La Sombra de Una Cuna - Isaac Bashevis Singer Nsypu0 PDF

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1

La sombra de una cuna


Isaac Bashevis Singer

Traducción Fernando Trueba

2
I
La llegada del Doctor Yaretzky

De repente, un día, llegó un nuevo doctor a la ciudad. Venía en un carromato alquilado, en


el que traía un cesto con sus pertenencias, una pila de libros atados con una correa, un loro
en una jaula y un caniche. En la treintena, bajo, moreno, con ojos negros y bigote, hubiese
pasado por judío de no ser por la curva polaca de su nariz. Llevaba un elegante y anticuado
abrigo forrado de piel, polainas y un sombrero de ala ancha como los de los gitanos, los
magos o los chatarreros. Erguido entre sus cosas en el centro de la plaza del mercado, se
dirigía a los judíos en el yiddish vacilante que a veces un gentil

Se instaló en una casa en una calle lateral, junto a los campos. No tenía esposa ni muebles.

Compró una cama de hierro y una mesa desvencijada. Chwaschinski, el viejo


doctor, cobraba cincuenta groszy por consulta y medio rublo por hacer visitas, pero el
doctor Yaretzky tomaba lo que le daban y, sin contarlo, lo guardaba en el bolsillo. Le gustaba
bromear con sus pacientes. Pronto se formaron dos facciones en la ciudad, los que decían
que no era más que un curandero y que no distinguía un pie de un codo, y otros que juraban
que era un maestro de la medicina. Una mirada a un paciente, clamaban sus seguidores, y el
diagnóstico estaba hecho. El muerto volvía a la vida.

El boticario, el alcalde nombrado por los rusos, el notario y las autoridades rusas
eran todos partidarios del doctor Chwaschinski. Y como Yaretzky no iba a la iglesia, el cura
sostenía que el médico no era cristiano sino un infiel, tal vez un tártaro, y un pagano.

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Algunos insinuaban hasta que podría envenenar a la gente. Podría ser un brujo. Pero los
judíos indigentes de la calle del puente y de los descampados protegían al doctor Yaretzky. Y
los campesinos también comenzaron a acudir a él, y el doctor Yaretzky amuebló una
consulta y tomó una criada. Pero seguía sin amigos y vistiendo de forma desastrada.
Paseaba solo bajo las hileras de robles de la avenida Zamosc, y hacía el mercado solo, pues
su criada era una sordomuda incapaz de escribir o regatear. Y, en realidad, casi nunca salía
de casa.

Corrió el rumor de que la criada estaba encinta. Y su vientre comenzó a hincharse,


aunque después se deshinchó de nuevo. Yaretzky fue acusado de ambos, el embarazo y el
aborto. En su club, las autoridades hablaron de llevar al doctor a los tribunales, pero el
fiscal era un hombre tímido, a quien asustaban los penetrantes ojos negros del doctor
Yaretzky y su satánica sonrisa bajo el puntiagudo bigote. Además, Yaretzky tenía un diploma
de medicina de Petersburgo y, puesto que no temía a nadie, probablemente tenía contactos
entre la aristocracia. Cuando visitaba hogares judíos, se burlaba del doctor Chwaschinski,
decía que el boticario era una sanguijuela, difamaba al Gobernador del condado, al de la
ciudad y Natchalnik1 de Correos, tachándolos de ladrones, pelotas y lame culos.
Incluso enseñaba obscenidades a su loro. ¿Cómo podría nadie enfrentarse a él? ¿Con qué
propósito? Los partos difíciles eran su especialidad. Y si era necesario, operaba. Sajaba
abscesos y otros males sin ceremonias, con un cuchillo. Le llamaban carnicero; sin
embargo, sanaban. El doctor Chwaschinski estaba viejo, sus manos temblaban, sacudía su
cabeza de lado a lado, y se había quedado sordo. Sus continuos achaques obligaban a la
gente a acudir a Yaretzky. Cuando tuvo de paciente al alcalde, el doctor Yaretzky se dirigió a
él en yiddish como si el dignatario fuese judío.

El médico se comportaba de modo aún más escandaloso con las mujeres. Antes de
que pudiesen decirle qué tenían, las hacía desnudarse. Y con la pipa en la boca, les echaba
el humo en el rostro. En una ocasión, en época de reclutamiento, estando enfermo el doctor
Chwaschinski, el doctor Yaretzky se convirtió en ayudante del médico militar, un viejo
coronel de Lublin que estaba siempre borracho. El doctor Yaretzky hizo saber a la población
judía que por cien rublos extendería un certificado azul, que significaba la exención en
tiempo de paz, por doscientos, uno blanco que suponía exención total y por cien, uno verde,
una prórroga de al menos un año de duración. Las madres de reclutas pobres imploraron a
Yaretzky y éste bajó el precio para ellos. Aquel año, apenas un judío fue llevado a filas. Un
informador fue enviado a Lublin y una comisión militar llegó para investigar, pero Yaretzky
fue absuelto. Sin duda sobornó a la comisión o les engañó por completo. En los hogares
si

Tras la muerte del doctor Chwaschinski, los ricos comenzaron a intentar complacer
al doctor Yaretzky. El alcalde decretó una tregua con él, el boticario le invitó a una fiesta.
Las mujeres alababan sus dotes de accoucheur.

1
Post en ruso quiere decir gerente de la oficina de correos.
4
La señora Woychehovska, una persona firme que mañana y tarde acudía a la iglesia
con un velo negro en la cabeza, llevando un misal repujado en oro, era la casamentera gentil
de la ciudad. La señora Woychehovska llevaba el censo de los hombres solteros y las
mujeres casaderas, y presumía de que un ángel se le aparecía en sueños y le revelaba quién
estaba destinado a quién. Hasta la fecha, ni una sola de sus parejas había reñido ni se había
separado ni quedado sin hijos.

La señora Woychehovska fue a ver al doctor Yaretzky y le propuso un matrimonio


altamente ventajoso. La joven pertenecía a una de las más nobles familias de Polonia. Su
madre era viuda y poseía una propiedad en las afueras de la ciudad. Y aunque Helena no
estuviera ya en la flor de su juventud, estaba soltera. Y no por falta de pretendientes, sino
por exceso de exigencia, aseguró la señora Woychehovska al doctor Yaretzky. Había estado
eligiendo y descartando tanto tiempo que se había quedado soltera. Helena era una
consumada pianista, hablaba francés y leía poesía. Era conocido su amor a los animales, y
tenía un acuario de peces de colores en su cuarto azul y había criado a una pareja de loros en
el jardín. Y tenía en el establo un burro comprado a un vendedor de licores turco. La señora
Woychehovska juró al doctor Yaretzky que en sueños le había visto arrodillado junto a
Helena en el altar de la iglesia. Y sobre sus cabezas flotaba un halo que emanaba rayos de
luz, claro augurio de que estaban destinados el uno al otro. El doctor Yaretzky la escuchó
pacientemente.

El rostro de la señora Woychehovska se inundó de lág


mío, ¿qué está diciendo? ¡Que Dios le perdone! ...

isericordioso. Tiene compasión

La señora Woychehovska se fue y tachó al doctor Yaretzky de su lista. Poco después


sufrió un ataque de hipo y pasó algún tiempo antes de que los espasmos remitieran.
.

5
II
Helena busca venganza

La señora Woychehovska relató el incidente a su comadre la señora Markewich, quien se lo


contó a su cuñada, la señora Krul. La sirvienta de la señora Krul se lo contó a una lechera
que trabajaba en la finca y ella a su vez se lo contó a Helena mientras su ama daba pan y
azúcar a su burrito. Helena, de natural pálida, se puso blanca como un terrón de azúcar al

La viuda negó saber nada del asunto, pero no convenció a Helena. Voló a su cuarto
azul y ordenó a la criada que se llevara el acuario. Quería estar sola, sin la presencia ni
siquiera de los peces de colores. Echó el cerrojo a la puerta, cerró las contraventanas y
comenzó a pasear de un lado a otro. Helena había sufrido mucho. El día que su padre se
colgó de un manzano en el huerto fue el más terrible de su vida, pero hasta aquello fue más
fácil de soportar que esto. El doctor Yaretzky, ese bárbaro, ese Anti-Cristo, ese gusano, le
había dado una bofetada en pleno rostro, había ensuciado su alma. Si su sirvienta lo sabía,
debía ser ya la comidilla de todos. Cierto que su madre juraba no haber enviado a la
casamentera, pero ¿quién iba a creerlo? Era ella, Helena, quien había sido deshonrada. Y
probablemente era el hazmerreír de todo el vecindario.

Pero ¿qué podía hacer ella? ¿Desaparecer por completo y que nadie volviera a saber
de ella nunca más? ¿Arrojarse al pozo? ¿Vengarse ella misma de ese charlatán de Yaretzky?
Pero ¿cómo? Si fuese un hombre, podría desafiarle a duelo, pero ¿qué podía hacer una
simple mujer? El corazón de Helena rabiaba de furia. Su honor era lo único que le quedaba
de orgullo. Y ahora, eso también le había sido arrebatado. La habían humillado. No le
quedaba otra salida que la muerte.
Dejó de comer. Y también de echar comida a los loros y al burro. Descuidaba cambiarle el
agua al tanque de los peces. De natural flaca, adelgazó aún más: una alta muchacha pálida de
rostro blanco, frente ancha y cabello débil, dorado en otro tiempo, hoy pajizo. Algunas
canas comenzaron a aparecer. Su piel se volvió transparente, y ramos de venas azuladas
cubrieron sus sienes. La mala alimentación y los disgustos minaron sus fuerzas, pasaba los
días tendida en el diván. Hasta la divina poesía Slowacki había dejado de interesarle.

Cuando su madre se dio cuenta de que su única hija se estaba viniendo abajo,
decidió hacer algo. Pero Helena se negaba a visitar a una tía que vivía en la provincia de
Pietrkow. Tampoco quería consultar doctores ni ir de vacaciones al balneario de
Nalenchow. Todas las noches se agitaba insomne en su lecho, buscando maneras de
vengarse de Yaretzky. La sangre caliente de su padre, el hacendado, y de otros nobles
antepasados la atormentaba. Se imaginaba a sí misma como un caballero vengador
desnudando a Yaretzky y azotándolo en la plaza del mercado. Después lo ataba a la cola de
un caballo que lo arrastraba por la avenida. Y después de todas esas torturas, recogía los
pedazos de carne de su cuerpo y vertía ácido en las heridas. Y mientras se ocupaba en esto,
hacía que la casamentera, esa tal Woychehowska fuese llevada a la horca.

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Pero para qué servían las fantasías sino para fatigar su mente y aumentar su
desamparo.

III
Helena acude a un baile

¿Quién puede comprender el alma femenina? Incluso la más angélica de las mujeres cobija
dentro de ella duendes, demonios y diablos. Y estos actúan con perversidad, burlándose de
los sentimientos humanos y profanando cuanto es sagrado. Por ejemplo, en Sebreshin,
durante la oración fúnebre de un fallecido terrateniente, el señor Woyski, su viuda estalló
de pronto en carcajadas. Apoyada en el ataúd, reía de forma tan intempestiva que todos los
asistentes incluidos los parientes del difunto empezaron a reír con ella. En otra ocasión en
Zamosc, la viuda del cervecero fue al barbero- dentista a sacarse una muela y apenas el
hombre metió un dedo en la boca para examinarla, la mujer lo mordió. Después empezó a
lamentarse y sufrió un ataque epiléptico. Este tipo de cosas suceden frecuentemente. Todo
ello forma parte de la tan característica perversidad de la naturaleza femenina.

Sucedió así. El Natchalnik, un ruso casado con una polaca, hija de un hacendado de
Hrubyeshov, daba un baile para celebrar el cumpleaños de su hija. Invitó a toda la
oficialidad, así como a los polacos más distinguidos de la localidad y los alrededores,
Helena y su madre incluidas. En el pasado, Helena siempre encontraba una excusa para
evitar los compromisos sociales. Pasaban años si una sola aparición formal de su parte.
Pero esta vez decidió ir. Su madre desbordaba de alegría. Hizo llamar a Aaron-Leib, el
sastre de mujeres más solicitado de la ciudad y le entregó un rollo de seda que llevaba años
allí para que confeccionara un vestido de baile para su hija. Aaron-Leib tomó medidas a
Helena y la felicitó por su esbelta figura. La mayoría de las mujeres eran rechonchas y los
vestidos quedaban holgados en ellas. Era la primera vez que Helena permitía que un
hombre la tocase. Hasta entonces, había sido casi imposible tomarle medidas, pero en esta
ocasión cooperó. Incluso fue amable con aquel judío, Aaron-Leib, y se interesó por su
familia. Antes de que se fuera, le dio una moneda para su hija pequeña. Aaron-Leib dio
gracias a Dios porque todo se hubiese sido tan fácil, Helena tenía fama de excéntrica.

Habitualmente Helena sólo aceptaba una invitación después de haberse informado


en detalle de la lista de invitados. Llevaba un dossier en la cabeza de todo el mundo. El uno
no le gustaba, el otro estaba por debajo de su rango, el tercero había tenido un problema
con su padre, o con su abuelo, todos tenían algún inconveniente. Muy a menudo, si la
anfitriona deseaba la presencia de Helena, debía tachar algunos invitados previstos en su
lista y, si se negaba a ceder, Helena cortaba toda relación con la persona en cuestión. Esta
vez, sin embargo, Helena no puso ninguna condición. Parecía haber olvidado su antigua
misantropía; como si su vanidad femenina hubiese despertado. Insistió en algunos
retoques en su vestido, encargó zapatos de baile en Lublin, y cada día se probaba una joya
nueva para ver cuál sería más apropiada. Se volvió más animada y habladora, su apetito
volvió y dormía mejor. Su madre estaba encantada. Después de todo ¿cuánto tiempo puede

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soportar una chica enfadada y aislada? Tal vez Dios había escuchado las súplicas de la viuda
y había hecho cambiar el corazón de su hija para que se comportase de modo más normal.
La viuda tenía grandes esperanzas en el baile. Además de los hombres casados, varios
solteros disponibles asistirían. Y se habían contratado dos orquestas, una civil y otra
militar.

Helena, de joven, había sido considerada una excelente bailarina, pero no había
bailado en años, y algunos nuevos bailes estaban en boga. Pidió a su madre que contratase
al maestro de baile de la ciudad, el profesor Rayanc, que vino y dio lecciones a Helena. Los
sirvientes observaban a la señorita Helena dar vueltas alrededor del salón con el escuálido
profesor, de quien se decía que sufría tuberculosis y que llevaba una peluca para ocultar su
calvicie. El profesor se asombraba de la rapidez con que Helena aprendía los nuevos pasos.
Sus ojos negros se llenaban de lágrimas de admiración, y sufría ataques de tos y escupía
sangre en un pañuelo de seda. La viuda le ofrecía licor de cerezas y un pedazo de pastel. Se

Y hacía girar con arte el botón de sus botines de charol para asegurarse de que el brindis se
hiciese realidad.

El vestido resultó ser más hermoso de lo esperado. Y le sentaba a Helena como si


ella hubiera sido hecha a su medida. La flor en el tirante del hombro y el lazo con borlas
doradas en la cintura daban al vestido un chic y una elegancia raros incluso para una gran
ciudad.

El día del baile fue soleado y la noche suave. Britzkas2, carrozas y faetones se
detenían frente al club de oficiales donde se celebraba el baile. Caballos y vehículos
llenaban el patio donde los soldados hacían la instrucción. Lacayos con librea se mezclaban
con vulgares cocheros. Damas en vestidos de curvas espléndidas de cintas y pliegues,
escoltadas por caballeros con uniformes de gala o trajes de etiqueta con filas de medallas en
el pecho, intentaban eclipsarse unos a otros. Un viejo noble polaco al que los bigotes le
llegaban a los hombros acompañaba a su redonda mujercita, quien llevaba una sombrilla
con borlas, aunque el cielo estaba despejado. Gorras militares y espadas colgaban en el
vestíbulo. Numerosos jóvenes de la ciudad se habían congregado alrededor del club para
ver a los invitados y escuchar la música del baile. Los caballos hacían como siempre, mascar
avena y menear la cola. De vez en cuando uno relinchaba, pero los demás lo ignoraban.
¿Qué significa un relincho de caballo? Nada, ni siquiera para los propios caballos.

Helena y su madre llegaron tarde, cuando la música ya había comenzado. Cuando el


cochero abrió la puerta del carruaje y Helena descendió fue saludada con gritos de
admiración de las chicas y silbidos de los jóvenes gamberros. Era un retrato viviente.

2
Carruaje lo bastante largo como para poder recostarse.
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IV
Un beso en la mano

Helena y su madre fueron recibidas por el Natchalnik y su esposa. Otros invitados se


acercaron a saludarlas. Los hombres besaban sus manos, las mujeres les hacían cumplidos.
Helena se sentía flotar. Hablaba sin saber lo que decía, o por qué. Sus ojos buscaban, sin
saber a quién. De pronto vio al doctor Yaretzky. Estaba rodeado por un grupo de mujeres
jóvenes y atractivas, hijas y esposas de notables y autoridades. Debía ser el único hombre
del salón que no llevaba medallas. Los días en que Yaretzky era tachado de gitano, barbero
judío y demonio estaban lejos. Las mujeres de la ciudad, especialmente las más jóvenes y
destacadas, le adoraban. Repetían sus agudas picardías, alababan sus habilidades médicas.
Y hasta le perdonaban su soltería y el que viviera con la criada sordomuda. Era atrevido con
las mujeres, pues había traído al mundo a los hijos de algunas y había visto a otras desnudas
en su consulta.

Cuando Helena le vio, quedó desconcertada por un momento. Casi se había


olvidado de él ¿o había pretendido olvidarlo? Parecía tan apuesto ahora en su frac y con sus
relucientes zapatos. Sus ojos negros parecían inteligentes y divertidos. Una joven intentaba
con coquetería colocarle una flor en la solapa que aparentemente carecía de ojal. Las
mujeres reían y daban palmas mientras el doctor Yaretzky sin duda respondía una agudeza,
una de sus impertinentes salidas de tono que ningún otro hombre de los presentes se
habría atrevido a
y mientras se lo preguntaba, ya conocía la respuesta. Su animadversión se había disuelto
misteriosamente, y había sido reemplazada por una curiosidad tan fuerte como su
enemistad, tal vez incluso más. También se dio cuenta de otra cosa: no se había olvidado del
doctor Yaretzky en absoluto, sino que había pensado en él constantemente, poseída como
en un sueño, c Nos

Sentía celos de las mujeres que lo halagaban y flirteaban despreocupadamente con


él. Como si hubiese leído su pensamiento, el Natchalnik
Lady H

Y salió trotando hacía Yaretzky, susurró algo en su oído y, tomándolo del brazo con
la mayor naturalidad lo llevó hasta Helena.

Las otras damas protestaron, medio en broma, de que se estaba apoderando de su


caballero. Algunas se dejaban llevar, inseguras de cómo reaccionar. La agradable velada, la
chispeante música, la fragancia de las flores y perfumes y las copas que habían bebido, todo
contribuía a una atmósfera de frivolidad; Yaretzky hizo una reverencia a Helena, sus

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Y entonces sucedió uno de esos misterios, uno de esos imponderables, que confunden la
razón humana. Helena tomo la mano del doctor Yaretzky y llevándola a su boca, la besó.
Ocurrió tan rápido que ni ella se dio cuenta de lo que había hecho hasta más tarde. Rio de
un modo extraño. Su madre reprimió un grito. Las damas enmudecieron. El Natchalnik
parecía paralizado, pero su boca permanecía abierta. Sólo dos jóvenes oficiales comenzaron
a reír a carcajadas y dar palmadas en sus pantalones rayados. El propio doctor Yaretzky
palide
montaña va a Mahoma... Puesto que no besé la mano de Lady Helena, ella ha besado la

muñeca descubierta. Sólo entonces comenzaron las señoras a tambalearse y balbucear. En


un segundo, lo ocurrido se corrió por todo el salón de baile. A los invitados les parecía
increíble, abrumados por la curiosidad y la sensación de escándalo. La ciudad tendría algo
para comentar en los próximos meses. Incluso los lacayos, cocheros y sirvientes que se
encontraban fuera se enteraron de inmediato del incidente. Sus ojos se abrieron. ¿Estaba
loca? ¿Se había encaprichado locamente de él? ¿Alguien la había hechizado? Como
resucitados por la indiscreción, los músicos revivieron y ambas orquestas comenzaron a
tocar con vigor renovado. Los violines cantaban, los bajos zumbaban, los cellos gritaban, las
trompetas gemían y los tambores latían. Los pies de los bailarines se tornaron ligeros,
reaccionando satisfechos al espectáculo de otra caída en desgracia. Un humor perverso se
apoderó de ellos. Y parejas antes inhibidas bailaban ahora en los pasillos y se abrazaban sin
disimulo. Si Helena podía besar la mano del doctor Yaretzky delante de todos, ¿qué falta
hacía ningún decoro?

En diez minutos la viuda y Helena abandonaron el baile. La madre sujetaba la cola


de su vestido con una mano y tiraba de Helena con la otra. Helena no caminaba sino
arrastraba los pies levemente. Los cocheros reían por lo bajo, señalaban con el dedo y
susurraban sordas insinuaciones. El cochero de la viuda acudió solícito a ayudar a las
señoras a subir al carruaje. La viuda era incapaz de alzar el pie y el cochero tuvo que
levantarla por las caderas. Helena se derrumbó dentro del carruaje. El conductor subió,
chasqueó su látigo y un gran chillido surgió de todas las bocas, abucheos, carcajadas. Niños
que deberían estar en la cama se mezclaban con los adultos, corrían tras el carruaje,
chillando frenéticos, lanzando piedras y excrementos de caballo. Alguien en el baile había
escuchado a la viu
tumba y meter

Tras la partida de la viuda y Helena, las mujeres rodeaban al doctor Yaretzky con
renovado entusiasmo. Charlaban, sonreían y le provocaban con la mirada como si cada una
fuese la enemiga mortal de Helena y estuviera saboreando su desgracia. Intentaban obtener
del doctor Yaretzky una palabra, una explicación, un comentario al paso, incluso una
broma, cualquier cosa que pudiesen repetir luego. Pero el doctor Yaretzky parecía alterado,
su rostro estaba pálido. Sin responder ni disculparse se abrió paso entre los que le
rodeaban. Abandonó el salón de baile, pero no por la puerta principal, sino por una lateral.
Como vivía cerca del club, había venido a pie y ahora se encaminó a su casa. Alguien con
quien tropezó sostenía luego que el doctor no caminaba, corría.

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Sin encender la lámpara de queroseno, se sentó en el sillón en la oscuridad. Desde
que llegó a la ciudad había logrado muchas conquistas, pero la de hoy no era de su agrado.
Obviamente, Helena estaba locamente enamorada de él, pero ¿con qué objetivo? No era
una matrona ansiosa sino simplemente una vieja solterona. No sentía el menor deseo de
atarse a una esposa, de convertirse en padre y criar hijos e hijas, de perpetrar tamaño
absurdo. Tenía dinero, negocios. En aquel mismo sofá había vivido aventuras que él mismo
habría tachado de mentiras patológicas si cualquier otro se las hubiese adjudicado. Hacía
mucho que había llegado a la conclusión de que la vida de familia era un fraude, la ciénaga
donde se hundían los idiotas, pues el engaño es tan consustancial a la mujer como la
violencia al hombre. No era probable que Helena quisiera engañarle, pero ¿de qué le
serviría a él? Atraía a las mujeres porque estaba soltero. Tan pronto se casara, las demás
mujeres le tratarían como a un leproso.
earán hasta que se olviden de

Se dirigió al dormitorio y se tumbó, pero el sueño no venía. Todavía podía escuchar


la música del baile. Polkas, mazurcas y marchas militares. Y en la distancia se oían risas y
riñas. Una cálida brisa le traía el aroma de la hierba, las hojas y las flores de debajo de su
ventana. Los grillos chirriaban y las ranas croaban. La noche estaba poblada de miríadas de
criaturas, y todas ellas le llamaban. Los perros ladraban y los gatos maullaban. El niño de
un vecino se despertó en su cuna. La luna, oscurecida hacía rato, reapareció de nuevo,
milagrosamente suspendida en el cielo. Y a su alrededor brillaban estrellas de todos los
r el doctor

de Schopenhauer. Nadie comprendía la verdad como aquel filósofo pesimista. Sus obras,
encuadernadas en piel y estampadas en oro reposaban en las estanterías del doctor. Sí, se
trataba sólo de la ciega voluntad de propagar y perpetuar el sufrimiento, la eterna tragedia
humana. Pero ¿con qué propósito? ¿Para qué ceder a la voluntad si uno era consciente de
su ceguera? El hombre había recibido una gota de intelecto para que pudiese analizar los
instintos y sus mecanismos.

El doctor se dio cuenta de que era inútil intentar dormir. Ni siquiera le quedaban
píldoras de las que solía tomar en estos casos. Se vistió. De pronto deseaba caminar. Quizá
le ayudase a dormir más tarde.

V
Una ventana en el estudio del rabino

El doctor Yaretzky caminaba sin saber a donde. ¿Qué importaba? Se sentía


sorprendentemente alerta y ágil. Sus pies no habían sido tan ligeros en años. Y se dio

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cuenta de que, aunque la conquista de ese día únicamente había servido para avergonzarle,
su sistema nervioso reaccionaba como si no hubiesen existido los éxitos anteriores. Sentía
su cuerpo flotar como si el beso de Helena en su mano hubiese disminuido el efecto de la
gravedad. R

ado
su revolver en casa. Quería golpear en una ventana y asustar a un judío, pero se controló.
Después de todo, un médico no podía comportarse como un niño travieso.

Yaretzky se puso serio. Recordó una tarde, hace años, en que, habiendo dividido
una hoja de papel en tiras, cada una con el nombre de una ciudad del condado, había sacado
de un sombrero el nombre de esta. ¿Y si hubiese sacado el de otra? ¿Su vida habría sido
distinta? Si así fuese, todo lo que le había ocurrido era puro azar. Pero, en realidad ¿qué era
el azar? Si todo estaba predeterminado, entonces el azar no existía. Y, además, si la
causalidad no era más que una categoría de la razón, entonces con certeza no existía el azar.
Rápidamente, este pensamiento le llevó más allá. Si aceptamos que Schopenhauer está en
¿cómo se deducía
que la voluntad era ciega? Si la voluntad del mundo ha producido el intelecto de
Schopenhauer, ¿por qué no podría la voluntad del mundo tener una inteligencia propia?
El Mundo como Voluntad y Representación

Se dio cuenta de que estaba en la calle, junto a la casa del rabino. Una contraventana
del estudio del rabino estaba abierta. En la mesa junto a la cocina, una vela parpadeaba en
un candelabro. Libros y manuscritos se apilaban en la mesa. El venerable rabino, su blanca
barba suelta, un gorro sobre la amplia frente, un ropón desabrochado sobre una prenda
gris amarillenta, estaba enfrascado en un libro, sentado con una taza de té en la mano. En
un lado tenía un samovar, en el otro un abanico de plumas de pollo, que sin duda utilizaba
para dar aire a las ascuas. Todo parecía estar exactamente donde debía. El viejo rabino
estaba inmerso en uno de sus volúmenes de teología, pero el doctor Yaretzky le observaba,
asombrado. ¿Se acostaba el rabino tan tarde, o es que ya se había levantado? ¿Y qué había
en aquel libro que le absorbía tanto? El rabino parecía separado del mundo. El doctor
conocía al viejo. Le había tratado de catarro y hemorroides. Y él, Yaretzky, le había tratado
.. no le había

hablaban de su erudición. Sus grandes ojos grises, su ancha frente, toda su apariencia
sugería conocimiento, comprensión, personalidad, y al tiempo algo procedente de una
cultura extraña, impenetrable. Era una pena que el rabino no hablase polaco ni ruso, pues
Yaretzky, aunque había aprendido un poco de yiddish en su juventud, no lo entendía lo
suficiente como para conversar con el rabino. Ahora el viejo parecía más espiritual que
nunca. En medio de la noche parecía un viejo sabio, a la vez santo y filósofo, un Sócrates o

que otros judíos le habían dicho, que el

12
rabino era un gaon3, un genio. Pero ¿qué clase de genio? ¿Sólo en línea con el dogma

tzky.
habido un baile esta noche. Físicamente viven al lado nuestro, pero espiritualmente están
en algún lugar de Palestina, en el monte Sinaí o Dios sabe dónde. Probablemente ni
siquiera es consciente de que estamos en el siglo diecinueve. Seguramente no sabe que está

Yaretzky recordó algo que había leído en el periódico: Los judíos no escriben su
historia, carecen de sentido cronológico. Como si supiesen de forma instintiva que tiempo
y espacio son meras ilusiones. Y si así fuese, tal vez pudiesen escapar de las categorías de la

Su necesidad de comunicarse con el rabino iba en aumento. Pero cuando ya estaba a


punto de llamar en la ventana se detuvo. Sabía por adelantado que no podría hablar con el
viejo. ¿Quién sabe? Tal vez era el deseo de mantenerse aparte lo que les hacía abstenerse de
aprender otras lenguas. El judaísmo podía resumirse en una palabra: aislamiento. Y si no
eran llevados a un ghetto, los judíos formaban voluntariamente su propio ghetto; si no
estaban obligados a llevar un parche amarillo, vestían de un modo que sus vecinos
encontrasen extraño.

Pero por otro lado, los judíos que aprendían otras lenguas y se mezclaban con los
cristianos eran aburridísimos.

VI
Una escena de amor

Justo cuando estaba a punto de entrar, algo captó su atención. La puerta de una habitación
al fondo se abrió y entró una mujer mayor, diminuta, con los hombros encorvados, vestida
con una bata amplia y unas zapatillas deshechas. Caminaba como a tirones, la cabeza
encorvada y envuelta en un pañuelo, el rostro arrugado como una hoja de repollo, con
bolsas colgando de sus ancianos ojos. Se arrastró sigilosamente hasta la mesa, cogió en
silencio el abanico de plumas de pollo y abanicó las ascuas de carbón bajo el samovar. El
doctor Yaretzky la conocía bien. Era la mujer del rabino. Cosa extraña, el rabino no se
dirigió a ella y mantuvo la mirada en el libro. Pero su expresión se hizo más amable a
medida que su concentración en la lectura disminuía, como escuchando a medias los
movimientos de su esposa. Levantó sus cejas y en el techo su silueta tembló. El doctor
Yaretzky permanecía quieto, incapaz de ningún movimiento. Convencido de estar
asistiendo a una escena de amor, a un viejo y piadoso ritual amoroso entre marido y mujer.
Ella se había levantado en mitad de la noche para cuidar del fuego del samovar del rabino.
Él, el rabino, no se atrevía a interrumpir sus sagrados estudios, pero, consciente de su

3
El Gaón de Vilna (23 de abril de 1720 - 9 de octubre de 1797), fue un prominente rabino judío, erudito de
Talmud, y Cabala.
13
proximidad, ofrecía su silenciosa
vivido nadie sabe cuántos años en Europa. Sus tatarabuelos nacieron aquí, pero se
comportan como si hubiesen abandonado Jerusalén ayer mismo. ¿Cómo es posible? ¿Es
algo hereditario? ¿O una profunda expresión de fe? ¿Cómo pueden estar tan seguros de
que todo cuanto está escrito en un puñado de viejos volúmenes es totalmente verdad?

puedo garantizar que el mundo no es más que


voluntad ciega? Supongamos, sólo por el gu
voluntad ciega sino una voluntad que ve. En ese caso, todo el concepto del cosmos cambia.
Porque, si los poderes universales son capaces de ver, lo verían todo: cada persona, cada
gusano, cada átomo, cada pensamiento. En ese caso la tira de papel que ostensiblemente
escogí por el más puro azar no fue elegida por azar en absoluto, sino que simplemente
formaba parte de un plan, un decreto para que yo viva todo cuanto he vivido aquí. Y si eso es
así, todo tiene un propósito: cada insecto, cada brizna de hierba, cada embrión en el útero
de cada madre. De cuanto se desprende que lo que Helena hizo esta noche no era un vano
capricho, sino parte de un esquema de la voluntad que todo lo ve. Pero ¿que esquema era
éste? ¿Est

De pronto el doctor Yaretzky se sorprendió de que, mientras había estado


filosofando, alguien había bajado la persiana, sin duda le habían descubierto. Sintió
vergüenza. Sería la comidilla entre los judíos que se dedicaba a espiar por las ventanas.

Comenzó a alejarse a grandes zancadas, casi corriendo. Y sus pensamientos corrían con él.
Recordó que cuando llegó por primera vez a la ciudad, la barba del rabino era rubia, no
blanca, ¿y la mujer del rabino? Todavía tenía la casa llena de niños pequeños por criar.
¿Tantos años habían pasado? ¿Se pasa tan rápidamente de la juventud a la vejez? ¿Y
cuántos años tenía él, Yaretzky? ¿Le saldrían canas tan pronto? ¿Y cuánto dura la vida? Si
era cierto lo que había leído recientemente en una revista de medicina, le quedaban catorce
años de vida. Pero ¿cuánto son catorce años? Los catorce años pasados habían volado como
un sueño. Aunque no podía decir con exactitud a dónde.
Algo en el interior del doctor Yaretzky comenzó a rebel
propósito? ¿Catorce años más arrastrándome entre mis pacientes para al final caer muerto
como un mulo de carga? ¿Cómo puedo resignarme a algo así? No, ¡mejor una bala en la
sien! Pero, si supusiéramos que la voluntad del mundo no fuese ciega, ello abriría
innumerables posibilidades. Una Voluntad que todo lo ve es Dios. Lo que significaría que el
rabino no es en absoluto un fanático. Tiene su filosofía. Cree en un universo que ve, no en
uno ciego. Y lo demás es tradición, folclor. Aparentemente, los poderes de la creación
tratan de conseguir variedad tanto en el diseño de sus criaturas, como en su
comportamiento.

qué debo hacer? ¿Volver a la iglesia?


¿Convertirme al judaísmo? ¿Dejar de seducir a mis pacientes? Porque si el universo lo ve
todo, también puede castigar... No, debo apartar de mi cabeza todas estas insensateces. De
ahí al positivismo religioso no hay más que un paso. Pero ¿por qué estoy corriendo de este

14
quel momento el doctor Yaretzky se dio cuenta de que estaba
en las tierras de la viuda. Como si sus pies le hubiesen llevado hasta allí por su propia
o? ¿Qué estoy buscando? ¡Cualquiera podría verme! ¿Es que
me he vuelto
puerta que daba al jardín. No había ningún vigilante, y la puerta no estaba trancada. Sin
dudarlo, la empujo
t
conciencia de su estado no le devolviera la sobriedad. Caminaba furtivo, como un niño
invadiendo un huerto. Buscaba algo, no sabía qué.

¿Por qué estaban los perros tan tranquilos? ¿Dormían? Todo estaba desatendido...

Siguió el sendero que llevaba a la parte de detrás, al huerto y las tierras. El doctor Yaretzky
había visitado la hacienda en una ocasión, hace mucho tiempo, para atender a un bracero
enfermo. Aunque la luna aún brillaba, había en el aire ese silencio que precede al
amanecer. Las ranas y los grillos se habían callado. Los árboles parecían petrificados. El
mundo contenía la respiración, esperando el despuntar del día. El doctor Yaretzky sintió
como si todo dentro de él hubiese dejado también de funcionar. Se movía como un
fantasma. Estaba despierto, pero soñando. Pasó un establo, cobertizos, una pila de heno.
De pronto escuchó un gemido y al instante una fosa sin profundidad apareció ante sus ojos.
Se olvidó hasta de sorprenderse: tendida en la fosa yacía Helena.

Sólo más tarde se aclararía todo. Helena había tomado en sentido literal la
sugerencia de su madre de cavar ella misma su propia tumba. Y cuando todos dormían,
había cogido una pala, ido al huerto donde su padre se ahorcó, y cavado una tumba. Luego,
tumbándose en ella, había bebido media botella de yodo. Y sucedió que todo el mundo
dormía profundamente aquella noche, hasta los perros en su caseta.

El doctor Yaretzky hundió su dedo en la tráquea de Helena, forzando sus arcadas.


Despertó a la madre y a los criados, y vertió media jarra de leche dentro de la garganta de
Helena. La viuda abrazaba al doctor Yaretzky, intentando besarlo. El patio se llenó con el
eco de voces, ladridos y gritos. La lengua de Helena ardía a causa del veneno, el pelo
enmarañado de barro y fango. Estaba descalza y en camisón. El doctor Yaretzky la cargó
hasta su cuarto y la acostó en la cama.

La viuda trató de mantener en secreto el incidente, pero toda la ciudad se enteró. El


doctor Yaretzky había pedido la mano de Helena. En presencia de la viuda y los criados
había besado los labios resecos de Helena. Ella había levantado sus párpados, había tomado
la mano del doctor Yaretzky, la había llevado a su boca y, por segunda vez aquel día, la había
besado.

15
VII
Entre Sí y No

La ciudad se preparaba para una espléndida boda. En la casa, sastres cosían el ajuar de
Helena, y costureras bordaban lencería. Los comerciantes de la ciudad importaban todo
tipo de artículos de Lublin y Varsovia para completar la ropa de la novia. La orquesta
afinaba sus instrumentos. Y un baile había sido programado en el Club Militar en honor de
los prometidos. Sin embargo, el doctor Yaretzky no hallaba la paz. Se sentía al borde del
desastre. Y cada noche, a la una en punto exacta, se despertaba con la sensación de que
alguien le soplaba en el oído ¿Qué

El ardor que había sentido hacia Helena la noche en que la encontró envenenada le había
abandonado. Y sólo quedaba aprehensión. Era muy consciente de los peligros de la vida de

El doctor Yaretzky recordó cuando había mirado por la ventana del rabino:
na entre el rabino y su mujer me hubiese desequilibrado,

exclamó en voz alta.

Podía levantarse y vagar en la oscuridad como un sonámbulo de cuarto en cuarto.


Pensó varios remedios: Escapar mientras estaba a tiempo, meterse una bala en el cerebro...
o escribirle a Helena una nota rompiendo el compromiso. No podía olvidar la descripción
de la mujer que hacía Schopenhauer: Esa estrecha de cintura, pechugona y ancha de caderas
vasija de sexo que la ciega voluntad ha creado para sus propios fines: perpetuar el sufrimiento
eterno y el tedio.
ciego! Sí, hice una promesa, pero ¿qué es una promesa? ¿Qué e
conocía el ensayo de Schopenhauer sobre los duelos y todo su concepto del honor. ¡Era un
desecho, basura, una reliquia de los tiempos de la caballería, un absurdo anacronismo!
to sea todo este

Tras una considerable batalla interior, el doctor Yaretzky decidió escapar. ¿Qué
lazos tenía en aquel agujero olvidado de Dios? Ni amigos ni parientes, una casa que no era
suya y algunos muebles que no valían un kopeck. Su dinero estaba oculto en un lugar
secreto, podía enganchar su britzska en mitad de la noche, llenarla de ropa, libros e
instrumental, y largarse. ¿Qué ley ordena que un hombre deba soportar la comedia humana
hasta el final? Nadie podía obligarle a jurar fidelidad a una esposa, a criar hijos e hijas, a
mezclar su semilla con la de los que servían como esclavos a la voluntad ciega, celebraban
sus bodas, gemían en sus funerales, y envejecían, rotos, aplastados, y olvidados. Era verdad
que sentía compasión por Helena; pero coincidía con Schopenhauer, la piedad era la base
de la moralidad; y además ¿qué sería de las generaciones que Helena y él engendrasen?

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Sería peor para ellos. Su angustia persistiría eternamente. ¿Cómo es el dicho: El niño más
afortunado es el no engendrado?

No le quedaba mucho tiempo, tenía que actuar con rapidez. Su criada era
sordomuda y, además, tenía el sueño pesado. Su cochero pasaba las noches con su novia en
un pueblo cercano. El único obstáculo era el perro. Ladraría y armaría un escándalo.

¡Qué más daba que viviese doce años o nueve! La muerte es inevitable. Estaba en todas
partes, en la cama de la mujer que pare, en la cuna del recién nacido; persigue a la vida
como una sombra. Quienes están familiarizados con la muerte pueden oler el hedor de la
mortaja incluso en los pañales de un niño.

Cuando el doctor Yaretzky tomó finalmente una decisión, era ya demasiado tarde.
Un amanecer gris despuntaba. Había rocío en la hierba del huerto, pero se sentó sobre ella.
No creía en resfriados. Se recostó en el tronco de un manzano y aspiró los aromas del alba.
Se sentía destrozado por la lucha que se había desarrollado en su interior durante casi dos
semanas. El sueño insuficiente, la duda interior y la falta de comida le habían dejado
exhausto. Sentía su cuerpo hueco por dentro, y su cráneo parecía relleno de arena. Era el
doctor Yaretzky y, al mismo tiempo, ya no era Yaretzky. Había luchado contra fuerzas
extrañas, misteriosas, escuchando cómo se habían enfrentado en la batalla final, cuyo
desenlace no había podido determinar hasta el último segundo. Pero los poderes que
gumentos
como si fuesen ejércitos, los habían situado en las posiciones más estratégicas, aplastando
a la facción afirmativa, estrangulándola, golpeándola con la lógica, la burla y la blasfemia.

El doctor Yaretzky miró al cielo. Las estrellas brillaban contra el amanecer,


divinamente luminosas, como llenas de una alegría sobrenatural. Las esferas celestiales
parecían festivas. Pero entonces ¿era cierto? No, era un engaño. Si había vida en otros
planetas, seguía sin duda el mismo modelo de avaricia y violencia que la tierra. También
nuestro planeta parecería brillante y glorioso si fuese observado desde Marte o la Luna.
Incluso el matadero del pueblo parecía hermoso desde lejos.

Escupió al cielo pero la saliva aterrizó en su propia rodilla.

VIII
Sombras del pasado

La noche siguiente, el doctor Yaretzky llevó a cabo su fuga. Tres meses después Helena
también se fue para tomar los hábitos de monja en el convento de Santa Úrsula. Vestida
toda de negro, llevaba un baúl negro, que parecía un ataúd. La viuda murió poco después,
según dijeron, del corazón. Su administrador debía ser un ladrón porque la hacienda tenía
muchas deudas y se deterioró rápidamente. Parte de las tierras se repartieron entre los
campesinos; la casa fue abandonada. Y todo el mundo sabe que una casa abandonada se

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convierte rápido en una ruina. El musgo y los nidos cubrieron el tejado, moho y hongos
brotaron en sus muros y un búho se posó en la chimenea y ululó en la noche como
lamentándose de una antigua desgracia.

Pasó el tiempo. La ciudad tenía ahora un nuevo médico y un nuevo rabino. El nuevo rabino
no era un sabio como el otro, pero perseveraba con aplicación. Se iba a dormir después del
servicio de la tarde, y a medianoche estaba en su estudio leyendo los libros sagrados.
También había escrito interpretaciones del Talmud.

Pasaron catorce años. Una noche, el rabino levantó los ojos de su libro y vio a
alguien mirando a través de la ventana, un individuo moreno, con ojos negros, frente alta y
bigote negro. Al principio el rabino pensó que su mujer había olvidado cerrar las
contraventanas y algún gentil le estaba espiando, pero de pronto se dio cuenta de que la
contraventana estaba claramente cerrada. En el cristal, junto a la lámpara, la mesa y el
samovar, se reflejaba el rostro. Aterrado, el grito de ayuda del rabino se ahogó en su
garganta. Al cabo de un rato se levantó y con las rodillas temblando se dirigió al dormitorio
a buscar a su esposa.

Como existe un margen de duda incluso para el más devoto, el propio rabino
decidió que sólo había imaginado lo que había visto y no le habló a nadie del incidente. Por
la mañana pidió al escriba que examinase la Mezuzah4 y esa noche, como amuleto de buena
suerte, colocó un tomo del Zohar5 y un chal de orar con filacterias6 en la mesa.

Estaba decidido a no interrumpir en ningún momento sus oraciones ni volver a


mirar hacia la ventana. Enfrascado en su escritura olvidó el miedo pero, de repente, subió
la mirada y vio de nuevo la cara en la ventana, real e irreal a un tiempo, sin sustancia, no era
de este mundo. El rabino dio un grito y se desvaneció. Al escuchar el ruido de su cuerpo, su
mujer lanzó un gemido de dolor.

Cuando reanimaron al rabino ya no podía o no quería negar lo que había visto. Pidió
a su asistente que convocase a los ancianos de la comunidad, y en secreto les refirió su
experiencia. Tras largas discusiones y muchas suposiciones, se tomó la decisión de que tres
hombres se sentarían con el rabino a vigilar.

La primera noche, los tres guardianes estuvieron sentados hasta el amanecer sin ver
nada. Sintiendo que podía ser sospechoso de mentir o de haber alucinado, el rabino juró
haber visto o un fantasma o el demonio. La noche siguiente los tres hombres guardaron
vigilia de nuevo. Cuando los gallos ya habían cantado sin que nadie hubiera aparecido en la
ventana, dos de los ciudadanos se tumbaron en los bancos a dormir. Sólo uno permaneció

4
Pequeño recipiente que contiene una porción de las Sagradas Escrituras (Deuteronomio) y que los judíos
suelen adherir al umbral de la puerta de entrada en sus casas.
5
Libro cabalístico que la tradición atribuye al místico del siglo I Simon ben Yochi.
6
Pedazo de pergamino cuadrado, en el que están escritas varias sentencias del libro de la ley, el cual va atado
con unas correas, y al orar se lo ponen encima de la cabeza como por corona, cuidando que el pergamino caiga
sobre la frente.
18
despierto, hojeando una copia de la Mishná.7 De pronto, dio un brinco en su asiento. El
rabino, que estaba trabajando en uno de sus tratados, se asustó tanto que volcó el tintero. Él
mismo no había visto nada, pero el otro hombre declaró, con voz temblorosa, haber visto la
imagen en la ventana y, más aún, haber reconocido el rostro del doctor Yaretzky.

Los otros dos hombres estaban atónitos. ¿Por qué, de todos los hombres, iba a ser
precisamente el fantasma del doctor Yaretzky el que viniese a manifestarse aquí? ¿Por qué
el espíritu de un tunante como él iba a detenerse en la ventana del rabino?

Aunque los ancianos prometieron guardar secreto acerca del suceso, pronto fue de
dominio público. Incapaz de continuar sus estudios, el rabino estaba continuamente
acompañado de guardianes, y en cada ocasión el doctor Yaretzky se aparecía a otro testigo. A
veces se materializaba durante un segundo e inmediatamente se desvanecía. Otras veces se
entretenía un minuto o dos. A menudo la parte superior de sus ropas era también visible:
una blusa fina, el cuello abierto y un fajín alrededor de su cintura. Aparecía en la ventana
como un retrato en su marco, absorto en sus meditaciones, los ojos muy abiertos y
concentrados en un punto fijo.

Al poco tiempo, el doctor Yaretzky comenzó a aparecerse en otros lugares. Una


noche, un campesino al despertar e ir a ver a su caballo que pastaba fuera, atado, vio la
figura de un hombre agachado sobre la hierba, que parecía estar levantando cierto peso con
sus manos. El campesino pensó que se trataba de un ladrón o de un gitano y avanzó hacia él
blandiendo su látigo, pero al momento el otro se esfumó como si se lo hubiese tragado la
tierra. Por la descripción del campesino era evidente que se trataba del doctor Yaretzky. Y
ese algo invisible que supuestamente estaba levantando podría ser Helena, ya que una vieja
mujer juraba que aquel era el lugar exacto donde Helena había cavado su tumba tras tomar
el veneno y que desde allí la había llevado el doctor Yaretzky a la casa.

En otra ocasión, el médico actual (que se había mudado a la antigua residencia de


Yaretzky) estaba preparándose para salir en mitad de la noche a visitar a un paciente
moribundo. Su cochero se dirigió al establo para enganchar la britzska cuando vio a alguien
sentado en el huerto, bajo un manzano, la cabeza apoyada en el tronco del árbol, las piernas
encogidas, con un extraño perro a su lado. Daba toda la impresión de estar dormido. El
cochero estaba confuso. El hombre no parecía un vagabundo de los que duermen al raso,
sino un caballero
despertarlo pero, en ese momento, la figura se desintegró. Ni siquiera quedó rastro del
perro. De puro terror, el cochero sufrió un ataque de hipo que le duró tres días. Y sólo
cuando se le pasó, fue capaz de contar lo que había visto.

La ciudad se dividió en dos bandos. Los fieles creían que el alma del doctor Yaretzky
pasaba por todas las torturas del infierno sin encontrar reposo. Del otro lado, la gente de

7 La Mishná (en hebreo, "estudio, repetición"), es un cuerpo exegético de leyes judías compiladas, que
recoge y consolida la tradición oral judía desarrollada durante siglos desde los tiempos de la Torá o ley
escrita, y hasta su codificación a manos de Rabí Yehudá Hanasí, hacia finales del siglo III.
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mundo mantenía que puesto que no existía el alma, todo el asunto no era más que la más
pura y simple histeria y superstición. El cura escribió una carta al convento de Santa Úrsula,
pero llegó una respuesta informando de que la hermana Helena había fallecido.
Aparentemente, el doctor Yaretzky tampoco estaba vivo, ya que los espíritus de los vivos no
andan rondando por ahí en medio de la noche. Pero una cosa continuó siendo tema de
discusión incluso entre los creyentes: ¿Por qué iría el alma del doctor Yaretzky a mirar por
la ventana del estudio del rabino? ¿Qué buscaba un hereje cristiano en la casa del rabino?

Pronto surgió el rumor de que de noche podían verse luces en las ruinas de la
hacienda. Una vieja arpía que pasaba por allí juraba que había oído una débil voz, como de
una madre cantando una nana a su pequeño, y la vieja la había reconocido como la voz de
Helena. Otra mujer lo confirmó y añadió que, en las noches de luna, podía verse en la pared
del cuarto de Helena la sombra de una cuna.

Pasado un tiempo, las ruinas fueron demolidas y se construyó un granero en su


lugar. La casa del rabino fue reconstruida. El médico añadió un ala a su casa y ordenó talar
los manzanos. Cielo y tierra conspiran para que todo cuanto ha sido, sea arrancado y
reducido a polvo. Sólo los soñadores, que sueñan despiertos, evocan las sombras del pasado
y trenzan con hilos sin enhebrar redes sin tejer.

Der shotn fun a vig / The Shadow of a Crib


Mademoiselle, March 1961
The Spinoza of Market Street, 1961

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