HOBSBAWM, Historia Del Siglo XX, Cap. 4

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Eric Hobsbawm

Historia del siglo xx

Crítica
Grupo Editorial Planeta
Buenos Aires

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4. La caída del liberalismo

Es muy difícil realizar un análisis racional del fenómeno del na-


zismo. Bajo la dirección de un líder que hablaba en tono apocalíptico
de conceptos tales como el poder o la destrucción del mundo, y de un
régimen sustentado en la repulsiva ideología del odio racial, uno de
los países cultural y económicamente más avanzados de Europa pla-
nificó la guerra, desencadenó una conflagración mundial que se cobró
las vidas de casi cincuenta millones de personas y perpetró atrocidades
—que culminaron en el asesinato masivo y mecanizado de millones de
judíos— de una naturaleza y una escala que desafían los límites de la
imaginación. La capacidad del historiador resulta insuficiente cuando
trata de explicar lo ocurrido en Auschwitz.
Ian Kershaw (1993, pp. 3-4)

¡Morir por la patria, por una idea! [...] No, eso es una simpleza. In-
cluso en el frente, de lo que se trata es de matar [...]. Morir no es nada,
no existe. Nadie puede imaginar su propia muerte. Matar es la cuestión.
Esa es la frontera que hay que atravesar. Sí, es un acto concreto de tu
voluntad, porque con él das vida a tu voluntad en otro hombre.
De la carta de un joven voluntario de la República
social fascista de 1943-1945 (Pavone, 1991, p. 431)

De todos los acontecimientos de esta era de las catástrofes, el que mayormente


impresionó a los supervivientes del siglo xix fue el hundimiento de los valores
e instituciones de la civilización liberal cuyo progreso se daba por sentado en
aquel siglo, al menos en las zonas del mundo «avanzadas» y en las que estaban
avanzando. Esos valores implicaban el rechazo de la dictadura y del gobierno au-
toritario, el respeto del sistema constitucional con gobiernos libremente elegidos
y asambleas representativas que garantizaban el imperio de la ley, y un conjunto
aceptado de derechos y libertades de los ciudadanos, como las libertades de ex-
presión, de opinión y de reunión. Los valores que debían imperar en el estado
y en la sociedad eran la razón, el debate público, la educación, la ciencia y el
perfeccionamiento (aunque no necesariamente la perfectibilidad) de la condición
humana. Parecía evidente que esos valores habían progresado a lo largo del siglo
y que debían progresar aún más. Después de todo, en 1914 incluso las dos últimas
autocracias europeas, Rusia y Turquía, habían avanzado por la senda del gobierno
constitucional y, por su parte, Irán había adoptado la constitución belga. Hasta
1914 esos valores sólo eran rechazados por elementos tradicionalistas como la
Iglesia católica, que levantaba barreras en defensa del dogma frente a las fuerzas
de la modernidad, por algunos intelectuales rebeldes y profetas de la destrucción,

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procedentes sobre todo de «buenas familias» y de centros acreditados de cultura


—parte, por tanto, de la misma civilización a la que se oponían—, y por las fuerzas
de la democracia, un fenómeno nuevo y perturbador (véase La era del imperio).
Sin duda, la ignorancia y el atraso de esas masas, su firme decisión de destruir la
sociedad burguesa mediante la revolución social, y la irracionalidad latente, tan
fácilmente explotada por los demagogos, eran motivo de alarma. Sin embargo,
de esos movimientos democráticos de masas, aquel que entrañaba el peligro más
inmediato, el movimiento obrero socialista, defendía, tanto en la teoría como en
la práctica, los valores de la razón, la ciencia, el progreso, la educación y la libertad
individual con tanta energía como pudiera hacerlo cualquier otro movimiento.
La medalla conmemorativa del 1.° de mayo del Partido Socialdemócrata alemán
exhibía en una cara la efigie de Karl Marx y en la otra la estatua de la libertad.
Lo que rechazaban era el sistema económico, no el gobierno constitucional y los
principios de convivencia. No hubiera sido lógico considerar que un gobierno
encabezado por Víctor Adler, August Bebel o Jean Jaurès pudiese suponer el fin
de la «civilización tal como la conocemos». De todos modos, un gobierno de tal
naturaleza parecía todavía muy remoto.
Sin duda las instituciones de la democracia liberal habían progresado en la
esfera política y parecía que el estallido de la barbarie en 1914-1918 había servido
para acelerar ese progreso. Excepto en la Rusia soviética, todos los regímenes de la
posguerra, viejos y nuevos, eran regímenes parlamentarios representativos, incluso
el de Turquía. En 1920, la Europa situada al oeste de la frontera soviética estaba
ocupada en su totalidad por ese tipo de estados. En efecto, el elemento básico
del gobierno constitucional liberal, las elecciones para constituir asambleas repre-
sentativas y/o nombrar presidentes, se daba prácticamente en todos los estados
independientes de la época. No obstante, hay que recordar que la mayor parte de
esos estados se hallaban en Europa y en América, y que la tercera parte de la po-
blación del mundo vivía bajo el sistema colonial. Los únicos países en los que no se
celebraron elecciones de ningún tipo en el período 1919-1947 (Etiopía, Mongolia,
Nepal, Arabia Saudí y Yemen) eran fósiles políticos aislados. En otros cinco países
(Afganistán, la China del Kuomintang, Guatemala, Paraguay y Tailandia, que se
llamaba todavía Siam) sólo se celebraron elecciones en una ocasión, lo que no
demuestra una fuerte inclinación hacia la democracia liberal, pero la mera celebra-
ción de tales elecciones evidencia cierta penetración, al menos teórica, de las ideas
políticas liberales. Por supuesto, no deben sacarse demasiadas consecuencias del
hecho de que se celebraran elecciones, o de la frecuencia de las mismas. Ni Irán,
que acudió seis veces a las urnas desde 1930, ni Irak, que lo hizo en tres ocasiones,
podían ser consideradas como bastiones de la democracia.
A pesar de la existencia de numerosos regímenes electorales representativos, en
los veinte años transcurridos desde la «marcha sobre Roma» de Mussolini hasta
el apogeo de las potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial se registró un
retroceso, cada vez más acelerado, de las instituciones políticas liberales. Mientras
que en 1918-1920 fueron disueltas, o quedaron inoperantes, las asambleas legis-
lativas de dos países europeos, ese número aumentó a seis en los años veinte y a
nueve en los años treinta, y la ocupación alemana destruyó el poder constitucional
en otros cinco países durante la Segunda Guerra Mundial. En suma, los únicos
países europeos cuyas instituciones políticas democráticas funcionaron sin solu-
ción de continuidad durante todo el período de entreguerras fueron Gran Bretaña,
Finlandia (a duras penas), Irlanda, Suecia y Suiza.

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En el continente americano, la otra zona del mundo donde existían estados


independientes, la situación era más diversificada, pero no reflejaba un avance ge-
neral de las instituciones democráticas. La lista de estados sólidamente constitu-
cionales del hemisferio occidental era pequeña: Canadá, Colombia, Costa Rica,
Estados Unidos y la ahora olvidada «Suiza de América del Sur», y su única demo-
cracia real, Uruguay. Lo mejor que puede decirse es que en el período transcurrido
desde la conclusión de la Primera Guerra Mundial hasta la de la Segunda, hubo
corrimientos hacia la izquierda y hacia la derecha. En cuanto al resto del planeta,
consistente en gran parte en dependencias coloniales y al margen, por tanto, del
liberalismo, se alejó aún más de las constituciones liberales, si es que las había
tenido alguna vez. En Japón, un régimen moderadamente liberal dio paso a otro
militarista-nacionalista en 1930-1931. Tailandia dio algunos pasos hacia el gobier-
no constitucional, y en cuanto a Turquía, a comienzos de los años veinte subió al
poder el modernizador militar progresista Kemal Atatürk, un personaje que no
parecía dispuesto a permitir que las elecciones se interpusieran en su camino. En
los tres continentes de Asia, África y Australasia, sólo en Australia y Nueva Zelanda
estaba sólidamente implantada la democracia, pues la mayor parte de los sudafri-
canos quedaban fuera de la constitución aprobada para los blancos.
En definitiva, esta era de las catástrofes conoció un claro retroceso del libera-
lismo político, que se aceleró notablemente cuando Adolf Hitler asumió el cargo
de canciller de Alemania en 1933. Considerando el mundo en su conjunto, en
1920 había treinta y cinco o más gobiernos constitucionales elegidos (según como
se califique a algunas repúblicas latinoamericanas), en 1938, diecisiete, y en 1944,
aproximadamente una docena. La tendencia mundial era clara.
Tal vez convenga recordar que en ese período la amenaza para las instituciones
liberales procedía exclusivamente de la derecha, dado que entre 1945 y 1989 se dio
por sentado que procedía esencialmente del comunismo. Hasta entonces el térmi-
no «totalitarismo», inventado como descripción, o autodescripción, del fascismo
italiano, prácticamente sólo se aplicaba a ese tipo de regímenes. La Rusia soviética
(desde 1923, la URSS) estaba aislada y no podía extender el comunismo (ni desea-
ba hacerlo, desde que Stalin subió al poder). La revolución social de inspiración
leninista dejó de propagarse cuando se acalló la primera oleada revolucionaria
en el período de posguerra. Los movimientos socialdemócratas (marxistas) ya no
eran fuerzas subversivas, sino partidos que sustentaban el estado, y su compromiso
con la democracia estaba más allá de toda duda. En casi todos los países, los mo-
vimientos obreros comunistas eran minoritarios y allí donde alcanzaron fuerza,
o habían sido suprimidos o lo serían en breve. Como lo demostró la segunda
oleada revolucionaria que se desencadenó durante y después de la Segunda Gue-
rra Mundial, el temor a la revolución social y al papel que pudieran desempeñar
en ella los comunistas estaba justificado, pero en los veinte años de retroceso del
liberalismo ni un solo régimen democrático-liberal fue desalojado del poder desde
la izquierda.1 El peligro procedía exclusivamente de la derecha, una derecha que
no sólo era una amenaza para el gobierno constitucional y representativo, sino
una amenaza ideológica para la civilización liberal como tal, y un movimiento de
posible alcance mundial, para el cual la etiqueta de «fascismo», aunque adecuada,
resulta insuficiente.

1. El caso que recuerda más de cerca una situación de ese tipo es la anexión de Estonia por
la URSS en 1940, pues en esa época el pequeño estado báltico, tras algunos años de gobierno
autoritario, había adoptado nuevamente una constitución más democrática.

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Es insuficiente porque no todas las fuerzas que derrocaron regímenes liberales


eran fascistas. Es adecuada porque el fascismo, primero en su forma italiana ori-
ginal y luego en la versión alemana del nacionalsocialismo, inspiró a otras fuerzas
antiliberales, las apoyó y dio a la derecha internacional una confianza histórica. En
los años treinta parecía la fuerza del futuro. Como ha afirmado un experto en la
materia, «no es fruto del azar que [...] los dictadores monárquicos, los burócratas
y oficiales de Europa oriental y Franco (en España) imitaran al fascismo» (Linz,
1975, p. 206).
Las fuerzas que derribaron regímenes liberales democráticos eran de tres tipos,
dejando a un lado el sistema tradicional del golpe militar empleado en Latinoamé-
rica para instalar en el poder a dictadores o caudillos carentes de una ideología
determinada. Todas eran contrarias a la revolución social y en la raíz de todas
ellas se hallaba una reacción contra la subversión del viejo orden social operada en
1917-1920. Todas eran autoritarias y hostiles a las instituciones políticas liberales,
aunque en ocasiones lo fueran más por razones pragmáticas que por principio. Los
reaccionarios de viejo estilo prohibían en ocasiones algunos partidos, sobre todo el
comunista, pero no todos. Tras el derrocamiento de la efímera república soviética
húngara de 1919, el almirante Horthy, al frente del llamado reino de Hungría
—que no tenía ni rey ni flota—, gobernó un estado autoritario que siguió siendo
parlamentario, pero no democrático, al estilo oligárquico del siglo xviii. Todas esas
fuerzas tendían a favorecer al ejército y a la policía, o a otros cuerpos capaces de
ejercer la coerción física, porque representaban la defensa más inmediata contra
la subversión. En muchos lugares su apoyo fue fundamental para que la derecha
ascendiera al poder. Por último, todas esas fuerzas tendían a ser nacionalistas, en
parte por resentimiento contra algunos estados extranjeros, por las guerras perdi-
das o por no haber conseguido formar un vasto imperio, y en parte porque agitar
una bandera nacional era una forma de adquirir legitimidad y popularidad. Había,
sin embargo, diferencias entre ellas.
Los autoritarios o conservadores de viejo cuño —el almirante Horthy en Hun-
gría; el mariscal Mannerheim, vencedor de la guerra civil de blancos contra ro-
jos en la nueva Finlandia independiente; el coronel, y luego mariscal, Pilsudski,
libertador de Polonia; el rey Alejandro, primero de Serbia y luego de la nueva
Yugoslavia unificada; y el general Francisco Franco de España— carecían de una
ideología concreta, más allá del anticomunismo y de los prejuicios tradicionales de
su clase. Si se encontraron en la posición de aliados de la Alemania de Hitler y de
los movimientos fascistas en sus propios países, fue sólo porque en la coyuntura de
entreguerras la alianza «natural» era la de todos los sectores de la derecha. Natu-
ralmente, las consideraciones de carácter nacional podían interponerse en ese tipo
de alianzas. Winston Churchill, que era un claro, aunque atípico, representante de
la derecha más conservadora, manifestó cierta simpatía hacia la Italia de Mussolini
y no apoyó a la República española contra las fuerzas del general Franco, pero
cuando Alemania se convirtió en una amenaza para Gran Bretaña, pasó a ser el lí-
der de la unidad antifascista internacional. Por otra parte, esos reaccionarios tradi-
cionales tuvieron también que enfrentarse en sus países a la oposición de genuinos
movimientos fascistas, que en ocasiones gozaban de un fuerte apoyo popular.
Una segunda corriente de la derecha dio lugar a los que se han llamado «es-
tados orgánicos» (Linz, 1975, pp. 277 y 306-313), o sea, regímenes conservado-
res que, más que defender el orden tradicional, recreaban sus principios como
una forma de resistencia al individualismo liberal y al desafío que planteaban el

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movimiento obrero y el socialismo. Estaban animados por la nostalgia ideológica


de una Edad Media o una sociedad feudal imaginadas, en las que se reconocía la
existencia de clases o grupos económicos, pero se conjuraba el peligro de la lucha
de clases mediante la aceptación de la jerarquía social, y el reconocimiento de que
cada grupo social o «estamento» desempeñaba una función en la sociedad orgáni-
ca formada por todos y debía ser reconocido como una entidad colectiva. De ese
sustrato surgieron diversas teorías «corporativistas» que sustituían la democracia
liberal por la representación de los grupos de intereses económicos y profesio-
nales. Para designar este sistema se utilizaban a veces los términos democracia o
participación «orgánica», que se suponía superior a la democracia sin más, aunque
de hecho siempre estuvo asociada con regímenes autoritarios y estados fuertes
gobernados desde arriba, esencialmente por burócratas y tecnócratas. En todos los
casos limitaba o abolía la democracia electoral, sustituyéndola por una «democra-
cia basada en correctivos corporativos», en palabras del primer ministro húngaro
conde Bethlen (Rank, 1971). Los ejemplos más acabados de ese tipo de estados
corporativos hay que buscarlos en algunos países católicos, entre los que destaca el
Portugal del profesor Oliveira Salazar, el régimen antiliberal de derechas más du-
radero de Europa (1927-1974), pero también son ejemplos notables Austria desde
la destrucción de la democracia hasta la invasión de Hitler (1934-1938) y, en cierta
medida, la España de Franco.
Pero aunque los orígenes y las inspiraciones de este tipo de regímenes reaccio-
narios fuesen más antiguos que los del fascismo y, a veces, muy distintos de los de
éste, no había una línea de separación entre ellos, porque compartían los mismos
enemigos, si no los mismos objetivos. Así, la Iglesia católica, profundamente re-
accionaria en la versión consagrada oficialmente por el Primer Concilio Vaticano
de 1870, no sólo no era fascista, sino que por su hostilidad hacia los estados laicos
con pretensiones totalitarias debía ser considerada como adversaria del fascismo.
Y sin embargo, la doctrina del «estado corporativo», que alcanzó su máxima ex-
presión en países católicos, había sido formulada en los círculos fascistas (de Italia),
que bebían, entre otras, en las fuentes de la tradición católica. De hecho, algunos
aplicaban a dichos regímenes la etiqueta de «fascistas clericales». En los países ca-
tólicos, determinados grupos fascistas, como el movimiento rexista del belga Leon
Degrelle, se inspiraban directamente en el catolicismo integrista. Muchas veces se
ha aludido a la actitud ambigua de la Iglesia con respecto al racismo de Hitler y,
menos frecuentemente, a la ayuda que personas integradas en la estructura de la
Iglesia, algunas de ellas en cargos de importancia, prestaron después de la guerra a
fugitivos nazis, muchos de ellos acusados de crímenes de guerra. El nexo de unión
entre la Iglesia, los reaccionarios de viejo cuño y los fascistas era el odio común a
la Ilustración del siglo xviii, a la revolución francesa y a cuanto creían fruto de esta
última: la democracia, el liberalismo y, especialmente, «el comunismo ateo».
La era fascista señaló un cambio de rumbo en la historia del catolicismo porque
la identificación de la Iglesia con una derecha cuyos principales exponentes inter-
nacionales eran Hitler y Mussolini creó graves problemas morales a los católicos
con preocupaciones sociales y, cuando el fascismo comenzó a precipitarse hacia
una inevitable derrota, causó serios problemas políticos a una jerarquía eclesiástica
cuyas convicciones antifascistas no eran muy firmes. Al mismo tiempo, el antifas-
cismo, o simplemente la resistencia patriótica al conquistador extranjero, legitimó
por primera vez al catolicismo democrático (Democracia Cristiana) en el seno
de la Iglesia. En algunos países donde los católicos eran una minoría importante

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comenzaron a aparecer partidos políticos que aglutinaban el voto católico y cuyo


interés primordial era defender los intereses de la Iglesia frente a los estados laicos.
Así ocurrió en Alemania y en los Países Bajos. Donde el catolicismo era la religión
oficial, la Iglesia se oponía a ese tipo de concesiones a la política democrática,
pero la pujanza del socialismo ateo la impulsó a adoptar una innovación radical,
la formulación, en 1891, de una política social que subrayaba la necesidad de dar
a los trabajadores lo que por derecho les correspondía, y que mantenía el carácter
sacrosanto de la familia y de la propiedad privada, pero no del capitalismo como
tal.2 La encíclica Rerum Novarum sirvió de base para los católicos sociales y para
otros grupos dispuestos a organizar sindicatos obreros católicos, y más inclinados
por estas iniciativas hacia la vertiente más liberal del catolicismo. Excepto en Italia,
donde el papa Benedicto XV (1914-1922) permitió, después de la Primera Gue-
rra Mundial, la formación de un importante Partido Popular (católico), que fue
aniquilado por el fascismo, los católicos democráticos y sociales eran tan sólo una
minoría política marginal. Fue el avance del fascismo en los años treinta lo que les
impulsó a mostrarse más activos. Sin embargo, en España la gran mayoría de los
católicos apoyó a Franco y sólo una minoría, aunque de gran altura intelectual,
se mantuvo al lado de la República. La Resistencia, que podía justificarse en fun-
ción de principios patrióticos más que teológicos, les ofreció su oportunidad y la
victoria les permitió aprovecharla. Pero los triunfos de la democracia cristiana en
Europa, y en América Latina algunas décadas después, corresponden a un período
posterior. En el período en que se produjo la caída del liberalismo, la Iglesia se
complació en esa caída, con muy raras excepciones.

II

Hay que referirse ahora a los movimientos a los que puede darse con propiedad
el nombre de fascistas. El primero de ellos es el italiano, que dio nombre al fenó-
meno, y que fue la creación de un periodista socialista renegado, Benito Mussolini,
cuyo nombre de pila, homenaje al presidente mexicano anticlerical Benito Juárez,
simbolizaba el apasionado antipapismo de su Romaña nativa. El propio Adolf Hit-
ler reconoció su deuda para con Mussolini y le manifestó su respeto, incluso cuan-
do tanto él como la Italia fascista demostraron su debilidad e incompetencia en la
Segunda Guerra Mundial. A cambio, Mussolini tomó de Hitler, aunque en fecha
tardía, el antisemitismo que había estado ausente de su movimiento hasta 1938, y
de la historia de Italia desde su unificación.3 Sin embargo, el fascismo italiano no

2. Esta doctrina se plasmó en la encíclica Rerum Novarum, que se complementó cuarenta


años más tarde —en medio de la Gran Depresión, lo cual no es fruto de la casualidad— con la
Quadragesimo Anno. Dicha encíclica continúa siendo la columna vertebral de la política social de la
Iglesia, como lo confirma la encíclica del papa Juan Pablo II Centesimus Annus, publicada en 1991,
en el centenario de la Rerum Novarum. Sin embargo, el peso concreto de su condena ha variado
según los contextos políticos.
3. En honor a los compatriotas de Mussolini hay que decir que durante la guerra el ejército
italiano se negó taxativamente, en las zonas que ocupaba, y especialmente en el sudeste de Francia,
a entregar judíos a los alemanes, o a cualquier otro, para su exterminio. Aunque la administración
italiana mostró escaso celo a este respecto, lo cierto es que murieron la mitad de los miembros de
la pequeña comunidad judía italiana, si bien algunos de ellos encontraron la muerte en la lucha
como militantes antifascistas y no como víctimas propiciatorias (Steinberg, 1990; Hughes, 1983).

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tuvo un gran éxito internacional, a pesar de que intentó inspirar y financiar movi-
mientos similares en otras partes y de que ejerció una cierta influencia en lugares
inesperados, por ejemplo en Vladimir Jabotinsky, fundador del «revisionismo»
sionista, que en los años setenta ejerció el poder en Israel con Menahem Begin.
De no haber mediado el triunfo de Hitler en Alemania en los primeros me-
ses de 1933, el fascismo no se habría convertido en un movimiento general. De
hecho, salvo el italiano, todos los movimientos fascistas de cierta importancia se
establecieron después de la subida de Hitler al poder. Destacan entre ellos el de los
Flecha Cruz de Hungría, que consiguió el 25 por 100 de los sufragios en la primera
votación secreta celebrada en este país (1939), y el de la Guardia de Hierro ruma-
na, que gozaba de un apoyo aún mayor. Tampoco los movimientos financiados
por Mussolini, como los terroristas croatas ustachá de Ante Pavelic, consiguieron
mucho ni se fascistizaron ideológicamente hasta los años treinta, en que algunos de
ellos buscaron inspiración y apoyo financiero en Alemania. Además, sin el triunfo
de Hitler en Alemania no se habría desarrollado la idea del fascismo como movi-
miento universal, como una suerte de equivalente en la derecha del comunismo
internacional, con Berlín como su Moscú. Pero de todo ello no surgió un movi-
miento sólido, sino tan sólo algunos colaboracionistas ideológicamente motivados
en la Europa ocupada por los alemanes. Sin embargo, muchos ultraderechistas
tradicionales, sobre todo en Francia, se negaron a cooperar con los alemanes, pese
a que eran furibundos reaccionarios, porque ante todo eran nacionalistas. Algu-
nos incluso participaron en la Resistencia. Si Alemania no hubiera alcanzado una
posición de potencia mundial de primer orden, en franco ascenso, el fascismo no
habría ejercido una influencia importante fuera de Europa y los gobernantes reac-
cionarios no se habrían preocupado de declarar su simpatía por el fascismo, como
cuando, en 1940, el portugués Salazar afirmó que él y Hitler estaban «unidos por
la misma ideología» (Delzell, 1970, p. 348).
No es fácil decir qué era lo que desde 1933 tenían en común las diferentes co-
rrientes del fascismo, aparte de la aceptación de la hegemonía alemana. La teoría
no era el punto fuerte de unos movimientos que predicaban la insuficiencia de la
razón y del racionalismo y la superioridad del instinto y de la voluntad. Atraje-
ron a todo tipo de teóricos reaccionarios en países con una activa vida intelectual
conservadora —Alemania es un ejemplo destacado de ello—, pero éstos eran más
bien elementos decorativos que estructurales del fascismo. Mussolini podía haber
prescindido perfectamente de su filósofo Giovanni Gentile y Hitler probablemen-
te ignoraba —y no le habría importado saberlo— que contaba con el apoyo del
filósofo Heidegger. No es posible tampoco identificar al fascismo con una forma
concreta de organización del estado, el estado corporativo: la Alemania nazi perdió
rápidamente interés por esas ideas, tanto más cuanto entraban en conflicto con
el principio de una única e indivisible Volksgemeinschaft o comunidad del pueblo.
Incluso un elemento aparentemente tan crucial como el racismo estaba ausente,
al principio, del fascismo italiano. Por otra parte, como hemos visto, el fascismo
compartía el nacionalismo, el anticomunismo, el antiliberalismo, etc., con otros
elementos no fascistas de la derecha. Algunos de ellos, en especial los grupos reac-
cionarios franceses no fascistas, compartían también con él la concepción de la
política como violencia callejera.
La principal diferencia entre la derecha fascista y la no fascista era que la pri-
mera movilizaba a las masas desde abajo. Pertenecía a la era de la política demo-
crática y popular que los reaccionarios tradicionales rechazaban y que los paladines

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del «estado orgánico» intentaban sobrepasar. El fascismo se complacía en las mo-


vilizaciones de masas, y las conservó simbólicamente, como una forma de esceno-
grafía política —las concentraciones nazis de Nuremberg, las masas de la Piazza
Venezia contemplando las gesticulaciones de Mussolini desde su balcón—, incluso
cuando subió al poder; lo mismo cabe decir de los movimientos comunistas. Los
fascistas eran los revolucionarios de la contrarrevolución: en su retórica, en su
atractivo para cuantos se consideraban víctimas de la sociedad, en su llamamiento
a transformarla de forma radical, e incluso en su deliberada adaptación de los sím-
bolos y nombres de los revolucionarios sociales, tan evidente en el caso del «Partido
Obrero Nacionalsocialista» de Hitler, con su bandera roja (modificada) y la inmediata
adopción del 1.° de mayo de los rojos como fiesta oficial, en 1933.
Análogamente, aunque el fascismo también se especializó en la retórica del
retorno del pasado tradicional y obtuvo un gran apoyo entre aquellos que habrían
preferido borrar el siglo anterior, si hubiera sido posible, no era realmente un mo-
vimiento tradicionalista del estilo de los carlistas de Navarra que apoyaron a Fran-
co en la guerra civil, o de las campañas de Gandhi en pro del retorno a los telares
manuales y a los ideales rurales. Propugnaba muchos valores tradicionales, lo cual
es otra cuestión. Denunciaba la emancipación liberal —la mujer debía permanecer
en el hogar y dar a luz muchos hijos— y desconfiaba de la insidiosa influencia de la
cultura moderna y, especialmente, del arte de vanguardia, al que los nacionalsocia-
listas alemanes tildaban de «bolchevismo cultural» y de degenerado. Sin embargo,
los principales movimientos fascistas —el italiano y el alemán— no recurrieron a
los guardianes históricos del orden conservador, la Iglesia y la monarquía. Antes al
contrario, intentaron suplantarlos por un principio de liderazgo totalmente nuevo
encarnado en el hombre hecho a sí mismo y legitimado por el apoyo de las masas,
y por unas ideologías —y en ocasiones cultos— de carácter laico.
El pasado al que apelaban era un artificio. Sus tradiciones eran inventadas. El
propio racismo de Hitler no era ese sentimiento de orgullo por una ascendencia
común, pura y no interrumpida que provee a los genealogistas de encargos de
norteamericanos que aspiran a demostrar que descienden de un yeoman de Suffolk
del siglo xvi. Era, más bien, una elucubración posdarwiniana formulada a finales
del siglo xix, que reclamaba el apoyo (y, por desgracia, lo obtuvo frecuentemente
en Alemania) de la nueva ciencia de la genética o, más exactamente, de la rama de
la genética aplicada («eugenesia») que soñaba con crear una superraza humana
mediante la reproducción selectiva y la eliminación de los menos aptos. La raza
destinada a dominar el mundo con Hitler ni siquiera tuvo un nombre hasta 1898,
cuando un antropólogo acuñó el término «nórdico». Hostil como era, por princi-
pio, a la Ilustración y a la revolución francesa, el fascismo no podía creer formal-
mente en la modernidad y en el progreso, pero no tenía dificultad en combinar un
conjunto absurdo de creencias con la modernización tecnológica en la práctica,
excepto en algunos casos en que paralizó la investigación científica básica por mo-
tivos ideológicos (véase el capítulo 18). El fascismo triunfó sobre el liberalismo al
proporcionar la prueba de que los hombres pueden, sin dificultad, conjugar unas
creencias absurdas sobre el mundo con un dominio eficaz de la alta tecnología
contemporánea. Los años finales del siglo xx, con las sectas fundamentalistas que
manejan las armas de la televisión y de la colecta de fondos programada por orde-
nador, nos han familiarizado más con este fenómeno.
Sin embargo, es necesario explicar esa combinación de valores conservadores,
de técnicas de la democracia de masas y de una ideología innovadora de violencia

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irracional, centrada fundamentalmente en el nacionalismo. Ese tipo de movimien-


tos no tradicionales de la derecha radical habían surgido en varios países europeos
a finales del siglo xix como reacción contra el liberalismo (esto es, contra la trans-
formación acelerada de las sociedades por el capitalismo) y contra los movimientos
socialistas obreros en ascenso y, más en general, contra la corriente de extranjeros
que se desplazaban de uno a otro lado del planeta en el mayor movimiento migra-
torio que la historia había registrado hasta ese momento. Los hombres y las mu-
jeres emigraban no sólo a través de los océanos y de las fronteras internacionales,
sino desde el campo a la ciudad, de una región a otra dentro del mismo país, en
suma, desde la «patria» hasta la tierra de los extranjeros y, en otro sentido, como
extranjeros hacia la patria de otros. Casi quince de cada cien polacos abandonaron
su país para siempre, además del medio millón anual de emigrantes estacionales,
para integrarse en la clase obrera de los países receptores. Los años finales del
siglo xix anticiparon lo que ocurriría en las postrimerías del siglo xx e iniciaron la
xenofobia masiva, de la que el racismo —la protección de la raza pura nativa frente
a la contaminación, o incluso el predominio, de las hordas subhumanas invasoras—
pasó a ser la expresión habitual. Su fuerza puede calibrarse no sólo por el temor
hacia los inmigrantes polacos que indujo al gran sociólogo alemán Max Weber a
apoyar temporalmente la Liga Pangermana, sino por la campaña cada vez más fe-
bril contra la inmigración de masas en los Estados Unidos, que, durante y después
de la Segunda Guerra Mundial, llevó al país de la estatua de la Libertad a cerrar sus
fronteras a aquellos a quienes dicha estatua debía dar la bienvenida.
El sustrato común de esos movimientos era el resentimiento de los humildes en
una sociedad que los aplastaba entre el gran capital, por un lado, y los movimientos
obreros en ascenso, por el otro. O que, al menos, les privaba de la posición respe-
table que habían ocupado en el orden social y que creían merecer, o de la situación
a que creían tener derecho en el seno de una sociedad dinámica. Esos sentimientos
encontraron su expresión más característica en el antisemitismo, que en el último
cuarto del siglo xix comenzó a animar, en diversos países, movimientos políticos
específicos basados en la hostilidad hacia los judíos. Los judíos estaban práctica-
mente en todas partes y podían simbolizar fácilmente lo más odioso de un mundo
injusto, en buena medida por su aceptación de las ideas de la Ilustración y de la
revolución francesa que los había emancipado y, con ello, los había hecho más vi-
sibles. Podían servir como símbolos del odiado capitalista/financiero; del agitador
revolucionario; de la influencia destructiva de los «intelectuales desarraigados» y
de los nuevos medios de comunicación de masas; de la competencia —que no po-
día ser sino «injusta»— que les otorgaba un número desproporcionado de puestos
en determinadas profesiones que exigían un nivel de instrucción; y del extranjero
y del intruso como tal. Eso sin mencionar la convicción generalizada de los cristia-
nos más tradicionales de que habían matado a Jesucristo.
El rechazo de los judíos era general en el mundo occidental y su posición en
la sociedad decimonónica era verdaderamente ambigua. Sin embargo, el hecho
de que los trabajadores en huelga, aunque estuvieran integrados en movimientos
obreros no racistas, atacaran a los tenderos judíos y consideraran a sus patronos
como judíos (muchas veces con razón, en amplias zonas de Europa central y orien-
tal) no debe inducir a considerarlos como protonazis, de igual forma que el antise-
mitismo de los intelectuales liberales británicos del reinado de Eduardo VII, como
el del grupo de Bloomsbury, tampoco les convertía en simpatizantes de los antise-
mitas políticos de la derecha radical. El antisemitismo agrario de Europa central y

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110 Historia del siglo xx

oriental, donde en la práctica el judío era el punto de contacto entre el campesino


y la economía exterior de la que dependía su sustento, era más permanente y ex-
plosivo, y lo fue cada vez más a medida que las sociedades rurales eslava, magiar o
rumana se conmovieron como consecuencia de las incomprensibles sacudidas del
mundo moderno. Esos grupos incultos podían creer las historias que circulaban
acerca de que los judíos sacrificaban a los niños cristianos, y los momentos de
explosión social desembocaban en pogroms, alentados por los elementos reaccio-
narios del imperio del zar, especialmente a partir de 1881, año en que se produjo el
asesinato del zar Alejandro II por los revolucionarios sociales. Existe por ello una
continuidad directa entre el antisemitismo popular original y el exterminio de los
judíos durante la Segunda Guerra Mundial.
El antisemitismo popular dio un fundamento a los movimientos fascistas de la
Europa oriental a medida que adquirían una base de masas, particularmente al de
la Guardia de Hierro rumana y al de los Flecha Cruz de Hungría. En todo caso,
en los antiguos territorios de los Habsburgo y de los Romanov, esta conexión era
mucho más clara que en el Reich alemán, donde el antisemitismo popular rural
y provinciano, aunque fuerte y profundamente enraizado, era menos violento, o
incluso más tolerante. Los judíos que en 1938 escaparon de la Viena ocupada hacia
Berlín se asombraron ante la ausencia de antisemitismo en las calles. En Berlín
(por ejemplo, en noviembre de 1938), la violencia fue decretada desde arriba (Ker-
shaw, 1983). A pesar de ello, no existe comparación posible entre la violencia oca-
sional e intermitente de los pogroms y lo que ocurriría una generación más tarde.
El puñado de muertos de 1881, los cuarenta o cincuenta del pogrom de Kishinev
de 1903, ofendieron al mundo —justamente— porque antes de que se iniciara la
barbarie ese número de víctimas era considerado intolerable por un mundo que
confiaba en el progreso de la civilización. En cuanto a los pogroms mucho más
importantes que acompañaron a los levantamientos de las masas de campesinos
durante la revolución rusa de 1905, sólo provocaron, en comparación con los epi-
sodios posteriores, un número de bajas modesto, tal vez ochocientos muertos en
total. Puede compararse esta cifra con los 3.800 judíos que, en 1941, murieron en
tres días en Vilnius (Vilna) a manos de los lituanos, cuando los alemanes invadieron
la URSS y antes de que comenzara su exterminio sistemático.
Los nuevos movimientos de la derecha radical que respondían a estas tradicio-
nes antiguas de intolerancia, pero que las transformaron fundamentalmente, cala-
ban especialmente en las capas medias y bajas de la sociedad europea, y su retórica
y su teoría fueron formuladas por intelectuales nacionalistas que comenzaron a
aparecer en la década de 1890. El propio término «nacionalismo» se acuñó duran-
te esos años para describir a esos nuevos portavoces de la reacción. Los militantes
de las clases medias y bajas se integraron en la derecha radical, sobre todo en los
países en los que no prevalecían las ideologías de la democracia y el liberalismo,
o entre las clases que no se identificaban con ellas, esto es, sobre todo allí donde
no se había registrado un acontecimiento equivalente a la revolución francesa. En
efecto, en los países centrales del liberalismo occidental —Gran Bretaña, Francia
y Estados Unidos— la hegemonía de la tradición revolucionaria impidió la apari-
ción de movimientos fascistas importantes. Es un error confundir el racismo de los
populistas norteamericanos o el chauvinismo de los republicanos franceses con el
protofascismo, pues estos eran movimientos de izquierda.
Ello no impidió que, una vez arrinconada la hegemonía de la Libertad, la Igual-
dad y la Fraternidad, los viejos instintos se vincularan a nuevos lemas políticos. No

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La caída del liberalismo 111

hay duda de que un gran porcentaje de los activistas de la esvástica en los Alpes
austríacos procedían de las filas de los profesionales provinciales —veterinarios,
topógrafos, etc.—, que antes habían sido liberales y habían formado una minoría
educada y emancipada en un entorno dominado por el clericalismo rural. De igual
manera, la desintegración de los movimientos proletarios socialistas y obreros clá-
sicos de finales del siglo xx han dejado el terreno libre al chauvinismo y al racismo
instintivos de muchos trabajadores manuales. Hasta ahora, aunque lejos de ser in-
munes a ese tipo de sentimientos, habían dudado de expresarlos en público por su
lealtad a unos partidos que los rechazaban enérgicamente. Desde los años sesenta,
la xenofobia y el racismo político de la Europa occidental es un fenómeno que se
da principalmente entre los trabajadores manuales. Sin embargo, en los decenios
de incubación del fascismo se manifestaba en los grupos que no se manchaban las
manos en el trabajo.
Las capas medias y medias bajas fueron la espina dorsal de esos movimientos
durante todo el período de vigencia del fascismo. Esto no lo niegan ni siquiera los
historiadores que se proponen revisar el consenso de «virtualmente» cualquier
análisis del apoyo a los nazis realizado entre 1930 y 1980 (Childers, 1983; Chil-
ders, 1991, pp. 8 y 14-15). Consideremos tan sólo uno de los numerosos casos en
que se ha estudiado la afiliación y el apoyo de dichos movimientos: el de Austria
en el período de entreguerras. De los nacionalsocialistas elegidos como concejales
en Viena en 1932, el 18 por 100 eran trabajadores por cuenta propia, el 56 por
100 eran trabajadores administrativos, oficinistas y funcionarios, y el 14 por 100
obreros. De los nazis elegidos en cinco asambleas austríacas de fuera de Viena en
ese mismo año, el 16 por 100 eran trabajadores por cuenta propia y campesinos,
el 51 por 100 oficinistas, etc., y el 10 por 100 obreros no especializados (Larsen et
al., 1978, pp. 766-767).
No quiere ello decir que los movimientos fascistas no gozaran de apoyo en-
tre las clases obreras menos favorecidas. Fuera cual fuere la composición de sus
cuadros, el apoyo a los Guardias de Hierro rumanos procedía de los campesinos
pobres. Una gran parte del electorado del movimiento de los Flecha Cruz hún-
garos pertenecía a la clase obrera (el Partido Comunista estaba prohibido y el
Partido Socialdemócrata, siempre reducido, pagaba el precio de ser tolerado por
el régimen de Horthy) y, tras la derrota de la socialdemocracia austríaca en 1934,
se produjo un importante trasvase de trabajadores hacia el Partido Nazi, espe-
cialmente en las provincias. Además, una vez que los gobiernos fascistas habían
adquirido legitimidad pública, como en Italia y Alemania, muchos más trabaja-
dores comunistas y socialistas de los que la tradición izquierdista está dispuesta a
admitir entraron en sintonía con los nuevos regímenes. No obstante, dado que el
fascismo tenía dificultades para atraer a los elementos tradicionales de la sociedad
rural (salvo donde, como en Croacia, contaban con el refuerzo de organizaciones
como la Iglesia católica) y que era el enemigo jurado de las ideologías y partidos
identificados con la clase obrera organizada, su principal apoyo natural residía en
las capas medias de la sociedad.
Hasta qué punto caló el fascismo en la clase media es una cuestión sujeta a
discusión. Ejerció, sin duda, un fuerte atractivo entre los jóvenes de clase media,
especialmente entre los estudiantes universitarios de la Europa continental que,
durante el período de entreguerras, daban apoyo a la ultraderecha. En 1921 (es
decir, antes de la «marcha sobre Roma») el 13 por 100 de los miembros del mo-
vimiento fascista italiano eran estudiantes. En Alemania, ya en 1930, cuando la

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112 Historia del siglo xx

mayoría de los futuros nazis no se interesaban todavía por la figura de Hitler, eran
entre el 5 y el 10 por 100 de los miembros del Partido Nazi (Kater, 1985, p. 467;
Noelle y Neumann, 1967, p. 196). Como veremos, muchos fascistas eran ex ofi-
ciales de clase media, para los cuales la gran guerra, con todos sus horrores, había
sido la cima de su realización personal, desde la cual sólo contemplaban el triste
futuro de una vida civil decepcionante. Estos eran segmentos de la clase media que
se sentían particularmente atraídos por el activismo. En general, la atracción de la
derecha radical era mayor cuanto más fuerte era la amenaza, real o temida, que se
cernía sobre la posición de un grupo de la clase media, a medida que se desbara-
taba el marco que se suponía que tenía que mantener en su lugar el orden social.
En Alemania, la gran inflación, que redujo a cero el valor de la moneda, y la Gran
Depresión que la siguió radicalizaron incluso a algunos estratos de la clase media,
como los funcionarios de los niveles medios y superiores, cuya posición parecía
segura y que, en circunstancias menos traumáticas, se habrían sentido satisfechos
en su papel de patriotas conservadores tradicionales, nostálgicos del emperador
Guillermo pero dispuestos a servir a una república presidida por el mariscal Hin-
denburg, si no hubiera sido evidente que ésta se estaba derrumbando. En el perío-
do de entreguerras, la gran mayoría de la población alemana que no tenía intereses
políticos recordaba con nostalgia el imperio de Guillermo II. En los años sesenta,
cuando la gran mayoría de los alemanes occidentales consideraba, con razón, que
entonces estaba viviendo el mejor momento de la historia del país, el 42 por 100 de
la población de más de sesenta años pensaba todavía que el período anterior a 1914
había sido mejor, frente al 32 por 100 que había sido convertido por el «milagro
económico» (Noelle y Neumann, 1967, p. 197). Entre 1930 y 1932, los votantes
de los partidos burgueses del centro y de la derecha se inclinaron en masa por el
partido nazi. Sin embargo, no fueron ellos los constructores del fascismo. Por la
forma en que se dibujaron las líneas de la lucha política en el período de entre-
guerras, esas capas medias conservadoras eran susceptibles de apoyar, e incluso de
abrazar, el fascismo. La amenaza para la sociedad liberal y para sus valores parecía
encarnada en la derecha, y la amenaza para el orden social, en la izquierda. Fueron
sus temores los que determinaron la inclinación política de la clase media. Los
conservadores tradicionales se sentían atraídos por los demagogos del fascismo
y se mostraron dispuestos a aliarse con ellos contra el gran enemigo. El fascismo
italiano tenía buena prensa en los años veinte e incluso en los años treinta, excepto
en la izquierda del liberalismo. «La década no ha sido fructífera por lo que respecta
al arte del buen gobierno, si se exceptúa el experimento dorado del fascismo», es-
cribió John Buchan, eminente conservador británico y autor de novelas policiacas.
(Lamentablemente, la inclinación a escribir novelas policiacas raramente coincide
con convicciones izquierdistas.) (Graves y Hodge, 1941, p. 248.) Hitler fue llevado
al poder por una coalición de la derecha tradicional, a la que muy pronto devoró,
y el general Franco incluyó en su frente nacionalista a la Falange española, movi-
miento poco importante a la sazón, porque lo que él representaba era la unión de
toda la derecha contra los fantasmas de 1789 y de 1917, entre los cuales no esta-
blecía una clara distinción. Franco tuvo la fortuna de no intervenir en la Segunda
Guerra Mundial al lado de Hitler, pero envió una fuerza de voluntarios, la División
Azul, a luchar en Rusia al lado de los alemanes, contra los comunistas ateos. El
mariscal Pétain no era, sin duda, ni un fascista ni un simpatizante nazi. Una de las
razones por las que después de la guerra era tan difícil distinguir en Francia a los
fascistas sinceros y a los colaboracionistas de los seguidores del régimen petainista

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La caída del liberalismo 113

de Vichy era la falta de una línea clara de demarcación entre ambos grupos. Aque-
llos cuyos padres habían odiado a Dreyfus, a los judíos y a la república bastarda
—algunos de los personajes de Vichy tenían edad suficiente para haber experi-
mentado ellos mismos ese sentimiento— engrosaron naturalmente las filas de los
entusiastas fanáticos de una Europa hitleriana. En resumen, durante el período de
entreguerras, la alianza «natural» de la derecha abarcaba desde los conservadores
tradicionales hasta el sector más extremo de la patología fascista, pasando por los
reaccionarios de viejo cuño. Las fuerzas tradicionales del conservadurismo y la
contrarrevolución eran fuertes, pero poco activas. El fascismo les dio una dinámica
y, lo que tal vez es más importante, el ejemplo de su triunfo sobre las fuerzas del
desorden. (El argumento habitual en favor de la Italia fascista era que «Mussolini
había conseguido que los trenes circularan con puntualidad».) De la misma for-
ma que desde 1933 el dinamismo de los comunistas ejerció un atractivo sobre la
izquierda desorientada y sin rumbo, los éxitos del fascismo, sobre todo desde la
subida al poder de los nacionalsocialistas en Alemania, lo hicieron aparecer como
el movimiento del futuro. Que el fascismo llegara incluso a adquirir importancia,
aunque por poco tiempo, en la Gran Bretaña conservadora demuestra la fuerza de
ese «efecto de demostración». Dado que todo el mundo consideraba que Gran
Bretaña era un modelo de estabilidad social y política, el hecho de que el fascismo
consiguiera ganarse a uno de sus más destacados políticos y de que obtuviera el
apoyo de uno de sus principales magnates de la prensa resulta significativo, aunque
el movimiento de sir Oswald Mosley perdiera rápidamente el favor de los políticos
respetables y el Daily Mail de lord Rothermere abandonara muy pronto su apoyo
a la Unión Británica de Fascistas.

III

Sin ningún género de dudas el ascenso de la derecha radical después de la


Primera Guerra Mundial fue una respuesta al peligro, o más bien a la realidad,
de la revolución social y del fortalecimiento de la clase obrera en general, y a la
revolución de octubre y al leninismo en particular. Sin ellos no habría existido
el fascismo, pues aunque había habido demagogos ultraderechistas políticamente
activos y agresivos en diversos países europeos desde finales del siglo xix, hasta
1914 habían estado siempre bajo control. Desde ese punto de vista, los apologetas
del fascismo tienen razón, probablemente, cuando sostienen que Lenin engendró
a Mussolini y a Hitler. Sin embargo, no tienen legitimidad alguna para disculpar
la barbarie fascista, como lo hicieron algunos historiadores alemanes en los años
ochenta (Nolte, 1987), afirmando que se inspiraba en las barbaridades cometidas
previamente por la revolución rusa y que las imitaba.
Es necesario, además, hacer dos importantes matizaciones a la tesis de que la
reacción de la derecha fue en lo esencial una respuesta a la izquierda revoluciona-
ria. En primer lugar, subestima el impacto que la Primera Guerra Mundial tuvo so-
bre un importante segmento de las capas medias y medias bajas, los soldados o los
jóvenes nacionalistas que, después de noviembre de 1918, comenzaron a sentirse
defraudados por haber perdido su oportunidad de acceder al heroísmo. El llama-
do «soldado del frente» (Frontsoldat) ocuparía un destacado lugar en la mitología
de los movimientos de la derecha radical —Hitler fue uno de ellos— y sería un
elemento importante en los primeros grupos armados ultranacionalistas, como los

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114 Historia del siglo xx

oficiales que asesinaron a los líderes comunistas alemanes Karl Liebknecht y Rosa
Luxemburg a principios de 1919, los squadristi italianos y el Freikorps alemán. El 57
por 100 de los fascistas italianos de primera hora eran veteranos de guerra. Como
hemos visto, la Primera Guerra Mundial fue una máquina que produjo la bruta-
lización del mundo y esos hombres se ufanaban liberando su brutalidad latente.
El compromiso de la izquierda, incluidos los liberales, con los movimientos
pacifistas y antimilitaristas, y la repulsión popular contra el exterminio en masa de
la Primera Guerra Mundial llevó a que muchos subestimaran la importancia de
un grupo pequeño en términos relativos, pero numeroso en términos absolutos,
una minoría para la cual la experiencia de la lucha, incluso en las condiciones de
1914-1918, era esencial e inspiradora; para quien el uniforme, la disciplina y el sa-
crificio —su propio sacrificio y el de los demás—, así como las armas, la sangre y el
poder, eran lo que daba sentido a su vida masculina. No escribieron muchos libros
sobre la guerra aunque (especialmente en Alemania) alguno de ellos lo hizo. Esos
Rambos de su tiempo eran reclutas naturales de la derecha radical.
La segunda matización es que la reacción derechista no fue una respuesta al
bolchevismo como tal, sino a todos los movimientos, sobre todo los de la clase
obrera organizada, que amenazaban el orden vigente de la sociedad, o a los que se
podía responsabilizar de su desmoronamiento. Lenin era el símbolo de esa amena-
za, más que su plasmación real. Para la mayor parte de los políticos, la verdadera
amenaza no residía tanto en los partidos socialistas obreros, cuyos líderes eran
moderados, sino en el fortalecimiento del poder, la confianza y el radicalismo de
la clase obrera, que daba a los viejos partidos socialistas una nueva fuerza política y
que, de hecho, los convirtió en el sostén indispensable de los estados liberales. No
fue simple casualidad que poco después de concluida la guerra se aceptara en todos
los países de Europa la exigencia fundamental de los agitadores socialistas desde
1889: la jornada laboral de ocho horas.
Lo que helaba la sangre de los conservadores era la amenaza implícita en el
reforzamiento del poder de la clase obrera, más que la transformación de los líde-
res sindicales y de los oradores de la oposición en ministros del gobierno, aunque
ya esto había resultado amargo. Pertenecían por definición a «la izquierda» y en
ese período de disturbios sociales no existía una frontera clara que los separara de
los bolcheviques. De hecho, en los años inmediatamente posteriores al fin de la
guerra muchos partidos socialistas se habrían integrado en las filas del comunismo
si éste no los hubiera rechazado. No fue a un dirigente comunista, sino al socialista
Matteotti a quien Mussolini hizo asesinar después de la «marcha sobre Roma». Es
posible que la derecha tradicional considerara que la Rusia atea encarnaba todo
cuanto de malo había en el mundo, pero el levantamiento de los generales españo-
les en 1936 no iba dirigido contra los comunistas, entre otras razones porque eran
una pequeña minoría dentro del Frente Popular (véase el capítulo 5). Se dirigía
contra un movimiento popular que hasta el estallido de la guerra civil daba apoyo
a los socialistas y los anarquistas. Ha sido una racionalización a posteriori la que ha
hecho de Lenin y Stalin la excusa del fascismo.
Con todo, lo que es necesario explicar es por qué la reacción de la derecha
después de la Primera Guerra Mundial consiguió sus triunfos cruciales revestida
con el ropaje del fascismo, puesto que antes de 1914 habían existido movimientos
extremistas de la ultraderecha que hacían gala de un nacionalismo y de una xeno-
fobia histéricos, que idealizaban la guerra y la violencia, que eran intolerantes y
propensos a utilizar la coerción de las armas, apasionadamente antiliberales, anti-
demócratas, antiproletarios, antisocialistas y antirracionalistas, y que soñaban con

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La caída del liberalismo 115

la sangre y la tierra y con el retorno a los valores que la modernidad estaba des-
truyendo. Tuvieron cierta influencia política en el seno de la derecha y en algunos
círculos intelectuales, pero en ninguna parte alcanzaron una posición dominante.
Lo que les dio la oportunidad de triunfar después de la Primera Guerra Mun-
dial fue el hundimiento de los viejos regímenes y, con ellos, de las viejas clases
dirigentes y de su maquinaria de poder, influencia y hegemonía. En los países en
los que esos regímenes se conservaron en buen estado no fue necesario el fascismo.
No progresó en Gran Bretaña, a pesar de la breve conmoción a que se ha aludido
anteriormente, porque la derecha conservadora tradicional siguió controlando la
situación, y tampoco consiguió un progreso significativo en Francia hasta la derro-
ta de 1940. Aunque la derecha radical francesa de carácter tradicional —la Action
Française monárquica y la Croix de Feu (Cruz de Fuego) del coronel La Rocque—
se enfrentaba agresivamente a los izquierdistas, no era exactamente fascista. De
hecho, algunos de sus miembros se enrolaron en la Resistencia.
El fascismo tampoco fue necesario cuando una nueva clase dirigente naciona-
lista se hizo con el poder en los países que habían conquistado su independencia.
Esos hombres podían ser reaccionarios y optar por un gobierno autoritario, por
razones que se analizarán más adelante, pero en el período de entreguerras era la
retórica lo que identificaba con el fascismo a la derecha antidemocrática europea.
No hubo un movimiento fascista importante en la nueva Polonia, gobernada por
militaristas autoritarios, ni en la parte checa de Checoslovaquia, que era demo-
crática, y tampoco en el núcleo serbio (dominante) de la nueva Yugoslavia. En
los países gobernados por derechistas o reaccionarios del viejo estilo —Hungría,
Rumania, Finlandia e incluso la España de Franco, cuyo líder no era fascista—
los movimientos fascistas o similares, aunque importantes, fueron controlados por
esos gobernantes, salvo cuando intervinieron los alemanes, como en Hungría en
1944. Eso no equivale a decir que los movimientos nacionalistas minoritarios de
los viejos o nuevos estados no encontraran atractivo el fascismo, entre otras ra-
zones por el hecho de que podían esperar apoyo económico y político de Italia y
—desde 1933— de Alemania. Así ocurrió en la región belga de Flandes, en Eslo-
vaquia y en Croacia.
Las condiciones óptimas para el triunfo de esta ultraderecha extrema eran
un estado caduco cuyos mecanismos de gobierno no funcionaran correctamente;
una masa de ciudadanos desencantados y descontentos que no supieran en quién
confiar; unos movimientos socialistas fuertes que amenazasen —o así lo parecie-
ra— con la revolución social, pero que no estaban en situación de realizarla; y un
resentimiento nacionalista contra los tratados de paz de 1918-1920. En esas con-
diciones, las viejas elites dirigentes, privadas de otros recursos, se sentían tentadas
a recurrir a los radicales extremistas, como lo hicieron los liberales italianos con los
fascistas de Mussolini en 1920-1922 y los conservadores alemanes con los nacio-
nalsocialistas de Hitler en 1932-1933. Por la misma razón, esas fueron también las
condiciones que convirtieron los movimientos de la derecha radical en poderosas
fuerzas paramilitares organizadas y, a veces, uniformadas (los squadristi; las tropas
de asalto) o, como en Alemania durante la Gran Depresión, en ejércitos electorales
de masas. Sin embargo, el fascismo no «conquistó el poder» en ninguno de los
dos estados fascistas, aunque en ambos recurrió frecuentemente a la retórica de
«ocupar la calle» y «marchar sobre Roma». En los dos países, el fascismo accedió
al poder con la connivencia del viejo régimen o (como en Italia) por iniciativa del
mismo, esto es, por procedimientos «constitucionales».

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116 Historia del siglo xx

La novedad del fascismo consistió en que, una vez en el poder, se negó a respetar
las viejas normas del juego político y, cuando le fue posible, impuso una autoridad
absoluta. La transferencia total del poder, o la eliminación de todos los adversarios,
llevó mucho más tiempo en Italia (1922-1928) que en Alemania (1933-1934), pero
una vez conseguida, no hubo ya límites políticos internos para lo que pasó a ser la
dictadura ilimitada de un «líder» populista supremo (duce o Führer).
Llegados a este punto, es necesario hacer una breve pausa para rechazar dos
tesis igualmente incorrectas sobre el fascismo: la primera de ellas fascista, pero
adoptada por muchos historiadores liberales, y la segunda sustentada por el mar-
xismo soviético ortodoxo. No hubo una «revolución fascista», ni el fascismo fue la
expresión del «capitalismo monopolista» o del gran capital.
Los movimientos fascistas tenían los elementos característicos de los movi-
mientos revolucionarios, en la medida en que algunos de sus miembros preconi-
zaban una transformación fundamental de la sociedad, frecuentemente con una
marcada tendencia anticapitalista y antioligárquica. Sin embargo, el fascismo revo-
lucionario no tuvo ningún predicamento. Hitler se apresuró a eliminar a quienes,
a diferencia de él mismo, se tomaban en serio el componente «socialista» que
contenía el nombre del Partido Nacionalsocialista Alemán del Trabajo. La utopía
del retorno a una especie de Edad Media poblada por propietarios campesinos
hereditarios, artesanos como Hans Sachs y muchachas de rubias trenzas, no era
un programa que pudiera realizarse en un gran estado del siglo xx (a no ser en
las pesadillas que constituían los planes de Himmler para conseguir un pueblo
racialmente purificado) y menos aún en regímenes que, como el fascismo italiano
y alemán, estaban interesados en la modernización y en el progreso tecnológico.
Lo que sí consiguió el nacionalsocialismo fue depurar radicalmente las vie-
jas elites y las estructuras institucionales imperiales. El viejo ejército aristocrático
prusiano fue el único grupo que, en julio de 1944, organizó una revuelta contra
Hitler (quien lo diezmó en consecuencia). La destrucción de las viejas elites y
de los viejos marcos sociales, reforzada después de la guerra por la política de
los ejércitos occidentales ocupantes, haría posible construir la República Federal
Alemana sobre bases mucho más sólidas que las de la República de Weimar de
1918-1933, que no había sido otra cosa que el imperio derrotado sin el Káiser. Sin
duda, el nazismo tenía un programa social para las masas, que cumplió parcialmen-
te: vacaciones, deportes, el «coche del pueblo», que el mundo conocería después
de la Segunda Guerra Mundial como el «escarabajo» Volkswagen. Sin embargo,
su principal logro fue haber superado la Gran Depresión con mayor éxito que
ningún otro gobierno, gracias a que el antiliberalismo de los nazis les permitía no
comprometerse a aceptar a priori el libre mercado. Ahora bien, el nazismo, más
que un régimen radicalmente nuevo y diferente, era el viejo régimen renovado y
revitalizado. Al igual que el Japón imperial y militarista de los años treinta (al que
nadie habría tildado de sistema revolucionario), era una economía capitalista no
liberal que consiguió una sorprendente dinamización del sistema industrial. Los
resultados económicos y de otro tipo de la Italia fascista fueron mucho menos
impresionantes, como quedó demostrado durante la Segunda Guerra Mundial. Su
economía de guerra resultó muy débil. Su referencia a la «revolución fascista» era
retórica, aunque sin duda para muchos fascistas de base se trataba de una retórica
sincera. Era mucho más claramente un régimen que defendía los intereses de las
viejas clases dirigentes, pues había surgido como una defensa frente a la agitación
revolucionaria posterior a 1918 más que, como aparecía en Alemania, como una

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La caída del liberalismo 117

reacción a los traumas de la Gran Depresión y a la incapacidad de los gobiernos


de Weimar para afrontarlos. El fascismo italiano, que en cierto sentido continuó el
proceso de unificación nacional del siglo xix, con la creación de un gobierno más
fuerte y centralizado, consiguió también logros importantes. Por ejemplo, fue el
único régimen italiano que combatió con éxito a la mafia siciliana y a la camorra
napolitana. Con todo, su significación histórica no reside tanto en sus objetivos y
sus resultados como en su función de adelantado mundial de una nueva versión
de la contrarrevolución triunfante. Mussolini inspiró a Hitler y éste nunca dejó
de reconocer la inspiración y la prioridad italianas. Por otra parte, el fascismo ita-
liano fue durante mucho tiempo una anomalía entre los movimientos derechistas
radicales por su tolerancia, o incluso por su aprecio, hacia la vanguardia artística
«moderna», y también (hasta que Mussolini comenzó a actuar en sintonía con
Alemania en 1938) por su total desinterés hacia el racismo antisemita.
En cuanto a la tesis del «capitalismo monopolista de estado», lo cierto es que
el gran capital puede alcanzar un entendimiento con cualquier régimen que no
pretenda expropiarlo y que cualquier régimen debe alcanzar un entendimiento con
él. El fascismo no era «la expresión de los intereses del capital monopolista» en
mayor medida que el gobierno norteamericano del New Deal, el gobierno laboris-
ta británico o la República de Weimar. En los comienzos de la década de 1930 el
gran capital no mostraba predilección por Hitler y habría preferido un conserva-
durismo más ortodoxo. Apenas colaboró con él hasta la Gran Depresión e, incluso
entonces, su apoyo fue tardío y parcial. Sin embargo, cuando Hitler accedió al
poder, el capital cooperó decididamente con él hasta el punto de utilizar durante
la Segunda Guerra Mundial mano de obra esclava y de los campos de exterminio.
Tanto las grandes como las pequeñas empresas, por otra parte, se beneficiaron de
la expropiación de los judíos.
Hay que reconocer, sin embargo, que el fascismo presentaba algunas importantes
ventajas para el capital que no tenían otros regímenes. En primer lugar, eliminó o
venció a la revolución social izquierdista y pareció convertirse en el principal bastión
contra ella. En segundo lugar, suprimió los sindicatos obreros y otros elementos
que limitaban los derechos de la patronal en su relación con la fuerza de trabajo. El
«principio de liderazgo» fascista correspondía al que ya aplicaban la mayor parte de
los empresarios en la relación con sus subordinados y el fascismo lo legitimó. En
tercer lugar, la destrucción de los movimientos obreros contribuyó a garantizar a los
capitalistas una respuesta muy favorable a la Gran Depresión. Mientras que en los
Estados Unidos el 5 por 100 de la población con mayor poder de consumo vio dis-
minuir un 20 por 100 su participación en la renta nacional (total) entre 1929 y 1941
(la tendencia fue similar, aunque más modestamente igualitaria, en Gran Bretaña y
Escandinavia), en Alemania ese 5 por 100 de más altos ingresos aumentó en un 15
por 100 su parte en la renta nacional durante el mismo período (Kuznets, 1956).
Finalmente, ya se ha señalado que el fascismo dinamizó y modernizó las economías
industriales, aunque no obtuvo tan buenos resultados como las democracias occiden-
tales en la planificación científico-tecnológica a largo plazo.

IV

Probablemente, el fascismo no habría alcanzado un puesto relevante en la his-


toria universal de no haberse producido la Gran Depresión. Italia no era por sí sola

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118 Historia del siglo xx

un punto de partida lo bastante sólido como para conmocionar al mundo. En los


años veinte, ningún otro movimiento europeo de contrarrevolución derechista ra-
dical parecía tener un gran futuro, por la misma razón que había hecho fracasar los
intentos de revolución social comunista: la oleada revolucionaria posterior a 1917
se había agotado y la economía parecía haber iniciado una fase de recuperación.
En Alemania, los pilares de la sociedad imperial, los generales, funcionarios, etc.,
habían apoyado a los grupos paramilitares de la derecha después de la revolución
de noviembre, aunque (comprensiblemente) habían dedicado sus mayores esfuer-
zos a conseguir que la nueva república fuera conservadora y antirrevolucionaria y,
sobre todo, un estado capaz de conservar una cierta capacidad de maniobra en el
escenario internacional. Cuando se les forzó a elegir, como ocurrió con ocasión del
putsch derechista de Kapp en 1920 y de la revuelta de Munich en 1923, en la que
Adolf Hitler desempeñó por primera vez un papel destacado, apoyaron sin nin-
guna vacilación el statu quo. Tras la recuperación económica de 1924, el Partido
Nacionalsocialista quedó reducido al 2,5-3 por 100 de los votos, y en las elecciones
de 1928 obtuvo poco más de la mitad de los votos que consiguió el pequeño y
civilizado Partido Demócrata alemán, algo más de una quinta parte de los votos
comunistas y mucho menos de una décima parte de los conseguidos por los social-
demócratas. Sin embargo, dos años más tarde consiguió el apoyo de más del 18
por 100 del electorado, convirtiéndose en el segundo partido alemán. Cuatro años
después, en el verano de 1932, era con diferencia el primer partido, con más del 37
por 100 de los votos, aunque no conservó el mismo apoyo durante todo el tiempo
que duraron las elecciones democráticas. Sin ningún género de dudas, fue la Gran
Depresión la que transformó a Hitler de un fenómeno de la política marginal en el
posible, y luego real, dominador de Alemania.
Ahora bien, ni siquiera la Gran Depresión habría dado al fascismo la fuerza y la
influencia que poseyó en los años treinta si no hubiera llevado al poder un movi-
miento de este tipo en Alemania, un estado destinado por su tamaño, su potencial
económico y militar y su posición geográfica a desempeñar un papel político de
primer orden en Europa con cualquier forma de gobierno. Al fin y al cabo, la de-
rrota total en dos guerras mundiales no ha impedido que Alemania llegue al final
del siglo xx siendo el país dominante del continente. De la misma manera que, en
la izquierda, la victoria de Marx en el más extenso estado del planeta («una sexta
parte de la superficie del mundo», como se jactaban los comunistas en el período
de entreguerras) dio al comunismo una importante presencia internacional, inclu-
so en un momento en que su fuerza política fuera de la URSS era insignificante,
la conquista del poder en Alemania por Hitler pareció confirmar el éxito de la
Italia de Mussolini e hizo del fascismo un poderoso movimiento político de al-
cance mundial. La política de expansión militarista agresiva que practicaron con
éxito ambos estados (véase el capítulo 5) —reforzada por la de Japón— dominó la
política internacional del decenio. Era natural, por tanto, que una serie de países
o de movimientos se sintieran atraídos e influidos por el fascismo, que buscaran el
apoyo de Alemania y de Italia y —dado el expansionismo de esos dos países— que
frecuentemente lo obtuvieran.
Por razones obvias, esos movimientos correspondían en Europa casi exclusi-
vamente a la derecha política. Así, en el sionismo (movimiento encarnado en este
período por los judíos askenazíes que vivían en Europa), el ala del movimiento que
se sentía atraída por el fascismo italiano, los «revisionistas» de Vladimir Jabotinsky,
se definía como de derecha, frente a los núcleos sionistas mayoritarios, que eran

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La caída del liberalismo 119

socialistas y liberales. Pero aunque en los años treinta la influencia del fascismo
se dejase sentir a escala mundial, entre otras cosas porque era un movimiento im-
pulsado por dos potencias dinámicas y activas, fuera de Europa no existían condi-
ciones favorables para la aparición de grupos fascistas. Por consiguiente, cuando
surgieron movimientos fascistas, o de influencia fascista, su definición y su función
políticas resultaron mucho más problemáticas.
Sin duda, algunas características del fascismo europeo encontraron eco en otras
partes. Habría sido sorprendente que el muftí de Jerusalén y los grupos árabes que
se oponían a la colonización judía en Palestina (y a los británicos que la protegían)
no hubiesen visto con buenos ojos el antisemitismo de Hitler, aunque chocara con
la tradicional coexistencia del islam con los infieles de diversos credos. Algunos
hindúes de las castas superiores de la India eran conscientes, como los cingaleses
extremistas modernos en Sri Lanka, de su superioridad sobre otras razas más oscu-
ras de su propio subcontinente, en su condición de «arios» originales. También los
militantes bóers, que durante la Segunda Guerra Mundial fueron recluidos como
proalemanes —algunos de ellos llegarían a ser dirigentes de su país en el período
del apartheid, a partir de 1948—, tenían afinidades ideológicas con Hitler, tanto
porque eran racistas convencidos como por la influencia teológica de las corrien-
tes calvinistas de los Países Bajos, elitistas y ultraderechistas. Sin embargo, esto no
altera la premisa básica de que el fascismo, a diferencia del comunismo, no arraigó
en absoluto en Asia y África (excepto entre algunos grupos de europeos) porque no
respondía a las situaciones políticas locales.
Esto es cierto, a grandes rasgos, incluso para Japón, aunque estuviera aliado con
Alemania e Italia, luchase en el mismo bando durante la Segunda Guerra Mundial y
estuviese políticamente en manos de la derecha. Por supuesto, las afinidades entre las
ideologías dominantes de los componentes oriental y occidental del Eje eran fuertes.
Los japoneses sustentaban con más empeño que nadie sus convicciones de superiori-
dad racial y de la necesidad de la pureza de la raza, así como la creencia en las virtudes
militares del sacrificio personal, del cumplimiento estricto de las órdenes recibidas,
de la abnegación y del estoicismo. Todos los samurai habrían suscrito el lema de las
SS hitlerianas («Meine Ehre ist Treue», que puede traducirse como «El honor im-
plica una ciega subordinación»). Los valores predominantes en la sociedad japonesa
eran la jerarquía rígida, la dedicación total del individuo (en la medida en que ese tér-
mino pudiera tener un significado similar al que se le daba en Occidente) a la nación
y a su divino emperador, y el rechazo total de la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Los japoneses comprendían perfectamente los mitos wagnerianos sobre los dioses
bárbaros, los caballeros medievales puros y heroicos, y el carácter específicamente
alemán de la montaña y el bosque, llenos de sueños voelkisch germánicos. Tenían la
misma capacidad para conjugar un comportamiento bárbaro con una sensibilidad
estética refinada: la afición del torturador del campo de concentración a los cuartetos
de Schubert. Si los japoneses hubieran podido traducir el fascismo a términos zen,
lo habrían aceptado de buen grado. Y, de hecho, entre los diplomáticos acreditados
ante las potencias fascistas europeas, pero sobre todo entre los grupos terroristas
ultranacionalistas que asesinaban a los políticos que no les parecían suficientemente
patriotas, así como en el ejército de Kwantung que estaba conquistando y esclavi-
zando a Manchuria y China, había japoneses que reconocían esas afinidades y que
propugnaban una identificación más estrecha con las potencias fascistas europeas.
Pero el fascismo europeo no podía ser reducido a un feudalismo oriental con
una misión nacional imperialista. Pertenecía esencialmente a la era de la democra-

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120 Historia del siglo xx

cia y del hombre común, y el concepto mismo de «movimiento», de movilización


de las masas por objetivos nuevos, tal vez revolucionarios, tras unos líderes auto-
designados no tenía sentido en el Japón de Hirohito. Eran el ejército y la tradición
prusianas, más que Hitler, los que encajaban en su visión del mundo. En resumen,
a pesar de las similitudes con el nacionalsocialismo alemán (las afinidades con Italia
eran mucho menores), Japón no era fascista.
En cuanto a los estados y movimientos que buscaron el apoyo de Alemania
e Italia, en particular durante la Segunda Guerra Mundial cuando la victoria del
Eje parecía inminente, las razones ideológicas no eran el motivo fundamental de
ello, aunque algunos regímenes nacionalistas europeos de segundo orden, cuya
posición dependía por completo del apoyo alemán, decían ser más nazis que las
SS, en especial el estado ustachá croata. Sería absurdo considerar «fascistas» al
Ejército Republicano Irlandés (IRA) o a los nacionalistas indios asentados en Ber-
lín por el hecho de que en la Segunda Guerra Mundial, como habían hecho en la
primera, algunos de ellos negociaran el apoyo alemán, basándose en el principio de
que «el enemigo de mi enemigo es mi amigo». El dirigente republicano irlandés
Frank Ryan, que participó en esas negociaciones, era totalmente antifascista, hasta
el punto de que se enroló en las Brigadas Internacionales para luchar contra el ge-
neral Franco en la guerra civil española, antes de ser capturado por las fuerzas de
Franco y enviado a Alemania. No es preciso detenerse en estos casos.
Es, sin embargo, innegable el impacto ideológico del fascismo europeo en el
continente americano.
En América del Norte, ni los personajes ni los movimientos de inspiración
europea tenían gran trascendencia fuera de las comunidades de inmigrantes cuyos
miembros traían consigo las ideologías de sus países de origen —como los escan-
dinavos y judíos, que habían llevado consigo una inclinación al socialismo— o
conservaban cierta lealtad a su país de origen. Así, los sentimientos de los nor-
teamericanos de origen alemán —y en mucha menor medida los de los italianos—
contribuyeron al aislacionismo de los Estados Unidos, aunque no hay pruebas de
que los miembros de esas comunidades abrazaran en gran número el fascismo. La
parafernalia de las milicias, las camisas de colores y el saludo a los líderes con los
brazos en alto no eran habituales en las movilizaciones de los grupos ultradere-
chistas y racistas, cuyo exponente más destacado era el Ku Klux Klan. Sin duda,
el antisemitismo era fuerte, aunque su versión derechista estadounidense —por
ejemplo, los populares sermones del padre Coughlin en radio Detroit— se basa-
ba probablemente más en el corporativismo reaccionario europeo de inspiración
católica. Es característico de la situación de los Estados Unidos en los años treinta
que el populismo demagógico de mayor éxito, y tal vez el más peligroso de la
década, la conquista de Luisiana por Huey Long, procediera de lo que era, en el
contexto norteamericano, una tradición radical y de izquierdas. Limitaba la demo-
cracia en nombre de la democracia y apelaba, no a los resentimientos de la pequeña
burguesía o a los instintos de autoconservación de los ricos, sino al igualitarismo
de los pobres. Y no era racista. Un movimiento cuyo lema era «Todo hombre es un
rey» no podía pertenecer a la tradición fascista.
Fue en América Latina donde la influencia del fascismo europeo resultó abierta
y reconocida, tanto sobre personajes como el colombiano Jorge Eliecer Gaitán
(1898-1948) o el argentino Juan Domingo Perón (1895-1974), como sobre regí-
menes como el Estado Novo (Nuevo Estado) brasileño de Getulio Vargas de 1937-
1945. De hecho, y a pesar de los infundados temores de Estados Unidos de verse

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La caída del liberalismo 121

asediado por el nazismo desde el sur, la principal repercusión del influjo fascista en
América Latina fue de carácter interno. Aparte de Argentina, que apoyó claramen-
te al Eje —tanto antes como después de que Perón ocupara el poder en 1943—, los
gobiernos del hemisferio occidental participaron en la guerra al lado de Estados
Unidos, al menos de forma nominal. Es cierto, sin embargo, que en algunos países
sudamericanos el ejército había sido organizado según el sistema alemán o entre-
nado por cuadros alemanes o incluso nazis.
No es difícil explicar la influencia del fascismo al sur de Río Grande. Para sus
vecinos del sur, Estados Unidos no aparecía ya, desde 1914, como un aliado de las
fuerzas internas progresistas y un contrapeso diplomático de las fuerzas imperiales
o ex imperiales españolas, francesas y británicas, tal como lo había sido en el siglo
xix. Las conquistas imperialistas de Estados Unidos a costa de España en 1898, la
revolución mexicana y el desarrollo de la producción del petróleo y de los plátanos
hizo surgir un antiimperialismo antiyanqui en la política latinoamericana, que la
afición de Washington a utilizar la diplomacia de la fuerza y las operaciones de des-
embarco de marines durante el primer tercio del siglo no contribuyó a menguar.
Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador de la antiimperialista APRA (Alianza Po-
pular Revolucionaria Americana), con ambición de extenderse por toda América
Latina, aunque de hecho sólo se implantara en su Perú natal, proyectaba que sus
fuerzas rebeldes fuesen entrenadas por cuadros del rebelde antiyanqui Sandino en
Nicaragua. (La larga guerra de guerrillas que libró Sandino contra la ocupación
estadounidense a partir de 1927 inspiraría la revolución «sandinista» en Nicaragua
en los años ochenta.) Además, en la década de 1930, Estados Unidos, debilitado
por la Gran Depresión, no parecía una potencia tan poderosa y dominante como
antes. La decisión de Franklin D. Roosevelt de olvidarse de las cañoneras y de
los marines de sus predecesores podía verse no sólo como una «política de buena
vecindad», sino también, erróneamente, como un signo de debilidad. En resumen,
en los años treinta América Latina no se sentía inclinada a dirigir su mirada hacia
el norte.
Desde la óptica del otro lado del Atlántico, el fascismo parecía el gran acon-
tecimiento de la década. Si había en el mundo un modelo al que debían imitar los
nuevos políticos de un continente que siempre se había inspirado en las regiones
culturales hegemónicas, esos líderes potenciales de países siempre en busca de la
receta que les hiciera modernos, ricos y grandes, habían de encontrarlo sin duda
en Berlín y en Roma, porque Londres y París ya no ofrecían inspiración política y
Washington se había retirado de la escena. (Moscú se veía aún como un modelo de
revolución social, lo cual limitaba su atractivo político.)
Y, sin embargo, ¡cuán diferentes de sus modelos europeos fueron las activida-
des y los logros políticos de unos hombres que reconocían abiertamente su deuda
intelectual para con Mussolini y Hitler! Todavía recuerdo la conmoción que sentí
cuando el presidente de la Bolivia revolucionaria lo admitió sin la menor vacilación
en una conversación privada. En Bolivia, unos soldados y políticos que se inspi-
raban en Alemania organizaron la revolución de 1952, que nacionalizó las minas
de estaño y dio al campesinado indio una reforma agraria radical. En Colombia,
el gran tribuno popular Jorge Eliecer Gaitán, lejos de inclinarse hacia la derecha,
llegó a ser el dirigente del partido liberal y, como presidente, lo habría hecho evo-
lucionar con toda seguridad, en un sentido radical, de no haber sido asesinado en
Bogotá el 9 de abril de 1948, acontecimiento que provocó la inmediata insurrección
popular de la capital (incluida la policía) y la proclamación de comunas revolucio-
narias en numerosos municipios del país. Lo que tomaron del fascismo europeo los

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122 Historia del siglo xx

dirigentes latinoamericanos fue la divinización de líderes populistas valorados por


su activismo. Pero las masas cuya movilización pretendían, y consiguieron, no eran
aquellas que temían por lo que pudieran perder, sino las que nada tenían que per-
der, y los enemigos contra los cuales las movilizaron no eran extranjeros y grupos
marginales (aunque sea innegable el contenido antisemita en los peronistas y en
otros grupos políticos argentinos), sino «la oligarquía», los ricos, la clase dirigente
local. El apoyo principal de Perón era la clase obrera y su maquinaria política era
una especie de partido obrero organizado en torno al movimiento sindical que él
impulsó. En Brasil, Getulio Vargas hizo el mismo descubrimiento. Fue el ejército
el que lo derrocó en 1945 y lo llevó al suicidio en 1954, y fue la clase obrera urbana,
a la que había prestado protección social a cambio de su apoyo político, la que lo
lloró como el padre de su pueblo. Mientras que los regímenes fascistas europeos
aniquilaron los movimientos obreros, los dirigentes latinoamericanos inspirados
por él fueron sus creadores. Con independencia de su filiación intelectual, no pue-
de decirse que se trate de la misma clase de movimiento.

Con todo, esos movimientos han de verse en el contexto del declive y caída
del liberalismo en la era de las catástrofes, pues si bien es cierto que el ascenso y
el triunfo del fascismo fueron la expresión más dramática del retroceso liberal, es
erróneo considerar ese retroceso, incluso en los años treinta, en función única-
mente del fascismo. Al concluir este capítulo es necesario, por tanto, preguntar-
se cómo debe explicarse este fenómeno. Y empezar clarificando la confusión que
identifica al fascismo con el nacionalismo.
Es innegable que los movimientos fascistas tendían a estimular las pasiones
y prejuicios nacionalistas, aunque por su inspiración católica los estados corpo-
rativos semifascistas, como Portugal y Austria en 1934-1938, reservaban su odio
mayor para los pueblos y naciones ateos o de credo diferente. Por otra parte, era
difícil que los movimientos fascistas consiguieran atraer a los nacionalistas en los
países conquistados y ocupados por Alemania o Italia, o cuyo destino dependiera
de la victoria de estos estados sobre sus propios gobiernos nacionales. En algunos
casos (Flandes, Países Bajos, Escandinavia), podían identificarse con los alemanes
como parte de un grupo racial teutónico más amplio, pero un planteamiento más
adecuado (fuertemente apoyado por la propaganda del doctor Goebbels durante la
guerra) era, paradójicamente, de carácter internacionalista. Alemania era conside-
rada como el corazón y la única garantía de un futuro orden europeo, con el manido
recurso a Carlomagno y al anticomunismo. Se trata de una fase del desarrollo de
la idea de Europa en la que no les gusta detenerse a los historiadores de la Comu-
nidad Europea de la posguerra. Las unidades militares no alemanas que lucharon
bajo la bandera germana en la Segunda Guerra Mundial, encuadradas sobre todo
en las SS, resaltaban generalmente ese elemento transnacional.
Por otra parte, es evidente también que no todos los nacionalismos simpatiza-
ban con el fascismo, y no sólo porque las ambiciones de Hitler, y en menor medida
las de Mussolini, suponían una amenaza para algunos de ellos, como los polacos o
los checos. Como veremos (capítulo v), la movilización contra el fascismo impulsó
en algunos países un patriotismo de izquierda, sobre todo durante la guerra, en
la que la resistencia al Eje se encarnó en «frentes nacionales», en gobiernos que

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La caída del liberalismo 123

abarcaban a todo el espectro político, con la única exclusión de los fascistas y de


quienes colaboraban con los ocupantes. En términos generales, el alineamiento de
un nacionalismo local junto al fascismo dependía de si el avance de las potencias
del Eje podía reportarle más beneficios que inconvenientes y de si su odio hacia el
comunismo o hacia algún otro estado, nacionalidad o grupo étnico (los judíos, los
serbios) era más fuerte que el rechazo que les inspiraban los alemanes o los italia-
nos. Por ejemplo, los polacos, aunque albergaban intensos sentimientos antirrusos
y antijudíos, apenas colaboraron con la Alemania nazi, mientras que sí lo hicieron
los lituanos y una parte de la población de Ucrania (ocupados por la URSS desde
1939-1941).
¿Cuál es la causa de que el liberalismo retrocediera en el período de entregue-
rras, incluso en aquellos países que rechazaron el fascismo? Los radicales, socialis-
tas y comunistas occidentales de ese período se sentían inclinados a considerar la
era de la crisis mundial como la agonía final del sistema capitalista. El capitalismo,
afirmaban, no podía permitirse seguir gobernando mediante la democracia parla-
mentaria y con una serie de libertades que, por otra parte, habían constituido la
base de los movimientos obreros reformistas y moderados. La burguesía, enfren-
tada a unos problemas económicos insolubles y/o a una clase obrera cada vez más
revolucionaria, se veía ahora obligada a recurrir a la fuerza y a la coerción, esto es,
a algo similar al fascismo.
Como quiera que el capitalismo y la democracia liberal protagonizarían un
regreso triunfante en 1945, tendemos a olvidar que en esa interpretación había una
parte de verdad y mucha retórica agitatoria. Los sistemas democráticos no pueden
funcionar si no existe un consenso básico entre la gran mayoría de los ciudadanos
acerca de la aceptación de su estado y de su sistema social o, cuando menos, una
disposición a negociar para llegar a soluciones de compromiso. A su vez, esto úl-
timo resulta mucho más fácil en los momentos de prosperidad. Entre 1918 y el
estallido de la Segunda Guerra Mundial esas condiciones no se dieron en la mayor
parte de Europa. El cataclismo social parecía inminente o ya se había producido. El
miedo a la revolución era tan intenso que en la mayor parte de la Europa oriental y
suroriental, así como en una parte del Mediterráneo, no se permitió prácticamente
en ningún momento que los partidos comunistas emergieran de la ilegalidad. El
abismo insuperable que existía entre la derecha ideológica y la izquierda moderada
dio al traste con la democracia austríaca en el período 1930-1934, aunque ésta ha
florecido en ese país desde 1945 con el mismo sistema bipartidista constituido por
los católicos y los socialistas (Seton Watson, 1962, p. 184). En el decenio de 1930
la democracia española fue aniquilada por efecto de las mismas tensiones. El con-
traste con la transición negociada que permitió el paso de la dictadura de Franco
a una democracia pluralista en los años setenta es verdaderamente espectacular.
La principal razón de la caída de la República de Weimar fue que la Gran
Depresión hizo imposible mantener el pacto tácito entre el estado, los patronos
y los trabajadores organizados, que la había sostenido a flote. La industria y el
gobierno consideraron que no tenían otra opción que la de imponer recortes eco-
nómicos y sociales, y el desempleo generalizado hizo el resto. A mediados de 1932
los nacionalsocialistas y los comunistas obtuvieron la mayoría absoluta de los votos
alemanes y los partidos comprometidos con la República quedaron reducidos a
poco más de un tercio. A la inversa, es innegable que la estabilidad de los regíme-
nes democráticos tras la Segunda Guerra Mundial, empezando por el de la nueva
República Federal de Alemania, se cimentó en el milagro económico de estos años

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124 Historia del siglo xx

(véase el capítulo 9). Allí donde los gobiernos pueden redistribuir lo suficiente y
donde la mayor parte de los ciudadanos disfrutan de un nivel de vida en ascenso, la
temperatura de la política democrática no suele subir demasiado. El compromiso y
el consenso tienden a prevalecer, pues incluso los más apasionados partidarios del
derrocamiento del capitalismo encuentran la situación más tolerable en la práctica
que en la teoría, e incluso los defensores a ultranza del capitalismo aceptan la exis-
tencia de sistemas de seguridad social y de negociaciones con los sindicatos para
fijar las subidas salariales y otros beneficios.
Pero, como demostró la Gran Depresión, esto es sólo una parte de la respuesta.
Una situación muy similar —la negativa de los trabajadores organizados a aceptar
los recortes impuestos por la Depresión— llevó al hundimiento del sistema parla-
mentario y, finalmente, a la candidatura de Hitler para la jefatura del gobierno en
Alemania, mientras que en Gran Bretaña sólo entrañó el cambio de un gobierno la-
borista a un «gobierno nacional» (conservador), pero siempre dentro de un sistema
parlamentario estable y sólido.4 La Depresión no supuso la suspensión automática
o la abolición de la democracia representativa, como es patente por las consecuen-
cias políticas que conllevó en los Estados Unidos (el New Deal de Roosevelt) y en
Escandinavia (el triunfo de la socialdemocracia). Fue sólo en América Latina, en
que la economía dependía básicamente de las exportaciones de uno o dos productos
primarios, cuyo precio experimentó un súbito y profundo hundimiento (véase el ca-
pítulo 3), donde la Gran Depresión se tradujo en la caída casi inmediata y automáti-
ca de los gobiernos que estaban en el poder, principalmente como consecuencia de
golpes militares. Es necesario añadir, por lo demás, que en Chile y en Colombia la
transformación política se produjo en la dirección opuesta.
La vulnerabilidad de la política liberal estribaba en que su forma característica
de gobierno, la democracia representativa, demostró pocas veces ser una forma
convincente de dirigir los estados, y las características de la era de las catástrofes
no le ofrecieron las condiciones que podían hacerla viable y eficaz.
La primera de esas condiciones era que gozara del consenso y la aceptación ge-
nerales. La democracia se sustenta en ese consenso, pero no lo produce, aunque en
las democracias sólidas y estables el mismo proceso de votación periódica tiende a
hacer pensar a los ciudadanos —incluso a los que forman parte de la minoría— que
el proceso electoral legitima a los gobiernos surgidos de él. Pero en el período de
entreguerras muy pocas democracias eran sólidas. Lo cierto es que hasta comien-
zos del siglo xx la democracia existía en pocos sitios aparte de Estados Unidos y
Francia (véase La era del imperio, capítulo 4). De hecho, al menos diez de los estados
que existían en Europa después de la Primera Guerra Mundial eran completamen-
te nuevos o tan distintos de sus antecesores que no tenían una legitimidad especial
para sus habitantes. Menos lo eran aún las democracias estables. La crisis es el ras-
go característico de la situación política de los estados en la era de las catástrofes.
La segunda condición era un cierto grado de compatibilidad entre los dife-
rentes componentes del «pueblo», cuyo voto soberano había de determinar el go-
bierno común. La teoría oficial de la sociedad burguesa liberal no reconocía al
«pueblo» como un conjunto de grupos, comunidades u otras colectividades con
intereses propios, aunque lo hicieran los antropólogos, los sociólogos y los políti-
cos. Oficialmente, el pueblo, concepto teórico más que un conjunto real de seres

4. En 1931, el gobierno laborista se dividió sobre esta cuestión. Algunos dirigentes laboristas
y sus seguidores liberales apoyaron a los conservadores, que ganaron las elecciones siguientes
debido a ese corrimiento y permanecieron cómodamente en el poder hasta mayo de 1940.

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La caída del liberalismo 125

humanos, consistía en un conjunto de individuos independientes cuyos votos se su-


maban para constituir mayorías y minorías aritméticas, que se traducían en asam-
bleas dirigidas como gobiernos mayoritarios y con oposiciones minoritarias. La
democracia era viable allí donde el voto democrático iba más allá de las divisiones
de la población nacional o donde era posible conciliar o desactivar los conflictos
internos. Sin embargo, en una era de revoluciones y de tensiones sociales, la norma
era la lucha de clases trasladada a la política y no la paz entre las diversas clases. La
intransigencia ideológica y de clase podía hacer naufragar al gobierno democrá-
tico. Además, el torpe acuerdo de paz de 1918 multiplicó lo que ahora, cuando el
siglo xx llega a su final, sabemos que es un virus fatal para la democracia: la división
del cuerpo de ciudadanos en función de criterios étnico-nacionales o religiosos
(Glenny, 1992, pp. 146-148), como en la ex Yugoslavia y en Irlanda del Norte.
Como es sabido, tres comunidades étnico-religiosas que votan en bloque, como
en Bosnia; dos comunidades irreconciliables, como en el Ulster; sesenta y dos par-
tidos políticos, cada uno de los cuales representa a una tribu o a un clan, como en
Somalia, no pueden constituir los cimientos de un sistema político democrático,
sino —a menos que uno de los grupos enfrentados o alguna autoridad externa sea
lo bastante fuerte como para establecer un dominio no democrático— tan sólo
de la inestabilidad y de la guerra civil. La caída de los tres imperios multinacio-
nales de Austria-Hungría, Rusia y Turquía significó la sustitución de tres estados
supranacionales, cuyos gobiernos eran neutrales con respecto a las numerosas na-
cionalidades sobre las que gobernaban, por un número mucho mayor de estados
multinacionales, cada uno de ellos identificado con una, o a lo sumo con dos o tres,
de las comunidades étnicas existentes en el interior de sus fronteras.
La tercera condición que hacía posible la democracia era que los gobiernos
democráticos no tuvieran que desempeñar una labor intensa de gobierno. Los par-
lamentos se habían constituido no tanto para gobernar como para controlar el
poder de los que lo hacían, función que todavía es evidente en las relaciones entre
el Congreso y la presidencia de los Estados Unidos. Eran mecanismos concebidos
como frenos y que, sin embargo, tuvieron que actuar como motores. Las asam-
bleas soberanas elegidas por sufragio restringido —aunque de extensión crecien-
te— eran cada vez más frecuentes desde la era de las revoluciones, pero la sociedad
burguesa decimonónica asumía que la mayor parte de la vida de sus ciudadanos se
desarrollaría no en la esfera del gobierno sino en la de la economía autorregulada
y en el mundo de las asociaciones privadas e informales («la sociedad civil»).5 La
sociedad burguesa esquivó las dificultades de gobernar por medio de asambleas
elegidas en dos formas: no esperando de los parlamentos una acción de gobierno
o incluso legislativa muy intensa, y velando por que la labor de gobierno —o,
mejor, de administración— pudiera desarrollarse a pesar de las extravagancias de
los parlamentos. Como hemos visto (véase el capítulo 1), la existencia de un cuer-
po de funcionarios públicos independientes y permanentes se había convertido
en una característica esencial de los estados modernos. Que hubiese una mayoría
parlamentaria sólo era fundamental donde había que adoptar o aprobar decisiones
ejecutivas trascendentes y controvertidas, y donde la tarea de organizar o mantener
un núcleo suficiente de seguidores era la labor principal de los dirigentes de los
gobiernos, pues (excepto en Norteamérica) en los regímenes parlamentarios el eje-

5. En los años ochenta se dejaría oír con fuerza, tanto en Occidente como en Oriente, la re-
tórica nostálgica que perseguía un retorno totalmente imposible a un siglo xix idealizado, basado
en estos supuestos.

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cutivo no era, por regla general, elegido directamente. En aquellos estados donde
el derecho de sufragio era limitado (el electorado estaba formado principalmente
por los ricos, los poderosos o una minoría influyente) ese objetivo se veía facilitado
por el consenso acerca de su interés colectivo (el «interés nacional»), así como por
el recurso del patronazgo.
Pero en el siglo xx se multiplicaron las ocasiones en las que era de importancia
crucial que los gobiernos gobernaran. El estado que se limitaba a proporcionar las
normas básicas para el funcionamiento de la economía y de la sociedad, así como
la policía, las cárceles y las fuerzas armadas para afrontar todo tipo de peligros,
internos y externos, había quedado obsoleto.
La cuarta condición era la riqueza y la prosperidad. Las democracias de los
años veinte se quebraron bajo la tensión de la revolución y la contrarrevolución
(Hungría, Italia y Portugal) o de los conflictos nacionales (Polonia y Yugoslavia),
y en los años treinta sufrieron los efectos de las tensiones de la crisis mundial. No
hace falta sino comparar la atmósfera política de la Alemania de Weimar y la de
Austria en los años veinte con la de la Alemania Federal y la de Austria en el perío-
do posterior a 1945 para comprobarlo. Incluso los conflictos nacionales eran me-
nos difíciles de solventar cuando los políticos de cada una de las minorías estaban
en condiciones de proveer alimentos suficientes para toda la población del estado.
En ello residía la fortaleza del Partido Agrario en la única democracia auténtica
de la Europa centrooriental, Checoslovaquia: en que ofrecía beneficios a todos
los grupos nacionales. Pero en los años treinta, ni siquiera Checoslovaquia podía
mantener juntos a los checos, eslovacos, alemanes, húngaros y ucranianos.
En estas circunstancias, la democracia era más bien un mecanismo para forma-
lizar las divisiones entre grupos irreconciliables. Muchas veces, no constituía una
base estable para un gobierno democrático, ni siquiera en las mejores circunstan-
cias, especialmente cuando la teoría de la representación democrática se aplicaba
en las versiones más rigurosas de la representación proporcional.6 Donde en las
épocas de crisis no existía una mayoría parlamentaria, como ocurrió en Alemania
(en contraste con Gran Bretaña),7 la tentación de pensar en otras formas de go-
bierno era muy fuerte. Incluso en las democracias estables, muchos ciudadanos
consideran que las divisiones políticas que implica el sistema son más un inconve-
niente que una ventaja. La propia retórica de la política presenta a los candidatos y
a los partidos como representantes, no de unos intereses limitados de partido, sino
de los intereses nacionales. En los períodos de crisis, los costos del sistema parecían
insostenibles y sus beneficios, inciertos.

6. Las incesantes modificaciones de los sistemas electorales democráticos —proporcionales


o de otro tipo— tienen como finalidad garantizar o mantener mayorías estables que permitan go-
biernos estables en unos sistemas políticos que por su misma naturaleza dificultan ese objetivo.
7. En Gran Bretaña, el rechazo de cualquier forma de representación proporcional («el ven-
cedor obtiene la victoria total») favoreció la existencia de un sistema bipartidista y redujo la im-
portancia de otros partidos políticos (así le ocurrió, desde la Primera Guerra Mundial, al otrora
dominante Partido Liberal, aunque continuó obteniendo regularmente el 10 por 100 de los votos,
como ocurrió todavía en 1992). En Alemania, el sistema proporcional, aunque favoreció ligera-
mente a los partidos mayores, no permitió desde 1920 que ninguno consiguiera ni siquiera la
tercera parte de los escaños (excepto los nazis en 1932), en un total de cinco partidos mayores y
aproximadamente una docena de partidos menores. En la eventualidad de que no pudiera cons-
tituirse una mayoría, la constitución preveía procedimientos de emergencia para el ejercicio del
poder ejecutivo de manera temporal, esto es, la suspensión de la democracia.

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La caída del liberalismo 127

En esas circunstancias, la democracia parlamentaria era una débil planta que


crecía en un suelo pedregoso, tanto en los estados que sucedieron a los viejos impe-
rios como en la mayor parte del Mediterráneo y de América Latina. El más firme
argumento en su favor —que, pese a ser malo, es un sistema mejor que cualquier
otro— no tiene mucha fuerza y en el período de entreguerras pocas veces resultaba
realista y convincente. Incluso sus defensores se expresaban con poca confianza. Su
retroceso parecía inevitable, pues hasta en los Estados Unidos había observado-
res serios, pero innecesariamente pesimistas, que señalaban que también «puede
ocurrir aquí» (Sinclair Lewis, 1935). Nadie predijo, ni esperó, que la democracia
se revitalizaría después de la guerra y mucho menos que al principio de los años
noventa sería, aunque fuese por poco tiempo, la forma predominante de gobier-
no en todo el planeta. Para quienes en este momento analizan lo ocurrido en el
período comprendido entre las dos guerras mundiales, la caída de los sistemas po-
líticos liberales es una breve interrupción en su conquista secular del planeta. Por
desgracia, conforme se aproxima el nuevo milenio las incertidumbres que rodean
a la democracia política no parecen ya tan remotas. Es posible que el mundo esté
entrando de nuevo, lamentablemente, en un período en que sus ventajas no parez-
can tan evidentes como lo parecían entre 1950 y 1990.

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