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Este documento presenta una introducción sobre la relación entre educación y ciudadanía desde la perspectiva del Estado-Nación. Luego, establece dos objetivos: dar a conocer la ciudadanía desde la perspectiva del Estado-Nación y desde la perspectiva pedagógica. Finalmente, presenta un marco teórico sobre el Estado-Nación, la ciudadanía y la evolución histórica del concepto de ciudadanía.
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Este documento presenta una introducción sobre la relación entre educación y ciudadanía desde la perspectiva del Estado-Nación. Luego, establece dos objetivos: dar a conocer la ciudadanía desde la perspectiva del Estado-Nación y desde la perspectiva pedagógica. Finalmente, presenta un marco teórico sobre el Estado-Nación, la ciudadanía y la evolución histórica del concepto de ciudadanía.
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I.

INTRODUCCION
Educación y ciudadanía desde la perspectiva del Estado-Nación son conceptos que están
obligados a entenderse. Uno y otro articulan una buena parte de las aportaciones
teóricas de la Pedagogía desde sus orígenes, conviven conjuntamente en la mayoría de
las utopías sociales de los últimos siglos, además de generar encendidas controversias
teóricas al modo de una extraña pareja. Que uno de los objetivos de la educación es la
formación del ciudadano (también de las ciudadanas en épocas más recientes…) parece
claro. ¿Pero en qué consiste exactamente dicha formación y cómo se articula? ¿Cómo
definimos la ciudadanía desde una perspectiva pedagógica y desde la perspectiva del
Estado-Nación?

Desde este interrogante, nuestro objetivo en las siguientes páginas es dar a conocer
acerca de la ciudadanía desde una perspectiva pedagógica y desde la perspectiva del
Estado-Nación dando como énfasis a la difícil relación entre ciudadanía y educación,
problematizando de algún modo la «bondad» de los discursos vigentes en torno a la
educación ciudadana.
Ciudadanía en tanto que expresión de la autonomía y la individuación, adhesión a la ley
y articulación del pacto. Como representación de lo público, la ciudadanía constituye el
ideal a través del cual hacer efectivos los principios democráticos; Más allá de ese
estatuto que otorga a cada persona la condición de ciudadanía, ésta se despliega como
una utopía a la que es necesario incorporar a todos los individuos, y de ahí, que la
educación sea convocada como el agente principal de ese proceso. Por ello, remite
también a un cierto tipo de identidad, a una cierta forma de sociabilidad, cuyos
contenidos principales han sido y siguen siendo fuente de conflicto y enfrentamiento
entre modelos y sensibilidades distintas. Las representaciones abstractas de la
ciudadanía, desde las cuales se articulan los programas educativos, resignifican entonces
su sentido original al situarla en tanto que expresión de un modelo concreto de aquello
que constituye la sociedad, de las conductas de sus habitantes y de su civismo (Bolívar,
2009; Naval, 2011) de los valores que ellos encarnan y manifiestan: la solidaridad, la
cooperación, la convivencia, la paz, la participación, el compromiso o la buena
vecindad.
II. OBJETIVOS
o Dar a conocer la ciudadanía desde la perspectiva del Estado-Nación y desde la
perspectiva pedagógica.

III. MARCO TEORICO


III.1. Estado Nación
Un Estado nación es una forma de organización política que se caracteriza por tener un
territorio claramente delimitado, una población relativamente constante y un gobierno.
El Estado nación surge, históricamente, mediante el tratado de Westfalia, al final de la
guerra de los Treinta Años (1648).
Nación es el conjunto de personas que se identifican con un territorio, idioma, raza y
costumbres, constituyendo generalmente un pueblo o un país. La palabra nación
proviene del latín nātio (derivado de nāscor, nacer), que podía significar nacimiento,
pueblo (en sentido étnico), especie o clase.
Su origen se extiende hacia el siglo V, con la caída y desmembración del Imperio
Romano en pequeños reinos, los cuales a través del tiempo evolucionaron como
organizaciones capaces de estructurar el poder y establecerlo para el cumplimiento de
funciones tendientes a la satisfacción de las necesidades de los miembros del Estado.
Partiendo de estos elementos básicos, el Estado liberal democrático se erige así en uno
de los ejes primordiales de esta forma de organización social y cimiento del modelo de
Estado más aceptado en la cultura que podemos llamar occidental. Para lograr el
objetivo de organización y convivencia, el Estado demoliberal se cimenta en tres
pilares: la separación de poderes que nos dice que el poder es uno solo, pero para
corregir y evitar la concentración del mismo se divide con el fin de asumir diferentes
funciones tales como regular las libertades de los individuos, hacer cumplir dichas
regulaciones y dirimir los conflictos que surjan entre los individuos de un Estado. En
este orden, no le correspondía ya al monarca y su burocracia, sino a diferentes órganos
que se encargan de la función legislativa, ejecutiva y judicial. Como segundo pilar
encontramos el reconocimiento y protección de las libertades públicas del individuo; es
este reconocimiento el que le da la connotación de liberal a estas democracias.
III.2. Ciudadanía
Ciudadanía se refiere al conjunto de derechos y deberes a los cuales el ciudadano o
individuo está sujeto en su relación con la sociedad en que vive. El término ciudadanía
proviene del latín civitas, que significa 'ciudad'.
Joaquín Arango invita a reconocer el carácter polisémico, cuando no ambiguo, del
concepto ciudadanía. En efecto, este teórico advierte que “su significado no siempre
resulta inequívoco, ni está exento de una cierta bruma conceptual” (2006, p. 1). Otros
autores alegan que el concepto de ciudadanía “remite a diversas tradiciones y realidades
que no resulta fácil integrar” (Etxeberria, 2009). Admitido esto, debemos recordar que
la idea de ciudadanía ha evolucionado a lo largo de la historia, reflejando la cambiante
relación entre los individuos y el poder, ampliándose e incorporando nuevos contornos
y matices. En la historia de Occidente se han construido, especialmente, dos
concepciones de ciudadanía: la ciudadanía como “actividad” y la ciudadanía como
“condición”. La primera, que hemos conocido a través de la historia de la filosofía y del
pensamiento político, define y concibe la ciudadanía como una “forma de vida”. Los
hombres y los pueblos solo son importantes cuando son ciudadanos y se ejercitan y
participan de la vida política de sus países. La segunda concepción (la condición
ciudadana) nace y se desarrolla con el pensamiento liberal, en los tiempos de las
revoluciones (siglo XVII) y el nacimiento de las repúblicas (siglo XVIII). El
Diccionario de la Lengua Española, por una razón similar, define la ciudadanía como
“Cualidad y derecho de ciudadano”. Enseguida hace esta aclaración: “Conjunto de los
ciudadanos de un pueblo o nación” (DRAE, 2003). Hay otra acepción del término, más
moderna, pues incluye a la “sociedad” de la que el Estado es expresión política. En esta
acepción, la ciudadanía “supone y representa ante todo la plena dotación de derechos
que caracteriza al ciudadano en las sociedades democráticas contemporáneas” (Arango,
2006, p. 1). Es decir, la ciudadanía contemporánea exige la realización efectiva de los
derechos y no solo su promulgación legal. Por eso, desde las nuevas concepciones
filosóficas y políticas de la modernidad, se insiste tanto en el “reconocimiento” de la
ciudadanía como en la “adhesión” a ella (Cortina 1998, p.25). En este orden de ideas,
Cortina advierte que “son las dos caras de una misma moneda que, al menos como
pretensión, componen ese concepto de ciudadanía que constituye la razón de ser de la
civilidad” La ciudadanía, entonces, se concibe en nuestros tiempos principalmente como
un estatus (posición o condición) en el que se solicita, define y posibilita el acceso a los
recursos básicos para el ejercicio de derechos y deberes. Si se accede a esos recursos la
ciudadanía se materializa. En el caso contrario, se produce lo que algunos teóricos han
llamado el “déficit de ciudadanía” (Moreno, 2003), una situación en la que se tiene el
derecho, pero no se alcanzan sus beneficios. Autores como Jelin (1997) van más lejos y
hablan de la ciudadanía como “práctica conflictiva vinculada al poder, que refleja las
luchas acerca de quiénes podrían decidir cuáles y cómo serán los problemas sociales
comunes”.
III.2.1.Evolución de la ciudadanía
Aristóteles fue quien primero formuló una tesis completa sobre la idea de ciudadanía.
En la Política, una de sus obras primordiales, señaló que ciudadano es aquel que
gobierna y a la vez es gobernado (Aristóteles, 2000). Para llegar a esta definición, este
pensador se refiere al ser humano como un zoon politikon, es decir, un animal “cívico o
político”; eso quiere decir, para nuestros tiempos, que tiene la capacidad de socializar y
relacionarse en sociedad (Guevara, 1998). De acuerdo con Aristóteles, el hombre es un
ser que vive en la ciudad, la cual estaba conformada por una unidad política (Estado) y
un conjunto de personas que en ella vivían, a quienes se les denominaba polites (un
concepto similar al de ciudadanos) (López, 2013). El fundamento de la ciudadanía era
restringido y estaba sustentado en los lazos consanguíneos. Para los romanos, la
primacía de la noción de “ciudad” (de la civitas) fue notablemente superior a la de
Grecia. Histórica y etimológicamente, desde entonces, la expresión ciudadanía se
vinculó a la relación de un individuo con su ciudad. El término ciudadanía procede del
vocablo latino cives (ciudadano), que designa la posición del individuo en la civitas
(ciudad) (Pérez Luño, 1989). La ciudadanía, claro, fue un privilegio que solamente
estaba permitido a los hombres libres; entendiendo por libres a aquellos que podían y
debían contribuir económica o militarmente al sostenimiento de la ciudad (Arango,
2006). La ciudadanía, por supuesto, no se extendía a los extranjeros o “metecos”, ni a
las mujeres, ni a los sirvientes, seres considerados como los esclavos; estos últimos ni
siquiera alcanzaban la categoría de personas, sino que eran asimilados como cosas
(Parada, 2009). La caída del Imperio romano acabó en la práctica con la ciudadanía,
pues la autocracia bizantina, las guerras territoriales y el creciente poder de la Iglesia
católica diluyeron toda presencia y consideración de ideas ciudadanas (Horrach, 2009).
El concepto de ciudadanía, entonces, se diluye durante la Edad Media y reaparece en el
Renacimiento, en las ciudades-repúblicas italianas. Estas fueron ciudades
independientes, desvinculadas de los Estados pontificios y de los modelos feudales
reinantes, y muchas de ellas llegaron a adoptar regímenes republicanos (Horrach, 2009)
Como lo expresa acertadamente Giner: “El pensamiento republicano renacentista, sentó
las bases para una consideración plenamente laica y secular de la política y los derechos
de las personas como ciudadanos” (2008, p. En el siglo XVIII, debido en buena medida
a las ideas de la Ilustración, se produce un renacimiento de la democracia y de las
luchas sociales. Surge entonces un nuevo lenguaje político, con énfasis en los derechos
humanos, que se acabaría plasmando, históricamente, en dos revoluciones decisivas: la
americana y la francesa, proclamadas como Declaración de Independencia de los
Estados Unidos (1776) y como Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano (1789). De estos fenómenos sociales y políticos se desprendieron, por cierto,
dos perspectivas de pensamiento que se convirtieron en las dos principales tradiciones
políticas del hemisferio occidental: el republicanismo y el liberalismo, dos modos casi
opuestos de pensar la sociedad y el poder, y que se han mantenido en pugna desde
entonces. En el siglo XX, la elevación general de los niveles de vida y la extensión de
los derechos socioeconómicos incluidos los sindicales, no solo confiere un nuevo
sentido a la idea de ciudadanía, sino que la extiende a la gran mayoría de la población.
Es lo que se denominó el desarrollo de los Estados de bienestar, a través de los cuales se
hizo posible la universalización de los derechos socioeconómicos y la incorporación de
estos al concepto de ciudadanía. Pero para que fuera real, plena, debía integrar tres tipos
de ciudadanía: una ciudadanía civil (que comprende los derechos y las libertades
individuales), una ciudadanía política (que contiene los derechos políticos) y una
ciudadanía social (que abarca todos los derechos económicos, sociales y culturales)
(OEA-PNUD, 2009).
III.2.2.Los modelos modernos de la ciudadanía
Los tres principales modelos de ciudadanía, a partir de los cuales se configuró y
constituyó la historia sociopolítica de nuestros países, fueron: el liberal, el republicano y
el comunitarista. Con base en estos, y producto de sus interrelaciones y tensiones, es
que se desarrolla la que podríamos llamar la moderna noción de ciudadanía como un
“proyecto de institucionalización progresiva de derechos, libertades y responsabilidades,
por un lado, y de confianzas, compromisos y redes de cooperación, por el otro” (García,
2001).
- El liberalismo o ciudadanía liberal
- El republicanismo o ciudadanía republicana
- El comunitarismo o la ciudadanía comunitarista
- El resurgimiento del republicanismo
III.2.3.Nuevas formas y expresiones de ciudadanía
En las últimas décadas se ha presentado una profunda revisión crítica del concepto de
ciudadanía en respuesta a sus problemáticas fundamentales. Se pretende un ciudadano
que no solamente sea receptor de derechos, sino un actor de la vida comunitaria. Al
mismo tiempo, se busca una ciudadanía más preocupada, basada en valores como la
pluralidad y la diversidad (Guichot, 2004).
Factores como la apertura de los mercados, los tratados de libre comercio, los procesos
tecnológicos cada vez más masivos, la creación de la Corte Penal Internacional, la
globalización de los mercados y de la economía, están dando paso a una clara tendencia
hacia la globalización-mundialización. Por ello es necesaria la adaptación del ciudadano
a esta realidad económica que no puede ser ignorada ni subestimada en el campo de la
ciudadanía (Parada, 2009).
La transformación del Estado y la emergencia de nuevas realidades socioculturales
representan, al día de hoy, múltiples desafíos y demandan entonces nuevos enfoques de
ciudadanía, con el objeto de pensar fórmulas diferentes y avanzadas de la vida en
común (Velasco, 2006.
- la ciudadanía multilateral
- La ciudadanía multilateral
- Ciudadanía cosmopolita (o global)
- La ciudadanía multicultural o diferenciada
- Ciudadanía y género
- Ciudadanía y género
- Ciudadanía y democracia
III.2.4.La ciudadanía y el Estado-Nación
La relación entre ciudadanía y nación ha sido complicada. Aunque pensadores como
Jürgen Habermas aseguran que “la ciudadanía no ha estado nunca ligada
conceptualmente a la identidad nacional” (Heater 2007: 162), a partir del siglo XVIII
comenzó a identificarse ciudadanía con Nación, en el vínculo mismo que les otorgaba el
Estado. No pretendemos decir con esto que su contenido conceptual fuera el mismo,
sino que la ciudadanía se definía a partir de la hegemonía de la idea de Nación. En la
Revolución francesa, al interpretarse la Nación con criterios políticos, sí que se dio una
fuerte identificación entre estos dos conceptos. También en la Declaración de Derechos
se afirmaba que la Nación era la depositaria de la soberanía. Los avances que en materia
de ciudadanía se llevaron a cabo con las dos Revoluciones citadas se vieron en cierta
forma lastrados por esta preeminencia de la idea de Nación; la lealtad primordial se
ceñía a lo que tiene que ver con ella (es decir, con cosas como el ‘amor a la patria’ y
similares aspectos emocionales), mientras que la ciudadanía quedaba como un
complemento. Las características de la situación francesa, es decir, una idea de Nación
ya definida y sedimentada por la historia, es algo que no se daba en el caso americano,
caracterizado por una considerable emigración de origen europeo. Es por este motivo de
pluralidad de origen, con lo que supone identidades culturales distintas, a lo que se
supone una apertura a la ciudadanía nacional.
III.2.5.La ciudadanía: competencia de la educación
La ciudadanía se inicia en un lugar vacío, una plaza, el ágora. Comienza desde la
ocupación de ese lugar y del diálogo que en él se da, en el debate y la búsqueda del
acuerdo y el consenso (Fernández, Fernández, Alegre, 2007, p. 24). Democracia y
ciudadanía inauguran un espacio cuya única condición es la libertad individual y la
igualdad como punto de partida de la vida social, además de la centralidad de la palabra
y el voto como vía primordial para la toma de decisiones en los asuntos públicos. Es
desde esa idea (el espacio público original) a partir de la cual conceptos como libertad y
ciudadanía, pero también ley o justicia, se convierten en indisociables y condición
indispensable de las sociedades democráticas. Sin embargo, aquello que nombran
difiere en las distintas representaciones sociales que desde ese momento inaugural se
han ido desarrollando. En resumen, la idea de ciudadanía pilota en torno a la
vindicación de (Cortina, 1997, 2010):
o La igualdad
o La libertad
o Derechos individuales, civiles y sociales
o El reconocimiento político y jurídico
desde una mirada pedagógica, implica dotar la noción de ciudadanía de una doble
dimensión: la del desarrollo de la autonomía y la individualidad, de un lado, y la que
constituye el horizonte de una sociedad justa y democrática, de otro. Ambas
dimensiones son inseparables, si entendemos como Meirieu (retomando a su vez una
frase de Semprún) que educar supone pensar en el mundo que dejaremos a nuestros
hijos, pero también y especialmente en los hijos que dejaremos al mundo (2010, p. 9).
Cabe decir además, que la vinculación de la ciudadanía a la educación, bien sea como
conocimiento que es necesario adquirir, bien como práctica social que ejercitar,
atraviesa todas y cada una de las situaciones y actividades humanas, ya que educarnos
en tanto que ciudadanos abarca también: desarrollarnos en una profesión, participar en
la comunidad, aprender y ejercer responsabilidades públicas, desarrollarnos de forma
autónoma y con capacidad crítica, implicarnos en la comunidad y aportar valor a la
sociedad (Naval, 2011; Giraldo-Zuluaga, 2015).
III.2.6.La ciudadanía en un mundo interdependiente
Los Derechos Humanos como referencia de partida, y la interdependencia del mundo
actual, constituyen desde la pedagogía el marco a partir del cual abordar la cuestión de
la ciudadanía y la educación. Tal y como hemos apuntado, la configuración de las
sociedades, los modelos políticos y los principios que sustentaban la estructura del
bienestar, se encuentran hoy en un momento de profunda transformación, cuando no son
cuestionados abiertamente.
La ciudadanía requiere ser pensada en esta coyuntura porque como estatuto político,
ésta no garantiza ya todos los derechos a ella asociados que habían sido incorporados
progresivamente y que, si bien no se desarrollaron plenamente, formaban parte del
discurso común en tanto que objetivo a alcanzar para todas las sociedades e individuos.
Más allá de ese discurso, la necesidad de dotarlo de contenido a través de políticas
sociales concretas, era una premisa hasta hace poco ampliamente asumida. Es decir,
cualquier forma de articulación de la ciudadanía que no responda a los principios que
emanan de los derechos humanos y asegure unos niveles adecuados de autonomía,
bienestar y justicia social queda reducida a un mero discurso ciudadanista sobre la
participación y la democracia (Delgado, 2011, pp. 51-55) también en las instituciones
educativas.
 El adelgazamiento de las políticas sociales
Desde las teorías que ya a finales del siglo pasado, propusieron como una
cuestión individual (resultado de la propia iniciativa y esfuerzo) el éxito social o
educativo. Es decir, la marginalidad o exclusión social ha pasado a considerarse
paulatinamente más como un rasgo de la personalidad o de un grupo que como
un problema social del que debamos hacernos responsables. Las desigualdades
sociales y la injusticia han quedado así fuera del discurso social y por añadidura,
también del educativo.
 La individualización de las problemáticas educativas
En tanto que se obvia la dimensión social de las instituciones educativas y su
responsabilidad comunitaria, la educación pasa a ser una cuestión personal
(familiar en todo caso). De ahí, que las problemáticas que se producen en dichas
instituciones se perciban como problemas de salud o psicológicos (que han de
ser atendidos terapéuticamente) o a modo de problemáticas de la conducta o
derivadas del incivismo o la “mala” educación, cuyo abordaje entonces es
disciplinario. Es la propia trayectoria individual, familiar o grupal, la que en
todo caso genera lo que se vive como disfunciones respecto de la institución.
 La transformación del vínculo ciudadano en vínculo clientelar
En sociedades en que prima una lógica economicista, los vínculos sociales se
establecen también a partir del interés o la relación costo-beneficio de los
mismos. En este sentido, la educación es también considerada como una
inversión que debe garantizar unos réditos específicos. Desde esa perspectiva es
fácil suponer que todo aquello que no tenga una aplicación tangible, que no
pueda ser medido o evaluado de forma cuantitativa y que no genere un
«producto», pierda valor en la formación. Sin embargo, es necesario señalar que
una educación ciudadana en ese contexto es muy difícil cuando no imposible, y
lo es aún más si tenemos en cuenta que supone un notable esfuerzo de tiempo y
de trabajo de la comunidad educativa.
Por ello, pensar la ciudadanía como acción educativa ha de permitir inscribir los
elementos de individualización y sociabilidad en prácticas específicas de cultura
y participación, en la realización de instituciones sociales que concreten los
principios mínimos irrenunciables en su quehacer cotidiano (González-Aguilar,
2012). Tomamos las aportaciones de Cortina (1997) respecto a lo que significa
educar en ciudadanía para su concreción:
• Implica el ejercicio de la propia autonomía y la expresión de la individualidad.
• Supone el desarrollo la sociabilidad, el interés común, la perspectiva social y
ciudadana acerca de los derechos que deben ser respetados.
• Posibilita la participación social en todas sus dimensiones y la inserción en
proyectos comunes.
III.2.7.El aprendizaje y la práctica de la ciudadanía
Partimos de la idea de que cualquier desarrollo educativo supone la inmersión en un
proceso que implica tanto la adquisición de conocimientos como la posibilidad de
experimentar con/sobre aquello que se aprende. Es decir, también la formación en
ciudadanía abarca diversas dimensiones, de las que su ejercicio es una de sus
características principales. Por ello, es necesario abordar esta doble dimensión desde el
análisis de los contenidos y metodologías educativas, qué y cómo se aprende y también
a partir de aquellos aspectos que tienen que ver con la experiencia de comunidad que
significa participar en una institución educativa.
Una primera consideración global al respecto, es la centralidad de las personas en su
educación y su capacidad para implicarse en su formación y en los asuntos públicos (en
este caso el de los contextos educativos) desde una temprana edad. Es decir, la
adquisición de los conocimientos culturales, filosóficos y sociales que constituyen el
núcleo de los principios que hemos ido desarrollando no son previos a su ejercicio, sino
que éste último constituye el espacio privilegiado desde el que aprenderlos. En segundo
lugar, partimos de la idea de que independientemente de que las instituciones educativas
desarrollen marcos específicos para su aprendizaje, como es el caso de asignaturas sobre
educación ciudadana, ética o valores, la formación en ciudadanía atraviesa el conjunto
de contenidos educativos que se desarrollan. Si la educación es un proceso de
vinculación a la sociedad y a la cultura, no existe en este sentido ningún campo de
conocimiento que sea ajeno a dicha formación si entendemos el aprendizaje como algo
más que la adquisición de competencias y habilidades de carácter instrumental. En este
sentido, la educación consistiría en la posibilidad de hacernos preguntas y por ello, una
formación centrada exclusivamente en ofrecer respuestas cerradas y medir si éstas han
sido aprendidas no educa en ciudadanía.
En tercer lugar, la educación en ciudadanía ha de favorecer una inserción activa de las
personas en las propias instituciones, promoviendo su autonomía y su capacidad de
protagonismo. Ello significa que toda educación, en tanto que proceso de subjetivación,
ha de articular una acción que permita a cada individuo participar de la vida grupal
desde su individualidad, desde el reconocimiento a sus formas de identidad en todos los
aspectos y con absoluto respeto a su intimidad. Una educación que propone un único
itinerario para todo el grupo en unos tiempos cerrados y homogéneos, y en el que los
proyectos grupales, las iniciativas individuales y los tiempos para el diálogo y la toma
de decisiones apenas están presentes, no educa en ciudadanía.
Por último, en la propuesta que presentamos, el aprendizaje de las formas democráticas
de convivencia, sólo puede realizarse participando de ellas, ensayándolas, no como
meras normas que han de ser cumplidas o como valores interiorizados. Tal y como
describía Gimeno Sacristán (2001, p. 15), las instituciones educativas constituyen un
espacio idóneo donde desarrollar y ejercer la ciudadanía (que definió como «micro
política de las instituciones») lugares protegidos donde ese ensayo es posible y seguro.
De ahí que reivindiquemos la importancia de dichas instituciones, ya que, sin ser las
únicas agencias de educación, si están en posición de conjugar su propio discurso con
sus prácticas cotidianas.

III.2.8.La educación para la ciudadanía en la formación inicial de maestros


III.2.8.1. Formación inicial de maestros y formación ciudadana: la legislación
y los planes de estudio
El llamado Informe Delors, que representa un hito en el mundo de la educación, hace de
la educación para la ciudadanía una de las cuestiones centrales en los retos de la
educación del siglo XXI. Recodemos que dicho Informe tuvo su origen en noviembre de
1991, cuando la Conferencia General de la UNESCO invitó al Director General a
convocar una comisión internacional para que reflexionara sobre la educación y el
aprendizaje en el siglo XXI. Federico Mayor Zaragoza pidió a Jacques Delors,
exministro francés de economía y hacienda y expresidente de la Comisión Europea, que
presidiera dicha comisión, la cual quedó oficialmente constituida a principios de 1993
como Comisión Internacional sobre la Educación para el siglo XXI (UNESCO, 1996b,
p. 42). Para desarrollar su trabajo, la Comisión se centró en seis ejes, siendo uno de ellos
la educación para la ciudadanía (los otros fueron educación y cultura; educación y
cohesión social; educación, trabajo y empleo; educación y desarrollo y, por último,
educación investigación y ciencia).
Esta centralidad de la educación para la ciudadanía en el informe es consecuencia de la
preocupación que se muestra por las tensiones entre naciones, entre grupos étnicos, etc.
Se reconoce explícitamente que la democracia, si bien se va extendiendo a nuevos
territorios, como consecuencia de la caída del Muro de Berlín y del final de la guerra
fría, tiende a debilitarse si no hay impulsos revitalizadores, sobre todo en las zonas
donde goza de escasa tradición institucional (UNESCO, 1996b, p. 10).
Hart (2001) afirma que en los primeros niveles no se da una participación real por parte
de los niños y las niñas, por lo que destaca los escalones en los que esta sí tiene lugar, a
saber:
Nivel 4. Asignados pero informados: este es el primer nivel de la participación genuina,
aquí los niños y las niñas actúan de manera voluntaria en las propuestas de los adultos,
porque estos han generado espacios de comunicación en los cuales se explican las
actividades a los pequeños. En este caso, los niños y las niñas comprenden la intención
de la actividad que se va a desarrollar, porque saben quién tomó las decisiones sobre su
participación, y se conciben como personas significativas (no decorativas), y se ofrecen
como voluntarios para el proyecto.
Nivel 5. Consultados e informados: un nivel superior de la participación lo constituyen
aquellos proyectos en los cuales los niños trabajan como consultores de los adultos,
porque las opiniones y propuestas de los niños y las niñas son tomadas en cuenta, de
manera que los adultos ven la necesidad de construir estrategias que permitan hacer
efectiva la escucha de los más pequeños.
Nivel 6. Iniciada por los adultos, decisiones compartidas con los niños y las niñas: si
bien en este nivel los proyectos son iniciados por los adultos, la toma de decisiones se
comparte con los niños y las niñas. De esta manera, se logra desarrollar un trabajo
colaborativo y cooperativo, porque los adultos brindan la posibilidad para que los
pequeños aporten desde su creatividad, imaginación, estilo y capacidad propositiva en la
interacción con los adultos para el desarrollo del trabajo propuesto.
Nivel 7. Iniciada y dirigida por los niños: en el séptimo grado, los proyectos son
iniciados y dirigidos por los niños y las niñas. Aquí se requiere de los adultos un cambio
de actitud dirigido a reconocer y legitimar a los niños y las niñas como sujetos de
derechos, creer en su capacidad de decidir y actuar desde sus propias iniciativas y estar
dispuestos a brindar un acompañamiento en este proceso de crecimiento.
Nivel 8. Iniciada por los niños y las niñas, decisiones compartidas con los adultos: este
último escalón se caracteriza porque los proyectos son encabezados por los niños y se
comparten las decisiones con los adultos. Para que se alcance este nivel superior en el
proceso de participación, se necesita que los adultos sean capaces de identificar las
necesidades de los pequeños y posibilitar las condiciones pertinentes para que puedan
desarrollar todo su potencial creativo.
Es preciso señalar que la participación social es un derecho humano esencial de toda
persona y una sociedad puede considerarse democrática cuando todos sus ciudadanos y
ciudadanas participan y son incluidos en ella y asegurar así el cumplimiento de sus
derechos. Según el lugar que ocupan los niños y las niñas en su grupo social,
dependerán los niveles y las formas de participación (Estrada, Madrid-Malo y Gil,
2000).
En resumen, la participación y el ejercicio de la ciudadanía está ligada a los procesos de
desarrollo de los niños y las niñas en primera infancia y como tal a los patrones de
crianza, a los procesos de educación inicial y a los imaginarios individuales y colectivos
que sobre ellos y ellas se tengan. Considerar a los más pequeños como interlocutores
válidos por parte de los adultos permitirá favorecer las capacidades y potencialidades
necesarias para la participación de los niños y las niñas.

IV. CONCLUSIONES
V. BIBLIOGRAFIA

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