Dos o Tres Cosas Sobre La Novela de La Violencia
Dos o Tres Cosas Sobre La Novela de La Violencia
Dos o Tres Cosas Sobre La Novela de La Violencia
Cuando se les exige que aprovechen la violencia con todas sus posibilidades literarias, y también
con todas sus implicaciones políticas, los escritores que no vivieron la violencia tienen derecho a
preguntar por qué no se les hace la misma exigencia en su oficio a los reporteros. Y los
reporteros tienen derecho a defenderse con el contragolpe de que no es honesto escribir
reportajes inventados. Me atrevo a creer que un escritor consciente tiene derecho a soltar el
mismo contragolpe.
Quienes han leído todas las novelas de violencia que se escribieron en Colombia, parecen de
acuerdo en que todas son malas, y hay que confiar en que estén secretamente de acuerdo con
ellos algunos de sus propios autores. No es asombroso que el material literario y político más
desgarrador del presente siglo en Colombia, no haya producido ni un escritor ni un caudillo. Por lo
menos en lo que corresponde a la literatura, la cosa parece tener sus explicaciones. En primer
término, ninguno de los señores que escribieron novelas de violencia por haberla visto, tenía
según parece suficiente experiencia literaria para componer su testimonio con una cierta validez,
después de reponerse del atolondramiento que con razón le produjo el impacto. Otros, al parecer,
se sintieron más escritores de lo que eran, y sus terribles experiencias sucumbieron en la retórica
de la máquina de escribir. Otros, también, al parecer, despilfarraron sus testimonios tratando de
acomodarlos a la fuerza dentro de sus fórmulas políticas. Otros, sencillamente, leyeron la
violencia en los periódicos, o la oyeron contar, o se la imaginaron leyendo a Malaparte. Había que
esperar que los mejores narradores de la violencia fueran sus testigos. Pero el caso parece ser
que estos no se dieron cuenta de que estaban en presencia de una gran novela, y no tuvieron la
serenidad ni la paciencia, pero ni siquiera la astucia de tomarse el tiempo que necesitaban para
aprender a escribirla. No teniendo en Colombia una tradición que continuar, tenían que empezar
por el principio, y no se empieza una tradición literaria en 24 horas. Desgraciadamente, hasta
este momento, no parece que algún escritor profesional, técnicamente equipado para la vida,
haya sido testigo de la violencia.
Probablemente, el mayor desacierto que cometieron, quienes trataron de contar la violencia, fue
el de haber agarrado —por inexperiencia o por voracidad— el rábano por las hojas. Apabullados
por el material de que disponía, se los tragó la tierra en la descripción de la masacre, sin
permitirse una pausa que les habría servido para preguntarse si lo más importante, humana y por
tanto literariamente, eran los muertos o los vivos. El exhaustivo inventario de los decapitados, los
castrados, las mujeres violadas, los sexos esparcidos y las tripas sacadas, y la descripción
minuciosa de la crueldad con que se cometieron esos crímenes, no era probablemente el camino
que llevaba a la novela. El drama era el ambiente de terror que provocaron esos crímenes. La
novela no estaba en los muertos de tripas sacadas, sino en los vivos que debieron sudar hielo en
su escondite, sabiendo que a cada latido del corazón corrían el riesgo de que les sacaran las
tripas. Así, quienes vieron la violencia y tuvieron vida para contarla, no se dieron cuenta en la
carrera de que la novela no quedaba atrás, en la placita arrasada, sino que la llevaban dentro de
ellos mismos. El resto —los pobrecitos muertos que ya no servían sino para ser enterrados— no
eran más que la justificación documental.
Una novela sirve para ilustrar estas parrafadas: La peste, de Albert Camus. Quienes hayan leído
las crónicas de las pestes medievales, comprenderán el rigor que debió imponerse Camus para
no desbordarse en descripciones alucinantes. Basta recordar los saturnales de los pestíferos en
Génova, que cavaban sus propias sepulturas y se entregaban al borde de ellas a toda clase de
excesos, hasta cuando sucumbían a la peste y otros pestíferos de última hora los empujaban con
un palo a las sepulturas.
Hay que recordar las luchas encarnizadas en que los agonizantes se disputaban un hueco en la
tierra, para darse cuenta de que Camus tenía suficiente documentación para ponernos los pelos
de punta durante dos noches. Pero acaso la misión del escritor en la tierra no sea ponerles los
pelos de punta a sus semejantes.
En cada página de La peste se descubre que Camus sabía todo lo que se puede saber sobre las
pestes medievales, y que se había informado a fondo de sus características, de la forma y las
costumbres de su microbio, y hasta de los tratamientos empleados en todos los tiempos. Casi
como al descuido, esos conocimientos están aprovechados a todo lo largo del libro, inclusive con
estadísticas y fechas, pero estrictamente calibrados en su función de soporte documental. Otro
grande escritor de nuestro tiempo —Ernest Hemingway— explicó su método a un periodista,
tratando de contarle cómo escribió El viejo y el mar. Para llegar a ese pescador temerario, el
escritor había vivido media vida entre pescadores; para lograr que pescara un pez titánico, había
tenido él mismo que pescar muchos peces, y había tenido que aprender mucho, durante muchos
años, para escribir el cuento más sencillo de su vida. “La obra literaria —decía Hemingway— es
como el ‘iceberg’: la gigantesca mole de hielo que vemos flotar, logra ser invulnerable porque
debajo del agua la sostienen los siete octavos de su volumen.”
Algo semejante ocurre en La peste. Apenas estalla el dramatismo cuando salen las ratas a morir
en la calle, o en el vómito negro y los ganglios supurados de un portero, mientras la invisible
población de Orán está siendo exterminada por la peste, Camus —al contrario de nuestros
novelistas de la violencia— no se equivocó de novela. Comprendió que el drama no eran los
viejos tranvías que pasaban abarrotados de cadáveres al anochecer, sino los vivos que les
lanzaban flores, desde las azoteas, sabiendo que ellos mismos podían tener un puesto reservado
en el tranvía de mañana. El drama no eran los que escapaban por la puerta falsa del cementerio
—y para quienes la amenaza de la peste había por fin terminado— sino los vivos que sudaban
hielo en sus dormitorios sofocantes sin poder escapar de la ciudad sitiada. Sin duda, Camus no
vio la peste. Pero debió sudar hielo en las terribles noches de la ocupación, escribiendo
editoriales clandestinos en su escondite de París, mientras sonaban en el horizonte los disparos
de los nazis cazando resistentes.
La alternativa del escritor, en ese momento, era la misma de los habitantes de Orán en las
interminables noches de la peste, y era la misma de los campesinos colombianos en la pesadilla
de la violencia.
Como modelo de la terrible novela que aún no se ha escrito en Colombia, tal vez ninguno sea
mejor que la apacible novela de Camus. Un breve episodio del género humano en el cual ni
siquiera los microbios de la peste son definitivamente malos, ni sus víctimas necesariamente
buenas. Quienes vuelvan sobre el tema de la violencia en Colombia, tendrán que reconocer que
el drama de ese tiempo no era sólo el del perseguido, sino también el del perseguidor. Que por lo
menos una vez, frente al cadáver destrozado del pobre campesino, debió coincidir el pobre
policía de a ochenta pesos, sintiendo miedo de matar, pero matando para evitar que lo mataran.
Porque no hay drama humano que pueda ser definitivamente unilateral.
Con todo, un valioso servicio nos han prestado los testigos de la violencia, al imprimir sus
testimonios en bruto. Hay que confiar en que ellos prestarán buena ayuda a quienes
sobrevivieron a la violencia y se están tomando el tiempo para aprender a escribirla, y en todo
caso a los numerosos niños que la padecieron como una pesadilla de la infancia y ahora están
creciendo en silencio sin olvidarla. La aparición de esa gran novela es inevitable en una segunda
vuelta de ganadores. Aunque ciertos amigos impacientes consideren que entonces será
demasiado tarde para que sirva de algo el contenido político que tendrá sin remedio, en cualquier
tiempo.
Para referenciar: García Márquez, G. (1992). Dos o tres cosas sobre “la novela de la
Violencia”. Obra periodística 3, de Europa y de América. Barcelona: Editorial Mondadori,
p.p. 646-650.