1925 - El Origen Del Drama Barroco Alemán

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Walter Benjamin.

El origen del drama barroco alemán.

Concebido en 1916. redactado en 1925. Entonces, como hoy, dedicado a mi mujer.

Introducción.

Algunas cuestiones preliminares de crítica del conocimiento.

“Puesto que ni en el saber ni en la reflexión se puede alcanzar un todo, ya que el


saber está privado de interioridad, y la reflexión de exterioridad, nos vemos obligados
a considerar la ciencia como si fuera un arte, si es que esperamos de ella alguna
forma de totalidad. Y ésta última no debemos ir a buscarla en lo general, en lo
excesivo, sino que, así como el arte se manifiesta siempre enteramente en cada obra
individual, así también la ciencia debería mostrase siempre por entero en cada objeto
individual estudiado”.

Johan Wolfgag von Goethe, Materiales para la historia de la Teoría de los Colores.*

Es característico del texto filosófico enfrentarse de nuevo, a cada cambio de rumbo, con la cuestión
del modo de exposición. En su forma acabada el texto filosófico terminará convirtiéndose en doctrina,
pero la adquisición de tal carácter acabado no se debe a la pujanza del mero pensamiento. La
doctrina filosófica se basa en la codificación histórica. Por tanto no puede ser invocada more
geometrico. Cuanto más claramente las matemáticas prueban que la eliminación total del problema
de la exposición (eliminación reivindicada por todo sistema didáctico rigurosamente apropiado)
constituye el signo distintivo del conocimiento genuino, tanto más decisivamente se manifiesta su
renuncia al dominio de la verdad, intencionado por los lenguajes. Lo que en los proyectos filosóficos
es método, no se extiende a su organización didáctica. Y esto quiere decir simplemente que a estos
proyectos les es inherente una dimensión esotérica que ellos no pueden descartar, que les está
prohibido negar y de la que no pueden vanagloriarse sin pronunciar su propia condena. Lo que el
concepto decimonónico de sistema ignora es la alternativa representada para la forma filosófica por
los conceptos de doctrina y de ensayo esotérico. En la medida en que la filosofía está determinada
por dicho concepto de sistema, corre el peligro de acomodarse a un sincretismo que intenta capturar
la verdad en una tela de araña tendida entre los conocimientos, como si viniera volando desde fuera.
Pero el universalismo así adquirido por la filosofía está muy lejos de alcanzar la autoridad didáctica
de la doctrina. Si la filosofía quiere mantenerse fiel a la ley de su forma, en cuanto exposición de la
verdad, y no en cuanto guía para la adquisición del conocimiento, tiene que dar importancia al
ejercicio de esta forma suya y no a su anticipación en el sistema. Este ejercicio se ha impuesto en
todas las épocas que reconocieron la esencialidad sin paráfrasis posible de la verdad, hasta llegar a
asumir los rasgos de una propedéutica que puede ser designada con el termino escolástico de
tratado, ya que éste alude, si bien de modo latente, a los objetos de la teología, sin los cuales la
verdad resulta impensable. Los tratados pueden ser, ciertamente, didácticos en el tono; pero su
talante más íntimo les niega el valor conclusivo de una enseñanza que, al igual que la doctrina,
podría imponerse en virtud de la propia autoridad. Los tratados no recurren tampoco a los medios
coercitivos de la prueba matemática. En su forma canónica se encontrará la cita autorizada como el
único elemento que responde a una intención que es casi más educativa que didáctica. La exposición
es la quintaesencia de su método. El método es rodeo. En la exposición en cuanto rodeo consiste,
por tanto, lo que el tratado tiene de método. La renuncia al curso ininterrumpido de la intención es su
primer signo distintivo. Tenaz comienza el pensamiento siempre de nuevo, minuciosamente regresa
a la cosa misma. Este incesante tomar aliento constituye el más auténtico modo de existencia de la
contemplación. Pues, al seguir las distintas gradaciones de sentido en la observación de un solo y
mismo objeto, la contemplación recibe al mismo tiempo el estímulo para aplicarse siempre de nuevo
y la justificación de su ritmo intermitente. Y la contemplación filosófica no tiene que temer por ello una
pérdida de empuje, del mismo modo que la majestad de los mosaicos perdura a pesar de su
despiece en caprichosas partículas. Tanto el mosaico como la contemplación yuxtaponen elementos
aislados y heterogéneos, y nada podría manifestar con más fuerza que este hecho el alcance
trascendente, ya de la imagen sagrada, ya de la verdad. El valor de los fragmentos de pensamiento
es tanto mayor cuanto menos inmediata resulte su relación con la concepción básica
correspondiente, y el brillo de la exposición depende de tal valor en la misma medida en que el brillo
del mosaico depende de la calidad del esmalte. La relación entre el trabajo microscópico y la
magnitud del todo plástico e intelectual demuestra cómo el contenido de verdad se deja aprehender
sólo mediante la absorción más minuciosa en los pormenores de un contenido fáctico. En su forma
más alta en Occidente, el mosaico y el tratado pertenecen a la Edad Media; compararlos es posible
porque su afinidad es real.

La dificultad inherente a tal género de exposición prueba, simplemente, que se trata de una forma
congénita de prosa. Mientras que el hablante apoya con la voz y con los gestos las frases aisladas,
incluso allí donde no podrían sostenerse por sí mismas, y compone con ellas una sucesión de
pensamientos a menudo vacilante y vaga, como si esbozara de un solo trazo un dibujo altamente
alusivo, es propio de la escritura detenerse y comenzar desde el principio a cada frase. La forma de
exposición contemplativa, más que cualquier otra, tiene que ajustarse a este principio. Pues su
objetivo no es arrebatar al lector, ni tampoco entusiasmarlo. Sólo está segura de sí misma cuando lo
obliga a detenerse en los momentos de la observación. Cuanto más vasto sea su objeto, tanto más
distanciada resultará esta observación. Una vez descartado el imperativo discurso didáctico, la
sobriedad de su prosa sigue siendo el único modo de escribir adecuado para la investigación
filosófica. El objeto de esta investigación son las ideas. Si la exposición pretende afirmarse como el
método propio del tratado filosófico, no tendrá más remedio que consistir en la exposición de las
ideas. La verdad, manifestada en la danza que componen las ideas expuestas, se resiste a ser
proyectada, no importa cómo, en el dominio del conocimiento. El conocimiento es un haber. Su
mismo objeto se determina por el hecho de que tiene que ser poseído en la conciencia, sea ésta o no
trascendental. Queda marcado con el carácter de cosa poseída. Con relación a esta posesión, la
exposición viene a ser secundaria. El objeto no existe ya como algo que se automanifesta. Y esto
último es precisamente lo que sucede con la verdad. El método, que para el conocimiento es un
camino que le permite alcanzar el objeto de la posesión (aunque sea a costa de engendrarlo en la
conciencia), para la verdad consiste en la exposición de sí misma y, por tanto, es algo dado con ella
en cuanto forma. Esta forma no pertenece a una correlación interior a la conciencia, como sucede
con la metodología del conocimiento, sino a un ser. La tesis de que el objeto del conocimiento no
coincide con la verdad no dejará nunca de aparecer como una de las más profundas intenciones de
la filosofía en su forma original: la doctrina platónica de las ideas. El conocimiento puede ser
interrogado, pero la verdad no. El conocimiento apunta a lo particular, pero no inmediatamente a su
unidad. La unidad del conocimiento (si es que existe) consistiría más bien en una correlación
sintetizable sólo de manera mediata (es decir, a partir de los conocimientos singulares y, en cierto
modo, nivelándolos), mientras que en la esencia de la verdad la unidad es una determinación
absolutamente libre de mediaciones y directa. En tanto que directa, es peculiar de esta determinación
el no prestarse a ser interrogada. Pues, si la unidad integral existente en la esencia de la verdad
fuera interrogable, la pregunta tendría que ser formulada en los siguientes términos: ¿en qué medida
la respuesta a esta pregunta está ya implícita en cada respuesta concebible dada por la verdad a
cualquier pregunta? Y la respuesta a esta pregunta conduciría a formular la misma pregunta de
nuevo, de tal modo que la unidad de la verdad escaparía a cualquier interrogación. En cuanto unidad
en el ser y no en cuanto unidad en el concepto, la verdad está fuera del alcance de toda pregunta.
Mientras que el concepto surge de la espontaneidad del entendimiento, las ideas se ofrecen a la
contemplación. Las ideas consisten en algo previamente dado. Así, al distinguir la verdad de la
correlación característica de conocimiento, la idea queda definida en cuanto ser. Tal es el alcance de
la doctrina de las ideas para el concepto de verdad. En tanto que ser, la verdad y la idea adquieren
aquel supremo significado metafísico que el sistema platónico les atribuye enérgicamente.
Todo lo anteriormente dicho queda documentado especialmente en el Banquete, que contiene en
particular dos afirmaciones decisivas al respecto. Allí se desarrolla la noción de verdad
(correspondiente al reino de las ideas) como el contenido esencial de la belleza. Y allí también la
verdad es tenida por bella. Comprender la concepción platónica de la relación de la verdad con la
belleza no sólo constituye un objetivo primordial de toda investigación perteneciente a la filosofía del
arte, sino que resulta además indispensable para la determinación del concepto mismo de verdad.
Una interpretación fiel a la lógica del sistema, que no viera en estas dos frases más que el venerable
embrión de un panegírico de la filosofía, quedaría inevitablemente excluida del ámbito de la doctrina
de las ideas, dentro del cual el modo de ser de éstas se pone de manifiesto (y quizá en ninguna parte
mejor que en las afirmaciones citadas). La segunda de ellas necesita, en primer lugar, un comentario
restrictivo. Cuando se dice que la verdad es bella, esta afirmación hay que comprenderla en el
contexto del Banquete, que describe la escala del deseo erótico. Eros (así es como debemos
entender el argumento) no traiciona su aspiración originaria al convertir a la verdad en objeto de su
anhelo, pues también la verdad es bella. Y lo es no tanto en sí misma como para Eros. E igual
sucede con el amor humano: una persona es bella para el amante, y no en sí misma, porque su
cuerpo se inscribe en un orden más elevado que el de lo bello. Así también la verdad, que es bella,
no tanto en sí misma como para aquel que la busca. Aunque se advierta aquí cierto matiz de
relativismo, esto no significa en lo más mínimo que la belleza, el atributo esencial de la verdad, se
haya convertido en un mero epíteto metafórico. La esencia de la verdad en cuanto automanifestación
esencial del reino de las ideas garantiza, por el contrario, que la tesis de la belleza de la verdad
jamás podrá perder su validez, pues tal momento de manifestación de la verdad constituye el refugio
de la belleza en general. Y lo bello no perderá su carácter aparente y tangible en tanto se reconozca
a sí mismo abiertamente en cuanto tal. Su brillo, que seduce en la medida en que pretende ser mera
apariencia, desencadena la persecución del intelecto y sólo revela su inocencia cuando se refugia en
el altar de la verdad. Eros lo sigue en esta fuga, no como perseguidor, sino como amante, de tal
modo que la belleza, en razón de su apariencia, siempre huye doblemente: del que utiliza el intelecto,
por temor; y del amante, por angustia. Y tan sólo este hecho puede atestiguar que la verdad no es un
desvelamiento que anula el secreto, sino una revelación que le hace justicia. Pero ¿es capaz la
verdad de hacer justicia a lo bello? Ésta es la pregunta más central del Banquete. Platón la contesta
al asignar a la verdad el cometido de garantizar el ser de la belleza. Y es en este sentido que él
desarrolla la noción de la verdad en cuanto contenido de lo bello. Pero este contenido no sale a la luz
con el desvelamiento, sino que se revela en el curso de un proceso que metafóricamente podría
designarse como el llamear de la envoltura del objeto al penetrar en el círculo de las ideas: como una
combustión de la obra en la que su forma alcanza el grado máximo de su fuerza luminosa. Esta
relación entre verdad y belleza, que muestra mejor que nada hasta qué punto la verdad es diferente
del objeto del conocimiento (con el que habitualmente se la equipara), nos da la clave del sencillo e
impopular hecho de la actualidad de ciertos sistemas filosóficos cuyo contenido cognoscitivo hace
mucho tiempo que perdió toda relación con la ciencia. En las grandes filosofías el mundo queda
manifestado en el orden que adoptan las ideas. Pero el marco conceptual en que tal cosa sucedía,
por regla general hace tiempo que cedió. No obstante, estos sistemas mantienen su validez en
cuanto esbozos de una descripción del mundo, como la ofrecida por Platón con la doctrina de las
ideas, Leibniz con la monadología y Hegel con la dialéctica. Es una propiedad común a todas estas
tentativas la circunstancia de que su sentido queda establecido (y hasta muy a menudo se despliega
con mayor fuerza) cuando se las pone en relación con el mundo de las ideas, en vez de con el
mundo empírico. Pues estas construcciones intelectuales surgieron como descripción de un orden de
las ideas. Cuanto mayor era la intensidad con la que los pensadores trataban de trazar la imagen de
lo real en ellas, tanto más rico tema que resultar el orden conceptual por ellos desarrollado; un orden
que a los ojos del futuro intérprete debía ser útil para la manifestación originaria del mundo de las
ideas, que era en el fondo el objetivo intencionado. Dado que la tarea del filósofo consiste en
ejercitarse en trazar una descripción del mundo de las ideas, de tal modo que el mundo empírico se
adentre en él espontáneamente hasta llegar a disolverse en su interior, el filósofo ocupa una posición
intermedia entre la del investigador y la del artista, y más elevada que ambas. El artista traza una
imagen en miniatura del mundo de las ideas; imagen que, al ser trazada en forma de símil, asume un
valor definitivo en cada momento presente. El investigador organiza el mundo con vistas a su
dispersión en el dominio de la idea, al dividirlo desde dentro en el concepto. Él comparte con el
filósofo el interés en la extinción de la mera empiria, mientras que el artista comparte con el filósofo la
tarea de la exposición. Se ha venido asimilando demasiado el filósofo al investigador, y a menudo al
investigador en su versión más limitada, negando espacio en la tarea del filósofo al problema del
modo de exposición. El concepto de estilo filosófico está exento de paradojas. Tiene sus postulados,
que son: el arte de la interrupción, en contraste con el encadenamiento de la deducción; la tenacidad
del tratado, en contraste con el gesto del fragmento; la repetición de los motivos, en contraste con el
universalismo superficial; y la plenitud de la positividad concentrada, en contraste con la polémica
refutadora.

A fin de que la verdad se manifiesta como unidad y singularidad no es necesario en modo alguno
recurrir por medio de la ciencia a un proceso deductivo sin lagunas. Y, sin embargo, esta coherencia
exhaustiva es precisamente el único modo en que la lógica del sistema se relaciona con la noción de
verdad. Tal clausura sistemática no tiene que ver con la verdad más que cualquier otra forma de
exposición que intente asegurarse la verdad por medio de conocimientos y de sus conexiones
recíprocas. Cuanto más escrupulosamente la teoría del conocimiento científico investiga las distintas
disciplina, tanto más claramente se manifiesta la incoherencia metodológica de éstas. Con cada
campo correspondiente a una ciencia particular se introducen presupuestos nuevos y sin fundamento
deductivo, en cada uno de éstos se dan por resueltos los problemas de los campos adyacentes con
el mismo énfasis con que se afirma la imposibilidad de deducir su solución en otro contexto[1].
Considerar esta incoherencia como accidental es uno de los rasgos menos filosóficos de esa teoría
de la ciencia que en sus investigaciones no toma como punto de partida las disciplinas particulares,
sino postulados supuestamente filosóficos. Pero tal discontinuidad del método científico, muy lejos de
determinar un estadio inferior y provisional del conocimiento, podría, por el contrario, promover
positivamente la teoría de éste, si no se interpusiera la presunción de aprehender la verdad (que
sigue siendo una unidad sin fisuras) mediante una integración enciclopédica de los conocimientos. El
sistema sólo tiene validez en la medida en que su esquema básico está inspirado en la constitución
del mundo de las ideas mismo. Las grandes articulaciones que determinan no sólo la estructura de
los sistemas, sino también la terminología filosófica (las más generales de las cuales son la lógica, la
ética y la estética), no adquieren su significado en cuanto denominaciones de disciplinas
especializadas, sino en cuanto monumentos de una estructura discontinua del mundo de las ideas.
Pero los fenómenos no entran en el reino de las ideas íntegros (es decir, en su existencia empírica,
mixta de apariencia), sino sólo en sus elementos, salvados. Se despojan de su falsa unidad a fin de
participar, divididos, de la genuina unidad de la verdad. En esta división suya, los fenómenos quedan
subordinados a los conceptos, que son los que llevan a cabo la descomposición de las cosas en sus
elementos constitutivos. La diferenciación en conceptos quedará a salvo de cualquier sospecha de
bizantinismo destructivo siempre que se proponga el rescate de los fenómenos en las ideas: el τά
φαινόμενα σώζεω* platónico. Gracias a su papel de mediadores, los conceptos permiten a los
fenómenos participar del ser de las ideas. Y esta misma función mediadora los vuelve aptos para otra
tarea de la filosofía, igualmente primordial: la exposición de las ideas. Con la salvación de los
fenómenos por medio de las ideas se lleva a cabo también la manifestación de las ideas en el medio
de la realidad empírica. Pues las ideas no se manifiestan en sí mismas, sino sólo y exclusivamente a
través de una ordenación, en el concepto, de elementos pertenecientes al orden de las cosas. Es
decir, las ideas se manifiestan en cuanto configuración de tales elementos.

El conjunto de conceptos utilizados para manifestar una idea la vuelve presente como configuración
de dichos conceptos. Pues los fenómenos no están incorporados a las ideas, no están contenidos en
ellas. Las ideas, por el contrario, constituyen su ordenación objetiva virtual, su interpretación objetiva.
Si ellas no contienen los fenómenos por incorporación, ni tampoco llegan a esfumarse, al quedar
reducidas al «status» de meras funciones, de ley de los fenómenos, de «hipótesis» suya, cabe
entonces preguntarse de qué manera tienen alcance sobre ellos. Y la respuesta sería: representando
estos fenómenos. En cuanto tal, la idea pertenece a una esfera radicalmente heterogénea a lo por
ella aprehendido. Por eso no se puede adoptar como criterio para determinar su modo de existencia
el hecho de que abarque o no lo aprehendido de la misma manera que el género abarca las
especies. Pues no es éste el cometido de la idea. Una comparación puede ilustrar su signifícado. Las
ideas son a las cosas lo que las constelaciones son a las estrellas. Esto quiere decir, antes que nada,
que las ideas no son ni las leyes ni los conceptos de las cosas. No sirven para el conocimiento de los
fenómenos, los cuales en modo alguno pueden convertirse en criterios para determinar la existencia
de las ideas. Al contrario, para las ideas el significado de los fenómenos se agota en sus elementos
conceptuales. Mientras que los fenómenos, con su existencia, con sus afinidades y sus diferencias,
determinan la extensión y el contenido de los conceptos que los integran, su relación con las ideas es
la inversa, en la medida en que la idea, en cuanto interpretación objetiva de los fenómenos (o, más
bien, de sus elementos) determina primero su mutua pertenencia. Las ideas son constelaciones
eternas y, al captarse los elementos como puntos de tales constelaciones, los fenómenos quedan
divididos y salvados al mismo tiempo. Y esos elementos que el concepto se encarga de redimir de
los fenómenos se manifiestan más claramente en los extremos. La idea puede ser descrita como la
configuración de la correlación de lo extremo y único con su semejante. Por eso es falso comprender
como conceptos las referencias más generales del lenguaje, en vez de reconocerlas como ideas. Es
absurdo pretender considerar lo general como algo de un simple valor medio. Lo general es la idea.
La realidad empírica, en cambio, cuanto más claramente se puede ver en ella algo extremo, tanto
mejor se consigue penetrarla. El concepto toma como punto de partida lo extremo. Lo mismo que a la
madre se la ve comenzar a vivir con todas sus fuerzas sólo cuando el círculo de sus hijos se cierra en
torno a ella movido por el sentimiento de su proximidad, así también las ideas sólo cobran vida
cuando los extremos se agrupan a su alrededor. Las ideas (o ideales, según la terminología de
Goethe) son las madres fáusticas. Permanecen en la oscuridad en tanto que los fenómenos no se
declaran a ellas, juntándose a su alrededor. La recolección de los fenómenos incumbe a los
conceptos, y la división que en ellos se efectúa gracias a la función discriminatoria del intelecto es
tanto más significativa en cuanto que de un golpe consigue un resultado doble: la salvación de los
fenómenos y la manifestación de las ideas.

Las ideas no son dadas en el mundo de los fenómenos. Cabe, por tanto, preguntarse en qué consiste
ese modo de ser dadas, al que se ha aludido anteriormente, y si es inevitable tener que transferir a
una intuición intelectual, a menudo invocada, el cometido de dar cuenta de la estructura del mundo
de las ideas. La debilidad que todo esoterismo comunica a la filosofía no se revela en ninguna parte
de manera más abrumadora que en la «visión», que se prescribe a manera de actitud filosófica a los
adeptos de todas las doctrinas del paganismo neoplatónico. El ser de las ideas no puede ser
simplemente concebido en cuanto objeto de una intuición, ni siquiera de la intuición intelectual. Pues
ni siquiera en su formulación más paradójica, la que la presenta como intellectus archetypus, es
capaz la intuición de penetrar el modo peculiar en que la verdad es dada y gracias al cual se
mantiene fuera del alcance de cualquier tipo de intención, incluido el hecho de aparecer ella misma
como intención. La verdad no entra nunca en una relaciona mucho menos en una relación
intencional. El objeto del conocimiento, en cuanto determinado a través de la intencionalidad
conceptual, no es la verdad. La verdad consiste en un ser desprovisto de intención y constituido por
ideas. El modo adecuado de acercarse a la verdad no es, por consiguiente, un intencionar
conociendo, sino un adentrarse y desaparecer en ella. La verdad es la muerte de la intención. Tal
podría ser el significado de la leyenda de la estatua cubierta de Sais que, al ser desvelada, destruía a
quien con ello pensaba averiguar la verdad. Y esto no se debe a una enigmática atrocidad de la
circunstancia, sino a la naturaleza de la verdad, ante la cual hasta el más puro fuego de la búsqueda
se extingue como bajo el efecto del agua. El ser de la verdad, por pertenecer al orden de las ideas,
se diferencia del modo de ser de las apariencias. De ahí que la estructura de la verdad requiera un
ser comparable en falta de intencionalidad al ser sencillo de las cosas, pero superior a él en
consistencia. La verdad no es una intención que alcanzaría su determinación a través de la realidad
empírica, sino la fuerza que plasma la esencia de dicha realidad empírica. El único ser, sustraído a
cualquier tipo de fenomenalidad, donde reside esta fuerza, es el ser del nombre. Este ser determina
el modo en que las ideas son dadas. Pero ellas son dadas, no tanto en un lenguaje primordial, como
en una percepción primordial en la que las palabras aún no han perdido su nobleza denominativa en
favor de su significado cognoscitivo. «En cierto sentido puede ponerse en duda que la doctrina
platónica de las “ideas” hubiera sido posible si el sentido de las palabras no hubiera sugerido al
filósofo, que conocía solamente su lengua madre, una divinización del concepto verbal, una
divinización de las palabras: las “ideas” de Platón (si por una vez se nos permite juzgarlas desde este
punto de vista parcial) no son en el fondo nada más que palabras y conceptos de palabras
divinizados»[2]. La idea es algo de naturaleza lingüística: se trata de ese aspecto de la esencia de la
palabra en que ésta es símbolo. En la percepción empírica, en la que las palabras se han
desintegrado, ellas poseen, además de su dimensión simbólica más o menos oculta, un signifícado
abiertamente profano. Al filósofo le incumbe restaurar en su primacía, manifestándolo, el carácter
simbólico de la palabra, mediante el que la idea alcanza conciencia de sí misma, lo cual es todo lo
contrario de cualquier tipo de comunicación dirigida hacia fuera. Y, como la filosofía no puede tener la
arrogancia de hablar con el tono de la revelación, esta tarea sólo puede llevarse a cabo mediante
recurso a una reminiscencia que se remonta a la percepción originaria. La anamnesis platónica quizá
no se halle muy alejada de este tipo de reminiscencia. Sólo que no se trata de una actualización
intuitiva de imágenes; en la contemplación filosófica, por el contrario, desde lo más hondo de la
realidad la idea se libera en cuanto palabra que reclama de nuevo su derecho a nombrar. Tal actitud
no corresponde, sin embargo, a Platón, en última instancia, sino a Adán, el padre de los hombres y el
padre de la filosofía. La imposición adamítica de los nombres está tan lejos de ser mero juego y
arbitrio, que llega a constituir la confirmación de que el estado paradisíaco era aquel en que aún no
había que luchar contra el valor comunicativo de las palabras. Las ideas se dan inintencionalmente
en la nominación y tienen que renovarse en la contemplación filosófica. En esta renovación la
percepción original de las palabras queda restaurada. Y por eso la filosofía a lo largo de su historia
(objeto tan a menudo de burla) ha venido a ser con razón una lucha por la exposición de unas pocas
palabras, siempre las mismas: las ideas. En filosofía resulta, por tanto, discutible la introducción de
nuevas terminologías, si en vez de limitarse estrictamente al ámbito conceptual, se orienta hacia los
objetos últimos de la contemplación. Tales terminologías (intentos fallidos de nominación en los que
la intención tiene más peso que el lenguaje) carecen de la objetividad que la historia ha conferido a
las principales expresiones de la contemplación filosófica. Éstas, en cambio, se hallan por su cuenta
en un perfecto aislamiento inaccesible a las meras palabras. Y de este modo las ideas acatan la ley
que dice: todas las esencias existen en un estado de completa autonomía e intangibilidad, no sólo
respecto a los fenómenos, sino sobre todo las unas respecto de las otras. Igual que la armonía de las
esferas depende del rolar de los asiros que no se tocan, así también la existencia del mundus
intelligibilis depende de la distancia insalvable que separa a las esencias puras. Cada idea es un sol
y se relaciona con las demás lo mismo que los soles se relacionan entre sí. La verdad es la
resonancia producida por la relación entre tales esencias, cuya multiplicidad concreta es finita. Pues
la discontinuidad afecta a las «esencias..., que llevan una vida toto caleo distinta de la de los objetos
y sus propiedades; cuya existencia no se puede imponer dialécticamente seleccionando un complejo
cualquiera de cualidades encontrado en un objeto y añadiéndoselo χαθ’αύτό*, sino que su número es
limitado, y cada una de las cuales debe ser buscada laboriosamente en el lugar correspondiente de
su mundo, hasta toparse con ella como un rocher de bronce, o hasta que la esperanza en su
existencia se revela engañosa»[3]. No ha sido raro que la ignorancia de esta discontinua finitud suya
haya frustrado algunos intentos vigorosos de renovar la doctrina de las ideas, que se concluyen por
ahora con el de los primeros románticos. En sus especulaciones, la verdad, en vez de su genuino
carácter lingüístico, asumió el carácter de una conciencia reflexiva.

En el sentido en que es tratado en la filosofía del arte, el Trauerspiel** es una idea. Dicho enfoque se
diferencia del enfoque característico de la historia de la literatura, antes que nada, en su
presuposición de unidad, ya que el segundo está obligado a de mostrar la existencia de multiplicidad.
En el análisis histórico-literario las diferencias y extremos se amalgaman y relativizan como algo
transitorio, mientras que en el desarrollo conceptual alcanzan el rango de energías complementarias
y la historia queda reducida a la condición de margen coloreado de una simultaneidad cristalina.
Desde el punto de vista de la filosofía del arte los extremos son necesarios y el transcurso histórico
es virtual. La idea, en cambio, constituye el extremo de una forma o género que, en cuanto tal, no
tiene cabida en la historia de la literatura. Considerado como concepto, el Trauerspiel podría
encuadrarse sin problemas en la serie de conceptos clasificatorios de la estética. De modo distinto se
comporta la idea en lo que a las clasificaciones respecta. La idea no determina ninguna clase ni lleva
dentro de sí aquella generalidad sobre la que, en el sistema de las clasificaciones, se basa el nivel
conceptual respectivo: la generalidad de la media. A la larga, no ha sido posible mantener oculta la
precariedad de que, como consecuencia de este hecho, el procedimiento inductivo adolece en las
investigaciones de historia del arte. Entre los investigadores recientes cunde la perplejidad crítica. A
propósito de su estudio Sobre el fenómeno de lo trágico, dice Scheler: «¿Cómo hay que proceder?
¿Debemos reunir todo tipo de ejemplos de lo trágico, es decir, toda clase de acontecimientos y
sucesos de los que se afirma que producen una impresión trágica, y a continuación preguntarnos
inductivamente qué tienen en “común”? Se trataría entonces de una especie de método inductivo,
susceptible también de corroboración experimental. Sin embargo, esto nos serviría todavía de menos
que la observación de nuestro propio yo cuando nos encontramos bajo los efectos de lo trágico.
Pues, ¿qué es lo que nos autoriza a aceptar que es trágico aquello que la gente tiene por tal?»[4]. No
puede conducir a nada el intento de determinar las ideas inductivamente (conforme a su extensión),
tomando como punto de partida el lenguaje corriente, para luego terminar investigando la esencia de
lo que ha sido así fijado. Pues el uso lingüístico resulta, sin duda, de un valor inapreciable para el
filósofo si se lo adopta en cuanto alusivo a las ideas, pero insidioso si, interpretado con la ayuda de
un discurso o un razonamiento poco riguroso, se lo acepta en cuanto fundamento formal de un
concepto. Este hecho nos permite incluso afirmar que sólo con la máxima cautela puede el filósofo
inclinarse a la práctica, habitual en el pensamiento ordinario, de convertir las palabras en conceptos
específicos a fin de apropiárselas mejor. Y precisamente la filosofía del arte ha sucumbido a esta
tentación con no poca frecuencia. Pues cuando (por poner un ejemplo extremo, entre muchos) la
Estética de lo trágico de Volkelt incluye en sus análisis obras de Holz o de Halbe a igual título que
dramas de Esquilo o de Eurípides, sin plantearse siquiera si lo trágico es una forma susceptible de
realización en el presente o bien una forma históricamente condicionada, entonces, y en lo que a la
categoría de lo trágico respecta, no vemos obligados a admitir que entre materiales tan
heterogéneos, se da, ya no tensión, sino una incongruencia inerte. Ante esta acumulación así
surgida, en la que los hechos originales, más refractarios, pronto quedan cubiertos por la maraña de
los hechos modernos, que' resultan más atractivos, al investigador (que, para examinar lo que teman
de “común”, se sometió a este amontonamiento) no le quedan entre las manos más que unos
cuantos datos psicológicos que camuflan lo heterogéneo en la uniformidad de una débil reacción de
su propia subjetividad o, si no, de la del contemporáneo medio. Los conceptos psicológicos quizá
permitan reproducir una multiplicidad de impresiones, independientemente del hecho de que hayan
sido suscitadas por obras de arte, pero no la esencia de un campo artístico. Esto se consigue más
bien mediante el análisis concienzudo de su concepto de forma, cuyo contenido metafísico no debe
aparecer como algo que se encuentra simplemente en su interior, sino actuando, transmitiéndole su
pulsación, lo mismo que la sangre hace con el cuerpo.

El apego a la variedad, por un lado, y la indiferencia hacia el rigor intelectual, por otro, han sido
siempre las causas determinantes de la utilización acrítica de los procedimientos inductivos. Se trata
en todos los casos de esa aprensión frente a las ideas constitutivas (los universalia in re) que en
alguna ocasión ha sido expresada por Burdach como especial incisividad. «Prometí hablar del origen
del Humanismo como si fuera un ser vivo que vino al mundo como un todo en un tiempo y en un
lugar determinado y que luego siguió creciendo como un todo... Procedemos así igual que los
llamados realistas de la escolástica medieval, quienes atribuían realidad a los conceptos generales, a
los “universales”. De la misma manera, también nosotros postulamos (hipostasiando como en las
mitologías arcaicas) un ser dotado de substancia homogénea y de realidad plena, y le damos el
nombre de Humanismo”, como si fuera un individuo vivo. Pero aquí, como en in- numerables casos
semejantes... tenemos que darnos cuenta de que lo único que estamos haciendo es inventamos un
concepto auxiliar abstracto que nos permita abarcar y captar series infinitas de múltiples fenómenos
intelectuales y de personalidades totalmente distintas entre sí. De acuerdo con un principio básico de
la percepción y el conocimiento humanos, esto sólo podemos lograrlo si, movidos por nuestra
necesidad innata de sistematizar, nos fijamos y ponemos énfasis, más que en las diferencias, en
ciertas peculiaridades que se nos aparecen semejantes o coincidentes en dichas series
heterogéneas... Estas etiquetas de “Humanismo” o “Renacimiento” son arbitrarias, y hasta erróneas,
ya que confieren a tales tipos de vida, con su variedad de fuentes, su multiplicidad de formas y su
pluralidad espiritual, la apariencia ilusoria de una unidad esencial real. Y la noción de “Hombre del
Renacimiento”, tan popular desde Burckhardt y Nietzsche, no es sino otra máscara tan arbitraria
como desorientadora»[5]. Una nota del autor a este párrafo dice así: «La contrapartida negativa de
ese indestructible “Hombre del Renacimiento” la constituye el “Hombre gótico”, que desempeña hoy
día un papel perturbador y pasea su existencia fantasmal hasta por el universo intelectual de
importantes y respetables historiadores (¡E. Troeltsch!). Al cual hay que añadir, además, “el Hombre
barroco”, del que Shakespeare, por ejemplo, sería un representante»[6]. Esta toma de postura está
obviamente justificada en la medida en que se dirige contra la hipóstasis de conceptos generales
(éstos no incluyen a los universales en todas sus formas). Pero es totalmente incapaz de enfrentarse
a la cuestión de una teoría de la ciencia platónicamente orientada a la manifestación de las esencias,
teoría cuya necesidad le pasa inadvertida. Dicha teoría representa la única posibilidad de proteger el
lenguaje de las exposiciones científicas, tal como se desarrollan fuera del ámbito de las matemáticas,
contra el escepticismo ilimitado que acaba por arrastrar en su torbellino a cualquier método inductivo,
por sutil que sea, escepticismo contra el que los argumentos de Burdach resultan impotentes, pues
éstos constituyen una reservado mentalis privada, y no una garantía metodológica. En lo que a la
tipología y a la periodización histórica en particular respecta, cierto es que nunca podrá admitirse el
hecho de que ideas como la del Renacimiento o la del Barroco sean capaces de dominar
conceptualmentc el objeto de estudio en cuestión. Y suponer que los esfuerzos modernos de
comprensión de los distintos períodos históricos puedan llegar a adquirir validez mediante eventuales
discusiones polémicas en las que las épocas, igual que sucede en los grandes puntos de inflexión
histórica, se enfrentan, por así decirlo, a cara descubierta, equivaldría a ignorar la naturaleza del
contenido de nuestras fuentes, que suele estar determinado por intereses actuales, más que por
ideas historiográficas. Pero lo que tales nombres no consiguen hacer en cuanto conceptos, lo llevan
a cabo en cuanto ideas, ya que en las ideas lo semejante no llega a parecer idéntico, sino que es
más bien lo extremo lo que alcanza su síntesis. Lo cual no quiere decir tampoco que el análisis
conceptual tenga siempre que vérselas con fenómenos totalmente dispares y que en él no se pueda
vislumbrar en alguna ocasión el esbozo de una síntesis, aunque ésta no alcance a ser legitimada.
Así, a propósito precisamente de la literatura barroca, de la que surgió el Trauerspiel alemán, Strich
ha observado con razón «que los principios de elaboración formal siguieron siendo los mismos a lo
largo de todo el siglo»[7].

La reflexión crítica de Burdach está inspirada no tanto por el deseo de una revolución metodológica
positiva como por el temor de errores factuales de detalle. Pero, a fin de cuentas, un método no debe
presentarse en modo alguno guiado por la mera aprensión de su propia insuficiencia empírica: en
términos negativos y como un canon de advertencias. Tiene, más bien, que partir de intuiciones de
un orden más elevado que las ofrecidas por el punto de vista de un verismo científico. Tal verismo,
entonces, en cada problema particular se ve obligado a enfrentarse necesariamente con las mismas
cuestiones genuinamente metodológicas que su credo científico le hace ignorar. La solución de éstas
conducirá, por regla general, a una revisión del planteamiento, revisión que puede concretarse al
deliberar si la pregunta «¿Cómo fue realmente?» es científicamente susceptible no tanto de ser
respondida como de ser formulada. Solamente al hacernos esta consideración, preparada por lo que
antecede y que se concluirá en lo que sigue, podremos llegar a decidir si la idea es una abreviatura
inoportuna o si, por el contrario, en su expresión lingüística, constituye el fundamento del verdadero
contenido científico. Una ciencia que se explaya en protestas contra el lenguaje de sus propias
investigaciones es un absurdo. Las palabras, juntamente con los signos de las matemáticas, son el
único medio de exposición de que dispone la ciencia, y ellas mismas no son signos. Pues en el
concepto, al que obviamente correspondería el signo, pierde su potencia esa misma palabra que, en
cuanto idea, posee un carácter esencial. El verismo, a cuyo servicio se pone el método inductivo de
la teoría del arte, no se vuelve más aceptable por la circunstancia de que al final los planteamientos
discursivos y los planteamientos inductivos converjan en una «intuición»[8] que, como R. M. Meyer y
otros muchos imaginan, podría asumir la forma de un sincretismo de los más variados métodos. Y así
nos encontramos de nuevo en el punto de partida, como sucede siempre con todas las formulaciones
del problema del método basadas en un realismo ingenuo. Pues es precisamente esta intuición la
que debe ser interpretada. Y el procedimiento inductivo de investigación estética muestra también
aquí su habitual lado negativo al resultar que dicha intuición no es la de la cosa resuelta en la idea,
sino la intuición de los estados subjetivos del receptor proyectados en la obra, que es en lo que viene
a consistir la empatía, considerada por R. M. Meyer el elemento decisivo de su método. Este método,
que es exacta- mente el opuesto del que vamos a adoptar en el curso de este estudio «considera la
forma artística del drama, de la tragedia o de la comedia clásica, e incluso las de la comedia de
carácter y de situación, como magnitudes dadas con las que hay que contar. Luego, mediante la
comparación de ejemplos destacados de cada genero, trata de obtener reglas y leyes con las que
juzgar las producciones singulares. Y, comparando a su vez los géneros, aspira a descubrir leyes
artísticas generales válidas para todas las obras»[9]. La «deducción» del género en la filosofía del
arte estaría basada, por consiguiente, en un empleo combinado de la inducción y la abstracción, en
el que no se trataría tanto de establecer de deductivamente la secuencia lógica de estos géneros y
especies como de presentarla en el esquema de la deducción.

Mientras que la inducción rebaja las ideas a conceptos, al renunciar a articularlas y ordenarlas, la
deducción conduce al mismo resultado al proyectarlas en un continuum pseudológico. El dominio del
pensamiento filosófico no se despliega siguiendo las líneas ininterrumpidas de las deducciones
conceptuales, sino al describir el mundo de las ideas. Esta descripción comienza de nuevo con cada
idea, como si ella fuera originaria. Pues las ideas constituyen una multiplicidad irreductible. Las ideas
son dadas a la contemplación como una multiplicidad finita (o, más bien, concreta). De ahí la
vehemente crítica que Benedetto Croce lleva a cabo de la deducción del concepto de género
realizada en la filosofía del arte. Con razón ve él en la clasificación, concebida como soporte de
deducciones especulativas, el fundamento de una crítica superficialmente esquematizante. Y,
mientras que la actitud nominalista de Burdach frente al concepto de época utilizado por los
historiadores (su resistencia a la más mínima pérdida de contacto con los hechos) responde al temor
de alejarse de lo que es acertado, en Croce otro nominalismo perfectamente análogo respecto al
concepto estético de género (un apego semejante a lo particular) se explica por su preocupación de
que, al alejarse de lo particular, uno pueda verse simplemente privado de lo esencial. Este hecho
resulta especialmente adecuado para situar en su justa perspectiva el problema del sentido
verdadero de los nombres asignados a los géneros en la estética. El Breviario de estética reprueba el
prejuicio «de la posibilidad de distinguir varias o muchas formas particulares de arte, determinada
cada una en su concepto particular, en sus límites, y provista de leyes propias... Muchos estéticos
componen hoy mismo tratados sobre la estética de lo trágico, o de lo cómico, o de la lírica, o del
humorismo, y estéticas de la pintura, de la música, de la poesía; y lo que es peor, ... los críticos, al
juzgar las obras de arte, no han perdido del todo la manía de volver a los géneros y a las artes
particulares en que, según ellos, se dividen las obras de arte»[10]. «Véase lo infundada que es
cualquier teoría que se sabe en la división de las artes. El genero o la clase es, en este caso, uno
solo: el arte mismo o la intuición, cuyas singulares obras son infinitas, todas originales, todas ellas
imposibles de traducir en otras... Entre lo universal y lo particular no se interpone filosóficamente
ningún elemento intermedio, ninguna serie de géneros o de especies, de generalia»[11]. Esta
afirmación posee plena validez en lo que a los conceptos de géneros estéticos respecta. Pero no va
suficientemente lejos. Pues, del mismo modo que agrupar una serie de obras de arte en función de lo
que tienen en común resulta a todas luces un empeño ocioso cuando de lo que se trata no es de
hacer acopio de ejemplos históricos o estilísticos, sino de determinar lo que es esencial a esas obras,
así también resulta inconcebible que la filosofía del arte renuncie a alguna de sus ideas más
fecundas como la de lo trágico o la de lo cómico. Pues estas ideas no están constituidas por
agregados de reglas; son ellas mismas entidades cuando menos iguales en consistencia y realidad a
cualquier drama, pero en modo alguno conmensurables a él. Así que no tienen ninguna pretensión
de subsumir cierto número de obras literarias dadas, sobre la base de cualquier tipo de aspecto
común a ellas. Pues aun cuando no hubiera una tragedia o un drama cómico en estado puro capaz
de justificar el nombre de estas ideas, ellas podrían seguir existiendo. Y a esta supervivencia de las
ideas tiene que contribuir una manera de investigar que no se comprometa ya desde el principio con
todo aquello designable como trágico o como cómico, sino que atienda a lo ejemplar, aun a riesgo de
verse obligada a atribuir este carácter ejemplar a un mero fragmento disperso. Tal manera de
investigar, por tanto, no abastece de «criterios de juicio» al autor de reseñas. Ni la crítica ni los
criterios determinantes de una terminología (que vienen a ser la piedra de toque de la doctrina
filosófica de las ideas en el arte) pueden constituirse mediante la aplicación del criterio externo de la
comparación, sino de un modo inmanente, gracias a un despliegue de lenguaje formal de la obra en
el que se exterioriza su contenido en detrimento de su efecto. Además, precisamente las obras
significativas se encuentran fuera de los límites del género en la medida en que el género se
manifiesta en ellas, no como algo absolutamente nuevo, sino como un ideal por alcanzar. Una obra
importante, o funda el género o lo supera; y, cuando es perfecta, consigue las dos cosas al mismo
tiempo.

La imposibilidad de desarrollar las formas artísticas deductivamente y la consiguiente devaluación de


la regla como instancia crítica (ella seguirá siendo siempre una instancia en la enseñanza del arte)
sientan las bases de un escepticismo fecundo. Éste podría compararse a las profundas pausas en
que el pensamiento se detiene a tomar aliento y después de las cuales puede perderse en lo más
minúsculo a su aire y sin rastro de agobio. Pues, cada vez que la contemplación se sumerja en la
obra artística y en su forma para evaluar su contenido, será lo más minúsculo lo que esté en juego.
La precipitación con que, por rutina, se las trata (con el mismo golpe de mano con el que se
escamotean los bienes ajenos) no resulta en absoluto más justificable que la llaneza de los filisteos.
En la verdadera contemplación, en cambio, el abandono del procedimiento deductivo va acompañado
de un retorno cada vez más profundo y fervoroso a los fenómenos, los cuales nunca corren el peligro
de quedar reducidos a objetos de un confuso asombro, en tanto que su manifestación implica al
mismo tiempo la manifestación de las ideas, con lo cual aquello que tienen de singular queda
salvado. No hace falta decir que un radicalismo que privara a la terminología estética de algunas de
sus mejores formulaciones, condenando la filosofía del arte al silencio, no representa tampoco la
última palabra de Croce. Éste, por el contrario, afirma: «porque aunque se niegue todo valor teórico a
las clasificaciones abstractas, no queremos negárselo a la genética y concreta clasificación, que no
es tal clasificación, y que se llama la Historia»[12]. En esta oscura frase el autor roza, aunque
demasiado fugazmente, por desgracia, el núcleo de la doctrina de las ideas. Pero le impide darse
cuenta de ello cierto psicologismo que le lleva a minar la definición de arte como «expresión» con la
ayuda de la del arte como «intuición». Y se le escapa hasta qué punto el enfoque por él designado
como «clasificación genética» coincide, en el problema del origen, con una división específica del
arte basada en la doctrina de las ideas. El origen, aun siendo una categoría plenamente histórica, no
tiene nada que ver con la génesis. Por «origen» no se entiende el llegar a ser de lo que ha surgido,
sino lo que está surgiendo del llegar a ser y del pasar. El origen se localiza en el flujo del devenir
como un remolino que engulle en su ritmo el material relativo a la génesis. Lo originario no se da
nunca a conocer en el modo de existencia bruto y manifiesto de lo fáctico, y su ritmo se revela
solamente a un enfoque doble que lo reconoce como restauración, como rehabilitación, por un lado, y
justamente debido a ello, como algo imperfecto y sin terminar, por otro. En cada fenómeno
relacionado con el origen se determina la figura mediante la cual una idea no deja de enfrentarse al
mundo histórico hasta que alcanza su plenitud en la totalidad de su historia. Por consiguiente, el
origen no se pone de relieve en la evidencia fáctica, sino que concierne a su prehistoria y
posthistoria. Las directrices de la contemplación filosófica están trazadas, en la dialéctica inherente al
origen, la cual revela cómo la singularidad y la repetición se condicionan recíprocamente en todo lo
que tiene un carácter esencial. La categoría del origen no es, pues, como Cohen da a entender[13],
una categoría puramente lógica, sino histórica. Es bien conocida la afirmación de Hegel «tanto peor
para los hechos». Lo cual en el fondo quiere decir que la percepción de las relaciones esenciales
incumbe al filósofo, y que las relaciones esenciales siguen siendo lo que son aunque no se expresen
en su estado puro en el mundo de los hechos. Esta actitud genuinamente idealista paga por su
seguridad el precio de renunciar al núcleo de la idea de origen. Pues toda prueba de origen debe
estar preparada a responder de la autenticidad de lo en ella revelado. Si no puede acreditarse como
auténtica, entonces no es digna de su nombre. Con esta consideración, la distinción entre la quaestio
juris y la quaestio facti parece quedar superada en lo que a los objetos filosóficos de nivel más
elevado respecta. Esto es incuestionable e inevitable. De ahí no se sigue, sin embargo, que cualquier
«hecho» primitivo pueda ser adoptado sin más preámbulos en cuanto momento constitutivo de
esencia. La tarea del investigador comienza, por el contrario, aquí, pues él no puede considerar tal
hecho corno seguro hasta que su más íntima estructura se manifiesta con un carácter tan esencial
que lo revele como un origen. Lo auténtico (esa marca del origen en los fenómenos) es objeto de
descubrimiento, un descubrimiento que, de un modo singular, acompaña al acto de reconocer. Y este
descubrimiento puede hacer surgir lo auténtico en lo que los fenómenos tienen de más singular y
excéntrico, tanto en el curso de las investigaciones más precarias y torpes como en las
manifestaciones obsoletas de un período de decadencia. La idea asume la serie de las
manifestaciones históricas, pero no para construir una unidad a partir de ellas, ni mucho menos para
extraer de ellas algo común. Entre la relación de lo singular con la idea y la relación de lo singular con
el concepto no cabe ninguna analogía: en el segundo caso cae bajo el concepto y sigue siendo lo
que era (singularidad); en el primero, está en la idea y llega a ser lo que no era (totalidad). En esto
consiste su «salvación» platónica.

La historia filosófica, en cuanto ciencia del origen, es la forma que, a partir de la separación de los
extremos y de los aparentes excesos de la evolución, hace surgir la configuración de la idea como
una totalidad caracterizada por la posibilidad de una coexistencia razonable de tales opuestos. La
exposición de una idea no puede considerarse en modo alguno lograda mientras no se haya pasado
virtualmente revista al círculo de los extremos en ella posibles. Este recorrido no deja de ser virtual,
pues lo abarcado por la idea del origen tiene todavía historia sólo en cuanto contenido, pero ya no en
cuanto un acontecer que pudiera afectarlo. Su historia es exclusivamente interna, pero no en un
sentido ilimitado, sino en cuanto relacionada con el ser esencial, lo que permite caracterizarla como
la pre y posthistoria de éste. En señal de su salvación o de su recolección en el recinto del mundo de
las ideas, la pre y posthistoria de tal ser esencial no es una historia pura, sino una historia natural. La
vida de las obras y de las formas, que sólo bajo esta protección se despliega clara y no turbada por la
vida humana, es una vida natural[14]. Una vez que este ser redimido se determina en la idea, la
presencia de la pre y posthistoria impropiamente dicha (es decir, de aquella que posee un carácter de
historia natural) se convierte en virtual. Ya no es pragmáticamente real, sino que, en tanto que
historia natural, hay que leerla en su estado de perfección y reposo, que es el de la esencia. Con lo
cual la tendencia subyacente a toda conceptualización filosófica queda determinada una vez más en
el viejo sentido: establecer el devenir de los fenómenos en su ser. Pues el concepto de ser inherente
a la ciencia filosófica no queda satisfecho con el fenómeno, si no absorbe también toda su historia.
En investigaciones de este tipo la profundización de la perspectiva histórica, sea en dirección al
pasado o al futuro, no conoce límites por cuestión de principios, procurando la totalidad a la idea.
Cuya estructura, plasmada por el contraste de su inalienable aislamiento con la totalidad, es
monadológica. La idea es una mónada. Él ser que ingresa en ella con la pre y posthistoria dispensa,
oculta en la suya propia, la figura abreviada y oscurecida del resto del mundo de las ideas, de igual
modo que en el Discurso de metafísica de Leibniz (1686) en cada una de las mónadas se dan
también todas las demás indistintamente. La idea es una mónada: en ella reposa, preestablecida, la
representación de los fenómenos como en su interpretación objetiva. Cuanto más elevado el orden
de las ideas, tanto más perfecta será la representación en ellas contenida. Y, de este modo, el
mundo real bien podría constituir una tarea en el sentido de que habría que penetrar en todo lo real
tan a fondo, que en ello se re- velase una interpretación objetiva del mundo. Desde la perspectiva de
una tarea de absorción semejante, no resulta extraño que el pensador de la monadología fuera el
fundador del cálculo infinitesimal. La idea es una mónada; lo cual quiere decir, en pocas palabras:
cada idea contiene la imagen del mundo. Y su exposición impone como tarea nada menos que
dibujar esta imagen abreviada del mundo.

La historia de la investigación de la literatura barroca alemana confiere un aspecto paradójico al


análisis de una de sus formas principales, en la medida en que dicho análisis, en vez de establecer
reglas y tendencias, ha de ocuparse sobre todo de la metafísica de tal forma, aprehendida en su
plenitud y de manera concreta. No cabe duda de que, entre los muchos obstáculos que han
dificultado la comprensión de la literatura de esta época, uno de los más considerables lo constituye
la forma, torpe a pesar de su importancia, que es propia especialmente de su teatro. Pues
precisamente la forma dramática, de un modo más decidido que cualquiera otra, reclama resonancia
histórica; una resonancia que se le ha venido negando a la forma dramática del Barroco. La
rehabilitación del patrimonio literario alemán, que empezó con el Romanticismo, apenas ha afectado
hasta la fecha a la literatura del Barroco. Fue sobre todo el drama de Shakespeare el que, con su
riqueza y con su libertad, oscureció, a los ojos de los escritores románticos,- las tentativas alemanas
de aquella misma época, cuya gravedad resultaba, además, extraña al teatro destinado a la
representación. La naciente filología germánica, por su parte, miraba con recelo estas tentativas, en
absoluto populares, propias de una clase de funcionarios cultivados. A pesar de la verdadera
importancia de la contribución de estos hombres a la causa de la lengua y la cultura popular, a pesar
de su participación consciente en la formación de una literatura nacional, su trabajo estaba
demasiado claramente marcado por la máxima absolutista «todo para el pueblo, nada gracias a él»
como para haber podido ganarse la simpatía de los filólogos de la escuela de Grimm y de Lachmann.
Lo que contribuye en gran medida a la violencia penosa de su estilo es cierto espíritu que, en el
mismo momento en que se estaban esforzando en construir el drama alemán, les llevaba a desdeñar
el material temático del acervo popular alemán. Pues en el drama barroco no juegan ningún papel ni
la leyenda ni la historia alemanas. Pero la investigación del Trauerspiel barroco tampoco salió
beneficiada de la difusión (que habría más bien que calificar de simplificación historicista) de los
estudios de germanística durante el último tercio del siglo pasado. Su esquiva forma quedaba fuera
del alcance de una ciencia para la que la crítica estilítica y el análisis formal eran disciplinas auxiliares
del más ínfimo rango, y las fisonomías de los autores, que confusamente se vislumbraban en las
incomprendidas obras, a muy pocos podían empujar a la confección de esbozos histórico-biográficos.
En cualquier caso, en estos dramas no se puede hablar de un despliegue libre, o Indico, del ingenio
literario. Los dramaturgos de aquella época se sintieron, por el contrario, poderosamente asociados a
la tarea de elaborar la forma de un drama secular. Y, por más que, desde Gryphius a Hallmann,
abundaran los esfuerzos en este sentido (con frecuencia mediante repeticiones estereotipadas), el
drama alemán de la Contrarreforma nunca alcanzó aquella forma flexible y dócil a cualquier toque
virtuosista que Calderón aportó al drama español. El drama alemán se formó (y ello por haber sido un
producto necesario de su tiempo) gracias a un esfuerzo extremadamente violento, y este hecho
bastaría ya para indicar que ningún genio soberano dio a esta forma su impronta. Y, sin embargo, es
en esta forma donde se encuentra situado el centro de gravedad de cada Trauerspiel barroco. Lo que
cada escritor individual pudo lograr dentro del horizonte de esta forma queda en una situación de
deuda incomparable respecto a la forma misma, cuya profundidad no resulta afectada por la
limitación del escritor: la comprensión de este hecho constituye un requisito previo de la
investigación. Pero aun así sigue siendo indispensable un enfoque que sea capaz de elevarse a la
intuición de una forma en general hasta ver en ella algo mas que una simple abstracción operada en
el cuerpo de la literatura. La idea de una forma (si se nos permite repetir parte de lo anteriormente
dicho) no es algo menos vivo que una obra literaria concreta cualquiera. Y en comparación con las
tentativas individuales del Barroco, la idea de la forma del Trauerspiel es decididamente más rica. Y
así como toda forma lingüística, incluyendo la caída en desuso o la aislada, puede ser concebida no
sólo como testimonio del que la plasmó, sino también como documento de la vida del lenguaje y de
sus posibilidades en un momento dado, así también en cada forma artística está contenido (de un
modo mucho más auténtico que en cualquier obra individual) el índice de una determinada
estructuración del arte, objetivamente necesaria. Las investigaciones más antiguas se vieron
privadas de este enfoque, no sólo porque el análisis formal y la historia de las formas escaparon a su
atención: a ello también ha contribuido su adhesión muy poco critica a la teoría barroca del drama,
que es la de Aristóteles adaptada a las tendencias de la época. En la mayor parle de las obras esta
adaptación significó un empobrecimiento. Sin detenerse a indagar los serios motivos que
determinaron esta variación, los estudiosos estuvieron dispuestos a hablar con demasiada ligereza
de una distorsión basada en un malentendido, y de ahí sólo había un paso para llegar a la conclusión
de que los dramaturgos de aquella época no habían hecho en el fondo más que aplicar, sin
comprenderlos, unos preceptos venerables. El Trauerspiel del Barroco alemán pasó a ser visto como
la caricatura de la tragedia antigua. En este esquema se podía hacer encajar sin dificultad todo lo que
en aquellas obras a un gusto refinado se le antojaba chocante, y hasta bárbaro. La trama de sus
«acciones principales de tema político»* constituía una distorsión del antiguo drama de reyes; la
hinchazón retórica, una distorsión del noble pathos helénico, así como el sangriento efecto final
también se consideraba una distorsión de la catástrofe trágica. El Trauerspiel se presentaba de este
modo como un torpe renacimiento de la tragedia. Y así se impuso un nuevo encasillamiento
destinado a frustrar por completo cualquier intento de comprensión de esta forma: visto como drama
del Renacimiento, el Trauerspiel aparece afectado en sus rasgos más característicos por otros tantos
defectos de estilo. Debido a la autoridad de los repertorios temáticos elaborados con un criterio
histórico, esta clasificación se quedó sin rectificar por mucho tiempo. A consecuencia de ello, la muy
meritoria obra de Stachel Séneca y el drama alemán del Renacimiento, que fundó la bibliografía de
este campo, se ve radicalmente privada de cualquier hallazgo esencial digno de mención, al que
tampoco por otra parte aspira. En su trabajo sobre el estilo lírico del siglo XVII, Strich puso de
manifiesto este equívoco, que durante mucho tiempo ha lastrado la investigación. «Se suele designar
como “Renacimiento” el estilo de la literatura alemana del siglo XVII. Pero si con este nombre se da a
entender algo más que la simple imitación superficial de los procedimientos de la Antigüedad,
entonces tal término resulta engañoso y simplemente demuestra la desorientación de la ciencia de la
literatura en lo que a la historia de los estilos respecta pues dicho siglo no tuvo nada del espíritu
clásico del Renacimiento. El estilo de su literatura es, por el contrario, barroco, aun cuando, en vez
de limitarnos a considerar su hinchazón y recargamiento, nos remontemos a sus principios de
composición, que tienen un carácter más profundo»[15]. Otro error que se ha venido manteniendo
con sorprendente tenacidad en la historia de este período literario tiene que ver con cierto prejuicio
de la crítica estilística. Nos referimos a la pretendida irrepresentabilidad de estos dramas. No es
quizá la primera vez que la perplejidad suscitada por un tipo de teatro insólito lleva a pensar que éste
nunca ha sido representado, que obras semejantes habrían quedado sin efecto fue la escena las ha
rechazado. En la interpretación de Séneca, sin ir más lejos, se encuentran controversias que en este
punto. Sea como fuere, en lo que al Barroco respecta, ha quedado refutada aquella leyenda
centenaria transmitida de A. W. Schlegel[16] a Lamprecht[17], según la cual el drama
correspondiente estaba destinado a la lectura. En las violentas acciones, que provocan el placer
visual, se manifiesta el elemento teatral con singular fuerza. Incluso la teoría subraya ocasionalmente
los efectos escénicos. La sentencia de Horacio (Et prodesse volunt et delectare poetae)* plantea a la
poética de Buchner la cuestión de cómo es que el Trauerspiel puede deleitar, y la respuesta es que,
si no en razón de su contenido, sí está muy dentro de sus posibilidades el hacerlo en virtud de su
realización escénica[18].

La investigación, llena como estaba de múltiples prejuicios, al intentar una apreciación objetiva del
drama barroco (esfuerzo que, por suerte o por desgracia, tenía que resultar insuficiente), no hizo sino
aumentar la confusión a la que ahora debe enfrentarse desde el primer momento cualquier reflexión
sobre el asunto. Cuesta trabajo creer que se pudiera pensar que de lo que se trataba era de
demostrar la coincidencia de los efectos del Trauerspiel barroco con los sentimientos del temor y la
compasión, provocados por la tragedia, según Aristóteles, con el propósito de llegar la conclusión de
que el Trauerspiel es una verdadera tragedia, aunque a Aristóteles nunca se le haya ocurrido afirmar
que la capacidad de suscitar tales sentimientos fuera exclusiva de la tragedia. Uno de los primeros
investigadores ha hecho la siguiente ridícula observación: «Gracias a sus estudios, Lohenstein llegó
a estar tan compenetrado con un mundo del pasado que olvidó el suyo propio, hasta el punto de que
su modo de expresarse, de pensar y de sentir hubiera sido mejor comprendido por un público de la
Antigüedad que por el de sus contemporáneos».[19] a necesidad de refutar tales extravagancias es
menos acuciante que la de señalar el hecho de que una forma artística nunca puede ser determinada
en función de los efectos que produce. «¿La eterna e indispensable exigencia consiste en que la
obra de arte sea perfecta en sí misma! ¡Hubiera sido una lástima que Aristóteles, que tenía delante
de sus ojos las obras más perfectas, se hubiera parado a pensar en sus efectos!»[20]. He aquí lo que
dice Goethe. Poco importa que Aristóteles esté completamente a salvo de la sospecha de la que
Goethe le defiende: lo que cuenta es que el método de la filosofía del arte, al discutir el drama, exige
imperiosamente la exclusión total de los efectos psicológicos definidos por Aristóteles. A este
propósito Wilamowitz-Moellendorf explica: «habría que comprender que la χάθαρσις* no puede
funcionar como una determinación específica del drama, y aun cuando se quisiera admitir que las
emociones, gracias a las cuales el drama produce sus efectos, son factores que lo constituyen como
especie, la desdichada pareja formada por el temor y la compasión seguiría resultando del todo
insuficiente»[21]. Aún más desafortunado y mucho más frecuente todavía que el intento de rescatar
el Trauerspiel con la ayuda de Aristóteles, resulta ese tipo de «apreciación» que, mediante aperçus
del más ínfimo género, pretende haber demostrado la «necesidad» de este teatro, con lo cual no
suele estar claro si lo que así también se ha probado es el valor positivo o la precariedad de toda
valoración. La cuestión del carácter necesario de sus manifestaciones es siempre manifiestamente
apriorística en el dominio de la historia. El falso término ornamental de «necesidad», con el que se ha
sólido adornar el Trauerspiel barroco, brilla con colores muy variados. No se refiere solamente a la
necesidad histórica, superfinamente contrastada con el mero azar, sino también a la necesidad
subjetiva de una bona fides en contraste con el producto virtuosista. Pero está claro que no estamos
diciendo nada nuevo al establecer que la obra surge necesariamente de las disposiciones subjetivas
de su autor. Y lo mismo sucede con ese otro tipo de «necesidad» que concibe las obras o las formas
como estadios preliminares de un desarrollo ulterior dentro de un contextoproblemático. «Es posible
que el concepto de la naturaleza y la visión del arte característicos del siglo XVII hayan quedado
destruidos y arruinados para siempre, pero sus hallazgos temáticos y, especialmente, sus
invenciones técnicas siguen floreciendo inmarchitables, incorruptibles e imperecederos»[22]. Así es
como todavía la crítica más reciente rescata la literatura de este período: haciendo de ella un puro
medio. La «necesidad»[23] de las apreciaciones críticas de halla situada en un terreno plagado de
equívocos y deriva su plausibilidad del único concepto de necesidad que resulta estéticamente
relevante, que es en el que Novalis piensa cuando habla del carácter a priori de las obras de arte
como una necesidad a ellas inherente de estar ahí. Es obvio que este tipo de necesidad sólo se
revela a un análisis capaz de penetrar hasta su contenido metafísico, mientras que se sustrae a una
«apreciación» timorata, que es a lo que, en definitiva, también se reduce el reciente intento de
Cysarz. Si a los primeros estudios sobre el tema se les escapaban las razones para adoptar un
enfoque completamente distinto, es sorprendente comprobar cómo en este último ideas valiosas y
observaciones precisas no llegan a producir el resultado deseado al estar conscientemente referidas
al sistema de la poética clasicista. En última instancia en él no se expresa tanto la intención clásica
de «salvar» las obras como un deseo de justificarlas de manera irrelevante. En obras críticas más
antiguas se suele mencionar la guerra de los Treinta Años a este respecto. Se la presenta como
responsable de todos los deslices que se le han reprochado a esta forma dramática. «Se ha dicho
muy a menudo que éstas eran obras de teatro escritas por verdugos y para verdugos. Pero no era
otra cosa lo que le hacía falta a la gente de aquel tiempo. Al vivir en una atmósfera de guerras, de
luchas sangrientas, encontraban naturales estas escenas; era el cuadro de sus costumbres lo que se
les estaba ofreciendo. Por eso saboreaban ingenua y brutalmente el placer que se les
proporcionaba»[24].

Así es como, a finales del siglo pasado, la investigación se había alejado irremediablemente de una
exploración crítica de la forma del Trauerspiel. El enfoque sincrético (a base de historia cultural,
historia literaria y biografía), con el que entonces se intentó paliar la ausencia de una reflexión
encuadrada en la filosofía del arte, cuenta en la investigación actual con un equivalente menos
inofensivo. Lo mismo que un enfermo que está bajo los efectos de la fiebre transforma en las
acosantes imágenes del delirio todas las palabras que oye, así también el espíritu de nuestro tiempo
echa mano de las manifestaciones de culturas remotas en el tiempo o en el espacio para
arrebatárselas e incorporarlas fríamente a sus fantasías egocéntricas. Tal es el signo de nuestra
época: sería imposible descubrir un estilo nuevo o una tradición popular desconocida que no apelara
inmediatamente y del modo más evidente a la sensibilidad de nuestros contemporáneos. Esta
fatídica impresionabilidad patológica, en virtud de la cual el historiador trata de deslizarse por
«substitución»[25] hasta la posición del creador (como si éste, por haberla creado, fuera también
intérprete de su propia obra), ha recibido el nombre de «empatía», con el cual la mera curiosidad
cobra atrevimiento disfrazada de método. En esta incursión, la falta de autonomía característica de la
actual generación ha sucumbido casi por completo al peso abrumador con que el Barroco le salió al
encuentro. La revaluación provocada por la irrupción del Expresionismo (y no exenta de influencias
de la poética de la escuela de Stefan George)[26] ha conducido sólo en muy pocos casos, por el
momento, a una verdadera comprensión capaz de revelar nuevas conexiones, no entre el crítico
moderno y su objeto, sino en el interior del objeto mismo[27]. Pero los viejos prejuicios ya están
empezando a perder terreno. Ciertas llamativas analogías con la situación actual de la literatura
alemana han proporcionado cada vez más motivos de interés en el Barroco; un interés sentimental la
mayor parte de las veces, aunque positivo como orientación. Ya en 1904 un historiador de la
literatura de esta época afirmaba: «Tengo la impresión de que en los últimos doscientos años, en lo
que a la sensibilidad artística respecta, ningún período ha estado en el fondo tan emparentado como
el nuestro con la literatura barroca del siglo XVII en su búsqueda de estilo. Interiormente vacíos o
convulsionados en lo más profundo de sí mismos, externamente absorbidos por problemas técnicos y
formales que, a primera vista, parecían tener muy poco que ver con las cuestiones existenciales de la
época: así fueron la mayoría de los escritores barrocos, y semejantes a ellos parecen ser los
escritores de nuestro tiempo, o al menos los que están dejando huella en su producción literaria»[28].
La opinión expresada con timidez y excesiva brevedad en estas frases se ha ido confirmando desde
entonces en un sentido mucho más amplio. En 1915 la aparición de Las troyanas de Werfel señaló
los comienzos del drama expresionista. No es un azar que en los inicios del drama barroco el mismo
tema se encuentre en Opitz. En ambas obras los respectivos autores demuestran su preocupación
por el instrumento de la lamentación y su resonancia, para lo cual en ninguno de los dos casos hizo
falta recurrir a amplios desarrollos artificiosos sino a una versificación modelada sobre el recitativo
dramático. Es en el tratamiento de la lengua sobre todo donde se ve claramente la analogía de los
intentos de entonces con los de un pasado reciente y con los de hoy día. Todos ellos se caracterizan
por la exageración. Las creaciones literarias de estas dos épocas no surgen de la existencia en el
ámbito de la comunidad, sino del hecho de que con la violencia de su estilo amanerado tratan de
disimular la falta de productos de valor en el terreno de las letras. Pues, al igual que el
Expresionismo, el Barroco es una época en la que una inflexible voluntad de arte prevalece sobre la
práctica artística propiamente dicha. Así sucede siempre en los denominados períodos de
decadencia. La suprema realidad del arte es la obra aislada, cerrada en sí misma. Pero hay veces en
que la obra redonda se halla sólo al alcance de los epígonos. Se trata de los períodos de la
«decadencia» de las artes, de la «voluntad de arte». De ahí que Riegl descubriera esta expresión a
propósito precisamente del arte del Imperio Romano en su fase final. Dicha voluntad sólo tiene
acceso a la forma como tal, pero nunca a la obra singular bien hecha. Es esa misma voluntad de arte
la que explica la vigencia del Barroco tras el derrumbe de la cultura alemana de corte clásico. A ello
hay que añadir los esfuerzos por lograr un estilo rústico en el lenguaje que hiciera a éste aparecer a
la altura del peso de los acontecimientos históricos. La práctica consistente en comprimir en una sola
palabra adjetivos que no admiten uso adverbial, en compañía del substantivo, no es una invención de
hoy. Grosstanz, Grossgedicht (es decir, «poema épico») son vocablos barrocos*. Proliferan los
neologismos. Hoy como entonces, muchos de ellos representan la búsqueda de un nuevo pathos.
Los escritores trataban de hacer suya, personalmente, esa pro- funda facultad imaginativa de la que
brota, precisa y delicada al mismo tiempo, la dimensión metafórica del lenguaje. Era más fácil
granjearse una reputación a base de palabras figuradas que de discursos provistos de figuras, como
si el objetivo inmediato de la invención verbal literaria fuera la creación lingüística. Los traductores
barrocos se complacían en las acuñaciones verbales más violentas, semejantes a las que hoy día
encontramos sobre todo en forma de arcaísmos, y gracias a las cuales se pretende tener acceso a
las fuentes mismas de la vida del lenguaje. Esta violencia es siempre el signo distintivo de una
producción en la que, del conflicto de fuerzas desencadenadas, apenas se puede extraer la
expresión articulada de un contenido verdadero. En tal desgarramiento, nuestro presente refleja,
hasta en los detalles de la práctica artística, ciertos aspectos del talante espiritual del Barroco. Igual
que en aquel momento el teatro pastoril se contraponía a la novela política (cultivada entonces como
ahora por autores distinguidos), así también hoy día se contraponen a ella las declaraciones
pacifistas de los literatos en favor de la simple Ufe y de la bondad natural del hombre. Los actuales
hombres de letras, que, lo mismo que los de otras épocas, llevan una existencia al margen de las
empresas colectivas, están de nuevo consumidos por una ambición que, a pesar de todo, los
escritores del Barroco pudieron satisfacer mejor. Pues Opitz, Gryphius y Lohenstein de vez en
cuando tuvieron ocasión de prestar servicios, debidamente retribuidos, en los asuntos de Estado. Y
hasta aquí llega el paralelo. El literato barroco se sentía totalmente vinculado al ideal de un régimen
absoluto como el apoyado por las iglesias de ambas confesiones. La actitud de sus herederos
actuales, cuando no es hostil al estado o revolucionaria, se caracteriza por la ausencia de cualquier
noción de estado. Y finalmente, a pesar de las numerosas analogías, no conviene olvidar una gran
diferencia: en la Alemania del siglo XVII, la literatura, por poca atención que se le prestase,
contribuyó considerablemente al renacer de la nación. En cambio, los veinte años de literatura
alemana a los que hemos hecho referencia para explicar el renovado interés en el Barroco,
representan una decadencia, por inaugural y fructífera que ésta pueda resultar.

De ahí que resulte tanto más fuerte el impacto que ahora puede producir la revelación de tendencias
análogas en el Barroco alemán, plasmadas con procedimientos artísticos extravagantes. Al situarnos
frente a una literatura que, con el despliegue de su técnica, la abundancia uniforme de sus
creaciones y la vehemencia de sus juicios de valor, trataba en cierto modo de reducir al silencio a sus
contemporáneos y a su posteridad, es preciso subrayar la necesidad de mantener una actitud
soberana, tal como lo exige la exposición de la idea de una forma. Incluso no es de desdeñar, por
tanto, el peligro de dejarse precipitar desde las alturas del conocimiento en las inmensas
profundidades del estado de ánimo barroco. En los improvisados intentos de evocar en el presente el
sentido de esta época, una y otra vez encontramos una característica sensación de vértigo,
producida por el espectáculo de su mundo espiritual, que gira entre contradicciones. «Hasta las más
íntimas inflexiones lingüísticas del Barroco, hasta sus detalles (quizá sobre todo éstos) resultan
antitéticos»[29]. Sólo una perspectiva distanciada y que renuncie desde el principio a la visión de la
totalidad puede ayudar al espíritu, mediante un aprendizaje en cierto modo ascético, a adquirir la
fuerza necesaria para ver tal panorama sin perder el dominio de sí mismo. El curso de este
aprendizaje es lo que aquí nos proponíamos describir.

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