Capítulo XVI

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Capítulo XVI

De lo que le sucedió al ingenioso hidalgo en la venta que él se imaginaba ser castillo.

El ventero, que vio a don Quijote atravesado en el asno, preguntó a Sancho qué mal traía.
Sancho le respondió que no era nada, sino que había dado una caída de una peña abajo, y que venía
algo brumadas las costillas. Tenía el ventero por mujer a una no de la condición que suelen tener
las de semejante trato, porque naturalmente era caritativa y se dolía de las calamidades de sus
prójimos; y, así, acudió luego a curar a don Quijote y hizo que una hija suya doncella, muchacha y
de muy buen parecer, la ayudase a curar a su huésped. Servía en la venta asimesmo una moza
asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro no muy sana.
Verdad es que la gallardía del cuerpo suplía las demás faltas: no tenía siete palmos de los pies a la
cabeza, y las espaldas, que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo que ella
quisiera. Esta gentil moza, pues, ayudó a la doncella, y las dos hicieron una muy mala cama a don
Quijote en un camaranchón que en otros tiempos daba manifiestos indicios que había servido de
pajar muchos años; en la cual también alojaba un arriero, que tenía su cama hecha un poco más allá
de la de nuestro don Quijote, y, aunque era de las enjalmas y mantas de sus machos, hacía mucha
ventaja a la de don Quijote, que solo contenía cuatro mal lisas tablas sobre dos no muy iguales
bancos y un colchón que en lo sutil parecía colcha, lleno de bodoques, que, a no mostrar que eran
de lana por algunas roturas, al tiento en la dureza semejaban de guijarro, y dos sábanas hechas de
cuero de adarga, y una frazada cuyos hilos, si se quisieran contar, no se perdiera uno solo de la
cuenta.

En esta maldita cama se acostó don Quijote, y luego la ventera y su hija le emplastaron de
arriba abajo, alumbrándoles Maritornes, que así se llamaba la asturiana; y como al bizmalle viese la
ventera tan acardenalado a partes a don Quijote, dijo que aquello más parecían golpes que caída.

-No fueron golpes -dijo Sancho-, sino que la peña tenía muchos picos y tropezones, y que
cada uno había hecho su cardenal.

Y también le dijo:

-Haga vuestra merced, señora, de manera que queden algunas estopas, que no faltará quien
las haya menester, que también me duelen a mí un poco los lomos.

-Desa manera -respondió la ventera-, también debistes vos de caer.

-No caí -dijo Sancho Panza-, sino que, del sobresalto que tomé de ver caer a mi amo, de tal
manera me duele a mí el cuerpo, que me parece que me han dado mil palos.

-Bien podrá ser eso -dijo la doncella-, que a mí me ha acontecido muchas veces soñar que
caía de una torre abajo y que nunca acababa de llegar al suelo, y cuando despertaba del sueño
hallarme tan molida y quebrantada como si verdaderamente hubiera caído.

-Ahí está el toque, señora -respondió Sancho Panza-, que yo, sin soñar nada, sino estando
más despierto que ahora estoy, me hallo con pocos menos cardenales que mi señor don Quijote.

-¿Cómo se llama este caballero? -preguntó la asturiana Maritornes.


-Don Quijote de la Mancha -respondió Sancho Panza-, y es caballero aventurero, y de los
mejores y más fuertes que de luengos tiempos acá se han visto en el mundo.

-¿Qué es caballero aventurero? -replicó la moza.

-¿Tan nueva sois en el mundo, que no lo sabéis vos? -respondió Sancho Panza-. Pues sabed,
hermana mía, que caballero aventurero es una cosa que en dos palabras se ve apaleado y
emperador: hoy está la más desdichada criatura del mundo y la más menesterosa, y mañana tendría
dos o tres coronas de reinos que dar a su escudero.

-Pues ¿cómo vos, siéndolo deste tan buen señor -dijo la ventera-, no tenéis, a lo que parece,
siquiera
algún condado?

-Aún es temprano -respondió Sancho-, porque no ha sino un mes que andamos buscando las
aventuras, y hasta ahora no hemos topado con ninguna que lo sea; y tal vez hay que se busca una
cosa y se halla otra. Verdad es que si mi señor don Quijote sana desta herida... o caída y yo no
quedo contrecho della, no trocaría mis esperanzas con el mejor título de España.

Todas estas pláticas estaba escuchando muy atento don Quijote, y sentándose en el lecho
como pudo, tomando de la mano a la ventera, le dijo:

-Creedme, fermosa señora, que os podéis llamar venturosa por haber alojado en este vuestro
castillo a mi persona, que es tal, que si yo no la alabo es por lo que suele decirse que la alabanza
propria envilece ; pero mi escudero os dirá quién soy. Solo os digo que tendré eternamente escrito
en mi memoria el servicio que me habedes fecho, para agradecéroslo mientras la vida me durare; y
pluguiera a los altos cielos que el amor no me tuviera tan rendido y tan sujeto a sus leyes, y los ojos
de aquella hermosa ingrata que digo entre mis dientes: que los desta fermosa doncella fueran
señores de mi libertad.

Confusas estaban la ventera y su hija y la buena de Maritornes oyendo las razones del
andante caballero, que así las entendían como si hablara en griego, aunque bien alcanzaron que
todas se encaminaban a ofrecimiento y requiebros; y, como no usadas a semejante lenguaje,
mirábanle y admirábanse, y parecíales otro hombre de los que se usaban; y, agradeciéndole con
venteriles razones sus ofrecimientos, le dejaron, y la asturiana Maritornes curó a Sancho, que no
menos lo había menester que su amo.

Había el arriero concertado con ella que aquella noche se refocilarían juntos, y ella le había
dado su palabra de que, en estando sosegados los huéspedes y durmiendo sus amos, le iría a buscar
y satisfacerle el gusto en cuanto le mandase. Y cuéntase desta buena moza que jamás dio
semejantes palabras que no las cumpliese, aunque las diese en un monte y sin testigo alguno,
porque presumía muy de hidalga, y no tenía por afrenta estar en aquel ejercicio de servir en la
venta, porque decía ella que desgracias y malos sucesos la habían traído a aquel estado.

El duro, estrecho, apocado y fementido lecho de don Quijote estaba primero en mitad de
aquel estrellado establo, y luego junto a él hizo el suyo Sancho, que solo contenía una estera de
enea y una manta, que antes mostraba ser de anjeo tundido que de lana. Sucedía a estos dos lechos
el del arriero, fabricado, como se ha dicho, de las enjalmas y de todo el adorno de los dos mejores
mulos que traía, aunque eran doce, lucios, gordos y famosos, porque era uno de los ricos arrieros de
Arévalo, según lo dice el autor desta historia, que deste arriero hace particular mención porque le
conocía muy bien, y aun quieren decir que era algo pariente suyo. Fuera de que Cide Mahamate
Benengeli fue historiador muy curioso y muy puntual en todas las cosas, y échase bien de ver, pues
las que quedan referidas, con ser tan mínimas y tan rateras, no las quiso pasar en silencio; de donde
podrán tomar ejemplo los historiadores graves, que nos cuentan las acciones tan corta y
sucintamente, que apenas nos llegan a los labios, dejándose en el tintero, ya por descuido, por
malicia o ignorancia, lo más sustancial de la obra. ¡Bien haya mil veces el autor de Tablante de
Ricamonte, y aquel del otro libro donde se cuenta los hechos del conde Tomillas, y con qué
puntualidad lo describen todo!

Digo, pues, que después de haber visitado el arriero a su recua y dádole el segundo pienso,
se tendió en sus enjalmas y se dio a esperar a su puntualísima Maritornes. Ya estaba Sancho
bizmado y acostado, y, aunque procuraba dormir, no lo consentía el dolor de sus costillas; y don
Quijote, con el dolor de las suyas, tenía los ojos abiertos como liebre. Toda la venta estaba en
silencio, y en toda ella no había otra luz que la que daba una lámpara que colgada en medio del
portal ardía.
Capítulo XVII
Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo don Quijote y su buen escudero Sancho
Panza pasaron en la venta que por su mal pensó que era castillo.

Había ya vuelto en este tiempo de su parasismo don Quijote, y con el mesmo tono de voz
con que el día antes había llamado a su escudero, cuando estaba tendido en el val de las estacas, le
comenzó a llamar, diciendo:

-Sancho amigo, ¿duermes? ¿Duermes, amigo Sancho?

-¡Qué tengo de dormir, pesia a mí -respondió Sancho, lleno de pesadumbre y de despecho-,


que no parece sino que todos los diablos han andado conmigo esta noche!

-Puédeslo creer ansí, sin duda -respondió don Quijote-, porque o yo sé poco o este castillo
es encantado. Porque has de saber... Mas esto que ahora quiero decirte hasme de jurar que lo
tendrás secreto hasta después de mi muerte.

-Sí juro -respondió Sancho.

-Dígolo -replicó don Quijote- porque soy enemigo de que se quite la honra a nadie.

-Digo que sí juro -tornó a decir Sancho- que lo callaré hasta después de los días de vuestra
merced, y plega a Dios que lo pueda descubrir mañana.

-¿Tan malas obras te hago, Sancho -respondió don Quijote-, que me querrías ver muerto con
tanta brevedad?

-No es por eso -respondió Sancho-, sino porque soy enemigo de guardar mucho las cosas, y
no querría que se me pudriesen de guardadas.

-Sea por lo que fuere -dijo don Quijote-, que más fío de tu amor y de tu cortesía; y, así, has
de saber que esta noche me ha sucedido una de las más estrañas aventuras que yo sabré encarecer,
y, por contártela en breve, sabrás que poco ha que a mí vino la hija del señor deste castillo, que es
la más apuesta y fermosa doncella que en gran parte de la tierra se puede hallar. ¿Qué te podría
decir del dorno de su persona? ¿Qué de su gallardo entendimiento? ¿Qué de otras cosas ocultas,
que, por guardar la fe que debo a mi señora Dulcinea del Toboso, dejaré pasar intactas y en
silencio? Solo te quiero decir que, envidioso el cielo de tanto bien como la ventura me había puesto
en las manos, o quizá, y esto es lo más cierto, que, como tengo dicho, es encantado este castillo, al
tiempo que yo estaba con ella en dulcísimos y amorosísimos coloquios, sin que yo la viese ni
supiese por dónde venía vino una mano pegada a algún brazo de algún descomunal gigante y
asentóme una puñada en las quijadas, tal, que las tengo todas bañadas en sangre; y después me
molió de tal suerte, que estoy peor que ayer cuando los arrieros, que por demasías de Rocinante nos
hicieron el agravio que sabes. Por donde conjeturo que el tesoro de la fermosura desta doncella le
debe de guardar algún encantado moro, y no debe de ser para mí.

-Ni para mí tampoco -respondió Sancho-, porque más de cuatrocientos moros me han
aporreado a mí, de manera que el molimiento de las estacas fue tortas y pan pintado. Pero dígame,
señor, cómo llama a esta buena y rara aventura, habiendo quedado della cual quedamos. Aun
vuestra merced, menos mal, pues tuvo en sus manos aquella incomparable fermosura que ha dicho;
pero yo ¿qué tuve sino los mayores porrazos que pienso recebir en toda mi vida? ¡Desdichado de
mí y de la madre que me parió, que ni soy caballero andante ni lo pienso ser jamás, y de todas las
malandanzas me cabe la mayor parte!

-Luego ¿también estás tú aporreado? -respondió don Quijote.

-¿No le he dicho que sí, pesia a mi linaje? -dijo Sancho.

-No tengas pena, amigo -dijo don Quijote-, que yo haré agora el bálsamo precioso, con que
sanaremos en un abrir y cerrar de ojos.

Acabó en esto de encender el candil el cuadrillero y entró a ver el que pensaba que era
muerto; y así como le vio entrar Sancho, viéndole venir en camisa y con su paño de cabeza y candil
en la mano, y con una muy mala cara, preguntó a su amo:

-Señor, ¿si será este, a dicha, el moro encantado, que nos vuelve a castigar, si se dejó algo
en el tintero?

-No puede ser el moro -respondió don Quijote-, porque los encantados no se dejan ver de
nadie.

-Si no se dejan ver, déjanse sentir -dijo Sancho-; si no, díganlo mis espaldas.

-También lo podrían decir las mías -respondió don Quijote-, pero no es bastante indicio ese
para creer que este que se vee sea el encantado moro.

Llegó el cuadrillero y, como los halló hablando en tan sosegada conversación, quedó
suspenso. Bien es verdad que aún don Quijote se estaba boca arriba sin poderse menear, de puro
molido y emplastado. Llegóse a él el cuadrillero y díjole:

-Pues ¿cómo va, buen hombre?

-Hablara yo más bien criado -respondió don Quijote-, si fuera que vos. ¿Úsase en esta tierra
hablar desa suerte a los caballeros andantes, majadero?

El cuadrillero, que se vio tratar tan mal de un hombre de tan mal parecer, no lo pudo sufrir,
y, alzando el candil con todo su aceite, dio a don Quijote con él en la cabeza, de suerte que le dejó
muy bien descalabrado; y como todo quedó ascuras, salióse luego, y Sancho Panza dijo:

-Sin duda, señor, que este es el moro encantado, y debe de guardar el tesoro para otros, y
para nosotros solo guarda las puñadas y los candilazos.

-Así es -respondió don Quijote-, y no hay que hacer caso destas cosas de encantamentos, ni
hay para qué tomar cólera ni enojo con ellas, que, como son invisibles y fantásticas, no hallaremos
de quién vengarnos, aunque más lo procuremos. Levántate, Sancho, si puedes, y llama al alcaide
desta fortaleza y procura que se me dé un poco de aceite, vino, sal y romero para hacer el salutífero
bálsamo; que en verdad que creo que lo he bien menester ahora, porque se me va mucha sangre de
la herida que esta fantasma me ha dado.

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