ALICIA GIMÉNEZ-BARTLETT - Subir o Bajar

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ALICIA GIMÉNEZ-BARTLETT

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De la pluma de ALICIA GIMÉNEZ-BARTLETT (Almansa, 1951) nació Petra Delicado,


personaje recurrente en su obra. Acaba de publicar La deuda de Eva, sobre el papel de las mujeres
feas en la historia.

Se coló en el ascensor en el último momento, reteniendo la puerta que ya estaba


cerrándose. Pidió perdón educadamente a alguien que estaba dentro, no se paró a mirar
quién. Le dio la espalda y marcó el botón del piso dieciocho. Sintió en el estómago que
empezaba a subir. Ni siquiera había tomado nada, apenas un cortado bebido al vuelo en
la cocina. Todos sus planes de desayunar de manera dietética y natural se estrellaban
cada mañana contra la realidad. A pesar de pedirle a su asistenta que comprara fruta
fresca, muesli y yogur, nunca tenía tiempo de sentarse y comer bien. Salía en tromba por
las mañanas, hecha una exhalación. Si su marido se había marchado antes hacia su
despacho, no tenía necesidad de hablar. Si aún permanecía allí, mantenían una mínima
conversación, cariñosa pero intrascendente. Se daban un beso en los labios, que sabía a
tranquila costumbre y café. Su vida era así, y cuando lograba sacar un poco la cabeza de
su trajín habitual se sentía orgullosa de haber podido conseguir lo que quería. Era una
mujer feliz.
De repente, notó una pequeña sacudida en las piernas, un vahído extraño
seguido de una sensación de inmovilidad. El ascensor se había parado. Miró hacia los
botones indicadores. No brillaba ninguna luz. Se volvió. El hombre que había estado
todo el tiempo a su espalda era un mensajero. Aún llevaba el casco de la moto puesto y
un paquete de reparto en la mano. Estaba muy quieto.
—Nos hemos parado —le dijo.
El hombre no contestó, un balbuceo de fastidio salió por entre la brida de metal
que le ocultaba la boca. Se adelantó y pulsó con decisión todos los pisos, pero el
ascensor siguió sin moverse.
—¡Joder! —exclamó por fin. Luego empezó a manipular nerviosamente los
controles sin ningún resultado. Ella le dejó hacer, levemente esperanzada en que
consiguiera algo. Pero fue inútil. Su último recurso, bastante pedestre, fue dar golpes
contra la insensible puerta de acero.
—Así no va a ninguna parte.
—Ya lo sé.
Apretó la alarma y un timbre chillón vibró en el espacio. Bueno, era una situación
enervante pero usual, no tardarían en sacarlos de allí. Él debió pensar lo mismo porque
dejó de hacer intentos y se quitó el casco por fin. Era un chico joven, apenas veinticinco
años. Lo observó con curiosidad, de pronto se había convertido en su compañero de
destino. Llevaba el pelo muy corto, iba bien afeitado. Tenía unos ojos enormes, color
miel. Las pestañas le nacían más rubias en la base. No parecía dispuesto a sonreír, al
contrario, mantenía una mueca de mal humor. La miró:
—¿Tienes miedo?
—No, ¿por qué?
—Las Torres de Nueva York y todo eso.
¿Tenía miedo él? Respiraba con mucha fuerza, notaba como las ventanas
estrechas de su fina nariz se dilataban aspirando el aire con impaciencia.
—No creo que pase nada. Enseguida vendrán a sacarnos.
Entonces, por primera vez, sonrió. Era extraordinariamente hermoso cuando
sonreía: la mirada se le iluminaba y pequeñas arrugas superficiales se le insinuaban en
la piel. Estaba tostado por el sol. Era joven, fuerte, aniñado y varonil al mismo tiempo.
Ella también le sonrió.
—¿Te imaginas que fuera un atentado? A lo mejor estamos viviendo los últimos
momentos de nuestra vida.
Frunció el ceño, la encaró con cierta brusquedad.
—Oye, eso no tiene ni puta gracia.
—¿Por qué no? Sería una buena manera de morir. Sin sufrimiento, en una
mañana normal, junto a una persona desconocida.
—Yo no quiero morirme aún, y mucho menos currando. ¿Qué tiene de bueno
morirse por entregar este puto paquete?
La mujer se echó a reír, le divertía la expresión de desconcierto del chico, su
acento vulgar. Percibía un leve olor, mezcla de sudor nuevo y colonia barata. Sin ningún
preámbulo, extendió la mano y le tocó los labios, carnosos, suaves, calientes como
tizones. Él retrocedió levemente, pero después se quedó inmóvil, pensativo, como
valorando la situación. La mano que lo exploraba continuó, resiguió los cartílagos de la
nariz, las cejas abundantes, la frente ancha. Notaba la suavidad, pero lo más llamativo
era el calor. ¿Por qué estaba más caliente que los demás? Había olvidado que un cuerpo
podía emitir semejante calidez, viva, envolvente, salvaje. Se acercó poco a poco a su cara
sin mirarle a los ojos y lo besó. Él, despacio, abrió la boca y le introdujo la lengua entre
los dientes. No era precipitado, no era brusco, era lento y tenaz. Empezó a desabrocharle
los botones de la blusa, metió la mano en el sostén. Jadearon los dos. Ella tuvo tiempo de
pensar aún que estaba un poco loca, que no comprendía bien sus propias reacciones...
pero no, fue fácil dejar de pensar. Arremetió salvajemente contra la bragueta de su
pantalón, estirando de la cremallera con fuerza. Estaba tan hinchado que no podía
bajarla. Él la apartó un poco, divertido por su apasionamiento.
—Espera, tía, espera un poco, ya lo hago yo.
Luego, ya seguro de sí mismo, le tomó la barbilla como si fuera una niña y le dijo:
—Oye, si de repente se abre esa puerta y nos quedamos así delante de gente... a
mí me da igual, lo digo por ti.
Ella le tironeó de la ropa, le hizo callar, lo atrajo de un golpe.
Entonces oyeron la voz:
—Señores, no se preocupen, están acabando de reparar la avería, rápidamente los
rescatamos de ahí.
—¡Mierda! —musitó él. Se retiró, se pasó las manos por la cara en una expresión
de fastidio.
—Lo siento, sabiendo que abren no puedo continuar. Se me ha cortado, lo siento,
tía, de verdad.
La voz exterior sonó de nuevo.
—¡Pulsen un piso, creemos que está listo!
Ella suspiró, con una mueca irónica. Intentó marcar en piso dieciocho pero él la
retuvo.
—No, aprieta para bajar. Vente a mi casa, por favor, no podemos dejarlo así.
Una corriente de simpatía la embargó, miró de nuevo a aquel chico tan joven, tan
hermoso, tan ajeno, dudó. Él insistió:
—Abajo, abajo, no me dejes con el frustre, por favor.
—De acuerdo, está bien.
Marcó la planta baja. El ascensor obedeció. La puerta se abrió y los dejó expuestos
frente a un par de mecánicos con mono azul, unos cuantos curiosos, gente que esperaba.
Salieron deprisa, sin atender a las explicaciones que les estaban dando.
Él tenía la moto en la puerta del edificio. La empujó con dominio hacia allí.
—Sube.
—Yo no tengo casco, si nos ve un guardia nos parará.
—No importa, sube.
Obedeció. Se agarró con ambos brazos a su cuerpo y arrancaron. El aire fresco le
dio en la cara, le arrastró el pelo, los bordes de la ropa. Apoyó la cabeza en la espalda
del chico, que era ancha y firme. Cerró los ojos. Notó el sol de invierno calentándole con
delicadeza la piel. Respiró la libertad simple y cotidiana de una moto que se desplaza
por la ciudad, y la sintió como si fuera el aire aventurero del desierto. Sabía, lo sabía,
que cuando llegaran a casa de aquel chico se habría acabado la ilusión. Él tendría un
apartamento corriente, plagado de pósters en la pared: grupos de música que ella no
conocería, muebles desvencijados, la cama deshecha, probablemente un montón de
platos en la cocina, sin lavar. Lo vería enmarcado en una realidad inapelable, y entonces
se vería a sí misma también: vestida con una elegancia inapropiada en aquel lugar,
envarada, mucho mayor que él. Estaba segura de que sería así.
Y así fue. El chico abrió la puerta, tiró el casco sobre un sofá viejo y hortera. Había
pósters en la pared, revistas esparcidas por el suelo, una horrible lámpara china
pendiendo del techo. Él se dio cuenta de que observaba la habitación. Con un gesto
azarado recogió una manta que había en una mesa.
—Está desordenado, pero no sucio. Limpié ayer.
Si tardaba un segundo más en tomarla, en hacer que se olvidara de todo, haría lo
que debía hacer: despedirse con simpatía, tomar un taxi a su despacho y sonreír cada
vez que se acordara de aquel episodio en el futuro. ¿Qué sentido tenía oírlo disculparse
por el modo en que vivía, quizá ofrecerle una cerveza, ver cómo ponía un poco de
música para entrar en ambiente? Pero él debió advertirlo, debió percibir que se estaba
alejando, que se arrepentiría en cualquier momento, que la iba a perder. Debió tener una
clara iluminación de cuál era el camino correcto y la siguió. Se despojó frente a ella del
jersey, de los pantalones después. Ella puso apreciar la belleza de su cuerpo, sus
músculos tensos, el brío indecente de su sexo. La desvistió, con movimientos seguros,
como si conociera a la perfección los mecanismos necesarios de cierre y apertura de
aquella ropa femenina sofisticada.
La mujer, aquella mujer ocupada y feliz, notó acoplarse a su cuerpo el cuerpo del
joven, tenso, vibrante, liso, enérgico, dotado de todos los atractivos olvidados de la
juventud. Y follaron, con la intensidad de todo lo que ella recordaba como grande y
absoluto, con la mezcla de lo más elaborado y lo más natural: el viento, el oleaje, las
grandes sinfonías y los magnéticos versos shakespearianos. Se aferró de su nuca y se
dejó arrastrar hasta el fondo de sí misma.
El chico se durmió después; lo cual fue magnífico porque le permitió mirarlo un
rato, levantarse en silencio y marchar sin decir una palabra, sin elaborar una excusa o
escuchar una explicación. Salió a la calle con una sensación inmensa de felicidad,
contenta de haber escogido la bajada en el ascensor. Era consciente de haber vivido el
último capítulo de su juventud, y se alegró de que hubiera sido algo voluntario,
antiheroico y poco romántico, un acto de carne y de fe. Se tomaría el día libre para
celebrarlo.
Él despertó dos horas más tarde, sobresaltado. Miró en torno a sí.
—¡Mierda! —dijo. Y luego repitió: ¡mierda, mierda mil veces!
Se había olvidado en algún sitio el paquete que debía entregar, probablemente en
aquel puto ascensor.

Relato publicado por El Periódico de Catalunya

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