Una Furia de Alas Negras - Alex London
Una Furia de Alas Negras - Alex London
Una Furia de Alas Negras - Alex London
—Thom Gunn,
«Domador y halcón»
_________________________
—Ursula K. Le Guin,
«Un mago de Terramar»
Un ave imposible
Había ocho chicos riñeros en total, con Nyck a la cabeza; todos ellos
iban vestidos con coloridos chalecos y pantalones de rayas
brillantes, y siempre intentaban superarse unos a otros en la
ostentación de su ropa. Durante el último viento gélido, cuando
Nyck se hizo un tatuaje de las galas de un pavo real alrededor del
cuello, los otros se habían apresurado a hacerse sus propios diseños
con tinta: escenas de La épica de las cuarenta aves, dibujos de hombres y
mujeres flexibles en diversas etapas de desnudez, fragmentos de
poesía en los más vibrantes colores que los artistas del tatuaje del
pueblo pudiesen crear. Llevaban plumas en las orejas y brazaletes
hechos de huesos huecos. Hasta las empuñaduras de sus cuchillos
estaban decoradas con colores estridentes. Ahora, al correr a toda
velocidad hacia la arena con los filos desenvainados, parecían una
bandada de papagayos sedientos de sangre.
Los otros transportistas se metieron para apoyar al Creador de
Huérfanos, pero los superaban en cantidad. Los chicos riñeros los
flanquearon.
—Iros u os abriremos de los huevos al pelo —les advirtió Nyck,
revelando una navaja de cazador con empuñadura de hueso. Nyck
era más pequeño que el resto de los chicos riñeros, pero hablaba
con la fuerza de todos—. Esta no es una de las casas de vuestro
recorrido por las planicies. Aquí tenemos reglas.
Los transportistas cayeron en la cuenta de que realmente eran
desconocidos aquí y que romper una regla en Pihuela Rota era
provocar la ira de la familia Tamir. La familia Tamir no toleraba
las trampas en su establecimiento —salvo que fueran ellos quienes
estuvieran jugando sucio— y alentaban a los chicos riñeros a ser
quienes hicieran cumplir las reglas, a cambio de cantidades
ilimitadas de cerveza de leche y hojas de cazador. Si los
transportistas deseaban salir de Seis Aldeas con sus cargas y todos
sus miembros, tendrían que tranquilizarse. La familia Tamir
estaba tan cerca de la nobleza como Seis Aldeas, y los impuestos
que pagaba al Castillo del Cielo le garantizaban a la familia poder
hacer lo que quisiera en su pequeño dominio. Un transportista
muerto o tres serían amablemente ignorados por los kyrgios. Lo
mismo, no obstante, era verdad para Brysen. Si le rebanaban la
garganta hoy, la actividad ni siquiera se desaceleraría en Pihuela
Rota.
—No vale la pena perder sangre —advirtió Nyall a los
transportistas.
Nyall era alto, de espaldas anchas, piel tan negra como las
plumas de cuervo y ojos de color verde hierba que hacían juego con
la brillante pluma de su oreja. De todos los chicos riñeros, Nyall era
el único a quien Kylee podía llamar amigo. Una vez se había
parado cuesta abajo de su casa y había silbado un canto de ave
hacia su puerta. El padre de Kylee lo había hecho correr, pensando
que había estado silbando a Brysen, y luego le había dejado el ojo
negro a su hermano por «picotear amores como una paloma que
come semillas». Nyall se había sentido fatal por el malentendido y
se había convertido en amigo de ambos desde ese día.
No hacía su bronce con apuestas, robando o trabajando para los
Tamir como los otros chicos riñeros, sino que tenía un trabajo
decente en la Equipería Dupuy, donde vendía muebles para
halcones. Sería un seisaldeano respetado algún día, pero eso no
quería decir que no pelearía. Quería decir que cuando elegía
luchar, pretendía ganar.
El sangriento Creador de Huérfanos parecía a punto de atacar
otra vez, pero la rudeza en los ojos de Nyall y el ímpetu en el filo
de Nyck lo hicieron dudar.
El transportista bajó su arma y dejó que sus amigos le limpiaran
la sangre de la frente. Casi al unísono, la multitud respiró —la
mitad con alivio, la otra mitad con decepción— y la actividad de
las riñas volvió a empezar. Piezas y redondos de bronce pasaron
de mano sucia a mano sucia con clincs y clancs.
—¡Buena elección! —Nyck sonrió cuando los transportistas se
iban de la arena—. Ahora, ¿quién tenía «corte de cuerda»? —
preguntó en voz bien alta, subió por el costado de la arena y buscó
los pequeños sacos de dinero que llevaba en el cinturón. Dirigir las
arenas pequeñas de la familia Tamir y recolectar las ganancias era
tan importante como hacer respetar las reglas (probablemente más
importante). Las reglas existían para generar bronce y no al revés
—. Te corresponden dos redondos y medio y un redondo a ti y un
cuarto… pf, vaya apuesta, ¿eh?… para ti. Tenías a Shara muerta, Rolly,
no te escabullas. Son tres redondos y una pieza para mí… no
puedes matar a ese halcón.
—¿Está bien tu hermano? —Vyvian apoyó la mano en el hombro
de Kylee.
Durante toda la acción, Brysen había permanecido inmóvil. Solo
se había quedado ahí en la arena, mirando el gigante mural detrás
de sí y el cielo pálido de la tarde arriba de este. Shara circunvolaba
alto, llamando «¡Ki! ¡Ki!», de forma estridente y aguda. La cuerda
de riña cortada iba tras ella como una triste bandera en un desfile
solitario. Brysen miraba fijamente al ave y al gran vacío azul
grisáceo más allá de ella.
El halcón aleteó tres veces, después se instaló en la cima del
acantilado pintado y ahuecó y acicaló sus plumas grises. Plegó sus
garras debajo de sí y giró la cabeza para apoyarla en las plumas de
su espalda.
Kylee dejó a Vyvian y se deslizó hacia Brysen en la arena.
Levantó el cuchillo de garra negra de la tierra y se lo dio.
—¿Probaste lo que necesitabas probar? —preguntó ella.
—He ganado —dijo Brysen con dientes apretados mientras se
empujaba contra el suelo para levantarse, luego se sacudió la
tierra. Tenía un pequeño punto de sangre en el cuello y un hilo rojo
le caía desde la nariz. Sus ojos escanearon la muchedumbre que
había arriba y su desdén flaqueó. Se mordió el labio.
—Él no vale la pena —Kylee le dijo a su hermano, sin tener que
nombrar a Dymian. Este siempre estaba posado en el borde
invisible de la mente de Brysen—. Quien apueste contra ti no vale
ni un escupitajo.
Su hermano volvió a fijar los ojos en ella.
—Nunca le has mostrado respeto alguno.
—La basura esa no se lo ha ganado.
—No lo llames así.
Dymian era un verdadero maestro cetrero, entrenado y
certificado en el Castillo del Cielo, segundo hijo de un noble uztari,
pero era un apostador y un mentiroso, y su familia lo había
expulsado al finalizar su formación y se había visto forzado a
abrirse su propio camino en el mundo. Había llegado hasta Seis
Aldeas, y Brysen lo seguía a todos lados como si estuviese
amarrado a su guante.
Su deshonra y su juventud lo hacían un entrenador barato y
disponible, y Brysen se había vuelto un cetrero decente porque
Kylee no tenía deseo alguno de serlo. Le importaban las aves
rapaces porque ese era el negocio al que se dedicaba —al menos
hasta que pagaran lo que su padre le debía a los Tamir en el
momento de su muerte—, pero ella no quería saber nada con hacer
volar a los pájaros. Así que encontraba dinero que no tenía para
que pudieran pagar el maestro cetrero de bajo precio que no le
gustaba y que se suponía iba a enseñarle a Brysen todas las cosas
que él no sabía.
Este había logrado aprender un montón sobre aves, no tanto
sobre la gente. La suya era un alma que remontaba vuelo, que
anhelaba volar más alto de lo que sus alas podían llevarlo, más
alto de lo que los vientos de su mundo podían permitir; pero él
nunca dejaba que una pequeñez como la vida real se interpusiera
en el camino de sus anhelos.
—¡Bien hecho! —Dymian apareció junto a Brysen y lo envolvió
con sus brazos y presionó al delgado muchacho contra su pecho
antes de devolverle la chaqueta—. Estoy orgulloso de ti.
Brysen alejó la mirada mientras se ponía la chaqueta y sacaba
unas pocas hojas de cazador verdes de su bolsillo. Las metió en su
boca.
—Casi pierdo.
—Pero ¡no perdiste! —Dymian sonrió. Plantó un beso en la
coronilla de Brysen—. Mostraste corazón; mostraste paciencia. De
eso se trata la mejor cetrería.
—En ese caso —interrumpió Kylee—, ¿ya le has enseñado todo lo
que puedes? ¿No hay necesidad de más clases?
Dymian rio, pasó una mano por su cabellera castaña y le sonrió.
—Aún tiene que dominar algunas pocas técnicas más. —Jamás
diría nada que lo dejase sin paga—. Tú deberías entrenar con
nosotros.
—Estoy segura de que te encantaría cobrar el doble —contestó
Kylee. Esta era una vieja conversación, una que Dymian no dejaba
en paz.
—Ah, pero obtendrías descuento por familia. Nos encantaría que
te unas a la gran y noble tradición de la cetrería. Después de todo,
un cetrero nunca pasa hambre.
—Eso no es verdad —respondió Kylee—. Los halcones comen
mejor que nosotros.
—Entrena conmigo. Reconozco el talento a simple vista.
—No apuestes por él —estalló ella contra el entrenador, deseando
que las palabras pudieran perforar la piel con tanta profundidad
como una garra.
La mandíbula pronunciada de Dymian se contrajo y sus ojos se
dispararon a Brysen, que mantuvo la cara en blanco.
—Gano algunas, pierdo otras —dijo en voz baja.
Brysen bajó la mirada al suelo.
—¿Por qué no…? —comenzó a decir, pero Nyck lo interrumpió al
aparecer entre ellos, con una gran sonrisa y dándole una palmada
en la espalda tan fuerte a Brysen que Kylee se sobresaltó.
—¡Buen triunfo, Bry! ¡Le enseñaste a ese sucio transportista cómo
peleamos aquí en Seis! —Dejó caer unos bronces en el bolsillo de
Brysen. Este se encogió de hombros, pero palmeó el bronce para
sentir el peso. Quería pagar sus deudas tanto como Kylee, pero
prefería ganar el bronce en las arenas más que en el mercado. No
había multitudes enfervorizadas en los puestos del mercado. La
gloria era la moneda que verdaderamente deseaba, y las de bronce
eran solo la forma más fácil de medirla.
—Y ¡Dymian! —dijo riendo Nyck—. Otra derrota para los libros,
¿eh? ¡No puedes ganar ni cuando tu chico lo hace por ti! —Tenía los
dientes manchados de hoja verde y sus ojos se movían rápido
como una presa. Si hubiese estado sobrio, habría mantenido la
boca cerrada.
Los monederos enhebrados alrededor de su cinturón tintinearon.
Probablemente era la única persona en Pihuela Rota que podía
alardear de las monedas que llevaba sin que le robaran, porque
ninguna le pertenecía. Solo para recordarle a cualquier ratero de
quién era el bronce que llevaba, cada saco estaba sujetado a su
cinturón con un contrapeso tallado con el emblema Tamir, un
águila de jacarandá con palomas de color blanco hueso en las
garras y con un solo rubí rojo atento, haciendo las veces de ojo.
Cada contrapeso valía más que lo que contenían los monederos, y
Nyck llevaba cinco de ellos.
—¿Qué clase de idiota apuesta contra su novio? —Nyck se reía,
sin molestarse en leer los ceños fruncidos en todos los rostros—.
Vas a perder tu camisa un día.
Dymian parecía a punto de golpear a Nyck, y Kylee quería
golpear a ambos. El entrenador trató de aliviar la tensión con una
sonrisa desenfadada dirigida a Brysen.
—¿Perder mi camisa sería algo tan horrible?
Las suaves mejillas de Brysen se enrojecieron, aunque él siguió
concentrado en sus pies. Escupió un pegote verde al suelo.
Entre los halcones, los machos —llamados terzuelos— tienen
cerca de un tercio del tamaño de las hembras. La injusticia de la
humanidad hacía que la mayoría de los chicos riñeros en Pihuela
Rota fueran más corpulentos que Kylee. Si le daba un puñetazo a
uno en la boca, el resto de la bandada estaría sobre ella con más
rapidez que el latido de un colibrí. La lealtad de los riñeros era
encantadora… hasta que se volvía dolorosa.
Kylee hundió un dedo en el pecho de Dymian.
—Si apuestas contra mi hermano una vez más, la camisa es lo
único que quedará de ti.
Nyck, a quien Kylee conocía desde antes de que fuera un riñero y
antes de que se llamara Nyck, sabía cuándo meterse en una pelea y
cuándo alejarse de una. Ahora eligió, con inteligencia, retirarse.
—Ah… os veré luego. Tengo que buscar… eh… un poco de… de
queso… para mis… ratones… y… eh… algunos ratones para…
para las aves… ehm… sí… —Se fue tan rápido que su sombra tuvo
que estirarse para alcanzarlo.
Dymian dio un paso atrás para alejarse del dedo de Kylee y
sostuvo las palmas hacia arriba, rindiéndose.
—Qué mal humor tienes. Solo te he dicho que deberías entrenar
con nosotros.
—A ella ni siquiera le gustan las aves —interrumpió Brysen—. Y
no necesitamos tenerla cerca cortándonos las alas.
—Bueno. —Dymian asintió, sabiendo que era mejor no insistir.
—¿Por qué no nos ayudas a bajar a Shara? —sugirió Kylee,
señalando al ave en el risco—. ¿Nos muestras cómo se hace?
—No necesito ayuda para bajarla —gruñó Brysen.
Llevó los dedos de su mano derecha a sus labios y silbó tres veces
—tres estridentes estallidos—. Luego sostuvo su puño enguantado
en alto para mostrarle a Shara dónde aterrizar.
Esta no bajó.
Dymian le echó un vistazo al halcón en la cima del acantilado,
luego a Brysen.
—Si sujetas un trozo de… —comenzó a decir.
—Sé qué hacer; no te preocupes —lo interrumpió Brysen.
Pese a lo sutil que su hermano creía ser, era obvio que estaba
avergonzado y que claramente quería que Dymian se fuera.
También era muy evidente que quería que Dymian se quedara. El
maestro cetrero miró a Kylee en busca de una guía.
La mirada de esta era tan imperturbable como la de un halcón.
Nadie jugaba con los sentimientos de su hermano y después
conseguía ayuda de ella.
—Me encantaría ayudarte, Bry —dijo finalmente Dymian—. Pero
tengo una reunión con unos… clientes. No puedo llegar tarde. —
Enganchó un pulgar con el otro y cruzó sus manos, sosteniendo los
dedos hacia afuera como las alas de un pájaro, después los
presionó contra su pecho.
—Seguro, Dymian —respondió Brysen. Le devolvió el gesto.
Dymian saludó de la misma forma a Kylee, pero ella no le
correspondió. Él negó con la cabeza, los dejó y despareció por la
cocina al interior penumbroso de Pihuela Rota.
—Muchas gracias —espetó Brysen a su hermana—. Hoy he
ganado. ¿Por qué tenías que fastidiarlo con uno de tus humores?
—No estoy de mal humor. —Kylee odiaba lo que los chicos
siempre suponían cuando ella se enfadaba, como si sus emociones
no fueran parte de una mente pensante como la de ellos, sino más
bien una mente atada a las lunas y los vientos, como la de un
animal. Sin duda, su propio hermano debería haber sido más
sensato.
Brysen volvió a silbarle a Shara. Tres estallidos en staccato que
provocaron que el azor mirara hacia abajo, pero no que se moviera.
Los halcones no respondían a los llamados a menos que decidieran
que era beneficioso para ellos hacerlo. No eran ratones bailarines ni
osos malabaristas. Mucho menos perros, que querían complacer a
sus amos. Los halcones se quedaban con las personas porque les
convenía hacerlo. Volaban al puño porque eso significaba comida,
cobijo y comodidad, pero tenían el uso de los cielos. Podían volar
adonde quisieran.
La emoción de un cetrero surgía, en parte, por ser elegido. La
pena podía surgir así de fácil también.
En estas laderas, los primeros uztaris que cruzaron las montañas
también fueron los primeros en adiestrar aves rapaces para cazar y
pelear. Lucharon contra los altaris, cuyo culto a las aves prohíbe la
cetrería, los exiliaron y construyeron una nueva civilización en su
territorio. Desde los ancestrales cultos al cielo de los nómadas hasta
los actuales kyrgios en el Castillo del Cielo, la nación de Uztar se
mantenía unida por la tradición del halcón, por el amor al pico y la
garra y por la fe en las ancestrales bandadas que los llevaron hasta
el valle; una fe que no siempre era recompensada.
Shara no bajaría hasta que no estuviera lista y dispuesta a
hacerlo, y ninguno de los silbidos y pedidos de Brysen la harían
cambiar de opinión.
—¿Puedo ayudar? —ofreció Kylee lo más amablemente que
pudo.
Brysen la miró con furia.
—Pensé que solo eras buena alejando cosas.
—No estaba tratando de alejar a nadie…
—No necesito tu ayuda —gruñó su hermano—. Solo empeoras las
cosas.
—¿Yo empeoro las cosas? —Kylee no lo podía creer. Le había
salvado la vida y le había dado la victoria. Cada bronce en los
bolsillos de Brysen le pertenecía a ella. Y lo había hecho por él. ¡Lo
había hecho porque lo quería!
—¿Por qué no te unes a los Sacerdotes Rastreros o algo? —gruñó
él—. Y deja de meterte en mis asuntos.
Sabía que era por la vergüenza y porque la hoja de cazador lo
estaba haciendo actuar como basura, pero aun así la sacó de sí.
Enfurecida, se arrodilló y agarró una vieja piedra a sus pies del
tamaño de la palma de una mano. Era uno de los escombros
ancestrales que estaban esparcidos por el suelo. Hizo saltar la
piedra en su mano una vez para sentir su peso, después la arrojó a
un arbusto de malezas que había cerca del portón que llevaba a la
carretera.
Una liebre grande salió huyendo de su escondite y, en ese
momento, Kylee llamó a Shara con un silbido.
La cabeza de la rapaz dio media vuelta de golpe e
instantáneamente captó la desesperada huida de la liebre en busca
de un nuevo refugio. El halcón no estaba tan ofendido como para
dejar que semejante bocado sabroso se escapara. Se lanzó desde el
acantilado, luego plegó sus alas para ir en picado y aterrizar con
fuerza sobre el lomo de la libre. La rapaz la sujetó contra el suelo,
estrujándola con sus garras mientras la liebre trataba de zafarse.
Otras aves que estaban en el patio chillaron, pero la caza ya había
terminado. Shara se quedó sobre la liebre, encorvó las alas y cubrió
el cadáver con sus alas para protegerlo de los ojos codiciosos de
otros cazadores mientras rompía la carne con su pico.
Después, Kylee volvió a silbar. El halcón alzó la cabeza, la giró y
la miró. Kylee sostuvo su puño en alto.
—No —dijo Brysen—. No lo hagas.
Pero el viento volvía a arder en los pulmones de Kylee, con una
presión creciente. Vio dolor en el rostro de Brysen, dolor y miedo, y
aunque sabía que había ido demasiado lejos, aunque sabía que
debía detenerse, no pudo. Quería ser amable. Quería instalar todo
para el mercado y dejar las aves listas, y así liberar a Brysen y a sí
misma de su última obligación para con su padre muerto, pero
Kylee nunca conseguía lo que quería. Andar detrás de Brysen,
asegurarse de que su madre no ayunara hasta la muerte, mantener
el negocio en funcionamiento de forma que pudieran pagar los
impuestos al Castillo del Cielo y su deuda a los Tamir; todo lo que
hacía era para otros.
Ahora que estaba cerca de lo único que quería para ella, su
hermano estaba siendo insensato. Bueno, ella podía serlo también.
La frustración le partió los labios y el aliento abrasador en su
interior salió a toda velocidad en una sola palabra ardiente, tan
furiosa ahora como había sido desesperada antes.
—Shyehnaah —dijo, y en un instante, Shara abrió las alas, levantó
a la liebre muerta y voló directa hasta Kylee. Al precipitarse hacia
el puño en alto, dejó caer su presa a los pies de Kylee y desplegó
las alas para desacelerar su aterrizaje. Las brillantes plumas
blancas del interior de sus alas casi cegaron a los mellizos. La rapaz
cerró las garras ensangrentadas alrededor de los nudillos desnudos
de Kylee y después se irguió, orgullosa, con los ojos fijos en la
liebre que había matado y que, por razones que probablemente no
entendía, había dejado caer a los pies de la hermana de su cetrero.
Las garras que se aferraban a la piel de Kylee hicieron que ella
sintiera que le estaban perforando la mano con clavos, pero apretó
los dientes y no dejó que se le notara. Los hilos rojos que caían por
sus nudillos no provenían solo de la liebre muerta.
Brysen la observaba con la boca abierta. Los halcones no traían
sus presas a sus cetreros. No era natural. Kylee había alardeado, en
público, con todo el mundo mirando.
Ella lo lamentó inmediatamente.
No había secretos en Seis Aldeas. Los hermanos Otak la habían
visto y eran espías, ambos. Y Vyvian, quien ya se abría paso hacia
ella por entre la multitud.
Solo había necesitado un momento de furia, un destello de
lástima por sí misma y rabia, y el poder que había silenciado desde
pequeña se pasaba en susurros de espía a espía, que pronto
volarían hasta el otro lado de la meseta. ¿Por qué ahora, después
de todo este tiempo? ¿Por qué hoy? Durante un momento
agobiante, solo quiso volver atrás, pero las palabras no eran
halcones adiestrados. Una vez liberadas estas a la caza, jamás se
las podía hacer regresar.
Brysen miró con furia a su hermana y a su rapaz.
—Me alegra que seáis tan felices juntas —gruñó, sin notar el
murmullo de la muchedumbre. Hizo el saludo de los pulgares
enganchados contra su pecho, pero sostuvo sus manos en puño en
vez de estirar los dedos en alas. El saludo de las alas rotas.
Después pasó junto a Kylee enfurecido y salió del patio de Pihuela
Rota.
Ella quería ir tras él, pero Vyvian se detuvo en su camino antes
de que pudiera seguirlo.
—Ky —dijo ella—, ¿eso fue… acabas de…?
—No quiero hablar —respondió.
—Esto es inmenso —la presionó Vyvian. Echó una mirada sobre
su hombro a los hermanos Otak (hombres de la edad de su padre),
quienes susurraban con excitación entre ellos—. Cuando se sepa
que puedes…
—Que puedo ¿QUÉ? —le gritó Kylee—. No sabes qué has
escuchado. Y si eres mi amiga, eso es lo que dirás a quien sea que te
pague por tus secretos, ¿está bien? Mi familia ha atravesado cosas
más que suficientes. No nos tomes de presa como un gavilán,
Vyvian. No tú.
—Cálmate —respondió—. Nadie está tratando de perjudicaros.
Pero son tiempos peligrosos y todos están buscando una ventaja.
—Bueno, yo no soy tu ventaja, Vyvian. —Vio que Nyall las
observaba desde el otro lado del patio, con la cabeza inclinada en
un gesto de preocupación—. ¡Ni tuya! —gritó—. ¡O tuya! —agregó
mirando a Dymian, quien estaba apoyado en la entrada de Pihuela
Rota. Estaba haciendo una escena, lo sabía, pero no podía
contenerse. Como un adicto a las hojas de cazador, se estaba dando
un atracón con su propia humillación y ahora lo único que
quedaba era salir corriendo. Tal como había hecho su hermano.
Todo el mundo la observó salir del patio y ella solo pudo
imaginar lo rápido que se divulgarían, de un extremo de la meseta
al otro, los rumores sobre su palabra susurrada.
Quizás Brysen tenía razón; quizás podía renunciar a todas las
aves rapaces y consagrarse a los Sacerdotes Rastreros. Quizás fuese
la primera vez que haría algo que enorgullecería a su madre.
Gruñó para sí. Esa era razón suficiente para no hacerlo.
Después de este mercado, dejaría el negocio de la cetrería para
siempre. Dejaría que Brysen continuara si quería, pero ella no
tendría más nada que ver con las aves rapaces y la extraña
violencia a la que estas la llevaban. Las garras de Shara cortaban la
piel desnuda de su mano, pero sabía que debía llevar el halcón de
regreso a su hermano. Le debía al menos eso.
Le debía mucho más que eso, en verdad.
Siempre se lo debería.
5
Brysen lloraba mientras corría por el patio hacia Kylee, las piedras
chocaron bajo sus pies hasta que llegó al césped y aumentó la
velocidad.
Kylee había estado practicando nudos debajo de la sombra del
amplio fresno que había detrás de la casa. Valyry el Singuante
había escrito que no había magia más poderosa que un nudo. Con
un simple giro de la mano y la soga, uno podía amarrar cualquier
criatura a uno mismo a voluntad y luego desamarrarla con la
misma facilidad. Para los indómitos, un nudo fuerte era tan
impenetrable como el más antiguo de los conjuros en lengua hueca.
Kylee podía asegurar la pihuela en el tarso de un halcón a su
guante con una sola mano y sin mirar, y hubiese podido amarrar
una muñequera de cuero grueso a un águila si sus dedos fuesen
más grandes. Podía soñar con el mundo entero y más, pero sus
manos eran demasiado pequeñas para sostenerlo.
Mientras su hermano corría hacia ella, metió los nudos en su
bolsillo. Brysen luchaba con sus nudos y con frecuencia recibía un
golpe en las orejas por hacerlos tan desaliñados que podían
aflojarse con un dedo. Él también podía soñar con el mundo entero,
pero no podía esperar para agarrarlo. Con bastante frecuencia, solo
conseguía un poco de aire y una nueva magulladura en la espalda.
Su padre aún lo ponía días enteros a hacer pequeñas hendiduras
en los bordes de las muñequeras de cuero para que no lastimaran
la piel de las aves, mientras Kylee aprendía cantos de pájaro y
técnicas de caza. No quería que Brysen se sintiera tonto al ver
cuánto había avanzado ella comparada con él.
Bry se dejó caer de rodillas frente a ella, las lágrimas le
manchaban las mejillas sucias.
—Lo he echado todo a perder —dijo, llorando. Limpió su nariz
con la manga de su camisa. Su cabellera negra estaba alborotada,
con ramitas y hojas enredadas en ella—. He hecho todo mal, muy
mal.
—¿Qué ha pasado? —preguntó ella.
—Estaba jugando en las jaulas…
—Ay, Bry, ¿por qué? Ya sabes que a pa no le gusta…
—Shhhh, cállate, ¿vale? Ya lo sé. Solo que quería ver si podía
hacer que Silva saltara a mi brazo como lo hace con papá.
Practiqué el silbido hasta que fue como el suyo. Exactamente el
mismo. No probé con Silva hasta no estar preparado. Lo juro.
Kylee sintió que su corazón se estrujaba. Silva era la captura más
reciente de su padre, un águila de pintor macho, de colores
brillantes y extremadamente rara. Planeaba vendérsela a un cliente
especial, un maestro de caravana dispuesto a pagar cien bronces
por semejante hallazgo. Le había llevado casi tres semanas a Yzzat
hacer que el ave saltara a su brazo sin que se debatiera en la percha
a los gritos o arrancando sus propias plumas. Las águilas de pintor
eran conocidas por ser difíciles de amansar. Con frecuencia
preferían morir que someterse.
—Quería mostrarle a papá que podía hacerlo —dijo Brysen—.
Siempre me dice que soy un comelodo bueno para nada, pero yo
estaba seguro de que podía hacerlo. Puedo hacer que Shara salte
cuando quiero. Me puse el guante grande y todo, pero dejé a Silva
con la correa puesta. No quería que se escapara.
Kylee sintió que su corazón bajaba el ritmo. Al menos la rapaz no
se había escapado.
—Así que me acerqué a él y silbé —continuó Brysen—. Pero Silva
entró en pánico. —Se mordió el labio. Luchaba para evitar que otra
vez se le salieran las lágrimas—. Se debatió de su percha y luego
voló hacia mí, parecía que iba a atacarme. Me acuclillé y él se lanzó
hacia mí… y… y…
—¿Qué? —Kylee lo sujetó por los hombros—. ¿Qué pasó?
—Cuando se lanzó, solté la correa. Salió… salió volando con la
correa puesta. ¡Escapó de la jaula! ¡Se fue! ¡Con la correa puesta! —
Ahora sollozaba.
—Todo irá bien —lo reconfortó Kylee—. Está bien. Lo
encontraremos. Te ayudaré. Sabes qué hacer: escuchar. Escuchar en
busca de los cuervos.
Brysen negó con la cabeza. Estaba llorando con tanta fuerza que
no podía hablar. No podía parar. Kylee le dijo que esperara, que se
tranquilizara mientras ella iba a buscar el águila por él. Fue
corriendo a las jaulas, Clic clic contra las piedras. Clic clic. Clic clic.
Se detuvo en el umbral de la puerta y miró hacia afuera,
intentando imaginar a dónde iría el águila. Escuchó para tratar de
encontrar el sonido de cuervos aterrados. Ese era el truco. Cuando
había un ave rapaz cerca, los cuervos y las cornejas se ponían
frenéticos y lanzaban llamados de advertencia en tonos agudos y
agitados. Brysen lloraba demasiado fuerte para escuchar nada
donde ella lo había dejado, pero justo sobre la colina, los cuervos
estaban gritando. Kylee subió corriendo y vio la multitud
alrededor de un árbol de enebro, chirriando y batiendo
salvajemente sus alas negras.
Con seguridad, un águila podía defenderse, incluso contra una
pequeña bandada de cuervos. La situación no podía ser tan mala.
Al acercarse más, Kylee vio que era mala. Peor que mala.
Había plumas brillantes caídas en el suelo bajo el árbol y entre la
revuelta de cuervos, vio a la propia águila colgada cabeza abajo en
una telaraña de cuero. La correa se había enredado en las ramas
nudosas y al tratar de huir volando, el águila había enrollado sus
patas y enredado sus alas. Intentar escapar había empeorado el
enredo, se había roto las alas y el ave había terminado ahorcada
con su propia correa. El águila colgaba como un criminal en el
árbol del verdugo.
Estaba muerta.
El águila de cien bronces de su padre estaba muerta.
Y ahora los cuervos la despedazaban.
Las manos de Kylee se sacudieron y sintió que el viento ardiente
crecía dentro de ella. Todo su cuerpo se estremecía y su corazón
corría a toda velocidad. Sabía lo que venía, lo podía sentir, pero no
pudo detenerlo. El aire quemaba sus pulmones y tenía que dejarlo
salir. Abrió la boca.
—Shyehnaah —susurró. De repente, un peregrino macho chilló
desde el cielo completamente azul. Los cuervos se dispersaron. El
halcón salvaje voló a través de la bandada como un rayo
demoníaco, acuchilló a un cuervo, que murió de forma instantánea
por el impacto, y ascendió a toda velocidad mientras los otros lo
perseguían. Las aves enfurecidas siguieron al halcón cada vez más
alto, por encima de la cumbrera serrada, en busca de venganza.
Los cuervos se dispersan rápido, pero también son rápidos para
reagruparse. Son aves resistentes, mucho más que los halcones. Con
gusto me uniría a una bandada de cuervos, pensó y se asustó de su breve
blasfemia. La diabólica bandada había dejado sola al águila
ahorcada en el árbol de enebro, con un cuervo muerto debajo.
Kylee se apoyó contra el tronco y lloró. Lloró de miedo por la
palabra que había dicho sin saber por qué, sin saber cómo, y lloró
por su hermano y el sufrimiento que con seguridad vendría. De su
bolsillo sacó los nudos atados con destreza y los arrojó con
desprecio por sí misma. Si ella hubiese estado con Brysen, él nunca
habría hecho que Silva terminara enredado. Nunca habría estado
jugando en las jaulas en absoluto. Debería haberlo protegido en
lugar de jugar con los nudos.
Cuando Kylee regresó al viejo fresno, su hermano no estaba ahí.
Lo encontró en el hogar, metiendo jengibre azucarado en un saco,
con un cuchillo para niños, una piedra para hacer fuego y la manta
apolillada bajo la que dormía.
Shara lo observaba hacer el equipaje, posada sobre una sartén
colgada. Sus ojos seguían los dedos de Brysen, tenía la boca
abierta, lista para jugar a su pequeño juego de picoteo.
—Prrpt —exclamó ella.
—Ahora no. —Brysen le respondió.
—Prrpt.
—No. Ahora no. —Él la miró con furia, se secó los ojos y después
volvió a meter cosas en su bolso.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Kylee.
—Me voy —contestó—. Huiré de casa.
—¡No puedes irte! ¿A dónde irás? El viento gélido llegará en
cualquier momento. Te congelarás. Morirás de hambre.
—Encenderé una fogata. Cazaré. Shara me ayudará.
—¡No sabes hacer nada de todo eso! Ni siquiera la has hecho
volar libre.
—Eres buena en eso —dijo él—. Ven conmigo.
—¿Qué? —Kylee tragó con esfuerzo.
—No puedo quedarme aquí. Papá va a… —Se le quebró la voz
—. No me puedo quedar. Ven conmigo. Cruzaremos las montañas
y nos uniremos a una caravana de transportistas. Veremos todos
los lugares de los que hemos hablado: el Castillo del Cielo, las
arenas rojas de Parsh, ¡las arenas de bronce en Rishl!
Había dejado de llorar y sonreía, como si ya estuviese mirando el
gran Desfile de Maestros a lo largo de las almenas del Castillo del
Cielo u observando las estrellas desde el lomo de tres jorobas de un
camello que se contoneaba sobre una duna en el Desierto de Parsh.
Como si ya se hubiera ido. Como si ya estuviera a salvo.
Pero no estaba a salvo.
A Kylee le encantaban las historias que soñaban juntos, pero
también conocía las historias reales, las historias que su madre les
contaba acerca de cuando vino a Seis Aldeas, antes de conocer a su
padre. Sobre esclavizadores que acechaban los oasis en los límites
de Parsh en busca de fugitivos uztaris sedientos, sobre quienes se
lanzaban como un cernícalo alimentado a mosquitos. Sobre los
orfanatos de los Tamir, adonde se mandaba a los niños pobres a
ganar su sustento a merced de adultos retorcidos, o caravanas de
niños enviados a las montañas para nunca más ser vistos otra vez.
Sobre hambre y podredumbre de los pies y moscas escorpión.
Sobre vientos desérticos que te robaban los dedos y te arrancaban
las orejas. No solo no sobreviviría la amada ave de Brysen,
tampoco lo haría él. Ninguno de ellos lo haría. ¡Por algo su madre
había escapado de esa vida!
No. Kylee no huiría. No podía escapar a horrores desconocidos
cuando el dolor que conocían al menos los alimentaba, los
mantenía abrigados.
—Ruégale que te perdone —le dijo a su hermano—. Quizás papá
tenga un buen día en las arenas. Quizás te disculpe. O quizás…
quizás te dé… —No podía creer lo que estaba sugiriendo—.
Quizás solo sea un pequeño azote.
—No me puedo ir solo —susurró su hermano, sosteniendo el
bolso con sus pequeñas manos, quemadas por las sogas.
Kylee sintió otro ardor en su interior, pero no era la inflamación
de una palabra misteriosa en sus pulmones; era el llanto de una
palabra que ella conocía demasiado bien, igual que el lastimoso
prrpt de Shara.
«Por favor», quería rogar. «Por favor, no te vayas».
Arrojó sus brazos alrededor él y lo abrazó. Ella no quería huir. No
quería que él huyera, tampoco. Él era su mejor amigo. No era
necesario que se lo dijera. El abrazo lo hizo.
Al presionar su pecho contra el de él, sintió que sus corazones
latían juntos, como un corazón justo en el medio, un corazón que
compartían. Pero Brysen partió el abrazo. Se apartó.
Algunos cetreros quieren tanto a sus rapaces y las alimentan
tantas veces desde el puño que las aves se olvidan de que pueden
irse volando. De caza, tales aves ven una presa frente a ellas y se
enardecen, baten las alas, pero no vuelan. No dejarán el puño.
Aunque las pihuelas estén sueltas, aunque estén libres, las aves se
quedan por una especie de amor enfermo a su cautiverio,
sometidas al puño.
Brysen miró a Kylee de la forma en que un cetrero miraba a un
halcón sometido al puño. Luego dejó caer su bolso de fuga en
medio del suelo y, sin decir palabra, salió caminando de la casa.
Clic clic. Clic clic. Clic clic.
Cruzó el patio, subió la colina y regresó con el cadáver del águila
en los brazos. Se sentó con él frente a la jaula vacía del águila en las
jaulas para esperar a que su padre regresara a casa. El sol, rojo
sangre, se ponía detrás de las montañas.
Su padre llegó a casa poco después del anochecer, con una
antorcha para iluminar su camino. Subió directamente a las jaulas.
Clic clic. Clic clic. Clic clic.
Los gritos comenzaron menos de un latido después.
Su madre se quedó quieta junto a la chimenea, mirando hacia las
jaulas a través de la puerta abierta.
—¿Mamá? —Kylee la llamó, con la esperanza de que fuera a
calmar a su padre.
Su madre negó con la cabeza, hizo un chasquido con la lengua y
se sentó en la silla junto al fuego. Cuando comenzaron los alaridos
de Brysen, abrió los brazos hacia Kylee.
—¡Shara no! —gritó Brysen—. ¡Ella no hizo nada! ¡Fui yo!
Kylee se apresuró hacia la puerta, con la intención de echarse la
culpa, pero su madre se movió más rápido de lo que ella pensó que
era posible, la sujetó con fuerza y la llevó hacia atrás.
—Verte empeorará las cosas —le advirtió. Kylee luchó contra su
agarre, pero no pudo liberarse—. Shhh, shhh. —Su madre trató de
reconfortarla, le cubrió los oídos, atenuó los gritos.
»Tralalá, tralaló, nunca viejo y nunca nuevo, tralalá, tralaló… —
cantó su madre. A través de las tablas de madera irregulares,
Kylee vio la luz de la antorcha, tenue al principio, luego
resplandeció con más fuerza. Incluso a través de los dedos de su
madre y por encima de la canción que ella cantaba, podía escuchar
los gritos de Brysen mientras su padre lo quemaba.
—Lo siento —susurró Kylee—. Lo siento, lo siento, lo siento.
Después de que Brysen se curara, la mitad de su cuerpo quedó
cubierto de cicatrices rosas y su cabello negro se volvió gris ceniza.
Shara sobrevivió al fuego, ilesa. Él no había dejado que ni una sola
chispa la tocara, lo que era mucho más de lo que Kylee había hecho
por él.
El recuerdo la soltó.
Abrió los ojos y vio la silueta de Brysen avanzando por el camino
que subía desde su casa, adentrándose en la naturaleza, hacia la
Cumbre de Cresta del Cardenal y la quebrada que se encontraba
más allá. Lo observó hasta que desapareció tras un peñasco y
entonces Kylee observó el cielo detrás. Una bandada de mirlos se
arremolinaba y latía en el aire, como una nube viviente.
Kylee sabía que iba a seguir a su hermano, aunque eso
significara que sus deudas quedarían sin pagar y su negocio
tendría que permanecer abierto durante varias temporadas más.
Sabía que iba a seguirlo, aunque eso significara salvar a ese
comelodo de Dymian a costa de su propia libertad y sabía que iba
a seguirlo quisiera él su ayuda o no. Esta vez no decepcionaría a
Brysen. Había algunos viajes que uno no debía hacer solo.
Y, además, ella había estado en esas montañas antes.
13
—Entonces, ¿vas tras ella, igual que tu padre? —Su madre estaba
sentada en su silla en el centro de la sala, junto al fuego que apenas
ardía en el hogar. Su pelo oscuro caía en largas espirales sueltas
que enmarcaban los rasgos afilados de su rostro, sus ojos brillaban
en la quietud de todo el resto de su ser, como llamas gemelas que
bailaban contra un cielo oscuro. No se atrevía a pronunciar las
palabras «águila fantasma» en voz alta, ni siquiera lo había hecho
antes de que una matase a su marido. Eso hacía que Kylee quisiera
decir las palabras aún más.
—Me importa una mierda el águila fantasma —dijo Kylee, pero
no la miró—. Voy tras Brysen. Voy a mantenerlo a salvo.
Su madre se inclinó hacia adelante y se puso de pie lentamente,
dejando que su cabello cayera sobre su cara. Apoyó en la mesa la
taza de té de hierba mentolada que había estado bebiendo,
después recolocó su pelo para que cayera tras sus hombros. Kylee
se quedó en tensión mientras su madre cruzaba la habitación y la
sujetaba de los bíceps. Los ojos de ambas se encontraron y
quedaron fijos.
—Nunca estará a salvo con este anhelo por lo que no debería
poseer. Y tú tampoco. Mientras estéis destinados a buscar a esta
criatura, estaréis destinados a la muerte. Cuando vengan los
kartamis, todo este culto a la lujuria por el cielo será borrado de la
tierra. Arrepiéntete ahora, hija mía. Censúralo y serás salvada.
—No soy como tú —respondió Kylee—. Puedo hacer que deje de
importarme.
—Pero a mí sí me importa —dijo su madre—. Mi pecado es mi
propio anhelo, mi anhelo de que tú seas salvada. Redimida. Debería
maldecirte, debería dejar que te encamines a tu perdición, pero no
puedo. Pensé que la crueldad de tu padre envenenaría en ti el culto
de Uztar para siempre, pero no funcionó. Debería haberte llevado
lejos. Sabes que puedes salvarte de la blasfemia de Uztar. Solo
tienes que… detenerte. Deja ir a tu hermano. Sé libre. Sé que esto es
lo que quieres.
Kylee sintió que su interior se rompía, como un glaciar
derritiéndose que finalmente se rompía y se derrumbaba. Quería
libertad, de las rapaces, de las deudas de su padre y de los
juramentos de su hermano, pero no en estos términos. No de esta
forma.
Kylee se soltó de la sujeción de su madre y retrocedió hacia la
puerta, negando con la cabeza. Su madre también negaba con la
cabeza.
—La lengua hueca no fue creada para ser pronunciada por
aquellos que caminan por el lodo —dijo mientras su hija se iba—.
Es así, Kylee. La lengua hueca es algo sagrado que no es para ti.
Nada bueno saldrá de que le hables al cielo. Tenía la esperanza de
que tú pudieras escapar.
Kylee encontró el picaporte de la puerta y lo giró, abrió y salió de
espaldas hacia el exterior. Su madre se dejó caer de rodillas, no
para rogar, sino para mirar al suelo y rezar.
—Vacía los cielos para que mis niños caigan; vacía sus corazones para que
tengan espacio para la verdad; vacía los cielos y sus corazones y sus pecados antes
de que la miseria los cubra por la eternidad; vacía, vacía, vacía…
Kylee cerró la pesada puerta para ya no tener que ver o escuchar
a su madre. La mujer ya había decidido.
Brysen estaba en peligro. Y no por una superstición abstracta. Mil
cosas podían destruir su cuerpo en las montañas, desde el águila
fantasma hasta otros tramperos o incluso una caída de un risco. Su
madre nunca había protegido el cuerpo de Brysen antes y no
empezaría ahora.
Dependía, como siempre, de Kylee.
Alzó su mochila y se dirigió hacia los senderos de los
montañistas que comenzaban detrás de su casa, comenzando el
ascenso hacia el nido del águila fantasma. Sabía que había cien
pares de ojos observándola desde abajo en las Aldeas, pero
mantuvo los suyos hacia arriba. Arriba era la única dirección que le
importaba ahora. Tenía que alcanzar a Brysen antes de que el cielo
cayera sobre él.
14
—Y ahí fue cuando los encontré —les dijo Kylee a los tres chicos
sentados alrededor de ella—. Las Madres Búho nos vendieron para
salvar sus propios pellejos.
Esperaba que Jowyn las defendiera —a las mujeres a cuyo culto
había pertenecido hasta hacía poco— o que Nyall la reconfortara o
que Brysen le dijera que había hecho lo correcto y que Petyr Otak
se lo merecía, pero ninguno habló. Todos estaban perdidos en sus
propios pensamientos, supuso, cambiando lo que pensaban de
ella, decidiendo si era un peligro, quizás, determinando si ella
siempre había sido un monstruo o acababa de convertirse en uno
en la montaña.
Sabía la respuesta a esa pregunta, obviamente, pero ninguno de
ellos la hizo. En lugar de eso, Brysen se puso de pie y le ofreció una
mano para ayudarla a levantarse del suelo.
—Entonces, ¿es cierto? —preguntó—. ¿Es cierto lo de los
kartamis? De verdad están en camino.
—Las Madres Búho piensan eso —respondió Kylee.
—Y lo mismo debe creer Goryn —agregó Nyall—.
Probablemente por eso quiere el águila fantasma. Para defensa.
—El águila fantasma no defiende a la gente —afirmó Jowyn—. Y
mi hermano, tampoco.
—No me importa la guerra de los kartamis con el Castillo del
Cielo ni los planes de Goryn para el águila —les dijo Brysen—. Me
importa hacer lo que prometí. Me importa Dymian.
Kylee notó que su hermano se miraba los pies para eludir la
mirada de Jowyn y de Nyall. También evitaba la de ella. Una parte
de él tenía que saber cuán imprudente estaba siendo. Una parte de
él tenía que pensar en el cuadro completo.
Cualquiera que fuese esa parte, ya la había aplastado cuando
levantó la mirada, decidido.
—Voy a hacer esto. Ese es el trato que hice. Jowyn me llevará al
Desfiladero Innombrable. Si llego antes del anochecer, creo que
tengo un plan para atrapar al águila. —Miró a cada uno de ellos—.
Pero me vendría bien un poco de ayuda. —Su hermano dio un
paso hacia ella, le apretó la mano—. No te forzaré a usar la lengua
hueca —agregó—. Sé cuán difícil es para ti.
Kylee le devolvió un ligero apretón en la mano, contenta de
recibir un gesto de amabilidad de su hermano después de tanto
tiempo, contenta de que finalmente él pedía ayuda. Pero, aun así,
mientras asentía con la cabeza, lo único que pudo pensar fue: No
tienes idea de cuán difícil es para mí.
Formaron una línea y escalaron en fila hacia el borde irregular de
Pico del Demonio, un camino de piedra oblicuo con un pico
ganchudo arriba. Escalaron hasta bien pasado el anochecer, luego
se despertaron para seguir subiendo. Pasó casi un día completo
hasta que finalmente llegaron al paso estrecho debajo del Pico,
donde presionaron sus espaldas contra la piedra cubierta de nieve
para caminar arrastrando los pies a lo largo del borde de un
declive infinito. Una vez que dejaron atrás el camino oblicuo,
hicieron una subida rápida a la orilla de las cuestas irregulares del
Desfiladero Innombrable, donde el águila fantasma tenía su nido.
Observaba a todo aquel que se acercaba. No serían más grandes
que una rata a los ojos del águila.
Kylee conocía esta subida. Ya la había hecho una vez.
Petyr Otak no había sido su primera muerte.
Un bosque de árboles nuevos
Las lágrimas de gratitud tenían el mismo valor para Anon que los
gritos de dolor. Quizás menos.
A las lágrimas de sus víctimas podía entenderlas, pero aquellos
que lloraban agradecidos por haber sido liberados de los
adoradores del cielo de Uztar simplemente lo desconcertaban. ¿Por
qué llorarían de gratitud con él cuando deberían estar
disculpándose? Podrían haber tomado medidas para su propia
liberación en cualquier momento, pero ahora mismo, con lágrimas
entre las ruinas ardientes de sus campamentos, sacaban a la vista
sus esperanzas largamente enterradas.
En resumen, Anon odiaba a aquellos que habían rehusado
ayudarse más de lo que odiaba a los enemigos que masacraba. A
medida que los guerreros-cometa kartamis avanzaban como un
torbellino por el desierto y las praderas, eliminando todo rastro de
Uztar a su paso hacia las laderas y el corazón de la falsa
civilización, Anon se encontraba a sí mismo, de forma reacia, a
cargo de una población en constante crecimiento. No tenía deseos
de gobernar; su servicio era al polvo mismo, un regreso a las
montañas y una limpieza del cielo. No había tenido ni el tiempo ni
el deseo de trazar planes tributarios o de imponer derechos de
agua y pastoreo, de resolver disputas o de regular el
abastecimiento de festivales.
Para resolver este último problema, había dejado en claro que los
verdaderos creyentes no tendrían ningún tipo de festival, no hasta
que fuese derribada la última piedra de la torre del Castillo del
Cielo y los blasfemos fuesen eliminados de la tierra y el aire por
igual.
Entonces, y solo entonces, habría un festival eterno.
Fue una proclamación convincente, aunque a él realmente no
podría haberle importado menos si un pastor de cabras en
decadencia quería festejar la boda de su hijo con otra pastora de
cabras en decadencia. ¿Por qué se involucraría él en los
matrimonios de la gente? Ni su fe ni su poder lo exigían, pero esas
eran las formas del mundo. Los deseos diarios de la estúpida
bandada siempre pesarían sobre un conquistador victorioso. Este
era un síntoma ineludible del éxito. Cuanto más grande era la
salvación que ofrecías, más trivial era la salvación que la gente
buscaba de ti.
Finalmente terminó por nombrar regentes para que se quedaran
atrás y gobernaran cualquier territorio bajo control kartami como
creyeran necesario. Estas parejas regentes no estuvieron de acuerdo
—querían continuar con él para sitiar el corazón del poder uztari
—, pero los exhortó a que fueran pacientes. Sus verdaderos
enemigos no caerían con tanta facilidad como un grupo de partidas
de caza y asentamientos esparcidos por la pradera.
Uztar tenía ejércitos de cetreros preparados para luchar contra los
cometas rodantes; tenían espías que comunicaban las debilidades
de los kartamis; y, lo más inquietante, tenían a sus propias
partidas de caza en las montañas para perseguir al águila
fantasma. Si la capturaban, la amansaban y la lanzaban contra las
fuerzas de Anon, podría ser su fin.
Ahora tenía que moverse con inteligencia. No pensaba apuntar
directamente a la sede de su imperio con su primer impulso de
ataque. En vez de su ostentosa corona, tenía los ojos firmemente
fijos en lo que consideraba las raíces vulnerables de Uztar: Seis
Aldeas.
Ese era el centro de su culto, y cualquier oportunidad que tenían
para amansar un águila fantasma vendría de allí. Sus mejores
tramperos y entrenadores nacían y se criaban allí, y si eran
aniquilados, el fin de ese maldito lugar no solo sería una bendición,
sino que finalmente expondría la fragilidad de la tradición uztari.
Sin Seis Aldeas, la gente comenzaría a olvidar las viejas formas y,
con el tiempo, aquellos que vivieran se convertirían en obedientes y
leales sirvientes.
—Corta las raíces y mueren las ramas —dijo Anon a sus líderes
cuando se reunieron esa noche bajo el resguardo de todos sus
cometas—. El Concilio de los Cuarenta ha tenido sus ojos fijos en el
cielo durante tanto tiempo que se ha olvidado de cómo crece la
vida desde el suelo. Ese olvido será su muerte.
—¿Y si capturan al águila fantasma? —preguntó Visek, sin
miedo a mostrar sus temores.
Anon tenía sus propias dudas sobre el éxito de su plan. Para
empezar, sus probabilidades eran escasas y la complejidad de la
tarea estaba agravada por el hecho de que los mellizos tramperos
eran tremendamente jóvenes e ignoraban por completo a quién
servían.
Por otro lado, los mellizos tenían la misma ventaja que las
fuerzas kartamis tenían en batalla, la ventaja de luchar en pareja:
los jóvenes cetreros se habían adentrado en las montañas por amor.
El amor —Anon sabía— hacía posible lo imposible, hacía realidad
lo inimaginable y podía llevar al alma más amable a los niveles
más altos de brutalidad. El amor era un amo despiadado y nadie
que escuchara su canción podía resistirse.
—Como les gusta decir a los uztaris, dos pies sostienen una rama
con más firmeza que uno solo —respondió Anon a Visek.
—Pero ¿cumplirá Goryn Tamir con su parte? —preguntó Visek
—. ¿Qué evita que conserve el águila fantasma para sí?
Anon acarició la mejilla del muchacho. Comenzaba a crecerle el
primer susurro de una barba, pero su juventud ocultaba su
ferocidad. Anon lo había visto luchar con más fuerza que una
decena de hombres y mujeres mayores que él.
—Nadie puede conservar un águila fantasma. Ni Goryn Tamir,
ni tampoco yo.
—¿No la conservarás si la obtienes? —Visek frunció el ceño.
—Tengo otros planes para ella.
Desde el rabillo de su ojo, Anon vio a Aylex, el maestro cetrero,
alimentando a su ave desde el puño, pero la mirada en su rostro
revelaba que estaba escuchando. Había sido su prisionero durante
demasiado tiempo, se había puesto demasiado cómodo. Al
comienzo de su captura, no se atrevía a alimentar al halcón frente a
Anon. ¿Y ahora se atrevía a escuchar?
Quizás ya había sobrevivido más de lo necesario.
—Si el hermano y la hermana fracasan o si Goryn Tamir intenta
retener el premio, él no se salvará cuando Seis Aldeas
inevitablemente caiga. Ya lo sabe.
—¿Tienes la intención de salvarlo si cumple? —preguntó Launa,
llena de desprecio—. ¿Alguien que gana dinero con las riñas de
aves?
—Prometí que él gobernaría Seis Aldeas solo, y mantendré mi
promesa. —Anon sonrió al pensarlo. Goryn Tamir se imaginaba
como un águila en ascenso, pero Anon lo convertiría en un buitre,
un pájaro carroñero que picotearía a los muertos. Todo lo que
quedaría de Seis Aldeas cuando Anon terminara serían plumas y
cenizas. Dejaría que Goryn Tamir gobernara ese basurero. Él creía
que el mundo seguiría siendo como siempre había sido, que el
reparto de hombres y mujeres en el poder cambiaría, pero las
reglas de gobernantes y gobernados, no.
Los cómodos se imaginaban cómodos para siempre. Solo los
exiliados podían concebir verdaderamente un mundo diferente al
suyo, y solo los despiadados podían crear uno.
—Aylex —dijo Anon en voz baja—. ¿Qué piensas sobre Goryn
Tamir?
El maestro cetrero respondió a su nombre, aunque no debería
haber escuchado nada en absoluto. Se dio cuenta de su error
instantáneamente y palideció.
—Disculpe, señor, ¿me hablaba a mí? —Hizo como que no había
oído nada, pero Anon le hizo señas para que se acercara. El
maestro cetrero encaperuzó a su halcón y fue hasta Anon,
arrastrando los pies y con la cabeza gacha.
—Llamas Titi a tu pájaro, ¿verdad? —preguntó Anon. El maestro
cetrero dudó. Anon ladeó la cabeza, esperó. Finalmente, Aylex
asintió, era suficientemente astuto para recordar la orden de Anon
de no volver a nombrarlo—. ¿Crees que disfruta de ser tu mascota?
—Señor. —Aylex inclinó aún más la cabeza—. No es mi mascota,
sino una compañera con habilidades distintas a las mías. Es libre
de irse volando cuando quiera.
—A diferencia de ti.
—Sí, a diferencia de mí.
—Pero regresa a ti, incluso en tu actual cautiverio —observó
Anon—. ¿Por qué crees que es así?
Aylex no respondió. Lo habían golpeado antes por hablar sobre
el arte de la cetrería como algo que no fuese una desagradable
perversión de la naturaleza, y había aprendido bien la lección; sus
labios estaban tan sellados como si hubiesen sido cosidos.
—Puedes responder —dijo Anon.
—Ella regresa a mí porque está acostumbrada a regresar. —Era
la afirmación más neutral que podía hacer.
—Es un hábito, ¿podríamos decir?
Aylex asintió.
—Pero tú quieres a este pájaro. No lo niegues. Lo he visto en tus
ojos. Lo quieres, pero no puede sentir lo mismo por ti.
Aylex volvió a asentir con la cabeza.
Anon sacó un cuchillo de su cinturón y lo ofreció, con
empuñadura hacia afuera, al maestro cetrero. Visek y Launa
observaban, sus rostros inexpresivos como la caperuza del ave.
—Sujétalo —ordenó Anon, y Aylex obedeció—. Amas a tu rapaz
y ella no te ama. Así que debes hacer una elección que los amantes
rechazados suelen hacer: ¿tu vida o la de ella?
Aylex estaba perplejo.
Anon se frotó la mandíbula.
—Tu tiempo con nosotros ha terminado. Nos has servido bien y,
por eso, liberaré a uno de los dos. Rebana el pescuezo de tu pájaro
y sostenlo hasta que expire y podrás irte. O corta el tuyo y no
tendrá a nadie a quien tenga el hábito de regresar. Volará con
libertad, será salvaje otra vez. Tu elección.
Los ojos se Aylex se abrieron mucho. Miró el cuchillo, al ave y de
nuevo a Anon. Su mano tembló.
—Elige.
Alzó el cuchillo, lo giró bajo la luz de la luna. Lo apuntó hacia el
cuello del halcón encaperuzado. Después arremetió contra Anon.
El maestro cetrero no era un guerrero, y Anon lo esquivó con
facilidad, dio la vuelta al filo, lo presionó contra un lado del cuello
de Aylex, cortó la arteria palpitante y dejó caer al cetrero a la tierra.
Su ave sintió la caída y aleteó libre del puño, pero al estar aún
encaperuzada y amarrada, estaba indefensa y lenta. Anon la sujetó
de la pata y la arrastró hacia abajo frente a su jadeante cetrero.
—Esa no era una de tus opciones —dijo Anon—. Ahora los dos
estáis perdidos.
Mientras la sangre del cetrero se acumulaba a sus pies, Anon
partió el cuello del hermoso halcón, le quitó la caperuza y arrojó su
cadáver sobre el pecho del hombre.
—Pronto estarás más allá del dolor —aseguró Anon—. Y este
halcón estará más allá de la deshonra. Regocíjate en que no verás la
caída de Uztar. Podrías haber sufrido más que esto.
La boca de Aylex se movió, su voz un susurro. Anon tuvo que
arrodillarse para escuchar sus palabras finales.
—Fallarás. —Se atragantó—. Tú matas… a viajeros y pastores…
pero… los ejércitos… de Uztar… te aplastarán…
Anon le sonrió, le dio una palmadita en la cabeza.
—Cree lo que necesites creer —dijo.
Mientras el cetrero moría con su pájaro muerto en el pecho, Anon
se puso de pie otra vez. Miró a través de las praderas a las laderas
de las montañas y las cimas púrpura más allá. Se maravilló ante el
milagro del nuevo mundo que estaba haciendo, cómo mucho de
ello encendía a unos pocos jóvenes, el amor que sentían unos por
otros y el poder que tenían sin saber por qué.
Cerró los ojos y les deseó éxito, incluso un poco de felicidad, antes
de derribar el cielo alrededor de ellos.
Kylee
Sombras
33
La mentira más atroz que dice una novela es el nombre del autor,
solo, en la cubierta. Este libro no existiría sin el trabajo, la
inteligencia, la energía y la generosidad de una bandada de
profesionales, artistas, amigos y familiares, que le prestaron sus
talentos al mundo que creé.
Primero, gracias a Grace Kendall, mi editora, por motivarme con
este proyecto desde el principio, por haber peleado por él y luego
por haberme sacado del nido —fue difícil— para pulir este
manuscrito. Lo prometo, la mayoría de las cosas que funcionan en
esta historia son gracias a sus preguntas editoriales afiladas y de
gran corazón; mientras que todo lo que falla en esta historia es
totalmente por mi culpa. También quiero agradecer a Nicholas
Henderson, quien me ayudó a entregar este manuscrito en tiempo
y forma, por su ayuda constante; a la vista de águila de Kayla
Overbey en la instancia de correcciones, quien puso en orden este
mundo caótico y ayudó muchísimo a esclarecer mis pensamientos.
En serio. Todos deberíamos estar agradecidos de tener una
correctora con sus habilidades. También, gracias a la diseñadora,
Elizabeth H. Clark, por esta hermosa cubierta que me hace ver
mucho más guay de lo que cualquier autor merece.
Gracias al resto del equipo de FSG/Macmillan Children’s Books
—los publishers, publicistas, al equipo de producción y al equipo
de marketing para escuelas, bibliotecas y conferencias. Gracias a
los representantes de ventas y a la gente del almacén. Todos
trabajaron muchas horas con poca algarabía para conectar a los
lectores con el libro adecuado en el momento adecuado. Estoy
agradecido por todo el esfuerzo que han hecho por mí.
Nunca podría haber mantenido mi carrera autoral sin los
consejos y el apoyo de mi agente editorial (quien ya lleva más de
una década trabajando conmigo), Robert Guinsler. Él me ha traído
mucho más que contratos, y estoy agradecido por encontrar un
amigo y un aliado en él. Ah, cierto, también evitó que me comiera
un halcón en el campo de Pensilvania, algo que va mucho más allá
de las tareas de un agente literario.
Para crear una historia sobre cetrería plausible, conté con los
consejos expertos del Maestro Cetrero Mike Dupuy, quien se tomó
el tiempo de presentarme algunas aves de caza y de responderme
infinitas preguntas sobre todo tipo de cosas: desde la comida hasta
los accesorios para los halcones. También tuve los comentarios (¡y
un viaje de campo!) de la librera Emily Hall, quien ahora es la
dueña de Main Street Books en St. Charles, Missouri, pero que solía
trabajar en el Santurario World Bird. Si alguna vez necesitas una
librera independiente que conozca rapaces, ella es la persona
indicada. Estoy agradecido de conocerla.
También quiero agradecer a algunos autores que me
sorprendieron, ya sea respondiendo un e-mail o dándome algunos
consejos clave para mi manuscrito y me apoyaron cuando lo
necesitaba: Brendan Reichs, Marie Lu, Veronica Roth, Kendare
Blake, Fran Wilde, Mackenzi Lee, Dhonielle Clayton, Katherine
Locke y Adam Silvera. Por más bastas y variadas razones de las
que puedo enumerar, estoy muy agradecido. Y vuestros libros son
maravillosos.
También quiero agradecerles a los maestros, bibliotecarios y
libreros que me han apoyado más de lo que merezco y más de lo
que puedo agradecerles. Son demasiados para nombrarlos aquí,
pero es un orgullo y un honor para mí.
Quiero agradecerles a mis padres, que no fueron inspiración para
ninguno de los padres que aparecen en este libro, cuya bondad y fe
en mí han hecho posibles las buenas cosas en mi vida.
Por último, gracias a mi esposo, Tim, lo mejor en mi vida.
Quizás, la segunda mejor persona en mi vida para cuando este
libro haya salido. Irónicamente, él odia las aves. No estaría en
ningún lugar si no fuera por él y no puedo imaginar otro mejor
amigo o pareja para volar en este viento salvaje. Como nuestra
multitud es cada vez más grande, le agradezco por ser mis alas y
permitirme ser las de él. Siempre.