HOBSBAWM, Historia Del Siglo XX, Cap. 4
HOBSBAWM, Historia Del Siglo XX, Cap. 4
HOBSBAWM, Historia Del Siglo XX, Cap. 4
Crítica
Grupo Editorial Planeta
Buenos Aires
¡Morir por la patria, por una idea! [...] No, eso es una simpleza. In-
cluso en el frente, de lo que se trata es de matar [...]. Morir no es nada,
no existe. Nadie puede imaginar su propia muerte. Matar es la cuestión.
Esa es la frontera que hay que atravesar. Sí, es un acto concreto de tu
voluntad, porque con él das vida a tu voluntad en otro hombre.
De la carta de un joven voluntario de la República
social fascista de 1943-1945 (Pavone, 1991, p. 431)
1. El caso que recuerda más de cerca una situación de ese tipo es la anexión de Estonia por
la URSS en 1940, pues en esa época el pequeño estado báltico, tras algunos años de gobierno
autoritario, había adoptado nuevamente una constitución más democrática.
II
Hay que referirse ahora a los movimientos a los que puede darse con propiedad
el nombre de fascistas. El primero de ellos es el italiano, que dio nombre al fenó-
meno, y que fue la creación de un periodista socialista renegado, Benito Mussolini,
cuyo nombre de pila, homenaje al presidente mexicano anticlerical Benito Juárez,
simbolizaba el apasionado antipapismo de su Romaña nativa. El propio Adolf Hit-
ler reconoció su deuda para con Mussolini y le manifestó su respeto, incluso cuan-
do tanto él como la Italia fascista demostraron su debilidad e incompetencia en la
Segunda Guerra Mundial. A cambio, Mussolini tomó de Hitler, aunque en fecha
tardía, el antisemitismo que había estado ausente de su movimiento hasta 1938, y
de la historia de Italia desde su unificación.3 Sin embargo, el fascismo italiano no
tuvo un gran éxito internacional, a pesar de que intentó inspirar y financiar movi-
mientos similares en otras partes y de que ejerció una cierta influencia en lugares
inesperados, por ejemplo en Vladimir Jabotinsky, fundador del «revisionismo»
sionista, que en los años setenta ejerció el poder en Israel con Menahem Begin.
De no haber mediado el triunfo de Hitler en Alemania en los primeros me-
ses de 1933, el fascismo no se habría convertido en un movimiento general. De
hecho, salvo el italiano, todos los movimientos fascistas de cierta importancia se
establecieron después de la subida de Hitler al poder. Destacan entre ellos el de los
Flecha Cruz de Hungría, que consiguió el 25 por 100 de los sufragios en la primera
votación secreta celebrada en este país (1939), y el de la Guardia de Hierro ruma-
na, que gozaba de un apoyo aún mayor. Tampoco los movimientos financiados
por Mussolini, como los terroristas croatas ustachá de Ante Pavelic, consiguieron
mucho ni se fascistizaron ideológicamente hasta los años treinta, en que algunos de
ellos buscaron inspiración y apoyo financiero en Alemania. Además, sin el triunfo
de Hitler en Alemania no se habría desarrollado la idea del fascismo como movi-
miento universal, como una suerte de equivalente en la derecha del comunismo
internacional, con Berlín como su Moscú. Pero de todo ello no surgió un movi-
miento sólido, sino tan sólo algunos colaboracionistas ideológicamente motivados
en la Europa ocupada por los alemanes. Sin embargo, muchos ultraderechistas
tradicionales, sobre todo en Francia, se negaron a cooperar con los alemanes, pese
a que eran furibundos reaccionarios, porque ante todo eran nacionalistas. Algu-
nos incluso participaron en la Resistencia. Si Alemania no hubiera alcanzado una
posición de potencia mundial de primer orden, en franco ascenso, el fascismo no
habría ejercido una influencia importante fuera de Europa y los gobernantes reac-
cionarios no se habrían preocupado de declarar su simpatía por el fascismo, como
cuando, en 1940, el portugués Salazar afirmó que él y Hitler estaban «unidos por
la misma ideología» (Delzell, 1970, p. 348).
No es fácil decir qué era lo que desde 1933 tenían en común las diferentes co-
rrientes del fascismo, aparte de la aceptación de la hegemonía alemana. La teoría
no era el punto fuerte de unos movimientos que predicaban la insuficiencia de la
razón y del racionalismo y la superioridad del instinto y de la voluntad. Atraje-
ron a todo tipo de teóricos reaccionarios en países con una activa vida intelectual
conservadora —Alemania es un ejemplo destacado de ello—, pero éstos eran más
bien elementos decorativos que estructurales del fascismo. Mussolini podía haber
prescindido perfectamente de su filósofo Giovanni Gentile y Hitler probablemen-
te ignoraba —y no le habría importado saberlo— que contaba con el apoyo del
filósofo Heidegger. No es posible tampoco identificar al fascismo con una forma
concreta de organización del estado, el estado corporativo: la Alemania nazi perdió
rápidamente interés por esas ideas, tanto más cuanto entraban en conflicto con
el principio de una única e indivisible Volksgemeinschaft o comunidad del pueblo.
Incluso un elemento aparentemente tan crucial como el racismo estaba ausente,
al principio, del fascismo italiano. Por otra parte, como hemos visto, el fascismo
compartía el nacionalismo, el anticomunismo, el antiliberalismo, etc., con otros
elementos no fascistas de la derecha. Algunos de ellos, en especial los grupos reac-
cionarios franceses no fascistas, compartían también con él la concepción de la
política como violencia callejera.
La principal diferencia entre la derecha fascista y la no fascista era que la pri-
mera movilizaba a las masas desde abajo. Pertenecía a la era de la política demo-
crática y popular que los reaccionarios tradicionales rechazaban y que los paladines
hay duda de que un gran porcentaje de los activistas de la esvástica en los Alpes
austríacos procedían de las filas de los profesionales provinciales —veterinarios,
topógrafos, etc.—, que antes habían sido liberales y habían formado una minoría
educada y emancipada en un entorno dominado por el clericalismo rural. De igual
manera, la desintegración de los movimientos proletarios socialistas y obreros clá-
sicos de finales del siglo xx han dejado el terreno libre al chauvinismo y al racismo
instintivos de muchos trabajadores manuales. Hasta ahora, aunque lejos de ser in-
munes a ese tipo de sentimientos, habían dudado de expresarlos en público por su
lealtad a unos partidos que los rechazaban enérgicamente. Desde los años sesenta,
la xenofobia y el racismo político de la Europa occidental es un fenómeno que se
da principalmente entre los trabajadores manuales. Sin embargo, en los decenios
de incubación del fascismo se manifestaba en los grupos que no se manchaban las
manos en el trabajo.
Las capas medias y medias bajas fueron la espina dorsal de esos movimientos
durante todo el período de vigencia del fascismo. Esto no lo niegan ni siquiera los
historiadores que se proponen revisar el consenso de «virtualmente» cualquier
análisis del apoyo a los nazis realizado entre 1930 y 1980 (Childers, 1983; Chil-
ders, 1991, pp. 8 y 14-15). Consideremos tan sólo uno de los numerosos casos en
que se ha estudiado la afiliación y el apoyo de dichos movimientos: el de Austria
en el período de entreguerras. De los nacionalsocialistas elegidos como concejales
en Viena en 1932, el 18 por 100 eran trabajadores por cuenta propia, el 56 por
100 eran trabajadores administrativos, oficinistas y funcionarios, y el 14 por 100
obreros. De los nazis elegidos en cinco asambleas austríacas de fuera de Viena en
ese mismo año, el 16 por 100 eran trabajadores por cuenta propia y campesinos,
el 51 por 100 oficinistas, etc., y el 10 por 100 obreros no especializados (Larsen et
al., 1978, pp. 766-767).
No quiere ello decir que los movimientos fascistas no gozaran de apoyo en-
tre las clases obreras menos favorecidas. Fuera cual fuere la composición de sus
cuadros, el apoyo a los Guardias de Hierro rumanos procedía de los campesinos
pobres. Una gran parte del electorado del movimiento de los Flecha Cruz hún-
garos pertenecía a la clase obrera (el Partido Comunista estaba prohibido y el
Partido Socialdemócrata, siempre reducido, pagaba el precio de ser tolerado por
el régimen de Horthy) y, tras la derrota de la socialdemocracia austríaca en 1934,
se produjo un importante trasvase de trabajadores hacia el Partido Nazi, espe-
cialmente en las provincias. Además, una vez que los gobiernos fascistas habían
adquirido legitimidad pública, como en Italia y Alemania, muchos más trabaja-
dores comunistas y socialistas de los que la tradición izquierdista está dispuesta a
admitir entraron en sintonía con los nuevos regímenes. No obstante, dado que el
fascismo tenía dificultades para atraer a los elementos tradicionales de la sociedad
rural (salvo donde, como en Croacia, contaban con el refuerzo de organizaciones
como la Iglesia católica) y que era el enemigo jurado de las ideologías y partidos
identificados con la clase obrera organizada, su principal apoyo natural residía en
las capas medias de la sociedad.
Hasta qué punto caló el fascismo en la clase media es una cuestión sujeta a
discusión. Ejerció, sin duda, un fuerte atractivo entre los jóvenes de clase media,
especialmente entre los estudiantes universitarios de la Europa continental que,
durante el período de entreguerras, daban apoyo a la ultraderecha. En 1921 (es
decir, antes de la «marcha sobre Roma») el 13 por 100 de los miembros del mo-
vimiento fascista italiano eran estudiantes. En Alemania, ya en 1930, cuando la
mayoría de los futuros nazis no se interesaban todavía por la figura de Hitler, eran
entre el 5 y el 10 por 100 de los miembros del Partido Nazi (Kater, 1985, p. 467;
Noelle y Neumann, 1967, p. 196). Como veremos, muchos fascistas eran ex ofi-
ciales de clase media, para los cuales la gran guerra, con todos sus horrores, había
sido la cima de su realización personal, desde la cual sólo contemplaban el triste
futuro de una vida civil decepcionante. Estos eran segmentos de la clase media que
se sentían particularmente atraídos por el activismo. En general, la atracción de la
derecha radical era mayor cuanto más fuerte era la amenaza, real o temida, que se
cernía sobre la posición de un grupo de la clase media, a medida que se desbara-
taba el marco que se suponía que tenía que mantener en su lugar el orden social.
En Alemania, la gran inflación, que redujo a cero el valor de la moneda, y la Gran
Depresión que la siguió radicalizaron incluso a algunos estratos de la clase media,
como los funcionarios de los niveles medios y superiores, cuya posición parecía
segura y que, en circunstancias menos traumáticas, se habrían sentido satisfechos
en su papel de patriotas conservadores tradicionales, nostálgicos del emperador
Guillermo pero dispuestos a servir a una república presidida por el mariscal Hin-
denburg, si no hubiera sido evidente que ésta se estaba derrumbando. En el perío-
do de entreguerras, la gran mayoría de la población alemana que no tenía intereses
políticos recordaba con nostalgia el imperio de Guillermo II. En los años sesenta,
cuando la gran mayoría de los alemanes occidentales consideraba, con razón, que
entonces estaba viviendo el mejor momento de la historia del país, el 42 por 100 de
la población de más de sesenta años pensaba todavía que el período anterior a 1914
había sido mejor, frente al 32 por 100 que había sido convertido por el «milagro
económico» (Noelle y Neumann, 1967, p. 197). Entre 1930 y 1932, los votantes
de los partidos burgueses del centro y de la derecha se inclinaron en masa por el
partido nazi. Sin embargo, no fueron ellos los constructores del fascismo. Por la
forma en que se dibujaron las líneas de la lucha política en el período de entre-
guerras, esas capas medias conservadoras eran susceptibles de apoyar, e incluso de
abrazar, el fascismo. La amenaza para la sociedad liberal y para sus valores parecía
encarnada en la derecha, y la amenaza para el orden social, en la izquierda. Fueron
sus temores los que determinaron la inclinación política de la clase media. Los
conservadores tradicionales se sentían atraídos por los demagogos del fascismo
y se mostraron dispuestos a aliarse con ellos contra el gran enemigo. El fascismo
italiano tenía buena prensa en los años veinte e incluso en los años treinta, excepto
en la izquierda del liberalismo. «La década no ha sido fructífera por lo que respecta
al arte del buen gobierno, si se exceptúa el experimento dorado del fascismo», es-
cribió John Buchan, eminente conservador británico y autor de novelas policiacas.
(Lamentablemente, la inclinación a escribir novelas policiacas raramente coincide
con convicciones izquierdistas.) (Graves y Hodge, 1941, p. 248.) Hitler fue llevado
al poder por una coalición de la derecha tradicional, a la que muy pronto devoró,
y el general Franco incluyó en su frente nacionalista a la Falange española, movi-
miento poco importante a la sazón, porque lo que él representaba era la unión de
toda la derecha contra los fantasmas de 1789 y de 1917, entre los cuales no esta-
blecía una clara distinción. Franco tuvo la fortuna de no intervenir en la Segunda
Guerra Mundial al lado de Hitler, pero envió una fuerza de voluntarios, la División
Azul, a luchar en Rusia al lado de los alemanes, contra los comunistas ateos. El
mariscal Pétain no era, sin duda, ni un fascista ni un simpatizante nazi. Una de las
razones por las que después de la guerra era tan difícil distinguir en Francia a los
fascistas sinceros y a los colaboracionistas de los seguidores del régimen petainista
de Vichy era la falta de una línea clara de demarcación entre ambos grupos. Aque-
llos cuyos padres habían odiado a Dreyfus, a los judíos y a la república bastarda
—algunos de los personajes de Vichy tenían edad suficiente para haber experi-
mentado ellos mismos ese sentimiento— engrosaron naturalmente las filas de los
entusiastas fanáticos de una Europa hitleriana. En resumen, durante el período de
entreguerras, la alianza «natural» de la derecha abarcaba desde los conservadores
tradicionales hasta el sector más extremo de la patología fascista, pasando por los
reaccionarios de viejo cuño. Las fuerzas tradicionales del conservadurismo y la
contrarrevolución eran fuertes, pero poco activas. El fascismo les dio una dinámica
y, lo que tal vez es más importante, el ejemplo de su triunfo sobre las fuerzas del
desorden. (El argumento habitual en favor de la Italia fascista era que «Mussolini
había conseguido que los trenes circularan con puntualidad».) De la misma for-
ma que desde 1933 el dinamismo de los comunistas ejerció un atractivo sobre la
izquierda desorientada y sin rumbo, los éxitos del fascismo, sobre todo desde la
subida al poder de los nacionalsocialistas en Alemania, lo hicieron aparecer como
el movimiento del futuro. Que el fascismo llegara incluso a adquirir importancia,
aunque por poco tiempo, en la Gran Bretaña conservadora demuestra la fuerza de
ese «efecto de demostración». Dado que todo el mundo consideraba que Gran
Bretaña era un modelo de estabilidad social y política, el hecho de que el fascismo
consiguiera ganarse a uno de sus más destacados políticos y de que obtuviera el
apoyo de uno de sus principales magnates de la prensa resulta significativo, aunque
el movimiento de sir Oswald Mosley perdiera rápidamente el favor de los políticos
respetables y el Daily Mail de lord Rothermere abandonara muy pronto su apoyo
a la Unión Británica de Fascistas.
III
oficiales que asesinaron a los líderes comunistas alemanes Karl Liebknecht y Rosa
Luxemburg a principios de 1919, los squadristi italianos y el Freikorps alemán. El 57
por 100 de los fascistas italianos de primera hora eran veteranos de guerra. Como
hemos visto, la Primera Guerra Mundial fue una máquina que produjo la bruta-
lización del mundo y esos hombres se ufanaban liberando su brutalidad latente.
El compromiso de la izquierda, incluidos los liberales, con los movimientos
pacifistas y antimilitaristas, y la repulsión popular contra el exterminio en masa de
la Primera Guerra Mundial llevó a que muchos subestimaran la importancia de
un grupo pequeño en términos relativos, pero numeroso en términos absolutos,
una minoría para la cual la experiencia de la lucha, incluso en las condiciones de
1914-1918, era esencial e inspiradora; para quien el uniforme, la disciplina y el sa-
crificio —su propio sacrificio y el de los demás—, así como las armas, la sangre y el
poder, eran lo que daba sentido a su vida masculina. No escribieron muchos libros
sobre la guerra aunque (especialmente en Alemania) alguno de ellos lo hizo. Esos
Rambos de su tiempo eran reclutas naturales de la derecha radical.
La segunda matización es que la reacción derechista no fue una respuesta al
bolchevismo como tal, sino a todos los movimientos, sobre todo los de la clase
obrera organizada, que amenazaban el orden vigente de la sociedad, o a los que se
podía responsabilizar de su desmoronamiento. Lenin era el símbolo de esa amena-
za, más que su plasmación real. Para la mayor parte de los políticos, la verdadera
amenaza no residía tanto en los partidos socialistas obreros, cuyos líderes eran
moderados, sino en el fortalecimiento del poder, la confianza y el radicalismo de
la clase obrera, que daba a los viejos partidos socialistas una nueva fuerza política y
que, de hecho, los convirtió en el sostén indispensable de los estados liberales. No
fue simple casualidad que poco después de concluida la guerra se aceptara en todos
los países de Europa la exigencia fundamental de los agitadores socialistas desde
1889: la jornada laboral de ocho horas.
Lo que helaba la sangre de los conservadores era la amenaza implícita en el
reforzamiento del poder de la clase obrera, más que la transformación de los líde-
res sindicales y de los oradores de la oposición en ministros del gobierno, aunque
ya esto había resultado amargo. Pertenecían por definición a «la izquierda» y en
ese período de disturbios sociales no existía una frontera clara que los separara de
los bolcheviques. De hecho, en los años inmediatamente posteriores al fin de la
guerra muchos partidos socialistas se habrían integrado en las filas del comunismo
si éste no los hubiera rechazado. No fue a un dirigente comunista, sino al socialista
Matteotti a quien Mussolini hizo asesinar después de la «marcha sobre Roma». Es
posible que la derecha tradicional considerara que la Rusia atea encarnaba todo
cuanto de malo había en el mundo, pero el levantamiento de los generales españo-
les en 1936 no iba dirigido contra los comunistas, entre otras razones porque eran
una pequeña minoría dentro del Frente Popular (véase el capítulo 5). Se dirigía
contra un movimiento popular que hasta el estallido de la guerra civil daba apoyo
a los socialistas y los anarquistas. Ha sido una racionalización a posteriori la que ha
hecho de Lenin y Stalin la excusa del fascismo.
Con todo, lo que es necesario explicar es por qué la reacción de la derecha
después de la Primera Guerra Mundial consiguió sus triunfos cruciales revestida
con el ropaje del fascismo, puesto que antes de 1914 habían existido movimientos
extremistas de la ultraderecha que hacían gala de un nacionalismo y de una xeno-
fobia histéricos, que idealizaban la guerra y la violencia, que eran intolerantes y
propensos a utilizar la coerción de las armas, apasionadamente antiliberales, anti-
demócratas, antiproletarios, antisocialistas y antirracionalistas, y que soñaban con
la sangre y la tierra y con el retorno a los valores que la modernidad estaba des-
truyendo. Tuvieron cierta influencia política en el seno de la derecha y en algunos
círculos intelectuales, pero en ninguna parte alcanzaron una posición dominante.
Lo que les dio la oportunidad de triunfar después de la Primera Guerra Mun-
dial fue el hundimiento de los viejos regímenes y, con ellos, de las viejas clases
dirigentes y de su maquinaria de poder, influencia y hegemonía. En los países en
los que esos regímenes se conservaron en buen estado no fue necesario el fascismo.
No progresó en Gran Bretaña, a pesar de la breve conmoción a que se ha aludido
anteriormente, porque la derecha conservadora tradicional siguió controlando la
situación, y tampoco consiguió un progreso significativo en Francia hasta la derro-
ta de 1940. Aunque la derecha radical francesa de carácter tradicional —la Action
Française monárquica y la Croix de Feu (Cruz de Fuego) del coronel La Rocque—
se enfrentaba agresivamente a los izquierdistas, no era exactamente fascista. De
hecho, algunos de sus miembros se enrolaron en la Resistencia.
El fascismo tampoco fue necesario cuando una nueva clase dirigente naciona-
lista se hizo con el poder en los países que habían conquistado su independencia.
Esos hombres podían ser reaccionarios y optar por un gobierno autoritario, por
razones que se analizarán más adelante, pero en el período de entreguerras era la
retórica lo que identificaba con el fascismo a la derecha antidemocrática europea.
No hubo un movimiento fascista importante en la nueva Polonia, gobernada por
militaristas autoritarios, ni en la parte checa de Checoslovaquia, que era demo-
crática, y tampoco en el núcleo serbio (dominante) de la nueva Yugoslavia. En
los países gobernados por derechistas o reaccionarios del viejo estilo —Hungría,
Rumania, Finlandia e incluso la España de Franco, cuyo líder no era fascista—
los movimientos fascistas o similares, aunque importantes, fueron controlados por
esos gobernantes, salvo cuando intervinieron los alemanes, como en Hungría en
1944. Eso no equivale a decir que los movimientos nacionalistas minoritarios de
los viejos o nuevos estados no encontraran atractivo el fascismo, entre otras ra-
zones por el hecho de que podían esperar apoyo económico y político de Italia y
—desde 1933— de Alemania. Así ocurrió en la región belga de Flandes, en Eslo-
vaquia y en Croacia.
Las condiciones óptimas para el triunfo de esta ultraderecha extrema eran
un estado caduco cuyos mecanismos de gobierno no funcionaran correctamente;
una masa de ciudadanos desencantados y descontentos que no supieran en quién
confiar; unos movimientos socialistas fuertes que amenazasen —o así lo parecie-
ra— con la revolución social, pero que no estaban en situación de realizarla; y un
resentimiento nacionalista contra los tratados de paz de 1918-1920. En esas con-
diciones, las viejas elites dirigentes, privadas de otros recursos, se sentían tentadas
a recurrir a los radicales extremistas, como lo hicieron los liberales italianos con los
fascistas de Mussolini en 1920-1922 y los conservadores alemanes con los nacio-
nalsocialistas de Hitler en 1932-1933. Por la misma razón, esas fueron también las
condiciones que convirtieron los movimientos de la derecha radical en poderosas
fuerzas paramilitares organizadas y, a veces, uniformadas (los squadristi; las tropas
de asalto) o, como en Alemania durante la Gran Depresión, en ejércitos electorales
de masas. Sin embargo, el fascismo no «conquistó el poder» en ninguno de los
dos estados fascistas, aunque en ambos recurrió frecuentemente a la retórica de
«ocupar la calle» y «marchar sobre Roma». En los dos países, el fascismo accedió
al poder con la connivencia del viejo régimen o (como en Italia) por iniciativa del
mismo, esto es, por procedimientos «constitucionales».
La novedad del fascismo consistió en que, una vez en el poder, se negó a respetar
las viejas normas del juego político y, cuando le fue posible, impuso una autoridad
absoluta. La transferencia total del poder, o la eliminación de todos los adversarios,
llevó mucho más tiempo en Italia (1922-1928) que en Alemania (1933-1934), pero
una vez conseguida, no hubo ya límites políticos internos para lo que pasó a ser la
dictadura ilimitada de un «líder» populista supremo (duce o Führer).
Llegados a este punto, es necesario hacer una breve pausa para rechazar dos
tesis igualmente incorrectas sobre el fascismo: la primera de ellas fascista, pero
adoptada por muchos historiadores liberales, y la segunda sustentada por el mar-
xismo soviético ortodoxo. No hubo una «revolución fascista», ni el fascismo fue la
expresión del «capitalismo monopolista» o del gran capital.
Los movimientos fascistas tenían los elementos característicos de los movi-
mientos revolucionarios, en la medida en que algunos de sus miembros preconi-
zaban una transformación fundamental de la sociedad, frecuentemente con una
marcada tendencia anticapitalista y antioligárquica. Sin embargo, el fascismo revo-
lucionario no tuvo ningún predicamento. Hitler se apresuró a eliminar a quienes,
a diferencia de él mismo, se tomaban en serio el componente «socialista» que
contenía el nombre del Partido Nacionalsocialista Alemán del Trabajo. La utopía
del retorno a una especie de Edad Media poblada por propietarios campesinos
hereditarios, artesanos como Hans Sachs y muchachas de rubias trenzas, no era
un programa que pudiera realizarse en un gran estado del siglo xx (a no ser en
las pesadillas que constituían los planes de Himmler para conseguir un pueblo
racialmente purificado) y menos aún en regímenes que, como el fascismo italiano
y alemán, estaban interesados en la modernización y en el progreso tecnológico.
Lo que sí consiguió el nacionalsocialismo fue depurar radicalmente las vie-
jas elites y las estructuras institucionales imperiales. El viejo ejército aristocrático
prusiano fue el único grupo que, en julio de 1944, organizó una revuelta contra
Hitler (quien lo diezmó en consecuencia). La destrucción de las viejas elites y
de los viejos marcos sociales, reforzada después de la guerra por la política de
los ejércitos occidentales ocupantes, haría posible construir la República Federal
Alemana sobre bases mucho más sólidas que las de la República de Weimar de
1918-1933, que no había sido otra cosa que el imperio derrotado sin el Káiser. Sin
duda, el nazismo tenía un programa social para las masas, que cumplió parcialmen-
te: vacaciones, deportes, el «coche del pueblo», que el mundo conocería después
de la Segunda Guerra Mundial como el «escarabajo» Volkswagen. Sin embargo,
su principal logro fue haber superado la Gran Depresión con mayor éxito que
ningún otro gobierno, gracias a que el antiliberalismo de los nazis les permitía no
comprometerse a aceptar a priori el libre mercado. Ahora bien, el nazismo, más
que un régimen radicalmente nuevo y diferente, era el viejo régimen renovado y
revitalizado. Al igual que el Japón imperial y militarista de los años treinta (al que
nadie habría tildado de sistema revolucionario), era una economía capitalista no
liberal que consiguió una sorprendente dinamización del sistema industrial. Los
resultados económicos y de otro tipo de la Italia fascista fueron mucho menos
impresionantes, como quedó demostrado durante la Segunda Guerra Mundial. Su
economía de guerra resultó muy débil. Su referencia a la «revolución fascista» era
retórica, aunque sin duda para muchos fascistas de base se trataba de una retórica
sincera. Era mucho más claramente un régimen que defendía los intereses de las
viejas clases dirigentes, pues había surgido como una defensa frente a la agitación
revolucionaria posterior a 1918 más que, como aparecía en Alemania, como una
IV
socialistas y liberales. Pero aunque en los años treinta la influencia del fascismo
se dejase sentir a escala mundial, entre otras cosas porque era un movimiento im-
pulsado por dos potencias dinámicas y activas, fuera de Europa no existían condi-
ciones favorables para la aparición de grupos fascistas. Por consiguiente, cuando
surgieron movimientos fascistas, o de influencia fascista, su definición y su función
políticas resultaron mucho más problemáticas.
Sin duda, algunas características del fascismo europeo encontraron eco en otras
partes. Habría sido sorprendente que el muftí de Jerusalén y los grupos árabes que
se oponían a la colonización judía en Palestina (y a los británicos que la protegían)
no hubiesen visto con buenos ojos el antisemitismo de Hitler, aunque chocara con
la tradicional coexistencia del islam con los infieles de diversos credos. Algunos
hindúes de las castas superiores de la India eran conscientes, como los cingaleses
extremistas modernos en Sri Lanka, de su superioridad sobre otras razas más oscu-
ras de su propio subcontinente, en su condición de «arios» originales. También los
militantes bóers, que durante la Segunda Guerra Mundial fueron recluidos como
proalemanes —algunos de ellos llegarían a ser dirigentes de su país en el período
del apartheid, a partir de 1948—, tenían afinidades ideológicas con Hitler, tanto
porque eran racistas convencidos como por la influencia teológica de las corrien-
tes calvinistas de los Países Bajos, elitistas y ultraderechistas. Sin embargo, esto no
altera la premisa básica de que el fascismo, a diferencia del comunismo, no arraigó
en absoluto en Asia y África (excepto entre algunos grupos de europeos) porque no
respondía a las situaciones políticas locales.
Esto es cierto, a grandes rasgos, incluso para Japón, aunque estuviera aliado con
Alemania e Italia, luchase en el mismo bando durante la Segunda Guerra Mundial y
estuviese políticamente en manos de la derecha. Por supuesto, las afinidades entre las
ideologías dominantes de los componentes oriental y occidental del Eje eran fuertes.
Los japoneses sustentaban con más empeño que nadie sus convicciones de superiori-
dad racial y de la necesidad de la pureza de la raza, así como la creencia en las virtudes
militares del sacrificio personal, del cumplimiento estricto de las órdenes recibidas,
de la abnegación y del estoicismo. Todos los samurai habrían suscrito el lema de las
SS hitlerianas («Meine Ehre ist Treue», que puede traducirse como «El honor im-
plica una ciega subordinación»). Los valores predominantes en la sociedad japonesa
eran la jerarquía rígida, la dedicación total del individuo (en la medida en que ese tér-
mino pudiera tener un significado similar al que se le daba en Occidente) a la nación
y a su divino emperador, y el rechazo total de la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Los japoneses comprendían perfectamente los mitos wagnerianos sobre los dioses
bárbaros, los caballeros medievales puros y heroicos, y el carácter específicamente
alemán de la montaña y el bosque, llenos de sueños voelkisch germánicos. Tenían la
misma capacidad para conjugar un comportamiento bárbaro con una sensibilidad
estética refinada: la afición del torturador del campo de concentración a los cuartetos
de Schubert. Si los japoneses hubieran podido traducir el fascismo a términos zen,
lo habrían aceptado de buen grado. Y, de hecho, entre los diplomáticos acreditados
ante las potencias fascistas europeas, pero sobre todo entre los grupos terroristas
ultranacionalistas que asesinaban a los políticos que no les parecían suficientemente
patriotas, así como en el ejército de Kwantung que estaba conquistando y esclavi-
zando a Manchuria y China, había japoneses que reconocían esas afinidades y que
propugnaban una identificación más estrecha con las potencias fascistas europeas.
Pero el fascismo europeo no podía ser reducido a un feudalismo oriental con
una misión nacional imperialista. Pertenecía esencialmente a la era de la democra-
asediado por el nazismo desde el sur, la principal repercusión del influjo fascista en
América Latina fue de carácter interno. Aparte de Argentina, que apoyó claramen-
te al Eje —tanto antes como después de que Perón ocupara el poder en 1943—, los
gobiernos del hemisferio occidental participaron en la guerra al lado de Estados
Unidos, al menos de forma nominal. Es cierto, sin embargo, que en algunos países
sudamericanos el ejército había sido organizado según el sistema alemán o entre-
nado por cuadros alemanes o incluso nazis.
No es difícil explicar la influencia del fascismo al sur de Río Grande. Para sus
vecinos del sur, Estados Unidos no aparecía ya, desde 1914, como un aliado de las
fuerzas internas progresistas y un contrapeso diplomático de las fuerzas imperiales
o ex imperiales españolas, francesas y británicas, tal como lo había sido en el siglo
xix. Las conquistas imperialistas de Estados Unidos a costa de España en 1898, la
revolución mexicana y el desarrollo de la producción del petróleo y de los plátanos
hizo surgir un antiimperialismo antiyanqui en la política latinoamericana, que la
afición de Washington a utilizar la diplomacia de la fuerza y las operaciones de des-
embarco de marines durante el primer tercio del siglo no contribuyó a menguar.
Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador de la antiimperialista APRA (Alianza Po-
pular Revolucionaria Americana), con ambición de extenderse por toda América
Latina, aunque de hecho sólo se implantara en su Perú natal, proyectaba que sus
fuerzas rebeldes fuesen entrenadas por cuadros del rebelde antiyanqui Sandino en
Nicaragua. (La larga guerra de guerrillas que libró Sandino contra la ocupación
estadounidense a partir de 1927 inspiraría la revolución «sandinista» en Nicaragua
en los años ochenta.) Además, en la década de 1930, Estados Unidos, debilitado
por la Gran Depresión, no parecía una potencia tan poderosa y dominante como
antes. La decisión de Franklin D. Roosevelt de olvidarse de las cañoneras y de
los marines de sus predecesores podía verse no sólo como una «política de buena
vecindad», sino también, erróneamente, como un signo de debilidad. En resumen,
en los años treinta América Latina no se sentía inclinada a dirigir su mirada hacia
el norte.
Desde la óptica del otro lado del Atlántico, el fascismo parecía el gran acon-
tecimiento de la década. Si había en el mundo un modelo al que debían imitar los
nuevos políticos de un continente que siempre se había inspirado en las regiones
culturales hegemónicas, esos líderes potenciales de países siempre en busca de la
receta que les hiciera modernos, ricos y grandes, habían de encontrarlo sin duda
en Berlín y en Roma, porque Londres y París ya no ofrecían inspiración política y
Washington se había retirado de la escena. (Moscú se veía aún como un modelo de
revolución social, lo cual limitaba su atractivo político.)
Y, sin embargo, ¡cuán diferentes de sus modelos europeos fueron las activida-
des y los logros políticos de unos hombres que reconocían abiertamente su deuda
intelectual para con Mussolini y Hitler! Todavía recuerdo la conmoción que sentí
cuando el presidente de la Bolivia revolucionaria lo admitió sin la menor vacilación
en una conversación privada. En Bolivia, unos soldados y políticos que se inspi-
raban en Alemania organizaron la revolución de 1952, que nacionalizó las minas
de estaño y dio al campesinado indio una reforma agraria radical. En Colombia,
el gran tribuno popular Jorge Eliecer Gaitán, lejos de inclinarse hacia la derecha,
llegó a ser el dirigente del partido liberal y, como presidente, lo habría hecho evo-
lucionar con toda seguridad, en un sentido radical, de no haber sido asesinado en
Bogotá el 9 de abril de 1948, acontecimiento que provocó la inmediata insurrección
popular de la capital (incluida la policía) y la proclamación de comunas revolucio-
narias en numerosos municipios del país. Lo que tomaron del fascismo europeo los
Con todo, esos movimientos han de verse en el contexto del declive y caída
del liberalismo en la era de las catástrofes, pues si bien es cierto que el ascenso y
el triunfo del fascismo fueron la expresión más dramática del retroceso liberal, es
erróneo considerar ese retroceso, incluso en los años treinta, en función única-
mente del fascismo. Al concluir este capítulo es necesario, por tanto, preguntar-
se cómo debe explicarse este fenómeno. Y empezar clarificando la confusión que
identifica al fascismo con el nacionalismo.
Es innegable que los movimientos fascistas tendían a estimular las pasiones
y prejuicios nacionalistas, aunque por su inspiración católica los estados corpo-
rativos semifascistas, como Portugal y Austria en 1934-1938, reservaban su odio
mayor para los pueblos y naciones ateos o de credo diferente. Por otra parte, era
difícil que los movimientos fascistas consiguieran atraer a los nacionalistas en los
países conquistados y ocupados por Alemania o Italia, o cuyo destino dependiera
de la victoria de estos estados sobre sus propios gobiernos nacionales. En algunos
casos (Flandes, Países Bajos, Escandinavia), podían identificarse con los alemanes
como parte de un grupo racial teutónico más amplio, pero un planteamiento más
adecuado (fuertemente apoyado por la propaganda del doctor Goebbels durante la
guerra) era, paradójicamente, de carácter internacionalista. Alemania era conside-
rada como el corazón y la única garantía de un futuro orden europeo, con el manido
recurso a Carlomagno y al anticomunismo. Se trata de una fase del desarrollo de
la idea de Europa en la que no les gusta detenerse a los historiadores de la Comu-
nidad Europea de la posguerra. Las unidades militares no alemanas que lucharon
bajo la bandera germana en la Segunda Guerra Mundial, encuadradas sobre todo
en las SS, resaltaban generalmente ese elemento transnacional.
Por otra parte, es evidente también que no todos los nacionalismos simpatiza-
ban con el fascismo, y no sólo porque las ambiciones de Hitler, y en menor medida
las de Mussolini, suponían una amenaza para algunos de ellos, como los polacos o
los checos. Como veremos (capítulo v), la movilización contra el fascismo impulsó
en algunos países un patriotismo de izquierda, sobre todo durante la guerra, en
la que la resistencia al Eje se encarnó en «frentes nacionales», en gobiernos que
(véase el capítulo 9). Allí donde los gobiernos pueden redistribuir lo suficiente y
donde la mayor parte de los ciudadanos disfrutan de un nivel de vida en ascenso, la
temperatura de la política democrática no suele subir demasiado. El compromiso y
el consenso tienden a prevalecer, pues incluso los más apasionados partidarios del
derrocamiento del capitalismo encuentran la situación más tolerable en la práctica
que en la teoría, e incluso los defensores a ultranza del capitalismo aceptan la exis-
tencia de sistemas de seguridad social y de negociaciones con los sindicatos para
fijar las subidas salariales y otros beneficios.
Pero, como demostró la Gran Depresión, esto es sólo una parte de la respuesta.
Una situación muy similar —la negativa de los trabajadores organizados a aceptar
los recortes impuestos por la Depresión— llevó al hundimiento del sistema parla-
mentario y, finalmente, a la candidatura de Hitler para la jefatura del gobierno en
Alemania, mientras que en Gran Bretaña sólo entrañó el cambio de un gobierno la-
borista a un «gobierno nacional» (conservador), pero siempre dentro de un sistema
parlamentario estable y sólido.4 La Depresión no supuso la suspensión automática
o la abolición de la democracia representativa, como es patente por las consecuen-
cias políticas que conllevó en los Estados Unidos (el New Deal de Roosevelt) y en
Escandinavia (el triunfo de la socialdemocracia). Fue sólo en América Latina, en
que la economía dependía básicamente de las exportaciones de uno o dos productos
primarios, cuyo precio experimentó un súbito y profundo hundimiento (véase el ca-
pítulo 3), donde la Gran Depresión se tradujo en la caída casi inmediata y automáti-
ca de los gobiernos que estaban en el poder, principalmente como consecuencia de
golpes militares. Es necesario añadir, por lo demás, que en Chile y en Colombia la
transformación política se produjo en la dirección opuesta.
La vulnerabilidad de la política liberal estribaba en que su forma característica
de gobierno, la democracia representativa, demostró pocas veces ser una forma
convincente de dirigir los estados, y las características de la era de las catástrofes
no le ofrecieron las condiciones que podían hacerla viable y eficaz.
La primera de esas condiciones era que gozara del consenso y la aceptación ge-
nerales. La democracia se sustenta en ese consenso, pero no lo produce, aunque en
las democracias sólidas y estables el mismo proceso de votación periódica tiende a
hacer pensar a los ciudadanos —incluso a los que forman parte de la minoría— que
el proceso electoral legitima a los gobiernos surgidos de él. Pero en el período de
entreguerras muy pocas democracias eran sólidas. Lo cierto es que hasta comien-
zos del siglo xx la democracia existía en pocos sitios aparte de Estados Unidos y
Francia (véase La era del imperio, capítulo 4). De hecho, al menos diez de los estados
que existían en Europa después de la Primera Guerra Mundial eran completamen-
te nuevos o tan distintos de sus antecesores que no tenían una legitimidad especial
para sus habitantes. Menos lo eran aún las democracias estables. La crisis es el ras-
go característico de la situación política de los estados en la era de las catástrofes.
La segunda condición era un cierto grado de compatibilidad entre los dife-
rentes componentes del «pueblo», cuyo voto soberano había de determinar el go-
bierno común. La teoría oficial de la sociedad burguesa liberal no reconocía al
«pueblo» como un conjunto de grupos, comunidades u otras colectividades con
intereses propios, aunque lo hicieran los antropólogos, los sociólogos y los políti-
cos. Oficialmente, el pueblo, concepto teórico más que un conjunto real de seres
4. En 1931, el gobierno laborista se dividió sobre esta cuestión. Algunos dirigentes laboristas
y sus seguidores liberales apoyaron a los conservadores, que ganaron las elecciones siguientes
debido a ese corrimiento y permanecieron cómodamente en el poder hasta mayo de 1940.
5. En los años ochenta se dejaría oír con fuerza, tanto en Occidente como en Oriente, la re-
tórica nostálgica que perseguía un retorno totalmente imposible a un siglo xix idealizado, basado
en estos supuestos.
cutivo no era, por regla general, elegido directamente. En aquellos estados donde
el derecho de sufragio era limitado (el electorado estaba formado principalmente
por los ricos, los poderosos o una minoría influyente) ese objetivo se veía facilitado
por el consenso acerca de su interés colectivo (el «interés nacional»), así como por
el recurso del patronazgo.
Pero en el siglo xx se multiplicaron las ocasiones en las que era de importancia
crucial que los gobiernos gobernaran. El estado que se limitaba a proporcionar las
normas básicas para el funcionamiento de la economía y de la sociedad, así como
la policía, las cárceles y las fuerzas armadas para afrontar todo tipo de peligros,
internos y externos, había quedado obsoleto.
La cuarta condición era la riqueza y la prosperidad. Las democracias de los
años veinte se quebraron bajo la tensión de la revolución y la contrarrevolución
(Hungría, Italia y Portugal) o de los conflictos nacionales (Polonia y Yugoslavia),
y en los años treinta sufrieron los efectos de las tensiones de la crisis mundial. No
hace falta sino comparar la atmósfera política de la Alemania de Weimar y la de
Austria en los años veinte con la de la Alemania Federal y la de Austria en el perío-
do posterior a 1945 para comprobarlo. Incluso los conflictos nacionales eran me-
nos difíciles de solventar cuando los políticos de cada una de las minorías estaban
en condiciones de proveer alimentos suficientes para toda la población del estado.
En ello residía la fortaleza del Partido Agrario en la única democracia auténtica
de la Europa centrooriental, Checoslovaquia: en que ofrecía beneficios a todos
los grupos nacionales. Pero en los años treinta, ni siquiera Checoslovaquia podía
mantener juntos a los checos, eslovacos, alemanes, húngaros y ucranianos.
En estas circunstancias, la democracia era más bien un mecanismo para forma-
lizar las divisiones entre grupos irreconciliables. Muchas veces, no constituía una
base estable para un gobierno democrático, ni siquiera en las mejores circunstan-
cias, especialmente cuando la teoría de la representación democrática se aplicaba
en las versiones más rigurosas de la representación proporcional.6 Donde en las
épocas de crisis no existía una mayoría parlamentaria, como ocurrió en Alemania
(en contraste con Gran Bretaña),7 la tentación de pensar en otras formas de go-
bierno era muy fuerte. Incluso en las democracias estables, muchos ciudadanos
consideran que las divisiones políticas que implica el sistema son más un inconve-
niente que una ventaja. La propia retórica de la política presenta a los candidatos y
a los partidos como representantes, no de unos intereses limitados de partido, sino
de los intereses nacionales. En los períodos de crisis, los costos del sistema parecían
insostenibles y sus beneficios, inciertos.