Una Furia de Alas Negras - Alex London

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Traducción de Julieta Gorlero

Argentina – Chile – Colombia – España


Estados Unidos – México – Perú – Uruguay
Título original: Black Wings Beating
Editor original: Farrar, Straus and Giroux for Young Readers
Traducción: Julieta Gorlero
1.ª edición: abril 2019
Todos los nombres, personajes, lugares y acontecimientos de esta novela son producto de la
imaginación de la autora o son empleados como entes de ficción. Cualquier semejanza con
personas vivas o fallecidas es mera coincidencia.
Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la
autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas
en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o
procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la
distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Copyright © 2018 by Alex London
All Rights Reserved
© de la traducción 2019 by Julieta Gorlero
© 2019 by Ediciones Urano, S.A.U.
Plaza de los Reyes Magos, 8, piso 1.º C y D – 28007 Madrid
www.mundopuck.com
ISBN: 978-84-17545-24-6
Fotocomposición: Ediciones Urano, S.A.U.
Para Tim, hacia quien siempre volaré,
y para mis padres, quienes me enseñaron cómo hacerlo.
—A. L.
Tú civilizas a medias,
al domarme de esta manera.
Al tener ojos solo
para ti temo perder,
pierdo para conservar y elijo
al domador como presa.

—Thom Gunn,
«Domador y halcón»

_________________________

…olvidando sus propios pensamientos,


finalmente había conocido lo que el halcón conoce:
el hambre, el viento, la forma de volar.

—Ursula K. Le Guin,
«Un mago de Terramar»
Un ave imposible

Todas las aves rapaces dejan en ridículo el prestigio de los


humanos, pero ninguna con tanta crueldad como el águila
fantasma. Y, sin embargo, la humanidad, ingenioso roedor, ha
encontrado formas de engañar al águila, de cegar sus ojos que todo
lo ven y doblegarla a su voluntad.
Pero primero hay que conseguir que caiga en la maldita trampa.
«Vamos, pájaro de mierda», masculló Yzzat, mientras se cubría
con la piel de un jabalí. La escarcha se acumulaba en su barba
rubia y su cuerpo temblaba contra el azote del viento de la
montaña, pero mantuvo sus ojos del color del deshielo fijos en el
cielo. Las águilas fantasma construían sus nidos dentro de
cavernas oscuras muy elevadas, resguardadas del viento, de la luz
y de los ojos curiosos como los de Yzzat. La altitud era suficiente
para descomponer a cualquier cazador menos resistente.
Después de treinta años de rastrear y casi encontrar, Yzzat sabía
sobre esperar demasiado y llegar muy tarde, sabía que en su
guarida habría huesos de halcones y buitres por doquier. Cráneos
de cabra y costillas de lobo. Los huesos de águilas fantasma
macho, porque las hembras mataban a sus parejas cuando
terminaban con ellas. Y habría uno o dos esqueletos claramente
humanos.
El águila fantasma era una cazadora oportunista y la gente
presentaba un montón de oportunidades. Su envergadura era más
extensa que una mula y volaba más rápido que un relámpago
terrestre, con plumas tan negras que podían opacar la noche
misma.
Yzzat sabía que el enorme pájaro estaba cerca. Había escalado
desde las polvorientas tierras bajas de Seis Aldeas, a través del
bosque de abedules de sangre donde reinaban las Madres Búho y
por los altos riscos del Desfiladero Innombrable, en su persecución.
Había ido de su territorio al del águila, como habían hecho
innumerables tramperos que habían fallado antes que él. Como
esos escasos pocos que lo habían logrado.
El águila conocía el territorio mejor de lo que Yzzat jamás podría,
veía el horizonte en todas direcciones y con seguridad, había
estado observando durante días cómo él iba acercándose. Pero
Yzzat tenía paciencia, tanta paciencia como el ave, y estaba
decidido a esperar a que este pájaro saliera.
Cuando lo hiciera, él se convertiría en un hombre poderoso.
Ya no tendría que regatear gavilanes de segunda ni falsas
especies de halcón en el mercado; ya no tendría que quedarse en
las mugrientas arenas de riña, cubierto de excremento de pájaro y
vísceras de paloma al terminar la noche de apuestas. Tendría un
vasallo con paraguas que evitaría que la mugre le cayera en la
cabeza. Y comería cordero. Nada de garbanzos y cebollas para la
cena. Sus hijos aprenderían a respetarlo y él, a su vez, compartiría
su nueva fortuna.
Yzzat sabía que sus hijos le tenían pavor, pero él sabía que
también podía ser amable. Sería amable, en cuanto el mundo lo
fuera con él. Hasta entonces, no les haría a los mellizos ningún tipo
de favor tratándolos como si fuesen los kyrgios nobles y poderosos
del castillo, no cuando su vida era tan desgraciada como la suya.
Solo podía golpearlos para mantenerlos con los pies sobre la tierra.
Cuando él echara a volar, también lo harían ellos.
Esta sería la noche. Estaba posado en el borde de la felicidad.
Todos lo estaban.
Tiró del delgado hilo de seda, ligero y fuerte como una telaraña,
que iba desde las yemas de sus dedos a las plumas de la cola de un
halcón de corral maltrecho. El ave rapaz rosa resplandeciente
estaba enfurecida ante el insulto de estar amarrada. Aves
orgullosas, estos halcones. No estaban acostumbrados a ser usados
de carnada. Este aleteaba y chillaba y se elevaba del suelo tanto
como el hilo lo dejaba. Yzzat lo hizo bajar tirando otra vez, para
simular los movimientos de un ave que ha sido herida.
Las águilas fantasma solo comían presas vivas, así que por eso
Yzzat había capturado a este atractivo halcón. Normalmente, la
venta de un halcón de corral en el mercado le daría lo suficiente
para permitirle beber y apostar en Pihuela Rota por un plenilunio o
dos, con sobras suficientes como para que su mujer dejara de
fastidiarlo con comprar ropa para los mellizos o darle limosna a su
Sacerdote Rastrero; pero este halcón valdría el peso de su pico una
vez que sirviera para su propósito esta noche. La pérdida del
halcón sería indemnizada con la recompensa del águila.

Observa desde lo alto del nido,


solo un tonto viene desguarnecido.
Sin embargo, a los fieles revela
los sueños que estos persiguen
o que ella devora.

Susurró el viejo poema uztari para sí mientras esperaba. Había


diseñado la trampa él mismo, una operación delicada que requería
encontrar el momento justo y prestar absoluta atención. Solo un
cetrero de diez mil podía siquiera soñar con mantenerla cautiva
una vez atrapada. No se la podía amansar, pero quizás fuera
posible controlarla.
Quizás.
Ya tenía un comprador listo, un gran kyrgio del Castillo del
Cielo, un miembro del Concilio de los Cuarenta, quien ya tenía una
impresionante variedad de aves en sus jaulas. Tenía gerifaltes y
halcones peregrinos perfectos y cernícalos en todos los colores
imaginables. Pero el kyrgio quería un águila fantasma más que
nada en el mundo. Un hombre que dominara un águila fantasma
sería venerado. Podría comandar ejércitos y decidir el destino de
dinastías por venir. Podría aplastar una rebelión o encender una.
Un hombre que dominara un águila fantasma podría reinar.
Que este hombre pudiera dominar un águila fantasma o no, eso
no era problema de Yzzat. Estaba dispuesto a pagar el precio que
él estableciera tan solo por la posibilidad de intentarlo. Un precio
que Yzzat no había siquiera imaginado aún.
Todo lo que tenía que hacer era meter al ave en su red.
Montaña, campo y bosques por igual guardaban esparcidos los
huesos de aquellos que habían intentado y fracasado antes que él.
El águila fantasma disfruta de una buena pelea, pero mata a todos
aquellos que la decepcionan. Y durante años, los humanos han sido
su mayor decepción.
Yzzat, sin embargo, había hecho de su vida un estudio sobre las
decepciones. Su mujer era una decepción, con sus arranques de
melancolía devota, sus diezmos para lavar culpas y su comida
horrible. Los mellizos eran los decepcionantes hijos que ella le
había dado.
La chica tenía un don para la cetrería, un don de esos que
aparecen una vez por generación, pero era reacia a sobresalir por
sobre su hermano.
¿Qué había hecho Yzzat para merecer a una hija tímida?
Y al pensar en su hijo… Yzzat sintió que su sangre bullía y se
acumulaba tras sus ojos. Él era un desperdicio de joven.
Era tímido como su hermana y también guapo como ella. Era
delgado y magro para un chico que debería estar alcanzando la
hombría. En apariencia, estaba tan lejos de Yzzat como un pez de
un halcón, pero miraba a su padre con los mismos ojos azul
montaña que Yzzat veía en su propio reflejo.
Su hijo no tenía talentos especiales, ni gran inteligencia ni fuerza.
Ocupaba espacio y los alimentos mediocres de la mesa de Yzzat, y
la ropa le iba quedando más pequeña de lo que la mediocre mano
de su madre podía remendar, y cada uno de sus suspiros y
resoplidos le recordaban a Yzzat que este era el muchacho que lo
reemplazaría algún día. Todos los hijos destruyen el legado de sus
padres —ese era el giro expansivo de las generaciones—, pero este
quizás lo hiciera mientras su padre aún estuviera vivo.
Ninguna cantidad de golpes parecía suficiente para motivar al
chico. Sangraba y se lastimaba y ardía, pero seguía sin aprender.
Cuando los hombres miraban a su hijo, veían los errores del propio
Yzzat. Si la fruta estaba podrida, también lo estaba el árbol de
donde había salido, ¿no?
Yzzat sintió escalofríos. Estos pensamientos no eran suyos. El ave
debía estar preparándose para atacar.
Decían que un águila fantasma no solo podía ver el aliento
caliente en tus pulmones y la sangre tibia en tus venas, sino que
también podía ver la debilidad en tu corazón y mostrártela. Era un
pájaro que llevaba a su presa a la locura antes de devorarla. Los
hombres valientes se ensuciaban cuando se acercaba y las bestias
de carga se arrojaban por los acantilados al verla planear a su
alrededor.
Yzzat aclaró su mente y centró sus pensamientos en lo único que
importaba ahora: su objetivo. Estaba en posición. Estaba listo para
arrancar a un ave imposible del cielo.
Entonces escuchó un revuelo encima de él y levantó la vista hasta
el borde de una cumbre cercana, en lo más alto del Desfiladero
Innombrable. Había una persona merodeando en las sombras de
un arbusto. ¡Lo habían seguido!
¿Sería algún cazador que pretendía llevarse su botín una vez que
él hubiese hecho todo el trabajo peligroso? O quizás era uno de los
enemigos de su comprador en el Concilio de los Cuarenta, ¿otro
kyrgio o un asesino de kyrgios? ¿Un fanático religioso que pensaba
que atrapar un águila fantasma era una blasfemia o alguno que
creyera que el águila fantasma lo bendeciría si se la podía llevar?
El gran rapaz daba alas a deseos ilimitados.
Sacó su cuchillo. La hoja negra y curva como una garra se deslizó
silenciosamente desde su vaina de piel de perro. Sujetó la
empuñadura en una postura de combate, dejó que el metal frío
descansara sobre su antebrazo, con el filo hacia afuera, de forma tal
que pudiera deslizarlo derecho por la garganta de su acechador
nocturno con un manotazo de revés.
Respiró hondo, contuvo el aire, escuchó y observó la oscuridad,
intentando reencontrar a su presa con la misma intensidad que un
halcón en vuelo.
¡Ahí!
Vio un movimiento en el arbusto y, entre las hojas, el brillo de
una estrella reflejada en un ojo. Se lanzó hacia él.
Pero sus pies nunca tocaron el suelo.
Enormes garras llegaron desde la oscuridad detrás de él, lo
arrancaron del lugar por los hombros y lo inmovilizaron. Dejó caer
su cuchillo al sentir que lo alzaban en el aire.
El halcón de corral amarrado chilló, ileso. La trampa quedó sin
activar. El águila lo tenía, no él al águila.
«¡RIIIII!», cantó, tan alto que sus oídos zumbaron.
Iba en el aire, como todo cetrero soñaba, pero no había alegría en
este vuelo. Sabía que los huesos de sus brazos estaban rotos. Sabía
que tenía un pulmón perforado.
También sabía, con tanta seguridad como que el pico del águila
le arrancaría la garganta, que abajo no lo echarían de menos.
Observó a la figura humana que lo había distraído liberando al
halcón de corral con el cuchillo del propio Yzzat. Gritó.
Debajo, la persona miró, impávida, cómo Yzzat era acarreado
hacia la luz de las estrellas, e Yzzat se permitió llorar de vergüenza
por todo. Sus lágrimas cayeron como una lluvia insignificante y
fueron lo último de él que jamás tocó la tierra. Todos en Seis Aldeas
escucharon sus gritos en el viento, mientras era llevado por el aire y
en soledad.
No se fue en silencio.
KYLEE
AMARRES
1

Era el último día antes del Mercado de Cetreros y Kylee encontró a


su hermano mellizo exactamente donde había esperado
encontrarlo: en las arenas de riña.
Brysen estaba entre una multitud de chicos riñeros, su chaleco
estaba abotonado hasta el cuello; su chaqueta de cuero de cabra, en
el suelo a sus pies. Tenía una soga de riña enrollada sobre sus
hombros y llevaba puesto su guante de cuero largo hasta el codo.
Su halcón, Shara, se posaba erguido y encaperuzado en su puño,
amarrado por una pihuela de cuero corta a las anillas en el
antebrazo del guante.
Resultaba fácil encontrar a Brysen entre la muchedumbre. Su
pelo gris tormenta se encrespaba en todas direcciones, como la
pelusa de un polluelo, y su labio inferior sobresalía con un fajo de
hojas de cazador. Cuando se dio la vuelta para escupir, vio a Kylee
en la puerta, encontró sus ojos entre los hombros apretujados de
apostadores y espectadores.
Kylee y Brysen eran una imagen en espejo el uno del otro, salvo
por el pelo. El de ella aún era negro, como había sido el de él
alguna vez, pero ambos tenían la misma piel marrón ciervo de su
madre, los mismos ojos color azul cielo de su padre, brillantes
como las mañanas despejadas. Eran ese tipo de ojos que contienen
un vendaval. Si los mirabas demasiado, salías volando.
La gente de Seis Aldeas pensaba que el pelo prematuramente
gris de Brysen lo convertía en alguien salvaje y peligroso, como un
halcón consumido, y él hacía todo lo posible por alentar esas ideas,
las usaba como escudo contra la lástima de otros. A Kylee no podía
importarle un vómito lo que otras personas pensaran de ella.
Abrió las palmas de sus manos hacia él para cuestionarle qué
creía que estaba haciendo ahí cuando ella necesitaba que estuviera
trabajando. Este era el mercado más importante de sus vidas y él lo
sabía. Brysen volvió su atención a las arenas de riña.
«¡Maldita basura come mierda!», maldijo Kylee.
Después de su escalada matutina por los afilados riscos, había
regresado a casa para encontrar la cama de Brysen vacía y se había
abierto paso por la pendiente rocosa que salía desde su casa, por el
puente tambaleante que cruzaba el río formado por el deshielo —el
Collar, lo llamaban— y por dentro de Seis Aldeas. Apenas unas
semanas antes, el Collar había sido hielo sólido y resplandeciente.
Las Seis Aldeas estaban enhebradas como cuentas a lo largo de sus
orillas, más un pueblo que seis poblados distintos.
No había una fecha formal en el calendario uztari para el
Mercado de Cetreros, sino que el deshielo del Collar marcaba el
momento. Cuando la corriente del río llegaba a las rodillas, las
carpas comenzaban a alzarse a lo largo de la carretera. Cuando
llegaba a la cintura, el mercado abría.
Tampoco se hacía un anuncio. Los espías simplemente
observaban el río y enviaban palomas a informar a sus señores,
quienes iban viajando por los caminos de los transportistas desde
el Castillo del Cielo en el norte hasta la Fortaleza de la Garra en el
sur.
Por supuesto, todos sabían quiénes eran los espías y para
quiénes espiaban. Espiar era una tradición en Seis Aldeas, se
pasaba de generación en generación entre familiares. Cuanto más
prestigiosa era la familia noble, más prestigiosa era la familia
aldeana que espiaba para ellos. Después de todo, no había secretos
en Seis Aldeas. Con la seguridad con que el hielo se vuelve agua y
al revés, cuando el río corría, los clientes venían y los espías
pagaban la primera ronda en Pihuela Rota.
Su hermano no podía resistirse. Kylee observó, enfurecida, cómo
Brysen se reía con los otros chicos riñeros. La pelea en curso finalizó
y dos de los chicos más jóvenes barrieron las huellas, la sangre y las
plumas esparcidas por el foso.
Escabullirse a las arenas de riña el día anterior al Mercado de
Cetreros era el tipo de insensatez por la que su padre hubiera
golpeado a Brysen hasta dejarlo inconsciente. Aunque, la verdad
era que su padre nunca había necesitado excusas. Parecía disfrutar
de hacer daño a su hermano como si fuera un deporte, de la misma
forma en que un halcón disfruta de atontar a un ratón.
Menos mal que papá está muerto, pensó Kylee y lanzó un escupitajo al
suelo, después lo pisoteó para que así se quedara. Lodo abajo y lodo
encima. Si no ve el cielo, el muerto no asciende a la celestial cima. Era una
superstición, pero una agradable. Algunos hombres no merecían
un funeral celeste.
Viajar por la meseta se estaba volviendo peligroso y los precios
por las aves de Seis Aldeas volaban. Desde una punta de la meseta
a la otra, todos sabían que Seis Aldeas ofrecía las mejores aves
rapaces —para caza, carreras, riñas o de compañía— y el mercado
era el único momento en el que los mejores compradores se
arriesgarían a recorrer todo el camino hasta allí. Los rumores
decían que este sería el último mercado decente por un tiempo. Los
rumores decían que el aire olía a guerra.
Lo que dijeran «los rumores» a Kylee la tenía sin cuidado, pero
sabía que, si podían vender todas las aves que Brysen había
atrapado y entrenado, este año finalmente podrían pagar su
herencia: las deudas de juego que su padre había acumulado en
Pihuela Rota. Después de temporadas de arañar con desesperación
hasta el último bronce que pudieran obtener, Kylee y su hermano
podrían quedar en cero y cerrar el negocio; podrían desentenderse
de la cetrería.
No era que Brysen quisiera librarse de la profesión. Pero Kylee,
sí. Ella finalmente sería libre.
Las carreteras y posadas ya rebosaban con multitudes de
visitantes. Hasta los hombres altaris consagrados entraron a gatas,
con sus cuellos curtidos por el sol, que brillaban furiosamente a la
altura de las rodillas. Uno de ellos chocó su cabeza con la pierna de
Kylee, a la entrada de Pihuela Rota, al acercarse a ella en cuatro
patas.
—Limosna por sus pecados hacia el cielo —masculló en mitad
del alboroto de la creciente muchedumbre, mientras levantaba una
mano sucia hacia ella sin alzar la mirada. Los Sacerdotes Rastreros
tenían rodillas sangrientas y voces roncas de ir gritando malos
augurios sobre el oficio de los cetreros, pero mantenían los ojos
firmemente fijos en la tierra. Creían que el entrenamiento uztari de
las aves era una blasfemia y que solo el antiguo culto altari de
reverencia al salvaje e indómito cielo era la fe verdadera.
Guardaban sus palabras más duras para los altaris que dejaban la
religión y se convertían en uztaris de pájaro en puño.
Ellos, no obstante, pedían contentos limosnas de bronce uztari.
—Aléjate —gruñó Kylee.
—No es demasiado tarde para arrepentirse —exclamó el hombre
y la sujetó tan fuerte por la espinilla que sus nudillos se volvieron
blancos—. Arrepiéntase de venerar a ese viento perverso y acepte
la verdadera fe de nuestra tierra. Arrepiéntase y será salvada de la
destrucción que se avecina y… ¡uf!
Mordió la tierra con la cara cuando un pie le barrió el otro brazo
desde abajo.
—Vete a lamer los dedos de un buitre. —Vyvian Sacher se rio del
Sacerdote Rastrero mientras este, con esfuerzo, se ponía
nuevamente en cuatro patas—. ¡Lárgate!
—Por culpa de los de vuestra clase, la maldición de los kartamis
caerá sobre nosotros —gruñó y después alzó la cabeza para mirar a
Kylee y a Vyvian a los ojos—. Nadie se salvará.
Vyvian levantó su paraguas enrollado y el Sacerdote Rastrero se
encogió, luego bajó la mirada y se fue gateando, lejos de la brusca
muchedumbre y de Pihuela Rota.
—¿Te puedes creer a esa cacatúa? —se mofó Vyvian—. Viene a
amenazarnos a nuestro propio patio trasero.
—Son las mismas palabrerías de siempre. —Kylee se encogió de
hombros—. No son tan malas comparadas con las cosas que dice
mi madre.
—Sí, bueno, ella es una fanática —dijo Vyvian, que pasó la mano
por su largo pelo oscuro y se lo amarró hacia atrás con un nudo.
Estaba vestida con pantalones de cuero negro y marrón y una larga
túnica de plumas. Y al estirarse, parecía estar acicalándose las
plumas más que tratando de calmar el dolor de su cuello. Vyvian
quería que la vieran y por eso que llevaba un paraguas, que nunca
abría, para protegerse del excremento de los pájaros. Solo quienes
eran realmente ricos abrían sus paraguas, más preocupados por
sus telas que por cómo los veían otras personas. Vyvian aspiraba a
las riquezas, pero aún tenía un largo camino que recorrer. Pese a
eso, amaba los días de mercado.
Cuando eran niñas, antes de que empezara a dedicarse al
negocio familiar, ella y Kylee jugaban a los dados de hueso debajo
de los puestos del mercado. Estos días, ambas estaban demasiado
ocupadas cuando llegaba el mercado; Kylee consiguiendo bronce y
Vyvian, secretos. Su familia espiaba para uno de los kyrgios de la
Fortaleza de la Garra, así que generalmente sabía qué estaba
pasando en el resto de la meseta antes que la mayor parte de Seis
Aldeas.
—Tu madre tiene la sensatez de desvariar en privado. Este
sacerdote no tiene derecho a sembrar pánico en Pihuela Rota. La
gente ya está lo bastante nerviosa por los kartamis, tal y como
están las cosas.
—¿Crees que es cierto? —preguntó Kylee—. ¿Están en camino?
Los kartamis —también llamados «esquirlas»— eran una banda
errante de fanáticos religiosos que vivían en los confines más
lejanos del Desierto de Parsh. Incluso los Sacerdotes Rastreros eran
demasiado moderados para ellos. Mientras los altaris creían que
era un pecado que los humanos adiestraran aves rapaces, los
kartamis creían que los pájaros mismos transmitían el pecado. Los
altaris evitaban mirar el cielo en reverencia; los kartamis lo
miraban directamente, con repulsión por aquello en lo que se había
convertido. Si un grupo rezaba en arrepentimiento, el otro rezaba
por la aniquilación.
En Seis Aldeas, los altaris eran moralistas gruñones, mientras que
los kartamis eran apenas una amenaza lejana que los padres
usaban para asustar a los niños: Cómete las verduras o los kartami se
llevarán a tus aves cantoras mientras duermes. Lava las jaulas o los kartami
robarán todos los pájaros del cielo. Pero los kartamis se habían estado
volviendo cada vez más audaces, habían estado atacando cada vez
más cerca, cortando camino entre asentamientos y amputando los
puños de cada cetrero que encontraban. Nobles altaris de menor
rango —aquellos que se habían comprometido con Uztar— habían
comenzado a rendirse y a ofrecer su alma a la fe de los kartamis, su
cuerpo a la causa kartami y sus recursos a la máquina de guerra
kartami. El Concilio de los Cuarenta instaba a la calma por todo
Uztar, mientras pueblos y aldeas suplicaban la protección del
Castillo del Cielo.
Ahora que la nieve se derretía en la temporada de deshielo
habían llegado rumores del avance kartami, volaban tan rápido
como los gavilanes.
Vyvian se encogió de hombros ante la preocupación de Kylee.
—Sabes que mi familia no da información gratis. ¿Qué clase de
espías seríamos si no te hiciera pagar por esta?
—¿Viejas amigas? —Vyvian frunció el ceño y Kylee arrojó la
mirada al cielo—. No gasto bronce en rumores.
—¿Quién ha hablado de bronce? —Su amiga se volvió hacia las
arenas otra vez, alzó una ceja hacia Brysen, que estaba cerca del
borde. Hablaba con su entrenador, Dymian. Estaban inclinados el
uno hacia el otro, cerca—. Acepto todo tipo de pago.
Kylee lanzó un quejido.
—Aunque fuera de la clase de hermanas que te venderían a su
hermano, le estás cantando al pájaro equivocado. —Brysen tenía
los dedos entrelazados con los de Dymian, sus labios susurraban
contra la oreja del muchacho más grande.
—Es una tragedia —suspiró Vyvian—. Le podría enseñar tantas
cosas a tu hermano sobre los cuerpos…
—¡Qué desagradable!
—Solo te lo digo: si algún día deja de picotear al maestro
desnidador, envíalo hacia mí.
El entrenador, Dymian, había conseguido a su propio halcón
hembra de un nido que había encontrado cuando esta aún era una
niega. A los que robaban halcones niegos de sus nidos se los
llamaba desnidadores, pero Kylee estaba bastante segura de que
Vyvian no se refería a eso. Dymian era unas cuantas temporadas
mayor que Brysen.
—Tú no puedes verlo porque es parecido a ti, pero con ese pelo y
esos ojos… Tu hermano es más atractivo que un peregrino de
campeonato. Y tú tampoco eres una simple palomita.
Si Kylee hubiese podido, habría arrojado la mirada hacia arriba
con tanta fuerza que los ojos se le hubiesen salido de sus cuencas.
—¡Aceptaré una riña! —gritó Brysen por encima de la multitud y
los escandalosos chicos a su alrededor vitorearon y le dieron
palmadas en los hombros y despeinaron su melena golpeada por
relámpagos.
Pihuela Rota había sido un templo en tiempos antiguos, aunque
nadie sabía de qué clase. Como la mayoría de las cosas sacras en
Uztar, había servido a más usos humanos de los que sus
fundadores podrían haber imaginado. Lo único que quedaba
ahora de su pasado sagrado era un gran santuario de piedra que
servía de bar, pilas de piedras aleatorias esparcidas por su patio y
una pintura rupestre de dos halcones en combate que decoraba la
pared del acantilado que había detrás.
Bajo del acantilado escarpado y el mural de los halcones, estaban
las arenas de riña. Había tres arenas en el extremo de la propiedad
y una gran «arena para eventos» en el centro. Brysen estaba en la
más pequeña.
Las arenas no eran demasiado profundas, pero sí lo
suficientemente anchas para que dos personas se enfrentaran en
círculos. Los lados iban pendiente arriba, eran más anchos en la
cima que en el fondo y los espectadores se sentaban o se quedaban
alrededor del borde, en multitud, gritando y alentando a los
participantes por los que habían apostado. Brysen había
comenzado a entrar en la arena cuando un hombre bajó
deslizándose por el borde opuesto a él.
¿Qué estaba haciendo Brysen? ¡No tenían tiempo para esto!
Su oponente usaba una túnica clara y pantalones sueltos de
transportista de larga distancia. No era el dueño de un convoy, sino
alguien más importante que un chofer. Tenía una barba pelirroja
poblada y espesa, decorada con coloridos cristales desérticos, y su
pelo cobrizo estaba oculto bajo un gorro chato de color blanco que
también estaba salpicado con cristales desérticos.
Se quitó la túnica para mostrar un pecho pálido y musculoso
cubierto con tatuajes típicos de los transportistas de larga distancia.
Tenía dibujos a lo largo de la clavícula por cada viaje en que había
cruzado el Desierto de Parsh, su costado estaba garabateado con
palabras ornamentadas de una plegaria de los transportistas a las
bandadas, y en la extensión de su sinuosa espalda, una colorida
escena de La épica de las cuarenta aves. El tatuaje estaba lleno de
símbolos cuyo significado solo conocían los transportistas de larga
distancia, pero ahora lo mostraba con orgullo solo para dejar una
cosa en claro: su espalda nunca se había topado con el látigo.
Si Brysen se hubiera quitado la camisa en público, su espalda
habría contado una historia muy diferente.
Los compañeros del transportista susurraban entre sí y reían bajo
sus coloridos paraguas redondos, que dejaban sus caras en
sombra. El hombre en la arena tenía un cernícalo hembra de cola
cuadrada y rayas marrones que estaba posada con firmeza en su
guante. Le quitó la caperuza de cuero ornamentado y los ojos con
forma de lágrima en su rostro blanco se fijaron en Brysen y su
halcón.
Brysen le sacó a Shara su sencilla caperuza y reveló sus ojos rojo
sangre. Las pupilas eran tan anchas que el rojo apenas las
bordeaba, dos eclipses de cobre contenidos como fuego en el cráneo
de un ave. Cuando vio dónde estaba, esta chilló y extendió las alas,
apretó las garras alrededor de la muñeca de Brysen, pisándolo con
fuerza. Él le susurró algo. El pájaro se calmó.
Shara era un azor, más grande que un cernícalo, pero mucho más
malhumorado. Tenía un ala torcida y un temperamento nervioso,
era propensa a arranques de violencia bruta y días de hosquedad.
No eran demasiado distintos, Brysen y Shara.
El ave pasó su peso de un lado sobre su puño. Él le acarició una
garra con el pulgar.
—Te voy a dar este dato gratis —susurró Vyvian a la oreja de
Kylee—. El apodo de ese transportista es «Creador de Huérfanos».
—¡No lo hagas! —le gritó Kylee a Brysen, abriéndose paso por la
multitud a los empujones hasta llegar al borde de la arena de riña.
La ambición de Brysen en las arenas no siempre iba de la mano con
su talento. Siempre trataba de competir contra el rival más grande
y con las peores probabilidades. Cuando ganaba, ganaba a lo
grande, pero cuando perdía, había cicatrices.
—¡Ha aceptado el desafío, Ky! —le gritó Nyck, uno de los chicos
riñeros—. No puede arrepentirse ahora.
—No te preocupes —exclamó Brysen—. Cuando gane, compraré
una pierna de cordero completa para cenar.
Sonrió, pero no hacia ella; después desenganchó la correa corta
que enlazaba a Shara a su guante, desenrolló la soga de riña que
llevaba al hombro y, con una mano, ató el extremo con la punta
doble a las pihuelas en sus tarsos. La soga tenía un broche que
estaba inserto en un eslabón giratorio debajo de los tarsos del ave,
lo que le daba a Shara libertad de movimiento al mismo tiempo
que la mantenía conectada al guante. Estaban unidos el uno con el
otro en la riña, amarrados de muñeca a tarso, de la tierra al aire.
Lodo abajo y lodo encima.
—Deséame suerte —dijo Brysen.
—¿Has tenido suerte alguna vez? —preguntó Kylee.
Brysen frunció el ceño, y después desenvainó su cuchilla de garra
negra.
2

Su hermano se había dado la vuelta para enfrentar al Creador de


Huérfanos y sujetaba su cuchillo en posición de lucha. El filo negro
y curvo imitaba el pico brutal de un halcón, y los ojos de Shara se
iban hacia él, vacilantes.
El cuchillo era viejo, pero cúantos años tenía, los dos lo
desconocían. Llevaba símbolos grabados a los que su padre se
refería como «lengua hueca», el idioma ancestral de los pájaros.
Pero solía ser fácil engañar a su padre y quizás se había
convencido a sí mismo de que eso era verdad para evitar enfrentar
el hecho de que lo habían estafado con una antigüedad falsa. No
había nadie que realmente pudiera leer la lengua hueca ni que
pudiera saber con certeza cómo se escribía.
De todas formas, era lo único que quedaba del hombre, y Brysen
había querido quedárselo. Él tenía cicatrices en todos sus dedos de
las veces que su padre había fallado cuando jugaba borracho al
dedo clavado con la mano abierta de Brysen presionada contra la
mesa. Por qué su hermano se había aferrado al cuchillo
desconcertaba a Kylee. Había una magia extraña que ligaba el filo
a las heridas que abría.
Brysen se agachó, colocó el brazo contra su pecho y apoyó la base
de la empuñadura del cuchillo en el medio de su antebrazo
enguantado, formando una T con el filo como pata.
Esperó.
El Creador de Huérfanos adoptó la misma posición y los ojos de
Brysen se centraron en él.
Shara vio el otro cuchillo, al otro cetrero y al otro pájaro.
Ciertamente era una imagen familiar, aunque no una agradable. Se
contrajo sobre sí misma; este era un mal momento para mostrar
miedo.
Un azor temeroso posado con las garras metidas bajo las plumas
de la cola y con la cabeza echada hacia atrás es una imagen
ridícula. Son aves grandes pero rechonchas, con la forma de un
dedo pulgar dibujado por un niño, con un pico en una furiosa V en
el centro del rostro. Y Shara, que se posaba con una leve inclinación
hacia un lado, parecía más ridícula que la mayoría.
En el pecho tenía rayas grises y blancas con un patrón de espiga
y sus ojos rojos estaban encapuchados con negro. El resto de sus
plumas era una mezcla de grises, lo que la ayudaba a camuflarse
contra el terreno rocoso de las laderas, pero la hacía sobresalir
intensamente contra el verde exuberante aquí abajo, en Seis
Aldeas, al avanzar el deshielo.
Nyck silbó y los contrincantes comenzaron a rodearse. Las aves
estaban sentadas en sus guantes con una quietud conocida solo por
el depredador y su presa. Kylee podía sentir esa quietud dentro de
sí.
Quienes crecen en una casa donde son presas de la ira de un
padre aprenden a degustar el silencio de la forma en que los ricos
degustan el vino. El silencio tiene infinitos sabores, con
innumerables matices y notas. El más mordaz de todos los
silencios y el que es más necesario conocer es el silencio previo a un
ataque. Kylee inhaló a medias y contuvo la respiración en el
momento exacto en que el otro cetrero impulsó el brazo hacia
arriba y lanzó a su rapaz.
—¡Uch! —gritó Brysen y elevó a su propia ave rapaz con el brazo.
En el instante que duró un latido, Kylee tuvo miedo de que Shara
no se soltara, de que se aferrara con tanta fuerza a su hermano que
ni siquiera el guante podría protegerlo. Pero justo cuando su brazo
llegó a la cúspide de elevación, al ofrecerla al aire, el aire la aceptó.
Sus alas se abrieron, su cabeza se estiró por encima de sus hombros
y ella voló. El brazo de Brysen se sacudió.
El blanco brillante del lado interno de las alas de Shara
resplandeció como nieve en la cima de las montañas. Las plumas
de su cola se abrieron, sus plumas de vuelo se extendieron y sus
garras se plegaron debajo de ella. Aleteó con furia en la dirección
opuesta al cernícalo marrón y chilló. Los cascabeles de latón atados
a su muñequera, diseñados para seguirle el rastro durante una
caza, tintinearon mientras ella volaba y la cuerda de riña se
desenrolló detrás.
Cuando alcanzó la extensión total de la soga, Brysen plantó los
pies y giró su torso para encaminarla hacia el otro halcón, que
había encontrado una corriente de aire y había abierto las alas para
planear y bajar en picado.
Shara miró hacia abajo, sus ojos siguieron la cuerda de regreso a
él. Los músculos de Brysen estaban tensionados contra la fuerza
del azor y el tironeo del viento. Se movió en círculo para mantener
la distancia con el otro hombre y silbó, más una advertencia que
una orden. Shara plegó las alas contra el cuerpo y se zambulló.
Era un elegante rayo gris que cruzaba el cielo. Con la cabeza
adelante y los ojos fijos. Las plumas de la cola oscilaban para
conducirla directamente hacia el cernícalo marrón. El aire aulló al
atravesar a toda velocidad los cascabeles en la muñequera de
Shara. La rapaz de Brysen, tan torpe y miedosa en el puño, se
había convertido en gracia y perfección, nunca más hermosa que
cuando estaba haciendo lo que había nacido para hacer: matar.
El picado de proyectil de Shara estaba dirigido al ave más
pequeña. El cernícalo la vio venir y reaccionó instantáneamente,
dando vuelta su cuerpo de forma que las garras de ambos
chocaron y se enredaron en una colisión en el aire que lanzó a los
pájaros a rodar, en una caída que imitaba el mural del acantilado
detrás. Igual de rápido, se separaron y salieron volando en
direcciones opuestas.
Unas pocas plumas cayeron en espiral hacia la tierra.
En el suelo, Brysen y su adversario intentaban controlar a sus
halcones con sus manos enguantadas al mismo tiempo que
acortaban la distancia entre sí.
Brysen arrastraba los pies alrededor del perímetro de la arena
hacia el transportista. Los brazos de este último eran más gruesos
que los muslos de Brysen y su ave era más pequeña que la de
Brysen, por lo que se movía con más facilidad y pudo acortar la
distancia entre ambos cruzando en recto, en vez de ir por el borde.
Su filo subió y el cuchillazo fue rápido, directo a la soga que ligaba
a Shara con el guante de Brysen.
Si se cortaba el amarre entre el halcón y el humano, se perdía la
riña. También era derrota si ave o humano, o ambos, eran
asesinados. En las arenas, toda riña podía ser una lucha a muerte.
Brysen se retorció para salir del alcance del filo del Creador de
Huérfanos y usó el amarre de Shara y su peso liviano para
columpiarse hacia un lado. Al moverse, lanzó un cuchillazo con su
propio filo para bloquear el ataque. Hubo un chirrido de metal
contra metal. Kylee se contrajo al ver que la fuerza del golpe
sacudía la mano de su hermano. Su adversario era demasiado
fuerte para él, pero Brysen era más rápido.
El segundo ataque con cuchillo y el tercero pasaron lejos, gracias
a que Brysen esquivaba el cuchillo con la gracia de un bailarín.
Incluso con su peso ligero, hizo bajar a Shara cuando recuperó el
apoyo en el suelo, pero se midió para tirar una última vez de forma
que, al descender, su ave quedara justo debajo del círculo del
cernícalo en vuelo.
Cuando soltó la cuerda otra vez, Shara salió disparada directa
hacia arriba, batió sus alas poderosamente y se estrelló contra la
parte inferior de la otra ave para acuchillarle el estómago.
Hubo un enredo de garras en el cielo, un rocío de sangre. Los dos
luchadores que estaban en la arena fueron empujados uno hacia el
otro por las cuerdas de riña enredadas.
Las rapaces se separaron, circunvolaron y, lanzando chillidos,
volvieron a chocar; sus garras rasgaron el aire, un ave en busca de
la otra, pero sin poder aferrarse. Con cada vuelta y ataque, las
cuerdas de riña se retorcían cada vez más abajo y Brysen era
forzado a acercarse más al Creador de Huérfanos.
—Preferiría cortarte la cara que la cuerda, pajarito —se mofó este,
y lanzó una cuchillada hacia Brysen con deslumbrante velocidad.
Brysen conectó el bloqueo y se protegió la cara, pero la fuerza del
ataque fue tanta que le arrebató el cuchillo curvo de la mano, que
se hundió en la tierra. Hizo el intento por buscarlo, pero el
transportista agarró las cuerdas enredadas y lo atrajo hacia sí.
Podría haber cortado la soga de riña en ese mismo instante, pero en
vez de eso, de un tirón, acercó más a Brysen, lo hizo girar como a
una muñeca de paja y lo sujetó desde atrás con su antebrazo
enguantado. Las cuerdas de riña latigueaban y se retorcían
mientras los halcones luchaban, pero el brazo musculoso del
transportista sujetó a Brysen contra su pecho.
El aire se volvió piedra en los pulmones de Kylee cuando el
Creador de Huérfanos puso el cuchillo en la garganta de Brysen.
3

Se consideraba de mal gusto matar a un oponente cuando podías


cortar la cuerda, pero no iba contra las reglas. No era asesinato si
ocurría en la arena. Las reglas, no obstante, establecían que debías
ofrecer tres veces la posibilidad de rendición.
—¿Te rindes? —siseó el transportista a la oreja de Brysen, tan alto
que todos pudieron escucharlo.
Brysen luchó por liberarse.
—Ríndete, pajarito, o te afeitaré por primera vez con este filo.
Brysen luchó. Sus ojos escanearon el cielo en busca de Shara.
Cinco temporadas de deshielo atrás, su decimoprimera, había
rescatado a Shara de las arenas de riña después de que el ave
desperdiciara la suerte de plenilunio de su padre. Estaba herida y
Brysen la había alimentado a mano durante semanas, la había
acurrucado contra su pecho por las noches para mantenerla
calentita y la había entrenado en las praderas durante las pocas
horas que podía robar cuando su padre no estaba.
«Shara tiene potencial», solía decir. «Va a demostrar que es un
gran halcón cuando tenga la oportunidad».
La rapaz todavía tenía que demostrar esa grandeza, pero Brysen
aún llevaba las cicatrices que le habían quedado por defenderla de
la ira de su padre.
«¡Los halcones no son mascotas!», había bramado su padre
mientras azotaba a Brysen con una correa de cuero para perros la
noche que el chico llevó a Shara a casa. La había sostenido contra
su pecho para protegerla. ¡Crac! El cuero se había estrellado contra
su piel. ¡Crac! «¡Te enseñaré cuánto te costará querer a una!».
¡Crac! ¡Crac!
Más tarde, Kylee había ayudado a Brysen a limpiar el suelo de
su propia sangre, pero él mismo la había quitado de las plumas del
ave, una a una, con una cubeta de agua fría. La rapaz lo había
dejado hacer y no había emitido ni un pío. Habían sido
inseparables desde entonces.
Brysen regresó a las arenas de riña con Shara. Pelea tras pelea,
buscaban una riña tan alta y salvaje que arrasara con todo el
pasado. No habían encontrado una aún y habían perdido más de
las que habían ganado. No había forma de convencerlo de que solo
un tonto perseguiría la aprobación de un muerto.
—¡Ríndete! —gritó Kylee. Buscó con la mirada a sus amigos, a la
heterogénea banda de chicos riñeros, y vio a Dymian. Quizás fuera
la única persona a quien Brysen haría caso. Quizás—. Dymian, ¡dile
que se rinda!
Dymian fijó los ojos en Kylee, frunció el ceño y abrió sus manos
con las palmas hacia al cielo. No lograría que Brysen se rindiera
más que ella. Su estúpido hermano prefería morir antes que
fracasar. Brysen cerró con fuerza los labios y apretó las
mandíbulas.
El transportista sonrió.
—Última oportunidad, pajarito. ¿Te rindes?
Sus halcones chillaron arriba. Shara había mordido el ala del otro
pájaro y había forzado a la otra rapaz a separarse. El crujido de los
broches contra el cuero de los guantes al tensarse sonó como un
cuerpo estirado por un verdugo en una mesa de tortura.
El corazón de Kylee gritó por su hermano. En la cara de Brysen,
veía la terquedad brutal de su padre. Odiaba verla en él, odiaba
ese fragmento de su hermano que se odiaba tanto.
Mientras su corazón gritaba, sintió que este se estiraba hacia su
hermano, como un amarre invisible que formaba un bucle entre su
propio pecho y el de él, como un ocho infinito. Su pulso se aceleró y
un extraño viento corrió a través de ella, como si el cielo emergiera
de sus pulmones. Sintió que explotaría si no exhalaba. Contenerlo
dolía.
En su mente, vio a su padre cerniéndose sobre Brysen; la delgada
espalda de su hermano, un nido flojo de brillantes líneas rojas
abiertas por el látigo. Se vio a sí misma acobardada con su madre,
pensando que nadie vendría a salvar a Brysen, nadie le ofrecería
protección. Había sentido esa respiración ardiente entonces
también, pero la había contenido, había tenido miedo de soltarla.
Había jurado que nunca la dejaría salir. Incluso ahora le tenía
miedo. Pero no podía retenerla.
—Shyehnaah —exhaló, y la extraña palabra le quemó la boca al
decirla.
Shara chilló.
El azor se apartó de la riña en el aire y se zambulló, furioso, hacia
el rostro del Creador de Huérfanos. Lo golpeó con suficiente fuerza
como para romperle la nariz. Kylee sintió el impacto en sus propios
huesos. El transportista aulló y perdió el agarre de Brysen, quien
no desaprovechó el tiempo y giró para lanzarse a por su cuchillo.
Shara enterró una garra en la mejilla del transportista y la otra en
su cuero cabelludo.
—¡Arrr! —gritó el hombre, mientras la sangre que salía de su
frente lo cegaba. Brysen usó el momento para embestir, cuchillo en
alto. Shara salió volando desde la cara del hombre en el preciso
momento en que Brysen partía la correa de cuero del corpulento
hombre por completo.
Arriba, el cernícalo del Creador de Huérfanos volaba libre,
batiendo las alas hacia el horizonte.
—¡Victoria! —exclamaron los chicos riñeros alrededor de la arena
—. ¡Eso ha sido una victoria! ¡Brysen ha ganado!
Él levantó la vista hacia la multitud que lo celebraba, sin aliento
y con una sonrisa. Shara bajó en picado para aterrizar en su puño
extendido, él le dio un bocado del bolsillo de su chaleco y la elogió,
aunque era la carne lo que a ella le gustaba, no el elogio.
El muchacho encontró los ojos de Kylee e hizo un guiño, como si
ella no hubiese tenido nada de qué preocuparse, como si él hubiese
tenido todo bajo control durante toda la pelea, cuando,
obviamente, había sido ella quien lo había salvado. Quizás no lo
sabía. Quizás había elegido no saberlo. Había pasado mucho
tiempo, quizás se había olvidado.
Al lado de Kylee, estaba Vyvian. No miraba a Brysen celebrarlo,
sino a ella.
—¿Qué? —preguntó Kylee, que sintió las mejillas calientes—.
¿Qué miras?
Vyvian ladeó la cabeza.
—Nada —dijo, con una curiosidad que tiraba de las comisuras
de su boca—. Ha sido una pelea salvaje. Un final sorprendente.
—Sí —respondió Kylee—. Es increíble que Shara sea tan leal a mi
hermano.
—Increíble, sí —contestó Vyvian. El peso de lo que ninguna
estaba diciendo se posó sobre ellas. Kylee volvió la mirada a su
hermano.
Este se había dado la vuelta para buscar a Dymian y su
expresión se había apagado. Siguió la mirada de su hermano hasta
el entrenador. No estaba celebrándolo como el resto y no estaba
corriendo hacia la arena para abrazar a Brysen —que era lo que
este realmente quería—. En lugar de eso, Dymian se había
escabullido hacia Nyck, que estaba contando bronces, para
pagar… ¿su derrota?
¡Por todos los sorbedores de gusanos, comedores de lodo con cara
de fringílidos! Había apostado contra su hermano. Había apostado
a que Brysen perdería.
Y Brysen lo observó. Brysen lo supo. Toda la alegría de la victoria
se había escurrido del cuerpo de su hermano, cuyos hombros se
habían hundido. Hasta el gris de su pelo parecía haberse vuelto
más ceniza. Solo Brysen podía ganar una milagrosa riña y terminar
con el corazón roto al mismo tiempo.
Su hermano estaba tan centrado en Dymian entre la
muchedumbre y Kylee estaba tan centrada en él y Vyvian tan
centrada en ella que ninguno vio que el ensangrentado Creador de
Huérfanos había ido tras Brysen, hasta que fue demasiado tarde.
A la sombra del transportista, Brysen dio media vuelta justo a
tiempo para recibir un puñetazo en la cara que lo noqueó de
regreso al lodo. Shara se disparó al mismo tiempo que él caía, pero
el transportista abofeteó al pájaro a medio aleteo y este cayó sobre
Brysen. Entonces sujetó su cuchillo y rebanó la cuerda de riña floja
que amarraba a Brysen y Shara. Entornó sus ojos ensangrentados.
—¡Te voy a despellejar la cabeza, muchacho! —rugió mientras
arremetía contra Brysen, con el cuchillo en alto. Shara,
sobresaltada, usó el pecho de Brysen para levantar vuelo, sin
ataduras.
—¡Shara! —gimoteó Brysen.
—¡Detente! —gritó Nyck, con voz entrecortada—. ¡Se ha
declarado la victoria!
Pero el transportista no acató esa regla. Herido y enfurecido,
golpeó a Brysen en un costado y le hizo un tajo.
Entonces los chicos riñeros irrumpieron en la arena.
4

Había ocho chicos riñeros en total, con Nyck a la cabeza; todos ellos
iban vestidos con coloridos chalecos y pantalones de rayas
brillantes, y siempre intentaban superarse unos a otros en la
ostentación de su ropa. Durante el último viento gélido, cuando
Nyck se hizo un tatuaje de las galas de un pavo real alrededor del
cuello, los otros se habían apresurado a hacerse sus propios diseños
con tinta: escenas de La épica de las cuarenta aves, dibujos de hombres y
mujeres flexibles en diversas etapas de desnudez, fragmentos de
poesía en los más vibrantes colores que los artistas del tatuaje del
pueblo pudiesen crear. Llevaban plumas en las orejas y brazaletes
hechos de huesos huecos. Hasta las empuñaduras de sus cuchillos
estaban decoradas con colores estridentes. Ahora, al correr a toda
velocidad hacia la arena con los filos desenvainados, parecían una
bandada de papagayos sedientos de sangre.
Los otros transportistas se metieron para apoyar al Creador de
Huérfanos, pero los superaban en cantidad. Los chicos riñeros los
flanquearon.
—Iros u os abriremos de los huevos al pelo —les advirtió Nyck,
revelando una navaja de cazador con empuñadura de hueso. Nyck
era más pequeño que el resto de los chicos riñeros, pero hablaba
con la fuerza de todos—. Esta no es una de las casas de vuestro
recorrido por las planicies. Aquí tenemos reglas.
Los transportistas cayeron en la cuenta de que realmente eran
desconocidos aquí y que romper una regla en Pihuela Rota era
provocar la ira de la familia Tamir. La familia Tamir no toleraba
las trampas en su establecimiento —salvo que fueran ellos quienes
estuvieran jugando sucio— y alentaban a los chicos riñeros a ser
quienes hicieran cumplir las reglas, a cambio de cantidades
ilimitadas de cerveza de leche y hojas de cazador. Si los
transportistas deseaban salir de Seis Aldeas con sus cargas y todos
sus miembros, tendrían que tranquilizarse. La familia Tamir
estaba tan cerca de la nobleza como Seis Aldeas, y los impuestos
que pagaba al Castillo del Cielo le garantizaban a la familia poder
hacer lo que quisiera en su pequeño dominio. Un transportista
muerto o tres serían amablemente ignorados por los kyrgios. Lo
mismo, no obstante, era verdad para Brysen. Si le rebanaban la
garganta hoy, la actividad ni siquiera se desaceleraría en Pihuela
Rota.
—No vale la pena perder sangre —advirtió Nyall a los
transportistas.
Nyall era alto, de espaldas anchas, piel tan negra como las
plumas de cuervo y ojos de color verde hierba que hacían juego con
la brillante pluma de su oreja. De todos los chicos riñeros, Nyall era
el único a quien Kylee podía llamar amigo. Una vez se había
parado cuesta abajo de su casa y había silbado un canto de ave
hacia su puerta. El padre de Kylee lo había hecho correr, pensando
que había estado silbando a Brysen, y luego le había dejado el ojo
negro a su hermano por «picotear amores como una paloma que
come semillas». Nyall se había sentido fatal por el malentendido y
se había convertido en amigo de ambos desde ese día.
No hacía su bronce con apuestas, robando o trabajando para los
Tamir como los otros chicos riñeros, sino que tenía un trabajo
decente en la Equipería Dupuy, donde vendía muebles para
halcones. Sería un seisaldeano respetado algún día, pero eso no
quería decir que no pelearía. Quería decir que cuando elegía
luchar, pretendía ganar.
El sangriento Creador de Huérfanos parecía a punto de atacar
otra vez, pero la rudeza en los ojos de Nyall y el ímpetu en el filo
de Nyck lo hicieron dudar.
El transportista bajó su arma y dejó que sus amigos le limpiaran
la sangre de la frente. Casi al unísono, la multitud respiró —la
mitad con alivio, la otra mitad con decepción— y la actividad de
las riñas volvió a empezar. Piezas y redondos de bronce pasaron
de mano sucia a mano sucia con clincs y clancs.
—¡Buena elección! —Nyck sonrió cuando los transportistas se
iban de la arena—. Ahora, ¿quién tenía «corte de cuerda»? —
preguntó en voz bien alta, subió por el costado de la arena y buscó
los pequeños sacos de dinero que llevaba en el cinturón. Dirigir las
arenas pequeñas de la familia Tamir y recolectar las ganancias era
tan importante como hacer respetar las reglas (probablemente más
importante). Las reglas existían para generar bronce y no al revés
—. Te corresponden dos redondos y medio y un redondo a ti y un
cuarto… pf, vaya apuesta, ¿eh?… para ti. Tenías a Shara muerta, Rolly,
no te escabullas. Son tres redondos y una pieza para mí… no
puedes matar a ese halcón.
—¿Está bien tu hermano? —Vyvian apoyó la mano en el hombro
de Kylee.
Durante toda la acción, Brysen había permanecido inmóvil. Solo
se había quedado ahí en la arena, mirando el gigante mural detrás
de sí y el cielo pálido de la tarde arriba de este. Shara circunvolaba
alto, llamando «¡Ki! ¡Ki!», de forma estridente y aguda. La cuerda
de riña cortada iba tras ella como una triste bandera en un desfile
solitario. Brysen miraba fijamente al ave y al gran vacío azul
grisáceo más allá de ella.
El halcón aleteó tres veces, después se instaló en la cima del
acantilado pintado y ahuecó y acicaló sus plumas grises. Plegó sus
garras debajo de sí y giró la cabeza para apoyarla en las plumas de
su espalda.
Kylee dejó a Vyvian y se deslizó hacia Brysen en la arena.
Levantó el cuchillo de garra negra de la tierra y se lo dio.
—¿Probaste lo que necesitabas probar? —preguntó ella.
—He ganado —dijo Brysen con dientes apretados mientras se
empujaba contra el suelo para levantarse, luego se sacudió la
tierra. Tenía un pequeño punto de sangre en el cuello y un hilo rojo
le caía desde la nariz. Sus ojos escanearon la muchedumbre que
había arriba y su desdén flaqueó. Se mordió el labio.
—Él no vale la pena —Kylee le dijo a su hermano, sin tener que
nombrar a Dymian. Este siempre estaba posado en el borde
invisible de la mente de Brysen—. Quien apueste contra ti no vale
ni un escupitajo.
Su hermano volvió a fijar los ojos en ella.
—Nunca le has mostrado respeto alguno.
—La basura esa no se lo ha ganado.
—No lo llames así.
Dymian era un verdadero maestro cetrero, entrenado y
certificado en el Castillo del Cielo, segundo hijo de un noble uztari,
pero era un apostador y un mentiroso, y su familia lo había
expulsado al finalizar su formación y se había visto forzado a
abrirse su propio camino en el mundo. Había llegado hasta Seis
Aldeas, y Brysen lo seguía a todos lados como si estuviese
amarrado a su guante.
Su deshonra y su juventud lo hacían un entrenador barato y
disponible, y Brysen se había vuelto un cetrero decente porque
Kylee no tenía deseo alguno de serlo. Le importaban las aves
rapaces porque ese era el negocio al que se dedicaba —al menos
hasta que pagaran lo que su padre le debía a los Tamir en el
momento de su muerte—, pero ella no quería saber nada con hacer
volar a los pájaros. Así que encontraba dinero que no tenía para
que pudieran pagar el maestro cetrero de bajo precio que no le
gustaba y que se suponía iba a enseñarle a Brysen todas las cosas
que él no sabía.
Este había logrado aprender un montón sobre aves, no tanto
sobre la gente. La suya era un alma que remontaba vuelo, que
anhelaba volar más alto de lo que sus alas podían llevarlo, más
alto de lo que los vientos de su mundo podían permitir; pero él
nunca dejaba que una pequeñez como la vida real se interpusiera
en el camino de sus anhelos.
—¡Bien hecho! —Dymian apareció junto a Brysen y lo envolvió
con sus brazos y presionó al delgado muchacho contra su pecho
antes de devolverle la chaqueta—. Estoy orgulloso de ti.
Brysen alejó la mirada mientras se ponía la chaqueta y sacaba
unas pocas hojas de cazador verdes de su bolsillo. Las metió en su
boca.
—Casi pierdo.
—Pero ¡no perdiste! —Dymian sonrió. Plantó un beso en la
coronilla de Brysen—. Mostraste corazón; mostraste paciencia. De
eso se trata la mejor cetrería.
—En ese caso —interrumpió Kylee—, ¿ya le has enseñado todo lo
que puedes? ¿No hay necesidad de más clases?
Dymian rio, pasó una mano por su cabellera castaña y le sonrió.
—Aún tiene que dominar algunas pocas técnicas más. —Jamás
diría nada que lo dejase sin paga—. Tú deberías entrenar con
nosotros.
—Estoy segura de que te encantaría cobrar el doble —contestó
Kylee. Esta era una vieja conversación, una que Dymian no dejaba
en paz.
—Ah, pero obtendrías descuento por familia. Nos encantaría que
te unas a la gran y noble tradición de la cetrería. Después de todo,
un cetrero nunca pasa hambre.
—Eso no es verdad —respondió Kylee—. Los halcones comen
mejor que nosotros.
—Entrena conmigo. Reconozco el talento a simple vista.
—No apuestes por él —estalló ella contra el entrenador, deseando
que las palabras pudieran perforar la piel con tanta profundidad
como una garra.
La mandíbula pronunciada de Dymian se contrajo y sus ojos se
dispararon a Brysen, que mantuvo la cara en blanco.
—Gano algunas, pierdo otras —dijo en voz baja.
Brysen bajó la mirada al suelo.
—¿Por qué no…? —comenzó a decir, pero Nyck lo interrumpió al
aparecer entre ellos, con una gran sonrisa y dándole una palmada
en la espalda tan fuerte a Brysen que Kylee se sobresaltó.
—¡Buen triunfo, Bry! ¡Le enseñaste a ese sucio transportista cómo
peleamos aquí en Seis! —Dejó caer unos bronces en el bolsillo de
Brysen. Este se encogió de hombros, pero palmeó el bronce para
sentir el peso. Quería pagar sus deudas tanto como Kylee, pero
prefería ganar el bronce en las arenas más que en el mercado. No
había multitudes enfervorizadas en los puestos del mercado. La
gloria era la moneda que verdaderamente deseaba, y las de bronce
eran solo la forma más fácil de medirla.
—Y ¡Dymian! —dijo riendo Nyck—. Otra derrota para los libros,
¿eh? ¡No puedes ganar ni cuando tu chico lo hace por ti! —Tenía los
dientes manchados de hoja verde y sus ojos se movían rápido
como una presa. Si hubiese estado sobrio, habría mantenido la
boca cerrada.
Los monederos enhebrados alrededor de su cinturón tintinearon.
Probablemente era la única persona en Pihuela Rota que podía
alardear de las monedas que llevaba sin que le robaran, porque
ninguna le pertenecía. Solo para recordarle a cualquier ratero de
quién era el bronce que llevaba, cada saco estaba sujetado a su
cinturón con un contrapeso tallado con el emblema Tamir, un
águila de jacarandá con palomas de color blanco hueso en las
garras y con un solo rubí rojo atento, haciendo las veces de ojo.
Cada contrapeso valía más que lo que contenían los monederos, y
Nyck llevaba cinco de ellos.
—¿Qué clase de idiota apuesta contra su novio? —Nyck se reía,
sin molestarse en leer los ceños fruncidos en todos los rostros—.
Vas a perder tu camisa un día.
Dymian parecía a punto de golpear a Nyck, y Kylee quería
golpear a ambos. El entrenador trató de aliviar la tensión con una
sonrisa desenfadada dirigida a Brysen.
—¿Perder mi camisa sería algo tan horrible?
Las suaves mejillas de Brysen se enrojecieron, aunque él siguió
concentrado en sus pies. Escupió un pegote verde al suelo.
Entre los halcones, los machos —llamados terzuelos— tienen
cerca de un tercio del tamaño de las hembras. La injusticia de la
humanidad hacía que la mayoría de los chicos riñeros en Pihuela
Rota fueran más corpulentos que Kylee. Si le daba un puñetazo a
uno en la boca, el resto de la bandada estaría sobre ella con más
rapidez que el latido de un colibrí. La lealtad de los riñeros era
encantadora… hasta que se volvía dolorosa.
Kylee hundió un dedo en el pecho de Dymian.
—Si apuestas contra mi hermano una vez más, la camisa es lo
único que quedará de ti.
Nyck, a quien Kylee conocía desde antes de que fuera un riñero y
antes de que se llamara Nyck, sabía cuándo meterse en una pelea y
cuándo alejarse de una. Ahora eligió, con inteligencia, retirarse.
—Ah… os veré luego. Tengo que buscar… eh… un poco de… de
queso… para mis… ratones… y… eh… algunos ratones para…
para las aves… ehm… sí… —Se fue tan rápido que su sombra tuvo
que estirarse para alcanzarlo.
Dymian dio un paso atrás para alejarse del dedo de Kylee y
sostuvo las palmas hacia arriba, rindiéndose.
—Qué mal humor tienes. Solo te he dicho que deberías entrenar
con nosotros.
—A ella ni siquiera le gustan las aves —interrumpió Brysen—. Y
no necesitamos tenerla cerca cortándonos las alas.
—Bueno. —Dymian asintió, sabiendo que era mejor no insistir.
—¿Por qué no nos ayudas a bajar a Shara? —sugirió Kylee,
señalando al ave en el risco—. ¿Nos muestras cómo se hace?
—No necesito ayuda para bajarla —gruñó Brysen.
Llevó los dedos de su mano derecha a sus labios y silbó tres veces
—tres estridentes estallidos—. Luego sostuvo su puño enguantado
en alto para mostrarle a Shara dónde aterrizar.
Esta no bajó.
Dymian le echó un vistazo al halcón en la cima del acantilado,
luego a Brysen.
—Si sujetas un trozo de… —comenzó a decir.
—Sé qué hacer; no te preocupes —lo interrumpió Brysen.
Pese a lo sutil que su hermano creía ser, era obvio que estaba
avergonzado y que claramente quería que Dymian se fuera.
También era muy evidente que quería que Dymian se quedara. El
maestro cetrero miró a Kylee en busca de una guía.
La mirada de esta era tan imperturbable como la de un halcón.
Nadie jugaba con los sentimientos de su hermano y después
conseguía ayuda de ella.
—Me encantaría ayudarte, Bry —dijo finalmente Dymian—. Pero
tengo una reunión con unos… clientes. No puedo llegar tarde. —
Enganchó un pulgar con el otro y cruzó sus manos, sosteniendo los
dedos hacia afuera como las alas de un pájaro, después los
presionó contra su pecho.
—Seguro, Dymian —respondió Brysen. Le devolvió el gesto.
Dymian saludó de la misma forma a Kylee, pero ella no le
correspondió. Él negó con la cabeza, los dejó y despareció por la
cocina al interior penumbroso de Pihuela Rota.
—Muchas gracias —espetó Brysen a su hermana—. Hoy he
ganado. ¿Por qué tenías que fastidiarlo con uno de tus humores?
—No estoy de mal humor. —Kylee odiaba lo que los chicos
siempre suponían cuando ella se enfadaba, como si sus emociones
no fueran parte de una mente pensante como la de ellos, sino más
bien una mente atada a las lunas y los vientos, como la de un
animal. Sin duda, su propio hermano debería haber sido más
sensato.
Brysen volvió a silbarle a Shara. Tres estallidos en staccato que
provocaron que el azor mirara hacia abajo, pero no que se moviera.
Los halcones no respondían a los llamados a menos que decidieran
que era beneficioso para ellos hacerlo. No eran ratones bailarines ni
osos malabaristas. Mucho menos perros, que querían complacer a
sus amos. Los halcones se quedaban con las personas porque les
convenía hacerlo. Volaban al puño porque eso significaba comida,
cobijo y comodidad, pero tenían el uso de los cielos. Podían volar
adonde quisieran.
La emoción de un cetrero surgía, en parte, por ser elegido. La
pena podía surgir así de fácil también.
En estas laderas, los primeros uztaris que cruzaron las montañas
también fueron los primeros en adiestrar aves rapaces para cazar y
pelear. Lucharon contra los altaris, cuyo culto a las aves prohíbe la
cetrería, los exiliaron y construyeron una nueva civilización en su
territorio. Desde los ancestrales cultos al cielo de los nómadas hasta
los actuales kyrgios en el Castillo del Cielo, la nación de Uztar se
mantenía unida por la tradición del halcón, por el amor al pico y la
garra y por la fe en las ancestrales bandadas que los llevaron hasta
el valle; una fe que no siempre era recompensada.
Shara no bajaría hasta que no estuviera lista y dispuesta a
hacerlo, y ninguno de los silbidos y pedidos de Brysen la harían
cambiar de opinión.
—¿Puedo ayudar? —ofreció Kylee lo más amablemente que
pudo.
Brysen la miró con furia.
—Pensé que solo eras buena alejando cosas.
—No estaba tratando de alejar a nadie…
—No necesito tu ayuda —gruñó su hermano—. Solo empeoras las
cosas.
—¿Yo empeoro las cosas? —Kylee no lo podía creer. Le había
salvado la vida y le había dado la victoria. Cada bronce en los
bolsillos de Brysen le pertenecía a ella. Y lo había hecho por él. ¡Lo
había hecho porque lo quería!
—¿Por qué no te unes a los Sacerdotes Rastreros o algo? —gruñó
él—. Y deja de meterte en mis asuntos.
Sabía que era por la vergüenza y porque la hoja de cazador lo
estaba haciendo actuar como basura, pero aun así la sacó de sí.
Enfurecida, se arrodilló y agarró una vieja piedra a sus pies del
tamaño de la palma de una mano. Era uno de los escombros
ancestrales que estaban esparcidos por el suelo. Hizo saltar la
piedra en su mano una vez para sentir su peso, después la arrojó a
un arbusto de malezas que había cerca del portón que llevaba a la
carretera.
Una liebre grande salió huyendo de su escondite y, en ese
momento, Kylee llamó a Shara con un silbido.
La cabeza de la rapaz dio media vuelta de golpe e
instantáneamente captó la desesperada huida de la liebre en busca
de un nuevo refugio. El halcón no estaba tan ofendido como para
dejar que semejante bocado sabroso se escapara. Se lanzó desde el
acantilado, luego plegó sus alas para ir en picado y aterrizar con
fuerza sobre el lomo de la libre. La rapaz la sujetó contra el suelo,
estrujándola con sus garras mientras la liebre trataba de zafarse.
Otras aves que estaban en el patio chillaron, pero la caza ya había
terminado. Shara se quedó sobre la liebre, encorvó las alas y cubrió
el cadáver con sus alas para protegerlo de los ojos codiciosos de
otros cazadores mientras rompía la carne con su pico.
Después, Kylee volvió a silbar. El halcón alzó la cabeza, la giró y
la miró. Kylee sostuvo su puño en alto.
—No —dijo Brysen—. No lo hagas.
Pero el viento volvía a arder en los pulmones de Kylee, con una
presión creciente. Vio dolor en el rostro de Brysen, dolor y miedo, y
aunque sabía que había ido demasiado lejos, aunque sabía que
debía detenerse, no pudo. Quería ser amable. Quería instalar todo
para el mercado y dejar las aves listas, y así liberar a Brysen y a sí
misma de su última obligación para con su padre muerto, pero
Kylee nunca conseguía lo que quería. Andar detrás de Brysen,
asegurarse de que su madre no ayunara hasta la muerte, mantener
el negocio en funcionamiento de forma que pudieran pagar los
impuestos al Castillo del Cielo y su deuda a los Tamir; todo lo que
hacía era para otros.
Ahora que estaba cerca de lo único que quería para ella, su
hermano estaba siendo insensato. Bueno, ella podía serlo también.
La frustración le partió los labios y el aliento abrasador en su
interior salió a toda velocidad en una sola palabra ardiente, tan
furiosa ahora como había sido desesperada antes.
—Shyehnaah —dijo, y en un instante, Shara abrió las alas, levantó
a la liebre muerta y voló directa hasta Kylee. Al precipitarse hacia
el puño en alto, dejó caer su presa a los pies de Kylee y desplegó
las alas para desacelerar su aterrizaje. Las brillantes plumas
blancas del interior de sus alas casi cegaron a los mellizos. La rapaz
cerró las garras ensangrentadas alrededor de los nudillos desnudos
de Kylee y después se irguió, orgullosa, con los ojos fijos en la
liebre que había matado y que, por razones que probablemente no
entendía, había dejado caer a los pies de la hermana de su cetrero.
Las garras que se aferraban a la piel de Kylee hicieron que ella
sintiera que le estaban perforando la mano con clavos, pero apretó
los dientes y no dejó que se le notara. Los hilos rojos que caían por
sus nudillos no provenían solo de la liebre muerta.
Brysen la observaba con la boca abierta. Los halcones no traían
sus presas a sus cetreros. No era natural. Kylee había alardeado, en
público, con todo el mundo mirando.
Ella lo lamentó inmediatamente.
No había secretos en Seis Aldeas. Los hermanos Otak la habían
visto y eran espías, ambos. Y Vyvian, quien ya se abría paso hacia
ella por entre la multitud.
Solo había necesitado un momento de furia, un destello de
lástima por sí misma y rabia, y el poder que había silenciado desde
pequeña se pasaba en susurros de espía a espía, que pronto
volarían hasta el otro lado de la meseta. ¿Por qué ahora, después
de todo este tiempo? ¿Por qué hoy? Durante un momento
agobiante, solo quiso volver atrás, pero las palabras no eran
halcones adiestrados. Una vez liberadas estas a la caza, jamás se
las podía hacer regresar.
Brysen miró con furia a su hermana y a su rapaz.
—Me alegra que seáis tan felices juntas —gruñó, sin notar el
murmullo de la muchedumbre. Hizo el saludo de los pulgares
enganchados contra su pecho, pero sostuvo sus manos en puño en
vez de estirar los dedos en alas. El saludo de las alas rotas.
Después pasó junto a Kylee enfurecido y salió del patio de Pihuela
Rota.
Ella quería ir tras él, pero Vyvian se detuvo en su camino antes
de que pudiera seguirlo.
—Ky —dijo ella—, ¿eso fue… acabas de…?
—No quiero hablar —respondió.
—Esto es inmenso —la presionó Vyvian. Echó una mirada sobre
su hombro a los hermanos Otak (hombres de la edad de su padre),
quienes susurraban con excitación entre ellos—. Cuando se sepa
que puedes…
—Que puedo ¿QUÉ? —le gritó Kylee—. No sabes qué has
escuchado. Y si eres mi amiga, eso es lo que dirás a quien sea que te
pague por tus secretos, ¿está bien? Mi familia ha atravesado cosas
más que suficientes. No nos tomes de presa como un gavilán,
Vyvian. No tú.
—Cálmate —respondió—. Nadie está tratando de perjudicaros.
Pero son tiempos peligrosos y todos están buscando una ventaja.
—Bueno, yo no soy tu ventaja, Vyvian. —Vio que Nyall las
observaba desde el otro lado del patio, con la cabeza inclinada en
un gesto de preocupación—. ¡Ni tuya! —gritó—. ¡O tuya! —agregó
mirando a Dymian, quien estaba apoyado en la entrada de Pihuela
Rota. Estaba haciendo una escena, lo sabía, pero no podía
contenerse. Como un adicto a las hojas de cazador, se estaba dando
un atracón con su propia humillación y ahora lo único que
quedaba era salir corriendo. Tal como había hecho su hermano.
Todo el mundo la observó salir del patio y ella solo pudo
imaginar lo rápido que se divulgarían, de un extremo de la meseta
al otro, los rumores sobre su palabra susurrada.
Quizás Brysen tenía razón; quizás podía renunciar a todas las
aves rapaces y consagrarse a los Sacerdotes Rastreros. Quizás fuese
la primera vez que haría algo que enorgullecería a su madre.
Gruñó para sí. Esa era razón suficiente para no hacerlo.
Después de este mercado, dejaría el negocio de la cetrería para
siempre. Dejaría que Brysen continuara si quería, pero ella no
tendría más nada que ver con las aves rapaces y la extraña
violencia a la que estas la llevaban. Las garras de Shara cortaban la
piel desnuda de su mano, pero sabía que debía llevar el halcón de
regreso a su hermano. Le debía al menos eso.
Le debía mucho más que eso, en verdad.
Siempre se lo debería.
5

Su casa se encontraba en un claro en las laderas de una solitaria


extensión de terreno rocoso sobre las Aldeas. Su padre decía que
valoraba la calma que les brindaba vivir sobre Seis Aldeas en la
parte alta del Collar, pero ellos sabían, incluso de pequeños, que
era la única parcela de tierra que podía pagar. Las cuestas eran tan
áridas que cualquiera que quisiera podía levantar la vista desde el
pueblo y verlos en su patio o yendo al retrete exterior o ver cómo
su padre se tambaleaba en su regreso a casa. La privacidad era un
lujo que el paisaje no les ofrecía.
Prosperidad, tampoco.
El suelo apenas sustentaba un huerto, el camino a Seis Aldeas era
empinado y peligrosamente resbaladizo cuando llovía y el muro
de contención construido contra un costado de la montaña debía
ser constantemente reparado para protegerlos del desprendimiento
de rocas.
Aun así, era su hogar.
La cerca delantera estaba hecha de largos listones de madera
petrificada dejada por los altaris que habían vivido en las laderas
mucho tiempo atrás. Arbustos espinosos crecían por entre las
tablas, envolviéndolas y formando una barrera natural. Dentro de
la propiedad, las jaulas de los halcones estaban construidas de
forma improvisada con tablones desiguales. Mantenían la lluvia
afuera y a las aves dentro, pero cuando los halcones comenzaban a
chirriar, podía ser insoportablemente ruidoso.
La casa en sí misma era una sencilla vivienda de piedra
construida en el estilo antiguo, tres habitaciones curvadas
alrededor de una sala circular central para el hogar y la chimenea.
La puerta principal estaba colocada en la parte trasera de la sala
central y un camino de piedras triple llevaba de la puerta a la
verja, a las jaulas y al retrete exterior contra el despeñadero. Las
piedras eran irregulares en la tierra, de modo que repiqueteaban
cuando las pisaban.
Esa había sido una de las primeras innovaciones de Kylee y
Brysen. Cuando su padre aún estaba vivo, habían podido
escucharlo venir por el repiqueteo de las piedras.
Clic clic. Clic clic. Clic clic.
No siempre los había mantenido a salvo, pero le daba tiempo a
Brysen para roer algunas hojas de cazador, lo que lo distraía del
escozor del látigo. Por eso había comenzado a mascarlas de tan
pequeño. En aquel entonces ni siquiera le gustaba su sabor.
Kylee avanzó repiqueteando por el camino a las jaulas y dejó a
Shara en su percha y la encaperuzó con un movimiento fluido. Sin
poder ver y en silencio, Shara finalmente podría descansar. Los
halcones podían ver más y procesarlo más rápido de lo que los
humanos podían imaginar. Juntos, sus ojos pesaban lo mismo que
su cerebro y su reacción era inmediata. Esto los hacía cazadores
feroces, pero también extremadamente sensibles. El único alivio
que tenían de la arremetida del mundo era bajo las caperuzas de
cuero delicadamente labrado.
Había momentos en los que Kylee también deseaba ponerse una
pesada caperuza de cuero y estar en paz durante algunas horas. Su
madre lo hacía, de cierta forma. Estaba constantemente rezando o
meditando, con los puños llenos de tierra, insensible. Cuando no
estaba en uno de sus trances, daba sermones a Kylee y Brysen
sobre los males de la cetrería y las virtudes de los desaviados. Aun
así, comía los alimentos que proveía la venta de aves.
Kylee hizo un recorrido para ver al resto de los halcones en las
jaulas, aquellos que esperaba vender mañana.
Había un pinzonero —una raza de halcones popular para los
principiantes— que Brysen había capturado la semana anterior.
No había sido amansado aún —entrenado para sentirse cómodo
entre personas—, pero no necesitaría mucho tiempo. Los
pinzoneros eran aves fáciles. Algunos compradores querían la
posibilidad de que sus hijos amansaran uno ellos mismos.
El halcón perdiguero de color blanco nieve acababa de terminar
su jaulado y no valdría demasiado. Había dos cernícalos de alas
azules —una raza de halcones pequeños—. Los venderían como
pareja a algún coleccionista que buscase compañía más que un ave
de caza. Eran tan amistosos y afectuosos como podían ser las
rapaces.
El ave más grandiosa, el peregrino, pasaba de una pata a otra en
su percha, sin dudas ansiosa por volar. Era cazadora y volaba a
gran velocidad, un verdadero halcón de alas largas y más valioso
que cualquier otra ave en las jaulas. Si Brysen lo mostraba bien
mañana, Kylee quizás pudiera conseguir que se iniciara una puja.
Se preguntó cuándo había sido la última vez que Brysen lo había
sacado a volar.
Se dirigió a los registros y los hojeó, su mandíbula se fue
tensando cada vez más al pasar de página.
No los había actualizado en días.
En el libro de registro —que se suponía que debía llevar Brysen
— se dejaba asentado el peso del ave, cuánto alimento se le daba,
cuando estaba alto de peso, cuando estaba bajo y cuando estaba
precisamente en el peso de vuelo. Sin el registro, no tenían forma
de estar seguros —o de mostrarles a los compradores— que sus
aves estaban en buena forma y estado físico.
«Solo tenías un trabajo que hacer», masculló y dejó el registro en su
lugar.
Cerró las jaulas, chequeó las cadenas en la puerta tres veces e
inspeccionó las trampas alrededor del perímetro —pequeñas
trampas con dardos, ruidosos alambres para zancadilla—.
Normalmente no se molestaría —nadie en Aldeas les robaría—,
pero en los días cercanos al mercado, cuando el pueblo se llenaba
de extraños, los robos y el vandalismo no eran raros. Ni tampoco lo
era el avicidio. Los seguidores de los kartamis no matarían solo a
una o dos aves; si pudieran, envenenarían hasta la última ave del
mercado. Vaciarían los cielos y quemarían Seis Aldeas hasta que
solo quedaran cenizas. Aunque los Tamir y los distantes kyrgios
uztari jurasen que estaban a salvo en estas laderas, Kylee
comprobó las cadenas una última vez. Si todo iba bien en el
mercado, no tendría que volver a preocuparse por los pesos de
vuelo y los registros nunca más.
Con su futuro tan seguro como las cadenas podían asegurarlo,
cruzó el patio hasta la casa.
Clic clic. Clic clic. Clic clic.
Brysen estaba en el interior, se observaba el pelo en el espejo
sobre la pared mientras cantaba en voz baja para sí mismo.
—Nunca viejo y nunca nuevo, tralalá, tralaló… —Se detuvo cuando ella
entró—. ¿Has traído a Shara?
Kylee asintió.
—Brysen, lo siento, yo…
—Está bien —interrumpió abruptamente su hermano. Un
silencio se posó sobre ellos.
Solían hablar sobre todo. Solían jugar a que simulaban ser un
halcón —los dos una misma ave— y en susurros uno describía la
casa desde arriba, después el otro llevaba el halcón más alto y
contaba lo que podía ver y así sucesivamente. Cada vez iban más
alto e iban imaginando el mundo desde el cielo: lo que los vecinos
de Seis Aldeas estaban haciendo, cómo eran las caravanas que
cruzaban el Desierto de Parsh o los kyrgios en el Castillo del Cielo
o la Fortaleza de la Garra y, más allá, lugares que iban inventando:
reinos altaris perdidos, puertos ajetreados sobre las orillas de una
bahía de agua salada. Veían quién podía imaginar un mundo más
grande con mayor detalle. Un halcón podía remontarse a las
estrellas y aun así contar la cantidad de pelo en la cabeza de una
cabra. También podía hacerlo una buena imaginación.
Pero al morir su padre tres vientos gélidos atrás, habían dejado
de jugar. Después de desaparecer durante un giro completo de la
luna, Brysen comenzó a pasar tiempo con los chicos riñeros,
empezó a verse a solas con Dymian, a hablar cada vez menos en
casa, a compartir cada vez menos de sí con ella. La vida se había
vuelto solitaria.
—¿Tienes hambre? —preguntó Kylee, tratando de encontrar algo
para mantener la conversación viva—. Puedo cocinar.
Brysen se encogió de hombros.
Kylee mantuvo la voz tranquila.
—¿Dónde está mamá?
—En su habitación. —Brysen señaló la puerta cerrada con el
mentón.
Si se enteraba de lo que había pasado en las arenas de riña, lo
que había hecho Kylee, sería una larga noche, con salmodias y
lamentos por delante. Condenar a tu hija a un infierno sin cielo
requería mucha energía y ella se olvidaría de comer si Kylee no le
ponía la comida enfrente.
—¡Voy a hacer la cena! —gritó Kylee hacia la puerta y
desenganchó una pesada sartén de hierro de la pared—. Tenemos
algunos granos que puedo tostar y lo que queda de la salsa de
conejo —le dijo a Brysen, hablando como para llenar el aire—.
Supongo que podemos comer eso hoy, porque mañana tendremos
suficiente bronce como para comprar más.
—Mmm —respondió Brysen distraído, y bajó la caja de madera
con jengibre azucarado que guardaban en el estante más alto.
Metió un trozo en su boca y regresó la caja adonde estaba. Lo que
fuese que estuviera pensando sobre su futuro después de pagarles
a los Tamir, se lo estaba guardando para sí.
—Creo que conseguiremos un buen precio por el peregrino —
continuó Kylee. Si está listo para volar, pensó. Si no lo has sobrealimentado.
Dejó caer un puñado de granos en la sartén caliente. Era el
momento de hacer las paces. Pronto Brysen podría llevar el negocio
como quisiera y, hasta entonces, lo mejor era que no discutieran—.
El perdiguero probablemente no vuele, acaba de terminar su jaula.
Parece que se ha arrancado una pluma ensangrentada hoy por la
mañana, ¿no?
—Alguien la comprará —dijo Brysen, masticando.
—Pensé que tú y Dymian podríais mostrar las aves juntos
mañana, mientras negocio los precios. ¿Qué dices? —Ante eso,
Brysen finalmente reaccionó.
—Eso estaría muy bien. —Estaba sonriendo de verdad—. A la
gente le gusta ver a auténticos maestros cetreros en las carpas. Nos
dará credibilidad, los precios serán más altos. Bien pensado.
¡Un elogio! Se contuvo de regañarlo por lo del registro.
—Creo que tendré al peregrino en mi puño —continuó Brysen,
alegrándose con el tema del mercado—, para mostrar lo agradable
que es. Mantendremos a las otras aves amarradas a la percha hasta
que la gente pregunte por ellas. Quizás pueda ver si Nyall nos
presta algunos de los alcahaces más bonitos del negocio de Dupuy.
A menos que prefieras pedírselo tú…
Kylee podía sentir la sonrisa de su hermano sin mirarlo. Revolvió
los granos que se calentaban en la sartén sobre el fuego, agregó una
cucharada de grasa de ganso para que se derritiera y ablandara.
—Como quieras —respondió.
—¡Ja! —Brysen rio, caminó hasta estar a su lado y se apoyó
contra la mesa de madera junto a la pared—. Tus orejas han
enrojecido. Te gusta.
—Oh, ¡vamos! —contestó Kylee—. Nos conocemos desde que
vosotros hacíais concursos de mear en los acantilados. No me gusta.
—Bueno, sabes que le gustas a él —insistió Brysen.
—Sí, bueno, a todo el mundo le gusta alguien aquí. Somos un
gran valle feliz. —Kylee era quien se estaba irritando ahora, la
principal fuente de diversión de su hermano cuando parecía
dispuesto a hablar era hacerla sentir incómoda. Ella no tenía interés
alguno en el romance, pero era el tema favorito de Brysen en todas
sus formas y colores. Si alguna vez se le ocurría leer algo, Kylee
estaba segura de que sería alguna asquerosa historia de amor de
esas que los viejos vendían con una copa de vino de pétalo de rosa
por una pieza de bronce.
—Si sigues restándole importancia, lo perderás —le dijo Brysen
—. Hay chicos y chicas por igual arrojándose a sus pies todos los
días. Objetivamente, es hermoso. Eso lo ves, ¿no?
—Si te gusta tanto, ¿por qué no vas tras él? —le contestó a su
hermano mientras dejaba caer una salchicha en la sartén y miraba
cómo comenzaba a chisporrotear. Rio para sí frente al simbolismo.
—No estoy disponible, Ky. Ya lo sabes —dijo Brysen y Kylee se
tuvo que morder la lengua. Tuvo miedo de haber metido la pata.
El buen humor de Brysen era como un colibrí. Veloz y fugaz. Un
gesto equivocado y salía disparado—. De todas formas, no puedes
sentirte atraído por alguien con quien has meado en el acantilado
cuando eras un niño —bromeó—. Es una ley de la naturaleza.
Nyall te diría lo mismo. Quizás por eso le gustas tanto. Nunca te
vio mear.
—Tienes una visión extraña de la seducción, Bry.
Él sonreía con una sonrisa infantil que le recordaba a Kylee que
su hermano aún estaba ahí dentro.
—Soy un romántico, ¿qué puedo decir? Habla con él. Dale una
oportunidad.
—Veremos cómo va el mercado —dijo ella, como si eso tuviera
algo que ver con las posibilidades de Nyall—. Dile eso a él cuando
negocies los alcahaces.
—Hermana, ¡eres retorcida cuando se trata de ardides femeninos!
—Brysen se rio.
Lo pinchó juguetonamente con la cuchara, pero él la esquivó y
usó un plato astillado de escudo. Ella embestía y él bloqueaba,
dando vueltas. Ella dio otra estocada y falló.
—¡Vamos, gran cazadora! —La provocó—. ¡Alcánzame!
Ella embistió otra vez y él la bloqueó. Una vez más y Brysen
derribó la cuchara de su mano. Esta golpeó el suelo y él se lanzó
tras ella para alzarla y apuntar a Kylee. Los pedacitos de grano en
la punta habían levantado algo de polvo y quizás algunos
excrementos de ratón.
—¡Ñam! ¡Come! —Arremetió con la cuchara en alto.
—¡Aj! —Su hermana se agachó, pero él la siguió—. ¡Qué asco!
Ella amagó a la izquierda y fue hacia la derecha, pero él dejó caer
el plato y la sujetó del brazo, la atrajo hacia sí, en un movimiento
justo como el del transportista que casi lo mata. Levantó la cuchara
y le apuntó a la cara.
—¡El día de mercado es mañana! Necesitas toda tu energía.
¡Ñam, ñam, ñam!
—¡Puaj! —Ella se retorció y lo empujó, riendo. La sonrisa de su
hermano era amplia y ella hasta se animó a mirarlo a los ojos, que
estaban encendidos con una especie de vértigo.
»Bry, ¡para! —gritó, pero él no se detuvo. Seguía sonriendo—.
¡Basta! —Lo empujó otra vez, con más fuerza, y la camisa de
Brysen se abrió.
Él se alejó de un salto, como si lo hubiesen apuñalado, la sonrisa
desapareció de su rostro. Kylee vio la maraña de tersas cicatrices en
su piel, un tejido compacto de quemaduras que se extendía desde
la cintura de sus pantalones hacia arriba por todo el costado
izquierdo y cruzaba su pecho hasta justo debajo de su clavícula.
Él dejó caer la cuchara y se abotonó la camisa con destreza.
—¿Por qué tenías…? Yo realmente no te iba… —Se le atragantó
la voz y la alegría desapareció de sus ojos.
—No fue mi intención. Lo siento —se disculpó Kylee, que se
estiró para sujetar su mano, tocarlo con ternura y mostrarle que no
había querido hacerle daño. Él se alejó.
—Me tengo que ir —dijo con brusquedad. Su voz era fría. Sus
ojos eran, una vez más, como un viento salido de las estepas
elevadas—. Le preguntaré a Nyall por los alcahaces.
—¿Te dejo comida caliente?
Él le dio la espalda y se marchó sin responder. A su lado, la
salchicha se cocía en la sartén y el sonido de la carne crepitando la
hizo estremecer.
Clic clic. Clic clic. Clic clic.
Se había ido.
La puerta de la habitación de su madre crujió al abrirse.
—Has hecho mucho ruido —dijo ella.
—Lo siento, ma —respondió Kylee sin mirar hacia atrás—. Solo
estábamos jugando.
—No me refiero a ahora —dijo su madre, ronca—. Me refiero a
hoy. Tú, Kylee, has hecho mucho ruido. Demasiado.
Kylee se dio media vuelta, pero su madre había cerrado la puerta
de su habitación otra vez y ella se había quedado sola. Su madre
no saldría durante horas y no vería a su hermano otra vez hasta la
mañana.
Al menos esperaba verlo por la mañana. Un halcón que habías
cuidado durante doce temporadas podía volar lejos de ti en
cualquier momento. Cuando soltabas el amarre y lo dejabas volar,
confiabas el halcón al mundo y tenías la esperanza de que el
mundo lo devolviera ileso. Las personas no eran tan diferentes. A
veces se iban y no volvían más.
Moledores de cristal

El sol acababa de asomarse por el horizonte en el Desierto de Parsh


cuando comenzó la danza.
Los bailarines eran un espejismo, una ilusión de aire caliente que
se elevaba desde la arena; una de las muchas maldiciones del
desierto. Las leyendas altaris hablaban de hombres y mujeres que
deseaban a estos bailarines con tanta pasión que dejaban sus
campamentos y sus pozos de agua, y corrían a toda prisa hacia el
horizonte en su búsqueda. Todas las historias terminaban de la
misma manera: huesos secos en el desierto y los deseos de los
muertos insatisfechos.
Anon no dejaría que ninguno de sus seguidores persiguiera a los
bailarines de la aurora. Les había prometido cosas con tanta
sustancia como un espejismo —justicia, venganza e integridad—,
pero haría esas cosas realidad. Las cumpliría.
A su lado, un maestro cetrero medio desnutrido temblaba contra
el frío matinal.
—Sigue concentrado, Aylex. Cuando hayamos hecho esto,
tendrás una manta, cerveza, desayuno.
El escuálido pajarero se irguió, ávido por complacer. O, al menos,
por ser alimentado y abrigado. Las cadenas que rodeaban sus
tobillos los habían arañado tanto que los tenía en carne viva, y el
collar de bronce alrededor de su cuello había sido menos amable
todavía. Su pecho desnudo estaba quemado al rojo vivo y aún
sangraba por donde le habían raspado los ofensivos tatuajes
cetreros hasta borrarlos de su piel.
Anon hablaría con los guardias del maestro cetrero. Aunque era
su prisionero, no debía ser maltratado. ¿Acaso no eran todos
prisioneros de la tierra y no serían todos confinados al lodo otra vez
algún día?
La fe altari era la más antigua en la meseta; el pueblo altari había
estado en las montañas antes de que los uztaris llegasen y los
expulsaran más allá de las llanuras, al desierto azotado por los
vientos. Generaciones de altaris se habían arrastrado por la arena
durante tanto tiempo que la habían molido debajo de sí hasta
convertirla en cristal. Ese era el agravio que los uztaris usaban
contra ellos: los moledores de cristal.
Con el tiempo, muchos altaris habían abandonado su fe, se
habían unido al culto uztari de las aves, habían jurado lealtad al
Castillo del Cielo. Llevaban halcones en sus puños y transportaban
bienes y equipos a lo largo de las planicies para los kyrgios uztaris
a cambio de los poderes terrenales más fugaces. Atrapaban
halcones y comerciaban con águilas. Hasta los Sacerdotes
Rastreros, quienes aseguraban respetar las viejas usanzas y
maldecían la cetrería uztari, vivían alegremente bajo la protección
de Uztar. Dejaban que los blasfemos los alimentaran como
polluelos en el nido. Todos eran cómplices.
Pero había otros procederes. Más puros. Anon no sería un
moledor de cristal. Anon sería la esquirla de cristal afilada que
rebanaría el pecado del mundo. Él era kartami, la esquirla, quien
derribaba a los autoproclamados soberanos del cielo. La fe kartami
era inquebrantable y el poder kartami, imparable. Entrarían como
el torbellino de una tormenta de arena directamente en el corazón
de Uztar y se apoderarían de los cielos. Estos serían purificados,
vaciados y libres de pecado. Cuando el cielo estuviese vacío,
estarían salvados. Estaban casi listos.
Pero por ahora, la victoria requería pecado. Hasta su victoria,
Anon necesitaría a este maestro cetrero a su lado.
—¿Haces que vuele a ti? —pidió a su prisionero.
El hombre asintió. Levantó un brazo esposado con amarres de
cuero, que se sacudió, pero logró mantenerlo extendido hacia la
mañana.
Habían saqueado la caravana de un mercader durante la
temporada de alzamiento del viento y habían capturado a su
maestro, Aylex. Habían asesinado a todos menos a él, incluso a los
que habían alegado que ellos también eran de su pueblo. Anon
había cortado sus mentirosas lenguas primero. Pensaban que ser
altari era una herencia, un linaje, porque no conocían la historia.
Altari y uztari eran identidades tan cambiantes como los vientos. Y
servir a Uztar, vivir como un uztari en tierras robadas y con los ojos
inclinados hacia el azul era ser uztari.
Además, si quería que los pueblos y ciudades cayeran,
necesitaba que el miedo se les adelantara. Los rumores sobre su
brutalidad quizás llevaran a sus próximos enemigos a rendirse sin
pelear. Cuando enfrentabas ejércitos mucho más grandes,
aterrorizarlos por adelantado era la mayor esperanza que tenías de
ganarles.
Después de las ejecuciones, robaron las sedas para sus cometas y
madera y metal para sus carretillas de guerra, cualquier cosa
valiosa que pudieran encontrar, pero dejaron todos los muebles de
cetrería: los alcahaces, las perchas, correas, cascabeles y pihuelas.
Las caperuzas y muñequeras. Respecto a las propias aves, salvo
una, se pidió rescate por ellas a los propios kyrgios o se les
concedió la misericordia de la muerte, un tajo limpio en la
garganta. El rescate era necesario para financiar la conquista, pero
el derramamiento de sangre era un acto sagrado. Una matanza
sagrada.
El maestro cetrero no habló durante una semana después de la
masacre. Se quemaba al sol como solía pasarle a Anon de niño,
hasta que su piel se había endurecido contra el sol del desierto. Le
había llevado un poco de tiempo hacer que el maestro cetrero fuera
útil otra vez, acostumbrarlo a la vida en el desierto, para la cual no
estaba hecho. ¿Acaso no había habido un montón de altaris
exiliados que tampoco habían estado hechos para el desierto? Se
habían adaptado. Y también él lo haría. Los kartamis habían
dejado vivo el halcón personal de este hombre y habían dejado que
él lo cuidase hasta que fue enviado a Seis Aldeas.
Y esa mañana, había regresado.
El ave en vuelo se alejaba del creciente sol rojo, atravesando a los
bailarines del espejismo como una flecha a través de humo, y el
tiempo pareció ir más lento cuando la rapaz inclinó las alas hacia
atrás, estiró las garras y sujetó a su cetrero por el puño. La pequeña
correa del guante fue rápidamente amarrada a la muñequera del
halcón, de forma que el halconero y el ave volvieron a estar ligados.
Una lágrima recorrió la mejilla del maestro cetrero.
—¿Te alegras de que tu ave haya regresado a ti?
Aylex asintió.
—Sí, así es.
Anon respiró hondo. Lo ofendía la imagen del halcón en el brazo
del hombre. Odiaba al sujeto por adiestrar al ave y odiaba al ave
por permitir que la adiestraran.
—Dame el mensaje.
Aylex desató la pequeña caja de la muñequera del pájaro y se la
entregó a Anon, quien usó el anillo en su dedo índice como llave
para abrirla. Desenrolló el pergamino que había dentro y leyó las
palabras que su espía había recolectado, con los labios
semiabiertos y el corazón palpitando en su pecho.
—¡Visek! ¡Launa! —gritó, lo que hizo que el halcón y el cetrero se
sobresaltaran. Los dos líderes del escuadrón de Anon llegaron
corriendo desde sus carpas para detenerse frente a él.
Visek y Launa eran ecos uno del otro en apariencia, el hombre
más joven tenía la piel tan oscura como la mujer mayor, como el
suelo negro de las montañas a las que todos los altaris anhelaban
volver. Habían estado con Anon desde el comienzo de su campaña,
cuando en una aldea del prado se había alzado contra un alto
gobernante altari que tenía un título falso otorgado por los
usurpadores del Castillo del Cielo. Era un traidor y un tonto, y
había deshonrado a la comunidad al albergar unos juegos de
palomas, un deporte estúpido en el que los apostadores intentaban
atraer la bandada de sus contrincantes. Un novicio local, un
muchacho que estudiaba para convertirse en Sacerdote Rastrero,
había llegado para denunciar el deporte y, en su fervor, había
envenenado los alimentos de algunas aves. Lo atraparon e iban a
azotarlo.
Anon, quien no se llamaba Anon en ese entonces, intervino.
Agarró el látigo de manos de ese gobernante estúpido y lo ahorcó
con este hasta la muerte. Después declaró que todos aquellos que
quisieran recuperar la grandeza de su gente y liberar los cielos de
pecado debían alzarse con él como las últimas esquirlas de la
verdadera civilización altari. Ese momento había sido el
nacimiento de los kartamis. Solo el joven novicio y su joven madre
lo habían seguido. Eran Visek y Launa.
Los números kartamis crecieron a medida que atacaban a
colaboradores altaris y asesinaban a viajeros uztaris. Anon vio el
poder de la pareja de guerreros que se amaban como madre e hijo.
Así que estableció que todos sus guerreros serían emparejados por
lazos de amor. Padres, amantes, hermanos. Ser un guerrero de los
kartamis era amar con tanta intensidad que ligabas tu vida a otra
en batalla y la vida de tu pareja al destino de tu fe. Los valientes
iban a la guerra por sus propias creencias, pero los victoriosos iban
a la guerra por la fe que sus seres queridos tenían en ellos. Solo
Anon luchaba solo. Su amor era para todos ellos.
Sus parejas guerreras nunca habían perdido una batalla.
—Avisad a los comandantes —les ordenó—. Levantaremos
campamento y cabalgaremos listos. Cuatro líneas, ocho
escuadrones a lo largo, ocho carretas por escuadrón.
Cada uno de ellos miró marcadamente a tierra una vez, después
se dieron la vuelta para ir a informar a los comandantes. No
necesitarían demasiado tiempo. Anon había ideado un sistema de
comando que movilizaba a sus 512 guerreros tan repentinamente
como una tormenta y él los comandaba con banderas y llamados,
mientras avanzaban por el desierto como torbellinos sin
desacelerar.
—¿Podré tener una manta ahora? —rogó el maestro cetrero, sus
ojos apuntados hacia abajo, a sus pies ennegrecidos.
—Primero debemos enviar nuestra respuesta —dijo Anon.
El maestro cetrero dejó escapar un gemido por su boca y echó un
rápido vistazo a su halcón.
—¿Va a enviar a Titi de regreso tan pronto?
Anon abofeteó al maestro cetrero con el dorso de la mano, el
pesado anillo que usaba le cortó la mejilla al hombre.
—¡Tu pájaro no tiene nombre! —gritó—. Si te vuelvo a escuchar
nombrarlo, le daré de comer tus vísceras mientras sigues vivo,
¿entendido?
Aylex asintió, escarmentado.
Ojalá todos los uztaris fuesen tan fáciles de romper.
Detrás de él, parejas de kartamis se acercaron y pusieron en línea
sus carretas; las carpas y mantas ya estaban guardadas
ajustadamente dentro y las cometas de batalla estaban montadas
en la parte frontal. Los voladores estaban amarrados a las cometas,
mientras que los conductores comprobaban las lanzas y los arcos.
Anon no tenía dudas de que sus kartamis pronto gobernarían
solos los cielos y que, desde su vasta vacuidad, podría nacer una
nueva civilización. Entonces romperían sus cometas y dejarían el
cielo puro e inmaculado. Pero antes de que ese tiempo pudiera
llegar, tendría que alcanzar más acuerdos con los cetreros y
encontrar un trato con los peores de ellos. Analizó el pergamino
una vez más para redactar su mensaje.
—Diles que, si su informe es cierto, no perderé esta oportunidad
—le dijo al maestro cetrero—. Diles que hagan lo que tengan que
hacer para que la chica obedezca, pero diles que conseguiré a esa
águila fantasma.
BRYSEN
El vórtice expansivo
6

Kylee había estado actuando de forma extraña toda la mañana.


Brysen estaba bastante seguro de que ella le gritaría en cuanto él
entrara tambaleándose a su carpa en el mercado, después de que
tuviera que construirla sola. En lugar de eso, lo abrazó.
—¿Estás bien? —preguntó ella.
—Eh, sí —respondió, aunque el rostro de su hermana le dijo con
bastante claridad lo poco bien que estaba.
—Genial —dijo Kylee, con una alegría que lo puso nervioso—.
Tengo a las aves aquí debajo, en la carretilla y ¿tienes los alcahaces
de Nyall…?
Levantó la voz al final de la oración como si estuviera
disculpándose por mencionarlo. ¿Por qué lo estaba tratando con
tanta amabilidad?
—Lo siento —respondió—, he pasado una larga noche en Pihuela
Rota. —El rostro de su hermana se tensionó, estaba a punto de
regañarlo, pero entonces volvió a relajarse.
—No pasa nada —dijo—, iré ahora. Tenemos algo de tiempo
antes de que llegue la gente. ¿Por qué no… eh… te arreglas un
poco?
Él asintió y ella salió por entre las solapas delanteras de la carpa,
dejando entrar un breve rayo de la penetrante luz de las primeras
horas de la mañana. Este le aguzó el dolor de cabeza más que el
chirrido de un halcón. Se preparó. Habría muchos más chillidos y
mucha más luz cuando comenzara el mercado.
Además de los mercaderes de Seis Aldeas, en la carretera había
cetreros sin carpa con perchas en carretas y un halcón o dos en el
puño. Habría vendedores ambulantes de palomas y comerciantes
de señuelos, vendedores de aves domésticas y pájaros cantores y
de exposición y muchos más artesanos de mueblería cetrera de los
que jamás podrían ser necesarios para la cantidad de compradores
que habría. Luego llegarían los clientes: kyrgios y campesinos y
maestros cetreros y transportistas y espías y curiosos y Sacerdotes
Rastreros a la altura de las rodillas gritando maldiciones hacia
todo. Y el regateo sería más ruidoso que el griterío y los graznidos,
y los chillidos atravesarían todo con espeluznante regularidad.
A Brysen le dolía la cabeza de solo pensarlo.
A solas en la carpa, se olió la axila y fue como un golpe en la cara.
¿Cómo había hecho su hermana para sobrevivir a su abrazo?
Se puso la ropa que Kylee le había traído: pantalones de cuero
rojo, una túnica azul brillante —la mejor que tenía, reservada para
días de mercado, festivales y funerales— y su capa larga a rayas.
Kylee había sabido que él no volvería a casa antes del amanecer y
que necesitaría cambiarse.
No merecía una hermana como Kylee. Quería ser más amable.
De verdad lo quería. Al menos después de unos pocos días, ella ya
no tendría que trabajar en este negocio que odiaba. Tendrían
suficiente dinero para cancelar la deuda con los Tamir. Ella podría
ser libre.
Kylee no lo había dicho, pero él sabía lo que ella deseaba. La
conocía mucho mejor de lo que ella creía. Él no iba a oponerse. De
todas formas, no le importaba el negocio. Tenía sus propios planes
de lo que haría cuando este mercado acabase y todas sus deudas
fueran saldadas.
Se marcharía de Seis Aldeas.
Sabía cómo lo veían todos aquí: el patético hijo de un patético
hombre que estaba muerto. Las arenas de riña no podían borrar
esa idea de él y tampoco podía hacerlo el negocio. Pero en la
carretera, viendo el mundo con el que Kylee y él solían soñar,
podría ser quien quisiera ser. Él y Dymian podrían reinventarse a
sí mismos en cada oasis; ni el desprecio de los nobles ni la lástima
de los vecinos podrían tocarlos. Serían cazadores salvajes, sin
ataduras, indomables, y vivirían aventuras de la mano. Se
preguntó cómo se tomaría Kylee la noticia de que pensaba
marcharse. ¿Intentaría detenerlo? ¿Sentiría alivio?
Sí que había hecho algo por ella esta mañana; aunque Kylee no lo
vería de esa forma.
Había decidido no preguntarle a Nyall por los alcahaces para
que Kylee tuviera una razón para hablar con él. Ella no pensaba de
esa forma, pero se merecía un poco de felicidad, y Nyall se moría
por dársela. Si tan solo le diera una oportunidad… Era como si no
tuviera ningún sentimiento romántico en absoluto. Si no fuesen tan
parecidos físicamente, Brysen hubiera jurado que no tenían
parentesco alguno.
«¿Cómo puedes querer a alguien que es tan obvio que no te
corresponde ese amor?», le había preguntado Brysen a su amigo la
noche anterior. Nyall lo había mirado aturdido, como si pensara
que estaba bromeando, pero después se había puesto serio al ver
que Brysen no estaba bromeando en absoluto.
«Es así», explicó Nyall, «tú quieres a la luna…».
«¿Yo?», se asombró Brysen.
«La gente», Nyall se corrigió. «La gente quiere a la luna. Pero la
luna no los quiere. Simplemente sucede. Nuestro amor por ella no
requiere que ella nos corresponda. Prefiero vivir en un mundo
donde me toca querer a la luna que en uno donde no, aunque la
luna no corresponda al sentimiento».
«¿Quieres la luna? ¡Te la daré!», les gritó Nyck, después saltó,
dejó caer la parte trasera de sus pantalones y sacudió sus pálidas
nalgas en las caras de sus amigos.
«¡Por la luna en todas sus formas, sean suaves o peludas!»,
brindó Brysen.
«¿Tu hermana tiene una luna peluda?», Nyall parecía
preocupado.
«Lo que hay en los pantalones de una persona no es asunto de
nadie, solo de los cielos», lo regañó Nyck, mientras volvía a subir
los suyos.
«Pero ¡la querría igual con la luna peluda!», exclamó Nyall.
«¡Siempre está el cuarto menguante, después de todo!», levantó su
copa, riendo, y todos brindaron por el amor y por las fases de la
luna.
Eso era lo último que Brysen recordaba. Había despertado solo
en un banco de Pihuela Rota. Había un hilo de excremento de
pájaro colgando de una percha justo sobre su cabeza, una alarma
efectiva. Se levantó de un salto antes de que le cayera en el ojo.
Ahora daba una vuelta por la carpa para asegurarse de que los
halcones estuvieran en buena forma. Estaban todos sentados
tranquilos en las perchas, en el fondo, amarrados en su lugar.
Anillos de hierro les envolvían los tarsos justo debajo de las
muñequeras de cuero que sostenían sus cascabeles y sus pihuelas.
Las bandas de hierro decían cetrería domador del cielo; el nombre
que su padre le había dado al negocio. Kylee había querido
cambiarlo cuando se hicieron cargo, pero él había dicho que debían
dejarlo.
«Con cada venta que hagamos que él no hubiese hecho, ponemos
más tierra sobre el recuerdo de pa», le había dicho a Kylee.
«Robamos el nombre que se hizo y lo hacemos nuestro».
Ella no había discutido con él. Nunca discutía con Brysen cuando
se trataba de su padre. A veces él deseaba que lo hiciera. Fue
entonces cuando había caído en la cuenta de que ella no tenía
planes de quedarse con el negocio después de que las deudas
estuviesen saldadas. Y fue entonces cuando él supo que no tenía
futuro en Seis Aldeas. No podía hacer funcionar las cosas solo. O,
mejor dicho, no quería hacerlo sin Kylee.
Agarró el libro de registros, una pluma y un frasco de tinta de
fitolaca y anotó algunos pesos y datos de alimentación que
faltaban para cada una de las aves. Inventó lo que no podía
recordar. Era un fraude, obviamente, pero inofensivo. Ningún
cetrero que fuera serio se tomaba un registro al pie de la letra, y un
cetrero que no fuese serio no sabría si los registros estaban un poco
errados.
Secó la tinta y guardó el libro. Sus guantes y un par de repuesto
colgaban de percheros que había junto a las aves. Los guantes
extra eran en caso de que clientes potenciales con más bronce que
cabeza se acercaran sin guantes propios. Si tenían un comprador
de la nobleza, Brysen llevaría el ave afuera y la dejaría volar,
usando uno de los señuelos para que cayera en picado y
demostrase su velocidad y precisión.
Había intentado adiestrar a cada halcón y águila para que
esperasen en techo, lo que significaba circunvolar en lo alto hasta
recibir la señal para cazar, pero nunca había sido demasiado bueno
en eso. Ni siquiera con la ayuda de Dymian.
«Supongo que tendrás que quedarte para enseñarme la forma
correcta», decía siempre Brysen.
«Me parece que no aprendes a propósito, solo para que me
quede», respondía Dymian, bromeando. A veces el entrenamiento
terminaba ahí mismo en ese preciso momento. Esos eran los días
favoritos de Brysen.
Aunque él hubiese querido que fuese verdad que estaba
simulando ser malo. El triste hecho era que realmente quería
mejorar. Solo que no podía concentrarse en los detalles más sutiles.
Se impacientaba con facilidad y se distraía. ¿Cómo podía ser que
las técnicas le salieran con tanta naturalidad a su hermana, que
odiaba tanto todo sobre la cetrería excepto la paga, cuando él
quería ser excelente con tanta desesperación y siempre se quedaba
corto? ¿Acaso no eran mellizos? ¿No se suponía que debían
compartir todo? ¿Y en qué clase de basura se convertía él por estar
resentido por los talentos de su hermana en vez de enfocarse en los
propios? El autodesprecio no era un cazador solitario. Formaba
una bandada con cada pensamiento desagradable que podía
encontrar y entonces, como las multitudes enardecidas, atacaba.
Brysen salió de la carpa penumbrosa para aclarar su mente con el
aire matinal. Echó un vistazo a la avenida a su izquierda. Nada,
salvo carpas de cetreros. A su derecha, lo mismo. Frente a ellos
estaba Equipería Dupuy, que vendía señuelos y perchas, alcahaces
y sogas, guantes y caperuzas. No se había dado cuenta de que
estaban tan cerca. Eso no podía ser un accidente.
Detrás de su mesa de madera, Nyall negociaba alegremente con
Kylee por los alcahaces de alta gama que vendía para transportar
aves. Sonreía y gesticulaba, sin dudas intentando convertir los
desesperados intentos de Kylee por pagarle con bronce en una
promesa para, en su lugar, caminar a orillas del Collar. Los
halcones macho que perseguían a las hembras con llamados
agudos y piruetas en el aire eran más recatados.
—¿La Guía para el avistamiento y captura del águila fantasma, de Ymal el
Tonelero? —Un escolástico con cara demacrada y vestido con una
capa raída pasó dando empujones frente a Brysen—. Tengo tres
fragmentos au-ten-ti-fi-ca-dos aquí, enviados directamente desde la
última excavación ar-que-o-ló-gi-ca en las laderas del sur al lado del
Castillo del Cielo. Le-gi-bles y le-gí-ti-mos, honor al cielo.
El hombre tenía el acento de los uztaris norteños:
sobrepronunciaba lo que podía haber dicho con simpleza. Mostró
tres segmentos de pergamino desgastados y apolillados que sacó
de debajo de su capa.
—Ymal proporciona información por su propia mano de dos
nidos desconocidos donde el águila fantasma crea su hogar y seis
trucos infalibles para atrapar una.
—¿Seis? —Brysen miró fijo al sujeto—. ¿Quién necesita más de
uno?
—Uno para atrapar a la bestia. —El hombre se le acercó con
mirada cómplice y sonriendo—. Y cinco para sobrevivir al en-cuen-
tro.
El mercado estaba plagado de vendedores de pergaminos como
este. Vendían trozos de papel falsos asegurando que eran
originales, sabiduría que venía directamente de los grandes
tramperos del pasado. En el mejor de los casos, cualquier tonto que
comprara uno terminaría en algún peñasco helado sin estar más
cerca de la riqueza y la gloria que si se hubiese quedado en su casa
desnudo, bebiendo vino de amargón. En el peor, terminaría en un
solitario funeral celeste. La comercialización de manuscritos
tramperos estaba expresamente prohibida y, por lo tanto,
prosperaba.
—Está apolillado de una forma muy regular —explicó Brysen,
señalando los papeles raídos. El hombre arrugó la frente—. Las
polillas no mordisquean círculos perfectos. —Brysen sabía mucho
sobre esas cosas—. Parece que las has hecho con… ¿qué? ¿Un
punzón para cuero?
El sujeto retiró la mano del hombro de Brysen como si quemara.
—¿Cómo te atreves a acusarme…?
Brysen se encogió de hombros.
—Me duele demasiado la cabeza como para acusarte de nada —
respondió—. Pero ve a vender tus mierdas a otro lado, o
aprenderás en qué otro lugar puedes meter un punzón.
El cuerpo entero del hombre se arrugó y desapareció
rápidamente entre la multitud. Seguramente encontraría un
comprador para el final del día, pero no un seisaldeano. Ellos
sabían que las pocas historias reales sobre las águilas fantasma se
contaban después de varias jarras de cerveza de leche y fajos de
hojas de cazador. La verdad nunca permitía el insulto de ser escrita
donde cualquier polilla pudiese comerla.
En ese momento, un kyrgio uztari a caballo bajaba por la
carretera taconeando, con su séquito de sirvientes detrás. Vestía
con el violeta y verde de su clan. Su túnica, intricadamente
bordada con puntos dorados, brillaba contra su piel ambarina. No
era necesario que se vistiera con tanta elegancia. En el brazo, iba
posada una enorme águila dorada, sin caperuza, pero
perfectamente serena.
Solo los nobles podían pagar un ave semejante. Una que estaba
tan calmada obviamente había sido bien adiestrada. Un águila
dorada podía derribar a un ciervo en una pradera abierta o
acuchillar mortalmente a una cabra montesa. Representaban un
peligro incluso para los hombres, y transportar una sin caperuza
en mitad de una ruidosa muchedumbre en un día de mercado era
el cenit de la arrogancia.
Un niño pequeño, uno de los chiquillos pobres del pueblo que
limpiaban los excrementos de ave por una pieza de bronce al día,
jugaba con un pinzón posado sobre un cordel, al que columpiaba
alto para que atrapara insectos. No estaba prestando atención y
terminó justo en mitad de la carretera. El pequeño pájaro salió
volando hacia la cara del caballo.
El caballo relinchó. El águila en el puño del kyrgio chilló, se
debatió e intentó lanzarse hacia otro lado, pero estaba amarrada
por una fuerte pihuela de cuero, así que el impulso la hizo dar una
voltereta y quedar cabeza abajo, tirando del kyrgio con tanta
fuerza que casi lo tiró de la montura.
—¡Sabandija! —gritó el kyrgio al recobrar el control de su ave y
su caballo—. ¡Debería hacer que te azoten!
El niño se puso en cuclillas y se cubrió la cabeza, acobardado,
mientras su pinzón se iba volando.
—Lo… lo… lo…
Ni siquiera había podido pronunciar una disculpa cuando uno
de los sirvientes del kyrgio bajó de su caballo y sujetó al pequeño
de la camiseta y lo levantó con una sola mano. Con la otra
desenrolló un látigo de seis garras, un mango de madera con seis
tiras de cuero que terminaban en una garra curva. Otra innovación
que Seis Aldeas le había entregado a la civilización uztari. Las
garras de este azote eran de un esmerejón, uno de los halcones más
pequeños. Si el látigo hubiese tenido garras de águila, el niño
habría sido despellejado. Este, de todas maneras, le dejaría
cicatrices. Brysen se estremeció.
—¡Ey! ¡Symon! —gritó, inventando un nombre para el niño, y
comenzó a abrirse camino hacia allí. Mientras caminaba, agarró
una de las jaulas para palomas de su carpa. Con suerte, el niño
sería lo bastante inteligente como para seguirle el juego—. ¿Por qué
estás molestando a estos distinguidos caballeros?
—No… no soy Sy… —balbuceó el niño, con los ojos aterrorizados
y fijos en las puntas de garra del látigo.
—Mis disculpas, señores —les dijo Brysen al sirviente y su señor
—. Mi hermano pequeño es un tonto y, les aseguro que mi madre
lo azotará sin piedad cuando regrese de la cacería con su señor.
—¿Tu madre ha ido de caza? —preguntó el sirviente con
escepticismo. Tenía una cara grande, sus finos labios estaban
ladeados en una mueca de desprecio y llevaba su largo pelo tirante
hacia atrás—. ¿Durante el mercado?
—Sí, señor. Es la encargada de señuelos de Yaga Verosan, de los
prados del recodo. Ha estado de caza durante un mes, pero regresa
hoy. Me encargaré de contarle la estupidez de mi hermano y ¡vaya
si sufrirá este pequeño desgraciado!
El niño colgaba de la mano del sirviente como carne de un garfio.
—No parecéis hermanos —dijo el sirviente. La tez rubicunda del
chiquillo traicionaba la mentira muy evidentemente.
Brysen dejó caer la cabeza para simular vergüenza, mientras iba
tras una mentira mejor.
—Mi madre tiene una debilidad por su señor altari… —dijo—.
Mi hermano es su único heredero legítimo. Yo soy…
—El bastardo aldeano de un altari. —El kyrgio rio.
Brysen había inventado el nombre de Yaga Verosan, por
supuesto, pero por obligación aristocrática los kyrgios uztaris
debían mostrar respeto, aunque de mala gana, a los altos
gobernantes de los prados de las planicies, donde los altaris tenían
permitido gobernar siempre que pagaran doble tributo al Castillo
del Cielo. Este kyrgio no tendría interés alguno en rastrear a una
encargada de señuelos pueblerina y su romance con un noble
agrícola de poca monta. Esa era la apuesta de Brysen.
—¿Por qué no les doy un buen regalo para su magnífica águila?
—Brysen sostuvo en alto la jaula de paloma—. Mi ofrenda y
disculpa. Por supuesto, si prefieren azotarlo, lo comprendo
perfectamente. A veces lo hago yo mismo por diversión. Está tan
acostumbrado que ya ni siquiera llora, aunque apuesto a que
podrían hacer que le caigan una lágrima o dos si le dan con fuerza.
El niño lloriqueó al pensarlo.
—Pff —masculló el kyrgio. El sirviente bajó al pequeño y aceptó
la paloma.
—No vale la pena desperdiciar nuestro tiempo. —Le echó una
mirada fulminante a Brysen de arriba abajo—. Es una pena que su
padre no tuviera hijos varones —dijo y el séquito del kyrgio retomó
el paso.
—Me llamo Rhyme —dijo el pequeño, con labios trémulos.
—¿Como la rima de un poema? —Brysen le sonrió y se puso en
cuclillas frente a él. El muchacho asintió—. Y yo soy Brysen —
agregó—. Escucha, tienes que mirar bien por dónde vas en un día
como hoy. Ese kyrgio podría haberte matado si quería.
—No quería asustar al águila —sollozó Rhyme.
—Lo sé. —Brysen aclaró su garganta. Sostuvo un trozo de
jengibre azucarado de su bolsillo. Había pensado que podría
calmar su estómago con él luego, cuando los errores de la noche
anterior vinieran a buscarlo, pero en vez de eso lo puso en la mano
del niño—. ¿Tienes casa?
Rhyme asintió.
—¿Es segura? ¿Puedes quedarte allí?
El pequeño volvió a asentir.
—Bien, ve corriendo a casa, entonces —dijo Brysen—. Y no
regreses al mercado. Mantente fuera de la vista y estarás bien. Se
olvidará de ti en cuanto su ave defeque en sus zapatos.
Rhyme sonrió. Brysen le revolvió el cabello y lo largó para que
corriera a casa.
Al darse la vuelta hacia la carpa, Vyvian, la amiga de su
hermana, lo saludó con la cabeza desde la esquina de otra carpa.
Tenía una paloma en la mano, con un mensaje atado a su tarso, y
la dejó volar. Luego negó con la cabeza hacia él, con tristeza.
—¿Qué? —le preguntó él.
—¿Sabes quién era?
—¿El niño?
—El kyrgio.
—Te dejaré la política a ti, Vy —respondió—. Soy un romántico,
no un maquinador.
—Ten cuidado, Brysen —aconsejó ella—. Lo primero no te
protegerá de lo segundo. Las nubes se acercan.
7

Brysen abrió las solapas para que comenzara la venta matinal y


apartó la inquietante advertencia de Vyvian de su cabeza.
—Eso ha sido el doble de estúpido que de valiente; y eso que ha
sido increíblemente valiente. —La voz de Dymian sobresaltó a
Brysen desde la parte trasera de la carpa.
—No soy bueno haciendo cuentas. —Brysen se giró hacia él—.
¿Cómo te has metido aquí sin que te viera?
—Me he escabullido por atrás.
Brysen estaba a punto de hacer una broma, pero Dymian no
parecía de humor. Sus mejillas estaban ensombrecidas por una
incipiente barba castaña y sus ojos estaban ojerosos. Tenía una
magulladura en la frente, apenas cubierta por su pelo.
—Ese kyrgio con el águila era kyrgio Yval Birgund —informó
Dymian—. Consejero de defensa del Castillo del Cielo.
—Bueno, era un arrogante comelodo a quien le gusta hacer daño
a niños pequeños —dijo Brysen—. Debería haber apuntado el
látigo hacia él.
—Hubieses muerto antes de que tu cuerpo cayera al suelo, aun
así… —Dymian sonrió—. Admiro tus plumas.
—¿Mis plumas?
—Un asesino en la arena, un héroe en las calles —arrulló Dymian
—. Un poco de ambos en la cama…
El pecho de Brysen se hinchó y él sintió que su sangre se
disparaba hacia su cabeza. Su sangre se disparaba hacia todos
lados.
—No estaba seguro de que fueras a venir hoy —le dijo a su
entrenador de manera distendida, temiendo que su pulso
comenzara una avalancha.
—Necesito hablar contigo. —Dymian echó una mirada a la
abertura de la carpa—. ¿En privado?
—¿En día de mercado? —Brysen negó con la cabeza—. Todos
observan a todos. Vyvian Sacher acaba de enviar una paloma sobre
mí, creo. —Dymian se mordió su labio inferior, frunció el ceño.
Brysen no conocía esta versión tímida de su entrenador—. Espera.
Cerró las solapas de la carpa y le hizo señas a su hermana, que
cruzaba hacia allí, para que esperara solo un momento. Kylee le
mostró las palmas de las manos y negó con la cabeza, su boca se
quedó abierta.
Una vez que las solapas de la carpa estuvieron cerradas, Brysen
giró bajo la tenue luz que se filtraba por la lona. Dymian cruzó el
espacio y se detuvo frente a él, tan cerca que Brysen tuvo que
levantar la mirada para encontrar sus ojos. El maestro cetrero
apoyó las manos en los hombros de Brysen.
—Quiero disculparme por lo de ayer —dijo—. Sé que viste que
aposté en tu contra.
Brysen tragó saliva.
En las historias, las personas decían que el amor las atontaba,
pero esos narradores no sabían nada. El amor no te hacía tonto; te
hacía demasiado inteligente, demasiado rápido. En un respiro, una
persona enamorada podía imaginar todo lo que debía decir y lo
contrario, cada tono de voz que usaría y por qué cada uno era un
error. Podía sopesar cada palabra y analizar cada gesto. No era
bueno con las cuentas, pero Brysen podía calcular la trayectoria
emocional de una ceja y las infinitas combinaciones de dos labios
que se tocan, y ese saber atascó su lengua. Una persona enamorada
estaba paralizada por la brillantez de su propio anhelo.
—Da igual —dijo con voz entrecortada.
Sí, la genialidad instantánea del enamoramiento sonaba muy
parecido a la estupidez.
Intentó añadir un gesto de indiferencia con los hombros, pero
Dymian lo sujetó de forma equivocada y lo abrazó contra su pecho
con fuerza. Brysen se alegró de que los halcones estuvieran
encaperuzados en sus perchas. De otra forma, habrían sentido el
revuelo bajo su piel y hubiesen comenzado a chillar.
—Sé que te molestó —susurró Dymian sobre el cabello de Brysen
—. Eso es lo más maravilloso de ti. «Tu corazón es un ala, algo
frágil como una pluma».
Brysen rio.
—¿Eres poeta ahora?
—Es de la Épica de las cuarenta aves —respondió Dymian.
—Nunca la he leído.
—Es genial. Un día te la leeré. La primera ave, un halcón hembra,
sabe que en el mundo hay más de lo que ella ha podido ver, pero
no puede descubrirlo sola. Debe unir a todas las aves, una por una,
escuchar todas sus historias antes de que puedan irse volando
juntas en busca de la verdad del mundo. ¿Cómo es que no has
leído nuestra épica fundacional?
A veces, al estar con Dymian, Brysen olvidaba que era tan solo el
hijo de un cetrero de Seis Aldeas. Y otras veces, era un recordatorio
de que lo era.
—No tuve tutores ni fui al colegio como tú —dijo—. Aprendí lo
que aprendí cuando lo aprendí.
—Por supuesto —respondió Dymian con dulzura y apartó un
mechón de cabello gris de la frente de Brysen. Cuando él le tocaba
la cabeza, no sentía su pelo como una pila de ceniza gris. Lo sentía
como plata pura—. Y siempre me asombra cuánto sabes. Más de lo
que te das crédito.
Brysen sonrió. Era una mentira, obviamente, pero aun así era una
mentira cariñosa y le encantaba que alguien como Dymian hiciera
el esfuerzo de mentir para hacerlo sonreír. La verdad rara vez era
amable, entonces ¿por qué no dejar que una mentira amorosa
persistiera?
—De cualquier forma, siento lo de ayer —repitió Dymian—. No
tenía otra opción. Necesitaba dinero rápido, y… Bueno, pensé que
ese transportista te superaría. Debería haberte dicho que dejaras a
Shara suelta y te dejaras vencer sin ponerte en peligro.
—¿Tendrías que haberme dicho? —Brysen se apartó. ¿Cómo era
posible que la persona que te hacía volar por las nubes fuera la
misma que te podía aplastar contra la tierra?—. Tomo mis propias
elecciones, Dy. No soy un chico de harén al que puedas dar
órdenes. Tú no me dices qué hacer.
—Lo sé. Lo sé. Lo siento. —Dymian debería haberle respondido
con enfado o con una broma vulgar sobre harenes o tirándolo al
suelo ahí mismo en mitad de la carpa; debería haberlo sujetado y
haberle dicho una o dos cosas que podrían ser divertidas… pero en
lugar de eso, simplemente volvió a decir—: Lo siento.
—¿Qué pasa? —preguntó Brysen—. Me estás asustando.
—No es nada, Bry. De verdad. Solo que les debo dinero a los
Tamir.
—Todo el mundo les debe dinero a los Tamir —musitó.
—Más dinero del que tengo ahora mismo…
—Oh… bueno… ¿necesitas un adelanto de tu paga? —sugirió
Brysen—. Con mis ganancias de ayer y el mercado abierto, estamos
a punto de saldar todo lo que debemos. A Kylee no le va a gustar,
pero estoy seguro de que podemos darte algo extra.
—Kylee me odia —dijo Dymian.
—Odia que me gustes —lo corrigió Brysen—. Pero yo le caigo
bien. Lo hará si se lo pido. Después de todo, técnicamente soy su
hermano mayor.
—Por el repiqueteo de un cascabel en la muñequera de un
halcón. —Dymian rio—. Y os llevo algunas temporadas a ambos.
No debería estar pidiéndoos dinero.
—Yo respeto a mis mayores. —Brysen sonrió—. Déjame
ayudarte. Estamos juntos en esto, deberíamos dividir el dinero en
partes iguales de todas formas…
Dymian rio y lo atrajo hacia sí por el cinturón, hasta que casi no
había aire entre ellos.
—Es solo que… —Bajó la mirada hacia el piso—. No es solo
bronce. Anoche le prometí a Goryn Tamir que yo…
—Oh, ¡qué bonito! —Las solapas de la carpa se abrieron con un
cuchillazo de luz—. Un momento de ternura entre un polluelo y su
madre. ¿Vas a alimentarlo con tu pico?
La cabeza de Brysen se giró con brusquedad para ver cinco
grandes siluetas en la entrada. La figura central llevaba un halcón
en el brazo, mientras que los otros cuatro sostenían grandes
garrotes forrados de cuero. Avanzaron lentamente hacia el interior
y las solapas se cerraron tras ellos. En sus perchas, los halcones
sintieron el cambio de energía, quizás percibieron la llegada de la
nueva ave en guante.
—Señor Goryn, iba a ir a buscarlo más tarde —dijo Dymian.
El hombre que estaba en el medio del grupo rio y sacó un
pequeño trozo de carne de su bolsillo. Lo sostuvo en alto frente al
pico del ave, después lo apartó, dejando a su halcón gerifalte
hambriento y ansioso por matar. Sus plumas eran blancas y
plateadas; su pico, un afiladísimo garfio blanco perlado. Estaba
criado para la caza de las montañas nevadas, no para las laderas y
los matorrales, como los halcones de cola corta que la mayoría de la
gente de Seis Aldeas tenía. A Goryn le gustaba porque el rojo
brillante de la sangre de sus presas relucía contra sus perfectas
plumas perladas. Era una depredadora cara, criada para una
violencia de lujo.
Los matones se desplegaron para flanquear a Brysen y Dymian.
—Mi madre me confió una gran responsabilidad al encargarme
las finanzas de sus negocios —dijo Goryn Tamir. Los dedos sucios
de su mano libre frotaron la espesa barba negra en su mentón y
acariciaron el cuello de seda de su larga chaqueta. Sin importar con
cuánta elegancia se vistieran los hijos de los Tamir, sus dedos
siempre estaban sucios.
»Cuando analizo los libros contables —continuó Goryn—, algo
que hago con regularidad, veo un enorme pago sin saldar… un
pago tuyo, Dymian, que está evitando que pueda equilibrar las
cuentas. Eso me molesta. Me gusta que mis números estén
equilibrados. Un libro sin equilibrio es como una comezón justo en
esa parte de la espalda que no me puedo rascar. ¿Conoces esa
parte, Dymian? ¿Esa parte donde, ahora mismo, tienes una gota de
sudor helado?
De repente y sin la más mínima señal, uno de los hombres que
estaban detrás de Dymian lo golpeó en la parte baja de la espalda
con un garrote.
—¡Ay! —gritó Dymian y se dejó caer de rodillas, respirando
entrecortadamente.
Brysen corrió hacia él, pero encontró que otro gorila lo hacía
trastabillar con un garrotazo en las espinillas. Cayó hacia adelante,
pero había pasado suficiente tiempo en las arenas como para
convertir la caída en un rol. El golpe fue bastante fuerte, por el que
más tarde cojearía, pero ahora mismo no sentía nada. Hasta su
dolor de cabeza había desaparecido. Nada como la brutalidad
repentina para aguzar tus sentidos a primera hora de la mañana.
Se puso de pie de un salto justo frente a las jaulas con señuelo.
Abrió una de golpe y una paloma salió volando a toda velocidad
en busca de libertad, lo que causó que el gerifalte sin caperuza que
Goryn llevaba en su guante se excitara y se lanzara a por ella, aún
amarrado.
El ruido fue suficiente para hacer que se debatieran en sus
perchas los cinco halcones encaperuzados y avanzaran hasta que
sus propios amarres tiraran de ellos de vuelta, chillando y ciegos.
En el caos de gritos y plumas, Brysen le propinó una patada alta
al pecho del hombre que lo había hecho tropezar, agarró el palo y
lo estrelló contra su cabeza. Al mismo tiempo, sacó su cuchilla de
garra negra y la hizo girar, un arma en cada mano.
No debería haberse molestado.
Los otros dos tenían a Dymian, le colocaron los brazos contra la
espalda. La punta afilada de una navaja de asesino apoyada
contra la parte blanda de su garganta ya sacaba una gota de
sangre.
—Tienes coraje, pajarito —le dijo Goryn a Brysen, mientras
pasaba la mano por las plumas de su halcón como si estuviera
acariciando un polluelo domesticado—. Más que tu padre, al
menos. Pero tienes la sangre de moledor de cristal de tu madre y
dejas que nuble la mejor parte de tu cabeza. ¿Qué planeabas
hacer? ¿Golpearme a mí y a mis hombres hasta someternos y
luego…? ¿Qué? ¿Pedir un rescate a mi madre enviándole un dedo
cada vez?
Goryn pareció aturdido al pensarlo. Brysen mantuvo su arma en
alto. Simplemente había querido evitar que golpearan a Dymian.
Dio media vuelta al sentir que el hombre que había derribado se
ponía de pie.
Goryn se atragantó con su propia risa.
—Sabes que te convertiríamos en carne, a ti y a tu hermana allá
afuera, y luego enviaríamos a algunos de nuestros amigos a visitar
a tu madre. Tu casa ardería hasta quedar hecha cenizas y después
enterraría tus huesos picoteados debajo.
Los ojos de Brysen recorrieron la carpa con velocidad, planeando
su siguiente ataque.
—Baja tus armas, muchacho. —Goryn suspiró—. El problema no
va contigo. Tienes sangre caliente y puedo perdonar eso a tu edad.
Guarda tus armas, y tú y tu familia podréis seguir con vida. Y
tampoco arrancaremos las partes privadas de Dymian como
castigo.
Dymian lloriqueó.
—Pero si me haces esperar otro suspiro —siseó Goryn—, tu novio
sufrirá más allá de los límites de lo imaginable.
No había sufrimiento que Brysen no pudiera imaginar, pero
Goryn no hacía amenazas en vano y no quería que Kylee sufriera
castigos por peleas que eran de él. Dejó caer el garrote y envainó su
cuchillo.
Goryn asintió, y los matones soltaron a Dymian y lo empujaron
con fuerza al suelo.
—Hiciste un trato conmigo, Dymian —le dijo Goryn—. Honra ese
acuerdo o morirás.
—Un día te arrancaré los dientes —amenazó Dymian; Goryn
cerró los ojos y sonrió. Luego cruzó hasta donde estaba Dymian,
levantó el pie sobre el gemelo del entrenador y pisó con fuerza.
—¡Ahh! —gritó, con la parte baja de la pierna rota—. ¡Ahhh!
—Nunca pude entender por qué haces que tu vida sea tan dura,
Dymian —reflexionó Goryn, luego miró directamente a Brysen—.
Algunos simplemente no conocen sus propios límites.
Sonrió, después él y sus hombres dejaron el sitio tan
repentinamente como habían entrado. A medida que se asentaron
las solapas de la carpa, el rayo de luz que cruzaba el suelo se
estrechó al tamaño de un cuchillo, después de una aguja. Después
se abrió bien ancho y brillante, al irrumpir Kylee y Nyall. Este
último cargaba cinco alcahaces grandes.
—¡Ese era Goryn Tamir en persona! —exclamó.
—Por los cielos ardientes, ¿qué ha sido eso? —preguntó Kylee.
Brysen corrió hasta su entrenador, quien se retorcía de dolor en el
suelo. Cuando Dymian finalmente levantó la mirada hacia él, sus
ojos estaban húmedos e inquietos.
—Estoy en problemas —dijo, casi sin aire, aferrado a su pierna
rota—. Problemas de altura extrema.
Brysen sintió que una emoción extraña lo recorría justo entonces.
No era lástima ni amor ni pánico.
Era orgullo.
Era un momento extraño y miserable para sentirlo, lo sabía, pero
no pudo evitar erguirse un poco. Dymian le estaba pidiendo ayuda
a él.
Por ti, lo que sea, quería decir, pero en lugar de eso fue su hermana
la que habló.
—Dime qué has hecho para que Goryn Tamir se metiera en
nuestra carpa o te juro que ni él podrá encontrar tu cuerpo para
escupirle lodo encima.
—Le hice una promesa —gimoteó Dymian—. Le prometí un
águila fantasma.
8

El aire se volvió denso como las piedras y Brysen pensó que el


suelo podía ceder debajo de él. En el exterior, el mercado rebosaba
de actividad, indiferente. Palomas mensajeras con silbatos de
bambú amarrados a las plumas de su cola revoloteaban en el aire,
creando una lúgubre orquesta en el cielo.
—¡Semillas y frutos secos! ¡Compre aquí sus semillas y frutos
secos! —gritó un vendedor ambulante que pasó haciendo rodar su
barril frente a la carpa donde Brysen, Nyall y Kylee miraban
fijamente a Dymian. Su sombra creció hasta tragar toda la lona,
después volvió a achicarse al desparecer más adelante por la calle
—. ¡Semillas y frutos secos! ¡Semillas y frutos secos! —Su muletilla
hacía eco.
Detrás de las sombras cambiantes, Kylee se acercó a Dymian,
quien aún estaba en el suelo con una mueca de dolor en el rostro,
tratando de no mirar su pierna.
—Que has hecho ¿qué? —lo regañó, como si Dymian fuera su
sirviente y no un respetado maestro cetrero joven que pasaba por
momentos difíciles.
Bueno, pensó Brysen, quizás respetado sea una exageración…
Aun así, no era necesario que ella lo tratara como una babosa en
un árbol frutal.
Él siempre había sido bueno con ellos. Más que bueno. Hacía
feliz a Brysen. ¿Por qué Kylee no podía estar agradecida al menos
por eso?
—Está bien. —Brysen lo reconfortó, asumiendo el nuevo rol de
aprendiz consolador. Le dio a Dymian algunas hojas de cazador
para calmar el dolor. Había llorado en el hombro de Dymian
demasiadas veces. Dejaba que él le mintiera sobre sus cicatrices y
le dijera que eran «hermosas». Ahora era su turno de mentirle, de
reconfortarlo, aunque el consuelo fuera falso—. Todo va a ir bien.
Un águila fantasma. ¿Qué clase de idiota promete un águila
fantasma? Nadie había cazado una en generaciones. Había
leyendas antiguas, como la de Ymal el Tonelero, quien había
embriagado al águila con vino mezclado con su propia sangre;
Valyry el Singuante; y las hermanas Stych, que no tenían epíteto
alguno. Pero nadie en la historia reciente lo había hecho. Su padre
había muerto intentándolo y Dymian lo sabía. ¿En qué estaba
pensando?
—¿En qué estabas pensando? —preguntó Kylee con enfado.
—¡Nyall! —gritó el viejo Dupuy desde el otro lado de la calle. Su
voz se agudizaba al final como un chillido—. ¡Nyall! ¡Regresa aquí!
Hay cincuenta pihuelas que hay que frotar con aceite y nos faltan
cinco alcahaces para halcón. ¡Espero que no estén donde creo que
están! ¡Alguien va a pagar por ellas y no creas que van a ser
ninguno de esos dos! ¡Nyall!
—Me… eh… me tengo que ir… —Nyall se disculpó—. No te
preocupes, Ky. Te cubro con los alcahaces.
—Los pagaremos —respondió Kylee.
—Claro. Claro —dijo Nyall, echando una mirada compasiva a
Dymian antes de salir—, pero no hoy.
Presionó sus manos en ala contra su pecho. Esta vez, Kylee
devolvió el gesto y Nyall sonrió. Al menos alguien tenía hoy un
buen día.
Brysen se arrodilló junto a Dymian y lo ayudó a levantarse, lo
llevó hasta la única silla que tenían en la carpa. Dymian iba
haciendo muecas de dolor a cada paso y apoyó todo su peso sobre
Brysen cuando este lo bajó.
—No puedo permitir que te hagas cargo de esto, Bry —dijo—.
Ninguno de vosotros dos debéis haceros cargo.
—No lo permitirás —respondió Kylee—, porque este no es
nuestro problema. Nuestras deudas casi están saldadas.
Brysen le lanzó una mirada, pero ella le lanzó otra, flechas
invisibles que dieron, ambas, en el blanco. Y ambos miraron hacia
otro lado.
—Estaba hasta el cuello con Goryn —explicó Dymian, con voz
débil. Se metió otro fajo de hojas de cazador en la boca—. Vosotros
sabéis cómo soy… Una vez que comienzo a apostar, sé que la
próxima racha está al otro lado de la siguiente colina. Así que
aposté a que podía embolsar diez liebres con cualquier halcón que
eligiera. Me dio un halcón enano de zancas cortas. Un macho
diminuto. ¡Fue un insulto! Goryn creyó que era gracioso. Pero una
apuesta es una apuesta… Embolsé seis liebres. Seis, ¿os lo podéis
creer? Una sola hubiese sido un milagro con un pájaro
comeinsectos como ese. Aun así, tenía que pagar. Y no pude. Así
que aposté a doble o nada un día en las arenas. Me estaba yendo
bien al principio…
—Sabemos lo bien que te fue —gruñó Kylee.
Dymian se miró los pies.
—No quería apostar en contra de ti, Bry, pero ese transportista era
enorme. No me imaginé que te las ingeniarías para ganar. Lo
siento tanto… —El labio de Dymian temblaba. Un río de lágrimas
caía por sus mejillas. Brysen las secó con su dedo pulgar, le sostuvo
la mano—. Cuando ganaste, estaba feliz por ti, de verdad… pero
debo pagar la renta. Debo meses, más la comida y algo de bebida.
Pollos para mi pequeña Sabi, y sabes que los Tamir compraron
toda mi deuda a los vendedores de alimentos. Me dijeron que
debía pagar todo eso. Todo, ¿te lo puedes creer? El estúpido de
Goryn está tratando de demostrar que es un hombre de negocios
para que su madre lo deje mandar por encima de sus hermanas.
No pude pagarle. Era una fortuna. Me iban a vender a una
caravana de esclavos.
—Deberías haberlo dejado —dijo Kylee con dientes apretados—.
Al menos vivirías.
—Moriría en una jaula —objetó Dymian—. Tenía que encontrar
otra manera.
—Entonces… ¿fue tu idea? —preguntó Brysen, horrorizado al
descubrir que esto había estado pasando durante tanto tiempo y él
no lo había notado, no había percibido ningún problema. ¿Cómo
Dymian podía ocultarle tantas cosas cuando su alma estaba
completamente abierta a él? Intentó evitar que el dolor de Dymian
cayera solo sobre sí mismo, pero de todas formas se sintió herido.
Dymian respiró hondo.
—Fue de Goryn —respondió—. Me hizo una oferta anoche. Me
dijo que me perdonaría todo si atrapaba un águila fantasma para
él. —Dymian miró su pierna—. Ahora sí que me irá bien.
Brysen sintió que sus rodillas temblaban. No hablaban de esa
ave. Cuando su chillido bajaba como un eco de las montañas,
fingían que no podían escucharlo.
Nadie hablaba del águila fantasma cuando ellos estaban cerca.
Esa era una costumbre en Seis Aldeas. Cuando un trampero caía
ante el águila fantasma, no la mencionabas frente a su familia. Era
una tradición de silencio respetada por generaciones, y en un
suspiro Dymian la había roto. Dos veces.
Así de breve fue el tiempo que necesitó Brysen para decir las
siguientes palabras, palabras que nunca habría dicho si se hubiera
parado a pensarlas por más tiempo.
—La atraparé por ti.
—Brysen, no —dijo su hermana sin aliento, o quizás
simplemente lo había pensado con tanta fuerza que él la había
escuchado en su propia cabeza.
Pero sabía que eso era lo que estaba destinado a hacer. Eso era lo
que su padre nunca había podido hacer. Él había ido a la montaña
lleno de furia y eso había significado su muerte. Brysen iría en un
acto de amor, y sobreviviría.
Sostuvo el rostro de Dymian en sus manos, lo levantó para
encontrar sus ojos.
—Haré esto por ti. Lo juro, Dymian. Te salvaré. Bajaré el
mismísimo cielo para salvarte.
Y era exactamente eso lo que tendría que hacer.
9

Se puso de pie y salió de la carpa antes de que su hermana pudiera


detenerlo, pero ella lo alcanzó más rápido de lo que un urogallo se
escapa de los matorrales.
—No puedes hacerlo —exclamó tras él—. Sabes que no puedes.
—¿Quién está cuidando la carpa? —preguntó él sin mirar atrás,
zigzagueando entre la muchedumbre del mercado.
—Dymian puede encargarse.
—Dymian tiene la pierna rota.
—Es verdad, ¿no deberías estar con él?
—No hagas eso —advirtió Brysen—. No intentes hacer que me
confunda.
Ella lo conocía demasiado para saber que no debía responder.
—¡Huevos de peregrino! —gritó un desnidador cuando pasaban
a su lado—. Cómprenlos como están. Algunos pueden romper
cascarón, otros quizás no. Prueben su suerte y hagan el negocio de
la temporada. ¡Tres bronces por uno, ocho por tres!
—¡Vuelve a la carpa, Kylee! No me vas a convencer —le advirtió
Brysen.
—¿Te vas? —Kylee tuvo que trotar para alcanzarlo—. Así como
así. ¿Te vas corriendo a jugar al trampero en las montañas?
—¿Qué? —Brysen se detuvo y se giró para enfrentarla. ¿Cuán
estúpido se creía su hermana que era?—. ¡Está claro que no voy a ir
a las montañas ahora mismo! Tengo que buscar provisiones,
guardarlas y prepararme. Ahora voy a ir a ver a Goryn para decirle
que deje a Dymian en paz hasta que yo regrese.
—Goryn podría matarte con tanta facilidad como… como…
como… un águila fantasma. —Se tropezó con las palabras.
Sonaban antinaturales saliendo de su boca. Brysen aún no era
capaz de decirlas.
—No me da miedo el peligro —dijo en lugar de eso, y sonó
infantil, pero su hermana lo estaba tratando como a un niño—. No
me vas a detener esta vez.
—¿Esta vez? ¿Qué quieres decir con…? —Pero entonces su rostro
cambió al comprender—. Ah —dijo su hermana.
—Sí —respondió él, enderezando sus hombros y simulando que
no lo afectaba el recuerdo que acababa de conjurar para ambos. Se
marchó a través de la verja y por el camino hasta la puerta de
entrada de Pihuela Rota, con Kylee siguiéndolo de cerca.

En el interior, el aire estaba denso por el humo de decenas de


narguiles perfumados. Las mesas largas estaban repletas. Personas
de todos los colores, formas y tamaños estaban apiñadas unas
junto a otras en rugosos bancos, daban caladas a las mangueras
que salían de las pipas centrales y exhalaban ese empalagoso
hedor dulce. Detrás de ellos estaban sus halcones y gavilanes,
todos encaperuzados y amarrados a sus perchas. La variedad de
pájaros era igual a la de personas. Brysen no podía decidir cuál
tenía el plumaje más brillante. Todos usaban sus mejores galas
para el día de mercado y todos levantaron la vista para mirarlo
cuando entró. Luego todos apartaron la mirada.
Arriba, en una de las áreas privadas, los tres transportistas de
larga distancia del día anterior lo miraban con la mala cara de
quienes no estaban acostumbrados a perder. El Creador de
Huérfanos tenía una grieta roja y costrosa que iba desde el
nacimiento del pelo hasta su barba. El regalo de despedida de
Shara. Brysen saludó a los hombres con sus manos en ala contra su
pecho y una sonrisa sarcástica.
—Ojalá que se te infecte —murmuró entre dientes mientras
sonreía y los transportistas volvían la mirada. Metió un fajo fresco
de hojas de cazador en su boca. Las hojas sabían amargas en su
lengua y la mirada de reprobación de Kylee tampoco era
demasiado dulce.
»Para los nervios —le dijo a su hermana mientras caminaban por
el bar. Fragmentos de conversación de las mesas trinaban
alrededor de ellos.
—… escaló las montañas con un pergamino falso y veinte guías y
tramperos. Nadie regresó.
—¿El águila fantasma los ha atrapado?
—Águila o kartami.
—No hay kartami tan adentro.
—Golpearon las minas de bronce en Rishl la semana pasada.
—Esos fueron forajidos.
—Sé lo que te digo. Los kartamis están moviéndose. La kyrgia en
persona no podría pagarme suficiente para que me fuera a trabajar
más allá de…
Brysen se perdió el resto de la conversación por el ruido. En la
base de las escaleras, una mujer de pelo negro largo y trenzado y
nudillos gruesos de amasar le bloqueaba el camino. Esas manos
podían reventarle los ojos en sus órbitas si ella quisiera, pero a él le
preocupaba más el látigo de seis garras que llevaba en el cinturón
que ceñía con fuerza su capa. Brysen escupió en la escupidera de
cobre que estaba junto a ella.
—Necesito ver a Goryn, señora Yasha —dijo, enganchando sus
pulgares para ofrecerle el saludo alado.
—Está ocupado —gruñó Yasha. Esta posó el labio inferior sobre
el superior, lo que le dio a su cara un aire a un jabalí—. El mercado
está abierto.
—¿De verdad? —se burló Brysen—. No lo había notado.
Ella gruñó y Kylee le dio un codazo en un costado.
—Mira, Yasha, querrá verme —explicó Brysen—. Dile que lo
quiere ver Brysen de Cetrería Domador del Cielo. El amigo de
Dymian.
—Sé quién eres, Brysen. Te conozco desde que naciste. —Apuntó
a Kylee con el mentón—. Y sé que ella no es amiga de Dymian en
absoluto.
—Vengo con él —dijo Kylee con firmeza—. Vamos a ver a Goryn
juntos.
—Veréis a Goryn si yo digo que vais a ver a Goryn. —Yasha
levantó la vista hasta los escalones que llevaban a un par de
estrechas puertas dobles. Las escaleras eran un trabajo de cantería
original del templo que había existido en este lugar desde antes de
que existiera la taberna. Uno de los asistentes de Goryn (los Tamir
nunca los llamaban guardaespaldas) echó una mirada a Brysen. Era el
mismo al que le había dado una patada en el pecho hacía menos
de lo que dura la siesta de una liebre.
Brysen supo de pronto cómo debía sentirse un conejo tembloroso
en los arbustos al ver un halcón volando sobre él. No podía
quedarse quieto, pero si corría, podía terminar justo en mitad del
peligro.
El hombre asintió y Yasha dio un paso al lado para dejarlos
pasar.
—¿Qué crees que puedes conseguir viniendo aquí conmigo? —le
susurró a Kylee mientras subían las escaleras.
—Evitar que te maten, quizás —respondió ella por lo bajo.
—Me he mantenido con vida hasta ahora —contestó él.
—A duras penas.
—Aún podéis iros a casa —dijo el guardia en la cima de las
escaleras—. No hay nada hecho que no pueda deshacerse.
—Gracias por el consejo —respondió Brysen, desconcertado por
que al asistente le importara tanto como para hacerles una
advertencia. Era otro recordatorio de que en Seis Aldeas siempre
serías lo que siempre habías sido y Brysen siempre sería el
desgraciado hijo de Yzzat.
Hasta que él cambiara las cosas. Hasta que él capturara un
águila fantasma. Entonces contarían otras historias sobre él. Ymal
el Tonelero, Valyry el Singuante y Brysen.
Mientras él y su hermana atravesaban las puertas hacia la
oscuridad, pensó que necesitaba un buen epíteto. Algo apropiado
para el héroe legendario en el que estaba a punto de convertirse.
Brysen el del Corazón Fuerte. Brysen el Desmedido. Brysen el
Chico que No Murió en la Oficina de Tamir Goryn.
Estaría conforme con cualquiera de esos por el momento,
especialmente con el último.
10

Las puertas se cerraron de golpe y Kylee y Brysen se quedaron


parados en un recinto completamente oscuro. Brysen sintió que la
mano de Kylee rozaba la suya y, por costumbre, la agarró.
La habitación tembló y comenzó a hundirse. Rechinaron
engranajes y se tensaron cables. El recinto era una jaula en las
paredes de Pihuela Rota amarrada a un sistema de poleas que
podía elevarse o descender a la cripta que había debajo. La única
forma de entrar o salir de la oficina privada de Goryn Tamir era
usar esta jaula movible, la única de su especie fuera del Castillo del
Cielo. Todos la conocían, pero Brysen jamás pensó que se montaría
en ella. Era más silenciosa de lo que había imaginado y olía a sogas
engrasadas.
A medida que el recinto se hundía, vieron pasar la rueda
giratoria del engranaje en un nicho iluminado de la pared. Estaba
alumbrada solo para beneficio de los pasajeros. Las
desafortunadas almas que hacían funcionar el mecanismo no
podían ver nada a la luz de la hoguera que los rodeaba. Estaban
encaperuzados y maniatados.
Eran cinco, una mezcla de hombres y mujeres, todos despojados
de ropa y solo cubiertos por harapos de tela y caperuzas de cuero
pesado en la cabeza —réplicas a escala humana de las caperuzas
para los halcones—. Estas estaban cerradas en la parte de atrás de
forma que no pudieran ser removidas. Solo quedaba a la vista la
mandíbula inferior de los prisioneros, que respiraban, jadeando,
por la boca.
Estaban encadenados unos a otros por los tobillos, con tobilleras
de cuero pesado y pihuelas de cuerda gruesa que, una vez más,
imitaban el equipamiento cetrero pero hecho a la medida de los
humanos. Alguien ha hecho estas caperuzas, pensó Brysen. Alguien en
Aldeas había hecho bocetos y calculado el precio para hacerlas.
Algún artesano era cómplice de la crueldad de Tamir. Por otro
lado, todo el que le pagara una pieza de bronce era cómplice.
Brysen incluido.
Los brazos de los prisioneros estaban inmovilizados a sus
espaldas, con los codos hacia afuera y las manos atadas a la altura
de la cintura, de forma que los codos doblados parecían alas. En la
curva de sus codos llevaban barras transversales aseguradas a la
larga barra de madera del eje del engranaje. Caminaban con
esfuerzo hacia adelante en un círculo lento, triste, haciendo girar el
mecanismo que bajaba y subía el pequeño recinto.
El giro del eje y la marcha en círculo de las almas en pena era una
débil imitación del vuelo circunscripto del halcón y el rincón en el
que daban vueltas había sido pintado —de nuevo, para único
beneficio del visitante— de color azul cielo, con esponjosas nubes
blancas. Este era el sentido del humor de Goryn y su talento para la
crueldad, que en algunos hombres era exactamente la misma cosa.
Brysen soltó la mano de su hermana. No era necesario que ella
supiera que estaba sudando.
El recinto se hundió debajo de los esclavos giratorios, el techo
primero hizo desaparecer de la vista a sus cabezas, después sus
cuellos, luego sus pechos, como una oscuridad que los devoraba
desde abajo. Kylee respiraba junto a Brysen y sus inhalaciones se
tranquilizaron hasta que la jaula se detuvo con un fuerte ruido
metálico, tembló y se asentó. Después de una espera interminable
en la oscuridad total, las puertas rechinaron al abrirse y el recinto
se inundó de luz, ruido y música.
La oficina de Goryn no era ni la sombría mazmorra que los
prisioneros en la rueda insinuaban ni la aburrida casa de
contabilidad que su título oficial —maestro de cuentas— sugería.
Era una fiesta subterránea. Las paredes estaban pintadas de rojo
oscuro y del techo colgaban grandes candelabros de cristal. Los
coloridos cristales tenían forma de cintas de tela onduladas, al
estilo de las carpas del mercado. Había pilas de alfombras gruesas
amontonadas por todo el suelo, y los asistentes, amigos, seguidores
y socios de Tamir se sentaban sobre ellas. Sirvientes vestidos con
delantales blancos iban y venían por puertas de color azul índigo
que estaban en el extremo más alejado, con bandejas de plata
llenas de comida y narguiles de penetrantes aromas.
No había ni un libro contable a la vista.
—¿Trabaja aquí? —Brysen se maravilló.
—No va a llevar las cuentas de la familia donde sus hermanas
puedan verlas —dijo Kylee. Goryn tenía por casa una fortaleza de
piedra en los riscos, que observaba al pueblo desde arriba,
seguramente era allí donde trabajaba. Su aviario también estaba
ahí arriba, una edificación de madera y cristal con un bosque que
crecía adentro. Los rumores decían que tenía más de cien especies
de halcones y gavilanes. También algunas águilas.
Aquí abajo, no había siquiera una pluma de pavo real. Brysen
notó que ninguno de los hombres y mujeres sentados en las mesas
llevaba un ave consigo. No había perchas ni jaulas ni alcahaces. Era
un paisaje extraño, especialmente en esa época del año, y
ciertamente perturbador. Quizás quitar algo familiar era suficiente
para nublar el razonamiento de una persona.
¿Había nublado su razonamiento el solo pensar en que le
quitarían a Dymian?
Así era, pero no le importó. Un halcón no es racional. No tiene
culpas, recuerdos ni razonamiento. Solo sentía todo lo que podía
sentir de forma instantánea y pura, y actuaba así de rápido. La
gente tenía demasiada fe en el pensamiento cuando las órdenes del
corazón merecían, al menos, el mismo respeto que las de la mente.
¿Esa es la razón por la que mi corazón está latiendo con tanta fuerza ahora?
En el extremo opuesto de la habitación había una pila de
alfombras más alta que todo el resto sobre la que Goryn Tamir
estaba sentado, solo, reclinado sobre opulentos almohadones
azules apoyados contra la pared. Un candelabro bajo ardía
brillante frente a él, y la luz de las lámparas de aceite en la pared
parpadeaban contra las cintas de cristal para arrojar coloridos
patrones de mosaico sobre su rostro. Los colores bailaban, pero
Goryn estaba quieto como un depredador, sus ojos casi cerrados
por sus pesados párpados. La pila de alfombras parecía
extrañamente irregular y fue entonces que Brysen advirtió las
piernas que sobresalían debajo, amarradas al suelo. Goryn Tamir
estaba asfixiando a alguien debajo de su asiento.
Brysen deseó no haber soltado la mano de Kylee.
Un sirviente los guio hasta Goryn —una de sus manos tenía un
dedo menos, notó Brysen— y la conversación se silenció a medida
que avanzaban. Los ojos de Brysen encontraron cómo sobresalía
una mano y un pie cubierto con una sandalia bajo la pila de
alfrombras. Debajo de cada pila había algún enemigo de Goryn, un
sirviente travieso o alguien que lo había disgustado, ahogándose.
Un movimiento equivocado, temió Brysen, y su hermana y él
terminarían atados a la rueda del engranaje en el nicho de la pared.
—¿No acabo de dejarte muerto de miedo sobre ese maestro
cetrero de alas recortadas? —preguntó Goryn cuando se
encontraron frente a él. Brysen hizo su mejor esfuerzo para
mantener los ojos en alto y no bajar la mirada a las piernas que
apenas se retorcían aplastadas bajo el montón de alfombras—. ¿Por
qué me molestas de nuevo antes de que ni siquiera haya podido
almorzar algo? ¿Sabías que me pone de pésimo humor tener
hambre? Mi madre dice que siempre fui así. Un terrible mordedor.
Una vez no me trajeron mi bocadillo, así que le arranqué el dedo de
un mordisco a uno de mis niños sirvientes. Mi madre me dio una
tremenda paliza por eso, pero se rio todo el rato. Deberías haber
visto la cara del chiquillo cuando le di el dedo al halcón de mi
pequeña enredadera. Nunca volvió a olvidar mi bocadillo, ¿sabes?
Goryn le guiñó el ojo al sirviente de nueve dedos detrás de ellos.
—No, señor —dijo este. Goryn lo despachó con un gesto de la
mano.
Brysen mordió con fuerza para exprimir más jugo a las hojas de
cazador en su mejilla. Ahora no había vuelta atrás.
—Quiero hacerme cargo de la promesa que le hizo Dymian —
anunció.
Ahora Goryn frunció el ceño.
—Sin tiempo para chácharas, ¿eh? Maleducado. —Le hizo un
gesto a Brysen para que se sentara. Brysen volvió a mirar las
piernas que sobresalían de la pila de alfombras. Goryn observó que
miraba—. Siéntate —repitió.
Brysen se escuchó a sí mismo gemir, pero cruzó las piernas y se
sentó, agradecido por primera vez de su tamaño pequeño. ¿Quizás
no pesara lo suficiente para marcar la diferencia? ¿Quizás la
persona que estaba ahí abajo ya estaba más allá de todo
sufrimiento?
—Mi hermano no sabe lo que dice, señor Goryn —interrumpió
Kylee. Ella aún no se había sentado; no la habían invitado a hacerlo
—. Como muestra de buena fe, saldaremos nuestra deuda cuando
termine el mercado y quizás Dymian pueda tener más tiempo para
saldar la suya.
Goryn apoyó las palmas de las manos en sus rodillas y estiró los
dedos.
—Me suena —dijo— a que tú no sabes lo que tu hermano está
diciendo. ¿Es tiempo lo que estás pidiendo, Brysen? Has venido a
suplicar… ¿qué? ¿Días? ¿Semanas? ¿Una temporada completa?
¿Tenemos que regatear por tu hombre un número de amaneceres?
—No. —Brysen miró a Kylee con furia—. No estoy aquí para
pedir tiempo. Estoy aquí para decir que lo haré. Yo le traeré… —
Echó un vistazo por encima de su hombro, miró por la habitación.
Todos estaban escuchando. Hablar demasiado alto sobre un ave
como la que él cazaría podía hacer que te rebanaran el pescuezo, o
bien un cazador furtivo o bien un fanático de la antigua fe que
pensaba que perseguir a la gran asesina alada era la peor clase de
blasfemia. Bajó la voz a un susurro—. Atraparé al águila fantasma
para usted.
Brysen se sorprendió de cuán fácil le había salido. ¿Cómo pudo
haber tenido tanto miedo de unas simples palabras durante tanto
tiempo? Eran solo una colección de sonidos, aire expelido a través
de la garganta, la lengua, más allá de los dientes. ¿Qué hacía que
algunas palabras fuesen más aterradoras que otras, que decir
algunos sonidos fuese más peligroso?
La memoria.
No eran las palabras en sí lo que tenían poder, sino los recuerdos
que se aferraban a las palabras como pulgas a un ciervo,
drenándolas e infectándolas. Si apagabas tu memoria e ignorabas
al ser pensante de tu interior, podías decir cualquier cosa.
—Atraparé un águila fantasma —repitió Brysen, solo porque
podía. Después, sintiendo un arrebato de confianza, o quizás fuese
la hoja de cazador, agarró una taza de cobre de la bandeja frente a
Goryn y escupió dentro.
Goryn se pasó la lengua por los dientes.
—¿Has visto un entrenamiento de tu hermano? —habló
finalmente. Brysen lanzó una mirada de costado a su hermana.
—Sí, lo he visto entrenar —respondió ella.
—¿Y qué clase de cetrero es? —preguntó Goryn—. ¿Puede hacer
esto? Odiaría que mis libros quedaran desequilibrados solo para
que otro miembro de tu familia muera en la montaña. No quedan
demasiados como para que prescindas de uno.
—Es un buen cetrero —dijo Kylee después de un rato.
—¿Lo suficiente como para lograrlo?
—¿Hay alguien que lo sea? —respondió Kylee, lo que provocó
una sonrisa en la cara de Goryn.
—Eres una buena oradora, Kylee, pero es obvio que estás
eludiendo mi pregunta. Hay otros en la montaña mientras
hablamos, buscando a la misma ave. Están mejor entrenados,
mejor financiados.
—No son de aquí —interrumpió Brysen—. Nobles malcriados y
tontos con manuales… Yo soy de estas montañas. Tengo sangre de
trampero.
—También tienes sangre de altari, si no me equivoco. —Goryn
aclaró su garganta—. Supongo que tu madre no aprobaría esta
expedición, ¿no?
—Ella no importa —espetó Brysen. Goryn alzó una ceja hacia él,
pero volvió su atención hacia Kylee, lo que lo hizo querer escupirle
la cara al maldito.
—Me han dicho que tienes ciertos talentos que podrían ser útiles
—le dijo Goryn a Kylee—. ¿Ayudarás a tu hermano a atrapar lo
que quiero?
—No necesito su ayuda. —Brysen no le dio a su hermana la
oportunidad de responder. Él sería quien salvara a Dymian. Tenía
que ser él quien lo hiciera—. No es cetrera.
—Eso no es lo que he escuchado.
—Sus espías deberían usar los ojos en vez de los oídos —dijo
Brysen—. No pueden creer cada locura que escuchan. Me ven volar
rapaces todos los días. Ella planea dejar el negocio en cuanto
nuestras deudas estén saldadas.
En su vista periférica, vio cómo Kylee se tensionaba. Ella pensó
que él no sabía su plan, pero eran mellizos. ¿Cómo podría
ignorarlo?
—¿Es verdad? —Goryn frunció los labios—. ¿Te retiras tan joven?
Kylee negó con la cabeza.
—Puedo no hacerlo. Podemos agregar la deuda de Dymian a la
nuestra. —Se le rompió la voz, pero continuó—. ¿Qué son algunas
temporadas más? Hemos durado todo este tiempo.
—Kylee, no —dijo Brysen. Si era por él, no le importaba quedarse
atrapado en las Aldeas si eso significaba salvar la vida de Dymian,
pero no podía soportar dejar aprisionada también a Kylee. No
dejaría que sacrificara su felicidad así, no por culpa suya—.
Quédate y trabaja en nuestra carpa. Haré esto solo.
—Los negocios van a empeorar en los tiempos que vienen —
sostuvo Goryn—. ¿No habéis escuchado hablar sobre los ataques
kartami? ¿Quién sabe si habrá mercado la próxima temporada?
—Encontraremos la forma —respondió Kylee—. Siempre la
hemos encontrado. Incluso si eso significa que tengo que empezar
a entrenar con… —Goryn alzó su poderosa mano para callarla.
Estudió a Brysen y Kylee con el foco distante de un halcón con
comida en el buche, un ave que no estaba hambrienta pero aun así
sentía curiosidad por la presa que tenía enfrente.
—Entonces, ¿estás determinado a ir por tu cuenta, joven Brysen?
—Lo estoy —repitió él. Miró de frente a Kylee—. Es lo que debo
hacer.
—Entonces, irás —declaró Goryn, con un solo aplauso—. Quizás
tu hermana entre en razones y te ayude, pero de todas formas me
traerás lo que quiero. ¿Comprendes que me estás haciendo una
promesa a mí? Sabes quién soy. Sabes cómo trato a aquellos que
rompen sus promesas. Si me fallas, desearás que el águila te lleve,
porque la muerte será mucho más rápida en sus garras que en las
mías. —Luego posó la mirada en Kylee—. Y tu hermana heredará
tu deuda conmigo. Duplicada.
Un pequeño sonido escapó de los labios de Kylee, y Brysen quiso
volverse hacia ella, reconfortarla, decirle que todo iría bien, que
tenía un plan, que podía hacer esto, que todos estarían bien, pero la
verdad era que no estaba tan seguro. Sabía, sin embargo, que
ahora era demasiado tarde. No podía mostrarse débil ni vacilante.
—Comprendo —afirmó. Las amenazas no lo asustaban. Había
sobrevivido a suficiente dolor como para saber que el verdadero
peligro no amenazaba; simplemente golpeaba, como el picado de
un halcón.
A la mierda, pensó. Había sido la presa huidiza por demasiado
tiempo. Era tiempo de ser la garra que estruja al conejo. Cazaría a
su presa y salvaría a Dymian, a su hermana y a sí mismo, todo en
una bajada en picado.
—Pero Dymian se queda aquí —agregó—. Si intenta irse del
pueblo, se rompe el acuerdo.
—Comprendo —repitió Brysen—. De todas formas, no está en
condiciones de ayudar. Usted le rompió la pierna.
—Ups. —Había un destello vertiginoso en el ojo de Goryn—.
Entonces, ¿vas solo, como los grandes tramperos de antaño?
Brysen asintió.
—Bry, no —rogó Kylee, su voz no más fuerte que un suspiro.
—Hemos terminado. —Goryn hizo un gesto a un sirviente para
que los acompañara afuera. Brysen se puso de pie con cuidado,
intentando mantener su peso equilibrado hasta salir de la pila de
tapices. Era lo menos que podía hacer por la pobre alma que estaba
debajo.
—Tienes hasta que la última caravana abandone el mercado —
explicó Goryn—. Si tardas un instante más, nuestro acuerdo se
rompe. —Sus ojos se dispararon a la taza de cobre que Brysen
había usado de escupidera—. Y quédate con la taza. Mascar hojas
de cazador es un hábito desagradable.
Brysen volvió a escupir. No pensaba tomar lecciones de salud y
etiqueta de Goryn Tamir.
—Solo espero que sepas qué hacer con el águila una vez que la
tengas —dijo Brysen—. Sería una pena ver cómo te destripa
después de tomarme toda esta molestia. —Apoyó la taza de cobre
de nuevo en la bandeja y dejó que el escupitajo verde se derramara
por los lados al dejarla e irse caminando hacia el recinto del
engranaje, tratando a Kylee como si fuera invisible.
Sabía que, si miraba a su hermana, la realidad le caería encima.
Sabía que, si la miraba, se daría cuenta de lo que acaba de aceptar
y lo poco preparado que estaba para hacerlo. Se sentiría tentado de
suplicar su ayuda, pero ya se había jurado a sí mismo que nunca
haría eso.
No a ella.
No otra vez.
Todas las verdades

En el Castillo del Cielo, la kyrgia Bardu desenrolló el mensaje de la


pata de la paloma y colocó al pájaro con cuidado en el palomar.
—Goryn Tamir ha hecho un acuerdo con unos chicos de Seis
Aldeas. —Cerró los ojos, reflexionó sobre lo absurdo de su
siguiente afirmación—. Para atrapar un águila fantasma.
—¿Chicos? —Su maestro cetrero frunció el ceño. Debajo de su
caperuza ornamentada, el halcón que llevaba en el puño también
parecía tener el ceño fruncido.
—Eso parece, uno de esos jóvenes niegos mostró un talento
extraordinario en las arenas de riña ayer. —La boca de la kyrgia
Bardu se retorció alrededor de las palabras arenas de riña. Encontraba
la práctica completamente vulgar. Era una ávida corredora de
palomas y, dada su posición como procuradora del Concilio de los
Cuarenta en el Castillo del Cielo, podía tener las mejores bandadas
de mensajeras, corredoras, acróbatas y volteadoras de un extremo
a otro de la mesa. También tenía halcones y águilas, por supuesto,
como debía, pero simplemente para guardar las apariencias. Las
rapaces no le interesaban demasiado.
Las palomas, por otro lado, eran un signo de su poder. Podía
hacer volar una bandada, confiada de que cualquier cetrero cuya
rapaz tomara por equivocación una de sus palomitas pagaría por
ella cinco veces. Ese era el privilegio de la realeza, y hacerlo
cumplir en representación de la mayoría de los miembros más
comunes de la familia aviaria le recordaba a todo el mundo su
posición frente a la de ella. El poder, como un halcón, requería
delicados cuidados y vuelos frecuentes si quería mantenerse
afilado para cumplir su propósito.
Estaba feliz de dejar que Lywen, su muy bien pagado maestro
cetrero, se ocupara del cuidado y adiestramiento de sus rapaces. Él
disfrutaba del estatus que le daba; y no hacía daño que fuera su
sobrino.
—Tenemos nuestras propias expediciones en las montañas, ya lo
sabes —dijo Lywen—. Van tras los gerifaltes y varias águilas, pero
siempre están buscando señales de aves más preciosas.
Kyrgia Bardu rio por la nariz. No tenía ninguna fe en la lealtad
de los tramperos, quienes venderían lo que capturaran al mejor
postor. Por ahora, ese postor era el Concilio de los Cuarenta, pero a
medida que los kartamis crecieran, quizás tuvieran el metal para
comenzar a comprar ellos mismos. Habían estado más agresivos
últimamente, estaban asaltando campos y caravanas en las
praderas tras los límites del desierto, avanzaban hacia las laderas.
Había recibido informes de que habían entrado en el comercio de
rapaces robadas, que usaban contrabandistas y altaris
comprensivos y de buena reputación para vender las aves más
valiosas que capturaban y en algunos casos pedían rescate para
devolverlas a los mismos uztaris a los que habían robado. Nadie
admitiría públicamente que había pagado un rescate a los
kartamis, pero muchos lo habían hecho.
Kyrgia Bardu quería hacer que fuese un delito pagar un rescate
por un ave rapaz, pero no tenía apoyo entre los kyrgios de menor
rango. Quizás cuando estas hordas de guerreros-cometa se
acercaran lo suficiente a las laderas, crecería el apoyo a su idea.
Para gobernar, el miedo era un arma mucho más efectiva que la
razón. Solo cuando su propia seguridad se viera amenazada,
harían el resto de los Cuarenta lo que ella exigía. Hasta entonces,
ella manejaría la amenaza con las herramientas que tenía.
—Si Goryn Tamir ha amarrado sus esperanzas a estos jóvenes en
las montañas, entonces tiene razones para creer que lo lograrán. —
Escribió algunas instrucciones para que Lywen distribuyera, las
cerró con su sello: una paloma que sujetaba a un halcón con sus
garras. Lo había diseñado ella misma al ascender a la Procuraduría
del Concilio de los Cuarenta. El diseño había generado bastante
escándalo en aquel momento, pero el ardor de todo escándalo se
alivia con el bálsamo de la familiaridad. Los otros treinta y nueve
kyrgios del Concilio tolerarían sus excentricidades mientras
prosperasen y, por ahora, prosperaban. Mientras su prosperidad
continuara, también lo haría su poder—. Si les creemos a mis
espías, la muchacha tiene un don del que él podría beneficiarse.
—Por lo que entiendo, solo el chico va a la expedición —dijo el
maestro cetrero—. Algo relacionado con el muchacho Avestri
desterrado… el más joven, Dymian.
—¿El muchacho? —Kyrgia Bardu volvió a mirar el pergamino
que había recibido de Seis Aldeas—. La nota no dice nada del
muchacho. —La kyrgia negó con la cabeza—. La chica es la clave.
Debemos asegurarnos de que haga este viaje.
—A los Tamir no les gustará nada que nos metamos en sus
negocios.
—Los Tamir no tienen ningún título. Pueden decidir que no les
gusta, si lo desean. Si el joven Goryn Tamir quiere quejarse, puede
venir a verme y explicarse. De hecho, me gustaría escuchar sus
explicaciones. Me pregunto si sus hermanas o su madre aprueban
esta pequeña expedición.
—Sabes que no vendrá a ti. —Lywen acarició las plumas
inferiores de la cola del halcón.
—Si termino con el águila que está buscando, no tendrá otra
opción, ¿no es cierto? Bien, no quiero discutir más sobre esto.
—No es simplemente un águila…
—He dicho basta —lo interrumpió kyrgia Bardu. Ya tenía
suficiente de los Tamir y sus planes por esa mañana—. Envía un
mensaje a Yval Birgund. Quiero hablar con él sobre los
movimientos de los kartamis. Quiero saber a dónde van antes de
que las sombras de sus cometas caigan sobre el castillo mismo.
—Yval está en Seis Aldeas —dijo Lywen—. Por el mercado.
Comprando aves para el batallón oriental. Como ordenaste.
—¿Fue él mismo?
—Le indicaste que el nuevo batallón era una prioridad. Se toma
tus instrucciones en serio. Es un consejero diligente y leal.
Kyrgia Bardu pellizcó el puente de su nariz.
—¿Consejero leal? Eso es un oxímoron. ¿Alguien más sabe para qué
está en el mercado?
—Lo ha mantenido en secreto, aunque me temo que, como todas
las cosas en las Aldeas, es un secreto a voces.
—Otro más. Te gusta usarlos hoy.
—Cuando un maestro cetrero estudia para ganar su sello,
aprende que todas las cosas están amarradas a y por sus opuestos
—respondió Lywen—. La verdad y la falsedad, depredador y
presa, cazador y cazado, luz y sombra, el bien y el mal.
—¿Y el poder? —preguntó kyrgia Bardu.
—El poder especialmente —dijo Lywen—. El poder está y
siempre estará amarrado a su propia debilidad.
Kyrgia Bardu miró el halcón sobre el puño de su maestro cetrero.
Era una excelente ave asesina. El poder de su velocidad de vuelo
requería huesos tan ligeros que podría romperle el cuello con una
mano. Sería un crimen, por supuesto, y también un pecado cruel,
pero había en ella una tentación constante de sobrepasar los límites
de su propio poder y, por lo tanto, encontrar esos límites en otros.
Se preguntó sobre el águila fantasma, si era, como decían, una
criatura de poder sin debilidades, desligada de su propia
destrucción, la excepción a una regla probada. ¿Qué haría alguien
como Goryn Tamir con una de ellas? ¿Qué podría hacer ella misma
con una?
¿Y por qué confiar en estos dos chicos rurales para capturarla?
Comenzó a escribir otra carta. Quizás era algo bueno que su
consejero de defensa estuviera de viaje en Seis Aldeas, después de
todo. Si esos chicos fallaban, casi no importaría, pero se encontraría
en el lugar perfecto para actuar en el caso de que tuvieran éxito. Si
los rumores sobre los dones de la chica eran verdad, podría
terminar siendo tan importante para defender a Uztar como cien
cetreros en el campo de batalla.
Y era seguro que los enemigos de los kyrgios también lo sabían.
Kyrgia Bardu tenía más palomas que despachar antes de que
terminara el día.
KYLEE
Ligada al puño
11

Brysen guardó el equipaje como un niño pequeño: puras trampas,


cuerdas y dulces. Paquetes de jengibre azucarado y hojas de
cazador, pero nada de vendajes, hierbas medicinales o chorizo
disecado. Ni siquiera un cambio de ropa interior.
—Estaré solo en la montaña —sostuvo—. ¿Qué importa si
apesto?
—Necesitarás capas de ropa —sugirió Kylee, mientras bajaba su
manto más pesado, una piel de jabalí completa—. Hace mucho frío
en el Desfiladero, incluso en plena luz del día.
—Sé que hace frío en el Desfiladero —respondió Brysen enfadado
y apartó el manto. Prefería morirse de frío que admitir que estaba
equivocado—. Deja de mirarme. Estás poniendo esa cara otra vez.
—Es mi cara normal.
—¿Alguna vez pensaste que quizás ese sea el problema?
Kylee se sentó en el borde de su colchón de plumas. Estaba lleno
de protuberancias por las vueltas que daba Brysen al dormir. El
colchón había sido una compra extravagante que habían hecho
después del primer mercado en el que habían trabajado juntos sin
su padre. Ella y Brysen nunca antes habían tenido camas o
colchones, siempre habían dormido en el suelo bajo sábanas
apolilladas. El colchón había costado la mayor parte de lo que
habían ganado al vender los halcones mal alimentados y apenas
amansados que quedaban de la última verdadera expedición que
había hecho su padre. No era suficiente para la temporada de
viento gélido y su madre nunca había sido capaz de ahorrar ni una
moneda de bronce debido a los apetitos de su padre. Habrían
muerto de hambre sin su progenitor aquella primera temporada si
el pueblo no hubiese sido tan solidario. Carne, vegetales, judías,
granos… aparecían en cestas todas las semanas, traídas cuesta
arriba por bandadas de cuervos con silbatos delicadamente
tallados en sus colas. Los pequeños instrumentos de madera
trinaban y gemían a medida que estos se acercaban. Los silbatos de
cola en los cuervos de duelo eran todos iguales, así que nadie podía
saber quién había mandado la donación y no habría razón para
rechazarla.
Tampoco la habrían rechazado.
Solo Yves Tamir —la hermana mayor de Goryn— vino en
persona a entregar su caridad y solo una vez. Dejó caer dieciocho
bronces en las manos abiertas de Kylee, tan pesados como una
cabeza humana, y llevó un dedo a sus labios. «No se lo digas a
nadie», dijo, así se lo había contado Kylee a su hermano cuando
ella acababa de marcharse.
Los cuervos de duelo y sus solitarias melodías vinieron hasta que
el Collar volvió a correr y entonces las donaciones cesaron. Para
entonces, Goryn Tamir había comenzado a exigir la cancelación de
las deudas de su padre y ellos se vieron obligados a usar el resto
del regalo de su hermana para contratar a Dymian.
¡Qué error habían cometido! Si la vida pudiera vivirse hacia el pasado,
sabríamos qué errores no cometer, pensó Kylee, y en vez de perder a un picoteo
despiadado todo lo que sabíamos que picoteaba, el tiempo nos devolvería cosas todo
los días, nos regresaría todo lo que aún no sabíamos que habíamos perdido.
—¿Te llevas a Shara? —preguntó Kylee, al notar que su hermano
había guardado los accesorios de su halcón: pihuelas extra, correas
y anillas y las herramientas para arreglarlas. Una caperuza, una
pequeña percha plegable.
—Cazará para mí en las montañas —explicó él—. De esa forma
no tendré que guardar ninguna de esas deliciosas salchichas que
tanto te entusiasman. Comeré carne fresca. Quizás liebre. Tiene
una habilidad natural para cazarlas. Casi no necesita persuasión.
La parte de la liebre era definitivamente una indirecta para
Kylee. No había querido avergonzarlo ayer. Cuando el viento
surgía en su interior, sentía como si todo el aire en su cuerpo y toda
la sangre en sus venas la estuvieran llamando. No era ella la que
hablaba… no a propósito.
Desde niña, había huido de las palabras que ardían dentro de
ella. La separaban de su hermano, quien no podía decirlas y quien
quería ser excelente con tanta desesperación que restregarle este
talento, este talento que él no tenía, era demasiado cruel para
imaginarlo. No quería ser distinta a él. No quería que ninguno de
los dos fuese distinto.
Las palabras llevaron a su padre a la envidia. Él no podía
dominarlas y no podía hacer que su hija las usara. Cuanto más se
resistía ella a las palabras ardientes, más se enfadaba su padre con
Brysen por ser quien la hacía reprimirse. No se desquitaba la rabia
con Kylee, porque tenía la esperanza de que algún día llegara a ser
grandiosa y que su grandeza arrojase brillo sobre él.
Pero a Brysen, a él sí lo podía culpar. A Brysen, sí lo podía
golpear. Era culpa de Kylee; ella lo sabía, siempre lo había sabido.
Esas palabras ardientes eran el arma con el que ella le causaba
tanto dolor a su hermano. Qué estúpido error dejarlas salir ayer, un
estúpido error por el que temía no haber empezado a pagar. Todos
la habían visto, y Vyvian incluso la había escuchado.
Puedes tener cuidado toda tu vida, pensó Kylee, pero cometes un solo error y
pones todo en peligro.
Pero ahora solo estaba tratando de ayudar. Ella no era la que
había hecho pésimas apuestas con la familia Tamir. No era quien
había hecho una promesa imposible a Goryn y ella no era la que se
iba corriendo en mitad del mercado. Brysen no tenía derecho de
enfadarse con ella. Con un gesto impulsivo, había puesto el futuro
de ambos en duda, todos sus planes, todas sus esperanzas. Se
preguntó, con crueldad, si lo había hecho a propósito. Sabiendo
que ella quería dejar la cetrería, él la estaba amarrando a esta.
Por supuesto, este no era su estilo. Él nunca intentaría hacerle
daño deliberadamente. Tan solo no pensaba a futuro, ni el suyo ni
el de nadie. Era un soñador, no un maquinador.
Brysen metió el resto de sus provisiones en el morral, colgó su
guante cetrero en su cinturón, chequeó la cuchilla de garra negra y
la volvió a envainar, después se puso su larga chaqueta de cuero
de cabra. Salió caminando de su habitación, pasó por la chimenea
principal y ni siquiera miró la silla en donde su madre estaba
sentada observando el fuego, articulando una plegaria de perdón.
O de destrucción. Era difícil notar la diferencia con ella.
Se dirigió a las jaulas a buscar a Shara, y Kylee lo siguió. Se sentía
tonta por perseguir a su hermano como un patito, pero ¿qué otra
opción tenía?
Sus pies cliquearon contra las piedras.
Las jaulas estaban en silencio, lo que le recordó a Kylee que había
dejado a Dymian en el mercado con cinco rapaces, una pierna rota
y una cabeza atontada por las hojas de cazador, al cuidado del
futuro de los hermanos mientras Brysen intentaba salvarle la vida.
Quizás tendría la sensatez de abrir el negocio. Quizás no robaría el
dinero que obtendría si llegaba a hacerlo. Pensamientos llenos de
esperanza.
—No te lleves a Shara —le aconsejó a Brysen—. Sabes que un ave
de puño solo enfurecerá al águila fantasma. O la dejas irse volando
cuando estés cerca o ella te arrebatará a Shara antes de que la
escuches venir.
«Odia el compañerismo en ella misma y en otros, y le arrancará
la cabeza a cualquier rapaz que se atreva a encontrar consuelo en
el puño», escribió Ymal en su pretérita Guía para el avistamiento y la
captura del águila fantasma. Solo fragmentos del libro habían
sobrevivido y algunos eran contradictorios, pero eran invaluables
para cualquiera que pretendiera acercarse al águila en su montaña.
Otro fragmento advertía: «Cuiden a sus propias aves, porque el
águila fantasma ve el respeto que les muestran a sus hermanas
aviarias y cuenta dobles las ofensas contra ellas».
Kylee estaba segura de que Brysen no había leído el libro. No era
realmente un lector.
—Puedo proteger a Shara —respondió él. Le quitó la caperuza a
su halcón y desenganchó la correa de la percha para amarrarla a
una cuerda más larga en su cinturón—. Siempre lo he hecho.
Él apoyó un dedo en un lugar de su muñeca y Shara, de forma
juguetona, lo mordisqueó; después, a medida que Brysen lo movía
en círculos, lo siguió con la cabeza, con ojos curiosos y deseosos, su
pequeña lengua casi colgaba como la de un perro. En cuanto el
dedo frenó, ella lo volvió a picar, no lo bastante como para que
doliera, sino solo lo suficiente como para mostrar que sabía dónde
terminaba ella y dónde comenzaba él. Era un pequeño juego. Kylee
se preguntó por qué él le enseñaría a jugar a algo que podría
acabar tan fácilmente con él ensangrentado, pero el chico y el ave
parecían disfrutarlo. Quizás a él le gustaba que ella pudiera
lastimarlo y eligiera no hacerlo. Casi todos en su vida hacían otra
elección cuando tenían la oportunidad.
Brysen tocó a Shara en la parte trasera de su pata y ella se subió a
su puño. Con otro empujoncito y un silbido corto, voló a su
hombro. Su chaqueta estaba hecha para un cetrero expedicionario,
con relleno en los brazos, una barra especial debajo de la tela en el
costado izquierdo y anillas debajo para amarrar las correas allí, de
forma que el ave podía posarse mientras él caminaba y no
dependía de que ella lo siguiera en libertad todo el viaje.
Shara se acicaló las plumas y clavó la mirada en la cabeza de
Brysen. Cuando intentó picarle el pelo, un silbido rápido le advirtió
que no lo hiciera. Brysen la había adiestrado bien, pero eso no era
un consuelo para Kylee. Había necesitado años para entrenar a
Shara y ella se parecía a un águila fantasma tanto como a un
serrucho. Brysen tampoco era demasiado bueno serruchando.
Una vena latía en la mandíbula apretada de su hermano y Kylee
sintió el ritmo de su pulso en el suyo. ¿Cómo podrían estar tan
separados cuando estaban tan cerca? ¿Cómo podía ella, en
momentos de miedo y furia, decir palabras desconocidas a aves
rapaces, pero no encontrar las palabras justas para decirle a su
propio hermano mellizo?
—Te he pedido que dejes de mirarme así —dijo él—. No soy
idiota. Tengo un plan.
Comenzó a llenar un segundo bolso con estacas de hierro para las
trampas con cordel y una red, cada hebra con palabras de la
lengua hueca inscritas, cuya presencia en una trampa
supuestamente traía buena suerte.
Kylee no pudo soportarlo más. ¿Iba a confiar en lenguajes
muertos y aves semiperturbadas pero no le iba a pedir ayuda a
ella? Qué orgullo más estúpido.
—Iré contigo —ofreció—. Puedo ayudarte. Al menos puedo
cuidarte las espaldas.
Brysen dejó de hacer el equipaje, se quedó helado, con un rollo de
cuerda de amarre de telaraña casi dentro del saco.
—Iré contigo a la montaña —dijo Kylee—. Puedo buscar a
alguien que cuide de mamá. Ese Sacerdote Rastrero vendrá a ver
que se encuentre bien.
Brysen respiró hondo.
—Vendrás conmigo —repitió él.
Kylee asintió, pero Brysen no la estaba mirando.
—Sí —confirmó.
—¿Y qué hay del negocio? —indagó Brysen—. ¿Qué hay de hacer
suficiente bronce para cerrarlo para siempre?
—Dymian se puede ocupar del negocio. Nos debe eso, al menos.
Y… —Se aclaró la garganta—. Si tenemos que mantenerlo abierto
durante más tiempo, entonces eso haremos. ¿Qué son un par de
temporadas más?
—No quieres eso. —Brysen dejó caer la cuerda en el bolso y lo
aseguró. Se movió como para ir hacia la puerta, pero ella se
interpuso en su camino y lo forzó a mirarla. Los ojos azul hielo de
Brysen, llenos de una furia demasiado familiar, la hicieron
estremecer cuando encontraron los suyos. Ella no apartó la mirada.
—Tienes razón —dijo—, pero quiero ir contigo. Quiero ayudarte.
Brysen apretó la mandíbula. Sus músculos sobresalían todo el
camino hasta su cuello; respiró profundo y contuvo un momento el
aire.
—Llegas tarde —finalmente soltó—, demasiado tarde.
La dejó ahí y la puerta de las jaulas se cerró de golpe cuando él se
fue caminando sin decir adiós. Kylee sintió que retrocedía. El
amarre invisible que los unía se rompió, y sintió la tensión en su
pecho. Un tirón que la lanzaba, como a un halcón desde el guante,
hacia atrás en el tiempo, más y más y más hacia atrás, y la magia
brutal de la memoria la dejó sin escapatoria.
El pasado la sujetó entre sus garras, cubrió su mente con sus alas
y no la dejaría ir hasta que reviviera todo otra vez, aquella noche,
dos temporadas antes de que su padre partiera a la montaña y no
regresara, el recuerdo tan fresco y brutal como había sido la
primera vez, como eran todas y cada una de las veces.
12

Brysen lloraba mientras corría por el patio hacia Kylee, las piedras
chocaron bajo sus pies hasta que llegó al césped y aumentó la
velocidad.
Kylee había estado practicando nudos debajo de la sombra del
amplio fresno que había detrás de la casa. Valyry el Singuante
había escrito que no había magia más poderosa que un nudo. Con
un simple giro de la mano y la soga, uno podía amarrar cualquier
criatura a uno mismo a voluntad y luego desamarrarla con la
misma facilidad. Para los indómitos, un nudo fuerte era tan
impenetrable como el más antiguo de los conjuros en lengua hueca.
Kylee podía asegurar la pihuela en el tarso de un halcón a su
guante con una sola mano y sin mirar, y hubiese podido amarrar
una muñequera de cuero grueso a un águila si sus dedos fuesen
más grandes. Podía soñar con el mundo entero y más, pero sus
manos eran demasiado pequeñas para sostenerlo.
Mientras su hermano corría hacia ella, metió los nudos en su
bolsillo. Brysen luchaba con sus nudos y con frecuencia recibía un
golpe en las orejas por hacerlos tan desaliñados que podían
aflojarse con un dedo. Él también podía soñar con el mundo entero,
pero no podía esperar para agarrarlo. Con bastante frecuencia, solo
conseguía un poco de aire y una nueva magulladura en la espalda.
Su padre aún lo ponía días enteros a hacer pequeñas hendiduras
en los bordes de las muñequeras de cuero para que no lastimaran
la piel de las aves, mientras Kylee aprendía cantos de pájaro y
técnicas de caza. No quería que Brysen se sintiera tonto al ver
cuánto había avanzado ella comparada con él.
Bry se dejó caer de rodillas frente a ella, las lágrimas le
manchaban las mejillas sucias.
—Lo he echado todo a perder —dijo, llorando. Limpió su nariz
con la manga de su camisa. Su cabellera negra estaba alborotada,
con ramitas y hojas enredadas en ella—. He hecho todo mal, muy
mal.
—¿Qué ha pasado? —preguntó ella.
—Estaba jugando en las jaulas…
—Ay, Bry, ¿por qué? Ya sabes que a pa no le gusta…
—Shhhh, cállate, ¿vale? Ya lo sé. Solo que quería ver si podía
hacer que Silva saltara a mi brazo como lo hace con papá.
Practiqué el silbido hasta que fue como el suyo. Exactamente el
mismo. No probé con Silva hasta no estar preparado. Lo juro.
Kylee sintió que su corazón se estrujaba. Silva era la captura más
reciente de su padre, un águila de pintor macho, de colores
brillantes y extremadamente rara. Planeaba vendérsela a un cliente
especial, un maestro de caravana dispuesto a pagar cien bronces
por semejante hallazgo. Le había llevado casi tres semanas a Yzzat
hacer que el ave saltara a su brazo sin que se debatiera en la percha
a los gritos o arrancando sus propias plumas. Las águilas de pintor
eran conocidas por ser difíciles de amansar. Con frecuencia
preferían morir que someterse.
—Quería mostrarle a papá que podía hacerlo —dijo Brysen—.
Siempre me dice que soy un comelodo bueno para nada, pero yo
estaba seguro de que podía hacerlo. Puedo hacer que Shara salte
cuando quiero. Me puse el guante grande y todo, pero dejé a Silva
con la correa puesta. No quería que se escapara.
Kylee sintió que su corazón bajaba el ritmo. Al menos la rapaz no
se había escapado.
—Así que me acerqué a él y silbé —continuó Brysen—. Pero Silva
entró en pánico. —Se mordió el labio. Luchaba para evitar que otra
vez se le salieran las lágrimas—. Se debatió de su percha y luego
voló hacia mí, parecía que iba a atacarme. Me acuclillé y él se lanzó
hacia mí… y… y…
—¿Qué? —Kylee lo sujetó por los hombros—. ¿Qué pasó?
—Cuando se lanzó, solté la correa. Salió… salió volando con la
correa puesta. ¡Escapó de la jaula! ¡Se fue! ¡Con la correa puesta! —
Ahora sollozaba.
—Todo irá bien —lo reconfortó Kylee—. Está bien. Lo
encontraremos. Te ayudaré. Sabes qué hacer: escuchar. Escuchar en
busca de los cuervos.
Brysen negó con la cabeza. Estaba llorando con tanta fuerza que
no podía hablar. No podía parar. Kylee le dijo que esperara, que se
tranquilizara mientras ella iba a buscar el águila por él. Fue
corriendo a las jaulas, Clic clic contra las piedras. Clic clic. Clic clic.
Se detuvo en el umbral de la puerta y miró hacia afuera,
intentando imaginar a dónde iría el águila. Escuchó para tratar de
encontrar el sonido de cuervos aterrados. Ese era el truco. Cuando
había un ave rapaz cerca, los cuervos y las cornejas se ponían
frenéticos y lanzaban llamados de advertencia en tonos agudos y
agitados. Brysen lloraba demasiado fuerte para escuchar nada
donde ella lo había dejado, pero justo sobre la colina, los cuervos
estaban gritando. Kylee subió corriendo y vio la multitud
alrededor de un árbol de enebro, chirriando y batiendo
salvajemente sus alas negras.
Con seguridad, un águila podía defenderse, incluso contra una
pequeña bandada de cuervos. La situación no podía ser tan mala.
Al acercarse más, Kylee vio que era mala. Peor que mala.
Había plumas brillantes caídas en el suelo bajo el árbol y entre la
revuelta de cuervos, vio a la propia águila colgada cabeza abajo en
una telaraña de cuero. La correa se había enredado en las ramas
nudosas y al tratar de huir volando, el águila había enrollado sus
patas y enredado sus alas. Intentar escapar había empeorado el
enredo, se había roto las alas y el ave había terminado ahorcada
con su propia correa. El águila colgaba como un criminal en el
árbol del verdugo.
Estaba muerta.
El águila de cien bronces de su padre estaba muerta.
Y ahora los cuervos la despedazaban.
Las manos de Kylee se sacudieron y sintió que el viento ardiente
crecía dentro de ella. Todo su cuerpo se estremecía y su corazón
corría a toda velocidad. Sabía lo que venía, lo podía sentir, pero no
pudo detenerlo. El aire quemaba sus pulmones y tenía que dejarlo
salir. Abrió la boca.
—Shyehnaah —susurró. De repente, un peregrino macho chilló
desde el cielo completamente azul. Los cuervos se dispersaron. El
halcón salvaje voló a través de la bandada como un rayo
demoníaco, acuchilló a un cuervo, que murió de forma instantánea
por el impacto, y ascendió a toda velocidad mientras los otros lo
perseguían. Las aves enfurecidas siguieron al halcón cada vez más
alto, por encima de la cumbrera serrada, en busca de venganza.
Los cuervos se dispersan rápido, pero también son rápidos para
reagruparse. Son aves resistentes, mucho más que los halcones. Con
gusto me uniría a una bandada de cuervos, pensó y se asustó de su breve
blasfemia. La diabólica bandada había dejado sola al águila
ahorcada en el árbol de enebro, con un cuervo muerto debajo.
Kylee se apoyó contra el tronco y lloró. Lloró de miedo por la
palabra que había dicho sin saber por qué, sin saber cómo, y lloró
por su hermano y el sufrimiento que con seguridad vendría. De su
bolsillo sacó los nudos atados con destreza y los arrojó con
desprecio por sí misma. Si ella hubiese estado con Brysen, él nunca
habría hecho que Silva terminara enredado. Nunca habría estado
jugando en las jaulas en absoluto. Debería haberlo protegido en
lugar de jugar con los nudos.
Cuando Kylee regresó al viejo fresno, su hermano no estaba ahí.
Lo encontró en el hogar, metiendo jengibre azucarado en un saco,
con un cuchillo para niños, una piedra para hacer fuego y la manta
apolillada bajo la que dormía.
Shara lo observaba hacer el equipaje, posada sobre una sartén
colgada. Sus ojos seguían los dedos de Brysen, tenía la boca
abierta, lista para jugar a su pequeño juego de picoteo.
—Prrpt —exclamó ella.
—Ahora no. —Brysen le respondió.
—Prrpt.
—No. Ahora no. —Él la miró con furia, se secó los ojos y después
volvió a meter cosas en su bolso.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Kylee.
—Me voy —contestó—. Huiré de casa.
—¡No puedes irte! ¿A dónde irás? El viento gélido llegará en
cualquier momento. Te congelarás. Morirás de hambre.
—Encenderé una fogata. Cazaré. Shara me ayudará.
—¡No sabes hacer nada de todo eso! Ni siquiera la has hecho
volar libre.
—Eres buena en eso —dijo él—. Ven conmigo.
—¿Qué? —Kylee tragó con esfuerzo.
—No puedo quedarme aquí. Papá va a… —Se le quebró la voz
—. No me puedo quedar. Ven conmigo. Cruzaremos las montañas
y nos uniremos a una caravana de transportistas. Veremos todos
los lugares de los que hemos hablado: el Castillo del Cielo, las
arenas rojas de Parsh, ¡las arenas de bronce en Rishl!
Había dejado de llorar y sonreía, como si ya estuviese mirando el
gran Desfile de Maestros a lo largo de las almenas del Castillo del
Cielo u observando las estrellas desde el lomo de tres jorobas de un
camello que se contoneaba sobre una duna en el Desierto de Parsh.
Como si ya se hubiera ido. Como si ya estuviera a salvo.
Pero no estaba a salvo.
A Kylee le encantaban las historias que soñaban juntos, pero
también conocía las historias reales, las historias que su madre les
contaba acerca de cuando vino a Seis Aldeas, antes de conocer a su
padre. Sobre esclavizadores que acechaban los oasis en los límites
de Parsh en busca de fugitivos uztaris sedientos, sobre quienes se
lanzaban como un cernícalo alimentado a mosquitos. Sobre los
orfanatos de los Tamir, adonde se mandaba a los niños pobres a
ganar su sustento a merced de adultos retorcidos, o caravanas de
niños enviados a las montañas para nunca más ser vistos otra vez.
Sobre hambre y podredumbre de los pies y moscas escorpión.
Sobre vientos desérticos que te robaban los dedos y te arrancaban
las orejas. No solo no sobreviviría la amada ave de Brysen,
tampoco lo haría él. Ninguno de ellos lo haría. ¡Por algo su madre
había escapado de esa vida!
No. Kylee no huiría. No podía escapar a horrores desconocidos
cuando el dolor que conocían al menos los alimentaba, los
mantenía abrigados.
—Ruégale que te perdone —le dijo a su hermano—. Quizás papá
tenga un buen día en las arenas. Quizás te disculpe. O quizás…
quizás te dé… —No podía creer lo que estaba sugiriendo—.
Quizás solo sea un pequeño azote.
—No me puedo ir solo —susurró su hermano, sosteniendo el
bolso con sus pequeñas manos, quemadas por las sogas.
Kylee sintió otro ardor en su interior, pero no era la inflamación
de una palabra misteriosa en sus pulmones; era el llanto de una
palabra que ella conocía demasiado bien, igual que el lastimoso
prrpt de Shara.
«Por favor», quería rogar. «Por favor, no te vayas».
Arrojó sus brazos alrededor él y lo abrazó. Ella no quería huir. No
quería que él huyera, tampoco. Él era su mejor amigo. No era
necesario que se lo dijera. El abrazo lo hizo.
Al presionar su pecho contra el de él, sintió que sus corazones
latían juntos, como un corazón justo en el medio, un corazón que
compartían. Pero Brysen partió el abrazo. Se apartó.
Algunos cetreros quieren tanto a sus rapaces y las alimentan
tantas veces desde el puño que las aves se olvidan de que pueden
irse volando. De caza, tales aves ven una presa frente a ellas y se
enardecen, baten las alas, pero no vuelan. No dejarán el puño.
Aunque las pihuelas estén sueltas, aunque estén libres, las aves se
quedan por una especie de amor enfermo a su cautiverio,
sometidas al puño.
Brysen miró a Kylee de la forma en que un cetrero miraba a un
halcón sometido al puño. Luego dejó caer su bolso de fuga en
medio del suelo y, sin decir palabra, salió caminando de la casa.
Clic clic. Clic clic. Clic clic.
Cruzó el patio, subió la colina y regresó con el cadáver del águila
en los brazos. Se sentó con él frente a la jaula vacía del águila en las
jaulas para esperar a que su padre regresara a casa. El sol, rojo
sangre, se ponía detrás de las montañas.
Su padre llegó a casa poco después del anochecer, con una
antorcha para iluminar su camino. Subió directamente a las jaulas.
Clic clic. Clic clic. Clic clic.
Los gritos comenzaron menos de un latido después.
Su madre se quedó quieta junto a la chimenea, mirando hacia las
jaulas a través de la puerta abierta.
—¿Mamá? —Kylee la llamó, con la esperanza de que fuera a
calmar a su padre.
Su madre negó con la cabeza, hizo un chasquido con la lengua y
se sentó en la silla junto al fuego. Cuando comenzaron los alaridos
de Brysen, abrió los brazos hacia Kylee.
—¡Shara no! —gritó Brysen—. ¡Ella no hizo nada! ¡Fui yo!
Kylee se apresuró hacia la puerta, con la intención de echarse la
culpa, pero su madre se movió más rápido de lo que ella pensó que
era posible, la sujetó con fuerza y la llevó hacia atrás.
—Verte empeorará las cosas —le advirtió. Kylee luchó contra su
agarre, pero no pudo liberarse—. Shhh, shhh. —Su madre trató de
reconfortarla, le cubrió los oídos, atenuó los gritos.
»Tralalá, tralaló, nunca viejo y nunca nuevo, tralalá, tralaló… —
cantó su madre. A través de las tablas de madera irregulares,
Kylee vio la luz de la antorcha, tenue al principio, luego
resplandeció con más fuerza. Incluso a través de los dedos de su
madre y por encima de la canción que ella cantaba, podía escuchar
los gritos de Brysen mientras su padre lo quemaba.
—Lo siento —susurró Kylee—. Lo siento, lo siento, lo siento.
Después de que Brysen se curara, la mitad de su cuerpo quedó
cubierto de cicatrices rosas y su cabello negro se volvió gris ceniza.
Shara sobrevivió al fuego, ilesa. Él no había dejado que ni una sola
chispa la tocara, lo que era mucho más de lo que Kylee había hecho
por él.

El recuerdo la soltó.
Abrió los ojos y vio la silueta de Brysen avanzando por el camino
que subía desde su casa, adentrándose en la naturaleza, hacia la
Cumbre de Cresta del Cardenal y la quebrada que se encontraba
más allá. Lo observó hasta que desapareció tras un peñasco y
entonces Kylee observó el cielo detrás. Una bandada de mirlos se
arremolinaba y latía en el aire, como una nube viviente.
Kylee sabía que iba a seguir a su hermano, aunque eso
significara que sus deudas quedarían sin pagar y su negocio
tendría que permanecer abierto durante varias temporadas más.
Sabía que iba a seguirlo, aunque eso significara salvar a ese
comelodo de Dymian a costa de su propia libertad y sabía que iba
a seguirlo quisiera él su ayuda o no. Esta vez no decepcionaría a
Brysen. Había algunos viajes que uno no debía hacer solo.
Y, además, ella había estado en esas montañas antes.
13

Brysen le sacaría ventaja, pero ella no podía partir desprovista.


Tenía que recolectar sus propias provisiones para la escalada.
Tenía que convencer a Dymian de atender el negocio tanto como
pudiera, a pesar de lo poco que confiaba en él. También tenía que
pedirle a alguien que estuviera pendiente de su madre.
Así fue cómo sus sueños de libertad se derrumbaron; no en el
oscuro calabozo de deudores, sino en un frenesí de recados. Al
regresar al mercado, el solo pensar en las temporadas venideras la
aplastó y tuvo que apoyarse en un poste por un momento, respirar
hondo y contenerse de gritar. No es culpa de Brysen, se dijo a sí misma.
Quería creerlo.
El sol ya había llegado al cenit cuando regresó al mercado.
Dymian, con la pierna entablillada, acababa de hacer volar al
halcón perdiguero y, para sorpresa de Kylee, ya había vendido un
par de cernícalos.
—Nyall me ayudó. —Dymian señaló su pierna—. Es uno de los
buenos ese chico. También me contó lo que Brysen está haciendo
por mí…
—Mmm, ajá —respondió Kylee sin decir nada—. ¿Cómo has
conseguido que esos cernícalos vuelen? —Cambió de tema. Los dos
cernícalos tenían sobrepeso (sin importar qué tontería había escrito
Brysen en el registro) y si realmente habían volado, probablemente
no hubiesen regresado, no tenían razón para hacerlo. No tenían ni
un poco de hambre.
Dymian sonrió.
—La gente estaba deseando regresar rápido a la carretera. El
comprador nunca los vio salir de mi guante. Solo me ofreció diez
bronces por cada uno. —Señaló el talonario de recibos—. Está todo
anotado.
—Bien —dijo ella—. Es lo menos que puedes hacer.
—Lo sé. —Dymian se acercó a ella renqueando, se apoyaba sobre
un palo que había transformado en muleta. Bueno, seguramente
Nyall lo había hecho. No había manera de que Dymian fuera tan
buen artesano ni en su mejor forma, y ahora estaba muy lejos de
eso. Estaba pálido como el cielo durante el viento gélido y sus
manos temblaron al meter otro fajo de hojas de cazador en su boca
—. No puedo decirte lo agradecido que estoy. No merezco lo que
tu hermano está haciendo por mí.
—No. —Kylee coincidió—. No lo mereces.
—Él realmente me importa —dijo Dymian—. De verdad.
—Si él te importara, no habrías dejado que hiciera esto. No
habrías arriesgado nuestro futuro por el tuyo.
—Sabes que nadie puede detener a Brysen cuando se le mete una
idea heroica en la cabeza —respondió Dymian—. Es una de las
cosas maravillosas que tiene. Como Renyard escribió: «Un ave está
a salvo en el nido, pero las aves nacen con alas. Mejor arriesgarse a
volar que perderse todo».
—No me recites poesía ahora —estalló Kylee—. Gracias a ti,
tengo que ir tras él. Y necesito que te ocupes de nuestra carpa y de
nuestra madre. Asegúrate de que coma. Y evita que les dé nuestras
ganancias a los Sacerdotes Rastreros.
—Cumpliré con vosotros —prometió Dymian—. Estoy realmente
agradecido de que vayas a cuidar sus espaldas allá arriba. Te
necesita. Todo el mundo sabe que no puede hacer esto sin ti.
—¿«Todo el mundo sabe»? —Kylee frunció el ceño.
—Cuidaré de Domador del Cielo y de tu madre —le aseguró
Dymian y no hizo referencia alguna a su pregunta—. Estarán en
mejor estado del que los dejaste. Se lo debo.
—Nos debes mucho más que eso. —Lo dejó en la carpa con todo
su sustento. Al parecer, la imprudencia de su hermano era
contagiosa.
Nyall había fruncido el ceño al verla pasar, pero estaba
demasiado ocupado con un montón de clientes y ella no sintió la
necesidad de quedarse a contarle qué estaba tramando. Él hubiera
intentado convencerla de que no lo hiciera, tal como ella había
hecho con Brysen. Pero los eventos se habían convertido en una
avalancha y no había forma de detenerlos ahora que habían
cobrado velocidad. Tenía que dejarse llevar y esperar que la
avalancha no la aplastara.
—Entonces, ¿de verdad vas a ir tras él? —preguntó Vyvian, al
caminar hacia ella por la carretera cuando volvía a casa.
—¿Quién ha dicho que alguien va a ir a algún lado? —respondió
Kylee. Vy era su amiga, pero eso no quería decir que fuera de
confianza. Ella también tenía su propio negocio familiar.
—Vamos, Kylee, el trato que Brysen hizo con Goryn Tamir es un
secreto, lo que significa que todo el mundo está haciendo apuestas
sobre si lo vas a seguir o no y me gustaría aumentar mis
probabilidades.
—Tú no haces apuestas.
—Bueno, quizás esté planeando hacerlo.
—Cuando envíes la carta a los patrones de tu familia, puedes
decirles que yo también voy —dijo Kylee—. Iremos por la
Quebrada de Oveja Azul hasta el Desfiladero Innombrable.
—¿Y qué ruta tomaréis de verdad?
Kylee dudó.
—Vamos —insistió su amiga—. Esto es entre nosotras. No lo
escribiré.
—Realmente no tengo ni idea —respondió Kylee—. Brysen es
quien marca el camino. Solo lo estoy siguiendo.
—Irá por la Cresta del Cardenal —sugirió Vyvian. Kylee se
encogió de hombros. Era lo más probable porque era la subida más
difícil y ese era justo el tipo de desafío que Brysen agregaría a una
tarea ya imposible de por sí, pero Kylee no pensaba darle más
información a Vyvian de la que era necesaria.
—Como he dicho, solo lo voy a seguir. El resto depende de él.
—Entonces, ¿no lo ayudarás a atraparla? —Vyvian ladeó la
cabeza—. Nunca podrá hacerlo sin ti.
—Es un buen trampero —lo defendió ella.
—Pero tú tienes el…
Kylee la interrumpió.
—Preferiría que no nos acercáramos a esta águila.
Vyvian suspiró.
—Esa ya no es una opción.
—No —Kylee dijo con un suspiro—, no lo es.
—Bry ya te lleva bastante ventaja. Algunos pastores han dicho
que lo vieron a mitad de camino hacia la Cuesta de la Alborada. Es
mejor que te vayas o nunca lo alcanzarás.
—Estoy en camino ahora —dijo Kylee—. Solo que… Vy, ¿me
puedes hacer un favor?
—Soy toda oídos.
—Asegúrate de que Dymian no haga nada estúpido mientras no
estamos, ¿sí? Si sobrevivimos, me gustaría tener algo a lo que
regresar.
—Por supuesto, lo haré. —Vyvian hizo el saludo alado contra su
pecho—. Sobreviviréis, por cierto. —Se acercó y se inclinó para
susurrar en el oído de Kylee—. He visto lo que puedes hacer.
Kylee se tensó, se apartó y miró a su amiga a los ojos. Negó con la
cabeza.
—No. Por favor. No digas… nada sobre eso.
Vyvian frunció el ceño.
—Nunca revelaría tu secreto de esa forma.
Kylee la miró detenidamente. Ambas sabían que Vyvian mentía,
que sin dudas traicionaría a Kylee de esa forma. Era su trabajo y su
tradición familiar revelar los secretos de Kylee de esa manera. La
única pregunta era si ya lo había hecho o si estaba a punto de
hacerlo.
—Eso sí, Kylee, no soy la única que estaba en las arenas de riña
—le advirtió—. No estaréis solos en esa montaña. Vais en busca de
un trofeo demasiado grande como para que no haya disputas.
Tened cuidado, ¿de acuerdo?
—Siempre lo tengo —dijo Kylee; dejó a su amiga en la carretera y
apresuró el paso para volver a casa a guardar el equipaje y a
despedirse de su madre.

—Entonces, ¿vas tras ella, igual que tu padre? —Su madre estaba
sentada en su silla en el centro de la sala, junto al fuego que apenas
ardía en el hogar. Su pelo oscuro caía en largas espirales sueltas
que enmarcaban los rasgos afilados de su rostro, sus ojos brillaban
en la quietud de todo el resto de su ser, como llamas gemelas que
bailaban contra un cielo oscuro. No se atrevía a pronunciar las
palabras «águila fantasma» en voz alta, ni siquiera lo había hecho
antes de que una matase a su marido. Eso hacía que Kylee quisiera
decir las palabras aún más.
—Me importa una mierda el águila fantasma —dijo Kylee, pero
no la miró—. Voy tras Brysen. Voy a mantenerlo a salvo.
Su madre se inclinó hacia adelante y se puso de pie lentamente,
dejando que su cabello cayera sobre su cara. Apoyó en la mesa la
taza de té de hierba mentolada que había estado bebiendo,
después recolocó su pelo para que cayera tras sus hombros. Kylee
se quedó en tensión mientras su madre cruzaba la habitación y la
sujetaba de los bíceps. Los ojos de ambas se encontraron y
quedaron fijos.
—Nunca estará a salvo con este anhelo por lo que no debería
poseer. Y tú tampoco. Mientras estéis destinados a buscar a esta
criatura, estaréis destinados a la muerte. Cuando vengan los
kartamis, todo este culto a la lujuria por el cielo será borrado de la
tierra. Arrepiéntete ahora, hija mía. Censúralo y serás salvada.
—No soy como tú —respondió Kylee—. Puedo hacer que deje de
importarme.
—Pero a mí sí me importa —dijo su madre—. Mi pecado es mi
propio anhelo, mi anhelo de que tú seas salvada. Redimida. Debería
maldecirte, debería dejar que te encamines a tu perdición, pero no
puedo. Pensé que la crueldad de tu padre envenenaría en ti el culto
de Uztar para siempre, pero no funcionó. Debería haberte llevado
lejos. Sabes que puedes salvarte de la blasfemia de Uztar. Solo
tienes que… detenerte. Deja ir a tu hermano. Sé libre. Sé que esto es
lo que quieres.
Kylee sintió que su interior se rompía, como un glaciar
derritiéndose que finalmente se rompía y se derrumbaba. Quería
libertad, de las rapaces, de las deudas de su padre y de los
juramentos de su hermano, pero no en estos términos. No de esta
forma.
Kylee se soltó de la sujeción de su madre y retrocedió hacia la
puerta, negando con la cabeza. Su madre también negaba con la
cabeza.
—La lengua hueca no fue creada para ser pronunciada por
aquellos que caminan por el lodo —dijo mientras su hija se iba—.
Es así, Kylee. La lengua hueca es algo sagrado que no es para ti.
Nada bueno saldrá de que le hables al cielo. Tenía la esperanza de
que tú pudieras escapar.
Kylee encontró el picaporte de la puerta y lo giró, abrió y salió de
espaldas hacia el exterior. Su madre se dejó caer de rodillas, no
para rogar, sino para mirar al suelo y rezar.
—Vacía los cielos para que mis niños caigan; vacía sus corazones para que
tengan espacio para la verdad; vacía los cielos y sus corazones y sus pecados antes
de que la miseria los cubra por la eternidad; vacía, vacía, vacía…
Kylee cerró la pesada puerta para ya no tener que ver o escuchar
a su madre. La mujer ya había decidido.
Brysen estaba en peligro. Y no por una superstición abstracta. Mil
cosas podían destruir su cuerpo en las montañas, desde el águila
fantasma hasta otros tramperos o incluso una caída de un risco. Su
madre nunca había protegido el cuerpo de Brysen antes y no
empezaría ahora.
Dependía, como siempre, de Kylee.
Alzó su mochila y se dirigió hacia los senderos de los
montañistas que comenzaban detrás de su casa, comenzando el
ascenso hacia el nido del águila fantasma. Sabía que había cien
pares de ojos observándola desde abajo en las Aldeas, pero
mantuvo los suyos hacia arriba. Arriba era la única dirección que le
importaba ahora. Tenía que alcanzar a Brysen antes de que el cielo
cayera sobre él.
14

Kylee caminó hasta el anochecer. Siguió los senderos marcados por


el andar de los tramperos y en cierto momento salió del camino
principal hacia pendientes más empinadas que llevaban a las
cumbres de la Cresta del Cardenal.
El sol se hundió entre dos cumbres que sobresalían en la
distancia, las chispas de nieve que el viento hacía volar desde ellas
engalanaban el aire. La luz había bajado peligrosamente para
cuando llegó a las neblinosas tierras bajas, donde las hileras de
fresnos, enebros y cipreses se volvían escasas, grandes peñascos
cubrían el paisaje y riscos escarpados se alzaban empinados en
intervalos desiguales, como los dientes serrados de la sonrisa rota
de un gigante. Sobre ella, por encima del borde de un peñasco
afilado, estaba el bosque de los abedules de sangre, un denso
grupo de árboles que casi no necesitaban suelo y de los que se
decía que crecían donde se había derramado sangre.
Al rodear un amplio afloramiento rocoso, finalmente vio a
Brysen, bien alto en una pared de piedra gris plana, escalando en
vertical. Como un ave de señuelo, no estaba demasiado lejos de
ella ahora, pero la altura del peñasco escarpado debía haberlo
desacelerado considerablemente. Si hubiese planeado esta ruta con
más premeditación, habría encontrado senderos más fáciles, en vez
de escalar la primera pared rocosa que se le había presentado, pero
Brysen creía en ir de frente contra… bueno… todo. Kylee era una
escaladora fuerte y prudente. Había planeado una ruta más astuta
y lo alcanzaría antes de la medianoche si él descansaba y ella no.
Su hermano había hecho volar a Shara con una correa larga
amarrada a su pihuela. El otro extremo estaba anudado a su
cinturón. Si él se caía, ella se mantendría sobre él amarrada, para
señalar su cuerpo. O bien alguien la vería e iría a buscarlo y
liberarla o ella moriría de hambre ahí, unida a él. No dejarla volar
por su cuenta era una elección egoísta —Seguro que ella seguiría a
Brysen sin estar amarrada a él, pensó Kylee—, pero entendía por qué su
hermano lo hacía.
No quería quedarse completamente solo si se caía.
No llevaba nada más que su chaleco y sus pantalones de cuero;
había sujetado sus bolsos y un abrigo a otra cuerda de seda de
araña para poder escalar la pared rocosa. Enlazaba piedras
salientes a medida que avanzaba y luego elevaba los sacos tras él.
Su progreso era lento, pero le daba oportunidades regulares de
recuperar el aire. Había hecho dos tercios del camino hacia arriba
de la pared y se movía con mucha lentitud, de punto de apoyo en
punto de apoyo, sus músculos tensos y brillantes de sudor bajo los
últimos rayos del sol poniente.
Los alpinistas más débiles se impulsaban con los brazos, pero
Brysen sabía que la verdadera fuerza venía de las piernas. Nunca
parecía más ligero y más ágil que cuando escalaba, al liberarse de
la gravedad y de todas las preocupaciones que esperaban en tierra.
Escalar había sido una de las actividades preferidas para hacer
juntos, pero él no lo había hecho por diversión en mucho tiempo.
Kylee siempre lo invitaba a ir con ella en sus escaladas matutinas,
pero él siempre se rehusaba y elegía quedarse durmiendo y
después iba a Pihuela Rota.
Kylee había encontrado consuelo en el alpinismo. La simple
búsqueda de un asidero o de un punto de apoyo para el pie le
resultaba sosegante. Trazar el camino vertical era como construir
un rompecabezas en el que la solución realmente importaba. Tu
vida y tu muerte estaban en tus manos. Era casi placentero
observar a Brysen haciéndolo con tanta confianza.
Entonces el pie de su hermano resbaló y el corazón de Kylee se
agitó como las alas de una paloma atontada.
Él resbaló hacia abajo sobre su vientre, una catarata de piedras
sueltas corrió alrededor de él. Con las yemas de los dedos, atrapó
una piedra serrada que sobresalía y detuvo su caída, pero sus
piernas quedaron colgadas y su otro brazo se mecía suelto,
aleteando como un ala inútil.
—¡Mierda! —gritó.
«Mierda… mierda… mierda… mierda…». Su voz bajó como eco
hasta donde se encontraba Kylee.
Desde arriba, su cernícalo observaba el esfuerzo. Su cuerda aún
estaba floja, así que no había sentido nada de su caída. Para ella,
este drama brutal era el tedio de una vida entre los sin alas. Los
dedos de Brysen se aferraron, sus nudillos huesudos se agarraron,
sus firmes tendones hicieron fuerza, apretaron, combatiendo la
gravedad. A Kylee le dolía ver a su hermano lanzándose de nuevo
contra la roca, con fuerza, jadeando y luchando por sujetarse. Pero
se aferró. Se afianzó. Volvió a trepar.
Se había raspado un lado de la cara y ahora, pie sobre pie,
asidero en asidero, ascendía por la marca sangrienta que había
pintado en las rocas por encima de él. Hasta que la luna no estuvo
posada sobre los peñascos lejanos, él no alcanzó el punto donde
Shara lo había estado esperando, para entonces, habían pasado
horas. Kylee cubrió la mayor parte de la distancia en la mitad de
tiempo, procurando mantenerse fuera de su campo visual, pero
impulsándose incansablemente tras él.
Mucho tiempo atrás, las antiguas caravanas de las estepas
siguieron a las aves migratorias desde las tierras de hielo y polvo a
la frondosa meseta, donde construyeron la civilización uztari. Pero
para seguir a las aves, tuvieron que cruzar las montañas; estas
montañas. Los humanos se empeñaron, se esforzaron y buscaron
los desfiladeros y quebradas. Lucharon contra los que encontraron
viviendo aquí, los altaris, y los sometieron. Y luego,
ensangrentados por las batallas, cansados hasta los huesos y medio
congelados, tuvieron que seguir descendiendo.
Lo que les llevó generaciones atravesar, los halcones lo volaban
en minutos. Para los uztaris, las aves marcaban el camino a la
salvación. Para los altaris que persiguieron y llevaron hacia el
desierto, las aves eran un agüero de su exilio. No era de sorprender
que los fanáticos kartamis odiaran a los uztaris y odiaran a las
rapaces que servían a estos. Las aves volaron sobre las cumbres y
trajeron el cataclismo con ellas.
Ahora Brysen repetía ese viaje ancestral al revés y hacía un
esfuerzo por dejar la seguridad de las montañas para hacer el
traicionero ascenso a la brutal naturaleza, guiado, una vez más,
por un ave.
En la cima del risco, Brysen se desplomó sobre la plataforma
junto a su halcón, le acarició un ala con suavidad, lo que el ave
pareció disfrutar, y con su dedo jugó al juego del picoteo en el
suelo entre ambos. Cuando el ave se cansó de mordisquearlo, él
rodó para quedar tumbado sobre su estómago, magullado,
ensangrentado y exhausto. Inclinó la cabeza sobre el borde sin
mover su cuerpo y vomitó, ruidosa y profusamente, sobre el
acantilado.
El sonido hizo eco.
Puaj. Kylee se sobrecogió.
Brysen escupió y descansó la cabeza sobre sus manos, boca
abajo. Había mantenido un buen ritmo, dada la condición en la que
había comenzado el día, pero no sería capaz de cumplir con la
fecha límite si seguía avanzado con tanta lentitud por los riscos.
Necesitaba encontrar y seguir los antiguos caminos de las cabras.
Eran serpenteantes y más largos que el ascenso directo, pero
mucho más fáciles. Él se estaba desviando de cualquier ruta
conocida y entraba en un terreno salvaje cuyos peligros Kylee no
podía anticipar y para los que Brysen definitivamente no estaba
preparado. El bosque de los abedules de sangre se cernía en
dirección adonde él se dirigía, y ningún uztari había trazado jamás
un camino a través de esa espesura. Si Brysen se mantenía cerca de
los senderos ancestrales, Kylee podría alcanzar a su hermano sin
tener que escalar un risco en la oscuridad, y una vez que ella
estuviera a su lado, él no tendría otra opción más que dejar que ella
lo ayudase. Conocía los caminos para ascender mejor que él,
caminos seguros que se mantenían lejos de peligros conocidos y, al
escalar juntos, podían cuidarse mutuamente las espaldas. No
podía negarse. De todas formas, era mejor pedir disculpas que
permiso.
Kylee encontraría un camino hasta él y lo guiaría de ahí en
adelante. Él se había desviado de la ruta a la Cumbre de Cresta del
Cardenal, pero ella podía guiarlos a ambos hacia allí. Ya había
comenzado a planear un camino probable cuando sus ojos
captaron un movimiento en la plataforma justo arriba de Brysen y
ella se detuvo, entrecerró los ojos hacia arriba en un intento por
divisar la forma que se movía a la luz de la luna.
Al principio, solo vio el arbusto silvestre del saliente, pero sus
ojos volvieron a ver el movimiento, una sombra con la forma de un
gato, un felino grande, esbelto y negro morado como los labios de
un cadáver. Una pantera de peñón.
La gran bestia agachó la cabeza, sus ojos fijos en la espalda
flexible de Brysen. Si se hubiese equipado para encender un fuego,
la pantera jamás se habría atrevido a acercarse tanto, pero no lo
había hecho. Si hubiera estado sentado erguido, quizás se habría
mantenido lejos, ya que las panteras de peñón prefieren atacar a
sus presas desde atrás y rara vez lo hacían cuando podían ver sus
ojos. Pero Brysen estaba dormido, el agotamiento lo había
encaperuzado antes de que se hubiese molestado en acampar. Si
Kylee hubiera estado más cerca, probablemente lo habría
escuchado roncar.
Si hubiera estado más cerca, habría podido ayudar.
La pantera se agazapó casi hasta estar acostada sobre el suelo y
se arrastró al borde del saliente que estaba justo sobre Brysen.
—Levántate —susurró Kylee—. Levántate, levántate, levántate.
Si gritaba, ¿la escucharía Brysen? ¿Se asustaría el felino y huiría?
—¡Levántate! —gritó.
«Levántate…», regresó a ella el eco. «Levántate… levántate…
levántate…».
Los ángulos de los riscos y la dirección del viento bloquearon el
sonido. Brysen no escuchó nada. La pantera no escuchó nada. Si
Shara había escuchado algo, no se movió. Shara estaba observando
el valle, de espaldas a las rocas, ignorando que un depredador
acechaba en su punto ciego. Las panteras de peñasco sabían cómo
acechar a las rapaces. Los halcones salvajes eran un alimento
básico de la dieta de los grandes felinos.
Kylee se sintió impotente ahí abajo, tan impotente como cuando
el trasportista sostenía el cuchillo contra la garganta de Brysen en
la arena de riña. Sintió esa agitación en su corazón, un pulso que
aleteaba en sus oídos. Cerró los ojos, respiró profundo e intentó
hacer que el aire de sus pulmones ardiera en llamas, intentó
encontrar las palabras que su madre había llamado «blasfemia»,
las palabras de la lengua hueca.
Se imaginó a su hermano siendo despedazado, imaginó la pata
del felino haciéndolo girar, desgarrando su estómago, la sangre en
sus colmillos al arrancar sus entrañas.
—Shyehnaah —dijo, pero no tuvo efecto alguno, ni significado.
Podía hacer el sonido deliberadamente, pero no podía hacerlo
funcionar. No podía comandarlo, no podía controlarlo. Exhaló sin
sentir nada más que el aire frío de la noche.
Inhaló otra vez; la pantera se arrastró hacia adelante, preparada.
Kylee se imaginó a su hermano en las jaulas, en casa, con su padre
y su antorcha, ojos azules frente a ojos azules, unos mojados como
lagos de deshielo y los otros fríos y duros como glaciares. Y la luz
de la llama reflejada en ambos, cada vez más y más cerca. Se
obligó a ver el fuego tocando su piel, se obligó a escuchar los
sonidos y oler la tela en llamas y la carne y el pelo. El fuego se
encendió en sus pulmones y pronunció la palabra otra vez.
La cabeza de Shara giró. Los labios de la pantera se estiraron
hacia atrás desde los colmillos blancos como hueso, sus músculos
temblaron bajo la tirante piel de color cadáver. Hubo un sobresalto
cuando Shara vio al depredador, una descarga de acción
instantánea, ojo a ala, ala a pico.
—¡Ki ki ki! —chilló Shara y se arrojó desde el borde, la correa se
desenrolló tras ella. La reacción de Shara sobresaltó a la pantera y
al mismo tiempo despertó a Brysen. Este vio a Shara salir
disparada hacia el cielo y un latido después, se giró hacia lo que la
había asustado.
La pantera sobresaltada dio un zarpazo, pero Brysen rodó afuera
de su alcance, hacia el precipicio de la plataforma.
No tenía escapatoria y cuando vino el segundo zarpazo, rodó por
debajo, hacia la montaña y debajo del saliente. Sacó su cuchilla
mientras rodaba y desató el nudo que amarraba a Shara a él.
La pantera saltó abajo para atacarlo, pero encontró que la
atravesaba el filo del cuchillo de garra negra de Brysen. Este silbó y
Shara dio un giro, luego bajó en picado hacia el lomo de la pantera
y hundió las garras justo debajo de su cráneo.
El halcón sabía en su sangre que la pantera era un enemigo.
Shara estrujó la columna del felino desde atrás al mismo tiempo
que Brysen empujaba su filo hacia arriba y se lo ensartaba en el
corazón.
El quejido del felino hizo eco por la montaña.
Su sangre se derramó más allá del codo de Brysen, sobre su
pecho y su estómago. Brysen lo empujó lejos de sí y retrocedió
hasta quedar contra la roca, sosteniendo su cuchilla ensangrentada
frente a él, y se quedó mirando a la pantera muerta mientras Shara
procedía a picotearla, a arrancar la piel gris y negra con pico y
garras como un aprendiz de carnicero enloquecido.
Si Brysen no hacía que dejara de comer, se llenaría tanto que por
la mañana no volaría. Brysen iba a necesitar que ella estuviera
templada por varios días o nunca llegaría al nido del águila
fantasma a tiempo para regresar en el lapso establecido por Goryn
Tamir.
Entonces Brysen se desplomó y Kylee se estremeció. ¿El felino le
había hecho algún daño que ella no había podido ver? ¿Se estaba
desangrando ahí arriba, con la garganta desgarrada, las arterias
abiertas?
Salió corriendo a toda velocidad hacia el estrecho camino de los
tramperos para trepar por la cuesta. Podría detener el sangrado y
salvar su vida si llegaba a él a tiempo. Tendría que correr y subir
más rápido de lo que jamás había hecho, pero sus pies avanzaban
con confianza, su corazón la impulsaba.
Había avanzado solo unos pasos a toda velocidad cuando
escuchó una exclamación.
—¡Iuuujuu!
Kylee se detuvo y levantó la vista al saliente y ahí estaba Brysen,
parado, bailando en círculos, con los brazos ensangrentados
levantados en el aire. Saltaba de un pie a otro, su sonrisa blanca y
su cabellera gris brillaban.
«Iuuujuu…», el eco sonó a su alrededor. «Iuuujuu… Iuuujuu…
Iuuujuu…».
—¡Ja, ja! —gritó Brysen—. ¡Tendrás que lanzarme más que eso,
maldita engullidora de lodo, devoradora de carroña! ¡¿Me
escuchas?! ¡Te derrotaré!
«Derrotaré… derrotaré… derrotaré».
Ella observó su silueta oscura bailando bajo la luz de la luna,
mientras Shara desgarraba al felino muerto a sus pies. Brysen
estaba más feliz de lo que Kylee podía recordar en años, celebraba
una victoria que creía suya. Al igual que en las arenas de riña,
pensó que se había salvado a sí mismo. Pensó que aún estaba solo.
Kylee decidió no revelar su presencia. Permanecería oculta. Le
daría su victoria, le dejaría tener su amor propio. Ayudaría a su
hermano de lejos, se mantendría invisible. Tenía que dejar que él
sintiera que estaba volando en libertad si quería tener alguna
esperanza de que regresara cuando esto terminase.
15

La luna casi había terminado de trazar su arco a través del cielo


cuando Kylee llegó al campamento de Brysen en el saliente. El
camino la había llevado por una ruta serpenteante entre peñascos
y cuestas rocosas. Un momento subía con manos y rodillas, al
siguiente estaba saltando gargantas. No estaba tan familiarizada
con el sendero como había pensado, en un punto casi se había
metido en la entrada de una profunda cueva de murciélagos de la
que jamás habría podido salir.
Al menos los murciélagos ya se habían ido a recorrer la noche.
Cuando llegó a la plataforma rocosa que estaba justo sobre el
campamento de Brysen, donde la pantera lo había acechado, él
estaba dormido junto a las agonizantes brasas de un fuego, donde
la carne de la pantera chisporroteaba y siseaba sobre los carbones.
Kylee estaba tentada de escabullirse al saliente y robar un poco,
pero no quería arriesgarse a despertar a Brysen. Si no fuera por
ella, él habría sido alimento de pantera y no al revés, y sin embargo
ella había comido huevos de gallina encurtidos y fríos de cena.
Shara dormía junto a Brysen, con las patas plegadas bajo el peso
de su cuerpo al calor aterciopelado de sus plumas. Pasaba su peso
de un lado a otro para mantener su sangre en circulación y su
cabeza estaba girada hacia atrás casi bajo sus alas, pero
permanecía sin caperuza. Brysen quería usarla como alarma en
caso de que se acercara el peligro. Kylee se quedó muy tranquila,
muy calma, y se movió con extrema lentitud para no despertar ni
al chico ni al ave.
Se apartó del borde y se deslizó más lejos en la oscuridad. Brysen
comenzaría su subida otra vez después del amanecer para escalar
hasta el bosque de abedules de sangre más allá de la siguiente
cumbre. Sería más fácil seguirlo, pero más difícil permanecer fuera
de vista.
Se preguntó quién más estaría allí afuera en la noche, abriéndose
camino en subida por la montaña tras ellos, y qué más había allí
afuera en la noche, en algún lugar más elevado, observando y
esperando al acecho. Tembló y supo que necesitaba dormir un
poco, pero tenía que encontrar un lugar resguardado.
En una cuesta cercana, dos rocas habían quedado juntas para
formar una especie de cobertizo en el espacio debajo. Podría
estirarse ahí, a salvo de los depredadores y de la mirada de Brysen,
y tener aún una línea de visión despejada de la ruta que él eligiera
por la mañana. Puso algunas ramas a lo largo del camino,
apoyadas de forma precaria, de manera que, si su hermano se iba,
alteraría el patrón y ella sabría que ya se había marchado, incluso
si se quedaba dormida. Debajo de las rocas, se sintió perfectamente
segura para cerrar los ojos y dejó que el sueño borrara sus
preocupaciones durante un rato.
Cuando quiso acordarse, el alba había despuntado como la yema
pálida de los huevos sobrecocidos. Levantó la cabeza, limpió una
línea de baba en su mentón y estudió el camino. Sus ramas
permanecían en su lugar.
Se arrastró sobre su estómago otra vez sobre la plataforma y vio
que Brysen aún dormía debajo y roncaba suavemente. Había
cubierto sus ojos con el recodo de su brazo y la otra mano
descansaba sobre la empuñadura de su cuchillo, que llevaba en el
cinturón. El fuego se había apagado y un poco de escarcha se había
asentado sobre él. Si no comenzaba a dormir bajo una manta, sin
dudas moriría congelado en la altura de las montañas. Había
dormido con el cuchillo en la mano, pero solo un terremoto lo
despertaría.
Mientras se estiraba, observó el vasto paisaje, el sol que se alzaba
a la izquierda y arrojaba la larga sombra de la cordillera sobre Seis
Aldeas, bien abajo. Los cielos estaban despejados y ni siquiera las
aves estaban despiertas todavía. Era su hora del día favorita en
Aldeas. Ni los Sacerdotes Rastreros habían comenzado sus
sermones diarios.
A esta altura, no podía llegarle ningún sonido desde Seis Aldeas,
pero podía ver el claro donde se situaba su casa y el camino
empinado hasta el Collar. El Collar fluía a través del pueblo y la
carretera principal iba a su lado, ambos desaparecían por la
cordillera en su largo recorrido serpenteante desde el Castillo del
Cielo a la Fortaleza de la Garra. Los árboles, praderas y campos de
regadío que rodeaban el perímetro del valle por donde corría el
Collar pronto daban lugar a la roca árida de las llanuras centrales,
que habían sido peladas por enormes rebaños de cabras, corderos y
camellos antes de la llegada de los primeros antepasados, y luego,
más allá, el vasto desierto. Ahora solo los nómadas altaris y los
transportistas de larga distancia lo cruzaban. Ella podía ver sus
fuegos diseminados, líneas de humo que se elevaban al cielo como
banderas todo el camino desde el borde verde claro hasta las vacías
tierras rojas y las dunas doradas del Desierto de Parsh. En algún
lugar de ese desierto, los kartamis construían sus carretas de
guerra, encordaban sus cometas de batalla y elevaban sus
plegarias para un cielo vacío.
Desde esta altura, los deseos y guerras de la gente parecían
completamente insignificantes. Lo único real era el paisaje: roca,
nieve, hierba y arena. Era una vista como aquella con la que ella y
Brysen solían soñar despiertos.
Sobre el desierto, podía distinguir los contornos de la cordillera
oriental, a la que llamaban la Mandíbula Inferior. Ellos vivían al
pie de la Mandíbula Superior. Había nombres más antiguos para
las montañas que circundaban la alta estepa y los protegía de los
vientos mortales que surgían en las estepas de alrededor, pero a
Kylee siempre le gustó la idea de que Uztar era una enorme boca
abierta en la cara del mundo y toda la vida transcurría entre dos
enormes conjuntos de dientes. Cada día contenía la posibilidad de
que la mandíbula se cerrara de golpe sobre ellos y toda la
civilización, así que cada día era un acto de misericordia. Con cada
amanecer, el mundo les daba otra oportunidad, en vez de tragarlos
enteros.
Le gustaba la idea de otra oportunidad. Podía hacer las cosas
bien esta vez.
Volvió arrastrándose a su madriguera bajo las rocas, puso sus
provisiones dentro de su alfombra, la hizo rodar y cerró el fardo
con una correa nómada de cuero. La gente de las Aldeas les debía
mucho a aquellos que habían expulsado a los desiertos; sin
embargo, la mayoría de los uztaris los odiaban. Su padre, a pesar
de haberse casado con una de ellos, los odiaba con especial
virulencia. Nunca perdía la oportunidad de llamar moledor de
cristal a quien no le cayera bien, incluso cuando su madre estaba
escuchando, fuese esa persona altari o no. Con frecuencia eso le
valía un puñetazo en la mandíbula, pero de todas formas no
dejaba de lanzar los insultos. Era el tipo de hombre que prefería
recibir un golpe que abandonar su odio. Las provocaciones solo
hacían que su madre rezara con más fuerza para que su negocio
fracasara y los cielos se vaciaran alrededor de él. Luego la había
acusado de dar a luz a Brysen a propósito, como si el mellizo de
Kylee fuese una maldición contra la familia.
Algunos perdían a un familiar y sobre ellos descendían nubes
permanentes. Para Kylee, cuando su padre murió, fue como si las
nubes finalmente se hubiesen dispersado y ahora podía ver toda la
inmensidad del mundo que él les había ocultado. ¿Era un pecado
que ella nunca hubiese sentido la más mínima necesidad de
llorarlo? Sus recuerdos más preciados eran los de las bandadas
diarias de cuervos de duelo, cuyas sombrías melodías prometían la
llegada de pasteles y dulces e incontables donaciones que su
madre no tocaría. Ella y Brysen podían comer hasta el hartazgo y
más.
Sus pensamientos fueron interrumpidos de pronto; una sombra
pasó sobre la entrada de su cueva-dormitorio. Una sombra con la
forma de una persona.
Se escabulló por el otro lado de su refugio y rodeó la roca, pero no
vio a nadie. Giró en dirección opuesta… tampoco había nadie.
Después se agazapó, avanzó lentamente por el borde hasta
encontrar un asidero y con un impulso de sus piernas, saltó a la
punta de las rocas y atacó al acechador encapuchado desde atrás.
Mientras este caía, ella desenvainó su cuchillo de caza y lo presionó
contra un lado del cuello terso del sujeto, justo en la arteria mayor.
Le pegó un rodillazo entre los muslos y lo empujó hacia adelante
para que cayera de pleno sobre su estómago.
—¡Ay! ¡Kylee! ¡Soy yo! ¡Por favor! ¡Soy yo! —gritó. La figura
sostuvo las manos abiertas a los lados, su cuerpo rígido e inmóvil
debajo de ella, y Kylee le arrancó la capucha de la cabeza,
liberando una pelambrera rizada.
Nyall.
Retiró el cuchillo de su cuello y salió de encima de su espalda.
—¡Shhhh! —exclamó ella—. Haz silencio y baja aquí.
Saltó al suelo y lo esperó entre las rocas. Él necesitó un momento
para recuperarse —más por el rodillazo en la entrepierna que por
el cuchillo en la garganta, concluyó ella—, pero finalmente bajó y
se apretujó para entrar en el pequeño espacio.
—Por los cielos ardientes, ¿qué estás haciendo aquí? —se obligó a
susurrar.
—Escuché lo que estaba haciendo Brysen —dijo Nyall—. Es de lo
único que se habla.
No podía ser de otra manera, pensó Kylee. Cualquiera que quisiera
robar la presa de Brysen —en el improbable caso de que sí tuviera
éxito— tendría tiempo de sobra para preparar una emboscada.
—Todo el mundo decía que estarían en la Quebrada de Oveja
Azul —Nyall le contó—. Entonces supe que no estarían ahí. Cuanta
más gente sabe algo, es menos probable que sea verdad.
—¿Cómo nos encontraste? Es una montaña grande.
—Vyvian me reveló el verdadero camino que planeabas elegir.
—¿Simplemente te lo reveló? ¿Por nada?
—No. —Nyall apartó la mirada—. Por nada, no.
—¡Oh, qué pavo! —Kylee lo empujó juguetonamente. Él sonrió,
sus hoyuelos revelaron el precio de Vyvian—. Entonces, me
seguiste aquí para… ¿qué? ¿Advertirme que Vyvian es una espía?
Eso ya lo sabía.
—Te seguí hasta aquí para cuidarte las espaldas —respondió
Nyall—. Cuando vi que te ibas de Seis, sabía que habías venido
aquí arriba para cuidar de Brysen, pero nadie estaría cuidando de
ti.
—Yo cuidaría de mí misma —contestó ella.
—Entonces, ¿no quieres mi ayuda? —Nyall parecía herido, pero
¿qué estaba esperando? ¿Pensó que se presentaría aquí sin ser
invitado y ella le daría las gracias? No necesitaba un héroe ni quería
un amante—. No puedes enfrentarte al mundo sola.
Kylee quería decirle que por supuesto que podía, pero se detuvo
en seco. Solo alguien con cerebro de pollo, como su hermano, podía
mirar un acto de bondad y llamarlo una maldición. No era un
pecado aceptar ayuda, y tener la compañía de un amigo no sería el
final del mundo.
Nyall abrió los brazos, esperando. A diferencia de los otros chicos
riñeros, solo tenía un tatuaje: unas pocas líneas de poesía
iluminada que le envolvían la muñeca y el antebrazo como una
cuerda en espiral. «El estornino canta sobre la agonía del amor, la paloma
canta sobre su humanidad, pero todos y cada uno caerán igual cuando la fuerza
de gravedad del amor les corte las alas». Era un romántico empedernido,
como su hermano, pero era leal, amable y bueno en los momentos
difíciles; también como su hermano. La caza de un águila fantasma
ciertamente tendría demasiados momentos difíciles.
—Está bien —dijo ella—. Quédate conmigo. Así podremos
dormir por turnos… pero no nos delates durante el camino como
acabas de hacer, ¿está bien? No quiero que Brysen sepa que lo
estamos siguiendo.
—¿Porque él nunca aceptaría la ayuda? —Nyall sonrió con
fuerza, se quitó el pelo de los ojos y dejó que sus hoyuelos se
notaran.
—Soy consciente de la ironía, cara de pinzón. —Le dio un
empujoncito en el hombro otra vez, él perdió el equilibrio de nuevo
y cayó fuera del espacio entre las rocas para aterrizar de espaldas,
donde miró directo al cielo. Su sonrisa se desarmó y sus hoyuelos
desaparecieron. Levantó las manos, las palmas abiertas.
Kylee negó con la cabeza.
—No es necesario que te rindas. No te voy a lastimar de nuevo.
Lo juro… Pégale un rodillazo a un chico solo una vez y este se
volverá asustadizo como un carbonero. Debería contárselo a las
chicas del pueblo; comenzaríamos una revolución.
Nyall, sin embargo, no la miró. Seguía con la mirada hacia arriba,
inmóvil, serio.
Una sombra cayó detrás de Kylee y bloqueó la salida del hueco
entre las rocas.
—Sal de ahí ahora —ordenó la sombra—. Y ten cuidado con
dónde pones tus rodillas, o tu hermano y tu novio morirán aquí
mismo.
16

Kylee presionó la mano contra la tierra y maldijo, pero salió


gateando de entre las rocas y se puso de pie. El Creador de
Huérfanos, respaldado por sus dos amigos, relamió sus dientes y
escupió el suelo entre los pies de Kylee. Su cernícalo marrón
atigrado estaba otra vez en su puño.
—Necesité toda la noche para encontrar a mi pequeña —gruñó,
luego miró desde el cernícalo a Kylee—. Muévete con demasiada
rapidez y ella te clavará una garra en el ojo.
Uno de los otros transportistas tenía un arco tensado con una
flecha apuntada a la cara de Nyall. Estaba tan cerca que él podría
haber lamido la punta. El otro transportista tenía a Brysen de
rodillas frente a él con el filo de un hacha contra su cuello. Shara
estaba inmovilizada en una trampa de red estacada con fuerza en
la cuesta rocosa. Luchaba e intentaba batir las alas, pero no podía
escapar y llamaba incesantemente.
—¡Ki! ¡Ki! ¡Ki! —chillaba—. ¡Ki! ¡Ki! ¡Ki!
—¿Nyall? —preguntó Brysen, confundido, después se desinfló al
verla—. ¿Kylee?
Su hermano tuvo, de verdad, el descaro de sentirse frustrado
porque ella estuviera aquí. Debería haber estado más
decepcionado por el bloque de madera que el transportista de pelo
cobrizo había arrojado a sus rodillas, porque estaba claro que
pensaban decapitarlo ahí. Brysen nunca había sido bueno para
establecer sus prioridades.
—¡Ki! ¡Ki! ¡Ki!
Kylee miraba fijamente a Brysen mientras el verdugo lo sujetaba
del cuello y lo empujaba hacia abajo para apoyarlo en la hendidura
del tajo. Este no era un tajo utilizado para el ganado, manchado
por las vísceras de mil comidas. Este era un tajo de ejecución que
estaba decorado con diseños tallados, cubierto con escenas de
crímenes y castigos, con canales para que la sangre se escurriera e
indicadores profundos en la ranura donde habían descansado otros
cuellos desafortunados. Entre las caravanas de transportistas de
larga distancia, la justicia era severa y brutal, y Kylee no tenía
forma de saber si estos hombres solo pretendían asustarlos o si de
verdad planeaban matarlos. El filo del hacha destellaba, bien
afilado. Las manos de Brysen estaban amarradas a su espalda.
—¡Ki! ¡Ki! ¡Ki! —gritaba Shara y alteaba frenéticamente bajo la
red.
Kylee no podía encontrar el viento para hacer arder una palabra
a través de su cuerpo. Buscó en su respiración, en su pulso; se
concentró en su miedo… nada. Un agotamiento silencioso se había
apoderado de ella.
—¡Ki! ¡Ki! ¡Ki!
Los transportistas hicieron que Nyall se volviera hacia Brysen con
la flecha apuntada a su espalda. Querían que él mirara cómo salía
rodando la cabeza de su amigo.
—Vosotros, los de Seis Aldeas, os creéis que sois mucho mejores
que nosotros —dijo el Creador de Huérfanos—. La vida en la
ladera os ha hecho débiles. Nosotros nos arriesgamos a los ataques
kartamis cuando cruzamos el desierto para traeros los granos que
coméis hasta el hartazgo y que os vuelven débiles, pero nosotros,
los que cruzamos el valle, sabemos lo que es pasar días sin agua,
semanas sin comida. Una gota de nuestra sangre vale diez de sus
vidas.
—Entonces, supongo que tu cara debe ser invaluable ahora —
respondió Brysen.
El Creador de Huérfanos se tocó la herida que Shara le había
hecho, después se inclinó frente a Brysen, dio un empujoncito a su
ave para que bajara del puño y se colocara en el suelo, de forma
que se detuvo justo frente a la nariz de Brysen.
—Está templada —dijo él—. Quizás lo suficientemente templada
como para arrancar un mordisco de tu cara.
—¿Qué sentido tiene matarnos? —gritó Kylee, en un intento por
desviar la atención de Brysen y el comentario arrogante que estaría
formándose en su mente—. ¿Acaso no tenéis honor?
—Honor —dijo con desprecio el Creador de Huérfanos, que dejó
a su halcón en el suelo frente a Brysen mientras se volvía hacia ella
—. Una bonita palabra para una bonita joven pueblerina. Deja que
el honor duerma puertas adentro. Cuando su alma no pueda ver
su camino al cielo, entonces pensaré sobre el honor.
No había castigo más cruel que separar una cabeza de su cuerpo
y mantenerlos apartados en la muerte. Cuando los buitres venían a
devorar al muerto en un funeral celeste, la cabeza del cuerpo debía
«mirar» al cielo o el alma se pudriría en vez de elevarse hacia el
azul. Esto era tan cierto en las Aldeas y montañas como en las
llanuras y el desierto, para la fe de su madre y para la de su
fallecido padre. A Kylee no le importaban demasiado las
supersticiones, pero Brysen era creyente.
Un sonido involuntario escapó de los labios de Brysen. Un
quejido. El transportista relamió sus labios, la excitación casi le
quitaba el aire.
—¡Ki! ¡Ki! ¡Ki! —chilló Shara.
Los ojos de Brysen aun así encontraron los de Kylee, pero el enojo
los había abandonado y el momentáneo destello de miedo se había
convertido en otra cosa. Era una mirada que no había visto en él en
mucho tiempo, pero una que ella siempre comprendería: la mirada
de complicidad de su mellizo. Ella asintió ligeramente en respuesta
y él guiñó el ojo una vez, rompiendo la conexión de las miradas
para aceptar su ayuda.
Nyall estaba listo. Ella estaba lista. No tenían armas a mano y
ella no podía contar con que su mente invocara las palabras
correctas deliberadamente. Solo tenían la velocidad y las agallas de
cada uno. Las probabilidades estaban a favor de que, de los tres,
no todos salieran vivos de esta.
—Ey, Kylee… tengo una pregunta para ti —dijo Nyall. Su voz
era tranquila y desenfadada, como si aún estuviesen en la carpa
del mercado, regateando la cantidad de tazas de té que ella tendría
que beberse con él a cambio de un alcahaz.
—Dime —respondió ella.
—¿Tenía alguna posibilidad contigo?
Ella tuvo que reírse.
—No lo sé, Nyall. No soy un juego donde tienes posibilidades de
ganar o perder. Pero sí me gusta pasar tiempo contigo.
Nyall formó su sonrisa de hoyuelos.
—Supongo que eso es mejor que na…
—¡Suficiente! —lo interrumpió el Creador de Huérfanos—. Los
rumores dicen que la chica tiene un talento que… quizás merezca
la pena mantenerla cerca. Tú. —Apuntó su cuchillo hacia Nyall—.
Voy a venderte a los esclavistas. Eres suficientemente atractivo
para ser un catamito. Pero primero, decapitaremos a este pajarito.
No estaba hablando de Shara.
El verdugo apoyó el hacha en el cuello de Brysen para marcar su
objetivo, después la alzó bien alto. Brysen dio patadas con sus
piernas amarradas, hizo tropezar al aspirante de verdugo y salió
rodando del tajo. El movimiento repentino asustó al cernícalo, que
saltó hacia atrás chillando, abrió sus alas y despegó del suelo.
En ese mismo instante, Nyall dobló las rodillas, arqueó la
espalda y arrojó los brazos hacia adelante para saltar en una
voltereta hacia atrás y golpear el brazo del arquero. La flecha se
disparó justo debajo de él y se rompió inofensivamente contra la
tierra. Al aterrizar, Nyall atacó con el puño y noqueó al arquero de
costado.
Era un chico riñero de pies a cabeza.
Kylee apuntó su primera patada al trascendental punto entre las
piernas del Creador de Huérfanos, aunque este la bloqueó antes de
que pudiera conectar, lo que hizo que llevara su mirada hacia
abajo, de forma que ella pudo lanzar un golpe cortante a su
garganta, un punto mucho más vulnerable. Él resolló, pero le dio
un puñetazo en los dientes que la derribó de espaldas. Quiso
alejarse gateando, pero él arremetió contra ella, jadeando, sacó su
cuchilla y recuperó el aire para silbarle a su ave.
La rapaz se precipitó hacia Kylee y hostigó su cara, bloqueándole
la vista y obligándola a proteger sus ojos del frenesí de garras y
plumas. Kylee continuó retrocediendo hasta que se topó con
Brysen, que estaba tratando de liberar sus manos al mismo tiempo
que se alejaba del verdugo.
—¡Ki! ¡Ki! ¡Ki! —Shara aleteaba y se retorcía contra la red.
—¡Ia! ¡Ia! ¡Ia! —chillaba el pequeño cernícalo marrón. Kylee
intentó alejarlo a los golpes, pero el ave seguía arremetiendo. Una
garra cortó el dorso de la muñeca de Kylee y sintió que el pico de la
rapaz le mordía el pelo.
A Nyall tampoco le iba tan bien. El arquero se había recuperado
del golpe y aunque había perdido su arco, aún tenía una flecha y le
llevaba más de cincuenta kilos. Tenía el pelo de Nyall en una mano
y estaba a punto de estrellar una flecha en su ojo con la otra.
Excepto que, en un destello blanco, la flecha fue arrancada de la
mano del arquero por un enorme búho blanco como la nieve, que
se la llevó en el aire y se fue planeando en silencio. El arquero aún
sostenía a Nyall con su mano libre, pero se quedó completamente
quieto, con la boca abierta.
—¡Ki! —chirrió el pequeño cernícalo y después dio un giro, para
irse a toda velocidad en busca de protección. Desde poco más allá de
la cresta nevada por encima de ellos, un segundo búho salió
disparado hacia arriba, apenas una sombra contra el sol naciente.
Interceptó al cernícalo en pleno vuelo, lo sujetó con sus garras y lo
acarreó, chillando, hasta el otro lado de la cumbre. Se había ido casi
tan pronto como había aparecido.
Un tercer búho, un cárabo lapón con brillantes ojos amarillos
encendidos, planeó sobre el Creador de Huérfanos y casi parecía
estar sobrevolándolo, después bajó para arrebatarle el filo de la
mano con sus garras, con tanta fuerza que el cuchillo se desprendió
por el golpe.
Luego el cárabo se fue aleteando sin emitir sonido alguno.
Shara se había quedado quieta bajo su red, acurrucada contra el
suelo con la cabeza escondida y plegada hacia atrás. Parecía más
una piedra temblorosa que un ave rapaz. Era obvio que estaba
desesperada por evitar el mismo destino del pequeño cernícalo
marrón.
Brysen había liberado sus muñecas serruchando la soga contra
una piedra, pero el verdugo lo hizo saltar y arrojarse lejos del
hacha. Y habría terminado partido en dos si no hubiese sido por el
búho blanco que se interpuso entre ellos, se escurrió alrededor del
filo del hacha como si sus plumas fueran de niebla y empujó al
verdugo hacia atrás.
Una flecha silbante hizo el primer ruido fuerte desde la llegada
de los búhos y apareció con tanta rapidez que dio la sensación de
que no había sido lanzada en absoluto. Pero ahí estaba, brotando
del pecho del verdugo. El emplumado negro de la flecha lo hacía
parecer un ave en muda con solo una pluma. Y, como una pluma
inmadura rota, la herida comenzó a chorrear sangre.
El transportista cayó.
—Creo que he encontrado a las Madres Búho —anunció Brysen,
como si ese hubiese sido su plan todo este tiempo.
17

Los dos transportistas que quedaban miraron a su alrededor para


ver de dónde habían salido las flechas y los búhos, pero los
arbustos y las piedras eran silenciosos como la mañana.
Entonces habló una voz con la melodía tronadora de la tierra
misma:
—Arrodillaos.
—¿Quién anda ahí? —preguntó el Creador de Huérfanos.
El arquero soltó a Nyall y sacó una flecha, agachándose al mismo
tiempo para levantar su arco. No se volvió a erguir. Una flecha le
atravesó la garganta.
Así que Kylee se arrodilló.
Brysen se arrodilló.
Nyall se arrodilló.
El Creador de Huérfanos vaciló. Una flecha pareció nacer de su
muslo y lo obligó a inclinarse, con un grito. En cuanto sus rodillas
tocaron el suelo, cinco mujeres aparecieron por debajo de capas de
roca y tierra, a no más de un escupitajo de distancia de donde ellos
estaban de rodillas. ¿Cuánto tiempo habían estado ahí,
perfectamente camufladas? Era imposible saberlo.
Debajo de sus capas usaban túnicas densamente emplumadas,
ceñidas por cinturones de cuero desde los cuales colgaban espadas
y equipos de escalada. Tenían bufandas de color blanco y negro de
piel de marta alrededor del cuello, y tela de escalar alrededor de
las muñecas y de las manos. Todas ellas tenían melenas cortas, de
un color blanco-plateado como de zorro y nieve, y sus rostros eran
duros como la propia montaña.
Dos de ellas sostenían hermosas ballestas de nogal. Las otras tres
simplemente sostuvieron en alto su puño izquierdo y los
silenciosos búhos regresaron a ellos.
Madres Búho.
Esta era su cumbre. Esta siempre había sido su cumbre. Los
altaris les temían, los uztaris las eludían y solo un tonto les faltaba
el respeto.
Brysen se había desviado de los caminos de montaña conocidos y
había caminado directo a ellas. Era una imprudencia mortal, pero
quizás había salvado sus vidas.
La mujer que parecía ser la más vieja caminó hasta donde estaba
Kylee, con la mano derecha le quitó la afilada daga que llevaba en
el cinto y se la ofreció, con la empuñadura hacia fuera. Su cara
estaba curtida por el sol y el viento, era amplia y chata como la de
su búho y observaba a Kylee con la misma impavidez. Dos de las
mujeres más jóvenes parecían iguales que ella, mientras que las
otras dos tenían rasgos como los de un halcón, afilados, y la piel
tan oscura como la de Nyall. Las cinco estaban quietas con la
solidez de una piedra.
Kylee no sabía bien qué se esperaba de ella ahora. ¿Debía sujetar
la cuchilla? ¿Hacer una reverencia? En Seis Aldeas, quizás hubiese
hecho el saludo alado, pero eso no parecía ser lo que se esperaba de
ella aquí.
Bajo la red, Shara reanudó los chillidos, sus ojos rojos iban a toda
velocidad de búho en búho. Esta no era una posición que un halcón
elegiría. El rostro de Brysen estaba marcado por el dolor de ver a su
ave atrapada, pero no se atrevió a moverse para liberarla.
La Madre Búho asintió y Kylee agarró el cuchillo.
Entones la mujer señaló al transportista arrodillado.
—Han apresado a los tuyos —dijo. Kylee entendió las palabras,
pero no su sentido—. A los tuyos —repitió la mujer, haciendo un
gesto con la mano hacia Brysen y Nyall—. Tus hombres. —Rio por
la nariz, lo reconsideró—. Chicos.
—No son míos —explicó Kylee, pero de cierta forma estaban
amarrados unos con otros. ¿Eso los hacía suyos?
La mujer ayudó a Kylee a levantarse del suelo y la guio frente al
transportista, quien estaba de rodillas en un creciente charco de su
propia sangre. La mujer volvió a señalar el filo y al hombre.
—Mátalo. Lo merece.
Ella dudó. La daga tembló en sus manos. Nunca había tenido a
otra alma tan a su merced. Estaba acostumbrada a la violencia,
pero solo en destellos, como un halcón en picado: el repentino
chillido de terror y luego el silencio, quizás un quejido, quizás una
lágrima. Pero ¿esto? El hombre ya no era una amenaza. Esto no era
el rápido choque de un halcón y una presa o incluso la crueldad
encendida por el alcohol de las noches brutales de su padre. Esto
era asesinato con ojos fríos.
—Hazlo —dijo Brysen, poniéndose de pie. El hombre casi había
bloqueado el ascenso de su alma al cielo y enterrado su cabeza en
el lodo, pero su hermano tampoco había matado a nadie antes, al
menos que Kylee supiese.
—¡No! —La Madre Búho gritó y levantó el brazo izquierdo. Su
búho se alzó desde él y voló sobre Brysen y se quedó
sobrevolándolo con aleteos silenciosos. Brysen se quedó quieto—.
La vida y la muerte no son tuyas. —Volvió a mirar a Kylee. Sus
ojos eran negros y fríos, pero amables, como un lago de montaña
hondo—. La sangre nos pertenece a nosotras.
Nosotras.
—Los hombres no pueden robar lo que no pueden dar —explicó
la Madre Búho—. Solo derramamos sangre de hombres aquí.
La mano de Kylee con el filo no se movió y la mujer se estiró,
envolvió los dedos de Kylee con los suyos y volvió a sujetar el
cuchillo. Sonrió; la piel alrededor de sus ojos se arrugó con el gesto
y Kylee sintió que el miedo abandonaba su pecho. La Madre Búho
irradiaba calidez y poder. Su cara, un muro de fortaleza, y su
sonrisa, un hogar detrás de este.
Y con el mismo silencio vacío de un búho que caza en una
pradera nevada, la Madre Búho deslizó el filo a lo ancho del
pescuezo del transportista y lo golpeó hacia atrás para que rodara
por la pendiente hacia el borde del precipicio. El Creador de
Huérfanos cayó por el costado y desapareció. El cárabo regresó
desde donde estaba Brysen y se posó silenciosamente en el puño
de la Madre Búho otra vez, sus ojos amarillos parpadearon hacia
Kylee.
—Vendréis con nosotras —dijo la Madre Búho—. Escucharemos
qué brisa os trajo; veremos qué viento os llevará.
Dos de las mujeres comenzaron a caminar en fila, hacia arriba,
por la montaña; dos más hicieron gestos para que Nyall y Brysen
caminaran entre ellas, la última esperó a que Kylee fuera delante
de ella.
—Ky —susurró Brysen con terror puro y desesperado. No se
dirigió a su lugar en la hilera. Miró a Shara bajo la red.
Kylee comprendió. No se iría sin su ave.
—¿Disculpe? ¿Emm… eh…? —llamó Kylee.
La Madre Búho que había matado al transportista giró la cabeza,
pero no su cuerpo.
—Mi nombre es Üku.
—Señora Üku. —Kylee inclinó la cabeza e hizo el saludo alado
contra su pecho—. ¿Podría mi hermano traer a su halcón con
nosotros? Ellos… se aprecian. —Miró al desesperado azor en la red
—. Se llama Shara.
La Madre Búho sonrió, como dándose cuenta de que Kylee había
mencionado al halcón hembra porque comprendía algo sobre las
Madres Búho: los hombres y los jóvenes tenían sus usos, pero eran
las mujeres las que mandaban aquí.
—Una rapaz no aprecia nada, salvo su propia vida —respondió
Üku, que se tocó el pómulo con el dedo índice justo debajo del ojo,
un gesto que Kylee no entendió—. Pero puede traerla.
Brysen se apresuró a liberar a Shara, acunó a la rapaz contra su
pecho y le susurró palabras reconfortantes, pero la amarró rápido a
la correa que llevaba en el cinturón mientras lo hacía. Sabía que
ella se iría volando en cuanto la soltara. Había un límite para los
castigos que un halcón estaba dispuesto a recibir antes de
abandonarte. Un nudo resistente era un vínculo más confiable que
el afecto.
—No te preocupes —le susurró Brysen a Kylee al pasar junto a
ella para ocupar su lugar—. Es todo parte del plan.
Asintió vigorosamente hacia la montaña y Kylee vio a lo lejos,
abajo, una línea de escaladores, no más grandes que hormigas, que
marchaban uno tras otro hacia la Quebrada de Oveja Azul, que era
un camino lento y largo, y esquivaba por completo el territorio de
las Madres Búho. Al menos Vyvian había divulgado los rumores
correctos en Seis Aldeas. Le había proporcionado algo de tiempo a
su pequeña expedición.
Había una docena de figuras abriéndose camino hacia arriba;
tramperos y mozos de cuerda, juntos. Incluso desde esta distancia,
podía ver las armas que llevaban: arcos largos y pesadas espadas.
No eran ni alpinistas ni tramperos seisaldeanos. Eran mercenarios
y alguien los había contratado.
—Vamos. —Üku le dio un empujoncito a Kylee para que
avanzara. Comenzaron su propia marcha en fila hacia arriba, al
bosque de abedules de sangre.
Misericordia de la tierra

La niebla de la mañana sobre la pradera del valle ya se había


consumido y no había demasiadas presas para la caza. El
peregrino de Sylas había atrapado una gallina de pastizal más
temprano, mientras que el halcón del desierto de su hijo, Victyr,
casi había apresado una comadreja de arena, pero la había perdido
en un agujero y solo había capturado un montón de tierra.
El chico se había estado quejando de aburrimiento toda la
mañana y ninguno de los sirvientes ni sus perros de trabajo
podrían levantar demasiadas presas desde los matorrales bajos.
Tenía la esperanza de capturar una más grande para enseñarle al
joven cómo adobarla, pero en este punto se habría conformado con
un campañol en la bolsa de caza del pequeño.
El halcón del desierto estaba posado con la caperuza puesta en la
percha con forma de T que el asistente de su hijo acarreaba. Victyr
quería detenerse para almorzar temprano.
—Es como si todas las presas hubiesen huido, kyrgio Sylas —se
disculpó uno de los guías, pasando un trapo por su frente, donde
gotas de sudor se acumulaban sobre furiosas ampollas de sol rojas
—. Tal vez, sería bueno descansar y seguir viaje después de que
comamos. Quizás algunas gaviotas de río migrantes sean una
buena caza más tarde. Estamos en la temporada para ello.
—Por favor, por favor, por favor —rogó Victyr, saltando de un
pie a otro. Arena levantada por el viento salpicaba la piel marrón
intenso del chico. Uno de los asistentes se apresuró a removerla de
sus brazos y piernas antes de que comenzaran a picarle.
Sylas exhaló, pero no podía decirle que no al rostro suplicante de
su hijo. Cuando él era niño, en su familia nunca habían cedido a
ninguna de sus súplicas y él había jurado no ser tan severo con sus
propios hijos.
La dureza de sus madres había nacido, por supuesto, de sus
posiciones en el Concilio de los Cuarenta. Ambas eran kyrgias,
cada una con sus deberes oficiales, lo que significaba que él casi no
las había conocido. Había sido criado por sirvientes y enviado lejos
a estudiar y entrenar. Sí, eso lo había preparado para su propia
labor como uno de los Cuarenta —¿cuántos hombres podían
afirmar que sus dos ascendentes directos habían servido en el
Concilio?—, pero eso no había ayudado demasiado a que
disfrutara de su infancia. Pretendía ser más cálido con su hijo y,
además, ¿qué daño podía hacer almorzar temprano? Cazarían
gaviotas más tarde. Eso sería más excitante para cazadores y
halcones por igual.
Al menos el chico sabría una cosa o dos cuando llegaran a Seis
Aldeas y quizás esos maquinadores no podrían estafarlo con tanta
facilidad. Sylas había perdido bastante dinero de su sueldo cuando
era niño y había ido a visitar el Mercado de Seis Aldeas. Una vez
compró unas palomas de carrera que por poco no eran ratas
voladoras. Sospechaba que su asistente de la infancia había estado
involucrado.
Ningún asistente criaría a su hijo. Él y Victyr cazarían juntos,
comerían juntos y caminarían juntos. Victyr crecería fuerte, pero
crecería amado y esa sería una buena herencia que dejarle, además
de una posición en el Concilio.
Descansó una mano en la espalda de su hijo, mientras observaba
cómo los sirvientes montaban el pícnic. Había una canasta de pan
plano, arroz al cardamomo con bérberos y pimiento y conejo asado
frío con aceite de azafrán. Pasteles de miel y tartas de regaliz para
el postre. El muchacho tendría abundante leche de cabra, mientras
que los sirvientes habían traído vino de la baja montaña para Sylas
y los dos nobles de menor rango que se habían unido a él para ir de
caza. Se apresuraron a alcanzarlos, dejaron a sus halcones en un
marco cuadrado de carga con uno de sus propios asistentes.
—Mi procurador ha decidido que es hora de almorzar. —Sylas le
sonrió a Victyr—. Y he jurado obedecer sus órdenes. —Fingió no
ver cómo los dos nobles se miraban y ponían los ojos en blanco.
Podría haberlos regañado por faltarles el respeto a sus superiores,
pero eso haría que el resto del viaje se hiciera largo. Dejó pasar la
ofensa y los invitó a sentarse con él durante la comida.
—Los guías creen que tendremos más suerte cazando gaviotas
esta tarde —comentó—. Es mejor cazar en el aire, de todas formas.
—Ajá —masculló uno de los nobles, que se puso a comer una
pata de conejo y llenó de grasa su escasa barba roja.
—¡Me parece que podríamos conseguir una bandada para
capturar ahora mismo! —El otro noble se puso de pie, exaltado.
Señaló hacia el horizonte, donde, de hecho, pudieron divisar las
formas oscuras de una enorme bandada que se extendía hacia
ellos. El noble sonrió de oreja a oreja y corrió a buscar a su halcón.
—¡El almuerzo ha terminado, pequeño! ¡Es hora de cazar! —El
otro noble dejó caer la pata de conejo en la cesta y casi derribó todo
el pícnic al salir tras su amigo.
—¡Papá! —gimoteó Victyr—. ¡Aún no he comido nada!
Sylas no se había movido. Él y sus sirvientes miraban a la
bandada que se aproximaba con asombro. Eran cientos de formas
oscuras en el cielo que se movían en formación como gansos… pero
eran demasiado grandes para serlo. También se movían con
demasiada velocidad para ser gansos.
—¿Qué aves cree que sean esas, kyrgio Sylas? —gritó uno de los
nobles, mientras daba un empujoncito a su halcón para que
subiera a su puño, y después le quitó la caperuza.
—Esas no son aves… —La voz de Sylas no fue más fuerte que el
chirrido de una puerta.
El suelo debajo de la enorme bandada era una nube, como esa
clase de tormenta de polvo fastidiosa con la que uno luchaba en el
desierto más profundo, pero no aquí en las praderas. No había
suficiente polvo, menos en esta época del año.
En el corazón de la nube, Sylas vio sombrías formas de carretas
de guerra que rodaban y dos figuras sobre la parte trasera de cada
una, sosteniendo líneas guía en una mano y espadas en la otra. Las
líneas guía se elevaban desde cada carreta hacia una forma oscura
arriba en el cielo: grandes cometas colgadas con correas.
—Kartamis —dijo Sylas fuerte y con voz entrecortada—.
¡Kartamis! —gritó ahora, a todo volumen.
A medida que la horda de guerreros-cometas aceleraba hacia
ellos, cada conductor de carreta soltaba una línea y la otra se
enrollaba hacia arriba llevándose consigo, en el aire, al segundo
guerrero. Este se elevaba con sus cuerdas como las arañas a sus
telas y antes de que Sylas pudiera respirar otra vez, cada cometa
tenía a un guerrero sujetado abajo con correas, sosteniendo un arco
o lanzas dobles. La velocidad del viento empujaba a las carretas a
las que estaban amarrados contra la partida de caza.
—¡Armas! —gritó uno de los guías, antes de que Sylas pudiera
encontrar las palabras—. ¡A las armas!
Sylas agarró a Victyr y lo hizo ponerse de pie, derramando vino
por todo el diseño de aves cantoras en un jardín de la alfombra del
pícnic. Metió una daga en el cinturón del chico y colgó dos pieles
llenas de leche sobre sus hombros.
—¡Corre, Victyr! —ordenó—. No mires atrás. Corre directo a la
caravana y avísales. Diles que los kartamis están aquí. Diles… —
Levantó la vista y vio que los dos nobles ya habían soltado a sus
halcones para que volaran hacia los guerreros-cometa e intentaran
hostigar a tantos como pudiesen desde el cielo—. Diles que nos han
sorprendido.
—Pero… —objetó Victyr.
—No. —Lo interrumpió con un abrazo fuerte—. Los retendremos
todo lo que podamos. Pero a ti no deben atraparte, ¿me escuchas? Sin
importar qué. No dejes que te lleven. Eres mi cielo, ¿entendido? Mi
alma vuela hacia ti. No permitas que se pierda.
Victyr asintió y Sylas lo hizo girarse. No podía mirar al chico a los
ojos, no podía soportar decirle adiós. Le dio un empujoncito y
Victyr echó a correr, derecho hacia el horizonte lejano. Sylas solo
podía desear que la caravana pudiera escapar de la horda que se
acercaba. Dependía de él darles tiempo.
Dio la vuelta para dejar ir a su hijo, alzó su halcón de puño y se
enfrentó al ataque rodante.
—¡Uch! —gritó, lanzando a su peregrino hacia el cielo mientras
sacaba una espada de la funda que su asistente le dio.
La mano del asistente tembló.
—Dicen que los kartamis entierran las cabezas de cualquiera que
no se rinda.
Sylas asintió.
—Sí, eso dicen.
—Y les perdonan la vida a aquellos que juran unirse a ellos sin
oponer resistencia —agregó el asistente.
Sylas no lo miró, aunque también había escuchado los rumores.
—Esas son mentiras —le dijo al hombre asustado y evaluó la
nube de polvo que parecía cruzar todo el horizonte—. Rendirnos
significa la muerte para nosotros y para los otros allá atrás en la
caravana. Lucharemos. Les daremos tiempo. Saca tu espada.
—No hay ninguna esperanza de ganar esta pelea —dijo el
asistente, que palideció.
Sylas no tuvo la oportunidad de mirar al asistente antes de que la
cuchilla de este se hundiera en su columna. Las rodillas de Sylas
cedieron y él cayó, los ojos apuntados adelante, al mismo tiempo
que la horda de guerreros-cometa atravesaba a los dos primeros
halcones con sus filos. Estos habían sido adiestrados para cazar,
pero no para el combate. Su propio peregrino había subido y
realizado un ataque en picado derecho y rápido a una cometa en el
medio de la línea, tal como le había enseñado.
La seda se desgarró alrededor del ave y el peso del guerrero
inmediatamente empujó la cometa en espiral hacia la tierra. El
conductor perdió el control de la carreta, que empezó a dar giros y
tumbos. Otras dos carretas cayeron y rodaron sobre sus guerreros.
Solo dos. Una superviviente miró el cuerpo de su guerrero-
cometa, después clavó una espada en su propio estómago.
Los otros pasaron junto a la mujer con tanta fluidez como el agua
pasa alrededor de una piedra. Levantaron dos dedos hacia ella al
avanzar.
Un sirviente había hecho volar a la pequeña rapaz de Victyr y
esta se dirigió hacia la cara de otro guerrero-cometa. Una saeta
lanzada por la ballesta del conductor de la carreta que estaba
debajo la sacó del aire y, cuando golpeó contra el suelo, las ruedas
destrozaron su pequeño cuerpo sin desacelerar.
Sylas no sentía nada. No había dolor cuando el cuchillo se deslizó
fuera de su espalda. El brazo del asistente lo envolvía. No podía
moverse.
—Lo siento, kyrgio Sylas —dijo el asistente—. Tienen que ver lo
que haré por ellos. Tienen que verlo. Juro que será indoloro para
usted.
—Si atrapan a Victyr —suplicó—, protégelo. Por favor.
—Él no sufrirá —le aseguró el asistente mientras lo sostenía en el
lugar.
Observó de rodillas cómo su halcón se elevaba otra vez, luego
bajaba en picado y golpeaba a un guerrero-cometa, pero sin la
fuerza suficiente para soltar al guerrero o romper su seda. Cuando
el ave dio la vuelta para hacer otra pasada, el guerrero arrojó su
lanza, y el tiro fue certero. Incluso desde esta distancia, Sylas
escuchó el chillido que soltó su rapaz cuando la punta de la lanza
rompió su cuerpo y cayó.
Había perdido halcones antes; se habían ido volando o los habían
matado los cuervos o gatos monteses. Uno incluso murió en una
tormenta eléctrica. Este no era el primero que veía morir, pero una
lágrima cayó de sus ojos porque sabía que sería el último.
Los guerreros alcanzaron a los hombres de la partida de caza. Un
noble recibió la lanza de un guerrero-cometa en la punta de la
cabeza. Lo atravesó derecho y se clavó en el suelo, su cuerpo sin
vida quedó sostenido, erguido, como un comedero de aves. El
conductor de la carreta que iba debajo de la cometa pasó a toda
velocidad con su espada blandida y decapitó al noble sin bajar la
velocidad.
El otro noble y dos de sus sirvientes eludieron la primera lluvia
de lanzas y flechas, pero la segunda descendió sobre ellos
inmediatamente después de la primera y todos cayeron. En el
transcurso de doce respiros, Sylas vio abatida a toda la partida de
caza. Pronto llegaron adonde estaba arrodillado frente a su
asistente.
Aun así, no se detuvieron.
—¡Me rindo! —gritó su asistente por encima del estruendo de sus
ruedas.
Las carretas que rodaban no desaceleraron. Eran cientos, pasaron
ruidosamente a su lado y lo dejaron atrás, llevados por el viento
fuerte sobre la llanura.
El asistente blandió su cuchilla en el aire.
—¡Renuncio a Uztar! ¡Observad lo que haré por vosotros! —Bajó
el filo al cuello de Sylas, pero antes de que pudiera hacer el corte
mortal, una lanza le atravesó el pecho desde el cielo y lo derribó. El
conductor de la carreta pasó como un torbellino sin desacelerar y
arrancó la lanza del pecho del asistente con un crujido húmedo.
Dejó a Sylas de rodillas, para que se ahogara con el polvo.
El sudor frío que había surgido en el momento en que los
guerreros-cometa aparecieron en el horizonte ni siquiera había
recorrido toda su espalda y ya se habían ido. Aún podía escuchar
sus ruedas rodando, el gruñido de sus sogas y el chasquido del
viento contra sus cometas de seda, pero no podía dar la vuelta para
verlos irse.
Su vista se estrechó a apenas un agujerito y quiso girar con
desesperación. No sabía lo lejos que correría su hijo antes de que lo
atraparan.
No quería ver. Quería ver.
Victyr nunca podría superarlos en velocidad. No debería haber
enviado a su hijo solo. Su esposa nunca lo perdonaría por hacer
eso. Se preguntó cuándo la visitarían los primeros cuervos de
duelo. Cuando llegaran, ¿estaría en el Concilio de los Cuarenta o en
casa, mirando por encima del acantilado y observando cómo se
acercaban en formación sentimental, con sus silbatos de cola
haciendo sonar su lamento mientras descendían hacia ella?
¿Quedaría alguien vivo para comunicar su muerte y despachar los
cuervos?
Los cuervos del desierto ya circunvolaban sobre él.
Al menos tendré un funeral celeste apropiado, pensó, a menos que también se
queden con mi cabeza.
Quizás nuestro pequeño no sea capturado, rezó. Quizás lo dejen vivir.
Los kartamis continuaron su avance arrollador, como un
torbellino, los cuervos bienaventurados se zambulleron hacia el
festín que la horda dejó a su paso y, bocado tras bocado sagrado, lo
llevaron hasta su brisa eterna.
Brysen
Venas diferentes
18

Ascendieron durante un día entero hacia el bosque de abedules de


sangre, en fila a lo largo de espolones de roca y sobre manos y
rodillas para subir pendientes con piedras sueltas. Brysen tuvo que
soltar a Shara para que ella pudiera seguir por su cuenta y
revoloteara de peñasco en peñasco sobre ellos. Regresaba volando
a él cada pocos minutos, picoteaba nerviosamente su guante y
mantenía una mirada precavida hacia los búhos, que dormían
serenamente cada uno en el puño de su Madre Búho, mientras el
sol consumía el día.
Cuando llegaron a la cota de nieve, tuvieron que detenerse para
rellenar sus botas con piel y plumas, después siguieron el ascenso,
cruzando una serie de puentes de hielo sobre abismales gargantas,
hasta que finalmente llegaron al sombrío bosque. Se detuvieron en
un claro de delgados árboles blancos. Había espitas colocadas en
unos pocos troncos para recolectar su savia roja, gota a gota, en
recipientes. Había algunas cajas pequeñas para polluelos de búho
clavadas en altura. Sin embargo, nada ululaba. El bosque estaba en
silencio mientras el sol se ponía detrás de la cuesta occidental,
bañándolos con casi instantánea oscuridad blanca.
Brysen sabía que su vida y, por lo tanto, la de Dymian, dependía
ahora de las Madres Búho que los habían capturado. No rescatado —
pese al inconfundible alivio que sentía por no haber perdido la
cabeza a manos de esos transportistas—, sino capturado. Era un
prisionero, pero el mejor camino al águila fantasma era a través de
sus captoras. Ellas sabían dónde cazaba el águila fantasma;
conocían los mejores caminos a su nido en el Desfiladero
Innombrable. Era la clave de su éxito y habían venido a él. Sintió
una oleada de orgullo.
Su plan aún funcionaba, aunque había tenido algunas sorpresas
y mucha más violencia de la que había esperado. Aun así, podía
imaginar la expresión de Dymian inundada de alivio cuando
Brysen bajara caminando de la montaña con la enorme águila
negra asegurada en una red cruzada sobre su espalda. Casi podía
oír los vítores de los chicos riñeros y sentir el aliento tibio de
Dymian en su cuello al abrazarlo. Estaba posado al borde de la
gloria. ¡Sería un héroe! ¡Una leyenda! Probablemente podría
manejar el negocio sin Kylee, si ella aún deseaba irse. Podría
liberarla, tal como ella quería, y también sería su héroe. Podría ser
el héroe de todos.
—La nidada cuidará de estos dos —le dijo Üku a Kylee, sin
prestarle un ápice de atención a Brysen. Iba a ser difícil persuadirla
para que se uniera a su causa si ni siquiera le hablaba.
—Quisiera tan solo preguntarle unas… —comenzó a decir, pero
la mujer frunció los labios y sostuvo la mano en alto para callarlo.
Ella se volvió otra vez hacia Kylee.
—Él estará a salvo con la nidada. Tú vendrás con nosotras un
rato.
—¿Dónde está la nidada? —preguntó Brysen, esforzándose para
hacer valer su derecho a hablar. Buscó con la mirada algún tipo de
jaula o alcahaces donde las Madres Búho pudiesen alojar una
bandada de aves, pero no vio nada. Solo más abedules estrechos
como huesos, cuyos tersos troncos se encumbraban tan lejos como
alcanzaba a ver. Ojos de polluelos de búhos parpadeaban hacia él
desde las cajas y Brysen deslizó la caperuza sobre la cabeza de
Shara, después con su bota clavó la pequeña percha plegable en el
suelo escabroso y amarró a Shara a esta. No quería que ella chillara
o saliera disparada al cielo cuando los búhos despertaran por la
noche. Si iba tras una cría de búho, los padres no estarían lejos. Se
desharían de un halcón como ella con facilidad, pese a lo fuerte que
era.
Üku lo miró, pero no se molestó en responder su pregunta.
—No quiero dejarlos —le dijo Kylee—. Vamos juntos en esta
expedición. Tenemos que atrapar al…
—Shhh —la calló Üku—. Más tarde habrá tiempo para eso.
Kylee miró a Brysen, indecisa. Él esperaba que ella pudiera
convencerlas de ayudar. Era el estorbo más grande en su plan. Si
no hubiese venido, a las Madres Búho no les habría quedado otra
opción más que hablarle. Así como estaban las cosas, él ahora no
tenía otra opción más que dejar que su hermana hablara mientras
él se quedaba con la nidada, fuera lo que fuera eso.
—Está bien. —Brysen la calmó—. Nyall y yo estaremos bien.
Solo… ya sabes, explícales que necesito su ayuda, que haré lo que
quieran, pero que tienen que ayudarme. Estoy tratando de salvarle
la vida a alguien. —Miró a Üku—. ¿Puedes decirles eso?
Üku fulminó a Brysen con la mirada, obviamente molesta. Una
de las otras Madres Búho se movió hacia él con la mano cerrada en
un puño, pero Üku levantó la suya y la detuvo.
Su pelo plateado estaba afeitado a los lados, así que tenía un tipo
de melena que iba desde su frente hacia atrás y caía entre sus
omóplatos. Tenía una contextura física fornida, y por su aspecto
era más una cabra serrana que un ave. En su cabeza, él la llamó
Madre Cabra, pero no se atrevió a decirlo en voz alta. No era
estúpido. Ella podría partirlo por la mitad y partir esas mitades en
dos, si quería.
—Te escuchamos —dijo con frialdad, y otra vez levantó un dedo
y lo presionó contra su propia mejilla justo debajo del ojo. Luego
volvió a girar hacia Kylee—. La nidada los cuidará mientras hablas
con nosotras. Ven.
Las Madres Búho rodearon a Kylee y la hicieron caminar hacia
arriba por la cuesta, hacia el interior del bosque, y dejaron a los
chicos solos en el claro. Sin vigilancia.
—Bueno, esto no es lo que pensé que sucedería cuando desperté
esta mañana. —Nyall giró la cabeza, miró las espitas en los árboles,
buscó huellas en el suelo o restos plumosos de alguna presa,
humus de lombriz en huesos sin digerir y en la piel que los
depredadores dejaban atrás; cualquier señal de esa nidada que
aparentemente iba a cuidarlos—. ¿Se supone que los polluelos de
los búhos nos van a vigilar desde esas cajas?
—No somos polluelos de los búhos —dijo alguien y ambos chicos
se volvieron hacia el sonido.
Lo que vieron frente a ellos no era un ave. Era un chico, de cierta
forma; sin embargo, había algo de búho en él y algo de espectro.
Tenía ojos grandes, blancos como polvo de nieve, y estaba medio
desnudo pese al aire frío de la montaña. Su piel completamente
blanca se tensaba sobre su pecho y brazos musculosos, que estaban
tatuados con caligrafía que iba desde sus muñecas hacia arriba por
sus brazos y cruzaba por su pecho hasta su cuello, luego iba
reduciéndose hacia sus costillas hasta desaparecer debajo de
pantalones sueltos, hechos de pluma, que cubrían sus caderas. Las
plumas eran las marrones y blancas y grises de los búhos, y tenía
una bufanda que hacía juego sobre los hombros. Iba con los pies
descalzos, el izquierdo también estaba cubierto de palabras
tatuadas. Las marcas se parecían a los símbolos de la lengua hueca
en la cuchilla de garra negra de Brysen, pero estas eran más
intrincadas, ornamentadas y mucho más hermosas.
Las posiciones de los tatuajes también eran una imagen en espejo
de las cicatrices por quemaduras de Brysen, que estaban ocultas
bajo su ropa. La coincidencia lo hizo estremecerse, aun más que la
aparición repentina del chico espectral.
—Somos la nidada. —Además de este espectro, apareció un
joven más grande, más viejo, más fuerte, y luego otro al lado de
este… una bandada de ellos se materializó desde atrás de los
árboles y dentro de las sombras que estos arrojaban. Todos tenían
palabras y símbolos tatuados en el cuerpo, blanco como la nieve.
Unos pocos de los mayores estaban cubiertos de tatuajes de pies a
cabeza, mientras que los más pequeños, niños espectrales, solo
tenían unas pocas marcas en sus delgadas muñecas. El mayor
entre ellos no tenía más años que Dymian.
—¿Ella es tuya? —El chico que apareció primero señaló a Shara
en su percha. Brysen asintió, aún estaba enmudecido. El espectro
luego se dirigió a Nyall—: ¿Tú tienes una?
Nyall negó con la cabeza. No había traído un halcón consigo. Una
sabia decisión. Brysen pensó con remordimiento que no debería
haber traído a Shara después de todo. Los espectros quizás se la
dieran de comer a un búho.
—Relajaos —dijo el chico—. Estáis a salvo aquí. Nos han pedido
que os cuidemos y eso vamos a hacer. No mentimos. —Al igual
que había hecho la Madre Cabra, Üku, el muchacho se presionó el
pómulo con el dedo índice, justo debajo del ojo—. Sois nuestros
invitados. Poneos cómodos.
—Así que vosotros sois la nidada, ¿eh? —preguntó Nyall.
El chico sonrió, mostrando labios y encías rosas, mientras que sus
ojos blanquecinos brillaban.
—¿Quiénes pensasteis que éramos?
Nyall miró a Brysen, y este se encogió de hombros. La verdad
parecía la mejor estrategia aquí, así que la ofreció.
—Sinceramente, no tenemos ni idea de lo que está pasando en
este momento.
Eso provocó las risas de toda la nidada.
—Claro. Bueno, os explico: sois huéspedes de nuestras Madres
hasta que ellas decidan qué hacer con vosotros. Así que lo que está
pasando en este momento… es la cena.
Rio y les señaló un lugar en el bosque donde dos abedules se
inclinaban uno hacia el otro como una pareja nueva que se
abrazaba después de beber demasiado vino. El resto de la nidada
despegó y subió hasta allí. Al pasar debajo del arco que los árboles
hacían, desparecían bajo tierra.
—Quizás sean fantasmas —susurró Nyall.
—¡Bu! —dijo el chico, riendo—. Quizás lo seamos… —De
repente, estalló en un canto:

Vivir y morir, y luego revivir,


sin el cuerpo percibir,
sería una horrible desventura.
¿Qué hay de bueno en vivir sin tu vestidura…?

—¿Qué está pasando? —susurró Nyall sobre la cruda rima, pero


Brysen solo pudo negar con la cabeza. Esta mañana había
planeado suplicarles a las Madres Búho que lo dejaran pasar a
salvo y estar en camino hacia el Desfiladero Innombrable para esta
hora. En vez de eso, un grupo de espectros declamadores de rimas
los habían invitado a cenar. Estaban perdiendo un tiempo que ni él
ni Dymian tenían, pero buscó a Shara y su percha, y siguió al chico
hacia los árboles arqueados y la cueva debajo.
—Tú eres Nyall, ¿no? —preguntó el chico mientras los guiaba por
el camino inclinado que se adentraba en la montaña—. Y tú,
¿Brysen?
—¿Cómo sabes nuestros nombres? —Brysen se detuvo. Nyall se
estrelló contra él desde atrás y el joven se dio media vuelta,
ladeando la cabeza.
—¿No me reconocéis?
—¿Por qué tendríamos que reconocerte? —preguntó Nyall.
El muchacho se encogió de hombros.
—Crecimos juntos.
Brysen lo observó bien, en busca de algo familiar.
—Me llamo Jowyn —dijo el muchacho—. Viví en Aldeas hasta
que mis piernas fueron lo bastante largas para correr.
—¿Jowyn? —Nyall tomó aire por la boca—. ¿Jowyn Tamir?
El chico volvió a tocar la piel bajo su ojo con su dedo.
—Verificadlo vosotros mismos.
Brysen lo miró de arriba abajo. Había conocido a Jowyn Tamir, el
hermano menor de Goryn. Tenían la misma edad. Habían jugado
juntos a los dados de huesos varias veces en el exterior de Pihuela
Rota mientras el padre de Brysen apostaba dentro. Algunos días,
Jowyn aparecía con magulladuras nuevas, hechas por sus
hermanos. Algunos días era Brysen quien aparecía con moratones
nuevos, hechos por su padre. Algunos días los dos habían
aparecido heridos, pero ninguno hablaba de eso. No habían tenido
que hacerlo. No había secretos en Seis Aldeas, ni siquiera para los
niños en hora de juego.
Y entonces, un día, Jowyn no había salido a jugar. Tampoco al
día siguiente. Los rumores eran que había enfermado. Goryn le
dijo a todo el mundo que había muerto de fiebre gélida. Los
cuervos de duelo habían venido. Incluso el padre de Brysen envió
uno a los Tamir.
Ahora Brysen lo veía en el rostro del chico. Su color era diferente
—un blanco antinatural— y tenía la cabeza rapada, pero
conservaba los mismos rasgos Tamir de su hermano y hermanas.
Goryn había mentido. Su hermanito estaba justo aquí, frente a
Brysen, transformado, pero perfectamente vivo.
—Tú… em… estás… cambiado… —comentó Nyall.
—Tengo pantalones nuevos —respondió Jowyn.
Se quedaron mirándolo perplejos y entonces él estalló en
carcajadas. Se divertía sin parar.
—Hablando en serio —les dijo una vez que se calmó—. Mi
hermano y mis hermanas me hubiesen dejado hueco antes de que
creciera el primer vello en mi axila. Tuve que irme. Corrí a las
montañas, pensé que podía cruzarlas, encontrar a los héroes de las
viejas historias al otro lado. Pero un niño solo no es rival para los
vientos de este mundo. Pasé hambre, me congelé la mayor parte
del tiempo y casi me rompo los huesos de mi cuerpo en la subida.
Después de un giro completo de la luna, finalmente atrapé a un
campañol con una trampa. Justo cuando estaba a punto de
romperle el cuello para comérmelo, las Madres me encontraron. Me
dieron una opción: matar al pequeño campañol, comérmelo y ser
desterrado de su montaña… o dejarlo ir y continuar. Estaba casi
muerto de hambre, pero solté al campañol. Las Madres se
desvanecieron como la niebla. Pasaron unos pocos días más de
hambre y soledad brutales antes de que reaparecieran. Entonces
me ofrecieron santuario y me dieron savia de los abedules de
sangre para fortalecerme para las montañas.
—¿La savia te hizo esto?
—Yo me hice esto —respondió Jowyn—. La savia solo fue el
medio. Me desangró, me rompió, me abatió y me reconstruyó.
Ahora puedo caminar descalzo sobre un glaciar o revolcarme
desnudo sobre brasas ardientes.
—¿Todos aquí han huido? —Brysen quiso saber.
—No todos. —Jowyn no ofreció otra explicación.
—¿Qué significan los tatuajes? —preguntó Nyall.
Jowyn se miró las marcas, pasó una mano por su pecho.
—Regalos de las Madres. Hay una historia en estas montañas
más antigua de lo que se puede decir, más grande de lo que
ningún narrador puede contar. Pero a todos nosotros nos toca
relatar partes de ella, las partes más verdaderas que podamos.
Ellas las escriben para nosotros cuando nosotros mismos las
encontramos.
Brysen sintió que sus cicatrices se tensaban sobre su pecho y su
costado, ciñéndose con tanta fuerza que sus huesos podían
romperse. ¿Qué historia contaban sus quemaduras? ¿La historia de
quién?
Habían llegado al final del pasaje. Se abría a una cueva grande
donde la nidada se acomodaba en pequeños grupos a lo largo de
todo el suelo, donde compartían algún tipo de brillantes judías
rojas servidas en grandes panes planos que usaban como bandejas.
El aire olía dulce de sudor y especias y humo.
Sobre sus cabezas, las raíces de los abedules creaban una enorme
filigrana roja que se arqueaba a través del techo. Antorchas ardían
a lo largo de los muros de piedra y los depósitos minerales en las
rocas las hacían destellar como la luz de las estrellas. La pared más
lejana de la caverna tenía un gran pozo para fuego, con una
chimenea de piedra que llegaba sobre el nivel de la tierra. Un
grupo de los chicos más pequeños iban y venían corriendo desde el
fuego llevando la cena a los mayores. Llegaban al fuego a puño
pelado y agarraban cuencos de barro al rojo vivo. Ninguno de ellos
tenía cicatriz alguna.
¿Cómo será, se preguntó Brysen, tener un cuerpo libre de cicatrices y una
piel inmune a las heridas? ¿Sanará esa savia heridas que son más profundas que
la piel?
—¿No hay mujeres en la nidada? —preguntó Nyall al mirar
alrededor. Brysen no había pensado en preguntarlo.
Jowyn rio otra vez.
—Hay chicas entrenando con las Madres. Van y vienen a su
gusto. Siempre son bienvenidas y siempre nos alegra verlas. Pero
nos arreglamos entre nosotros.
—¡Algunos mejor que otros! —Rio otro de los espectros blancos.
Jowyn sonrió y movió las cejas de arriba abajo.
—El corazón es como un pájaro, ¿quién puede decirle a un pájaro
en qué rama aterrizar?
—¡Sabemos en qué rama te gusta que tus aves aterricen! —gritó
el otro chico.
—Mi rama es lo bastante grande para que se pose cualquier ave
que así lo quiere. —Jowyn rio.
Nyall y Brysen los miraron, estupefactos.
—¿Qué? —Jowyn se atragantó con su risa—. ¿Pensasteis que
seríamos castos como los Sacerdotes Rastreros aquí arriba? —Negó
con la cabeza—. El cielo hace tanto arcoíris como nubes.
—Entonces, ¿las Madres Búho no os… retienen aquí? —indagó
Brysen, cambiando el tema de las ramas de los chicos. Sus ojos
recorrieron la extraña escritura sobre la piel de Jowyn y los firmes
músculos debajo de esta. En su propio cuerpo, todo se tensó más.
Sintió calor y, al mismo tiempo, un frío helado. Sobre su labio
superior se acumularon gotas de sudor. Se obligó a volver la
mirada.
—¿Retenernos? —Jowyn arrugó la frente—. Es un regalo poder
vivir en su montaña. Es un regalo que la ilusión de nuestras
diferencias sea borrada. ¿Quién huye de un regalo?
Brysen encontró los ojos de Nyall. Si no eran prisioneros, eso
quería decir que Brysen y Nyall podían simplemente irse. Jowyn,
sin embargo, captó su mirada.
—Lo siento, amigos —dijo—. Debería haber sido más claro. A
nosotros no nos retienen aquí. Vosotros dos… no llegaríais
demasiado lejos si intentaseis escapar.
—Solo queremos saber si su hermana está bien —suplicó Nyall.
Brysen sintió una punzada de culpa. No se había estado
preguntado eso en absoluto.
—Kylee está más que bien —les aseguró Jowyn—. Está con las
Madres. No tiene sentido preocuparse. Deberíais comer.
Atacaron la comida y Brysen observó detenidamente a Jowyn. Si
las Madres Búho no le hablaban, quizás Jowyn podría ayudarlo a
llegar al nido del águila fantasma, en tanto no mencionara el hecho
de que pensaba entregársela al hermano mayor que había
intentado matar a Jowyn de niño. Quizás fuese difícil convencerlo.
Shara necesitaría comer algo pronto, pero Brysen decidió no
alimentarla aún. Si se mantenía hambrienta, sería capaz de
ayudarlos a pelear cuando llegara el momento. Quizás él no podía
derramar sangre en la montaña, pero ni siquiera una Madre Búho
podía detener a un águila que estaba deseando sangre, y si Jowyn
no iba a ser un aliado, entonces se convertiría en rehén. Se aseguró
de que Shara estuviera suelta para volar.
19

Brysen arrancó un trozo del pan humeante y lo usó para levantar


las judías amontonadas en la bandeja entre Jowyn, Nyall y él. Olía
como un plato que su madre solía preparar: lleno de cebolla
serrana, boñato y chiles de tierra profunda. Su padre se enfurecía
porque no había carne en él, pero esta versión tenía un gustillo
espeso y sustancioso y explotaba de sabor. Algo en el estofado
hacía cosquillas en su lengua y se sentía aturdido. A medida que
comía, la habitación oscura se volvía más iluminada. Era como
masticar hoja de cazador por primera vez, pero más nítido, más
afilado, más limpio.
No podía parar de comer.
—Come despacio —aconsejó Jowyn—. Puede ser intenso si no lo
has probado antes.
—¿Probar qué? —preguntó Brysen y se sirvió otra porción.
—No hay suficientes nutrientes en el suelo aquí, así que lo
suplementamos con un poco de savia…
Brysen se detuvo con la pasta de judías a mitad de camino de su
boca. Sus ojos se abrieron hacia el chico pálido. Brysen no quería
romperse, abatirse y renacer como espectro.
Jowyn, que nunca estaba a demasiada distancia de una
carcajada, rio otra vez.
—No te preocupes, un poco no te cambiará. Es cómo la gente ha
sobrevivido aquí desde siempre. Tienes que beber mucho más,
bien fresca del árbol, para volverte tan guapo como yo. Y necesitas
permiso para eso. No puedes tomar savia de cualquier árbol que
quieras aquí arriba. Tienes que preguntar primero. —Guiñó un ojo,
después se palmeó la rodilla ante su propia broma.
—Ríes mucho para ser alguien que vive medio desnudo en una
montaña —observó Nyall.
—No se suponía que debía vivir en absoluto —respondió él, serio
—. Mis hermanos me querían muerto; esta montaña intentó
matarme. Pero aún puedo reír porque estoy vivo. Puedo reír y
llorar y amar y cantar, y cada vez que lo hago, le digo a la muerte
que aún no me ha atrapado.
—¿Aprendes eso de las Madres Búho? —preguntó Brysen.
—Aprendí eso —Jowyn se inclinó hacia adelante— tras intentarlo
de la otra forma durante bastante tiempo, creyendo lo que el
mundo decía sobre mí y muriendo todos los días a causa de eso.
Aquí arriba, aprendí que puedo hablarle al mundo sobre mí y no al
revés. Deberías intentarlo, Brysen.
Él quería responder, negar que dejaba que cualquiera le dijese
cómo sentir, pero no pudo encontrar las palabras. Nyall notó que a
Brysen se le iba el humor, así que cambió de tema.
—¿Es verdad que aquí los árboles solo crecen donde alguien ha
sido asesinado?
Jowyn se tocó el pómulo, justo debajo del ojo.
—¿Qué es eso? —indagó Brysen—. ¿Por qué haces eso todo el
tiempo?
—Es un recordatorio de que debemos mirar —respondió Jowyn
—. Si tienes ojos, pero no los usas, es lo mismo que no ver. Cuando
algo es verdad y no lo ves, tienes que mirar más de cerca.
—Entonces, ¿estás diciendo que lo de los árboles es cierto?
—Hubo una guerra en esta montaña. —Jowyn señaló su muñeca.
Donde las extrañas palabras se enlazaban y enredaban, chocaban
unas contra otras.
Brysen no podía leer las palabras, pero parecían una guerra.
Mientras Jowyn hablaba, movía su dedo hacia arriba por su brazo
y narraba los fragmentos de la historia que estaba escrita en
caligrafía ancestral sobre su piel.
—La gente que cree que es uztari luchó aquí contra la gente que
cree que es altari, antes de que tuvieran esos nombres para sí.
Ligados al cielo, ligados a la montaña. La guerra hizo las palabras.
Los dos pueblos se nombraron según lo que anhelaban. Creyeron
la mentira de que lo que quieres es lo que eres. Pero a la muerte no
le importa lo que quieres. Estas cuestas corren rojas con la sangre
de hombres, mujeres y niños que querían estar vivos, pero de todas
formas murieron. Cada muerte alimentó la semilla de un árbol y el
bosque creció desde el sueño del asesino.
Tocó su hombro, donde las líneas de texto corrían de forma
vertical, como los troncos de los abedules de sangre.
—Sí, pero esas son solo historias —dijo Nyall. Le mostró su
propio tatuaje, el verso de un viejo poema. El tatuaje que había
parecido tan ornamentado allá abajo en Aldeas, de repente parecía
insignificante y simple al lado del de Jowyn—. No significa que
sean reales.
—El bosque es real —respondió Jowyn—. La lucha entre uztaris
y altaris es real. ¿Qué hace que esta historia no sea real?
—Es solo algo que la gente inventó para explicar el mundo —
repuso Nyall—. No sucedió.
—Entonces, ¿todo lo que es real debe suceder? —Jowyn se tocó
debajo del ojo otra vez—. ¿Cuál es la diferencia entre uztaris y
altaris?
—Dónde vivimos. —Nyall se encogió de hombros—. Cómo
cazamos. Cómo usamos las aves. Nuestras palabras, nuestra
comida… Quiero decir, es quiénes somos.
—¿Y tú eres real?
Nyall miró a Brysen y rio, pero en la risa había algo afilado.
—¿Está enfermo?
Jowyn también rio, pero su risa era suave y clara como un lago
de montaña. Brysen podría haberse bañado en ella. Pensar en
bañarse con Jowyn hizo que ardiesen sus orejas.
—Quiero decir, si te fueras de donde vivías —dijo Jowyn— y
dejaras ir todas tus creencias. Si dejases de contar La épica de las
cuarenta aves, dejases de cazar con halcones, aprendieras un nuevo
lenguaje, comieras comida diferente, ¿te convertirías en altari?
Nyall negó con la cabeza.
—No puedes cambiar su historia —agregó Brysen—. Quienes
somos es tanto lo que pasó antes de nosotros como lo que hacemos.
—Lo que crees que pasó antes de ti —lo corrigió Jowyn—. No
estabas aquí cuando nacieron las montañas o cuando el primer
halcón voló sobre ellas. No estabas aquí cuando la gente lo siguió.
Decidiste creer las historias que te han contado y lo que decides
creer hace que tú seas quien eres… sobre tu pueblo, sobre ti.
—Hablas como un místico montañés —se quejó Nyall—. ¿Qué
importa lo que creemos? Lo que importa es lo que es verdad.
—Estáis aquí por el águila fantasma —observó Jowyn—. Un ave
que puede cambiar el destino de reinos enteros si puede ser
controlada. Yo digo que lo que crees importa muchísimo, si piensas
blandir ese tipo de poder.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó Brysen.
Jowyn se tocó debajo del ojo con el dedo otra vez.
—Solo vienen aquí los que huyen de algo o los que corren hacia
algo, y quienes huyen vienen solos. Tú no estás solo.
Brysen echó una mirada a Nyall.
—Quizás pretendía estar solo.
Jowyn se encogió de hombros.
—Entonces, ¿no vas tras el águila fantasma?
Brysen no lo negó.
—Sí, voy tras ella.
—¿Por qué?
Brysen respiró hondo, buscó una salida y vio lo inútil de una
evasiva, así que eligió la verdad.
—Porque creo en el amor —contestó.
Jowyn alzó una ceja blanca, pálida, sorprendido.
—No busco riqueza ni gloria ni poder. Estoy tratando de salvarle
la vida a alguien. A la persona que quiero. Y mi hermana me
siguió porque… bueno… me quiere. Y Nyall la siguió a ella por
amor también. Estamos todos aquí por amor. —Se sintió como un
tonto al decir las palabras en voz alta, pero necesitaba ayuda y la
única arma que tenía para obtener esa ayuda era la verdad,
ridícula y vergonzosa. Se le atragantó la voz y tosió—. Sé que no
tiene sentido, pero sé que puedo hacer esto. Sé que mi padre murió
creyendo esta misma idiotez, pero sé que puedo capturar esta
águila porque no lo estoy haciendo por las razones equivocadas.
Lo estoy haciendo por amor.
Jowyn se quedó mirándolo. El silencio incómodo se prolongó.
Frotó sus palmas contra sus rodillas y se recostó hacia atrás.
—Al águila fantasma no le importa por qué vas tras ella. Mata a
los amantes tanto como a los buenos cazadores.
—Acabas de decir que importa lo que creemos.
—A mí me importa —dijo Jowyn—. No al águila.
—Bueno. —Brysen probó su suerte—. ¿Nos vas a ayudar?
—No puedo llevarte a su nido —respondió Jowyn—. No hasta
que las Madres lo permitan.
—Olvídalo. —Nyall se puso de pie—. Yo digo que dejemos esta
cueva, busquemos a tu hermana y vayamos por nuestra cuenta.
Estoy cansado de estar sentado escuchando sermones.
—No podéis iros todavía —dijo Jowyn.
—Te reto a que nos detengas —replicó Nyall—. Me encantaría
verte intentarlo.
—No tratamos con la violencia aquí —respondió Jowyn y se
levantó para detenerse frente a él.
—Eso hará más fácil romperte la cara —gruñó Nyall.
Todos se volvieron hacia ellos y un silencio afilado como el pico
de un halcón estalló en la caverna. La mandíbula de Nyall se
apretó, sus músculos se tensaron y sus puños se flexionaron.
Brysen se preparó para ponerse de pie de un salto y pelear.
Los superaban por cincuenta a uno y la piel de todos en la
nidada parecía tallada en piedra. Si esto se convertía en una
trifulca, no había ninguna posibilidad de que Brysen y Nyall
pudieran ganar.
Brysen se puso su guante, llegó a la percha donde estaba Shara y
tocó la parte de atrás de su pata; su señal para que se subiera en su
puño. Una vez que ella estuvo ahí, él se puso de pie y le quitó la
caperuza. Ella chilló de sorpresa ante el entorno subterráneo.
Nadie más se movió.
—Nos vamos —dijo Brysen—. Hice una promesa que debo
cumplir.
—No podéis —respondió Jowyn.
Nyall respiró hondo.
—Te atravesaremos como un pedo atraviesa la tela.
—Haced lo que tengáis que hacer —dijo Jowyn.
Puso su cuerpo directamente en su camino, abrió bien los brazos,
su pecho tatuado subía y bajaba con el ritmo de su respiración.
Miró a Brysen directamente a los ojos, firmemente enraizado, como
un abedul de sangre, pero completamente vulnerable, indefenso. Si
era un árbol, Brysen y Nyall eran el hacha.
Nyall se movió para derribar a Jowyn, pero Brysen lo contuvo.
No era necesario que golpearan al muchacho; simplemente podían
rodearlo. Cuando giraron, Jowyn se volvió para bloquearlos. Aun
así, no levantó puño alguno.
Nyall negó con la cabeza.
—Sal de mi camino o te romperé todas las ramas y las usaré para
encender un fuego.
—Haz lo que crees que debes hacer —repitió Jowyn—. Pero
recuerda que vientos más fuertes que tú han intentado romperme.
Nyall llevó el puño hacia atrás y conectó un puñetazo en el
estómago de Jowyn. El chico gruñó, pero no se dobló ni se encogió.
Nyall había suavizado el golpe. Solo quería enviar un mensaje,
pero el mensaje no hizo que el chico se moviera.
Nyall volvió a echar el puño hacia atrás. El siguiente puñetazo
fue más fuerte. Se estrelló contra la mandíbula de Jowyn y le hizo
girar la cabeza, pero sus pies se mantuvieron enraizados. Gotas de
sangre surgieron de su labio, pero él continuó erguido. Miró a
Nyall y después a Brysen. La alegría, esa alegría inexplicable, aún
destellaba en los ojos del pálido muchacho.
Nyall condujo su puño hacia atrás una tercera vez.
Brysen había conocido la violencia. Víctima, superviviente,
atacante, defensor. Había recibido palizas de su padre y de chicos
y chicas más grandes. Se había cortado a oscuras, en silencio, para
liberar su dolor con un tajo limpio sobre su muslo. Había hecho de
la violencia un deporte y había sangrado por la excitación que le
generaba en las arenas de riña y había estado lado a lado con Nyck
y Nyall en el tipo de líos por el que los chicos riñeros eran
conocidos. Nunca dudó de que estaba en el lado correcto al
derramar sangre.
Pero ¿esta pelea?
Jowyn había huido de la violencia para vivir aquí y parecía listo
para recibir una paliza antes de infligirla él.
Brysen podría haber soltado a Shara sobre él. Podría haberlo
golpeado en las tripas y hacerlo doblarse por la mitad o, al menos,
dejar que Nyall lo hiciera… pero en vez de eso, sujetó a Nyall por
el hombro y atrajo a su amigo hacia atrás.
—Detente —dijo—. No de esta manera.
¿Había sido cautivado por la risa del chico pálido o había sido
presa de la forma en que sus caderas se deslizaban en una V
migratoria debajo de sus pantalones emplumados? ¿Su corazón
podía persuadirse tan fácilmente? Había jurado abrirse paso a
cuchilladas entre ejércitos y escalar a través del infierno para salvar
a Dymian, pero aquí estaba, enfrentado a un joven fantasmalmente
pálido y tatuado, que se encontraba en mitad de su camino, y todo
lo que tenía que hacer era simplemente moverlo a la fuerza, y no
podía hacerlo.
Si de verdad quería a Dymian, haría lo que fuese para ayudarlo,
después de todo. Hacía tiempo que había aprendido que era mejor
derramar sangre que lágrimas, así que mordió su labio. Apretó el
puño. Se inclinó hacia atrás.
En ese momento, sin un sonido de alerta, Shara salió disparada
de su brazo con un estallido de poder que él no había previsto y
casi le había dislocado el hombro. Ella voló hacia el pasaje por el
que habían entrado, Brysen vio el último destello de una rata de
nieve corriendo delante de ella. Su primera acuchillada a la rata
había fallado y se había caído cabeza abajo contra la pared.
—¡Shara! —Brysen intentó hacerla volver con un silbido, pero ya
estaba en el aire y volando otra vez al instante, con la tenacidad
imperturbable que hacía que los azores enfurecieran a sus
adiestradores. Un halcón que fallaba una caza se quedaba
confundido suficiente tiempo como para que el cazador lo
encontrara, pero un azor nunca se detenía, nunca bajaba la
velocidad cuando su sangre estaba caliente y su hambre,
templada. Brysen debería haberla alimentado cuando tuvo la
oportunidad.
Volvió a zambullirse, falló otra vez y la rata salió a toda
velocidad hacia la abertura del pasaje. Jowyn y los otros chicos
búho de la nidada observaron cómo ella sacudía sus plumas y
despegaba otra vez tras la presa con furiosos aleteos, una cazadora
tenaz con más apetito que habilidad.
Nos parecemos mucho, pensó Brysen, y antes de que pudiera
llamarla con un silbido, Shara estaba fuera de la cueva y volaba
furiosamente hacia la noche en la montaña.
20

Jowyn les había dado la espalda para observar la furiosa cacería


del halcón, y en ese momento Brysen lo dejó atrás a empujones y
fue derecho por la cueva hacia el bosque tras Shara.
—¡Pfit! —silbó—. ¡Pfit!
—¡Detente! —gritó parte de la nidada tras él, pero Brysen corrió
con más rapidez.
Sus ojos escanearon los árboles oscuros y el suelo cubierto de
escarcha, buscando a su halcón. En Aldeas era común perseguir a
tu ave por la propiedad de otras personas, encontrarte enredado en
una cerca espinosa para cabras o vadeando el Collar metido hasta
las rodillas, porque un halcón no conoce ni respeta los límites que
la gente marca en el mundo. La demarcación de los reinos, las
líneas invisibles impuestas por la guerra y el lenguaje, los tratos y
traiciones; los halcones los borran con un aleteo de sus alas. Shara
obedecía a su sangre y al estremecimiento de su ánimo. Y la caza la
había llamado.
Vio un destello de las rayas blancas de su pecho con el rabillo del
ojo y luego la vislumbró en un abedul de sangre, aferrada con las
patas a la rama y con el lomo aplanado, la cabeza baja y nivelada.
Le silbó para que bajara, sostuvo su puño en alto, pero ella ni
siquiera se dio la vuelta a mirarlo. Estaba enfocada en una
pequeña pila de rocas cubiertas por escarcha, donde la rata debía
haber buscado refugio.
Brysen silbó otra vez. Mientras estaba parado ahí, con los ojos
fijos en ella y los de ella fijos en las rocas, Nyall, Jowyn y los otros lo
alcanzaron; sus respiraciones agitadas emanaban nubes brumosas
de aire húmedo. La temperatura de la noche en la montaña había
caído muy por debajo de lo confortable, y Brysen había dejado su
abrigo y sus provisiones en la caverna. Estaba sorprendido de que
Jowyn pudiera correr por ahí sin camisa, como si estuviera en el
desierto abrasador. Nyall se había dejado puesto el abrigo y ya
estaba temblando.
—No es seguro estar aquí fuera —advirtió Jowyn.
—Es por eso que tengo que recuperarla —contestó Brysen, justo
cuando Shara se lanzaba desde la rama hacia la rata, que había
echado a correr desde su escondite. Había sido ahuyentada de ahí
por una serpiente color azul profundo que ahora tenía la atención
completa del halcón. La rata esquivó un ataque de la serpiente,
pero antes de que esta pudiera girar, Shara dio violentamente
contra ella y la agarró justo detrás de la cabeza para aplastarla
contra el suelo. El cuerpo de la serpiente se retorció y se sacudió
tratando de liberar la cabeza y clavar sus colmillos, pero el agarre
de Shara se apretaba más con cada movimiento que esta hacía.
El veneno de una serpiente de hielo era especialmente tóxico en
esta época del año, cuando se había acumulado durante el viento
gélido, calentando a la serpiente desde adentro y ardiendo a la
espera de salir. Las serpientes de hielo terminaban su hibernación
cuando el calor de su veneno las despertaba para cazar y no
querían otra cosa más que expulsar en su presa el veneno, que las
cocería de adentro hacia afuera.
Brysen corrió hacia ella, resoplando todo el camino por la cuesta
llena de nieve y madera, mascullando plegarias para que la
serpiente no descargara su veneno en Shara antes de que él
pudiera cortarle la cabeza. Sacó su cuchillo al acercarse, pero Shara
ya había comprimido a la serpiente hasta la muerte y cubría su
cadáver con sus alas. No necesitaba la ayuda de Brysen.
Al inclinarse para penetrar la carne de la serpiente con su pico
afilado, el torpe acercamiento de Brysen por la montaña la congeló.
Echó una mirada por encima de su hombro a su cetrero, lo vio con
su cuchillo desenvainado y luego, sin cortesía alguna, despegó con
el cadáver de la serpiente colgando de sus garras como una
bandera de guerra flameante. Zigzagueó por el bosque, de un lado
a otro, hasta que Brysen ya no pudo verla.
—¡Basura! —gritó, dando un pisotón en el suelo.
Sabía que no había querido ser un insulto, solo el instinto de azor,
pero aun así no pudo evitar sentirse dolido por su alejamiento.
Cazadores de los bosques, los azores preferían comer en privado,
donde otros depredadores no pudieran ver lo que habían apresado
ni planear robarlo. Le dolía que ella pensara en Brysen como otro
depredador. Era irracional esperar que lo tratara de otra forma,
que pensara con afecto en todo lo que él había hecho por ella, que
los modos del mundo harían una excepción para él; pero, aun así,
él deseaba que lo hicieran.
Brysen echó a correr otra vez.
—¡Bry! —lo llamó Nyall—. ¡Bry! ¿A dónde vas?
Brysen no respondió. Shara había volado por un terreno
inclinado con forma de cuenco. Rodeó el borde, manteniéndose a la
orilla y saltando sobre áreas de hielo resbaladizo, antes de
encontrar que estaba de nuevo en la cuesta cubierta de árboles.
Mientras corría, vio por un segundo a Jowyn con el rabillo del ojo;
estaba cruzando derecho por el terreno nevado, con su piel como
perfecto camuflaje bajo la helada luz de la luna.
Brysen se detuvo y escuchó. Escuchó a Nyall jadeando y
subiendo, el crujido que hacían sus pies, pero detrás de esos ruidos,
Brysen escuchaba en busca de sonidos de pájaros carpinteros
aterrados, cuervos o cualquier cosa que pudiera revelar la
ubicación de Shara. Escaneó el bosque oscuro para rastrear
cualquier señal de plumas o piel de serpiente enganchadas en un
arbusto o una rama. Un halcón siempre dejaba algún rastro de su
caza si sabías qué buscar.
Arriba a su izquierda, los árboles terminaban ante una roca gris
escarpada. Había una cascada congelada que se derramaba desde
la cima y caía en una colisión inmóvil y cristalina. Detrás de la
pared de agua helada, había lo que parecía ser una cueva. Algunos
carámbanos en el borde de la entrada de la cueva estaban
quebrados y sus fragmentos yacían en el charco inmóvil, sólido,
que estaba debajo.
Brysen se apresuró en dirigirse hacia ese lugar, decidido a
amarrarla a su brazo antes de que pudiera salir volando otra vez.
Se resbaló un poco al cruzar el hielo, lo que lo obligó a estirar su
postura y arrastrar los pies hasta el borde de la cascada congelada.
Miró por detrás de la cortina de hielo en busca de la cueva
iluminada por la luna. Rayos de tenue luz plateada se escurrían
por las caídas de hielo y arrojaban sombras con forma de barras de
una jaula. En una esquina, vio la forma de las alas de Shara
cubriendo a su presa. Su cabeza se levantó con un ruido de
desgarro. Tenía sangre en el pico.
Brysen dejó escapar un suspiro de alivio. Estaba comiendo. Se
abrió paso lentamente por la oscuridad para llegar a ella con tanta
calma y silencio como pudiera. Estaba tan concentrada en comer
que ni siquiera alzó la vista esta vez. Él mantuvo los ojos fijos en
sus alas grises, listo para lanzarse si ella intentaba salir volando
otra vez.
—¡Detente! —Jowyn le gritó, su voz hizo eco dentro de la
caverna. Shara se sobresaltó e hizo una pausa, luego volvió a su
cena de serpiente. Brysen echó una mirada hacia atrás y vio la
figura de Jowyn al otro lado de la cascada de hielo. Su silueta se
torcía y oscilaba iluminada de atrás por la luna.
—La voy a buscar ahora —dijo Brysen.
—¡Quédate ahí donde estás! —repitió despacio—. Y no te
muevas.
La voz de Jowyn no era de amenaza, se percató Brysen. Era un
advertencia, y llegó en el mismo instante en que escuchó el
revelador chas-paf-chas bajo sus pies. El sonido del hielo al romperse.
Sabía que no debía correr sobre agua congelada durante el
deshielo, pero había estado tan enfocado en buscar a Shara que no
había sido cuidadoso. Este ere el tipo de imprudencia por el que
Kylee siempre le gritaba y que Dymian consideraba tan adorable.
El tipo de imprudencia por el que su padre lo había golpeado una
y otra, y otra vez. Parecía que tenía razón: la imprudencia iba a
matarlo.
—Mierda —dijo, y el hielo se rompió.
21

Brysen abrió bien los brazos en una pálida imitación de la


desaceleración de un halcón para aterrizar, pero aquí no había
viento que lo alzara o un puño que lo atrapara. Cayó
estrepitosamente por el hielo y la helada oscuridad se cerró
alrededor como un puño que se cierra de golpe.
El choque contra el agua congelada se sintió como rodar sobre
una cama de cristales rotos. Le quitó la mitad del aire de los
pulmones y el peso de su ropa lo arrastró hacia abajo, más y más
profundo. Sacudió los brazos, intentó patalear hacia la superficie,
pero entonces, en la confusión del frío, dudó hacia qué lado estaba
la superficie en realidad. El agua glacial le quemó los ojos al
abrirlos, pero casi no importaba. No había luz. ¿Cómo podría salir
si no sabía dónde estaba ese arriba?
Las burbujas suben, pensó. Contra todos sus instintos, contra todo lo
que gritaba en su cerebro animal para que se aferrara a la última
pizca de respiración, abrió la boca y dejó salir el aire. La última
ráfaga de vida salió flotando de sus pulmones lejos de él y la siguió
furiosamente.
No podía nadar lo suficientemente rápido. El peso de sus ropas y
el suyo propio tiraban de él, y en cuanto rozó con los dedos la
solidez del lado inferior del hielo, volvió a hundirse.
Pero pateó en el frío ardiente mientras sus pulmones sedientos de
aire lo desgarraban desde adentro. Sus dedos encontraron el fondo
del hielo otra vez. Intentó atravesarlo con un puñetazo, pero la
fuerza volvió a empujarlo hacia abajo. Nuevamente subió
pataleando, quemando valiosa energía. No podía encontrar el
hueco que había hecho al caer; no podía verlo, no podía sentirlo.
Sus dedos estaban entumecidos y su vista se reducía. Volvió a
hundirse y esta vez no luchó. Estaba muy cansado. Había estado
luchando toda su vida, concluyó, luchando contra el peso de un
mundo que echaba abajo a quienes querían volar.
Quizás ahogarse era lo mejor. Quizás era hora de dejar de luchar.
El pensar en rendirse lo cobijó, el pensamiento le rodeó el cuerpo
y lo envolvió con la amorosa contención del olvido. Dejó de sentir
frío. Había paz debajo del hielo. Silencio. Seguridad. Entonces,
¿qué importaba si su alma no podía encontrar el cielo y se quedaba
congelada en este estanque frío para siempre? El cielo nunca lo
había ayudado. No había sido hecho para planear. Su padre había
tenido razón sobre él todo este tiempo. Este era el tipo de final que
se merecía. Había nacido para hundirse. Estaba listo ahora. Dejó
que sus pies tocaran el fondo. No luchó. Dejó que sus brazos
flotaran hacia arriba sobre su cabeza. Se relajó en el vacío.
Ahí estaba la cara de su padre, flotaba frente a él, retorcido en la
furia y sorpresa de sus últimos momentos. Brysen había estado
ahí. Brysen había visto cómo el águila fantasma se lo había llevado.
Sus ojos se habían encontrado una última vez. El gesto de odio
ahora se convertía en una sonrisa. Esta era la venganza de su
padre.
De repente, sintió que una mano firme lo sujetaba, lo alzaba, lo
arrastraba hacia arriba. El rostro de su padre desapareció. No
podía ver quién lo había sujetado, pero con el contacto, el frío corrió
otra vez por su cuerpo, el ardor de sus pulmones pidió aire a gritos
y regresó la urgencia agobiante por vivir. Volvió en sí y recordó
que su padre estaba muerto y que él había vivido. Había
sobrevivido a palizas y quemaduras y más peleas de las que podía
contar, y no iba a morir bajo el agua. Estaba destinado a ver el cielo
otra vez, a reunirse con Dymian en la victoria y la gloria.
Intentó patalear hacia la superficie, pero sus piernas se negaron a
obedecer. Se agitó y se sacudió, y la mano lo aferró con más fuerza.
Necesitaba aire, pero la lucha por mantenerse vivo… dolía.
Gritó y el agua helada entró a toda velocidad para llenar el
sonido, sofocándolo. Sabía que se estaba ahogando; su cerebro le
gritaba mientras su vista se reducía a un punto.
Te estás ahogando, te estás ahogando, te estás ahogando.
Y entonces estaba fuera del agua, sintió que lo arrastraban por el
hielo sobre su estómago, rodó sobre su espalda, sintió labios
helados sobre los suyos, aire tibio soplando dentro de su boca, y
entonces tosía y vomitaba en oleadas infinitas.
—Respira —dijo alguien—. Encenderé un fuego.
Nyall. Era Nyall buscando en la oscuridad trozos de corteza de
abedul y ramitas para comenzar un fuego. Vio que su amigo salía
corriendo, pero aún sentía una mano en la espalda. Estaba sentado,
en el suelo fuera de la cueva, frente a una larga línea de marcas de
arrastre en la tierra escarchada. Alguien lo estaba sosteniendo.
Alguien lo había arrastrado afuera. Si Nyall estaba allí
recolectando leña, ¿quién estaba…? Oh, claro. Recordó a Jowyn, el
chico blanco como un búho níveo. El espectro risueño cuyo cuerpo
contaba una historia. Había querido darle un puñetazo en la cueva,
tomarlo de rehén, pero ese mismo chico lo había salvado, lo había
traído a la superficie, había llevado aire de vuelta a sus pulmones.
Por un instante no pudo recordar por qué había necesitado que lo
salvaran en primer lugar, cómo había terminado bajo el agua y sin
aire, y luego todo regresó a él.
—¡Shara! —dijo tosiendo y su garganta se sintió como astillas de
cristal.
—Está bien —declaró Jowyn—. Aún está ahí dentro.
Brysen levantó la mirada hacia la cascada congelada, trabada en
su alud inmóvil. Quería regresar a buscar a su halcón, amarrarlo,
sostenerlo contra sí, pero al primer esfuerzo por moverse encontró
que sus piernas no respondían en absoluto. No dolían;
simplemente no se movían. Bajó la mirada a sus dedos y se dio
cuenta de que tampoco obedecían. Intentó decírselo a Jowyn, pero
se dio cuenta de que sus palabras salían como un susurro
incomprensible. Tenía la lengua entumecida. Sus pensamientos
también lo estaban.
Congelamiento, se percató. Había escapado a morirse ahogado
para darse cuenta de que se moría congelado.
A su izquierda, hacia abajo por la pendiente, vio a Nyall
amontonando de forma apropiada los escasos trozos de madera
que había encontrado para encenderlos, pero parecía estar muy
lejos, demasiado lejos para que su fuego tuviera algo que ver con
Brysen. Nyall pareció darse cuenta solo después de haber
construido la pirámide de ramitas de que no tenía piedras con que
encenderlas. Todas sus provisiones estaban en la caverna de la
nidada.
Eso le resultó gracioso a Brysen, cómo el desastre personal de su
propia muerte era absurdo comparado con el desastre del inútil
esfuerzo de Nyall por sonsacar una llama que lo salvara. Comenzó
a reír y la risa hizo que comenzara a temblar descontroladamente.
Jowyn le dijo algo, pero no podía escucharlo. Era como si aún
estuviera bajo el agua y el chico espectral le estuviese gritando
desde la superficie. Las palabras no podían calentarlo de todos
modos, así que ¿por qué debía tratar de escuchar cuáles eran las
palabras?
Sintió que Jowyn lo manoseaba, le arrancaba la ropa mojada.
Está tratando de desnudarme, pensó Brysen. Lo siento, amigo, estoy con
alguien.
Ese pensamiento lo hizo reír con más fuerza todavía, aunque
parte de él sabía que su risa sonaba como a boqueadas. Estaba
teniendo —notó— problemas para respirar, boqueaba y no recibía
suficiente aire.
Al menos había dejado de temblar. Eso le facilitaba a Jowyn
quitarle la ropa. De pronto, estaba desnudo y el chico espectral lo
envolvía con su cuerpo.
Nunca antes había dejado que un extraño lo viera así. Todas sus
cicatrices eran visibles: los caminos de queloides que sobresalían a
lo largo de su espalda, la suave maraña de quemaduras por su
costado. Pero no lograba hacer que le importara lo suficiente como
para resistirse o pelear. Vio su ropa mojada apilada junto a él, pero
no hizo movimiento alguno por recuperarla. Si el muchacho pálido
con la piel extraña quería burlarse de sus cicatrices, que así fuera.
De todas formas, ¿qué importaba su cuerpo? Estaba a punto de
morir.
Brysen había visto a un hombre morir de frío en Seis Aldeas
durante el viento gélido cuando él y Kylee eran pequeños: un viejo
adicto a la hoja de cazador al que todo el mundo llamaba El
Jilguero. Hablaba sin parar, pero no decía nada y lo habían echado
de Pihuela Rota por comenzar una trifulca. Ebrio, había caído en
un banco de nieve y atacaba a cualquiera que intentara ayudarlo.
Había temblado durante un rato, luego se había quedado dormido
en la pendiente que iba hacia la montaña donde estaba la casa de
Brysen, arriba del pueblo. El hombre se congeló ahí, muerto, y
Kylee y Brysen habían sido quienes lo habían encontrado a la
mañana siguiente, cuando fueron a recoger a su padre. El hombre
se veía lleno de paz. Brysen se preguntó por qué su padre nunca se
quedaba tirado así en la nieve. Siempre parecía desmayarse cerca
de un fuego cálido.
Morirse de frío era, por lo menos, mucho más agradable que
morirse ahogado. Percibió el firme subibaja del pecho de Jowyn
contra su espalda. Se sentía bien estar en los brazos de Jowyn. A
salvo. Brysen cerró los ojos. Hay tantas formas distintas de morir, pensó y
se preguntó por qué había tenido tanto miedo de hacerlo antes.
—¿Cómo va ese fuego? —Jowyn le gritó a Nyall.
—¡No puedo encenderlo! —respondió con un grito Nyall.
Jowyn maldijo y Brysen sintió que lo recostaban sobre su
espalda.
—'Ta bien. —Brysen arrastró las palabras—. Fácil morir… —Abrió
los ojos. El joven estaba inclinado sobre él, un brazo alzado, mano
en puño. Los músculos absolutamente blancos de su antebrazo
sobresalían y sus venas resaltaban.
Por un momento, vio el rostro de su padre otra vez, en lugar de la
cara del chico. Quizás Jowyn había sido un fantasma todo este
tiempo, esperando el momento para darle a Brysen el golpe final,
un último puñetazo por atreverse a subir más alto de lo que
merecía, por intentar hacer lo que su padre nunca había podido.
Extrañamente, el muchacho no golpeó a Brysen. Su cara amable
había regresado y sacó la cuchilla curva de Brysen de la pila de
ropa mojada y la llevó contra el dorso de su propio puño blanco.
Hizo un pequeño tajo con la punta a lo largo del dorso de su mano.
La sangre roja se acumuló en gotas contra la piel blanca, brillante
como los rubíes.
—Bebe —ordenó, dejando caer el filo al suelo, y con su mano
libre levantó la cabeza de Brysen. Presionó los labios de Brysen
contra su piel. La sangre olía a musgo, a metal y a fogatas
ardientes. Olía a rayos de sol y a césped y a sidra caliente. Olía a
vida—. Bebe —repitió Jowyn, y Brysen puso la boca sobre la
herida, tocó la piel del dorso de la mano de Jowyn con la lengua y
dejó que la sangre corriera en el interior de su boca.
Al primer trago, sintió frío otra vez, comenzó a temblar; después
el calor surgió en su estómago y se irradió hacia afuera, apartando
el frío. Su mente se aclaró; ahora estaba consciente, consciente del
suelo contra sus piernas, del viento de la montaña contra su
espalda, del dolor en su garganta, pero también del calor que
regresaba, del torrente de vida y de la emoción de vivir en su
pulso. Su respiración se calmó.
Había oído hablar de cazadores que tomaban sangre de cabra
para mantenerse calientes cuando se quedaban varados durante el
viento gélido y de caravanas por el desierto que al quedarse sin
agua bebían la sangre de su ganado. La sangre era vida, después
de todo, y Jowyn se la estaba ofreciendo libremente.
Bebió.
A medida que bebía, el dolor desapareció, y aunque estaba
desnudo en las montañas y su mejor amigo lo miraba, con la boca
abierta, mientras consumía la sangre de la mano de un extraño, no
sintió vergüenza. Se sentía fantásticamente bien, entero y libre…
más de lo que podía recordar haberse sentido alguna vez en su
vida. Y la sensación lo inundó tanto que lloró, cálidas lágrimas de
alegría pura se derramaban por sus mejillas.
Jowyn comenzó a apartar su puño, pero Brysen estiró ambas
manos y le sujetó la muñeca y sostuvo la mano contra su rostro
para obtener otro trago de sangre.
—Detente —advirtió Jowyn, intentando apartarse, pero Brysen
quería más. Lo único que quería era más.
En una rama lejana, un búho ululó. Brysen, con ojos cerrados,
podía ver el búho perfectamente en su mente. Por el sonido de su
ululato, supo exactamente dónde estaba, podía escuchar sus garras
contra la corteza, sus plumas se movían con la brisa. Imaginó lo
que este veía, intentó ver a través de los ojos del ave y saber lo que
esta sabía. Estaba hambrienta; era curiosa; era paciente. Intentó
escuchar más allá, en las cimas lejanas. ¿Podía escuchar el pulso
del águila fantasma? ¿Podía ver el camino a su nido con solo
pensarlo? ¿Podía llamarla hacia él adonde ahora yacía?
—¡Detente! —volvió a advertirle Jowyn. Arrancó su brazo y
apoyó su poderosa pierna contra el pecho de Brysen para
empujarlo hacia atrás, en el suelo congelado. En cuanto los labios
se separaron del puño sangriento de Jowyn, Brysen volvió a ser él.
No podía ver el búho ni el águila, no sabía dónde estaba ninguno.
Su mente se despejó. Se volvió profundamente consciente de quién
era, qué podía y no podía hacer y cómo estaba ahora, tumbado
sobre su espalda, con sangre en los labios, completamente desnudo
en el extremo del bosque de abedules de sangre, donde este
extraño chico pálido le había salvado la vida con su magia.
Esta no era exactamente la cruzada heroica que había imaginado
al partir.
22

Brysen se sentó, levantó las piernas hacia su pecho y envolvió sus


rodillas con sus brazos, ocultando su cuerpo lo más posible detrás
de sus delgadas espinillas. Volvió a sentir que su respiración se
agitaba; toda la euforia que acababa de sentir se volvía un
recuerdo difuso. Ni siquiera tenía un poco de frío, pero comenzó a
temblar y no había nada que quisiera más que cubrir su piel.
—¿Qué has hecho? —Nyall habló por Brysen mientras subía por
la pendiente, lo que era algo bueno, porque Brysen no podía
encontrar palabra alguna.
—Hice lo que había que hacer para salvarlo —respondió Jowyn,
que encontró la mirada de Brysen—. Tu temperatura corporal
había bajado demasiado.
—¿Me…? —Brysen no sabía bien cómo hacer la pregunta, no
estaba seguro de querer saber la respuesta. La piel de Jowyn
estaba intacta, marcada solo por sus tatuajes, algo de lo que
parecía estar orgulloso. Era piel que no tenía tallada la historia de
nadie más, y Brysen se preguntó cómo sería mirar tu piel desnuda
con orgullo, como algo ganado más que infligido. Por otro lado,
¿acaso una vida que no dejaba marcas era realmente vida? La
herida en la mano de Jowyn ya había comenzado a curarse—. ¿Me
convertiré en…?
Jowyn negó con la cabeza.
—No te convertirás en uno de nosotros, no.
Brysen tragó, aliviado pero extrañamente triste. Limpió los
rastros de sangre de sus labios.
—Necesito buscar a Shara —dijo y bajó la mirada a las cicatrices
expuestas en su pecho, al resto de su cuerpo, igual de expuesto—.
Y me vendrían bien algunas prendas de ropa.
Jowyn le sonrió, con una alegría dulce de nuevo en los ojos.
—Quizás no en ese orden, ¿no?
Brysen también sonrió, pero llevó sus rodillas más cerca para
mantenerse cubierto mientras los otros chicos de la nidada
llegaban. Se le estaban clavando piedras en la espalda desnuda y
le dolían las rodillas, pero no podía imaginarse poniéndose de pie
frente a todos ni tampoco caminando desnudo por el hielo.
Jowyn observó a Brysen durante mucho tiempo, después la
delgada línea roja en su propia mano. Dejó escapar un suspiro
largo, como si estuviera tomando una decisión difícil, y fue a
hablar con los otros.
Sentado solo, Brysen alzó un puño hacia un costado, mientras
sostenía sus rodillas contra su pecho con la otra, como una especie
de escudo. Silbó. Si Shara estaba en la cueva, entonces seguro que
podía verlo, incluso en la oscuridad. Por lo menos podía ver su
silueta. Se la imaginó ahí dentro, con el pico mojado de sangre de
serpiente, observando su forma distorsionada a través del hielo
iluminado por la luna.
Podía sentir las miradas de toda la nidada sobre su espalda
desnuda, con su entramado de cicatrices de latigazos y
quemaduras, que era como un envoltorio de cera estirada sobre
carne de salchicha molida. Tenía un hormigueo en toda la espalda
producto de la sensación de ser observado, pero recuperar a su
halcón era más importante. Un cetrero en busca de un ave perdida
no tenía tiempo para avergonzarse. El ego debía desaparecer
cuando un hombre llamaba a una rapaz para que regresara a casa.
En el mejor de los casos, era un momento de paz completamente
abnegada; en el peor, se sentía un vacío devastador.
Sintió que su corazón se estiraba hacia Shara, enfocó todos sus
pensamientos en ella, sin dar espacio a sus propias
preocupaciones, planes o miedos… pero estos se hacían espacio
por sí mismos. Se sentía completamente expuesto.
—Ven —le rogó a Shara en voz baja—. Ven, ven, ven… —Movió
su puño hacia arriba y hacia abajo como hacía a veces durante su
entrenamiento cuando tenía comida y silbó otra vez.
Nada.
Si no venía con el silbido, tendría que ir a buscarla, sin importar
el riesgo. Esta vez, sin embargo, sería más inteligente al hacerlo.
Echó una mirada por encima de su hombro. Los chicos de la
nidada ahora estaban enfrascados en una discusión con Jowyn que
se había intensificado y parecía que Nyall intentaba intervenir.
Apuntaban al corte que sanaba rápidamente en la mano de Jowyn
y agitaban dedos frente a su cara. Nadie estaba mirando a Brysen.
Se puso de pie silenciosamente, intentando hacerse invisible. Sus
ojos buscaron el hielo más grueso para cruzar, pero antes de que su
pie desnudo pudiera posarse sobre la superficie cristalina, tres
voces gritaron.
Nyall gritó:
—¡Bry, no!
Jowyn gritó:
—¡No!
Y desde arriba de la cascada helada, iluminada desde atrás por
la luna, su hermana gritó:
—Brysen, ¿qué estás haciendo? ¿Y por qué estás desnudo?
23

Los ojos de Brysen se dispararon hacia su hermana. Ella estaba


jadeando, sin aire, miraba de él a Nyall, después a los chicos
blancos tatuados a su alrededor, perpleja. Echó una mirada por
sobre su hombro, como si la estuvieran persiguiendo.
—¡Ponte la ropa! ¡Debemos irnos!
—¿Dónde están las madres? —gritó hacia arriba Jowyn.
Kylee lo ignoró.
—¡Vamos, Bry! ¡Rápido!
—Quedáos todos exactamente donde estáis —ordenó una cuarta
voz. Üku pasó entre los jóvenes que se encontraban detrás de
Brysen, como un rayo de sol a través de una nube, con su enorme
búho gris en el puño izquierdo. Sus ojos estaban rojos e irritados y
la piel alrededor de ellos parecía quemada. Alzó el brazo izquierdo
mientras caminaba y sus labios se movieron, susurrando una
palabra a su búho.
—Thaa-loom.
El búho despegó de su puño con dos movimientos de sus
amplias alas y voló hasta Kylee para quedarse cernida justo sobre
su cabeza, apenas fuera de alcance. Sus fuertes patas y garras
estaban extendidas hacia abajo. Tenía suficiente fuerza en ellas
para abrir la cabeza de Kylee, y era una rara habilidad de los
búhos cernirse sobre sus presas en paciente silencio.
Que la Madre Búho pudiera enviar a su rapaz a cernirse sobre un
objetivo humano solo con una palabra susurrada hizo que Brysen
sintiera una sensación de escalofríos completamente nueva.
Más Madres Búho emergieron de los árboles. Ellas también
tenían búhos en sus puños o cernidos sobre sus cabezas; búhos de
diferentes colores y tamaños. Al menos ahora sabía por qué Shara
no salía a encontrarlo. No estaba siendo cruel. Estaba asustada.
—Supongo que la charla con ellas no ha ido demasiado bien, ¿eh?
—le gritó a su hermana.
Kylee negó con la cabeza, su rostro angustiado. Algo había pasado
y la había asustado. Tenía una mirada que Brysen no había visto
en mucho, mucho tiempo.
—No deberías haber huido de nosotras. —Üku le habló a ella y
después miró a Brysen. Él se cubrió con las manos. La Madre Búho
chasqueó los dedos.
Sin emitir palabra, el muchacho que estaba más cerca de ella le
llevó a Brysen un par de pantalones emplumados secos, como los
que usaba la nidada, y el abrigo que había dejado en la cueva.
Brysen se vistió, deslizó sobre su brazo el guante cetrero aún
húmedo, se giró para mirar a Üku y exigirle un paso por la
montaña para poder completar su cruzada por amor y honor. Ella,
sin embargo, no le dio la oportunidad de hablar.
—Shyehnaah-tar —dijo y, como una piedra desde una honda, Shara
salió disparada de la cueva, plegó las alas a la perfección al pasar
por entre dos carámbanos, y luego las abrió bien para aterrizar
tranquilamente en el puño de la Madre Búho, donde había estado
posado el cárabo. Los otros búhos observaron a Shara,
parpadearon y no hicieron siquiera ruido con las alas ni sonido
alguno.
—No te muevas —le ordenó Üku a Brysen, mientras acariciaba
las plumas de la cola de su halcón con la mano derecha.
—No lo haré —suplicó él—. Solo… por favor, sé buena con ella.
—Prrpt —gorjeó Shara, girando la cabeza hacia un lado para
mirarlo.
Aunque Shara aferraba la tela alrededor del puño de la mujer,
podría haber estado estrujando el corazón sangriento de Brysen
con sus garras. Había obedecido a una extraña antes que a él.
Estaban a merced de las Madres Búho ahora y el peligro en el que
estaban no era, por una vez, culpa de Brysen. Levantó la mirada
hacia Kylee, cuyos ojos desorbitados iban a toda velocidad de un
lado a otro como un conejo atrapado. ¿Qué le había pasado?
Üku hizo un gesto con la cabeza a otra Madre, que sujetó la
cuchilla curva de donde yacía inmóvil en el suelo, mojada con la
sangre de Jowyn, y se acercó a él. Se detuvo a su lado, le llevaba
una cabeza de altura, y lo sujetó con la misma mirada
imperturbable de un búho que parpadea desde un árbol hueco.
Sujetó la mano izquierda enguantada de Brysen con la suya, la
levantó con suavidad, luego se giró y le atrapó el brazo en su
propio recodo. Le quitó el guante y presionó la cuchilla de Brysen
contra la muñeca desnuda de este. Su muñeca izquierda.
Tenía la intención de amputar su mano cetrera.
El corazón de Brysen golpeaba contra sus costillas ruidosamente,
como el aleteo de un ganso, y él intentó retorcerse para liberarla,
pero la sujeción de la Madre Búho era inquebrantable.
—No le hagáis daño —suplicó Jowyn. Apoyó un dedo debajo de
su ojo—. Su intención no es hacer daño.
Üku miró el puño ensangrentado de Jowyn, luego a Brysen y
después de nuevo a Jowyn. El resto de la nidada se tensionó.
—¿Qué has hecho?
Jowyn inclinó la cabeza.
—Él hubiese muerto.
Las fosas nasales de Üku se dilataron, apretó las mandíbulas.
—No eres tú quien da la muerte ni la vida. Tenemos muy pocas
reglas aquí, pero las que tenemos deben ser obedecidas.
—Lo sé. —Jowyn miraba sus pies.
—Te has ligado a él. —Ella señaló a Brysen—. Y de esa manera,
como has elegido libremente, te has desligado de nosotras.
Jowyn se estremeció y parecía al borde del llanto, pero en lugar
de eso, levantó la cabeza, infló su musculoso pecho y asintió.
—Comprendo. Acepto su justicia y mi… —Se le rompió la voz,
pero aclaró su garganta—… exilio.
Jowyn le había salvado la vida y estaba siendo castigado por eso,
desterrado. El filo presionó contra la piel suave justo debajo de la
mano de Brysen, la curva del cuchillo buscaba el tendón estirado.
Sintió que sus rodillas se debilitaban.
—Por favor… no… —suplicó. Podía soportar el dolor de mil
azotes, de los tajos y las quemaduras y de las palizas que lo
dejaban inconsciente, pero no podía soportar pensar en perder su
puño, la percha vital donde Shara se posaba, de no llamarla más
para que se posara en él. El pánico hizo zumbar sus oídos; pensó
que se desmayaría—. Por favor —repitió—, no.
—Estas son nuestras costumbres —dijo Üku. La Madre Búho
creyó que Brysen rogaba en nombre de Jowyn. En la boca del
estómago, sintió vergüenza de que no fuera eso por lo que
suplicaba.
—Por favor —susurró, decepcionado de sí mismo, alejando la
mirada de Jowyn—. No me cortéis.
Después de todo, no le había pedido a Jowyn que lo salvara. No
le había pedido a nadie que lo salvara, no en mucho, mucho tiempo.
Todo lo que quería de los demás era que no le hicieran daño.
Parecía un niño pequeño otra vez, acobardado por la furia de su
padre, reconociendo lo que fuese, cualquier cosa, inventando
pecados que confesar, acumulando cualquier vergüenza que
pudiese encontrar sobre sí mismo con la esperanza de que quizás
eso hiciera que el dolor cesara.
Entonces, como ahora, sus súplicas no fueron tenidas en cuenta.
El filo cortó.
Brysen quiso gritar, pero Kylee lo hizo primero, gritó desde
arriba de las cascadas heladas. Su grito fue una palabra o una
orden o una avalancha hecha de viento.
Cuando dejó sus labios, cada búho en el claro —hasta el que se
cernía sobre ella— y cada halcón del pasaje y cada pichón en nido
y pájaro salvaje que pudo oír —Shara incluida— se lanzaron al aire
y formaron una gigante nube de mil cosas aladas y luego esa
enorme bandada nocturna de plumas y garras y picos se zambulló
sobre ellos, haciendo que las Madres Búho y los chicos de la nidada
se dispersaran.
Brysen se arrojó al suelo y salió rodando, protegió su cabeza con
ambas manos, manchando su cabello gris de rojo con la sangre de
su muñeca herida. Era un caos de chillidos, graznidos, llamados y
aleteos furiosos en el aire. La frenética bandada llenaba el aire con
tanta densidad que ocultó la luna, las estrellas, incluso los árboles
del bosque. Todo era plumas. Todo era garras.
¿Qué había hecho su hermana?
¿Qué podía hacer su hermana?
Entre el tumulto, Brysen vio a Üku quieta, erguida e impávida,
en el enjambre con los ojos fijos en Kylee.
Üku sonreía.
Lodo encima

La fortuna sería agradable, obviamente. Incluso dividida entre los


dos, la recompensa de la kyrgia por el águila fantasma le daría a la
familia Otak suficiente dinero como para igualar a los propios
Tamir. A Goryn no iba a gustarle que lo golpearan en su propio
juego, pero kyrgia Bardu había dejado claro que ella podría
protegerlos de la ira de esos tiranos de Seis Aldeas. Quizás hasta
les otorgase un título a los Otak, lo que los ascendería
inmediatamente.
Ya no espiarían para otras familias. Los kyrgios Otak dictarían
su propio destino. Ellos tendrían espías propios. La riqueza podía
obtenerla cualquiera con la determinación para hacerlo, pero ser de
la nobleza era el verdadero atractivo que había llevado a Petyr y
Lyl Otak a lo alto de la montaña.
Petyr conocía los peligros, tanto físicos como espirituales, que
implicaba este viaje. Su hermano había estado dormido cuando los
transportistas habían venido a por los mellizos, pero él había
observado cómo se desarrollaba la escena y un frío sudor se había
acumulado en la curva de su espalda. Conocía a esos dos desde su
nacimiento, los había visto crecer a tropezones. Sentía pena por el
chico, que había sufrido palizas de su padre todos esos años, un
hombre mezquino, demasiado débil para pelear con alguien de su
propia edad. Petyr había estado tentado de darle un puñetazo un
sinfín de veces, pero nunca lo había hecho. Era un hombre que
observaba, no uno que reaccionara a lo que veía; salvo que se lo
ordenaran. Esa era la función de un espía.
Después de la muerte de Yzzat, Petyr había observado a Brysen
entrenar y con regularidad había mandado informes sobre el patán
de su entrenador a la familia del joven. Los Avestri pagaban bien
la información sobre su hijo, Dymian, pero Petyr había hecho todo
lo posible por dejar los detalles más morbosos sobre cómo Dymian
seguía con Brysen. No tenía sentido meter al apasionado muchacho
en las intrigas de una familia noble. Estaba seguro de que había
algún chico o chica noble que los padres de Dymian preferían para
cuando su exilio en Aldeas terminara. Brysen hubiese sido un
inconveniente, uno que podrían haber ordenado que desapareciera
si eso querían. Todo el tiempo desaparecían chicos. De alguna
forma, Petyr sintió que había protegido a Brysen.
Así que resultaba difícil observarlo con la cabeza sobre el tajo del
transportista, difícil no intervenir. Casi se había echado a correr
hacia arriba de la montaña para ir a rescatarlos, pero la repentina
aparición de las Madres Búho había puesto fin a ese plan. Había
estado forzado a seguirlos y esperar, planear un rescate si era
necesario, pero solo para que pudieran seguir su misión hacia el
premio.
Brysen era incompetente, pero el talento de su hermana quizás
fuera lo que se necesitaba para bajar a la poderosa ave. Petyr y Lyl
habían puesto todas sus esperanzas en ella y aún apostaban por
ella, aunque sabían que al final tendrían que quitarle el águila
fantasma. Lo más probable era que tuvieran que rebanarle el
pescuezo. De todas maneras, si no lo hacían, Goryn Tamir lo haría
cuando los mellizos regresaran a Seis Aldeas con las manos vacías,
y Goryn sería mucho menos amable al respecto que él. Petyr no
quería que estos chicos sufrieran, al menos no más de lo que
debían. ¿Cómo podía un corazón abrazar cosas tan contradictorias?
Deseaba que estuvieran a salvo y tuvieran éxito, sabiendo que
tenía planeado robarles.
Se preguntó si, cuando el momento llegara, sería capaz de matar
a estos chicos y a su amigo.
Solo por la riqueza, no. Pero ¿por un título de la nobleza y el
respeto que ganaría su familia por generaciones venideras? Haría
lo que fuera.
Cuando los chicos subieron la montaña con las Madres Búho, él y
Lyl los habían seguido.
«Ve con los chicos», le dijo Petyr a su hermano. «Yo seguiré a la
muchacha hasta el campamento de las Madres».
Lyl había aceptado la sugerencia con gusto, lo que era un alivio
para Petyr. Era mejor rastreador que Lyl. Y no había querido que
su hermano menor se acercara demasiado a esas mujeres después
de ver la brutalidad con la que se habían deshecho de los
transportistas.
Intercambiaron el saludo alado al pecho, luego él tocó el amuleto
que llevaba al cuello, el sello de la familia Otak: un hueso tallado
con la forma de un conejo con alas de águila e inmensas garras. El
sello había sido fuente de muchas burlas en su infancia, pero
ambos lo habían llevado con orgullo y habían lanzado puñetazos
para defenderlo. Los Otak eran como su símbolo: era fácil reírse de
ellos hasta que aterrizaban con fuerza sobre ti con garras feroces y
la velocidad de un conejo. Besó su amuleto y su hermano hizo lo
mismo con el suyo, y después cada uno se fue por su lado.
Petyr encontró un sendero que ascendía por el lado occidental de
una estribación en los límites del bosque de abedules de sangre.
Había algunas cuestas espeluznantes, una garganta que tuvo que
cruzar sobre una soga de trampero semipodrida que era más vieja
que él, y una vertical que no tuvo otra opción más que subir en
escalada, pero les había seguido el ritmo y el rastro hasta el
anochecer. Había pasado el tiempo imaginando el inevitable futuro
en el que él y su hermano, elevados a la nobleza, serían invitados al
Castillo del Cielo: kyrgio Petyr, kyrgio Lyl, los consejeros Otak
de… ¿qué? ¿Comercio, mediciones y medidas? Licencias de cría.
No había límites para las fortunas que podía conseguir un
miembro del Concilio de los Cuarenta motivado.
Tan perdido estaba en sus ensueños que no se dio cuenta de que
caían piedras por la cuesta frente a él, agitadas por figuras que se
movían para tenderle una emboscada. Antes de que pudiera
agarrar su arma, una de ellas lanzó una bolsa pesada hacia él que
le dio directo en el pecho y lo derribó para dejarlo sentado sobre su
trasero.
La bolsa estaba húmeda y era redonda, y al levantarla para
quitársela de encima, manchó sus manos de un rojo brillante y
furioso.
Sangre.
La bolsa estaba empapada en sangre.
—Ábrela —sugirió una Madre Búho, que se cernió sobre él con su
cárabo posado como un fantasma hambriento en su puño. Este
observó con ojos negros que no parpadeaban cómo Petyr echaba la
tela del saco hacia atrás y le surgían arcadas al ver su contenido.
La cara de su hermano lo miraba desde ahí dentro, con las
cuencas de los ojos vacías en una cabeza que había sido toscamente
cercenada.
—Lodo abajo y lodo encima. Si no ve el cielo, el muerto no
asciende hasta la celestial cima —dijo la Madre Búho, mientras a
Petyr le subía otra arcada e intentaba vomitar en la tierra, al lado
del rostro de su hermano—. Vosotros dos no deberíais haber
intervenido.
Hay momentos en los que lo que sabes sobre ti mismo y tu
mundo se altera en sacudones repentinos después de los cuales
nada puede ser igual. Estos momentos lanzan a algunos hombres
al abismo, mientras que otros se ponen de pie, se levantan y
renacen más fuertes a una vida nueva y desconocida, ataviados
con sabiduría dolorosamente aprendida.
Petyr Otak no iba a convertirse en un hombre mejor por sostener
con sus manos la cabeza sin ojos de su hermano, pero estaba
incandescente de ira y descubrió en sí mismo una salvaje sed de
venganza que no sabía que albergaba. Quería despedazar a la
mujer que se alzaba sobre él.
Saltó desde el suelo, desenvainando su daga mientras se elevaba,
y arremetió contra ella.
El cárabo chilló y saltó desde su puño mientras ella bloqueaba el
cuchillazo con facilidad utilizando el impulso del propio Petyr
para arrojarlo de lado al suelo. Pisoteó la daga que este sujetaba y
rompió cada uno de los huesos de su mano, luego lo golpeó
directamente en los dientes, haciéndole añicos más de uno y
rompiéndole la nariz. Ella se agachó, lo hizo rodar sobre su espalda
y llevó una rodilla contra su pecho para sujetarlo.
Petyr intentó maldecirla, pero todo lo que salió de su boca fueron
ruidos atragantados con sangre. Encima de él, las nubes se habían
vuelto rosas con el atardecer, cruzadas por venas de rojo sangre. El
cárabo bajó planeando desde ese cielo carnoso y aterrizó en el puño
de su líder. La Madre Búho lo apoyó sobre la clavícula de Petyr y
se puso de pie; el pico curvo del búho estaba listo para atacar su
cara.
Él se tensionó, intentó quedarse muy quieto por temor a provocar
al ave. Una brisa agitó las plumas en su coronilla.
—No —graznó Petyr—. No… así… no…
Otras dos Madres Búho entraron en su campo visual, quietas casi
sobre él.
—Vendrás con nosotras —dijo una de ellas—. Aún tienes una
función que cumplir.
Con un silbido, el búho saltó desde su pecho de regreso al puño
de su líder y las otras dos mujeres levantaron a Petyr del suelo y le
amarraron las manos.
—Considérate afortunado —le dijo la primera mientras lo
alejaban del saco donde la cabeza sin ojos de su hermano miraba al
cielo—. La mayoría de los hombres no están con vida durante su
propio funeral celeste.
Sus rodillas cedieron. Tuvieron que arrastrarlo hacia arriba por la
montaña y, con cada paso, se acercaba más al cielo nocturno y el
que fuese el brutal fin que las Madres Búho les habían reservado a
los intrusos y espías.
Kylee
La lengua hueca
24

Kylee estaba sobre las cascadas congeladas, perpleja ante la escena


de abajo: un joven cuya piel era blanca como un hueso pelado
suplicaba por la seguridad de su hermano. El halcón de Brysen
estaba en el puño de Üku y presionaba una cuchilla contra la base
del de él.
Las Madres Búho no eran las mismas benévolas guardianas de la
montaña que parecían ser al principio. Eran peligrosas y falaces, y
lo que habían planeado para ella y su hermano no iba a terminar
bien. Había sido un error dirigirse a su territorio.
Supo apenas sujetaron a su hermano que debía encontrar las
palabras abrasadoras en su interior, incluso cuando sabía que eso
era exactamente lo que Üku quería. La Madre Búho no amenazaba
a Brysen porque quería amputarle la mano. Lo amenazaba porque
quería provocar a Kylee. Pero Üku no estaba montando una
escena. Lo haría.
Por un momento, Kylee intentó concentrarse en la mano de su
hermano, intentó imaginar el dolor que sentiría cuando se la
amputaran.
—Shyehnaah —dijo, pero no sucedió nada.
Tienes que creer lo que dices, le había explicado la Madre Búho.
Brysen aún podría ser cetrero con una sola mano. Algunas
historias contaban que Ymal el Tonelero solo tenía una, y él había
encontrado el camino a la grandeza. Brysen tenía miedo, pero
Kylee no podía obligarse a sentirlo.
Tenía que encontrar otra manera, otra palabra. Tenía que obligarse
a hablar.
—Por favor —susurró Brysen allá abajo, las palabras llegaron en
el aire de la noche calma—. No me cortéis.
Kylee recordó las historias que ella y Brysen se solían contar uno
a otro acerca de las tierras lejanas sobre las que volaban sus aves
imaginarias; las historias que eran una forma de escapar de la furia
de su padre. Se imaginó la inmensidad del mundo que habían
inventado y se concentró en cómo ambos intentaban asombrarse
entre sí con hazañas imaginarias cada vez más grandes. Halcones
hechos de cristal, cabras que pastaban en las nubes, jóvenes alados
que vivían en los bosques al otro lado del desierto y silbaban
melodías que borraban la memoria.
«¿A dónde vamos ahora?», le preguntaba Brysen en aquella
época.
«No lo sé», solía responder Kylee. «Sorpréndeme».
Y él lo hacía. Inventaba castillos hechos de piel; describía pájaros
gigantes que mantenían a personas en sus puños; creaba ciudades
enteras de jengibre azucarado.
«Tu turno», le decía entonces. «Sorpréndeme».
Sus imaginaciones habían sido tan grandes como el cielo,
desconectadas de lo que era real o lo que era posible en sus vidas
ligadas a la tierra. Sus imaginaciones volaban.
Sorpréndeme.
Cerró los ojos y respiró bien hondo, luego los abrió y vio que
Brysen se retorcía, vio su pánico y el filo del cuchillo cortándole la
piel.
La palabra la quemó por dentro y ella la gritó tan fuerte como
pudo. Salió sin que ella supiera qué sonidos había formado su
boca, qué palabra había pronunciado, pero supo exactamente lo
que quería decir al gritarla.
Sorprendedme.
Eso fue lo que ella les dijo a las aves rapaces, encima y abajo… a
cualquiera que pudiera escuchar su grito a lo largo de las
montañas.
Sorprendedme.
Y lo hicieron.
Todos los búhos, todos los pájaros silvestres volaron hacia el cielo
y se lanzaron en picado como si fuesen uno, en un sólido muro de
plumas; una cacofonía de cantos. Dispersaron a las Madres Búho y
a esos extraños chicos pálidos, que salieron corriendo en todas las
direcciones.
Üku fue la única que no se cubrió. Se quedó quieta como la
cumbre de una montaña en medio de una tormenta de nieve,
mirando a Kylee con una sonrisa en la cara.
—¡Brysen, Nyall, vamos! —les gritó Kylee. La sonrisa de Üku era
tan afilada como un pico y Kylee no quería quedarse para el
primer picotazo.
Los chicos se apresuraron a ponerse de pie al mismo tiempo que
las Madres Búho y los jóvenes que intentaban reagruparse, pero
aún eran acosados por la bandada, empujados hacia abajo por la
pendiente en un motín de graznidos y chillidos.
—¡Mi cuchillo! —gritó Brysen e intentó cruzar al lugar donde la
Madre Búho lo había soltado, pero el disparo de una ballesta cruzó
a la distancia y se enterró en la tierra justo frente a su mano.
—¡Déjalo! —dijo Kylee, y Brysen no se opuso. Él y Nyall saltaron
hacia la cascada de hielo y treparon por la superficie resbaladiza lo
más rápido que pudieron. Nyall tuvo la agudeza de romper el
hielo a patadas mientras subía para así destruir el camino más
rápido por el que podían perseguirlos.
Cuando llegó arriba y estuvo otra vez de pie, Brysen no miró a
Kylee. Se giró y sostuvo en alto su puño. Su rostro estaba dolorido
pero esperanzado y observaba a la salvaje bandada, que aún
ahuyentaba a las Madres Búho y la extraña colección de chicos.
Shara estaba entre ellos, obedeciendo la orden de Kylee.
Brysen silbó y Kylee dudó de que el halcón respondiera. Temió
que su hermano se quedara demasiado tiempo intentando
llamarla y los atraparan, pero antes de que pudiera insistirle para
que solo corriera, Shara se separó de la bandada y voló con furiosa
elegancia al puño desnudo de Brysen. Sus patas se posaron con
suavidad sobre los nudillos de él y aunque su agarre seguramente
dolía, una pequeña sonrisa robó las comisuras de sus labios.
Agotada como estaba, Kylee sonrió con él. Su ave había regresado
por su propia cuenta.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Brysen. Podía estar refiriéndose a
lo que había pasado con los pájaros o lo que había sucedido con las
Madres Búho para que todo terminara tan mal, pero no estaba
segura de poder explicar ninguna de las dos cosas, y mucho menos
ahora. Nyall solo la miraba con la boca abierta.
—¿Vas a quedarte mirándome así para siempre? —preguntó.
Él negó con la cabeza, aún mudo.
Ella puso los ojos en blanco.
—Solo está sorprendido —explicó Brysen—. Ambos lo estamos.
—Tú sabías que yo podía… hablar así —dijo ella—. Siempre lo
has sabido.
—Yo… —comenzó a decir Brysen, pero se detuvo—. Nunca
pensé que podías hablar… así.
—Bueno… —Se quedó callada. Había aprendido algunas cosas
mientras estuvieron separados, cosas en las que no quería pensar
—. Tenemos que irnos ya —respondió en lugar de explicar nada,
luego se giró hacia una aglomeración de peñascos detrás de ellos
para guiar el camino, saltó y trepó por una estrecha grieta. Brysen
lanzó a Shara desde su puño para que los siguiera volando, como
la había entrenado, y así tener ambas manos libres para escalar.
Debía ser muy difícil para Brysen despachar a Shara de su puño
tan pronto después de estar a punto de perderla, pero de todas
formas lo había hecho. Un cetrero que no dejaba volar a su rapaz
en libertad no era demasiado bueno como cetrero, y la fe de Brysen
en sí mismo era más insolente que nunca. Lo que fuera que había
pasado en el bosque con esos extraños chicos no lo había quebrado.
Cuando llegó a la cumbre del primer peñasco, Kylee miró hacia
abajo y notó la mancha de sangre en el puño izquierdo de Brysen
cuando este se impulsaba hacia arriba. Era raro, el corte en su
muñeca ya se estaba cerrando y ella había vendado suficientes
heridas para saber que esta debería haber estado chorreando
peligrosamente. Hubiese querido mirar con más detenimiento,
pero primero necesitaban poner algo de distancia entre ellos y las
Madres.
Al alcanzar la cima de los peñascos, se encontraron en una cuesta
cubierta de nieve, tenuemente iluminada por la llegada del
amanecer. El bosque de los abedules de sangre daba un giro como
de anzuelo frente a ellos; tendrían que cruzar por un tramo
estrecho de este otra vez antes de salir a campo abierto del otro
lado, y probablemente se vieran forzados a realizar una escalada
más difícil. Cuanto más alto llegaran, más escarpada y traicionera
se volvería la subida. Por ahora, sin embargo, podían correr y
corrieron a los árboles. Sin ser llamada, Shara voló de regreso a
Brysen.
—Está asustada —dijo él.
No habían avanzado demasiado cuando comenzó el ululato.
—Tiene buenas razones para estarlo —respondió Kylee—. Búhos.
—Esos no son búhos —susurró Nyall. Señaló a la izquierda y
vieron un destello blanco entre los árboles. Otro ululato, y un
destello blanco detrás de ellos, una agitación de ramas. Más
ululatos.
Los chicos pálidos los estaban siguiendo, intentaban flanquearlos
y coordinaban su cacería con ululatos y cantos. Kylee cambió de
dirección y se dirigió a un ángulo que había atrás, más abajo por la
cuesta, pero vio más chicos debajo. Se dieron la vuelta y había más.
Y entonces apareció el primer búho encima de una rama.
Otro aleteó para quedar al lado de aquel. Kylee se detuvo, dio
media vuelta, pero más búhos aterrizaron sobre las ramas y más
ululatos llegaron desde los chicos perseguidores. Las Madres Búho
no estarían demasiado lejos. Si los atrapaban otra vez, Kylee temía
que ninguno de ellos sobreviviera. Üku había exigido obediencia y
Kylee no se la había dado.
Otro búho aterrizó. Los estaban rodeando.
Y entonces Nyall desapareció. Y después Brysen.
—¡Aquí abajo! —susurró Brysen y ella vio su rostro en una
pequeña abertura debajo de las raíces de un árbol. Se deslizó ahí
dentro y se encontró cara a cara con uno de los chicos pálidos.
Llevaba un bolso tejido cruzado en su pecho desnudo, pero no
parecía guardar ningún arma. De todas maneras, Kylee cerró las
manos en un puño. Mejor arrepentirse que morir, pero Brysen la
detuvo antes de que atacara.
—Este es Jowyn —dijo Brysen—. Él…
—Estoy de vuestro lado ahora —completó el muchacho, y
aunque no sonaba muy feliz al respecto, parecía genuino—.
Conozco un camino que ellos no podrán seguir con facilidad.
—Él me ha salvado la vida —le contó Brysen a Kylee, que no era
lo mismo que pedir que confiara en él, pero que fuera con ellos era
la mejor opción que se le ocurría a Kylee en este momento, así que
lo siguió a través de la oscuridad hacia un laberinto de cavernas y
túneles debajo del bosque. Gatearon en la lobreguez, sintiendo el
olor de los pies de unos y otros y el sudor y la sangre. Brysen se
detenía cada dos por tres a reconfortar a su ave, a la que había
encaperuzado, pero aun así esta podía percibir que estaba en un
lugar donde las aves no deberían estar. Siguieron gateando más y
más y más.
—¿No crees que tus amigos también conocen estos túneles? —
preguntó Nyall cuando se detuvieron a descansar en la oscuridad
absoluta.
—No estaremos mucho tiempo más aquí abajo —respondió
Jowyn—. Hay una abertura más adelante.
—Y luego, ¿qué? —preguntó Nyall—. Todavía estamos en su
montaña. Todavía nos están persiguiendo.
—No son los únicos que os están persiguiendo —explicó Jowyn.
Escucharon que se alejaba de prisa y después un rayo de luz
brillante inundó el túnel al empujar él una puerta de madera
cubierta de nieve. Les hizo señas para que se acercaran a la
abertura y al maravilloso aire fresco.
Estaban en una saliente baja sobre la ladera oriental de la
montaña. El sol se alzaba rojo y escondía la puerta entre sombras.
En una pendiente suave debajo de ellos, había un campamento de
una docena de mercenarios, que llevaban paquetes, apagaban sus
fuegos y se preparaban para continuar su ascenso hacia el
Desfiladero Innombrable.
—Esa es Yves Tamir. —Kylee se había fijado en una de las
figuras que se encontraba entre los mercenarios—. La hermana
mayor de Goryn.
—Y de Jowyn —acotó Brysen.
—Jowyn Tamir murió —dijo ella.
—Y también vivió. —El chico se encogió de hombros.
Con la luz de la mañana, ella pudo observar bien al chico pálido.
A primera vista, parecía más un espectro o un miembro
trastornado de una secta de culto al búho níveo, pero Kylee pudo
ver en la forma amplia de su rostro, en el aspecto pesado de sus
ojos, los rasgos Tamir que le eran tan familiares.
Ella no supo qué pensar. Su hermano había hecho un amigo
nuevo muy interesante, y ese amigo los había guiado a una salida
que quizás fuera igual de peligrosa que si regresaban.
—¿Qué está haciendo Yves aquí? —preguntó Brysen.
—Probablemente esté intentando evitar que le des el águila
fantasma a mi hermano mayor —sugirió Jowyn.
—Bueno, gracias por traernos aquí —dijo Nyall con sarcasmo—.
Gran ayuda. ¿Cómo se supone que dejaremos atrás a tu querida
hermana? Prefiero pelear contra cien de tus amiguitos de la nidada
que contra Yves Tamir.
—No vas a pelear contra ella —sostuvo Jowyn.
—Oh, no, deja ya esta mierda antiviolencia —gruñó Nyall.
—Ya no vamos a pelear con nadie —dijo Brysen y mostró todos
los dientes blancos de su sonrisa. Había descubierto el plan de
Jowyn y parecía genuinamente complacido con él, lo que para
Kylee significaba que probablemente fuera imprudente, tonto,
peligroso y con solo una mínima posibilidad de éxito. Esa tendía a
ser la clase de planes que Brysen prefería. Necesitó un segundo
más para darse cuenta ella misma de cuál era el plan, y era incluso
más imprudente de lo que había imaginado. Era también un poco
de astucia empapada de sangre—. Aunque sí habrá una pelea.
25

Kylee y su hermano iban lado a lado, sus botas crujían contra la


delgadísima capa de hielo encima de la suave nieve de la cuesta. El
aire matinal estaba lleno de cristales de hielo soplados por el viento
y Kylee tuvo la esperanza de que el efecto producido por sus
figuras iluminadas a contraluz mientras bajaban hacia el
campamento, desorientara a los mercenarios de Yves. Era necesario
que estuvieran aturdidos, distraídos y dudosos durante un
momento, solo lo suficiente…
—Si esto no funciona, te usarán de influencia —dijo Kylee,
cuando las figuras en el campamento comenzaron a percibirlos—.
Te tomarán de rehén para forzarme a hacer lo que ellos quieran.
—¿Por qué todo el mundo piensa que eres la única que puede
atrapar un águila fantasma? —Brysen gruñó al intentar recuperar
el aire. Era difícil bajar la pendiente resbaladiza sin caer de bruces
al campamento—. No todos los grandes cetreros podían hablar la
lengua hueca… y tú apenas puedes hacerlo.
Ella no lo corrigió. No quería explicarle que podía hablarla mejor
ahora que antes gracias a lo que las Madres Búho le habían
enseñado. Él nunca lo entendería, así como su padre tampoco
había entendido jamás, por qué no quería aprender más, hacer
más. Todos los que se enteraban de lo que ella podía hacer querían
usar su don para cumplir sus propios deseos. Ella agradecía que, a
diferencia de todos los demás, Brysen no quisiera que ella usara su
talento, incluso aunque fuese porque estaba celoso. Él quería ser el
héroe de la historia y una parte de ella también quería que él lo
fuera. Ella misma no era ninguna heroína.
Un destello de alas negras le vino a la mente, un grito
estremecedor.
No, ninguna heroína en absoluto.
Se sacudió para alejar el recuerdo y se concentró, entornando los
ojos debido al reflejo de la luz contra la nieve. A esta altura,
deberían haberse puesto bufandas alrededor de los ojos con
pequeñas aberturas en la tela para prevenir la ceguera provocada
por la nieve, pero era demasiado tarde para eso.
—¿Quién está ahí? —gritó uno de los mercenarios. Parecía más
un trampero que un soldado, llevaba cuerdas y redes amarradas a
su mochila, pero a su lado se encontraba una mujer que
definitivamente era una guerrera. Era una de los «asistentes» de
Yves, ya tenía la mano sobre la empuñadura de su espada.
—¡Queremos hablar con Yves! —les gritó Brysen—. ¡Ella sabe
quiénes somos!
—Pero ¿quiere ella hablar con vosotros? —preguntó la asistente.
—Bueno, yo soy la razón por la que está aquí, después de todo —
respondió Brysen, abriendo bien los brazos, como si estuviera
alardeando. Con sus pantalones emplumados, su chaqueta cetrera,
su muñeca embadurnada de sangre y su salvaje cabellera gris,
parecía una especie de ermitaño de las montañas.
—¿Brysen? ¿Kylee? —los llamó Yves Tamir, caminando por la
cuesta para ir a su encuentro. No llevaba ninguna ave en su puño,
pero detrás de ella, tres maleteros llevaban águilas en alcahaces.
Defensa o señuelo, no estaba claro su propósito. Enjauladas, no le
darían ninguna ventaja a Kylee si las cosas salían mal. Levantó la
vista pero no vio ningún pájaro en el cielo. Solo Shara en el puño de
Brysen y el otro halcón no serían de gran ayuda contra los
mercenarios de Yves—. Me parece que estáis yendo en la dirección
equivocada.
—¿Sabe Goryn que estás aquí? —preguntó Brysen, y el rostro de
Yves se tensionó para después abrirse en una sonrisa.
—Mi hermano tiene una cualidad independiente que prefiero
mantener a raya —respondió.
—Eso quiere decir que no —aclaró Brysen.
Yves no contestó. Miró a Kylee, todavía sonriendo.
—Has crecido de forma extraordinaria. Si al menos la mitad de
los rumores que he escuchado sobre ti son ciertos, vuestra pequeña
excursión quizás tenga éxito.
—No deberías creer todo lo que escuchas —respondió Kylee—.
Especialmente si sale de boca de Vyvian.
Yves rio.
—Es verdad que lo que nos dijo sobre que elegiríais el camino de
la Quebrada de Oveja Azul no fue completamente cierto, pero no
puedes esperar que una espía sea cien por ciento sincera, en
especial porque no soy clienta de su familia. Y sin embargo… aquí
estáis. No puedo evitar preguntarme por qué.
—Necesitamos tu ayuda —dijo Brysen.
—Ah, ¿sí? —Yves alzó una ceja—. Pero el acuerdo que hiciste fue
con mi hermano, ¿no es así? Puede ser muy testarudo cuando un
acuerdo no sale como él quiere.
—Quiero que negocies que Dymian esté a salvo —explicó Brysen
—, a cambio del águila fantasma.
—¿No confías en que mi hermano mantenga su parte del
acuerdo?
Brysen asintió.
—Eres un joven astuto —dijo Yves—. Pero ¿por qué confiaríais
más en mí?
—Nunca olvidamos lo que hiciste por nosotros cuando murió
nuestro padre —argumentó Kylee—. Nunca hubiésemos
sobrevivido al primer viento gélido sin tu caridad.
—Soy sentimental —comentó Yves.
—No, no lo eres —respondió Kylee.
—No. No lo soy. Hace mucho tiempo que sé lo que puedes hacer.
Tu padre me lo dijo, ¿lo sabías? Quería que te usara para arreglar
peleas en las arenas de riña a cambio de una parte de las
ganancias. Qué hombre tan mezquino. Un don como el tuyo y lo
único en lo que pudo pensar era en apostar. —Echó una mirada a
Brysen—. Hasta me ofreció ponerte de garantía. Dijo que podías
limpiar las jaulas o trabajar en un burdel. Era un hombre miserable
y estás mejor sin él. —Guiñó un ojo—. Pero ya sabías eso.
—Sí —dijo Brysen con frialdad—, lo sabía.
—Entonces, quieres que te ayude a llegar al Desfiladero
Innombrable, donde capturarás al águila fantasma y luego me lo
darás a cambio de que interceda a favor de Dymian.
Brysen asintió.
—Y, sin embargo, no tienes el águila fantasma, así que has
venido a mí con las manos vacías. —Yves hizo un chasquido con la
lengua—. Entonces, esto no es una negociación. Es una súplica.
Estás rogando, no estás negociando. Y yo podría atraparte y enviar
a Kylee a traer el águila a cambio de tu vida. ¿No tendría más
sentido eso? No entiendo por qué Goryn no hizo eso desde un
principio.
Yves hizo un gesto con la cabeza hacia su asistente, quien avanzó
hacia Brysen desenfundado su espada. Las manos de Brysen
fueron hacia el cuchillo en su cinturón por instinto, pero este no
estaba allí.
—Pensamos que dirías eso —dijo Kylee—. Y desde un comienzo
tampoco creí que esto sería una gran negociación.
—Entonces, ¿por qué os habéis acercado a mí?
Kylee sonrió.
—¿Has escuchado el dicho que dice «matar dos pájaros de un
tiro»?
Yves asintió, sus ojos se entrecerraron para hacer el cálculo, pero
ella no tenía idea de lo que se le venía encima. Kylee miró hacia
atrás y a lo alto, a la cresta. Nyall y Jowyn estaban bien escondidos,
pero no los buscaba a ellos. Tenía que hacer un poco más de
tiempo.
—Estamos aquí porque no sois los únicos que nos estáis
persiguiendo —explicó—. Obviamente no somos rivales para
vosotros, ni para ellos, pero pensamos que quizás podríais
manteneros ocupados entre vosotros.
—Uh, ¿quiénes? —Yves se sobresaltó, sus ojos se dispararon
hacia todos lados—. Oh, ¿quiénes?
—Uh, oh. —Brysen rio—. ¡Exactamente!
A Kylee le hubiese gustado quejarse de su retorcido sentido del
humor al imitar un búho en este momento, pero justo cuando Yves
Tamir terminó de comprender, los primeros búhos descendieron,
sus plumas blancas iban a toda velocidad sobre la nieve blanca.
Fueron invisibles hasta que sus garras destellaron y luego vinieron
las flechas lanzadas por ballestas.
—¡Tomad posiciones de defensa! —gritó Yves, mientras corría
para refugiarse. Kylee y Brysen se dirigieron rápidamente hacia el
otro lado, a toda velocidad treparon la cuesta para rodear la cresta
de la estribación de piedra, mientras los mercenarios de los Tamir
devolvían el fuego y soltaban sus águilas contra enemigos
invisibles.
Más de una decena de Madres Búho arremetieron desde el
extremo de la cuesta, siguiendo el ataque de sus aves, y entablaron
combate con los mercenarios. Sus rapaces chocaron en el aire
mientras ellas luchaban en tierra, con una mezcla de flechas, filos y
peleas mano a mano.
Kylee y Brysen habían llevado a las Madres Búho directamente a
los mercenarios y ambos grupos lucharían durante un rato. A
Kylee de verdad no le importaba quién sobreviviría mientras
ninguno volviera a seguirlos.
Ella y su hermano estaban casi sin aire cuando llegaron a la cima
de la Quebrada de Oveja Azul y se encontraron con Jowyn y Nyall
otra vez.
—No puedo creer que haya funcionado. —Nyall estaba
asombrado y miraba hacia abajo. Los asistentes de Yves habían
acorralado a dos Madres Búho, pero no habían visto al búho
cornudo que se cernía sobre ellos y que estaba a punto de lanzarse
con las garras abiertas. Kylee apartó la mirada antes de escuchar
los gritos.
—Una misión para atrapar al águila fantasma siempre termina
en sangre —dijo Jowyn con tristeza. Había creado la oportunidad
para una carnicería entre su hermana-enemiga y sus «exmadres»,
y no parecía muy feliz consigo mismo—. Espero que esta sea la
última que la veamos.
Jowyn sacó la cuchilla de garra negra de Brysen de su bolsa.
Brysen la sujetó y Kylee notó que, al hacerlo, los dedos de ambos se
tocaban; los de Brysen se quedaron sobre los del otro chico por
apenas un momento más del que era necesario. Sus miradas
estaban entrelazadas.
—Gracias —dijo Brysen.
Jowyn asintió una vez, después apartó la mirada.
—¿«Veamos»? —le preguntó Kylee al chico.
—Me han expulsado —explicó—. Os llevaré hasta el Desfiladero,
donde se sabe que suele cazar el águila fantasma.
—¿Por qué me has salvado? —preguntó Brysen—. ¿No sabías lo
que te harían si lo hacías?
El joven asintió.
—Lo sabía, pero creo en salvar a quien pueda cuando tengo la
posibilidad. Es así de simple.
—Eso no tiene nada de simple —observó Kylee.
—No —coincidió Jowyn. Los gritos y el choque de los filos venían
en eco desde abajo—. Supongo que no.

Pasaron el día atravesando caminos, estrechos y crestas afiladas


como las navajas. Jowyn parecía conocer cada punto de apoyo y
asidero y nunca se agitaba, y repetidas veces iba escalando
adelante y luego esperaba a que el resto lo alcanzara. Una o dos
veces Shara voló hacia donde él estaba y esperaba a sus pies a que
Brysen llegase. A su hermano no parecía importarle cuando Jowyn
la levantaba; al menos no como le molestaba cuando los demás lo
hacían.
El sol cruzó su cenit; ellos se abrieron camino por un terreno de
peñascos y luego por otra cuesta exigente donde crecía un único
abedul de sangre. Las piernas de Kylee ardían por el esfuerzo de la
subida, Brysen iba jadeando y resollando todo el camino y Nyall se
esforzaba por esconder una cojera. Ninguno de los chicos admitiría
que estaban agotados, así que le tocaba a Kylee sugerir un
descanso en nombre de ellos.
—Deberíamos detenernos un rato —dijo ella.
Nyall había apoyado la espalda contra el solitario árbol antes de
que terminara la oración.
—Siento que mis piernas son fideos hervidos —gimoteó.
Jowyn sacó un almuerzo de pan y queso de su morral, y Brysen
se sentó contra una roca y alimentó a Shara con migajas. Ponía una
migaja en la yema de su dedo y luego lo movía en círculos. El ave
miraba atentamente la migaja en el dedo, luego su rostro y de
nuevo la migaja, hasta que él dejaba de moverla y ella podía
picotearla. Cada vez que ella sacaba la migaja de su dedo desnudo
sin romper su piel, él sonreía. Shara también parecía disfrutarlo y
se arreglaba las plumas después de cada bocado sin carne. Por un
rato, Brysen ignoró a todo el resto. Era como si solo él y Shara
existieran.
—Estás guardando secretos —Jowyn le dijo a Kylee, que miraba
a Brysen—. Deberías saber que esos secretos saldrán a la luz. El
águila fantasma tiene la habilidad de revelar cosas que
preferiríamos no saber.
—Es solo un pájaro —masculló Kylee, aunque era evidente que
ni ella ni Jowyn creían eso.
—¿Qué pasó con las Madres? —preguntó Jowyn.
Nyall tenía los ojos cerrados, pero su cabeza se inclinaba
ligeramente hacia ella. Estaba escuchando. La mano de Brysen se
quedó quieta. También escuchaba.
Kylee respiró hondo. ¿Cómo podía contarles? ¿Qué necesitaban
saber? Tanto Brysen como Nyall la amaban a su manera, ella lo
sabía, pero se preguntó qué límite tenía el amor. En su experiencia,
ningún lazo era irrompible, sin importar cuán complejos fueran los
nudos del tiempo y del afecto. Lo que les contaría ahora quizás
rompiera todos.
Se preparó, tomó aire. Recordó un destello de plumas, un grito.
Era mucho más fácil derramar sangre que contar la verdad.
—Soy una asesina.
26

Después de que los rescataran de los transportistas y los separaran,


las Madres Búho habían llevado a Kylee a su asentamiento, un
trecho plano de la montaña que lindaba con un precipicio. Había
varias cuevas excavadas en la pendiente vertical, cada una de las
cuales contaba con una vista al bosque de abedules de sangre, de
las cimas más bajas de la cordillera iluminada por las estrellas y
del valle. Muy poco de lo que sucede abajo escapa a su atención, pensó Kylee.
Las Madres Búho parecían saber todo, pero en realidad sabían
cómo utilizar una buena vista panorámica. Una vida en las
montañas le había enseñado a Kylee que la perspectiva era igual
de buena que la sabiduría.
Las entradas de su cuevas estaban adornadas por pesados
tapices para dejar fuera a los elementos y había un gran círculo
cavado en el suelo en el medio de su asentamiento, sus lados iban
pendiente arriba, tal como las arenas de riña más grandes allá en
Pihuela Rota, pero esta tenía escalones tallados en su borde
empinado.
Después de una abundante pero silenciosa comida alrededor de
un horno de piedra, las Madres se reunieron en esos escalones y
ordenaron a Kylee que se parara en el centro con Üku. A su
izquierda había un poste alto con un pequeño gancho en el
extremo superior, quizás alguna clase de percha. Sintió que estaba
en una arena de riña, pero no tenía ni halcón ni filo. Nunca había
querido ninguno de los dos antes, pero se sentía impotente y
expuesta frente a ellas, iluminada por una luna demasiado
brillante.
—Kylee vino a nosotras —anunció Üku a las mujeres reunidas—,
con algo de reticencia.
Las Madres rieron. Las palabras viajan en el viento hasta aquí
arriba y, al igual que en Seis Aldeas, los secretos eran pájaros raros,
casi nunca vistos y jamás se mantenían por demasiado tiempo.
—Que estés aquí, Kylee, no es ningún accidente. El viento que te
trajo a nosotras ha estado empujándote hacia aquí por largo rato.
—¿Me conocen? —Estaba perpleja. Saber sobre una expedición
hacia el águila fantasma era un cosa (las Madres Búho podían
haber visto a su hermano, Nyall y ella viniendo), pero que la
conocieran, la esperaran… esa era otra historia.
—Has hablado en lengua hueca desde que eras una niña, ¿no es
cierto? —preguntó Üku.
Kylee no respondió. Que sepan lo que saben y nada más.
—También te has resistido a ella todo este tiempo, ¿no es cierto?
Otra vez, no les dio nada. Ella tenía un objetivo aquí, y no era
este.
—Mi hermano y yo estamos en una expedición trampera —dijo
—. Con su bendición, nos gustaría escalar hacia el Desfiladero
Innombrable.
—¿Para capturar al águila fantasma?
Ella asintió.
—¿Y crees que lo lograrás sin nuestra ayuda?
—Apreciaríamos su ayuda —dijo Kylee. Estaba teniendo el
cuidado de hablar de «nosotros», de mostrar que no era solo su
misión, sino también de su hermano, y que él era esencial para ella.
No aceptaría que le sucediera nada malo, donde fuera que los
habían llevado a él y a Nyall. Ascenderían todos o ninguno.
—Y te ayudaremos, Kylee. —Üku le puso una mano en el
hombro—. Te encontramos para ayudarte. Pero para que te
ayudemos, debes aprender a hablar. No debes tener miedo a la
lengua hueca. Debes dominarla como las aves de presa dominan la
caza. Lidian con la vida y la muerte según lo demande su apetito,
pero a diferencia de ellas, nosotras elegimos. Nosotras, y solo
nosotras, podemos elegir cuándo crear vida y cuándo quitarla.
Podemos hacer daño y podemos curar. Bajo este cielo solo nosotras
tenemos el poder de hacer esas elecciones con sensatez y con
cuidado. ¿Por qué le tendríamos miedo?
Kylee se cruzó brazos.
—Enséñale a mi hermano. Él es quien sueña con comandar a las
rapaces del cielo. Él es quien quiere atrapar al águila fantasma.
—Él no tiene las palabras.
—Pueden enseñárselas.
La Madre Búho dio manotazos al aire, en un gesto de desdén.
—Podemos enseñarle los sonidos a cualquiera. Pero hacer los
sonidos y hablar el lenguaje no es lo mismo. Las palabras tienen
peso, fueron forjadas por la historia y la memoria. El peso de una
palabra solo puede ser sostenido al vivirlo. Tu hermano habla
muchos lenguajes silenciosos, y con el tiempo tendrá que aprender
el suyo, pero tú llevas las palabras de la lengua hueca, aquellas
que no se han perdido por completo en el tiempo.
—No las quiero —respondió ella. La lengua hueca era veneno.
Toda su vida la había llevado a tener problemas y no solo porque
su hermano no podía hablarla. Había aprendido lo que podía
hacerte el creer que la vida y la muerte te pertenecían, cómo pensar
que podías manejar las reglas del cielo te podía poner el corazón
agrio como el vinagre—. La lengua hueca es una lengua muerta
que debería permanecer así, muerta.
—La lengua hueca es un lenguaje vivo —la contradijo Üku—. Es
como una llama que debe ser cuidada. Cada generación debe
preservar el lenguaje de sus madres, o se perderá, y cada
generación debe inventar el lenguaje por sí misma, o no tendrá
significado. El lenguaje crece con todos los que lo hablan.
—Que lo aprenda otro. —Kylee miró a las mujeres curtidas por el
clima que la habían tomado prisionera—. Puedo hacer suficiente
daño con el lenguaje que ya hablo.
La piel alrededor de los ojos de Üku se arrugó con su sonrisa.
—Oh, les enseñamos a otras ya.
Abrió las palmas de las manos e hizo un gesto para que una
chica de la edad de Kylee se acercara. Estaba vestida como una
aprendiza de mercader altari, llevaba su largo cabello rubio
trenzado hacia atrás y usaba unas calzas de cuero grueso bajo una
blusa colorida, pero sobre esta usaba un chaleco acolchado de
cuero y un trapo le envolvía desde los nudillos hasta el codo para
que un halcón se posara allí o para mitigar sus puñetazos. Por la
fuerza en sus hombros y muslos, Kylee no estaba segura de si lo
primero o lo segundo era lo más probable. No le gustaba
demasiado pensar en ninguno de los dos.
—Esta es Grazim —dijo la Madre Búho—. Ella, como tú, tiene
instintos para la lengua hueca y, como tú, debe aprender a
blandirla. Competirán esta noche.
Üku silbó y lanzó un pequeño trozo de carne al suelo entre Kylee
y la otra chica. Un pequeño halcón colirrojo macho hambriento voló
hacia la cuesta desde abajo y aterrizó en el suelo entre Kylee y
Grazim, y tomó la carne con el pico. Se quedó parado inmóvil,
equidistante a ambas, y Üku retrocedió hacia el borde del círculo.
Grazim adoptó una postura con piernas más separadas y
relamió sus labios, con los ojos fijos en el halcón. Los búhos
alrededor del círculo sobre los puños de sus líderes pasaban su
peso de una pata a la otra pero, aparte de eso, no se movían. El
halcón, al percibir los depredadores a su alrededor, iluminados por
la luna, se replegó sobre sí mismo, asustado, y sus plumas se
pegaron contra su cuerpo.
La primera impresión de Kylee sobre este lugar había sido
correcta. Estaban en una especie de arena de riña, pero no había
cuerdas ni cuchillos y solo un ave. Grazim ya conocía las reglas y
Kylee solo podía adivinarlas. ¿Debían comandar al ave para
atacarse una a la otra?
Üku sacudió la mano y tres Madres Búho emergieron de una de
las cuevas cubiertas por alfombras que había sobre ellas.
Acarreaban a una figura renga, un hombre que apenas podía
mantenerse de pie. Tenía las manos amarradas y le habían puesto
una capucha improvisada sobre la cabeza. Las mujeres lo
arrastraron hasta el poste de madera en el borde del círculo y lo
colgaron de los amarres en sus manos al gancho que estaba en el
extremo. Luego sujetaron sus piernas al palo con una soga gruesa
y le quitaron la capucha.
Kylee contuvo la respiración. Conocía a Petyr Otak de toda la
vida. Él y su hermano eran espías de uno de los kyrgios. Ellos
afirmaban que era Bardu, pero la mayoría de la gente pensaba que
les pagaba un miembro inferior de los Cuarenta. Nunca habían
tenido el talento artero que se requería para subir de rango, no
como Vyvian y su familia. De cualquier modo, los Otak siempre
habían sido bastante inofensivos, pero la habían visto en las arenas
cuando llamó a Shara en lengua hueca para que bajara.
—Te siguió por las montañas —dijo Üku—. Él y su hermano
pretendían robarte.
—¿Dónde está Lyl? —preguntó Kylee.
—Muerto. —Üku no mostró emoción alguna.
—Kylee… —murmuró Petyr, mirándola con ojos hinchados y
morados. Tenía la nariz rota, la cara ensangrentada—. Kylee… —
repitió.
—Había tradiciones en los cultos al cielo ancestrales de los que
todos venimos… tu pueblo y el de Grazim y también el nuestro —
explicó Üku, para comenzar una lección que Kylee no quería
aprender—. Involucraban ofrecer sacrificios a las rapaces.
Sacrificios humanos. Honramos esas tradiciones. Grazim
comandará el ataque; tú, Kylee, controlarás la defensa. No pueden
tocarse de forma directa, ni a la ofrenda, sino que deben actuar
solamente a través del ave. Es así de sencillo.
Se alejó más, hasta abandonar el círculo.
—Crees que la lengua hueca solo sirve para destruir. Quizás
tengas razón, quizás no. Ahora es momento de averiguarlo.
—Shyehnaah —dijo la otra chica, y el halcón se lanzó contra Petyr.
27

Mientras el halcón atacaba, Petyr se retorcía para liberarse pero no


se podía soltar. El ave aleteaba frente a él, le rasgaba el rostro con
las garras y chillaba.
—¡Ay! —gritó él. Las Madres y los búhos en sus puños
observaban con la misma impasividad.
—¡Detengan esto! —exclamó Kylee.
—La palabra en lengua hueca para ave rapaz es Shyehnaah —
enseñaba Üku, con voz llena de urgencia—. La palabra misma es
solo un sonido. Como cualquier palabra, es portadora de las
historias que la hacen. En las historias antiguas, Shyehnaah era un
ave extraordinaria que llamaba a todas las otras hacia ella. Muchas
se perdían en el camino. Hermosas aves terminaban con sus
brillantes plumas quemadas por los fuegos desérticos; aves
tímidas temían volar en bandada y, solas, se perdían bajo las
tormentas; y las aves valientes se veían a sí mismas en las aguas
transparentes del lago infinito y se acobardaban ante su pequeñez
y volaban demasiado bajo para parecer más grandes en su reflejo.
Las olas las derribaban. De todas las aves que salieron a encontrar
a Shyehnaah, solo cuarenta sobrevivieron, de ahí la referencia que
hacen los uztaris con su Concilio de los Cuarenta. Pero para el
sufrimiento y el anhelo (el difícil camino para encontrar al propio
ser), esa es la palabra. Solo cuando te conozcas a ti misma podrás
darle sentido a la palabra que digas.
—Shyehnaah —gritó Kylee—. ¡Shyehnaah! ¡Shyehnaah! ¡Shyehnaah!
—No hacía ninguna diferencia. El ave rasguñaba y picoteaba el
rostro de Petyr. Él no se podía defender. Contaba con Kylee para
eso.
—¿Quieres ayudarlo? —preguntó Üku.
—¡Sí! —respondió Kylee.
—No te creo —dijo Üku—. El halcón tampoco te cree.
Kylee giró hacia la chica, con los puños en alto aunque sabía que
si golpeaba a la muchacha, caería un castigo sobre ella.
—¡Haz que se detenga! —rogó—. ¡Haz que se detenga!
La chica negó con la cabeza. Luchaba con una sonrisa en las
comisuras de la boca. Sabía que iba ganando.
Kylee se volvió hacia Petyr y el halcón.
Petyr los había seguido a las montañas, había trabajado contra
ella. Para peor, era un hombre de la edad de su padre que conocía
la crueldad de este y sin embargo jamás había levantado un dedo
ni dicho una palabra para ayudarlos. Probablemente habían
bebido juntos en Pihuela Rota. Palmeando uno el hombro del otro
de camino a casa. En su corazón, sabía que no le importaba
demasiado qué le ocurriera a Petyr Otak.
Pero no quería ser esa persona. No quería ser alguien que
observaba a un hombre sufrir y no hacía nada para ayudarlo.
Podía sentir el calor dentro de ella, el aliento que comenzaba a
arder. Esto no se trataba de Petyr. Se trataba de ella.
—Enséñame una palabra —le gritó a Üku.
—¿Qué palabra quieres?
—¿Cómo lo llamo hacia mí?
—Usa la palabra para el lugar al que uno está ligado. Está en el
nombre de tu pueblo —dijo Üku—. Tar.
—¡Aayyyy! —volvió a gritar Petyr.
Kylee cerró los ojos. Pensó en sí misma en sus momentos
favoritos. Cuando escalaba sola durante la mañana mientras salía
el sol y le calentaba la espalda. Cuando llegaba a la cima justo en el
momento en que pensaba que sus piernas cederían bajo su peso y
se daba cuenta de que podía hacer el último esfuerzo. Cuando
observaba el Collar y las Aldeas debajo. Cuando veía su casa bajo
la luz dorada de la mañana y sabía que estaba a salvo y era libre.
—Shyehnaah-tar —dijo y el halcón bajó al suelo y giró la cabeza
casi hasta quedar al revés para mirarla. Dio un paso dudoso, luego
otro y luego batió sus alas y se impulsó para volar a su puño,
donde se posó con un ahuecamiento de sus plumas. Su brazo se
sacudió, lo que provocó que el ave abriera las alas y se excitara,
pero no volvió a despegar y se calmó tan pronto como ella lo hizo.
El halcón la miró expectante, sin perturbarse. El rostro de ella
seguramente mostraba perturbación suficiente para ambos.
—Gracias. —Las lágrimas surcaron el rostro ensangrentado de
Petyr—. Gracias, Kylee. Gracias.
Normalmente, cuando Kylee soltaba una palabra de la lengua
hueca por desesperación o terror, después se sentía pequeña,
aliviada pero vacía, como los suspiros que venían después de
llorar. Pero ahora sentía el calor de la palabra aún en su lengua.
Sintió una conexión con el halcón salvaje en su puño, había algo
precioso en saber que le había hablado en su lenguaje, no en el de
ella, y que había entendido.
Hasta ese momento no sabía que jamás se había sentido
completamente comprendida. Su padre había creído que ella
reprimía su don por terquedad; Brysen estaba celoso de ella; y su
madre creía que su talento era una blasfemia. Pero esta rapaz la
había escuchado, la había visto y había venido simplemente
porque ella se lo había pedido. Ella dijo exactamente lo que quería
decir y había creído en lo que había dicho.
—Has llamado al cazador a ti —advirtió Üku—, pero su
naturaleza no es tu naturaleza. Ten cuidado con lo que le dices
ahora, porque las verdades intercambiadas entre sangres tan
diferentes como las de vosotros dos no se pueden deshacer.
—Shyehnaah preet —gruñó Grazim y Kylee no necesitó saber qué
significaba la segunda palabra para comprender su crueldad. El
halcón se lanzó desde su puño, voló bajo y se aferró al cinturón en
los pantalones de Petyr con sus garras mientras aleteaba para
mantenerse en vuelo—. Kraas —ordenó la chica y la cabeza del
halcón se disparó hacia adelante con la rapidez de un rayo, su pico
perforó el estómago de Petyr y desgarró la piel hasta sus entrañas.
—¡Ayyy! —aulló Petyr y el halcón se apartó con un hilo de carne
colgando del pico como un gusano recién atrapado. Se lo tragó y se
lanzó por otro bocado.
—Shyehnaah-tar —repitió Kylee, pero el halcón no respondió.
Petyr chilló mientras lo despedazaban vivo.
—En la lengua hueca, algunas verdades son más fuertes que
otras. —Üku gritó por encima de los gemidos—. Preet es la palabra
que conocen para «presa». Kraas es la palabra para «comer». Las
necesidades animales básicas del cazador siempre se aferran a este
con más fuerza que una orden vinculada a verdades humanas. —
Üku hizo una pausa y observó a Petyr retorciéndose, la sangre se
derramaba desde sus vísceras—. A menos que esas verdades sean
más grandes que las necesidades del animal. Quien hable con las
palabras más verdaderas puede comandar al cazador. Ese es el
desafío de la lengua hueca. Esa es su exigencia.
—¡Kylee! —gimió Petyr, mirándola a través de un velo de
sangre. Las manos de Kylee temblaban; su mente estaba en blanco.
¿Qué verdad podía encontrar que fuese más fuerte que el instinto
asesino de un halcón y su necesidad de comer? No tenía respuesta.
Con cada latido que pasaba, otro alarido que helaba la sangre salía
del hombre en el poste. Había perdido demasiado tiempo ya.
Nunca podría salvarlo ahora. Aunque el ataque cesara, él no
sobreviviría. Sus gritos dispersaban todo pensamiento lúcido que
ella podía encontrar.
—Lo siento —susurró—, lo siento tanto.
El halcón voló a la punta del poste y saltó hacia abajo para
aterrizar sobre la cabeza de Petyr, sus garras sujetaron su cráneo y
se clavaron en su cuero cabelludo. Se inclinó para apoyar su pico
en sus ojos.
—¡No! —La voz de Petyr era chillona—. ¡Eso no! ¡Por favor!
Grazim sonrió, pero Üku estaba seria.
—Puedes detener esto, Kylee. El vínculo que amarra el
pensamiento al sentimiento es el lazo que hace posible el lenguaje.
Úsalo.
Kylee recordó los gritos de su hermano la noche en que su madre
la sujetó y cantó, la noche en que Brysen fue prendido fuego.
Recordó los alaridos y recordó haber ido corriendo al herborista
más tarde en busca de un ungüento para frotarle en la piel, para
calmar el calor y detener la infección. No podía deshacer la
quemadura, pero podía proveer el ungüento.
Esta vez, no necesitó que le dijeran la palabra. Se alzó en ella por
su propia cuenta, salida de algún lugar en su interior que sabía
cosas que ella no sabía que sabía. Su pulso se desaceleró y el calor
dentro de ella se acumuló. Lo contuvo y soltó la palabra como
fuego vivo.
—Iryeem —clamó—. Iryeem.
Desde arriba vino un extraño traqueteo. El halcón dejó de
picotear, miró el cielo nocturno y el primer buitre descendió al
suelo frente a Petyr, luego otro y otro. Una oleada de buitres rodeó
al desgraciado hombre.
Los buitres de la montaña eran aves enormes, tenían el rostro
azul en mullidas cabezas blancas y el resto de sus plumas eran de
oscuros tonos marrones y grises. El halcón, superado en número
por los pájaros más grandes y calmado por el llamado de Kylee,
salió volando al cielo y despareció por la montaña.
La sonrisa de Grazim se transformó en una mueca, ella negó con
la cabeza y miró a las Madres Búho en busca de guía. Mientras la
mayoría de ellas susurraban entre sí, Üku asentía hacia ella con
aprobación.
Más buitres bajaron, llamados desde la naturaleza hacia aquí por
el viento en el que había volado la palabra de Kylee. Se reunieron
alrededor de Petyr, luego arremetieron contra él con las alas
abiertas en una cortina de marrones, grises y blancos que bloqueó
el festín mortal de la vista. Los gritos de Petyr se detuvieron unos
pocos momentos después, cuando los buitres lo dejaron más allá
de dolor. Kylee se estremeció; el calor de la palabra la había dejado
con frío.
Üku estaba a su lado ahora, después de moverse con tanto
silencio como un búho, y su voz fue tan suave como la bruma a
oídos de Kylee.
—¿Sabes lo que significa la palabra que pronunciaste? ¿Iryeem?
Kylee negó con la cabeza. La palabra había venido a ella como
surge la respiración cuando un nadador rompe la superficie del
agua después de estar demasiado tiempo sumergido.
—Significa «misericordia» —reveló Üku.
28

—No quería matarlo —confesó Kylee, con lágrimas en los ojos. No


estaba segura de cuánto tiempo había pasado. Se había dejado caer
al suelo después de la riña y se había doblado al medio para
vomitar. No podía dejar de temblar y se preguntó si iba a
desmayarse.
La luna se había hundido bien abajo en el cielo y los buitres
devoradores habían convertido a Petyr en poco más que carne
colgada de un garfio. Intentó ponerse de pie, pero sus rodillas se
tambalearon y sus pies estaban entumecidos.
—No sabía que harían eso —agregó.
Üku se puso en cuclillas a su lado, corrió su cabello hacia atrás y
cuando Kylee terminó de vomitar, le dio una taza hecha de piedra
de fuego con té caliente.
—Los grandes poemas saben más que sus poetas, pero no
pueden existir sin ellos. Este también es el arte de la lengua hueca.
A veces una principiante da con la palabra perfecta, pero la falta de
control puede ser peligrosa tanto para el hablante como para el
receptor. Es por eso que queremos que estudies y entrenes con
nosotras. Podemos aprender unas de otras.
—Pero está muerto; ¡gané yo! —objetó Grazim, que aún estaba
de pie, tensionada, en la arena de riña, lista para luchar ella misma
contra Kylee para probar su victoria.
—Sí —confirmó Üku—. Está muerto. Ganaste. Y también serás
entrenada. Pero Kylee nos ha mostrado algo valioso. —Ayudó a
Kylee a ponerse de pie, la empujó a beber el té, que calentó a Kylee
instantáneamente y al mismo tiempo aclaró su cabeza. Se sentía
más tranquila y tomó la taza con ambas manos, pero decidió no
tomar ni un sorbo más. Fuera lo que fuese que habían puesto ahí,
no quería más—. Nos mostró el tipo de creatividad bajo presión
que se necesita en una batalla.
—¿En una batalla?
—Al servicio de los kyrgios —dijo Üku—, a quienes hemos
prometido que te entrenaríamos.
—¿Me vendieron al Castillo del Cielo?
—¿Venderte? —Üku negó con la cabeza—. Cuánto drama. Te
estamos ayudando a obtener lo que quieres: controlar al águila
fantasma en el cielo.
—Eso no es lo que quiero —dijo Kylee—. Quiero ayudar a mi
hermano. Él quiere el águila fantasma y solo para salvar a alguien
a quien cree amar.
—Es una forma interesante de expresarlo.
Kylee se encogió de hombros. No tenían por qué enterarse de los
asuntos de Brysen.
—No estoy haciendo esto para que un kyrgio pueda
simplemente quitarnos el águila de las manos cuando la
atrapemos —manifestó Kylee.
—Se aproxima una guerra, Kylee —explicó Üku—. Los kartamis
están creciendo y se mueven rápido, y vienen a arrancar todas las
aves del cielo. Nuestros intereses y los de tus kyrgios en el Castillo
del Cielo son los mismos. ¿De qué sirve salvar a Brysen y su
amante si los kartamis terminan decapitándolos a todos?
—¿A ti qué te importa? ¿Por qué se ponen al servicio de los
kyrgios? —Esta vez, Üku no ofreció explicación alguna. Kylee tuvo
que descifrarlo por sí misma—. Porque están parados entre
vosotros y los kartamis… —dijo—. Los kartamis no son solo una
amenaza para Seis Aldeas, sino que para vosotros también… Pero
tienen que pasar sobre nosotros primero. Las laderas bajas son la
primera línea de su defensa.
Üku no lo negó, pero había más. Kylee no lo podía terminar de
dilucidar, hasta que miró sus alrededores y se dio cuenta de que
solo había mujeres y chicas aquí. Para sobrevivir, necesitaban
forasteros… forasteros que proveían los kyrgios uztaris. Todo el
tiempo desaparecían chicos.
—Sobreviviremos —aseguró Üku—. Puedes ayudarnos a
sobrevivir.
—Atrapen el águila fantasma vosotras —gruñó Kylee.
—No podemos —respondió Üku—. No tiene interés alguno en
escucharnos… pero ha estado interesada en ti por largo tiempo. En
tu familia.
—Lo bastante interesada para matar a mi padre —dijo Kylee.
Üku asintió, pensativa.
—Es una forma de verlo, pero quizás el águila fantasma tenga
más perspectiva de lo que crees. Desde lo alto de su posadero, ve
más de lo que puedes imaginar. Su voluntad es suya, pero quizás
puedas persuadirla para que cumpla la tuya. Para que cumpla la
de todos nosotros.
Kylee negó con la cabeza. No era una guerrera y no se convertiría
en su guerrera. Había visto lo que la violencia les hacía a los
cuerpos y no quería tener nada que ver con eso. Las aves rapaces
mataban para comer, pero, como la Madre Búho había dicho, solo
los humanos podían elegir matar. O elegir no hacerlo. Ella no
dejaría que la convirtieran en una asesina.
Más de lo que ya lo era.
—Me voy a buscar a mi hermano —declaró.
—No permitiremos que simplemente dejes esto atrás. —Üku
hizo sonar su cuello y se paró en el camino de Kylee—. Alguien
que habla la lengua hueca de forma irresponsable no puede andar
libremente. Puedes caer en las manos equivocadas. Imagina lo que
te harían nuestros enemigos. No todos quieren lo mejor para ti,
Kylee.
—Tú tampoco.
—Nuestros intereses están alineados. Eso debería ser suficiente.
—Solo déjala ir; no la necesitamos —opinó Grazim, pero una
mirada furiosa de Üku la silenció.
—Deberías escucharla —le advirtió Kylee y caminó hacia el
borde del círculo. Üku se paró frente a ella otra vez antes de que
pudiera dar tres pasos y otras dos Madres Búho la flanquearon
igual de rápido. Detrás de ella, el resto de las Madres se habían
levantado de sus asientos en la cuesta. Kylee sintió un hormigueo
en la parte de atrás del cuello, la sensación de que una cantidad
incalculable de búhos tenían los ojos fijos en ella—. Dejadme ir.
Los ojos de Kylee se dispararon hacia los lados de la arena y
confirmaron lo que ella temía: ballestas apuntaban desde ángulos
opuestos a sus omóplatos. Si disparaban, las flechas harían un X a
través de su corazón. Miró a los buitres, que aún comían. ¿Podría
encontrar una palabra para comandarlos? ¿Contrarrestaría Üku
cualquier cosa que ella intentara? ¿Y qué pasaría con Brysen si ella
moría aquí mismo, ahora mismo, y lo dejaba en la montaña?
Frente a ella, Üku alzó una ceja, haciéndole una pregunta. ¿Y
ahora qué?
Algo que Kylee y su hermano tenían en común —quizás un gran
don familiar— era que se negaban a dar marcha atrás frente a una
causa completamente perdida. Tenía que ser un rasgo heredado,
supuso, porque nunca antes se había imaginado a sí misma
haciendo algo tan estúpido como lo que hizo a continuación.
—Gracias por el té —dijo y luego, alzando la taza como para
brindar con su captora, arrojó el líquido caliente al rostro de Üku.
La mujer se tomó los ojos, Kylee hizo una voltereta hacia adelante
y la derribó para dejarla atrás. Los disparos de las ballestas
salieron volando, uno le rozó la cabeza a Üku, el otro pasó
zumbando inofensivamente hacia la ladera y las copas de los
árboles que estaban debajo.
Kylee ya corría a toda velocidad, hacía saltos controlados hacia
abajo por la cuesta y caía sobre sus pies justo a tiempo para pasar a
gatas por peñascos y por el borde de una garganta estrecha, yendo
a toda velocidad directo hacia el bosque de abedules de sangre.

—Y ahí fue cuando los encontré —les dijo Kylee a los tres chicos
sentados alrededor de ella—. Las Madres Búho nos vendieron para
salvar sus propios pellejos.
Esperaba que Jowyn las defendiera —a las mujeres a cuyo culto
había pertenecido hasta hacía poco— o que Nyall la reconfortara o
que Brysen le dijera que había hecho lo correcto y que Petyr Otak
se lo merecía, pero ninguno habló. Todos estaban perdidos en sus
propios pensamientos, supuso, cambiando lo que pensaban de
ella, decidiendo si era un peligro, quizás, determinando si ella
siempre había sido un monstruo o acababa de convertirse en uno
en la montaña.
Sabía la respuesta a esa pregunta, obviamente, pero ninguno de
ellos la hizo. En lugar de eso, Brysen se puso de pie y le ofreció una
mano para ayudarla a levantarse del suelo.
—Entonces, ¿es cierto? —preguntó—. ¿Es cierto lo de los
kartamis? De verdad están en camino.
—Las Madres Búho piensan eso —respondió Kylee.
—Y lo mismo debe creer Goryn —agregó Nyall—.
Probablemente por eso quiere el águila fantasma. Para defensa.
—El águila fantasma no defiende a la gente —afirmó Jowyn—. Y
mi hermano, tampoco.
—No me importa la guerra de los kartamis con el Castillo del
Cielo ni los planes de Goryn para el águila —les dijo Brysen—. Me
importa hacer lo que prometí. Me importa Dymian.
Kylee notó que su hermano se miraba los pies para eludir la
mirada de Jowyn y de Nyall. También evitaba la de ella. Una parte
de él tenía que saber cuán imprudente estaba siendo. Una parte de
él tenía que pensar en el cuadro completo.
Cualquiera que fuese esa parte, ya la había aplastado cuando
levantó la mirada, decidido.
—Voy a hacer esto. Ese es el trato que hice. Jowyn me llevará al
Desfiladero Innombrable. Si llego antes del anochecer, creo que
tengo un plan para atrapar al águila. —Miró a cada uno de ellos—.
Pero me vendría bien un poco de ayuda. —Su hermano dio un
paso hacia ella, le apretó la mano—. No te forzaré a usar la lengua
hueca —agregó—. Sé cuán difícil es para ti.
Kylee le devolvió un ligero apretón en la mano, contenta de
recibir un gesto de amabilidad de su hermano después de tanto
tiempo, contenta de que finalmente él pedía ayuda. Pero, aun así,
mientras asentía con la cabeza, lo único que pudo pensar fue: No
tienes idea de cuán difícil es para mí.
Formaron una línea y escalaron en fila hacia el borde irregular de
Pico del Demonio, un camino de piedra oblicuo con un pico
ganchudo arriba. Escalaron hasta bien pasado el anochecer, luego
se despertaron para seguir subiendo. Pasó casi un día completo
hasta que finalmente llegaron al paso estrecho debajo del Pico,
donde presionaron sus espaldas contra la piedra cubierta de nieve
para caminar arrastrando los pies a lo largo del borde de un
declive infinito. Una vez que dejaron atrás el camino oblicuo,
hicieron una subida rápida a la orilla de las cuestas irregulares del
Desfiladero Innombrable, donde el águila fantasma tenía su nido.
Observaba a todo aquel que se acercaba. No serían más grandes
que una rata a los ojos del águila.
Kylee conocía esta subida. Ya la había hecho una vez.
Petyr Otak no había sido su primera muerte.
Un bosque de árboles nuevos

Un revoltijo de sangre y plumas manchaba la cuesta nevada.


Había paquetes esparcidos entre los cadáveres tanto de humanos
como de águilas y búhos. Mujeres de cabello gris yacían
despatarradas, con el pescuezo rebanado; sus ojos, apagados,
apuntados al cielo, sus amados búhos tirados a su lado,
atravesados por flechas de ballesta. Los mercenarios uztaris
estaban machacados como carne, los cuerpos cubiertos con saetas y
plumas. Qué repugnante desperdicio de vida, pensó Yval Birgund, pero las
batallas siempre lo son.
Había visto algunas en su época de soldado, muchas menos
desde que era consejero de defensa de los Cuarenta. Por más
temporadas de las que podía contar ahora, había pasado sus días
explicando la asignación de provisiones y los gastos del
movimiento de oficiales cetreros a los recluidos kyrgios y sus
asistentes. Había sido un alivio del tedio de la vida cortesana
cuando lo habían despachado al mercado de Seis Aldeas y hasta
un placer cuando le informaron que debía asistir a una expedición
en las montañas sobre las Aldeas.
Eso había sido antes de saber que estaría persiguiendo niños
entre las nubes. Después de intercambiar palabras con los muchos
espías del pueblo, se había enterado acerca de los chicos que debía
perseguir y la noble, si no absurda, tarea que habían emprendido
por sí mismos. También se había enterado de que había conocido
al muchacho, ese niego de plumaje gris que había salido a ayudar
a un niño callejero. Al menos esperaba tener la oportunidad de
azotar al chico. Nadie lo dejaba como un tonto, menos aún un
descarado pajarito de las Aldeas.
Cuando su séquito había encontrado los cuerpos de los
transportistas, lo había tomado como el tipo de bandidaje por el
que los seisaldeanos eran conocidos. Brutal pero nada inesperado.
Sin embargo, parado frente a esta segunda escena de carnicería,
tenía que revisar sus conjeturas. Estos jóvenes habían desatado una
masacre.
—Un nuevo bosque crecerá aquí —le dijo Üku, la Madre Búho,
tan estoica como siempre pese a las heridas que había recibido—.
Haré luto para ver muchos de estos árboles crecidos. —Pateó el
cuerpo de uno de los mercenarios—. Y escupiré la base de otros.
Yval Birgund suspiró. Üku había perdido a mucha de su gente.
Hasta ahora, los hombres de Yval no habían encontrado el cuerpo
de Yves Tamir, que era lo mejor que podía pasar. Su madre
exigiría represalias y kyrgia Bardu había dejado en claro que la
alianza del Castillo del Cielo con las Madres Búho era una
prioridad. También lo era el bronce que el castillo recibía de los
vastos y variados negocios de los Tamir. Ganar la guerra requería
riqueza y las Madres Búho no eran las aliadas más acaudaladas.
—Debes admitir —le dijo Yval— que estos chicos son ingeniosos,
hicieron de su debilidad una fortaleza.
La mujer manifestó que estaba de acuerdo solo con un resoplido.
La quemadura roja en su rostro y sus ojos irritados hablaban por sí
mismos del porqué.
—Llegado el momento, aún contaremos con vosotras para
entrenar a la chica —explicó él—. Rencores de lado.
—Yo no guardo rencores —le respondió Üku—, pero sí tengo
memoria. Una muy buena memoria.
Ese último comentario podría haber estado dirigido a él tanto
como a Kylee. Él conocía a Üku desde hacía suficiente tiempo como
para saber que no debía darle la espalda cuando estaban solos.
—¿Crees que será capaz de hacer bajar al águila fantasma? —
preguntó.
—Eso dependerá del águila —contestó Üku—. Su talento es
bruto, eso lo hace impredecible y hay mucho que no entendemos
sobre él. Kylee es muy protectora de su hermano, lo que puede ser
de ayuda o un obstáculo.
—Eso no es una respuesta.
—No soy mística —espetó ella—. Quieres un augurio de
clarividencia estudiada. Yo hablo de lo que se puede saber.
—Bueno, entonces dime lo que sabes —replicó Yval—. O
considera nuestra alianza finalizada.
—Nuestra alianza no protegió a mi familia —dijo ella—. Nuestra
alianza, hasta aquí, parece ser bastante unilateral.
—Cuando mis fuerzas mantengan a los kartamis lejos de tu
montaña, vuelve a hablarme —gruñó Yval—. Habrá suficiente
sangre derramada para compartir cuando estas esquirlas vengan
volando del desierto con sus cometas. A menos que podamos
controlar a la chica.
—Y a menos que ella pueda controlar al águila —agregó Üku.
—Sí, eso mismo.
—Entonces, ¿quieres encaminarte hacia el Desfiladero
Innombrable? —le preguntó Üku y él volvió sus ojos, entornados,
hacia las cimas nevadas de la cordillera de la Mandíbula Superior.
Bien arriba de ellos, más allá de Pico del Demonio, podía ver la
depresión cubierta por las nubes del Desfiladero Innombrable, una
garganta estrecha que formaba una solitaria U escarpada y se
alzaba hasta la cumbre de la cordillera, donde solo volaba el águila
fantasma.
—No. —Sacudió la cabeza—. ¿Tienen un guía?
Üku asintió.
—Es un buen muchacho. Nos ha dolido perderlo.
—Habrá otros. —Rio por la nariz—. Siempre nos encargamos de
que los haya. —Consideraba que el asunto de la nidada era
desagradable y su estricta visión de los varones y mujeres era
desconcertante, pero reescribir las tradiciones de las Madres Búho
no era de su incumbencia. Ellas tenían sus formas, Uztar tenía las
suyas, y mientras pudieran trabajar juntos, no importaba
demasiado.
Regresó la conversación a los mellizos.
—Con la ventaja que nos llevan, corremos el riesgo de perderlos
en el descenso si tienen éxito. Y si fracasan, no valdrá la pena hacer
el esfuerzo de la subida.
—Si fracasan, seguramente escuchemos sus gritos —consideró
Üku.
—Creo que tengo un plan diferente —dijo Yval—. Pero requerirá
más de ti de lo que quieres dar, quizás.
—Los sacrificios que he hecho hasta aquí exigen que llegue hasta
el final de esto —respondió ella—. Si se requiere más de mí, más
daré, pero no me habré sacrificado en vano, ¿entendido? Ni los
muros del Castillo del Cielo te mantendrán a salvo si todo esto
termina en nada.
—Qué curioso que menciones el Castillo del Cielo —comentó
Yval, y el gesto estoico de Üku se disolvió mientras él le explicaba
el resto de lo que necesitaba de ella. A las Madres Búho, Yval sabía,
no les gustaba dejar su montaña.
Durante una guerra, mucha gente tenía que hacer cosas que no le
gustaban. Y esta guerra apenas comenzaba.
Brysen
Vientos y heridas
29

—No tienes buen aspecto —le dijo Kylee—, ¿estás bien?


Brysen apoyó la cabeza contra la roca más cercana, su respiración
se volvía bruma frente a su boca y tenía los ojos cerrados. Se había
detenido a descansar.
—Es la altura —respondió él, lo que podría haber sido cierto. Tan
alto como estaban, a todo el mundo le costaba respirar, todo el
mundo se descomponía un poco. Bueno, todos menos Jowyn. Lo
que fuese que la savia de los abedules de sangre le había hecho a
su cuerpo lo había adaptado al aire rarificado. Brysen esperaba
que Kylee no lo mirara con demasiado cuidado, porque algunas de
las propiedades de la savia estaban en él ahora, y en realidad
tampoco estaba sintiendo los efectos de la altitud. Estaba
perturbado por otro tipo de mal cuando se juntaron a mitad de
camino de la cuesta empinada que llevaba al Desfiladero
Innombrable.
El recuerdo.
Un poco más abajo de donde estaban, tras paquetes y carpas y
cuerdas abandonadas por expediciones pasadas sin éxito, habían
echado raíces, y unos pocos arbustos de maleza que crecían en el
suelo rocoso y zonas de nieve se aferraban tercamente contra el
azote de los vientos que pasaban como por un embudo a través del
desfiladero. Él conocía esos arbustos, recordaba el contacto de sus
ramas ásperas sobre su cara mientras él se escondía detrás de ellos,
cómo sus hojas duras habían crujido cuando él tembló,
delatándolo. Cómo los sonidos de lo que había pasado a
continuación habían hecho eco contra las elevadas paredes del
Desfiladero Innombrable durante mucho tiempo.
Él había estado aquí antes.
En aquel momento, casi lo habían atrapado siguiendo a su padre.
Yzzat había contenido la respiración y había desenvainado su
cuchilla, y Brysen supo que estaba a punto de morir. Había estado
seguro de que, en vez de sentir gratitud porque hubiera venido a
ayudar —a mostrar que podía ayudar—, su padre finalmente lo
mataría y él había sabido que no se resistiría, que no hubiese
podido.
Se había imaginado la cuchilla curva de garra negra entrando en
él, prácticamente había podido sentir cómo rasgaba la piel
cicatrizada de su costado para deslizarse entre sus costillas, cómo
se retorcería el filo y el frío que lo inundaría cuando la punta
afilada tocara su corazón. No había tenido miedo; había sentido
alivio. Finalmente ya no habría más temores, no esperaría más el
final brutal. Estaba aquí, era ahora.
Y luego no lo era.
Había venido esperando la muerte y había recibido vida. El
águila fantasma le había salvado la vida esa noche.
Era mejor que Kylee no lo supiera. Siempre le había dicho que
había robado el cuchillo de su padre antes de que se fuera a esa
expedición final y que después había querido tenerlo de recuerdo,
y ella nunca lo había cuestionado. Nunca lo había cuestionado
sobre esos días en absoluto, cuando le dijo que había pasado un
giro completo de la luna escondido después de robar el cuchillo,
aterrado de lo que podía pasarle cuando su padre regresara. Solo
había vuelto a casa después de que todos supieran que Yzzat no lo
haría. Qué había hecho Kylee mientras él no estuvo —cómo ella y
su madre se las habían arreglado sin él—, no lo preguntó y ella no
lo mencionó. Y su madre solo rezaba, nunca hacía preguntas. Y de
todos los silencios de sus vidas después de que el águila fantasma
matara a su padre, el más pesado era el que rodeaba esa época.
Pero aquí estaba Brysen otra vez, como un halcón que
circunvuela el terreno de caza, volando alrededor del mismo
círculo una y otra vez, pero a más altura, con una caída más
profunda.
Su propio halcón iba de una pata a la otra en su puño,
replegándose sobre sí mismo. El Desfiladero Innombrable tampoco
era un lugar agradable para Shara. Hundía la cabeza y la giraba de
un lado a otro deprisa, intentando ver en todas las direcciones al
mismo tiempo. La dejó en el suelo, suelta. Ella necesitaría esa
ventaja si tenía que escapar rápido. No la amarraría tan cerca del
nido del águila fantasma. Si las cosas salían mal, Shara tendría la
posibilidad de huir volando.
—Un descanso nos vendría bien a todos —dijo Jowyn con los ojos
puestos en Brysen. Él le estaba siguiendo la corriente, pero había
una pregunta en su cara, una que Brysen no tenía ninguna
intención de responder. Sin embargo, sentía que podría, que Jowyn
quizás lo entendería. Jowyn también había huido a las montañas
una vez, después de todo. La única diferencia era que, al contrario
de Brysen, él había encontrado lo que estaba buscando. Brysen aún
no, pero estaba listo para hacerlo.
—Tendremos que ponernos en posición antes de la puesta del sol
—explicó Brysen—. Necesito que cada uno de vosotros
desempeñéis un papel en esto. Perdí mis redes y trampas en la
nidada, pero aún tengo suficiente soga de seda de araña para
amarrar al águila una vez que la derribemos.
—¿«La derribemos»? —Nyall respiró—. ¿Estás seguro de que la
altura no te ha quemado el cerebro? Ninguna persona puede
derribar un águila fantasma.
—Ninguna persona puede —señaló Brysen—, pero un grupo unido,
quizás sí. Piénsalo: ¿alguna vez leíste las historias de los antiguos
tramperos? ¿Ymal el Tonelero, Valyry el Singuante, las hermanas
Stych?
—No soy de leer, Bry —se mofó Nyall—. Y hasta donde sé, tú
tampoco.
—Exactamente —dijo Brysen—. Porque nada de lo que hay
escrito sobre esas leyendas es verdad. Si lo fuera, todos los que
siguieron sus pasos habrían atrapado al águila fantasma.
—Así que el hecho de que nadie haya escrito sobre un grupo que
tuvo éxito en atrapar al águila fantasma te hace pensar que se
puede lograr. —Nyall negó con la cabeza.
—¿Estás diciendo que no confías en mí? —preguntó Brysen. No
le había pedido a Nyall que viniera a este viaje. De hecho, no lo
había invitado. Ambos sabían que solo estaba aquí porque estaba
enamorado de Kylee. Nyall haría cualquier cosa que ella dijera.
Brysen se volvió hacia su hermana.
—No es imposible —sostuvo ella—. Yo sí leí todos los fragmentos
de las viejas historias. Se contradicen unos con otros. No quiere
decir que no sean verdad, sino que quizás la verdad sea más
complicada.
—Complicada —repitió Nyall, mirando a Kylee y después a
Brysen.
—Las historias hablan sobre estos grandes héroes —explicó
Kylee—. Pero todas dejan cosas fuera, se saltan partes, intentan
hacer que el trampero del que tratan suene como la mejor de las
personas. Pero en la vida real nadie es perfecto. En la vida real,
nadie puede hacer todo solo.
—En fin —agregó Brysen—, cada trampero que ha venido hasta
aquí solo ha muerto. Así que nuestras posibilidades son mejores si
trabajamos juntos. Es bastante simple. Atraemos al águila aquí, la
agarramos de las patas y la amarramos, tal como hacemos con
halcones de paso que queremos adiestrar.
—Los halcones de paso no tienen el tamaño de un humano
adulto —objetó Nyall—. Los halcones de paso no pueden
desprender los brazos de sus presas de un picotazo.
—¿Estás diciendo que tienes demasiado miedo? —Brysen le
escupió—. ¿No quieres estar aquí? No tienes ningún problema
para cantar hacia nuestra ventana y discutir sobre alcahaces, pero
cuando realmente necesitamos tu ayuda, ¿nos contestas con
argumentos para no hacerlo?
—¡Ey! —le respondió Nyall gruñendo—. ¡Estoy tratando de
protegerte!
—Nunca fue a mí a quien intentabas proteger —replicó Brysen.
—No te enfades con Nyall —intervino Kylee—. Solo está
haciendo preguntas. Estamos todos de tu lado. Todos queremos
ayudarte.
—¡Ya era hora! —bufó Brysen.
—¿Qué quieres decir con eso? —estalló Kylee.
—Sabes exactamente lo que significa —le respondió él.
—Bueno, estoy aquí ahora.
—¡Exactamente!
—¿No me quieres aquí? —Kylee se puso de pie—. ¿Después de
que me pediste ayuda? —Le apuntó a la cara con un dedo—. ¡Ya
estarías muerto si no hubiese venido detrás de ti!
Brysen golpeó el dedo de su hermana y se levantó para mirarla
directamente a los ojos.
—Ya sé que eres mejor que yo, ¿de acuerdo? ¡No hace falta que
me lo restriegues por la cara todo el tiempo! —le gritó con una
furia que lo sacudió. Empujó a Kylee hacia atrás. Su voz hizo eco
contra las crestas a cada lado del Desfiladero. Sonaba como la voz
de su padre.
—No te atrevas a gritarle. —Ahora Nyall también estaba de pie,
entre Brysen y su hermana—. No ha hecho más que defenderte
desde que erais niños, y tú nunca le has mostrado gratitud alguna.
Mascas hoja de cazador y pierdes el tiempo y nunca haces nada
para ayudar a tu familia. Tu hermana es la persona más
maravillosa que he conocido jamás y tú la tratas como una paloma
de señuelo, mientras veneras el sudor de ese desnidador de
Dymian. Me enferma. Hay veces en que quiero darte un puñetazo
en la cara.
—Hazlo, entonces —dijo Brysen y acercó el rostro al de Nyall,
tanto que sus frentes casi se tocaban. Siempre había sabido que su
«amigo» lo odiaba en secreto, que solo lo estaba usando para
acercarse a Kylee, igual que todos los demás. Ella era la especial, la
que tenía talento, la que era inteligente. Él solo era un fracasado, el
pobre chico golpeado al que miraba haciendo chasquidos con la
lengua y negando con la cabeza, sobre quien creían que nunca
podía hacer nada demasiado bueno.
Nyall lo empujó.
—Quizás cuando te rompa todos los dientes, le gustes más a
Dymian.
—Quizás con la cabeza reventada, Kylee te preste algo de
atención.
—No transformes esto en algo sobre mí, Brysen —gruñó Kylee—.
Tú eres el que nos metió en esto. Es por tu culpa.
—¿Crees que no lo sé? —Brysen estaba llorando ahora, pero
había sacado su cuchilla y su furia se extendía a lo ancho, como
alas. Quería moler la cara de Nyall a golpes y la cara de su
hermana, e incluso la cara de Jowyn, que no había dicho nada y
aún estaba sentado contra una peña con los ojos cerrados y los
dedos entrelazados frente a él. ¿Estaba rezando? ¿O estaba tratando
de distraer a Brysen de su objetivo, intentando robar su amor de
Dymian para poder convertir a Brysen en un extraño como él?
¿Y quién era Brysen para pensar que el chico era un extraño? Era
él quien estaba cubierto de cicatrices, el que quería a la gente
equivocada y hacía promesas absurdas y seguía espectros hasta
las nubes, y el que no haría nada en la vida que valiera la pena
recordar y quien fracasaría y fracasaría y…
—Todos necesitáis respirar hondo ahora mismo. —La voz
calmada de Jowyn atravesó los disturbios en la mente de Brysen—.
El águila está cerca. Está en la cabeza de todos vosotros. —Miró a
Brysen—. Los pensamientos que estáis teniendo no son la verdad
de quiénes sois. Ninguno de vosotros. Miraos unos a otros. Veros.
Sois más de lo que estáis sintiendo en este momento. Sois más que
vuestros peores pensamientos. Estos pensamientos no son más
sólidos que una nube. Recordad eso. Tenéis que recordarlo, u os
destruirá uno por uno.
Brysen vio la calma del chico y lo enfureció. No necesitaba que lo
sermonearan.
—Prrpt —pio Shara.
—¡Cállate! —Brysen le gritó, levantando un puño. Shara se
sobresaltó y Brysen sintió que la sangre abandonaba su rostro.
Estaba a punto de desmayarse, tuvo que sostenerse para no caer.
Nunca lastimaría a Shara. Nunca. Este no era él.
Levantó la mirada hacia Kylee, cuya cara estaba retorcida por el
enfado y el dolor, y esa no era ella tampoco. Ella era fuerte y leal y
tenía cerebro y talento para repartir y todo lo que ella había hecho
era por él. Y Nyall era leal y divertido y generoso, y nunca se
acobardaba en una pelea. Y estaba aquí ahora.
Los dos estaban aquí. Con Brysen. Para Brysen.
El águila fantasma no podía plantar pensamientos en sus
mentes; solo podía distorsionar los que ya estaban ahí. Pero como
había dicho Jowyn, eran mucho más que sus peores pensamientos.
Quizás había partes de verdad en todo lo que acababan de
gritarse, pero solo las partes más dentadas. Nadie era solo la suma
de las cosas rotas en su interior. De todas formas, ¿qué eran las
grietas, sino aberturas?
—Lo siento —dijo Brysen y sintió que se aclaraban sus
pensamientos; el acto de pedir perdón lo ayudaba a sentir la
verdad de su disculpa—. Eso… eso no es lo que pienso sobre
ninguno de vosotros… no realmente.
Nyall asintió. Estiró una mano. Brysen se sobresaltó ante el
movimiento, pero Nyall solo le apretó el hombro.
—Lo mismo digo —respondió.
Kylee no emitió palabra alguna, solo abrazó a su hermano y lo
sostuvo con fuerza.
—Te dije que no te pediría que hables la lengua hueca —le dijo
Brysen—. Pero eso no quiere decir que no te necesite. Sí te necesito.
Siempre te he necesitado.
Kylee se secó los ojos.
—Quisiera poder decir las palabras correctas para hacer esto —
ella le explicó—, pero si algo he aprendido de las Madres Búho es
que es peligroso cuando no tengo control de lo que digo. No sé qué
podría hacerle hacer al águila si lo intentase.
Brysen se sintió aliviado en cierta forma. Había venido a capturar
al águila por sí mismo y aunque nadie había creído que podría
lograrlo —ni Goryn ni las Madres Búho ni Yves Tamir—, lo haría.
Ellos iban a conseguirlo.
Sintió una determinación férrea, una oleada de orgullo, y tuvo
que preguntarse si esto no era también un truco del águila. ¿Se
estaba engañando a sí mismo para sentir confianza? ¿El águila lo
estaba llevando directo a sus garras?
No importaba. Tenía que hacerse. La vida de Dymian dependía
de ello y, ahora, la de todos ellos también. Él era el responsable y
no fallaría. Levantó a Shara.
—Para que esto funcione —dijo—, necesitaremos un señuelo. —
Sostuvo a Shara contra su pecho. Las suaves plumas le calentaron
las manos y Brysen pudo sentir el delicado latido del corazón de su
ave junto al suyo. Aclaró—: Un señuelo humano.
30

—Yo lo haré —dijo Kylee.


—Yo lo haré —dijo Nyall en el mismo instante.
Ambos se miraron, ambos querían que el otro se echara atrás.
—No. —Jowyn se puso de pie y se acercó a Brysen—. Tengo que
hacerlo yo.
—Tú nos has traído hasta aquí —dijo Brysen—, no puedo dejarte
hacer esto. Ya te he costado suficiente.
—¿«Costar»? —El chico negó con la cabeza—. Esto no es el
mercado. Lo que doy, lo doy sin esperar nada. Cuando te salvé la
vida, quedé ligado a ti como un halcón a un cetrero. No estoy
amarrado; elijo dónde volar. Y esta es la única forma que tiene
sentido. —Él miró al grupo—. Vosotros tres tenéis experiencia en
atrapar aves de presa. Yo no soy cetrero, no he sostenido un pájaro
en el puño desde mi infancia en Aldeas. No sirvo de nada cuando
se trata de sujetar al águila. Pero sobresalgo en la oscuridad. Seré
una gran atracción.
—¿Una atracción? —Brysen lo miró de arriba abajo. A medida
que el sol se hundía bajo la cordillera de altas montañas y la
oscuridad pintaba de púrpura el Desfiladero Innombrable,
comprendió a qué se refería Jowyn. Su piel blanca brillante lo hacía
resaltar.
—Puedo ser muy atractivo. —Jowyn guiñó un ojo. Brysen no había
visto ese destello risueño desde que las Madres Búho lo habían
expulsado. Era un momento extraño para hacer bromas, pero cada
uno controlaba el miedo a su manera.
Brysen aceptó. No tenían demasiado tiempo, así que les pidió a
Kylee y Nyall que usaran algunas piedras chatas para cavar tres
pozos poco profundos que serían puestos de caza. Cuando llegara
el momento, Jowyn se quedaría en posición en medio de ellos. Era
un viejo método, más viejo que cualquier red o trampa sofisticada.
Así era cómo los primeros cetreros habían atrapado aves rapaces
para adiestrar. Cavaban los pozos a un brazo de distancia de una
paloma de señuelo herida y cuando un halcón, águila o búho
bajaba a matar a la paloma, sujetaban a la rapaz de los tarsos y la
sometían contra el suelo, luego la amarraban con soga de seda de
araña y la acarreaban a casa para comenzar el adiestramiento. Lo
bueno era que los halcones no guardaban rencores, de otra forma,
los primeros cetreros jamás hubiesen amansado al primero.
—Realmente debes quererlo mucho —dijo Jowyn,
interrumpiendo los pensamientos de Brysen, mientras Kylee y
Nyall resoplaban por el esfuerzo de cavar los pozos en el suelo
rocoso. El chico le ofreció una de sus sonrisas desconcertantes.
—¿Qué?
—A ese joven, Dymian —respondió Jowyn—. Realmente debe
importarte mucho para darle este tipo de regalo. Una pequeña ave
cantora hubiese sido más fácil.
—¿Estás haciendo bromas? —Brysen le devolvió la sonrisa—.
¿Ahora, cuando tu vida está en mis manos?
—Nuestro mundo pesa una pluma; nuestro mundo pesa una
roca —recitó Jowyn con una sonrisa de satisfacción—. Haz del
mundo lo que quieras o soportar solo su peso te toca.
—Yyyy… ¿ahora eres poeta?
—Todos los románticos somos poetas —respondió Jowyn y miró
a Brysen sin parpadear—. Tú también.
Le sostuvo la mirada durante demasiado tiempo, hasta que
Brysen apartó la suya, al sentir que su piel chispeaba como brasas
de un fogón avivadas por el viento. Intentó apagarla tan rápido
como pudo.
—Sí —dijo—, quiero mucho a Dymian.
—En ese caso, mejor pongámonos manos a la obra —respondió
Jowyn mientras los otros terminaban de cavar. Señaló la mano de
Brysen—. Necesitas usar eso, supongo.
La confusión se volvió claridad cuando Brysen se dio cuenta de
que estaba sujetando su cuchilla.
—Cierto. Sí… eh… tienes que parecer herido. Debe haber… eh…
—Sangre —completó Jowyn—. Lo sé.
El muchacho remangó su pantalón hasta su rodilla y Brysen se
acuclilló y sujetó la pierna de Jowyn con la mano. El músculo de la
pantorrilla era carnoso y fuerte, blanco brillante contra los dedos
sucios de Brysen.
—Hazlo —dijo Jowyn—. No te preocupes. Me curo con rapidez.
Brysen asintió, respiró hondo y luego hizo un surco con el filo en
la piel de Jowyn. El muchacho hizo una mueca de dolor y la
delgada línea en su piel se puso roja, y el rojo comenzó a
derramarse. Se derramó sobre los dedos de Brysen, hacia abajo por
la pantorrilla, el tobillo, el pie. Cubrió sus dedos. Él recordó su
sabor y se estremeció.
De repente, la mano de Jowyn estaba sobre la suya. Él levantó la
mirada.
—Ve —dijo el chico suavemente—. Pero asegúrate de no irte
lejos.
Brysen asintió. Se puso de pie, envainó su cuchilla y retrocedió
hasta un peñasco bien arriba de la cuesta cubierta de hielo, donde
dejó a Shara. La volvió a levantar y la dejó en una grieta profunda
en el peñasco. Puso un dedo frente a ella y Shara lo picoteó. Lo
movió y ella volvió a picotearlo.
—Mantente oculta —le pidió, como si pudiera entenderlo—.
Regresaré a por ti, pero vete volando si es necesario. Vete volando
si necesitas hacerlo, ¿de acuerdo?
La miró con intención y ella le devolvió la mirada, pensando lo
que fuera que flotase por la mente de un halcón cansado después
de un largo día.
Él le sonrió, luego se colocó en el puesto de caza que Kylee y
Nyall habían cavado para él.
Jowyn miró el cielo, simulando tener una pierna debilitada y
esperó al descubierto, impávido.
La soga de seda de araña era suave en las manos de Brysen
mientras él preparaba la mangana. Después se echó y la apoyó
frente a él. Se cubrió con tierra. Kylee y Nyall lo observaron desde
sus propios hoyos, listos para saltar cuando él hiciera el primer
movimiento. Todo estaba en sus manos ahora; sus vidas estaban
amarradas a su valentía. Ellos confiaban en él, y él confiaba en
ellos. Eso era real. Fuera lo que fuese que el águila le mostrase, eso
era real.
Una oscuridad total había descendido sobre el desfiladero.
Arriba, las estrellas parpadeaban con fuerza; llenaban el cielo
nocturno de paisaje, se arremolinaban y daban vueltas en la
oscuridad pasajera. De tanto en tanto, algunas caían, centellantes.
Brysen sintió que estaba esperando en una tumba a que
terminara la noche.
Se preguntó, de forma sombría, si esta águila fantasma era la
misma que había matado a su padre. ¿Lo recordaría? O quizás
estos pensamientos eran de nuevo, culpa del águila, que jugaba
con su cabeza. Los dejó pasar. Pudo pensar en ellos como había
dicho Jowyn: nubes que pasaban, con el mismo peso que el aire.
Debía mantener una concentración ávida y afilada, para así estar
listo cuando viniera el águila.
Si esto donde esperaba era una tumba, era una de la que
pretendía salir.
31

Esperaron en la oscuridad, separados pero atentos a los demás.


Justo después de que la luna comenzara su lento arco hacia el
horizonte opuesto, Jowyn se tensionó como si hubiese visto algo en
el cielo y echó una mirada hacia el escondite de Brysen. Cuando no
ocurrió nada, se rio a medias de sí mismo y de su nerviosismo, al
alarmarse por sombras.
Pero entonces la sombra cayó, chillando.
—¡RIIIII!
El águila fantasma bajó en picado justo sobre la cabeza de
Jowyn; su cuerpo era grande como un buey, sus alas, más amplias
que la altura de un hombre. El chico se agachó para esquivarla,
pero el águila no lo golpeó. Voló hacia arriba otra vez y se perdió
en la oscuridad. Brysen siguió su vuelo a través de las estrellas que
se iban apagando con su forma, a través del vacío que tallaba en el
cielo. Regresó, planeó bien abajo, pero entonces, en vez de agarrar a
Jowyn de donde estaba, aterrizó frente a él.
Jowyn cayó hacia atrás, al saltar fuera de su camino, y el águila
fantasma se detuvo donde él había estado. Completamente
erguida, era más alta que un caballo, sus dos patas negras eran
gruesas como las ramas de un árbol. El águila era oscuridad hecha
carne y garras.
Antes de que Brysen pudiera saltar desde su puesto de caza para
sujetarla, el águila giró de golpe la cabeza, miró directamente hacia
él y abrió bien sus alas.
—¡RIIIIII RIIIII! —gritó el ave, y cada vello en el cuerpo de Brysen
se erizó. El chillido fue tan agudo y horrible que podría haber
rajado las estrellas. Brysen quería lanzarse hacia adelante y atrapar
a la bestia, pero sus piernas rehusaban moverse. El pánico lo
inmovilizó.
Cobarde, parecía decir el águila.
Cobarde, escuchó en la voz de su padre.
El águila fantasma cerró las alas, bajó la cabeza y dio un paso
hacia el escondite de Brysen. Sus enormes garras trituraron hielo y
piedra. En el rostro del águila, Brysen vio ojos azul brillante, ojos
de hielo de la montaña. Sus propios ojos. Los ojos de su padre.
«¡Muévete!», se gritó a sí mismo y finalmente, rompiendo el
trance, salió de su escondite y se lanzó derecho al resplandeciente
pico negro del águila, en una lluvia de tierra. Esta levantó una pata
para golpearlo, con ojos nuevamente negros como el ónix. Justo en
ese momento, Nyall y Kylee saltaron desde sus huecos a cada lado,
detrás de la espalda del águila. Esta los vio instantáneamente y
reaccionó igual de rápido, pero ya estaba erguida sobre una pata.
Al tratar de despegar sobre ellos, se ladeó.
El peso completo de Nyall se estrelló contra el ave y la derribó,
Kylee envolvió las alas con sus brazos mientras el águila intentaba
revolcarse para liberarse.
En menos de un latido, Brysen ya estaba sobre ella, el bucle de su
mangana se deslizaba sobre las patas y tiró con fuerza para
apresarlas juntas, pero el águila saltó y escapó del nudo antes de
que este pudiera ceñirse. Arrojó a Kylee al suelo antes de alzarse en
el aire y dar vueltas sobre ellos, batiendo sus alas. Lanzó un
picotazo hacia Nyall, que tuvo que rodar fuera de su alcance. Se
volvió hacia Brysen y se posó frente a él con las alas bien abiertas y
lo hostigó, forzándolo a ir hacia atrás por la cuesta, lejos de Kylee y
de Nyall. Las piedras resbalaron debajo de él y las manos se le
rasparon con dureza contra la pendiente cubierta de hielo, hasta
que su espalda chocó con un peñasco y él y el águila quedaron
solos.
Estaba atrapado. El águila lanzó un picotazo y él lo esquivó
hacia la izquierda. Otro picotazo, que esquivó hacia la derecha. El
aliento del ave olía a sangre y a carne, sus plumas, a hielo y fuego
juntos. En una embestida, su pico pescó el borde de su oreja,
arrancó una muesca de piel delgada, pero erró su objetivo, que era
su cráneo. Los movimientos rápidos que había aprendido en las
arenas de riña eran lo único que evitaba que este juego terminara.
Y eso era para el águila: un juego. Para el ave rapaz, la cacería ya
había terminado. Solo se estaba divirtiendo con Brysen. Pensó en el
picoteo juguetón de Shara con sus dedos, el juego que hacían. Ella
era capaz de lastimarlo, pero elegía no hacerlo. El águila encontró
sus ojos, sostuvo su mirada y él supo que este era el mismo juego,
pero con un final distinto. En el momento en que el águila
decidiera matarlo, estaría muerto. Así era cómo este juego
terminaba.
Miró hacia abajo, a su hermana, con la esperanza de que quizás
invocara la lengua hueca, quizás encontrara la palabra correcta
para salvarlo, porque en ese momento él sentía el más básico, el
más antiguo de los deseos animales, libre de orgullo o vergüenza o
celos: el águila iba a matarlo y él no quería morir.
Kylee estaba lejos, pendiente abajo. Intentaba ponerse de pie y
trepaba con las manos y rodillas hacia donde él había soltado la
soga.
Jowyn había escalado la cuesta y estaba intentando distraer al
ave desde atrás. Esta lo derribó con la cola y con un movimiento
del ala. En ese destello de distracción, Brysen se empujó hacia
arriba para trepar por el peñasco, pero el águila lo bloqueó,
arremetió no con el pico, sino con la cabeza y lo golpeó en el pecho.
Brysen se quedó sin aire al caer hacia atrás. Respiró con fuerza y
tuvo arcadas, y el águila saltó hacia su lado y lo aprisionó contra el
suelo con una pata letal sobre su hombro. Una garra lo perforó,
gruesa como una daga.
Brysen gritó. El águila tomó impulso hacia atrás, con la boca
abierta. Él vio su lengua de color gris gusano, el pequeño destello
del gancho afilado al final de su pico. Se preguntó si sentiría
cuando el ave le rompiera la garganta o si esta iría por su estómago
para destriparlo, como preferían algunas rapaces. Intentó darle un
puñetazo con su brazo libre, pero el rápido pico lo atacó y él se hizo
a un lado para proteger su mano. Intentó patalear para liberarse,
pero la otra pata del águila se estrelló contra su muslo y lo aplastó.
Se quedó helado, sabía que, si se movía otra vez, el juego
terminaría, el águila lo destrozaría.
Kylee había sujetado la soga y estaba corriendo a toda velocidad
cuesta arriba; Nyall la seguía de cerca, pero aún estaban
demasiado lejos. No llegarían a tiempo. No podrían salvarlo.
Quizás Kylee debería haberse quedado con las Madres Búho, pensó Brysen,
aprender un poco más. A él le hubiesen servido sus nuevos
conocimientos ahora que estaba a punto de morir.
—¡Ki! ¡Ki! ¡Ki!
Justo en ese momento, Shara salió disparada de la grieta del
peñasco en donde él la había escondido.
El águila ladeó la cabeza y vio venir al azor solo durante un
instante antes de que las garras de este se estrellaran contra su
cara.
—¡RIIIIIIII! —chilló el águila fantasma. Sacudió la cabeza para
quitarse a Shara de encima, después, cuando esta salió volando, le
lanzó un picotazo, la cazó de una pata y la arrojó al suelo. El halcón
aterrizó con dureza, aturdido, y el águila se lanzó hacia su cuerpo
boca abajo.
—¡Vuela, Shara! ¡Ve! —gritó Brysen, y en ese momento su
hermana también gritó algo. No supo si habían sido sus palabras o
las de Kylee, o si se trató de un ardor vital de Shara por sobrevivir,
pero el ave volvió en sí y esquivó el primer ataque, aleteó con
fuerza y se alzó hacia arriba en el cielo. Volaba torcido y una pata
colgaba floja, pero estaba en el aire.
Sin embargo, era demasiado lenta. El águila estaría sobre ella con
solo un salto y medio aleteo. Ya estaba lista para arrancarla del
cielo otra vez.
Pero ese era el momento que Brysen necesitaba. Su hombro y su
pierna estaban libres.
Kylee le lanzó la soga de seda de araña. Con un solo movimiento,
él la movió hacia arriba, por debajo de la cola del águila, y atrapó
sus dos patas justo cuando esta se elevaba del suelo. Las patas se
cerraron con fuerza cuando el nudo corredizo se apretó contra sus
tarsos. El impulso de la embestida del águila hacia Shara la derribó
sobre la tierra.
Brysen le arrojó a Nyall el bucle que había hecho en el extremo
opuesto de la soga, quien llegó sin aire, pero a tiempo, y la pasó
por debajo del cuerpo del águila. En la siguiente sacudida que hizo
para liberarse, la fuerza de sus propias patas amarradas tiró del
nudo, lo ciñó e inmovilizó sus alas. La rapaz dio coletazos, como
una trucha tirada sobre la orilla. Sus ojos oscuros estaban poseídos
por el mismo pánico animal que Brysen había sentido apenas
momentos antes.
Mientras el águila fantasma jadeaba, Brysen miró el cielo
nocturno, intentó ver a dónde había volado Shara, pero no encontró
nada… Ni estrellas apagadas con la forma del pequeño halcón
herido ni el crujido de un arbusto donde podría haberse refugiado.
En vano silbó una vez, pero sabía que, por seguridad, ella había
volado mucho más lejos de donde él podría llamarla.
—¡RIIIII! —gritó el águila atrapada.
Regresa cuando sea seguro, amiga mía, pensó Brysen en dirección
adonde había volado Shara. Por favor, regresa a mí.
Nunca regresará a ti, también pensó, pero la voz —supo— no era
suya, no realmente. Ella te dejará y morirá sola en la naturaleza.
El águila se sacudió y se agitó, pero cada movimiento que hacía
solo tensaba más la soga. Brysen se inclinó hacia adelante frente a
ella. Esta le lanzó un picotazo, pero él se había acuclillado justo
fuera de su alcance. Había atrapado a un águila mucho más
pequeña de esta forma una vez: con una soga que se había
enredado y retorcido hasta quedar fuera de cualquier esperanza de
escape. Esta vez, sin embargo, él había querido hacerlo. Esta vez, lo
había planeado. Esta vez, no ardería.
Colocó la mano sobre el pecho agitado del águila fantasma, con
los dedos oscuros por la sangre seca de Jowyn. Contra su palma,
sintió el pulso acelerado, aterrorizado, debajo de las suaves plumas
negras del águila. No parecía diferente al de una paloma, gorrión o
halcón atrapados. El ave lo miró con ojos color negro carbón, que
irradiaban hambre, odio y miedo, que eran esencialmente lo
mismo. Brysen sintió que Kylee le ponía una mano entre los
omóplatos.
—No sabes nada —dijo él en voz alta. Con el águila frente a él,
sus amigos a su lado y la mano de su hermana sobre su espalda,
sonrió.
El águila chilló otra vez.
32

Para semejante enormidad de ave, el águila fantasma era


sorprendentemente liviana, envuelta y amarrada a la espalda de
Brysen con las alas plegadas y las patas encogidas debajo de ella.
A Nyall, al ser mucho más alto, le hubiese resultado más fácil
llevar a la enorme rapaz, pero Brysen quería hacerlo él mismo. El
ave era su carga, su trofeo y su pieza de negociación, todo en uno.
Nadie podía llevarla por él.
—¡RIIIII! —chilló esta cuando lo ayudaban a alzarla a su espalda.
La cargaba como una mochila, con el rostro del águila apuntando
hacia afuera, de forma que no pudiera darse vuelta y clavarle el
pico en el cráneo. Esta se movía y se retorcía, pero estaba envuelta
con demasiada firmeza como para hacerle daño a Brysen. Solo
podía mirar hacia atrás de él, obligada a observar cómo el cielo de
la noche y las cumbres iluminadas por la luna se iban achicando
durante su descenso, cautiva.
—¡RIIIII! —volvió a chillar.
Nunca me dejarán conservar esta victoria, pensó y sintió que el pecho se
le estrujaba. El águila ya estaba en su cabeza otra vez. El pánico
debió reflejarse en su rostro, porque Jowyn se apresuró a amarrar
un trozo de su bufanda alrededor del pico de la rapaz para cerrarle
la boca y detener sus chillidos. Y con eso, los perturbadores susurros
que había en su mente se silenciaron.
—No es magia —explicó Jowyn—. Si no puede hablar, no puede
hablar.
Bry se sintió agradecido, pero parte del daño ya estaba hecho. No
podía dejar de mirar a todos lados en busca de Shara, con la
esperanza de encontrarla esperando, volando en círculos sobre
ellos o revoloteando de peñasco en peñasco al seguirlos montaña
abajo. Había un número infinito de formas de buscar, pensó, y no
todas eran optimistas. El cielo traía lluvia tanto como rayos de sol,
y no todo lo que subía tenía la promesa de bajar. ¿Quién soy sin ella?,
se cuestionó.
Brysen había vendado la pierna de Jowyn con el resto de su
bufanda, aunque había dejado de sangrarle hacía bastante tiempo.
Hasta la herida en su hombro había comenzado a sanar. Kylee y
Nyall llevaban todas las provisiones que pudieron conseguir en los
campamentos semienterrados de expediciones menos afortunadas
al Desfiladero Innombrable. Encontraron pastillas de fuego para
fogatas que debían extenderse en el tiempo; descubrieron frutas
desecadas y nueces aún comestibles; hallaron una pala y algunos
picos que habrían hecho mucho más fácil cavar esos pozos si
hubiesen decidido buscar antes de atrapar al águila. Encontraron
una o dos cuchillas desenvainadas, cuchillas que no habían hecho
nada para proteger a los tramperos que las habían blandido.
Él se preguntó si algunas de estas provisiones habrían
pertenecido a su padre, pero nada parecía familiar. Quizás Kylee
había evitado esas a propósito. Seguramente algunas partes de él
habían quedado atrás la noche en que murió.
Habían decidido tomar un camino distinto para bajar la montaña
del que habían hecho para subir, con el fin de mantenerse lejos de
los abedules de sangre. Perderían tiempo, pero si se cruzaban de
nuevo con las Madres Búho, podrían no regresar a Seis Aldeas.
Brysen no sabía cuánto tiempo más tenía hasta que Goryn se
hartara de esperar, pero no podía hacer el viaje más rápido. La
nueva ruta los forzaría a cruzar las Cascadas Heladas de Reychs,
una enorme cuesta que pertenecía a un glaciar en derrumbe, con
caminos estrechos y zigzags de hielo sólido que serpenteaban a
través de interminables gargantas. Perderían un día completo
atravesándolo, pero era mejor ir lentamente que terminar muertos.
Escalar era una gran forma de aprender a ser paciente.

—Nadie sabrá de nuestra gloria si desaparecemos aquí —dijo


Brysen, que sostenía una vieja cuerda de trampero con firmeza
mientras Jowyn se deslizaba sobre un estrecho puente de hielo.
Después de un extenuante día de viaje, estaban cruzando la
garganta más larga de las Cascadas Heladas de Reychs.
Jowyn había sacrificado su bufanda, pero no parecía tener frío.
Brysen observó sus ágiles movimientos y pensó en sus tatuajes.
¿Había alguien allá en Seis Aldeas lo suficientemente bueno para
agregar este viaje al cuerpo de Jowyn? Seguramente él lo querría
ahí. Brysen sintió otra punzada de culpa por el exilio del joven.
Estaba regresando al lugar de donde había huido largo tiempo
atrás, una vez más debido a Brysen. Lo menos que él podía hacer
por Jowyn era encontrar un artista decente. Nyck probablemente
conociera a alguno. Nyck conocía a todo el mundo.
—Y Dymian sufriría si tú no regresaras —comentó Jowyn,
cuando Brysen le sujetó la mano y tiró de él hacia arriba, por
encima de la cresta de hielo.
—Claro —dijo él, sonrojándose—. Obviamente. —Había estado
tan concentrado en la victoria casi imposible, en la captura del
premio más importante de su civilización (en mirar al misterioso
chico de su pasado que hacía que todo fuese posible), que por un
momento había olvidado por qué había atrapado al águila
amarrada a su cuerpo.
Sobre su espalda, el águila se sacudió contra sus amarres y
durante un instante Brysen podría haber jurado que se estaba
riendo.
Obviamente, las águilas no se reían, ni siquiera las águilas
fantasma. Eso había sido el viento que pasaba a través de sus
plumas. De cualquier forma, hizo que Jowyn ajustara la tela
alrededor de su pico la primera vez que se detuvieron a descansar.
Kylee se ofreció a llevar al ave por un rato, pero Brysen rechazó la
propuesta. La verdad era que le dolía la espalda y la forma
incómoda en que la enorme águila lo obligaba a andar estaba
haciendo que le molestaran las piernas, pero no le gustaba la forma
en que Kylee la miraba, con una intensidad implacable. La
analizaba como estudiaba un nuevo camino para escalar, como
algo mortífero que podía conquistar. Y antes de que él la cargara
otra vez en su espalda, vio que el águila la miraba de la misma
forma.
Esa noche acamparon dentro de una cueva. Cubrieron al águila
fantasma con una sábana y mantuvieron el fuego bajo, por si
alguien los estaba siguiendo. La pastilla de fuego ardía azul y
constante y no necesitaban cuidarla como a un fuego de leña. No
hubiesen encontrado madera aquí de todas formas, había señalado
Kylee, en un sutil ataque a la falta de planeación de Brysen, contra
el que él no pudo discutir. La suerte favorece a los audaces, pensó él, y le
gustó considerarse uno de los afortunados.
Después de que comieran un poco de la mezcla de frutas y
nueces que Kylee había repartido, Brysen se hizo cargo de la
primera guardia, se sentó en la entrada de la caverna y observó las
altas pendientes y riscos de la cordillera. Cada cierto tiempo,
miraba a los demás, se aseguraba de que estaban durmiendo y
entonces sostenía en alto su puño y silbaba.
Shara no vino.

Dos mañanas después, llegaron a un arroyo estrecho al lado de un


sendero de cabras que se cruzaba con el Collar. Para la tarde, el
aire estaba cálido y habían llegado al acantilado que daba a las
arenas de batalla de Pihuela Rota. Como había esperado, el
mercado aún estaba en marcha. Se habían levantado unas pocas
carpas, pero la mayoría de la gente intentaba sacar hasta el último
bronce de los días de mercado, al no saber con certeza si habría otra
temporada. Otros probablemente se habían quedado cerca solo
para escuchar si el águila fantasma los había matado a todos.
—Yo digo que entremos caminando por la calle con el águila a la
vista —sugirió Brysen—. Mostrémosles quiénes somos y lo que
hemos hecho. Hagámosles saber que con nosotros no se juega.
—«No se juega». —Nyall negó con la cabeza—. Un poco
exagerado, ¿no?
—Tengo un águila fantasma más alta que yo amarrada a la
espalda como si fuese leña para el fuego —dijo Brysen—. Puedo
ser exagerado.
—Necesitamos algún elemento sorpresa —propuso Kylee—.
Para no darle a Goryn ninguna posibilidad de planear nada.
—¿Estás bien? —le preguntó Brysen a Jowyn. Sus ojos estaban
atormentados como cielos relampagueantes, mientras percibía el
ajetreo de Seis Aldeas, el bullicio del mercado, los conjuntos de
casas circulares con chimeneas humeantes, los graznidos desde las
jaulas y los gritos y risas de la civilización.
—Nunca pensé que volvería a ver este lugar —respondió, con un
dejo de arrepentimiento en la voz. Miró de nuevo a Brysen—. Pero
estoy bien.
—Quizás sea mejor si vamos a casa primero —sugirió Brysen—.
Podemos ver cómo está nuestra madre. Y Jowyn puede quedarse
ahí.
—Quiero ir con vosotros —afirmó él.
—¿Y si Goryn te reconoce?
—No lo hará.
—Y en realidad, sería de ayuda que lo hiciera —agregó Kylee—.
Se quedaría desconcertado. Es la mejor forma de asegurarnos de
que no intente nada.
—Bueno, quizás debería ir solo, ¿ver si Dymian está bien? —
planteó Brysen, deseando no sonar asustado por la idea de ver a
Goryn Tamir o demasiado nervioso por alejarse. Solo quería un
momento con Dymian, un momento a solas para mostrarle lo que
había hecho… lo que había hecho por ambos.
—Cuanto más esperemos, más riesgo hay de que alguien nos
quite el águila —dijo Kylee—. Tenemos que hacer esto ahora. Y
mira quién está ahí. —Señaló las arenas de riña debajo del
acantilado, donde una pequeña multitud se había reunido frente a
una pelea. Nyck estaba discutiendo con los contendientes y ahí, al
borde de la muchedumbre, estaba Dymian, con la pierna
entablillada, el pelo castaño peinado hacia atrás de las orejas y un
halcón de colores brillantes en el guante. Sonreía, reía,
despreocupado como siempre.
Al verlo, Brysen recordó cómo Dymian podía hacer que el día
pasara rápido, como un relámpago, y una noche diera vueltas y
vueltas sin parar. Recordó el calor de sus pieles al tocarse y el hielo
que él sentía en las venas cuando Dymian se apartaba. Se le secó la
garganta y buscó un poco de hoja de cazador, que obviamente no
tenía. En vez de eso, se mordió el labio.
Dos de los «asistentes» de Goryn Tamir estaban en el patio,
observando a Dymian como si fuera una presa. La actitud
despreocupada era una actuación; Dymian no era de los que se
dejaban ver acobardados, pero no era ni la mitad de valiente de lo
que fingía ser. Brysen lo recordó en la carpa aquel día, lo alterado
que estaba, lo asustado. Pero gracias a él, ya no tendría que tener
miedo.
—Vayamos ahí —dijo—. Hagamos el intercambio.
Se puso de pie y se abrió paso hacia el sendero empinado que
llevaba al patio, pero Kylee se interpuso en su camino al dar un
paso frente a él.
—Espera —indicó ella—, no podemos.
—Y tampoco podemos quedarnos aquí sentados todo el día —
respondió Brysen. Él había hecho el trato original con Goryn. Ahora
era él quien debía cancelarlo.
—No, quiero decir que no podemos darle el águila a Goryn.
—¿De qué hablas?
—Las Madres Búho hicieron un trato con los kyrgios —explicó
Kylee—. Hicieron un trato por mí y por el águila, para poder
defender a Uztar. E Yves Tamir también la quería y no quería que
su hermano la tuviera.
—Sí, bueno… nos encargamos de ellas —dijo Brysen—. Ganamos.
—Pero si Goryn no quiere el águila fantasma para un kyrgio o
para su propia familia —reflexionó Kylee—. Entonces, ¿para quién
la quiere? ¿Qué hará una vez que la tenga?
Brysen ladeó la cabeza y la miró. ¿Acaso no había estado con él
durante toda esta misión? ¿Acaso no sabía cuál era el objetivo, el
objetivo de salvar a Dymian, quien estaba ahí abajo justo ahora,
intentado actuar como si no tuviera el cuchillo del verdugo contra
su cuello? Este era el plan. ¡Este siempre había sido el plan!
Intentó pasar junto a ella, pero Kylee volvió a bloquearlo.
—Podemos analizarlo durante un momento —sugirió Nyall.
—Basta de pensar —sostuvo Brysen—. Esto ha terminado. Dije
que atraparía al águila para salvar a Dymian, y eso he hecho.
—Todos nosotros atrapamos al águila —lo corrigió Kylee, lo que
hizo que Brysen apretara la mandíbula.
—Déjame ver si la tela está bien puesta en su pico —ofreció Nyall
dócilmente.
—No se ha caído —contestó Brysen—. Mi hermana solo quiere
controlarme, como siempre hace. No es magia. Y no funcionará esta
vez.
—No puedes hacer esto. —Ella volvió a ponerse en su camino
cuando él intentó pasar por al lado—. Es demasiado peligroso.
—Sé lo que hago —le aseguró—. No soy un estúpido pajarito
enamorado. Este es mi destino. Estoy ligado a esta águila y lo que
haga con ella es lo que está destinado a pasar.
—¿Estás ligado a ella? —Kylee ladeó la cabeza.
—Ten cuidado, Brysen —advirtió Jowyn—. Nadie está ligado al
águila fantasma.
—¡Por favor, no te metas en esto! —le respondió Brysen. Encontró
la mirada de su hermana. Es hora de la verdad, concluyó—. Kylee,
estoy ligado a esta águila porque me salvó la vida. Estuve ahí
cuando se llevó a papá. Estaba escondido en los arbustos y casi me
atrapa. Así fue cómo conseguí su cuchillo. Iba a destriparme con él.
Pero antes de que pudiera, el águila fantasma se lo llevó. —Giró la
mirada a Jowyn—. Tienes razón —dijo—. Cuando salvas una vida,
estás ligada a ella. Esa noche, quedé ligado al águila fantasma.
El labio de Kylee temblaba. Debería habérselo contado antes,
debería haberle contado que hacía mucho tiempo, se había
escabullido a las montañas tras su padre y había visto cómo lo
mataban. Pero nunca había podido encontrar la forma de
admitirlo, de admitir que la cosa que todo seisaldeano había
crecido temiendo era la cosa que lo había liberado… los había
liberado a ambos. Parte de él quería al águila fantasma por eso.
Así que fue una sorpresa para Brysen cuando una lágrima trazó
una lenta línea por la mejilla de Kylee, que negó con la cabeza.
—No fue el águila fantasma quien te salvó esa noche, Brysen. Fui
yo. Yo lo hice. Estaba ahí. Maté a nuestro padre por ti.
Pluma y ceniza

Las lágrimas de gratitud tenían el mismo valor para Anon que los
gritos de dolor. Quizás menos.
A las lágrimas de sus víctimas podía entenderlas, pero aquellos
que lloraban agradecidos por haber sido liberados de los
adoradores del cielo de Uztar simplemente lo desconcertaban. ¿Por
qué llorarían de gratitud con él cuando deberían estar
disculpándose? Podrían haber tomado medidas para su propia
liberación en cualquier momento, pero ahora mismo, con lágrimas
entre las ruinas ardientes de sus campamentos, sacaban a la vista
sus esperanzas largamente enterradas.
En resumen, Anon odiaba a aquellos que habían rehusado
ayudarse más de lo que odiaba a los enemigos que masacraba. A
medida que los guerreros-cometa kartamis avanzaban como un
torbellino por el desierto y las praderas, eliminando todo rastro de
Uztar a su paso hacia las laderas y el corazón de la falsa
civilización, Anon se encontraba a sí mismo, de forma reacia, a
cargo de una población en constante crecimiento. No tenía deseos
de gobernar; su servicio era al polvo mismo, un regreso a las
montañas y una limpieza del cielo. No había tenido ni el tiempo ni
el deseo de trazar planes tributarios o de imponer derechos de
agua y pastoreo, de resolver disputas o de regular el
abastecimiento de festivales.
Para resolver este último problema, había dejado en claro que los
verdaderos creyentes no tendrían ningún tipo de festival, no hasta
que fuese derribada la última piedra de la torre del Castillo del
Cielo y los blasfemos fuesen eliminados de la tierra y el aire por
igual.
Entonces, y solo entonces, habría un festival eterno.
Fue una proclamación convincente, aunque a él realmente no
podría haberle importado menos si un pastor de cabras en
decadencia quería festejar la boda de su hijo con otra pastora de
cabras en decadencia. ¿Por qué se involucraría él en los
matrimonios de la gente? Ni su fe ni su poder lo exigían, pero esas
eran las formas del mundo. Los deseos diarios de la estúpida
bandada siempre pesarían sobre un conquistador victorioso. Este
era un síntoma ineludible del éxito. Cuanto más grande era la
salvación que ofrecías, más trivial era la salvación que la gente
buscaba de ti.
Finalmente terminó por nombrar regentes para que se quedaran
atrás y gobernaran cualquier territorio bajo control kartami como
creyeran necesario. Estas parejas regentes no estuvieron de acuerdo
—querían continuar con él para sitiar el corazón del poder uztari
—, pero los exhortó a que fueran pacientes. Sus verdaderos
enemigos no caerían con tanta facilidad como un grupo de partidas
de caza y asentamientos esparcidos por la pradera.
Uztar tenía ejércitos de cetreros preparados para luchar contra los
cometas rodantes; tenían espías que comunicaban las debilidades
de los kartamis; y, lo más inquietante, tenían a sus propias
partidas de caza en las montañas para perseguir al águila
fantasma. Si la capturaban, la amansaban y la lanzaban contra las
fuerzas de Anon, podría ser su fin.
Ahora tenía que moverse con inteligencia. No pensaba apuntar
directamente a la sede de su imperio con su primer impulso de
ataque. En vez de su ostentosa corona, tenía los ojos firmemente
fijos en lo que consideraba las raíces vulnerables de Uztar: Seis
Aldeas.
Ese era el centro de su culto, y cualquier oportunidad que tenían
para amansar un águila fantasma vendría de allí. Sus mejores
tramperos y entrenadores nacían y se criaban allí, y si eran
aniquilados, el fin de ese maldito lugar no solo sería una bendición,
sino que finalmente expondría la fragilidad de la tradición uztari.
Sin Seis Aldeas, la gente comenzaría a olvidar las viejas formas y,
con el tiempo, aquellos que vivieran se convertirían en obedientes y
leales sirvientes.
—Corta las raíces y mueren las ramas —dijo Anon a sus líderes
cuando se reunieron esa noche bajo el resguardo de todos sus
cometas—. El Concilio de los Cuarenta ha tenido sus ojos fijos en el
cielo durante tanto tiempo que se ha olvidado de cómo crece la
vida desde el suelo. Ese olvido será su muerte.
—¿Y si capturan al águila fantasma? —preguntó Visek, sin
miedo a mostrar sus temores.
Anon tenía sus propias dudas sobre el éxito de su plan. Para
empezar, sus probabilidades eran escasas y la complejidad de la
tarea estaba agravada por el hecho de que los mellizos tramperos
eran tremendamente jóvenes e ignoraban por completo a quién
servían.
Por otro lado, los mellizos tenían la misma ventaja que las
fuerzas kartamis tenían en batalla, la ventaja de luchar en pareja:
los jóvenes cetreros se habían adentrado en las montañas por amor.
El amor —Anon sabía— hacía posible lo imposible, hacía realidad
lo inimaginable y podía llevar al alma más amable a los niveles
más altos de brutalidad. El amor era un amo despiadado y nadie
que escuchara su canción podía resistirse.
—Como les gusta decir a los uztaris, dos pies sostienen una rama
con más firmeza que uno solo —respondió Anon a Visek.
—Pero ¿cumplirá Goryn Tamir con su parte? —preguntó Visek
—. ¿Qué evita que conserve el águila fantasma para sí?
Anon acarició la mejilla del muchacho. Comenzaba a crecerle el
primer susurro de una barba, pero su juventud ocultaba su
ferocidad. Anon lo había visto luchar con más fuerza que una
decena de hombres y mujeres mayores que él.
—Nadie puede conservar un águila fantasma. Ni Goryn Tamir,
ni tampoco yo.
—¿No la conservarás si la obtienes? —Visek frunció el ceño.
—Tengo otros planes para ella.
Desde el rabillo de su ojo, Anon vio a Aylex, el maestro cetrero,
alimentando a su ave desde el puño, pero la mirada en su rostro
revelaba que estaba escuchando. Había sido su prisionero durante
demasiado tiempo, se había puesto demasiado cómodo. Al
comienzo de su captura, no se atrevía a alimentar al halcón frente a
Anon. ¿Y ahora se atrevía a escuchar?
Quizás ya había sobrevivido más de lo necesario.
—Si el hermano y la hermana fracasan o si Goryn Tamir intenta
retener el premio, él no se salvará cuando Seis Aldeas
inevitablemente caiga. Ya lo sabe.
—¿Tienes la intención de salvarlo si cumple? —preguntó Launa,
llena de desprecio—. ¿Alguien que gana dinero con las riñas de
aves?
—Prometí que él gobernaría Seis Aldeas solo, y mantendré mi
promesa. —Anon sonrió al pensarlo. Goryn Tamir se imaginaba
como un águila en ascenso, pero Anon lo convertiría en un buitre,
un pájaro carroñero que picotearía a los muertos. Todo lo que
quedaría de Seis Aldeas cuando Anon terminara serían plumas y
cenizas. Dejaría que Goryn Tamir gobernara ese basurero. Él creía
que el mundo seguiría siendo como siempre había sido, que el
reparto de hombres y mujeres en el poder cambiaría, pero las
reglas de gobernantes y gobernados, no.
Los cómodos se imaginaban cómodos para siempre. Solo los
exiliados podían concebir verdaderamente un mundo diferente al
suyo, y solo los despiadados podían crear uno.
—Aylex —dijo Anon en voz baja—. ¿Qué piensas sobre Goryn
Tamir?
El maestro cetrero respondió a su nombre, aunque no debería
haber escuchado nada en absoluto. Se dio cuenta de su error
instantáneamente y palideció.
—Disculpe, señor, ¿me hablaba a mí? —Hizo como que no había
oído nada, pero Anon le hizo señas para que se acercara. El
maestro cetrero encaperuzó a su halcón y fue hasta Anon,
arrastrando los pies y con la cabeza gacha.
—Llamas Titi a tu pájaro, ¿verdad? —preguntó Anon. El maestro
cetrero dudó. Anon ladeó la cabeza, esperó. Finalmente, Aylex
asintió, era suficientemente astuto para recordar la orden de Anon
de no volver a nombrarlo—. ¿Crees que disfruta de ser tu mascota?
—Señor. —Aylex inclinó aún más la cabeza—. No es mi mascota,
sino una compañera con habilidades distintas a las mías. Es libre
de irse volando cuando quiera.
—A diferencia de ti.
—Sí, a diferencia de mí.
—Pero regresa a ti, incluso en tu actual cautiverio —observó
Anon—. ¿Por qué crees que es así?
Aylex no respondió. Lo habían golpeado antes por hablar sobre
el arte de la cetrería como algo que no fuese una desagradable
perversión de la naturaleza, y había aprendido bien la lección; sus
labios estaban tan sellados como si hubiesen sido cosidos.
—Puedes responder —dijo Anon.
—Ella regresa a mí porque está acostumbrada a regresar. —Era
la afirmación más neutral que podía hacer.
—Es un hábito, ¿podríamos decir?
Aylex asintió.
—Pero tú quieres a este pájaro. No lo niegues. Lo he visto en tus
ojos. Lo quieres, pero no puede sentir lo mismo por ti.
Aylex volvió a asentir con la cabeza.
Anon sacó un cuchillo de su cinturón y lo ofreció, con
empuñadura hacia afuera, al maestro cetrero. Visek y Launa
observaban, sus rostros inexpresivos como la caperuza del ave.
—Sujétalo —ordenó Anon, y Aylex obedeció—. Amas a tu rapaz
y ella no te ama. Así que debes hacer una elección que los amantes
rechazados suelen hacer: ¿tu vida o la de ella?
Aylex estaba perplejo.
Anon se frotó la mandíbula.
—Tu tiempo con nosotros ha terminado. Nos has servido bien y,
por eso, liberaré a uno de los dos. Rebana el pescuezo de tu pájaro
y sostenlo hasta que expire y podrás irte. O corta el tuyo y no
tendrá a nadie a quien tenga el hábito de regresar. Volará con
libertad, será salvaje otra vez. Tu elección.
Los ojos se Aylex se abrieron mucho. Miró el cuchillo, al ave y de
nuevo a Anon. Su mano tembló.
—Elige.
Alzó el cuchillo, lo giró bajo la luz de la luna. Lo apuntó hacia el
cuello del halcón encaperuzado. Después arremetió contra Anon.
El maestro cetrero no era un guerrero, y Anon lo esquivó con
facilidad, dio la vuelta al filo, lo presionó contra un lado del cuello
de Aylex, cortó la arteria palpitante y dejó caer al cetrero a la tierra.
Su ave sintió la caída y aleteó libre del puño, pero al estar aún
encaperuzada y amarrada, estaba indefensa y lenta. Anon la sujetó
de la pata y la arrastró hacia abajo frente a su jadeante cetrero.
—Esa no era una de tus opciones —dijo Anon—. Ahora los dos
estáis perdidos.
Mientras la sangre del cetrero se acumulaba a sus pies, Anon
partió el cuello del hermoso halcón, le quitó la caperuza y arrojó su
cadáver sobre el pecho del hombre.
—Pronto estarás más allá del dolor —aseguró Anon—. Y este
halcón estará más allá de la deshonra. Regocíjate en que no verás la
caída de Uztar. Podrías haber sufrido más que esto.
La boca de Aylex se movió, su voz un susurro. Anon tuvo que
arrodillarse para escuchar sus palabras finales.
—Fallarás. —Se atragantó—. Tú matas… a viajeros y pastores…
pero… los ejércitos… de Uztar… te aplastarán…
Anon le sonrió, le dio una palmadita en la cabeza.
—Cree lo que necesites creer —dijo.
Mientras el cetrero moría con su pájaro muerto en el pecho, Anon
se puso de pie otra vez. Miró a través de las praderas a las laderas
de las montañas y las cimas púrpura más allá. Se maravilló ante el
milagro del nuevo mundo que estaba haciendo, cómo mucho de
ello encendía a unos pocos jóvenes, el amor que sentían unos por
otros y el poder que tenían sin saber por qué.
Cerró los ojos y les deseó éxito, incluso un poco de felicidad, antes
de derribar el cielo alrededor de ellos.
Kylee
Sombras
33

Todas esas temporadas atrás cuando su padre partía, era el inicio


del viento gélido, cuando los ríos comienzan a congelarse. El suelo
en las Aldeas hacía un agradable crujido bajo los pies. Era una
buena época para que los pájaros descansaran, una buena época
para que la gente se preparara para los próximos meses de frío,
almacenando leña y alimentos, reparando las jaulas y ocultando
bonitas sorpresas para los demás de forma que hubiera momentos
de luz en la oscuridad de los días puertas adentro. Esta
«generosidad gélida» hacía que una casa pequeña pareciera más
grande y era tan vital para sobrevivir a los vientos gélidos de Seis
Aldeas como las pastillas de fuego lo eran para las llamas. Eran
una tradición que a Kylee le encantaba.
Incluso su madre se contagiaba del espíritu de la generosidad
gélida cuando llegaba la época. Los sorprendía con una canción o
una historia y comida abundante. Kylee había escondido un poco
de jengibre azucarado que planeaba darle a Brysen después de la
primera nevada y una nueva caperuza con una bonita pluma para
Shara, y había encontrado los coloridos abalorios que él había
escondido para ella con un trozo de jengibre azucarado, aunque se
preguntó si él podría hacer durar el dulce hasta que fuese el
momento de compartirlo. Pero los abalorios eran bonitos. Cristal
desértico altari. No importaba que ella nunca hubiese mostrado
interés alguno en la artesanía con abalorios y que no sabría qué
hacer con ellos; se trataba de un gesto. Lo que realmente deseaba
eran botas nuevas para escalar y había soltado tantas indirectas
que no había nadie en Seis Aldeas que no lo supiera.
No tenía grandes esperanzas de que aparecieran las botas, ya
que eran caras. De todas formas, sus botas viejas iban bien para la
mayoría de las estaciones y no dejaría que un deseo insatisfecho
arruinara sus escaladas matinales.
Una mañana apenas comenzada la estación, Kylee estaba en un
sendero llamado Diente de Cazador, una incisión estrecha en una
pared de roca plana que era fácil para la escalada libre en solitario;
siempre y cuando no te importara hacer parte del camino colgado
boca abajo, debajo de algunos salientes. Era una de las escaladas
más divertidas y pronto estaría cubierta de nieve, lo que haría
imposible la subida. Esta era su oportunidad de ver lo rápido que
podía recorrerla antes de que viniera el viento gélido.
Pendía con ambas manos de uno de los salientes que sobresalían
por encima del Collar, buscando un punto de apoyo para los pies,
cuando echó una mirada a casa y vio a Brysen bien arriba, en la
cuesta septentrional sobre esta. Escalaba, pero no como ella. No era
por diversión. Su pelo gris lo hacía fácil de detectar y,
extrañamente, no llevaba a Shara con él. Lo que sí llevaba, no
obstante, era un bolso grande con cuerdas y mantas, como si
estuviera yéndose de expedición. Era demasiado grande para él.
¿Qué hacía yendo hacia la Mandíbula Superior cuando la
temporada de viento gélido comenzaba?
El corazón de Kylee se estremeció al pensar que quizás
finalmente lo había hecho, finalmente había decidido huir sin
ella… y ni siquiera se lo había dicho.
Pero después recordó que su padre se había ido a las montañas
por la misma ruta. Ella y Brysen creían que ese era el mejor regalo
de generosidad gélida que habían recibido jamás. Su padre había
ido a atrapar al águila fantasma —pese a las objeciones de su
madre— y estaría fuera quién sabía por cuánto tiempo. Podían
respirar con más tranquilidad sin él cerca. Las heridas más
recientes de Brysen se curarían. La última que su padre le había
hecho en la mandíbula había comenzado a ponerse parda y
morada, como la fruta podrida.
Unos pocos días antes, Brysen había sobrealimentado a un
ratonero de alas marrones. Como ya había comido bien, el halcón
no quiso cazar cuando su padre lo sacó para mostrárselo a un
cliente y eso le había costado tanto la venta como la humillación de
ser un comerciante que no podía manejar el peso de un ave
trabajadora. Había hecho que Brysen comiera en las jaulas con las
aves esa noche y que comiera lo mismo que ellas: polluelos crudos
y semillas podridas.
«Ya que eres tan generoso con el alimento de las aves, ¡quizás
deberías comerlo tú también!», había vociferado. Cuando Brysen
había intentado escabullirse a la casa para robar un poco de pan
fresco, había recibido un puñetazo en la mandíbula y había sido
enviado de regreso a las jaulas.
Su madre le había enviado pan a escondidas, de todas formas.
Había mandado a Kylee a llevárselo.
«Me odia», había dicho Brysen.
«¿Qué importa?», había respondido ella. «Odia a todo el
mundo».
«A ti no».
Kylee se había reído por la nariz. ¿Cómo podía explicarle que su
padre la odiaba más, la odiaba tanto que lastimaba a Brysen para
hacerle daño a ella? Pero ella y Brysen no habían hablado el mismo
idioma desde aquel día en que ella se había negado a huir con él.
«Quizás no regrese de la montaña», había dicho ella. «Nunca
atrapará al águila fantasma por su propia cuenta».
«¿Cómo lo sabes?».
«Porque ni una sola persona lo ha hecho jamás», había
argumentado Kylee, y Brysen había reaccionado de forma extraña.
No había estado de acuerdo con ella, pero tampoco se lo había
discutido. En lugar de eso, se había enderezado y se había frotado
la mandíbula, y un destello apareció en sus ojos.
Ella creyó que él había estado fantaseando sobre la vida sin su
monstruoso padre, pero ahora se daba cuenta de lo que en realidad
había estado pensando: en ir a ayudar. Estaba siguiendo a su
padre por la montaña para mostrarle lo útil que podía ser, como si
pudiese impresionar tanto a su padre que Yzzat dejaría de odiarlo.
Kylee ya sabía a esa edad que el amor no era algo que uno podía
ganarse. Era un regalo que algunas personas daban y otras
acaparaban, y otras arruinaban en vez de compartir.
Su padre destruía todo.
Kylee no tuvo que convencerse de ayudar a Brysen. Bajó
inmediatamente del Diente de Cazador, metió todo lo que
necesitaba sobre una tela que enrolló y ató con una correa, y se
marchó tras él. Su madre estaba abajo en Aldeas regateando
provisiones para pasar el viento gélido. Cuando llegara a casa y
encontrara que sus hijos se habían ido, se pondría mal, pero Kylee
supuso que todo sería perdonado cuando regresaran sanos y
salvos. Si no seguía a Brysen ahora, estaba bastante segura de que
él no regresaría en absoluto.
Aun así, dejó una nota. Su madre sabía a dónde había ido y por
qué. En todas las temporadas que siguieron, jamás hablaron sobre
esa nota.
Escaló por detrás de Brysen durante días, racionando sus
comidas disecadas y puñados de nueces de forma de tener
suficiente para el descenso. Brysen había subido bastante rápido a
pesar de la dificultad que presentaba la Cresta del Cardenal, pero
era torpe y dejaba un rastro fácil de seguir. Sus campamentos eran
un desorden y Kylee estaba preocupada; por el tamaño de sus
magros fogones, no estaba comiendo lo suficiente. Seguramente no
había guardado comida disecada y ella casi no encontraba huesos,
lo que significaba que o bien no se ponía a cazar o bien no estaba
cazando nada. De cualquier forma, no podría continuar demasiado
con el estómago vacío.
Era bien entrada la noche en el cuarto día cuando lo vio. Estaba
en una cumbre justo sobre el Desfiladero Innombrable y lo observó
descender. Obligada a seguirlo, escaló por el lado difícil de Pico del
Demonio con el azote del viento contra su espalda, pero al menos
podía ver hacia abajo con claridad.
Brysen estaba apretujado en el arbusto salvaje más adelante en la
cuesta, pésimamente escondido. Ella escaneó el área en busca de su
padre, pero no pudo divisarlo. Sin dudas, él estaba invisible debajo
de un puesto de caza en algún lugar.
Kylee miró hacia arriba a los peñascos altos, todo el camino hacia
la cumbre más alta. Cuántas águilas fantasma vivían ahí, nadie
podía saberlo, pero al menos una llevaba a sus presas a un nido en
el Desfiladero Innombrable. A veces podías escuchar los chillidos
todo el camino hasta las aldeas. Kylee había leído fragmentos de la
Guía de Ymal y las historias de Valyry y las hermanas Stych, así
que sabía que las águilas jóvenes cazan más abajo en las
montañas, donde hay más variedad de presas y menos
competencia con otros miembros de su especie. Era estúpido que
su padre pensara que un águila joven sería un objetivo menos
arriesgado para atrapar.
Era obvio que papá iría tras un águila joven, pensó Kylee. Nunca se
arriesgaría a hacer una escalada más difícil o a una lucha justa contra un adulto
completamente desarrollado.
Mirando hacia abajo por el Desfiladero, Kylee vio un halcón de
corral no demasiado lejos del arbusto de Brysen. Kylee observó sus
tarsos, siguió la línea hasta un bulto de piedra y nieve. Ese debía
ser su padre, esperando ahí.
Se estremeció al recordar destellos de sus manos rápidas, que en
un rapto de furia abofeteaban a Brysen en la oreja, lo golpeaban en
las mejillas, lo derribaban al suelo. ¿Eran esas despiadadas manos
lo suficientemente rápidas para atrapar al águila fantasma?
De repente, su padre se puso de pie en su escondite y Kylee sintió
que el aire se atoraba en su garganta. Él miraba directamente hacia
el arbusto de Brysen, había desenvainado su cuchillo y estaba
agazapado en posición de ataque. Había visto a Brysen. Estaba a
punto de embestirlo.
Kylee imaginó lo que podía suceder a continuación con tanta
claridad como si lo estuviese viviendo: Brysen levantado por el
pelo. Su padre, enfurecido, le clavaría el cuchillo en las tripas y lo
arrojaría boca abajo junto al halcón de corral, riendo. El cuerpo
ensangrentado de Brysen sería un señuelo más fresco para el
águila fantasma y su padre pronto regresaría al pueblo victorioso.
Un héroe que había perdido a su hijo en la cacería, pero que a
cambio había ganado fama y fortuna.
Y Kylee y su madre serían ricas. Con la fortuna, su padre se
volvería amable y trataría a Kylee con todo el cariño que le había
hecho falta. No tendría razón alguna para reprimir sus habilidades
y un día sería reconocida como una gran cetrera. Su madre
adoptaría la fe uztari y su familia encontraría la armonía. Todo lo
que los refrenaba era Brysen. Todo lo que tenía que hacer para
librarse de él era… no hacer nada.
Esos no eran sus pensamientos. No los reconocía en absoluto.
Su padre estaba a punto de arremeter con su cuchilla de garra
negra tal como Kylee había imaginado, pero sintió ese terrorífico
calor en su interior, la llama trepidante que ardía con gran
intensidad dentro de sus pulmones.
Eso sí era suyo. La ardiente necesidad de gritar le pertenecía, y
conocía bien el dolor de reprimirla. La había reprimido por el bien
de Brysen durante mucho tiempo. Ahora, por su bien, la dejó salir.
Abrió la boca y dejó que el extraño sonido escapara por sus labios,
no más fuerte que un susurro.
No podía recordar la palabra que había dicho, pero en cuanto su
padre lanzó el cuchillazo hacia Brysen, una sombra cayó desde el
cielo y se lanzó en picado con la silenciosa velocidad de una
lágrima al derramarse. El águila fantasma arrancó a su padre del
suelo y se lo llevó en el aire, solo.
Ella lo observó irse. Observó que Brysen salía de su escondite
para alzar la vista hacia la silueta de su padre, que desaparecía en
la noche. El hombre gritaba mientras Brysen levantó el cuchillo y
liberó al halcón de corral con él. El ave ladeó la cabeza hacia él,
sacudió sus plumas y salió volando en la dirección contraria, hacia
arriba sobre la montaña. Brysen la observó irse, después miró
alrededor. Kylee se apretujó contra un peñasco cercano.
Y entonces Brysen, creyendo que estaba solo, se sentó en la tierra
y lloró. Kylee podía escuchar sus sollozos, pero también el destello
de sus dientes blancos y le pareció que, tras las lágrimas, se reía.
34

Ahora, sobre el acantilado que daba a Pihuela Rota, Brysen estaba


frente a Kylee con el águila fantasma amarrada a la espalda, y no
se reía.
—Tú. —Fue todo lo que dijo.
—Yo —respondió ella.
Él asintió y miró alrededor, con los ojos cristalinos y distantes.
Jowyn y Nyall se habían quedado helados en su lugar y ambos
parecían querer irse volando en ese preciso momento, una paloma
y un cuervo lado a lado. Brysen casi podría estar de nuevo en la
montaña, observando cómo se llevaban a su padre en el aire.
Estaba pensando de nuevo todo lo que creyó saber sobre esa noche.
Después agarró la cuerda que sujetaba a la enorme águila negra
a su espalda y la pasó de un lado a otro para dejar caer al ave
toscamente en el suelo frente a él. Se dejó caer de cuclillas frente a
esta y con las manos frotó su propia cara. Estudió a la rapaz
durante un largo rato en silencio, sus ojos celestes fijos en la mirada
negra abismal.
Kylee temió que el águila se hubiese metido en su cabeza pese a
tener el pico cerrado, pero después Brysen levantó la mirada hacia
ella.
—Perdí dos aves en esta expedición —dijo—. Y ambas eran todo
lo que siempre he querido.
—Lo siento, Bry. —Kylee caminó hasta él, se arrodilló a su lado,
le frotó la espalda. Los labios de su hermano temblaban y ella lo
único que quería era solucionar todo. Desde que eran pequeños, el
solo hecho de estar en el mundo era, con frecuencia, un dolor para
Brysen. Nunca había querido empeorar las cosas, pero una brisa no
puede pasar a través de un árbol sin agitar las hojas. Ella le había
salvado la vida; no había tenido intención de hacerle daño al
hacerlo.
—Es tuya. —No miró a Kylee, solo a la gran águila, cuyo pecho
subía y bajaba con cada respiración agitada—. Siempre ha sido
tuya… pero… —En ese instante se volvió hacia ella, mirándola—.
Por favor, no permitas que también alejen a Dymian de mí…
Ella le sujetó la mano, buscó dentro de sí las palabras correctas
para tranquilizarlo. Había hecho todo por Brysen, había pasado
cada día desde que su padre había muerto intentado protegerlo…
pero ¿podía hacer esto? ¿Podía entregarle este tipo de poder a un
monstruo como Goryn Tamir?
—No puedo —le dijo a Brysen—. Esto es más grande que
nosotros.
—Si se la damos, probablemente nunca la pueda controlar.
Quizás incluso lo mate —suplicó Brysen—. Pero si no se la damos,
matará a Dymian. Tenemos que dársela, Ky.
Ella apretó los dedos de Brysen. Sentía pena por él y estaba
tentada a aceptar. En la ecuación absurda del corazón roto de
Brysen, para salvar a un chico valía la pena arriesgar al mundo…
pero ese no era un riesgo que ella podía elegir.
—No puedo dejar que Goryn Tamir consiga el águila —sostuvo
—. No sabemos qué hará si…
—¡Si! —Brysen apartó la mano con tanta rapidez que fue como si
se hubiese quemado—. No voy a entregar la vida de Dymian por
un «si». —Miró a Kylee ahora como la había mirado aquel día en
que le había pedido que huyera con él y ella había respondido que
no. Esta vez, sin embargo, no cedió tan fácilmente—. ¡Aquí arriba!
—gritó con todas sus fuerzas—. ¡Goryn Tamir! ¡Estoy aquí arriba!
¡Tengo tu presa!
Buscó las sogas que amarraban al águila, pero Kylee lo derribó
hacia atrás, se arrojó sobre el cuerpo del ave. Podía sentir su
respiración agitada contra ella; todo el cuerpo del águila temblaba.
Brysen se puso de pie de un salto y sacó su cuchilla de garra negra.
Kylee no tuvo que mirar hacia abajo para saber que en el patio de
Pihuela Rota todos los ojos se habían disparado hacia la cima del
acantilado, sobre el mural ancestral. Lo que pasara a continuación
ocurriría a la vista de todos.
35

Vyvian llegó a la cima del acantilado primero. Sus ojos iban de


Kylee a Brysen al bulto de plumas negras amarrado debajo de ella.
—Kylee… ¡lo has conseguido! —Sonrió—. ¡Realmente lo has
conseguido!
Kylee no le quitó los ojos de encima a su hermano. El rostro de
Brysen se había vuelto duro, su mandíbula estaba tensa y la
cuchilla negra estaba apuntada hacia ella.
—¡Yo lo conseguí! —gritó él.
—Brysen, tranquilízate. —Nyall intentó calmarlo—. No quieres
hacer esto. Solo es esa cosa que está jugando con tu mente.
—No —corrigió Jowyn—. Es él. Esta es la elección de Brysen, la
elección que él debe hacer.
Su hermano miró a los chicos y a Kylee. El cuchillo temblaba en
sus manos y entonces se volvió, sobresaltado, cuando llegó el
propio Goryn Tamir, con un gerifalte blanco y plateado en el puño
y tres fornidos asistentes a sus espaldas. Dos de ellos sostenían a
Dymian entre sí, mientras la tercera, Yasha, tenía listo su látigo de
seis garras.
Goryn tiró de Vyvian hacia atrás y dejó caer uno de sus
monederos de bronce en su mano.
—Agradezco que le hayas vendido el camino equivocado a mi
hermana. Gracias por eso. Ahora vete de aquí. —Vyvian gesticuló
unas disculpas hacia Kylee, aunque Kylee no supo bien por qué.
Su amiga había hecho exactamente lo que ella había esperado que
hiciera. La consistencia era una virtud que Kylee valoraba, y
Vyvian, con todo lo hipócrita que podía ser, jamás pretendía ser
nada que no fuese lo que era: una espía por comisión. Al irse, lanzó
una mirada hacia Kylee una vez más y le señaló algo con los ojos,
pero Kylee no sabía qué y no tenía espacio mental para descifrarlo
en ese momento. Tenía preocupaciones más apremiantes.
Goryn dirigió su atención a Brysen.
—Bien hecho, pajarito. Muy bien hecho.
—Deja ir a Dymian —dijo Brysen—, y el águila es tuya.
—Brysen, no —suplicó Kylee.
—¿Tu hermana ha cambiado de opinión? —Goryn levantó una
ceja—. Me parece que debería negociar con ella entonces, ¿eh?
Kylee lo ignoró, solo le habló a su hermano.
—Imagina qué va a hacer Goryn. Su propia hermana no quiere
que la tenga. Los kyrgios están intentando detenerlo. Nadie estará a
salvo.
Goryn chasqueó la lengua.
—Ay, Kylee, niña, nadie está a salvo ahora. Los kartamis están en
camino. Los kyrgios no pueden detenerlos. Uztar caerá. Pero
gracias a mí, Seis Aldeas se salvará. Las cosas seguirán como
siempre. Con una pequeña excepción. Yo estaré a cargo.
—Ya estás a cargo —dijo Kylee.
—Mi madre y mis hermanas tiene otra opinión. Los kartamis, sin
embargo, ven el valor que tengo. Y yo, el de ellos. Es un arreglo
beneficioso para ambos y uno que no debería importarte
demasiado… si cooperas ahora mismo.
Kylee negó con la cabeza.
—Por favor, Kylee —le rogó Dymian—. No dejes que me maten.
Sé que no siempre nos hemos llevado bien, pero tu familia me
importa. Me importa tu hermano tanto como a ti. Por favor.
—Yo, personalmente, estoy conmovido hasta las lágrimas. Mira
la buena fe que estoy mostrando —dijo Goryn. Hizo un gesto a sus
asistentes con la cabeza para que soltaran a Dymian—. Tráeme el
águila y seréis libres. Todas las deudas serán perdonadas. —El
maestro cetrero, que estaba desaliñado, se acercó renqueando
inmediatamente. No fue hacia Brysen, sin embargo; caminó hasta
Kylee y se arrodilló, con dolor, frente a ella.
—Por favor —suplicó él, estirando una mano, que apoyó sobre
las plumas negras del águila—. Deja que Goryn se la lleve.
—Dymian… —Kylee lo miró y frunció el ceño—. No puedo.
Y con un rápido movimiento, rompió el nudo que mantenía las
alas del águila fantasma amarradas. Su hermano podía enredar
cualquier cosa, pero cada nudo que había hecho tenía fallos.
En una ráfaga negra, el águila despegó de abajo de ella y salió
disparada hacia el cielo, derribando a Kylee y a Dymian.
—¡Basura! —gritó Dymian y, en un instante, le había abofeteado
la cara con el dorso de la mano, estrellando los nudillos contra su
mejilla.
El águila fantasma volaba en silencio sobre ellos, trazando un
amplio círculo, pero no huyó ni chilló. Kylee le había dejado el pico
amarrado. Abajo, en el patio de Pihuela Rota, todos gritaban, se
habían arrojado al suelo y gateaban para ponerse a salvo. Incluso
Goryn Tamir y sus asistentes se habían agazapado. El hermoso
gerifalte nevado y plateado chilló e intentó huir del puño, adonde
estaba sujetado. En pánico, arañó la cara de su cetrero y los
asistentes de este se acercaron a gatas para salvarlo mientras se
mantenían bajo el insignificante resguardo que había arriba del
acantilado.
—¡Llámala para que vuelva! —Dymian alzó un puño hacia
Kylee—. ¡Llámala para que vuelva ahora mismo!
—¡Dymian, no! —Brysen fue corriendo hasta ahí, se lanzó hacia
él y lo envolvió con sus brazos—. ¡Mira! ¡Eres libre! ¡Vayámonos!
¡Vayámonos juntos ahora!
Dymian giró la cabeza hacia Brysen y encontró su mirada, le
puso una mano en la nuca y lo atrajo hacia sí. Por un instante,
Kylee creyó que se besarían y se abrazarían, y todo sería
perdonado… y escaparían todos juntos.
En vez de eso, Dymian giró a Brysen y le arrancó la cuchilla de
garra negra de la mano para presionarla contra su cuello, en un
movimiento exactamente igual al que el transportista había
realizado cuando atrapó a Brysen en la arena de riña.
—¡Llámala ahora! —le ladró Dymian a Kylee—. O le cortaré la
garganta.
—¿Dy? —lloriqueó Bry, la conmoción le quitó todo el aire de los
pulmones.
—Lo siento, Brysen. Pero nosotros necesitamos esa águila.
—¿Nosotros? —Intentó liberarse del agarre de Dymian, pero los
mismos brazos en los que solía despertarse ahora lo ceñían como
garras—. Tú y…
—Lo siento —repitió el maestro cetrero—. Pero si tu hermana
hace esto, prometo no lastimarte.
—¿Estás trabajando con Goryn? —preguntó Brysen. No sonaba
como siempre. Sonaba como un animal herido. Eso llenó a Kylee de
rabia. Llenó sus pulmones con un ardor interno, la primera
efervescencia de una palabra que se formaba, pero luchó por
reprimirla. Sabía que un desliz del cuchillo de Dymian era todo lo
que necesitaría para que le arrebataran a su hermano, y no iba a
arriesgarse.
—Goryn va a devolverme mis títulos —explicó Dymian, como si
fuera lo más obvio, como si Brysen seguramente fuese a perdonar
las mentiras y las amenazas una vez que supiera la razón detrás
de ella—. Todas las propiedades familiares pasarán a mí cuando
los kartamis los eliminen. Sé que duele, Brysen, pero no entiendes
lo que es ser desheredado. No puedo seguir viviendo así: en
Aldeas, endeudado, prácticamente siendo un campesino. Pero
estaré bien cuando todo esto termine. Podrías venir a vivir
conmigo. Cuidarás a los halcones. Yo podré pagarte a ti de ahora en
adelante.
—Pero —gimoteó Brysen— íbamos a viajar juntos… solo
nosotros… compartiendo todo…
Dymian levantó la vista, apuntando sus ojos desconfiados al
águila que los circunvolaba, cuyas enormes alas negras arrojaban
una sombra vespertina que giraba sobre todos ellos.
—Nos hemos divertido juntos, Bry —dijo con amabilidad—, pero
estoy hecho para la riqueza y el poder, no para rodar en la tierra
con un chico de las Aldeas. Sé que lo entiendes. Eso es lo que
siempre me ha gustado de ti. Nunca has pretendido ser más de lo
que eres.
Kylee vio el momento en que el frágil corazón de Brysen se
rompía. Vio el dolor atravesando su rostro como la sombra del
águila. Miró de Dymian a ella y de nuevo al maestro cetrero, y sus
labios se curvaron hacia abajo. Cerró los ojos y el viento le despeinó
el cabello gris. Podría haberse desmayado ahí mismo.
Pero entonces sus ojos se abrieron y eran tan fríos como el hielo.
Su mandíbula se endureció como la roca. El amor y el odio no eran
tan diferentes, y uno podía convertirse en el otro con increíble
facilidad. Brysen no estaba roto. No se rompería.
Y cuando la miró, era su hermano otra vez.
—Siempre he sido más de lo que crees que soy —le gruñó a
Dymian. Cuando la sombra del águila cruzó sobre ellos otra vez,
con la atención de Dymian dispersa, Brysen le pisó el pie, rodó de
lado y hacia adelante, de forma que el filo le cortó la barbilla pero
no la garganta, y se soltó. Arremetió contra Dymian, lo embistió
por la cintura y lo derribó hacia atrás, hacia el borde del acantilado.
En el suelo le clavó una rodilla en el costado de su pierna rota—.
¡Hubiese dado mi vida por ti! —gritó.
—¡Aún puedes hacerlo! —respondió a gritos Dymian, que le dio
un puñetazo a Brysen en un costado. Se empujaron entre sí y se
pusieron de pie otra vez, forcejeando. Dymian había perdido el
cuchillo, pero era más fuerte que Brysen y usaba el cuerpo del
chico como apoyo para mantenerse de pie. Tenía a Brysen sujeto
por la cabeza y lo arrastraba, con pasos rengos, hacia el borde del
acantilado—. ¡Lo tiraré! —gritó—. ¡Llama al águila o lo hago!
Nyall y Jowyn corrieron desde donde estaban refugiados para
ayudar a Brysen, y Kylee fue con ellos. Pero el águila fantasma se
lanzó entre ellos, abriendo bien las alas, y bloqueó a Dymian y
Brysen de la vista. Todo el cielo azul que había detrás quedó oculto
por sus plumas negras.
—Hermoso —susurró Goryn en donde estaba agazapado,
acobardado tras sus asistentes.
—¡Haz que se aleje! —gritó Dymian, con pánico en la voz.
—Pero yo no la he llamado —dijo Kylee y sintió que algo extraño
se revolvía en su interior, una especie de euforia ante el terror en la
voz de Dymian.
Entre los animales del mundo, los humanos tienen los apetitos
más extraños. La crueldad de un halcón llega solo hasta donde
exige su hambre. No hay odio allí, solo necesidad. Solamente la
gente puede disfrutar ante el sufrimiento de otro.
Kylee sonrió. Pensó en su hermano y Dymian, recordó los días en
que ellos se reían de alguna broma de la que ella estaba excluida,
la manera en que el secreto de su risa había hecho que su hermano
se inflara, porque no había visto lo superficial que era el interior de
Dymian.
Recordó las lágrimas que Brysen había derramado cuando
Dymian desaparecía durante días para cazar con Nyck, Vyvian o
extraños acaudalados que pasaban por ahí. Él parecía elegir a
cualquiera, a todos, salvo a Brysen. Se acordó de cómo regresaba
lleno de regalos y dulzura y Brysen se volvía dócil otra vez.
Dymian era un maestro cetrero y había manejado a su hermano
como manejaba a los halcones: lo mantenía apenas saciado, con la
suficiente hambre como para que siempre regresara a por más.
En ese momento, el águila fantasma rotó su enorme cabeza hacia
ella. La única evidencia de un rostro en sus plumas color negro
profundo era el destello malévolo de sus ojos negros y la brillante
tira de tela emplumada blanca que mantenía su pico cerrado.
Entonces el águila se agitó y Kylee vio cómo la tela se caía. Por un
momento fugaz, los ojos del águila parecieron del color azul del
deshielo.
—¡RIIIII! —chilló y las palabras ardientes crecieron dentro de ella.
Si ella pronunciaba la verdad de lo que sentía ahora mismo, la
furia del águila sería terrible. Dymian, Goryn, sus asistentes… todo
ellos serían despedazados. Podía desencadenar un infierno.
Pero nunca podría controlarlo.
Kylee dudó. Los pies de Dymian y Brysen estaban sobre el borde
del acantilado. Nyall y Jowyn estaban junto a ella, intentando ver
cómo avanzar, pero nunca podrían pasar al águila, nunca podrían
salvar a Brysen. El águila los miró a los tres como si los estuviera
desafiando a actuar, como si quisiera que Kylee convocara la
muerte que llevaba en su interior.
Intentó no pronunciar palabra y desde atrás del águila, aún
atascado entre los brazos de Dymian, Brysen habló:
—Te conozco —dijo.
¿Le estaba hablando a Dymian o al águila fantasma? La cabeza
gigante del ave se disparó de regreso hacia él. Dio un paso
adelante, empujó al dúo hacia atrás, de forma que los talones de
Dymian quedaron fuera del borde del acantilado.
—Te conozco —repitió Brysen y en la mente de Kylee destellaron
nuevas escenas.
Estaban bajo el fresno en el patio, los dedos de su hermano
entrelazados con los suyos, sus historias también se entrelazaban.
Ese es el reino de Brrr, le estaba diciendo él, donde siempre hace frío.
Y aquí están las fuentes termales de Ahhh, respondió ella, donde el agua
caliente siempre burbujea desde debajo del mundo.
¡Las burbujas son pedos de gigantes!, agregó Brysen, riendo, y ella
también se rio, y entonces escucharon el clic clic de su padre, que se
acercaba por el patio.
Clic clic. Clic clic.
Ella le sostuvo la mano con más fuerza y él sostuvo la de ella,
intentaba no parecer asustado, intentaba mostrarle que no estaba
asustado, pasara lo que pasara, siempre y cuando se tuvieran el
uno al otro. Ella no había podido ayudarlo entonces. Ella había
anhelado ayudarlo entonces.
—Te conozco —le dijo Brysen al águila, pero no eran palabras
para el águila. Le estaba hablando a Kylee. Las palabras eran para
ella. Esos pensamientos eran de ella—. ¡Hazlo! —gritó Brysen, y el
águila se lanzó hacia ellos. El muchacho se inclinó hacia atrás al
mismo tiempo que Dymian intentaba empujarlo hacia adelante y
después se arrojaba fuera del camino. Pero Brysen se aferró a la
ropa de Dymian con fuerza, no lo soltó.
Cayeron juntos por el acantilado.
—¡No! —gritó Nyall cuando el águila fantasma se lanzó tras
ellos.
Kylee también gritó:
—¡Vaas! —Era una palabra simple en lengua hueca, con un
significado simple, uno que conocía sin saber cómo ni por qué lo
sabía: «nosotros». La gritó como la verdad más profunda que pudo
sentir: «nosotros». Su hermano y ella, el fresno, el fuego en las
jaulas, el látigo de seis garras, el hedor de la hoja de cazador y
estofado recocido. El primer beso de su hermano. Su primera
escalada libre. Cada rodilla raspada y cada corazón roto. Los
cuervos de duelo y las amabilidades frías. La verdad de ambos.
Toda la verdad.
Y el águila obedeció.
36

Abajo en el patio, la muchedumbre gritó. Kylee fue corriendo hasta


el borde del acantilado, miró hacia abajo, más allá del mural
pintado, y vio un cuerpo roto, doblado y retorcido al fondo de la
arena de batalla. Y miró hacia arriba al cielo azul claro y vio la
silueta de una sombra de amplias alas haciendo un círculo y la
sombra del chico que sostenía. Sobrevoló Seis Aldeas, y Brysen se
sujetaba de sus tarsos y sus garras lo aferraban de los hombros.
Trazó un arco alrededor y bajó planeando, derecho hacia el
acantilado, derecho hacia ella. Después, el águila fantasma dejó a
Brysen en el suelo, magullado y descalabrado, pero entero y vivo, a
sus pies.
El águila miró en dirección a Goryn Tamir y a sus asistentes,
quienes estaban acobardados detrás de una piedra demasiado
pequeña. El gerifalte blanco de Goryn había entrado en pánico,
chillaba y aleteaba y le arañaba la cara con las garras, intentando
escapar de su amarre. En un movimiento rápido, Goryn arrancó al
ave de su rostro y partió su frágil cogote.
Kylee recordó un fragmento de la Guía para el avistamiento y la captura
del águila fantasma de Ymal el Tonelero: «… cuidad a vuestras
propias aves, porque el águila fantasma ve el respeto que les
mostráis a todas sus hermanas aviarias y cuenta dobles las ofensas
contra ellas».
El águila fantasma arremetió ahora contra ellos, y los tres
asistentes gritaron y salieron corriendo hacia la cuesta, mientras
que Goryn, chillando, se arrojó al suelo. El águila, sin embargo, no
atacó. En vez de eso, se lanzó por sobre su cabeza y voló alto,
batiendo sus poderosas alas para captar el viento y planear y
circunvolar tan alto que ya no pudieron verla.
—¡RIIIII! —Su chillido les avisó que no se había ido lejos, sino
arriba.
Brysen alzó la mirada hacia su hermana desde el suelo, con
lágrimas en los ojos.
—He volado —dijo.
—Lo sé —respondió ella, al borde del llanto como él y casi riendo
de alivio—. Maldito comelodo, ¿cómo sabías que el águila te
atraparía?
—No lo sabía —comentó Brysen, sus ojos azules como un lago
quieto y apenas un destello de travesura, el tipo de travesura a
medio planear que siempre lo llevaba a tener problemas—. Pero
sabía que tú lo harías.
Él la abrazó durante mucho tiempo y ella lo ayudó a levantarse,
antes de que Nyall rompiera el silencio.
—Entonces… ¿qué hacemos con él? —preguntó este, señalando a
Goryn, que aún estaba acostado en el suelo, temeroso. Intentó
ponerse de pie cuando vio que todos lo miraban y se dio cuenta de
lo solo que estaba ahora. Tenía el rostro arañado y sangriento, y se
había orinado encima.
—Hice lo que creí que tenía que hacer para salvar Seis Aldeas —
les explicó—. Los kartamis están en camino, y si creéis que podéis
detenerlos… —Negó con la cabeza—. Y Brysen… Brysen…
Dymian era un perdedor; todos lo sabían. Estás mejor sin él.
Kylee estaba de acuerdo con Goryn solo en ese punto, pero dejó
que Brysen contestara. No le correspondía decirle qué sentir o cómo
hacer el duelo.
—¿Me estás pidiendo que te perdone? —Brysen se mofó—.
¿Estás suplicando mi perdón?
El joven se dejó caer de rodillas, sostuvo las manos sobre su
pecho con el saludo alado y rogó.
—Depende de ti. —Brysen se volvió hacia Jowyn—. Es tu
hermano.
Ante eso, la cabeza de Goryn se disparó hacia Jowyn, se le arrugó
la frente. Estudió al extraño chico blanco con la piel dibujada.
Goryn negó con la cabeza.
—No eres él. Jo no se veía como…
—Soy yo, Gor —aseguró Jowyn—. Sobreviví. Crecí.
De repente, lo reconoció. Goryn vio más allá de los cambios que
habían provocado la savia, el tiempo y la tristeza. Vio a su familiar.
Jowyn asintió. Fue entonces cuando Kylee notó que el chico estaba
sosteniendo una piedra.
—Nadie te culparía si quisieras romperle la cabeza —dijo Brysen
—. Aunque pensé que habías jurado dejar la violencia.
—No puedes quitar una vida si no has dado una. —Jowyn citó el
mantra de las Madres Búho—. Pero te di la tuya. —Levantó la roca,
los músculos de su brazo se flexionaron—. Me he ganado el
derecho a quitarle la suya.
—Jo… —murmuró Goryn—. Jo… Jo… Jo…
—Pero tú no eres así —expresó Brysen con suavidad, caminó
hasta Jowyn y le puso la mano en la muñeca.
Jowyn lo miró.
—No estoy seguro de quién soy aquí.
—Bueno, tienes tiempo para averiguarlo —sugirió Brysen.
—Espera un momento, chico búho. Si no le rompes la cabeza, hay
una recompensa por ella. —Vyvian se empujó por encima del
último saliente hasta la cima del acantilado, sudada y cubierta de
polvo—. De quien en verdad me emplea. —Vyvian ahora tenía dos
monederos de bronce en el cinturón, una con el emblema Tamir y
otro que tenía un sello kyrgio.
Kylee entornó los ojos hacia su amiga, después miró hacia abajo,
al patio de Pihuela Rota y vio una comitiva de soldados que
entraban en fila. Cuando volvió a observar a Vyvian, Yval Birgund,
el consejero de defensa del Castillo del Cielo, se empujaba por
encima del borde a la cima del acantilado, con seis soldados
jadeantes en una fila por detrás. La última en subir, pero la menos
agitada, fue Üku, la Madre Búho.
El consejero de defensa miró el cielo azul profundo y protegió sus
ojos mientras lo escaneaba en busca de la sombra del águila
fantasma.
—Aún está aquí —afirmó Üku. No tenía un búho con ella y sus
ojos observaban a Kylee, no al cielo—. Esperando —agregó.
—No eres bienvenida aquí —le dijo Kylee, preguntándose si
podría llamar al águila y hacer que la gente de Yval saliera
corriendo, como había hecho la de Goryn.
—La has intrigado, Kylee —comentó Üku—. Eso es más de lo
que puede lograr la mayoría. Pero no creas ni por un instante que
has ganado su obediencia o que la has amansado de alguna forma.
Sin embargo, pese a lo que hiciste en la montaña, continúo
dispuesta a enseñarte lo que puedo.
—Ya tienes mi respuesta —contestó Kylee.
—Sí. —Üku asintió mientras fruncía el ceño—. Y nos costó caro.
Esperábamos que lo reconsideraras.
Ante eso, los soldados de Yval se giraron y acarrearon a una
última persona desde un declive detrás de un arbusto. Sus tobillos
y muñecas estaban amarrados, para hacer que fuera imposible que
escapara. Kylee y su hermano se tensionaron al ver quién era: su
madre, amarrada y amordazada y un poco magullada tras ser
arrastrada hacia arriba por el acantilado rocoso.
—Lamento el trato brusco —se disculpó Yval Birgund—, pero
sus sermones se volvieron demasiado pesados.
—Soltadla —espetó Kylee. Con una ligera inclinación de la
cabeza, la expresión del hombre cambió y le recordó que era un
alto kyrgio de Uztar y ella, una chica aldeana cuya utilidad era lo
único que mantenía vivos a ella y todos los que amaba—. Señor —
agregó, con un saludo contra el pecho.
—Tiene suerte de que no le arrancara la cabeza —respondió él—.
Cuando llegamos, sus plegarias sonaban muy parecidas a las
blasfemias kartamis.
—Es que ella está consagrada a la vieja religión —explicó Brysen
—. Ella nunca haría nada al respecto.
—Su lealtad familiar es admirable —les dijo Yval a ambos—. Me
pregunto lo lejos que llega.
—No le hagáis daño —pidió Kylee—. Es inofensiva. —Su madre
era problemática y estaba algo loca, pero era la única madre que
Kylee y Brysen tenían.
Yval se relamió los dientes.
—No importa demasiado lo que haga con ella. Está en peligro, al
igual que tu hermano, tu novio… —con el rabillo del ojo, Kylee
juraba haber visto a Nyall sonreír—… y todos los que conoces. Los
kartamis están abriéndose camino hasta Seis Aldeas. No tardarán
demasiado tiempo. Nuestro Concilio ha tardado en ver la amenaza
y organizar una respuesta. Nos gustaría que fueses parte de esa
respuesta ahora. Ven con nosotros, entrena en el Castillo del Cielo
para liderar un nuevo batallón, distinto a todo lo que nuestros
enemigos han visto, y tú, tu madre, tu hermano y tu aldea estaréis
protegidos.
—¿Y si me niego? —preguntó Kylee.
Uno de los soldados de Yval apoyó una alfombra y una bolsa.
Miró a Brysen durante un instante de puro desdén antes de
comenzar a sacar los contenidos de la bolsa y colocar cada
elemento cuidadosamente en fila sobre la alfombra.
Cráneos.
Uno por uno, extrajo resplandecientes cráneos de halcones y
gavilanes y los colocó en una fila. La madre de Kylee gimió. Ver un
saco de cráneos de aves debió ser profundamente ofensivo para
ella. Los pájaros muertos habían provocado una respuesta más
grande que ver a sus propios hijos maltrechos y ensangrentados,
como ciertamente estaban. De cierta forma, igual que Vyvian con
su espionaje, la madre de Kylee era fiel a sí misma y a su fe. No
había sorpresas en esa mujer, por mucho que Kylee a veces
quisiera que las hubiese.
—Los kartamis vaciarán el cielo —advirtió Yval—. Ese es el
objetivo que declaran, pero no se limitan solo al cielo.
El servidor comenzó a sacar cráneos más grandes de la bolsa.
Cráneos humanos. Los colocó en línea, cinco y después diez. Se
quedó sin sitio en la alfombra y comenzó a apilarlos en pirámide.
Había quince ahora, y seguían amontonándose.
—Los kartamis atacaron una caravana de caza que había tomado
un camino pausado hacia el mercado —explico Yval—. No dejaron
a nadie vivo, ni siquiera a uno de nuestros kyrgios. —Veinticinco
cráneos. Treinta—. Ni siquiera perdonaron la vida de su hijo. —
Entonces, un pequeño cráneo humano, el de un niño—. Para
cuando llegó nuestra cohorte, los buitres habían limpiado los
huesos.
Kylee pudo sentir que Nyall se ponía tenso a su lado. Brysen —
notó ella— no había soltado la muñeca de Jowyn.
—Continuarán con sus matanzas hasta que los detengamos —
sostuvo Yval—. Y tu renuencia a matar no te salvará.
—¡RIIIII! —El águila chilló desde su altura invisible y todos se
sobresaltaron.
O ellos te matan o el águila fantasma lo hará, pensó Kylee. No podía
imaginarse que la criatura la obedeciera, no podía imaginarse
llamándola voluntariamente a que viniera a su lado o enviándola a
destrozar a sus enemigos. Podía imaginar con facilidad que sus
garras se volvían contra ella en el momento en que perdiera el
control.
No puedo hacer esto, quiso decir y aunque sabía que el águila estaba
en su cabeza, el pensamiento no dejaba de ser cierto.
Pero los rostros adustos desplegados detrás de la pila de cráneos
la miraban con esperanza. Eran mujeres y hombres serios,
cumpliendo su misión, pero todos tenían miedo. Miró a Vyvian, su
amiga en ocasiones, y ella también parecía asustada. Abajo en el
pueblo, los chicos riñeros estaban amontonados en la entrada de
Pihuela Rota. Otros habían huido del patio para esconderse en sus
carpas de mercado o se habían refugiado en sus casas.
Tenían tanto miedo del águila fantasma como ella, y no
entendían qué era lo que Kylee podía hacer ni cómo podía hacerlo
—ella tampoco—, pero de todas maneras esperaban que los
ayudara.
Ella quería decir que no. Era buena con el «no». Había pasado
toda su vida diciendo que no, intentando proteger a su hermano,
alejando a Nyall, poniendo los ojos en blanco ante la última
aventura de Vyvian o la última payasada de Nyck. No quería dejar
este lugar, su hogar. Le encantaba el olor que salía de las cocinas y
cómo las laderas se volvían rosas al atardecer. Cómo podía salir de
su casa, caminar cliqueando por el sendero de piedras y en poco
tiempo estar escalando la pared vertical de piedra, observando la
corriente del Collar hacia las praderas y el desierto.
No quería irse.
—El tiempo es escaso y el viaje al Castillo del Cielo necesita
muchos días —dijo Yval—. Debemos irnos.
—No sé si puedo hacer esto —respondió Kylee, y esperaba que
Yval discutiera con ella, pero fue Brysen quien habló desde atrás
de ella.
—Puedes hacerlo —le dijo—. Y necesitamos que lo hagas. Yo
necesito que lo hagas.
37

Brysen le sujetó de la mano.


—Es como tú dijiste, es tu destino el que está ligado al águila
fantasma, no el mío.
—No creo en el destino —respondió ella.
—Bueno, yo sí. Y quizás el mío no sea ser un gran héroe. Quizás
el mío sea patearte el culo hasta que tú lo seas.
Ella negó con la cabeza.
—Mira, Ky —continuó él—. Tú me seguiste a la montaña para
protegerme. Dos veces. Esto no es diferente. Cada cráneo en esa
pila era una persona que necesitaba protección. No tuvieron la
suerte de tenerte para que cuidaras de ellos, pero yo sí. Creo que
debería compartir mi suerte. Creo que debes hacer esto. Creo que
puedes salvarnos a todos.
—Haré las cosas más fáciles —gruñó Yval, interrumpiéndolos.
Ordenó un intercambio. Su madre, aún amarrada y amordazada,
fue empujada hacia ellos mientras un grupo de soldados rodeaba a
Goryn Tamir. Le pusieron una capucha en la cabeza y amarraron
sus brazos para que quedaran pegados a sus lados como un halcón
cautivo, antes de levantarlo—. Kylee vendrá con nosotros ahora.
Dos de los soldados de Yval se movieron para sujetar a Kylee con
la misma brusquedad, pero Brysen se quedó a su lado.
—Él se queda —ordenó Üku, señalando a su hermano con un
dedo musculoso—. Kylee debe aprender a controlar sus palabras
sin él.
—No dejaré a mi familia —ladró Kylee—. Ahora alejaos o
llamaré al águila.
—Si supieras cómo, ya lo habrías hecho —dijo Yval, aunque
lanzó una mirada nerviosa hacia Üku. Ella asintió levemente; él
estaba en lo cierto. Ella no tenía esa clase de control.
—No iré sin mi hermano. —Miró a su madre, suspiró—. Ni sin
ella —agregó.
—No —respondió Üku.
—Sé razonable —pidió Yval, pero no a Kylee.
—¿Razonable? —gruñó Üku y luego empujó a uno de los
soldados hacia Brysen—. Atácalo —ordenó.
—Detente —dijo Kylee.
—Hazlo —insistió Üku. El soldado miró a Yval, que asintió su
permiso.
—No —exclamó Kylee, mientras Brysen se preparaba para otra
pelea y el soldado iba a hacia él—. ¡Detente!
—¡RIIII! —El águila fantasma chilló en el cielo. Kylee no había
hablado, ni siquiera había comenzado a formar un pensamiento o
una palabra para dirigir al águila, pero ante su chillido, el soldado
se paralizó, atemorizado. Negó con la cabeza, comenzó a
retroceder.
—No —dijo—. No, no, no, no, no, no… —Y entonces, tropezó.
El soldado cayó por el borde del acantilado, gritando hasta su
muerte, antes de que Yval pudiera ayudarlo. Los hombros del
consejero de defensa se hundieron cuando miró hacia abajo a las
arenas de riña.
Le importan sus soldados, pensó Kylee. Es bueno saberlo.
—No le pedí que hiciera eso —dijo ella.
—El águila sabe lo que su hermano significa para ella —explicó
Üku—. Mientras estén juntos, ella y, por lo tanto, el águila también,
estarán ligadas a sus pasiones. No será seguro.
—Las guerras nunca son seguras —señaló Yval.
—No será eficaz —insistió Üku.
—No será eficaz si ella se niega a venir —respondió Yval—. ¿Me
estás diciendo que no puedes entrenar a alguien que quiere a su
familia? Lo que llamas sabiduría entre las Madres Búho deja
mucho que desear.
—Lo que llamamos sabiduría es la única esperanza que vosotros
tenéis de sobrevivir, así que si fuera tú, ¡no cuestionaría mis
métodos ni mis requisitos!
—Cuestiono a quien quiero bajo mi mando.
—Yo no estoy bajo tu mando, kyrgio Yval Birgund, y harías bien
en recordarlo.
Mientras Üku y el kyrgio discutían, Brysen se giró hacia Kylee.
—Creo que deberías ir sin mí —dijo—. Aprende lo que tus
palabras pueden hacer.
—¿Qué? —Kylee se resistió—. No.
—Has visto lo que acaba de pasar —insistió Brysen—. Quizás la
Madre Búho tiene razón. Quizás yo… —Apartó la mirada de ella
—. Quizás sea un obstáculo en tu camino.
—No lo eres —respondió ella—. Solo he hecho lo que puedo
hacer por ti. Necesito que estés conmigo para esto.
—Pero quizás no deberías —dijo Brysen—. Quizás sea hora de
que lo descifres por tu cuenta.
—Pero ¿qué pasará contigo? —Su voz se rompió; tenía la
garganta seca como el viento del desierto.
—Al menos estaré en donde Shara me pueda encontrar.
Brysen se encogió de hombros, pero ella pudo ver que su corazón
se volvía a romper. Él le estaba diciendo que se marchara, pero no
quería que ella se fuera. ¿Cómo podía dejarlo ahora, cuando él
había perdido todo lo que creía amar? ¿Cómo podía pedírselo?
—Hazlo —dijo él—. Estaré bien.
Era un mentiroso, pero también tenía razón.
Kylee aún no sabía cómo hablar la lengua hueca, al menos no lo
bastante bien para luchar contra un ejército, no lo bastante bien
para proteger Seis Aldeas. No lo bastante bien para doblegar a
estos kyrgios y tiranos a su voluntad.
Pero podía aprender.
Y una vez que aprendiera, ningún Tamir o kyrgio o Madre Búho
o guerrero-cometa kartami sería capaz de darle órdenes. Ella
podría proteger a los que amaba y destruir a cualquiera que los
amenazara. Ella sería la que tendría poder y solo ella podría
blandirlo. Una mujer que controlara a un águila fantasma sería
venerada. Podría comandar ejércitos y decidir el destino de
dinastías. Podría aplastar una rebelión o iniciar una. Si quería,
podría regir.
No le importaba si estos pensamientos eran suyos o del águila
fantasma. El pico y la garra cortan por sus propias razones, el
conejo corre por las suyas. Los kyrgios del Castillo del Cielo no
necesitaban saber por qué iba con ellos, pero cuando lo hiciera, ella
sería la que decidiría su propio destino.
Regresaría con Brysen y regresaría con poder. El suficiente para
ambos.
Ella asintió y Brysen sonrió entre lágrimas.
—¡Serás condenada! —maldijo su madre, tras finalmente librarse
de su mordaza—. Ningún humano debe unirse a una rapaz como
el águila fantasma. Y tú tienes demasiado de tu padre en ti para
tener éxito. Encontrará una forma de destruirte, como lo hace con
todos. Su lealtad es con el cielo y si intentas hacerla bajar, te
castigará.
—¿Qué sabes tú de castigo? —le ladró Kylee—. Mirabas hacia
otro lado cuando llegaba a nuestra casa. Nunca jamás protegiste a
Brysen. ¿Por qué lo intentas ahora? ¿O estás intentando proteger al
águila y no a tus propios hijos?
—Eres demasiado parecida a tu padre —repitió su madre, con
ojos enrojecidos y furiosos.
—No lo soy —dijo Kylee.
—La violencia que has desencadenado dice otra cosa. —Su
madre escupió con desprecio—. Has derramado más sangre que él.
—Cállate —espetó Kylee.
—Te convertirás en él. Disfrutarás del dolor de aquellos que no
puedan hacerte frente y cuanto más poder creas tener, más serás
como él. Nunca escaparás a su sombra. Te convertirás…
—¡Cállate! —Brysen la silenció con un puño en alto frente a su
cara y con la otra mano en su cuello. Ella se quedó helada,
conmocionada, y él también. Aunque tenía el puño en alto, parecía
más asustado que ella y le temblaba la mano en el aire. Todo lo
que jamás había conocido del amor eran heridas y nadie podría
culparlo si la golpeaba, pero alguna otra parte de él, la parte
sensible que ninguna violencia podía tocar, se alzó en él y se quedó
en su mano. Todas las cosas estaban ligadas a sus opuestos. El
halcón no siempre ganaba contra el ratón y la brutalidad no
siempre conquistaba a la suavidad. Pocas veces era celebrada, pero
a veces la suavidad ganaba. A veces el depredador se iba con
hambre.
Brysen soltó el cuello de su madre. Bajó el puño. Su rostro se
ablandó y habló casi en susurros.
—No puedes hablarle a Kylee así —le dijo—. No puedes hablarle
así nunca más.
Su madre intentó formar palabras, pero la boca se le quedó
abierta. También ella solo había conocido lo hiriente en el amor.
Brysen había logrado sorprenderla. Se había sorprendido a sí
mismo.
—¿Bry? —lo llamó Kylee.
—Estoy bien —respondió él, aún mirando con sorpresa a su
madre, con una especie de enfado sereno—. Creo que ella y yo
estaremos bien.
Su madre bajó la vista al suelo y murmuró sus plegarias. Los ojos
azul cielo de Brysen eran claros como un día despejado.
—Sean quienes sean los que vengan, los que se quedan, el
momento de irse es ahora —ordenó Yval. Comandó a sus tropas
para que se movieran y sus servidores hicieron señas a Kylee para
que se uniera a ellos.
—Iré contigo, Ky —se ofreció Nyall—. Alguien tiene que cuidar
tus espaldas mientras salvas nuestros pellejos. Además, siempre
he querido conocer el Castillo del Cielo.
—Es una guarida de asesinos y ladrones —interpuso Vyvian—.
Te comerán vivo.
—O quizás se enamoren perdidamente de un chico sincero. —
Soltó una sonrisa con hoyuelos y Üku gruñó.
—¿Objeciones? —preguntó Yval Birgund.
—No sobre él —dijo Üku—. Es inofensivo.
Nyall se mordió la lengua. No se estaba ofreciendo a ir porque
quería ver el Castillo del Cielo, pero de todas formas Kylee se
alegraba de que un amigo fuese con ella. Era egoísta de su parte
dejar a Brysen sin su mejor amigo, pero la pura verdad era que ella
tenía miedo y no quería ir sola. Además, sabía que Nyall podía
estar lejos de ser inofensivo. Nunca hacía daño tener a un joven
riñero a tu lado.
Brysen le hizo un gesto con la cabeza para indicarle que estaba
bien, que él estaría bien. Ella deseó con fuerza que tuviera razón.
Bry y Nyall se hicieron el saludo contra el pecho, que era lo más
cerca que estarían de una despedida con lágrimas, aunque ella vio
que Nyall le lanzaba una mirada pícara a Brysen y después echaba
una mirada rápida hacia Jowyn. Brysen negó con la cabeza, pero
sus ojos se quedaron en el chico espectralmente blanco.
Quizás vaya a estar bien después de todo. Kylee intentó dejar que su
corazón lo creyera. Abrazó a su hermano en ese momento. Con sus
corazones cerca y sus cabezas juntas, Brysen susurró una
advertencia:
—Ten cuidado… y no solo con el águila. —Miró al consejero de
defensa y a Üku, frotó la costra de sangre en su muñeca—. Son
tiranos.
Kylee sintió que se le cerraba la garganta. Su boca de repente
sabía a aserrín. Nunca imaginó que ella sería la que abandonaría
Aldeas, ciertamente no sin él. Brysen había estado listo para volar
desde el momento en que aprendió a caminar, mientras que ella
nunca había querido otra cosa que no fuese un lugar seguro al que
llamar hogar.
—Tú también ten cuidado —le pidió ella a Brysen. Dio unos
golpecitos a su hermano en el esternón, sobre su corazón—. Tienes
tu propio tirano del que protegerte.
Él rio y la miró con los ojos mojados. Había tantas cosas que ella
quería decirle: advertencias y consejos y disculpas y preguntas.
—¡RIIIII! —Un chillido llegó del cielo. Esta vez, cuando todos se
sobresaltaron, Kylee y Brysen se quedaron perfectamente quietos,
como si no hubiese nadie más en el mundo.
—Tienes la atención del águila —dijo él—. ¿Realmente crees que
te seguirá todo el camino hasta el Castillo del Cielo?
—Parte de mí tiene la esperanza de que no —respondió ella—.
Así que estoy segura de que lo hará.
—¿Me prometes algo? —Brysen le preguntó—. Sin importar lo
que pase, vuelve a mí.
—Lo haré —le dijo ella—. Hasta que lo haga, mantente a salvo.
No hagas nada imprudente.
—Estaré a salvo —prometió Brysen, que dejó la última parte
fuera, porque ¿quién era él sin un poco de imprudencia? Pero el
corazón de esta promesa, ambos sabían, era irrompible. Había un
lazo invisible que los unía. Ambos eran el halcón, ambos el cetrero.
Ella dio media vuelta y se unió a los soldados que iban
abriéndose camino en fila por un estrecho camino que bajaba
desde la cima del acantilado, hasta que se unieron al resto del
batallón, que marchaba a través del patio de Pihuela Rota. Kylee
miró atrás por sobre su hombro mientras se iban, vio a su hermano
parado sobre el saliente justo sobre el mural pintado con los
halcones en lucha. Contra su pecho, su hermano hizo el saludo
alado. Ella le devolvió el gesto y luego la fila atravesó la carretera
que cruzaba el mercado.
Tenían una ardua marcha por delante, que la llevaría más allá de
lo que jamás había conocido, y Kylee no tenía idea de lo que podía
encontrar cuando terminara. El viento del mundo era salvaje y se
burlaba de las expectativas de la humanidad. Pero no era el viento
lo que te llevaba. Era la flexión del ala y la extensión de las plumas.
Lo lejos que podías volar y cómo regresar a casa dependía de ti.
AGRADECIMIENTOS

La mentira más atroz que dice una novela es el nombre del autor,
solo, en la cubierta. Este libro no existiría sin el trabajo, la
inteligencia, la energía y la generosidad de una bandada de
profesionales, artistas, amigos y familiares, que le prestaron sus
talentos al mundo que creé.
Primero, gracias a Grace Kendall, mi editora, por motivarme con
este proyecto desde el principio, por haber peleado por él y luego
por haberme sacado del nido —fue difícil— para pulir este
manuscrito. Lo prometo, la mayoría de las cosas que funcionan en
esta historia son gracias a sus preguntas editoriales afiladas y de
gran corazón; mientras que todo lo que falla en esta historia es
totalmente por mi culpa. También quiero agradecer a Nicholas
Henderson, quien me ayudó a entregar este manuscrito en tiempo
y forma, por su ayuda constante; a la vista de águila de Kayla
Overbey en la instancia de correcciones, quien puso en orden este
mundo caótico y ayudó muchísimo a esclarecer mis pensamientos.
En serio. Todos deberíamos estar agradecidos de tener una
correctora con sus habilidades. También, gracias a la diseñadora,
Elizabeth H. Clark, por esta hermosa cubierta que me hace ver
mucho más guay de lo que cualquier autor merece.
Gracias al resto del equipo de FSG/Macmillan Children’s Books
—los publishers, publicistas, al equipo de producción y al equipo
de marketing para escuelas, bibliotecas y conferencias. Gracias a
los representantes de ventas y a la gente del almacén. Todos
trabajaron muchas horas con poca algarabía para conectar a los
lectores con el libro adecuado en el momento adecuado. Estoy
agradecido por todo el esfuerzo que han hecho por mí.
Nunca podría haber mantenido mi carrera autoral sin los
consejos y el apoyo de mi agente editorial (quien ya lleva más de
una década trabajando conmigo), Robert Guinsler. Él me ha traído
mucho más que contratos, y estoy agradecido por encontrar un
amigo y un aliado en él. Ah, cierto, también evitó que me comiera
un halcón en el campo de Pensilvania, algo que va mucho más allá
de las tareas de un agente literario.
Para crear una historia sobre cetrería plausible, conté con los
consejos expertos del Maestro Cetrero Mike Dupuy, quien se tomó
el tiempo de presentarme algunas aves de caza y de responderme
infinitas preguntas sobre todo tipo de cosas: desde la comida hasta
los accesorios para los halcones. También tuve los comentarios (¡y
un viaje de campo!) de la librera Emily Hall, quien ahora es la
dueña de Main Street Books en St. Charles, Missouri, pero que solía
trabajar en el Santurario World Bird. Si alguna vez necesitas una
librera independiente que conozca rapaces, ella es la persona
indicada. Estoy agradecido de conocerla.
También quiero agradecer a algunos autores que me
sorprendieron, ya sea respondiendo un e-mail o dándome algunos
consejos clave para mi manuscrito y me apoyaron cuando lo
necesitaba: Brendan Reichs, Marie Lu, Veronica Roth, Kendare
Blake, Fran Wilde, Mackenzi Lee, Dhonielle Clayton, Katherine
Locke y Adam Silvera. Por más bastas y variadas razones de las
que puedo enumerar, estoy muy agradecido. Y vuestros libros son
maravillosos.
También quiero agradecerles a los maestros, bibliotecarios y
libreros que me han apoyado más de lo que merezco y más de lo
que puedo agradecerles. Son demasiados para nombrarlos aquí,
pero es un orgullo y un honor para mí.
Quiero agradecerles a mis padres, que no fueron inspiración para
ninguno de los padres que aparecen en este libro, cuya bondad y fe
en mí han hecho posibles las buenas cosas en mi vida.
Por último, gracias a mi esposo, Tim, lo mejor en mi vida.
Quizás, la segunda mejor persona en mi vida para cuando este
libro haya salido. Irónicamente, él odia las aves. No estaría en
ningún lugar si no fuera por él y no puedo imaginar otro mejor
amigo o pareja para volar en este viento salvaje. Como nuestra
multitud es cada vez más grande, le agradezco por ser mis alas y
permitirme ser las de él. Siempre.

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