Homilía Del Jueves Santo

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Homilía del Jueves Santo: Celebración de la Santa Cena del Señor

Queridos hermanos, con esta celebración vespertina estamos iniciando el santo


triduo pascual, triduo que comprende la Santa Cena del Señor, la Pasión de Nuestro
Señor Jesucristo y la Vigilia Pascual, una única celebración que se prolonga a lo largo
de tres días. Demos gracias al Señor porque nos permite también este año, aunque
rodeados de circunstancias del todo especiales debido a la pandemia que padece el
mundo, celebrar el paso de la muerte a la vida, del miedo y la desolación a la confianza
y al reencuentro con el Dios que ama la vida. En breve, celebrar la Pascua.
El centro de esta primera parte del triduo pascual lo constituye el memorial de la
santa Cena del Señor: “hagan esto en memoria mía”. “Por eso (nos dice el Apóstol
Pablo) cada vez que ustedes comen de este pan y beben de este cáliz, proclaman la
muerte del Señor, hasta que vuelva”. Y es que, como ha dicho alguien, definitivamente
hay signos, hay gestos que resumen toda una vida. Este es el caso de la última cena de
Jesús con sus discípulos. En esa cena, en el contexto de la Pascua de Israel que
proclamaba la liberación de la esclavitud de Egipto, Jesús cambió el ritual tradicional,
utilizó pan y vino, que recordaban las ofrendas pacíficas del sacerdote Melquisedec en
el Antiguo Testamento, y, sobre todo las palabras que acompañaban los gestos, palabras
del todo inéditas: “esto es mi cuerpo que se entrega por ustedes”, “este es el cáliz de la
nueva alianza que se sella con mi sangre”. Hay gestos que resumen toda una vida
porque precisamente la vida entera de Jesús fue eso: un continuo donarse, darse,
entregar su vida para que otros vivan, para que muchos vivan, y vivan en abundancia.
¿Cómo lo realizó?: acercándose con sencillez a todos, especialmente a los más
pequeños y abandonados, predicando la llegada del Reinado de Dios, sanando, curando,
liberando a los oprimidos por el maligno, desatando yugos, poniendo al descubierto
injusticias, consolando a los sufridos, acariciando y bendiciendo a los niños, anunciado
la llegada del año de gracia del Señor, revelando el rostro misericordioso del Padre, y
todo ello despejado de la investidura del poder mundano, asumiendo la condición de
siervo, pasando por uno de tantos.
Hay gestos que resumen toda una vida, y esto lo dejó plasmado para la
posteridad Juan en su evangelio cuando tradujo en el lavatorio de los pies lo que
significa “tomen y coman esto es mi cuerpo, tomen y beban este es el cáliz de mi
sangre”: Es Jesús que se levanta, se despoja de sus vestiduras, se ciñe y se pone a servir
a sus amigos. Servir, sí, que equivale a decir, como lo recordó el Papa Francisco el
domingo de Ramos, “no te he amado en broma”. Su amor lo llevó a sacrificarse por
nosotros. “En verdad, no hay amor más grade que el que da la propia vida por sus
amigos”. Para que, a su vez, nosotros no vivamos ya para nosotros mismos, sino para Él
que por nosotros murió y resucitó.
Celebrar eucaristía es crecer en nuestra identidad cristiana: vivir para los demás.
Celebrar eucaristía es reconocer, agradecidos, el don del sacerdocio ministerial. Porque
la eucaristía hace la Iglesia, y la Iglesia hace la eucaristía. Celebrar la eucaristía es, en
fin, una y otra vez dejarnos amar por quien nos amó primero, para poder amarnos los
unos a los otros, cumpliendo así el mandamiento del amor recíproco. Eucaristía, escuela
de servicio, fuente y culmen de la vida cristiana.

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