1859 - Stepanchikovo y Sus Moradores Trad - Kuper Fridman PDF
1859 - Stepanchikovo y Sus Moradores Trad - Kuper Fridman PDF
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El Aleph Editores
Primera edición: abril de 2010
© de la traducción: Lydia Kúper, 2010
ISBN: 978—84—7669—933—1
Dramatis personae
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Vidopliásov (lacayo de Fomá Fomich)
Yégor Ílich Rostañev (coronel, hijo de la generala, tío del narrador)
Yezhévikin, Yevgraf Lariónovich (padre de la niñera Nasteñka)
Primera Parte
Introducción
A su retiro del ejército, el coronel Yégor Ílich Rostañev, tío mío, se trasladó a
Stepanchikovo, la propiedad que había heredado, y allí se sintió como un terrateniente
nativo que jamás hubiese abandonado sus tierras. Hay personas totalmente satisfechas de
todo y siempre conformes; así era el coronel retirado. Difícil imaginar hombre más dulce y
conciliador. Si alguien le hubiera pedido en serio que lo transportase dos kilómetros sobre
sus hombros, es bien probable que lo hiciera; era tan bondadoso que estaba dispuesto a
compartirlo todo, no bien se lo pidiesen, hasta su última camisa. Alto y esbelto, de
apariencia titánica, mejillas sonrosadas, dientes blanquísimos como de marfil y largos
bigotes rubios, tenía voz sonora y risa contagiosa. Solía hablar muy deprisa, a borbotones.
Por aquel entonces debía de tener unos cuarenta años, y siempre, desde los dieciséis, había
servido en los húsares. Se casó muy pronto, locamente enamorado, pero su esposa murió
joven dejándole un recuerdo imperecedero y agradecido. Habiendo recibido la hacienda de
Stepanchikovo en herencia, lo que aumentaba sus bienes en seiscientos siervos, abandonó
el servicio militar y se instaló en la finca con sus hijos: Iliusha, de ocho años, cuyo
nacimiento causó la muerte de su madre, y su hija de quince, Sasheñka, que al quedar
huérfana ingresó en un liceo de Moscú.
Poco después, la casa del tío pasó a ser como el arca de Noé. He aquí cómo.
Cuando mi tío recibió su herencia y se retiró del ejército, hacía ya dieciséis años que
su madre, viuda y vuelta a casar con un cierto general Krajotkin, volvió a enviudar. Mi tío,
por su parte, que en ese momento todavía era un simple corneta, tenía la idea de volverse a
casar también él, pero su madre tardó mucho en bendecir su proyectada nueva boda;
derramó lágrimas amargas y lo acusó de ser egoísta, ingrato, irrespetuoso; le demostró que
él no poseía suficientes medios —sólo doscientas cincuenta almas— para mantener a su
mamaíta con todo su estado mayor de aprovechadas, perros, gatos siameses y demás; y, en
medio de esos reproches, censuras y quejas, a sus cuarenta y dos años y antes que su hijo,
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fue ella quien se casó, para gran asombro de todos, con el general Krajotkin. También
entonces halló un pretexto para acusar a mi pobre tío, diciendo que se casaba sólo por tener
un refugio en su vejez, refugio que el hijo egoísta y desconsiderado que se atrevía a pensar
en casarse nuevamente, le negaba.
Jamás pude averiguar la verdadera causa que movió a un hombre aparentemente tan
razonable como el difunto general Krajotkin, a casarse con aquella viuda de cuarenta y dos
años. Sospechaba, al parecer, que tenía dinero. Otros suponían que, presintiendo el cúmulo
de males que lo afectaría al cabo de varios años, necesitaría una enfermera. Sólo se sabe
que nunca tuvo el mínimo respeto por ella, de quien se burlaba sarcásticamente en cada
ocasión propicia.
El general Krajotkin era un hombre extraño, poco culto pero listo, que despreciaba a
todos y a todo. De viejo, por enfermedades adquiridas a lo largo de una vida viciosa y
corrupta, su carácter se hizo irritable, agrio y cruel; carecía por completo de principios
morales. Su paso por el ejército fue bueno, pero debido a un «desagradable incidente» tuvo
que pedir el retiro, evitando a duras penas un juicio y perdiendo su pensión. Eso lo
enfureció. Casi sin medios, pues sólo poseía unos cien siervos completamente arruinados,
se cruzó de brazos y el resto de su vida, doce años, lo pasó sin preguntarse de qué vivía y
quién lo mantenía. Pese a lo cual se mostraba exigente en todo cuanto se refería a sus
condiciones de vida, no limitaba sus gastos y se desplazaba en carroza. Poco tiempo
después fue incapaz de andar y pasó los últimos diez años sentado en unos confortables
sillones, mecidos, cuando era preciso, por dos forzudos lacayos que sólo oían de su boca
diversos y variados insultos. La carroza, los lacayos y los sillones eran costeados por el hijo
poco respetuoso que enviaba a su mamaíta lo último que tenía, hipotecando una y otra vez
su hacienda, privándose él y privando a su familia de lo más indispensable; y contrayendo
deudas casi imposibles de pagar en su situación económica. Aun así, su renombre de hijo
egoísta e ingrato no dejaba de seguirlo. Era sin embargo tal el carácter de mi tío, que acabó
creyéndose efectivamente un egoísta y, por eso, y para castigarse, enviaba cada vez más y
más dinero. La generala veneraba a su esposo, aunque lo que más le gustaba era que fuera
general y ella, por matrimonio, generala.
Disponía de la mitad de la casa donde vivían, y durante la semiexistencia de su
marido estuvo rodeada de gorrones, comadres de pueblo y gente fiel a su persona. En aquel
pueblecito era un personaje importante. Los chismes, las invitaciones a ser madrina de
bautizos o bodas, el juego de cartas por sumas insignificantes y el respeto general por ser
generala, la compensaban con creces de la opresión doméstica. Las cotillas chismosas del
pueblo venían a verla para informarla de todo cuanto sucedía; siempre y en todas partes
ocupaba el primer puesto; en una palabra, extraía de su generalato cuanto podía. El general
no intervenía para nada en todo eso, pero delante de la gente se burlaba cruelmente de su
esposa, preguntándose a sí mismo: «¿Por qué me casé con esta beata especialista en
hostias?». Nadie se atrevía a contradecirlo.
Poco a poco sus conocidos lo fueron abandonando, pero él necesitaba estar
acompañado: le gustaba charlar, discutir, tener siempre un oyente. Era un liberal y un ateo
de los de antes, y por ello prefería tratar temas de profundo significado.
Mas a los habitantes de aquella pequeña villa no les interesaban aquellos temas
profundos y su número disminuía más y más. Intentaron recurrir al whist–preference en
casa, aunque para el general el juego acababa habitualmente con tales crisis de rabia que su
esposa y sus allegadas, horrorizadas, encendían velas, celebraban misas, recurrían a
diversos sortilegios, repartían pan en los presidios y esperaban temblando la tarde cuando
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era preciso organizar una nueva partida de whist–preference y recibir por cada error gritos,
chillidos, insultos y, casi, casi, golpes. Cuando había algo que no gustaba al general nadie
podía contenerlo: chillaba como una vulgar mujeruca, blasfemaba como un cochero y, a
veces, rompía y tiraba los naipes al suelo, echaba fuera a los jugadores, llegaba a llorar de
fastidio y rabia cuando le daban una carta por otra. Finalmente, perdida casi la visión,
necesitó un lector. Y fue cuando apareció Fomá Fomich Opiskin.
Admito que anuncio a este nuevo personaje con cierta solemnidad. Es, sin duda
alguna, uno de los más importantes de mi relato. No pienso explicar al lector hasta qué
punto tiene derecho a su atención, será mejor y más posible que lo decida por sí mismo.
Fomá Fomich apareció en casa del general en busca de un pedazo de pan. Su lugar
de procedencia era un misterio, aunque yo, desde ya sea dicho, algo averigüé de tan notorio
personaje. Se decía, en primer lugar, que había sido funcionario no se sabe dónde y que fue
víctima de alguna persecución —naturalmente «por decir la verdad»—; que en Moscú se
dedicó un tiempo a la literatura, cosa nada extraña ya que la crasa ignorancia de Fomá
Fomich no podía obstaculizar su carrera literaria. Lo único cierto es que no consiguió nada
y se vio obligado a trabajar para el general como lector y víctima. No había humillación
que no soportara por un mendrugo. Es cierto, sin embargo, que, una vez muerto el general,
Fomá pasó a ser de pronto e inesperadamente un personaje muy importante y destacado,
afirmando en reiteradas ocasiones que su trabajo de bufón era un generoso sacrificio que
hacía por gratitud, que el general había sido su bienhechor, un gran hombre por nadie
comprendido, que sólo a él, a Fomá, había confiado los secretos más íntimos de su alma y
que si él, Fomá, personificaba, cuando el general lo exigía, diversos animales y otras cosas,
lo hacía con el único fin de distraer y alegrar a su amigo, que sufría de tantos males.
Sin embargo, las palabras y explicaciones de Fomá resultan muy dudosas, ya que
ese mismo Fomá, todavía siendo bufón, desempeñaba un papel muy diferente para la mitad
femenina de aquella casa. Es difícil imaginar, para un no especialista en semejantes
cuestiones, cómo pudo conseguirlo. La generala sentía por él un respeto místico. ¿Por qué?
Nadie lo sabe. Fue conquistando poco a poco una influencia extraordinaria sobre la mitad
femenina de la casa, parecida a la influencia de los diversos Ivanes Yakovlévich y otros
sabios profetas y vaticinadores visitados en los manicomios por algunas damas aficionadas
a ello. Leía en voz alta libros de piedad religiosa, hablaba de las virtudes cristianas
vertiendo lágrimas; contaba los hechos notables de su vida, iba a misa todos los días,
inclusive a los maitines, predecía el futuro, sabía interpretar magistralmente los sueños y
criticar con gran acierto al prójimo. El general se daba cuenta de lo que sucedía en las
habitaciones de arriba y era todavía más cruel con su víctima. Pero el martirio de Fomá
avivaba el respeto que sentían por él la generala y las demás habitantes de la casa.
Por fin el general murió; su muerte fue bastante original. El liberal y ateo de antes
se asustó de modo increíble. Lloraba, se arrepentía, rezaba ante las sagradas imágenes,
llamaba a los popes, se celebraban misas, le daban la extremaunción. El pobre gritaba que
no quería morir y, entre lágrimas, hasta pedía perdón a Fomá. Esto último permitió a Fomá
jactarse más aún. Sin embargo, antes de que el alma del general abandonara su cuerpo,
ocurrió lo siguiente. La hija del primer matrimonio de la generala, mi tía Praskovia
Ilínichna, una solterona que siempre había vivido en la casa del general —una de sus
víctimas predilectas, que estuvo durante sus diez años de invalidez atendiéndolo en todo
cuanto necesitaba y que era la única, por su carácter simple y bondadoso, en contentarlo—,
se acercó a su cama llorando amargamente para arreglar la almohada del sufriente. Pero el
sufriente tuvo tiempo de agarrarla por los pelos y tirar de ellos tres veces casi echando
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espuma por la boca. Diez minutos después murió.
Avisaron al coronel, aunque la generala declaró que no quería verlo, que prefería
morir antes que permitirle presentarse en aquellos momentos. El entierro fue espléndido, a
costa, naturalmente, del irrespetuoso hijo a quien no quería ver.
En la miserable aldea de Kniasev, perteneciente a varios terratenientes
depauperados y donde el difunto general poseía alrededor de cien siervos, se alza un
mausoleo de mármol blanco todo cubierto de inscripciones que loan la inteligencia, el
talento, la nobleza espiritual del general, así como sus méritos militares. Fomá Fomich
participó muy activamente en la redacción de los panegíricos. Durante mucho tiempo la
generala se negó a perdonar al hijo desconsiderado. Entre gritos y sollozos, rodeada por sus
numerosas gorronas y cachivaches, habría preferido comer sólo pan seco «regado con sus
lágrimas», antes que ceder a los ruegos de su hijo indócil de que se trasladara a
Stepanchikovo; mejor pedir limosna bajo las ventanas que trasladarse a la casa de su hijo; y
afirmaba también que su pie jamás pisaría esa casa. Dicho brevemente: la palabra «pie»,
utilizada en ese sentido, es pronunciada con gran énfasis por algunas señoras, pero la
generala la decía de manera artística, magistral... Quiero decir que la elocuencia, sí, se
prodigó en cantidades increíbles, pero durante esos lloros se iba preparando con sigilo el
traslado a Stepanchikovo. El coronel agotó todos sus caballos recorriendo casi a diario los
cuarenta kilómetros que separaban Stepanchikovo de la villa donde vivía su madre; fue sólo
a las dos semanas de muerto el general cuando se le permitió presentarse ante los ojos
ofendidos de su progenitora. Para las negociaciones fue utilizado Fomá Fomich.
A lo largo de aquellas dos semanas reprochó y avergonzó al hijo desobediente por
su conducta «inhumana», y llegó hasta hacerlo llorar de pena y desesperación. De entonces
data la influencia despótica e incomprensible de Fomá Fomich sobre mi pobre tío. Fomá
comprendió con qué persona se las tenía que ver y se dio inmediata cuenta de que su papel
de bufón había terminado y que también él, a falta de otro, podía ser un hidalgo. ¡Y bien
que se resarció del tiempo perdido!
—¿Cómo se sentiría usted —le decía Fomá— si su madre, la causante de que usted
viva, tomara un bastón en sus manos temblorosas y resecas por el hambre y se pusiera a
mendigar de verdad? ¿No sería monstruoso, teniendo en cuenta, en primer lugar, su
categoría de generala y, en segundo lugar, sus virtudes? ¿Cómo se sentiría usted si ella se
equivocase y llegara por error bajo sus ventanas —todo puede suceder— y tendiera su
mano mientras usted, su hijo, descansara en un lujoso lecho de plumas y... rodeado de lujo?
¡Terrible, terrible! Pero lo peor de todo, permítame coronel que le hable francamente, es
que lo veo insensible como un muro de piedra, con la boca abierta y la mirada perdida, lo
cual resulta hasta indecente, puesto que la simple suposición de semejante caso lo obligaría
en realidad a tirarse del pelo hasta arrancarlo y deshacerse en lágrimas hasta llenar con ellas
arroyos..., ¿qué digo arroyos?, ¡ríos, lagos, mares, océanos de lágrimas!...
En una palabra, Fomá, llevado por su exceso de elocuencia, empezó a divagar. Ésa
era la única salida que invariablemente tenía su fogosidad. El asunto acabó como era de
esperar. La generala, con sus mantenidas, perritos, Fomá Fomich y la joven Perepelítsina,
su principal confidente, honró, por fin, Stepanchikovo con su presencia. Decía que no iba
sino a probar vivir con su hijo, para estar segura de su comportamiento. ¡Puede uno
imaginarse la situación del coronel mientras comprobaban su conducta!
Al principio, como viuda reciente, la generala consideraba que su deber era
mostrarse desesperada dos o tres veces a la semana al recordar a su general
irremediablemente perdido; y ocurría siempre, en esos casos —vaya uno a saber por qué—,
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que las culpas recaían en el coronel. A veces, sobre todo si había visitas, llamaba a su nieto
—el pequeño Iliusha— y a Sasheñka —de quince años—, los hacía sentar a su lado, los
miraba largamente con ojos doloridos y tristes, como hijos perdidos de «semejante padre»,
lanzaba profundos y dolorosos suspiros y acababa deshaciéndose en lágrimas silenciosas,
inexplicables, una hora por lo menos. ¡Mal lo pasaba el coronel si no sabía comprender esas
lágrimas! Y la verdad es que el pobre casi nunca las comprendía y debido a su ingenuidad
aparecía como a propósito en semejantes momentos lacrimosos y era sometido, lo quisiera
o no, a un nuevo examen. Sin embargo su respeto filial no disminuía, podía llegar más bien
a su más alto grado.
Dicho brevemente, tanto la generala como Fomá Fomich se dan cuenta de que la
tormenta que los estuvo amenazando durante tantos años durante la vida del general
Krajotkin ha pasado y jamás volverá. A veces, sin ton ni son, la generala se desmaya en el
diván. Cunde la confusión, el pánico. ¡El coronel destrozado tiembla como una hoja!
—¡Hijo cruel! —grita la generala cuando recobra el conocimiento—. ¡Has
destrozado mis entrañas... mes entrailles, mes entrailles!
—¿Pero cómo pude, mamaíta, destrozar sus entrañas? —objeta tímidamente el
coronel.
—¡Las destrozaste! ¡Las destrozaste! ¡Intentas justificarte! ¡Me estás faltando al
respeto! ¡Hijo cruel! ¡Me muero!
El coronel está hundido.
Pero la generala revive siempre. Y media hora después el coronel explica a un
amigo sujetándolo por un botón:
—Debes tener en cuenta, mi querido amigo, que es una grande dame, ¡una generala!
Una viejecita buenísima... Pero está acostumbrada a todo lo refinado... No como yo, que
soy un patán. Ahora está enfadada conmigo y, naturalmente, la culpa es mía. Aunque la
verdad, amigo, no sé todavía cuál es mi culpa, pero es evidente que la culpa es mía...
A veces la solterona Perepelítsina, un ser más que maduro, siempre enfurruñada, sin
cejas, con peluca, ojitos pequeños y lascivos, labios delgados como un hilo y que se lavaba
las manos con salmuera de pepinos, consideraba su deber sermonear al coronel.
—Es que usted no es respetuoso, usted es un egoísta e insulta a su señora madre, y
por eso ella se enfada, no está acostumbrada a ser tratada de ese modo. Ella es generala y
usted no pasa de coronel.
—Esa señorita —explica el coronel a su oyente—, Perepelítsina, es una excelente
persona, siempre a favor de mi madre. ¡Una señorita como pocas! No pienses que es una
gorrona, ni mucho menos, también es hija de un teniente coronel... Ya ves.
Pero todo lo dicho no era más que el comienzo, lo peor estaba por venir. La
generala, capaz de tales tretas, temblaba como un ratón ante Fomá Fomich, su anterior
bufón. Estaba plenamente conquistada por él. No respiraba sin él, oía con sus oídos, veía
con sus ojos. Uno de mis primos, también húsar retirado, todavía joven, que por el mal
estado de su situación vivió algún tiempo en la casa del tío, me dijo con toda claridad y
franqueza que la generala mantenía relaciones íntimas con Fomá Fomich. Como es lógico,
rechacé indignado esa suposición como algo tosco y simple. Había en esa relación algo
distinto que sólo cabría explicar haciendo comprender al lector el carácter de Fomá Fomich,
tal como yo mismo lo comprendí después.
Imaginaos a un hombre mezquino, insignificante y pusilánime, un aborto de la
sociedad a quien nadie necesita, inútil, asqueroso, repulsivo, pero dotado de un amor propio
inmenso, carente, además, de toda capacidad de justificar de algún modo su enfermiza
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presunción. Os prevengo de antemano que Fomá Fomich es la personificación de una
vanidad ilimitada, pero al mismo tiempo peculiar; es decir que posee, como suele suceder
en casos semejantes, un orgullo ofendido, agraviado por fracasos anteriores, infectado hacía
mucho, mucho tiempo, lleno de odio y envidia hacia todos aquellos que triunfan. De por sí
se entiende que todos esos sentimientos se presentan aliñados con la más descarada
susceptibilidad, la suspicacia más delirante. Cabe preguntarse cómo se origina semejante
amor propio, teniendo en cuenta la absoluta insignificancia de esas personas tan lastimosas
que por su propia posición social deberían saber cuál es su puesto. Difícil pregunta. ¡Quién
sabe si hay excepciones y si una de ellas no será Fomá Fomich!
Y, en efecto, él es una excepción de la regla, lo que se verá más adelante. Cabe
preguntar, sin embargo, si estáis seguros de que los resignados a reconocer su papel de
bufones, gorrones y aprovechados han renunciado a todo amor propio. No olvidéis la
envidia, los chismes, los soplones, las denuncias, los misteriosos susurros en rincones
ocultos que tenéis casi a vuestro alcance, sentados a vuestra mesa... Quién sabe si en
algunos de esos vagabundos, esos humillados por el destino, esos bufones e histriones
vuestros, siempre sometidos y despreciados, el amor propio no cobra mayor fuerza a causa
de esa misma humillación, por su papel de bufones e histriones, por su sumisión obligada y
humillante. Quién sabe si, al principio, un orgullo tan deforme no es un falso sentimiento
de dignidad propia, ofendida tal vez ya en la infancia por la miseria, la opresión y el
desprecio todavía en la casa paterna, condenándolos a una vida errante.
Había dicho, además, que Fomá Fomich era una excepción de la regla general. Y es
verdad. En otros tiempos se había dedicado a la literatura, pero no tuvo éxito y salió
defraudado; la literatura es capaz de hundir a muchos, no sólo a Fomá Fomich —cuando no
es reconocida, naturalmente—. No lo sé, pero supongo que tampoco antes de meterse a
literato había conseguido nada en sus anteriores empresas, que sólo había recibido
papirotazos en lugar de salarios o, tal vez, algo peor. Entonces no lo sabía, pero más tarde
averigüé que en Moscú había escrito una novelita muy parecida a las que se publicaban por
decenas en los años treinta como, por ejemplo, Liberación de Moscú, El atamán Bur, Hijos
del amor o Los rusos en el año 1104 y cosas así, que proporcionaban en aquellos tiempos
un grato alimento al ingenio burlón del barón Brambeus[1]. Todo ello ocurría,
naturalmente, hace tiempo. Pero la tentación del orgullo literario resulta a veces muy
profunda e incurable, sobre todo para las personas insignificantes y estúpidas. Fomá
Fomich quedó defraudado desde su primer intento literario, y ya entonces se incorporó
definitivamente a la enorme multitud de desengañados, de quienes provienen todos los
vaticinadores, peregrinos y beatos. A partir de aquello, pienso yo, nació en él la jactancia, la
indecente necesidad de ser alabado y distinguido, de ser objeto de admiración y de causar
asombro. Ya cuando oficiaba de bufón consiguió que un grupo de idiotas lo veneraran. En
todas partes necesitaba prevalecer sobre todos, profetizar, distinguirse de los demás y
alabarse. Si alguien no lo alababa, él mismo lo hacía. En Stepanchikovo, en casa de mi tío,
le oí decir cuando ya era el amo y absoluto profeta: «No estaré aquí mucho tiempo con
vosotros —dicho con voz misteriosa y grave—. No pertenezco a este mundo. Arreglaré
aquí las cosas, os enseñaré, educaré y después os diré adiós. Me iré a Moscú y editaré una
revista. Para oírme, asistirán a mis conferencias treinta mil personas cada mes. Mi nombre
será famoso y, entonces, ¡muy mal lo pasarán mis enemigos!».
Pero mientras el genio se disponía a ser famoso, exigía recompensa inmediata. En
general es muy agradable recibir el pago adelantado y, sobre todo, en este caso. Sé que
había convencido a mi tío de que él, Fomá, estaba destinado a una gran proeza, proeza
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reservada para él a la que lo obligaba un hombre con alas, que se le aparecía por las noches,
o algo parecido. Decía que su deber era escribir una obra de profundísimo significado,
reconfortante, piadosa, que sería como un terremoto y repercutiría en toda Rusia, y que
cuando retumbase en toda Rusia, él, Fomá, desdeñaría su gloria y se retiraría a un
monasterio y, en las cuevas de Kiev, rezaría día y noche por la felicidad de su patria. Todo
eso sedujo a mi tío.
Imagínense ahora el efecto que esto habrá tenido en un Fomá, literato desengañado,
oprimido y abatido y, tal vez, apaleado, un Fomá secretamente voluptuoso y soberbio, un
Fomá bufón por un trozo de pan, un Fomá déspota en el fondo a pesar de toda su anterior
insignificancia y debilidad, un Fomá fanfarrón y descarado; un Fomá de pronto lleno de
gloria y fama, alabado y mimado por una protectora idiota y un protector siempre conforme
en cuya casa vivía al cabo de un largo período ambulante... Al hablar del carácter del tío
debo ser más explícito; si no lo hago resultaría incomprensible el éxito de Fomá Fomich.
Mientras tanto diré que en Fomá se hizo real el siguiente proverbio: «Si lo sientas a la
mesa, pondrá los pies en ella». ¡Bien que recuperó el tiempo perdido! Un espíritu vil, una
vez redimido de la opresión, se vuelve él mismo opresor.
Fomá había sido oprimido y había sentido de inmediato la necesidad de oprimir; se
habían burlado de él y también él se burló de otros. Había sido bufón y él mismo se rodeó
de sus propios bufones. Se jactaba hasta lo absurdo, se emperraba en lo imposible, exigía
leche de pájaros, su tiranía carecía de límites y consiguió que las buenas gentes, aun sin
haber sido testigos de sus felonías, con sólo conocerlas, las consideraran alucinaciones
maléficas, se persignaran y escupieran.
He hablado ya de mi tío. Pero si no explico su maravilloso carácter (lo repito), no se
comprenderá la descarada entronización de Fomá Fomich en casa ajena; no se comprenderá
esta conversión del bufón en un gran personaje. Mi tío, bondadoso en extremo, pese a su
apariencia algo tosca era un hombre de refinada delicadeza, de gran nobleza y valentía
probada. Me sirvo de la palabra «valentía» con plena seguridad: no había obstáculo para él
si debía cumplir una obligación, un deber. Su alma era pura como la de un niño, y a sus
cuarenta años era realmente un niño, muy expansivo, siempre alegre, que consideraba
ángeles a todos, que se culpaba a sí mismo de los defectos ajenos y exageraba las buenas
cualidades de los demás, aun donde no existían. Se lo podía incluir entre las personas
nobles y castas que llegan a avergonzarse de sospechar algo malo en los otros, y que se
apresuran a dotarlos de todas las virtudes, que se alegran de los éxitos ajenos y viven
constantemente en un mundo ideal; y si en ese mundo tiene lugar un fracaso se culpan ante
todo a sí mismos. Su vocación era sacrificarse por los demás.
Algunos lo habrían calificado de pusilánime, débil, falto de carácter. Es evidente
que era débil y demasiado blando de carácter, pero no por falta de firmeza sino por su
temor a ofender, a ser cruel, por exceso de respeto hacia los otros, hacia el ser humano en
general.
Diré de paso que era pusilánime y débil cuando se trataba de sus propios intereses,
intereses que desdeñaba totalmente, por lo cual fue siempre objeto de burlas, hasta por parte
de aquellos por quienes los desdeñaba. Y digamos de paso que jamás creyó que tuviera
enemigos; sin embargo los tenía, aunque no se daba cuenta de su existencia. Temía como al
fuego oír ruidos y gritos en su casa; en esos casos cedía de inmediato a todos y se sometía
por una bonhomía tímida, por delicadeza: «Bueno, pues que así sea», decía muy
rápidamente, haciendo caso omiso de los reproches que le hacían por su debilidad y
connivencia: «¡Más vale... que todos estén contentos y sean felices!». Ni falta hace decir
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que siempre estaba dispuesto a recibir toda influencia honorable; es más: podía ocurrir que
un hábil sinvergüenza lo engañara fácilmente y lo hiciera participar en algún asunto turbio,
presentándoselo como algo muy decente. A menudo el tío confiaba en los demás y sus
errores solían ser frecuentes. Cuando, después de muchos sufrimientos, se convencía, por
fin, de que el hombre que lo había engañado era un bribón, se culpaba ante todo a sí mismo,
a nadie más.
Imagínense ahora que se instala de pronto en su apacible casa una idiota caprichosa
y loca, inseparable de otro idiota, su ídolo —que hasta aquel entonces había temido
únicamente a su general, pero que ahora ya no teme a nadie y hasta siente la necesidad de
ser recompensada por todo lo pasado—, una idiota a quien el tío se consideraba obligado a
venerar por el simple hecho de que era su madre. Empezaron por convencerlo de que era
bruto, impaciente, ignorante y, sobre todo, el mayor de los egoístas. Lo curioso es que la
vieja idiota se lo creía a pies juntillas. Creo que Fomá Fomich también lo creía, por lo
menos en parte. Convencieron al tío de que el propio Dios Todopoderoso le había enviado a
Fomá para salvar su alma, apaciguar sus desenfrenadas pasiones y su vanidad; de que era
orgulloso, jactancioso de sus riquezas y capaz del pecado de reprocharle a Fomá Fomich
que comiera su pan...
—Yo, mi amigo, tengo la culpa de todo —solía decir a algunos de sus amigos,
dispuesto a tirarse de los pelos y a pedir perdón—. Hay que tener mucha delicadeza con un
hombre al que favoreces... Pero, ¡qué digo!... Otra vez tergiverso las palabras; no soy yo
quien hace un favor, al contrario, es él quien me favorece viviendo en mi casa, no yo a él...
Me acusan de haber dicho que come a costa mía, yo no lo dije pero quizá se me escapase
algo semejante... Suele sucederme... Él es un hombre que ha sufrido mucho: durante diez
años, olvidando toda ofensa, cuidó de su amigo enfermo... Merece ser recompensado... Y,
además, sabe mucho... Es... ¡un escritor! ¡Un hombre cultísimo y de gran nobleza! En una
palabra...
La imagen de Fomá, culto y desdichado, bufón de un señor caprichoso y cruel,
destrozaba de dolor e indignación el noble corazón de mi tío. Todas las singularidades de
Fomá, su vil proceder, mi tío los atribuía a sus padecimientos pasados, a las humillaciones
sufridas, a su rencor... En una palabra, un ser dignísimo... En su alma tierna y noble había
decidido que a una persona tan castigada por el destino no se le podía exigir lo mismo que a
un ser corriente. Además de perdonarlo, había que curar sus heridas con humildad,
devolverle las fuerzas y reconciliarlo con la humanidad. Una vez fijada esa tarea se
entusiasmó tanto que perdió completamente de vista que su nuevo amigo era una bestia
lujuriosa, un egoísta, un perezoso comodón y sólo eso. Creía sin reservas en la sapiencia y
genialidad de Fomá. Olvidé comentar que el tío veneraba las palabras «ciencia» o
«literatura» del modo más ingenuo y desinteresado, aunque él jamás había estudiado nada.
Ésa era una de sus más importantes e inocentes singularidades.
—¡Está escribiendo! —solía decir, andando de puntillas, a dos habitaciones de
distancia del despacho de Fomá Fomich—. No sé de qué se trata —añadía con aire
misterioso e importante—, pero ha de ser algo tan complicado como un raro brebaje, lo
digo en sentido figurado. Alguno lo comprenderá, pero nosotros, tú y yo, alelados
quedaremos... Creo que se trata de fuerzas productivas, me lo dijo él mismo. Tal vez diga
algo, casi puedo asegurarlo, de política. ¡Será famoso su nombre! Y entonces también
nosotros lo seremos. Él mismo, amigo, me lo dijo...
Sé que mi tío, por orden de Fomá, se vio obligado a cortar sus bellas barbas rubias
porque con ellas parecía un francés y demostraba poco amor a su patria. Poco a poco Fomá
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empezó a intervenir en la administración de la hacienda, prodigando sabios consejos de
horribles consecuencias. Los campesinos no tardaron en comprender de qué se trataba,
quién era el verdadero amo, y se rascaban con fuerza el cogote. Un día fui testigo de una
conversación de Fomá con los campesinos. Confieso que la escuché sin ser visto. Antes
había oído decir a Fomá que le gustaba hablar con el «listo mujik ruso». Fue a la era, les
habló del trabajo en el campo, aunque no sabía diferenciar la cebada del trigo, les habló
cariñosamente de las sagradas obligaciones del mujik hacia su señor, se refirió brevemente
a la electricidad y a la división del trabajo —temas totalmente desconocidos por él—, les
explicó cómo se mueve la tierra en torno al sol y, por fin, emocionado por su propia
elocuencia, habló de los ministros. Eso lo comprendí. Cuenta Pushkin que un papaíto
procuraba que su hijo de cuatro años aprendiese a decir «papaíto es tan valiente que el zar
quiere mucho a mi papaíto»... ¡Bien que necesitaba este papaíto de un oyente de cuatro
años! Los campesinos escuchaban siempre servilmente a Fomá Fomich.
—Y tú, padrecito —le preguntó de pronto un viejecito canoso llamado Arjip
Korotki, con el evidente propósito de halagarlo—, ¿recibías mucho salario del zar?
Pero a Fomá Fomich la pregunta le pareció familiar y no soportaba las
familiaridades.
—¿Y tú, merdoso, para qué quieres saberlo? —respondió, mirando con desprecio al
pobre mujik—. ¿Y para qué me alargas tu hocico? ¿Quieres que te lo escupa?
Fomá Fomich siempre hablaba así con el «listo mujik ruso».
—Padre nuestro —intervino otro mujik del mismo grupo—, somos unos ignorantes.
Tal vez tú seas comandante o coronel o tal vez excelencia, pero no sabemos cómo llamarte.
—¡Merdoso! —volvió a decir Fomá Fomich, pero ya más benévolo—. Hay salarios
y salarios, cabeza de mulo. Algunos son generales pero no reciben nada, eso significa que
no lo merecen, que el zar no los necesita. Yo, por ejemplo, cuando servía al ministro
cobraba veinte mil, pero no los cogía porque trabajaba para honrar mi nombre, tenía mis
propios bienes. Donaba mi salario a los centros de enseñanza y a las víctimas del incendio
de Kazán.
—¡Vaya! ¿Entonces fuiste tú, padrecito, quien reconstruyó Kazán? —preguntó
admirado el mujik.
En general los mujiks admiraban a Fomá Fomich.
—Sí, también yo participé —respondió Fomá como sin querer, como si le fastidiara
hablar «así» a una persona como «aquélla».
Con el tío la conversación con Fomá era distinta.
—¿Cómo era usted antes? —decía por ejemplo Fomá Fomich, arrellanado en un
cómodo sillón después de una comida suculenta; y un criado de pie detrás del sillón debía
espantarle las moscas con una rama fresca de tilo—. ¿Cómo era usted antes de que yo
apareciese? Ahora, en cambio, sembré en usted una chispa de ese fuego celestial que arde
hoy en su alma. ¿Sembré o no sembré en usted esa chispa de fuego celestial? Respóndame.
¿Sembré o no sembré en usted esa chispa?
Lo cierto es que Fomá Fomich no sabía ni él mismo el porqué de su pregunta. El
silencio y la confusión de mi tío inmediatamente lo exasperaron. Él, que había sido siempre
tan paciente y apocado, ahora estallaba como la pólvora ante cualquier oposición. El
silencio del tío le pareció ofensivo e insistió.
—Respóndame, ¿arde o no arde en usted esa chispa?
El tío, confuso, indeciso, no sabe qué responder.
—Me permito recordarle que estoy esperando —dice Fomá ofendido.
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—Mais repondez donc, Yégorushka —interviene a su vez la generala, encogiéndose
de hombros.
—¿Le pregunto si arde o no en usted esa chispa? —repite Fomá, condescendiente,
al tiempo que toma un bombón de la bombonera que, por orden de la generala, siempre le
ponen delante en la mesa.
—¡Te juro, por Dios, Fomá, que no lo sé! —responde por fin el tío mirándolo
desesperado—. Algo así debe haber... Más vale que no me preguntes, a lo mejor digo algo
que esté de más...
—Muy bien. Según usted soy tan insignificante que no merezco respuesta. ¿No es
eso lo que quería decir? Bueno, pues que así sea, que yo no sea nadie.
—¡Pero si no es así, Fomá! ¿Cuándo dije eso?
—Eso es, precisamente, lo que quiso decir.
—¡Te juro que no!
—Bueno, entonces yo miento, según usted busco intencionadamente un pretexto
para reñir, y no importa que eso se junte a todas las demás ofensas, yo lo soportaré todo...
—Mais, mon fils... —gritó la generala asustada.
—¡Fomá Fomich, mamaíta! —exclama el tío desesperado—. ¡Por Dios os juro que
no soy culpable!, tal vez sin querer se me haya escapado algo... No me mires así, Fomá, soy
un tonto, me doy cuenta de que lo soy, que a veces digo algo que no corresponde a lo que
quiero decir... Lo sé, Fomá, lo sé todo, no me lo digas más —y continúa, agitando la
mano—: he vivido cuarenta años, pero hasta que te conocí pensaba siempre que era un
hombre... pues... un hombre como se debe ser. Pero hasta ahora no me había dado cuenta de
que era más pecador que un chivo, un egoísta de primera, ¡y con tantos pecados que es un
milagro que la tierra me aguante!
—¡Sí, en efecto, es usted un egoísta! —asiente Fomá Fomich satisfecho.
—Sí, ahora también yo comprendo que soy egoísta, pero eso se acabó. Me
corregiré, seré mejor.
—¡Dios lo quiera! —resume Fomá Fomich, que suspira devotamente y se levanta
del sillón para dormir la siesta. Fomá Fomich suele descansar después de comer.
Para terminar este capítulo, permitidme hablar de mis relaciones personales con mi
tío y explicar cómo me vi de pronto frente a frente con Fomá Fomich, metido, sin saber
cómo ni cuándo, en la vorágine de los más importantes sucesos que tuvieron lugar en el
bendito poblado de Stepanchikovo. Así pues, pondré fin a mi preámbulo y pasaré
directamente al relato.
Cuando quedé huérfano y solo en el mundo, mi tío sustituyó a mi padre, me educó a
su costa e hizo lo que no siempre hace el verdadero padre. Desde que me llevó a su lado me
encariñé con él; tenía entonces diez años y nos compenetramos perfectamente. Juntos
hicimos girar la peonza y robamos la cofia a una señora anciana de mal genio que era
pariente nuestra. Até de inmediato la cofia en la cola de una cometa de papel que se perdió
en las alturas. Pasados varios años vi a mi tío ya en Petersburgo, donde yo acababa mis
estudios, por él costeados. Aquella vez me encariñé con él con todo el ardor de la juventud.
Me sorprendió en su carácter una nobleza auténtica, verídica, alegre e ingenua que a todos
atraía. Al acabar mis estudios viví algún tiempo en Petersburgo, totalmente libre y
convencido —como suele ocurrir a los más jóvenes—, de que dentro de poco haría algo
digno de ser admirado, grandioso. No quería abandonar Petersburgo, me escribía con mi tío
con poca frecuencia y casi siempre cuando necesitaba dinero, que él jamás me negaba.
Mientras tanto había oído a un criado del tío, de paso por Petersburgo, decir que en
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Stepanchikovo ocurrían cosas sorprendentes.
Esos primeros rumores me interesaron y extrañaron. Escribí a mi tío con más
frecuencia, pero sus respuestas pecaban por ser, como siempre, extrañas y confusas y en
cada carta procuraba referirse únicamente a mis estudios científicos, decía que en ese
sentido esperaba de mí muchos éxitos y se enorgullecía de ellos. De pronto, después de un
silencio bastante largo, recibí de él una carta sorprendente, distinta de todas las anteriores,
llena de extrañas alusiones y de tal cúmulo de contradicciones que al principio no
comprendí casi nada. Me di cuenta, sin embargo, que estaba muy alarmado. Una sola cosa
quedaba clara en esa carta: el tío me proponía seriamente, casi me suplicaba, que me casara
lo antes posible con una antigua pupila suya, hija de un pobre funcionario provincial
llamado Yezhévikin; la joven había estudiado en un excelente centro de Moscú, costeado
por él, y era en la actualidad la niñera de sus hijos. Decía en su carta que la joven era muy
desgraciada, que yo podía hacerla feliz, que por mi parte sería un acto generoso, apelaba a
la nobleza de mi corazón y prometía darle una dote. Hablaba, sin embargo, de la dote con
cierto misterioso temor y terminaba la carta suplicándome que guardara en el más riguroso
secreto todo cuanto me había escrito.
La carta me sorprendió tanto que casi acabé mareándome. ¡No es de extrañar!
Semejante propuesta, hecha a un hombre joven como yo, apenas salido del cascarón, no
dejaría de impresionarme, aunque sólo fuera por mi romanticismo. ¡Había oído decir,
además, que la joven niñera era guapísima! Sin saber qué decisión tomar, escribí de
inmediato a mi tío anunciándole que salía para Stepanchikovo. Aunque con la carta el tío
me enviaba dinero para el viaje, permanecí en Petersburgo unas tres semanas más, lleno de
dudas y hasta de temor.
De pronto y por casualidad encontré en Petersburgo a un antiguo compañero de mi
tío, que regresaba del Cáucaso después de haberse detenido en Stepanchikovo. Era un
hombre sensato, de edad madura, solterón empedernido. Me habló con indignación de
Fomá Fomich y me contó detalles que yo ignoraba por completo. Me dijo que Fomá
Fomich y la generala se proponían casar a mi tío con una mujer más que madura, casi
desquiciada, de biografía más que extraña y una dote de medio millón; que la generala la
había convencido de que serían parientes y la había alojado en su casa; que mi tío estaba
desesperado pero que el medio millón de la dote acabaría tal vez por convencerlo. Me contó
también que tanto la generala como Fomá Fomich, de mutuo acuerdo, perseguían a la pobre
e indefensa niñera de los hijos del tío y procuraban echarla de la casa valiéndose de todos
los medios; temían, al parecer, que el coronel se enamorase de ella, si es que no lo estaba
ya. Estas últimas palabras me sorprendieron. Pero el amigo de mi tío no podía o no quería
darme más detalles. Era parco en palabras y evitaba explicaciones y pormenores. Quedé
perplejo. Las noticias contradecían tanto la última carta de mi tío que decidí no perder más
tiempo y salir para Stepanchikovo no ya con el fin de consolar y ayudar a mi tío sino,
dentro de lo posible, para salvarlo, es decir, echar a Fomá, impedir la boda con la más que
madura y desquiciada doncella y, finalmente —puesto que mi conclusión final era que el
amor de mi tío no era sino un invento de Fomá—, hacer feliz a una joven desgraciada pero
interesante casándome con ella... y todo eso. Fui animándome poco a poco y, como era
joven y estaba ocioso, mis dudas cambiaron de rumbo: ardía en deseos de realizar proezas y
hazañas. Hasta tuve la impresión de que, con aquel noble sacrificio, demostraría una
extraordinaria magnanimidad haciendo feliz a una joven encantadora e inocente. Recuerdo
que durante el viaje me sentí muy ufano de mí mismo. Estábamos en julio, el sol brillaba
esplendoroso y alrededor de mí se extendía la infinita amplitud de los campos con el trigo
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casi maduro... ¡Llevaba tanto tiempo recluido en Petersburgo que tenía la sensación de que
sólo ahora veía la luz del día!
El señor Bajchéiev
Mi tío
Confieso que iba algo asustado. No bien entré en el poblado mi sueño romántico me
pareció muy extraño, casi tonto. Eran alrededor de las cinco de la tarde. El camino
atravesaba el parque de la casa señorial. Volvía a ver, al cabo de muchos años, aquel
enorme parque donde habían transcurrido veloces esos felices días de mi infancia con que
había soñado muchas veces en los dormitorios de mis escuelas. Salté del coche y me dirigí
a la casa señorial, cruzando el parque.
Quería aparecer de pronto, sigilosamente, averiguarlo todo, conocer la situación y
antes que nada hablar en confianza con mi tío. Y así fue. Dejada atrás la avenida de tilos
centenarios, pasé a la terraza acristalada que daba acceso a las habitaciones interiores. La
terraza estaba rodeada de canteros de flores y adornada con macetas de plantas preciosas.
Allí encontré a un aborigen, mi viejo ayo Gávril, ahora ayuda de cámara del tío. El viejo se
había puesto gafas y sostenía en las manos un pequeño cuaderno que leía con gran interés.
Nos habíamos visto en Petersburgo, adonde tres años atrás había ido con el tío, y me
reconoció en el acto. Llorando de alegría se abalanzó impetuoso a besar mis manos, y sus
gafas cayeron al suelo. Me emocionó mucho esa muestra de cariño, pero inquieto por la
reciente conversación con el señor Bajchéiev, me fijé en el sospechoso cuadernito que
Gávril tenía en las manos.
—¿Es posible, Gávril, que también a ti te enseñen francés? —le pregunté.
—Sí, padrecito, a mi vejez, como si fuera un gorrión estornino —me respondió
tristemente.
—¿Es Fomá mismo tu maestro? —le pregunté.
—Él, padrecito, debe de ser un hombre listísimo, muy sabio.
—Ya lo creo, muy listo. ¿Os enseña conversando?
—Con un cuaderno, padrecito.
—¿El que llevas en la mano? ¡Ah, palabras francesas con letras rusas! ¡Qué astuto!
¿No te da vergüenza, Gávril, hacer caso a un estúpido como él? —grité olvidando en un
instante mis benévolas suposiciones sobre Fomá Fomich por las que hacía poco casi me
peleo con el señor Bajchéiev.
—¿Cómo va a ser tonto —me respondió el viejo— un hombre que manda sobre
nuestros señores?
—¡Hum! Tal vez tengas razón, Gávril —mascullé sorprendido por esa
observación—. ¡Llévame a donde mi tío!
—Pero, padrecito, no puedo dejarme ver, no me atrevo. Hasta a él le tengo miedo.
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Aquí estoy penando, y cuando él pasa me escondo tras el macizo de flores.
—¿Pero de qué tienes miedo?
—Es que la última vez no supe la lección y Fomá Fomich quiso ponerme de
rodillas, pero no lo obedecí. Ya soy viejo, Serguéi Aleksándrovich, para que jueguen así
conmigo. El señor se enfadó conmigo por no hacer caso a Fomá Fomich. «Se ocupa de
instruirte —me dijo—, barba-gris impertinente, quiere que aprendas a pronunciar bien». Y
aquí me tiene estudiando los vocablos. Dijo que esta noche volvería a examinarme.
Me pareció que en todo eso había algo muy raro. Alguna historia debía de haber con
eso del idioma francés, que el viejo no sabía explicarme.
—Dime, Gávril, ¿cómo es Fomá? ¿Alto, gallardo?
—¿Fomá Fomich? No, padrecito, es un hombrecito insignificante.
—Hum; tal vez todo se arregle, Gávril, te lo prometo. Pero... ¿dónde está mi tío?
—Detrás de las caballerizas hablando con los mujiks. Han venido los de
Kapitónovka para rogarle que no los traspase a Fomá Fomich. Vienen a implorárselo.
—¿Por qué detrás de las caballerizas?
—Tienen miedo, padrecito...
Encontré al tío detrás de las caballerizas, rodeado de mujiks que le hacían profundas
reverencias y le imploraban con fervor. El tío, acalorado, les explicaba algo. Me acerqué y
lo llamé. Se volvió y nos arrojamos el uno en brazos del otro.
Se alegró muchísimo de verme, su alegría llegaba al éxtasis. Me abrazaba, me
apretaba las manos... como si le hubieran devuelto a un hijo, liberado de un peligro mortal,
como si yo, con mi llegada, lo hubiese liberado también a él de un peligro mortal y trajese
conmigo la solución de todas sus dudas, la felicidad y la alegría para toda su vida y para
todos sus seres queridos. El tío nunca consentía ser feliz él solo. Terminados los primeros
transportes de alegría, comenzó de pronto a trajinar y acabó cansado y totalmente
desorientado. Me atosigó a preguntas, quiso llevarme de inmediato al seno de su familia y
allí nos dirigimos, pero cambió de parecer y pensó que era mejor presentarme a los mujiks
de Kapitónovka. Recuerdo que después se puso a hablarme, no sé a raíz de qué, de un tal
señor Korovkin, hombre extraordinario a quien había encontrado hacía tres días en la
carretera y a quien había invitado a su casa. Esperaba su llegada con gran impaciencia.
Después dejó de hablar de Korovkin y me habló de otra cosa. Yo lo miraba con placer. Al
responder a sus apresuradas preguntas le dije que me gustaría dedicarme a las ciencias en
lugar de entrar en el funcionariado. No bien llegamos a ese tema, el tío frunció el ceño y su
rostro expresó mucha solemnidad. Al saber que últimamente me gustaba la mineralogía
alzó la cabeza y miró con orgullo en torno suyo, como si él fuese el descubridor y el autor,
sin ayuda ajena, de toda la mineralogía. Ya he dicho que el tío veneraba la palabra
«ciencia» sin ningún interés personal, sobre todo porque nada sabía de ciencias.
«Oye, Serguéi amigo, en el mundo hay gente que lo sabe todo, hasta lo más íntimo
—me había dicho un día brillándole de entusiasmo los ojos—. Estás con ellos, los escuchas
y, aunque sabes que tú nada comprendes, tu corazón está feliz. ¿Por qué? Porque en todo
cuanto dicen hay inteligencia, talento, utilidad, bienestar para todos. Eso sí lo comprendo.
Ahora viajo en tren, pero mi Iliusha, tal vez, vuele... También el comercio, la industria, esas
ramas, por así decir... o sea que... por muchas vueltas que le des... son de gran utilidad...
¿no es cierto? Son útiles».
Pero volvamos a nuestro encuentro.
—Espera, amigo mío, espera —empezó a decir frotándose las manos y con voz
atropellada—. Vas a conocer a un hombre excepcional, a un científico cuyo nombre pasará
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a la historia. ¿Verdad que suena bien? «Pasará a la historia». Me lo explicó Fomá... Te lo
presentaré.
—¿Se refiere usted a Fomá Fomich?
—No, te hablo de Korovkin... También de Fomá.
Y, de pronto, por alguna razón, enrojeció; pareció confuso en cuanto mencioné a
Fomá.
—¿A qué ciencias se dedica, tiíto?
—¿Korovkin? A todas, querido, a todas en general, no puedo explicarte cuáles, sólo
sé que son ciencias. ¡Cómo habla de los ferrocarriles! Y, sabes —añadió en un susurro,
entornando con aire significativo el ojo derecho—, intercala también ideas liberales. Lo
noté cuando se refería a la felicidad familiar... Es una pena haber oído poco (no tuve
tiempo), si no te lo contaría todo seguido. Y, además, es un hombre de altas virtudes
morales. Lo invité a pasar unos días en casa y espero su llegada de un momento a otro.
Mientras, los mujiks me miraban con la boca abierta y los ojos desorbitados, como
si yo fuera un milagro.
—Espere, tiíto —lo interrumpí—. Creo que mi presencia estorba a los mujiks.
Quieren decirle algo importante. ¿Qué quieren? Le confieso que sospecho algo y me
gustaría escucharlos...
El tío, sobresaltado, se puso nervioso y se agitó.
—¡Ah, sí! Me había olvidado. ¿Qué puedo hacer con ellos? Se les ha metido en la
cabeza que dejo a Fomá Fomich toda Kapitónovka, con todos ellos dentro; ¿te acuerdas de
Kapitónovka? íbamos allí a pasear con tu finada tía Katia, ya atardecido. «¡No queremos
dejarte!», dicen. Bien me gustaría saber quién fue el primero en decirlo.
—Entonces, tiíto, ¿no es cierto? ¿No deja Kapitónovka? —pregunté casi gritando de
entusiasmo.
—¡Ni se me había ocurrido! ¿A quién se lo oíste decir? Una vez se me escapó y
desde entonces anda de boca en boca, ¿Por qué no les gusta Fomá? Espera Serguéi, te lo
presentaré —añadió mirándome tímidamente, como si presintiese en mí a un enemigo de
Fomá Fomich—. Verás, es un hombre...
—¡No queremos a nadie que no sea usted! —chillaron a coro todos los mujik—.
¡Vosotros sois nuestros padres y nosotros vuestros hijos!
—Escúcheme tiíto —le dije—. Todavía no conozco a Fomá Fomich, pero... oí
hablar de él. Le confieso que hoy me encontré con el señor Bajchéiev, pero tengo mis
propias ideas sobre toda esa cuestión. Despida a los mujiks y hablaremos usted y yo sin
testigos, a solas. Para eso he venido...
—¡Eso es, eso es! —me apoyó mi tío—. ¡Dejaremos que se vayan y después
hablaremos como amigos, estudiaremos a fondo la cuestión! Bueno —dijo a los mujiks—,
marcháos ahora, amigos míos. Y de ahora en adelante venid a verme siempre que me
necesitéis, a cualquier hora.
—Eres nuestro padre; y nosotros somos vuestros hijos, no nos entregues a Fomá
Fomich. ¡Todos los pobres te lo piden! —gritaron una vez más los mujiks.
—¡Mira que sois tontos! Ya os dije que no lo haría.
—Es que, padrecito, acabará con nosotros con tanto estudio. Los de aquí bien
atormentados están.
—¿Será posible que también a vosotros os enseñe el idioma francés? —exclamé
casi asustado.
—No, padrecito, por ahora Dios fue misericordioso con nosotros, por ahora Dios
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nos protege —respondió uno de los mujiks, un pelirrojo con una gran calva en la nuca y
una barbita larga, rala, cuneiforme, que se movía en todas las direcciones cuando hablaba,
como si viviera de vida propia—. Por ahora Dios está con nosotros.
—¿Y qué os enseña?
—Lo que nos enseña, señoría, a nuestro entender, es cómo comprar una caja de oro
para guardar una moneda de cobre.
—¿Qué significa guardar «una moneda de cobre»?
—¡Serguéi, es una calumnia! —exclamó el tío ruborizado y terriblemente
confuso—. ¡Esos tontos no han comprendido lo que les dijo! Habló por hablar... Nada tiene
que ver con eso la «moneda de cobre»... Y tú si no entiendes no debes hablar —continúa el
tío reprochándole al mujik—. ¡Han querido favorecerte y tú, imbécil, no lo comprendes y
gritas!
—¿Y qué hay, tiíto, con el francés?
—Les enseña la pronunciación, Serguéi, sólo eso —dijo el tío con una voz casi
suplicante—. Él mismo dijo que sólo la pronunciación... Además, detrás de todo eso hay
una historia especial, tú no la conoces y por ello no puedes juzgar. Mira, sobrino, hay que
profundizar en los hechos y después acusar... ¡Acusar es fácil!
—¡Y vosotros por qué permanecéis callados! —casi grité a los mujiks con rabia—.
Debíais decirle claramente que así no, Fomá Fomich, así no se puede, no está bien. ¿O es
que no tenéis lengua?
—¿Dónde está el ratón que le puso el cascabel al gato, padrecito? «Ya te enseño yo
—me dijo—, mujik palurdo, a ser limpio y ordenado. ¿Por qué llevas una camisa sucia?».
Porque siempre está sudada, por eso. No vamos a cambiarla todos los días. Por ser limpio
no resucitarás, por ser sucio no reventarás.
—Pues hace poco fue a la era —intervino otro mujik alto y delgado, lleno de
remiendos, con unos laptis completamente desgastados, uno de esos mujiks que están
siempre descontentos y guardan como reserva alguna frase venenosa, maléfica; hasta aquel
momento había evitado mostrarse, escuchaba en tenebroso silencio con una sonrisa amarga
y astuta que no se le borraba del rostro—. Bajó a la era y preguntó: «¿Sabéis cuántos
kilómetros hay hasta el sol?». ¡Cómo vamos a saberlo! No es un saber para nosotros sino
para los señores. «No, dice, tú eres un tonto, un patán, no sabes lo que te conviene; yo, dice,
soy astrólomo; conozco todas los planidas del cielo».
—¿Y te dijo cuántos kilómetros hay hasta el sol? —intervino el tío, muy animado y
guiñándome alegremente el ojo, como diciendo: «¡No te pierdas lo que viene!».
—Sí, lo dijo, parece que muchos —respondió de mala gana el mujik, que no
esperaba la pregunta.
—Pero, ¿cuántos dijo, cuántos?
—Su señoría lo sabe mejor, nosotros somos unos ignorantes.
—Yo, hermano, lo sé, pero, ¿tú te acuerdas o no?
—Pues decía que habría varios cientos o miles. Muchos, según dijo. No bastarían
tres carros.
—Pues tenlo bien en cuenta, hermano. Tú creías, tal vez, que podrías alcanzarlo con
la mano. No, hermano, la tierra es redonda como una bola, ¿comprendes? —siguió diciendo
el tío, trazando con las manos una especie de globo.
El mujik sonrió amargamente.
—¡Sí, es como un globo! Está en el aire y así se mantiene y gira alrededor del sol
que permanece quieto, sólo parece que se mueva. ¡Ya ves qué cosas! ¡Y todo esto lo
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descubrió el capitán Cook, el navegante!... ¡Ni el diablo lo sabe! —añadió susurrando,
dirigiéndose a mí—. Yo mismo, amigo, no sé nada... ¿Y tú, sabes —me preguntó— cuánto
hay hasta el sol?
—Lo sé, tiíto —respondí mirando sorprendido lo que pasaba—, pero pienso que la
ignorancia es como la suciedad, pero, por otro lado... enseñar astronomía a los
campesinos...
—¡Tienes razón, toda la razón, en efecto, es como la suciedad! —exclamó el tío
entusiasmado por mis palabras, que le parecieron extremadamente afortunadas—. ¡Un
pensamiento muy noble! ¡Desaseo, negligencia! Siempre lo dije... es decir, jamás lo dije,
pero lo sentí. ¿Oís? —gritó a los mujiks—, ¡la ignorancia es igual al desaseo, a la suciedad!
Precisamente por eso Fomá quería enseñaros, quería enseñaros lo que es bueno, lo que está
bien. Es lo mismo que cualquier servicio oficial, hermanos, cualquier rango oficial. ¡Eso es
la ciencia! Bueno, bueno, amigos míos. Id con Dios, yo estoy contento, contento..., estad
tranquilos, no os abandonaré.
—¡Defiéndenos, padre querido!
—¡Permite que veamos la luz!
Y los mujiks se echaron a sus pies.
—¡Eso sí que es una tontería! A Dios y al zar podéis saludarlos así, pero a mí no...
Bueno, marchaos, portaos bien, mereced el cariño que se os da... bueno y eso es todo...
Verás —dijo de pronto dirigiéndose a mí no bien se fueron los mujiks, radiante de
alegría—, a los mujiks les gusta que los traten bien y no estaría de más hacerles un regalito.
¿Qué te parece si les regalo algo, eh? ¿Qué piensas? Para celebrar que hayas venido... ¿Les
regalo algo o no?
—Por lo que veo, tiíto, es usted un hombre dadivoso, un bienhechor.
—Es preciso, amigo mío, es preciso, no es nada. Ya hace tiempo que quería
regalarles algo —dijo como disculpándose—. ¿A ti te divirtió que yo enseñara ciencias a
los mujiks? Eso, amigo, fue por la alegría de verte, Serguéi. Quería simplemente que el
mujik supiera cuánto hay hasta el sol y quedara con la boca abierta. Fue divertido verlo
cuando lo supo... se alegra uno mismo, por decirlo así. Pero cuidado, amigo mío, no vayas a
decir allí, en el salón, que estuve hablando aquí con los mujiks. Les di cita a propósito
detrás de las caballerizas, para que nadie me viera. No podía obrar de otro modo, el asunto
era peliagudo y ellos se presentaron en secreto. Lo hice sobre todo por ellos...
—Y bien, tío, ya me tiene aquí —empecé a decir cambiando de tema y con gran
deseo de llegar a lo principal lo antes posible—. Le confieso que su carta me sorprendió
tanto que yo...
—¡Amigo, ni una palabra de eso! —me interrumpió el tío como asustado, bajando
el tono de voz—, después, después todo se aclarará. Yo, tal vez, no haya obrado bien
contigo, quizá muy mal, pero...
—¿Conmigo?
—¡Después, sobrino mío, después, después! Todo tendrá su explicación. Pero qué
bien te veo, ¡qué buen mozo! ¡Querido mío! ¡Con qué impaciencia te esperaba! Quería
contarte... tú eres sabio, eres el único que tengo, tú y Korovkin. Quiero que sepas que aquí
todos están enfadados contigo. ¡Ten cuidado, no me falles!
—¿Conmigo? —pregunté sorprendido, mirando al tío sin comprender cómo podían
estar enfadadas conmigo personas por mí desconocidas—. ¿Conmigo?
—Sí, querido amigo, ¡contigo! ¡Qué le vamos a hacer! Un poco de culpa... la tiene...
Fomá Fomich... y también mamita, que lo sigue en todo. Sé precavido, respetuoso, cortés,
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no contradigas y, sobre todo, respetuoso...
—¿Ante Fomá Fomich, tiíto?
—¡Qué le vamos a hacer, Serguéi! Yo no lo defiendo. Reconozco que es un hombre
que tal vez tenga defectos, particularmente ahora, en este mismo minuto... ¡Ah, hermano, si
supieras cómo todo eso me preocupa! ¡Todo podría arreglarse, todos podríamos estar
contentos y ser felices!... Aunque, ¿quién no tiene defectos? ¡Tampoco nosotros somos
perfectos!
—¡Pero, tío, por favor, fíjese en lo que este hombre está haciendo!...
—¡Eh, Serguéi! Todo eso son pequeñeces y nada más. Mira, te cuento, ahora está
enfadado conmigo y ¿sabes por qué?... Aunque yo tal vez tenga la culpa. Es mejor que te lo
cuente después...
—Mire, tiíto, acerca de eso tengo mi propia idea —lo interrumpí, presuroso por
explicársela. Los dos parecíamos tener prisa—. En primer lugar, él fue bufón: esto lo
disgustó, lo abrumó y ofendió su ideal; se convirtió en un ser airado, enfermizo, con ánimo
de vengarse de toda la humanidad... Pero si conseguimos reconciliarlo con los hombres, si
conseguimos que vuelva a sí mismo...
—¡Eso, precisamente, eso es! —gritó el tío entusiasmado—. ¡Así es! ¡Una idea
nobilísima! ¡Condenarlo sería vil, ruin! ¡Eso es!... ¡Ah, amigo querido, tú me comprendes!
¡Me tranquilizas! ¡Con tal de que se arregle lo otro! Sabes, tengo hasta miedo de ir allí. Tú
has venido, ¡y se meterán conmigo, ya verás!
—Tiíto, si es por eso... —dije confuso, al oírlo.
—¡No, no, no! ¡Por nada del mundo! —gritó sujetando mis manos—. Eres mi
huésped y yo así lo quiero.
Cuanto oía me dejaba más y más perplejo.
—Dígame ya, ahora mismo, ¿para qué me ha llamado? —dije enérgicamente—,
¿qué espera de mí? Y, sobre todo, ¿por qué se siente culpable ante mí?
—¡Más vale que ni me lo preguntes!, ¡después, después! ¡Todo eso se explicará
después! Yo tal vez sea culpable de muchas cosas, pero quería obrar como un ser honrado
y... y... ¡tú te casarás con ella! ¡Te casarás con ella, si es que te queda una gota de nobleza!
—añadió enrojeciendo de pronto a causa de un súbito sentimiento, mientras estrechaba mi
mano con fuerza y entusiasmo—. ¡Basta ya, ni una palabra más! Pronto lo sabrás todo. De
ti dependerá... Lo más importante es que gustes allí dentro, que impresiones. Es importante
que no te azores.
—Escuche, tiíto, ¿quiénes son los invitados? He frecuentado tan poco la sociedad
que...
—¿Qué?, ¿tienes miedo? —me interrumpió el tío sonriendo—. ¡No importa! ¡Todos
son de confianza, anímate! ¡Anímate y no temas! No sé por qué, pero temo por ti. ¿Me
preguntas quiénes son? Sí, quiénes... Pues en primer lugar mi madre —empezó a decir muy
rápidamente—. ¿Te acuerdas de ella o no? Una viejecita buenísima, nobilísima, sin
pretensiones cabe decir; algo anticuada, pero así es mejor. A veces, sabes, dice algo irreal;
ahora está enfadada conmigo, pero la culpa es mía... ¡Sé que lo es! Además es lo que se
llama una grande dame, una generala... Su marido fue una persona excelente; era un general
cultísimo, no dejó ninguna herencia pero sufrió numerosas heridas, en una palabra,
respetado por todos. Luego la joven Perepelítsina. Ella... no sé... últimamente... su carácter
cambió... Pero no es cosa de condenar a todos... Allá Dios con ella... No creas que es una
gorrona cualquiera, es hija de un teniente coronel. Gran amiga y confidente de mi madre.
Después, querido amigo, mi hermana, la tía Praskovia Ilínichna. De ella poco puedo
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decirte, es sencilla, buena, siempre ajetreada, ¡pero con un corazón de oro! (tú juzga a la
gente más que nada por el corazón), un poco entrada en años, pero creo que ese tonto de
Bajchéiev parece que la pretende. ¡Calla, es un secreto! Bueno, de la familia creo que ya
están todos; de los niños no te hablo, los verás tú mismo. Iliusha celebra mañana su
onomástico... Y casi se me olvidaba mencionar a Iván Ivánovich Mizínchikov, que lleva
con nosotros casi todo un mes, y viene a ser primo tuyo en tercer grado, según parece, sí, en
tercer grado, efectivamente; hace poco se retiró del ejército, teniente de húsares; es joven.
Un ser nobilísimo, pero arruinado, no sé cómo alcanzó a perderlo todo; es cierto que casi no
tenía nada, pero dilapidó todo, se metió en deudas... Ahora está de invitado. Hasta la fecha
no lo conocía; vino por sí mismo, se presentó. Es simpático, bueno, respetuoso. Creo que
nunca nadie aquí lo oyó hablar. Siempre está callado. Fomá, para burlarse, lo llama «el
desconocido silencioso», pero él no se enfada. Fomá está contento con él, dice que no es
muy inteligente. Claro, Iván en nada lo contradice y siempre lo apoya. ¡Hum! Es un
apocado... Allá Dios con él, ya lo verás. Hay también invitados del lugar. Pável
Semiónovich Obnoskin con su madre; es joven, pero de extraordinaria inteligencia,
maduro, inmutable... No puedo expresarlo y, además, de una moral excelente, severa. Y
finalmente tenemos otra invitada, se llama Tatiana Ivánovna, tal vez una parienta lejana, no
la conoces, una señorita ya entrada en años, debo confesarlo, pero... tiene su encanto, es
muy rica, amiguito, podría comprarse dos Stepanchikovos, si quisiera, hace poco lo heredó
todo, antes lo pasaba mal. Ten cuidado con ella, Serguéi, es muy sensible, hay algo
fantasmagórico en su carácter. Tú, que eres tan noble, lo comprenderás, lo había pasado
mal. Hay que tener el doble de cuidado con alguien que antes lo pasó mal. No se te ocurra
pensar no sé qué. Claro que padece ciertas debilidades, a veces se precipita, dice cosas que
no vienen a cuento, quiero decir, no miente, no lo imagines... todo cuanto dice proviene de
un corazón puro, noble; es decir, si dice alguna mentira la dice por un exceso de nobleza
espiritual, ¿comprendes?
Se me figuró que el tío estaba terriblemente azorado.
—Dígame, tiíto —pregunté—, yo le tengo tanto cariño... perdóneme que le
pregunte... ¿se piensa casar con alguien aquí?
—¿A quién se lo oíste decir? —me respondió, poniéndose colorado como un
niño—. Pues, mira, querido mío, te lo diré todo: primero, no me caso. Mamita, y también la
hermanita y, sobre todo, Fomá Fomich, a quien mi mamita adora y merecido lo tiene, hizo
mucho por ella, todos quieren que me case con esa Tatiana Ivánovna porque es conveniente
para toda la familia. Por supuesto que piensan en mi bien, lo comprendo, pero no me casaré
por mucho que insistan, me lo tengo prometido. No obstante, todavía no supe decir
abiertamente ni sí ni no. Eso, amigo, suele pasarme siempre. Ellos creyeron que estaba de
acuerdo e insisten en que mañana, para conmemorar la fiesta familiar... me le declare... y
por ello se ha armado tanto jaleo que ni sé qué hacer. Además, no sé por qué Fomá Fomich
se ha enfadado conmigo, y también mamita. Te confieso que sólo te esperaba a ti y a
Korovkin... quería desahogarme, por así decirlo...
—¿Qué ayuda puede prestarle Korovkin en este caso, tiíto?
—Puede, amigo mío, puede, es un hombre de valía; en una palabra, un científico.
Confío en él como en una montaña de piedra, alguien que puede con todo. ¡Cómo habla de
la felicidad conyugal! La verdad es que también confiaba en ti, pensaba que los harías
razonar. Juzga por ti mismo: admitamos que soy culpable, realmente culpable, lo
comprendo, no soy insensible. Sin embargo, ¡también a mí se me puede perdonar alguna
vez! ¡Qué bien viviríamos entonces!... ¡Si vieras, amigo Serguéi, cómo ha crecido mi
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Sáshurka, ya se podría casar! ¡Y cómo está Iliusha! Mañana es su onomástico. Sabes, tengo
miedo por Sáshurka, eso sí...
—¿Dónde está mi maleta, tío? Cambiaré de ropa y me presentaré luego, y
entonces...
—En el ático, amigo mío, está en el ático. Decidí ya de antemano que te llevaran
allí en cuanto llegaras, para que nadie te viera. Muy bien, cámbiate de ropa. Está muy bien,
¡magnífico, magnífico! Y yo, mientras tanto, los iré preparando de a poco. ¡Ve con Dios!
Oye, amigo mío, hay que ser astuto. Lo quieras o no, te conviertes en un Talleyrand. Pero,
¡qué importa! Ahora están tomando el té. En casa se sirve pronto. A Fomá Fomich le gusta
tomarlo apenas despierta; y hasta es mejor, ¿sabes?... Bueno, me voy, y tú ven enseguida,
no me dejes solo: me siento incómodo estando solo... ¡Sí, espera!, te ruego que no me grites
como hace poco me gritaste aquí, ¿eh? Si después me quieres decir algo, lo haces aquí, a
solas, y mientras tanto aguántate y espera. Sabes, ya la hice buena allí. Están enfadados...
—Mire, tiíto, de todo cuanto he oído y visto me parece que usted es...
—¡Un blandengue! Dilo, dilo, no te cortes —dijo de pronto, interrumpiéndome—.
¡Qué le vamos a hacer! Yo mismo lo sé. Entonces, ¿vendrás? ¡Cuanto antes, por favor!
Subí al ático y abrí rápidamente la maleta, recordando la orden del tío de bajar lo
antes posible. Mientras me vestía pensé que no me había enterado de casi nada de lo que
quería saber, aunque había hablado con el tío toda una hora. Me sorprendió. Sólo tenía
claro que el tío seguía insistiendo en que me casara; por consiguiente, todos los rumores
contrarios, que aducían que mi tío estaba enamorado de aquella misma persona, eran
impropios. Recuerdo que me sentí muy alarmado. Se me ocurrió pensar que, debido a mi
llegada y mi silencio ante el tío, casi me había comprometido, le había dado seguridades,
estaba atado para siempre. «No es difícil —pensaba—, no es difícil dar la palabra por algo
que después te ate para siempre de pies y manos. ¡Y ni siquiera he visto a la novia!».
Además, ¿por qué toda la familia estaría en mi contra? ¿Por qué, como asegura el tío, han
de ver con hostilidad mi llegada? ¡Y qué extraño papel el del tío en su propia casa! ¿Por
qué tanto sigilo? ¿Por qué tanta preocupación y temor? Todo me pareció de pronto tan
absurdo que se me olvidaron por completo los sueños románticos y heroicos al primer
contacto con la realidad. Sólo habiendo conversado con el tío pude ver de golpe toda la
incoherencia, la excentricidad de su propuesta y también que semejante proposición, en las
circunstancias descritas, sólo el tío podía hacerla. Comprendí también que, precipitándome
entusiasmado por su sugerencia no bien me llegó su primera palabra, debí parecer estúpido.
Me vestía apresuradamente, tan lleno de dudas que ni noté la presencia de un lacayo que
me atendía.
—¿Prefiere el señor ponerse la corbata color adelaida[2] o bien esta otra de cuadros
pequeños? —preguntó el ayuda de cámara dirigiéndose a mí con una cortesía
excepcionalmente refinada y meliflua.
Lo miré y me pareció que también él merecía mi curiosidad. Todavía joven, iba
muy bien vestido para un lacayo, a la altura de cualquier petimetre de provincias. Era
evidente que su casaca marrón, sus pantalones blancos, su chaleco pajizo, sus
medio-botines charolados y su corbata rosada, habían sido elegidos intencionadamente.
Todo estaba destinado a que se fijaran en su gusto refinado. Y la cadena que sujetaba el
reloj saltaba a la vista seguramente con el mismo objetivo. Su rostro, pálido, tendía al
verdoso; la nariz, grande, encorvada, delgada, de extraordinaria blancura, parecía de
porcelana. La sonrisa de sus delgados labios expresaba cierta melancolía, pero una
melancolía refinada. Los ojos grandes, abombados y cristalinos, inexpresivos, de un mirar
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extraordinariamente romo, desprendían sin embargo un brillo refinado. También por
refinamiento, llevaba las orejas, delgadas y suaves, tapadas con algodones. Sus cabellos,
largos, de un rubio blanquecino y ralos, estaban rizados en bucles y untados de pomada.
Sus pequeñas manos blancas estaban limpitas, diríase que lavadas en agua perfumada; los
dedos terminaban en unas uñas rosadas, larguísimas y elegantes. Se veía en él a un ser
mimado, presuntuoso y señorito. Ceceaba al hablar y, siguiendo la moda, no pronunciaba
bien las «r», alzaba y bajaba la vista, suspiraba y se daba aires de increíble afectación. Olía
a perfume. De estatura menuda, tenía un aspecto flácido y débil y su caminar parecía una
reverencia, lo cual debía de considerarlo el máximo de lo refinado; de hecho, todo él
parecía nutrido de refinamiento, sutileza y un extraordinario sentimiento de su propia
dignidad. Esto último, ignoro el motivo, no me gustó nada.
—¿Entonces esta corbata es de color adelaida? —pregunté, mirando severamente al
joven lacayo.
—De color adelaida —me respondió con su inmutable refinamiento.
—¿Y no existe el color agrafena?
—No, señor, ese color no existe ni puede existir.
—¿Y eso por qué?
—El nombre de agrafena no es decente.
—¿No es decente? ¿Por qué?
—Se sabe que Adelaida es, al menos, un nombre extranjero, noble; pero Agrafena
puede ser cualquier mujeruca de pueblo.
—¿Es que te has vuelto loco?
—Nada de eso, estoy bien cuerdo. Claro está, de usted depende calificarme como
quiera; pero muchos generales y hasta ciertos condes de la capital estaban contentos de mi
conversación.
—¿Cómo te llamas?
—Vidopliásov.
—¿Así que tú eres Vidopliásov?
—Así es, señor.
—Espera, querido amigo, también a ti te conoceré.
«Parece una casa de locos», pensé, bajando las escaleras.
A la hora del té
La habitación del té era la que daba a la terraza donde esa tarde me había
encontrado con Gávril. Estaba muy inquieto por las palabras del tío respecto a la acogida
que me esperaba. El amor propio de los jóvenes siempre peca por exceso y es algo cobarde,
por eso pasé tan mal rato cuando, al trasponer la puerta y ver a todo el grupo sentado a la
mesa, tropecé con la alfombra, vacilé y volé hasta el centro de la habitación salvando el
equilibrio. Me azoré como si de golpe hubiera perdido mi porvenir, el honor y mi buen
nombre; me quedé inmóvil y mudo mirando a los presentes, rojo como un tomate.
Recuerdo este hecho, en sí insignificante, porque tuvo una extraordinaria influencia en mi
ánimo durante todo el día y, por consiguiente, en mi relación con algunos de los personajes
de mi relato. Intenté una reverencia, no lo logré del todo, enrojecí todavía más, me lancé
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hacia mi tío y lo tomé de una mano.
—¡Hola, tiíto! —dije casi ahogándome, intentando decir otra cosa más ingeniosa
pero, para mi sorpresa, sin que me saliera más que ese «hola».
—¡Hola, hola, sobrino! —respondió mi tío sufriendo por mí—. Ya nos habíamos
saludado, sabes. No te azores, por favor —añadió en un susurro—. Eso le puede ocurrir a
cualquiera, vaya si puede. ¡Uno desearía que se lo trague la tierra!... Y ahora, mamita,
permítame que le presente a nuestro joven, está un poco azorado pero a usted seguramente
le caerá bien. Mi sobrino, Serguéi Aleksándrovich —añadió, dirigiéndose a todo el grupo.
Antes de proseguir, amable lector, permítame que le presente a todos los miembros
de la compañía en la que súbitamente me encontré. Es necesario para la secuencia ordenada
del relato.
Había varias damas pero sólo dos hombres, sin contarme a mí y a mi tío. Fomá
Fomich, a quien tanto deseaba ver y que, como ya lo sospechaba, era el dueño absoluto de
la casa, no estaba; brillaba por su ausencia y diríase que se había llevado consigo toda la luz
de la habitación. Los comensales parecían tristes y preocupados, se notaba a primera vista:
por confuso y molesto que yo mismo me sintiera en ese instante, me di cuenta de que el tío,
por ejemplo, estaba tan molesto como yo, si bien bajo una aparente desenvoltura se
esforzaba por ocultar su preocupación. Una pesada piedra le oprimía el corazón. Uno de los
dos hombres presentes, un joven de unos veinticinco años, era el Obnoskin del que el tío
me había hablado esa tarde, de quien tanto había alabado la inteligencia y la moralidad. No
me gustó nada: todo en él denotaba una ostentación barata y de mal gusto; su traje, a pesar
del chic, se veía ajado y vulgar —y algo de eso se destacaba en su rostro. El bigote
rubiáceo, delgado como los de una cucaracha, y la poco afortunada barbita desigual,
querían demostrar que era persona independiente, quizá liberal. Sonreía con fingida malicia
y fruncía sin cesar los ojos, se engaritaba en su silla y me miraba con sus quevedos; en
cuanto me volvía hacia él, dejaba caer las gafas y parecía amedrentado. El otro caballero,
también joven, de unos veintiocho años, era mi primo lejano Mizínchikov. Era muy
silencioso y durante la hora que duró el té no dijo nada ni rió cuando reían los demás; pero
no observé en él ese «apocamiento» que había detectado el tío; por el contrario, la mirada
de sus ojos castaño-claros denotaba decisión y fuerza de carácter. Mizínchikov era moreno
y bastante guapo, de cabellos negros; iba correctamente vestido —a costa del tío, como
supe después.
La primera dama que distinguí, por su rostro anémico y maligno, fue la joven
Perepelítsina. Sentada cerca de la generala —de quien hablaré con detalle más adelante—,
no a su lado sino un poco detrás, por deferencia, se inclinaba constantemente y susurraba
algo al oído de su protectora. Dos o tres gorronas entradas en años, sentadas en absoluto
silencio junto a una ventana, esperaban su taza de té mirando con ojos desorbitados a la
madrecita generala. En particular despertó mi interés una señora gruesa de unos cincuenta
años, desbordada de grasa, vestida con notable falta de gusto, pintarrajeada y casi sin
dientes (en cuyo lugar se veían unos raigones rotos y ennegrecidos); todo lo cual no le
impedía presumir, seguir la moda y hasta coquetear. De su cuello colgaban numerosas
cadenitas y, como Obnoskin, me miraba sin cesar con sus quevedos: era su madre. Mi tía,
Praskovia Ilínichna, persona humilde y cariñosa, servía el té. Parecía evidente que le habría
gustado abrazarme, al cabo de tan larga ausencia y, claro está, echarse después a llorar,
pero no se atrevía. Todo aquí, al parecer, estaba muy controlado. A su lado vi a una
preciosa niña de quince años, que me miraba, curiosa, con sus ojitos negros. Era mi prima
Sasheñka. Finalmente, la que más se destacaba entre todas era una dama muy extraña,
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vestida muy llamativamente para su edad: debía de tener al menos treinta y cinco años. De
rostro delgado, pálido y marchito pero muy animado, sus mejillas descoloridas se cubrían, a
la menor emoción y el menor gesto, de un intenso rubor. Y sus emociones eran constantes,
daba mil vueltas en su silla, parecía incapaz de estarse quieta. Me miraba con ávida
curiosidad y se inclinaba sin cesar hacia Sasheñka o su otra vecina para susurrarles algo al
oído y enseguida echarse a reír con risa abierta, infantil y alegre. Para mi sorpresa, sus
excentricidades no llamaban la atención de nadie, como si se hubieran puesto de acuerdo
antes. Comprendí que se trataba de Tatiana Ivánovna, la misma que, según mi tío, tenía un
carácter algo fantasmagórico y con quien querían casarlo, y a quien casi todos los de la casa
cortejaban por su fortuna. Sin embargo, me gustaron sus ojos azules y dulces; y aunque a su
alrededor ya se veían arruguitas, su mirada era tan cándida, alegre y bondadosa que
resultaba muy agradable cruzarla. Hablaré más tarde de esa Tatiana Ivánovna, una de las
verdaderas «heroínas» de mi relato; su biografía es muy notable. Cinco minutos después de
mi aparición, un lindo muchachito llegó corriendo del jardín: mi primo Iliusha, cuyo
onomástico nos disponíamos a celebrar al día siguiente. Venía con los bolsillos llenos de
tabas y una peonza en las manos. Lo seguía una joven esbelta, algo pálida y cansada al
parecer, pero muy bonita. Lanzó una mirada general inquisidora, desconfiada, pero también
tímida; me miró fijamente y tomó asiento al lado de Tatiana Ivánovna. Recuerdo que mi
corazón dio un brinco: adiviné que era la famosa niñera... Recuerdo también que mi tío, en
cuanto apareció ella, me lanzó una rápida ojeada, se ruborizó intensamente, luego se
inclinó, levantó en brazos a Iliusha y me lo acercó para que lo besara. También me di
cuenta de que madame Obnoskina miró fijamente al tío y, con sonrisa sarcástica, enfiló sus
quevedos hacia la niñera. El tío, muy azorado y sin saber qué hacer, llamó a su hija para
presentármela, pero ella se alzó y me saludó con una reverencia sin acercarse ni decir nada,
con seria circunspección. Su proceder fue de mi agrado, estaba a tono con su persona. En
aquel momento mi bondadosa tía, Praskovia Ilínichna, no pudo aguantar más, dejó de servir
el té y se precipitó hacia mí para besarme, pero no tuve tiempo de decirle nada porque
resonó la voz chillona de la joven Perepelítsina: «Por lo visto, Praskovia Ilínichna se ha
olvidado de que mamaíta (la generala) quería té, no se le ha servido y está esperando».
Praskovia Ilínichna me dejó y corrió a toda prisa para atender a su obligación.
La generala, el personaje más importante del grupo, a quien todos obedecían y
temían, era una vieja delgada y áspera, toda vestida de luto, debido sobre todo a la vejez y
la pérdida de sus últimas capacidades mentales, que tampoco eran muchas; hasta entonces
había sido simplemente petulante. El generalato la había hecho aún más estúpida y
soberbia. Cuando se enfadaba, la casa se volvía un infierno. Tenía dos maneras de mostrar
su mal humor: la primera consistía en permanecer callada, se pasaba días sin abrir la boca
guardando un silencio obstinado; apartaba y tiraba al suelo todo cuanto le ponían delante.
La otra manera era la opuesta: le daba por hablar. La abuela —porque en definitiva era mi
abuela— empezaba por caer en el pesimismo, vaticinar la destrucción del mundo y el
fracaso general, presentir la miseria venidera y toda suerte de males, dejándose llevar por
sus presentimientos y contando con sus dedos todos los desastres futuros, presa de un gran
abatimiento, hasta el éxtasis histérico. Revelaba, al mismo tiempo, que lo venía previendo
hacía ya mucho y que nada había dicho porque «en esta casa» estaba condenada al silencio.
«Si sólo le guardasen el respeto debido, si hubiesen querido escucharla antes, entonces»,
etcétera, etcétera; todo eso era repetido y aprobado por toda la cohorte de gorronas y por la
joven Perepelítsina, y sería confirmado por fin solemnemente por Fomá Fomich. En el justo
momento en que me presentaron, estaba horriblemente enfadada de la primera manera, es
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decir, la silenciosa, la más terrible. Todos la miraban con aprensión. Sólo Tatiana Ivánovna,
a quien todo le estaba permitido, se mostraba de excelente humor. Con deliberada
solemnidad, el tío me llevó hasta la abuela, pero ella, con mueca ácida, apartó airada una
taza que tenía delante.
—¿Es éste el famoso vol-ti-geur? —preguntó entre dientes con voz algo zumbona,
dirigiéndose a Perepelítsina.
La pregunta estúpida acabó por desconcertarme. ¿Por qué voltigeur? Preguntas así
no eran extrañas en ella. Perepelítsina se inclinó y le susurró algo al oído. Pero la vieja
agitó enfadada una mano. Boquiabierto, yo miraba al tío, interrogándolo con los ojos.
Todos se miraron y Obnoskin hasta sonrió, lo que no me gustó nada.
—A veces no sabe lo que dice, querido —me susurró el tío, también algo
perdido—, pero no tiene importancia, es por su buen corazón, tú fíjate en el corazón, sobre
todo.
—Sí, ¡el corazón!, ¡el corazón! —Se oyó de pronto la voz sonora de Tatiana
Ivánovna, que durante todo este tiempo no había apartado de mí sus ojos ni podía tenerse
quieta en su silla; la palabra «corazón», susurrada, había llegado a sus oídos.
Pero no terminó de hablar, aunque era evidente que le habría gustado decir algo.
Quizá por la confusión, o por alguna otra razón, el hecho es que calló de pronto, enrojeció
intensamente, se inclinó rápida hacia la niñera, le murmuró algo al oído y, echándose hacia
atrás en su silla, se tapó la boca con el pañuelo y comenzó a reír a carcajadas, como presa
de un ataque de histeria. Miré a todos muy asombrado y perplejo, pero me di cuenta de que
todos estaban muy serios, como si nada sucediera. Comprendí, claro está, quién era Tatiana
Ivánovna. Por fin me sirvieron el té y me repuse un poco. Ignoro por qué, se me ocurrió que
debía mantener una conversación amable con las damas.
—Tenía usted razón hace poco, querido tío, en prevenirme de que podría sentirme
confuso. Admito sinceramente, ¿a qué ocultarlo? —dije, mirando con obsequiosa sonrisa a
madame Obnoskina—, que hasta la fecha conocía poco la sociedad femenina y ahora
comprendo, al irrumpir con tan mala fortuna en el centro del salón, que mi comportamiento
fue muy ridículo y habrá parecido lento y torpe, ¿verdad? ¿Ha leído usted El blandengue?
—pregunté, cada vez más confuso y ruborizado por mi obsequiosa sinceridad, mirando
duramente a monsieur Obnoskin quien, mostrando los dientes, me observaba de pies a
cabeza.
—¡Eso es, precisamente, eso es! —exclamó de pronto el tío, con extraordinaria
animación, genuinamente contento de que por fin la conversación se hubiera anudado y de
que yo pareciera repuesto—. Eso que dices, mi amigo, de que uno puede hacer el ridículo,
no tiene importancia, y punto. Yo llegué a mentir cuando entré en sociedad, ¿puedes
creerlo? Le aseguro, Anfisa Petrovna, que vale la pena oírlo. Acababa de ingresar en el
ejército, llego a Moscú y, con una carta de recomendación, me dirijo a casa de una dama
muy importante, una mujer muy orgullosa, pero de hecho excelente persona, a pesar de
todo lo que pudiera decirse. Me reciben. La sala está abarrotada, todos personajes
importantes. Saludo y tomo asiento. Y la segunda pregunta que me hace es la siguiente:
«¿Y posee usted alguna que otra aldea?». Lo cierto es que no tenía ni siquiera una gallina...
¿Qué podía decirle? Quedé anonadado. Todos me miraban como sin dejar de pensar «¡A
ver qué dices, pobre cadete!». Y en vez de decir francamente la verdad, no aguanté y dije
«Poseo ciento diecisiete siervos». ¡Para qué habré añadido esos diecisiete! Puestos a mentir
podía añadir una cifra redonda ¿verdad? Un minuto después se supo por mi carta de
recomendación que nada poseía y, por consiguiente, que era un mentiroso. ¿Qué podía
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hacer? Huí lo más rápidamente que pude y nunca volví. En aquel entonces no tenía nada
aún, nada parecido a lo de ahora. Ahora, el tío Afanasio Matvéich me dejó en herencia
trescientos siervos y otros doscientos venían con Kapitónovka, que había recibido antes de
la abuela Akulina Panfilovna, lo que hace unos quinientos siervos, algo más. Eso está bien.
Y desde entonces juré no mentir y no miento.
—Yo en su lugar no lo habría jurado. Sólo Dios sabe qué puede suceder —observó
Obnoskin con una sonrisa irónica.
—¡Sí, sí, cierto, es cierto! ¡Tan sólo Dios sabe lo que puede suceder! —asintió
ingenuamente el tío.
Obnoskin rió estrepitosamente, echándose atrás en su sillón. Su mamaíta sonrió con
sonrisa repulsiva y la joven Perepelítsina hizo lo mismo; también se echó a reír Tatiana
Ivánovna, sin saber de qué, y comenzó a aplaudir; en una palabra, comprendí que para nada
tomaban al tío en cuenta en su propia casa. Sasheñka miraba fijamente a Obnoskin con los
ojos brillantes de ira. La niñera se ruborizó y bajó la mirada. El tío parecía sorprendido.
—¿Pero qué, qué ha pasado? —preguntó atónito, mirando a todos.
Durante todo ese tiempo, mi primo Mizínchikov, algo apartado, permanecía
silencioso y cuando todos reían él ni siquiera sonrió. Bebía su té muy seriamente, lo miraba
todo con aire filosófico y, de puro aburrimiento, estuvo a punto varias veces de lanzar un
silbido, sin duda una vieja costumbre suya, pero se contuvo a tiempo. Obnoskin, que
provocaba al tío y lo intentaba conmigo, no parecía siquiera mirar a Mizínchikov. Me di
cuenta de ello. También observé que, con frecuencia, mi silencioso primo me miraba con
curiosidad, como para decidir qué hombre era yo exactamente.
—Estoy segura —pió de pronto madame Obnoskina—, perfectamente segura,
monsieur Serge, es ése su nombre, ¿verdad?, que en su Petersburgo usted no debía de ser
muy devoto a las damas. Sé también que hay allí muchos, demasiados jóvenes que rehúyen
la sociedad femenina. A mi juicio se trata de liberales. Sólo así los juzgo, como
imperdonables liberales. Le confieso que eso me asombra, mi joven amigo, me asombra,
¡simplemente me asombra!...
—No he frecuentado la sociedad —me apresuré a decir con extraordinaria
animación—. Eso, sin embargo, creo, no tiene mayor importancia... Vivía en una
habitación de alquiler... pero, le aseguro, haré lo posible por frecuentar la sociedad; hasta la
fecha solía permanecer en casa...
—Se ocupaba de ciencias —intervino mi tío poniendo cara de circunstancias.
—¡Ah, tío, usted siempre con sus ciencias!... Imagínese —proseguí con gran
desenvoltura, dirigiéndome con una sonrisa amable a la misma madame Obnoskina— que
mi querido tío siente tanta afición por las ciencias que ha encontrado en la carretera a un
filósofo que hace milagros, pero con los pies en la tierra, un tal señor Korovkin, y la
primera palabra que me dijo hoy después de tantos años fue que esperaba a ese mago
milagroso y fenomenal con una impaciencia convulsa, por decirlo de algún modo... por
amor a la ciencia, naturalmente...
Y me eché a reír, esperando provocar la risa general como premio a mi ingenio.
—¿De quién habla? —preguntó cortante la generala, dirigiéndose a Perepelítsina.
—De sus huéspedes. Yégor Ílich ha invitado a unos científicos que deambulan por
los caminos, los reúne y los trae a casa —pió con placer la solterona.
Mi tío se sintió totalmente perdido.
—¡Ah, sí! ¡Lo había olvidado! —exclamó, lanzándome una mirada de reproche—.
Estoy esperando a Korovkin. Es un científico, Korovkin, cuyo nombre pasará a la historia...
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Vaciló sin saber cómo seguir. La generala agitó la mano y esta vez con tan buena
puntería que la taza que tenía delante cayó al suelo y se hizo añicos. Hubo agitación
general.
—Siempre que se enfada arroja algo al suelo —me susurró confuso el tío—. Pero
sólo cuando se enfada... Tú, amigo, no hagas caso, no mires... ¿Por qué diablos hablaste de
Korovkin?...
Yo había desviado la mirada: en aquel instante mis ojos se cruzaron con los de la
niñera y me pareció ver en ellos cierto reproche, hasta quizá desprecio; un fulgor indignado
coloreó sus pálidas mejillas. Comprendí su mirada y vi que, con mi cobarde y vil deseo de
provocar la risa a costa de mi tío para parecer menos risible yo mismo, nada había ganado
en las simpatías de esa joven. ¡No atino a expresar la vergüenza que sentí!
—Hablábamos de Petersburgo, ¿o no? —repitió Anfisa Petrovna cuando se calmó la
agitación por la taza rota—. Recuerdo con tanto placer nuestra vida en aquella encantadora
ciudad... En aquel entonces teníamos una buena amistad con una familia, ¿lo recuerdas,
Pável?, con el general Polovitsyn... ¡Ah, qué encantadora, en-can-ta-do-ra persona, la
generala! Verá, la aristocracia, ¡el beau monde!... Dígame usted, tal vez los haya
conocido... Le confieso que esperaba con impaciencia su llegada: confiaba enterarme por su
mediación de muchas novedades sobre nuestros amigos de Petersburgo...
—Lamento mucho no poder... perdóneme... Ya le he dicho que frecuentaba muy
poco la sociedad y no, no conocí al general Polovitsyn, ni siquiera oí hablar de él
—respondí con cierta impaciencia, cambiando mi amabilidad por la irritación y el fastidio.
—¡Se ocupaba de mineralogía! — intervino con orgullo el incorregible tío—. La
mineralogía, amigo mío, la ciencia que estudia todo tipo de piedrecitas, ¿no es verdad?
—Sí, tío, diversas rocas...
—Hum... Hay muchas ciencias ¡y todas tan útiles! Sabes, yo ni siquiera sabía, a
decir verdad, lo que era la mineralogía... Oía sólo la palabra, dicha por otros. Tratándose de
alguna otra cosa podía más o menos valerme, pero en ciencias era un tonto, ¡lo confieso
francamente!
—¿Lo confiesa francamente? —intervino Obnoskin sonriendo burlón.
—¡Papaíto! —exclamó Sasha mirando con reproche a su padre.
—¿Qué, cariño? ¡Ah, Dios mío, no hago más que interrumpirla, Anfisa Petrovna!
—exclamó mi tío sin entender la exclamación de Sasheñka—. Perdóneme, por favor.
—¡Oh, no se preocupe! —respondió Anfisa Petrovna con una sonrisa ácida—;
además ya se lo había dicho todo a su sobrino y para terminar sólo agregaré, monsieur
Serge —creo que es éste su nombre—, que debe absolutamente corregirse. Creo que las
ciencias, el arte... la escultura, por ejemplo... todas esas nobles ideas poseen, por decirlo así,
su faceta en-can-ta-do-ra, ¡pero no pueden sustituir a las damas!... Las mujeres, las mujeres,
mi joven amigo, son quienes os forman y por ello es imposible e-vi-tar-las, im-po-si-ble.
—¡Es imposible, imposible! —se oyó de nuevo la voz algo chillona de Tatiana
Ivánovna—. Escúcheme —comenzó a decir presurosa como una niña toda ruborizada—.
Escúcheme, querría preguntarle...
—Usted dirá —respondí mirándola atentamente.
—Querría preguntarle si piensa permanecer aquí una larga temporada.
—Le juro por Dios que no lo sé, depende de cómo vayan las cosas...
—¡Las cosas! ¿Qué cosas ni qué ocupaciones puede tener?... ¡Qué loco!
Tatiana Ivánovna, ruborizándose intensamente y ocultándose tras el abanico, se
inclinó hacia la niñera y empezó a decirle algo en voz baja. Después se echó a reír y
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aplaudió con ambas manos.
—¡Espere! ¡Espere! —exclamó, apartándose de su confidente y volviéndose
rápidamente hacia mí, como temiendo que me fuera—. Escúcheme, ¿sabe una cosa? Se
parece usted muchísimo a un joven, a un joven a-do-ra-ble... ¿Os acordáis, Sasheñka y
Nasteñka? Se parece terriblemente a ese loco, ¿te acuerdas Sasheñka? Estábamos dando un
paseo y lo encontramos... iba a caballo y llevaba un chaleco blanco... ¡y el muy
sinvergüenza dirigió sus quevedos hacia mí para verme mejor! ¿Os acordáis que me
escondí tras mi velo? Pero no aguanté y sacando la cabeza del cabriolé le grité:
«¡sinvergüenza!» y después tiré mi ramo al camino... ¿Lo recuerdas, Nasteñka?
Y la solterona, medio enloquecida por sus ideas amorosas, agitada, hundió el rostro
en las manos, saltó del asiento, se lanzó hacia la ventana, arrancó una rosa de una maceta,
la tiró al suelo cerca de mí y salió corriendo de la habitación. Vista y no vista. Se produjo
cierta confusión, aunque la generala permaneció otra vez muy tranquila. Anfisa Petrovna,
en cambio, en lugar de sorpresa denotó cierta preocupación y miró angustiada a su hijo; las
señoritas se ruborizaron y Pável Obnoskin, con aire fastidiado aún incomprensible para mí,
dejó su silla y se acercó a la ventana. El tío me hacía unas señas, pero en ese mismo
momento entró en la habitación un nuevo personaje que atrajo la atención general.
—¡Ah! ¡Bienvenido Yevgraf Lariónovich! ¡De usted hablábamos ahora mismo!
—exclamó el tío evidentemente satisfecho—. ¿Qué tal, amigo, viene usted de la ciudad?
«¡Qué gente más rara! ¡Diríase que los han reunido aquí adrede!», pensé en secreto,
sin acabar de comprender bien cuanto ocurría ante mí, sin sospechar siquiera que yo era
uno más entre ellos.
Yezhévikin
Pero antes de tener el honor de presentar a los lectores a Fomá Fomich en persona,
considero del todo indispensable decir algunas palabras sobre Falaley y explicar qué había
de horrible en el hecho de bailar el komarinski y de que Fomá Fomich lo sorprendiera en
tan agradable ocupación. Falaley era un mandadero de la casa, huérfano desde muy
pequeño y ahijado de la primera esposa de mi tío, el cual lo quería muchísimo. Eso bastaba
para que Fomá, después de trasladarse a Stepanchikovo y someter al tío, odiase a su
muchacho favorito. Pero el niño cayó en gracia a la generala y, pese a la ira de Fomá,
quedó en la casa en el piso de los señores. La generala insistió en ello y Fomá cedió,
considerándolo sin embargo como una ofensa —todo era para Fomá una ofensa—, de la
cual culpaba al tío, se vengaba en él cada vez que tenía la ocasión. Falaley era
asombrosamente bello. Su rostro de rasgos femeninos era el de una belleza campesina. La
generala lo cuidaba y lo mimaba, para ella era como un animalito precioso y no se sabía a
quién quería más, a su rizosa perrita Ami o a Falaley. Ya dijimos que el traje de Falaley era
una creación de la generala. Las señoritas le proporcionaban pomada y el peluquero Kozma
debía rizarle el cabello los días de fiesta. Falaley era una extraña criatura, no se lo podía
tildar de idiota o atrasado, pero a tal punto era ingenuo, veraz y simple que a veces de veras
se lo podía tomar por tontorrón. Si soñaba con algo, por la mañana venía a contárselo a los
señores. Los interrumpía cuando hablaban, sin preocuparse de ser un incordio. Les contaba
cosas impropias para los señores. Lloraba sinceramente cuando la señora se desvanecía o
reñían demasiado a su señor. Se compadecía de las desgracias de todos. A veces se
acercaba a la generala, besaba sus manos y le suplicaba que no se enfadara, y la generala,
magnánima, le perdonaba tales libertades. Era extremadamente sensible, bondadoso y no
conocía el rencor; alegre y manso como un cabritillo, feliz y despreocupado como un niño.
En la mesa, los señores le daban bocados de sus propios platos.
Se colocaba siempre tras la silla de la generala y le encantaba el azúcar. No bien le
daban un trocito, lo roía con sus dientes fuertes, blancos como la leche, y en sus alegres
ojos azules y en toda su linda carita brillaba un placer indescriptible.
Durante mucho tiempo Fomá Fomich estuvo enfadado, hasta que un día
comprendió que enfadándose no iba a ninguna parte: decidió ser el bienhechor de Falaley.
Después de reñir al tío por no ocuparse de la educación de sus siervos, decidió enseñar al
pobre chiquillo reglas morales, modales correctos y francés.
«¿Cómo es posible —solía decir Fomá defendiendo su absurda idea (no solamente
suya, el autor de estas líneas puede dar fe)— que Falaley, estando siempre al lado de su
señora, no comprenda si ella le dice de pronto: “doné mua mon mushuar” y no obedezca de
inmediato su petición?».
De hecho, no sólo se vio que era imposible enseñarle francés sino siquiera el
alfabeto ruso, lo que había intentado inútilmente, el cocinero Andrón, tío suyo, que terminó
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relegando la gramática rusa a un estante. Falaley era tan torpe para el estudio que no
entendía nada, una torpeza que dio origen a cierta historia: los demás siervos se burlaban de
él, llamándolo «el francés» y el viejo Gávril, fiel ayuda de cámara del tío, tuvo la temeridad
de negar abiertamente la utilidad de aprender ese idioma. El hecho llegó a oídos de Fomá
Fomich quien, irritado y como castigo, obligó a estudiarlo a quienes negaban su utilidad,
entre ellos a Gávril. Eso dio origen a la enseñanza del francés a los siervos, que tanto había
enfadado al señor Bajchéiev. Respecto a la enseñanza de buenos modales, las cosas iban
todavía peor: Fomá no podía evitar de ningún modo que Falaley, pese a una estricta
prohibición, viniese a contarle por las mañanas sus sueños, cosa que, a su juicio, era de lo
más indecente y familiar. Pero Falaley seguía siendo Falaley. Claro está que el primero en
sufrir las consecuencias fue el tío.
—¿Sabe, sabe usted lo que hizo hoy? —solía gritar algunas veces Fomá, eligiendo
siempre el momento cuando estaban todos reunidos—. ¿Sabe usted, coronel, adonde llevan
su tolerancia y sus mimos constantes? Hoy tragó el trozo de empanada que le dio usted a la
hora del almuerzo y ¿sabe lo que dijo después? Ven, ven aquí, ser absurdo, ven, idiota,
mofletes sonrosados...
Falaley se acerca llorando, secándose los ojos con ambas manos.
—¿Qué dijiste cuando te tragaste el trozo de empanada? ¡Repítelo delante de todos!
Falaley no responde, sigue llorando amargamente.
—Bien. Lo diré yo por ti. Dijiste, después de palmotear tu tripa llena e indecente:
«Me atraqué de pastel como Martín de jabón». Por favor, coronel, ¿así se habla, por
ventura? ¿Se pronuncian tales frases en una sociedad culta y refinada? ¿Lo dijiste o no?
¡Habla!
—¡Lo di-je!... —confirmó Falaley sollozando.
—Entonces, dime ahora, ¿ese Martín come jabón? ¡Habla! ¿Dónde has visto a un
Martín que coma... jabón? ¡Habla! ¡Hazme conocer a tan fenomenal personaje!
Silencio.
—Te estoy preguntando —insiste Fomá—, ¿quién es ese Martín? Quiero verlo,
quiero conocerlo. ¿Quién es? ¿Qué es, un registrador, un astrónomo, un vendedor
ambulante, un poeta, un capitán, un siervo? Alguien ha de ser. ¡Responde!
—Un sier... vo —responde por fin Falaley sin dejar de llorar.
—¿De quién es siervo? ¿Cómo se llaman sus amos?
Pero Falaley no sabe decir a qué señores pertenece. El final de la historia es por sí
previsible: Fomá, irritado, sale corriendo de la habitación gritando que lo han ofendido; la
generala se desvanece y el tío maldice el día de su nacimiento, pide perdón a todos y pasa
lo que resta de día en sus propias habitaciones andando de puntillas.
Ocurrió por casualidad que, al día siguiente, después de la historia de Martín y el
jabón, Falaley, que había olvidado ya por completo a Martín y sus penas del día anterior,
cuando trajo el té a Fomá Fomich le contó que había soñado con un buey blanco. ¡Sólo eso
faltaba! La indignación de Fomá Fomich alcanzó niveles indescriptibles. Convocó de
inmediato al tío para reñirlo por los indecentes sueños de su Falaley. Las medidas tomadas
fueron muy severas: se lo puso de rodillas en un rincón y se le prohibió severamente tener
sueños tan zafios, propios de los mujiks.
«Lo que más me indigna —decía Fomá Fomich—, al margen de que no debería
atreverse a contarme sus sueños y mucho menos cuando se trata de un buey blanco, es que
—y espero, coronel, que esté de acuerdo conmigo—, el buey blanco es una prueba de la
estulticia, ignorancia y torpeza de su cerril Falaley. Se sueña lo que se piensa. ¿Acaso no le
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había ya dicho de antemano que nada positivo conseguiría de él y que no debíamos dejarlo
en el piso de los señores? Jamás, jamás podrá usted cultivar ese espíritu vulgar ni adaptar su
primitivo cerebro a las nociones poéticas y refinadas. ¿Es que no puedes —continuó
dirigiéndose a Falaley— soñar con algo elegante, delicado, bello, con alguna escena de la
buena sociedad, digamos con unos señores que, por ejemplo, juegan a las cartas o unas
damas que pasean por un bello jardín?».
Falaley prometió que la noche próxima soñaría sin falta con los caballeros o con las
damas paseando por un bello jardín.
Al acostarse, Falaley suplicó a Dios, derramando lágrimas, y pensó largamente en
qué hacer para no soñar más con el maldito buey blanco; pero engañosas son las esperanzas
humanas. Cuando despertó al día siguiente recordó, horrorizado, que había soñado con el
detestable buey blanco sin ver a dama alguna paseando por un bello jardín. Esta vez las
consecuencias fueron graves. Fomá Fomich manifestó sin rodeos que no creía en la
posibilidad de que el sueño se repitiese, que alguien de la casa había inducido al muchacho
a decirlo, tal vez el mismo coronel, para fastidiarlo a él, Fomá. Hubo gritos, reproches y
lágrimas. Al anochecer la generala cayó enferma, la casa entera andaba de cara larga.
Quedaba todavía la débil esperanza de que a la tercera noche Falaley soñara con una escena
de la buena sociedad. ¡Cuál no sería la indignación general cuando se supo que cada
bendita noche, durante toda una semana, Falaley había soñado con el buey blanco y sólo
con él! ¡Y ni hablar de la buena sociedad!
Lo más curioso, sin embargo, era que a Falaley nunca se le hubiese ocurrido mentir,
decir simplemente que en vez del buey blanco había visto una carroza llena de damas
acompañadas de Fomá Fomich. Y tanto más, cuanto mentir, en este caso particular, no
habría sido pecado mayor. Pero Falaley era un alma tan pura que, aunque lo quisiera, era
absolutamente incapaz de mentir. Además, nadie se lo había sugerido; sabían que se
traicionaría no bien abriera la boca y que Fomá Fomich lo descubriría enseguida. ¿Qué se
podía hacer? La posición de mi tío se volvía insostenible; Falaley era incorregible;
adelgazaba de angustia.
Melania, el ama de llaves, afirmaba que lo habían embrujado y lo roció a escondidas
con agua bendita; la bondadosa Praskovia Ilínichna participó en esa labor saludable. No dio
resultados. ¡Nada daba resultados!
—¡Mal rayo parta el sueño! —contaba Falaley—. Sueño con el buey cada noche y
empiezo a rezar temprano, en cuanto anochece: «¡Fuera de mi sueño, buey blanco, fuera!».
Pero la bestia, maldita sea, no se va, la tengo ante mí, enorme, con sus cuernos, su bocaza,
¡u-u-u!
Mi tío estaba desesperado, mas, por suerte, Fomá Fomich pareció olvidarse del buey
blanco. Claro está que nadie creía que pudiese olvidar tan importante circunstancia y
suponían con temor que lo reservaba para ocasiones más propicias. Más tarde se supo que
el buey blanco no figuraba en sus planes. Eran otros los asuntos, otras las preocupaciones y
los propósitos que maduraban en su mente fértil y prolífica. Por esa razón Falaley tuvo un
respiro y todos respiraron tranquilos. El chiquillo recobró su alegría, dejó de recordar lo
pasado y veía menos en sus sueños el buey blanco, aunque éste, de vez en cuando, asomaba
su fantástica cabezota. En una palabra, todo habría ido bien si no existiera en el mundo un
baile llamado el komarinski.
Debemos señalar al lector que Falaley era un excelente bailarín; ésa era su facultad
principal, podríase calificarla casi de vocación. Bailaba con energía, con inagotable alegría,
pero la danza que más lo atraía era «El Mujik de Komarino».
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No es que fuera tan de su agrado la frivolidad ni, en todo caso, la inexplicable
conducta de aquel voluble mujik, no, no era eso lo que lo atraía, le gustaba bailar el
komarinski porque oír esa música y no danzar a sus sones para él era totalmente imposible.
Por las tardes, a veces, dos o tres lacayos, el cochero, el jardinero que tocaba el violín y
también algunas damas de la servidumbre, se reunían en una plazoleta, la más alejada de la
hacienda señorial; formaban un círculo lo más lejos posible de Fomá Fomich y comenzaba
la música, los bailes y, al final, asumía solemnemente sus derechos el komarinski.
Formaban la orquesta dos balalaikas, una guitarra, un violín y un pandero manejado a la
perfección por Mitiushka, el postillón. ¡Había que verlo entonces a Falaley! Bailaba hasta
olvidarse de sí mismo, hasta el agotamiento, estimulado por las risas y los gritos de su
público. Chillaba, gritaba, reía a carcajadas, batía palmas... Diríase que lo llevaba una
fuerza exterior que no podía dominar, y se obstinaba en apresar el ritmo cada vez más
acelerado de la melodía contagiosa, batiendo la tierra con sus tacones. En aquellos
momentos su placer llegaba al paroxismo, y todo habría transcurrido bien y alegremente si
el rumor sobre el komarinski no hubiera llegado, por fin, a oídos de Fomá Fomich.
Horrorizado, Fomá Fomich mandó llamar inmediatamente al coronel.
—Me gustaría saber sólo una cosa, coronel —empezó diciendo Fomá Fomich—.
¿Está usted decidido a acabar definitivamente con ese desgraciado idiota o no? En el primer
caso me aparto por completo, no intervengo en nada, pero si no lo está...
—Pero, ¿qué sucede? ¿Qué ha pasado? —gritó el tío asustado.
—¿Y pregunta qué ha pasado? ¿Es que no sabe que baila el komarinski?
—Bueno... ¿y qué?
—¿¡Cómo y qué!? —chilló Fomá—, Y eso lo dice usted, ¡usted, que es su señor y,
en cierto sentido, su padre! ¿No sabe, acaso, lo que significa el komarinski? ¿Sabe usted
que en esa canción se habla de un mujik depravado que intenta, borracho, cometer el acto
más inmoral? ¿Sabe qué hace este mujik patán? Holla los lazos más sagrados y los patea,
por decirlo así, con sus botazas sucias, acostumbradas al suelo de la taberna... ¿Comprende
que con su respuesta usted ha ofendido mis más nobles sentimientos, que me ha ofendido
personalmente? ¿Lo comprende o no?
—Pero Fomá... No es más que una canción... tan sólo una canción.
—¡Tan sólo una canción! ¿Y no le da vergüenza reconocer que la conoce, usted,
miembro de una sociedad noble, padre de hijos inocentes, bien educados, y a mayor razón
siendo coronel? ¡Tan sólo una canción! Tengo la convicción de que esta canción reproduce
un hecho real. ¡Tan sólo una canción! ¿Qué persona decente, sin morir de vergüenza, puede
admitir que conoce la canción, que la ha oído alguna vez? ¿Quién, quién?
—Pues mira, Fomá, ya que lo preguntas te diré que tú mismo la conoces, ya que la
has oído —respondió ingenuamente mi tío, algo azorado.
—¡Cómo! ¿Que yo la he oído? Yo... yo... ¡es decir yo!... ¡Me han ofendido! —gritó
de pronto Fomá, saltando de su silla y atragantándose de ira. No esperaba una respuesta tan
aplastante.
No describiré la ira de Fomá Fomich. Por su respuesta indecente e inadecuada, el
coronel tuvo que desaparecer, humillado, de la vista del guardián de la moralidad. Desde
ese instante Fomá Fomich se juró a sí mismo sorprender a Falaley en flagrante delito, es
decir, bailando el komarinski.
Por las tardes, cuando todos lo suponían ocupado trabajando, salía silenciosamente
al jardín, rodeaba los huertos y se escondía entre el cáñamo, desde donde se divisaba a lo
lejos la plazoleta del baile. Vigilaba al pobre Falaley como el cazador a su presa,
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imaginando con placer el escándalo que armaría ante toda la casa si conseguía su objetivo,
y en especial ante el coronel. Por fin sus búsquedas incansables se vieron coronadas por el
éxito: descubrió a Falaley bailando el komarinski.
Se comprende después de ello la desesperación del tío cuando vio llorando a Falaley
y oyó a Vidopliásov anunciar a Fomá Fomich, quien, en persona y en aquel momento tan
inesperado y crítico, apareció ante nosotros.
Fomá Fomich
Estudié a Fomá Fomich con infinita curiosidad. Tenía razón Gávril al calificarlo de
insignificante. Fomá Fomich era de baja estatura, rubiáceo, algo canoso, de nariz aguileña y
el rostro cubierto de minúsculas arrugas. Tenía una gruesa verruga en la barbilla y no
pasaría de los cincuenta años.
Entró sin hacer ruido, con mesurado andar, sin alzar la vista del suelo, pero su rostro
y toda su pedante y pequeña figura reflejaban la insolencia más aplomada. Con gran
sorpresa mía se presentó con bata de corte importado —pero bata al fin—, y pantuflas. El
cuello de su camisa sin corbata iba vuelto à l’enfant, lo cual le daba un aspecto muy
ridículo. Se dirigió a un sillón desocupado, lo acercó a la mesa y tomó asiento sin decir
nada. Todo el ajetreo y la agitación de hacía un minuto cesaron en el acto. El silencio era
tan denso que se habría oído el vuelo de una mosca. La generala, ahora apacible como un
corderillo, puso de manifiesto su veneración de pobre idiota por Fomá Fomich. Clavó en él
sus ojos con mirada insaciable. La joven Perepelítsina, con sonrisa afectada, se frotaba las
manitas; y la pobre Praskovia Ilínichna temblaba de miedo.
El tío se agitó.
—¡Que se sirva el té, hermanita, el té! —dispuso inmediatamente—, pero que esté
muy dulce, a Fomá Fomich le gusta el té muy dulce, ¿verdad, Fomá?
—No estoy ahora para vuestros tés —dijo Fomá lenta y dignamente, con aspecto
preocupado, agitando la mano—. Para vosotros todo debe estar muy dulce.
Esas palabras, como ya la entrada increíblemente ridícula de Fomá, despertaron mi
interés. Quería saber hasta qué punto aquel señor tan insolente y seguro de sí mismo
olvidaría las reglas de urbanidad.
—Fomá —exclamó el tío—, te presento a mi sobrino Serguéi Aleksándrovich, que
acaba de llegar.
Fomá Fomich lo miró despectivamente de pies a cabeza.
—Me sorprende, coronel, que siempre le guste a usted interrumpirme —dijo
después de un largo silencio, sin prestarme la menor atención—. Intento tratar asuntos
serios y usted discursea, sabe Dios de qué. ¿Ha visto a Falaley?
—Lo vi, Fomá.
—¡Ah, lo vio! Bueno, haré que lo vea de nuevo, si es que lo vio. Podrá admirar el
fruto moral de su propia obra, coronel... ¡Ven aquí, estúpido! ¡Ven aquí, hocico holandés!
¡Ven, ven, no tengas miedo, muévete!
Falaley se acercó sin dejar de sollozar, con la boca abierta, tragándose las lágrimas.
Fomá Fomich lo miraba con siniestro placer.
—Con toda intención, Pável Semiónovich, lo he llamado hocico holandés —dijo,
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volviéndose un poco hacia Obnoskin al tiempo que se retrepaba en su sillón—. Verá, en
términos generales no considero necesario suavizar mi lenguaje. La verdad debe ser la
verdad; y por mucho que se cubra la suciedad, suciedad seguirá siendo. ¿Para qué intentar
suavizarla? Sería engañar a la gente y engañarse a sí mismo. Semejante insensatez sólo
puede nacer en una estúpida mente mundana. Dígame, lo tomo por juez, ¿encuentra algo
bello en este hocico? Me refiero a algo noble, sublime, elevado, no a un hocico rojo.
Fomá Fomich hablaba en voz baja, contenida, con cierta majestuosa indiferencia.
—¿Bello en él? —respondió Obnoskin con desvergonzado desdén—. A mi juicio
no es más que un buen trozo de roast-beef, simplemente.
—Uno se acerca al espejo, lo mira —continuó Fomá Fomich evitando
solemnemente el pronombre «yo»—. Estoy muy lejos de considerarme a mí mismo un
Apolo, pero, sin quererlo, llegué a la conclusión de que en esos ojos grises había algo que
me diferenciaba de un Falaley cualquiera. Hay ideas, vida, inteligencia. No me refiero a mí
personalmente. Hablo en general, hablo de nuestra clase social. Ahora bien, ¿cree usted,
Pável Semiónovich, que puede haber una brizna, un fragmento de alma en ese beefsteak
vivo? Observe, Pável Semiónovich, cómo la gente que carece de toda idea e ideal, que sólo
vive de carne, siempre tiene un rostro repugnantemente fresco, ¡grosera y burdamente
fresco! ¿Quiere conocer el nivel de sus conocimientos? ¡Eh, tú, objeto, acércate más, deja
que te admiremos! ¿Qué haces con la boca abierta? ¿Pretendes, acaso, tragar una ballena?
¿Eres guapo? ¡Responde! ¿Eres guapo?
—¡Soy gua... po! —respondió Falaley, ahogando sus sollozos.
Obnoskin se retorcía de risa. Yo comenzaba a temblar de rabia.
—¿Ha oído? —continuó Fomá triunfalmente, dirigiéndose a Obnoskin—. ¡Y lo que
le falta por oír! He venido para examinarlo. Mire usted, Pável Semiónovich, hay personas
que pretenden pervertir y acabar con este miserable idiota. Tal vez sea un juez demasiado
severo, tal vez me equivoque; pero hablo por amor a la humanidad. Estaba bailando ahora
el más indecente de los bailes, pero aquí eso a nadie le importa. Escuche ahora por sí
mismo. ¿Qué hacías? Responde, responde inmediatamente, ¿me oyes?
—Bai... la... ba... —dijo Falaley, intensificando su llanto.
—¿Qué bailabas? ¿Qué baile? ¡Habla!
—El komarinski...
—¡El komarinski! ¿Y quién es ese komarinski? ¿Crees que puedo comprender algo
de tu respuesta? Explícanos de dónde sale tu komarinski.
—De... de un mu... jik...
—¡De un mujik! ¡Tan sólo un mujik! ¡Me sorprende! Debe de ser un mujik famoso
si en su honor se componen poemas y bailes. Explícamelo.
Hostigar a su víctima es una necesidad para Fomá. Se divierte con ella como el gato
con el ratón, pero Falaley, sin entender la pregunta, gimotea y calla.
—¡Responde! —insiste Fomá—. Te estoy preguntando. ¿Cómo era ese mujik?
¡Habla! ¿Era un siervo del Estado, era libre, un siervo de monasterio?... Hay muchas clases
de mujiks...
—De Komarino, de... un mo... naste... rio...
—¡Ah, siervo de un monasterio! ¿Lo oye usted, Pável Semiónovich? Aquí tiene un
nuevo dato histórico: el mujik de Komarino es un siervo de monasterio. ¡Hum!... Pero, ¿qué
hizo ese mujik? ¿Por qué hazañas se lo ensalza y... se baila?
La pregunta era escabrosa y, dirigida a Falaley, podía ofrecer cierto peligro.
—Pero... usted..., sin embargo... —observó Obnoskin, después de haber mirado a su
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madre que comenzaba a retorcerse inquieta en su diván. ¿Qué se podía hacer? En esa casa
los caprichos de Fomá Fomich eran leyes.
—Por favor, tío, si no detiene a ese imbécil, él... ¿comprende lo que intenta? Falaley
acabará por decir alguna barbaridad, se lo aseguro... —dije en un susurro al tío quien,
desorientado, no sabía qué decir.
—Oye, Fomá, deberías... —empezó a decir—. Mira, te presento a mi sobrino que se
dedica a la mineralogía...
—Le ruego, coronel, que no me interrumpa con su mineralogía, que, según me
consta, ignora usted por completo y tal vez «otros» también la ignoren. No soy un niño. Me
responderá que dicho mujik, en lugar de afanarse por el bien de sus hijos, dedicaba su
tiempo a emborracharse y a dejarse la piel en la taberna y que luego, absolutamente beodo,
se lanzaba a correr por las calles. A esto, como es sabido, se reduce este poema para mayor
gloria de la embriaguez. No se preocupe usted, que bien sabe él lo que debe responder.
Vamos a ver, responde: ¿qué hacía ese mujik? Mira que ya te lo he dicho, te lo he puesto en
la boca. Quiero que seas tú quien me digas exactamente qué ha hecho este mujik para llegar
a ser tan célebre, para merecer la gloria inmortal de ser ensalzado por los trovadores. ¿Eh?
El desdichado Falaley, en su angustia, lanzaba miradas perdidas a su alrededor y
abría y cerraba la boca como una carpa que acaban de arrojar sobre la arena.
—Me da ver... ¡vergüenza decirlo! —bramó finalmente, en el colmo de la
desesperación.
—¡Te da vergüenza decirlo! —prosiguió Fomá en tono triunfal—. Le da vergüenza
decirlo, pero no hacerlo. He aquí la respuesta que yo quería oír, coronel. Ésta es la moral
que usted sembró, moral que fructificó y que usted ahora... riega. Pero para qué gastar más
saliva. Ve a la cocina, Falaley. Por el momento, y por respeto a los presentes, nada te diré;
pero hoy, hoy mismo, serás castigado cruel y dolorosamente. En caso contrario, si de nuevo
te prefieren a mí, quédate y entretén a tus señores con el komarinski que yo, hoy mismo,
abandono esta casa. ¡Basta! ¡He dicho! ¡Puedes marcharte!
—Creo que está siendo usted demasiado severo... —farfulló Obnoskin.
—Eso es, eso es, eso es —exclamó el tío, pero calló de pronto cuando Fomá lo miró
sombríamente de reojo.
—Me sorprende, Pável Semiónovich —continuó diciendo Fomá —lo que hacen
actualmente los escritores, los poetas, los científicos, los pensadores modernos que no fijan
su atención en las canciones que canta y baila el pueblo ruso. ¿Qué han hecho hasta ahora
todos esos Púshkin, Lérmontov, Borozdna? ¡Me asombra! El pueblo baila el komarinski,
esa apología de la embriaguez, y ellos se inspiran en no sé qué florecitas. ¿Por qué no
componen canciones más decorosas para que el pueblo las cante, y olvidan sus florecitas?
He aquí un problema social. Me gustaría que nos hicieran conocer a un mujik, pero a un
mujik ennoblecido, es decir a un campesino y no a un mujik, a un campesino sabio y
sencillo, aunque calce lapti —hasta esto lo admito—, pero, y lo digo sin turbarme, repleto
de virtudes que sean la envidia de un Alejandro de Macedonia, excesivamente loado, a mi
juicio. Conozco mi patria y mi patria me conoce y por eso lo digo. Que representen a ese
mujik cargado de familia, con cabellos grises, en una isba ahumada, acuciado por el hambre
y sin embargo contento; que bendiga su pobreza, no se queje y sea indiferente a la riqueza
del gran señor. Que el gran señor, finalmente, se sienta conmovido y le dé por fin su oro;
sería edificante que, en este caso, asistiéramos a la unión de las virtudes del mujik con las
de su señor y, ¿por qué no?, un gran noble. ¡El campesino y el gran señor, tan dispares en
su posición social, se fusionan, finalmente, por sus virtudes!... ¡Qué exaltante idea! Pero,
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¿qué vemos en la vida real? Por un lado, florecitas y, por otro, un mujik borracho y
andrajoso que corre por la calle. ¿Qué poesía hay en eso? ¿Qué se puede admirar? ¿Dónde
está el ingenio? ¿Dónde la gracia? ¿Dónde la moral? No lo comprendo.
—¡Cien rublos te debo, Fomá Fomich, por estas palabras! —dijo Yezhévikin
entusiasmado—. ¡No recibirá ni un kopek! —me susurró al oído—. ¡Alaba, alaba!
—Sí, en efecto... lo ha expuesto bien —dijo Obnoskin.
—¡Eso es, en efecto! —exclamó el tío, que escuchaba con gran atención y me
miraba con aire triunfal—. ¡Qué tema tan profundo se está tratando! —musitó, frotándose
las manos—. ¡Una conversación multifacética! ¡Qué diablos! Fomá Fomich, aquí está mi
sobrino —añadió muy emocionado—. También él se dedica a las letras. Permítame
presentárselo.
Igual que antes, Fomá Fomich no hizo caso alguno de las palabras del tío.
—Por Dios le pido que no me presente más, se lo pido en serio —dije al tío en voz
baja y tono decidido.
—Iván Ivánovich —empezó a decir Fomá dirigiéndose a Mizínchikov, mirándolo
fijamente—. ¿Qué piensa usted de lo que hemos hablado ahora?
—¿Yo? ¿Me lo pregunta a mí? —respondió sorprendido Mizínchikov como si lo
acabaran de despertar.
—Sí, a usted. Se lo pregunto porque valoro la opinión de personas realmente
inteligentes, y no las de personas de inteligencia discutible que se consideran inteligentes y
científicos porque no paran de presentárnoslos como inteligentes y científicos, y que a
veces los hacen venir de lejos como para actuar en un teatro de feria o algo semejante.
El tiro iba dirigido directamente a mí. Era indudable que Fomá Fomich, al no
hacerme ningún caso, hablaba de literatura con el único propósito de sorprender, destruir,
aplastar de entrada al «científico inteligente de Petersburgo». Yo, al menos, no lo dudaba.
—Si quiere conocer mi opinión, yo... yo estoy de acuerdo con su opinión
—respondió Mizínchikov, apático y de mala gana.
—¡Todos estáis de acuerdo conmigo! ¡Me aburre oíros! —dijo Fomá—. Le diré
francamente, Pável Semiónovich —prosiguió después de una pausa, y dirigiéndose de
nuevo a Obnoskin—, que si por algo admiro al inmortal Karamzin no es por su Historia, ni
por Marfa la alcaldesa, ni por Antigua y nueva Rusia, sino por haber escrito Frol Silin, esa
grandiosa épica. ¡Una obra realmente popular que perdurará a través de los siglos! ¡Una
épica sublime!
—¡Eso es, eso es! ¡Una «época» sublime! Frol Silin, un bienhechor. Lo recuerdo, lo
he leído, además había pagado la libertad de dos siervas y luego miraba el cielo y lloraba.
Un rasgo muy noble —aprobó mi tío con entusiasmo.
¡Pobre tío! No podía contenerse para no intervenir en una conversación culta. Fomá
esbozó una sonrisa maléfica, pero no dijo nada.
—También ahora se escriben cosas interesantes —intervino cautelosamente Anfisa
Petrovna—. Por ejemplo Los misterios de Bruselas.
—No opino así —dijo Fomá como lamentándolo—. He leído hace poco un poema...
¡Qué se puede decir! Las mismas «florecitas» de siempre. Pero no, de los más modernos el
que más me gusta es «El Escribiente», un estilo liviano.
—¡«El Escribiente»! —exclamó Anfisa Petrovna— ¿es aquel que escribe las cartas
a las revistas? ¡Ah, qué bien lo hace! ¡Qué divertido juego de palabras!
—Precisamente, el juego de palabras, ¡por así decirlo, juega con la pluma! ¡Qué
felicidad de expresión!
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—Sí, pero es un pedante —observó Obnoskin negligentemente.
—Sí, pedante, no lo discuto, pero un pedante encantador, con gracia, Claro que
ninguna de sus ideas soportaría una crítica seria, pero al frívolo lector lo atrae la facilidad
con que se expresa. Es frívolo, de acuerdo, pero encantador y tiene gracia. ¿Recuerdan, por
ejemplo, cuando en un artículo literario dijo que tenía propiedades?
—¿Propiedades? —preguntó mi tío—. Eso está muy bien. ¿En qué provincia?
Fomá se detuvo, miró fijamente al tío y prosiguió con el mismo tono.
—Díganme, ¿en qué puede interesar al lector saber si tiene propiedades? Si las
tiene, felicidades. Pero con qué gracia y encanto las describe. Su ingenio chispea, rebosa, la
agudeza de su ingenio lo desborda. Es así como se debe escribir. Creo que yo escribiría de
ese modo si quisiera escribir para que me publicaran...
—Tal vez todavía mejor —observó Yezhévikin respetuosamente.
—Sus sílabas son melodiosas —añadió el tío.
Fomá Fomich no pudo aguantar más.
—Coronel —dijo—, querría pedirle, con la máxima delicadeza posible, que deje de
interrumpimos y permita que terminemos tranquilamente nuestra conversación. A nuestra
conversación usted no puede aportar nada, no puede. Por lo tanto no intente participar en
nuestra grata charla literaria. Ocúpese de su hacienda, tome té... pero deje la literatura en
paz. ¡Le aseguro que la literatura, por eso, nada perderá!
Esas palabras sobrepasaban el colmo de la insolencia. Me quedé mudo.
—Pero si tú mismo, Fomá, habías dicho que las sílabas son más melodiosas —dijo
el tío confuso y abatido.
—Sí, pero yo hablaba conociendo el tema, hablaba oportunamente. ¿Y usted?
—Sí, hablábamos con conocimiento de causa —apoyó Yezhévikin para adular a
Fomá Fomich—. No es mucho, pero nos alcanza para atender el trabajo en dos distritos, y
si nos empeñamos, con alguna pequeña ayuda, hasta podemos atender otro, pero no más.
—¡Entonces he vuelto a decir una tontería! —resumió el tío con su bonachona
sonrisa.
—Al menos lo reconoce —observó Fomá.
—¡No importa, no importa, Fomá, no estoy enfadado! Sé que tú, como amigo mío,
como un hermano, me llamarás la atención. Yo mismo te lo permití, llegué a pedírtelo; me
conviene, es por mi bien. Te lo agradezco y sabré aprovecharlo.
Mi paciencia se agotaba. Todo cuanto hasta entonces había oído sobre Fomá
Fomich me había parecido exagerado. Pero ahora, viéndolo con mis propios ojos, mi
estupor no tenía límites. No creía mis sentidos. Era incapaz de conciliar semejante
insolencia, tan atrevido autoritarismo, por una parte, con tanta voluntaria esclavitud, tanta
crédula benevolencia por otra. Por lo demás, era obvio que también mi tío estaba confuso
por la insolencia. Yo ardía en deseos de encararme de un modo u otro con Fomá, de
pelearme con él y provocarlo con alguna puya... y después, que pasara lo que tuviera que
pasar. Me excitaba la idea. Sólo necesitaba una oportunidad y, esperándola, estrujé por
completo el ala de mi sombrero. La oportunidad no se presentó. Fomá se negaba de plano a
fijarse en mí.
—Dices la verdad, Fomá, la pura verdad —continuó el tío, esforzándose en
recobrarse y disimular la acrimonia de la conversación anterior—. Siempre das en el clavo,
dices la verdad por desagradable que sea, y te doy las gracias por ello. Es preciso conocer el
tema y hablar después. Estoy arrepentido. Más de una vez me hallé en este predicamento.
Imagínate, Serguéi, que una vez fui examinador,.. ¡Se ríen! Pues ya ven, tuve que examinar,
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os lo juro. Me llamaron de una institución de enseñanza para participar en un tribunal y
tuvieron la deferencia de sentarme junto a los demás examinadores, sobraba un sitio. Os
juro que hasta tuve miedo, me asusté mucho, no conocía ninguna materia. ¡Qué hacer! ¿Y
si me invitaban a la pizarra?, pensé. Pero al final todo terminó bien, y hasta yo mismo
formulé unas preguntas, como quién fue Noé. En general todos respondieron muy bien,
luego almorzamos y bebimos champán a la salud del conocimiento. Excelente centro
docente.
Fomá Fomich y Obnoskin estallaron en carcajadas.
—También yo me reí después —exclamó el tío, riendo bonachonamente, contento
de que todos se divirtieran—. Escucha, Fomá, ahora os quiero divertir a todos con una
historia que me puso en ridículo... Oye, Serguéi, estábamos acampados en Krasnogorsk...
—Permítame preguntarle, coronel —lo interrumpió Fomá—, si será muy larga su
historia.
—¡Oh, Fomá! Se trata de una historia divertidísima, para morirse de risa. Escúchala,
es buena, muy buena. Os contaré cómo por hablar demasiado una vez metí la pata...
—Yo siempre escucho con placer sus historias cuando son de ese género —dijo
Obnoskin bostezando.
—Nada se puede hacer, habrá que escuchar —decidió Fomá.
—Todo será muy divertido, ya lo verás, Fomá. Quiero contaros, Anfisa Petrovna,
cómo metí la pata por hablar. Escucha también tú, Serguéi, es una historia edificante.
Estábamos acampados en Krasnogorsk —empezó a decir el tío muy de prisa,
resplandeciente de placer, con numerosos paréntesis, como siempre que contaba algo para
complacer a los demás—. Acabábamos de llegar y aquella noche fui al teatro. Trabajaba
Kuropatkina, una gran actriz que se fugó con el capitán de Caballería Zvierkov en mitad de
la obra, tuvieron que bajar el telón... Menuda bestia, ese Zvierkov, amigo de beber, de jugar
a las cartas; no es que fuera un borracho, pero le gustaba compartir el tiempo con los
amigos. Cuando bebía de veras se olvidaba de todo: del país en que vivía, de su nombre,
decididamente de todo, pero de hecho era un excelente muchacho... Pues bien, estoy en el
teatro y durante el intervalo me levanto y encuentro a mi antiguo compañero Kornujov... no
había otro como él, seis años sin vemos. Participó en la campaña, su pecho estaba cubierto
de medallas; ahora, según me han dicho, se pasó al funcionariado y ha llegado a cargos
muy altos... Nos alegramos del encuentro, es natural. Y en el palco junto al nuestro había
tres damas; la que estaba a la izquierda era feísima, como pocas en el mundo... Luego supe
que era una mujer excelente, madre magnífica, la felicidad de su marido... Yo, por tonto, le
digo a Kornujov: «Dime, hermano, ¿sabes quién es el espantajo allí sentado?». «¿A quién
te refieres?». «A ésa». «Es mi prima». ¡Menuda situación la mía! Para arreglarla, le digo:
«No, no me refiero a ella. ¿Dónde tienes los ojos? Me refería a la que está sentada algo más
lejos, ¿quién es?». «Es mi hermana». ¡Maldición! Y su hermana, como aposta, era preciosa,
bella como pocas: vestida con mucho gusto, enjoyada, en una palabra, un encanto; se casó
después con Pyjtin, excelente persona; se fugó con él, se casó sin permiso paterno, pero
ahora todo se ha arreglado y viven muy bien y los padres no dejan de bendecir al Cielo...
Bueno, como les iba diciendo: «¡No, no! —grito y ya no sé dónde meterme— ¡no ésa!
¿Quién es la del medio?». «¿La del medio? Ésa, hermano, es mi esposa...» Entre nosotros,
no era una dama, era una delicia de mujer, para comérsela toda entera... «Bueno —le
digo—, ¿has visto alguna vez a un tonto? Aquí lo tienes ante ti y también su cabeza:
¡córtala, no le tengas lástima!». Se echó a reír. Después del espectáculo me las presentó y
probablemente el muy guasón les contó todo lo sucedido. ¡Cuánto se habrán reído! Les
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confieso que nunca he pasado una velada tan divertida. ¡Ya ves, hermano Fomá, cómo se
puede a veces quedar mal! ¡Ja, ja, ja!
Pero en vano reía mi pobre tío, en vano paseaba en tomo su mirada alegre y
bondadosa: un silencio de muerte era la respuesta a su divertida historia. Fomá Fomich se
mantenía mudo y sombrío y los demás seguían su ejemplo; sólo Obnoskin sonreía apenas;
previendo el castigo que infligirían al tío, que estaba ruborizado y confuso. Eso era
justamente lo que Fomá esperaba.
—¿Ha terminado usted? —preguntó por fin dirigiéndose con aire importante al
embarazado narrador.
—He terminado, Fomá.
—¿Y está contento?
—¿Qué entiendes, Fomá, por contento? —respondió angustiado el pobre tío.
—¿Se siente aliviado? ¿Está contento de haber interrumpido una charla literaria
entre amigos para satisfacer su insignificante amor propio?
—¡Qué dices, Fomá! Yo quería divertiros y tú...
—¿Divertirnos? —gritó Fomá de pronto enfurecido—, usted no es capaz de
divertirnos sino de amargarnos. ¡Divertir! ¿Sabe usted que su historia raya lo inmoral? Ya
no digo lo indecente, eso cae por su propio peso... Acaba de explicar, poniendo de
manifiesto la singular torpeza de su sensibilidad, que se reía de la inocencia de una dama
noble por no haber tenido el honor de gustarle, y ha intentado que nosotros, nosotros, nos
regocijemos, es decir, que estemos de acuerdo con su zafio e indecente proceder, y ello,
sólo por ser usted el dueño de esta casa. Haga lo que quiera, coronel, puede buscarse
gorrones, aduladores, gente de esa calaña; puede, inclusive, hacerlos venir de lejanos países
y reforzar de ese modo su séquito en detrimento de la sinceridad y nobleza espiritual; pero
Fomá Opiskin jamás será su adulador, ni su gorrón. ¡De eso puede estar usted seguro!...
—¡Oh, Fomá! ¡No me has comprendido!...
—No, coronel, ya hace tiempo que lo he comprendido, lo conozco a fondo. Está
atormentado por un ilimitado amor propio, pretende tener una gracia inalcanzable y se
olvida que la agudeza pierde filo en la pretensión. Usted...
—Basta ya, Fomá, por Dios. Debería darte vergüenza, delante de la gente...
—Pena, me da, coronel, ver todo esto, pero, una vez visto, callar es imposible. Soy
pobre, vivo a costa de su madre. Se podría esperar, tal vez, que lo halague con mi silencio,
y yo no quiero que cualquier chiquillo me tome por un parásito de su mesa. Tal vez, al
hablar hace poco, acentué adrede mi veraz candor y llegué a la grosería, pero es usted,
precisamente, quien me puso en ello. Es usted muy altivo conmigo, coronel. Podrían
considerarme su esclavo, su gorrón. Le causa placer humillarme ante «desconocidos»
cuando de hecho soy igual a usted. ¿Me oye? Igual en todos los sentidos. Tal vez yo le esté
haciendo el favor de vivir en su casa y no usted a mí. Me humillan, por consiguiente debo
yo mismo cantar mis alabanzas, es natural. No puedo dejar de hablar, debo hablar, debo
protestar inmediatamente, y por ello le manifiesto con toda franqueza y simplicidad que es
usted un envidioso como no hay otro. Se percata, por ejemplo, de que en una conversación
sencilla, amistosa, una persona pone de manifiesto sin querer sus conocimientos, sus
gustos, lo mucho que sabe, y usted ya siente fastidio, ya no está a gusto. Piensa: «¡Voy a
hacer patente también yo mis conocimientos, mi buen gusto!». Pero, permítame decirle que
en materia de buen gusto entiende usted tanto como un buey entiende de la carne. Lo que
digo es brutal, tosco, lo confieso, pero al menos es sincero y auténtico. No lo oirá decir,
coronel, a sus aduladores.
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—¡Eh, Fomá!
—¡Eso es, «Eh, Fomá»! Bien se ve que la verdad hace daño. Pero bueno, después
hablaremos de eso y ahora permítame que divierta un poco a los presentes. No es cosa de
que acapare usted toda la atención. ¡Pável Semiónovich! ¿Ha visto usted a ese monstruo
marino con forma humana? Hace tiempo que lo observo. Fíjese eh él, me quiere comer vivo
de un bocado.
Se refería a Gávril. El viejo criado, de pie junto a la puerta, miraba con pena cómo
se metían con su señor.
—Quiero divertirlo, Pável Semiónovich, con un espectáculo. Eh, tú, cuervo, ven
aquí... tenga usted la bondad de acercarse un poco más, Gávril Ignátievich. Aquí tiene,
Pável Semiónovich, a Gávril, quien por su grosería está estudiando el dialecto francés. Yo,
como Orfeo, suavizo los hábitos locales no mediante canciones sino gracias al dialecto
francés. Vamos a ver franchute, mesié feneánt —detesta que lo llamen mesié feneánt—; ¿te
sabes la lección?
—La estudié —responde Gávril con la cabeza gacha.
—¿Parlé vú fransé?
—Ui, mesié, ye le parl an pe...
No sé si fue la cara triste de Gávril al pronunciar la frase en francés, o que todos se
anticiparan a los deseos de Fomá de que se rieran: se desternillaron de risa no bien Gávril
empezó a hablar. Hasta la generala dignó reírse. Anfisa Petrovna, reclinada contra el
respaldo del diván, reía a los chillidos, tapándose con el abanico. Lo más grotesco fue
cuando Gávril, al ver en qué se había convertido el examen, fue incapaz de soportarlo,
escupió y dijo en tono de reproche:
—¡A qué vergüenza me veo reducido en la vejez!
Fomá Fomich se sobresaltó.
—¿Qué? ¿Qué has dicho? ¿Te permites decir groserías?
—No, Fomá Fomich —respondió con dignidad Gávril—. Mis palabras no son una
grosería y no me corresponde a mí, un siervo, decirlas a un señor de nacimiento. Pero toda
persona está hecha a imagen y semejanza de Dios. Tengo ya sesenta y tres años. Mi padre
recordaba al bandido Pugachev. Mi abuelo, juntamente con su señor, Matvéi Nikitich
—Dios los tenga en su gloria— fueron colgados del mismo árbol por ese monstruo,
Pugachev, debido a lo cual mi padre fue distinguido por nuestro difunto señor, Afanasi
Matvéich; fue su ayuda de cámara y acabó sus días como mayordomo. Yo, señor Fomá
Fomich, aunque soy siervo de mi amo, ¡jamás conocí tanta ignominia como ahora!
Al pronunciar estas últimas palabras, Gávril se abrió de brazos y bajó la cabeza. El
tío lo observaba inquieto y exclamó:
—Basta, basta Gávril. No hace falta que te extiendas más, basta.
—No importa, no importa —terció Fomá palideciendo levemente y esforzándose en
sonreír—. Que hable, todo, coronel, es fruto de su...
—Lo contaré todo —prosiguió Gávril con extraordinaria animación—, no ocultaré
nada. Me atarán las manos, pero no la lengua. Aunque comparado contigo, Fomá Fomich,
sea un hombre ruin, en una palabra, un esclavo, también yo puedo sentirme ofendido. Sé
que estoy obligado a servirte porque nací siervo y he de cumplir toda obligación, con temor
y a conciencia. Si te pones a escribir un libro, mi obligación es no dejar que nadie pase a
distraerte, es mi obligación verdadera y la cumpliré con gusto; pero no que a la vejez me
hagas ladrar en otro idioma que el mío, cubriéndome de vergüenza... Ahora ni puedo bajar
al cuarto de la servidumbre... «Eres un franchute, un franchute», me dicen. No, señor Fomá
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Fomich, no soy el único tonto, toda la buena gente dice ahora que usted es mala persona y
que ante usted nuestro señor parece un niño pequeño; aunque usted por naturaleza sea hijo
de general y tal vez le falte poco a usted mismo para llegar a serlo, es usted malvado como
una verdadera furia.
Gávril acabó de hablar. Yo estaba fuera de mí de entusiasmo. Fomá Fomich, pálido
de ira en medio de la confusión general, parecía incapaz de recobrarse del inesperado
ataque de Gávril. Diríase que meditaba hasta qué punto debía enfurecerse. Por fin explotó.
—¡Cómo! ¡Se atreve a insultarme, a mí, a mí! ¡Es un motín! —chilló Fomá Fomich
saltando de su asiento.
Tras él saltó la generala y se retorció las manos. Se armó un gran desorden. A
empellones, el tío sacó de la habitación al criminal Gávril.
—¡Que lo aherrojen, que lo aherrojen! —gritaba la generala—. Llévalo a la ciudad,
Yégorushka, sí quieres mi bendición. Ponle inmediatamente el cepo, que vaya como
soldado.
—¡Cómo te atreviste —gritaba Fomá—, patán miserable, Hamlet, trapo asqueroso,
a llamarme furia!
Me adelanté y le dije decidido, mirándolo directamente a los ojos y temblando de
excitación:
—Le confieso que en esta ocasión estoy completamente de acuerdo con Gávril.
Quedó tan asombrado por esas palabras que al principio pareció no creer sus oídos.
—¿Qué pretende decir? —gritó, echándose sobre mí y clavándome sus ojitos
inyectados en sangre—. ¿Quién eres tú?
—Fomá Fomich... —empezó a decir mi tío completamente desorientado—. Es
Serguéi, mi sobrino...
—¡El estudioso! —vociferó Fomá—. Un científico. ¡Liberté, égalité, fraternité,
journal des débats! Te equivocas, amiguito, no estamos en Sajonia; esto no es Petersburgo,
no te equivoques. Me río yo de tus débats. ¡Que se vayan al diablo, aquí nada pintan!
¡Estudioso! Todo cuanto tú sabes yo lo tengo olvidado multiplicado por siete; para mí
¡vaya estudioso!
Si no lo hubieran sujetado se habría echado sobre mí a puñetazos.
—¡Pero si está borracho! —dije, perplejo, mirando en tomo de mí.
—¿Quién? ¿Yo? —vociferó Fomá.
—¡Sí, usted!
—¿Borracho?
—¡Borracho!
Fomá no pudo soportar eso. Chilló como si lo estuvieran degollando y salió
corriendo de la habitación. La generala, al parecer, deseaba desmayarse, pero decidió que
era mejor correr en pos de Fomá. Detrás de ella corrieron los demás y detrás de ellos mi tío.
Cuando me repuse y miré a mi alrededor sólo vi a Yezhévikin. Sonreía y se frotaba las
manos.
—Hace poco me prometió contarme algo sobre los jesuitas —dijo con voz
insinuante.
—¿Qué? —pregunté sin comprender de qué me hablaba.
—Había prometido contarme algo sobre los jesuitas... una pequeña anécdota...
Salí corriendo a la terraza y de allí al jardín. La cabeza me daba vueltas.
«Su Excelencia»
Mizínchikov
Sólo por una antigua costumbre, el pabellón al que me condujo Gávril se llamaba
«el ala nueva»; en realidad era una vieja construcción, obra de los ex propietarios, una
casita de madera muy bonita levantada en el mismo parque a escasa distancia de la casa
vieja. Por tres de sus lados estaba rodeada de unos grandes y viejos tilos, cuyas copas
rozaban el tejado. Sus cuatro habitaciones, para huéspedes, estaban bien amuebladas.
Al entrar en la habitación que me había sido reservada, en donde ya habían
colocado mi maleta, vi en la mesilla de noche una hoja de papel bellamente escrita, con
letras y párrafos de distinta caligrafía y adornada con guirnaldas. Las mayúsculas y las
guirnaldas brillaban con diversos colores y el conjunto denotaba un gran trabajo caligráfico.
Desde las primeras palabras comprendí que era una petición a mi nombre en la que se me
calificaba de «ilustrado bienhechor». Se titulaba «Lamentaciones de Vidopliásov». En vano
me esforcé con mucha atención por entender lo escrito: era lo más absurdo, lo más enfático,
redactado en el más elevado estilo lacayuno. Sólo pude adivinar que Vidopliásov se hallaba
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en situación difícil y pedía que lo ayudase haciendo que mi tío interviniera en su favor,
pues mi «ilustración lo permitía», y que influyese en él con mi «máquina», como
literalmente decía al final de su escrito. Todavía la estaba leyendo cuando se abrió la puerta
y entró Mizínchikov.
—Confío en que permita que nos conozcamos —dijo con aire muy desenvuelto pero
sumamente cortés, tendiéndome la mano—. Antes no pude decirle nada y sin embargo
desde un primer momento sentí ganas de conocerlo mejor.
Le respondí que también yo tenía mucho gusto, y esas formalidades, pese a estar en
un malísimo estado de ánimo. Nos sentamos.
—¿Qué tiene en la mano? —preguntó echando una ojeada a la hoja que sostenía—.
¿No serán las lamentaciones de Vidopliásov? Ya lo veo. Estaba seguro de que se metería
también con usted. A mí me dio una hoja igual, con idénticos lamentos; a usted lo
esperaban hacía tiempo, así que seguramente alcanzó a prepararse. No se asombre: aquí
pasan muchas cosas raras y hay motivos suficientes para reírse.
—¿Sólo para reírse?
—Bueno, ¿cree usted que para llorar? ¿Quiere que le cuente la biografía de
Vidopliásov? Le aseguro que se reirá.
—Francamente, nada me importa Vidopliásov por el momento —le respondí con
fastidio.
No dudaba de que la visita del señor Mizínchikov y su amable conversación
obedecían a que tenía algo que pedirme. Hasta recientemente lo había visto serio y
enfurruñado; ahora estaba alegre, sonreía, estaba dispuesto a contarme largas historias. Se
veía de inmediato que sabía dominarse perfectamente y que conocía bien a la gente.
—¡Maldito Fomá! —exclamé iracundo, dando un furioso puñetazo en la mesa—.
¡Estoy seguro de que aquí el culpable de todo es él, de él nace todo! ¡Maldito bicho!
—Creo que está demasiado rabioso con él —observó Mizínchikov.
—¡Demasiado rabioso! —grité yo, aún más enfurecido—. Desde luego que hace un
rato me dejé llevar por la ira, y di pie a que cualquiera me criticara. ¡Comprendo muy bien
que fracasé en todo por culpa de la ira, y no es necesario recordármelo!... También
comprendo que no es ése el modo de portarse en una sociedad decente, pero, a ver, ¿cómo
no sublevarse? ¡Esto es un manicomio, si quiere saberlo! Y... y... finalmente... ¡me
marcharé, eso es!
—¿Fuma? —me preguntó tranquilo Mizínchikov.
—Sí.
—Entonces, no le importará que yo lo haga. Allí no lo permiten y lo echo mucho de
menos. Estoy de acuerdo con usted —prosiguió después de encender un pitillo—, todo esto
parece un manicomio, pero puede estar seguro de que yo jamás me permitiría culparlo. En
su lugar me enfurecería y saldría de mis casillas mucho más que usted.
—¿Y por qué no lo hizo, si de veras estaba tan enfadado? Yo, en cambio, lo
recuerdo muy sereno... le soy sincero: me extrañó que no saliese en defensa del pobre tío,
siempre tan dispuesto a favorecer a... todos y cada uno.
—Es cierto lo que dice, ha favorecido a muchos, pero me parece totalmente inútil
defenderlo: en primer lugar, inútil para él, y en cierto modo humillante; y, en segundo
lugar, a mí me pondrían de patitas mañana mismo. Le diré francamente que las
circunstancias en que me encuentro me obligan a valorar mucho la hospitalidad de que
gozo.
—En absoluto pretendo que sea sincero conmigo en cuanto a esas circunstancias...
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Sin embargo, me gustaría preguntarle, ya que lleva viviendo aquí hace ya un mes...
—Pregunte, pregunte, hágame el favor; estoy a su disposición —respondió
presuroso Mizínchikov, acercando su silla.
—Explíqueme, por ejemplo: acabo de ver que Fomá Fomich renunció a quince mil
rublos en plata que tenía en sus manos, lo vi con mis propios ojos,
—Cómo, ¿renunció? ¿Es posible? —exclamó Mizínchikov—. Cuéntemelo, por
favor.
Le conté lo sucedido, pero sin mencionar nada sobre «Su Excelencia». Mizínchikov
me escuchaba con viva curiosidad, y su rostro cambió de expresión cuando le volví a
mencionar los quince mil rublos.
—¡Qué astuto! —dijo después de oírme—. No esperaba eso de Fomá.
—Sin embargo, renunció al dinero. ¿Cómo se explica? ¿Por nobleza de alma?
—Renunció a quince mil para llevarse luego treinta mil. Aunque, ¿sabe? —añadió
después de un rato de meditación—, dudo que Fomá Fomich haya echado cuentas. No tiene
ningún sentido práctico; a su modo, es una especie de poeta. Quince mil... ¡Hum! Estoy
seguro de que habría tomado el dinero, pero no pudo resistir la tentación de pavonearse, de
presumir, A mi juicio es un calzonazos llorón, dotado, además, de un infinito amor propio.
Mizínchikov parecía casi enojado. Saltaba a la vista que estaba dolido, casi
envidioso, despechado. Yo lo miraba con curiosidad.
—Hum. Hay que esperar grandes cambios —añadió tras un breve silencio—. Ahora
Yégor Ílich está a punto de venerar a Fomá como a un ídolo. Y tal vez su tío se case con
ella por bondad espiritual —añadió entre dientes.
—Entonces, ¿usted piensa que esa boda vil, antinatural, con esa pobre loca, se
llevará a cabo?
Mizínchikov me lanzó una mirada escrutadora.
—¡Canallas! —exclamé acalorado.
—Tienen un propósito bastante bien fundado. Afirman que su tío debe hacer algo
por la familia.
—¡Les parece poco lo que hizo por ellos! —grité indignado—. ¿Y usted, usted
puede decir que es una buena idea, casarlo con esa vulgarota?
—Estoy de acuerdo con usted en que es vulgar... ¡Hum! Me parece muy bien que
quiera tanto a su tío... Me gusta... aunque él, con la fortuna de ella, bien podría mejorar su
propiedad. Sin embargo, ellos tienen otros temores; que se case con la niñera de sus hijos...
¿La recuerda? Una joven muy atractiva.
—Pero..., ¿es probable? —pregunté alterado—. Creo que es una calumnia. Por amor
de Dios, dígame la verdad, me interesa muchísimo...
—¡Oh, está loco por ella! Lo oculta, claro está.
—¡Lo oculta! ¿Cree usted que lo oculta? ¿Y ella? ¿También lo ama?
—Es muy posible. Para ella, que es muy pobre, sería una boda ventajosa.
—¿De qué datos dispone usted para sospechar que se aman?
—Es imposible no darse cuenta; además creo que se ven a escondidas. Se decía que
mantenían relaciones pecaminosas. Por favor le pido que no diga nada. Se lo cuento en
secreto.
—¡No lo puedo creer! —exclamé—. ¿Y usted, usted confiesa que lo cree?
—No, no del todo, no estuve allí, aunque es muy posible.
—¿Posible? ¡Recuerde la nobleza del tío, su honorabilidad!
—De acuerdo. Pero es posible que se haya dejado arrastrar con la intención más
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adelante de convertir su relación en un matrimonio legítimo. Muchos se dejan llevar. Por lo
demás, se lo repito, no doy gran crédito a esos rumores, tanto más cuando aquí han
mancillado su reputación. Han llegado a afirmar que mantenía una relación con
Vidopliásov.
—¡Ah, ve usted! —exclamé yo—. ¡Con Vidopliásov! Pero, dígame, ¿es posible?
¿El simple hecho de escucharlo, no es repugnante? ¿Usted lo cree?
—Ya le digo yo que no creo para nada ese infundio —respondió tranquilamente
Mizínchikov—, aunque, tenga en cuenta que todo es posible. Todo es posible en este
mundo. Yo no estaba allí y, además, es un asunto que no me atañe. Pero como observo que
usted se toma estas cosas muy a pecho considero mi obligación añadir que poco crédito
merece por cierto esta historia con Vidopliásov. No son más que intrigas de Anna Nilovna,
o sea la Perepelítsina; es ella quien esparce todos y cada uno de estos rumores, por envidia,
ya que, en tiempos, era ella quien soñaba con casarse con Yégor Ílich, ¡se lo juro!,
aduciendo ser hija de un teniente coronel. Ahora ha perdido toda ilusión y hierve de rabia.
Pero, en fin, creo haberle contado todo lo que sé del asunto y sinceramente detesto las
habladurías, tanto más cuanto nos hacen perder un tiempo precioso. Le diré, vine para
pedirle un insignificante favor.
—¿Un favor? Tenga por seguro que haré todo lo que esté a mi alcance...
—Comprendo, y espero interesarlo también a usted, porque veo que ama a su tío y
se toma muy en serio su destino en relación con el casamiento. Pero antes de formularle
este ruego, debo hacerle otro, previo.
—¿Cuál?...
—Bueno, quizá podría usted estar dispuesto a acceder a mi ruego principal, o quizá
no, pero, sea como sea, antes de exponerle mi asunto le rogaría humildemente me dé su
palabra de honor, de hombre noble y honesto, de que todo esto quedará entre nosotros en el
secreto más profundo y que, en ningún momento, ni por nadie, ha de violar usted este
secreto ni utilizará en su favor la idea que a continuación pasaré a exponerle. ¿De acuerdo?
El preámbulo era solemne. Le di mi palabra.
—¿Entonces?... —dije.
—El asunto, en el fondo, no puede ser más simple —comenzó Mizínchikov—.
Mire, quiero raptar a Tatiana Ivánovna y casarme con ella; en una palabra, lo que se hace
en Gretna Green, ¿comprende?
Miré a Mizínchikov fijamente y durante un rato quedé mudo.
—Le confieso que no entiendo nada —murmuré finalmente—, y además, creyendo
tratar con un hombre sensato, no me esperaba mínimamente...
—Se lo esperase o no —me interrumpió Mizínchikov—, usted quiere decir, para
hablar claro, que yo tanto como mis propósitos somos absurdos, ¿no es así?
—Desde luego que no... pero...
—¡Oh, le suplico, no se sienta molesto por hablar claro! No se preocupe. Será para
mí casi un gran placer, puesto que así nos acercaremos al objetivo.
Supongo que, a primera vista, tiene que parecerle algo extraño. Pero me atrevo a
asegurarle que mi intención no sólo no es insensata sino que muy razonable; y si usted tiene
a bien escuchar mi relación de las circunstancias...
—¡Oh, cielos, ansió escucharlo!
—En definitiva, no hay mucho que contar. Vea, en este momento me encuentro
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cargado de deudas y sin un céntimo. Tengo, además, una hermana, una joven de diecinueve
años, huérfana de padre y madre, que vive con una familia y carece de recursos; de lo cual
yo soy, en parte, culpable. Recibimos en herencia una propiedad con cuarenta siervos.
Precisamente entonces fui promovido a corneta. Bueno, lo que hice en un primer momento,
naturalmente, fue hipotecarlo todo... después lo gasté en excesos, llevé una vida idiota,
seguí la moda, me di aires, jugué, bebí; en resumidas cuentas, una vida absurda, que de sólo
recordarla siento vergüenza. Pero he sentado cabeza y deseo cambiar radicalmente de vida,
y para ello necesito, irremisiblemente, cien mil rublos. No podría procurármelos con el
sueldo de oficial ni estoy calificado para hacer ninguna otra cosa, apenas si tengo
educación, de modo que es evidente que sólo tengo dos posibilidades: robar o casarme con
una mujer rica. Llegué aquí poco menos que descalzo y a pie, no en coche. Antes de salir
de Moscú mi hermana me entregó sus últimos tres rublos. La ocasión quiso que aquí
conociera a Tatiana Ivánovna e inmediatamente tuve la idea. Decidí sacrificarme y casarme
con ella. Convendrá conmigo en que nada puede ser más razonable. Además, hago todo
esto por mi hermana... y bueno, desde luego también por mí.
—Permítame, ¿piensa pedirle oficialmente la mano a Tatiana Ivánovna?
—¡El Señor me libre! Me echarían de aquí al instante y además ella me rechazaría.
Otra cosa será si le propongo raptarla, fugarnos; aceptaría enseguida. Ahí está el quid de la
cuestión, que el asunto tenga algo de romántico, de efectista. Naturalmente, todo acabaría
de forma inmediata en un casamiento legítimo. ¡Se trata de sacarla de aquí!
—Pero, ¿está tan seguro de que ella estará dispuesta a fugarse con usted?
—¡Oh, no se preocupe! Estoy absolutamente seguro. En eso consiste mi idea
principal, en que Tatiana Ivánovna sería capaz de arrojarse en brazos de una intriga
amorosa con el primer hombre que se le cruzara; en resumen, con el primero al que se le
pasara por la cabeza correspondería. Es por eso que le rogué a usted que prometiera no
aprovecharse de mi idea. Reconocerá, sin duda, que sería una tontería no beneficiarse de
una ocasión como ésta, sobre todo en las circunstancias por las que atravieso.
—Si es así, debe de estar totalmente loca... ¡Oh, perdone! —agregué
recapacitando—, usted tiene intenciones con respecto a ella...
—Por favor, no se sienta molesto por hablar claro, ya se lo rogué antes. Usted me
preguntaba si no estará totalmente loca. ¿Qué puedo responderle? Evidentemente no lo está,
ya que no está encerrada en un manicomio. Por otro lado, no veo una especial locura en su
manía por las intrigas amorosas. Pese a todo, es una solterona decente. Fíjese, hasta el año
pasado vivió en la peor de las pobrezas y, desde su nacimiento, bajo el yugo de diversas
bienhechoras. Su corazón es extremadamente sensible; ningún hombre pidió su mano.
Figúrese, los sueños, deseos, esperanzas, esa llama de su corazón que debía siempre ahogar,
las incesantes burlas de sus bienhechoras, es evidente, todo era como para llevar al
trastorno mental a un carácter sensible. Y de golpe, va y hereda. Reconocerá que también
eso puede trastornar a cualquiera. Bueno, no puede sorprender, ahora, que todos la busquen,
la cortejen, y sus esperanzas han renacido. Hace un rato hablaba de un petimetre de chaleco
blanco; el hecho ocurrió literalmente como ella misma lo cuenta. Ese solo detalle le da una
idea de lo demás. Con suspiros, cartitas de amor, pequeños poemas, de golpe puede hacerla
caer rendida a sus pies. Y si, además, hace alusión a una escala de seda, a serenatas
españolas y demás boberías, podrá hacer de ella lo que le dé la gana. He hecho la prueba y
ahí mismo me concedió una cita secreta. Por el momento la he aplazado hasta la ocasión
propicia. Pero de aquí a cuatro días, como mucho, estoy obligado a raptarla. La víspera
comenzaré con las zalamerías y los suspiros; toco bastante bien la guitarra y canto. Por la
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noche una cita en el cenador y, al despuntar el alba, la calesa estará lista; la saco de aquí,
montamos en el coche y despegamos. Como usted comprenderá no hay el menor peligro en
todo esto: ella es mayor de edad y, lo que es más, cuento con su aquiescencia. Una vez
fugados, ella habrá contraído un compromiso conmigo, sin duda... La llevaré a una casa
pobre, pero honesta —conozco una, a cuarenta kilómetros de aquí—donde, hasta el día de
la boda, la tendrán entre algodones, sin dejar que nadie se le acerque. Entretanto, no perderé
un segundo; nos casaremos en tres días, es posible. Naturalmente, para todo esto necesito
dinero; para todo el asunto he calculado que no me harán falta sino quinientos mil rublos y
para ello confío en Yégor Ílich; él me los prestará sin saber de qué se trata. ¿Comprende,
ahora?
—Sí, comprendo —dije, al fin dándome cuenta cabal de todo—. Pero, dígame, ¿en
qué puedo serle útil yo?
—¡Ah, en un montón de cosas! Si no, no le habría pedido nada. Acabo de decirle
que tengo en vista una familia respetable pero pobre. Pues, verá, podría ayudarme aquí y
también allí y, además, ser padrino de mi boda. Sin su ayuda le confieso que sería como un
hombre sin manos.
—Aún otra pregunta: ¿cómo es que se ha dignado honrarme a mí con su confianza,
¡a mí!, si no me conoce, sólo llevo aquí unas horas?
—Su pregunta —respondió Mizínchikov con la sonrisa más amable—, su pregunta
me halaga, se lo digo con toda sinceridad, me proporciona el gran placer de expresarle mi
más alta estima.
—Oh, ¡demasiado honor!
—No, mire; antes lo estuve observando. Es usted vehemente... cierto... en fin, joven.
Pero si de algo estoy seguro es de una cosa: me ha dado su palabra de que no contará a
nadie lo que aquí hemos hablado, y sé que la mantendrá. En primer lugar... usted no es
Obnoskin. Y en segundo lugar, es un hombre de honor y no se aprovechará de mi idea en su
propio beneficio, salvo, naturalmente, que lleguemos a un pacto. En tal caso, yo quizá
aceptaría cederle mi idea, es decir a Tatiana Ivánovna, para lo cual estaría dispuesto a
ayudarlo en el rapto con todo mi celo, pero con una condición: la de recibir, un mes
después de la boda, la cantidad de cincuenta mil rublos, para lo cual, naturalmente, me
extendería usted de antemano una letra de cambio sin intereses.
—¿Cómo? —grité—. ¿Me la está ofreciendo ahora a mí?
—Naturalmente, puedo cedérsela, si le interesa y lo desea. Desde luego, yo perdería
en todo esto... la idea me pertenece y las ideas se pagan. Y en tercer y último lugar, lo he
escogido a usted porque no tengo a nadie más. Y visto lo que está teniendo lugar en esta
casa, era imposible dilatar la espera. Añádale que estamos en vísperas del ayuno de la
Asunción y ya no se celebrarán casamientos. ¡Espero que ahora me comprenda plenamente!
—Perfectamente, y de nuevo le prometo guardar su secreto con total discreción; sin
embargo, no puedo ser su cómplice en este asunto, tengo el deber de manifestárselo desde
ya.
—¿Y por qué?
—¿Que por qué? —grité dando por fin rienda suelta a las emociones que había
acumulado—. ¿Pero no se da cuenta de que proceder así sería deshonesto? Supongamos
que haya hecho bien sus cuentas según la fragilidad mental y la desdichada manía de esa
dama: ¡de por sí habría sido suficiente para desistir de sus propósitos, como hombre de
honor! Usted mismo dice que merece respeto, pese a ser ridícula. ¡Y se aprovecha de su
desgracia para sacarle cien mil rublos! Es indudable, no piensa ser un marido real y cumplir
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sus obligaciones conyugales: en cuanto pueda la abandonará... ¡Es tan deshonesto que no
alcanzo a comprender cómo tuvo la osadía de solicitar mi complicidad!
—¡Oh, cielos, qué romántico! —exclamó Mizínchikov mirándome con sorpresa—.
Mire, en el fondo no se trata de romanticismo, es simplemente que usted no comprende de
qué se trata. Dice que es algo deshonesto cuando quien sale ganando no soy yo, sino ella.
¡Piense un poco!
—Desde luego, casarse con Tatiana Ivánovna, desde su punto de vista, es un gesto
magnánimo —respondí sonriendo con sarcasmo.
—Pero, ¿acaso no lo es? Precisamente lo es, es el gesto más magnánimo —exclamó
Mizínchikov, que era quien ahora se enardecía—. Simplemente reflexione: en primer lugar,
me sacrifico y consiento ser su marido... ¿no tiene eso ya un valor? En segundo lugar,
aunque seguramente posee cien mil rublos de plata, me contentaré con tomarle únicamente
cien mil rublos en papel, y me he jurado no tomar un kopek más en toda mi vida, aunque
pudiera: esto también hay que valorarlo, ¿no? Finalmente, mire el asunto más a fondo;
¿sería capaz ella de vivir una vida tranquila? Para vivir en paz sería necesario que le quiten
todo su dinero y la recluyan en un manicomio, pues al primer minuto se le cruza un gandul
cualquiera, aventurero, timador con perilla a la imperial y bigotillos, cantándole serenatas
con una guitarra, tipo Obnoskin, la seduce, se casa con ella, la arruina y la abandona en
medio de un camino. Por ejemplo, ésta es una de las casas más decentes, pero si la tienen
en ella es para especular con su fortuna. Hay que librarla de esos riesgos, salvarla. Una vez
casada conmigo, compréndalo, todos estos peligros desaparecerán. Me comprometo a velar
por evitarle toda desgracia. En primer lugar, la llevaré a Moscú con una familia honrada...
pero pobre; no ésa de que le hablé, otra; allí estará constantemente mi hermana y mirarán
por ella con los dos ojos. Le quedarán doscientos cincuenta mil, quizá trescientos mil rublos
papel. Con esa cantidad, usted lo sabe, se puede vivir, ¡y muy bien! Se podrá permitir todos
los placeres, distracciones, bailes, mascaradas, conciertos. Podrá soñar con amoríos; sólo
que yo, naturalmente, tomaré mis medidas: soñar, sueña cuanto quieras, pero hacer, nada.
En este momento, por ejemplo, cualquiera puede ofenderla; pero entonces nadie podrá: será
mi esposa, una Mizínchikova, y no consentiré que nadie mancille mi apellido. Ya esto vale
algo, ¿no? Naturalmente, no viviremos juntos. Ella en Moscú y yo en cualquier lugar,
Petersburgo, por ejemplo. Lo admito, pero porque le estoy hablando a corazón abierto.
¿Qué tiene de malo vivir separados? Reflexione, considere su carácter: ¿es mujer para
casarse y vivir con su marido? ¿Es posible esperar de ella constancia? ¡Es el ser más frívolo
del mundo! Siempre necesita cambios; es capaz de olvidar al día siguiente que se casó la
víspera y que ya es legítima esposa. La haría desgraciada si viviéramos juntos y le exigiera
el estricto cumplimiento de sus obligaciones conyugales. Naturalmente, iré a visitarla una
vez al año o más y no por dinero, se lo aseguro. Ya le he dicho que no le cogería sino cien
mil rublos en papel, ¡y mantendré mi palabra! En lo del dinero, me comportaré con ella con
la más absoluta honestidad. Pasar con ella un día, dos, acaso tres, será para ella una alegría,
nunca un aburrimiento: reiré con ella, le contaré historias, la llevaré a bailar, le haré el
amor, le daré pequeños recuerdos, le cantaré romanzas, le regalaré un perrito, me despediré
de la manera más romántica y mantendré con ella una correspondencia amorosa. Se
entusiasmará de tener un marido tan romántico, tan devoto, tan divertido. A mi modo de ver
éste es el modo racional de proceder: todos los maridos deberían conducirse así. Los
maridos sólo son apreciados por sus mujeres cuando no están; siguiendo mi sistema,
ocuparé el corazón de Tatiana Ivánovna del modo más dulce y será para toda la vida. ¿Qué
más puede desear? ¡Dígamelo usted! ¡No sería una vida, sería el paraíso!
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Yo lo escuchaba en silencio, maravillado. Había comprendido que era imposible
hacerlo cambiar de plan. Estaba fanáticamente persuadido de la rectitud y aun de la
grandeza de su proyecto y hablaba con el entusiasmo del inventor. Pero subsistía un asunto
espinoso que no quedaba más remedio que abordar.
—¿Recuerda usted —dije— que ella está poco menos que comprometida con mi
tío? Será una gran ofensa para mi tío que usted se fugue con ella. Se la arrebata casi en
vísperas de la boda y, como si no bastara, le saca el dinero para su hazaña.
—Es ahí donde lo he pillado —exclamó Mizínchikov acaloradamente—. No tenga
miedo, ya había previsto su objeción. Primero y sobre todo, su tío aún no le ha pedido la
mano; yo puedo no saber que intentan casarla con él. Además, tenga en cuenta que llevo ya
tres semanas dándole vueltas a mi idea, desde mucho antes de saber lo que aquí se tramaba;
por tanto, estoy moralmente justificado ante él. Mire, estrictamente hablando, reconocerá
que no soy yo sino él quien me quita a mí la novia, con la cual, no lo olvide, ya he tenido
una cita secreta en el cenador, una noche. Y además, permítame, ¿no era usted quien estaba
perfectamente indignado porque a su tío lo obligaban a casarse con Tatiana Ivánovna?
¿Cómo es que ahora, de repente, defiende ese matrimonio y me habla de ofensa a la
familia, de honor? Muy al contrario, yo, a su tío, le hago el mayor de los favores, salvarlo.
Usted debería comprenderlo. Él mira este matrimonio con horror, es más, está enamorado
de otra señorita. A ver, ¿qué esposa sería Tatiana Ivánovna para él? Sería una esposa
desdichada porque, diga usted lo que diga, habría que impedirle lanzarle rosas al primer
joven. La noche en que yo la rapte, oiga, no habrá generala ni Fomá Fomich capaces de
impedirlo. Hacer volver a una novia que ha huido de su casamiento sería realmente
demasiado deshonroso. ¿No es, pues, acaso un servicio, una buena acción hacia Yégor
Ílich?
Admito que este último argumento me causó una fuerte impresión.
—¿Pero y si mi tío se le declarase mañana mismo? —dije—. En ese caso sería
demasiado tarde: ella sería ya la prometida oficial.
—¡Desde luego que sería demasiado tarde! Pero es precisamente por ello que
debemos trabajar para que no ocurra. ¿Por qué, si no, he acudido a usted en busca de
ayuda? Para mí solo sería demasiado difícil, pero juntos los dos podremos arreglar las cosas
para que Yégor Ílich no pida su mano, aunque para ello debamos llegar al extremo de darle
una buena tunda a Fomá Fomich y desviar así la atención general, que no se acuerden de la
boda. Evidentemente, esto sólo en última instancia; no es más que un ejemplo. Y para esto
cuento con usted.
—Una pregunta más, la última: ¿no ha revelado sus intenciones a nadie más que a
mí?
Mizínchikov se rascó la nuca e hizo un gesto desazonado.
—Le advierto —respondió— que esta pregunta es para mí peor que la píldora más
amarga. Lo malo es que ya he revelado mis intenciones... en una palabra, ¡he hecho una
tontería horrible! Y a quién, se preguntará usted. ¡A Obnoskin! Hasta para mí es increíble.
¡No comprendo cómo pudo ocurrir! Él andaba por aquí husmeando; yo lo conocía muy
poco; cuando me sentí embargado por la inspiración, sumido, compréndalo, en una especie
de estado febril, fui consciente de que necesitaría ayuda y me dirigí a Obnoskin...
¡Imperdonable, imperdonable!
—Bueno, ¿y qué dijo Obnoskin?
—Aceptó con entusiasmo, pero al día siguiente, por la mañana temprano,
desapareció. Tres días después reapareció acompañado por su madre. Ahora, a mí ni una
74
palabra, me escurre el bulto, como si me tuviera miedo. Comprendí al instante lo que
ocurría. Su madre es un ave de rapiña con mucho pasado. La conozco hace tiempo. Por
supuesto, él se lo ha contado todo. Yo callo y espero: me espían, y el asunto crea mucha
tirantez... De ahí la prisa.
—Pero, concretamente, ¿qué es lo que teme de ellos?
—Desde luego, no pueden mucho, pero sí pueden intentar algo feo, es obvio.
Exigirán dinero a cambio de silencio y ayuda; eso ya me lo espero... Sólo que yo no puedo
darles gran cosa y no lo haré... lo tengo decidido: más de tres mil rublos en papel,
imposible. Júzguelo usted mismo: tres mil para ellos, quinientos en efectivo para la boda,
hay que devolverle a su tío hasta el último kopek, añada mis antiguas deudas, y, bueno,
tendré que darle algo a mi hermana, nada, poca cosa. ¿Me quedarán poco más de cien mil
rublos? ¡Es la ruina!... Por lo demás, los Obnoskin se han marchado.
—¿Se han marchado? —pregunté con curiosidad.
—Pronto después del té; ¡al diablo con ellos! Pero mañana, ya verá, estarán otra vez
aquí. Bueno, ¿qué?, ¿está de acuerdo?
—Debo confesar —respondí un poco molesto—, que no sé siquiera cómo decírselo.
El asunto es delicado... Desde luego que guardaré el secreto: no soy Obnoskin, pero...
Preferiría que no confiara en mí.
—Ya veo —dijo Mizínchikov levantándose de la silla—, todavía no está lo
suficientemente hastiado de Fomá Fomich y de la abuela y, aunque quiera mucho a su
noble y buen tío, todavía no tiene idea de hasta qué punto lo hacen sufrir. Usted es aún muy
nuevo aquí... ¡Paciencia! Usted seguirá aquí mañana, observe y por la noche estará de
acuerdo conmigo. Porque, de otro modo, su tío es hombre perdido, ¿me comprende? Sin
duda lo obligarán a casarse. No olvide que es muy posible que mañana pida su mano.
Entonces será demasiado tarde; ¡hay que decidirse hoy!
—Verdaderamente, le deseo a usted todo el éxito, pero, ayudarlo... no sé cómo...
—¡Sí lo sabemos! Pero esperemos a mañana —concluyó Mizínchikov con una
sonrisa irónica—. La nuit porte conseil. Adiós. Vendré a verlo mañana muy temprano.
Mientras, reflexione...
Se dio media vuelta y salió silbando no sé qué.
Yo salí detrás para tomar un poco de aire fresco. La luna no había salido aún; era
una noche oscura, calurosa y sofocante. Las hojas de los árboles estaban inmóviles. Pese a
mi horrible cansancio, deseaba caminar un poco, distraerme, poner orden en mis
pensamientos, pero no había dado diez pasos cuando, de repente, oí la voz de mi tío. Subía
la escalinata del pabellón de verano hablando muy animadamente con alguien. Volví al
instante sobre mis pasos y lo llamé. Mi tío estaba con Vidopliásov.
Extrema perplejidad
La catástrofe
Me quedé solo. Mi situación era insoportable: había sido rechazado, pero el tío
parecía querer casarme a la fuerza. Perplejo, me enredaba en cavilaciones. La propuesta de
Mizínchikov no se me borraba de la mente. ¡A toda costa había que salvar al tío! Se me
llegó a ocurrir ir en busca de Mizínchikov y contárselo todo. Pero, ¿adónde había ido el tío?
Él mismo me había dicho que en busca de Nasteñka y, sin embargo, había torcido hacia el
jardín. Fugazmente, recordé lo de las citas secretas y un sentimiento desagradable me
oprimió el corazón. Me acordé de lo que había dicho Mizínchikov sobre una relación
clandestina... Reflexioné un instante y aparté indignado todas mis sospechas. El tío no sabía
engañar, era evidente. Mi inquietud aumentaba minuto a minuto. Inconsciente de mis actos,
bajé la escalinata y me interné en las profundidades del jardín, siguiendo la misma avenida
por la que había desaparecido el tío. Despuntaba la luna. Conocía ese jardín como la palma
de mi mano y no temía perderme. Al llegar al viejo cenador solitario, a orillas del viejo
estanque cubierto de limo, me detuve en seco, paralizado; me pareció oír voces en el
cenador. No sabría describir el extraño fastidio que se apoderó de mí. Estaba seguro de que
eran Nasteñka y el tío, pero seguí acercándome, acallando mi conciencia con la idea de que,
si no apresuraba el paso, mi propósito no podía parecer el de espiarlos. De pronto se oyó
claramente el sonido de un beso, luego un intercambio animado de palabras e
inmediatamente después un grito estridente de mujer. En ese instante, una mujer de blanco
salió corriendo del cenador y pasó a mi lado como una golondrina. Me pareció que, para no
ser reconocida, se tapaba el rostro con las manos; muy probablemente, desde el cenador me
habían visto. ¡Pero cuál no sería mi asombro al reconocer en el caballero que siguió a la
asustada dama a Obnoskin, el mismo Obnoskin que, según Mizínchikov, se había marchado
horas antes! Obnoskin, por su parte, al verme, cayó en la confusión: toda su arrogancia se
había esfumado.
—Perdóneme, pero... no esperaba verlo por aquí —tartamudeó sonriendo.
—Tampoco yo lo esperaba —respondí burlón— y tanto menos puesto que me
dijeron que se había marchado.
—No... eh... fui... a acompañar a mi madre a un lugar próximo. ¿Puedo hablarle
como al hombre más noble del mundo?
—¿De qué?
—Sucede a veces, y estará de acuerdo, que un hombre realmente noble se ve
obligado a recurrir a toda la nobleza de otro hombre realmente noble... Confío en que usted
me comprenda...
—No confíe: no comprendo nada de nada.
—¿Ha visto a la dama que estaba conmigo en el cenador?
—La vi pero no la reconocí.
—¡Ah, no la reconoció!... Esa dama será dentro de poco mi esposa.
—Lo felicito. ¿En qué puedo ayudarlo?
—En una sola cosa: mantener en el más profundo secreto que me ha visto en
compañía de esa dama.
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«¿Quién puede ser?... —me dije—. ¿No sería?...».
—Realmente no lo sé —respondí a Obnoskin—. Me perdonará que no pueda
prometérselo...
—¡Por Dios, hágame ese favor! —suplicaba Obnoskin—. Piense en mi situación: se
trata de un secreto. También usted podría estar prometido, entonces yo, por mi parte...
—¡Shh! ¡Alguien viene!
—¿Por dónde?
En efecto, a unos treinta pasos de nosotros pasó, apenas visible, la sombra de un
hombre.
—¡Es... seguramente, es Fomá Fomich! —susurró Obnoskin temblando—. Lo
reconozco por su modo de andar. ¡Dios mío! ¡Se oyen pasos también del otro lado! ¿Los
oye? ¡Adiós! Muy agradecido y... le suplico...
Obnoskin desapareció. Un minuto después apareció ante mí el tío, como surgido de
la tierra.
—¿Eres tú? —preguntó casi gritando—. ¡Todo está perdido, Serguéi! ¡Todo está
perdido!
Me di cuenta de que le temblaba el cuerpo.
—¿Qué se ha perdido, tío?
—¡Vámonos! —dijo ahogándose; me agarró con fuerza del brazo y me arrastró tras
de sí. Durante todo el trayecto hasta «el ala nueva» guardó silencio y tampoco me dejó
hablar a mí. Yo esperaba algo casi sobrenatural y no me engañé. Cuando entramos en la
habitación se sintió mareado, se puso pálido como un muerto. Inmediatamente le rocié la
cara con agua. «Algo muy terrible ha de haber ocurrido —pensé— para que un hombre así
se desmaye».
—¿Qué le ocurre, tío? —pregunté finalmente.
—¡Todo perdido, Serguéi! Fomá me sorprendió en el jardín con Nasteñka justo
cuando la besaba.
—¡La besaba! ¡En el jardín! —exclamé mirándolo atónito.
—En el jardín, muchacho. Me tentó el diablo. Fui para verla, quería decirle,
convencerla... sobre ti. Llevaba esperándome casi una hora en el banco roto al otro lado del
estanque... Acude allí con frecuencia cuando necesita hablarme.
—¿Con frecuencia, tío?
—Con frecuencia, amigo. Últimamente nos veíamos casi todas las noches. Seguro
que nos espiaban, sé que nos espiaban y sé que fue Anna Nilovna quien lo tejió todo. Por
un tiempo dejamos de vernos, unos cuatro días, pero hoy de nuevo fue necesario. Tú mismo
te diste cuenta de lo necesario que era; de otra manera, ¿cómo habría podido hablarle?
Llegué con la esperanza de verla y ella llevaba una hora esperándome, también ella quería
decirme algo...
—¡Dios mío, qué imprudencia! ¡Usted debía saber que los vigilaban!
—Sí, Serguéi, pero se trataba de una situación crítica; debíamos decirnos muchas
cosas. De día no me atrevo a mirarla; ella fija la vista en un rincón y yo, adrede, miro en
otra dirección, como si ella no existiera. Pero de noche nos reunimos y hablamos de
nuestras cosas...
—Bueno, ¿y qué pasó, querido tío?
—Ni tiempo tuve de decir dos palabras cuando sentí que mi corazón empezaba a
palpitar, se empañaron de lágrimas mis ojos y empecé a convencerla de que se casase
contigo, y ella: «Usted seguramente no me quiere, debe de estar ciego», y de pronto se me
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lanza al cuello, me rodea con sus brazos y se echa a llorar, a sollozar... «Usted —me
dice—, es el único al que amo y no me casaré con nadie más. Siempre lo he amado, pero
tampoco me casaré con usted, mañana mismo me interno en un convento».
—¡Dios! ¿Realmente dijo eso? ¿Qué más, qué más?
—Miro y... ¡veo a Fomá ante nosotros! ¿De dónde habría salido? ¡No es imposible
que se escondiera tras un arbusto esperando su ocasión!
—¡Canalla!
—Me dio un vuelco el corazón, Nasteñka echó a correr y Fomá Fomich pasó por
delante, sin decir nada, pero me amenazó con un dedo, ¿te imaginas, Serguéi, el escándalo
de mañana?
—¡Cómo no me lo voy a imaginar!
—¿Comprendes, acaso —gritó desesperado, poniéndose de pie de un salto—, que
ellos querrán perderla, mancillarla, deshonrarla? ¡Buscaban un pretexto para culparla de
una ignominia y echarla a la calle, y ahora ya lo tienen! ¡Ya decían que mantenía relaciones
pecaminosas conmigo! ¡Ellos, los muy canallas, decían que se entendía también con
Vidopliásov! Todo eso lo empezó Anna Nilovna. ¿Qué pasará ahora? ¿Qué pasará mañana?
¿Será posible que Fomá lo cuente?
—Lo contará, no le quepa duda.
—Si lo cuenta, si solamente se atreve a contarlo... —murmuró mordiéndose el labio
y apretando los puños—, ¡pero no, no lo creo! No dirá nada, Fomá comprenderá... ¡es un
hombre de altísima moral! Tendrá piedad de ella...
—Tenga o no piedad —dije yo con decisión—, su obligación, tío, en todo caso, es
pedir mañana mismo la mano de Nastasia Yevgrafovna.
El tío me miraba fijamente.
—Vea, tío, que si la historia se divulga, usted habrá sido la causa de la deshonra de
la joven. ¿Puede ser que no entienda que debe prevenir el mal lo antes posible, que debe
mirar a todos con valor y orgullo directamente a los ojos, pedir su mano en voz alta,
despreciar sus razones y pulverizar a Fomá si se atreve a decir algo contra ella?
—¡Amigo mío! —exclamó mi tío—, pensaba en todo eso cuando venía hacia aquí.
—¿Y cuál fue su decisión?
—¡La de siempre! ¡La tenía decidida antes de contártela!
—¡Bravo, querido tío!
Me acerqué y le di un fuerte abrazo.
Hablamos mucho tiempo, le hice ver todas las razones, la ineludible necesidad de
casarse con Nasteñka, lo que él, dicho sea de paso, sabía mucho mejor que yo. No podía
detener ya mi elocuencia. Estaba eufórico por mi tío. Largo tiempo estuve incitándolo, de
lo contrario nunca se habría decidido a defenderse. Él veneraba el deber, la obligación. No
obstante, no acababa de imaginar cómo se resolvería la situación. Sabía y creía ciegamente
que el tío jamás renunciaría a lo que consideraba una obligación; sin embargo, desconfiaba
de que tuviese fuerzas suficientes para oponerse a sus familiares. Por ello procuraba
incitarlo, orientarlo, con todo el ardor de mi juventud.
—Tanto más, tanto más —le decía— que ahora ya está todo decidido y sus últimas
dudas ya no existen. Ha sucedido algo que usted no esperaba, aunque todos ya lo veían y lo
sabían: ¡Nastasia Yevgrafovna lo ama! ¿Permitirá usted —gritaba yo— que ese amor tan
puro se convierta en vergüenza e ignominia?
—¡Jamás! ¿Pero, será posible, amigo mío, que sea por fin feliz algún día?
—exclamó el tío dándome un abrazo—, ¿cómo ha podido enamorarse de mí? ¿Por qué?
85
¿Por qué? Nada tengo de particular... Comparado con ella soy un viejo, no me lo esperaba...
¡Ángel mío, ángel!... Hace poco, Serguéi, me preguntaste si estaba enamorado de ella,
¿sospechabas algo?
—Sólo veía, tiíto, que usted la amaba como es imposible amar más, y la amaba sin
saberlo. Fíjese. Me hace venir y quiere casarla conmigo con el único fin de hacerla sobrina
suya y tenerla siempre a su lado...
—Y tú, Serguéi, ¿me perdonas?
—¡Eh, querido tío!...
Y me abrazó de nuevo.
—Sea muy precavido, querido tío, todos están contra usted; debe rebelarse y
oponerse a todos, ¡mañana mismo!
—Sí... sí, mañana... —repitió algo pensativo— y, ¿sabes?, actuaremos con valor,
nobleza y fuerza de ánimo... ¡precisamente con fuerza de ánimo!
—¡No se arredre, querido tío!
—¡Nunca, Serguéi! Pero no sé cómo empezar, cómo iniciar el tema.
—No piense en eso. El día de mañana lo decidirá todo. Serénese ahora. Cuanto más
piense, peor, y si Fomá dice algo, échelo en el acto de la casa y redúzcalo a cenizas.
—¿Y no podríamos evitar echarlo? Querido amigo, he decidido ir a verlo mañana
muy temprano, no bien amanezca, se lo contaré todo, como hice contigo: es imposible que
no me comprenda: es muy noble, el más noble de los hombres. Lo que me preocuparía es
que mi madre anticipara hoy a Tatiana Ivánovna la propuesta de mañana. ¡Eso sería
terrible!
—No se preocupe de Tatiana Ivánovna, tiíto.
Y le conté la escena del cenador con Obnoskin. El tío no salía de su asombro. Nada
le dije de Mizínchikov.
—¡Es un personaje fantasmagórico! ¡Fantasmagórico de verdad! —exclamó—.
¡Pobrecilla! ¡La asedian valiéndose de su sencillez! ¿Cómo es posible que fuera Obnoskin?
¿Acaso no se había marchado?... ¡Qué extraño, terriblemente extraño! ¡No sé qué pensar,
Serguéi!... Mañana habrá que investigar y tomar medidas... Pero, ¿estás convencido de que
era Tatiana Ivánovna?
Le dije que no le había visto la cara, pero que por ciertas razones no dudaba de que
era ella.
—¡Hum!, ¿no será una intriga con alguien de la servidumbre que tú tomaste por
Tatiana Ivánovna? ¿No sería Dasha, la hija del jardinero? Una chiquilla artera, descarada.
Anna Nilovna la tenía fichada y la espiaba... ¡Pero no! Él piensa casarse. ¡Qué extraño, muy
extraño!
Por fin nos separamos. Abracé y bendije a mi tío.
—¡Mañana, mañana —repetía él— se decidirá todo, antes de que te levantes estará
decidido! Veré a Fomá y me portaré con él como un caballero, le contaré todo como a un
hermano, le descubriré los más ocultos resquicios de mi alma. Adiós, Serguéi. Acuéstate,
estás cansado; seguramente yo no dormiré en toda la noche.
Se fue. Extenuado, me acosté sin tardanza. Había sido un día difícil. Tenía los
nervios destrozados y antes de conciliar el sueño me sobresalté varias veces, inquieto. Sin
embargo, por extrañas que fueran mis impresiones antes de dormirme, nada eran en
comparación con el original despertar del día siguiente.
Segunda Parte
86
La persecución
Dormía profundamente, sin soñar. Sentí de pronto un gran peso sobre los pies.
Lancé un grito y desperté. Ya era de día y el sol penetraba esplendoroso por la ventana. En
mi cama, o mejor dicho, sobre mis pies, descansaba el señor Bajchéiev.
Dudarlo era imposible: era él; liberé como pude mis piernas, me incorporé en la
cama y lo miré con la torpe perplejidad de quien acaba de despertar.
—¡Y aun mira a su alrededor! —gritó el gordinflón—. ¿Qué haces mirándome?
¡Levántate, padrecito, llevo media hora despertándote, restriégate los ojos!
—¿Qué pasa? ¿Qué hora es?
—¡Todavía es temprano, pero nuestra Fevronia se largó cuando aún era de noche!
Levántate, ¡vamos a perseguirlos!
—¿Qué Fevronia?
—La nuestra, la desquiciada, se largó antes de que amaneciera. Yo venía sólo a
despertarlo y llevo perdiendo con usted casi dos horas. Levántese, amigo, su tío lo espera.
¡Vamos de fiesta! —añadió con malicia en la voz.
—Pero, ¿de qué y de quién me habla? —pregunté yo con impaciencia, aunque ya
empezaba a comprender—. No será de Tatiana Ivánovna, ¿no?
—¿Y de quién iba a ser? De ella misma. Yo lo había previsto, lo dije, no quisieron
escucharme. Y ahora ella nos obsequia con una fiesta. El amor la saca de quicio, tiene el
amor bien metido en la sesera. ¡Puaf! ¿Y qué le parece el otro, el de la barbita?
—¿Es posible que fuera Mizínchikov?
—¡Maldito sea! —respondió el gordinflón—. ¡Más vale, amigo, que te restriegues
los ojos y te espabiles, aunque sólo sea por la fiesta, que parece que anoche bebiste más de
la cuenta! ¿Cómo que con Mizínchikov? ¡Con Obnoskin, no con Mizínchikov! Iván
Ivánovich Mizínchikov es una persona honesta y se dispone a perseguirlos con nosotros.
—¿Qué me dice? —exclamé yo, dando un salto en la cama—. ¿Es posible que con
Obnoskin?
—¡Qué fastidio de hombre! —respondió el gordinflón, poniéndose de pie de un
salto—. Vengo a informarlo, como persona culta que es, de una novedad ¡y él duda! ¡Y
bien, si quieres venir con nosotros, levántate, ponte los pantaloncitos y no me tengas aquí
dándole a la lengua y perdiendo tiempo contigo, que ya he perdido bastante!
Y salió extremadamente indignado.
Atónito, salté de la cama, me vestí deprisa y me lancé fuera en busca del tío. En la
casa, al parecer, todos seguían durmiendo y nada sabían de lo ocurrido. Sin hacer ruido, me
dirigí a la entrada principal y en la escalinata encontré a Nasteñka. Se veía claramente que
acababa de levantarse, iba vestida con descuido, llevaba una bata casera, apenas recogido el
pelo: por lo visto esperaba a alguien en la escalinata.
—Dígame, ¿es verdad que Tatiana Ivánovna se ha escapado con Obnoskin? —me
preguntó, pálida e inquieta, con voz entrecortada.
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—Dicen que es cierto. Estoy buscando al tío; vamos a perseguirlos.
—¡Oh, tráiganla, tráiganla pronto! Si no la rescatan está perdida.
—¿Pero dónde está el tío?
—Seguro que en las caballerizas; están preparando un coche. Yo lo aguardo aquí.
Hágame el favor de decirle que he de partir hoy mismo; mi decisión es definitiva. Mi padre
viene a buscarme. Si puedo, parto ya mismo. ¡Todo está perdido! ¡Todo!
Al hablar, me miraba como extraviada y de pronto se deshizo en lágrimas. Parecía
al borde de un ataque de nervios.
—Tranquilícese —le supliqué—. Todo será para bien... ya lo verá. ¿Qué le ocurre,
Nastasia Yevgrafovna?
—No lo sé... no lo sé... es que... —dijo, sofocada y estrechándome la mano sin darse
cuenta—. Dígale...
En ese mismo momento, se oyó un ruido tras la puerta de la derecha.
Soltó mi mano y, sin acabar la frase, presa del pánico, se echó escaleras arriba.
En el patio trasero, cerca de las caballerizas, me encontré con toda la compañía, es
decir, mi tío, Bajchéiev y Mizínchikov. Habían uncido caballos frescos al carruaje de
Bajchéiev. Todo estaba listo para la partida, sólo faltaba yo.
—¡Ahí llega! —gritó el tío al verme—. ¿Estás al corriente? —me preguntó con un
gesto extraño en el rostro.
La esperanza, el terror, el extravío se leían en su mirada, en su voz, en sus
ademanes: era consciente de que se había producido un cambio capital en su vida.
En el acto me pusieron al tanto de todos los detalles. El señor Bajchéiev, después de
la peor de las noches, salió de su casa al amanecer para llegar a la primera misa del
monasterio cercano a su propiedad. Al desviarse de la carretera principal hacia el
monasterio, de pronto vio un coche a toda velocidad. Dentro iban Tatiana Ivánovna y
Obnoskin. Tatiana Ivánovna, llorosa y, al parecer, asustada, lanzó un grito y tendió sus
manos hacia el señor Bajchéiev, como suplicando protección; por lo menos esto es lo que
se deducía de su relato. «Y el canalla de la barbita —añadía—, allí estaba, más muerto que
vivo, y procuraba esconderse, pero, quiá, hermano, de mí no te escondes». Sin pensarlo,
Stepán Aleksiéievich volvió a la carretera, se presentó en Stepanchikovo, despertó al tío, a
Mizínchikov y, finalmente, a mí. Decidieron organizar inmediatamente la persecución.
—Obnoskin, Obnoskin... —repetía el tío, mirándome fijamente, deseoso, al parecer,
de decirme algo más—. Quién lo hubiera dicho...
—¡De ese hombre vil siempre cabe esperar alguna vileza! —exclamó Mizínchikov,
presa de la más vigorosa indignación, y al instante apartó la vista, rehuyendo mi mirada.
—Y bien, ¿nos vamos o qué? ¿O tal vez nos quedamos aquí hasta la noche,
contándonos cuentos? —lo interrumpió el señor Bajchéiev trepando al coche.
—¡Vamos, vamos! —lo apoyó el tío.
—Todo va a mejor, querido tío —le susurré—. ¿Se da cuenta del buen giro que han
tomado las cosas?
—No digas eso, hermano, no peques... ¡Ahora la echarán a «ella», en castigo por
haber hecho fracasar sus planes!, ¿no lo comprendes? ¡Mis presentimientos son espantosos!
—Y bien, Yégor Ílich, ¿seguimos contándonos secretos o nos vamos? —exclamó de
nuevo el señor Bajchéiev—. ¿O desenganchamos los caballos y pedimos un bocado?, ¿qué
le parece? Y, de paso, ¿una copita de vodka?
Estas palabras fueron pronunciadas con tan feroz sarcasmo que no hubo posibilidad
de no satisfacer en el acto al señor Bajchéiev. Sin pérdida de tiempo, nos sentamos en el
88
carruaje y los caballos emprendieron el galope.
Durante cierto rato guardamos silencio. Mi tío me echaba miradas significativas,
pero no quería hablarme delante de los demás. Se lo veía con frecuencia pensativo;
después, como si despertase, se estremecía y miraba inquieto en torno suyo. A
Mizínchikov, por su lado, se lo veía tranquilo, fumaba un cigarro y miraba con la dignidad
de un hombre injustamente ofendido. Bajchéiev, en cambio, se acaloraba por todos.
Refunfuñaba entre dientes, miraba a su alrededor con manifiesta indignación, y tan pronto
enrojecía como bufaba, escupía sin cesar fuera, y no lograba sosegarse.
—¿Está usted seguro, Stepán Aleksiéievich, que se fueron a Mishino? —preguntó
de repente mi tío—. Desde aquí son unos veinte kilómetros —añadió dirigiéndose a mí—.
Es una pequeña aldeúcha, treinta siervos, adquirida hace poco a sus antiguos propietarios
por un funcionario provincial, un picapleitos como pocos. Eso es al menos lo que se dice de
él; tal vez se equivoquen. Stepán Aleksiéievich asegura que Obnoskin se dirigía allí y que
ese funcionario ya estará en tratos con él.
—¡Claro que sí! —exclamó nervioso y alterado Bajchéiev—. Sólo que en el tal
Mishino quizá al tal Obnoskin ya lo llamen Mitka, si no hubiéramos perdido tres horas de
charla en vano.
—¡Los alcanzaremos —dijo Mizínchikov—, los alcanzaremos!
—¡Sí, seguro, los encontraremos! ¡Claro, como que te estarán esperando! Con el
dinero en la mano, ¿para qué iban a esperar?
—Serénese, Stepán Aleksiéievich, serénese —dijo el tío—. Aún no han tenido
tiempo de hacer nada. Ya verá como tengo razón.
—¡No han tenido tiempo! —repuso airado el señor Bajchéiev—. ¡Qué no habrá
tenido tiempo de hacer, esa apacible y dulce criatura! —añadió con suave entonación, como
si se burlase de alguien—. «Es muy juiciosa, la pobrecilla», dicen, «muy juiciosa». «Ha
sufrido mucho, la pobrecilla». Esa «pobrecilla» se ha burlado de todos. Aquí nos tiene
corriendo tras ella por caminos y carreteras, con la lengua fuera, de la mañana a la noche.
¡Ni rezar lo dejan a uno, en el día del Señor! ¡Puf!
—Sin embargo no es menor de edad —observé yo—y no está bajo ninguna tutela;
si ella no quiere, no podemos obligarla a volver. ¿Qué haremos entonces?
—Es evidente —respondió el tío—, pero querrá, lo veréis. Lo ha hecho por... En
cuanto nos vea volverá, os lo aseguro. No podemos dejarla así, amigos, abandonada a su
suerte, ofrecida en sacrificio; se trata de un deber...
—¡No está bajo tutela! —exclamó Bajchéiev, atacándome directamente—. ¡Es una
imbécil, una imbécil y lo de la tutela nada tiene que ver con ella! Ayer ni te quise hablar de
ella, pero hace unos días me equivoqué de puerta y entré en su habitación... ¡y la veo
bailando una escocesa sola ante el espejo, con las manos en las caderas! ¡Y vestida como
un figurín! Escupí y me aparté. Entonces lo preví todo claramente, como escrito en un libro.
—¿Y por qué echarle toda la culpa, de ese modo? —observé con timidez—. Ya se
sabe... Tatiana Ivánovna no goza de buena salud... mejor dicho... tiene esa manía... En mi
opinión el culpable es Obnoskin, no ella.
—¡No goza de buena salud! ¡Anda, mira lo que dice! —exclamó el gordinflón, rojo
de ira—. ¡Diríase que desde ayer juró sacarme de quicio! ¡Que es tonta, amigo mío, te lo
repito, tonta de remate! Y no es que goce de mala salud; desde pequeña está desquiciada
por Cupido. Y ahora Cupido la ha llevado al extremo. Al galán de la barbita más vale ni
siquiera mencionarlo. Seguro que ya se lo está pasando muy bien, gozando de su dinerito,
din, din, din, y riéndose a gusto.
89
—¿Cree usted de veras que la abandonará enseguida?
—¿Y por qué no? Va a andar él de aquí para allá con semejante tesoro... Y ella, ¿de
qué le sirve? La sentará bajo un arbusto y si te he visto no me acuerdo, y ella lo esperará
sentada oliendo florecitas.
—¡Te has dejado llevar demasiado por la imaginación, Stepán! —exclamó el tío—
y, dicho sea de paso, ¿por qué estás tan enfadado? ¿A ti qué te importa?
—¿Acaso no soy un hombre? Me da rabia, aunque no me toque, a lo mejor lo digo
por cariño hacia ella... ¡así se hunda todo en el mundo! Decidme, ¿para qué he venido? ¿Por
qué cambié de ruta? ¿Qué tiene que ver conmigo? ¿Qué tiene que ver conmigo?
Así se quejaba el señor Bajchéiev; pero yo no lo oía y pensaba en la mujer que
perseguíamos, en Tatiana Ivánovna. He aquí una breve biografía suya, que escribí más
tarde ateniéndome a las más fieles fuentes, imprescindibles para explicar su vida.
Pobre niña huérfana criada en una familia extraña, poco acogedora; después joven
pobre, luego mujer pobre y finalmente solterona pobre. Tatiana Ivánovna, en toda su mísera
vida, vació el amargo cáliz de la orfandad, la humillación, los reproches y conoció
plenamente toda la amargura del pan ajeno. Alegre por naturaleza, muy susceptible y
frívola, de algún modo soportó al principio su amargo sino y hasta pudo reírse de manera
despreocupada y alegre, pero con el paso del tiempo el destino reclamó lo suyo: adelgazó,
perdió su color sonrosado, se hizo irritable, reaccionaba con sensibilidad enfermiza y su
capacidad de soñar, su imaginación, se rompía a veces por llantos histéricos y sollozos
convulsivos. Cuanto menor el número de bienes terrenales que le proporcionaba la vida
real, tanto mayor el consuelo iluso que le ofrecía la imaginación. Cuanto más segura e
irremediablemente se esfumaban sus últimas esperanzas en la vida real, más seductores
eran sus sueños irrealizables. Riquezas nunca vistas, belleza imperecedera, pretendientes
elegantes, ricos, nobles, todos príncipes e hijos de generales, conservaban para ella sus
corazones virginales y puros y morían a sus pies por infinito amor. Finalmente «él, él», el
ideal de la belleza, el que reunía todas las perfecciones, apasionado y amante, artista, poeta,
hijo de un general, todos juntos o bien uno tras otro, empezaba a ser visto por ella no sólo
en sueños, sino casi en la realidad. Su razón empezaba a debilitarse y a no soportar esas
continuas raciones de opio en forma de sueños misteriosos e incesantes... Mas, de pronto, el
destino le gastó la broma definitiva. En el último grado de humillación, cuando la realidad
oprimía su corazón, haciéndole compañía a una vieja desdentada y gruñona, siempre
culpable de todo, reprochada por cada trozo de pan comido, por cada trapo perdido,
ofendida por cualquiera, jamás defendida por nadie, agotada por la miseria de su vida,
viviendo en secreto la beatitud de las fantasías más dementes y calenturientas, recibe la
nueva de la muerte de un lejano pariente (de quien por su frivolidad nada sabía), un hombre
solitario, taciturno, que vivía una vida oscura muy lejos de ella, muy extraño, dedicado a la
usura y a la craneología. Como por milagro, una fabulosa herencia cayó del cielo a los pies
de Tatiana Ivánovna, dispersándose como una dorada estela: resultó que ella era la única
legítima heredera. Le tocaron cien mil rublos en plata. Esta burla del destino acabó con su
juicio. ¿Cómo no iba a creer en los sueños tina mente ya de por sí debilitada, cuando los
sueños se convertían en realidad? Borracha de felicidad, se entregó sin freno a su mundo
encantado, de imaginaciones imposibles y seductoras fantasías. Renunció a todas las
consideraciones, dudas y obstáculos que presentaba la realidad y a todas sus leyes
inevitables y claras. A sus treinta y cinco años, los sueños de belleza cegadora, el triste frío
otoñal y todo el lujo del amor infinito, se amalgamaron sin discordia en su ser. Si los
sueños se realizaron una vez en la vida, ¿por qué no iba a ser realidad todo lo demás? ¿Por
90
qué «él» no iba a presentarse? Tatiana Ivánovna no razonaba, simplemente creía. Pero
mientras lo esperaba a «él», al ideal, pretendientes y caballeros de diversas categorías,
militares y civiles, guardias de caballería, altos cortesanos y simples poetas, que habían
estado en París o sólo en Moscú, con o sin barba, con o sin perilla, españoles o no
españoles (de preferencia españoles), surgían ante ella de día y de noche en cantidades
aterradoras, provocando en los observadores temores justificados: quedaba un paso para el
manicomio. Todos estos fantasmas maravillosos la rodeaban en una procesión
deslumbrante. La vida real continuaba con el mismo orden fantástico: todo aquel a quien
ella miraba estaba enamorado de ella; todo aquel que pasaba a su lado era un español que
moría de amor por ella; todo aquel que moría, moría de amor por ella. Como a propósito,
ello se confirmaba en el hecho de que empezaban a perseguirla personas como Obnoskin,
Mizínchikov y decenas de otros con los mismos propósitos: todos empezaron a
complacerla, a mimarla, a elogiarla. La pobre Tatiana Ivánovna rehusaba sospechar que
todo fuera por dinero, Estaba convencida de que la gente, por milagro, de pronto, se había
corregido y todos se habían vuelto alegres, simpáticos, cariñosos y buenos. «Él» todavía no
aparecía personalmente, pero no dudaba ni por un momento de que acabaría llegando. Su
vida actual, aún sin «él», era tan agradable, tan llena de diversiones y placeres, que la
espera era llevadera. Tatiana Ivánovna comía bombones, recogía las flores de la delicia, leía
novelas. Las novelas encendían más y más su imaginación y habitualmente las abandonaba
en la segunda página. No soportaba la lectura, las primeras líneas, que hablaban o
insinuaban el amor o, a veces, la simple descripción del lugar, la ropa o la habitación, ya la
hacían soñar. Continuamente se hacía traer nuevos vestidos, encajes, cintas, bombones,
sombreros, perritos, flores... Tres jóvenes doncellas pasaban días enteros cosiendo para ella;
se probaba sus galas y se miraba sin cesar en el espejo, de la mañana a la noche, y también
de noche. Estaba más joven, había rejuvenecido y se la veía más bella tras recibir la
herencia. Sigo sin saber de qué modo era pariente del difunto general Krajotkin. Siempre
tuve la seguridad de que ese parentesco era un invento de la generala, ansiosa de casar al tío
con el dinero de Tatiana Ivánovna. El señor Bajchéiev tenía razón al decir que Cupido
había llevado al extremo a Tatiana Ivánovna; y la idea del tío, al conocer su fuga con
Obnoskin —correr tras ella y recobrarla, aunque fuera por la fuerza—, era lo más racional.
La pobrecilla era incapaz de vivir sin protección, sin tutela, y habría perecido a poco de
caer en manos perversas.
Eran las nueve pasadas cuando llegamos a Mishino. Era una aldeúcha pobre y
pequeña metida en una especie de hondonada, a tres kilómetros de la carretera. Sus seis o
siete isbas campesinas, ennegrecidas por el humo, torcidas por el paso de los años y apenas
cubiertas de paja ennegrecida, ofrecían al viajero una vista triste y poco acogedora. No
había ningún jardincillo ni follaje en un radio de trescientos metros, apenas un viejo sauce
dormitaba sobre un charco verdoso al que llamaban estanque. El aspecto general no podía,
probablemente, causar una impresión alegre en Tatiana Ivánovna. La casa de los dueños
consistía en un edificio de madera nuevo, largo y estrecho, con seis ventanas en fila y
apenas techado de paja. El funcionario propietario hacía poco que se había instalado en su
finca. El patio ni siquiera estaba vallado y sólo por un lado se veía la tierra cubierta de
hojas secas de nogal. Allí mismo vimos el coche de Obnoskin. Caímos sobre los culpables
como una nevada de un cielo azul. Desde una ventana abierta se oían gritos y llantos.
El chiquillo descalzo que encontramos en el vestíbulo salió disparado al vemos. En
la primera habitación, Tatiana Ivánovna, toda llorosa, ocupaba un largo «diván turco» sin
respaldo. Al vemos lanzó un chillido y escondió la cara en sus manos. A su lado estaba
91
Obnoskin, asustado y confuso a dar pena. Estaba tan turbado que se lanzó a estrechamos la
mano, como encantado de nuestra llegada. Por la puerta entornada de la otra habitación
percibimos apenas un vestido de mujer: alguien escuchaba desde allí y miraba por una
rendija imperceptible. Los dueños de casa no aparecían; daba la impresión de que no
estaban. Como si todos se hubieran escondido.
—¡Aquí tenemos a la viajera, y cómo se tapa la cara! —gritó el señor Bajchéiev,
irrumpiendo con nosotros en la habitación.
—¡Frene su entusiasmo, Stepán Aleksiéievich! Su conducta es indecente. El único
que tiene derecho a hablar aquí es Yégor Ílich, nosotros estamos de más —dijo
bruscamente Mizínchikov.
El tío miró severamente al señor Bajchéiev haciendo caso omiso de Obnoskin, que
se había precipitado a estrecharle la mano, se acercó a Tatiana Ivánovna, que seguía
tapándose la cara con las manos, y le dijo con voz cariñosa y simpatía no fingida:
—Tatiana Ivánovna, todos la queremos y la respetamos, tanto que hemos venido
para conocer sus planes. ¿Quiere volver con nosotros a Stepanchikovo? Es el onomástico
de Iliusha. Mamita la espera con impaciencia y sin duda Sasheñka y Nasteñka han llorado
por usted toda la mañana...
Tatiana Ivánovna levantó tímidamente la cabeza, miró al tío entre sus dedos abiertos
y súbitamente se echó a llorar y se le echó al cuello.
—¡Ay, sáquenme de aquí cuanto antes, sáquenme de aquí! —dijo sollozando—.
¡Rápido, lo más rápido posible!
—¡La hizo buena y ahora llora! —susurró Bajchéiev dándome un ligero codazo.
—Entonces, todo se acabó —dijo el tío con gran frialdad, dirigiéndose a Obnoskin y
casi sin mirarlo—. Tatiana Ivánovna, deme por favor la mano, nos vamos.
Tras la puerta se oyó un crujido de faldas; la puerta chirrió y se abrió más.
—Sin embargo, si lo juzgamos desde otro punto de vista —observó Obnoskin,
mirando con inquietud la puerta medio abierta— juzgue usted mismo, Yégor Ílich... su
conducta en ésta, mi casa... Además, yo lo he saludado y usted ni siquiera se ha dignado
saludarme, Yégor Ílich...
—Su comportamiento en mi casa, señor, no fue nada honorable —respondió el tío
mirando severamente a Obnoskin—, mientras que esta casa no es suya. Ya oyó que Tatiana
Ivánovna no quiere quedarse aquí ni un minuto, ¿qué más quiere? Ni una palabra, ¿me
entiende?, ni una palabra más, se lo ruego. Quiero evitar ulteriores explicaciones y a usted
le conviene que así sea.
Pero, en este punto, Obnoskin estaba tan decaído que comenzó a proferir los más
insólitos dislates.
—No me desprecie Yégor Ílich —empezó a susurrar, a punto de llorar de vergüenza
y mirando a cada rato la puerta, seguramente por temor a que lo oyeran—. No soy yo el
culpable, sino mi madrecita. No lo hice por dinero... lo hice, claro que sí, también por
interés, Yégor Ílich, pero un interés... noble: yo iba a servirme del capital de manera útil,
para ayudar a los pobres. También quería contribuir a la cultura contemporánea y soñaba
con financiar una beca en la Universidad... eso es lo que pensaba hacer con mi riqueza,
Yégor Ílich; era con un noble fin, Yégor Ílich...
Todos nos sentimos de pronto terriblemente avergonzados, el propio Mizínchikov
enrojeció y se apartó, y el tío quedó tan desconcertado que no sabía qué decir.
—Bueno, bueno, basta —dijo por fin—, tranquilízate, Pável Semiónovich, qué se le
va a hacer. A cualquiera le puede ocurrir... Si quieres hermano, ven a comer... Estoy
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contento, muy contento...
Pero el señor Bajchéiev no se comportó así.
—¡Financiar una beca! —rugió ferozmente—, ¡vaya modo de financiar becas!
¡Esquilmando al primero que encuentras!... Ni siquiera posees pantalones y te jactas de
becas. ¿Qué significa? Has conquistado un tierno corazón, ¿eh? ¿Y dónde está tu madre?
Escondida, ¿eh? Seguro que está ahí, detrás de la puerta o debajo de la cama, donde se haya
metido, por miedo...
—¡Stepán, Stepán! —gritó el tío.
Obnoskin enrojeció y se dispuso a protestar, pero antes de que él abriera la boca se
abrió la puerta y la propia Anfisa Petrovna, irritada, con los ojos brillantes, roja de ira, entró
volando en la habitación.
—¿Qué es esto? —gritó—. ¿Qué está pasando aquí? ¡Usted, Yégor Ílich, irrumpe
con su gentuza en esta noble casa ajena, asusta a las damas y da órdenes!... ¿Qué significa
esto? Todavía no estoy loca, gracias a Dios, Yégor Ílich. ¡Y tú, cobarde! —prosiguió
vociferándole a su hijo— que lloriqueas ante ellos, ¡a tu madre la ofenden en su propia casa
y tú sin decir nada! ¿Cómo puedes pretender pasar por un joven decente? Eres un trapo y
no un joven señor, eso es todo.
En Anfisa Petrovna no quedaban rastros de la ternura del día anterior, ni iba vestida
a la moda, ni siquiera llevaba impertinentes. Era una verdadera furia, una furia sin máscara.
Apenas la vio, el tío se apresuró a tomar de la mano a Tatiana Ivánovna, y habría
salido deprisa de la habitación si no fuera porque Anfisa Petrovna se interpuso.
—No, usted no saldrá así, Yégor Ílich —chilló de nuevo—. ¿Qué derecho tiene de
llevarse por la fuerza a Tatiana Ivánovna? Le fastidia que haya evitado las viles redes en
que la habéis envuelto, usted, su mamita y el imbécil de Fomá Fomich. A usted mismo le
habría gustado casarse con ella, por vil interés. Usted perdone, aquí se piensa con mayor
nobleza. Tatiana Ivánovna, al ver lo que pensaban hacer con ella, que querían perderla,
pidió a mi hijo Pávlusha que la salvara de esas redes, y se vio obligada a huir de ustedes por
la noche. Bonito, ¿verdad? A eso la han llevado, ¿verdad, Tatiana Ivánovna? Y siendo así,
¿cómo se atreve usted a invadir con toda una banda una decente casa de nobles y llevarse
por la fuerza a una honrada doncella, pese a sus gritos y lágrimas? ¡No lo permitiré, no lo
permitiré! No estoy loca. ¡Tatiana Ivánovna se queda porque así lo quiere! Venga, Tatiana
Ivánovna, no hay que escucharlos, son sus enemigos y no sus amigos. No tenga miedo,
¡vámonos enseguida, yo los echaré de aquí al instante!
—¡No, no! —gritó asustada Tatiana Ivánovna —¡yo no quiero, no quiero! ¡Vaya
marido para mí! No quiero casarme con su hijo. ¡Vaya marido para mí!
—¡No quiere! —chilló Anfisa Petrovna, casi ahogándose de ira—. ¿No quiere? Ha
venido y dice que no quiere. ¿Cómo se atreve, entonces, a engañarnos? ¿Cómo se atrevió a
darle esperanzas, a huir con él de noche, a comprometerse con él, por su propia voluntad?;
nos confundió y nos obligó a incurrir en gastos importantes. Por su culpa mi hijo perdió, tal
vez, un buen partido, diez mil rublos de dote perdidos por culpa suya... ¡No! Usted pagará,
usted deberá pagar. Tenemos pruebas: usted se escapó de noche...
No esperamos a oír más. Todos rodeamos al tío, avanzamos juntos contra Anfisa
Petrovna y salimos a la escalinata. El coche se acercó en el acto.
—¡Así se conducen las personas viles, los canallas! —vociferaba desde los
escalones Anfisa Petrovna, frenética—. Acudiré a los tribunales y tendrá que pagar... Y
usted, Tatiana Ivánovna, la están llevando a una casa de mala fama. ¡No se puede casar con
Yégor Ílich! ¡Ese hombre, sin que usted lo sospeche, mantiene a la niñera de sus hijos como
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amante!...
El tío se estremeció, palideció, se mordió los labios y ayudó a subir al coche a
Tatiana Ivánovna. Yo di la vuelta al otro lado, esperé turno para sentarme, y de pronto tuve
a Obnoskin a mi lado, que me agarró la mano.
—¡Permítame, al menos, pedirle su amistad! —dijo, apretándome la mano con
fuerza y expresión desolada en el rostro.
—¿De qué amistad me habla? —pregunté poniendo el pie en el estribo.
—Ya ayer me di cuenta de que era usted un hombre muy culto... No me juzgue
mal... Fue mi madrecita quien ideó el plan, yo nada tuve que ver. Me atrae más la literatura,
se lo aseguro; mi madre es responsable de todo...
—¡Lo creo, lo creo! —dije—. ¡Adiós!
Todos nos sentamos y los caballos arrancaron al galope. Los gritos y las
maldiciones de Anfisa Petrovna nos persiguieron un trecho. Desde todas las ventanas de la
casa se asomaron rostros desconocidos que miraban con desaforada curiosidad cómo nos
alejábamos.
Esta vez éramos cinco en el coche: Mizínchikov se sentó en el pescante, cediendo
su puesto al señor Bajchéiev, ahora frente a Tatiana Ivánovna, muy aliviada de que la
hubiéramos liberado, aunque seguía llorando. El tío la consolaba como podía, pero iba triste
y pensativo; era evidente que las furiosas palabras de Anfisa Petrovna sobre Nasteñka lo
habían tocado hondamente. El viaje de vuelta habría acabado en paz si no hubiera estado
con nosotros el señor Bajchéiev. Sentado frente a Tatiana Ivánovna, no parecía el mismo.
No podía mirar nada con indiferencia: se removía sin cesar, enrojecía como un cangrejo,
sus ojos giraban amenazadores, en particular cuando el tío empezó a consolar a Tatiana
Ivánovna. El gordinflón acabó por perder la paciencia, gruñendo como un bulldog
acuciado. El tío lo miraba con aprensión. Finalmente, Tatiana Ivánovna se dio cuenta del
extraño comportamiento del hombre que tenía enfrente, se puso a mirarlo fijamente,
después nos miró a nosotros, sonrió y, de improviso, cogió su sombrilla y golpeó
suavemente con ella el hombro del señor Bajchéiev. Con encantadora coquetería le dijo:
—¡Loco! —y se tapó luego el rostro con su abanico.
Esa salida colmó el vaso.
—¡Qué-é-é! —rugió el gordinflón—, ¿Qué desea, madame? ¿Pretende
conquistarme también a mí?
—¡Loco! ¡loco! —repetía Tatiana Ivánovna y rompió a reír y a aplaudir.
—¡Para! ¡Para! —gritó Bajchéiev al cochero.
El coche se detuvo. Bajchéiev abrió la portezuela y empezó a salir deprisa del
coche.
—¿Qué te pasa Stepán Aleksiéievich? ¿Adónde vas? —exclamó el tío estupefacto.
—Hasta la coronilla —respondió el gordinflón temblando de ira—. Así se hunda el
mundo entero. Ya soy viejo, madame, para que me tiente con amores. Yo, madrecita,
prefiero morir reventado en la carretera. Adiós, madame. ¿Comán vu porté vu?
Y de veras se encaminó a pie. El coche lo seguía despacio.
—¡Stepán Aleksiéievich! —gritó el tío, perdiendo por fin la paciencia—. No te
hagas el tonto, basta, vuelve, es hora de ir a casa.
—¡Allá vosotros! —dijo Stepán Aleksiéievich, ahogándose por la marcha: a causa
de la gordura, había perdido la costumbre de andar.
—¡A toda marcha! —gritó Mizínchikov al cochero.
—¿Qué dices, qué dices? Detente —gritó a su vez el tío, pero el coche ya corría a
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toda velocidad.
Mizínchikov no se había equivocado, porque consiguió de inmediato el resultado
apetecido.
—¡Para... para! —oímos exclamar detrás de nosotros con un gemido desesperado—.
¡Para, bandido! ¡Para, asesino! ¡Me estás matando!...
El gordinflón apareció por fin, cansado, medio ahogado, la frente sudorosa, la
corbata desanudada y la gorra en la mano. Callado y taciturno subió al coche y esta vez fui
yo quien le cedió el asiento; al menos no viajaría frente a Tatiana Ivánovna, quien, a lo
largo de toda la escena, reía a carcajadas y aplaudía. Durante el resto del viaje no pudo
mirar a Stepán Aleksiéievich con seriedad. Él, por su parte, hasta la llegada a la casa no dijo
nada ni quitó la vista de la rueda posterior del coche.
Ya era mediodía cuando llegamos a Stepanchikovo. Fui directamente a mi
apartamento donde al punto acudió Gávril con la bandeja del té. De buena gana habría
interrogado al viejo, pero casi pisándole los talones entró el tío y le mandó salir.
Novedades
El onomástico de Iliusha
Fomá ocupaba dos habitaciones amplias y hermosas, mejor amuebladas que todas
las demás de la casa. Todo tipo de comodidades rodeaba al gran hombre. El reciente y
elegante empapelado de las paredes, los visillos de seda de colores abigarrados, las
alfombras, los espejos, la chimenea, los muebles elegantes y ligeros, demostraban el cariño
y la solícita atención de los dueños de casa hacia Fomá Fomich. Los alféizares, como los
veladores redondos de mármol junto a ellos, estaban adornados con macetas de flores. En el
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centro del despacho se veía una gran mesa cubierta con paño rojo, atestada de libros y
manuscritos. Un bello tintero de bronce y numerosas plumas, cuyo orden y buen estado
dependían de Vidopliásov, ponían de manifiesto los arduos trabajos mentales de Fomá
Fomich. Aprovecho aquí para decir que Fomá Fomich, habiéndose sentado a esa mesa
durante casi ocho años, no había creado nada digno de mención, y cuando pasó a mejor
vida y pudimos examinar los manuscritos que dejó, todos eran extraordinariamente malos.
Encontramos, por ejemplo, el comienzo de una novela histórica que tenía lugar en
Novgorod, en el siglo VII; después un horrible poema: «El anacoreta en el cementerio»,
escrito en versos libres; luego absurdas divagaciones sobre la importancia y calidades del
mujik ruso y el modo de tratarlo; y finalmente la narración La condesa Blonskaya, también
sobre la nobleza rusa. Todo ello sin acabar. Y nada más. Sin embargo, Fomá Fomich había
obligado al tío a gastar cada año importantes sumas de dinero en diversos libros y revistas,
mucho de lo cual quedaba sin abrir. Andando el tiempo, más de una vez sorprendí a Fomá
Fomich leyendo a Paul de Kock[3], libro que escondía lo más posible cuando había gente.
En la pared posterior del despacho había una puerta de cristal que conducía directamente al
patio de la casa.
Nos esperaban. Fomá Fomich ocupaba un cómodo sillón y vestía una suerte de
gabán largo hasta los pies, pero iba sin corbata. Se lo veía silencioso y pensativo. Cuando
entramos alzó levemente una ceja y me miró de reojo con ojos escrutadores. Lo saludé, me
respondió con otro saludo, menos ceremonioso aunque bastante cortés. Cuando la generala
vio que Fomá Fomich me trataba con benevolencia, inclinó la cabeza hacia mí, sonriendo
varias veces. Aquella mañana, la pobre no esperaba que su «tesoro» acogiese tan
serenamente la nueva de la «aventura» de Tatiana Ivánovna, y por ello estaba ahora de
excelente humor, aunque temprano había tenido convulsiones y desmayos. De pie detrás de
ella, como siempre, la doncella Perepelítsina, malévola y sardónica, sonreía con los labios
apretados y se frotaba las huesudas manos. Junto a la generala había, como siempre, dos
ancianas de familias nobles venidas a menos y perpetuamente silenciosas; también una
monja, caída allí esa mañana; y una vecina terrateniente, entrada en años, también ella
muda, que había venido después de la misa a felicitar a la madrecita generala por el
onomástico. La tía Praskovia Ilínichna intentaba pasar desapercibida en un rincón, sin
perder de vista a su madrecita y a Fomá Fomich. Al tío, sentado en un sillón, le brillaban
los ojos con extraordinario júbilo. Tenía ante sí a Iliusha con una blusa roja de gala, el pelo
rizado, bello como un angelito. Sasha y Nasteñka, sin decir nada a nadie, le habían
enseñado unos versos para alegrar a su padre en ese día y por sus éxitos en el estudio de las
ciencias. De dicha, mi tío estaba al borde de las lágrimas: la inesperada benevolencia de
Fomá, la alegría de la generala, el onomástico de Iliusha, los versos, todo le producía un
auténtico entusiasmo y mandó solemnemente que me fueran a buscar para que compartiese
lo antes posible el contento general y oyese los versos. Sasha y Nasteñka, que entraron cas;
al mismo tiempo que nosotros, se quedaron junto a Iliusha. Sasha se reía constantemente y
en ese momento era feliz como un crío. Nasteñka, mirándola, también empezó a sonreír,
aunque un momento antes había entrado pálida y triste. Fue la única que recibió y serenó a
Tatiana Ivánovna al regreso de su aventura y había permanecido con ella, en su habitación,
hasta entonces. El travieso Iliusha tampoco podía contener la risa mirando a sus maestras.
Al parecer los tres habían ideado un chiste muy divertido que querían representar... Me
había olvidado de Bajchéiev. Sentado en una silla, algo apartado de los demás, seguía igual
de enfadado, encendido, callado y sin hablar con nadie; enfurruñado, se sonaba
constantemente la nariz y, en total, su papel era harto sombrío para una fiesta familiar. A su
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lado iba y venía Yezhévikin, que trajinaba por doquier, besaba las manos de la generala, de
la invitada recién llegada, susurraba algo a la doncella Perepelítsina, cuidaba a Fomá
Fomich; en una palabra, tenía tiempo para todo. También él esperaba con gran interés los
versos de Iliusha, y al verme se precipitó a saludarme calurosamente en señal de gran
respeto y simpatía. Nada en él parecía delatar que había venido para proteger a su hija y
llevársela consigo de Stepanchikovo, para siempre.
—¡Ya está aquí! —exclamó alegremente mi tío viéndome—. Iliusha ha aprendido
unos versos, mi querido amigo. ¡Menuda sorpresa! Envié a buscarte, reteniendo la lectura
hasta que vinieras... Ven, siéntate a mi lado. Los escucharemos juntos. Confiésalo, Fomá
Fomich, fuiste tú, hermano, quien les dio esa idea para alegrar a su viejo padre, juraría que
fue así.
Si el tío hablaba con ese tono y esa voz en la habitación de Fomá, se habría dicho
que todo iba bien. Pero desgraciadamente mi tío era incapaz de leer nada en un rostro,
según había dicho Mizínchikov. Mirando a Fomá, no pude menos que darle la razón a
Mizínchikov y admitir que ciertamente alguna novedad nos esperaba...
—No se preocupe por mí, coronel —contestó Fomá con la voz débil de un hombre
que perdona a sus enemigos—. Me parecen bien, claro está, las sorpresas, muestran la
sensibilidad y la buena educación de sus hijos. Los versos favorecen la dicción... Pero yo
no me ocupaba de poesía esta mañana, Yégor Ílich; estuve rezando... usted lo sabe... Sin
embargo, estoy dispuesto a escuchar también los poemas.
Entretanto, felicité a Iliusha y lo besé.
—Perdona, Fomá, me olvidaba... aunque estoy seguro de tu amistad. Dale otro beso,
Serguéi, una vez más. ¡Mira qué guapo está! ¡Bueno, empieza ya, Iliusha! ¿De qué se trata?
Seguro que es alguna oda solemne, ¿algo de Lomónosov?
Y el tío adoptó una postura digna. Apenas si se mantenía quieto, de impaciencia y
regocijo.
—No, papaíto, no es de Lomónosov —respondió Sasheñka, conteniendo a duras
penas la risa—. Como usted fue militar y luchó contra el enemigo, Iliusha aprendió unos
versos sobre los militares... «El asedio de Pamba», papaíto.
—¿«El asedio de Pamba»? No recuerdo... ¿Sabes, Serguéi, de qué Pamba se trata?
Algo heroico, seguramente —y el tío se irguió de nuevo.
—¡Comienza ya, Iliusha! —ordenó Sasheñka.
empezó a decir Iliusha con voz clara, pausada y segura, sin comas ni puntos, como
recitan habitualmente los niños pequeños los versos aprendidos de memoria,
—¡Cómo! ¿Qué? ¿De qué leche habla? —gritó el tío mirándome sorprendido.
—¡Sigue recitando, Iliusha! —exclamó Sasheñka.
—¡Vaya un momento que encontró para reír! ¡Qué burro! Hasta a él mismo le hizo
gracia. ¡Un cabrito! Es decir que había cabritos y ¿por qué no los comía él mismo? ¡Bueno,
Iliusha! ¡Continúa! ¡Excelente, magnífico!, todo realmente muy agudo.
—Se acabó, papaíto.
—¡Ah, se acabó! Normal, porque ¿qué le quedaba por decir? ¿Qué te parece,
Serguéi? ¡Excelente, Iliusha! ¡Qué maravilla! Bésame, cariño mío. ¡Ah, querido mío!
¿Quién te inspiró esa idea? ¿Tú, Sasheñka?
—No, fue Nasteñka. Lo leímos hace poco y ella me dijo* «¡Qué versos tan
divertidos; cuando sea el onomástico de Iliusha haremos que los aprenda de memoria y los
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recite! ¡Nos reiremos a gusto!».
—¡Entonces fue Nasteñka! ¡Gracias, gracias! —murmuró el tío, ruborizándose
como un niño—. ¡Bésame otra vez, Iliusha! También tú, traviesa —añadió, abrazando a
Sasheñka sin dejar de mirarla con ternura—. Espera un poco, Sasheñka, pronto será tu
onomástico —añadió como si por el placer que sentía no supiera qué más decir.
Yo me dirigí a Nasteñka y le pregunté de quién eran los versos.
—¡Sí, sí! ¿Quién es el autor? —exclamó el tío—. Por fuerza tiene que ser un poeta
inteligente, ¿verdad, Fomá?
—¡Hum!... —farfulló Fomá.
Durante toda la lectura de los versos no abandonó su boca una sonrisa burlona y
mordaz.
—No lo sé, lo he olvidado —respondió Nasteñka, mirando tímidamente a Fomá
Fomich.
—¡Los escribió el señor Kuzma Prutkov, papaíto, y se publicaron en El
Contemporáneo! —intervino Sasheñka.
—¡Kuzma Prutkov! No lo conozco —masculló el tío—. A Pushkin sí lo conozco...
se ve, de todas formas, que es un poeta valioso, ¿verdad, Serguéi? Y, además, un hombre de
nobles principios, se ve como que dos por dos son cuatro. Tal vez hasta sea un oficial...
¡Muy bien! Y El Contemporáneo es excelente. ¡Habrá que suscribirse, si entre sus
colaboradores cuenta con semejantes poetas!... ¡Me entusiasman los poetas! ¡Magníficos
muchachos! Saben versificarlo todo. ¿Recuerdas, Serguéi, que conocí en tu casa en
Petersburgo a un escritor, con una nariz, realmente notable?... de verdad lo digo... ¿Qué has
dicho, Fomá?
Fomá Fomich no pudo contenerse y dejó escapar una risita sarcástica:
—No, yo no digo nada... —murmuró—. Continúe, Yégor Ílich, continúe, yo hablaré
después... También Stepán Aleksiéievich está escuchando con gran interés sus amistosas
relaciones con los escritores de Petersburgo...
Stepán Aleksiéievich Bajchéiev, que durante todo ese tiempo había estado bastante
alejado y pensativo, levantó de pronto la cabeza, enrojeció y se movió furiosamente en su
sillón.
—¡Tú, Fomá, no te metas conmigo, déjame en paz! —dijo airadamente sin apartar
de Fomá sus pequeños ojos inyectados en sangre—. ¡Qué me importa toda tu literatura!
Con tal de que Dios me dé salud —murmuró bajito—, lo demás, los literatos y demás
gentuza... que son unos volterianos... se vayan a...
—¿Literatos volterianos? —preguntó Yezhévikin, que apareció inmediatamente al
lado del señor Bajchéiev—. Acaba de decir usted la verdad más rotunda, Stepán
Aleksiéievich. De la misma manera se expresó no hace mucho Valentín Ignátievich.
También a mí me motejaron de volteriano, palabra de honor, aunque es bien sabido que
escribí bien poco... ¡Siempre le echan la culpa de todo al señor Voltaire! En nuestro país
siempre pasa lo mismo.
—Se equivoca —observó el tío dándose importancia—; eso es un error, Voltaire fue
un escritor ingenioso, satírico, que se burlaba de las supersticiones y nunca fue volteriano ni
liberal. Eran calumnias propagadas por sus enemigos. ¿Por qué echarle al pobre la culpa de
todo?
Se oyó de nuevo la risa venenosa de Fomá Fomich. Mi tío lo miró con inquietud y
se turbó visiblemente.
—No, yo, sabes Fomá, pensaba en las revistas —dijo algo confuso el tío, deseando
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enmendar su error—. Tú, hermano Fomá, tenías toda la razón el otro día cuando decías que
deberíamos suscribirnos. ¡También yo creo que debemos hacerlo!... Hum... Al fin y al cabo
difunden los conocimientos. ¡Uno no sería un buen hijo de la patria si no lo hiciera!,
¿verdad, Serguéi? Ahí tienen a El Contemporáneo. Pero, a mi parecer, las ciencias más
poderosas están en aquella revista tan abultada... No recuerdo su nombre, una que tiene
cubiertas amarillas...
—Los Anales Patrios, papaíto.
—Eso, Los Anales Patrios, un nombre excelente, ¿verdad, Serguéi? Es decir, como
si todos los ciudadanos estuvieran sentados anotándolo todo. Un objetivo muy noble y la
revista es muy voluminosa y casi tan científica que hasta se podría perder el sentido... no ha
de ser fácil de editar ¡y cuántas ciencias abarca! Llegué hace poco a casa y vi esa revista, la
abrí por curiosidad, leí de golpe tres páginas y me quedé boquiabierto. Sabes, lo explicaban
todo, yo por ejemplo busqué la palabra «escoba» y me encontré con que podía significar
cepillo, escobón, barredera y tantos más términos, cuando para mí seguía siendo
simplemente una escoba. Según aquella revista, científicamente no era simplemente
«escoba» sino un emblema, una mitología, ya no recuerdo qué más significaba... ¡Ya ves
adonde hemos llegado!...
No sé qué se disponía a hacer Fomá después de esa nueva salida del tío, pero en
aquel momento llegó Gávril y se detuvo cabizbajo junto a la puerta.
Fomá Fomich lo miró atentamente.
—¿Lo hiciste todo, Gávril? —preguntó con voz débil, pero decidida.
—Todo —respondió tristemente Gávril, y suspiró.
—¿Pusiste mi hatillo en la carreta?
—Allí lo puse.
—Entonces también yo estoy preparado —dijo Fomá incorporándose lentamente en
su sillón. Mi tío, atónito, lo miraba. La generala saltó de su sillón y miró inquieta a su
alrededor.
—Permítame ahora, coronel —empezó a decir dignamente Fomá—, rogarle que
abandone temporalmente el interesante tema de las escobas literarias; puede continuarlo sin
mí. Yo, «al despedirme de usted para siempre», querría decirle algunas últimas palabras...
El temor y el asombro se apoderaron de toda la concurrencia.
—¡Fomá, Fomá! ¿Qué te ocurre? ¿Adónde te dispones a ir? —exclamó por fin mi
tío.
—Me dispongo a dejar su casa, coronel —dijo Fomá muy tranquilamente—. He
decidido ir allí donde me lleve el azar y por ello alquilé con mi dinero un simple carro de
mujik. En él acaba de ser depositado mi pequeño hatillo; van en él algunos libros queridos,
dos mudas; eso es todo. Soy pobre, Yégor Ílich, pero por nada del mundo aceptaré su
dinero, ¡al cual renuncié no más ayer!...
—¡Pero, por Dios, Fomá! ¿Qué significa eso? —exclamo el tío poniéndose blanco
como un pañuelo. La generala chilló y miró desesperada a Fomá Fomich tendiéndole las
manos. La doncella Perepelítsina corrió a sujetarla, las damas de compañía permanecían
inmóviles en sus lugares. El señor Bajchéiev se levantó pesadamente de su silla.
—¡Comienza la historia de siempre! —susurró a mi lado Mizínchikov.
En aquel instante se oyó un lejano fragor de truenos. Se acercaba la tormenta.
La expulsión
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—¡Creo, coronel, que me pregunta usted «qué significa eso»! —dijo Fomá en tono
solemne, como disfrutando del estupor general—. ¡Me asombra su pregunta! Explíqueme
más bien «usted» cómo tiene el coraje de mirarme a los ojos. ¡Explíqueme este último
problema psicológico de la desvergüenza humana y marcharé entonces enriquecido al
menos por un conocimiento nuevo de lo que puede la depravación en el ser humano!
Pero el tío no estaba en condiciones de responder: miraba a Fomá con temor,
humillado, los ojos desorbitados y la boca semiabierta.
—¡Dios mío, qué pasiones! —gimió la señorita Perepelítsina.
—¿Comprende usted, coronel —prosiguió Fomá— que más vale que me deje
marchar sin pedirme explicaciones? En su casa, hasta un hombre maduro y sensato como
yo empieza a temer seriamente por sus principios morales: créame que sus preguntas no
conducirían a nada, sino a cubrirlo a usted de deshonor.
—¡Fomá, Fomá!... —gritó el tío y un sudor frío le cubrió la frente.
—Así es que, permítame decirle algunas palabras de adiós y desearle buenos
augurios: serán mis últimas palabras en su casa, Yégor Ílich. ¡Lo hecho, hecho está y no
hay vuelta atrás! Confío en que comprenda de qué le estoy hablando: le suplico de rodillas,
si queda en su corazón aunque más no sea una chispa de moral, que refrene el ímpetu de
sus pasiones. Y si el fuego maligno no ha hecho presa aún de todo el edificio, intente,
dentro de lo posible, que no se propague.
—¡Te aseguro Fomá que estás equivocado! —gritó el tío, recobrándose poco a poco
y previendo horrorizado el desenlace.
—Modere sus pasiones —continuó diciendo Fomá con el mismo tono solemne,
como si no hubiese oído la exclamación del tío—. Procure vencerse a sí mismo. «Si quieres
vencer al mundo, ¡comienza por vencerte a ti mismo!». Ésta es mi regla constante de vida.
Usted es terrateniente, debe brillar como un diamante en sus haciendas, pero ¡qué vil
ejemplo es su dejadez para sus inferiores! He rezado por usted noches enteras, temblaba
buscando ansioso su felicidad, pero no la encontré porque la felicidad radica en la virtud...
—¡Te equivocas, Fomá! —volvió a interrumpirlo el tío—. No me has comprendido
y lo que estás diciendo no es cierto...
—Y no olvide que es un terrateniente —prosiguió Fomá, haciendo caso omiso de
las exclamaciones de mi tío—. ¡No crea que el ocio y el placer son prerrogativa del
terrateniente! ¡Funesto error! ¡No el ocio, sino el deber, la responsabilidad ante Dios, el zar
y la patria! ¡El terrateniente debe trabajar y trabajar como el último de sus mujiks!
—¡Entonces —gruñó Bajchéiev—, siendo también yo terrateniente, debo ponerme a
arar como un mujik!...
—Ahora me dirijo a vosotros, servidores de esta casa —continuó Fomá,
dirigiéndose a Gávril y Falaley, que aparecieron junto a la puerta—. Amad a vuestros amos
y cumplid su voluntad con pasión y humildad. Por ello vuestros amos os amarán. Y usted,
coronel, sea justo con ellos y misericordioso. También ellos son hombres a imagen de Dios,
le fueron entregados como niños por el zar y la patria. ¡Grande es el deber, pero mucho más
grande el mérito!
—¡Fomá Fomich, querido mío! ¿Qué se te metió en la cabeza? —gritó la generala
desesperada, a punto de desmayarse de espanto.
—Creo que ya basta, ¿verdad? —concluyó Fomá sin hacer caso siquiera de la
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generala—. Volvamos ahora a los detalles, triviales pero necesarios. Yégor Ílich, hasta hoy
no han segado el heno en los campos de Jarinski, que no se retrase más, que lo sieguen, y
pronto. Se lo aconsejo.
—¡Pero Fomá!...
—Supe que usted quería talar parte del bosque de Ziriansk; no lo haga, otro consejo
mío. Conserve los bosques, los bosques conservan la humedad en la superficie de la tierra...
Es una pena que haya descuidado tanto la siembra de primavera... ¡Un retraso asombroso!
—¡Pero Fomá!...
—¡Bueno, ya basta! No hay tiempo de decirlo todo. Os enviaré las instrucciones
precisas aparte, en un cuadernito especial. Adiós, adiós a todos. Dios os bendiga y proteja.
También a ti, pequeño mío —añadió mirando a Iliusha—, te bendigo y que Él te preserve
del pernicioso veneno de las futuras pasiones. También a ti, Falaley, te bendigo, olvida el
komarinski... Y a todos, a todos... Acordaos de Fomá... ¡Vámonos, Gávril! Me ayudarás a
subir.
Y Fomá se encaminó a la puerta. La generala chilló y se lanzó tras él.
—¡No, Fomá! ¡No te dejaré marchar así! —exclamó el tío y, alcanzándolo, lo
agarró por un brazo.
—Entonces, ¿quiere actuar por la fuerza? —preguntó Fomá, orgullosamente.
—¡Sí, Fomá... aun por la fuerza! —respondió el tío, temblando de excitación—.
¡Has dicho demasiado y debes explicarte! No has leído bien mi carta, Fomá...
—¡Su carta! —chilló Fomá enfureciéndose en un instante como si hubiera esperado
ese momento preciso para estallar—, ¡su carta! ¡Aquí la tiene! ¡Rompo esa carta! ¡La
escupo! ¡La pateo! ¡Y cumplo así el sagrado deber de la humanidad! ¡He aquí lo que hago,
si me obliga por la fuerza a dar explicaciones! ¡Lo ve! ¡Lo ve! ¡Lo ve!...
Y los trozos de papel volaron por la habitación.
—¡Te repito, Fomá, que no has comprendido esa carta! —gritaba el tío, cada vez
más pálido—. Hablo de una petición de mano, Fomá, de mi felicidad...
—¡Petición de mano! Ha seducido a esa joven y quiere engañarme proponiéndole
matrimonio. ¡Pero ayer yo los vi por la noche, en el jardín, bajo unos arbustos!
La generala lanzó un grito y se desplomó medio desmayada en un sillón. Se armó
un jaleo terrible. La pobre Nasteñka estaba pálida, inerte. Sashurka, asustada, abrazaba a
Iliusha y temblaba, como con fiebre.
—¡Fomá! —exclamó el tío fuera de sí—. ¡Si divulgas ese secreto cometerás la
acción más vil que se pueda cometer!
—¡Divulgaré ese secreto —chillaba Fomá— y cometeré la más noble de las
acciones! El propio Dios me ha enviado aquí para denunciar todo lo podrido que hay en el
mundo y sus vilezas. Estoy dispuesto a subirme al techo de paja de algún mujik y desde allí
gritar su infame conducta, para que la conozcan los terratenientes de los alrededores y todos
los que por allí pasen... ¡Que lo sepan todos, todos, ayer por la noche lo encontré con esa
joven, de aspecto tan inocente, en el jardín, entre unos arbustos!...
—¡Ah, qué ignominia! —pió Perepelítsina.
—¡Fomá, no te juegues la vida! —gritaba el tío con los puños apretados y los ojos
relampagueantes.
—Pero él —chillaba Fomá—, asustado por haber sido descubierto, tuvo la audacia
de enviarme una carta mentirosa para justificar su delito, sí, su delito, porque a una joven,
hasta aquel momento inocente, usted la convirtió en...
—¡Una palabra ofensiva más para ella y te mato, Fomá, te lo juro!...
105
—¡Pues diré esa palabra, convirtió a una joven inocente hasta entonces, en la joven
más depravada!...
Fomá pronunció esas palabras y el tío lo agarró por los hombros, lo hizo girar como
una brizna de paja y lo arrojó con fuerza contra la puerta de cristal que comunicaba el
gabinete con el patio de la casa. El golpe fue tan fuerte que las puertas medio cerradas se
abrieron de par en par y Fomá cayó rodando por los siete escalones de piedra y quedó
tendido en el patio. Los cristales rotos se dispersaron por los escalones.
—¡Gávril, recógelo! —gritó el tío, pálido como un muerto—, siéntalo en un carro y
que en dos minutos no quede huella de él en Stepanchikovo.
Cualesquiera fueran los planes de Fomá, era indudable que no esperaba ese
desenlace.
No intentaré describir lo que sucedió en los minutos siguientes a este episodio. El
desgarrador gemido de la generala, derrumbada en el sillón, el estupor de Perepelítsina ante
el inesperado arrebato de mi tío, siempre tan apacible; los ayes y ohes de las mantenidas;
Nasteñka, a quien protegía su padre, asustada y a punto de desmayarse; Sasheñka,
empavorecida; el tío, indescriptiblemente excitado, paseando por la habitación en espera de
que su madre volviera en sí; por último, el llanto sonoro de Falaley lamentando la desazón
de sus amos, todo ello constituía un cuadro imposible de reproducir. He de añadir, además,
que en esos momentos se descargó el temporal de lluvia y truenos, y los goterones
comenzaron a golpear las ventanas.
—¡Menuda fiesta! —farfulló el señor Bajchéiev inclinando la cabeza y abriendo los
brazos.
—¡Mal van las cosas! —le susurré yo, también muy inquieto—, pero al menos han
echado a Fomich y ya no volverá.
—Mamita, ¿se encuentra mejor? ¿Puede escucharme? —preguntó el tío
deteniéndose ante el sillón de la vieja.
Ésta levantó la cabeza, juntó las manos y miró a su hijo con ojos suplicantes; jamás
lo había visto tan enfurecido.
—¡Mamita! —éste continuó diciendo—. Se colmó el vaso, usted misma lo vio: no
habría querido tratar así el asunto, pero ha llegado la hora y no se debe aplazar. Usted ha
oído la calumnia, escuche ahora la justificación. Mamita, yo amo a esa nobilísima y excelsa
joven, la quiero hace mucho tiempo y jamás dejaré de amarla. Hará felices a mis hijos y
será para usted la hija más respetuosa y por ello le pido ahora a ella, en presencia de mis
parientes y amigos, le suplico que me honre infinitamente concediéndome el honor de ser
mi esposa.
Nasteñka se estremeció, luego el rubor coloreó sus mejillas y saltó de su asiento. La
generala se quedó mirando a su hijo como si no comprendiese lo que decía y, de pronto,
con un estridente sollozo, se puso de rodillas ante él.
—¡Yégomshka, querido mío, haz que vuelva Fomá Fomich! —gritó—, ¡que vuelva
de inmediato! Si no vuelve, moriré antes de que anochezca.
Viendo de rodillas ante él a su vieja madre, orgullosa y obstinada, el tío quedó
petrificado. Un sentimiento de pesar se reflejó en su rostro; recobrándose, por fin, se
apresuró a levantarla y la volvió a sentar en su sillón.
—¡Haz que vuelva Fomá Fomich, Yégorushka! —seguía clamando la vieja—, ¡que
vuelva ahora mismo! —gritó—. ¡No puedo vivir sin él!
—¡Mamita! —exclamó apenado el tío—. ¿No ha oído usted lo que acabo de decir?
No puedo hacer que vuelva Fomá, compréndalo. No puedo ni tengo derecho, después de su
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vil e infame calumnia sobre ese ángel de honor y virtud. ¿No comprende, mamita, que mi
obligación, que mi honor me obligan a restituir la virtud? Usted me ha oído: pido la mano
de esa joven y le ruego que bendiga nuestra unión.
La generala se levantó presurosa y se puso de rodillas ante Nasteñka.
—¡Madrecita, querida mía! —gimoteó—. No te cases con él, ¡pídele que haga
volver a Fomá Fomich! Palomita mía, Nastasia Yevgrafovna, te lo daré todo, todo si no te
casas. A mí, aunque vieja, me quedan aún ciertos bienes de cuando murió mi marido. ¡Todo
será para ti y también Yégorushka te recompensará, pero no me arrojes viva a la tumba,
pídele que traiga de vuelta a Fomá Fomich!...
Y habría seguido chillando y delirando si Perepelítsina y todas las mantenidas,
llorando y lamentándose, no se hubieran arrojado a levantarla, indignadas viéndola de
rodillas ante una simple niñera. Del susto, Nasteñka apenas si se mantenía en pie, mientras
Perepelítsina literalmente se puso a llorar de rabia.
—Acabará matando a su madrecita —le gritaba al tío— ¡la matará! Y usted,
Nastasia Yevgrafovna, no debía encizañar a la madre con su hijo; el mismo Dios lo
prohíbe...
—¡Anna Nilovna, contenga su lengua! —exclamó el tío—. ¡Ya he soportado
bastante!...
—También yo he soportado bastante de usted. ¿Por qué me reprocha mi orfandad?
¡Es fácil ofender a una huérfana! ¡Todavía no soy su esclava! ¡También mi padre fue
teniente coronel! ¡No volveré a poner los pies en su casa!... ¡hoy mismo!...
Pero el tío no la oía: se acercó a Nasteñka y tomó respetuosamente su mano.
—Nastia Yevgrafovna ¿ha oído mi proposición de matrimonio? —le preguntó,
mirándola con angustia, casi con desesperación.
—No, Yégor Ílich, no, más vale que lo dejemos —respondió Nasteñka
completamente abatida a su vez—. Todo es en vano —continuó, apretando sus manos y
llorando—. Eso lo dice por lo de ayer... Pero usted mismo se da cuenta de que es imposible.
Nos hemos equivocado, Yégor Ílich... Siempre lo recordaré como mi bienhechor... ¡Y
rezaré toda mi vida por usted!...
Las lágrimas le impidieron seguir hablando. El pobre tío había previsto, al parecer,
esa respuesta; no pensaba siquiera oponerse, insistir, la escuchaba, inclinado hacia ella,
sujetando su mano, silencioso y desesperado. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Ya le dije ayer —continuó diciendo Nastia —que no puedo ser su esposa. Ya ve
que en su casa no me quieren... Yo ya lo sabía, su madrecita no bendecirá nuestro enlace...
nadie lo hará. Y aunque usted no se arrepienta después, porque es el hombre más generoso,
será, sin embargo, desgraciado por culpa mía... por su buen carácter...
—¡Precisamente, su buen carácter, ésa era la palabra que te faltaba, Nasteñka!
—precisó su viejo padre al otro lado del sillón—. Ésas eran las palabras que debías haber
dicho.
—No quiero sembrar la discordia en su casa —continuó diciendo Nasteñka—. Por
mí no se preocupe, Yégor Ílich. Nadie se meterá conmigo, nadie me ofenderá... me voy con
mi padre hoy mismo... Mejor que nos despidamos, Yégor Ílich...
Y la pobre Nasteñka volvió a llorar desesperada.
—Nastasia Yevgrafovna, ésta no puede ser su última palabra —dijo el tío mirándola
con desesperación—. ¡Diga una sola palabra y lo sacrificaré todo por usted!...
—La última, la última, Yégor Ílich —volvió a interferir Yezhévikin—; ella se lo ha
explicado tan bien que ni yo lo esperaba. Es usted, Yégor Ílich, un hombre de tan buen
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carácter, y mucho nos ha otorgado, tanto honor con su petición... Sin embargo, no es
Nasteñka una pareja para usted, Yégor Ílich. Usted necesita una novia rica y noble, y
además bellísima, que sepa cantar y esté ataviada con brillantes y plumas de avestruz y que
así vestida se pasee por sus habitaciones... Tal vez entonces Fomá Fomich se ablande... ¡y
los bendiga! ¡Debe hacer volver a Fomá Fomich! Fue en vano la ofensa, él lo hizo por su
bondad... Usted, usted lo reconocerá después. Es un hombre dignísimo. Y ahora se estará
mojando... Más le valdría hacerlo volver ahora... no tendrá más remedio que hacerlo...
—¡Hacedlo volver, hacedlo volver! —gritó la generala—; ¡él, querido, te está
diciendo la verdad!...
—Sí —continúo Yezhévikin—. También su madrecita padece en vano... Hágalo
volver y nosotros, mientras tanto, Nastia y yo, emprenderemos la marcha...
—¡Espera Yevgraf Lariónovich! —exclamó el tío—. ¡Te lo suplico! Una palabra
más, Yevgraf, tan sólo una... —Después de haberlo dicho, tomó asiento en un sillón, bajó la
cabeza y se tapó los ojos con las manos, como si meditase.
En aquel instante resonó casi sobre la misma casa el estallido de un trueno y todo el
edificio tembló. La generala gritó, como también la joven Perepelítsina; las mantenidas se
santiguaban idiotizadas por el susto y otro tanto hacía el señor Bajchéiev.
—¡Padrecito profeta Ilia! —susurraron al unísono cinco o seis voces.
Tras el trueno, siguió una lluvia tan torrencial como si se volcase el lago entero
sobre Stepanchikovo.
—¿Y qué será ahora de Fomá Fomich, en pleno campo? —gimió Perepelítsina.
—¡Yégorushka, haz que vuelva! —gritó desesperada la generala, y se lanzó como
loca hacia la puerta. La sujetaron las mantenidas, la rodeaban, la consolaban, lloriqueaban,
chillaban. Un desvarío terrible.
—¡No llevaba más que la chaqueta, si al menos tuviese el capote! —seguía diciendo
Perepelítsina—. Tampoco llevó paraguas. ¡Ahora lo matará algún rayo!...
—¡Lo matará sin duda! —corroboró Bajchéiev—, y lo empapará después la lluvia.
—¿Pero usted por qué no se calla? —le susurré.
—¿Acaso no es un ser humano? —me respondió Bajchéiev airadamente—. No es
un perro. Seguro que tú no saldrías a la calle con un tiempo así. A ver, sal a bañarte, hazlo
por el gusto.
Presintiendo el desenlace y temiendo sus consecuencias, me acerqué al tío que
permanecía clavado en el sillón.
—Tiíto —le dije inclinándome mucho hacia él—, ¿es posible que esté de acuerdo
con admitir de nuevo a Fomá Fomich? Dese cuenta que sería el colmo de la indecencia, al
menos mientras siga aquí Nastasia Yevgrafovna.
—Amigo mío —me respondió el tío, alzando con decisión la cabeza y mirándome a
los ojos—. Me he juzgado ahora y ya sé lo que debo hacer. No te preocupes por Nastia, no
será ofendida, lo arreglaré todo...
Se levantó del sillón y se acercó a su madre.
—Mamita —dijo —tranquilícese, traeré a Fomá Fomich, lo alcanzaré, no ha podido
alejarse mucho. Pero, le juro que volverá con una sola condición: aquí, ante todos los
testigos de la ofensa, deberá confesar su culpa y pedir solemnemente perdón a esta
nobilísima joven. ¡Lo conseguiré, lo obligaré!... ¡De lo contrario no cruzará el umbral de
esta casa! Le juro también solemnemente, mamita, que si él accede a ello voluntariamente,
estoy dispuesto a arrodillarme a sus pies y darle todo lo que pueda darle, sin perjuicio para
mis hijos. En cuanto a mí, a partir de este día me aparto de todo. Mi felicidad ha perdido su
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luz. Abandono Stepanchikovo. Vivid aquí tranquilos y felices. Me incorporo al ejército y
pasaré el resto de mi vida en los campos de batalla, en medio de los combates. ¡Basta!, ¡me
voy!
En aquel instante se abrió la puerta y Gávril, mojado de pies a cabeza, sucio a más
no poder, surgió ante el emocionado público.
—¿Qué te sucede? ¿De dónde vienes? ¿Dónde está Fomá? —gritó el tío lanzándose
hacia él.
Lo siguieron todos con ávida curiosidad, y rodearon al viejo, que chorreaba arroyos
de agua y lodo. Chillidos, ayes, gritos, acompañaban cada palabra de Gávril.
—Lo dejé junto al bosque de abedules, a poco más de un kilómetro de aquí
—empezó a decir con voz lacrimosa—. El caballo se asustó del relámpago y saltó a la
cuneta.
—¿Cómo? —exclamó mi tío.
—El carro volcó en la zanja.
—¿Qué le pasó a Fomá?
—Cayó en la zanja.
—¿Qué más? Cuenta, no lo alargues.
—Se hizo daño en un costado y se echó a llorar. Yo desenganché el caballo, lo
monté y vine aquí para informar.
—¿Y Fomá se quedó allí?
—No, se levantó y se fue caminando con el garrote —concluyó Gávril, tras lo cual
suspiró y bajó la cabeza.
Las lágrimas y los sollozos del sexo femenino no admiten descripción.
—¡Polkan! —gritó el tío.
Trajeron a Polkan, el tío lo montó sin ensillar y un minuto después el golpeteo de
los cascos de los caballos nos confirmó que había comenzado la persecución de Fomá
Fomich. El tío olvidó ponerse gorro.
Las damas corrieron a las ventanas. Entre ayes y gemidos, se oyeron consejos, se
habló de que precisaría en primer lugar un baño de agua tibia, una fricción con aguardiente,
una tisana especial, ya que Fomá no había tomado ni un trocito de pan «desde la mañana y
ahora está en ayunas». Perepelítsina había encontrado unas gafas con funda, olvidadas por
él. El hallazgo produjo una conmoción extraordinaria: la generala se apoderó de ellas en
medio de su llanto; sin soltarlas, se pegó a la ventana para vigilar el camino. La espera llegó
al punto máximo de tensión... En otro rincón, Sasheñka intentaba consolar a Nastia,
lloraban abrazadas. Nastia sujetaba a Iliusha y lo besaba constantemente, despidiéndose de
su alumno. Iliusha lloraba desesperado sin conocer él mismo la causa de ,su llanto.
Yezhévikin y Mizínchikov conversaban algo apartados. Daba la impresión de que
Bajchéiev, mirando a las dos jóvenes, también se disponía a llorar. Me acerqué a él.
—No, amigo —me dijo—. Fomá Fomich tal vez accedería a irse, pero todavía no ha
llegado el momento oportuno. ¡No le han conseguido aún bueyes de cuernos dorados para
su carruaje! Pero, serénese, amigo, echará de la casa a los amos: él se quedará.
Había pasado la tormenta y el señor Bajchéiev, al parecer, había cambiado de
opinión.
De pronto se oyó: «¡Lo traen! ¡Lo traen!» y las damas se precipitaron chillando
hacia la puerta. Desde que el tío marchara no habían pasado ni diez minutos, parecía
imposible que en tan poco tiempo hubieran encontrado a Fomá Fomich. El enigma se
resolvió después con gran simplicidad: cuando Fomá Fomich, habiéndose despedido de
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Gávril, «se fue con el garrote», se sintió completamente solo, en medio de la lluvia, los
truenos y la tormenta, y se encontró tan perdido que, sin pudor ni vergüenza algunas, volvió
sobre sus pasos tras Gávril, hacia Stepanchikovo. El tío lo encontró ya en el pueblo. Detuvo
inmediatamente un carro que pasaba por allí, acudieron los mujiks, sentaron dentro al
apaciguado Fomá Fomich y lo llevaron directamente a los brazos abiertos de la generala,
que a punto estuvo de perder el juicio al ver en qué estado lo traían, más sucio y calado que
Gávril. Se armó un jaleo indescriptible; unas querían ya mismo llevarlo arriba para
cambiarlo de ropa, hablaban de agua de saúco y otros remedios tonificantes. Se agitaban en
todas direcciones sin saber qué hacer, pasaban de una solución a otra, hablaban todas al
mismo tiempo...
Pero Fomá, al parecer, no reparaba en nada ni en nadie. Lo traían casi en brazos.
Cuando llegó a su sillón, se dejó caer pesadamente y cerró los ojos. Alguien gritó que se
moría. Se armó un gran revuelo, pero el que más lloraba era Falaley, tratando de abrirse
paso en medio de las señoras para besarle la mano...
—¿Adónde me habéis traído? —dijo por fin Fomá con voz de quien perece por una
causa justa.
—¡Maldito calzonazos! —susurró Mizínchikov a mi lado—, como si no viera
dónde lo han traído; menuda comedia nos va a representar ahora.
—Estás con nosotros, Fomá, rodeado de amigos —gritó mi tío—, ¡anímate,
serénate! Pero en serio, debes cambiarte de ropa si no quieres enfermar... ¿No quieres una
copita de algo, para calentarte un poco?...
—Me tomaría un poquito de málaga —gimió Fomá, cerrando de nuevo los ojos.
—Es poco probable que tengamos vino de Málaga —dijo el tío, mirando inquieto a
Praskovia Ilínichna.
—¡Claro que sí! —afirmó Praskovia Ilínichna—. Nos quedan cuatro botellas
enteras —y corrió en busca del; málaga haciendo tintinear las llaves, acompañada por los
gritos de todas las damas que rodeaban a Fomá como las moscas en tomo a la confitura.
Bajchéiev estaba extremadamente indignado.
—¡Se le antoja málaga! —gruñó casi en voz alta—. Tuvo que pedir un vino que casi
nadie bebe. ¿Quién bebe málaga hoy día, a no ser un canalla como él? ¡Malditos! ¿Qué
hago yo aquí? ¿Qué espero?
—¡Fomá! —empezó a decir mi tío deteniéndose en cada palabra—, ahora que ya
has descansado y estás de nuevo con nosotros, es decir, Fomá, comprendo que, por decirlo
de alguna manera, habiendo culpado a un ser inocente...
—¿Dónde, dónde está mi inocencia? —interrumpió Fomá, como afiebrado y en
delirio—. ¿Dónde están los días cuando creía en el amor y amaba al ser humano? ¿Dónde
están mis días dorados cuando, joven e inocente, corría por el campo tras una mariposa
primaveral? ¿Dónde, dónde están esos felices tiempos? ¡Devolvedme mi inocencia,
devolvédmela!...
Fomá, abriendo los brazos, se dirigía a cada uno de los presentes como si su
inocencia estuviese en algún bolsillo nuestro. Bajchéiev estaba a punto de estallar de ira.
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—¡Vaya, lo que quiere! —gruñó furioso—. ¡Que le devolvamos su inocencia! ¿Será
para besarse con ella? ¡Quizá ya de pequeño fuera tan bandido como ahora! ¡Juraría que sí!
—¡Fomá! —empezó a decir mi tío de nuevo.
—¿Dónde, dónde están aquellos días en que amaba al ser humano —gritaba
Fomá—, cuando lo abrazaba y lloraba en su pecho? Y ahora, ¿dónde estoy?, ¿dónde estoy?
—¡Estás con nosotros, tranquilízate! —gritó mi tío—; yo quería decirte, Fomá...
—¡Más le valiera callar ahora! —siseó Perepelítsina, y sus ojos de serpiente
brillaron amenazadores.
—¿Dónde estoy? —prosiguió Fomá—. ¿Qué me rodea? Son búfalos y toros que me
amenazan con sus cuernos. ¿Qué eres tú, vida? Vive, vive, sé deshonrado, avergonzado,
apaleado, despreciado y, cuando cubran de arena tu tumba, los hombres recobrarán su
juicio y aplastarán tus pobres huesos con un monumento.
—¡Santo cielo, habla de monumentos! —susurró Yezhévikin juntando las manos.
—¡Oh, no me erijáis monumentos! —gritaba Fomá—. ¡No me los erijáis! No los
necesito. Levantadlo en vuestros corazones y con eso me basta, me basta...
—Fomá —lo interrumpió el tío—, tranquilízate. No hay que hablar de monumentos.
Escucha lo que voy a decir... sabes, Fomá, que comprendo que tú, tal vez, por así decir,
ardiendo en un santo fuego al hacerme antes esos reproches, te dejaste llevar, Fomá, por
querer ser bueno, te lo aseguro, pero te equivocaste, Fomá...
—¿Pero lo dejará usted tranquilo? —pió de nuevo Perepelítsina—; No querrá usted
matar a un desgraciado por tenerlo en sus manos.
Después de Perepelítsina, se agitó también la generala, y tras ella todo su séquito,
todas se pusieron a hacerle grandes gestos al tío para que se callase.
—¡Anna Nilovna, cállese usted, sé muy bien lo que estoy diciendo! —respondió
con firmeza mi tío—. Es una cuestión sagrada, de honor y justicia. Fomá, tú eres un hombre
razonable y tu deber es pedir perdón inmediatamente a la nobilísima doncella que has
ofendido.
—¿A qué doncella? ¿A qué doncella ofendí? —preguntó Fomá perplejo, mirando a
todos como si hubiera olvidado lo ocurrido y no supiese de qué se trataba.
—Sí, Fomá, y ahora si reconoces que eres culpable y lo reconoces voluntariamente,
te juro, Fomá, que caeré a tus pies y entonces...
—¿Pero a quién ofendí? —vociferaba Fomá—. ¿A qué doncella? ¿Dónde está esa
doncella? Recordadme algo de ella...
En ese instante, Nasteñka, confusa y atemorizada, se acercó a Yégor Ílich y le tiró
de la manga.
—Déjelo, Yégor Ílich, no hace falta que pida perdón, déjelo —decía con voz
suplicante—, déjelo...
—¡Ahora, ya recuerdo! —exclamo Fomá—. ¡Dios mío, lo entiendo! ¡Oh, ayúdenme
a recordarlo! —pedía, al parecer enormemente agitado—. ¿Decidme si es verdad que me
echaron de aquí como un perro sarnoso? ¿Es verdad que fui alcanzado por un rayo? ¿Es
verdad que me arrojaron desde una ventana? ¿Es verdad o no?
Los lamentos y gemidos de las mujeres fueron las respuestas más elocuentes a las
preguntas de Fomá Fomich.
—¡Sí, sí! —repetía—. Ya recuerdo... ahora recuerdo que después del trueno y mi
caída corrí hacia aquí perseguido por los truenos para cumplir con mi deber y luego
desaparecer para siempre. ¡Incorporadme! Por débil que esté, debo cumplir con mi deber.
Lo incorporaron inmediatamente en el sillón. Fomá tomó la postura de un orador y
111
extendió los brazos.
—¡Coronel! —exclamó—. Ahora ya he vuelto por completo a mi ser, el trueno no
acabó con mis facultades mentales, me queda, a decir verdad, alguna sordera en el oído
derecho debida, tal vez, menos a los truenos que a la caída en la escalinata... no importa. ¡Y
a quién puede importarle el oído derecho de Fomá Fomich!
Las últimas palabras de Fomá fueron pronunciadas con tan triste ironía y una
sonrisa tan lastimera que suscitaron en las damas conmovidas nuevos gimoteos. Todas con
ojos de reproche y algunas con verdadera furia, miraban al tío, que ya empezaba a sentirse
afectado ante tan unánime opinión general. Mizínchikov escupió y se acercó a la ventana.
Bajchéiev me daba cada vez más fuerte con el codo y apenas se mantenía en su sitio.
—¡Ahora escuchad todos mi confesión! —exclamó Fomá, mirando a su alrededor
con ojos orgullosos y enérgicos—, y decidid el destino del desgraciado Opiskin. ¡Yégor
Ílich! Ya hace mucho tiempo que lo observo, lo observo con el corazón angustiado, y he
visto todo, mientras que usted ni sospechaba que yo lo observaba. Coronel, tal vez me
equivocaba, pero conociendo su egoísmo, su ilimitada lujuria, su increíble voluptuosidad,
¿quién habría podido culparme de temer por el honor de la más digna de las doncellas?
—¡Fomá, Fomá!... no hace falta que digas más —exclamó el tío, inquieto al ver la
torturada expresión de Nasteñka.
—Lo que más me preocupaba no era tanto la inocencia y la confianza de esa
persona, sino su falta de experiencia —continuaba diciendo Fomá como si no hubiera oído
las advertencias del tío—. Me daba cuenta de que en su corazón florecía el amor como una
rosa tierna, e involuntariamente recordaba a Petrarca, quien dijo que «la inocencia está a
veces muy próxima de la perdición». Yo sufría, gemía y aunque por esa joven pura como
una perla estaba dispuesto a sacrificarme, dejando en garantía toda mi sangre, ¿quién podía
avalarlo a usted, Yégor Ílich, conociendo su temperamento, sus pasiones lujuriosas,
sabiéndolo capaz de sacrificarlo todo por un momento de placer? Se apoderó de mí el temor
por el destino de la joven más pura del mundo.
—¡Fomá!, ¿es posible que hayas pensado eso? —gritó el tío.
—Con dolor de corazón, lo vigilaba. Si quiere saber cómo sufría, pregúnteselo a
Shakespeare, él le contará en su Hamlet el estado en que se hallaba mi alma. Me convertí
en un ser receloso y temible. Inquieto e indignado lo veía todo negro, pero no era ese «color
negro» que se canta en el famoso romance, puede estar seguro. De ahí mi anhelo de alejarla
de esta casa; quería salvarla; por ello me veía usted, durante este último tiempo, tan irritado,
tan lleno de odio por la humanidad. ¡Oh! ¡Quién me reconciliará ahora con la humanidad!
Me doy cuenta de que tal vez sea demasiado despótico e injusto con sus invitados, con su
sobrino, con el señor Bajchéiev, al exigirle saber de astronomía... pero, ¿quién puede
acusarme de un estado anímico así? Volviendo a Shakespeare, le diré que veía el futuro
como un sombrío abismo de insondable profundidad, en cuyo fondo se escondía un
cocodrilo. Sentía que mi obligación era prever la desgracia, que ése era mi deber, que mi
destino me obligaba a ello, pero usted no comprendió mis nobles deseos y me lo agradeció
con ira, ingratitud, burlas y humillaciones...
—¡Fomá! Si es así... yo lo siento... —exclamó el tío presa de extrema emoción.
—Si de verdad lo siente, coronel, tenga la bondad de no interrumpirme y
escucharme hasta el final. Continúo: mi culpa, por consiguiente, se debía a que me tomaba
muy a pecho el destino y la dicha de esa niña, de hecho, comparada con usted no es sino
una niña. Mi gran amor por la humanidad me convirtió entonces en una fiera recelosa y
suspicaz. Estaba listo para lanzarme sobre la gente y martirizarla. Y, sabe usted, Yégor
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Ílich, todo cuanto usted hacía, como a propósito, confirmaba mis suposiciones. Ha de saber
que ayer, cuando quiso cubrirme de oro para alejarme de usted, pensé: «En mi persona, está
apartando de sí su propia conciencia, para llevar a cabo más fácilmente su crimen...».
—¡Fomá, Fomá! ¿Es posible que hayas pensado eso ayer? —exclamó el tío
horrorizado—. ¡Oh, Dios mío! ¡Y yo tan ajeno!
—Fue el cielo quien despertó en mí esas sospechas —continuó Fomá— Juzgue por
sí mismo: ¿qué podía suponer cuando el azar me llevó esa misma tarde al fatal banco del
jardín? ¿Qué iba a sentir en aquel momento, cuando constaté con mis propios ojos, ¡cielos!,
de manera flagrante, que todas mis sospechas estaban justificadas? Me quedaba todavía una
esperanza, débil, es cierto, mas esperanza al fin. Usted mismo se encargó de reducirla a
cenizas: me envía una carta, me habla en ella de su propósito de casarse, me ruega que no
divulgue su plan... sí, pero ¿por qué me escribe ahora, cuando lo sorprendo, y no antes?
¿Por qué no acudió feliz a decírmelo, dado que el amor embellece al que ama, por qué no
me abrazó ni lloró en mis brazos y me lo contó todo, todo? ¿Acaso soy un cocodrilo que lo
habría devorado sin darle un buen consejo? ¿O algún repulsivo insecto que se limita a
morderlo sin asistir a su felicidad? «¿Soy su amigo o el más repugnante de los insectos?»,
ésa era la pregunta que me hacía esta mañana. ¿Por qué, me pregunté, hizo venir de la
capital a su sobrino e intentó casarlo con esa joven, si no para engañamos a nosotros y a su
propio «frívolo» sobrino y proseguir secretamente el más criminal de los designios? Si
alguien me convenció de que su amor, el amor del uno por el otro, era criminal, fue usted y
sólo usted. Le digo más, es usted culpable ante esa joven, ya que, por torpeza y
desconfianza egoísta, la sometió a ella, joven modesta y de altos principios, a la calumnia y
las sospechas insidiosas.
El tío callaba con la cabeza baja: la elocuencia de Fomá, claramente, superaba todas
sus convicciones. Comenzaba a considerarse un perfecto criminal.
La generala y sus acompañantes escuchaban silenciosos y sobrecogidos a Fomá, y
Perepelítsina miraba con ojos despectivos a la pobre Nasteñka.
—Atónito, irritado, casi muerto —continuó Fomá—, me encerré con llave en mi
habitación y recé para que Dios me inspirase. Finalmente, decidí ponerlo a prueba, por
última vez y públicamente. Puede que estuviera demasiado acalorado, o que mi indignación
fuera excesiva, pero por mis nobles impulsos usted me arrojó por la ventana. Mientras caía
pensé: «en el mundo, siempre se recompensa así la virtud». Fue entonces cuando me
estrellé, y ya no recuerdo qué pasó después...
Chillidos y gemidos interrumpieron el trágico recuerdo de Fomá Fomich. La
generala se precipitó hacia él con una botella de málaga que acababa de arrancarle a
Praskovia Ilínichna, pero Fomá, majestuoso, rechazó de un ademán el vino y a la misma
generala.
—¡Dejadme! —gritó—. Necesito terminar. No sé qué ocurrió después de mi caída.
Lo único que sé ahora es que estoy calado hasta los huesos y expuesto a coger la fiebre para
haceros felices. ¡Coronel! Según muchos indicios que por ahora no quiero explicar, me he
convencido, finalmente, de que su amor era puro, rayano en lo sublime, aunque también
poco fiable... Apaleado, humillado, sospechoso para muchos de haber ofendido el honor de
la joven por la cual, como un caballero medieval, estaba dispuesto a verter toda mi sangre,
quiero que vean cómo se venga de sus ofensas Fomá Opiskin. ¡Deme su mano, coronel!
—¡Con sumo placer, Fomá! —exclamó el tío—, y como has despejado de toda
sospecha el honor de la nobilísima joven, pues... por supuesto... aquí tienes mi mano y con
ella mi disculpa...
113
Y el tío le dio calurosamente la mano, sin sospechar para qué la quería.
—Deme usted ahora su manita —continuó Fomá con voz débil, abriéndose paso
entre la gente que lo rodeaba y dirigiéndose a Nasteñka.
Nasteñka, confusa, asustada, miró tímidamente a Fomá.
—Acérquese, acérquese, mi dulce chiquilla. Es indispensable, para que seáis felices
—añadió cariñosamente Fomá, aún con la mano del tío entre las suyas.
—¿Y ahora, qué pretende? —preguntó Mizínchikov.
Nastia, asustada y temblorosa, se acercó despacio hacia Fomá y le tendió
tímidamente su manita.
Fomá puso la manita de Nastia en la mano del tío.
—¡Junto vuestras manos y os bendigo! —dijo con la voz más solemne—. Y si la
bendición de un peregrino infeliz, castigado por el destino, puede serviros de ayuda, ¡sed
felices! ¡Así es cómo se venga Fomá Opiskin! ¡Hurra!
Inmensa sorpresa general. El desenlace fue tan inesperado que todos quedaron sin
habla. La generala se congeló tal como estaba, con la boca abierta y la botella de málaga en
las manos. La Perepelítsina se puso pálida y temblaba de rabia. Las damas de compañía
juntaron las manos y quedaron petrificadas en sus asientos. El tío, tembloroso, intentó decir
algo, pero no pudo. Nastia palideció como si estuviera muerta y masculló «no puede ser...»
pero ya era demasiado tarde. Bajchéiev fue el primero, hay que hacerle justicia, en repetir el
«hurra» de Fomá Fomich. Lo seguí yo, después lo gritó la sonora vocecita de Sasheñka, que
se lanzó a besar a su padre; después Iliusha, luego Yezhévikin y por último Mizínchikov.
—¡Hurra! —gritó otra vez Fomá—. ¡Hurra! Y de rodillas, hijos de mi alma, de
rodillas ante la más tierna de las madrecitas. Pedid su bendición y, si es preciso, yo mismo
hincaré mis rodillas junto con vosotros...
El tío y Nastia, sin haber intercambiado una mirada, asustados y sin comprender lo
que les estaba pasando, cayeron de rodillas ante la generala. Todos los rodearon. La vieja,
estupefacta, no sabía qué hacer. Fomá resolvió la situación: él mismo se puso de rodillas
ante su protectora, lo que acabó con todas las dudas. Inundada en llanto, dijo finalmente
que daba su consentimiento. El tío saltó y estrechó a Fomá en sus brazos.
—¡Fomá, Fomá!... —dijo, pero su voz se quebró y no pudo continuar.
—¡Champán! —rugió Stepán Aleksiéievich—. ¡Hurra!
—Nada de champán —replicó la Perepelítsina, que había tenido tiempo de
recobrarse y darse cuenta de las circunstancias y las consecuencias—. Hay que encender un
cirio ante la imagen sagrada, rezar ante ella y bendecir a todos, como han de hacer los
creyentes...
Todos se precipitaron a cumplir el sensato consejo; se armó un alboroto monstruo.
Había que encender un cirio. Bajchéiev se subió a una silla, que de inmediato se rompió,
aunque logró saltar y no caerse. Sin enfadarse, cedió respetuosamente el puesto a la
Perepelítsina, que por ser delgada cumplió sin esfuerzo la misión y el cirio se encendió. La
monja y las invitadas se pusieron a rezar y a inclinarse hasta el suelo. Bajaron la imagen
sagrada y se la ofrecieron a la generala. El tío y Nastia volvieron a ponerse de rodillas y la
ceremonia se realizó según las reglas religiosas de la Perepelítsina, que no dejaba de
repetir: «De rodillas ante la imagen, besad la imagen, besad la mano de la madrecita...».
Después de besar a los novios, el señor Bajchéiev se consideró obligado a besar la
imagen sagrada, besando de paso la mano de la generala. Su exaltación no tenía límite.
—¡Hurra! —gritó de nuevo—:. ¡Ahora es cuando beberemos champán!
Sobra decir que todos estaban encantados, la generala lloraba, pero ahora con
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lágrimas de alegría: para ella, la bendición de Fomá había hecho la boda decente y sagrada
y, lo más importante, se daba cuenta de que Fomá Fomich se había distinguido y ahora se
quedaría con ella por los siglos de los siglos. Todas las acompañantes, por lo menos en
apariencia, compartían el entusiasmo general. El tío, tan pronto se arrodillaba ante su madre
y besaba sus manos, como me abrazaba a mí, a Bajchéiev, a Mizínchikov o Yezhévikin.
Estuvo a punto de ahogar a Iliusha, de tantos abrazos; Sasha abrazaba y besaba a Nasteñka,
Praskovia Ilínichna estaba deshecha en lágrimas, y el señor Bajchéiev, viéndola, se acercó a
besarle la mano. El viejo Yezhévikin lloraba emocionado en un rincón, secándose los ojos
con su pañuelo a cuadros. En otro rincón gemía Gávril y miraba con devoción a Fomá
Fomich. Falaley, sollozando ruidosamente, se acercaba a todos para besarles las manos. La
emoción era general. Nadie hablaba, nadie daba explicaciones; era como si todo estuviera
dicho; no se oían sino alegres exclamaciones. Nadie comprendía aún cómo las cosas se
habían arreglado tan pronto, de manera tan simple. Sólo sabían que todo era obra de Fomá
Fomich, un hecho real e indiscutible.
No habían pasado cinco minutos de felicidad común cuando apareció Tatiana
Ivánovna. ¿Cómo había podido, sentada en su habitación, saber o intuir que se hablaba de
amor y de boda? Llegó de repente, con el rostro radiante, los ojos inundados de alegría, con
un elegante vestido (había tenido tiempo de cambiarse antes de bajar) y se lanzó
directamente a besar a Nasteñka, exclamando alegremente:
—¡Nasteñka, Nasteñka! ¡Tú lo amabas y yo no lo sabía! ¡Dios mío, se amaban,
sufrían secretamente, fueron perseguidos! ¡Qué maravillosa novela! Nastia, querida mía,
dime toda la verdad, ¿de verdad amas a ese loco?
En vez de responder, Nastia la abrazó y la besó.
—¡Dios mío, qué maravillosa novela! —y Tatiana Ivánovna aplaudió con
entusiasmo—. Escucha, Nastia, ángel mío: todos estos hombres, sin excepción alguna, son
unos monstruos ingratos y no merecen nuestro amor. Pero tal vez él sea el mejor de todos.
Acércate, hombre loco —gritó, dirigiéndose al tío y sujetándolo por el brazo—. ¿De veras
estás enamorado? ¿Es posible que seas capaz de amar? Mírame: quiero mirarte a los ojos,
quiero ver si mienten o no. No, no, no mienten: en ellos brilla el amor. ¡Oh, qué feliz soy!
Nasteñka, amiga mía, escucha: tú no eres rica, yo te regalo treinta mil rublos. ¡Acéptalos,
por Dios te lo pido! Yo no los quiero, no los quiero. ¡Me queda aún mucho dinero! ¡No, no,
no, no! —gritó y agitó la mano al percibir que Nastia se aprestaba a rechazarlo—. Cállese
también usted, Yégor Ílich; no es asunto suyo. Óyeme, Nastia, lo tenía decidido hace
mucho tiempo. Esperaba tu primer amor... Seré testigo de vuestra felicidad. Me ofenderás si
no los aceptas, lloraré, Nastia... ¡No, no, no y no!
Por el momento Tatiana Ivánovna estaba tan entusiasmada que era imposible, si no
cruel, oponérsele, así que decidieron aplazarlo hasta otra ocasión. Se lanzó a besar a la
generala, a Perepelítsina, a todos cuantos allí estábamos.
Bajchéiev se abrió paso muy respetuosamente hacia ella y le pidió la mano para
besársela.
—Querida palomita, perdona a este tonto por lo dicho esta mañana, no conocía tu
corazón de oro.
—¡Loco! Yo hace mucho que te conozco —balbuceó Tatiana Ivánovna, risueña y
juguetona, golpeando levemente con su guante la nariz de Bajchéiev. Rozándolo con su
vaporoso vestido, se alejó, ligera como una brisa marina. El gordinflón se apartó
cortésmente.
—Una doncella dignísima —dijo conmovido. Y me susurró en secreto, mirándome
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alegremente a los ojos—: Al alemán le han pegado la nariz.
—¿Qué alemán? ¿Qué nariz? —pregunté sorprendido.
—¿Como cuál? El que compré como regalo, el que besa la mano de su dama,
también alemana, que se seca una lágrima con un pañuelo. Evdokin lo arregló ayer. Esta
mañana, al volver de nuestra expedición, mandé a buscarlo... Lo traerán pronto, ¡un juguete
magnífico!
—¡Fomá! —exclamó el tío exaltado—, ¡eres el artífice de nuestra dicha! ¿Cómo
puedo corresponderte?
—Con nada, coronel —respondió Fomá con cara de mal humor—, continúe sin
hacerme ningún caso y sea feliz sin Fomá.
Era evidente que se sentía ofendido: en medio de la exaltación general parecía
olvidado.
—¡Todo se debe a la alegría, Fomá! —exclamo el tío—. Yo, hermano, ni sé ni
recuerdo dónde estoy. Escucha, Fomá, yo te ofendí. Mi vida entera, mi sangre entera no
bastarían para reparar el daño que te causé. Por eso callo, ni siquiera me disculpo. Pero si
alguna vez necesitas mi cabeza, mi vida, si necesitas que alguien se tire por ti a un abismo,
llámame y verás... No digo más, Fomá.
Y el tío agitó la mano, dándose cuenta de que no había nada que añadir para
expresar con mayor fuerza su pensamiento. Sólo miraba a Fomá con ojos agradecidos y
empañados.
—¡Eso sí que es un ángel! —pió la joven Perepelítsina loando a Fomá.
—Sí, sí —la apoyó Sasheñka—. No sabía que fuera usted tan buena persona, Fomá
Fomich, y me porté mal con usted. Perdóneme, Fomá Fomich, y tenga la seguridad de que
lo querré con todo mi corazón. ¡Si supiera cuánto lo respeto ahora!
—Sí, Fomá —la apoyó Bajchéiev—. Perdona también a este tonto, no te conocía.
Tú, Fomá, no sólo eres un sabio, sino también un héroe. Toda mi casa está a tu disposición.
Pero mejor todavía, ven pasado mañana con la madrecita generala, con el novio y la novia y
a qué andarse con pequeñeces: ¡con toda la casa! No quiero alabarme hablando de la
comida; os diré: salvo leche de pájaros, allí habrá de todo para vosotros. ¡Palabra de honor!
En medio de tantas emotivas explicaciones, Nasteñka se acercó a Fomá Fomich y
sin hablar lo abrazó con fuerza y lo besó.
—¡Fomá Fomich! —dijo—, es usted nuestro bienhechor; no sé cómo agradecérselo,
no dude de que seré para usted una hermana cariñosa y atenta...
No pudo terminar de hablar: las lágrimas ahogaron sus palabras. Fomá la besó en la
cabeza y sus ojos también se humedecieron.
—¡Hijos, hijos de mi corazón! —dijo—, os deseo vida y felicidad y en vuestros
momentos de dicha recordad alguna vez al pobre desterrado. Por mi parte os diré que la
desgracia es, tal vez, la madre de la virtud. Creo que lo dijo Gógol, escritor frívolo pero que
tiene a veces opiniones certeras. La expulsión es una desgracia. Y ahora erraré por el
mundo con mi cayada y, ¿quién sabe?, quizá mis padecimientos me hagan más
misericordioso. ¡Este pensamiento es el único consuelo que me queda!
—Pero ¿adónde te irás, Fomá? —gritó el tío alarmado.
Todos se estremecieron y se precipitaron hacia Fomá.
—¿Supone usted que puedo permanecer en su casa después de su conducta,
coronel? —preguntó Fomá con extraordinaria dignidad.
No lo dejaron terminar: los gritos de la compañía apagaban sus palabras. Lo
sentaron en su sillón, le suplicaban, lloraban, no sé qué dejaron de hacerle. Claro que Fomá
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no tenía la mínima intención de salir de «esa casa», como tampoco la había tenido antes, ni
siquiera cuando cavaba en el huerto. Sabía que ahora lo detendrían devotamente, se
pegarían a él, puesto que había hecho felices a todos y que todos estaban dispuestos a
mimarlo, a llevarlo en andas y a considerar el hecho como un honor y un privilegio. Es
posible que la necesidad de volver a «esta casa», cuando se asustó de la tormenta, hiriera su
vanidad y lo impulsara a intentar otra vez ser un héroe. Pero lo principal era que le ofrecía
la posibilidad de hacerse valer de nuevo, de alabarse a sí mismo, de hablar con frases
altisonantes, una tentación muy fuerte. Trataba de liberarse de toda presión, de abrirse paso
entre quienes lo retenían, pedía que lo dejaran ir a donde él quisiera, que en «esta casa»
había perdido el honor y había sido humillado; que había vuelto para hacer felices a todos,
pero ¿podía, acaso, quedarse en la «casa de la ingratitud» y comer una sopa, por sabrosa
que fuera, acompañada de vejaciones? Al fin dejó de querer liberarse y de nuevo lo
sentaron en el sillón. Pero su elocuencia proseguía.
—¿Acaso no me ofendían aquí? —gritaba—, ¿acaso no me hacían rabiar
sacándome la lengua? ¿Acaso usted mismo, coronel, no me hacía constantemente muecas y
cortes de mangas, igual que los hijos ignorantes de los trabajadores de nuestras calles
urbanas? Sí, coronel, soy partidario de la comparación, porque esas muecas, si usted no me
las mostraba físicamente, eran morales, en algunos casos más ofensivas que las físicas, y ni
hablemos de otras humillaciones...
—¡Fomá, Fomá! —gritó el tío—, ¡no me mates con esos recuerdos! Ya te dije que
toda mi sangre sería insuficiente para lavar esa ofensa. ¡Sé magnánimo! Olvida, perdona y
déjanos contemplar nuestra felicidad. ¡Tu obra, Fomá!...
—... Yo quiero amar, amar al ser humano —gritaba Fomá—, ¡y no me dan al ser
humano, me prohíben quererlo, hacen imposible que pueda quererlo! ¿Dónde está ese
hombre? ¿Dónde se oculta? Como Diógenes con la linterna, lo vengo buscando toda la vida
y no lo encuentro. Y no puedo amar a nadie mientras no lo encuentre. Malhaya aquel que
me hizo odiarlo. Yo grito: dadme al ser humano para quererlo, y van y me traen a Falaley.
¿Cómo puedo querer a Falaley? ¿Acaso quiero amar a Falaley? ¿Podría amar a Falaley,
aunque quisiera? No. ¿Por qué no? Porque él es Falaley. ¿Por qué no amo a la humanidad?
Porque todo cuanto existe en el mundo es Falaley o se parece a Falaley. ¡No quiero a
Falaley, odio a Falaley, escupo en Falaley, aplastaré a Falaley y si tuviera que elegir amaría
antes a Asmodeo que a Falaley! ¡Ven, ven aquí, mi torturador constante, ven aquí! —gritó
de pronto dirigiéndose a Falaley, que asomaba su inocente imagen de puntillas entre la
multitud que rodeaba a Fomá Fomich—. ¡Ven aquí! Le demostraré, coronel —gritaba
Fomá atrayendo con la mano a Falaley, aterrorizado—, le demostraré el acierto de mis
palabras sobre las constantes burlas y «muecas». Dime, Falaley, y dime la verdad. ¿Qué has
visto en sueños esta última noche? Ahora, coronel, verá los resultados de su educación.
¡Venga, Falaley, habla!
El pobre niño, temblando de miedo, miraba en derredor desesperado, buscando a
alguien que lo salvara; pero todos también temblaban y esperaban horrorizados su
respuesta.
—Y bien, Falaley, ¡estoy esperando!
En vez de responder, Falaley contrajo el rostro, abrió la boca y se echó a llorar
como un ternero.
—Coronel, ¿ve usted esta terquedad? ¿Será posible que sea natural? Por última vez
te pregunto, Falaley, dime, ¿con qué has soñado hoy?
—Con...
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—Dile que soñaste conmigo —le apuntó Bajchéiev.
—Con sus bondades —le sopló en otro oído Yezhévikin.
Falaley no hacía más que mirar en tomo suyo.
—Con... sus... bon... ¡con el buey blanco! —mugió por fin, llorando amargamente.
Todos gimieron. Pero Fomá Fomich padecía un ataque de extraordinaria
magnanimidad.
—Veo al menos tu sinceridad, Falaley —dijo—, algo que no descubro en otros.
Ojalá Dios esté contigo. Si por consejo de otros me haces rabiar adrede con ese sueño, Dios
te lo hará pagar, a ti y a esos otros. Si me equivoco respeto tu sinceridad, ya que hasta en la
última criatura humana, como tú, por ejemplo, estoy habituado a percibir la imagen y
semejanza de Dios... ¡Te perdono, Falaley! ¡Hijos míos, abrazadme, me quedo!
—¡Se queda! —exclamaron todos con entusiasmo.
—¡Me quedo y perdono! Coronel, recompense a Falaley con azúcar: que no llore en
un día de felicidad general.
Se comprende que tanta magnanimidad fuera considerada asombrosa. Preocuparse
así, en un momento así, ¿y de quién? De Falaley. El tío se precipitó a cumplir la orden del
azúcar. Inmediatamente, en manos de Praskovia Ilínichna y quién sabe de dónde, apareció
un azucarero de plata.
El tío sacó con mano temblorosa dos trocitos de azúcar, después tres, que se le
cayeron y se dio cuenta de que, por la emoción, no conseguiría nada.
—¡Eh! —exclamó—. Por un día como hoy, ¡toma, Falaley! —y le volcó todo el
contenido del azucarero en la camisa—. ¡Eso es para ti, por ser sincero! —añadió en plan
de moraleja.
—El señor Korovkin —anunció de pronto Vidopliásov desde la puerta.
Se produjo un pequeño revuelo. La visita de Korovkin era evidentemente
inoportuna. Todos se volvieron al tío con mirada interrogante.
—¡Korovkin!... —exclamó el tío algo confuso—. Claro que estoy contento...
—añadió, mirando tímidamente a Fomá—, pero no sé si recibirlo ahora, en un momento
así. ¿Tú qué piensas, Fomá?
—¡No importa, no importa! —respondió benevolente Fomá—. Invite a Korovkin,
que también él participe de la dicha de todos.
En una palabra, Fomá Fomich estaba de un humor angelical.
—Le informo con todo respeto —observó Vidopliásov— que el caballero no se
encuentra del todo bien.
—¿No se encuentra del todo bien? ¿Cómo? ¿Qué dices? —gritó el tío.
—¡Así es! No está en condiciones sobrias...
Antes de que el tío tuviese tiempo de abrir la boca, ponerse colorado, asustarse y
avergonzarse, el enigma quedó resuelto. Apareció en la puerta Korovkin en persona, apartó
con la mano a Vidopliásov y quedó expuesto unte el sorprendido público. Era un hombre
más bien bajo, grueso, de unos cuarenta años, cabellos oscuros, salpicados de canas,
cortados cortos, rostro redondo y rojizo, ojos pequeños, sanguinolentos, vestido con un frac
muy sucio, como si se hubiese revolcado por el heno, viejo y roto en la axila, con unos
pantalones imposibles de describir y una gorra mugrienta echada hacia atrás. Este señor
estaba completamente borracho. Se detuvo en el centro de la habitación, balanceándose,
asintiendo con la cabeza como si, en su vacilante borrachera, picoteara con la nariz.
Después mostró una risa de oreja a oreja.
—Perdonen, señores —dijo—, yo... —aquí se llevó la mano a la nariz—, ... he
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cogido una buena...
La generala adoptó inmediatamente un aire de dignidad ofendida. Fomá, en su
sillón, contemplaba irónicamente al excéntrico visitante. Bajchéiev lo miraba perplejo,
aunque no sin cierta simpatía. La confusión del tío era increíble; sufría sinceramente por
Korovkin.
—Korovkin —empezó a decir—. Escúcheme...
—Atandé —lo interrumpió Korovkin—. Me presentaré: soy un hijo de la
naturaleza... ¿Pero qué veo? Aquí hay damas... ¿Y por qué, canalla, no me dijiste que aquí
tenías damas? —añadió con una sonrisa pícara mirando al tío—. ¡No importa! No seas
tímido... Me presentaré al bello sexo... ¡Encantadoras damas! —empezó, hablando con
dificultad y atascándose en cada palabra— vean ustedes a un desgraciado que... bueno...
¿para qué seguir?.., ¡Músicos! ¡Una polka!
—¿No le gustaría dormir un rato? —pregunto Mizínchikov, acercándose
tranquilamente a Korovkin.
—¿Dormir? ¿Lo dice para ofenderme?
—Nada de eso. Es muy sano cuando se llega de un viaje...
—Jamás —respondió Korovkin indignado—. ¿Acaso crees que estoy borracho?
Nada de eso.... Aunque, ¿dónde se duerme en esta casa?
—Yo lo acompañaré ahora mismo.
—¿Adonde? A la cochera no, hermano, no me engañarás. Ya he pasado allí la
noche... Aunque llévame..., ¿por qué no iría con una buena persona? La almohada no me
hace falta, a un militar no le hace falta almohada. Agénciame un sofá, eso sí, un sofá. Pero
tú, hermano, prepárame un traguito para exterminar el gusanillo... sólo para eso, es decir,
apenas una copita...
—Bueno, bueno... —respondió Mizínchikov.
—Pero espera... debo despedirme. Adiú, medams y mesdemuasels, me habéis, como
quien dice, calado... pero, ya hablaremos después... me despertaréis apenas empiece...
incluso cinco minutos antes de que empiece, ¡no empecéis sin mí! ¿Me oís....? ¡No
empecéis!...
Y el divertido visitante salió detrás de Mizínchikov. Todos callaban. No se reponían
de su consternación. Finalmente Fomá empezó a reírse en silencio, y poco a poco su risa
fue creciendo, cada vez más y más, hasta convertirse en carcajada. Viéndolo, también la
generala se alegró, aunque conservaba su gesto de dignidad ofendida. Las risas fueron
generalizándose. El tío, atónito, el rostro enrojecido, era incapaz de pronunciar una palabra.
—¡Oh, piedad divina! —dijo finalmente—. ¿Quién podía saberlo? Pero bueno, ¡a
cualquiera le pasa! Te aseguro, Fomá, que es una persona honradísima y noble, y también
muy culta. ¡Lo verás, Fomá!...
—Ya lo veo, ya lo veo —respondió Fomá, casi ahogado por la risa—, muy culto,
muy leído... es la palabra.
—¡Cómo habla de los ferrocarriles! —observó a media voz Yezhévikin.
—¡Fomá!... —comenzó el tío, pero la risa general ahogaba sus palabras. Fomá
Fomich se partía de risa; viéndolo, también el tío se echó a reír.
—Bueno, sobran las palabras —dijo el tío—. Tú, Fomá, eres generoso, tienes buen
corazón, a ti te debo mi felicidad... Perdonarás también a Korovkin.
Sólo Nasteñka no reía. Con ojos amorosos miraba a su novio y parecía decir: «¡Qué
encantador eres, qué bueno, qué hombre tan noble y cómo te amo!».
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Conclusión
El triunfo de Fomá era absoluto e incuestionable. Por cierto, sin él nada se habría
conseguido, y el hecho consumado acallaba toda duda y objeción. La gratitud de la pareja
feliz no conocía límite. Mi tío y Nasteñka me obligaron a callar apenas insinué cómo
habían logrado el beneplácito de Fomá para su boda. Sasheñka gritaba: «¡Magnífico,
magnífico Fomá Fomich! Le bordaré un precioso cojín», y hasta me reprochó el haber sido
tan duro.
El señor Bajchéiev, recién convertido a la causa de Fomá, me habría estrangulado si
me hubiese atrevido a decir, delante de él, algo irrespetuoso sobre Fomá Fomich. Ahora lo
seguía como un perrito, lo miraba con devoción y añadía a cada palabra suya: «¡Eres un ser
nobilísimo, Fomá; eres un hombre sabio, Fomá!». Por lo que se refiere a Yezhévikin,
rayaba el colmo del entusiasmo. Hacía mucho que se había dado cuenta de que Yégor Ílich
había perdido la cabeza por Nasteñka, y desde entonces soñaba, despierto o dormido, con
casar a su hija con él. Pensaba en ello continuamente y sólo renunció al ver que su ilusión
no era posible; en una palabra, cuando fue evidente que Fomá Fomich se había entronizado
en esa casa para siempre y que su tiranía, esta vez, no acabaría nunca. Es bien sabido que
aun las personas más desagradables y caprichosas se dulcifican algún tiempo cuando sus
deseos se ven satisfechos. No así Fomá Fomich, que se volvía más imbécil cuando
conseguía sus propósitos y se envanecía cada vez más y más. Justo antes de comer, y
después de cambiarse de ropa, tomó asiento en un sillón, llamó a mi tío y en presencia de
toda la familia empezó a darle un nuevo sermón.
—Coronel —empezó diciendo—, está usted por contraer un matrimonio legítimo,
¿comprende usted la obligación que ello?...
Y así seguía y seguía. Imagínense diez páginas de un Journal des Débats de gran
formato y tipografía microscópica, llenas de las más absurdas tonterías, en las que no se
mencionan para nada las obligaciones sino los elogios más vergonzosos a la inteligencia,
modestia, cordialidad, generosidad, valor y magnanimidad del propio Fomá Fomich. Todos
tenían hambre, todos querían comer, pero nadie se atrevía a decirlo, escucharon con
devoción hasta el final esos disparates. El mismo Bajchéiev, pese a su apetito descomunal,
se mantuvo quieto, sin moverse, imbuido de respeto. Fomá Fomich, satisfecho de su propia
elocuencia, recobrado el buen humor y animado por las frecuentes libaciones a la hora de
comer, pronunciaba los brindis más extravagantes. Comenzó a bromear a costa de los
desposados. Todos reían y aplaudían. Algunas de sus bromas eran tan soeces y directas que
hasta Bajchéiev se sintió avergonzado. Finalmente, Nasteñka saltó de la mesa y huyó, lo
que procuró a Fomá un deleite indescriptible, aunque inmediatamente se controló.
Describió en cortas y brillantes frases las cualidades de Nasteñka y pronunció un brindis
por la salud de la ausente. Mi tío, un minuto antes confuso y dolido, ahora estaba dispuesto
a darle un abrazo a Fomá Fomich. En general, el novio y la novia parecían sentirse
avergonzados de sí como de su felicidad; noté que desde su bendición no habían cruzado
palabra y se habría dicho que evitaban mirarse uno al otro. Cuando se levantaron de la
mesa, de pronto mi tío desapareció no se sabe dónde. Salí a la terraza en su busca. Allí, en
un sillón ante una taza de café, encontré a Fomá Fomich en pleno uso de la palabra y muy
achispado. Tenía a su lado a Yezhévikin, Bajchéiev y Mizínchikov. Me detuve a escuchar.
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—¿Por qué? —gritaba Fomá—, ¿por qué estoy dispuesto ahora mismo a quemarme
en la hoguera por mis ideas? Y ¿por qué ninguno de vosotros es capaz de hacer lo mismo?
¿Por qué, eh, por qué?
—Estaría de más, Fomá Fomich —bromeó Yezhévikin—. ¿Qué sentido tiene?
Primero le dolería, luego se quemaría y, ¿qué quedaría de usted?
—¿Qué quedaría? Nobles cenizas, eso quedaría. Pero tú no eres capaz de
comprenderme ni de apreciarme. Para vosotros no hay grandes hombres, a excepción de
unos pocos Césares o Alejandros de Macedonia. Pues bien, ¿qué han hecho tus Césares, a
quiénes han hecho felices? ¿Qué hizo tu tan alabado Alejandro de Macedonia? ¿Conquistó
toda la tierra? Dame una falange igual y también yo la conquistaré, y tú, y también él... En
cambio mató al virtuoso Clito, y yo no, yo no maté al virtuoso Clito... ¡Pillín! Habrían
debido azotarlo, no glorificarlo en la historia universal... y con él a César.
—Tenga piedad de César, Fomá Fomich.
—¡No tendré piedad de ese imbécil! —gritaba Fomá.
—¡Y no la tengas! —lo apoyó calurosamente Bajchéiev, también algo bebido—. No
hay que tenerles lástima, son unos bribones. Unos saltimbanquis con tal de presumir. Unos
ignorantes. Comedores de salchichas. Hace nada uno quiso fundar una beca. Qué significa
eso, ni el diablo lo sabe. ¿Será una nueva porquería? Y ese otro que en una reunión de gente
decente, incapaz de mantenerse en pie, aún pide ron. Nada de malo hay en beber, si
apetece... Bebe, bebe, pero luego descansa y después podrás seguir bebiendo... Pero no hay
que perdonarlos. ¡Son todos unos bribones! ¡Tan sólo tú, Fomá, eres un sabio!
Cuando Bajchéiev se entregaba, lo hacía por entero, sin condiciones, sin ninguna
crítica.
Encontré a mi tío en el jardín, junto al estanque, en el lugar más solitario. Estaba
con Nasteñka. Al verme, Nasteñka escapó, como si fuera culpable, y se refugió tras unos
arbustos. Mi tío salió a mi encuentro con el rostro radiante: lágrimas de felicidad brillaban
en sus ojos. Tomó mis manos y las apretó con fuerza.
—¡Amigo mío! —me dijo—, todavía no creo en mi felicidad... Nastia igual. No
hacemos más que asombrarnos y bendecir al Todopoderoso. Estaba llorando, ella. ¿Me
crees si te digo que aún no he vuelto en mí?, no sé si lo creo o no lo creo. ¿Por qué me ha
tocado a mí esta suerte? ¿Por qué? ¿Qué he hecho para merecerlo?
—Si alguien merece algo, tiíto, es usted —dije con convicción—. Jamás he visto
hombre tan honrado, tan magnífico, tan buenísimo como usted...
—No, Serguéi, no, eso es demasiado —me respondió con cierto pesar—; el mal
radica en que somos buenos cuando estamos contentos, me refiero a mí, cuando las cosas
nos van bien; pero cuando van mal, procura no acercarte. Precisamente de eso hablábamos
Nasteñka y yo. A pesar de estar encandilado por Fomá, no sé si me creerás, hasta hoy
mismo no confiaba del todo en él, aun cuando quise convencerte de que era perfecto; ayer
mismo no lo creí, cuando me rechazó tamaño regalo. Con vergüenza lo digo. El recuerdo de
esta mañana me oprime el corazón, pero no era dueño de mi persona... Cuando hace un
momento habló de Nastia, fue como si me mordiera el corazón. No lo comprendí y me
porté como un tigre...
—Y bien, tiíto, puede que no fuera sino natural.
De un gesto, el tío apartó la idea.
—No, no, hermano, no digas eso. Lo ocurrido se debe sencillamente a la
perversidad de mi naturaleza, a que era, a que soy, un egoísta malhumorado y lujurioso que
se deja llevar sin freno por sus pasiones. Así también lo dice Fomá. (¿Qué podía yo
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responder a eso?). Pero tú, Serguéi, no sabes —continuó profundamente emocionado—
cuántas veces me comporté de manera irritada, injusta, orgullosa y cruel, y no sólo con
Fomá. Ahora, de pronto, todo me vuelve a la memoria y siento vergüenza de nunca haber
hecho nada mereciente de felicidad igual. También Nastia acaba de decirlo, aunque no sé
qué pecado puede tener ella, no es un ser humano, es un ángel. Me dijo que nuestra deuda
con Dios es inmensa, que ahora debemos procurar ser mejores, hacer buenas obras,.. ¡Si la
hubieras oído, con qué fervor y belleza lo decía! ¡Dios mío, qué maravillosa mujer!
Se detuvo un momento. Después continuó diciendo:
—Decidimos, amigo mío, cuidar en primer lugar a Fomá, a mamaíta y a Tatiana
Ivánovna. Tatiana Ivánovna, ¡qué nobilísima persona! ¡Oh, cuán culpable soy ante todos...
y también ante ti!... Pero si alguien ahora se atreve a ofender a Tatiana Ivánovna, ¡ah!,
entonces... bueno, no hablemos más de eso. También habría que hacer algo por
Mizínchikov.
—Sí, tiíto, ahora mi opinión sobre Tatiana Ivánovna ha cambiado. Imposible no
respetarla, compadecerse de ella.
—Cierto, cierto —me apoyó el tío calurosamente—, es imposible no respetarla.
Fíjate por ejemplo en Korovkin; seguramente te ríes de él —añadió tímidamente,
mirándome a la cara— y esta tarde todos nos reíamos viéndolo. Pero mira, tal vez sea
imperdonable... Es un hombre excelente, buenísimo, pero el destino... Tuvo mala suerte...
Quizá no lo creas pero es así.
—No, tiíto, ¿por qué no iba a creerlo?
Y con mucho fervor empecé a decir que aun la persona más miserable puede
conservar los mejores sentimientos; que la profundidad del alma humana no puede medirse;
que no debemos despreciar a los caídos, sino al contrario, buscarlos y ayudarlos a ponerse
en pie; que la medida habitual del bien y de la moralidad es injusta, aunque todos la
acepten, y muchas más cosas así. En una palabra, me entusiasmé y hasta me referí a la
escuela de la naturaleza. Al final, cité unos versos: «Cuando de las tinieblas del error
salimos»...
El tío se exaltó.
—¡Amigo mío, amigo mío! —dijo, emocionado—, tú me comprendes tal como soy,
y has dicho mejor que yo lo que yo mismo quería expresar. Así es, así es. ¡Oh, Dios mío!
¿Por qué el hombre es malvado? ¿Por qué yo mismo suelo ser malo cuando es tan grato, tan
bello ser bueno? También Nastia lo decía... Mira qué bello es este lugar —añadió, mirando
a su alrededor—. ¡Qué naturaleza! ¡Qué cuadro! ¡Mira ese árbol! ¡Qué savia! ¡Míralo! ¡Un
hombre no alcanza a abrazarlo! ¡Las hojas! ¡Qué sol! Después de una tormenta todo parece
lavado y alegre de estar limpio... Se diría que los árboles tienen conciencia de sí mismos,
que sienten y gozan de la vida... ¿Es posible, eh?... ¿Tú qué piensas?
—Es muy posible, tiíto. A su manera, claro está...
—Claro que a su manera... ¡Qué maravilloso creador!... Serguéi, tú debes de
acordarte de este jardín: cómo jugabas y corrías aquí cuando eras pequeño —añadió,
mirándome con indefinible expresión de amor y felicidad—. Te estaba prohibido
únicamente ir al estanque solo. ¿Y no recuerdas cómo Katia, mi difunta esposa, una tarde te
llamó y se puso a acariciarte?... Habías estado jugando en el jardín y estabas sofocado, la
tarde estaba avanzada; tenías el pelo rubio, ensortijado... Ella jugueteaba con tus rizos sin
cansarse y me dijo: «Qué bien hiciste en adoptar a este huerfanito». ¿Lo recuerdas?
—Vagamente, tiíto.
—Estaba anocheciendo y el sol os alumbraba a los dos y yo, sentado en un rincón,
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fumaba mi pipa y os miraba... Cada mes visito su tumba en la ciudad —añadió conteniendo
las lágrimas, en voz baja y temblorosa—. Hablaba ahora con Nastia de esto, me dijo que
iremos juntos a visitarla... —el tío calló procurando reprimir su emoción.
En aquel instante se acercó a nosotros Vidopliásov.
—¡Vidopliásov! —exclamó el tío alarmado—. ¿Te envía Fomá Fomich?
—No, vengo por mis propios asuntos.
—Ah, espléndido. Ahora tendremos noticias de Korovkin. Había querido
preguntar... Le ordené no perderlo de vista, Serguéi, a Korovkin quiero decir. ¿De qué se
trata, Vidopliásov?
—Me atrevo a recordarle —dijo Vidopliásov— que ayer el señor tuvo la bondad de
mencionar mi petición de ayuda y ofrecerme su noble amparo ante los constantes oprobios
que sufro.
—¿Es posible que se trate de nuevo de tu apellido? —exclamó el tío asustado.
—¿Qué puedo hacer? Son continuas las ofensas...
—¡Ay, Vidopliásov, Vidopliásov! ¿Qué voy a hacer contigo? —dijo el tío
afligido—. ¿De qué ofensas hablas? ¡Acabarás volviéndote loco y terminarás tus días en un
manicomio!
—Yo creo que con mi inteligencia... —empezó a decir Vidopliásov.
—Bueno, bueno —lo interrumpió el tío—. Lo que te digo es por tu bien, mi buen
amigo, no para ofenderte. ¿De qué ofensas hablas? Te apuesto lo que quieras que es una
tontería.
—No me dejan pasar.
—¿Quién no te deja pasar?
—Todos, y sobre todo Matriona. Por su culpa mi vida es un sufrimiento. Sabido es
que la gente distinguida, los que me han visto desde pequeño, siempre dijeron que parezco
extranjero, sobre todo por mis rasgos faciales. Por eso mismo, ahora no me dejan tranquilo.
Cuando paso delante de ellos, todos, cuando paso, me insultan, dicen palabrotas, y los niños
pequeños, que son los que merecerían ser azotados, también me gritan... ahora, por
ejemplo, cuando venía a verlo, gritaban... Ya no tengo fuerzas. Defiéndame, señor,
protéjame.
—¡Ah, Vidopliásov!... ¿Qué es lo que gritan? Seguro que es una tontería de la que
ni hay que hacer caso.
—Es indecente decirlo.
—¿Pero de qué se trata?
—Me avergüenza decirlo.
—¡Dilo ya de una vez!
—«¡Grishka el sajón nunca se quita el calzón!».
—¡Fu, vaya cosa! ¡Y yo me figuraba no sé qué! Pues tú escupe y pasa de largo.
—Así lo hice; pero gritaron todavía más.
—Escúcheme, tiíto —dije yo—, ya ve que se queja de no poder vivir en esta casa.
Envíelo, aunque sea por un tiempo, a Moscú, a la casa del calígrafo donde usted dijo que
había vivido.
—También él, hermano, acabó trágicamente.
—¿Qué le pasó?
—Tuvo, señor —me respondió Vidopliásov— la desgracia de apropiarse de unos
bienes ajenos, por lo cual, pese a su talento, lo detuvieron y lo enviaron a Siberia, donde
pereció irrevocablemente.
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—Bueno, bueno, Vidopliásov, serénate, ahora analizaré los datos y lo arreglaré, te
lo prometo —dijo el tío—. ¿Y qué hace Korovkin? ¿Duerme?
—Nada de eso, acaba de marcharse. De eso venía yo a informar al señor.
—¿Marcharse? ¿Estás loco? ¿Cómo lo dejaste ir? —gritó el tío.
—Por la bondad de mi corazón; daba pena verlo. En cuanto despertó y recordó lo
ocurrido empezó a darse golpes en la cabeza y a chillar como un loco.
—¿Como un loco?
—Sería más respetuoso decir que se desahogó con múltiples lamentos. El señor
gritaba: «¿Cómo podré ahora presentarme ante el bello sexo?» y a continuación agregaba:
«Soy indigno del género humano». Todo dicho con gran dolor y escogiendo las palabras.
—Un hombre muy refinado, Serguéi, te lo había dicho... ¿Pero cómo pudiste dejarlo
ir, Vidopliásov, cuando te encargué especialmente que no lo perdieras de vista? ¡Ay de mí,
ay de mí!
—Fue por lástima, y me pidió que no se lo dijera. Su cochero dio pienso a los
caballos y los unció. Y respecto al dinero que usted le dio hace tres días, me dijo que le
diera respetuosamente las gracias y que lo devolvería en unos días por correo.
—¿Qué suma es ésa, tiíto?
—Mencionó veinticinco rublos en plata —dijo Vidopliásov.
—Así es, querido, se los presté el otro día en la posta. Él no llevaba lo suficiente.
Claro que me los mandará con el primer correo. ¡Oh, Dios mío, qué lástima! ¿No
deberíamos enviar a alguien en su búsqueda, Serguéi?
—No, querido tío, mejor no.
—También yo lo pienso. Sabes, Serguéi, no soy filósofo, pero creo que en cada
hombre hay más bondad de lo que se ve a primera vista. Fíjate en Korovkin: no pudo
soportar la vergüenza... Vámonos a la cita con Fomá, ya tenemos retraso: podría sentirse
ofendido por haber sido poco atentos con él, desagradecidos... Vamos. ¡Ay, Korovkin,
Korovkin!
La novela toca a su fin. Los amantes se han reunido y el genio del bien, en la
persona de Fomá Fomich, se entronizó incondicionalmente en la casa. Cabría dar, llegados
a este punto, muchas explicaciones atinentes, pero en realidad ahora sobran. Al menos es lo
que pienso. En su lugar diré algunas palabras sobre el destino ulterior de todos los héroes
de mi relato: sin ello, como se sabe, no puede darse por concluida una novela y así, por
cierto, lo mandan los cánones.
La boda de los «felices enamorados» se celebró seis semanas después de los
acontecimientos por mí narrados. Todo fue apacible, en familia, sin demasiada pompa ni
invitados superfluos. Yo fui el padrino de Nasteñka; Mizínchikov, el de mi tío. Dicho esto,
hubo, sin embargo, unos invitados. El héroe principal, el más importante, fue desde luego
Fomá Fomich. Lo mimaban, lo cuidaban, pero en un momento no le sirvieron champán a
tiempo. Inmediatamente hubo una escena, acompañada de reproches, gritos y sollozos.
Fomá corrió a su habitación, se encerró con llave gritando que lo despreciaban, que ahora
había «gente nueva» en la familia y que él ya no era nada, que no valía más que una astilla
que había que tirar. El tío estaba desesperado; Nasteñka lloraba; la generala tuvo, como
siempre, convulsiones... La fiesta de boda más parecía un entierro... Y el premio para mi
pobre tío y la pobrecita Nasteñka fueron exactamente siete años de tal convivencia con el
bienhechor Fomá Fomich. Hasta su muerte (Fomá Fomich murió el año pasado), mudaba
constantemente de humor, tanto se enfadaba y renegaba, como presumía y bramaba. La
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veneración de los desposados hacia él, lejos de disminuir, se acrecentaba en proporción a
sus caprichos. Yégor Ílich y Nasteñka eran tan felices juntos que hasta temían por su
felicidad, creían que Dios había sido muy generoso con ellos, que no lo merecían y
suponían que iban a deber expiar su felicidad con la cruz y el sufrimiento. Se comprende
que en ese dócil hogar Fomá Fomich pudiera hacer todo lo que se le antojara. ¡Y qué no
habrá hecho en esos siete años! Es imposible imaginar qué desenfrenadas fantasías
alcanzaba a veces su alma vacía, inventando los más refinados caprichos morales, dignos
de un Lúculo. Tres años después de la boda del tío, murió la generala. Fomá, huérfano, se
sintió perdido y desesperado. Hasta hoy en la casa se sigue hablando con horror de la
situación de Fomá en ese tiempo. Cuando cavaban la tumba de mi abuela, intentó lanzarse
dentro, gritaba que lo enterrasen con la difunta. Durante un mes no se le confiaron cuchillos
ni tenedores, y una vez cuatro personas se vieron obligados a abrirle la boca a la fuerza y
sacarle de ella una aguja que intentaba tragarse. Uno de los testigos de la escena comentó
que Fomá Fomich, durante la lucha, se la podría haber tragado mil veces y, sin embargo, no
lo hizo. Todos rechazaron indignados semejante sospecha y acusaron a su autor de crueldad
e indecencia. Únicamente Nasteñka guardó silencio y sonrió levemente, lo que hizo que el
tío, señalémoslo, la mirase con cierta inquietud. Debo decir que, aunque Fomá, como antes,
hacía en la casa lo que quería y era caprichoso, ya no se permitía aquellas filípicas
despóticas y desvergonzadas que había infligido al tío. Se quejaba, se lamentaba, acusaba,
avergonzaba, pero ya no reñía como antes, ya no existían escenas como aquella de «Su
Excelencia»; y eso, creo yo, lo consiguió Nasteñka. Sin que nadie se diese cuenta, Nasteñka
obligó a Fomá a hacer una que otra concesión y a suavizar su modo de ser. No quería ver a
su marido humillado y se salió con la suya. Fomá veía claramente que Nasteñka casi lo
comprendía. Digo «casi» porque Nasteñka también cuidaba a Fomá y llegó a secundar a su
marido cuando alababa entusiasmado a su mentor. Quería que todos respetaran en todo a su
marido, y por eso reiteraba en voz alta su afecto por Fomá Fomich. Estoy seguro de que el
buen corazón de Nasteñka había olvidado ya las antiguas ofensas y había perdonado todo a
Fomá en el preciso instante en que éste la unió con el tío; a mi parecer compartía
plenamente la idea del tío de que a un desgraciado y antiguo bufón no se le podía exigir
demasiado y que antes era preciso curarle el corazón. También la pobre Nasteñka había
pertenecido a los «humillados», también ella había sufrido y lo recordaba. Pasado un mes
de la boda, Fomá se calmó, se hizo apacible, cariñoso, pero aparecieron otros síntomas del
todo inesperados; caía en un estado de sueño magnético que asustaba terriblemente a todos.
De pronto, por ejemplo, decía algo, reía, pero en un segundo quedaba petrificado en la
misma postura de antes del ataque. Si, por ejemplo, antes estaba sonriendo, la sonrisa se
mantenía en sus labios; si tenía algo en la mano —un tenedor, por ejemplo—, el tenedor
seguía en la mano sostenida en el aire. Después, claro está, la mano descendía, pero Fomá
Fomich ya no sentía nada ni nada recordaba. Permanecía sentado mirando, sólo
parpadeando, sin decir una palabra, sin oír nada, sin comprender nada. Una hora entera.
Todos se mueren de miedo, temen respirar, andan de puntillas, lloran. Por fin Fomá
despierta, se siente terriblemente decaído y asegura que nada había oído ni visto en todo ese
tiempo. El hombre debía de ser muy perverso, muy jactancioso, para soportar horas enteras
de tortura voluntaria con el único propósito de proclamar después: «Miradme, soy mejor
que vosotros y siento lo que vosotros no sentís».
Al final, Fomá Fomich maldijo al tío por «continuas ofensas y faltas de respeto» y
se trasladó a vivir en la casa del señor Bajchéiev. Después de la boda del tío, Bajchéiev se
había enfadado muchas veces con Fomá Fomich, enfados por los que acababa siempre
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pidiéndole perdón. Esta vez tomó el asunto con gran calidez: recibió a Fomá con fervor, le
ofreció una comida suculenta y decidió romper formalmente con el tío y hasta acudir a los
tribunales. Había en disputa una parcela de tierra, que nunca había sido objeto de
controversia porque el tío siempre se la cedía al señor Bajchéiev, sin discusión. Pero éste,
sin decir nada a nadie, mandó enganchar el coche y corrió a la ciudad para presentar una
demanda judicial contra el tío, pidiéndole que le devolviese la tierra usurpada, incluyendo
los gastos habidos, para castigar la arbitrariedad y la rapiña.
Mientras tanto, al día siguiente, aburrido del señor Bajchéiev, Fomá perdonó al tío
que había ido a verlo, confesó su culpa y regresó con él a Stepanchikovo. La ira del señor
Bajchéiev, que al regresar de la ciudad no encontró a Fomá, fue terrible; no obstante, tres
días después se presentó en Stepanchikovo, pidió perdón llorando por su error y retiró la
demanda. Ese mismo día el tío lo reconcilió con Fomá Fomich y Bajchéiev siguió
corriendo tras Fomá como un perrito, añadiendo a cada palabra suya: «¡Eres un hombre
inteligente, Fomá! ¡Eres un hombre sabio!».
Fomá Fomich yace ahora en su tumba, al lado de la generala. Sobre ellos se alza un
precioso monumento de mármol blanco todo grabado de citas y elogiosas inscripciones. A
veces Yégor Ílich y Nasteñka, tras un paseo, entran en el atrio de la iglesia para honrar la
memoria de Fomá. Todavía lo siguen recordando con emoción, recuerdan cada palabra
suya, lo que comía, lo que le gustaba. Todas sus pertenencias se conservan como joyas.
Sintiéndose completamente huérfanos, el tío y Nasteñka se unieron todavía más. Dios no
les dio hijos y lo lamentan mucho, pero no se atreven a quejarse. Sasheñka se casó ya hace
tiempo con un joven magnífico y es muy feliz. Iliusha prosigue sus estudios en Moscú. Así
pues el tío y Nasteñka viven solos y no se cansan de amarse. La preocupación que sienten
el uno por el otro llega a ser enfermiza. Nastia reza constantemente. Creo que si uno de
ellos muriese primero, el otro no tardaría una semana en seguirlo. ¡Ojalá vivan muchos
años! Acogen cordialmente a todos y están siempre dispuestos a compartir lo que tienen
con todo desafortunado. A Nasteñka le gusta leer la vida de los santos y suele decir con
pena que deberían darlo todo a los pobres y ser felices en la pobreza. Si no tuviera la
preocupación de Iliusha y Sasheñka, el tío lo habría hecho ya, porque siempre está de
acuerdo con su mujer. Praskovia Ilínichna, que se encarga del cuidado de la casa, vive con
ellos. El señor Bajchéiev, poco después de la boda del tío, pidió su mano, pero ella se negó
categóricamente. Dedujeron que profesaría en algún monasterio, pero no fue así. Praskovia
Ilínichna posee una cualidad notable: la de eclipsarse de quienes ama, cuando no se la
necesita, y de mirarlos a los ojos, de someterse a todos sus caprichos, de ayudar y servir,
cuando es necesaria. Ahora, habiendo perdido a su madre, la generala, considera que su
obligación es no separarse de su hermano y complacer en todo a Nasteñka. El viejo
Yezhévikin vive aún y últimamente visita cada vez con mayor frecuencia a su hija. Al
principio tenía a mi tío desesperado, porque él y su «rapacería» (así se refería a sus hijos)
permanecían alejados de Stepanchikovo. Todas las invitaciones de mi tío resultaban
infructuosas. Antes que orgulloso, era receloso y susceptible. Su susceptibilidad rayaba a
veces en lo patológico. Pensar que a él, un hombre pobre, lo iban a recibir por caridad en
una casa rica donde se lo pudiera considerar inoportuno y pesado, lo desesperaba; a veces
se negaba a recibir ayuda de su hija; sólo aceptaba lo mínimo esencial. De mi tío, nada de
nada. Nasteñka se equivocaba por completo cuando me dijo en el jardín que su padre hacía
de bufón por ella. Es verdad que entonces se moría por casar a su hija, pero se hacía el
payaso por una necesidad interior, para dar salida a todo el odio acumulado. Lo llevaba en
la sangre. Se caricaturizaba a sí mismo, por ejemplo, bajo el aspecto del adulador más
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hipócrita y obsequioso. A la vez, mostraba que lo hacía sólo pour la galerie, cuanto más
humillantes sus adulaciones, más evidente y mordaz la burla. Él era así. Consiguieron
colocar a todos sus hijos en los mejores colegios de Moscú y Petersburgo, cuando Nasteñka
le demostró claramente que lo hacía a costa de los treinta mil rublos que le había regalado
Tatiana Ivánovna. Es cierto, sin embargo, que nunca cogieron el dinero de Tatiana
Ivánovna y le prometieron, para que estuviese tranquila y no herir su amor propio, que
recurrirían a su ayuda en caso de necesidades familiares inesperadas. Así lo hicieron.
Cargaron en esa cuenta dos préstamos bastante considerables, pero Tatiana Ivánovna había
muerto hacía ya tres años y Nasteñka recibió finalmente los treinta mil rublos prometidos.
La muerte de la pobre Tatiana Ivánovna fue repentina. Toda la familia se disponía a ir a un
baile en casa de un terrateniente vecino y ella acababa de ponerse un vestido de baile y
adornar su cabeza con una fascinante corona de rosas blancas, cuando de pronto se sintió
mareada, se sentó en un sillón y murió. La enterraron con la corona de rosas. Nastia estaba
desesperada. En la casa habían cuidado mucho a Tatiana Ivánovna, y con ternura, como a
una niña. Asombró a todos la sensatez de su testamento; aparte de los treinta mil rublos
regalados a Nastia, dejaba todo, unos trescientos mil rublos, para la educación de las
huérfanas pobres, y dotar de dinero a cada una de ellas al acabar sus estudios. En ese
mismo año se casó la señorita Perepelítsina, que se había quedado en casa del tío una vez
muerta la generala, con la esperanza de ganarse los favores de Tatiana Ivánovna. A todo
esto, el funcionario terrateniente dueño de Mishino, la pequeña y mísera aldea donde tuvo
lugar la desagradable escena con Obnoskin y su mamaíta por Tatiana Ivánovna, enviudó.
Ese funcionario era un conocido picapleitos y tenía seis hijos de su primera esposa.
Imaginando que Perepelítsina tenía dinero, la pidió en matrimonio. Ella accedió de
inmediato. Pero la Perepelítsina era pobre como una gallina y sólo tenía trescientos rublos
en plata que le había regalado Nasteñka para su boda. Ahora, la mujer y el marido andan a
la greña día y noche. A sus hijos les tira del pelo y les propina sus buenos cachetes; a él
(según dicen) lo araña y le echa en cara constantemente que es hija de un teniente coronel.
Mizínchikov vive bien. Abandonó toda esperanza de casarse por interés con Tatiana
Ivánovna y empezó a interesarse por la agricultura. El tío lo recomendó a un conde rico,
también terrateniente, dueño de tres mil siervos a unos veinte kilómetros de Stepanchikovo.
El conde, que raras veces visitaba sus propiedades, al darse cuenta del interés de
Mizínchikov por la agricultura, le ofreció encargarse de sus fincas, para lo que despidió al
hombre que ocupaba antes el puesto, un alemán que, pese a la fama de probidad teutona, le
robaba cuanto podía. Cinco años después, las haciendas del conde eran irreconocibles: los
campesinos habían prosperado, todas las propiedades estaban registradas, algo imposible
antes, las rentas se habían casi duplicado; en una palabra, en toda la región se hablaba del
nuevo administrador, y su trabajo fue reconocido. Cuál no sería el disgusto y la sorpresa del
conde cuando Mizínchikov, a los cinco años y pese a los ruegos y aumentos de sueldo,
renunció al cargo y pidió su retiro. El conde supuso que lo habían seducido otros
terratenientes vecinos, o de otras regiones. La gran sorpresa fue que, dos meses después de
su retiro, Iván Ivánovich Mizínchikov poseía una excelente propiedad de cien siervos, a
cuarenta kilómetros justos de la del conde, comprada a un húsar arruinado, antiguo amigo
suyo. Empeñó inmediatamente esos siervos y un año después poseía en los alrededores
sesenta siervos más. Ahora es un próspero terrateniente y su administración es excelente.
Todos se preguntan de dónde consiguió repentinamente tanto dinero. Otros se limitan a
mover la cabeza. Iván Ivánovich está completamente tranquilo y seguro de su derecho.
Hizo venir de Moscú a su hermana, esa famosa hermana que le había dado sus últimos tres
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rublos para comprarse unas botas para ir a Stepanchikovo. Una mujer encantadora, no
joven, pero amable, humilde, cariñosa y culta, aunque extremadamente tímida. Había
vivido Dios sabe dónde en Moscú como dama de compañía de no sé qué bienhechora;
ahora venera a su hermano, su voluntad es ley para ella, dirige la economía de la casa y se
siente plenamente feliz. Su hermano no la mima demasiado y es severo con ella, pero ella
no lo percibe. En Stepanchikovo le han tomado mucho cariño y dicen que el señor
Bajchéiev no es indiferente a sus encantos, pero teme ser rechazado, aunque del señor
Bajchéiev pensamos hablar en otra ocasión, en otro relato y con mayor detalle.
Creo que he mencionado a todos los personajes... ¡no!, he olvidado a Gávril: está
muy envejecido y ha olvidado por completo el francés. Falaley se ha convertido en un buen
cochero y el pobre Vidopliásov hace mucho tiempo que está en un manicomio y creo que
allí murió. Uno de estos días iré a Stepanchikovo y sin falta preguntaré a mi tío qué fue de
él.
Dramatis personae
Primera Parte
IntroducciónEl señor BajchéievMi tíoA la hora del téYezhévikinDel buey blanco y «El
Mujik de Komarino»Fomá FomichUna declaración de amor«Su
Excelencia»MizínchikovExtrema perplejidadLa catástrofe Segunda Parte
La persecuciónNovedadesEl onomástico de IliushaLa expulsiónFomá Fomich hace felices
a todosConclusión
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