Ernst Röthlisberger PDF
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El Dorado
Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
EL DORADO
Estampas de viaje y cultura
de la Colombia suramericana
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.:j- Por el
ANTONIO DE ZUBIAURRE
CON PREFACIO DE
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WAL TER ROTHLISBERGER
BOGOTA - 1963
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ARCHIVO DE LA ECONOMIA NACIONAL
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Banco de la República.
Bogotá - Colombia.
1968.
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A mi querida mad.r e
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PREFACIO
Con gran beneplácito acogieron los descendientes del Profe-
sor doctor h.c. Ernesto Rothlisberger la iniciativa del Banco de
la República de hacer traducir del alemán al español su libro
El Dorado, aparecido por primera vez en el año de 1898 en Berna
y editado por segunda vez, con profusos fotograbados de Co-
lombia, en el año de 1929 en Stuttgart. La primera edición espa-
ñola, -traducción que se debe al doctor Antonio de Zubiaurre-,
será incorporada a la serie denominada "Archivo de la Econo-
mía Nacional" con cuyas ediciones se hizo el Banco de la Re-
pública hondamente acreedor del lector colombiano.
Será esta la ocasión para que nosotros, sus hijos, podamos
subrayar el amor que durante toda su vida conservó nuestro
padre a su segunda patria que fue Colombia, en donde pasó años
muy felices, pero donde también tuvo que darse cuenta del devas-
tador influjo que la política desenfrenada puede ocasionar a
un país que por sus dotes naturales y culturales debería ser
muy próspero y feliz.
Poco tiempo después de haber regresado a Suiza se casó
nuestro padre en el año de 1888, con doña Inés Ancizar, única
hija del ilustre escritor y preclaro patriota, don Manuel Ancizar,
quien había muerto en Bogotá, en el mes de mayo del año 1882
y cuya familia había emigrado a Europa a consecuencia de los
cambios políticos de la era de regeneración. Por este matrimonio,
sobre todo, quedó nuestra familia ligada íntimamente a Colom-
bia y no había colombiano que llegara a Suiza, que no pasara
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por nuestra casa, siendo conservador o liberal, a refrescar me-
morias del pasado o esbozar horizontes futuros. Desgraciada-
mente las ocupaciones de nuestro padre, quien ascendió a muy
importante posición internacional, no le permitieron hacer un
segundo viaje a Colombia, en donde tantos amigos en vano lo
esperaban. Como Director de la Oficina Internacional para la
Protección de la Propiedad Intelectual y de las Patentes Indus-
triales anhelaba de todo corazón que Colombia adhiriese a la
convención internacional de Berna; pero este deseo no pudo verlo
cumplirse y Colombia, como varios otros países suramericanos,
tiene hoy día su propio derecho de protección de autores y pa-
tentes.
Para volver al libro El Dorado, lo reconoce todo el mundo
como una obra clásica de la era colombiana de los 1880, y, a
pesar de su absoluta imparcialidad, lucen por todo el tomo un
amor y una fe en el destino de Colombia que ni un genuino
colombiano hubiese podido superar. La evolución de Colombia,
durante los primeros decenios del presente siglo, había sido más
bien lenta, de manera que el libro conservó durante años toda
su actualidad y la segunda edición alemana se agotó muy pronto.
Hoy día las cosas han cambiado. Por todas partes del país se
construyen carreteras y vuelan por los cielos avione colom-
bianos. El intercambio de los Departamentos con la Capital s
ha vuelto intenso. Los grandes bancos colombianos abren sucur-
sales por donde quiera y ayudan a un resurgimiento industrial
poderoso. Sobre todo la posición internacional de Colombia se ha
reforzado enormemente. El libro de nuestro padre puede haber
perdido parte de su actualidad; pero le queda su valor histórico
y su radiante simpatía para Colombia. Van nuevamente nues-
tros sinceros agradecimientos al Banco de la República por ha-
berlo incorporado en español a la serie de los Archivos de la
Economía Nacional.
Walter Rothlisberger Ancízar
Bogotá, abril de 1963.
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PROLOGO A LA PRIMERA EDICION
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como persona indicada para aquella m1s1on, y así, inesperada-
mente, comencé a ver en vías de realización mi cordial anhelo
de conocer mundo.
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con estudiantes y amigos, así como el trato con colombianos en
viaje por Europa, me han permitido mantenerme al día y trazar
un cuadro que, para el presente y el futuro inmediato, pueda
corresponder suficientemente a la realidad, tanto más cuanto
que lo he considerado con calma y lo he proyectado sin apasio-
namiento.
El Dorado, reza el título principal del libro. Aquel fabuloso
país del oro, que los conquistadores españoles, deseosos de botín,
esperaban alcanzar en temerarias campañas, fue buscado prime-
ramente en la altiplanicie de Bogotá. La leyenda recibió su pri-
mer aliento en la desarrollada civilización de los primitivos habi-
tantes de la Sabana. El cacique cubierto de polvo de oro, "dorado"
en cierta manera, "El Dorado", se ha bañado en uno de los
pequeños lagos de montaña de los Andes colombianos en home-
naje a la divinidad. Solo más tarde, en la fantasía febril de los
aventureros, se iría desplazando paulatinamente hacia el Este
del continente suramericano el lugar del nunca alcanzado país.
Colombia fue para mí, aunque no un El Dorado, sí un país
al que, con sus bellezas naturales, su notable evolución histórica,
sus contrastes, sus gentes, he cobrado mucho cariño y al que,
con toda el alma, deseo un porvenir mejor. Allí se me descubrió
una rica fuente de observaciones y experiencias, que invito a
compartir conmigo a los propicios lectores.
Exposiciones más vivas alternan aquí con descripciones
reposadas. Los hechos y destinos del tiempo pasado solo son
presentados en estampas culturales cuando, mediante el conoci-
miento de la vida del pueblo en la actualidad, llega a despertarse
el interés por el fluir histórico de los fenómenos.
Al muchacho gustoso de correrías, al joven ávido de gloria,
al hombre maduro, al maestro, al investigador, lo mismo que a
aquellas que injustamente son llamadas "la mitad curiosona del
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género humano", confío en poder ofrecer aquí un pequeño obse-
quio; que no es, ciertamente, un tratado erudito, sino un libro
surgido de la vida misma.
El Autor
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PROLOGO A LA SEGUNDA EDICION,
REFUNDIDA Y AMPLIADA
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cidos de que los países florecientes como Colombia, aunque se
hallen en período de pujante crecimiento económico, solo pueden
ser realmente entendidos por medio de una profunda penetración
en el carácter y cultura del pueblo.
En esa comprensión de lo esencial, en la magistral expo-
sición de la Historia de Colombia, de la vida espiritual de la
clase superior y culta, como de la ingenua sencillez de los estra-
tos populares, reside en verdad el valor permanente de El Dorado.
Este libro no puede envejecer, porque va al fondo mismo de las
cosas. Su tema ha sido agotado con una intención tan cordial y,
al mismo tiempo, tan imperturbablemente justa, que ninguna
de las obras desde entonces escritas sobre Colombia puede me-
dirse con ella en ese aspecto.
En este nuestro tiempo del progreso técnico y económico,
la índole y mentalidad de los hombres se ha desarrollado en
Suramérica de modo apenas diferente que en el Viejo Mundo.
Pero allí la penetración de los últimos logros se produce de una
manera más discontinua y brusca que en Europa, y por eso lo
viejo y lo nuevo permanecen frecuentemente uno al lado de lo
ctro y sin mezclarse, y por eso también se presentan más mar-
cadamente los contrastes entre civilización externa y cultura
interna, aumentado esto por otros contrastes: los que existen
entre las diversas clases sociales y entre las diferentes razas.
La pintura de estas variadas relaciones pudimos enriquecerla
nosotros, sobre el propio conocimiento del país, completando el
desarrollo hasta nuestros días y colocando estas referencias, en
cada caso, junto a lo que conserva vigencia desde el tiempo de
nuestro padre y que constituye el valor imperecedero del libro.
La mencionada ampliación se efectúa agregando a los capítulos
apéndices especiales que enlazan con la exposición primitiva y
describen la situación en la actualidad. Estos textos complemen-
tarios se distinguen de la versión original por medio de una
clara separación.
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Viene en abono nuestro el que Walter Rothlisberger haya
fijado su residencia en Bogotá, desde 1920 como comerciante
y en el desempeño del cargo de Cónsul de su nación y que, gra-
cias a los largos viajes realizados, conozca a fondo tierras y
gentes de Colombia. Así, El Dorado, de modo espontáneo, y con
particular encanto para algunos lectores, refleja los distintos
aspectos del país tal como padre e hijos, cada cual en su época,
los contemplaron. En la valoración de las observaciones comple-
mentarias, y en especial en el apéndice acerca de los nuevos
problemas económicos, debería tenerse presente el acusado per-
sonalismo de las jóvenes repúblicas de Suramérica, que fre-
cuentemente rechazan como abusiva intromisión los reparos
críticos formulados por extranjeros. El colombiano de nuestros
días, en efecto, es sumamente sensible a toda crítica que se haga
a su país. Pero no toda crítica encierra una censura. Hay cosas
en Colombia que, si se les aplicara de continuo un serio examen,
podrían mejorarse con poco esfuerzo. Pero el inmigrante pre-
fiere reservarse su opinión antes que ser catalogado como ex-
tranjero descontentadizo.
Expresamos nuestra máxima gratitud a cuantos han con-
tribuído a hacer realidad esta nueva edición, y especialmente
a la Editorial Strecker und Schroder, cuyo nombre es ya una
garantía de que la segunda versión de El Dorado habrá de res-
ponder a muy altas exigencias. Cordial agradecimiento debemos
además a los señores Dr. Hermann Eugster, Paul Forrer, Dr.
Ernst Ritter y Erns Muhs, que han enriquecido nuestra colec-
ción de fotografías con otras muchas, en parte originales. Por
último, con la inclusión de un mapa lo bastante fiel, para el
cual nos facilitó gentilmente sus materias la Casa Kümmerly &
Frey, de Berna, creemos corresponder a un deseo, repetidamente
expresado, cuanto más que la Editorial, lo mismo en este caso
que en lo tocante a los grabados, se esmeró en conseguir una
presentación ejemplar.
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El Dorado es algo más que un libro de viaJes, puramente
recreativo, o una guía económica. Con toda la viveza y detalle
de la descripción, la obra se dirige, en efecto, a las personas
cultas que desean formarse un juicio a fondo sobre Colombia.
Apoyándose en el maduro saber del padre, y completado por las
propias experiencias de los hijos,* este libro apunta, por encima
de nuestro tiempo, hacia el futuro de un país rico y progresivo.
*El texto de los editores, en cada caso, aparece separado del texto
original por una línea al centro.
(N. del T.): En los índices de los capítulos el nuevo texto figura
ba jo la palabra Apéndice.
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l. -A COLOMBIA
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Pointe-a-Pitre, edificada sobre un volcán y expuesta siem-
pre a sacudidas sísmicas más o menos fuertes, fue destruida
en 1843 por un terremoto, y en 1871 por un incendio; luego vol-
vieron a construirla. Sus feas casas están separadas por del-
gados muros de piedra, sostenidos a su vez por barras de hierro.
También la iglesia de St. J ulien se apoya en recios pilares de
hierro, de un estilo semigótico, y tiene escaleras de caracol que
llevan a una galería de aspecto románico, cuya pintura imita
madera. El empedrado de las calles brilla por su ausencia en
casi todas partes, y allí donde existe sería mejor que no lo hu-
biera. Especialmente animada aparece la plaza del mercado,
donde se ven negros y negras, lo mismo que mulatos en todas
las gamas, y mujeres indias de cabellos lisos, ataviadas con los
trajes más diversos, no faltando los de color rojo vivísimo. Las
negras, engalanadas con pesados adornos de poco precio, llevan
en su mayoría un vestido de tela indiana, sujeto con un cinturón
por debajo del pecho. Otras se ufanan de su indumentaria euro-
pea. Se nos ofrece frecuentemente caña de azúcar cortada en
pequeñas varas huecas, que están consideradas como bocado
exquisito para el postre, lo que exigiría tener los dientes de los
negros. El viajero haría bien visitando siempre en primer lugar
la plaza de mercado de toda ciudad, y luego las librerías, al
objeto de conocer por aquélla la vida material y por éstas la
espiritual. La espiritual no debe ser gran cosa en Pointe-a-Pitre,
pues, aparte de una infinidad de novelas espeluznantes, solo
estaban allí representados autores como Alejandro Dumas, Julio
Verne, Musset y Lamartine. De libros extranjeros ni de obras
históricas, que yo pedí, no existía nada.
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nuestra lisa bahía, se asemeja casi a una cadena montañosa que
se empinara bruscamente. El barco se desliza ahora junto a las
fértiles orillas cubiertas de amarillas plantaciones de caña de
azúcar, sobre las que se alza espesa selva virgen a lo largo de
las elevadas crestas (la cumbre más alta alcanza 1.570 metros).
Pasamos junto al "río salado" que parte en dos la isla, y rodean-
do un picudo acantilado, nos acercamos a la ciudad de los funcio-
narios de Guadaloupe, Basse-Terre, a la que arribamos hacia las
cinco de la tarde. Los mejores edificios están bastante arriba,
ocultos entre palmeras. A la orilla no se han construído muelles;
las casas descienden directamente hasta el mar con sus sombríos
muros. El resto de la ciudad es exíguo y feo. A media hora de
camino, por encima del poblado y a 800 metros de altura, está
el campamento de la guarnición. La vida fluye reposada en esta
ciudad de funcionarios, pues, como nos dice el Mayor de las
tropas, raramente hay de órdenes de carácter político; los negros
son buenos y respetuosos.
Después de media hora, levamos anclas. Pronto se echa
encima la oscuridad. Caen aguaceros, sin que eso llegue a enfriar
la atmósfera. Pasamos ante la isla Dominique, que se levanta
allí como una masa negra. Hacia las dos y media de la madrugada
atracamos en el golfo de la ciudad comercial de St. Pierre en
la isla Martinique. Resulta encantador el espectáculo del desem-
barco de los pasajeros bajo el brillo titilante de las estrellas y
la luz soñadora de la luna en menguante, en medio de la ince-
sante gritería de los negros y el deslizarse de las barcas por el
agua tranquila, en la que se reflejan algunas luces de la ciudad,
construída en anfiteatro. (Desgraciadamente, en 1902 St. Pierre
quedó completamente destruída a causa de la erupción del Mont-
Pelé, muriendo 25.000 de sus habitantes).
Navegamos hacia la parte oriental de la isla, y después de
hora y media llegamos a la ciudad, residencia del Gobernador de
Martinique, Fort-de-France. La población está emplazada sobre
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una enorme bahía, distribuida en varios puertos menores y flan-
queada a la derecha por varios fuertes, rodeados éstos por una
rica vegetación, como si la enconada guerra quisiera coquetear
con la paz en medio de esta suave naturaleza, escondiendo su
crudo aspecto bajo una túnica virginal. Todavía más a la derecha
está nuestro puerto, una bahía que parece cerrarse por entero,
circundada de palmas, semejantes a los lagos italianos, y de tal
profundidad que los barcos llegan hasta la misma orilla, a la
que se puede pasar por medio de un puente. Este hecho nos libera
de la impertinencia de los negros, que en otras partes quieren
hacernos desembarcar por la fuerza. En cambio, se nos muestran
en un nuevo aspecto; apenas nuestros ojos se han adaptado un
poco a la contemplación del espectáculo natural, una docena de
negros, muchachotes de unos catorce a diecisiete años, fornidos,
musculosos y de excelente contextura, se lanzan al agua, nadan
en torno al buque y pordiosean algunos céntimos entre un repug-
nante croar, "angvá, angvá", que trata de significar "envoi".
Si se arrojan unas monedas desde la borda, aquella caterva se
sumerge como posesa, con sorprendente flexibilidad y rapidez,
y allí cabeza abajo, forman con sus piernas un revoltijo curiosí-
simo, dejando ver las blancas plantas de los pies. El siempre
seguro buceador toma la moneda en la boca y la enseña entre
muecas al salir a la superficie.
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construida, es amplia, limpia y posee una aceptable pavimen-
tación. Pero al fondo del valle se ven las miserables barracas
de madera de los negros. En el borde de la meseta que domina
la ciudad están los cuarteles de la Artillería de Marina. Y,
realmente, la protección militar es necesaria aquí para los euro-
peos. Lo negros, por sumisos que, ante mis ojos, se entreguen
presos al servidor de la justicia, armado de un simple bastón
de caña y siendo suficiente para ello un mínimo contacto, consti-
tuyen, sin embargo, enorme mayoría frente a los blancos y los
indios. En el fondo son de natural maliciosos y alimentan un
odio mortal contra el blanco, que como a mercancía los trató y
maltrató hasta el año 1848. Desde 1870 los negros envían prin-
cipalmente mulatos como representantes a la Cámara francesa,
pues los blancos ya no se atreven a acudir a las urnas.
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aullido inarticulado, con muecas del rostro y contorsiones del
cuerpo. Su grito, en el que se distingue de cuando en cuando el
canto, o, por mejor decir, el balido, de las sílabas "be, be", es
repetido por las negras que van y vienen, y las más exaltadas de
ellas lo acompañan con estremecimientos y lascivo danzar. Así
trabajan febrilmente durante unas tres horas; entonces, toda
aquella turba se desploma unánimemente, como segada por la em-
briaguez. A las tres horas se reanuda de igual manera el trabajo.
El control se practica con sumo sentido práctico, recibiendo cada
cargadora una ficha por carga llevada, además de lo cual debe
pasar por una máquina contadora, o una báscula, que marca el
número de los viajes. Especialmente siniestra resultaba la alu-
cinante escena al contemplarla durante la noche. Seis lámparas
iluminaban vivamente el barco y la orilla, mientras lo encanta-
doramente mágico de la Naturaleza se aplastaba bajo lo diabóli-
co y fantasmal de los hombres. Como las ventanillas de los ca-
marotes habían sido cerradas para evitar la entrada del polvo
del carbón, a causa del insoportable calor no nos quedó otro
remedio que pasar la noche sobre cubierta; pero el ruido que
movían aquellos monstruos de carbón hacía imposible todo re-
poso.
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
tud de islas y escollos prox1mos a aquella costa. Los delfines
saltan desde hace algunos días en torno a nuestro barco, tan
pronto elevándose hasta varios pies sobre el agua como sumer-
giéndose con pareja rapidez y nadando bajo la superficie cual
si quisieran competir en celeridad con el buque. Al otro día, las
plantaciones de caña de azúcar junto a la costa, fábricas de
muros encalados con altos hornos, y luego los bellos balnearios
de Macuto, magníficas villas y, por fin, un camposanto pinto-
rescamente engarzado entre los cultivos de caña que le rodean,
todo esto nos anuncia la cercanía de una población de mayor im-
portancia. Hacia el atardecer anclamos ante la ciudad portuaria
de la Guaira, en Venezuela.
La Guaira, encajonada en un valle muy estrecho y apre-
tada contra escarpadas peñas revestidas de verdor, debe su im-
portancia a la proximidad de la capital venezolana, Caracas, que
se oculta arriba en la planicie (912 metros de altura) en situa-
ción sana y protegida. El puerto de la Guaira es muy célebre
por sus vientos poco favorables; la mar está allí casi siempre
movida y azota con vehemencia contra los muelles, contra el
dique de protección y contra los propios muros de la ciudad. Lo
que hace aún má perentorias estas circunstancias es la gran
cantidad de tiburones, que con las dificultades del desembarco
encuentran propicia ocasión de botín. Por lo demás, no puede
decirse que sea feo el aspecto de la población, con su iglesia
-caracterizada por una torre visible bien de lejos, pero también
por la informe fábrica del edificio- y con sus casas de tejados
rojos y de muros enjalbegados de blanco o amarillo. En la altura
hay un puesto de defensa, cuyos cañones dirigen hacia abajo sus
bocas amenazadoras. El insufrible calor (¡ alrededor de 36° C a
la sombra!), así como las fiebres, hacen de aquella escala una
de las más tristes y duras. Afortunadamente, ahora funciona un
ferrocarril que sube a Caracas, de modo que la capital resulta
accesible en unas pocas horas, enorme ventaja de la cual no
goza Colombia.
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Ahora navegamos a lo largo de la costa de Venezuela, y el
17 de diciembre, día en que deberíamos haber desembarcado ya
en Colombia, llegamos a otro puerto venezolano, Puerto Cabe-
llo, así llamado porque el mar se considera aquí tan manso que
los barcos pueden amarrarse con un pelo. También aquí, como
en Fort-de-France, penetramos hasta el final de la bahía y pa-
samos a tierra por un puente de desembarco. Puerto Cabello es
una población bastante agradable, bien situada y punto de par-
tida del camino que conduce a la metrópoli mercantil, Valencia,
en el interior del país. Un pequeño jardín botánico situado en
la costa da ocasión para un paseo placentero y, por lo menos,
testimonia hasta cierto punto el sentido artístico de las autori-
dades. A la izquierda de la boca del puerto, y solo separada de
la costa por un pequeño brazo de mar, hay una isla -que dista
de nosotros un tiro de arco- sobre la que se alza una antiquísi-
ma y baja fortaleza medio en ruinas. Tiene unos muros ama-
rillentos que miran sobre el mar a la altura de un primer piso
y que, guarnecidos de bocas de fuego, suscitan más bien la im-
presión de desamparo que la de poderío. Esta fortaleza es un
venerable monumento de la Guerra de la Independencia. Objeto
de muchas luchas, primero sirvió de continuo a los españoles
para sus operaciones navales y en el interior. Aquí ha vertido
su sangre, o gemido bajo las oscuras bóvedas, más de algún
republicano y patriota. Con la entrega de esta fortificación,
desalojaron los españoles, el 1Q de diciembre de 1823, el terri-
torio del ya libre Estado de Colombia.
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nosotros se veían riberas cubiertas de boscaje. De viviendas hu-
manas, ni rastro; salvo que se tuviera en cuenta un faro que se
alza allí a la derecha. En lontananza, por el lado izquierdo, se
extiende una llanura negra y pelada, que se nos señala como el
delta del río Magdalena, que aquí desemboca. Este era, pues, el
país en el que por algunos años debía yo enseñar ciencia . . . Y
que comenzaba con semejante desierto. ¿Cómo podía imaginar-
me allí una cultura, una vida intelectual altamente desarrollada,
tal como me la habían pintado?
Por fin, saliendo de la oscuridad, fue avanzando hacia
nosotros un pequeño vapor remolcador ; de él salieron algunos
funcionarios que comprobaron los papeles y volvieron a partir
hacia tierra, serían las horas del mediodía, con los cuatro pasa-
jeros que allí querían desembarcar. Esos funcionarios eran, los
más, gente muy esbelta, bien parecida, de ojos brillantes y ras-
gos enérgicos, que tenían en sí algo simpático, de modo que me
fuí tranquilizando poco a poco. Pero entre ellos había también
algunos individuo cuyas heridas, recibidas en las guerras ci-
viles, no despertaban una especial confianza; así el cobrador
del vaporcito, que se había sujetado con un pañuelo su mandí-
bula artificial.
Bajo la opresión de una temperatura ciertamente aniquila-
dora, llegamos al puerto de Sabanilla. ¡ Nueva sorpresa ! Solo
que aquí se veían ya unos rieles que se prolongaban hacia el
puente de desembarco; pero era en vano buscar una ciudad
portuaria. Sobre el calvo suelo arenoso de la bahía había algu-
nas cabañas de bambú con techo de paja; miserables barracas
de pescadores. Y la estación de la vía férrea que aquí tenía su
origen podía llamarse mejor un tinglado para mercancías, una
especie de corral. Pero nos sentíamos felices de librarnos algo
de los rayos del sol, si bien es verdad que nos ahogábamos de
sed. La gentileza con que nos ofreció unos vasos de agua el Co-
mandante del puerto -el luego, en una de las últimas revolu-
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ciones, famoso General Fr. Palacios- la dignidad y firme espí-
ritu con que se expresó, fueron cosas que me impresionaron no
poco. Al fin llegó el tren. Tiraba de él una locomotora del más
extraño tipo, de ténder panzudo y grandes ruedas. Los vagones
tenían solo dos filas de asientos continuos y gozaban de la máxi-
ma ventilación. Montamos y, en medio de un formidable traque-
teo a causa del mal fundamento de la vía, al cabo de hora Y
media llegamos a Barranquilla. La región del trayecto era llana,
y la relativa pobreza de la vegetación, los desmedrados árboles,
los muchos arbustos y matojos espinosos no dejaban por eso de
acrecentar la admiración ante aquella flora tropical.
Al fin, sobre las dos de la tarde se nos hizo bajar en la
estación de Barranquilla. Seguidamente nos mandaron a la
Aduana, donde hube de abrir todas mis maletas, pese a la carta
de recomendación del señor Ministro Plenipotenciario Holguin,
o tal vez a causa de la carta de recomendación, pues entre el
severo señor funcionario administrativo y el señor Ministro no
debían estar las cosas del todo bien in politicis. Después de una
hora de baño de sudor, consecuencia del abrir y cerrar mis de-
masiado llenas maletas, sin más molestia fuí despachado. Los
aduaneros no podían contener la risa de cuando en cuando ante
los objetos que lleva consigo un viajero poco conocedor de aque-
llos países. Hacia el atardecer nos hallábamos en el Hotel Co-
lombia, excelentemente atendidos; después de veintisiete días
pude volver a dormir tranquilamente en una cama sobre tierra
firme.
En la actualidad el desembarco se realiza, ciertamente, en
forma mucho más cómoda. La línea férrea se prolongó un trozo
más hacia el Noroeste desde la ahora ya un tanto abandonada
Sabanilla, en la bahía del mismo nombre, y tiene su terminal
en Puerto Colombia, donde hasta los vapores más grandes pue-
den atracar junto a un enorme puente de desembarco, siendo ya
innecesarios los remolcadores. Por ello también, los viajeros
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pondrán pie en tierra con menos sorpresas que antaño. Barran-
quilla, fundada en 1669, es cabeza de un distrito; hoy día, del
Departamento del Atlántico. Se halla situada a la orilla izquier-
da del río Magdalena, en un brazo del mismo, que se asemeja a
un lago, el llamado Caño. El auge experimentado por esta ciudad
en los últimos años es un fenómeno típicamente americano, ha-
biéndose debido concretamente al establecimiento de la navega-
ción a vapor por el Magdalena y al traslado de la estación adua-
nera de Sabanilla. Pero la prosperidad de este emporio de Co-
lombia será todavía mayor cuando las llamadas "Bocas de Ceni-
za", las desembocaduras del Magdalena obstaculizadas por arenas
v lodo, puedan ser abiertas, mediante métodos artificiales, hasta
a los barcos de máximo calado, cosa proyectada hace mucho, y
cuando se mejoren las instalaciones ferroviarias. En efecto, son
necesarias todavía grandes mejoras en las comunicaciones, si es
que Barranquilla no quiere perder la supremacía, toda vez que
su rival, Santa Marta, al Este, tiene un puerto mucho más so-
segado y está construyendo también un ferrocarril que debe
llegar hasta el Magdalena. Igualmente Cartagena, al Occidente,
trata de aumentar su prosperidad. Pero hoy día la mayor parte
del tráfico pasa por Barranquilla, y de sus aduanas proceden
anualmente los principales ingresos del país.
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dando a la calle, el gran almacén lleno de mercancías, abierto
a todo el mundo, aireado, sin ventanas; arriba, las habitaciones.
Los techos de estas casas de gente notable son llanos y consti-
tuyen verdaderas terrazas de piedra, por las que, de mañanita,
puede uno pasearse. A través de un gran portón se penetra en
la casa; primero hay un vestíbulo y luego viene el patio, donde
arbustos y flores dan gozo a los ojos. En torno al patio corre
una galería, y arriba una balconada de madera, en la cual se
toma el fresco y donde también se come. En los cuartos hay
mecedoras y esteras de paja; la instalación es, en algunos ca-
sos, elegante y cómoda. Las afueras, por el contrario, no resul-
tan muy seductoras; en su mayor parte, no hay allí sino casas
de una sola planta, cuyas puertas se hallan siempre abiertas,
de modo que se puede alcanzar a ver la primera pieza, una pe-
queña sala generalmente. Muchas de estas viviendas situadas
fuera del casco de la población tienen cubierta de paja y sus
materiales de construcción se reducen, por lo demás, a adobes
y ladrillos, con su revoque blanco. El suelo es de tierra apisonada.
Enteramente en la periferia se encuentran las cabañas de las
clases más bajas, cuyo mobiliario lo forman, poco más o menos,
una mesa, algunas sillas de madera con tapizado de piel, y es-
teras en lugar de colchones. Niños desnudos o semidesnudos son
allí elemento propio del ambiente. Pero por todas partes encuen-
tran los ojos benéfico sosiego, y compensación de mirar las ca-
lles de arena, con el verdor de los jardines, las muchas palmas
y arbustos que abren en toda su extensión la llanura sobre que
se asienta la ciudad. Por la tarde el cuadro es encantador: en
la lejanía, desde la torre de la iglesia, se ve el mar; a la derecha,
el ancho río plateado; hacia el Sur, la llanura inmensa, y hacia
el Oriente, las gigantescas cumbres de la Sierra Nevada de San-
ta Marta, de 5.800 a 6.000 metros de altitud, que dora el cre-
púsculo y que arden en luz como si fueran nuestros Alpes.
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La vida en Barranquilla es monótona para aquel que busque
diversiones exquisitas; pero la acogida que se encuentra en las
mejores familias es por demás amable. Durante el día se traba-
ja muchísimo en los negocios. Por las anchas calles, a menudo
cubiertas todavía de ardiente arena, pasan a gran velocidad los
ligeros coches de caballos, que le ahorran a uno el caminar por
aquellos arenales. Pero así que se da por concluída la jornada a
las seis, y llega la noche con su agradable frescor, se empieza a
hacer una vida muy diferente. Todo el mundo se sienta a la
puerta de casa. Las mujeres, ya compuestas, se mecen en sus
sillas con auténtica nonchalance tropical. Por todas partes resue-
na alguna música, bien sea el tañido de los instrumentos nacio-
nales -la guitarra o, los más pequeños, vihuela y tiple-, bien
el canto de las alegres melodías y sentimentales canciones amo-
rosas (en modo menor) que se escuchan de continuo en la sonora
lengua española. Tienen lugar bailes y veladas, y el barranqui-
llero castizo trata de divertirse, bromear y amar cuanto le es
posible.
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por medio de gruesas piedras porosas. Cierto que con ello ha
desaparecido de Barranquilla una figura bastante poética, la del
aguador, o, mejor dicho, el arriero (y jinete) de los borriquillos
que, en número de cinco mil, cargados con dos barrilitos de
agua, hacían el servicio con notable presteza e inteligencia. Es-
tos asnillos se ven hoy todavía transportando grandes cargas
de yerba o caña de azúcar destinadas para pienso del ganado,
y es curioso y enternecedor a un tiempo contemplar la agilidad
y viveza con que se mueven por las calles bajo el sol tropical.
Por la noche se les deja en libertad y vagan de un lado para
otro; dada :.u sobriedad, se contentan con hallar un poco de
alimento.
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bidamente moderada; sin embargo, el fuerte calor produce efec-
tos agotadores. El recién llegado debe ser muy precavido en
comer frutas, pues, de lo contrario, enferma con facilidad. El
tiempo de lluvias es, sin duda, peligroso para personas enfer-
mas; y concretamente los meses de septiembre y octubre, la
época de los vientos fuertes, son en extremo desagradables.
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desarrollado con mayo'r rapidez; basta considerar que su pobla-
ción se calculaba el año 1880 solo en 20.000 o 30.000 almas. El
incremento de la construcción, otra cosa no era de esperar, no
pudo mantenerse a la par del crecimiento de población, y todas
las pequeñas cabañas que como hongos surgen del suelo en las
afueras, ofrecen un triste cuadro cu.ando se lLega a la ciudad.
Dentro del mismo casco urbano, la impresión no es precisamen-
te favorable, pues las calles siguen faltas de un pavimento du-
radero. Durante los meses secos se asfixia uno con el polvo, y
en la estación lluviosa las calles tienen una espesa capa de barro.
Actualmente se trabaja en el alcantarillado, imprescindible pa-
ra la mejora de las condiciones de salubridad. Cu.ando esta obra
esté lista, las calles deberán ser cementadas, pues el simple as-
falto no soporta el sol tropical. Pero, pese a tales desventajas,
Barranquilla tiene el encanto de una ciudad en la que se tra-
baja de firme. Los extranjeros que llevan ya algún tiempo es-
tablecidos allí, se han adaptado muy bien. Habitan en el barrio
residencial, El Prado, establecido por norteamericanos, hace
unos años, en el alto de una colina y con arreglo a modernos
principios. A causa de su elevado emplazamiento, El Prado re-
cibe muy bien la brisa marina y tiene una temperatura de unos
2° C más baja que Barranquilla, donde el termómetro marca de
30° a 36° e hacia la hora del mediodía.
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tes ambos en Londres. Como indust1-ias propias posee Barran-
quilla fáb1icas de jabón, hilatu1 as de algodón y cervecerías.
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mento de Bolivar, especialmente adecuadas para la ganadería,
y Uegar más tarde hasta el Departamento de A ntioquia con sus
importantes minas de oro y mineral de hierro. Posiblemente,
esta línea, hoy en construcción, dará también nuevo impulso a
las industrias elabo1·adas de carnes, rama que un packing-house
intentó introducir en Coveñas, cerca de Cartagena. Con razón
se hace notar que las distancias desde la costa Nordeste de Co-
lombia a Europa, como también a los Estados Unidos, son notar
blemente más cortas que desde la Argentina y el Uruguay.
Santa Marta, la tercera ciudad del litoral atlántico colom-
biano, parece dar poco valor, por ahora, a una comunicación
directa con el interior del pais, pese a posee1· un buen puerto
natural. La constntcción de una vía fér1·ea hasta el Magdalena,
comenzada en tiempos, no fue llevada a cabo. Pero esta línea,
con su trozo de unos 50 kilómetros, ha servido para acceder a
terrenos que se mostraron extraordinariamente apropiados par
ra el cultivo del banano, y Santa Marta se ha convertido ahora
en el centro de una importante zona de plantaciones. La United
Fruits Co., que ocupa una posición de monopolio en la exportar
ción del banano de América Central, y cuyas plantaciones en
Colombia, Guatemala, Honduras y Ja~maica proveen al Viejo
y Nuevo Mundo, se ha apoderado del puerto y el ferrocarril de
Santa Marta. Desde allí se efectúa la exportación a Europa de
este apreciado fruto tropical por medio de barcos refrigerados,
de propia construcción, de la línea Elders & Fyffes Ltd.
Al desembarcar en Colombia, el recién llegado no recibe ya
la impresión de monotonía o de aislamiento del mundo. Las mo-
dernas comunicaciones han influído aquí con una velocidad casi
norteamericana, inundando de vida internacional las regiones
costeras. Pero los antiguos contrastes respecto de las tierras al-
tas del interior, con las cuales sigue siendo dificultoso el enlace,
antes se han aumentado que disminuído en virtud de este pro-
ceso desdibujador de la raza y la lengua.
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2. -POR EL MAGDALENA. -ASCENSO A LOS ANDES
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como él también de Buenos Aires, un muchacho esbelto y bien
parecido, de nariz aguileña, negra barba recortada y ojos fogosos
de mirar profundo, un camarada despreocupado y gozador de
la vida en todos sus órdenes, además de un auténtico tempera-
mento poético. Era autor de bellas poesías, si bien algo inma-
turas, y un tanto superficialmente instruído, cosa que él a me-
nudo deploraba, apenas leído en lo que no fuese literatura fran-
cesa (Balzac y Musset, sobre todo).
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la posible introducción de troncos de árbol. Pero nuestro pobre
"Antioquia" llevaba, según el viejo sistema, dos ruedas laterales,
y era además de mucho calado, de suerte que avanzaba muy
torpemente y usando de las máximas precauciones. El espacio
disponible para moverse los pasajeros era muy limitado, pues
si bien estaba permitido subir al segundo piso, los pasos que
allí arriba se dieran tenían número muy contado, habida cuenta
de que esa parte estaba descubierta y el suelo se hallaba reves-
tido de lata.
A las cuatro el "Antioquia" hizo resonar su sordo pitido,
que anunciaba la marcha a todo Barranquilla, y empezó a mo-
verse, primero por el brazo de río, hasta penetrar en el cauce
principal. Era el anochecer. Barranquilla nos miraba seductora
desde sus palmares, en tanto que nosotros navegábamos Mag-
dalena arriba; y cuando llegó la noche, y el resplandor de las
luces de la ciudad daba sobre nosotros, creí reconocer clara-
mente la casa donde lucía el árbol de Navidad de los suizos.
Pero a cambio de ello gocé de un espectáculo por entero diferente,
aunque me hizo pensar en un sábado de aquelarre. Bajé a las
máquinas y me dediqué a mirar cómo los fogoneros iban echando
madera sin cesar, salpicando chispas en torno. La cruda luz
iluminaba fantasmagóricamente a la tripulación del barco que
había venido a tenderse por el suelo. Se veían allí todos los
matices de piel: blancos, negros, indios y las muchas mezclas de
e tas tres razas, mestizos y zambos; todas las estaturas y todas
las edades y todas las formas del cuerpo humano. Cuando aque-
lla gente se ponía a comer, sentados todos en torno a un gran
cubo que contenía un sucio caldo, introduciendo allí las escudillas
o metiendo los dedos, era fácil de reconocer su estado de semi-
barbarie, pero había que estimar también su laboriosidad y su
natural sobrio y sufrido.
También nuestras comidas eran notables. En primer lugar,
se servían sobre la cubierta superior, exactamente encima del
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abrasador local de las máquinas, de modo que uno comía su
pan materialmente bañado en el sudor de su frente. Con cere-
moniosa cortesía se sentaba a la mesa el Capitán, una faz es-
pantable de barba negra y en punta, que él, sin cesar, se acari-
ciaba mefistofélicamente. Luego, los sudorosos y mugrientos ser-
vidores traían a un tiempo todas las viandas, ya medio frías,
y cada cual se servía de lo que le venía más en gana, poniéndolo
todo junto en un plato. Solo el roastbeef, tan duro como una
suela, -o, según expresión del señor Cané, como piel de hipo-
pótamo -era cortado por el propio Capitán y repartido por él
a los comensales. Salsas de colores indefinidos flotaban en los
platos, y todo estaba aderezado con ají, la pimienta española,
así que nos ardía la garganta. Puede decirse, en verdad, que
si nos acercábamos a la mesa era siempre por hambr e -cuando
ésta, pese al terrible calor, se dejaba sentir- y con el propósito
de ir sobreviviendo. Solo a una determinada señal del Capitán
estaba permitido levantarse de la mesa, y a menudo el tiempo
de espera resultaba harto largo. Pero con todo se iba uno confor-
mando, incluso con el agua sucia que para el lavatorio matutino
se distribuía, directamente extraída del río.
Pero había un arte que solo con esfuerzo llegaba a apren-
derse: el arte de dormir. A eso de las nueve comenzábamos a
prepararnos el lecho. Como no era posible permanecer en el cama-
rote de tanto calor como en él hacía, dormíamos fuera, sobre
cubierta. Para tal fin se montaba un armazón, semejante a una
cama de campaña, provisto de una lona grosera; era el lecho
que el barco facilitaba. Por encima se extendía la estera, un
tejido hecho de fibras apropiado para contrarrestar el calor
y luego las sábanas, que, al igual que la estera, traía consigo
el pasajero. Se escogía un apoyo cualquiera que se tuviera a
mano par a hacer las veces de almohada, y luego se pasaba a lo
más esencial, la colocación del mosquitero, un gran velo cuadran-
gular de ordinaria muselina. Con la máxima precaución se desli-
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zaba uno, medio vestido, bajo aquella tienda de campaña y se
trataba de cerrarla hacia afuera lo mejor posible. ¡Pobre de
aquel que al introducirse en la cama dejara alguna pequeña
abertura por la que pudiera penetrar un mosquito! Apenas había
cerrado los ojos, oía un zumbido monótono y sentía también muy
pronto el aguijón del despiadado huésped. Imposible cazarlo.
Después de infructuosas luchas, el atormentado viajero solía
caer muerto de cansancio para despertarse a la mañana siguien-
te con las manos y pies hinchados y con la cabeza febril; tan
venenoso es el pinchazo de estos torturadores. Pero a las seis de
de la mañana, inapelablemente, había que levantarse, pues era
la hora de limpiar la cubierta. Al dormilón se le arrojaba, sin
más, de su pseudo-cama.
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y se derrumban parcialmente. Pero muchas de estas islas parecen
verdaderas avenidas, pues a lo largo de sus riberas corren hileras
de árboles -cauchos y ceibas- y entre ellas se ven verdes
cintas de yerba. Por otra parte, los pastos, frecuentemente inun-
dados, se interrumpen por pedazos de impenetrable espesura,
siempre bajo formas diferentes , y solo de vez en cuando surge
una solitaria cabaña de paja en medio de una pequeña planta-
ción de tabaco o de un grupo de palmas bananeras.
Los indígenas navegan en canoas, desnudos o semidesnudos,
a lo largo de las márgenes. A veces también encontramos bongos,
o sea grandes botes cubiertos de hojas de palma secas, que los
negros impulsan río arriba por medio de pértigas, para lo cual
clavan estas en el fondo del río, las apoyan contra el pecho y en
tal posición corren luego, con agilidad felina, sobre la borda de
la embarcación. Estos bongos eran, antes de la navegación a
vapor, el único medio de transporte para remontar el río, necesi-
tando a veces, por supuesto, varios meses de viaje. Así es que
estos barqueros del río, los llamados bogas, llevan una existencia
de las más duras, pero caracterizada también por una cruda
sensualidad, por bestiales costumbres, pues cuanto allegan con
faena tan ruda lo despilfarran luego en báquicos excesos.
Se ven pasar también barcos en cuyos flancos, como en los
tiempos homéricos, van sujetos cueros inflados, que ayudan a
transportar más fácilmente la carga .. Y a veces se ve deslizarse
río abajo alguna balsa de bambú, abandonada y sin timón, de
las que se utilizan para transportar frutos.
De vez en cuando aparece una misérrima aldea de simples
chozas agrupadas en torno a una pequeña iglesia, que es más
bien un cobertizo algo mayor que las viviendas y en el que
cuelgan algunas campanitas bajo un techo de empajado. Pero
también otros poblados más grandes ofrecen la deseada ocasión
de mirar cosas y de descansar; así, por ejemplo, Calamar, que
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presenta por lo menos dos casas de piedra construídas por entero
al estilo moruno, junto al resto del caserío, consistente en meras
cabañas. Aquí desemboca el llamado Dique, o canal, que une al
rio con la ciudad de Cartagena. Esta, un tiempo "reina de las
Antillas", solo a duras penas se salva de la ruina, desbordada
ya por Barranquilla. Cierto que recientemente la ha aliviado algo
el ferrocarril que, a lo largo del canal, llega a Calamar. Pero
la mayor parte de los viajeros de Europa prefieren, naturalmente,
desembarcar en Puerto Colombia.
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colocándola al fuego sobre algunas piedras). Maíz, que aquí mul-
tiplica doscientas veces la cantidad sembrada, bananos, tal vez
algo de yuca (tubérculo que llaman "el pan del pobre"), pescado
y arroz constituyen la alimentación de estos granjeros del Mag-
dalena. Cuando necesitan sal, plomos para sus redes, y carabinas
o cuchillos, llenan sus piraguas de bananos o de pescado seco y
navegan río abajo hasta alguna aldea; allí venden sus productos,
compran lo necesario y se vuelven a hundir en su nada. En la
indolencia, sin religión, sin educación social, en total ignorancia,
van viviendo estas gentes, no sujetas a autoridad y, sin embargo
felices a su manera. No sufren contratiempos, salvo que, por
acaso, el jaguar se acerque hasta la casita y se les lleve su
riqueza (un cerdo), o que el caimán ande al acecho para hacer
u botín, o que una serpiente se les meta en la cabaña. En
medio de tales peligro , en un estado primitivo, verdaderamente
rousseauniano, pasan su existencia estos hombres, sin formación,
instrucción ni ilustración, cosas de las que nosotros tanto nos
envanecemos, y no trabajan más de lo necesario ...
Más arriba de Calamar, el río recibe una corriente tributaria
que duplica casi su caudal; es el Cauca, el cual corre separado
del Magdalena por la Cordillera Central y que, partiendo del
valle de su nombre, atraviesa Antioquia y, después de recorridos
1.350 kilómetros, afluye al Magdalena en dos brazos principales.
La misma desembocadura parece un lago enorme. Por su parte
el Magdalena se cambia aquí de la forma más caprichosa, de
tal modo que la navegación necesita buscarse de continuo nuevos
canales. Así, por ejemplo, la ciudad de Mompós -famosa por
su heroísmo durante la guerra de Independecia- se halla com-
pletamente aislada del tráfico a vapor porque el brazo de río
en que ella se encuentra se ha llenado de arena y no permite
ya el paso.
Después de admirar varias noches magníficas y de gozar
la vista de las cimas de la Sierra Nevada, que refulgían a nues-
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tra izquierda con el sol del crepúsculo, disfrutamos el espectáculo
de otro ocaso tropical, el más bello y singular que pueda darse.
Fue en Magangué, ciudad provinciana con algunos buenos alma-
cenes y donde anualmente se celebra una gran feria a la que
concurren especialmente Barranquilla y todo Bolívar. El río
tiene allí 800 metros de anchura, y mirado hacia el Sur parece
no tener límite, lo que aumenta la magnificencia del fenómeno
que presenciamos.
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en el aire diáfano es cuatro veces más intenso que en nuestro
país. Por un breve tiempo todo permanece en calma, como si
la Naturaleza se dispusiera a entregarse al sueño; pero entonces
comienzan una vida y un movimiento, una lucha y un amor que
despiertan en el ánimo mil sentimientos distintos. El griterío
de los pájaros y el ruido que mueven otros muchos animales
llega sin cesar a nuestros oídos. El grillo hace resonar su estri-
dente música; en la lejanía lanza el jaguar su áspero rugido, y
grandes tropeles de monos aulladores llenan los bosques con sus
quejas, cuya intensidad es comparable al rodar de los truenos
en la tempestad. ¡Ah, las inolvidables noches del Trópico! ¡ Qué
diferentes de las nuestras! Aquí, quietud silenciosa, tiniebla y
frío. Allí, el inagotable tejer, crear y agitarse de todas las cria-
turas. Soplan aires tibios y nos traen balsámicos aromas. Un
inefable bienestar corre por nuestros cansados miembros, y so-
ñadoramente se hunde el espíritu en la esencia primigenia de
la Naturaleza.
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hasta casi la quilla del vapor. ¡Qué contrastes tan grandes en
este magnífico país !
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vientes la más tierna de las madres. A pesar de los estragos
que hacen entre ellos los viajeros, por ser el único deporte que
muchos conocen para que resulte más corta la travesía por el
Magdalena, los caimanes siguen siendo los amos y señores de
estas aguas.
Pasamos por Bodega Central y Puerto Nacional, de donde
sale el camino para Ocaña, en Santander. Luego damos vista
a Puerto Wilches; partiendo de aquí se construyó un trayecto
de vía férrea que debía llegar hasta el interior de Santander.
Según los cálculos de los políticos, que despilfarraron millones
de francos o los emplearon en beneficio propio, ese ferrocarril
debería estar terminado hace ya mucho tiempo. Ahora, los pocos
kilómetros de vía construidos están en el más completo y lamen-
table abandono. ¡Triste cuadro el de un ferrocarril político!
La N a tu raleza vuelve a desplegar toda su magnificencia.
Los montes, sin que uno se de cuenta, van acercándose progre-
sivamente por ambos lados. El bosque virgen se hace cada vez
más alto ; grandes plantas trepadoras, de las formas más extra-
ñas y con las flores más curiosas, cuelgan sobre el agua hasta
sumergirse en ella, impidiendo mirar por entre la impenetrable
espesura. Troncos de árbol van acumulándose en el río, que
se convierte en un laberinto de innumerables ramificaciones y
meandros. Las islas, verdaderas islas de Calipso, se multiplican.
La navegación se hace más difícil.
Entre tanto, ha llegado el día de San Silvestre. Por la tarde,
a las seis y tres cuartos, el termómetro marca en el camarote
35° C ; fuera, a la sombra, 37° N os detenemos junto a un pue-
blecillo escondido entre la selva virgen, pues luego de los prime-
ros días, el viaje no puede proseguirse durante la noche. Inme-
diatamente de sonar la pitada del vapor, salen del bosque los
más variados tipos de gente, y corren a lo largo de la ribera,
que ahora se ha hecho más alta, o se acercan en ligeras canoas.
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Llegan las negras, las mulatas e indias con un andar rápido,
no exento de gracia y delicadeza, y echados hacia atrás la cabeza
y el cuerpo. Las madres llevan a sus pequeños a horcajadas
sobre las caderas. Estas gentes ofrecen a los del barco diferentes
cosas de comer, y, acurrucados en el suelo, cambian con ellos
algunas palabras, sin impertinencia ni descortesía alguna. Pero
cuando algún forastero se les dirige en mala forma, saben repli-
car con doble crudeza; luego desaparecen detrás de uno de aque-
llos magníficos árboles, y tengo la sensación de que se retiraran
a un mundo desconocido.
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comunes sacrificios, padecimientos y gozos, y este oscuro vege-
tar, este predominio de todas las fuerzas fisicas en el hombre,
que debe luchar contra la Naturaleza y contra un siglo de viejo
despotismo. Es un estado de barbarie, con el que solo en un
futuro lejano podrá acabarse. Consternados por aquella escena
retornamos al barco. Por mucho tiempo, no conseguí tranqui-
Hzarme. La imagen de mi patria, de mi ciudad, surgía ante mí
en aquella noche de San Silvestre, otras veces tan feliz. Escu-
chaba las campanas anunciando solemnes el Año Nuevo, las
voces del vibrante coro, felicitaciones por doquier ... Un blando
sueño cerró al fin mis ojos fatigados.
El día de Año Nuevo de 1882 transcurre lentamente. El río
está escaso de caudal y avanzamos poco; el barco tiene que ir
tanteando el rumbo. Navega a poquísima velocidad por el canal
practicable, y un marinero desde la popa va introduciendo conti-
nuamente una pértiga en el agua para medir la profundidad.
¡"Siete pies! -grita-, ¡cinco!, ¡cuatro!, ¡cinco!" ... Hasta que,
de pronto, se escucha: "¡tres!" (¡tres pies solamente!). El barco
se detiene, y debe empezar a retroceder para buscar una nueva
vía. A las cinco de la tarde tenemos ya que interrumpir la tra-
vesía y amarrar nuestro barco a una isla cubierta de alta yerba,
en medio del río. En torno, ni rastro de vida humana. N o podemos
saltar a tierra, pues las serpientes son muy peligrosas. En las
primeras horas del 2 de enero tratamos de proseguir el viaje.
Tras muchos esfuerzos inútiles, que nosotros observamos teme-
rosamente, el Capitán declara que es imposible el paso y comien-
za a buscar algún punto de la ribera junto al que podamos anclar.
Estamos en el Magdalena, dentro de nuestra calurosa cárcel,
abandonados en medio de la más absoluta desolación. No hay
más remedio.
Aquí aparece en mi diario un gran paréntesis. Cuatro días
eternamente largos duró aquel martirio, a una temperatura suge-
ridora de ideas suicidas, ¡ entre los 38 y 39° a la sombra ! Ya no sé
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bxactamente cómo pasé todo aquello; mis compañeros d~ viaje, en
particular el señor Ministro Cané, estaban del más negro humor.
Solo confusamente, recuerdo que dormí mucho, a pesar del con-
siguiente y fuerte dolor de cabeza, y que en las horas restantes
me dedicaba a leer a Shakespeare, que afortunadamente había
llevado conmigo.
Por fin, el día 6 de enero, damos vista a un barco. Es el
ligero "Francisco Montoya", de escasísimo calado y de una sola
rueda, que avanza con los pasajeros que partieron de Barran-
quilla el 31 de diciembre, o sea seis días más tarde que nosotros.
Izamos la bandera de socorro y se detiene a nuestro lado. Des-
pués de algunas negociaciones, se nos hace pasar de nuestro viejo
cajón, el "Antioquia", al rápido vapor en que vamos a seguir la
travesía. Jamás un barco me ha parecido tan magnífico como
me pareció entonces el "Montoya", ni nunca me resultó más
grato y apetecible el trato humano, tras de aquellos días de
sofoco y modorra mental en la soledad, en medio de la grandio-
sidad del trópico.
Pero el barco iba atestado de gente. Bajo una escalera hube
de montar mi campamento como me fue posible, y el aseo ma-
tutino era cada día mayor problema, ya que solo se disponía, para
todo , de un gran balde y de dos toallas sucias. Pero, a pesar de
tan mezquina toilette, me encontraba satisfecho. Los tres siguien-
tes días de viaje pasaron muy rápidamente. Se hacían descargas
contra los caimanes y los monos --estos últimos saltaban de un
árbol a otro entre muecas y graciosos movimientos- y sobre las
blancas garzas que orgullosamente se paseaban por la arena.
Teníamos charlas de lo más agradable, y yo hacía todo lo posible
por ir chapurreando el español.
Llegamos a Puerto Berrío, de donde parte un ferrocarril
hacia el interior de Antioquia. Allí tuvo que desembarcar un nor-
teamericano al que por el río había acometido la fiebre. Dificul-
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tosamente, sostenido por dos hombres, pudo llegar hasta la casa
en que quedó. N os dolió en el alma.
El río se hace ahora más estrecho: la ribera, más alta ; la
vegetación, menos exuberante; la corriente, más rápida. Hacia
el atardecer estamos en Nare, donde existe un tinglado (bodega
le llaman) para la descarga de mercancías con destino a Antio-
quia. Aquí descienden algunos de nuestros nuevos compañeros
de viaje. Con espanto los veo desaparecer en la oscura noche;
¿ a dónde se dirigirán ahora? La bodega no tiene si tio donde
pernoctar, y el insalubre pueblo de Nare está a media hora de
distancia. Ya empiezo a notar los encantos de viajar por estas
regiones ...
El domingo, 8 de enero, fue el día en que, al fin, habríamos
de superar las últimas dificultades: los tres saltos (chorros)
formados por el estrechamiento del río hasta 150 y aun hasta
125 metros, y por los arrecifes. El agua corre aquí a unos 2'4
metros por segundo. Los dos primeros saltos, uno de ellos el
peligroso Guarinó, fueron superados con relativa facilidad. En
cambio el tercero, el Mesuno, costó indecible esfuerzo. El barco
toma impulso por varias veces. No avanza lo más mínimo. Se
inyecta más vapor. En vano. El Capitán, de pie en la más alta
cubierta, la que hace de puente, grita de continuo a los maqui-
nistas que aumenten el vapor. Las válvulas de seguridad se abren
y silban inquietantemente. El barco todo tiembla y oscila y ame-
naza desvencijarse. Los pasajeros van inquietos de un lado para
otro. Muchos de ellos se han quedado muy pálidos, y con motivo,
pues a no mucha distancia de nosotros emerge del río la destro-
zada caldera de vapor de un barco que voló en una maniobra se-
mejante. Y ese barco tuvo luego varios imitadores de su salto
mortal. Ahora ha fracasado la última arrancada. El Capitán
hace arrimar el barco a la orilla y envía gente a tierra con la
misión de amarrar un recio cabo que va desde nuestra embarca-
ción hasta unos árboles situados más arriba del lugar peligroso.
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De nuevo se pone la máquina a todo vapor y al propio tiempo se
va arrollando con una máquina la cuerda, que tres hombres
mojan de continuo con baldes de agua. El chorro no resiste ya a
tanta fuerza reunida. Después de cinco minutos, largos y difíciles,
nos encontramos felizmente arriba. Resuena un potente hurra.
Todavía una hora escasa de viaje, durante la cual pasamos ante
los más hermosos palmares y bosques y ante los más lozanos
pastos (potreros) , y hemos arribado a Bodega de Bogotá, (en la
ribera derecha del Magdalena, frente a Caracoli), que constituye
el puerto de la capital. Nuestro viaje fluvial ha llegado a su tér-
mino, después de diecieseis días completos ; ¡ dieciseis días para
cubrir 209 leguas de recorrido!
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Otras casas se hallan medio en ruinas, muchos muros están en-
negrecidos por el humo. Viejos conventos e irregulares plazas,
torcidas calles y angostos callejones, sucios lugares de la parte
del río engendradores de la fiebre . . . todo esto impide consolidar
la buena impresión que hacen algunas casas españolas, grandes
y ventiladas, y en especial la animada Calle del Comercio. En
Honda aparece de nuevo el aguador, sentado con las piernas
cruzadas sobre su burro cargado con dos barrilitos. Las honde-
ñas, en particular las de las clases populares, son altas y esbeltas
y se distinguen por su elegante porte y gracioso andar. Los esta-
blecimientos comerciales, en los que hay bastante actividad, son
aquí también verdaderos bazares turcos. Honda, en su pujante
naturaleza, en su industrioso ajetreo, es una estampa de vida;
en sus ruinas y en su casi entera soledad es una estampa de
muerte; en toda ocasión es un contraste vivo. Cuidando de ob-
servar las reglas de la moderación y el aseo, tampoco aquí ha
de temerse demasiado el contraer unas fiebres intermitentes.
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bosques, montañas, en la más abundante variedad de formas,
colores y climas, con una población relativamente grande de
gentes activas, bastante civilizadas, dedicadas al comercio, la
agricultura y la ganadería, y con un vivaz desarrollo y una ale-
gre vida social, semejantes en su ímpetu a los 182 ríos y 1.590
arroyos que en el Alto Magdalena desembocan. El Salto fue su-
perado por un alemán, el señor Weckbecker, hombre enérgico que
ya con la cabeza cana, remontó allí la corriente, con riesgo de su
vida, en un pequeño vapor, el "Moltke", en el año de 1875.
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equipaje sobre las bestias de carga. Ordinariamente se cuelga a
cada flanco del animal una maleta, cuyo peso no debería rebasar
los 70 kilos.
También en Bodega de Bogotá se había construído un pe-
queño trecho de vía férrea, que un día debería alargarse hasta
la capital. Entonces estaban trabajando precisamente allí donde
las primeras alturas de la cordillera oriental se desploman abrup-
tamente hacia el río. El estrecho camino transcurría entre cas-
cote y rocas, entre piedra arenisca y tierras arcillosas. Era asom-
broso mirar la prudencia y agilidad con que nuestras cabalgadu-
ras iban salvando los obstáculos, como cabras monteses, y facili-
tando así su quehacer al poco acostumbrado jinete, que, con ad-
miración y algo de angustia, contemplaba esta modalidad de
subir y bajar vericuetos.
Hacia el mediodía almorzamos en uno de los albergues,
o ventas, que tropezábamos con frecuencia por el camino. Son
pequeñas cabañas, construidas de barro y revocadas de blanco
con cubierta de paja y amuebladas del modo más primitivo. El
almuerzo consta por lo común, en u tierra caliente", de una sopa,
casi siempre de arroz, con algo de carne salada (del tasajo, o sea
carne que ponen a secar al sol en largas tiras, para cocerla
después) y de un huevo; en el mejor caso, un bistec. Como
postre hay una taza de chocolate con un pedazo de queso blanco
que los colombianos, para sorpresa mía, van desmigando y echán.
dolo a la taza para saborearlo todo junto, como extraño bocado
agridulce. El mantel servía y sirve como servilleta para todos.
La ruta se separa ahora del Magdalena hacia el interior.
Por un llano camino arenoso, sombreado a menudo por árbole
magníficos, nos vamos acercando cada vez más a la primera
cadena de la cordillera Oriental. Pasamos el río Seco, arroyuelo
inofensivo en la época de sequía, y formidable corriente con el
tiempo de las lluvias, que a menudo hace detenerse uno :> más
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días a los viajeros porque aquí no existe puente alguno que lo
cruce. Ahora el camino comienza a ascender en cerrado zig-zag.
Piedras redondas dificultan el andar de las mulas, la silla se
desliza hacia atrás con la violenta subida. Frecuentemente el
angosto camino queda cerrado por reatas de mulas que llevan
pesadas cargas, de por lo menos 250 libras, atizadas por el
fuerte y ronco griterío de los arrieros, indios casi siempre, des-
calzos y cubiertos de polvo. Las bestias se tambalean bajo los
pesados cajones o barriles; fatigadas, se tienden aquí y allí, y
solo los despiadados golpes las hacen levantarse. El lomo de estos
animales es a menudo una gran herida abierta, pero ellos cum-
plen con su obligación, pese a la suma escasez del alimento. Con
harta frecuencia se halla el cadáver de uno de estos mártires de
los malos caminos de Colombia, allí en medio de la carretera,
pudriéndose, sin que nadie se haya tomado el trabajo de apartar
a un lado la carroña, lo que sería tanto más prudente cuanto
que las cabalgaduras se echan a galopar con sobresalto y al
pasar luego por aquel sitio, si es que no les da por hacer una
espantada y negarse a caminar. Los gallinazos son los que se
encargan del oficio de enterradores.
No solo los animales, también los seres humanos llevan aquí
terribles pesos ; indios e indias marchan apoyándose en largos
palos, curvadas las espaldas bajo su carga, sostenida sobre la
frente por medio de una recia faja de tela. Pero el más extraño
espectáculo para el extranj ero e el encuentro con una cuadrilla,
doce a dieciseis peones que transportan sobre sus hombros un
pesado objeto no desmontable, como una gran máquina o un
piano. Ciertamente, el transporte dura dos semanas enteras,
pues los cargueros tienen que descansar cada pocos minutos, de
modo que el transporte de un piano hasta Bogotá viene a costar
unos 2.000 fuertes (otros tantos dólares).
Después de varias horas de viaje, alcanzamos la altura de
la primera cresta de la cordillera, el Alto del Sargento (1.400
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metros), a lo largo del cual cabalgamos durante un rato. Uno
de los más maravillosos panoramas que jamás he visto, y que
se me quedó grabado imborrablemente, se extiende ante mis
ojos atónitos y fascinados. Delante de nosotros, la llanura del
Magdalena, que, de cierto, no se cruza en menos de quince horas,
boscosa y aparentemente inhóspita, atravesada por el río, que
desenrolla como una cinta de plata. Enfrente, abrupta, surgien-
do sin transición desde la llanura, está la Cordillera Central, y
en medio el imponente macizo del Tolima, cuya cónica cima,
cubierta de nieves perpetuas, se eleva en el aire azul hasta
5.616 metros. Junto a este macizo se ven las otras cúspides ne-
vadas, del Ruiz (5.300 metros), de Santa Isabel (5.100) y del
Herveo ( 5.590), en larga y variada sucesión. Hacia el Norte,
las azulencas y bajas montañas de Honda con sus cumbres en
cono. Al Sur, siguiendo aguas arriba, el valle del Magdalena,
una lejanía azul, plateada, fulgente, en la que el ojo, como ocu-
rre en las pampas, se pierde buscando en vano un punto de re-
poso. . . Ese punto no corresponde a la hermosura armónica,
finamente estructurada, mesurada y justa de nuestros paisajes
alpinos, a los que supera con su majestad abrumadora, con sus
fabulosas proporciones, con su pujanza gigantesca.
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Guaduas posee industria propia, como, por ejemplo, fabri-
cación de sombreros de paja; tiene también casas muy limpias
y una bien construída iglesia. Es, en fin, lugar simpático, con
una temperatura muy agradable (24° C. de media), próxima a
las de la zona templada. Todo elogio es poco para la delicia de
bañarse en las claras y cristalinas aguas del pequeño río que
por allí discurre o en la piscina de alguna casa. Un gozo insu-
perable después del viaje por el Magdalena.
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estómago del viajero. Si está casi sin fermentar se le llama dulce;
si se encuentra en el grado justo, regular, y si la fermentación
es muy avanzada, bravo, guarapo que embriaga fácilmente. Por
pocos centavos le dan a uno una totuma llena (la totuma es co-
mo una calabaza), que va pasando de mano en mano entre los
bebedores.
A las dos de la tarde estábamos en Villeta (839 metros de
altitud). Fundada ya en 1558, esta ciudad era antes famosa
como balneario, pues posee excelentes fuentes termales de aguas
sulforosas. Pero hoy día ofrece un aspecto de bastante abando-
no y tristeza, con sus pálidos habitantes, a los que solo intrigas
y procesos son capaces de sacudir. La única cosa notable es la
gran ceiba de la plaza mayor.
Después de cruzar un puente sobre el Río N egro, se avanza
un rato valle adentro, pasando junto a hermosas ventas. Los
indios e indias que encontramos se distinguen por su tez mo-
rena menos oscura y por sus magníficos ojos negros, y las mu-
jeres, en particular, por su pelo abundante y de un negror azu-
lado, y por sus rostros verdaderamente bellos. Más tarde, el
DQmingo de Ramos de 1885, tuve ocasión de ver a estas mujeres
cuando se dirigían a la iglesia, y pude apreciar toda su gracia
y su atuendo relativamente rico.
Ahora e inicia ya la última subida por un camino, en al-
gunas porciones bien trazado, bien pavimentado y cuidado, que
se parece a una de las carreteras de nuestros pasos alpinos (por
ejemplo, el Gemmi). Pero en la mayor parte de su recorrido
este supuesto camino resulta harto deficiente, y en tiempo de
lluvias es a menudo, bastante peligroso a causa de la gran pen-
diente, y se encuentra lleno de piedras y barro y con muchas
hendiduras. Naturalmente, en tales situaciones indaga uno si
realmente sería necesario subir por los flancos de dos cordille-
ras a una tercera cade~a montañosa para ir del Magdalena a
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Bogotá. Entonces se sabe que desde la primera cadena encima
de Honda se podría abrir un camino que, pasando por crestas
transversales que unen a estos montes, alcanzara casi hasta el
mismo tercer tramo de la Cordillera Oriental. Y entonces se
entera uno también, con sorpresa y hasta con cierta indigna-
ción, de que hace ya treinta años un ingeniero francés, un tal
Poncet, trazó una carretera desde el Magdalena (bastante más
abajo de Honda y de los saltos) hasta Villeta, vía que tampoco
hubiera tenido grandes subidas, de manera que la pendiente
habría comprendido solo el trayecto de Villeta a Bogotá. Pero,
¿de qué sirven los mejores planes cuando han de enfrentarse
. con la rutina, con las costumbres viejas y con la falta de dinero
y tiempo a causa de tantas revoluciones? ¿Cuándo el Camino
Poncet, en el cual trabaja de nuevo actualmente una empresa
particular, podrá ser abierto realmente al tráfico? N o obstante,
en 1886 fue "inaugurado" el camino. Pero como entretanto se
las habían arreglado con el nuevo ferrocarril de la Dorada, cer-
ca de Honda, se continuó haciendo el recorrido por carretera
desde Honda a Bogotá. El camino Poncet está prácticamente
abandonado y parece, por ahora, no tener porvenir alguno.
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rece ancha y bien trazada) que lleva a la capital. En la gran
posada que hace las veces de hotel tomamos un copioso desayuno.
Luego empezamos a encaramarnos hacia la última altura de
las cordilleras. Es una mañana magnífica, fresca. Empiezan a
verse desnudas rocas sobre las que aparecen robledos y pina-
res. Agua fría y clara discurre saltarina y en gran abundan-
cia. Detrás de nosotros se ve el interminable laberinto de las
cordilleras ; delante, un angosto desfiladero entre rocas. Es el
único paisaje que presenta un considerable parecido con nues-
tros paisajes de montaña suizos. Casi sin darme cuenta, de mi
pecho, finalmente libertado del calor agobiante del trópico, se
escapó un entusiástico grito de júbilo que resonó en aquellos
peñascos y produjo no poco asombro en mis compañeros de
viaje.
La subida ha sido coronada. N os hallamos en el Alto del
Roble (2.745 metros -según otros, 2.767- sobre el nivel del
mar). Un espectáculo inusitado aguarda al viajero. Ante él se
extiende una llanura gris y verde, cuya anchura equivale casi
a nueve horas de camino. Su límite oriental se halla bordeado
por una cadena montañosa, de escasa altura en apariencia. Es
la muy añorada Sabana, la altiplanicie de Bogotá, formada de
un antiguo lago andino, cubierta hoy de pastos y de campos de
;ereales y otros frutos. Solo el que ha contemplado esta llanura,
allí arriba, tan alta, escondida entre los montes andinos, en-
tiende la grandiosa impresión que hace cuando el cielo claro
ríe sobre ella, cuando el sol la ilumina y hace aparecer las cosas
tan nítidas, tan puramente delimitadas; solo ese comprende la
densación de nueva vitalidad, de frescura mental y de ligereza,
que se experimenta otra vez en nuestro pensamiento, casi ador-
mecido por los calores.
Al galope, llegamos pronto a los Manzanos, donde nos es-
pera un coche de caballos. Este nos conduce a la pequeña ciudad
de Facatativá, situada a solo media hora de distancia y que
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constituye la verdadera entrada a la Sabana. Es día de mercado,
la plaza, ante la iglesia y el hotel, se halla atestada de grupos
de gente blanca y de indios ; los vestidos que todos llevan en esta
región son ya más pesados, calientes y oscuros. En una esquina
de la plaza está la iglesia, bastante pobre y sin campanario pro-
piamente dicho, pues en su lugar figura un muro de fachada,
y las campanas cuelgan en los huecos de sus ventanas. Hoy se
construye aliado de este un nuevo templo de mampostería, pero
que se parece más a un edificio escolar que a una iglesia cató-
lica. Detrás del hotel de la plaza estaba ya entonces la estación
de la línea férrea de la Sabana, inaugurada muchos años más
tarde. El tendido de vía, sin embargo, solo se había realizado
entonces en una extensión de uno o dos kilómetros. Se ha calcu-
lado que los gastos de transporte de estos pocos raíles desde
Europa hasta las alturas de Facatativá, en parte por tan malos
caminos, encarecieron de tal manera los costos de la vía, que
por el mismo precio se podría haber hecho fundir en oro. U na
jocosa, pero significativa exageración, aunque, en todo caso, se
incluirían también las sumas disipadas entre funcionarios y em-
presa.
Afortunadamente, esta vez no tenemos que alquilar los po-
cos habitables y fríos dormitorios del hotel de Facatativá, ya
que nuestro coche sigue rodando hacia la capital del país, de
donde todavía nos separan cinco horas de viaje. Por suerte tam-
bién, la ancha y poco lisa carretera se halla seca, si bien un
tanto polvorienta, como corresponde a esta época del año. Des-
pués de dos horas de camino, brillan ya en la lejanía, con el
sol de la tarde, las torres y edificios de Bogotá, como si dentro
de muy poco rato hubiéramos de estar alli. La situación de la
ciudad, recostada en la Cordillera Central, ofrece un encanta-
dor aspecto.
Es ya noche cerrada cuando nuestro coche, el 11 de enero
de 1882, hace su entrada en Bogotá. Mi compañero de viaje, el
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señor París, me lleva por mal pavimentadas calles hasta un
hotel, me entrega allí, como se entrega un objeto, a la patrona,
de habla española, se me conduce a un pequeño y frío cuarto, y
me encuentro solo al cabo de un viaje que ha durado cincuenta
y un días.
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escaso calado, provistos de una gran rueda de palas y que sola
en las proporciones difieren del tipo tradicional. V apares ma,.
yores, con una capacidad de hasta 400 toneladas, navegan pm·
el bajo Magdalena desde BarranquiUa a la Dorada (783 kilóme-
tros), lugar de embarque más abajo de los Chorros. Los barcos
más pequeños, que, aparte cierto-s detalles, se parecen todavía al
viejo Antioquia", suben por el alto Magdalena desde Arranca,.
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Hoy día existe aún l(l¡ diferencia entre el buque que se de-
tiene en todos los habituales puntos de parada, y el buque rá-
pido, que hace menos escalas y se mueve sin servirse de las dos
lanchas remolcadoras laterales, así que es ventajoso esperar en
Barranquilla la partida del u expreso" en vez de confiarse al
primer u ordinario" que salga. La instalación de los vapores, na-
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turalmente, ha hecho ciet·tos progresos: luz eléctrica, · baños, dis-
posit'ivos de ventilación, camarotes con ventanas protegidas
contra los mosquitos por medio de tela metálica. En cambio
persiste el uso de que el viajero aporte su propia ropa de ca-
ma; y en lo tocante a la limpieza del servicio y a la calidad de
los alimentos, las opiniones, con razón, se hallan divididas.
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hasta el 1·ío Lebt-ija por Puerto Santos, habiéndose comenzado
solo ah<Yra la subida hacia el macizo montañoso de Bucaraman-
ga. El dinero gastado no está, de ningún modo, en relación con
el trabajo realizado hasta la fecha.
Al tercero o cuarto día, el viajero queda prendado de la
factoría not·teamericana de Barranca-Bermeja, donde formida-
bles instalaciones de depósito reciben el petróleo obtenido más
hacia el inte1-ior. En Barranca-BermeJ·a se han explotado por
p-rimera vez en gran escala las riquezas petrolíferas de Colo?n-
bia, al parecer 1nuy importantes, y de aquí pa-rte también un con-
ducto (pipe-line) de más de 600 kilómetros hasta el puerto de
Cartagena, lo que permite proveer directamente de petróleo crudo
a los vapores de altura. BatYanca-Bermeja, sin emba-rgo, pro-
porciona también la convicción de que no son solo beneficios lo
que la posesión de petróleo acarrea a un país. Apenas si en Co-
lombia existe otra región en que las luchas económicas revistan
caracteres tan agudos y amenazadores como allí, donde, por lo
demás, hace sus primeros ensayos de poder el partido socialista-
comunista, que acaba de surgir en el país. Por otra parte hay
que admitir que en Barranca-Bermeja, de modo parecido a la
Zona del Ca-nal de Panamá, los nortea.mericanos han establecido
colonias ejemplares por su const1'UCci6n y su limpieza. Los fun-
cionarios habitan en lindos bungalows, y también los obreros
auxiliares indígenas disfrutan de satisfactorias condiciones en
cuanto a viviendas y hospitales.
A un día de viaje agu.as arriba se halla Puerto Berrío, don-
de conecta con el río Magdalena todo el tráfico procedente ie
la activa provincia de Antioquia. De Puerto Berrío parte el Fe-
rrocarril de Antioquia, que, pasando por Cisneros y la Quiebra,
lleva a Medellín, en importancia la segunda ciudad de Colombia.
La Quiebra es una alta y abrupta cresta montañosa, que, levan-
tándose en rápida subida, interrumpe la vía a mitad de su re-
corrido y determina que mercancías y viajeros hayan de ser
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traru;portados por la carretera de montaña a ese efecto coru;-
truída y que se caracteriza por sus muy numerosas curvas. El
transporte se hace con mulas, cabaUos o automóviles. Una com-
pañia constructora canadiense trabaja ahora en la excavación
de un túnel a través de la Quiebra, empresa cuyas dificultades
técnicas fueron presentadas durante años -con determinada
intención, por supuesto- como extraordinariamente grandes.
Cuando toda una comarca vive del tráfico por un paso de mon-
taña, no puede esperarse allí un gran entusiasmo por la cons-
trucción del túnel. Puerto Berrío fue arrasado totalmente por
un incendio el año 1927, y al reconstruirlo se ha convertido en
una población limpia y sana; nadie reconocería hoy el célebre
foco de fiebres que constituyó antaño. Un buen hotel edificado
.sobre una pequeña altura da aquí testimonio del conocido espí-
ritu emprendedor de los antioqueños.
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demasiado al Sur. Las razones de habérsele elegido como punto
de transbordo para el tráfico hacia la Sabana apenas sí podrían
explicarse del todo.
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·El viaje en avión. Lo que hoy nos parece algo casi obvio,
et·a cosa que hace todavía pocos años resultaba una temeridad:
la utilización del aeroplano para superar todas las dificultades
y molestias en un viaje fluvial desde la costa al interior. La
magnitud de esas dificultades, que se estaba acostumbrando a
aceptar como cosa inmodificable, puede explicar, sin duda, por
qué el tráfico aéreo tropezó al principio con serios reparos. Y,
sin embargo, hubo de reconocerse que el avión era superior a
los demás medios de comunicación precisamente allí donde fal-
tan can·eteras y ferro carriles, siendo necesario además salvar
largas distancias. Tanto más es, pues, de valorar como un alto
hecho cultural el que algunas destacadas personalidades de la
colonia alemana en Colombia, y en primer lugar el explorador
y geógrafo austriaco doctor P. von Bauer, hicieran suya en Bo-
gotá, y en fecha muy temprana, la idea de poner el avión, con
carácter regular, al servicio del desarrollo económico de Colom-
bia. Así fue fundada en 1920 la HSociedad Colombo-Alemana
de Transp01·tes Aéreos" (en abreviatura, según las iniciales,
"Scadta") que quiso realizar como sociedad privada lo que ahora
los colombianos reivindican como un logro nacional.
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de · renunciar a la comunicación aérea directa entre la· costa y
Bogotá, debido a que en la Sabana faltan las adecuadas exten-
siones de agua. Pero los pasajeros, en cambio, se libran así de
las imprevisibles corrientes de aire que se soportan al subir de
la depresión tropical a la fría altiplanicie. Por razones de segu-
ridad, la compañía ha elegido, pues, el Magdalena como eje de
su red de tráfico, estableciendo en principio una línea que sigue
el curso del río desde Barranquilla a Girardot, y más al Sur
hasta N eiva. Partiendo de esta línea central, se enlaza en la
costa con líneas secundarias de hidroav~ones. {lJ CartageruJJ y
Santa Marta. Más arriba, una sociedad aparte, "Cosada", esta-
blece la comunicación entre Puerto Wilches y la región monta-
ñosa de Bucaramanga, mientras que M edellín y Bogotá se al-
canzan desde Puerto Berrío y desde Girardot, respectivamente,
con el ordinario y breve viaje en ferrocarril. Esta red de tráfico
de la "Scadta" se mantuvo invariable durante los primeros años,
pero pronto empezó a producirse un inesperado desarrollo en
cuanto a la frecuencia del servicio. En seis años se ha centupli-
cado el núme·ro de los kilómetros de vuelo (en 1920, 1,.325 kiló-
metros, y en 1926, 1,86.337) y desde entonces ha seguido aumen-
tando. En luga1~ de los vuelos semanales, lo usual al principio,
hoy apenas se da abasto con un vuelo diario. Pero todavía más
asombroso es el desarrollo del servicio postal aéreo. Por medio
de la "Scadta" el correo es llevado en brevísimo tiempo desde la
costa al interior, de modo que el tiempo de recorrido de las car-
tas de Europa con destino a Bogotá se ha reducido ya a tres
semanas. Las ventajas de este ahorro de tiempo son tan eviden-
tes, que el mundo de los negocios se sirve de continuo de las
comunicaciones aeropostales. Al lado de esto hay que anotar
que existe un departamento científico de la "Scadta" para la
medición topográfica, proporcionando tomas fotogramétricas
para trabajos cartográficos sobre zonas fronterizas inaccesibles,
concesiones petroleras, etc.
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Ultimamente, la u Sociedad Colo'n'ltbo'"'Alemana de Transpor-
tes Aéreos" ha ampliado 1nucho su campo de acción, y aún así
no se han agotado las posibilidades de su tarea de avanzada.
Tras audaces vuelos de pruebas sobre la Cordillera Central, se
estudió un posible enlace del Atlántico y el Pacífico, y en 1927
se inauguró, con el nombre de u Servicio interoceánico", la línea
regular entre Barranquilla y el pue'rto de Buenaventura. Con
ello, en este último punto obtuvo conexión con el tráfico aéreo
el fértil y pujante Valle del Cauca (con su capital comercial,
Cali). Después de breve pausa, se produjo otro avance hacia el
Sur: la ampliación de la línea citada, a través de Tumaco y al-
gunas etapas intermedias, hasta Guayaquil, puerto de acceso al
Ecuador; como consecuencia natural, ahora se ha convertido ya
en un hecho la comunicación aérea con el Perú. Hace poco, los
norteamericanos han concedido permiso para el aterrizaje de
aviones en la Zona del Canal, concretamente en Cristóbal-Colón,
de modo que en la actualidad la u Scadta" sirve ya a las cuatro
repúblicas, Colombia, Ecuador, Panamá y Perú. Esta amplia-
ción del radio de actividades hi zo pat·ecer oportuno, por lo to-
cante al exterior, una modificación del nomb're de la compañía.
En homenaje al común héroe nacional de estas 'repúblicas, el
Libertadot· Simón Bolíva1·, el nuevo servicio fue bautizado como
"Servicio Bolivariano de T1·ansportes Aéreos" e inaugurado so-
lemnemen te a principios del año 1929.
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Cuando, viajando de la costa al interior, queda al fin cu-
bierto el largo recorrido fluvial o se acaba la travesía aérea y
hemos llegado ya a Girardot, cabe acariciar la grata esperanza
de arribar a Bogotá por ter1·ocarril en viaje directo. La línea
de Girardot a la capital pasando por Facatativá, construída en
principio po1· una compañía inglesa, fue comprada luego por
Colombia y ahora funciona como servicio del Estado. El tren,
en recorrido pintoresco por dilatados valles, nos conduce prime-
ro hasta la estación climática de Juntas de Apulo, donde el Go-
bierno mantiene un buen hoteL La línea sigue luego el curso del
río Apulo, monte arriba, para alcanzar después de unas horas,
a 1.800 metros de altitud, La Esperanza, lugar de cura de aires.
En la temperatura de tierra templada buscan preferentemente
su descanso los bogotanos, ya sea en el buen hotel de La Espe-
ranza o en sus lindas y agradables casas de campo. Se recomien-
da intercalar en el viaje un día de reposo en La Esperanza para
adaptar paulatinamente la actividad del corazón a la distinta
presión atmosférica y tomat· nuevos alientos con la limpieza y
excelentes atenciones de aquel sitio. Aquí también convendría
sustituír los vestidos tropicales po1· la ropa de lana, para al día
siguiente no llegar desprevenido a Bogotá, que es lugar fresco,
y, a menudo, trio.
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3. -COLOMBIA Y SU CAPITAL
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nuestras propias experiencias. Valgan las indicaciones que si-
guen como mera preparación de estas excursiones.
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aislados. La cordillera Central es la más enorme y la más rica
en metales; ella presenta las más altas cumbres, como son los
volcanes de Puracé (4.900 metros) y Huila (5.700 metros) y la
cima que ya admiramos cuando nuestra subida por Honda. Esta
cordillera atraviesa el Estado de Antioquia y se pierde en el
Estado litoral de Bolívar. Por último, la cordillera Oriental es
la única que presenta el sistema de las altiplanicies (entre ellas,
la de Bogotá), por partirse en el nudo de Sumapaz (4.560 metros)
y ramificarse luego, en especial en el Estado de Santander. Más
al Norte, una parte de esa cordillera separa al l\1:agdalena del
valle del Zulia y la zona de la Bahía de Maracaibo, y se pierde
en la península de la Goajira; otra parte avanza en dirección a
Venezuela, en la que se introduce profundamente. La cordillera
Oriental es la más salubre y también la más poblada. En ella
se levantan montes verdaderamente gigantescos. Así, según
algunos, la Sierra N evada del Cocuy o Chita sería la montaña
más elevada de Colombia.
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jado este último entre la cordillera Occidental y la Central, pro-
fundamente incrustado el primero entre la Central y la Orien-
tal-. Esta cordillera Oriental separa también el territorio an-
dino de las inmensas extensiones de los Llanos o pampas, por
donde se reparten la cuenca del Orinoco con sus afluentes princi-
pales, el Apure, el Arauca, el Meta y el Guaviare, y la del Ama-
zónas con sus tributarios, Río Negro, Caquetá o Yupura y Napo.
Esta red fluvial es extraordinariamente rica; las cuencas del
Orinoco y el Amazonas llegan a unirse, incluso, en la frontera
de Colombia, por medio del Casiquiare.
Condicionada por esta articulación orográfica e hidrográ-
fica, la distribución del país se ha calculado como sigue: 805.640
kilómetros cuadrados, o sea casi dos tercios de la superficie
total, corresponden a los Llanos; 408.875, o sea casi un tercio,
constituyen terreno montañoso, con clima variable; 32.700 son
las altiplanicies propiamente dichas; 24.600, las montañas frías
e inhóspitas, o páramos; 52.685, lagos, lagunas y pantanos.
La situación ecuatorial del país, unida a la presencia de
tan enormes cadenas montañosas cubiertas de nieves perpetuas,
determina las más diversas gamas de posibilidades climáticas.
Según las altitudes, predomina el paisaje tropical o el de mon-
taña. Si bien las circunstancias locales de cada sitio dificultan
realmente la división, se han distinguido tres grandes regiones:
la región alta y fría (Tierra fría); la región media y de mode-
rada temperatura (Tierra templada), y la región baja y cálida
(Tierra caliente).
Esta región tropical, que comprende las tierras de hasta
1.000 metros de altitud y cuya temperatura oscila entre los 23°
y 30° C., pero que a veces, especialmente en los Llanos, se eleva
por encima de ese límite, la conocimos ya al realizar el viaje
por el Magdalena, Aquí crecen las enormes palmeras, los gran-
des bananos, los mangos, la caña, el tabaco ; aquí se cultiva el
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mejor maíz y el mejor arroz, el índigo, el algodón, el caucho, el
marfil vegetal, la vainilla, las especies nobles y útiles de ceiba,
higuerón, caracolí, guayacán, cumulá, los cedros ... ; todos estos
árboles se presentan rodeados por monstruosas lianas, formando
un conjunto abigarrado y revuelto. Aquí se encuentran también
gran cantidad de plantas medicinales: la zarzaparrilla, el bálsamo
de copaiba, el bálsamo de Tolú, la ipecacuana ... Esta zona es
el país de las selvas vírgenes, de las grandes plantaciones y pa -
tos, de los bellos naranjos y limoneros.
A la segunda región, la central, corresponden todas las co-
marcas que están, poco más o menos, a una altura entre 1.000
y 2.300 metros, o sea que se encuentran principalmente en las
vertientes de las cordilleras. La temperatura media es de 17° a
23° C. En esta tierra templada, parecida a Italia, el clima es suave
y uniforme, sano y tonificante. Se asemeja algo al que reina
entre nosotros hacia fines da mayo, cuando el año es cálido y
hace bueno. En dicha zona media el cielo es radiante y el aire
está saturado de los aromas de los frutales. Una rica flora,
que incluye las orquídeas, nos llena de embeleso. Aquí encontra-
mos los grandes helechos, la quinquina o árbol de la quina. En
lugar de la papa o patata, se come la arracacha (algo entre nabo
y zanahoria), y en vez de los cereales, la yuca. Esta zona es la
patria del café, de la caña de azúcar, de la batata, del maíz blan-
co, de la especie de banana llamada .p látano guineo. Caracterís-
ticos de aquí son los grandes bambúes (guaduas).
Si avanzamos aún más hacia la altura, llegamos a la tercera
zona, a tierra fría, que abarca en Colombia las partes del país
comprendidas entre los 2.300 y los 4.300 metros. La temperatura
media va aquí de los 5° a los 15° C. La Sabana de Bogotá es un
ejemplo típico de la llamada tierra fría. Aquí reina una eterna
prima vera; los días se parecen a los nuestros, tan magníficos,
del tiempo fresco a principios de abril o de octubre. Aunque el
cielo no resplandezca, está en todo caso, transparente y claro.
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Pero a veces ascienden de los valles vientos fríos y húmedos y
las nieblas se deslizan a lo largo de las crestas montañosas. Esta
zona es particularmente rica en plantas herbáceas y legumino-
sas, traídas aquí por los conquistadores españoles. Es el país
clásico de la papa o patata, que en 1563 fue llevada a Europa
por el inglés Hawkins. Aquí crecen el trigo, la cebada, la avena,
la alfalfa, el trébol. . . Aquí florecen las· rosas, los lirios, los
claveles, las violetas, los geranios. . . Aquí se hallan también en
su ambiente los sauces (salix Humboldtii), los nogales, los cere-
zos, los manzanos y los melocotoneros.
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Como es natural, la mayor o menor protección del hombre
contra las enfermedades depende también, en gran parte, de las
estaciones del año. En los textos escolares se suele simplificar
mucho este capítulo de la Geografía cuando se escribe que en
Colombia alternan, y ello dos veces al año, dos estaciones: el
tiempo seco y el de lluvias. El verano reinaría en los meses de
diciembre, enero y febrero, y luego otra vez en junio, julio y
agosto; el invierno o estación lluviosa sería durante marzo, abril
y mayo, y después en septiembre, octubre y noviembre. Ni si-
quiera ese relevo de verano e invierno es, en modo alguno, cosa
de tanta regularidad. Según veremos, existen regiones, como los
Llanos, donde llueve mucho más de seis meses al año ; y por el
contrario, hay comarcas que son relativamente secas durante el
tiempo considerado como lluvioso. Hasta en un mismo y deter-
minado lugar se producen grandes oscilaciones y desplazamientos
de las estaciones del año.
La población de este enorme territorio llega solo a unos
ocho millones. Pero hay que considerar que, de toda la extensión
del país, solo un tercio, aproximadamente, se halla más o menos
habitado y cultivado ; casi un millón de kilómetros cuadrados son
tierra deshabitada y baldía. Así acontece que algunos lugares
tienen tanta densidad de población como Francia, que la mayor
parte de los habitantes se reparten entre los 800 y los 2.800
metros de altitud, en tanto que grandes superficies, en especial
las depresiones, están cubiertas de selva.
La población se compone de tre razas y us diferente
mezclas. Las razas son:
La americana o india, cuyo origen se busca en el propio
continente o también en la raza chino-mongólica. Estos aborí-
genes constituyen del 30 al 35 por ciento de la población total
y se encuentran principalmente en las altiplanicies y en las faldas
de las cordilleras. La mayor parte de ellos están civilizados ;
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solo 200.000 indios viven en estado de primitividad y son los
salvajes de los llanos, de las llanuras pantanosas del Chocó, al
Norte, en los valles del Atrato y en torno al Golfo del Darién,
y, por último, en la península de la Goajira.
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El resto de los habitantes, del 45 al 50 por ciento, está inte-
grado por la población de mestizaje: · mulatos, mezcla de raza
blanca y negra; mestizos, de raza blanca e india, y zambos, de
raza negra e india. Los más numerosos, naturalmente, son los
mestizos.
Ya disponemos, pues, del marco de generalidades en el que
puede aparecer con claridad la imagen de la situación, del aspec-
to exterior y de la vida de la capital, Bogotá.
Fundada en 1538 por uno de los conquistadores españoles,
Quesada -sobre esta admirable fundación volveremos más ade-
lante-, la ciudad, ya en 1540, recibió de Carlos V su fuero
urbano con el título de "Muy noble, muy leal y más antigua",
así como el nombre de Santa Fe de Bogotá, este último en
recuerdo del lugar de recreo de los Zipas, jefes de los chibchas,
o sea los aborígenes, y que se llamó Bacatá ("Límite extremo
de los campos"?) Después de ciento treinta y cinco años, Bogotá
tenía 3.000 habitantes, y solo en 1797 alcanzaría la cifra de
17.000. Pero en 1881, una guía directorio calculaba la población
en 84.000, repartida en 39.000 hombres y 45.000 mujeres. Según
el último censo, 1929, los habitantes eran ya 224.000.
Bogotá se halla a 4° 36' 6" de latitud Norte y a 67° 34' 8"
de longitud Este del meridiano de París. La diferencia entre
Bogotá y París es de cinco horas, seis minutos y diecisiete
segundos. Bogotá es la capital de la República y, al propio tiem-
po, del Estado de Cundinamarca. Este último nombre, de origen
indio, parece significar "región alta donde impera el cóndor o
el águila". De este modo quisieron los habitantes primitivos
designar a los conquistadores la Sabana de Bogotá y el imperio
de los chibchas. Bogotá es además sede archiepiscopal. La ciudad
se halla a una altura de 2.611 a 2.700 metros sobre el nivel del
mar, o sea unos 300 metros más alta que el Niesen, en los
Alpes Berneses. La temperatura media de 13°C. La máxima, 22°;
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la m1n1ma, 6°. Solo excepcionalmente desciende el termómetro
a cero grados y el agua se condensa un poquito. Las chimeneas,
por ello, no son necesarias en Bogotá.
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piadas desde abajo hacen la impresión de pequeños castillos o
palacetes y constituyen en el paisaje un aliciente muy poético
y gracioso.
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casas de mayor altura son excepción en Bogotá, por miedo a
los terremotos y temblores. Durante mi permanencia allí, se
produjeron dos temblores de tierra de cierta intensidad y du-
ración, y noté con bastante claridad esa sacudida del cerebelo
que Bain considera y diferencia como una especial sensación
fisiológica.
En los barrios extremos las casas no son sino cabañas, de
modo que el que hace su entrada a Bogotá por cualquiera de sus
cuatro costados no puede substraerse a la penosa impresión que
provocó la exclamación del señor Cané: "Mais c'est un faubourg
indien !" De puerta de esas cabañas hace una pared, realmente
muy española ( *), de lienzo tensado en un marco, que permite
tener una idea del triste interior. De ventanas encristaladas, no
hay que hablar; los agujeros de ventilación se cierran con ba-
tientes de madera. La gente pobre construye sus viviendas con
bloques de tierra desecada (adobes); la mayor parte de las ca-
sas son de ladrillo, ya que la piedra, debido a los malos me-
dios de transporte, ofrece grandes dificultades para ser traída
a lomo de mula. Por esta misma razón, solo las calles princi-
pales disfrutan el privilegio de un empedrado sólido. Las cu-
biertas son de tejas curvas superpuestas en dos hiladas.
En el centro de la ciudad se halla la Plaza de Bolívar, o de
la Constitución, un cuadrado de 80 metros de lado. En medio
se alza la muy lograda estatua en bronce del gran Simón Boli-
var, el Libertador (t 1830). Tenerani modeló en Europa esta
escultura ( •) . En torno al monumento se han dispuesto unos
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bellos jardines, donde crecen flores durante todo el año. La pla-
za ofrece un excelente aspecto. Por el Este la limita la Catedral,
de amplia fachada y con dos torres, coronada por una cúpula.
El interior, para mi gusto, no puede llamarse magnífico ni bello.
Las tres naves se hallan separadas por poco graciosas columnas
de 13 metros de altura con capiteles dorados, lo que parece un
escenario sobre la ornamentación corintia, lo único que por su
belleza de formas produce algún efecto. Lateralmente se han
dispuesto además seis diferentes capillas y muchos altares y cua-
dros. Separada solo por una casa cural, se alza la Capilla del
Sagrario, cuya cúpula se hundió a causa del terremoto de 1827,
destruyendo desgraciadamente el altar mayor con sus columnas
adornadas por conchas de tortuga y mármoles. Por supuesto,
ha sido bastante restaurado. En la capilla cuelgan cuadros del
pintor colombiano Vásquez (t 1711).
Ante la Catedral y a lo largo de todo el frente oriental de
la Plaza de Bolívar, corre una especie de terraza a la que se
asciende por escalones. Es el Altozano, lugar de encuentro y
mentidero de todos los políticos y charlatanes de la ciudad.
La parte Norte está limitada por casas particulares. Fren-
te a la Catedral, o sea al lado occidental de la plaza, estaba:n los
Portales, un vasto edificio de no mucha altura (tres plantas),
bastante imponente al contemplarlo a distancia, pero, de cerca,
muy tosco y mal hecho; en 1900 fue destruído por un incendio.
Al lado Sur está el edificio del Gobierno, el Capitolio, co-
menzado ya en 1849, pero no terminado todavía. Y tampoco es
muy fácil que se lleve pronto a feliz término, pues la obra ame-
naza ya ruinas por algunas partes. La arquitectura es del más
extraño gusto. Las dos alas del edificio estarían muy bien para
alguna de nuestras construcciones escolares, pero el tejado (no
sabemos si se trata de algo provisional) es plano y lleva un alto
friso sobre cuyo extremo Sur, solitaria y tediosa, se ve una es-
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tatua que anhela soñadoramente la llegada de sus vecinas. Uni-
da por medio del friso con las prosaicas alas laterales, se alza
en el centro una serie de columnas, en forma de pórtico y tras
ellas se ven otras hileras más. Se pensó en construír este vestí-
bulo de modo que penetrara en la plaza, pero la fealdad e im-
perfección de todo el edificio no hubiera desaparecido con ello.
En el patio, al que se llega a través de las hileras de columnas,
hay una buena estatua en bronce del General Mosquera, quien
después de tres años de sangrienta guerra civil dio la victoria
el partido liberal el año 1863. En las alas laterales se hallan ins-
taladas diversas oficinas del Gobierno. Se trata de salas de ele-
vado techo, frecuentemente ornamentadas con muy bellos estu-
cos y magníficas pinturas. En la planta baja, detrás del patio,
estuvo durante bastante tiempo el salón de sesiones del Senado,
y en el primer piso el Salón de la Cámara de Diputados, que
esta hubo de abandonar en vista de sus malas condiciones acús-
ticas. No se han regateado en esta construcción grandes sumas
ni buena voluntad, pero solo un mediano resultado logró alcan-
zarse. Esta es la plaza principal de la ciudad.
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y cinco ilustres ciudadanos, entre ellos también algunas muje-
res. El 20 de julio es hasta hoy la principal fiesta nacional co-
lombiana.
Un agradable contraste con lo anterior es el que presenta
la Plaza de Santander, un pequeño, pero muy bien cuidado par-
que con bellas verjas, en el centro del cual se halla el monumen-
to del General Santander, bizarro y enérgico organizador de la
nueva República, y presidente de la misma hasta 1837. Es asom-
broso ver con la rapidez que crecen los árboles de estos parques.
Hay que anotar que en Bogotá y sus cercanías se planta en es-
pecial el eucalipto, por razón de su frondosidad y porque en
pocos años alcanza gran altura. Este árbol, con el que deberían
repoblarse también las peladas alturas que dominan la ciudad,
tiene el único inconveniente de echar raíces demasiado fuertes
y extensas, las cuales minan materialmente los cimientos de
las casas.
Muy linda también es la Plaza del Centenario, o de San
Diego, sita en el sector Norte de la ciudad, y que forma un
bello jardín en cuyo centro se erigió un pequeño templete de la
Victoria, destinado a cobijar una estatua del Libertador.
Bogotá no tiene, pues, edificios especialmente notables, a
no ser que se cuenten entre ellos, desde el punto de vista confe-
sional, las iglesias, que son treinta y dos, además de doce capi-
llas y oratorios, así como una pequeña capilla presbiteriana.
Exteriormente son, en su mayor parte, construcciones feas, que
no presentan, en absoluto, ningún estilo arquitectónico. Solo
San Carlos (hoy San Ignacio) se distingue por su magnífica
nave, y la iglesia La Tercera, por sus tallas, que un bárbaro
cabildo hizo cubrir de revoque. Merecen citarse, por lo demás,
los grandes edificios conventuales. En el afio 1861 había en Bo-
gotá ocho conventos de frailes y seis de monjas; todos ellos
fueron suprimidos. El General Mosquera los destinó a alojar
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organismos y dependencias oficiales. De este modo se instala-
ron: la Biblioteca Nacional, en cuya planta baja se encuentran
el Aula Máxima de la Universidad y el Museo; la Universidad
misma, repartida entre el antiguo convento de Jesuítas (San
Bartolomé) y Santa Inés; la Escuela de Maestras, en Santa
Clara; el Correo y el Banco Nacional, en Santo Domingo. San
Agustín y San Francisco se convirtieron en cuarteles. Estos dos
últimos edificios fueron utilizados también por la Gobernación
del Estado de Cundinamarca. Todos los conventos citados tienen
igual carácter en cuanto a la construcción. Rodean uno o varios
patios cuadrados, en torno a los cuales corren galerías seme-
jantes a claustros. Algunos de estos patios, como por ejemplo
el de Correos, están adornados por bellos jardines.
Mencionaremos finalmente el Observatorio, una torre con
aspecto de fortificación, situado según unos a 2.615 metros de
altitud, según otros a 2.632, y fundado en 1802 por Mutis. Toda
vez que su situación es extraordinariamente favorable para la
observación del firmamento, tanto al Norte como al Sur, este
observatorio debió haber dado mucha fama a Bogotá; pero es
solo una estación meteorológica. Faltan los instrumentos nece-
sarios, y la publicación "Papel periódico" decía acertadamente
en 1884 : "Encontramos inadecuado y deshonroso vanagloriar-
nos de un observatorio donde falta casi todo lo que se precisa.
Pudiera ocurrir que de pronto subiera una comisión astronómi-
ca a Bogotá y se encontrara con nuestra abandonada torre".
Tan modesto como el Observatorio es el Palacio del Presi-
dente, mansión que este debía habitar entonces con carácter
oficial. Se halla en una calle lateral, y exteriormente no hace
ningún especial honor a su denominación, pues se trata de una
sencilla casa blanqueada de ventanas pequeñas e irregulares y
una entrada de ciertas proporciones. En la planta baja hay un
cuerpo de guardia. En la inmediación de este edificio se encuen-
tra el teatro, en aquel entonces insignificante y hoy convertido
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en un lujoso coliseo, en el que se hicieron exageradas inversio.
nes (*). Debemos hacer mención todavía de una diminuta casa
situada en la esquina de la Plaza de las Nieves, con un balcón
muy característico de la época de Felipe II. Fue en tiempos el
"Palacio" de los Virreyes ( **).
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modo a los montes por la pérdida del adorno de sus árboles,
total y bárbaramente talados, y también por lo mezquino de la
vegetación que los viste apenas de una delgada capa verde.
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dose de estas literas. El secreto, como es natural, estaba en po-
der de solo unos pocos; de lo contrario, hubiera sido detenida
el arca de los conjurados y apresados sus ocupantes.
Como revancha de la curiosidad con que es observado, exa-
minado y criticado todo forastero y recién venido, deberán aho-
ra desfilar ante nosotros los diferentes personajes callejeros de
la ciudad. La vida en las calles es muy animada, ya por el hecho
de que los comercios se hallan abiertos a la vía pública por una
o dos puertas muy anchas. Las tiendas y almacenes de pequeña
o mediana categoría carecen de escaparates, de manera que una
parte de su actividad se desarrolla en la calle misma.
Es notable, ante todo, que en Bogotá raramente se ven ne-
gros. A ello hay que agregar -yo he observado efectivamente
este fenómeno y podría citar nombres- que cuando un negro
permanece largo tiempo en la sabana, el color de ébano de su
piel se substituye por un tono achocolatado o por un oscuro gris
ceniciento. Semejante influjo empalidecedor de la tez lo ejerce,
por lo demás, en todos los otros casos la considerable altitud de
Bogotá. Como ya vimos, la raza blanca no se halla representada
aquí en número muy grande. A menudo hube de sonreirme cuan-
do alguna familia bogotana me detallaba su blanco árbol ge-
nealógico y entraba de repente un miembro de la familia que
presentaba un color de la piel o un matiz del pelo acreditativos
de raza india, deshaciendo así toda la teoría. En efecto, la gran
mayoría de los habitantes de Bogotá que se ven por sus princi-
pales calles son mestizos de indio y blanco ; mas el grado de mez-
cla no destaca demasiado marcadamente, pues la mitad de las
personas tienen la faz bastante blanca o blanca del todo y no
se diferencian por ese detalle de nuestros rostros europeos, que
también presentan muchos y variados tintes.
Estas gentes, cuya sangre española se halla mezclada con
más o menos gotas de sangre india, tampoco en la indumentaria
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se distinguen en modo alguno de los europeos, y, por el contra-
rio, tratan de superar a éstos en el refinamiento de su aspecto
exterior. En efecto, al extranjero le llama inmediatamente la
atención el gran número de señores ataviados con elegancia y
finamente compuestos. Allí se ve a los comerciantes, reunidos
en grupos en la calle, ante los edificios del gobierno o a la en-
trada de los bancos. Y luego la caterva de los políticos, gentes
desocupadas y sin profesión, la plaga de este hermoso y buen
país, que acaso antes, bajo aquella o la otra administración, han
ostentado un cargo oficial y que ahora están a la espera y urden
intrigas hasta que un nuevo período, de los que ordinariamente
cambian la provisión de todos los cargos, les vuelva a colocar
en algún empleillo. Se ve también a los estudiantes universita-
rios y alumnos de los diferentes centros de enseñanza media;
todos ellos gustan de vestir bien y no les desagrada la vida ca-
llejera. Hay que agregar la gran legión de los poetas, los mu-
chos maestros y catedráticos, los periodistas, abogados, médicos,
agentes, etc., sin olvidar a aquellos privilegiados que no hacen
nada absolutamente y cuya atildada y compuesta apariencia es
el mayor misterio del mundo. Menos monótono resulta el atuen-
do de los que se envuelven en la capa española y saben 11evarla
bien, cosa no muy fácil. Entre los criollos abundan las figuras
nobles y hermosas; hombres de complexión fuerte, pero fina,
de tez transparente, ligeramente tostada, bella nariz, abundoso
cabello negro y oscura barba; de cuando en cuando se ven tam-
bién rubios (monos) de aspecto normando. Su paso es elegante.
su voz agradable, su habla vivaz, teñida de cierta indolencia.
En todo su ~specto hay algo sereno, abierto, cordial, simpático.
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El traje de montar europeo empieza a introducirse poco a
poco y solo se lleva para cabalgadas por las cercanías de la ciu-
dad. Otras personas montan sin ningún atavío especial, como
hacen los médicos, que se sirven del caballo, incluso por las mis-
mas calles de Bogotá, para realizar más prontamente su visita.
Y también alguna vez se ven amazonas, elegantes y diestras en
el dominio de sus cabalgaduras.
Las jóvenes bogotanas de raza blanc~ que encontramos
cuando van de compras o a la iglesia, pueden calificarse, en su
mayoría, de muy hermosas. Son pequeñas, pero de elegante fi-
gura, la que, sin embargo, no se manifiesta suficientemente,
debido a que la bogotana viste por la calle de modo muy sencillo;
y de negro. Sus atavíos más lujosos los reservan para el salón
o el teatro. Del torso a la cabeza, a veces envolviendo a esta en-
teramente, cumple su cometido la inevitable mantilla, frecuen-
temente ornada de preciosos encajes, y cuyos delicados pliegues
insinúan lo inaccesible, accesible al propi~ tiempo, de su condi-
ción. A través de esta negra veladura, mira el expresivo rostro.
El cutis de las auténticas bogotanas, cuyas familias residen des-
de mucho tiempo en la capital, es pálido, transparente y mate.
Las muchachitas cuyos padres se desplazaron del campo a la
ciudad desde hace una o dos generaciones, se distinguen por sus
mejillas rojas y de suma delicadeza, que florecen como rosas
sobre la tez blanca. Los ojos, siempre fascinadoramente bellos,
amables y un algo burlones, son castaños o negros y muy bri-
llantes. Las trigueñas y las rubias abundan menos.
Las señoras mayores y las matronas, a las que desatenta-
mente no he nombrado hasta aquí, van también de negro, co-
lor que, por supuesto, les sienta muy bien, y no tienen nada que
envidiar a las europeas ni en dignidad ni en nobleza de talante.
Mucha menos atención dedica el forastero a los pobres in-
dios de raza pura, atraído principalmente por la contemplación
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de la gente blanca o mestiza. El forastero siente instintivamen-
te que se encuentra, más que frente a seres individuales, frente
a una masa que gusta de deslizarse lo más silenciosa y humilde-
mente. El indio, "civilizado" y "convertido" al cristianismo, lle-
va toscos calzones de un tejido de fabricación casera. Su camisa
está casi siempre sucia. Sobre ella viste la ruana, prenda cua-
drada, fuerte y de color oscuro, con una abertura en medio, por
donde se introduce la cabeza (el poncho mejicano). El indio va
descalzo o lleva una especie de sandalias (alpargates). Predo-
minan los hombres de constitución fuerte, de tez de tono cobrizo
o aceitunado, cabello lacio y corto, escasa o ninguna barba y
ojos vivos que expresan su carácter astuto, algo indolente y muy
desconfiado. Las indias jóvenes raramente rebasan la estatura
mediana, pero tienen bastante buena figura, si bien son algo tos-
cas y torpes. Los rasgos y expresión del rostro presentan carac-
teres de gran regularidad y hasta de hermosura, y el pelo, aun-
que no muy cuidado, es bello y negrísimo. Su indumento es de
lo más sencillo; el torso se cubre con una simple camisa, o a ve-
ces con una tosca mantilla negra.
En la ciudad las indias trabajan como sirvientas y lavan-
deras, y entonces van mejor vestidas y más limpias. Pero las
viejas presentan un aspecto de lamentable abandono y de suma
fealdad.
A los indios se les ve en los barrios extremos, agrupados a
docenas en algunas de las muchas tabernas o tiendas, de pie
junto al mostrador tomando la bebida popular, la chicha, un lí-
quido amarillo y espeso, parecido al vino nuevo y hecho de maíz
fermentado ; es de fuertes efectos embriagantes. A veces los
vemos conduciendo por la ciudad sus mulas, estas bajo el peso
de grandes cargas. Otros llevan a cuestas jaulones con gallinas
o cargamentos de leña, carbón u otras mercancías. El correspon-
diente fardo lo sujetan con una correa que se apoya sobre la
frente. Curvados, con un paso ligero y corto como un trotecillo,
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caminan hacia la plaza del mercado, donde constituyen el ele-
mento humano más numeroso y donde se muestran en su am-
biente y algo más desenvueltos. El ruido que reina allí se pa-
rece al zumbido de una colmena.
La plaza del mercado nos da ocasión de pasar a la pintura
de la vida material en Bogotá. Esta se halla en dependencia,
naturalmente, de las especiales condiciones climatológicas. Y a
señalamos brevemente que en Colombia se suceden, en general,
dos únicas estaciones : la seca y la lluviosa. En la altiplanicie
bogotana, la primera época de lluvias comienza a mediados o
finales de febrero. Pero sería erróneo suponer que durante ese
tiempo esté cayendo agua continuamente. Lo que suele produ-
cirse son violentas precipitaciones en forma de aguaceros entre
truenos y relámpagos. Durante una hora el cielo suelta todas
sus esclusas; luego, por lo común, aclara completamente. Solo
una vez, en toda mi permanencia, llovió ininterrumpidamente
en Bogotá durante unas treinta y seis horas. A veces cae tam-
bién granizo de gran tamaño, así que algunos de los cerros que
dominan la ciudad quedan revestidos de blancor, bajando mu-
cho la temperatura. Un dia vi en los patios de varias casas una
capa de granizo de un pie de espesor. Es curioso anotar que la
gente pobre recoge el producto de la granizada, y entonce.s hay
helado en Bogotá, pero no procedente de ninguna de las fábricas
de hielo.
Este tiempo de las tempestades de lluvia se prolonga hasta
entrado el mes de mayo. En junio, julio y agosto, por lo común,
hace buen tiempo; pero en esa época caen sobre Bogotá, espe-
cialmente en junio y julio, los llamados páramos, lloviznas extre-
madamente frías. Las densas masas de humedad que se elevan
de los llanos son empujadas sobre las cordilleras por los vientos
del Este. Alli, con el frfo reinante sobre las cumbres, esas ma-
sas adquieren la suficiente condensación y peso y se convierten
en finas precipitaciones en forma de chubascos. En septiembre
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
debería iniciarse de nuevo el verdadero tiempo de lluvias; pero
a menudo la época seca se continúa hasta el mismo mes de oc-
tubre, de modo que la sabana aparece agostada y los ganados se
debilitan y enflaquecen terriblemente a causa de la falta de
agua. Mas en circunstancias normales el invierno, o estación
lluviosa, llega en septiembre y dura los meses de octubre y no-
viembre hasta principios de diciembre. Este último, así como
enero y febrero, son los meses más bellos y claros de todos, pero
sus mañanas son también las más frías del año. En diciembre
la temperatura media es de 14° C; en febrero, de 16°. En estos
meses el cielo brilla con un azul soberbio y de suma diafanidad.
En el resto del año, la atmósfera experimenta las más variadas
transformaciones, pues como Bogotá recibe además, traídos por
el viento, los vapores que se levantan sobre las cálidas zonas del
Magdalena, tan pronto densas nubes oscurecen una parte de la
sabana como vuelve a aclararse el cielo, radiante y limpio.
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
larga serie de frutos de nombres enteramente exóticos * ; y ade-
más, higos, naranjas abundantísimas, limones, dátiles, el rico
aguacate (o "manteca vegetal", que recibe su nombre del francés
Avocat), tomates, tamarindos, calabazas, y toda suerte de flores
y plantas medicinales. Y hay cebollas, ajo, col, coliflor, espárra-
gos, nabos, zanahorias, remolachas, rábanos, chicorias, pimientos,
lechuga, alcachofas, etc. Junto al trigo se vende maíz, estu-
pendas papas y batatas, arracachas, yuca y maní o cacahué, ade-
más de arroz, guisantes, alubias o fríjoles, lentejas, avena, caña
de azúcar, cacao, café, tabaco, anís, linaza, lo mismo que man-
tequilla, queso blanco y salado, huevos, grasa, cera, jabón. Está
allí también a la venta la excelente carne de Zipaquirá, una
enorme cantidad de aves, pescado seco del Magdalena y el pes-
cado fresco llamado capitán, del río Funza, y que bien prepara-
do resulta bastante sabroso. Se venden liebres y conejos; azúcar,
panela, sal ; y paños de fabricación campesina, y cintas de las
clases más diversas, y pañuelos, sombreros de paja, velas de
sebo en grandes cantidades, espejitos, juguetes para los niños
indios . . . Y, en abigarrado desorden, vajilla, cordones, sacos,
sandalias, correas ... El trato y el regateo se desenvuelven con
gran viveza. El lenguaje de las vendedoras es aquí, como en
otras partes, un tanto subido de tono. Mucha importancia tiene
también el aguardiente que se bebe en las tabernitas vecinas.
El mercado se halla establecido bajo grandes cobertizos y
está en bastante buen estado de limpieza, pero se echa en falta
a los gallinazos, que se encargarían de acabar con todas las so-
bras y desperdicios. Esos dignos representantes de la policía
sanitaria en Suramérica, han sido casi eliminados en Bogotá
por las pedradas de los traviesos muchachos, y la ciudad sufre
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de su ausencia. En general, faltan allí los pájaros; solo el pe-
queño y pardo gorrión, tan confiado, puede verse por la ciudad.
Con este abundante mercado resulta fácil preparar una mesa
verdaderamente buena; en efecto, en las casas de las familias
acomodadas se come excelentemente. Deliciosos son en especial
los postres, por la variedad de los frutos conservados, (dulces)
y de los frutos frescos. Los muchos platos azucarados o golosi-
nas que al principio resultan extraños al europeo, terminan sa-
biendo muy bien, particularmente si se toma a continuación un
vaso de agua fría, que a su vez halaga como exquisto comple-
mento al paladar.
El desayuno lo toman los auténticos bogotanos entre las
diez y las once. Consiste en la sopa habitual, bananos, arroz y un
bistec, u otra clase de carne, acompañado de algún guiso de
huevos. Para terminar, una taza de chocolate. La comida se
sirve entre las cuatro y las cinco. A las ocho de la noche toman
como refresco una taza de chocolate o también té, con pastas,
bollos, etc., o con fruta. Ha desaparecido la vieja costumbre es-
pañola de tomar todas las comidas temprano y echar la siesta
después de la comida principal.
Como bebida hay que considerar en primer término el agua,
que, afortunadamente, brota de una clara fuente del Monserrate
y que los extranjeros, después de un breve período de aclimata-
ción, pueden saborear con deleite. Sigue luego en importancia la
cerveza, que elaboran varias cervecerías pertenecientes a socie-
dades alemanas. El vino, en comparación, es carísimo. El vino
español, el llamado catalán, es más barato, pero por su mucha
agregación alcohólica resulta demasiado fuerte. Por lo demás, en
Bogotá se toman muchos licores finos como aperitivos. Con mo-
tivo de cualquier solemnidad, se saca el champaña, antonomasia
de las bebidas nobles, y cada cual lo ingiere, aunque sea de mala
calidad. El hombre sensato debería practicar en Bogotá la virtud
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de la más estricta templanza, pues se bebe más de lo que la sed
reclama, y el alcohol constituye un amigo seductor y peligroso en
medio de aquella eterna primavera, con la consiguiente debilita-
ción que en sus fuerzas experimenta aquí el europeo.
La general carestía de la vida tiene por principal causa el
mismo carácter de la ciudad. Bogotá. no es propiamente un cen-
tro comercial, por muchos comerciantes que en ella haya. Hasta
finar los años ochenta la mayor parte de las mercancías se
subían a la Sabana para enviarlas luego a los Estados del Norte
y del Sur; hoy día, con muy buen acuerdo, las vías de trans-
porte se han desplazado más hacia el valle del Magdalena, de
donde reciben directamente sus productos los distintos Estados.
Bogotá, pues, es en realidad una ciudad consumidora, que solo
gasta y nada produce.
Como es natural, las clases pobres y las paupérrimas son
las que sufren en mayor medida los elevados precios de los pro-
ductos alimenticos y estimulantes, así como los del vestuario.
Por tal razón el estado sanitario de Bogotá no es precisamente
óptimo. Hay que anotar que los indios viven muy sobriamente
y que la naturaleza suministra plátanos baratos, así como papa ,
yuca, arroz y maíz. Con las muchas privaciones por que esta
gente pasa, con sus vestidos malos e insuficientes, pues falta
la adecuada ropa de abrigo, y con la escasez de buenos aloja-
mientos a semejante altitud, la alimentación resulta casi siem-
pre incompleta -carencia casi absoluta de verduras, poquísima
y mala carne, y en cambio mucho licor de maíz-, siendo ade-
más excesivo el desgaste físico por el trabajo. Por último, como
el aseo corporal es deficente, las enfermedades pueden fácil-
mente hacer de las suyas en estas masas humanas hacinadas en
cabañas miserables.
Muchas personas, precisamente de esa clase, padecen de tisis.
Durante largo tiempo se puso en duda la existencia de la tu-
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berculosis en la Sabana, y supuestas luminarias de la ciencia
médica negaron abiertamente que se diera allí dicha enferme-
dad. Mediando ya los años ochenta, se produjo por pirmera vez
un cambio radical en las opiniones al respecto. Por entonces
llegó a Bogotá, llamado po~ el Gobierno, el veterinario francés
Véricel, quien pudo descubrir en el mercado de la ciudad una
gran cantidad de carne atacada por el "mal perlado". Se trataba
de entrañas y pulmones, partes que consumen los pobres, de
reses en su mayoría traídas de tierra caliente y que no habían
conseguido adaptarse a las nuevas condiciones de vida en la fria
y rigurosa Sabana. (El ganado, por otra parte, suele ser orde-
ñado en exceso, se encuentra día y noche al aire libre en casi
todos los casos y además se le obliga a trabajan mucho). Des-
pués de lo dicho se hicieron detenidos exámenes microscópicos
y el joven doctor Alberto Restrepo publicó sus exactas observa-
ciones en el mismo sentido. Según estos investigadores, la trai-
dora dolencia está incluso muy extendida, pero solo entre las
clases más pobres ; al parecer la mitad de las personas muertas
en el hospital y pertenecientes a esas clases presentan lesiones
y alteraciones tuberculosas más o menos graves. En cambio
gracias al clima de la altura el curso de la enfermedad es más
lento y latente, presentando síntomas poco acusados, y el doctor
Restrepo cree poder asegurar que son pocas las personas cuya
muerte tiene por causa directa la tisis.
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férica es menor, consecuentemente, y hay que realizar más ins-
piraciones para proveerse de la necesaria cantidad de oxígeno.
Pero la calidad del aire, tan pronto muy seco como extrema-
mente húmedo, los fuertes vientos y los aguaceros, y muy espe-
cialmente la diferencia entre la temperatura a la sombra y al
sol, diferencia que puede llegar a veces hasta los 15° C, todo ello
aconseja prevenirse de enfriamientos. Los resfriados y catarros
son frecuentes por las causas dichas, y las pulmonías se han
llevado a la tumba a más de un vigoroso extranjero. El sobre-
todo es en Bogotá imprescindible. Una estricta higiene es cosa
siempre conveniente, pues el cuerpo, de modo especial en los que
realizan trabajos intelectuales, se ve fácilmente atacado de una
ligera anemia, perdiendo parte de sus resistencias normales.
Pero hay un mal que nunca sobreviene en Bogotá: las fiebres;
ni la fiebre amarilla ni la intermitente. Cuando se da algún
caso, es que el germen se ha contraído en alguna región más
cálida.
Por lo común, uno se adapta pronto a las condiciones de
vida de Bogotá, como, por ejemplo, a la uniforme duración del
día y de la noche, duración sujeta tan solo a imperceptibles va-
riaciones. A las seis de la mañana amanece, a las seis de la
tarde cae la oscuridad. En ambos crepúsculos la penumbra no
pasa de un cuarto de hora, gran beneficio para el miope, que
solo por la distribución de luz y sombra puede distinguir una
serie de objetos y que en nuestros largos crepúsculos de las
zonas templadas cree caminar entre borrosos espectros homé-
ricos.
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transformaciones acontecidas en Europa como consecuencia de
la guerra mundial. Mas la pérdida del Departamento de Panar
má, incluida la Zona del Canal con las ciudades de Panamá y
Cristóbal Colón, constituye para el país uno de sus más duros
reveses. Todo el desarrollo de estaJ. separación, determinada po'r
los norteamericanos (y expuesta aquí en un capítulo posterior),
infligió al sentimiento nacional colombiano una herida que se-
guramente no ha de cicatrizar jamás. Más tarde, sin embargo,
fueron dadas satisfacciones al Estado cuando el Presidente Wil-
son en 1917, poco antes de la proclamación del derecho de auto-
determinación de los pueblos, hubo de reconocer sin rodeos, en
sesión pública del Congreso, la injusticia cometida por Roose-
velt contra Colombia. Pero incluso el pago de 25 millones de
dólares, efectuado en expiación de aquella injusticia, dio lugar
a falsas interpretaciones, pues venía a apoyar la suposición de
que en los Estados de Suramérica podían repararse con oro
las ofensas injeridas al honor nacional. Hoy día, en lugar del
dolor por la pérdida del istmo de Panamá, ha surgido l~ serena
y objetiva consideración de los hechos. En 1927 se restablecie-
ron las 'relaciones diplomáticas con la vecina nueva república,
creada bajo el influjo norteamericano. Si los colombianos cor~r
templan la enorme obra de la construcción del Canal, cuya rea-
lización hubiera estado por encima de sus propias fuerzas, y si
miran cuál fue la conducta de los rwrteamricanos al imponerse
desconsidaradamente en la Zona del Canal y sin reparar para
nada en los derechos de los. otros, podrán experimentar incluso
una. sensación de alivio al haberse substraído a la acción directa
de los nuevos conquistadores.
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en virtud de un laudo de arbitramento del Rey de España.
Cuando mAis tarde Colombia y Venezuela fueron poseidas por
la fiebre del petróleo, pareciendo que precisamente los territo-
rios fronterizos encerraban riquezas petrolíferas, los conflictos
amenazaron surgir de nuevo y en forma más exacerbada. En tal
sazón los gobiernos de los dos países dieron prueba de gran ma-
durez política, volviendo oportunamente a la idea del arbitraje
y sometiendo al fallo de Suiza los problemas todavía en litigio.
Después de intercambiar los escritos jurídicos donde cada una
de las partes, apoyándose en antiguos títulos y otorgamientos,
fundaba sus respectivas aspiraciones, una Comisión suiza se
personó en los lugares objeto del conflicto y fijó con carácter
irrevocable las fronteras entre ambas naciones. Estos trabajos
obtuvieron fuerza legal por fallo del Consejo Federal de Suiza
del24 de marzo de 1922, allanando así unas diferencias que con
el tiempo hubieran podido enturbiar seriamente las relacio-
nes entre Colombia y Venezuela. Parecidas delimitaciones de
fronteras tuvieron lugar después al Sur, con e~ Ecuador; ambos
Estados pudieron llegar a un acuerdo sin que fuera necesaria
la mediación de tercero o la substanciación de un procedimiento.
Los buenos resultados de la experiencia en estas delimitaciones
fronterizas hicieron prosperar en Colombia el deseo de regular
también mediante un tratado las cuestiones todavía pendientes
con el Perú. Estas se referían a la frontera del Putumayo, una
región de selva virgen perteneciente a las tierras del Amazonas,
y que en el tiempo de la expoliación de los caucheros se hizo
tristemente célebre por las crueldades allí registradas. Colom-
bia, sin duda, poseía la más antigua opción a aquella zona, solo
que la ocupación se había iniciado desde el Sur, de suerte que el
Perú podía invocar con cierto derecho su trabajo de colonización.
Recientemente pudo verse lo difícil que 'resulta 'reivindicar de-
rechos de soberanía allí donde se han pasado por alto las CÍ't -
cunstancias reales. Cuando, en consecuencia, Colombia renunció
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a una parte del Puturnayo, dio, pues, una nueva prueba de
prudencia política. Perú, por su parte, le cedió un acceso sufi-
cientemente amplio al Amazonas, con lo que, sin duda, quedaron
aseguradas posibilidades de desarrollo para un ulterior tráfico
comercial de Colombia hacia el Brasil. El tratado internacional
concluído con el Perú no fue dado a conocer, después de largas
negociaciones secretas, hasta el año 1928, pues los dos países
procuraban no herir la susceptibilidad nacional de sus ciudada-
nos. Gracias a una ciudadosa preparación de la opinión pública,
no se produjeron incidentes en Colombia al revelarse la entrega
de aquellos territorios del Putumayo. Esa rectificación de fron-
teras suscitó, en cambio, la oposición de la República del Ecua-
dor, que se sintió coartada y amenazada por el avance econó-
mico del Perú. Cuando se conocieron las negociaciones antes
mencionadas, Ecuador rompió sus relaciones con Colombia, y
todavía no ha consentido en reanudarlas, pese a la buena dis-
posición de la otra parte.
En la actual·idad, Colontbia tiene delimitadas todas sus fron-
teras (excepto con el Brasil) por medio de tratados o en virtud
de laudo arbitral. Esas fronteras son: al Norte, en lugar de
Costa Rica, la República de Panamá con la zona norteamericana
del Canal, al Este Venezuela, al Sureste Brasil, y al Sur Perú
11 Ecuador. Con todos estos vecinos desea Colombia vivir como
hasta aquí, en duradera paz y amistad.
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
trado petróleo en grandes cantidades. Ahora bien, se da por
geológicamw,te demostrado que en territorio colombiano agwzr-
dan todavía la explotación cuantiosas riquezas petrolíferas.
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de verse, ni tampoco en los progresos de los medios de comuni-
cación, donde realmente se irradia ese espíritu de gran ciudad.
Lo ma1·avilloso es, en conjunto, la presencia de Bogotá soberbia-
mente asentada en estas alturas, cerca del cielo, en la claridad
de las montañas, por encim~ de los cálidos vapores del trópico.
No en vano los fundadores la llamaron Santa Fe de Bogotá. En
la "santa fe" de esta ciudad, tan rica en iglesias y tan fiel a la
1glesia, reside sin duda la explicación más entrañada del noble
ensalzamiento de su ser.
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
armado ayudaron en este aspecto a superar el miedo a los tem-
blores de tierra,· hace poco se ha terminado el primer edificio
de siete pisos. Por desgracia, los inconvenientes de las calles
estrechas se hacen ahora todavía más notorios, y así ningún
edificio luce como fuera de desea?~.
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
También en interés de los viajeros, es necesario hablar aquí
de la asistencia sanitaria en general. Toda vez que la población
india no tiene noción de la limpieza y aseo, ciertas enfermedades
son en Bogotá, por desgracia, epidémicas. Pero las autoridades
hacen todo lo posible por lograr su desaparición, y rarísima-
mente el extranje1·o se ve atacado de viruela, escarlatina o dif-
teria. Otra cosa, lamentablemente, acontece con el tifus, que se
extiende con tanta facilidad. Mientras los colombianos tienen
una cierta inmunidad, siendo raros los casos de muerte por esa
dolencia, los de fuera la sufren más frecuentemente y año por
año se producen víctimas de la misma, pues, luego de superados
los primeros peligros, el corazón no suele disponer de la resis-
tencia necesaria. A menos que a todo extranjero establecido en
Bogotá se le recomendara encarecidamente hacerse vacunar con-
tra el tif'US.
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tiempo hasta su verificación. Pero entretanto, y a pesar de todo,
en Bogotá se puede vivir agradablemente. Muchos extranjeros
se identifican pronto con la ciudad, su vida y sus avances, y
terminan por entregarle su afecto más cordial.
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
4.- VIDA Y TRAJINES EN BOGOTA
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mal a perder algo de su posición. Viene luego la nobleza consti-
tuida por quienes viven de las llamadas profesiones liberales,
como médicos, abogados, profesores, etc. Y por último, los mu-
chos que llegaron a adquirir un capital de importancia en los
distintos Estados de la República y han ido a establecerse a la
capital por dar a sus hijos una mejor educación o con el fin de
pasar allí el resto de sus días tranquila y felizmente. Bogotá es
realmente para la mayor parte de los colombianos, a quienes
faltan puntos de comparación, el verdadero El Dorado, la más
atractiva de todas las ciudades de la tierra.
El tono predominante en la repetida clase es el lujo. Por
insignificantes que muchas casas parezcan exteriormente, su in-
terior se distingue por la comodidad y hasta por la pompa de la
instalación. Construidas según el modelo de las villas romanas,
las estancias principale de la mansión se agrupan en torno a
un gran patio. En éste se ha dispuesto, casi sin excepción, un
magnífico jardín donde brotan flores durante todo el año y en
el que se alzan estatuas y cantan por doquier plácidas y seduc-
toras fontanas. A la derecha del amplio corredor por el que se
llega al patio, está, por lo común, la sala de recibir, o el salón,
que da a la caile. A dicha pieza siguen las demás habitaciones;
éstas tienen de ordinario puertas, en lugar de ventanas, hacia
el patio, pero no dan directamente al mismo, sino que desembo-
can primero en una especie de vestíbulo para pasearse. Al fondo
del patio cuadrangular está el comedor, lindamente decorado.
Como detrá hay todavía un segundo patio, el comedor suele
recibir luz por ambos lados. En torno de este otro patio se
agrupan las cocinas y construcciones anejas. En casas de pro-
fundidad aun mayor, existe un tercer patio con establos, corra-
les, o huerta, o bien un pedazo de terreno con yerba como lugar
de juego para los niños.
En el salón se ven los ya conocidos y pesados muebles tapi-
zados de damasco, y lo adornan altos espejos, no faltando nunca
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el piano. Quien calcule los gastos de traslado de esos enormes
espejos subidos a cuestas desde Honda, considerando además la
fragilidad de la carga, se asombrará necesariamente ante tal
despliegue de suntuosidad. Preciosos cortinajes atenúan la luz
de la estancia, y ricas alfombras amortiguan los pasos, una
grandísima lámpara de vidrios pende del techo. N o nos equi-
vocamos, sin duda, al afirmar que la mayoría de estos salones
bogotanos superan en riqueza a los nuestros. Solo una cosa ates-
tigua aquí el estado de retraso en rela_ción con nuestra cultura:
es raro ver en las paredes de estos salones cuadros o grabados
realmente buenos, los que dan casi siempre la medida de la altura
espiritual del dueño de casa. Con frecuencia las paredes apare-
cen desnudas, o adornadas con esas cromolitografías de tan esca-
so valor artístico. Mayor es también la abundancia de figurilla
sin valor que la de verdaderos objetos de arte.
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y su Salón Amarillo, así como la galería de retratos de los
héroes de la Independencia, si bien el conjunto aparece españo-
lamente recargado.
Tales fiestas son, en todo caso, pequeños acontecimientos
y se comentan vivazmente en la prensa. El bogotano, tan amigo
de fiestas y diversiones, no es de los que gustan de la ocultación,
y prefiere para sus cosas todo el posible boato.
En los círculos sociales de Bogotá hay dos tipos que atraen
nuestra atención: el cachaco y el pepito. El primero de ellos, ya
casi extinguido, representaba el elemento juvenil y soltero, libre,
alegre y despreocupado, y lleno de gracia chispeante, pues el
bogotano se caracteriza por sus buenas salidas y su pronto humor
de verdadero esprit francés, emparejado a la sal andaluza. El
cachaco encarnaba el risueño y espontáneo gozo de vivir, la cons-
tante disposición a la broma y a la chanza, pero todo ello unido
a una fina discreción y lleno de dignidad. En cambio, el pepito
es el pisaverde de capital, aburrido de todas las cosas, sentimen-
tal e infatuado, que solo en la moda y en el lujo refinado es capaz
de hallar alguna diversión, y que huele de continuo a perfumes.
El pobre, triste ~~joven viejo".
A causa de la falta de recreos públicos, la vida social e
desarolla tanto más en los salones particulares, y así tienen lugar
muchas veladas y tertulias. Estas fiestas, en las que surgen de
continuo nuevas estrellas sobre el poético cielo de la hermosura
juvenil, señalan toda la extensa gama hasta la sencilla diversión
a base de baile, donde enamoradizos estudiantes y amables mu-
chachas se hacen la corte y donde, en lugar de rico vino, se beben
innumerables copas de brandy o coñac a la salud y felicidad de
todas las personas y por todos los acontecimientos imaginables.
N o hay que olvidar las amenas reuniones que se celebran en
honor de los diputados -o sea, para granjearse a los diputados-,
y en las que la comida y el vino desempeñan ya un papel de
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importancia, o las primeras recepciones que ofrece una familia
de procedencia campesina, deseosa de lanzarse a la vida social.
Por desgracia, en estas fiestas suelen bailarse casi exclusivamen-
te danzas foráneas, relegándose cada vez más el tan gentil pa-
sillo. Si las parejas supieran lo graciosamente que se mecen al
compás de esa danza nacional. ..
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con lo que hacía pingüe negocio. Precisamente por esta causa,
el pobre tuvo un funesto fin, pues su acompañante lo asesinó y
se dio a la fuga con todo el dinero reunido.
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personalidades, y también tipos extranjeros; el inglés, como es
natural. Era como un gran espejo que ponían ante el rostro del
pueblo sus propios y sencillos Aristófanes.
Otro entretenimiento se ofrecía al público durante la revo-
lución de 1885: la lidia de toros bravos en la plaza de San Vic-
torino, convenientemente cerradas sus bocacalles. De treinta a
cuarenta colombianos a caballo caracoleaban y corrían por aque-
lla arena. Objeto de la corrida era un torete que los jinetes acosa-
ban de un lado para otro. De lidia no podía hablarse. Cuando el
animal estaba fatigado, se le sacaba de allí. Pero era divertido
verle saltar, y a veces algún lidiador demasiado "valiente" recibía
unas cuantas acometidas. En tal ocasión se veían, por cierto,
caballos muy hermosos. La equitación es un deporte de las clases
elevadas. Con motivo de una cabalgata que e hizo en el año
1883, tuve ocasión de admirar unos cientos de ejemplares mag-
níficos, bien montados y bien presentado .
En general el extranjero goza n Bogotá de una excelente
acogida, y se le trata del modo más servicial si es que él sab
timar la confianza otorgada y corre ponder amablemente a las
rsonas. Ello hay que atribuirlo en parte a la circunstancia de
{1ue lo extranjeros no son numerosos en Bogotá. Por la mitad de
lo~ años ochenta, su cifra no pasaba, sin duda, de los doscientos.
Alemania estaba representada por comerciantes e investigado-
res; Francia, por una muy unida y den a colonia de gente dedi-
cada al comercio por mayor o menor, peluqueros, confiteros, hote-
leros. . . y también algunos aventureros auténticos; Italia, por
arquitectos, modelistas, comerciantes, estañadores y zapatero
remendones; Suiza tenía solo dos o tres súbditos en el país.
A su llegada, el extranjero recibe la visita de las personas
que desean tener trato con él. La mayor o menor rapidez con que
devuelve la visita, da la medida de la confianza concedida a la
relación que se acaba de establecer. El forastero comienza por
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hacer sus visitas, y ello solo los domingos por la tarde, entre la
una y las tres. Esto constituye un tormento para la persona ne-
cesitada de descanso, y yo me substraje lo antes posible a tal
compromiso, aun a riesgo de que se me atribuyeran tendencias
de misántropo. Estas visitas, por otro lado, no aprovechan en
nada al espíritu y son demasiado formulistas y rígida~ .3e habla
del tiempo y siempre hay que responder a las mismas preguntas :
"¿Se encuentra a gusto en Bogotá?" "¿Tiene usted noticias de
su familia?", etc. Si se ha establecido algo más de conifanza, se
inquiere: "¿Cuántos son ustedes en la familia?" Cuando se tiene
In impresión de que las visitas no resultan desagradables en una
casa, se las repite con mayor frecuencia, y entonces, como testi-
monio de confianza, se recibe la invitación para tomar por la
tarde el refresco, al que sigue una horita de charla.
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rarían altamente a cualquier pueblo y a cualquier nación y que
a mí personalmente me place tomar como dechado. Aparte de
esto, me resultó ameno y aleccionador el trato de los diferentes
representantes diplomáticos, pues casi todos los grandes Estados
europeos, al igual que las repúblicas hispanoamericanas, tienen
sus respectivas misiones en Bogotá. Si bien esos señores, al igual
que los profesores universitarios, se critican "amistosamente"
unos a otros o se dedican improperios, con ellos puede hablarse
con libertad del país y de la gente, y completar y elaborar las
impresiones propias.
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para llenarse de indignación a la vista de semejantes carteles.
Alguien que simplemente se había limitado a cumplir con su
deber, era felicitado allí en medio de los más excesivos vocablos.
Igualmente se presentaban telegramas exagerados de, por ejem-
plo, una empresa de ferrocarriles. "Antes de acabar el presente
año, estará listo el ferrocarril de la Sabana", se escribía el 1Q de
octubre de 1882, promesa que solo un decenio más tarde llegaría
a cumplirse. Los curiosos no faltaban nunca, por cierto, ante
dichos carteles en los tiempos de agitación. Después de cierta
práctica, una sola ojeada nos bastaba para enterarnos de la tras-
cendencia del caso.
El sexo fuerte, atento siempre a la política y a todo lo nue-
vo, se congrega a la tarde, entre las cinco y las seis, después de
la comida. El lugar de cita es alguna tienda o comercio, o bien
el Altozano, la gran terraza que se extiende delante de la cate-
dral. Y se comentan todas las novedades del día de la manera
más exaltada, pero también má despierta e ingeniosa. Cuando
hay revolución, allí es donde se ponen a circular los más pere-
grinos rumores y bulos, y donde cualquier hecho de importancia
mínima se configura como una verdadera acción de Estado. El
político y el intrigante se encuentran allí en su elemento; en
democrática libertad, pero sin re peto alguno para las más pres-
tigiosas personalidades, se le endosa algo a cada cual. Aquello es
una auténtica ágora. Por tal razón, el hombre de Bogotá no rinde
precisamente mucho como ciudadano en medio de tan demoledora
crítica, y las fuerzas dominantes, las fuerzas impulsoras proce-
den harto frecuentemente de las provincias. En tales negocios
no consiguen alterar cosa alguna su susceptibilidad en cuestiones
de honor, ni su acusado individualismo ni siquiera su vanidad.
Sería mejor, acaso, que tomara algo más en serio, de cuando en
cuando, sus propias incumbencias y deberes. Aquí es textualmen-
te cierto que la política corrompe el carácter. Ella es quien im-
planta aquella vacuidad y aquel vicio de la fraseología que sientan
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tan desagradablemente al que llega de fuera. Asi, por ejemplo,
me decía una vez un partidario de la incineración de los cadá-
veres que ésta era "su sueño dorado". Pero, en general, el bogo-
tano de la buena sociedad es leal y altruista y, sobre todo, buen
amigo.
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causa de los modernos exploradores, de los latifundistas y los
políticos, no ha llegado todavía, en modo alguno, al disfrute de
un destino mejor. Pese al carácter relativamente bondadoso de
estas gentes, que no conocen funcionario alguno del estado civil,
las peleas son en Bogotá, si no frecuentes, por lo menos no raras,
en particular si la chicha, ingerida en demasía, ha llegado a
embrutecer las cabezas. A esta clase le dedicaremos todavía un
estudio más detenido, después de describir nuestras correrías
por el país y luego de haber analizado su historia.
Especialmente simpático es entre los tipos de la clase baja
el gamín o chino de Bogotá, que se alimenta y se hace grande lo
mismo que los lirios del campo. El gamín bogotano trabaja pri-
mero de limpiabotas; luego, de vendedor de periódicos, de man-
dadero, y finalmente es soldado. Sumamente vivo y desenvuelto,
de gran astucia e inteligencia, constituiría un magnífico material
pedagógico si se cuidaran de educarlo, pues él conoce bien el
valor de la instrucción. Es raro el muchacho de esos que no sepa
leer y al que no se vea hacerlo cuando le queda un rato libre.
Si así no fuera, los otros se reirían de él, y tiene que aprender
por' sí solo ese arte. Ordinariamente e "liberal", sin compren-
der, como es lógico, lo que esa denominación de partido encierra
en sí, pero sintiendo que tal grupo ideológico cuide con mejor
voluntad de su suerte y su educación. En las revoluciones el
gamín pasa casi siempre a formar parte de la tropa. Yo vi una
vez un batallón entero de estos pobres chicos y chicuelos, entre
los once y los diecisiete años, desfilando bajo la carga de su
pesado armamento. En el ataque despliegan la más extraordi-
naria bravura, y con un batallón semejante no es raro que se
tomen al asalto importantes posiciones, en las que más de uno
es alcanzado por el plomo en su aguerrido avance despreciador
de la muerte.
Como ejemplo de la prontitud y gracia del ingenio de los
gamines, van aquí algunas pequeñas muestras:
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Un señor de enorme estatura, con no menos enormes pies,
se hace limpiar los zapatos y, después de servido, va a entregar
el acostumbrado óbolo de un medio, o sea 25 rappen. El gamín
contempla largamente la moneda, y el señor pregunta impacien-
te: -¿"No está bien?, ¿no cuesta un cuartillo (12 ylfi. rappen)
por pie?" El gamín responde: -"Sí, por pie, pero el suyo hace
un metro".
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paisano, iban armados de fusiles de avancarga, especie de tra-
bucos, que ellos llevaban con el cañón hacia abajo. En las deten-
ciones de importancia intervenían, con toda pompa, los miem-
bros del ejército, que colocaban en medio a la persona arrestada.
Los penados o presidiarios, vestidos de gris, se empleaban en
trabajos en las calles, arrancando malas yerbas en las plazas
o como obreros de la construcción. Su custodia estaba encomen-
dada a los soldados, pobres indios, que de buena gana confrater-
nizaban con ellos. Y ¿cómo iba a ser de otra forma? ; todos los
presos, casi sin excepción, pertenecían a la más baja plebe, en
tanto que la "mejor" sociedad apenas si llegaba alguna vez al
contacto inmediato con la justicia penal. Solo en las épocas más
revueltas se han utilizado presos políticos para barrer las calles.
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¿Cuál era, en líneas generales, el estado de la delincuencia?
El homicidio es cosa bastante frecuente entre las clases infe-
riores, pues la vida no tiene el mismo valor que entre nosotros;
solo que, es necesario anotarlo, el homicidio se comete sobre todo
en situaciones de exaltación afectiva o en estado de ebriedad. Los
delitos con propósito de lucro, los asesinatos por robo, eran raros
por los años ochenta, tan raros que el caso de una señora joven
residente en las afueras de la ciudad en Los Alisos, y que fue
muerta por su sobrino el año 1879, resultó algo verdaderamente
sensacional y seguido por todos como un hecho de excepcional
maldad, constituyendo por mucho tiempo objeto obligado de las
conversaciones. La penalidad máxima que entonces podía imponer
un tribunal de justicia eran diez años de presidio. La pena de
muerte se hallaba abolida. De este extremo vino a darse en el
contrario después de la revolución de 1885, al aumentar el nú-
mero de delitos como consecuencia del estado de desmoralización.
Entonces, como concesión al partido clerical, volvió a introdu-
cirse la pena máxima; el verdugo volvió a ejercer su cometido
en Colombia. Pronto vino a demostrarse nuevamente en este
país, y ae modo muy marcado, la falta de sentido de la teoría
del escarmiento. Pese a la horca y al fusilamiento, la cifra de
lo delitos graves creció en notable proporción, lo que prueba
que en la criminalidad deciden otras circunstancias, ante todo la
pobreza y la miseria. Mucho más adecuada que la implantación
de la pena capital sería una reforma radical de la justicia, pues
la situación deja mucho que desear a este respecto. Los procedi-
mientos son lentísimos y costosos, y la imparcialidad, sobre todo
en las instancias inferiores, presenta notables deficiencias.
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circular, de 340 metros de periferia y un diámetro de 113 me-
tros, en cuya parte sur se alza una capilla. A ésta va a parar
una ancha calle bordeada de árboles, flores y magníficos monu-
mentos funerarios. En el muro del edificio citado hay mil tres-
cientos cincuenta nichos para adultos y cuatrocientos para niños,
distribuídos por lo general en hileras de cuatro o cinco nichos
uno sobre el otro. Estos tienen una forma parecida a la boca de
un horno, pero son tan estrechos que corresponden solo al tama-
ño del ataúd. A unos cincuenta pasos de ese edificio principal
se eleva una curiosísima construcción de ladrillo, a la que lleva
una ancha y alta escalinata, y donde hay trescientos cincuenta
nichos más, destinados a los pobres. Los bogotanos de las clases
educadas practican un culto, verdaderamente noble, a los muer-
tos. Los nichos aparecen casi siempre adornados con flores y
coronas. El Día de Todos los Santos, Bogotá entero acude a los
cementerios a rogar por los difuntos y a oír las misas que se
dicen en sus tumbas. Ocurría también a veces ver por la calle
a un grupo de gente pobre que llevaba en hombros a su difunto,
atado simplemente a una tabla, así que cualquier transeunte
podía ver el cadáver, envuelto en un vestido lo posiblemente
bueno o a veces en una sencilla mortaja blanca. Los indios forman
un cortejo que desfila generalmente con mucha rapidez y sin
tristeza visible pues consideran la muerte como una redención
que abre las puertas del Paraíso. Sobre todo cuando el muerto
es un niño ya bautizado, más bien reina la alegría que el duelo,
pues el dulce angelito goza ya de felicidad en la gloria sin haber
gustado las penalidades de la tierra.
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recursos pero que aspiran a conservar el llamado rango de clase,
han de mirar con espanto los gastos del sepelio. En verdad, ¡qué
fea deformación del verdadero dolor! Las solemnidades fúnebres
de carácter público devoran sumas aun más grandes. Así, por
ejemplo, las honras fúnebres de mi antecesor en el cargo, el
librepensador Rojas Garrido, gran tribuno del pueblo, muerto
un año después de mi nombramiento para la Universidad, cos-
taron al Estado la cantidad de 6.600 pesos, o sea 33.000 francos.
Los restos mortales de esos hombres públicos inhumables por
cuenta del erario se exponen primero en el salón de la cámara
de representantes o en el paraninfo de la Universidad, donde se
les vela y rinde honores durante uno o dos días. El público aflu-
ye en masa como para ver el cadáver de un soberano. En el en-
tierro de hombres célebres, el cortejo hace alto ante la entrada
del camposanto, y allí, desde una elevada tribuna, los amigos y
oradores van declamando uno tras otro sus discursos en honra
del finado. En tal sentido se ha creado aquí un tipo propio de
elocuencia en el que los europeos quedamos muy a la zaga. Pero
como algunos hablan allí no con otro fin que el de presumir a
costa del muerto o para arrastrar a los fascinados oyentes a la
per onal admiración por el orador, resulta que no siempre pue-
den evitarse los testimonios entusiásticos en forma de ruidoso
aplauso cuando así lo piden las retóricas finezas de la oración
fúnebre. Las notas necrológicas que en todo periódico local apare-
cen para celebrar hasta a los más insignificantes difuntos, están
también llenas de frases de mal gusto y de imágenes impropias
y sin contenido, de suerte que producen una impresión entera-
mente opuesta a la deseada. Ante la excelsa majestad de la
muerte conviene modestia y recogimiento, y no pompa y char-
latanería.
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pequeña caja de cal, que vuelca sobre la faz del muerto. Gentes
piadosas, empero, la han cubierto antes con un paño. Entonces
vuelve a clavarse el féretro, y finalmente, en medio de toda clase
de gritos, nada edificantes, de los seudo-enterradores, se le em-
puja hacia lo profundo del nicho. Este es tapiado seguidamente,
mientras los deudos del finado aguardan a ver concluido el pe-
queño muro. Por lo común, en el hueco semicircular que forma
la embocadura del nicho suele colocarse más tarde una lápida
de mármol. En las defunciones no faltan nunca las damas pla-
ñideras, que revuelven toda la casa, ni tampoco amigos verda-
deramente condolidos, los que se encargan de dar consuelo al
que sufre directamente la pérdida y se quedan a acompañarle
si así lo desea, pues el bogotano es grandemente sen ible y com-
pasivo ante las desgracias del prójimo.
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en tal sentido. Con su solemne ritual infunde veneración y santo
temor; con su música de órgano eleva el espíritu, y con sus cán-
ticos es casi la única que cultiva la forma coral y la armónica
unión del canto individual y el colectivo. Por último, en torno
a la Iglesia se concentran los principales acontecimientos de la
vida del hombre, como también los usos cotidianos. En ella se
dan cita no solo los espíritus anhelosos de religión, sino t ~ mbién
los de todas las comadres, de los aburridos y los de los enamo-
rados. Ante el templo se planta la "esperanza de la Patria", la
juventud masculina, con el fin de ver desfilar una a una a las
hermosas bogotana , observándolas de arriba abajo.
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cualquiera de las otras treinta iglesias de la ciudad habría que
descubrirse. Igual comportamiento se observaba con motivo de
la extremaunción. Bajo su palio avanzaba solemnemente el sacer-
dote, seguido de ordinario por un número no pequeño de gentes
con velas encendidas. Este acompañamiento era notablemente
más numeroso cuando algún moribundo de rango principal había
de recibir el viático. Todos debían descubrirse tan pronto como,
a cientos de metros de distancia, se veía avanzar el palio. La
mayor parte de las personas de las clases inferiores caían de
hinojos, y en los últimos tiempos hacían lo propio, en medio
de la calle, hasta los caballeros distinguidos, no sin antes exten-
der precavidamente su pañuelo. Solo cuando el sacerdote des-
aparecía por la próxima bocacalle podían ponerse en pie. Hasta
la guardia militar estaba obligada a rendir armas, arrodillán-
dose, juntamente con su oficial, a la correspondiente voz de
mando; al propio tiempo se interpretaba sin cesar la marcha
de banderas. Cuando los sacerdotes vieron que su poder crecía,
preferían cruzar por la Plaza de Bolívar, donde estaba la guar-
dia del Capitolio y donde había siempre mucha gente, al objeto
de recibir el público homenaje· años antes hubieran elegido más
bien calles recoletas y tranquilas. Las personas que no querían
sujetarse al uso general, tenían el recurso de meterse en alguna
tienda. Hubo estudiantes que al negarse a quitarse el sombrero
fueron apedreados por el populacho. Por lo demás, no era raro
que mujeres y hombres de la raza india se prosternaran en el
polvo de la ca1le al paso del Arzobispo solo por recibir un signo
de bendición de su mano.
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más hermosos tapices blancos. Ante los altos dignatarios ecle-
siásticos se extendían inmensas cantidades de rosas ; éstas eran
arrojadas, incluso, desde las ventanas, cayendo sobre ellos como
una verdadera lluvia. Toda la población, vestida de fiesta, se
arrodillaba en las calles o en los balcones cuando pasaba el Sa-
cramento. Iban luego los sacerdotes, con los más suntuosos orna-
mentos ; detrás, entonando una salmodia, los seminaristas ; a
continuación, formados en largas filas, de a dos, los más distin-
guidos señores de Bogotá, que desfilaban con perfecto orden
portando banderas y estandartes; seguidamente, todos los cole-
gios confesionales y finalmente, marchando a paso de parada,
un batallón de escolta. Así desfilaba la procesión. Las dos bandas
militares tocaban solemnes músicas, tañían las campanas, subían
cohetes por el aire, estallaban petardos como en nuestras fiestas
de tiradores. Era una estampa colorista que no podía dejar de
impresionar hasta a las personas no identificadas con aquel acto.
Algo más peculiar era, sin duda, la procesión de Semana
Santa, en la que las estatuas ordinariamente expuestas en la
iglesias eran llevadas en andas por encapuchados. Se veían con
frecuencia imágenes de María ornarlas con vestidura que co -
tarían varios miles de francos, aparte de las joyas de perlas y
piedras preciosas pertenecientes al tesoro de las iglesias y que
adornaban en tales ocasiones a los santos. Especialmente el
Jueves Santo, las iglesias se hallan maravillosamente deco-
radas con flores; merecía la pena recorrerlas, y tanto más porque
allí se reunía todo Bogotá lo mismo que en el teatro. Era en efec-
to, un espectáculo que uno casi se atrevería a calificar de profano,
o tal vez de ingenuo, pero que se gozaba también ingenuamente.
En la Catedral la máxima fiesta era la del Corazón de Jesús,
en cuya ocasión el altar mayor desaparecía prácticamente bajo
un artístico mar de flores. La más selecta música sonaba en
tales solemnidades ; los coros, lo mismo que en las grandes cere-
monias fúnebres, eran realmente soberbios y majestuosos.
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Este cuadro de la magnificencia religiosa tenia también sus
aspectos sombríos que enturbian el recuerdo de aquellas solem-
nidades. Téngase en cuenta que las campanas no se voltean sino
que se repican, y que están sonando día y noche, a cada minuto,
desde el Viernes Santo hasta Pascuas; téngase en cuenta que en
las pausas se celebran las llamadas cuarenta horas, o ejercicios
de oración y penitencia, durante las cuales a cada momento se
organizan con las campanas verdaderos conciertos de fragua ...
Así cabe formarse una idea de la conmoción del tímpano y del
aturdimiento que se experimentaba con tan despiadado ruido,
el cual bien poco tiene que ver con la práctica de un culto reli-
gioso. Con la aglomeración se produjeron en la Catedral algu-
nos desórdenes, que tuvieron por consecuencia el que hombres
y mujeres hubieran de estar separados en distintas naves del
templo.
Con la Iglesia enlazan los di versos centros de beneficencia.
Citamos en primer lugar la Sociedad de San Vicente de Paúl,
que aunque en un sentido estrictamente confesional, hace mucho
bien y organiza bazares o tómbolas en favor de los pobres. Luego,
las Hermanas de la Caridad, que dirigen el hospital principal,
así como un hospicio u orfelinato y otras varias instituciones,
colegios para niñas, escuelas primarias, etc. Por desgracia, estas
Hermanas de la Caridad son tan inclinadas al dinero -del que,
por lo demás, envían grandes sumas a Europa-, que sus pro-
piedades aumentan a una velocidad sorprendente y siempre están
comprando, al contado, nuevas casas. A pesar de sus lamenta-
ciones - yo casi diría limosneos- hay mucha gente, entre ellas
personas caritativas, que ya no les dan nada. Como instituto
independiente, auxiliado por particulares y en especial por per-
sonas sin confesión religiosa y por los masones, ahora prohibidos,
existía entonces el Asi1o de los niños desamparados. Este repre-
sentaba una verdadera necesidad para Bogotá, pues allí se edu-
caba, por lo menos, a los enteramente descuidados golfillo calle-
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jeros, instruyéndoseles para ganarse el pan como miembros
útiles de la sociedad por medio de un oficio manual o cualquier
otro género de trabajo. A la dirección, (religiosa pero, al mismo
tiempo, práctica) de ese instituto era justo otorgarle la más cali-
ficada aprobación. Triste resultaba analizar la fisonomía de mu-
chos de aquellos niños abandonados. Lo que no estaba bien, desde
el punto de vista educativo, eran las muchas exhibiciones y
desfiles públicos de aquellos muchachos, en formación y unifor-
me militar, si bien les venia bien como ejército físico.
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En general, el fanatismo de las clases inferiores se mani-
fiesta aún en gran medida contra los que sustentan otras creen-
cias, pero solo cuando se le incita de algún modo. Por otra parte,
el poder de un sacerdote fanático era entonces de tal magnitud
que podía prohibir a las muchachas, y ser obedecido en ello,
que asistieran los jueves y domingos a los conciertos de la ban-
da militar en el Parque de Santander, donde se reunía toda la
buena sociedad. Más tarde hubieron de ser suspendidos aque-
llos bonitos conciertos. Muy digno de estima era el hecho de que
el Arzobispo hiciese todo aquello para elevar la moralidad de
los clérigos. Que entre ellos hubiera algunas ovejas negras, que
hasta llegaban a entablar conocimiento con los órganos de jus-
ticia, es cosa que no admirará a nadie. De boca en boca iban
algunos pequeños escándalos. Todo Bogotá tuvo que reír con la
historia de un cura codicioso al que dos italianos dieron un per-
fecto timo vendiéndole, con toda clase de religiosos pretextos,
dos barras de cobre que él creía de oro.
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Pese a la prepotencia de la Iglesia, muchos bogotanos se
hallaban apartados de ella -la mayoría íntimamente, solo unos
pocos de manera pública-. Esto tocaba en especial a la juven-
tud universitaria, a algunos cientos de artesanos y a unos pocos
hombres de ciencia. El número de los valerosos adversarios era
muy exiguo. La mayor parte siguen con sus prácticas religiosas,
aunque ya no crean en la eficacia de las mismas. Van a misa,
confiesan y reciben los sacramentos en el lecho de muerte, sin
que les inmute ese formalismo hipócrita. La Iglesia no pide más.
Cuando se trataba de pecadores recalcitrantes, pero importan-
tes por su cargo o posición, acudíase al experto y fino Nuncio,
quien ingeniaba alguna fórmula, y con ella se satisfacía al en-
fermo. Este, abjurando de sus errores, volvía al seno de la Igle-
sia. La tolerancia que realmente existe se debe menos a la re-
flexión que a una bonachona indolencia. Pero, al menos, y pese
a la reacción del clero católico el año 1885 y a la presión ejer-
cida sobre todas las conciencias, se logró tanto, que la nueva
Constitución de 1886 -la cual declara como religión de la Na-
ción la católica, apostólica, romana- garantiza la libre prác-
tica de los otros cultos y confirma solemnemente, por lo menos
en el papel, el principio de la libertad de credo y de conciencia.
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y a cada cambio de gobierno, muchos de ellos quedan "amorti-
zados", como decía una vez un paisano nuestro. El conocimien-
to personal de varios militares me hizo sentir estima, en diver-
sas ocasiones, por el espíritu de la oficialidad colombiana.
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de llegar al poder es cosa que raya en lo increíble, y en la ac-
tualidad los liberales han tenido que anunciar varias veces la
abstención electoral.
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y las desgracias son de menor cuantía. Pero la inquietud de los
ánimos es tanto mayor cuanto que las tropas están dispuestas
a acudir a la primera señal de alarma y a hacer fuego sin con-
sideración sobre la inobediente multitud, como ha acontecido
en diversas ocasiones. Si hay que elegir un candidato liberal y
se encuentran más votos conservadores que liberales, entonces
se vuelca la urna y se disuelve el jurado, o este proclama des-
pués del recuento: "Quien escruta, elige!". Las elecciones son,
pues, desgraciadamente, en Bogotá como en toda Colombia, un
juego dirigido por la gente más gritadora, por aquellos que es-
peran alcanzar del nuevo presidente favores o cargos, por los
más insidiosos elementos y los más astutos fabricantes de cati-
linarias. Este juego electoral es convenido previamente por los
políticos profesionales de los clubes. Tal es la opinión arraiga-
da de más antiguo entre los colombianos, y como sus votos ca-
recen, pues, de valor, muchos hombres honorables, los mejores
ciudadanos precisamente, no acuden ya a las urnas. Fue tam-
bién significativo que nuestro Rector retuviera en esos días a
los internos, acuartelados como tropas en el edificio de la U ni-
versidad. Cuando las elecciones no e desarrollan libre y hones-
tamente, no hay democracia posible, y eso lo mismo en Colombia
que en cualquiera otra parte. Así acontece que los derrotados en
los comicios recurren, con aparente derecho, a la revolución co-
mo medio para derrotar al presidente en tal forma elegido.
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tel, donde quedan presos y donde se les obliga a enrolarse para
la guerra. Muy raramente logra librarse el individuo tan violen-
tamente reclutado, y muchas personas influyentes no consiguen
eximir del servicio militar a sus criados, a sus obreros, a sus
cocheros. . . Ocurre con harta frecuencia que los soldados se
introducen en las casitas de los pobres habitantes de las afueras
y sacan al hombre de la cama, dejando a la mujer y a los hijos
en total desamparo. El ciudadano de ideas nobles queda depri-
mido ante escenas semejantes y sufre en el alma con ellas. Pero
el indio que se ve ya con su gorra militar, con su fusil al brazo,
y acaso con su guerrera de colorines, termina por ceder ante el
destino que le ha tocado; hasta se siente orgulloso como defen-
sor de la Patria, y no es raro que ese recluta se quede definiti-
vamente en el cuartel aunque e le ofrezca la libertad. Contra-
sentidos de la vida humana . . .
A las seis cae la noche sobre Bogotá. Se cierran los comer-
cios y concluye la jornada. Las calles principales brillan ahora
con la luz eléctrica, que, después de varios intentos fallidos,
alumbra ya debidamente. Una gran central eléctrica, construí-
da por la fábrica de maquinaria "Oerlikon", provee de energía
y luz a la población e industrias de Bogotá. La energía se ob-
tiene del torrencial río Bogotá, algo más arriba del Salto de
Tequendama. La mayor parte de las calles se iluminaban antes
con luz de gas; pero de vez en cuando se hizo necesario acudir
a otros medios de alumbrado pues fallaba el servicio de gas o
resultaba deficiente.
Así que se regresa a casa después del habitual paseo ves-
pertino, hacia las siete de la tarde, las calles están ya bastante
vacías. A las ocho los tambores de la guardia redoblan el toque
de retreta, desfilando desde el Palacio Presidencial a su cuar-
tel, acompañados del agudo son de las trompetas. Después de
este musical deleite se sumerge todo en el silencio de una peque-
ña ciudad. Ese silencio se rompe los jueves y domingos por la
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noche, en que las dos bandas de regimiento, más de treinta mú-
sicos cada una, tocan la retreta bajo grandes faroles, especia-
les para este viejo uso. La retreta, en este caso, es un concierto
de selecto programa. Los músicos son expertos y con larga prác-
tica en su arte, y existe entre ellos gran espíritu de emulación.
A menudo se escuchan obras de los grandes maestros en exce-
lentes interpretaciones, especialmente oberturas, tocadas con
conocimiento y fidelidad. Como pieza final, cada banda ofrece
una composición nacional, un vals, un bambuco o un pasillo.
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enternecedor. Cantaban cosas de amor, de fidelidad, de pasión,
de doncellas graciosas radiantes como joyas, puras como la azu-
cena; cantaban la ausencia, y el encuentro, y todas las tempes-
tades de la vida ...
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casas o sobre la misma acera. Desde las diez, como dice un es-
critor colombiano, Morfeo reina en casi todos los hogares. Ape-
nas sí se conoce la vida de restaurantes o casas de comidas,
usual entre nosotros. Tan solo un café, "La Rosa Blanca",
atraía entonces a la gente joven para jugar al billar, para la
charla o para el alegre comer y beber. Ahora se han establecido
ya varios restaurantes. Fuera de ello, había abiertas no más
que unas cuantas tabernas, donde se bebe de pie, y también al-
gunos lugares de juego, de los cuales, a falta de diversiones
más apropiadas, hay muchísimos, por desgracia, en Bogotá, par-
ticularmente después de una guerra, sazón en la que tantos aven-
tureros aspiran a mejorar su suerte. En dichos locales se juega
lotería o un juego nacional, el tresillo. Cuando por la mañana,
algo después de las cinco, me dirigía a dar mi primera lección
del día, la de las seis, a veces veía todavía luz en las casas de
juego de la Plaza de Bolívar, y reflexionaba sobre todas las pa-
siones y los dramas que en los corazones de los jugadores y ·de
sus familias estarían sucediéndose.
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che un cohete que sube silbando hacia el firmamento y que, con
la escasa resistencia del aire, se remonta a mucha mayor altura
que en nuestros países. Bogotá es un lugar a propósito para
grandes quemas de fuegos artificiales. Pero ¿qué es aquí cual-
quier arte humana frente a la majestad de la misma naturale-
za? Con profunda nostalgia pienso hoy en el excelso espectáculo
de aquellas noches de luna, en aquel magnífico cielo estrellado.
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se1·vación en el ambiente actual, advierta sorprendido que mu-
chas cosas permanecen inalterables en su antiguo estado. Hoy
día sigue llamando en primer lugar la atención del extranjero
la hegemonía de los ublancos y los que quisieran serlo" sobre la
gro.n masa de la población, y toda una serie de hechos confirma
que u el patrimonio sirve para dar prestigio a cualquiera". El
orden social se ha mantenido idéntico. En ocasiones festivas, en
las reuniones siguen sonando exclusivamente los antiguos nom-
bres de las buenas familias. En comparación con tiempos ante-
riores se nota, afortunadamente, una mayor elasticidad y cor-
dialidad en las relaciones entre familias conservadoras y libe-
rales. Los ricos van dejando, en creciente proporción, las casas
de dos plantas, estructuradas por lo común en torno a varios
patios interiores, para trasladarse a edificios de varios pisos y
dotados de instalación moderna. En compensación, se hacen
construír en las cercanías de Bogotá pequeñas casas de campo,
donde grandes y chicos pueden disfrutar los domingos la delicia
del sano y fresco aire de la sabana. Los actos públicos son ahora
más numerosos. En el teatro del gobierno se suceden continua-
mente las compañías visitantes y empieza a elevarse poco a poco
el valo1· de las representaciones. La musa ligera, pese a la ini-
cial oposición de la 1glesia, ha hecho su entrada en las tablas.
Pero toda pieza debe ser sometida a una censura bastante rigu-
rosa. Con extraordinario esfuerzo, el Director del Conservato-
rio ha impuesto la celebración de conciertos sinfónicos, llenando
así un muy sensible vacío en la vida cultural. Pero, a pesar de
todo, el bogotano auténtico no ha perdido la afición por las audi-
ciones en familia, y con motivo de las festividades religiosas o
en otras ocasiones tienen lugar algunas celebraciones 11 veladas
íntimas, vedadas a los más de los forasteros.
En cuanto a la descripción de los personajes típicos de la
vida urbana, notaremos que el simpático cachaco, representante
de la libre y desenfadada soltería, ha pasado a formar 1narcada
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minoría frente al pepito, el haragán de oficio. Por desgracia, la
cifra de los que llenan todo el santo día de conversaciones inge-
niosas o vanas, matando realmente el tiempo, es todavía muy
grande en Bogotá. Por tal razón, el extranjero que fue testigo
de la miseria reinante tras la guerra mundial, y que se lanzó
por el mundo a ganarse duramente la vida y a cooperar en la
forja de una nueva edad, podrá ser que se sienta separado por
un profundo abismo de los muchos charlatanes que en Bogotá
se encargan de esfumar la imp'resión de una seria voluntad de
trabajo. Esos caballeros se encuentran a toda hora por las es-
quinas de la ciudad cumplimentando a los transeuntes, y en
especial a las damas, con sus continuas atenciones. Sus afortu-
nadas ocurrencias vuelan a menudo con la rapidez del viento,
pues el bogotano tiene verdadera vena satírica, sin llegar por
ello a la ofensa. Junto a la dorada superabundancia de tales chis-
tosos de esquina, el gran número de hombres serios a quienes se
encuentra, en bancos, casas comerciales y fábricas, dedicados a
fatigosa tarea, producen una impresión tanto más marcada y
de tanta mayor sorpresa. A pesar de ello, parece que, frecuen-
temente, el extranjero se abre camino con más rapidez que el
natural, gracias a una actividad consciente e incansable. Entre
los emigrantes de todos los países ha11 propietarios de florecien-
tes empresas, que harto fácilmente despiertan luego envidias y
rivalidades. Si bien estos sentimientos no se hallan en la buena
sociedad, el extranjero no deberá hacerse sin más a la idea de
que le van a recibir con los brazos abiertos. Las nobles tradi-
ciones de la vieja hospitalidad española, que tienen continua y
entusiasta cita en El Dorado, han sufrido ya en las ciudades al-
guna que otra merma. Hay que admitir, no obstante, y del modo
más abierto, que de ello se debe culpar a más de un vagabundo
indeseable que ha perjudicado ya mucho el buen nombre de los
extranjeros afincados en el país. En el campo, por el contrario,
sigue bastando una pequeña recomendación para que cualquier
recién venido sea objeto de conmovedoras atenciones entre las
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viejas familias hacendadas. El pueblo inculto de la ciudad y del
campo, que por instinto se coloca frente a los ricos y que ve en
todo extraño, sin más juicio crítico, un señor de buena posición,
cree a menudo estar cumpliendo una misión patriótica al tomar
en estos casos una posición adversa al forastero. Pero el trato
personal con la gente de la calle, con limpiabotas, vendedores de
periódicos, policías y todos los que se dedican a servir, da lugar
a cambios en la mayoría de las ocasiones. En efecto, el extran-
jero libre de prejuicios y criado en contacto diario con gentes
de todos los estratos sociales, suele estar en mejor situación
que los aristocráticos colombianos para comprender la suerte de
los pobres indios y de la multitud de los niños sin padre.
En una obra sobre Colombia, la referencia a la vida reli-
giosa merece, sin duda, amplio espacio. Lo que observó el autor
de El Dorado corresponde todavía hoy a la realidad, y de modo
invariable. Es exacta en particular la afirmación de que al final
de las últimas revoluciones -que terminaron todas, sin excep-
ción, con la derrota de los liberales- pudo comprobarse siem-
pre un robustecimiento del influjo eclesiástico. Por eso los mis-
mos colombianos designan a su país como el bastión de la 1glesia
Católica en Suramérica, y parece que no yerran a este respecto.
Pero las relaciones entre la Iglesia y el Estado constituyen un
asunto interno 11 requieren, a lo sumo, una exposición en el sen-
tido de la acogida que puede esperar el extranjero de otra con-
fesión. En este aspecto, el forastero puede estar seguro de una
gran tolerancia por parte de la pob laci6n culta y también de la
Iglesia y sus ministros. La gran masa del país se muestra indi-
ferente frente a los que no participan de su fe, por lo mismo
que casi nunca llega a tener conciencia de que en el país pueda
haber también alguien no católtco. Pero si de forma ostensible
se practican ritos propios de otras confesiones, ello podría tener
consecuencias poco gratas, sobre todo en regiones muy aparta-
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das de los núcleos urbanos. En todo caso, los ejemplos de into-
le?·ancia son sumamente raros, y el gobierno los condena seve-
ramente.
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plantado, exige del extranjero su inmediata presentación ante
la autoridad. Esta disposición, que al principio se aplicaba con
dureza algo excesiva, se hace cumplir ahora de modo entera-
mente razonable y proporciona al que a ella se somete las 'IJen-
tajas de la más plena libertad de residencia.
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5. -LA VIDA CULTURAL
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trario, la materia de lectura se disfrutaba con más activa aten-
ción que en nuestro país, donde estamos saturados de ella. Los
nuevos libros y revistas se recibían allí con ánimo muy diferente;
eran los mejores amigos, y, toda vez que en Bogotá, no solo los
extranjeros, sino también muchos colombianos, siguen exacta-
mente las novedades literarias, resultaba siempre, si se sabía
dar con las personas apropiadas, un vivo intercambio de ideas
sobre lo leído.
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títulos, de las principales obras del mundo, y cuenta, sin duda,
con todas las novedades bibliográficas. Las librerías constituyen
el punto de cita de la gente culta; por vanidad o por afición, se
compran muchos libros, y la mayoría de ellos, a no dudarlo, se
leen. Por mucha superficialidad que aun exista, por mucho que
se de la formación a medias, aunque solo unos pocos hombres
selectos posean un riguroso sentido científico, y aunque no se
halle todavía introducida la llamada "exactitud germánica", es,
sin embargo, muy cierto que entre una minoría, relativamente
pequeña pero muy inquieta y vivaz, se advierte la capacidad de
conocimiento y el interés por todas las novedades y creaciones
del espíritu; del espíritu francés en primer término, luego del
español y del inglés. Y ello, como apenas en lugar alguno de
Suramérica. Hay que agregar que en este apartamiento, en la
naturaleza montañosa y primaveral, el pensamiento saca a veces
consecuencias de más inexorable lógica que en Europa, donde
la inteligencia es mantenida a raya por tan fuertes ligaduras de
toda índole.
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En la literatura se manifiestan dos distintas tendencias.
La una es rigurosamente clásica y vive, no solo en la lengua sino
también en las ideas y criterios, casi como en los tiempos de
un Felipe II. El estilo enfático y rebuscado, el prurito de alam-
bicar imágenes lo más "ingeniosas" posibles, el modo de expre-
sar en forma abstracta y retorcida hasta las cosas más comunes,
y el comenzar toda disertación, todo estudio o artículo por
lo menos, los griegos y los romanos, si es que no les toca pagar
el pato a los babilonios y a los egipcios, ... todo ello ha ganado
a tal especie de escritos el sarcástico nombre de literatura fósil.
La otra tendencia se debe a literatos jóvenes, fogosos y de talen-
to, que aspiran sobre todo a dar expresión al pensamiento de su
época, y que, por tanto, se fijan más en la agudeza del conte-
nido intelectual que en las exterioridades verbales. Quien se
cuenta entre los adscritos a esa última corriente es hostilizado,
claro está, por los académicos, o, al menos, mal mirado por ellos,
gente que cree tener en arriendo toda la gloria literaria.
La prensa diaria es un medí formativo de primer orden en
todo país nuevo. Por entonces aparecían en Bogotá nada meno
que de veinte a treinta publicacione periódicas, tanto políticas
como de contenido científico, pero solo una salía diariamente.
Muchos de los periódicos políticos tenían una brevísima exi -
tencia, desapareciendo ya al segundo o tercer número. Como lo
periódicos no podían vivir del mismo modo que los nuestros, o
sea. a base de noticia del día y telegramas, concentraban su
energía en los artículos de fondo, en e tudios literario , traduc-
ciones, desahogos líricos y crónicas locales. Especial mención
merece el "Papel Periódico Ilustrado" (tres años de publicación),
editado con gran constancia y sacrificios por el pintor Alberto
Urdaneta, ya fallecido; pese a la cierta tosquedad de la parte
gráfica, el periódico estaba lleno de valiosas aportaciones a la
historia de la cultura y era entonces la única revista quincenal
de Colombia. La prensa política experimentó una total trans-
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formación después de la revolución de 1885. Antes, había goza-
do de la más absoluta libertad, y de ella hizo uso en forma tan
descomedida, que sus excesos resultaban desvergüenzas hasta
para cualquier europeo amplio y comprensivo. Más tarde, en
lugar de hacer legalmente responsables de sus contravenciones
a los redactores, el cambio ocurrido en dicho año determinó que
las cosas fueran a dar en el extremo opuesto, obstaculizando la
libertad de las actividades periodísticas. La prensa pasó a de-
pender enteramente del arbitrio del gobierno, que suspendía pe-
riódicos y metía a los periodistas en la cárcel o los deportaba,
de manera que hasta los conservadores moderados solicitaron la
promulgación de una ley menos rígida. En un país que se halla
toda vía en su menor edad, la libertad de prensa es de lo más
necesario, e imprescindible corno válvula de seguridad del meca-
nismo estatal.
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las clases. En dicho Estado de Cundinamarca se adeudaba a los
maestros en 1884 casi año y medio de sueldo, de manera que la
mayor parte de ellos, aunque por sentido del deber siguieron tra-
bajando en sus escuelas, se veían obligados a buscarse otras ocu-
paciones. Las letras de cambio con que se les pagaron algunos
meses, solo podían hacerse efectivas acudiendo a los usureros.
No puede sorprender, pues, que resultara difícil sostener los
centros de formación de maestros y maestras, cuanto más que
la mala administración del Estado hacía imposible cubrir con
regularidad todas las obligaciones al respecto. Pero, precisamente
en cuanto a esos centros de formación, hubiera sido muy de
lamentar la suspensión de actividades. En particular la escuela
de maestras se distinguía por los magníficos logros alcanzados,
y a ella ingresaban muchachas del pueblo y de la clase media,
que así podían dar satisfacción a su anhelo de saber, pasando
además a ocupar una mejor posición social. Los exámenes que
presencié demostraban en casi todas las alumnas un grado ver-
daderamente admirable de seguridad, de claridad mental y do-
minio de la materia; sin embargo, su aplicación servía para la
obtención de un diploma poco menos que, en la práctica, falto de
todo valor. Esto me probó una vez más que, concretamente la
juventud femenina de Colombia, posee espléndidas dotes y que
sería un verdadero pecado regatearle el sustento espiritual que
reclama. Las escuelas especiales para señoritas no rebasan el
nivel medio de nuestra instrucción primaria ni facilitan un
verdadero y sólido saber.
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establecimientos públicos y el seminario sacerdotal, doce colegios
para muchachos y nueve para muchachas. Algunos de esos cen-
tros, como el antiguo Colegio de don Santiago Pérez, quien desde
su cátedra fue ensalzado al sillón de Presidente de la República,
eran como pequeñas academias. Según las ideas del respectivo
propietario, estas escuelas se hallaban tajantemente diferencia-
das en el aspecto político. Las más aristocráticas y "pías" esta-
ban dirigidas, en su mayoría, por eclesiásticos.
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romano, el canonlCo, la moral y la teología dogmática. Estos
eran los estudios clásicos de entonces. La enseñanza del derecho
público y político había sido prohibida por el gobierno. Solo tras
las borrascas de las luchas de independencia se llegó a producir
un nuevo incremento de los estudios. La academia pasó al Estado
de Cundinamarca, que en 1867 la entregó a la N ación con el
propósito de fundar una universidad nacional de los Estados
Unidos de Colombia. Esta se estableció, en efecto, y a fines de
1884 se fusionaron con ella la Escuela de Agronomía, la Escuela
Militar, en la cual se formaban unos doscientos cadetes y que
hacía a la vez de Escuela de Ingenieros, y finalmente la Escuela
de Bellas Artes, donde, bajo experta dirección, se enseñaba dibu-
jo, pintura y grabado. La Universidad adquirió consistencia por
la Ley de 23 de marzo de 1880, que creó ya un ministerio nacio-
nal de instrucción.
En el año 1882, cuando yo comencé allí mis actividades do-
centes, la Universidad constaba de cuatro facultades: la Escuela
de Literatura y Filosofía, la Escuela de Derecho o de Jurispru-
dencia, la Escuela de Ciencias Naturales y la Escuela de Medicina.
(No exi tía facultad teológica, pues los acerdotes se formaban
en Seminarios). Rector era el Ministro de Instrucción. Bajo su
autoridad había dos rectores propiamente dichos, de los cuales
uno dirigía las facultades filosófica y jurídica (instalada en el
viejo edificio del Colegio de San Bartolomé) y otro las facultades
de Ciencias Naturales y Medicina. El control de toda la admi-
nistración y funcionamiento interno correspondía al Consejo
Académico, que se elegía por el Presidente de la República entre
ciudadanos de mérito y constaba de nueve miembros. De la Es-
cuela de Derecho diré solo que los poco numerosos estudiantes
trabajaban con notable aprovechamiento y que luego, como abo-
gados y políticos, hacían honra a su profesión. La Escuela de
Ciencias Naturales era utilizada, principalmente por médicos,
para estudios preparatorios, pero faltaban en ella buenos labo-
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ratorios y colecciones. La facultad de Medicina propiamente
dicha, o sea la Escuela de Medicina, era sin duda la mejor ins-
talada y al frente de ella trabajaban excelentes profesores; casi
todos ellos habían hecho en Europa su examen de estado, en
París principalmente. Los estudiantes se destacaban por la apli-
cación, la buena conducta y el aprovechamiento en su trabajo.
Desde 1882 contaban con una sala de disección, que se construyó
en esa fecha en el patio del Hospital Municipal, y allí tenían
material de sobra para sus estudios.
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el grado y a que se tomaban con carácter complementario diver-
sas materias facultativas (latín, griego, alemán, taquigrafía,
cálculo mercantil, religión), a las cuales había que asistir y
eran asimismo tomadas en cuenta a efectos del tiempo obliga-
torio. Hay que agregar que esos cursos de carácter voluntario
tenían escasa asistencia de alumnado, lo que era de lamentar,
sobre todo en el caso del latín, pues esta lengua facilita mucho,
naturalmente, la penetración en el español, siendo además im-
prescindible para el estudio del derecho romano. El curso de
religión no llegó a darse nunca, pues no hubo eclesiástico que
quisiera venir a nuestra Universidad.
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bedel hacía sonar los timbres. Los estudiantes debían colocarse
ordenadamente junto a la puerta del aula para entrar en ella
tras el profesor. Se trataba, en su mayoría, de grandes salas
con ventanas de escasa altura. Yo daba mis clases en el sitio que
ocupó antaño la gran capilla del convento.
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y de dos a tres de la tarde estaba cerrada la Universidad, pues
a esas horas se servían las dos comidas principales. A partir de
las seis de la tarde ya nadie podía salir; los domingos, siempre
que se hubiera observado buena conducta. Se jugaba, se hacía
gimnasia y se tomaban baños frecuentemente y con gran frui-
ción, de manera que todos aquellos jóvenes tenían un aspecto
vigoroso y saludable. Los muchachos de talento que hubieran
cursado por lo menos tres años en una escuela primaria pública
y que se hubieran distinguido por las calificaciones logradas,
recibían también ayuda por medio de becas, para lo cual, según
el reglamento, nunca aplicado a ese propósito, se comprometían
a trabajar más tarde durante tres años al servicio del gobierno.
Pero como la vida, vestidos, etc., eran en Bogotá muy caros,
muchos estudiantes menesterosos recibían además auxilios de
sus respectivos Estados o Departamentos, que prometían bastar
para la educación gratuita, si bien no siempre lo lograban. Preci-
samente estos estudiantes pobres, eran nuestros mejores alum-
nos y nos daban gran satisfacción. Mas, a menudo, tenían que
limitarse a estudiar lo imprescindible para terminar rápidamen-
te y arribar pronto al buen puerto de una profesión segura.
También los profesores de la Universidad, que se contaban
entonces en número de cuarenta y tres, se hallaban sujetos a
severas normas, toda vez que los rectores disponían su nombra-
miento y podían recomendar su destitución; en caso de ausencia
injustificada, se les debía retirar el sueldo del día correspondien-
te. Pero en la realidad, las cosas eran menos~ minuciosas y
formalistas. El Rector procedía solamente contra los profesores
que habían incurrido en manifiesta desidia o abandono de sus
obligaciones, de lo cual se daban algunos casos; por lo demás,
la autoridad rectoral actuaba benignamente, pues la retribución
de los profesores era tal que, en la mayoría de los casos, había
que darse por satisfecho con que acudiera a explicar sus leccio-
nes. En efecto, solo tres profesores, en toda la Universidad, esta-
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ban consagrados exclusivamente a la docencia. Los demás tenían
que ganarse la vida mediante la acumulación de varios cargos y
desempeñaban las más variadas ocupaciones; eran funcionarios,
jueces, diputados, políticos, ingenieros, periodistas, escritores,
médicos atareadísimos, y dedicaban al profesorado no otra cosa
que sus ocios. Pero el poder dar clases en la Universidad era una
distinción muy solicitada.
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Especialmente aplicados eran nuestros estudiantes de los
últimos cursos, en tanto que, según referencia de los maestros
de la Escuela de Literatura, los alumnos de las primeras clases
-muchachos todavía en edad de travesuras- dejaban muchí-
simo que desear. Cuanto mayor iba haciéndose el estudiante,
tanto más crecía su alto pundonor, y bastaba con apelar a él
para manejar adecuadamente a aquella juventud académica. Por
ello no me resultaba tampoco necesario registrar como un dómine
las faltas de asistencia de mis alumnos, ni mucho menos tenía
que consignar malas notas de atención o cunducta, pues de des-
obediencias, groserías, desórdenes no tuve jamás ocasión de que-
jarme. Alguna intervención abusiva, harto posible dada la con-
dición estudiantil, astuta y gustosa de bienquitarse, podía ser
rechazada con facilidad por medio de una respuesta mordaz-
mente satírica. Cuando, a partir del segundo año, pude ya dar
mis clases en español, el intercambio de ideas se hizo mucho
más vivo, lo mismo que el ascendiente e influjo sobre mis oyen-
tes. Si el profesor se tomaba trabajo en sus lecciones y no se
mostraba como un charlatán o un ignorante, esto es, si enseñaba
lo que realmente sabía, podía estar seguro del cariño y el respeto
de los alumnos. Pero, ¡ay de aquel que fuera pillado en un fallo
o una incongruencia! Nuestro estudiante, crítico hasta el exceso,
exigente, amigo de tener siempre la razón, aficionado a disputas
y orgulloso, sabía descubrir el punto flaco y explotarlo con sumo
rigor. Aparte de esto, casi todos los profesores tenían algún
apodo; yo no podía estar quejoso al respecto, pues me llama-
ban simplemente "el suizo". Nuestros defectos salían a relucir
especialmente en los llamados "epitafios'', coplas burlescas en
forma de inscripción sepulcral para cada uno.
En el trato con los compañeros, los estudiantes eran dema-
siado engreídos como para que entre ellos pudiera crearse una
auténtica y grata camaradería. Entre esos jóvenes no existen
las asociaciones estudiantiles, que de modo tan duradero influ-
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yen sobre el carácter de sus miembros y donde se crean amis-
tades indestructibles. Tampoco se distinguen por una indumen-
taria propia; únicamente en ocasiones solemnes, además del traje
negro y el sombrero de copa, lucían sobre el pecho un pequeño
escudo de colores con el emblema de la Universidad.
Los estudiantes, en general, y ya como habitantes del Tró-
pico, bebían menos que nosotros; pero en cambio el dios del Amor
les martirizaba más con sus traviesos dardos, y, dada la poética
disposición de aquellos jóvenes, se cometían infinidad de aten-
tados en forma de canciones líricas. Existía también el espíritu
de cuerpo, provocado precisamente por las diferencias de opinión
política. A nuestra Universidad asistían, casi sin excepción, jó-
venes liberales y de tendencia radical, y por ello era muy abo-
rrecida por la gente retrógrada. Librepensadores en su mayoría
en cuanto a las cuestiones religiosas, de extrema izquierda en
lo politico, nuestros estudiantes se daban abnegadamente a su
partido al estallar las guerras civiles. Constituían siempre uno
de los elementos más activos, fogosos y sacrificados durante las
revoluciones, y más de uno hubo que selló con temprana muerte
~ us convicciones, pasando a ser exaltado como héroe. Respeto y
admiración se tributaba a los que el año 1876 habían resultado
heridos por las balas de los conservadores.
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
nariamente de francés (los tres cursos), así como de latín y
alemán, en la Escuela de Literatura; y de filosofía e historia en
la Escuela de Filosofía. Puedo decir que se exigía mucho y que
las continuas irregularidades del curso se vengaban luego en
lo~ mismos estudiantes.
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
prudencia, y ello en las lenguas principales, además de los diccio-
narios y enciclopedias de imprescindible utilización. Completaban
el contingente una docena de revistas europeas, principalmente
francesas e inglesas. Esta biblioteca donde yo pasaba las tardes,
servía excelentemente para nuestro trabajo.
*• •
Muy valiosa para el investigador de historia era la Biblio-
teca Nacional, con unos cincuenta a sesenta mil volúmenes; en
ella se encuentran las fuentes de la historia colombiana. Pero
los manuscritos se hallaban muy desordenados en el Archivo
Nacional, y sin duda harán falta todavía fatigoso es1nero y
trabajo hasta organizar ese fondo y publicar lo más importante
de él, pasando luego a la formación de una Historia de Colombia
rigurosamente científica. Por lo que atañe a los archivos y a
todas las colecciones, se advertía en Colombia un abandono ver-
daderamente notable. Muchos documentos fueron hurtados, o
simplemente algún aficionado se los llevó a su casa, malem-
pleando así muy importantes y valiosos materiales. De igual
modo, el Museo Nacional, que antes contaba con una serie bas-
tante rica de piezas antiguas, fue objeto de expolios durante
varias guerras civiles.
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
que su fundación hubiera tenido para el estudio de las antiguas
culturas. Y, no obstante, había entre mis colegas personas de
notabilísimas dotes y de amplia ilustradón. Así, por ejemplo,
los dos rectores -el doctor Vargas Vega, conocido fisiólogo y
pedagogo, y el doctor Liborio Zerda, químico e investigador de la
antigüedad-; el doctor Camacho Roldán, sociólogo; el estadista
doctor Santiago Pérez y el doctor Roberto Ancízar, economistas;
los doctores Alvarez, Manuel Ancízar, Rojas Garrido y J. l.
Escobar, maestros de filosofía y filósofos; don Alberto Urdaneta,
n1aestro de arte, pintor, dibujante y promotor de la vida artís-
tica en Bogotá.
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la Guerra de la Independencia, a Gutiérrez (memorias), Verga-
ra y Vergara (historia de la literatura), Groot (historia de la
Iglesia), y Quijano Otero. La ciencia geográfica se halla repre-
sentada por los nombres que siguen: Zea, al que se ha llamado
"el Franklin de Suramérica", los coroneles Joaquín Acosta y
Codazzi, cuyos manuscritos puso en limpio Felipe Pérez, Ancízar
("Peregrinación de Alpha") y Mosquera.
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
en primer lugar a Arrieta, del que copiamos las siguientes apa-
sionadas estrofas :
(1) Estos versos, lo mismo que todos los que siguen, figuran en la
obra traducidos al alemán, a veces en forma muy pintoresca y curiosa.
(N. del T.).
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
Te inclinabas en mi oído
con amorosa dulzura
y palabras de ternura
me murmuraba tu voz.
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
Cuando alguno quiere a alguna
y esa alguna no lo quiere,
es lo mismo que encontrarse
un calvo en la calle un peine.
Si yo fuera pajarito,
a tus hombros diera el vuelo
picara de tu boquita ...
La lástima es que no puedo.
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
Anteanoche me soñé
que dos negros me mataban,
y eran tus hermosos ojos
que enojados me miraban.
M e quisiste, me olvidaste
y me volviste a querer,
y me hallaste tan constante
como la primera vez.
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
Pero hay también enamorados que se consuelan pronto y
no cesan en las aventuras; almas donjuanescas:
El amor que te tenía
era poco y se acabó,
lo puse en una lomita
y el aire se lo llevó.
Por esta calle vive
la huerfanita.
¡quien viviera con ella,
la probecita!
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
Tu corazón partido
yo no lo quiero;
yo cuando doy el mío,
lo doy entero.
Si quieres que yo te quiera,
ha de ser con condición
que lo tuyo será mfo
y lo mfo tuyo no.
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Si nuestro padre comienza la descripción de la vida cultural
de Colombia con la llegada del correo del extranjero, desea pre-
sentar así, en una acertada estampa, los fuertes vínculos espi-
rituales que unen a Colombia con Europ·a. Queremos suponer
que los perfeccionados medios de comunicación de nuestro tiem-
po -que hacen que un telegrama llegue a Bogotá al día siguiente,
y una carta por avión en menos de tres semanas- han debido
de estrechar en gran medida las relaciones espirituales con el
Nuevo Mundo. Esta lógica consecuencia no es necesariamente
exacta, por cuanto la enorme influencia económica de los Esta-
dos Unidos se hace también perceptible en el orden cultural.
Cierto que Colombia está muy leios de permitir el desplazamien-
to de su clásico español ni aun siquiera dejar que se impregne
de expresiones inglesas; pero no puede negarse que la prensa
obtiene sus noticias por mediación norteamericana y que ello,
en cierto sentido, determina una influencia sobre la opinión pú-
blica. De este modo, por efemplo, la situación europea se des-
cribe en Colombia tal como la acostumbra a ver el ciudadano
común en los Estados Unidos, de lo que a veces resultan lamen-
tables prejuicios.
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del lado liberal "El Tiempo" y "El Espectador". Tampoco de
revistas se escasea en Colombia. Las publicaciones de esta clase,
que antes eran señaladamente artístico-literarias, han seguido
la tendencia, también entre nosotros aceptada, del magazine; y,
como "Cromos" o "El Gráfico", conceden gran valor a los gra-
bados. Pero existe además una serie de buenas revistas científi-
cas, entre las que citaremos, en el dominio bancario y de las
finanzas, la "Revista del Banco de la República", como publica-
ción de economía la Revista ele Industrias" (publicada por el
11
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zación se le aparece de pronto en medio de un esplendor fabu-
loso. ¿Será, pues, de admirar que estas gentes sencillas no pien-
sen en otra cosa que en el cine, placer barato, accesible a casi
todos, y que cada detalle sea tomado como pura verdad aunque
se trate de las peores películas norteamericanas de sensación?
Es verdad que el cine puede dar lugar a aberraciones y excesos,
pero en un país donde el pueblo se halla sediento de cultura las
ventajas son mucho mayores. El cine contribuye también a la
disminución del analfabetismo, pues es necesario saber leer par
ra disfrutarlo completamente. Esto es cosa que. han compren-
dido antes que nadie los muchachitos abandonados, los gamines;
aprenden a leer por sí mismos y sacan partido a sus conocimien-
tos haciéndose pagar el cine por personas mayores a cambio de
leerles los rótulos de la película. Es seguro que ya ningún poder
sería capaz hoy día de desterrar de Colombia el cine. Casi al
mismo tiempo que él, el gramófono ha hecho su entrada triun-
fal en el país. El influjo de su música en la educación del pue-
blo es, ciertamente, menos poderoso, pero la estimación de que
goza raya también en lo increíble. Hasta en los pueblecillos más
apartados se encuentra hoy algún gramófono con unos pocos
discos, lo que trae algo de amenidad a la vida cotidiana de la
gente. Sin embargo, existe un inconveniente y es que el fonó-
grafo ha llegado casi a desplazar los instrumentos vernáculos,
como el tiple, la bandola y la guitarra, que apenas ya sí se escu-
chan. La radio es todavía poco conocida en Colombia, por no
existir e-misoras en el país y no haberse logrado hasta ahora la
buena recepción de las estaciones extranjeras.
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nasios dirigidos por institutos religiosos, como son, especial-
mente en Bogotá, los grandes centros de enseñanza de los J esuí-
tas y de los u Hermanos Cristianos", comunidad francesa muy
activa en Colombia. En estos colegios pueden obtener el grado
de bachilleres los jóvenes de las clases pudientes. Las Universi-
dades, por el contrario, son establecimientos públicos de valor
reconocido, en los que a veces enseñan también profesores ex-
tranjeros llamados al país para ese fin. Como se comprenderá,
también numerosos estudiantes colombianos desean matricular-
se en las más famosas universidades europeas para, no en últi-
mo término, trabajar en los grandes laboratorios e institutos de
investigación. El Ministro de Instrucción colombiano ha dictado
recientemente unas disposiciones, de renovada severidad, en re-
lación con los certificados de estudios secundarios que se expi-
den en Colombia, y se ha hecho cargo de los exámenes, al objeto
de que los estudiantes colombianos puedan de ese modo, y con
base en los acuerdos de reciprocidad, matricularse sin dificultad
en nuestras universidades. La autorización del ejercicio profe-
sional en Colombia para los graduados de universidades extran-
jeras se halla sujeta, sin embargo, a determinados requisitos
según normas especiales. Así, por ejemplo, los extranjeros que
deseen ejercer en Colombia la profesión médica han de someter-
se a una estricta prueba a cargo de especialistas, y necesaria-
mente en lengua española.
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
nes privadas, por ejemplo a los uHermanos Cristianos", que, en-
tre otras cosas, han realizado y dirigido diversas excavaciones
en la Sabana de Bogotá. A las generaciones venideras les que-
dará aún mucho por hacer en el dominio de las antiguas cultu-
ras, y en ello han de encontrarse con un campo de actividad
todavía poco explotado en Colombia.
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6. - CORRERlAS
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noche siguiente eran servidos en sencillo banquete de confra-
ternidad. En esas ocasiones reinaba siempre el mejor humor, y
de labios de algún jocoso comensal se escuchaban de vez en
cuando regocijadas historias de cazadores o bandidos. Había un
abate francés que se hallaba de paso a la sazón, y que, pese a
residir lejos de nuestro hotel, llegaba siempre a tiempo, condu-
cido por un finísimo olfato, siempre que se había cobrado pieza.
Su magnífico humor hacía nuestras delicias.
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tabernáculos. Toda la cortesía y amabilidad de los bogotanos
hacíase patente en aquella ocasión; el extranjero era siempre
invitado a participar del refrigerio, y pronto comenzaba a brotar
aquel humor chispeante, como solo lo he visto entre los buenos
parisinos en los domingos del Bosque de Bolonia. El pueblo, espe-
cialmente, se mostraba en toda su naturalidad, se entregaba
gozoso al festejo, bailaba y, a menudo, se embriagaba también,
desgraciadamente, produciéndose disputas y escenas de celos. Yo
asistía con frecuencia a fiestas semejantes, apropiadas en parti-
cular para observaciones psicológicas, y me deleitaba con le
bambuco y las demás tonadas populares. Tampoco dejaba de
subir a Monserrate el día de su fiesta, pues todo aquel movi-
miento resultaba de un gran pintoresquismo. Ya en la subida
se encontraban casetas y toldos, verdaderos campamentos de
gitanos, en los que se preparaban guisos con qué restaurar las
fuerzas de los romeros, pues el ascenso era para aquella gente
más duro que para nosotros, acostumbrados ya a la subida y
liberados del violento sacudir del corazón ante el rudo esfuerzo.
Las campanas de Monserrate resonaban sin cesar, los cohetes
surcaban la altura y por la noche había gran iluminación, que
desde la ciudad ofrecía un aspecto magnifico. Me agradaba espe-
cialmente en estas fiestas el comportamiento, afectuoso sin insis-
tencia, de los obreros, a cuyos brindis había que corresponder. (*).
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zonte. De improviso, un majestuoso arco iris tendió su curva
en la niebla abarcando todo el Boquerón. A unos diez pasos
dE-lante de nosotros veíamos la comba de un segundo arco iris
de unos diez metros de diámetro. También sobre el mar de
neblina y dentro del arco menor, estaban nuestras dos sombras,
poco más o menos de tamaño natural, y tan nítidamente silue-
teadas, que podía pércibirse cualquier movimiento. El fenómeno,
al que los físicos llaman "anthelio", duró unos cinco minutos.
Luego se dispersó la niebla, fue elevándose lentamente y descu-
brió a Bogotá a nuestros pies en todo el esplendor de la mañana.
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y a Cuatro Esquinas, que son, como su nombre indica, encruci-
jadas, y en ellas hay grandes ventas donde los naturales beben
su chicha, su mistela o su aguardiente. Gailardos mayordomos,
finqueros o pequeños terratenientes de la Sabana, gente curtida
por el sol y el viento y como fundidos en una pieza con sus
rápidos y fuertes caballos, se acercan y preguntan algo, tal vez
de las nuevas que hay por la ciudad, mientras el viajero aguarda
que le sirvan su desayuno, siempre frugal, casi siempre malo.
Cerca de Tres Esquinas está Funza, un pueblecillo de famosa
historia, que fue capital del Zipa, y modernamente, por algún
tiempo, lugar principal del Estado de Cundinamarca. En dos
horas de caballo se llega a Subachoque, situado al Noroeste, y
tres cuartos de hora más allá, en medio de un verde y fértil
valle, se encuentra la fundición llamada "La Pradera".
Esta fundición, que yo visitaba con frecuencia, utiliza las
inagotables riquezas de hierro y hulla existentes en aquella de-
presión. El hierro se extrae de la tierra mediante excavación y
sin gran esfuerzo ; la primera fundición da ya un 65 por ciento,
o más, de hierro puro. Pero yo he visto en la misma mina trozos
de mineral casi sin mezcla alguna, lo que indica que la naturaleza
debió de anticipar aquí el proceso de obtención. Algunos trozos
de hierro tenían la forma de una granada de artillería y en su
interior hallábase agua. Los primeros explotadores de esta em-
presa, la familia Arango, que fueron de una extraordinaria labo-
riosidad, tuvieron que invertir un capital relativamente grande,
pues su "sueño dorado'' era fabricar, aquí en lo alto de los Ande ,
rieles para vía férrea. Imagínese lo que costó el transporte de las
grandes calderas de vapor, cilindros y demás material desde
N orteamérica a la altiplanicie, hasta dejar listas las instalaciones
precisas para el laminado de los carriles. Estos, en efecto, se
llegaron a fabricar, y el día en que ello aconteció fue de gran
fiesta para los propietarios, los obreros, el ingeniero jefe (un
norteamericano) y los representantes en el Congreso, que por
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primera vez veían en marcha una empresa de primer orden
impulsada por la constancia y el esfuerzo de unos grandes capi-
talistas. Las alabanzas entusiastas no escasearon ; pero los com-
pradores. . . En 1885 estalló la revolución. Los empresarios ha-
bían hecho cuanto les fue posible; su fundición solo en tiempos
venideros llegaría a dar frutos. El trabajo del hombre ha de
enfrentarse siempre con tremendas dificultades, aunque las ri-
quezas naturales sean gigantescas y aunque el esfuerzo realizado
se distinga por su energía, su atrevimiento y hasta su audacia.
Algo al Norte de Bogotá se encuentra el lugar de Chapinero,
un pueblecito formado principalmente por pequeñas quintas o
villas, que los bogotanos ricos alquilan para pasar en ellas tem-
poradas de campo. Chapinero florece con rapidez, y hoy se halla
ya unido a Bogotá. Quien lo puso de moda fue el difunto Arzo-
bispo Arbeláez, que poseía allí una hermosa casa de campo y
que concibió el plan, realizándolo también en parte, de construir
un gran templo en honor de la Virgen de Lourdes, por lo que
a Chapinero se le llamaba por algunos "Chapilurdes". Hubo em-
baucadores que hablaron de apariciones de la Virgen María y
quisieron presentar a una mujer con señales de estigmatización,
que no tomaba alimento alguno ; pero, cosa que honró mucho al
entonces Arzobispo, parece que éste exigió un estricto examen
de los hechos y desbarató el engaño.
Desde Chapinero se rodaba entonces en horribles jaulas
cerradas -llamadas coches- por la mala carretera que iba ha-
cia el Norte, muy fangosa en tiempo de lluvias. Esta vía llevaba
a Zipaquirá, a unas siete horas, y a mitad de camino aproxima-
damente, se cruzaba el río Funza por el gran Puente del Común,
obra de los colonizadores españoles digna de especial mención.
El puente data de 1792 y se debe al Virrey Ezpeleta. Es una
gran obra de piedra de 31 metros de longitud, con cinco arcos.
En región tan virgen y tan escasa en construcciones de mampos-
tería, produce enorme impresión hallarse de pronto con algo de
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semejante envergadura. Es interesante también contemplar,
desde una pequeña eminencia cercana al río, el movido tránsito
que se desarrolla sobre el puente; resulta casi estremecedor ver
a aquellos indios, niños también entre ellos, llevando a cuestas
haces de leña de no menos de dos metros de diámetro. Esta leña,
varas de unos 20 pies, cubre casi por entero al que la transporta.
Como la carga es negra y húmeda, el aspecto de los indios es
aún más mugriento y sucio que de ordinario. Recuerdo que una
vez un bogotano hizo pesar el haz de leña que transportaba una
indiecita de catorce años. Eran 175 libras. Tales pesos soportan
sobre sus espaldas durante horas enteras, sin dar señal de can-
sancio.
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Desgraciadamente, no tuve ocas10n de viajar más hacia el
Norte, a Boyacá, al lugar de peregrinaciones de Nuestra Señora
de Chiquinquirá y al Estado de Santander, cuyo pueblo, sanas
gentes de montaña, enérgicas y de espíritu progresista, realiza
un activo comercio y ha logrado abrirse caminos hacia el Magda-
lena, el Golfo de Maracaibo y Venezuela.
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de la corriente fue formando con los años C'). Ya reunido, el
caudal discurre ahora con nuevo ímpetu, estrechado hasta 16
metros y cruzando cada vez más veloz entre los peñascos. Un
sonoro tronar anuncia ya de lejos el desplome. Después de correr
otros 4 kilómetros, hallándose ya a 400 metros por debajo de la
altura de Bogotá, alcanza repentinamente el borde de las rocas,
pierde pie y, con toda su líquida masa, se arroja en un ancho de
más de 20 metros, primero a un pequeño escalón de 9 metros,
luego, en un arco de inmensa grandiosidad, hasta la pavorosa
hondura, una hondura que se esconde al ojo humano. Abajo, en
efecto, las aguas, que ya llegaban en espumosas gotas, se pulve-
rizan por entero y hacen alzarse de continuo blanquecinos velos
de niebla.
(*) Se hallan señales del nivel del agua hasta 126 metros poF encima
del actual lecho, de modo que esa debió ser la altura de la caída.
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más bien, que las aguas retenidas por el último reborde de la
cordillera, se acumularon aquí por mucho tiempo y, formando
profundos remolinos, cavaron poco a poco la hondonada, como
vemos en la acción de los glaciares. Finalmente se desprendió
el último y débil dique y salieron las aguas, quedando como lugar
del salto aquel banco de rocas por sobre el cual se precipita la
corriente al fondo del cráter.
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fuimos de los primeros, o los primeros, que entre las personas
no militares pisaron el camino abierto sobre el banco roquero
a la altura del Salto. Esta empresa fue obra de un batallón de
Bogotá bajo la dirección del coronel Atuesta, competente inge-
niero. En parte se trataba de un sendero apenas todavía transi-
table; pero las dificultades nos importaban poco, por el placer,
esperado aunque no bien imaginado, que nos aguardaba al fin
de nuestra marcha. Partimos del extremo de la línea curva del
lado izquierdo, desde donde disfrutamos un hermoso panorama
de las tierras tropicales. De pronto llegamos a una saliente, y
la cascada se nos ofreció de frente en toda su majestad. ¡ Qué
inagotable desenfreno, qué incesante bramar y desparramarse
de las aguas, qué juegos de irisados colores! Blancos copos,
alargadas vetas, se soltaban y desprendían en vapores y brillos
de tonos diversos. Ora la niebla ocultaba el Salto, ora un mágico
poder parecía ir a disipar todos los velos. Estos, por fin, se
desgarraban; aparecía de nuevo la tempestuosa corriente. Allá
abajo, veíasela huír clara y purificada.
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entornado los párpados, tratando de dormir algo en medio de
aquel frío y propicios ya al apacible descanso, despertonos un
ronquido descomunal. En nuestra tienda se había introducido
un soldado y, envuelto en su capote de campaña, dormía tran-
quilamente sobre unos cajones. Como gente forastera en el
campamento, no íbamos a arrojarle de allí. El soldado siguió
en sus formidables ronquidos, y no nos quedó más remedio que
contar las horas y minutos que restaban. Fuera hacía guardia
un cordón de seis centinelas, quienes, para mantenerse vigilan-
tes, se iban gritando cada dos o tres minutos, y según la orde-
nanza, sus números respectivos: ¡Uno!, ¡dos!, ¡tres!, ¡cuatro!,
¡ cinco !, ¡ seis ! ; y lo hacían en todos los tonos posibles, el prime-
ro desganado, el segundo alegre, el tercero melancólico, el cuarto
casi soñoliento, el quinto tratando de darse ánimo, el sexto con
un grito prolongado y sordo. Nos alegramos mucho cuando a las
cinco la trompeta dio la señal para saltar del lecho y, entume-
cidos todavía, tuvimos ocasión de sorber una taza de café. Rego-
cijadamente se nos aclaró la historia del roncador del batallón.
El terrible instrumento sonoro pertenecía a un joven recluta que
a causa de aquella su mala costumbre no era ya soportado en
ninguna tienda de campaña, por lo que, amparado en la noche,
habíase deslizado en el sitio de la impedimenta, donde a nosotros
se nos aposentara. Reímos, naturalmente, con los demás, y nos
gozamos mucho de poder ya calentarnos el cuerpo con un paseo
matinal por el recién abierto camino y de elevar también algo
la temperatura del espíritu ante la vista del Salto.
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Solamente Bolívar, el Libertador, se mantuvo grande y
majestuoso frente a la grandeza y majestad del Salto. Y de
modo, en verdad, inexplicable. Muy cerca de la caída, existe
en medio del río un peñasco como de 2 metros cuadrados de
superficie y que, cuando el nivel es bajo, emerge del agua, que-
dando, en otro caso, completamente cubierto. El Libertador llegó
al Salto en compañía de un numeroso grupo de personas. Uno
le preguntó: -"¿Hacia dónde se dirigiría, mi general, si llegaran
los españoles?" -"Hacia allá" -exclamó Bolívar saltando con
botas y espuelas a la piedra que surgía en medio del agua. Difí-
cil me parece llegar de nuevo a la orilla sin tomar carrera, y
no temblar ante aquella fragorosa corriente. ¡ Qué gran fortaleza
de ánimo hace falta para semejante acción! Nuestra generación,
de nervios tan flojos, no sería capaz de ello. La anécdota es de
tal magnitud que se siente la tentación de confinarla a los domi-
nios de la fábula. Pero testigos pre enciales la sostienen, y la
consignan respetables historiadores.
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sus energías decaídas por la anemia; o recobrar por medio de
baños y caminatas, por el descanso o el adecuado movimiento,
el vigor de sus nervios fatigados; o, en fin, hacer una vida pura-
mente vegetativa y reponerse de anteriores esfuerzos. Llegadas
las vacaciones nos sentíamos atraídos por aquellas tierras, de-
seosos de olvidar las penalidades de las diarias tareas y trajines.
Eran en especial reconfortantes y hermosas aquellas noches de
tierra caliente, en las que uno, a la puerta de casa, se balanceaba
en su mecedora mirando el cielo estrellado.
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El camino hacia el Magdalena, o sea la carretera general
hacia los Estados del Tolima y Cauca, abandona la altiplanicie
en el lugar denominado "Boca de Monte", a unos 25 kilómetros
al Suroeste de Bogotá. Solo muy de mañanita aparece despejada
la vista de las tierras bajas; las más de las veces avanzan nieblas
grises y frías que ascienden desde el desfiladero. Hay que cabal-
gar en zigzag entre la densidad de la niebla; cada jinete, envuel-
to en su ruana va pegado inmediatamente al anterior, y a cada
curva parece haber desaparecido el de adelante. Todo el ambiente
es de un gran romanticismo. Pero algunos cientos de metros más
abajo nos envuelve ya un aire más tibio, los oídos ensordecen
un tanto por la mayor afluencia de sangre ; el pecho, de momento,
se siente algo oprimido, para ir ensanchándose luego poco a poco.
Vuelve a lucir el sol y con él hácese visible un panorama que
ensancha también el espíritu. Abajo, ante el albergue de Tambo,
se mira el valle del río Bogotá, el que se ha precipitado en el
Salto de Tequendama y que ahora discurre entre fértiles tierras.
A nuestro frente, ya dividido el Bogotá, se extiende la Mesa de
Juan Díaz, planicie verde y de marcadas aristas, que se eleva
unos 500 metros sobre el fondo del valle. En la lejanía, la ingente
masa cónica del Tolima levántase más allá del curso del Magda-
lena. Una gran cantidad de azuladas cadenas montañosas, un
sinnúmero de bosques. Después de pasar por Tena, sitio de clima
agradable y que fue lugar de esparcimiento del Zipa, acumu-
lándose allí antaño muchos tesoros, se asciende a la Mesa. De
camino, se encuentran numerosos ganados que van a los pastos
de tierra caliente o son llevados a la capital. Pronto se llega a
la pequeña ciudad llamada así mismo La Mesa, a una altitud de
1.281 metros y con una temperatura media de 23 grados. En
ella se siente algo de ese calor húmedo propio de muchos lugares
del Trópico. La Mesa comercia muy activamente en miel (la
melaza o jugo condensado de la caña de azúcar), que se obtiene
en las haciendas de la región circunvecina. Todos los martes hay
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aquí un gran mercado, que se celebra en medio de gran anima-
ción en las rectas calles de la localidad, las cuales llaman la
atención por el bello arbolado, naranjos sobre todo, que las ador-
na. El número de mulas de carga que anualmente entran y salen
de La Mesa se calcula en muchos millares. Ello, unido a la cir-
cunstancia de existir aquí un Banco, da idea de la importancia de
esta pequeña población, a la que solo una falta puede señalarse:
el no tener baños. Esto obliga a descender de La Mesa hasta
uno de los dos ríos que por ambos lados discurren; y en la
cabalgada, que no es corta, se sufre el consiguiente calor. En
este punto suele pasarse la primera noche cuando se viene de
Bogotá.
Varias vece volví a pasar a caballo por La Mesa con
motivo de una estancia de varios días en una hacienda cercana,
perteneciente a la familia Arango, en la finca denominada J un ca.
Esta propiedad se extendía desde la divisoria de aguas de la
cordillera hasta el río Bogotá, y daba excelente ocasión, que con
gratitud aproveché, de conocer los diferentes productos de aque-
lla región y las circunstancias sociales de la misma. El valle es
ya notablemente cálido ; la caña de azúcar pre enta magníficos
ejemplares y se cultiva de forma metódica. En Junca vi una
fábrica de azúcar, verdaderamente modelo. El trapiche, o molino
de caña, no era trabajosamente movido por el procedimiento
tradicional de lentos bueye , de continuo aguijados y girando en
círculo sin cesar, ni tampoco era un molino de madera. Se habían
suprimido igualmente las ruedas dentadas, que desperdician har-
ta fuerza, y se utilizaba la impulsión por vapor. El material
empleado era el hierro, y los largos y pulimentados rodillos fun-
cionaban así: uno arriba y dos abajo, girando a un tiempo todo
ellos. La caña era introducida por indígenas en la maquinaria,
se la recibía, ya trabajada, por el lado opuesto y se la volvía a
hacer pasar a la inversa por el molino, de modo que el prensado
era muy perfecto. Los residuos se aprovechaban como combus-
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tibie. Es claro que los indios han de tener cuidado de no acercar
demasiado la mano o el brazo a los traidores rodillos; mientras
se hace detener la máquina, ya esta ha magullado un brazo.
Sin más, con un machete que se halla preparado al efecto, le
cortan al infeliz el miembro malherido.
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Los hombres se avienen ahora a cantar algo del infatigable
molino, pero no se desprenden de su melancólico tema, antes
bien le dan un trágico carácter :
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de esta gente, es decir las casitas donde viven y que pertenecen
a la hacienda, son los mismos miserables ranchos que se encuen-
tran por todas partes. No puedo decir que se tratara mal a los
jornaleros; al menos los propietarios de Junca, se comportaban
de modo muy justo.
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y se lanzó tras la serpiente metiéndose entre la maleza. Pero
el ofidio había escapado vivo. El muchacho se sentía siempre
impelido -así me lo declaró el insensato de él- a abalanzarse
sobre toda serpiente que veía; y no experimentaba miedo alguno.
"Tenía" que ir hacia el reptil.
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cias para el viajero! Los caminos vuélvense muy difíciles; con
el fango, es casi inevitable que las bestias resbalen, cosa bastante
peligrosa.
Anapoima (678 metros) tiene ya una temperatura media
de 27 grados. Por sus manantiales sulfurosos, acuden a ella
nmchos procedentes de Bogotá. N o hay duda de que pudiera
existir un camino llano desde las cordilleras ; bastara para ello
seguir uno de los ríos que rodean a La Mesa. Pero quien busque
caminos llanos en este país, se equivoca de medio a medio. Ya
los españoles comenzaron a preferir las alturas, al objeto de
tener buenas vistas y poder tomar las medidas oportunas como
defensa contra los asaltos de los aborígenes. Los colombianos
se han limitado a conservar los senderos utilizados por los espa-
ñoles. Son vías que, en lugar de hacer rodeos para dirigirse a
su término con la menor pendiente posible, llevan al caminante
por lo alto de todas las cumbres, cosa que no deja de tener sus
ventajas para el amante de la Naturaleza. Pero las bestias se
cansan y el viaje resulta muy lento.
Pasado Anapoima, desciéndese a un profundo valle, Supatá,
y desde aquí, sudando a mares y bajo un sol abrasador, se vuelve
a subir a una nueva cresta, para bajat· nuevamente hacia Las
Juntas. Aquí vi por primera vez, cruzando en largas filas el
camino, aquella clase de hormigas que transportan grandes car-
gas. Cada insecto lleva entre las mandíbulas una hoja fresca
Pero esta es varias veces mayor que el cuerpo del animalejo:
y como la carga va en posición vertical, parece un ala verde.
La Juntas es el lugar donde se unen los ríos Apulo y Bogotá.
El primero de ellos trae una aguas muy oscuras. Arboles gigan-
tescos dan sombra a la orilla y enmarcan la humildísima venta,
en la que, acostados sobre una gran mesa, pa amos la noche, con
la consiguiente protesta de nuestros maltratados huesos. Un baño
en el Bogotá nos refrescó un tanto. No lejos del sitio en que nos
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bañábamos, una negra estaba lavando algunos vestidos. Tras
ella ardía en la orilla una pequeña hoguera, y sobre esta pendía
una olla donde se cocían unas sopas. Con el motivo que fuera,
la negra fue a remover una vasija de barro medio rota que había
allí cerca al pie de un árbol, y debajo apareció enrollada una
pequeña sierpe venenosa, a manchas negras y amarillas. La
mujer se dirigió velozmente al fuego, tomó un leño ardiente y
con él, entre chasquidos y humo, deshizo con fiero gesto la cabe-
za del reptil. Del modo más plástico y violento se representaron
allí las palabras de la Biblia: "Pondré enemistad entre ti y la
mujer y entre tu semilla y su semilla; una mujer aplastará tu
cabeza" ... , etc. La negra, fuerte y hermosa, tornó a su ocu-
pación.
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llegamos a Tocaima (508 metros). Esta pequeña ciudad, fundada
ya en 1544 a orillas del Bogotá, más tarde, y debido a una
inundación (1673), hubo de ser reconstruída sobre un pedregoso
cerro que allí se eleva dominando el río, así que ahora se halla
en clima muy cálido, con una temperatura media de 27 grados
y medio. El agua potable se trae del río, por lo que siempre
está caliente y turbia. Luego se la conserva en jarras o bote-
llones, enormes vasijas de barro cocido donde se mantiene relati-
vamente fresca, y de allí se la extrae con cazos. Tocaima era
entonces un lugar de descanso y de baño muy preferido por
las familias bogotanas. Además hay fuentes curativas con mu-
cho contenido sulfuroso, las que, al parecer, obran maravillas
en las enfermedades de la piel. Por lo demás, la vida en este
lugar, no muy simpático y donde dicen que hay reyertas resulta
un tanto monótona. Para desgracia de Tocaima, el año 1884 se
declaró allí una fuerte epidemia de fiebres, a causa, según se
dice, del imperfecto enterramiento de algunos cadáveres, pues
el cementerio está asentado sobre roca. Murieron entonces mu-
chas personas conocidas, entre ellas, víctima de la asistencia a
los enfermos, el bondadoso cura de Tocaima, doctor Rojas, que
me inspiraba un gran respeto por su celo verdaderamente cris-
tiano y por su caridad.
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las velas no atendían a la ceremonia y se volvían a mirar a los
otros dos. Y en su distracción, caíaseles el brazo y bajaban de
altura las velas. El cura, que seguía leyendo, extendía entonces
las manos, palpando en la oscuridad, hasta atrapar a los mozal-
betes y atraerlos de nuevo hacia el atril ... Este iluminado grupo,
de tan lindo aspecto en medio de la iglesia sombría y llena de
fieles en atropellado rezo, aquella mezcla de cómica inocencia
y de gravedad, componían una estampa cuya gracia no olvidaré
nunca.
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rentes estados de la enfermedad. Mientras mi amigo resolvía
asuntos técnicos y dirimía discordias de las que suelen produ-
cirse entre tales pacientes, yo me dedicaba a leer poemas de
Lamartine a un joven y culto bogotano -joven, sí, y, en tiempos,
de belleza muy notable, pero ahora envejecido y afeado por la
enfermedad y su progresiva destrucción. La lectura duraba horas
enteras, y aquellas poesías, en su sublime religiosidad, parecían
infundir gran consuelo al pobre leproso.
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de Agricultura, y a la sazón la de Senador de la República. *
Era el otro viajero el doctor Manuel Pombo, conocido como
representante del tradicional genio bogotano y de la alegre sa-
biduría de la vida. Los otros dos que a Tocaima llegaban éramos
el hijo del doctor Pombo y yo. Queríamos hacer una visita en
Ibagué a otro representante, modesto, pero no menos original,
de la literatura colombiana, el señor Juan de Dios Restrepo.
Partiendo de Tocaima, y por camino llano, pero con un calor
de fuego, en ocho horas se alcanza el Magdalena en Girardot.
Atravesamos la hacienda del doctor Camacho, llamada Utica.
La casa de campo está a un cuarto de hora del camino, arrimada
a las últimas estribaciones de la cordillera. Su dueño pasó aquí
muchos años dedicado a la agricultura, pero ocupándose tam-
bién en serios estudios, hasta adquirir aquella ilustración y aque-
lla elaborada asimilación de lo leído que a menudo me llenaban
de asombro.¡ Y cuánto trabajo y esfuerzo gastó también en vano
aquel amigo, aquel hombre infatigable en la labor!; en torno
a su casa de campo se ven las diferentes cubas y tinas de cemen-
to que, con grandes desembolsos, habían sido instaladas para la
obtención de la anilina. Grandes extensiones de terreno fueron
plantadas de añil, el vegetal origen de esa substancia y que tan
especial esmero exige. Un día se inventó el azul de Prusia; los
colores artificiales de anilina desplazaron a los naturales, y los
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productos colombianos, encarecidos a causa de los costos de
transporte por el Magdalena, no pudieron ya competir. Las pér-
didas fueron de millones.
En Girardot, que era en tiempos una pobre aldea a orillas
del Magdalena, un gran puente tiéndese ahora sobre el río ; nos-
otros tuvimos que cruzarlo toda vía en canoas. El caudal pre-
senta allí unos 200 metros de anchura, pero la corriente no es
impetuosa. A un tiro de carabina más arriba del punto de la
opuesta orilla que debe ser alcanzado, se desensillan ya las mu-
las. Las monturas se cargan en unas canoas estrechas y de unos
30 pies de largo, construidas de un tronco hueco. Los pasajeros
embarcan y se acurrucan entre las monturas o sobre ellas ; cada
uno, desde la embarcación, sostiene del ramal a dos o tres bes-
tias. Ahora la canoa se separa de la orilla, y las mulas son arrea-
das hacia el agua con fuertes gritos, de modo que tienen que
ponerse a nadar. Tranquila deslízase la canoa sobre la turbia
superficie. Las bestias resoplan y jadean, luchando aguerrida-
mente contra la corriente, A veces se adelanta una de ellas, se
enredan las cuerdas entre sí y es necesario desenmarañarlas rá-
pidamente desde la misma canoa para impedir que alguna mula
haga hundir e a otra. Al llegar a la orilla, los animales uelen
comenzar a revolcar e en la arena, y en tales condiciones es ne-
cesario ensillarlos de nuevo. En los cálculos del viaje, esta tra-
vesía a nado le es contada a las mulas como media jornada de
marcha. Toda la operación del cruce del río pareciome la pri-
mera vez extraordinariamente poética. Pero cuando más tarde
me tocó tener yo mismo del ronzal a los animales y pasar miedo
por ellos, de. apareció la aureola literaria. y la travesía pasó a
resultarme enojosa.
Al otro lado del río, en Flandes, tenia un gran almacén el
amigo a quien veníamos a visitar, el señor Restrepo. En algo
más de un día cubrimos la etapa hasta !bagué después de cru-
zar las anchas llanuras del valle del Magdalena, sabanas estéri-
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les en las que solo mezquina yerba crecía y donde de vez en
cuando surgía un ranchito con una plantación de tabaco.
Magníficas ceibas y cauchos daban sombra a las haciendas
solitarias, en las que a la noche no podíamos, como en otras
comarcas de Colombia, ufanarnos de una hospitalaria acogida,
pues solo de mala gana se nos daba un sitio donde dormir y,
esto aún más difícilmente, alguna sopa como refrigerio. El di-
nero no resuelve nada con estas gentes. En descargo suyo hay
que decir que las muchas revoluciones les han hecho descon-
fiados a todo hospedaje, voluntario o por necesidad. Junto a los
árboles vense aquí y allá curiosas construcciones que dan la im-
presión de troncos huecos, quemados y agujereados en algunas
partes, de los que solo quedara la corteza. Al aproximarse se
advierte que son grandes hormigueros, ahora vacíos, construí-
dos sobre una base de tierra. Tales ruinas dan testimonio de
la asombrosa laboriosidad de esos animales y de su ingenioso
instinto.
El panorama nos compensa del horrible calor. Al Este, en
lontananza, ondulan las líneas azules de la cordillera ; hacia el
Sur la llanura parece no acabarse ; al lado de Occidente se alza,
in transición alguna, el macizo de la Cordillera Central, domi-
nada por el ingente Tolima. En el primer término el río Coello
ha excavado profundamente su cauce en la desértica llanura, y
por el valle asoman gallardas palmas, cocoteros y pastos ubérri-
mo . El paisaje de rocas que acompaña el curso del río podría
corresponder más bien al Sur de Francia que a Colombia. E
una estampa de Provenza, ancha, abierta, soleada. Ahora ha
salido la luna y proyecta su delicado resplandor sobre los gla-
ciares y cumbres nevadas del Tolima, que brillan con una luz
mágica. Rendidos al final de la jornada, dormimos magnífi-
camente sobre el suelo de barro apisonado, o sobre una mesa;
de colchón hacen nuestros zamarros, de almohada la silla de
montar.
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Al mediodía siguiente hacemos la entrada en !bagué, cuya
torre miramos ya desde hace tres horas. La pequeña ciudad,
capital del Departamento, tiene pocas casas notables, pero sí,
en cambio, algunas buenas escuelas; entre ellas dos para maes-
tros, pertenecientes al Estado del Tolima. !bagué se halla en-
cajada en un entrante de la cordillera, determinado por la de-
presión de los ríos Combeima y Chipalo. El verdor de los campos
y praderas penetra hasta las mismas calles de la ciudad. El clima
es excelente y benigno (20 grados).
Cordial acogida, vida en familia, excursiones a los alrede-
dores -que son tierras fértiles y ricas en minerales-, paisajes
de plácido halago para los sentidos, baños en el cristalino Com-
beima, que trae agua helada de las alturas del Tolima, gratas
conversaciones aliñadas con el humor y el ingenio de los tres
literatos amigos, los cuales, tiempo atrás habían convivido ya
en Bogotá durante algunos años ... , todo esto llenó los días
felices de la permanencia en !bagué. En el jardín de nuestro
amigo, detrás de la casa, había muchos árboles: naranjos, man-
gos, tamarindos, nísperos, donde anidaba gran cantidad de pá-
jaros mirlos sobre todo.
Una noche nos dieron una serenata. Eran músicos que do-
minaban la guitarra, el tiple y la bandola como verdaderos vir-
tuosos y tocaban acertadamente incluso algunas obras clásicas.
Al escuchar los primeros compases, nos levantamos de la cama,
y, envueltos en las largas mantas y con el sombrero puesto, hici-
mos pasar a los músicos para ofrecerles el consabido trago de
brandy. Los brindis improvisados que se dijeron en aquella noc-
turna y extraña reunión fueron tan graciosos como atrevidos.
No pudimos asistir a un baile que en honor nuestro habían
organizado en la Sala de la Casa Municipal los estudiantes que
se hallaban de vacaciones en !bagué. Causa de esta imposibili-
dad fue que el doctor Camacho Roldán debía salir a toda prisa
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para Bogotá, pues había fallecido el Presidente de la República,
doctor Zaldúa, (22 de diciembre de 1882), y en la capital se
temían desórdenes. De mala gana nos despedimos de nuestro
hospitalario amigo y de la querida y linda ciudad. Pese a que el
viaje de regreso lo realizamos por igual camino que a la ida, de
ninguna manera nos resultó aburrido o monótono; la gran ri-
queza de detalles y de posibilidades nuevas es tan grande en
Colombia, que nunca habrá de lamentarse allí el hacer dos veces
el mismo itinerario.
Un triste episodio cerró nuestro viaje. Al pasar de regreso
por Tocaima, me encontré con un suizo y un belga, y me dejé
convencer para pasar con ellos algunos días en aquel horno in-
candescente. Nuestra resistencia a las enfermedades contagiosas
fue sometida a dura prueba. Al lado de nuestra habitación del
hotel yacía un hijo del propietario del mismo, atacado de fiebre
amarilla. La cosa nos fue ocultada, pero la presumimos. El
enfermo, un hombre de treinta años, sucumbió al mal, entre
grandes sufrimientos, unos días más tarde. Aún hubimos de
ayudar a llevarlo al cementerio. Pero al día siguiente nos pusi-
mos ya en camino. Allf se siente uno más indiferente a los peli-
gros se es mucho má fatalista que en nuestra tierra ...
En mi programa quedaba todavía una excursión, la visita
de una de las cosas más notables de Colombia. Lo realicé, en
compañía de UnJ estudiante, el año 1883, pues quería evadirme
de las solemnidades oficiales que habían de celebrarse en Bo-
gotá con motivo del primer centenario del nacimiento de Bolfvar,
el Libertador.
A una jornada de Bogotá, hacia el Sur, se encuentra la
pequeña ciudad de Fusagasugá, en un ameno valle que invita al
veraneo, un remanso de delicia en medio de las cordilleras. Des-
cendiendo a un barranco por el cual se vació en tiempos un lago
situado en lo alto de los Andes, se llega a dar frente a la ciudad.
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Aquella vez nos sorprendió la noche en el camino. Mitad me-
drosos, mitad embelesados, cabalgábamos en la oscuridad del
bosque. Seguíamos desconocidos senderos, mientras danzaban
en torno las luciérnagas y retumbaba en nuestros oídos toda la
sonora vida animal. Al siguiente día, después de un baño en las
frescas aguas del río Cuja, por las alturas que dominan el valle
de Fusagasugá nos encaminamos al Pandi, situado a seis horas
más al Sur. Allí encontramos alojamiento en una casita, lo cual
fue posible porque no hicimos uso de especiales miramientos. Yo
pedí un tiple y me puse a entonar algunas canciones, a pesar de
que el hambre nos devoraba, y eso despertó tal confianza que,
por fin, al cabo de dos horas, humeaba ya sobre la mesa una
pequeña y modestísima colación. Y ya que con paciencia había
sido ganada, la aceptamos también con suma paciencia.
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gado a algún zanjón seco. ¡Nada de eso! Desde las barandilla
y entre el exuberante verdor que las flanquea se contempla un
rocoso barranco de 84 metros de hondura y de 10 o 15 metros de
ancho. Por el espantable fondo de esta grieta empuja su espumo-
so y blanco oleaje el río Sumapaz, que tiene aquí una profundi-
dad de 18 metros. El río, como se nota en las paredes de pizarra
y piedra del barranco, se incrustó aquí mediante violentísima
erosión al desplomarse las aguas del gran lago de Sumapaz.
Descendiendo junto a la pared de pizarra que queda a la dere-
cha del puente, contémplase un curioso espectáculo. A unos 13
metros por debajo del puente se descubren los restos de la pri-
mitiva continuidad geológica: dos enormes bloques de pizarra
que, avanzando el uno frente al otro, llegan a unirse sólidamente
por medio de un tercero, el cual encaja como la clave de un arco.
Es el puente natural de Icononzo. Sobre éste, y penetrando en
los flancos de la grieta, se alza de lado y lado un bloque de roca
de 2.60 metros de espesor, el cual forma como un arco gótico,
de 1.40 así que entre su ojiva y la base de pizarra queda una
abertura. Este último bloque, cuyo volumen fue calculado en
200 metro cúbicos por el investigador André, e halla todo re-
cubierto de verdor, destacando bella y extrañamente sobre el
negro hueco del barranco. La peña que constituye arco tan
peculiar es la famosa Cabeza del Diablo, la cual rodó desde arri-
ba, librándola de la destrucción el puente de pizarra que ahora
con tituye u sostén. Solo a seis metro del bloque pasa el puente
artificial de mader::1. Allí abajo revolotean bandadas de pájaros,
gua.pacos, que con sus agudos picos se encargan de atacar a quie-
nes, como hizo nuestro paisano Notzli el año 1875, osan descen-
der a la profundidad sostenidos por cuerdas. Tirando piedras al
fondo, se consigue espantar a los guapacos. La garganta viene
a tener la longitud de una hora de camino. Desde el puente se
prolonga aún como un cuarto de hora.
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Alegremente nos despedimos de aquel formidable espec-
táculo de la naturaleza para dirigirnos de nuevo hacia el sol
cabalgando por la altura que enfrente se alza. A una hora de
ascenso, se ve bajar un torrente que da la impresión de ser el
último resto de un antiguo glaciar, y que ha arrastrado la tie-
rra, dejando al descubierto las lisas rocas; sobre éstas, a su vez,
ha practicado huecos de profundidad equivalente a la altura de
un hombre, que constituyen auténticas bañeras naturales. Se
hallan dispuestas unas sobre otras, de modo que el agua se vier-
te sucesivamente en graciosos y bullidores saltos. En estos ori-
ginales baños, con un agua que baja a temperatura de hielo y se
caldea bastante en las rocas, nos solazamos a nuestras anchas en
la espléndida libertad de la Naturaleza.
El día había de traernos todavía nuevas sorpresas. Cabal-
gando por un pedregoso y angosto sendero, llegamos finalmente
a la cima de la montaña, desde donde presenciamos un gran
panorama de lo que fuera dominio de los belicosos y aguerridos
indios panches. Estas gentes dieron mucho que hacer a los aborí-
genes de la altiplanicie bogotana y también a los españoles. La
cr esta en que nos hallábamos y la situada frente a ella rodean
el valle de Fusagasugá, para, más abajo, unirse estrechamente
entre sí. De ese encierro tuvo que escaparse el río, ya antes
bastante incrementado, y lo hizo por la barranca o boquerón del
Desaguadero, que bordea los flancos del llamado Cerro del Muer-
to. Nuestro viaje no sigue esa ruta, sino que, al estilo español,
tenemos que ir por lo alto de la montaña, cosa de la que no nos
arrepentimos, pues al descender por la opuesta ladera llegamos
a la más espléndida selva virgen, toda de gigantescas encinas y
llena de profundísima sombra. El sendero avanza sobre altas
plataformas de piedra que parecen haber sido dispuestas arti-
ficialmente en forma de escalera. Las más raras mariposas, pero
en especial unas de color azul y del tamaño de la palma de la
mano, revuelan en torno nuestro, aleteando, nos acarician tan
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confiadamente cercanas, con una inocencia tan ajena a la hu-
mana maldad, que nos seria imposible robar a una sola de estas
criaturas su divino gozo de vivir. Para hacer aún más completa
la estampa, tras nosotros venían dos indias, la una mejor arre-
glada, a lomos de una mula, y la otra, sin duda su criada, arre-
mangada y a pie. Eran dos figuras ingenuas y de hermosas
formas, de rostro expresivo y ojos radiantes. La que parecía
ser sirvienta tañía con infantil gracia un caramillo construido
rústicamente de cuatro o cinco cañas ensambladas. Los sonidos
estaban faltos de toda melodía, eran cualquier cosa menos mú-
sica, y , sin embargo, me llegaron al corazón. ¿Quién fuera in-
sensible a aquella poesía, a aquel primitivo encanto? Fascinados,
nos detuvimos. Ellas saludaron sonrientes, siguieron cuesta aba-
jo y desaparecieron en la selva.
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zas de ganado. Avanzando ora por el valle de algún río, ora por
frío y aromoso bosque, después de muchas revueltas del cami-
no fuimos a parar otra vez a Agua de Dios, el pueblo de los le-
prosos. Allí, mi compañero de viaje se declaró dispuesto a de-
jarme y seguir él solo la ruta si yo persistía en el propósito de
hacer una pequeña visita a aquellas pobres criaturas. Nos diri-
gimos nuevamente a Tocaima.
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7. -CONQUISTA DEL PAIS. POBLACION ABORIGEN.
RAZAS
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embocadura del río Magdalena, que fue descubierto el año 1501,
en la festividad de la Santa que le dio nombre. Cristóbal Colón
exploró luego en su cuarto viaje la mayor parte de la costa oc-
cidental hasta Costa Rica, pero buscó en vano el istmo desde el
cual, según su creencia, habría de tocar en el mar de las Indias
orientales. El mirar por primera vez el Océano Pacífico estaba
reservado al audaz Vasco N úñez, que el 25 de noviembre de
1513, cerca de Panamá, dejando atrás a los que le acompaña-
ban, subió a una altura para saludar jubilosamente la quieta
superficie. Después que sus compañeros hubieron competido en
rápida carrera hasta la costa, el descubridor penetró en las
aguas armado de espada y lanza y tomó posesión del nuevo océa-
no en nombre de la Reina, retando a personal desafío, según el
uso español, a todo aquel que lo pusiera en tela de juicio. Solo
en 1522 llegó a hacerse una expedición a lo largo del litoral
pacífico, abriéndose camino a los conquistadores del Perú, Pi-
zarro y Almagro. La conquista del istmo y las costas de ambos
mares que bañan a Colombia duró en total veintitrés años. El
interior fue explorado primero por el alemán Alfínger, gober-
nador de Maracaibo, que pasando por Ocaña llegó a lo alto de
los Andes, pero murió cuando estaba de regreso. Heredia fundó
en 1522 la ciudad de Cartagena, emprendiendo desde alli gran-
des expediciones al valle del Cauca. Este valle fue recorrido
luego en todas direcciones y conquistado por César, por Vadi-
llo y por el luego Mariscal Robledo, que llegó de Quito por el
Sur. Entretanto, se preparaba uno de los más curiosos e inte-
resantes acaecimientos que presenta la historia. Como los por-
menores de la fundación de Bogotá son poco conocidos, vamos
a referirla con mayor detenimiento.
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ves y 200 hombres, deberían seguir aguas arriba el Magdalena.
Esta expedición por el río resultó casi completamente aniquila-
da. Quesada, en tanto, avanzó, en medio de continuas luchas
con los indios, a través de la impenetrable selva tropical, llena
de plantas espinosas y apretados troncos, llena de arañas vene-
nosas, de gusanos, escorpiones y serpientes, de murciélagos y
de mosquitos. Los soldados, con los cuerpos heridos y los vesti-
dos desgarrados, se alimentaban de frutos y raíces; parece que
la expedición hubo de comer hasta el cuero de sus equipos. Unos
se habían quedado ciegos, otros caminaban cojos, otros eran
arrebatados, hasta de las hamacas donde dormían, por los ti-
gres, que menudeaban cada vez más en su ataque a los expedi-
cionarios. Con frecuencia amenazaban amotinarse las tropas ;
pero el tesón inconmovible del jefe empujaba sin descanso el
avance por las altas cumbres que hoy día se tienen por inacce-
sibles para personas a pie, cuanto más para jinetes, y que, por
tanto, quedan lejos y abandonadas de toda comunicación. Un
día los expedicionarios divisaron desde una alta montaña cam-
pos extensos, grandes sembrados de maíz y papa, árboles fru-
tales y huertos de flores. Y en aquella grata región, fresca y
abundante en agua, se veían también alegres pueblos. Los in-
dios, aterrorizados por el estampido de las armas y fuera de sí
ante la vista de los caballos, que creían formar un solo ser con
el jinete, teniéndolos por criaturas superiores, se sometieron
casi sin ofrecer resistencia y se humillaron como ante dioses al
poder de los conquistadores. Les trajeron de comer y beber, les
trajeron caza, palomas y liebres y toda clase de raíces, les pre-
sentaron incluso algunos viejos y niños para que los mataran,
pues tuvieron a los españoles por antropófagos. Extendían pa-
ños a su paso, quemaban incienso y derramaban por el suelo a
manos llenas oro y esmeraldas. En el reparto recibió mil pesos
cada uno de los soldados. Los conquistadores habían llegado al
país de los chibchas o muiscas, a las altiplanicies de Tunja y
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Bogotá, un imperio que, como veremos después, poseía una cul-
tura relativamente desarrollada.
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allí venía avanzando hacia el Norte en busca de un país de
fabulosa riqueza. En Quito, la actual capital de El Ecuador,
habíasele presentado un indio, quien le dijo que su amo y señor
el Rey de Cundinamarca, o Cundirumarca (altura donde habita
el cóndor), (1) poseía las más grandes riquezas, tales que recu-
bría su cuerpo con polvo de oro y luego se bañaba en un lago
sagrado para ofrecer así a los dioses un sacrificio grato a sus
ojos. Esta noticia, basada en hechos reales, se considera como
el origen de la leyenda de El Dorado, corriente entre los hom-
bres de la Conquista, de donde formamos el proverbial Eldorado
y que tantas desgracias trajo a los pobres aborígenes de Colom-
bia por la búsqueda que de aquellos tesoros escondidos efectua-
ron los españoles con insaciable codicia. Belalcázar tomó para
su expedición doscientos soldados españoles, pero llevaba además
grandísimo número de cargueros y servidores indios. Tras terri-
bles penalidades llegó con ellos hasta el valle del Magdalena,
después de haber cruzado la Cordillera Central, y a la Sabana
de Bogotá se encaminaba cuando lo detuvieron los mensajeros
de su más afortunado predecesor en aquellas tierras.
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también con los aguaceros y con los ríos torrenciales henchidos
por la lluvia. Su tropa quedó diezmada. Cansado ya de tener
que avanzar siempre a lo largo de la cordillera, resolvióse Fe-
dermann a ascender hacia el país de los chibchas, del que tenía
referencia, así que hubo de subir por los caminos más escarpa-
dos. Del clima abrasador de los Llanos llegó hasta la altura de
tierra fría, estando a punto de helarse con toda su gente al
cruzar los páramos, o pasos de montaña. Jiménez de Quesada,
buen diplomático, se los tuvo a bien con la maltrecha expedición
de Federmann, a quien pagó 10.000 pesos en oro. Cuando ya
no existía riesgo de que las otras dos expediciones se unieran
contra él y le disputaran el territorio conquistado, con lo cual
hubiera habido gran derramamiento de sangre entre los espa-
ñoles, o hubiesen muerto acaso todos ellos a mano de los indios,
Jiménez de Quesada invitó a ambas tropas par!l que vinieran a
reunirse a Santa Fe.
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los que, a los rayos del sol, brillaban penachos de los más variados
colores. Iban cargados de oro y joyas y seguíales rica impedi-
menta, con tiendas, vituallas y vasijas de oro y plata. Sus armas
tenían incrustadas las más raras piedras preciosas, y en todo
mostraban un aire altivo y de victoria. Según una crónica, las
tres expediciones que, llegadas de puntos tan distantes, cele-
braban aquel maravilloso encuentro, constaban cada una de cien-
to sesenta hombres, más un monje y un clérigo. Había multitud
de caballos, que eran vendidos por Belalcázar a precios fabulosos.
Pero otras cosas importantes venían también con las tropas
recién llegadas; las de Belalcázar traían cerdos, que desde en-
tonces quedaron en la Sabana; y el capellán de Federmann, Juan
Verdejo, había con eguido salvar del hambre y mucha necesidad
de sus compañeros algunas gallinas que mostraba allí triunfal-
mente.
Sobre la curiosa parada destacaban los tres caudillos. Belal-
cázar, radiante de adornos y riqueza como un sátrapa asiático,
solo que mucho más bravo y audaz. Con solo un puñado de hom-
bres, se había batido hasta aquí entre indios antropófagos que
le atacaban encarnizadamente y en número muchísimo mayor.
Y él era solo el hijo de un pobre leñador de Andalucía, y un
obrerito cuando abandonó su casa. Era Belalcázar hermoso y
de fuerte complexión, de talante guerrero, alegre y lleno de
andaluza sal, fino en sus maneras y hombre de gran tacto polí-
tico y agudeza de observación, el de más talento de aquellos tres
conquistadores.
Federmann, cuyo lugar de nacimiento no es conocido, era
también de aventajada estatura y rostro blanco y bello, orlado
de rojiza barba, muy diestro en toda clase de ejercicios, tan
cortés y suave que jamás se le oyera decir mala palabra, tan
piadoso y compasivo que nunca fue acusado por sus enemigos
de codicia, crueldad o cualquier acción sangrienta. Era además
locuaz y comunicativo, y sus soldados lo adoraban.
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Jiménez de Quesada, por último, era un hombre de cuaren-
ta y tantos años, de pequeña estatura, y un apóstol de la ciencia,
que afortunadamente nos hizo legado de sus crónicas. Aunque
no fue guerrero de profesión, acreditó talento militar y se com-
portó como antiguo veterano, y era así mismo de gran coraje
personal, pero tenaz y paciente, venerado y popular entre sus
soldados, pues mostraba siempre la mejor intención, usando, de
otra parte, el rigor máximo. Siempre prudente y avisado, parece
que alguna vez se mostró injusto y cruel, pero, sin duda, más
bien obligado por la dureza de las circunstancias que a causa
de natural ferocidad.
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los de algunos investigadores, sucumbieron, en las Antillas y
en el continente, a los perros amaestrados traídos de fuera (los
cuales se lanzaban sobre los pobres indios), a las armas de fuego
de los españoles y a manos de los encomenderos, funcionarios
y señores feudales. La población de Colombia era, antes de la
llegada de los españoles, de ocho a diez millones de habitantes.
Las guerras y los malos tratos, así como las enfermedades
traídas de Europa, disminuyeron pronto esta cifra hasta un mi-
llón. Aquel que quede confuso y sorprendido ante semejante
descenso, sin llegar a comprender que así fuera, bastará ponerle
de presente que en la isla de Santo Domingo vivían por las fe-
chas del descubrimiento un millón de habitantes, los cuales en
dieciséis años quedaron reducidos a 60.000. Estos fueron repar-
tidos; al cabo de otros seis años, restaban solo 14.000 habitantes.
Se cuenta también que, en Colombia, familias enteras de los
indios tunebos se suicidaron despeñándose, y que otras muchas
gentes de las tribus de los agateos y cocomes se ahorcaron en
masa para escapar a la opresión de los españoles. Tampoco,
pues, debe admirarnos que el número de las tribus indias habi-
tantes en territorio colombiano se fije en unas mil; pero estas,
al tener lugar el descubrimiento, poseían los más diversos grado
de civilización.
Los más civilizados eran los chibchas, sometidos por Jimé-
nez de Quesada, cuya cultura no era muy inferior a la de los
aztecas y los incas y que bien merece más detallada referen-
cia. (1) Su reino abarcaba una extensión que Acosta señala
aproximadamente en seiscientas leguas cuadradas ; tenía cuaren-
ta y cinco leguas de longitud y de doce a quince (2) de anchura.
(1) Véanse más datos en el básico trabajo del doctor Liborio Zerda
El Dorado. Estudio histórico, etnográfico y arqueológico de los Chibchas.
(Bogotá, Silvestre, 1883), al que aquí nos atenemos.
(2) La legua equivale aquí a 4,83 Kms.
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A cada legua cuadrada correspondían unos 2.000 habitantes, así
que la población total, bastante densa sería de 1.200.000 almas.
El nombre de chibchas no se ha explicado con seguridad, y por
ello me eximo de dar aquí las distintas opiniones. Pero se los
11ama también muiscas, o sea gente, personas, de donde los espa-
ñoles, por corrupción de esa palabra, dijeron moscas, pues como
tales se aparecieron, en apretado enjambre, a la llegada del
intruso europeo.
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en forma de placas de oro y en delgados hilos. Sus engarces
de caracoles y conchas, sus brazaletes y collares, sus diademas
y vasos eran célebres, al igual que sus representaciones del sol,
de la luna y del hombre (actitud e interpretación artística pare-
cidas a las de Egipto) y lo mismo que las figuras de animales
y de toda clase de objetos. Cosa, por lo menos, insegura es si
las láminas de oro, que han sido halladas en pequeño número,
fueron realmente una de las monedas de los chibchas, lo que
les situaría por encima del estadio cultural de los aztecas e
incas. Como medidas conocieron, por de pronto, el paso y el
palmo.
Los chibchas practicaban predominantemente la agricul-
tura. Plantaban mucho maíz, papa y batata; la parte azucarada
de los alimentos la tomaban del maíz y la miel. Toda esta raza
era, por necesidad, extraordinariamente sobria y laboriosa, pues
no poseían ganado que les pudiera auxilfar en las labores o
servirles de alimento, y también porque sus sembrados dependían
mucho de los cambios climáticos y podían fácilmente malograrse,
por lo cual construían graneros públicos. Prueba de la diligencia
y obriedad dichas era que no solo tenían abundancia de produc-
tos, sino que además acudían con ellos a los mercados de tribus
vecinas, donde les daban a cambio oro, pescados y frutos. El
comercio, por tal causa, era entre ellos muy floreciente y por
entero libre, de modo que podía realizarse un intercambio na-
tural de todos los productos de la zona alta y de la baja. A pesar
de ello, los chibchas no cayeron en la molicie, sino que se man-
tuvieron valerosos y arrojados, a lo que contribuyeron mucho
las continuas guerras con sus vecinos, los temidos muzos, coli-
m.as y panches.
Cuando iban de camino mascaban la hoy de nuevo reivin-
dicada hoja de coca (llamada haya), que calmaba su sed y su
hambre y que les permitía superar todos los esfuerzos. Los
cronistas españoles, empero, les reprochan su ebriedad; pero
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las orgías y bacanales de los chibchas eran en ellos una expresión
de alborozo y solo tenían lugar en ocasiones especialmente so-
lemnes, sobre todo en las fiestas religiosas. El vestido de los
chibchas eran unas camisas de algodón que les llegaban a la
rodilla; las mujeres se rodeaban el cuello con un pañuelo (liquira),
que no llegaba a ocultar el pecho, y de las caderas a la rodilla
cubríanse con un paño (chircate), también de algodón.
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la luna, con la legión de las estrellas. El mundo fue poblado por
una primera pareja humana. Ella era una mujer de extraordina-
ria belleza, surgida de una laguna que está al Norte de Tunja,
y su nombre fue Bachue o Banche. Esta llevaba de la mano un
niño de tres años, el que luego sería su esposo, y engendrador
de cinco hijos, los antepasados de los chibchas. El bienhechor
de estos, el dios que intervino directamente en su vida, fue
Bochica, un hombre blanco de luengas barbas y de cabellos anu-
dados, el cual subió de los Llanos a la Cordillera para enseñar
a los desnudos habitantes la civilización, cultivos, vestimenta
y las distintas artes, pero que luego se retiró en soledad a hacer
penitencia durante dos mil años, al cabo de los cuales desapare-
ció sin dejar huella. Con Bochica enlazan también varias leyen-
das locales de diluvios, así como la separación de las rocas para
abrir paso al Salto de Tequendama.
Según otra fábula, una deidad menor, Chibchacum, dios de
los agricultores y mercaderes, inundó por maldad o descuido la
altiplanicie de Bogotá, de manera que los habitantes hubieron
de huír a los montes y contemplar tristemente allí el gran estra-
go. Acudieron entonces a Bochica, y este apareciose una tarde
a la caída del sol, en un arco iris y llevando en la mano una vara
de oro; con ella, nuevo Moisés, golpeó las rocas, de modo que
estas se abrieron, precipitáronse las aguas del valle formando el
Salto de Tequendama, y la Sabana quedó seca. Airado Bochica
por el comportamiento de Chibchacum, le condenó a llevar a
cuestas la Tierra; pero de tiempo en tiempo este Atlas de los
chibchas se cambia la carga de un hombro a otro, resultand0
así los terremotos y temblores, explicación verdaderamente in-
genua y poética. De acuerdo con otra leyenda, fue la primera
mujer quien causara la inundación, y una tercera versión se la
atribuye a la bella pero malvada esposa de Bochica, llamada
Huitaca. Bochica entonces la arrojó lejos de sí, y ella pasó a
ser la luna, que ahora alumbra a la Tierra.
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Algunos obispos españoles quisieron ver en este Bochica
una imagen del Apóstol San Bartolomé, otros la de Santo Tomás,
que allí habría predicado el Evangelio, y esto es cosa que acep-
tan hasta algunas personas "instruídas".
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podía mirarle al rostro. Además de la esposa que solemnemente
le era entregada, tenía otras muchas mujeres, ofrecidas por las
familias principales. Por lo demás, lo imperante casi de modo
general entre los chibchas era la monogamia, y el amor paterno
y el filial constituían para ellos virtud santificada.
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entrada del recinto donde tenia lugar el gran festejo, ofrecían
a los chibchas el símbolo admonitorio de la muerte. Estas tradi-
ciones sobre la ablución de los hombres cubiertos de oro dieron
firme asidero a la creencia del Dorado. Pero, en nuestro tiempo,
existía ya la tendencia a desplazar todo ello, de acuerdo con
Humboldt, a los plenos dominios de la fábula y del mito, cuando
fue hallada en Siecha una lámina de oro de 9 centímetros y medio
de diámetro en la cual aparece representada una balsa con diez
figuras humanas, destacando como principal la de un cacique.
El hallazgo reproduce fielmente la solemnidad aquí descrita y
confirma la tradición de "El Dorado".
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La lengua de los chibchas, que los conquistadores no trata-
ron de conservar, se distinguía por su claridad y riqueza. (Una
gramática de la misma fue publicada en Madrid en 1619 por P.
Bernardo de Lugo). También algunos jeroglíficos han quedado,
como el de la piedra de Pandi. La mayor parte, empero, de los
muchos testimonios de aquella civilización resultaron destruídos.
Luego, y durante largo tiempo, muchas riquezas consistentes en
trabajos en oro y figuras de ídolos fueron vendidas al extran-
jero por colombianos ignorantes y acabaron bárbaramente fun-
didas. Solo hoy día existe el cuidado de salvar los últimos restos
de aquel tesoro; preocupa también el esclarecimiento del proble-
ma de la procedencia de los aborígenes, y va ganando en vero-
similitud la sospecha de que fue la raza amarilla la que tuvo
un nexo de relación con la cultura de los chibchas.
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las tierras bajas), así como amarillos en las altitudes medias, y
otros de tez considerablemente blanca (blanquecinos). Solo en
virtud de la conquista se entremezclaron y confundieron algo
estos grupos étnicos. Por lo común, los menos civilizados, tribus
a veces muy salvajes, viven en los valles de poca altitud, y los
más avanzados, en las montañas y mesetas. El clima más suave
de estos últimos lugares, su cielo más alegre, calman las pasio-
nes y dejan tiempo libre a la cultura, pues el cuidado del cuerpo
no acucia a toda hora ni la vida se reparte solo entre el comer
y el dormir. Muy valientes eran los indios de la zona templada,
cuya pretensión era siempre apoderarse de las regiones más altas
y agradables ; tenían poca industria y su agricultura era rudi-
mentaria, viviendo principalmente de la caza y del botín de
guerra.
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El muisca es un caso típico de insensibilidad y apatía a
causa de una opresión de siglos. De su situación no se da clara
cuenta, y es paciente y laborioso; tiene amor al dinero y lo
ahorra, pero no hace buen uso de él. Apenas ha logrado una
modesta holgura, la primera guerra se encarga de aniquilarle
la cosecha; le quitan las vacas y las mulas y ya no las vuelve a
ver. Lo mismo acontece con las gallinas. Y otra vez torna el
muisca a su anterior miseria. De ello viene su fatalismo sin
límites; a ello se debe también, por otro lado, su no menos gran-
de desconfianza. En el fondo no es todavía cristiano, sino un
idólatra y un adorador de santos, y se halla dominado por la
más enorme superstición; acepta todo lo maravilloso con suma
credulidad, y venera al cura como a un semidiós. Trata siempre
de eludir toda pregunta directa, y la respuesta que da al hombre
blanco, no se concreta en un "sí" o un 11 no", sino que utiliza el
significativo y pícaro "¿quién sabe?" El humilde tratamiento
que dedica a los superiores es el de "mi amo", lo cual califica
la diferencia social mejor que muchas largas explicaciones. El
muisca gusta de una vida tranquila y apartada y es fiel a su
hogar y a su mujer. Esta es más amable agradecida que el
hombre, más accesible a ruegos, más benigna, menos hipócrita
y algo menos fría que él; es, sobre todo, buena madre.
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un enviado del infierno; el encargado de la censura, un corrup-
tor; el médico que le vacuna a la fuerza, un monstruo. Los ser-
vidores pertenecientes a esta raza sustraen fácilmente objetos
sin valor y dinero suelto, pero, en cambio, se les pueden confiar
sumas grandes, o dejarlas a su alcance tranquilamente sin temor
a que vayan a cometer un hurto. Ni pendenciero ni vengativo,
ni comunicativo ni servicial, ni cobarde ni emprendedor, ni de-
pravado ni vicioso (a lo sumo, un tanto propicio a entregarse al
quitapesares de la embrutecedora chicha), el muisca es todavía
un incompleto elemento de civilización, una roca a la que queda
aún por arrancar el agua mediante la varita mágica de la inte-
ligencia.
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tiernos y sentimentales, que solo después de repetidos requeri-
mientos llegan a relatar, cosa que hacen tímidamente y con una
ingenuidad encantadora. Este indio es un tipo pacífico y afec-
tuoso, simpático, hospitalario, fuerte y viril. Las mujeres son
lindas, suaves y atractivas.
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faenas agrícolas o a la ganadería; y a menudo emprenden viajes
de negocios. Se distinguen por su modestia, sencillez y amabi-
lidad, están abiertos a todo lo nuevo y bueno. Son además tran-
quilos, casi rayando en la falta de vivacidad, y bastante senti-
mentales.
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tivamente la gran diferencia que existe entre, de un lado, las
razas inferiores de los negros y los indios -de las que él pro-
cede- y, de otro lado, los blancos. El zambo se siente todavía
en estado de semibarbarie, y así es en efecto. Casi todos los de
esta raza habitan en el valle del Bajo Magdalena, donde ya los
encontramos como bogas (o barqueros), en medio de la miseria
y en un clima donde, según expresión de un poeta, el sol y la
tierra se abrazan con inmensa lascivia. Decidido y valiente frente
a los peligros de la naturaleza, el zambo tiembla ante la vista
de un fusil o un revólver; capaz de soportar todas las fatigas,
más que cosa alguna le importan la bebida y las mujeres; canta
en medio de los peligros y muere en medio de loco frenesí. Su
lengua es un revoltijo difícilmente comprensible y lleno de gro-
serías e improperios. Solo el avance de la civilización lo sacará
poco a poco del aislamiento, y con ello de su atrofia y su indife-
rencia, haciendo el debido uso de la gran energía corporal que
lo distingue.
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suma la resistencia y la tenacidad de los aborígenes, entonces
llegaría a cristalizar una raza bastante homogénea, la cual, iden-
tificada con el país, habría de dar a este honra y provecho.
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8. -EN LOS LLANOS
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Era, en verdad, un buen grupo, gente joven y de excelente
humor, constituido por dos estudiantes de medicina, ya de los
últimos cursos, por un estudiante de bachillerato, de diecisiete
años, y por mí. Uno de los futuros médicos, Alberto, y el mu-
chacho más joven, Simón, eran hijos del mayor propietario de
tierras y ganados en la parte de los Llanos que nos proponíamos
recorrer. Una familia que se había distinguido por su laborio-
sidad. Cabeza de ella era el doctor Emiliano Restrepo, quien
por su incansable celo, gran saber y hábil desempeño en sus
funciones de abogado, había llegado a ocupar una sobresaliente
posición, especialmente entre los juristas y en la política libe-
ral. El otro estudiante era natural del Estado de Cauca y le lla-
maban "el negro Abadía". Este mulato, aplicado y 1isto en los
estudios, y tan servicial como oportuno y chistoso, resultaba un
excelente compañero de viaje. Se reunía allí lo que es tan difícil
de hallar junto en estas ocasiones: conocimientos previos sobre
la comarca que se va a visitar, don de observación, personalidad
agradable, afectuosa y sana, así como la conveniente seriedad,
para no dar la razón al proverbio "Mentitur qui multum vidit".
De pué de tres horas y media de dura cabalgada, alcanza-
mos la altura del paso de la Cordillera Oriental, esto es, el des-
censo del terreno que como una rampa se endereza hacia la
Sabana de Bogotá. N os encontrábamos en el Boquerón de Chi-
paque (3.223 metros sobre el nivel del mar). Soplaba un viento
helador. Tiritando nos arropamos con nuestras ruanas y trata-
mos de avanzar lo más rápidamente posible, pasando ante la
pobre cruz de madera que a nuestra izquierda se alzaba en aque-
Ua altura. Por pedregosas cañadas se descendía hasta el valle,
oculto bajo densa niebla. Pronto nos separamos del camino y
avanzamos a la izquierda hacia una casa de campo que distaba
como un cuarto de hora y pertenecía a una hacienda, todavía
en clima bastante frío, administrada por el hijo mayor de la fa-
milia Restrepo, Félix.
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Los peones, tanto indios como indias, se habían agrupado
igual que gitanos, en torno a grandes calderos, para tomar el
desayuno. Este consistía en una sopa de papas, arroz, maíz y
yuca. Cada cual se iba sirviendo con su cuchara. Los indios de
esta región son parecidos a los de la Sabana de Bogotá. En tiem-
pos fueron súbditos del Zipa de Bacatá, hallándose, pues, bajo
iguales leyes políticas y religiosas que los chibchas. Y, como
estos, siguen siendo hoy día pacíficos y dóciles. Curiosos son los
apellidos que llevan, pues los españoles no tenían a mano patro-
nímicos para todos; muchos se llaman según lugares (Bogotá,
Chipaque, Boyacá) o también con apellidos como Piernagorda,
Chizo, Ladino.
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N os damos cuenta de que el río se va incrustando cada vez
más profundamente pero sólo arrastra tierra de la margen que
no se halla cultivaba. A la izquierda, donde las orillas caen abrup-
tamente, y que solo más arriba forman escalones, asoma de vez
en cuando, bañado por el sol entre las plantaciones, el alegre ran-
chito de algún indio. A la orilla derecha amarillean hermosos
campos de caña y grandes maizales. Ahora no seguimos el río
para, a lo largo de él, salir del valle (si bien el sentido práctico
del señor Restrepo ha visto ya la posibilidad de ese camino na-
tural y hasta lo ha trazado), sino que, al estilo de los itinerarios
españoles, cabalgamos con gran derroche de fuerzas por los co-
llados que van paralelos al Cáqueza, especialmente por el Alto
de Guatoque.
Van descubriéndose innumerables pliegues y arrugas de la
cordillera, y todo ello parece querer inclinarse hacia el Oriente.
Es un verdadero laberinto de cimas, una delicia o un susto para
el geógrafo de profesión.
Ante no otros vemos abrirse un gran valle, del que sale el
río Negro; junto a la erizada montaña de Santa Ana se encuen-
tra con el Cáqueza, y ya unidos discurren por entre amari-
llentas, empinadas y calvas laderas,. en las que ni siquiera pu-
dieron sembrarse pastos, sin duda a causa de los bárbaros des-
montes practicados en esos tiempos.
Cantando y disparando sobre las becadas que saltan de
entre las matas y arbustos del camino, va transcurriendo el
tiempo y así salvamos por fin la última loma que encajona
el valle. Hacia las cinco de la tarde bajamos por un inclinado
camino a cuyos lados crecen bellos cactus. Cuando el sol des-
aparece tras los montes, llegamos a una posada, donde, después
de algunos tratos con la patrona, se nos sirve una modesta. co-
lación y se nos adjudica un lugar para pernoctar, todavía más
modesto. Dos de nosotros duermen fuera en hamacas, en la parte
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cubierta del patio; y los otros dos han de acostarse en el suelo
en un cuartucho maloliente y sin ventilación y tramar la co-
rrespondiente amistad con las sabandijas. Nos tenemos que ir
acostumbrando a dormir en hamacas, cosa que fatiga mucho
hasta haber aprendido a adoptar la posición conveniente. Se
trata de no tenderse a lo largo sino oblicuamente, de modo que
la hamaca esté lo más tensa posible en la parte central y la
cabeza no quede demasiado alta. Nos reímos del alojamiento pro-
curando convencernos, como Don Quijote, de estar aposenta-
dos en un "fermoso castillo". También nuestras cabalgaduras
estuvieron mal en punto a comida, y al día siguiente trotaban
con la cabeza baja.
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tendidos sobre el lomo del caballo. El jinete debe imponerse el
no mirar al agua sino a su cabalgadura. En caso contrario,
puede marearse y entonces está perdido. Todos los años hay al-
gún inexperto que resulta arrastrado por la corriente. Parece
que el agua no se mueve, sino que constituye una superficie quie-
ta; el jinete, en cambio, por esa ilusión de los sentidos, cree ser
el que desplaza con la misma velocidad de la corriente.
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Hacia Monte Redondo, en cuya ladera ha puesto Indalecio
Liévano un trapiche con maquinaria de hierro, el camino se hace
muy interesante. En el río Negro desemboca ahora el río Blanco,
que baja del páramo de Sumapaz. A lo largo de las pedregosas
márgenes de este río debió subir en 1538 el alemán Federmann,
con sus ciento cinco hombres y algunos caballos, desde los Llanos
a la Sabana de Bogotá.
Penetramos por el amplio valle transversal de Chirajara,
por cuyo fondo resuena un impetuoso torrente que ha arrastra-
do hasta bloques de roca. El camino discurre ahora por las pen-
dientes del valle describiendo un arco como de media legua. Al-
gunas partes en las que se produjeron desprendimientos de tie-
rras, han quedado reducidas a la anchura de una veredita, de
modo que uno no puede tropezarse con alguien que venga en sen-
tido opuesto, pues no habría manera de cederle el paso, y por
eso la mirada se dirige al abismo no sin cierta preocupación.
Desde el otro lado del semicírculo vemos animales cuyas grandes
cargas pasan rozando la ladera, y ellos siguen adelante, sin el
menor susto, y superan aquellos peligrosos lugares, demostrando
una vez más la incomparable seguridad de una buena mula.
El siguiente trayecto del camino fue construído en la roca,
sobre abismos y en una anchura de dos a tres metros. El autor
de la obra es un ingeniero del gobierno, Dussán. N o puede ne-
garse el mérito de esta realización -poco imitada, desgraciada-
mente, en Colombia-, sobre todo si se tiene en cuenta que duran-
te los trabajos los obreros tenían que descolgarse con cuerdas
desde la selva virgen que cubre aquellas alturas, al objeto de
hacer en la roca las perforaciones precisas para las voladura
con pólvora.
La pared rocosa retrocede, la ladera del valle se hace más
accesible, algunas de las aguas que bajan de la montaña tienen
tan maravilloso marco de matorral y selva, que constituyen
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verdaderas joyas del paisaje. Junto a la hermosura, el peligro.
Anotemos que los puentes de madera que cruzan las torrenteras
-y que constan de una, o a lo más dos vigas, y encima tablas y
tierra, sin protección de pretil alguno-- no se hallan siquiera
en buen estado, y a menudo han de soportar la carga de los des-
prendimientos de tierras. Un puente en tales circunstancias, por
el cual pasamos, se hundió a los dos días al cruzar sobre él un
ganado.
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Los pájaros nos dan particular gozo, sobre todo los mochi-
leros, de amarillo y brillante plumaje, que van y vienen a sus
nidos, parecidos a bolsas colgadas en lo alto de las palmeras, y
los diminutos colibríes, que volando, dejan tras sí como una este-
la de colores.
Hoy día, terminado ya el camino, bastante ancho, que de
Susumuco a los Llanos trazara el señor Restrepo, debe de dis-
frutarse a placer la hermosura de aquellos parajes. La nueva vía
sortea los lechos de los torrentes, a los que antes había que bajar
casi verticalmente en una profundidad de hasta cien pies. El ca-
mino actual, excelentemente proyectado y cuyas ventajas pudi-
mos apreciar por haber experimentado todavía una parte del
casi impracticable camino viejo, lleva hasta la última eminencia
de la Cordillera, el Alto de Buena Vista. La pendiente máxima es
del doce por ciento, pero en general no suele pasar del cinco
por ciento.
En la altura dicha se habían colocado en el camino, y cayendo
oblicuamente sobre éste algunos troncos de enorme tamaño, de
manera que el jinete tenía que echar pie a tierra, desensillar la
cabalgadura y pa ar agachándose por debajo de aquella barrera.
Al otro lado, junto a us caballos, había unos cuantos bizarro
per onaje , propietarios llaneros, que habían salido a nuestro
encuentro para darnos la bienvenida. Después de cambiar cordia-
les saludos, nos volvimos a contemplar el paisaje.
¿Cómo describir nuestro asombro y nuestra delicia al ver
xtendida súbitamente ante nosotros la inmensidad de los Llanos?
Es difícil imaginarse la grandiosidad y magnificencia de este
panorama, que queda indeleblemente grabado en el recuerdo de
quien lo contempla. Nos hallamos en las últimas estribaciones de
la cordillera, solo 700 metros sobre el nivel del mar y en una
región de formidable selva virgen. A la derecha vense ríos que
por abruptos barrancos irrumpen en la llanura. Y a la izquierda,
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la cordillera, que se va perdiendo hacia el Norte y que todavía
lanza algunos ramales sobre los Llanos, como bastiones avan-
zados por la azulada lejanía. Son las montañas de Medina, sepa-
radas de la cadena principal por un desfiladero. Y ante nosotros,
en un perfecto semicírculo cuyo radio mide treinta leguas, ¡ los
Llanos ! N o se podría imaginar contraste más impresionante y
fuerte que el que forman las macizas, inextricables cordilleras,
que ascienden hasta la región de las nieves perpetuas, y esta
uniforme llanura tropical. Grande y mayestático es el Océano
en su soledad y en su totalidad armónica. Más grande y conmo-
vedor e el espectáculo de los Llanos. Rígidas y muertas son las
olas, como una imagen del horror y de la fuerza ciega. Los Llanos
tienen movimientos de color y diversidad sin fin; son una imagen
de la vida, que no predica al hombre su total impotencia, sino
que, al menos, despierta en él esperanzas como las que se alzaron
entre los compañeros de Colón al escuchar el mágico "¡Tierra!,
¡Tierra!". A los Llanos se los considera uniformes. Vistos desde
aquí, no lo son. En efecto, innumerables ríos cruzan lentamente
la llanura como cintas de plata que parecen enrollarse sobre
sí mismas en la lontananza. Todos esos ríos están orlados de
esp sa selva, de uerte que luchan entre sí tres diferentes colo-
r es: primero, el gris espejeante de los rio ; luego, el jugoso
verdegrís de los pastos, más intenso en la fecunda época lluviosa;
por último, las ombras oscuras de los bo ques, manchas que
rompen la continuidad del verdor. Y por sobre todo ello está la
conmovedora virginidad de la Naturaleza, que sublimemente nos
pone ante la mirada algo unitario y como creado de una sola
pieza, algo que en u misteriosa inmensidad e inagotabilidad
parece recordarnos la propia insignificancia y imbolizar el sumo
poder.
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una calle bastante larga, que está trazada en dirección a los
montes y recibe los vientos que desde ellos soplan, de una gran
plaza cuadrangular cubierta de yerba, y de algunas callejas
afluentes. Unos cuantos centell¡ares de perso11;as hablitan las
poco notables casas del lugar, con cubierta de paja (ranchos),
con suelo de simple tierra apisonada y muy primitivas en todos
los demás detalles. Sumamente sencilla es también la iglesia,
asimismo con techo de paja y piso de tierra; parece un granero
grande, al fondo del cual se hubiera levantado un modesto altar
rodeado de algunos malos cuadros. El correo y la sede del go-
bernador y del juzgado se alojan en ranchos parecidos. Pero está
muy lejos de nosotros dar una intención de burla a esta descrip-
ción, pues para ello tenemos sobrado cariño y estima por los
vecinos de Villavicencio. Aquellas buenas y fieles gentes nos
acogieron y atendieron, en medio de su sencillez, con una obse-
quiosidad y gentileza nada comunes. El mismo trato recibirá
allí todo viajero que les sea simpático. Recuerdo que la excelen-
te ama de casa que nos prodigó sus cuidados corno huéspedes
de don Ricardo Rojas, a la sazón socio principal del señor Res-
trepo, y la cual hizo gala de sus variadas artes de cocina, no
dijo adiós con lágrimas en los ojos, dando una prueba de la
afectuosa fidelidad de aquella persona que iempre tuvimos
ocasión de comprobar.
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cordillera. Las talas han hecho más ameno el actual paisaje.
Es frecuente la sensitiva (Mimosa púdica), que cierra sus péta-
los al más ligero roce.
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Colombia, y por el Este desde Venezuela. También junto al Meta
han afincado ya gentes blancas, de modo que este río constituye
una vía natural de comunicación con otras tierras y países.
Las correrías realizables podían dirigirse, bien hasta las
últimas avanzadillas de los habitantes civilizados, o sea metién-
dose en los Llanos a unas veinte o treinta leguas de Villavicencio,
o bien a lo largo de la cordillera, por donde se extiende, como
hemos dicho, una franja de la exhuberante selva tropical con
predominio de muchas clases de palmas, del árbol de la quina y
del caucho. Pero en años anteriores se ha esquilmado, entre los
árboles de la quina, la buena especie de la China lancifolia. Para
obtener la corteza del mismo se abatía, sin más, el árbol, abrien-
do así la gallina para arrebatar el huevo de oro que todos los
días estaba poniendo. También los árboles del caucho eran cor-
tados, en lugar de hacerles las incisiones y recoger en vasijas
la leche que fluye para luego concentrarla mediante la evapo-
ración del agua y la eliminación de las impurezas.
Después de abandonar Villavicencio y de dejar atrás el
arroyo Parado, cuyas transparentes aguas invitan a bañarse en
él, y luego de atravesar la primera gran hacienda "El Triunfo"
de lo señore Restrepo y Rojas, se llega, algo al Norte del pueblo
al río Guatiquía, que, de cendiendo de los montes, corre a unirse
al Meta. Por aquí tendrá de 60 a 80 metros de anchura, su agua e
muy clara y la corriente bastante torrencial, y hay gran abun-
dancia de pesca. La ribera derecha es escarpada. El Dr. Re trepo
había hecho tender sobre el río un cable por el que, mediante
una polea, se deslizaba un cesto colgante, y así se efectuaba el
transbordo de pa ajeros. La máquina e taba entonces en repa-
ración, así que hubimos de vadear el río, a unos cinco minuto
más abajo de donde está el cable, por el llamado "Paso"; la
profundidad no es allí mucha, pero la corriente sigue siendo
bastante impetuosa. Al llegar a la otra orilla se penetra por una
grandiosa selva.
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Troncos de ochenta a cien pies de altura y de varios metros
de diámetro elévanse allí majestuosos, envueltos en una maraña
de plantas trepadoras, fantástica ornamentación que contemplan
admirados los ojos. Se ve el bíblico cedro, el ébano, el sándalo, la
caoba, el dividivi, el indestructible guayacán, el diomate, el aro-
moso áloe y distintas variedades de palmas. Atrae enseguida la
atención el corneto, cuyo esbelto y pulido mástil se levanta hasta
una altura de 28 metros. Las raíces suben unos doce metros por
el tronco y lo rodean abajo formando como un embudo, como
una pirámide de fusiles. El fruto de este árbol tiene el aspecto
de un gran racimo de uva de la altura de un hombre y pesa,
según André, de 50 a 80 kilos. Se alzan también allí la palma
corozo, de cuyas fibras se tejen vestidos, y la denominada cumare,
de la que se hacen cuerdas muy resistentes. Pero la palma más
útil es la Mauritio flexuosa, llamada comunmente moriche, que
alcanza de 15 a 20 metros de altura y es de hojas abundantes
en forma de abanico, cuyo conjunto se extiende como una som-
brilla. Estas hojas son las que se utilizan preferentemente para
techo . La medula del árbol da una especie de pan; también los
frutos son comestible . Del tronco e extrae el vino de palma, y
de las hoja e hacen cordele , redes, hamacas. La madera es
de fácil corte y e emplea en la construcción; de ella se fabrican
también arcos para lanzar flechas. El indio del Orinoco tiene,
pues, en e ta palma un recur o de univer al utilidad.
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Más allá de los potreros o pastos está la casa de la familia
Restrepo. Esta morada, muy amplia, cómoda y bonita, domina
la hacienda llamada "La Vanguardia". En torno a la construc-
ción va un corredor desde cuya parte oriental se disfruta de una
magnífica vista de los Llanos, especialmente de la misma finca,
que es muy hermosa. En 1871 creó el señor Restrepo esta ha-
cienda en medio de densísima selva virgen. Su espíritu empren-
dedor, su constancia y su indomable energía son merecedores de
alta estima y admiración.
Gracias a las gentilezas de mi hospitalario huésped y de
sus hijos, y gracias a las frecuentes cabalgadas por las hacien-
das, me fue posible tener una idea bastante exacta de la vida
en los Llanos. Por las noches teníamos entretenidas y útiles con-
versaciones con referencia especial a ese tema. La temperatura
a tales horas era sumamente grata, el cielo aparecía lleno de
estrellas. Los cocuyos brillaban por la oscuridad, y miles de
gusanitos de luz mantenían encendidas sus pequeñas linternas.
El lejano horizonte se alumbraba de relámpagos. De vez en
cuando se veía en lontananza el desencadenarse de una tempes-
tad en medio de las densa nubes. Y los rayos hacían incesantes
guiños de luz. Lo que más admiración me producía era que las
centella no cayeran en vertical u oblícuo zigzag sobre la tierra,
sino que se movieran horizontalmente, de suerte que todo el
semicírculo de la lejanía era como una línea de fuego. Hasta
se dio el caso de que los rayos se escindieran en extraños trazos
curvos y que algunos de ellos describieran magníficas serpenti-
nas lanzadas en inclinado giro hacia la altura.
Nos íbamos a dormir bastante pronto, y lo hacíamos en
hamacas y con las ventanas abiertas. N os arrullaba el aleteo de
las palmas de abanico, y con ellas se armonizaba también el su-
surro de algunos cocoteros traídos del Estado del Tolima, A eso
de las seis me despertaba y salía en seguida al aire libre. Rojo
como fuego, se alzaba el disco del sol sobre la lejana línea del
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horizonte, en la que se apreciaba con toda claridad la curvatura
de la tierra. El sol era de un tamaño inusitado y su brillo no
hería los ojos. El giro del astro se iniciaba velocísimo. Hacia las
siete de la mañana tenía ya a nuestra vista su tamaño normal
y había alcanzado su cálida radiación. También a primera hora
salíamos a caballo. Los hacendados tenían que ocuparse del ga-
nado, echar un vistazo a los pastos y plantaciones, había que
sembrar y recolectar.
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siguiente modo: cércase un trozo de terreno y, en vez de ararlo,
se meten en el cercado unas cincuenta o sesenta reses vacunas
al objeto de que remuevan lo más posible la tierra. Cuando esta
da la sensación de hallarse convenientemente suelta en una pro-
fundidad de dos a tres pulgadas, el arroz se siembra a voleo al
caer la primera lluvia. Entonces vuelve a meterse el ganado,
y algunos hombres a caballo lo histigan y lo hacen correr de
un lado para otro dentro de la cerca, de modo que las pezuñas
vayan comprimiendo la simiente entre la tierra. Al cabo de cuatro
meses se cosecha un arroz de excelente calidad y en proporción
de ochenta a ciento cincuenta por uno respecto de la siembra.
El mayor asombro ante la inaudita fertilidad de esta comar-
ca al pie de la cordillera fue el que me produjo la visita a la
hacienda denominada "El Tigre", a la que desde "La Vanguardia"
se llega en media hora de caballo. El camino va entre selva de
poca altura, donde revuelan las más bellas mariposas azules,
del tamaño de la palma de la mano. Cuando, a través del espeso
follaje que bordea el sendero, cae súbitamente sobre sus alas un
rayo de sol, el efecto es de verdad fascinante. Al llegar al próxi-
mo claro de selva penetramos a un cañaduzal ; las cañas, del
gro or de un brazo, alcanzan alturas de 2 a 4 metros. Y se
plantaron ¡ hace olo diez meses ! El trapiche allí construido, con
buena y alta chimenea y rodillos de hierro, compensa sus es-
fuerzos al señor Restrepo con pingües beneficios, pues hasta
hace poco la panela tenía que bajar a este Eldorado desde el
mercado de Bogotá. Menos afortunada me pareció una plantación
de cacao que allí vi, si bien esta planta se cria en los Llanos en
forma silvestre en pequeñas mazorcas de hasta treinta granos.
Pero no acaba aquí la relación de las riquezas de estas co-
marcas. La cordillera encierra otros nuevos tesoros. En HLa
Vanguardia" se encuentra mucho mineral de hierro. Bloques de
esta substancia que en nuestros países tendrían gran valor se
utilizan allí para construír tapias. Hay además enormes yací-
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mientos de hulla que se encuentran todavía sin explotar. En la
cordillera hay también petróleo y oro, como el que aparece en
las arenas de los ríos.
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N o hemos terminado de apreciar el contenido del cuerno
de la abundancia, que la Naturaleza ha volcado en forma de
tantos dones sobre esta región. Es natural que aquí crezca muy
bien el plátano o banano, el fruto más útil de toda la comarca.
Constituye el alimento principal del ·pobre y determina que ningún
hombre pueda morir de hambre en América. Extraordinariamente
rica es aquí la cosecha, y variadísimas las especies, desde el gran
plátano hartón, hasta el dulce manzano, llamado así por su sabor
y que es de un suave color carne. El plátano puede prepararse
de maneras muy diferentes: frito, cocido, tostado, asado. Al
igual que la yuca y la tavena, plantas aquí muy frecuentes, el
plátano es un alimento saludable.
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descerezado y con una maquinaria desecadora muy práctica. Así,
pues, tiene hoy justa recompensa la diligencia y cuidado del
propietario, que durante años hubo de luchar aquí contra los
rigores del clima y poner en peligro su salud en aquel terreno
esquilmado. El señor Convers manda actualmente café a Bogotá
y lo exporta a Europa, enviándolo por el río Meta.
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uso de toda la habilidad posible para mantenernos sobre las
mulas y ayudar a estas a no caer. Cuando el camino era suma-
mente malo y lleno de almohadas (elevaciones llamadas así por
su forma y que, atravesadas en el camino, solo dejaban sitio
para profundos charcos intermedios), había que desviarse y
meterse por la maleza, la cual nos azotaba rostro y manos, al
tiempo que nos calaba la humedad.
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nas y cuatro mil caballos. Pero estas llanuras no constituyen
una superficie enteramente homogénea, pues tan pronto atrave-
sábamos una extensión de pastos (sabanas) cuyo recorrido lle-
vaba su buena media hora y cuya vegetación, en tierra bastante
seca, era una yerba grisácea de unos dos a cinco pies de altura,
como llegábamos a un trozo de bosque, crecido solo allí donde
corría agua, por lo común a lo largo de un arroyo. Las distintas
sabanas, divididas entre sí por estos pedazos de bosque, eran,
pues, porciones de pradera más o menos grandes, pero tan seme-
jantes las unas a las otras, que una persona inexperta no podía
distinguirlas, estando en gran riesgo de extraviarse si no se con-
taba con un guía. En todo el camino, que duró cinco horas, no en-
contramos más que un mísero y solitario hato. Al caer de la
tarde, cuando el sol doraba con sus rayos las sabanas, llegamo
a nuestro lugar de destino.
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excelente amigo, hombre como de cuarenta años- se desnudó
y empezó a echar piedras en el arroyo. A la pregunta de por
qué hacía aquello respondió sonriente que era para ahuyentar
a las serpientes que de ordinario había por allí. Acto seguido
tendióse a la larga en el cauce del arroyo, que no pasaría de un
pie de profundidad. Confieso que al principio me atemorizó aquel
baño, sobre todo porque el arroyo se hallaba cubierto de vege-
tación, y las muchas raíces de los árboles se antojaban otros
tantos reptiles a la exacerbada fantasía. Pero acabé por meter-
me también en la fresca corriente. Nunca con tanta claridad como
entonces comprendí que el hombre es un esclavo de la costum-
bre. A la tercera vez me había habituado ya de tal modo a
bañarme en aquel lugar y al requisito de tirar las piedras, que ni
siquiera pensaba en las serpientes. Más aún, el último día antes
de emprender la partida de allí, nos bañamos tranquilamente a
las tres de la madrugada, en plena oscuridad, antes de poner
pie al estribo. Entonces lo encontré enteramente natural; hoy
día, al recordarlo, experimento una cierta sensación de extra-
ñeza.
Por lo demá , en lo Llanos suele perderse el miedo a los
peligros, pongo por caso el de las arañas venenosas, del tamaño
de un puño, y de las mismas serpientes. Estas últimas solo en
rarísimos casos atacan al hombre; por ejemplo, si se llega a
pisarlas. Por lo común huyen de él. N o son excepción en esto
la serpiente de cascabel ni la venenosa equis, en cuya piel parece
estar grabada esa letra. Para curar las picaduras de estos ani-
males, los supersticiosos llaneros tienen oraciones ex profeso. El
doctor Convers, persona digna de todo crédito, refería el mucho
quehacer que en sus cafetales le daban las serpientes. A veces
le había apetecido irritarlas y ponerlas furiosas, lo que la gente
de allí dice torearlas. La serpiente silba y se retuerce, y con ojos
iracundos, parece irse a lanzar sobre el hombre, que le muestra
un pañuelo o un trapo cualquiera y que, al arrojárselo luego
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violentamente al reptil, es mordido con rabia por este; sus dien-
tes quedan tan fuertemente clavados que, incapaz ya de soltarse,
perece allí mismo a manos del llanero. Por lo común, un golpe
con una varita bien flexible es lo mejor para hacer inofensiva a
la serpiente. En los Llanos encontré, en verdad, muchas huellas
de estos animales, pero pocas veces los vi a ellos mismos.
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durante el año y que estaban aún por marcar. En medio de cada
cercado había un gran pedazo de sal, y fuera de esto no se daba
a las reses alimento alguno, el mugir era incesante por ello, su-
mándose además las quejas de los ternerillos separados por pri-
mera vez de las madres.
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el fin de contemplar la salida del rebaño. Todavía al recordar
aquel espectáculo experimento una sensación de mareo. Apenas
retirados los palos de la entrada los animales se apiñaron para
escapar. Un bosque de cornamentas se apareció a mis pies y el
suelo empezó a retemblar como en un terremoto. Con toda fuerza
hube de agarrarme al movedizo poste para no ser víctima del
vértigo y caer al suelo, lo que hubiera tenido la muerte por con-
secuencia. Poco a poco fue aplacándose el estruendo de la presu-
rosa manada. Con extraña rapidez volvieron a reunirse los gru-
pos sueltos que habían sido juntados el día anterior, y, guiados
por su jefe natural, saltaban hacia los pastos respectivos des-
pués de haber calmado la ardorosa sed en una gran laguna próxi-
ma. Al cabo de media hora no se veía una res en torno al rancho.
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las madres de los ternerillos rondaban celosas por las cercanías
mugiendo lastimeramente. Por las noches venían a amamantar
a sus crías. Pocas vacas son estabuladas con el fin de ordeñarlas
y utilizar su leche para beberla o fabricar queso; la mayor parte
de ellas están en completa libertad y dan de mamar a sus hijos.
La vacada se reproduce con gran rapidez. En cuatro años, así
calcula el llanero, se duplica una cantidad de ganado vacuno por
el estilo de lo que hemos visto, descontando anualmente una
décima parte constituída, poco más o menos, por los animales
viejos sacrificados, los que mueren, los que se venden por sepa-
rado o los que devora el jaguar.
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En general, la raza vacuna introducida por los españoles es
grande y fuerte. La cabeza es pequeña, los ojos miran con cierta
vivacidad, el cuello es extraordinariamente esbelto, la piel limpia
y brillante. Los cuernos son más bien cortos y de bella curvatura.
Por naturaleza este ganado es además bastante manso. ¿Será que
el clima, lo mismo que al hombre, ha llegado a infundirle una
cierta indiferencia? Nunca oí que un toro furioso acometiera a
nadie. Por supuesto, con un caballo ligero sería posible escapar
a la embestida. Ultimamente, mediante la importación de semen-
tales de Hereford, se ha tratado de mejorar la raza. Gracias a la
rápida multiplicación de los rebaños, la riqueza principal de los
Llanos está en la ganadería.
Casi todas las tardes, entre las cuatro y las cinco, saliamos
de caza. Hacia la puesta del sol salen del monte los muchos
corzos y ciervos que allí se crían, para apacentarse en grupos
en los crecidos pastizales. Se avanzaba a caballo hacia alguno
de esos montes, o sea pedazos de bosque, se hacía alto a unos
cientos de metros, y luego había que deslizarse a pie en direc-
ción a la pieza. El ojo de azor de mi compadre Fernández des-
cubría los animales a mucha distancia. Para la vista normal del
hombre de ciudad, era imposible distinguir su color entre la
yerba. El cazador experto se iba derecho hacia el venado; y no
tardaba en alcanzarlo el disparo mortal, lo cual nos deparaba
un magnífico banquete. Cuando uno fallaba la puntería, los ani-
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males se dirigían hacia el monte en frenéticos, formidables sal-
tos. A mí, falto de verdadera rabies venatoria, aquello me pare-
cía lo más hermoso y juzgaba que los brincadores fugitivos
habían merecido sobradamente su libertad.
También becadas, patos y pavos encontrábamos a menudo
por las grandes lagunas de agua fangosa y rodeadas de árboles.
Por allí resonaban nuestras ambiciosas descargas. Un tiro de
mi revólver suizo me ocasionó una vez sincera pena. En uno de
aquellos estanques nadaba una garza blanca, una "gentil garza".
Uno sugirió la idea de matar al ave y como la cosa era difícil,
el juego nos resultaba divertido. Ya la garza estaba herida, cuan-
do una bala de mi revólver la alcanzó en el cuello. El animal
se alzó convulsivamente, extendió las alas, abatió el cuello y
murió. Se me alabó el disparo, pero me quedé triste. Habíamos
cobrado caza bastante y dejamos allí la garza, la gentil garza.
Después de ocho días de vida nómada y venatoria, íbamos
a regresar a Villavicencio para pasar allá la fiesta de Navidad.
A las tres de la madrugada pusímonos en marcha después de
habernos bañado. Las cabalgaduras, que conocían bien el sen-
dero, avanzaban vigorosamente con el aire fresco de la noche.
Cada jinete seguía en silencio al de delante sin ver al que enca-
bezaba la hilera. En la lejanía el cielo aparecía rojizo en algunos
puntos como iluminado por resplandor de incendios. En efecto,
eran algunas sabanas a las que se había prendido fuego para
que al arder su seca y alta yerba dejara espacio al pasto fresco
y reciente que el ganado buscaba con ansiedad. Un cómodo y
nada dispendioso cultivo ...
Entre las cuatro y las cinco fueron apagándose las estrellas
y el cielo comenzó a clarear ya por Oriente. Pero a las cinco,
curioso fenómeno que muchas veces he observado, durante unos
diez minutos parece que la noche combatiera una vez más con el
día y que ahora pretendiese juntar todas sus fuerzas para la
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lucha. De nuevo vuelve a reinar la oscuridad. Pero súbitamente
cesa la resistencia. La ancha franja de claridad que luce por el
Oriente va haciéndose mayor, las nubes se perfilan más nítida-
mente, primero en blanco, luego en gris bronce, después en rojo
claro y rojo carmesí. A las seis, precedido de haces de fuego,
surge el sol. Los pájaros, loros y pericos, y los grandes y relu-
cientes guacamayos, gritan y parlotean frenéticamente. Los pe-
queños colibríes, las tominejas, pasan y repasan veloces con su
plumaje de colorines. Todo ha cobrado nueva vida, y el jinete,
sobre su cabalgadura que relincha alegre, se siente invadido de
un indecible bienestar. ¡Oh gozo de la mañana, oh dorada li-
bertad!
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civil parecía más bien un recio molinero. Gustaba mucho de
montar a caballo y compartir la vida de los llaneros; él era un
llanero en el mejor sentido de la palabra. Tenía también un mo-
desto hato, criaba ganado' y lo vendía. Tenía que hacerlo ya por
el motivo de que el gobierno no pagaba puntualmente la ayuda
correspondiente a su mezquino sueldo y porque los habitantes
de los Llanos no eran de especial largueza para con su clérigo. La
cura de almas era allí cosa de cada cual, pues hecho ya el pueblo
a pasar la mayor parte del año sin el consuelo de la iglesia y
acostumbrado hasta a efectuar los entierros sin auxilios del
clero cuando el Padre se encontraba ausente, su sumisión y
respeto ante lo eclesiástico no era cosa muy señalada. Por esta
causa, cualquier clase de fanático y cualquier cura de los que
siempre llevan la religión en la boca, pronto hubiera quedado
fuera de lugar en los Llanos. El Padre Vela, en cambio, con su
natural rectitud, se había conquistado la plena confianza de la
gente. También en sus viajes por el río Meta supo inspirar res-
peto y veneración a los indios salvajes de aquellas riberas, de
modo que siempre había algunos que se hacían bautizar por él.
Servicial y tolerante en toda ocasión, el Pater podía ser consi-
derado como un consejero y educador de Villavicencio y su
contornos.
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A las navidades siguió una mayor calma. Para pasar el tiem-
po se organizaban, de cuando en cuando y en plena calle, bárba-
ras riñas de gallos, espectáculo que nos infunde horror, que nos
inspira repugnancia. Los gallos de los Llanos son de buena raza
y valientes, de afiladas espuelas y de gran fiereza y saña. Solo
cuando se halla ya muy maltrecho cede el más débil el campo de
batalla.
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mente las ofensas, sin llegar a ser vengativo. Es amigo de bromas
y de dar chascos ; de la especie de estos da idea el suceso si-
guiente:
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cioncillas acompañándose con una pequeña guitarra. Tocó toda
la noche, sin cesar ; cantó y bebió de lo lindo ; de mañana, entre
las seis y las ocho, seguía cantando. . . A las tres de la tarde
nos lo encontramos por allí cerca, cabalgando tan tranquilo y
ya de vuelta para el hato. De todo el dinero de los jornales tra-
bajosamente ahorrado, solo le había quedado para comprarse un
sombrero pardo de fieltro que nos mostró sonriente. De arrepen-
timiento por el dinero malgastado y por la noche pasada en
claro, no daba la muestra más leve; al contrario, iba tan ufano
como contento.
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graciosa referencia la anécdota que sigue y que fue publicada
por el periódico "La Nación" de Bogotá, de probado catolicismo:
Un día llegan a un pueblo del interior dos llaneros muy igno-
rantes y ven por primera vez un templo. El primero que se
atreve a entrar, contempla admirado las preciosidades que en-
cierra la iglesia y en ella se encuentra con el cura. Este le pre-
gunta de dónde viene y hace otras indagaciones por el estilo,
deseando saber también cómo anda el hombre en materia de
religión. "¿Crees -interroga el sacerdote- que Nuestro Señor
Jesucristo fue escarnecido y crucificado y que al tercer día re-
sucitó?" El llanero responde con evasivas y busca la primera
ocasión de ausentarse de allí. Fuera se encuentra con su com-
pañero y le dice: "Tú, anda con cuidado si es que vas a entrar
a la iglesia. ¡No digas nada!, porque parece que andan haciendo
pesquisas por un asesinato que hubo" ...
Así es el llanero, un tipo humano en íntima vinculación con
la Naturaleza, una mezcla de civilización y primitivismo. Sus
ojos, tan pronto chispean de fieras pasiones como reflejan la
máxima mansedumbre e ingenuidad. Si se le trata cariñosa-
mente, es el más tranquilo, desinteresado y fiel de los hombres
y el mejor de los amigos. Si se le agravia, se convierte en un
tigre. En él, casi todo es instintivo; no conoce la larga reflexión,
la conducta ponderada y arrnonizante del hombre de superior
cultura.
Pero todavía nos quedaba por conocer a los llaneros de
verdad. . . Al día siguiente del de Año Nuevo de 1884, fecha
que había transcurrido muy en calma y que tampoco es feste-
jada en demasía por tratarse de un tiempo que cae en verano,
nos pusimos de nuevo en marcha hacia "Los Pavitos". La cabal-
gada fue de dieciséis horas, casi sin hacer alto y en dirección
al Meta. De comer, apenas conseguimos nada. Pero sabían exqui-
sitamente los trozos de panela que habíamos conservado en los
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bolsillos de los zamarras y que, al parecer, son manjar que calma
la sed y el hambre. Pasamos por delante de La Loma, una altura
de unos 20 metros, situada en la mitad de la llanada y casi
enteramente cubierta de selva. Por ser la única colina de esta
clase, se la ve a muchas leguas de distancia. De vez en cuando,
a lo largo de las corrientes de agua, veíamos hileras de palmas
que formaban como columnatas de templos, como altas naves
de alguna catedral. Y en torno a las lagunas surgían verdaderos
anfiteatros y rotondas de la palma moriche.
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Alrededor de las dos de la tarde llegamos al vértice del
meandro. El río tendría allí una anchura de treinta metros.
Gritamos muy fuerte hacia la opuesta orilla para anunciar nues-
tra llegada, pero nadie apareció. Después de media hora de es-
pera nuestro amigo Abadía, el caucano, decidiose a buscar un
vado por donde cruzar con nuestros animales o bien tratar de
proporcionarse alguna barca que pudiera haber en la otra ribera,
lo cual parecía bastante probable. Se arrojó, pues, al agua, cruzó
a nado el río y encontró una canoa que era hecha de un tronco
hueco, en la cual pusimos las monturas; así pasamos al otro
lado, obligando a nadar a las bestias. Ascendimos por la pequeña
altura que se lanza en aquella margen y después de cabalgar por
espacio de veinte minutos llegamos al hato llamado "Yacuana",
situado en medio de los Llanos y que consta de un rancho con
su correspondiente techo de paja de palma, de una cocina y de
muchos cercados. Esto formaba el centro de una gran propiedad,
en la que, calculando aproximadamente, pastarían unas diez mil
cabezas de ganado. Antonio Rojas, prototipo del auténtico lla-
nero, nos recibió y nos dio la bienvenida.
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no hubiera ocurrido a nuestro amigo tamaño percance y tomamos
nota de aquella seria admonición.
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un salto, medio adormilados todavía y sin darnos cuenta de
nada. Entre tanto, el fuego estaba ya apagado. La vela que tenía-
mos para alumbrarnos y que estaba puesta en el cuello de una
garrafa de mimbre se había quedado encendida en el improvi-
sado candelabro cuando nos retiramos a dormir. El contenido de
la vasija, que era melaza de caña, comenzó a arder y a causa del
humo que desprendía salieron espantadas de su refugio unas
grandes avispas que anidaban en el techo, bajo la cubierta de
paja y se arrojaron contra sus supuestos agresores. Otra vez,
un "hormiguill" . . . Abadía fue el primero que sintió la picadura
y el primero, por tanto, en despertarse. Y él dio la voz de alarma,
afortunadamente a tiempo de librarnos de males mayores, pues
el ranchito hubiera ardido como una casa de naipes. Las pica-
duras se inflamaban de forma asustante y eran muy dolorosas.
A Abadía las avispas le habían picado en la cara y sin preten-
derlo hacía unas muecas que provocaban gran hilaridad.
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zones eran magníficos como recipientes para usos diversos, aun-
que su presentación no tenía nada de bello y eran de un color
gris terroso.
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El Meta es hasta aquí generalmente navegable, si bien los
muchos meandros y bancos de arena solo permiten el paso de pe-
queños vapores. Grande es la importancia de esta vía de comu-
nicación. Ahora para llegar aguas abajo hasta Ciudad Bolívar o
Angostura, en el Orinoco -punto que alcanzan aún desde el mar
los vapores grandes- se gasta un mes entero a bordo de incó-
modas lanchas a remo o a vela y sufriendo el fuerte calor y la
tortura de los mosquitos. Al navegar aguas arriba y con viento
desfavorable, el viaje resulta todavía más largo. En vapor se
abreviaría muchísimo. Desde el embarcadero donde ahora nos
hallamos, un buen jinete podría llegar a Bogotá en tres o cuatro
jornadas. El transporte de cargas llevaría ocho días. El interior
de Colombia tendría, pues, dos grandes vías de acceso: la del
Magdalena y la del Orinoco-Meta. Por ello un comerciante fran-
cés, el señor Bonnet, introdujo por el Meta gran cantidad de
mercancías, atraído por la prometida exención de aduanas que
debía de compensar en cierto modo el gran riesgo de las opera-
ciones. Con esta perspectiva de ventajas comerciales era ya solo
cuestión de unos meses la llegada de un vapor que el señor Bonnet
había pedido. Pero el Gobierno suspendió la libertad aduanera
de aquel "puerto", afectando del modo más sensible a todo espí-
ritu de empresa o iniciativa en tal sentido.
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hacer movimiento alguno, pasa inadvertido a la manada y la ve
seguir su camino.
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Si muere el guía escapan todos, cosa que entonces debió de ocu-
rrir. Los fugitivos se hallarían en número de trescientos a cua-
trocientos y sus saltos eran tales que hacían retemblar la tierra.
También nosotros temblábamos; matamos un ejemplar de buen
tamaño y el pequeño "cabecilla" de la manada, dejando malhe-
rido a otro. En nuestras filas se registraron como bajas la herida
de Antonio, la muerte de un perro y las lesiones graves de otro
can menor, un precioso animalito negro que estaba lleno de des-
garraduras. El resto de la jauría, esto es unos treinta perros pe-
queños y feos, pero muy fieles y bien enseñados a cazar, salieron
ilesos de la aventura.
Con algún esfuerzo arrastramos hasta la orilla los cadá-
veres de los dos jabalíes. El mayor pesaría, sin duda, varios
quintales. Era más pequeño que los que he visto en Europa,
pero tan feo como ellos y con los mismos afilados colmillos.
Llamamos a los compañeros que se habían quedado con los
caballos. Se descuartizaron los cafuches, separamos los dos ja-
mones de cada uno de ellos y convenientemente atados los colo-
camos sobre las cabalgaduras, detrá de la silla. El resto de la
carne se quedó allí y emprendimos el regreso. Yo tomé sobre la
montura al perrito herido, que se quejaba lastimero. Al día si-
guiente murió.
En el hato probamo la carne de los cafuches, que, contra
h opinión general, no pareció buena y jugosa. Pero no comimos
mucho, pues nadie tenía demasiado apetito al pensar en el pasado
accidente que tan mal pudo haber terminado. Si llegamos a tre-
par a los árboles nuestras cabalgaduras, asustadas, hubieran co-
menzado a cocear contra el tropel de ]os cafuches. Estos hubie-
ran mirado entonces hacia arriba, lo que representaba cercarnos
inmediatamente. Al río no podíamos lanzarnos por temor al cai-
mán, además, una simple broma jocosa de uno de los nuestros
estuvo a punto de traernos graves males. El joven estudiante
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Simón Restrepo había venido preparando a todos durante el via-
je diferentes chascos y jugarretas propias de su edad. Una de
sus víctimas concibió el propósito, cuando estábamos a la orilla
del Meta, de tomar represalia haciéndole por su cuenta otra
broma parecida. Y así, le soltó la cincha de su caballo ; cuando a
toda prisa salimos luego galopando por la espesura, la montura
del joven Restrepo se deslizó junto con el jinete. Ni este, por
suerte, sufrió daño alguno, ni el caballo salió huyendo. Pero el
travieso muchacho tuvo que arreglárselas para ensillar rápida-
mente en medio del peligro y proseguir la galopada.
En los dos días siguientes hicimos todavía algunas excur-
siones con distinto rumbo. Una de ellas tuvo por objeto visitar
la laguna Dumasita, que tiene como cinco leguas de longitud y
es un verdadero lago. ¡ Y qué lago tan singular ! Los palmares
lo enmarcan graciosamente ; en sus pantanosas orillas habitan
grandes serpientes boas. Disparamos sobre muchos patos sal-
vajes que por alli revolaban y no dieron la menor señal de que-
rer huir. Yo vi que uno de ellos estaba como a treinta pasos de
distancia, sobre terreno aparentemente seco. Por fortuna me
previnieron de acercar1ne a cogerlo, pues de repente se alzó un
bulto desde el pantano y el pato desapareció en el acto. Desea-
mos a la boa una buena digestión.
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bíamos comenzado a preparar la comida cuando vimos algo qu
se movía entre la corriente; hicimos fuego y pronto distinguimos
un cuerpo que flotaba hacia la orilla. Era un pequeño caimán
de la especie que llaman cachirro, la cual pasa los saltos de agua
y puede remontar los ríos hasta su curso superior. Hicimos toda-
vía varios disparos sobre el animalucho herido. Cuando estaba
ya cerca de la orilla yo me adelanté y le dirigí verticalmente
un balazo al cráneo, que pareció quedar atravesado. Sacamos a
tierra el supuesto cadáver. Era un animal de cuerpo estrecho,
como de un metro de largo, pero de terribles y amenazadora
fauces. Imagínese nuestro susto cuando el caimán empezó a sa-
cudir la cola contra la arena. Uno le ató una cuerda a esa parte
del cuerpo y removió de un lado para otro al animal, el cual
se debatió todavía unos diez minutos y con tanta fuerza que una
vez derribó a uno de los nuestros. Por fin murió. Esto sirvió
para darnos una idea de la vitalidad de los grandes caimanes.
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por mí fue Maestre. Antonio Rojas iba una vez a caballo por el
campo y hallándose en las cercanías del poblado indígena vio
salir de entre la fronda a un muchachito que llorando le pidió
protección. El padre había sido muerto por alguna venganza y
el niño quedaba en situación de expósito. Antonio lo tomó consi-
go y le enseñó algo de español. El muchacho ayudaba a trabajar
en el hato y lo hacía lentamente pero con mucha voluntad. Un
año antes, el Padre Vela lo había instruído rápidamente en la
doctrina de Cristo y lo había bautizado. Ahora era ya un mocito
de buen ver y contextura vigorosa, como de dieciséis años, muy
moreno, de cabeza grande y casi cuadrada, cabellos negros y la-
cios, anchos hombros y magnífica musculatura, un hijo de la
Naturaleza en el verdadero sentido de la palabra. Pero Maestre
era muy silencioso, como que casi no hablaba y en su rostro
flotaba de continuo una sombra de melancolía, que ni una sola
sonrisa disipaba. A muchas preguntas, siempre amables, respon-
día con brevedad y en tono de evasiva. Seguía a Antonio como
un perrillo. Cuando el amo iba a Villavicencio, distante dieciocho
horas a caballo, y le ordenaba que le esperase al pie de una palma
del camino, estaba seguro de que a la vuelta se encontraría a
Maestre tendido junto al árbol que le señaló, así tuviera que
aguardarle durante horas. Tenía la extrema paciencia que ca-
racteriza a todos los de su raza. Más tarde nos contaron que un
día, lleno de nostalgia de su tribu, hubo de declarar a Antonio
que deseaba regresar a ella para casarse.
Muy pronto se nos echó encima el día de la marcha, pues
nos habíamos acostumbrado ya perfectamente a aquel género
de vida y nos encontrábamos como el pez en el agua. Emprendi-
mos el regreso pasando por "Los Pavitos" y allí pasamos el día
de Reyes. Cuando nos hallábamos en el patio desayunando y en
el momento de acabar con una gallina asada, del más apetitoso
color dorado, se presentó un mensajero con la noticia de que el
tigre, o sea el jaguar, había destrozado en la última noche un
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ternero del hato vecino. Dar un salto, tomar las armas, ensillar
las cabalgaduras, juntar los perros, todo esto fue obra de unos
pocos minutos. En compañía del mensajero salimos para el hato
mencionado que se hallaba a una hora de camino. El sol abrasa-
ba. Hacia la una de la tarde estábamos en el lugar del asalto.
La manada pastaba tranquilamente. Los perros con fuertes aulli-
dos, nos condujeron hasta un lugar donde la yerba aparecía
pisoteada y con manchas de sangre. Se veía que en aquel sitio
se había lanzado el tigre sobre la presa y luchando contra su
resistencia desesperada, había conseguido llevarla hacia el bos-
que. Seguimos el rastro sobre la yerba hasta encontrar a unos
ochenta pasos el cadáver del ternero. Tenía el pecho abierto,
porque el tigre desgarra siempre en primer lugar esta parte
de la res, ya que para él es la más apetecible. Colgaban fuera
las entrañas y los gallinazos se congregaban para devorar el
suculento manjar. Cuatro hombres se vieron en apuros para
levantar algunas pulgadas del suelo el cuerpo del animal; así
era de pesado. También el tigre se había fatigado en la faena
de arrastrar la carga hasta la espesura y a unos sesenta metros
de esta tuvo que abandonar el botín. Puede ser también que se
saciara en el banquete o que alguna cosa le hubiera ahuyentado,
contando seguramente con regresar la noche próxima.
N os adentramos en el bosque. "Pero, ¿dónde está el perro
tigre?", gritaron a un tiempo de todos lados. Por un descuido
imperdonable, habíamos dejado en "Los Pavitos" al más nece-
sario de los treinta o cuarenta perros, el que tenía que rastrear
las huellas del jaguar. Hubo que mandar por él al hato. Hasta
las tres no llegó. Husmeó por largo rato y aullaba desesperada-
mente. Luego se lanzó hacia el bosque, toda la jauría tras él y
a continuación los cazadores. Dos horas enteras anduvimos de
un lado para otro, los unos con el gatillo del fusil presto, yo con
el revólver montado. Por el bosque no había camino alguno; el
que no seguía a toda prisa a los de adelante, los perdía en seguida
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de vista y se quedaba desamparado en la espesura sin más medio
de orientación que los ladridos de los perros. Cualquier roce de
unos matojos podían hacer disparar el arma. Cierto que no había
que temer que el jaguar, harto como estaría, fuera a atacarnos;
eso lo hace tan solo cuando se halla hambriento. Tampoco había
que contar con que saltara sobre nosotros desde las ramas de
algún árbol. Estaría agazapado, sin duda, en algún escondrijo.
Pese a todo, fueron dos horas de bastante inquietud. La búsque-
da, por desgracia, resultó infructuosa. El perro tigre cogió el
rastro a hora demasiado avanzada de la tarde. El sol, en toda
su fuerza, había disipado el olor de las huellas y hubimos de
emprender el regreso sin éxito alguno. Pero a los pocos días,
después de haber matado otro becerro, cayó por fin el jaguar
y nos regalaron la piel.
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tante arrebató a su marido la lanza de la mano y mató así al
jaguar. El compadre Fernández, digno de todo crédito, refería
que una vez, yendo con otros dos, se encontraron en los llanos
de Apiay con un tigre a una distancia como de cien metros y
que, acercándose a él, lograron echarle el lazo, muy recio y
reforzado con cuero de res, de manera que el animal quedó
prendido por el cuello. Seguidamente Fernández puso espuelas
a su mula para que el tigre no pudiera alcanzarlo. Entre tanto,
uno de sus compañeros consiguió atrapar de una pierna al ani-
mal, también por medio de lazo y se puso a tirar en sentido
opuesto. Entonces, el tercero del grupo se fabricó rápidamente
una lanza clavando en un palo su cuchillo y con ella atravesó
el corazón del animal, cuyo cuerpo se hallaba distendido entre
los dos lazos.
Repletos de todas estas aventuras y relatos llegamos a Vi-
llavicencio, donde la familia Rojas se quedó muy admirada al
verme regresar tan sano y contento, pues al partir había tenido
un ataque de fiebre; ahora comprobaban que había superado
todas las correrías:. Como prevención, todos tomamos quinina y
puede ser que no fuera en vano porque, con gran pesar, hubimos
de saber que unos días más tarde, en la misma finca "Yacuana",
cerca del Meta, habían sido acometidos por unas fuertes fiebres
algunos de los peones que contrataron para marcar las reses.
La enfermedad les atacó, tal vez, por haberse mojado mucho o
por el esfuerzo excesivo. Y en el mismo ranchito donde nosotros
vivimos tan sanoSJ. y felices, habían muerto unos días después
dos hombres y un muchacho. Otro de los peones, al cabo de año
y medio seguía aauejado de fiebres. Las víctimas eran habi-
tantes de la región, no recién llegados como nosotros. Estas
desgracias pusieron una amarga sombra sobre todo lo aconte-
cido y vivido.
Mis impresiones de los Llanos puedo resumirlas del modo
siguiente:
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Es cierto que a los Llanos no puede calificárselos precisa-
mente de insalubres. Son más sanos de lo que se dice, al menos
durante los meses secos. Basta con abstenerse de toda clase de
excesos, observar la mayor mesura, sobre todo en cuanto a bebi-
das espirituosas y evitar estar demasiado al sol, como también
las mojaduras, especialmente las de los pies. Es suficiente, según
el método usado allí, tomar a tiempo vomitivos para la limpieza
del estómago y administrarse luego quinina, friccionarse con
aguardiente, llevar solo ropa de lana, acostarse pronto, madru-
gar y bañarse de la manera más adecuada posible. Y asi puede
salirse bastante bien de la experiencia de los Llanos. Mas para
aquel que deba vivir siempre en aquella región, no cabe decir
que las condiciones de vida sean de entera salubridad. Ello se
comprueba especialmente en las mujeres, todas de semblante
pálido y anémicas, que envejecen rápidamente. Es exacto que
los Llanos tienen una temperatura bastante uniforme y que el
calor que allí se soporta no es demasiado agobiante -como
ocurre en otros lugares del valle del Magdalena, por ejemplo en
Honda-, pues las lluvias, los vientos que soplan por los ríos,
así como los alisios, contribuyen a refrescar la atmósfera. La
t emperatura media es de 27 grados C junto a la cordillera. Los
mosquitos molestan poco, las garrapatas, en cambio, que trepan
por los pantalones y se incrustan en la carne, son huéspedes
muy ingratos. Es cierto también que, en puridad, son pocas las
}Jartes de los Llanos que se inundan por entero, si bien el agua
se mantiene por mucho tiempo en los charcos, particularmente
en los llamados Hcaminos" a través de la selva. Tampoco se
puede negar que las tierras son en extremo baratas y que allí
basta trabajar unas pocas horas al día para poder vivir, no
solo con un pasar suficiente sino con gran holgura. Es verdad,
por último, que todavía incontable número de hectáreas son
terreno baJdfo, o sea campo sin cultivo ni dueño y que los inmi-
grantes que gocen de salud pueden enriquecerse mediante la
agricultura.
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Mas todo esto no impide que destaquemos los aspectos des-
ventajosos de los Llanos. La tierra es fértil, pero solamente a lo
largo de la cordillera, donde está la gruesa capa de humus. En
las verdaderas llanuras las plantas herbáceas son todavía de
valor bastante escaso y, de todos modos, tienen que irse mejo-
rando adecuadamente con el tiempo, además de remover la tie-
rra mediante las oportunas operaciones de arado. Para ello falta
aún mano de obra; la gente no quiere trasladarse allí porque
a la larga no conseguiría soportar el clima y porque poco a poco
se produce un debilitamiento del organismo a causa de las fie-
bres. Faltan además las vías de comunicación necesarias y por
ello los productos no tienen la buena salida que en otro caso
podrían alcanzar. Se planta solamente lo imprescindible y el cam-
po sigue siendo pobre. Añádase que la propiedad no está siempre
bien delimitada, lo cual da lugar a procesos que, dentro del primi-
tivismo de la justicia en estas regiones, se convierten en verda-
dero tormento de quien los sufre. La propiedad del suelo, por
otra parte, debería estar mucho más repartida, pues los lati-
fundios no satisfacen nunca las condiciones de un cultivo ade-
cuado. Es excesivamente esperanzado creer que hoy día podrían
vivir en el territorio de San Martín seiscientas mil reses -cuán-
to menos los tres millones que señala André-, pues para su
cuidado sería necesario también un determinado número de hom-
bres. Para el alimento de ese ganado harían falta además di -
tintas plantaciones de las que hoy existen.
"Solo el trabajo transformará los Llanos", dice la consigna
del admirador de esa región. Es cierto. Pero en la Naturaleza,
todo lo que el hombre alcanza es a costa de duros sacrificios.
Habrá que c.ontar también con holocaustos de vidas humanas
hasta que los Llanos vayan haciéndose lentamente accesibles a
la civilización, hasta que se hallen ocupados y colonizados por
las gentes más capaces, ya se trate de colombianos llegados de
]a cordillera, o ya de venezolanos o brasileños que desde la costa
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avancen hacia los Andes subiendo por las cuencas de los ríos.
Solo donde el hombre haya perdido ya a muchos de sus seme-
jantes, tan solo allí, por raro que esto pueda sonar, resultará
un clima sano y habitable, en virtud de las necesarias experien-
cias. Los poquísimos habitantes que hoy día pueblan los Llanos
son merecedores, pues, a toda gratitud como pioneros de la Hu-
manidad. En efecto, tenemos por seguro que en los siglos veni-
deros los Llanos serán asiento de centros de civilización que,
auxiliados por una peculiar red de comunicaciones fluviales, po-
drán proporcionar sustento y felicidad a millones de seres.
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comprimido nos resultaba todo cuanto veíamos! Con razón. Nues-
tra mirada se había ensanchado con la contemplación de tanto
prodigio de la Naturaleza, de tanta experiencia y aventura y
volvíamos a la vida civilizada con un campo visual más amplio,
con el corazón más libre y abierto, con un sentido más viril y
una más práctica concepción de la vida.
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ayudarnos en los preparativos para la continuación de nuestro
viaje. Ahora nos enteramos de que en Villavicencio apenas si
se pueden conseguir caballos, pues sucumben muy pronto al in-
sano clima. Mucho más resistentes son, en cambio, las mulas,
que por tal motivo son usadas allí abajo no solo como acémilas
sino también, en general, como cabalgaduras. Después de pro-
porciona7-rws las bestias y un peón conocedor de aquellos cami-
nos, nos retiramos a nuestro alojamiento para preparar donde
dormir, pues el cuarto que se nos ha adjudicado en esta primera
posada de Villavicencio tiene por único mobiliario dos sillas;
en la pared hay unos cuantos ganchos pa'ra sujetar las hama-
cas. Dormir en la hamaca no es cosa fácil, y nos alegramos
cuando a las dos de la madrugada golpea la puerta nuestro
peón trayendo ya los animales ensillados. Atravesamos silen-
ciosamente en la noche por las calles de la quieta ciudad. A poco
de abandonar la población nos recibe ya la selva, en la que los
rebaños han ido abriendo unos pocos caminos. En los lugares
pantanosos nuestras bestias se hunden a menudo hasta la panza,
y cuando consiguen librarse del atolladero, el guía ha desapa-
recido en la oscuridad. Pero, con seguro i'nstinto, cada animal
va siguiendo al otro y sabe dar con los m efores puntos del ca-
mino. De cuando en cuando llega a nuest1·os oídos un rugido
sordo, y no podemos imaginarnos sino al jaguar, que anda en
busca de presa. Y las plantas parásitas que se enroscan y cuel-
gan de los árboles siguen remedando a gruesas serpientes que
fueran a lanzarse sobre el confiado jinete. Al pasar el río Ocoa
encontramos a algunos llaneros que se encaminan a V illavicen-
cio. Las horas se hacen interminables en la nocturna selva.
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en la inmensa lejanía del horizonte y sube rápida mientras avan-
zamos hacia ella entre la alta y seca yerba de la llanada. Esta,
por donde nos va meciendo el acompasado trote de las mulas,
queda orlada a ambos flancos por la selva virgen que acompaña
los cursos de los ríos; solo hacia Oriente se abre y deja ver de
trecho en trecho las copas de pequeñas islas de arbolado, que al
acercarnos van elevándose poco a poco sobre la línea del horir
zonte. Así, de cuando en cuando, seguimos fijamente en la lon-
tananza una o dos altas copas, y, una vez alcanzado el diminuto
oasis, buscamos nuevos puntos de referencia. En esos islotes de
arbolado reina una gozosa vida, pájafl'os multicolores y toda
una variadísima fauna. Soberbias garzas se remontan al aire
cuando nos aproximamos. En las pequeñas lagunas se ve al ga-
nado en libertad, metido en el agua hasta los corvejones, entre
garzas, patos y otras aves acuáticas. Un ruido que llega de lo
alto de unas palmas nos hace levantar la vista, y nos encontra-
mos con dos pequeños monos a los que hemos turbado en su ta-
rea de arrebatar cocos y que nos miran con fijeza y perplejidad.
Luego, en movimientos rapidísimos, se enlazan con el rabo a los
esbeltos troncos y se dejan resbalar por ellos hasta que, a la
altura de los bajos arbustos, s alejan veloces entre carcajadas
burlescas.
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río Humea conforta el cuerpo fatigado y nos hace encontrar
especialmente deliciosa la siesta que echamos a continuación.
A las tres de la tarde, todavía bajo los rigores del ardiente sol,
montamos de nuevo y continuamos la marcha hacia el Este. El
camino sigue ahora pegado al 'rÍO, de modo que muy a menudo
hacemos la'rgos trechos entre la espe ura, del alto de un hom-
bre, sufriendo así menos las inclemencias del calor. Pero luego
vienen otra vez grandes extensiones de yerba reseca, que pare-
ce no esperar otra cosa que el que le prendan fuego. Por fin,
hacia el crepúsculo, aparecen las construcciones, las cuales más
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semejan tinglados que casas, de la finca denominada Barran-
cas", en la confluencia de los ríos Ocoa y Humea. En la hacienda
encontramos a Misael y Rubén Vásquez, dos aguerridos y fuer-
tes llaneros, que nos saludan como vieios amigos y nos acogen
amablemente pot· huéspedes suyos. La mayo1· parte del año la
pasan estos hombres allí abajo en lo Llanos y solo raramente
suben a la capital pa'ra disfruta?' las ventajas de la civilización,
pero a ningún P'tecio deseat·ían cambiar la libre existencia lla-
wt·a por el lujo y confort de la ciudad. Con tan cot·diales gentes
se hace amistad en seguida, y en su finca no move1nos como en
nuestra propia casa. Lo primero que nos seduce es, otra vez, el
río, al que saltamos gozosamente desde la alta orilla. Pero nos
cohibe un cierto temor de atravesar 'JHLdando la corriente, pues
no está descartada la posibilidad de 1tn encuentro con el caimán.
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de lejos para remontar el Meta hasta su curso superior y el de
sus afluentes y desovar, antes del comienzo del invierno, en las
claras corrientes que bajan de la montaña.
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da un momento de tregua, a pesar del inmenso susto que está
pasando. Por fin, zarpan las canoas, y, ent·re jubilosos saludos,
la expedición desaparece por la próxima revuelta del río.
Ahora ha sonado también para nosotros la hora de la par-
tida, y nos ponemos en camino hacia Puerto Barrigón. Se nos
han agregado dos nuevos compañeros de viaje que desean, lo
mismo que nosotros, agregarse al correo que va hasta el bajo
Meta. A ellos les queda todavía como un mes de viaie hasta lle-
gar a su punto de destino, una finca del territorio de Arauca.
Después de abandonatr ~~Barrancas", llegamos de nuevo a la
abierta llanura sin caminos, cuyos confines se pierden a nues-
tra vista con la sola interrupción de unos grupos de árboles
aislados y alguna manchas de selva virgen. A pesar de que las
mulas llevan un trote vivo y animoso, el repetido compás del
movimiento termina por producir soñera, sobre todo porque el
sol está quemando despiadadamente sobre nuestras cabezas des-
de primera hora de la mañana. Parece también que todo el mun-
do animal se ha refugiado del calor en alguna parte, pues, fuera
de algunos patos y otras aves que vemos en una laguna, no des-
cubrimos fauna de ninguna clase. A eso del mediodía nos vol-
v emos a aproximar a la selva virgen que acompaña el curso del
río Humea, y avanzamos ya por tupida jungla rodeados de toda
la maravillosa vegetación de las regiones pantanosas del tró-
pico.
Al cabo de una hora, poco más o menos, alcanzamos el talud
de la orilla y volvemos a ver el río. Pero Puerto Barrigón, a
orillas del Humea, nos decepciona un tanto, pues este lugar cons-
ta de un simple tinglado o cobertizo, sin paredes, y de un tra-
piche bastante abandonado. La gente que anda por allí no des-
pierta, por su aspecto, demasiada confianza.
Abajo en el río está amarrada una lancha de forma plana,
un bongo, que es la que lleva el cort~eo por vía fluvial, bajando
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el río Humea y el Meta, hasta el territorio de Arauca. Solo tres
veces por mes hace el recorrido uno de estos bongos, de manera
que nos sentimos muy satisfechos de llegar a tiempo y poder
tomar parte en la travesía. La tripulación está constituída por
tres indios Hsin falsificar'' al mando del capitán y timonel, don
Melitón Estrada, que, a pesar del nombre español, es también
un indio auténtico. Además del nombre, don M elitón ha recibi-
do, como sumo patri-monio de civilización, la grandeza de un
verdadero hidalgo, y sus actitudes están llenas de dignidad. Don
M elitón aguarda horas y horas la llegada del convoy de mulas
que trae el correo, y ent?"'etanto apenas sí cambia una palabra
con los semisalvaies mestizos que nos rodean. También de nos-
otros hace caso omiso hasta ce'rciorarse de que vamos a recono-
cer su autoridad de mando como comandante de una lancha
oficial. Luego de ser adrnitidas p01· conformes las autorizaciones
que nos extendieran las autoridades de Villavicencio, y no ha-
biendo impedimento para continuar viaie a bordo del bongo,
ordenamos a nuestro peón que con las mulas se adelante por
tierra, camino más co1·to, hasta Puerto Cabuya'ro. Nosotros he-
mos de reco1·re1· unos 1 00 kilómett·os 'río abajo para llegar a
dicho punto, té?--;nino de nuest1·a trave ía.
Por fin, entre el continuo gritet·ío de los an'ierros, sale del
bosque la columna que transporta el correo hasta el bongo, y
comienza la prolija entrega de los sacos y paquetes a don M e-
litón. Así empieza a anochecer y se hace preciso retrasar la sa-
lida hasta el día siguiente. De este modo tenemos el placer de
pasar una noche bajo el hú?nedo calor tropical de Puerto Bar?·i-
gón y en medio de muy diversas gentes, colgando nuestras ha-
macas, entre las de los tipos más siniestros, de las vigas que
sostienen el techo del tinglado.
Todavía de noche, nos trasladamos al bongo con toda nues-
tra impedimenta, Poco después, don Melitón hace sonar un ca-
racol ra1·ísimo por su forma, 1J avi a con ello la partida de la
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embarcación. Silenciosamente nos deslizamos en la noche. Los
tres indios de a bordo hacen avanzar por medio de las pértigas
y corriendo a un lado y otro por la parte de proa. Don M elitón
va erguido ante la rueda del timón, y a sus pies estamos acurru-
cados mi hermano y yo, además de los otros pasajeros que ayer
se nos incorporaron para el viaje fluvial.
Al alborear nos hallamos sobre el ya espacioso curso del
'río, en medio del más soberbio paisaje de selva. Alta e impene-
trable espesura nos acompaña por ambas orillas. A menudo ve-
mos gigantescos árboles descuajados que han ido a derribarse
sobre el río y parecen querer cen·arnos el paso. Pero don M e-
litón, con experta mano, sabe guiar el bongo a través de todos
los obstáculos y riesgos. A trechos, sin embargo, es tal la can-
tidad de troncos incrustados en el cauce, que la muy cargada
embarcación no puede escapar a su funesta suerte, y encalla sin
remedio entre broncos crujido . Tripulación y pasajeros tienen
que aligerarse de ropa, saltar al agua y, uniendo todas sus fuer-
zas, sacar a la lancha del atolladero. Se olvidan entonces todas
las terribles historias de caimanes y de peces carnívoros o car-
gados de elect'ricidad. . . De cabeza nos arrojamos a las frescas
aguas, despertando con ello la infantil admiración de los indios,
.que parecen no habett· visto cosa tal entre gente blanca. Río
abajo prosigue alegremente la travesía, de cara al próximo obs-
táculo, el cual será sorteado hábilmente o, si nos atascamos de
nuevo, da1·á ocasión a ot1·o refrescante baño.
Hacia el mediodía llegamos a la desembocadura del Humea
en el Meta, el mayor y todavía poco conocido afluente del Ori-
noco. Lo alcanzamos todavía en un punto muy alto de su curso,
donde la anchura viene a ser como de 200 metros. Ahora, a fines
del verano, no lleva mucha agua, pero el profundo corte de las
orillas permite deducir claramente que en tiempo de lluvias se
convierte en un río formidable. Pronto don Melitón efectúa una
maniobra hacia tierra, y a1narramos para preparar nuestra co-
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mida en un lugar cercano a un pequeño grupo de ranchos. V e-
mos acercarse a algunos indios, que, embarcándose en sus estre-
chas canoas, se dedican a pescar armados de arco y flecha. A
poco, un muchacho consigue ensartar, mediante hábil y certero
flechazo, un pez negro de forma triangular. Con triunfal gesto
nos muestra su botín, cobrado por tan prehistórico sistema.
Tras la breve escala, el bongo se pone de nuevo en movi-
miento sobre la clara corriente del magnífico río. Nadie sabe lo
que hay al otro lado de la selva que nos 1·odea; nuestros acom-
pañantes aseguraron que el Meta constituye la frontera de la
civilización y que a nuestra derecha comienza ya la región ha-
bitada por los indios salvajes. De cuando en cuando vemos algún
ser humano que de pie en la orilla mira acercarse nuestra em-
barcación y que al hallarnos más próximos desaparece con hosca
actitud en la selva. Estos son, pues, los indios salvaies, que, en
rigor, solo se distinguen de nuestros acompañantes por no ha-
berse convertido todavía a la fe cristiana.
Desfilan nuevas estampas llenas de una sosegada y encan-
tadora belleza en medio del paisaje de la selva vi?·gen. Apenas el
aleteo de un ave huidiza turba la profunda quietud de estos lu-
gares. Una vez pasamos pegados a una llanu1·a en llamas, más
tarde nuestros compañeros descubren la ((reina de los ríos", una
clase de pez de la cual pasan a nuestro lado, río a1·riba, dos
grandes eiemplares. A nosotros nos parecen delfines, iguales a
los que saltan en torno a los barcos en la cercanía de las A nti-
llas, y nos asombra mucho encontrar a estos raro animales en
el agua dulce del Meta, a mil kilómetros del mar.
No nos faltan, pues, distracciones, y las horas pasan con
gran rapidez. Pero, cuando ya contamos con llegar a Puerto Ca-
buyaro antes de oscurecido, don Melitón ha considerado conve-
niente que hagamos noche en medio de la selva. De pronto, se-
ñala con la mano a un extenso banco de a'rena y declara que
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allí vamos a montar nuestro campamento. Asombrados, pero
sin hacer oposición alguna, vemos cómo el bongo se arrima a
la orilla y saltarnos alegrernente a tierra a tiempo que, súbita-
mente, se echa encima la oscuridad. Todos los objetos del cam-
pamento, lo mismo que algunas raíces y ramas clavadas en la
arena, se esfuman en imprecisos contornos, y ya es plena noche.
Aún falta mucho para la salida del sol, cuando ya los tri-
pulantes se dedican a preparar la partida, y abordamos todos
nuevamente el bongo. Antes de zarpar, don Melitón pregunta
en el silencio, como obedeciendo la ley de un viejo uso: u¿Con
quién vamos?". Y los tres indios responden desde el extremo
de la embarcación: ucon Dios". Estas sencillas palabras, de boca
de los humildes indios, dan a la travesía una religiosa solemni-
dad en medio de la selva todavía sumida en el sopor nocturno.
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se ha presentado en la plaza del luga1·, pe'ro apenas si lo reco-
nocemos, pues aparece con un flamante traje blanco y entera-
mente poseído de su dignidad de capitán del bongo.
Puerto Cabuyaro es un apartado poblado tropical, que, apar-
te de la iglesia, cuenta solo con un pequeño número de cabañas
o barracas. Y a pesar de ello, sueñan aquí con un futuro de nú-
cleo comercial como última escala de la navegación por el Meta.
En efecto, hasta este punto (300 metros sobre el nivel del mar)
el río es navegable para vapores fluviales, que podrían llegar
desde las plazas portuarias del océano Atlántico siguiendo el
curso del Orinoco. Hasta hace poco, prestaba servicio regular a
Puerto Cabuyaro un vapor que traía mercancías con destino a
Bogotá, las cuales se transportaban hasta la sabana, a lomo de
mula, por un costo relativamente pequeño. Pero cuando el go-
bierno estableció además un puesto de aduanas en el reciente
puerto de importación, el movimiento a través de este lugar tuvo
un fin prematuro, y el pueblo quedó otra vez abandonado y fal-
to de actividad.
Después de despedirnos cordialmente de nuestros compa-
ñeros de viaje y tras corta escala en Puerto Cabuyaro, subimos
a lomo de las mulas, ya entretanto repuestas de su fatiga, y nos
disponemos a cubrir en solo dos jornadas, si ello es posible, el
largo camino de más de 100 kilómetros que nos separa de Villa-
vicencio. Esto constituye, sin embargo un esfuerzo formidable,
toda vez que una cabalgada de doce o más horas no es cosa fácil
en medio del calor tropical. Nada, pues, tiene de extraño que de
las visiones de la monótona llanura, lentamente desarrolladas,
queden en nosotros no más que unas pocas impresiones. Pero
al segundo día hemos llegado de nuevo a la proximidad de los
montes, pues las cordilleras se introducen aquí profundamente
por las tierras llanas. El último trecho del itinerario atraviesa
ahora por selva montañosa, donde la oscuridad nos sorprende de
modo repentino. Es ya noche cerrada cuando con nuestros ago-
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tados animales llegamos, por fin, a la tumultuosa corriente del
Guatiquía, que hemos de cruzar para llegar hasta Villavicencio.
Constituye una arriesgada audacia lanzarse al caudaloso río,
donde ni vado ni fondo pueden ya descubrirse y teniendo que
fiarse ciegamente el jinete al instinto de su fatigada cabalga-
dura. Pero pasamos el río y, aliviados, entramos en Villavicen-
cio, remansado en su nocturna calma . ..
Ultimamente se advierten esfuerzos para hacer accesibles
los Llanos por medio de ferrocarril y carretera. En tanto que
la vía férrea, "Tranvía de Oriente", busca solo la penetración
en la montaña siguiendo el límite de la altiplanicie, la carretera
para automóviles pasa ya de Chipaque y llega hasta Cáqueza.
Pero las verdaderas y grandes dificultades de ambas vías de
comunicación empezarán a surgir en los estrechos pasos y abis-
mos de más abajo de Cáqueza. Parece que habrán de transcurrir
todavía muchos años hasta que la romántica cabalgada de los
Llanos pertenezca definitivamente a la Historia.
Los Llanos siguen siendo una región del futuro.. Para la
colonización y el cultivo organizado no ha llegado aún el mo-
m ento, pues a los colonos les faltaría la posibilidad de vende'r
sus productos agrícolas con la conveniente ventaja. El camino
hacia los grandes mercados lo abrirá un día la navegación por
el Orinoco y sus afluentes, entonces habrá de producirse tam-
bién, por sí misma y sin forzamiento, una. colonización más
densa de los Llanos, donde, gracias a la gran cantidad de agua,
existen insospechadas posibilidades de cultivo. No es, por ello,
mera casualidad que Colombia, poco después de su entrada en la
Sociedad de las Naciones, haya defendido en primer lugar la
libre navegación en las grandes vías internacionales (en este
caso el Orinoco con sus afluentes Arauca y Meta). En la ga-
rantía de la libre salida al mar desde todas las regiones del in-
terior del continente está la clave del futuro desarrollo de esos
territorios de Colombia.
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9.- LA LIBERACION Y EL LIBERTADOR
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accesibles a los indígenas ni a los criollos. La cerrada centrali-
zación en presidencias y virreinatos (1), que abarcaban comar-
cas inmensas y apenas o escasamente relacionadas entre sí, así
como la total dependencia, en cuanto a legislación y jurisdic-
ción, de la Corte Española y del Consejo de Indias -que no
conocía las necesidades de cada región y que solo con lentitud
resolvía los negocios-, ahogaban toda capacidad política de re-
solución. Hay que añadir que las autoridades civiles entre sí,
y estas con respecto a las eclesiásticas, se hallaban en disensión
constante. La libertad personal y los fueros, tan desarrollados
en España, lo mismo que la opinión pública, no eran allí tolera-
dos. El acceso a las posesiones de América se hacía casi imposi-
ble a los otros europeos no españoles ; las colonias se hallaban
rigurosamente separadas del resto del mundo, de modo que te-
nían de este un concepto enteramente erróneo. Una gran irre-
flexión y egoísmo por parte de los funcionarios ponían su sello
a la administración. La imposición de muy altas cargas tribu-
tarias, en especial los impuestos sobre las ventas, oro y siempre
oro, era la consigna de los españoles. Por eso no existía amor
patrio, ni fidelidad en las funciones públicas, ni afecto de los
gobernados hacia los gobernantes; en una palabra, entre la auto-
cracia de una parte y la sumisión de la otra, no había progreso.
En el aspecto cultural y social las cosas no estaban mejor.
La enseñanza pública se encontraba enteramente desatendida y
se daba en forma fragmentaria e incompleta, obstaculizada ade-
más por la Inquisición, establecida en 1571 y por la prohibición
de introducir y leer los escritos calificados de heréticos. Los
bienes de las personas sospechosas eran embargados y sus fami-
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lías expuestas al general desprecio. Con las abjuraciones a la
fuerza se fomentaba la hipocresía. Eran grandes el fanatismo
y la superstición de las masas, solo aparentemente convertidas
al cristianismo, que en el fondo continuaban siendo idólatras y
que de la religión no conocían mucho más que al cura o monje
que las explotaba. Agreguemos que la población estaba corrom-
pida por el mal ejemplo de tanto aventurero inmigrante, de tanto
noble arruinado y falto de escrúpulos, de tanto soldado brutal;
corrompida estaba la gente por la mendicidad, por la usura y el
juego, por las loterías, por la dilapidación de las fortunas rápida-
mente logradas, por los torcidos procesos y la justicia venal y
turbia, por un sistema de espionaje y delación, por la aplicación
de torturas, por las lidias de toros y las luchas de gallos y no
en último lugar por el desprecio de la honra y virtud de las
mujeres del país. Con la palabra y la pluma el Padre Aguilar
señaló durante mi permanencia en Bogotá esos ejemplos de co-
rrupción de los tiempos pasados. Los esclavos, tanto los traídos
de Africa como los indios, hacían la mayor parte del trabajo.
Las mejores tierras se hallaban reunidas en poder de unos pocos
o se convertían en bienes de la mano muerta. Al comenzar la
revolución el clero tenía casi la mitad de las propiedades raíces.
La servidumbre de los aborígenes dificultaba también la nece-
saria y deseable mezcla de razas. N o había libros útiles que
divulgaran la instrucción, pues, por ejemplo, la lectura de la
Hi toria de América de Robertson estuvo castigada con pena de
muerte. Algunos libros entraban de contrabando. El alimento
espiritual estaba constituído por la teología, el derecho canónico
y todo el confuso cúmulo del derecho civil en el que ya no se
orientaban ni los mismos legisladores.
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pena de muerte. Diferentes fábricas de paños, vajillas y sombre-
ros fueron destruidas por mandato real. Los productos del co-
mercio no podían ser intercambiados libremente y según las le-
yes de la demanda, pues solo cabía su importación desde la
metrópoli o su exportación a la misma. Sevilla era a estos fines
el único puerto de embarque y desembarque de mercancías. To-
dos los años zarpaban para Portobelo dos flotas mercantes escol-
tadas por navíos de guerra. Los artículos importados debían
recorrer las reg-iones en una dirección estrictamente señalada;
en cada lugar se dejaba una determinada cantidad, hiciera falta
o no allí. Así se crearon núcleos de tráfico enteramente artificia-
les. Como único principio económico se tenía la explotación de
las minas de oro y plata. Por malos caminos, que siguieron siendo
malos, se llevaban a lomo de mula los sacos de oro -riqueza de
unas pocas familias- para ya no volverlos a ver.
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Diversos levantamientos de mayor o menor magnitud, como
el de los Comuneros del año 1781 en Colombia, demostraron a
los dominadores españoles que habían pasado los tiempos de la
callada obediencia. En la escena universal reinaba la agitación.
No es que la guerra norteamericana de liberación hiciera una
impresión grande sobre los emotivos suramericanos. De un lado,
las noticias sobre esos acontecimientos se reservaban bastante
y eran poco conocidas, de otro lado, se trataba de una revolución
un tanto prosaica. Cosa muy distinta ocurrió con el gran drama
de la cosmopolita Revolución Francesa, proclamadora de la igual-
dad y la libertad de todos los hombres.
El año 1799 Nariño hizo imprimir y repartir secretamente
en Bogotá la proclamación de los derechos del hombre, tal como
había salido de la Asamblea Constituyente Francesa. El espí-
ritu que emanaba de aquel texto entusiasmó los ánimos y los
dispuso a la acción.
El impulso para la revolución suramericana lo dio el con-
flicto de España con Napoleón. Bonaparte exigió del rey Carlos
IV -o más bien de su favorito Godoy, el Príncipe de la Paz,
aborrecido por el pueblo- el libre paso de las tropas francesas
hacia Portugal. Los ejércitos franceses al mando de Junot atra-
vesaron la frontera. Para salvar a su favorito de la irritación
de las fieles masas populares, Carlos abdicó el 19 de marzo de
1808 en favor de su hijo Fernando VII. Napoleón invitó a padre
e hijo a Bayona para tratar de remediar sus desavenencias;
allí logró el francés el éxito de su intriga en el sentido de
inclinar a Carlos IV a retirar su abdicación, pero llevándole
luego a una nueva renuncia al trono de España, esta vez en
favor de los napoleónidas. El débil Fernando reconoció este di-
plomático golpe de fuerza y fue internado en Francia.
Pero Napoleón no había contado con el heroísmo del pueblo
español. Varias juntas organizaron la guerra popular y de gue-
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rrillas contra la invasión. La Junta de Sevilla envió también
mensajeros a las colonias para pedir a estas ayuda y, en particu-
lar, el envío de dinero. Al mismo tiempo se les concedía que
cada sección del imperio colonial mandara a España un repre-
sentante en Cortes; unos dieciocho millones de americanos ten-
drían en total nueve diputados, ni siquiera libremente elegidos.
N o obstante, de manera magnánima, los americanos entregaron
a los españoles veintiocho millones de dólares ; al propio tiempo
pidieron en casi todas partes el establecimiento de parecidas
juntas en América y la equiparación del número d~ represen-
tantes. Mas como en España se negó la igualdad d~ derechos de
las colonias respecto de la metrópoli, ello por temor de que los
americanos aspirasen a la preponderancia política, en hispano-
américa fue haciéndose cada vez mayor el afán de llegar a un
orden propio.
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julio de 1810 en Bogotá) (1), en Venezuela, en el Alto Perú y
Chile, en el Perú y por último en Méjico y América Central. A
pesar de las enormes distancias y en la imposibilidad de concluir
acuerdos, la revolución se produce como por propio impulso, tiene
en casi todos los sitios igual carácter y acontece, con diferencias
escasas, al mismo tiempo, el año 1810, cuando la monarquía
española se hallaba acéfala y la mayor parte de la metrópoli
ocupada a causa de la directa intervención napoleónica.
Pero, inmediatamente, la anterior falta de vida política se
hace sentir en el hecho de que entre los patriotas -como se
llamaban los partidarios de la revolución- empiezan a surgir
rivalidades y odios y no consigue constituirse un poder central
fuerte, capaz de salvar al país en aquella agitada situación.
Cartagena, la fortaleza del Atlántico, no quiere someterse a Bo-
gotá y levanta la bandera del federalismo, de la casi total inde-
pendencia de los estados y provincias del país. Consecuencia de
ello es la anarquía. La irreflexiva abolición de los tributos deja
al gobierno falto de medios para la resistencia y le obliga a la
funesta solución de emitir papel moneda. En el interior de Co-
lombia el estado de Cundinamarca es el primero en darse una
con titución (primavera de 1811), donde se reconoce todavía
como rey a Fernando VII, pero bajo la sofistica condición de
que ejerza el gobierno desde Bogotá.. Este ejemplo es imitado
eu casi todas las provincias. El 27 de noviembre de 1811 se
suscribe el primer tratado federal, según el modelo de la cons-
titución de los Estados Unidos y lo firman cinco provincias, las
"Provincias Unidas de la Nueva Granada", entre las que Cundi-
namarca no figura. Hacia el final de 1811 se proclama en Carta-
gena (11 de noviembre) y en Quito la total independencia de
España.
(1) El viney Amar es nombrado al principio presidente de la Junta
de Gobierno que se nombra en Bogotá la noche del 20 al 21 de julio, pero
ya el día 25 es apresado por el pueblo y expulsado del país el 15 de agosto.
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La regencia española había ordenado entre tanto (31 de
agosto de 1810) el bloqueo de la costa de Venezuela y dado ya
la señal de ataque. La propia naturaleza pareció querer oponerse
a la insensata agitación de los patriotas. El día jueves Santo de
1812 un espantoso terremoto destruyó muchas ciudades y pue-
blos de Suramérica. Cientos de personas que se encontraban en
los templos quedaron enterradas entre las ruinas. Fácil resultó
a los españoles interpretar este golpe del destino, para la masa
fanática e ignorante, como una voz del cielo ante el ataque infe-
rido al trono y a la metrópoli. Venezuela y poco después Ecuador,
volvieron a perderse.
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Ha llegado el momento de iluminar más de cerca la figura
de Bolívar y de relatar los azares de su existencia. Simón Bolí-
var nació en Caracas, capital de la actual Venezuela, el 24 de
julio de 1783. Venía de una noble familia y sus antepasados
habían sido concejales de la ciudad. Siendo él de dos años de
edad, murió su padre. Su madre le hizo recibir una instrucción
relativamente buena consistente en lengua española, latín, mate-
máticas e historia, pero sin que el muchacho demostrara apli-
cación. A la muerte de la madre, su tutor, en 1799, lo envió a
España con el fin de que completara su educación. Conoció allí
bastante de cerca las intrigas de la corte y empezó a estudiar
con vivo interés, haciendo grandes progresos en la formación
de su espíritu. En 1801 Bolívar marchó a Francia, donde se
saturó de ideas republicanas y muy en especial, de admiración
por Napoleón Bonaparte, gran caudillo de una fuerte república.
Después de algunos meses regresó de nuevo a Madrid, donde
casó con Teresa Toro y Alaira; acompañado de su excelente
esposa se embarcó para la patria, lleno de felicidad y pletórico
también de la esperanza de disfrutar de una idílica paz hogareña.
En 1803 unas fiebres malignas le arrebataron a su esposa; con
el fin de hallar distracción viajó nuevamente a Madrid y luego
a París, donde fue testigo de la exaltación de Napoleón al trono
imperial, cosa que le llenó de tristeza y de aversión al hombre
por quien tan idólatra admiración había sentido. De continuo,
durante aquellos viajes por Europa, pensaba en la liberación de
su patria. En el Monte Aventino, en Roma, jura ante Simón
Rodríguez, su acompañante y maestro, "libertar la patria o mo-
rir por ella". Después de haber visitado las principales ciudades
~e los Estados Unidos regresó, en 1806, a Caracas y se ocupó en
la administración y mejor cuidado de sus numerosas y buenas
fincas.
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diplomática, en especial con el fin de inclinar a Inglaterra en
favor de la liberación de las colonias españolas. Allí recibió, sin
duda, buen consejo y palabras de adhesión, pero ninguna clase
de apoyo efectivo. Vuelto a Venezuela con el barco lleno de
armas, Bolívar obtuvo los primeros laureles militares, como co-
ronel de los patriotas, en la represión del alzamiento de la ciudad
de Val encía. Por entonces tuvo lugar el funesto terremoto que
hemos mencionado. Díaz, historiador leal a la corona, relata que
pocos minutos después de la catástrofe pasó por la iglesia de la
Trinidad, de Caracas y vio por allí a un hombre que en mangas
de camisa y con sangre en el rostro salía de entre las ruinas.
Díaz le gritó: "¡Mira, rebelde, cómo hasta la Naturaleza se pone
en contra de vuestros malos propósitos!" A lo que Bolívar, pues
él era el que se había salvado entre los escombros, repuso de
esta manera: "Si la Naturaleza misma se nos opone, pelearemos
contra la Naturaleza; si los hombres se nos enfrentan, peleare-
mos contra los hombres y si ... " La horrible blasfemia que siguió
-añade Díaz- no quiero repetirla aquí.
A consecuencia del terremoto perdió Venezuela el noble
caudillo de los patriotas, Miranda. La historia acusa a Bolívar
de, por rivalidad, no haber hecho todo lo posible para la salva-
ción de la patria y hasta de haber tomado parte personalmente
en el apresamiento de Miranda por oficiales republicanos, con lo
que el patriota fue a caer en poder de los españoles, muriendo
en Cádiz después de cuatro años de prisión.
Bolívar, gracias a la recomendación de un amigo español,
pudo escapar de Venezuela y llegar hasta Cartagena, donde em-
prendió su campaña del bajo Magdalena y hacia tierras venezo-
lanas contra seis mil veteranos españoles. Ya no era posible
volverse atrás, pese a que la Constitución Española de 1812 con-
cedía a la población blanca de las colonias iguales derechos que
a la peninsular. En fogosas palabras se dirige Bolívar a los vene-
zolanos ansiosos de libertad:
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"Soy uno d'e vosotros; arrancado prodigiosamente por el Dios de las
misericordias de manos de los tiranos que nos agobian, vengo a redimiros
del duro cautiverio en que yaceis. . . Prosternaos delante de Dios omnipo-
tente y elevad vuestros cánticos de alabanza hasta su trono, porque os
ha restituído el augusto carácter de hombres".
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pertenecientes a los patriotas. Se desencadenó una lucha feroz
y llena de alternativas. Corrieron raudales de sangre. Al ocupar
los españoles en San Mateo el edificio donde se hallaban los
depósitos de pólvora del ejército republicano, el heroico Ricaurte
hizo volar la casa, quedando allí enterrado junto con sus enemi-
gos. Bolívar triunfó en Carabobo, pero fue vencido en Puerta
y Aragua de Barcelona por el general español Boves y allí se
inmolaron tres mil setecientas personas de ambos sexos y de
todas las edades, además de setecientos treinta patriotas que
se hallaban heridos. A estos golpes se sumó la rivalidad de los
jefes militares, que inutilizó victorias como la de Maturín, donde
los patriotas se impusieron contra fuerzas seis veces superiores.
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dejar ir contra los españoles, había entregado sus tropas al go-
bierno republicano y se había embarcado para Jamaica. Durante
ciento ocho días resistió Cartagena. Todos los objetos de cuero,
todo el calzado habían sido comidos por la sitiada guarnición;
la ciudad era un montón de ruinas; de 18.000 habitantes, 6.000
habían muerto. El 6 de diciembre de 1815 hubo de rendirse la
Ciudad Heróica. Algunos cientos de patriotas fueron atraídos a
la ciudad con la promesa de una amnistía, y una vez allí los
mataron.
En el interior de la república miraron cruzados de brazos
esa destrucción de la ciudad de Cartagena. Hundiose el ánimo
de los patriotas, las ideas de la reacción fueron ganando terreno
y se dejó a la opción del presidente entrar en neg·ociaciones con
los españoles. Sin particulares dificultades, Morillo el Pacifica-
dor, sometió al país.
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republicanos y a las mujeres de estos se las hizo objeto de toda
clase de ignominias. Fue cierta la frase de Zea: "El océano que
separa ambos mundos no es tan grande como el odio que dividió
a los dos pueblos". Al colmarse aquella dura prueba de infortunio
·e comenzó a elevar de nuevo el sentido patriótico.
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base, nada menos, que de avanzar a través de los Llanos com-
pletamente inundados y ascender, pasando por las cordilleras
coronadas de nieve, a las altiplanicies, de casi 9.000 pies de
altura, de Tunja y Bogotá, donde aguardaba a los atacantes un
bien pertrechado y disciplinado ejército español compuesto por
tres mil infantes y cuatrocientos jinetes. No hay pluma capaz
de describir las penalidades sufridas por los patriotas en esta
marcha a través de los regiones tropicales cruzadas por corrien-
tes de agua, donde ya los caballos resultaban inservibles, para
subir luego por los heladores pasos andinos. La hazaña de Aníbal
en los Alpes sería aventajada por esta. No ha surgido todavía
un Tito Livio capaz de ensalzar dignamente la expedición. Nunca
apareciose el Libertador más activo y grande que cuando se
trataba de reunir a los rezagados y de allegar nuevos auxilios.
Una vez en la altiplanicie, El Libertador, mediante audaces
y geniales movimientos militares y una marcha de flanco llena
de peligros, supo introducirse entre el ejército español y la ciu-
dad de Bogotá, para, el 7 de agosto de 1819, ofrecer batalla en
el puente de Boyacá, terreno desfavorable al general Barreiro
al mando de los realistas. Terrible fue el encuentro de los tres
mil quinientos veteranos españoles y los dos mil patriotas. Ma
a las pocas horas hubieron de rendirse los mil seiscientos espa-
ñoles que quedaban. Un oficial llevó a Bogotá la noticia de la
derrota, y las autoridades españolas entregaron a toda prisa la
ciudad, dejando incluso una suma de 700.000 dólares en la Casa
de la Moneda. Ya el 10 de agosto de 1819 entró Bolívar en
Bogotá, a la cabeza de sesenta llaneros, bajo una verdadera
lluvia de flores. Había terminado la "Campaña de los setenta
y cinco días".
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
so de Angostura relató personalmente su campaña y, como única
recompensa, solicitó el permiso de retirarse a la vida privada
hasta el día en que la patria volviera a necesitarlo de nuevo.
Pidió al propio tiempo la creación de una gran república consis-
tente en la Nueva Granada y Venezuela. El 17 de diciembre de
1819 se promulgó la ley fundamental para esta república, deno-
minada la Gran Colombia, eligiéndose a Bolívar como su primer
presidente.
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Bolívar no dejó expirar el plazo de la tregua y anunció al
general español la reanudación de las hostilidades. El 24 de junio
de 1821 dio con seis mil hombres la segunda batalla de Carabobo,
cuya victoria se alcanzó principalmente por los ataques de la
caballería efectuados por el invencible general Páez. En tanto
que este último sometía enteramente a Venezuela, de manera
que el 15 de noviembre de 1823 dejaban los últimos españoles el
suelo entonces colombiano, Bolívar ponía por obra su grandioso
plan para la liberación del Perú. El héroe de la lucha argentina
de independencia, el "Protector" San Martín, atacó a los españo-
les en el Sur del Perú, de manera que estos no pudieron hacer
frente al propio tiempo a las tropas de Bolívar que se acercaban
por el Norte. Avanzando por el valle del Cauca, libró Bolívar el
7 de abril de 1822 la victoriosa, pero extraordinariamente san-
grienta batalla de Bomboná, en la que el número de muertos y
heridos superó al de los vencedores. El mariscal Sucre triunfó,
por su parte, en la falda del volcán Pichincha, de modo que en
virtud de estas dos batallas quedó liberado todo el Sur de Colom-
bia. El actual Ecuador se incorporó como tercer miembro a la
República de Colombia; esta fue reconocida oficialmente poco
después por los Estados Unidos.
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frontera meridional del Perú. Como ya antes le ocurriera, el
Libertador fue tenido por loco en vista de tales aspiraciones.
Pero él era el hombre capaz de llevar a término el plan conce-
bido. Con su ejército emprendió una marcha de doscientas leguas
hasta el llamado Alto Perú, sobre los Andes, con el propósito de
enfrentarse allí al enemigo. El 6 de agosto de 1824 tuvo lugar la
batalla de Junín, en la que novecientos jinetes republicanos se
batieron contra mil doscientos jinetes realistas. No se disparó
un tiro. Solo se escuchaba el golpe de las lanzas y el blandir y
chocar de los sables. Esta victoria fue sellada por la que en
Ayacucho obtuviera el noble Sucre, mano derecha de Bolívar.
En ella fue donde el joven general Córdoba dio la famosa voz
de mando: "¡ Adelante la División, armas a discreción y paso de
vencedores !" Todos los mariscales y generales realistas, dos mil
hombres y mucho botín cayeron en manos de los vencedores; mil
ochocientos españoles quedaron en el campo de batalla. Ya en
abril de 1825 se cumplió la visión del Libertador de que un día
habría de clavar la bandera de la libertad en la cima nevada del
Potosí.
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ció Bolívar planes encumbrados y en vano convocó a Panamá
el 22 de junio de 1825 un congreso diplomático para crear una
unión de todos los estados americanos del Centro y el Sur, o sea
los Estados Unidos de Suramérica. El fracaso de estos proyectos,
así como las sospechas que suscitaron, fueron haciendo palidecer
poco a poco el alto prestigio del Libertador. No hay duda tampoco
de que fue funesta para él la permanencia en Lima, donde se le
nombró Protector vitalicio del Perú, así como las muchas lisonjas
y testimonios de aplauso, y el ilimitado poder que ejerció durante
cinco años. Solq tras la1 gos titubeos logró evadirse de aquella
seducción. Partió entonces a Bogotá, donde se hicieron magnífi-
cos preparativos para tributarle un digno recibimiento. Cuando
uno de los altos magistrados que a caballo salieron a su encuen-
tro le hablaba de Constitución y de Ley en el discurso de salu-
tación, Bolívar puso espuelas a su caballo y se alejó de allí.
Esto, según me contaron, dejó una muy mala impresión.
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en la Convención de Ocaña (9 de abril de 1827), donde los
federalistas tenían mayoría. Cuando, después de acordada la re-
visión de la ley fundamental, fue adoptado el sistema federativo,
la minoría, que estaba integrada por partidarios de Bolívar, aban-
donó el congreso y determinó así la incapacidad de este para
resolver. Por todas partes actuaban los agentes de Bolívar y
exigían se anularan las resoluciones de la convención y la entre-
ga del poder dictatorial al Libertador. Manifestaciones públicas
en tal sentido celebráronse en Bogotá y en más de la mitad de
los lugares y pueblos de la República. Infelizmente, Bolívar cedió
a estos estímulos y publicó en agosto de 1828 una proclama en
la que se instituía la dictadura del "Libertador Presidente", al
que secundarían seis ministros. Aconteció esto en un momento
en que los bolivianos rechazaban ya el "Codex'' del Libertador,
le retiraban el título de presidente vitalicio y se sustraían a su
influjo.
Despertó en Bogotá aquel espíritu que veía en Bolívar un
César. Y empezó a tramarse una conspiración en la que figura-
ban especialmente elementos extranjeros, revolucionarios fran-
ceses y probablemente también algunos e pañoles. Por miedo a
ser descubiertos, los conjurados se decidieron ya el 25 de sep-
tiembre de 1828 a llevar a efecto su siniestro plan, el asesinato
de Bolívar. Un grupo de artilleros, doce civiles y los conjurados
asaltaron el palacio a las once de la noche, mataron a los guar-
dias y se precipitaron al dormitorio de Bolívar. Pero este se
deslizó por la ventana a la calle y fue a esconderse bajo el arco
del pequeño Puente del Carmen. (A menudo, no sin una cierta
emoción, he pasado de noche sobre ese puente, evocando aquel
hecho, no ciertamente heroico, del Libertador). Los conjurados
salieron corriendo y gritando por todas las callejas: "¡El tirano
ha muerto!" Pero los regimientos leales se habían adueñado ya
de la ciudad, apresando a los amotinados. Bolívar salió de debajo
del puente y fue aclamado con entusiasmo por el pueblo. Su
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venganza fue sangrienta. Trece conjurados, entre ellos varios
altos oficiales, fueron pasados por las armas; a los otros acu-
sados se les encarceló o deportó. Hasta el general Santander,
vicepresidente de Colombia durante largos años, que había admi-
nistrado muy bien el país durante la ausencia de Bolívar y le
había enviado ayudas al Perú, fue condenado a muerte y luego
desterrado, pese a que en la opinión de casi todos los colom-
bianos era por completo inocente.
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destinos de Colombia y determinar los medios y caminos para
lograr su grandeza. A mí me compete someterme a su voluntad,
cualquiera que ella fuere. Esta es mi invariable resolución". La
respuesta no es clara ni suficientemente concreta. Puede enten-
dérsela como una ambigüedad o como una franca repulsa. ¿Esta-
ba Bolívar mezclado en aquel plan o lo había inspir do él mis-
mo? . . . Solo después hablará en tono más enérgico a sus minis-
tros, que querían dimitir a causa del fracaso de sus planes: "Si
algún día un trono se levantase en Colombia o en cualquiera parte
de América, la primera espada que saltaría de la vaina para com-
batirlo, sería la de Simón Bolívar". Acerca de estas transforma-
ciones de Bolívar sigue imperando todavía una cierta oscuridad,
que yo no conseguí esclarecer después de realizar en Bogotá dife-
rentes pesquisas. Según una fuente propicia a Bolívar, el sueño
de este hubiera sido un régimen centralista, unitario y fuerte,
pues tanto la monarquía como la libre federación de Estados le
parecían soluciones imposibles.
Llegamos ya al último acto de la dramática, trágica trayec-
toria del Libertador.
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presidente bajo la nueva Constitución, que había sido concluída
el 3 de mayo de 1830, pues solo de mala gana estaba dispuesto
a abandonar aquella magistratura. Para gran dolor suyo, empero,
se eligió otro presidente y al Libertador se le hizo saber que
haría mejor en salir de Colombia. Por unanimidad acordó el
congreso asignarle una pensión anual de 30.000 dólares, de la
que Bolívar, por desgracia, había menester, porque él, millonario
antes de la guerra, no disponía ahora de dinero ni siquiera para
dirigirse al exilio. El 8 de n1ayo partió el Libertador para la
costa. Desesperado de la salvación de la patria, se lamenta de
este modo: "Yo creo todo perdido y la patria y los amigos sumer-
gidos en un piélago de calamidades. . . Los tiranos de mi país
me lo han quitado y vo estoy proscrito".
En la costa fu e mudo y triste testigo de la descomposición
de su obra. El 22 de septiembre de 1830 Venezuela se declaró
república independiente. Poco después siguió el Ecuador, pero
este, por lo menos, ofreció asilo al Libertador y le honró pública-
mente. En contra de su promesa, Bolívar no abandonó el terri-
torio colombiano, lo que dio a sus difamadores ocasión para nu e-
vas sospechas. Pero por mucho que todo pareciera desafiarle a
un último combate, por mucho que le hostigara su misma patria,
Venezuela, declarándole fuera de la ley y pidiendo su expulsión
de Colombia, por mucho también, que se le instaba desde Bogotá
para que regresase, Bolívar supo resistir a la tentación. Enfer-
mó y su enfermedad tomó caracteres alarmantes. De Santa Marta
se retiró a la Quinta de San Pedro Alejandrino, donde le brindó
albergue el hospitalario caballero don Joaquín de Mier.
En la lucha de los partidos se produjo súbitamente una
religiosa calma al circular por todo el país, con rapidez increíble,
la noticia de la muerte del Libertador. El 17 de diciembre de
1830, el mismo día en que once años antes había visto coronado
u sueño con la fundación de Colombia, el mismo día en que
hacía diez años dejara el país MoriUo, su más feroz adversario,
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exhalaba Bolívar su último suspiro en la cálida costa colombiana.
Las postreras palabras de su testamento rezan así: "Mis últi-
mos votos son por la felicidad de la patria. Si mi muerte contri-
buye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo
bajaré tranquilo al sepulcro".
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Poseía Bolívar una fogosa fantasía y al escribir lo hacía
con magníficas imágenes, que todavía hoy nos fascinan. Mayor
aún que su imaginación era su voluntad; él fue la voluntad
personificada de la Guerra de Independencia. Solo a su férreo
tesón resultaba posible vencer a más de cuarenta mil soldados
españoles, tropa excelente y con buenos mandos, cosa que realizó
por todos los medios, unas veces humanamente, otras con fero-
cidad. Sus acciones bélicas nos sobrecogen frecuentemente y en
aquella proclama en que declara a los españoles la guerra a cu-
chillo vemos, desgraciadamente, un extravío de la humana razón,
que solo las circunstancias hacen disculpable.
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Bolívar está considerado como uno de los hombres más dota-
dos para la organización. Como soldado acreditó una asombrosa
tenacidad y constancia y como jefe le distinguía una rara pa-
ciencia, hallándose al propio tiempo devorado de aquel sagrado
fuego que todo lo arrebata. Era singular su prudencia para elegir
a los subordinados y colocarlos en el cargo conveniente. Sus sol-
dados lo idolatraban.
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la libertad, fue quien más perjudicó su obra. Bolívar, personifi-
cación de una ambición noble y magnánima, pero insaciable,
puso demasiadas veces a prueba su popularidad. Fatigó a la
suerte y hubo de hundirse en la pesadumbre.
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10.- COLOMBIA. AÑOS DE APRENDIZAJE
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desgracia, no fue escuchada; Venezuela la rechazó orgullosa-
mente. Solo se llegó a un acuerdo en cuanto a la distribución
entre las tres repúblicas de la deuda producida por la Guerra de
la Independencia (más de cien millones de dólares).
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cho a ser elegidos. El presidente electo para el nuevo mandato,
el general Tomás C. de Mosquera, primeramente conservador,
pero inspirado por la ideología liberal, jefe después de los libe-
rales y hombre de los más diversos destinos, supo conseguir uno
de los mejores períodos que en la administración ha conocido el
país (1845-1849). Implantó en serio la navegación de vapores
por el Magdalena, hizo acondicionar las tierras del istmo de Pa-
namá para la construcción de la linea férrea, redujo el ejército
al efectivo mínimo y lo dedicó a abrir caminos, mejoró los servi-
cios de correos, introdujo el sistema métrico decimal en las me-
didas y la moneda, hizo formar en el Colegio Militar los prime-
ros ingenieros bajo la dirección de personal extranjero de gran
competencia, y dispuso una amnistía general que permitió a
los desterrados el regreso a la patria.
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entre diez mil y veinte mil), y de ese modo, no solo quitó a los
espíritus las cadenas de la censura, sino que libró a los cuerpos
de los pobres negros de las ligaduras de sus amos. Con ello
quedó consumada la obra a la que con energía y elocuencia se
consagró el venerable sabio Félix Restrepo (1760-1832) desde
el principio de la Guerra de Independencia.
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nismo, y en su entusiasmo predicaba que ya Cristo había pade-
cido en el Gólgota por esas ideas, a causa de lo cual se bautizó
al partido con el nombre de "los Gólgotas". El General López
asistía a las sesiones de estos ardorosos estudiantes y así los
fue ganando para sus fines.
En tanto que los viejos liberales se oponían a reformas ente-
ramente razonables, tenían miedo de la inmediata liberación de
los esclavos, medida que a su entender debía implantarse paula-
tinamente. Los de este grupo querían conservar un ejército muy
numeroso, para la correspondiente represión de los conserva-
dores; eran partidarios de la pena de muerte, y en esto llegaban
tan lejos que pensaban extenderla a toda una gran serie de in-
fracciones. La joven escuela, en cambio, pedía las máximas li-
bertades, que, con su ayuda, fueron en efecto implantadas por
el general López.
Después del mencionado e infeliz alzamiento de los conser-
vadores acaudillados por Ospina, los viejos liberales o progre-
istas -que ahora se habían vuelto reaccionarios- opinaban
que a los revoltosos y agitadores se les debía tratar con todo
rigor mediante destierro, confiscación de bienes, etc., con el fin
de exterminarlos por entero, para lo cual sería necesario un ejér-
cito permanente de, por lo menos dos mil quinientos hombres.
Solicitaban además el mantenimiento de la pena de muerte y
hasta la prisión por deudas. Los jóvenes "gólgotas", empero,
pedían libertad para todos y que se aprovecharan con tolerancia
y mesura las ventajas de la victoria; se resistían obstinada-
mente contra los medios preconizados por los viejos liberales,
ahora llamados "los draconianos", no sentían temor alguno ante
1a separación de la Iglesia y el Estado ni ante ninguna de las
reformas grandes y de amplias miras. Gracias a su proceder,
l'esultado de una gran firmeza de convicciones -Y pese a la
desconfianza con que los miraba el nuevo presidente, Obando,
quien aspiraba a gobernar con el apoyo de los draconianos y
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del ejército- llevaron a término la ley fundamental de más pro-
fundo sentido liberal que conocen las repúblicas hispanoame-
ricanas, la Constitución del 21 de mayo de 1853. En virtud de
esta la Iglesia quedó enteramente separada del Estado; se des-
pojó de fórmulas y requisitos eclesiásticos a todo acto civil;
se sancionó el sufragio universal, directo y secreto; se suprimió
la prisión por deudas; se separaron del ejecutivo los poderes
legislativo y judicial y se dispuso la total descentralización (con-
cretamente, se retiró a las autoridades federales la facultad de
nombrar los gobernadores de las provincias). El matrimonio
civil quedó autorizado por la ley de 20 de junio de 1853, se tras-
pasó a los municipios la propiedad de los cementerios, se redujo
el ejército en activo y se disminuyeron las tarifas aduaneras.
En balde se opuso a estas reformas el presidente, general
Obando (1853-55), llevado al poder por los antiguos progre-
sistas. Las reformas fueron acogidas, y aún más por cuanto los
escasos representantes conservadores no adoptaron frente a ellas
una actitud verdaderamente hostil, pues los gólgotas dispusieron
al propio tiempo la elaboración de una ley de amnistía, según
la cual los obispos desterrados podrían regresar de nuevo a la
patria. Esto constituía para los conservadores motivo suficiente
para confiar en que el retorno de aquellos prelados, junto con
la mayor libertad de movimiento creada por la separación de
la Iglesia y el Estado, traería consigo el comienzo de una restau-
ración del antiguo predominio conservador.
Al estallar luego una revolución militar acaudillada por
Melo, y habiéndose declarado abolida la Constitución el 17 de
abril de 1854, se culpó a Obando de haber favorecido el golpe,
formole causa el Senado y se acabó por destituírlo, después de
una guerra civil de seis meses, en que la ciudad de Bogotá fue
tomada por los liberales en lucha contra el bando militarista.
(No me atrevo a decidir si la acusación hecha a Obando era o
no justificada, pues las opiniones sobre el particular siguen
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estando muy divididas). Los dos restantes años del período
presidencial fueron completados por Manuel María · Mallarino,
vicepresidente conservador, muy moderado, que formó un gabi-
nete mixto (1855-1857), redujo a 300 hombres el ejército activo
y mantuvo una gran austeridad económica. En 1855 el Congreso
aprobó por unanimidad un proyecto según el cual Panamá pasa-
ría a constituír un Estado autónomo, tan solo en ciertos··aspectos
dependiente de la Nueva Granada. Este heeho, que se· consumó
de manera pacífica y tranquila, sirvió de precedente· a ótras
decisiones. El11 de junio de 1856 se creo el Estado de Santander,
y en 1857 se discutió en el Congreso una nueva Constitución,
adoptada al año siguiente, según la cual, junto a los dos· Estados
dichos, se delimitaba el territorio de otros seis, existentes luego
como departamentos y que eran los de Antioquia, Bolívar, Boya-
cá, Cauca, Cundinamarca y Magdalena. Al propio tiempo la Re-
pública, en lugar del nombre de Nueva Granada, pasaba a osten-
tar el de Confederación Granadina (28 de mayo de 1858).
La división del partido liberal llevó a la presidencia, en mo-
mentos tan decisivos para la organización nacional, al conser-
vador doctor Mariano Ospina, de formación sofística y escolá -
tica y antiguo conjurado contra el gobierno López. Si bien en la
nueva Constitución, imitada de la norteamericana, se reconocían
a los Estados todos los derechos no expresamente adjudicados
al poder nacional, y pese a que la decisión sobre cuestiones de
competencia entre el poder de la Confederación y el de· los Esta-
dos se reservó exclusivamente al supremo órgano jurídico de la
nación, Ospina promulgó contra todo derecho, una ley (8 de
abril de 1859) inspirada por su unitarismo y en interés del go-
bierno central conservador. Esta ley transfería a los poderes na-
cionales, retirándosela a los Estados, la intervención en los escru-
tinios de las elecciones para miembros del Congreso y para la
Presidencia de la República. Contra esta y parecidas medidas
elevó violenta protesta el partido liberal, amenazado en su propia
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existencia. Y cuando Ospina auxilió dos revoluciones, si bien
sofocadas luego, · contra los gobiernos de los Estados de Santan-
der y Cauca, cuando se reunió el congreso ultraconservador for-
mado bajo el influjo de la nueva ley electoral y cuando esta
cámara dio una ley de orden público que confería al poder cen-
tral facultades para imponerse a los gobiernos de los presidentes
de los Estados y hasta para suspenderlos en sus funciones,
entonces resultó ya inevitable la borrasca. Los Estados liberales
de Santander, Bolívar, Magdalena y Cauca dieron en suponer
que solo el poder de las armas podía salvarlas del peligro inten-
cionadamente provocado. Así se desencadenó la más prolongada
e inútil de las revoluciones que ha visto Colombia, la de los años
1860 a 1863.
El 3 de septiembre de 1859 Ospina declaró el estado de
guerra en toda la nación. El 8 de mayo de 1860, el general Tomás
C. de Mosquera, gobernador del Estado del Cauca, expidió, a
raíz de un ultimátun dirigido a la Presidencia el 18 de abril,
el famoso decreto en que declaraba haber recibido de la autoridad
legi~lativa de su propio Estado facultades para separarlo tempo-
ralmente del gobierno de Bogotá hasta que este volviera a la
normalidad constitucional. Se había producido el caso de guerra
y con ello, un peligroso ejemplo para el futuro. Ospina atacó
personalmente al Estado de Santander y salió vencedor en la
sangrienta batalla del Oratorio. Después de numerosas contien-
Obando, los predecesores de Ospina en la Presidencia. A una
batalla seguía otra batalla. Los liberales triunfaron, al mando
del general Gutiérrez, en una lucha de siete días librada en
Boyacá; el ejército vencedor, después de la dura batalla de Suba-
choque, ganada por Mosquera, uniose a este y el 18 de julio
das, .Mosquera pasó la Cordillera Central y se unió con López y
de 1861 fue tomada por los federalistas la ciudad de Bogotá.
En aquella ocasión Mosquera hizo fusilar a tres altos magis-
trados, sin juicio alguno.
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Mosquera, que durante la guerra fue reconocido como cau-
dillo de la misma, constituyó un gobierno provisional, en el que
se dio el título de "Presidente provisorio de los Estados Unidos
de Nueva Granada, supremo director de la guerra". Los hechos
más importantes de ese gobierno, cuyas consecuencias todavía
hoy se hacen sentir, son los que siguen: la constitución de Bogotá
en territorio federal ; la separación de Cundinamarca de un nuevo
Estado, el del Tolima; la expulsión de los jesuítas; la expropia-
ción y subasta, o la venta a cualquier precio, de todos los bienes
de manos muertas; la supresión de las casas conventuales y, por
último, la designación del país con el nombre de Colombia. Tras
continuada guerra, el 4 de febrero de 1863 se reunió por fin la
Convención Nacional de Rionegro, estrictamente liberal y convo-
cada por Mosquera, que promulgó el 8 de mayo de 1863 la
trascendental Constitución de los Estados Unidos de Colombia.
Primer presidente de estos fue el general Mosquera y el segundo,
el doctor Manuel Murillo, uno de los mejores diplomáticos y
estadistas del grupo radical (1864-1866). Hubo numerosas revo-
luciones en los diferentes Estados, en las que unas veces los
liberales y otras los consevadores trataban de derrocar, o derro-
caban, a los respectivos gobernantes; el presidente iba recono-
ciendo como hijos de la voluntad popular a todos los gobiernos
surgidos de esas conmociones (hasta el nuevo gobierno conser-
vador de Antioquia), todo ello por la teoría de los hechos consu-
mados. A pesar de lo dicho, la enseñanza fue mejorada notable-
mente bajo el mandato de Murillo y los bienes de manos muertas
todavía no subastados se adjudicaron a los cabildos municipales.
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(El producto de la posterior venta de dichos barcos ascendió
apenas a la décima parte del dinero que se mal empleó en ellos).
Mosquera quería proseguir aún con la subasta de los bienes de
manos muertas, a objeto de hacer de nuevo candente la "cues-
tión religiosa". Como el grupo liberal-radical le hacía abierta y
dura oposición, como la opinión pública estaba en contra suya
y el Congreso tampoco coincidía con él en los decretos -parti-
cularmente en el criterio acerca del papel del poder central al
producirse revoluciones en los Estados-, Mosquera declaró sus-
pendidas sus relaciones con la Cámara y se proclamó dictador
el 29 de abril de 1867. Pero ya a los veintiséis días de este hecho,
un grupo de ciudadanos eminentes lo tomaron preso durante la
noche en su palacio (conjuración del 23 de mayo de 1867) y lo
encerraron en el Observatorio Astronómico. Acusado luego ante
el Congreso, se le enjuició y destituyó, por último, fue condenado
al destierro.
Antes de concluír el período presidencial de Mosquera fue
abolida por el vicepresidente general Acosta la ley sobre inspec-
ción de cultos y todo desacato por parte de los eclesiásticos
quedaba bajo la competencia de los tribunales ordinarios para
su oportuno castigo. En ese tiempo se creó la Universidad Na-
cional. Los gobiernos siguientes fueron presididos por ilustres
ciudadanos del grupo radical. Bajo su mandato, y eso se lo debe
conceder la misma envidia de los enemigos, tomó la enseñanza
un auge no visto hasta entonces. El general Santos Gutiérrez,
triunfador de Boyacá en la revolución de 1860, el general Eus-
torgio Salgar, personaje muy simpático, el doctor Murillo en
su segundo mandato presidencial (1872-1874) y el doctor San-
tiago Pérez (1874-1876) fomentaron la escuela primaria, Jos
bancos, las exposiciones nacionales, la redacción de los princi-
pales códigos ... , y trataron de poner orden en la desastrosa
situación de las finanzas, particularmente en la normalización
de la deuda exterior. Esta se elevaba a la ingente suma de 33
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millones de dólares, la cual (bajo Murillo) se redujo, empero, a
10 millones mediante acuerdos con los acreedores respectivos.
Durante el período presidencial de Santiago Pérez la Univer-
sidad siguió en continuo desarrollo y en 2.000 escuelas públicas
recibían instrucción 48.000 niños y 21.000 niñas. Por medio de
una economía arreglada y ahorrativa se hubiera logrado esta-
blecer el equilibrio entre los ingresos y los gastos, obteniéndose
incluso algunos remanentes regulares, a no ser por la división
de los liberales y por las nuevas revoluciones que pusieron al
país casi al borde de la ruina. En el mandato de Santiago Pérez
produjéronse también insurrecciones contra el gobierno central,
que se prolongaron durante cuatro meses, en Panamá, Magda-
lena y Bolívar.
Pero la revolución más sangrienta que ha conmovido al país
fue, sin duda, la que se desarrolló bajo el siguiente mandatario
presidencial, Aquileo Parra (1876-1877). Este fue elegido por
el Congreso, no sin alguna violencia, por no haber obtenido
mayoría ninguno de los candidatos liberales. El Estado de An-
tioquia, cuyo gobierno conservador se había armado desde tiem-
po atrás mediante la constante adqui ición de material bélico,
y el Estado del Tolima, declararon la guerra al gobierno nacio-
nal, tomando como pretexto la ley por la cual el ejército activo
se había aumentado hasta 3.000 hombres y se eliminaban de la
enseñanza las lecciones de religión. La revolución (agosto de
1876) produjo un nuevo estancamiento en los esfuerzos del
comercio colombiano, en el pago puntual de los créditos de la
deuda exterior y en la reducción del tipo de interés de los bancos.
La escuela primaria sufrió también en esta revolución profundas
heridas, todavía no curadas por entero. Frente a las guerrillas
conservadoras surgidas en casi todos los Estados, el gobierno
de la unión juntó un ejército de 25.000 hombres. Las huestes
conservadoras de Antioquia fueron vencidas en la terrible bata-
lla de Garrapata al pretender penetrar en el liberal territorio
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del Cauca, por la región de Los Chancos y cuando se disponían
a pasar la Cordillera Central para marchar sobre Bogotá con
una tropa de 14.000 hombres. En el lugar de la lucha se hallan
enterrados valerosos estudiantes liberales de la Universidad. Los
revolucionarios sufrieron finalmente otra derrota en el centro
de la República, en la Donjuana.
La revolución de 1876 fue breve, pero funesta. Costó al
país, por lo menos 10 millones de dólares. Los dos partidos se
enfrentaron en la forma más violenta, el clerical luchó apoyado
por la religión y bajo la dirección de eclesiásticos, contra las
escuelas ateas del gobierno. La derrota de los revolucionarios
pareció definir la situación para largo tiempo. Pero nueve años
más tarde (1885) vuelve a cambiar la escena política: estalla
otra guerra civil, los vencidos de 1876 pasan a ser ahora los
vencedores y recogen implacablemente los frutos de la situación
modificada en provecho suyo.
¿Cómo pudo consumarse semejante transformación? El
proceso es tan típico y característico que m.erece ser considerado
con algún detalle.
Los pueblos, como los hombres, pasan por épocas de creci-
miento y de decadencia, de viril energía y desarrollo y de enfer-
miza descomposición e impotencia. Grato debió de ser el cuadro
que ofreciera Colombia por el comienzo de los años setenta y
que le ganó en la América Hispana la honrosa conceptuación
de ser una escuela, un país en que la instrucción en general se
hallaba por encima de la de todos esos pueblos. A Bogotá llegó
a dársele el nombre de "la Atenas de Suramérica". Entonces,
como ya vimos, se elevaron considerablemente el crédito finan-
ciero y el moral de la República; la exportación superaba en
millones a la importación ; el país era rico y floreciente. Los
presidentes eran sencillos servidores del Estado y la administra-
ción se regía del modo más honorable. Pronto, empero, se hizo
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notar la misma crisis econom1ca que en Europa. Se acabó casi
enteramente la exportación del añil, del tabaco y de la quina,
en tanto que no era ya posible acallar las nacientes necesidades,
ni el incremento del lujo. Ahora se ponía de presente toda la
deficiencia de las instituciones políticas, mucho menos visible
en los tiempos de prosperidad. Ya desde 1863 se hallaba en
candelero el partido liberal, aunque bien le hubiera venido algún
cambio de aires, sobre todo hallándose en clima tropical donde
tan fácil es encenagarse y corromperse. Aquel año, triunfantes
los liberales después de la guerra de tres años librada a las
órdenes de Mosquera, hicieron una constitución ideal, abolieron
la pena de ,muerte y dieron a cada uno de los nueve Estados
la casi absoluta autonomía, con derecho a importar armas por
su cuenta, a sostener un ejército y a administrarse indepen-
dientemente, aunque en el interior estallaran revoluciones y fue-
ran derrocados gobiernos.
Al poder central le correspondía tan solo la acuñac10n de
la moneda, las disposiciones sobre pesas y medidas, la dirección
de los asuntos exteriores y el cobro de los derechos de aduana.
Si los Estados hubieran tenido tiempo de progresar en su inde-
pendencia, de reunir y administrar bien sus ingresos y de sacar
adelante a hombres políticamente bien preparados, la ley funda-
mental de la Confederación habría resultado provechosa todavía
por algún tiempo. En contra de lo dicho, los Estados dilapidaron
~us recursos y se dedicaban a reclamar todas las posibles apor-
taciones de la administración central para cualquier obra de
importancia. Despertáronse de este modo las codiciosas ambi-
ciones de una mala especie de políticos que comenzaron a entre-
garse a la holgazanería y deseosos solo de vivir bien, no toma-
ban muy en serio los preceptos de la moral. Los Estados se
separaban además unos de otros a causa del cobro de peajes y
pontazgos, en lugar de dejar entera libertad al tránsito por todo
el país. Cada Estado se hacía sede de exclusivismo y la distri-
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bución del presupuesto respondía a criterios partidistas; allí
nacían las frecuentes revoluciones, instauradoras de gobiernos
ilegales y apoyados en la fuerza. En una palabra, la agitada
vida política que imperaba en la nación estaba llena de intrigas,
manejos y tendencias anárquicas.
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Acabada la revolución, fue ensalzado a la presidencia en
1878 el vencedor de Los Chancos, general Trujillo, hombre débil
al que N úñez gobernaba enteramente. La división de los libe-
rales se hizo más marcada que nunca y se formó contra los
radicales un partido de "independientes", que pedían ante todo
tolerancia frente a los vencidos conservadores, amnistía, elimi-
nación del exclusivismo y elecciones más limpias. A los indepen-
dientes se afiliaron en principio los liberales más desinteresados
y valiosos. Pronto, sin embargo, vino a mostrarse que el grupo
de los independientes aspiraba también al mando exclusivo y
que lo pretendía lograr por todos los medios, más malos que
buenos, a causa de lo cual volvieron a separarse los liberales
de mayor pureza y rectitud. Había motivo para tal separación,
pues Trujillo, durante los años de 1878 y 1879, hizo mayores
estragos que nadie anteriormente en los dineros del Estado, gas-
tó nueve millones de pesos más de los que ingresaron, dejó de
pagar, por primera vez al cabo de muchos años, los intereses
de la deuda exterior y consintió que el populacho apedreara en
Bogotá el congreso radical y que los gobiernos radicales de dos
Estados fueran derrocados y sustituídos sin más por elementos
del partido. Rafael Núñez, que entre tanto había sido presidente
del Estado de Bolívar, había allanado, pues, el terreno para
llegar a la Presidencia de la República. Siete de los nueve gobier-
nos estaban en manos de los independientes. Los radicales opu-
sieron una candidatura nada afortunada y resultaron vencidos
en las elecciones.
El primero de abril de 1880 ocupó N úñez el sillón presi-
dencial. Digno de alabanza es que durante los dos años de su
primer mandato reinara la tranquilidad en el país, si bien con
el apoyo de cinco mil bayonetas -una cifra hasta entonces no
alcanzada por el ejército en tiempo de paz-, que hizo entrar
a Colombia en la Unión Postal Universal, que estableció rela-
ciones diplomáticas con España y que (si bien en interés político
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de su partido) procuró elevar la universidad. Hay que advertir
que la paz lograda lo fue a costa de enviar al extranjero como
"diplomáticos" a muchos personajes de la política o encadenán-
dolas a su poder por medio de dádivas; el balance de dos años
arrojó el espantoso contraste de 11.700.000 pesos de ingresos
frente a 30.300.000 de gastos. Guardamos silencio sobre el modo
y manera en que fue allegado y empleado durante ese período
un empréstito de 3 millones de pesos, sobre cómo fueron im-
portadas monedas de níquel sin realizar el ajuste correspondien-
te y cómo se especuló con valores del Ferrocarril de Buena-
ventura. Pese a todo ello, el Congreso, integrado por partidarios
de Núñez, acordó presentar a éste un voto de gracias por su
excelente gestión al frente del gobierno (febrero de 1882) ; a
esto, no obstante, se llegó solo tras una semana de durísima
polémica oratoria.
Como sucesor de Núñez fue elegido unánimemente por el
pueblo el jurista doctor Zaldúa, hombre de 71 años a la sazón,
probo e irreprochable aunque algo falto de flexibilidad. El ya
achacoso anciano fue objeto de dura resistencia por parte del
Congreso. En el tesoro no quedaba un solo centavo, aunque
debía haber todavía dinero para seis meses .. Contra u promesa,
Núñez se había hecho elegir como vicepresidente y como seguro
sucesor en la presidencia. Pero Zaldúa no quería ceder ni mo-
rirse. Se rodeó de buenos consejeros, como el eminente estadista
Miguel Samper, a quien nmnbró ministro de Hacienda y que
se ganó la especial confianza del sector comercial a causa de
la libre suscripción de un empréstito. En mayo de 1882, Núñez,
escarnecido e injuriado por la prensa y en multitud de coplas
satíricas, hubo de salir de Bogotá de noche y con sigilo como un
fugitivo cualquiera.
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dente, pero también en los momentos de su humillación. Y tuve
la seguridad de que le estaban reservadas todavía "grandes
cosas"; tan profunda impresión me había hecho.
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frases de efecto para dejar boquiabierto al gran público irre-
flexivo. Para cada nueva situación política hallaba la palabra
justa, y por ello escribía mucho y siempre en el momento deci-
sivo. Con sus poemas, obras que atestiguan un alto vuelo espi-
ritual, lograba arrebatar a las masas. Algunas de sus compo-
siciones tienen una filosófica hondura y ejercen peculiar encanto,
pues el poeta se ofrece en ellas en toda su imperfección. Unas
veces, como en "Que sais-je", uno de los poemas más célebres,
lamenta su escepticismo y su duda. La ciencia es solo una vaci-
lante escala en que pasamos de un error a otro. Todo es niebla
y caos, nadie puede encender el sol de la verdad, nadie consigue
fijar los límites entre el bien y el mal, entre lo cierto y lo incier-
to. En otra ocasión canta en conmovedoras estrofas su amor
a la madre. Añora los tiempos de la niñez, querría ser todavía
un muchacho, y entona un himno a la "dulce ignorancia" con
que, estremecido de piedad, entraba en una catedral, sin presen-
tir las feroces dudas del supuesto saber de más tarde. En este
poema va a parar a la afirmación materialista de que "el cerebro
segrega el pensamiento, como la caña miel ... " Canciones eróti-
cas llenas de ardorosa pasión alternan en este agitado espíritu
con estrofas a la virtud y a la inocencia, que arrancan lágrimas
a nuestros ojos. Cuando ese torturado corazón de poeta declara
sus secretos en una inmensa riqueza de imágenes, se siente uno
conmovido y se hunde en profunda meditación o en estremec"do
ensueño. Lo que nos seduce del poeta es acaso lo incompleto de
su personalidad, su alusión al arrepentimiento, a su existencia
desordenada, a su alma semejante al Mar Muerto, ya ni capaz
de lo bueno o lo malo, capaz solo de morir; ante esas que ·as
olvidamos sus circunstancias familiares, en parte tan ingratas;
ante sus profundas ideas olvidamos también la aplicación a la
política de aquel escepticismo suyo que todo lo invade, la pérdida
de la fe en la justa recompensa o castigo y la falta de toda
clase de escrúpulos.
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Núñez fue una personalidad muy peculiar, plena de asom-
brosa frescura de espíritu en medio de un gigantesco desgaste
nervioso. Personalmente tímido, mas con el vigor suficiente para
dominar a toda una nación, era de un natural mefistofélico al
que se rendía fatalmente quien tuviera que tratarlo a menudo;
sabía persuadir a sus partidarios de que procedía con entero
altruísmo y desinterés, solo por el bien común y por puro patrio-
tismo y amor a la paz. A estos partidarios no les inspiraba, en
el fondo, ni cariño ni veneración, pero sí, indudablemente, un
respeto sin límites por su sabiduría y por su manifiesta fuerza
de voluntad. Los enemigos le reprocharon su doblez, su traición
a 'la causa liperal y sus deserciones, además de su egoísmo, pero
temían la agilidad de serpiente que le era propia, su claridad
mental y sus éxitos. Quien de tal modo puede atraer sobre sí
el odio y la admiración de los partidos, es, sin duda, un hombre
extraordinario.
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de 1884 no tom.ó Núñez poseswn de su cargo. Todo el mundo
ponía en él grandes esperanzas; recibiósele nuevamente con
los brazos abiertos. Es cierto que no pudo obtener empréstito
alguno, cosa que intentó con Lesseps, y llegó, pues, con las ma-
nos vacías. Pero llegaba también como amo de la situación, mi-
mado o temido por todos los grupos. Para el observador sagaz
era cosa indudable que Núñez pensaba en afirmar totalmente
su dominio sobre aquel flaco y arruinado cuerpo estatal y que
trataba, sobre todo, de modificar la constitución federal de 1863
en el sentido de una mayor centralización, de una organiza-
ción más rigurosa y de la prolongación del período presidencial.
Núñez tuvo que preparar la revisión con una tónica de limitación
de las libertades, pues se hallaba necesitado del apoyo de todo
el partido conservador.
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La crisis económica, la presión que se operaba sobre el co-
mercio y el tráfico, el turbio panorama del tiempo venidero, las
continuas disensiones dentro del partido liberal, las desavenen-
cias entre los políticos, la degradación de los independientes, la
humillación de los radicales por la desafortunada candidatura
presidencial de Wilches . . . , todo esto había de dar lugar a una
conmoción por el estilo de la que en Bélgica, en circunstancias
bastante parecidas, se había producido ya. Núñez tenía sobradas
condiciones de estadista como para no darse cuenta de ello, aco-
modándose a ese movimiento retrógrado. Pero, ¿cómo iniciar
y llevar a cabo la revisión constitucional, con la que, en el fondo,
todo el mundo se hallaba de acuerdo? La mencionada Constitu..
ción de 1863 había establecido la norma de que para efectuar
una modificación de la misma era necesaria en el Senado la
conformidad de todas las delegaciones de los nueve Estados,
integrada cada una por tres miembros; había que ganarse, pues,
a, por lo menos, dos senadores de cada Estado, cosa imposible
dada la actitud federalista, hostil a toda reforma, que observa-
ban algunos radicales. En vez de publicar un programa sobre la
revisión, obligando a Núñez a definirse, los radicales se com-
portaron má bien como impugnadores del propósito, lo que con-
trarió todavía más a la opinión pública. Podía pensarse solo en
dos salidas : o había que confiarse a la eficacia del dinero, y
dinero no lo había, o era necesario llegar a una olución de
fuerza (derrocar gobiernos radicales en lo E stado o apresar
enadores de ese mismo grupo).
Resultaba curioso que fuera tan exiguo el número de per-
sonas que veían acercarse el oleaje de la revolución; más curio-
so todavía -en medio de aquella conmoción, de suma ejempla-
ridad histórica-, que no fuera Núñez quien comenzara el
conflicto bélico, acaso deseado en silencio por él, sino que los
radicales, en el colmo de la obcecación, se adelantaran a tomar
las armas. En caso de que estos hubieran sido los atacados, no
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habrían salido, en verdad, vencedores, pues el partido liberal
se hallaba harto dividido, débil e impotente, y el vuelco era
además inevitable, pero al menos habrían perdido honrosamente.
J\IIas, de este modo, los radicales violaron la ley antes de esperar
a que la violara Núñez y se lanzara abiertamente al golpe de
Estado. Tronaban contra el "traidor" Núñez, que había hecho
dejación de las ideas liberales, en tanto que él no había demos-
trado todavía con ningún acto ser el reaccionario que decían;
le dejaron, pues, el bonito papel de representante de la legalidad,
del orden agredido y del derecho vulnerado.
Cuando Daniel Hernández, jefe de los radicales del Estado
de Santander y persona de toda honorabilidad, declaró la revo-
lución contra el "dictador" -lo cual hizo desoyendo toda clase
de consejos y bajo el disgusto producido por la intromisión de
Núñez en los negocios de aquel Estado autónomo-, este último
pudo lanzar el día 26 de diciembre de 1884 esta significativa
proclama a la nación:
" . .. solo una intransigente fracción, para hacer, sin quererlo más
apremiante la anhelada obra, ha alzado bandera sediciosa contra un go-
bierno culpable únicamente de haber buscado, con excesivo candor, el con-
curso de todos para la pacificación de los espíritus, dando repetidos ejem-
plos de moderación y benevolencia ... El Gobierno no se limita a defender
el depósito que en sus manos se ha puesto; porque este conflicto que
comienza, lógico en su fondo, es el fruto inmediato de la insensatez de
unos colocada al servicio de la perversidad de otros . . . En este penoso
trabajo de pacificación, las bendiciones de Dios estarán con nosotros . . . "
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gre se explica por sus propias experiencias, que refiere en el
siguiente capítulo y que ocasionaron, en último término, el cese
prematuro de su actividad docente y de su pe1·manencia en Co-
lombia.
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Núñez se hizo elegir nuevamente para la Presidencia el 6 de
diciembre de 1885, prolongando además su mandato hasta seis
años de duración.
La nueva Constitución no entró en vigor hasta el5 de agosto
de 1886. Toda ella era obra de aquel demoníaco estadista. Los
poderes del Presidente tenían carácter extraordinario y resul-
taban dignos de una monarquía aristocrática. Se implantaba de
nuevo la pena de muerte. La dirección y organización de la
formación escolar quedaba totalmente en manos del clero. Se
suprimía la libertad de prensa. La fe católica se definía en
la Constitución, y lo mismo sigue ocurriendo en la actualidad,
como religión del Estado: aLa religión católica, apostólica, ro-
mana es la de Colombia". Más tarde se concluyó un concordato
con la Santa Sede, en el que el empobrecido país se obligaba
a enviar anualmente a Ro1na una fuerte suma de dinero en ca-
lidad de indemnización por las expropiaciones de bienes ecle-
siásticos que llevaran a cabo los gobiernos anteriores. Detalles
más concretos sobre el pa1 ticular se encuentran en la Ley nú-
mero 35 del año 1888, que confi1·maba los acuerdos firmados
con el Papa León XIII. Digna de especial atención era además la
Ley número 153 del año 1887, pues en ella se r econocía al de?"e-
cho de la 1glesia plena libe1·tad y equiparación funto a la legis-
lación civil. Esto se ha robustecido de tal modo en el transcurso
del tiempo, que los efectos legale. del bautizo, el matrimonio y la
muerte son producidos por la 1glesia. Dada la inexactitud de
muchos de los r·egistros eclesiásticos, se han originado ya po1·
ello las mayores dificultade de orden jurídico.
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pentina el 18 de septiembre de 1894, Caro se hizo cargo del
gobierno, con carácter definitivo y también bajo la forma auto-
crática. Si bien se habían producido escisiones en el seno del
pa'rtido conservado'r, no logró éxito una revolución promovida,
sin orden ni plan alguno, por los liberales. El año 1898 se vol-
vió a elegir Presidente a un conservador, el nonagenario doctor
Manuel Sanclemente. Este caduco anciano firmaba solo median-
te un sello, que, encomendado a la custodia de sus subordinados,
se utilizó para cometer los más increíbles abusos. Semejante
administración se hubiera acabado por sí misma y en breve
plazo. Pero otra véz les faltó paciencia a los liberales, y a fines
de 1899 estalló al Norte del país una revolución que se cuenta
entre las más sangrientas de Colombia. Pese a algunos éxitos
iniciales, los liberales hubieron de sucumbir a causa de la falta
de unidad en el mando. Los conse1·vadores "históricos" se apro-
vecharon de la confusión existente en el país para derribar al
conservador "nacionalista" Sanclemente, y el 31 de iulio de 1900
eleva1·on a la suprema magistratura del Estado al Vicepresi-
dente José Manuel Marroquín. Contaron para ello con el apoyo
clerical.
Para toda persona de recto juicio la administración de Ma-
11roquín constituye una de las épocas más negras de Colombia.
Este hecho es, a su vez, la única justificación del partido liberal,
que, desesperado de la situación, lanzó al país a la guerra civil
más te1-rible de cuantas ha vivido. La matanza duró tres años,
hasta que, por fin, el 21 de noviembre de 1902, llegó a firmarse
la paz. Este acto tuvo lugar a bordo del barco de guerra 1Wrte-
am,ericano uwisconsin", entre el representante conservador del
Gobierno, y los liberales, quienes, teniendo a todo Panamá en
u pode1·, se decidieron a dar ese paso por razones patrióticas
y también por miedo de una intervención de los Estados Unidos.
El país había quedado arrasado y pobre. Una pésima política
de papel moneda hizo imposible el comercio exterior con Co-
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lombia. En esta época de máxima postración hubo de empezar
Colombia las negociaciones con los Estados Unidos sobre el pro-
yecto de abrir un canal a través del 1stmo de Panamá. Por en-
tonces, empero, no se habían extinguido aún los derechos de la
sociedad francesa del canal, en la cual muchas familias colom-
bianas perdieron también, por amor a la patria, enormes sumas
de dinero. Mas las negociaciones con los americanos se frustra-
ron entretanto, pues las respectivas posiciones resultaron in-
conciliables. Con tal motivo se produjo un cierto disgusto entre
la población del Departamento de Panamá, y los Estados Unidos
supieron explotar hábilmente en favor de sus planes aquel es-
tado de ánimo. Se desencadenó un mov·imiento que, apoyado
u bondadosamente" por N orteamérica, tenía por meta la sepa-
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y respetada posición de tiempos anteriores. Sobre este montón
de ruinas debía edifica1· ahora Reyes ,y su capacidad de acción
logró realizar en breve lapso cosas verdaderamente notables.
Durante años se le echó en cara, como una vergüenza, que se
si1·viera de medios dictatorial-es, pues el colombiano, pese a los
amargos años vividos, es en el fondo un fiel partidario de la
forma republicana de gobierno. Pero hoy se reconoce con más
iusticia que las circunstancias de aquel momento de profunda
desorganización requerían ser meioradas por obra de una mano
fuerte. El mérito principal de Reyes es haber devuelto la paz
al país y el haberla sabido conservar. Hay que agradecerle ade-
más: la construcción de la carretera del Norte, desde Bogotá a
Belén, unos 250 kilómetros de recorrido,· la ampliación de las
líneas telegráficas de todo el país; la estabilización de la mo-
neda; la fundación de un banco emisor central, que entonces
no obstante, fracasó; el mejoramiento de la navegación por el
Magdalena; la fundación de la escuela de cadetes y la reorgani-
zación del eiército; la creación de los Departamentos del Atlán-
tico, Caldas y el Valle, que permitía una mejor articulación geo-
1Jolítica del país; la colonización de los Llanos y, en especial,
de la Tegión del Putumayo; en conjunto, toda una serie de ob1·as
de importancia, que hoy todavía cuentan en beneficio del país.
Pero cuando Reyes, de modo quizás excesivamente desp'ren-
dido, pretendió acabar con la cuestión de Panamá sin tomar muy
en cuenta toda la fuerza de las razones iurídicas que pesaban
a favor de Colombia, y cttando a la mayoría parlamentaria que
le era sumisa quiso obligarla a aceptar un tratado que N O'rte-
amé1--ica, naturalmente, veía con buenos ojos, entonces resultó
que los sentimientos del pueblo se consideraron heridos en lo
más profundo, de modo que desapareció cualquier posible miedo
al dictador. Una comisión de estudiantes de todas las tendencias
políticas reprochó valientemente a Reyes su proceder anticons-
titucional, y el hombre fuerte, en un momento de pusilanimidad,
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huyó del país a Los pocos días de aquel hecho. Los sucesos del
13 de marzo de 1909 resultan muy instructivos para el enjui-
ciamiento de la mentalidad de los suramericanos. La masa po-
pular, políticamente inmatura en general, ante una injusticia
cometida con clara conciencia puede alzarse en alas de tal entu-
siasmo que ni el miedo a la muerte es capaz de desviarla de su
propósito de impone1· a toda costa los amados ideales. Pero si
ese sentimiento es con·espondido en forma justa, el pueblo vuel-
ve a olvidar pronto su ciega iracundia, y en su lugar aparece
la piedad y la humana ternura. Así fue que, al cabo de unos
diez años de destierro, el Gene'ral Reyes pudo retorna1· a la pa-
tria, ya achacoso y enfermo, y morir allí sin que memorias odio-
sas enturbiaran la paz de sus cansados días. Quien vio en el
destierro a hombre tan inteligente y voluntarioso, solo pudo, en
calidad de persona neutral, lamentar que aquel caudillo no hu-
biera ofrecido al país en el terreno constitucional toda su capa-
cidad de acción, y que terminara por ser víctima de una desdi-
chada y sedienta ambición de poder. El General Reyes era una
personalidad nada común, llena de un ardoroso amor patrio,
y precisamente la compasión hacia aquel país abatido y sin guía
fue lo que le llevó a equivocarse en cuanto a los m edios eleg'idos
para salvarlo.
Una asamblea nacional convocada para celeb'rar sesiones
extraordinarias, volvió, tras la caída de Reyes, a las circuns-
tancias de la normalidad constitucional, en particular a la du-
ración improrrogable de cuatro años para el mandato del Pre-
sidente. C01no nuevo mandatario (período de 1910 a 1914) el
Congreso eligió a Carlos E. Restrepo, estadista antioqueño de
clara mente y de sereno y ponderado juicio. Dos años de conse-
cuente trabajo bastaron a este Presidente civil para poner orden
en las finanzas, lo que se alcanzó principalmente por justas pero
inexorables medidas en cuanto a la recaudación de impuestos.
Restrepo probó que también en Colombia es posible obtener
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resultados positivos por medio de una sabia y tole1·ante accwn
de gobierno. La pena de muerte volvió a ser abolida baio el
m,andato de este P1·esidente. Para la ejecución de obras de utili-
dad pública, se dio acogida en la legislación a la expropiación
de bienes privados, acción iurídica hasta entonces desconocida.
La elección p'residencial debería efectuarse ahora por suf1·agio
de todo el pueblo .. La ley electoral fue objeto de enmiendas, si
bien todavía dista mucho de la perfección y se halla a falta de
amplias innovaciones. Por fin, durante el período presidencial
de Restrepo se concluyó con los Estados Unidos el tratado
Thompson-Urrutia, el cual constituyó la base para el ulterior
arreglo del conflicto de Panamá y en cuyo primer artículo
exp1·esaba voluntariarnente a Colombia su pesa1· ("sincere re-
grets") por lo sucedido el año 1903.
Respetado y estimado de todos, Restrepo hizo ent1·ega de
su cargo, en 1914 al conservador José Vicente Concha, que, po1·
primera vez en Colombia, trabajó con un consejo de minist1·os
integrado po1· miembros de los diferentes grupos políticos. So-
bre el mandato de este sereno y digno Presidente no se puede
anotar nada de especial importancia, pues coincidió con los tien1r
pos de la Gran Guerra y, a causa del aislamiento de Colombia,
las cuestiones candentes fueron solo de índole económica. En
todo caso, debe mencionarse que Colombia fue uno de los pocos
países del mundo que contemplaron desde la neutralidad la ca-
tástrofe eu1·opea, pues una alta capa social e intelectual con
afinidad latina hizo contrapeso a la germanofilia del ejé1·cito.
Por fortuna, no hubo allí barcos inte1·nados que, como en ot1·os
sitios, pudie'ran haber suscitado la codicia del país.
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a las grandes dotes políticas que poseía, su preparación en ma-
teria económica era insuficiente para el adecuado gobierno de
la nación en ese aspecto. En la última época de su administra-
ción, él y dos de los ministros de su gabinete fueron encausados
por malversación de fondos públicos. A pesar de resultar ab-
suelto por las cámaras que, lo juzgaron como supremo tribunal,
el Presidente se separó de su cargo a causa de la pública des-
ap'robación, y murió pobre algunos años más tarde.
En 1922, tras la'rga tregua pacífica, tuvo lugar nueva y
encarnizada lucha electo? al, esta vez entre el General Benjamín
Herrera, candidato liberal, y el General Pedro N el Ospina, can-
didato conservado?-. Perdieron los liberales por una pequeña
diferencia de votos, diferencia que, según ellos, era atribuible a
la injusticia de los p'rocedimientos aplicados. A pa1·tir de enton-
ces se abstuvieron de acudir a las urnas. Resultó, pues, elegido
el General Ospina, y su administración (1922 a 1926) se señaló
pot· muchas ob1·as de valor positivo, por lo que cuenta entre
las mejores de Colombia durante los últimos decenios. En cuanto
a los asuntos económicos, empero, Ospina no tuvo motivos de
especial P'reocupación, pues los ingresos del Estado habían as-
cendido por aquellos años en forma considerable y continuada.
A principios de esta admini tración, el Senado no'rteamericano
aprobó por fin el tratado Thompson-Urrutia sob1·e regulación
de la cuestión del Istmo. Los Estados Unidos, después de exp're-
sar en dicho tratado, como ya vimos, u usincere regrets", paga-
ron como indemnización la suma de 25 millones de dóla'res (en
cinco plazos anuales), iniciándose así un nuevo auge económico
de Colombia. Sobre este extremo hablaremos en un capítulo pos-
te'rior, pues los éxitos económicos de Ospina merecen pondera-
ción especial.
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ligiona'rio conservado?· el doctor Miguel Abadía Méndez, cuyo
'mandato sigue ejerciéndose en la fecha, y por ello no puede se1·
enjuiciado.
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11.- REJVOLUCION
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y muy bondadoso, pero, buen radical en su país, reaccionaba
como furioso "comecuras" y, a menudo, desconsiderado crítico
de los asuntos internos de Colombia.
Nuestro camino discurrió en primer lugar valle abajo, a la
derecha de La Mesa, atravesando los más hermosos prados y
palmares. Formábamos un grupo muy divertido. Los estudian-
tes y Cucalón convinieron en jugar a la guerra, y como todos
iban armados, se dirigían a los indios que caminaban por la poco
transitada comarca diciéndoles que avanzaban con el plan de in-
surreccionar el Estado del Cauca. Ponían unas caras feroces,
ocupaban de cuando en cuando alguna cabaña, se llamaban entre
sí con pomposos títulos de general y coronel y metían miedo a
la pobre gente, divirtiéndose de modo maravilloso.
Aquel mismo día pasamos al Alto del Copó, una eminencia
rocosa en la última estribación de la cordillera, desde donde se
nos ofreció un admirable panorama de la Cordillera Central, que
en frente se extendía, sobre el valle del Magdalena, cuyo paisaje
recordaba el de los Llanos. Ya al oscurecer descendimos hasta
el pueblecillo de Casas Viejas, donde hubimos de repartirnos en
diferentes alojamientos para pernoctar. ¡Cuál no sería nuestro
asombro al saber que se nos había ya denunciado como revolu-
c·onarios y que trataban de reducirnos y tomarnos presos duran-
te la noche! Por fortuna, pronto se vio que todo aquello procedía
de una broma, broma de la que yo, por cierto, me había ab te-
nido decididamente cuando vi las trazas que tomaba de conver-
tirse en cosa seria. Más tarde nos enteramos de que ya se había
telegrafiado al Cauca avisando que llegaban de Bogotá seis ofi-
ciales con el propósito de levantar en armas a aquel Estado. A
esto había conducido el imprudente juego de mis compañeros
de viaje.
Al día siguiente continuamos bajando, a través de una co-
marca bastante triste, por el ancho v pedregoso lecho del río
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Seco hasta llegar a la aldea de Guataquí, a orillas del Magdalena,
donde siglos atrás se habían embarcado los caudillos de España,
Quesada, Belalcázar y Federmann. La aldea, azotada por las
fiebres y de clima sumamente cálido, ofrece una amarga estampa
de desolación. La única ocupación de sus habitantes consiste en
transportar al otro lado del río a los escasos viajeros que por
aHí pasan. Allende el Magdalena, junto a los ranchos de Guata-
quicito, descansamos un poco a la sombra de unos sombríos
árboles y entre tanto dejamos tomar algún aliento a nuestras
caballerías. Eugene, que presumía de buen conocedor de ganado,
hacía mofa de mi mula, "la Mirla", un animal pequeño y debi-
lucho. A causa del esfuerzo del paso del río, tenía un aspecto
en verdad lamentable, parecía flaquísima y poco menos que in-
servible como cabalgadura, cosa en la que el crítico, sin embargo,
se equivocaba de medio a medio. Después de atravesar a la
tarde, en dirección de !bagué, la llanura que forma el abierto
valle, siendo las cuatro llegamos al pueblecillo de Piedras, cuyas
viviendas parecían más limpias y cuidadas que las de otros luga-
res y cuyos habitantes nos gustaron también. Como el nombre
del pueblo indica, este se halla rodeado de piedras, que son
cascote lanzado, sin duda, hasta allí por alguna erupción del
volcán Tolima, ahora ya apagado. El año de 1595, otro volcán,
el Herveo, cubrió de una masa de fango toda la llanura que va
a lo largo de la cordillera. En dicha masa han excavado fácil-
mente los ríos los profundos cauces que hoy presentan.
La noche la pasamos en un mísero rancho en medio de los
pastos y acostados sobre mesas o en el suelo. A la mañana si-
guiente seguimos por la llanura, bajo un calor terrible, sin en-
contrar más que algunas pocas ventas y los ranchos de Cuatro
Esquinas. Los animales, que durante la noche habían carecido
de buen pienso, se sostenían ahora malamente. En cuanto a los
viajeros, anotemos que nos vimos precisados a ayunar durante
dieciocho horas. Hambursin y otro compañero tuvieron que des-
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montarse y marchar a pie por aquel abrasador terreno arenoso
y tan mortificados por la sed, que tumbados boca abajo, llega-
ron a beber agua de un charco cenagoso. Entre tanto yo cabal-
g·aba tranquilamente a lomos de mi despreciada "Mirla" y ade-
lantándome entré a !bagué en las primeras horas de la tarde.
Envié dos caballos al encuentro de mis compañeros de correría,
que llegaron por fin a eso del anochecer. Los estudiantes que
se encontraban allí pasando las vacaciones, habiendo tenido noti-
cia del viaje, salieron a caballo a nuestro encuentro, en número
de unos veinte, hasta una venta situada como a dos leguas de la
pequeña ciudad. En la venta habían dado buena cuenta de todas
las provisiones allí existentes, de modo que no encontramos ni
un solo huevo para el desayuno. Esta vez tuvo lugar el baile
en nuestro honor, organizado por los estudiantes y que se celebró
en una de las casas principales de la localidad. Allí tuvimos oca-
sión de admirar a las bellezas de Ibagué, muchachas de fina
esbeltez y ataviadas con el mejor gusto. La ciudad no desmintió
tampoco esta vez su gran atractivo. ¡Se vive tan gratamente
allí ! . . . La vida transcurre en medio de una paz idílica. Las
gentes son tolerantes y amables, casi incapaces de malas pa-
siones.
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buey que, conducido por su correspondiente peón, serviría para
el transporte de los víveres, consistentes estos en arroz, patatas,
tasajo, o sea carne seca y cortada en largas tiras -que se cuece,
o bien se tritura entre dos piedras para comerla sin otra prepa-
ración-, además, huevos, grasa y cacao. El 23 de diciembre se
puso en marcha la caravana, acompañada de numerosos estu-
diantes de !bagué, los cuales nos dieron escolta una hora de cami-
no. Solo después de muchas despedidas y abrazos y luego de
brindar con las talladas cáscaras de coco llenas del inevitable
brandy, nos separamos a la vista de la ciudad iluminada por el
sol del crepúsculo y ya muy profunda allí abajo entre el verdor
del valle. Todavía está viva en mí la escena de cuando alegre-
n1ente ascendimos por el monte y desde una eminencia contem-
plamos una vez más el valle del Magdalena y la azul Cordillera
Oriental, que ya por mucho tiempo no volveríamos a ver ...
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cual, sin embargo, no ha podido ser probado históricamente.
Españoles y criollos se mezclaron, pues, con los indios, que en
esta región se habían distinguido por su gran valentía y dieron
lugar a un tipo diferenciado, en el cual se acusan con más o
menos fuerza cada uno de los elementos integrantes.
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el juego. También, con ocas10n de algún festejo o solemnidad,
rinde culto al licor y en estado de obcecación cae en el delito.
N o son raras las contiendas a golpes ni las riñas con afiladas
navajas barberas, en las que se trata de marcar la cara al adver-
sario.
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un escalón y se chapuzaba en un charco. Yo me apeé y preferí
llevar a mi mula "Mirla" por delante. Hice bien, porque poco
rato después la mula que montaba mi colega Eugene se hundió
en un pozo de barro de tal profundidad que solo asomaba la
cabeza de la pobre bestia. El jinete pudo saltar sobre dos ribazos
laterales. N os costó mucho tiempo, en aquel terreno tan empina-
do, sacar del atasco al animal y al terminar la operación pare-
cíamos auténticos poceros. Así se apeó, pues, mi colega y luego
un tercero ; seguimos caminando, pero ¡ qué desfile ... ! Los pan-
talones nos los arremangamos por encima de la rodilla y nos
calzamos una especie de sandalias con las que el pie desnudo
pisaba más ligeramente. Como la lluvia caía de modo torrencial,
nos pusimos nuestros grandes abrigos de viaje, cuyos bordes
llegaban casi al suelo. Ahora podíamos considerar si tuvo razón
Emiro Kas tos al escribir: "El Quindío como camino, como carre-
tera nacional, es algo que no tiene nombre". Por lo demás, nos
consolamos con el famoso ejemplo de A. von Humboldt, que en el
año 1801 anduvo a pie por estas tierras haciéndose llevar a es-
paldas de indios en algunos trechos de la ruta. En el año 1827,
Boussingault pasó también por aquí. Las observaciones de estos
dos sabios son todavía fundamentales.
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¡Qué fácil sería, sobre suelo tan firme, hacer aquí un buen
camino! Bastaría con cortar, desde una distancia de algunos
pasos de la actual vía de tránsito, la frondosidad que impide
el paso del sol y la ruta resultaría practicable. Esto es lo que,
con éxito han hecho a unas leguas de !bagué, pero la tropa que
allí se empleó fue pronto retirada. Se le había encontrado una
aplicación "más útil". La vegetación penetra tanto en el camino,
que solo el buey, con su andar poderoso y constante, puede avan-
zar por debajo, acreditándose de nuevo como magnífica bestia
de carga. Pero ¡ay del que ose acercarse demasiado a la linde
del camino! Eugene, al tercer día de viaje, fue atrapado por
una liana que se le ent·oscó al cuello y de tal modo que no
podía seguir adelante. Por fortuna, consiguió detener a su mula,
hasta que el · peón, sirviéndose del machete, le libró de la aho-
gadora planta.
Por Mediación y por las quebradas de Buenavista y Agua~
caliente, atravesamos un abrupto y hueco desfiladero de rocas
hasta llegar a Machín y al valle del río San Juan, uno de los
afluentes del Coello. No vimos nada de las fu entes sulfurosas
y termales, que tienen su origen en el macizo del Tolima y poco
o nada de las palmas productoras de cera (Ceroxilon), substan-
cia que se aprovecha en la fabricación de cerillas. La lluvia nos
impedía contemplar la Naturaleza. Solo un interesante encuen-
tro tuvimos: el del correo. Algunas mulas, con pesadas cargas
sobre sus lomos, avanzaban en dirección contraria a la nuestra
y solo como una media hora más tarde apareció la escolta de
los arrieros, algunos de los cuales t raían trabucos y carabinas
de las que se disparan con yesca; tan grande es la seguridad
por estos caminos. Podrían transportarse miles de dólares sin
que se produjera asalto ni robo alguno. A mi pregunta de si
aquellas armas irían cargadas, me contestaron los hombres del
correo·: -"No, ¿y para qué?" Más de un país europeo podría
envidiar aquel paso en punto a seguridad y confianza.
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En Machín pensábamos pasar la Nochebuena. Ante nuestra
insistencia, el patrón se decidió a organizar allí un "baile". Hizo
avisar, pues, a algunos de los músicos de los contornos para
que vinieran con una guitarra, un tiple y una especie de pandero,
comunicando también a los granjeros vecinos, que vivían muy
diseminados por la comarca, la buena noticia de la fiesta. Des-
pués de tomar una modesta cena, a eso de las nueve, iniciose
la danza en un angosto cuartito. Cuatro muchachas se hallaban
acurrucadas en el suelo. Los músicos estaban arrogantemente
sentados sobre unos cajones. A la luz de algunas bujías de sebo
se empezó a bailar un bambuco. Solo danzaba una pareja, pero
lo hacía con toda el alma. N o bailaban agarrados, sino girando
en forma parecida a la de una contradanza, acercándose, reti-
rándose, unas veces con pasión, otras con graciosos dengues.
La mujer tiene una mano apoyada en la cintura y sus pasos
describen la figura de un ocho sin dar la espalda al hombre en
ningún momento. Su elegante cuerpo se delínea marcadamente
dentro del sencillo vestido. Alternativamente se cantaban can-
ciocillas populares y al propio tiempo se hacían frecuentes hono-
res al anisado. Yo hube de bailar una vez con la mujer del
patrón, según las reglas de la hospitalidad. Hacia las diez de
la noche me retiré de la fiesta y dormí magníficamente. Mis
compañeros, que se habían retirado antes, no pudieron dormir
y ya después de la medianoche, decidieron seguir bailando. Al
amanecer, según costumbre, la fiesta acabó con una buena paliza
que algunos de los asistentes se propinaron en el patio. Hasta
que el frío de la mañana fue devolviendo a los borrachos el
buen sentido.
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mos caminado casi nueve horas a pie y solo habíamos cubierto
una distancia de unas cuatro leguas. En Gallegos tuvimos que
prepararnos la comida nosotros mismos y secarnos de la moja-
dura. La consabida sopa de arroz con algo de patata, el trozo
de carne seca y luego cocida y unos huevos fritos, constituyeron
el ya invariable menú. Lo mejor era siempre la taza de choco-
late, que, por medio del llamado molinillo, una varilla de madera
tallada que se gira entre ambas manos, forma sobre el liquido
una capa de espuma grisácea. Pero esta bebida solía estar tan
azucarada y diluída con panela, que muchas veces desentíamos
si se trataba de agua de azúcar o de cacao. Exquisito sabía a
continuación un trago de agua fresca de algún manantial. Como
extraordinario, nos permitíamos tomar alguna vez un sabroso
bocadillo, o sea compota dura de frutas cortada en trocitos cua-
drangulares.
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y de farmacia. Bajamos luego hacia el río Boquia, en cuya proxi-
midad encontramos buen asilo nocturno en casa de un antio-
queño. De este encantador y verde valle debimos salir a la maña-
na siguiente por el Alto del Roble (2.080 metros). Durante
varias horas habían luchado hasta allí con el terrible camino
nuestras pobres cabalgaduras, sucias ya hasta los ollares. Era
un terreno de bosque, arcilloso e inundado. Por el medio día
llegamos a Finlandia, una aldea recién fundada y en la que solo
2ntioqueños se habían establecido. Era día de mercado y de
misa. La plaza se veía enteramente llena de gente de la nueva
colonia, que charlaban sin tregua, interrumpiéndose tan solo para
arrodillarse en el momento de alzar. La música eclesiástica era
horrible. Un quejumbroso clarinete y una trompeta suspiraban
de continuo los mismos compases.
Sopa de maíz, pan de maíz (arepas) y hasta un trozo de
pan, amén de los fríjoles y la carne de cerdo, platos habituales
de la gente de Antioquia, nos compensaron debidamente de las
pasadas fatigas. Y a la tarde seguimos el viaje, ahora ya sobre
terreno seco, a través de unos bosques magníficos de enormes
bambúes y ante los limpios y graciosos ranchitos de los antio-
queños. En todas partes obteníamos, por poco precio, leche o
pan de maíz.
El Quindío propiamente dicho quedaba a nuestra espalda.
El Paso es tan sano, tan puro el aire, que raramente acontece
que enferme algún viajero; muchos llegan a afirmar haberse
curado allí de dolencias y malestares, lo que en todo caso es
atribuíble al mayor ejercicio.
El 28 de diciembre llegamos por fin, después de tres horas
de cabalgada, al río La Vieja, que tiene allí 100 metros de anchu-
ra. Lo alcanzamos en el lugar llamado "Piedra de Moler" (994
metros de altitud). En la orilla opuesta se veía una casita para
el barquero. Del valle del Cauca propiamente dicho nos separaba
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todavía una cadena montañosa de bastante elevación. Justamente
de aquellas alturas vimos bajar un grupo de unos veinte jinetes
y amazonas que ya de lejos nos hacían señales de saludo. Eran
los amigos y parientes de Abadía que salían a nuestro encuentro
con el propósito de ofrecernos digno recibimiento y acogida. A
nosotros, sucios y mal vestidos expedicionarios, con las claras
señales de casi seis días de azarosa marcha, la comitiva que se
acercaba nos pareció un cortejo de hadas y de príncipes salidos
de las "Mil y una noches". Cuando llegamos a la otra ribera nos
impresionó hallarnos en tan espléndido ambiente, rodeados de
tanta civilización y casi no tuvimos palabras para corresponder
a la cordial salutación que se nos dispensaba. Sentados sobre la
yerba tomamos el desayuno traído por nuestros amigos~ que
tuvo su buen acompañamiento de vino y hasta algo de champaña.
Luego se nos invitó a montar aquellos fogosos y rápidos corceles
del Cauca, tan elegantes en el paso de andadura; en seguida,
casi sin saber cómo, nos encontramos en la altura de Santa
Bárbara, célebre por una victoriosa batalla librada allí por el
general liberal Santos Gutiérrez contra los conservadores el año
de 1861. Desde aquella cresta se tiene una bellísima vista de la
pequeña ciudad de Cartago (989 metros de altitud), situada en
medio de prados verdes como la esmeralda entre plátanos y pal-
meras y reclinada junto al ondulante río La Vieja, que aquí se
ha liberado totalmente de la cordillera y corre a reunirse al
Cauca, del que todavía le separa una legua.
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colegio para muchachos. El c1ima es ya bastante cálido --con
una t emperatura media de 24 grados-, pero el lenitivo lo ofrece
el baño en el río La Vieja. De este caudal se saca también el
agua para la ciudad y ello no se hace con tinas o cubos, sino con
largas cañas de bambú a las que se han cortado dos o tres seg-
mentos.
En Cartago la familia Abadía nos acogió con hospitalidad
verdaderamente árabe, o sea en la forma que es proverbial en
el Cauca. Particular gusto encontrábamos en los cigarros puros
que con finos dedos liaban especialmente para nosotros las hijas
de la casa. Era un excelente tabaco, que se cría allí cerca. Duran-
te la operación que he dicho charlábamos con las muchachas.
Ellas nos entregaban con una graciosa sonrisa el cigarro recién
fabricado. ·
Ingrato había de ser el despertar de aquellas horas idílicas.
El día de Año Viejo por la tarde desfiló por las calles algo que
Uamaban "música" y un hombre leía con sonora voz un pregón
en el que declaraba el estado de guerra en el municipio del Quin-
dío, cuya cabeza era Cartago. Parece que del Norte de la repú-
blica y de Bogotá habían llegado noticias inquietantes y que el
pr sidente Núñez había implantado en todo el país el estado de
excepción. No podíamos creer en una verdadera revolución y
decidimos proseguir nuestro viaje valle arriba hasta Cali y luego,
si era posible, a Popayán, para bajar luego hasta el Océano Pa-
cíf ico, a Buenaventura. Solicitamos pasaportes y el joven Aba-
día, Eugene y yo partimos alegremente el 3 de enero de 1885
por una región de colinas frondosas y tupidos bosques de bambú.
El valle del Cauca está enmarcado por las cordilleras Occi-
dental y Central. El Cauca, principal afluente del Magdalena,
con un curso de doscientas setenta leguas de longitud, algo más
arriba no pasa de ser un torrente de montaña; pero de Cali a
Cartago, en un trecho de unas veinte leguas, el valle se abre
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hasta alcanzar una anchura de ocho leguas aproximadamente. En
este trayecto el río es navegable para pequeños vapores, que se
transportan desarmados desde el Océano Pacífico. Pero luego
las cordilleras van comprimiendo más y más el río y este, al
llegar al Estado de Antioquia, se ve obligado a descender desde
un nivel de unos 1.000 metros hasta las bajas sabanas de la
región litoral, de modo que su corriente se vuelve impetuosísima,
forma saltos y hace con ello imposible la navegación. El valle del
Cauca no es por igual fértil en todas sus partes. Algunas regio-
nes, a causa de la deforestación y también por su estructura
geológica, son secas y arenosas; otras se inundan y forman lagu-
nas de hasta dos metros de profundidad, lo que las hace entera-
mente insalubres por razón de las fiebres. Pero otras regiones,
en particular las que distan de media a una legua del río, ya
algo hacia la altura y que tienen una gruesa capa de humus,
proporcionan al hombre todo cuanto puede crecer en la Zona
Tórrida, ello en gran abundancia. Allí se encuentran la mayor
parte de las colonias, en tanto que las tierras de la salientes
m<Jntañas están casi sin cultivar. Existe, pues, un gran parecido
entre el valle del Cauca y los Llanos. Aquí, como allí, se queman
las resecas sabanas, se cría mucho ganado y se practica con
provecho la pesquería. Se halla igual clase de ranchos y granjas
o hatos, rodeados de frutales y de grandes guaduas que mecen
sus largas hojas en el viento. Se ven también las misma casas
de campo en medio de álamos y de yerba que alcanza la altura
de nuestros cereales europeos y es tan espe a y uniforme que
parece la hubieran recortado por arriba. Un cielo hermosísimo
se tiende sobre este valle de bendición. A la llegada de los con-
quistadores, vivía aquí un millón de aborígenes; la actual pobla-
ción apenas llega a la mitad, pues la viruela y el sarampión y
de otro lado las incesantes guerras civiles, han costado muchas
vidas. La población se halla mezcladísima, pues aquí habitan las
tres razas; pero hay regiones donde los negros son mayoría,
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mientras que los indios propiamente dichos se han retirado ya
hace mucho tiempo de las partes muy densamente pobladas del
valle principal, de manera que son mucho más frecuentes las
distintas matizaciones de procedencia blanca y negra.
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se pudieran intercambiar más rápidamente los productos y lle-
varlos a otros paises. El Cauca seria entonces un paraíso y acaso
no dejarían de tener razón los sociólogos que han calculado en
veinte millones (André dice cincuenta millones) la futura pobla-
ción de este valle. Pero en la guerra, en la revolución este paraíso
se convierte en infierno, en palestra de todas las pasiones y asien-
to de toda barbarie. Las gentes amables y bondadosas se vuelven
tigres. Su furia es tan grande, que llega al ridículo. En una
alocución a los liberales tronaba un orador de este modo: era
necesario dar tan duro a los conservadores, que de sus dientes
se pudiera hacer una columna conmemorativa. Casi por todas
partes se encuentran huellas de ruda devastación y las heridas
de las guerras civiles no han cicatrizado todavía. De esto nos
damos cuenta ya la noche de nuestra primera escala, alojados
por el señor Rentería, un conservador cuya magnífica hacienda
fue incendiada el año 1877. Le mataron el ganado, sin utilizar
para nada la carne y le arrasaron de tal modo los pastos, que
al cabo de ocho años no había conseguido alcanzar el nivel ante-
rior de sus bienes y desarrollo. ¿No se malogra de esa manera
todo espíritu emprendedor? N o es por libre convicción por lo
que la mayoría militan en este o en el otro partido, ino porque
en uno de ellos tienen que vengar algún hecho de atrocidad. A
éste le han matado el padre, al de más allá se le llevaron un
hermano, a un tercero le ultrajaron madre y hermanas; en la
próxima revolución han de vengar las afrentas. Así ocurre que
entre los conservadores encontramos gente librepensadora y en-
tre los liberales, católicos fanáticos. Cada cual se rige por la
ley de la venganza de sangre.
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Como yo iba en cabeza de nuestra expedición, me hallé, no se
cómo, en medio de los revolucionarios. Un señor de entre ellos
se dirigió a mí afablemente. Al reunírsenos los de mi grupo,
reconocieron en él a un exsenador y general de Antioquia. Este
se había propuesto pasarse a pie desde el Cauca a territorio an-
tioqueño para hacerse cargo de un alto mando en su Estado.
Aquellos jinetes lo habían atrapado en la cordillera y ahora lo
conducían a Cartago en condición de prisionero. Ya la circuns-
tancia de que este radical nos hubiese saludado nos hizo sospe-
chosos de Cartago en adelante.
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morir de inanición a algunos prisioneros y luego se tenía a los
cadáveres durante algunos días, encadenados junto a los presos
que <{uedaban vivos.
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y setos y se amontona en enjambres por los caminos. Aunque uno
se lance a caballo sobre estas saltadoras masas no se llega a
aplastar más que unos pocos insectos.
Buga (1.001 metros de altitud, 24 grados de temperatura
media) se fundó en 1575. Fue y es un lugar con muchos conven-
tos e iglesias, auténtica ciudad española bronca y antipática. El
hotel era malísimo ... , pero caro; las camas, cuyas ropas habían
servido a otros muchos antes que a nosotros, estaban llenas de
bichos.
No lejos de la pequeña localidad nos alcanzó un jinete a
galope y quiso examinar nuestros pasaportes, que ya habíamos
hecho visar convenientemente. N os miró con suma desconfianza.
N o pudimos siquiera preguntar quién era aquel que se arrogaba
él derecho de hacernos detener en el camino, pues ello hubiera
sido todavía más sospechoso. Tocamos en el lugar de Sonso y
por su vasta llanura cabalgamos hasta la bella aldea de Cerrito.
Por el camino disfrutamos de la delicia de los bosques, su poesía,
sus aromas. Corrían por ellos cristalinos arroyos, como el Zaba-
leta, sombreado por árboles gigantescos, arbustos y maleza. Ya
teníamos ante nosotros aquellos soberbios paisajes caucanos que
tan admirablemente describe Jorge Isaacs en su conmovedora
novela María; nos encontrábamos en el verdadero escenario de
su narración, cuyas idealizadas figuras parecían tomar aquí for-
ma tangible.
Desde Cerrito el camino tuerce a la derecha hacia el río
Cauca, a cuyo encuentro galopamos durante más de una hora
para llegar antes de la puesta del sol a la barca que cruza el río
por La Torre, cosa que, en efecto, logramos. Una gran balsa,
en la que se podía entrar cómodamente a caballo, atraviesa aquí
la ancha corriente, de un amarillento sucio, encajada entre tupi-
dos bosques. En la otra ribera dormimos aquella noche en un
ranchito, sobre un suelo hecho de caña de bambú triturada.
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El día 9 de enero, después de ocho horas de caballo, llega-
mos a Cali, capital del Cauca y su máxima plaza comercial. De
lejos Cali ofrece el aspecto de una ciudad mora o judía. Un combo
puente de piedra lleva, sobre el río del mismo nombre, hasta las
enjalbegadas casas de la ciudad, sobre las que se yerguen las
cúpulas de dos iglesias. Alzase a la derecha, de modo bastante
abrupto, la Cordillera Occidental, que forma una serie de des-
nudas sierras parecidas a las pirenaicas ; pero en el propio valle,
las palmas circundan el caserío. Todo esto, bajo un cielo mara-
villoso, crea la pintoresca hermosura de la estampa de Cali. La
ciudad fue fundada en 1536. Su temperatura media es de 22
grados y se halla expuesta a los vientos de la cordillera. Cali
posee diversos centros de enseñanza secundaria, testimonio de
la actividad cultural de la población que ha dado ya al país varias
personalidades ilustres. La principal importancia de Cali como
gran centro comercial está en su facilidad de acceso desde el
cercano litoral pacífico.
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mis despreocupados compañeros de viaje para abreviar la estan-
cia en Cali y renunciar al resto de la planeada expedición valle
arriba o hasta el Pacífico.
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Sin ser molestados seguimos nuestro viaje. La gente tenía
quehaceres más importantes que andar en mi persecución; de-
bían, sobre todo, pertrecharse para el temporal que se avecinaba.
Cuando al medio día llegamos a la pequeña ciudad de Palmira,
antes célebre por su "tabaco oloroso", dos batallones de soldados,
casi todos negros de feroces ojos, se dirigían hacia Buga con
banderas desplegadas. Algunos gritaban: "¡Viva el gobierno
legítimo!", mas, en general, el entusiasmo de la tropa no parecía
ser muy grande. Iban mal armados, pero marchaban con orgullo.
Por lo común estos batallones de negros, con su soldadesca sen-
sual, desconfiada, indolente, pero al propio tiempo fanática y
tenaz, son el horror de las gentes de bien. Mas no debo ocultar
que precisamente en la revolución hice conocimiento con algunos
oficiales negros que me inspiraron verdadera estimación por su
comportamiento sereno y su actitud de viril y digno orgullo.
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tando a más de cincuenta personas y cometiendo en las mujeres
indecibles infamias. Con ello se nos retrasó la continuación del
viaje y tuvimos que pasar dos días en el malhadado hotel de
Buga.
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leado con los radicales contra nosotros!" Abadía respondió al
hombre aquel y se desesperó tratando de demostrar nuestra
inocencia. El patrón en cuya casa habíamos estado el día ante-
rior no se atrevió a declarar que no habíamos puesto el pie fuera
de Buga; tan intimidado se hallaba. Y o me harté, al fin, de todo
aquello y salí a caballo preguntando por el gobernador. En una
calle me encontré con él. La chusma me seguía. "¿Este es el
respeto que inspira su firma --dije al anciano-, que se nos
detiene aquí y se nos prohibe seguir libremente nuestro camino?
¿Qué tiene que ver el alcalde con nuestro pasaporte?" Yo me
referí a varios señores de Buga que nos conocían bien y sabían
que éramos extranjeros, profesores contratados por el gobierno
y ajenos a la política. Los mismos señores a los que yo había
ofrecido y prestado servicio llevando a Bogotá para sus hijos pe-
sadas remesas de dinero en plata, se desentendieron ahora tími-
damente; ninguno quería responder como testigo. ¡Maldita gen-
tuza! Tras de largas dudas y mucho palabreo declaró finalmente
el gobernador que podíamos seguir viajando, pero con la obliga-
ción de volvernos a presentar en Tuluá para que no firmaran
de nuevo los pasaportes. Con toda seguridad, abrigaba el plan
de hacerno apresar allí, para no sentar el precedente de anular
u propia firma. Preocupados nos pusimos en marcha.
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llevaban kepis y traían espadines abrochados sobre sus ropas
de paisano. Los soldados iban en columna de a uno, sombríos y
extenuados; es probable tuvieran hambre. La mayor parte de
ellos, sin duda, habían sido reclutados a la fuerza. El grupo más
triste venía a continuación. Lo componían unos doscientos hom-
bres sin fusiles de ninguna clase, a falta de ello llevaban garro-
tes o machetes muy pesados. Eran los más terribles.
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domiciliario. Si el deseo de conocer más de cerca aquellos aconte-
cimientos no me hubiera llevado a hacer averiguaciones, habría
permanecido en la creencia de que realmente fueron un hecho
aquellas monstruosidades atribuidas en un principio por los bu-
ganos a los insurrectos de Tuluá. La historia se escribe las más
de las veces según las exageraciones de los hombres.
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cuando se recibían nuevas de alguna victoria! Una de esas nue-
vas fue mortal para los radicales. El 19 de enero un batallón de
la Guardia Colombiana, la más escogida tropa del Gobierno, llegó
a Cali, procedente de Panamá, con objeto de auxiliar al partido
gubernamental. Mas en la noche del 19 al 20 su jefe, el coronel
Márquez, se pasó a los radicales, quienes, según se afirmaba, lo
habían sobornado. Cali cayó de este modo en manos de los radi-
cales que ahora, por su parte, movilizaban todos los recursos
con el fin de ocupar el valle del Cauca. Con ochocientos hombres
--según otros, con mil cien- bajaron contra Buga para atacar
a las tropas del Gobierno, o sea a las mismas con las que nosotros
nos habíamos cruzado en el camino de Tuluá. Estas últimas, al
mando de Juan E. Ulloa se hicieron fuertes en unas colinas sobre
la llanura de Sonso; su número, según el propio jefe, fue de solo
quinientos hombres, de los cuales doscientos iban armados de
trabucos. Durante cuatro horas se combatió allí desde las ocho
de la mañana del día 23 de enero. Las tropas regulares no pudie-
ron lograr nada en su ataque a las cotas ocupadas por los rebel-
des ; se dice que los cartuchos de las balas se encasquillaban en
los fusiles. El resto de las fuerzas de los radicales terminaron
por emprender la huída, dejando en el campo de la acción ochenta
n1uertos, ciento cincuenta heridos y prisioneros y treinta y cinco
caballos. La victoria de Sonso tuvo, sobre todo, una importancia
moral, pues los caucanos se gloriaron inmensamente de haber
derrotado al traidor batallón de la Guardia Colombiana, conside-
rado como invencible. Además, en poder de las tropas del Gobier-
no cayó gran cantidad de armas y munición, lo que les permitió
equiparse. Pronto llegaron de Buga a Cartago como doscientos o
trescientos hombres. Entraron a las tres y media de la madru-
gada. Aún resuena en mis oídos la lenta marcha militar que una
pequeña banda de unos cinco músicos (trompetas y clarinetes)
iba tocando al frente de aquella tropa. En la sin1plícísima melo-
día había algo de lastimero y pavoroso, cuya impresión me llegó
a la misma medula de los huesos.
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Ahora, la mal armada "División" cuyo efectivo sería como
de setecientos hombres, juzgábase ya lo bastante fuerte como
para lanzar una ofensiva contra los radicales del Estado de An-
tioquia. Con gran sigilo cruzaron el río La Vieja el día 25 de
enero. Mi colega Eugene Hambursin, desoyendo todos los conse-
jos en contra, quería regresar a Bogotá. Por más que le quisimos
hacer ver que la Escuela de Agronomía no podía estar abierta
en tiempo de revolución, nada fue capaz de disuadirle. Yo, por
no dejarle marchar solo terminé por agregarme, a regañadientes,
llevando también a mi "Mirla", ya descansada y lustrosa. El 26
de enero llegamos al pueblo de Pereira que dista de Cartago como
cuatro horas a caballo y que en 1863 fuera fundado por colonos
antioqueños en medio de extensos bosques de bambú. Allí se
encontraba en avanzadilla la División de Caucanos y no pudimos
seguir el camino, pues esperaban al enemigo de un momento a
otro. Durante la noche resultó robado del prado donde pastaba,
o bien requisado por las tropas, el bonito caballo caucano com-
prado por Eugene para el viaje de regreso. Todas las pesquisas
que hicimos a la mañana siguiente fueron totalmente inútiles.
Entonces acordamos que yo regresara en mi mula a Cartago
para notificar de la pérdida al vendedor del caballo y encargarle
de su búsqueda. A las dos y media de la tarde, hallándome ya
a lomos de la "Mirla" y cuando iba a pedir mi salvoconducto,
las cornetas comenzaron de pronto a tocar generala. Por los
cerros del Alto del Oso, que rodean a Pereira, se veían bajar
apretadas masas de infantería y a la entrada del pueblo zumba-
ban ya de recio los disparos. Presencié los preparativos para la
lucha y cuando las balas empezaban ya a caer en la plaza puse
espuelas a mi mula y me dirigí a Cartago.
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tengo que huír. Le entrego mi casa para que cuide de ella. ¿No
podría prestarme su mula para salir de aquí? De lo contrario
voy a caer en manos del enemigo". El señor Abadía, s1 bien
hombre todavía vigoroso, debía estar ya bastante por encima
de los sesenta años. Me había hecho objeto de la máxima hospi-
talidad y por lo tanto no vacilé. Fui a buscar mi mula del pasto
y el fugitivo desapareció poco después en la oscuridad de la
noche. Lo mismo que Eugene, me quedé, pues, convertido en
peatón.
Toda la noche duró la alarma. Se escuchaba la huída de las
tropas del Gobierno, que a paso ligero cruzaban la ciudad sin
tratar siquiera de defenderla, a pesar de que hubiera sido posible
n1antener la posición en la línea del río. N o pegamos un ojo.
Después de las diez de la mañana la ciudad parecía muerta. No
quedaba ya ni un solo combatiente. Se recogieron únicamente
algunos heridos, a los que el joven Abadía prestó los primeros
auxilios ayudado por mí. Un coronel de caballería que llegó con
la tibia deshecha, demostró especial firmeza y estoicismo y no
dejó de divertirnos su excelente humor.
Un día angustioso, en el curso del cual se e peraban saqueos.
Y una larga noche, durante la cual no nos desvestimos. Al tercer
día, siendo las nueve de la mañana, entraron por fin en la ciudad
las tropas invasoras. Eran algunos batallones de soldados bien
uniformados y en buen orden, a los que había equipado el gobier-
no radical de Antioquia, abundantemente provisto de los medios
necesarios. Esa fuerza había sido enviada contra el Cauca, leal
al Gobierno Nacional, con el objeto de dar tiempo de agruparse
a los radicales dispersos de aquella región, si bien estos no sup: e-
ron hacer mejor cosa que proclamar tres distintos presidentes
provisionales.
En virtud de las circunstancias yo había pasado a ser el
custodia de la casa de don Félix Abadía, ilustre personalidad
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entre los "independientes" de Cartago y adicto al partido del
Gobierno. En aquella casa, que era rica y principal, se refugiaron
además varias señoras, de modo que, contando con el servicio,
negras en su mayor parte, se habían juntado bajo mi protección
unas veinte mujeres. Hacia las diez llegó la noticia de que debía-
mos desalojar inmediatamente la casa, pues las tropas la necesi-
taban para instalarse en ella. Nos quedamos de piedra. En
seguida me dirigí al recién nombrado alcalde, lo mejor del cual
consistía en apellidarse Bueno, pues, por desgracia, con cada
úbita conmoción de esta especie, son los elementos más violentos
los que van a ocupar puestos elevados. Le dije que no p1día ~er
que su decisión definitiva consistiera en arrojar de casa a tantas
mujeres y ello en el e pacio de una hora; él disponía, sin duda,
de suficientes locales públicos para alojar a los militares. Me
puso de vuelta y media y comenzó a lanzar denuestos contra
el viejo Abadía, su adversario político. No sirvieron de nada
mis ruegos a la mejor gente del partido liberal, pues se hallaban
muy ocupados o tenían miedo del alcalde, que ejercía sus fun-
ciones como un poseso, no les fueran a acusar de excesiva bene-
volencia con los "godos". En fin, parecía no descubrirse salida
alguna, cuando de repente se nos ocurrió ofrecer al energúmeno
otra casa del mismo propietario, lo que finalmente aceptó. De
este modo quedó felizmente conjurado el peligro de ser arro-
jados de la residencia. Pero como corrieron rumores de que el
señor Abadía tenía tesoros escondidos, se nos hizo un registro,
el cual, por lo demás, se produjo muy ordenadamente, pues yo
acompañé todo el tiempo al funcionario que lo practicó. Solo
~e llevó algunas sillas de montar.
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fumaba y dormía casi todo el tiempo en la hamaca. Al cabo de
ocho días, por fin regresó Eugene de Pereira y entre ambos nos
repartimos la custodia.
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Al Sur se ve en la ladera opuesta el pueblo María, "tan poético
como su nombre". En frente está la Cordillera Occidental y
hacia el Noroeste se distingue claramente el valle del Atrato
por dos líneas azules que corren paralelas. Al Sur y Suroeste,
empero, se miran las cimas nevadas del Herveo y del Ruiz y
las plateadas cumbres de Santa Isabel. Por desgracia, Manizales
está sobre suelo volcánico, hallándose expuesto a terremotos.
Estos destruyeron casi por entero la ciudad hace pocos años,
así que hubo que levantarla provisionalmente a base de sencillas
construcciones de madera.
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hicieron notar, con toda suerte de bellas palabras, los muchos
peligros a que me exponía con tal empresa. Yendo hacia el ene-
migo, podía quedar entre ambos ejércitos y ello era grave rie~go
de muerte. Declaré que tomaba sobre mí toda la responsabilidad.
Al día siguiente dije adiós a Eugime; la despedida fue muy
eria, pues no sabíamos si nos íbamos a volver a ver.
Bien provisto de toda clase de medicamentos me puse en
marcha; pero en la prisa me olvidé de llevar víveres. Armas,
prudentemente, no tomé ninguna para el viaje; ni siquiera mi
revólver. La subida hasta el paso de montaña tuve que hacerla
a pie, pues mi mula casi no podía ya andar. Esta mula me la
dieron por el camino a cambio del jamelgo medio lisiado que
recibí de la jefatura y el cual me quitó un soldado por orden
de un oficial. Entre tanto, me crucé con grandes cantidades de
fugitivos. Solo arriba, por la montaña, encontré dos batallones
que parecían todavía bastante disciplinados y que marchaban en
un cierto orden. El equipaje y la munición iban detrás, a lomos
de mulas o bueyes; los animales se hallaban enteramente ago-
tados. A las ocho de la noche llegué a una cabaña. Un batallón
de Ibagué estaba acampado allí en torno a algunas hogueras.
Hacía un frío espantoso; por ello hube de alegrarme cuando
uno de mis estudiantes ibaguereños me condujo hasta un peque-
ño y angosto cuarto de aquella cabaña, donde se hallaban, senta-
dos o acostados, nueve oficiales del batallón junto con su coman-
dante. Por orden de este, un oficial se escurrió debajo del sitio
que servía de lecho y a mí se me señaló dónde dormir, al lado
de un hombre arrebujado. Yo también, sin desnudarme, me en-
volví en mi manta de viaje y me dormí profundamente pues
estaba muy cansado. Me di por contento al haber encontrado
refugio a cubierto. A la mañana, la escasa vegetación del paso
Sfl hallaba enteramente cubierta de hielo y escarcha. Los solda-
dos tiritaban de frío. Mi mula, que estaba atada a los postes
de la única tienda de campaña que allí había, consiguió soltarse;
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al cabo de dos horas de búsqueda la encontramos entre la espe-
sura comiendo las hojas y ramitas heladas. A eso de las ocho
me despedí del batallón y me puse en camino al lento andar de
mi extenuada cabalgadura.
El paso de montaña del Páramo del Ruiz va a 3.675 metros
de altitud, entre las gigantescas moles nevadas y viejos volcanes
del Ruiz (5.300 metros) y del Herveo (5.590 metros). Los gla-
ciares cubrieron probablemente en tiempos todo aquel paso, pues
se ve mucha masa arenosa y morrenas, así como gruesos bloques
de roca desprendidos. De cuando en cuando, las nieblas ceden
por un instante a la fuerza del sol y se hacen visibles las más
aJtas cumbres, sobre todo a la derecha la gruesa capa helada
del Ruiz.
Hacia las diez me encontré con algunas compañías de infan-
tería enviadas desde Manizales para la protección del paso. Eran
gentes, por lo menos, bien armadas y con disciplina. Mataron
en pleno campo una vaca, que seguidamente fue asada sobre
un fuego. Pese a mi hambre canina y a que estuve mirando
durante una hora, no pude limosnear algo de carne, pues si bien
el coronel me había invitado amablemente a participar en el
banquete, el hecho no acompañó a sus palabras. En la miserable
cabaña en que se cobijaban los soldados, ni dinero ni buenas
palabras sirvieron de nada al hambriento. Si yo hubiera sabido
sacar muelas, los dueños de la cabaña me habrían traído, sin
duda, algo de comer, pues no dejarían de tener alimentos escon-
didos. Pero no pude hacer nada ante los inflamados carrillos
de la hija de la casa, a pesar de que a í me lo solicitaron creyén-
dome médico.
Hacia el medio día llegué a la altura de las centinelas avan-
zadas en el lugar de Yolumbal. La posición era del todo inex-
pugnable, pues el camino, tallado en zig-zag, desciende hasta
tierra caliente por desfiladeros rocosos y en un trecho de, por
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lo menos, 1.500 metros de longitud. Apenas alcanzadas las últi-
mas alambradas allí tendidas y donde se había acumulado gran
cantidad de munición, comencé ya mis preparativos para el des-
censo. Iba hacia el enemigo, sin saber realmente dónde se encon-
traba, teniendo que contar, pues, con la posibilidad de que cual-
quier centinela de una avanzadilla hiciera fuego sobre mí al ver
que venía del lado de los radicales. Primero abrí y rompí todas
las cartas de personas particulares y en las que se contenía
alguna noticia de carácter político. Luego, a fin de que se me
viera desde lejos, me envolví en el paño de lino blanco que llevaba
siempre en la silla para cuando había ocasión de bañarse. Lenta-
mente, pero con resolución, cabalgué durante algunas horas y
en completa soledad en medio de aquella mortal quietud. Sor-
prendido de no encontrar obstáculo alguno, llegué hasta el pue-
blecito de Soledad, que hacía todo honor a su nombre, pues pare-
cía abandonado.
Durante casi un día, los habitantes de Soledad, conservado-
res, habían detenido en su retirada a las tropas radicales, me-
diante combates aislados. Se veían los efectos del violento asalto
a las casas perpetrado por las hambrientas y derrotadas tropas
liberales para conseguir víveres y mantas con qué abrigarse en
la marcha por el frío paso de montaña. Era una desoladora
estampa de guerra. Naturalmente, los ánimos estaban allí muy
excitados y me miraron de forma poco grata. Como una docena
de individuos mal encarados, combatientes conservadores, me
rodearon preguntándome de dónde venía y a dónde iba. Yo res-
pondí concretamente pero sin revelar nada acerca de las posi-
ciones del adversario. Preguntáronme también cómo me había
uatrevido" a pasar por allí. Yo contesté: "Porque así me gus-
ta" (1). Cuando noté que se enojaban con mi descaro, les tran-
quilicé con la declaración de que había de llevar auxilios a un
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amigo herido y que, sabedor de que los colombianos eran perso-
nas humanitarias y que, en todo caso, no causaban mal alguno
a un hombre desarmado, me había confiado tranquilamente a
cruzar aquellos lugares. Eso sí dio resultado y me dejaron libre
bajo la condición, pues me tuvieron por médico, de atender a
los heridos que había en el pueblo. Acepté y traté de ayudar en
ello lo mejor que pude. Toda la noche tuve que pasármela en
vela, y por medio de una cuerda larga, até la mula a mi brazo
para que no me la robaran del patio en que estaba. Cuando, al
amanecer, me dedicaba a echar de cuando en cuando un sueñe-
cilio, el animal, ya fresco y despabilado, daba de pronto un tirón
y me hacía despertar sobresaltadamente. Al siguiente día no
pude partir antes de las ocho, pues me llamaron para que aten-
diera a dos soldados radicales heridos que una caritativa mujer
había asilado por amor de Dios en su cabaña. Uno de ellos tenía
la pierna toda gangrena da y terriblemente deshecha. N o había
salvación. La herida del otro era en el muslo y no interesaba el
hueso.
Dos caminos bajan desde Soledad al Magdalena: el uno
pasa por Santana, donde hay ricas minas de plata, y va hasta
Ambalema, ciudad en tiempos famosa por sus cultivos de tabaco,
pero cuyas factorías se encuentran hoy casi devastadas a causa
de una enfermedad de la planta, como también por los estragos
de las fiebres entre los hombres. El segundo camino va por el
pueblecillo de Fresno hasta Honda. Por este último hube de
decidirme. Durante toda la mañana me encontré con individuos
armados que se dirigían separadamente al punto de concentra-
ción de las guerrillas conservadoras. Apenas había atravesado
al hondo valle de Aguacatal, cuya anchura es de unos 400 metros
y su profundidad de unos 1.000, cuando tropecé con las primeras
tropas regulares y organizadas del partido de Gobierno. Eran
fuerzas de la Guardia Colombiana de Bogotá. Los soldados avan-
zaban por el camino en columna de a uno; los oficiales iban a
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caballo. Muchos de los soldados llevaban el kepis encajado sobre
la copa del sombrero de paja. Tras la columna seguía una
caterva de mujeres, pobres indias que seguían a su marido,
verdadero o supuesto, a donde el destino lo condujera. Llevan
consigo la pequeña caldera de cobre, la olla, que pueden usar al
aire libre y en cualquier parte sobre unas cuantas piedras; en
ella preparan la diaria comida: plátanos, papas, algo de carne
seca. La abnegación de estas mujeres, a menudo mal tratadas,
se ha exaltado con sobrada razón; sin ellas no podría vivir la
tropa, pues no existen unidades de aprovisionamiento de víveres.
Hasta las tres de la tarde hube de cruzarme de continuo con
todas las fuerzas de los conservadores e independientes que se
dirigían a atacar a los liberales. En la totalidad de los casos,
me examinaban con sumo interés, pero no se metían conmigo;
solo algunos jóvenes que cabalgaban en compañía de dos frailes
gordos, me gritaron algunos cumplidos referentes a mi ense-
ñanza en la Universidad.
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Cuarenta y un días permanecí en aquel pueblecito cuidando
al muchacho. Eran tiempos difíciles y me acuerdo con gratitud
de las cariñosas gentes de Fresno, que, aunque pobres y azotadas
por la guerra, hicieron mucho bien al herido. Los adversarios
políticos del muchacho, varios de los cuales le visitaban, com-
portábanse con extraordinario tacto, nos apoyaban en todo lo
que podían, con dinero y demás auxilios, por lo que me inspi-
raban una gran estima. Cuando se vio que los dolores del herido
eran cada vez más torturantes se le quitó el vendaje, al cabo
de treinta y un días de espera y entonces pudo apreciarse que
no había traza de curación. Siguieron días de angustia, en los
que la muerte parecía estar segura de su presa. El muchacho
era sereno y resignado, pero se apenaba por su madre. Por fin,
cuando las cosas estuvieron más seguras, llegó de Bogotá un
buen médico enviado por la familia y después de ponerle un
vendaje de urgencia, dispuso el traslado del herido a la capital.
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ya en el camino de Bodegas a Bogotá, seguido por mi cuando
llegué a Colombia. La marcha desde Fresno a Bogotá nos llevó
nueve días enteros, mucho si se tiene en cuenta que uno de los
hermanos Arango había hecho el mismo recorrido en dos días
y dos noches, si bien utilizando una mula excepcionalmente
ligera.
Por fin, el primero de abril de 1885, después de una ausencia
de casi cu.atro meses, pisé ya de noche las calles de Bogotá para
anunciar en la casa de Arango la llegada, al día siguiente, de la
triste comitiva. La guardia que había a la entrada de la ciudad
me dejó pasar sin obstáculos. Todo parecía desolado y muerto.
Nada más que patrullas y "tímido paso de esclavo". Después de
cincuenta días dormí por primera vez en una cama.
Mi amigo fue operado varias veces y se salvó por fin al
cabo de muchísimo tiempo.
Los acontecimientos se sucedieron con bastante rapidez,
pero, para nuestra mentalidad, con una lentitud desesperante.
Durante nueve meses enteros estuvimos privados de toda comu-
nicación con el mundo exterior y no nos llegaba carta alguna
de Europa. Calcúlese lo que esto representa.
En modo alguno se nos molestó en Bogotá a los extranjero
durante la revolución. De noche nos paraban de cuando en cuan-
do, pero siempre se nos dejaba en libertad, en tanto que los
bogotanos a quienes las patrullas encontraban en la calle des-
pués de las ocho de la noche sin que pudieran aducir ningún
motivo suficientemente fundado, eran encarcelados sin más dili-
gencia. Alguna noche se veía subir por el cielo algún cohete
que partía de cualquier escondida casita de las afueras. Esta
señal tenía por fin avisar a los correligionarios del bando anti-
gubernamental la llegada de alguna noticia favorable a ellos,
noticia que luego se divulgaba verbalmente o en escritos a mano
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y a veces, incluso por medio de su imprenta clandestina. Mas
cuando el Gobierno se apuntaba algún triunfo se lanzaban cien-
tos de cohetes; si los acontecimientos eran de importancia mayor,
se llegaban a poner cañones en la plaza, hasta en las altas horas
de la noche y sus estampidos gritaban el vae victis al adversario.
Vibraban las charangas, re onaban las bandas de música, esta-
llaban petardos, se vociferaban mueras y vivas, la plaza se llena-
ba de gentes curiosas, regocijadas o tristes. Era una bulla infer-
nal y un bullir del mismo infierno, pues la sangrienta victoria
que se celebraba tan ferozmente y de modo tan ajeno al corazón
de las madres, era una. victoria sobre hermanos.
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El curso de los acontecimientos fue como sigue: Las tropas
del Gobierno se apoderaron, casi sin lucha, del Estado de Antio-
quia, al cual se impuso una contribución de un millón de dólares,
cobrada con rigor sin precedentes. Entre tanto, fue también
atacado el ejército invasor de los antioqueños, (formado por tres
mil ochocientos hombres). El ataque lo efectuó el 23 de febrero
el general Payán, presidente del Cauca, al mando de dos mil
doscientos soldados, agotados y hambrientos, en el lugar de San-
ta Bárbara, más arriba de Cartago. Después de un combate de
ocho horas, los antioqueños fueron puestos en terrible fuga. Más
de seiscientos muertos quedaron en el campo de la refriega;
hubo trescientos heridos y doscientos noventa prisioneros. El
24 de febrero se firmó la capitulación de Manizales. A los solda-
dos del bando radical se les incorporó a las filas del ejército del
Gobierno o se les dejó en libertad; los oficiales que pudieron
conservar sus sables fueron enviados a Bogotá. Cuando esta
noticia llegó al Norte, donde hasta entonces se había evitado
la batalla, los rebeldes de allí embarcaron sus tropas en el Mag-
dalena para tratar de decidir la situación en la costa. El general
Gaitán, radical, había estado sitiando inútilmente durante seten-
ta días, por tierra y mar, a la ciudad de Cartagena; pero el 8
de mayo fue rechazado en un asalto nocturno, con la pérdida
de más de trescientos muertos y heridos. Mil quinientos hom-
bres del ejército sitiador pudieron salvarse en cinco barcos, que
los condujeron a Barranquilla. Las tropas del Gobierno mar-
charon entonces hacia la costa desde diversos puntos. Un cuerpo
de ejército se hizo a la mar en Buenaventura, en malos barcos
y llegó hasta Panamá, pero, desgraciadamente, no pudo impedir
la quema de Colón, incendiado por los revolucionarios, negros
f:n su mayoría. A fines de mayo fueron llevadas esas tropas a
la ya liberada plaza de Cartagena.
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y Chinú y después de un mes de heroica lucha con los animales
salvajes y el mal clima, penetraron en las llanuras del valle
del Magdalena; allí, parte de ellos se unieron a las tropas de
Cartagena y parte entraron en posición en la línea del río citado.
Los radicales se retiraron a los vapores. Casi un mes estuvieron
inactivos los adversarios en Calamar, unos frente a otros, sucum-
biendo muchos a las fiebres. Otros dos mil hombres, en seis
vapores, pretendieron abrirse paso hacia Santander, punto de
partida de la revolución. El embarque lo lograron por la fuerza
en Tamalameque (17 de junio), pero perdieron allí a seis de sus
mejores jefes, así como la parte principal de la munición y las
armas, a causa de la explosión de un barco. Barranquilla fue
tomada nuevamente el 23 de julio por las tropas del Gobierno.
Al surgir la discordia entre los caudillos de la revolución y des-
pués de darse diarias escaramuzas con las tropas del Gobierno
que se hicieron fuertes en Calamar y luego también de querer
concertar la paz con ellas, el movimiento todo comenzó a desmo-
ronarse. La terminación no se señaló por ningún hecho de armas.
El 7 de agosto entregó su espada el general Camargo, que antes
había emprendido una admirable expedición, en la cual, acom-
pañado de su ayudante, siguió aguas abajo en una canoa el curso
del Meta y luego el del Orinoco hasta llegar al mar, para des-
pués de unos tres meses de azares y penalidade , unirse a los
revolucionarios de Barranquilla. El general Gaitán llevó sus tro-
pas por tierra a lo largo del río, trató de refugiarse en Venezuela
y fue apresado y condenado en Bogotá por un tribunal de guerra
a diez años de reclusión en una fortaleza de Cartagena. En
Panamá, a donde luego se le llevó, murió a consecuencia de unas
fiebres. El resto de los revolucionarios se entregó en El Salado
el día 26 de agosto.
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un espléndido recibimiento. La alianza independiente-conserva-
dora había triunfado. Núñez era dueño de la situación y desde
el balcón de palacio gritó al pueblo allí congregado estas pa-
labras memorables: "¡la Constitución de 1863 ha dejado de
existir !''.
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La revolución tuvo todavía otras consecuencias, pues hizo
vacilar los sentimientos de fidelidad y fe. Se cometían crímenes
antes no conocidos, como el asesinato por móviles de lucro, la
falsificación de moneda, el hurto en gran cuantía, aparte el ilegal
y escandaloso enriquecimiento de los políticos de profesión, a los
que la justicia no puede hacer responsables. Como los fondos
existentes hubo que aplicarlos a los gastos del ejército, resultó
que el presupuesto para la enseñanza pública se redujo el año
de 1886 a solo algo más de 5.000 dólares. Se hizo regresar a los
jesuítas y se les entregó el Colegio de San Bartolomé; la vieja
Universidad cayó en ruinas, para, solo más tarde, resurgir sobre
base distinta y con diferente espíritu. Otros colegios fueron
también renovados con un sentido clerical. Diversos conventos
fueron edificados o vinieron a habitar comunidades los que esta-
ban destinados a otros fines; llegaron igualmente al país comu-
nidades nuevas; el patrimonio de la Iglesia creció mediante "vo-
luntarias donaciones". La libertad de prensa, más que sujeta a
t·estricciones, fue abolida y las publicaciones quedaron a merced
del superior arbitrio.
El solemne Tedeum que en la catedral de Bogotá se cantó
a fines de 1885 en honor de la victoria (1) del bando guberna-
mental, y en el cual Rafael Núñez e hincó de rodillas, tuvo
una peculiar significación en virtud de todas las circunstancias
dichas. El presidente convocó en noviembre de 1885 una especie
de a amblea de delegados, que integraban dieciocho adictos su-
yos -dos por cada Estado- para deliberar previamente sobre
la nueva Constitución. Era la séptima carta fundamental desde
la declaración de la independencia. El carro del Estado experi-
mentó un viraje. Se fue a caer en el extremo opuesto. En vez de
restringir beneficiosamente las facultades del Estado que exis-
tía y en lugar de introducir una dirección central fuerte, pero
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no omnipotente, se promulgó una Constitución por entero uni-
taria (el ideal de los ultramontanos), se degradó a los Estados
a la categoría de Departamentos y se los entregó a la adminis-
tración de gobernadores nombrados en forma directa por el pre-
sidente. El Senado y la Cámara de Diputados continuaron exis-
tiendo ; el Senado, constituído en virtud de elecciones en segundo
grado, lo forman veintisiete miembros -tres por cada uno de
los nueve departamentos-; la Cámara consta de sesenta y ocho
representantes designados por cuatro años mediante sufragio
directo (uno por cada 50.000 habitantes). El Congreso, regla-
mentariamente, solo puede reunirse cada dos años. Los ministros
son libremente nombrados y sustituídos por el presidente; éste
nombra también los jueces de la Corte Suprema de Justicia y
de los juzgados distritales. La duración del mandato presidencial
se prolongó a seis años y como la nueva Constitución entró en
vigor el 5 de agosto de 1886, el 7 de agosto del mismo año fue re-
elegido presidente Rafael Núñez. Al cabo de los seis años (1892),
fue renovado su período presidencial y comenzó, pues, su cuarta
presidencia; pero murió el 17 de septiembre de 1894 en la ciudad
de Cartagena, a donde se había retirado como "presidente titu-
lar" con una elevada pensión; los negocio de gobierno se los
había encargado a dos representantes del partido cler ical, los
vicepresidentes Holguín y Caro, pero hasta la muerte retuvo
en su experta y hábil mano la rectoría espiritual del país.
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han encontrado entre los conservadores, buenos católicos y par-
tidarios también de una justa medida de libertad y, en especial,
de una administración honesta.
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12. - EL OCCIDENTE DE COLOMBIA
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de comprenswn, el humo't y la facilidad expresiva, con tanta
mayor paciencia y tesón se esfuerza por entender y penetrar
los problemas centrales de la economía de su tierra. Se halla
poseído de una conciencia del deber en favor del común prove-
cho, virtud poco desarrollada entre los demás colombianos. Es
cierto, sin embargo, que piensa sobre todo en su patria chica.
Su sentido cívico le inclina, por otra parte, a la aceptación de
puestos públicos hon'rosos y a prestar servicios a la colectividad.
De ello resulta también que M edellín se halla administrada me-
jor que cualquiera otra ciudad de Colombia. El abastecimiento
de aguas, el alumbrado público, la extensa red de calles, los am-
plios terrenos para la feria sema.n al de ganado, la red telefó-
nica; todas estas instalaciones son ejemplares en M edellín. La
beneficencia privada ha hecho surgir un gran hospital. La Uni-
versidad hace visibles progresos, y la Escuela de Minas tiene
gran número de alumnos. Muchos de estos centros e institucio-
nes fueron creados en los últimos años y subrayan de nuevo el
sentido utilitario de los antioqueños.
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con una cierta displicencia para con las otras regiones del país.
De este modo se aclaran también sus ideas políticas federalistas
cuando no les acomoda algún decreto del gobierno nacional. A
pesar de su indiscutible sentimiento patriótico, el antioqueño es
poco querido en el resto del país. Las demás provincias viven
con una cierta p'teocupación de ser inundadas por esta prolífica
y laboriosa raza. El extranjero no tiene por qué compartir se-
mejantes temores y descubre espontáneamente en Antioquia la
estampa futura de una Colombia rica y en rápido y sano des-
arrollo, pero en la que, como es de desear, no surja un nacio-
nalismo exagerado, que habría de acarrear desagradables con-
secuencias.
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El departamento de Caldas, cuyo suelo es de una maravi-
llosa fertilidad, se acerca de continuo a constituír el centro de
las regiones cafeteras de Colombia. El caldense conoce bien, sin
duda, su procedencia antioqueña, pero, con un entusiasmo casi
infantil, se jacta de ser una nueva raza, y procura, en toda clase
de asuntos, eclipsar a sus hermanos mayores. En su gran ma-
yoría, los de Caldas son labradores y cultivadores de plantacio-
nes y siguen siendo más despreocupados en sus modales y más
ahorrativos del tiempo que se dedica a satisfacer las propias
necesidades o a cumplir obligaciones de orden social. Antioque-
ños y caldenses se distinguen por· su sentido de la vida familiar·
y la alta estima en que la tienen. La laxitud de vínculos tan
extendida, por desgracia, en Colombia, apenas se ve en estos
dos depar·tamentos. Disciplina y orden reinan en las casas de
estas gentes hospitalarias. !J1as para nuestra mentalidad resul-
ta difícil poner de acuerdo su marcada dependencia de la Igle-
sia y del clero con su trabajo de pioneros como libres colonos y
cultivadores. Por desgracia, el ansia de este pueblo por instruír-
se y pr·ogresar rápidamente abre con demasiada facilidad sus
puertas a los dudosos beneficios de la civilización según modelo
norteamericano. Pero los avances en materia de enseñanza, en
la construcción de carninos y ferrocarriles, en la ganadería y en
el cultivo del café, así com o en la creación de una pequeña pro-
piedad raíz, fácilment e accesible a las 1nás modestas disponibi-
lidades, aseguran a estas regiones una c1·eciente importancia.
Encontramos aquí, por· lo tanto, un bienestar más unifo1me y
una 1nayor capacidad culquisitiva que entre l,a población de los
departamentos de la Cordillera Oriental.
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
1.000 o más hectáreas reunidas en una sola mano, y el latifundio
imprime a la región su fisonomía propia. A lo largo de la vía
férrea del Pacifico, la cual va desde el puerto de Buenaventura
hasta Cali pasando por la Cordillera Occidental, y que desde
dicha capital sigue el curso del Cauca hacia el Norte en una
longitud de unos 200 kilómetros, se ha ido fo?-mando una serie
de ciudades que, en punto a actividad y bienestar, superan a
todas la.s demás comarcas. Los habitantes del campo ayudan en
el cultivo de las grandes estancias como trabajadores ocasiona-
les; en las ciudades de Palmira, Buga, Tuluá, Santander, Buga-
lagrande y otras se han formado pequeñas empresas industria-
les que dan vida y ganancias a la región. El cálido clima educa
a los habitantes en el aseo, y el agua clara de los rios que se
pt·ecipitan de las cordillet·as hacia el Cauca favorece su sano
género de vida. Si, desde la costa del Pacifico, no hubieran lle-
gado en g1·an número hasta estos bellos campos los negros trai-
dos antaño po1· los españoles, y si, a causa de la poco feliz mez-
cla resultante, no se hubiera producido un proletariado reacio a
la civilización, también el departamento del Valle se mantendría
a la a.ltura del desar'rollo de Antioquia y Caldas. Pero, dadas las
circunstancias actuales, con el tiempo apenas si será posible evi-
tar un conflicto de orden social con los latifundistas, pues ya
hoy día se hace sentir la falta de una obediente y bien dispuesta
mano de ob1·a.
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
que allí el comercio carece totalmente todavía de un hinterland
con capacidad de absorción. Cuanto más se avanza hacia el Sur,
tanto más, según parece, llama la atención la pobreza de los ha-
bitantes. El departamento extremo, Nariño, con capital en Pas-
to, todavía, desgraciadamente no lo conozco. Como esta región
del país no posee una buena salida al mar, y como para llegar a
ella hay que invertir desde Popayán cinco fatigosos días de viaje,
hoy se ha apoyado económicamente, de un modo espontáneo, en
la República del Ecuado1·. Este fenómeno fue además especial-
mente favorecido por el vecino me'ridional en virtud de un bien
estudiado convenio de aduanas.
Viejos usos y costumb1·es, que se han conset'Vado lo 1nismo
entre los indios pobres que entre las clases superiot·es de as-
cendencia española, confieren a la apartada región de N ariño
el encanto de lo O'riginal e incontaminado. Pero la exploración
de estas tier1·as no es nada agradable, pues entre los poblados,
muy lejanos unos de otros, faltan alojamientos aseados, y ade-
más son inevitables los molestos viajes en mula, que duran días
enteros.
En el Noroeste de Colombia hay que cita1· todavía la Inten-
dencia del Chocó, una gran zona de bosques que, en virtud de su
escasa población, no ha sido elevada aún a la categoria de de-
partamento y que hasta hace poco carecía casi por completo de
importancia en la vida económica del país. Pero al encontrarse
platino en la arena del aluvión de los rios de la Cordillera Occi-
dental, esos tert~torios adquirieron súbitamente un valor y re-
sonancia internacionales. Es interesante a este respecto que las
acumulaciones de escombros de las antiguas minas de oro han
justificado la sospecha de que los conquistadores españoles en-
contraron ya platino, sin que, al parecer, concedieran atención
a aquel feo metal en bruto. En los rios Atrato y San Juan, socie-
dades mineras norteamericanas e inglesas inspeccionan ahora,
con ayuda de las máquinas excavadoras más modernas, el limo
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de aquellas perezosas corrientes, obteniéndose platino en consi-
derable cantidad. Pero también los indígenas se dedican a este
fructífero tntbajo, si bien lo hacen de modo 1nuy primitivo. Los
fornidos negros, únicos capaces de S07Jorta1· a la larga el clima
cálido y hú-medo de aquellas 1·egiones, se han convertido en bu-
ceadores de sorp·t endente resistencia. Todo su equipo se reduce
a unos grandes platos de made1·a de forma aplanada, que, para
bucear más rápida?nente, suelen lastra1· con piedras. De cabeza
se lanzan a las profundas aguas, llenan los platos con barro del
fondo y 1·eaparecen al cabo de un cierto es¡Jacio de tiempo, que
a los que esperan en la orilla parece infinita?nente la1·go. Son-
riendo, salen, pues, con su botín a la supe'tficie. A continuación
criban cuidadosamente el ba1-ro en busca de platino. Pese a que
estos neg1·os son a veces repugnantes, no se puede regatear la
ad1ni'ración a s'lt gran habilidad. Se1nejante tarea, con su poco
de deporte, ag1·ada más al negro que el t1·abajo continuado de
la agricultu·ra.
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allí baio la forma más maligna. Por tal motivo, los blancos se
establecen muy a disgusto en esas tierras, y solo lo hacen a cam-
bio de altas remuneraciones.
Nuestra consideración acerca del Chocó no debe darse por
concluida sin antes mencionar la esperanza que tienen los co-
lombianos de construir algún día a través de aquella región un
canal que establezca la comunicación entre el Océano Atlántico
y el Pacífico. Tanto el río Atrato como el San Juan, resultarían
navegables pa'ra vapores de altura, de tonelaie menor y media-
no, solo con p1··acticar dragados de escasa importancia. Entre el
curso superior de ambos ríos existe únicamente un pequeño tre-
cho por tierra, de unos 20 kilómetros y con pequeñas elevacio-
nes, en el cual debería abrirse el cauce del canal, o bien proceder
a supm·arlo por medio de esclusas. A pesar de la ventaia de que
los trabay'os de construcción no serían de demasiada enverga-
dura, hay que anotar la gran longitud (unos 600 kilómetros) de
la travesía entre los dos océanos, por lo cual se discute todavía
el sentido económico de la proyectada comunicación. En caso con-
trario, y dada la reconocida buena disposición de Colombia, ya
los ingleses habrían dado pasos en serio con miras a crear una
vía de enlace propia h:acia Australia y establecer un contrapeso
al Canal de Panamá. Pese a todo, el Chocó una 1·egión del
futut·o, que, una vez mejo-tadas las condiciones de salubridad,
ha de propoTcionar todavía a la humanidad más de una sorpresa.
En lineas gene1·ales, el Occidente de Colo1nbia se ha des-
a1·rollado con mayor rapidez que la pat·te central y el Oriente
del país. La cercanía del mar, con el ya hoy importante puerto
de Buenaventu1·a, así como el acceso 1elativamente fácil al valle
del Cauca, favorecen una intensa colonización. Esas tierras,
además, si no libres enteramente de fiebres, son en general sa-
nas -dentt·o de lo posible en los trópicos-; excepción a este res-
pecto es el Chocó y la costa del Pacífico, por lo demás casi des-
habitada.
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
Las posibilidades de desarrollo del Occidente colombiano
son g'randes, en virtud de las buenas condiciones que ofrece la
naturaleza; las otras regiones del país, más difíciles de alcanzar
por el tráf'ico internacional, habrán de esforzarse mucho para.
ponerse a la altura del avance aquí logrado.
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13.-REGRESO A LA PATRIA
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No obstante, a fines de diciembre de 1885 dejé sin amar-
gura o resquemor el país al que con entusiasmo había dedicado
mis energías. ¿No llevaba Suiza casi seiscientos años de auto-
nomía nacional, en tanto que Colombia, solo sesenta años des-
pués de su separación de España, se disponía a una vida na-
cional propia en medio de muchas más difíciles circunstancias
etnográficas y culturales? Pese a todos los signos contrarios,
pese a las guerras civiles, pronunciamientos, dictaduras y situa-
ciones de anarquía, la obra del Libertador me parecía algo de
carácter duradero; a su quejoso interrogante de si no habría
estado arando en el mar, respondo yo en forma negativa.
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en el caso de que se quiera proceder con demasiada rapidez o
con excesivas pretensiones. En ningún lugar como en Suramé-
rica, lo mejor es enemigo de lo bueno.
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corrido por el Magdalena abajo. Las dos primeras noches el va-
por hizo alto a causa de los bancos de arena y de los troncos que
bajan arrastrados por la corriente, y después el viaje continuó
sin interrupción, día y noche; el dormir sobre cubierta, con la
brisa reinante y sin mosquitos, era muy reconfortante. El gru-
po de pasajeros era, si cabe, más abigarrado y heterogéneo que
en mi primer viaje por el río. A medida que avanzábamos, nos
iban mostrando los distintos lugares donde los revolucionarios
se habían aprestado a su última desesperada lucha, así como las
tumbas de los caídos. Esta travesía, por lo demás, fue para mí
muy grata, en contraste con el viaje aguas arriba, pues ahora
pude contemplar de nuevo las excelsas bellezas de la naturaleza
virgen del Magdalena.
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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
ofrecía la vecina parte colombiana de la ciudad, que nueve me-
ses antes, el 31 de marzo de 1885, había sido incendiada durante
la guerra civil. Las tropas del gobierno, bajo el mando de Ulloa
y Brun, atacaron en esa fecha la pequeña ciudad defendida por
los revolucionarios, negros en su mayoría, comandados por Pres-
tan. Este puso frente a las balas de los atacantes al cónsul nor-
teamericano y a los oficiales de igual nacionalidad de los barcos,
a quienes había hecho apresar por negarse a descargar el ar-
mamento enviado desde Nueva York. Las tropas del gobierno
cercaron por ello la ciudad. Esta fue incendiada entonces por
los revolucionarios, originándose un saqueo general en el que
intervino toda la chusma internacional que se encontraba en
Colón, cosa que atestiguaban bien claramente las muchas cajas
de caudales forzadas que por allí se veían. Solo cuando la ciudad
estaba ya ardiendo, desembarcaron tropas los buques de guerra
norteamericanos, ingleses y franceses. Esas tropas fusilaban
sin más a los delincuentes que sorprendían dedicados al robo.
Seguidamente, ocuparon los norteamericanos toda la línea fé-
rrea a Panamá y no se retiraron hasta la llegada de las tropas
auxiliares del gobierno llegadas del Cauca a Panamá el primero
de mayo. Antes, los norteamericanos rindieron homenaje a la
enseña de Colombia.
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mente su ocurrencia. La parte quemada de la ciudad se recons-
truyó, pues, a toda prisa y de modo provisional, con sus alma-
cenes y hoteles, para lo cual en los primitivos emplazamientos
de las casas -hasta el punto en que estos se podían reconocer-
alzaron los propietarios más pudientes barracas de madera sos-
tenidas sobre postes, formando calles discontinuas.
Colón es mezcla de civilización y barbarie, de limpieza y
suciedad, de laboriosidad y holgazanería, y las pasiones alcan-
zan suma exaltación; hay enorme cantidad de garitos de juegos
de azar y para la venta de bebidas espirituosas. Por la noche
hay una bulla feroz; resuenan detestables y chillones músicas
de baile; en los numerosos charcos croan las ranas, y se escu-
cha sin cesar el canto de los grillos.
Una vez en Colón, quise conocer más de cerca toda la an-
chura del istmo, atravesarlo y visitar tanto el ferrocarril como
los trabajos del canal. Así que un día me dije: ¡A Panamá!
¡ Qué fácilmente se desliza hoy el tráfico en comparación
con otros tiempos! Antaño era necesario meterse basta Cruces
por el río Chagres, lo que se hacía en angostas canoas, y luego,
por horribles caminos a través de tristes comarcas pantanosas,
se continuaba en mula hasta Panamá. El año 1848 fueron des-
cubiertas por nuestro compatriota Suter las minas de oro de
California, y toda la caterva de gentes deseosas de aventuras
y sedientas de oro comenzó a afluír a aquel país; entre veinti-
cinco y cuarenta mil hombres cruzaban año por año el istmo.
La inseguridad aumentó de tal manera que el número de per-
sonas asesinadas por criminales asaltantes se elevó entre 1848
y 1852 a dos o tres mil. Además de esto, la fiebre amarilla, el
cólera y la disentería hicieron terribles estragos. Tales circuns-
tancias sugirieron a algunos norteamericanos emprendedores la
idea de construír una línea férrea que cruzara el istmo, y este
se inauguró ya el año 1855. La obra costó un número descomu-
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nal de víctimas, y no hubiera llegado a coronarse nunca a no
ser por haber traído obreros chinos para la ejecución de los
trabajos. Hoy día se dice que debajo de cada traviesa del ferro-
carril está enterrado un chino.
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material extraído, salían para vaciarlo en el mar. Pasamos por
el Cerro del Mono, "Monkey Hill, el cementerio de esta región,
donde se hallan sepultados miles de obreros del canal. Cruzamos
por Mindi, con sus colinas de notable interés geológico, y luego,
en Gatún, encontramos al espíritu maléfico del istmo, el río
Chagres, que, alimentado por veintiún afluentes y describiendo
los más enrevesados meandros, lleva al mar las enormes canti-
dades de agua de esta parte del istmo. En la estación lluviosa,
pero en especial con los frecuentes aguaceros crece hasta for-
mar uno de los caudales de mayor ímpetu. Entonces había el
gigantesco proyecto de cerrar mediante un dique la salida del
Chagres de la región montuosa, y luego, por medio de desagües
y canales laterales, dar suelta poco a poco hacia el mar al agua
allí estancada.
Veíamos por todas partes máquinas, locomotoras, carreto-
nes, rieles, traviesas, herramientas apiladas, numerosos locomó-
viles y extractoras en funcionamiento. Se habían tendido líneas
férreas -ramales y trechos auxiliares- en una extensión de
red de 350 kilómetros de vía ancha y 200 kilómetros de vía es-
trecha. Hasta unos cien metros a ambos lado del ferrocarril se
había talado la selva. A lo largo de toda la línea se veían mu-
chas cabañas y plantacione . Las tropas de admini tración del
ejército de obreros estaban constituidas en u mayor parte por
chinos. Los pueblos de trabajadores, ca1n1;amentos, se habían
construído preferentemente en los itios má altos . r sano . A í
llegamos a las tres alturas de San Pablo, a Mamei, a lugares
con extraños nombre como Gorgona, Matachín ("Muerte del
chino") >:< hasta la región del río Obispo, y después a Empera-
dor y al macizo rocoso junto a Culebra, que la vía atraviesa en un
boquete de 80 metros y donde se hallaba previsto otro corte de
87 metros para el canal. Probablemente se había desmontado ya
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mucho en aquella altura. Desde allí, pasando por Paraíso y Pe-
dro Miguel, se descendía a un hermoso valle, para llegar por
fin a Panamá.
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lugar de excursiones de los panameños es la preciosa isla Ta-
boga, a 16 kilómetros, donde entonces había también un sana-
torio.
Estando en Panamá, me sorprendió una mañana, a hora
tempranísima, la visita del ingeniero suizo Beyeler, que acaba-
ba de salir de unas fiebres y había sido dado de alta en el hos-
pital. Por medio de él tuve ocasión de conocer el verdadero es-
tado de la obra francesa del canal ; Beyeler ha sido también el
primero en presentar en publicaciones técnicas exactos infor-
mes sobre dicha empresa, contribuyendo a aclarar entre nos-
otros esa cuestión.
Ya en Colón, y lleno yo de las más ilusionadas esperanzas
sobre el logro de aquella gigantesca obra, experimenté la pri-
mera decepción cuando diferentes empleados del canal respon-
dieron con indulgentes sonrisas o con miradas irónicas a mis
preguntas acerca de la fecha en que se podría terminar la cons-
trucción. ¡Qué ingenuidad hablar de la próxima conclusión del
canal! El señor Beyeler, que regresaba a su puesto como inge-
niero de una división, diome a conocer la verdadera realidad
de los hechos, proporcionándome con ello un gran chasco. En
Europa la gente se dejaba halagar por las más doradas ilusio-
nes ; el que daba una justa referencia del verídico estado de
aquella desatinada empresa, tenía que aguantarse incluso las
groserías de los ofuscados accionistas o de aquellos que se ha-
bían limitado a leer los informes de la propia sociedad. Entre
nosotros se sabía todo mucho mejor que entre los mismos tes-
tigos directos, hasta que a la historia del corte del istmo vino a
agregarse finalmente una nueva página negra.
Ya Carlos V había propuesto esta obra. Leibnitz, Goethe,
Pitt, Humboldt y Bolívar habían alentado el mismo proyecto.
Pero solo cuando Lucien-Napoleón-Bonaparte Wyse exploró el
istmo en los años 1876 a 1878 al frente de una expedición cien-
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tífica, y luego de haber obtenido este, por ley de 18 de ma1·zo
de 1878, un derecho preferencial de parte de Colombia para
emprender la obra en cuestión, se llegó a dar el paso de crear
la "Société civil du Canal interocéanique". Un congreso decidió
en París el 15 de mayo de 1879 que, entre diferentes proyectos,
el mejor sería el de la construcción de un canal a nivel; fue
entonces cuando la citada sociedad, mediante pago de una suma
de 10 millones de francos, entregó el 31 de marzo de 1881 a una
sociedad del canal legalmente constituida la concesión recibida
de Colombia. Sus gastos de fundación ascendieron solo a 25 lni-
llones de francos, a los que se agregaban dos millones para el
edificio de la administración en París. La sociedad mandó en-
tretanto a América de 1.200 a 1.500 funcionarios, a los que se
prometieron altas retribuciones, y grandes indemnizaciones en
favor de los familiares, para caso de muerte. La sociedad ad-
quirió 68.500 de las 70.000 acciones del ferrocarril del istmo.
Mientras que esas acciones valían poco antes no más que 80
dólares, se compraron ahora a 250, lo que supuso una ganancia
de 60 millones de francos para los especuladores. Seguidamente
se adquirieron y almacenaron enormes cantidades de herra-
mientas y máquinas. Para proporcionar comodidades al perso-
nal directivo se hicieron grandes despilfarros. El constante
cambio en la dirección y administración superiores contribuyó
también no poco al incremento de los costos y a la lentitud de
todas las actividades. Si ya las instalaciones habían devorado
ingentes sumas, más aún consumían los trabajos propiamente
dichos, en los cuales surgían a menudo dificultades con los di-
versos contratistas; el descuido de la administración era tan
grande que, en un país asolado por los temblores de tierra, ni
siquiera se había practicado una medición exacta ni una correc-
ta fijación del trazado.
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tanto que la sociedad se veía obligada a conseguir dinero en
condiciones cada vez más gravosas. N o sirvió de nada la visita
de Ferd. v. Lesseps, realizada con gran ostentación el 17 de
febrero de 1886, si bien el viejo señor hubo de galopar por el
istmo y prender fuego a una carga explosiva, espectáculo en el
que se dieron la mano el bluf! y la astucia, el inconsciente pro-
ceder y el cálculo, de parte de los directivos realmente respon-
sables. Ya en noviembre de 1887, el proyecto se reducía a la
parcial ejecución del canal y al trazado de esclusas, cosa que
estaría a cargo de Eifel, constructor de la torre de su nombre.
Finalmente se produjo la máxima desgracia económica hasta
ahora conocida que haya afectado, en particular, a las clases
pobres de Francia. La pérdida fue de mil quinientos millones.
El 9 de marzo de 1888, en virtud de sentencia judicial, la so-
ciedad fue declarada insolvente, originándose un epílogo jurídi-
co que se alargó aún durante años.
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mosísima e incomparable entrada del valle del Travers, volví a
ver por vez primera la mayestática guirnalda de cumbres ne-
vadas de los Alpes y la azul superficie del lago de N euchatel.
Un vaporcito se deslizaba por él; llevaba izada la bandera suiza,
que ondulaba alegre y orgullosa en el viento de la mañana. ¡La
cruz blanca en campo rojo! Una indecible sensación se apoderó
de mi; con un movimiento espontáneo, descubrí mi cabeza y
saludé a la Patria con silencioso respeto.
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14.- LA SITUACION ECONOMICA DE COLOMBIA
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pública. La general convicción de la necesidad de la paz para
alcanzar el bienestar propio, creó en el país mismo la mejor
base para el florecimiento económico. Más tarde, además, el afán
de los Estados Unidos de desplegar una actividad capitalista en
Suramérica coincidió con lCL necesidad colombiana de ampliar
sus car1·eteras y ferrocarriles, y con el descubrimiento de su
-riqueza pet?·olífera. Colombia, que además supo conservar las
antiguas relaciones con Europa, se destacó súbitamente y de
?nodo notable con los esfuerzos de las grandes potencias dirigi-
dos a Suramérica.
La siguiente ojeada a las cuestiones económicas de índole
interior y exterior que han de ser af'rontadas por Colombia pre-
tende, no en último lugar, lleva-r a la convicción de la persona
que se halla al margen de estos problemas lo difícil que para
un país, valga la exp1·esión, sorprendido por el desar1·ollo eco-
nó?nico, r esulta dirigir debidamente la explotación de los teso-
ros de su suelo y no se1· víctima de la propia riqueza.
La exp osición de lct enma1·añada historia económica de Co-
lombia ent1·e lo años 1884 y 1903 puede ser dejada aq'uÍ de lado,
sin mayor pe1·juicio, pues las incesantes luchas políticas para-
lizaron toda es1Jecie de p1·og·.,.eso y obstaculizaron en particulaT,
la conve·rsión en suelo cultivable de grandes extensiones de te-
r?·eno adecuadas 1Jco·a la colonización. El acontecimiento de
tnáxi??ta importancia económica sob1·eviene el año 1903, en que
l Genentl R ey s, te1·minada la últi?na revolución, puso fin a la
econontía del pa1Jel nwn da introducida como consecuencia de
todo aquel deso1·den. Por cada 100 millones de pesos papel que
se 1·etira1·on de la circulación, invirtió Reyes tan solo un millón
de pesos. oro. Esta 1nedida era de una dureza inexorable; hoy
día no nos pa1·ece ya cosa fuera de lo común, porque el apoyo
a los valores monetarios en Eu1·opa después de la guerra de
1914 a 1918 1·eclamó sacrificios de muy superior cuantía. Pero
entonces se tenía la imp1·esión de que Colombia, enteramente
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entpobrecida y casi sin rentas públicas, no podría restablecerse
tan pronto de aquella forzada reforma monetaria. En realidad,
casi ningún estado comercial de Europa tomaba entonces en se-
rio la exportación a país tan poco conocido, cuya escasa capaci-
dad adquisitiva apena.s permitía hacer compras y que solo len-
tamente se iba Teponiendo de las heridas de las interminables
guerras civiles. Pero dentro de la misma Colombia se estaba
gestando entretanto una p'rofunda transformación cuya impor-
tancia y consecuencias económicas, al principio, no eran ni si-
quiera calculables. Listos y emprendedores propietarios habían
hecho intentos de plantar café en los 1·epliegues de la cordillera,
alcanzando en aquella tier'ra vi1·gen rotundos éxitos. Colombia
em,pezó entonces con el cultivo de café en gran escala y puso así
las bases pa1·a un definitivo crecimiento económico. ¿Quién h~t
biera sospechado entonces que Colombia iba a ocupar hoy des-
pués r;lel Brasil el primer puesto en la exportación cafetera y
que llegaría a ser el mayor productor del llamado café suave?
El espléndido clima p'ropio de las faldas de las cordilleras, en-
t?·e los 1.000 y 1.800 metros de altitud y con la rotación de las
dos estaciones lluviosa y seca, permite la obtención de dos co-
sechas al año. Bajo los frondosos árboles que no pierden su
follaje ja1nás, 1nadura lentamente un fruto de máxima finura,
pues no tiene la aspereza del café brasileño, que se cría en in-
mensos campos de superficie ligeramente ondulada y sin arbo-
lado ninguno. Por último, la baratura de la mano de ob1·a per-
?nite aplica?· al fruto, ta1nbién dU'rante la cosecha, un cuidadoso
t'ratamiento. De este modo el café colombiano ha logrado un
buen nombre en el mercado mundial y está justamente recono-
cido como uno de los mejores productos de este ubérrimo país.
Más de dos millones y medio de sacos, de 62 kilogramos y me-
dio, fueron exportados por Colombia el año 1928, y como las
plantas ya viejas no disminuyen en su rendimiento al tiempo
que surgen de continuo nuevas plantaciones, apenas es contro-
lable toda esta riqueza. Si el café puede 1nantener sus precios
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como en los últi?nos años, las perspectivas siguen siendo favo-
rables. Pero si, de modo semejante a lo acontecido con el azúcar,
empezara súbitamente a perder de valo'r, ello acarrearía mucha
miseria ·a Colombia. Por ello la preferencia de un producto de
exportación constituye siempre gran peligro para el desarrollo
de todo un país.
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enorme abundancia de mercancías encontró tan desp'tevenidas
a las comunicaciones, que la época de sequía de principios del
año 1920 y el consecuente descenso de nivel en el Magdalena
produjeron en los puertos del litoral congestiones de tráfico im-
posibles de imaginar por un comerciante europeo. Atestados muy
pronto todos los almacenes y depósitos, hasta las más valiosas
mercancías hubieron de quedar a la intemperie sin protección
alguna, perdiéndose sumas de millones. Al no recibir sus pe-
didos los respectivos compradores, empezaron a incumplirse los
pagos. Las cotizaciones de cambio ascendían sin cesar y el dólar
llegó a estar a 127 en octubre de 1920; había subido, pues, cua-
?1enta y tres puntos en dieciocho meses. En esos momentos es-
talló la crisis económica en todo el mundo, arrastrando también
a Colombia. Los precios del café bajaban de forma continua. El
comercio y el tráfico se hallaban enteramente paralizados y
cundía por todas partes profunda desesperación. Mas el comer-
cio colombiano supo mantener en alto su honor y, en medio de
los mayores sacrificios, saldó los compromisos con el extran-
jero. En aquellos años difíciles, las naciones exportadoras de
Europa tuvieron, de cierto, con Colombia pérdidas relativamen-
te muy escasas. Esa noble actitud dio, de otro lado, sus frutos,
sirviendo de base al actual crédito del país.
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Al propio tiempo comenzaron a subir en el mercado mun-
dial los precios de los productos del suelo, y a la cabeza de todos
ellos el café. Esta posición de preferencia se explica principal-
mente por el hecho de que los Estados Unidos, a causa de la
"prohibición", pedían mucho más café que antes. P01· ello Co-
lombia se 'rehizo con rapidez sorp'rendente de su conmoción eco-
nómica. La trascendente y grave consecuencia de ello fue, sin
embargo, que la suerte del país esté hoy indisolublemente ligada
a los precios del mercado mundial y que ya no sea posible a
Colombia dirigir por separado su vida económica. Esta cues-
tión debería ser mejor considerada por los políticos y economis-
tas colombianos. Pero, hasta ahora, los círculos influyentes de
Colombia prestaron su atención sobre todo a los aspectos gratos
de estas 1·elaciones internacionales y t1·ataron de obtener de ello
la posible utilidad. En este sentido, y después de haber dismi-
nuido considerablemente las antiguas deudas anteriores a la
gue'rra, el Estado ha comparecido recientemente como prestata-
rio en el mercado de dinero. y -en el fondo, con íntima so'r-
presa de su parte- ha recibido, solícitamente y no muy caros
préstamos de Nueva York. En los últimos tiempos se acudió de
continuo a este sencillo medio de los empréstitos del exterior al
objeto de enca1·t'ilar debidamente un desarrollo económico que,
tomando al país con desenfrenado brío, sacudía de su largo sue-
ño a todas las fuerzas inactivas y exigía abundantes cantidades
de dinero. Si esta transfusión de sangre efectuada desde el ex-
terior servirá para robustecer suficientemente a la economía de
Colombia dándole fuerza para vivir por sí misma, es cosa que
se verá en años venideros. Démonos hoy por conformes con des-
cribir este súbito p1·oceso, al tiempo que indicamos sus conse-
cuencias.
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zas latentes, pues hasta el indio analfabeto podía entender la
trascendencia del propósito. Lo que para un país como Colombia
había de significar semejante convicción, cuyo entusiasmo llegó
al pueblo todo, solo pueden juzgarlo exactamente los que han
conocido la situación en los años de la anteguerra. Todavía en
1920 las coso~ se encontraban en condiciones bastante parecidas
a las descritas por el auto1· de El Dorado. En cuanto a vías fé-
'treas, solo se habían construido unos 700 kilómetros, repartidos
en distintos trechos no relacionados entre sí, y esto en un país
treinta veces mayor que Suiza. Un tercio de estas vías se halla-
ban en manos inglesas, y sus ganancias limpias no constituían
otra cosa que una contribución pagada al extranjero. No había,
por así decirlo, ninguna carretera practicable para autos o ca-
miones. De las ciudades arrancaban en diferentes direcciones
no más que principios de caminos de, acaso, 5 o 10 kilómetros
de longitud; eso era todo. La única excepción era la carretera
del Norte, construída por el eficaz y previsor General Reyes,·
esta vía arrancaba de Bogotá en direción norte y llevaba a Belén
de Cerinza, pasando por Tunja; su recorrido comprendía unos
250 kilómetros. La navegación por el Magdalena constituía la
única arteria de comunicación relativamente organizada. Con
un buen vapor y siendo alto el nivel del río, era posible llegar
en diez días ele de la costa atlántica hasta Gira1·dot. Pero tam-
bién ocu1·'ría a veces que, siendo malas las circunstancias, durase
el viaje treinta y aún ntás días. Acerca del actual estado de la
navegación fluvial proporciona más referencias el capítulo 11 Por
el Magdalena".
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ciones. Había conocido los Estados Unidos en calidad de joven
ingeniero, y era el primer Presidente de Colombia que después
de la separación de Panamá experimentaba una cierta simpatía
hacia aquella nación. Hijo del Presidente anterior, Mariano Os-
pina, siguió siendo un fiel secuaz del partido conservador, pero
sus ideas eran menos rígidas que las defendidas por su padre.
En breve tiempo se ganó Pedro N el la confianza del país y la
oposición liberal le dejó actuar sin ofrecerle especial resistencia.
Los · cuatro años de su presidencia pueden ya calificarse como
los más afortunados que ha vivido Colombia desde fines del pa-
sado siglo. Con razón, Ospina quiso en primer luga1· poner orden
eri el presupuesto del Estado antes de entrar a resolver los pro-
blemas de las comunicaciones. Y así hizo venir a Colombia una
comisión financiera norteamericana bajo la dirección del Profe-
sor Kemmerer. Estos técnicos pudieron trabaiar, de un lado, so-
bre la firme base de los 25 millones de dólares que a la sazón
hacían efectivos los Estados Unidos en concepto de indemniza-
ción por la anterior ocupación de la zona del Canal de Panamá.
De ot1·o lado, las cámaras, baio la impresión de haberse supe-
rado la crisis, se inclinaron a aprobar las innovaciones proyec-
tadas por la citada comisión y por Ospina. Se contaba, pues, con
las condiciones previas para 1·ealizar un trabajo provechoso, y
la comisión se anotó un gran éxito. Otras varias comisiones ex-
tranieras llamadas más tarde pot· Ospina en relación con asun-
tos de instrucción, aduanas, eiército, teléfonos, policía y régi-
men penitenciario fueron, desgraciadantente, menos afortunadas
en su cometido, pues los proyectos aportados no eran de la mis-
ma urgencia. Las más trascendentes reformas de la Misión
Kemmerer consisten, aparte de ot1·os pt·oyectos, en la fundación
del banco nacional emisor (Banco de la República) y en la crea-
ción de un centro del tesoro con carácte1· independiente. (Con-
traloría de la Nación). A estas dos instituciones hay que agra-
decer en gran parte el ingente desa1·rollo de los últimos años.
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Sería prolijo detallar aquí la ley sobre creación y fines del
banco nacional. Citemos únicamente que el banco se halla orga-
nizado como sociedad privada y que sus acciones son de tres
clases: A). Acciones del Estado; B). Acciones suscritas por
otros bancos, a causa de lo cual hubieron de participar también
las sucursales de bancos extranjeros en Colombia, pues de lo
contrario su esfera de negocios habría resultado legalmente re-
ducida; C). Acciones adquiridas por personas privadas. De este
modo se creó una gran reserva de oro, garantizándose en forma
legal el cobro de los billetes de banco. La estabilidad de la mo-
neda colombiana, estabilidad conseguida por ese medio, mani-
festó en plazo brevísimo sus benéficos resultados, según indica-
mos anteriormente. Además la Dirección del Banco de la Repú-
blica ha realizado desde entonces en forma tan feliz el control
del cambio extranjero, que en los últimos años el peso oro se ha
mantenido a la par con el dólar, salvo insignificantes oscila-
ciones.
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organismos oficiales son objeto de limitación en su libre dispo-
nibilidad, con lo que el ciudadano contribuyente puede otorgar su
confianza a la administración pública.
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de emprender uno tt·as otro los diversos proyectos, se empezó
a trabajar simultáneamente en los lugares más distintos. Con
casi pueril impaciencia, cada departamento se apresuraba a re-
clamar su propio ferrocarril, hasta que las autoridades, marea-
das por tantas peticiones, te'rminaban por decir que sí a todos.
Así se dilapidaron dineros y energías, y al cabo de algunos años
de enormes dispendios, los resultados positivos son más bien
escasos. Además, eso poco que se hizo sirve por hoy tan solo a
necesidades localmente limitadas, y las diferentes partes del
país se ven, como antes, abandonadas a sus propios medios. Bo-
gotá sigue sin poder prolongar su ramal férreo hasta el cauda-
loso t1·amo inferior del Magdalena. Cartagena está construyen-
do el Ferrocarril Central a través de las fértiles llanuras del de-
partamento de Bolívar, pero todavía no ha podido establecer el
enlace con el depa1·tamento de Antioquia. M edellín quería ex-
tender su vía férrea en dirección Oeste hasta el río Cauca, para
empalmar allí con el Ferrocan-il del Pacífico; mas para eso ha-
brán de transcurrir aún muchos años de esforzados trabajos.
Solo Manizales concluyó tenazmente su vía férrea, y en Cartago
estableció el enlace con el citado Ferrocarril del Pacífico, de mo-
do que en determinados días puede viajarse desde M anizales
hasta Buenaventura, o sea hasta el mar.
Las dificultades que se oponen en Colombia a la realización
de los proyectos de vías de comunicación, son de magnitud ex-
traordinaria. Contribuye a esto que el arrollador progreso ex-
perimentado por el tráfico moderno en todo el mundo, ha en-
contrado a Colombia en un estado que corresponde al de Europa
a mediados del siglo XIX. El observador imparcial reconoce que
el clima y las condiciones del suelo dificultan, sin duda, en
Colombia al desarrollo del tráfico, pero que no por eso constitu-
yen obstáculos insuperables. Al colo1nbiano, en cambio, le cues-
ta liberarse de las realidades actuales, aunque también él se
halla convencido de la formidable capacidad de desarrollo y del
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gran futuro de su país. Así ocurre, desgraciadamente, que los
ingenieros, al establecer el trazado de una línea férrea, no siem-
pre escojan el recorrido que técnica y económicamente sea el
mejor, debiendo atenerse a toda clase de circunstancias políti-
cas y llevar la vía de población en población, cosa que a menudo
resulta sumamente inadecuada. Muchas ciudades pequeñas y
pueblos situados en el campo podrían muy bien progresar y
crecer sin necesidad de hallarse precisamente enlazados a las
principales vías de comunicación. En cambio, una vía de recorri-
do más correcto podría hacer accesibles en poco tiempo regio-
nes favorablemente situadas aunque todavía poco pobladas. Y
entonces se1·ía posible ofrecer buenas tien·as a la tan deseada
inmigración de granjeros y colonos de sanas características. Sin
cuidarse de ello, los colombianos siguen construyendo preferen-
temente hoy día pequeñas vías de acceso que irradian en forma
oblicua desde el Magdalena a las ciudades,· al hacerlo no pien-
san que los españoles, en su tiempo, establecieron los poblados
con puntos de vista de muy distinta índole.
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En lugar de relegar a segundo término ante estas impres-
cindibles vías de comunicación las demás exigencias de ferroca-
rriles, por todas partes se empezaron obras de semejante géne-
ro. El dinero recibido del exterior en forma de empréstitos se
ha gastado ya, sin que las mínimas obras realizadas den para
abonar los réditos correspondientes. A esto se suma que todas
las líneas hasta ahora construidas son de vía estrecha y que ni
en las curvas y subidas, como tampoco en los puentes y túneles,
se ha pensado en una ulterior transición a la vía ancha (o nor-
mal). Si este cambio se hace necesario un día, los actuales tra-
zados tendrían que ser modificados en su mayor parte. Ello
tiene también capital importancia en cuanto a los muy deficien-
tes accesos a las ciudades.
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otro lado, deberían dedicat· mayor atención a la a·mortización
de las instalaciones. Existe además una ley según la cual los
departamentos y las sociedades privadas reciben del gobierno
nacional una aportación de 20.000 pesos (100.000 francos sui-
zos) por cada kilómetro de vía que se entrega listo para el trá-
fico. Esta ley, realmente, ha fomentado mucho la construcción
de vías férreas y ha permitido también a los departamentos
pobres llevar a cabo grandes planes de tráfico de su propio in-
terés.
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que ser acometida ahora con la máxima energía. Todo pTopie-
tario de auto, lo mismo si disponía de un coche de lujo que de
un Ford barato, exigía poder viaiar en él a donde fuese. El go-
bierno del país y los de los departamentos hubieron de ceder a
la general demanda y construír car1·eteras por todas partes. Pe-
1'0, por desgracia, se cometen las mismas faltas que con los
ferrocarriles, o sea el proceder sin planes fijos y sin concentra-
ción del esfuerzo. Si lo que falta es dinero o paciencia, parece
difícil de precisar. Pero una cosa es segura: en todas estas ca-
1·reteras falta la conveniente estructu1·a del piso, y, para llegar
más 1·ápidamente al término del recorrido, las curvas son dema-
siado cerradas y las cuestas demasiado pendientes. La nueva
carretera se abre inmediatamente al tráfico, hasta que, por lo
común, la próxima estación de lluvias se enca1·ga de inten-um-
pi1· la circulación; solo al cabo de años se obtiene la conveniente
solidez del fundamento. Así acontece que los camiones de cinco
toneladas, solo en los trayectos llanos están libres del riesgo de
hundi1·se en el suelo. A pesar de ello, se ve por todas partes un
movidísimo tráfico de camiones, lo cual prueba que muchas re-
giones del país se hallaban tan aisladas solo a causa de la falta
de buenas carreteras. Es un hecho, sin embargo, que la comu-
nicación con comarcas leianas que, gracias al nuevo enlace, pue-
den llevar a la capital sus productos, no ha meiorado en nada
los precios de la cara vida de Bogotá. Por una parte, la mayor
facilidad de tráfico crea también entre el público mayores ne-
cesidades, y por otra parte, el incremento de producción es ab-
sorbido por la población urbana en rápido crecimiento.
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co por la preocupación de que pudie'ran desvalorizarse antiguas
inversiones de dinero. La jubilosa acogida que a todo lo nuevo,
dispensa este pueblo, apenas contenido por el peso de las tradi-
ciones, es también, acaso, un fenómeno propio del clima tropi-
cal, pues parece como si su monotonía despertara en el hombre
el afán de cambios, poniendo en su vida y quehaceres una cier-
ta inquietud e inconstancia.
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bución del con·eo. Un ejemplo en este sentido lo constituyen los
envíos de oro y valores de todas clases, que los bancos, hasta
ahora, acostumbraban a realiza1· con la menor f'recuencia po-
sible, y que hoy día, con la ayuda de los aviones, pueden prac-
ticar más sencilla y económicamente. Con ello consiguieron los
bancos de la ciudad mayor libertad de movimiento; en especial
los nacionales (entre los que hay que citar a este respecto el
Banco de la República, el Banco de Bogotá y el Banco de Co-
lombia) acreditaron lo dicho con la fundación de numerosas su-
cursales en las ciudades comerciales de los departamentos del
Norte y del Oeste del país. Si bien tales fenómenos deben atri-
buírse en primer término al favorable desarrollo general, no
puede tampoco discutirse que los principales círculos bancarios
se han visto animados a ampliar sus actividades en virtud de la
seguridad de poder contar con la correcta entrega y recibo de
valores gracias a las comunicaciones aéreas. Esta confianza en
la seguridad y garantías del servicio aéreo se manifiesta de mo-
do parecido en la actitud de las compañías de seguros; estas
han reducido notablemente las primas para con~eo aéreo en com-
paración con las tasas para e.nvíos normales. Hay que anotar
finalmente que hoy vienen a Bogotá, para tomar parte en nego-
ciaciones sobre grandes empréstitos, importantes hombres de
finanzas del exterior, los cuales, antes de introducidos los vue-
los, no hubieran tenido tiempo para el fatigoso viaje hasta el
interior del país. A causa de lo dicho, Colombia ha podido repe-
tidas veces, obtener sus empréstitos en mejores condiciones.
También para los pequeños comerciantes resulta de la utilización
del servicio aéreo la no desdeñable ventaja de que los pagos a
ultramar se les abonan en cuenta por el destinatario una se-
mana antes, con lo que se disminuyen los recargos.
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ta·mente, en valo'res monetarios concretos; pero se hacen sensi-
bles de una manera tan viva, que la Sociedad en cuestión ha
sido declarada ya por el gobierno empresa de utilidad pública,
gozando una general e ilimitada confianza.
De todo lo dicho se desprende que solo en los últimos años
se ha iniciado en su pleno vigor el desarrollo económico de Co-
lombia. El año 1920 encontré allí la situación casi a idéntico
nivel que el descrito por nuestro padre en El Dorado. Si bien el
país se halla algo más cultivado y su población es más densa,
las encantadoras estampas que se contemplan en los viajes y
correrías son iguales a las de entonces. También el carácter de
los habitantes, sobre todo en las comarcas apartadas, sigue sien-
do a grandes rasgos el mismo. Pero en las ciudades se va abrien-
do brecha de continuo en las viejas costumbres y tradiciones, y
esto se refiere especialmente a la costa, donde las peculiarida-
des regionales ceden más fácilmente al influio exte'rior. También
en el aspecto espiritual y cultural se puede obset·var la misma
adaptación. Antes, un viaie a Europa solía ser para el colom-
biano la consumación del sueño de su vida y significaba para él
un 'tenacet· a la cultura. Los Estados Unidos no entraban enton-
ces en cuenta como meta de viaie, pues antes que nada se que-
ría dar testi1nonio de descendencia de la Europa románica, Es-
paña en p1'irner lugar. Hoy, sin emba'rgo, es otra clase de
colombianos la que viaia, y a estos les es indiferente dirigirse
al Vieio Mundo o a los Estados Unidos. Los que buscan la rela-
ción con la metrópoli de antaño, o sencillamente con el viejo
patrimonio cultural, se encuentran hoy en franca minoría. Los
demás viajan tras de superficiales diversiones o bien tratan de
alcanzar, por medio de nuevos contactos, las inherentes venta-
jas en los negocios.
P et·o esta frecuencia en los viai es tiene también grandes
desventajas desde el punto de vista de la Economía Política.
Una extraordinaria cantidad de colombianos abandonan de con-
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tinuo su patria para gastar más a gusto el dinero en el exterio'r.
En Colombia, 'realmente, se ha elevado mucho el costo de vida,
pues en tal sentido operan el proteccionismo aduanero, la fuerte
unidad monetaria, el 'rápido crecimiento de la población y el éxo-
do rural a las capitales. Precisamente la permanencia en el ex-
tranjero de las clases dotadas de alto poder adquisitivo repre-
senta a la larga un peligro para el capital nacional; ese peligro
es tanto mayor pot· cuanto faltan datos numéricos y, por tal
causa, no se puede prevenir públicamente sob?~e las consecuen-
cias. Estos dine1·os, disipados improductivamente y sin provecho
apreciable, le hacen harta falta a Colombia para S'tt progreso,
y en tal sentido no puede callarse frente a los colombianos ricos
el reproche de estar prefiriendo su p1·opio bienestar a la pros-
peridad de la patria.
Parecido desdén por la conservación del patrimonio del Es-
tado puede advertirse también en la administración pública, si
bien hay que conceder que en Colombia la formación de capital
nuevo se produce de modo más fácil que en el Viejo Mundo. Sin
p1·ofunda t·eflexión, los circulos responsables han contado, du-
rante los últimos años, con un constante aumento de los ingresos
del Estado y con una permanente facilidad en Nueva York. Una
disminución 1·elativamente pequeña en los ingresos de aduanas
o un anquilosamiento en el mercado monetario tiene que tras-
tot"1ta1· el equilib1-io de la economia estatal. En este aspecto lla-
ma especialmente la atención del europeo la forma en que el
colombiano cree en la altntista amistad del socio capitalista nor-
teamericano; nosotros, en cambio, aprendimos en la época de
postguerra que la amistad, incluso la de la nación más t·ica, se
acaba tan pronto como hay que hablar de pr61·rogas o condona-
ciones. Tampoco Colombia se libra1·á de esta amarga enseñanza,
y ya se hacen sensibles los presagios de una nueva y dura crisis.
Entre los extranjeros residentes en Colombia se halla muy
extendida la opinión de que la vinculación demasiado est1·echa
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a los Estados Unidos podría significar un riesgo para la inde-
pendencia económica del país. Cuando hace algunos años se ha-
lló petróleo en Colombia, fue muy llamativo cómo comenzó a
aflojarse la mano en Wall Street.
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está por ver si los patrióticos deseos de los colombianos serán
más fuertes que las intenciones de quienes defienden una ilimi-
tada libertad de acción, privada e internacional.
Viva luz arrojó sobre esta lucha de los más diversos intere-
ses el incidente de la llamada uconcesión Barco" (septiembre
de 1928), que como hecho significativo reclama una breve refe-
1·encia. En el siglo pasado se habían adjudicado al General Bar-
co, colombiano, grandes extensiones de terreno del departamen-
to de Santander del Norte en calidad de concesión por servicios
prestados. Con el tiempo, los derechos de esa concesión fueron
a parar a manos norteamericanas, pero sin que se hubiera efec-
tuado la explotación legalmente establecida. La Corte Suprema
de Bogotá declaró vencida la concesión y en consecuencia, auto-
rizó al Estado para disponer a su arbitrio de las riquezas petro-
líferas de aquellas tierras. Pero como los concesionarios norte-
americanos tenían estrecha relación con el Secretario de Esta-
do Mellon, la sentencia dio lugar a una uconsulta inoficial" de
parte del Ministro norteamericano en Bogotá, la cual fue uná-
nimemente considerada como inadmisible intromisión en los de-
rechos de soberanía de Colombia. El país no ha llegado todavía
a una opinión fija sobre si es mejor atraer el capital extran]'ero
mediante una amplia legislación sobre petróleos, produciendo
así el bienestar exterior, o si resultaría preferible proceder pru-
dentemente acentuando de forma marcada el punto de vista na-
cional y asegurando al Estado ttna participación adecuada en
la explotación. Para aclarar la situación, el gobierno colombiano
ha hecho venir de Inglaterra un especialista en cuestiones pe-
troleras, el cual deberá estudiar sobre el terreno todas las cir-
cunstancias y elaborar las oportunas propuestas para la ulterior
legislación sobre el particular. La uStandard Oil Co." ve en esta
medida no más que un ataque de la Royal Dutch Shell que quie-
re afianzarse en Colombia y, de paso, pescar en río revuelto. Los
hombres de estado de Bogotá se encuentran hoy en situación
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poco envidiable, pues para hacer una política de petróleos ver-
daderamente nacional les faltan los medios económicos indepen-
dientes, con lo cual desaparece también la confianza en las P'ro-
pias fuerzas.
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dos como urgentes, en especial las líneas fé1·reas de mayo1· im-
pot·tancia, se confiaron desde ahora a empresas del país y ex-
tranjeras, reservándose el Estado tan solo ciertos derechos de
control o inspección. Con la incot-poración de la industria pri-
vada para la ejecución de obras públicas, se espera también ver
más rápidamente convertidos en valores productivos los medios
económicos empleados.
Debiera se1· ya tiempo de que Europa llegara a decidir si
va a tomar parte activa en el desarrollo económico de Colombia.
A ese respecto hemos de anotar aquí que el gobierno se com-
po't ta muy leal y correctamente en la adjudicación de trabajos
a extranieros. Es cierto que en los contratos y licitaciones pú-
blicas se ponen a menudo condiciones que podrían desanimar a
los interesados. Pero si se considera con cuánta frecuencia em-
p?·esas desaprensivas han abusado de la confianza del país du-
1'ante los últimos cuarenta años, no es para sorprenderse ante
eventuales medidas de protección que resulten algo mezquinas.
Mas una vez suscrito el respectivo contrato, este es cumplido en
todo lo posible por el gobierno. Así, repetidamente, ha aceptado
la solución en favor de los empresarios en casos de fuerza ma-
yor, siempre y cuando ha llegado a la convicción de que aquellos
se esforzaron en servir honradamente al país. Po1· tal motivo,
1)ttede r·ecomendarse, tanto al mundo de las finanzas como a las
empresas industriales, tomar parte en las licitaciones o concur-
sos del gobierno colombiano. De esta manera lo europeo podría
volvet· a tener en Colombia más validez e influencia. El colom-
biano sabe agr adecer siempre un tt·abajo bien realizado, y al
llegar la hora de hacet· nuevos encargos o pedidos se acuerda
de los proveedores y empresarios acreditados ya por su ante-
1-ior servicio.
En este resumen econó1nico deben figut·a't también algunas
bservaciones generales sobre la inmigración a Colombia. Es
cosa bien comprensible que la joven república, con solo siete 1ni-
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llones de habitantes sobre un inmenso territorio, mire con sim-
patía el movimiento de inmigración. Pero, por desgracia, no
basta de por sí la buena voluntad de las autoridades para regu-
lar metódicamente la afluencia extranjera y ahorrar a los inmi-
grantes las decepciones naturales ante una deficiente previsión.
Precisamente el loable afán de atraer al país buena inmigración,
lleva a los colombianos a hacer, de modo frecuente y espontáneo,
descripciones muy optimistas de la situación y perspectivas de
los nuevos residentes. Ante todo, es cosa cierta que Colombia no
ejerce nunca sobre el excedente de población europea el mismo
atractivo de, por ejemplo, la Argentina o el Canadá, pues el cli-
ma tropical pone ya determinados límites a la raza blanca. Los
emigrantes a Colombia, en especial granjeros y agricultores,
deben hacerse reconocer en primer lugar por facultativos para
que estos determinen su capacidad de resistencia para la vida
en los trópicos. Si luego se informan sobre las leyes de inmigra-
ción y demás posibilidades, lo cual puede hacer en las oficinas
de propaganda establecidas por Colombia en Londres, París,
Hamburgo, Barcelona y Nueva York, y si a base de los datos
recibidos se deciden a emprender el viaje, deberían prepararse
aún prudentemente para sorpresas como las que siguen:
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desde la costa, allí en el interior del país. Esa tierra debe se'r
jalonada y 1·oturada por el nuevo finquero antes de que legal-
mente pase a ser de su propiedad; y tales trabajos, como es
sabido, resultan muy duros para el europeo no acostumbrado a
ellos. Cuando, por fin, y tras grandes sacrificios de tiempo y
dinero, han sido superadas también dichas dificultades, suele
resultar que la gran distancia desde la colonia hasta la próxima
aldea y, sobre todo, la falta de carreteras practicables, excluyen
la posibilidad de vender ventajosamente los productos agríco-
las. Pese a que el suelo, muy fértil en casi todas partes, suele
dar abundante cosecha, y pese a que el finquero, por esa razón,
gana pronto lo necesario para mantenerse él y su familia, en-
cuentra dificultades para vender el sobrante de lo producido y
mejorar así económicamente.
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En la presente ojeada a la situación económica de Colom-
bia se ha evitado deliberadarnente la presentación de simples
cifras, que pronto quedarían superadas, perdiendo así su valor.
El discreto lecto?· podrá resu1nir su impresión anotando que Co-
lombia es un país de riquísimo subsuelo y g1·andes energías hi-
dráulicas y que ot1·ece muchas posibilidades. FavoTecido por una
larga época de paz, ha penet1·ado ahora en la etapa decisiva de
su desarrollo; pero no dispone todavía de medios propios en su-
ficiente cantidad para llevar a cabo rápida y · eficazmente todos
sus empeños. Así ocurre que, a causa del arrollador avance en
marcha, y también por culpa. de medidas im1Jrudentes, resulta
casi inevitable la r·epetida aparición de crisis económicas. Pero
la superación de tales contratiernpos será sie1npre posible gra-
cias a la labot'iosidad de la mayor pa1·te de la 1Joblación y la
progresiva explotación de las 'tiquezas natut·ales, de modo que
el extranjero establecido en Colombia puede, t1·anquilamente,
confiar su destino a este país.
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15.- EXCURSIONES DEPORTIVAS
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habitaba esa región desde tiempo inmemorial. De estas curiosas
gentes quedan todavía figuras de ídolos talladas en piedra, en
tanto que en la altiplanicie no se encuentran tales monumentos
de cultura.
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de La Plata, situado al Sur de N eiva. Allí deiamos al peón con
nuestras caballerías y nos encaminamos a pie siguiendo el río
de La Plata, el que, según nuestras noticias, debía de tener sus
fuentes en el macizo montañoso del Huila. Pero, tanto los ma-
pas como las referencias verbales, demostraron muy pronto su
inexactitud. El pueblo del Huila, elegido por nosotros como punto
de partida para ulteriores expediciones, constaba solo de algunas
cabañas, la iglesia y la casa parroquial. En las dos únicas habi-
taciones de esta casa, que el cura puso amablemente a nuestra
disposición, dormíamos sobre un duro suelo de tablas. En una
salida que hicimos en dirección al Huila nos encontramos con
indios de pura raza. Estaban construyendo un camino que debe
de ir al lugar de Santander, en el valle del Cauca, a través de
uno de los pasos que cruzan la Cordillera Central. La disposi-
ción y orden de aquellos trabaios nos persuadieron una vez más
de la forma carent~ de todo plan en que el Ministerio de Obras
Públicas de Bogotá puede llegar a dar sus disposiciones, con
desconocimiento de las circunstancias reales. Aislado totalmente
del correo y el telégrafo, accesible, por ambos lados, tan solo
después de días a caballo y por imposibles senderos entre terre-
no pantanoso, se halla aquí en vías de construcción un trozo de
camino como de 15 kilómetros, el cual, por falta de dinero, no
puede ser continuado. De seguro que mucho antes de llegar nue-
vos fondos, el camino estará invadido por la maleza, resultando
ya intransitable.
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en posibilidades exp'tesivas, así que han aprendido además a
chapurrear el español. En una barraca destinada a los obreros
pasamos con ellos la noche. Como durante casi todo el día habían
estado mascando coca, tomaron en realidad poca comida, que
era una papilla de maíz y arroz. Esa costumbre está todavía
bastante extendida por la 1·egión, y el arbusto de la coca se en-
cuentra allí con frecuencia. Sus hojas, previamente desecadas,
las llevan los indios en bolsas de lana de oveja tejidas a mano y
adornadas con bellos motivos geométricos. Los colores de esos
dibujos, azul, rojo y marrón, son tintes extraídos de diversas
plantas y resistentes al lavado y a los efectos de la luz. En la
misma bolsa de la coca, los indios llevan un fruto leñoso hueco,
en el que guardan algo de cal viva. Las hojas de coca, finamen-
te desmenuzadas, se ponen en la boca junto con una pulgarada
de dicha cal, y por fermentación se origina un líquido amarillo
que parece provoca una marcada sensación de hartura. En tan-
to que los indios, durante horas enteras, apenas cruzaron entre
sí una palabra, dándonos una grata impresión po1· su tranqui-
lidad y limpieza, al otro extremo de la barraca había un grupo
de mestizos q'ne, congregados en torno a un crepitante fuego, se
jugaban, entre bulla y agitado movimiento de naipes, el jornal
que tan duramente habían ganado. Y el juego du16 hasta muy
pasada la medianoche. N o nos quedó otro remedio que portarnos
amablemente con los indios y avergonzarnos de la civilización,
representada por los mestizos.
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Día de Reyes, y pudimos observar lo poco profundo que ha ca-
lado en la conciencia de aquella población india el cristianismo,
que con tanto esfuerzo se le inculcara: La sensación que se expe-
rimentaba en la iglesia no era especialmente agradable, a causa
de la monótona música con que flautas y tambores desgarraban
nuestros tímpanos, asi como por el desahogado comportamiento
de las madres indias con sus hilitos. Luego de haber acabado
por servir nosotros tres como parangón de los tres Magos del
Oriente, trance en que nos puso el pobre cura, que más bien pa-
recía misione1·o que párroco, y luego de ve1· cómo los indios, pese
a las reprimendas del sacerdote confundían de continuo los Diez
Mandamientos y las doctrinas fundamentales de la Iglesia Ca-
tólica, deiamos la casa de Dios con aire cariacontecido y so pre-
texto de ir a espantar de nuevo algunas gallinas que se habían
metido en ella. Después de los oficios religiosos tuvo lugar una
procesión, que más semeiaba un desfile de niños que una cere-
monia seria. Finalmente se regociiaron los indios con el antiguo
J"uego de la uvaca brava",* en el cual un muchacho cubierto con
una piel de vaca es acosado por los que lo rodean,· en esa diver-
sión nos evidenciaron de nuevo aquellas gentes su espi1itu ino-
cente e infantil.
Después de numerosas privaciones llegam os otra vez a Nei-
va y de allí seguimos por el alto Magdalena a Girardot. Fue un
maravilloso viaie de t1·es días sobre una balsa cubierta y con mi
bote plegable, cuya graciosa traza contemplaron por primera vez
aquellas aguas y a cuya vista huyeron incluso algunos niños. Los
pocos saltos que forma por allí el río los superamos sin dificul-
tades, debido al bajo nivel de las aguas en aquella época. Las
poco pobladas riberas nos ayudaron a goza1· en su sublime gran-
deza el encanto primigenio del paisaie fluvial de los tt·ópicos.
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Radiante amanecer, calor abrasador del mediodía, y noches de
profunda oscuridad sobre el suave chapoteo de las aguas, que
nos hacían preguntar a las estrellas la causa de la eterna in-
quietud del hombre. Pero también a nosotros nos deben la res-
puesta. Una viva discusión con los poco serviciales hombres de
la balsa y una difícil arribada nocturna al puerto de Giradot,
que se halla en un punto donde la corriente es muy impetuosa,
nos tornaron con demasiada prontitud al suelo de la realidad y
de la diaria lucha por la existencia.
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retirada. Abatidos y sin ánimo alguno, renunciamos al desespe-
rado intento de ascensión, y de nuevo volvimos las espaldas al
Tolima.
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Así, pues, ocurrió que no había en Bogotá persona que nos
pudiera dar alguna concreta información sobre la región del
Cocuy. El mapa oficial del departamento de Boyacá, más bien
nos perjudicó que favoreció en nuestro intento, pues la ruta de
aproximación al objetivo parecía allí corta y cómoda, pero, en
lugar de día y medio que habíamos P'tevisto, nos costó nada me-
nos que tres días bien colmados, a partir de la carretera para
tráfico de atdomóvil. Y o me había tr·aído de Suiza picos y trepa-
dores, gafas para nieve y botas de montaña, y ello en número
suficiente pa'ra poder equipar en la misma forma al imprescin-
dible cama'rada de aquella larga excursión de montaña, Hans
Weber·, de Ginebr·a, a quien invité. Este, que se hallaba a la
sazón en Bogotá era hilo del conocido alpinista Albert Weber.
Los objetos que he mencionado no pueden obtenerse en Colom-
bia. Y o disponía también de un ter·mómetro y altímetro, y el
jefe del centr·o topogr·áfico, con quien tenía amistad, me pr·estó
otro altímetr·o, muy exacto, para control. Esos instrumentos,
a1nbos ele fab1·icación europea, rne dieron, sin embargo, la im-
presión de no marcar ya con mucha precisión en el aire extraor-
dinariamente fino de la región ecuatorial, y por eso debo colocar
un gran signo de inten·ogación iunto a la altitud medida ( 4.960
met'ros). Debo confesar que rni deseo hubiera sido registrar un
5.000 y que tengo la íntima convicción de que el Cocuy rebasa
el codiciado !Í?nite, si bien, en honor· a la verdad, consigno que
el aparato no llegó a marcarlo. Quiero suponer, en cambio, que
son excesiva, las altitudes s ñaladas en la carta oficial, que
asigna a los volcanes nevados estas cifras: Tolima, 5.600 me-
tros; Huila, 5.700 y Cocu,y, 5.583. Si bien deberia ser fácil efec-
tuar una nueva determinación trigonométr-ica, verificando así
los datos de los sabios Caldas y Humboldt y de otros investiga-
dores, es evidente que hace falta despertar todavía el interés
po'r cosas de tanta impo1·tancia. Per·o si yo calculo alrededor de
los 5.200 met1·os la altur·a de esas montañas, me induce a ello
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el hecho ele que el límite de las nieves, especialmente en el Co-
cuy, lo hallamos nosotros mucho más abaio de lo que en ·general
se a,dmite. En puntos protegidos, la nieve -o más · bien el hielo,
pues el sol t1 opical convie1·te pronto toda nevada en hielo o
agua- aparecía ya en altitudes ele 4.350 metros, y a 4.600 podía
decirse que la zona de hielo era ya continua. En los libros, po'r
el cont1·at-io, se suele hablar de los 4.800 a los 5.000 metros co-
?no lí1nite de las nieves. Además, algunos alemanes que explo-
?·aron el Toli1na con niebla, registra1·on solo los 5.090 met1·os de
altitud. Así pues, o su medición y la nuestra son falsas, y el
Huila, Toli?na y Cocuy están realmente a unos 5.600 metros, o
bien esas montañas son más baias de lo que hasta aho1·a se
suponía.
Yo había mandado a mi c1-iado pa'ra que se adelantara con
una parte del equipaie hasta el punto donde, a 350 kilómett·os
de Bogotá, se acaba la can·etera practicable para autos. Su mi-
sión consistía en limpiar el cuarto del hotel donde habíamos de
pa.sa1· la noche, y busca1· buenas caballerías de montura y carga.
Aunque el chico, un mestizo de diecinueve años, había hecho
siempre impecablemente sus oficios, no tuvo suerte aquella vez
con las bestias y su arrie'ro. N os otros salimos de Bogotá el 19
de iulio de 1928 en las primeras hm·as de la mañana, para evi-
tar la fiesta nacional del 20 de iulio. Nos servimos de los auto-
ca?·es de la Compañía de Transportes Terrestres, que de de hace
unos tres años ha organizado un se1·vicio por la gt·an carretet·a
del No'rte.
Pm· buen camino, y pasando po1. Tunia -capital del depa't -
tamento de Boyacá, a 2.850 mett·os de altitud-, llega1nos hasta
Belén, donde la carretera, muy bien trazada en aquel t1·ayecto,
sube hasta un paso de montaña de 3.400 metros de altu'ra. Des-
pués de cruzarlo, un descenso de igual pendiente, en 1nedio de
magnífico paisaie y con inmenso panorama sobre las cadenas
'Jnontañosas ele Santander, nos llevó a eso de las siete de la tarde
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al lugar de Soatá, que se halla a solo 2.045 rnetros, ya en clima
templado. Sin cambiar de chofer, habíamos cubierto una etapa
de unos 350 kilómetros, po'r carretera, en parte, muy difícil. La
jornada de doce horas, incluso en profesiones de tan fatigoso
esfuerzo, no es cosa 1·ara en Colombia.
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queña expe1•iencia nuest'ra pGrque resulta, desgraciadamente, un
ejemplo típico de la falta de formalidad de la gente trabajadora.
El viajar es aquí un arte, pero todavía no es un place1-.
En una marcha de cinco horas bajamos pri'mero 550 me-
tros hasta meternos por un profundo valle, pasa1nos luego el
río Chicamocha, a 1.400 1netros de altitud, y luego, por malas
sendas, subimos nuevamente para llegar al pueblo de Boavita a
2.200 metros. Ya entrada la noche, oscura com.o boca de lobo,
caímos rendidos sobre un duro lecho.
Pero también la siguiente jornada había de ser sumamente
t1·abajosa, pues estuvimos en camino desde las seis de la maña-
na hasta las cinco de la tarde, solo con dos pequeños descansos.
Las paradas no tenían tampoco mucha razón de ser, pues solo
en un poblado llegamos a ('.Onseguir dos huevos crudos, y eso
con grandes esfue1·zos. Lo fatigoso de Colombia son los cami-
nos de herradura con sus continuas subidas y bajadas. Los es-
pañoles iban siempre por lo alto de los montes para descubrir
más fácilmente cualquier asalto de los indios; y los colombianos
han seguido sirviéndose, sin más reflexión, de esas espantosas
vías. Así pues, de la marcha de aquel día, en el cual subimos
de 2.200 a 4.050 metros para bajar luego a 2.750, no vamos a
cita1· aquí los innumerables ascensos ?J descensos intermedios
que hubimos de realizar. Y o consideraba aquello como un buen
entretenimiento pa1·a lo que luego vendría, pero Weber, cansa-
do y rendido, acabó por subirse a lon~os de una acémila. Llega-
dos a Cocuy, después de ta.nta fatiga, hubimos ele alo,iarnos en
un cuchitril terriblemente sucio.
El p1·opietario de nuestra bestia de carga se había reve-
lado como un indio bondadoso y servicial, y afirma conocer el
camino conveniente para emprender el ascenso al Cocuy. Por
ello le propuse que repartiéramos la impedimenta en dos ani-
males al objeto de avanzar más de prisa, alquilarle otras dos
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bestias más y tomarlo a él a jornal. Después de encaiarme tam-
bién los servicios de un hermano mayor y luego de asegu'rarse
un nunca visto ingreso familiar ( 2 pesos oro por hombre y ca-
ballería, en nuestro caso, pues, 60 fr~ancos por día, más la ali-
mentación), logré convencerle, con indecible esfuerzo, para que
el domingo por la tarde nos sacara del uhotel" y nos llevara a
su -rancho, el cual se hallaba como a hora y media de camino en
empinada cuesta arriba. Como me había imaginado, el indio era
propietario de un buen ranchito, limpio y con un lindo pedazo
de campo. Sobre el suelo de tierra apisonada montamos nuestra
tienda de dormir, y allí pasamos la noche bastante 1nej or· que
en la mugrienta posada de Cocuy.
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más distinto a como se presenta en nuestras montañas en el
punto de arranque de los glaciares. En los Alpes, en tiempo de
verano, reina en su máxima actividad la vida de los insectos.
Las grajillas alpinas * cruzan el aire claro, y las flores que bro-
tan en los altos valles de montaña y hasta entre las morrenas,
no tienen nada que se les compare en la intensidad de sus tonos
y en la gracia de sus formas. Aquí, en cambio, no vive pájaro
alguno. El cóndor, tan a menudo nombrado por los poetas, no lo
he visto jamás en mis expediciones. Los insectos, pa'rece que no
encuentran morada grata en un aire tan fino . Hasta la mosca
falta. Mezquinos carrizos y espartos crecen entre las piedras.
De nuestras bellas flores alpinas no aparece ni rastro. Solo el
f'raileión, planta de largo tallo y hojas enteramente cubiertas
de una vellosidad lanosa, se presentaba en enormes ejemplares
de hasta tres metros de altura. Es un vegetal muy típico del
paisaje de la co'rdillera. En aquel melancólico ambiente, los frai-
leiones parecían turbas de penitentes peregrinos escalando len-
tamente la montaña. En Suiza, desde cualquier casita de las
estribaciones de los Alpes, miramos a nuestros pies amenos pas-
tos de altura y laderas verdes; aquí, el panorama de los valles
es inmenso, 1Je1·o frío y sin colores. La pared rocosa que nos
JJ?'otegía me hacía reco'rdar, por su altura y su escarpado des-
censo, las pendientes del Valle Lauterbrunnen. Todo tomaba
p'roporciones colosales; la quietud que reinaba en torno nos opri-
mía. Anocheció. Empezaron a surgir estrellas de tremenda cla-
?'idad, veladas a cada instante por los lirones de nubes que se
movían azotados hacia Occidente, para volver a fascinarnos lue-
go con su brillo. Revisamos las estacas de nuestra tienda,
agitada terriblemente por el vendaval que se desencadenaba. Por
fin nos acostamos. A causa del viento, la noche fue fría. Pero
el termómetro no bajó de los tres grados sobre el punto de con-
gelación.
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El naciente día había de servirnos para la exploración del
terreno, exploración que, si el tiempo lo permitía, esperábamos
llevar lo más lejos posible, pues aquí no se cuenta de continuo
con días buenos, y el montañet·o debe estar siempre listo para
actuar inmediatamente. A los caballos los habíamos llevado unos
500 metros valle abajo, abandonándolos a su destino en unos
pobres pastos que allí había. La tienda y los víveres los dejamos
como estaban, pues hasta allá arriba no iba a llegar persona
alguna. Seguidamente ascendimos los cinco hasta la morrena
principal del helero. Unas tres horas invertimos todavía hasta
llegar a la primera mancha de nieve, que estaba a 4.350 metros.
M arco controlaba a cada momento la altitud, y fue delicioso con-
templar su fascinación al tener el primer encuentro con la nie~
ve. Por la noche había caído una nueva nevada y el tiempo no
era bueno. Por horas crecía el ímpetu del temporal. Nuestros
indios 'retrocedieron medio helados de frío, y el bueno de Marco
casi tenía lágrimas en los ojos al darme la mano. Por una grieta
glaciar queríamos llegar por el Sur al ventisquero principal. A
cada paso nos hundíamos hasta la rodilla en la movediza capa
de nieve. Un viento huracanado nos lanzaba al rostro hirientes
fragmentos de hielo. De cuando en cuando teníamos que volve'r-
nos de espalda para tomar aliento. Envueltos en espesa niebla,
al cabo de una hora nos dimos cuenta de lo inútil de nuestro
propósito y, con gran dolor de nuestro corazón, hubimos de re-
nunciar. En el abrigado campamento nos secamos rápidamente,
y pronto pudimos recuperarnos con la ayuda de leche conden-
sada a N estle" y a Ovomaltina".
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Seguí escalando más y más y llegue a los 4.600 metros, al punto
donde el hielo empezaba a presentarse en masas compactas y
a donde permitía la subida un saliente de dura roca con bellas
quebradu'ras (¿andesita?). Todavía una pequeña escalada, y me
hallé en una especie de horquilla formada po'r la roca, mi1·ando
asomb1·ado allá abajo un abismo no visto todavía por ojos hu-
manos y cuya profundidad me ocultaban las nieblas que desde
los llanos se precipitaban hacia los 1nontes. Cedió la tensión ele
mis nervios. De súbito me acometió una sensación de angustia.
Era ya la una del día. Tuve que regresar a toda prisa y
poner un g'randísimo cuidado para no errar la dirección y re-
cordar exactamente el camino a fines de un nuevo ascenso. Nada
tan fácil pa1"a quebrarse una pierna como andar saltando entre
la confusión de las morrenas, de bloque en bloque, tan pronto
sobt·e lisas superficies como sobre afiladas aristas. Si resbalaba
y me dislocaba ~¿n pie, moriría de inanición allí arriba, pues
ninguno de mis compañeros tenía idea del sitio hacia donde yo
había subido. Ya avanzada lo tarde, me encont1·aba de nuevo en
el campamento. Weber había regresado hacía algún tiempo y
se encontraba mejor. Le expliqué la ideal subida que habia ha-
llado, y luego comencé a hacer todos los pt·eparativos para el
tercero y último intento.
El 26 de julio nos levantamos a las tres de la mañana, y
a eso de las cuatro cruzamos felizmente, al mezquino resplando1~
de un fa1·ol de mano y con algún violento palpitar de nuestros
corazones el impetuoso arroyo ya mencionado. El tiempo había
mejorado. El viento persistía, pero la noche era clara y estre-
llada. En el campamento el termómetro no había descendido
por balo de cero. Como ya conocíanws bien la morrena, ascen-
dimos rnuy 1·ápidamente ayudados por el fresco de la mañana.
Yo me encontraba muy satisfecho, pues notaba ya que el cora-
zón, al cabo de aquellos tres días, se había adaptado bien a la
altura. Hacia las cinco y media empezó a colorea1·se lentamente
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el cielo y gozamos de nuevo el siempre conmovedor espectáculo
de las cumbres nevadas enrojeciendo al brillo del sol. A las siete
nos encontrábamos ya en el punto de arranque para el ascenso,
a 4.600 metros de altitud. Desgraciadamente habíamos dejado
abajo el termómetro. Nuestras manos se hallaban entumecidas
por el frío y calculamos los 4 grados bajo cero. Al ver que la
escarcha soportaba nuestro peso y que teníamos suficiente tiem-
po, hicimos un alto pa?~a toma'r fuerzas.
Alegres y animosos, nos atamos las cuerdas de escalada, y
a eso de la.c; ocho comenzamos a trepar. El primer corte escar-
pado lo tomamos en zigzag. Luego resultó más fácil. Pero la
delgadez del aire hacía jadea1· para tomar aliento, y por eso
hacíamos paradas de cuando en cuando. Seguíamos la divisoria
de la cumbre para asegurarnos de los posibles y peligrosos re-
bordes de nieve. Todo salió perfectamente. Algo después de las
diez y luego de haber superado el último trozo empinado -más
fácilmente. por cierto, de lo que pudiéramos esperat·- estába-
mos sobre la cima del Cocuy. Nos dimos las manos convictorio-
sa alegría. ¡Eramos los pri?ne'ros! Aquí arriba no había estado
antes de ahora persona alguna ni gozado de aquel grandioso pa-
norama. Nadie había palpado con los o]'os aquellas inmensas
leianías, no,die había experi1nentado sobre esta montaña la fuer-
za omnipotente de la naturaleza.
Pasada la p'rime1·a sensación de t?·iunfo, pet·sistía, sin em-
bargo, en nosotros, el asombro ante la imponente y no espe1·ada
perspectiva. Mientras subíanws, nuestro monte había ocultado
la vista de seis o más cumbt·es, todas las cuales alcanzarían, sin
duda, los 5.000 mett·os, en caso de que estuviéramos t·ealmente
sobre una montaña de esa misma altura. El Nevado del Cocuy
se extiende en una longitud que puede calcularse en, por lo me-
nos, 15 kilómet1·os, de Su1· a Norte, en el extremo flanco Este
de la Cordillera Oriental. Esta montaña, no obstante, es del todo
desconocida para la mayor 11a1·te de los colombianos. La situa-
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cwn y belleza que la distinguen resultan tan impresionantes
debido a que la pared oriental del monte se precipita en escar-
pado declive sobt·e tierra caliente y en una altura de, sin duda,
más de mil metros. Fue imposible un cálculo más exacto, a causa
de los jirones de niebla que, como un fantástico y enfurecido
eiército, trepaban de continuo po't las ladet·as. Aquí y allá, en
tanto, veíamos surgi1· en el fondo del abismo trozos de negra
selva virgen. Por el Sudeste, la ct·esta del monte descendía ante
nosotros pat·a, bastante leios, elevarse a un monte casi más alto
todavía, que en agudo triángulo introduce en los llanos su po-
deroso bastión. Nuestro anhelo máximo era acometer la próxi-
ma vez el ascenso a aquella última avanzada. A esta sigue por
el Sur una formidable pared que recue'tda al Breithorn, cerca de
Ze1-matt. A continuación se levanta otra mole gigantesca y, re-
trocediendo algo, el bellísimo Púlpito, con su regia uPila bau-
tismal" de granito como colocada sobre el hielo. Al Norte se
abre el abismo más espantoso. Tendiendo la vista por encima de
él, nos encontramos frente a otTa ingente montaña, que, sin em-
ba?·go, resulta más fácil de escalar. N o puede decirse lo mismo
de una escarpada pirámide de hielo --a la que, para diferen-
ciarla, denotninemos "el Matterhorn de los Andes"-, pues este
monte pa'rece desde lejos muy dificultoso por todo lado. Más allá
siguen formas de menor relieve que van pe'rdiéndose lentamente
hasta fundirse hacia el N arte con la niebla.
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perdía toda posible medida o referencia en un continuo océano
de nubes.
N o permanecimos allí mucho tiempo. La prudencia extgta
el rápido retorno. Pupila, bebe lo que las pestañas retienen. Al-
ma, prepárate a la despedida. Memoria, graba en tí imborra-
blemente toda esta magnificencia. Espíritu, da gracias al Crea-
dor que te concedió vivir esta dicha.
El reg1·eso transcurrió bien. En Colombia hay que tomar
con tranquilidad las inevitables sorpresas de los viajes, hasta
cuando haya de perderse un día entero.
Con esta descripción he pretendido mostrar la forma tan
distinta en que tiene lugar un ascenso a las lejanas montañas
tropicales. El entrenamiento previo es allí casi más importante
que en nuestro país, pues la pobreza de oxígeno de aquel aire
impone extraordinarios esfue?·zos al corazón y a los pulmones.
Además es muy necesario conocer el país y la gente para poder
organizar convenientemente la marcha de aproximación hacia
el objetivo del ascenso. Es p1·eciso también disponer de mucho
tiempo y elegir un buen día entre la cadena de las inestables
circunstancias atmosféricas. No contándose con albergue nin-
guno como base de la expedición, hay que llevar consigo, en
cantidad, víveres, vestidos y mantas, pues, una vez mojadas, las
ropas secan difícilmente, y en aquellas alturas no hay que pen-
sar en halla1· leña por ninguna parte. Caballerías e impedimen-
ta le roban a uno la movilidad y no es posible acercarse tanto
como en nuestra tierra a la montaña que se trata de coronar.
En cambio, me parece que allí es mucho menor el frío en las
zonas heladas, de modo que el vivac resulta menos dificultoso.
Los recorridos, eso sí, son más largos. Las bellezas son de ma-
yor grandiosidad, pero la naturaleza se presenta más cerrada
y grave. Lo único que permanece igual es el amor, el amor con-
movedoramente intenso que despiertan en nosotros las montañas.
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