Rafael Del Águila - Los Fascismos
Rafael Del Águila - Los Fascismos
Rafael Del Águila - Los Fascismos
Sin embargo, a todo esto hay que añadir algo. La oposición del fascismo
a la democracia parlamentaria no se concreta sólo en sus elementos
«liberales», sino, si se me permite la contraposición, en los rasgos
democráticos de los regímenes parlamentarios de la época. Y, en este
sen tido, su oposición se hace extensiva no únicamente a la protección
liberal del individuo, sino a la participación y también al igualitarismo. Es
aquí donde encontramos la principal fuente ideológica de contraposición
al socialis mo. Inmediatamente veremos cómo los fascismos reivin dican
los valores desigualítarios, pero, por el momento, sí cabe decir que
algunos de los principales reproches anti socialistas que aparecen en
una ideología que continua mente se autodenominaba socialista se
vinculan, más o menos, a los siguientes criterios.
En primer lugar, en algunos casos se reprochaba al socialismo su
democratismo y su debilidad expresada en «tibieza». La larga lucha
socialista por la extensión del sufragio, junto con la participación en las
instituciones parlamentarias y las prácticas políticas educativas y de
democracia directa extraparlamentaria, habían ligado a algunos partidos
socialistas con el democratismo radical.
En un sentido estaban tan corruptos como «los partidos burgueses» por
las prácticas del parlamentarismo. En otro muy distinto, extendían
doctrinas materialistas, rei-vindicativas, racionalistas, populares y
democráticas que los hacían incompatibles con el romanticismo, el
irracio nalismo, el aristocratismo, la insistencia en el manteni miento del
orden, etc., de los fascismos. Así, no era sólo que el régimen
parlamentario y los partidos (también los socialistas) enturbiaran con
sus manejos los intereses del pueblo, no era sólo que propugnaran una
visión del mundo incompatible con los aspectos ideológicos (y, por
cierto, con los apoyos sociales) de los fascismos, también las ideas de
participación y democracia igualitaria, les eran a los fascismos
profundamente extrañas e indeseables.
Y esto es justamente lo que hace que, desde el discurso fascista, se
admiren, a veces, algunos componentes del comunismo. Y no
exclusivamente es importante advertirlo, tras el pacto Hitler-Stalin. Los
movimientos fascistas, en general, calificaban al comunismo como la
encarnación del mal (en tanto ejemplo extremo de igualitarismo,
materialismo, etc.), pero salvaban los rasgos autoritarios y totalitarios
que creían percibir en él. La lucha en las calles, los asesinatos, el
enfrentamiento político directo y violento, no evitaban que en algunos
de sus comentarios hacia el «enemigo» se deslizara un elogio hacía su
fuerza, su determinación y la forma en que también negaba los
presupuestos básicos de la democracia «burguesa».
En segundo lugar, al socialismo se le reprochaba su idea de igualdad
que anulaba diferencias que no debían borrarse, sino integrarse en el
todo nacional-totalitario. El igualitarismo era una enfermedad, y una
enfermedad de mediocres. Los partidos socialistas representaban lo
débil y lo inferior. No eran más que los representantes del rebaño y,
como tales, debían ser aplastados y elimina dos del mapa político. Pero
una correcta comparación con este otro aspecto de la oposición al
socialismo exige un análisis pormenorizado de las concepciones fascistas
de jerarquía y liderazgo, tema que abordaremos a conti nuación.
Disciplinamiento, jerarquía y liderazgo
Posiblemente los de jerarquía y desigualdad, unidos a los de caudillo y
disciplina, sean los aspectos más llamati vos de las ideologías fascistas.
Todos ellos han de ser cui dadosamente examinados en su ínterrelación
en la medi da en que, además, están intimamente vinculados a
conceptos extremadamente importantes para una com prensión del
fascismo tales como los movimientos de masas, la manipulación, la
irracionalidad, etc.
Una de las aspiraciones más repetidas y subrayadas por los
movimientos fascistas fue la consecución de un orden social y político
armónico en el que los conflictos de clase, interés u opinión no
existieran. Un orden, como ya sabemos, en el que la unidad y la
uniformidad reem plazaran a la pluralidad y las diferencias, permitiendo,
de este modo, la superación de los antagonismos que desga rraban a las
sociedades de su época. Pero esta búsqueda de la armonía no adoptaba
la forma liberal de libre juego de intereses y grupos que al perseguir sus
intereses parti culares generaban una sociedad ordenada y justa. Tam
poco la forma socialista que aconsejaba la remoción de las
desigualdades sociales y políticas como única vía hada una sociedad
reconciliada. Por el contrario, para los fascismos era posible el logro de
una sociedad sin conflictos o antagonismos medíante la apelación a una
unidad de orden superior (nación, raza, etc.) que debía ordenar la
disgregación en un todo orgánico-corporativo. Para ello, no se suponía
necesario promover cambios drásticos en la estructura social o en la
distribución de la riqueza, ni tampoco reivindicar una mayor igualdad
que hiciera posible la confluencia de intereses de individuos y grupos, y,
mucho menos, generar una mayor libertad que permitiera eí ajuste de
diferencias y la consecución de un consenso social y político. Dicho de
otro modo, las apelaciones corporativas, orgánicas, etc., de. los fascis
mos hacían que la «utopía fascista» presentara como deseable una
sociedad con una sola voz, pero desigualita ria y jerárquica; con una
sola voluntad, pero no basada en el consenso racional en tomo a fines;
con un solo interés, pero sin por eso eliminar las distinciones que dan
origen a las diferencias de intereses. En definitiva, los fascismos
reivindicaban la bondad de la desigualdad social y política, la
consideraban adecuada, justa e inevi table, pero rechazaban sus
consecuencias: eí conflicto, y el antagonismo. Por eso solían encontrarse
realmente có modos en las estructuras capitalistas, aun cuando intro
dujeran en ellas nuevas elítes (las propias o las directa mente
vinculadas con las propias), e intentaran subordi nar, en lo que íes era
posible, los viejos a los nuevos poderes. Lo que, en cualquier caso, no
estaban dispues tos a tolerar, eran los posibles antagonismos a ios que
aquella estructura pudiera dar lugar.
Es de este punto del que surge la necesidad de disci-plinamiento social y
político, que, controlando violenta mente la multiplicidad de intereses,
posiciones, ideolo gías y opiniones, los reduzca a una unidad: la del
Estado, el partido o el líder. Disciplina significa así el estableci miento de
una jerarquízación férrea, una congelación de las «funciones» que debe
desempeñar cada grupo, y una petición constante de sacrificio de los
intereses particula res {indeseables, 'egoístas, «burgueses», etc.) en
aras de un fin «más alto». Las ideas variadas de los fascismos respecto
del Estado (nacional-corporativo, totalitario, Fübrersíaaí, etc.)
mantienen un elemento común que se plasma en la idea mussolíníana
de que la autoridad se ejerce vertical mente hacia abajo, mientras que
la responsabilidad polí tica es exigibíe «hacia arriba». En otros términos,
la jerar-quización del entramado político es coherente con la exigencia
de sacrificios a lo particular, con la congelación y la adscripción de los
privilegios y con la eterna vigilan cia que garantiza la obediencia.
En estas condiciones la construcción deí Estado o la configuración de la
sociedad adopta una estructura verti cal y piramidal en cuya cúspide el
líder gobierna, deter mina y decide sobre los fines políticos que deben
salva guardarse y los que deben eliminarse o dejarse de lado. Por eso
resulta tan importante el papel del caudillo (Füb-rer, Duce) en la
concepción del mundo de los fascismos.
La relación del caudillo con la masa sustituye a la vin culación del líder
con el pueblo. La primera es emocio nal, directa, basada en el
espectáculo, en la fe, en el éxta sis colectivo. La segunda, basada en
racionalidad y responsabilidad, sólo ejemplifica para los fascismos lo
débil y lo engañoso. Frente a la masa, en el espectáculo de masas, el
caudillo es el único sujeto activo: «Cuando las masas son cera entre mis
manos... me siento como parte de ellas» afirmaba Mussolini, pero,
continuaba, «persiste en mí cierto sentimiento de aversión, como la que
siente el escultor por la arcilla que está moldeando.» En todo caso,
seguía, «la multitud adora a los hombres fuertes. La multitud es como
una mujer» (cit., en Schapiro, 1981, 71). De este modo, la cosificación
de las masas se une en los fascismos con la exaltación de la virilidad del
hombre fuerte. Desde la «violación de la hembra masa» de Hitler, a la
idea de patria-madre-novia de José Antonio Primo de Rivera, las
gradaciones de esa exaltación fueron variadas. En todo caso, la
vinculación de masa y hembra, así como su cosificación, fueron típicas
de los fascismos y uno de sus argumentos ideológicos más queridos.
Las metáforas fascistas sobre la masa-objeto dispuesta a que sus
«mejores» la manipulen adecuadamente, son extremadamente
importantes para comprender el significado político de la jefatura en
estos movimientos. Como Fijalkowski (1966, 252) señalaba en su
estudio sobre Cari Schmitt, lo que resulta a estas alturas especí
ficamente propio de la actividad del pueblo no es votar o discutir, sino
expresar por aclamación su aprobación o su repulsa, vitorear a un jefe o
aplaudir una propuesta. Los procesos de comunicación «cargados» y
dirigidos emocionalmente sustituyen a las instancias intermedias
(partidos, asociaciones, grupos) y hasta las hacen ofensivas para el
principio de identidad entre el que manda y los que obedecen. De este
modo, el contexto de relación del caudillo con la masa es el de una
argumentación casi religiosa a través de la cual la mística de la sangre,
de la raza o de la patria reemplaza a las capacidades racionales de los
oyentes a los que no se les exige otra cosa que la glorificación y
divinización del líder. Y esa glorificación llegó, a veces, a extremos
inusitados: ya en algunas esquelas mortuorias anteriores a 1933, el
nombre de Adolf Hitler reemplazaba al de Dios. (Véase Bracher, 1973,1,
201.)
Acaso por ello se han producido una gran cantidad de análisis sobre
aspectos psicológicos de los fascismos. Estudios como los de Erich
Fromm (1971; e. o., 1942), Wilhem Reich (1973; e. o., 1933) o Theodor
W. Adorno (1950) son hoy ya clásicos. En ellos se trataba, por ejem plo,
de explicar cómo la inseguridad empujaba hacia la obediencia ciega, o
bien qué atributos de una personali dad autoritaria la hacían receptora
del mensaje fascista, o bien se intentaban delimitar las claves de la
psicología de masas que el fascismo utilizó con tanto éxito. Sin em
bargo, como estos mismos autores ponían de manifiesto, esta
explicación psicológica no es sino una interpreta ción, un enfoque útil,
dentro de un conjunto más amplio de factores e instrumentos analíticos,
pues la perspectiva estrictamente psicologista no puede explicar por sí
misma un fenómeno político de la complejidad de los fascismos.
Conviene aquí introducir de nuevo la diferenciación entre los
movimientos y los sistemas fascistas. El proceso de penetración durante
la fase de ascenso de los fascis mos se efectuó a través de un paulatino
control o des trucción del conjunto de redes sociales y políticas exis
tentes en la sociedad. La «colocación» en lugares claves de activistas
fieles, el establecimiento de vinculaciones con grupos de presión, la
ampliación de las redes de poder ya controladas, el reclutamiento y
fascitización de sectores marginados, etc., fueron los factores cruciales
en la estrategia fascista de toma del poder. Pero la profundi-zación del
poder fascista en las diversas zonas donde ya poseía influencia"* y,
desde luego, la construcción de los sistemas políticos fascistas, estuvo
animada, acaso más que por ningún otro objetivo, por la búsqueda del
logro de la completa atomización social. Los fascismos en el poder, en
grados diferentes, pero con coherencia similar, buscaron el aislamiento
paulatino de los individuos y grupos y la ruptura de los canales de
comunicación y relación mutua. Puesto que los intereses y perspectivas
particulares habían sido ya consecuentemente difamados y se les
suponía necesariamente subordinados a la comu nidad y a su voluntad
expresada por el caudillo, la ruptu-ra de los vínculos particulares
constituía simplemente la conclusión lógica, y así se convirtió en un
hecho caracte rístico de las ideologías fascistas que la persiguieron con
éxito diverso. La familia, el grupo de pares, los compañe ros de trabajo,
las asociaciones profesionales o recreati vas, por no hablar, desde luego,
de cualquier asociación de índole política, fueron intervenidos,
destruidos o sus tituidos por canales organizativos del propio partido
fas cista. Como reductos que eran de lo particular, de lo egoísta e
inconfesable, debían ser consecuentemente «copados», arrumbados y
disciplinados para hacerlos de este modo parte integrante del todo
orgánico y armóni co. La pluralidad de voces seguiría escuchándose a
menos que esas asociaciones intermedias más o menos informales se
domesticaran y se reemplazaran adecuada mente.
Esta operación, brillantemente descrita por Hannah Arendt (1974),
aspiraba a convertir a los individuos en seres atomizados y aislados,
cuyo único punto de unión se hallaba en la cúspide: en el caudillo que,
como un «padre», velaba por todos ellos. El alejamiento de la realidad
de las masas de seguidores fascistas y la sustitu ción de aquélla por
ciertas fantasías e imaginaciones, tenía en esta estructura su mejor
garantía. Gracias a ella la resistencia a la manipulación se hacía cada
vez más baja al no tener elementos íntersubjetivos a los que refe rirla,
mientras ia capacidad para cualquier asociación libre y no regulada
entre semejantes descendía inconteni blemente.
En cierto modo, esta tendencia supone la anulación del individuo en
tanto que individuo, pues se exige de él que se autoínmole, que elimíne
sus intereses, su raciona lidad, sus vínculos, su unicidad y su
singularidad en aras del principio colectivo encarnado en el caudillo. De
aquí proviene la preocupación de los fascismos por el sacrifi cio y el
servicio. Un simpatizante del fascismo español supo expresarlo con
claridad: el fascismo simboliza la ofensiva contra una antigua forma de
entender la «vida como civilización» y su sustitución por uno nuevo
planteamiento, «la vida como servicio» (Arrese, 1945, 27),
Se produce así un cambio en la función social de la ideología, puesto
que el discurso muestra de manera inmediata lo que se exige al
individuo (sacrificio, servicio, autoinmolación), pero trastoca
radicalmente los valores a los que refiere el juicio de éste: la penuria es
bendición, 1a desgracia es gracia, la felicidad sólo está en el dolor (vid.
Marcuse, 1972, 68). Bajo la ideología de los fascismos se produce una
transvaloración de acuerdo con la cual se espera que los deseos propios
se conviertan en objeto de odio y que se persiga lo que produce
autoanulación individual para preparar así la disolución definitiva del yo
en la comunidad organizada según los principios de jerarquía, autoridad
vertical y orden. Estamos contra la vida fácil, decía Mussoliní; la vida es
milicia purificada por servicio y sacrificio, afirmaba José Antonio Primo
de Rivera; vivir y servir es lo mismo, se leía en Der deutsche Student.
Pero esta ideología «desilusionante» que promueve un futuro de
sacrificio y no de esperanza necesita, por ello mismo, estipular tina
función «ilusionante» para penetrar adecuadamente la vida social. Y
esta función en los fascismos la ocupó el sueño de una vida de poder,
liderazgo y superioridad sobre «los otros»: razas inferiores (judíos,
gitanos...), pueblos esclavos (eslavos, polacos, etíopes...), la hez de la
sociedad (comunistas, liberales, homosexuales...), etc. Así, la institución
del «chivo expiatorio» tuvo una penetración que pervivió más allá de la
mera toma del poder, convirtiéndose en un potente motor de
justificación del exterminio, la guerra y la dominación.
En esta misma línea, y no de menor importancia, tene mos el tipo de
manipulación de los vínculos de las perso nas que se prepara en el seno
de las organizaciones fas cistas. El sentimiento de hermandad y
comunidad recreado en el interior de éstas requiere, sin embargo, de
unas referencias previas a la violencia, la propaganda y los rituales de
los fascismos.
Violencia, propaganda y ritual
Se ha dicho, con razón, que la utilización de la violen cia en el período
de entreguerras no fue ni mucho menos, privativa de los movimientos
fascistas'. Tanto gru pos de derecha radical como de izquierda
revolucionaría usaban de ella con asiduidad, en un contexto histórico
donde, por lo demás, los discursos cargados de apelacio nes violentas
eran bastante habituales. Sin embargo, hubo un sentido en el que el uso
de la violencia por los fascismos fue superior al de los demás grupos.
Existen pocos casos en la historia donde los métodos violentos fueran
utilizados de una manera tan precisa, sistemática, racionalizada y
organizada. Y menos casos aún en los que la combinación de ésta con la
lucha política legal, con coaliciones con partidos de orden, etc., se
produjera sin excesivos conflictos.
Es claro que todo preparaba en las ideologías fascistas para el uso de
métodos violentos. Su insistencia en el poder como categoría expansiva,
la afirmación de la superioridad de razas o naciones, la exaltación de la
viri lidad y de la acción, la exigencia de fe en las órdenes de la jerarquía,
la creación de grupos responsables de todos los males sociales, etc,,
creaban un contexto ideológico que conducía directamente a la
glorificación de la violen cia. Entre otras cosas, la violencia era
entendida como un. elemento esencial del progreso humano y aquellos
que se mostraban dispuestos a utilizarla sin contemplaciones
demostraban, al tiempo, su superioridad racial o perso nal. Eran, por
ello mismo, parte de la nueva elite, inte grantes del nuevo mundo de los
«superhombres».