La Tentacion

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LA TENTACIÓN DEL SEXO ILÍCITO.

—Para empezar —me dijo—, eso de acostarse con el novio no es


cosa nueva. Se ha hecho desde siempre, así que tu generación no tiene nada que enseñarle a la
mía —le resultaba difícil revelarme sus yerros de mocedad, pero ya no podía detenerse—. A los
quince años perdí la cabeza por uno de mis profesores. Él me llevó a conocer la sexualidad
completamente. Luego supe que era casado. Me abandonó. Fue mi gran secreto... A los veinte
años me volví a enamorar. Esta vez de un amigo de la familia. Estaba segura de haber hallado al
príncipe de mis sueños y me entregué nuevamente sin condiciones. Aun cuando él me confesó
haber tenido relaciones íntimas antes, yo le juré que era virgen —hizo una larga pausa con la vista
perdida en sus evocaciones—. Ambos estábamos muy solos y desesperados por hallar una pareja,
así que tuvimos sexo antes de casarnos —continuo—. Los jóvenes de aquella época poseíamos la
misma cantidad de hormonas que ustedes, pero había menos promiscuidad y el sexo sin amor era
poco frecuente... Se detuvo. Me di cuenta de tener la boca abierta. ¡Estaba hablándome de mi
padre! "Sigue, por favor", rogué en mis adentros. Era preciso enlazar de una vez por todas los
elementos inciertos de mi verdadero origen... —Nuestro noviazgo fue corto. Nos unimos en
matrimonio sin conocernos a fondo. Fracasamos. Un abismo de diferencias mentales nos
separaba. Él devoraba tratados de ciencias, coleccionaba libros, impartía clases de química en
escuelas superiores y. cuando le quedaba tiempo tiempo, experimentaba uniendo compuestos en
un laboratorio que improvisó en la casa. Yo en cambio detestaba el estudio y la lectura; sólo me
desenvolvía bien en reuniones sociales y haciendo deporte. Nuestros valores se repelían. Yo
religiosa, él libre pensador; a mí me agradaba bailar, ir a fiestas, convivir con gente, mientras él,
bastante huraño, detestaba las reuniones y prefería estar solo. Yo hablaba fuerte, rápido, de mil
cosas a la vez; él conversaba despacio, con bajo volumen. Creo que nunca nos comunicamos
eficientemente excepto cuando hacíamos el amor. Pero eso duró poco. Era difícil de creer. ¿De
modo que entre mis padres existió la atracción química pero no la intimidad emocional ni la
correspondencia intelectual? Observé a mamá abierta, descaradamente. Era una mujer alta y
delgada. Aún a su edad llamaba la atención por su inusitada belleza y buen cuerpo. Me imaginé
que veinte años antes debió de ser extremadamente sensual. —¿Mi papá llegó a darse cuenta de
que le mentiste respecto a tu virginidad? — cuestioné. —Sí. Se lo confesé después de la luna de
miel. Le produjo un gran malestar. La virginidad es un mito que no vale nada, pero la honestidad
en la pareja sí vale. De hecho es la base de todo, y yo no fui honesta, lo engañé, no le tuve
confianza. Él dedujo que mi entrega era pensada, estratégica, que si había sido capaz de ocultarle
algo tan íntimo seguramente le ocultaría cualquier cosa. A partir de entonces la relación fue peor
cada día. El aumentó su carga de trabajo y yo me fui alejando poco a poco. Puede decirse que mi
vida era la encarnación humana del cuento de la cenicienta. ¡Una muchachita sin educación, que
toda la vida se dedicó a fregar trastes, lavar ropa y desinfectar pisos, unida a un príncipe
acostumbrado a fiestas de la nobleza, excelsas viandas, arte refinado: ¡un matrimonio destinado a
la más absoluta desdicha! Perrault cortó la historia justo a tiempo, antes de que sobreviniera la
evidente tragedia. Pero la vida no se interrumpe con un "fueron felices para siempre", la vida
continúa y, sin buenas bases, la felicidad se acaba pronto. Un viso de intensa emoción acompañó
las últimas palabras de mi madre. —¿Y vas a decirme que te casaste con la persona equivocada
por culpa del sexo? —El sexo es un anzuelo extraordinario —repuso—-. Te pesca, te hace perder
objetividad, pero no es el culpable directo de los malos matrimonios. El problema está en los
notablemente la eficiencia en el trabajo, la confianza en uno mismo, la relación con Dios, el
desenvolvimiento social, la lucidez mental, el buen humor... y como es lógico, ese desequilibrio
inevitablemente desenmascara el engaño. El cónyuge se da cuenta antes de tener las pruebas
suficientes y el hecho le causa una herida tan profunda e irreparable que su dolor no es
susceptible de alivio con ninguna explicación o razonamiento. Las promesas de confianza y
honradez mutua quedan pisoteadas. La infidelidad es traición de grado superlativo y ésta
desencadena un holocausto matrimonial del que no será fácil reponerse, a menos que uno de los
dos admita sacrificar su respeto y autoestima dejándose humillar a cambio de mantener unido el
hogar. Y eso, en esta época, se da cada vez menos. —Así que los matrimonios se acaban con el
famoso triángulo amoroso —comenté—-, pero las personas pueden rehacer sus vidas, ¿no es
cierto? —En algunos casos... La mayoría de las veces no, Efrén. Cuando el cónyuge infiel se queda
a solas con su nueva pareja y la relación entre ellos deja de ser prohibida, el encanto se va, la
emoción se esfuma, la pasión se desvanece... Créemelo. Rara vez lo que trato de explicarte? Soy
una mujer fracasada. Eché a perder mi vida y la de mi familia por no pensar en soluciones antes de
que se presentaran los problemas. A nadie le gusta planear cosas desagradables y por eso, cuando
éstas ocurren, no sabemos qué hacer. Yo nunca creí tener la oportunidad de serle infiel a mi
marido, así que, cuando la tuve, me hallé ante ella desprevenida e indefensa. El mayor éxito de la
tentación es su ataque sorpresivo. Para vencerla es preciso visualizarla antes de que llegue y tomar
serenamente la decisión de lo que harás cuando esté frente a ti. Porque llegará, Efrén. Tarde o
temprano. Continuamente quizá. Y si te toma desprevenido es seguro que no podrás evitar caer
en su cautivadora trampa. Me separé un poco de ella. Era curioso que por criticarla y
menospreciarla hubiera desperdiciado su sabiduría durante tanto tiempo. Sin embargo, en ese
momento tenía urgencia de que me hablara de otras cosas. Aún quedaban muchas preguntas sin
responder. Las formulé con cierta vehemencia todas juntas. —Pero acaba de contarme, mamá.
¿Cuál fue la razón por la que huimos de mi padrastro? ¿Por qué se fue Marietta de la casa? ¿Cómo
murió? ¿Qué pasó con mi padre? No contestó de inmediato. Revivir aquello le causaba un
evidente malestar. Su voz ya no sonó decidida y fuerte. A decir verdad, apenas lograba escucharla.
—Luis empezó a tomar. Y cuando su estado de ebriedad era grave me golpeaba... —Sí —le quité la
palabra con inaudito coraje—. También nos golpeaba a Marietta y a mí. Y tú te limitabas a
lamentarte. No te defendías. En mi mente infantil razoné que los hombres tenían derecho a gritar,
a exigir e imponer sus ideas mientras que las mujeres eran desvalidas e inferiores; comencé a
sentir lástima y desprecio por ellas... Hubo un largo silencio. Muchas verdades estaban saliendo a
flote en ese cuarto y con ello reflexiones verdaderamente importantes. Tal vez ese inicio precoz de
mi sensualidad, acompañado siempre de un cierto egoísmo masculino y un aprovechamiento de la
fragilidad femenina, tenía su origen en los modelos recibidos cuando niño. —Marietta no huyó de
casa... Ni ha fallecido, como piensas... La sangre se me heló en las venas. ¿Qué había dicho? ¿Mi
hermana vivía? ¿Y dónde? La conmoción producida al escuchar eso me dejó impávido, sin habla.
Palabras de reclamo y enojo quisieron bullir, pero se atascaron en mi garganta. —Tu hermana
comenzó a desarrollarse como señorita a los once años de edad... Y eso llamó la atención de Luis...
Cuando estaba borracho la molestaba... la tocaba... y un día... Dios mío... —mi madre se detuvo.
Se le dificultaba sobremanera hablar, pero yo comenzaba a sospechar lo que había ocurrido un
día, antes de que ella lo aclarara—. Llegó ebrio, a la una de la mañana, y fue directo al cuarto de la
niña. Todos dormíamos profundamente, incluyéndome a mí... Se quitó la ropa y se metió a la cama
de la pequeña. Marietta se despertó cuando ya había sido parcialmente desvestida. Alcanzó a
gritar antes de que su padrastro le tapara la boca. Al oírla desperté y me levanté para correr a su
habitación. Afortunadamente no estaba con llave. Tú me habías visto callar, llorar resignada los
abusos de Luis, pero no me viste esa noche peleando como una fiera. Ataqué a mi marido con
uñas, objetos, dientes, presa de la desesperación y furia que sólo una madre puede experimentar
al ver a sus hijos en peligro. Él me golpeó en la cara, pero yo hice añicos sobre su cabeza un
pesado florero de vidrio cortado y se desvaneció bañado en sangre. —¿Alcanzó a violarla? —No,
pero la lastimó. Tu hermana era apenas una niña. Salí del cuarto con ella; estaba asustada y
temblaba por un ataque de nervios. Yo actué rápido. En mi mente sólo existía el pensamiento de
ponerla a salvo. Llamé por teléfono a una estación de taxis, cerré con doble llave la habitación en
la que tú dormías, tomé mi libreta de direcciones y salí acompañada de Marietta en cuanto el
coche llegó. Fuimos directo a la universidad. No conocía el departamento de tu padre, pero con el
domicilio el chofer me llevó hasta él. Bajamos del automóvil y le pedí al taxista que me esperara.
Toqué el timbre durante varios minutos. Eran más de las dos de la mañana. En cuanto tu padre me
abrió, lo abracé llorando y le dije que le llevaba a la niña para que se hiciera cargo de ella por un
tiempo. Él se asustó mucho. Encendió las luces y me exigió que le explicara lo que había pasado. Lo
hice brevemente. Abrazó a su hija. Me reclamó el incidente como si yo fuera responsable y me dijo
que los niños debían vivir con él. Después de un rato se calmó y en su mirada creí detectar una
chispa de perdón. Pero toda esperanza se esfumó de mí al momento en que me di cuenta de que
había una mujer en su recámara. Me despedí de Marietta con un fuerte abrazo y salí de la casa
confundida y acabada. La vivencia de esa noche fue lo más parecido al infierno que he conocido.
Me sentía sola, arrepentida, desamparada, temerosa. No sólo existía el peligro de enfrentarme a la
justicia en el remoto caso de que Luis hubiera fallecido por el golpe; ahora también temía por la
reacción de tu padre que, con justo derecho, podía tratar de arrancarme de mis brazos lo único
que me quedaba en la vida: mi hijo pequeño. Y por si lo anterior fuera poco, en caso de que Luis se
recuperase resultaba evidente pensar que se vengaría de mí. Llegué a la casa deshecha en llanto,
arrepentida de haber abandonado a Marietta, pero en una lucha intrínseca por resignarme a que
había sido lo mejor. Su padre la cuidaría bien mientras viviera. Volví a pedirle al taxista que me
esperara en la puerta. Subí corriendo. Luis seguía en el suelo, justo donde lo había dejado, con la
boca abierta, sin sentido. No me acerqué a tocarlo, pero su postura grotesca me hizo pensar que
había muerto... Preparé una maleta con lo indispensable, te tomé en mis brazos y bajé como pude
para volver a subir al carro y huir. Fuimos directos a la central de autobuses. Compré boletos para
la ciudad más lejana que pude, sin importarme cuál, y cuando despertaste ya estábamos muy
lejos... Te dije que viajábamos en busca de tu hermana, quien se había ido de la casa, que todo
estaba bien y que en el lugar al que íbamos Luis no nos encontraría. Lo último era cierto... En
cuanto a lo demás, no pude explicártelo. Era posible saciar tu curiosidad infantil con historias
menos crueles que la verdad. Fue cansado para mí y mortal para ti llegar a un poblado
desconocido y buscar hospedaje. Llevábamos poco dinero, pero hallamos un buen cuarto en renta
y a los pocos días conseguí trabajo como secretaria. En la huida se perdieron tus papeles y los
míos. Lo primero que hice fue invertir todo lo que llevaba comprando a un juez para registrarte
con nuevos datos. Yo también adquirí identificaciones falsas y recomenzamos una nueva vida.
Empezamos desde abajo. Todas las noches me dormía rezando por tu hermana y por tu padre...
No te imaginas cómo envejecí en esos días... Me lo imaginaba. Al terminar el relato mamá se
quedó muy quieta, con la vista extraviada: al rememorar los detalles de su tragedia, también
despertaron en ella los sentimientos de angustia, desesperación y pánico que sufrió al vivirla.
Quise abrazarla y pedirle que olvidara todo, que descansara, que eso había quedado muy atrás,
que la terrible historia ya no nos afectaría más ni a ella ni a mí. No sabía cuan equivocado estaba
con respecto a eso. El pasado se había levantado gigantesco, monstruoso, para aguardarme con
sus impresionantes garras a la vuelta del camino. Pero yo aún lo ignoraba

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