Trabajo Final (Escrito) Sobre El Corazón de Las Tinieblas
Trabajo Final (Escrito) Sobre El Corazón de Las Tinieblas
Trabajo Final (Escrito) Sobre El Corazón de Las Tinieblas
En un viaje en avió n, el historiador Adam Hochschild encontró una cita de Mark Twain en la
que el autor de Las aventuras de Huckleberry Finn aseguraba que el régimen impuesto por
Leopoldo II, el rey de los belgas que murió en 1909, al Estado Libre del Congo (1885 a 1906)
fraguado por él había exterminado entre cinco y ocho millones de nativos. Picado de
curiosidad y cierto espanto, inició una investigació n que, muchos añ os después, culminaría en
King Leopold’s Ghost, notable documento sobre la crueldad y la codicia que impulsaron la
aventura colonial europea en Africa y cuyos datos y comprobaciones enriquecen
extraordinariamente la lectura de la obra maestra de Joseph Conrad, El corazó n de las
tinieblas, que ocurre en aquellos parajes y, justamente, en la época en que la Compañ ía belga
de Leopoldo II –quien debería figurar, junto a Hitler y Stalin, como uno de los criminales
políticos má s sanguinarios del siglo XX– perpetraba sus peores vesanias.
Leopoldo II fue una indecencia humana, pero culta, inteligente y creativa. Planeó su operació n
congolesa como una gran empresa econó mico-política, destinada a hacer de él un monarca
que, al mismo tiempo, sería un poderosísimo hombre de negocios, dotado de una fortuna y
una estructura industrial y comercial tan vastas que le permitirían influir en la vida política y
el desarrollo del resto del mundo. Su colonia centroafricana, el Congo, una extensió n tan
grande como media Europa occidental, fue su propiedad particular hasta 1906, en que la
presió n de varios gobiernos y de una opinió n pú blica alertada sobre sus monstruosos
crímenes lo obligó a cederla al Estado belga.
[..].
Detrá s de esa impostura, la realidad era ésta. Millones de congoleses fueron sometidos a una
explotació n inicua a fin de que cumplieran con las cuotas que la Compañ ía fijaba a las aldeas,
las familias y los individuos en la extracció n del caucho y las entregas de marfil y resina de
copal. La Compañ ía tenía una organizació n militar y carecía de miramientos con sus
trabajadores, a quienes, en comparació n con el régimen al que ahora estaban sometidos, los
antiguos negreros á rabes debieron parecerles angelicales. Se trabajaba sin horarios ni
compensaciones, en razó n del puro terror a la mutilació n y el asesinato, que eran moneda
corriente. Los castigos, psicoló gicos y físicos, alcanzaron un refinamiento sá dico; a quien no
cumplía con las cuotas se le cortaba la mano o el pie. Las aldeas morosas eran aniquiladas y
quemadas, en expediciones punitivas que mantenían sobrecogidas a las poblaciones, con lo
cual se frenaban las fugas y los intentos de insumisió n. Para que el sometimiento de las
familias fuera completo, la Compañ ía (era una sola, disimulada tras una marañ a de empresas)
mantenía secuestrada a la madre o a alguno de los niñ os. Como apenas tenía gastos de
mantenimiento –no pagaba salarios, su ú nico desembolso fuerte consistía en armar a los
bandidos uniformados que mantenían el orden– sus ganancias resultaron fabulosas. Como se
proponía, Leopoldo II llegó a ser uno de los hombres má s ricos del mundo.
Adam Hochschild calcula, de manera persuasiva, que la població n congolesa fue reducida a la
mitad en los veintiú n añ os que duraron los desafueros de Leopoldo II. Cuando el Estado Libre
del Congo pasó al Estado belga, en 1906, aunque siguieron perpetrá ndose muchos crímenes y
continuó la explotació n sin misericordia de los nativos, la situació n de éstos se alivió de modo
considerable. No es imposible que, de continuar aquel sistema, hubieran llegado a extinguirse.
[…]
II
El futuro Joseph Conrad tomó el tren a Burdeos y allí embarcó hacia el Africa en el Ville de
Maceio, con la idea de permanecer en su flamante cargo por tres añ os. Desembarcó en Boma,
en la desembocadura del río Congo, y de allí, en un pequeñ o barco, surcó las cuarenta millas
hacia Matadi, adonde llegó el 13 de junio de 1890. En esta localidad conoció al justiciero
irlandés Roger Casement, con quien convivió un par de semanas, y de quien dejó escrito en su
diario que, entre todas las personas que había conocido en su estancia congolesa, era la que
má s admiraba. Sin duda, a través de Casement recibió informes detallados sobre otros
horrores que allá ocurrían, ademá s de los que saltaban a la vista. De Matadi partió a pie hacia
Kinshasa en una caravana de treinta cargadores nativos, con los que, segú n sus notas de viaje,
compartió peripecias y desventuras muy semejantes a las que experimenta Charlie Marlow,
en El corazó n de las tinieblas, recorriendo las doscientas millas de selva que separan el
campamento de la Estació n Central.
En Kinshasa, Conrad fue informado por los directivos de la Compañ ía de que, en vez de
abordar el Florida, barco del que había sido nombrado capitá n y que aú n se encontraba en
reparaciones, serviría, como segundo de a bordo, en otro steamer, el Roi des Belges, bajo las
ó rdenes del capitá n sueco Ludwig Koch. La misió n de esta nave era ir a recoger, río arriba, en
el campamento de Stanley Falls, al agente de la Compañ ía, Georges Antoine Klein, que se
hallaba gravemente enfermo. Al igual que el Kurtz de la novela, este Klein murió en el viaje de
regreso a Kinshasa, y el capitá n Ludwig Koch cayó también enfermo durante la travesía, de
modo que Conrad acabó por tomar el mando del Roi des Belges. Afectado por diarreas,
disgustado y decepcionado de su experiencia congolesa, en vez de permanecer los tres añ os
previstos en el Africa regresó a Europa el 4 de diciembre de 1890. Su paso por el infierno
manufacturado por Leopoldo II duró , pues, poco má s de seis meses.
Escribió El corazó n de las tinieblas nueve añ os después, siguiendo, a través de Marlow, al que
no es injusto llamar su alter ego en la novela, con bastante fidelidad, los hitos y trayectorias de
su propia aventura congolesa, pero tratando de borrar las pistas. En el manuscrito original
figuraban una alusió n sardó nica a Leopoldo II (“un rey de tercera clase”) y algunas referencias
geográ ficas, así como los nombres auténticos de las estaciones y factorías de la Compañ ía en
las orillas del río Congo, que fueron luego suprimidos o cambiados en la novela. El corazó n de
las tinieblas se publicó por entregas, en febrero, marzo y abril de 1899, en la revista
londinense Blackwood Magazine, y tres añ os má s tarde (1902) en un libro (Youth: A
Narrative; and Two Other Stories) que contenía otros dos relatos.
III
Conrad no hubiera podido escribir jamá s esta historia sin los seis meses que pasó en el Congo
devastado por la Compañ ía de Leopoldo II. Pero, aunque esa experiencia fue la materia prima
de esta novela que puede leerse, entre otras lecturas posibles, como un exorcismo contra el
colonialismo y el imperialismo, El corazó n de las tinieblas trasciende la circunstancia histó rica
y social para convertirse en una exploració n de las raíces de lo humano, esas catacumbas del
ser donde anida una vocació n de irracionalidad destructiva que el progreso y la civilizació n
consiguen atenuar pero nunca erradicar del todo. Pocas historias han logrado expresar, de
manera tan sintética y subyugante como ésta, el mal, entendido en sus connotaciones
metafísicas individuales y en sus proyecciones sociales. Porque la tragedia que personifica
Kurtz tiene que ver tanto con unas instituciones histó ricas y econó micas a las que la codicia
desnaturaliza y corrompe como con aquella propensió n recó ndita a la “caída”, a la corrupció n
moral del espíritu humano, eso que la religió n cristiana denomina el pecado original y el
psicoaná lisis el instinto de muerte.
Kurtz, en teoría el personaje central de esta historia, es un puro misterio, un dato escondido,
una ausencia má s que una presencia, un mito que su fugaz aparició n al final de la novela no
llega a eclipsar reemplazá ndola por un ser concreto. En algú n momento fue un hombre muy
superior intelectual y moralmente a esa colecció n de mediocridades á vidas que son sus
colegas empleados de la Compañ ía, segú n las versiones que de él va recogiendo Marlow
mientras remonta el gran río, rumbo a esa remota estació n donde aquél se encuentra, o
después de su muerte. Porque era, entonces, un hombre de ideas –un periodista, un poeta, un
mú sico, un político–, convencido, a juzgar por el informe que redactó para la Sociedad para la
Eliminació n de las Costumbres Salvajes, de que, haciendo lo que hacía –recogiendo el marfil
para exportarlo a Europa–, el capitalismo europeo cumplía una misió n civilizadora, una
especie de cruzada comercial y moral a la vez, de tanta significació n que justificaba incluso las
peores violencias cometidas en su nombre. Pero éste es el mito. Cuando vemos al Kurtz de
carne y hueso, es ya una sombra de sí mismo, un moribundo enloquecido y delirante, en el que
no quedan rastros de aquel proyecto ambicioso que, al parecer, lo abrasaba en el comienzo de
su aventura africana, una ruina humana en la que Marlow no advierte una sola de aquellas
supuestas ideas portentosas que antañ o lo animaban. Lo ú nico definitivo que llegamos a saber
de él es que ha saqueado má s marfil que ningú n otro agente para la empresa, y que –en esto sí
que es diferente y superior a los otros blancos– ha conseguido comunicarse con los nativos,
seducirlos, hechizar a aquellos “salvajes” a los que sus colegas se contentan con explotar, y, en
cierto modo, convertirse en uno de ellos: un reyezuelo al que aquéllos profesan una devoció n
sin reservas y sobre los que él ejerce el dominio despó tico de las tribus má s primitivas.
Esta dialéctica entre civilizació n y barbarie es tema neurá lgico en El corazó n de las tinieblas.
Para cualquier lector sin orejeras, es evidente que de ningú n modo se desprende de la novela
que la barbarie sea el Africa y Europa la civilizació n. Si hay una barbarie explícita, cínica, la
encarna la Compañ ía, cuya razó n de ser en las selvas y ríos donde se ha instalado es
saquearlos, explotando para ello con ilimitada crueldad a esos caníbales a los que esclaviza,
reprime o mata sin el menor escrú pulo, igual que a las manadas de elefantes, para conseguir el
oro blanco, el ansiado marfil, La locura de Kurtz es la exacerbació n hasta el extremo límite de
esta barbarie que la Compañ ía (presentada como un ente abstracto demoníaco) lleva consigo
al corazó n de las tinieblas africanas.
Del relato se desprende una visió n muy pesimista, por decir lo menos, de esa civilizació n
europea representada por la “ciudad espectral” o “sepulcro blanqueado” donde está la casa
matriz de la Compañ ía, a cuyas puertas reciben al visitante unas mujeres tejiendo, que, como
han señ alado los críticos, se parecen sospechosamente a las Parcas de Virgilio y Dante que
cuidan las puertas del averno. Si esa civilizació n existe, ella, como el dios Jano, tiene dos caras:
una para Europa y otra para el Africa, donde reaparecen toda la violencia y crueldad en las
relaciones humanas que en el viejo continente se creían abolidas. En el mejor de los casos, la
civilizació n luce como una delgada película, debajo de la cual siguen agazapados los viejos
demonios esperando las circunstancias propicias para reaparecer y ahogar en ceremonias de
puro instinto e irracionalidad, como las que preside Kurtz en su reino irrisorio, al precario
civilizado.