagleton define la intención en este mismo sentido, tratando de quitarle al

término el lastre de lo psicológico-mental por el que estructuralismo había renunciado a

ella:

el preguntar por mis intenciones no equivale necesariamente a querer penetrar en mi


mente y observar los procesos mentales que en ella tienen lugar […] El preguntar en la
situación descrita, “¿Qué quiere usted decir?”, en realidad equivale a preguntar qué
efectos desea lograr mi lenguaje; es una forma de comprender la situación, y no un
intento de “sintonizar” la onda de impulsos fantasmales ubicados en mi cerebro.
Comprender mi intención es aprehender mi lenguaje y mi conducta en relación con un
contexto significativo […]Esto es ver el lenguaje más bien como práctica que como
objeto; pero por supuesto no existen prácticas sin sujetos humanos” (139-140).

Otro aporte que hace foco en la recepción es el de Kerbrat-Orecchioni, quien reflexiona

sobre la cuestión de la intencionalidad en el marco de la lingüística de la enunciación.

Afirma que si bien puede llegar a “atascarse en cálculos introspectivos un poco inciertos”,

también es cierto que es un problema que “no puede dejarse de lado en la medida en que

repercute de manera a menudo determinante sobres los comportamientos de la

decodificación” (231). 16 De este modo, se ve en la necesidad de admitir que la

interpretación de un texto supone “reconstruir por conjetura la intención semántico-

pragmática que presidió la codificación” (233).

Esta intención comunicativa de los textos autopoéticos se observa claramente en un caso

que presenta Premat: Witold Gombrowicz, quien pone de manifiesto su deseo de

16
Para evitar caer en la falacia intencional, Kerbrat-Orecchioni propone dos afirmaciones que guíen el
análisis: “1. La intención significante del emisor […] no es lingüísticamente pertinente, salvo cuando el
receptor la identifica como tal. 2. Los mecanismos interpretativos integran generalmente una hipótesis
formulada implícitamente por el receptor, concerniente al proyecto semántico-pragmático del emisor” (232).
116

“construirse” (en una operación similar a la de Montaigne): “Yo soy mi problema más

importante y posiblemente el único: el único de todos mis héroes que realmente me

interesa” (11). Si bien no podemos encontrar esta intención radical y excluyente al hablar

de sí mismo en todos los autores, sí podemos pensar en la conciencia que un escritor tiene

de esa posibilidad de dar cuenta de sí desde una figura construida adrede. Para Premat,

“esa construcción obedece a variadas exigencias: justificar y pensar el proyecto, hacerse

escritor reconocido, adquirir prestigio sin estar dentro de un medio literario asfixiante”

(11). Si bien lo afirma en relación con el proyecto literario de Gombrowicz, estas

exigencias (o intenciones) no le resultan ajenas a ningún escritor que se jacte de serlo y

todas ellas son acciones realizadas a través del discurso.

De este modo, la noción de intencionalidad nos permite pensar en las producciones

lingüísticas como gestos o prácticas realizadas a través del propio lenguaje, que buscan

generar un efecto en el lector y para lo cual el enunciador responde a un plan previo. En el

caso del corpus textual que nos atañe, esta dimensión performativa puede ayudarnos a

trascender lo que parecería su primera función y la más evidente: dar cuenta de los

presupuestos estéticos, aportando un camino interpretativo de los propios textos y del arte.

En efecto, nos alienta a ir más allá del contenido para considerar ciertas estrategias

discursivas, el formato textual, sus circunstancias de escritura y los circuitos de recepción y

circulación del texto, entre otras particularidades, que den cuenta del impacto que este

conjunto textual puede tener en el marco de una obra o en el medio literario en el que ésta

se inserta.

Así, la posibilidad de que un escritor escriba una autopoética para reflexionar y

justificar su proyecto creador, nos exige dar un paso más y reparar en el hecho de que ese

yo puede escribir ese texto, porque posee la condición de autor y la detenta legítimamente

en el espacio público. Se suma a esto la correferencialidad entre el sujeto textual y el sujeto


117

histórico, lo que supone que el nombre de autor que aparece en la tapa de sus libros es él

mismo que se hace cargo de la escritura y responde por ella. Es por este fenómeno que los

lectores tendemos a tomar las autopoéticas acríticamente, como instancia de “verificación”

respecto de lo hecho en la obra literaria, para encontrar en las palabras del autor un

resguardo seguro para nuestras interpretaciones. Pero por este fenómeno también los

autores utilizan estos textos (consciente o inconscientemente) como un espacio

privilegiado de autofiguración, donde forjarse cierta identidad, un lugar en la tradición a la

que se adscriben, una posición en el campo literario y, por tanto, obtener (mantener) cierto

grado de reconocimiento y prestigio (ya sea positivo o negativo) tanto para su condición de

autor como para su práctica. Decimos que es un espacio privilegiado, porque suele resultar

más eficaz para esta tarea de moldear una identidad que la obra ficcional, justamente por el

estatuto de su enunciación: al ser el propio autor quien se hace cargo del discurso, al lector

le resultará más complicado percibir la treta y el esfuerzo de distanciamiento deberá ser

doble. Esta dificultad para separar ambos sujetos resulta ventajoso: a través de estrategias

argumentativas y mecanismos retóricos (persuasivos), los escritores pueden “guiar” a los

lectores por el camino que desean, ejerciendo mayor control sobre su escritura y

reduciendo al mínimo el grado de indeterminación o polisemia que, gracias al fenómeno de

“la muerte del autor” hoy superado, caracteriza cualquier obra de ficción literaria.

En esta operación de construir una imagen de sí mismos, los autores seleccionan la

información que desean brindar, resaltando algunos datos e ignorando o minimizando

otros, y arman una figuración funcional tanto a su proyecto de escritura como a su

posicionamiento en el campo intelectual/literario. De este modo, se otorgan una máscara,

cuyos rasgos son similares a los del rostro verdadero, pero en cuanto a estatuto existencial

se refiere, no tiene nada que ver con él. Por eso, es fundamental para una interpretación

adecuada tener presente que el autor de estos textos (lo mismo que en los textos de ficción)
118

no es una persona real, de carne y hueso, sino que participa también del dilema del borde,

en un espacio cruzado por las múltiples voces que conforman el tejido de lo cultural, lo

histórico, lo social. Por lo tanto, para los estudios literarios, las autopoéticas son más que

“residuo ex-machina” (Casas 2000: 212); de hecho, no son en absoluto desechables, sino

todo lo contrario.

Sin embargo, no negamos que, muchas veces, los autores reniegan de esta práctica,

porque advierten la trampa que encierra esta instancia discursiva, ante las frecuentes

contradicciones que se plantean entre el nivel del hecho artístico y el de la reflexión. 17 Así

lo expresa el poeta Francisco Brines, por ejemplo, en este fragmento:

Es cierto que todo poeta genera una poética, pero esto no quiere decir que tenga que
ser consciente de ella hasta el punto de poder describirla. La poética está
fundamentalmente encarnada en la obra, y el trabajo de hallarla y darle forma es tarea
propia del crítico. Y del poeta, por supuesto, cuando tal quehacer sea de su gusto. Pero
siempre que estemos avisados de que es posible que algo o bastante de aquello no sea
lo que él dice. Hay, no obstante, una generalizada creencia de que el poeta, cuando
habla de su obra, lo hace ex catedra. Y el crítico así lo presenta, como si de un dogma
se tratase. Se olvida demasiado la comprobación que hacemos cada día de lo mucho
que el hombre se equivoca al hablar de sí mismo o de aquello que más íntimamente le
concierne (1995:13-14).

Respecto de esto, también Jenaro Tales, crítico y poeta, realiza una advertencia similar

en el inicio de su texto sugerentemente llamado: “Algo que no es una poética” (1999):

Conozco los riesgos de que los demás conviertan en testimonio de claridad lo que no
son sino balbuceos de quien, aunque siempre cree haber tenido claro lo que no quería
hacer, no está muy seguro de poder explicar en positivo lo que reconoce y asume
desde la negatividad. Por ello, prefiero exponer, no tanto mi visión de lo que escribo,
cuanto la conciencia con que quisiera colocarme en una determinada posición para
hacerlo; en una palabra, hablar, no de los poemas, sino del lugar desde el que hablo (o
pretendo hablar).

Lo más seguro, entonces, es que encontremos estas discordancias entre ambos niveles y

también, fisuras o diferencias entre la figura de autor que surge de la obra y la que surja de

las autopoéticas, pero esto no tendría que ser visto como un problema para el análisis

17
Por este motivo, a veces pretenden “hacer desaparecer” una parte de su producción ensayística, como el
caso de Borges que mencionamos, o modifican los textos seleccionando la versión que pretenden que perdure
en el tiempo, guiando, en cierto modo, la lectura de sus receptores.
119

crítico, sino como un elemento más de la significación. El desafío es, entonces, integrar

esta problemática en los estudios literarios y advertir por qué se producen esas diferencias,

así como las características de la figuración autoral que emerge de las autopoéticas, en

estrecha relación con las de otros textos del escritor. Todas ellas son fragmentos de una

función-autor, que responde a un nombre propio, y que no es homogénea y cerrada, sino

abierta, plural y cambiante, al modo de un “caleidoscopio movedizo” (metáfora que

tomamos de Amossy).

Si volvemos sobre la perspectiva sociológica, decíamos que Bourdieu afirma que cada

actor de un campo (ya sea literario, cultural, económico, político, etc) participa del “juego"

(illusio) de ese campo con el fin de mantener o mejorar su posición (acercarse cada vez

más al centro), manteniendo u obteniendo una cantidad cada vez mayor de capital

simbólico. Para ello, sus acciones se dirigen a lograr estos objetivos. Si pensamos la labor

del escritor en este sentido, veremos que las autopoéticas propiamente dichas serían una

herramienta fundamental para este juego, porque le permiten proyectar una imagen, que,

como dijimos, quizá no logra armar totalmente a través de su obra literaria.

Entonces, cabe preguntarnos: ¿qué clase de “ficha” para este “juego” del campo literario

serían las autopoéticas? Podemos caracterizarlas como aquellas “tomas de posición”, que

poseen una particularidad muy útil para los escritores, que mencionamos como una

ventaja: 18 no hay instancia de mediación (narrador o yo lírico) y por lo tanto, quien se hace

cargo del texto es el sujeto como autor, el que coincide con aquél en nombre propio y

existencia histórica. Por lo tanto, así como toma la palabra porque es un autor, a la vez,

alimenta esa condición a través de esa palabra, al poder construirse una figura de escritor,

en función de sus intenciones e intereses. Como indicaba Amossy, el escritor no es


18
Si bien nuestro objetivo al analizar las autopoéticas no es establecer la estructura del campo del cual
surgieron (porque eso implicaría una gran tarea sociológica de reconstrucción que excede nuestro objetivo),
esta consideración de las autopoéticas como “tomas de posición” nos impulsa a rastrear en el texto las huellas
de la conformación de ese campo para poder estudiar de qué modo el autor intenta posicionarse, el por qué de
sus elecciones (lingüísticas, semánticas, pragmáticas, etc.), los circuitos de circulación de los textos, etc.
120

indiferente a la imagen que de él proyectan sus textos y por eso desea controlarla y

aprovecharla para su beneficio. En consecuencia, será muy distinta la autopoética escrita

por un agente que ocupe una posición dominante (que para preservarla intente mantener las

reglas del juego más o menos estable), que la escrita por un agente que ocupe una posición

dominada o marginal, pues éste tratará de subvertir las reglas del campo, de modo que

cambie la distribución del capital y él pueda pasar, a su vez, a una posición dominante.

Además, como indicaba Bourdieu, la sociedad interviene en la constitución del proyecto

creador de un escritor, pues le devuelve una imagen de sí y de la obra, ante la cual el autor

reacciona y que influye en su trayectoria literaria. Si bien Bourdieu lo piensa en relación

con las obras artísticas propiamente dichas, los textos autopoéticos son un espacio

favorecido de relación con el público para el que el artista produce, porque constituyen una

especie de plataforma desde la cual éste habla sin más intermediarios que el lenguaje y

donde puede expresar de modo explícito sus convicciones estéticas, en primer lugar, pero

también políticas, económicas, sociales, etc. De este modo, las autopoéticas funcionan

como nexo entre la obra y el campo, incidiendo en la imagen del autor y de su obra

proyectada hacia el exterior y condensada en un nombre propio. Pero por otro lado,

impactan también en la producción total de un autor, porque fundan una instancia de

autorreflexión, con características peculiares. Esta autorreflexión es tanto del sujeto

respecto de sí mismo en cuanto autor, como del sujeto respecto de su obra, es decir, de la

obra respecto de la obra. Este retorno especular produce reorganizaciones y nuevas

vinculaciones dentro del conjunto textual del autor, así como respecto de discursos ajenos.

En definitiva, no son sólo textos o discursos que funcionan como epifenómenos de los

textos ficcionales, sino que son gestos concretos, acciones lingüísticas de un autor. Es por

eso que las diversas estrategias de autofiguración, los procedimientos y operaciones que

éste pone en marcha al escribir un texto de estas características, son medios que le
121

permiten construir para sí una figura de escritor distinta (en diversos grados) de su

existencia histórica y también diversa de aquella que surge de su obra literaria; una figura a

través de la cual buscará posicionarse en el campo literario/artístico, 19 en relación con un

grupo, un movimiento, una tendencia y/o una tradición. Así, podemos pensar en estos

textos como testimonios de las múltiples y complejas relaciones que un autor entabla con

su propia obra, con el contexto contemporáneo, con la tradición y con el futuro; y a la vez

como un posicionamiento ideológico, a partir del cual expresa su postura respecto del arte,

del lenguaje, del hombre y del mundo, y actúa en consecuencia, haciéndose responsable de

ello en el medio social.

19
En algunas ocasiones, este posicionamiento puede buscarse además en otros campos como el político o el
económico (es cuando, según Bourdieu, el artista se transforma en “intelectual” [1995: 197]).
122

PARTE II

AUTOPOÉTICAS EN LUIS CERNUDA


123

CAPÍTULO 1

LAS MÁSCARAS DEL SUJETO CERNUDIANO

Lo que me alienta es que sólo he nacido para eso: y


sean cosas sin interés o con interés, para publicar o para
perderlas inéditas, debo escribir de todos modos (Carta
a Nieves Mathews, 19/12/1941, Epistolario, 309).

Si hablamos de autopoéticas propiamente dichas, el corpus cernudiano no será

demasiado extenso. Si bien su obra en prosa ocupa dos tomos de casi 1000 páginas cada

uno, se destacan en ellos los textos del ejercicio crítico, siempre en relación con otros

escritores a los que admira o a los que se opone. Sus tres autopoéticas más importantes

conforman la Sección III de la recopilación Prosa y Literatura (II, 599) 1 y son: “Palabras

antes de una lectura” (PAL en adelante) “El Crítico, el Amigo, el Poeta. Diálogo ejemplar”

(CAP en adelante) e “Historial de un libro” (HL en adelante). A estas prestaremos especial

atención en este trabajo, pues consideradas por el mismo Cernuda como dignas de

atención.

Sin embargo, también aludiremos a otros textos para los que el poeta sevillano pide el

olvido, en la “Nota Preliminar” de Poesía y Literatura: 2

El autor quisiera también indicar que prefiere olvidarse de aquellos trabajos suyos
anteriores de crítica, publicados en revistas o periódicos y no incluidos en este
volumen o en otros ya editados; e invita ahora a quien por azar recordase alguno de
dichos trabajos o todos, aunque esto ya no sería azar, sino milagro, a que también los
olvide (II, 467).

1
Los 3 tomos de las Obras Completas de Cernuda, incluidos en la sección final de Bibliografía, se citarán
por número de Volumen y por página.
2
Este libro de ensayos fue publicado por primera vez en Barcelona por Biblioteca Breve, en 1960. Este
proyecto de recopilar y publicar sus textos ensayísticos se remonta hacia finales de los años 30 (Cf. II, 845-
846). Es necesario tener en cuenta que para ese momento había realizado una acción similar respecto de su
poesía al publicar La Realidad y el Deseo por primera vez en 1936.
124

Aunque permanecen en los márgenes de la obra por voluntad del autor, nos resultan

sumamente útiles para validar nuestra hipótesis por dos motivos. En primer lugar, se

constituye en ellos una figura diferente a la de las autopoéticas mencionadas, que responde

a un proyecto de escritura juvenil y al lugar de Cernuda en el medio literario. En segundo

lugar, dan cuenta de una operación autoral que pretende la supervivencia de sólo una parte

de sus textos ensayísticos, seguramente aquellos más cercanos a la ideología artística y al

posicionamiento del Cernuda maduro. Vale la pena, entonces, saber qué es lo que éste

consideró digno de ser enterrado en el tiempo y qué relación tiene con su trayectoria

literaria (aun cuando seamos irrespetuosos ante su pedido).

Por otra parte, también citaremos a textos que no podríamos caracterizar como

autopoéticas, pero que se encuentran dentro del espacio autopoético, pues presentan

algunos de los índices autorreferenciales que mencionamos. Estos escritos acuden en

nuestra ayuda para confirmar o refutar algunas de las cuestiones observadas en el análisis

de nuestro corpus.

En este capítulo, siguiendo la línea conceptual desarrollada en la primera parte de esta

investigación, nos proponemos identificar los índices de sujeto presentes en los textos para

bosquejar las diversas máscaras de poeta, que se conforman en la intersección entre lo que

Cernuda afirma sobre esta figura, sobre su propio ejercicio literario y los modos en los que

se expresa. También haremos foco en la figura de crítico que propone y aquella a la que se

opone y finalmente, analizaremos el modo en que configura a su lector más inmediato,

tratando de complacerlo y, según el uso retórico, captar su benevolencia. Abordaremos,

además, el contexto de escritura y publicación de los textos en cuestión, conocidos en gran

parte gracias al trabajo de edición y compilación, que Derek Harris y Luis Maristany

realizaron de la obra completa, editada en 1994.


125

1. Primeros textos: críticas y homenajes

Dejad que los viejos se alejen de mí


(“Anotaciones”, III, 732)

Luis Cernuda y Bidón (Sevilla, 1902 - México, 1963) inicia su trayectoria literaria

tempranamente tanto en la poesía como en los ensayos. La primera serie de nueve poemas

que publica lo hace en la prestigiosa Revista de Occidente, en diciembre de 1925 (número

XXX). Todos ellos serían incluidos luego en su primer poemario, Perfil del Aire, publicado

dos años después, en 1927. En cuanto a los textos ensayísticos, en el volumen III de las

obras completas, encontramos su publicación más temprana, fechada el 15 de enero de

1924 y aparecida en la revista F.E.S. (órgano de la Federación Escolar Sevillana).

Esta serie en prosa, titulada “Matices” será recordada por Cernuda en HL como unas

“líneas de prosa en una revista estudiantil” que lo pondrán en contacto con Salinas (Notas

III, 829). Perdidas en el tiempo, estas líneas son muy peculiares, pues están conformadas

por cinco fragmentos breves, que expresan valoraciones contundentes (positivas o

negativas) de dichos, personas u obras de la literatura española. Citamos el más breve,

titulado “Continuación de un dicho vulgar”, a modo de muestra: “El 13 de febrero de 1837

muere Larra. Surge Zorrilla. (Una desgracia nunca viene sola)” (728). 3 En este ejemplo, el

efecto sarcástico y definitivo del paréntesis da cuenta de una actitud enunciativa que se

repite en el resto de los fragmentos: la de cuestionar duramente aquello con lo que no

acuerda (la consagración de Zorrilla) y proponer una valoración propia (lamentar la muerte

de Larra y despreciar a Zorrilla), en un estilo dinámico y fresco, que desaparecerá en el

Cernuda posterior. Esta postura crítica y decididamente controversial será constante a lo

largo de su obra. Sin embargo, estas notas fueron publicadas cuando todavía no había

3
En los otros fragmentos, presenta una crítica a un análisis de Gómez de Baquero, ironiza respecto del
pensamiento tradicionalista católico de Ramiro de Maeztu, alaba a Juan Ramón Jiménez provocando a
Ortega y, con la metáfora de las sirenas, advierte el peligro de quien quiera leer a Azorín y no pueda resistirse
a la imitación.
126

tenido contacto con los poetas de su época. De hecho, son estas líneas las que llaman la

atención de Salinas y por las que éste convierte en su discípulo al joven poeta.

Por eso, los siguientes fragmentos que nos interesan son una serie de versos y frases

breves, titulados “Anotaciones”, escritos y publicados en la revista La Verdad dos años

después (octubre de 1926), cuando la actividad poética de Cernuda (que consistía en la

publicación de algunos poemas y textos en prosa en revistas) y la relación frecuente con

otros escritores ya se ha iniciado. Aunque pertenezcan al género lírico nos interesan aquí

porque el gesto que predomina en estas líneas es el del homenaje a sus mayores, con un

afán claramente referencial. Por ejemplo, le dedica una estrofa a Soledad Salinas (pequeña

hija del poeta): “La Gracia prendada está/ del pintor de los bebés/ que color y forma da/

con un primor japonés”; o también a Jorge Guillén: “Del cristal, a un lado, el cielo./ Al

otro, la estancia. ¿Quién/ sueña, en el sillón, su vuelo?/ El Cantor: Jorge Guillén” (III,

731). También elogia a otros personajes importantes del campo literario de la época: Juan

Guerrero Ruiz (quien les hacía el contacto con Juan Ramón Jiménez y los ayudaba a

participar de las mejores revistas del momento), José Bergamín (quien luego defenderá a

Cernuda ante los ataques por su primer poemario), Gerardo Diego (otro de los poetas

mayores de la generación). No observamos aquí ni ironía, ni reproche, ni desprecio, sino

todo lo contrario. Es por eso que Díez de Revenga (2004) afirma que este conjunto de

fragmentos, si bien no significan demasiado en la gran obra de Cernuda, sí “nos descubren

al joven poeta que quiere congraciarse con los que ya son importantes en la `joven

literatura´, los prometedores paladines de su generación, que, algo mayores que él, todavía

no lo han acogido entre los suyos” (87). Y el crítico también lo relaciona con la

personalidad del poeta: “Cernuda era así, y buscaba entre los más poderosos que su obra
127

fuera admitida y admirada por ellos y por los demás, y no dudaba en deshacerse en elogios

para situarse, como hemos señalado en otro lugar” (90). 4

Sin embargo, en estos fragmentos se mantiene, aunque en una posición secundaria, el

sarcasmo y la ironía respecto de lo establecido, como se ve por ejemplo, en el desprecio

por la generación anterior, expresado en el epígrafe de este apartado (que es una reescritura

evangélica) y que completa un fragmento anterior: “¿Todavía el 98? ¡Qué fastidio!” (732).

Esta postura crítica será constante en la escritura cernudiana y responde a una actitud vital

del poeta, tal como lo indica Jiménez Millán: “Cernuda es muy consciente de que lo

normal, lo comúnmente admitido, es ajeno a su propia verdad, le ha sido impuesto” (51).

Podemos hablar aquí, entonces, de una primera figuración autoral caracterizada, por un

lado, por una agudeza crítica que no acepta lo dado y formula sus propias valoraciones; por

otro, por una pretensión de congraciarse con algunos de los miembros más destacados del

medio literario.

2. La incomprensión como excepcionalidad

…aparte, como naipe cuya baraja se ha perdido


(“Para unos vivir”, Los placeres prohibidos)

1927 es una fecha crucial en la trayectoria literaria y vital de Cernuda. Es el año de

publicación de su primer poemario, titulado Perfil del Aire, cuya crítica no resultó

unánime. Algunos celebraron su aparición y otros lo menospreciaron por considerarlo una

imitación de Guillén, sin originalidad. El efecto que esto tuvo en Cernuda fue no sólo

negativo, sino también definitivo. Desaparece de su escritura todo indicio de homenaje o

4
También García Montero acuerda con esta conclusión: “Aunque haya quien mantenga ingenuamente que
sus desprecios y sus injusticias son fruto de su independencia moral, los rencores de Cernuda nos muestran
un individuo que necesitaba obsesivamente el reconocimiento de los demás, que dependía de los otros hasta
límites desesperados” (citado en Díez de Revenga 2004: 91). Esta relación entre escritura y personalidad es
muy frecuente en la crítica de Cernuda. Evidentemente, tenía una personalidad compleja, pero sus
intenciones o motivaciones psicológicas exceden el ámbito de nuestro trabajo, por eso, nos referimos a
algunos aportes en esta dirección, pero sólo como referencia de los sentidos que se le han dado a algunas
particularidades de su obra.
128

ponderación de sus contemporáneos españoles y se incrementa la crítica mordaz y

virulenta hacia todo el medio literario (con muy pocas excepciones). Este traspié inicial lo

llevó a convertirse, como bien señala Moreiro Prieto (2014), en un “robinsón literario”

(76), es decir, en un personaje prometeico, en lucha contra el mundo y justificado sólo por

su condición de poeta. Esto propiciará el inicio y desenvolvimiento de lo que él (y luego

sus críticos) llamó su “leyenda” 5, pues tanto sus intervenciones en la vida pública como su

obra se verán teñidas por esta percepción de sí mismo como un poeta incomprendido y

“apartado” (siguiendo el epígrafe), de trato difícil, que perdurará a lo largo del tiempo,

convirtiéndose en “un espíritu que con admirable e inflexible terquedad, [que] no cesó

nunca de afirmar su disidencia” (Octavio Paz 1976: 167).

Respecto de sus autopoéticas, veremos los primeros efectos en las anotaciones inéditas,

que datan de agosto de 1927, en las cuales desarrolla otras dos tendencias que

permanecerán. Por un lado, observamos la explicación y justificación de su credo poético,

aludiendo tangencialmente a la palabra contraria con la cual se polemiza (movimiento

defensivo): “La obra poética, por serlo, lleva en sí la total claridad. No cabe, pues,

aclararla, añadirle una claridad que resultaría necesariamente ficticia: oscura, como la luz

artificial frente a la del día, propia y verdadera” (20/8/1927). En estas frases, Cernuda

defiende su modo de concebir la poesía en contraposición a la poesía pura, a la que alude

de soslayo a través de palabras como “aclararla”, “claridad”. Y por otro, atendemos los

movimientos de ofensiva contra el campo literario español, que se condensa

principalmente en el último fragmento de esta serie, muy severo, referido a los

participantes del homenaje a Góngora en el tercer centenario de su muerte: 6 “1927.

5
En el poema “A sus paisanos”, incluido en Desolación de la Quimera (1956-1962), podemos leer los
siguientes versos: “Porque no es la persona y su leyenda/ Lo que ahí, allegados a mí, atrás os vuelve./ Mozo,
bien mozo era, cuando no había brotado/ Leyenda alguna, caísteis sobre un libro/ Primerizo lo mismo que su
autor: yo, mi primer libro” (vv. 4-8).
6
Es el tercer centenario de la muerte de Góngora el evento nuclear por el que recibe nombre este grupo de
poetas: “Generación del 27”. El número se refiere al año del homenaje, 1927, en el que todos los miembros
de la generación estaban presentes y en el que se leyeron sus versos, aunque algunos (como Cernuda)
permanecieron entre el público. La nómina está compuesta por Salinas, Guillén, Diego, Aleixandre, García
129

Centenario de Góngora. Todo el aguachirle castellano se ha estremecido en onda unánime

de mentida, incomprensiva admiración” (III, 752-753).

Es este año, entonces, la fecha en la que comienza a conformarse una autofiguración de

incomprendido, que cultivará hasta su muerte (aun cuando haya claros indicios de su

reconocimiento como poeta consagrado) y que se complementa con la imagen de ser

excepcional. El primer hito de esta figura está contenido en un conjunto de cuatro textos

autopoéticos, escritos y publicados entre 1929 y 1934, que el sevillano pretendió olvidar

Entre ellos, contamos con: “Paul Éluard” (1929), descripto por Luis Maristany como una

“provisional y muy vaga declaración de su poética” (23); “El espíritu lírico” (1932), “una

interesante divagación, acaso todavía algo inmadura pero con atisbos muy reveladores,

sobre el poeta y el alcance de los propósitos del acto creador […], un provisional

autorretrato indirecto de Cernuda-poeta al término de su fase surrealista” (24); “Unidad y

diversidad” (1932), un texto encomiástico dedicado a J. R. Jiménez, cuya primera parte es

de cuño autopoético; y “[Poética]” (1932 y 1934), texto fragmentario escrito y reescrito

para las dos ediciones de la antología elaborada por Gerardo Diego: Poesía Española.

Antología, 1915-1931.

En el año que escribe el primero de esos textos, 1929, Cernuda regresa a España luego

de una estancia en Francia, durante la cual había estado en contacto con los surrealistas y

cuya estética decide adoptar temporalmente (según el mismo reconoce en HL). Este

movimiento artístico le ofrece no sólo ciertos presupuestos estéticos o técnicas de escritura

(que veremos plasmados principalmente en la escritura de Un río, un amor y Los placeres

prohibidos), sino principalmente una actitud vital que le permite canalizar su rebeldía

Lorca, Alonso, Cernuda, Prados, Alberti y Altolaguirre. El desarrollo de esta generación se ve truncada por la
guerra civil y el posterior régimen franquista. Tal como indica Víctor de Lama, “la guerra creó una brecha
profunda en el grupo aunque no se rompen las amistades totalmente. El asesinato de Lorca nada más empezar
la contienda fue un golpe brutal para todos los miembros del grupo […] Cuando termina la guerra,
desaparece la conciencia de grupo y ellos mismos limitan en el año 1936 su actividad generacional. Salinas,
Guillén, Cernuda, Alberti, Prados y Altolaguirre se ven desgajados en su exilio americano, aunque se
mantienen en contacto y, en general, cada uno sigue la obra de los demás; sólo Cernuda se mantendría
bastante distanciado” (De Lama 1997: 19). Sobre la Generación del 27, ver: De la Concha (1984), Rodríguez
Puértolas (1987), De Lama (1997), Neira (2009: 17-35), AAVV (2004), etc.
130

frente a las constricciones sociales (II, 634) y por consiguiente, aceptar y afirmar su

condición de poeta como un incomprendido, pero también (y muy especialmente) su

honosexualidad. Gracias a esto, en este primer conjunto autopoético, emerge una figura de

poeta fuertemente ligada al movimiento francés y, a través de él, a las corrientes poéticas

finiseculares (modernismo, decadentismo, simbolismo) que proclaman la excepcionalidad

del artista, 7 enfrentado con una sociedad que, para Cernuda, tiene su más clara

representación en sus contemporáneos del medio literario, hacia quienes no ahorrará

críticas y sarcasmos: “el hombre que no pisa un terreno virgen: sus huellas se imprimen

servilmente sobre las de sus predecesores y a ellas se acomodan” (III, 53).

El poeta, por su parte, se debate entre el sueño y la vida, conflictiva relación barroca,

planteada desde el epígrafe del texto “Paul Éluard”: “Sueño y pienso que vivo”, extraido

de Perfil del Aire (III, 16). Esta reflexión en torno a la condición ilusoria de la vida se

sostiene en la afirmación de que la realidad es algo incognoscible (pero existente, pues

reconoce una “lógica íntima, invisible” [III, 17]), que sólo el poeta puede intuirla:

“pregunta implícita que todo poeta adivina en sí mismo” (III, 16). La imagen del poeta

inmóvil, que domina la escena en “El espíritu lírico”, tendido en su habitación, indolente,

es caracterizado como “soñador” por perseguir “la realidad”, que no es la “vana

apariencia” creada por los hombres para su tranquilidad (III, 47-48), sino la otra “que se

7
Partiendo de esta excepcionalidad y de su particular imagen externa (su vestimenta y sus modales), algunos
han estudiado el dandismo de Cernuda. Si bien él no predica para sí mismo esta condición, es posible
pensarlo en función de la actitud vital que adquiere en su relación con el surrealismo. Seguimos en esto a
Suárez Rodríguez (2005), para quien el dandismo de Cernuda (como el de Wilde o Baudelaire) no es sólo
estético, sino principalmente una actitud vital, crítica, de rebeldía “ante el mundo [y] escapa de él por los
caminos del arte, transfigurando la realidad en la palabra poética” (627-628). Según esta crítica, el dandi
“adopta una postura aristocrática basada en la primacía del mundo y de la belleza […] Debe reunir una serie
de condiciones internas y externas: aspecto muy cuidado, orgullo y dominio de sí mismo y refinamiento
cultural. Desprecia la sociedad que busca la utilidad y el progreso, pero a la vez la necesita porque su vanidad
pide el aplauso y la admiración del público, o porque simplemente no la puede ignorar al ser parte de ella. No
hay un dandi que valga si no es capaz de cuestionar el orden que le proscribe” (631). Según el cuento “El
indolente” (1929) de Cernuda, el narrador afirma: “de todas las formas que ha revestido esa vieja aspiración
humana de la soledad, ésta del dandismo aparece así como la más refinada de todas” (III, 272). De este
modo, la figura del dandi se conecta directamente con la excepcionalidad y la correspondiente soledad del
artista, que veremos profundizarse en las autopoéticas cernudianas. No nos extendemos en el desarrollo de
esta perspectiva, pues en el espacio autopoético Cernuda no se atribuye a sí mismo la condición de dandi. Sin
embargo, puede ser una instancia de análisis posterior, considerando tanto la vida como la obra del sevillano.
131

esconde siempre” caracterizada por una “diversidad abigarrada” (III, 48). La intuición de

esa realidad, identificada con la poesía y la verdad (III, 48-49), hace que la poesía sea sólo

un “reflejo enigmático y solitario de esa busca, desesperada unas veces, descuidada otras,

que constituye su propia vida” (III, 48). La poesía, búsqueda e intuición de la verdad,

justifica la vida del poeta, quien vive para eso.

Pero el poeta no elige esta vocación, sino que es elegido por la poesía y no tiene más

opción que responder a ese llamado: “tú me escogiste para ti, yo ¿qué había de hacer sino

seguirte?” (16). Esto implica que ha sido dotado fatalmente del “espíritu lírico” (47; 53) y

por lo tanto, su organismo (todo su ser, sin distinción de materia y forma) es “único por

esencia” (III, 53). Es “un hombre que natural y secretamente est[á] en contradicción con el

orden exterior [y que] no puede conformarse con seguir en bloque el curso de lo habitual”

(III, 53) y busca “el límpido y prístino aire paradisíaco” (II, 53), volver al principio,

recuperar la unidad perdida (tal como pretendía Hölderlin). De este modo, este poeta, cuya

constitución interior lo destina al ejercicio poético, permanece en conflicto con la sociedad

actual “que no tolera excepciones”; por tanto, no le queda otra opción que el “heroísmo”

para poder cumplir con “la curva que un invisible poder demoníaco parece haberle

asignado” (III, 53). Así, Cernuda es ese poeta excepcional en lucha radical con el medio,

cuya vida se ve justificada únicamente por la poesía: “un espíritu que sigue, a lo largo de

los días, su destino vital” (III, 64).

Por esta lucha constante, el poeta se gana la incomprensión de los otros: “los demás le

estiman mal y pretenden `saberlo´ o, lo que es peor, juzgarlo: estúpida blasfemia…” Pero

no es su único flanco de acción; su propio interior está constituido paradójicamente: “Es de

nieve por fuera y de llama por dentro. Quien lo toca se hiela, mientras él se abrasa. No sabe

amar y está amando siempre… No sabe vivir y está vivo” (III, 48). Este poeta es, entonces,

el “extranjero”, pues “su sitio no está en parte alguna. Siempre deseará un lugar diferente”
132

(III, 48). Y aquí se encuentra una noción clave para comprender la producción cernudiana:

el deseo perseguido por el sujeto, aunque nunca satisfecho.

Tanto ese debate interior como exterior del que el artista es víctima encuentra una

resolución transitoria en el empleo de la palabra, “instrumento posible de un acto

imposible” (III, 54), que finalmente traiciona a la poesía (III, 16), por sus limitaciones en

expresar aquella realidad intuida. Sin embargo, el poeta no tiene opción: debe seguir su

destino, cumplir su misión y rebelarse; debe perseguir su deseo, aun cuando vaya en contra

del orden social y el único modo de “acercar el deseo, mi deseo, a la realidad” sea la

escritura. Por ello, afirmará: “el poeta escribe sus versos cuando no puede hallar otra forma

más real a su deseo” (III, 48).

Se plantea, entonces, en estos textos de forma vaga y confusa, qué es un poeta para

Cernuda y en definitiva, cómo se ve a sí mismo en esa función y en relación con sus

contemporáneos: como quien ha recibido un don que lo obliga a seguir un determinado

camino y a enfrentarse con el medio social, respondiendo no sólo a un mandato externo del

poder demoníaco/daimónico, sino también a su propia constitución interna que lo

diferencia del resto de los hombres. El poeta, en este conjunto inicial, es presentado como

un ser excepcional, distinto, que, en cierto modo, justifica la incomprensión que percibe

por parte de sus contemporáneos (que tuvo cierta concreción real en la recepción de su

primer poemario). De este modo, también argumenta a favor de su postura crítica frente a

lo establecido incluyendo algunas reflexiones en contra de las prácticas literarias

españolas, como la tendencia al verbalismo de la poesía, que asimila a un desierto (III, 16)

o la ausencia de artistas románticos en esta tradición (III, 16; 54). Y en forma

complementaria, establecerá su propia línea tradicional, distanciada de la consagrada en la

península, que incluye algunos nombres ibéricos, como Garcilaso, San Juan de la Cruz,

Bécquer y Juan Ramón Jiménez, entre una nómina mayor de anglosajones y franceses:

Byron, Blake, Shelley, Keats, Hölderlin, Novalis, Goethe, Lautremónt, Eluárd.


133

La vaguedad de las ideas expresadas se ve complementada con un estilo igualmente

enrarecido, que peca en parte de lo mismo que acusa a otros textos de la literatura

española: cierto regodeo en la retórica y el boato expresivo advertidos en la profusa

adjetivación, el abuso del campo semántico de lo misterioso e incógnito, la yuxtaposición

de frases de hilación dudosa, la abundancia de citas ajenas, la retórica decadentista, las

expresiones de cierta vaguedad, un estilo de tendencia patética (en el sentido etimológico),

de modo que las emociones desbordan las páginas del joven escritor. Quizá por eso el

Cernuda maduro quiso desplazarlos del conjunto de su obra, pidiendo para ellos el olvido,

pues le resultaban demasiado imbuidos de una estética de la que pronto querrá distinguirse,

aun cuando prefiguran muchas de las nociones que desarrollará en autopoéticas posteriores

y ya muestran “un poeta dotado de un instrumental y con una vocación crítica en pleno

desarrollo” (Maristany 1994: 18).

Esta operación selectiva de Cernuda respecto de su propia obra está motivada por el

cambio que la asimilación de las lecturas inglesas produce tanto en sus versos como en su

prosa, “momento de criba y revisión de lo escrito hasta entonces” (18), que la crítica sitúa

en el año 1940. La decisión de eliminar de su trayectoria esta serie textual previa se

relaciona fuertemente con la pretensión de controlar el futuro derrotero de su obra,

expresada en una carta de 1962, dirigida a Philip Silver: “En modo alguno estoy dispuesto

a tolerar que nadie se permita publicar de nuevo cosas viejas y estúpidas que no he

recogido ni pienso recoger en libro” (Epistolario: 1047). En este sentido, Doce (2005)

equipara a Cernuda con Eliot, en cuanto que los dos pretenden “un lector obediente a las

indicaciones del autor. Asimismo favorecen un control casi absoluto del escritor sobre su

obra que apenas deja sitio para otras interpretaciones” (270). 8 La permanente obsesión de

8
Esto lo observa Jordi Doce (2005) en cuanto a que ambos artistas coinciden en el modo en que el poema se
elabora y se recibe. Dice el crítico español que los dos “establecen una conexión directa entre experiencia
germinal y efecto emocional: no hay lugar ni en el autor ni en el lector para el libre albedrío. Como explica
Brian Hughes, Eliot habla de una fórmula específica para cada emoción (se trataría, pues, de una
correspondencia biunívoca), de tal modo que la enunciación precisa de los hechos, rematados en una
134

Cernuda por controlar los procesos de edición y publicación de sus textos, que Antonia

Cabanilles (2013) observa también en el Epistolario (8). Esta pretensión de dirigir la

recepción tiene como contraparte cierta inseguridad respecto de sus logros como escritor,

que observamos también en el texto citado de 1946: “No me considero ligado, para lo

futuro, por estas afirmaciones. Todo lo dicho son observaciones posteriores o al margen de

mi trabajo, no anteriores a él” (III, 773). También en CAP, encontramos la zozobra que le

produce esta posible incongruencia de su obra: “Un autor, si es sincero y no le ciega la

vanidad, nunca o raramente piensa bien de un libro suyo anterior […] Porque un libro no

es como su autor se lo figuraba” (623). En HL vuelve sobre la misma cuestión: “no

siempre puede el escritor, ni sabe, ser fiel a sus gustos” (II, 651).

De este modo, Cernuda lleva a cabo una operación consciente al fijar él mismo, en HL,

el inicio de una nueva etapa marcada por su estancia en Inglaterra. Con una estrategia

retórica propia de su escritura en la que adelanta posibles objeciones, no realiza una

valoración explícita sobre la experiencia, pero la sugiere en el uso de palabras con matiz

positivo como “corregir” y “completar”:

La estancia en Inglaterra corrigió y completó algo de lo que en mí y en mis versos


requería dicha corrección y compleción. Aprendí mucho de la poesía inglesa, sin cuya
lectura y estudio mis versos serían hoy otra cosa, no sé si mejor o peor, pero sin duda
otra cosa (645).

Esta cita también parece sugerir que el sevillano no había tenido contactos previos con

la tradición poética inglesa. Sin embargo, si bien en esta etapa establece mayor contacto

con ella, ya la conocía y la valoraba en 1932 como “tal vez aquella que ha dado el ciclo

lírico más alto con que cuenta la poesía” (57). Además, la serie literaria en la que pretende

insertarse (o que le resulta digna de atención) ya incluye para ese momento una mayoría

notable de escritores ingleses (como dijimos). Por lo tanto, el Cernuda anterior al exilio ya

frecuentaba (y al parecer con asiduidad, aunque a través de traducciones) la lírica inglesa,

experiencia sensorial, debe evocar necesariamente dicha emoción […] sus posturas parecen desdeñar el
compromiso creativo de la lectura” (270).
135

principalmente la del período romántico. Así, tanto en la selección que realiza de sus textos

ensayísticos, como en este énfasis en el cambio de su trayectoria literaria a partir de su

estancia británica, Cernuda colabora con la crítica para establecer este punto de inflexión.

No decimos que no se haya producido un cambio, pero sí que es necesario advertir la

operación de posicionamiento que realiza el propio poeta y matizar el establecimiento de

ese punto de inflexión y la evaluación del impacto que esto tuvo en su poesía.

En función de esta operación, la crítica se divide en dos: los que consideran que este

cambio, producido por su contacto directo con la tradición inglesa, motivó resultados

memorables, como José Teruel (2013), Brian Hughes (2004), Emilio Barón (2002) o Philip

Silver (2004); 9 y por otro, quienes suponen que la estancia en Inglaterra le quitó frescura y

brillantez a sus versos de madurez, transformándolos en una imitación engolada de los

modos ingleses, y prefieren al poeta vanguardista anterior a 1935, como Octavio Paz

(1976), Tomás Segovia (1959), Julián Jiménez Heffernan (1998, 2004). 10 Incluso Jiménez

Heffernan (2004) sostiene que el mejor Cernuda crítico también se da en esa primera

época, pues lo percibe como “lector sorprendido que escribe sobre Vaché o Éluard, en

1929, con una hermosa y reveladora imprecisión […]: fatalismos, brumas, desplantes,

anacronismos propios de la memoria interna de la lírica” (81). En cambio, los libros

ensayísticos posteriores ofrecerían variaciones de una misma idea: la necesidad de que la

poesía se aproxime al lenguaje hablado, atenuando las formas convencionales de la

expresión poética y permitiendo así la inserción de un pensamiento en el verso (83). Esta


9
José Teruel afirma que su objetivo es demostrar que “la calidad estética y la importancia de la obra de
Cernuda no descienden”, a partir de Vivir sin estar viviendo (23). También Brian Hughes considera que los
mejores versos de Cernuda fueron escritos a partir de su exilio en Gran Bretaña, “donde Cernuda se
reencuentra con una tradición hecha a su medida” (2004: 92). Por su parte, Barón adhiere a esta postura y
marca la deuda que la crítica tiene respecto de la calidad de la obra de Cernuda: “No se ha resaltado, sin
embargo, el hecho de que, al asimilar la obra de esos poetas (Baudelaire, Bécquer, Hölderin, Leopardi o
Eliot), Cernuda está siempre a la altura de sus modelos, iguala a estos en calidad. Su poesía […] es una
apropiación original” (92). Finalmente, Philip Silver habla de los “magníficos resultados” obtenidos por
Cernuda a partir de su inmersión en el romanticismo inglés (2004: 21).
10
Octavio Paz prefiere la poesía de juventud no porque “en esos libros el poeta sea enteramente dueño de sí
sino precisamente porque todavía no lo es […] Sus libros de madurez rozan un clasicismo de yeso, es decir,
un neoclasicismo” (172). Tomás Segovia tiene palabras todavía más duras: “lo que domina estos libros es un
tipo de poesía que ni siquiera es agresivamente prosaica, sino de una irremediable vulgaridad” (citado en
Doce 2005: 274).
136

fijación conceptual, acentuada por el contacto con la tradición inglesa, no implicaría una

mejora en la poesía de Cernuda, sino todo lo contrario:

Exiliado a Inglaterra, apagada su capacidad creativa, derrumbado anímica y


moralmente, Cernuda se refugia en sus lecturas diversas y vela unas armas dudosas
para su batalla más ansiada: revisar la historia externa de la lírica española con el fin
de justificar(se) y legitimar las nuevas debilidades de su escritura poética (83). 11

El diagnóstico es severo y arriesgado, pero algo es seguro: nos ayuda a pensar esta

controvertida figura de la literatura española fuera de los moldes y las etiquetas que le

fueron atribuidas por la crítica a lo largo de los años e incluso que él mismo pretendió

atribuirse. Doce (2005), por su parte, realiza un análisis moderado, pues reconoce una

paradoja en el Cernuda maduro: por un lado, abre un espacio en el verso español para la

expresión de un pensamiento poético, a partir de Las Nubes (primer poemario terminado en

el Gran Bretaña) (274); pero por otro, padece la pérdida de frescura e inmediatez de sus

versos, pues esta apertura del verso no redundó en “desnudamiento o despojamiento

retórico” (como sí había sucedido en Unamuno o Machado) (274).

Esta diversidad de opiniones nos ayuda a descubrir que, a pesar de los esfuerzos del

propio Cernuda, 1940 no es una fecha tan definitiva en la evolución de su obra poética,

porque en los textos previos, por un lado, ya se prefigura una imagen de poeta que se irá

consolidando a lo largo de los años: el sujeto que se siente extranjero, fuera de lugar,

incomprendido por sus contemporáneos, en actitud de desprecio hacia ellos; por otro, se

detiene en determinados núcleos temáticos que perdurarán en su reflexión poética

11
Jiménez Heffernan postula la existencia de dos historias de la poesía lírica en castellano: una real, interna,
que no posee cronología secuencial, que incluye a Garcilaso, San Juan, Lope, Góngora, Juan Ramón, A.
Machado, Vallejo, Neruda, Cernuda, Lorca, Valente, Gimferrer, Milán; y otra, aparente y externa, que busca
un orden narrativo como historia, a la que “los poetas fuertes perpetran erráticamente con declaraciones,
ensayos, prólogos. Esta historia externa es una defensa: es la coartada existencial del poeta, su hogar
hermenéutico, su refugio de mentiras habitables […] La filología y la crítica literaria suelen habitar,
promocionar y recrear la historia externa. Nacen de una concesión múltiple a la debilidad: a la ambición de
los poetas que aspiran a engrosar las nóminas generacionales, a la inanidad de la narrativa evolutiva
historiográfica, a la desvergüenza de la cuantificación compensatoria, a la fragilidad de los metalenguajes
hermenéuticos… a la debilidad del sinvalor de lo damnificado frente al valor de la escritura fuerte y su
historia intempestiva” (79-80). En este sentido es que dirá que “Cernuda fue un crítico débil de su poeta
fuerte. Dicho poeta fuerte murió en 1937. El crítico lo sobrevivió veinte años más […] Cernuda se empeñó en
construirse un crítico literario desde las cenizas de su inmenso poeta juvenil, y el resultado fue desolador”
(81)
137

posterior. La fecha sí intenta ser definitiva en el discurso del Cernuda maduro que pretende

establecer su exilio británico como bisagra de su obra, a partir de la cual auto-figurarse

influido por la posición en la que pretendía establecerse en la tradición y en el campo

literario, más allá de su praxis poética concreta. Entendemos que esta afirmación supone

un análisis más detenido de las relaciones entre las autopoéticas de tipo ensayísticas y los

poemas, pero sirve como advertencia respecto de la validez de las palabras del poeta en

relación con su propia obra y como confirmación de nuestra hipótesis de trabajo acerca de

las intenciones comunicativas que motivan la escritura autopoética en cada momento.

3. El poeta solitario

Recuerde que el poeta está solo, y el crítico va en manada


(CAP, II, 623)

La figura del poeta como ser excepcional e incomprendido se enriquece, entonces, a

partir del exilio con una característica que atenúa la rebeldía anterior para volcarse ahora

hacia la afirmación de su soledad, como condición necesaria para el ejercicio poético. Para

ello, estudiaremos dos textos: “Palabras antes de una lectura” en sus dos versiones y la

entrevista apócrifa “El Crítico, el Amigo, el Poeta. Diálogo ejemplar” (607-624).

La primera versión de PAL, fechada el 19 de enero de 1935, es el texto tal como

Cernuda lo presentó ante un público en el Lyceum Club de Madrid, con ocasión de la

lectura de algunos de sus poemas (850-852). La segunda versión data del 16 de enero de

1941 y es la incluida en la versión final de Poesía y Literatura (601-606). Jenaro Talens

(1975) señala que este texto es “quizá el escrito teórico más importante de su juventud”

(203). La importancia de considerar ambas versiones para nuestro trabajo consiste en la

posibilidad de observar que cada una de ellas construye una imagen en algunos sentidos

diversa del propio poeta, pues a pesar de mediar sólo seis años entre una y otra, las

circunstancias personales, políticas, literarias del sevillano han variado radicalmente, y de


138

acuerdo con nuestra hipótesis de trabajo, esto impacta directamente en la figuración

autopoética. 12

El sujeto que lee estas palabras, ante un público, en 1935, es un poeta que ha

publicado tres poemarios: Perfil del Aire (1927), Invitación a la poesía (1933), Donde

habite el olvido (1932-1933) y ha escrito otros tres que a la fecha permanecen inéditos:

Égloga, Elegía, Oda (1927-1928), Un Río, Un Amor (1929); Los placeres prohibidos

(1931). Además, todos ellos (publicados o no) están incluidos en su firme proyecto de

editar el conjunto de su obra bajo el título: La Realidad y el Deseo. Ha colaborado también

en diversas revistas con poemas y textos ensayísticos. Además, ha sido incluido por

Gerardo Diego en sus dos antologías: Poesía española. Antología 1915-1931 (1932) y

Poesía española. Antología. Contemporáneos (1934), que consagran a la Generación del

27 en cuanto tal. Por lo tanto, lo vemos incluido en la plana mayor de la generación, junto

con Salinas, Guillén, Diego, Aleixandre, García Lorca, Alonso, Prados, Alberti y

Altolaguirre. Todavía no se ha iniciado la guerra civil en España, aunque Cernuda ya ha

adherido a la revolución comunista organizada por Rafael Alberti y ha participado de las

Misiones pedagógicas, como empresa cultural de la República. Tiene 33 años y es un poeta

en pleno desarrollo. Incluso José Teruel (2013) indica que la publicación de Donde habite

el olvido, en cierto modo, “`cimentó´ su `lugar entre los autores de su generación, con

anterioridad a la primera salida de La Realidad y el Deseo, en 1936” (35).

En cambio, en 1941, ya ha tenido lugar la Guerra civil española y ha terminado con el

triunfo de Franco. Cernuda, por su parte, ha editado la primera versión de La Realidad y el

Deseo, en 1936, cuya recepción fue muy buena en principio, pero la difusión fue truncada

12
Si no se toman en cuenta ambas versiones y sus contextos de escritura para analizar el texto, es posible
caer en conclusiones apresuradas y relacionar, por ejemplo, como Jiménez Millán (2004), fragmentos de la
segunda versión con la iniciativa de Cernuda de participar de las Misiones Pedagógicas, que están alejadas no
sólo en tiempo y espacio del Cernuda del 41, sino también en apreciación política y social: “[`Palabras antes
de una lectura´] revela el núcleo de la escritura cernudiana, el contraste entre realidad y deseo: `El instinto
poético…´ Lo que más cuenta en ese momento para Cernuda es la tragedia del poeta, su destino sellado por
la fatalidad (así es como recupera a Hölderlin) y sin embargo no deja de comprometerse con determinadas
iniciativas culturales del periodo republicano. Su colaboración con el Patronato de las Misiones Pedagógicas
queda reflejada en prosas como `Soledades de España. Con el Museo del Pueblo´” (52-53).
139

por el inicio de la Guerra. Sin embargo, ese mismo año recibe un homenaje de sus

compañeros de generación, organizado por García Lorca, para celebrar la publicación del

libro. Dos años después de este reconocimiento generacional, Cernuda inicia su exilio

definitivo, que lo mantendrá cada vez más distanciado de sus contemporáneos españoles,

muchos también exiliados. Por eso, en 1941, está ya instalado en el Reino Unido (entre la

Universidad de Glasgow y la de Oxford) con el cargo de Lector de español, leyendo a los

clásicos ingleses y en un período de prolífera producción poética. Definitivamente, la

perspectiva y la situación del poeta han cambiado. Es por eso que cada versión de PAL

conformará una imagen de autor diversa. Maristany afirma en este sentido:

La versión leída en el Lyceum Club de Madrid el 19 de enero de 1935, conservada a


máquina en los archivos familiares de Sevilla, si no difiere sustancialmente de la
definitiva (enero de 1941), es mucho menos consistente y lograda que ésta. […] Faltan
en el borrador del 35, el arranque de la reflexión cernudiana que versa sobre su
experiencia y los móviles expresos como poeta […] y la formulación de su visión
dual, que culmina con la cita de Fichte. Si lo primero otorga un asidero específico y
más personal a su reflexión, lo segundo apunta a la entraña para él de lo poético, que
estriba en una disociación -«el conflicto entre realidad y deseo, entre apariencia y
verdad»- que el poeta percibe y a la vez, mediante el impulso de su yo absoluto, aspira
a conjurar (29).

Si bien diferirá en cada caso según la posición del poeta en el panorama literario,

veremos que en ambos textos la figura construida es la de un poeta solitario (de fuertes

rasgos románticos), cuya excentricidad y diferencia respecto de sus contemporáneos, lo

colocan en una situación existencial y poética de incomprendido y víctima, siguiendo la

figuración ya iniciada en sus primeros textos. Es por ello que las dos primeras frases del

texto permanecen sin cambios sustanciales en ambas versiones: “Puedo decir que por

primera vez en mi vida arriesgo un contacto directo con el público. La sensación para mí es

extraña, ya que generalmente el poeta no puede suponer que le escucha un público” (II,

601; Cf. 850). Este comienzo establece las posiciones o roles en la escenografía literaria.

Por un lado, afirma la condición solitaria del poeta en su quehacer y con ello, se predica a

sí mismo como tal; por otro lado, y en relación directa con ello, habla de la “extrañeza” de

estar ante un público y de un cierto “peligro” que implica ese contacto (idea reforzada por
140

el uso del verbo “arriesgar”) (II, 601; 850). 13 La segunda versión hace foco, además, en esa

soledad como condición para el ejercicio poético. “El poeta habla a solas, o con alguien

que apenas existe en la realidad exterior” (II, 601). Se establece ya aquí una tensión

conflictiva entre el yo y los otros (el público, los lectores, los colegas, etc.). 14

Otra de las peculiaridades de estos textos es la explicitación de su intención

comunicativa, es decir, para qué arriesgar este contacto directo con el público. En la

primera versión, Cernuda hace hincapié en la necesidad de realizar un comentario acerca

de su “tentativa poética en particular y de la poesía en general” como una instancia “quizá

indispensable como prólogo de la lectura” (850). Así considera fundamental sus aportes

como creador de los versos que se leerán a continuación. 15 En la versión de 1941, a este

afán expositivo se suma el movimiento defensivo/ofensivo del que ya hablamos, pues, en

primera instancia, justifica la escritura de este texto conjeturando una falta propia respecto

de la posibilidad de que los versos expresen su pensamiento, prevención frecuente en los

textos autopoéticos: “Quizá porque crea cómo la deficiencia mía pudo no expresar en ellos

cuanto yo pretendía”. Pero en un segundo momento, esa deficiencia podría no ser propia,

sino de los otros: “o porque crea que la deficiencia de otros puede no ver en ellos cuanto yo

he puesto” (601). Así el sujeto elabora para sí un ethos doble: el aparentemente humilde,

que reconoce su posible insuficiencia (colaborando con la captatio benevolentiae retórica);

y a la vez, el provocativo, que se refiere tangencialmente a la incomprensión

experimentada por parte de sus contemporáneos españoles.

13
En ambas versiones, introduce el término “minoría” como término ajeno, para caracterizar al conjunto de
lectores de poesía: “el público se ha reducido tanto que han llegado a llamarle minoría…” (II, 850; 601).
Utiliza de este modo un sustantivo de clara raíz juanramoniana. Esta minoría se verá adjetivada de modo
complaciente al final del texto de la segunda versión: “un auditorio reducido y de buena voluntad” (II, 606),
con un claro gesto teñido de la captatio benevolentiae. Esta minoría inicial se opondrá, luego, a las
expresiones con las que introducirá ciertas distinciones en el conjunto de la humanidad, sobre todo en
aquellos cuyas inquietudes o existencias se encuentran totalmente alejadas de la realidad del poeta.
14
Harold Bloom considera que los comentarios de esa lectura son “herméticos y escritos para sí mismo” y
que “deben de haber desconcertado a su auditorio” (Valender 2002a: 25).
15
Este convencimiento va a desaparecer luego, como vemos en la cita correspondiente al esquema de una
charla que ofreció en el King´s College de Londres, en 1946, que ya consignamos antes: “Todo lo dicho son
observaciones posteriores o al margen de mi trabajo… (III, 773)”
141

Esta decisión, similar a la de otros artistas, de dejar expresado su pensamiento poético,

aunque sea fragmentariamente, proyecta una figura de autor preocupado por el rumbo

interpretativo de su obra, y se une a la pretensión de controlar su derrotero, que ya hemos

advertido y que se intensifica ante el rechazo y la incomprensión que percibe por parte de

sus contemporáneos. Encontrará, además, cierto consuelo y esperanza en la idea de un

público futuro que logre interpretarlo “correctamente”, 16 de acuerdo con sus indicaciones.

En este afán de conducir la lectura de sus poemas, encontramos otro elemento

interesante en la primera versión que luego desaparece en la segunda: la referencia al

volumen (todavía inédito) de su poesía completa, titulado La Realidad y el Deseo, y al

epígrafe de Nerval que lo precede: “He escrito mis primeros versos con entusiasmo de

juventud, los segundos por amor, los últimos por desesperación” (850). Esta mención del

futuro volumen, que reúne sus colecciones de poemas escritos hasta el momento, así como

la justificación de la cita de Nerval presentan un sujeto que debe dar cuenta de su trabajo y

exponer aquello que ha producido (aunque todavía esté inédito), uniendo, además, su

nombre y su experiencia a la de un poeta ya reconocido. Una vez más y de modo precoz,

propone un modo de leer sus versos, signado por el vitalismo estético que distingue su

concepción del quehacer poético en esta etapa: “es tan difícil que un poeta pierda el

entusiasmo…” (850). Las referencias a este libro desaparecerán de la segunda versión,

pues para 1941 ya se habrán publicado dos ediciones (1936 y 1940), por lo tanto, no es

16
Aquí hay que estar atentos a no caer en las trampas del poeta (no sólo en el caso de Cernuda, sino en el de
cualquiera) y evitar tomar como verdades inconmovibles ciertas afirmaciones presentes en los textos que
pretenden no tanto explicar la propia poética, sino posicionarse estratégicamente. Contra esto nos advierte
Jiménez Heffernan (2004): “Los ingleses llaman arenque rojo (red herring) a la pista falsa […] El máximo
responsable de esta profusión de arenques cárdenos, cuya demografía hodierna hace sospechar un
crecimiento exponencial, fue el propio Cernuda” (105). En la cita de “Palabras…”, el poeta propone
implícitamente utilizar los textos de corte autopoético para explicar aquello que se encuentra escondido en
los versos, siendo consciente de que la interpretación que pudiera ser obtenida por los lectores a partir de una
inferencia, no siempre coincide con los resultados previstos por el autor y por ello, aparece la necesidad de
explicitarlos. Es nuestra tarea evitar caer en esa trampa. Además, recordemos que unos años antes, en el texto
de la conferencia en el King´s College había renegado de este modo de interpretar una obra: “No intento
explicar mis versos. La poesía no se explica, y quien descomponiendo los elementos del poema trata de
explicarla, destruye el poema” (III, 773).
142

necesario situarlo en el panorama de la época. Además, la cita de Nerval ya no representa

al poeta posterior a 1940, más maduro y cuya poética ha tomado otros rumbos.

Por otro lado, la imagen de poeta que se proyecta en ambos textos se encuentra

atravesada por dos luchas, que ya mencionamos: una externa, basada en el conflicto con la

sociedad que lo rodea; y otra interna, entre lo que desea y lo que realmente puede hacer. 17

En cuanto a la primera, en ambas versiones, la posición respecto de la sociedad será

altamente crítica (603; 851), como fruto de su contacto con el romanticismo y luego con el

surrealismo. Esta sociedad moderna se asimila a una prisión (una “férrea jaula”, había

dicho en 1932 [III, 53]), pues limita a los hombres y les quita la libertad, dando la

impresión, en su mayoría, “de cuerpos amputados, de troncos podados cruelmente”

(imagen de fuerte ascendencia surrealista). Por eso, la figura principal de este orden será el

policía y no el artista o el filósofo. En esta crítica, está argumentando, a nivel general, a

favor de la soledad del poeta y de su condición de apartado, pues es el medio social el que

lo expulsa al pretender atarlo; pero también, establece su propia posición como poeta, en

contra tanto de la sociedad burguesa y capitalista que le repugna (HL, 637) como del

medio literario (que plantea otras formas de atadura) del que reniega. 18

Ante esto, Cernuda se preguntará sobre la potestad del artista: “¿qué puede el poeta por

sí?” (851; 603) y responderá calificándolo de “revolucionario” (con toda la carga

romántica del término), que a diferencia de los otros hombres que aceptan la limitación de

su libertad, “choca innumerables veces contra los muros de su prisión”, es decir, no acepta

las limitaciones del orden exterior, aun cuando no pueda liberarse de ellas y esto le

17
Como veremos, la concepción de la relación del poeta con el mundo exterior y consigo mismo está
fuertemente atravesada por la lectura del Hyperion de Hölderlin, que en cierto modo, sigue las teorías de
Schelling y Hegel. Sabemos que Cernuda había leído esta obra y lo había impactado, ya que la menciona
entre las vidas dignas de recordar en su “[Poética]” de 1934 (III, 64). Abrams (1992) advierte que la idea
central de la obra de Hölderlin es la “caída desde la unidad paradisíaca del ser hasta la división y el conflicto
entre la persona y el mundo exterior, que resulta haber sido una partida necesaria por el que camino que lleva
a una reunión más alta con la naturaleza enajenada” (230). Esta nostalgia de la unidad inicial y la pretensión
de regresar a ella es uno de los presupuestos teóricos de la obra cernudiana.
18
La conjunción de lo social y lo literario como objeto de su repugnancia se ve en HL donde afirma que le
repele el fondo burgués que adivina en otros poetas de su generación (637).
143

produzca sufrimiento y marginación. Esta crítica corrosiva del contexto, que ya

observamos en sus textos iniciales, es lo propio del pensamiento cernudiano y aquello que

constituye la raíz primera de su inconformismo y, en definitiva, nos permitirá también

hablar del sentido ético de su poesía en el próximo capítulo.

Ahora bien, esta condición represiva de la sociedad que constriñe la satisfacción del

deseo del poeta se conjuga con otra lucha aún peor, la de su constitución interior, regida

por la acción de un poder oscuro, indefinido, vasto, que maneja los destinos de los hombres

(604; 851): el llamado “poder demoníaco” en la primera versión y “poder daimónico” en la

segunda, 19 elemento que ya había aparecido en los textos previos a 1940. Este poder es el

que impulsa al poeta a actuar, incluso en una situación social que le es adversa, pero ¿qué

papel le corresponde? En la versión de 1935, Cernuda asegura que el poeta “intenta fijar el

espectáculo transitorio que perciben su cuerpo y su espíritu” (851). 20 Sin embargo, para el

poeta este afán nunca se satisface, por eso, el misterio del mundo, esa raíz incógnita que

intuye, le resulta inefable: “si me preguntaseis más sobre ese poder, nada más podría

deciros. Lo presiento; no lo comprendo” (852). Este afán por “asir lo imperecedero” ha

sido la causa de “la trágica vida de los grandes poetas”, como Goethe o Hölderlin,

arrastrados a su propia destrucción. De este modo, al reconocer que él mismo intuye este

poder oscuro, se sitúa en la misma línea de estos que llama “grandes poetas”, que

funcionan para él como ejemplos del verdadero artista, dispuestos a sacrificarse en aras de

mantener la fidelidad a su vocación poética (Teruel 2013: 36).

19
La noción de poder daimónico la toma Cernuda de Hölderlin y la completa con algunas ideas sobre “lo
demoníaco” de Goethe (Harris 1992: 103). Por otro lado, la noción de “daimon” proviene de la filosofía
platónica, quien utiliza el término en tres sentidos, a lo largo de su obra: 1. cada alma debe encontrarse con su
daimon en el trance de elegir el propio destino (Libro X de La República); 2. el daimon es un genio divino,
don de la divinidad, una parte del alma del hombre a la que hay que mantener en buen estado a través del
ejercicio del amor a la ciencia y a la verdad (Timeo 90ad); 3. el daimon es una guía del alma hacia el Hades,
en un terreno oscuro, lleno de bifurcaciones (Fedón 107ad y ss) (Cf. Peñalver Gomez 1986: 256-257).
20
La figura que simbolizará esta cuestión será la de Satán, mediada por un grabado de Blake al que Cernuda
interpreta en función de una historia sobre un teólogo musulmán: “Satán ha sido condenado a enamorarse de
las cosas que pasan y por eso llora; llora la pérdida y la destrucción de la hermosura” (852). Y esta paradoja
entre la hermosura del mundo y la imposibilidad de fijarla generará en el mismo texto, una sucesión de
términos opuestos en tensión irresoluble, como bien-mal, tristeza alegría, armonía superior-pobres y
lánguidos deseos, Jesús-Judas (852).
144

En la primera versión, estos postulados sobre la condición del poeta se presentan con un

tinte más fatalista y con un estilo similar al de sus primeros textos, por el cual la lógica

racional cede su lugar a una sucesión fluida de afirmaciones, atravesada por el ritmo de las

imágenes plásticas y la turbación emotiva que hacen patentes algunos elementos: la

intercalación de preguntas, las enumeraciones, los largos períodos oracionales compuestos

de proposiciones separadas por punto y coma, la proliferación de imágenes retóricas, el uso

de términos que denotan indefinición, incertidumbre, oscuridad, oposición. 21 Esto hace que

la imagen configurada tenga una tendencia prometeica, de aquél que se enfrenta al poder

que lo constriñe, convencido de lo que hace y dispuesto a llegar al final, aunque eso

signifique su propia destrucción.

En cambio, si bien la segunda versión presenta nociones similares, el discurso es más

reflexivo y consistente. Esto se observa, por ejemplo, en la inclusión de una pregunta que

no había planteado en 1935: “¿cuál es el propósito del poeta?” Preguntarse por el propósito

de algo o de alguien implica llevar a cabo una operación de tipo filosófica más reposada,

que pretende encontrar asideros más firmes para sus convicciones y que el sujeto del

primer texto parece no estar en condiciones de afrontar. La respuesta llega atada a la

experiencia personal del sujeto:

Permítaseme que refiera ahora la poesía a mi experiencia personal, lo cual no supone


poca presunción, aunque el poeta, si es que se me puede llamar así, tiene fatalmente
que referir a su propia persona las experiencias poéticas que con sus medios limitados
percibe… (601-602; el destacado es mío).

El pedido de permiso al público para hablar de su experiencia propia, así como el reparo

de atribuirse la condición de poeta que observamos en esta cita es una constante en los

textos ensayísticos de Cernuda. Sin embargo, podemos identificar esta actitud con uno de

los recursos para alcanzar la indulgencia de su público, propios de la retórica, más que con

una verdadera reticencia.

21
Incluso en el último párrafo del texto de 1935, el sujeto afirma: “No era mi intención dar una definición
sobre la poesía sino abrir al oyente su atmósfera fatal y misteriosa” (852). Con esta advertencia final, estaría
previendo un posible reproche del auditorio por una intervención indefinida y nebulosa, justificándose.
145

La visión del mundo que presenta en esta versión será similar a la anterior, pero lo que

alcanzará en este texto es una reflexión más coherente y detenida de la función del poeta,

que se sostendrá en una idea fundamental para el armado de la imagen de autor de

Cernuda, de aquí en adelante: la de “instinto poético”, como una especie de corriente que

le llega desde fuera de su voluntad, sobre lo que él no tiene dominio, que lo excede y lo

reclama desde el exterior de su conciencia (II, 602). Él sólo puede percibirlo y adecuarse a

ello, asumiéndolo como una misión, a la cual deberá dedicar fatalmente su vida, aunque

eso le signifique la incomprensión y el maltrato ajeno. La alusión a la experiencia personal

del mundo y sus consecuencias en el quehacer poético transforman aquellas intuiciones de

la primera versión en un programa de escritura, sustentado por la coincidencia que esta

experiencia presenta respecto de filósofos y poetas que admira y “con los cuales concluyo

que la realidad exterior es un espejismo y lo único cierto mi propio de deseo de poseerla”

(602). Esto abona lo que ya dijimos: la coincidencia con sus maestros y precursores no es

ya la experiencia vital y las emociones, sino el modo de ver y pensar el mundo.

La noción de “instinto poético” también le permite profundizar el sentido de la dupla:

realidad y deseo, en cuyo conflicto radica, según él, “la esencial del problema poético”: “el

conflicto entre realidad y deseo, entre apariencia y verdad”, basado principalmente en las

ideas de Fichte. Ésta será la base sobre la cual el sujeto de esta nueva versión establecerá la

función del poeta como un revolucionario en la sociedad moderna, arrastrado también por

un poder interno y en cierto modo inexplicable:

¿En qué consiste este poder? Confieso mi recelo a las definiciones, porque el tiempo
se encarga de que nuestro pensamiento sobrepase las definiciones que hicimos.
Además, ese poder daimónico al que aludo está estrechamente unido a mis creencias
poéticas, y ni lo daimónico ni lo poético pueden definirse. Pero voy a precisar algo
más en este punto, por lo que a mis creencias poéticas atañe (604).

Esta cita nos recuerda los problemas que la versión anterior presenta al momento de

pretender explicar qué significa este poder tan indefinido y vasto, que envuelve no sólo la

vida del poeta, sino la de todos los hombres, pues “maneja nuestros destinos” (604), y que
146

es la base del credo poético cernudiano, de tal forma que el poeta ha reemplazado con él la

idea del Dios cristiano en su escala axiológica. 22 Este poder daimónico posee mayor

presencia porque permite entender, en cierto modo, el significado de nuestra vida, pero

también advertir el sentido de la poesía: “Todo nos es preciso y necesario, porque en todo

vibra un eco de la poesía, y ella no es sino expresión de esa oscura fuerza daimónica que

rige el mundo” (605). La poesía, entonces, no nacería en el poeta, sino que éste sólo

debería descubrirla, seguir el don lírico que habita en él, aunque esto lo arrastre a su propia

ruina (como sucedió con Goethe y Hölderlin, o incluso con Moisés al enfrentarse con la

zarza ardiente) (605). 23

Por otro lado, la cita presenta también una procedimiento discursivo frecuente en

Cernuda: su reticencia a afirmar de modo categórico y el consecuente uso de frases o giros

que limitan sus dichos a su experiencia personal: “yo por lo menos así lo creo” (603); “mi

recelo a las definiciones”; “por lo que a mis creencias poéticas atañe” (604). 24 Todas estas

expresiones que constriñen lo expresado a su propio modo de ver las cosas, no resultan

menores, pues podrían responder, por un lado, a un afán de auto-justificación y de

distanciamiento respecto del común de los hombres, que recorre la obra cernudiana y que

seguramente se inicia con la mala recepción de su primer poemario; por otro lado, generan

una fuerte presencia de la subjetividad en el discurso autopoético. Además, se condice con

su actitud existencial signada por el escepticismo, tal como responde a Roa Bastos en una

22
Así, distraídamente, entre referencias sufíes y griegas, propone una primera definición de poesía: “Gracias
a ella lo sobrenatural y lo humano se unen en bodas espirituales, engendrando celeste criaturas, como en los
mitos griegos del amor de un dios hacia un mortal nacieron seres semi-divinos” (604). En esta multiplicidad
de referencias, desde el surrealismo al romanticismo pasando por los mitos griegos, para Octavio Paz,
“Cernuda recobra su doble herencia de poeta y español: la tradición europea, el saber y el sabor del mediodía
mediterráneo” (177-178). Esta será una característica también de la obra valentiana.
23
Esta fuerza misteriosa y destructiva que, para Cernuda, experimentan tanto Goethe como Hölderlin y
también Moisés enfrentado a la zarza como imagen de Dios, parece un poco excesiva en relación con el resto
de la teoría poética cernudiana, que si bien se mantiene en esa línea de incertidumbre respecto de la vocación
poética y la naturaleza del poeta, no la traspasa. Sin embargo, nos permite ver en el precursor la figura del
heredero, pues la idea del fuego, de la destrucción, del nombre o la imagen de Dios, serán todos temas que
aparecerán reiteradamente en la teoría estética que veremos emerger del estudio de los textos de José Ángel
Valente en la tercera parte de nuestro trabajo.
24
Cuando una definición se le presenta como insoslayable, así lo expresa: “Aquí la definición es inevitable y
se nos presenta casi fatalmente: la poesía fija la belleza efímera” (604).
147

entrevista: “Me invita usted a dogmatizar, cosa para un escéptico no muy atractiva”, III

795). Estos tres puntos reafirman la condición solitaria de un sujeto que, tal como sostiene

Octavio Paz, no se siente “maldito” (porque esto implicaría consagrar la autoridad que lo

condena, incluyéndolo negativamente en el orden que viola), sino que es un “excluido” y

no lo lamenta, al contrario: lo explota y lo exhibe (187). Teruel afirmará que este

aislamiento que reclama el poeta para sí, no será una torre de marfil, sino “un trampolín

desde el que mirar y entender el mundo” (36).

Hacia el final del texto, el poeta se atreve (a diferencia de la primera versión) a referir

“su experiencia personal” con la poesía, asegurando la conveniencia de hacerlo a su

auditorio, para generar cierta “simpatía honda y recatada” hacia sus versos. De este modo,

el ethos autoral constituido en el texto busca congraciarse con sus receptores una y otra

vez. Lejos del tono magisterial y el discurso argumentativo que veremos en Valente, el

sujeto cernudiano de estos textos no afirma nada sin considerar, al mismo tiempo, el efecto

posible de sus posiciones. La pregunta sobre qué respuesta puede esperar el poeta en este

mundo es negativa: “yo respondería que ninguna, o si alguna, tan poco firme que de nada

le sirve” (606). Para Harold Bloom, esta negatividad es tan profunda “que sólo Nietzsche o

Leopardi pueden rivalizar con ella” (Valender 2002a: 26). Esto y el cierre abrupto del

texto: “Y aquí digo: basta. Acaso estas palabras no hayan sido sino un tanteo en las

tinieblas” (606), terminan de conformar la imagen de un sujeto que se sostiene en la

creencia de la poesía, pero desde una perspectiva más bien nihilista y trágica. En esta

segunda versión, por lo tanto, el sujeto que emerge del texto (un texto reescrito, en este

caso, para ser incluido en un volumen de prosa, junto a otros textos de reflexión poética),

de modo prudente, se atribuye el rol de poeta de modo que su reflexión teórica se sustenta

en su propia praxis poética. El sujeto es más reflexivo; sus ideas conforman un tejido

teórico más consistente que da cuenta de la consciencia de un quehacer poético sólido y

fundamentado.
148

Esta imagen de poeta solitario e incomprendido (y por lo tanto, sufriente) se refuerza en

otro texto autopoético: “El Crítico, el Amigo, el Poeta. Diálogo ejemplar” (607-624).

Reparemos en las circunstancias de su publicación. Cernuda escribe este texto entre

octubre y noviembre de 1948, en Mount Holyoke (Massachusetts, EEUU), pero se publica

recién en 1954, en la revista Orígenes, de La Habana. De acuerdo con la fecha de escritura

y la escena final del texto (que encuentra sus coordenadas en la realidad), fue suscitado por

la publicación de Historia de la Literatura Española, escrito por Ángel Del Río y

publicado en New York, en 1948. En esta especie de manual, la valoración de Cernuda por

parte de Del Río, fue, sin duda, causa de gran malestar para el poeta: “Luis Cernuda es

poeta de tipo intelectual, muy influido por Guillén en sus comienzos, pero en el cual el

intelectualismo se complica con un fondo romántico” (citado en II, 853). Esta afirmación

vaga y superficial desatará las furias del poeta sevillano, quien en esta entrevista apócrifa

que analizaremos, atacará, con virulencia y sarcasmo, a la persona de Ángel del Río como

crítico, y en él, a todos los críticos españoles que caracteriza peyorativamente como

“eruditos”.

Si bien hablamos de una “entrevista apócrifa”, porque la escena representada en este

texto nunca existió, sí podríamos hablar de una referencialidad indirecta, en cuanto que

nos empuja a conectar estrechamente la situación ficcional con la real o histórica a través

de sus elementos principales (identificación que el propio Cernuda promueve): 25 la

referencia constante al poemario Perfil del Aire, la coincidencia de fechas, de citas, de

comentarios críticos, etc.; también el juego que establece Cernuda entre el nombre de su

personaje del Crítico A. Del Arroyo y el del crítico real Ángel Del Río (en clara

25
En consonancia con ello, en una carta dirigida a Philip Silver, fechada el 9 de enero de 1961, Cernuda
aclara: “No estimo mal a los críticos, sino a los analfabetos que se meten a hablar de lo que no saben, como
mi personaje en el diálogo a que alude usted. ¿Sabe usted que tuvo en realidad un modelo? A. del Arroyo es
lo mismo que A[ngel] del Río, individuo a quien no conozco y usted sí conocerá; las palabras que cito en la
conclusión de mi diálogo están calcadas sobre las que ese individuo escribe sobre mí en una Historia de la
Lit. Esp. (?). El dato no es secreto ni mucho menos, y celebraría que fuera publicado, con mi nombre como
fuente informativa del mismo” (Valender 2003: 892; carta n° 887).
149

correlación semántica de apellidos), a quien caricaturiza; el nombre de la obra Compendio

Histórico de la Poesía Española es muy similar al de la obra real: Historia de la Literatura

Española; finalmente, la cita del libro también presenta unas leves variaciones lexicales

respecto de la original: “Luis Cernuda es un cantor intelectual, grandemente influenciado

por Guillén, aunque su intelectualismo se complica con un escenario romántico” (II, 624;

el destacado es nuestro para resaltar las diferencias con la cita original). Es un texto

ineludible no sólo para reconstruir la figura de Cernuda como poeta, sino también y

especialmente como crítico, en contraposición a la figura de crítico profesional que

desprecia y en relación con la polémica permanente que establece con el campo literario

español, cuestiones que desarrollaremos más adelante.

En principio, el carácter apócrifo de esta entrevista le permite a Cernuda crear un

espacio de diálogo, donde defender la originalidad de sus primeros versos y poner de

manifiesto la mediocridad de toda la crítica española; cosa que en una entrevista real, no

hubiera sido tan fácil de demostrar. En segundo lugar, la particularidad de este texto se da

en los dos personajes: el Amigo (quien también asume el rol de narrador) y el Crítico, que

se refieren a un tercero in absentia: el Poeta (el mismo Cernuda). El Amigo se convierte

así en el alter ego del poeta: “Mi amistad con Cernuda me permite hablar de él como de

otro yo” (619), pero el efecto es mucho más rotundo, pues este desdoblamiento produce un

grado mayor de supuesta objetividad en la defensa de sus argumentos: no es el mismo

poeta el que defiende sus ideas y su obra, sino que es un tercero.

En este texto, prima la autofiguración como poeta incomprendido y sufriente, que

soporta estoicamente los embates de sus contemporáneos, esperando que la recompensa a

tanto sufrimiento llegue en algún momento, imagen que había empezado a delinear en los

textos anteriores. Por eso, uno de los ejes del diálogo es su leyenda (ya mencionada),

constituida por el prejuicio de ser una “persona de acceso difícil”, de trato frío y

desagradable.
150

Esta imagen del incomprendido permanece latente a lo largo de todo el diálogo,

centrada sobre todo en la interpretación del primer poemario de Cernuda, Perfil del Aire y

en probar la ausencia de influencia de la obra de Guillén sobre éste (sobre lo que en los

próximos capítulos nos explayaremos). Otro de los puntos destacables de esta autopoética

en relación con la figura de poeta es la presentación del Cernuda juvenil como poeta atento

a la tradición no sólo española, sino también francesa, cristalizada en los nombres de

Stephane Mallarmé y Pierre Reverdy. Incluso en unas cuartillas eliminadas también remite

a su conocimiento y valoración de la literatura inglesa, a través de la obra de T. S. Eliot

(854). Por lo tanto, es presentado como un poeta que, ya desde su juventud, está abierto a

la literatura universal, característica que el Cernuda maduro que escribe en 1948 (y luego

también en HL), se encargará de ostentar, pues éste es otro de los rasgos sobre los que se

sustentará su diferencia radical respecto de sus colegas españoles. Todo esto abonará una

idea que permanece latente, aunque nunca se explicita: la humildad y aislamiento, en

definitiva, sugieren una superioridad del poeta y un desprecio de los otros. Esto se plasma

claramente en una frase del texto que utilizamos de epígrafe de esta sección y que

reiteramos: “Recuerde que el poeta está solo, y el crítico va en manada…” (623). La

valoración altamente positiva de la soledad que observamos en el texto anterior, vuelve a

darse aquí, como la otra cara de la moneda del aislamiento y la incomprensión. Y en este

caso, es una virtud que destaca la excepcionalidad del poeta, frente a los críticos que

funcionan como una masa indiferenciada que repite siempre lo mismo. Esta “manada”, a la

que él denomina “crítica erudita”, permanece en el texto no sólo como una instancia de

contraposición respecto del poeta, sino también como la instigadora principal de éste,

como veremos luego.


151

4. El poeta llamado: vocación y destino

La poesía, el creerme poeta, ha sido mi fuerza y, aunque me


haya equivocado en esa creencia, ya no me importa, pues a
mi error he debido tantos momentos gozosos (HL, II, 655).

La condición excepcional y solitaria del poeta, que le vale la marginación por parte de

sus contemporáneos, se verá completamente justificada y ponderada desde la vocación

poética. Será en esta especie de autobiografía literaria, titulada “Historial de un libro”,

donde esta operación final tenga lugar.

Fue publicada por primera vez en 1958, en la revista México en la Cultura. 26 Para esta

fecha, Cernuda se encuentra instalado en México desde hace seis años. Es un colaborador

frecuente de revistas españolas y mexicanas. Es un poeta conocido tanto en España como

en América. En 1947, la editorial Losada publica en Buenos Aires una versión pirata de

Como quien espera el alba (mencionada en HL); en noviembre, recibe un ejemplar, que

sólo lo mortifica por las erratas que presenta: “ante una de las exageraciones y manías de

quien se sintió siempre perseguido por el olvido y el menosprecio” (Teruel 2013: 56). Ha

sido objeto de un homenaje por parte de la revista Cántico (1955), 27 lo cual lo sitúa si no

en el centro, por lo menos, en un lugar destacado del campo literario español, a pesar de la

distancia. Entre 1957 y 1958, publica dos de sus libros de crítica más importantes: Estudios

sobre poesía española contemporánea y Pensamiento poético en la lírica inglesa. De la

edición del primero, debió suprimir ciertos capítulos que provocaron escándalos al

publicarlos en revistas (Cf. I, 43). El segundo, si bien según Jiménez Heffernan (1998) o

Maristany (1994: 41) no alcanza el nivel de análisis al que Cernuda nos tiene

26
A partir de las circunstancias de su publicación, podemos observar la conflictiva relación que Cernuda
establecía con los espacios literarios o culturales en los que se insertaba, gracias a una personalidad que
podríamos caracterizar como “muy susceptible a las opiniones del entorno”, tal como indican Harris y
Maristany en las notas, al explicar que la última parte de este texto (que se publicó por entregas) no llegó a
salir en dicha revista al parecer por “un incidente ofensivo para la persona de Cernuda provocado por algunos
miembros de la redacción del periódico, lo cual explicaría que, a partir de ese momento, cesase su
colaboración en él” (II, 855).
27
Aun cuando fue un homenaje que no lo satisfizo, como veremos en el capítulo 3.
152

acostumbrados, sí resulta fundamental como “posicionamiento estratégico” (Jiménez

Heffernan 1998: 294), pues da cuenta del grado de influencia que la lírica inglesa tuvo en

la evolución de su propia ideología estética, así como de su interés en pensar la relación

entre poesía y pensamiento. Además, en junio de 1958, publica la tercera edición de La

Realidad y el Deseo y, entre noviembre y diciembre, se producen las conversaciones con

Emmanuel Carballo (de México en la cultura), que serán la base de este ensayo

autobiográfico en su versión definitiva, incluido en Poesía y Literatura (versión que

analizaremos a continuación). Todos estos datos nos indican que, para el momento en que

Cernuda produce este texto, es un poeta reconocido; si bien ha sido cuestionado e incluso

desestimado durante algunos años, la situación ha comenzado a revertirse en los diversos

ámbitos literarios donde su obra es conocida. De este modo, es un poeta maduro y con

cierto grado de legitimación en el campo intelectual hispanoamericano, el que emprende la

reconstrucción de su propia trayectoria poética, ligada estrechamente a su trayectoria vital

(tal como lo presenta Jenaro Talens en su tesis doctoral [1975]). Esto es un punto

fundamental: aunque no lo parezca, el gran protagonista del texto es su tomo de La

Realidad y el Deseo. El mismo título lo afirma: “historial de un libro”; por lo tanto, el

sujeto que emerge del texto se construye en relación estrecha con aquél, tal como el mismo

Cernuda afirma:

Y en México ha aparecido ahora la edición tercera de La Realidad y el Deseo, en


1958, año en que escribo estas páginas, suscitadas por dicha publicación, para
considerar, en la perspectiva del tiempo, mi trabajo. Para ver, no tanto cómo hice mis
poemas, sino, como decía Goethe, cómo me hicieron ellos a mí (II, 660).

No debemos perder de vista esta perspectiva interesada de la que parte el texto.

Debemos tener en cuenta, además, que volver al pasado desde la madurez resulta siempre

(y gracias a los mecanismos de la memoria) una construcción que, en este caso, se centra

en el quehacer poético y, por lo tanto, arma una imagen de poeta funcional a los intereses e

intenciones del Cernuda maduro al cual nos referimos (no ya de “los Cernudas” niño,
153

adolescente o joven que se vayan cuajando y luego desintegrando a lo largo del relato). En

este sentido, Jiménez Millán define HL como “una mirada crítica sobre su propia obra y las

condiciones históricas en las que fue surgiendo” (2004: 27). Por lo tanto, la perspectiva

será distanciada de sí mismo, el registro de su intimidad “como desde un mirador”, como

afirma Teruel, “situado en un indefinible más allá, donde fuera posible sopesar las

reacciones de los demás ante sus propias confesiones” (22). Pero la escritura de este relato

se sostiene, además, en un afán por vincularse con las prácticas del grupo de los poetas

románticos ingleses, principalmente con Coleridge, quien ya había escrito un texto de

rasgos similares: Biographia Literaria (1815), en el cual, según indicaciones del mismo

Cernuda, es posible encontrar “el cuerpo principal de las mismas [sus ideas poéticas]” (II,

309). Maristany afirma que, en las lecturas inglesas,

Cernuda encontró modelos críticos sumamente satisfactorios. Coleridge era el ejemplo


más perfecto: un crítico cuyo saber, puesto de relieve sobre todo en su Biographia
Literaria, surge de su mismo taller, del uso de la poesía y de su trato habitual con ella
como lector. Su caso no era aislado, una tradición lo respaldaba (40).

Veamos que lo que hace Cernuda en HL es justamente esto: exponer sus ideas poéticas

y su actividad como lector, entrelazadas con algunas vicisitudes de su vida, siguiendo lo

aseverado por Coleridge en el capítulo 1 de su texto: “Fundamentalmente he utilizado el

relato biográfico para dar un hilo a la obra” (1). Por eso, es necesario situarlo en el

contexto y observar las particularidades de este ensayo “autobiográfico” en la tarea de

construir una imagen de poeta que, por un lado, responda a la leyenda que impregnaba el

campo literario; y por otro, deje una línea clara de cómo leer su poesía 28

En efecto, si bien la mayor parte de la crítica utiliza este texto como marco de referencia

para estudiar la poesía cernudiana, aludiendo a diferentes fragmentos para explicar tanto la

obra como la vida del sevillano, sostenemos que es ineludible la tarea de contextualizar y

28
Teruel alega a favor de esta hipótesis que “las diferencias que arrojan `Historial de un libro´ y su
Epistolario con respecto a la identidad del poeta son evidentes. En el ensayo autobiográfico prevalece su yo
más literario; en cambio, en su correspondencia el lector se encontrará con alguien `invadido de manías
persecutorias, orgulloso y cominero hasta la exageración´ (Mainer 2002: 182)” (117).
154

matizar las afirmaciones de Cernuda, integrándolas en una operación de posicionamiento

que el autor ya maduro, cercano a su muerte, ha iniciado. El párrafo inicial de HL nos

aportará algunos elementos interesantes respecto de esta advertencia:

Debo excusarme, al comenzar la historia del acontecer personal que se halla tras los
versos de La Realidad y el Deseo, por tener que referir, juntamente con las
experiencias del poeta que creó aquéllos, algunos hechos de la vida del hombre que
sufriera éstas. No siempre será aparente la conexión entre unos y otras, y al lector
corresponde establecerla, si cree que vale la pena y quiere tomarse la molestia (625).

Este inicio nos otorga algunas claves de lectura. En primer lugar, observamos la

frecuente justificación cernudiana que se adelanta frente a cualquier posible reproche o

acusación por parte de los otros (lectores y colegas), excusándose por sus elecciones

poéticas y vitales que a éste pueden parecerle erradas. Por otro lado, se plantea también

una problemática que lo desvela: la relación entre el poeta que crea y el hombre que vive.

Al escribir esta excusa, está pensando seguramente en la sentencia de T.S. Eliot según la

cual “cuanto más perfecto el artista, más completamente separados estarán en él el hombre

que la sufre y la mente que crea” (18). 29 Cernuda utiliza casi las mismas palabras para

referirse a este fenómeno. Temiendo el haberse salteado esta máxima, no duda en advertir

su posible error tanto al principio (625) como al final del ensayo (660). Incluso en

Variaciones sobre tema mexicano (1952) ya había aludido a esta misma dificultad en

relación con su poesía: “Detesto la intromisión de la persona en lo que escribe el poeta”

(658). 30 Respecto de esta problemática (todavía no zanjada en los actuales estudios

literarios), Antonio Gamoneda (2002) arriesga una hipótesis:

29
Esta sentencia forma parte de la “teoría impersonal de la poesía”, que Eliot desarrolla en la segunda parte
de su ensayo: “La tradición y el talento individual” (1947), donde se dedicará a establecer los vínculos entre
este proceso de despersonalización que considera fundamental y el sentido de la tradición, tal como él la
entiende. Concibe a la poesía como el “conjunto viviente de toda la poesía que haya sido escrita” y al artista
como un “catalizador”, en el sentido de que obra sobre la experiencia del hombre mismo, pero la perfección
del artista se logra cuando la separación entre el hombre que sufre y la mente que crea es más completa (18).
30
Estas advertencias son útiles al momento de analizar La Realidad y el Deseo, evitando caer en la lectura de
esta obra en clave autobiográfica. Cabanilles advierte que las apreciaciones que la definen como “biografía
espiritual” (Paz, Maristany, Silver, Delgado) o “autobiografía espiritual” (Barón) precisa de muchas
matizaciones, las cuales se encarga de indicar a lo largo de su libro. Refuerzan esta advertencia las palabras
del propio Cernuda en “[Presentación a una lectura poética]”, de 1946: “Hallé conveniente a veces, en mis
versos, suponer un ser ficticio, quien colocado en circunstancias determinadas pudiera dar voz a mi propia
experiencia” (III, 770).
155

conviene retener que Cernuda dice esto cuando ya está escribiendo Desolación de la
Quimera (1962), su último libro, y tiene a sus espaldas la mayor parte de su obra
poética. Pienso que Cernuda no se siente seguro de la consistencia estética de su
lenguaje y que esta inseguridad tiene que ver con la impostación realista y, en cierto
modo, `neoclásica´, que adopta principalmente, a partir de Las Nubes (227). 31

Para Gamoneda, Cernuda se habría volcado a los realismos cuando advirtió, como

crítico, la tendencia manierista y la artificiosidad hacia la que podía llevarlo el surrealismo

(227-228). Esto implicaría que en 1958, al escribir HL, Cernuda estaría evaluando su

propia poesía desde su perspectiva de crítico y estaría sufriendo una “reticencia”, causada

por “el exceso de cercanía, es decir, de autobiografía, [que] debe localizarse en el curso

poemático hecho con palabras verosímiles, con expresiones que no perturban las

significaciones `establecidas´” (228). 32 El realismo elegido para escapar de la artificiosidad

del surrealismo le habría parecido al final de su vida demasiado “convencional” (229) y le

habría causado una amargura aún mayor. Es posible que estos hayan sido los sentires de

Cernuda y por ello inicia este texto con dos palabras que indican la percepción de una falta:

“Debo excusarme”.

Frente a esta dificultad irresuelta, la responsabilidad es trasladada aparentemente al

lector en este párrafo inicial, otorgándole la potestad de establecer las correspondencias

entre ambas instancias: la poética y la existencial. Sin embargo, a lo largo del relato, ambas

estarán tan íntimamente imbricadas que será difícil para el lector elegir si esas

correspondencias son pertinentes o no. Esta frase pareciera ser más un síntoma de esa

preocupación que suponía para Cernuda la recepción de su obra, que se intensifica a

medida que se acerca el final.

31
En este mismo trabajo, anteriormente Gamoneda realiza un aporte en cuanto a la consideración simultánea
del poeta y el crítico: “En términos generales, que incluyen a Cernuda, cabe pensar que el pensamiento
crítico y el pensamiento poético no sean acordes y que cada uno de ellos pueda ser causa en la modificación
del otro […] No es infrecuente que el pensamiento crítico de un creador conduzca, pongamos por caso, a una
racionalización de su escritura y que, en este mismo creador, el pensamiento poético esté, haya estado o vaya
a estar abierto a irracionalismos” (223-224).
32
Se debe tener en cuenta que al hablar de las “significaciones establecidas” de las palabras propias del
realismo, Gamoneda está en plena consonancia con lo que teorizará Valente respecto del lenguaje público,
institucionalizado y su diferencia radical con la palabra poética.
156

Ahora bien, el recorrido del camino que el sevillano pretende plasmar en HL se inicia

con un llamado. Aquella vocación poética que vimos emerger, casi fatalmente, en los

textos anteriores, se manifiesta en tres hitos concretos de la vida del poeta: en la niñez, la

lectura de Bécquer motivada por el traslado de los restos del poeta a Sevilla; la “tentativa

de escritura” de sus primeros versos en la pubertad; la anécdota de la reveladora tarde a

caballo, durante el servicio militar, donde “las cosas se me aparecieron como si las viera

por vez primera” (626). Ugarte (1999) indica que este inicio “señala la separación del

protagonista y de su propio mundo; la diferencia entre el poeta y sus semejantes ha tenido

lugar y ha sido aceptada. Una vez establecida la singularidad del poeta, el autor puede

describir la génesis de sus poemas” (165-166). Y de hecho, el sujeto que se construye en

este texto está seguro de haber sido llamado para “servir a la poesía” (633), y por lo tanto,

la incomprensión que padece, la soledad e incluso el martirio, son instancias necesarias que

debe atravesar para cumplir con ese destino poético (según la cita final que toma de

Heráclito: “carácter es destino”). Para ello, da cuenta de las dificultades que tuvo que

atravesar en los diversos lugares donde fue viviendo y con las personas con las que fue

tratando, para justificar su leyenda y, al mismo tiempo, rebatirla, poniendo de manifiesto la

riqueza de su interior y las múltiples influencias y lecturas que abonan su obra y su teoría

poética, más allá de su excéntrica personalidad.

El primer paso para reconstruir su historia con la poesía es responder al llamado. De

este modo, establece una “ficción de origen”, 33 utilizando toda una serie de mecanismos

literarios, entre los que encontramos, como advierte Ugarte, la puesta en escena de un rito

de iniciación que resulta doble: “ha nacido un poeta y ha habido un bautizado y, al mismo

33
En un estudio sobre Macedonio Fernández, Mónica Bueno discurre en torno a la importancia que la escena
del origen de su vocación literaria posee para los escritores: “Construye la ficción de origen que todo escritor
siempre sueña con dar a sus lectores. (No dejamos de encontrar en las autobiografías, en las entrevistas a los
escritores, el relato casi obsesivo de ese principio que se torna emblemático. Pensemos en el sinfín de diarios
juveniles, novelas y cuentos olvidables que los autores consagrados y las editoriales regalan al mundo de
lectores.) `La popularidad y la autobiografía o la confesión biográfica son las dos oportunidades más logradas
de ocultarse, al par de la fiel fotografía´ ironiza Macedonio al respecto”. (2000: 155-156).
157

tiempo, el texto ha experimentado su propio ritual de iniciación” (165). Esta ficción de

origen establece un niño/joven, que descubre una vocación poética, frente a la cual no

quiere ni puede resistirse. Cernuda no identifica un momento en el que haya tomado la

decisión de ser poeta, de dedicar su vida a la poesía; sino que lo presenta como un

despertar a algo para lo que ya estaba predestinado: “el despertar de la vocación”, “el

camino que yo parecía seguir casi sin iniciativa propia” (625). No elige dedicarse a la

poesía, sino que la poesía lo elige a él (idea que ya había expresado en 1929, III: 16). 34

Esta “vocación poética” se presenta como un verdadero “llamado” en el sentido cristiano

del término:

No recuerdo que, antes de sorprenderme a mí mismo descubriéndome una vocación


poética, hubiese yo pensado, ni deseado, ser poeta, aunque mi aceptación del hecho
siguiera al despertar de la vocación. Ya entrado en la edad madura, volviendo sobre mi
niñez y adolescencia, percibí cómo todo en ellas me había preparado para la poesía y
encaminado a ella (625).

Se pone de manifiesto en este fragmento, cómo la mirada retrospectiva “percibe” la

lógica y la coherencia de los hechos del pasado con un sentido teleológico: el

descubrimiento y el desarrollo de esa vocación. En este sentido, Maristany asegura que HL

proporciona “la imagen de una existencia en la cual se aliaron azar y necesidad,

secretamente, en una dirección y bajo una guía unificadoras: la de transmutar en poesía la

materia vital. Esta contemplación integrada de sí mismo se da entonces, en este ensayo, de

forma brillante” (63). Así, tal como indicábamos antes, la memoria selecciona y

reconstruye el pasado totalmente imbuida de la mirada del presente y de la voluntad del

sujeto de “descubrir” un comienzo misterioso, involuntario, casi místico, que se observaba

en los textos anteriores.

Este modo de concebir el quehacer poético resulta totalmente ajeno a la idea de que la

poesía es un trabajo en el sentido de “oficio” (como sugería Machado en “Retrato”), lo cual

34
En este sentido, Jiménez Millán (2004) afirma que desde la perspectiva de Cernuda “vida y poesía resultan
inseparables” y que “la fatalidad de la escritura como un destino está, incluso, por encima de la voluntad
propia” (27).
158

queda claro al especificar su relación con ella, en línea con las percepciones de otro poeta

con quien él acuerda:

Entrevía también que yo servía a algo que, en mí casi, no admitía se le diese devoción
secundaria ni compartida: la poesía. Tenía además horror a lo que el mismo Rimbaud
ha llamado “la mano”, el acomodamiento espiritual a un oficio o profesión, y
comprendía, no sin terror, ya que la sociedad exige tal acomodamiento de los que
deben ganarse la vida, que nunca tendría esa “mano” (633).

Este fragmento colabora en el planteo de una cuestión que se rodea, pero nunca se

aborda, acerca del modo en que para Cernuda se adquiere la categoría de poeta: ¿quién le

otorga esa condición?, ¿la academia, las instituciones, sus pares?; o bien: ¿la posee porque

la ha recibido de una instancia superior y distinta? Por ejemplo, cuando reconstruye la

recepción de su primer poemario, una de las cuestiones que más lo mortifican es recibir

esos ataques que seguramente ponían en duda su condición de poeta, cuando “ya

comenzaba a entrever que el trabajo poético era razón principal, si no única, de mi

existencia” (630). Para contrarrestar este contexto inicial adverso, se afana en establecer su

dedicación a la poesía y el avance constante de su vocación poética como algo ajeno a su

voluntad, casi fatal. A su yo pasado le atribuye verbos que suponen una presencia externa

respecto de la cual se actúa: como percibí, encontré, no sabía; y a los versos o a la poesía

los pone en ese exterior desde el cual apelan al poeta: “dictados por un impulso”, “me

llevaban”, “se me aparecieron”, “surgieron”, “comenzaron a surgir”, etc. Acompaña estas

expresiones la mirada del sujeto ensayístico que va revelando el significado de cada hito de

su pasado en función de una mirada integral y teleológica de su existencia: “sé”, “creo”,

“darme cuenta”, “reconozco”, “comprendo”, etc. Esto implica que entre aquellos impulsos

externos y el poeta maduro se produce una etapa intermedia en la que la formación

intelectual y artística del sujeto favorece el aprendizaje del oficio poético y el ejercicio de

la voluntad del poeta. Esto se plasma en el uso de verbos que implican una actividad

consciente y libre del sujeto: querer, aprender, observar, comprender, orientarse, usar,

estudiar, leer, reflexionar, corregir, etc. Este cambio en el paradigma verbal se produce de
159

a poco. La primera vez que utiliza la forma verbal “aprendí” es cuando se refiere a la etapa

de formación de los poemarios surrealistas, poco antes de alcanzar la mitad del relato

(638). A partir de ese momento, la voluntad del poeta tomará protagonismo y la inspiración

aparecerá sólo en momentos excepcionales, por ejemplo, “cuando se trata de un tema

cuyas posibilidades las conoce de antemano el poeta como limitadas, en el cual, lo mismo

que en el relámpago, basta un instante de iluminación” (653). Sin embargo, la poesía como

fuerza misteriosa que actúa arbitrariamente sobre el poeta no termina de desaparecer. Ya

en 1955, Cernuda se refiere a esta relación paradójica de gusto-disgusto:

siento y percibo la poesía como una fuerza hostil que actúa sobre mí y sobrellevo unas
veces con gusto, otras con disgusto, no sólo al tratar de expresarla en mis escritos sino
en casi todos los actos de mi vida. Su presencia la reconozco contra mí desde mis años
primeros, y ha dispuesto siempre, a pesar mío, de mi vida (III, 804)

Al parecer, lo que el poeta maduro pretende justificar a través de esta personificación de

una poesía tiránica es una preocupación que lo obsesiona:

no siempre puede el escritor, ni sabe, ser fiel a sus gustos, y también en poesía, como
en todo, el azar nos conduce en ocasiones, no siempre mal, contra nosotros mismos.
La relectura de mis versos […] constituyó un ejercicio ascético, mortificante de la
vanidad, ya que pocas composiciones parecían concertarse, y aun en éstas el
concertamiento era sólo fragmentario (651).

A medida que avanza el tiempo, lo mortifica cada vez más la percepción de las

discordancias entre su poesía y su poética (tal como lo atormentaban las erratas de las

ediciones de sus libros), lo cual quedaría medianamente salvado (por lo menos en términos

del relato) con la aceptación de que a pesar de que crece la acción voluntaria del poeta,

siempre hay una fuerza exterior que lo afecta.

Este afán de auto-justificación alcanza su propia condición de poeta. Es por eso que uno

de los puntos más fuertes de HL se da en la frase que funciona de epígrafe de esta sección:

“La poesía, el creerme poeta, ha sido mi fuerza, y aunque me haya equivocado en esa

creencia, ya no importa, pues a mi error he debido tantos momentos gozosos” (655). Aun

manteniendo la reticencia a atribuirse el estatuto de poeta, esta frase condensa el modo en


160

que Cernuda se considera justificado por la poesía, incluso cuando prevé la posibilidad de

haberse equivocado al actuar de tal manera (o anticipa posibles objeciones a asignarle ese

rótulo). En definitiva, esta cita confirma su acción voluntaria de elegir este camino y

persistir en él. Así, aquella experiencia poética que en el inicio del relato proviene de un

exterior misterioso (cuasi-divino), se desplaza hacia el interior del propio poeta;

desplazamiento que responde a una convicción interior y personal, a una consciencia más

firme de su condición de poeta, ratificada para ese momento también por el campo

literario:

confusamente, de aquí y de allá, me llegaban indicaciones de que algunos acogían mis


versos de manera diferente a como fueron acogidos en Madrid los primeros […] Lo
curioso era que, aun cuando mis publicaciones anteriores no hubieran sido objeto de
atención particular, no quedaban olvidadas, y mi nombre surgía, aquí o allá, al
hablarse de poesía española (654-5).

Esta autofiguración como sujeto dedicado totalmente a la poesía se une a la del poeta

sufriente, víctima de un medio que no lo comprende, que advertimos en otros textos. Pero

la construcción de este ethos sufriente se aleja de aquél rebelado y virulento de la juventud

y ostenta ahora cierto estoicismo. Por ejemplo, cuando narra su primer contacto con

Salinas, reconoce ser una persona de trato difícil, aunque esconde una riqueza interior:

“por una incapacidad típica mía, la de serme difícil, en el trato con los demás, exteriorizar

lo que llevo dentro, es decir, entrar en comunicación con los otros, aunque algunas veces lo

desee, durante el curso no fui para Salinas sino un alumno más” (627). También uno de sus

mayores disgustos, la mala recepción de Perfil del Aire, será presentado en esta ocasión

haciendo hincapié en su propio padecimiento y dolor y no tanto en el papel de los otros:

“cayeron sobre mí […] las reseñas”, “me dolió”, “me sentí confundido”, “ataques”, “me

mortificó” (628-629). Se suma a esto que por su causa otros también sufrieron: por

ejemplo, el elogio de Salvador de Madariaga le valió el perjuicio de su “causa” en el

“ambiente literario madrileño” [631]). Otro ejemplo de esta marginación que el Cernuda

joven soporta estoicamente se da al describir su situación existencial cuando entra en


161

contacto con el surrealismo: “Un mozo solo, sin ninguno de los apoyos que, gracias a la

fortuna y a las relaciones, dispensa la sociedad a tantos, no podía menos de sentir

hostilidad hacia esa sociedad en medio de la cual vivía como extraño” (632). Aquí justifica

su sentimiento de extrañeza y de hostilidad hacia el medio por no contar con la fortuna o

las relaciones necesarias para insertarse socialmente, lo cual actúa en el texto de forma

ambivalente: la causa de ese sentimiento es, por un lado, externa (el funcionamiento

burgués de la sociedad, que no le da cabida); pero por otro también es interna, pues implica

cierto resentimiento de Cernuda frente a esa situación en la cual le toca vivir y que otros no

han padecido. La incomprensión se produce también en un nivel estético en cuanto sus

opciones estilísticas concretas no son interpretadas adecuadamente; por ejemplo, cuando

usa el poema-canción pretendiendo darle una nueva expresión, afirma con resignación:

“Inútil añadir que nadie se dio cuenta de mi propósito” (635).

Estos motivos de padecimiento ya habían sido expresados en otros textos, aunque desde

perspectivas diversas. Pero en HL, los sucesos dolorosos se multiplican e intensifican la

figura de víctima sufriente; por ejemplo, cuando decide permanecer en París y no volver a

España antes de viajar a Inglaterra, se sincera: “Fue aquella una de las épocas más

miserables de mi vida” (644); también alude al padecimiento que le significa la vida en

Escocia (648); e incluso lo insoportable que le resulta la vida en una sociedad burguesa

hacia la cual siente hostilidad, “en medio de la cual vivía como extraño” (632). Se suma,

además, “otro motivo de descuerdo, aún más hondo, [que] existía en mí” (632), quizá uno

de los más importantes si consideramos al hombre que vive, pero que permanece eludido

en sus textos ensayísticos (aunque no en su poesía): su homosexualidad, la cual intensifica

su sentimiento de extranjería e incomprensión respecto de los demás.

En definitiva, esta figura del apartado encuentra su síntesis hacia el final del texto, en

una frase que condensa mucho de lo narrado (y de lo no narrado): “siempre padecí del

sentimiento de hallarme aislado y que la vida estaba más allá de donde yo me encontrara;
162

de ahí el afán constante de partir, de irme a otras tierras” (659). Así, las mudanzas como

hechos biográficos incorporados al relato, encuentran aquí una motivación existencial, un

modo de ser que define también su quehacer poético. Por eso, HL se constituye

principalmente a partir de las ciudades donde vivió y sus mudanzas, de sus lecturas y de su

escritura. Son estos movimientos (interiores y exteriores) los que justifican su vida y le dan

sentido. Por eso, si bien podemos acordar con Pozuelo (2004) en que el leit motiv del texto

es el desarraigo, que genera referencias constantes a su enajenación respecto de la familia,

del amor y de la sociedad española (146), no podemos pensarlo en términos negativos,

porque constituye una defensa de sus elecciones, de su trayectoria, una especie de triunfo

final en la poesía: podemos hablar de desarraigo respecto del mundo, pero su contracara es

la conquista del espacio poético y de la condición de poeta. Así, esta condición de

incomprendido, de marginal, no sólo es existencial (por su condición de homosexual y de

exiliado), sino que se convierte luego en una pose literaria y ética, porque le permitirá, por

un lado, distanciarse de la tradición canónica de la época y construirse una genealogía con

materiales diversos; y por otro, mantener una actitud crítica e inconformista con los

postulados de la sociedad burguesa que desprecia.

Hacia el final, se refiere a la poesía como el último bastión desde donde defender sus

creencias y sus elecciones no sólo estéticas, sino también existenciales: “Yo no me hice, y

sólo he tratado, como todo hombre, de hallar mi verdad, la mía, que no será mejor ni peor

que la de otros, sino sólo diferente” (659). 35 Así, la figura final del poeta maduro

encontrará la forma de establecer cierta “comunión” con sus contemporáneos, a partir de

esta postulación relativista del hombre, que le permita desembarazarse de las convenciones

35
En consonancia con esta afirmación, un año después de la publicación de HL, en 1959, en una carta
enviada a Camilo José Cela, recuerda unos versos de Rubén Darío y los modifica: “Mi memoria de esos dos
versos [«Aquí, junto al mar latino,/ digo la verdad», de Rubén Darío] me jugaba una travesura, ya que no me
decía: «Digo la verdad», sino «Digo mi verdad». El error acaso no fuese del todo inconsciente, porque me
parecía más justa, si no es pedantería corregirle la plana a un gran poeta, la alusión a la verdad relativa y
personal designada por el posesivo, que no a la verdad abstracta y general designada por el artículo” (III,
223).
163

y exigencias sociales y descansar en la validez de su propio modo de ver el mundo, tantas

veces criticado por otros como defendido por él (desde su forma peculiar de hacer poesía

hasta su condición de homosexual).

5. El crítico profesional vs. el poeta crítico

Siempre es interesante lo que escribe un poeta sobre poesía,


sobre la suya propia o sobre la ajena, a menos que, como
suele ocurrir en tal coyuntura, se crea obligado a una efusión
de sentimientos nobles; pero si dichos escritos son realmente
críticos entonces su valor es superior al de los profesionales
de la crítica (II, 224).

Los índices de sujeto que delinean una figura de crítico suelen aparecer en las

autopoéticas, cuando el escritor lleva adelante también este ejercicio. Dado que en la obra

de creación las referencias a ello son exiguas, las autopoéticas ensayísticas resultan un

espacio propicio tanto para establecer los postulados que pretenden guiar el trabajo crítico,

como para establecer ese análisis respecto de la propia obra.

Si volvemos sobre las palabras del epígrafe de este apartado, obtendremos una pista

muy clara acerca de la figura de crítico que Cernuda construye en sus textos. En una

entrevista con Fernández Figueroa (1959), afirma: “Puesto que soy, o me figuro que soy,

un poeta, la crítica no es para mí sino producto marginal de la actividad poética”, por lo

que reconoce en sí mismo una “actitud pragmática de poeta-crítico” (II, 809). Siguiendo a

Eliot, 36 el sevillano considera que hay una íntima correlación entre ambas actividades, por

lo que no es posible pensar la labor crítica separada de la de poeta, pues la primera “debe

surgir y es consecuencia, del uso de la poesía” (19). Es decir, para Cernuda, no es posible

pensar en un crítico que no sea poeta (o novelista, dramaturgo, etc.), y en esto continúa en

la línea de Eliot, “quien ya había sugerido que este tipo de crítica es el más genuino en la

36
En “The Frontiers of Criticism”, Eliot definía su crítica como “a by-product of my private poetry-
workshop” (citado por Maristany: 21), aunque Cernuda no explicita este vínculo directo.
164

medida en que es el único que tiene como uno de sus objetivos «crear poesía»” (Maristany

1994: 21). De este modo, establece una frontera infranqueable entre los escritores que

también hacen crítica y los críticos profesionales. En función de estos postulados

eliotianos, Cernuda propone, entonces, un nuevo modo de hacer crítica, según el cual el

crítico no tiene que descubrir nada nuevo, “sino que proponía temas para dialogar,

entendiendo que, hasta cierto punto, el lector era una parte fundamental en el proceso de

escritura. Creo que por primera vez había una especie de inversión del dispositivo (un poco

narcisista) de la escritura de la modernidad” (Talens en AAVV 2002: 54).

Este nuevo modo se expone principalmente a través de la configuración de los dos

personajes que dialogan en la entrevista apócrifa CAP: el Crítico, de tipo profesional, a

quien Cernuda detesta y hostiga cada vez que tiene oportunidad; y el Amigo, quien expone

el modo de hacer crítica adecuadamente, en correlación íntima con la praxis poética, no en

lo temático sino en las operatorias realizadas. Para construir esta figura del “crítico

profesional” o “erudito”, el texto está plagado de ironías y guiños al lector, así como de

comentarios sarcásticos. Por ejemplo, el primer párrafo de este diálogo ejemplar no sólo

describe el marco de la acción, sino que también plantea la relación entre ambos

personajes:

Estaba yo sentado a solas, cuando sonó a mi puerta un timbrazo imperioso.


Quien así llama, pensé, debe ser persona de autoridad. Y en efecto, al abrir me
hallé frente a un desconocido, cuyo continente no mostraba ninguna de esas
formas de la amenidad en el trato social acostumbradas (607).

El aumentativo “timbrazo” implica ya una acción excesiva, desmesurada, cuya

interpretación, “quien así llama […] debe ser persona de autoridad”, se convierte en una

ironía, al leer la totalidad del texto y la consideración que Cernuda tiene de esta clase de

críticos literarios. Por último, la descripción de la falta de “formas de amenidad” convierte

a este señor que está a la puerta en un inadaptado social que no advierte los modos

adecuados del trato. Para tratarse de un crítico, estas primeras notas negativas no son
165

menores. A continuación, se inicia el diálogo cuyo núcleo temático será la valoración del

primer poemario de Cernuda, Perfil del Aire, y la negación rotunda de influencia

guilleniana en él. Lo peculiar de esta entrevista son las posiciones que asume cada

personaje. El Amigo, reticente a expresar juicios de valor rotundos (y que en ocasiones

parece un símil de Sócrates intentando aplicar la mayéutica con un discípulo de pocas

luces), nos remite una y otra vez al tono y las palabras del propio Cernuda: “Detesto las

conclusiones. A usted [al crítico] es a quien le toca concluir” (615). Por otro lado, el

Crítico, que intenta obtener un juicio simple y definitivo sobre el poemario del sevillano

para consignar en su futura obra historiográfica, se debate entre las opiniones

generalizadas, su propia percepción de la obra y las palabras de su interlocutor: “Por eso

tengo mi dudas. Pero estamos aquí los dos solos; ¿por qué no dice lo que opina?” (609); o

también: “No deseo sino algunos datos, aunque sean incompletos” (614).

Mientras hablan, el Amigo va deslizando las razones para negar la influencia de Guillén

en Perfil del Aire, aunque “con algunos blancos argumentativos”, como afirma Granata

(2003: 67). 37 Al mismo tiempo se va conformando lo que podríamos llamar un “decálogo

del crítico profesional (o erudito)”, que nos servirá para entender cuál es la figura de crítico

que Cernuda repudia: 1. Opinar sobre un escritor es repetir lo que otros dijeron: “Opinar

acerca de un escritor clásico es cosa fácil […] Hay un estado de opinión, un terreno sólido

[…] No hay sino repetir lo que otros dijeron […] Con ligeras variantes” (El Crítico, 608);

2. La elaboración de la crítica de un escritor moderno o contemporáneo se debe hacer

rápidamente: “¿Ha observado la prontitud con que se discierne la inmortalidad u olvido a

obras acerca de las cuales la opinión será bien diferente al cabo de algún tiempo?” (608); 3.

Se puede obviar la instancia de lectura de la obra criticada: “No hace falta leer un libro

37
Dice Granata: “[Las razones] dejan sin resolver cómo la crítica pudo hablar de la influencia de Guillén si
no se conocía su obra, como pretende Cernuda. Es cierto que Cántico apareció un año después que Perfil del
aire, pero también es cierto que Guillén era conocido como poeta mucho antes de que se publicara Cántico”
(67). La autora afirma que, más allá de los esfuerzos de Cernuda por demostrar lo contrario, la influencia de
Guillén es clara en Perfil del Aire, sobre todo en lo que se refiere a temas y métrica (66).
166

para hablar de él” (El Crítico, 609); 4. Es importante atenerse a la crítica “oficial” para que

lo dicho sea reconocido: “Recuerde que se trata de un concurso oficial. Varias veces me

han reprochado cierta presunción en mis juicios, con la tendencia a apartarme de lo

establecido” (El Crítico, 610); 5. Las obras deben considerarse sólo en el momento de su

publicación: “Entre nosotros las obras literarias no tienen sino actualidad; quiero decir que

sólo interesan, cuando interesan, una vez, que es a su aparición. Luego pasan a manos de

los eruditos, quienes las embalsaman y sepultan en sus bibliotecas” (El Crítico, 610); 6. La

unidad temática y expresiva de una obra no importan: “[La unidad temática y expresiva del

libro] es una cuestión demasiado sutil para que interese a nadie” (El Crítico, 611); 7. No

hay que leer lo que otros han estudiado o escrito sobre una obra: “No me siento inclinado a

escudriñar bibliotecas, y a través de publicaciones viejas que nadie recuerda ahora” (El

Crítico, 614); 8. Las conclusiones pueden presentar falta de lógica: “Veo que no siente

empacho en asentir a una proposición lógica, cosa que le diferencia de la mayoría de sus

compañeros en crítica” (El Amigo, 611); 9. No hace falta leer poetas extranjeros: “Un

crítico español para considerarse como tal, no necesita leer a todo poeta extranjero”. (El

Crítico, 617); 10. Como derivación de la anterior, no es necesario buscar fuentes

extranjeras en los poetas españoles: “Los críticos no estamos obligados, al hablar de un

poeta compatriota nuestro, a conocer todas sus concomitancias extranjeras” (El Crítico,

619).

Esta descripción de los modos profesionales de hacer crítica que Cernuda desdeña con

ironía resultan la contrapartida de la función y los modos que, según él, debe ostentar un

buen ejercicio crítico y que él mismo practicará en CAP respecto de su propio poemario,

con el fin de argumentar en contra de la opinión generalizada que lo caracterizó como una

imitación de Cántico, de Guillén. Para él, la crítica consiste en determinar el valor de una

obra y para ello, “pretende examinar[la] sin prejuicios, sin ideas preconcebidas; de ahí su
167

carácter desmitificador e independiente” (Utrera Mocha 2002: 529). 38 Por otro lado, su

autoafirmación “a veces más por rechazo que por adhesión”, la “marcada rareza en España

del tipo de crítica que a él le interesaba” (1994: 20) y su tendencia a cuestionar lo

establecido que veíamos en sus primeras prosas serán las bases de su ejercicio crítico y

motivo de desdén por la crítica profesional que se hacía en España.

Esta propuesta cernudiana rehúye, por tanto, las aseveraciones absolutas, siempre y

cuando sea posible (muy propio de Cernuda, como vimos); indaga en las circunstancias

históricas de la enunciación; tiene en cuenta no sólo la obra del escritor analizado, sino

también los múltiples factores que se cruzan cuando el nacimiento de esa obra tiene lugar

en el tiempo. Así lo afirma en conversaciones con Fernández Figueroa: “…lo que como

crítico trato de hacer, que es reunir y exponer los elementos que estimo decisivos en la

obra del autor comentado, dejando lo del juicio a cuenta del lector” (II, 809). Por eso, el

conocimiento del contexto literario, ideológico, histórico en el que se inserta una obra

también es fundamental para Cernuda. Él mismo atiende este postulado no sólo en sus

textos críticos, sino también en las entrevistas, durante las cuales se rehusa a opinar sobre

aquello que no conoce; por ejemplo, cuando Augusto Roa Bastos le pregunta: “¿Qué opina

usted sobre la poesía actual en Gran Bretaña?” (III, 794), Cernuda afirma: “Apenas la

conozco”. Y al indagar sobre la poesía francesa, la respuesta se repite: “Me devuelve su

pregunta anterior bajo otra forma. Siento no poder tampoco responderle. Hace tiempo que

cesé de leer poesía francesa” (794). En una entrevista con Raúl Leiva (1955), el poeta

responde sobre la influencia de la poesía española en la poesía americana contemporánea:

“Por lo que antes dije sobre mi conocimiento insuficiente de la poesía americana en lengua

38
En este sentido, Utrera Torremocha (2002) señala también que “Cernuda era consciente de los aspectos
revolucionarios de su crítica, una crítica de disidencia que le dificultaba enormemente encontrar editor para
sus estudios. En este sentido, en sus trabajos es apreciable la conciencia que tenía de ir muchas veces a
contrapelo de las ideas dominantes” (530). Juan Goytisolo, por su parte, señala como logro crítico de
Cernuda no el “formular esquemas que, de modo fatal, implican la condena subsiguiente de toda aquella
vertiente literaria que no encaja en ellos, sino en aproximarse con tacto y competencia a la obra que se trata,
aquilatando su valor desde todos los niveles y puntos de vista, utilizando simultáneamente los instrumentos
de las diferentes técnicas esclarecedoras” (1967: 140).
168

española, comprenderá que no estoy en condiciones para apreciar en ella la influencia de

Lorca” (800). El reconocimiento de su desconocimiento y la negación a opinar ponen de

manifiesto la importancia que tiene para el Cernuda crítico leer en profundidad y

extensamente aquello de lo cual se dispone a opinar. De modo que sin ese conocimiento

que le permita conocer “la verdad” sobre una obra o un escritor, evita pronunciarse, aun

cuando esto signifique exponerse a una situación incómoda o recibir críticas.

Otro de los elementos fundamentales que el crítico no puede perder de vista al efectuar

su tarea son las influencias. Un crítico que se jacte de serlo no puede, según Cernuda,

desconocer los autores nacionales y extranjeros que han ejercido una influencia notable en

la obra de un escritor. En el caso de su primer poemario, él indica la influencia de

Mallarmé y de Pierre Reverdy y las pondera como fundamentales respecto de la

“superficial” influencia guilleneana. De Mallarmé, afirma haber heredado temas, símbolos

y características expresivas:

—Un tema recurrente en Mallarme es la fascinación y el horror del poeta ante la


cuartilla blanca, le vide papier que la blancheur défend. Entre los versos primeros de
Cernuda puede leer éstos: «En pena / De un blanco papel vacío» […]
—Otro tema de Mallarmé, cuya significación no quiero, ni puedo ahora desentrañar,
está simbolizado por el salón desierto, donde en la penumbra se entrevé un fulgor
solitario […] los [versos] de Cernuda: «Morir cotidiano, undoso»; «¿Dónde huir?
Tibio vacío».
—Pero lo que usted indica, más que una semejanza en la expresión es semejanza en
los temas.
—A los dos aludo. La semejanza en la expresión existe también, y persistirá
ocasionalmente hasta bien tarde, cuando muchas de las influencias primeras hayan
desaparecido. […] A veces la relación es menos concreta, y se reduce a un ritmo, a
una acentuación equivalente (617-618).
La cita es extensa para poder reconocer el modo de trabajo de Cernuda respecto del

estudio de las influencias de un autor sobre otro: un análisis minucioso y detenido de los

distintos elementos de la obra que ostentan una deuda con poetas mayores a los que el

escritor admira. Otra de las influencias que admite es la de Pierre Reverdy, de quien el

Amigo afirma que Cernuda aprendió el “ascetismo poético” (619).

Respecto de Guillén, el Crítico afirma: “En confianza le diré que la relación entre ellas

[algunas composiciones de Perfil del Aire] y las de Guillén me parece oscura” (610). Otro
169

de los argumentos para negar esta influencia es el tiempo que una fuente debe ser conocida

antes de que afecte profundamente una escritura:

—En abril de 1927 se publica Perfil del Aire. Usted no estimará que las influencias
obran de manera inmediata como ciertas medicinas.
—Quiero decir que entre 1924 y 1927 pudo Guillén publicar en revistas cierto número
de poemas, que Cernuda tuviera ocasión de conocer, y de quedar influido por ellos.
Usted mismo indicó esa posibilidad antes.
—También hace un momento le dije que no creo en influencias de efecto inmediato,
que si existen son en extremo superficiales y pasajeras (612).

Si Guillén escribía al mismo tiempo que Cernuda (y de hecho Perfil del aire se publica

un año antes que Cántico), éste sería uno de los argumentos más fuertes para negar la

influencia guilleneana en el poemario; sin embargo, sabemos por el mismo Cernuda que

Guillén, siendo un poeta nueve años mayor, era reconocido y respetado en el medio

literario, aún antes de publicar su poemario más exitoso. El sevillano construye en su texto

un aparato de “pruebas” para lograr su objetivo. Un lector desprevenido podría caer en la

trampa. Por lo tanto, con esta autopoética, parece querer “corregir” la historia de su libro,

en función de sus intereses actuales. Esto abona nuestra hipótesis sobre la utilidad de las

autopoéticas para la autofiguración de un autor, en función de la posición que ocupa o

pretende ocupar en el medio literario, aunque esto signifique “modificar” posiciones del

pasado o incluso negarlas.

Otro elemento fundamental, íntimamente ligado a las influencias, en el estudio de una

obra son las fuentes, en este caso, los periódicos y las fechas de publicación de los poemas

sueltos de ambos autores y de sus poemarios: “Busque usted dichas primeras poesías en las

colecciones de la revista La Pluma o del semanario España” (614); “Ya se lo dije: en

números de La pluma y de España (¿existía ya la revista Alfar?), y luego fueron incluidas,

creo que casi todas con modificaciones, en Cántico. En cambio no creo que allí se

incluyera cierto poema publicado en Índice” (615). Los detalles que el Amigo va sumando

a la argumentación frente al insuficiente bagaje de conocimientos del Crítico, por un lado,

pretende confirmar la hipótesis que Cernuda quiere demostrar, y por otro, pone de
170

manifiesto la tarea de “investigación y observación escrupulosa” que considera que un

crítico debe hacer. Sin embargo, este trabajo no debe indagar únicamente en las

circunstancias de publicación de una obra, sino también en la tradición de la que abreva,

cuyo desconocimiento es considerado un defecto por parte del Crítico:

[El Crítico] —¿Qué entiende usted por su tradición? ¿Góngora?


—Góngora es parte de ella. Precisamente, por Góngora fue a Mallarmé, y por
Góngora halló familiar alguna parte de la poesía francesa.
—Góngora y Mallarmé, bonita tradición española.
—Su tradición no estaba sólo integrada por Góngora, sino además por Manrique, y
Garcilaso, y Aldana, y Fray Luis de León, y San Juan de la Cruz, y Quevedo y
Calderón. De todos ellos se encuentran huellas en la poesía de Cernuda
—Usted lo hace más español de lo que yo le creo (621).

En este concepto de tradición, Cernuda condensa dos de los presupuestos estéticos

más fuertes de su ideología artística. Uno de ellos es la apertura necesaria del escritor pero

también del crítico al conocimiento y al gusto por la literatura universal, pues la tradición

no es sólo la literatura nacional, sino todo lo escrito hasta el momento. El otro presupuesto

es que ingresar a la corriente de la tradición le permite al escritor mantenerse vivo en su

obra, aún después de su muerte física. Esta idea horaciana, que ha obsesionado a tantos, no

es menos importante en Cernuda, tal como podemos observar en su poema “A un poeta

futuro”, o también en el poema a Góngora y su idea de la “palabra encendida”, que

permanece como un faro al cual mirar y que ilumina lo escrito antes de ella y lo escrito

después. 39

Hacia el final de la entrevista, Cernuda expone la íntima relación entre el quehacer

poético y el ejercicio crítico, heredada de los románticos ingleses (principalmente

Coleridge y Eliot, como veremos): “Todo poeta es, o debe ser, un crítico; un crítico

silencioso y creador, no un charlatán estéril” (623). Si tenemos en cuenta cómo describe en

este texto y en otros el modo correcto de hacer crítica, así como las operatorias realizadas

por él mismo en sus textos sobre otros autores, podemos concluir que el conocimiento

39
A esta idea hemos hecho referencia en el artículo: “`Palabra encendida´: Góngora como precursor de
Cernuda” (Lucifora 2013a).
171

sobre la poesía y la misma experiencia poética que tiene un poeta es condición

indispensable para comprender e interpretar adecuadamente la obra de un escritor. Y si la

condición propia del poeta es la de la soledad y el silencio, es lógico que Cernuda atribuya

a esta clase de críticos el adjetivo de “silencioso” en contraposición al de “crítico

profesional” o “erudito”. Este contraste entre ambas figuras de crítico queda zanjado en

una respuesta del propio Cernuda en una entrevista realizada por el Sr. Fernández Figueroa

(1959):

Supongo en el crítico inteligencia y sensibilidad de lector experimentado, gusto


formado en el trato frecuente, durante años, con lo mejor que se haya escrito y
pensado, y que sea relevante para su trabajo, no ya en su tierra de origen, sino en
aquellas otras cuyas lenguas conozca; y el crítico debe por lo menos leer dos lenguas
además de la suya nativa (809-810). 40

Todas las características mencionadas son radicalmente opuestas a las que atribuye a su

personaje. Así, con esta entrevista apócrifa, veinte años después de aquel desprecio

primero, Cernuda se da a la tarea de hacer una crítica adecuada de su texto, la que parece

no haber hecho nadie. Pero para eso, se inventa un personaje, que no es crítico literario,

pero que conoce bien sus versos y los de sus maestros y puede hacer un análisis sino

favorable, por lo menos, “justo” (según su parecer) de ese primer poemario. El personaje

del Amigo aduce que no es un libro perfecto, sino “mal entendido”. En definitiva, lo que el

sevillano propone es que el crítico no fije una posición teórica previa, sino que sea

un lector profesional, inteligente y sensible, interrogando al lenguaje en busca de la


revelación del ser […]; [y que su tarea consista] en revivir la obra examinada y
recrear su impulso poético de manera personal. De ahí que Cernuda defienda la
lectura individual sobre los valores eruditos […] (López Castro 2003: 185)

Para terminar este apartado, aludiremos al inicio de uno de sus textos de crítica literaria,

incluido en el volumen Poesía y literatura II. El artículo se denomina “Cervantes” y data

de 1940 (un año antes de la versión definitiva de PAL):

40
En esta apreciación, Cernuda sigue a otro de sus maestros: Arnold, quien reclamaba para el crítico un
“requisito semejante, el trato al menos con una gran literatura, apostillando: «y cuánto más diferente a la
suya, mejor»” (Maristany 21).
172

¿Cómo acercarse a él [Cervantes], cómo hablarle, cómo conocerle, por gusto y a solas,
sin investigaciones, sin academias? Tan densa puede ser la masa de comentarios
eruditos acumulada sobre una obra, que es ya difícil adelantarse hasta aquélla sobre la
cual recaen, y ésta, extraña y lejana, se nos pierde de vista, como la lucecilla que brilla
remotamente entre las sombras nocturnas del camino. Resulta así que la crítica erudita,
antes que acercarnos un texto, nos lo separa, y antes que aclararlo, lo oscurece. […]
Hoy parece olvidarse que a quienes frente a una obra literaria no persiguen sino, y
nada menos, que el deleite estético, les ha bastado siempre para conseguir ese fin un
poco de buen gusto propio, tanto como les ha estorbado la erudición indigesta ajena.
Todo lo que tales lectores necesitan es que les deparen un texto puro y fiel, y
aceptando, agradecidos esta labor, dejan a un lado, con raras excepciones, la ingente
masa de erudición que sobre la obra original se ha acumulado (II, 669-670).

En estas palabras, es posible reconocer, en principio, los dos tipos de público de una

obra que Cernuda tiene en mente cuando escribe: el lector medio y los críticos eruditos; en

segundo lugar, la autoridad que le otorga al primer grupo para acercarse a una obra y

valorarla adecuadamente, frente al segundo grupo que sólo la esclaviza y la sepulta bajo

una cantidad de palabrería inútil. Por último, nos permite afirmar que la tarea crítica de

Cernuda revoluciona el interior del campo literario, pues propone un nuevo modo de

ejercer este oficio, con procedimientos que se acercan más a los del lector común que a los

de la Academia. Quizá su posición periférica en el campo, le permita desconfiar de las

instituciones oficiales y reparar en la riqueza de otras formas de lectura y acercamiento a

una obra, abriendo la función de la crítica literaria a una dimensión humana:

La crítica sólo da testimonio de una reacción literaria subjetiva, que en ciertos casos
quizá represente la de un grupo de lectores a quienes une común intención estética.
Pero sí puede y debe la crítica insistir en la necesidad individual de verificar esa
reacción por sí, de experimentarla, para que el conocimiento del pasado, histórico,
literario, artístico, sin ser información, es decir, erudición, redima la ignorancia natural
del hombre y enriquezca su vida. Y ésta ha sido la finalidad de esta divagación: no
descubrir a Cervantes, sino descubrirnos a nosotros mismos, hombres de hoy, en
Cervantes (II, 691).

6. A un público futuro: el lector en formación

Para que mi palabra no se muera


Silenciosa conmigo…
(“A un poeta futuro”,
en Como quien espera el alba, vv. 55-56)
173

El título de esta sección reescribe el del poema citado en el epígrafe. Esta variación

responde al hecho de que Cernuda no piensa sólo en los poetas futuros que puedan

escuchar su voz y quizá seguirla (o por lo menos, no despreciarla u olvidarla), sino que

también piensa en un lector que sea capaz de comprender su obra “correctamente” (lo cual

nos remite a la ya mencionada obsesión cernudiana por controlar la recepción e

interpretación de sus textos).

Desde sus inicios como poeta, concibe la existencia de dos clases de obras literarias que

suponen dos clases de público: aquellas obras que ya encuentran su lector constituido al

“nacer” y aquellas que deben formar su público, es decir, hacerlo nacer y darle forma. En

unas “Anotaciones” inéditas, del 21 de agosto de 1927, recogidas en su obra completa,

observamos cuán tempranas son sus reflexiones sobre esta cuestión: “Toda obra implica,

en su autor, un creador y un público. Como el público no existe ha tenido que ser

inventado” (III, 752). En HL, vuelve sobre ello:

me parecen existir, con respecto a la acogida de que los lectores les dispensan, dos
tipos de obras literarias: aquellas que encuentran a su público hecho y aquellas que
necesitan que su público nazca; el gusto de las primeras existe ya, el de las segundas
debe formarse (II, 641).

De más está decir que Cernuda se sitúa a sí mismo y a su obra entre los segundos, por

eso, tiene la esperanza de que, más allá del traspié inicial, su obra tenga la recepción que él

espera, cosa que de hecho consigue antes de morir. 41 En una carta a Rica Brown, del 28 de

septiembre de 1943, afirma:

Yo nunca he deseado la popularidad, porque sabía que las calidades estéticas que
siempre me esforcé por alcanzar traían consigo, una vez conseguidas en todo o en
parte, la falta de popularidad. Hay un tipo de escritor, y es el único tipo de escritor que
me interesa, que tiene que crear su público, y eso es tarea de siglos. Sólo me interesa
el público “a la medida”, si puedo decirlo así; el público hecho, como las ropas
hechas, no vale la pena (Epistolario, 359).

41
En CAP menciona también esta teoría de los dos tipos de obras según el público al que están dirigidas,
afirmando que los versos de Cernuda “se dirigían, desde un principio y durante no pocos años, a unos
lectores entonces inexistentes y que no hallaron eco hasta que surgió una generación nueva” (622).
174

La figura del poeta solitario, marginado y sufriente se corresponde con la ausencia de un

público que pueda comprenderlo y la esperanza de que en el futuro se constituya. Esta

dinámica entre pasado y presente es muy propia de quien se auto-configura como una

víctima, que ofrece su dolor presente por la recompensa de un premio futuro. Esta imagen

de cuño cristiano es vaciada por Cernuda y rellenada con sus propios términos: la víctima

ya no es Cristo o el mártir cristiano, sino el poeta; la esperanza en una recompensa ya no es

la vida eterna sino el reconocimiento futuro. 42

Tres cuestiones guían, entonces, la configuración del lector en estos textos: por un lado,

la idea de que es necesario formar a un nuevo lector, moldearlo a la medida de su obra; por

otro lado, la configuración de su ethos de incomprendido, pues si no hay lectores actuales

que puedan comprenderlo, se entiende, entonces, la mala recepción de su obra y el

desprecio de sus contemporáneos. Así lo afirma José Teruel (2013):

Luis Cernuda era cada vez más consciente de que su público estaba por nacer, siendo
el rechazo a la supuesta indiferencia de sus contemporáneos uno de los pilares de su
mito sobre la figura del poeta. Nuestro poeta, en suma, necesitaba rozar la
condenación para salvarse. (40).

Por último, la obsesión de Cernuda por ser finalmente comprendido y valorado por las

futuras generaciones, que expresa explícitamente en una carta a Nieves Mathews: “Si hay

destino envidiable para un poeta es hallar camino hacia las gentes que vivan después de él,

a través de la ceguera de los contemporáneos” (Epistolario, 313). Estos tres elementos

están íntimamente relacionados e imprimen una huella tanto en la obra poética como en la

ensayística.

Otros textos que incorporan índices autopoéticos del lector son las Notas Preliminares

de PL y de PLII, pues otorgan indicaciones claras para el abordaje de los ensayos que

conforman los libros. Por ejemplo, la Nota de PL aporta una guía de lectura en cuanto

establece las fechas de escritura de los textos que componen el libro, poniendo de

42
Sabiendo que Cernuda ha leído detenidamente y valora a Manrique, podríamos pensar que de las tres vidas
propuestas en las Coplas: la vida histórica, la vida eterna y la vida de la fama, Cernuda se queda con la
primera y con la última.
175

manifiesto (justificando) la diversidad del enfoque y del tratamiento de los temas,

producida por el paso del tiempo. Además, indica el motivo del carácter misceláneo de los

artículos, sujeto al interés del autor en cada momento de su vida, siendo sus “preferencias

poéticas y literarias” el nexo conductor de todos los textos. Estas dos indicaciones primeras

ponen al lector en situación para que pueda interpretar “correctamente” los textos. Si no

estuviera esta advertencia inicial, quien enfrentara la lectura del libro podría acusar al autor

de incoherencias y discontinuidades en sus presupuestos estéticos o de arbitrariedad en la

elección temática, o incluso permanecer desconcertado durante la lectura por no poder

encontrar la unidad del libro. En cambio, éste acompaña a sus lectores a la puerta de

entrada de su colección y les muestra el camino. Por otro lado, en esta nota, realiza el

pedido de olvido para los textos no incluidos, sobre el que ya nos explayamos y que se

complementa el deseo del autor, expresado en la nota de PLII, de preservar (“en lo

posible”) los que son agrupados en esta colección de estudios literarios. Olvido y

preservación: dos actitudes opuestas que implican el recorte de una obra, donde lo que se

deja de lado debe ser considerado como nunca escrito y lo que se selecciona quiere ser

salvado del olvido, pero que apelan, además, directamente a modificar la recepción.

Esta especie de guía para la lectura se establece una vez más en el “Aviso al lector”, que

precede EPEC (II, 67). Cuando el libro se edita en 1955, la mayor parte de los ensayos de

este libro habían sido publicados en México en la Cultura y habían provocado escándalos

(por ejemplo, los dedicados a Juan Ramón Jiménez, Salinas, Guillén y otros, que

finalmente debió suprimir en la edición de 1957), es lógico que el autor suponga prejuicios

en su lector. 43 Por eso, el Aviso inicial presenta una consideración para con él: “Deseo que

43
En las “Notas” a las Obras Completas de Cernuda, Harris y Maristany indican que en la edición de
Guadarrama, de 1957, en la página 206 figuraba una advertencia: “Al editar este libro el autor ha suprimido
el resto del capítulo presente [Pedro Salinas], sobre Jorge Guillén, así como tres capítulos más de la sección
IV, uno sobre Gerardo Diego y Rafael Alberti, otro sobre Vicente Aleixandre y otro sobre Manuel
Altoaguirre. El motivo de dichas supresiones quedó ya indicado en las líneas del “Aviso al lector”: desagrado
a opinar por escrito y en público, acerca de la obra de escritores contemporáneos, cuando éstos puedan ser
amigos o conocidos” (II, 835-836). Esto capítulos que él menciona, salvo el dedicado a Diego y Alberti,
176

el lector presunto de este libro tenga en cuenta lo siguiente”. El listado de prerrogativas que

sigue tiene como objetivo justificar sus elecciones ante posibles críticas y, por eso, es

válido pensarlo en función de distintos niveles de lectores. Por un lado, tienen como

horizonte de recepción a los lectores medios (no especializados) interesados por la poesía

española contemporánea, ante los cuales se justifica por posibles deficiencias, como la

ausencia de referencias históricas, la selección de una parte de la poesía española

contemporánea o la ausencia de opinión sobre escritores noveles y sobre escritores

conocidos cuando fueran desfavorables.

Sin embargo, estas advertencias también tienen en cuenta indirectamente a sus colegas

del campo literario, como contradestinatarios, por ejemplo, cuando contrapone su opinión

con la de los otros: “según la opinión de los entendidos confrontada con la personal del

autor”, y que en el texto se verá plasmado en valoraciones escandalosas (como la de J. R.

Jiménez, Salinas, Guillén, etc.). Además, utiliza la primera persona del plural para referirse

a la poesía española, aun cuando han pasado 20 años de su exilio, lo cual no es un dato

menor, porque insiste en su pertenencia o en su posición en el campo literario español

(que podríamos caracterizar como “in absentia”, pues está fuera de la zona

geográfica/territorial). En el punto 3, afirma: “Es insuficiente en extremo la atención

dedicada a la poesía que hoy se escribe en España”, lo cual él secunda por considerar

“prematuro pronunciarse” sobre ella. Hacia el final del libro, ratifica esta reticencia:

Llegamos a lo que hoy puede llamarse poesía joven española, que es la aparecida
durante los quince años últimos y de la cual yo sólo quisiera indicar algunas
particularidades, por ser todavía materia maleable, sujeta a mutaciones que dejen atrás
cualquier opinión prematura sobre autores y tendencias. Suele además, al comienzo de
una generación literaria, formarse cierto juicio arrogante acerca de quiénes son sus
componentes de más valor, juicio que el tiempo luego desmiente […]; demos tiempo
al tiempo, reservando nuestra opinión, que aún no dispone ahí de elementos bastantes
para pronunciarse (II, 247-248).

fueron publicados en México en la cultura, y agregados a este volumen de Estudios… recién por los editores
de la obra completa que utilizamos como referencia en este trabajo.
177

Teniendo en cuenta este fragmento, el punto 3 se convierte no sólo en una excusa, sino

también en un reproche para la crítica por precipitarse en el juicio valorativo sobre los

autores, sin esperar que su obra se desarrolle en el tiempo y madure, algo similar a lo que

le sucedió con su primer poemario. No es cuestión de encontrar referencias donde no las

hay, pero en el caso de Cernuda, hay que tener presente que esa herida siempre abierta

suele resultar un telón de fondo constante de su conflictiva relación con España.

En el conjunto principal de autopoéticas (PAL, CAP y HL), ciertas modalidades

discursivas están en directa relación con el tipo de relación que Cernuda pretende

establecer con los lectores inmediatos de sus textos. En PAL, se observa esto en el uso de

expresiones que hacen ingresar en el flujo discursivo posibles objeciones a sus

afirmaciones: “Se me dirá…” (601 y 603); “alguno recordará” (603); “si se me

preguntara…” (606). El uso de preguntas directas no sólo prevé las posibles intervenciones

del lector, sino que funcionan como mecanismos para acompañarlo a través del desarrollo

de sus ideas, desde un lugar más cercano (casi de identificación): “¿Por qué lo hago

ahora?” (601); “¿cuál es el propósito del poeta” (601); “podemos preguntarnos ahora:

dicho conflicto entre apariencia y verdad, que el poeta pretende resolver en su obra, ¿qué

fases y qué posibilidades ofrece a través de la vida del poeta?” (602); “¿Qué sabemos

nosotros lo que nuestra vida sea en el pensamiento de los dioses?” (605). En ocasiones,

utiliza la primera persona del plural para acortar las distancias entre el yo de la enunciación

y el receptor (oyente/lector), reponiendo un posible diálogo y como modo de igualarse con

él en la condición humana “Todo nos es preciso y necesario; porque en todo vibra un eco

de la poesía” (605). Podríamos pensar estas particularidades en función de una cierta

función magisterial, pues si Cernuda considera que su obra debe “hacer nacer” a su

público, sería lógico que estuviera indicando a este lector en formación cómo pensar la

poesía, qué preguntarse acerca de ella y del poeta, estableciendo cierta empatía a partir de
178

mecanismos de identificación. Además, su discurso rehúye las aserciones dogmáticas, las

definiciones, atando sus opiniones a su propia subjetividad y circunstancias de escritura.

En cuanto a CAP, la introducción al texto (607) puede otorgarnos algunas pistas sobre

la instancia de recepción. Desde una posición externa a la situación ficticia que construye

el texto, Cernuda enmarca el desarrollo de la entrevista con una carta enviada por el

supuesto Amigo, dejándole libertad para publicar esas cuartillas o no. A continuación,

plantea la duda sobre si este texto será de interés para alguien y en seguida adelanta las

posibles objeciones: “demasiado inactual y demasiado personal”. Una vez más, la

presencia de la mirada del otro y de sus posibles críticas se extiende como una sombra

sobre el texto. La auto-justificación no tarda en llegar: uno de los motivos es ficticio (“el

cuidado amistoso”, dado que dicho Amigo no existe); y el otro, real: la importancia

(relativa, según dice) que tiene para él en cuanto se refieren a “su trabajo”. Esta centralidad

de su quehacer poético se condice con su consideración de la poesía y del poeta,

desarrollada en otros textos y para lo cual, más allá de posibles réplicas, aguarda la

comprensión de su lector.

Finalmente, en un texto tan extenso como HL, la figura de lector se va delineando con

las mismas estrategias textuales que advertimos en otros textos: adelantarse a los

pensamientos del destinatario y justificar sus propias elecciones; intensificar la función de

guía discursivo, a través del uso frecuente de los verba dicendi; evitar las afirmaciones

categóricas; etc. 44 Ya desde el primer párrafo, que citamos anteriormente, nos aporta

44
La justificación de sus elecciones previendo la crítica ajena la hace tanto desde el contenido: su falta de
lectura de los poetas clásicos (628), la posible inadecuación de su experiencia poética (632), lo complejo de
su personalidad (659), las posibles fisuras entre sus afirmaciones teóricas y su praxis poética (651), como
desde las expresiones concretas: “Acaso extrañe…” (628); “No se olvide…” (636); “Ya se recordará
cómo…” (646); “Aunque parezca increíble, no había pensado…” (652); “No se extrañe que…” (652);
“Téngase en cuenta que…” (654; 656). También se observa el uso frecuente de los verba dicendi en los
siguientes giros: “Ya he aludido a mi disgusto…” (634); “Al decir eso comprendo que yo mismo doy ocasión
para una de las objeciones más serias que pueden hacerse a mi trabajo” (660); “conviene señalar la
coincidencia con el despertar sexual…” (626); “es justa su mención aquí…” (627); “quisiera recordar ahora
cómo les vi comportarse…” (650); “Con lo dicho se relaciona íntimamente mi escasa simpatía por la rima…”
(651); “No sería justo si no mencionase ahora…” (656); etc.
179

indicios acerca del receptor con el que Cernuda pretende dialogar en su texto, en una

relación ambivalente entre congraciarse con él y defender fervientemente sus posturas.

Sin embargo, también se lo invita a tener una actitud activa y a tomar decisiones durante

la lectura: a pensar, a valorar, a hacer el esfuerzo, “si cree que vale la pena y quiere

tomarse la molestia”. Esta libertad en la recepción vuelve a ser mencionada en la entrevista

con Jaime Tello:

Sólo la obra del poeta, a lo largo de su vida, puede indicarnos qué caracteres
esenciales entreveía en la poesía. Y si algún lector de buena voluntad cree que tal
labor vale la pena, a su cuidado dejaría la tarea de deducir de mis versos, cuando yo ya
no exista, mi concepto particular y relativamente final de la poesía (III, 788).

En otra entrevista con Fernández Figueroa, Cernuda cierra su última respuesta con una

invitación similar para el lector: “Creo que hay que dejar algo a cargo del lector, y yo

quisiera dejarle, si éste es tan amable como para aceptar la tarea, el decidir cuáles serían

esos versos [los estimables]” (II, 814). Sin embargo, esta libertad de decisión que el

sevillano pretende habilitar para sus lectores en lo discursivo, contrasta fuertemente con su

obsesión con el futuro derrotero de su obra, que ya hemos mencionado. La relación

ambivalente con su lector no sólo se debate entre la captatio benevolentiae y la necesidad

de defender sus elecciones poéticas (y en último sentido, vitales), sino también entre darle

libertad para interpretar y señalarle el camino, tensiones que se mantienen a lo largo de las

autopoéticas analizadas.
180

CAPÍTULO 2

UN POETA EN DISIDENCIA

1. Originalidad de una genealogía: los precursores

…su amor y su admiración ya antiguos hacia la poesía


inglesa le hicieron agradable esta tarea, o al menos, el
trabajo le alivió esa sensación de desempleo e inutilidad que
agobia al poeta en nuestros tiempos (“Prefacio” a PPLI, II:
256).

Como vimos en la primera parte de este trabajo, los textos autopoéticos son un terreno

fructífero para la construcción de una tradición propia. Lo mismo que en una trayectoria

vital, la trayectoria literaria también se constituye en el cruce de diversas genealogías

estéticas que dan origen a una obra. Pero antes de rastrear estos índices genealógicos que

dan cuenta de las series literarias/culturales en las que los escritores se insertan, es

importante, si es posible, rastrear qué entienden por “tradición”.

Cernuda considera que cada poeta debe descubrir su tradición, lo cual entraña realizar

una revisión y un cambio de valores si fuera necesario (II, 67; “Observaciones

preliminares”, en EPEC), 1 lo cual está en consonancia con su tendencia ya indicada a

cuestionar lo establecido y proponer nuevas valoraciones. Otro de los textos en los que se

extiende respecto de este concepto no es una autopoética, sino que son las notas para un

ensayo que nunca publicó, llamado “Góngora y el gongorismo” (1937). Allí, fiel a su

rechazo por los modos españoles, expone la nociva falta de atención a la tradición propia

de los intelectuales españoles:

1
El sevillano sigue la idea ya expresada por Eliot en “The Use of Poetry and The Use of Criticism” (Cf.
Maristany 1994: 44; 45).
181

entre nosotros no se continúa el esfuerzo por los que nos precedieron. Cada español se
enfrenta con el mundo como un primitivo, mirando, sintiendo, comprendiendo, como
si nadie antes que él hubiera mirado, sentido y comprendido. Falta el lazo precioso de
la continuidad, de la tradición. Cuánto esfuerzo perdido en nuestros antepasados;
cuanto tiempo perdido para nosotros. […] Los españoles no quieren nada con la
tradición. Y si a veces parece que son fieles a ella no es sino para mejor anonadarla
luego, para mejor destrozar y pisotear lo que ella representa (III, 137).

La cuestión de la tradición será, por tanto, un punto más de desacuerdo con sus

contemporáneos y una plataforma ofensiva contra “los españoles” (como grupo

indeferenciado). Esto le permite, por un lado, concluir en que ese defecto produjo el

desprecio y el olvido de un gran poeta como Góngora; y por otro, distinguirse de este

grupo por su adecuada valoración de la tradición, lo que análogamente le ocasiona la

misma marginación que al cordobés. 2 Sin embargo, hay que aclarar que si bien muchos

españoles puede que guarden una actitud de desprecio hacia la tradición (que, por otro

lado, es propia del espíritu vanguardista europeo de la época), no es posible pensar en ellos

como una masa indiferenciada de escritores y críticos sordos o ciegos frente a los nombres

y obras que los preceden. La injusta operación de generalización se condice con la postura

cernudiana de marginado e incomprendido que venimos estudiando.

En ese mismo ensayo, ahonda en las connotaciones de la palabra “tradición”:

Tradición… No conozco palabra tan hermosa como ésta. Yo quisiera, al escribirla o al


pronunciarla, que quienes la pronunciaran conmigo tuvieran esa vasta iluminación, esa
comunidad inmensa y enfebrecida con lo que nuestra raza y nuestra tierra han sido,
con los afanes y los deseos de nuestros ilustres predecesores, que yo entreveo gracias a
ella en los siglos que se fueron. Si nosotros vivimos hoy, si nuestro esfuerzo de
hombres vivos puede perdurar, una vez vueltos nosotros a la tierra que nos creó, es
gracias a esa palabra y al divino aliento que ella levanta. […] Lo ganado por el
hombre debe ser siempre precioso para el hombre (III, 137-138).

La tradición conformaría lo que los generacionistas llamaban el “alma” de España, el

“ser español”. La tradición sería como un espíritu que insufla el ser nacional y lo hace

perdurar en las obras de los españoles pasados y presentes. Se inmiscuye aquí también la

idea horaciana de la perduración de la propia obra en el futuro (más allá de la muerte): “si

2
Ya nos referimos a esta operación que Cernuda emprende para identificarse con Góngora en términos
existenciales y no estéticos (Lucifora 2013a).
182

nuestro esfuerzo de hombres vivos puede perdurar”. Cernuda es un poeta consciente de que

como escritor ingresará en la corriente de la tradición. Esta proyección tanto al pasado

como al futuro nos otorga una clave del lugar que el poeta sevillano pretende ocupar en el

devenir de la historia literaria. Así como también permite volver sobre la noción de

“precursor”, porque muchos poetas de la tradición anterior de Cernuda, no podrán ser

leídos sin tener en cuenta su escritura, al igual que muchos escritores posteriores. De este

modo, Cernuda no sólo crea sus precursores, sino que prevé a sus “sucesores”. 3

En las notas para la conferencia “Acerca de mis versos” que dictó en King´s College

(Londres, 1946), apunta: “Dos elementos esenciales en la obra del artista: tradición y

experiencia. La tradición elemento dado e inevitable […] La experiencia elemento

adquirido y accidental” (III, 772). En CAP, dice algo similar: “a través de la lectura de

poetas españoles, descubría su tradición. Aunque no podamos escoger nuestra tradición,

podemos y debemos descubrirla y hacerla nuestra, porque no basta con heredarla” (II,

621). Estas nociones parecen contradictorias, por un lado, la tradición es algo dado,

inevitable que hay que descubrir y por otro, debe ser escogida y el escritor debe apropiarse

de ella; sin embargo, consideramos que, tal como afirmamos en la primera parte, Cernuda

estaría sugiriendo aquí el doble caudal de la tradición: el que se recibe por el contexto en el

que el poeta se inserta y el que se elige a medida que avanza en la trayectoria literaria;

ambos caudales requieren, igualmente, un esfuerzo de apropiación por parte del poeta y en

esto, el sevillano sigue una vez más a Eliot, cuando dice que la tradición es una conquista

fatigosa.

Por otro lado, esta posibilidad de elegir una tradición propia es otra particularidad de

Cernuda (que veremos también en Valente), porque no toma la tradición canónica del

campo, sino que decide adscribirse a una línea distinta, estableciendo un nuevo punto de

3
Esta idea se expone principalmente en su poema “A un poeta futuro” (de Como quien espera el alba), pero
es una idea que recorre la obra de Cernuda de modo persistente.
183

disidencia respecto de sus contemporáneos. Según Pozuelo Yvancos (2004), es otro de sus

modos de enajenación: “no encuentra su lugar en la tradición poética hispana” (146). Así,

selecciona del acervo cultural y literario aquellos autores y obras que considera mejores y

construye la línea genealógica de la cual hará derivar su poesía (con mayor o menor éxito)

y que orientará su tarea de crítico, para la cual considera necesario tanto “el trato frecuente,

durante años, con lo mejor que se haya escrito y pensado” (II, 810) así como el aprendizaje

de nuevas lenguas para leer los textos originales [II, 810]).

En esta selección de una tradición-otra, que revaloriza autores olvidados de la tradición

española e incorpora toda la línea de la poesía europea moderna, reside uno de los méritos

más grandes de su obra y uno de los aportes más importantes a la literatura española, que le

otorga el título de “disidente”. Así lo advierte tempranamente Octavio Paz (1976) cuando

define a Cernuda como un “poeta europeo” y “antiespañol” en dos sentidos: porque

“pertenece a la familia de los heterodoxos españoles; [y porque] su obra es una lenta

reconquista de la herencia europea, una búsqueda de esa corriente central de la que España

se ha apartado desde hace mucho” (173). El término “antiespañol” no debe ser

considerado en términos absolutos, pues Cernuda no se desentiende de la tradición

española, sino que, como afirma Siles, produce “una desviación del paradigma poético

español” (AAVV 2002: 60), lo cual engendra una nueva voz en la poesía española. Tal

como vimos, Cernuda considera que hay que descubrir la tradición, revisarla y cambiar su

escala axiológica, si es necesario, y eso es lo que, en definitiva, pretende llevar adelante en

su obra, siempre rescatando y valorando lo que le llega por vía de la tradición. Esto ya lo

advirtió José Ángel Valente en 1962, en su artículo “Luis Cernuda y la meditación”.

De este modo y partiendo del trato asiduo con sus referentes españoles (desde Manrique

y Garcilaso hasta Bécquer), explora tradiciones ajenas y se las apropia, insertándose así en

la serie de la poesía europea, especialmente la del romanticismo europeo de “Goethe y

Hölderlin, Blake y Novalis, Browning y Leopardi, Baudelaire y Nerval, y el T. S. Eliot de


184

los últimos años” (Bloom en Valender 2002a: 23-24). De este modo, las autopoéticas

cernudianas exhiben tres líneas predominantes de influencia, que analizaremos a

continuación: la española, la francesa y la anglosajona (inglesa y alemana). Cada una de

ellas ocupará un lugar especial en su evolución y aportará un elemento peculiar a su

ideología artística.

Finalmente, uno de los pilares sobre los que Cernuda construye su relación con la

tradición universal es el conocimiento de las lenguas y la posibilidad de acercarse a los

textos originales. En HL, por ejemplo, justifica la ausencia en su itinerario de lecturas de

los escritores clásicos, griegos y latinos, que “forman la columna vertebral de nuestro

organismo literario” por su desconocimiento de la lengua griega y deficiente conocimiento

del latín; a lo cual se suman las precarias traducciones de los clásicos al español, que pudo

apenas subsanar con mejores traducciones al francés (II, 628). Más adelante, el aprendizaje

del francés lo hace entrar en contacto con el surrealismo; el del alemán le permite estudiar

y traducir a Hölderlin; el del inglés le da profundo acceso a los románticos ingleses. Estos

movimientos marcarán, entonces, el ritmo y el derrotero de lecturas que llevarán a Cernuda

a construir una genealogía muy peculiar para su obra, con influencias diversas que

impactarán directamente en sus figuraciones autorales, pero también en la variedad de

registros estilísticos, subgéneros líricos y líneas poético-culturales que presenta su obra

poética.

Por último, nos apropiamos de una advertencia de Jiménez Heffernan (1998) en torno a

la genealogía de Cernuda (y de cualquier poeta): los precursores mencionados por Cernuda

en sus autopoéticas no coinciden con los que podemos observar en su praxis poética. Por

ello, el crítico español establece la necesidad de distinguir, por un lado, “los movimientos o

posicionamientos estratégicos que ejecuta Cernuda en la consolidación de su teoría poética,

en la construcción de su tradición personal y en el trazado de su genealogía de poetas

precursores”; y por otra, “las presencias reales que –velis nolis– señorean
185

inexpugnablemente en el espacio de sus versos” (292). Esto implicaría un análisis

detenido de la correlación entre la obra de creación y lo expresado en las autopoéticas, que

excede nuestro objetivo. Pero vale como prevención para este punto: rastrear la genealogía

que los escritores construyen en sus textos autopoéticos supone observar con quiénes

pretenden establecer una vinculación directa para armar sus familias poéticas, pero no

implica que encontremos estas mismas influencias en el trazado de sus versos, los cuales

deben ser estudiados a través de las técnicas propias del análisis literario para descubrir sus

precursores.

1. De Manrique a Bécquer: recuperación de una tradición española

Las influencias españolas serán permanentes desde el inicio hasta el final de su vida

poética, en relaciones ambivalentes y complejas, pero también de una profundidad

admirable. Refutando a Bloom, quien señala que Cernuda no tuvo precursores en su

tradición nacional, James Valender afirma que si bien entabló con ella una “relación muy

conflictiva”, sí tuvo precursores que quería emular, como Garcilaso, Bécquer o San Juan

de la Cruz (Valender 2002a: 30). El aislamiento y el desamparo con el que insiste Bloom

(31) está más relacionado con el vínculo complejo que Cernuda entabla con la tradición

española inmediata y consagrada por sus contemporáneos, que con su valoración de las

etapas previas. No debemos dejarnos arrastrar por las generalizaciones en torno a “los

españoles” que Cernuda suele realizar en sus textos (muy frecuentes en los escritos

iniciales), porque cuando observamos detenidamente, hay claras distinciones en la

valoración de los diversos exponentes de esta línea nacional.

En este itinerario por la tradición española, Cernuda seguirá dos caminos: el de la

valoración de la obra poética a cuya línea pretende seguir y el de la identificación con una

situación existencial de incomprensión, similar a la que experimenta él. Ambos caminos se


186

encuentran en estrecha correlación con las figuraciones autorales que analizamos en el

capítulo anterior.

Si pensamos en términos cronológicos, según el testimonio del propio Cernuda, el

primer poeta con quien entró en contacto es Gustavo Adolfo Bécquer (HL, II, 624). La

lectura de sus versos en su niñez, con motivo del traslado de los restos del poeta a Sevilla,

constituye el primer hito decisivo en el descubrimiento de su vocación a la poesía, al cual

el Cernuda maduro le otorgará un sentido teleológico: “No sabría decir lo que entonces

percibí, hacia 1911, aunque no estoy seguro de la fecha, a mis ocho o nueve años, en esa

lectura; pero algo debió quedar, depositado en la subconsciencia, para algún día, más tarde,

salir a flor de ella” (II, 626).

Si bien hoy en día, la crítica se cuestiona acerca de la adscripción de la obra becqueriana

al romanticismo, inscribiéndolo en el post-romanticismo o en el presimbolismo, Cernuda

propone una concepción del movimiento romántico que respalda la consagración de

Bécquer como su único exponente “verdadero” en España. Así lo expresa en “Bécquer y el

romanticismo español” (1935), conferencia dictada en el Ateneo de Sevilla en la cual

establece su filiación romántica, esencial para los planteamientos sobre lo poético de la

primera versión de PAL. Allí se afana en argumentar que la poesía española es “pomposa y

solemne” y que el romanticismo supone todo lo contrario: “la liberación de la pompa y del

ornato” (III, 69), en pos de una “poesía [que] está en todo y el verdadero poeta la siente en

todo su fluir misteriosamente” (III, 70). Bécquer será, entonces, el único representante de

este “verdadero” romanticismo, entre cuyos representantes se encuentran Hölderlin,

Goethe, Victor Hugo, Shelley y el propio Cernuda. Uno de los puntos clave de la

conferencia es presentar la obra de Bécquer como una excepción en la serie poética

española de su época y marcar la incomprensión de los contemporáneos. De este modo, es

presentado no sólo como un ejemplo poético, sino también vital: “Un artista no sólo puede

ser incomprendido cuando se le desdeña, sino también cuando se le admira. Y éste ha sido,
187

después de su muerte, el caso de Bécquer” (III, 75). Así lo observa Maristany: “se percibe

claramente en este ensayo una tácita complicidad del firmante con el autor objeto del

artículo” (31). En “Gustavo Adolfo Bécquer” (1957, EPCE), reforzará las mismas ideas,

señalando la ausencia de romanticismo en España, al que adscribirá sólo tres nombres:

Bécquer, Campoamor y Rosalía de Castro. La primera frase del ensayo marca esta

condición inaugural de la poesía becqueriana: “Tras un letargo de más de un siglo y medio,

la poesía española despierta en las Rimas de Bécquer” (II, 90).

La adscripción de Bécquer a esta línea la fundamenta el sevillano en la distinción que

hace su compatriota en el prólogo a La Soledad (obra de su amigo Augusto Ferrán): “una

poesía magnífica y sonora, una poesía hija de la imaginación del arte, que se engalana con

todas las pompas de la lengua […] Hay otra natural, breve, seca, que brota del alma como

una chispa eléctrica…” (94). Esta última sería la propia del romanticismo y por tanto, de

Bécquer, pero Cernuda se arroga el mérito de haber sido el primero en llamar la atención

sobre esta distinción, porque de hecho, le interesa identificarse con ese modo de hacer

poesía, que, en definitiva, lo distingue de sus contemporáneos españoles, acercándolo a

otra línea tradicional en la que le interesa insertarse: Garcilaso, San Juan de la Cruz,

Bécquer y Juan Ramón Jiménez. Todos ellos serían románticos según la perspectiva

cernudiana, y entre ellos, es Bécquer el que tiene el mérito de “reanudar la corriente ya casi

perdida, vivificando con su aliento inaudito la inerte poesía española”, recuperando la

tradición de “una poesía [de] fuerza apasionada y desesperado ímpetu” (III, 54). Además,

los tres primeros serán considerados por el poeta como “clásicos”, pues “crea[n] una nueva

tradición, que lega[n] a sus descendientes” (97); otra operación que él pretende llevar a

cabo en la poesía española. Bécquer se convierte así en un modelo a seguir, en cuanto a su

concepción de la poesía y a la modificación en la corriente tradicional española que según

Cernuda produjo.
188

Luego de experimentar con el surrealismo hacia principios del ´30, durante su estancia

en París, será la relectura de su compatriota la que el Cernuda maduro de HL señale como

antídoto para los excesos surrealistas y como punto de inflexión de su obra, pero también

como anticipo de su encuentro con los ingleses: 4

La lectura de Bécquer o, mejor, la relectura del mismo (el título de la colección


[Donde habite el olvido] es un verso de la rima LXVI) me orientó hacia una nueva
visión y expresión poéticas, aunque todavía apareciesen en ellas, aquí o allá, algunos
relámpagos o vislumbres de la manera superrealista (II, 639).

Es por esto que al estudiar la influencia de Bécquer en la obra de Cernuda habrá que

tener en cuenta todos estos aspectos para matizar en qué consistió y en qué grado se dio.

Para el Cernuda autopoético, Bécquer se configurará como el puente hacia los ingleses.

En cuanto a otros autores españoles, Cernuda pondera especialmente a seis, que son

aquellos que constituyen su objeto de estudio en dos artículos fundamentales de su obra:

“Tres poetas clásicos” (1941; II, 488-501) y “Tres poetas metafísicos” (1946; II, 502-516).

Cernuda explora las obras de Garcilaso de la Vega, Fray Luis de León y San Juan de la

Cruz en el primer ensayo; y las de Jorge Manrique, Francisco de Aldana y el autor

anónimo de la “Epístola moral a Fabio”, en el segundo. La caracterización es dudosa,

porque es válido preguntarse si San Juan y Fray Luis no serían también poetas metafísicos

o Jorge Manrique un poeta clásico. Pero no podemos dejar de advertir que Cernuda está

replicando una operación de rescate y consagración realizada por otro artista admirado por

él, T. S. Eliot, en su ensayo titulado “Los poetas metafísicos” (1921). En él, el

angloamericano pretende rescatar del olvido a los poetas metafísicos ingleses y por tanto,

establecer “hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una digresión de

4
En términos vitales, esta relectura y la escritura de Donde habite el olvido acompañarán una anécdota
personal, “sórdida”. Sabemos que esa experiencia es la ruptura con Serafín Fernández Ferro y el primer
desengaño amoroso del poeta. Como indica Jiménez Millán (2004), esta ruptura supone para Cernuda “la
quiebra total de los ideales expuestos en Los placeres prohibidos, porque ahora ya no puede echársele la
culpa a las imposibilidades sociales, a las `leyes hediondas´ o a los códigos morales represivos, y esa amarga
realidad lleva también al hundimiento definitivo de los ideales de la adolescencia” (46). El deseo comienza a
adquirir a partir de allí “una fuerza telúrica que unifica a los hombres anulando la dimensión social […] y
deja atrás la mentira del amor individualizado” (47).
189

la corriente principal” (2011:74). Por lo tanto, Cernuda está imitando a Eliot en este “acto

consciente de revisión canónica, de reconstrucción de la tradición propia que siempre exige

un esfuerzo” (1998: 295), como señala Jiménez Heffernan. Tal como hizo el

angloamericano, Cernuda pretende recrear una nueva historia literaria española con “gestos

de restitución marginal” (296ss). Por lo tanto, aquí se cruza la línea genealógica española

con su admiración hacia el propio Eliot, como otro de sus precursores.

Los seis nombres presentes en estos ensayos serán reiterados una y otra vez en las

autopoéticas, como la línea tradicional a la cual el sevillano pretende adscribirse. En CAP,

mencionará a Manrique, Garcilaso, Aldana, Fray Luis, San Juan, Quevedo, Calderón y

Góngora, este último como puerta de entrada a la poesía francesa (en especial, Mallarme)

(621). 5 En HL, vuelve a mencionar su trato frecuente con los “poetas españoles clásicos”,

alrededor de 1924, entre los que menciona a Garcilaso (a quien caracteriza como su “poeta

español más querido”), Fray Luis, Góngora, Lope de Vega, Quevedo, Calderón. Como

vemos, los autores que él destaca pertenecen a los siglos XV, XVI y XVII. Sin embargo,

hay que volver sobre la distinción de los dos caminos que mencionamos al inicio de esta

sección: por un lado, Cernuda rescata a aquellos poetas cuya escritura admira y pretende

continuar: Garcilaso, Manrique, Fray Luis, Aldana, San Juan; 6 por otro, están aquellos en

cuya vida de incomprensión y sufrimiento, Cernuda ve su propia vida y en el

reconocimiento tardío de ellos, anhela su propio reconocimiento: principalmente Quevedo

y Góngora. Es por eso que, en ocasiones, también observaremos que paradójicamente

Cernuda desprecia el cultismo y la ampulosidad del barroco: “Popularismo y barroco: dos

aspectos de un mismo fenómeno literario. Barroco: expresión artística semiadulta de una

5
En unas anotaciones de 1946, “Acerca de mis versos” (III, 774), suma a esta lista el nombre de Bécquer.
6
Jiménez Heffernan (1998) afirma que en “en el mejor Cernuda, está siempre Garcilaso” y que el
alejamiento de este modelo produjo que su poesía de madurez perdiera frescura y dinamismo (292). Valender
(2002a), por su parte, señala que la figura a quien Cernuda admiraba más era San Juan de la Cruz, a quien
convirtió “en una especie de Hölderlin avant la lettre”, pues reconoció en él ese aspecto de la tradición
moderna europea que no existe en la tradición española: la negatividad sublime (30).
190

mentalidad primitiva. Barroquismo en el lenguaje (Góngora), en el pensamiento

(Quevedo), en el sentimiento (Espronceda)” (III, 772). 7 Díez de Revenga estudia estos dos

modos de considerar los exponentes de la tradición áurea:

Cernuda admiraba y mucho a Garcilaso, a Fray Luis de León, a Herrera y a tantos


otros poetas renacentistas. Su admiración hacia Quevedo, y hacia Góngora, era más
bien hacia sus personas, hacia sus actitudes vitales, como demostró Sobejano. 8
Cernuda era sobre todo renacentista, y poco o nada barroco.

Es por esta reivindicación de los poetas despreciados por sus contemporáneos que

veremos también la admiración de Cernuda por el Cervantes poeta (y más tarde, por el

Unamuno poeta), condición que le había sido negada en beneficio de su reconocimiento

como narrador. Por eso, no nos puede asombrar esta admiración, cuyo objetivo era

“seguramente […] llevar la contraria a los demás, a todos aquellos que, antiguos y

modernos, pusieron en duda las condiciones de poeta de Cervantes” (Díez de Revenga

184).

Ahora bien, en cuanto a los escritores más cercanos en el tiempo, el listado será mucho

más acotado y la relación supondrá una complejidad mayor. Tempranamente, en “Unidad y

diversidad” se pregunta: “¿Se equivocaría demasiado quien afirmase que la poesía

española, durante los siglos XVIII y XIX, arrastra una existencia dudosa?” (III, 54).

Cernuda sólo rescata la figura de Bécquer y la de Juan Ramón como su continuador

(aunque de vena modernista) y establece un fuerte contraste con los importantes

exponentes prerrománticos, románticos y post-románticos que aparecen en Alemania,

Inglaterra y Francia. De este modo, la respuesta a la pregunta no sólo señala la falta de

referentes en la poesía española de esos dos siglos, sino también la importancia que, para el

7
Cf. Pozuelo Yvancos 2004: 153; Rodríguez Puértolas 2005: 67ss.
8
En su artículo Díez Revenga, rastrea las opiniones ambivalentes de Cernuda respecto de Góngora y
Quevedo (a veces de admiración, a veces de dura crítica) y la ausencia de juicio positivo sobre Lope de Vega
(179ss). La admiración que Cernuda siente por los poetas renacentistas se pondrá de manifiesto, para Díez
Revenga, en el poemario Égloga, elegía, oda, aunque también puedan rastrearse claras influencias de
Mallarmé y en algunos aspectos, de Góngora.
191

sevillano, poseen durante el romanticismo las otras dos tradiciones que seguirá: la francesa

y la anglosajona.

Más allá de esto, en sus autopoéticas, aludirá a las tres figuras más importantes del fin

de siglo español: Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado y Miguel de Unamuno, a

quienes siempre leerá en correlación. Con el primero, entabla una relación personal y

literaria conflictiva, como puede verse tanto en los textos que le dedica, como en su

Epistolario. En el ensayo de homenaje “Unidad y diversidad” de 1932, vemos la alta

estima en la que tenía al escritor de Moguer:

¿Dónde se manifiesta, pues, la continuidad de este espíritu lírico? En la afirmación


persistente y vibrante de su propia individualidad. Pocos habrá entre nosotros tan
sutilmente fieles consigo mismos como este poeta […] Es un eterno fluir y un eterno
fijar. Labor heroica, como la de quien quisiera aprisionar en sus ojos todo el mágico
reflejo tornasolado del mundo antes de cerrarlos definitivamente” (III, 59).

En contraste con ello, leemos en el ensayo sobre Juan Ramón que incluye en EPEC, en

1957:

Jiménez rara vez ha mostrado curiosidad intelectual por sorprender lo que haya bajo la
apariencia; ese atenerse a sus impresiones, ese conocer por sensaciones le bastó
siempre. Es quizá el único escritor español de su tiempo para quien intelecto,
pensamiento, razón, fueron nombres y nada más; ha vivido como si la inteligencia,
que guía al hombre descubriendo lo que hay de verdadero tras de una impresión, lo
que hay de objetivo tras de nuestra opinión subjetiva, no fuera cualidad humana (II,
143).

El contraste es brutal y el Cernuda maduro elige quedarse con el segundo texto. De

hecho, esta actitud belicosa hacia Juan Ramón tiñe también las opiniones de Cernuda sobre

Machado y Unamuno, pues los suele ponderar en relación con aquél: “Para mí, tanto

Unamuno como Machado (Antonio), como poetas, son muy superiores al autor de Platero

y yo” (III, 799).

Sin embargo, Unamuno y Machado, en cuya poesía encuentra similares preocupaciones

patrióticas a las que él experimenta al exiliarse en Inglaterra (como indica en HL), serán

objeto más tarde de sus reflexiones. Entre sus textos críticos, contamos con dos artículos

dedicados a Machado: el primero de 1953, publicado en México en la Cultura, que es


192

refundición de otro publicado en 1940 (III, 211-217); el segundo constituye uno de los

capítulos EPEC (II, 130-140). En el primero, un ensayo con opiniones encontradas sobre la

poesía machadiana y su trayectoria, nos interesa destacar la valoración final de Cernuda:

“lo vago y lo fragmentario pueden expresar un afán sin límites […] Y esto, aunque no

equivalga al arte nítido de Jorge Manrique […] no por ello deja de ser una de las

adquisiciones más preciosas de nuestra poesía moderna” (III, 217). En la primera frase,

encontramos el sentido de la poesía para el propio Cernuda: “expresar el afán sin límites” y

en la segunda, el motivo de la estimación de Manrique y la altísima ponderación final de

Machado, que no vuelve a repetirse en el segundo ensayo. En este último (EPEC), Cernuda

rescatará especialmente las notas en prosa de Abel Martín y Juan de Mairena, a las que

caracterizará como “el comentario más agudo de la época” (II, 131), menospreciadas por

sus contemporáneos y valoradas tardíamente (una vez más, la situación es similar a lo que

Cernuda cree que le sucede a él mismo). Por otro lado, hacia el final, duda de que el

prestigio de la poesía machadiana resista el paso del tiempo, pero vuelve sobre la idea

expresada en el ensayo anterior: “[que] el lector venidero de su poesía encuentre en ella

algún eco vivo a cierta angustia de `lo eterno humano´” (II, 140). Es, entonces, esa

cuestión inefable, vaga, `lo eterno humano´, lo que Cernuda rescata de la poesía de

Machado en consonancia íntima con su propio modo de concebir la poesía, y dejando de

lado la línea poética más histórica y social, que decide obviar en función de sus propios

postulados estéticos.

En cuanto a Unamuno, contamos con un único ensayo, publicado en EPEC y muy

aludido por la crítica cernudiana, en el que, a pesar de reconocer los defectos que observa

en su poesía (dureza de oído y tosquedad de expresión), advierte que el vasco “sea

probablemente el mayor poeta que España ha tenido en lo que va del siglo” (II, 121); que
193

para la mirada crítica de Cernuda no es decir poco. 9 Gracias a una intervención temprana

de Valente, la crítica ha querido ver en este artículo la conformación de Unamuno como

precursor de Cernuda, tanto por el interés de ambos en la relación entre poesía y

pensamiento/filosofía (y el consecuente despojamiento retórico) como por la admiración y

el vínculo expreso con la lírica inglesa. Sin embargo, es llamativo que, en este capítulo,

haya sólo una mención entre paréntesis (inexplicada, por otra parte) sobre la relación entre

el vasco y la poesía inglesa: “(Unamuno conocía bien la poesía inglesa victoriana)” (II,

121). Y si bien se pueden inferir ciertas coincidencias de presupuestos estéticos entre

ambos (como el desprecio por la suntuosidad del lenguaje modernista y cierta unidad entre

pensamiento poético y filosófico), Cernuda no las marca en continuidad con su propia

obra. 10 Otro de los rasgos que rescata del vasco y en el que podemos observar cierta

identificación velada es en la creación de su propia leyenda que Unamuno llevó a cabo:

Pero en Unamuno esa lucha por Dios era paralela a la de crearse a sí mismo y no tenía
otra causa que la crearse a sí mismo y creer en sí mismo […] Vivo y afanándose lejos
de lo que sólo era actualidad […] Unamuno esperaba crearse a sí mismo, o al menos
crear su mito personal, y ser lo que pasó quedando (II, 76-77).

Al hablar del “mito personal” y reivindicar la condición de poeta de Unamuno, Cernuda

está aludiendo tangencialmente a su propia situación. Es una nueva operación de

identificación velada que ya hemos visto en relación con otros escritores, todos ellos

incomprendidos por sus contemporáneos: como Cervantes poeta, Góngora, Luis de

Baviera, el mismo Machado en sus apócrifos, etc. Poner de manifiesto este padecimiento, y

la posterior reivindicación por parte del mundo literario de estas figuras, es el modo en el

que Cernuda se posiciona y construye su propia figura de incomprendido, que será

9
Esta misma valoración la repite en el artículo sobre Machado de 1953 que mencionamos, donde rescata sólo
un reducido grupo de poemas del vasco en los que “halla nuestra poesía moderna su expresión más alta” (III,
215).
10
El hecho de recuperar la figura de Unamuno como poeta, lo mismo que haría con Cervantes, como vimos,
y con la figura de Góngora, forma parte de esta operación de identificación con los grandes artistas que
sufrieron la incomprensión por parte de sus contemporáneos. Reivindicarlos es una forma de reivindicarse
ante sus colegas del campo.
194

reconocido en el futuro, configurando también su propio mito personal. De este modo,

aquella frase de reconocimiento podría estar funcionando como una provocación a sus

contemporáneos, que canonizaron al Unamuno novelista pero despreciaron rápidamente al

Unamuno poeta.

Incluso en una carta del 15 de febrero de 1963, dirigida a Gil de Biedma, Cernuda

destaca la figura de Cervantes, “al que no hallo igual en nuestra cargante literatura donde

hay demasiados Unamunos y Lopes, máximos tipejos, para mí, de ella, aunque semejante a

ellos, en sentido `austero´ y en sentido `irresponsable´, hay” (1101). El juicio peyorativo

hacia Unamuno y Lope es insoslayable. Por tanto, no sabemos si Cernuda advirtió

efectivamente una continuidad entre su poética y la de Unamuno o si fue consciente de que

ambos estaban haciendo ingresar una tradición diversa a la poesía española; pero si fue así,

no lo expresó claramente ni en su ensayos, ni en sus cartas.

Sin embargo, advertimos que la crítica posterior ha reforzado la idea de una continuidad

entre ambos autores. Al parecer el primer responsable de esta lectura es José Ángel

Valente, en su ensayo “Luis Cernuda y la poesía de la meditación” (La caña gris, 1962). El

gallego arma en este texto una serie literaria a la que denomina “poesía meditativa”,

término que el propio Unamuno propuso, que iría desde Manrique y los místicos españoles

hasta el vasco y Cernuda, pasando por los metafísicos y los románticos ingleses, para

finalizar en Valente mismo. En esta línea, Unamuno es señalado como “el antecedente más

directo, y en cierto modo único, de determinadas características esenciales de la obra de

madurez de Cernuda” (137), afirmación que críticos posteriores se encargarán de

profundizar, y que Valente sustenta en esa frase dubitativa con la que Cernuda valora a su

antecesor. Al mismo tiempo, Gil de Biedma, señala a Unamuno como “único predecesor”

de Cernuda, siguiendo explícitamente a Valente, aunque es menos taxativo al establecer

el vínculo: “el mismo Cernuda […] lo sospechaba [su parentesco con Unamuno], o al

menos lo deseaba” (1977: 343). Sin embargo, gran parte de la crítica posterior asume este
195

análisis de Valente y continúa por la misma línea. Un ejemplo de ello es la interpretación

que José Teruel hace de esta relación en su biografía, en la que establece la lectura de

Unamuno como un hito decisivo en la trayectoria poética de Cernuda, “porque nos revela

cómo su gradual asimilación del romanticismo inglés fue también, en su caso, un

encuentro con otras zonas de la poesía española, entre las que, sin duda, estará Unamuno”

(183). Si rastreamos la obra de Cernuda veremos que no da cuenta ni en sus cartas ni en

sus ensayos de haber leído exhaustivamente al poeta vasco ni de tenerlo presente, como sí

lo hace con otros artistas. Además, Teruel utiliza casi las mismas palabras que Valente. Por

eso, es necesario matizar sus afirmaciones (u otra similares) y ser conscientes de que, si

bien desde la perspectiva crítica, es posible establecer una continuidad entre ambas obras

(y hablar de precursores), no fue una operación genealógica del propio Cernuda, o por lo

menos no una tan fuerte como la que llevó adelante con otros. 11

2. La influencia francesa

En las primeras autopoéticas, escritas entre 1929 y 1933, la presencia de los franceses es

evidente. Hay textos dedicados a Éluard, Vaché, Rimbaud, Aragon, Nerval, Baudelaire,

Gide. Según la cronología que elabora en HL, a principio de los años 20, Cernuda

comienza a leerlos por indicación de Salinas (627). Antes de esto, indica cómo el

aprendizaje del francés determina el inicio y avance de sus lecturas: “Salinas me indicó la

necesidad de que leyera también a los poetas franceses, de que aprendiera una lengua

extranjera” (II, 627). La unión de ambas acciones, el aprendizaje de la lengua y la lectura,

confirma lo que ya indicamos sobre la importancia de saber diversos idiomas para

acercarse a la tradición universal.

11
Un indicio de esto lo da el análisis de un crítico tan agudo como Jordi Doce (2005), quien al estudiar la
presencia inglesa en cuatro poetas españoles: Unamuno, Machado, Jiménez y Cernuda, si bien indica las
similitudes entre las opciones estilísticas del primero y del último, no hace referencias a una atención especial
que Cernuda le haya brindado a Unamuno (271ss).
196

Al primer francés que lee es a Baudelaire, cuya “admiración y devoción vivas” (HL II,

627) es persistente en el tiempo. Esto puede verse claramente en un ensayo dedicado al

centenarario de Las flores del mal, escrito en 1959, en el que Cernuda hace una lectura

crítica de la figura de Baudelaire, dándole la condición de “gran poeta” de la tradición

occidental y “primer poeta que tuvo la vida moderna” (749). El sevillano admira a su

maestro, “porque vivió su existencia en relación íntima y profunda con su arte,

determinado éste por aquella y viceversa; tratando de conocer lo que significaban sus

experiencias y darles expresión en poesía”; porque tuvo, en definitiva, una “conciencia

insobornable” (II, 758). Vemos cómo en la figura de Baudelaire Cernuda encuentra ecos de

su propio modo de concebir la poesía; así como también descubre, una vez más, un caso

(que parece ya pandémico) de incomprensión “contemporánea”: “como ocurre siempre a

los contemporáneos de un poeta excepcional, fueron frente a Baudelaire particularmente

obtusos” (II, 750). Como tantos otros, el francés se convierte en ejemplo de poeta tanto por

su praxis como por su vinculación con el medio y los rasgos atribuidos a él.

También da cuenta de la lectura de Mallarmé (cuyo verso le parece “de hermosura sin

igual”, 627), de Rimbaud (quien le dejara una huella que no llegó a dimensionar en ese

momento) y finalmente, de Pierre Reverdy. 12 Claro que la mención de este último, al que

según dice no guarda gran estima, no es casual, pues le sirve para darle continuidad a

aquella tesis planteada en CAP de que su primer libro había sido fuertemente influenciado

por él y por Mallarmé y no por Guillén, como creyó la crítica: “En todo caso es justa su

mención aquí, porque la huella de Reverdy, aunque ningún crítico la percibiera, es visible

en Perfil del Aire” (627).

12
La mención de diversos autores se ve mediada por esta mirada del sujeto maduro, que puede dar cuenta del
impacto posterior que esas primeras lecturas tuvieron en su obra y del que, en principio, no fue consciente.
Lo observamos al hablar de Bécquer (625), Rimbaud (627), Lautreamónt (628). Esta especie de anticipación
(recurso que Cernuda utiliza mucho en HL) abona la perspectiva teleológica y el sentido de totalidad que el
sujeto maduro le da a los diversos momentos de su vida.
197

En CAP, Cernuda también declara la fuerte influencia de Mallarmé en la escritura de

sus dos primeros poemarios (Perfil del Aire y Égloga, elegía, oda) tanto en los temas

recurrentes, como en la expresión (ritmo y acentuación). La exposición de las

concomitancias entre su propia poesía y la del francés le resultan útiles, en ese caso, para

negar la marcada influencia de Guillén y de la llamada “poesía pura”. Él afirma haber

llegado a Mallarmé de forma más directa que su compatriota, quien lo habría hecho a

través de la poesía de Valery. Así justifica las similitudes entre su poesía y la de Guillén en

el hecho de que ambas abrevaban de una misma fuente: la poesía mallarmeana. De este

modo, pretende debilitar la tesis sobre la influencia que Guillén y la poesía pura tuvieron

en sus primeros poemarios y remitir esa influencia a una fuente diversa.

Otro de los escritores franceses que impacta de modo decisivo en Cernuda, será André

Gide, de quien resalta el enorme aporte existencial más que literario, al permitirle

reconciliarse con su homosexualidad:

esa lectura me abría el camino para resolver, o para reconciliarme, con un problema
vital decisivo mío […] No creo que los pocos versos que escribí en 1951 (In
Memoriam A.G.), al morir André Gide, puedan dar al lector cuenta bastante de cuánto
significó su obra en mi vida” (II, 628). 13

Si bien elude la mención de su homosexualidad, se sabe que la lectura de Gide le

permitió reconciliarse con esa parte de su vida y asumirla, por lo cual su importancia es

fundamental para “el hombre que vive”, tal como Cernuda se auto-nomina al principio de

HL. Ambos, el francés y el sevillano, “vieron en la búsqueda de la verdadera identidad

sexual el centro profundo de su subjetividad” (Teruel 32), pero claramente Cernuda, cuyos

versos constituyen una apología de este “amor diferente”, no lo explicita en sus

autopoéticas ensayísticas. 14 Como dijimos, la deuda es más existencial que literaria, pero la

elipsis de los motivos de esta deuda es un signo de que Cernuda entiende la distancia entre

13
La elipsis de su homosexualidad (constante en sus textos ensayísticos) resultará llamativa y será necesario
tenerla en cuenta al hablar de su contexto histórico y también de su formación personal.
14
Maristany le asigna a Gide un papel de “mediador o guía” en lo literario también, pues lo supone, por
ejemplo, como la causa de que Cernuda se haya acercado a Goethe tempranamente (II, 42).
198

el estatuto del sujeto poético y el de los textos ensayísticos: en poesía se puede decir, lo

que no se puede decir en el discurso público, referencial.

Así la lectura de Gide, Mallarmé, Baudelaire y Rimbaud preparan el espíritu del joven

poeta para el encuentro con otro paradigma estético, que producirá un giro tanto en su vida

como en su obra: el surrealismo. En HL señala:

La mención de Éluard es sintomática de dicho momento mío, porque el superrealismo,


con sus propósitos y técnica, había ganado mi simpatía. Leyendo aquellos libros
primeros de Aragon, de Breton, de Éluard, de Crevel, percibía cómo eran míos
también el malestar y osadía que en dichos libros hallaban voz […] Otro motivo de
desacuerdo, aún más hondo, existía en mí; pero prefiero no entrar ahora (632).

Tanto su sentimiento de extrañeza y malestar como su condición de homosexual (aquí

elidida una vez más), encuentran el cauce adecuado en el surrealismo, por el cual consigue

expresar en forma artística sus problemas y cuestionamientos vitales:

Ya he aludido a mi disgusto ante los manierismos de la moda literaria y acaso deba


aclarar que el superrealismo no fue sólo, según creo, una moda literaria, sino además
algo muy distinto: una corriente espiritual en la juventud de una época, ante la cual yo
no pude, ni quise, permanecer indiferente (634).

Y más adelante, señala: “había deparado ya su beneficio, sacando a luz lo que yacía en

mi subconsciencia, lo que hasta su advenimiento permaneció dentro de mí en ceguedad y

silencio” (638). Por eso, la crítica afirma que su adhesión al surrealismo fue más

productiva en lo referente a la constitución y afianzamiento de su personalidad, que en lo

que atañe a su quehacer estético. Por ejemplo, Octavio Paz entiende su acercamiento a esta

corriente como una

tentativa de encarnación de la poesía en la vida, una subversión que abarcaba tanto al


lenguaje como a las instituciones. Una moral y una pasión […] comprendió e hizo
suya la verdadera significación del surrealismo como movimiento de liberación –no
del verso sino de la conciencia (175).

Paz entiende que, gracias a este modo de aceptar el surrealismo y la lectura de Gide,

aceptará su homosexualidad como “destino libremente aceptado y vivido” (175). Por eso,

señala que “si Gide lo reconcilia consigo mismo, el surrealismo le servirá para insertar su

rebelión psíquica y vital en una subversión más vasta y total” (175-176). El impacto es
199

definitivo. En la misma línea, García Montero (2004), retomando las palabras de Paz, hace

hincapié en el hecho de que el surrealismo le otorgó a Cernuda la forma estética para

expresar el “desprecio que sentía ante la amarillenta sociedad burguesa española y para

superar sus fatigadas relaciones con la poesía pura” (194). Pero advierte que esta

insatisfacción cernudiana, esta moral negativa, que enraíza con “la palabra romántica, el

malditismo de Baudelaire, la impertinencia de Rimbaud” (197), será llevada al extremo,

intensificada por la situación de España: no hay salida posible, no hay felicidad, ni

esperanza; sólo una aceptación de la derrota que implica un estado de lucidez del poeta,

para quien no queda más que la soledad (198). De este modo, el surrealismo le aportará a

Cernuda una conciencia ética que irá encontrando nuevos cauces expresivos a lo largo de

su trayectoria, pero a la que ya no renunciará.

Sin embargo, Cernuda no es el único poeta español que se siente atraído hacia este

movimiento francés. También otros poetas jóvenes de la generación (Hinojosa, Prados,

Aleixandre, García Lorca y Alberti) encuentran en él, tal como afirma Jiménez Millán

(2004), un impulso para apartarse de los modelos puristas y neoclásicos de Juan Ramón

Jiménez, Pedro Salinas, Jorge Guillén, para acercarse a una órbita más afín a sus

inquietudes vitales y a una situación histórica de crisis (42-43). Esto significa que, más allá

de que Cernuda señale este acercamiento al surrealismo como una experiencia individual,

fue parte también de una vivencia grupal y como tal debe ser considerada, de modo que el

aislamiento de Cernuda se relativiza.

Escritos los dos poemarios de inspiración surrealista: Un río, un amor (1929) y Los

placeres prohibidos (1931), Cernuda señala el abandono de sus postulados: “Ya no tenía

necesidad del superrealismo y comenzaba a ver, por otra parte, la trivialidad, el artificio en

que degeneraba al convertirse en fórmula poética” (639). Antes de que se convirtiera en

aquello que más temía, puro manierismo, decide apartarse de este movimiento. En este

contexto, la relectura de Bécquer le otorga la plataforma desde la cual realizar el salto


200

hacia una nueva etapa. Si bien reconoce la importancia del surrealismo para su obra, en HL

hará todo lo posible por distinguir etapas y distanciarse de la tradición francesa, situándola

en condición de inferioridad respecto de la anglosajona: “Cansado de la estrechez de

preferencias poéticas de los superrealistas franceses, cosa natural en ellos, como franceses

que eran, mi interés de lector comenzó a orientarse hacia otros poetas de lengua alemana e

inglesa” (640). Sin embargo y más allá de este distanciamiento que el poeta ostenta, Jordi

Doce sopesa la importancia del surrealismo para estudiar toda la obra de Cernuda, incluso

la que se inicia durante su estancia en Gran Bretaña:

todo análisis de la deuda de Cernuda para con la poesía inglesa debe referirse, ante
todo, al linaje surrealista de su actitud moral y existencial. Esa moral, antepuesta o
superpuesta a un anhelo profundo de equilibrio y mesura clásica que está detrás de su
pasión por la norma literaria renacentista, le empuja corriente arriba por el río del
romanticismo y le entrega las herramientas de análisis e introspección crítica que
harán de su obra madura el testimonio de una conciencia en perpetuo conflicto
consigo misma y con su entorno, algo que la singulariza entre la de sus
contemporáneos (304)

Esto significa que la escritura de Cernuda no hubiera sido lo que es, si no hubiera

transitado los caminos de la literatura francesa y por más que el poeta intente circunscribir

su importancia a un momento, es posible ver cómo esa radical sacudida interior que le

causa el surrealismo, produce un giro definitivo tanto en su trayectoria literaria como vital.

3. El magisterio de los anglosajones

Luego del surrealismo, la relectura de Bécquer lo retrotrae al romanticismo europeo

(639), principalmente en la línea alemana, durante la escritura de dos poemarios: Donde

habite el olvido e Invocaciones a las gracias del mundo (cuyo título fue reducido luego a

Invocaciones). Es durante la escritura del segundo, que gracias al trato con el poeta alemán

Hans Gerber en Madrid, puede aprender alemán y emprender la lectura y la traducción del

poeta alemán que más impactará en su itinerario: Hölderlin (una vez más relaciona el

ingreso a la obra de un poeta directamente con el aprendizaje de su lengua), según señala

en HL (640-641). En la hermosura poética de sus textos, Cernuda afirma haber descubierto


201

“no sólo una nueva visión del mundo, sino consonante con ella, una técnica nueva de la

expresión poética” y un “conocimiento [que] ha sido una de mis mayores experiencias

como poeta” (641). Señala incluso una influencia técnica directa del alemán en el uso del

encabalgamiento (650), que le permite reflexionar sobre la importancia del ritmo de la

frase por sobre el ritmo del verso, idea que, además, abona la especulación en torno a la

necesaria unión entre poesía y pensamiento o filosofía, que marcará la poética cernudiana y

que pretenderá plasmar en sus versos. De hecho, para Talens (AAVV 2002), Cernuda tiene

con Hölderlin una relación mucho más estrecha de lo que parece, por la capacidad del

alemán de “convertir la escritura poética en una filosofía del pensamiento basada, no en la

racionalidad, sino en otra forma de raciocinio” (66). Gracias a Hölderlin, Cernuda habría

conseguido “pensar el mundo poéticamente, pensar el mundo filosóficamente”, “de manera

no reductible a la razón instrumental” (66). Esta admiración declarada en HL se condice

con lo observado en los otros textos de nuestro corpus, en los que, además, de esta

coincidencia en el modo de pensar la relación poesía-filosofía, se presentan otras de tipo

existencial.

El nombre del poeta alemán aparece tempranamente en la obra en prosa de Cernuda, en

una pieza de 1929, titulada “El indolente” (III 270-303), donde da cuenta de su primer

encuentro con la prosa poética del Hyperion, libro al que también se refiere en “[Poética]”

(III, 64), como ejemplo de esa constitución conflictuada y misteriosa del poeta. Sin

embargo, es en el texto autopoético más importante de su etapa juvenil, en el que la

lectura y la traducción de Hölderlin impacta de lleno: PAL, en sus dos versiones. Allí, el

alemán es presentado como el poeta “consumido” por la fuerza del poder daimónico,

ejemplo heroico del poeta mártir al que Cernuda tratará de asimilarse. Así lo expresa en la

siguiente cita: “¿Quién no recuerda la vida trágica de los grandes poetas? El mismo don

lírico que en ellos habita parece impulsarlos a su destrucción, para llegar a no sé qué
202

indescifrable libertad” (II, 852; Cf. 605). 15 Hölderlin y Goethe (e implícitamente el sufrido

Cernuda) son esos “grandes poetas”, arrastrados a la destrucción por la poesía. Esta

identificación es analizada por Harris cuando indica que en el alemán Cernuda “encontró

un espíritu afín al suyo que iba a ayudar a clarificar sus actitudes, con lo cual la influencia

de Hölderlin representa la confirmación de una línea temática ya emprendida” (Harris

1992: 103). Ya Gil de Biedma en “Como en sí mismo, al fin” advierte la importancia del

conocimiento del poeta alemán en el armado de la mitología personal de Cernuda: “su idea

de la poesía y su idea de poeta están directamente emparentadas con sus ideas acerca de la

obra y de la vida de Hölderin” (1977: 340). En la figura y en la poética del alemán,

Cernuda encuentra cuestiones que le interesan y de las cuales deja constancia en PAL: el

tema romántico de la nostalgia por la unidad paradisíaca perdida; la idea del poeta

desligado de sus contemporáneos, como ser sin función “en tiempos de miseria” y con un

destino trágico, marcado por la fatalidad; 16 la hostilidad por parte de la sociedad que el

poeta experimenta, causada por la posesión del poder daimónico que es, al mismo tiempo,

fuerza y destrucción; la idea platónica de que la realidad está conformada en dos niveles:

uno invisible y superior y otro aparente y engañoso, que el poeta debe combinar.17

También en la “Nota marginal” que acompaña las traducciones del alemán, publicadas en

Cruz y Raya (1935), Cernuda se refiere a la importancia de recuperar los mitos paganos, en

consonancia con la “hermosa diversidad de la naturaleza” y para contrarrestar la “horrible

vulgaridad del hombre” (III, 103); idea que luego le sirve para reafirmar la figura de poeta

en rebeldía respecto de las convenciones sociales, que encarna Hölderlin, pero también el

sevillano acogió:

15
Munárriz, en su prólogo al Hiperion o El eremita de Grecia (1976), señala que “era la fidelidad […] de
Hölderlin a su destino […] lo que admiraba Cernuda. Esa entrega incondicional del poeta a no se sabe qué
fuerzas que hablan por su boca y dictan y ordenan las palabras de sus poemas” (citado en Balzer Haus 165).
16
“¿Para qué poetas en tiempos de miseria” es un verso de la elegía de Hölderlin “Pan y vino”, que da cuenta
de la desaparición de lo divino del horizonte humano y el vacío y los cuestionamientos que esto abre,
principalmente respecto del rol de la poesía y de los poetas. Este verso ha sido interpretado desde diferentes
enfoques (Cf. Caro Valverde 1999: 62ss).
17
Cf. Talens 1974: 13; Juliá 2005; 383; Harris 1992; 103; Jiménez Millán 2004: 52.
203

[En nuestra literatura y en la francesa] los mitos griegos son únicamente un recurso
decorativo; pero nunca eje de una vida perdida entre el mundo moderno y para quien
las fuerzas secretas de la tierra son solas realidades, lejos de estas otras convencionales
por las que se rige la sociedad; reglas prolongadas y ennoblecidas por otros poetas,
pero que alguien como Hólderlin no puede jamás reconocer, a menos de negarse a sí
mismo y desaparecer (III, 104).

En otro texto, incluido en PL, “Goethe y Hölderlin”, da cuenta de la relación conflictiva

entre ambos poetas, a partir de la correspondencia de Hölderlin y de Goethe y Schiller. Lo

curioso de este texto es que más que estudiar las coincidencias o diferencias estéticas entre

ambos poetas se centra en la torpeza de Hölderlin al tratar con Goethe y cómo le acarreó la

antipatía de éste:

La torpeza de Hölderlin fue ciertamente considerable; pero raros serán quienes,


estando en sociedad, no hayan cometido alguna vez, por distracción, por falta de
mundo, error semejante, aunque no con respecto a alguien como Goethe, al menos con
respecto a alguien que podía ayudarles en la vida, como Goethe pudo ayudar a
Hölderlin y nunca le ayudó (II, 529).

En la generalización, es posible advertir que Cernuda está refiriéndose indirectamente a

su propia situación inicial y al reproche de no haber sido apoyado por los poetas mayores

de su generación. En definitiva, el alemán representa para Cernuda el modelo de artista

verdadero, que debe pagar con un alto precio la fidelidad a su vocación poética, y

encabeza, de este modo, la lista de los “héroes románticos, héroes trágicos por excelencia”,

compuesta también por Byron, Keats, Baudelaire, Bécquer, Rimbaud y en definitiva, él

mismo (58). La figuración de poeta víctima encuentra en el alemán un modelo expresivo,

de modo que, como en otros casos ya mencionados, la preferencia no es sólo literaria o

filosófica, sino también vital. 18

Por otra parte, el contacto con otras personalidades alemanas le permiten expandir

principalmente su interés y reflexión en torno al vínculo entre poesía y filosofía, que

mencionamos, tal como se observa en las múltiples y variadas referencias a filósofos, de

los cuales toma citas, ideas o impresiones de lectura, como Fichte, Niestzsche,

18
Cf. Teruel 2013: 36-27.
204

Schopenhauer, Kierkergaard, Diels, Burnet; o también en la lectura de la correspondencia

entre Goethe y Eckermann o entre Goethe y Schiller. Esta asiduidad con la que Cernuda

parece haber leído y estudiado textos filosóficos colabora con la consolidación de un

diálogo fluido entre su teoría estética y diversas perspectivas filosóficas.

Siguiendo esta línea poética, Cernuda entraría de lleno en lo que Silver llama un

“romanticisimo a destiempo” (19) o “romanticismo restitutivo” (21), cada vez más

distanciado de la tradición española y más en consonancia con la poesía anglosajona a la

que se suma la figura del italiano Leopardi (II, 643). Esta asimilación al movimiento

romántico europeo sería el aporte más importante y decisivo del sevillano a la poesía

española (Barón 92). 19

Esta serie literaria de cuño romántico en la que el poeta pretende insertarse, se completa,

de forma definitiva, en contacto con la lengua y la poesía inglesas, principalmente a partir

de su estancia en Gran Bretaña (iniciada en 1938). Como ya observamos, el Cernuda

maduro de HL valora en términos positivos y decisivos esta experiencia para su vida y su

poética: “Si no hubiese regresado, aprendiendo la lengua inglesa y, en lo posible, conocer

el país, me faltaría la experiencia más considerable de mis años maduros” (645). Según él,

esta estancia británica “corrige” y “completa” tanto en su vida como en sus versos lo que

19
Contrariando la mayoría de las líneas críticas y las “indicaciones” del mismo Cernuda que marcan el
contacto con la tradición inglesa como el punto de inflexión de su trayectoria, Berit Balzer Haus (2005)
indica que ese cambio se produjo por las lecturas de los románticos alemanes: “El resdescubrimiento del
romanticismo [a través de la figura de Bécquer] […] corrió parejo con unas pormenorizadas lecturas de los
románticos alemanes. Unos y otros referentes estéticos imprimieron por tanto un decisivo giro a la actividad
creativa y lírica de Cernuda. Antes y después de ese punto de inflexión –las fechas de los primeros contactos
con pensadores alemanes son en algunos casos imposibles de fijar-, leyó a una variedad de escritores, de los
que surgen referencias esporádicas en sus escritos. Si algo ya conocía de Goethe, Schiller y Novalis, no
sabemos, sin embargo, con exactitud qué obras o partes de obras. En cuanto a referentes germánicos, también
menciona Cernuda en su prosa en alguna ocasión a Kant, Winckelmann, Schelling, Fichte, Hegel,
Schopenhauer, Nietzsche y Freud; a Bach, Mozart, Beethoven, Schubert y Wagner; a Lessing, Jean Paul
Richter y E.T.A. Hoffman, lo cual no hace más que corroborar la amplia formación cultural que poseía”
(157). Es interesante este aporte en cuanto da cuenta, de manera completa, de las influencias alemanas que
tienen lugar en la poesía y poética de Cernuda. Sin embargo, consideramos que es necesario ver su obra
como un todo integral en la que cada precursor elegido, cada movimiento asimilado, cada lectura produce
cambios y reconfiguraciones. Por eso, no creemos adecuado adscribir a la teoría del “giro definitivo” de la
obra cernudiana, ya sea por su contacto con el surrealismo, con el romanticismo alemán o con el
romanticismo inglés, sino que proponemos pensarlo más bien como una evolución en la que las obras
abrevan, de diferente forma y con intensidades diversas, del caudal poético total que el escritor adquiere en el
trato con sus precursores.
205

necesitaba ser corregido y completado, casi al modo de una pieza de rompecabezas que no

se sabía perdida, pero al hallarla le da coherencia final al todo. Por eso, también interpreta

teleológicamente este encuentro con la poesía inglesa como aquello para lo que estaba

preparado (casi predestinado), aún sin saberlo: “Creo que fue Pascal quien escribió: «no

me buscarías si no me hubieras encontrado», y si yo busqué aquella enseñanza y

experiencia de la poesía inglesa fue porque ya la había encontrado, porque para ella estaba

predispuesto” (645). 20 Aunque como ya vimos, como indica en “Unidad y diversidad”

(1932) ya había leído a figuras como Byron, Shelley y Keats y ponderaba esta tradición

inglesa, como “el ciclo lírico más alto con que cuenta la poesía” (III, 57). 21 Por eso, más

que una epifanía, lo que esta estancia le permite es un trato más directo y frecuente con las

obras de esta tradición, gracias a su acceso a las bibliotecas de las universidades para las

que trabaja como profesor (648). 22 Esta inmersión en la obra y la cultura de los poetas

ingleses no hace más que profundizar su altísima valoración de este fenómeno cultural,

sobre el que vuelve en el Prefacio de PPLI:

La riqueza y variedad de la poesía inglesa en cada una de sus épocas no tiene igual en
literatura alguna; en ella las épocas se suceden sin esos períodos muertos que en otras
ocurren. No bien conocida por los lectores extranjeros, pocos se dan cuenta de que la
poesía inglesa es una de las glorias mayores del arte occidental (255).

20
Esta predisposición es la que toma Valente en su ensayo “Luis Cernuda y la meditación” para afirmar que
la poesía meditativa practicada por el sevillano, fuertemente influenciada por la poesía inglesa de los
metafísicos, entronca directamente con la tradición española áurea, relación que el mismo Cernuda había
sugerido en su ensayo sobre San Juan: “Sería curioso relacionar nuestra poesía mística y nuestra poesía
gongorina con el grupo de poetas metafísicos ingleses del siglo XVII […] ¿Existirían entre unos y otros algo
más que afinidad fortuita?” A esta pregunta, Valente dará una posible respuesta en su texto: "Una nota sobre
relaciones literarias hispano-inglesas en el siglo XVII”, incluido en La piedra y el centro (2008: 349-364).
21
En “[Poética]”, la versión de 1934, menciona a Byron, Shelley y Keats; junto a Teócrito, Goethe y
Hölderlin. En el Epistolario, en 1928, describe su propio estado de ánimo como “tristeza byroniana” (151).
En una carta del 10 de octubre de 1938, le confiesa a Edward Sarmiento: “Shelley, que yo admiraba mucho
[antes de su estancia británica], ahora que lo comprendo mejor me interesa menos” (259).
22
Quizá Cernuda quería indicar que si bien ya conocía la obra de algunos ingleses (como Byron o Shelley), a
partir de su estancia en Inglaterra leyó los versos de aquellos poetas que más le impresionaron como
Coleridge, Wordsworth, Yeats, etc. En relación con esta posible división, Octavio Paz señala dos etapas o
grupos de influencia de la poesía inglesa en Cernuda: por un lado Blake y Keats (y podríamos sumar a
Shelley), a quienes Cernuda admiró desde su juventud, pero “pertenecían a lo que podría llamarse su mitad
demoníaca o subversiva: alimentaron su rebeldía moral”; por otro lado, el interés por Wordsworth,
Browning, Yeats y Eliot (podríamos agregar a Coleridge) tiene que ver, para el mejicano, con una
“conciencia estética” (178), porque en las reflexiones de estos últimos es donde Cernuda encontró muchas de
los respuestas a sus preguntas sobre la naturaleza de la poesía (en su sentido más amplio).
206

Vemos cómo construye así el objeto “poesía inglesa” en un lenguaje hiperbólico de

admiración y alabanza. Y en esta operación, por un lado, opone esa excepcionalidad a las

carencias de otras literaturas, en las que podemos incluir principalmente a la española y a

la francesa, en las que identifica lo que él considera un defecto: “….acostumbrado al ornato

verbal, barroco en gran medida, de la poesía española, que de manera sutil me parecía

repetirse en la francesa, me desconcertaba no hallarlo en la inglesa…” (HL: II, 646). Por

otro lado, pone de manifiesto el poco conocimiento de esta poesía por parte de la masa de

lectores españoles, lo cual supone otorgarle un carácter sino superior, por lo menos, de

distinción o excepcionalidad al grupo de aquellos que leen asiduamente este corpus (entre

ellos, él mismo). La poesía inglesa le otorga, por un lado, postulados estéticos que

responden a sus propias inquietudes, como por ejemplo, la necesidad de prescindir de un

lenguaje ampuloso, de un esteticismo artificial; por otro lado, profundiza su construcción

como poeta extranjero, alienado respecto de una tradición propia, que busca sus “padres

adoptivos” en otra serie literaria. En HL, a medida que avanza en su derrotero literario, irá

indicando qué elementos concretos le deslumbraron e intentó incorporar a su propia poesía:

Pronto hallé en los poetas ingleses algunas características que me sedujeron: el efecto
poético me pareció mucho más hondo si la voz no gritaba ni declamaba, ni se extendía
reiterándose, si era menos gruesa y ampulosa (646).

Este efecto poético (que tempranamente ya había señalado como rasgo distintivo de

Bécquer) lo encuentra intensificado en los ingleses, como un modo de contrarrestar la

ampulosidad, el barroquismo verbal, la artificiosidad lúdica (el “purple patch” o “lo

superfino de la expresión” [646]), que tanto denuesta en la poesía española. En HL, se

refiere también a su interés por el monólogo dramático de Browning, como modo de

objetivar la experiencia (evitando la falacia patética o “engaño sentimental” [646]); pero

también señala su afinidad con la producción crítica de estos poetas en cuanto antecedentes

de su propio quehacer: Dr. Johnson, Coleridge, Keats y Arnold (647); y podríamos agregar

a Eliot, aunque no lo menciona. En ellos, descubre la importancia de la relación íntima y


207

profunda entre el ejercicio poético y el ejercicio crítico y cómo éste se nutre de aquél. De

hecho, en el Prefacio de PPLI, da cuenta del hecho de que este contacto profundo y

sostenido con la poesía inglesa es “fruto de la experiencia personal” y se fundamenta en la

coincidencia de inquietudes estéticas: “a los poetas ingleses les ha interesado siempre,

acaso más que a los de otros países, reflexionar sobre las cuestiones concernientes a la

esencia íntima del arte que practicaban y, por tanto, sus reflexiones son consecuencia del

uso de la poesía” (255).

De este modo, estas lecturas resultan para Cernuda “uno de los mayores sustentos

creativos e intelectuales” a partir de 1938, pues en estos poetas encuentra “modelos críticos

sumamente satisfactorios” (Maristany 40), que si bien dejan su huella en sus versos, es en

su ejercicio crítico donde hacen mella especialmente (sobre todo, el ejemplo de Coleridge).

Si para los ingleses, “el ensayo sobre la propia obra, la exposición del pensamiento poético

y de la biografía literaria personal se conciben como parte de la labor crítica”, Cernuda

seguirá el mismo camino y hará de la crítica “sobre todo, pensamiento, pensamiento de

poeta aplicado a sí mismo y a otros” (Utrera Mocha 2002: 535). De hecho, si observamos

la crítica cernudiana podremos notar el entrecruzamiento de estos tres ejes (la propia obra,

el pensamiento poético y la biografía literaria), que constituyen la trama discursiva. De este

modo, propone un modo nuevo de hacer crítica en la literatura española, aportando una

“visión singular, no meramente subjetiva, capaz de situar las elecciones y los juicios en un

orden teórico sólido y sistemático” (536), que se corresponde con la figura de crítico que

elabora (tal como vimos en el capítulo 1). 23

Finalmente, hay que destacar dentro de esta tradición, una figura cuya influencia es

fundamental y constante en la configuración total de Cernuda como artista: T. S. Eliot. Si

23
Utrera Mocha continúa explicando esta novedad: “[Cernuda] se sirve de la crítica para reflexionar sobre sí
mismo y sobre el tipo de poesía que le interesa, abriendo así, el camino a una literatura que pone en
entredicho buena parte de los procedimientos y hábitos literarios anquilosados de la lírica española de su
tiempo” (Utrera Mocha 2002: 536).
208

bien es su contemporáneo temporal, funciona como su precursor en tanto poeta y crítico,

pues Cernuda se nutre principalmente de las obras publicadas hasta la década del ´40.

Según Maristany, son tres los ensayos que ejercen un importante influjo en la constitución

definitiva de la poética cernudiana: “Tradition and the Individual Talent” (1920), “The

Methaphysical Poets” (1921) y “Yeats” (1940); y dos obras poéticas: The Waste Land

(1922) y Four Quartets (1943). Por otro lado, el nombre de Eliot es el que más aparece en

su Epistolario, valorado como poeta y/o como crítico. En una carta del 2 de mayo de 1943,

a Nieves Mathews (a quien no le gustaba Eliot aparentemente), Cernuda le dice:

¿Por qué no te gusta Eliot? Yo temo dar apreciaciones sobre contemporáneos por
diversas razones, egoístas y generosas, pero creo que probablemente [Eliot] es uno de
los poetas hoy vivos que más posibilidades tienen de que mañana siga
considerándosele como tal poeta. Y es también, al mismo tiempo, crítico excelente.
Creo que debes leer sin dejarte seducir por él (aunque tiene muy poco de seductor),
porque gana al releérsele, como casi todos los poetas verdaderos (341)

En una “Declaración estética” que envía a Camilo José Cela en 1959, describe el oficio

del poeta con unos versos de la sección V de Four Quartets (691). Y en una carta a Derek

Harris, del 21 de mayo de 1962, indica la procedencia de la noción de “equivalente

correlativo” que utiliza en HL: “es frase muy conocida de ensayo de Eliot. Como mis

libros están ya en Los Ángeles, no puedo decirle en qué ensayo ocurre…” (1037).

Sin embargo, el único contacto (indirecto) que tienen no es éxitos, pues en 1947 Eliot

rechaza publicar la traducción de tres poemas de Cernuda (“Lázaro”, “Cementerio en la

ciudad” e “Impresión de destierro”), afirmando: “Now I have read the Cernuda, and I got

the impression that he is an interesting poet. That is to say, I can see in the translations

something of what inspired your interest in the original. But I don´t feel that the translation

in themselves are very exciting” (Epistolario: 427n). Aunque no queda claro si el problema

son los poemas o la traducción, Cernuda lo toma como algo personal, fiel a su costumbre.

Jiménez Heffernan (1998) se refiere al conflicto interior que seguramente el sevillano

experimentaba respecto del angloamericano, pues lo fascinaba y a la vez, en cierto modo,


209

lo odiaba (294). Esta tensión se observa en otra carta a Derek Harris, de diciembre de

1962, donde asegura: “T. S. Eliot es poeta que admiro y cuya obra conozco bien. Alguna

vez le oí como conferenciante, por ejemplo, hablando sobre The music of poetry, en 1942

en la Universidad de Glasgow. La persona me ha repelido” (1081).

Maristany rastrea otros motivos de desacuerdo de Cernuda con su precursor: no le

interesan sus escritos sociales, políticos o religiosos; no le cae bien el hecho de que sea una

figura privilegiada del mundo de habla inglesa; tampoco acuerda con él en la valoración

del romanticismo inglés, ni en el sentido que le termina otorgando a la palabra “tradición”

como “ortodoxia” (II, 43). Más allá de esto, las afinidades son más fuertes, porque Cernuda

logra sobreponerse a las cuestiones extra-literarias para quedarse con un Eliot que lo

deslumbra.

Ahora bien, en contraposición con esa aparición reiterada en el Epistolario, nos

encontramos con la ausencia del nombre del inglés en la obra ensayística de Cernuda, con

excepción de un único texto titulado “Mr. Eliot y Goethe”, en el que critica su forma de

acercarse al poeta alemán. Sin embargo, es posible rastrear, tal como lo ha hecho la crítica,

la huella eliotiana en muchas de las afirmaciones de Cernuda en torno al poeta y a su

praxis. Ya Octavio Paz señala que “Eliot fue el escritor vivo que ejerció una influencia más

profunda en el Cernuda de la madurez” (179). Sirvan como ejemplo de esa influencia los

siguientes puntos analizados por la crítica: la idea de que el crítico debe reconstruir la

propia tradición, estableciendo un orden nuevo de poetas y de poemas (Cf. Paz 1076: 179;

Maristany 1994: 44; Jiménez Heffernan 1998: 295); fundar un nuevo estilo de hacer crítica

con precisión y objetividad, evitando el impresionismo y dando argumentos fuertes de sus

posiciones (Cf. Paz 179; Maristany 45); la doctrina de la impersonalidad poética (Cf.

Hughes 2004: 100); el uso del “equivalente correlativo” (sobre el que volveremos luego) y

su consecuente noción de experiencia (Cf. López Castro 2003; Doce 2005); entre otras.
210

Algunas de estas cuestiones ya se encontraban latentes en los textos del joven Cernuda.

Por ejemplo, el cuestionamiento del canon consagrado y la posibilidad de armar uno nuevo

aparece en las primeras prosas del sevillano, “Matices”, donde la resistencia a aceptar lo

establecido por el establishment y la propuesta de una nueva mirada supone uno de sus

mejores logros como crítico. Más tarde, esta idea parece haberlo sostenido en su tarea, a

pesar del rechazo que experimentaba por parte de sus colegas, pues la posibilidad de un

reordenamiento del canon abría la chance de un reconocimiento futuro de su obra, lo que

de hecho sucedió. En definitiva, Eliot es uno de los artistas que Cernuda más admira y al

que atribuye palabras de elogio poco comunes en la obra del sevillano, aun cuando tuviera

una relación conflictiva con la persona. Es testimonio de esto la valoración que expresa en

la entrevista con Jaime Tello:

Creo que Eliot es sin duda el más grande de todos [los poetas ingleses de la
actualidad] y uno de los grandes poetas del mundo. Especialmente su última obra,
Cuatro Cuartetos es de una trascendencia extraordinaria y en ella donde Eliot se ha
logrado mejor desde el punto de vista del lenguaje (III, 788).

En definitiva, a partir de su exilio británico, Cernuda afianza su conocimiento y su

asimilación de las lecciones que aprende en los románticos ingleses. Esto repercute, de

modo decisivo, en su obra de creación y crítica, así como en los postulados de su poética,

reafirmando un movimiento que ya se había iniciado al calor de los primeros contactos con

los ingleses (y también con los alemanes), antes de 1938. 24 Por eso, no acordamos con la

propuesta de Brian Hughes (2005), quien afirma que la relación con los ingleses fue de

“coincidencia” más que de “influencia” aduciendo que cuando escribe Donde habite el

olvido e Invocaciones todavía no había leído a los ingleses. Ya señalamos que para 1932

24
Cf. Doce: “[Hay que leer HL como] el relato de la influencia que la tradición poética inglesa tuvo en Luis
Cernuda, influencia que si bien confirmó ciertas inclinaciones latentes de su poética, no por ello fue menos
decisiva” (2005: 255). Jiménez Heffernan afirma que la lectura de la poesía y el ejercicio crítico de los
escritores ingleses “determinó sus hábitos de pensamiento” (1998: 294). Consideramos que hablar de
“determinación” es demasiado, si tenemos en cuenta que había cierta predisposición en Cernuda (por su
recorrido existencial y literario) que lo llevó a admirar y seguir a los ingleses. Por eso, preferimos hablar de
“influencia”.
211

tenía algunas lecturas de esta tradición; además, ya conocía de sobra a otros románticos

europeos (Hölderlin, Leopardi, Novalis), cuya teoría estética se encuentra cercana a la

versión inglesa. 25 Por otro lado, como ya vimos, puede descubrir y hacer propio ese aporte,

porque antes ha vivido plenamente las propuestas vitales y morales del surrealismo, pero

también porque ha abrevado de una tradición española en la que es posible hallar

elementos de coincidencia con esta línea.

Por eso, proponemos pensar este vínculo como un recorrido de ida y vuelta: Cernuda

profundiza en la línea inglesa, porque ya conocía algunos ejemplos que lo atraían y en los

que coincidía estéticamente; y si bien ese estudio detenido influye en el desarrollo de su

obra, al reconstruir su recorrido literario en HL, exagera ese encuentro dándole el estatuto

de una epifanía, que habría producido en sus versos un giro radical (algo que no se puede

observar tan claramente en el análisis de su poesía). Por ello, la poesía inglesa le habría

dado una tradición que validaba sus propias preferencias literarias (como afirma Harris),

que le daba una baraja donde insertarse como “naipe cuya baraja se ha perdido” y que le

permitía “legitimar sus experimentos”, de modo que su devoción por la tradición poética

inglesa sería parte de una serie de “ejercicios estratégicos” para adscribirse a ella (Jiménez

Heffernan 1998: 293); además de distinguirlo de sus contemporáneos españoles que

supuestamente no conocían, no entendían o no se interesaban por la poesía inglesa,

acentuando la polémica que establece con el campo literario español y reforzando su

imagen de escritor incomprendido y aislado. Así construye su genealogía literaria, teniendo

en cuenta la tradición que le corresponde como español (que es inevitable), pero situando

25
Hughes (2004) también afirma, leyendo PAL, que en 1935, Cernuda ya habla de la necesidad de modular
la voz en poesía y que el poema permanezca bajo el control de la imaginación; sin embargo, elige como
ejemplificación uno de los fragmentos que Cernuda agrega a la versión de 1941, cuando ya hace tres años
que vive en Gran Bretaña: “El instinto poético despertó en mí gracias a la percepción más aguda de la
realidad…”, que ya hemos citado. Justamente el agregado no es ingenuo: ha redireccionado su poética y su
quehacer en función de sus nuevas lecturas (97).
212

en el centro de esta línea la poesía inglesa, en una operación ostensiva y singular de

adscribirse a una tradición que no le pertenece por linaje “de sangre”, sino por elección.

2. El “credo poético” de Cernuda

Confieso mi recelo a las definiciones, porque el tiempo se


encarga de que nuestro pensamiento sobrepase las
definiciones que hicimos. Además, ese poder daimónico a
que aludo está estrechamente unido a mis creencias poéticas,
y ni lo daimónico ni lo poético pueden definirse (HL, II,
655)

A pesar de las incoherencias y las imposibilidades que Cernuda declara en el epígrafe

que elegimos, trataremos en esta sección de reconstruir sus “creencias poéticas”

explicitadas conscientemente en sus autopoéticas, distinguiendo etapas y relacionándolas

con la serie literaria a la cual pretende adscribirse en cada momento. Para entender este

credo estético, hay que advertir, en principio, que se encuentra fuertemente cruzado por el

romanticismo y específicamente a partir de su exilio, por la vertiente inglesa. Esto surge

del hecho de que Cernuda concibe el romanticismo de dos modos: como el movimiento

histórico que aparece en el siglo XIX, hito de nacimiento de la “poesía moderna” (III, 66-

67); y por otro lado, como un hecho eterno, una forma de concebir el mundo y al hombre,

que incluye la participación de un “espíritu diabólico que se divirtiera, a través de los

tiempos, asaltando a determinados individuos, haciendo resonar en ellos esa vibración

particular, esa extraña conmoción vital que siempre le caracterizan” (III, 67). Este segundo

modo amplía la noción extendiéndola a horizontes temporales diversos y le permite a

Cernuda postularse indirectamente, en pleno siglo XX, como un artista romántico, en la

línea de los poetas europeos que admira.

En una primera etapa (previa a su exilio), la ideología estética se presentará de un modo

más bien vago y asistemático y será la noción de “poder demoníaco/daimónico” la que


213

impere. Recapitulamos aquí las ideas más importantes que desarrollamos en el capítulo 1.

La realidad es incognoscible y lo que vemos es sólo apariencia, elaborada por los hombres

para su tranquilidad (III, 47). Sin embargo, el poeta, dotado fatalmente del poder

daimónico, puede intuir aquella realidad escondida (la verdadera) y por ello, la persigue,

tratando de fijarla en sus versos para satisfacer su deseo de ella, empresa en la que

finalmente fracasa: “El poeta intenta fijar el espectáculo transitorio que perciben su cuerpo

y su espíritu” (II, 851). Esto produce, por un lado, un sentimiento de hostilidad hacia esa

realidad y por otro, un conflicto con la sociedad que lo rodea, que no lo comprende, que lo

constriñe: “los demás le estiman mal” (III, 48); por eso, es, en definitiva, un

“revolucionario” (II, 851). Este conflicto, a la vez exterior e interior, es la causa de que la

constitución del poeta sea fundamentalmente contradictoria: “Es de nieve por fuera y de

llama por dentro” (III, 48). De este modo, este espíritu misterioso distingue al artista de

sus contemporáneos y lo hace ser un extraño, un “extranjero”, como es el caso de Shelley,

Baudelaire, Hölderlin, Beethoven o Luis de Baviera (III, 68), y en definitiva, de Cernuda

mismo. Además, este poder arrastra al poeta a su propia destrucción. Su servicio a la

poesía que ejerce es parte de este destino fatal que le cabe (III, 16) y al cual no puede

responder más que con heroísmo, para “realizar exteriormente la curva que un indivisible

poder demoníaco parecía haberle asignado” (III, 53), pues sabe de antemano que no tiene

otro final que el fracaso y la incomprensión de la sociedad en la que vive.

A partir de estas nociones iniciales, el joven Cernuda trata de definir en qué consisten

la poesía y el poema, con expresiones igualmente vagas e indefinidas. En “Anotaciones”,

con fecha del 23 de agosto de 1927: “…la Poesía no es esto ni aquello. Esto y aquello no

se excluyen, si existen, verdaderamente, como aspiración hacia la Poesía” (III, 753). Dos

años más tarde, en “Paul Éluard”, define el poema como “algo cuya causa, a manera de

fugacísima luz entre tinieblas eternas o sombra súbita entre la luz agobiadora, permanece

escondida; ya es bastante difícil la huella incierta, falsa a veces, no importa, para buscar
214

además el cuerpo invisible negado eternamente” (III, 15). En medio de esta incertidumbre,

el poeta es, entonces, “un buen conductor de poesía”, pues sólo es posible “conocer la

poesía a través del hombre” (III, 15). En “El espíritu lírico”, ya influido por el surrealismo,

las definiciones contienen el mismo grado de imprecisión: “…un poema es casi siempre un

fantasma, algo que se arrastra lánguidamente en busca de su propia realidad. Ningún sueño

vale nada al lado de esta realidad, que se esconde siempre y sólo a veces podemos

sorprender. En ella poesía y verdad son una misma cosa” (48).

En este contexto, las palabras traicionan (II, 852; III, 16), no significan lo que el poeta

quiere expresar, resultan insuficientes. Por lo tanto, la pompa y el ornato (que Cernuda

advierte en la literatura española) no hacen otra cosa que entorpecer aún más esta búsqueda

de la verdad en el poema. Por eso, pondera como mérito del romanticismo en sentido

amplio el haberse librado “de la pompa, del ornato que como vano ramaje rodeaba con sus

anchas hojas decorativas el cuerpo esbelto y ligero de la poesía” (III, 69; Cf. III, 16). 26

Esta poética inicial se ve enriquecida, matizada y definida a partir de 1940. La segunda

versión de PAL nos permite advertir este cambio y observar cómo su trato con la tradición

y la poesía inglesas impacta de forma directa en sus postulados estéticos. En ese sentido, la

noción de “poder daimónico” cederá su lugar a la de “instinto poético”, como parte

constitutiva del poeta. Este concepto, de raíz eminentemente romántica, 27 que había sido

sugerido anteriormente pero no precisado, se despierta en el sujeto “gracias a la percepción

más aguda de la realidad, experimentando, con un eco más hondo, la hermosura y la

atracción del mundo circundante” (II, 602). Es este instinto poético, como movimiento

interior, el que le exige salir de sí mismo y fundirse con “el vasto cuerpo de la creación”.

26
Por este motivo, no es extraño que el sevillano afirme con seguridad que Garcilaso o San Juan de la Cruz
son “románticos” y no pueda adjudicarle esta característica tan certeramente a Bécquer (III, 15; III, 55). Se
observa aquí, una vez más, su reticencia a aceptar lo dado sin más y su búsqueda de nuevos parámetros de
evaluación de los artistas y de las convenciones historiográficas de la literatura.
27
C. M. Bowra (1972) define la noción de intuición como concepto clave de la poética romántica: “Insisten
en que [la imaginación] revela una forma importante de verdad. Creen que, al actuar la imaginación, ve cosas
para las que la inteligencia ordinaria es ciega, gracias a una íntima percepción o intuición. La imaginación y
la intuición son inseparables y constituyen, para todos los efectos prácticos, una sola facultad” (19).
215

Este deseo de unión y de reconciliación con la Naturaleza experimentado por el poeta,

también de raigambre romántica, es germen de la poesía (Silver 2004: 17; Harris 1992).

Pero estar en el mundo implica para el poeta una existencia separada e incompleta que le

provoca dos movimientos opuestos respecto de la realidad: atracción y rechazo, regidos

ambos por la lógica del deseo:

El deseo me llevaba hacia la realidad que se ofrecía ante mis ojos como si sólo con su
posesión pudiera alcanzar certeza de mi propia vida. Mas como esa posesión jamás la
he alcanzado sino de modo precario, de ahí la corriente contraria de hostilidad ante el
irónico atractivo de la realidad (II, 602).

Deseo vs. realidad, apariencia vs. verdad serán los polos entre los que se dirima la vida

y la escritura de Cernuda-poeta. Es por eso que, bajo la égida de Fichte y otros filósofos

idealistas, afirmará que “la realidad exterior es un espejismo y lo único cierto mi propio

deseo de poseerla”, lo cual le da pie para definir “la esencia del problema poético” como

“el conflicto entre realidad y deseo, entre apariencia y verdad, permitiéndonos alcanzar

alguna vislumbre de la imagen completa del mundo que ignoramos” (II, 602). 28 De este

modo, el arte se convierte en una vía media entre la abstracción filosófica o metafísica y la

materia, de modo que “la tarea del arte consiste tanto en corporeizar la entelequia como en

espiritualizar la materia” (III, 161). 29 Y el poeta se constituye como un ser especial,

diferente a los otros hombres, que consigue entrar en contacto con el mundo de las

realidades invisibles.

En esta búsqueda de la verdad, escondida en el fondo de las apariencias, radica tanto la

dimensión ética de la poesía de Cernuda, sobre la que luego volveremos, como su

28
También la noción de instinto poético, el conflicto entre el deseo y la realidad y la naturaleza de este poder
daimónico que posee al poeta al modo de un fatum lírico, corresponden, como indica Pozuelo Yvancos
(2004: 149) al sistema filosófico neoplatónico de Fichte y de Schelling. A la vez que expresa su teoría
estética, se constituye como poeta enajenado, pues construye sus textos ensayísticos de tal modo que imbrica
íntimamente pensamiento poético, necesidad lírica y experiencias personales, presentando la poesía como
resultado de una fatalidad, un destino inevitable y una experiencia vital que él mismo padece (150).
29
Insausti señala que este modo cernudiano de considerar lo estético como indagación espiritual y, a la vez,
como satisfacción de la sensibilidad externa, se puede entender sólo desde la angustia romántica: “la escisión
de la conciencia y su agudísimo instinto de unidad por medio de la reconciliación entre contrarios” (261).
216

pretendida adscripción a la corriente que él denomina “lirismo metafísico” y que define

como:

cierta forma de lirismo, no bien reconocida ni apreciada entre nosotros, que atiende
con preferencia a lo que en la vida humana, por dignidad y excelencia, parece imagen
de una inmutable realidad superior. Dicho lirismo, al que en rigor puede llamársele
metafísico, no requiere expresión abstracta, ni supone necesariamente en el poeta
algún sistema filosófico previo, sino que basta con que deje presentir, dentro de una
obra poética, esa correlación entre las dos realidades, visible e invisible del mundo (II,
502).

Si bien este texto no es una autopoética, nos permite observar cómo Cernuda mantiene

una coherencia al proclamar la necesidad de unir poesía y filosofía, tal como ya lo había

expresado en un ensayo de 1931, dedicado a Manuel Altolaguirre, donde señala que la

filosofía y la poesía son “las dos ramas más altas del árbol humano”, las “dos caras de una

misma y enigmática realidad”. Olvidar esta afinidad (como sucede, según su parecer en la

poesía española) produce “la no existencia de la poesía como tal” (III, 31). Estas mismas

nociones son las que hallará en la lectura de los románticos ingleses, pues esta correlación

entre el mundo sensible y el mundo de las realidades espirituales es afirmada ya por Blake,

Coleridge, Worsworth y Keats.

En este contexto, en la versión de 1941 de PAL, otorgará una nueva definición de

poesía como aquella que

fija la belleza efímera. Gracias a ella lo sobrenatural y lo humano se unen en bodas


espirituales […]. El poeta, pues, intenta fijar la belleza transitoria que percibe,
refiriéndola al mundo invisible que presiente, y al desfallecer y quedar vencido en esa
lucha desigual, su voz […] llora enamorada la pérdida de lo que ama (II, 605).

Percepción, presentimiento, intuición, instinto forman parte de un campo semántico que

define el modo en el que el poeta conoce lo real, lo “verdaderamente” real, que se esconde

detrás de las apariencias. En esta operación cognoscitiva, la acción de mirar es el punto de

partida, tal como afirma en “[Presentación a una lectura poética]”, lo que distingue al poeta

es, por un lado, una conciencia más clara del mundo, que la del resto de los hombres (III,

769); y por otro, “la contemplación desinteresada, despersonalizada” de lo real (III, 770).

Esta mirada implica no sólo (ni primeramente) la acción que realizan los ojos, sino que
217

tiene un significado más profundo: el que se desprende, por ejemplo, de la etimología de

“inteligencia”, intus-legere, es decir, “leer dentro” de las cosas, una “percepción más aguda

de la realidad” (II, 602). Esta operación la explica claramente Zubiaur (2002):

La mirada crea el objeto. No la mirada súbdita, reconociente, que atiende al índice


extendido de las convenciones del lenguaje para asentir: “Ah, sí, ya lo veo”. Es la
mirada nueva la que crea objetos, la original -la mirada, valga el tautologismo,
creadora. La mirada poética (103).

También en HL esta mirada será la protagonista del hito decisivo que lo lleve por el

camino de la poesía, principalmente a partir de su tercera experiencia de iniciación poética:

una tarde a caballo por los alrededores de Sevilla, “las cosas se me aparecieron como si las

viera por vez primera, como si por vez primera entrara yo en comunicación con ellas, y esa

visión inusitada, al mismo tiempo, provocaba en mí la urgencia expresiva, la urgencia de

decir dicha experiencia” (II, 626). Esta mirada inaugural es la piedra fundamental de su

vocación poética. De allí parte entonces “la urgencia de decir”, la palabra, los versos. Por

eso, no es posible obviar este modo que Cernuda tiene de concebir la poesía, como una

forma nueva, distinta, más consciente de mirar el mundo y como paso previo al ejercicio

de la escritura.

Estos presupuestos filosóficos y estéticos fundan, en efecto, las opciones formales que,

en HL, el Cernuda maduro manifiesta haber seguido a lo largo de su trayectoria (más allá

de que lo haya logrado efectivamente o no). Uno de los primeros problemas a los que se

enfrenta es la cuestión de cómo expresar lo que permanece en su interior. Así, por ejemplo,

indica que, durante la escritura de Égloga, Elegía, Oda, “no dejaba de darme cuenta cómo

mucha parte viva y esencial de mí no hallaba expresión en dichos poemas” (II, 631).

Pretende, entonces, “hallar en poesía el `equivalente correlativo´ para lo que

experimentaba […]; mas, inhábil para conseguirlo, sus ecos me perseguían como una

advertencia dramática: […] [yo no sabía] decir en poesía esa urgencia de todo el ser” (II,

632). Extrañamente, Cernuda utiliza un concepto de Eliot, a quien leyó en profundidad


218

quince años después de la escritura de estos poemarios, para explicar lo que pretendía

plasmar en sus versos, sin éxito (Doce 2005: 271). Este desfasaje entre la escritura y el

concepto con el que pretende explicarla, sumado al hecho de que no menciona el nombre

del escritor angloamericano, puede ser un indicio de cómo el poeta sevillano pretende

establecer síntomas de esa predisposición que él asegura tener respecto de la tradición

inglesa. Él habría estado tratando de hacer lo mismo que Eliot proponía incluso antes de

conocer su teoría estética, lo cual es difícilmente comprobable para nosotros. Lo que sí es

seguro es que el Cernuda maduro incorpora este mecanismo a su propia poética, en

completa consonancia con los postulados eliotianos, incluso en etapas tempranas de su

producción. Finalmente, parece encontrar una solución para este problema expresivo al

contacto con el surrealismo: “al escribir el poema `Remordimiento en traje de noche´,

encontré de pronto camino y forma para expresar en poesía cierta parte de aquello que no

había dicho hasta entonces” (II, 634).

Otra de las cuestiones expresivas que lo preocupan es la cuestión de la amplitud. Ya

durante la escritura de Égloga, Elegía, Oda “comenzaba yo a concebir, y a realizar, que la

materia poética era susceptible de amplitud mayor que la acostumbrada entre nosotros” (II,

632). Con el poemario Invocaciones, se reafirma esta tendencia: “percibí que la materia a

informar en ellos exigía mayor dimensión; mayor amplitud”. Se suma a esto que se

“sintiera capaz […] de decirlo todo en el poema” (640). Reconoce que esto lo lleva a dos

defectos: por un lado, cierta divagación y por otro, una ampulosidad en la expresión, dos

cosas que reprueba de la literatura española. Pero el logro que le ve a esta elección es la de

haberse liberado de las limitaciones que proponía la “poesía pura”. Esta elección poética,

además de oponerse (como siempre) a las costumbres literarias en la España de la época, le

da pie para liberar el verso y prepararlo para la expresión del pensamiento. Por otro lado,

justifica que sus versos hayan ganado cada vez más extensión hasta llegar a convertirse en

prosa lírica (como sus últimos libros), previendo seguramente posibles objeciones: como el
219

hecho de no ser un género demasiado común en el ámbito hispánico o también por incurrir

en los excesos expresivos que él mismo había denostado.

La cuestión de la amplitud se relaciona estrechamente con la posibilidad de que el verso

albergue un pensamiento poético, consecuencia directa de su concepción del arte como

medio (aunque imperfecto) de acceder a lo real. Si el poeta debe dar cuenta de las

realidades invisibles que presiente (en la línea del lirismo metafísico) y el lenguaje resulta

un instrumento insuficiente, es lógico que al poeta le interese más la expresión de un

contenido (y los problemas que ello conlleva) que la perfección de la forma. Esto supone ir

en contra de dos costumbres de la poesía española de su época: la rima y el estilo signado

por la “garrulería”, la “ampulosidad”, “lo folclórico”, “lo pedantesco”, “lo ingenioso”, en

pos de un ritmo verbal que priorice el pensamiento y una “expresión coloquial” (en

consonancia con los postulados de Wordsworth).

Su reticencia a la rima la declara ya en el período de escritura de Los Placeres

Prohibidos: lo que él quería decir le parecía “más urgente que lo que resultara al seguir los

laberintos de la rima” (II, 635). El Cernuda maduro advierte que esta urgencia lo hace

desembocar en la preeminencia del desarrollo del pensamiento en el poema, por sobre la

expresión, “prefiriendo seguir el hilo de mi pensamiento a dejarme conducir, lejos de él,

por la rima” (636). Y por este camino, reforzará el uso del encabalgamiento: 30

el enjambement, o sea el deslizarse la frase de unos versos a otros, en castellano creo


que se llama encabalgamiento. Eso me condujo poco a poco a un ritmo doble, a
manera de contrapunto: el del verso y el de la frase. A veces, ambos pueden coincidir,
pero otras diferir, siendo en ocasiones más evidente el ritmo del verso y otras el de la
frase. Este último, el ritmo de la frase, se iba imponiendo en algunas composiciones,
de manera que, para oídos inexpertos podía prestar a aquéllas aire anómalo (650).

La reflexión sobre la dinámica entre ambos ritmos (el de la frase y el del verso) lo lleva

a establecer una íntima relación entre “su escasa simpatía por la rima” y su preferencia por

30
El uso inteligente del encabalgamiento es lo que Cernuda exaltaba en la poesía de Aldana: “Aldana parece
buscar en el verso, también como Manrique, un equilibrio entre el ritmo métrico y el ritmo de la frase, bien
visible en su uso del enjambement, de manera que no sea el primero, sino el segundo quien dirija el
movimiento melódico”(II, 511).
220

un lenguaje coloquial: “Igual antipatía tuve siempre al lenguaje suculento e inusitado,

tratando de usar, a mi intención y propósito, es decir, con oportunidad y precisión, los

vocablos de empleo diario: el lenguaje hablado y el tono coloquial hacia los cuales creo

que tendí siempre” (651). Hay que tener en cuenta que en el mismo texto, Cernuda justifica

sus posibles fracasos en el intento de aplicar este postulado estético: “No digo que no se

halle en mis versos excepción a estas preferencias que vengo indicando”; y más adelante,

indica la mortificación que sufrió en este sentido al releer sus versos:

La relectura de mis versos hecha recientemente […] constituyó un ejercicio ascético,


mortificante de la vanidad, ya que pocas composiciones parecían concertarse, y aun en
éstas el concertamiento sólo era fragmentario, con las predilecciones estilísticas y
preferencias expresivas que acabo de indicar (651).

Esta justificación puede ser tomada como un recurso de la captatio benevolentia, pero

es muy probable que Cernuda (con su aguda mirada crítica) realmente haya experimentado

este desasosiego si es que percibió, como parte de la crítica advierte, que se alejaba cada

vez más de sus objetivos. De hecho, por ejemplo, Octavio Paz asegura que “por las

palabras que emplea, casi todas cultas, y por la sintaxis artificiosa, más que `escribir como

se habla´, a veces Cernuda `habla como un libro´” (182). Otros críticos (Doce, Segovia,

Jiménez Heffernan, etc.) también advierten que Cernuda no logra la limpieza retórica que

se esperaría de sus declaraciones autopoéticas.

Lo que nos permite determinar esta preferencia es que, al momento de escribir HL,

Cernuda se hallaba claramente, por lo menos en sus reflexiones teóricas, bajo la influencia

de los postulados de Wordsworth. Para el poeta inglés, utilizar el lenguaje coloquial,

cotidiano de los hombres, dejando de lado la ampulosidad de una poesía artificiosa, será

uno de los modos en que los románticos logren plasmar en sus poemas la realidad íntima

del hombre. Así lo explica el mismo Cernuda al hablar de la poética del inglés: “Su

intención primera es hallar una dicción poética no inventada a capricho por el poeta, sino

imitada del lenguaje real, del lenguaje hablado […] de aquél que, en circunstancias
221

extraordinarias, dicta al hombre su propia emoción (II, 292). Encuentra, entonces, en los

poetas románticos ingleses el modo de que el lenguaje acompañe aquella intuición esencial

punto de partida de lo poético, “lo que todavía creemos esencial” (III, 770), despojándose

de lo superfluo a través del uso del lenguaje común. En clara reminiscencia al “Prefacio”

de las Baladas Líricas de Wordsworth, Cernuda indica en “Presentación a una lectura

poética” (1946):

Quisiera que otros pudieran estimar que nuestra lengua común aparece en mi trabajo
con decoro equivalente al que tienen tantos poetas de la larga y rica tradición nativa.
Sea cual sea la expresión que el poeta adopte, o a él se imponga es siempre la lengua
lo que materialmente más le importa. Yo deseo una lengua precisa mas sin pedantería,
usual mas sin vulgaridad (III, 770-771).

En esta cita, se observa cómo Cernuda expresa su deseo de que esta intención expresiva

que lo obsesiona sea reconocida en su obra: “Quisiera que otros pudieran estimar”; o

también: “Yo deseo”, lo cual supone cierta advertencia de sus dificultades para concretarla

en la práctica, que ya mencionamos.

Consecuentemente a esta aspiración al uso de un lenguaje común, corre la fascinación

que le causa al sevillano la concisión de la poesía inglesa, “el contorno exacto” del poema,

cuyo efecto poético resulta más hondo “si la voz no gritaba ni declamaba, ni se extendía

reiterándose, si era menos gruesa y ampulosa” (646). Nos interesa aquí establecer la

relación entre esta dicción liberada de las limitaciones previas de la extensión, de la rima,

del lenguaje artificioso y la posibilidad de hacer ingresar al verso español el pensamiento,

que el propio Cernuda pretende para su poesía. 31 Si bien la crítica posterior retomó los

postulados estéticos a los que aludiremos a continuación como piedra de toque para fundar,

por un lado, una línea poético-cultural denominada “poesía del pensamiento”, y por otro (y

en contraposición) la llamada “poesía de la experiencia”, podremos ver que para Cernuda

ambos conceptos no se oponen sino que se complementan, como partes del proceso

31
Valente establece esta misma relación entre el equilibrio entre el lenguaje escrito y hablado y la sumisión
de la palabra al pensamiento poético como los dos polos de la poesía cernudiana (2008: 134).
222

poético. Es por eso que evitamos aquí adscribir la poesía del sevillano a una u otra

propuesta, dejando esto para un estudio posterior sobre la recepción del poeta por parte de

sus sucesores.

Desde el inicio de HL, Cernuda organiza la experiencia poética a partir de sus

experiencias vitales, algo que ya advertimos en el devenir discursivo de PAL. Los tres

hitos iniciáticos con los que comienza su texto presentan tres experiencias que lo

prepararán, de uno u otro modo, para el oficio poético. La más importante de ellas es la que

mencionamos más arriba: ese “aparecerse” de las cosas como si las viera por primera vez

que le provoca una urgencia expresiva. A partir de ese momento, sus reflexiones se

dedicarán a indagar la relación entre experiencia y poesía, buscando darle forma teórica a

ese proceso.

Si seguimos el desarrollo del ensayo, veremos que la primera noción que utiliza es la ya

mencionada del “equivalente correlativo”, que deriva de la noción de “correlato objetivo”

de Eliot. Cernuda entiende este mecanismo como la búsqueda de una expresión poética

apropiada para experiencias que impactan directa y fuertemente en sus sentidos: “por

ejemplo, al ver a una criatura hermosa […] o al oír un aire de jazz. Ambas experiencias se

clavaban en mí dolorosamente a fuerza de intensidad, y ya comenzaba a entrever que una

manera de satisfacerlas, exorcizándolas, sería la de darles expresión” (II, 632). Así, el

proceso por el que se presenta el impulso poético, ajeno a su propia voluntad, parte de la

experiencia y su correspondiente necesidad expresiva:

una experiencia implacable, una necesidad expresiva, eran, por lo general, el punto de
arranque […] esos motivos externos eran sólo el pretexto, y la causa secreta un estado
de receptividad, de acuidad espiritual que, en su intensidad desusada, llegaba, en
ocasiones, a sacudirme con un escalofrío y hasta provocar lágrimas, las cuales
innecesario es decirlo, no se debían a la efusión de sentimientos. Aprendí a distinguir
entre lo que pudiera llamar la causa aparente y la causa real de aquel estado a que
acabo de referirme y, al tratar de dar expresión a su experiencia, vi que era la segunda
la que importaba, aquella de la cual debía partir el contagio poético para el lector
posible (II, 638).
223

Al final de esta cita, se suma un actor más en este proceso: el lector. Tenemos, entonces,

la experiencia como punto de partida, el desafío de darle una expresión y la búsqueda de

“contagiar” al lector. Aparentemente, Cernuda encuentra una respuesta de

proporcionalidad y adecuación de esta tríada en su trabajo docente:

Por otra parte, el trabajo de mis clases me hizo comprender como necesario que mis
explicaciones llevaran a los estudiantes a ver por sí mismos aquello de que yo iba a
hablarles; […] también el trabajo poético exigía algo equivalente, no tratando de dar
sólo al lector el efecto de mi experiencia, sino conduciéndole por el mismo camino
que yo había recorrido, por los mismos estados que había experimentado y, al fin,
dejarle solo frente al resultado (645).

Si observamos las palabras que Eliot utiliza en su ensayo sobre Hamlet, veremos que

aparentemente las ideas son muy similares:

The only way of expressing emotion in the form of art is by finding an `objective
correlative'; in other words, a set of objects, a situation, a chain of events which shall
be the formula of that particular emotion; such that when the external facts, which
must terminate in sensory experience, are given, the emotion is immediately evoked (:
145

Sin embargo, hay un problema en la aplicación que Cernuda hace del concepto y que

muy bien advierte Jiménez Heffernan (2004: 84). Cernuda parte de la “experiencia

emotiva”, anterior a la expresión, que moviliza un estado interior de agudeza espiritual y

que luego es proyectada en el poema. Este último pretende, por tanto, a través de una

cadena de elementos poemáticos, generar en el lector la misma emoción que el poeta

experimentó en primer lugar, pasando antes por los mismos estados. En cambio, en Eliot el

punto de partida es exclusivamente poético: no hay nada previo en la vivencia cotidiana;

sino sólo una “niebla de angustias personales en la que se condensaban, súbitamente, las

palabras” (84), la emoción es provocada en el proceso mismo de crear el poema. Por eso,

la cita de éste no habla de elementos exteriores al poema, sino que ingresa en la

explicación de lo que sucede en el proceso mismo de creación (algo sobre lo que Cernuda
224

no se explaya). 32 En lo que sí coinciden es en la pretensión de que el lector experimente la

misma emoción al momento de la lectura: Cernuda habla del “mismo camino” y Eliot, de

“la única forma de expresar” y de “la emoción evocada”, no cualquier emoción, sino esa

misma que experimentó el poeta. Para ambos autores, cada emoción posee, por necesidad,

un modo único de expresión y es tarea (y destreza) del poeta descubrirlo y deber del lector

detectarlo y acatar obediente la orden del autor. Este afán magisterial hace referencia a la

ya expresada pretensión de controlar lo más posible la interpretación de sus respectivas

obras. Frente a este modo de concebir la relación entre experiencia y poema, Cernuda

reconoce dos posibles vicios, que pretende evitar:

[tanto] pathetic falacy […], lo que pudiera traducirse como engaño sentimental,
tratando de que el proceso de mi experiencia se objetivara, y no deparase sólo al lector
su resultado, o sea una impresión subjetiva; otro, como purple patch o trozo de
bravura, la bonitura y lo superfino de la expresión, no condescendiendo con frases que
me gustaran por sí mismas y sacrificándolas a la línea del poema, al dibujo de la
composición (II, 647). 33

La búsqueda por evitar caer en la falacia patética lo conduce a ponderar y tratar de

imitar el ejemplo de los monólogos dramáticos de Browning, con el fin de “proyectar mi

experiencia emotiva sobre una situación dramática, histórica o legendaria […] para que se

objetivara mejor, tanto dramática como poéticamente” (647). 34 El propósito es, entonces,

objetivar lo mejor y lo más posible la experiencia inicial, es decir, universalizarla,

poniendo la expresión (la forma) al servicio del pensamiento (el contenido). Como asegura

Maristany, en esta etapa, Cernuda “aspiraba hacia una poesía capaz de ensanchar y

32
Según Jiménez Heffernan, esta tergiversación que Cernuda hace de la teoría de Eliot produjo después
importantes desvaríos dogmáticos en sus seguidores. Gil de Biedma o Valente sí comprenden la idea
eliotiana y la incorporan, pero luego la confusión de Cernuda generará las infructuosas polémicas que
inundaron el medio literario de la segunda mitad del siglo XX: comunicación vs. expresión y comunicación
vs. conocimiento. (84).
33
Al hablar de la “pathetic falacy”, Cernuda menciona a Ruskin como su creador, aunque con ciertas dudas.
Es efectivamente este escritor británico, quien define este defecto como “la reacción excesiva de una mente
que no logra dominar sus emociones” (citado en Doce 2005: 269)
34
En una lectura poética de 1946, afirma respecto a esta técnica: “…cansado de la subjetividad excesiva de
nuestra poesía moderna, hallé conveniente a veces, en mis versos, suponer un ser ficticio, quien colocado en
circunstancias determinadas pudiera dar voz a mi propia experiencia […] [Se cita aquí el poema
“Quetzalcóalt”]” (III, 770).
225

objetivar la experiencia emotiva, una poesía que no fuera simplemente emanación y aroma

de personalidad” (50). Cernuda hace mucho hincapié a lo largo de HL en esas experiencias

que le producen una urgencia expresiva y casi todas ellas tienen que ver con la visión de un

cuerpo juvenil hermoso (relacionado con el goce y el amor), con la audición de una pieza

musical o con la experiencia del cine, cúmulo de experiencias del que el poeta abreva y

que enriquecen su escritura. Es por eso que encontraremos reiteradas referencias a estos

tres ámbitos a lo largo del texto.

El segundo vicio tiene que ver con su desprecio por el ornato del lenguaje, al que ya nos

referimos, pero también con la idea de que el poema es una estructura total, en la que cada

elemento tiene una función y aporta algo singular. No debe haber elementos superfluos que

respondan únicamente a motivos sonoros o de preciosismo expresivo, sino que cada unidad

se corresponde con el armado total del poema y está allí por necesidad. Esto está en

estrecha relación con la noción romántica de “forma orgánica”, que subyace en la obra de

Cernuda. 35 Esta idea del poema como unidad total supone que el poeta “explor[e] todas las

ramificaciones, las posibilidades del tema, y las siga, relacionándolas dentro de la

composición, para que un poema adquiera existencia” (653). Los elementos del poema,

entonces, se vinculan entre sí según la necesidad del tema y el poeta sólo debe seguirlas.

Sin embargo, esta exploración no es siempre necesaria pues “cuando se trata de un poema

cuyas posibilidades las conoce de antemano el poeta como limitadas […] basta un instante

de iluminación, sólo hay que trasladar lo esencial de la experiencia” (654). Esto implica,

como ya advertimos, que es el germen inicial de experiencia el que determina el resultado

poético, un germen que permanece fuera del proceso poético (a diferencia de Eliot y de lo

35
Doce (2005) analiza cómo la noción de “forma orgánica” romántica estructura, en cierto modo, las
reflexiones teóricas de Cernuda. Si bien el análisis es a posteriori, pues el sevillano no era consciente de esta
coincidencia, Doce establece tres certidumbres que hilvanan HL: “el poema como organismo compuesto de
partes subordinadas a una totalidad” (ligado a la noción de “necesidad”); [la reivindicación del] papel de la
mente consciente y la razón crítica en la construcción del poema”; “la relación proporcional entre el contorno
del poema (su perímetro) y su germen de experiencia (o médula irradiadora)” (268). Las dos primeras
corresponden a la lectura de Coleridge y la última enlaza directamente con el concepto de “correlato
objetivo” (o “equivalente correlativo”, según Cernuda) de Eliot (268), que ya indicamos.
226

que veremos en Valente): “sin aquel, el poema no parecería inevitable ni adquiriría

contorno exacto y expresión precisa. La extensión mayor o menor de un poema la dicta de

antemano, como es natural, el germen del cual nace” (654). Esa experiencia inicial

contiene en potencia todas las posibilidades de su expresión y es tarea del poeta

actualizarlas (cosa que puede hacer bien o mal, completamente o a medias, según su

destreza técnica e intuitiva) (Doce 2005: 256). En definitiva, tanto el poema como sus

partes se componen en función de la necesidad, de modo que nada aparece como superfluo

o trivial: ni el “poema inevitable”, ni sus elementos. Hay una relación directa de

requerimiento mutuo y de resignificación entre el todo y las partes.

En definitiva, lo que nos interesa destacar es que Cernuda está haciendo camino. Tal

como afirma la crítica, será un caso especial (quizá único, podríamos afirmar) en el marco

de su generación. Y su mérito, en este sentido, es el de haber logrado constituir una nueva

modulación poética en la poesía española, 36 como ya sus sucesores inmediatos advertían.

Gil de Biedma reflexiona sobre su excepcionalidad respecto de sus compañeros de

promoción: “Su frialdad es la apasionada frialdad del hombre que, a cada momento, está

intentando entender y entenderse […] El poema, sus poemas, no se encaminan a otra cosa.

Parten de la experiencia personal, no de una visión poética de la experiencia personal”

(1980: 71). Finalmente, el propio Valente advierte este cambio de tono introducido por

Cernuda como una “renovación”:

La obra de Cernuda no sólo nos ofrece un cuerpo poético de desusada calidad, sino
que acarrea al propio tiempo una renovación del espíritu y la letra el verso castellano.
Quiero decir con ello que la obra de Cernuda rebasa su propia órbita […] para venir a
dar una nueva inflexión a la tradición literaria a la que pertenece (2008: 132).

36
Jiménez Millán (2004) afirma a este respecto: “… lo importante es advertir cómo Cernuda, sin alejarse
excesivamente de unas constantes propias de su generación, deja en todos esos libros una impronta
inconfundible, una distinción -considerada a veces `rareza´- que está por encima de modas y oscilaciones
estilísticas” (29). También Hughes Cunningham (2004) remarca en Cernuda la creación de una “voz propia a
partir de una mezcla paradójica de reserva y desnudez” (92). Marta Ferrari (2010) asegura, por su parte, que
Cernuda aporta “un nuevo tono de voz, próximo a la austeridad y la reticencia y alejado de la redundancia, el
énfasis y la retórica” (8).
227

Si bien ambos poetas harán derivar de su maestro líneas poético-culturales distintas,

experiencia y pensamiento se encuentran unidos en el credo estético de Cernuda y ambos

establecen los contornos inevitables del poema que el poeta debe ser capaz de descubrir,

aunque no de crear. Una vez más, la voluntad del artista se somete al dictado de un

elemento externo que parece determinar el desarrollo de los versos y su virtud supone

descubrirlo y saber plasmar esto en el lenguaje del poema. Veamos que aquella idea inicial

de que hay algo externo al poema y al hombre, que debe ser descubierto y al que sólo el

poeta tiene acceso sigue siendo una constante de su pensamiento poético y lo que

determina muchas de sus decisiones y posicionamientos en el medio literario.

3. “Servir a la poesía”: la dimensión ética del arte

…el poeta es precisamente un hombre que no sirve para otra cosa


sino para escribir versos, y en esa limitación radica su propia
grandeza (“Poesía popular”, PL, II, 472).

Cernuda desarrolla su obra en un momento histórico de España en el que declina el

paradigma trascendental del arte de la vanguardia, que tuvo entre sus denominaciones la de

“poesía pura”, ajena a la historia, y emerge lo que la crítica llamará luego “poesía social”,

una poesía que “baja a la calle” y se compromete con los hechos político-sociales del

momento en la estela de lo proclamado por Neruda y Vallejo. Entre ambas posiciones

extremas, se extiende una gran variedad de matices que hoy deben ser retomados y

explorados. Las teorías estéticas tanto de Cernuda como de Valente, ampliamente

coincidentes entre sí en este aspecto, se encuentran en esta gama intermedia, otorgando a la

praxis poética una dimensión ética que se fundamenta en el modo en que ellos conciben

tanto el fenómeno poético como la figura y la función del poeta en la comunidad humana.

Sin entrar en el complejo debate de los estudios literarios actuales en torno a la cuestión

del compromiso, nos disponemos aquí a establecer en qué sentido Cernuda habla de un
228

“arte comprometido” y de un sentido ético del quehacer poético, más allá de lo que la

crítica pueda evaluar en su propia obra. Muchos estudiosos de la línea más social, de las

llamadas “poéticas del compromiso”, podrían afirmar que la obra de Cernuda o de Valente

no debería ser incluida en esta etiqueta, pues la noción de la que parten se fundamenta en

un paradigma teórico de signo ideológico diverso y que responde a otros idearios. No

obstante, consideramos que no por ello la palabra “compromiso” debe estar atada o

circunscripta a aquellos que han pretendido apropiársela a lo largo del tiempo, sino que

debe ser resignificada en cada propuesta teniendo en cuenta en qué sentido el autor

propone comprometerse con la realidad y con la comunidad en la que vive, desde sus

propias convicciones. De este modo, continuamos con lo que nos hemos propuesto en este

trabajo de rehuir las etiquetas o rótulos que han sido establecidos por la crítica como

verdaderos en el estudio de los poetas. Por eso, si los mismos poetas conciben su quehacer

en términos de compromiso con la sociedad en la que vive, nosotros como críticos no

podemos quitarle esa dimensión. Si su arte resulta para él una apuesta ética, un aporte

fundamental para los hombres, un modo de buscar y/o revelar la verdad, no podremos

nosotros negarle esa condición (aun cuando pudiéramos no estar de acuerdo con sus

reflexiones). Por último, este distanciamiento notorio respecto de aquellas otras

modalidades de entender este concepto es un signo más de la disidencia que ambos

escritores manifiestan respecto de los usos y costumbres del campo literario de sus

respectivas épocas.

Como vimos en las secciones anteriores, Cernuda se construye como un ser

excepcional, gracias al don que ha recibido, y por ello, se presenta como un marginado, un

incomprendido, por su entorno social. Además, se autofigura como un disidente de su

generación no sólo por el modo en que concibe el quehacer poético, sino también por la

tradición en la que decide insertarse, aportando un nuevo tono y una nueva modulación de

la voz en la poesía española del siglo XX. Pero eso no es todo. El poeta sevillano está
229

convencido de que la praxis poética supone, por su misma naturaleza, una acción ética, en

tanto que es en la “misión” que le toca en el seno de una sociedad, aquello para lo que

“sirve” (como afirma el epígrafe de esta sección) y por lo tanto, lo que puede aportar a la

humanidad: “razón fatal, anterior a su propia existencia y superior a su voluntad, que le

lleva a escribir versos” (II, 479). Como ya habíamos indicado en el capítulo 1, esta

vocación, que procede de una instancia superior y a la que el poeta debe responder con su

vida, no supone una denuncia o toma de posición explícita respecto de la situación

histórico-social inmediata, sino una responsabilidad para con la condición humana en

general y la limitación a la que ésta se encuentra sometida por la dinámica propia de la

sociedad burguesa y capitalista. Ya lo dice en PAL: “La mayoría de las gentes produce hoy

la impresión de cuerpos amputados, de troncos podados cruelmente” (II, 603). Ese es el

efecto que la sociedad actual produce en sus miembros; pero hay algunos que deciden

sublevarse y resistir: el artista y el filósofo (II, 603). Por eso, el poeta es un

“revolucionario” (en términos románticos), que con su praxis, debe librar esta lucha contra

el medio social, incluso cuando conozca de antemano su fracaso. Si el poeta considera que

ésa es la misión que le fue encomendada, es evidente que lo considera su deber y su

“responsabilidad” (III, 121); y cuando aparecen estos conceptos, aparecen también los que

suponen que actuar bien es cumplir con la misión (aunque eso suponga malestar, dolor y

fracaso y por eso, el poeta se convierta en un mártir) y actuar mal (o por lo menos,

reprochablemente) implica no cumplir con ello. Así se abre, entonces, la dimensión ética y

moral de la poesía y de la que la crítica cernudiana ha hablado en variadas ocasiones: “un

poeta con una acusada conciencia de ciertos valores éticos y morales que, a su juicio, debía

asumir el ser humano, fuera o no poeta” (Saldaña 2008: 210)

La diferencia con otras poéticas (las llamadas “sociales” o “del compromiso”) es que la

lucha con la sociedad y la búsqueda del absoluto no se expresan en el tratamiento de

contenidos determinados, ni en el convencimiento de acercar la poesía a las mayorías,


230

tampoco en la explicitación de un enclave histórico, un aquí y ahora, que supongan un

testimonio y una intención denunciadora; sino que, por el contrario, sigue la línea

propuesta por Adorno en los múltiples fragmentos de Teoría estética (2004), pero

especialmente en el titulado “Compromiso”: “La dialéctica de lo social y del en-sí de las

obras de arte es una dialéctica de su propia constitución en la medida en que ellas no

toleran nada interior que no se exteriorice, nada exterior que no sea portador de lo interior,

del contenido de verdad” (401). El teórico alemán explica su posición con una obra de

Goethe:

Obras sin tendencia como el Werther han contribuido considerablemente a la


emancipación de la consciencia burguesa en Alemania. Al exponer la colisión de la
sociedad con el sentimiento de la persona que se sabe no amada, Goethe protestó
eficazmente contra la pequeña burguesía endurecida sin nombrarla (400).

Es decir, en la estructura misma de la obra (donde contenido y forma no pueden

diferenciarse porque forman un todo integral), se expresa una determinada posición

respecto de la historia, de la sociedad, de una cosmovisión, de determinados valores. Si

bien no estudiamos aquí la poesía de los autores, sí podemos hacer un paréntesis para

pensar en los poemas de Los placeres prohibidos en los que la evolución de la experiencia

del amor homosexual (a veces desagarrada y a veces extasiada; a veces furiosa y a veces

serena) y los procedimientos estilísticos fuertemente influenciados por el surrealismo

funcionan como forma de protesta y rebeldía contra los valores, tanto de la sociedad

burguesa, como de la cultura occidental y cristiana en la que la obra de Cernuda se inserta.

Claro está que la posición desde la cual el sujeto poético se expresa es la de la distancia; no

es un hombre común, no se encuentra inserto en determinadas circunstancias histórico-

políticas que decide denunciar. En cambio, pronuncia la palabra poética desde la

perspectiva universal de la condición humana, cumpliendo con su responsabilidad, la que

le otorga el poder daimónico, lo cual supone una especial lucidez respecto de la


231

constitución de la realidad, conformada por apariencias y que pobremente esconde la

verdad, el absoluto, que sólo el poeta o el filósofo pueden intuir.

El cierre de HL puede ayudarnos a ahondar con mayor profundidad en el modo en que

Cernuda piensa esta relación entre poesía y ética. Este final está constituido por una

anécdota familiar del bautismo del propio Cernuda, cuya protagonista es su hermana:

Alguna vez me contaron en la casa familiar, en Sevilla, cómo durante la fiesta que
siguió a mi bautizo, al arrojar mi padre desde un balcón al patio lo que allí llamaban
“pelón”, mis primos y primas, que eran numerosos, se arrojaron sobre el montón de
monedas, mientras mi hermana Ana, segunda hermana mía, se quedaba en un rincón,
mirando el espectáculo, sin participar en él. Al preguntarle alguno por qué no entraba,
ella también, en la refriega, respondió: “estoy esperando a que acaben” (II, 660).

Cernuda ve en esa actitud un talante familiar que él también ha heredado, pero lo hace

funcionar como una analogía de su propia relación con el resto de los hombres:

Así, frente a la turbamulta que se precipita a recoger los dones del mundo, ventajas,
fortuna, posición, me quedé siempre a un lado, no para esperar, como decía mi
hermana, a que acabara, porque sé que nunca acaban, o si acaban, que nada dejan, sino
por respeto a la dignidad del hombre y por necesidad de mantenerla; y no es que crea
no haber cometido nunca actos indignos, sino que éstos no los cometí por lucro ni por
medro (II, 660-661). 37

Este diferenciarse y apartarse de la “turbamulta”, ser un disidente, es una constante que

cristaliza tanto en su autofiguración de autor, como en la elección de su tradición y en la

conflictiva relación que establece con el campo literario español. Pero además, este

apartamiento tiene un fundamento estético, que deriva en uno ético: la forma en que

concibe al poeta y a la poesía en relación con la sociedad y con el mundo. En la anécdota,

vemos dos posiciones. La primera se identifica con la “turbamulta” ansiosa de recoger los

dones del mundo, “dones” en sentido irónico, pues lo que recogen, en definitiva, atenta

contra la dignidad humana. Estos dones pueden ser materiales (dinero, posesiones) o

inmateriales (éxito, fama, pleitesía, consagración, etc.); ninguno de ellos obtenido de forma

37
Hay que entender estos últimos términos, “lucro” y “medro”, no sólo en sentido económico, sino en
función de todos los elementos que enumeró más arriba: ventajas, fortuna, posición, etc.
232

completa y constante por Cernuda. 38 En este grupo, podríamos incluir a los agentes

dominantes del campo literario (poetas, críticos, editores, etc.), pero también a la sociedad

burguesa que el sevillano desprecia y cuya escala axiológica otorga a estos “dones” un

lugar primordial. Por otro lado, está la posición de la hermana y del propio poeta, descripta

como un “quedarse a un lado”, por respeto a la dignidad del hombre y para mantenerla.

Ésta es, en definitiva, la actitud que para Cernuda caracteriza al poeta, al artista, en el

ejercicio de su arte. Así lo expresa en una entrevista con Roa Bastos:

Creo que una de las cualidades, y no la menos esencial, que el arte requiere de quien a
él se dedica, es entera independencia espiritual; una inteligencia y una imaginación
que no estén sujetas sino a sus propias limitaciones naturales. No quiero decir, sin
embargo, que el artista no deba aceptar y servir dogma o creencia, ya religiosa, ya
moral, y hasta política si usted quiere, como materia para la cual puede hallar
expresión artística. Al hacerlo así, dogma o credo pasan a ser cosa adjetiva, no siendo
ellos quienes del arte se sirven, sino el arte quien se sirve de ellos. Ahí el dogma, sea
cual sea, sólo y por sí, por mucha sinceridad y convicción con que mueva a su
expositor, no sirve (III, 795).

En esta cita (que recuerda la ya mencionada de Adorno), la “entera independencia

espiritual” que debe tener el artista implica justamente, por un lado, un rechazo de los

valores burgueses que mencionamos y, por otro, una actitud de desprendimiento, de

contemplación desinteresada de la realidad (III, 770), que se plasme en su obra y que le

otorgue una conciencia más clara del mundo (III, 769). Esta contemplación (que supone un

alejamiento para poder analizar y conocer con mayor objetividad) es una actitud siempre

requerida, tanto en los textos autopoéticos referenciales, como en los meramente poéticos.

Es desde el espacio de la poesía (y del arte en general), desde el cual el individuo se

dispone a conocer el mundo y a advertir, detrás de las apariencias, el fondo de verdad que

se esconde. Por eso, la noción de compromiso, según Cernuda, adquiere un significado

diverso:

38
A esta cuestión, se refiere frecuentemente en sus autopoéticas. En HL, por ejemplo, la ausencia de una
situación económica adecuada en los diversos lugares donde reside es una referencia usual. También los
problemas que se le presentan para ser conocido y reconocido en España se presentan en la mayoría de los
textos.
233

A mí parecer el poeta no debe tener compromisos con nada ni con nadie, excepto con
aquello a quien sirve, que es la poesía. Pero con eso no puede excusar, si la hubiera en
él, la falta de contacto con el mundo en que vive y el conocimiento del mismo.
Permítame ahora que cite unas líneas, referentes a su pregunta, de mi libro
Pensamiento poético en la lírica inglesa: “Ahí tenemos un problema artístico que no
es exclusivo de aquel tiempo (el de Swiburne), ni de ningún otro, sino que se da
siempre, aunque hoy se le crea exclusivo del nuestro bajo la denominación de arte
`comprometido´. En la literatura y en la poesía siempre ha entrado, en proporción
mayor o menor, cierto elemento cambiante, ajeno a las mismas, que unas veces es
religioso, otras moral, otras social, otras político, y al cual alguna gente interesada, y
sobre todo alguna gente ajena a la literatura y a la poesía, pretende darle importancia
mayor que a la calidad artística misma, que es la única que decide el valor de una obra
literaria” (Entrevista con Raúl Leiva, II, 811). 39

También en HL se refiere a esta noción en relación con la obra de Mozart:

…es el artista a quien debo haber gozado del más puro deleite; y al escribir eso
recuerdo cómo algunos discuten acerca de que el arte debe `comprometerse´, ser útil.
No conozco obra de arte comprometido que me haya servido tanto, ni mejor, en su
pureza irreductible, como la de Mozart (II, 649).

Para Valender (2002c), estas afirmaciones son una muestra del hecho de que Cernuda es

uno de los primeros en comprender -antes que sus compañeros, que escribían poemas de

guerra- que la ilusión republicana de colaborar como poetas en la creación de un Estado

más justo era irreal. Y allí reside la importancia de su testimonio. Por eso, consideraba que

insertar contenido ideológico en la poesía era poner en peligro la supervivencia de la

cultura que el mismo republicanismo pretendía defender (19).

Finalmente, si el sentido ético de la poesía cernudiana se basa en la búsqueda de la

verdad, cabe preguntarse qué es la verdad para Cernuda y recordar que hacia el final de HL

confiesa: “Yo no me hice, y sólo he tratado, como todo hombre, de hallar mi verdad, la

mía, que no será mejor ni peor que la de otros, sino sólo diferente (II, 659). Más allá de

esta posición relativista, “mi verdad” tendrá un significado más universal y uno más

personal. El primero tiene que ver con el modo en que Cernuda concibe la sociedad en la

que vive, responsable de construir esas apariencias de lo real que domestican al hombre y

39
Por eso, no hace poesía militante durante la guerra, sino que “opta desde el principio por un tono
discursivo en el que domina el sentimiento elegíaco. A diferencia de Alberti, Prados, Altolaguirre, Moreno
Villa, Juan Gil-Albert e incluso Vicente Aleixandre, no escribe ni un solo romance durante la guerra”
(Jiménez Millán 64).
234

lo limitan: “Tantas limitaciones se han impuesto a la vida, que hoy el hombre no pisa un

terreno virgen: sus huellas se imprimen servilmente sobre las de sus predecesores y a ellas

se acomoda. No vive, es decir, no crea: imita” (III, 53). También en PAL afirma: “Nunca

como ahora la sociedad ha reducido la vida a tan estrechos límites” (II, 602). En HL, se

refiere en diversas ocasiones a la hostilidad que siente hacia esa sociedad burguesa que le

repugna y en la cual se siente extraño, para la que sólo guarda sentimientos de rebeldía e

inconformismo (II, 632; 636-7; 659). Ante esto, el poeta, “ser excepcional”, “único en su

especie” (III, 53), se subleva contra las normas y las instituciones consagradas:

La imagen del poeta siempre se sitúa en un nivel superior que difícilmente tolera la
normalidad convencional y suele cuestionar las instituciones, empezando por la
familia. Es algo que ya estaba presente en André Gide, tan admirado por Cernuda […]
Esa imagen del artista que sufre en un mundo hostil no desaparece de la escritura
cernudiana (Jiménez Millán 2004: 63).

En consonancia con ello, Octavio Paz caracteriza a Cernuda como “uno de los

poquísimos moralistas que ha dado España, en el sentido en que Nietzsche es el gran

moralista de la Europa moderna” (169), es decir, moralista en cuanto plantea la subversión

y la negación de los valores establecidos por la moral burguesa: “La poesía de Cernuda es

una crítica de nuestros valores y creencias; en ella destrucción y creación son inseparables,

pues aquello que afirma implica la disolución de lo que la sociedad tiene por justo, sagrado

o inmutable” (169).

Esta destrucción de los valores establecidos no supone la instauración de valores

nuevos, por lo menos, no en un nivel general, aunque sí personal y aquí entra el segundo

significado del giro “mi verdad”, la cual se arma a partir de diversos elementos: su

condición de poeta; su respeto a la dignidad humana y la necesidad de una reflexión

profunda sobre el hombre (donde filosofía y poesía aúnen esfuerzos); la facilidad en el

desprendimiento del entorno y de lo material; su dedicación a la poesía como única

justificación de su vida y el servicio a ella como trabajo válido y deber primero; su

condición de homosexual siempre elidida en los ensayos y la consecuente fidelidad a esa


235

fuerza ineludible de un amor diferente, entre otros. En consonancia con esto, Derek Harris

conjetura el alcance de la poesía cernudiana:

…el principio fundamental de la teoría poética del último [Cernuda]: por debajo de la
apariencia estética del poema yace escondida una verdad ética […] La propia poesía
de Cernuda es una tentativa de medir y dar significado a su existencia, de llegar a una
aceptación moral y espiritual de sí mismo según los dictados de su conciencia” (37-
38).

Cernuda pretende alcanzar una verdad del mundo y de sí mismo, que sea válida para él

y también para quienes encuentren en ella una respuesta a sus propios interrogantes,

invitando a la reflexión y a la búsqueda, aun sin respuestas. En este sentido, María

Zambrano destaca algunas características de Cernuda que, afirma, no han sido observadas:

“su profunda actitud antiburguesa, su valiente `disponibilidad ante lo inesperado´, su

dignidad ante las adversidades económicas, su inclinación a abandonar con todas las

consecuencias el entorno habitual” (Teruel 2013: 141). Esta serie de valores que el poeta

va levantando como estandarte de su propia vida y de su oficio poético son los que, por un

lado, configuran al sujeto de las autopoéticas como un Cernuda insobornable, situado en

una posición estética y ética que da sentido a su vida y a su obra, aun cuando sea tratado

por sus contemporáneos como un marginado o un extranjero. Esto explica también esa

“conducta que mantuvo durante toda su vida y que lo llevó a forjar una identidad

auténtica”, más allá de que esto lo alejara de los demás y le trajera más de una enemistad,

como “intolerante juez de la hipocresía de la época” (Porrúa 2002: 82). Es ésta actitud

proclamada como una ética de la vida y de la escritura en la cual Cernuda fundamenta

tanto su autofiguración como la batalla sostenida y virulenta que mantiene con el campo

literario. Esta propuesta poética conlleva una convicción ética, sustentada en su disidencia

prometeica y justificada por valores altruistas innegociables, frente a los valores mundanos

del resto de sus contemporáneos que resulta, si no totalmente errónea, por lo menos

demasiado generalizada, pero que le permiten posicionarse como sujeto resistente y

solitario contra el mundo.


236

CAPÍTULO 3

ACUERDOS Y DESACUERDOS: DE MARGINADO A MAESTRO

1. Una polémica persistente: Cernuda y sus “paisanos”

“Para mover ante una obra literaria a esa masa a


un tiempo inerte y levantisca, a la que llaman
`opinión pública´, la dificultad está en razón
directa a la importancia de dicha obra”
(“Baudelaire en el centenario de Las flores del
mal”, II, 750).

En el libro Escritores a la greña, Julián Moreira Prieto (2014) afirma que para un

escritor no hay

nada peor que sentirse ninguneado. Antes de eso, el escritor prefiere el vapuleo: la
existencia de enemigos eleva la propia posición […] Los escritores andan a la greña
tanto por celos o envidias como por la necesidad de hacerse ver. Y el enemigo se tiene
o se busca; quien no dispone de alguno, no puede dormir tranquilo (11)

La construcción del enemigo es una de las operaciones que Cernuda lleva a cabo para

tomar posición dentro del campo literario español. La actuación en un determinado campo

implica siempre, como vimos, una posición de la que el agente parte y una posición a la

que quiere acceder o en la que quiere permanecer. En este proceso, son múltiples los

factores que determinan la eficacia o la inutilidad de las estrategias utilizadas por el artista

para alcanzar su objetivo. En el caso de Cernuda, hay una íntima correlación entre las

figuras de poeta solitario, víctima e incomprendido que analizamos en el capítulo 1, las

posiciones estéticas y genealógicas disidentes, con una dimensión ética, que recorrimos en

el capítulo 2, y su vinculación con el medio intelectual y artístico español como último

vector que abordaremos, todo lo cual nos permite establecer el modo en que los textos

autopoéticos configuran su máscara de autor.


237

Para esto, es necesario recordar que en cada uno de estos textos podemos advertir dos

tipos de lectores: aquellos con los que el poeta pretende congraciarse y a los que quiere

persuadir y los otros, los “contra-destinatarios” (en palabras Verón), con los que establece

una fuerte polémica y a quienes se refiere, de manera indirecta, utilizando ironías,

sarcasmos o críticas brutales: los miembros del campo literario español, sobre el cual se

manifestaba en disidencia ya tempranamente en una carta a José de Montes, del 15 de

agosto de 1926: “He hecho algo. Pero cada vez estoy más desalentado. Veo, toco, cuanta

vileza hay en el ambiente literario español” (33).

Esta relación comienza tempranamente en 1924, cuando Salinas lee la primera

publicación en prosa de Cernuda, “Matices”, donde, como vimos, establece una posición

controversial respecto del estado de opinión del campo literario español, y decide convertir

al sevillano en su discípulo. Este vínculo inicial signado por la admiración y el respeto

queda plasmado en los fragmentos de homenaje también mencionados que Cernuda escribe

hacia 1926 (III, 731). Sin embargo, si observamos su Epistolario en el período que va de

1924 a principios de 1927 (fecha de publicación de su poemario), la relación con Salinas se

va deteriorando. Cernuda expresa el afecto que le tiene y la importancia de su opinión en

diversas ocasiones (8, 6, 13, 32). Pero en una carta del 2 de diciembre de 1926, se produce

un cambio: “Figúrate que dicho señor [Salinas] dice de mí, a escondidas, desde luego, que

soy muy raro y que sólo me gusta estar escondido en casa. Creo, sin embargo, que no vale

la pena disgustarse con una persona que lo desconoce a uno hasta el punto de verle al

revés” (39). En una nota al pie, Valender indica que, por unas cartas de Salinas a Guillén,

es posible observar que, al parecer, la antipatía era mutua (Epistolario, 49). Por lo tanto,

entendemos que Cernuda describa en HL la carta que le envía Salinas en respuesta a la

recepción de Perfil del Aire (que le estaba dedicado) como “unas cortas líneas evasivas”

(629), aun cuando la epístola, a simple vista, no parece ni tan corta, ni tan evasiva o carente

de afecto.
238

Otro caso es su relación con Guillén, la cual entabla a instancia de Salinas. La primera

mención en el Epistolario, data del 27 de julio de 1926 y se refiere a la apreciación positiva

que Guillén tuvo de “El indolente” (29). El mismo año, Cernuda se dirige al poeta mayor

para agradecerle una carta (al parecer muy afectuosa y elogiosa) referida a unos poemas

del sevillano. Allí el joven Cernuda declara abiertamente: “Soy, por tanto, un discípulo

suyo: no hago más que adelantarme a lo que otros poetas jóvenes harán, sin duda, gracias

al espléndido ejemplo de poesía que usted nos va dando” (44). Esta declaración es

fundamental para comprender la posible influencia de Guillén en la primera etapa de la

poesía cernudiana, que el sevillano tanto se afana en negar.

Sin embargo, estos vínculos colapsan definitivamente con la publicación de Perfil del

Aire, en 1927. A partir de ese momento, se profundizan en sus autopoéticas los

movimientos ofensivo-defensivos, que incluso décadas más tarde, dan cuenta de una herida

nunca cerrada y de un sentimiento radical de incomprensión y apartamiento no sólo como

poeta sino también como crítico, tal como lo expresa en la siguiente cita: “En realidad la

crítica, como yo la entiendo, tal vez sea cosa ajena a la mentalidad española” (“Entrevista

con un poeta”, 2002: 813). Cernuda se ve a sí mismo en una posición opuesta a la de sus

colegas, no sólo porque se considera (y se autofigura en sus textos) como un

incomprendido, sino porque tiene consciencia de su disidencia respecto de los modos

españoles tanto en su ejercicio poético como crítico.

Se suma a esto el hecho de que, a partir de 1938, el poeta abandona España

definitivamente, iniciando su exilio primero en el Reino Unido y luego en América. Su

medio literario inmediato deja de ser el español, sin embargo, no tenemos referencias

(salvo en la narración de sus circunstancias personales) de las vicisitudes de la vida

literaria inglesa, norteamericana o mexicana. 1 Cernuda se queda fijado en España, como si

1
Un interesante artículo de James Valender (2002c) realiza un rastro de la recepción de la obra de Cernuda
en la crítica mexicana, cuyo reconocimiento definitivo es póstumo: llega con el homenaje que le rinde la
239

nunca se hubiera ido. Esta distancia espacial resulta un condimento fundamental en su

constitución como artista, 2 como podemos observar en “Presentación a una lectura

poética” (1946): 3

Para quien vive separado de su tierra, si alcanzó ya esa edad en que se ha completado
la formación del hombre, ello no significa pérdida ni desventaja alguna. Con él, lleva
fundido inseparablemente, el espíritu de su tradición, de su lengua, de su gente, pero
desprendido de todo lazo de comunidad inmediata, enojoso a veces por ligero que sea,
ya que ese lazo no existe para quien vive entre extraños. Y esto le permite conocer
mejor su tierra, a distancia y en silencio, gozando en resumen, de magnífica
independencia (III, 770).

Observemos cuán interesante resulta este texto para las cuestiones que venimos

tratando. En primer lugar, explica por qué, a pesar del exilio, continúa atado a España, lo

cual no tendría nada de particular, sino postulara este alejamiento como una ventaja, una

posición privilegiada para el escritor; así pondera su trabajo y su posición de crítica radical

en torno al campo español como el mejor estado de relación con la tierra nativa. Por otro

lado, este texto se contrapone a la imagen del escritor aislado que Cernuda pretende

construir, pues caracteriza la situación de “vivir entre extraños” como lo contrario a algo

“enojoso”, de modo que la distancia y el silencio no sólo dan independencia (algo muy

valorado, en definitiva, por el poeta), sino una “magnífica independencia”, adjetivo

hiperbólico que exalta la posición del exiliado. Además, reconoce de soslayo que posee

cierto reconocimiento de sus contemporáneos americanos: “El lector español actual parece

estimar particularmente, y esperar del poeta, otra cosa. Quizá por esto no sea en España

sino en América donde mi trabajo parece haber hallado mayor simpatía” (III, 771). Este

Revista Mexicana de la Cultura, a principios de 1964, en el que participan Octavio Paz, Ma. Dolores Arana,
Enrique Azcoaga, Fernando Charry Lara, Salvador Elizondo, Isabel Fraire, Elizabeth Müller, José Emilio
Pacheco y Ramon Xirau. Ese mismo año se suma otro homenaje póstumo: el ensayo de Octavio Paz: “La
palabra edificante”, que hemos citado reiteradas veces.
2
Maristany (1994) afirma: “La salida de España reforzó casi de inmediato en su prosa la distancia crítica
respecto de nuestra tradición española” (II, 37); y también: “…casi sorprende la fidelidad de Cernuda en
tratar temas literarios exclusivamente españoles […] En el fondo se lo imponía su propio aislamiento como
escritor, sin contacto vivo con su lengua. El exilio rompe lazos y a su modo los afianza; fuerza a la mudanza,
pero robustece, por obra de la memoria, la continuidad” (II, 39).
3
Hacia al final de este texto, Cernuda refiere nuevamente a esa incomprensión hacia su obra por parte del
lector español de la época en contraposición con el lector americano.
240

posicionamiento le resulta beneficioso en diversos sentidos, pues le permite

autoconfigurarse como ser apartado, pero con total independencia de pensamiento, lo cual

lo habilita a repensar y cuestionar los estados de opinión y consagración del campo, y

también le da pie para acentuar la necesidad y arbitrariedad del medio español, donde no es

reconocido (según él quiere dar a entender) respecto de otros medios donde halla

adhesiones.

1.1. La herida abierta: la recepción de Perfil del Aire y el inicio de la “leyenda”

Ya nos referimos reiteradas veces a 1927 y a la mala recepción del primer poemario de

Cernuda, como un suceso clave para comprender su trayectoria. Pero el disgusto no es sólo

del joven poeta, sino también del maestro cuya poesía influye en el libro: Jorge Guillén.

Esto se observa en una carta que Salinas le envía a este último poco antes de la salida del

poemario cernudiano, al parecer en respuesta a una de aquél que se perdió, donde se refiere

a “la cuestión Cernuda” en los siguientes términos:

Porque es imposible ya evitar la salida de Perfil del Aire y eso a ti te contraría un


poco, por lo que veo. Es imposible evitarlo por razones materiales, esto es que ya está
entregado y anunciado y Cernuda con una ilusión obsesiva por verlo hecho, y por
razones psicológicas, éstas son la reserva de Cernuda, su testarudez, lo difícil que sería
cualquier insinuación dilatoria por mi parte. Y yo estoy verdaderamente desesperado
porque me considero el culpable de todo. Si Cernuda hace versos es casi por mi
influencia. Si te leyó a ti y se entusiasmó con tu lenguaje fue por mí, y si ha publicado
en alguna parte por mí ha sido también. Y yo, hacedor inconsciente, estaba formando
una criatura poética a tu semejanza literaria, y que hoy te molestes con el anuncio de
su libro […] Pero si tu contrariedad persiste, yo, culpable de todo, estoy dispuesto a
matar a Cernuda y a comprar la edición íntegra de su obra póstuma para regalarla a la
biblioteca pública y evitar así que se lea (Epistolario: 49n-51n).

Las palabras de Salinas resultan incluso extremas e hiperbólicas (al punto de ofrecerse a

matar a Cernuda), por lo cual podemos deducir que el disgusto de Guillén fue grande.

Cabanilles (2013) conjetura un posible motivo para este desagrado:

hay que preguntarse hasta qué punto había influido en los círculos mandarinescos el
agravio de Jorge Guillén al verse en los poemas de Luis Cernuda o si más bien, como
ha indicado Guillermo Carnero, “Guillén, nueve años mayor, temió que la aparición
de Perfil del Aire antes que la del primer Cántico ocultara o acaso invirtiera, la para él
evidente dependencia del primer libro con respecto al segundo” (Carnero 2002: 287)
(21).
241

Sin embargo, en mayo de 1927, el mismo Guillén le dirige a Cernuda una carta de

alabanza de Perfil del Aire: “¡Precioso Perfil del Aire! No es posible más digna, más

nombre inauguración poética […] mundo completo y suficiente. ¡Qué justeza! Un solo

acorde exactísimo. ¡Y qué blanco todo!” (53). A continuación, Guillén se dedica a definir

la “voz” de Cernuda: “suya, personalísima, intransferible, irreductible […] meridional,

andaluza […] la suya […] irreductible a todas las demás” (53-54). Luego, se niega a

asumir la posición de “maestro” que le ha dado la crítica: “No, yo no soy maestro de nadie.

Y me causa rubor la desmesura en los juicios” (53). Finalmente, celebra la “revelación de

un Poeta […] Hay poeta. Con mayúscula” (54). Pero es necesario leer entre líneas.

Conociendo la carta anterior de Salinas y el malestar de Guillén, Pérez Bazo (2002)

advierte el doble lenguaje que éste utiliza en esa carta (y que Cernuda no advierte), así

como “la hipocresía y las traiciones a golpe de ironía y malsana voz baja” con las que tanto

el maestro como el mentor promoverán la leyenda cernudiana (413). También Cabanilles

(2013) señala este doble juego de Guillén, quien puede darse el lujo de “ser magnánimo”,

sobre todo porque, como le había vaticinado Salinas, “el libro de Cernuda había resultado

`casi un éxito tuyo´” (24). Sabemos que Cernuda no advirtió la hipocresía, pues un mes

después le envía a Guillén una carta con palabras que retomaremos luego al hablar de

CAP:

Una de las cosas que más viva simpatía me inspira es la juventud: no sabría, no podría
prestar atención a un viejo. Usted es joven ahora: en el tiempo. En la poesía lo será
usted siempre; y magistral, porque no conozco una poesía suya que no posea esa
decisiva cualidad –esa admirable calidad–. Por eso es tan cierto lo que dice Bergamín
en un reciente artículo; el libro que usted publique será, ciertamente `capital y único´.
Esto es lo que no comprenden –ni comprenderán nunca- esos periodistas que se
extrañan de que usted ejerza influencia sin haber publicado ningún libro (Epistolario,
55-56).

Cernuda reconoce en estas líneas el magisterio y la influencia del poeta, no sin antes

expresar la punzada de dolor que le causa la incomprensión de sus colegas y que no cejará

nunca: “¡cuántas cosas perdidas! Se me han caído, verdaderamente, las alas del corazón”

(55). Hacia el final de su vida, Cernuda dará cuenta de esta supuesta operación realizada
242

por ambos poetas mayores para crear y difundir su leyenda, como lo indica en una carta a

Jacobo Muñoz, de noviembre de 1962:

Lo que mis `contemporáneos´ digan sobre mí me intriga, ya que no pocos de ellos,


sobre todo Salinas y Guillén, son quienes levantaron la leyenda que supongo habrá
oído por ahí contar acerca de mí. Es curioso, eran ellos mismos quienes provocaban
esa reacción de silencio y desagrado en mí (Epistolario, 972).

Las críticas iniciales acusan al libro de ser una imitación de Guillén y de falta de

novedad. Estas reseñas, a cargo de Juan Chabás (La Libertad, 29/4/1927), Francisco Ayala

(La Gaceta Literaria, 1/5/1927), Salazar Chapela (El Sol, 18/5/1927), son mencionadas por

Cernuda en HL: “Poco después cayeron sobre mí, una tras otra, las reseña acerca de Perfil

del Aire: todas atacaban mi libro” (II, 629). Sin embargo, llegan luego las reseñas

favorables, principalmente las dos a las que Cernuda también alude (II, 630): la de José

Bergamín (La Gaceta literaria, 1°/6/1927) y la de Lluís Montanyá, aparecida en la revista

catalana L´Amic de les Arts (febrero de 1928). También habrá cartas de los principales

poetas de la generación, todas favorables y que Cernuda evita citar: Pedro Salinas (29/4),

Juan Guerrero (3/5), José Bergamín (6/5), Manuel Altolaguirre (13/5), Jorge Guillén

(26/5), Juan Ramón Jiménez (12/6), Gerardo Diego (19/6). Advertimos, con Pérez Bazo,

cierta adulación cínica en algunas de estas epístolas (principalmente por parte de Salinas y

Guillén) (399), motivo por el cual quizá el Cernuda maduro prescindió de contabilizarlas

como muestras de apoyo.

Más allá de las posteriores valoraciones positivas que la obra de Cernuda va obteniendo,

que conviven, por supuesto, con críticas adversas, el poeta no logra correrse del eje del

rechazo de ese primer libro y superar el resentimiento. Una de las causas la indica él

mismo en HL: considera que la crítica a su libro fue mucho más dura que con otros

“libritos” similares que se publicaban en la época:

conociendo cómo a todos los libritos de verso que por aquellos años aparecían en
España, se les había recibido, por lo menos, con benevolencia, la excepción hecha al
mío me mortificó tanto más cuanto que ya comenzaba a entrever que el trabajo poético
era razón principal, si no única, de mi existencia (II, 630).
243

Con esta frase, Cernuda conforma su figura autoral de víctima inocente (permanente a

lo largo de su vida), motivada por un hecho real: el ensañamiento con su primer libro, y

fundamentada en un modo preciso de concebir el quehacer poético: como una vocación

fatal, irrenunciable, aunque eso signifique la propia destrucción si no vital, sí simbólica.

Todas estas cuestiones están inteligentemente tejidas en sus escritos ensayísticos, en sus

poemas, en sus cartas. Tan fuerte es este hecho que produce una especie de torsión en la

trayectoria literaria de Cernuda, transformándola en algo distinto, tanto en lo que tiene que

ver con su escritura como en su pertenencia al campo literario. A partir de ese momento, se

fortalecerá la construcción de la figura del “yo-poeta” como extranjero, incomprendido,

víctima inocente y la figura de “ellos”, los otros, como hostigadores incansables e injustos,

ignorantes y necios, creadores de su leyenda.

Por otra parte, sus contemporáneos contribuyeron no poco a la conformación de la

figura autoral de Cernuda. Por ejemplo, Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas y Vicente

Aleixandre publican viñetas despectivas sobre él que llegan a un gran público; por su parte,

José Moreno Villa lo describe en su autobiografía como “neurasténico, angustiado,

delicado y frágil que quería habitar un mundo privado de atmósfera rarificada” (Harris

1992: 30). Se suman a estas otras muchas semblanzas similares (Luis Felipe Vivanco,

Eugenio Florit, Birute Ciplijauskaite, Ricardo Gullón, Juan Chabás, Max Aub, Tomás

Segovia, etc.), que perpetuarán características del Cernuda joven (la indolencia, la soledad,

el aislamiento, la fragilidad) como parámetro de consideración del Cernuda total y de su

obra, lo cual resulta claramente injusto (31-33). En un pasaje del artículo “Cervantes”,

escrito en 1940 y recogido en PLII, da cuenta de su conocimiento de esta leyenda, que le

preocupaba no sólo por su presente sino también por su futuro:

Todos sabemos cuán difícil, para no decir imposible, resulta entendernos unos a otros;
todos sabemos con cuánta frecuencia el error, el prejuicio y el recelo opinan torcida o
falsamente acerca de personas y hechos contemporáneos nuestros […]
Dichos comentarios biográficos deben considerarse, cuando más, como leyenda o
disfraz que encubre un irreparable vacío humano; y respetarse sólo cuando no sean
244

demasiado injustos para el artista ya desaparecido en cuyas obras hemos hallado


consuelo de los errores y dolores que nos oprimían (II, 670).

Un año más tarde, en una entrevista con Jaime Tello, cuando éste le pregunta algunos

datos de su vida, Cernuda responde con un verso de Machado: “Mi historia, algunos casos

que recordar no quiero” y continúa: “Ya otros se encargarán de referir a su manera,

deformando o inventando, tal o cual detalle de mi vida, como recientemente ha hecho

Moreno Villa al aludir a mí en su Vida en claro” (III, 788). Estas intervenciones están en

clara consonancia con las preocupaciones que Cernuda siente en cuanto a la recepción

futura (incluso póstuma) de su obra y la impotencia que siente ante la imposibilidad de

controlar sus derroteros. Sin embargo, él mismo era consciente de su trato difícil y por eso,

reclama que se le deje de lado en favor de su personaje poético: “sé perfectamente que mi

trato es difícil. Pero qué voy a hacer. Acaso mi trabajo sea una compensación para quienes,

con alguna simpatía hacia mí, se sienten ofendidos con aquella dificultad. Mi trabajo vale

más que yo, y cambiando éste por aquél, quedándose con el trabajo y dejando la persona,

se sale ganancioso” (carta a Nieves Mathews, 23/2/1946, Epistolario: 413). En las cartas

de los años finales de Cernuda, podemos observar la angustia y los problemas concretos

que le causaba la convivencia con sus colegas en la Universidad de California (Los

Ángeles): “me hicieron el servicio de contar horrores de mí, para impedir, no sólo el

nombramiento en un puesto permanente [en el Dpto. de Español], como consiguieron, sino

para impedirme venir del todo” (28/11/1962; Epistolario 1074). Unos meses después se

lamenta de encontrarse envuelto en rumores “sobre que soy `imposible y grosero´, famita

que, desde nuestra bendita tierra, llega hasta mí aquí […] No te diré que un paisano […]

dijo a otro chismoso del departamento que, como poeta, sí valgo la pena, pero que, como

persona, soy antipático e imposible” (2/2/1963; Epistolario 1096).

Ahora bien, la crítica cernudiana posterior acuerda en que esta leyenda personal tiene

mucho que ver la personalidad de Cernuda signada por la insatisfacción constante, el

inconformismo, la rareza, los rencores, las heridas imaginarias o exacerbadas, la timidez


245

(Neira 2009: 204; García Montero 2002: 36; Dennis 2002: 163, Jiménez Millán 2004: 29-

30; Pérez Bazo 2002: 398-399). Pero esto no puede sesgar el análisis de su obra y

enmascarar su configuración como poeta, pues su leyenda no es suficiente para explicar

sus decisiones literarias, sobre todo, porque no es posible (ni nos interesa para nuestro

estudio) conocer a la distancia a la persona en su vida cotidiana para juzgar su personalidad

y condenar sus defectos (Dennis 2002; Harris 1992). De hecho, coincidimos con Valender

(2002c) en afirmar que parte de esta leyenda hunde sus raíces en el modo en que Cernuda

se tomó la vocación poética: “vivió por y para la obra que él esperaba fuera a sobrevivirle”

(14); y por otro, del hecho de que “muy pocos comprendían una vocación tan absoluta a la

poesía, y menos todavía estaban dispuestos a aceptar esta sustitución del hombre por su

trabajo que se derivaba de ella” (15). Paloma Altolaguirre (2002) reclama, en este sentido,

una reivindicación de la persona de Cernuda, dejando de lado la leyenda negra y

considerando al poeta de forma integral, con sus luces y sombras:

El Luis Cernuda que yo conocí era una persona respetuosa, agradable, tranquila,
dotada incluso de un excelente sentido del humor. Y estoy cansada de contarles lo
mismo [a los que preguntan sobre su personalidad difícil], porque, claro, los que me
hacen la pregunta no quieren oírlo como respuesta. Resulta mucho más fácil y
divertido para ellos seguir reiterando y difundiendo la leyenda del Cernuda “grosero e
insoportable”. Yo no quiero convertir a Luis en un santo, cosa que, desde luego, y para
gran fortuna de todos, no era, ni quiso ser jamás. Como todos nosotros, habrá tenido
sus momentos de egoísmo o de enojo, a veces justificadamente, a veces no. Pero, para
usar sus propias palabras, yo creo que ya ha llegado la hora de dar la espalda a la
leyenda negra y preguntarnos por la compleja persona que vivía y sufría debajo de
ella. Se lo debemos al poeta, desde luego, pero también se lo debemos al hombre (88).

Esta cita nos permite tomar distancia de las opiniones sobre la personalidad del Cernuda

hombre que conducen a un análisis reductivo y sesgado de su obra y nos ayudan a

reconocer el papel fundamental que él cumplió en la evolución de la literatura española del

siglo XX. Su postura inconformista y disidente, siempre dispuesta a la crítica, fue el

puntapié inicial para desestabilizar la dinámica del campo literario español y proponer

nuevos modos de pensar la poesía (el arte en general) y la función/misión del poeta, nuevas

formas de ejercicio crítico, un nuevo papel para el lector, un aporte renovado y no-
246

dogmático sobre el hombre y el mundo. Todo esto lo llevó a cabo a través de diversas

acciones: cuestionando el ejercicio crítico tendiente a la consagración y a la perpetuación

de estados de opiniones sobre artistas y obras; proponiendo la valoración e incorporación

de nuevas tradiciones poéticas; poniendo en duda los valores burgueses y de la sociedad

occidental cristiana; irguiéndose como una figura resistente e insobornable, dedicada

enteramente a los valores altruistas de la poesía, en contra de las tentaciones de éxito y

fama de su alrededor. Por eso, algunos críticos advierten el modo en que Cernuda, por una

parte, soportó su leyenda, pero por otra, también la cultivó, en función de sus objetivos

(Teruel 2013: 22; Harris 1992: 19; Carnero en AAVV 2002: 44): tanto los que responden a

su posicionamiento estratégico, como los que sustentan su teoría estética.

En definitiva, la polémica virulenta con el medio literario español, que Cernuda

mantiene y alimenta durante toda su vida, posee un punto de partida concreto: la recepción

de su poemario; tiene también un antecedente en la tendencia de Cernuda a cuestionar lo

establecido, que vimos en sus primeros textos; cuenta, además, con un condimento real: la

personalidad singular, susceptible, obsesiva del sevillano, de la que muchos hablarán y que

podemos observar en su Epistolario. Responde también a una voluntad explícita del poeta

de profundizar la “leyenda”, que sus contemporáneos iniciaron en 1927 y que él logró

transformar en una posición sostenida desde el exilio. Capitalizó el sufrimiento y el

resentimiento que sin duda sintió y se convirtió exactamente en lo que pretendía: el poeta

disidente que transformó la poesía española del siglo XX.

1.2. Enfrentamiento con el establishment literario

Si bien esta polémica, iniciada en 1927, es mantenida por Cernuda durante toda su vida,

tiene otro punto álgido en 1948, relacionado con dos hechos: uno literario y otro

académico. No es el único, pero nos interesa en particular porque da origen a dos textos

autopoéticos fundamentales.
247

Ese año, Dámaso Alonso publica en la revista Finisterre un artículo titulado: “Una

generación poética (1920-1936)”, en la que hablará de la poesía de los miembros de la

generación del 27 y por supuesto, de Cernuda. Ése es el hecho literario. Por otro lado, en el

verano del mismo año, Cernuda es invitado a dar dos cursos en la Escuela de Español de

Middlebury College (Vermont), donde se reencuentra con Salinas y otras figuras del exilio

republicano. Éste es el hecho académico. Teruel narra los sucesos de ese verano y los

malestares que causaron en Cernuda (69). El primero es el encuentro con Salinas (que

siempre fue su benefactor), 4 teñido de recelo a causa de las palabras que éste le había

dedicado al sevillano en el libro Literatura española siglo XX de 1941, sobre las cuales

Cernuda escribe: “Escrito con la mejor intención, no me parece, sin embargo, que se dé

cuenta de lo que dicen mis versos” (Epistolario 450). Se suma a esto el retrato de

“Licenciado Vidriera” que el maestro había hecho de su discípulo en una antología de

1945. 5 El segundo es la lectura del artículo de Dámaso Alonso: “Una generación poética

(1920-1936)” (Finisterre, marzo 1948). El tercero es la opinión que sigue vigente en la

crítica española prestigiosa de la época de que “la mejor poesía de su generación procedía

de Guillén”, de la cual Cernuda es totalmente consciente (73). Otro de los acontecimientos

que también confluye ese verano es la publicación de la Historia de la Literatura

Española, de Ángel del Río, con una lectura de Cernuda que lo enfureció.

4
Teruel nos señala que incluso ese mismo año acababa de escribirle a Cernuda “una carta de recomendación
para el puesto de assistant profesor que ocupaba en Mount Holyoke” (70). Además, si vemos Epistolario de
Cernuda por esa época, le escribe cartas bastante afectuosas a Salinas para felicitarlo por ser abuelo, recordar
el nacimiento de su hija Soledad, el deseo de verlo y la promesa de una visita y agradecerle por una carta que
Salinas le ha enviado por su libro (446-448). En otras habla, sin muestras de desprecio o reproche de Dámaso
Alonso (448), de Guillén (447, 451, 455, 469-9). También se muestra afectuoso con Aleixandre (461). Si
observamos las cartas de ese año, se reiteran los nombres más importantes de la generación: Salinas, Guillén,
Alonso, Aleixandre, Lorca, etc; además de una comunicación fluida con José Luis Cano. Esto implica que
Cernuda no estaba aislado en Norteamérica tampoco.
5
Pedro Salinas lo describe como el “Licenciado Vidriera”: “Por dentro, de cristal. Porque es el más
licenciado Vidriera de todos, el que más aparta a la gente de sí, por temor a que le rompan algo, el más
extraño” (“Nueve o diez poetas”, incluido en la antología Contemporary Spanish Poetry , editada por Eleanor
L. Turnbull, en 1945). Cernuda responde esto que considera una ofensa en el poema “Malentendu” de
Desolación de la Quimera: “Él escribió de ti eso de `Licenciado Vidriera´/ Y aun es de agradecer que
superior inepcia no escribiese,/ Siéndole tan ajenas las razones/ Que te movían. ¿Y te extrañabas/ De su
desdén a tu amistad inocua,/ favoreciendo en cambio la de otros? Éstos eran los suyos” (vv. 13-18; I, 525).
248

Todos estos sucesos motivan al poeta sevillano a publicar dos textos autopoéticos:

“Carta Abierta a Dámaso Alonso” y la entrevista apócrifa que ya analizamos, “El Crítico,

el Amigo, el Poeta…”, con la intención, en primer lugar, de contestar a esa leyenda creada

en torno suyo (la carta); y en segundo lugar, de dar, de una vez por todas, una crítica justa a

Perfil del Aire (CAP).

El primer texto surge, entonces, de la lectura del artículo de Dámaso Alonso sobre la

generación del 27, el cual, según afirma Teruel, tenía como objetivo “afianzar la fotografía

del Ateneo de Sevilla como acto fundacional del 27” y ser “una crónica sentimental y de

revisión de su propia generación desde las posiciones rehumanizadas y neorrománticas que

se habían instalado en la crítica y la creación literaria peninsular” (73). Es una de las

publicaciones más importantes del panorama literario español de esa época (incluso hoy en

día). Si bien Alonso no utiliza el rótulo “generación del 27”, sí establece su vínculo

estrecho con el tercer centenario de Góngora, que implicó el viaje a Sevilla y el encuentro

entre amigos, que luego se dispersaron en el exilio; por ello, el tono del artículo es

nostálgico. Por lo tanto, pone el acento en las relaciones humanas y de amistad como factor

aglutinante de la generación. Si bien menciona a Cernuda entre los poetas más importantes

del grupo, volverá sobre Perfil del Aire para indicar que no era un poemario maduro y

establecerá la situación de Cernuda como “todavía un muchacho, casi aislado en Sevilla”

(citado por el mismo poeta en su carta; III, 198). La respuesta pública es inevitable.

Cernuda escribe, entonces, “Carta Abierta a Dámaso Alonso” (III, 198-200) y la publica

en Ínsula, en noviembre de 1948. A través de este texto, realiza principalmente tres

acciones: la primera consiste en la descalificación de Dámaso Alonso y de su trabajo (y en

él de todos los críticos literarios españoles que desprecia y caracteriza en CAP); la

segunda, en desmarcarse de la generación del 27 y de la caracterización que Alonso hace

de él; y la tercera, en autofigurarse como un sujeto sufriente y pasivo hasta ese momento,

en que decide abandonar el silencio para levantar su voz en contra de los que lo maltratan.
249

Para construir y, a la vez, descalificar a su adversario y su tarea crítica, utiliza la ironía:

“Aunque poco calificado yo para opinar acerca de una crítica informativa o erudita, como

suele ser la de usted” (198). El inicio de aparente humildad de la frase deriva en una

caracterización demoledora del trabajo de Alonso: quien conoce la obra de Cernuda sabe

que los adjetivos “erudita” e “informativa” para el ejercicio crítico son poco menos que un

insulto, sumado a su caracterización del escrito como “interpretación sentimental de datos

y hechos conectados con cierta generación poética” (198). Por lo tanto, si Cernuda no está

en condiciones de opinar es porque se encuentra en las antípodas de ese modo de hacer

crítica. Luego al expresar el objetivo de su carta en una pregunta: “¿puede permitirme

rectificar algunos puntos que creo equívocos, si no inexactos?”, utiliza los tres términos

destacados por nosotros para acentuar la desautorización del artículo, que extiende (aunque

sin desarrollarlo) al resto del contenido: “Sólo me refiero, naturalmente a cuestiones que a

mi persona y trabajo atañen, dejando aparte el que yo esté o no de acuerdo con las

afirmaciones generales allí expresadas” (198). Con estas palabras, arma la figura de crítico

de Dámaso Alonso y condensa en él (como el Crítico en la entrevista o como Menéndez y

Pelayo en el poema “Góngora”) las palabras y acciones de todo un sector del campo

intelectual aparentemente desfavorable para con Cernuda, que se transmuta, gracias a

determinadas estrategias textuales, en una especie de enemigo necio, que juzga y valora sin

comprender. Esta identificación entre el crítico y sus colegas la enfatiza más adelante:

“esas palabras suyas reiteran una opinión vulgar en ciertos medios literarios hacia 1927”

(199). 6

Hacia el final, incorpora a la carta un fragmento de un texto inédito: “Ganar perdiendo”,

datado en Londres entre 1946 y 1948, que fue pensado, originariamente para Ocnos, según

6
Según indica Teruel, “esta suspicacia cernudiana deja traslucir posibles rumores o intuiciones captados por
su atento radar de aquel verano de 1948. En el fondo está respondiendo a algo que pudo volver a oír en el
encuentro de Middlebury College, sobre todo, después de la publicación de la Historia de la Literatura
Española, de Ángel del Río, porque Dámaso Alonso no se pronuncia abiertamente sobre la influencia de
Guillén en su primer libro” (75).
250

las notas de Harris y Maristany (III, 815). En estas líneas, utiliza el apóstrofe para

desdoblarse en un yo y un tú, identificados ambos con el poeta, en contra de un ellos, los

“enemigos”. Estos que no lo comprendieron, pretenden (casi como snobs) comprenderlo

ahora, asumiendo además la potestad de declarar quién es “más” o “menos” poeta y quién

es mejor o peor: “Algunos a quienes encontraste temprano en tu camino, que no quisieron

conocerte entonces, ni a ti ni a tus versos, te dicen que ahora eres mejor y más poeta”.

Luego les atribuye el término peyorativo de “oidores, repitiendo y deformando a su manera

lo dicho por otros veinte años más jóvenes” (200). La repetición de lo dicho por otros que

caracteriza a estos críticos será un tema recurrente en la entrevista apócrifa.

Otra de las acciones que indicamos, es la de distanciarse de la generación del 27, es

decir, de “cierta generación poética, en la cual quiere considerarme incluso” (198). 7 Es

decir, que es una imposición externa, que no acepta. Además, en el fragmento inédito, al

hablar de “tus compañeros de generación”, define la actitud de ellos hacia el propio

Cernuda: “Atención insuficiente, algo enojosa de constatar cuando ya habían dado por

válidas sus estimaciones perentorias, que quisieron ahora disimular bajo pretexto de

ulterior enmienda tuya”. El disimulo, la falta de honestidad, la falta de atención contrastan

con la sinceridad que el sujeto se atribuye a sí mismo y con la recepción de ese público

nuevo, esas “mentes nuevas” sobre las que actúan ahora con eficacia los mismos escritos

que los otros despreciaron.

Por otro lado, Cernuda se dedica a desmantelar esas opiniones que tanto Alonso (como

representante de la crítica), como sus compañeros de generación no se cansan de repetir:

por un lado, que él era “muy joven” en 1927, al momento de formarse el nuevo grupo

7
En otros textos, Cernuda considera que Salinas y Guillén son de otra generación. En una carta escrita a un
estudioso de su obra ese mismo año de 1948, afirma: “Sé que Salinas habla de romanticismo respecto de mí,
pero con toda su benevolencia y condescendencia para conmigo, él, como Guillén, como Dámaso Alonso,
pertenece a otra generación, y ya no alcanza este mundo en el cual nos debatimos, intentando expresarlo,
realizarlo” (454). Esto continúa una operación crítica temprana que se observa ya en su texto: “Málaga-París.
Líneas con ocasión de un poeta (1931)”, en el cual no incluye a Salinas y a Guillén (aunque sí a Alonso) en la
nómina generacional, en la que él todavía se consideraba adscripto.
251

poético y estaba “casi aislado en Sevilla”; y por otro, que su primer poemario “tampoco

representa[ba] su arte maduro”. Para responder a estas apreciaciones Cernuda alude, en

primer lugar, a su propia valoración de Perfil del Aire, con palabras similares a las que

luego utilizará en HL (630): “…yo al menos creo que es obra de uno que sabe, tanto lo que

quiere, como lo que no quiere decir. Entre otras notas distintivas, pienso que están ya allí

estas dos: visión y tono” (198-9). Este comentario se encuentra en consonancia con la

crítica y las opiniones que de su propio poemario realiza en CAP, destacando la

importancia de estos dos elementos fundamentales para el ejercicio de la crítica, que él

reivindica para su poemario, pero según su perspectiva, que la crítica no supo ver. 8 Para

desmentir la afirmación sobre su aislamiento en Sevilla, Cernuda establece su posición en

el campo literario que sirve de contexto para la publicación de Perfil del Aire:

en 1927 había publicado ya mis primeros versos en la Revista de Occidente y mi


primer libro en los Suplementos de Litoral, sin contar colaboraciones en diversas
revistas del momento […] Usted recordará que mi libro adquirió cierta relativa
notoriedad de disfavor, gracias a las críticas que de él se hicieron, entre las cuales sólo
la de Bergamín y alguna otra tuvieron condescendencia, ¿y perspicacia?, para hablar
con simpatía. Si por vivir entonces en Sevilla me consideraba usted aislado, ¿cómo
podrá considerarme ahora? (199).

A pesar de la crítica adversa, este fragmento da cuenta del lugar que Cernuda tenía entre

sus colegas y es de las pocas ocasiones que, en sus autopoéticas, da cuenta del

reconocimiento con el que efectivamente cuenta por parte de sus contemporáneos. Lo

curioso es que en HL, diez años después, él se caracterizará a sí mismo como “inexperto,

aislado en Sevilla” (629), dos de las características que Alonso indica y que él rechaza de

plano en la carta. Esto es porque, como indica Teruel, en esta carta lo que Cernuda le

reclama a Alonso es un reconocimiento, que no relegue su presencia por exaltar las de

8
Aquí se observa también la continuidad en cuanto a la actitud discursiva del sujeto por el uso de
expresiones que restringen lo dicho a la perspectiva propia: “yo al menos creo”; “pienso”. Incluso cuando
está defendiendo su propia obra desde un punto de vista que él considera el correcto, no utiliza un discurso
categórico ni absoluto. Resaltamos una vez más esta cuestión ya que no es tan común, incluso en aquellos
que predican la tolerancia y la pluralidad de ideas desde el contenido, pero utilizan estrategias discursivas de
tono dogmático y categórico que no dan lugar a posiciones contrarias o intermedias.
252

Lorca y Alberti, Diego y Salinas y sobre todo, Guillén (75). Luego, la intención y el

contexto en HL habrán cambiado.

Finalmente, en esta carta y en consonancia con otros textos, se autofigurará como un

sujeto paciente y sufrido, que ha soportado las injurias de sus contemporáneos y al

momento de escribir, en 1948, decide salir de su silencio y contestarlas.

Asunto es éste [la opinión común sobre él] sobre el cual he dejado siempre la palabra a
los demás, esperando yo algún día añadir la mía, y apenas lo hago ahora sino en parte
[…] Hubo cosas, dichas por ciertas gentes y en cierto momento, acerca de mi primer
libro, que yo, sincero conmigo mismo y esperanzado en cuanto a mi vocación, pude
oír en silencio; pero el silencio ya no es posible, ni justo, cuando aquellas mismas
cosas las oigo repetidas por una persona como usted, y al cabo de más de veinte años
de tarea, que precisamente se inicia toda con aquel primer libro (199-200)

Como si de alguien resignado que decide ponerse de pie y pelear se tratara, Cernuda

construye su propia figura como la del poeta atacado y menospreciado, cuya obra va

evolucionando de modo coherente, aunque sólo algunos pocos lo noten, y que soportó

estoico y en silencio las críticas injustas sostenido sólo por su condición de poeta (por eso,

las frases adjetivas que se atribuye: “sincero conmigo mismo” y “esperanzado en cuanto a

mi vocación”). La construcción es aquí clara pues, como venimos viendo, el silencio

estoico no era una característica muy propia de su estilo, y por otro, cuenta con

reconocimientos y halagos en el medio que también abonan su condición de poeta.

Además, en esta construcción de este sujeto sufriente que decide tomar la palabra,

Cernuda valora sus primeros versos por sobre otros posteriores, haciendo hincapié en el

concepto de “floración poética”, en una curiosa contraposición a la opinión generalizada (y

generalmente cierta) de que lo escrito en la madurez produce mejores resultados:

Lo importante no es si yo estaba o no estaba maduro entonces, sino si en mis versos


había o no había una floración poética. Aunque ello sea cuestión de gusto, le diré de
paso que prefiero algunos de dichos versos no maduros a otros míos ulteriores, que
acaso usted tenga hoy la bondad de considerar ya casi maduros. En todo, y llego casi
al nudo de la cuestión, esas palabras suyas reiteran una opinión vulgar en ciertos
medios literarios hacia 1927 (199)
253

La constitución de este sujeto se completa en el fragmento de “Ganar perdiendo”, donde

continúa construyéndose como poeta coherente en su vida y en su obra, siempre

incomprendido:

Este trabajo tuyo de hoy, con respecto a este de ayer, sólo tiene de diferente lo mismo
que el tú de hoy con respecto al tú de ayer, el acrecentamiento natural dispensado por
el tiempo a quien se mantuvo despierto y supo aprovecharle: el hombre es el mismo, y
el poeta también (III, 200). 9

Por otro lado, reitera una vez más su teoría acerca de la relación entre los autores y el

público, teoría que cultiva la excepcionalidad de Cernuda como poeta, así como su espera a

que nazca el público que lo entienda y la consiguiente paciencia que ello requiere, pues el

reconocimiento y la correcta interpretación tardarán en llegar: “Hay quienes al llegar

encuentran nacido su público y quienes deben aguardar que su público nazca, siendo de

estos últimos tú” (200). Para Teruel, en estas citas se ve la autocomplacencia de Cernuda

en “fomentar su propia leyenda, donde desafección y olvido, incomprensión y

desconocimiento, y fe en el público futuro, serán los primeros ingredientes de su reacción”

(76). A diez años de su exilio, la herida de esa crítica impiadosa inicial sigue abierta y por

ella, Cernuda hostiga a sus contemporáneos, achacándoles actitudes altamente

reprochables.

En el mismo año de esta carta, se publica la entrevista apócrifa: “El Amigo, el Crítico,

el Poeta”, sobre la que ya hemos hablado y que pretenderá dejar para la posteridad una

crítica “justa” de Perfil del Aire. 10 En este texto, Cernuda da cuenta de los comentarios

negativos que, por esa época (y en los años posteriores a Perfil del Aire), se hacían de él en

9
La idea de “permanecer despierto” tiene en la obra de Cernuda importantes connotaciones éticas y poéticas.
Refiere a la capacidad del poeta de ver la realidad tal como es y no adormecerse en la ilusión en la que
permanece el hombre común (así lo distingue en el poema “Noche del hombre y su demonio”, de Como
quien espera el alba). Juega, además, con la dupla barroca de vigilia-sueño, en la que no se sabe a, ciencia
cierta, de qué lado está la realidad.
10
Cabanilles nos señala que en 1952, el poeta estaba tratando de publicar un libro con diferentes ensayos en
España, pero el intento fracasó cuando le pidieron que quitara de la selección la “Carta abierta a Dámaso
Alonso” y CAP. El segundo texto lo incluye luego en Poesía y Literatura I. Vemos aquí la importancia que
tiene para él la persistencia en esta cuestión que es capaz de rechazar una oportunidad de publicación por no
poder integrar estos textos.
254

los ambientes literarios españoles: “Tengo copia de lo que de Cernuda escriben… […]

Todas mis papeletas dicen lo mismo: `Cernuda imitó a Guillén´” (609); “Algunos hablan

de él” (609); “Todos aluden [a la influencia de Guillén sobre Cernuda]” (609); “Nadie ha

mencionado a Mallarmé en relación con los primeros versos de Cernuda” (616); “…oí

decir que era bastante frío” (622); “No dirá que hoy no le escuchan algunos” (622).

Además, en ocasiones, presenta las opiniones o afirmaciones generalizadas para mostrar su

falsedad, aunque no logre ser totalmente convincente:

Es curioso. Nadie ha observado que Cernuda, al publicar su libro, no pudo conocer el


de Guillén, pues éste es posterior en un año al suyo (611).

-¡Cómo! No creía que los escritos primeros de Cernuda fueran contemporáneos con
las publicaciones primeras de su generación.
–Sí, yo también he notado ese curioso y falso efecto de perspectiva en la crítica […]
Usted tal vez comprenda ahora que en esos años Guillén era un poeta poco menos
inédito que Cernuda (613-614).

[…] a ningún crítico se le ocurrió mencionar, en cambio, nombres de otros poetas a


quienes Cernuda debió mucho entonces (615).

Miradas en conjunto, esta serie de disquisiciones y argumentos que expone el Amigo en

este texto, además de ser circunstanciales, no logran convencer al lector totalmente; pero

quizá el objetivo del ensayo no era tanto el contenido en sí, como poner de manifiesto la

indefensión del autor que, de hecho, es el único personaje que permanece in absentia,

frente a los argumentos de un crítico que no posee opinión propia, sino que es eco de otras

(Maristany 1994: 62). Como advertimos en el capítulo 1, los personajes y la obra

mencionada al final tienen su correlación con elementos de la realidad; también estas

opiniones negativas tienen su anclaje histórico: Cernuda se refiere no sólo a la crítica en el

libro de Ángel del Río (1948), sino también a las obras de Aubrey F. G. Bell (1938), Ángel

Valbuena Prat (1946), Guillermo Díaz-Plaja (1948), Federico C. Sainz de Robles (1950) y

al aporte de sus compañeros de generación (Teruel 2013: 78-79).

Recordemos, como ya indicamos, que CAP es un intento de rectificar una opinión

crítica sobre Perfil del Aire que estaba instalada desde su publicación: la fuerte influencia
255

(imitación) de Guillén. El afán desmedido de Cernuda por separarse de aquella primera

valoración que recorre este texto, no logra borrar el hecho de que efectivamente el

poemario tenía influencias claras de Guillén y Salinas, maestros de su generación. El

primero, a quien estaba dedicado el libro, orientó al joven poeta literariamente y gestionó

la publicación del libro; el segundo fue puesto en el centro de la polémica por los críticos

quienes marcaron inmediatamente la influencia de éste sobre el poemario. Todos los

críticos, en su mayoría en contra, pero también otros a favor, se refieren directa o

indirectamente a esta presumible influencia, que ya adelanta la primera reseña escrita

escrita por Chabás.

De hecho, esta influencia puede establecerse a partir de las propias palabras del joven

Cernuda en las cartas que envió al maestro y que ya mencionamos, donde se proclama

como su discípulo y por tanto, su lector. Por eso, frente al desgranamiento de argumentos

que pretenden aseverar que el poemario cernudiano no posee influencias de Guillén, 11 es

posible conjeturar acerca de los motivos que mueven a uno y otro Cernuda (el joven y el

maduro) para adoptar ciertas posiciones. En principio, pareciera que esa “ilusión obsesiva”

de Cernuda (de la que habla Salinas por ver publicado el libro), con el paso de los años se

ha transformado en un afán obsesivo en pos de recibir finalmente una crítica sino

favorable, por lo menos, justa como afirma el Amigo: “-Yo no he defendido Perfil del Aire

en cuanto obra imperfecta; lo he defendido en cuanto obra mal entendida. No es lo mismo”

(623). Además, el Cernuda que le escribe a Guillén reconociéndolo como maestro y faro de

su generación, es un poeta joven, recién iniciado (como el que escribía los versos de

homenaje en 1926), que todavía no tiene reconocimiento del medio literario ni experiencia.

Por eso, necesita el respaldo de los artistas de renombre (los que se encontraban en el

11
Uno de sus argumentos es que no había leído Cántico. En una carta a José Luis Cano, fechada el 21 de
marzo de 1952, se niega a suprimir CAP de la compilación de ensayos que pretende publicar, afirmando: “Tú
sabes tan bien como yo, que todas esas cotorras que ejercen crítica repiten hace más de veinte años lo de la
influencia de Guillén (yo, que no he leído ninguna edición de Cántico). ¿Es que no tengo, no sólo derecho,
sino necesidad ya de defender mi trabajo contra una aserción tan absurda?” (Epistolario 532).
256

centro del campo literario del momento) para fortalecer su condición de poeta y ascender

en la jerarquía del campo, dos cuestiones que luego de la crítica adversa de Perfil del Aire,

serán dificultosas para él, porque la crítica del libro efectivamente condicionó la trayectoria

literaria del poeta. E incluso una vez que lo alcance, no podrá reconocer ese logro

claramente ni dejar de empañarlo con el recuerdo de su tortuoso inicio como poeta, como

veremos en otros textos.

Finalmente, la última parte de CAP arremete contra los “concursos oficiales”,

dispositivos falaces de consagración, avalados por la academia, que le dan pie para juzgar

peyorativamente los circuitos del campo literario español: “Recuerde que se trata de un

concurso oficial. Varias veces me han reprochado cierta presunción en mis juicios, con la

tendencia a apartarme de lo establecido” (610). Esta crítica se acentúa hacia el final

Cuando observamos que el ganador del “Premio Nacional de Literatura” es el personaje

del Crítico, luego de la extensa charla con el Amigo, parece formarse en nosotros la ilusión

de que algo ha cambiado; ilusión que pronto desaparece cuando leemos su apreciación de

Cernuda: “Luis Cernuda es un cantor intelectual, grandemente influenciado por Guillén,

aunque su intelectualismo se complica con un escenario romántico” (624). Esta cita casi

textual del libro real de Ángel del Río da por tierra con cualquier esperanza de

“razonamiento” por parte de la crítica española y en cierto modo, justifica la dureza final

de Cernuda, que llega al extremo de adjetivar a su personaje (y por ende, a Del Río y a

todos los críticos españoles) como “analfabeto letrado” (624).

1.3. Un poeta para la posteridad: el caso de HL

Si pensamos en HL como la expresión final de sí mismo, que prepara su figura de poeta

para el futuro tratando de revelar su verdadera condición interior (olvidada hasta el

momento por las críticas lapidarias del contexto) y retrocediendo en sus movimientos de
257

ofensiva contra sus contemporáneos, 12 podemos observar de qué forma reconstruye sus

relaciones literarias para saber en qué lugar pretende posicionarse para la inmortalidad.

Algo definitivo serán las relaciones conflictivas con los miembros de la llamada

“generación del 27”, a cuya pertenencia sólo hace una referencia circunstancial al referirse

a la antología de Gerardo Diego. Es cierto que Cernuda fue siempre renuente al

encasillamiento generacional, como lo afirma ya en la carta a Dámaso Alonso y en el

cambio de nombre de la generación en su libro EPEC.13 Es por ello que evitó las

identificaciones con sus compañeros y mantuvo cierta distancia, sobre todo con los

integrantes más destacados, distancia que, como bien describe Pérez Bazo, “con el

transcurso del tiempo, se mudó en recelo y enemistad, dilatando las grietas de la relación

hasta los límites del desprecio e incluso del insulto” (398). Sin embargo, es señalado por

los críticos su pertenencia al núcleo de poetas jóvenes del momento, que principalmente a

partir de los postulados del surrealismo, pretenden alejarse de los poetas mayores: Salinas

y Guillén, pero también Juan Ramón Jiménez (Jimenez Millán 2004: 42). El mismo

Chabás, uno de los críticos más acérrimos de su obra, 14 le reconoce un lugar entre los

poetas más jóvenes: Emilio Prados, Manuel Altolaguirre, José María Hinojosa (Pérez

Bazo: 403). Estos nombres aparecerán en HL al realizar el repaso de su etapa de juventud:

menciona a Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, desde la dirección de la revista Litoral,

donde muchos de estos poetas incipientes publicaban; se suma a estos dos, José María

12
Esto no se observa en su poesía, cuya última fase “se fraguó con recuerdos ingratos y rencores en auténtico
ajuste de cuentas con los poetas españoles de su tiempo. Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas y Jorge Guillén,
e incluso su gran amigo Manuel Altolaguirre están presentes de modo explícito o elidido en los poemas […]
En este sentido, el texto que cierra el poemario “A mis paisanos”, es una descarnada y a la vez patética
invectiva contra aquellos que tanto mal le han causado, a él y a su obra, desde la primera crítica de Perfil del
Aire, episodio que persiste treinta y cinco años después como síntoma del componente paranoico de su
personalidad” (Neira 2009: 218).
13
En el capítulo dedicado a esta generación, la denomina como “Generación de 1925”: “A falta de
denominación aceptada, la necesidad me lleva a usar la de generación de 1925, fecha que, aun cuando nada
signifique históricamente, representa al menos un término medio en la aparición de sus primeros libros” (II,
184). Se desmarca así del consenso en torno a considerar el homenaje al tercer centenario de la muerte de
Góngora como elemento aglutinante de esta promoción poética.
14
Pérez Bazo realiza un recorrido por las intervenciones críticas de Juan Chabás sobre Cernuda (de 1927 y
1952), signadas por la dureza e incluso cierta injusticia.
258

Hinojosa. Sin embargo, no se registra en este texto la coincidencia de todo el grupo en la

adhesión al surrealismo; Cernuda se presenta a sí mismo como un sujeto solitario

siguiendo los postulados existenciales de este movimiento. 15

Respecto de la plana mayor de poetas, aparece Salinas como su maestro, para el cual

guarda un agradecimiento ambivalente: “No sabría decir cuánto le debo a Salinas” (II,

627); también se refiere a sus “líneas evasivas” de 1927 (II, 629) y al hecho de que le

consiguió un cargo de lector de español en Toulouse (II, 633). Guillén es mencionado sólo

en relación con las críticas de su primer poemario (629). Diego aparece como editor de su

antología (637), en la que el propio Cernuda participó como parte de la generación. No

menciona en HL su participación en el homenaje a Góngora en el Ateneo de Sevilla, que es

otro hito de su pertenencia generacional. Finalmente, se extiende sobre la relación de

amistad y camaradería que entabla con García Lorca y Aleixandre, pero que, sin embargo,

no lo satisfacen totalmente. Esto puede tener que ver con el desprecio que le causa el

“fondo burgués” (637), que advierte en algunos escritores que conocía y a quienes podría

estar identificando con ciertos valores de los dos poetas. También menciona a Bergamín

por su crítica positiva a Perfil del Aire, por ser el editor de la primera versión de La

Realidad y el Deseo (1936) y por ser el responsable de la reimpresión de las traducciones

de Hölderlin, que al poeta lo mortifican por los errores que advirtió y no le dieron la

posibilidad de corregir. Este reproche a Bergamín treinta años después resulta

definitivamente excesivo. Avanzado el relato, estos nombres desaparecen, aun cuando

sabemos que Cernuda tuvo relación (de diverso signo) con la mayoría de ellos hasta el

final de su vida.

15
Harris afirma: “¿Qué hay de verdad en todo este cruce de acusaciones y recelos? El hecho es que,
siguiendo muy de cerca la enseñanza de JRJ y las últimas tendencias literarias europeas, buena parte de la
joven poesía española de los años veinte hace suya una estética formalista que muy pronto lleva a una
especial síntesis entre tradición y vanguardia, nacionalismo y cosmopolitismo […]” (33)
259

En HL, aparecen también referencias a la escena literaria madrileña y la periferia de

otras ciudades, como Sevilla, en la que Cernuda se considera aislado luego de la mala

recepción de Perfil del Aire. Alude además, a estos “medios literarios distantes” del

madrileño como el origen de críticas benevolentes de ese poemario (630). Esto nos da una

idea de que la movida literaria madrileña marcaba tendencia en la década del 20,

principalmente en los nombres de Salinas, Guillén y Diego, y que fueron más benevolentes

con otros libros similares a los de él. ¿Por qué, entonces, la diferencia de valoración?

Cernuda asegura saberla: “La experiencia me iría indicando luego las causas de aquellos

ataques” (629), causas que sin embargo, no explicita, pero podemos suponer como

incomprensión o envidia por parte de sus colegas.

En 1936, la primera versión de La Realidad y el Deseo prometía mucho y contaba ya

con la simpatía de algunos lectores. Sin embargo, el comienzo de la guerra civil enfría la

realidad española y los eventos culturales pasan a segundo plano. Su relato fragmentado

del comienzo de la guerra civil hasta su exilio no nos interesa tanto por la guerra en sí, sino

por la reafirmación de su relación ambivalente, sin embargo, cada vez más negativa con

España:

Desnudas frente a frente vi, de una parte, a la sempiterna, la inmortal reacción


española, viviendo siempre, entre ignorancia, superstición e intolerancia, en una Edad
Media suya propia; y la otra (yo en pleno wishful thinking), las fuerzas de una España
joven cuya oportunidad parecía llegada. Luego me sorprendería, no sólo la suerte de
salir indemne de aquella matanza, sino la ignorancia completa de ella en que estuve,
aunque ocurriera en torno mío (642).

Más adelante, va descubriendo (y afirmando desde su perspectiva) que la única España

que va a permanecer es la primera: “La marcha de los sucesos me hizo ver poco a poco que

no había allí posibilidad de vida para aquella España con que me había engañado” (643).

Sin embargo, todavía guarda la esperanza de aportar algo con su quehacer poético. En

medio del relato, un paréntesis hace alusión no sólo a la guerra civil, sino a su propia

experiencia de la tierra y de sus compatriotas: “(los españoles no han podido deshacerse de


260

una obsesión secular: que dentro del territorio nacional hay enemigos a los que deben

exterminar o echar del mismo)” (643). Esta obsesión no sólo avanza sobre el territorio

geográfico, sino también simbólico y así, él también se situará en la posición de enemigo

que debe ser expulsado, lo cual justifica la narración de su exilio que comienza siendo

temporal y luego se vuelve definitivo. La correlación la establece a partir de la narración de

una pesadilla recurrente en los primeros años del exilio, que él interpreta como su relación

inconsciente con España: “me veía allá [en España], buscado y perseguido. Sufrir de tal

sueño es cosa que, simbólicamente, me enseñó bastante respecto a mi relación

subconsciente con España” (644). Esta imagen de la persecución signará su relación no

sólo con el país, sino con el campo literario de España durante toda su vida, incluso

estando a miles de kilómetros, en América.

De su vida en el Reino Unido o sus estancias en EEUU, hay mínimas referencias a

acontecimientos históricos de gran escala, intercaladas en el relato de lo que considera el

momento más rico de su trayectoria poética; tiempo de soledad y aislamiento en el que lee

y asimila las lecciones de los románticos ingleses, de Shakespeare, de Dante, de Eliot.

Como ya dijimos, no hay referencias a la conformación de los campos artísticos de los

lugares donde vive durante el exilio. Su referencia, en este sentido, es siempre España. Lo

que se advierte en HL, respecto de esto, es un aislamiento progresivo del poeta respecto del

mundo exterior, una disposición a la soledad que responde a su vocación poética y que sólo

el amor puede relativizar en algunos momentos: “Pero el amor tiraba de mí hacia México.

Con tanta más fuerza cuando que siempre padecí del sentimiento de hallarme aislado y que

la vida estaba más allá de donde yo me encontrara; de ahí el afán constante de partir, de

irme a otras tierras” […] (659). En este sentido, la mención de México estará signada por

esta experiencia amorosa que le da plenitud y sentido a su vida madura.

Así, la conciencia de ser un sujeto existencialmente aislado, un ser en permanente exilio

por voluntad más que por necesidad, no sólo pone de manifiesto un sentir del hombre
261

Cernuda, sino que también caracteriza al Cernuda escritor, tanto de prosa como de poesía,

en su afán por diferenciarse de sus compañeros de generación y explorar nuevos territorios

de lo poético y del ejercicio crítico, que se plasma en su obra en la variedad de registros

temáticos y estilísticos que la componen y que no permiten adscribirla a un único

movimiento o tendencia.

En consonancia con ello, un año después de Historial de un libro, en entrevista con

Fernández Figueroa, ante la pregunta sobre si crece o desciende el nivel de la poesía

española actual (de la cual él forma parte según lo indica el entrevistador), Cernuda afirma:

No sé, ni puedo, ni debo responder a eso. En primer lugar, porque hace a estas fechas
veintiún años que vivo fuera de España y, por lo tanto, carezco de contacto y noticia
suficiente para opinar sobre el tema, suponiendo legítimo para mí el responder a él,
que no lo es (II, 810).

A pesar de esta afirmación, es posible rastrear el conocimiento de la situación de la

poesía española que poseía Cernuda, así como contactos asiduos con sus integrantes a

través del Epistolario o de los testimonios de sus amigos más cercanos. Más adelante, al

ser indagado sobre si sabe del efecto que tuvo la edición de Guadarrama de su libro en

España, vuelve a ser muy duro:

Sólo las [noticias] que me deparó tal o cual reseña sobre el libro. Algunas eran
amables; pero en general la única reseña inteligente, que yo sepa, es la de una
hispanista francesa, Mme. Marie Laffranque, publicada en Bulletin Hispanique. En
una de las publicadas en España, se decía que yo carezco de respeto; no me interesa
muchos opinar sobre si carezco o no de sentido reverencial, pero sí indicar que para
sentir respeto ante algo o alguien estimo indispensable (otra perogrullada, a pesar mío)
que ese algo o alguien sean previamente respetables. La tendencia ingénita mía a no
aceptar como respetable aquello que no me lo pareciera, ya latente cuando vivía ahí, se
afirmó con los años de alejamiento, no sintiendo sobre mí la presión hipnótica del
medio literario nacional acerca de los nuevos valores intangibles, respecto de los
cuales tanta tontería y falsedad veo repetida. A eso ayuda otro instinto mío, más fuerte
que yo en ocasiones, de no decir sino lo que pienso, instinto del cual di hace muchos
años una prueba indudable a la que me he mantenido siempre fiel, prefiriendo la
verdad a toda consideración mundana (II, 812-813).

Como vemos, sólo destaca la reseña de una académica francesa y en cuanto a la

recepción española, refiere únicamente los puntos negativos: haber sido tachado de

irrespetuoso o demasiado sincero, así como la “presión hipnótica” (de valor negativo) que
262

ejerce el campo literario sobre sus integrantes, que completa con los fuertes términos de

“tontería y falsedad”. En contraposición a ello, dos características propias: no aceptar lo

dado por otros y la fidelidad a sí mismo diciendo la verdad. Ambas cuestiones reafirman lo

que ya hemos dicho sobre su figura de poeta insobornable, en la búsqueda de la verdad,

aunque ello le traiga el desprecio ajeno. A pesar de que en 1959, muchos poetas han

retomado su obra y lo consideran un maestro (incluso una generación en gestación como es

la del medio siglo), que ha sido objeto de homenajes y que el nacimiento del nuevo lector

que él reclamaba se ha producido, su mirada no puede distanciarse de esta relación

conflictiva con sus contemporáneos y su país.

También en HL refiere a la recepción de su libro Estudios de poesía española

contemporánea, para marcar nuevamente estas diferencias, sobre todo en relación a la

forma de hacer crítica que él defiende y practica contra el modo español:

Veo que fue empeño inútil y que el libro ofendió a algunos y molestó a muchos. Lo
lamento, pero la crítica no consiste, como creen ahí, en administrar un compuesto de
azúcar, melaza, sacarina y jarabe a aquellos escritores admirados y palo tras palo a
aquellos detestados por el crítico, sino otra cosa. Creo que en España nadie parece
haber querido interesarse de los dos o tres puntos, en mi opinión acaso de algún
interés, sobre los que quise basar mi criterio de poeta-crítico. En realidad, la crítica,
como yo la entiendo, tal vez sea cosa ajena a la mentalidad española; y no deja ser
muy significante que la historia de nuestra literatura no nos ofrezca el nombre de un
solo crítico; hay, sí, profesores, eruditos, historiadores (Menéndez y Pelayo fue una
mezcla de todo eso, operando en un organismo de una sola pieza, un organismo de
fanático, uno de los fanáticos más extraordinarios jamás producido por una tierra fértil
en ellos), lo que se quiera, menos un crítico. Tampoco ha habido en España ningún
filósofo, y no es raro, ya que el pensamiento crítico y el pensamiento filosófico son
hermanos (II, 813-814).

Completando lo que vimos en el apartado sobre la figura del crítico, aquí Cernuda se

define a través de esta forma compuesta de “poeta-crítico” (muy propia de los románticos

ingleses y de Eliot, como vimos) y, con el sarcasmo que caracteriza sus opiniones sobre

España, pone de manifiesto la radical diferencia que lo aparta de sus contemporáneos (a

quienes cifra en la figura de Menéndez y Pelayo). Ahora bien, en definitiva, hay una

voluntad de reforzar y exagerar su polémica con la crítica, pues ello respondía a su modo

de concebir al poeta y al crítico y su quehacer, en libertad total y sin rendir cuentas a nadie,
263

pero que como afirma Valender (2002c: 14) también le valió el desprecio y la indiferencia

de muchos de sus contemporáneos. Es el precio que Cernuda, como el poeta auténtico que

se consideraba, era consciente de que debía pagar y al cual decidió no sólo no renunciar,

sino incluso potenciar para construir su imagen de poeta, con esta coda que suaviza la

virulencia y desde una mirada más serena, pretenda dar cuenta de la riqueza interior del

poeta.

2. El reconocimiento

“Si hay destino envidiable para un poeta es hallar camino


hacia las gentes que vivan después de él, a través de la
ceguera de sus contemporáneos”(Carta a Nieves Mathews,
13/2/1942, Epistolario: 313).

Si leemos superficialmente los textos autopoéticos de Cernuda y seguimos las piedritas

dejadas en el camino por él para no perdernos, podríamos llegar a concluir en que este

poeta-crítico fue un marginado por todo el campo literario español, durante toda su vida.

No hay reconocimiento, no hay compañía, nada. Sólo la soledad y el sentimiento de

encontrarse aislado, padecido por un sujeto que resiste sufriente y estoico, pero convencido

de su misión. Sin embargo, si reparamos en algunos indicios de sus autopoéticas y los

leemos en relación con la red conformada por su escritura (pública y privada), como con

algunos acontecimientos del medio literario, veremos que esta conclusión no es del todo

cierta. Éste es el punto en el que podemos observar que hay una operación de

autofiguración, más o menos consciente, en las autopoéticas ensayísticas que estudiamos,

que tienen como objetivo elaborar una imagen interesada (en términos de proyecto estético

y de campo literario) de sí mismo. Cernuda era consciente del futuro y de la posibilidad de

que, así como le había sucedido a otros genios de la historia del arte que no habían sido lo

suficientemente apreciados por sus sociedades pero sí por las generaciones siguientes, a él

le pasara lo mismo. Hay muchas muestras de ello, algunas ya las hemos citado, pero
264

volvemos aquí a una carta, fechada el 27 de agosto de 1940, que escribe a Manuel

Altolaguirre y Concha Méndez:

Yo os recuerdo y pienso en Paloma, que nos irá dejando viejos. No se dirá que como
poetas hemos tenido una vida poco accidentada. Cuando Paloma tenga nuestra edad
actual, acudirán a ella nuestros futuros admiradores (suyos también, por descontado) a
inquirir detalles auténticos de nosotros, que seremos tan legendarios entonces como
Garcilaso y Bécquer (carta citada en Altolaguirre 2002: 74).

A la misma poeta le parece curioso que Cernuda haya previsto, con tanta exactitud, su

gloria póstuma (75). 16 Si pensamos en términos amplios de éxito, podemos decir que el

primer texto que Cernuda publica en 1924: “Matices” ya lo tiene, al atraer la atención de

un poeta consagrado como Salinas y convertirlo en un mentor. Antes de la publicación del

primer poemario, es un poeta presente en las revistas más prestigiosas de la época (Revista

de Occidente, Verso y Prosa, Suplemento literario de La Verdad). La publicación de Perfil

del Aire le vale tres reseñas malas, pero también dos buenas (HL, 629-630) y diversas

cartas de sus contemporáneos (algunos más sinceros que otros) elogiando sus versos. La

siguiente publicación de envergadura es la primera versión de La Realidad y el Deseo en

1936, que, según él, obtiene “la simpatía del algunos lectores” (HL, 642). Sin embargo, al

parecer la recepción fue mucho más amplia, pues recibió elogiosas críticas en Madrid y fue

considerada un hito entre las publicaciones de la generación. Además, el diario El Sol

convocó un homenaje al poeta en abril de ese año que fue firmado por Vicente Aleixandre,

Rafael Alberti, Manuel Altolaguirre, Concha Méndez, Concha de Albornoz, María Teresa

León, Rosa Chacel, Federico García Lorca, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Pablo Neruda,

Arturo Serrano Plaja, Pedro Salinas, José Bergamín y José Moreno Villa, entre otros. El

libro, además, recibió reseñas positivas de Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca,

Arturo Serrano Plaja, Juan Gil-Albert, Enrique Azcoaga y Lorenzo Varela (Teruel 57).

Finalmente, García Lorca le organizó un homenaje, donde pronunció las siguientes

palabras sobre el sevillano:

16
A una operación similar responde el poema “A un poeta futuro”, de Como quien espera el alba.
265

Yo vengo para saludar con reverencia y entusiasmo a mi "capillita" de poetas, quizá la


mejor capilla poética de Europa, y lanzar un vítor de fe en honor del gran poeta del
misterio, delicadísimo poeta Luis Cernuda, para quien hay que hacer otra vez, desde el
siglo XVII, la palabra divino, y a quien hay que entregar otra vez agua, juncos y
penumbra para su increíble cisne renovado […] La aparición del libro La realidad y el
deseo es una efemérides importantísima en la gloria y el paisaje de la literatura
española […] la voz de Luis Cernuda erguida suena original, sin alambradas ni fosos
para defender su turbadora sinceridad y belleza (157-158).

Lamentablemente, el inicio de la Guerra Civil truncó la proliferación de esta edición,

pero para cuando Cernuda abandona España en 1938 ya era considerado un gran poeta.

En HL, se refiere de soslayo a otros tres hechos que sugieren que su fama continuaba en

España e incluso se había extendido hasta América. En primer lugar, menciona la segunda

edición de La Realidad y el Deseo, publicada por Bergamín, en 1940, a la cual suma Las

nubes (647). Esto implica que, a pesar de su exilio, era un poeta publicado en España, por

el que valía la pena el trabajo que suponía superar las trabas de la censura. El segundo hito

es la edición pirata de Las Nubes que aparece en Buenos Aires, en 1943 (647), lo cual es

indicio de que era un poeta ya conocido en Hispanoamérica y de cierto interés entre el

público: “Que de mis versos se hiciera, no sólo una edición segunda, sino hasta una edición

pirata, me permitió vislumbrar para el mismo posibilidades menos pesimistas” (II, 648).

Veamos que para valorar ambos hitos utiliza una frase negativa: “menos pesimistas”, en

vez de una expresión de valor positivo. El tercer hecho es la narración de su recepción de

ejemplares de Como quien espera el alba, publicados en Buenos Aires, en 1947. Su primer

comentario acerca del libro es la presencia de erratas, que si bien no eran muchas, lo

mortificaron. Sumado a esto, afirma:

Seguía imposibilitado por la distancia para conocer la reacción directa ante el libro;
confusamente, de aquí y de allá, me llegaban indicaciones de que algunos acogían mis
versos de manera diferente a como fueron acogidos en Madrid los primeros: el tiempo
comenzaba quizá a hacer su obra. Lo curioso era que, aun cuando mis publicaciones
anteriores no hubieran sido objeto de atención particular, no quedaban olvidadas, y mi
nombre surgía, aquí o allá, al hablarse de poesía española. Era un reconocimiento más
bien tácito que expreso, y aunque no dejara de sorprenderme, lo más sorprendente
resultaba cómo había resistido yo, durante años, lleno de una fe absurda, trabajando,
aunque sin facilidad para publicar mis escritos, en medio del aislamiento continuo.
(654-655).
266

En esta cita, es posible leer entre líneas algunas cuestiones que el poeta deja un poco de

lado, quizá para continuar forjando esa imagen del poeta marginado. En primer lugar, la

primera reacción ante una segunda publicación en Buenos Aires es la mortificación por los

errores. No pondera en ningún momento que este hecho implica que su obra tiene interés

para Latinoamérica, pues es la segunda edición que se hace de sus versos en siete años. En

segundo lugar, si bien puede vislumbrar una recepción amable de sus versos, no puede

hacerlo sino “confusamente” y en relación de contraposición directa con la recepción de

sus primeros versos; situación que hasta el final de su vida media en su relación con los

contextos literarios. En tercer lugar, su nombre continúa unido a la literatura española. Más

allá del exilio y de sus conflictivas relaciones con los poetas renombrados de España, él

continúa atado a esta tradición y a este campo. Finalmente, cierra este fragmento con una

alusión a sí mismo, a su aislamiento y a su condición de poeta, la cual reafirma

nuevamente, más allá de que pueda ser cierta o no; aunque sabemos que esta salvedad no

la hace por sí mismo, porque como hemos visto, él está convencido de que nació para ello,

sino que la hace para quienes, al leer el texto, pudieran ponerlo en duda.

Por otro lado, el año que marcamos como punto álgido de la polémica con sus

contemporáneos (1948), es también un año de reconocimientos críticos explícitos, tal como

indica Teruel. Ese año se publican dos estudios de su obra: uno en España, titulado “Sobre

el lenguaje poético de Cernuda”, de José Luis Cano; y otro en América, “Luis Cernuda, un

poeta de la soledad”, del profesor de la Universidad Nacional de Colombia, Fernando

Charry Lara (57). En una carta enviada a éste último (23/4/1948), se puede observar que

Cernuda estaba satisfecho con el trabajo, “ya que por primera vez se encontró con un

análisis conjunto de su obra poética, tanto en verso como en prosa, anterior a Como quien

espera el alba” (57). Además, ese mismo año se publica en Londres: A Critical Antholgy

of Spanish Verse, donde Edgar Allison Peers señala que Cernuda es quizá el poeta más

poderoso del siglo XX y que desde el inicio se forjó su propia tradición, siendo la
267

influencia de Guillén sólo “aparente”. Este comentario y otros constituyen un explícito

reconocimiento del talento individual de Cernuda, desde su primer poemario (58-59). De

más está decir que no hay referencias de estos hechos en ninguno de los textos suyos que

estudiamos.

La consagración llega, finalmente, en 1955, con el monográfico de la revista cordobesa

Cántico. Según Jacobo Muñoz, hablar de esta revista es hablar “de un hacer poético

entonces nuevo” (349). Los poetas que editaban esta publicación (Juan Bernier, Vicente

Núñez, Ricardo Molina y Pablo García Baensa, entre otros) querían darle a Cernuda el

lugar eminente que ellos reconocían en él y consideraban que le correspondía. Sin

embargo, a través de un trabajo de Valender (2002c), conocemos la versión de un cronista

que indica lo que sucede apenas comienza a vislumbrarse la influencia cernudiana en los

poetas agrupados alrededor de Cántico: “empiezan cartas y cabildeos, con el fin de

localizar y eliminar, naturalmente, esta filtración subversiva” (200). El problema era que

estos poetas se distanciaban de la ascendente poesía social de la época, aunque no rendían

homenaje a la trayectoria de Cernuda, sino a su papel como “continuador de la tradición de

poesía andaluza, indolente, nutrida de paganismo, con un dominio `clásico´ de los recursos

formales” (200-201). Como Octavio Paz, hacen hincapié en el primer Cernuda y quizá fue

por eso que el monográfico no fue del agrado del poeta sevillano y no lo menciona en

HL. 17 Entre la reticencia del medio literario español y la disconformidad del poeta, el

homenaje se vio frustrado en su posibilidad de modificar la consideración del sevillano por

parte de sus colegas.

17
Esta omisión de la referencia al homenaje de la revista Cántico puede deberse al profundo malestar que le
produjo, tal como expresa en la carta a José Luis Cano (coordinador del monográfico), en un párrafo breve y
lapidario: “Lo más flojo [del número] es el trabajo de Adriano del Valle, el cual además inventa todas sus
anécdotas; yo no viví nunca en esa calle Mármoles que él dice, ni llevé jamás esas corbatas claro de luna,
guantes amarillos o zapatos de charol. Qué horror. Me extraña que a nadie se le ocurriera comentar mis libros
en prosa. Pero ya es mucho que le acepten a uno como poeta para esperar que además se le tenga en cuenta
como prosista. Lo mejor (y no por sus elogios) me parece el trabajo de Vicente Núñez. ¿Quién es? Lo curioso
es que no creo una palabra de todos esos elogios, aunque suponga (¿escribiría si no?) que en lo que escribo
hay algo de algún interés para algunos” (4 de mayo de 1956, carta n° 621; p. 590-591).
268

El segundo homenaje, ya definitivo, se produce en 1962. Lo organiza la revista La caña

gris y participan de él (en orden de aparición) Vicente Aleixandre, Octavio Paz, María

Zambrano, Vicente Gaos, Rosa Chacel, José Hierro, Juan Gil Albert, José María Castellet,

José Ángel Valente, Carlos P. Otero, José Olivio Jiménez, Robert K. Newman, Derek

Harris, Jaime Gil de Biedma, Francisco Brines y Jacobo Muñoz. Como bien señala

Valender, este homenaje “representaba no sólo un auténtico reconocimiento de la

singularidad de la obra del sevillano, sino también una clara disposición a orientar la

poesía española hacia rumbos nuevos” (2002c: 208). Si bien estos poetas se habían

sumado, en principio, a los postulados estéticos de la primera promoción de la poesía

social, pronto darán “indicios de disconformidad” y descubrirán en Cernuda

una forma de salir del impasse en que sentían que la poesía española había caído.
Pero más que un modelo literario, Cernuda parece haberles servido como un ejemplo
de disidencia y subversión de valores que los habría animado (y autorizado) a asumir
una actitud paralela; es decir, a buscar su propio camino, libre de esquemas impuestos
(2002c: 208).

En cuanto a la recepción por parte de Cernuda, si hacemos un recorrido por las cartas

enviadas en el período previo a la publicación del número, veremos que su exasperación va

en aumento. En una carta del 3 de mayo de 1961, escribe a Jacobo Muñoz: “Mi gratitud,

con un abrazo, a usted y a sus compañeros y amigos, por ese proyecto tan grato que

piensan realizar, dedicándome un número de la revista” (Epistolario: 931). De acuerdo con

las cartas, recibe el número recién el 27 de noviembre de 1962. La dilación en la

publicación y la recepción de un ejemplar empiezan a exasperar a Cernuda, que llega

incluso a creer que le han gastado una broma. El 26/2/1962 comienzan las muestras de

impaciencia en una carta dirigida a Derek Harris: “No parece que dicho numero aparezca

pronto” (1015), muestras que van aguzándose hasta llegar a concluir en que la dilación

implica que el número ya no saldrá. 18 En agosto vuelve a escribirle a Harris sobre la

18
El 2 de abril de 1962, escribe a Ma. Dolores Arana: “El famoso numerito a mí dedicado está impreso ya
pero no sé cuándo saldrá” (1024) y el 10 de mayo, vuelve sobre el tema: “De la dichosa revistita La Caña
269

cuestión: “De la dichosa Caña Gris, ni palabra. Sólo mentiras, en las que no creo, dada su

gratuidad y su ninguna necesidad. Me parece que la cosa cayó en manos de uno de los

miles de irresponsables, que tanto abundan entre mis paisanos” (1048). Ese año recibe la

pruebas del número y puede leer allí los trabajos que le han dedicado. Es el momento en

que escribe cartas de agradecimientos a quienes cree que realmente comprendieron su

trabajo: a José Olivio Jiménez le agradece su “magnífico trabajo” (1061); a José Ángel

Valente le agradece su “muy generoso trabajo […] su precioso trabajo, doblemente

precioso, por su mérito y por venir de un poeta español” (1062); a Harris le asegura que su

trabajo le produjo “satisfacción y agradecimiento” (1063); a Gil de Biedma le agradece la

“gentileza y buenas palabras” (1064). Esta serie se completa con la carta que le escribe a

Muñoz pidiendo disculpas y agradeciéndole el libro:

Perdóneme. Había llegado a pensar que el número de la revista, en proyecto, era una
broma. Otra vez le pido que me disculpe. Ya ha oído que soy persona “antipática, fría,
etc., etc.” […] Ha sido mi primera satisfacción entera como escritor. No sólo es
cuestión de vanidad personal, de la que tengo, cómo no, mi dosis; sino de verme
comprendido al fin enteramente. Gracias (1051-1052).

Luego de otra serie de dudas sobre la efectiva publicación del número (1068; 1069;

1072), finalmente, lo recibe en noviembre y es llamativo conocer la ambivalencia

sentimental de la que se siente imbuido al tener el número entre sus manos. El 28/11 le

cuenta a Concha Méndez: “Ayer recibí al fin el número de esa revista que me dedican en

España. ¿Querrás creer que me entristece verla?” (1074). Y un día después escribe a

Jacobo Muñoz en los mismos términos: “Cómo darle las gracias por él. El número me

alegra y al mismo tiempo me deja un poco melancólico” (1075). Cernuda se ve

comprendido, ha encontrado el público que entienda su obra y su esperanza tan

estoicamente mantenida se ve finalmente cumplida, pero al mismo tiempo, puede ver su

propio fin histórico y el comienzo de lo que será su posteridad. La valoración del número

Gris no sé nada” (1033). El 21 de mayo le escribe a D. Harris: “…Dios sabe cuándo aparecerá, si es que
aparece” (1038). En carta a Gil de Biedma, de julio, ya casi ha perdido las esperanzas: “lleva un año y pico, a
estas fechas, sin terminarse, y no tengo del mismo sino noticias en las que ya no creo” (1046).
270

la expresa a Muñoz en dos oportunidades más. El 29/11 escribe: “El resultado de ese

trabajo [en soledad total y en libertad total] me lo presenta el número y me lo devuelve

hermoseado” (1075). El 14/4/1963, ante el envío de un número encuadernado

especialmente, le agradece afirmando: “Lo guardaré, con los ejemplares que llevo siempre

conmigo de mis libros, como el mejor testimonio de mi trabajo y de mi vida” (1121). 19 Se

suma a esto el hecho de que el número tuvo gran éxito en España, como cuenta Francisco

Brines, donde se conocía poco su obra por la dificultad en acceder a las sucesivas ediciones

de sus libros (AAVV 2002: 46). 20

Entre los poetas de este homenaje tan grato al poeta, se encuentran quienes se

proclaman como sus herederos, quienes lo eligen como precursor: entre ellos, Jaime Gil de

Biedma, José Ángel Valente, Francisco Brines y Jacobo Muñoz, entre otros. Nos interesa

en este caso, especialmente, las figuras de los dos primeros, pues en cierto modo, dividen

las aguas de la poesía española a partir del magisterio cernudiano: Jaime Gil de Biedma

hablará de la “poesía de la experiencia”; y José Ángel Valente, de “la poesía de la

meditación”. Ambas líneas, en definitiva, no hacen más que dividir dos cuestiones que, en

la obra total de Cernuda (poesía y prosa), se hallan íntimamente ligadas. 21 Los artículos de

uno y otro, incluidos en La caña gris, ya instauran estas dos líneas de lectura de Cernuda

que avanzarán luego en las vertientes mencionadas.

19
Lamentablemente, esta satisfacción se verá empañada por el tormento que le causaron sus rivalidades con
Ricardo Gullón, quien se incorporó a la UCLA en 1963. En las cartas previas a este hecho, manifiesta cierta
alegría y bienestar respecto de su vida en Los Ángeles, pero a partir de febrero de 1963, se produce un
cambio de tono y comienzan a abundar las expresiones de cansancio, hastío e incluso ira contra sus
contemporáneos españoles de los que vuelve a tener noticias por este profesor (Epistolario: 1097, 1099,
1100, etc.).
20
Brines afirma: “[había] extraordinaria dificultad […] para llegar al conocimiento de la poesía de Luis
Cernuda. Hasta el punto de que yo lo conocí en una antología […] Tampoco era fácil encontrar los libros que
publicó en España anteriormente y tampoco lo era encontrar la segunda edición de La Realidad y el Deseo,
publicada en México” (AAVV 2002: 45). Gil de Biedma menciona esta circulación entorpecida de la obra de
Cernuda en 1962: “no es demasiado insólito un tipo de prejuicio que parece aplicarse por igual a la obra y al
autor: el poeta Cernuda es `frío´, o `raro, o `antipático´. Es posible que esa peculiaridad, y no sólo la
circunstancia de su prolongado exilio, nos explique por qué la poesía de Cernuda no ha tenido nunca, por lo
menos hasta ahora, la directa influencia en el tono poético de unos cuantos años, la resonancia inmediata de
la de otros grandes poetas de su promoción” (1980: 69).
21
Es por eso que Jaime Siles afirma que es Brines, en realidad, el que propuso una visión más equilibrada en
este sentido (AAVV 2002: 59).
271

José Ángel Valente, en “Luis Cernuda y la poesía de la meditación”, señala como uno

de los aportes capitales del sevillano dar a la poesía en español una inflexión meditativa,

tarea que había iniciado Unamuno al proponerse “abrir para el verso español la posibilidad

de alojar un pensamiento poético”, siguiendo a Wordsworth, Coleridge, Browning y

Leopardi (2008: 133). En esta misma línea, según el gallego, la obra de Cernuda crecería

orientada hacia dos polos: “la sumisión de la palabra al pensamiento poético y el equilibrio

entre el lenguaje escrito y hablado” (134). Valente atribuye esta evolución de Cernuda a su

encuentro con la tradición poética inglesa y la incorporación del caudal que ésta le aporta,

lo cual genera una contribución fundamental a la tradición española de un nuevo tono de

voz, poco escuchado hasta ese momento (135). Pero, no todo lo hace su conexión con los

ingleses: Valente retoma la frase de Cernuda de HL, donde afirma haber estado

predispuesto para ese encuentro, y le pone nombres a esa predisposición: Unamuno, en

primer lugar, como antecedente más directo, y luego, la poesía mística y gongorina

española que plantea (a Cernuda y a otros) algo más que una afinidad azarosa con los

metafísicos ingleses (138). Luego, a través de las tesis del libro de Louis Martz: The Poetry

of Meditation, Valente va estableciendo los rasgos meditativos de la poesía cernudiana: “la

presencia del pensamiento-pasión en poemas cuya estructura responde por entero a la

técnica de la poesía meditativa es, a mi modo de ver, la característica central de la obra de

madurez de Cernuda”, recibido en el contacto con toda una tradición poética que existe por

haber incorporado los métodos de meditación de la Contrarreforma (139). Así, alinea a

Cernuda con la gran tradición de la poesía meditativa occidental: “Wordsworth, Hopkins,

E. Dickinson, Yeats, Eliot, Rilke…” (140). Valente identifica la disciplina de la meditación

propuesta por Martz, con la explicación del mecanismo de la imaginación creadora de

Coleridge y considera que en Cernuda esto se ve plasmado en la “unificación de la

experiencia [que] es [….] la culminación y virtud última del proceso poético” (140-141).

Es así como el nuevo tono que Valente advierte en su precursor responde, según él, a este
272

movimiento peculiar del poema meditativo, de modo que “la capacidad de servidumbre del

medio verbal, que no ha de tener ni más ni menos desarrollo que el necesario para que el

objeto del poema agote en la forma poética todas sus posibilidades de manifestación o de

existencia” (141). En este sentido, el gallego considera como elemento importante la

relación de Cernuda con San Juan de la Cruz, a partir de una valoración del sevillano que

descubre en la poesía del místico la íntima conexión entre lo poético y lo espiritual,

definiendo la obra poética como “resultado de una experiencia espiritual, externamente

estética, pero internamente ética” (143). Valente destaca en este final el “subsuelo ético”

en el que se asienta la poesía meditativa como otro elemento esencial de la obra de

Cernuda, de allí su aporte fundamental a la tradición poética española (144).

Por su parte, Gil de Biedma, en “El ejemplo de Luis Cernuda”, advierte en la poesía del

sevillano “la actitud o tesitura poética del autor implícita en cada verso, en cada poema,

que es radicalmente distinta de las de sus compañeros de promoción y no demasiado

frecuente en la historia de la literatura española” (70). Luego, compara HL con el Preludio

de Wordsworth, pues asegura que en ese texto lo que se encuentra es “the growth of a

poet´s mind”: “para Cernuda el sentido de su poesía y la historia de su concreta experiencia

personal son una y la misma cosa. La Realidad y el Deseo es una íntima reflexión sobre la

existencia moral e intelectual de Luis Cernuda y, en segunda instancia, una meditación

sobre la vida” (70). Para Gil de Biedma, quien al igual que Valente advierte la singularidad

de la poesía de Cernuda respecto de sus contemporáneos, ancla esa singularidad en el

hecho de que sus poemas

parten de la realidad de la experiencia personal, no de una visión poética de la


experiencia personal. Son, por así decirlo, poéticos a posteriori. Lo que en ellos se
dice tiene una validez que no es sólo poética: la validez de una experiencia real y
contingente que, el lector se da cuenta de ello, podía lo mismo haberse expresado en
forma de fragmento autobiográfico, narración o ensayo, o podía no haberse expresado
en absoluto, sin dejar por eso de haber existido (71).
273

Sin embargo, en este ensayo, no plantea el modo en que la experiencia debe

incorporarse al poema. 22 Sí finaliza dándole a Cernuda el título de maestro y situándolo

como “el ejemplo más próximo, las más inmediata cabeza de puente hacia el pasado” (73);

y finalmente, “el más vivo, el más contemporáneo entre todos los grandes poetas del 27,

precisamente porque nos ayuda a liberarnos de los grandes poetas del 27” (74). Como

vemos, ambos advierten la importancia de Cernuda en la serie poética española, aunque lo

hacen valorando elementos diferentes y desde teorías estéticas diversas, lo que podríamos

analizar ahondando en la evolución de sus respectivas trayectorias artísticas. Jiménez

Heffernan (2004) observa sobre esto:

Interesante bifurcación: Valente reclama al Cernuda meditativo posterior a 1937, vía


un estudio sobre lírica inglesa publicado en 1955 (The Poetry of Meditation); Gil de
Biedma reclama al Cernuda experiencial posterior a 1937 (The Poetry of Experience).
Es más, Biedma concluye su ensayo destacando la proximidad entre un poema de
Cernuda y otro de Herbert, uno de los llamados poetas metafísicos a los que aludió
Valente en su ensayo de 1959. Valente por su parte conocía bien, y admiraba el
estudio de Langbaum […] Que Biedma y Valente coincidían en eso, y en mucho más,
es algo indiscutible […] (100)

Igualmente, más allá de las visibles diferencias entre ambas lecturas, que generaron esta

recepción diversa (casi en términos de oposición), Doce (2011) establece los ineludibles

puntos de contacto y coincidencias entre ellas:

la pertenencia de ambos a una tradición post-simbolista que privilegia la dimensión


reflexiva de la escritura, su atención compartida a la tradición anglosajona y la lectura
que Cernuda había hecho de ellas, la vigilancia obsesiva de la materia verbal a fin de
eliminar viejas retóricas fosilizadas, su repudio al patetismo y el sentimentalismo de
cartón piedra, el énfasis en la arquitectura del poema, en el buen hacer, en suma (207).

22
En “Como en sí mismo, al fin”, Gil de Biedma reflexiona sobre sus vivencias ante la lectura completa de
La Realidad y el Deseo: “aquella visión poética de la realidad resultaba más afín que la de ningún otro poeta
español a la realidad de la experiencia común de cada uno. Y en cuanto materia de poesía, la realidad de la
experiencia común de cada uno nos interesaba entonces a varios poetas jóvenes por encima de todo” (333).
Luego desarrolla las diferencias que su propia teoría de la identidad tiene con el modo en que Cernuda
concibe ese concepto. En su capítulo “Ni experiencia, ni meditación: Cernuda por razones equivocadas”,
Jiménez Heffernan (2004) cuestiona la operación de Gil de Biedma y Valente (entre otros) de situar a
Cernuda como el antecedente directo tanto de la poesía de la experiencia como de la poesía de la meditación,
afirmando que en Cernuda no puede verse ni la una ni la otra. Aunque su estilo resulta bastante sarcástico y
llega a ser despiadado con el sevillano, su perspectiva resulta interesante por el conocimiento que el crítico
tiene de la poesía inglesa de la que éste abreva y de los libros de Langbaum y Martz, a los que Gil de Biedma
y Valente respectivamente aluden para transformarlo en su precursor. Otras perspectivas de esta relación
pueden verse en Romano (2003c) y Maqueda Cuenca (2005).
274

En la misma línea, Talens propone un modo de leer a Cernuda que nos resulta más

apropiado, según lo que hemos podido estudiar: “dada la multiplicidad significante de la

obra de Cernuda, creo que conviene precisar [que] cuando hablamos de su grandeza […]

sería posible discutir casi todas las posiciones de lectura de la poesía del siglo XX tomando

únicamente como referencia a Cernuda” (55). En la misma oportunidad, Luis Antonio de

Villena pondera algo similar: “Lo que me gustó esencialmente en Cernuda […] es su

pluralidad. Me gustó haber encontrado un poeta que no era adscribible a ningún registro.

Porque él mismo estableció muchos registros” (56). Estos autores como otros (Harris 1992:

17; López Castro 401; Valente 2008: 132; Martínez de Castilla y Valender 2002:12) hacen

hincapié en el hecho de que, por la variedad de su obra y la imposibilidad de adscribirlo a

una sola línea poética, se convirtió en el poeta con mayor influencia en las nuevas

promociones, pasando de ser un caso extraño y marginal a ser uno de los puntos de

referencia más importantes de la poesía española contemporánea.

En definitiva, Cernuda obtuvo su reconocimiento ya en vida y ese público que ya

comienza a delinearse, termina de conformarse luego de su muerte. Su figura y su obra

alcanzan así la dimensión y el reconocimiento ansiado por él en la literatura

hispanoamericana del siglo XX y XXI.

3. Hablar ex-persona: Cernuda en sus autopoéticas

“(como en general no convenga atenerse mucho a


semejantes programas [los de los escritores],
cuando tratemos de racionalizar el propósito de
una obra poética, ya que, tras de lo consciente y
determinado, hay una gran parte inconsciente y
fortuito)”. (“Baudelaire en el centenario de `Las
flores del mal´, II, 752)

Repasando esta serie de reconocimientos, es cierto que son menores quizá respecto de

otros escritores de la época y que conviven con críticas muy duras; sin embargo, no son
275

pocos y es para tenerlos en cuenta, sobre todo, si hablamos de una obra que, en muchos

aspectos, se alejaba de los cánones y las prerrogativas del establishment literario. Por eso,

nos resulta extraño como lectores que el poeta haya sido tan reacio a ver y a aceptar ese

reconocimiento del contexto y haya persistido en su postura invariable de marginado.

Por este motivo y volviendo a nuestra hipótesis de trabajo, afirmamos que las

autopoéticas, a pesar de ser un discurso regido por la convención de referencialidad, no

pueden ser tomadas ingenuamente como una presentación sincera del poeta. Cernuda

construye en ellas una figura de sí mismo que abona la leyenda de la cual, a la vez, reniega:

el poeta incomprendido, solitario, víctima y a la vez ser excepcional, destinado fatalmente

a la poesía. Su disidencia no sólo la marca en su propia imagen, sino también en la

genealogía que construye para sí y que impacta de lleno en sus creencias poéticas, las

cuales además se revisten de una impronta humanista que fundamenta la manifestación de

una ética irrenunciable.

Sin embargo, no logra que como lectores dejemos de vislumbrar la distancia que hay

entre esta figura y su inserción real en la vida literaria española, así como su temprana

influencia sobre las promociones más jóvenes, que vemos plasmada tanto en el homenaje

de la revista Cántico como en el homenaje de la revista La caña gris. También dan cuenta

de su importancia en el medio literario la aparición de HL en la revista México en la

cultura, suscitada por la tercera edición de La Realidad y el Deseo (1958), publicada en

México, con el fin de “considerar en la perspectiva del tiempo, mi trabajo” (660). Además,

las reseñas de sus libros (cuya lista recaba Maristany en la nota 9 de su artículo) son

síntoma de que “en el contexto español de entonces, sus obras tuvieron lentamente un

efecto renovador muy saludable y atrajeron sobre todo a lectores jóvenes que,

curiosamente en muchos casos no habían tenido ocasión de leer su poesía” (Cf. Maristany

58).
276

En este sentido, podría decirse que Cernuda tiene la suerte (a diferencia de otros

artistas) de conocer a su público, aquel en el que pensaba cuando escribía, aquel que debía

nacer al contacto con su obra, antes de morir. Juan Gil-Albert (1962) cierra su artículo de

La caña gris con una frase que da cuenta de esto: “Delicioso es, sin embargo, […] el que

antes de morir advierta el hombre la sonrisa que le adelanta la posteridad con el nombre de

Gloria” (27). Y de hecho, él sabe que sus contemporáneos tanto españoles como

americanos lo consideran ya como un verdadero maestro y a su obra como un hito

fundamental en la poesía española contemporánea.

Es cierto que el campo le es desfavorable en sus inicios: la crítica adversa de Perfil del

Aire, los juicios sobre su personalidad (que él se jacta de repudiar cada vez que puede), la

incorporación de influencias ajenas a la literatura española, su aparente falta de

compromiso social en una época en la que la resistencia al franquismo parecía exigir de los

intelectuales una respuesta directa y contundente, su ausencia definitiva. Sin embargo, esta

consideración se revierte y Cernuda, a miles de kilómetros, desde EEUU y México, ejerce

un magisterio invaluable para los escritores que comienzan a escribir en los años 50.

Es por eso que esta trayectoria del sevillano nos permite verificar nuestra hipótesis

porque aún reconocido por el mundo de habla hispana, él no logra (y al parecer no quiere)

correrse del lugar del marginado, escribiendo desde la periferia no sólo espacial por su

condición de exiliado (aun cuando continúa atado a la dinámica del campo literario

español), sino también poética, pues se inserta en una serie literaria que desconoce el canon

consagrado de la poesía española y selecciona los nombres con los cuales quiere

emparentarse y los enlaza con los importantes aportes de la literatura anglosajona, pero

también (aunque no declarado por él) de la literatura francesa. Esto le permite postular su

peculiar concepción de la poesía, el ejercicio poético y las formas de hacer crítica, al

retomar los aportes de sus precursores. Por último, la periferia es también existencial y

supone ese espacio de libertad en el que las reglas no constriñen, porque pueden ser
277

transgredidas, cambiadas según la voluntad del poeta. Sin embargo, establecerse en la

periferia conlleva la añoranza del centro y aquí es donde ingresa la polémica y su

contradicción.

En definitiva, las autopoéticas ponen de manifiesto justamente esta tensión entre la

reivindicación de un lugar marginal y de apartamiento (en parte dado por la sucesión de

acontecimientos y en parte buscado por Cernuda) y la ansiedad por ocupar un lugar en el

centro del campo y obtener reconocimiento público. Esta tensión nunca resuelta es una de

las líneas principales que cruza la escritura de estos textos cernudianos.


PARTE III

AUTOPOÉTICAS EN JOSÉ ÁNGEL VALENTE


279

CAPÍTULO 1

LAS MÁSCARAS DEL SUJETO VALENTIANO

¿Hacer un autorretrato? ¿Retratarse, retratar al sí mismo?


Pero el sí mismo sólo es visualizable por oposición a otro
[…] Para retratarse hay que mirarse a sí mismo. Pero cuando
trato de mirar a un presunto mí mismo, siempre veo a otro y,
por lo general, no suelo reconocerme (“Boceto improbable”,
ABC, 1994 [2008: 1497])

El corpus de autopoéticas valentianas es extensísimo. Se compone de gran cantidad de

ensayos, artículos, conferencias, cartas, entrevistas. Si bien estudiar todos los textos

exhaustivamente excedería los límites de esta investigación, nos proponemos dar un

panorama lo suficientemente completo como para fundamentar nuestra hipótesis de

trabajo.

La selección del corpus de trabajo presentó una serie de dificultades. En primer lugar, se

vio problematizada por la fuerte presencia de índices autopoéticos en la mayoría de los

textos ensayísticos de Valente, lo cual quizá motive la observación del lector especializado

sobre la necesidad de agregar otros al conjunto elegido; sin embargo, y por una cuestión de

orden, hemos establecido el criterio metodológico de seleccionar aquellos en los que habla

principalmente de su teoría estética, sin prestar atención a otros autores, a una situación

histórica, a una institución, etc., y sin que por ello, dejemos de lado el hecho de que, en una

instancia posterior será necesario poner en diálogo todos los textos para trazar un diseño

más integral de este espacio autopoético poliédrico, en el que es posible incluir la gran

mayoría de las producciones del autor.


280

Hemos comprobado, por otro lado, que si bien las autopoéticas son aquellos textos en

los que se presentan en forma concentrada los índices autorreferenciales delimitados en

este trabajo, cada corpus estudiado exige un análisis que siga sus propios derroteros. Es por

eso que el desarrollo del estudio, en muchos casos, será diverso respecto de lo trabajado en

Cernuda, aun cuando se respeten los ejes de cada capítulo.

En tercer lugar, el estudio de las autopoéticas de Valente requerirá un esfuerzo

hermenéutico doble, que implica separar el contenido de lo dicho del modo de decirlo y

establecer claramente el gesto que el escritor lleva a cabo a través de su texto,

distinguiendo de algún modo el sujeto de la enunciación del sujeto histórico. Este esfuerzo

de distanciamiento lidia también con el hecho de que muchos textos críticos sobre Valente

presentan una dificultad: el discurso de sus autores tiende a mutar hasta convertirse en una

glosa del propio discurso valentiano, hecho que nos planteó el desafío de evitar que

nuestro propio discurrir se mimetice con el suyo. Uno de los elementos que nos permiten

mantener esta distancia necesaria es la advertencia del propio autor respecto de la

imposibilidad de la autobiografía, la cual expresa en diversas ocasiones: tanto en el

epígrafe de este apartado como en el de la tesis (que justifica la expresión “hablar ex

persona” del título) y también en otros textos. Por ejemplo, en una lectura de sus versos en

Tenerife, asegura: “Evidentemente, es muy difícil hablar de uno mismo. Es imposible. Para

hablar de uno mismo es necesario recurrir a la ficción” (1393). También en “Breve

memoria” (1375-1376) reflexiona: “La autobiografía es siempre autobiografía de otro: del

otro o de los otros que fuimos […] Naufragio radical de la automemoria en la infinitud de

los espejos cruzados”. Como afirma Andújar Almansa,

no hay posibilidad de restaurarse, de restituirse biográficamente, porque la literatura,


además de provocar un extrañamiento, como nos ha enseñado Paul de Man en La
retórica del romanticismo (1984), establece una nueva ruptura, desdobla al yo en una
segunda naturaleza lingüística (2011: 134).
281

Este desdoblamiento en un yo de naturaleza lingüística que fundamenta el

reconocimiento de la imposibilidad autobiográfica reafirma nuestra hipótesis e incluso la

fuerza para, más allá de las dificultades, mantener la distinción entre el sujeto histórico y el

sujeto discursivo, reparando en la tensión irresuelta que se produce entre estas

declaraciones y la poderosa figura que Valente se ha forjado en el campo literario.

Otra de las particularidades de este corpus es la autoproclamación de Valente como

“cernudiano”, es decir, su elección del poeta sevillano como precursor inmediato del

quehacer artístico. Por ello, podremos estudiar, con mayor profundidad y a través de un

caso concreto, cómo las autopoéticas resultan un espacio propicio para instituir estas

genealogías desde lo discursivo, más allá de la praxis poética concreta (que supone otra

instancia de análisis).

Finalmente, vale realizar algunas distinciones dentro del corpus seleccionado, que se

abre con una autopresentación de 1961 y se extiende hasta su muerte en el año 2000.

Dentro de este conjunto, podemos establecer dos vertientes: una de ellas está integrada por

los ensayos publicados hasta 1970 aproximadamente y continúa en los textos publicados en

la prensa: entrevistas, artículos, editoriales, reseñas, conferencias, etc., reunidos en la

sección “Textos dispersos e inéditos” del tomo II de su obra completa. Se incluyen aquí

también los textos que conforman la primera parte de Las palabras de la tribu (1971, en

adelante PT), todos publicados previamente en diferentes medios (antologías, Ínsula,

Revista de Occidente, Papeles de Son Armadans, Amauru y La Nación). Esta vertiente está

marcada, en un primer momento, tanto por una postulación de su teoría estética como por

el establecimiento de fuertes controversias con la teoría y la crítica literaria española

vigente y sus paladines, lo que implica, además, su progresivo distanciamiento del llamado

“grupo de los 50”, aquél que había ayudado a conformar. Podríamos atribuirle a estos

textos las palabras con que Jordi Doce caracteriza PT: “libro de un poeta joven que

delimita su campo de acción y su horizonte estético e ideológico […] en la lectura de la


282

tradición inmediata” (2011: 208). En un segundo momento, hacia el final de la década del

80, esta vertiente se aboca principalmente a reconstruir la trayectoria literaria del poeta. Se

incluyen en ella tres lecturas poéticas: Tenerife (1989), la Residencia de Estudiantes en

Madrid (1989) y el Círculo de Bellas Artes también en Madrid (1999), en las que marca el

camino para la interpretación de su obra; y dos discursos pronunciados en Galicia:

“Figura de home en dous espellos” (1997) y “[Palabras en el acto de investidura como

Doutor Honoris Causa]” (2000), en los que establece su genealogía literaria gallega. Entre

aquellos ensayos iniciales y estas lecturas poéticas, Valente publica además un sinnúmero

de textos críticos sobre otros autores o sobre hechos políticos, académicos, literarios, etc., y

otorga una gran cantidad de entrevistas en diversos medios, de las cuales tomaremos

algunos fragmentos, pues se encuentran en consonancia con la teoría poética que expresa

en el resto de su obra.

Sin embargo, es posible advertir también, una segunda vertiente que se inicia hacia fines

de la década del 70, cuando se produce una bifurcación en su escritura ensayística y

aparece lo que la crítica ha definido como “un brazo de la escritura poética, uno de sus

afluentes o ramales laterales, suerte de glosa o paráfrasis de una palabra autotélica que

comienza también a reproducirse libre, sorpresivamente, en el ámbito de la reflexión”

(Doce 2011: 221). En una entrevista con Danubio Torres, el poeta mismo hace referencia a

este cambio en el registro ensayístico: "en mi ensayística última he tendido a llevar al

ensayo la estructura del poema sin desvirtuar la precisión que exige el género. He tratado

de buscar un equilibrio muy difícil” (1993: 70). Este afluente se ve plasmado

principalmente en los siguientes libros: La piedra y el centro (1977-1983, en adelante PC),

Variaciones del pájaro y la red (1984-1991, en adelante VPR), 1 Notas de un simulador

1
Jordi Doce (2011) considera estos dos libros, PC y VPR, como “siameses”, elaborando “retratos sucesivos y
cada vez más aproximados a su poética”. Este sujeto eclipsó durante mucho tiempo al Valente de PT (221).
También Milagros Polo se refiere al “salto considerable” que marcan estos dos libros respecto de “los
planteamientos estéticos anteriores a su escritura” (1994: 183).
283

(1989-2000, en adelante NS) y el póstumo (aunque planificado por el poeta) La

experiencia abisal (1978-1999, en adelante EA). De este conjunto, destaca para nosotros

NS, pues es el libro que consideramos enteramente autopoético y el que más se acerca, en

cuanto al estilo, a la escritura poética de Valente, aunque tendremos en cuenta también

algunos ensayos de los otros libros, de corte meramente autopoético, como los textos

iniciales de PC: “La piedra y el centro”, “Las condiciones del pájaro solitario” y “Pasmo de

Narciso” (II 273-277); “Sobre la operación de las palabras sustanciales” (PC); “Sobre la

lengua de los pájaros” (VPR); y “La experiencia abisal” (EA). 2

La diferenciación de ambas vertientes resulta necesaria, sobre todo desde un criterio

estilístico. La primera se desarrolla principalmente en los medios de comunicación

(literarios o no) en los que Valente se presenta en calidad de poeta y crítico, con la fuerza

de su nombre de autor, como “dispositivo inevitable para su instalación y visibilidad como

tal en el campo artístico” (Romano 2011: 333). Presta palabras, voz y cuerpo a una imagen

de sí ya instalada, respetada y reconocida (también controvertida, pero indiscutiblemente

potente) en el campo literario español (e incluso europeo). Esta condición fuertemente

autorreferencial (propia de la mayoría de los textos autopoéticos) se ve evadida (o por lo

menos es lo que se pretende) en la segunda serie indicada. El sujeto pretende desaparecer

en pos de la centralidad de la palabra poética, núcleo de su discurso, cobrando relevancia

las formas impersonales en concordancia con su creencia en la imposibilidad de la

autobiografía.

2
Aunque esta distinción resulta altamente compleja por los índices autopoéticos que se presentan
constantemente en la mayoría de los textos ensayísticos valentianos, seleccionamos el corpus basándonos en
los criterios que indicamos como autopoéticas: textos que realizan una clara declaración sobre los postulados
estéticos del autor, su trayectoria literaria y la posición como escritor en el campo literario.
284

1. Un joven poeta consagrado: el contexto inicial

...un intento de agrupar a xente, unha xente que, mais o


menos, pensaba como podía pensar eu sobre a poesía. [...]
En efecto, esa cohesión xeracional existía nese momento
(Valente 1998b: 462).

El primer texto autopoético que podemos encontrar en la producción ensayística de José

Ángel Valente llega tardíamente respecto de su trayectoria de escritura: es una

autopresentación que se publica en 1961, en la sección “Los poetas” de la revista El

Ciervo, acompañando una serie de versos del autor. Para ese año, José Ángel Valente

(1929, Ourense – 2000, Ginebra) ya cuenta con una trayectoria literaria signada por una

prolífera actividad educativa, literaria y política, 3 que se inicia en 1944, cuando publica su

primer artículo: “La piedad en el adolescente” (revista Auria. Boletín del Consejo

Diocesano de los Jóvenes de Acción Católica, Orense, 15 de abril de 1944). Si bien éste y

otros textos aparecidos en este boletín no son recogidos en la obra completa por decisión

del propio Valente (Rodríguez Fer 2008: 9-10), 4 son un indicio de su temprana vocación

como escritor de ensayos al que lo caracteriza, desde sus comienzos, un especial interés

por el debate teórico. Así lo afirma Marta Agudo en el capítulo en el que repasa la

experiencia madrileña de Valente: “además de su inclinación natural por lo reflexivo, se

halla en el eje del pensamiento metapoético en España, entre otros factores, por su relación

con Carlos Bousoño” (2012: 211). También lo atestiguan la gran cantidad de textos críticos

que publica en torno a diversos temas y esferas del pensamiento y desde distintas

3
Recomendamos la lectura de la primera parte de su biografía: Valente Vital (Galicia, Madrid, Oxford), a
cargo de Rodríguez Fer, Agudo y Fernández Rodríguez (2012). Allí se da cuenta de las diversas posturas
políticas, religiosas e intelectuales que fue tomando el autor, así como sus lecturas, sus vínculos con los
miembros del campo intelectual de la España franquista, los temas que le interesaban y los medios donde
publicó la primera parte de sus textos ensayísticos (reunidos hoy en el tomo II de su Obra Completa, en la
sección “Textos críticos dispersos e inéditos”).
4
Lo mismo que Cernuda, Valente toma decisiones respecto de los textos que quiere que perduren en el
conjunto de su obra y los que no. Como estudiosos de su obra, podríamos desatender este criterio y
acercarnos a esos textos tempranos, pero la diferencia la establecen aquí los editores, que en el caso del
gallego, deciden respetar sus indicaciones y dejar de lado esas publicaciones iniciales para la edición y
publicación de la obra completa.
285

perspectivas, según la evolución en sus posturas políticas, religiosas e intelectuales. Esta

actividad escrituraria se ve, además, secundada por una intensa actividad pública en las

diferentes ciudades y ámbitos en los que Valente se desenvuelve: desde su temprana

participación en tertulias del grupo gallego conocido con el nombre de “Los Silenciosos”

(Rodríguez Fer 2012: 71) hasta su intensa actividad antifranquista en Ginebra, pasando por

su fecunda estancia en Oxford y sus perdurables relaciones con ese ambiente académico. 5

En esta breve y arbitraria trayectoria valentiana, nos interesa, en principio, su primer

logro como poeta: en 1954 publica el que luego será su primer poemario recogido en Punto

Cero (1953-1976), titulado A modo de esperanza. Con él obtiene su primer reconocimiento

literario: el Premio Adonais de 1954 y la consagración oficial como poeta. 6 De hecho,

cuando al año siguiente, el poeta se muda a Oxford para ocupar el cargo de Lector de

Español, la carta de presentación que le escribe Aleixandre lo caracteriza como un “joven

poeta y ensayista galardonado con el Premio Adonais” (Agudo 2012: 313). Sólo tiene

veinticinco años y ya cuenta con el reconocimiento indiscutido de sus compatriotas, lo cual

supone un punto de diferenciación muy importante respecto del itinerario vital y literario

de su precursor, Luis Cernuda. Su segundo poemario, Poemas a Lázaro (1960) le traerá

otro reconocimiento: el Premio de la Crítica Catalana, y con él cierta notoriedad, que

“responde a una calidad que se hace perceptible a la crítica y a los poetas coetáneos, fueran

5
Una excelente cartografía de las relaciones personales, políticas, literarias y académicas de Valente lo hacen
los dos tomos de su biografía: Valente vital (Galicia, Madrid, Oxford) (2012) y Valente vital (Ginebra,
Saboya, París) (2014) y sendas entrevistas que originan los libros, realizadas por Rodríguez Fer al poeta en
1998 y en el 2000. Cabe destacar aquí la gran tarea que realizó Valente desde el exterior, sobre todo durante
su estancia en Ginebra (entre 1959 y 1982), para la resistencia antifranquista, desarrollada en “La solidaridad
política antifascista” (Rodríguez Fer y Blanco de Saracho 2014: 201ss) e indicada por el propio poeta en la
entrevista del año 2000 (193-194). También se desarrolla extensamente su trayectoria en la Universidad de
Oxford y las relaciones que mantuvo con este ámbito académico a lo largo de los años.
6
Antes había publicado un libro titulado Nada está escrito (1952-53) con el que se había presentado, sin
éxito, al concurso por el Premio Boscán en 1953, aunque Barral lo consideró “la auténtica `revelación´ del
premio” (citado en Agudo 2012: 220). Según Agudo, en este primer poemario todavía no se escucha una voz
propia y resultan patentes los ecos de Bécquer y Cerrnuda; destacan, además, los homenajes a Antonio
Machado, Catulo y San Juan de la Cruz, y la convivencia entre la poesía “culta” y las estrofas populares
(220). Al igual que Cernuda, Valente publica un primer poemario que no tiene éxito. Sin embargo, esto no
produce efectos en su obra posterior como sí sucedió con el sevillano.
286

o no tan jóvenes como él y, minoritariamente, como ahora, al público lector” (Gamoneda

2011: 75).

Para esta época, ya vive de modo estable en Ginebra, adonde se muda entre 1958 y

1959, para trabajar como funcionario de la ONU, en el área de traducciones. Sin embargo,

el poeta continúa viajando a Oxford para trabajar en su tesis doctoral (que luego

abandona), dar conferencias, realizar lecturas poéticas y mantener relaciones con el ámbito

universitario (Fernández Rodríguez 2012).

Como crítico, ha llevado a cabo (aunque de manera inconclusa) la redacción de una

sección de la revista Índice de Artes y Letras, titulada “Once poetas” (iniciada en 1955),

que pretendía dedicarse a la “poesía joven”, como aclara en una nota previa: “nombres de

poetas que no pasen de los treinta años y no hayan sido acogidos aún en el ancho y

comprensivo mundo de nuestras antologías generales”. Declaraba, además, como uno de

sus fines el de “ayudar –modestamente, claro- a que tome cuerpo el grupo de poetas a

`medio hacer´” (1628). Sólo se publicaron seis números de la serie, los dedicados a L.

Gomis, A. Costafreda, C. Rodríguez, A. González, J. Ferrán, J. A. Goytisolo. Es por este

trabajo que la crítica lo considera como el primer antólogo del grupo de los 50 (González

Herrán 1994: 16). En el epígrafe de esta sección se refiere justamente a ello: el hecho de

que llevó adelante este trabajo porque había una “cohesión generacional” en ese momento.

A pesar de vivir en el exterior y regresar poco a España, Valente continúa colaborando

profusamente con las publicaciones españolas: Índice de Artes y Letras, Cuadernos

Hispanoamericanos, Ínsula y Papeles de Son Armadans. Esto responde a su intención de

mantener esta “presencia creadora” en España: “Eu decidín […] que a presencia non é

unha presencia física, que a presencia é unha presencia de tipo literario. Eu viña moi pouco

a España, pero mantiña unha colaboración continua” (Rodríguez Fer 2000: 188).

Se suma a estos datos sobre la posición de Valente por esos años su participación en el

homenaje a Machado, realizado en Colliure, el 22 de febrero de 1959 y organizado por el


287

Partido Comunista de España. Tal como indican Rodríguez Fer y Blanco de Saracho, este

homenaje brindó a la posteridad la famosa fotografía de los ocho poetas civiles reunidos

allí: Valente, Otero, González, Caballero Bonald, Costafreda, Gil de Biedma, Barral y J.A.

Goytisolo (202); foto que, como afirmaba Caballero Bonald, ilustró “la operación realista”

que había iniciado el grupo generacional (203). Además, este encuentro da lugar al

nacimiento de la Colección Colliure, de la editorial Literaturasa, dirigida por Jaime Salinas

en Barcelona. Valente publica en ella Sobre el lugar del canto, en 1963. Su pertenencia a

este grupo poético inicial y el compromiso con su constitución como tal son ineludibles en

la trayectoria del poeta, pues su posibilidad de convertirse en poeta no sólo la fragua su

enorme capacidad artística e intelectual, sino también sus múltiples relaciones iniciales con

el conjunto de actores que pujaban por alcanzar el centro del campo literario, desplazando

tanto a los maestros del 27, como a los hermanos mayores de la generación del 40.

2. La eficacia del ethos autoral: un sujeto teórico y persuasivo

“One function of the poet at any time is to discover by his


own thought and feeling what seems to him to be poetry at
that time”. Wallace Stevens, The Neccesary Angel (epígrafe
de Las palabras de la tribu, edición de 1971; II, 35)

Tomamos como epígrafe una cita que el propio Valente usa para preceder su libro Las

palabras de tribu, porque a diferencia de lo que estudiamos en los textos de Cernuda, la

imagen autoral del gallego se conformará aquí a partir del ethos configurado en cada uno

de sus textos, que responde a sus pensamientos y sentimientos en torno a la poesía, la cual

será el núcleo central de sus reflexiones, mientras que el rol del poeta será menor y

secundario. Por eso, el análisis de su autofiguración lo haremos en función de las

operaciones discursivas que como sujeto ensayístico lleva a cabo en sus textos.
288

Como ya dijimos, su primera autopoética ensayística aparece en 1961, en la revista El

Ciervo, 7 donde se publican algunos poemas del gallego en la sección “Los poetas”,

acompañados de una autopresentación (1102-1103). Este breve texto tiene dos partes: una

autobiográfica (un breve primer párrafo) y otra autopoética. Los hechos enumerados en el

primer párrafo mencionan principalmente las ciudades donde vivió, los años de

nacimiento, estudio y casamiento, la contabilidad (casi en un mismo nivel) de hijos y

libros: “Tengo tres hijos. He publicado dos libros”. Son una especie de coordenadas de

vida, que muy lejos se encuentran de representar sus treinta y dos años de vida. Pero

llamativamente esta enumeración parece resultarle, por un lado, necesaria y, por otro,

suficiente. De hecho, en sus siguientes autopoéticas ya no volveremos a encontrar un

recuento de datos biográficos de este estilo, sino sólo algunas referencias sueltas,

principalmente al final, en las lecturas poéticas.

Los párrafos posteriores se dedican de lleno a definir en qué consiste la poesía, con el

primado de la primera persona del singular. Allí, declara en primer lugar: “Escribo poesía”

y a continuación, justifica su elección, acción propia de las autopoéticas: “porque el acto

poético me ofrece una vía de acceso, para mí insustituible, a la realidad”. En este caso, esta

justificación da cuenta también de uno de los ejes vertebradores de la concepción poética

valentiana hasta el final de su vida, que si bien la irá expresando de diferentes formas y

desde distintas perspectivas, estará siempre presente; a la vez, establece su posición

7
El Ciervo es una publicación de inspiración cristiana en la que Valente participa desde sus inicios. En la
sección “¿Quiénes somos?” de su página web, se puede leer lo siguiente: “El Ciervo es una
revista independiente de opinión y cultura. Sus temas son variados y suele abordarlos con ironía (y también
con seriedad). La redacción está en Barcelona y sus lectores están bien repartidos por toda España. […] La
idea del ciervo surgió (¡en 1951!) de un salmo. El ciervo es un animal simpático y huidizo, que busca las
aguas frescas de las altas montañas. Igual que la revista, que busca las opiniones puras de mentes despejadas
[…] En política, independiente. El Ciervo no pertenece a ningún grupo mediático ni está afiliado a ninguna
corriente ni partido político. Al ciervo le gusta andar suelto. Cada colaborador dice lo que quiere. Su única
referencia es una inspiración cristiana, con muy poco interés por las disputas eclesiales.[…] El Ciervo tiene
más de 60 años y algunos de los colaboradores han pasado de los 70. Ya tiene pues su experiencia (es de
hecho la revista cultural más antigua de España de trayectoria ininterrumpida)” (en
http://www.elciervo.es/index.php/quienes-somos).
289

indeclinable en una polémica vigente en la época: poesía como comunicación vs. poesía

como conocimiento.

Esta polémica había sido inaugurada por Vicente Aleixandre en 1950 (con los aforismos

publicados en Ínsula y Espadaña) y justificada teóricamente por Carlos Bousoño en 1952

(en su libro Teoría de la expresión poética). Como indica Lanz (2009a), este concepto de

poesía como comunicación era defendido por la mayor parte de los poetas incluidos en la

Antología consultada de la joven poesía española, de 1952 (de Francisco Ribes), pero fue

cuestionado en tres momentos por la nueva generación que comenzaba a publicar en esos

años: entre 1953 y 1955, lo hacen los textos de Barral y Gil de Biedma; en 1958, el artículo

de Enrique Badosa; y en 1963, las reflexiones de los poetas incluidos en la antología

Poesía última (elaborada también por Ribes) y en la que Valente publica la primera versión

de “Conocimiento y comunicación” (30). 8 Es en esta última donde la negación de la poesía

como comunicación cristaliza claramente en una nueva formulación: la poesía como

conocimiento, pero, como indica Lanz y vemos en los textos, esta conceptualización tiene

un antecedente en esta primera autopresentación de Valente. Es por eso que González

Herrán (1994) afirma que más allá de los artículos de sus contemporáneos, la fórmula de

poesía como conocimiento “tiene su más destacado y acaso primer defensor en el poeta

orensano”, no por haber acuñado la idea pero sí por haberla defendido con mayor rigor e

insistencia (20). Tanto Romano (2002) como Payeras Grau (2011) secundan esta opinión,

afirmando que Valente es el que se posiciona en el centro de este debate con mayor

intensidad, tomando distancia del concepto de poesía como comunicación de los sociales y

dándole entidad a la noción de conocimiento que implica un relevo generacional.

8
Para el desarrollo de los pormenores de esta polémica ver: Lanz, 2009a, tanto su estudio preliminar como la
antología de textos en los que se debatieron ambas posturas.
290

Siguiendo la línea de la polémica, Valente afirma: “veo la poesía en primer término

como conocimiento y en segundo lugar como comunicación” (1102). 9 En primer lugar,

distingue (como suele suceder en sus ensayos) por qué considera que en esta fórmula el

orden de los factores sí altera el producto; para él, postular la comunicación como lo

primordial “no es [el] propósito […] [d]el impulso original de la operación poética”

(1103), es decir, implica errar en la comprensión del proceso de creación de un poema. Si

bien aclara que es una perspectiva propia, a partir del giro “a mi juicio”, su toma de

posición será definitiva, con el uso de generalizaciones: “Cualquiera que haya

experimentado o analizado el proceso de creación”, “el comienzo de un poema es siempre

muchos más azaroso” o “Todo movimiento creador es en principio un tanteo vacilante en

lo oscuro”. Este efecto es reforzado por el primado de los verbos en presente del indicativo

y las afirmaciones contundentes. Con estos mecanismos discursivos, afirma el compromiso

del arte con lo real como condición para que se produzca la “gran poesía o cualquier otro

tipo de arte superior”, y como fundamento para afirmar la condición realista de todo gran

arte (en contraposición a lo que llama “realismos à la mode de chez nous”, tal como se

presenta en España en ese momento).

Sólo cuatro párrafos para definirse como poeta y definir su concepción de la poesía,

para lo cual deslinda conceptos, es decir, precisa su propia postura en la cuestión planteada

y la distingue de otra con la que polemiza y a la que ataca, ya sea directamente con ironías

y expresiones peyorativas, o indirectamente pues le corresponden las características

inversas (siempre negativas) a la de su propia postura. Por ejemplo, en este caso, al hablar

de la “gran poesía” o el “arte superior” como aquél que surge del reconocimiento de la

naturaleza cognoscitiva del proceso creador (que es su modo de concebir lo poético),

implica que el “arte menor o inferior” (al que desprecia) niega ese compromiso con lo real.

9
El autor habla, en la primera etapa de su producción, de “poesía” como “toda forma de auténtica creación
por el lenguaje” (II, 55). Luego, extenderá el concepto de “palabra poética” incluso a otras artes.
291

Este tipo de valoraciones negativas de sus contemporáneos que se extienden por la mayoría

de sus textos ensayísticos, le merecen las palabras con las que Agudo (2012) describe su

escritura: “empresa opinante” (216), de “tono extremadamente belicoso” (222), con una

“impronta personalista” (234), basada en la “confianza en sus propios juicios” (234) y en el

uso de la ironía y la sátira como “herramientas privilegiadas para la crítica social” (259).

En la línea iniciada en este texto continuará sus intervenciones a lo largo de la década,

utilizando los mismos modos discursivos para explicar su propia poética. No podemos aquí

hacer un análisis exhaustivo de cada texto por cuestiones de extensión, pero sí podremos ir

viendo las coincidencias en cuanto al sujeto discursivo delineado a lo largo de una década,

en la que Valente continúa colaborando en revistas españolas destacadas y participando en

antologías (Ribes, 1963; Leopoldo de Luis, 1965; Molina, 1966). En este itinerario,

contamos con el artículo publicado en Ínsula en 1961, titulado “Tendencia y estilo”; el

ensayo “Conocimiento y comunicación”, que acompaña sus versos en la antología

elaborada por F. Ribes, Poesía última (1963); las respuestas de la encuesta que Ínsula

realizó en 1963 sobre la “nueva poesía”; el breve texto “La crítica como participación” (de

1965); las respuestas de la encuesta realizada por Batlló para su antología de 1968; la

sucesión de artículos publicados entre 1968 y 1971, que incluirá luego en la primera parte

de PT (“Ideología y lenguaje”, 1968; “La respuesta de Antígona”, 1969; “Literatura e

ideología”, 1969; “La hermenéutica y la cortedad del decir”, 1969; “Rudimentos de

destrucción”, 1971); 10 el artículo “Situación de la poesía: conexiones y recuperaciones”

(1970). Se suman a estos, otros dos textos de 1970 aproximadamente, que permanecieron

inéditos hasta la publicación de las obras completas, pero dan cuenta del sentir del poeta

respecto de su contexto generacional: “Obra, autor y público” y “Fuera del cuadro”.

10
Si bien algunos textos de esta primera parte de PT, no serían estrictamente autopoéticas, pues hay un
ejercicio de crítica en torno a otros textos, los postulados sobre los que se basa ese análisis colaboran en la
visión de conjunto, cuyo objetivo es definir y fundamentar una poética.
292

Este conjunto autopoético es una fuerte apuesta de Valente, pues implica un gesto de

definición y fundamentación del propio credo estético y de distinción respecto de otros

modos de concebir el hecho literario. Su contundencia discursiva es tan enérgica que

podríamos incluso caracterizarlo como un manifiesto tal como es definido por Mangone:

“escrito que hace pública una declaración de doctrina o propósito de carácter general o más

específico”, donde un autor se presenta necesariamente como “contestatario” frente a las

instituciones, dando a conocer “determinados valores que serán interpretados en un espacio

denominado habitualmente, público, donde se juega el carácter de su circulación y

recepción” (18). En general, los manifiestos se conforman en función de un grupo

determinado con el cual se identifican. En el caso de Valente, si bien la defensa de la

concepción cognoscitiva del arte será una constante generacional, que compartirá, por lo

menos en esta primera etapa, con Barral, Gil de Biedma, Rodríguez y Sahagún. Luego, el

gallego se irá desplazando de este eje grupal para recorrer su propio camino y constituirse

como “corredor de fondo”. Incluso esta dimensión individual y solitaria se convierte en

una de las bases de su quehacer poético, como veíamos también en Cernuda. Así lo afirma

en “Fuera de cuadro”, escrito hacia 1970:

El grupo no es más que la momentánea asamblea de los que se aprestan a correr.


Todos adoptan una posición análoga en la línea de partida. Sólo una vez que la señal
ha sido dada empieza la verdadera aventura del escritor: la larga, la prolongada
soledad del corredor de fondo (II, 1284).

Esta posición se mantiene constante hasta el final de su vida, como vemos en la

siguiente cita de 1999:

Lo que tú tienes que hacer es la carrera del corredor solitario. Tú asumes tu carrera y
corres dentro de tu carrera y corres con ella. Corres hasta donde llegas, corres
infinitamente. Y pierdes toda conexión con el resto de los corredores (Valente 1999d:
12).

En ella, vuelve sobre la misma imagen de la carrera y el corredor, con la cual justifica

su alineamiento inicial con la nueva promoción poética así como su participación activa en

la formación de este nuevo grupo y su posterior alejamiento y negación a ser considerado


293

como parte de él. Instalada, entonces, esta idea de que el escritor debe recorrer su camino

en soledad, se configura en sus textos posteriores la instancia del “nosotros” para referirse

a los integrantes del campo literario español (escritores, críticos, editores, etc.), a los que

suele atribuirles posturas, valoraciones, creencias equivocadas que el escritor intentará

deconstruir para proponer una nueva forma de concebir los fenómenos:

Hasta nos hemos habituado –quizá de buena fe– a pensar que ciertos escritores valen
por su tendencia, sin reparar en que tal modo de valorar puede ser nocivo… (47)

En los últimos años, cuanto se ha escrito entre nosotros sobre poesía ha girado de
modo concorde sobre la idea de la poesía como comunicación (en Ribes: 1963, 155).

En ambos ejemplos se le atribuye al “nosotros” la postura contra la que Valente

pretende argumentar, tomando posición en función de dos polémicas propias de la época

que se desprenden de la asunción de la “poesía social”: la importancia de la tendencia y la

concepción de la poesía como comunicación. Ese “nosotros” en algún punto se divide entre

un “yo”, que frecuentemente se esconde tras la impersonalidad dando un carácter más

objetivo y categórico al discurso, y un “vosotros”, portador de una postura inadecuada,

falsa, errónea. Este segundo se identifica, por ejemplo en “Tendencia y estilo”, con la

noción de tendencia a la cual se caracteriza como “tiránico formalismo”, que responde a la

moda como “ganga inevitable”; es seguida por el “escritor snob”, “hambriento de

originalidad”; y termina siendo “paralizadora” para la literatura (47). Aquí, como vemos,

enlaza dos elementos de los textos polémicos: el ataque al oponente, que en este caso,

supone al mismo tiempo, el ataque a un sistema de valores vigente (el de la originalidad

por sobre la calidad estética).

El mismo procedimiento demoledor utiliza en las respuestas a la encuesta de Ínsula para

referirse a la “poesía social”, la cual “ha venido a dar de bruces y masivamente en un

realismo de superficie” (1133) y que ha producido una “malentendida o torpe obediencia a

ciertos temas” y como “desgraciada consecuencia de este fenómeno, parece que

determinados contenidos quedan por vicio de naturaleza asociados a una expresión literaria
294

burda, desañida e ineficaz” (1134). En este mismo texto, denuncia a la poesía social de

producir lo que él llama “la falacia de la doble voz”, por la cual el escritor utiliza una “voz

popular, simplificada o catequística” para cumplir con su conciencia y sus deberes

ideológicos o de culto y otra voz, más refinada y propia de su formación lírico-burguesa,

para expresar su experiencia privada; esto genera una “suerte de esquizofrenia lírica [que]

tiene lamentables consecuencias” (1134). Finalmente, en las respuestas para la antología de

Batlló, atribuye a esta nueva poesía expresiones muy peyorativas: “veleidosa y menguada

penetración”, “sarpullidos temáticos”, “irritante (y estéril) propensión a…”; “penosa

incapacidad”, “clichés parciales e insuficientes” (1161).

Esta valoración negativa tiene su contraparte en la posición del propio sujeto, que se

compone, por un lado, de sus fundamentos teóricos, pero por otro, de la tradición que

valora positivamente. Para lo primero, aporta definiciones de los fenómenos poéticos,

utilizando frecuentemente el verbo ser y el presente del indicativo. Por ejemplo, en

“Conocimiento y comunicación”, da tres definiciones de “poesía”, otras tres de “poema” y

delimita el rol del lenguaje y del poeta en el proceso creador. Hacia el final, encontramos

una síntesis de estas cuestiones: “La poesía aparece así, de modo primario, como

revelación de un aspecto de la realidad para la cual no hay más vía de acceso que el

conocimiento poético. Ese conocimiento se produce a través del lenguaje poético y tiene su

realización en el poema” (1963: 160). Otro ejemplo son las respuestas a la encuesta de

Ínsula, en las que define también la poesía “como conocimiento de la realidad” y al poema

como “conocimiento, invención o hallazgo de su propio contenido, no transcripción hábil y

fofa de contenidos prefabricados, sean éstos tradicionales o novísimos” (1134).

También en las respuestas al cuestionario de Batlló establece lo que debe ser la poesía,

que supone otro modo de definición, en este caso, por necesidad: “La poesía ha de

restablecer desde la órbita irrenunciable (y no sólo para el lírico) de la experiencia personal

la validez de un lenguaje público corrupto o falso” (1161). En “Literatura e ideología”,


295

afirma de modo contundente: “Tal es el irrenunciable destino de la palabra poética” (63).

Estas definiciones se ven reforzadas con generalizaciones definitivas (con expresiones que

suelen involucrar los términos: todo, nada, siempre, nunca), apelan también a la doxa, y el

sujeto de la enunciación las utiliza como punto de partida para sus conclusiones,

cumpliendo con el tercer elemento de las polémicas: la pretensión de convencer a los

indiferentes. Por ejemplo, en “Tendencia y estilo” leemos: “Nada hay que amenace más

gravemente al joven escritor que el tiránico formalismo de la tendencia” (47), como

justificativo para dar prioridad al estilo por sobre la tendencia; o en “Conocimiento y

comunicación”, afirma: “Todo el mundo sabe que los grandes (y felices o terribles)

acontecimientos de la vida pasan, suele decirse `casi sin que nos demos cuenta´” (156),

para indicar en qué zona de la realidad opera la poesía y establecer un punto de contacto,

de coincidencia con el lector, favoreciendo la persuasión.

Además, estas generalizaciones suelen ser excluyentes en cuanto que establecen un

criterio definitivo para afirmar que algo es o no es auténtico, bueno, verdadero, superior.

Por ejemplo, en “Literatura e ideología”, asegura: “Todo movimiento creador auténtico es

en principio un tanteo vacilante en lo oscuro” (59); o más adelante: “la manifestación de la

realidad encubierta, en la que tan sólo encuentra su libre razón de ser la obra de arte

auténtica” (61). La contracara de esto implica que los fenómenos que no cuadran con estas

características no son obras de arte “auténticas” o “verdaderas”. Por eso, hablamos de

generalizaciones excluyentes, pues la intención es marcar claramente esta frontera de

inclusión/exclusión, en un contexto en el que el sujeto da cuenta de la posición contraria a

la suya, con el fin de polemizar. También en “La respuesta de Antígona” lo observamos:

“No es otro, ciertamente, el destino de todas las grandes formas de arte, pero muy en

particular el de la tragedia” (69). A veces, la palabra “sólo” establece esta frontera: “La

palabra sólo es poética cuando alcanza ese estado de disponibilidad infinita…” (II, 1169).
296

Para fundamentar mejor estas posiciones, el sujeto aludirá a la inserción de

determinados nombres, a veces incluidos como citas de autoridad y a veces como ejemplos

de lo que afirma, aunque los mismos nombres pueden cumplir una u otra función, según la

necesidad. Contamos, entonces, como citas de autoridad, con la mención de Goethe,

Cernuda, Keats, Otero, Machado, Engels, Adorno, Luckács, Eliot, Cioran, Flaubert,

Scholem, Abulafia de Zaragoza, entre otros; como ejemplos del “buen hacer” poético,

menciona a San Juan de la Cruz, Manrique, Auden, Brecht, Sófocles (principalmente en la

figura de Antigona), Miguel de Molinos, Fr. Luis de León, Kafka, Huarte de San Juan,

Juan Ramón Jiménez, entre otros. La importancia de estos nombres dispersos entre todos

los textos de esta primera etapa tiene diversos alcances sobre los que luego volveremos:

por un lado, dan cuenta de un autor que tiende a considerar el arte (a nivel general) como

un fenómeno universal, sin constricciones de tiempo ni espacio, por lo cual los nombres

evocados pertenecen a distintas épocas históricas y son de nacionalidades diversas (en este

período, principalmente europeos). Visto el modo de argumentar, la mención de

determinados nombres implica una cierta valoración respecto de la historia literaria, que

muchas veces no coincide con el canon consagrado. Además, estas apreciaciones son

ambivalentes, a la vez que celebran a los artistas mencionados, menosprecian

implícitamente a otros, en torno de los cuales la crítica ha tramado operaciones de

consagración. En el caso de la literatura española en “Conocimiento y comunicación”, esto

es notable: por ejemplo, caracteriza el inicio de las Coplas de Manrique “como una de las

dos o tres cimas soberanas de la poesía castellana” (157); o estima a Blas de Otero como

“uno de los poetas españoles de postguerra cuya obra ofrece más evidente interés” (159)

(en la segunda versión dice: “el mayor poeta…”); pero a la vez, deja de lado otros nombres

de poetas de la posguerra u otros tantos nombres de la tradición canónica española que,

avanzando en su obra, veremos desestimados o incluso ausentes en su discurso.


297

Por otro lado, este yo autopoético suele hacer diagnósticos de la actualidad para valorar

críticamente la situación actual del arte/literatura/poesía y utilizarla de marco para

justificar su propia propuesta. “Pero la ciencia ha abandonado hoy la rígida faz de dogma

omnipotente” (1963, 155); “Hoy la ciencia piensa la materia sobre bases completamente

diferentes” (156). “Tendencia y estilo” se inicia con la siguiente frase: “Hoy cuando tanto

sobresalto podría causar aún la acusación…” (47). En “Literatura e ideología”, realiza un

diagnóstico: “En los últimos cincuenta años, el predominio teórico de la idea de

comunicación ha sido manifiesto…” (57). Lo mismo sucede en sus respuestas para Ínsula:

“El hecho más caracterizador, según creo, de la evolución última de nuestra poesía es la

conciencia –hasta hace poco tácita, hoy plenamente declarada- del desgaste de ciertas

fórmulas” (1133).

Por último, este sujeto está sumamente atento al avance de su propio discurso. Es por

ello que utiliza con frecuencia expresiones metadiscursivas que orientan el desarrollo

argumentativo, ya sea con giros que dan cuenta de su propia perspectiva (los que con el

tiempo irán desapareciendo): “por mi parte”, “para mí”, “creo”, “a mi modo de ver”; ya sea

con giros explicativos que funcionan como orientaciones: “Quiero decir”, “Quizá podría

servirnos para ilustrar nuestro discurso” (1963: 158), “Tal vez lo dicho hasta aquí se

entenderá mejor si…” (159); “Acaso baste para cerrar estas líneas…” (53); “Más adelante

lo veremos” (55), entre muchos otros. Estas expresiones acercan estos textos de tipo

ensayístico al discurso académico, del cual Valente es asiduo practicante y también

resultan una guía para el lector, en cuanto funcionan como indicadores en el itinerario

discursivo. Tanto esta característica como la anterior (el establecimiento de un contexto de

partida) colaboran con el objetivo de convencer a los indiferentes de la solidez de los

planteos del autor.

Estos ejemplos del primer corpus textual nos permiten observar la construcción de un

sujeto discursivo que, en principio, en muy pocas ocasiones se atribuye la condición de


298

poeta. En general, es un sujeto que se ha desplazado del centro de sus textos (a diferencia

de Cernuda y otros poetas de su generación) para permitir el protagonismo de sus objetos

de estudio, llamativo al hablar de autopoéticas. Esto no implica que haya desaparecido,

sino más bien al contrario. Como vimos, las estrategias textuales utilizadas por Valente

conforman un sujeto fuerte, que respalda las afirmaciones de su discurso, elaborando una

trama argumentativa sólida y consistente. Por eso, es posible afirmar que emerge como un

ensayista sumamente eficiente, que va guiando al lector, a través de un discurso fluido y

por una sucesión de ideas coherentemente conectadas. Esto responde al hecho de que en

toda esta primera parte de su producción ensayística la preocupación de Valente es

“determinar nada menos que la especificidad de lo poético más allá de asideros temáticos o

validaciones socio-históricas” (Doce 2011: 219), por el camino de la “reflexión teórica, de

altos vuelos” (220). Este conjunto se constituye así en un núcleo importante dentro del

espacio autopoético valentiano que irradia fuertemente la primera parte de la obra,

postulando sus propios presupuestos estéticos y aportando su propia forma de concebir el

hecho literario, para lo cual el sujeto ensayístico funciona como una especie de maestro.

Por otro lado, no sólo argumenta a favor de su postura, sino que resulta sumamente crítico

e incisivo respecto de un cierto estado de cosas del campo, con el que no acuerda; por eso,

si tenemos en cuenta toda la obra de Valente, podemos ver ahí los inicios de una polémica,

sostenida durante su vida en una virulencia progresiva, con ese “vosotros” secundario e

implícito constituido por los literatos españoles de la época, respecto del cual define su

posición y al que pretende generar malestar.

La configuración explícita de la figura de poeta en esta primera etapa tiene dos rasgos

peculiares: en primer lugar, se hace desde la impersonalidad, aunque evidentemente surge

de la mirada sobre su propio ejercicio poético; en segundo lugar, posee un papel

secundario en el proceso de creación, pues el papel central lo tiene la reflexión en torno de

la palabra, la poesía, el poema, es decir que el sujeto se desplaza en favor del objeto que se
299

sitúa en el centro. Es por esto que la figura de Valente que podemos rearmar es no tanto a

partir de lo que dice sobre el poeta, sino de los modos de su enunciación (como vimos

hasta ahora).

Ahora bien, en cuanto al rol que Valente le atribuye al poeta, contamos con la

afirmación final de “Conocimiento y comunicación”: el poeta no escribe para nadie

(Cernuda decía que debe pensar que nadie lo escucha) y a la vez, escribe para “una

inmensa mayoría”, retomando el postulado de los poetas sociales, pero dándole un nuevo

significado: el mismo poeta “es el primero en formar parte” de esa mayoría, porque el

conocimiento que revela el poema “se le comunica a él en primer lugar, en el acto mismo

de la creación” (1963: 161), y luego a los demás lectores. Aquí se observa, por un lado, la

posición de “adelantado” del artista respecto de los demás hombres en la revelación de lo

real a través del poema; y por otro, la ponderación de la soledad del acto de escritura en

consonancia con su precursor.

En cuanto a la posición de adelantado, nos lleva a pensar que el poeta es concebido aquí

en términos románticos, como un iluminado, un ser superior, que recibe un saber para

luego transmitirlo; sin embargo, Valente pretende evitar esta identificación situándolo en

medio de esa “inmensa mayoría”, por lo cual la particularidad del poeta está planteada en

términos de orden cronológico (lo recibe primero) y no de naturaleza constitutiva de su ser

(como sí lo afirmaba Cernuda). Ahonda en esta visión cuando afirma que al iniciar el

poema, “el poeta no dispone de antemano de un contenido de realidad conocida que se

proponga transmitir”, pues ese contenido sólo es conocido “en la que medida en que llega a

existir en el poema” (II, 59). La diferencia con su predecesor estaría, entonces, en dónde se

encuentra “la verdad” (o “lo real”): para Cernuda en el fondo absoluto e invisible que sólo

el poeta intuye y que con grandes dificultades expresa en los versos; en Valente, en el

propio proceso de creación del poema se revela algo que no se conoce fuera ni antes que
300

él. 11 Es en ese mismo momento de la creación, donde el poeta permite que la forma verbal

se adapte a la porción de realidad que se da a conocer (48). Por eso, al explica el

procedimiento poético afirma: “busco más en la poesía su raíz de conocimiento, de

aventura o de gran salida hacia la realidad no expresada o incluso ocultada. Y encuentro

sin buscarla (si alguna vez así me ha sido dado) la comunicación (pues el lenguaje es mi

instrumento) por añadidura” (1161). Este “encontrar sin buscar” da cuenta ya del estado de

disponibilidad en el que debe permanecer el poeta, según esta perspectiva, y al que se

refiere en “Obra, autor, público”: “ser poeta es alimentar un estado de inocencia, de no

determinación” (1279). La gran protagonista es, entonces, la poesía, la palabra poética que

revela, y el poeta se presenta como el receptor de esa palabra, sin que se le atribuyan

condiciones de ser superior o iluminado. Sin embargo, no podemos dejar de advertir que

seguiría estando presente la singularidad del artista respecto del resto de los hombres: es

depositario de una revelación que, a través de la palabra del poema que crea, alcanza al

resto de los hombres. Pero esta revelación no le llega de modo súbito, ni intuitivo, sino que

se produce en el momento mismo de la creación y su producto es el poema, al que el lector

accede y en el que conoce lo mismo que se le reveló al poeta en el momento de la creación.

Ambos procesos, escritura y lectura, son en cierto modo, complementarios y requieren una

trabajosa labor para que esta acción de conocer se concrete. 12 Así, a la vez, establecerá la

11
La diferencia es muy similar a la que planteábamos respecto del proceso creador en Cernuda y Eliot: para
Cernuda, la experiencia concreta del poeta es el germen del poema; en cambio, para Eliot, no hay experiencia
fuera del proceso creador, es decir, la experiencia que funciona de punto de partida está en el mismo interior
del poeta y es ya parte de la creación. De modo análogo, para Valente no hay una realidad previa que el poeta
conoce y luego comunica en el poema, sino que conoce mientras escribe el poema, no hay instancias previas
al proceso creador. En realidad, esta diferencia es justamente porque Cernuda malinterpretó la teoría de Eliot
y Valente la comprendió bien, según ya vimos.
12
Esta idea de que el quehacer poético es trabajoso para el escritor la enuncia Valente en un texto inédito de
1956, que según los editores de su obra completa podría haber sido una conferencia dictada en la Universidad
de Oxford, titulada: “La formación del escritor como profesional”. Allí Valente brega por la necesaria
formación humanística de los escritores y por la importancia de la tradición en la formación como poetas. Y
hace confluir dos idearios estéticos en conflicto: el del paradigma trascendentalista del arte que afirma la
existencia de la inspiración y la del paradigma figurativo de las poéticas sociales que hablan de la poesía
como un oficio: “El poeta visto llanamente y dejando de lado las gracias de orden inspirado o divino que
puedan obrar en él –gracias en las cuales creo- es simplemente profesional de un oficio extremadamente
difícil, cuya dificultad parece tenerse en cuenta menos de lo que fuera de desear cuando la atención revierte
301

condición creadora de cada lectura, profundizando esta idea de que el acceso al

conocimiento del poema por parte del poeta y del lector es sólo cronológico. Sin embargo,

a la vez, asimilará al poeta con el místico y, en ese sentido, la figura del poeta se

singularizará fuertemente respecto del resto de los hombres. La posición es, sin duda,

ambigua.

El otro rasgo, la valoración de la soledad del poeta, está en consonancia con aquella

imagen que ya citamos de la escritura como una carrera, en la cual el poeta va solo como

“corredor de fondo”. Esta expresión, repetida frecuentemente en las entrevistas, condensa

la actitud que Valente pretende poner de manifiesto en sus textos y en sus gestos públicos.

El final de “Fuera del cuadro” anticipa el nuevo giro que tomará su teoría en torno del

autor: “Así es como cabría describir en manuales o antologías veraces al autor de los libros

firmados con mi nombre: Poeta español relativamente contemporáneo, situado entre dos

apariciones del cometa Halley” (1285). Esta referencia ambigua y lábil anticipa la

operación de pretendida borradura del sujeto que se va acentuar a partir de la década del

80.

Esta reflexión teórica se presentará unida a otra metáfora tomada del poeta inglés John

Keats y fundamenta este giro en otro texto de 1970: “el “camelion Poet carece de yo, es

todo y es nada, y no tiene contenido, ni luminoso, ni sombrío, que le sea propio” (1168). Y

continúa luego:

Este estado de no identidad es el propio del poeta y el único que puede dar paso en él a
la libre circulación del universo, a lo que espera encontrar su identidad en un medio (el
propiamente creador), donde otra identidad no condicione o aborte su manifestación.
La palabra sólo es poética cuando alcanza ese estado de disponibilidad infinita al que
corresponde en el poeta la carencia de identidad […] Porque es la fluidez manifiesta
de éste [el universo] lo que la poesía aloja, desde un estado que es, en la palabra y en

sobre otros aspectos más brillantes: libertad y entusiasmo creador, espontaneidad, sinceridad, etc.” (1046-
1047). Valente se encuentra a mitad de camino entre ambos paradigmas y en cierto modo, encuentra en cada
uno de ellos elementos que le sirven para describir su modo de concebir el proceso de creación. Esto supone
un conflicto al momento de tener que definir su adscripción a determinados movimientos o corrientes
culturales, porque de hecho una adscripción definitiva falsearía, en cierto modo, los derroteros de su
teorización.
302

el poeta, vacío o latencia de significación, expectativa de lo que libremente se revela y


sólo así es reconocido (1169).

Observamos aquí ya la problematización de la identidad del poeta y la necesaria

relación entre el universo, la manifestación de la palabra poética y el estado de

disponibilidad del yo, que fundamentará la labor literaria de Valente hasta el final. Luego

acota esta definición a su propia experiencia, siempre con la aparente modestia de por

medio:

En la medida en que la descripción de la experiencia personal pudiera considerarse


una aportación válida, me atrevería a señalar como elemento determinante de mi
propia biografía interior una conciencia cada vez más aguda de la no contextualidad
de lo literario y de lo social (1187).

Esta no contextualidad o el estado de no identidad del poeta van fundamentando en

términos teóricos lo que se acentuará en su poesía y también en muchos de sus ensayos: el

borramiento del sujeto, la impugnación de la identidad. Es por eso que a partir de este

momento, la importancia del yo se desplaza para dejar en el centro de la reflexión la

palabra poética; el yo sólo importa en tanto autor abajofirmante. El gesto no es menor.

Valente pretende poner en acción estos axiomas y tratará de profundizarlos a medida que

avance el tiempo, aunque sin éxito.

3. Hacia el poeta-camaleón: pretensiones de impersonalidad

Hay un paralelismo entre el desarrollo creador del poeta y el


desarrollo espiritual del místico. Keats en una carta de 1829
señala que el poeta es el único ser en el mundo que no tiene
identidad: es el drama del camaleón-poeta. Porque mientras
él no cree en sí el vacío, no puede ser transparente al
universo. Ese es el problema del escritor que comienza:
desea expresarse él, quiere que lo vean. Y si no aprende a
negar el yo y madura el proceso, no hay posibilidad de crear
(Valente 1998c: 4).

La primera etapa de las autopoéticas valentianas, como vimos, ostentan un yo

discursivo muy presente que afirma, define, distingue y juzga; todas ellas son acciones
303

lógicas cuando lo que se pretende es proponer un nuevo modo de pensar la literatura, que

impacta directamente en la lectura de los textos del autor y también en su posición dentro

del campo. Pero hacia la década del 70, se produce la bifurcación de su obra en una

segunda vertiente ya mencionada, en la cual los textos autopoéticos van desplazándose

desde lo expositivo-argumentativo hacia un discurso más abierto, ambiguo, cercano a la

modalidad de los versos valentianos, que pareciera que quiere llevar adelante la idea de

Keats sobre el poeta-camaleón. Así, el sujeto enunciador se borronea y pretende ocultarse

tras la máscara de la impersonalidad y de la ausencia. Por eso, a través de diversas

estrategias discursivas, la escritura parece abandonar la aserción para optar por la

sugerencia, el enigma, la apertura y el fragmento. Es curioso, por otra parte, que a medida

que el poeta va ganando notoriedad en el espacio público, este yo autopoético se desplace

hacia los márgenes del texto y, a la vez, se multiplique en diversas máscaras. Esto supone

una tensión a la que volveremos luego.

Los primeros textos ensayísticos de este ramal donde el espacio autopoético se

manifiesta con más fuerza son los textos de PC: “La piedra y el centro”, “Las condiciones

del pájaro solitario” y “Pasmo de Narciso” (II, 273-277); “Sobre las palabras sustanciales”

(1977-1983); y el texto de VPR: “Sobre la lengua de los pájaros” (II, 1984-1991). 13 Estos

permanecen en un punto intermedio entre el discurso argumentativo de PT y el discurso

críptico y fragmentario de NS. Si bien hay en ellos aún una continuidad lógica en el

desarrollo de las ideas, el hilo discursivo comienza a romperse, con el uso, por ejemplo, de

oraciones constituidas por una enumeración de expresiones que pretenden desenvolver,

ampliar una idea. Por ejemplo, en “Sobre las palabras sustanciales”, leemos: “Meditación

13
Dejamos fuera de este conjunto el ensayo “La experiencia abisal”, incluido en el libro homónimo, que data
de 1999 y en el que si bien se retoma un tema de difícil comprensión, como es la Nada, el discurso adquiere
nuevamente un desarrollo lógico, de corte académico, con la aparición de la primera persona del singular
guiando el discurso, fragmentos expositivos y argumentativos, citas de autoridad, inclusión de datos de la
historiografía literaria, etc. Lo analizaremos en el apartado sobre la reconstrucción de la genealogía de poeta
para observar en un ejemplo concreto cómo Valente realiza esta operación de selección en torno a la
tradición que le interesa recuperar para sí.
304

en el principio, en el punto absoluto en que recomienzan perpetuamente las formas, punto

absoluto de la creación” (301); o también: “Palabra total y palabra inicial: palabra matriz”

(302). Son frases que interrumpen el ritmo del discurso expositivo-argumentativo para

generar un espacio de reflexión, de proliferación del sentido a partir de expresiones que

conducen al lector a un terreno movedizo. Otro de los recursos es la irrupción de citas

ajenas (o auto-citas) en el flujo del discurso, que produce el efecto de una multiplicación de

voces que se superponen:

“Según esto –dice aún Juan de la Cruz al pie de la canción primera de la `Llama´-
diremos que la piedra […] está en el más profundo centro suyo”. ¿Centro de qué?
¿Centro de sí, ese centro suyo? La piedra y el centro son, en verdad, lo mismo. La
separación es padecida en el desgarramiento de lo uno: “Fui la piedra y fui el centro/ y
me arrojaron al mar” [de una copla popular]. ¿A quién? ¿A la piedra o al centro? ¿O
solamente a la piedra que era el centro a la vez? (430)

Para Polo (1994), la ruptura del hilo discursivo genera “pasajes laberínticos” o el

entrecruzamiento de citas “interdisciplinares, [que] abarcan los dos territorios de lo visible

apresable y lo invisible tanteable o enceguecido”, generando “estancias de detención o

saltos en el límite” (184).

También la acumulación de imágenes y símbolos de diversas tradiciones, sobre todo

místicas (cristiana, judía, sufí, etc.), ingresan para dislocar el hilo lógico del pensamiento.

Tal es el caso de la siguiente explicación que toma sus conceptos de la mística sufí: “El

propio movimiento creador, el Ursatz, el movimiento primario, que podría ser otro aspecto

o nombre de lo Único, o de lo Único o de la Unicidad, opera la abolición infinita de las

formas o su reinmersión en el ciclo infinito de la formación” (422). La estructura sintáctica

es correcta pero los conceptos se complejizan, adquieren un espesor que implica una

dificultad para la comprensión. Lo mismo sucede con el uso de otros símbolos, como la

piedra, el centro, el pájaro solitario, la imagen de Narciso y su fuente, la lengua de los

pájaros (273-275).
305

Sin embargo, este quiebre del discurso lógico no descarta expresiones definitivas (como

las que encontramos en PT), para delimitar, incluso de modo más radical, qué es lo

poético: “Sin una consideración de esa palabra total, toda consideración en profundidad de

lo poético está negada de antemano. En efecto, lo poético exige como requisito primero el

descondicionamiento del lenguaje como instrumentalidad” (301). Aun cuando lo afirmado

sea enigmático las estructuras de definición continúan presentes: “Tal es la extraña

aventura de la palabra poética: aventura del comienzo perpetuamente comenzado: aventura

del alba” (303); o también: “Esa palabra interior, que en lo interior, se forma y en lo

interior de tal modo se sustancia, es asimismo la palabra-materia del poeta” (305). Otro

elemento que se observa en estas citas es la repetición, que se utiliza para ahondar cada vez

más en el sentido de cada idea o concepto, al modo de la expresión poética.

El sujeto discursivo que se corresponde con esta modalidad discursiva suele optar por la

impersonalidad, salvo en algunos casos en los que ingresa la primera persona del plural, en

un nosotros universal o de modestia (refiere al yo que escribe), propio del discurso

ensayístico: “Oímos, pues, una voz que sube descendiendo, que dura milagrosamente

suspendida sobre su propio punto de extinción” (273).

Más allá de la pretensión de impersonalidad, encontramos reflexiones en torno a la

función del poeta. Tal es así que en “Sobre la operación…”, son definidos con un

paralelismo: “el místico, es decir, el hombre cuya experiencia se produce en el extremo

límite de lo religioso” y “el poeta, es decir, del hombre cuya experiencia se produce en el

extremo límite del lenguaje” (305). Algo que ya se insinuaba en “Conocimiento y

comunicación” al poner como ejemplo de poeta al místico, se consolida aquí con la

identificación entre ambos en función de la palabra a la que acceden o pretenden acceder:

“Experiencia mística y experiencia poética convergen en la sustancialidad de la palabra, en

la operación radical de las palabras sustanciales. Ambas acontecen en territorios

extremos” (306). La misma idea se repite en “Sobre la lengua de los pájaros”: “Tal es la
306

experiencia extrema del lenguaje en la que el poeta y el místico concurren” (423). La

figura del místico no sólo se relaciona con el estado de trance a través del cual busca la

unión con la divinidad que supone un momento de revelación, sino que también implica un

retiro a la soledad, a la frontera, al desierto de lo humano, a donde la mayoría de los

hombres no acceden.

Hacia el final de su vida, reconoce: “Alguna gente dice: `Valente es un poeta místico´.

No lo soy. Simplemente me parece que el esquema que sigue el místico se parece mucho al

que sigue el poeta”. Así las palabras de Keats sobre el poeta-camaleón, que debe vaciarse

de sí para dejar entrar al universo, le sirven para profundizar esta similitud, pues el místico

“liquida al yo para que entre Dios” (Rojo 1999).

Los ensayos de PC y VPR constituyen, entonces, una especie de puente hacia uno de los

textos autopoéticos más radicales de Valente: Notas de un simulador. Este libro extraño

reúne en sí todas las particularidades discursivas y temáticas indicadas en relación con

otros discursos valentianos, pero de forma extrema. Nos interesa de modo particular

porque, a diferencia de los otros, todo él es autopoético. Tiene dos puertas de entrada que

ya nos dan la pauta de la condición del sujeto que emerge del discurso. En primer lugar, el

título que replica el de otra obra, escrita por Calvert Casey (1924-1969), 14 periodista y

novelista cubano, amigo de Valente, con quien compartía su modo heterodoxo de pensar y

hacer arte. Además, este título presenta dos particularidades: la caracterización de la

escritura como “notas”, es decir, algo fragmentario, disperso, provisional; y por otro lado,

el sustantivo atribuido al sujeto: “simulador”, implica esa condición ficticia, de un yo

velado por el lenguaje. La segunda puerta de entrada al texto, en consonancia con el título,

es el epígrafe de Pessoa: “O poeta é um fingidor”, donde se pone de manifiesto la

14
Nos referimos al libro de Calvert Casey, Notas de un simulador, publicado en 1969, año de su muerte.
307

importancia de las máscaras y el fingimiento que caracteriza al poeta y, en definitiva, el eje

de este discurso fragmentario.

Sin embargo, el sujeto de Notas de un simulador pareciera estar en fuga. Se ha

desprendido notoriamente de la primera persona del singular, la que usa en muy pocas

ocasiones. Incluso una de sus apariciones es para dar cuenta, al modo machadiano, del

desdoblamiento yo-tú y yo-otro que se produce en la escritura, diluyendo las identidades

unívocas:

Cuando escribo la palabra yo en un texto poético o éste va simplemente, regido por la


primera persona del singular, sé que, en ese preciso momento, otro ha empezado a
existir. […] Ese yo –que es tú porque también me habla- no existe antes de iniciarse el
acto de escritura (465).

A continuación, el dilema identitario toma la forma de los proverbios de Juan de

Mairena: “Yo llamo a mi interlocutor tú. Él me dice tú cuando a mí se dirige. Nos

llamamos igual. ¿Seríamos el mismo?” (465). Las marcas deícticas, en este contexto,

pierden su condición de señalar, diluyendo la subjetividad o confundiendo la identidad de

los sujetos: yo, tú, nosotros, y por otro lado, ella (la palabra), siempre en una instancia

superior.

Por otro lado, el texto ha perdido aquel hilo argumentativo tan sólido que caracterizaba

los primeros ensayos. Se constituye ahora en una sucesión de fragmentos, aforismos,

sentencias, citas, anécdotas, separados por blancos espaciales, que van armando un

rompecabezas de piezas diversas entre sí, pero que en ese mismo acontecer, pretenden dar

cuenta de una poética que se piensa a sí misma de igual forma. Al tiempo, esta

fragmentación impide delinear, de forma definitiva, una figura unívoca y total que se haga

cargo de la escritura, pues el sujeto ha renunciado al afán explicativo en pos de una

búsqueda denodada por la “ininteligibilidad”. En este sentido, Stefano Pradel define el

texto como un “destilado de reflexión metapoética, territorio intersticial y puente entre la

amplia labor ensayística de Valente y su escritura lírica” (citado en Badía Fumaz 2015:
308

76). Es ahí, en la ruptura de la norma lingüística, en el desierto del sentido, en la paradoja y

la “fascinación del enigma”, donde el sujeto pretende que la verdad de la palabra poética (y

del mundo) se manifieste. Por eso, éste parece suspenderse, esperar, reclamar incluso la

auto-extinción, si fuera necesario, en favor de la revelación de la palabra poética, que toma

una dimensión primordial (por primera y por esencial): “La escritura es lo que queda en las

arenas, húmedas, fulgurantes todavía, después de la retirada del mar. Resto, residuo.

Ejercicio primordial de no existencia, de autoextinción” (464).

Pero un detenido análisis de esta aparente disolución del yo, nos permitirá advertir los

matices y la complejidad de esta cuestión que atraviesa toda la poética valentiana. Sobre

ella, Jordi Doce señala que no está libre de problemas, porque, por un lado, la noción de

poesía como “autogeneración, como advenimiento grávido y significativo de sí misma” es

una decisión de orden político, con el fin de proteger las palabras de las perversiones y

manipulaciones del poder y las instituciones, pero por otro, la poesía no es sólo “hacerse”,

sino también “hacer”, y en ese sentido, el autor y el lector conservan su importancia (216-

217). 15 Por su parte, Sánchez Robayna advierte este problema e indica que en su poesía:

“una obra en la que el yo es una y otra vez cuestionado o impugnado; el rostro de ese yo es,

según un poema de A modo de esperanza, una `máscara de nadie´” (2011: 11). Pero luego

la extiende a otros aspectos del quehacer literario de Valente, como por ejemplo, al intento

de escritura de una cronología de su obra:

Valente se ve de pronto ante la dificultad de establecer una sencilla cronología, por lo


que se siente obligado a escribir lo que sigue acerca de un texto todavía no redactado:
“La presente cronología personal es o resulta insuficientemente incompleta la
identidad o persona del autor”. Existen fundadas razones para pensar que esa
cronología personal nunca fue escrita (2011: 11).

15
Marcela Romano indica estos desencuentros también respecto de su poesía, al postular la alternancia entre
dos modos de pensar y construir la subjetividad, condensadas en el término “nadie”: como sujeto vaciado de
sentido, enfrentado a la clausura sin absolutos de la muerte y como voz autoengendrada que es “nadie” y es
“todos” y cuyo aniquilamiento es fuente de nuevos tesoros (como en la mística sufí), es decir, como una
aniquilación que engendra (2002: 119).
309

El mismo nombre del cuaderno de notas que Sánchez Robayna está introduciendo

plantea la misma cuestión: Diario anónimo. En NS, donde la problemática de la identidad

toma una dimensión antes no alcanzada en la escritura en prosa: “Diario anónimo o

apócrifo, papeles inéditos de personajes que probablemente no existen, pero que de algún

modo debieran haber existido”; y a continuación: “Disidencias, formas persistentes de

aparición del otro, que denuncian la irreparable vaciedad del sí mismo” (457). La tensión

entre identidad y anonimia se cuela en todos los textos y no encuentra resolución posible,

porque tal como afirma Doce, escribir es un hacer, una acción que requiere de una

voluntad. La anonimia puede, por tanto, permanecer como idea y ser sugerida por las

formas que adquiere la escritura, pero no puede ser alcanzada efectivamente en el mundo

real. Esto es importante tenerlo presente, a medida que avancemos en la teoría estética del

poeta gallego.

Por otro lado, más allá de la pretendida disolución del yo, en NS se configura una

imagen autoral en el cruce tanto de las estrategias discursivas que pone en marcha el sujeto

de la enunciación, como de la configuración explícita de quién o qué es un poeta. El título

nos da una pista: el sujeto (y el poeta) es un simulador, un “fingidor”, como afirma Pessoa,

cuyas máscaras se conforman en la escritura. En este sentido, el libro comenzará afirmando

la dis-locación del poeta: “El poeta no tiene, en realidad, lugar que le sea propio. Es ave de

extramuros. Fuera de la ciudad lo puso, con sobrado fundamento, un célebre ironista

antiguo. Rara ave, el poeta. Suele darse uno cada siglo bisiesto” (455). Permanece en un

lugar exterior, un no-lugar respecto a las convenciones humanas, lo cual se reforzará con la

idea de que el poeta es un ser solitario, que vive aparte de la vida de sus contemporáneos,

experimenta la no contextualidad:

El poeta, en cuanto tal, no pertenece ni a la ciudad ni al ágora […] La palabra poética


resuena intramuros, pero viene de un lugar exterior a los prágmata: viene de los
límites o fronteras de lo humano […], del desierto, lejos de la ciudad, donde el hombre
lucha solo –pero solidariamente– con los dioses y los demonios (468).
310

En esta lucha, el poeta se hace servidor de la palabra poética y su soledad deja de ser

sólo una característica para convertirse en una necesidad, una trinchera para resguardarse y

permanecer a la espera de la revelación (461). En Cernuda, la valoración de la soledad

tenía un sentido similar: el alejamiento para escuchar “las voces de los dioses”.

Pero, como ya advertimos, esta dislocación no sólo la expresa, sino que pretende

ponerla en práctica a través del discurso, por un lado, con la fragmentación y la predicada

ininteligibilidad que mencionamos; por otro lado, con la incorporación de citas y nombres

de otros autores, que no son ya referencias de autoridad, sino máscaras que este simulador

decide adoptar para esconder su identidad. En estas citas, la heterogeneidad de

procedencias continúa presente, aunque aquella lista de los primeros ensayos se ha

ampliado para incluir ahora también elementos de otras tradiciones culturales como el tao,

la cábala y la mística sufí, referencias a la cultura china y japonesa, junto a los

frecuentementente mencionados: Gracián, San Juan de la Cruz, Fernando Pessoa, Poe,

Joyce, Lezama Lima, Calvert Casey, Witold Gombrowicz, Edmond Jàbes, Miguel de

Molinos, Webern, Lévinas, Flaubert, Borges, y a otros menos conocidos como Max Frisch

o Ludwing Hohl, entre otros. Como sucedía en los ensayos anteriores, las citas irrumpen en

el discurso no como una incrustación ajena, sino como un devenir propio de la escritura,

porque, en cierto modo, el sujeto encuentra en las palabras de esos otros, su propia palabra:

“Las horas rescatadas: `Paso horas, a veces en el Terreiro do Paço, a la vera del río

meditando en vano, explica Pessoa en Livro do desassossego. Salvación del tiempo” (466).

Por otro lado, el uso de paradojas o expresiones de sentido críptico convierten este

apartamiento del poeta en una especie de abismo insalvable: “Gime el logos por la

encarnación. El logos es la antropofilia de lo increado” (458); o también: “Sí, el fulgor: el

rayo oscuro, la aparición o desaparición del cuerpo o del poema en los bordes extremos de

la luz” (461). Los términos que conforman el campo semántico del extremo: la frontera, el

borde, el umbral, el límite, colaboran con esta percepción de que el sujeto (ensayístico y
311

poético) permanece en las afueras de la racionalidad humana para adentrarse en el vacío,

en la oscuridad o en la luz extremas, en la profundidad de la materia y del origen. Incluso

alude a objetos culturales que simbolizan este aislamiento: “En la cerámica china, el

contorno aísla lo representado (fénix, murciélago, pez, dragón, rama de almendro)

reduciéndolo a su soledad esencial. Loto, almendro, figura humana en meditación, sobre lo

blanco, sobre el vacío esencial” (459); o también la cita sobre los maestros japoneses y su

práctica del tiro al arco: “El tirador , haga lo que fuere, se convierte en centro inmóvil, y

sucede así lo extraordinario, lo último: el arte queda despojado de arte; el tiro se convierte

en un no tirar; el maestro se hace alumno, principiante; el fin se hace principios; el

principio, perfección” (471). La paradoja de la afirmación del ser y el no-ser al mismo

tiempo se plantea aquí como la dinámica última de esta palabra poética, en la que los

extremos se unen en su misma naturaleza constitutiva.

Ahora bien, si bien se predica y se pretende la disolución del sujeto, en el

funcionamiento pragmático de este texto, no se logra, porque a pesar de la condición

críptica de la escritura, el ethos autoral que emerge tiene características muy definidas y se

constituye en un punto de referencia entre las ruinas que conforman estas notas. En primer

lugar, al modo de aquel de PT, el sujeto no deja de definir y distinguir los conceptos que le

interesan. El uso del verbo ser se multiplica: “el poema es…”; “la palabra poética ha de

ser…”; “el logos es…”; “la corrección nunca es…”, “escribir es…”; “la poesía […] es,

antes que nada…”. Se suman también el uso del presente del indicativo para afirmar

categóricamente características del poeta, del poema, de la escritura, etc.: “El lector […] se

forma por…” (461); “Toda obra personal empieza a partir de una lectura crítica…” (465);

“Las palabras crean espacios agujereados…” (463). En este afán por definir, todo lo que no

se atenga a estas aserciones, queda fuera; no es palabra, poesía, poema o escritura. Por eso,

habría que preguntarse si el objetivo de “liberar” la palabra de condicionamientos externos


312

se cumple o si no está proponiendo un nuevo sistema donde se la encadena a nuevas

prerrogativas en una sola dirección, que niega las demás.

Por otro lado, aquel interés por distinguir que ya mencionamos sigue intacto y es aún

más fuerte aquí donde las expresiones de matización (“a mi modo ver”, “por mi parte”) han

desaparecido completamente y cada fragmento se presenta como una iluminación

instantánea, por la cual el efecto de profundidad insondable de las afirmaciones se vuelve

más definitivo. Al mismo tiempo, la presencia del sujeto hablante se fortalece, filtrándose

por los intersticios del discurso y pretendiendo desde este discurso dislocado, resistir a los

intentos de domesticar el lenguaje. Y éste es otro indicio autoral: la presencia

(principalmente en el primer apartado) de sarcasmo y agudísima ironía respecto de

personas o situaciones propias del medio literario y de la sociedad de la época,

principalmente en el primer apartado:

Vivimos, cómo no, en la superficie. La inmersión de fondo se ha abandonado en casi


todo –también en lo poético– por temor compulsivo a no ser vistos (455).

El señor estaba hinchado de su propia dignidad. La llevaba puesta como una especie
de barriga que lo precedía siempre con un adelanto de tres a seis centímetros, según
las circunstancias. Después pasaba todo lo demás. Es decir, nada (455).

Tan fuerte es esta presencia cuestionadora en el libro, que Miguel Gallego Roca (2011)

lo define como “una colección de aforismos sobre la poesía en los años noventa; en

realidad sobre la precaria modernidad lírica española, eje argumentativo de la obra crítica

de Valente” (193). Por eso, también se pone de manifiesto en estos fragmentos la

necesidad del propio Valente de “nadar contra la corriente”, algo que expresa

explícitamente:

La sociedad ha de realizarse en el individuo más que el individuo en la sociedad,


respecto de la cual puede a veces –cada vez menos– estar a contracorriente. El
movimiento inverso genera el “individualismo de masa” y bloquea –en la totalidad del
sistema único o aldea mundial– la realización del individuo-sujeto, del individuo-
persona (462).

Por otro lado, si leemos el texto en su totalidad y observamos los temas que trata, es

posible advertir las ideas principales que Valente ha desarrollado en sus autopoéticas
313

anteriores, pero aquí se ha producido una fusión más fuerte y profunda entre las

implicancias del ejercicio poético y la función social de ese ejercicio, pues en este libro la

significación antropológica de la palabra poética como revelación o aparición de la

“verdad” del hombre y del mundo se acentúa y contrasta con las propuestas de una

sociedad que vive en la superficie y de un lenguaje público corrompido por las

instituciones. Este desarrollo tiene su punto culminante cuando el sujeto realiza una

declaración de clara ascendencia ética:

La apuesta es irrenunciable: llevar el lenguaje a una situación extrema, lugar o límite


donde las palabras se hacen, en efecto, “inteligibles y puras”, con una teoría del no
entender, no saber –“y quedeme no sabiendo”-, de forma que el que en un simple
modo de razón no entienda pueda encontrar, no entendiendo, más hondo y dilatado
espacio de existir.

Luego, veremos con mayor detenimiento esta dimensión de la propuesta valentiana. Nos

interesa, en este caso, la contundencia de la frase inicial de la cita, secundada por el

desarrollo de los diversos apartados, que implica, además, pensar la poesía como una

forma de vida. Esto lo reafirma en la entrevista con Sol Alameda:

una forma de vivir, […] eso es precisamente la poesía. La poesía es importante,


incluso las personas profanas tienen necesidad de ella, porque la poesía es una
invitación a una meditación profunda de la palabra, y como lo que realmente tenemos
es la palabra, te incita a lo más esencial, a todo el depósito de cosas que hay en la
palabra, que es lo que nos hace reaccionar y vivir (1988: 22).

En definitiva, NS se conforma como una serie de imágenes fragmentarias que se

acercan y se alejan sobre una superficie líquida que impide la fijación. Cada vez que

leemos estas notas, cada vez que consideramos el todo, el cuadro es distinto, porque en

definitiva, lo que el texto pretende es manifestar lo inasible del ser y de la identidad, lo

enigmático de la palabra que fluye directamente del manantial del origen, ése que no

conocemos ni podremos conocer, pero que intuimos porque forma parte de la memoria del

cuerpo, del mundo. Ideas (éstas y otras) que manan de la escritura poética de Valente. En

esta vertiente, la palabra poética traspasa las fronteras de los poemas e ingresa en el ámbito

del ensayo, proponiéndole al lector poner en acto una serie de competencias que no podrá
314

eludir para afrontar la lectura del poemario. Por eso, más allá de su fragmentariedad y

cierto carácter enigmático, NS se presenta como otro núcleo autopoético que irradia hacia

el resto de la obra los postulados de una poética que ha evolucionado con bastante

coherencia hacia posiciones más radicales, y por eso funciona también como una especie

de guía para el lector (tal como lo hacía PT).

Aquel sujeto inicial, taxativo y omnipresente de los primeros ensayos se fragmenta en

estos últimos textos, emulando el mismo movimiento que se produce en la poesía

valentiana. Sin embargo, el estatuto discursivo de uno y otro es distinto. Se podría decir,

como lo hace la crítica, que en sus poemarios (principalmente en Fragmentos de un libro

futuro) se aproxima a la destrucción o desintegración de la identidad. Pero esta lectura se

sostiene en un fundamento teórico específico, sugerido en la cita de Keats y sustentado por

la cábala judía: que el poeta debe generar en sí un vacío, una nada positiva, tratar de

eliminar los condicionamientos externos e internos para que la palabra poética encuentre

lugar para ser engendrada. De este modo, la búsqueda de esta anonimia y de la libre

manifestación de la palabra es más bien una idea teórica, útil para el análisis de los

poemas, que responde a cierta poética (sobre la que luego volveremos), pero que encuentra

su límite en el hecho de que ese poemario es resultado de un hacer de alguien, inserto en

una circunstancia histórica y en un medio artístico, que llega al mundo en formato de libro

en cuya portada está el nombre del autor. La anonimia sería, de este modo, una especie de

utopía, siempre incumplida, que otorgaría una vía de interpretación en términos filosóficos

hacia adentro de cada obra, la cual como objeto cultural, se inserta en un contexto histórico

definido y circula atada al nombre del autor. Se suma a esto el hecho de que es un poeta

reconocido en el medio literario y en claro ascenso en el panorama intelectual de la época,

aun cuando él reafirme su condición de solitario y a contracorriente. 16 Por eso, es difícil

16
Jordi Doce (2011) afirma: “Valente es uno de los grandes maldecidores de nuestra literatura: perpetuo
insatisfecho, como Cernuda `apocalíptico´ -según el esquema tan maniqueo como ilustrativo de Umberto
315

pensar en la circulación y recepción de sus textos como una instancia de ocultamiento o

desaparición de sí mismo.

En ese sentido, las autopoéticas son parte de ese orden histórico que pone de manifiesto

los límites de esta concepción absoluta de la palabra poética, porque el autor asedia ese

espacio cuasi-sagrado que ha creado, desde fuera, para explicarlo, para dar pautas de

interpretación y de este modo, apropiárselo como palabra autorizada y así, en cierto

sentido, traicionarlo. En estos textos, en los que la identificación entre sujeto textual y

sujeto histórico es difícilmente sorteada, esa poderosa imagen de autor como intelectual

crítico e insobornable, se reafirma y se sostiene como un baluarte de sus convicciones

poéticas, que toman una dimensión antropológica. El pretendido borramiento se vuelve así

sólo una máscara imaginaria en el decir poético, que no logra desligarse de su presencia

como escritor e intelectual cada vez más contundente en el campo literario y en el sello de

su nombre propio al final de sus textos y en las portadas de sus libros. Por eso, afirmamos

con Romano, que Valente no tiene éxito en esta empresa de borrarse, “porque su poderosa

imagen de autor como profeta del exilio y del desierto lo entronizó, otra vez, en la senda de

los vates modernos, y no sin su consentimiento” (330). Él discurre sobre esta tensión

irresuelta en la entrevista con Alameda:

Yo siempre me he relacionado mucho con el mundo. Durante los años que he vivido
fuera he tenido incluso actividad política, me he movido muchísimo en el mundo de la
emigración. Quiero decir que el que tú vivas en esta perspectiva que estoy presentando
no quiere decir que seas ajeno a las preocupaciones circundantes. Sólo que en el
momento que tú te remitas al estado de escritura todo eso queda suspendido. En cierto
modo, todo eso alimenta la escritura, pero queda suspendido (22).

En esta cita, el mismo poeta advierte estas dos dimensiones de las que hablamos para

amalgamarlas, de alguna forma: el hombre que vive y se compromete con la historia a

través de acciones concretas (su acción social tanto en Ginebra organizando la resistencia

Eco-, incapaz de estar a gusto con su sombra, adepto a denunciar cualquier forma de impostación y a pinchar
globos retóricos –que son, o suelen ser también, globos ideológicos-, pudoroso y escéptico, reticente y
víctima ocasional de la bilis negra, vibra también en nuestro poeta (¡y hasta qué punto!) la furia del profeta
bíblico” (213).
316

franquista o en Almería trabajando junto a Juan Goytisolo para ayudar a los sectores más

desfavorecidos); y el poeta que crea, que suspende la dimensión personal para bucear en la

experiencia universal de todos los hombres, desde el origen.

4. Escribo, luego existo: autobiografías literarias

Porque ¿cómo empezar a hilar el hilo de una lectura? Cada


lectura, cada nueva lectura, exigiría, en rigor, una nueva
aproximación [a la palabra] […] Yo quisiera, en efecto,
proponerles hoy no tanto el simple resultado del oficio,
arduo y antiguo, de la escritura, como una experiencia
realmente compartida de lo que esa palabra pudiera ser
(“Lectura en Tenerife”, II, 1387).

Es mi manera de existir. Sé que existo porque escribo. La


escritura es mi respiración natural (Valente 1997a: 55).

En este apartado, estudiaremos un tipo de texto muy peculiar que se presenta de modo

frecuente en la última etapa de la obra de Valente: las lecturas poéticas. El modo de auto-

presentación en estas apariciones del poeta en el espacio público difiere notablemente

respecto de los libros contemporáneos (PC, VPR, NS, EA). El discurso se presenta con una

ordenación lógica, como el intento de reconstrucción de una trayectoria, que curiosamente

deja de lado las circunstancias vitales para referirse al desenvolvimiento del oficio poético,

con un estilo más claro, evitando expresiones crípticas y acercando la figura del poeta que

escribe a la del hombre que frente a sus coetáneos se hace cargo de esa escritura.

La serie está compuesta por “Lectura en Tenerife” (17/03/1988) y “Lectura en la

Residencia de Estudiantes” (13/04/1989), ambas muy similares y retomadas once años

después, en “Lectura en el Círculo de Bellas Artes en Madrid” (15/01/1999). Se suman a

ellas otros dos textos complementarios: “Figura de home en dous espellos” (conferencia

leída en 1999, en el Club Internacional de Prensa de Galicia [1535-1554]), definida por el

mismo Valente como “biografía literaria” (1649); y “[Palabras en el acto de investidura


317

como Doutor Honoris Causa]” (1612-1614), leídas en la Universidad de Santiago de

Compostela (15/12/ 1999).

Las tres primeras lecturas realizan un recorrido muy similar por la trayectoria poética de

Valente, incluso con fragmentos que se reiteran; sin embargo, difieren en su inicio de

modo significativo. El primer hito del recorrido de la Lectura en Tenerife es calificado por

Valente como “mi primera experiencia de la poesía”: tenía unos siete años y fue elegido

por las monjas de su colegio para la tarea de “echar un ejemplo”. Este volver a los orígenes

de la propia experiencia literaria parece sólo un modo de iniciar esta lectura, como una

estrategia de inicio. Como vimos en HL, Cernuda también remite a su primera experiencia

poética, sin embargo, la inserta en un hilo de acontecimientos con intención teleológica:

indicar que desde antes de saberlo, su destino/vocación era la poesía. En el caso de

Valente, la experiencia infantil posee la función superficial de apertura del discurso, lo cual

se ve intensificado si observamos el cambio que se produce en el inicio de las otras dos

lecturas. En una entrevista con Danubio Torres Fierro, aporta otras precisiones respecto de

este inicio en la poesía:

¿Qué hay en lo que podríamos llamar mi prehistoria? Por lo menos dos cosas. La
primera, sin duda, esta precariedad de una capital de provincia española a comienzos
de los cuarenta en la que no había nada […] y en donde la vida cultural se hacía en
torno a cierto movimiento galleguista […] que en esos momentos estaba
particularmente perseguido y a consecuencia del cual podías pasar a la clandestinidad
o emigrar […] Allí, entonces, la escritura se me apareció como la única huida posible
[…] La segunda, impulsada por el azar, -que, como sabes, es quien fabrica el destino-
fue que mi familia guardó los libros […] de un sacerdote gallego llamado Basilio
Álvarez, que tuvo su importancia porque fue uno de los fundadores del movimiento
galleguista y llegó por ello a ser suspendido ad divinis […] [Allí] tenía un mundo
prohibido en el que podía moverme con absoluta libertad […] Me formo, entonces,
sólo, y leyendo” (1993: 69-70).

En este fragmento, es posible observar también la diferencia con la mirada de Cernuda,

pues estas dos circunstancias (retomadas luego en diversas entrevistas) no son presentadas

por Valente como un “llamado” o una vocación, sino más bien como azarosas, sin motivo

trascendente y que influyeron en que se le ocurriera, en algún momento dado, empezar a


318

escribir versos. Esto implica un posicionamiento muy distinto de uno y otro poeta en

relación con el oficio.

En la lectura de la Residencia de Estudiantes, deja de lado su biografía para abrir su

intervención con un homenaje a Alberto Jiménez Fraud, fundador de la institución y un

maestro para Valente y para muchos otros intelectuales. Tal es la importancia que el

gallego le otorga que asegura: “…hay en esa lápida [la de Jiménez Fraud] toda una página

de la historia española cuya lectura yo considero hoy absolutamente irrenunciable” (1428).

Así, en cierto modo, sitúa esta figura decisiva en el inicio y el desarrollo de su propia

trayectoria intelectual.

En cambio, en el Círculo de Bellas Artes, el comienzo de su lectura abandona

definitivamente la experiencia del yo, para referirse a la palabra: especialmente, la aludida

en el prólogo del Evangelio de Juan. Así, este recorrido se inaugura no en experiencias

vitales del sujeto, sino en lo que éste considera como un inicio posible de la palabra y su

recepción por parte de una tribu indígena, los canacos, cuyo jefe de la comunidad es

considerado como “encarnación de la palabra” y quienes utilizan un mismo vocablo para

referirse a “palabra”, “acto” y “pensamiento”, similar a la noción de “palabra total”

valentiana. Estas referencias iniciales parecen dar cuenta de “un sentido profundo de lo

sagrado que se conjuga con lo ancestral” (Iglesias Sernas 2010: 62). Pareciera que, en este

último caso, la “mirada final, realizada, probablemente, con la conciencia de saber que es

la definitiva” (62), cristaliza más claramente el hecho de que el protagonista de los

recorridos literarios de Valente no es él mismo ni sus sujetos poéticos, sino la palabra en sí

misma. Es por ello que, en los tres textos, la propuesta es la misma: realizar una

aproximación “a la palabra, al verbo, al logos”, invitar a una “experiencia compartida de lo

que la palabra poética pueda ser” (1593; Cf. 1431, 1387).

Todo esto implica que, como indica el epígrafe de esta sección, el objetivo de Valente

no es reconstruir la trayectoria de su quehacer poético, sino compartir con los oyentes una
319

experiencia de aproximación a esa palabra. Este propósito revela, en principio, dos

cuestiones: una de ellas, ya mencionada, es la centralidad de la palabra y el carácter

secundario del poeta; la otra es la propuesta de “compartir” con el otro, con el oyente-

lector esta experiencia; como dice en otro texto, esta palabra se come, nutre y se comparte

(II, 306). La imagen es tomada de una visión del libro del profeta Ezequiel, pero también

remeda la Eucaristía cristiana en la que se come al Verbo de Dios; sin embargo, en el caso

de Valente, la palabra pierde la dimensión trascendente y permanece en la inmanencia de

este mundo: desde su origen al presente, sin alusiones al “más allá” de la muerte.

En este recorrido, el primer paso es tratar de establecer un punto de partida: ¿en qué

consiste esta palabra? En principio, utiliza frases negativas (oponiéndola al lenguaje

cotidiano), seguidas de una proposición adversativa que pretende definir su naturaleza

misteriosa:

Palabra, en efecto, que no reconoce fidelidad ni sujeta a intención. No comunica,


propiamente, sino que convoca o llama hacia el interior de sí misma. Palabra que no se
consuma, como sucede en el uso meramente instrumental del lenguaje, en lo que
designa, sino que permanece perpetuamente abierta hacia el interior de sí. Y de ese
modo, la poesía se hace o es, fundamentalmente, experiencia de la interioridad de la
palabra (1387-8; Cf. 1432, 1593).

Luego, fiel al estilo del sujeto ensayístico valentiano, define “lo que llamamos `poema´”

con una sucesión de palabras referidas a la espacialidad: “lugar, estancia, morada,

habitación donde el estar y el ser se unifican” (1388; Cf. 1432, 1593). Las resonancias

poéticas, místicas, religiosas y filosóficas de las que Valente ha nutrido su escritura se

observan claramente en esta definición: Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Heidegger,

Machado, etc. A partir de allí, enlaza citas de autores que lo han guiado en este camino con

citas propias referidas a su consideración personal de la palabra poética, operatoria que ya

observamos más arriba. Otro de los puntos que tiene valor iniciático para el sujeto de estas

lecturas es el primer verso del primer poema: “Serán cenizas…”, de su primer libro

reconocido: A modo de esperanza: “Cruzo un desierto y su secreta/ desolación sin


320

nombre”. Citado en segundo lugar en Tenerife y en la Residencia y primero en el Círculo

de Bellas Artes, este poema y específicamente su primer verso con la mención del desierto,

es considerado en los tres recorridos como el momento de constitución de la palabra

poética, aun cuando el mismo Valente no lo había advertido (1389, 1433, 1594). Como

afirma Andújar Almansa (2011), en ese verso “creyó advertir que el desierto cruzado en

aquel lejano verso de 1955, más que a una `secreta desolación sin nombre´, había acabado

conduciéndolo al espacio simbólico de su escritura, conquistado muchos años después”

(119). Esto implica, por un lado, que la palabra poética tiene cierta independencia del

sujeto y se manifiesta aun cuando éste no sea consciente o no lo haya buscado; y por otro

lado, el hecho de que toda su poética, signada por la imagen del desierto en sus múltiples

significados, se encontraba en germen en ese primer ejercicio poético. El sujeto no está

predestinado fatalmente a ser poeta, como lo veíamos en el caso de Cernuda, pero hay un

sentido teleológico en cuanto que la palabra, en su primera aparición, marca el destino de

toda la obra posterior. 17

Otro de los puntos llamativos es que, en general, en las lecturas poéticas, los escritores

unen su escritura a eventos de su biografía que los motivaron o que constituyeron el

contexto de producción. Aquí los elementos biográficos quedan reducidos a verbos como

escribí, trabajé, traté, publiqué, todos relacionados con circunstancias generales del

quehacer poético: por qué elige los títulos, cómo evoluciona su concepción de la palabra

poética, qué quiso hacer en términos literarios al trabajar con tal o cual palabra (por

ejemplo, “mandorla”) o elemento cultural (por ejemplo, las letras del alfabeto hebreo).

Sólo en “Lectura en el Círculo…”, la última y la más completa, podemos rastrear la

17
En varias entrevistas de sus últimos años, Valente indica que comienza a escribir poesía a los 14 años “a la
manera de…” y casi sin darse cuenta, por el contacto permanente con la biblioteca del P. Basilio Álvarez que
estaba en su casa: “Mi aprendizaje fue mimético. Empecé a escribir poesía a los catorce años a la manera
de… hasta que un día, cuando ya has hecho mucho ejercicio, y Dios quiere, empiezas a hablar con tu voz,
tienes la sensación de que ya caminas solo. Te caes pero te levantas y sigues escribiendo porque ya la
escritura te ha mordido. El fenómeno interno de la creación desencadena procesos anímicos muy fuertes, y
nunca más puedes abandonar eso. Ahí nace el escritor” (Berger 1998: 4).
321

presencia de sólo tres referencias biográficas: la muerte de su hijo (aunque alude a él como

“una persona que me fue y me es todavía muy próxima y que ha desaparecido” [1603]); su

estancia forzada en la ciudad de Figueras, donde lo detuvo una huelga de trenes (1607); y

finalmente, la instancia previa a su operación de corazón (1610). Tres circunstancias que

están lejos de reconstruir una trayectoria vital y que se ven mediadas por otros elementos

culturales, como el cuadro de Paul Klee que le da nombre a la serie elegíaca dedicada a su

hijo; o las Coplas de Manrique, que lo asisten para hablar de su posibilidad de morir antes

de la operación. Para este sujeto retrospectivo, sólo la palabra importa y debe ocupar el

centro del escenario; el resto es superfluo, incluso lo es su propia vida que queda sujeta a la

voluntad de esa palabra, como él mismo lo indica: “… mi último ciclo poético, que se

terminará cuando la palabra quiera, no cuando yo lo decida, ni siquiera cuando yo me

muera” (1605).

Sin embargo, en los tres textos, realiza una acción importante respecto de la lectura y el

análisis de su propia poesía: distingue en ella tres ciclos o fases simultáneas: el ciclo de

descenso a la memoria personal, el ciclo de descenso a la memoria colectiva, y el ciclo de

descenso a la memoria de la materia, de la memoria del mundo (1395; Cf. 1436, 1595). Si

bien el lugar destacado en los contenidos no es el del poeta, sino el de la palabra poética

que, con vida propia, se manifiesta cómo y cuándo quiere, la acción de este sujeto es la de

realizar una lectura crítica sobre su propia obra, aportando elementos sustanciales para su

correcta interpretación. Si observamos el perfil magisterial de los sujetos de otros ensayos

y la figura de lector que Valente tiene en mente (que veremos luego), es lógico que elabore

estas directrices para orientar la lectura de su poesía. En cierto modo, nos recuerda aquella

pretensión de control de la interpretación de su obra, que obsesionaba a Cernuda, aunque

aparezca aquí menguada.

Los otros dos textos complementarios a estas lecturas, “Figura de home…” y las

palabras pronunciadas en el acto de investidura como Doctor Honoris Causa (USC), se


322

pronuncian oralmente en instituciones gallegas y en idioma gallego y ambos hacen

hincapié en la filiación de Valente con la cultura y la lengua específicas de esta región.

Llama la atención que, siendo tan universal en sus expresiones y tan poco afecto a

establecer coordenadas vitales al hablar de su labor poética, establezca con tanto detalle su

relación con la literatura y la lengua gallegas, e incluso denomine “biografía literaria”, un

texto en el que sólo recupera estas influencias culturales, cuando conocemos de sobra la

múltiple y heterogénea procedencia de las influencias que alimentan su obra. Ambos

comienzan también haciendo referencia a una de las cuestiones teóricas de este trabajo: la

imposibilidad de hablar de sí mismo, sin caer en el territorio de la ficción y la condición de

“otro” que adquiere el yo al momento de la escritura y que ocupa su reflexión en torno al

sujeto, condensada en la figura de Narciso. Para él, el lenguaje es el espejo del poeta y es

por eso que, al ser bilingüe, su figura se ve “delineada en dos espejos, esparcida en dos

lenguas, nada de dos adentradas fuentes” (1649). Sin embargo, el cierre de “Figura…”

plantea una contradicción: “En resumen, mi escritura gallega de aquellos años va muy

ligada a mi biografía. En este sentido, esta intervención de hoy es un descenso a los fondos

de mi memoria, es una psicoterapia” (1656). Si hablar de uno mismo es hacer ficción y

crear un “otro” en la escritura, resulta difícil confiar en esa afirmación sobre su biografía,

sin establecer los reparos necesarios en cuanto a la posibilidad de que lo dicho se aleje de

la historia. Resultan llamativas también la cantidad de referencias a su vida que es posible

rastrear en estas palabras y que contrastan con la modalidad de otras autopoéticas en las

que casi ha reducido a cero ese tipo de alusiones. Si atendemos a estos dilemas, entonces,

podríamos pensar que lo que construye en estos textos es su máscara gallega, una más de

las tantas que se ha otorgado en los diversos textos. Retomaremos estos textos en el tercer

capítulo, cuando hablemos de la constitución de su “galleguidad” en relación con este

campo literario en particular.


323

5. La crítica como ejercicio “heroico”

-¿Es precisamente el ejercicio de la crítica lo que le da


legitimidad a la palabra del intelectual?
-Eso es lo único que le da legitimidad (Valente 1995: 9).

Las reflexiones sobre el ejercicio crítico son tempranas en la obra de Valente, siendo

temprano también el inicio de sus publicaciones en ese ámbito (su primer artículo es de

1944). Uno de los primeros aportes en esta línea de reflexión es “La `crítica´, ese

desconocido”, de 1953, publicado en Índice de Artes y Letras (revista de la que fue

secretario) (853-839). De tono directo, severo e incisivo, establece aquí cuál es la función

principal del crítico: la defensa polémica de la verdad, en el marco del compromiso

combativo que considera que se le impone a cualquier intelectual. Delinea a lo largo de su

discurso dos formas de hacer crítica: la que él caracteriza como “verdadera” o “auténtica”

y la que describe como “confusionismo” y “atonía”, cuyos practicantes serían

“falsificadores” o “tontos”. A la primera forma, le exige ser “orientadora, discernidora y

combativa” (835), “diferenciadora, esclarecedora”, una “crítica `en contra´” (836). Esta

última noción está en clara consonancia con lo postulado por Cernuda desde la perspectiva

crítica y cuestionadora que advertimos en sus textos.

Para Valente, entonces, el crítico responsable debe elogiar lo bueno y abstenerse “de

referirse a lo malo, a lo mediocre, a lo equivocado” (835). Además, agrega: “Su labor es

creadora, y a la vez, orientadora, definidora y de más amplia responsabilidad que la del

creador puro, puesto que se dirige al público y al artista mismo. En él importa tanto el

hallazgo de la verdad como el hacer que esta verdad opere sobre su contorno” (837). La

crítica debe utilizar para ello virtudes apologéticas, sin las cuales no se puede hablar de

verdadera crítica. Hacia el final del ensayo, retoma las palabras José Antonio Portuondo

que definen el deber de un “buen crítico”: “el buen crítico literario debe poseer, por encima

de todas las virtudes intelectuales que tradicionalmente se le exigen, una eminente cualidad
324

moral: el heroísmo”. Puede parecer quizá excesivo, pero es en estos términos en los que

Valente entiende el modo de ejercer la “crítica verdadera”, lo cual le acarreará severas

dificultades con miembros del campo literario español.

En contraposición a estas nociones, va esbozando cuál es la condición de la crítica

española. Muy cercano a las consideraciones de Cernuda, Valente advierte “falta de

claridad, de exigencia crítica”, las cuales hacen dudar, por ejemplo, de las auténticas

motivaciones por las que un crítico realiza un elogio: ¿es porque sí o porque pertenece a la

“misma honorable sociedad de bombos mutuos?” (836). Esto causa confusión,

imposibilidad de descubrir la verdad, lo cual se ve reflejado luego en las “dolidas voces de

protesta” que se alzan cuando se realiza una crítica combativa, “en contra”,

descalificándola por “destructiva”. El medio literario español no está acostumbrado a la

crítica auténtica. Incluso el gallego lamenta la falta de literatura invectiva que permite, en

palabras de Eliot, “llamar bribón a un bribón o tonto a un tonto” (837). El problema de

esto, según Valente, son las consecuencias sociales que produce, porque un intelectual que

“permite que otros, en el ámbito social donde él está inexorablemente obligado a actuar, se

equivoquen acerca de su postura ante tal o cual fraude, está empezando a traicionar la

inteligencia" (837). Quiere decir que este oficio tiene una dimensión ética incluso mayor

que la del poeta, por su responsabilidad de crear opinión en torno a las obras y orientar a la

comunidad lectora.

De Portuondo retoma también el diagnóstico de la crisis de la crítica literaria, signada

por la confusión, la falta de una adecuada teoría de la literatura, la falta de preparación de

los críticos jóvenes y la falta de independencia. La primera y la última afectan a toda

actividad de la inteligencia de la época. Pero el crítico debe superar ambas, sobre todo la

última, pues “su libertad será, no la que le den, sino la que él, a costa de lo que sea, se

haga” (837). Ahí la raíz del heroísmo (ya mencionada) que Portuondo le atribuye y a la que

Valente obviamente adscribe. Frente a estas dos modalidades contrapuestas, el gallego


325

interpela a sus colegas a cumplir con la función que les corresponde: “La crítica debe,

pues, como toda tarea de la inteligencia, afrontar esta responsabilidad, hacer, a pesar de

todo, su propia libertad, porque así lo exige de ella un compromiso social del que

difícilmente podría evadirse” (839). Inteligencia, responsabilidad, libertad y compromiso

social son las palabras-fuerza con las que esta exhortación valentiana define el ejercicio

crítico desde una consideración ético-moral que no es común para referirse a esta

actividad, pero que es afín a la función social que Valente le atribuye al arte.

En otro texto, elaborado en 1956, se refiere hacia el final a la situación de la crítica

española y a los desafíos que esta actividad reviste para el intelectual de la época. Es un

texto inédito, una posible conferencia dictada en Oxford, titulada “La formación del

escritor como profesional” (1036-1048). Aquí Valente denuncia la falta de buena crítica en

la vida literaria española: “en España no hay crítica, es decir, no hay un cuerpo coherente

de crítica solvente y preparada que esté juzgando, seleccionando y depurando lo

contemporáneo” (1047). La que se ejerce desde la prensa es generalmente de una “pobreza

penosa”; la de las revistas literarias es un poco mejor, pero está lejos de perfeccionarla y

las reseñas están “en manos de improvisados resumidores de solapas” (1047). De este

modo, el gallego advierte que este ejercicio pierde su misión orientadora, pierde la

capacidad de juzgar lo contemporáneo con ciertas garantías de validez: “se echa de menos

lo que podía ser una crítica universitaria competente y honesta” (1048). Con palabras de

similar dureza, en el texto “Fuera del cuadro” (1283), caracterizará a los antólogos y a los

críticos como personajes funestos que, para facilitar sus tareas, suelen confundir la

situación inicial del grupo literario con las trayectorias posteriores de sus miembros, sin

distinciones. Aquí la dureza de sus opiniones sobre la crítica a nivel general se unen con

los reproches personales que tiene para hacerle a los críticos españoles sobre la valoración

de su propia obra y la insistencia en adscribirlo a la generación de los 50, que tanto le

molesta.
326

Un ejemplo de una de las confusiones que atribuye a la acción de los críticos literarios

lo da al final de “Tendencia y estilo”, donde advierte las dificultades que éstos tienen para

distinguir entre ambos conceptos. Una vez más, diferencia entre la crítica “honesta” y

aquella superficial y formalista, la cual prioriza las tendencias. Es una crítica “miope para

todo lo que en el contenido de la obra de arte no pueda reducirse a un parvo esquema

ideológico del que se es […] partidario o promotor” (49). Importa aquí resaltar que lo que

considera como poesía “verdadera”, la que da existencia a un estilo, corre paralela con una

crítica (también “verdadera”) que logra distinguir con éxito la creación de un estilo, frente

a la proliferación de tendencias (50). La poesía, y por lo tanto la crítica, que no cumpla con

estas condiciones serían falsas, superficiales. Es una afirmación categórica que define, en

términos morales (verdadero/falso; bueno/malo), el ejercicio del oficio crítico, acorde a las

declaraciones categóricas a las que el poeta gallego nos tiene acostumbrados.

De este modo, Valente va delineando dos tipos de críticos, que podríamos caracterizar

como el crítico “heroico” y el crítico “miope”. A la segunda categoría pertenecerían, según

él, la mayor parte de los críticos de España, con quienes establece una polémica al enunciar

las características del buen crítico. Evidentemente, él sería un ejemplo de esto último, aun

cuando no lo exprese abiertamente o tenga reparos en atribuirse esa condición, como

vemos en la “Nota preliminar” de PT: “el autor no ignora la rareza con que la crítica

literaria se produce, y muy particularmente en nuestro tiempo y lugar” (37). En esta misma

nota, se apropia de dos citas de Housman referidas a esta cuestión:

Los oradores y los poetas, los sabios, los santos y los héroes, aun siendo raros por
comparación con las zarzamoras, son más frecuentes que las reapariciones del cometa
Halley; los críticos literarios son menos frecuentes.

En estos veintidós años he mejorado en algunos sentidos y he empeorado en otros;


pero no he mejorado tanto como para llegar a ser un crítico literario ni he empeorado
tanto como para figurarme que lo soy (37).

En estas citas, observamos no sólo reticencia a autodenominarse “crítico”, sino también

a otorgarle esa categoría a otros, dado que considera que principalmente en España (medio
327

literario donde se inserta su libro, aunque él ya no esté viviendo allí) no es fácil encontrar

verdaderos críticos y que no todo el que se hace llamar crítico o practica este ejercicio lo

es. Pero esta reticencia sobre su propia condición se convierte en un recurso de la captatio

benevolentiae cuando observamos que lo que se prologa es justamente un libro de ensayos

críticos. Sobre esta reticencia, insistirá también en el artículo “La crítica de la crítica”: “en

momentos de personal euforia, llegó a pensar que acaso podría acercarse al ejercicio de la

crítica” (1297), pero advierte que no ha recorrido todo el camino necesario para ser

considerado como tal, aunque su experiencia sí le permite reconocer lo que un “crítico bien

temperado es o debería ser”. De este modo, admite sus posibles límites y acepta seguir

siendo (hasta su muerte) un “modesto aprendiz” en cuestión de crítica literaria, lo cual,

además de un posible recurso de falsa modestia, lo justifica ante posibles objeciones a su

trabajo, dado que lo mismo que Cernuda, está promoviendo nuevos modos de ejercer el

oficio.

La misma declaración de sus propias falencias se da en “La crítica como participación”

(1139), donde se apresura a indicar que sus propias conclusiones pueden alcanzar su obra

poética y que está de acuerdo con ello. Al pasar, advierte las contradicciones a las que se

expone un escritor que oficia también de crítico, pero de forma coherente con su posición

no negociable, está dispuesto a ser juzgado por caer en esa contradicción. Valente está

preparando el terreno para el giro que se está produciendo en su obra por esa época.

Esta actitud de abierta polémica que entable incluso si es necesario, con su propia obra,

adquiere visos particulares en “La crítica de la crítica”, en el cual cuestiona a la crítica

literaria española, representada, en este caso por el jurado del Premio de la Crítica, en

respuesta a la premiación de su propio libro: Tres lecciones de tinieblas. El gallego no ceja

en su valoración demoledora ni aun cuando él es beneficiado por esa crítica. Fiel a su

tendencia, en principio distingue que sus reparos no son con el ejercicio en sí, por el cual

siente “un considerable respeto”, sino con quienes lo ejercen. Con la sugestiva y
328

provocadora pregunta: “¿Qué otra actitud que no sea crítica cabría adoptar ante un premio

de la Crítica?”, abre su justificación por haber realizado ciertas declaraciones respecto del

premio, las cuales, fuera de contexto, “han podido parecer, cuando menos, excesivamente

abruptas” (1297). Lo que sabemos luego es que el objetivo de este artículo no es retractarse

de lo dicho, como podemos suponer al inicio de su lectura, sino restituir el contexto de sus

declaraciones, defendiendo para ello la condición de “actitud crítica” (1297) y reclamando

para sí mismo el “derecho a réplica contra sí mismo”. La indiferencia que él muestra

respecto de la significación del premio se fundamenta en una preocupación respecto de la

crítica española: 18 el hecho de que el premio que le otorgaron no surge de una posición

crítica, es decir, no surge de que los electores hayan leído el libro y considerado que valía

la pena premiarlo; sino que, por el contrario, responde a un estado de opinión, a una moda,

implantada por otros, a quienes Valente denomina como “intermediarios” de los que los

titulares deberían prescindir. Se queja de que la crítica titulada se pronuncie “por ejercicio

de voto y no por ejercicio de crítica” (1298), obviando su verdadera función, que no es

reflejar el estado de opinión crítica, sino crearlo. Frente a ello, se hace una pregunta que

resulta una denuncia implícita de la dinámica del campo literario: “¿Por qué también seguir

en este caso manteniendo la vacía torre de artificio y valores excesivamente convenidos de

un medio cultural que es una fábrica de aire?” (1298). Es por eso que exhorta a los titulares

que actúan de ese modo (pues advierte que hay excepciones) a cumplir con su función.

Asegura que su libro no fue leído por la crítica (hablando de “la lectura en su plenario

sentido” [1298]), porque si así hubiera sido, hubiera obtenido “una manifestación crítica y

no una manifestación parlamentaria” (1298). Por todo eso, el poeta gallego se niega a

recibir el premio “en el orden de las significaciones críticas”. Si algo hay que reconocerle,

es que, tal como él lo advierte (cuestión que para su modo de pensar y de presentarse en el

18
Esta misma postura frente a los premios la hace explícita en varias entrevistas: “Cuando me dan un premio
literario aprovecho para hacer una crítica de la política de premios. La cultura no se hace a base de premios
literarios, que crean un falso valor” (1996a).
329

campo es fundamental), es coherente con su forma de considerar el hecho literario: nunca

estuvo a favor de la moda y la recepción de un premio no lo hará cambiar de opinión

(1299).

La valoración final de la crítica española actual está en consonancia con el resto de los

textos en los que nos hemos detenido. Afirma, en primer lugar, que la crítica “no florece”

en ese medio, para luego caracterizar las descripciones de su libro como “oprobiosas,

descabaladas” o resultado de una “falta de calidad”, “mala escritura” y “negligencia”,

síntoma, según su visión, de un medio cultural “entre enfermo y traspuesto” (1299).

Utiliza, entonces, una frase escrita 100 años antes por Clarín para la última estocada: “En

nuestra literatura va reinando el silencio de las tumbas” y pone la antología de Castellet:

Nueve novísimos, como “una justa o macabra alusión crítica a las postrimerías”. La última

oración del artículo, y en un gesto muy irónico, pone sus reflexiones a consideración de la

titularidad y el estamento. Valente conoce bien al grupo sobre el que se pronuncia y decide

pronunciar, de forma explícita y cruda, su evaluación del medio literario español, del cual

toma distancia.

La misma dureza se observa al hablar de este oficio en NS, cuando caracteriza la

“crítica académica” en función de su “radical opacidad, siendo así que toda aproximación

crítica no puede empezar más que por una larga y paciente exposición al poema como

objeto irradiante” (457). En esta breve intervención, expone tanto su opinión sobre la

crítica contemporánea como su consideración de lo que la crítica debería ser. Se completa

este fragmento con otro, en el que, sin utilizar nombres, seguramente habrá herido la

susceptibilidad de muchos de sus colegas: “De un señor, crítico y poeta, al que habían

conferido, no se sabe bien a título de qué, el título de académico, pensaba él que, como

poeta, no era ni bueno ni malo ni todo lo contrario, y que, como crítico, era todo lo

contrario” (456). En definitiva, como afirma Diego Doncel (2010):


330

Valente pedía una nueva crítica y una nueva manera de entender la literatura. Sabía
que la historia literaria se construye fundamentalmente a base de excepciones, y que
todo su esfuerzo crítico personal tenía que centrarse con precisión en desentrañar esas
excepciones que, según él, componían el canon de nuestra poesía española (47).

Es por eso que lo incorpora a lo que Doncel llama “la tradición del malhumorismo

hispánico” (junto con Unamuno) y entiende que a Valente no le faltaron motivos

intelectuales para su actitud “regañona”, por el modo en que los críticos españoles leían la

poesía contemporánea.

Por último y en relación con el ejercicio crítico, podemos ver en las tres lecturas

poéticas (Tenerife, Residencia de Estudiantes y Círculo de Bellas Artes) una muestra de

auto-crítica detenida y cabal de su propia obra, evitando, en lo posible, las circunstancias

biográficas para apuntar los caminos culturales recorridos por cada texto. Enfatiza, por

ejemplo, las referencias culturales que han influenciado su escritura: el inicio del

Evangelio de San Juan o la concepción del jefe de los cánacos como “encarnación de la

palabra” (1592), la mística (1594; 1595), el mundo trovadoresco (1596), el alfabeto hebreo

y la cábala (1597), el símbolo de la “mandorla” presente en las iglesias románicas (1598-

1599) etc. Con la lectura de los poemas, además, va desgranando la forma en que la

palabra poética se manifiesta en los versos. Es el caso de su interpretación de “Serán

cenizas…”, primer poema de su primer libro:

El desierto, por consiguiente. Frontera con lo infinito, lugar privilegiado de la lucha


del hombre con los dioses y con los demonios […] Desde este punto de vista, el
poema nos invita a una experiencia oscura, a una inmersión en las capas sucesivas de
la materia o de la memoria… (1595).

Al introducir el último poema de la serie leída en esa ocasión, aprovecha Valente para

realizar una valoración que cruza diversos ejes de análisis en un breve párrafo: “…les voy

a leer un poema que escribí la víspera de entrar en el sanatorio para hacerme una operación

muy grave, y que es una aceptación del morir. Es un poema que podía llevarnos a la

tradición lírica española representada en las Coplas de Jorge Manrique” (1610). La

experiencia biográfica inicial se diluye en la experiencia universal: la posible aceptación


331

del hombre frente a la realidad de la muerte, cruzada por una referencia literaria: las

Coplas de Manrique. Pero estas lecturas no son sólo un ejemplo (breve) del ejercicio de

crítica que se puede realizar en torno a su propia poesía, sino también una serie de

indicaciones acerca de cómo ésta debe ser leída, indicaciones que se distribuyen en la

mayoría de las autopoéticas y pretenden “hacer nacer” ese lector del que hablaba Cernuda,

como veremos a continuación.

6. Nuevos modos de leer: lectores en formación

[Mi poesía requiere] un tipo de lector participativo, que


reúna las condiciones que ahora pide la crítica literaria: la
incorporación del lector a la interpretación del texto. La
poesía que yo escribo pide, quizá más que otras, ese tipo de
participación (Valente en Freidemberg, 1992).

Como ya dijimos, no hay que perder de vista que hablar de una imagen de autor implica

siempre la conformación de una figura de lector que se corresponde con aquella y que es

convocada a la escena discursiva. En el caso específico de Valente, lo que se espera del

lector es aún más relevante, pues sigue la convicción de Cernuda de que hay dos tipos de

obras: las que encuentran su público constituido al publicarse y aquellas que deben formar

su público, es decir, hacerlo nacer y darle forma, a las que pertenecen las obras de los dos

poetas. De acuerdo con esto, este lector en formación debe ser capaz de llevar adelante las

competencias de interpretación que el texto le propone, porque en definitiva, su lectura

será una recreación del texto y él será un co-creador: “La lectura te obliga a reconstruir el

poema, es un acto de creación. Al leer el poema, lo estás haciendo nacer de nuevo, lo estás

pariendo una vez más” (Valente en Rojo 1999: 13). Si, como vimos, esto es para el poeta

una gran responsabilidad para la que debe prepararse, lo mismo cabría esperar del lector, y

por ello, pareciera necesitar la guía del autor. En este sentido, las autopoéticas funcionan

como una especie de manual de instrucciones, y también como un entrenamiento.


332

En “Obra, autor, público” (1279), afirma que no se puede escribir para satisfacer o

responder a la demanda de un público, sino que, siguiendo a Cernuda, “el público de una

obra de creación poética no existe antes de producirse la obra poética misma”. Para

corroborar sus palabras (estrategia que suele poner en marcha), cita un texto de otra

ciencia: Introducción a la crítica de la economía política, donde se afirma que “la

producción no produce sólo un objeto para un sujeto, sino un sujeto para un objeto”. En

consonancia con un poeta que no posee conocimiento previo sobre la realidad, sino que ese

conocimiento se le comunica en el poema, siendo éste la revelación de una “faz inédita de

la realidad”, el lector participa al igual que el poeta de esa manifestación de lo nuevo, de

esa “epifanía de lo nuevo”. Así, poeta y lector se hayan incluidos en el conjunto llamado

“público”, cuya actitud es la de “esperar lo inesperado” y no “esperar lo esperable”. Sólo

los distingue el hecho de que el poeta accede primero a esa revelación al escribir el poema

y, por lo tanto, funciona como una especie de intermediario (como afirma en

“Conocimiento y comunicación” [1963:169]). Anteriormente, ya advertimos las

dificultades que se nos presentan para pensar esta figura de poeta ya sea como el poeta-

vate e iluminado, o como el poeta en la calle, permaneciendo en una posición intermedia,

que en este texto, se acerca a la postura borgeana de la dedicatoria de Fervor de Buenos

Aires: 19 sería obra del azar que el yo sea el autor y el tú, el lector. Una diferencia

fundamental con el paradigma moderno es que el conocimiento que se produce en el

poema es aprehendido por el lector, tal como lo fue por el poeta en el momento de la

escritura, porque no hay acuse de una insuficiencia del lenguaje que no permita expresar

esas realidades invisibles intuidas por el poeta romántico. Como ya advertimos, por el

contrario, lo que conoce el poeta es lo que el poema mismo revela (nada previo) y por

tanto, el lector participativo que propone tiene el mismo acceso a ese conocimiento que el

19
“A quien leyere. Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía
de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de
que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor” (Fervor de Buenos Ares, 1923).
333

poeta (sólo que con posterioridad) y cada lectura resulta ser una reescritura del texto. Por

eso, en el apartado III de NS, el sujeto define al lector como “ése, el generado en la

seminación de lecturas- se forma por agregados orgánicos, como el poema mismo” (461).

Y a continuación, aseverará que “el poema en la lectura se hace de nuevo –una y otra vez–

material del fondo”. Como vemos, el proceso de escritura y lectura se presentan como un

flujo significante, en el que cada lectura significa una nueva escritura del poema, poniendo
20
en el mismo nivel tanto al escritor como al lector.

En el apartado IV, se reafirma esta similitud entre ambas instancias discursivas, en los

fragmentos ya citados en los que juega con la intercambiabilidad de los pronombres yo-tú,

al modo machadiano (II, 465), la pone en duda o precariza la condición de los sujetos.

Porque en definitiva, en la teoría estética de Valente, autor y lector “desembocan no

conjunta, pero sí sucesivamente” en la vía introspectiva, como señala María Payeras (242)

y como el mismo Valente afirma en el texto ya mencionado: ambos, poeta y lector, deben

“esperar lo inesperado” (1279); sólo los distingue el hecho de que el poeta accede primero

a esa revelación en la escritura. En una entrevista con Blanco se refiere a esta cuestión:

“[El poeta es] el primero y único [destinatario de su poema], porque nunca sabe cómo va a

ser cuando comienza a escribirlo. Luego, cada lector que se aproxima al poema vuelve a

crearlo” (1997c: 10). La misma idea la expresa dos años más tarde: “La lectura te obliga a

reconstruir el poema, es un acto de creación. Al leer el poema, lo estás haciendo nacer de

nuevo, lo estás pariendo una vez más” (Valente en Rojo 1999: 13).

Pero más allá de estas referencias explícitas acerca del lector que Valente elabora en sus

autopoéticas, también es posible (y fundamental) analizar al lector que se configura a partir

de las acciones verbales del sujeto ensayístico, es decir, el lector implícito que se convoca

20
Debicki señala que considerar el acto de creación poética como un “descubrimiento de significados
nuevos” implica darle un “papel más activo al lector”, pues “transforma el acto de leer en un acto de
descubrimiento a través del lenguaje, lo cual resulta una labor creativa, y de ahí, paralela a la que realiza el
propio poeta” (55).
334

a la escena de lectura. Nos interesan, en este sentido, las autopoéticas que funcionan de

paratexto, ya sea de los libros ensayísticos como de los libros de poemas. Por ejemplo, la

primera “Nota Preliminar” (37) de Las palabras de la tribu (ya aludida) puede

considerarse una especie de guía para el lector sobre cómo leer el libro. En principio,

indica el período de tiempo y la procedencia (publicados o inéditos) de los ensayos que

figuran en el libro. Luego, subraya el criterio de “unidad de fondo” y pide que no se

busque unidad metodológica, pues los métodos utilizados no son los elegidos por el autor,

sino los que cada texto imponía. Esta justificación tanto de la unidad del libro como de las

metodologías utilizadas es una forma de anticiparse a las posibles objeciones del lector y

darle también algunas coordenadas de lectura. En la misma línea, la “Segunda Nota

Preliminar” (38) no reemplaza, sino que se suma a la primera; hay una vez más un pedido

de disculpas “ante el posible lector” por reeditar el libro. Algo similar sucede con “A modo

de prólogo” (271), de La piedra y el centro, donde el sujeto justifica su elección de los

ensayos reunidos no sólo por una “comunidad o continuidad de temas”, sino también por la

“comunidad o continuidad de ritmos”. Una vez más, niega la unidad metodológica o

teórica de los textos, indicando la deficiencia de estos términos y utilizando las palabras de

Eliot: “Para teorizar se requiere de una inmensa ingenuidad; para no teorizar hace falta una

inmensa honestidad”. Pareciera que el intento de Valente es modificar los modos de lectura

y de valoración que los lectores realizan no sólo respecto de la poesía, sino también de la

prosa ensayística, proponiendo nuevos parámetros de lectura que se alejan de los

contenidos para acercarse a otros niveles de percepción: “unidad de fondo”, voluntad del

texto, “comunidad de ritmos”.

En el caso de los textos que funcionan como prólogo o presentación de su poesía,

veremos estas acciones mucho más pronunciadas. Un ejemplo destacado es su ensayo ya

mencionado “Conocimiento y comunicación”. Como vimos, el ethos autoral que se

construye en este texto es más bien argumentativo, con una fuerte tendencia teórica. El
335

efecto de lectura es el de la confianza, porque su inserción inicial en el campo literario a

través del nosotros, lo convierte en palabra autorizada para explicarnos lo que está

sucediendo allí. También al referirse a la ciencia para presentarla como complementaria al

modo de conocer de la poesía, afirma: “Supongo que habrán sido las inmensas

posibilidades de aplicación práctica del conocimiento científico lo que provocó la fe

antañona en la ciencia como única versión fidedigna de la realidad” (155). El uso de la

forma verbal “supongo” para describir al modelo científico decimonónico contrasta

fuertemente con las afirmaciones objetivas y en modo indicativo respecto de la ciencia

actual: “la ciencia ha abandonado hoy su rígida faz de dogma omnipotente…”; “Hoy la

ciencia piensa la materia sobre bases completamente diferentes…” (155-156). Admitir

abiertamente cierta inseguridad en el conocimiento de una parte de lo expuesto, genera en

el lector la confianza en que el sujeto no realizará afirmaciones respecto de aquello que no

conoce; por lo tanto, si afirma, es porque sabe. El desarrollo posterior conformará una

trama argumentativa sólida y convincente, a través de estrategias textuales que ya

analizamos (el primado de la impersonalidad, el uso predominante del presente del

indicativo y de proposiciones asertivas, la reiteración del verbo ser para proponer nuevas

definiciones, la intercalación de valoraciones tajantes, entre otros elementos). Valente

atrapa al lector en su red argumentativa y lo va guiando, a través de un discurso fluido, por

una sucesión de ideas conectadas coherentemente, que no deja espacio para

cuestionamientos, por lo menos no durante el curso de la lectura. Así el sujeto funciona

como un maestro que explica esta nueva forma de concebir el proceso creador. El poder de

la argumentación y la convicción que emana del discurso, arrastra al lector a acordar con él

en sus afirmaciones. Aunque el yo se desplaza a los márgenes del texto en cuanto al uso de

deícticos, en las estrategias discursivas es un sujeto que parece extenderse para cubrir todos

los espacios de la argumentación.


336

Los extensos desarrollos en torno a los temas candentes del campo literario de la época,

la coherencia en sus argumentos, las citas de autoridad, el uso de oraciones afirmativas en

su mayoría, la alternancia entre la primera persona del singular y la primera persona del

plural con la que apela al nosotros universal, son elementos que permiten advertir que el

lector implícito convocado, en sus primeros textos, requiere de la guía del sujeto y de

demostraciones claras y coherentes de las ideas que se exponen, pues resultan innovadoras

respecto de las teorías reinantes. En definitiva, no es un sujeto dubitativo ni que invite a

dudar, tampoco adopta una perspectiva subjetivista; si bien en ocasiones indica que es su

propio modo de ver las cosas (lo que implica que puede haber otros), los rasgos del

discurso parecen pretender un mayor grado de objetividad y contundencia que el esperado

para una autopoética. 21

Por otro lado, tenemos el sujeto de “Como se pinta un dragón” (NS), por ejemplo, que

ofició de prólogo a Material memoria (1977-1992), recopilación de la segunda parte de su

poesía. Las marcas deícticas casi han desaparecido; sólo asoman algunos pronombres en

primera plural que establecen la posición de los actores: en un nivel superior, la palabra

poética, el poema, la escritura, términos que generalmente funcionan como sujeto de las

oraciones y como centro temático de los fragmentos; y en otro nivel, un “nosotros”, a la

espera de la epifanía de esa palabra, atravesados y a la vez constituidos por ella.

Los fragmentos que componen este texto se presentan, como dijimos antes, al modo de

iluminaciones instantáneas, que no por serlo pierden el espesor semiótico que las

caracteriza en cada nueva lectura. Desaparecida la estructura lógica-analítica, el lector se

encuentra en este texto desprovisto de todo asidero que le permita establecerse

21
En general, las autopoéticas suelen tener una mayor impronta subjetivista, porque el autor declara su propia
ideología artística, siendo consciente de que es su modo de considerar el fenómeno estético. Por eso, en
general, los postulados indicados se circunscriben a las circunstancias y sentires personales respecto de la
poesía. Esto se ve claramente, por ejemplo, en la antología de autopoéticas que Lanz (2009) reúne en torno a
la polémica conocimiento vs. comunicación. En cambio, Valente se aleja de esta modalidad, objetivando su
discurso lo más posible y dejando de lado las declaraciones en torno a sus propios sentires respecto del
ejercicio poético.
337

cómodamente. “Cómo se pinta un dragón”, aún desde su fragmentación en muchos casos

incomprensible, se presenta una vez más como una guía para el lector, pero no a partir de

determinados contenidos, sino de lidiar ya con los modos de la propia palabra poética que

se manifiesta. Si no está dispuesto a asumir el esfuerzo de intelección y afectividad con el

que estas palabras iniciales lo desafían, lo mejor será mantenerse al margen, porque en los

versos no le espera algo distinto. Sería una especie de entrenamiento, una puerta de entrada

al enigma del poema, el cual debe ser abordado desde una actitud de escucha, de pasividad,

de indeterminación, de permanencia en la paradoja nunca resuelta, siguiendo la máxima de

San Juan de la Cruz que funciona de epígrafe: “nunca te quieras satisfacer en lo que

entendieres […], sino en lo que no entendieres” (Cántico espiritual, I, 12).

Por otro lado, este sujeto de “Cómo se pinta un dragón”, cuya escritura es abierta y

sugestiva, desafía al lector a recorrer sus mismos caminos para, lejos de alcanzar

aserciones definitivas, poner en duda incluso su propia identidad y existencia. Como

advertíamos anteriormente, si pensamos esta escritura en términos valentianos, podemos

suponer que el intento es el de liberar a la palabra de las manipulaciones del poder y las

instituciones, de las significaciones sociales establecidas, para devolverle su energía oscura

y germinal. Para ello, se diluyen los sujetos discursivos, se multiplican las citas de otros

autores que hacen del texto una especie de collage heterogéneo, donde todo queda

nivelado. La escena textual es precaria y el lector deberá ir descubriendo las coordenadas

para realizar una interpretación nunca acabada, para emprender su propia aventura

personal. Son acercamientos al modo en que Valente mismo considera el proceso de

lectura del poema, pero que el lector puede practicar ya en estos textos para poder lograr

que el lector sepa que “lo primero que tiene que ver es el poema en su brusca aparición,

como si fuera un cuadro” (Conversación con Antoni Tapiés: II, 542).


338

CAPÍTULO 2

A IMAGEN Y DESEMEJANZA DE CERNUDA

1. Reconstrucción de una genealogía: los precursores

Empecé a ver la literatura española desde Europa, a darme


cuenta de autores y títulos aquí ignorados […] habían sido
muy importantes. […] Estos hechos me dieron una visión
distinta de mi tradición y me di cuenta de que había sido
engañado, que mi tradición no era unitaria y que todo no se
construía sobre el tópico de «todo el mundo a comulgar»,
sino que era algo distinto (Valente 1999e: 4)

Si bien Valente abreva de múltiples y heterogéneas tradiciones, sobre las cuales se ha

estudiado extensamente (y basta recorrer su extensa obra ensayística para conocerlas),

daremos cuenta aquí de aquellas que conforman los índices genealógicos de sus

autopoéticas, pues consideramos que son los que quiso poner de relieve al momento de

establecer su inserción en la tradición universal.

Valente concibe la tradición como un fenómeno cultural, al cual en NS le otorga la

misma función que le asignaba Eliot: la obra es influida por ella y a la vez, influye en ella,

pues su aparición reconfigura el mapa de las obras ya existentes:

Toda obra personal empieza a partir de una lectura crítica de la tradición recibida. Tal
es el modo según el que la obra individual es generada por la tradición a la que, a su
vez, inflexiona, es decir, hace venir a la luz –alumbra– recargada de sentido (465).

Sin duda, la obra de Valente, imbuida de una tradición poco común, genera una

reconfiguración del panorama total de la literatura española anterior, contemporánea a él y

posterior. Por otro lado, alejarse de la tradición tratando de innovar no resulta fecundo para

la literatura:

Una tradición no es una serie de repeticiones, sino una cadena creciente de imitaciones
fecundas. Todo lo que sea intento de innovación de espaldas a un legado que la
339

tradición nos fuerza a imitar no conduce más que a experimentos a veces ciertamente
heroicos, que después de producir a lo más un par de aciertos parciales, entran
vertiginosamente en vías de radical esterilidad (1039). 1

Por eso, la adscripción a la línea tradicional no es inmediata ni automática, sino que

supone trabajo y esfuerzo: “El escritor necesita estar de manera consciente en la tradición

de la que forma parte y esta consciencia no se adquiere más que por vía de un estudio

orgánico de los materiales que la tradición acarrea” (1039). Valente sigue a Eliot también

en la idea de que la tradición no se hereda simplemente, sino que requiere un esfuerzo de

apropiación; es una “conquista fatigosa” (1042), necesaria para dar a luz una creación

fecunda, con sentido de contemporaneidad:

La tradición para el escritor es a la vez una sujeción y una libertad, un orden dentro
del cual y con respecto al cual la libertad creadora toma sentido. La originalidad de
una obra literaria, el supremo acto de libertad que la ha engendrado, no puede
entenderse más que en función de la tradición dentro de la cual se produce. La
tradición gravita sobre el escritor con el peso específico de lo “históricamente
existente” (1043).

Si observamos la biblioteca valentiana, 2 es posible conjeturar que el poeta gallego

estaba convencido del trato permanente y profundo que el escritor debe tener con la

tradición. En su caso, podemos hablar de tradiciones muy variadas, que ocupan una parte

significativa de sus anaqueles con libros que se observan no sólo leídos sino estudiados por

él. Lo que nos interesa en este punto es trazar el “mapa” de influencias que Valente diseña

en sus autopoéticas, el cual nos permite establecer en qué posición sitúa su propia obra (en

el orden diacrónico), bajo la influencia de qué maestros y de espaldas a qué otros escritores

o corrientes culturales. 3 Pero como sucedía en Cernuda, el trazado de esta genealogía no

1
En un ensayo sobre “Alfonso Costafreda”, escrito en 1955, Valente realiza una aclaración en torno a la
tradición y habla de aprendizaje, para evitar los términos “influencia” o “imitación”: “Entiéndase cuando
hablo de `aprendizaje´ me refiero a algo bastante más profundo que a lo que suele designarse en la jerga
crítica con el nombre de `influencia´. La palabra influencia está convirtiéndose en una especie de eufemismo
con el que evitamos otras más fuertes, tales como mimetismo, repetición. Yo hablo, en este caso, de
aprendizaje y los que imitan son precisamente los que no aprenden, de hecho, nada” (963).
2
En septiembre de 2014, tuvimos el gusto de acceder a ella, por la generosidad de su Director, Dr. Claudio
Rodríguez Fer.
3
En una entrevista que se publicó en El Español, en 1955, a raíz de la obtención del Premio Adonais,
Valente ya establece una primera genealogía, conformada por: Manrique, Quevedo y Machado, en la línea de
la poesía de corte meditativo que ya le interesa; la Biblia, Catulo, Aleixandre, Eliot, Cernuda, Neruda y
340

estará sólo motivado por el ejercicio poético de los autores evocados, sino también por sus

trayectorias vitales. Payeras Grau advierte que “la misma elección de los poetas con los

que establece el diálogo es significativa puesto que encarnan en sus trayectorias personales

la coherencia de unos principios que aceptaron llevar al límite de sus consecuencias” (240).

Por ejemplo, Quevedo sufrió el destierro, la prisión y la enfermedad como consecuencia de

su apuesta política y poética; John Cornford murió defendiendo la causa republicana; César

Vallejo padeció también la prisión y el exilio defendiendo los ideales republicanos;

Machado, referencia ineludible de la promoción poética, murió en el exilio, sellando una

ejemplaridad sostenida en principios de ética civil (240). Estos autores no sólo le

aportarán, entonces, un modo de hacer poesía, sino un modo de vivir como poeta, aunque

esto implique el exilio, la marginalidad, la muerte, tal como también lo entendió su

precursor Luis Cernuda.

1.1. Un poeta “cernudiano”

El nombre de Valente aparece por primera vez en el Epistolario de Cernuda, a raíz de la

recepción de las pruebas del número de La caña gris (24 de agosto de 1962), en una carta

que el sevillano le envía a Muñoz en agradecimiento por la publicación. Luego, el 28 de

septiembre, le escribe al joven poeta unas líneas en agradecimiento por su artículo para la

revista, con elogiosas palabras que ya mencionamos (1062). Por esta carta, sabemos que

Cernuda conocía la poesía de Valente y hasta le había enviado alguna nota seguramente

respecto de Poemas a Lázaro, con la que no contamos. En la última misiva que el sevillano

le escribe, el 19 de septiembre de 1963, se alegra de los proyectos que Valente le ha

contado (en una carta anterior que no figura en el Epistolario) de publicar su poesía y le

Vallejo; entre los contemporáneos: Costafreda, Ferrán, Caballero Bonald, (Agudo 2012: 258-259). Se suma a
esto una intensa labor como traductor de “Hopkins, Duncan, Cavafis, Celan, Jabès, Auden, Günter Kunert,
entre otros” (Agudo 2012: 272).
341

confiesa que no tiene ganas de escribir: “La broma duró bastante y se aburre uno de tenerlo

todo en contra” (1149). Aquí Cernuda, en actitud de resignación, comparte con el gallego

el tedio existencial que le produce la supuesta marginación que percibe de los otros,

utlizando una expresión “en contra” que el propio Valente utilizará más tarde como

bandera de su participación en el medio literario: ir “a la contra”. Los poetas no han

llegado a conocerse personalmente, pero han tenido una relación epistolar en la que han

podido intuirse mutuamente. Al morir, Cernuda sabe que el público que esperaba,

conformado a su obra, ya ha nacido. Con razón, entonces, esta promoción de escritores se

considera su heredera, siguiendo cada uno su propio camino. La herencia cernudiana será,

entonces, una de las matrices iniciales de la escritura del gallego. Por eso, estudiaremos por

qué Valente se caracteriza a sí mismo como “cernudiano” y cuál es el alcance de ese

adjetivo.

El título elegido para este capítulo “A imagen y desemejanza de Cernuda” (reescritura

bíblica) implica que Valente toma a Cernuda como un precursor, casi un maestro que lo

guía y con quien comparte rasgos de su identidad de escritor; sin embargo, a medida que

avanza el tiempo, adquirirá características muy personales que lo llevarán por derroteros

diversos a los de su predecesor. 4

Recordemos que en 1941, durante su estancia en Glasgow, Luis Cernuda escribe un

poema titulado “A un poeta futuro”, que luego incluirá en Como quien espera el alba. En

él, el sevillano abona su figura autoral de poeta incomprendido y marginado por la

sociedad en la que vive, cuya esperanza vital consiste en la existencia futura de alguien que

sepa escucharlo y comprenderlo, una vez que él haya muerto. Medio siglo después, en

1993, Valente visita su tumba en México y escribe otro poema, “A Luis Cernuda con unas

4
La expresión “a imagen y semejanza” que proviene del relato de la creación del Génesis, supone que el
hombre es creado por Dios a su imagen (en cuanto comparte con él determinadas características cifradas en
su ser personal) y que camina hacia la semejanza con Él, con el Paraíso como destino final. En este caso,
Valente nace como escritor a la sombra de Cernuda, pero avanzando en el camino, se va distanciando del
maestro, va hacia la “desemejanza”.
342

siemprevivas” (Fragmentos de un libro futuro, 23), en el que se proclama su heredero, la

encarnación de aquel poeta futuro a quien el sevillano le dedicara el poema mencionado:

“Entre ellos soñaste a un poeta futuro/ y al final lo engendraste/ y hoy puede así el futuro

hablar contigo”. Traemos a colación este episodio que enmarca la escritura de este poema

de Valente, porque consideramos que, a través de este poema, realiza un gesto muy

definido de posicionamiento en el cuadro de la lírica española del siglo XX y una

operación de construcción de su propia genealogía. Sin embargo, caeríamos en un error si

este gesto del poeta gallego nos llevara a considerarlo como un simple continuador de la

poesía cernudiana o como un imitador de temas o estilos. La relación entre Valente y

Cernuda es más bien compleja y conflictiva, pues se trata, tal como afirma Harold Bloom

en La angustia de las influencias, de un vínculo ambivalente que oscila entre la admiración

y el odio. Valente se considera a sí mismo un poeta “cernudiano”, pero esto, como él

mismo afirma, implica no copiarlo sino recorrer los mismos senderos que transitó Cernuda

y, a través de ellos, alcanzar sus propios descubrimientos, sus propios logros. En la

entrevista de Méndez, Valente confiesa:

Cernuda es el poeta con el que yo establezco esa relación difícil del poeta que te
influye tanto que quieres matarlo. Quieres saltar por encima de él y para eso tienes que
seguir su camino e ir más lejos. Yo soy cernudiano no porque imitara a Cernuda,
aunque probablemente haya poemas míos con su influencia, sino también por
proximidad [temporal] (1999e: 4).

El mismo año, se explaya sobre la cuestión en entrevista con Rojo: “[Cernuda] me

influyó decisivamente. Pero la suya no era una influencia que procede de la imitación

directa de su obra, sino más bien la que deriva de haber seguido su trayectoria, de haber

leído las mismas cosas que él leyó, de haber tratado de ir más allá de él” (1999d: 12). Seis

años antes, en entrevista con Danubio Torres Fierro, afirmaba en torno a esto mismo: “Yo

entiendo las influencias de otra forma: hay que seguir los pasos de quien admiras,

reconstruir su itinerario y tratar, como dice Harold Bloom, de destruirlo y superarlo”


343

(1993: 71). 5 En esta entrevista da cuenta también del modo en que el sevillano lo acercó a

los ingleses, principalmente a Auden y a Eliot: “Descubrir a Cernuda fue importante

porque me condujo, a la vez, a recorrer los modelos que él había seguido” (71).

El modo en que Valente reconstruye a su precursor y lo sitúa en su propia genealogía no

es, sin embargo, inocente, pues por un lado, reitera la figura de Cernuda como ejemplo de

artista que llevó sus convicciones hasta el final y fue despreciado por sus contemporáneos,

para identificarse con él (operación que el propio Cernuda había hecho respecto de

Góngora, Beethoven, Luis de Baviera, etc.); por otro lado, le sirve como nexo para

conectarse con una tradición española, que no sigue los cánones de la época y que tiene

(según los propios estudios de Valente) fuertes lazos con los metafísicos ingleses; se

suman a esto los románticos ingleses, para terminar de declarar la existencia de una

corriente poética transhistórica: la poesía de la meditación. Para ello, en principio, el

gallego establece la proximidad de Cernuda respecto de los escritores de su propio grupo

poético. En “Luis Cernuda y su mito”, texto escrito con motivo de la muerte del poeta,

Valente finaliza remarcando esta revalorización: “Empieza ahora a crecer ese mito, a

encontrar su respuesta en nuestro reconocimiento y su obra perduración en la nuestra”

(231). También en “Poesía y exilio” lo evoca como el “poeta de la gran ausencia de 1939

que con más decisivo poder –y contra viento y marea– gravitó sobre mi obra personal y

sobre la de los principales escritores que me son o me han sido contemporáneos” (688).

Treinta años después de la muerte de Cernuda, Valente afirma: “la voz mayor de los poetas

de su generación” (688); y también: “Ciertamente, es su voz, entre todas las de los poetas

españoles de su tiempo, la que con mayor proximidad parecería llegar a nosotros” (690).

5
Esta relación conflictiva con el maestro también la menciona Valente en su ensayo sobre Machado:
“Machado y sus apócrifos”: “Con los maestros –con los que uno ha escogido, no con los que de algún modo
le fueron impuestos y eran como gruesos pedruscos que cerraban la boca de la gran caverna- hay que seguir
andando bien que mal a lo largo del tiempo, entendiéndolos y desentendiéndolos, haciendo y deshaciendo
caminos, tentando la salida o la entrada al laberinto, subiendo a la luz de su día o bajando a veces a estadios
infernales. Otra, la fidelidad a los maestros que en mucha angostura de nuestra biografía fueron por nosotros
entre escogidos y reinventados. De tal fidelidad nace un diálogo de por vida” (113).
344

Esto es sabido; la mayoría de los poetas de la llamada generación del medio siglo dan

cuenta de la influencia que Cernuda tuvo en sus obras y en sus poéticas. Pero Valente se

apropia de su precursor, y en cierto modo, lo utiliza para sus propios fines. Uno de ellos ya

lo esbozamos: consiste en poner de manifiesto el rechazo y la incomprensión que sufrió

por parte de sus contemporáneos; esto causó su rebeldía y la virulencia frecuente para con

ellos; pero también esta rebeldía cobró un valor ético de resistencia y de denuncia frente a

la hipocresía de la moral burguesa y en especial, de la dinámica del campo literario

español. Esto lo vimos al estudiar a Cernuda, pero la relación entre estas tres cuestiones no

está tan clara, porque el rechazo de sus contemporáneos no fue tan definitivo ni su actitud

rebelde y agresiva tenía sólo que ver con una postura ética. Sin embargo, Valente retoma

estas condiciones para convertirlo en una especie de héroe que prefigura su propia figura

autoral:

La propagada imagen de rareza, de su apartamiento, de su amargura, de su acre aptitud


para la invectiva, de su arbitrario humor para la amistad o la malquerencia, ha hecho
de esos aspectos del hombre otros tantos poderes míticos capaces de manifestarse, con
virtud poética no igualada entre nosotros, contra una moral hipócrita y vacía. La
aceptación abierta de todos los defectos marcados a sangre y fuego por esa moral ha
dado a aquéllos dimensiones heroicas al alzarlos contra la falsa ostentación de las
virtudes opuestas. Y ésa es la profunda raíz ética de su violencia (231).

En 1993, reafirma esta cuestión:

A ella [la deuda con Cernuda] vino a sumarse algo que, frente a los profesionales del
conformismo, del miedo o del halago, necesitábamos para vivir: su no gesticulante
rebeldía, su hosca soledad, su hirsuto gesto de desprecio ante la vulgaridad y el rencor,
ante el cerco de lo soez, ante el sobresalto de la envidia, ante las “supervivencias
tribales del medio literario”, su irrenunciable raíz ética (689).

Y en esta descripción del poeta admirado, las palabras parecen volverse una auto-

figuración: “poeta extremo de la soledad y de la ausencia, de la radical marginación, de la

no contemporaneidad, de la suspensión de la existencia” (689). Son éstas las palabras e

imágenes que podemos atribuir al propio Valente a partir del estudio de sus textos.

Aunque el nombre de Cernuda no es mencionado frecuentemente en las autopoéticas

valentianas (sí en otros ensayos), muchos de sus presupuestos estéticos y vitales subyacen
345

a la escritura del gallego (algo similar a lo que habíamos advertido en Cernuda respecto de

Eliot). Uno de los rasgos que vincula a ambos escritores es la afirmación del poeta como

un solitario. Valente reconoce: “Yo he asumido esa soledad no como una condena, sino

como una vocación. El destino del poeta está en la soledad. Por eso siempre he querido

estar solo” (cita). Lo que quizá valga aclarar es que si para Cernuda quizá comienza siendo

una especie de condena (por su personalidad o las circunstancias biográficas), termina

siendo resignificada por él como una vocación también: sólo hay poesía y se es poeta en

soledad. La soledad es entendida así como condición del ejercicio poético, postulado en el

que ambos coinciden, aunque Valente intente marcar una diferencia.

Por otro lado, también Valente conserva el sentido ético de ese ejercicio, coincidencia

que bien observa Peinado Elliot. A pesar de su reconocimiento desde joven como artista e

intelectual, ese afán por polemizar con el medio literario (aunque también político y social)

lo delinea como un sujeto solitario y erguido frente a la supuesta tormenta que pretende

abatirlo.

En la primera etapa de su poesía, Valente reivindica esta imagen del poeta duro,
insobornable, que no puede ser sometido por nadie y se enfrenta contra todo poder
[…] En la segunda etapa del poeta, la raíz de su obra sigue siendo ética. Pero, frente a
una poética de la violencia, la fidelidad a la palabra que se revela le lleva a concebir la
creación como retracción (tsimtsum), como asunción del otro (Peinado Elliot 2002).

Si esto es aplicable a la poesía, tal como advierte el crítico español, no es aplicable a sus

textos ensayísticos, donde aquel poeta duro e insobornable persiste, cada vez con más

autoridad y con menos reparos en decir la verdad. La asunción de esta figura autoral

supone, además, una relación tensa y conflictiva con el medio literario que conlleva una

negación a ser considerados, en el caso de ambos poetas, como parte de la operación

generacional que la crítica, los antólogos y los editores pretenden poner en funcionamiento

para “ordenar” de algún modo la producción literaria en España. Como ya vimos en

Cernuda y como veremos en Valente, ambos reniegan de su inclusión en los grupos

generacionales y se consideran escritores aislados, insertos en una línea subsidiaria que se


346

aleja notablemente del canon consagrado de sus respectivas épocas.

Otro de los rasgos compartidos es la cuestión del exilio. Ambos se van de España

voluntariamente, Cernuda durante la guerra civil y Valente durante el franquismo. No son

desterrados, sino que se van porque las circunstancias así se los permiten. Sin embargo,

aunque el exilio no es un tema fundamental en Cernuda, pues su relación con España es

muy ambivalente a lo largo de su vida, Valente le da a esta condición una dimensión

trascendente: “de los poetas de su generación, del que más hondamente encarnó el exilio,

porque lo asumió como una misión o un destino” (688). Este significado que le da al exilio

del sevillano es la que el gallego le da a su propio exilio, que pasa de ser físico a ser

interior, un modo de existir como poeta e incluso una condición indispensable del ejercicio

poético:

Yo creo que la condición de exiliado no es renunciable. Porque no le puedes pasar a


nadie la cuenta de tu exilio […] El exilio hay que asumirlo positivamente, como algo
que está en nuestra historia, que está marcada por el exilio […] la condición del exilio,
que, en definitiva, sería la condición del escritor, esté donde esté (Alameda 1988: 20).

Por otro lado, resulta interesante retomar la operación genealógica interesada que

Valente lleva a cabo en su ensayo: “Luis Cernuda y la poesía de la meditación”, al

proponer a Unamuno como precursor directo de Cernuda. Como dijimos, si bien el

sevillano le dedica un ensayo en EPEC a su faz de poeta, no es un escritor al que él tenga

en alta estima como para situarlo en su genealogía. La falta de una afirmación contundente

y la ausencia de otras referencias en el resto de su obra no habilitan la operación que

realizó la crítica posterior, guiada por Valente, de erigir a Unamuno como precursor

elegido por Cernuda y declarar la admiración que éste le dispensara a aquél.

A través de estas operaciones, el gallego arma su propia genealogía, realizando una

lectura interesada de la tradición según la cual, por un lado, San Juan de la Cruz es un hito

de importancia fundamental en la línea de la poesía meditativa; por otro lado, en esa misma

línea, Cernuda advirtió cierta línea de continuidad entre su obra y la de Unamuno; y


347

finalmente, la obra cernudiana comporta un triple compromiso: intelectual, estético y

moral, que es el que en 1961 Valente atribuía a su propio modo de entender y hacer poesía

(1103). 6 En definitiva, es cierto que Cernuda y Valente coinciden en el modo de concebir

el hecho poético, pero es Valente quien fuerza tanto la obra de Cernuda como sus

conexiones con Unamuno para poder establecer esta línea poética que le interesa; de

hecho, suele referirse a ambos autores cuando habla sobre la relación entre poesía y

filosofía o de la “poesía de la meditación”, 7 en la que no se adscribe abiertamente pero

cuyos postulados se suelen afirmar en sus autopoéticas. Sin embargo, si para Cernuda la

poesía es un espacio de contemplación y de sosiego, que busca la verdad aún sin alcanzarla

(permaneciendo anclado al deseo); para Valente la palabra poética no sólo será una

búsqueda, sino que alcanzará el conocimiento, constituyendo “un gran caer en la cuenta”,

una “aparición”, el único modo de que una porción de lo real se revele (postulados que irán

evolucionando a posiciones más extremas, como veremos). Y como afirma James

Valender, en esta centralidad del pensamiento, “Valente fue el más ambicioso de los dos,

al buscar el ejemplo de poetas en quienes el pensamiento, lejos de dejarse llevar por el

ritmo más relajado de la divagación, encontraba una expresión a la vez más concentrada y

más intensa” (566). Jiménez Heffernan es incluso más radical al decir: “Cernuda no llega

jamás a este grado de introversión artesanal: su conciencia de quehacer poético no alcanza

nunca ese carácter violentamente sagrado que tiene en Valente” (280). Esta diferencia se

observa concretamente en la evolución de la poesía de cada uno de ellos: los últimos libros

de Cernuda contienen extensos poemas en prosa y los de Valente, están conformados por

6
Jiménez Heffernan (2004) asegura que tanto Valente como Biedma fueron astutos y silenciaron al poeta
previo a 1937 (que es el que el crítico cordobés considera el mejor), al poeta fuerte, y le dieron prioridad al
poeta posterior y explicable, siguiendo las huellas que el propio Cernuda había dejado en HL (101).
7
Esta corriente se estudia hoy bajo el nombre de “poesía del pensamiento”, en consonancia con los planteos
valentianos pues no es aludida no como un movimiento desarrollado en España, un momento determinado de
la historia literaria, sino tal como lo piensa Marta Ferrari, como una “constante lírica transhistórica”,
“aplicada a escritores de épocas y geografías muy diversas –desde los místicos y barrocos españoles, pasando
por los metafísicos y románticos ingleses, los alemanes Novalis, Rilke y Hölderlin, hasta Cernuda, Valente y
Brines en España u Octavio Paz, Macedonio Fernández y Jorge Luis Borges en nuestra América, entre
muchos otros” (8).
348

breves fragmentos.

Así, entre estos dos poetas es posible percibir una serie de “conexiones y

recuperaciones” (términos que utiliza el propio Valente), de “actitudes afines o territorios

compartidos”, que López Castro desagrega en:

el exilio, la relación entre poesía y pensamiento […] la indistinción entre verso y prosa
[…], el desdoblamiento de los personajes […] y el ir contra corriente, fruto de una
disidencia que ambos, Cernuda y Valente, sintieron respecto de su propia generación,
pero sólo la claridad del núcleo puede dar razón de todos ellos: la actitud ética de
renuncia, de vivir en permanente desposesión (280).

Y podemos sumar a ello la disidencia en relación a los esquemas y tradiciones

consagrados por la crítica, proclamando precursores diversos y proponiendo nuevos modos

de lectura y escritura en la literatura española.

1.2. Un poeta universal: lo propio y lo ajeno

Bajo la égida del maestro sevillano, Valente se afana en la tarea de establecer su propia

tradición. Según sus figuraciones autorales y su propio credo estético, este sujeto

poliédrico, de múltiples máscaras, encuentra sus raíces estéticas en una serie de artistas de

las más diversas procedencias temporales y espaciales. Si la palabra poética (o artística en

general) se revela cuando se produce el estado de disponibilidad por parte del sujeto, puede

aparecer en los versos de un místico, en el haiku de un japonés, en una pintura de Tapiés,

en la música de Webern, etc. Es por eso que si hablamos de precursores la lista se alarga y

se vuelve ampliamente heterogénea, pero sin duda, si la tradición es, como él mismo dice,

“una sujeción y una libertad”, así como también una “conquista fatigosa”, es necesario

advertir cómo va apropiándose de la tradición española, amalgamándola con una línea de

corte más universal que quiere rescatar y en la que quiere insertarse. En este sentido,

Alfredo Saldaña (2007) piensa en esta obra ensayística como “palimpséstica”, pues

observa huellas
349

de la mejor poesía castellana de los Siglos de Oro (San Juan de la Cruz y Quevedo), la
escritura meditativa y contemplativa (ascéticos y místicos cristianos, judíos y
musulmanes, metafísicos ingleses), el pensamiento oriental, la poesía de la
modernidad (romanticismo alemán e inglés, simbolismo francés, surrealismo) y
autores posteriores de la talla de Celan, Lezama Lima o Jabès (148).

Si bien la invención de sus propios precursores no hace distinciones de tiempo y lugar,

reconoce y valora el papel fundamental de la tradición española pues, tal como advierte en

el ensayo sobre Cernuda, es la presencia de elementos en la propia tradición la que permite

el encuentro y el descubrimiento de tradiciones ajenas:

esa experiencia [el encuentro de Cernuda con la tradición poética inglesa] tampoco
habría sido posible de no haber en la tradición a la que el poeta pertenece elementos
“predispuestos” para ella. Por esa razón el encuentro de Cernuda con la tradición
poética inglesa es a la vez un encuentro con los elementos de la tradición propia
gracias a los cuales dicha experiencia iba a resultar posible y fecunda (II, 136).

Sobre esta misma idea vuelve en su artículo de 1970: “Situación de la poesía

española…”, asegurando que el contacto con lo ajeno se hace siempre desde la base de lo

propio: “Las conexiones con lo ajeno son, por supuesto, necesarias, pero sólo tendrán

significación real si encuentran fundamento en una previa y profunda recuperación de lo

propio” (1172). Sin embargo, hay que tener en cuenta que “lo propio” no es lo consagrado:

“la tradición propia y con frecuencia próxima, que no ha de confundirse con la pétrea o

córnea visión tradicionalista de esa misma tradición” (1172). Así, a la parte dada de la

tradición, correspondiente a la operación selectiva que llevan a cabo las estructuras e

instituciones dominantes (de la que habla Williams) y que el poeta recibe por su formación

en un espacio cultural determinado, hay que sumarle la nueva selección y apropiación que

él mismo hace para encontrar sus verdaderos precursores y establecer puentes y conexiones

con tradiciones ajenas. Resulta fundamental, entonces, establecer primero la línea de la

tradición poética española que retoma Valente y que, junto a la gallega, influye primero en

él, principalmente por una cuestión práctica: antes de su estadía en Madrid él no leía otras

literaturas por no conocer el idioma, como afirma en la entrevista con José Méndez:

…creo que el contacto con la poesía en lengua no española viene cuando ya estoy en
Madrid, en el curso 1948-1949. Empecé a leer poesía francesa, la única lengua a la
350

que tenía algún acceso. Me faltaba instrumentación lingüística, por eso el contacto con
la poesía extranjera se produce más despacio. Me instalo en el Colegio Mayor
Guadalupe y allí entro en contacto con la literatura latinoamericana, leo a Borges
cuando no era aún un mito, cuando no lo habían inventado los franceses, como él dice.
Ahí comienza mi interés por la poesía inglesa y norteamericana, pero eso más bien se
produce a fondo cuando estoy en Oxford, cuando se completan mis conocimientos del
inglés (1999e).

Comparte este criterio con Cernuda respecto de la importancia de poder leer los textos

en sus lenguas originales para comprenderlos, hacer crítica e incluso retomarlos en las

propias producciones. Secundamos en esta cuestión la apreciación de Jiménez Heffernan

(2004), quien afirma que más allá de las remisiones foráneas y extragenéricas que la crítica

busca fervientemente en la obra de Valente (y que es necesario estudiar), hay que poner de

manifiesto en principio a sus “precursores reales”: “San Juan, Quevedo, Góngora, Juan

Ramón, Machado, Unamuno, Cernuda y Lorca” (187); todos españoles a los que hay que

sumar también a los latinoamericanos, como afirma el propio Valente en la entrevista con

Berasátegui: “Los poetas en lengua española del presente siglo por los que me considero

engendrado son Darío, Unamuno, Machado, Juan Ramón Jiménez, Cernuda, Lorca y

Vallejo” (1994a: 18). 8 Para Valente, esta comunidad de lengua es fundamental y debe ser

tenida en cuenta: “me afilo al lado de Lezama Lima, Emilio Westphalen y hasta de Neruda

[…] Los escritores españoles tienen que entender –y mira lo que cuesta- que sin sus pares

latinoamericanos no pueden ahondar en su tradición intelectual y literaria” (Valente 1993:

71).

En sus autopoéticas, los poetas españoles que aparecen con más frecuencia son: San

Juan de la Cruz (sobre el que volveremos en la próxima sección), Jorge Manrique, Antonio

Machado, Juan Ramón Jiménez y Blas de Otero (en orden cronológico). La primera

8
En el próximo capítulo, haremos hincapié en las relaciones amicales y literarias que Valente estableció con
los latinoamericanos y cómo ponderó altamente la obra de algunos de ellos como hitos fundamentales para la
tradición poética en lengua española. Uno de ellos es César Vallejo, precedente fundamental para Valente:
“A Vallejo, más que leerlo, lo bebí: influyó en mí de manera muy medular, como me ocurrió con otros
muchos como Lezama” (Castro 1999: 9). Ya lo menciona como precursor junto a Cernuda en 1968: “Creo
que las dos influencias, prácticamente simultáneas, que con más vigor inciden en la actualidad sobre los
escritores jóvenes son, desde costados distintos, las de Cernuda y César Vallejo” (1161).
351

mención se da en “Conocimiento y comunicación”, donde las Coplas a la muerte de su

padre de Jorge Manrique son consideradas por Valente como un ejemplo de su propio

modo de concebir el hecho poético: “Por eso toda poesía es, ante todo, un gran caer en la

cuenta. Pocas expresiones más exactas de esa verdad podrían espigarse en el arranque de

lo que constituye una de las dos o tres cimas soberanas de la poesía castellana, las Coplas

de Jorge Manrique” (1963: 157). No es casual que siendo uno de los primeros aludidos,

Manrique también sea uno de los últimos. En “Lectura en el Círculo de Bellas Artes…”, en

1999, cierra su intervención con un poema sobre la aceptación del morir y que remite para

él a la “tradición lírica española representada en las Coplas de Manrique” (1610). Definida

por Valente como “la auténtica obra de arte sobre el tema medieval de la muerte” (912), 9

las Coplas de Manrique son aludidas en distintos textos ensayísticos, como un hito literario

siempre presente. Pero éste no es el único modo de considerar la mención de Manrique en

sus autopoéticas, porque no es posible dejar de lado que su lectura está atravesada por la

mirada de Cernuda. Para Valente, el poeta sevillano ubica a Manrique en un sentido

peculiar: ser el primero de la serie de “poetas metafísicos” a los cuales dedica el ensayo:

“Tres poetas metafísicos”. Con razón, Valente ve en ello la recuperación por parte de

Cernuda de una línea poética olvidada por sus antecesores y contemporáneos, la de una

“poesía meditativa”, que tiene en la tradición inglesa sus más relevantes exponentes, pero

no los únicos. Siguiendo la propuesta de Cernuda, Valente sitúa a Manrique en el inicio de

esta línea de poesía meditativa, de la que él mismo constituye un eslabón. De este modo, la

recepción de la obra manriqueña es mediada y modificada por la obra tanto de Cernuda

como de Valente y sus respectivas consideraciones. Se produce el fenómeno que indicaba

Eliot: las obras del presente modifican el mapa de las obras pasadas; y también se plasma

la idea de precursor borgeana.

9
Valente realiza esta valoración en la introducción a una conversación que tuvo con Massimo Campigli y
que reproduce en el texto denominado justamente: “Conversación con Massimo Campligli”, que figura en
sus Obras Completas (911-916)
352

También en “Conocimiento y comunicación” incluye los nombres de Antonio Machado

y Blas de Otero, a quienes el gallego menciona frecuentemente en diversos ensayos.

Ambos aparecen ligados, en este caso, a la cuestión de la corrección y su incidencia en el

proceso de creación del poema: la poesía es un “avance por tanteo […] cuyos elementos, a

medida que van emergiendo, van corrigiéndose a sí mismos […] en busca de la precisa

formulación de su objeto” (1963: 158). Esto implica, por un lado, que la corrección

posterior es irrelevante (y en esto, tangencialmente cuestiona el afán obsesivo de corregir

que caracteriza a Juan Ramón) y por otro, que la corrección se produce por necesidad en el

momento de la creación: “Corrijo –escribe Otero- casi exclusivamente en el momento de la

creación: por contención, por eliminación, por búsqueda y por espera”; y luego, cierra la

interpretación de la frase de Machado: “no veo otro sentido […] en la reveladora

afirmación de Antonio Machado: `Lo esencial en arte es siempre incorregible´” (159).

En el caso de Blas de Otero, Romano (2011) advierte las relaciones que Valente

establece con el que considera el mayor poeta de la generación de postguerra, entre ellas,

“la obsesión depurativa” (320), pero también la máxima de la militancia que el gallego

concretará hasta el final de su vida aunque por otras vías (320); y finalmente, “la

convicción de trabajar por `la paz y la palabra´”, con la que Valente responde a la

interrogación de Adorno sobre la posibilidad de escribir después de Auschwitz (324-329).

De este modo, la relación con Otero atiende más a la posibilidad de que la palabra poética

se ejerza desde una ética innegociable, aun cuando la concreción de esta convicción sea

tan diversa en ambos poetas. Sin embargo, en una entrevista con Fernández, Valente valora

del vasco su capacidad de no regirse por moldes fijos, sino “de abandonar una línea en la

que ya había obtenido un gran éxito para arriesgarse por otros caminos. Tuvo mucho valor

y es justo reconocérselo” (1997b: 67).

El otro nombre, el de Antonio Machado, se repite con mayor frecuencia, siendo así uno

de los precursores, en calidad de maestro, más importantes de la trayectoria de Valente,


353

pero lo será en el caso de sus autopoéticas desde su apócrifo Mairena, en cuyos textos se

despliega con mayor profundidad la reflexión sobre la identidad y la alteridad que tanto

obsesiona a Valente, la relación entre poesía y pensamiento, así como la “común

desconfianza ante los dogmas y la clausura autoritaria de sentidos” (Romano 2011: 322-

323). Respecto del primer punto, ya observamos el fragmento de NS donde se plantea

desde el sistema pronominal, el problema de determinar a quién nos referimos al decir yo-

tú. También Mairena es mencionado en NS, en un fragmento sarcástico que le sirve a

Valente para cuestionar lo que el campo está consagrando: “Una escritura glanduloide y

amanerada florece –si a eso, como diría Mairena, puede llamársele florecer…” (455).

Veremos también la referencia al maestro apócrifo en el cierre de un ensayo fundamental,

“La experiencia abisal”, que analizaremos para entender en un caso concreto cómo Valente

reconstruye su genealogía, a partir del concepto de la Nada (fundamental en su poética).

Machado es, en definitiva, uno de los “verdaderos” o “auténticos” poetas para Valente, de

esos que crean el espacio para que nazca la palabra poética y parten de una estrecha

relación entre la poesía y el pensamiento, que se reafirmará en las lecturas poéticas de

Valente cuando cita a Machado para reconstruir a través de citas de diversos autores su

modo de entender la poesía: “los seres se hacen estares” (1432; 1593). Los conceptos

fundamentales de la teoría estética de Valente tendrán la mayoría de las veces una cita de

autoridad de Machado que los avale.

Este vínculo entre poesía y pensamiento también lo reconocerá en Juan Ramón Jiménez,

aunque con éste la relación será ambivalente. Sin embargo, esto no impide que Jiménez sea

también considerado por el gallego un ejemplo de poeta y así lo pone de manifiesto en NS:

“J.R.J., gran poeta […] Fue también J.R.J. pensador de aforismos heliocéntricos: `Cada vez

que se levante en España una minoría, volverá la cabeza hacia mí como el sol´. Tenía

razón. Es decir, luz propia” (455). A pesar de que el gallego toma distancia de su

predecesor, muchos críticos ven entre ellos más coincidencias que las que el mismo
354

Valente podía advertir y se preguntan, por ejemplo, si una descripción de J.R.J. como la

que sigue: “ Lo estilístico `consciente´ […] lo ató a una ronda perpetua, a una solitaria e

infinita vuelta de noria alrededor de sí mismo y de la perfección imposible” (104); o si esta

otra: “especie de progresión circular alrededor de un centro absolutamente inmóvil […]

constituido por los puntos de vista de J.R.J. sobre la poesía, sobre el poeta, sobre el arte”

(107), no serían posibles descripciones de la propia poética valentiana (Doce 2010: 41).

Aunque el centro del pensamiento de Jiménez sea el culto al yo y el de Valente el

aniquilamiento del yo, ambos pueden llegar en los extremos a asimilarse y de hecho, hacia

el final de su vida, el gallego advierte las coincidencias de su propio credo poético con las

últimas obras del poeta de Moguer. En la entrevista con Rojo, Valente reflexiona sobre el

vínculo con los dos poetas modernistas:

Durante mucho tiempo oscilé entre Machado y Juan Ramón Jiménez. Encontraba que
Juan Ramón no había llegado a romper su yo, pese a ser un grandísimo poeta. Si
Machado hablaba de la `esencial heterogeneidad del ser´, Juan Ramón representaba la
`esencial homogeneidad del yo´. Yo me moví mucho tiempo en ese dilema: entre el yo
hegemónico de Juan Ramón y la voluntad de Machado de ir hacia la alteridad, hacia el
otro. El desdoblamiento de este último […], esa fractura del yo, me parecía esencial y
no terminaba de encontrarla en Juan Ramón […] Y sin embargo, la reciente aparición
de los libros que Juan Ramón escribió en el exilio muestran que fue en su último ciclo
poético donde consigue hacer estallar su yo, su caparazón […] Juan Ramón llega de
verdad muy lejos. Yo afirmo que el siglo se abre con la obra de un joven que llega de
Moguer y se cierra con la publicación de su obra escrita en el exilio. Una obra, por
otro lado, que casi no ha gravitado sobre la poesía española de este siglo, que no la ha
influido […] Así yo creo que la gran figura del siglo, con toda la admiración que tengo
por Antonio Machado, es Juan Ramón Jiménez (1999d: 13).

Este reconocimiento final de J.R.J. es un modo de dar cuenta de la evolución de su

propia poética. Ese estallido final del yo que reconoce en el poeta de Moguer es lo que él

busca cumplir en sus propios versos. Así, como lo vimos también en su alusión a Otero o a

Machado/Mairena, las conexiones que Valente establece con la tradición se fundan,

principalmente, en un modo de concebir la poesía, al poeta y su vinculación con el resto de

las esferas de lo humano (en estrecha relación con la filosofía y en el extremo opuesto del

discurso público).

Por eso, junto a estos nombres de la tradición vernácula se suman en Valente una
355

prolífica nómina de artistas e intelectuales de diversas épocas y procedencias: San Agustín,

Nicolás de Cusa, Dante, Keats, Shelley, Coleridge, Auden, Eliot, Goethe, Novalis,

Hölderlin, Mallarmé, Pessoa, Kafka, Drummond de Andrade, Borges, Vallejo,

Gombrowicz, Nietszche, Bataille, Blanchot, René Char, Webern, el Bosco, Couperin, entre

muchos otros; y no faltan tampoco los contemporáneos a los que admira y con los que

traba amistad en la mayoría de los casos: Jimenez Fraud, Costafreda, Zambrano, Calvert

Casey, Lezama Lima, Edmond Jabès, Paul Celan, etc. Por otra parte, no olvida establecer

sus vínculos con su tierra natal, Galicia, mencionando como influencias significativas a

Manuel Antonio, Rafael Dieste, Luís Pimentel, Vicente Risco, Rosalía de Castro y un poco

más alejado en el tiempo: Alfonso el Sabio y toda una tradición de cancioneros galaico-

portugueses y de poesía gallega medieval (1653). 10

Narradores, poetas, músicos, pintores, pensadores y filósofos, la lista es tan extensa

como heterogénea. Sin embargo, la incorporación no es azarosa. Cada uno de estos autores

le otorga a Valente una idea, una cita, una poética en la que encuentra coincidencias con

sus propias convicciones estéticas. En sus textos, va enhebrando sus ideas con citas o

ejemplos de estos artistas que le resultan iluminadoras de sus propias ideas. El sentido de

este ingreso de citas al texto, encuentra una posible explicación en una frase de Emanuel

Lévinas, que Valente usa como epígrafe en uno de sus textos de VPR: “[Las citas] no

tienen aquí por función probar, sino dar testimonio de una tradición y una experiencia” (II;

430). Esta incorporación de citas es de algún modo caótica, en el sentido de que no hay

orden cronológico o de importancia, ni hay un desarrollo de la poética del autor citado. Las

múltiples voces ingresan al texto autopoético para dejar su huella, como breves

iluminaciones que el autor aprovecha para construir su edificio poético, dando cuenta,

10
No faltan en su genealogía los nombres de la tradición gallega, lo cual supone una voluntad firme de
posicionarse en ella, siendo el lugar de inicio de su existencia y de sus primeros pasos en la carrera literaria y
política. Esto lo desarrollaremos con mayor profundidad en el capítulo 3, al hablar de su relación con la
galleguidad y su inserción en esta tradición, tarea a la cual dedica varios textos.
356

como dice Lévinas, de una tradición y de un tipo de experiencia poética compartida. Como

afirma Romano (2011), estos nombres y otros que aparecen a lo largo de su obra

conforman la modernidad literaria, “un extenso y variado arco entre el irracionalismo, la

desnudez, el enigma y la poesía de severa impronta meditativa” (324); materiales disímiles

con los que “intentó una palabra diversa que, despojada de cualquier pretensión

comunicativa al uso y renegando de la pura instrumentalidad, diera cuenta sólo de sí

misma” (325).

Sobre esta extensa lista, nos interesa realizar algunas observaciones. En principio, nos

permite observar la multiplicidad de tradiciones de las que Valente abreva, que responde a

su noción de “incontemporaneidad”, así como una integración de distintas artes (literatura,

música, arquitectura, pintura, etc). En la entrevista que le hace Amalia Iglesias, Valente

afirma:

A partir de un momento, el escritor no tiene contemporáneos, en el sentido de que está


dialogando con escritores de otras épocas. Borges lo dijo: “Yo no tengo
contemporáneos” […] El escritor, llegado un momento tiene que hacer una opción de
soledad absoluta, no tiene contemporáneos (1990: 106).

De este modo, se suma un nuevo sentido para la autofiguración como poeta, como

solitario que Valente construye para sí y también el apartamiento respecto de la posibilidad

de ser incluido en una generación o en un grupo poético.

Por otro lado, esta nutrida nómina da muestra de su enorme enciclopedia, que su talante

curioso y reflexivo le permitió ir formando, a partir de las lecturas que llegaban a sus

manos o que él mismo se afanaba en conseguir y que alimentó el interés por encontrar

puntos de confluencia entre distintos sectores y épocas literarias. De este modo, no es

posible pensar su obra y su poética apartadas de este mapa de interconexiones múltiples

que él mismo establece en sus autopoéticas.

También esta incorporación al parecer caótica da cuenta del modo en que él “usa” la

literatura, sin reverencia, ni ceremoniales, dejando de lado el canon consagrado. Toma


357

citas de distintos artistas e intelectuales y las incrusta en sus textos, fundiendo materiales

diversos en una misma trama. Si Borges en su ensayo “El escritor argentino y la tradición”

(1996a), proponía que la tradición del escritor argentino es la tradición universal de la que

puede apropiarse sin el respeto que le guarda un europeo, por ser una literatura de la

periferia occidental, en este caso, Valente parece guiarse por ese criterio y situarse en la

periferia de la palabra para apropiarse de estos fragmentos. Esta acción implica también

que, como señala Fernández Rodríguez (2007),

su consideración de lo tradicional no está limitada por barreras lingüísticas, políticas,


ideológicas, geográficas o cronológicas, realiza una constante relectura crítica de las
obras que forman parte de ella, pero también se inserta de modo consciente en
determinadas líneas de esa tradición y rechaza otras (11).

En esta lista, pueden reconocerse, por un lado, una fuerte presencia de autores

románticos, como Keats, Shelley, Coleridge, Goethe, Novalis, Hölderlin. 11 Coincidimos en

esto con Ibon Zubiaur (2010), quien observa que el programa formulado como “a mayor

expresividad con el mínimo de artificio verbal” es claramente romántico y negar esto

(como lo han hecho quienes lo definieron como antirromántico) “sólo confirma la

ignorancia endémica de la crítica española sobre la gran revolución en la historia moderna

del espíritu” (152). Valente posee una raigambre romántica a la que llega en parte a través

de la aproximación a la obra de Cernuda, se afianza durante su etapa inglesa y se enriquece

con el acercamiento a la obra de Paul Celan y Edmond Jabès (Fernández Rodríguez 28).

Esta relación con el romanticismo es innegable en cuanto que la poética de Valente

reflexiona y se alinea con la modernidad literaria occidental, en cuya constitución se

establece la relación entre creación artística y pensamiento, es decir, el “vínculo natural”

de la obra de arte con “el mundo de las ideas, elaboradas o formuladas artísticamente”

11
El ensayo de Fernández Rodríguez (2007) realiza un excelente recorrido por las confluencias entre el
Romanticismo y la obra de Valente. También Andújar Almansa (2011) se detiene en la relación entre Valente
y Keats, haciendo hincapié en la noción del “poeta camaleónico”, que se conecta directamente con el ensayo
de Eliot “Tradition and the Individual Talent” (124), para apuntar el aniquilamiento del yo al que apunta el
gallego.
358

(Fernández Rodríguez 13). La derivación de este postulado en una reflexión

eminentemente crítica sobre el acto creativo que se advierte tanto en la obra de creación

como en la ensayística, será otro de los elementos que adscribirá a Valente a la modernidad

literaria, vinculándolo tanto con la línea española constituida por Unamuno, Machado,

Jiménez, Cernuda y Zambrano (todos ellos preocupados por establecer la relación entre

poesía y pensamiento) como con la línea llamada por Octavio Paz, “tradición de la

ruptura” (14-15), abandonada en España durante diversas etapas (17) y que consiste en

el comienzo de la aventura humana tras la caída de la cúpula protectora de la


divinidad. La fortaleza del pensamiento desde la conciencia de su irremediable
desvalidez. La experiencia de los poetas que, como Celan o Jabès, viven a la
intemperie y extraen de la desolación la savia preciosa del verbo creador. José Ángel
Valente pertenece a esa estirpe” (Goytisolo 2009: 87)

Dentro de esta línea iniciada por el romanticismo, se sitúan los nombres de pensadores o

artistas que llevaron la reflexión sobre la palabra poética hasta sus últimas consecuencias,

alumbrando la poesía moderna, que “bajo los signos de la desdicha, la herida, la laceración

[…], sacudieron los cimientos del lenguaje poético y lo aproximaron al silencio” (Saldaña

2007: 157). Entre ellos, podemos mencionar a Hölderlin, Rimbaud, Baudelaire, Mallarmé,

Pessoa, Celan, Kafka, Eliot, Borges, Vallejo, Gombrowicz, Nietszche, Bataille, Blanchot,

René Char y también: Zambrano, Calvert Casey, Lezama Lima, Edmond Jabès. Valente los

cita en sus autopoéticas para profundizar en los núcleos temáticos más fuertes y también

complejos de su propia poética: la condición precaria del lenguaje, la nada, la inefabilidad

de la palabra poética y la perversión del discurso instrumental y público, la reflexión sobre

el silencio, el acceso a lo imposible. El mismo poeta reconoce que su larga estancia en el

exilio (o “trastierro”) le otorgó “una radical apertura hacia las formas de la modernidad, y a

la vez de la tradición que el tradicionalismo triunfante había clausurado por entonces en

nuestro país” (Torre 1986).

En definitiva, como afirma Romano (2002), Valente aspira a diseñarse como un poeta

de la modernidad, al convocar “en esta fábula creada alrededor de sí, el carácter


359

trascendental de la palabra poética, […] su condición contra-ideológica” (137). Para Jordi

Doce (2010), “su trabajo está inequívocamente en el centro de los conflictos, tensiones y

líneas de fuga de la modernidad occidental; una modernidad que en España, al menos en el

ámbito literario, siempre ha sido cosa precaria, casi vergonzante o clandestina” (40). Y en

esta incorporación de la modernidad a la tradición española, situando a ésta en la línea de

Yeats, Eliot, Rimbaud o Rilke, consiste uno de sus logros más importantes (García 289).

En definitiva, elige para sí una tradición heterodoxa, en la que no respeta fronteras

temporales, espaciales ni genéricas, sino por el contrario, pretende advertir las conexiones

y confluencias entre diversos autores, dando por tierra con los criterios tradicionales y

dominantes en el estudio de la historiografía literaria. Por otro lado, constituye su tradición

retomando autores o elementos culturales secundarios o inadvertidos para la tradición

española, con el fin de incorporarlos al flujo del devenir literario de la península. Arma,

además, su propia genealogía seleccionando aquellos autores que le permiten indagar en

torno a los temas que le interesan: la poesía como revelación (conocimiento/in-

conocimiento) y su relación con el pensamiento y la filosofía (Machado, Unamuno,

Zambrano, Cernuda, Hölderlin, Novalis, Coleridge, Leopardi, Eliot); la reflexión crítica en

torno a la palabra poética (la línea inglesa); la purificación de esa palabra frente a la

manipulación del lenguaje público e instrumental (Nicolás de Cusa, Zambrano, Char,

Adorno); y su recuperación desde su condición paradójica e incomprensible para la que el

silencio y la nada no implican su destrucción, sino su aparición (la línea mística, Blanchot,

Mallarmé, Celan, Bataille, Jabès); el borramiento del sujeto, el exilio, la identidad vaciada,

para dejar paso a la manifestación de la palabra (Keats, Goethe, Eliot, Mairena, Char);

entre otros temas y autores. La lista de unos y otros se vuelve interminable.

Otro punto interesante es que esta serie de citas y nombres de artistas e intelectuales,

insertos de modo asistemático y arbitrario (muchas parecen responder a la asociaciones

que determinados temas, palabras o nombres suscitan en el autor), implica también un


360

desafío de reconstrucción para el lector, quien debe buscarse por su cuenta el bagaje de

referencias y establecer las relaciones (nunca comprendidas completamente) con la obra

integral de Valente. Requiere un lector, además, que no se complazca en etiquetas o

encasillamientos que aten al autor a un único punto de referencia en el mapa literario, sino

más bien un intento de acercamiento que se parece más al rizoma de Deleuze que a

patrones jerárquicos o concéntricos. El problema de acercarse a la obra de Valente (desde

cualquiera de sus frentes) es justamente que resulta imposible establecer esquemas de

comprensión fijos; ante esto, el único punto seguro, para desgracia del propio autor, es su

nombre propio, signo de la invariabilidad del sujeto histórico José Ángel Valente, que

vivió entre 1929 y 2000, y al cual se anclan todas sus producciones. Él se erige como una

figura fuerte y decisiva en el medio artístico-intelectual y esboza un canon propio y

diverso: “el canon del escritor resistente, que, desde la supuesta periferia, prescribe,

igualmente una poética posible, que apunta al centro desde la fuerza y desde la convicción

de su `diferencia´” (Romano 2002: 138), en consonancia con las máscaras que el autor se

atribuye.

1.3. Influencias místicas

Una de las líneas más decisivas en el armado de la tradición de Valente es la mística, en

sus diversas corrientes, y en ella, el principal precursor es San Juan de la Cruz, quien junto

con Manrique, es la otra gran influencia que revela aquel primer ensayo: “Conocimiento y

comunicación”. Si Manrique era un ejemplo de lo que significa que la poesía sea un “gran

caer en la cuenta”, San Juan es “el” caso propuesto por Valente para entender la relación

entre el poema y la experiencia que lo produce:

Hemos escogido el caso del poeta místico por creer que en la experiencia del místico
se da de modo especialmente claro para cualquiera aquella condición de toda
experiencia que hace que ésta, en su plenitud factual, desborde la conciencia de un
posible protagonista envuelto en ella. Sobre el material dado de su experiencia mística
–vivida pero especialmente desconocida y oscura-, San Juan de la Cruz, por ejemplo,
361

levanta el maravilloso edificio de su Cántico o de su Noche oscura, a través del cual –


sólo a través del cual– se produce su propio conocimiento de aquella experiencia en su
incambiable particularidad (Ribes 1963: 160)

La importancia de San Juan en la poética de Valente tiene que ver con dos aspectos: en

primer lugar, la identificación que el poeta gallego llega a hacer entre la figura del poeta y

la del místico, pues ambos se mantienen en el límite extremo uno del lenguaje, el otro de lo

religioso respectivamente (como ya advertimos en “Sobre la operación de las palabras

sustanciales”, PC, 305-306). Por otro lado, nos da la pauta del modo en que Valente lo

sitúa en el contexto de la literatura española.

Para este tema, aludiremos, en primer lugar, a diversos ensayos dedicados a la mística

que si bien no son autopoéticas propiamente dichas, sí pertenecen al espacio autopoético en

cuanto que deben ser dilucidados en la totalidad de la obra valentiana como una clave de

interpretación del modo en que concibe la poesía y construye su propia genealogía. Por

ejemplo, en el texto “Formas de lectura y dinámica de la tradición”, afirma respecto de San

Juan:

Quisiera señalar, en primer término, con cuánta mayor claridad cabe ver hoy hasta qué
punto es Juan de la Cruz la figura en la que culmina nuestra tradición lírica. Sin
embargo, dicha tradición va a evolucionar desde el s. XVII hasta comienzos del
presente siglo con un radical desconocimiento –al menos funcional– del más poderoso
núcleo de su propia escritura, que permanece marginado o recluido en la órbita de lo
devocional (705).

Más adelante, la caracteriza como “la obra clave de la tradición poética española”. De

este modo, podríamos decir que aquella primera mención de San Juan marca el punto

central de irradiación dentro de la poética de Valente. De hecho, si revisamos el Índice

Onomástico del tomo de Ensayos de sus obras completas, veremos que después del

término “Dios”, “San Juan de la Cruz” tiene el mayor número de apariciones. Esto no es

casual. La doctrina mística sanjuanista pareciera revelarle a Valente la verdadera condición

de la palabra poética y del poeta mismo, desde el primer momento. De hecho, utilizará

diversas imágenes del místico español para explicar sus propios postulados estéticos: la

piedra y el centro (título de su segundo libro de ensayos), el pájaro solitario, las palabras
362

sustanciales, la cortedad del decir, la inefabilidad, la desposesión, la noche oscura, etc.

Además, le sirve como punto de partida (y referencia) para adentrarse en la mística católica

occidental, incluso en autores condenados por la Iglesia Católica, como Miguel de Molinos

o el maestro Eckhart; y también para explorar otras corrientes místicas como la cábala, el

sufismo, el hinduismo, el tao, el budismo zen, etc., principalmente hacia finales de la

década del 70 y hasta el final de su vida.

Con recurrencia casi obsesiva, vuelve sobre la figura de San Juan para ilustrar aquello

que pretende explicar o para conectarlo con los autores que le interesan. El nombre del

místico abulense brota aquí y allá, a cada momento, al hablar de literatura, de música, de

pintura, de ortodoxia, de política, de religión. Luego de recorrer las múltiples apariciones

de este antropónimo, veremos que a Valente le interesa no sólo por la teoría poética de la

cual es deudatario, sino también por ser una figura resistida en su tiempo al permanecer en

los márgenes de la ortodoxia, por la falta de atención que le ha brindado la literatura

española posterior, y finalmente, por ser el máximo representante (según Valente) de una

línea poética que da por tierra con la noción de poesía como comunicación y ahonda en la

concepción del hecho poético como conocimiento, uniendo en su devenir poesía y

pensamiento/filosofía, cuya falta de relación en la literatura española resulta “una carencia

grave y persistente de nuestra modernidad” (II, 708).

Como ya advertimos, una de las figuras de poeta más fuertes de la ideología artística

valentiana es la del místico, que en cierto modo, permanece alejado, pero a la vez

comprometido con la realidad en el acto mismo de hacer poesía, de devolverle a la palabra

su sentido original y puro, liberado de las manipulaciones del poder y las instituciones.12

De hecho, la incomprensión por parte del medio literario de este modo de concebir el

12
Se puede entender esta noción de poeta comprometido y alejado a la vez, en analogía con la figura del
místico en cualquier religión, que se mantiene alejado de las comunidades, suele vivir en la clausura o
apartado de algún modo, pero cumpliendo también una función fundamental, que es alcanzar gracias para
toda la comunidad, en ese camino hacia la unión espiritual con la divinidad.
363

quehacer poético es advertido por Valente en sus conversaciones con Antoni Tapiés:

J.Á.V.: Por desgracia, eso [la importancia que tiene el silencio de la nada, el lugar de
la materia interiorizada] no siempre se comprende. Entre nosotros, y en España, es un
tema que ha sido mal enfocado. Tan pronto tomas determinado tipo de posiciones
dicen: “Bueno, ése es un místico” (…) (539).

Del trato permanente, renovado y cada vez más profundo con los textos de San Juan de

la Cruz, Valente irá adentrándose en los caminos de las distintas corrientes místicas, como

el Tao, el budismo, el sufismo, el quietismo de Miguel de Molinos, el Zóhar, la Cábala. De

este modo, se apropia de “una inmensa cultura en la que el pensamiento es potencialmente

poético aunque se declare primordialmente filosófico o religioso” y aprovecha estas

modalidades de pensamiento para “colocar su poesía en los límites” (Gamoneda 2011: 83).

Por otro lado, la influencia de esta línea artística-religiosa en la obra valentiana deriva

también en una nueva recepción de los místicos en el ámbito español, erigiéndose como “el

introductor en España de una línea de reflexión transcultural sobre los hechos religiosos

que arranca con el siglo veinte de la mano de William James y Rudolf Otto” (Ardanuy

2010: 194-195). Pero no queda ahí, sino que además, hace foco para la lectura de los

místicos en dos elementos: la importancia de la corporalidad, aboliendo la dualidad entre

cuerpo y alma y generando una identificación de enormes consecuencias (198); y el

“enfrentamiento entre palabra desinstrumentalizada y discurso de poder”, cuyo caso

histórico paradigmático es la figura de Miguel de Molinos (199). Serán estos dos

elementos los que veremos también enriquecer su propia obra literaria e intelectual. El

primero de ellos derivará en Valente en un movimiento llamado “mística materialista”,

“materialismo sagrado” o “mística corporal” (Romano 2011; Jiménez Heffernan 2004),

que busca la unidad entre cuerpo y espíritu y que cuestiona la ortodoxia cristiana que le da

prioridad a las realidades espirituales por sobre las materiales. 13 El segundo lo llevará a una

13
Esta relación intensa con el cuerpo es una de las cosas que Valente afirma haber aprendido de la mística
española, pero especialmente de los metafísicos ingleses: “Los poetas del XVII tienen una penetración
mucho mayor en la materia corpórea, y eso no se da mucho en nuestra poesía. Probablemente por
364

operación de identificación con los místicos en su condición de marginados, pues

permanecen en la heterodoxia y son, por eso, vigilados y despreciados por la autoridad del

momento.

Ambos elementos confluyen en la elaboración de una teoría estética, que va

desplegándose progresivamente y que encuentra en la experiencia mística la analogía justa

para entender y explicar en qué consiste la experiencia poética. Si en 1963, Valente se

refiere a la obra de los místicos como el “ejemplo máximo del poema entendido como

unidad de conocimiento poético”, para sostener su postura en la polémica comunicación

vs. conocimiento, en 1969 define la obra de San Juan como “el ejemplo extremo de la

tensión máxima entre el contenido que busca expresarse y lo indecible de esa experiencia”

(Engelson Marson: 60). Con esa misma idea, iniciará la Introducción a la edición de la

Guía espiritual de Miguel de Molinos, en 1974, advirtiendo que la palabra del místico y la

del poeta son “portadoras de experiencias radicales” (319), que requieren el

“descondicionamiento del alma”, la “desapropiación”, el “desasimiento”, la “pobreza de

espíritu”, en definitiva, la destrucción del sí mismo para dejar lugar, en los místicos, a la

manifestación de la divinidad y en los poetas, a la palabra, que luego lo llevará a la

pretensión invariable de alcanzar la anonimia. Sánchez Robayna (2008) afirma que este

examen de la poesía de San Juan y de la mística cristiana diseña “un camino que conduce

de forma natural hacia las tradiciones místicas árabe y judía, todas ellas enlazadas en no

pocos aspectos” (165). Es por eso que, por ejemplo, estudia (y cita) a los cabalistas, para

quienes el lenguaje es “considerado como el instrumento propio de la divinidad” (89). A

partir de su encuentro con Scholem y su libro La Cábala y su simbolismo, se produce el

ingreso total a este mundo místico:

condicionamientos de tipo religioso. Y creo que los que más se han acercado a esa unificación del cuerpo y
del espíritu […] han sido los místicos En Santa Teresa, por ejemplo, la presencia del cuerpo es enorme. Es
increíble” (Valente 1988: 23).
365

Es un libro capital que me abre a mundos diferentes, donde las concepciones del amor
y del cuerpo son distintas a las católico-romanas. De rebote eso me hace volver a mi
tradición, y descubro que nosotros tenemos también esa mirada diferente en nuestra
tradición, pero que ha sido ocultada […] La guía espiritual, de Molinos. Y vuelvo a
San Juan de la Cruz (Valente 1999d: 13).

De hecho, la Cábala termina convirtiéndose en la piedra de toque de su teoría estética:

Si me preguntas cuál es mi concepto de creación, yo te respondo según la visión de los


cabalistas del siglo XVI. Que, además, venían de España. […] Luria explica cómo
Dios crea el mundo, y la idea de creación ex nihilo –que está en él como está en toda
la tradición judeocristiana– es una estética para mí (Valente 1998a: 11).

Esta cita no sólo indica la importancia que la mística judaica posee para Valente, sino

una reivindicación de esta vertiente de la tradición española que fue censurada y olvidada

luego de la expulsión de los judíos de la península. Lo mismo sucede con la mística sufí,

pues su primer acercamiento profundo a ella se produce en 1955, a raíz de la publicación

de la primera versión castellana de El collar de la paloma, escrito por el cordobés Ibn

Hazm (Aguado 2012: 237-238). Una vez más, es un español, en este caso de ascendencia

árabe, el que le permite ahondar e incorporar la tradición islámica no sólo a su obra, sino

también a la historia española para su correcta interpretación. De esta visión sufí, hará

hincapié principalmente en la existencia de una “lengua que hablaba Adán en el Paraíso.

Lengua primordial”, que denomina “la lengua de los pájaros” (425).

Muchas otras serán las concomitancias que el gallego estudia entre las diversas

corrientes místicas a las que dedicará más de un ensayo, sobre todo en sus dos últimas

décadas de vida, siguiendo las conclusiones de Rudolf Otto:

Así pues, el fascinante trabajo de Otto [Mística de Oriente y Mística de Occidente]


demuestra por sí solo la existencia de estructuras homogéneas en el fenómeno místico,
cualesquiera sean su latitud y su tiempo. Ciertas experiencias extremas tienden a
formas análogas de lenguaje (o de suspensión del lenguaje) y a formas análogas de
simbolización (371-372).

Valgan como ejemplo de estas formas análogas, por ejemplo, la recurrencia de la unión

erótica como símbolo o materialización de la unión con la divinidad, compartida por la

tradición hinduista del yoga tántrico, las experiencias místicas del sufí Ibn ͨArabī y el

Zohar, libro primordial de la cábala, indicada en “Eros y fruición divina” (PC); o también
366

la presencia de símbolos como el agua o la noche, utilizados para fraguar una teología de la

mirada que establece la unión con la divinidad a partir de la visión, por ejemplo, en San

Juan de la Cruz (310ss) o en la doctrina sufí (314ss), señalada en “El ojo de agua” (PC).

Estas cuestiones lo llevarán a escribir un ensayo fundamental para comprender este

itinerario valentiano: “Sobre el lenguaje de los místicos: convergencia y transmisión”

(1991, VPR), donde estudia las afinidades (principalmente de raíz) o posibles

transmisiones entre las distintas corrientes respecto de las ideas, los símbolos, los ejercicios

que proponen. 14 En este texto, también hace alusión a las nociones místicas que le resultan

fructíferas para pensar su poética: la noción de vaciamiento del yo para propiciar la

ocupación total por lo divino, logrando una unidad simple entre Dios y el alma, como

propone el dominico alemán Maestro Eckhart o la identificación entre el yo y la divinidad

(“Yo es Dios o la Verdad”), formulada por Hallaŷ, místico musulmán que murió en el

martirio (373). También señala que el símbolo de las moradas, tomado y desarrollado por

Santa Teresa de Ávila, tiene su antecedente en la Merkaba judía (381-328). Otro de los

elementos es la paradoja que contiene el intelligere incomprehensibiliter, `entender no

entendiendo´, propio de toda experiencia mística. Por otro lado, ingresa profundamente en

la teoría mística de Miguel de Molinos, que le permite reflexionar sobre la puja

permanente entre ortodoxia (poder/instituciones) y heterodoxia (experiencia mística/pureza

del lenguaje).

Esta asimilación de las tradiciones artístico-religiosas a su ideología estética, se puede

observar en las autopoéticas no sólo a partir de referencias explícitas a las diferentes

doctrinas, sino también por un entramado de alusiones indirectas, que forman parte tanto

del edificio de su poética como de su figuración autoral; una figuración que pretende, una

y otra vez, diferenciarse de sus colegas de generación y de la línea dominante de la época.

14
Este interés se corresponde también con la tendencia de Valente a buscar conexiones y confluencias entre
distintas corrientes y tradiciones, que ya mencionamos varias veces.
367

En principio, la ya mencionada adscripción a la noción de la poesía como conocimiento,

que propicia la vinculación poesía-pensamiento, se profundiza y es llevada al límite del

lenguaje y de la racionalidad en el contexto de sus indagaciones en las tradiciones místicas,

extremo que sus predecesores no alcanzan. Otra de las ideas que se enriquecen con esta

mirada es el hecho de que lo poético exige “el descondicionamiento del lenguaje como

instrumentalidad” (301). Si bien la plantea ya en PT, subyace en sus ensayos posteriores,

encontrando vías concretas de realización, por ejemplo, en la noción de “palabra

sustancial” de San Juan de la Cruz o en el inicio del Génesis: “In principio creavit Deus”,

que remite a la palabra inicial, palabra-matriz. Este inicio, además, es fundamental para la

tradición judía, pues contiene la primera palabra y la primera letra del alfabeto hebreo: Bet,

que según Scholem, está preñada de significación, aunque sin significación (302). En el

mismo texto, la noción de éxtasis como “dilatamiento o ensanchamiento del alma”

caracteriza no sólo la experiencia mística, sino también la poética, pues la palabra total,

sustancial se encuentra en ese territorio al que ambas vías (mística y poética) permiten

acceder (307).

En “Sobre la lengua de los pájaros” (VPR), desarrolla la misma idea de la concurrencia

del poeta y el místico en la experiencia extrema del lenguaje, pero encontrando esta vez su

expresión más tensa y unificada en un poema sufí, de Hallaŷ. La visión sufí del mundo le

otorga a Valente la idea de que la palabra poética se sitúa entre los dos extremos de la

aniquilación (fanā) y la perpetuación (baqā):

La palabra poética sólo se cumple o se sustancia en ese borde extremo del silencio
último que ella integra y en el que ella se disuelve […] Palabra, pues, del límite, del
borde o de la inminencia, la palabra poética no es propiamente el lugar de un decir,
sino de un aparecer (423)

Esta paradoja de la palabra que Valente explota en muchos de sus textos, encuentra

anclaje en la cosmovisión sufí y en palabras del Corán. Pero el poeta y el místico no sólo

comparten esta experiencia límite del lenguaje, sino que también comparten la lengua que
368

utilizan, porque Valente afirma que “la lengua poética ha sido la lengua originaria de lo

sagrado en todas las tradiciones” (425), momento de la unidad con lo divino al que

pretenden regresar los místicos y, según su concepción, también los poetas. En NS,

también encontraremos referencias reiteradas a los contenidos desarrollados en torno a la

mística, como por ejemplo: “Sí, el fulgor: el rayo oscuro, la aparición o la desaparición del

cuerpo o del poema en los bordes extremos de la luz” (461). Observamos referencias

similares al explicar en qué consiste la palabra poética en el grupo de textos que

conformaron las lecturas de sus poemas. Por ejemplo, en las tres lecturas poéticas afirma:

“Territorio de la extrema interioridad [el de la palabra poética], lugar del no-lugar, espacio

vacío y generador, concavidad, matriz, materia mater, materia-memoria, material

memoria” (1388; Cf. 1342, 1593).También hay referencias directas a autores o libros:

“Palabras sustanciales, diríamos nosotros con Juan de la Cruz” (462); también las

nociones sufíes de fanā (aniquilación) como “el instante de la manifestación de Dios en

otra forma”, y su complementaria: baqā (perpetuación) de los mundos, en La sabiduría de

los profetas (II, 463). La forma tiende a la aniquilación de cuanto no sea Dios, incluido el

acto mismo de aniquilarse: fanā´ alfanā, se escribe en La sabiduría de los profetas (463).

En la lectura en el Círculo de Bellas Artes, hace referencia, por otro lado, al maestro

Eckhart, otro exponente de la mística católica: “He ahí otra poderosa imagen del retorno:

`Porque el hombre –dice todavía el Maestro Eckhart- debe contemplar a Dios y volver´. En

ese estado de vuelta o de regreso, la palabra poética adquiere una particular transparencia”

(1605).

Esta inmersión en las místicas occidentales y orientales produce un giro radical en su

poética que resignifica y profundiza el camino que había iniciado al definir a la poesía

como epifanía.
369

1.4. Operaciones de reconstrucción genealógica

Valente se apropia de la tradición a partir de operaciones de traducción, cita,

incrustación y actualización. La tarea de traducción, por ejemplo, es una de las más

destacadas por la crítica, porque a partir del acercamiento a los textos de otras tradiciones

en su lengua original, pudo apropiárselos e insertarlos en la tradición hispánica, tal como

hicieron Juan Ramón, Cernuda, Paz, entre otros (Gallego Roca 2011; Romano 2011; Jordi

Doce 2010). La traducción no es, de este modo, una simple tarea de replicar la obra en

otra lengua, sino un trabajo de reelaboración, diálogo y apropiación del autor traducido a la

propia obra y a la propia traducción, con lo cual se conforma una sólida “teoría poética de

la traducción” (Gallego Roca 195). 15 En esta línea, también Valente pone en práctica la

idea de la poesía como “palimpsesto”, a partir de la inclusión de citas, paráfrasis,

homenajes, actualizaciones lingüísticas, incrustaciones, etc. (199).

En su actividad ensayística, esta operación de apropiación y diálogo con otros autores

no cesa y si bien no encontramos traducciones de prosa, sí podemos observar a través del

análisis de un ensayo cómo Valente reconstruye su genealogía y se inserta en esa misma

línea. Como ejemplo concreto, nos interesa analizar un ensayo autopoético titulado: “La

experiencia abisal”, que da título también al libro de ensayos póstumo en el que está

incluido. Este texto fue publicado en ER. Revista de Filosofía, en 1999. Es una muestra de

cómo, a lo largo de su obra, Valente realiza un trabajo de entrelazamiento de múltiples

referencias para construir la base de su original y sincrética propuesta poética, elaborando

una genealogía en la que él mismo se ubica como eslabón.

Lo que el escritor gallego hace en este texto es reconstruir la genealogía de uno de los

conceptos fundamentales de su poética: la Nada, pero no la nada nihilista de Nietzsche o

Schopenahuer, sino como generación de un espacio vacío, un espacio de disponibilidad

15
Esta tarea de traducción se encuentra plasmada en la edición de Cuaderno de versiones (2004).
370

para que el ejercicio radical del arte tenga lugar; una nada positiva, creadora, similar a la

que había antes de la creación del mundo, “que corresponde a la noción de śunyata,

vacuidad o vacío o nada absoluta, frente al concepto de nihilidad o nada hueca, negativa”

(754). Para él, “crear es generar un estado disponibilidad, en el que la primera cosa creada

es el vacío, un espacio vacío. Y en el espacio de la creación no hay nada (para que algo

pueda ser en él creado)” (758).

Partiendo del estudio de Carlos Ossola, inicia su texto con una breve referencia a los

filósofos “libertinos” 16 de Venecia y París de la primera mitad del siglo XVII,

principalmente a Manzini y su discurso sobre “Il Niente” (744); referencia que retomará al

final de su artículo para desarrollar más extensamente la “extraordinaria querella de nihilo”

(754). La importancia de este grupo en la historia del concepto la indica ya en el segundo

párrafo: “La reflexión del seiscientos sobre la Nada conlleva determinantes filosóficos de

considerable gravitación en el desarrollo del pensamiento moderno, a los que en ningún

caso podríamos ser ajenos” (744-745). El siguiente núcleo de su texto será su propio

poemario Mandorla, cuyo título redunda en reminiscencias que el mismo Valente se

encarga de establecer en este ensayo y en otros textos autopoéticos. “Mandorla” es el

término italiano para “almendra” y simboliza el “espacio vacío y fecundante, donde se

acoplan lo visible y lo invisible- es símbolo de sexo femenino […] Mandorla, lo cóncavo,

lo hueco, lo vacío, la nada” (747). El exordio del poemario lo constituyen los versos de un

poema de Paul Celan, titulado justamente “Mandorla” y que ingresa de lleno en el tema de

la Nada. “En la almendra - ¿qué hay en la almendra?/ La Nada”, rezan sus primeros versos.

El símbolo de la mandorla es descubierto por el poeta gallego en la basílica de Magdalena

de Vézelay, donde intuye la carga simbólica de esta imagen, cuya estructura geométrica se

dedica a estudiar en los textos e imágenes de Almada Negreiros, quien casualmente (o no)

16
Libertinos en el sentido de “libre pensadores” o partidarios del “espíritu libre” (Cf. 755).
371

es amigo y retratista de Fernando Pessoa (gran cantor de la Nada). La mandorla, también

denominada “vesica piscis” y “almendra mística”, no sólo se hace presente en el arte

cristiano, principalmente en las iglesias románicas, sino también en la tradición sagrada de

otras civilizaciones, como la china, la egipcia y la hindú.

Esta enumeración nos remite directamente a los estudios místicos a los que se dedica

Valente e impactan directamente en su experiencia poética; pero también enlaza con la

tradición de la modernidad artística y la arquitectura antigua. Siguiendo esta misma

operación, los nombres se multiplican: el norteamericano Henry Miller, el inglés John

Donne, el pintor holandés Bram van Velde (amigo de Beckett, otro poeta de la Nada), el

francés Mallarmé, el pensador italiano Emanuele Severino, los pensadores cristianos como

San Agustín y San Anselmo, el francés Fredegiso de Tours (del siglo IX, retomado luego

en el siglo XVII por los librepensadores venecianos y parisinos ya mencionados). En la

filosofía laica, el tema es retomado por Kant, Hegel, Schopenhauer y Nietzsche, aunque su

pensamiento sea el de la nada negativa, de la que Valente se aleja. Y finalmente, la

aproximación más extrema al tema en el pensamiento moderno es el aporte de Heidegger,

del que Valente afirma: “De tal suerte que la nada –desde el punto de vista ontológico, no

lógico– implica el ser” (752). Esta línea alemana influye en el desarrollo de la cuestión en

el sistema filosófico del japonés Kitarô Nishida (1870-1945), figura fundamental de la

Escuela de Kioto, quien toma los métodos del pensamiento occidental en consonancia con

la meditación budista. En la misma Escuela, también Keiji Nishitani retoma la propuesta

de Heidegger y de la tradición mística, principalmente la representada por el Maestro

Eckhart. Volvemos una vez más a la mística y a los nombres que Valente repite una y otra

vez: San Juan de la Cruz, “el santo de las Nadas” (753) y Miguel de Molinos. “A la

relación de ambos entre sí y a su convergencia con la mística alemana y las místicas

medio-orientales he dedicado buena parte de mi obra ensayística”, asegura Valente, dando

cuenta de la fuerza de gravitación que el pensamiento místico posee en toda su obra.


372

Luego de este recorrido, vuelve sobre la querella de nihilo, desarrollada en la época

barroca en los focos “libertinos” de París y Venecia: “El pensamiento sobre la nada se

presenta, pues, como un pensamiento en libertad, no sujeto a estrecheces dogmáticas. Los

libertinos se sitúan en la línea del pensar que había inaugurado Montaigne. `Todos estamos

huecos y vacíos´, escribe éste en los ensayos” (755). La reticencia a quedar “atrapado” en

los dogmas (cualquiera sea su procedencia) es otra de las obsesiones valentianas. La

noción de la Nada es, en este aspecto, especialmente productiva e inabarcable por un

pensamiento estrecho que pretenda postularse como definitivo. Siguiendo a Ossola,

Valente establece las coordenadas de esa querella que llega hasta Pascal, en los umbrales

de la modernidad.

Finalmente, en una línea que pasa por Emanuele Tesauro y su discurso en la catedral de

Turín: “La metafísica del Niente”, en 1634; el Oráculo manual de Gracián, de 1647; el

aporte de Miguel de Molinos y el último capítulo de su Guía espiritual (1675); el soneto de

Góngora: “Mientras por competir por tu cabello” (1582), la Nada ha alcanzado una

progenie notable, que florece en el barroco, pero atraviesa la modernidad hasta llegar a la

misma pluma valentiana. En el final del artículo, Valente se cita a sí mismo para insertarse

en esta tradición y condensar el sentido que este término tiene en su poética, espesado por

la línea reconstruida a lo largo del artículo: “La creación de la nada es el principio absoluto

de toda creación”. Esta cita, además, le da paso para cerrar su recorrido con unos versos de

su maestro Juan de Mairena, a quien, sin embargo, no menciona: “Dijo Dios: -Brote la

Nada./ Y alzó la mano derecha /hasta ocultar su mirada. /Y quedó la Nada hecha” (758).

2. La palabra poética: de la revelación al in-conocimiento

El tratamiento de la palabra poética es esencial en mi obra,


por lo que es el camino que me marcó a la hora de escribir
(Valente, en Sánchez Robles 1994).
373

La teoría estética de Valente se va desenvolviendo (y complejizando) a medida que

avanza el tiempo, pero nunca desiste en su afán explicativo y reflexivo, aun cuando las

respuestas (siempre precarias) lo lleven a los extremos de lo paradójico, donde ya no se

puede seguir adelante con un discurso lógico y racional. Es entonces cuando, como ya

observamos, la palabra poética ingresa a los ensayos y arrastra al lector a poner en juego

las estrategias de interpretación que le demandarán también los poemas, cada vez con

mayor exigencia.

Comencemos con los textos de la primera parte de PT, cuyas ideas también aparecen en

las autopoéticas dispersas de este primer período. La primera afirmación fuerte de Valente

se produce cuando define la poesía como conocimiento, es decir, como “un medio de

conocimiento de la realidad” (39), revelación de un aspecto de lo real que no puede ser

conocido de otra forma (y por eso, complementaria al conocimiento científico). Con este

punto, se opone a dos líneas predominantes en el medio literario de la época: por un lado,

aquella que afirmaba que la poesía es comunicación; por otro, la “tendencia” de los

realismos sociales, que proliferan en la postguerra española y a la que su propia poesía

adhirió en principio, para luego distanciarse. En segundo lugar, podemos advertir el papel

fundamental que la experiencia posee en el proceso creador, como objeto específico del

poeta y del poema. Esto sonará extraño, pues justamente la escritura del poeta gallego ha

sido opuesta por la mayoría de los críticos a otra línea poética de los ´80: la llamada

“poesía de la experiencia”. Sin embargo, estas etiquetas resultan reductivas y poco

adecuadas al momento de dar cuenta de las teorías estéticas de los diversos autores. 17

17
Será este punto otro motivo de polémica con una porción del campo literario de la época, que trataremos
luego: los llamados “poetas de la experiencia” y sus defensores. “Poeta meditativo”, “poeta místico”, “poeta
del conocimiento”, “poeta del pensamiento”, “poeta del silencio”, todas etiquetas que se le pueden endilgar a
Valente, pero que sin embargo, dejan de lado la riqueza de su obra y sus perspectivas. Atendiendo a las
mismas palabras de Valente, pretendemos poner en cuestión las categorías con los que la crítica literaria ha
caracterizado su poesía en contraposición, por ejemplo, a la llamada “poesía de la experiencia”. Lo mismo
que en el caso de Cernuda, estos rótulos suelen aplanar las complejidades de cada autor, pasando por alto los
puntos más interesantes de sus poéticas. Por eso, adherimos a las palabras de Valente cuando afirma:
“Cualquier aproximación a la naturaleza de lo poético ha de huir de las definiciones, de las taxonomías, para
374

El dato en bruto que el poeta tiene es la experiencia, “tumultuosa y riquísima y superior

a quien la protagoniza”, por eso sólo puede ser conocida en el proceso de creación del

poema (41). En este proceso, el poeta “es a quien en primer lugar tal conocimiento se

comunica” (46) y en una instancia posterior se le comunica al público, por lo cual, como

vimos, poeta y público pertenecen a un mismo grupo receptor de la verdad que se revela en

el poema. El hecho de que la poesía dé cuenta de un aspecto de la realidad (conocido en el

proceso mismo de crear) supone que no sea predeterminada por ninguna imposición

externa. Esto implica, en primer lugar, que el objeto del poema sea sobreintencional, es

decir, que los aspectos de lo real que se revelan no vienen establecidos previamente por la

intención autoral. Por eso, a la noción de “objeto” (lo que se revela), Valente opone la de

“tema” como imposición externa y anterior (a priori ideológico). En segundo lugar, este

objeto exige que el medio verbal se adecue a él, de modo que la forma sea determinada por

la realidad que se va desocultando en el poema. Esto es lo que el gallego llama “estilo”, en

contraposición a la “tendencia” (a priori formal). El lenguaje entendido así como

“instrumento de invención, de hallazgo de lo real” permite que nazca la “verdadera poesía”

(50).

Esta naturaleza reveladora de la palabra poética también da lugar a la manifestación de

lo que la ideología oculta (y en esto Valente sigue a Adorno [61]). La literatura que se

vuelve funcional a la ideología se instrumentaliza, de modo que corrompe y falsifica el

lenguaje, el cual, en cambio, es restituido a su verdad cuando la poesía lo libera de los

condicionamientos externos: “La violación de los límites represivos de la ideología está en

la raíz sobreintencional de lo poético, donde encuentra manifestación lo que la ideología

oculta” (63). Esta raíz de denuncia de la palabra poética logrará dar “un sentido más puro a

entenderse sobre todo como un ensayo o intento espontáneo, y a la vez deliberadamente asumido, de
desclasificación” (743).
375

las palabras de la tribu” (78), frase que Valente retoma de Mallarmé. 18 Con esta propuesta,

Priede considera que Valente se inserta en una tradición universal “marcada por la

exploración intensa del lenguaje poético, asentándose en una crítica radical de los

fundamentos del lenguaje para hacer pensar a la palabra de un modo distinto al regulado

socialmente” (130). Sobre este tema, insistirá Valente una y otra vez y, como veremos, será

la base de la condición ética que atribuye a la poesía y al acto de crear.

Ahora bien, ¿de qué modo trabaja la poesía en relación con la experiencia? Valente

propone unos versos de Eliot, extraídos de Cuatro Cuartetos, como punto de partida para

su noción de experiencia: “We had the experience but missed the meaning,/ And approach

to the meaning restores the experience. [Tuvimos la experiencia pero perdimos el sentido,/

y acercarse al sentido restaura la experiencia]” (81-82). Esta experiencia restaurada desde

el sentido a la que alude la cita es, para Valente, no la de una vida, sino la de muchas

generaciones. En el poema, se depositan, por lo tanto, distintos estratos de sentido, “de los

que, en suma, la palabra poética es por naturaleza depositaria” (82). De este modo, el

poema constituye una restauración plena de la experiencia en su sentido, a través de un

acto de rememoración o memoria, que “vuelve a urdir en potencia toda la trama de lo

memorable desde su origen” (82). Podríamos pensar que en cada rememoración de esa

experiencia, se proyectan todos los estratos de sentido que su repetición a lo largo del

tiempo ha ido acumulando. En una entrevista de 1999, lo explica con mayor claridad:

Creo que la palabra poética es una palabra abierta frente a la palabra de la


comunicación, que es una palabra cerrada. Si yo digo para comunicarme que quiero
comer pan, digo una palabra cerrada. Pero poéticamente no es así. Podría estar
pidiendo, con la palabra pan, otra cosa. Todas las que representa la palabra pan. La
palabra poética es una palabra abierta por la que tú desciendes a las infinitas capas de
la memoria. Cuando tú dices una palabra cargada de fuerza poética estás diciendo lo

18
Tal como indica Riera (1992), Mallarmé, en su texto, Le tombeau d’Edgar Poe afirma que el poeta (en
sentido amplio de escritor) “debe devolver a la tribu el estricto sentido de las palabras”. Esto nos remite,
según Riera, a “la fe de Mallarmé en la palabra que para él no es una creación casual del hombre sino que
responde a la unidad cósmica primigenia y el simple hecho de pronunciarla produce una especie de chispa,
un contacto mágico entre quien la pronuncia y aquel origen remoto”. Mallarmé escribe: “Hay en la palabra
algo de sagrado que nos impide jugar con ella como un juego de azar. Dominar artísticamente una lengua
equivale a ejercer una especie de conjuro mágico”. La teoría estética de Valente es cercana a estas nociones.
376

que esa palabra quiere decir y todo lo que ha querido decir desde que esa palabra se ha
dicho. Operas con la memoria colectiva (Valente 1999d: 13).

En otra entrevista del mismo año, propone como ejemplo concreto los versos de

Manrique:

La información que contienen las coplas de Jorge Manrique, por ejemplo, puedes
resumirla en un telegrama: `Ayer se ha muerto mi padre´, pero el poema dice
muchísimo más, la palabra creadora está perpetuamente abierta. Si lees por primera
vez una obra y la agotas, eso no es literatura. La hay cuando vuelves una y otra vez
y siempre te está diciendo cosas nuevas (Valente 1998c: 4).

La operación poética consiste, entonces, en “perforar el túnel infinito de las

rememoraciones para arrastrarlas desde o hacia el origen, para situarlas de algún modo en

el lugar de la palabra, en el principio, en arkhé” (82). La noción de “palabra” se va

resignificando hasta alcanzar el sentido devenido del prólogo al Evangelio de San Juan:

“En el principio, era la Palabra” (Jn. 1, 1). Pero también la noción de “experiencia” se hace

polisémica: el punto de partida de la poesía es el acercamiento a la palabra poética por vía

de experiencia (305). En los textos finales, la poesía será definida como “experiencia de la

interioridad de la palabra” (1593), “experiencia oscura” de “inmersión en las capas

sucesivas de la materia o de la memoria” (1595). Tal como afirmaba Eliot, el proceso

creador consiste en una experiencia en sí mismo y no parte, en forma directa y mecánica,

de experiencias vitales previas. 19 En definitiva, Valente seguirá afirmando, incluso en una

encuesta del 2000 (año de su muerte), algo que ya había dicho en 1969 (82), en

consonancia con Wordsworth: “la poesía es experiencia restaurada en el fino tamiz de la

memoria”.

19
Esto no quiere decir que lo vivido por el poeta no influya en el proceso de creación. Esto lo explica
claramente en una entrevista. Ante la pregunta de la entrevistadora sobre si los acontecimientos de su vida
provocan sus poemas, el poeta responde: “Sí, pero no al modo en que la mayoría puede entender la poesía: es
decir, se ha muerto mi padre y yo tengo que hacer un poema. No se sabe cómo se hace. A veces hay
experiencias muy graves que no generan un poema o lo generan de otro modo. A veces la expresión poética
surge a medida que tu propia experiencia se ha contaminado de la de otros y ha madurado. Sí, los
acontecimientos de mi vida están en mis poemas, asociados a muchas cosas, nunca de una manera mecánica
[…] Es como si mis poemas me dijeran más de mi propia vida que lo que yo personalmente conozco de ella.
Por eso nunca se debe ir de la lectura biográfica a un texto poético, porque es el texto lo que ilumina la vida,
y no al revés” (1988: 22).
377

Con esta transformación de la palabra como centro de la poética, que se produce a partir

del ensayo “Hermenéutica y cortedad del decir” (de 1969), aquellas nociones de poesía

como conocimiento que parecían tan claras, comienzan a oscurecerse. Ingresan al discurso

valentiano las imágenes crípticas y las paradojas, enriquecidas por el discurso de la

mística, que pretenden dar cuenta de aquello que es, de algún modo, inefable. Porque esta

acumulación de estratos de sentido que se superponen en la palabra desde el origen la

sobrecargan de un significado que el significante no llega a expresar totalmente. Aparecen,

entonces, las nociones de “resto” y “residuo” que serán repetidas una y otra vez, pues la

palabra, en definitiva, se constituye en estos restos de aquello no formulado por el

pensamiento, aquello de lo cual el lenguaje no puede dar cuenta. 20 Paradójicamente, esa

excedencia de sentido encuentra su mejor formulación en el tópico de “la cortedad del

decir” (84), que da cuenta de una “tensión máxima entre contenido indecible y

significante” (85). Aparecen así los primeros pares de opuestos: “lo indecible que busca el

decir” o “lo amorfo que busca la forma”:

En el punto de máxima tensión, con el lenguaje en vecindad del estallido, se produce


la gran poesía, donde lo indecible como tal queda infinitamente dicho. Y es la
infinitud de ese decir de lo indecible la que solicita perpetuamente para la palabra
poética un lenguaje segundo (87).

Este lenguaje segundo (el del “comentario”, según Foucault) es el que le corresponde a

la hermenéutica, actividad que Valente advierte, en principio, en las tradiciones cristiana

occidental y semítica (88-89), pero luego también en otras. Esta noción de la “cortedad del

20
Rafael José-Díaz (2010) se refiere a este “resto contable” (Singbarer Rest, II, 434) “que la poesía de
Valente ha ido delimitando en sus últimos libros [y] sería ese residuo último de lo real que se transforma en
raíz del canto, en germen intacto de la palabra poética” (34). Esta noción de “resto contable” se relaciona
estrechamente con la noción judeo-cristiana de “resto santo”, que remite a aquella parte del pueblo de Israel
(el Pueblo de Dios) que sobrevive a la expulsión de la Tierra Prometida, Canaán, seguida de la destrucción
del Templo y de la Ciudad. El “resto santo” es un pequeño grupo de israelitas cuya esperanza no está puesta
en los hombres, sino en Dios; son los elegidos en los que se mantiene viva la esperanza del Salvador y a
través de los cuales Dios seguirá actuando en la historia, a pesar de su situación de desgracia. Es una noción
de “pueblo” depurada de elementos políticos y que busca retornar a la pureza de una perspectiva espiritual,
como germen de lo que luego será la Iglesia (Ramos 2009: 202-203). Valente, que posee una fuerte
formación católica, utiliza la expresión “resto” para expresar aquello que queda en la palabra una vez que ha
sido desmantelada de su carácter instrumental y que guarda la pureza del origen, habilitando (aunque sin
explicitarlo) esta relación con aquella noción judeo-cristiana.
378

decir” plantea ya tangencialmente la cuestión del silencio, que tanto preocupó a algunos

críticos de Valente y en la que algunos lo encasillarán para su estudio. Como señala

Saldaña, el negro de la tinta (lo que se dice) está rodeado del blanco de la página, como

“metáfora y color del silencio […] [que] simboliza el vacío en el que estamos sumidos”

(148). 21 Se produce además una dinámica entre lo dicho y lo indecible, por la cual “el texto

nos recuerda con su silencio lo que ha tenido que callar para decir lo que en efecto dice”

(149). Esta palabra que se encuentra en el filo entre el decir y el callar es tanto la del

místico como la del poeta. Esta identificación entre ambos se había iniciado muy

tímidamente en “Conocimiento y comunicación” y se irá profundizando en los ensayos

siguientes. El último ensayo de PT, “Rudimentos de destrucción”, se cierra a las puertas

del abismo, con una propuesta temeraria, que prepara lo que será una segunda etapa en el

discurso autopoético valentiano y que anteriormente identificamos con los siguientes libros

de ensayo (de PC en adelante): “Frente a la tendencia a la cristalización ideológica que la

constitución de una ortodoxia o de una estructura eclesial conlleva, el ejercicio preambular

de la conciencia o de la imaginación creadora es un ejercicio de destrucción” (91). Valente

señala que la noción de destrucción se observa tanto en la tradición yóguica, como en la

semítica o en la del mundo náhuatl. Aquí vemos la apertura a nuevas tradiciones religiosas

y la propuesta de una acción definitiva respecto de la palabra: “la destrucción preámbulo y

raíz de lo que, paradójicamente, escapa a la muerte, a la avidez o a la codicia de los ídolos,

a la antropofagia de las obras de los hombres” (93).

Hacia finales de los 70, con los textos que constituyen PC, Valente llevará estas

primeras ideas hasta sus últimas consecuencias, entrando en un territorio en el que resulta

difícil explicar sus postulados estéticos sin hacer una glosa de ellos. A partir de PC,

Valente plantea que “la forma se cumple sólo en el descondicionamiento radical de la

21
Advertimos aquí, junto con Saldaña (2007), reminiscencias de Jabès y de Blanchot, grandes pensadores en
torno a estos temas, que fueron leídos atentamente por Valente.
379

palabra” (275), lo cual implica la disolución de toda referencia y toda predeterminación.

Aquella idea sobre la que tanto había insistido en PT de que la palabra poética liberaba al

lenguaje de los condicionamientos de la ideología y las instituciones, exige ahora estas dos

acciones drásticas y complementarias: descondicionamiento y disolución, como única vía

para que se manifieste de forma libre y repentina, en su “epifanía” (275). En esta

disolución de las referencias, se incluye también la referencia al hombre, al autor, para

permitir la libre circulación o fluidez del universo: “La experiencia personal ingresa en el

movimiento natural del universo, en el Ursatz, en el movimiento primario que, a la vez, la

precede y la sucede” (276). La obra es, entonces, anónima, lo cual resulta un corolario

lógico de aquella idea de que la palabra poética condensa las experiencias de todas las

generaciones hasta el origen. Obviamente, esto es en términos teóricos y abstractos, pues

como vimos, en el marco de la poética y la acción valentiana, hablar de anonimia es

problemático.

Sobre esta desaparición del autor había escrito Valente, unos años antes, en 1970,

citando la imagen del “poeta camaleón” de Keats, por la que ya alude a la relación entre

esta carencia de yo y la “libre circulación del universo” (1169). Para que la palabra poética

se manifieste, por lo tanto, es necesario ese “estado de disponibilidad infinita” que carece

de determinaciones y contenidos previos, entre ellos la propia identidad del poeta (1169).

Como veremos, estas nociones que constituyen lo que Valente llama “la sociología de la

soledad” (1171) implican un “comportamiento supremo de solidaridad del poeta con éste

[el universo], el compromiso de la soledad” (1171). En el siguiente apartado, volveremos

sobre ello, porque lleva la dimensión ética del ejercicio poético a un nivel más radical que

el que estudiamos en Cernuda.

Ahora bien, borrado el autor, en “Sobre la operación de las palabras sustanciales”,

Valente postula la noción de “palabra total”, que retomará también en “Lectura en el

Círculo de Bellas Artes en Madrid”, a partir de la misma anécdota: el hecho de que los
380

canacos tienen un solo término: “no”, para significar “palabra”, “acto” y “pensamiento”, es

decir, ese término es una “palabra total” y el jefe de la comunidad es considerado la

encarnación de esa palabra (300; 1592). Esta palabra total que es, para el gallego,

condición para que lo poético se manifieste, exige, en primer lugar, el

“descondicionamiento del lenguaje como instrumentalidad” (301), como ya habíamos

advertido; pero supone también la “meditación del verbo como principio y en el principio”,

es decir, la vuelta al origen que efectúa la palabra poética, como ya habíamos indicado en

los ensayos de PT y que reconocemos en el prólogo del Evangelio de San Juan y en el

principio del Génesis. Esta palabra total es la palabra inicial, la palabra-matriz, nos remite

al origen y está preñada de todas las significaciones posibles, pero en sí misma no significa

nada, pues su naturaleza no es la significar, sino la de aparecer, manifestarse: es una

“antepalabra” (302), noción derivada de la Cábala judía. 22 Es el logos espermático de los

estoicos (que vuelve a citar en NS), el soplo del Espíritu que da vida (304), en definitiva, la

Palabra divina que crea. Esta condición previa de la palabra es condición necesaria para

que haya un “auténtico poema”, pues la experiencia a la que este invita ha sido siempre

una inmersión que remite a una zona anterior a todas las formas discursivas” (Priede: 130).

Por eso, más tarde, la definirá como experiencia de la interioridad, porque comienza antes

de la materialización en el discurso, incluso en ese momento previo posee plenitud, luego

quedan residuos o fragmentos a partir de los cuales reconstruir el sentido: la poesía es

“experiencia de la interioridad de la palabra” y el poema es, ante todo, “lugar, estancia,

morada, habitación donde el estar y el ser se unifican” (1388; 1432; 1593), previo todo al

momento de la escritura material. Por eso, afirma:

22 En su artículo sobre las trazas blanchotianas en la poética de Valente, Fernández advierte que ambos
autores comparten “esa experiencia de la palabra poética como pulsión hacia el origen, como antepalabra,
como restauración de un mutismo esencial”. Sin embargo, difieren en que para Blanchot, se escribe “para
hacer acopio del silencio, para instaurar, a través de su presencia, su no-presencia, su vacío”; en cambio, en
Valente, “hay una tendencia muy clara al silencio como adelgazamiento de la voz, a la blancura de la página
como si en un solo verbo, en una letra, pudiera caber todo el alfabeto, todo lo por-decir del lenguaje” (2).
Esto explicaría el fenómeno de fragmentación y condensación que manifiesta la poesía última de Valente.
381

No eres tú quien habla, sino que la palabra habla en ti. Te haces portavoz de la palabra
como si estuvieras embarazado de ella, hasta que la das a luz. El poema nace a oscuras
y es en el papel cuando se transforma, cuando él mismo elimina de forma natural
aquello que le sobre o que le es ajeno (Valente 1997b: 66).

Al igual que el poeta, la palabra poética también está preñada de significaciones. Así lo

advierte en NS, donde da cuenta de su gravidez, por la cual el poema experimenta un largo

período de gestación y un alumbramiento final, previo a la escritura exterior (459). Ahora

bien, esa escritura material no puede captar la totalidad del sentido de esa experiencia

previa, pues en definitiva, la palabra es ininteligible (302). 23 Por este motivo, sólo puede

intuirse a partir de paradojas; al tiempo que es dicha, queda siempre a punto de decir (303);

es “saber del no saber” o “entender incomprensiblemente” (304); “dice la vaciedad del

decir”, “empieza en lo imposible” (430; 1594). Palabra que se asemeja al “despertar” como

el límite, el borde, la frontera, el filo donde se constituye, entre la luz que comienza y la

sombra que retrocede, perteneciendo a ambas, sin identificarse plenamente con ninguna

(303). A partir de la visión sufí del universo y la dinámica entre las nociones de

aniquilación y perpetuación, Valente explica cómo esta palabra “se sustancia en ese borde

extremo del silencio último que ella integra y en el que ella se disuelve” (423). La noción

de silencio toma un cariz positivo pues se identifica aquí con la nada creadora, pues el

silencio es la nada de la palabra, “el hueco donde la palabra puede existir” (Valente 1984b:

84).

A partir de este entramado paradojal, la idea de poesía como conocimiento se desplaza

“hacia una concepción del hecho poético como inconocimiento, en la línea del `no saber´

sanjuanista” (Sánchez Robayna 2008: 165). En entrevista con Fanny Rubio, Valente se

refiere a este paso de su poética del conocimiento al “in-conocimiento”, en cuanto que la

poesía lleva el lenguaje “a una situación de extrema inocencia, anterior a todo saber, a todo

23
Este postulado no está tan alejado de la insuficiencia del lenguaje para decir el Absoluto que padecía el
romanticismo. La diferencia es que aquí el absoluto ya no se encuentra en un nivel superior o divino, pues se
produjo un proceso de inmanentización de la visión de mundo. La densidad del sentido ya no se da en el eje
vertical, en tensión hacia una instancia superior, sino en el eje horizontal en tensión hacia el origen.
382

conocer, a todo entender” (1980: 7). Esta situación extrema y de descondicionamiento es lo

que el habla poética también comparte con el habla de la locura (303), pues “ambas

transgreden el orden sistemático de las convenciones y las significaciones […] y sitúan al

lenguaje –y a quien lo usa– en […] un decir puro, un decir sin condiciones” (Saldaña 2007:

154). Para Valente, este inconocimiento adquiere, entonces, dimensiones antropológicas

pues, lo considera como una parte insoslayable de lo humano: “se vive ese sentido de lo

oscuro y del misterio de las cosas, del misterio del mundo o no se vive. El que no lo vive

no tiene sentido del riesgo, de la aventura, del conocimiento, del descubrimiento” (Valente

1998a: 11).

Hacia fines de los 70, se suma a esta teorización una nueva dimensión de la poesía: esta

palabra es materia. No es sólo forma, nombre o rótulo; sino que en su sustancia, incluye la

materia: “Funda en el hombre esa palabra tanto lo espiritual como lo orgánico, no en

pugna, sino en unidad” (304). De ese modo, sitúa uno de los puntos culminantes de esta

unión en el cristianismo, en la Encarnación del Verbo de Dios, la aparición de Jesucristo en

la historia, cuando la Palabra de Dios (aquella que creó el mundo) se une a la materia

(305). Esta dimensión corporal de la palabra poética será muy importante también en su

poesía, como él mismo advierte, principalmente a partir de su poemario Material memoria

(1977-1978), en el que la palabra se identifica con la materia: es materia, es cuerpo. Lo

orgánico y lo espiritual se unen armoniosamente: “La palabra, la materia, el cuerpo del

amor, son una sola y la misma cosa. La poesía estaría, en ese ciclo, regida por el primado

absoluto de la infinitud del eros” (1398; 1596). Porque a diferencia del Verbo de Dios, el

verbo del poeta encuentra el sentido más pleno de esa unidad entre espíritu y materia en los

rituales del amor erótico. El propio acto de crear es concebido así como una “relación

carnal con las palabras” (NS: II, 459; Alameda 1998: 21; Berger 1998: 5), que aprende no

sólo en las corrientes orientales en las cuales la dualidad espíritu-cuerpo ha desaparecido,

sino principal y curiosamente en la mística cristiana de Santa Teresa, San Juan y los
383

metafísicos ingleses:

el pensamiento occidental ha establecido una dicotomía entre cuerpo y alma, también


la ha hecho entre poesía y religión, a diferencia del mundo extremo oriental donde no
se hacen distinciones. De allí mi atracción por los místicos, porque tampoco
distinguen. Santa Teresa es tremendamente corpórea. Y eso está en el Evangelio de
San Juan: “El verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. Si la palabra se hizo carne,
corpórea, no puedes prescindir de eso. Creo que las palabras se crean con las manos,
que hay una relación corpórea con ellas (Valente 1998c: 5).

El símbolo de la Mandorla, que titulará su poemario de 1982, ahondará en estas

nociones. La mandorla o almendra mística, asociada al sexo femenino, producirá una

proliferación de sentidos paradójicos, donde los opuestos se unen para generar algo nuevo

y la oposición entre ambos términos desaparece: lo visible y lo invisible, lo uno y lo

múltiple, la materia y el espíritu, la palabra y el cuerpo (1400). 24 Así, las operaciones

anteriores: despragmatización del lenguaje, disolución del significado y la concepción de la

la palabra poética como un “aparecer” encuentran aquí un nuevo objetivo, que es lograr la

identidad entre materia y espíritu (Ardanuy 2010: 198). El mismo Valente en entrevista

con Rojo afirma:

Siento la materialidad de la palabra. Siento que las palabras se hacen con las manos,
como fue hecho el hombre, con barro. Y eso me lleva a una concepción de la relación
con la mujer, completamente distinta, mucho más plenaria: la mujer representaría la
culminación de esa relación con la materia. Yo creo que hasta entonces mi relación
con la mujer había sido más convencional. Aunque tal vez eso tenga que ver también
con mi biografía personal: conozco a otra mujer y me caso con ella, me uno a ella, y
eso me lleva a experiencias amorosas diferentes y a formas de pasión distinta. Todo
eso coincide con un cambio en mi escritura. Y llego a una especie de fusión con la
materia corporal del ser amado que no había experimentado nunca antes […] Material
memoria corresponde a esa vía unitiva en la que culmina la visión del místico. La que
conduce a un vaciado del yo para recibir al otro (1999d: 13).

En la experiencia de esta palabra sustancial, poeta y místico convergen: el primero, en el

territorio extremo del lenguaje; el segundo, en el territorio extremo de lo religioso:

la expresión de ambas sería, desde nuestra perspectiva, resto o señal –fragmento- de


estados privilegiados de la conciencia, en los que ésta accede a lucidez sobrenormal

24
Sánchez Robayna observa en su poesía que Valente avanza en Mandorla (1982) y El fulgor (1984) sobre el
verso de San Juan de la Cruz: “entremos más adentro en la espesura”, el cual significó “una exploración del
signo cuerpo, ya inseparable e indestinguible del espíritu […] que lleva a una comprensión y a una profunda
ascensión de la cerrada, indivisible unidad de cuerpo y espíritu […] los símbolos eróticos y los símbolos
sagrados se confunden: son una misma cosa” (2008: 166).
384

[…] Correspondería a esos estados en la doctrina mística la noción de salida o éxtasis


[…] Dilatación, pues, apertura de un nuevo territorio (306-207).

Este éxtasis no significa una pérdida de conciencia, sino todo lo contrario: “Es una

salida de la conciencia propia […] [en el que] lo que habla es la conciencia en un estado

hipercrítico. Un estado de no bajar al fondo de la conciencia, sino de expansión de la

conciencia que en cierto modo te hace salir de ti. Una conciencia exacerbada” (Alameda

1988: 21). Es por eso que la mística es la palabra que puede definir ese estado para

Valente.

Es este territorio extremo, en definitiva, donde la palabra poética encuentra su lugar. Se

pregunta, entonces, de dónde viene: “Viene de un no lugar. Viene del desierto, real o

simbólico. Imágenes de la desnudez, de transparencia incondicionada del ser. El desierto es

el lugar de la manifestación de la palabra y de comparecencia ante la palabra” (1389; 1434;

1594; Cf. 431). Como ya dijimos, esta afirmación lo retrotrae al primer verso de su primer

poemario: “Cruzo un desierto y su secreta/ desolación sin nombre” (de “Serán ceniza…”,

A modo de esperanza). 25 En esa vaciedad que simboliza el desierto, es donde el gallego

pretende simbolizar cómo la manifestación de la palabra poética se da en el espacio vacío,

en el no-lugar, en la nada, en el silencio, todas palabras que implican la falta de algo, pero

que remiten a un espacio hueco, disponible para acoger lo que debe nacer: “territorio de la

extrema interioridad, lugar del no lugar, espacio vacío y generador” (1388; 1432; 1593).

Priede advierte que este proceso de despojamiento que supone “interpretar los silencios

como presencia textual que confiere sentido” ha sido simplificado por la crítica con la

categoría de “poesía del silencio” (129), pero es necesario poner esta noción en contexto

para poder interpretarla adecuadamente. 26

25
Aunque Oliván advierte que “la coherencia y compacidad orgánica de la obra del poeta no se puede
discutir, pero el desierto por el que entramos en sus poesías completas, en el poema inicial de A modo de
esperanza, creo que no es el mismo que el que dibuja ese lugar de la desposesión en el segundo tramo de la
obra…” (169).
26
Respecto de la rotulación de Valente como “poeta del silencio” por estas afirmaciones, aclara López
Bretones: “En esta actitud de espera, de vaciamiento de todo a priori lingüístico, de escucha atenta a la
385

Así lo explica en el ensayo “La experiencia abisal”, que analizamos, donde alude al

concepto de nada creadora o positiva. Ese estado de disponibilidad infinita, de escucha, de

“atención extrema […] a lo que las palabras acaso van a decir” (460), de pasividad, es el

que le corresponde al poeta, responsable de generar ese espacio, para que la palabra poética

se decida a manifestarse, con voluntad propia, anulando la del sujeto: “El poeta ha vivido

una experiencia y la palabra se hace revelación espontánea del discurrir sin que la voluntad

del poeta la determine. No hay proyecto. La palabra emerge del profundo misterio de la luz

de cada día” (1605; Cf. 431; 460; 1169; 1379). Algunas líneas más abajo aplica esta

afirmación a su propia realidad como poeta, estableciendo de forma definitiva cuál es el

papel del sujeto en esta dinámica que la palabra instaura: “[mi último ciclo poético] se

terminará cuando la palabra quiera, no cuando yo lo decida, ni siquiera cuando yo me

muera” (1605). Como en aquel primer ensayo, Valente sigue afirmando que la palabra es

revelación de la realidad, revelación que ha ido exigiendo del poeta, cada vez más, la

negación de su propia voluntad y una actitud de pasividad y escucha: “La palabra muestra

al poeta formas inéditas, inesperadas, de convivencia con la realidad. Una transformación

se ha operado” (1605). Pero esta verdad ya no conduce a conocer, sino al misterio, de

modo que sólo puede ser percibida como un “fulgor: el rayo oscuro, la aparición o

desaparición del cuerpo o del poema en los bordes extremos de la luz” (461). 27 En

definitiva, ese ejercicio de autoextinción del sujeto adquiere plena significación a partir de

dos movimientos: el de la libre fluidez del universo, por la cual el poeta se desplaza para

permitir ese paso; y el de la vuelta al origen, que implica por parte del sujeto una

aparición de la palabra que es anterior a todo condicionamiento racional, consistiría esencialmente ese tan
traqueteado concepto de “poética del silencio”: denominación que en demasiadas ocasiones ha sido utilizada
como un fácil comodín crítico para despachar sin mayores complicaciones este trecho de la escritura de
Valente” (313).
27
La mayoría de los críticos toman esta noción de “aniquilación del yo” (Andújar Almansa 2011: 122);
“deconstrucción más profunda del yo” (Oliván 170); desaparición “de toda huella identitaria” (Gallego Roca
202); “su propia ausencia del texto” (Engelson Marson 65), como algo dado y propio de la obra valentiana,
sin reflexionar sobre su plasmación concreta, la cual se ve obstaculizada, principalmente en el ámbito de la
escritura ensayística, como ya hemos observado anteriormente, al tratar la cuestión de la pretendida
anonimia.
386

“inmersión de fondo”, en definitiva, una disolución de sí mismo en la memoria del

mundo. 28 En función de este último, el gallego señala que su poesía debe leerse como un

“descenso a las capas de la memoria” en tres fases: la memoria personal, la memoria

colectiva y la memoria de la materia.

De este modo, con un lenguaje oscurecido, enigmático, cercano al discurso de

pensadores como Blanchot, Bataille, Bloch, Valente pone en escena su teoría estética y en

esa escena, a la vez pretende sino borrar totalmente, por lo menos, desplazarse hacia los

márgenes de su yo personal, desasirse de su voluntad, para dejar el lugar a la palabra

poética como centro de la reflexión. Pero luego de todo lo dicho, resulta un tanto

incongruente que el autor pretenda guiar el camino de interpretación de su obra. ¿No hay

mayor determinación sobre una obra poética que esa? Si es que la poesía es libre

manifestación de la palabra total, ¿no hablaría por sí sola? Pero el Valente-autor no puede

dejar semejante ejercicio en manos de los críticos, en los que definitivamente no confía o

de los lectores “nacientes” a los que está acostumbrado a guiar. Si bien la palabra poética

es la protagonista y el centro de irradiación de su teoría poética valentiana, quien firma

estos textos es el propio Valente, que con ejemplos, con citas ajenas, con lecturas de su

propia obra, pretende construir el edificio de su poética, consciente de que no tiene

parangón, por lo menos en la poesía española, y por tanto, él es su único y más leal

defensor. Sus afirmaciones, la mayoría de ellas definitivas, forjan la idea de un sujeto que

reafirma su obra, su poética, posicionándose como un eslabón insoslayable en el desarrollo

de la literatura española del siglo XX.

28
Este descenso que tiene como antecesores literarios a Ulises, Eneas y Dante, por mencionar los más
renombrados, supone también el recorrido inverso a la mística: si ésta es un camino de ascensión hacia la
divinidad, el de la palabra valentiana es de descenso hacia la materia, conformando una especie de “mística
invertida” o como ya hemos dicho, una “mística materialista”. Esto está en consonancia con lo que dijimos
acerca del desplazamiento de centro irradiante de la palabra desde el eje vertical (el absoluto, la divinidad) al
eje horizontal del origen del mundo, de la materia, cuya imagen es la del descenso a las capas más profundas
de la tierra, como punto inicial de la creación.
387

3. En la “fábrica de dinamita”: poesía y ética

“La escritura revela, en cambio, el mundo escondido; es


subversiva. El escritor no se retira a una torre de marfil, sino
a una fábrica de dinamita” (“VI. Frontera”, en Notas de un
simlaudor, 470)

Cuando estudiamos la poética de Cernuda, observamos que le otorga al ejercicio poético

una dimensión ética. Este compromiso no radica en los contenidos, en el estilo o en la

connivencia generacional, sino en la acción misma de hacer poesía y de ser poeta. Valente

se siente cerca de su predecesor en este sentido, tal como lo afirma en una entrevista de

1997: “Por esa posición moralista que no tuvieron otros de su generación le he estimado

siempre mucho y lo he tomado como ejemplo” (1997d: 15). Toma la antorcha ética de la

poesía cernudiana y arremete contra la ideologización del lenguaje, 29 que se produce en el

seno de la sociedad. 30

Es en una de sus primeras autopoéticas, “[Autopresentación 1961]”, donde Valente

plantea la cuestión explícitamente. Si la poesía es un medio de acceso a una porción de lo

real, que no puede ser conocido de otra forma, por lo tanto, cumple tres funciones: “En la

medida en que la poesía conoce la realidad, la ordena, y en la medida en que la ordena, la

justifica” (1103; el destacado es nuestro). Esto genera un triple compromiso de la poesía

con la realidad: intelectual, estético y moral, sin el cual no existe, para Valente, la “gran

poesía” o el “arte superior”. En este sentido, la poesía sería “realista” no en cuanto

29
Tal como lo aclara el mismo Valente en una nota al pie, toma la noción de ideología de Engels: “`el
proceso por el que los principios mismos de la representación de la realidad sustituyen a ésta, yendo de ese
modo del conocimiento de lo real a su ocultación´ (Anti-Dühring. La ideología alemana)”. Y también:
“Siempre que se produce un proceso ideológico la realidad queda enmascarada en él”. Por último, también
alude a la definición más general de Althusser (“Marxismo y humanismo” en La revolución teórica de Marx)
a la que considera en la misma línea: “sistema (con lógica y rigor propios) de representaciones (imágenes,
mitos, ideas o conceptos, según los casos) dotado de una existencia y de una función históricas en el seno de
una sociedad determinada. […] La ideología como sistema de representaciones se distingue de la ciencia por
el primado de la función práctico-social sobre la función teórica (o función del conocimiento)” (II, 56n).
30
Lo hace en el marco de una generación que, como afirma Payeras Grau, “desarrolla una poética que incide
en una temática comprometida con la realidad histórica de su tiempo, no tanto con el fin de desestabilizar al
régimen político que entonces gobernaba España –aspiración de la generación anterior de poetas sociales que
ellos descartaron como excesivamente improbable–, sino dando cumplimiento al compromiso del escritor
con su tiempo” (2011: 243).
388

pretende reflejar la realidad a través del lenguaje, sino en cuanto busca dar cuenta de ella y

comprometerse desde una dimensión performativa, aludiendo al uso del lenguaje como

acción.

En cuanto a la noción de “compromiso”, tal como advertimos en Cernuda, es utilizada

por el propio poeta y nosotros adherimos a ese uso entendiendo que su poética no se

desentiende de lo real. Al contrario, al pensar el lenguaje artístico como una instancia de

revelación de una porción de lo real que no sería posible conocer de otra forma, realiza un

aporte concreto a la condición humana, transmitiendo una verdad ligada directamente con

su existencia en términos generales y no en función de una situación histórica, política y

social concreta. Si bien esta visión humanista no alude al contexto inmediato, por su grado

de generalidad, sirve igualmente para despertar la conciencia del hombre e invitarlo a

reflexionar sobre ese contexto, sobre las circunstancias en las que vive, liberando a las

palabras de la carga ideológica (como la entiende Valente) que los discursos públicos e

institucionales, le van dejando como lastre.

En la misma etapa de su autopresentación, analiza extensamente esta dimensión ética de

la poesía, en línea con los aportes de Adorno (en “Discurso sobre lírica y sociedad”).

Especialmente, en los ensayos “Literatura e ideología”, “Ideología y lenguaje” y “La

respuesta de Antígona”, afirma que la palabra poética, por el mero hecho de existir, es una

“denuncia irreprimible de la conciencia falsa, una manifestación de lo encubierto” (57). Si

la actividad poética, como dijimos, consiste en la revelación de una porción encubierta de

la realidad, entonces, manifiesta en el poema aquello que el lenguaje de las ideologías, el

lenguaje institucionalizado oculta y que, por su misma dinámica totalizadora y

paralizadora, no permite que salga a la luz (78). Como señala Ardanuy (2010), “el campo

de batalla en el que la poesía tiene virtualidad de arma es aquel en el que, como palabra

desinstrumentalizada y libre, se enfrenta al lenguaje de la ideología” (189). La palabra es

libre en cuanto se despoja de la carga de significaciones represivas del discurso público, y


389

es llevada al extremo del decir, en el espacio previo al orden de lo inteligible; allí es donde

recupera su pureza, su inocencia y se vuelve manifestación. Por eso, Valente asevera que la

palabra poética “restituye el lenguaje a su verdad” (78); rompe esa circulación estática del

lenguaje instrumental y desoculta aquella porción de realidad que permanecía encubierta,

devolviendo al lenguaje su condición de logos, de palabra que vuelve al origen, ahí donde

está sobrecargada de sentido (83). Allí radica, para él, la función social del arte: “en la

restauración de un lenguaje comunitario deteriorado o corrupto, es decir, la posibilidad

histórica de `dar un sentido más puro a las palabras de la tribu´” (78; ideas que reitera en la

encuesta que realiza Batlló para su Antología [1159-1160]). 31

De hecho, este rechazo de la palabra instrumentalizada es el eje sobre el que Sánchez

Robayna explica la “dimensión moral” de la obra de Valente (Doce 2010: 45). Estas ideas

son también corolario del relegamiento de la comunicación a una función subsidiaria. Si

ésta fuera primordial, lo que se comunicaría sería un contenido previo, elaborado antes de

la existencia del poema y que respondería, por tanto, a prerrogativas externas al arte y al

quehacer del escritor. Además, como indica Payeras Grau, se afirma “de forma implícita,

el carácter revolucionario del arte y su capacidad para confrontar la moral individual con

las estructuras ideológicas, lo que por un lado salvaguarda la independencia intelectual del

artista y, por otro, su capacidad para incidir en la realidad y transformarla” (2011: 243).

Pero en este apartado de PT, aparecen también ideas que prefiguran el giro posterior que

la poética de Valente realizará y en la que este compromiso no perderá validez, sino que al

contrario, se enriquecerá con nuevas perspectivas, signadas por la “apertura del sentido,

que otorga al lenguaje virtualidades artísticas y existenciales indisolublemente unidas en la

mística” (Ardanuy 2010: 190). La apertura pneumática y espiritual de la palabra valentiana

31
Es por eso que Valente utiliza palabras muy duras para referirse a la poesía de los 80 y los 90. En un
artículo de ABC, de 1997, asegura: “Esto es la palabra poética, las palabras que tienen una acción en el alma
[…] Quien no entienda esto, no entiende nada, y ahora no entienden nada. Hoy los poetas utilizan una
palabra instrumental, externa. Toda esa poesía de la cotidianidad es una birria que no sirve para nada”.
390

tiene, para Ardanuy, “una incidencia social en la medida en que es el límite de lo humano

lo que se amplía desde esa perspectiva” (191). Esto se observa en “La respuesta de

Antígona”, donde más allá del contenido ideológico que Sófocles pudo aportar en la

elaboración de su obra,

la figura de Antígona rebasa de modo muy radical los condicionamientos inmediatos


que pudieran haberle dado existencia e incluso, en más de un momento, los límites de
su propio contexto. Porque la palabra poética, potenciada al máximo en el reino de la
tragedia, es una palabra sobrecargada de significación y de ahí su capacidad para
constituirse en norma o modelo o en depósito no agotado de humanidad revelada (II,
71).

Puede haber referencias al contexto inmediato, pero lo que distingue una obra de arte

auténtica de una ideologizada para Valente sería el proceso por el cual esos contenidos

ingresan a la obra y la actitud que el artista toma en dicho proceso. Ya desde estos ensayos

de fines de los ´60, Valente indaga en las posibilidades de apertura de la realidad y de

indagación en lo humano que excede las estructuras cerradas y definidas de pensamiento.

Por eso, aun cuando la preocupación ética pudiera pensarse abandonada a partir de la

segunda etapa de su trabajo (cuando ya se ha alejado definitivamente de los postulados de

la poesía social), desde su teoría estética, el movimiento es el contrario. La apuesta ética se

radicaliza y se hace “irrenunciable”.

Ya en 1970, el giro se presenta a partir de la relación entre el poeta y el universo. Sobre

la reiteración de la noción de Keats del “camelion Poet” (1168-1169), postula una

“sociología negativa” o “sociología de la soledad” que implica un “comportamiento

supremo de solidaridad” del poeta con el universo, “el compromiso de la soledad” (1171).

Esto implica que la aventura poética es siempre personal y solitaria (como cuando afirma

que el poeta es un “corredor de fondo”), pues es el único modo en que el universo puede

manifestarse en la palabra poética. Además, esa aventura no supone sólo un compromiso

con la realidad histórica y geográfica del poeta, sino con la realidad humana en general; así

su propia poética va tomando dimensiones universales. Al igual que sucedía en Cernuda, la


391

condición de poeta solitario es un síntoma de la disidencia respecto de sus

contemporáneos: “asumió su apartamiento como una misión o un destino. Su negación

consistió en una negación de las superficies” (Andújar 2011: 150). Pero este apartamiento

no significa su reclusión en una torre de marfil alejado y desconectado de la realidad, sino

que

su `ejemplaridad´ emana en forma directa de su poética, ya que la `busca´ y


`decantación´ de una materia verbal plena y desnuda, lejos de obedecer a un mero
espejismo de gloria terrenal, responde ante todo a una necesidad y a un esfuerzo de
orden artístico (De Aguinaga 2009: 15).

La conciencia humana del poeta no es sólo un rasgo de carácter, sino un fruto de su

experiencia de soledad, de desarraigo y de independencia crítica (15). Con este giro, la

reflexión en torno a la condición revolucionaria de la palabra poética en contraposición al

discurso del poder se acentúa, al punto de atribuirle a aquella una condición sagrada:

La palabra poética se hace portadora de un elemento sacro repelido desde la


totalización del poder y cuya supervivencia es con respecto de éste clandestina o
subversiva […] Ser portadora del escándalo, portador de lo sacro maldito en una
palabra que, por su propia naturaleza, se opone al discurso institucional, al discurso de
la totalización del poder y del orden y que el poder o el orden han identificado con la
subversión o la locura: tal sería la dudosa función social del poeta […] El poeta es, en
efecto, un sacerdote: un sacerdote irrisorio (1190).

Este carácter general y universal de sus afirmaciones implica que su reflexión se va

liberando de referencias históricas o geográficas concretas, para moverse en la línea del

tiempo hacia atrás y hacia adelante, por diversas culturas y etapas, buscando los instantes

de manifestación de esa palabra que tanto lo obsesiona. En uno de los primeros ensayos de

PC, “Las condiciones del pájaro solitario” (275), advierte que la palabra poética debe

encontrar el espacio para “la epifanía o libre manifestación”, el cual se abre cuando los

condicionamientos del lenguaje de la comunicación y los elementos censores que aloja el

lenguaje utilitario, son dejados de lado (275). Por eso, en “Sobre la operación de las

palabras sustanciales”, señala como requisito indispensable de lo poético “el

descondicionamiento del lenguaje como instrumentalidad”, pues el lenguaje utilitario deja

de participar en la palabra total (301). Pero la afirmación más fuerte respecto del sentido
392

ético de la poesía en esta segunda etapa se da en NS. En el apartado IV, “Imágenes”,

Valente toca el tema de forma tangencial al afirmar:

En el diario de Kafka las líneas dedicadas a la primera guerra mundial no pasan de


cincuenta. Pocas semanas después del comienzo de la guerra sus preocupaciones son
la escritura de “En la colonia penitenciaria” y el comienzo de El proceso.
Durante la guerra, Joyce está entregado a la escritura de la primera parte del Ulises.
El tiempo del escritor no es el tiempo de la historia. Aunque el escritor, como toda
persona, pueda ser triturado por ella (465)

Con esta cita, está sugiriendo que no es necesario tematizar los hechos históricos

contemporáneos, referirse ellos directamente para comprometerse con la realidad. La obra

de arte lleva en sí misma una relación directa con el contexto del que surge. Por un lado, en

este sentido, podemos pensar, en términos semióticos, en la propuesta de Lotman que

afirma que toda obra de arte es una representación de su tiempo, que condensa en sí una

pintura completa de la época y la sociedad en la que surge (como un gran signo). Por otro

lado, en términos éticos, Valente alude a Adorno para afirmar que hay “en la raíz de lo

poético un primer compromiso con lo oculto, que en la obra rompe a hablar y encuentra

manifestación, con independencia –según bien matiza Adorno– de que sea ése el objetivo

voluntariamente propuesto” (II, 56). Así es como la palabra poética, por el sólo hecho de

existir y más allá de las intenciones e ideas de su autor, “es denuncia irreprimible de la

conciencia falsa, manifestación de lo encubierto” (II, 57).

Este modo peculiar en que el arte se compromete es referido también en el apartado V,

titulado “Palabra, libertad, memoria”, cuyo párrafo inicial lo citamos en el capítulo

anterior, justamente para indicarlo como punto culminante de la declaración de principios

valentiana. Repetimos la frase inicial, porque condensa la actitud del sujeto: “La apuesta es

irrenunciable: llevar el lenguaje a una situación extrema” (467). En el apartado siguiente,

“Frontera”, retoma lo que ya había plateado en PT, pero esta vez reflexionando

específicamente sobre el funcionamiento del lenguaje en los sistemas totalitarios, en los

que es “la base del patrimonio cultural intocable” (468). Estos sistemas no soportan la
393

palabra “insólita, no catalogada, […] no filiada”, porque su aparición denuncia ese

funcionamiento patrimonial como fraude o usurpación. Si el lenguaje utilitario reproduce

las formas de los poderes que se apropian de él (y con él, de la sociedad misma) y esconde

la realidad, la escritura que revela esa realidad es, de por sí, subversiva. Valente toma de un

escritor suizo Max Frisch, una metáfora provocativa que pone de manifiesto el tipo de

poeta del que estamos hablando: “El escritor no se retira a una torre de marfil, sino a una

fábrica de dinamita” (470). Esta metáfora, que tomamos de título y epígrafe de este

apartado, da cuenta del impacto enorme y definitivo que Valente le otorga a la palabra

poética en el ámbito de lo humano y la peligrosidad de esta palabra, en cuanto que

“requiere mucha dedicación, mucha entrega, requiere vivir mucho en lo que se escribe y

vivir mucho con lo que se escribe” (Freidemberg), pero también el peligro de ser un

exiliado, expulsado por el poder. La condición crítica, y por ello subversiva, de la palabra

es lo que Valente sigue proclamando a lo largo de los años: “Yo advertí muy pronto que el

compromiso del poeta era muy diferente que el del político. Entendí que al escritor no le

correspondía comprometerse políticamente, porque su compromiso era fundamentalmente

con la palabra” (Garrido 1995: 8). Valente continuará sosteniendo esto, pues es consciente

de que aquella primera denuncia de las perversiones del lenguaje público realizada en PT

era insuficiente. El descondicionamiento radical de las palabras necesario para la poesía

implica que no se produzca ninguna predeterminación externa, ni siquiera la del propio

sujeto, que debe desasirse de sí mismo. Pero sabemos que esto no es posible, por lo menos,

no totalmente, porque la poesía es un “hacer”, sujeto a la voluntad del que hace como ya

vimos. Es por eso que Doce propone pensarlo más que como un “peligro”, como un “reto”

que Valente también advirtió: “No podemos escapar a la voluntad; otra cosa es que la

voluntad escuche la propuesta de las palabras” (2011: 217).

Valente nunca perderá la convicción en el carácter performativo de la palabra poética,

por el cual es posible ejercer una acción concreta en el mundo. En cierto modo, el discurso
394

autopoético también permite la concreción de esta dimensión ética de la poesía, explicando

los fundamentos sobre los que se levanta el edificio estético. Sería difícil sólo a través de la

lectura de la poesía, captar el verdadero sentido que la palabra tiene para el gallego y su

condición de “comprometida”, no por la temática o los contenidos, sino por la acción

misma de manifestarse en el poema. Las autopoéticas se convierten así en instancia

aleccionadora y “de entrenamiento” para leer la poesía valentiana, pero también para

advertir las trampas del lenguaje público y cotidiano y adoptar una postura crítica.

Antes de finalizar, hay dos elementos biográficos para destacar que se relacionan

estrechamente con esta postura sobre la condición de la palabra poética. El primero de

ellos es su exilio. Los entrevistadores insistirán en la condición de exiliado de Valente,

pues en la etapa post-franquista es un tema común en la vida cultural española: recibir de

vuelta a quienes se habían ido durante la dictadura. En todas las entrevistas en las que el

tema surge, Valente nunca se presenta a sí mismo como exiliado político. En principio, él

afirma que se va de España en una época en la que se iba mucha gente, por el ambiente

“irrespirable” que se vivía allí: “el clima español era terriblemente estrecho y ahogado en

Madrid y Barcelona” (1988: 18). También en “Fuera del cuadro” describe la situación de

aquella España: “Percibir ese cuadro en la periferia producía una inmensa sensación de

vómito y de imposibilidad de vivir” (1283). En ese contexto, le surge la posibilidad de un

cargo de Lector en la Universidad de Oxford y allí, en 1955, comienza su larga ausencia.

Incluso cuando su exilio se transforma en político por la condena que recae sobre él luego

del Consejo de Guerra de 1972, 32 nunca se posiciona a sí mismo desde la postura de un

exiliado del régimen. Por el contrario, esta situación de alejamiento que comienza siendo

física, adquiere luego visos existenciales: “Tú te aferras a esa distancia y a esa extranjería

como tu forma de ser” (18). Y aun cuando el exilio físico termine, hará lo posible por

32
Este consejo de guerra lo juzga por la publicación de su cuento: “El uniforme del general”. Al no
presentarse a comparecer ante el jurado, se lo declara en desacato y se lo condena a prisión. Por ello, pierde
le pasaporte español y no puede volver a España hasta el final del franquismo.
395

persistir en el exilio existencial como estado necesario del poeta: “Creo que el exilio es una

condición no sólo de mi escritura, sino de toda escritura de creación” (Berasátegui 1994:

16). Este “trastierro” interior implica la permanencia en los márgenes, a distancia de los

núcleos de poder, que el gallego considera imprescindible en la tarea poética:

He regresado a la España de la periferia, a la que pertenezco por nacimiento y por


opción […]. La independencia es algo que hay que armar a costa del esfuerzo propio,
generar medios de vida independientes. Pero es esa posición la que permite no
engañarse ante el poder; por eso, para un creador, es mejor vivir en la periferia. El
exilio es como una segunda naturaleza que yo he decidido retener (Valente en
Schvartz 1989).

El segundo elemento es su importante tarea como activista en la lucha antifranquista

desde Ginebra y luego en los barrios más desfavorecidos de Almería (que ya

mencionamos). En la entrevista con Lois Blanco, el gallego hace una distinción: “Debe

haber un compromiso ideológico en el poeta, pero no debe gravitar sobre su poesía”

(1997c: 10). En sus escritos tanto poéticos como autopoéticos, no hay referencias que

aludan a esta acción política que él llevó adelante durante toda su vida. Es recién en las

entrevistas de Rodríguez Fer (Valente 1998b y 2000b), que fueron la base de los dos tomos

de Valente vital (2012; 2014), donde se extiende sobre esta cuestión. Lo vemos también en

artículos periodísticos publicados durante su etapa almeriense en El País (1996), como

“Almería, La Chanca y la memoria” (1523); “La cultura mediterránea y los náufragos de la

miseria” (1532); y también en “José Ángel Valente: `Reivindico el placer estético de la

belleza del Cabo de Gata´” (Ideal, 1/1/1997). Por último, contamos también con los

testimonios y documentos presentados en el documental El lugar del poeta, de 2007,

dirigido por David Águila.

Este compromiso ahora vital con el contexto político y social en el que se inserta no

supone una contradicción o una bifurcación entre su hacer poético y su hacer político, sino

que se unen para constituir “una figura de autor otra, impensada y enorme frente a nuestros

pequeños saberes eruditos, y que revitaliza aún más la perdurabilidad de su legado”


396

(Romano 2011: 340). El ejercicio poético, en la soledad del desierto, da lugar a la

manifestación de esta palabra preñada de significaciones, que revela nuevos aspectos de lo

real, que la ideología oculta y pone en acto potencialidades de la existencia humana poco

conocidas. Esto se convierte en un fundamento sólido e innegociable de su sostenida

acción social y política, dándole un sentido más profundo. Así, el Valente-poeta, acusado

por muchos de falta de compromiso, de cursilerías de silencio, de esencialismo

trasnochado, adquiere nuevos rasgos e implicancias en la figura de este Valente-hombre,

que ejerce un compromiso integral en esta amalgama de acciones poéticas y sociales, las

cuales se complementan y retroalimentan desde espacios diversos, a través de los vasos

comunicantes del lenguaje, la experiencia compartida y la meditación sobre la existencia

humana.
397

CAPÍTULO 3

ACUERDOS Y DESACUERDOS CON EL CAMPO:

“NADAR CONTRA LA CORRIENTE”

1. Frentes polémicos y una apuesta irrenunciable

Sospecho inmediatamente cuando oigo hablar de una


corriente. Mi lema es nadar contra corriente. Cuando suena
la corriente, más vale ponerse a salvo en lugar seco para que
no te arrastre (Valente 1999d: 13).

Valente no sólo se dedicará en sus textos a establecer su teoría artística, sino también a

realizar una crítica feroz y mordaz respecto de quienes no entienden ni practican el

ejercicio poético del mismo modo. Este grupo contra el que el gallego se pronuncia está

construido discursivamente como aquellos que permanecen en el centro del campo literario

y reciben las dádivas de la crítica y del poder, es decir, buenas reseñas, participación en

antologías, premios, reconocimientos, etc. Según él, este grupo es funcional al

establishment y se constituye él mismo como foco de poder dentro del ámbito literario,

indicando qué es lo que se debe escribir y qué no, en función de unos cánones rígidos e

inertes, que funcionan como refugio de los mediocres y que, por lo mismo, son hostiles a

los espíritu críticos, a tradiciones heterodoxas, a la libertad de pensamiento y de criterio

(con los que él se identifica). 1 Estas dos van a ser las posturas a partir de las cuales se

1
Desde esta perspectiva, por ejemplo, cuestiona la organización de la historiografía literaria española por
generaciones: “Todas las clasificaciones son falsas y artificiales. Como clasificar nuestra literatura
contemporánea en generaciones, algo que me parece una paparrucha. Es absolutamente falso […] La
primera falsedad es la generación del 98 […] La del 27 vuelve a ser también, una falsedad […] Se forma para
crear un grupillo de intereses que más o menos cuajan en una antología hecha por un poeta menor, que es
Gerardo Diego […] De la llamada “generación” de posguerra, su único gran poeta es Blas de Otero; luego
está la segunda “generación” de posguerra, la del 50, que ya me parece grotesca. Y como síntoma de
decadencia yo pondría la “generación de Loewe”, toda esa gente que mangonea ese premio y lo distribuye”
(Valente 1996c: 53).
398

ordenarán los índices del campo literario que observaremos en las autopoéticas: de

polémica con quienes ocupan un lugar dominante y son funcionales a lo que llama el

“poder literario”; y de acuerdo con quienes comparte ciertos postulados estéticos y muchas

veces existenciales (que estudiaremos la en sección 2 de este capítulo). En 1986, distingue

estas dos posturas en una entrevista con Antonio Torres para El País:

La condición de ausencia o de exilio me parece la condición natural del escritor […]


Creo, en efecto, que la escritura es la palabra propia del ausente. En ese sentido yo
pertenezco por entero a la escritura, soy un hombre de la escritura y me constituyo por
ella. El escritor no puede malvender esa forma de irrenunciable ausencia o exilio por
un plato de lentejas, es decir, por formas subsidiarias. Creo que muchos escritores
españoles que parecían pudorosos, dentro y fuera de España, durante el antiguo
régimen se han vuelto ahora inverecundos y ávidos de primeros planos de
condecoraciones, de academias, de premios (1986).

Unos años después, cuando Schvartz le pregunta cuál es el riesgo de la dependencia en

poesía, Valente no duda al afirmar:

Servir como instrumento al poder. La creación exige como primera condición la


libertad de criterio y de pensamiento, y no se puede vivir en esa esfera cuando se
depende de la dádiva oficial. En definitiva, servir a una ideología es vivir solamente
dentro del reino de lo posible. Un escritor tiene por misión rebasar, mediante la
creación en forma permanente, la órbita de lo posible. Es el poder lo que determina la
posibilidad. El que crea está siempre posibilitando la realización de lo imposible
(1989).

Estas citas ayudan a comprender que esta postura crítica y polémica que Valente se

afana en cultivar no es un capricho o un mero defecto de su personalidad, sino que está

emparentada con el modo en que entiende la función del poeta y del intelectual en general,

en el seno de una sociedad. López Bretones (2011) advierte que “supone el testimonio de

una actitud de sospecha ante las fórmulas con las cuales nuestra época construye y

prescribe unas formas de expresarse a sí misma que nos vienen ya dadas e impuestas desde

ámbitos ideológicos superiores” (306). Es por eso que no ceja en proclamar y defender sus

posiciones, aun a costa de enojar a quien tiene enfrente. En NS, establece claramente la

diferencia entre estos dos modos de ser poeta a los que se está refiriendo, implícita o

explícitamente:
399

[…] hay un arte por la que el artista es pagado y le permite ganar muchísimo muy
pronto; pero hay un arte por la que el artista ha de pagar con su soledad, su salud, el
exilio, la falta de reconocimiento de su obra y la ausencia de gratificaciones
inmediatas. Su opción –¿destino?– fue manifiesta (465)

Y en otro fragmento del mismo libro:

A nosotros, Filemón, nunca nos ha faltado, desde nuestros más tiernos comienzos,
críticos ponderados, y a veces jóvenes –aunque sólo lo fueran por edad–, que nos
precaviesen contra los peligros de nuestra propia escritura […] Pero a nosotros,
Filemón amigo, siempre nos ha gustado escribir pericolosamente. En realidad, no
entendemos otra forma de escritura. Y no íbamos a renunciar a nuestro bien ganado
naufragio para asegurarnos, con puesto de escalafón o silla de academia, una vejez
tranquila (469).

Si observamos los términos que caracterizan cada posición, vemos que la del poeta se

relaciona con la soledad, la falta de salud, el exilio, la falta de reconocimiento, la ausencia

de gratificaciones, la escritura pericolosa (peligrosa), la renuncia, el naufragio. En cambio,

la posición contraria se vincula con el pago, una gran ganancia, el reconocimiento, el

escalafón, la academia, la vejez tranquila. Esta contraposición presenta claramente la

convicción más honda sobre la que se sostiene la actitud crítica y polémica valentiana

dentro del campo literario español, que además, es coherente con los postulados

existenciales de los poetas más destacados de la modernidad (los románticos, Mallarmé,

Rimbaud, Kafka, Celan, el mismo Cernuda, etc.). Por eso, también caracteriza la palabra

poética como inevitablemente conflictiva. En una entrevista con Freidemberg, cuando éste

le dice que su concepción de la palabra poética lo pone en conflicto con el mundo, Valente

afirma: “Eso es inevitable, porque la palabra poética por su propia naturaleza es una

palabra que nunca pudo pertenecer al poder” (1992).

Cernuda es presentado por Valente, una vez más, como ejemplo de esta actitud

conflictiva. En entrevista con José Méndez, cuando éste afirma: “La cuestión de la

polémica con el entorno [que caracterizó a Cernuda] no puede decirse que usted la haya

abandonado”, Valente responde: “No, no, creo que la he conservado” (1999e). Sin

embargo, si bien Cernuda tuvo dificultades concretas respecto de su reconocimiento como

poeta y en cierto modo, su soledad fue real, no es el caso de Valente, y Méndez hace bien
400

en plantearle esa distinción: “La suya es una soledad muy habitada, porque ¿es consciente

de la cantidad de poetas de las últimas generaciones que le tienen como su Cernuda

particular, de su influencia literaria?” Valente responde:

Siento la proximidad de algunos. Es cierto que es la mía una soledad muy habitada.
Tengo que agradecer mucho a los que me escriben. Descubro que lo que digo es
compartido por mucha gente, que a la gente le interesa. Ahora que he llegado a una
edad relativamente respetable empiezo a pensar que algo se ha sembrado (1999e).

Esto nos da la pauta de que esa figura solitaria y exiliada del mundo de los hombres que

Valente pretende otorgarse no se corresponde con su posición real dentro del campo

literario, ya que, como advierte Méndez y a pesar de las controversias suscitadas a su

alrededor, es un poeta reconocido y seguido casi desde los inicios de su carrera. Sol

Alameda, en la entrevista que le realiza para El País, indaga sobre el mismo tema:

Es sorprendente que usted, tal vez el poeta vivo más respetado y más admirado entre
los círculos estrictamente literarios, sea un desconocido entre sectores amplios de la
población, que, sin embargo, saben perfectamente los nombres de escritores menos
importantes, pero que salen continuamente en los periódicos. Preparando esta
entrevista he comprobado que para los conocedores usted es un mito; para todos los
demás un perfecto desconocido (Valente 1988: 19).

Valente reconoce a continuación que su relación con el mundo de los editores y de la

prensa ha sido siempre cordial, pero que nunca obtuvo el apoyo del mundo institucional

español: “visto desde ese mundo institucional, yo ni siquiera podría considerarme escritor

español. Hablo de todo lo que supone ese mundo: donde se fabrica la política cultural”

(19). Pero también admite que él no estuvo dispuesto a jugar ese juego: “Cuando optas por

ciertas cosas tampoco puedes pretender otras. Supongo que todo ese mundo institucional

está para quien lo cultiva, y si no lo cultivas, a la vez no puedes decir: oiga, que no se están

ocupando de mí” (19). 2

Unos años después, Tereixa Constenla analiza la misma cuestión, pues le resulta

llamativo que un poeta con el prestigio y el reconocimiento que muchos desearían se

comporte de modo tan despectivo con el campo literario: “P. Por eso resulta llamativo su

2
Al referirse a esto, se explaya en el funcionamiento de la vida institucional española a la cual considera
“politizada en el peor sentido de la palabra, tiene unos determinantes políticos muy negativos” (20).
401

caso. Está lejos del creador domesticado y, sin embargo, rodeado de reconocimiento. R.

Cuando he recibido algún premio se lo he agradecido al jurado, aunque esté en contra de

esa política”. Sin embargo, a continuación afirma: “El medio literario está manipulado. Eso

explicaría por qué vivo aquí: no soporto el medio literario. Me parece tan corrompido

como el político”.

Considerando estas declaraciones públicas, más allá de su permanente actitud en pie de

guerra, no podemos perder de vista dos puntos: en primer lugar, que no todos los escritores

que se sintieron “hermanados” de alguna forma u otra en la llamada “generación del medio

siglo” eran mediocres o funcionales al poder; en segundo lugar, que él no era (nunca lo

fue) un autor marginado por el campo literario, pues de hecho, aunque diga que podría no

ser considerado un escritor español, le hacen entrevistas y recibe diversos premios del

medio español a lo largo de su vida. 3 El reconocimiento vino tempranamente y de modos

variados; no era menospreciado por sus pares y, aunque a veces fue más o menos

entendido o cuestionado, no estaba aparte del circuito de reconocimientos del campo

literario. Por lo tanto, es cierto que no lo hizo por el dinero, pero ciertamente su destino de

escritor no estuvo marcado por la soledad, la exclusión o la falta de reconocimiento. La

imagen que Valente construye para sí sigue la línea de la imagen que se construyó

Cernuda, aunque con menos motivos que éste y sin embargo, de un modo más radical, pues

su soledad, el apartamiento, el exilio tienen una razón metafísica:

[…] P. Por esa razón vive en una especie de autoexilio, ¿o hay más?
R. Hay una razón que llamaría de orden metafísico. La posición exílica es la propia
del escritor, que tiene que estar un poco lejos de la realidad para entenderla, no ser
prisionero de ella y no ser manipulado […] Toda poesía necesita cierta marginación
como esta especie de alejamiento voluntario (Constenla 1996).

3
Los premios que recibió a lo largo de su vida y póstumamente son: Premio Adonais, A modo de esperanza,
1954; Premio de la Crítica, Poemas a Lázaro, 1961; Premio de la Crítica, Tres lecciones de tinieblas, 1980;
Premio de la Fundación Pablo Iglesias, 1984; Premio Príncipe de Asturias de las Letras, 1988; Premio
Nacional de Poesía (España), No amanece el cantor, 1993; Premio de Poesía Iberoamericana Reina Sofía,
1998; Premio Nacional de Poesía (España), Fragmentos de un libro futuro, 2001.
402

Es por esto también que rechazará la inclusión en cualquier grupo, generación, escuela o

etiqueta en la que se pretende incorporarlo y en primer lugar, en aquella promoción poética

que él incluso ayudó a conformar, pues lo hace también en función del modo en que

concibe el lugar del poeta:

Tan pronto se forma un grupo literario, se forma una ideología que tiende a expandirse
y a imponerse. He huido de los círculos literarios porque tras ellos vi enseguida la
formación de grupos de poder, y si hay algo a lo que se opone el lenguaje poético por
naturaleza es al poder […] La posición del intelectual ante el poder es
indeclinablemente crítica” (Garrido 1995: 9).

Incluso al ser consultado sobre la posibilidad de haber “formado escuela”, por Beatriz

Berger, la respuesta de Valente es coherente con estos dichos anteriores:

No lo sé. Tan pronto me encasillan palidezco, me enfermo, me entra paludismo…


Enseguida, hablaron de la `escuela del silencio´ y yo me puse enfadadísimo, porque
para mí el silencio es muy importante, pero es algo viejo. De pronto quieren reducirlo
a una `escuela´, ponerle una etiqueta. Pero la labor del poeta es romper las
clasificaciones (5).

Esta posición crítica del intelectual es la que Valente cultiva durante toda su vida y, a

pesar de la gran cantidad de problemas personales que le causa (según él mismo señala), la

lleva adelante sin declinar. Por eso, las lecturas de las críticas que pretendan dejar de lado

estos conflictos y tensiones del campo, estos cambios de la trayectoria del poeta, para que

“cuadre” en los moldes de la historiografía literaria, traicionan la propuesta misma de

Valente. Como advierte Romano (2011), el “emplazamiento marginal” de esta poética es

querido, buscado y reafirmado por el autor, una y otra vez, pues estamos “ante un proyecto

creador signado por las tensiones que surcan el campo intelectual peninsular […] y que se

inserta, durante su desarrollo posterior, en las más inquisidoras polémicas de la poesía

europea contemporánea”. Toda operación crítica que implique dejar de lado estas tensiones

para proporcionar una solución tranquilizadora y definitiva de la poética valentiana implica

“deshonrar el ancho espacio de indagación y conocimiento (me corrijo, con Valente: de

ìnconocimiento´) que su poesía y sus ensayos nos han dejado como uno de los legados más

inquietantes de la literatura española actual” (319). También Doce (2010) hace hincapié en
403

esta misma condición conflictiva: “Su trabajo está inequívocamente en el centro de los

conflictos, tensiones y líneas de fuga de la modernidad occidental; una modernidad que en

España, al menos en el ámbito literario, siempre ha sido cosa precaria, casi vergonzante o

clandestina” (40). Otros críticos (Gamoneda 2011, González Herrán 1994, López Bretones

2011, Gallego Roca 2011, Priede 2010, entre otros) también afirman el hecho de que no es

posible adscribir a Valente a la constitución y desarrollo de la generación del medio siglo,

y que construyó su edificio poético “desde la absoluta independencia, desde un radical

inconformismo y una soledad cuyo fruto ha sido una de las más importantes experiencias

de la poesía española del siglo XX” (Priede 2010: 129-130). Por nuestra parte, acordamos

con esta posición crítica, pues reducir la obra de Valente (y podríamos agregar, de

cualquier escritor) a una simple etiqueta sin observar las múltiples variables que

intervienen en ella, y la trayectoria vital, cultural, social, literaria del autor es perder de

vista la riqueza de la escritura y de las voces e ideas que pugnan por hacerse oír, dando

cuenta del escenario complejo del que surgen.

1.1. Polémica: conocimiento vs. comunicación

Cronológicamente hablando, la primera polémica literaria en la que Valente participa

fijando una posición es la que ya mencionamos en el capítulo 1, entre estas dos posturas: la

poesía como comunicación, inaugurada por Aleixandre y teorizada por Carlos Bousoño; y

la poesía como conocimiento, insinuada por Barral y Gil de Biedma, y postulada por

Badosa, Sahagún y Valente. Como ya dijimos, Valente es no el creador, pero sí el

defensor más acérrimo de la cristalización de esta segunda postura. Trasladando la

comunicación a un lugar secundario y subsidiario del hecho poético, Valente asegura que

la poesía es primero conocimiento de una porción de la realidad (imposible de conocer de

otro modo).
404

El inicio de “Literatura e ideología. Un ejemplo de Bertold Brecht”, fragmento

altamente autopoético, retoma y expande algunas de las ideas expuestas en “Conocimiento

y comunicación”, en torno al predominio teórico de la idea de comunicación en los

cincuenta años previos. Atribuye la vigencia de esta teoría al boom de los medios de

comunicación (la prensa, la radio, la TV, los paperbacks, el formato bolsillo de los libros,

etc.), que en cierto modo, gravita sobre el escritor y lo determina. Lo que observa Valente

es que esta idea de comunicación ha desplazado aquella otra que es fundamental y que

denota la naturaleza del proceso creador: la poesía como medio de conocimiento de lo real,

sin la cual el arte pierde su “verdadero sentido” y la “razón profunda de su necesidad” (58).

Esta cuestión está íntimamente ligada con la figura de poeta: si la poesía fuera

comunicación, el poeta sólo tiene como tarea dar a conocer un material que previamente ha

conocido y pretende comunicar a otros; en cambio, si la poesía es pensada como

conocimiento, el poeta comienza de forma precaria y a través del poema mismo, va

revelando una porción de la realidad experimentada, que espera ser conocida. No hay

material ni conocimiento previo; el conocimiento se hace en el poema; la protagonista es la

palabra poética y el poeta es como un artesano que va tanteando las palabras hasta que le

lleguen las correctas. Si bien en los primeros textos, alude a la otra postura como

complementaria, pues en última instancia y secundariamente la poesía es comunicación, ya

en 1968, en la encuesta de Batlló, instaura la controversia, al incluir la teoría de la

comunicación dentro de los “clichés que han podido reflejar los objetivos de la poesía

escrita en los últimos años [que] me parecen, desde tiempo, parciales e insuficientes,

aunque repetidos mecánicamente como postulados totalizadores” (1161).

En los textos autopoéticos de los 80/90, Valente no vuelve a hacer referencia a este

tema, pues se adentra en otros derroteros poéticos, con excepción de “A propósito de la

poética”, un texto publicado en ABC, el 2 de julio de 1997, donde rechaza de plano las

categorías, clasificaciones y definiciones de lo poético que pervierten su consideración.


405

Tacha de “funesta” la “tendencia de la mayoría de los poetas de la llamada generación del

27 de `definir´ la poesía –por reflejo o rebote del `realismo vulgar´ de los jóvenes líricos de

postguerra– como comunicación” (743). Esta tendencia adoptada implica para Valente una

gravísima involución respecto de la visión de lo poético que ya en el decenio de 1920


tenía el formalismo ruso: Shklovski, Jakubinski o Mukarovski, con los que como
lingüístico y estudioso del texto poético guardó siempre Jakobson una fuerte relación.
Para ellos la comunicación era sólo el aspecto instrumental del lenguaje; el lenguaje
utilitario –a diferencia del poético– es estéticamente neutro (743).

Observemos en esta cita que la postura valentiana se ha radicalizado: si antes

consideraba la comunicación como un elemento más de la actividad poética, en una

perspectiva más conciliadora, hacia el final de su vida se desplaza hacia el desprecio por

ella y por la generación que la impulsa (principalmente los del 27), a la cual caracteriza

como una generación “más [de] existencia antológica que ontológica” y por la “pobreza de

su reflexión por lo poético”, dio lugar a una “manifiesta falta de permeabilidad respecto de

la evolución de la teoría crítica peninsular” (743-744). Además, si tenemos en cuenta las

palabras de aquella cita, veremos que en el pensamiento poético de Valente la noción de

comunicación adquiere un matiz negativo, pues es asociada con el lenguaje que no

participa de la palabra poética, el lenguaje utilitario e ideologizado que es manipulado por

las instituciones y por las formas de poder. Por ello, en el texto de madurez “Cómo se pinta

un dragón” (1992), terminará afirmando: “La poesía no sólo no es comunicación; es, antes

que nada o mucho antes de que pueda llegar a ser comunicación, incomunicación, cosa

para andar en lo oculto…” (460).

En consonancia con la postulación de la poesía como conocimiento, Valente desarrolla

otras dos cuestiones en estrecha relación con ello: la diferencia entre tema y objeto y la

distinción entre estilo y tendencia. Valente asegura que cuanto mayor es el acercamiento de

una obra a la intencionalidad temática de su autor, mayor será el distanciamiento de lo real,

pues el tema se presenta como algo previo a la obra, responde a la intención del autor y

predetermina el acto creador, funcionando como una especie de corset. La literatura se


406

convierte en una comunicación de temas, se instrumentaliza y pierde su condición primera

de conocimiento. El tema es “el enunciado genérico de esa realidad, que aun así enunciada

puede seguir estando encubierta. El tema no determina la forma […] El tema es por sí solo

poéticamente inerte” (59). El predominio del tema es lo que se da en la llamada literatura

de tesis o de tema (60). En cambio, el objeto es “la zona de la realidad, poéticamente

conocida, que el poema revela” y es sobreintencional (59). A medida que se va develando,

va exigiendo una determinada forma, pues “impone a la palabra capaz de alojarlo su

condición y su ley”. De este modo, no debería haber diferencia ni separación entre forma y

objeto, porque la forma “no es más que el destino que la realidad impone a la palabra”, el

condicionamiento de la palabra por la realidad (59). Por eso, en PC afirmará: “las nociones

de forma y contenido se unifican, como en la forma se unen los contrarios” (276).

Distinguir entre tema y objeto permite también plantear la polémica entre dos modos de

concebir las corrientes literarias: tendencia y estilo. Como vimos, el objeto del poema

exige la asociación a una determinada forma, que es el estilo: “la capacidad del medio

verbal para producirse en cada momento en función de un determinado contenido de

realidad y para no existir en la obra más que en función de ese contenido” (48). La obra de

arte sólo se da, según Valente, si se respeta el estilo exigido por el objeto, cuya virtud

reside “en la capacidad de alojar ese contenido [de realidad de la obra literaria] y

producirse única y exclusivamente en función de él” (49). Pero si dejando de lado el objeto

y el estilo, se cae en la tendencia el resultado es definitivo: no se producirá la obra de arte.

Así de definitivas son las posiciones de Valente en la primera parte de PT. Si no se

respeta el estilo, se cae en el formalismo de la tendencia que, utilizado como modo de

valorar a los escritores, “puede ser nocivo no ya para un recto enjuiciamiento literario, sino

para la tendencia en cuestión. Nada hay nada que amenace más gravemente al joven

escritor que el tiránico formalismo de la tendencia” (47; el destacado es nuestro). Notemos

las palabras de alta carga negativa que utiliza para caracterizar esta postura contraria y que
407

se continúa en las siguientes distinciones: lo nuevo vs. la moda, la cual no es sólo “una

ganga inevitable de lo nuevo”, sino también un “obstáculo que impid[e] su real

manifestación”; el escritor original, en quien se da el “instinto de lo nuevo” vs. el escritor

snob, “hambriento de originalidad”, que “carece de nobleza” (47). El escritor que no

respeta el estilo puede caer en dos vicios que “liquidan de raíz toda posibilidad de que la

obra de arte se produzca”: el a priori estético, que hace prevalecer la autonomía del medio

verbal y se convierte en manera; y el a priori ideológico que hace prevalecer la autonomía

del tema. Establecidas estas distinciones, desde su propia perspectiva, entre lo que es

correcto y lo que no lo es, aplica estos conceptos a la realidad de “nuestras letras de

posguerra” y, como suele suceder, advierte cómo la preeminencia de la tendencia que

responde al “descubrimiento de la necesidad histórica o social de ciertos temas” ha

resultado “paralizadora”: “La adscripción a determinadas tendencias temáticas, por

oportunas o necesarias que sean, no justifica al escritor ni garantiza la existencia de la obra

literaria” (49). Valente está polemizando con las corrientes de la poesía española que

corren tras estos conceptos que él denuesta.

1.2. Polémica con los realismos

La reflexión sobre estos pares de conceptos: conocimiento y comunicación, objeto y

tema, tendencia y estilo, le dan pie al autor para afrontar otra polémica que entabla con los

poetas que se adscriben a los llamados “realismos sociales”: “Es curioso que una

promoción de escritores que pretende orientarse hacia el realismo corra de ese modo riesgo

cierto de irrealismo o formalismo temático”. Luego, diagnostica: “Abundan los poetas con

tendencia y escasean los poetas con estilo […] Por eso mucha de la poesía que se escribe

entre nosotros carece de esa raíz última de necesidad que da existencia al estilo” (50). Por

supuesto que en esta división de dos grupos también se incluye a la crítica. Por ello, opone

una “crítica de tendencias, [que] es, a todas luces, una crítica superficial y formalista, por
408

lo general miope para todo lo que en el contenido de la obra no pueda reducirse a un parvo

esquema ideológico”, a un “ejercicio de una crítica medianamente honesta”, que dé cuenta

de la “sobreabundancia anómala de la tendencia en perjuicio grave del estilo” (49). Como

vemos, todo lo que se refiera al tema, a la tendencia y a los escritores y críticos que se

rigen por estos parámetros es no sólo inadecuado o incorrecto, sino también nocivo y

peligroso.

Esta cuestión está fuertemente ligada a la consideración del realismo literario, dentro del

cual Valente también establecerá dos posiciones: a la que él adhiere y la contraria. La

primera se fundamenta en su modo de concebir el hecho poético: como medio de

revelación de una parte de lo real. Si es así, toda obra poética es realista, ya que pone de

manifiesto una zona de realidad que permanecía oculta. Por eso, ya en 1961, afirma “todo

gran arte es por naturaleza un arte realista” (1103). El realismo no depende, entonces, del

tema, de la forma, del grado de representación mimética de la obra, sino que se sustenta en

la naturaleza misma de todo proceso creador y supone un compromiso con esa realidad. En

cambio, ya en ese texto temprano, distingue los realismos “à la mode de chez nous”,

definidos

más que por el uso de medios verbales imprecisos (!) y sin relieve, por una
sorprendente identificación del lenguaje lógico y poético y por la piadosa (y
comprensible) renuncia a todo criterio de valoración cualitativa. Todo ello, además de
envolver gruesos errores, aleja el problema de sus aspectos más decisivos. Quiero
decir, más reales (1103; el destacado es del autor).

Una vez más, la postura contraria a la propia no sólo tiene características negativas, sino

que implica un retroceso dentro de la teoría literaria. El gallego parece empeñado en

denunciar estos modos “desviados” de considerar la obra literaria que producen efectos

nefastos no sólo en la misma obra, sino en lo que podríamos llamar “sus alrededores” (la

literatura en general, la capacidad crítica, las lecturas, etc.). Más tarde, en el apartado III de

NS hará referencia a esta incapacidad de los realismos de dar cuenta de lo real: “La esfera

de lo que llamamos `real´ o `realidad´ suele quedar acotada por lo que somos capaces de
409

imaginar como real en un momento dado. La realidad y sus realismos suelen ser el fruto de

una imaginación impotente, no capaz de imaginar otra cosa” (462). En este sentido, lo que

el gallego denomina “poesía verdadera” nace de una aparente paradoja entre invención y

realidad: “la conversión del lenguaje en un instrumento de invención, es decir, de hallazgo

de la realidad” (50). Así, podríamos hablar de un Valente realista en los términos que

propone Gamoneda (2011): “en ningún caso realismo instrumentalizado políticamente,

sino tocado por una voluntad solidaria y por la expresión indignada del sufrimiento” (76).

La literatura de posguerra a la que se refiere en 1961 cuando habla de “realismos a la

moda” (II; 1103) incluye tanto poesía como narrativa y es una corriente que tuvo un fuerte

sesgo realista y de compromiso político y social, que suponía el tratamiento de

determinados temas exigidos por la situación histórica española. Estos postulados realistas

de la “primera oleada de poetas de postguerra” (o primera promoción de poetas sociales

para la crítica) son también para Valente un motivo de polémica. Rescata sólo dos figuras:

Blas de Otero, a quien caracteriza como “el mayor de los poetas españoles de la llamada

primera promoción de posguerra” (44) y el “que alcanza un perfil más inconfundible y

suyo, de modo que cualquier influencia que se señale en su obra está lejos de menoscabar

su personalidad como escritor” (156); y junto a él, a José Hierro, pues son “dos de los

pocos poetas jóvenes actuales que destacan con voz absolutamente personal” (919).

Valente polemiza con esta promoción de escritores por su estrecha concepción del

fenómeno literario, sujeto a temas y a necesidades históricas, por la práctica de “un tipo

extremadamente primario de poesía política”, que presenta una “visión adialéctica de la

realidad” (1220).

En su intervención durante un Congreso realizado en Italia en 1976, afirma que la

“generación de los cincuenta” vino a rechazar esa visión de la realidad propuesta por la

promoción anterior y es lo que determina la formación del nuevo grupo (1121). Por eso, en

una entrevista de 1954, motivada por su obtención del Premio Adonais, se caracterizaba a
410

sí mismo como realista en cuanto que “[…] lo imaginativo casi no existe [en A modo de

esperanza]. Está construido sobre datos reales […], temas que aparecen en conversaciones

vulgares, fragmentos de las mismas. Por eso hay trozos representables en los que dialogan

los personajes”. Valente considera que “la poesía no inventa la vida, no puede inventarla.

No hace más que repasarla, repasarla…” (citado en Agudo 2012: 249-250). Para Agudo

estas palabras son un rechazo frontal del retoricismo al que considera como “un

deslindamiento de lo codificado como `literario´ y como una propuesta de lectura” (250).

Sin embargo, su concepción del “realismo” no coincide con lo que la teoría y la crítica

literaria suelen señalar y por ello, la noción de “poesía social” con la que se identificaba a

la generación anterior y que perdura para su propio grupo poético, pronto le empieza a

resultar incómoda. Ya en esa entrevista establece un punto de diferencia: “Creo que la

poesía social no debe serlo por el objeto de que se trata, sino por el destinatario, por las

personas a quienes se dirige” (251). Unos años más tarde, profundizará la brecha respecto

de esta postura. En “La crítica como participación”, se observa un desplazamiento claro:

“el autor de las presentes líneas no considera que su obra poética esté a salvo del posible

rigor de sus propias conclusiones” (1139). Ese rigor no se hace esperar: porque

inmediatamente después, afirma que la vigencia de esa “fórmula ya antañona [de la] poesía

social” propone “temas [que] aún fuerzan los moldes poco capaces de la palabra poética

tradicional” (1139-1140). En el contexto de lo que venimos diciendo, el predominio de los

temas, la existencia de moldes son todos puntos condenables en poesía, desde el punto de

vista de Valente. Aunque esto ya lo había apuntado, en 1963, en la encuesta de Ínsula,

donde afirma de forma contundente:

Una de aquellas fórmulas, de cuya robustez de anteayer cabía esperar frutos menos
desmejorados y monótonos hoy, es la `poesía social´. Parece claro que tal género ha
venido a dar de bruces y masivamente en un realismo de superficie o en un fenómeno
neto de lo que en otra ocasión he llamado `formalismo temático´ (1133).
411

Pero claro, aquí todavía no hace referencia a su propia participación en dicha fórmula.

En la misma encuesta, avanza un poco más y acusa a los poetas que pretenden asumir una

voz popular, simplificada o catequística, para tratar ciertos temas por conciencia, sin
duda sincera, de sus deberes ideológicos o de culto, mientras reservan los más
complejos y refinados registros de su formación lírico-burguesa para la expresión
poética de la experiencia privada (1134).

Este fenómeno que define como “falacia de la doble voz” y “esquizofrenia lírica”,

resulta una clara crítica a los poetas sociales no sólo literaria, sino también moral y

recuerda la acusación de hipocresía que Cernuda lanzaba contra sus colegas burgueses. 4

Esta crítica cada vez más aguda y corrosiva de las tendencias del momento derivará en una

polémica sostenida con su propio grupo de pertenencia, como veremos a continuación.

1.3. Polémica con la generación de medio siglo

La polémica con sus propios contemporáneos o con sus “compañeros cronológicos”

(como les dice, para indicar sólo una coincidencia temporal) influirá de forma decisiva en

la construcción de su figura autoral. Si bien, como indican todos los críticos que estudian

los comienzos y la evolución de esta generación, Valente fue uno de los fundadores y de

los más activos participantes en los actos, homenajes, antologías, declaraciones que

consagraron a la promoción del ´50 en sus comienzos, esa adscripción inicial dará paso a

un alejamiento progresivo y finalmente definitivo del encasillamiento en ese grupo. 5

González Herrán (1994) describe “la peculiar e independiente relación que siempre ha

mantenido con ese grupo al que pertenece de una manera coherentemente paradójica: como

impulsor, como teorizador, pero también como el más heterodoxo de sus integrantes” (16).

Lo que nos interesa aquí es justamente esta brecha entre las acciones iniciales de Valente

en torno al grupo, ya sean discursivas o no (que repasamos en el capítulo 1), y su posterior

4
De hecho, el mismo Valente, en un artículo publicado en Ínsula en 1969 y titulado “Lo demás es silencio”
(1164), denuncia el silencio que rodeó la obra de Cernuda por parte, no de la derecha fundamentalista y
recalcitrante que ni siquiera lo conocía, sino por los representantes de la “pretendida tradición liberal”, a la
que él mismo pertenecía y que se encargó de denunciar.
5
Para más detalle acerca de la formación y la trayectoria de la generación del medio siglo, ver: Payeras Grau
1986; Riera 1988 y 2000; Romano 2003b y 2009b; Lanz, 2009b.
412

distanciamiento, así como el modo en que se posiciona respecto de una promoción en la

que él no distingue individualidades. La mirada será tan crítica como interesada.

Repasemos algunos de esos hitos. En julio de 1953, en la revista barcelonesa Laye, se

reconoce como miembro de un nuevo grupo de poetas jóvenes que se vislumbra en el

panorama poético español, defendiendo el tratamiento concreto de los temas del momento:

Traigo a colación este artículo [el de José María Castellet sobre la actual situación del
escritor en España] porque también es prueba, a la vez, de lo necesario que resulta que
los escritores más jóvenes, los recién llegados, empecemos a afrontar temas candentes,
problemas en presencia y no nos vayamos a las nubes pedantes de un ensayismo fuera
del tiempo y del espacio (II: 876)

Nos interesa dar cuenta rápidamente de esta cita temprana, en primer lugar, para mostrar

que Valente se sentía parte del grupo de los “escritores más jóvenes”, “los recién llegados”,

que deben tomar una nueva actitud frente a las prácticas literarias de la época. Este

conjunto será el que luego la crítica denomine “generación de los 50” o “generación del

medio siglo” y de la cual el propio poeta renegará. En segundo lugar, porque ya

observamos este estilo polémico y ácido que caracteriza toda su producción ensayística.

La cuestión es que aquí defiende lo que él mismo luego atacará con similares estrategias

argumentativas. Entre las acciones realizadas por esos años y que ya mencionamos en el

capítulo 1, retomamos la serie “Once poetas” de presentaciones que será considerada luego

una primera antología del grupo, publicada en Índice de Artes y Letras en 1955; la

participación en el homenaje a Machado que el Partido Comunista organiza en Colliure, en

1959; su inclusión en la polémica antología de Castellet: Veinte años de poesía española,

publicada en 1960, que vino a funcionar como operación consagratoria de aquél mismo

grupo; y finalmente, la publicación de su libro: Sobre el lugar del canto (1963), en la

colección Colliure en homenaje a Machado. Estas acciones avalan, para Payeras Grau

(2011), “más allá de la evolución posterior del autor, y de su manifiesta desafección final

hacia los promotores de la idea, su inicial adhesión a un grupo que, por otra parte, aglutinó

personalidades poéticas muy singulares y diferenciadas entre sí” (238).


413

Sin embargo, el distanciamiento comienza ya durante el proceso de armado de

la antología de Castellet, que supuso una manipulación de la nómina por parte del grupo

barcelonés y la consiguiente expulsión de Alfonso Costafreda. En un texto de 1990, el

poeta gallego cita las palabras de Barral para rememorar el período de preparación de la

antología: “Recuerdo que en la reunión que tuvimos para hacer la antología, Valente estaba

siempre más a la contra, pero yo creo que es una de las figuras fundamentales de esta

generación, pero también por su marginalidad, por su labor espinosa”. Y el gallego

continúa:

Barral dice la verdad. Yo estaba, en efecto, “a la contra” ¿Por qué? Porque la antología
en cuestión servía sobre todo para cristalizarse un grupo de poder (literario, pero de
poder), que iba a tener en Barcelona su asiento y que trataría de arrebatar el cetro al
grupo de igual naturaleza que presidía en Madrid Vicente Aleixandre (1464). 6

Las palabras de Barral dan cuenta de cuál era, ya en ese momento, la actitud de Valente

ante las operaciones estratégicas que los poetas realizaban en pos de alcanzar una posición

dominante en el campo literario español y desplazar a sus predecesores. 7

La siguiente antología en la que es incluido es Poesía última, de Francisco Ribes,

“tomada como punto de partida para el lanzamiento de cinco poetas `ìntocables´ del grupo:

6
En este texto, Valente realiza algunas de las declaraciones más duras respecto de sus compañeros
cronológicos, llamándolos incluso: “muñecos de serrín y de trapo” (1465). El enojo del poeta se debe
también a otro punto mencionado por Barral de forma engañosa: la exclusión del poeta Alfonso Costafreda.
Valente denuncia su eliminación de la antología de Castellet por imposición de Gil de Biedma (quien lo
declaró más tarde) y con el asentimiento del propio Barral y de José A. Goytisolo (1464). En las “Notas”, los
editores de la obra completa de Valente aclaran que en el manuscrito de este texto Valente dedicó a
Costafreda una frase evangélica, que ilustra perfectamente las circunstancias e implicancias de su eliminación
como traición y abandono por parte de sus amigos, enfatizada por el suicidio del poeta: “Se repartieron sus
vestiduras” (1645). Él mismo debió comunicarle la decisión “de sus amigos” al poeta excluido y pareciera ser
un punto que le produce incomodidad, a pesar de que Valente afirma haber sido amigo de Costafreda (1515).
El mismo año escribe otro artículo en La Vanguardia, en homenaje a este poeta suicida, en el que exalta su
figura y su poesía, en contraposición con “la escayola de los eminentes [que] se llena de lagartos” (1465).
7
También en el ejemplar que el Archivo Valente guarda de la antología de Castellet, se observa, a través de
las anotaciones al margen, la indignación que le causan las palabras del barcelonés: por ejemplo, en la página
41, en la sección sobre Juan Ramón Jiménez, Castellet afirma: “Hoy, cuando su poesía está, en tantos
aspectos, alejada de nosotros…”, Valente marca la palabra “nosotros” y escribe al margen: “de él”. En la
página 43, Castellet afirma que a partir de Campos de Castilla, Machado “abraza una poética de significación
realista”. Valente subraya el título del libro y acota: “no es lo mejor de Machado”. En una cita de Dámaso
Alonso que Castellet utiliza para valorar la evolución de la poesía de Aleixandre: “el retorno a lo que
(inexactamente, pero para entendernos) podremos llamar emoción directamente humana”. Valente subraya la
frase en cursiva y acota: “¡Coño!”. También en otros textos Valente menciona su repudio total a esta
antología, acusándola por ejemplo, de ejercer “presión ideológica” sobre todo el grupo de escritores y el
consiguiente disgusto que le causa (1218-1219); o volviendo sobre la exclusión de Costafreda y el carácter
funcional de esa antología a los grupos de poder literario del momento (1515-1518).
414

Eladio Cabañero, Ángel González, Claudio Rodríguez, Carlos Sahagún y José Ángel

Valente” (Romano 2003b: 38). Allí Valente publica su ensayo inaugural “Conocimiento y

comunicación”, que ya mencionamos en reiteradas ocasiones. Ese mismo año, es incluido

también en la antología que Rubén Vela publica en Buenos Aires: Ocho poetas españoles,

para la cual entrega una versión de “[Autopresentación 1961]”, agregando un párrafo final,

donde comienza a advertirse este corrimiento de la noción de grupo: “No pertenezco a

ningún movimiento poético, pero supongo que compartiré algunas de las notas comunes

que podrían atribuirse a mis compañeros de generación” (Vela 1963: 120). Dos años más

tarde, en Antología de la poesía social (1965), de Leopoldo de Luis, si bien reafirma la

adscripción de su obra poética a la llamada “poesía social”, hacia el final la cuestiona,

admitiendo que su obra “ha sido y sigue siendo profundamente solidaria de la necesidad

histórica y social” de esta línea, pero también advierte que se vuelve una “fórmula ya

antañona” (1140).

Antes de seguir, advirtamos que, más allá de este adelantamiento respecto de la posible

crítica del lector por su menosprecio a la fórmula “poesía social”, él está participando con

estos textos de una antología titulada justamente “de la poesía social”. Es cierto que el

cuestionamiento del propio rótulo es ya un modo de resistirlo, pero no deja de ser parte de

la antología y publicar sus poemas junto a otros compañeros de promoción, lo que implica

de por sí una adhesión pública. Además, en los años siguientes, sigue participando de estas

iniciativas, que configuran sin duda una conciencia generacional tanto en los participantes

como en la percepción del resto de los actores dentro del campo literario. Por ejemplo, en

1968, José Batlló publica: Antología de la nueva poesía española (1968). Como indica

García Herrán (1994: 17), en las respuestas que el gallego redacta para el cuestionario

propuesto por el antologador, la postura de Valente parece más definida, pues afirma

coincidir cronológicamente y en una situación personal y colectiva con sus compañeros,

pero vuelve a declarar: “no me siento ligado a ningún grupo poético” (I, 1161).
415

Diez años más tarde, se gestan otras dos antologías: la de la de Juan García Hortelano:

El grupo de los años 50 (una antología) (1978), de fuerte tenor consagratorio, en la que se

incluye una nota biográfica y una serie de poemas de cada autor; y la de Antonio

Hernández, Un promoción desheredada. La poética del 50, “muy discutible”, para la que

“Valente prohibiría expresamente su inclusión en ella” (García Herrán 17). Ese mismo año

da una entrevista a José Miguel Ullán, publicada en El País, en la que critica duramente la

antología de García Hortelano en varios puntos. Sirva como muestra de la dureza sarcástica

de Valente respecto del antologador la siguiente frase:

Hortelano traza unos supuestos colectivos, como punto de partida que no son sino los
supuestos de la situación de la posguerra civil; en verdad, podrían ser aplicables tanto
a un grupo de poetas, como a un grupo de albañiles, de zapateros, de médicos o de
farmacéuticos (1978: III).

La pregunta que queda pendiente y el entrevistador no hace es si había rechazado su

inclusión en la antología de Hernández, ¿por qué no rechaza su inclusión también en ésta?

Es evidente que el poeta hace varios años que ya no se siente cómodo con su inserción en

el grupo. No sabemos la respuesta, pero de allí en adelante, el gallego deja de participar de

los encuentros, homenajes y actos que estén relacionados con este grupo poético, como él

mismo indica en 1988:

Tengo muy poca noción de la contemporaneidad y muy poca solidaridad de grupo, y


eso siempre me ha causado problemas. Yo, sistemáticamente, no voy a las reuniones
del grupo de los cincuenta, porque me parecen cargantes, y no me considero solidario
de ningún grupo […] En cierto modo, asumí la temática de ese momento [el realismo
social] porque como tal me parecía irrenunciable. Había una situación determinada y
de algún modo tenías que responder a ella […] había que estar en la línea. Y no acepté
nunca eso. Es decir, había que escribir ciertas cosas y en cierta línea, porque así eras
publicado en Barcelona, por ejemplo. A mí eso me parecía inaceptable. Desde muy
pronto supe que la escritura, por su propia naturaleza, no podía aceptar ninguna forma
de condicionamiento (Alameda 1988: 20).

Para un medio literario como el español acostumbrado a la formación de generaciones

de escritores, impulsados como tal antólogos, críticos y editores, esta desvinculación

explícita implica una fuerte (y quizá peligrosa en cuanto a la posibilidad de quedar fuera

del circuito oficial de la Academia) apuesta a su posicionamiento como escritor diverso.


416

De hecho, Gamoneda (2011) advierte que “sus compañeros y sus epígonos entendieron el

replanteamiento de Valente como extravío o traición” (80).

Sin embargo, este apartamiento radical del grupo no es repentino, data ya de muchos

años antes. En “Fuera del cuadro”, hacia 1970 en sus cuadernos de trabajo, Valente ya

realiza sus primeras declaraciones más contundentes sobre su rechazo respecto de su

pertenencia a la promoción del medio siglo. Se plantea una pregunta que parece replicar

otra que permanece fuera del texto: “¿Mi situación en el cuadro de los últimos cuarenta

años?” y la respuesta es directa y definitiva: “Evidentemente, estoy fuera del cuadro”. A

continuación, se delinean dos escenas contemporáneas. La primera de ellas es la del

franquismo: un cuadro “falso”, percibido en la “mala calidad de los colores”, que en la

periferia producía “una inmensa sensación de vómito y de imposibilidad de vivir”. Ante

esto, “escribir era un modo de tocar los límites de la ratonera, y en consecuencia, de sentir,

de modo lacerante, la nostalgia de un espacio exterior”. La segunda escena que se fue

configurando, más visible en lo cultural, fue de “oposición y resistencia”, aunque, poco

tiempo después, también se le vieron “sus condicionamientos, sus falsos colores, sus

radicales imposiciones, su subrepticia índole de ratonera de recambio”. Y una vez más, “la

escritura volvió a ser así nostalgia de un espacio exterior” (cursiva del autor). Dos

cuadros, dos grupos, supuestamente opuestos, pero que finalmente, al sentir de Valente,

estaban compuestos ambos por “predicadores”, “papagayos solemnes de la ideología”,

“fabricantes de estatuas de escayola”, “gentes con vocación de monumento, con vocación

de conformidad”, “muy resistentes ellos mismos a la inconformidad, a la inconforme

aparición de otras formas”. La caracterización de sus integrantes es llamativamente dura y

crítica. Lo mueve a Valente un enojo, una indignación, que lo lleva a tomar distancia de

estos grupos: “Respecto del llamado grupo de los 50, yo me consideraría retratado en él si

el retrato se llamase Retrato de grupo con figura ausente” (1284).


417

Atribuye, entonces, a los antólogos y a los críticos (“personajes bastante funestos”,

según dice) la confusión entre el grupo y el escritor y la homogeneización de todos en una

lectura que resulta tan fácil, como engañosa (o aburrida). La pregunta que se nos presenta

es si hace falta recurrir a tantos epítetos ofensivos para declarar que él no cree en el análisis

de la escritura a partir de grupos y pretende ser estudiado como un fenómeno único, de

trayectoria infinitamente libre (como la de cualquier escritor). El caso concreto de estas

afirmaciones no se deja de lado: Valente considera que la antología de Castellet, Veinte

años de poesía española (1960), marca el inicio de la “mistificación” del grupo de los 50 y

es parte de este engaño que, al momento en que escribe el texto, según él, todavía persiste.

El grupo, en cuanto tal, no es más que un criadero de mediocres. La lectura individual


se sustituye por la lectura del grupo y lo singular por lo mostrenco. Se olvida así algo
fundamental: el hecho de que, con respecto al grupo, el escritor es un fenómeno
póstumo. Nace, en realidad, cuando el grupo fenece (1284).

La cuestión se retomará no ya en su escritura ensayística, sino en las entrevistas. Esto no

es extraño, ya que las entrevistas publicadas en medios de comunicación llegan al público

lector medio, quien suele tener gran interés en este tipo de datos para conocer la

“ubicación” del escritor en el panorama actual, así como también en detalles picantes,

rencillas o disputas que entretienen. Valente entiende esto y no se cansará de defender su

posición radical, incluso con humor, como en la entrevista con Danubio Torres Fierro, en

la cual confiesa: “Como sabes pertenezco a eso que se ha llamado la generación de los 50 –

y cada vez que escucho tal cosa me recorre un escalofrío; me parece que son cincuenta tíos

que vienen a caballo y amenazan con atropellarse” (1993: 70). Pero esta no es la primera ni

la única vez que se refiera al tema. Al parecer, los entrevistadores están empeñados en

consultarle acerca de su vinculación con la generación del medio siglo. En 1999, Méndez

relaciona, una vez más, la formación del grupo de los 50 como grupo de poder,

principalmente el subgrupo barcelonés que Valente considera el más reaccionario y que

toma forma en la antología de Castellet:


418

El prólogo es un desastre, una autodenuncia del peso de la ideología -esto se lo he


dicho a Castellet, en su momento-. Aquello fue tremendo. Dice en ese prólogo que el
poeta más importante de la tradición moderna es Dámaso Alonso, que no es un poeta
importante. Yo reaccioné contra la gravitación ideológica. Tuve la intuición de que la
palabra poética era otra cosa; además, me fui muy rápidamente a Inglaterra. Opté por
escribir lo que me parecía sin atender a otros imperativos. Estando en Oxford me
pedía colaboraciones la gente de aquí, y a veces me las devolvían diciendo: «Hombre,
está muy bien pero no te representa». Era la manera de decir: «no nos representa a
nosotros» (1999e).

También en 1999, en la entrevista de Andrés Rojo afirma algo similar:

Durante un cierto tiempo, cuando mis compañeros cronológicos me pedían


colaboraciones, me devolvían los textos con el comentario `no son representativos de
tu obra´. De lo que creían que tenía que ser mi obra. Había una visión impuesta: para
ser de ese grupo tú tenías que escribir de una determinada manera. Si hubiera estado
mezclado con la grey, igual habría aceptado esas reglas de juego. Pero yo estaba solo
(1999d: 12).

Su negación a ser incluido en el grupo generacional responde a la necesidad de

denunciar que esos líderes también se manejaban en función del poder que ejercían sobre

los demás y que la noción de poder es opuesta a la naturaleza de la palabra poética:

¿Que el grupo se mantiene? Claro que sí, pero lo hace por lo general alrededor de una
figura dominante y a la que se acoge una serie de gentes que, de otro modo, carecerían
de existencia. Por mi parte, y abundando en estas cuestiones, debo decirte que el
régimen de pertenencia a un grupo elimina, en el escritor, un rasgo determinante de su
carácter: el factor de riesgo. Tú tienes que arriesgarte y estar dispuesto a perder la
cabeza y de ninguna manera seguir los impuestos de un grupo que alguien impone –
aunque se trate de una persona muy inteligente (Valente 1993: 70).

En 1995, vuelve sobre esta cuestión y sobre la organización del campo en tanto focos de

poder y sujetos dominados:

A mí se me ha incluido en la Generación del 50 y yo no tengo nada que ver con esto


[…] A mí me interesa la carrera del escritor solitario. No me interesa nada la política
de los grupos. Las generaciones, aparte de que falsifican la visión de toda la historia
literaria, son un arreglo para el sostenimiento de mediocres […] Sólo se puede
incorporar el pasado críticamente, porque si no el pasado te aplasta. Hay que abrir un
espacio para respirar. Esto es lo que ha faltado entre la gente de mi generación.
Además ha habido personajes que se han constituido en cabecillas de grupo y también
han aplastado a los que estaban por debajo, imponiendo su visión a los demás (Valente
1995: 9)

Repite esto mismo también en la entrevista con Beatriz Berger: “Jamás me sometí a

imposiciones de escuelas o grupos. Con respecto a los poetas de mi generación, he escrito


419

solitariamente. Cuando ellos pensaban que había que escribir poesía política, yo no lo

hacía” (1998c: 5).Tampoco escatima en embestidas contra sus compañeros cronológicos:

Una vez dije que entre toda esa generación sumaban un poeta y medio, y esto produjo
un gran desconcierto, y ahora no sé si me excedí mucho y conté con demasiada
generosidad. Estas cosas me causan muchos problemas personales, pero uno tiene que
exponerse al juicio de sus contemporáneos. Creo que todo ese grupo se lo tiene
demasiado creído (Valente 1996b: 76).

Se fortalece, entonces, a partir de esta polémica la figuración de solitario que Valente se

encargará de construir para sí mismo, como vimos anteriormente.

1.4. Polémica con los poetas actuales

En cuanto a los poetas que comienzan a escribir entre los 80 y los 90, Valente distingue

entre dos grupos. En primer lugar, valora a los que considera que no se sometieron a las

prerrogativas del poder y de la Academia, como Andrés Sánchez Robayna, Pere Gimferrer,

José-Miguel Ullán, Esperanza Ortega, Olvido García Valdés, Ada Salas (Fernández 1997:

66-67). Y así como reconoce la aparición de voces jóvenes muy buenas, tanto en castellano

como en gallego, también ataca abiertamente a los poetas de la experiencia, grupo poético

que surge en Granada en la década del 80 y se afianza en los 90 y cuyo liderazgo es

ejercido por Luis García Montero. Si bien en la entrevista con Blanca Berasátegui de 1994,

opta por la indiferencia, pues afirma ignorar “lo que pueda ser esa corriente que llama `de

la nueva experiencia´” (1994a: 18), en otros momentos elegirá la crítica mordaz para

referirse a esta nueva promoción. A ellos alude ya en 1989, en el primer fragmento de NS,

de forma indirecta: por el punto geográfico de la fundación y de procedencia de la mayoría

de los integrantes de este grupo, que es Granada:

Una escritura glanduloide y amanerada florece –si a eso, como diría Mairena, puede
llamársele florecer– en el improfundo sur. Pienso en el racionero sutil y retraído, que
hasta él mismo tenía cara de enigma. ¡Enigmas!, gritan ahora éstos con tono
acusatorio. ¿De quién descienden, digo, tales patanes fláccidos? (455)

En este fragmento, Oliván observa que Valente despliega la ironía tan cernudiana como

juanramoniana, que lo caracteriza, para “afilar su estoque entrando a matar” (167).


420

Además, indica que de estas líneas de NS, “se deduce que el poeta opina que en los

noventa no se practica el género debido a la devaluación del hecho poético y a una

deficiente relación del mismo con el discurso reflexivo” (162).También en 1997, en “A

propósito de la poética” (publicado en ABC), cierra su artículo haciendo referencia a este

grupo:

De este punto de impermeabilidad o de esterilidad nacen aun actualmente ciertos


grupos, cronológicamente intermedios, que remedan desgastadas actitudes de
apoderamiento de los pequeños o grandes –pequeños siempre, en definitiva- centros
de poder literario. Por fortuna, se va manifestando ya, contracorriente, entre los más
jóvenes una clara promesa de más ricos horizontes (744).

Se encuentran en esta cita varios de los tópicos que Valente no se cansa de repetir

respecto de la relación entre literatura y poder. Y cómo no, también la valoración positiva

de avanzar “contracorriente”. El tono sarcástico, radicalmente crítico y belicoso,

permanece constante en las entrevistas. Por ejemplo, en 1996, Astorga le consulta acerca

de qué juicio le merecen las “sectas poéticas: la poesía de la experiencia, la de la crítica”;

Valente contesta:

Todo eso pertenece a la órbita de las gentes que quieren trepar, crecer, hacerse
nombre. Son escuelas artificiales: Pequeñas peanas del poder. Y como para mí, el
espíritu está reñido con el poder, todo eso me parece ridículo. O eres un hombre de
espíritu o eres un hombre de poder.

Un año después, en una entrevista que le hace Berasátegui, proclama: “Quien no

entienda esto [que la palara poética invita a la interioridad, es interior], no entiende nada y

ahora no entienden nada. Hoy los poetas utilizan una palabra instrumental, externa, Toda

esa poesía de la cotidianidad es una birria, no sirve para nada” (1994a: 15). En los años

siguientes, el ataque no disminuye. En 1998, ratifica: “Allá [en España] hay una escuela de

la `poesía de lo cotidiano, muy mala, que no me importa ¡nada!” (1998c: 5). Y en esa

misma entrevista, cuando es consultado sobre las etiquetas que le achacan, como “poeta

intelectual” o “poeta del silencio”, lo refuta efusivamente:

¡Mentira! Eso lo dicen porque yo he retraído, he esencializado mucho la poesía. La


gente está demasiado acostumbrada a que le expliquen las cosas y ¡yo no explico
421

nada! El poema se presenta lo mismo que un cuadro y lo primero que ves es la


impresión total […] Mi poesía está basada fundamentalmente en el mundo sensible.
Además, creo que la poesía es el lenguaje antirracional por excelencia, se produce
fuera del pensamiento proposicional. ¿Cómo puedo ser yo un poeta intelectual?
(1998c: 5)

En entrevista con Nuria Azancot realiza una alusión directa a la poesía de García

Montero, ante la pregunta de la entrevistadora por la “poesía de la experiencia”: “Depende

de qué poesía y de qué experiencia se trate. Por ejemplo, `coger un taxi´ puede ser una

experiencia importante en Buenos Aires. Pero no sé si es poética” (1999c). 8 La misma

virulencia se observa en una encuesta del año 2000 (año de su muerte). Al ser consultado

acerca de cuál es el estímulo más importante para la creación poética en ese momento: si la

experiencia cultural o la experiencia cotidiana, responde con una única noción en

consonancia con Wordsworth y Eliot: “experiencia restaurada por el fino matiz de la

memoria” y “experiencia restaurada en el sentido [que es] la de muchas generaciones” (II,

1614). referencias que retoman su propia poética. Pero no se limita al hablar de los poetas

de la experiencia: “Sería, ciertamente, muy de agradecer que los poetas o grupos

epigonales en quienes encuentra origen esta falsa cuestión empezasen a ir a la escuela”

(1614). Y en la misma línea, en una entrevista publicada en La vanguardia en mayo de

2000, cierra su intervención con las siguientes palabras: “Como decía Keats, el poeta tiene

que aniquilar su identidad para dejar que el universo pase a través de él. Yerra el poeta que

habla de su experiencia personal. ¡Que se la vaya a contar a su abuela!” (2000c: 3).

Como bien afirma Romano, a través de estas posturas radicalizadas, “se proclamó

marginal frente a ese canon neorrealista (aunque, en rigor, abjurara de todo canon),

alzándose como un `pájaro solitario´ y resistente frente a cualquier contexto literario”

(2011: 339). Esta figura de autor es la que hemos observado que Valente pretende

otorgarse dentro de un medio literario corrompido por el poder, los intereses personales,

las ansias de reconocimiento, etc.

8
Se refiere al poema de García Montero, que se inicia con el verso: “Tú me llamas, amor, yo cojo un taxi”
(Diario cómplice, Hiperión, Madrid, 1987).
422

Además, al referirse a esta generación de poetas, lo que denuncia también es la situación

política, social y cultural, signada por la comodidad y la obsecuencia, que se ha producido

con el fin de la dictadura franquista. En 1994, le contesta a Berasátegui:

No hay duda de que en otras épocas los escritores, los intelectuales en general
reaccionaban con más viveza ante lo que se considera abusos de poder. Para decirlo
suavemente, los intelectuales son lentos, miedosos y cobardes, lo cual no es bueno
para el Gobierno. No soy ajeno éticamente al mundo político. Todos estamos
dispuestos –porque es muy fácil- a reaccionar contra la derecha dictatorial, pero lo de
ahora es más complicado, parece que todos están esperando algo, algún premio,
alguna subvención, alguna beca… El caso es que el mundo de la protesta política se ha
borrado del mapa intelectual. Me aterra la poca respuesta que hay a lo que yo llamaría
abusos del poder, que alimentan todo el clima generalizado de corrupción. Y nadie
asume las responsabilidades que hay que asumir (19994: 18).

Ya no hay gobierno que abuse explícitamente del poder contra los ciudadanos, pero eso

no significa, dice Valente, que no haya otras arbitrariedades e irresponsabilidades que el

intelectual debe estar dispuesto a advertir y a denunciar. Ya en 1984, advierte la situación

precaria de la palabra: “En ningún momento de la historia ha podido ser menor que en el

nuestro el respeto por la palabra” (Arancibia 1984). Y en 1989, señala su preocupación por

el modo en que se desenvuelve la sociedad actual y el papel de la poesía en ese entorno:

La tecnología desplaza la verdad. La imaginación creadora reacciona contra esos


lenguajes y la creación vuelve a tener una función fuertemente ética por su mero
proceso. Al desarrollarse como tal, como fórmula libre e independiente en su
generación de algo nuevo, acusa a ver la futilidad de lo otro. Éste es el papel de la
poesía frente a los lenguajes orientados al rendimiento (Valente 1989)

En las últimas entrevistas, la cuestión del cambio cultural se vuelve recurrente. Valente

indica cómo la palabra instrumental, la palabra del poder va copando no sólo el ámbito

poético, sino la sociedad entera a través del predominio de los medios de comunicación y

de la tecnología. La palabra se banaliza, permanece en la superficie y la poesía debe

“restaurar el uso creador del lenguaje” (1990: 105). Esto mismo (que afecta también a los

poetas) ya lo había advertido al inicio de NS: “Vivimos, cómo no, en la superficie. La

inmersión de fondo ya se ha abandonado en casi todo –también en lo poético- por temor

compulsivo a no ser vistos” (455). A esta situación contribuye el imperio de los medios de

comunicación y de la tecnología:
423

Vivimos en un mundo en el que los medios de comunicación se han multiplicado hasta


el infinito y donde cada vez nos comunicamos menos. Ya la gente no sabe hablar […]
Las tecnologías en sí no son malas. Pero vivimos en un mundo en el que predominan
ciertas formas de lenguaje, sobre todo el lenguaje del poder, el lenguaje de la
propaganda (Nuño 1998: 13).

Ese mismo año en una breve nota en La Tercera vuelve sobre la misma preocupación:

La palabra poética lo que brinda es una órbita de libertad,


horizontes completamente distintos a la palabra de la
propaganda, a la de la comunicación, a la del discurso
político y del económico. Esa es la aportación de la poesía a
un mundo que amenaza con la deshumanización (Gómez
1998).

La polémica con la generación del 80 (o los poetas de la experiencia) no es sólo en

función de unos presupuestos poéticos que considera inválidos, sino también por el

trasfondo que esa concepción estética posee en cuanto a los rumbos de la política y la

sociedad posfranquista. Valente sigue presentándose como parte del movimiento de

resistencia y de lucha de la poesía contra los abusos del poder y las tergiversaciones de la

ideología, que como afirma Goytisolo (2009), “le valieron la fama de arisco y antipático,

de agrio perturbador del consenso”. Sin embargo, sus análisis (ya fueran elogiosos o

descalificadores) se basaban en un “análisis crítico” con el que podemos estar más o menos

de acuerdo, pero que no responde a prejuicios previos o a estados de la cuestión

generalizados, sino a su propio rigor en la afirmación de sus convicciones.

2. Encuentros en la palabra poética: Valente y sus contemporáneos

En verdad, hay encuentros que acontecen fuera del espacio y


del tiempo. Que se producen en los lugares intermedios –los
más importantes– entre el límite extremo de la luz y la
sombra contigua, entre los sueños y el desvanecimiento,
entre el alba del pájaro y el tenue filo del volar. O que se
producen radicalmente en un no lugar y no tienen fin. Tal
encuentro es la palabra poética, no sujeta a la ley de
gravitación (“El diamante y la ternura”, Diario 16,
12/6/1993, 1484-1485).

Pero esas mismas convicciones que lo llevan a entrar en polémica con diversos actores

del campo, lo mueven también a respetar, admirar y acordar con otros poetas, artistas e
424

intelectuales de la época, con los que se producen esos “encuentros” mencionados en el

epígrafe, que pertenecen a latitudes, pensamientos y artes diversos, pero todos en una

misma sintonía: la de la palabra poética según el sentido desarrollado en la ideología

artística valentiana. José Lezama Lima, Aníbal Nuñez, María Zambrano, Jorge Luis

Borges, Calvert Casey, Antoni Tàpies, Eduardo Chillida, Edmond Jabès, entre otros. Todos

ellos coinciden en la reflexión profunda y sostenida en torno a la naturaleza del proceso

creador y a sus múltiples perspectivas. Haremos mención aquí a aquellos que aparecen

reiteradamente en las autopoéticas.

La primera referencia es el escritor cubano José Lezama Lima, considerado por Valente

como “grande e inolvidable maestro” (465; 1485); o también como “uno de los escritores

de primera magnitud que la lengua ha dado en el presente siglo” (673). Se conocen en

Cuba, en diciembre de 1967 y a partir de allí, se entabla una amistad duradera que

continuará por vía epistolar hasta la muerte de Lezama (Valente 2008: 1321). El cubano,

representante del neobarroco latinoamericano y “fundador de poesía” en Cuba (777), es

para el gallego un referente en la línea filosófico-poética a la que él mismo adscribe.

Comparte con él los presupuestos estéticos que motivan sus obras, pero no el estilo o las

formas poéticas, que los distinguen radicalmente. En este sentido, Valente mencionará a

Lezama en reiteradas ocasiones al modo de una cita de autoridad para reafirmar sus propias

definiciones. Por ejemplo, al hablar de la importancia del objeto por sobre el tema (en PT),

transcribe en una nota al pie la siguiente definición: “La poesía -escribe hacia 1944 José

Lezama Lima en un texto de publicación póstuma- es una manifestación hipertélica del

espíritu. Salta su finalidad y la destruye. Semejante a algunos insectos destruye al macho

después de la cópula” (60n). Valente utiliza esta definición para sugerir que la poesía

excede la intencionalidad del poeta y los posibles condicionantes externos para ir más allá,

superar esos límites y convertirse en otra cosa en el tratamiento de su objeto. En el ensayo

“Sobre la operación de las palabras sustanciales”, al hablar de la poesía como “despertar”,


425

entre la sombra y la luz, cita: “La luz es –según tan bellamente escribe Lezama Lima- el

primer animal visible de lo invisible” (302). Como en el caso anterior, la definición de

Lezama guarda cierta ininteligibilidad para expresar la naturaleza de lo poético, utilizando

paradojas o imágenes en este caso de la naturaleza para sugerir. Algo similar sucede en la

cita sobre la que se apoya Valente para referirse a la unidad entre lo espiritual y lo

orgánico, poniendo en paralelo la creación poética y la creación de la sangre:

Existe una función creadora en el hombre –escribe Lezama Lima-, una función
trascendental-orgánica, como existe en el organismo la función que crea la sangre. La
poiética y la hemopoiética tienen idéntica finalidad. Instante en que lo inorgánico se
transforma en respirante (304-305).

La referencia tampoco podía faltar en NS. Allí el nombre de Lezama es parámetro de

valoración en dos momentos: al declarar la necesidad de dejar de lado el retoricismo y

buscar la palabra esencial: “Importa tener la gracia o el don de la `abundancia justa´, como

quiere Lezama Lima en la `Plegaria tomista´ de Tratados de La Habana” (458); y al

definir, de forma enigmática, lo poético: “Lezama Lima –el grande e inolvidable maestro-

definió memorablemente, en el último ensayo de Tratados de La Habana, libro de 1956, la

súbita –no extinguible- epifanía de lo poético: `fulgurante entrevisión, instante del

relámpago en la piedra´” (465).

Además de estos postulados estéticos, Lezama y Valente compartirán algunos de sus

precursores, especialmente San Juan de la Cruz, a cuya “hondísima lectura” el cubano

llega a través de Góngora (1277); y también la admiración por Miguel de Molinos, figura

fundamental de la trayectoria valentiana.

Por otro lado, Lezama será presentado por Valente como ejemplo de artista signado por

la “no-contextualidad” entre la literatura y lo social (1187), es decir, el hecho de que la

obra poética no acepte “determinados contenidos sociales como un a priori positivo”

(como ya hemos visto). Para el gallego, esta no contextualidad suele ir unida, en lo

contemporáneo a la “extraterritorialidad” o al “exilio (interior o exterior, político o


426

simplemente social) del escritor” (1188). La figura de Lezama reúne también en sí ambas

condiciones, pues sufre un exilio: no podrá publicar nada en Cuba desde 1970 hasta su

muerte en 1976, será “desterrado de toda publicación”, atrapado en un “terrible cerco de

vacío y silencio” que le causó una gran angustia (1322). Valente lo define como “víctima

de la censura y el silencio” aplicados por el “régimen de marxismo-fidelismo-o-muerte-

venceremos” (673). De este modo, Lezama es ejemplo del artista comprometido a través

de la palabra poética y por ello, juzgado y escarnecido por el poder. Su caso será motivo de

escándalo para el poeta gallego. Ante esto, el único consuelo será la propia definición de

Lezama que identifica la poesía con la resurrección y que Valente utiliza en los textos de

homenaje y reconocimiento que le dedica: “Sí, maestro, he ahí su última palabra, como

usted quiso sentirla, como ella fue o es, la poesía, metáfora de la resurrección” (677); “Sí,

querido maestro, volveré –le respondo-, porque yo, como usted, creo que, al igual que

Lázaro, la poesía adelanta la sustancia de la resurrección” (1278). No veremos una

admiración tan absoluta de otro contemporáneo. Lezama Lima gravita, definitivamente en

la obra valentiana, con la fuerza de sus precursores, no sólo por sus presupuestos estéticos

sino por la admiración en términos personales que Valente le profesa, la cual nace en el

momento en que lo conoce y permanece hasta el final, como vemos en la rememoración de

su primer encuentro:

Entón fun ver a Lezama e empezou a falar… e eu quedei… en nunca tiña coñecido
unha cousa semellante, era unha forza da naturaleza. Falaba como escribía. O mesmo
escribía, como falaba […] Tiña un poder de imaxinación incrible […] tiña unha forza
absolutamente incrible, ademais tamén era moi irónico (Rodríguez Fer 2000: 199).

En 1998, también recuerda lo definitorio de la relación: “Entre Lezama y yo se

estableció una relación fulminante de comprensión mutua […] En Lezama, la creación y la

relación personal estaban prácticamente fundidas […] Era un hombre de letras integral, un

hombre totalmente marcado por la creación literaria, por la palabra” (Nuño 1998: 8). Lo

describe casi como un alter ego de sí mismo.


427

La amistad con Lezama Lima se ve cruzada por la amistad con una filósofa y poeta

española, María Zambrano. Este intercambio es fundamental, pues como afirma García

Lara, “está en la base del giro final que el autor dio a su obra y a su poética a partir de las

relaciones entre poesía y filosofía, o mejor dicho, su indistinción” (33). De hecho, muchos

de los textos en los que Zambrano es mencionada, lo es en relación con la amistad entre

ella, Lezama y Valente (50-51; 1278; 1319; 1482). Entre 1962 y 1989, Valente recibe 17

cartas de María Zambrano (resguardadas en el archivo de la Cátedra Valente, USC) y

podemos suponer que él le escribe otras tantas. Más allá del vínculo personal y familiar

que ambos compartían, el epistolario se desarrolla principalmente en torno a los núcleos

temáticos comunes del pensamiento de ambos escritores. Por esta coincidencia, es que la

mención de Zambrano en la obra ensayística de Valente es frecuente. En el corpus de

autopoéticas, seleccionado para esta investigación, Zambrano aparece mencionada una sola

vez como autora de la siguiente definición: “Palabra que no es concepto pues es ella la que

hace concebir” (304). Esta idea expresa uno de los postulados fundamentales de la poética

valentiana. También la menciona en textos que se encuentran dentro del espacio

autopoético, como por ejemplo, en “Poesía y exilio” (1993), para dilucidar el significado

del exilio, no sólo como un hecho exterior, sino como parte de la condición humana:

A mediados del siglo XX, María Zambrano, en su tan entrañable, `Carta sobre el
exilio´, escribe: `Pocas situaciones hay como la del exilio para que se presenten como
en un rito iniciático las pruebas de la condición humana. Tal si se estuviese
cumpliendo la iniciación de ser hombre´ (685).

También en “Poesía, filosofía, memoria” (1996), Valente advierte el aporte fundamental

de Zambrano para fortalecer la convergencia en la expresión de filosofía y poesía (720). El

gallego indica que es en Claros del bosque (1977), donde la pensadora asume esa

convergencia, de ascendencia heideggeriana, en su propio texto. Y valora la propuesta de

una forma de pensamiento que se conecte con la realidad de una forma más fluida y

viviente, fuera de los estrechos límites del método y la formulación. Postula, entonces, el
428

“inaprensible movimiento del pensar”, caracterizado por la transparencia, la quietud, la

afectividad: “pensar y sentir convergen en un `sentir iluminante´ (Zambrano dixit) que se

traduce en un conocimiento puro del mundo, sin mediación alguna, que nace en la

intimidad del ser, y que lo abre y lo trasciende” (Abreu Ramos 332). Valente explicita

también la importancia que Zambrano posee en la historia del pensamiento español y cuyo

reconocimiento es moroso o escaso:

Creo que este reconocimiento del lugar que María Zambrano ocupa en la historia
reciente del pensamiento español le es, en todo rigor, debido. No quita ello para mí,
que tan en su proximidad estuve, la posibilidad de ver esa figura desde muy otros
ángulos. Y escribo esto, por vez primera, públicamente, pues sé que determinados
perfiles por mí trazados de la persona cuya obra acabo de evocar han sido objeto de
aciagas o estólidas interpretaciones (721).

La filósofa española reúne para Valente dos características esenciales como figura del

campo intelectual español, que a él le interesan particularmente: por un lado, sus

importantes aportes en la vinculación entre poesía, filosofía y religiosidad, siguiendo la

tradición “de los grandes espirituales españoles, desde Juan de Valdés a Teresa de Ávila o

Juan de Yepes” [Juan de la Cruz] (1300), y de Miguel de Molinos (342n); por otro lado, la

necesidad de que sea reivindicada por él, al no haber sido justamente valorada y

adecuadamente interpretada por el medio español.

Otro autor que se hace presente en NS, es el cubano Calvert Casey, con quien Valente

compartía “una amistad personal” (434). Si Lezama Lima es “desterrado de toda

publicación” por la censura del régimen castrista, Calvert Casey es el desterrado de la vida,

el exiliado definitivo en el suicidio, como Paul Celan, Gabriel Ferrater, José María

Arguedas. Todos ellos estaban convencidos de la no-homogeneidad entre el logos literario

y el logos social y eran adeptos extremos de la extraterritorialidad experimentada por el

escritor que atiende al “desacuerdo fundamental del que la palabra poética es portadora”

(1189) y que no acepta las prerrogativas, las censuras, los límites del poder y las
429

instituciones públicas. En el caso de Casey, Valente considera que es el gobierno cubano el

responsable último de su muerte:

cuantos conocemos a Calvert sabemos que éste llegó a Cuba irrevocablemente


suicidado. Después de su frustrado regreso al medio originario, del que huyó aterrado
por la implacable persecución que el Gobierno desencadenó contra los homosexuales,
Calvert sabía –y solía repetirlo- que sólo le mantenía en vida la existencia de su madre
en la Cuba del retorno imposible. Apenas fallecida su madre, Calvert llevó al acto lo
que en el interior de sí ya estaba consumado: la muerte (1321).

Más allá de lo que el escritor cubano puede simbolizar respecto de las relaciones entre

poesía y poder, Valente y Casey comparten una afición fundamental: la lectura de la Guía

espiritual y la consiguiente admiración de Miguel de Molinos. Tal es así que ambos tenían

como proyecto realizar una edición del texto debidamente restaurado, proyecto que se vio

truncado por el suicidio del cubano y que Valente debió llevar a cabo solo. Esto es narrado

justamente en la introducción que Valente realiza en su edición de la Guía espiritual

(“Breve historia de una edición” [434-447], publicado en Alianza [Madrid, 1989]) y que

repite en un trabajo sobre Miguel de Molinos, publicado en la revista Turia, en 1996 (726-

731). Calvert Casey era también un escritor sobre el que “gravitaban fuertes influencias de

la espiritualidad oriental y de las formas en que en ésta asume la visión o la experiencia del

vacío o de la nada”. Para la misma época, Valente descubría que esas “formas de

experiencia interior” poseían también una alta expresión en la cultura occidental, aunque

habían sido sumergidas o marginadas. Así ambos convergen en una intensa lectura y

comentario del místico aragonés (434-5; 726) y el rescate de un modo de pensamiento

proscrito del canon consagrado y de la ortodoxia religiosa. La admiración por Miguel de

Molinos supone también una posición clara respecto de los escenarios del poder en sus

diversas esferas.

Aunque no obtenidos directamente de textos autopoéticos, estos datos nos sirven para

comprender por qué Valente homenajea a su amigo en NS, libro homónimo de un libro

publicado por Casey, donde la presencia de éste se filtra por las grietas del discurso. La
430

denuncia de las manipulaciones y presiones del poder y de las instituciones sobre el

lenguaje, la necesidad de depurar la palabra poética y librarla de ese lastre, la presencia

sincrética de las diversas corrientes místicas para explicar la naturaleza de esa palabra, la

condición “extraterritorial” y liminar del poeta comprometido con la poesía, son ejes del

texto en los que la sombra del cubano se proyecta, aun sin ser nombrado explícitamente.

También tuvo con él una relación personal muy cercana y hacia el final de su vida, Valente

reconoce admirar tanto su escritura como su persona: “Eu tiven unha relación moi intensa

con Calver Casey. Era unha persoa encantadora e fomos moi amigos. Admiro moito a súa

escritura […] Teño moita fidelidade ao recordo de Calvert” (Rodríguez Fer 2000: 197).

Dos de los escritores nombrados hasta ahora son cubanos. De hecho, Valente reconoce

en sus entrevistas tener una relación fluida con sus colegas latinoamericanos: los dos ya

mencionados, pero también Emilio Whestphalen y Jorge Luis Borges. Y por otro lado, no

deja de insistir en la importancia de figuras como César Vallejo, Rubén Darío y Pablo

Neruda. El poeta gallego considera que la unidad de lengua que hay entre los españoles,

los latinoamericanos y los españoles sefardíes no puede ignorarse, pues la tradición en

lengua española es la matriz que une a todos los hispanohablantes y que supone una

riquísima variedad (1984b: 86). Por eso, insiste en la importancia de tener una relación

estrecha con los latinoamericanos: “Los escritores españoles tienen que entender […] que

sin sus pares latinoamericanos no pueden ahondar en su tradición intelectual y literaria”

(Torres Fierro 1993: 71). Años después, él asegura haber seguido esa máxima,

estableciendo un nuevo punto de disidencia con los españoles: “Yo, personalmente, me

comunico mejor con los poetas latinoamericanos de mi edad y con los jóvenes que con los

poetas españoles, al menos con los que están llevando la política literaria en este país”

(Nuño 1998: 10). A Westphalen lo caracteriza como “uno de los poetas vivos […] más

importantes de la lengua española […] [Con su libro Las ínsulas extrañas] establece ya
431

entonces la conexión con el eje de la poesía española” (Nuño 1998 9). También rememora

su encuentro con Borges en un congreso en Berlín y asegura:

Era moi simpático, moi intelixente e moi modesto no fondo, este tipo de persoa que se
despega de sí mesmo, que non termina de crer que existe. A mim interésame
moitísimo isto porque ademais creo que tamén me pasa un pouco a min, que non creo
que exista completamente (Rodríguez Fer 2000: 200).

Hay otros textos dedicados a estos dos autores, que dan cuenta de que, en ambos casos,

los núcleos de reflexión de sus textos coinciden con los de la escritura valentiana. 9

Por último, otra figura evocada frecuentemente por Valente es la de Alberto Jiménez

Fraud, fundador de la Residencia de Estudiantes de Madrid, discípulo de Giner de los Ríos

y continuador del espíritu de la Institución Libre de Enseñanza y el krausismo. Así lo

describe el gallego en uno de sus textos: “Tengo para mí que el último gran continuador

del espíritu de la Institución [Libre en Enseñanza] que me cupo conocer, don Alberto

Jiménez Fraud” (1204); o también, como prolongador de “una estirpe mayor de maestros

orales, como Francisco Giner y don Manuel Cossío” (1136).Valente entabla una amistad

con él durante su estancia en la Residencia de Estudiantes y luego es quien lo recibe

cuando se muda a Oxford. Jiménez Fraud es la figura del maestro, respetado y admirado.

Uno de los reconocimientos que le hace el gallego es por el modo en que dirigió la

Residencia, con un espíritu humanista: la constituyó en “lugar de la amistad y el diálogo,

como un alto lugar de la cultura o del espíritu, entendidos ambos como espacio de

encuentro y de unificación de los saberes y de las artes, de la investigación y de la

creación” (1429). Pero no es sólo Valente el agradecido; muchos escritores habían pasado

9
A Westphalen le dedica, en 1991, dos textos que funcionan como prólogo de la obra del poeta peruano:
“Apariciones y desapariciones” (645-650) y “[Sobre Emilio Adolfo Westphalen]” (1475-1476).
Principalmente, en el primero podemos observar cómo Valente reconstruye la estética del peruano en plena
consonancia con la propia: “A Westphalen, a su poesía y a su persona, le es connatural el silencio […]
Escritor de muy radicales rupturas, lo es también de hondas y sedimentadas afinidades […] Westphalen
pertenece, pues, por naturaleza y estirpe, a una tradición marcada por la exploración intensa del lenguaje
poético mismo y la oposición espontánea a las formas más visibles y más impositivas de las retóricas
vigentes” (646; 648). A Borges también le dedica dos textos en la década del 70: “El otro Borges”, de 1971
(incluido en PT: II, 224-229) y “Borges y yo”, de 1979 (1280-1282), en los que claramente se hace referencia
al tratamiento de la cuestión de la alteridad tan presente en ambos autores. Para un mayor desarrollo de esta
relación, ver: Rodríguez Fer, Claudio (2013).
432

por esa casa y continuaban años después enviándole cartas a Jiménez Fraud en el exilio

(primero en Oxford, luego en Ginebra):

Pienso ahora en la modesta casa de Wellington Place, donde habita don Alberto
Jiménez, en el corazón de la vieja ciudad universitaria inglesa. Allí llegan cartas de los
residentes diseminados por todas partes del mundo, pero por allí desfila también año
tras año una gran cantidad de gentes jóvenes de España, que reciben siempre una
palabra de aliento o de verdad, un consejo, una ayuda (204).

Valente funda su relación con el maestro en la fidelidad y en la conversación sostenida

en torno a la poesía (1429ss). Él mismo lo acompaña en el momento de la muerte y le

dedica luego el poema “Epitafio”. En su Lectura en la Residencia de Estudiantes de 1989,

también le hace un “homenaje viviente” a los 25 años de su muerte.

Nació la Residencia [de Estudiantes] sobre supuestos espirituales y de acción práctica


directamente inspirados en la labor educadora de Giner y de Cossío, pero su particular
perfil, su desarrollo, su existencia en suma, son creación original que lleva el
personalísimo sello de otro hombre, don Alberto Jiménez Fraud (203).…

La influencia de Jiménez Fraud resulta definitiva en la vida del gallego:

Fue una relación absolutamente filial y decisiva. Él me puso en contacto con una
tradición a la que yo no había tenido acceso. La España de la que yo había salido era
una España de dictadores. Todos hablaban mal del dictador pero todos eran dictadores,
Menéndez Pidal, Dámaso, todos eran cabecillas de facciones. En don Alberto descubrí
la enorme elegancia del que sabe oír e incita a hablar, cosa que en España era una
rareza, alguien que te incitaba a descubrirte a ti mismo. Ésa fue una de las bases de su
labor en la Residencia. Recuerdo con nostalgia y gratitud las horas pasadas en su casa,
el ir y volver hasta la parada del autobús absortos en la conversación sin querer
despedirnos (Valente 1999e).

Además, fue un activo protagonista en el debate de la época en torno a la universidad y

la educación “como creadoras o contaminadoras de libertad” (1138), y también a la

presencia de dos culturas incomunicadas: la humanística y la científica, problemas que

también preocuparon a Valente. A esta reflexión Jiménez Fraud dedicó su vida y su obra.

Todos aquellos con los que Valente establece fuertes lazos de amistad o camaradería

comparten con él el modo de concebir el hecho literario, la cultura, el lenguaje, etc. No

pertenecen a lo que la crítica podría considerar un mismo grupo, una misma generación

literaria o un mismo movimiento. Son voces muy peculiares, de orígenes diversos,

reflexionando, de modo consonante, acerca de los núcleos fundamentales no sólo del


433

quehacer poético, sino de la cultura, la educación, la realidad española en la etapa final de

la modernidad.

3. Los sumergidos ritmos de la lengua: Valente y la “galleguidad”

…la lengua gallega (o cualquier otra lengua) […], se escribe


o no se escribe en nosotros. Somos, pues, nosotros quienes
quedamos escritos inscritos en ella (1328).

Valente nace en Galicia y permanece allí hasta que se muda a Madrid en 1948. Su

relación con la región será constante, según él. Sin embargo, esto no se verá claramente en

sus textos ensayísticos, cuyas alusiones al tema gallego aparecen tardíamente. Tampoco es

temprano el uso del gallego en su poesía, tal como recuerda el mismo Valente en 1999:

“Yo publiqué algunas cosas en gallego en esa etapa y no volví a escribir en gallego hasta

las Cántigas de Alén, que escribí en la emigración” (Valente 1999e).

Ese poemario, Sete cántigas de alén, editado por Edicións do Castro (La Coruña, 1981),

genera un comentario de César Antonio Molina en la Antología de la poesía gallega

contemporánea, que Valente se dispone a responder en “Acotación a una antología”,

publicado en Faro de Vigo, el 21 de abril de 1985; primera alusión en su obra ensayística a

su relación con Galicia. La frase de Molina que genera la escritura de este texto es:

“Posteriormente Valente vivió ajeno a su origen. Galicia y su cultura tendrán cabida

explícita en dos poemas incluidos en Breves son (1968)” (1329). El gallego responde a esto

contundentemente: “El tema del origen es tema central de mi escritura, en verso y en prosa.

Difícilmente podría haberme desentendido del mío propio. Mi escritura en castellano lleva

una indeleble marca de origen” (1329). Según su perspectiva, un recorrido de sus primeros

libros revelaría esa vinculación con su origen, donde los poemas presentan “muy precisas

connotaciones gallegas de lugar, de paisaje, de luz”. A continuación, hace un rápido y

breve repaso de algunos de sus poemas en castellano que se originaron en temas o cantos
434

gallegos y también algunos poemas en gallego que ahondan en cuestiones castellanas. 10

Las afirmaciones de Molina parecen haberle generado una necesidad de justificar el exiguo

uso de la lengua gallega en su obra; reproche que retruca de dos modos: por un lado,

hablando de la imposibilidad de la autotraducción desde su modo de concebir la palabra

poética:

Se escribe desde muy hondos posos, desde muy sumergidos ritmos de la lengua, que
se nos imponen o hablan en nosotros y que exigen una relación con la palabra de la
que todo fenómeno, por inmediato que fuera, de autotraducción, quedaría excluido
[…] En verdad, no se escribe en gallego (ni en cualquier otra lengua); al contrario, la
lengua gallega (o cualquier otra lengua), por determinantes ajenos a todo voluntarismo
o personal programación, se escribe o no se escribe en nosotros. Somos, pues,
nosotros quienes quedamos escritos inscritos en ella (1328).

En consonancia con su concepción de la palabra, la elección del idioma quedaría

supeditada a los modos de manifestación de ella y no a la voluntad del poeta, por lo cual

justifica su mayor o menor uso del gallego.

Por otro lado, luego del recorrido mencionado por su obra, cierra el texto presentándose

incluso como quien quizá más se ha referido a su origen: “Tal vez no fuese fácil encontrar

a nadie que haya vuelto en la escritura con mayor persistencia a esa ciudad en la que tuve

origen y de cuyo nombre, con frecuencia tal que es ya naturaleza, no quisiera acordarme”

(1330). También en la entrevista mencionada con Méndez, vuelve a insistir sobre la

gravitación de su origen y experiencia gallegos en su obra, más allá del idioma en que haya

sido escrita:

Galicia está muy presente en mi obra en gallego, que es reducida, muy intensa y que
no considero de menor calidad que la escrita en castellano y que le es contemporánea.
Hay una gran presencia de Galicia en los poemas escritos en castellano, una evocación
del mundo provinciano, de personas de la familia, del paisaje. Esos primeros libros
están empapados de la luz gallega. Luego pasa el tiempo y vuelvo otra vez a Galicia
en las Cántigas de Alén. El paisaje gallego sigue siendo mi paisaje a pesar de que
Almería me llama mucho (Valente 1999e).

10
Respecto de la formación intelectual y las relaciones culturales que Valente entabla en Galicia, durante su
vida en Orense y Santiago, consultar: Rodríguez Fer, Agudo y Rodríguez Fernández (2012): “Valente en
Galicia: quedar para siempre” (13-168).
435

En 1986, publicará en El País, un homenaje a Castelao en “Castelao 86”. Es la primera

vez que Valente se refiere a la cuestión gallega en sus ensayos. Este texto será retomado en

dos textos autopoéticos en gallego, de 1999, que guardan cierta unidad en la constitución

de la “galleguidad” valentiana, como veremos. Lo mismo sucede con el texto “Basilio en

Augasquentes”, que publica en 1989. Luego, en la segunda mitad de los ´90, se produce

una sucesión de textos ensayísticos, en gallego, para medios periodísticos o para eventos

en la región: “Bodas de sangre”, “O eros do novecentos” e “Incitación á desobediencia

cívica”, los tres publicados en La Región, 1997 (el último apareció también en El

Progreso); y también “O camiño”, publicado en La voz de Galicia en 1999 e incluido

luego en Faíscas Xacobeas (Sociedade A Nosa Galizia, Ginebra, 1999). 11 Esta serie no

será objeto de nuestro estudio, pero la mencionamos porque marca este acercamiento final

a una tradición que si bien permanecía presente en la obra de Valente, no era la principal.

Por otro lado, tenemos dos textos, también elaborados en gallego, que conforman un

conjunto autopoético fundamental en la constitución de la figura de la “galleguidad”

valentiana, a los que ya nos referimos en el capítulo 1. Son dos textos “prepóstumos”

(término que el mismo Valente usó alguna vez [1515]), es decir, cercanos a la fecha de su

muerte y al final de su trayectoria literaria y por ello, sumamente significativos.

El primero es “Figura de home en dous espellos” (1535-1554), texto publicado en

Comunicación, sociedade, un debate permanente, libro coordinado por Xosé López García

y editado por la Consellería de Cultura e Comunicación Social de la Xunta de Galicia, en

1997 y leído como conferencia en el Club Internacional de Prensa de Galicia, en 1999. 12

El segundo texto lo conformarán las “Palabras de investidura como Doutor Honoris

Causa” de la Universidad de Santiago de Compostela, llevado a cabo el 15 de diciembre de

11
Se exceptúa “Retorno”, de 1996, de tema gallego pero escrito en castellano. Narra uno de sus regresos a la
región para, por un lado, elogiar los avances de Santiago como ciudad cultural y por otro, criticar la
permanencia del caciquismo en la Galicia profunda
12
Las páginas indicadas corresponden a la traducción de este texto, realizada por Manuel Fernández
Rodríguez, que se encuentra en la sección “Notas” del tomo II Ensayos, de las Obras Completas (pag. 1648-
1656).
436

1999. 13 Una de las particularidades de estos textos es que incluyen otros, escritos

previamente, tanto ensayísticos como poéticos y, entre ellos, algunos escritos

originalmente en castellano y luego traducidos al gallego para estas lecturas particulares.

En ambos discursos, Valente reconstruye su trayectoria gallega a partir de las siguientes

acciones: señalar el “Reino de Galicia” como su lugar de nacimiento (específicamente, la

ciudad de “Augasquentes”, nombre que le da a Ourense); afirmar su pertenencia a la

llamada “promoción de enlace” (escritores gallegos nacidos en los años veinte); establecer

su contacto más fluido con un poeta gallego: Xesús Alonso Montero; justificar su

alejamiento de Galicia y de España, a través del motivo de la huida, como “manera de

supervivencia”; asimilarse a otro escritor exiliado: Neira Vilas, quien escribe en gallego

desde América; indicar una característica compartida por los escritores de esa generación:

“el silencio del gallego en los años en que empezó mi, nuestra escritura” (1652);

manifestar la latencia del gallego en su propia vida, etc. Pareciera ser que lo que quiere

probar o reafirmar Valente en este texto es que su “galleguidad” permanecía intacta, aun

cuando escribía en castellano y que su poesía (ya sea en uno u otro idioma) remitía

igualmente al mundo y cultura gallegos, cuestiones que podemos conjeturar que se le

achacaban como defectos: “Este hecho apunta a la tradición gallega en función de la cual

hace falta leer mi poesía, sobre todo la primera parte de mi poesía” (1653). Para establecer

este vínculo persistente también indicará sus influencias, principalmente de los escritores

de la vanguardia gallega (Manuel Antonio, Rafael Dieste, Luís Pimentel, Vicente Risco,

Rosalía de Castro), así como de los cancioneros galaico-portugueses y la poesía gallega

medieval, especialmente los textos de Alfonso el Sabio o de Berna de Bonaval, a quienes

cita. Sin embargo, hacia el final, será la figura de Rosalía la que rescate como “el centro de

las letras gallegas modernas” y un hito fundamental de su formación como poeta en cuanto

13
Su traducción, realizada también por Manuel Fernández Rodríguez, se encuentra en las páginas 1663-1665.
437

que para él “la figura de Rosalía es la encarnación de la palabra poética” (1655). Ponderará

a esta autora no sólo en relación con su obra, sino con toda la tradición de la península:

Una escritora que tiene sobre mí una influencia radical es Rosalía de Castro. He
escrito repetidas veces sobre ella y la considero un grandísimo poeta. Creo que en la
segunda mitad del siglo no hay más que dos poetas importantes de verdad: Rosalía y
Bécquer […] Pero sobre todo Rosalía, Rosalía rebasa los límites de la lengua gallega e
influye con sus libros en gallego y en castellano en Machado y en Juan Ramón
Jiménez. Y está presente en un poeta que nadie lo sospecharía, que es Cernuda.
Cernuda utiliza trozos de canción que son rosalianos. Rosalía es un poeta muy
importante, la línea que ella marca es para mí muy iluminadora, me siento depender
mucho de esa línea de poesía gallega y de los modernos, pues también leí mucho a
Dieste y a Manuel Antonio. Hay elementos de la tradición gallega que han pesado
sobre mí.

Previamente, Valente sólo ha dedicado dos artículos a la literatura gallega y ambos

tratan sobre el mismo autor: “Realidad y sueño: La puerta de paja, de Vicente Risco”

(1953) y “Vicente Risco o el estilo como virtud” (1962), cuyo logro es “el recato y la

claridad de la palabra” (1119). El mismo año de “Acotación…”, vendrá un texto dedicado

a Rosalía de Castro: “Rosalía de Castro o el deslumbramiento” (1985), donde la equiparará

en importancia a Bécquer como inauguradores de la modernidad y a Teresa de Ávila por su

entrada en la plenitud de la palabra. De hecho, en 1984 había declarado en una entrevista la

importancia de Rosalía: “Los escritores gallegos cuya influencia he podido sentir están

muertos. No me refiero, claro está, a Rosalía de Castro, que sigue siendo nuestro más

absoluto escritor, sino a Vicente Risco, Manuel Antón o Rafael Dieste” (1984e: 86).

Ambos autores: Risco y Rosalía, son los que Valente menciona con mayor frecuencia al

ser consultado sobre su relación con Galicia. De hecho, en la entrevista con Rodríguez Fer,

habla sobre su vida en Galicia y da cuenta del magisterio intelectual que ejerció sobre él

Vicente Risco, hombre de vanguardias que “a pesar dos coqueteos que tivo con nazismo

[…] sempre foi para min un exemplo e, dende logo, sigo crendo que é o escritor máis

importante da modernidade galega, tanto en galego como en castelán” (1998b: 458). Sin

embargo, resulta por lo menos llamativo que, al hablar de la presencia de sus precursores
438

en textos previos, no encontramos declaraciones similares ni sobre Rosalía ni sobre ningún

escritor gallego.

Dijimos que estas dos autopoéticas pre-póstumas incluyen textos escritos con

anterioridad. En el caso de “Figura do home…”, los poemas leídos pertenecen a Cantigas

de alén, por lo que su idioma original es el gallego (excepto uno). Sin embargo, se produce

algo extraño. Del poema dedicado a Rosalía de Castro (“Rosalía”), escrito originalmente

en gallego, Valente lee irónicamente no sólo la versión original, sino también su traducción

al castellano, realizada justamente por César Antonio Molina, aquel a quien había

enfrentado en “Acotación…” justamente en relación con, entre otras cosas, la posibilidad

de autotraducción de los propios poemas del gallego al español y viceversa.

Evidentemente, está provocando tangencialmente a Molina y sus afirmaciones.

Cita, además, dos textos en prosa, escritos en castellano: “Basilio en Augasquentes” y

“Castelao 86”. El primero trata sobre un sacerdote a quien caracteriza como “una figura

extraordinariamente no recordada por sus compatriotas. Sin embargo, fue este hombre una

de las grandes personalidades de la modernidad gallega” (1546). Un cura exiliado,

defensor del campesinado, orador, periodista, entre muchos otros logros, que olvidado

durante el franquismo, impactó fuertemente en la imaginación del joven Valente. Autor de

dos tomos que el poeta encontró en una biblioteca ominosamente presente en su casa

materna, que finalmente se revelaría como propiedad del propio P. Basilio Álvarez. Es por

eso, que esta figura le permite recordar ese espacio repleto de libros prohibidos, que en

principio, no pertenecía a nadie y que fue “un insospechado alimento que terminó

apartándome de casi todo lo demás y que, sin duda, determinó mis primeros intentos de

escritura” (1548). Los libros que encuentra en esa biblioteca provienen de culturas y

épocas diversas: la Biblia en distintas versiones, el Orlando de Ariosto, Tasso, Dante,

Darío, Chocano, Rosalía, Curros y Lamas Carvajal, Cervantes, Hugo, Dumas, Flaubert,

Maupassant, Felipe Trigo, Pedro Mata, entre otros. Este texto, inserto en la conferencia que
439

estamos comentando, llama la atención, pues en cierta forma, genera algunos ruidos

respecto de las influencias gallegas que el autor pretende afirmar como definitivas en su

literatura (principalmente en la primera etapa) y los libros que leyó y que lo marcaron

definitivamente.

Es por eso que anteriormente decíamos que es curioso el modo en que Valente pretende

en estos textos establecer fuertes conexiones y deudas con la cultura y la lengua gallegas,

cuando sabemos que su escritura es deudataria de influencias mucho más amplias y

variadas y que parte de su estilo y también de sus logros están en ello. Además, no es

posible leer las palabras de esta Conferencia sin remitir a su inicio, donde la noción de

sujeto (y de la posibilidad de hablar del sí mismo) se alude como una frustración desde el

comienzo. Él construye, en esta ocasión, un recorrido que lo emparenta directa y

fuertemente con el mundo gallego, pero que se distancia de lo enunciado por él en otras

ocasiones, en las que afirma que sus influencias son muy heterogéneas, como vimos. En

este caso, estaría constituyendo para sí la máscara del Valente-gallego.

Hacia el final de este texto, vuelve a hacer hincapié en la importancia de la biblioteca de

Basilio Álvarez para su formación como escritor, y recién allí hace foco en los autores

gallegos incluidos, pues pone como punto de partida de sus primeras creaciones en gallego

de la adolescencia (que permanecieron inéditas), el contacto con esta tradición, así como el

contacto con el idioma cuando iba a la aldea. El hecho de que hablar gallego estuviera

prohibido en la ciudad por el régimen franquista, así como el silencio de los galleguistas

produjo en el joven de espíritu rebelde y predisposición siempre crítica, según el mismo

Valente, la necesidad de escribir en la lengua que consideraba suya (el gallego), en contra

de la otra que consideraba una imposición (el castellano): “Eu crin que había aí unha

presión o unha represión, entón, instintivamente eu escribín en galego para levantarme

contra esa represión” (1998: 459). Esto no hace más que fortalecer la imagen del poeta

siempre en lucha contra las injusticias y en actitud contestataria contra las imposiciones del
440

poder y marcar así la presencia del gallego en el inicio de su actividad poética, aunque sea

recién con la publicación de Cántigas de Alén que aparezcan versos suyos en este idioma.

El segundo texto en prosa leído por Valente, “Castelao 86”, será retomado también en el

Discurso de Investidura como Doctor Honoris Causa en la USC. Allí no sólo rescata la

figura de Castelao como fundador de tradición y una de sus lecturas más importantes, sino

que también se explaya en torno al sentido del pensamiento nacionalista gallego, en pos de

valores como “soberanía nacional, autonomía, federalismo, pacifismo, antiimperialismo”

(1343). Advierte allí que este nacionalismo es una reacción contra el manto de bruma y

desconocimiento que ha cubierto siempre a Galicia y tanto “una reivindicación de una

identidad exteriormente amenazada” como “una reivindicación de una identidad

interiormente traicionada”. Por otra parte, aclara que Castelao (que debería ser referente en

la educación cívica de los gallegos) proponía un nacionalismo universalista que promovía

una “soberanía natural, reconocida y respetada” de cada región que fundamente la

“conciencia solidaria de nación”. No es un nacionalismo cerrado y fundamentalista, sino

uno que, con carácter federalista, se integre a la “gran unidad hispánica o ibérica” (1344).

Este último punto es fundamental para entender por qué Valente, que rechaza el

pensamiento dogmático y los corsets de las categorías, acepte y defienda una forma de

nacionalismo. Sigue igualmente siendo un discurso un tanto discordante en relación con

los otros textos que hemos visto, en los que la palabra poética no tiene origen étnico o

ciudadano que la determine. Estos textos deben leerse quizá en clave del activismo político

que Valente ejerce en la vida pública y que, hacia el final de su vida, fusiona con su

trayectoria literaria e intelectual, regresando a Galicia para establecer allí el enclave final

de su vida. Si bien muere en Ginebra, sus restos descansan en el cementerio de Ourense,

junto a los de su hijo Antonio.

Esta figuración final como hijo de Galicia tiene su punto culminante en el acto

consagratorio llevado a cabo por la Universidad de Santiago de Compostela: la investidura


441

como Doctor Honoris Causa. Apadrinado por Claudio Rodríguez Fer (actual Director de la

Cátedra Valente), el poeta acude a la Universidad a uno de los centros académicos e

intelectuales del mundo gallego, para recibir un homenaje y un reconocimiento intelectual

y artístico por parte de la academia de esa región, lo cual da cuenta de la importancia que

tenía como poeta y como intelectual en la última etapa de su vida. Es por eso que se centra

en explicar su relación con ambas lenguas y justifica la elección de los textos leídos para

demostrar su “vinculación indeleble al mundo gallego”, la cual “ha sido mantenida tanto en

lengua gallega como en lengua castellana” (1664). Esta ceremonia honorífica se une a su

decisión de dejar en esta Universidad su archivo (biblioteca, documentación, cartas, etc.),

a disposición de todos los que quisieran consultarlo luego de su muerte. Al final de su vida,

Valente decide entablar una relación más fuerte con sus orígenes, a través de estos gestos

concretos, que son síntoma de una preocupación por la cuestión gallega, siempre presente

en su vida (aunque no tan explícita en su escritura):

Valente siempre fue solidario de este galleguismo autoafirmativo, pues para él


implicaba “no sólo la reivindicación de una identidad exteriormente amenazada, sino
también y acaso sobre todo– la reivindicación de una identidad interiormente
traicionada (Rodríguez Fer 2012: 91).

Esta preocupación se observa, por ejemplo, en su importante actuación en la resistencia

antifranquista, recibiendo y colaborando con los emigrantes gallegos (aunque también de

otras regiones de España) desde Ginebra, como él mismo lo cuenta:

Empecei a colaborar de seguida, porque os primeiros grupos dos emigrantes [galegos]


eran políticos, formaban parte da loita antifranquista. Eu e mais o Pérez Olla
fundamos o Centro Galego, con xente do Partido Comunista […] Traballei moito alí
para eles, facía conferencias, tría xente […] Eu traballei moitísimo coa emigración. E
desde logo, coa emigración galega, esa foi a base principal da miña colaboración con
ela (Rodríguez Fer 2000: 193-194)

4. Hablar ex-persona: Valente en sus autopoéticas

“[…] ese elemento crítico es para mí irrenunciable; me


constituye como escritor y como persona” (“Retorno”, II,
1533)
442

Como vimos en estos capítulos, desde una posición marginal elegida y procurada casi

con obstinación, Valente ejerce esta operación de resistencia ética que, más allá de las

diversas opiniones o posturas que pueda suscitar, marcará un nuevo rumbo para la

literatura española. El elemento crítico del que habla en el epígrafe será el que permanezca

constante a lo largo del tiempo y el que le permita cuestionar la tradición consagrada, los

modos de escribir, los modos de leer, los modos de hacer crítica en España, tal como lo

había hecho el propio Cernuda. Valente retoma, en cierto sentido, esta tarea de su

predecesor y la radicaliza. A diferencia de aquél, éste contará con el reconocimiento y el

respeto de la mayoría de sus contemporáneos, pero no por ello cejará en sus

cuestionamientos, en sus posiciones polémicas, en sus denuncias, incluso contra quienes

pretendan homenajearlo. Esta figura de poeta insobornable la mantendrá cada vez con más

ahínco a medida que pase el tiempo y no será resultado de caprichos ni exabruptos de su

personalidad, sin duda fuerte y hasta temible (según testimonios de sus contemporáneos),

sino consecuencia de una trayectoria social e histórica, de una actividad intelectual

comprometida con la verdad, ejercida desde muy joven y también del modo de concebir la

palabra poética como reducto de la verdad del hombre y del mundo, aquella que el

lenguaje público, pervertido por la ideología, pretende ocultar.

Así, el poeta que comienza siendo parte del grupo poético de los 50 e incluso

participando en los actos de fundación, pronto se separa para seguir su propio camino

desde una buscada posición solitaria, al igual que Cernuda. La puesta en cuestión de la

tradición canónica española lo impulsará a buscar en otras tradiciones los elementos con

los cuales construir su propio edificio poético: la línea española secundaria y rezagada, el

aporte de las corrientes místicas, la tradición inglesa y los poetas de la modernidad, el trato

con otras artes, etc. Esa pretendida marginalidad también cristalizará en el modo de

concebir el hecho poético y en el lugar que le otorga al poeta en este proceso, similar al del
443

místico. Por ello, también será consciente, como su precursor, de la necesidad de formar a

sus lectores para este nuevo modo de hacer poesía. De este modo, en sus autopoéticas,

correrá el eje del discurso desde el yo hacia la palabra, y a través de su fuerza

argumentativa, pretenderá arrastrar al lector a acordar con sus postulados e incluso lo

obligará a poner en práctica nuevas competencias semióticas que le permitan interpretar

sus textos. La palabra poética se vuelve centro irradiante del arte y del lenguaje, y en

definitiva, de la realidad humana, lo cual le otorga una dimensión ética irrenunciable. El

mismo Valente da cuenta de esta acción insoslayable del poeta: “La utopía es

absolutamente necesaria, porque te permite estar forzando continuamente los límites de lo

posible. Y eso es lo que hace continuamente el poeta: escribir al borde de la imposibilidad

de escribir” (Valente 1995: 9). Sin embargo, a pesar de este desplazamiento del yo que

suele esconderse tras la máscara de la impersonalidad, la fuerza del sujeto ensayístico y la

ineludible identificación con su nombre de autor lo situarán en el centro de su propia obra

y de su poética para guiar al lector por el laberinto de esta palabra sustancial, palabra-

materia, de la que, finalmente, el poeta es portador.

Si leemos sólo el conjunto de sus autopoéticas, podríamos pensar que Valente era un

sujeto tanto o más incomprendido y marginado que Cernuda y que permaneció, al modo de

un ermitaño, alejado de la sociedad y del mundo y en actitud meditativa constante, a la

espera de la revelación. Sin embargo, como vimos en estos capítulos, era un hombre que,

aun viviendo alejado de España, se mantuvo en el centro del campo literario por voluntad

propia (publicando allí todo lo que podía), colaborando desde Suiza con la resistencia

antifranquista en tareas de formación y volviendo, mientras pudo, a España para dar

charlas y animar los focos republicanos; además, obtuvo variados premios y si bien, no era

conocido por el público medio, sí lo era por sus colegas del medio literario. La imagen de

poeta solitario y apartado del mundo la construyó en sus textos, fundada en la naturaleza
444

del proceso creador y de la palabra poética que exige, para revelarse, la distancia, el

desierto, el silencio, la nada creadora.

Las autopoéticas funcionan, entonces, como un medio para instruir a los nuevos lectores

en cómo debe ser interpretada la obra valentiana; como un modo de pronunciarse en contra

de lo establecido desde una aguda mirada crítica; como una apuesta ética a partir de la cual

realizar un aporte a la sociedad y al hombre, devolviéndole el sentido puro a la palabra y

con ello, el acceso a una porción de la realidad que permanecía oculta.


445

CONCLUSIONES

Las autopoéticas como conjunto discursivo no han sido abordadas en profundidad desde

un enfoque teórico riguroso, hasta el momento. En comparación con otras líneas de

investigación referidas a las escrituras del yo, los aportes son escasos. Por eso, en este

trabajo, nos propusimos explorar, tanto desde la reflexión teórica como desde el análisis

crítico, esta categoría textual, pues consideramos que enriquece nuestra aproximación a la

producción total de un autor. En la introducción, planteamos la posibilidad de pensar en las

autopoéticas ensayísticas no únicamente (ni principalmente) como un inventario de los

presupuestos estéticos que guían el quehacer de un autor, sino como un discurso interesado

en el cual éste construye una figura de sí mismo funcional a sus intereses y aspiraciones

dentro del medio cultural y literario en el que se inserta, al modo de una máscara que si

bien se parece al rostro real, se distingue de él por su misma naturaleza lingüística.

A lo largo de la investigación, establecimos que estas intuiciones estaban bien

encaminadas, pues efectivamente los mecanismos discursivos que un autor pone en marcha

en sus autopoéticas no tienen como objetivo su presentación, sino una re-representación de

sí mismo, cuyo resultado es una imagen que responde tanto a su proyecto de escritura,

como al contexto del que surge su obra, la genealogía sobre la que asienta su trayectoria

(línea diacrónica) y la posición en el campo literario y/o intelectual que pretende para sí

(línea sincrónica). Para definir el rol de estos textos en el circuito de la comunicación

literaria, propusimos el trazado de un “espacio autopoético”, presente en la mayoría de las


446

obras literarias y compuesto por las diversas declaraciones de la ideología artística de un

autor, en sus diversos modos y en función de distintas circunstancias.

Este espacio se manifiesta a través de la presencia de determinados índices

autorreferenciales, a los que hemos organizado en cuatro tipos: temáticos, de sujeto (autor y

lector), genealógicos y del campo literario. Cuando estos índices se presentan en una

posición central y permiten pues delinear tanto una teoría poética global como una figura de

autor acabada, nos encontramos con las autopoéticas propiamente dichas. En este trabajo,

nos hemos abocado a estudiar específicamente aquellas que se manifiestan en las diversas

modalidades discursivas incluidas dentro de la amplísima categoría de los “géneros

ensayísticos”, pues consideramos que el estatuto de la enunciación y las convenciones que

rigen éstos suponen un rol y un efecto diverso respecto de las otras autopoéticas que

permanecen dentro de los géneros ficcionales. Al haber correferencialidad entre el sujeto

discursivo y el histórico que induce a su identificación por parte de los destinatarios, lo

dicho en ellas tiende a tomarse como base para el análisis de la obra de la que surgen y

también para reconstruir la función-autor de su productor, condensada en el nombre propio.

Por ello, resultan una herramienta más eficaz y muchas veces decisiva en los diversos

posicionamientos de un autor a lo largo de su trayectoria, que impacta de modo directo en

la recepción, la interpretación y la circulación de sus textos.

La vinculación entre las prácticas concretas y la reflexión teórica de la que parten estos

textos los entronca directamente con la progenie del término poética, tal como vimos. El

sujeto que realiza esta reflexión a partir de su praxis artística se constituye en los textos

como un autor, es decir, como una instancia que no es totalmente ficcional ni puede ser

identificada tampoco con el sujeto histórico; es una identidad inestable y ambigua, que

permanece en el borde, entre el texto y el afuera y que fuerza la identificación con el sujeto
447

histórico para crear una ilusión que fortalezca la figuración autoral y la validez de sus

afirmaciones. Es por eso que la imagen resultante se constituye en el cruce entre la

conformación discursiva de este ethos y lo dicho específicamente acerca de qué es un

poeta y qué es la poesía/la literatura. Otro de los elementos que constituye esta

autofiguración interesada es la genealogía que el escritor se otorga. Si bien se forma en un

contexto en el que hay una tradición consagrada (establecida por las estructuras de poder),

tiene la libertad de elegir otro itinerario de esa tradición o retomar tradiciones ajenas para

hacerlas propias, al modo de una “conquista fatigosa” (como advertía Eliot). Las

autopoéticas son un espacio privilegiado para explicitar el listado de precursores con los

que el autor pretende relacionarse y que definen, en parte, su propia identidad artística. Por

último, además de insertarse en una línea diacrónica, los autores desarrollan su quehacer

artístico en un determinado campo (un aquí y un ahora). Éste posee reglas propias, un

determinado capital simbólico y una dinámica en la que las diversas prácticas autorales

generan reordenamientos. En función de la posición del artista, éste actuará sobre el campo

de diversos modos, ya sea para mantener su posición o para mejorarla y las autopoéticas

serán tomas de posición primordiales para estos movimientos estratégicos.

En definitiva, el estudio de estos textos nos permite trascender la función primera que se

les ha otorgado generalmente como herramienta de interpretación e instancia de

verificación del cumplimiento de la ideología artística en los textos ficcionales y pensar en

ellos como un espacio de autofiguración, que responde a la pretensión de los autores de

forjarse una identidad, signada por una determinada poética, cuya genealogía entronque con

la/s tradición/es a la/s que pretende adscribirse e implique un grado de reconocimiento y

legitimidad en el campo, tanto para su condición de autor como para su práctica. Las

autopoéticas ensayísticas, por las características de su enunciación (que propicia la


448

identificación entre yo-textual y sujeto empírico, la persuasión que pretende ejercer en sus

destinatarios, la libertad para el tratamiento de los temas y la posibilidad de intervenir

socialmente), resultan así un espacio privilegiado para la configuración de esta máscara

autoral.

Estas cuestiones fueron estudiadas a lo largo de este trabajo, en los corpus de dos

autores, Luis Cernuda y José Ángel Valente, haciendo foco principalmente en cómo los

índices autopoéticos de diversos tipos se van uniendo al modo de un rompecabezas para dar

forma a esa figuración que el autor pretende instalar como “verdadera”. En el capítulo 1 de

ambas partes, advertimos cómo, ya sea a partir de lo dicho por los autores, ya sea a partir de

las formas de decir, podíamos ir delineando las imágenes autorales que emergen de los

conjuntos textuales. En el caso de Cernuda, su figuración es la de un sujeto incomprendido,

que en términos fácticos, responde a la mala recepción de su primer poemario (motivo que

siempre le causó gran angustia). Pero también está en correlación con sus presupuestos

estéticos, pues considera que el poeta, en su naturaleza constitutiva, es un ser excepcional

dentro de la sociedad, que ha recibido un don (el poder daimónico) y eso genera la

incomprensión de sus contemporáneos. Ante esto, la soledad se convierte, entonces, en una

de las características primordiales y la actitud crítica frente a la realidad y a la sociedad que

lo rodea es no sólo una forma de reflexionar sobre el mundo, sino también, y luego de ese

traspié inicial, una vía para sobrevivir. A medida que avanza el tiempo, su imagen de autor

va adquiriendo rasgos estoicistas y aquella virulencia y sufrimiento iniciales van cediendo

paso a la serenidad y a la aceptación de sí mismo y de su condición de poeta, más allá de lo

que sus contemporáneos piensen, aunque el enfrentamiento con ellos persiste. Al mismo

tiempo, también establece los modos adecuados de ejercitar la crítica literaria, basados en

una fuerte oposición respecto de las costumbres y prerrogativas de esta práctica en el


449

ámbito español. Finalmente, el armado de una figura de lector como “naciente” o “en

formación”, es decir, que debe formarse para entender esta obra que plantea nuevos

parámetros para la literatura es un punto clave, en el que se presentan una serie de tensiones

irresueltas que cruzan las complicadas relaciones que Cernuda establece con los otros. La

tendencia a la auto-justificación (incluso en ocasiones anticipada, ante posibles objeciones

que conjetura en sus destinatarios) es una actitud discursiva común de los ethos que

podemos analizar en sus textos; la cual se complementa con el ataque mordaz a sus

contemporáneos. En la constitución de la figura autoral de Cernuda es muy fuerte la idea de

que la poesía es una vocación, un destino que le llega fatalmente, frente al cual el poeta no

tiene más opción que aceptar. Además, este destino ocupa toda su vida y la justifica,

significando, por otro lado, una gran responsabilidad. De este modo, no es el campo

literario (críticos, colegas, lectores, editores, académicos) los que le otorgan a Cernuda la

condición de poeta, sino que la obtiene de una instancia superior (¿el poder daimónico,

Dios, el destino?), que supera las mezquindades humanas, y es el fundamento de su

convicción y su persistencia en el ejercicio poético, a pesar de todo o, mejor dicho, en

contra de todo.

Si Cernuda vivió un hecho disparador que, sostenido y exacerbado a lo largo del tiempo,

propició su conformación como una víctima, Valente, por el contrario, siempre contó con el

amplio reconocimiento del medio literario e intelectual. Por lo tanto, su constitución como

solitario (no como víctima), como “corredor de fondo”, respondió a una voluntad de

apartamiento del medio literario y de su dinámica de poder, con la consiguiente crítica y

denuncia de sus manipulaciones. Esta posición llega a su máxima expresión en la teoría

estética valentiana, cuando compara al poeta con el místico y le otorga características

similares, poniendo en centro de su ejercicio la palabra poética en vez de la divinidad. De


450

modo diverso a lo esperado en estas autopoéticas, el rol de poeta del sujeto de la

enunciación suele quedar elidido o desplazado. Por tanto, la figura autoral se construye de

otros modos: desde el discurso teórico y persuasivo respecto de lo que es la poesía, la

palabra, el arte en general, y en función de ello, el poeta (en términos teóricos); y desde un

ethos autoral contundente y sólido en sus argumentaciones, que polemiza fuertemente con

los usos y costumbres del medio literario. De este modo, el centro de los textos del gallego

no es el yo, sino el objeto del que trata y la voluntad de delimitarlo, ya sea desde un

discurso lógico-racional (como en la primera etapa), ya sea desde un discurso fragmentario

(como en la segunda). La subjetividad de Valente se hace presente principalmente en las

lecturas poéticas y en las entrevistas o en los textos finales que establecen sus filiaciones

con el mundo gallego; en todos estos casos, sin embargo y más allá de la presencia explícita

de ese yo, el centro de la reflexión sigue siendo la palabra, a cuyo servicio está el poeta y en

función de la cual éste se define. Así como Cernuda planteaba la existencia de un poder

daimónico que lo destinaba a la poesía, aquí Valente propone la existencia de la palabra

como instancia externa y superior, que guía los derroteros del poeta. Sin embargo, como

advertimos, su presencia autoral es tan fuerte y las estrategias de persuasión tan efectivas

que resulta difícil deslindar al Valente ensayístico del escritor de carne y hueso. En una

operación que, a partir de lo dicho, pretende desplazar al sujeto a los márgenes, por otro

lado, en el decir, ese sujeto se sitúa como un punto de referencia en una poética que se va

fragmentando en busca de la ininteligibilidad y al mismo tiempo, como un mojón que

resiste y defiende su peculiar propuesta estética. Por otro lado, el gallego precisa también la

función del crítico: así como el poeta es un cuasi-místico de la palabra, éste otro es un héroe

de la intelectualidad, que debe ejercer su tarea signada por valores como la verdad, la

autenticidad, la honestidad, para definir y orientar la valoración de las obras literarias. Las
451

posiciones valentianas se vuelven extremas: son lo que predica de ellas o no son nada.

Frente a estos planteos, la necesidad de guiar al receptor para que se transforme en un lector

adecuado para esta obra en particular es todo un desafío y por eso, el sujeto con sus

estrategias retóricas busca tutelarlo y obligarlo a poner en práctica las competencias

hermenéuticas necesarias para ingresar de lleno en el territorio de la palabra poética. Si bien

la intención de formar al lector para que comprenda estas nuevas propuestas literarias es

similar a la de Cernuda, en Valente no hay muestras de auto-justificación o recelo, sino más

bien una actitud magisterial, preparando a su lector para cumplir con su misión de ser co-

creador del poema.

En el capítulo 2, ahondamos en la conformación de las dos poéticas en función de una

genealogía que los autores se afanan en construir y que impacta directamente en el modo de

concebir el quehacer poético. Observamos además que, en ambos casos, ese quehacer posee

una dimensión ética, declarada y defendida por sus productores y en abierta contraposición

a lo predicado por los practicantes de las “poéticas del compromiso” (en auge durante la

guerra y la posguerra españolas). En cuanto al armado de la genealogía, en ambos escritores

notamos que los criterios para elegir precursores son dos: uno poético y otro vital. Con

algunos de ellos, comparten los postulados estéticos (por ejemplo, Cernuda con Garcilaso o

con los románticos ingleses; Valente con San Juan de la Cruz o con Lezama Lima). En

cambio, con otros comparten además (o en vez de) el credo poético, una actitud y una

experiencia vital: en el caso de Cernuda, la marginación por parte de la sociedad y la

valoración post-mortem, como sucede en Góngora o el Cervantes poeta (no el novelista); en

Valente, la opción por la heterodoxia y la denuncia de las perversiones de la autoridad,

aunque eso traiga críticas y condenas, como el caso de Miguel de Molinos o del mismo

Cernuda. Otro criterio que los dos escritores españoles comparten es, por un lado, el de
452

rescatar autores dejados de lado por la tradición de sus respectivos grupos poéticos: por

ejemplo, la vuelta a Manrique o a Garcilaso o la recuperación de Rosalía de Castro por

parte de Cernuda, y la revalorización de San Juan de la Cruz y de los textos judíos y sufíes

de origen español en Valente; por otro lado, ambos menosprecian a otros escritores

considerados como maestros: como Guillén y Salinas en el caso de Cernuda, o como los

poetas del 40 (salvo Blas de Otero) en el caso de Valente. Coinciden también en abrevar de

tradiciones no españolas en las que encuentran ideas y modos de concebir la poesía que

destacan y de los que se apropian: en el caso de Cernuda, la actitud contestaria y rebelde de

los surrealistas (no tanto sus aportes formales) o la valorización de la tradición poética

inglesa, principalmente los románticos. En Valente, es fundamental, además, el estudio y la

asimilación de las diversas tradiciones místicas que le otorgan herramientas para explicar su

poética y también una serie de autores de diversas épocas y orígenes, cuyas obras bucean en

los grandes interrogantes de la modernidad sobre el lenguaje, sobre el hombre, sobre el

mundo.

Apoyados en esos precursores, ambos elaboran teorías estéticas propias que proponen un

nuevo modo de pensar el ejercicio de la literatura en España. Cernuda lo hace desde el

convencimiento de que su naturaleza de poeta, recibida como un don, le permite intuir la

verdad esencial oculta detrás de las apariencias del mundo y expresarla, tratando de darle

forma a través del siempre insuficiente lenguaje. Para ello, el germen del poema será la

propia experiencia, que deberá objetivarse y despojarse del ornato del lenguaje para ser

expresada en el poema. El ritmo, la forma, el verso ceden su lugar al pensamiento, a la frase

y a la expresión concisa. Retomando algunas de estos presupuestos, Valente también

relaciona la poesía con el conocimiento de la realidad, pero en este caso, no hay experiencia

previa ni el poeta debe intuir algo que ya existe y tratar de darle forma en la expresión. El
453

poema, para el gallego, es de por sí una experiencia de conocimiento, que en su propio

devenir revela una parte de la realidad que permanecía oculta y no podía ser manifestada de

otra forma. Avanzando el tiempo y con la asimilación de las corrientes místicas, la poesía

se vuelve in-conocimiento en cuanto considera que en la paradoja, en el “entender no

entendiendo”, en “el sentido oculto y misterioso de las cosas” que los versos nos proponen

reside una parte fundamental e irrenunciable del ser humano.

En función de estas propuestas, ambos poetas proclaman la dimensión ética de una

poesía que se piensa a sí misma como comprometida, no por la expresión de determinados

contenidos o ideas o por su alusión directa al enclave histórico y social en el que se sitúan,

sino por el sólo hecho de existir como poesía en medio de una sociedad que, en el caso de

Cernuda, permanece cómodamente en las apariencias sin darse cuenta de que constriñe al

hombre y lo somete. En el caso de Valente, esa sociedad se deja seducir por las trampas del

lenguaje del poder y de las instituciones, pervertido por las ideologías. Con distintos

matices (mucho más radical en Valente), ambos consideran que el ejercicio de la poesía es

el aporte más grande y el mejor servicio que pueden hacer a la comunidad humana,

poniendo de manifiesto aquello que en la realidad cotidiana de los hombres permanece

escondido, oculto.

Por último, sobre las bases de estas múltiples disidencias, los dos escritores entablan una

polémica abierta y corrosiva con el campo literario español; polémica a partir de la cual

construyen un otro (un contra-destinatario o adversario) contra el que se pronuncian y

respecto del que marcan y valoran su propia peculiaridad. Al configurarse como víctima y

en función de un comienzo literario un tanto tortuoso, Cernuda delinea a sus

contemporáneos como los hostigadores, que lo maltratan, lo desprecian, que no lo

comprenden. Pero justamente en esa incomprensión de las mayorías es que resulta claro
454

que el poeta es un ser excepcional y en cierto modo, superior a los demás hombres.

Cernuda suele poner de manifiesto esta supuesta superioridad moral que lo distingue de sus

contemporáneos, virtud y defecto difícil de aseverar taxativamente de un lado y del otro

respectivamente. Por ello, no da cuenta en sus autopoéticas de las múltiples muestras de

reconocimiento que recibe, ya desde la primera edición de La Realidad y el Deseo, tanto en

España como en Latinoamérica; además, lo que él llama su “leyenda”, creada por sus

contemporáneos, no es una entelequia y, de hecho, él se encarga de cultivarla cada vez que

puede. Su giro final hacia el estoicismo y la actitud resistente que muestra en HL no se

condice con el tono y las expresiones que utiliza en otros textos o en su epistolario, pero sí

con la voluntad de conformar su propia imagen para la posteridad. En el caso de Valente, la

manifestación de su superioridad no sólo moral, sino también intelectual es permanente; lo

cual se observa a partir de las polémicas que entabla con la mayoría de los grupos literarios

consagrados del campo literario español y sus correspondientes posiciones estéticas. Sin

embargo, en su caso, no hay un hecho que habilite el enfrentamiento, por el contrario, su

afán polemizador surge unido a su éxito como escritor. Aunque cuestionado y criticado por

sus ideas, nunca le fue negado el reconocimiento de sus grandes dotes de poeta, narrador y

crítico, así como su autoridad en el medio intelectual. Es por eso que, con frecuencia, sus

sarcasmos, ironías e invectivas contra sus contemporáneos parecieran ser no una situación

angustiante que somete la escritura a una pasión interior, sino una consciente intervención

pública, buscada por el escritor para producir el efecto que pretende.

En definitiva, estos textos poseen una función determinada dentro de la producción total

de un autor. En principio, son una postulación explícita del proyecto de escritura, pero

también es posible pensarlos como una práctica concreta, cuyos mecanismos producen

movimientos de reconfiguración tanto hacia el interior de la obra de un autor, como hacia el


455

exterior, en su inserción y circulación en el medio cultural e intelectual de una época,

instaurando condiciones de recepción peculiares, con instrucciones de lectura que

configuran roles textuales y efectos propios.

Por todo lo dicho, las autopoéticas deben ser estudiadas e interpretadas semióticamente

en cuanto textos situados, atados al nombre de autor, pero hechos de lenguaje, de modo que

aunque responden a la convención de referencialidad (e incentivan la identificación con el

sujeto empírico y la confianza en lo dicho), no pueden ser tomadas como palabra verdadera.

Por ello, es necesario tomar distancia para advertir los mecanismos de construcción que

pone en marcha el texto. Por otro lado, la lectura en correlación con la obra ficcional debe

hacerse necesariamente con un criterio cronológico, pues el autor, sus intenciones, sus

intereses y su proyecto de escritura, van variando a lo largo del tiempo y cada autopoética

responde a una etapa particular, con determinada teoría estética, en relación con

determinado campo y en función de ciertas intenciones comunicativas, etc.

Finalmente, el abordaje del estudio detallado de este conjunto textual en la obra de un

autor resulta interesante y enriquecedor, pues es una primera instancia de aproximación que

nos sitúa en una especie de escenario, donde todos los elementos de esa producción total

están presentes y poseen un lugar definido, fundado en un proyecto integral de escritura

desarrollado a lo largo del tiempo: autor, poética, preocupaciones, genealogías, relaciones

con el campo, obra, etapas e incluso la mirada de la crítica. Cada uno de ellos es una puerta

a una parte de la obra que puede ser estudiada específicamente y en profundidad, pero

siempre en relación con la totalidad de la escena y su relación con el resto de los elementos.

Esta foto inicial nos anima a abordar el análisis de los textos desde una nueva mirada, pues

se insertan en una trama, que permite liberarnos de los rótulos y las etiquetas para observar

su devenir siempre en correlación con el contexto y en consonancia con una figura de autor
456

que se compone de las imágenes que emergen de las distintas lecturas, al modo de un

“caleidoscopio movedizo”. El estudio de este conjunto textual seguramente no nos hará

más fácil el acercamiento a los textos, pero sí lo hará más rico, más completo y más

genuino, pues pondrá de manifiesto las coincidencias, los desplazamientos, las fisuras, en

definitiva, la riqueza del juego entre continuidad y mutabilidad que conforma la escritura de

cualquier artista.
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