John Gray - Liberalismo

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Título original: Liberalism

John Gray, 1986


Traducción: María Teresa de Mucha
Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
Prefacio y agradecimientos
En este breve libro intento hacer una exposición
del liberalismo: qué es, dónde nace y qué puede
esperarse todavía de él. Escribo como liberal: no
pretendo ubicar mi investigación en ningún terreno
de neutralidad política o moral. Al mismo tiempo,
espero que esta exposición dé cuenta de los límites
y las dificultades del liberalismo, y desearía que
el libro llegue a ser útil tanto para los críticos del
liberalismo, como para sus partidarios. No he
buscado que este trabajo llegue a formar parte de
la creciente lista de estudios contemporáneos
sobre filosofía social liberal, objetivo que dejo
para otra ocasión. En cambio, he tratado de
mostrar lo que significa ser un liberal, y por qué la
perspectiva liberal sigue siendo, hoy día, un asunto
apremiante.
La primera fase del trabajo se realizó durante
mi periodo de residencia como investigador
distinguido en el Centro de Filosofía Social y
Política de la Bowling Green State University, en
Ohio. Deseo agradecer a los directores del centro,
y en particular a Jeffrey Paul y Fred Miller, su
apoyo por la realización de este libro, que terminé
durante mi estancia como profesor visitante en el
Departamento de Filosofía de la Bowling Green
State University; deseo agradecer al jefe del
departamento, Tom Attig, su gran ayuda y
amabilidad, así como a Pat Bressler por disponer
el mecanografiado del manuscrito (en ocasiones
casi indescifrable).
Quedo en deuda con David H. Padden, del
Cato Institute en Washington, D. C., por su
estímulo para llevar a término este trabajo sobre el
liberalismo, y agradezco a Douglas Den Uyl sus
detallados comentarios del borrador de la primera
parte del libro. Asimismo, estoy agradecido a
Neera Badhwar por las conversaciones que
sostuvimos acerca de los temas centrales del
mismo y sus comentarios sobre los primeros
capítulos.
A pesar de los anteriores reconocimientos,
subsiste la reserva habitual: la responsabilidad de
este libro sigue siendo sólo mía.

JOHN GRAY
Jesus College, Oxford
Introducción:
La unidad de la tradición
liberal
A pesar de que los historiadores han descubierto
elementos de la perspectiva liberal en el mundo
antiguo, y más particularmente en la Grecia y la
Roma clásicas, estos elementos, más que
componentes del movimiento liberal moderno, son
parte de la prehistoria del liberalismo. Como
corriente política y tradición intelectual, como un
movimiento identificable en la teoría y la práctica,
el liberalismo no es anterior al siglo XVII. De
hecho, el epíteto «liberal» aplicado a un
movimiento político no se usa por primera vez
hasta el siglo XIX, cuando en 1812 lo adopta el
partido español de los «liberales»[1]. Antes de esa
fecha, el sistema de pensamiento del liberalismo
clásico surgido, ante todo, en el periodo de la
Ilustración escocesa, cuando Adam Smith se
refirió al «plan liberal de igualdad, libertad y
justicia», pero el término «liberal» seguía
funcionando básicamente como un derivado de
liberalidad, la virtud clásica de humanidad,
generosidad y apertura de mente. En consecuencia,
para una comprensión correcta del liberalismo es
esencial un discernimiento claro de su
historicidad, de sus orígenes en circunstancias
políticas y culturales definidas y de sus
antecedentes en el contexto del individualismo
europeo en el periodo moderno temprano. La razón
de ello es que, si bien el liberalismo no tiene una
esencia o naturaleza única y permanente, sí
presenta una serie de rasgos distintivos que dan
prueba de su modernidad y, al mismo tiempo, lo
diferencian de otras tradiciones intelectuales
modernas y de sus movimientos políticos
asociados. Todos estos rasgos son sólo plenamente
inteligibles en la perspectiva histórica que
proporcionan las diversas crisis de la modernidad:
la disolución del orden feudal en Europa en los
siglos XVI y XVII, los acontecimientos en torno de
las revoluciones francesa y norteamericana en la
última década del siglo XVIII, el surgimiento de los
movimientos socialistas y democráticos durante la
segunda mitad del siglo XIX y el eclipse de la
sociedad liberal por los gobiernos totalitarios de
nuestros tiempos. De esta manera, los rasgos
distintivos que marcaron en sus principios la
concepción liberal del hombre y la sociedad en la
Inglaterra del siglo XVII se han visto alterados y
readaptados —pero no hasta el punto de hacerse
irreconocibles—, a medida que las sociedades
individualistas que dieron vida a las ideas
liberales se han ido enfrentando a diversos y
renovados retos.
Existe una concepción definida del hombre y la
sociedad, moderna en su carácter, que es común a
todas las variantes de la tradición liberal. ¿Cuáles
son los elementos de esta concepción? Es
individualista en cuanto que afirma la primacía
moral de la persona frente a exigencias de
cualquier colectividad social; es igualitaria
porque confiere a todos los hombres el mismo
estatus moral y niega la aplicabilidad, dentro de un
orden político o legal, de diferencias en el valor
moral entre los seres humanos; es universalista, ya
que afirma la unidad moral de la especie humana y
concede una importancia secundaria a las
asociaciones históricas específicas y a las formas
culturales; y es meliorista, por su creencia en la
corregibilidad y las posibilidades de
mejoramiento de cualquier institución social y
acuerdo político. Es esta concepción del hombre y
la sociedad la que da al liberalismo una identidad
definida que trasciende su vasta variedad interna y
complejidad. Sin duda, esta concepción liberal
tiene fuentes distintas, e incluso contrapuestas, en
la cultura europea, y se ha materializado en
diversas formas históricas concretas. Debe algo al
estoicismo y al cristianismo, se ha inspirado en el
escepticismo y en una certeza fideísta de
revelación divina, y ha exaltado el poder de la
razón aun cuando, en otros contextos, haya buscado
apagar las exigencias de la misma. La tradición
liberal ha buscado validación o justificación en
muy diversas filosofías. Las afirmaciones políticas
y morales liberales se han fundamentado en teorías
de los derechos naturales del hombre con la misma
frecuencia con la que han sido defendidas
invocando alguna teoría utilitaria de la conducta, y
han buscado el apoyo tanto de la ciencia como de
la religión. Por último, al igual que cualquiera otra
corriente de opinión, el liberalismo ha adquirido
un sabor diferente en cada una de las diversas
culturas nacionales en las que ha tenido una vida
duradera. A lo largo de su historia, el liberalismo
francés ha sido notablemente diferente del
liberalismo en Inglaterra; el liberalismo alemán se
ha enfrentado siempre con problemas singulares, y
el liberalismo norteamericano, aunque en deuda
con las formas de pensamiento y práctica inglesas
y francesas, muy pronto adquirió rasgos propios
por completo nuevos. En ocasiones, el historiador
de ideas y movimientos quizá tenga la impresión
de que no existe un solo liberalismo, sino muchos,
vinculados entre sí sólo por un lejano aire de
familia.
No obstante la rica diversidad que el
liberalismo ofrece a la investigación histórica,
sería un error suponer que las múltiples
variedades de liberalismo no pueden ser
entendidas como variantes de un reducido conjunto
de temas precisos. El liberalismo constituye una
tradición única, no dos o más tradiciones ni un
síndrome difuso de ideas, justamente en virtud de
los cuatro elementos antes mencionados que
integran la concepción liberal del hombre y la
sociedad. Estos elementos han sido
perfeccionados y redefinidos, sus relaciones se
han visto reordenadas, y su contenido se ha
enriquecido en las diversas fases de la historia de
la tradición liberal y en una amplia variedad de
contextos culturales y nacionales en los que con
frecuencia han recibido una interpretación muy
específica. Pese a su variabilidad histórica, el
liberalismo sigue siendo una perspectiva integral,
cuyos componentes principales no son difíciles de
especificar, más que una débil asociación de
movimientos y perspectivas entre las cuales
puedan detectarse algunos parecidos de familia.
Únicamente así resulta posible identificar a John
Locke y Emmanuel Kant, John Stuart Mill y
Herbert Spencer, J, M. Keynes y F. A. Hayek, y
John Rawls y Robert Nozick como representantes
de ramas separadas de un mismo linaje. El
carácter del liberalismo como una tradición única,
su identidad como una concepción persistente,
aunque variable, del hombre y la sociedad son
válidos aun cuando, como se sugerirá más
adelante, el liberalismo haya estado sujeto a una
importante ruptura, cuando en los escritos de John
Stuart Mill el liberalismo clásico abrió las puertas
al liberalismo moderno o revisionista de nuestros
días.
Primera parte:
HISTORIA
1. Antecedentes
premodernos del
liberalismo
Según el gran escritor liberal francés del siglo XIX
Benjamin Constant, el mundo antiguo tenía una
concepción de la libertad radicalmente diferente
de la que se tiene en los tiempos modernos.
Mientras que para el hombre moderno la libertad
significa una esfera protegida de no interferencia o
de independencia regulada por la ley, para el
antigua significaba el derecho a tener voz en el
proceso colectivo de toma de decisiones. Fue
precisamente esta visión de la libertad, según
Constant, la que J. J. Rousseau trató de revivir
anacrónicamente cuando glorificó la vida
disciplinada de Esparta. ¿Hasta qué punto es
válida o útil esta distinción de Constant? Marca
una importante reflexión en la medida en que
afirma que la idea dominante de libertad entre los
griegos antiguos no era la de un espacio asegurado
de independencia individual. Para los griegos, y
quizá para los romanos, la idea de libertad se
aplicaba en forma natural tanto a las comunidades,
en las que significaba autogobierno o ausencia de
control externo, como a los individuos. Incluso en
sus aplicaciones los individuos, rara vez
implicaba una inmunidad frente al control que
ejercía la comunidad, sino solamente un derecho
de participación en sus deliberaciones. Hasta
ahora, la idea antigua de libertad contrasta
agudamente con la idea moderna.
Al mismo tiempo, la reflexión de Constant se
exagera con facilidad, y su solidez esencial no
debería conducirnos a desatender los orígenes de
las ideas liberales entre los antiguos,
particularmente entre los griegos.
Especial atención entre estos últimos merecen
los sofistas, pensadores escépticos que, al
establecer una distinción clara entre lo natural y lo
convencional, tendieron a sostener la igualdad
universal del hombre. Es así como Glauco, en el
segundo libro de La República de Platón,
desarrolla una teoría del contrato social que tiene
claramente un origen sofista. La «justicia», dice,
«es un contrato para no hacer el mal tanto como
para no sufrirlo». Por otra parte, Aristóteles cita al
sofista Licofrón como aquel que sostiene que la
ley y el Estado dependen de un contrato, de tal
forma que el único fin de la ley es la seguridad del
individuo, y las funciones del Estado son, en su
totalidad, funciones negativas que tienen que ver
con la prevención de la injusticia. La fuerza
especial de la distinción sofista entre naturaleza y
convención fue, por supuesto, el rechazo de la idea
de la esclavitud natural. Se dice que el retórico
Alcibíades afirmó: «Los dioses hicieron a todos
los hombres libres; la naturaleza no hizo de
ninguno un esclavo».
Por último, gracias a los sofistas se desarrolló
la primera doctrina de la igualdad política en
contra de las concepciones de gobierno esotéricas
y elitistas, comunes hasta entonces entre los
griegos. Tal como G. B. Kerferd observa; «La
importancia de esta doctrina de Protágoras (de
igualdad política) en la historia del pensamiento
político difícilmente puede exagerarse». Y
continúa: «Protágoras produjo por primera vez en
la historia de la humanidad una base teórica para
la democracia participativa» —de acuerdo con la
doctrina de Protágoras, todos los hombres tienen
parte (aunque no la misma parte) en la justicia[2]
—.
En la misma generación de Licofrón y
Alcibíades —la generación que K. R. Popper
denomina la Gran Generación y que vivió en
Atenas justo antes y durante la Guerra del
Peloponeso— Pericles, en su famosa Oración
fúnebre, dejó constancia de sus principios
igualitarios liberales e individualistas. Aunque él
mismo restringía implícitamente su ámbito de
aplicación a los griegos, e incluso quizá sólo a los
atenienses, su discurso estaba impregnado de
significación para el desarrollo posterior de la
tradición liberal. De la democracia ateniense dice:

Las leyes conceden igualdad de justicia en sus disputas


privadas a todos los que son iguales, pero no ignoramos
las exigencias de la excelencia… La libertad que
disfrutamos se extiende también a la vida ordinaria; no
nos mostramos recelosos ante los demás y no
sermoneamos a nuestro vecino si elige su propio
camino… Pero esta… libertad no nos hace hombres sin
ley. Se nos ha enseñado el respeto a los magistrados y a
las leyes, y a no olvidar nunca que debemos proteger a
la parte ofendida… Somos libres de vivir exactamente
como nos plazca, y aun así, estamos siempre listos para
enfrentar cualquier peligro.

Es tal vez en Pericles donde encontramos la


afirmación más clara de la visión liberal que logró
unificar la Gran Generación y que abarcó las
escuelas de los sofistas, Protágoras, Gorgias y la
de Demócrito, el atomista.
En los trabajos de Platón y Aristóteles
encontramos no el desarrollo ulterior de la visión
liberal de la Gran Generación, sino una reacción
contra la misma, una mutilación del liberalismo
griego[3], o una contrarrevolución ante la sociedad
abierta de la Atenas de Pericles[4]. En los trabajos
de Platón y su discípulo, Aristóteles, la visión
empírica y escéptica de los sofistas y de
Demócrito es reemplazada por una especie de
racionalismo metafísico, y la ética de la libertad e
igualdad es repudiada radicalmente por Platón y,
en forma más moderada, por Aristóteles. En La
República, Platón anticipa lo que es, en realidad,
una utopía antiliberal; en ella las afirmaciones de
individualidad quedan desprotegidas y sin
reconocimiento alguno; se repudia la igualdad
moral entre los hombres y, una vez establecidas,
las instituciones sociales quedan exentas de crítica
y de posibilidades de mejoramiento. En su
respuesta a los gérmenes de liberalismo moderno
presentes en las enseñanzas de los sofistas, Platón
formuló uno de los ataques más poderosos y
sistemáticos contra la idea de la libertad humana
en la historia del intelecto.
En el pensamiento de Aristóteles, el
sentimiento antiliberal no es tan virulento como el
que anima los trabajos de Platón, si bien sigue
teniendo una fuerte presencia. Muchos
historiadores del pensamiento político han llegado
incluso a negar que pueda existir en Aristóteles
alguna concepción de libertad individual o de
derechos humanos, porque resultaría anacrónico
adjudicar elementos liberales a un pensador
premoderno; sin embargo, esta pretensión parece
no tener fundamento ya que, como vimos, existen
claros testimonios de concepciones individualistas
modernas entre los sofistas. Alasdair Maclntyre
declara de forma contundente:

No existe expresión en ningún lenguaje antiguo o


medieval que traduzca correctamente nuestra expresión
«un derecho» hasta casi finales de la Edad Media. El
concepto no cuenta con ningún término en hebreo,
griego, latín o árabe… o en japonés sino hasta
mediados del siglo XIX[5].

Muy cerca de esta perspectiva, Leo Strauss


contrasta el «derecho natural clásico», en sentido
adjetival, con las teorías modernas de los
derechos naturales, aduciendo que el derecho
natural antiguo está basado en el deber civil,
mientras que las teorías modernas de los derechos
naturales reservan un derecho para la libertad
individual, el cual tiene validez
independientemente y con anterioridad a cualquier
obligación cívica[6]. La verdad de estas
afirmaciones es que en ninguna parte de la obra de
Aristóteles existe el más mínimo indicio de la
afirmación del derecho negativo a la libertad
individual que postularon modernistas tales como
Hobbes y Locke y, en tiempos de Aristóteles, los
sofistas. Sin embargo, puede argumentarse que la
Ética de Aristóteles contiene en forma
rudimentaria cierta concepción de los derechos
humanos naturales —derechos que, puede decirse,
poseen todos los seres humanos en virtud de su
pertenencia a la especie—. En ocasiones, tal
concepción se insinúa en la Etica a Nicómaco,
como cuando se afirma que el ejercicio del juicio
moral implica la responsabilidad individual, por
lo que la virtud se conecta por tanto con el
ejercicio de la elección[7]. Los derechos naturales
que sugieren tales pasajes no son de ninguna
manera los derechos negativos del liberalismo
moderno, y coexisten con dificultad con la confusa
defensa que hace Aristóteles de la esclavitud
natural, si bien siguen siendo afirmaciones de los
derechos naturales de una clase más afín a la
concepción de los derechos humanos, tal como
quedan cimentados en la justicia natural que
bosquejara Tomás de Aquino en la época
medieval. En esta línea, mientras Maclntyre se
equivoca en cuanto a que los conceptos del
derecho natural eran desconocidos entre los
antiguos, Strauss parece encontrarse en un terreno
más firme al argumentar que la idea dominante del
derecho natural entre los antiguos se basaba en el
deber. En Aristóteles, de hecho, se trataba casi de
una concepción funcional de los derechos, al
considerarlos demandas generadas por las
diversas actividades que desempeñaban los
hombres en la polis. Aristóteles concebía
claramente estas funciones como generadoras de
derechos muy desiguales, sin que jamás originaran
un derecho a la no interferencia o a la
independencia personal. En realidad, el
consecuente rechazo de Aristóteles de la igualdad
política debe ser visto como parte esencial de su
reacción conservadora contra el liberalismo
naciente de Atenas. Con Aristóteles, de hecho,
culmina el periodo protoliberal en Grecia, y no es
sino con los romanos que encontramos el siguiente
episodio significativo en la prehistoria de la
tradición liberal.
Entre los romanos, las Leyes de las Doce
Tablas, que pueden haber sido elaboradas a partir
del modelo de las leyes de Solón, encerraban
importantes garantías de libertad individual. La
primera de las leyes públicas prescribe: «no se
aprobará privilegio o estatuto alguno a favor de
personas particulares, lo cual sería en perjuicio de
otros y contrario a la ley, que es común para todos
los ciudadanos y a la cual los individuos,
cualquiera que sea su rango, tienen derecho».
Sobre esta base creció en Roma una ley privada
altamente desarrollada y, muchas veces, en
extremo individualista. Esta tradición legal
individualista declinó más adelante, en especial
bajo el mandato de Justiniano y Constantino, pero
ejerció influencia en los tiempos modernos a
través del Renacimiento latino del siglo XVII.
Especialmente significativos fueron Livio, Tácito
y Cicerón, historiadores y oradores cuyos trabajos
dan cuerpo, en estilo informal, al espíritu de la ley
romana en su fase individualista. De hecho, F. A.
Hayek llega a caracterizar a Cicerón como «la
principal autoridad para el liberalismo moderno».
«A él», dice Hayek, «se debe la concepción de las
reglas generales o leges legum, que regulan la
legislatura, la concepción de que paira poder ser
libres hay que obedecer la ley, y la de que sólo el
juez debiera ser la boca a través de la cual hablara
la ley»[8]. De gran importancia también son
algunos escritores estoicos, en especial el
emperador Marco Aurelio, cuya concepción de la
unidad racional de la especie humana, en razón de
su participación en el logos divino, anuncia el
moderno ideal liberal de universalismo. Pero
quizá estas contribuciones estoicas fueron menos
importantes para el futuro del liberalismo que la
implantación de un orden legal individualista en
uno de los episodios de la historia romana. Así, en
la Roma antigua, tanto como en la Grecia clásica,
algunos de los elementos de la visión liberal se
hicieron presentes y, durante cierto tiempo, se
incorporaron a la práctica a través de la
legislación individualista.
¿Y qué hay de la contribución del cristianismo
a la idea liberal de libertad? De acuerdo con la
tradición historiográfica consolidada y
ejemplificada en los escritos de Hume y Gibbon,
la conversión del imperio romano a la fe cristiana,
a partir del imperio de Constantino, representó el
eclipse de los antiguos valores de tolerancia
religiosa y respeto por la educación y la
inteligencia. Desde esa perspectiva, el
cristianismo significó un triunfo de la barbarie y la
religión, e inauguró una edad oscura de
intolerancia e ignorancia. En contraste, no cabe
duda de que el cristianismo temprano fue, en
comparación con las religiones de los romanos y
los judíos, una fe individualista. Su concentración
en la salvación del individuo y su afirmación del
fin inminente de todas las cosas, alentó un
relajamiento de las disciplinas morales de las
viejas religiones y condujo a una intensificación
del espíritu individualista expresado en muchas de
las filosofías y religiones del periodo romano
tardío. Sin embargo, de manera similar al
individualismo de los estoicos y los epicúreos, el
de los primeros cristianos fue antipolítico más que
protoliberal. Tampoco tuvo, ni se percibió así,
ninguna implicación definitiva para el orden
político. Una vez emancipado de sus orígenes
judaicos, el cristianismo se convirtió en una
religión universal, doctrinalmente comprometida
con una creencia en la igualdad original de todas
las almas. Pero era una doctrina compatible con
una gran variedad de arreglos políticos.
Por todas estas razones, la herencia moral del
cristianismo en los periodos medieval y moderno
temprano fue compleja y aun contradictoria. Si
bien el cristianismo puso fin, de hecho, a la antigua
tradición de libertad de pensamiento y de
tolerancia religiosa, al mismo tiempo nos
transmitió la visión universalista e individualista
que encontramos en varios de los movimientos
religiosos y filosóficos del periodo romano tardío.
Al preservar estos logros de la Roma imperial, el
cristianismo pasó a la modernidad en una forma
que contiene auténticos elementos propios, como
una de las piezas principales que intervinieron en
la formación de la tradición liberal.
2. El liberalismo en el
periodo moderno
temprano
En el siglo XVII encontramos las primeras
exposiciones sistemáticas de la visión
individualista moderna de la cual emerge la
tradición liberal. En Inglaterra, Thomas Hobbes
(1588-1679) da voz a un individualismo
intransigente cuya consumada modernidad marca
una ruptura decisiva respecto de la filosofía social
que legaron Platón y Aristóteles a la cristiandad
medieval. En sus rasgos generales, el pensamiento
de Hobbes es bastante conocido. De un estado de
naturaleza hipotético, en el cual nadie puede evitar
encontrarse en guerra con los demás, Hobbes
deriva el artificio de la asociación civil, como
condición de paz asegurada por la autoridad
ilimitada de un poder soberano coercitivo. Los
postulados de Hobbes acerca de la condición
humana —su aseveración de que cada hombre
actúa siempre en función de su propio beneficio,
su creencia de que los hombres tienden por fuerza
a evitar la muerte violenta como el mayor de los
malo, y su insistencia en que la mayoría de las
cosas buenas en la vida son inherentemente
escasas—, lo llevan a rechazar de forma
contundente las nociones clásicas del bien o fin
supremo de la vida humana, así como el lugar que
había ocupado en la filosofía social la concepción
clásica del summum bonum. Concibe los acuerdos
políticos más como los artificios por los que el
hombre consigue un remedio parcial para los
males naturales que le toca sufrir, que como los
que proporcionan las condiciones necesarias para
la virtud y el florecimiento humanos. La sociedad
civil, tal como la garantiza la autoridad soberana,
es un espacio en el que cada hombre puede ejercer
su incansable búsqueda de preeminencia respecto
de los demás, sin que por ello se desate una guerra
desastrosa de todos contra todos. La modernidad
radical del individualismo de Hobbes se exhibe
sin ambigüedades en su repudio de las ideas
clásicas acerca del fin natural o la causa final de
la existencia humana. Hobbes reemplaza la
concepción aristotélica del bienestar humano como
un estado de autorrealización o de florecimiento,
por la denuncia de que, por naturaleza y
circunstancias, el hombre se encuentra
inevitablemente condenado a una búsqueda
incesante de los objetos siempre cambiantes de sus
deseos.
Todos estos rasgos del pensamiento de Hobbes
son muestras conocidas de su modernidad. Menos
conocidas, aunque destacadas por los estudiosos
más importantes de Hobbes, son sus afinidades
con el liberalismo. Por supuesto, su cercanía con
el liberalismo estriba, en parte, en su intransigente
individualismo. Sin embargo, también se encuentra
en su afirmación de una libertad igual para todos
los hombres en su estado natural y en su firme
rechazo del derecho a la autoridad política por
razones puramente hereditarias. Leo Strauss
plantea el caso de Hobbes como el principal
progenitor del liberalismo de la siguiente manera:

Si, entonces, la ley natural debe deducirse del deseo de


autopreservación; si, en otras palabras, el deseo de
autopreservación es la raíz de toda justicia y moralidad,
el hecho moral fundamental no es un deber, sino un
derecho; todos los deberes se derivan del derecho
fundamental e inalienable a la autopreservación. Así
entonces, no hay deberes absolutos o incondicionales;
los deberes obligan sólo en la medida en que su
desempeño no pone en peligro nuestra
autopreservación. Sólo el derecho a la autopreservación
es incondicional y absoluto. La ley de la naturaleza que
formula los deberes naturales del hombre no es una ley
propiamente hablando. Dado que el hecho fundamental
y absoluto es un derecho y no un deber, las funciones,
tanto como los límites de la sociedad civil, deben ser
definidos en términos del derecho natural del hombre y
no en términos de sus deberes naturales. El Estado
tiene la función no de producir o fomentar una vida
virtuosa, sino de salvaguardar el derecho natural de cada
uno. El poder del Estado encuentra su límite absoluto
en ese derecho natural, no en ningún otro hecho moral.
Si podemos llamar liberalismo a esa doctrina política
que ve los derechos, en oposición a los deberes, como
el hecho político fundamental del hombre, y que
identifica la función del Estado con la protección y
salvaguarda de dichos derechos, debemos entonces
decir que el fundador del liberalismo fue Hobbes[9].

Michael Oakeshott ofrece una caracterización


análoga de Hobbes al observar, en su profundo
comentario sobre el Leviathan, que Hobbes
expresa una moralidad de la individualidad y
posee mayor espíritu liberal que muchos liberales
declarados[10]. Por último, la interpretación
marxista de su pensamiento, ofrecida por C. B.
Macpherson, reconoce en Hobbes al primer y más
distinguido portavoz del individualismo
moderno .[11]

En la Europa continental encontramos a otro


precursor del liberalismo en Spinoza (1632-1677),
quien de hecho te acerca más que Hobbes a la
tradición liberal. Spinoza compartió muchos de los
supuestos de Hobbes acerca del hombre y la
sociedad; adjudicó a todos los seres humanos (así
como a todas las cosas en la naturaleza) una
abrumadora inclinación a la autopreservación, e
insistió en que la sociedad humana fuera analizada
y comprendida en términos de la interacción de
esos agentes que necesariamente trabajan en favor
de cada uno. Al igual que Hobbes, Spinoza buscó
una nueva visión del hombre y la sociedad,
entendiendo la vida social en términos que no
confirieran a los seres humanos una libertad
negada al resto de las cosas naturales, y, junto con
Hobbes, consideró el poder y los derechos
naturales como los dos términos mutuamente
definitorios de su teoría política. Ambos fueron
inequívocamente modernos al rechazar, por
confuso o irrelevante para su propósito común, el
vocabulario heredado de las nociones morales y
políticas de las tradiciones aristotélica y cristiana
dominantes.
A pesar de todas estas similitudes, los dos
pensadores divergen en puntos cruciales. Para
Hobbes, la paz es condición necesaria para todos
los objetivos humanos, y la función gubernamental
consiste únicamente en asegurarla. La libertad,
silencio de la ley, es sólo la acción irrestricta en
pos de los deseos del individuo, y es garantizada
en la sociedad civil sólo en la medida en que la
paz no se vea amenazada. En el pensamiento de
Spinoza, sin embargo, la paz y la libertad se
conciben como condiciones una de la otra. La
unión social es condición para que los hombres
desarrollen sus capacidades en libertad, y la
función del gobierno es proteger la libertad tanto
como mantener la paz. En Spinoza, en contraste
con Hobbes, la libertad del individuo no es un
valor negativo, mera ausencia de obstáculos para
la satisfacción de deseos, sino el fin supremo de
cada individuo, dado que los seres humanos
buscan persistir en el ser, no sólo para evitar la
muerte, sino para reafirmarse en el mundo como
los individuos que son.
Todo ser humano busca disfrutar el ejercicio
de sus propios poderes en libertad, ya que sólo así
afirma su distintiva individualidad. La mejor
organización política para tal efecto no es, como
propone Hobbes, el gobierno autoritario, sino una
democracia en la que se garanticen las libertades
de pensamiento, expresión y asociación, todas
ellas liberales. Tan individualista como Hobbes, y
tan lejano a las tradiciones clásicas de la filosofía
política occidental, Spinoza se encuentra más
cerca de nosotros y del liberalismo al colocar la
libertad en el corazón de su pensamiento político.
Stuart Hampshire expresa esto atinadamente
cuando dice que Spinoza se encuentra de nuestro
lado de la barrera de la modernidad, y que debe
ser confrontado con Aristóteles.

Para Aristóteles, la esclavitud no era un mal, ni mucho


menos el más importante. Las nociones de libertad y
liberación no se encontrarán en el centro de la ética y la
filosofía de Aristóteles. Aquí no hay cabida para la
sugerencia de que los hombres supuestamente libres se
encuentran en un estado de servidumbre en razón de su
ignorancia y emociones irreflexivas, y que además
tendrían que ser liberados por la conversión filosófica,
la cual revertiría muchas de sus creencias basadas en el
sentido común. El ejercicio de los poderes cruciales de
la mente, de la inteligencia real y de los buenos
sentimientos no se representa como la liberación de un
estado natural en el que dichas facultades se encuentran
bloqueadas y no disponibles. Naturaleza y libertad no se
oponen. De manera similar, en el pensamiento político
de Aristóteles no hay lugar para la libertad individual de
elección, como un valor social del mismo nivel que la
justicia; tampoco para el respeto por la independencia o
para la acción paralela con respeto a los deberes y las
obligaciones[12].

Spinoza se encuentra más cerca del


liberalismo que Hobbes al percibir la libertad del
individuo como un valor intrínseco —como un
ingrediente necesario para una vida mejor y como
una condición indispensable para una vida plena
—. A pesar de esto, Spinoza no es un liberal. Ni él
ni Hobbes respaldaron la perspectiva superadora
del liberalismo: la creencia de que el quehacer
humano está sujeto a una superación indefinida en
un futuro abierto. Sin duda, cada uno de ellos
supuso que sus reflexiones eran suficientes, de
aplicarse adecuadamente, para aligerar la carga
humana, pero para ambos el horizonte de
superación se encontraba ensombrecido por los
permanentes impedimentos de la existencia
humana. Mientras que para Hobbes siempre sería
posible que la sociedad civil retrocediera a su
bárbara condición natural de estado de guerra,
para Spinoza el hombre libre siempre sería una
rareza; la mayoría de los seres humanos y la mayor
parte de las sociedades estarían siempre regidas
por la pasión y la ilusión, más que por la razón.
Para ambos, la ignorancia y la esclavitud son parte
de la condición natural del hombre, y la lucidez y
la libertad son las excepciones en la vida de la
especie. Más que liberales, son precursores del
liberalismo porque no compartieron la fe (o la
ilusión) liberal de que la libertad y la razón
pueden llegar a convertirse en la regla entre los
hombres.
Hobbes y Spinoza pertenecen así a la
prehistoria del liberalismo, y en ellos apreciamos,
tanto como en otros casos, que el surgimiento del
movimiento liberal como fenómeno claramente
identificable, abarca una variedad de complejas
influencias. Hacia finales del periodo medieval,
los jesuitas españoles de la Escuela de Salamanca
anticiparon algunos de los temas de los liberales
clásicos de la Ilustración escocesa al argumentar
que, no obstante las condiciones prevalecientes en
el pasado, el precio justo de cualquier bien de
consumo era el precio del mercado. En gran parte,
sin embargo, esta contribución, al igual que la de
varios nominalistas medievales tardíos, se perdió
pronto y ejerció poca influencia en la tradición
intelectual liberal, aun cuando figure como
contexto en muchos de los escritos de Locke. La
principal contribución del periodo medieval no se
produjo en el ámbito de la teoría; más bien se trata
de una contribución heredada de las tradiciones
prácticas del gobierno descentralizado y de la ley
imparcial, eclipsadas en la Europa continental
sólo por el surgimiento de la temprana monarquía
absolutista moderna. La disolución del feudalismo
como sistema social significó, en gran medida, la
pérdida de estas tradiciones, si bien en Inglaterra
pasaron a la modernidad a través de la Revolución
Gloriosa, y fueron objeto de interpretación y
aplicación más fuertemente individualistas.
Es en el periodo de predominio de los whig,
que siguió a la Revolución Gloriosa, en los
debates durante la guerra civil inglesa y, sobre
todo, en el Segundo tratado de gobierno de
Locke[13], cuando los elementos centrales de la
visión liberal cristalizaron, por primera vez, en
una tradición intelectual coherente expresada en un
poderoso movimiento político, si bien con
frecuencia dividido y conflictivo. En el nivel de la
práctica, el liberalismo inglés de esta época
comprendía una sólida afirmación del gobierno
parlamentario, bajo el gobierno de la ley, en
oposición al absolutismo monárquico, junto con el
énfasis en la libertad de asociación y la propiedad
privada. Fueron estos aspectos de la experiencia
política inglesa sobre los que Locke teorizó y en
los que encarnó su concepción de sociedad civil:
la sociedad de los hombres libres, iguales bajo el
gobierno de la ley, reunidos sin un propósito
común, pero que comparten el respeto por los
derechos de los demás. La sociedad civil sobre la
que Locke teorizó no era un desarrollo reciente
dentro de la experiencia inglesa.
Tal como Alan Macfarlane lo ha mostrado en
su obra Orígenes del individualismo inglés[14], la
sociedad inglesa era ya individualista en sus
tradiciones legales, en sus leyes referentes a la
propiedad, en su vida familiar y cultura moral
varios siglos antes de la guerra civil. Fue sobre la
base de varios cientos de años de desarrollo
social y económico de un modelo individualista,
como Locke y otros teóricos de la causa whig
desarrollaron su concepción de la asociación civil
bajo un gobierno limitado.
El pensamiento de Locke da cabida a una serie
de temas que confieren al liberalismo inglés un
carácter distintivo, que persiste hasta los tiempos
de John Stuart Mill. En primer lugar, se encuentra
firmemente asentado en el contexto del teísmo
cristiano. La doctrina de Locke sobre los derechos
naturales es completamente inteligible sólo en el
contexto de su concepción de una ley natural que
sea la expresión de la naturaleza divina, tal como
John Dunn lo ha mostrado en su brillante
estudio[15]. Los derechos naturales en Locke
encierran las condiciones necesarias para proteger
y preservar nuestras vidas, guiados por las leyes
naturales que nos ha dado Dios. A la sombra de
estas leyes, tenemos derecho a la libertad y a la
adquisición de propiedades en las cuales nadie
puede interferir, aunque, dado que seguimos siendo
propiedad de Dios, no podemos alienar nuestra
libertad completa e irreversiblemente, como en el
caso de un contrato de esclavitud, y no se nos
permite alienar nuestras vidas mediante el
suicidio. Como criaturas de Dios, podemos
adquirir ilimitados derechos sobre la naturaleza[16]
y sobre los objetos que nosotros mismos hemos
manufacturado, pero gozamos y ejercemos nuestra
libertad sólo bajo las leyes dictadas por Dios.
Este conjunto de ideas, en las que los derechos de
propiedad liberales se legitiman en el contexto del
teísmo cristiano, seguirá siendo característico del
liberalismo en Inglaterra a lo largo de los tres
siglos siguientes a la publicación de los
principales escritos políticos de Locke.
El pensamiento de Locke saca a la luz un tema
ausente o negado en el pensamiento de Hobbes y
Spinoza: el tema de los vínculos entre el derecho a
la propiedad personal y la libertad individual.
Aparece en Locke lo que falta en los escritores
individualistas anteriores: una clara percepción de
que la independencia personal presupone una
propiedad primada protegida con seguridad bajo
el gobierno de la ley. Después de Locke, la idea de
que una sociedad civil requiere de la amplia
difusión de la propiedad personal se convierte en
un tema central del trabajo liberal, y bajo esta
perspectiva encarna la más grande contribución de
Locke al liberalismo. Su teoría del conocimiento
puede ser insostenible y difícilmente congruente
con su exposición del fundamento de la ley natural
en el ordenamiento divino, su teoría detallada de
la propiedad puede resultar oscura y
controvertida[17] y asociarse con una teoría del
valor conferido por el trabajo del hombre, que se
convertiría en fuente de debilidad en la ulterior
teorización liberal. Pero su afirmación de que la
libertad se reduce a nada en ausencia de derechos
sólidos sobre la propiedad privada imprimió un
sello permanente en el pensamiento político y dio
al liberalismo inglés uno de sus rasgos
definitorios.
En contraste con Hobbes y Spinoza, Locke es
un liberal en virtud del relativo optimismo que
penetra su pensamiento. A diferencia de Hobbes,
Locke imaginó el estado de naturaleza como una
condición social en la cual los hombres son, por lo
general, pacíficos y de buena voluntad, y guían su
conducta por su conocimiento de los requisitos de
la ley natural. Los hombres establecen una
autoridad soberana, no porque sin ella pudieran
aprovecharse uno del otro, sino porque en el
estado de naturaleza no es conveniente que sean
jueces de sí mismos. La debilidad que genera el
gobierno civil, según Locke, es menos radical que
en el caso de Hobbes. Es simplemente una falta de
imparcialidad. Más aún, al pasar del estado de
naturaleza a la condición civil, los hombres sólo
pierden la libertad de castigarse a sí mismos ante
las violaciones de sus derechos naturales. Lo
único que hace el gobierno por ellos es proteger
los derechos que ya poseían antes. Así, la visión
de Locke del hombre natural es mucho menos
pesimista que la de los individualistas
preliberales. Si no se manifestó partidario de
ninguna doctrina progresista, tal como la que
propagó la Ilustración francesa, Locke, sin
embargo, pertenece a la tradición liberal al no ver
ningún obstáculo inherente en el establecimiento
permanente de una sociedad libre. Sin duda
vislumbró las luchas, en su propia sociedad, en
contra de la monarquía absolutista como ejemplo
de un movimiento contrario a un régimen
arbitrario, exigido por la ley natural y la sociedad
civil como un fin que todos los hombres podían
alcanzar.
El movimiento popular en contra del
absolutismo monárquico en la Inglaterra del siglo
XVII tuvo diversos ingredientes peculiares, y
algunos de ellos influyeron en la evolución
posterior del liberalismo inglés. Uno de éstos fue
el mito de la antigua constitución, leyes y
tradiciones de la Inglaterra libre antes de quedar
sometida por la conquista normanda, mito
invocado por muchos antimonárquicos y
parlamentarios. Entre los levellers, Lilburn habla
de:
… el más grande agravio, y el opresivo cautiverio de
Inglaterra desde el yugo normando, es el llamado
derecho consuetudinario, Carta Magna que no es más
que algo ruin, abundante en marcas de una servidumbre
intolerable, y las leyes que desde entonces ha hecho el
Parlamento han actuado de forma que nuestro gobierno
se ha vuelto más opresivo e intolerable.

La leyenda de la libertad anglosajona tuvo una


larga vida entre los reformistas y los radicales
ingleses, de tal forma que cuando en 1780 se
propuso la institución de una Sociedad para la
Información Constitucional, uno de sus objetivos
era la conservación de documentos de «los
antiguos usos y costumbres» de la «venerable
Constitución», transmitidos a nosotros desde
nuestros ancestros anglosajones. Por otra parte, tal
como W. H. Greenleaf lo ha señalado en su Orden,
empirismo y política, J. Cartwright al atacar en
1806 la formación de una armada, alabó «el
sagrado libro de la Constitución, redactado en
lengua sajona y en estilo sajón». Por último, en su
reciente estudio, Tradición política en Gran
Bretaña, Greenleaf destaca: «Cuando en la crisis
de 1848 se escribió en The Economist “Gracias a
Dios somos sajones”, era este conjunto de virtudes
e ideas políticas las que se invocaban; de manera
similar en 1855 la Asociación para la Reforma
Administrativa usó en su propaganda la doctrina
de la antigua Constitución»[18]. Así, la idea de una
antigua Constitución continuó inspirando proyectos
para una reforma radical de tipo liberal, incluso
hasta mediados del siglo XIX.
El segundo ingrediente de importancia en el
liberalismo inglés del siglo XVII fue la relación
fundamental en su argumentación y retórica entre
las doctrinas del derecho natural y las
interpretaciones radicales protestantes de las
Escrituras. Thomas Edwards, el constitucionalista
presbiteriano escribió:

Todos los hombres son por naturaleza hijos de Adán, y


de él han derivado una propiedad natural, los derechos y
la libertad… Por nacimiento todos los hombres son
igualmente propensos a gustar de la propiedad, la
libertad y los derechos; y así como Dios nos ha enviado
a este mundo valiéndose de la naturaleza, cada uno con
libertad y propiedad innatas, naturales, así hemos de
vivir todos en igualdad y de manera similar, para
disfrutar cada quién su derecho por nacimiento y
privilegio.

Ruggiero aseveró programáticamente que el


«iusnaturalismo (teoría de la ley natural) es una
clase de protestantismo legal»[19]. Es claro que en
la Inglaterra del siglo XVII se había fraguado un
vínculo entre el liberalismo político y el
disentimiento religioso, que incluso perduró hasta
el siglo XX. Existe un importante contraste en este
aspecto entre el desarrollo del liberalismo en
Inglaterra y el que se dio en Francia. En este
último, y en países católicos como Italia y España,
el liberalismo presentó siempre una tendencia
anticlerical y una forma de libre pensamiento más
pronunciadas que en Inglaterra; en dichos países el
disentimiento religioso no se asociaba con
demandas de tolerancia religiosa[20]. Las doctrinas
del pensador protestante francés Calvino (1509-
1564) produjeron en Ginebra una de las
sociedades más represivas de que se tenga
memoria. Por otra parte, las doctrinas protestantes
de Lutero (1483-1546) tuvieron en Alemania una
implicación política autoritaria, no liberal. En
Bohemia, es cierto, las enseñanzas dejan Hus
(1369-1415) sostuvieron la ilegitimidad del
recurso a la autoridad papal y eclesiástica en
asuntos de conciencia, un tema que Hus aborda
parcialmente bajo la influencia del reformista
religioso inglés John Wyclyf (1320-1384). En
general, es justo decir que la demanda de
tolerancia religiosa fue, en la mayor parte de
Europa, una consecuencia de la lucha política
entre las iglesias protestante y católica, y sólo en
Inglaterra llegó a establecerse firmemente, durante
varios siglos, la conexión entre inconformismo
religioso y libertades liberales.
3. El liberalismo y la
Ilustración: contribuciones
francesa, norteamericana y
escocesa
A lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII, la
historia del liberalismo en Europa continental y la
difusión de la Ilustración deben ser vistas como
aspectos de una misma corriente de pensamiento y
práctica. No ocurrió así en Inglaterra, donde la
victoria de las fuerzas parlamentarias en la
Revolución de 1688 inauguró un largo periodo de
estabilidad social y política en un orden
individualista bajo la égida de la nobleza whig. En
Francia, el liberalismo surgió y se desarrolló en
contra de un pasado de prácticas feudales e
instituciones absolutistas para las que existe muy
poca analogía en la experiencia inglesa. A pesar
de todos los intentos de los Estuardo para instaurar
una monarquía absolutista de corte continental, las
viejas tradiciones inglesas inhibieron la
construcción en Inglaterra de algo parecido al
orden social y político del ancien régime francés.
Más aún, tal como ya se observó, la fuerza política
de la Iglesia católica en Francia, como en
cualquier otra parte de Europa, confirió al
liberalismo francés, desde un principio, un
carácter distintivo al asociarlo con el libre
pensamiento y el anticlericalismo, más que con el
inconformismo religioso. Dados sus antecedentes
en el orden preindividualista social y político, el
liberalismo francés tuvo desde sus inicios un
entorno menos propicio que en Inglaterra para
desarrollarse, y esto se reflejó en la tendencia de
los liberales franceses a invocar la experiencia
inglesa, comparándola con su propio pasado
menos individualista. Consecuentemente, el
movimiento liberal francés fue en sus etapas
iniciales acusadamente anglofilo, y gran parte de
su crítica al poder arbitrario en tiempos del ancien
régime dependió de una interpretación (no siempre
precisa desde el punto de vista histórico) del
desarrollo continental inglés. Así, en su obra
maestra El espíritu de las leyes (1748),
Montesquieu se sirvió de su comprensión, un tanto
imperfecta, de la Constitución inglesa para
presentarla como poseedora de un sistema de
contrapesos y de separación de poderes, en virtud
de los cuales la libertad de los individuos quedaba
garantizada.
Si bien no compartió muchos de sus excesos
característicos, Challes Louis de Secondat, barón
de Montesquieu (1689-1755), es una figura
representativa de la Ilustración francesa. Además
de describir una forma de gobierno constitucional
regulado por la ley, y de defenderlo en contra de
cualquier clase de despotismo y de tiranía,
Montesquieu, en El espíritu de las leyes, propugnó
y ejemplificó un enfoque naturalista para el estudio
de la vida social y política, en el que enfatizaba la
influencia que tienen en las instituciones sociales y
en el comportamiento, las condiciones geográficas
y climáticas y otros factores naturales. De manera
inconsistente e incierta, el trabajo de Montesquieu
muestra el compromiso con una ciencia de la
sociedad, compartido por todos los pensadores de
la Ilustración, desde Condorcet hasta David Hume.
En este contexto, es importante distinguir el
movimiento que denominamos Ilustración de una
corriente de pensamiento previa en Francia, y en
muchos sentidos más profunda: la del humanismo
escéptico de los libertins érudits, que se
desarrolla en Francia a principios del siglo XVII.
Estos escépticos fueron los descendientes de los
nuevos pirronianos del siglo XVI, los cuales
redescubrieron el escepticismo de los antiguos
filósofos griegos Pirrón y su discípulo Sexto
Empírico. Quizá los más notables pirronianos
fueron Michel de Montaigne y Pierre Charron,
aunque no debe pasarse por alto al gran escéptico
Pierre Bayle quien, con su monumental
Diccionario histórico y crítico (1740), contribuyó
al proyecto de la Ilustración de una enciclopedia
de todo el conocimiento. A pesar del espíritu que
los animó, los libertins érudits escépticos no
podrían haber estado más alejados de los
philosophes de la Ilustración. Al igual que estos
últimos, los escépticos de los siglos XVI y XVII se
opusieron a la superstición y al fanatismo y fueron
exponentes de la tolerancia en asuntos de
creencias y conciencia; no obstante, dada su deuda
con los escépticos y sofistas griegos, y en especial
con Sexto Empírico, no creían en una ciencia de la
naturaleza humana y la sociedad. Tampoco
compartieron la fe en el progreso que inspiraba a
muchos de los philosophes, especialmente a
Diderot (1713-1784) y a Condorcet (1743-1794).
Ante todo, su escéptica desconfianza respecto de
la razón humana condujo a los pirronianos a la
humildad, más que a la incredulidad, en lo que se
refiere a los misterios y dogmas de la religión
revelada; así, recomendaron la sumisión a la
Iglesia en los asuntos del otro mundo, y dejaron
abiertas las puertas a la fe, siempre y cuando su
expresión estuviera libre de intolerancia.
En contraste, los philosophes del siglo XVIII
albergaron extravagantes esperanzas en la razón
humana. Estas se resumen memorablemente en la
Historia del progreso humano (1794) de
Condorcet. Al escribir este libro, en tono irónico,
Condorcet se escondía del terror revolucionario;
en él expone la doctrina superadora del
liberalismo en su forma más pura e intransigente,
como una doctrina de perfectibilidad humana. El
supuesto que encierra es que nada en la naturaleza
humana o en las circunstancias humanas podrá
evitar la concreción de una sociedad en la que se
eliminen todos los males naturales y en la que sean
abolidas las eternas locuras humanas: guerras,
tiranía, intolerancia. Esta doctrina perfectibilista
llega incluso a rechazar las ideas clásicas de
perfección por ser excesivamente estáticas; en
lugar de ello, asevera que la vida humana se
encuentra abierta a la superación indefinida, sin
límites reconocibles, dentro de un futuro abierto.
Esta visión de perfectibilidad no sólo es una
concepción de la naturaleza humana como ajena a
cualquier falla trágica, sino también como una
filosofía de la historia. Entre los griegos y los
romanos, considera, el aprendizaje y las letras
florecieron, y la ética y la política estuvieron
sujetas a un cuestionamiento basado en la razón;
pero la llegada del cristianismo obstruyó la
tendencia natural al progreso e inició una era
oscura de ignorancia y esclavitud de la mente y el
cuerpo. William Godwin, casi contemporáneo de
Condorcet, en su Justicia política (1798)
argumentó en favor de la autoperfectibilidad del
género humano, mediante el ejercicio de la razón,
señalando que las expectativas de superación no
son una esperanza, sino una fe; fundamenta su
argumento en la afirmación de una ley del
progreso, cuyo mecanismo puede retardarse u
obstruirse, pero nunca evitarse. En estos liberales
de la Ilustración, el compromiso liberal de
reforma y superación se vuelve una teodicea, parte
de una religión humanitaria y adquiere el carácter
de necesidad. Tal como Condorcet lo expresa con
ironía intencionada:

¿Y cómo ha sido calculada en forma tan admirable esta


visión de la raza humana, emancipada de todas sus
cadenas, liberada igualmente del dominio de la suerte,
así como del de los enemigos de su progreso,
avanzando con paso firme y certero por el camino de la
verdad para consolar al filósofo que se lamenta por los
errores, los actos flagrantes de injusticia, los crímenes
con los que la tierra se encuentra aún contaminada? Es
la contemplación de esta perspectiva la que le
recompensa en todos sus esfuerzos por apoyar el
progreso de la razón y el establecimiento de la libertad.
Se atreve a mirar estos esfuerzos como una parte de la
eterna cadena del destino de la humanidad…[21]

Definitivamente no todos los philosophes


franceses coincidieron en señalar el carácter
apodíctico del progreso. Uno de los más
destacados, Voltaire, estaba más cerca de Hume en
su expectativa de que los periodos de avance y
superación se verían sucedidos, en el curso natural
de las cosas, por periodos de regresión y barbarie
y en su Cándido (1759) elaboró una sátira
inolvidable de la creencia optimista (expuesta por
Leibniz) de que éste es el mejor de los mundos
posibles. Por otra parte, los filósofos escoceses, si
bien compartieron el proyecto de los philosophes
de una ciencia de la naturaleza humana y la
sociedad, no respaldaron la afirmación de que el
perfeccionamiento indefinido fuese posible, o el
progreso inevitable. En Francia misma, la
interpretación de la historia como ley del progreso
fue objeto de críticas devastadoras por parte del
más formidable oponente de la Ilustración, J. J.
Rousseau, quien paradójicamente sostuvo una
versión de la tesis de la perfectibilidad del
hombre. Esta interpretación fue socavada, sobre
todo, no por las ideas de Rousseau sino por la
experiencia misma de la Revolución francesa, en
la que muchas de las ideas de los philosophes, y
de su crítico Rousseau, parecieron someterse a una
autorefutación decisiva.
Así como en Inglaterra dicha tesis condujo, a
través de los escritos de Edmund Burke, al
desarrollo de una forma de conservadurismo en la
que los valores liberales se preservaron, al tiempo
que las esperanzas liberales se depuraron, en
Francia se originó una prolífica literatura, con un
claro mensaje de desengaño y de autocrítica
liberal. Por el lado constructivo, esta tesis generó
el programa del Garantismo, desarrollado durante
los años treinta y cuarenta del siglo XIX por un
grupo conocido como los «doctrinarios», que,
guiados por F. P. G. Guizot, tenían una fuerte
influencia de otro liberal anglófilo, Benjamin
Constant. Dicho programa fue tanto una reacción
de los pensadores liberales ante las experiencias
de la Revolución francesa de 1789, como un
genuino intento de purificar la experiencia
constitucional de Inglaterra y convertirla en una
doctrina de libertad política y civil. Acogida con
entusiasmo en Inglaterra por movimientos y figuras
como Charles James Fox, así como por muchos en
América y en Francia misma, la Revolución
francesa muy pronto defraudó las esperanzas
liberales de democracia y exacerbó los temores a
la soberanía popular. En Inglaterra, como ya se
señaló, indujo a Edmund Burke, un influyente whig
que había defendido las proclamas separatistas de
los colonos norteamericanos, a sentar los
fundamentos teóricos del conservadurismo inglés
en sus Reflexiones sobre la Revolución francesa
(1790). En Francia, el Terror condujo a los
principales pensadores liberales a reconsiderar el
optimismo y el racionalismo de la Ilustración y, en
particular, a repudiar la teoría totalitaria de la
democracia como el vehículo de una voluntad
general que se presagiaba en los escritos de J. J.
Rousseau.
De hecho, el crítico más profundo de la teoría
de la democracia de Rousseau fue el teórico que
inspiró el movimiento garantista, Benjamín
Constant. En su estudio titulado La libertad de los
antiguos comparada con la de los modernos
(1819), Constant desarrolla con gran fuerza y
claridad una distinción crucial entre la libertad,
vista como una esfera garantizada de
independencia personal, y la libertad vista como el
derecho de tomar parte en el gobierno. Afirma,
además, que el concepto moderno de libertad es
equivalente a independencia personal, mientras
que el antiguo concepto de libertad —la libertad
que Rousseau trató de revivir según Constant— es
la libre participación en la toma de decisiones
colectivas. ¿Qué es este concepto de libertad
moderna para Constant, y cómo lo contrasta con el
antiguo concepto de libertad? Constant establece
así su distinción:

La libertad es el derecho de cada hombre de atenerse


únicamente a la ley, el derecho de no ser arrestado,
juzgado, sentenciado a muerte o molestado en forma
alguna por el capricho de uno o más individuos. Es el
derecho de cada uno de expresar sus propias opiniones,
de dedicarse a sus propios asuntos, de ir y venir, de
asociarse con otros. Es, por último, el derecho de cada
uno de influir en la administración del Estado, ya sea
designado a todos o a algunos de sus funcionarios, o
bien, mediante el consejo, o planteando sus demandas y
peticiones, que las autoridades están en mayor o menor
grado obligadas a tomar en cuenta.
Comparemos esta libertad con la de los antiguos.
Aquélla consistía en el ejercicio colectivo, pero
directo, de muchos privilegios de soberanía, de
deliberación sobre el bien común, la guerra y la paz, la
votación acerca de las leyes, de enjuiciar, la revisión de
cuentas, etc.; pero mientras que los antiguos veían en
esto la integración de su libertad, sostenían que todo
ello era compatible con la sujeción del individuo al
poder de la comunidad… Entre los antiguos el
individuo, soberano en los asuntos públicos, era un
esclavo en cualquier relación privada. Entre los
modernos, por el contrario, el individuo, independiente
en su vida privada, es, aun en los estados más libres, un
soberano sólo en apariencia. Su soberanía está
restringida, y casi suspendida, y si una y otra vez la
ejercita, lo hace sólo para renunciar a ella[22].

Ya se ha señalado que, interpretada


literalmente, la aguda dicotomía de Constant no es
históricamente defendible. Su significado principal
es el papel que juega en el pensamiento de
Constant y en las actividades de los garantistas a
los que inspiró, al esclarecer el hecho, de
importancia central para todos los liberales
clásicos, de que la libertad individual y la
democracia popular mantienen una relación
contingente, pero no necesaria. En su conocida
obra Democracia en América (1835), y en un
contexto teórico mucho más amplio, Alexis de
Tocqueville expresa las mismas reservas acerca
de la democracia popular. La preocupación de
Tocqueville en ese trabajo difiere de la de
Constant en que está mucho menos angustiado por
los peligros de la democracia totalitaria, tal como
se expresó con el Terror revolucionario, que por
la amenaza que representa para el individualismo
un gobierno democrático de las masas.
Tocqueville no discute jamás la inevitabilidad de
la democracia, pero se preocupa (al igual que J. S.
Mill, quien estuvo muy influido por su trabajo) por
prevenir el peligro que entraña la democracia
como una tiranía de las mayorías. Junto con
Constant, Tocqueville dio al liberalismo francés
posrevolucionario su distintivo aroma de
individualismo intransigente y de apasionado
pesimismo acerca del futuro de la libertad. En lo
que se refiere a Francia, y a la mayor parte de
Europa, el pesimismo de los grandes liberales
franceses estaba justificado, ya que a partir de la
segunda mitad del siglo XIX el movimiento liberal
se vio desplazado por el movimiento socialista
como expresión de una política progresista.
En sus rasgos generales, la contribución
norteamericana clásica a la tradición liberal
estuvo mucho menos influida por las concepciones
de la Ilustración que la francesa, si bien se
encuentran presentes algunos otros elementos
(incluyendo la influencia de la filosofía escocesa).
A veces se ha sostenido que el liberalismo en el
mundo ele habla inglesa tuvo diferentes fuentes,
siguió un curso distinto e incluso constituyó una
tradición divergente y separada de la que surgió y
prevaleció en Francia. En su mayor parte, esta
afirmación de que el liberalismo del mundo
francófono y anglófono abarca dos tradiciones
opuestas es la de que, mientras que el liberalismo
inglés se concebía a sí mismo como fundando la
afirmación de libertad en una apelación a los
derechos antiguos y a los precedentes históricos,
el liberalismo francés comprende una apelación
fundamental a los principios abstractos de los
derechos naturales. Respecto del caso inglés, se ha
observado que los padres del liberalismo del siglo
XVII recurren no sólo al mito histórico de la
antigua Constitución, sino también al derecho
natural basado en la autoridad de las Escrituras.
La interpretación del liberalismo como un
movimiento contenido en dos tradiciones
divergentes cuenta con menos apoyo en el caso
norteamericano, en donde la apelación a los
derechos naturales fue desde un principio
prominente. Tal como D. G. Ritchie subraya:
«Cuando Lafayette envió, por conducto de Thomas
Paine, la llave de la destruida Bastilla a George
Washington, estaba confesando, con un símbolo
pintoresco, la deuda de Francia con América»[23].
En efecto, la Declaración de Independencia de
1776 había sancionado la rebelión de los colonos
norteamericanos en contra del gobierno británico
al hacer explícita la referencia a «los derechos
naturales e inalienables» de los cuales habían sido
privados. Más aún, la famosa Constitución de
Virginia de 1776, con su invocación del «derecho
incuestionable, inalienable e inexcusable» de las
personas de reformar, alterar o abolir gobiernos
injustos, hace una apelación a un principio
abstracto (más que a un precedente histórico), que
iba a influir sobre los mismos revolucionarios
franceses.
Así, hay poca base en el ejemplo
norteamericano para derivar una interpretación
que represente al liberalismo anglófono como
primariamente un movimiento en defensa de las
antiguas libertades, y al movimiento francés como
parte de una especulación abstracta. Sin duda, la
milenaria historia de autocracia en Francia hizo de
la apelación a la antigua libertad algo aún menos
plausible que en Inglaterra, lo que tampoco
significa que los postulados liberales no
estuvieran apoyados por un análisis histórico y
social (como el que hicieron Montesquieu y otros)
que descartara la apelación a los derechos
naturales. Tanto el movimiento liberal «inglés»
como el «francés» emplearon análisis históricos
que recurrían paralelamente al principio abstracto
y al derecho natural.
En el caso norteamericano, sin duda, los
rebeldes constitucionalistas adoptaron una gran
variedad de puntos de vista. Esta variedad se
refleja en los Documentos federalistas, que tienen
posiciones que van desde el radicalismo de
Jefferson, hasta la moderación de Madison y el
torismo norteamericano de Hamilton. La
contribución liberal norteamericana al liberalismo
clásico es, por esta razón, no menos compleja que
la francesa o la inglesa. No obstante, se mantiene
como una tradición integral, única, ya que los
liberales constitucionalistas norteamericanos, al
igual que los whig ingleses y los garantistas
franceses, buscaron establecer «un gobierno de
leyes, no de hombres», según las palabras de la
Declaración de Derechos que precedió a la
Constitución de Massachusetts de 1780. Es esta
aspiración, más que ninguna otra, la que confiere
al liberalismo clásico una identidad y un carácter
en virtud de los cuales trasciende su diversidad
interna, y es la misma aspiración la que da cuerpo
a todos los escritos de los Documentos
federalistas. Debe destacarse aquí que, mientras
que los constitucionalistas norteamericanos tenían
mucho en común con la Ilustración francesa, no
compartieron con los philosophes su
animadversión hacia el cristianismo. La
Constitución norteamericana, tal como surge de la
Guerra de Independencia, es una declaración
auténticamente «lockeana», en la que el derecho a
la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad
que proclama se basa en una ley natural que se
concibe ordenada por Dios. En forma más general,
el espíritu de los Documentos federalistas es muy
diferente del de la Ilustración francesa, en la
medida en que los escritos federalistas están
permeados por un sentido de la imperfección
humana que anima todas sus propuestas
constitucionales. En este énfasis en la
imperfectibilidad humana, los constitucionalistas
norteamericanos coinciden con los pensadores de
la Ilustración escocesa, cuyos escritos, en especial
los de Adam Smith, ejercieron gran influencia en
los primeros.
Es en los escritos de los filósofos sociales y
los economistas políticos de la Ilustración
escocesa donde encontramos la primera
formulación universal y sistemática de los
principios y fundamentos del liberalismo. Entre
los franceses, así como entre los norteamericanos,
el pensamiento liberal estuvo ligado, en cada
momento, con una respuesta a una crisis particular
de orden político. No es que el pensamiento de los
filósofos escoceses no estuviera condicionado por
el contexto histórico en el que ellos mismos se
encontraban, sino que más bien buscaron, como
quizá no lo hicieron consistentemente los liberales
franceses y norteamericanos, fundamentar sus
principios liberales en un entendimiento global del
desarrollo social y humano y en una teoría de la
estructura social y económica cuyos términos
tuvieran el estatus de leyes naturales, y no
meramente de generalizaciones históricas. Esta
aspiración escocesa a una ciencia de la sociedad
en la que los ideales liberales recibieran
fundamento, a partir de una teoría de la naturaleza
humana y del orden social, se encuentra presente
aun en los escritos sobre cuestiones políticas y
económicas del gran escéptico David Hume. En
Hume, en contraste con los pensadores de la
Ilustración francesa, la defensa de un orden liberal
invoca el hecho de la imperfección del hombre. En
su Tratado de la naturales humana, Hume señala
la restringida benevolencia y las limitaciones
intelectuales de los hombres, así como la
inalterable escasez de los medios para satisfacer
las necesidades humanas, como causas del
surgimiento de los principios básicos de justicia.
Estos últimos están dados en lo que Hume llama
las «tres leyes fundamentales de la naturaleza»:
estabilidad en las posesiones, su transferencia por
consentimiento y el cumplimiento de promesas. En
su ensayo La idea de una comunidad de bienes
perfecta, Hume va más allá y esboza, con espíritu
utópico, el perfil básico de un orden político en el
que estas leyes de la naturaleza se integran y
garantizan la libertad individual bajo el gobierno
de la ley. Es en Hume, en efecto, a pesar de su
reputación de teórico conservador, en donde
encontramos la más poderosa defensa del sistema
liberal de gobierno limitado.
En su forma más acreditada, sin embargo, los
principios del sistema liberal fueron expuestos y
defendidos por Adam Smith en su Investigación
sobre la naturales y las causas de la riqueza de
las naciones (1776). El análisis de Smith presenta
tres importantes rasgos que heredarán más tarde
sus sucesores liberales. Encontramos, primero, la
idea de que la sociedad humana se desarrolla a
través de una serie de etapas, épocas o sistemas
distintos que culminan en el sistema comercial o
de libre empresa. Esta concepción imprime un
acentuado grado de sofisticación histórica a la
idea, común entre los escritores humanistas
cívicos posrenacentistas y presente en los escritos
de Maquiavelo, de que la historia humana puede
entenderse como una serie de ciclos simples de
auge y declive de las civilizaciones. Segundo,
Smith reconoce, como lo hacen todos los grandes
liberales clásicos, que los cambios en el sistema
económico van de la mano con los cambios en la
estructura política, de tal forma que el sistema de
libertad comercial encuentra su contrapartida
natural en un orden constitucional que garantice las
libertades civiles y políticas. Por último, el
sistema de Smith es declaradamente individualista,
de forma que las instituciones sociales se
entienden como el resultado de las acciones de los
individuos, pero no como de la ejecución de la
intención o el diseño humanos. El sistema que
Smith expone es, en otras palabras, una versión del
individualismo metodológico, en el cual el agente
humano individual se encuentra al término de cada
explicación social. El sistema smithiano también
es individualista en un sentido moral, ya que
emana de su concepto del sistema de libertad
natural, en el que todas y cada una de las personas
poseed la mayor libertad posible, siempre y
cuando sea compatible con la libertad de todos.
La teoría de Smith se distingue de la liberal
previa, y de las reflexiones menos formales de la
mayoría de sus colegas liberales franceses y
norteamericanos, por su carácter sistemático y
universal. Por completo congruente con su
individualismo metodológico, Smith percibe,
como no lo hicieron liberales posteriores como J.
S. Mill, que la distinción entre los aspectos
económicos y políticos de la vida social no puede
estar libre de arbitrariedad o artificialidad ya que
existe una constante interacción entre ellos y, sobre
todo, obedecen a los mismos principios
explicativos y se ajustan a las mismas
regularidades. En este enfoque sistemático, el
trabajo de Smith es paralelo al de los demás
pensadores de renombre de la Ilustración
escocesa: Adam Ferguson, David Ricardo y otros;
asimismo, a través de su amigo y discípulo
Edmund Burke, el enfoque de Smith tuvo un
impacto directo en el pensamiento liberal inglés,
hasta que los planteamientos de la escuela
escocesa perdieron fuerza a raíz del surgimiento
del radicalismo filosófico de Bentham.
4. La era liberal
La Europa del siglo XIX, y en especial Inglaterra,
pueden contemplarse con razón como la
ejemplificación del paradigma histórico de una
civilización liberal. A. J. P. Taylor retrató
memorablemente el carácter individualista de la
vida inglesa durante el siglo anterior al estallido
de la Primera Guerra Mundial:

Hasta agosto de 1914, un caballero inglés respetuoso


de la ley podía pasar por la vida y notar, apenas, la
existencia del Estado más allá del policía y la oficina de
correos. Podía vivir donde quisiera y como quisiera. No
tenía un número oficial o tarjeta de identificación.
Podía viajar al extranjero, o dejar su país para siempre,
sin un pasaporte o permiso oficial. Podía cambiar su
dinero por alguna otra moneda sin restricción o límite.
Podía comprar mercancías de cualquier parte del
mundo en los mismos términos en los que compraba
artículos en su país. Por la misma razón, un extranjero
podía vivir en este país sin permiso y sin informar a la
policía. A diferencia de los países del continente
europeo, el Estado no exigía a sus ciudadanos que
cumplieran con el servicio militar. Un inglés podía
enrolarse, si así lo deseaba, en el ejército regular, en las
fuerzas navales o territoriales. También podía ignorar, si
así lo decidía, las demandas de defensa nacional.
Ocasionalmente, acomodados cabezas de familia eran
llamados para que prestaran sus servicios como jurado.
De otra manera, cooperaban con el Estado sólo
aquellos que deseaban hacerlo… Al ciudadano adulto se
le dejaba solo[24].

Muchos otros escritores han visto en la


Inglaterra del siglo XIX una edad de oro de la
teoría y la práctica liberales. Tal interpretación es
justificable y no necesariamente errónea, siempre
y cuando entendamos la complejidad de los
acontecimientos durante ese periodo y, de manera
más particular, mientras entendamos cómo el
liberalismo de la variante clásica condujo en esa
época a un nuevo liberalismo revisionista que, en
muchas formas, comprometió o suprimió los
principales razonamientos de la escuela clásica
liberal de Tocqueville, Constant, los filósofos
escoceses y los autores de los Documentos
federalistas.
En el área de la práctica política, la Inglaterra
del siglo XIX experimentó algunas victorias
notables para el movimiento liberal. El Acta de
Emancipación Católica de 1829, la Reforma de
1832 y la revocación de las leyes relacionadas con
el precio del trigo en 1846, junto con un sin
número de medidas menores, representaron la
prueba palpable de la fuerza de la opinión y la
agitación liberales en Inglaterra durante estas
décadas. En particular, la Liga contra la Ley del
Trigo conformó una coalición, encabezada por
Richard Cobden y John Bright, de grupos radicales
y liberales que apoyaban el libre comercio; sus
puntos de vista condensaban el espíritu puro del
liberalismo clásico, oponiéndose a las aventuras
militares y favoreciendo, al mismo tiempo, una
reducción de los gastos públicos. Cobden y Bright
tuvieron éxito en su campaña en favor del libre
comercio y su preferencia liberal por bajos
impuestos y un gasto público reducido se trasmitió
a W. E. Gladstone, quien la transformó en política
pública durante el desempeño de su cargo como
ministro del Tesoro y, más tarde, como primer
ministro. Por lo menos durante la primera parte del
siglo XIX, y quizá hasta la Primera Guerra
Mundial, la práctica política en Inglaterra se vio
dominada por actitudes liberales, que se daban por
sentadas como presupuestos de la actividad
política, y con frecuencia asociadas con la
disidencia religiosa y el inconformismo, pero que
de hecho se fueron extendiendo por el espectro
político y religioso hasta abarcar casi toda la clase
política.
El que Inglaterra en el siglo XIX haya sido
gobernada en gran medida por los preceptos del
liberalismo clásico es un hecho que no puede
negarse. Al mismo tiempo, es fácil simplificar el
periodo. En el terreno de la práctica legislativa y
política, cabe cuestionar si hubo algún periodo en
el que el principio de laissez-faire se aplicara en
su forma pura. La primera reglamentación sobre
las fábricas fue aprobada en las décadas iniciales
del siglo, y representó una aceptación del
principio de intervención gubernamental en la vida
económica. Es cierto, desde luego, que ninguno de
los economistas clásicos de las escuelas inglesa o
escocesa llegó a proponer que el Estado tuviera
sólo funciones de «vigilante nocturno», pero el
punto sobresaliente es, no obstante, que los
economistas clásicos aspiraron a un minimum
individualista de actividad estatal. Tal como G. J.
Goschen lo expresó en 1883:

Ya sea que dirijamos la mirada a los acontecimientos de


años sucesivos, a los decretos o a publicaciones de
sucesivos parlamentos o a la publicación de libros, lo
que vemos es la imposición de límites, cada vez más
estrechos, al principio del laissez-faire, mientras que la
esfera de control e interferencia gubernamental
aumenta de tamaño en forma de círculos
concéntricos[25].
El hecho es que, por lo menos a partir de 1850,
la intervención y la actividad gubernamentales van
experimentando una expansión gradual y van
penetrando muchas de las áreas de la vida. Más
aún, el consenso político y los preceptos liberales
clásicos nunca presentaron un frente único y se
vieron sujetos a una poderosa impugnación de
Benjamin Disraeli, quien repudió el liberalismo a
favor de una doctrina romántica tory, urdida a
partir de una mitología personal[26]. Ciertamente,
alrededor de 1870, aquellos que en Inglaterra
seguían aferrándose a los principios liberales
clásicos tenían la angustiosa conciencia de que el
desarrollo histórico les estaba dando la espalda.
Es verdad que, de 1840 a 1860, hay en los escritos
de los defensores del laissez-faire de la Escuela
de Manchester y en los de El Economista (en los
que Herbert Spencer colaboró) una confianza en
que las victorias políticas de los años cuarenta
vaticinaban un periodo de creciente libertad,
personal y económica, sobre un telón de fondo de
paz internacional; aun así, esto no sucedió mucho
antes de que Spencer y otros cayeran en la cuenta
de que la causa de la libertad era una causa
perdida en la práctica y de que el advenimiento de
una nueva época de militancia era inminente.
En el ámbito ideológico, por otro lado, las
ideas clásicas liberales experimentaron en
Inglaterra un retraimiento durante la mayor parte
del siglo XIX. La primera ruptura del liberalismo
inglés decimonónico con el liberalismo clásico fue
ocasionada probablemente por Jeremy Bentham
(1748-1832), fundador del utilitarismo, y por
James Mill (1772-1836), discípulo de Bentham.
En muchos sentidos, Bentham se mantuvo como un
liberal clásico. Fue un defensor enérgico del
laissez-faire en la política económica y de la no
intervención en los asuntos externos, y su adhesión
a reformas legales con frecuencia se ubicó del
lado de la libertad individual. Al mismo tiempo, la
filosofía política y moral de Bentham, el
utilitarismo, al incurrir en lo que Hayek ha
denominado la falacia constructivista —la
creencia de que las instituciones sociales pueden
ser objeto de un exitoso rediseño racional—,
suministró la justificación para una política
intervencionista no liberal muy posterior. Así,
mientras que en la escuela escocesa el principio
de utilidad había servido, primordialmente, como
un principio explicativo para entender el
surgimiento espontáneo de las instituciones
sociales, y había sido empleado sólo para evaluar
sistemas sociales globales, Bentham lo desarrolló
para valorar medidas de política específicas. Tal
como su proyecto de aritmética moral o de cálculo
regocijante sugiere, Bentham imaginó que el
impacto que las diversas políticas tienen en el
bienestar público puede ser objeto de una
enunciación cuantitativa exacta, de forma que el
principio de utilidad, más que ninguna otra máxima
política establecida, debería servir como la guía
práctica de los legisladores. En el trabajo de
Bentham, este enfoque sólo fructificó en su
proyecto de una cárcel panóptica o prisión
modelo, pero ejerció una poderosa influencia en
un área mucho más extensa algunas décadas
después. Inspiró el trabajo de su discípulo James
Mill, en especial Sobre el gobierno, en el que
hace una rígida defensa racionalista de la
democracia, y quizá no sea muy equivocado
suponer que llega a formar parte de las actitudes
de Sidney y Beatrice Webb, quienes en el siglo XX
defendieron, en un terreno utilitario
constructivista, las políticas de ingeniería social
del régimen de Stalin en la URSS. No todos los
efectos prácticos de la filosofía utilitaria en el
nivel de las políticas fueron antiliberales: inspiró
reformas en la salud pública, el servicio civil y el
gobierno local que cualquier liberal podría haber
defendido, pero el utilitarismo, tal como fue
transmitido a la vida pública, a través del
movimiento de los filósofos radicales, trajo
consigo una transformación de la visión utilitaria,
de la forma en que había aparecido en los escritos
de Adam Smith a la forma en la que adquirió una
tendencia intrínseca a generar políticas de
ingeniería social intervencionista.
La filosofía política del hijo de James Mill,
John Stuart Mill (1806-1873), es en algunos
aspectos más cercana a la del liberalismo clásico
que a la de su padre o a la de Bentham, mientras
que en algunos otros aspectos se aleja de la
primera. Se encuentra más cercana en cuanto a
que, al menos en Sobre la libertad (1859), su
compromiso con el individualismo liberal es
mucho más prominente que su compromiso con la
reforma social utilitaria. Más aún, la ética
utilitaria que Mill expone en su Utilitarismo
(1854) es muy diferente de la de Bentham, en
cuanto que reconoce distinciones cualitativas entre
los placeres, que a su vez deben explicarse en
función del papel que desempeñan en el fomento
de la individualidad. Por otro lado, en su
importante obra Principios de economía política
(1848), Mill establece tal distinción, entre
producción y distribución en la vida económica,
que los arreglos distributivos son vistos como un
asunto sujeto a la elección social, lo cual suprime
la óptica liberal sobre el carácter de la vida
económica como algo que contiene todo un sistema
de relaciones, entre las cuales las actividades
productivas y distributivas se encuentran
inextricablemente mezcladas. Es esta distinción
errónea, más que las excepciones de Mill a la
regla del laissez-faire o sus flirteos ocasionales
con esquemas socialistas, la que marca su
alejamiento del liberalismo clásico y la que
constituye su conexión real con los liberales
tardíos y con el grupo de pensadores fabianos. Al
establecer esta distinción, Mill consuma realmente
la ruptura en el desarrollo de la tradición liberal
que iniciaran Bentham y James Mill, y crea un
sistema de pensamiento que legitima las tendencias
intervencionistas y estatistas que adquirieron gran
fuerza en Inglaterra a lo largo de la segunda mitad
del siglo XIX. Muy significativo, como influencia
en la orientación del pensamiento de Mill en una
dirección no liberal, fue el positivismo francés, en
especial la obra de Auguste Comte (1798-1875),
cuyas concepciones elitistas e historicistas
atrajeron con fuerza a Mill, aun cuando él también
criticara el carácter antiindividualista del
comtismo. En este sentido, aunque resultara
contrario a sus propias intenciones, puede decirse
que Mill importó al pensamiento inglés el
iliberalismo de los ideólogos franceses.
El papel de Mill como línea divisoria en el
desarrollo del liberalismo ha sido ampliamente
reconocido. Dice y observa:

… los cambios y fluctuaciones en las convicciones…


de Mill, afectando como lo hicieron en muchos
aspectos a la opinión legislativa, son el signo, y en
Inglaterra en gran medida la causa, de la transición de…
el individualismo… al colectivismo. Su enseñanza
afectó especialmente a los hombres que se iniciaban
apenas en la vida pública alrededor de 1870. Los
preparó, en todo caso, a aceptar, si no es que a acoger,
lo que en adelante adquiriría una fuerza creciente[27].
L. T. Hobhouse, uno de los principales teóricos
del «nuevo liberalismo», tocó el mismo punto de
manera más sucinta, pero no por ello imprecisa,
cuando dijo, refiriéndose a Mill: «Su sola persona
cubre el intervalo entre el viejo y el nuevo
liberalismo»[28]. Lo cierto es que mientras que
Mill nunca abandonó el compromiso liberal
clásico, mejor expresado en Sobre la libertad, sus
actitudes ante los sindicatos, el nacionalismo y la
experimentación socialista representan un corte
decisivo en la trama intelectual de la tradición
liberal.
La teoría liberal clásica continuó
desarrollándose durante y después de la vida de
John Stuart Mill. Durante toda su vida, Herbert
Spencer (1820-1903) defendió una rigurosa
versión del laissez-faire liberal en sus trabajos
Estática social y Principios de ética, obras que
aún hoy siguen siendo consultadas. Por razones
que no quedan completamente claras, Spencer fue
víctima de muchas décadas de injusto abandono, y
su aportación real a la teoría política y social no
fue apreciada en todo lo que vale. Tal como
Greenleaf señala atinadamente: «… en casi todo lo
que va del siglo, la capacidad y la importancia de
Spencer han sido poco apreciadas. No exagero al
decir que desde su muerte en 1903, poco se ha
leído o analizado sobre él, y cuando así se ha
hecho, su pensamiento ha sido invariablemente
desechado con desdén»[29]. Aun así, es en Spencer
en quien encontramos la aplicación más completa
y sistemática del principio liberal clásico de igual
libertad en los diversos dominios de la ley y la
legislación, razón por la cual su obra Principios
de ética sigue y seguirá siendo de gran interés. La
principal debilidad de la filosofía de Spencer
estriba, no en la consistencia con la que aplicó sus
principios a las cuestiones de la época (sus
advertencias, con las que emuló a Casandra, han
quedado confirmadas por la experiencia del siglo
XX), sino en la filosofía científica y «sintética»
que elaboró sobre el evolucionismo, con el fin de
proporcionar un fundamento a sus puntos de vista
liberales. Así, una vez que su ética política
evolucionista fue objeto de críticas devastadoras
por parte de T. H. Huxley y Henry Sidgwick[30],
perdió inevitablemente arraigo en las mentes
destacadas de la época. En los casos en que la
influencia del evolucionismo de Spencer persistió
—en las mentes de los Webb y de G. B. Shaw, por
ejemplo— se asoció no con la propia perspectiva
liberal de Spencer, sino como apoyo de los
movimientos totalitarios del siglo XX,
personificadores de la fase posliberal de la
evolución social. Este irónico desarrollo del
evolucionismo spenceriano hace evidente la
frivolidad y el absurdo que encierra el intento de
fundamentar principios políticos en cualquier
doctrina científica, aunque ello no anula el logro
de Spencer de haber conseguido desarrollar, en
forma sistemática, la perspectiva liberal clásica y
de haberla transmitido a la posteridad.
Un grupo de figuras de menor importancia,
tales como Thomas Hodgkin a principios del siglo
pasado y Auberon Herbert a finales del mismo,
produjo un valioso trabajo en la tradición liberal
individualista clásica. Pero, fuera de Spencer,
cuya influencia en Inglaterra declinó
marcadamente, y lord Acton, cuya autoridad
pública nunca rivalizó con la de J. S. Mill, la
tradición liberal clásica de finales del siglo XIX no
se caracterizó por la presencia de grandes
pensadores. Alrededor de los años ochenta y
noventa, y ciertamente a finales del siglo, incluso
la imperfecta visión liberal clásica de Mill había
sido reemplazada por las ideas liberales
revisionistas inspiradas en la filosofía hegeliana.
Algunos liberales revisionistas especialmente
prominentes fueron T. H. Green y B. Bosanquet,
quienes argumentaron en contra de la concepción,
básicamente negativa, de la libertad como no
interferencia, sustentada por la mayor parte de los
liberales clásicos, en favor de una noción de
libertad real o de libertad vista como capacidad.
Esta visión más positiva de la libertad condujo
naturalmente, en los escritos de estos liberales
hegelianos, a la defensa de una actividad y una
autoridad gubernamentales acrecentadas, y a
apoyar medidas que limitaran la libertad
contractual. En las primeras décadas de nuestro
siglo, este liberalismo revisionista tuvo en
Hobhouse a su más sistemático expositor, cuyo
trabajo Liberalismo (1911) intenta hacer una
síntesis de las filosofías de Mill y de Green. Puede
decirse que, con Hobhouse, el nuevo liberalismo
revisionista en que los ideales de justicia
redistributiva y armonía social suplantan a las
viejas concepciones de un sistema de libertades
naturales, llegó a dominar la opinión progresista
en Inglaterra cuando no era abiertamente
socialista.
En el ámbito político, la catástrofe de la
Primera Guerra Mundial derrumbó al mundo
liberal que había prevalecido durante un siglo, de
1815 a 1914. Abiertamente surgieron movimientos
antiliberales, en los años setenta y ochenta, en
Alemania y los Estados Unidos, que impusieron
con éxito una serie de medidas proteccionistas e
intervencionistas en la vida económica; e incluso
en Inglaterra, el Partido Liberal, dirigido por
Asquith y Lloyd George, abandonó en gran medida
las posiciones liberales clásicas de libertad
económica y gobierno limitado. Por otra parte,
como ya se observó, es un error suponer que
alguna vez hubo un periodo puro de laissez-faire,
y los elementos antiliberales empezaron a penetrar
la tradición liberal desde mediados de los años
cuarenta, a raíz del trabajo de John Stuart Mill. En
este punto, es importante notar que la declinación
del liberalismo clásico no puede explicarse
simplemente como una respuesta al abandono, por
parte de John Stuart Mill y otros, de las ideas
liberales clásicas más importantes. Tal desarrollo
en la vida intelectual se refleja y en parte se
origina, en los cambios en el ambiente político
ocasionados por la expansión de las instituciones
democráticas. Retrospectivamente, parece
inevitable que el orden liberal declinara una vez
que su constitución básica —que en Inglaterra se
mantenía sólo por la tradición y la convención—
se viera como algo alterable por la competencia
política en una democracia popular. Fueron las
necesidades de un mayor número de votos en las
democracias nacientes de finales del siglo XIX,
más que los cambios en la vida intelectual, las que
contribuyeron más a la conclusión de la era
liberal.
A pesar de estas necesarias precisiones, sigue
siendo cierto para los que vinieron después, que el
siglo que corrió entre las guerras napoleónicas y el
estallido de la Primera Guerra Mundial fue una
época de progresos y logros liberales casi
ininterrumpidos. Ese siglo presentó el más grande
y continuo crecimiento de la riqueza en la historia
de la humanidad, en un escenario de precios
estables y en ausencia de grandes guerras, así
como un mejoramiento sin precedentes de los
niveles de vida populares simultáneo con una
colosal expansión de la población y una firme
difusión en la enseñanza de los números, la
alfabetización y la cultura. Hubo conflictos
armados que se ganaron o perdieron —Crimea, la
guerra francoprusiana, el estallido rusojaponés y
la guerra de los bóer—, pero que no
interrumpieron el firme crecimiento de la riqueza,
ni minaron el sistema de libertad en las políticas
liberales europeas. Depresiones y recesiones
surgieron y desaparecieron, pero el dominio del
patrón oro internacional aseguró la estabilidad
económica, incluso en los severos trastornos
económicos de los años setenta. Aun las tiranías
de este periodo son notables por su laxitud y por el
grado de libertad individual que toleraron. La
Rusia zarista, durante mucho tiempo considerada
el bastión del despotismo premoderno en la
mitología histórica de la Ilustración europea, se
encontraba muy desorganizada como para lograr
algún grado significativo de represión. Incluso
bajo el sistema de Estado policiaco que
caracterizó los años ochenta y noventa durante el
reinado de Alejandro III y principios del de
Nicolás II, cuando la represión se encontraba en su
apogeo y poco se hacía para sofocar las
atrocidades antisemitas, la Policía Secreta de
Moscú estaba integrada sólo por seis oficiales y
con un presupuesto de unas 5000 £ para toda la
circunscripción. Hacia 1900 el aparato de
seguridad apenas había crecido, casi no había
prisioneros políticos y en la enorme provincia de
Penza había tres jefes de policía y 21 policías, tal
como destaca Norman Stone[31].
Hay que admitir que, tanto en Alemania como
en el resto de Europa, el curso de los
acontecimientos rara vez fue favorable para la
estabilidad de un orden liberal de la misma
naturaleza que en Inglaterra. En la mayor parte de
los países, el liberalismo y el nacionalismo se
fundieron en una síntesis que iba a desempeñar su
papel en la destrucción del orden liberal
internacional. En Alemania, el movimiento liberal
se asoció, casi desde el principio, con ideales
nacionalistas. Tales ideales no son prominentes en
las obras de los principales pensadores liberales
alemanes —Emmanuel Kant, W. von Humboldt y
Friedrich Schiller—, pero a mediados del siglo
XIX, el periodo en el que el liberalismo ejerció su
mayor influencia en Alemania, el nacionalismo
estuvo generalmente fusionado con el movimiento
liberal. En la obra de Kant, sin embargo,
encontramos una afirmación pura en extremo del
ideal liberal de un gobierno limitado y regulado
por la ley: el Rechtsstaat o ideal de libertad
individual en un orden constitucional estrictamente
gobernado por la ley que es, en la Alemania
liberal, el equivalente de la concepción whig de
sociedad civil, tal como la expuso Locke en
Inglaterra, y de la doctrina francesa garantista de
Constant y Guizot. En su primer opúsculo Sobre la
esfera y deberes del gobierno (1792), Humboldt
desarrolla una defensa del Estado mínimo, aún
más rigurosa que cualquiera que pueda encontrarse
en Kant, con base en ideales románticos de
individualidad y autodesarrollo. Las actividades
del Estado deben limitarse por completo a la
prevención de la coerción, argumenta, porque sólo
de esta manera puede asegurarse la más amplia
expresión de la individualidad. La temprana obra
de Humboldt tuvo una influencia que rebasó las
fronteras alemanas, en especial en Inglaterra,
donde J. S. Mill usó una cita del mismo como
epígrafe para Sobre la libertad (1859). En
Alemania el desarrollo político del liberalismo
llegó a su término en los años setenta del siglo
XIX, cuando con Bismarck se regresó al
proteccionismo y se implantaron políticas estatales
de corte benefactor. En la Europa católica —
Francia, Italia y España—, la suerte del
liberalismo se vio atada al nacionalismo en sus
diversas formas y, pese a éxitos ocasionales, los
movimientos liberales en estos países fracasaron
en su intento de establecer una armazón
constitucional para la protección de la libertad.
Vista en conjunto, sin embargo, Europa en el
siglo XIX fue liberal y mantuvo ese orden hasta la
Primera Guerra Mundial; la inexistencia de control
de pasaportes, excepto en Turquía y Rusia,
representó la libertad de migración y otras
libertades básicas de un sistema individualista, y
no se abandonaron, ni siquiera en los casos en que
sobrevino la implantación de políticas
proteccionistas y benefactoras, los elementos
centrales del gobierno de la ley. Fue la Primera
Guerra la que, casi de la noche a la mañana, hizo
brotar tendencias no liberales que se venían
desarrollando en el pensamiento y la práctica de
las últimas décadas del siglo anterior. A. J. P.
Taylor captó brillantemente, una vez más, lo que la
Primera Guerra significó para la experiencia
inglesa:

Todo esto [la libertad de los ingleses] se vio


modificado por el impacto de la Gran Guerra. Las
masas se convirtieron, por primera vez, en ciudadanos
activos. Sus vidas estaban siendo condicionadas por
órdenes superiores: se les requería para servir al
Estado, en lugar de poder dedicarse sólo a sus propios
asuntos. Cinco millones de hombres ingresaron a las
fuerzas armadas, y muchos de ellos (si bien la minoría)
lo hicieron bajo presión. Por orden gubernamental se
limitó la comida de los ingleses y se modificó su
calidad. Se restringió su libertad de movimiento; se
reglamentaron sus condiciones de trabajo. Algunas
industrias se redujeron o se cerraron, y otras se
impulsaron artificialmente. Se reprimió la publicación
de opiniones. Se disminuyó la intensidad de las luces de
la calle y se intervino en el ejercicio de la sagrada
libertad de beber: las horas autorizadas se redujeron y,
por mandato superior, la cerveza se adulteró con agua.
La hora misma en los relojes se modificó; por decreto
parlamentario, a partir de 1916 cada inglés tuvo que
levantarse en verano una hora más temprano de lo que
hubiera hecho en otras circunstancias. El Estado
estableció un control sobre sus ciudadanos que, aunque
relajado en tiempos de pa2, jamás volvería a
desaparecer y que la Segunda Guerra Mundial
intensificaría de nuevo. La historia de los ciudadanos
ingleses y la del Estado inglés se fusionó por primera
vez[32].
Si en las últimas décadas del siglo XIX hubo
signos de una creciente falta de liberalismo, la
Primera Guerra Mundial significó un derrumbe del
orden liberal e inició una era de guerras y tiranías.
Movimientos nacionalistas, por lo general con
pocos elementos liberales, brotaron por todas
partes a partir del colapso de los viejos imperios,
y en Alemania y Rusia subieron al poder
regímenes socialistas totalitarios que infligieron
agravios colosales a sus propias poblaciones y
extinguieron la libertad en la mayor parte del
mundo civilizado. En la Inglaterra de la
entreguerra, J. M. Keynes, Beveridge y otros
liberales revisionistas, intentaron encontrar un
punto medio entre el viejo orden capitalista y los
nuevos ideales socialistas, pero la opinión
intelectual estaba ampliamente dominada por
doctrinas marxistas que presentaban la época
liberal sólo como una etapa en el desarrollo global
hacia el socialismo. En los años treinta, en efecto,
pocos eran los líderes intelectuales que no se
consideraban a sí mismos críticos u oponentes del
liberalismo. Los pocos pensadores liberales
clásicos que mantuvieron sus ideales, como sir
Ernest Benn[33] en Inglaterra, escribieron sobre la
declinación de la libertad en tono elegiaco. Al
estallar la Segunda Guerra Mundial, todo parecía
indicar que el ideal liberal había llegado
finalmente a su término, mientras que el futuro
aguardaba con formas de estatismo más o menos
bárbaras.
5. El resurgimiento del
liberalismo clásico
El impacto de la Segunda Guerra Mundial produjo
por doquier una ampliación en el ámbito y la
intensidad de la actividad estatal. En Gran
Bretaña, el Plan Beveridge para la implantación
de una economía mixta tiene una clara influencia
socialista, mientras que en los Estados Unidos, su
participación en la guerra afianzó las tendencias
dirigistas del New Deal de Roosevelt. En Europa,
el resultado político de la guerra fue el
confinamiento de Europa central y oriental a la
esfera de influencia del sistema totalitario
soviético, así como el ascenso al poder de
gobiernos socialistas en gran parte del resto de
Europa, incluyendo Gran Bretaña. Ahí donde la
opinión política no era franca y explícitamente
socialista, reinaba el consenso general de que el
futuro se encontraba en el Estado rector y una
economía, no de mercado libre, sino mixta y
dirigida por el Estado. El éxito relativo de la
planificación de guerra convenció a la mayoría de
los líderes de que las mismas técnicas podrían y
deberían usarse para promover el pleno empleo en
un contexto de rápido crecimiento económico, y
pareció otorgar la autoridad de la experiencia
práctica a las especulaciones económicas de J. M.
Keynes. Era evidente que si la catástrofe de la
Primera Guerra había dañado seriamente el
liberalismo clásico, la Segunda se había
encargado de aniquilarlo por completo.
Sin embargo, aun durante la Segunda Guerra
Mundial y los años inmediatos que la sucedieron
se efectuaron importantes contribuciones a la vida
intelectual de pensadores cuya lealtad se mantuvo
al lado del liberalismo clásico, más que al del
revisionista o moderno. Destaca especialmente el
trabajo de F. A. Hayek, El camino a la
servidumbre (1944). La tesis de Hayek fue
intrépida y sorprendente, contraria a toda opinión
progresista, dada su argumentación de que las
raíces del nazismo se encontraban en el
pensamiento y la práctica socialistas. Más aún,
Hayek advirtió que la adopción de políticas
socialistas en las naciones occidentales traería
consigo, a largo plazo, la némesis totalitaria. Un
futuro tolerable para la civilización occidental
exigía que se renunciara a los ideales socialistas y
que la senda abandonada del liberalismo clásico
—la senda hacia un gobierno limitado por la
regulación de la ley— se transitara de nuevo.
Mientras que la tesis de Hayek fue ignorada y
ridiculizada en el mundo de habla inglesa, fue
importante en Alemania, en cuanto añadió fuerza a
la corriente de pensamiento neoliberal que hizo
posible la repentina abolición de controles
económicos, con lo que se logró el milagro
económico de la posguerra. Asimismo, Hayek tuvo
una importancia crucial en la formación de la
Sociedad Mont Pelerin, que mantuvo vivos los
ideales liberales clásicos durante las décadas de
posguerra en las que fueron abandonados o
desdeñados por anacrónicos.
Los años de la posguerra produjeron algunas
otras aportaciones memorables a la perspectiva
liberal. La sociedad abierta y sus enemigos
(1945), de Karl Popper, argumentaba que la
tradición intelectual occidental se oponía en gran
parte la civilización liberal, en la medida en que
las perspectivas filosóficas dominantes
auspiciaban un enfoque autoritario en la teoría del
conocimiento. Al contrario de las filosofías de
Platón, Aristóteles, Hegel y los empiristas
británicos, Popper postuló una concepción del
conocimiento humano sin otro fundamento que no
fuera su crecimiento a través de la crítica y
falsación de teorías y conjeturas. En la vida
política, el camino de la razón debía buscarse en
la reforma gradual de las instituciones sociales,
más que en una transformación total de la vida
social, tal como lo habían concebido Marx y otros
socialistas utópicos. El libro de Popper tuvo una
gran influencia fuera de la filosofía académica, y
atrajo a políticos como sir Edward Boyle en Gran
Bretaña y Helmut Schmidt en Alemania, por su
carácter afirmativo de los fundamentos
epistemológicos y morales del liberalismo.
En la década de los cincuenta, J. L. Talmon
esgrimió una poderosa crítica a la teoría
democrática en Orígenes de la democracia
totalitaria (1952), y sir Isaiah Berlin, en su libro
Dos conceptos de libertad (1958), ofreció una
afirmación modélica de la visión liberal. La
disertación de Berlin, y el subsiguiente libro,
fueron quizá menos significativos como defensa de
la idea de libertad, vista como no interferencia,
que en su fundamentación del valor de la libertad
en el conflicto de valores propio del quehacer
humano. Su tesis fue que la experiencia humana es
prueba de la existencia de una diversidad de
valores en conflicto, para los que no existe ningún
criterio decisivo de elección. El valor de la
elección, y por lo tanto de la libertad humana,
deriva precisamente de este pluralismo radical de
valores[34]. Así como proporcionó una
reformulación oportuna de la perspectiva liberal,
en su obra Dos conceptos de libertad hizo una
valiosa contribución a la tradición intelectual
liberal, al vincular el valor de la libertad con la
realidad del conflicto moral.
Los veinticinco años que siguieron a la
Segunda Guerra Mundial se han caracterizado
comúnmente como el periodo del consenso
keynesiano. Al escenario de destrucción acarreado
por la guerra siguieron dos décadas de rápido
crecimiento económico, de manera particular en
las naciones derrotadas en el conflicto: Alemania
y Japón, permitido por la reconfiguración radical
de instituciones y partidos políticos en el periodo
de posguerra. En este periodo de prosperidad,
aparentemente imperturbable, resultaba difícil
encontrar alguna voz disidente. En 1960, F. A.
Hayek, quien más que ningún otro fue responsable
del resurgimiento del liberalismo clásico en el
periodo de la posguerra, publicó su obra maestra,
La constitución de la libertad. Sin duda la
exposición más profunda y notable de este siglo
sobre la libertad, el libro no obtuvo el
reconocimiento que merecía, sino hasta finales de
los años setenta[35], y sus críticas de las
concepciones liberales revisionistas sobre la
justicia social y el bienestar cayeron en oídos
sordos.
Además de sus contribuciones a la filosofía
política, el trabajo de Hayek es importante en
cuanto que reconstruye las ideas centrales de la
Escuela Austríaca de Economía, que llegaron a
dominar la vida intelectual de la Escuela de
Economía de Londres cuando ésta fue dirigida por
Hayek y Lionel Robbins en los años treinta.
Sirviéndose del trabajo de Carl Menger (1840-
1921), fundador de la Escuela Austríaca de
Economía, y de las ideas de su maestro, F. von
Wieser (1851-1929), Hayek elaboró una teoría
económica que conservó las reflexiones centrales
de los economistas clásicos, corrigiendo, sin
embargo, sus más importantes errores. En
contraste con los economistas clásicos, el sistema
neoaustriaco de Hayek repudiaba cualquier teoría
objetiva del valor. Desde la óptica subjetivista de
Hayek, el valor económico —el valor de un bien o
de un recurso— lo confieren las preferencias y
valoración que hacen los individuos del mismo, y
no alguna de sus propiedades objetivas (tales
como su constitución física o la cantidad de
trabajo humano que se requiere para hacerlo
posible). La metodología subjetivista de Hayek en
economía lo condujo a rechazar la idea de un
equilibrio general, del tipo sustentado por los
escritores neoclásicos, así como a cuestionar la
validez de la macroeconomía (el estudio de
sistemas o modelos de economía global). La teoría
macroeconómica —tal como se desprende del
contemporáneo de Hayek, J. M. Keynes— conduce
fácilmente al error de conferir a las ficciones
estadísticas un papel causal que no tienen en el
mundo real. La perspectiva microeconómica de
Hayek y la metodología subjetiva e individualista
que la sustentaba no se vieron favorecidas durante
la Segunda Guerra Mundial y el largo periodo de
expansión de la posguerra, época en la que las
ideas de Keynes parecían estar justificadas.
Sólo después de la desintegración del
paradigma keynesiano, a finales de los años
setenta, fue cuando un público más vasto volvió a
dirigir la mirada a las teorías y reflexiones de la
Escuela Austriaca, si bien Ludwig von Mises,
Murray Rothbard e Israel Kirzner, en los Estados
Unidos, realizaron notables reformulaciones de las
mismas. La principal reflexión de esta escuela, en
referencia a las circunstancias recesionistas de
mediados de los años setenta, fue que las políticas
monetarias inflacionarias, al modificar el clima de
las expectativas entre los dirigentes, estaban
destinadas al fracaso en el largo plazo.
El estímulo a la economía producido por la
expansión monetaria sería eficaz sólo en la medida
en que no fuera algo esperado. Una vez que la
política inflacionaria se diera por hecho,
fracasaría necesariamente en su intento de tener un
efecto expansionista sobre la economía, sobre todo
en el nivel de empleo, como era su objetivo. Al
contrario de los keynesianos, y también de los
teóricos de la Escuela de Chicago (como Milton
Friedman), que proponían el control monetario
como el medio para alcanzar un crecimiento
estable, los austriacos sostenían que la causa
principal del estancamiento de finales de los años
setenta era la falta de paridad en los precios
relativos, inducida por la intervención del
gobierno. Rechazada en los años treinta e ignorada
durante los treinta años que siguieron a la Segunda
Guerra Mundial, esta perspectiva empezó a ser
vista como una postura cuya adopción era cada vez
más apremiante. De manera significativa, si bien la
Escuela Austríaca se desviaba en aspectos
fundamentales de los supuestos teóricos del
pensamiento económico clásico, las implicaciones
políticas del análisis austríaco[36] respecto del
colapso económico, la depresión de los años
treinta o de los setenta, son esencialmente las
mismas recomendaciones de los economistas
clásicos: retirada gubernamental de la economía y
disminución de las prácticas restrictivas en las
fronteras[37].
Los comienzos de los setenta presenciaron un
resurgimiento extraordinario de las ideas liberales
en la filosofía política. John Rawls, en Teoría de
la justicia (1971), desarrolló una concepción
liberal de la organización social que, pese a su
orientación igualitaria, tiene muchos vínculos con
la preocupación liberal clásica por la prioridad de
la libertad individual dentro de un orden
constitucional gobernado por la ley. En Anarquía,
Estado y utopía (1974), Robert Nozick, al criticar
de manera incidental la teoría de la justicia de
Rawls, desarrolló una poderosa defensa del
Estado mínimo, el estrictamente necesario, que
tuvo un impacto masivo en la opinión intelectual,
legitimando entre los filósofos contemporáneos las
ideas liberales clásicas. El trabajo de Nozick tuvo
una importancia particular al recuperar para la
tradición liberal la visión utópica que
prácticamente todos los liberales, con excepción
de Hayek[38], habían rechazado por considerarla
incompatible con el pluralismo exigido por el
ideal liberal. En lugar de repudiar la utopía,
Nozick propuso que las instituciones del Estado
mínimo fueran vistas como la armazón de la
metautopía liberal: un orden político donde los
individuos podrían intentar en conjunto la
realización práctica de sus diversos y múltiples
proyectos utópicos. Asimismo, el trabajo de
Nozick fue importante como medio para subrayar
la conexión entre la defensa de la libertad
económica y el valor de las libertades personales
de índole no económica: libertad de expresión y
de modo de vida, por ejemplo. En este sentido, la
reformulación que hace Nozick del liberalismo
clásico contrasta agudamente con la defensa
conservadora del libre mercado, que por mucho
tiempo ha sido tradición en la derecha americana.
A mediados de la década de los setenta, la
importancia del resurgimiento de la teoría
económica clásica fue objeto de reconocimiento
público al otorgarse el Premio Nobel a Hayek y
Friedman. Pocos años después, sus ideas y
proposiciones tuvieron una aceptación
generalizada, y llegaron a ser citadas por figuras
políticas como Margaret Thatcher y Ronald
Reagan, y percibirse por los amigos del
liberalismo, tanto como por sus enemigos, como
poseedoras de una importancia política real. Por
supuesto, el que la asociación entre la retórica y
las ideas liberales clásicas y el conservadurismo
de mercado libre de finales de los años setenta y
principios de los ochenta contribuya al
fortalecimiento y al resurgimiento liberal clásico,
es algo cuestionable. La conjunción del
conservadurismo de mercado libre con políticas
no liberales en el área de las libertades civiles y
personales[39], y el posible fracaso de los intentos
parciales e inconsistentes por restaurar los
mercados libres y procurar el crecimiento que
exige el público democrático, parecen sugerir que
la fuerza política del liberalismo clásico puede
tener una corta vida.
Es poco probable que la presencia intelectual
del liberalismo clásico se disipe tan fácilmente.
Sus preocupaciones son las de la época: excesivo
crecimiento del gobierno, con todos los peligros
que ello entraña para la libertad, y control político
en manos de intereses rivales cuyas maquinaciones
perjudican el interés público y en muchas áreas
del pensamiento ha producido una literatura de
primer orden. En los escritos de Hayek, el trabajo
de la Escuela de la Elección Pública, y
especialmente en los escritos de James
Buchanan[40], es posible encontrar una
investigación de las condiciones del gobierno
constitucional tan profunda como cualquiera de las
que hayan podido realizar los economistas
políticos del siglo XVIII. En la fundamental
contribución que hizo Buchanan a la Escuela de la
Elección Pública, la perspectiva metodológica de
la teoría económica austríaca se extiende a las
actividades de los estados, las burocracias y los
políticos, y el fenómeno del fracaso del gobierno
—su incapacidad para proporcionar bienes
públicos— se explica convincentemente. En sus
dimensiones normativa o prescriptiva, el trabajo
de Buchanan es de vital importancia para el
desarrollo de una argumentación favorable a un
nuevo contrato constitucional, al que incluso los
liberales más clásicos tendrían que dirigir su
atención. Sólo revisando las reglas
constitucionales fundamentales, argumenta
Buchanan, es posible evitar que el gobierno sea
dominado por intereses particulares y lograr que
las funciones clásicas del Estado liberal se
cumplan realmente. Al igual que en Hayek, la obra
de Buchanan comparte las preocupaciones y
alcanza la distinción intelectual de los grandes
economistas políticos clásicos.
Segunda parte:
FILOSOFÍA
6. En busca de
fundamentos
Desde su aparición como una corriente definida de
pensamiento y práctica en la Europa moderna
temprana, el liberalismo ha manifestado siempre
una inquietud por encontrar sus propios
fundamentos. Como un movimiento dirigido a
desafiar muchas de las tradiciones de las
sociedades que lo vieron nacer, el liberalismo no
podía contentarse con una imagen que sólo se
representara como un episodio en la aventura de la
modernidad. Todos los grandes teóricos liberales
han buscado un fundamento potencialmente
universal y no limitado, para su compromiso con
la libertad individual. Los propios liberales han
contemplado sus exigencias como propias de toda
la humanidad, y no sólo de intereses sectoriales o
de un solo círculo cultural. Por esto, la
justificación del liberalismo debe ser prioritaria
para todos los hombres, y no sólo para los pocos
que viven en sociedades individualistas. ¿Cómo
buscaron los pensadores liberales los fundamentos
de su compromiso liberal?
Aunque muchos escritores liberales recurren a
más de un argumento para apoyar sus principios de
igual libertad y de un gobierno limitado por la ley,
resulta útil distinguir, dentro de la tradición
intelectual liberal, tres corrientes principales de
fundamentación. La primera de éstas es la doctrina
de los derechos naturales, expuesta en su forma
clásica por John Locke e invocada en nuestros
tiempos por Robert Nozick. De acuerdo con esta
teoría, es una verdad moral fundamental que los
seres humanos pueden hacer peticiones de justicia,
válidas y fundadas, ya sea en contra de otro, de la
sociedad o del gobierno. Los seres humanos
poseen los derechos morales, en virtud de los
cuales pueden formular tales exigencias no como
miembros de alguna comunidad moral específica o
como seres sujetos a algún orden legal positivo,
sino simplemente en razón de su naturaleza
humana. Consecuentemente, los derechos naturales
atribuibles a los seres humanos son naturales, en el
sentido de que son preconvencionales, moralmente
anteriores a cualquier institución social o arreglo
contractual, y son también naturales en el sentido
de que se fundan en la naturaleza de los seres que
los poseen. Explícitamente en Locke, e
implícitamente en todos los teóricos de los
derechos naturales, las exigencias acerca de los
derechos naturales presuponen exigencias más
profundas acerca de la ley natural. Por ley natural
se entiende aquí la idea que afirma la existencia de
ciertas necesidades morales, ciertos principios de
conducta recta que fluyen directamente de un bien
humano que es posible identificar. Así, la matriz
de cualquier teoría de los derechos naturales se
explica en función de la ley natural. En efecto, en
ausencia de ésta, las teorías de los derechos
naturales no son por completo coherentes ni
defendibles en última instancia: los derechos que
origina son letra muerta al carecer de un entorno
que pueda darles sentido y vida.
Las dificultades que implica, hoy día, la
formulación de una teoría plausible de los
derechos naturales son enormes y probablemente
insuperables. En parte, estas dificultades se
relacionan con la comprensión de la ley natural en
un escenario moderno de ideas que excluya a la
teleología natural. Mientras que en Locke la ley
natural se sustenta en la voluntad divina, de la cual
deriva su moral, Aristóteles sostiene su teoría
moral en una biología metafísica que depende, en
último caso, de una concepción mística de la
naturaleza como un sistema que tiende a la
perfección. Tal parece que hay poco lugar para las
ideas aristotélicas y lockeanas sobre las causas
finales, o los fines naturales, en una visión del
mundo científica y moderna que ha expulsado de
su seno a la teleología donde las pruebas del
propósito en la naturaleza no han conseguido una
explicación mecanicista. Tal como Spinoza lo
percibió, hemos quedado con las cosas y los
hombres en toda su calidoscópica diversidad y
particularidad, tras abandonar la metafísica de las
causas finales y, junto con ella, la idea de la
naturaleza como parte de un sistema teleológico.
Esto significa, en suma, que la concepción de la
ley natural requerida para fundamentar una teoría
de los derechos naturales es incompatible con el
empirismo moderno. Como se sugerirá más
adelante, es posible que alguna versión atenuada o
atemperada de la doctrina de la ley natural pueda
tener una equivalencia empírica, pero el contenido
de una teoría así reducida será excluyente, más que
positivo, y establecerá los límites de lo que sea
una moralidad viable en lugar de seleccionar una
moralidad específica. Alasdair Maclntyre acepta
esta conclusión de manera velada cuando, después
de señalar que «cualquier explicación teleológica
adecuada debe proporcionarnos una explicación
clara y defendible del telos, y que cualquier
explicación aristotélica adecuada debe suministrar
una explicación teleológica que pueda reemplazara
la biología metafísica de Aristóteles», procede a
conceder un reconocimiento total al escepticismo
moderno con la afirmación de que «la buena vida
para el hombre es la vida dedicada a buscar la
buena vida para los hombres»[41].
Existen otras objeciones, no menos
perjudiciales, a cualquier esfuerzo de fundamentar
una moralidad específica, personal o política,
basada en las exigencias de la naturaleza humana.
De acuerdo con teóricos contemporáneos de los
derechos naturales[42], tales derechos encarnan las
condiciones necesarias para el florecimiento del
hombre como la criatura característica que es:
discernimos el contenido de estos derechos al
considerar los rasgos distintivos de la especie
humana y las circunstancias en las que estas
características o aptitudes pueden realizarse
mejor. Sobre todo, tal como Bernard Williams
observa:
El seleccionar la característica a la que se le adjudica
este papel, tal como la racionalidad o la creatividad, ya
implica cierta evaluación. Si uno abordara, sin
prejuicios, la búsqueda de las características que
diferencian al hombre de otros animales, uno podría
muy bien, con base en estos principios, llegar a una
moralidad que exhortara a los hombres a dedicar el
mayor tiempo posible a hacer fuego, a desarrollar
alguna característica física particularmente humana, a
tener relaciones sexuales sin importar la estación del
año, a deteriorar el medio ambiente, romper el
equilibrio de la naturaleza o destruir cosas por simple
diversión.

Además de la arbitrariedad de los juicios


morales en que incurre cualquier selección de la
principal característica del hombre, existe también
(tal como Williams añade) la ambigüedad moral
de muchas características humanas. La
imaginación y la sensibilidad pueden tener su
expresión en una crueldad sofisticada, tal como la
valentía puede encontrarse en algunas causas
perversas. Williams concluye acertadamente: «Si
ofrecemos como el imperativo moral supremo
aquel viejo clamor: “¡Sé un hombre!”, resulta
terrible pensar en las muchas maneras en que éste
podría ejecutarse literalmente».
Estas dificultades de la doctrina de la ley
natural pueden ilustrarse mejor por medio de un
experimento mental. Supongamos que nos
encontramos en una situación (en la que muy bien
podremos encontrarnos en un futuro no tan lejano,
dadas las posibilidades de la ingeniería genética)
de poder alterar la esencia o naturaleza del
hombre. ¿Cómo podría ayudarnos, en este caso, la
ética de la ley natural sobre las aptitudes que
distinguen al hombre? Podríamos negarnos a
alterar la naturaleza humana, y sería lo más
sensato, pero difícilmente podríamos aducir como
razón que la naturaleza humana, tal como es,
encame la perfección moral. Si éste no es el caso,
y pocos se atreverían a declarar lo contrario,
entonces debemos escoger qué aptitudes humanas
habría que fomentar, y cuáles habría que reprimir o
moldear. No hay ética que, recurriendo a la sola
idea de la realización de las aptitudes humanas
distintivas, pueda ayudarnos en una elección tan
radical como «¿cuál es la esencia que deberá tener
el hombre?». Este experimento es sólo una
metáfora dramática del tipo de decisiones que en
ocasiones debe tomar el hombre, como individuo y
como sociedad. El conflicto que se experimenta al
hacer elecciones tan radicales tiene su origen en el
hecho de que las virtudes que expresan las
aptitudes humanas distintivas son, con frecuencia,
incompatibles e incombinables. Así, una
excelencia desaloja otra; la vida es corta, y la
elección de una forma de vida implica con
frecuencia una amputación deliberada de alguna
parte de la naturaleza humana. Tal como Stuart
Hampshire ha sostenido[43]:

Es notable que Aristóteles no dé ninguna razón


convincente de por qué debe haber, como objeto de
necesidad conceptual, algo que sea identificable a
priori como la mejor forma de vida para un hombre.
Aristóteles argumenta que tal norma debe existir y debe
poder ser descubierta, ya que de otra manera nuestros
deseos serían vanos y estarían vacíos, y nuestro
razonamiento en apoyo de cualquier juicio sobre la
bondad de esto o aquello jamás sería concluyente. La
norma fácilmente puede ser descubierta a priori: la
forma de vida estándar y normal debe ser tal que
represente el desarrollo perfecto de las potencialidades
humanas, de la manera como el ciclo de vida de una
especie de planta es la realización de las
potencialidades esenciales de dicha especie. Sólo
necesitamos inspeccionar el concepto de alma humana
a fin de extraer el perfil básico del tipo de vida, del
sistema de actividades que constituyen la norma para un
ser viviente inteligente; la capacidad secundaria del
filósofo moral es la de llenar este contorno con
detalles y una ilustración concreta. Si la forma de vida
estándar, la mejor forma de vida, es la expresión plena
de las potencialidades específicas de los seres
humanos, como debe ser en la filosofía de Aristóteles,
de ello se desprende entonces qué se trata de la forma
de vida que quiere un hombre bueno. Y un hombre
bueno es simplemente un hombre que posee, de forma
evidente y lo manifiesta en acción, las potencialidades
que, vistas en su conjunto, distinguen a los seres
humanos de otras criaturas. Es así como el círculo se
cierra convenientemente.
Pero el círculo tiene algunos arcos notoriamente
dudosos. No podemos suponer que debe haber una
forma de vida, llamada «la buena para el hombre»,
identificable a priori, sólo porque la condición de
resolución en el razonamiento práctico es que exista tal
norma. Tampoco podemos argumentar que nuestros
deseos e intereses estén vacíos o sean ininteligibles
sólo porque el desear o el estar interesados en algo no
siempre parece ser un caso de desear o estar
interesados en alguna cosa final, única y completa. El
que los fines de la acción deban plantearse en forma
conjugada, y deban permitir conflictos que no siempre
pueden solucionarse mediante un criterio superador, lo
que ya de por sí es bastante definido como para contar
como un criterio, no es en sí una sugerencia
ininteligible. Admitir una pluralidad irreductible de los
fines es admitir un límite al razonamiento práctico, y es
admitir que algunas decisiones sustanciales no podrán
ser explicadas y justificadas como las decisiones
correctas mediante ningún cálculo racional. Esta es una
posibilidad que no puede excluirse conceptualmente,
aun cuando haga de la satisfacción de la reconstrucción
teórica de los diferentes usos de «bueno», como un
término que sirva para fijar metas, algo imposible.

Esta última consideración —el que los


diversos componentes del desarrollo humano con
frecuencia puedan encontrarse en situación de
conflicto mutuo irreductible— me parece a mí
decisiva en contra de cualquier proyecto de
revivir una ética de la ley natural.
Hasta aquí no he tocado algunas cuestiones
sobre cómo las teorías de los derechos naturales
afrontan circunstancias de catástrofe moral o de
urgencia práctica, ni he abordado tampoco la
posibilidad de conflictos dentro del sistema de
derechos naturales. Constituye, en general, un
problema de todas las teorías de derechos
naturales, si especifican un solo derecho natural
básico —la libertad, la propiedad, o cualquier
otro—, y en ese caso, cómo explican otras
importantes exigencias morales. Alternativamente,
si es una pluralidad de derechos naturales la que
se acepta, surgiría la pregunta de si estos derechos
pueden entrar en conflicto unos con otros y, en
caso afirmativo, cómo podría resolverse. Los
escritos de Locke no ofrecen un tratamiento
satisfactorio de estos puntos, y siguen inquietando
a los teóricos liberales de nuestro tiempo. Los
intentos recientes para especificar un conjunto de
derechos compatibles o libres de conflicto[44] han
tenido éxito sólo en un nivel formal, ya que no han
conseguido dar un contenido adecuado a los
mismos. Una vez que se reconoce un conflicto en
el sistema de derechos, o del sistema mismo de
derechos, parece difícil evitar el equilibrio
pluralista de exigencias que la ética de la ley
natural busca excluir. Este tipo de conflicto moral
no puede descartarse, una vez que se acepta que
los elementos del bienestar humano son complejos
y que en ocasiones entran en conflicto, de forma
que el énfasis en el ejercicio de elegir, digamos,
puede entrar en conflicto con la búsqueda de paz o
seguridad.
Nada de esto pretende sugerir que no sea
defendible algo semejante al contenido mínimo de
la ley natural, tal como ha quedado teorizado en
los escritos de H. L. A. Hart y Stuart
Hampshire[45]. Al menos resulta plausible
considerar algunas limitaciones morales como
elemento constitutivo de cualquier comunidad
humana viable —si bien el concepto de viabilidad
que aquí se maneja necesariamente es un concepto
abierto, determinado sólo en parte—. Es una
concepción similar a las necesidades naturales de
la vida social, la que David Hume invoca cuando
fundamente sus leyes de la naturaleza humana en
los hechos contingentes, pero inalterables, de la
escasez y limitación de la benevolencia humana.
Esta enunciación más empírica de lo que sería, por
lo menos en su mínima expresión, un enfoque de la
ley natural, excluiría sin duda algunas sociedades
y sus valores morales —las del comunismo
marxista o el nacionalsocialismo—, lo que no
significa que la sociedad o la moral liberal sean
las únicas posibles de elegir. Por ello, no existe
ningún camino directo que nos conduzca de una
teoría de la naturaleza humana a la superioridad de
la sociedad liberal.
Un enfoque alternativo a la justificación de los
derechos liberales se encuentra en la filosofía de
Kant, quien busca evitar cualquier recurso a la
naturaleza o bondad humana. En parte, Kant
argumenta que conceptualizar a los seres humanos
como portadores naturales de derechos de libertad
y justicia es una presunción de nuestra concepción
de ellos como fines en sí mismos y no como
simples medios para los fines de otros. Este es un
argumento trascendental que parte de nuestras
formas regulares de pensamiento y práctica
morales, para llegar a principios que hagan
posible la vida moral. Además, Kant parece haber
supuesto que sólo un principio que confiera la
máxima e igual libertad a los seres humanos —el
principio clásico del liberalismo— satisfaría la
exigencia de universalidad que impone el
imperativo categórico. Una sociedad liberal es, en
efecto, el único orden social aceptable para las
personas que se conciben a sí mismas como
agentes racionales autónomos y fines en sí mismas.
Puede dudarse que los argumentos de Kant tengan
éxito en justificar los principios liberales. Dado
que son, de hecho, puramente formales y apelan
sólo a las presuposiciones del razonamiento
práctico, resulta razonable suponer que tendrían un
alcance menor en la fundamentación de los
principios substantivos que el que Kant (o los
kantianos subsiguientes) hubieran esperado. En la
medida en que el argumento de Kant se vale
subrepticiamente de supuestos antropológicos, este
filósofo se desvía de su propio método de
justificación en el campo de la ética. Aun cuando
tales desviaciones puedan tolerarse, resulta muy
dudoso que el programa de Kant tenga éxito. La
concepción de nosotros mismos como agentes
racionales autónomos, autores de nuestros propios
valores, lleva consigo evidentemente las marcas
de la modernidad y de la individualidad europeas
y carece de universalidad como una imagen de
vida moral. En el caso mismo de Kant, la idea de
autonomía arrastra pesadamente una concepción
metafísica del concepto nouménico del yo, que es
claramente reconocible como la sombra
enflaquecida del alma inmortal de las tradiciones
cristianas. Una vez que la metafísica del yo de
Kant se abandona, no queda ya nada en su
argumento que pueda favorecer los principios
liberales como los únicos adecuados para los
seres humanos.
La fuerza moral de las teorías de los derechos
humanos en el siglo XVII era la de resistir las
doctrinas del absolutismo monárquico y el régimen
patriarcal. En el siglo XX, su fuerza primordial es
la de combatir, por un lado, el relativismo moral, y
por el otro, el utilitarismo. En la actualidad,
muchos teóricos liberales de los derechos están
preocupados por establecer una clara distinción
por un lado entre las consideraciones
deontológicas, especificadas en exigencias de
derechos, y las consideraciones teleológicas o
agregativas, especificadas en argumentos que
parten del bienestar, por otro. Esta nítida
distinción fue ajena a la tradición liberal en la
Europa continental hasta que la obra de Kant se
hizo influyente, y su importancia en el pensamiento
liberal británico se manifestó sólo después de que
Bentham hubiera convertido la apreciación moral
utilitaria en un sistema de ideas cerrado. En la
escuela escocesa los argumentos utilitarios acerca
del bienestar general se usan para apoyar
exigencias acerca de la justicia, y no se admite una
incompatibilidad necesaria entre las exigencias
deontológicas y las morales teleológicas. El
intento de John Stuart Mill, en Sobre la libertad,
de fundamentar los derechos morales en una teoría
utilitaria se juzga, por lo general, frustrado. El
argumento tradicional contra Mill es que, a menos
que se suponga que la protección de la libertad y
el fomento del bienestar general no son nunca fines
contradictorios, suposición sólo plausible en un
contexto teísta de la clase que aceptan Locke y
Adam Smith, entonces el principio supremo de
utilidad sancionará en ocasiones restricciones de
la libertad que los liberales clásicos (y muchos
otros) no pueden sino considerar injustas. Contra
esto, se ha argumentado que el principio de
utilidad sólo es aplicable a los sistemas sociales
globales y no a actos o reglas específicos, y que si
se llegara a adoptar un utilitarismo indirecto de
esta clase, éste favorecería al sistema liberal de la
máxima e igual libertad sobre todos los demás.
Este es el argumento que he desarrollado en mi
libro, Sobre la libertad de Mill: Una defensa[46].
La argumentación se desarrolla en tres frases. En
la primera se plantea que en Mill el principio de
utilidad es axiológico y no práctico: es un
principio para la evaluación de códigos de reglas
o de sistemas sociales globales, y no uno que los
legisladores o los individuos en particular puedan
invocar para establecer puntos de conducta. Si
manteniendo este enfoque utilitario indirecto el
principio de utilidad no impone obligaciones
morales para maximizar el bienestar, entonces el
aceptar su carácter como principio último de
evaluación puede ser compatible con la
aprobación de máximas no utilitarias para la vida
práctica. En la segunda se plantea que una política
utilitaria directa está condenada al fracaso, por lo
que nos fuerza realmente a adoptar máximas no
utilitarias en la vida práctica. En la tercera fase,
crucial en la argumentación, se pasa del
utilitarismo indirecto al liberalismo, del argumento
general en contra de la maximización del bienestar
como una política que se desprende del principio
de utilidad, pasamos a un argumento específico, el
principio de libertad que de esta manera se
obtiene. El argumento específico de Mill ante este
último planteamiento es en gran parte psicológico:
se trata de apelar al carácter de la individualidad
como un ingrediente necesario de la felicidad
humana. Para Mill, la felicidad es condición para
el éxito de la actividad en la que los individuos
expresan sus naturalezas distintivas. Es como una
de las dimensiones de la autonomía y, por lo tanto,
de la individualidad que la libertad se convierte en
una condición de la felicidad.
El argumento de Mill presenta varias virtudes
reales. Consigue mostrar el lugar de la actividad y
del ejercicio de la elección en la felicidad humana
y, en consecuencia, en el establecimiento de un
vínculo necesario entre felicidad y libertad, que en
la ética utilitaria de Bentham y James Mill se
presenta como un elemento descuidado o sólo
fortuito. Al enriquecer la concepción utilitaria
clásica de felicidad con elementos aristotélicos y
humboldtianos, Mill aminoró la tensión entre el
individualismo moral de la perspectiva liberal y
las implicaciones colectivistas del objetivo
utilitario clásico de bienestar general. Más aún, el
razonamiento utilitario indirecto de Mill demostró
que, en un amplio número de circunstancias, la
adopción de preceptos políticos y morales no
utilitarios podía ser defendida sobre bases
utilitarias. Estos rasgos del trabajo de Mill en
Sobre la libertad acercan más su perspectiva
liberal al liberalismo clásico de la escuela
escocesa. Si Mill consigue mostrar la importancia
de la individualidad como un ingrediente
necesario para el bienestar humano, no logra en
cambio desarrollar nada que pudiera ser un
enfoque satisfactorio de la justicia liberal en
términos utilitarios. En parte, esto se debe a lo
insatisfactorio del principio de libertad que busca
defender. Este principio —que la libertad
individual no puede ser restringida excepto para
evitar un daño a otros— no puede desempeñar el
papel liberal que Mill quiere adjudicarle, en razón
del carácter irremediablemente controvertido del
concepto de daño que incorpora, y porque, aun
cuando el concepto de daño que contiene pudiera
especificarse adecuadamente, el principio seguiría
siendo insuficiente como guía de acción.
Analicemos con más detalle estas fallas radicales
en el trabajo de Mill.
La primera dificultad es lo indeterminado del
concepto de daño en Mill. Al examinar su trabajo,
en ningún momento llega a detectarse una mínima
conciencia de que, dado que el concepto de daño
se emplea en el pensamiento y la práctica
ordinarios, éste entraña juicios morales
sustantivos, por lo que no puede ser neutral entre
posturas morales rivales. Para que el principio de
libertad fuera capaz de arbitrar en casos de
conflicto moral, sería necesario que los
controvertidos valores y juicios implicados en los
usos ordinarios de la noción de daño fueran
ignorados, y que se defendiera con éxito una
concepción de daño que tuviera la característica
de una neutralidad moral. Esta es una tarea que
Mill nunca intenta. Y aun cuando pudiera
conseguirlo, el principio de libertad de Mill
seguiría resultando insatisfactorio. Establece tan
sólo una condición necesaria de limitación
justificada de la libertad, pero nunca aclara
cuándo se justifica restringir la libertad sin la
ayuda del principio supremo de utilidad. Que esto
sea así es inevitable, dado el compromiso
utilitario de Mill y la forma en que establece su
principio de libertad, pero ello invalida este
último como un principio de justicia liberal. La
protección que el principio de libertad de Mill
ofrece a la libertad individual será absoluta sólo
en tanto que las acciones no dañen los intereses de
otros. Cuando haya un daño o un riesgo de daño
hacia otro, la restricción de la libertad se justifica
en principio —y en última instancia puede
justificarse si el cálculo de las utilidades muestra
que tal restricción fomenta el bienestar general—.
Más aún, y de manera crucial, no hay nada en el
principio de Mill que requiera que la distribución
resultante de libertad y límites a la libertad sea
equitativa. En muchos casos es posible evitar el
daño y fomentar el bienestar restringiendo la
libertad e imponiendo cargas desiguales y no
equitativas a diferentes grupos sociales. A fin de
evitar este resultado, el principio de Mill
requeriría ser complementado con un principio de
equidad o justicia —en otras palabras, un
principio que compitiera con la preocupación
utilitaria por el bienestar general—. Aunque Mill
puede haber tenido éxito en derivar el principio de
libertad del de utilidad, parece claro que un
principio de equidad que regulara la distribución
de la libertad, ocasionalmente estaría en conflicto
con el fomento del bienestar general. Un principio
así, que garantizara la equidad en la distribución
de la libertad, parece indispensable para cualquier
teoría de justicia liberal genuina, e insostenible en
términos utilitarios. En vista de que el proyecto de
Mill era el de reconciliar la preocupación
utilitaria por el bienestar general con la
preocupación liberal acerca de la prioridad y una
distribución equitativa de la libertad, dicho
proyecto estaba destinado al fracaso, ya que es
altamente improbable que una política utilitaria de
prevención del daño respetara, en toda ocasión,
las constricciones a la equidad en la consecuente
distribución de límites a la libertad.
En parte, el fracaso del proyecto de Mill ha
sido una motivación central en el resurgimiento
reciente de enfoques contractualistas en la
justificación de los principios liberales. El
enfoque contractualista, que se encuentra en su
forma más plausible y sólida en el trabajo de John
Rawls[47], aparta el rudimentario colectivismo
moral de Mill, y abandona la preocupación por el
fomento del bienestar general. El enfoque
contractualista de Rawls es auténticamente
individualista, en una forma en que la ética
utilitaria de Mill no puede serlo, ya que confiere al
individuo en la posición original un veto en contra
de políticas que maximizarían el bienestar general
a costa de limitar la libertad y dañar los intereses
de algunos. (No incluyo en este análisis las
dificultades —que no creo sean solucionabas— a
las que se enfrentará cualquiera que adquiera un
conocimiento lo suficientemente detallado como
para convertirlo en guía de acción de los efectos
utilitarios de diferentes políticas distributivas). La
teoría de la justicia de Rawls, como
imparcialidad, presenta otras decisivas ventajas
frente al enfoque de Mill. El principio de libertad
desarrollado por el método contractualista no es
un principio del daño, como el de Mill, con todas
sus ambigüedades y peligros, sino el principio
liberal clásico de la máxima e igual libertad para
todos, que impone una limitante de justicia a
cualquier política de beneficio social. Es por esta
razón que la teoría de Rawls está más cerca del
liberalismo clásico que la de Mill, ya que si bien
el principio destaca un aspecto deplorable de la
sociedad, al condenar por injusta cualquier
desigualdad que no acarree un beneficio, el primer
principio de la teoría de Rawls —el principio de
la máxima e igual libertad para todos— prohíbe la
distribución injusta de limitaciones a la libertad
que el principio de Mill admite. También es
importante señalar que la redistribución que exige
el principio de diferencia es la única función que
se concede al gobierno además de la protección de
la libertad, mientras que las políticas
perfeccionistas y utilitarias para el fomento del
arte, la ciencia o el bienestar general quedan
excluidas por considerarlas incongruentes con las
exigencias de justicia. El método contractualista,
tal como se aplica en la obra de Rawls, y debido
al individualismo subyacente en la teoría ética,
cuenta con una ventaja intrínseca frente a cualquier
teoría utilitaria como defensa de las libertades
liberales.
Nada de esto intenta sugerir que la teoría
contractualista de Rawls no encierre serias
dificultades. Me queda poco clara la idea de que
el principio de diferencia redistribucional pueda
ser objeto de una derivación contractualista, o que
el principio de la máxima e igual libertad pueda
mantenerse neutral (como Rawls supone) respecto
del sistema económico, ya sea capitalista o
socialista, al que se aplique. Ninguna de estas
dificultades compromete los logros de la teoría de
Rawls en el desarrollo de una defensa
individualista del orden liberal en términos
contractualistas. El trabajo de Rawls se vincula
con el de James Buchanan[48] en la Escuela de la
Elección Pública, en cuanto al intento de
fundamentar las libertades liberales en postulados
morales mínimos y en una concepción
individualista del valor; rechaza tanto la
afirmación espuria de una universalidad racional
de los derechos naturales como las pretensiones
agregativas de la ética utilitaria, y se pregunta en
cambio qué principios constitucionales resultarían
aceptables para los individuos ignorantes de sus
propias concepciones específicas de una buena
vida. El enfoque contractualista, tal como se
ejemplifica de diferentes formas en el trabajo de
Rawls y Buchanan, acepta la diversidad moral de
la modernidad como un hecho fundamental y
buscar construir principios de justicia que
permitan la coexistencia pacífica de tradiciones
morales rivales. La concepción del ser humano
contenida en la teoría contractualista puede variar
mucho: desde una concepción de inspiración
kantiana en Rawls hasta una de derivación
hobbesiana en Buchanan y en el trabajo afín de
David Gauthier[49]; pero un elemento común en
todos los enfoques es el esfuerzo de fundamentar
los principios constitucionales comunes en un
intransigente fundamento ético individualista. Es
justamente en el desarrollo de este método
contractualista donde puede encontrarse la
solución más prometedora a las cuestiones
relativas a los fundamentos del liberalismo.
7. La idea de libertad
¿Existe un concepto de libertad que sea privativo
del liberalismo? Con frecuencia se afirma que el
concepto de libertad empleado por los autores
liberales clásicos es total o predominantemente
negativo, mientras que los liberales revisionistas y
los socialistas invocan una concepción más
positiva. Este punto de vista no es del todo
erróneo, pero puede llevar a conclusiones
equivocadas en tanto que la complejidad de la
distinción entre libertad positiva y negativa no esté
sólidamente comprendida. En su forma más clara y
simple, la distinción es la que señaló Constant —y
que Isaiah Berlin[50] formuló en nuestro tiempo con
insuperable perspicacia— entre no interferencia e
independencia, por una parte, y el derecho a
participar en la toma de decisiones colectivas, por
otra. En este sentido, no cabe duda de que todos
los liberales clásicos fueron exponentes de una
concepción negativa de libertad. Ni Locke, Kant o
Smith, ni siquiera John Stuart
Mill, dudaron de que la libertad individual
pudiera suprimirse en una sociedad en la que todos
los adultos tuvieran derecho de voz para el
gobierno. Al mismo tiempo, la concepción
negativa de libertad no se restringe en sus usos a
los liberales, ya que tanto Bentham como Hobbes,
el primero un cuasiliberal en el mejor de los casos
y el segundo un individualista y autoritario, aunque
ciertamente no un liberal, la emplean en forma
particularmente clara e inflexible. Parece no
existir una relación necesaria entre la adhesión a
una visión negativa de libertad y la adopción de
los principios liberales, si bien la defensa de la
visión positiva se ha visto acompañada con
frecuencia por un rechazo del liberalismo.
Entonces, ¿en qué consiste la visión positiva
de libertad? De acuerdo con Hegel y sus
seguidores, es la visión de que, en sentido estricto,
la libertad individual implica tener la oportunidad
de autorrealizarse (o, quizá, presupone incluso la
consecución de la autorrealización). El contenido
político de la visión positiva es que si
determinados recursos, capacidades o habilidades
son necesarios para que la autorrealización sea
efectivamente alcanzable, entonces el hecho de
contar con estos recursos debe considerarse parte
de la libertad misma. Sobre esta base, los
liberales revisionistas modernos han defendido el
Estado benefactor como una institución que
fortalece la libertad: se sostiene que otorga a los
individuos los recursos necesarios, con lo cual
amplía sus oportunidades de libertad. Estos
liberales revisionistas no son necesariamente
discípulos de Hegel, pero comparten con él la
visión de que la libertad (libertad positiva)
implica más que poseer el derecho legal para
actuar. Significa, ante todo, que cada uno tenga los
recursos y las oportunidades de actuar para hacer
lo mejor con su vida. Con mucha frecuencia estos
liberales revisionistas también han manejado el
supuesto de que la libertad positiva o auténtica
sólo puede alcanzarse en una sociedad armónica o
integrada.
La concepción hegeliana de libertad positiva
ha sido objeto de certeras críticas por parte de
Berlin y otros liberales contemporáneos. En
primer término, señalan que libertad y
autorrealización no son una cosa, sino dos: un
hombre puede elegir libremente sacrificar sus
oportunidades de autorrealización en aras de una
meta que posee mayor valor para él. Además, está
lejos de ser claro lo que implica la
autorrealización en cada caso particular. ¿Quién
puede decir lo que la autorrealización comprende
para cualquier ser humano? Puede ocurrir que, así
como las condiciones para la autorrealización de
un individuo suelen entrar en conflicto con las de
otros hombres, de igual modo estas condiciones
pueden ser conflictivas o competitivas incluso en
una misma persona. Por último, los liberales
clásicos modernos rechazan la versión, hegeliana
de libertad positiva porque, como ha señalado F.
A. Hayek[51], conduce en último término a
establecer una igualdad entre libertad y poder para
actuar; una ecuación contraria al ideal liberal de
igual libertad porque el poder no puede, por
naturaleza, distribuirse por igual. Al parecer, hay
un conflicto insuperable entre la concepción
hegeliana de libertad positiva y los valores
liberales de diversidad e igualdad.
No todas las concepciones de la libertad
positiva son tan demostrablemente opuestas a los
valores liberales como la concepción hegeliana.
Merece la pena recordar que tanto Spinoza como
Kant desarrollaron una visión positiva de libertad
como autonomía o autodeterminación individual en
defensa de la tolerancia y de un gobierno limitado.
Se trata de una visión de libertad no como
autodeterminación colectiva, sino más bien como
autogobierno racional del agente individual; dicha
visión moldea la obra más liberal de Mill, Sobre
la libertad, y tiene raíces en los autores estoicos
de la prehistoria del liberalismo. Esta versión de
la visión positiva parece coincidir por completo
con la temática liberal y haberse asegurado un
sitio dentro de la tradición del liberalismo
intelectual. La variante individualista de la idea
positiva de libertad ilumina otra dimensión de la
distinción entre libertad positiva y negativa. Se
trata de la diferencia entre las concepciones de
libertad que hacen de ella siempre y de manera
exclusiva una relación interpersonal y aquellas
(las concepciones positivas) que dejan abierta la
posibilidad de que la libertad individual quede
constreñida por restricciones internas, así como
por obstáculos sociales. En su forma más
persuasiva, la visión positiva concibe la libertad
como la no restricción de opciones, ya sea por la
obstrucción de otros hombres o por factores
internos del propio agente, tales como debilidad
de la voluntad, fantasías o inhibiciones
irracionales o una socialización acrítica ante las
normas convencionales. La idea de libertad como
no restricción de opciones[52] se relaciona, con la
idea del individuo autónomo —el individuo que no
está regido por otros, sino que se rige a sí mismo
—. La idea del individuo autónomo es central en
la filosofía de Kant, así como en la de Spinoza, y
debe considerarse como una de las nociones clave
de la tradición liberal.
La libertad como autonomía ha sido objeto de
numerosas críticas por parte de los liberales
contemporáneos. Para Berlín[53], implica la
división errónea del yo en dos partes, la superior y
la inferior, la racional y la del deseo, la esencial y
la empírica, y se usa fácilmente como licencia
para el paternalismo y la tiranía. La idea de
autonomía (según John Stuart Mill, por ejemplo)
implica para Hayek[54] representar como amenazas
a la libertad individual las que, en parte, son sus
condiciones: el acatamiento de las normas
convencionales y la adhesión a formas de vida
heredadas. Las críticas de Berlin se aplican, sin
lugar a dudas, a algunas variantes de la visión
positiva, pero no es claro que se deban aplicar a
todas. Las concepciones de autonomía pueden ser,
en sí, relativamente abiertas o cerradas en la
medida en que impliquen que agentes autónomos
deban converger en una sola forma de vida o
coincidan en un cuerpo unificado de verdades. Aun
cuando la mayoría o la totalidad de las
concepciones clásicas de la libertad como
autonomía —en los estoicos, Spinoza y Kant— son
en este sentido concepciones cerradas, sería
posible construir una noción de autonomía que no
incluyera la característica de requerir el acceso a
un solo cuerpo de verdades morales objetivas,
sino que exigiera simplemente el libre ejercicio de
la inteligencia humana. Muchas de las amenazas
modernas a la libertad —formas de propaganda,
manipulación de los medios de comunicación
masiva y la tiranía de la moda— sólo pueden
entenderse, en mi opinión, al invocar una
concepción de autonomía como ésta. La libertad
puede ser constreñida por otros medios distintos
del de la coerción, y el que la idea de la libertad
como autonomía se ajuste a este hecho constituye
una virtud (en contraste con la visión de carácter
más negativo). De nuevo Hayek pisa terreno firme
cuando detecta en Mill una hostilidad a la
convención por ser ésta contraria a una libertad
que debe ser, en último término, no liberal.
Ninguna sociedad libre puede sobrevivir por
mucho tiempo (como el propio Mill ha reconocido
en otros momentos)[55] sin tradiciones morales y
convenciones sociales estables: la alternativa a
tales normas no es la individualidad, sino la
coerción y la anomia. Una concepción de
autonomía plausible y defendible no necesita estar
impregnada de la animosidad hacia las
convenciones y tradiciones que penetra algunos de
los escritos de Mill. El ideal de autonomía, en
términos de psicología social, alude no al hombre
internamente movido que desatiende su entorno
social, sino más bien al hombre crítico, y
autocrítico, cuya lealtad a las normas de la
sociedad está moldeada por el mejor ejercicio de
sus facultades racionales. Tal concepción abierta
de autonomía, que evita la metafísica racionalista
del yo del tipo criticado por Berlin y que discierne
sobre el papel de las convenciones y las
tradiciones como condiciones de una libertad que
le fue negada a Mill, parece estar en completa
armonía con el liberalismo.
¿En qué forma el concepto de libertad como
autonomía atañe a las libertades específicas a las
que solemos aludir como libertades liberales?
Entiendo aquí dichas libertades como las de
palabra y expresión, de asociación y movimiento,
de ocupación y modo de vida, etcétera: las
libertades que Rawls atinadamente ha denominado
«libertades básicas»[56]. El propio Rawls se vio
motivado a desarrollar la noción de libertades
básicas por la indeterminación que caracterizaba
la idea de máxima libertad; la exigencia de que la
libertad sea maximizada (en términos de igualdad
para todos) sólo recibe un contenido definido,
señala, cuando la libertad se descompone o se
desagrega en una serie o sistema de libertades
básicas. Propongo que las libertades básicas se
conciban como la armazón de las condiciones
necesarias para la acción autónoma. Un hombre
libre es aquel que posee los derechos y privilegios
para pensar y actuar autónomamente, para regirse a
sí mismo y no ser gobernado por otro[57]. El
contenido del sistema de libertades básicas no
necesita ser fijo o inmutable, pero sí incorporar
las condiciones necesarias, en una circunstancia
histórica dada, para el fortalecimiento y el
ejercicio de las facultades de pensamiento y
acción autónomas. Es claro que, cualquiera que
sea su contenido adicional, las libertades básicas
abarcarán la protección jurídica de un Estado
liberal: libertad en contra del arresto arbitrario,
libertad de conciencia, de asociación, de
movimiento, etcétera. Además de estas libertades
civiles, con frecuencia se ha sostenido que las
libertades básicas incluyen las libertades
económicas, concebidas de diferentes formas. De
hecho, uno de los criterios para distinguir el
liberalismo moderno por oposición al clásico es el
planteamiento (hecho por liberales modernos o
revisionistas) de que la libertad como autonomía
presupone la dotación de recursos económicos por
parte del gobierno y la corrección, también
gubernamental, de los procesos de mercado. En
comparación con estos liberales modernos, y en
oposición a Rawls —quien construye el conjunto
de libertades básicas de forma que resultan
neutrales en lo que se refiere a las operaciones de
organización económica—, sostendré en el
siguiente capítulo que los liberales clásicos están
en lo correcto al afirmar que la libertad individual
presupone la protección jurídica de la libertad
contractual y el derecho fundamental a la
propiedad privada.
8. Libertad individual,
propiedad privada y
economía de mercado
De acuerdo con los pensadores liberales clásicos,
un compromiso con la libertad individual implica
la aprobación de las instituciones de propiedad
privada y de libre mercado. En contra de esta
visión liberal clásica, los marxistas y otros
socialistas afirman que la propiedad privada
constituye, en sí misma, un constreñimiento de la
libertad, y los liberales revisionistas de la escuela
moderna sostienen que los derechos de propiedad
en ocasiones deben supeditarse a las exigencias de
otros derechos, incluyendo los derechos a las
libertades positivas de diversos tipos. La intención
en este capítulo es sugerir que las pretensiones de
los socialistas y liberales revisionistas pasan por
alto el papel vital, expuesto en la tradición
intelectual del liberalismo clásico, que la
institución de la propiedad privada y su corolario,
el libre mercado, desempeñan en la constitución y
protección de las libertades básicas de los
individuos. Además de defender la institución de
la propiedad privada como condición y, a la vez,
parte integrante de la libertad individual, se
planteará que los mercados libres representan el
único medio no coercitivo de coordinar la
actividad económica en una sociedad industrial
compleja. En contraste con el liberalismo
revisionista, mi argumento es que la propiedad
privada es la materialización de la libertad
individual en su forma más primordial, y que las
libertades de mercado son componentes
indivisibles de las libertades básicas de la
persona.
Este análisis puede empezar recordando el
vínculo, expresado de antiguo por los liberales
clásicos, entre propiedad y libertad. El hecho de
que alguien sea dueño de su persona significa, en
primer lugar y por lo menos, que puede disponer
de sus facultades, habilidades y fuerza de trabajo.
A menos que se satisfaga este requisito de
autodominio, los seres humanos son bienes
muebles —la propiedad de otro (como en la
esclavitud) o un recurso de la comunidad (como en
un Estado socialista)—. Esto es así porque, si
carezco del derecho a controlar mi cuerpo y mi
trabajo, no puedo actuar para alcanzar mis metas y
realizar mis propios valores: debo supeditar mis
fines a los de otro, o a los requerimientos de un
proceso de decisiones colectivo. Contar con el
derecho más fundamental de ser dueño de mi
propia persona parece implicar el tener muchas de
las libertades liberales comunes —libertad
contractual, libertad de ocupación, asociación y
movimiento, etcétera—, y estos derechos se
vulneran cada vez que se limitan dichas libertades.
La relación entre la propiedad y las libertades
básicas, en este caso, es constitutiva y no
meramente instrumental.
Ser dueño de uno mismo es, por estas razones,
parte integrante del hecho de ser un hombre libre o
un agente autónomo. No afirmo que tener o ejercer
ese derecho de propiedad agote el contenido de la
libertad individual, o que todos los derechos de
propiedad puedan justificarse de manera tan
directa como componentes de la libertad. En sí, el
reconocimiento del papel constitutivo de la
propiedad de la persona en la libertad de los
individuos, no nos dice nada acerca de la
justificación o la naturaleza de los derechos de
propiedad sobre los recursos naturales o los
medios de producción. Robert Nozick puso de
manifiesto agudamente las dificultades que afronta
la teoría lockeana sobre la adquisición original de
los derechos de propiedad, cuando en ellos se
incluye el trabajo personal[58]. Sería correcto
afirmar que no existe ninguna teoría adecuada de
la adquisición inicial y, en particular, que nunca se
ha demostrado que ningún proceso determinado de
adquisición inicial emane del derecho primordial
de propiedad que cada hombre tiene sobre su
persona. No obstante, existen consideraciones de
peso —inspiradas en Hume más que en Locke—
que contribuyen a demostrar decisivamente que el
derecho de propiedad que cada uno tiene sobre su
persona no puede ejercerse de manera efectiva en
ausencia de las oportunidades que ofrece el
sistema de propiedad privada o particular. Esto
significa que el sistema de propiedad liberal plena
—término acuñado por Honore[59] para los
derechos exclusivos y sin impedimentos de control
y disposición— puede defenderse con argumentos
relativos a las condiciones necesarias para la
posesión efectiva de uno mismo que no dependan
de la noción de Locke sobre adquisición.
El argumento central que vincula la propiedad
privada con la posesión de uno mismo apela al
carácter de la propiedad privada como un vehículo
institucional para la toma de decisiones
descentralizadas. En cualquier sociedad, los
hombres tendrán metas y valores diferentes y
antagónicos, los cuales plantearán demandas
competitivas sobre los recursos. Además, cada
hombre tiene siempre su propio acervo de
conocimientos, con frecuencia conocimientos
tácitos o prácticos a los que no tiene acceso en
términos teóricos o explícitos, y que funcionarán
como la base de sus acciones —el conocimiento
sobre sus preferencias y la estructura y
jerarquización que hace de las mismas, pero
también sobre sus circunstancias y medio ambiente
específicos—. Al descentralizar la toma de
decisiones al nivel individual, como en un sistema
de plena posesión liberal, se permite al individuo
actuar con base en sus propios valores y usar sus
propios conocimientos, sometido a una restricción
mínima por parte de otros individuos. ¿Cómo
ocurre esto? La pregunta puede abordarse a la vez
desde la óptica de los conocimientos del individuo
y desde la de sus valores o metas. En lo que a sus
conocimientos se refiere, cabe reconocer que el
carácter práctico de gran parte de nuestro saber
crea una presunción en favor de la propiedad
privada. Por conocimiento práctico se entiende
aquí, tal como lo han analizado filósofos como
Oakeshott, Polanyi y Ryle, el saber acumulado o
incorporado a hábitos, formas de ser, capacidades
y tradiciones[60]. Se trata de un conocimiento
disponible principalmente en el uso, y reunirlo y
transferirlo en forma que sea aprovechable para
cualquier cuerpo colectivo resulta difícil, si no es
que imposible. Tal conocimiento, de hecho, puede
ser parte integrante de las prácticas de un cuerpo
colectivo —un monasterio medieval, un College
de Oxford o una empresa familiar— y, en cierta
medida, se encuentra inevitablemente presente en
las grandes organizaciones burocráticas
sosteniendo estructuras que, de otro modo,
dejarían de ser funcionales. La cuestión no es que
el conocimiento práctico no se dé más que en
instituciones de propiedad privada (ya que ninguna
institución puede evitar el depender del mismo),
sino más bien que éste se agota y desperdicia por
completo en instituciones que alejan las decisiones
de los individuos, portadores del conocimiento
tácito, para hacerlas recaer en procesos colectivos
de decisión. En otras palabras, a medida que
pasamos de las instituciones de propiedad privada
a las colectivas o comunales, los conocimientos
prácticos de que dispone la sociedad se diluyen o
atenúan. No se trata sólo de una cuestión
relacionada exclusiva o principalmente con el
tamaño de la institución donde se toman las
decisiones. Aunque generalmente es más probable
que el conocimiento tácito se genere y se use en
forma adecuada en una institución comunal
pequeña, por ejemplo, un kibbutz, que en una gran
organización, su uso siempre estará limitado por el
hecho de que quienes poseen el saber práctico
necesitarán hacerlo accesible a los otros
participantes de la institución, si lo que se
pretende es que sea la base de políticas comunes.
Como lo indica la historia de los intentos por
promover la empresa privada en los sistemas
socialistas, no es tarea sencilla transmitir el
conocimiento práctico encerrado en las
percepciones de la empresa privada, ni siquiera en
el caso de un cuerpo colectivo pequeño.
Este último punto es de índole absolutamente
general, y sus ramificaciones se extienden a los
valores o metas de los individuos. La idea central
aquí es que, aun cuando en un sistema de plena
posesión liberal el individuo se encuentra
constreñido de manera inevitable por las
limitaciones de sus propios recursos y talento, no
lo está por los valores y opiniones que prevalecen
entre sus semejantes. Sujeto sólo a la ley de la
tierra, puede usar sus propiedades para cualquier
propósito que elija: no necesita consultar ni
obtener el permiso de nadie. Por consiguiente,
puede emplear sus recursos en empresas que se
juzgarían excesivamente arriesgadas o violadoras
de la moral convencional en opinión de sus
semejantes. Como Hayek señala:
La acción por acuerdo colectivo se limita a los casos
en que esfuerzos previos han creado ya una visión
común, en que se ha establecido una opinión acerca de
lo que es deseable y en los que el problema consiste en
elegir entre las posibilidades ya aceptadas, no en
descubrir nuevas posibilidades[61].

Así, los sistemas de propiedad comunal


encierran un prejuicio contra el riesgo y la
novedad, un hecho que puede contribuir en gran
medida a explicar el estancamiento tecnológico de
las economías socialistas. Sin embargo, desde la
óptica de mi argumentación, el efecto desalentador
que ejercen las instituciones comunales en la
innovación es menos fundamental que la penetrante
restricción de la libertad que entrañan. Pues, en
contraste con las instituciones de propiedad
privada, la propiedad comunal exige que, si alguna
vez los proyectos individuales han de llevarse a la
práctica, éstos deberán ser aceptables para la
opinión dominante de la sociedad o, al menos, de
los demás miembros de su cooperativa. Por lo
tanto, la defensa de la propiedad privada es
aquella que la vincula con la autonomía del
individuo —su capacidad para realizar
efectivamente sus planes de vida— y no sólo con
la libertad negativa. Incluso puede decirse que,
mientras que el marco constitucional de un orden
liberal protege las libertades básicas en su
dimensión formal o negativa, es la propiedad
privada la que las incluye en su dimensión
material o positiva.
He sostenido que la propiedad privada es una
garantía de la autonomía individual. Pero ¿qué
ocurre con quienes no poseen ninguna? Una
objeción esgrimida con mucha frecuencia contra la
institución de la propiedad privada es que, aun
cuando fortalece la libertad de acción de quienes
poseen recursos sustanciales, no hace nada por
quienes carecen de ellos. Resulta fácil conceder
que el individuo cuyos recursos dependen
totalmente de un sueldo o salario es, desde mi
punto de vista, menos autónomo (aunque no menos
libre en sentido negativo) que una persona con
bienes sustanciales. Admitiendo este hecho, los
liberales clásicos han apoyado las políticas
fiscales que estimulan la formación de capital y la
amplia difusión de la riqueza y han rechazado las
políticas (como las de un financiamiento
gubernamental inflacionario) que redistribuyen
recursos de los grupos que generan ingresos a los
que poseen bienes raíces[62]. Sin embargo, también
cabe señalar que si en una sociedad libre una
persona sin propiedades es menos autónoma que
un hombre con propiedades, aun así su autonomía
seguirá siendo mayor de la que gozaría en una
sociedad cuyos bienes de producción son de
propiedad colectiva. Como lo ha expresado
Hayek:

Que la libertad del empleado depende de la existencia


de un gran número y variedad de empleadores, resulta
obvio cuando se considera la situación que se
presentaría si sólo hubiera un empleador, a saber, el
Estado, y si conseguir empleo fuera el único medio de
vida permitido… una aplicación consistente de los
principios socialistas, por mucho que sea disfrazada
con la delegación del poder de empleo a corporaciones
públicas nominalmente independientes y similares,
conduciría necesariamente a la presencia de un único
empleador. Ya sea que este empleador actuara directa o
indirectamente, poseería a todas luces un ilimitado
poder coercitivo frente al individuo[63].

El mismo punto lo ha expresado cáusticamente


Michael Oakeshott:

Quizá hayamos tenido menos éxito, desde el punto de


vista de la libertad, en nuestra institución de la
propiedad que en otros acuerdos, pero no hay duda del
carácter general de la propiedad como más proclive a la
libertad: permite la más amplia distribución y
desalienta eficazmente las grandes y peligrosas
concentraciones de poder. Tampoco hay la menor duda
acerca de las implicaciones de lo anterior. Implica un
derecho a la propiedad privada; es decir, una institución
de la propiedad, que concede a todos los miembros
adultos de la sociedad un derecho igual a gozar de la
propiedad de sus capacidades personales y de cualquier
otra cosa adquirida por las formas de adquisición
reconocidas por la sociedad. Este derecho, como
cualquier otro, tiene sus propios límites: por ejemplo,
proscribe la esclavitud, no arbitrariamente, sino porque
el derecho a poseer a otro hombre no podría ser
ejercido en igual forma por cada miembro de la
sociedad… La institución de la propiedad más
favorable para la libertad es, incuestionablemente, el
derecho a la propiedad privada sin restricciones y
exclusiones arbitrarias, ya que sólo por este medio
puede alcanzarse la máxima difusión del poder que
emana de la propiedad… El que un hombre no sea libre,
a menos de que goce del derecho de propiedad sobre
sus capacidades personales y su trabajo, es la idea que
comparten todos aquellos que usan el término libertad
en el sentido inglés. La libertad que separa al hombre
de la esclavitud, no es sino la libertad para elegir y
moverse entre organizaciones, empresas y empleadores
de mano de obra autónomos e independientes, y esto
implica la propiedad privada de los recursos que no
sean las capacidades personales. Siempre que un medio
de producción cae bajo el control de un solo poder, se
sigue cierto grado de esclavitud[64].

Por último, como uno de los arquitectos del


totalitarismo soviético señaló proféticamente: «En
un país donde el único empleador es el Estado,
oposición significa muerte por lenta inanición. El
viejo principio, el que no trabaja no come, ha sido
reemplazado por uno nuevo: el que no obedece no
come»[65]. El mensaje de esta aseveración es que,
aun siendo cierto que la propiedad privada
fortalece la autonomía de quienes la detentan,
también la libertad que se deriva de la propiedad
privada no es únicamente la que gozan o ejercen
sus detentadores. Quienes carecen de propiedades
sustanciales en una sociedad de propiedad privada
gozan de un grado de autonomía negado a
cualquier individuo en un sistema comunal, en el
que no puede tomarse ninguna decisión importante
sin el consenso general. De hecho, incluso el
individuo más depauperado en un sistema de
propiedad privada es más autónomo que la
mayoría en un sistema colectivo; el vagabundo
goza de mayor libertad que el soldado conscripto,
incluso si este último está mejor alimentado (lo
cual es bastante cuestionable en los sistemas
socialistas del mundo real).
La defensa que he hecho de la propiedad
privada en términos de su contribución a la
autonomía individual tiene sus orígenes en la
competencia por recursos escasos planteada por
Hume, pero desemboca en el reconocimiento
kantiano de que la propiedad privada asegura la
independencia personal. Las dos corrientes de
razonamiento son diferentes, aunque no carecen de
relación. La corriente kantiana hace hincapié en
que el individuo debe ser concebido como el autor
de sus fines y metas, sin que pueda exigírsele que
se someta a la autoridad de ningún proceso
colectivo más allá del régimen de la ley; el
argumento de Hume invoca la escasez de
conocimientos y recursos naturales como
consideración permanente en favor de la
propiedad privada. Vistas en conjunto, estas dos
líneas de pensamiento proporcionan un poderoso
argumento en favor de las instituciones de
propiedad privada. Sin duda, no demuestran que
los individuos que viven en un Estado liberal estén
obligados, en forma alguna, a ejercer su propiedad
en la forma de una plena posesión liberal; pueden,
si así lo deciden, ceder el dominio de su
propiedad a entidades corporativas —
cooperativas, monasterios, etcétera— y en
cualquier sociedad real se realiza una multitud de
complejos acuerdos de este tipo. La forma jurídica
básica del derecho de propiedad, sostenida por los
argumentos que he presentado, conserva, sin
embarga, su carácter de plena posesión liberal.
Cabe recordar que no es necesario que una
sociedad basada en tales derechos de propiedad
sea una sociedad capitalista o de mercado en sus
aspectos económicos, como señaló Robert
Nozick[66]; siempre existe la posibilidad de que
los individuos elijan conducir la vida económica
con base en principios comunales o socialistas,
dado que el orden liberal los faculta plenamente
para hacerlo así. Sin embargo, en cualquier
sociedad moderna, la posibilidad de que un
número considerable de personas opte por
abandonar las relaciones de mercado en favor de
acuerdos comunales es bastante remota. Además,
existen sólidas razones positivas, análogas a las
que apoyan la institución de la propiedad privada,
por las que el proceso de mercado tiende a
dominar en la vida económica de una sociedad
liberal.
Para explorar el papel que desempeña el
mercado como preservador de la libertad,
recordemos primero la distinción hecha por
Hayek[67] entre economía y catalaxia. La
economía, entendida correctamente, es la
asignación de recursos dentro de una organización,
sea ésta una familia, una empresa comercial, una
iglesia o un ejército. La asignación de recursos,
dentro de una organización, plantea el problema,
tradicional y erróneamente concebido como el
problema central de la teoría económica, de
utilizar recursos escasos con un máximo de
eficiencia/costos. Igualmente presupone que los
propósitos o metas de la organización y de sus
miembros pueden clasificarse por orden de
importancia, con lo que se establece una
jerarquización que permite determinar la
distribución de recursos. En la catalaxia —la vida
económica de diversas organizaciones en una
sociedad global— no existe una jerarquización
convenida de las fines, y no hay una instancia con
autoridad para asignar los recursos. (El proyecto
socialista puede definirse como aquel que busca
convertir la catalaxia en una economía, es decir, en
una organización con fines definidos). El problema
central de la catalaxia, y de la teoría económica
entendida correctamente, es la división del
conocimiento en la sociedad, es decir, cómo
lograr que el conocimiento, disperso y repartido
entre millones de agentes económicos, pueda
volverse accesible a muchos. Este es el verdadero
papel del proceso de mercado: no el de
economizar los medios escasos destinados a fines
conocidos, sino más bien el de generar por medio
del mecanismo de precios, información sobre la
manera en que los agentes económicos,
desconocidos entre sí, pueden alcanzar de la mejor
forma sus propósitos, igualmente desconocidos. La
función del mercado consiste, por lo tanto, en un
procedimiento de indagaciones para identificar y
transmitir a otros los datos acerca de la estructura
infinitamente compleja de las preferencias y
recursos de la sociedad.
Concebido de esta manera, el mercado
competitivo posee varios rasgos que lo hacen
únicamente compatible con una sociedad liberal
individualista. La coordinación que lleva a cabo
entre las actividades humanas es, en primer lugar y
ante todo, no coercitiva. Cada agente ajusta sus
planes a los planes de los demás al reaccionar ante
la información referente a las preferencias y los
recursos de otros, la cual se le transmite a través
de las señales contenidas en los precios. El
resultado de estos ajustes es la tendencia a la
coordinación o equilibrio, característica de la
actividad del mercado libre de trabas. No se trata,
desde luego, del equilibrio general apenas
coherente de la economía neoclásica, sino más
bien de la integración flexible de propósitos y
actividades que puede observarse en el proceso de
mercado del mundo real. Es una forma de
coordinación mejor que cualquiera que pueda
obtenerse a través de la planificación central, y
que en ningún momento anula la libertad de los
individuos. Ha quedado demostrado, tanto en
teoría como por experiencia histórica, que las
técnicas coercitivas para la coordinación de la
actividad económica —las técnicas del sistema
soviético, por ejemplo— son desastrosamente
inferiores en sus resultados, si se los compara con
los obtenidos incluso en economías occidentales
sometidas a regulación. Después de todo, esta fue
la conclusión teórica del famoso «debate de los
cálculos»[68] de los años veinte y treinta, en el que
los economistas austriacos Mises y Hayek
demostraron en forma concluyente la
imposibilidad de una asignación de recursos
racional en un orden socialista. Este resultado
teórico ha sido abrumadoramente corroborado por
la experiencia histórica de la planeación
económica central: experiencia de escasez,
inversiones erróneas, mercado negro y
dependencia de capitales, tecnología y alimentos
de Occidente. Así, a la vez que no es coercitivo, y
en parte por esa misma razón, el proceso de
mercado resulta más eficaz que la planeación o la
coordinación para armonizar las actividades
económicas de los hombres. En este sentido el
mercado puede considerarse el paradigma de un
orden social espontáneo, ilustrado por el aforismo
de Proudhon: «La libertad es la madre del orden».
Una objeción convencional al concepto de
mercado como sistema autorregulado que he
descrito, es que las economías de mercado pueden
experimentar trastornos o crisis. La Gran
Depresión de los años treinta suele citarse para tal
efecto, con lo que se pretende ilustrar en forma
clara las perturbaciones cíclicas a que están
sujetos los procesos de mercado. Una
interpretación histórica de los sucesos que
condujeron al crac y colapso económico de 1929 y
los años subsiguientes, que afirma que éstos se
originaron en perturbaciones endógenas al
mercado es, a la vez, polémica y poco plausible.
Historiadores de la economía, formados en muy
diferentes tradiciones de pensamiento
[69]
económico , han sostenido de manera
convincente que las causas de la Gran Depresión
deben buscarse en gran medida en la mal
concebida intervención gubernamental en la
economía. No se niega con esto que mercados
específicos no puedan manifestar desórdenes
ocasionales, volatilidad y perturbaciones
especulativas; tampoco (como lo señaló G. L. S.
Shackle)[70] se rechaza la afirmación de que los
cambios en gustos y expectativas pueden producir
severos episodios de desajuste económico. Lo que
muy bien puede ser es que la vida económica
exhiba un ciclo de largo plazo como el que ha sido
formulado por Kondratiev y otros autores. El que
la innovación tecnológica y el cambio cultural
rompan con los patrones establecidos de la
actividad económica, mientras que la iniciativa
privada crea lo que Schumpeter[71] llama una ola
de destrucción creativa en la economía, son hechos
demasiado evidentes para ser negados en
cualquier teoría. Demuestran que no cabe esperar
un equilibrio general en ningún sistema
económico, como podría inferirse de los
contradictorios supuestos que se encuentran
postulados en la idea misma de un equilibrio
general, pero tampoco pueden socavar la realidad
observada de una tendencia a la coordinación en el
proceso de mercado. Ni siquiera donde los
episodios de desorden en el mercado son
evidentes, se justifica la invocación de tales
fracasos del mercado como factores concluyentes
para la intervención del gobierno. Toda
intervención gubernamental tiene costos reales y
existen pruebas fehacientes de que las veleidades
de la política gubernamental han constituido la
fuente principal de perturbación económica en las
décadas recientes. Es una verdad general,
subrayada por muchos de los economistas
clásicos, que las imperfecciones del mercado
nunca serán suficientes para justificar la
intervención gubernamental en ausencia de una
cuidadosa consideración del resultado natural del
fracaso gubernamental. La experiencia histórica de
décadas recientes con un periodo prolongado de
crecimiento económico, aparentemente estimulado
por políticas keynesianas de administración
macroeconómica y de financiamiento del déficit
público, seguido por uno de profunda
«estanflación», sugiere no sólo que las políticas
intervencionistas son limitadas en sus efectos, sino
que agravan los desórdenes que intentan curar.
Como mínimo, no hay ninguna garantía racional
que justifique la opinión convencional de que la
planeación económica puede funcionar mejor que
el mercado libre.
La tesis de las libertades de mercado se ha
planteado, en parte, en términos de eficiencia y de
las evidentes fallas de la planeación para
distribuir los bienes ofrecidos, pero el argumento
fundamental ha sido el que invoca la libertad
individual por sí misma. Es absolutamente incierto
si las nociones de eficiencia tienen un contenido
definido, además del que se deriva de la
transacción voluntaria del mercado libre; si bien
pisamos terreno firme al atribuir ineficiencia a
cualquier sistema en el que el intercambio libre
quede bloqueado, se eleven los costos de la
información y la pauta de la inversión se
distorsione. Aun cuando se contara con un criterio
de eficiencia económica independiente de los
resultados del proceso de mercado, y se
encontrara que el mercado es deficiente respecto
de dicho criterio, nada indica que el gobierno
pudiera hacerlo mejor. Y si lo hiciera mejor, sólo
podría hacerlo pasando por encima de las
opciones de los individuos en aras de un valor de
eficiencia máxima cuya exigencia racional no es
garantía de una aceptación.
9. El Estado liberal
¿Cuáles son las implicaciones de los principios
liberales con respecto a la forma constitucional o
jurídica del Estado? En primer lugar, es evidente
que los principios liberales requieren la limitación
del gobierno por medio de normas estrictas Un
gobierno liberal no puede ser otro que un gobierno
limitado, ya que todas las corrientes de la
tradición liberal confieren a las personas derechos
o demandas de justicia, que el gobierno deber
reconocer y aceptar y que, de hecho, pueden
invocarse contra el propio gobierno.
Sin embargo, esta no es razón para que el
Estado liberal sea necesariamente un Estado
mínimo. Es cierto que algunos liberales clásicos
como Humboldt, Spencer y Nozick sostenían que
las funciones del Estado debían restringirse
necesariamente a la, protección de derechos y al
mantenimiento de la justicia, pero esta posición no
tiene una justificación clara en los principios
liberales y constituye una visión minoritaria dentro
de la tradición liberal. La idea de un Estado
mínimo, cuya única función sea la de proteger los
derechos, resulta en todo caso una idea
indeterminada, en tanto no se especifiquen en
forma adecuada los derechos que debieran
protegerse. A menos que esta especificación posea
en sí misma un contenido liberal, el Estado mínimo
podría ser un Estado socialista, por ejemplo, si los
derechos básicos fueran de asistencia social, o
derechos positivos para participar en los medios
de producción. Por otra parte, como demostraré
más adelante con mayor detalle, la idea de un
Estado mínimo que sólo protege los derechos
negativos (contra la fuerza y el fraude) contiene
una incoherencia radical, en cuanto no incluye
ninguna propuesta plausible para el financiamiento
de estas funciones mínimas. Por esta y otras
razones, existe una dificultad fundamental en la
explicación que ofrecen los defensores de
derechos negativos para justificar la autoridad del
Estado. En todo caso, la defensa del Estado
mínimo se encuentra ausente en la mayoría de los
autores liberales. La mayor parte de los liberales,
y los grandes liberales clásicos en su totalidad,
reconocen que el Estado liberal puede tener varias
funciones de servicio —que rebasan la protección
de los derechos y el sostenimiento de la justicia—
y es por esta razón que no son partidarios del
Estado mínimo, sino más bien de un gobierno
limitado.
¿Cuál es entonces la forma de un gobierno
liberal limitado? Es claro que no tendrá que ser
necesariamente un gobierno democrático. Cuando
es ilimitado, el gobierno democrático no es un
gobierno liberal al no respetar independencia y
libertad como ámbitos inmunes a la intervención
de la autoridad gubernamental. Desde la óptica
liberal, el gobierno democrático ilimitado es más
bien una forma de totalitarismo —la forma que J.
S. Mill predice y critica en Sobre la libertad—.
Ningún sistema de gobierno en el que los derechos
de propiedad y las libertades básicas estén sujetos
a revisión por parte de mayorías políticas
transitorias, podrá considerarse como un sistema
que satisfaga los requerimientos liberales. Por esta
razón, desde el punto de vista liberal, un gobierno
de tipo autoritario puede en ocasiones funcionar
mejor que un régimen democrático, siempre y
cuando las autoridades gubernamentales estén
restringidas en sus actividades por la ley. Esta
observación suscita la importante reflexión —
captada por liberales clásicos como los teóricos
garantistas franceses y los exponentes alemanes
del Rechtsstaat— de que el gobierno liberal es un
gobierno constitucional. Un orden político liberal
puede adoptar la forma de una monarquía
constitucional, como en Gran Bretaña, o una
república constitucional, como en los Estados
Unidos, pero debe contener restricciones
constitucionales sobre el ejercicio arbitrario de la
autoridad gubernamental. El que estas
restricciones incluyan dos cámaras legislativas, la
separación de poderes en legislativo, judicial y
ejecutivo, un sistema federal y una Constitución
escrita, o alguna otra combinación de
posibilidades, resulta menos importante que el
hecho de que, en ausencia de algunas de estas
restricciones constitucionales sobre el gobierno,
es imposible hablar de la existencia de un orden
liberal.
Por estas razones, la institución de un gobierno
liberal limitado es compatible con la existencia de
diferentes tipos de sistemas democráticos (así
como con la restricción o la ausencia de
democracia política) y puede adoptar toda una
gama de dispositivos constitucionales para la
incorporación y protección de los principios y las
prácticas liberales. Puede hacer descansar la
protección judicial de la libertad en el gobierno
parlamentario y la asamblea constitucional, como
en Gran Bretaña, o puede restringir tanto a los
legisladores como al poder judicial con una
Constitución escrita. En sus dimensiones legales,
el Estado liberal puede apoyarse básicamente en
el derecho consuetudinario, según la interpretación
de un poder judicial independiente, o bien, puede
apostar su confianza en la protección legislativa de
la libertad. El sine qua non del Estado liberal, en
sus diversas formas, es que el poder y la autoridad
gubernamental se encuentren limitados por un
sistema de reglas y prácticas constitucionales en
las que se respeten la libertad individual y la
igualdad de las personas bajo el gobierno de la
ley.
En su fase clásica, el liberalismo solía
asociarse con la máxima del laissez-faire y, en
ocasiones, aunque no con frecuencia, con la
defensa del Estado mínimo. John Stuart Mill, en su
obra Principios de economía política (1848),
llegó incluso a tratar el principio del laissez-faire
como la regla general obvia de toda política
pública, al punto de argumentar y justificar toda
desviación de ella contra el telón de fondo de una
fuerte presunción en favor de la no interferencia.
Por otra parte, Adam Smith y otros liberales
clásicos escoceses dejaron sitio para diferentes
actividades gubernamentales en la vida social y
económica —en el caso de Smith, apoyo para la
educación pública y la dotación de varios tipos de
servicios públicos—, las cuales resultan
difícilmente justificables bajo una interpretación
estricta del laissez-faire. Así, como ya se ha
señalado, estos liberales clásicos respaldaron el
desarrollo de importantes funciones de servicio a
cargo del gobierno, si bien no vieron conflicto
alguno entre dicha posición y su enérgica defensa
de la libertad económica. ¿Cómo debe entenderse
y resolverse esta aparente contradicción?
Podemos empezar a dilucidar este problema al
observar una indeterminación y una ambigüedad
inherentes a la consigna del laissez-faire. Todo
partidario del laissez-faire se apoya en una teoría
de la justicia y los derechos que le permita decidir
lo que se ha de considerar una interferencia o una
invasión de la libertad. Los juicios acerca de la
violación del laissez-faire presuponen, en
consecuencia, una teoría de los requisitos legales
para tener derecho a la propiedad y la libertad, y
dichos requisitos variarán conforme a las
divergencias de las teorías subyacentes. Así, para
algunos partidarios del laissez-faire, las leyes de
patentes y quiebras serán una interferencia en la
libertad económica, en tanto que otros las
considerarían como conformadoras del marco
justo para el desarrollo de la actividad económica.
Tales diferencias sólo pueden resolverse con
referencia a una teoría de posesión legítima que
confiera un contenido definido a la consigna del
laissez-faire, y ya en capítulos anteriores he
argumentado que no existe ningún planteamiento
satisfactorio de los derechos naturales que pudiera
suministrar tal teoría. (Esbozaré más adelante lo
que en mi opinión es la explicación más adecuada
de la justicia liberal, concebida en términos
contractuales). Además de esta indeterminación
básica, la idea del laissez-faire contiene también
una ambigüedad más específica. Los primeros
liberales clásicos se ocuparon, primaria y casi
exclusivamente, de la participación coercitiva o
proscriptiva del gobierno en la economía.
Atacaban los aranceles y las reglamentaciones que
imponían restricciones legales a la actividad
económica, y en su mayoría se sentían satisfechos
si dichas restricciones eran eliminadas. En otras
palabras, no exigían una separación completa del
gobierno en la vida económica. Esta no es una
posición incongruente (aun cuando pueda ser
criticable desde otros puntos de vista), una vez que
se entiende que la actividad del gobierno puede
adoptar formas coercitivas y no coercitivas. John
Stuart Mill teorizó esta distinción, invocada con
frecuencia por los primeros liberales clásicos
como la distinción entre intervención autoritaria y
no autoritaria[72]. La actividad de un gobierno
puede ser no autoritaria, y por tanto permisible, si
como en el caso del apoyo gubernamental a la
investigación científica no impone cargas
coercitivas sobre las iniciativas privadas en las
áreas en que opera. Por tanto, el precepto del
laissez-faire puede exigir tan sólo que las
actividades autoritarias o coercitivas del gobierno
se restrinjan al mínimo requerido para el
sostenimiento de la justicia, pero sin exigir que el
gobierno se limite a dichas funciones. En esta
interpretación del laissez-faire, la actividad del
gobierno puede abarcar cualquier género de
funciones de servicio —incluso las de un Estado
benefactor— siempre que estas funciones se
realicen en forma no coercitiva.
Al igual que sus funciones de protección de la
justicia, las funciones de servicio del gobierno se
financian con la recaudación fiscal coercitiva, y es
en este punto donde surge un problema irresoluble
para la teoría del Estado mínimo. En la
explicación de Nozick, que es sin duda la mejor
con que contamos, el Estado existe únicamente
para proteger los derechos lockeanos que poseen
los hombres en el estado de naturaleza[73]. Entre
estos derechos, de acuerdo con la variante de
Nozick de la teoría de Locke, se encuentra un
derecho inviolable a la propiedad —violado por
la imposición fiscal sobre los ingresos, que
Nozick caracteriza como algo semejante al trabajo
forzado—. ¿Cómo ha de financiarse, entonces, el
Estado mínimo? No por medios no coercitivos
como el pago de servicios o loterías estatales, ya
que, como señala el propio Nozick[74], éstos
lograrían recaudar los ingresos necesarios sólo si
fueran monopolios e implicarían, por lo tanto, una
violación de los derechos. De hecho, como han
señalado sus críticos[75], la explicación de Nozick
del Estado mínimo es insuficiente porque no
contiene ninguna teoría de recaudación fiscal. En
mi opinión, se trata de una omisión inevitable en
todas las teorías basadas en
Locke sobre el Estado mínimo, incapaces de
explicar la necesidad de la recaudación fiscal en
términos consecuentes con la inviolabilidad de los
derechos básicos planteados por Locke. El
irremisible fracaso del estatismo mínimo se pone
de manifiesto, en palabras de Nozick, en la
propuesta de que los individuos sean compensados
por la pérdida del derecho natural lockeano a
castigar las violaciones de sus derechos mediante
la creación de organismos estatales de protección
de derechos; propuesta que se desploma por el
hecho de que esta transferencia de derechos puede
no ser aceptada y que implica, para aquellos que
no la acepten, una limitación de los derechos que
en la teoría de Nozick se consideran de
importancia crucial[76]. El fracaso de la teoría de
Nozick, al igual que el de teorías anteriores como
la de Herbert Spencer en la primera edición de La
estática social[77], indica que la concepción de un
Estado mínimo no es sostenible y que de hecho es
tan sólo parcialmente coherente.
La insuficiencia de estas perspectivas
lockeanas es sintomática de la insuficiencia del
concepto de justicia liberal como la protección de
los derechos primordiales que en ellas se
expresan. El enfoque alternativo más prometedor
es el que se insinúa en la obra de Hayek y en la
Escuela de la Elección Pública. La obra de Hayek
es notable por cuanto, al igual que Rawls[78],
intenta derivar los derechos liberales básicos
partiendo de una concepción de justicia de
carácter procesal. En Rawls y en Hayek, estos
derechos básicos se encuentran sustentados en la
justicia y no son en sí mismos fundamento de nada.
Esto significa que el contenido de los derechos
liberales se especifica por su reflejo de las
demandas de justicia —que Rawls concibe en
términos kantianos como demandas que incluyen
aquellos principios que se eligen en una posición
inicial de igualdad justa que resguarde la
autonomía del individuo, y que Hayek también
concibe en similares términos kantianos, si bien
más formales o universales— y no mediante la
ponderación del alcance de los derechos
lockeanos en un estado de naturaleza imaginario.
Por otra parte, en la versión un tanto menos
restrictiva del método contractualista que emplean
Buchanan y Tullock[79], los derechos liberales
básicos surgen del procedimiento de contrato entre
individuos autónomos (concebidos de manera más
hobbesiana) y no se toman como hechos morales
fundamentales. Comparado con el enfoque
lockeano, que se desmorona en el terreno de la
fiscalidad, el enfoque contractualista puede
producir principios aceptables de imposición justa
como parte de su expectativa general de identificar
los principios constitucionales del orden
individualista.
No es necesario examinar aquí en detalle la
cuestión de qué principios podrían así derivarse,
sino hacer notar que cualquier derivación
plausible impondría límites estrictos a las
facultades gubernamentales de recaudación fiscal.
Permitir al gobierno una total discrecionalidad en
su política impositiva se contrapone claramente
incluso con la interpretación más permisiva del
laissez-faire, esbozada antes en esta sección, ya
que los gobiernos podrían acabar con iniciativas y
empresas, sin llegar a prohibirlas, imponiéndoles
gravosas cargas fiscales. Por esta razón, los
liberales clásicos contemporáneos hacen hincapié
en que la recaudación fiscal se efectúe de acuerdo
con normas generales aplicadas de manera
uniforme, y muchos de ellos, como Hayek y
Friedman[80], sostienen que sólo un sistema de
recaudación fiscal proporcional (por oposición al
progresivo) es consecuente con las exigencias
liberales. La recaudación fiscal proporcional
evitaría la imposición de gravámenes
redistributivos sobre minorías acaudaladas o no
populares, con lo cual se eliminaría un área
importante de arbitrariedad de la política pública.
Sean o no defensores de la proporcionalidad,
todos los liberales clásicos contemporáneos son
partidarios de que la política de recaudación fiscal
se rija por normas generales, a fin de evitar que
los gobiernos, en sus actividades de servicio,
puedan reprimir la libertad económica de forma
sutil y encubierta.
Si la libertad económica puede verse minada
por una imposición fiscal arbitraria, no es menos
evidente que las políticas presupuestarias y
monetarias también pueden lesionar la vida
económica de la política liberal. En la bibliografía
reciente sobre liberalismo clásico abundan las
propuestas para una reglamentación constitucional
de las políticas presupuestarias y monetarias a fin
de conjurar esta arbitrariedad, si bien no todos los
liberales clásicos contemporáneos están
convencidos de que la imposición de normas
constitucionales a la actividad gubernamental en
estas áreas sea el mejor antídoto contra el peligro
de una política arbitraria. En política monetaria, el
riesgo principal que preocupa a los liberales
clásicos han sido las repentinas fluctuaciones
desestabilizadoras en el valor de la moneda —
principalmente inflacionarias en las últimas cuatro
décadas, pero deflacionarias en el periodo de
entreguerra—, generadas por la manipulación
gubernamental de la oferta de dinero. Con Milton
Friedman a la cabeza, un número considerable de
economistas liberales contemporáneos ha
propugnado el control de la política monetaria
mediante una norma fija. Asimismo, en el campo
de la política presupuestaria, muchos liberales
contemporáneos se han inclinado por una norma de
presupuesto equilibrado urgiendo al abandono de
las políticas de financiamiento deficitario. En
estas propuestas vislumbramos la búsqueda de
límites constitucionales eficaces del gasto
gubernamental y la emisión de moneda. En cambio,
otros liberales clásicos preconizan que para
obtener la limitación de las actividades
gubernamentales arbitrarias en estas áreas, es
mejor estimular el desarrollo de un poder
compensador en lugar de instituir
reglamentaciones legales que pueden ser eludidas
o alteradas. Por ejemplo, en lo que a política
monetaria concierne, Hayek ha insistido[81] en que
privar al gobierno del monopolio de emisión de
moneda es una forma más eficaz de disciplinar sus
actividades monetarias que intentar, en una línea
monetarista, controlarlas mediante una norma fija.
Por otra parte, los partidarios de la teoría
económica basada en la oferta[82] rechazan las
propuestas de un presupuesto equilibrado
aduciendo a que la reducción de los niveles de
imposición fiscal puede, en efecto, aumentar los
ingresos fiscales al estimular la actividad
económica, mientras que equilibrar el presupuesto
a tasas fiscales actuales puede precipitar una
recesión. En mi opinión estas diferencias son, en
último caso, desacuerdos que versan sobre la
estrategia de transición y no sobre el objetivo
liberal. Sin lugar a dudas, Hayek está en favor de
una legislación monetaria que prive al gobierno de
sus facultades monopólicas, y los economistas
centrados en la oferta son partidarios típicos de un
patrón oro automático. Un punto común en todos
los liberales clásicos contemporáneos es el
objetivo de alcanzar una forma de gobierno
limitada por el mandato de una ley, en la que
(además de contar con disposiciones de
contingencia estrechamente delimitadas)[83] las
facultades económicas centrales del gobierno —
recaudación fiscal, gasto público y emisión de
moneda— estén sujetas a normas no menos
estrictas que las que protegen las libertades
personales básicas.
Se ha hecho notar, incidentalmente, que la
concepción liberal de gobierno limitado puede
presentar incluso rasgos análogos a un Estado de
bienestar. Cabe hacer hincapié en que la
justificación de un Estado benefactor limitado más
comúnmente aceptada entre los liberales clásicos
contemporáneos, no es la que sanciona la idea no
liberal de los derechos básicos de bienestar, sino
más bien la que recurre a consideraciones
contractualistas o utilitarias. En otras palabras, el
argumento no es que el pobre posea algún derecho
a una cuota de bienestar, sino más bien que su
otorgamiento puede formar parte de un contrato
social racional, o bien, puede servir para
promover la asistencia social general. Como ha
señalado Robert Nozick[84], algunos acuerdos de
asistencia social, incluyendo los de carácter
altamente redistributivo, pueden justificarse por su
acción rectificadora de violaciones previas a la
justicia liberal, pero ésta es una posibilidad que
no puede explorarse aquí. Una consideración
adicional es que muchos liberales clásicos
manifiestan una marcada inclinación por un Estado
benefactor, cuya institución básica sea un ingreso
mínimo garantizado. Al respecto, el esquema más
elegante y económico es el impuesto negativo
sobre el ingreso que propone Milton Friedman[85],
que consiste en ajustar, de manera automática, los
ingresos de los pobres a un nivel de subsistencia.
Un arreglo así tiene la virtud, desde la perspectiva
liberal, de minimizar la burocracia y de limitar el
peligro de paternalismo que generan los esquemas
benefactores que permiten un mayor grado de
autoridad discrecional a las entidades de
asistencia social. También presenta riesgos, por
ejemplo, de que la lucha política por mayor
número de votos provocara que el ingreso mínimo
se incrementara a niveles poco realistas y se
institucionalizara un vasto sistema de beneficencia.
Por esta razón, otros liberales contemporáneos se
muestran escépticos en cuanto al impuesto
negativo sobre el ingreso, y en cambio proponen
un Estado mínimo benefactor que consista en una
red de servicios de seguridad para el pobre,
suministrados de preferencia por autoridades
locales y no por el gobierno nacional. En general,
en el ámbito de las políticas de bienestar y
asistencia social, así como en otros campos, los
liberales se inclinan por instituciones que
restrinjan la libertad prácticamente al mínimo
posible.
Además de proporcionar un mínimo de
servicios de asistencia social, un Estado liberal
puede incluir ciertas funciones de indudable
carácter positivo, como parte de la tarea de
mantener un orden libre. Entre ellas pueden
contarse la legislación y la ejecución de
reglamentaciones antimonopólicas, ciertas
medidas de protección al consumidor y la
supervisión de las escuelas auspiciadas por el
Estado. Muchos liberales clásicos acogen con
recelo estas tareas positivas del gobierno, y bien
pudiera ser que la evaluación final de su
conveniencia hablara mal de ellas. En el área de la
educación y los servicios sociales, por ejemplo,
hay todavía mucho que decir a favor de los
sistemas de créditos fiscales[86] y cédulas de
comprobación que permitirían a cada uno hacerse
cargo por sí de los mismos en lugar de depender
de servicios estatales uniformes y burocráticos. La
forma que adoptarían tales acuerdos no puede
decidirse a priori, sino en función de
circunstancias específicas. Es responsabilidad de
los políticos liberales crear esquemas por los que
se cumplan las funciones de servicio del Estado,
sin poner en entredicho la libertad ni comprometer
su carácter general como una forma de autoridad
limitada por la ley.
La concepción del Estado liberal que he
esbozado es, en esencia, la de los grandes
liberales clásicos. Evita las tendencias anarquistas
que han infectado el pensamiento liberal con
utopías racionalistas y reconoce el Estado como un
mal necesario permanente. Para ello, explota el
discernimiento de los filósofos escoceses y de
Hayek en cuanto a que existe un orden espontáneo
en la vida social, pero depura esta idea con el
reconocimiento de que los procesos espontáneos
de la sociedad sólo pueden resultar provechosos
en el marco de instituciones legales, protegidas
ellas mismas por facultades coercitivas, en las que
las libertades básicas se encuentren garantizadas
para todos. La concepción liberal del Estado evita
con igual firmeza la concepción revisionista del
gobierno como guardián y proveedor del bienestar
general, facultado para actuar con base en su
propia autoridad discrecional en la consecución
del bien común: concepto cuya materialización es
siempre un gobierno débil, presa de grupos de
intereses e incapaz de ofrecer siquiera la
seguridad necesaria para disfrutar las libertades
básicas, seguridad que constituye el único título de
autoridad del Estado.
10. El ataque al liberalismo
El liberalismo —y de manera más específica el
liberalismo en su forma clásica— es la teoría
política de la modernidad. Sus postulados
constituyen los rasgos más distintivos de la vida
moderna: el individuo moderno con su inquietud
por la libertad y la privacidad, por el crecimiento
de la riqueza y un flujo continuo de invención e
innovación, y por la maquinaria de gobierno,
indispensable para la vida civil y a la vez amenaza
permanente para la misma. Su expresión
intelectual sólo pudo originarse en plenitud en la
sociedad postradicional de la Europa que siguió a
la disolución de la cristiandad medieval. No
obstante su hegemonía como teoría política de la
era moderna, el liberalismo nunca ha dejado de
tener serios rivales políticos e intelectuales. En
sus diferentes formas, las corrientes conservadora
y socialista no son respuestas menos válidas a los
retos de la modernidad. Sus raíces pueden
rastrearse hasta las crisis de la Inglaterra del siglo
XVIII, si bien dichas corrientes cristalizan en
tradiciones definidas de pensamiento y praxis sólo
después de la Revolución francesa. Los
pensadores conservadores, así como los
socialistas, han presentado críticas legítimas al
pensamiento y a la sociedad liberal, las cuales
sólo pueden abordarse y entenderse dentro del
contexto histórico en que nacieron las tres
tradiciones.
En ocasiones los conservadores han
desdeñado la reflexión teórica sobre la vida
política, arguyendo que el conocimiento político
es, ante todo, el conocimiento práctico de una
clase gobernante hereditaria respecto de la manera
en que deben conducirse los asuntos de Estado —
una forma de conocimiento que es mejor dejar
inarticulada, no contaminada por la
sistematización racionalista—. Sin embargo, los
siglos XIX y XX presentan abundantes ejemplos de
pensamiento conservador de índole tan sistemática
y reflexiva como cualquier desarrollo dentro de la
tradición liberal, y ricos en perspectivas de las
que el pensamiento liberal puede hacer un uso
provechoso. Los escritos de Hegel, Burke, De
Maistre, Savigny, Santayana y Oakeshott —todos
ellos conservadores, aunque sólo sea por
compartir un espíritu común de reacción contra los
excesos del racionalismo liberal— esgrimen
incisivas críticas que el pensamiento liberal
desatiende a su propio riesgo. Tales críticas
conservadoras son inestimables correcciones de
las ilusiones liberales características, pero suelen
incorporar formas de nostalgia y quijotismo que
ningún liberal puede sostener, y en ocasiones
expresan interpretaciones claramente erróneas
sobre el carácter mismo del liberalismo. Por tanto,
consideremos qué es lo que distingue una visión
conservadora del hombre y la sociedad, y lo que
esta visión puede ofrecer a la perspectiva liberal.
En su respuesta ideológica a las revoluciones
de 1688 y 1789, el pensamiento conservador de
Inglaterra y Francia, y más adelante el del resto de
los países, se caracteriza por concebir el hecho
central de la vida política como la relación de los
súbditos frente a los gobernantes. Para el
conservador, las relaciones de autoridad son
aspectos naturales en la vida social, de las que no
ha de darse cuenta, como hacen los liberales,
mediante un contrato entre los individuos, y menos
aún con referencia a creencias morales como las
que comprenden los movimientos socialistas. El
núcleo de la vida política lo constituyen las
comunidades históricas, y se integra de múltiples
generaciones de seres humanos que se van
configurando por las tradiciones peculiares de sus
regiones y países. El pensamiento conservador
proclama su escepticismo ante la humanidad
genérica[87] y la individualidad abstracta, cuya
celebración constata en el liberalismo, e insiste en
que el individuo humano es más un logro cultural
que un hecho natural. Como se observa en los
trabajos de De Maistre y Burke, los términos
centrales en el pensamiento conservador son
autoridad, lealtad, jerarquía y orden —más que
igualdad, libertad y fraternidad—. El énfasis se
coloca en las particularidades de la vida política,
no en los principios universales que supuestamente
debe ejemplificar. A menudo, pero no siempre, se
sugiere que el papel de las ideas generales en la
vida política es el de epifenómeno —un reflejo de
las fuerzas más profundas del sentimiento, el
interés y la pasión—. Así, en comparación con el
liberalismo y el socialismo, el pensamiento
conservador es particularista y recela de la
búsqueda de la igualdad. También es escéptico y
pesimista y, en su reacción ante la Revolución
Industrial, proclive a ver el derrumbamiento y el
abandono de las viejas formas, así como a
desconfiar de las oportunidades de mejoramiento y
liberación generadas por la difusión de inventos y
maquinaria. La corriente conservadora inglesa del
siglo XIX forjó toda una escuela de interpretación
histórica y crítica social, que presentaba al
industrialismo como la causa del desplome de los
niveles de vida populares y como el responsable
de la desarticulación de las antiguas relaciones de
jerarquía en las que los gobernantes reconocían
una obligación hacia el pueblo. En los escritos
políticos de Benjamin Disraeli —quizá el
pensador antiliberal inglés de mayor influencia en
el siglo XIX, dada su amplia presencia política,
pero que manifestó actitudes compartidas por
Carlyle, Ruskin y Southey—, esta hostilidad a las
implicaciones sociales de la Revolución industrial
generó una filosofía fantástica y nostálgica de
paternalismo tory, en la que el gobierno nacional
desempeñaba los deberes que alguna vez
estuvieran a cargo de la nobleza local.
En muchas formas, el pensamiento socialista
hace eco de las voces conservadoras al lamentar
la disolución de las costumbres ancestrales,
originada por el comercio y la industria. El estudio
de Friedrich Engels de las condiciones de la clase
trabajadora inglesa[88] es notable, tanto por su
representación bucólica de la vida preindustrial
como por su explicación de la privación y la
miseria contemporáneas. Los autores
conservadores y los socialistas tienden a ver en la
vida inglesa, en algún momento entre el siglo XVII
y el XIX, una Gran Transformación (en la
terminología de Karl Polanyi)[89] en la que las
formas sociales comunales fueron destruidas por
la fuerza del individualismo y el ascenso de
nuevas clases sociales. A diferencia de los
conservadores, los socialistas fueron en su
mayoría optimistas acerca de las consecuencias
sociales del industrialismo y, de hecho,
consideraron la abundancia que la industria hacía
posible como una condición necesaria para el
avance hacia una sociedad igualitaria sin clases.
Pero al igual que los conservadores, y a
diferencia de los liberales, la mayoría de los
socialistas repudiaron el individualismo
abstracto [90] que encontraron en el pensamiento
liberal y rechazaron las ideas liberales de
sociedad civil en favor de concepciones de una
comunidad moral. Si los socialistas se mostraron
siempre más esperanzados que los conservadores
acerca del futuro político, en la Inglaterra y
Europa del siglo XIX coincidieron con los
conservadores al representar la era liberal como
un episodio, una fase de transición en el desarrollo
social.
La debilidad del pensamiento socialista y
conservador estriba, por una parte, en su
interpretación de la historia y, por la otra, en la
visión en extremo vaga de un orden posliberal
contenida en sus escritos. Tanto socialistas como
conservadores, excediéndose en su reacción ante
las privaciones visibles derivadas del
industrialismo, exageraron sus aspectos
destructivos y subestimaron sus efectos benéficos
en los niveles de vida de la gente. Las primeras
décadas del siglo XIX fueron testigos de una
expansión sustancial y continua de la población,
del consumo de artículos suntuarios y de las
rentas, lo que difícilmente puede conciliarse con la
mitología histórica de la depauperación popular
expresada en los escritos marxistas y en los de
muchos conservadores[91]. Más aún, al menos en el
caso inglés, la idea del comercio y la industria
como causantes de una vasta ruptura en el orden
social parece ser, a todas luces, infundada. Hasta
donde es posible remontarse, Inglaterra fue
siempre una sociedad predominantemente
individualista, en la que las instituciones
características del feudalismo eran débiles o
inexistentes[92]. Los pensadores y propagandistas
conservadores y socialistas del siglo XIX parecen
haber realizado una lectura equivocada de la
historia de la sociedad de la que derivaron,
principalmente, sus modelos de cambio social.
Es en su concepción de un orden alternativo
antiliberal donde puede encontrarse la debilidad
definitiva de las ideas socialistas y conservadoras.
A mediados del siglo XIX, los modelos
individualistas de la vida económica y social se
habían difundido en la mayor parte de Europa
(incluyendo Rusia), y no quedó en parte alguna un
orden social tradicional de lazos comunales
inalterados que los conservadores pudieran
defender. Ahí donde el conservadurismo
constituyó un éxito político —como lo fue con
Disraeli y Bismarck—, éste consiguió su victoria
mediante una domesticación pragmática de la vida
individualista, pero sin poner en marcha nada que
se pareciera a la revolución antiliberal con la que
soñaban Disraeli y otros conservadores
románticos. En 1914, cuando el orden liberal se
desplomó en Europa, fue reemplazado en la mayor
parte del continente por un modernismo brutal,
burlesco y, en Alemania, genocida, que cortó toda
restricción impuesta por la moral y las tradiciones
legales occidentales y dio lugar a una anomia
hobbesiana (en vez de una reconstitución de los
lazos comunales) siempre que sus políticas se
aplicaron. A su vez, no hay ejemplo en la historia
del siglo XX del éxito de algún movimiento
conservador antiliberal, y los estadistas
conservadores más destacados —De Gaulle y
Adenauer, por ejemplo— adoptaron una actitud
administrativista y realista frente a una sociedad
moderna que acepta su indómito individualismo
como un destino histórico que una política sabia
puede contener pero no invertir.
Las perspectivas socialistas de una nueva
forma de comunidad moral no han corrido con
mejor suerte que las previsiones conservadoras de
renovación de la vida comunal. Las expectativas
de solidaridad proletaria internacional sufrieron
un severo golpe con la Primera Guerra Mundial, y
la victoria subsiguiente del socialismo en Rusia,
en forma no liberal y revolucionaria, inauguró un
nuevo sistema político, aunque de tal naturaleza
que tenía más en común con los experimentos
posteriores de control totalitario del
nacionalsocialismo que con cualquier ideal
socialista. Los proyectos y movimientos
socialistas han fracasado, en todas partes, frente a
la obstinada realidad de las distintas tradiciones
culturales, nacionales y religiosas y, además,
frente al individualismo arraigado e incurable de
la vida social moderna. A pesar de toda la retórica
socialista en boga referente a la enajenación, los
movimientos socialistas han sido más duraderos y
tenido más éxito cuando han buscado moderar la
sociedad individualista, en vez de transformarla.
Así como la única forma viable del
conservadurismo parece ser el conservadurismo
liberal, así el socialismo ha logrado un cierto éxito
sólo en la medida en que ha absorbido los
elementos esenciales de la civilización liberal.
En tanto que alternativas a la sociedad liberal,
el conservadurismo y el socialismo deben
considerarse un fracaso, si bien ambas corrientes
ofrecen atisbos que la tradición intelectual liberal
puede aprovechar. Quizá la reflexión conservadora
más valiosa sea su crítica del progreso —el que
los avances del conocimiento y la tecnología
puedan utilizarse tanto para fines crueles e
insanos, como en el Holocausto y el Gulag, como
para fines de superación y liberación—. Las
experiencias vividas en el siglo XX han
confirmado la desconfianza conservadora en la
creencia de los liberales del siglo XIX (creencia
que no fue compartida por los fundadores
escoceses del liberalismo clásico) de que la
historia humana registra una firme trayectoria de
progreso, interrumpida y en ocasiones retardada,
pero en última instancia irresistible. Ahora es
claro que el único apoyo a la esperanza liberal
proviene, no de leyes o de tendencias históricas
imaginadas, sino exclusivamente de la vitalidad de
la misma civilización liberal. Por otra parte, el
tiempo ha confirmado las bien fundadas sospechas
conservadoras de una sociedad de masas cuyos
numerosos miembros se emancipan de la guía de
antiguas tradiciones culturales. La verdad esencial
de que la conservación de las tradiciones morales
y culturales es una condición necesaria para un
progreso duradero —verdad reconocida por
pensadores liberales tales como Tocqueville,
Constant, Ortega y Gasset y Hayek— debe
contarse entre las contribuciones permanentes de
la reflexión conservadora.
En las últimas décadas, el pensamiento
conservador ha manifestado una menor hostilidad
hacia las instituciones de mercado y, de manera
creciente, ha llegado a ver en las libertades de
mercado un apoyo para el orden espontáneo de la
sociedad que los conservadores tanto aprecian[93].
En contraste, el pensamiento socialista se ha
tomado su tiempo para avenirse con el carácter
indispensable de las instituciones de mercado,
viendo en ellas síntomas de desperdicio y
desorden y de un fracaso culpable de la
planificación central. De hecho, ha surgido una
escuela de pensamiento de mercado socialista, en
deuda con John Stuart Mill, por lo menos tanto
como con Marx; ésta concibe la cooperativa de
trabajadores como institución central de
producción en la economía socialista, siendo la
competencia de mercado la que determina la
asignación de recursos a las cooperativas. En su
aceptación realista del papel del mercado como
factor de asignación, la nueva escuela de
pensamiento socialista representa un alejamiento
de la confianza tradicional que ha depositado el
socialismo en la planeación económica central,
pero afronta una serie de complejos problemas
que, combinados, resultan funestos para el
proyecto socialista de mercado. En primer término
surge la dificultad, señalada por el distinguido
economista keynesiano J. E. Meade[94], de que la
fragmentación de la economía en empresas
manejadas por los trabajadores implica el
sacrificio de importantes economías de escala.
Más aún, la fusión que tiene lugar en las
cooperativas de trabajadores entre la posesión de
un empleo y la participación en el capital tiene,
como lo demuestra la experiencia yugoslava[95], la
desafortunada consecuencia de generar desempleo
entre los trabajadores jóvenes y propiciar que las
cooperativas se comporten como unidades
familiares en el lento consumo de capital. Si la
experiencia sirve en alguna forma de guía, es muy
probable que las economías manejadas por los
trabajadores se vuelvan aletargadas, deficientes en
cuanto a innovaciones tecnológicas y altamente
inequitativas en la distribución de las
oportunidades de trabajo que generan. Por último,
todos los esquemas socialistas del mercado se
enfrentan con el problema radical de la asignación
de capital. ¿Bajo qué criterios deberán los bancos
estatales centrales asignar capital a las diferentes
cooperativas de trabajadores? En los sistemas
capitalistas de mercado, el suministro de capital a
riesgo se reconoce como parte de una función
empresarial privada —una actividad creativa no
susceptible de formularse a partir de regias rígidas
o improvisadas—. Cuando el suministro de capital
se concentra en el Estado, como ocurre en la
mayoría de las propuestas socialistas de mercado,
si no es que en todas, ¿qué tasa de recuperación
deberá fijarse y qué cuentas han de pedirse al
banco estatal de inversiones por concepto de
pérdidas? En cualquier forma que resulte
realizable, el esquema socialista de mercado está
expuesto a la objeción de que la centralización del
capital en el gobierno estaría destinada a desatar
una competencia política por los recursos, en la
que las industrias y empresas establecidas serían
las ganadoras y las nuevas empresas, débiles y
bajo gran riesgo, las perdedoras. En otras
palabras, el socialismo de mercado intensificaría
simplemente el nocivo conflicto de la distribución,
planteado por los analistas de la Escuela de la
Elección Pública[96] en el contexto de las
economías mixtas.
Estos defectos de las propuestas socialistas de
mercado indican que no hay ninguna alternativa
viable para la competencia de mercado en su
carácter de entidad asignadora de capital, trabajo
y bienes de consumo en una sociedad industrial
compleja. El punto más acuciante de la crítica
socialista al liberalismo económico no radica, en
consecuencia, en alguno de los aspectos del
mecanismo de mercado, sino en sus
imperfecciones desde el punto de vista de la
justicia en la asignación inicial de los recursos.
Todas las sociedades reales presentan una
distribución del capital y del ingreso que es
resultado de diversos factores, que incluyen actos
previos de injusticia, violaciones a los derechos
de propiedad, restricciones de la libertad
contractual y usos indebidos del poder económico.
Por esta razón, Robert Nozick ha propuesto[97] la
adopción del principio de diferencia de Rawls
como la regla empírica para la rectificación de
injusticias anteriores. Muy probablemente, Nozick
se excede al recomendar un estricto principio
igualitario para la redistribución del ingreso, como
respuesta rectificatoria a la carga histórica dé las
injusticias pasadas, y no existe justificación alguna
para intentar crear un modelo de distribución de la
riqueza o del ingreso. La política no debe tener la
finalidad de imponer un modelo de esta índole, ya
que el respeto a la libertad supone la aceptación
de la ruptura de modelos por libre elección, sino
la de compensar las desviaciones pasadas de la
libertad igualitaria. Y esto no se consigue de mejor
manera mediante una política igualitaria de
redistribución del ingreso.
Una respuesta más adecuada a la realidad de la
injusticia en la distribución del capital consiste en
una redistribución del capital mismo, quizá en la
forma de un impuesto negativo al capital[98] que
proporcionara, a quienes carecen de un
patrimonio, una compensación por anteriores
injusticias. Desde la perspectiva liberal clásica,
tal política de redistribución sería acertada si
pudiera financiarse mediante la venta de activos
del Estado, con lo que se evitaría una mayor
incursión del gobierno en terrenos del capital
privado. Ya sea que se aceptara o no la viabilidad
de esta propuesta, el pensamiento socialista hace
una reflexión válida —reconocida plenamente por
los teóricos de la Escuela de la Elección Pública
— cuando afirma que la restauración de la libertad
económica presupone, en justicia, una
redistribución del capital.
Los ataques conservadores y socialistas al
liberalismo desempeñan un papel esencial al
ponernos en alerta sobre las imperfecciones del
pensamiento y la sociedad liberales. Ante todo,
deberían ayudarnos a resistir la tentación de
suponer que la sociedad liberal ha de identificarse
siempre con sus formas históricas contingentes. Si
la reflexión conservadora nos enseña a ser cautos
en nuestra actitud frente a nuestra herencia de
tradiciones morales y culturales, el pensamiento
socialista obliga a reconocer que la defensa moral
de la libertad requiere la rectificación de
injusticias pasadas, mediante una renegociación de
los derechos establecidos. En suma, la defensa de
la sociedad liberal requiere que el pensamiento y
la praxis liberales estén dispuestos a adoptar
principios conservadores y radicales cuando así lo
exijan los objetivos liberales, y las circunstancias
históricas en que se encuentren las sociedades
liberales.
Conclusión:
El liberalismo y el futuro
El liberalismo es el principio de derecho político según
el cual el poder público, no obstante ser omnipotente,
se limita a sí mismo y procura, aun a su costa, dejar
hueco en el Estado que él impera para que puedan vivir
los que ni piensan ni sienten como él, es decir, como
los más fuertes, como la mayoría. El liberalismo —
conviene hoy recordar esto— es la suprema
generosidad: es el derecho que la mayoría otorga a la
minoría y es, por lo tanto, el más noble grito que ha
sonado en el planeta. Proclama la decisión de convivir
con el enemigo: más aún, con el enemigo débil. Era
inverosímil que la especie humana hubiese llegado a
una casa tan bonita, tan paradójica, tan elegante, tan
acrobática, tan antinatural. Por eso, no debe sorprender
que prontamente parezca esa misma especie resuelta a
abandonarla. Es un ejercicio demasiado difícil y
complicado para que se consolide en la tierra (José
Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, México,
1937, pp. 81-82).
A lo largo de todo este estudio he presentado al
liberalismo como la teoría política de la
modernidad. A pesar de todos sus antecedentes en
el mundo antiguo, la corriente liberal es una
creación de la modernidad, por cuanto presupone
los logros culturales —la moral de la
individualidad y una diversidad de formas de vida
en sociedad— mediante los cuales se llega a la
caracterización más adecuada del mundo moderno.
De hecho, el liberalismo acaso se entienda de
manera más cabal cuando se concibe como la
respuesta del hombre moderno a una circunstancia
histórica en la cual, dada la desintegración del
orden social tradicional, las facultades y límites de
los gobiernos necesitan redefinirse. Desde esta
perspectiva, el liberalismo es una búsqueda de los
principios de justicia política que regirán el
consenso racional entre personas con
concepciones diferentes sobre la vida y el mundo.
El concepto de la naturaleza humana que expresa
el liberalismo es, a fin de cuentas, una destilación
de la experiencia moderna ante la variedad y el
conflicto en la vida moral: es la concepción del
hombre como un ser con la capacidad moral para
forjar un concepto sobre lo que es una vida
adecuada y con la capacidad intelectual para
articular dicha concepción en una forma
sistemática.
Tal como se nos ofrece en el liberalismo
clásico de los filósofos escoceses, esta
concepción del hombre como un ser racional y
moral no se encuentra asociada con una doctrina
de la perfectibilidad humana, ni desemboca en
expectativa alguna de que los hombres converjan
en una visión única y compartida de los fines de la
vida. Más bien, los liberales clásicos albergaron
esperanzas, más modestas, en un orden político
que respetara y protegiera la diversidad de
pensamiento y acción que encontramos entre los
hombres, del que podríamos aprender unos de
otros y lograr un alivio del destino humano
mediante la competencia pacífica de diferentes
tradiciones. La reivindicación liberal clásica del
mercado libre es, en realidad, sólo una aplicación,
en la esfera de la vida económica, de la
convicción de que la sociedad humana tendrá
mayores probabilidades de hacerlo mejor cuando
los hombres queden en libertad para establecer sus
planes de vida sin estar sujetos a más restricción
que la del gobierno de la ley. Así como en el
proceso del mercado las empresas que no
responden a las circunstancias cambiantes son
eliminadas, también en la vida social, pensaban
los liberales clásicos, sacaremos provecho del
antagonismo continuo de ideas y propuestas. Aun
cuando abrigaron oscuras dudas en cuanto a la
estabilidad final de las sociedades libres, los
liberales clásicos mantuvieron la convicción de
que nuestra mejor esperanza de progreso radica en
la liberación de las fuerzas espontáneas de la
sociedad para que se desarrollen en direcciones
nuevas, impensadas y en ocasiones antagónicas.
Para ellos, el progreso consistía no en la
imposición de ningún plan racional sobre la
sociedad, sino más bien en las muchas formas
impredecibles de crecimiento y avance que se
producen cuando los esfuerzos humanos no se
encuentran atados a las concepciones
predominantes según una dirección común.
Un contraste manifiesto en el que mi
exposición sobre el liberalismo ha insistido es el
que existe entre el liberalismo clásico y el
moderno. Ahora podemos apreciar que la ruptura
decisiva en la tradición intelectual liberal ocurrió,
no a raíz del abandono de la teoría de los derechos
naturales a favor del utilitarismo, o de la
sustitución de la concepción negativa de libertad
por una positiva, sino más bien del surgimiento de
un racionalismo nuevo y arrogante. Mientras que
los liberales clásicos de la escuela escocesa, al
igual que los grandes liberales franceses Constant
y Tocqueville, vieron un argumento fundamental en
favor de la libertad en la incapacidad de la
inteligencia humana para comprender cabalmente
la sociedad que la había producido, los nuevos
liberales buscaron someter la vida de la sociedad
a una reconstrucción racional. Si para los liberales
clásicos el progreso es, por así decirlo, una
propiedad emergente de los intercambios libres
entre los hombres, para los liberales modernos el
progreso consiste en la realización en el mundo de
una concepción específica de la sociedad racional.
Esto se observa con claridad en la obra de John
Stuart Mill, un pensador dividido y ambiguo cuya
orientación, no obstante, en último caso se une a la
de los liberales modernos. Una vez que el
progreso se concibe como la realización de un
plan racional de vida y no como el despliegue
impredecible de energías humanas, resulta
inevitable que la libertad termine por subordinarse
a las exigencias del progreso. Este es un conflicto
que los liberales clásicos evitaron cuando
sabiamente aceptaron que la inteligencia humana
no puede urdir el curso del futuro. Nos
corresponde más idear escenarios en los cuales
podamos ejecutar nuestros propios ensayos de
prueba y error, que intentar forzar en todos una
trayectoria de mejoramiento predeterminada.
Con el declive del sistema de pensamiento
liberal clásico, el liberalismo adoptó su forma
moderna, en la que la arrogancia intelectual
racionalista se fusiona con una religión sentimental
de la humanidad. El declive del sistema clásico de
pensamiento liberal coincidió con la llegada de la
democracia de masas —y en gran medida fue
resultado de la misma—, en la cual el orden
constitucional de la sociedad libre pronto se vio
sujeto a alteración por efecto de los procesos de
competencia política. El pensamiento liberal
rápidamente sancionó la nueva concepción del
régimen de gobierno engendrado en la lucha por
los votos en una democracia de masas —la
concepción del gobierno como benefactor y no,
como hasta entonces, como guardián de la
estructura dentro de la cual los individuos pueden
velar por si mismos—. Mucho antes de su colapso
en 1914, una profunda inestabilidad había venido
permeando el orden liberal, cuando la
competencia política empezó a transformar
gradualmente las instituciones de un gobierno
limitado en instituciones de una democracia
totalitaria. En todo el continente europeo las
instituciones liberales fueron sacudidas por las
secuelas de la Gran Guerra, al punto de que, en la
década de los treinta, todo parecía apoyar la
extrema aseveración de Ortega de que la libertad
era una carga de la que la humanidad se mostraba
demasiado ansiosa por desembarazarse.
Medio siglo después es todavía pronto para
saber si Ortega estaba en lo cierto al expresar un
pesimismo que compartía con otros liberales
desilusionados como Max Weber y Vilfredo
Pareto. Pero hay muchos indicios de que las ideas
y las instituciones liberales están recuperando un
sitio en la confianza del hombre. Ahora que las
enormes promesas del nuevo liberalismo han sido
ampliamente percibidas como espurias, el
pensamiento se está centrando de nuevo en las
reflexiones de los liberales más antiguos, las
cuales ya se aplican en muchas áreas de la
política. Tal como se ha planteado en los escritos
de Hayek, Buchanan y otros, el antiguo liberalismo
entraña una crítica radical de los hábitos
dominantes de pensamiento y acción de nuestro
tiempo. Los nuevos liberales clásicos desarrollan
una crítica incisiva de la democracia popular,
ilimitada, que en realidad nos gobierna, así como
la filosofía racionalista que apoya al Estado
intervencionista en sus ensayos de ingeniería
social. La restauración de un orden liberal de
libertades básicas bajo el régimen de la ley, si
acaso es posible, no es asunto fácil, ya que
requiere de algo semejante a una revolución
constitucional; una reforma radical de las
instituciones políticas que, para tener éxito, debe
ser precedida por una revolución intelectual en la
que los modos actuales de pensamiento sean
desechados. Nadie puede predecir los resultados
del actual renacimiento del pensamiento liberal.
Pero, si hay esperanza en el futuro de la libertad,
ésta radica en el hecho de que, conforme nos
aproximamos al final de un siglo de frenesí
político, vemos un regreso a la sabiduría de los
grandes autores liberales. Porque es en la obra de
los pensadores liberales clásicos donde podemos
encontrar la más profunda y reflexiva respuesta a
los peligros y las oportunidades de la era
moderna.
Bibliografía
El estudio clásico del liberalismo sigue siendo el
de G. de Ruggiero, Storia del liberalismo europeo,
Bari, 1925, traducido al inglés por R. G.
Collingwood como The History of European
Liberalism (Historia del liberalismo europeo),
Oxford, 1927, el cual contiene una bibliografía de
gran utilidad. The Growth of Philosophic
Radicalism, Londres, 1928, de E. Halevy, expone
magistralmente la transición de la escuela
escocesa al liberalismo moderno británico.
La siguiente lista presenta, en orden
cronológico, algunos de los más destacados
trabajos recientes sobre el liberalismo.

Ritchie, D. G., Natural Rights, Londres, 1894.


Reimpreso en 1924.
Hobhouse, L. T., Liberalism, Londres, 1911.
Martin, B. Kingsley, French Liberal Thought in the
Eighteenth Century, Londres, 1926. Nueva
edición en 1954.
Mises, L. von, Liberalismus, Jena, 1927 [Ed.
cast.: Liberalismo, Unión, 1982].
Croce, B., Etica e Politica, Bari, 1931.
Laski, H., The Rise of European Liberalism,
Londres, 1931 [Ed. cast.: El liberalismo
europeo, F. C. E., 1939].
Pohlenz, M., Die griechische Freibeit,
Heidelberg, 1935. Traducido al inglés como
The Idea of Freedom in Greek Life and
Thought, Dordrecht, 1936.
Lippmann, W., An Inquiry into the Principles of
Good Society, Boston y Londres, 1937.
Sabine, G. H., A History of Political Theory,
Nueva York, 1937 [Ed. cast.: Historia de la
teoría política, F.C.E., 1990],
McIlwain, C. H., Constitutionalism and the
Changing World, Nueva York, 1939.
Hallowell, J. H., The Decline of Liberalism as an
Ideology, Berkeley, California, 1943.
Slesser, H., A History of the Liberal Party,
Londres, 1943.
Roepke, W., Civitas Humana, Zurich, 1944.
Díez del Corral, L., El liberalismo doctrinario,
Madrid, 1945.
Popper, K. R., The Open Society and Its
Enemies, Londres, 1945 [Ed. cast.: La
sociedad abierta y sus enemigos, Paidós,
Barcelona, 1991],
Rustow, A., Das Versagen des
Wirtschaftsliberalismus als religions
soziologisches Problem, Zurich, 1945.
Federici, F., Der Deutsche Liberalismus, Zurich,
1946.
Watkins, F., The Political Tradition of the West,
Cambridge Mass., 1948.
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Polanyi, M., The logic of Liberty, Londres, 1951.
Eucken, W., Grundsätze der Wirtschaftpolitik,
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John N. Gray (South Shields, County Durham,
Inglaterra, 17 de abril de 1948) es un destacado
teórico político y filósofo político británico. Es
Profesor de Pensamiento Europeo en la London
School of Economics.
Entres sus obras más destacadas están Falso
amanecer: los engaños del capitalismo global de
1998, Perros de paja, de 2002 y Misa negra: la
religión apocalíptica y la muerte de la utopía de
2007.
Notas
[1] En castellano en el original. (Nota del Editor)
<<
[2]G. B. Kerferd, The Sophistic Movement,
Cambridge, Cambridge University Press, 1981, p.
144. <<
[3]E. A. Havelock, The Liberal Temper in Greek
Politics, New Haven, Yale University Press, 1957.
<<
[4]K. R. Popper, The Open Society and Its
Enemies, Londres, Routledge and Kegan Paul,
1945. <<
[5]Alasdair Maclntyre, After virtue: A study in
Moral Tbeory, Londres, Duckworth and Co.,
1981, p. 67. <<
[6]Sobre este punto, véase Leo Strauss, Natural
Rigbt and History, Chicago, University of Chicago
Press, 1953. <<
[7]Esta consideración se la debo a Neera
Badhwar. <<
[8]F. A. Hayek, The Constitution of Liberty,
Londres, Routledge and Kegan Paul, 1960, p. 166.
<<
[9]Leo Strauss, «On the Spirit of Hobbes Political
Philosophy», en K. C. Brown, comp. Hobbes
Studies, Oxford, Basil Blackwell, 1965, p. 13. <<
[10] Michael Oakeshott, Hobbes on Civil
Association, Oxford, Basil Blackwell, 1975, p. 63.
<<
[11]C. B. Macpherson, The Political Theory of
Possessive individualism, Oxford, Clarendon
Press, 196Z Trad. esp. <<
[12]
Stuart Hampshire, Two Theories of Morality,
Oxford, Oxford University Press, p. 56. <<
[13]
Véase la edición de Peter Laslett de la obra de
John Locke, Two Tnatises of Government,
Cambridge, Cambridge University Press, 1967. <<
[14] Alan Macfarlane, The Origins of English
Individualism: The family property and social
transition, Cambridge, Cambridge University
Press, 1978. <<
[15]John Dunn, The Political Thought of John
Locke, Cambridge, Cambridge University Press,
1969. <<
[16]
Al respecto, véanse los originales estudios de
James Tully, A Discourse of Property: John Locke
and his Adversaries, Nueva York, Cambridge
University Press, 1980. <<
[17] Véase Tully, op. cit. <<
[18] W. H. Greenleaf, Order, Empiricism and
Politics: Two Traditions of Englisb Political
Tbougbt, 1500-1700, Westport, Conn, Greenwood
Press, 1980, p. 265; y W. H. Greenleaf, The
British Political Tradition, vol. 2, The
ideological heritage, Londres, Methuen, 1983, p.
22. <<
[19]G. de Ruggiero, The History of European
Liberalism, Oxford, Oxford University Press,
1927, p. 24. Trad. esp. <<
[20]
Al respecto, véase Ruggiero, op. cit., pp. 395-
406. <<
[21]Marqués de Condorcet, The History of Human
Progress, libro 10, revisado por Nicholas
Capaldi, The Enlightenment: The Proper Study of
Mankind, Nueva York, G. P. Putnam’s Sons, 1965,
p. 312. <<
[22]Benjamin Constant, «Liberty Ancient and
Modern», citado en G. de Ruggiero, The History
of European Liberalism, Oxford, Oxford
University Press, 1972, pp. 167-168. <<
[23]
D. G. Ritchie, Natural Rights, Londres, Allen
& Unwin, 1894, página 3. <<
[24]
A. J. P. Taylor, English History 1914-1945,
Oxford, Oxford University Press, 1965, p. 1. <<
[25]G. J. Goschen, Laissez-faire and Government
Interference, Londres, 1883, p. 3; citado en W. H.
Greenleaf, The British Political Tradition, vol. 2,
The ideological heritage, Londres, Methuen,
1983, p. 44. <<
[26]Sobre Disraeli, véase el magnífico estudio
psicológico de Berlin, «Benjamin Disraeli, Karl
Marx and the Search for Identity», en I. Berlin,
Against the Current, Londres, Hogarth Press,
1980, pp. 262-286. Trad. esp. <<
[27]
A. V. Dicey, Lectures on the Relation between
Law and Public Opinion in England during the
Nineteenth Century, 1905, p. 432, citado en
Greenleaf, op. cit., p. 105. <<
[28] L. T. Hobhouse, Liberalism, 1911, reimpreso
en 1966, p. 58; citado en Greenleaf, op. cit., vol.
II, p. 103. <<
[29] Greenleaf, op. cit., p. 49. <<
[30]Véase, en especial, Henry Sidgwick, «The
Relations of Ethics with Sociology», en
Miscellaneous Essays and Addresses, Londres,
Macmillan, 1904. <<
[31]Norman Stone, Europe Transformed, 1878-
1919, Cambridge, Mass., Harvard University
Press, 1984, p. 201. Trad. esp. <<
[32]
A. J. P. Taylor, English History, 1914-1945,
Oxford, Oxford University Press, 1965, p. 2. <<
[33]Véase sir Ernest Benn, Happier Days:
Recollections and Reflections, Londres, 1949. <<
[34]Sobre la defensa de la libertad individual
basada en el pluralismo de los valores, véase «On
Negative and Positive Liberty», del autor, en Z. A.
Pelczynski y John Gray, comps., Conceptions of
Liberty in Political Philosophy, Londres, Athlone
Press, y St. Martin’s Press, Nueva York, 1984. <<
[35] Para un análisis de la acogida tardía del
trabajo de Hayek, véase John Gray, Hayek on
Liberty, Oxford, Basil Blackwell, 1984, cap. 1. <<
[36]
Véase Murray N. Rothbard, America’s Great
Depression, Nueva York, Richardson, 1983. <<
[37] Véase Rothbard, passim. <<
[38]Véase F. A. Hayek, Studies in Philosophy,
Politics and Economics, Londres, Routledge and
Kegan Paul, 1967, p. 194. <<
[39] Para una sólida critica del fracaso del
«conservadurismo del mercado libre» en la
defensa de las libertades personales, véase Samuel
Brittan, Capitalism and the Permissive Society,
Londres, Macmillan, 1973. <<
[40]James Buchanan, Freedom in Constitucional
Contract, College Station, Texas, Texas A & M
University Press, 1977; Limits of Liberty:
Between Anarchy and Leviathan, Chicago,
Chicago University Press, 1975. <<
[41]
Alasdair Maclntyre, After Virtue: A Study in
Moral Theory, Londres, Duckworth and Co.,
1981, p. 204. <<
[42]Bernard Williams, Morality: An Introduction
to Ethics, Nueva York, Harper and Row, 1972, pp.
64-65. <<
[43] Stuart Hampshire, Freedom of Mind,
Princeton, N. J., Princeton University Press, 1971,
pp. 78-79. <<
[44]
Véase Hillel Steiner, «The Structure of a Set of
Compossible Rights», Journal of Philosophy,
LXXIV (12), diciembre de 1977, pp. 767-775. <<
[45] Véase Stuart Hampshire, «Morality and
Pessimism», reimpreso en Morality and Conflict,
del mismo Hampshire, Oxford, Basil Blackwell,
1983; y H. L. A. Hart, The Concept of Law,
Oxford, Clarendon Press, 1961. <<
[46]John Gray, Mill on Liberty: A defence,
Londres, Routledge and Kegan Paul, 1983. <<
[47]
John Rawls, A Theory of Justice, Cambridge,
Mass., Belnap Press of the Harvard University
Press, 1971. Trad. esp. <<
[48] Véase, en particular, Freedom in
Constitutional Contract, de James Buchanan,
College Station, Texas, Texas A & M University
Press, 1977. <<
[49]
David Gauthier, Morals by Agreement, Oxford,
Oxford University Press, 1985. <<
[50]
Isaiah Berlin, «Two Concepts of Liberty», en
Four Essays on Liberty, Oxford, Oxford
University Press, 1969. Trad. esp. <<
[51] F. A. Hayek, The Constitution of Liberty,
Londres, Routledge and Kegan Paul, 1960, pp. 16-
17. <<
[52]Para una exploración de la libertad como no
restricción de opciones, véase S. I. Benn y W. L.
Weinstein, «Being Free to Act and Being a Free
Man», Mind, 80, 1971, pp. 194-211. <<
[53] Véase I. Berlin, op. cit., pp. 145-154. <<
[54] Véase F. A. Hayek, op. cit., pp. 146-147. <<
[55]
Especialmente en su examen del ensayo sobre
«El espíritu de la época» y de La democracia en
América, de Tocqueville. <<
[56]Véase John Rawls, A Theory of Justice,
Oxford, Oxford University Press, 1971, pp. 201-
205. <<
[57]Quedo aquí en deuda con la formulación de
Joel Feinberg, en J. Feinberg, Social Philosophy,
Englewood Cliffs, N. J., Prentice Hall Inc., 1973,
pp. 15-16. <<
[58]
Robert Nozick, Anarchy, State and Utopia,
Nueva York, Basic Books, 1974. <<
[59]
Véase A. M. Honore, «Social Justice», en R. S.
Summers, comp., Essays in Legal Philosophy,
Oxford, Clarendon Press, 1968. <<
[60]Ya he analizado la idea de conocimiento
práctico en mi libro Hayek on Liberty, Oxford,
Basil Blackwell, 1984, pp. 14-15. <<
[61]Véase Hayek, The Constitution of Liberty,
Chicago, Henry Regnery, 1960, p. 121. <<
[62] Hayek, op. cit., cap. 21. <<
[63] Hayek, op. cit., cap. 126. <<
[64]
Michael Oakeshott, Rationalism in Politics,
Londres, Methuen, 1962, p. 46. <<
[65]
León Trotsky, The Revolution Betrayed, Nueva
York, 1937, p. 76. Trad. esp. <<
[66]
Robert Nozick, Anarchy, State and Utopia,
Nueva York, Basic Books, 1974, p. 321. <<
[67]F. A. Hayek, Studies in Philosophy, Politics
and Economics, Londres, Routledge and Kegan
Paul, 1967, pp. 164-165. <<
[68]Sobre el «debate de los cálculos», véase Dan
C. Lavoie, Rivalry and Central Planning: The
socialist calculation debate reconsidered,
Cambridge, Cambridge University Press, 1985. <<
[69]Véase Murray N. Rothbard, America’s Great
Depression, Nueva York, Richardson, 1983; y
Milton Friedman, The Great Contraction (con
Anna Schwartz). Princeton, N. J., Princeton
Lniversity Press, 1965. <<
[70]Véase G. L. S. Shackle, Epistemics and
Economics, Cambridge, Cambridge University
Press, 1976, p. 239. <<
[71]J. Schumpeter, Capitalism, Socialism and
Democracy, Londres, Unwin University Brooks,
1943, pp. 81-87. Trad. esp. <<
[72]Al respecto véase mi libro Mill on Liberty: A
defence, Londres, Routledge and Kegan Paul,
1983, pp. 60-63. <<
[73]
Robert Nozick, Anarchy, State, and Utopia,
Nueva York, Basic Books, 1974, cap. 5. <<
[74] Nozick, op. cit., p. 25. <<
[75]Véase Murray N. Rothbard, The Ethics of
Liberty, Atlantic Highlands, N. J., Humanities
Press, 1982, cap. 29. <<
[76]Pero véase Nozick, op. cit., p. 30, nota de pie
de página. <<
[77]
Herbert Spencer, Social Statics, Nueva York,
Fundación Robert Schalkenbach, 1970, cap. XIX.
<<
[78]F. A. Hayek, Law, Legislation and Liberty,
vol. 2, «The mirage of social justice», Chicago,
University of Chicago Press, 1976, p. XIII. <<
[79]
Véase James Buchanan y Gordon Tullock, The
Calculus of Consent, Michigan, University of
Michigan Press, 1962. <<
[80]Véase Hayek, The Constitution of Liberty,
Chicago, Henry Regnery, 1960, cap. 20; y Milton
Friedman, Capitalism and Freedom, Chicago,
Chicago University Press, 1962, pp. 174-175. <<
[81]Véase F. A. Hayek, The Denationalisation of
Money, 2.ª edición, Londres, Institute of Economic
Affairs, 1978. <<
[82]Para una exposición de la teoría económica
basada en la oferta, véase George Gilder, Wealtb
and Poverty, Nueva York, Basic Books, 1981. <<
[83]Sobre las disposiciones constitucionales de
contingencia, véase F. A. Hayek, Law, Legislation
and Liberty, vol. 3, «The political order of a free
people», Londres, Routledge and Kegan Paul,
1979, pp. 124-126. <<
[84] Nozick, op. cit., pp. 230-231. <<
[85]Milton Friedman, Capitalism and Freedom,
Chicago, University of Chicago Press, 1962, pp.
190-193. <<
[86] Friedman, op. cit., pp. 89-90. <<
[87]
Para una crítica aguda de la noción liberal de
humanidad en forma genérica, véase K. R.
Minogue, The Liberal Mind, Nueva York, Vintage
Books, 1968, pp. 52-61. <<
[88]
F. Engels, The Condition of the Working Class
in England, Nueva York, J. W. Lovell Company,
1887. Trad. esp. <<
[89]Karl Polanyi, The Great Transformation,
Boston, Beacon Press, 1957. Trad. esp. <<
[90] Para una crítica de la idea liberal del
individuo abstracto, véase Steven Lukes,
Individualism, Oxford, Basil Blackwell, 1973.
Trad. esp. <<
[91]
Sobre los niveles de vida populares durante la
Revolución Industrial, véase R. M. Hartwell, The
Industrial Revolution and Economie Growth,
Londres, Methuen, 1971. <<
[92]Al respecto véase Alan Macfarlane, The
Origins of English Individualism: The family,
property and social transition, Cambridge,
Cambridge University Press, 1978. <<
[93] Para una defensa conservadora de las
instituciones de mercado, véase lord Coleraine,
For Conservatives Only, Londres, Tom Stacey,
1970. <<
[94]Véase J. E. Meade, The Intelligent Radical’s
Guide to Economic Policies, Londres, G. Allen
and Unwin, 1975. <<
[95]Véase J. Dorn, «Markets, True and False: The
case of Yugoslavia», Journal of Libertarian
Studies, 2 (3), otoño de 1978, pp. 243-268. <<
[96]
Véase James Buchanan y Gordon Tullock, The
Calculus of Consent, Michigan, University of
Michigan Press, 1962. <<
[97]
Robert Nozick, Anarchy, State, and Utopia,
Nueva York, Basic Books, 1974, pp. 230-231. <<
[98]
Para una propuesta de un impuesto negativo al
capital, véase A. B. Atkinson, Unequal Sham,
Harmondsworth, Penguin Books, 1972, p. 232. <<

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