Rafael Del Águila - Los Fascismos

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 39

Fernando Vallespín (ed.).

Historia de la Teoría Política, tomo


5. Rechazo y desconfianza en el proyecto ilustrado. Alianza
Editorial. Madrid, 1994. ISBN: 84-206-0629-4.
Capítulo IV. Rafael del Aguila. Los fascismos
1. INTRODUCCIÓN

Los movimientos fascistas no tienen ideología como ésta no sea un


conjunto de aserciones, cuya única finali dad es la obtención,
justificación y conservación del poder. He aquí una afirmación usual y
que, sin embargo, no debería ser formulada con tanta ligereza. Si es
cierto que el nivel de sofisticación de la teoría política de los fascismos
es incomparablemente más bajo que el del liberalismo o el socialismo; sí
no lo es menos que la ambigüedad de sus propuestas políticas es
extremada mente alta, esto no significa que podamos permitirnos el lujo
de creer que una actitud política de la que se dedu jeron tan terribles
consecuencias y con la que, en más de un sentido, se alcanzaron cotas
de barbarie inusitadas, se sostiene en el vacío o es producto, sin más,
de un monumental «engaño». Como veremos, sus anclajes en
concepciones políticas sumamente elaboradas, en condiciones históricas
específicas, en procesos políticos precisos, no tienen nada de arbitrario y
es necesario reflexionar sobre ellos si aspiramos a comprender el
significado de los fascismos en la historia de la teoría y la práctica
políticas europeas.
Es posible que, en parte, la razón del descuido respecto de la teoría que
acompañó a los movimientos y sistemas fascistas se deba al propio anti-
intelectualismo de éstos, pero seguramente también se debe a la abusi
va generalización contemporánea del concepto de fascismo. En efecto,
tras el desprestigio en el que los fascismos cayeron después de la II
Guerra Mundial, todo fenómeno político al que se desea difamar se
encuentra, más tarde o más temprano, con la etiqueta de fas cismo. Ya
se trate de la China de Mao, de un gobierno conservador en la Gran
Bretaña, de una actitud autoritaria en una asamblea o incluso de una
posición política más radical que la propia, podremos encontrar sin
demasiada dificultad en alguna acusación dirigida a ellos el calificativo
de fascista. Incorporado así al len guaje político corriente, fascismo es
hoy un término que no significa casi nada, como no sea autoritarismo,
tiranía y a veces ni siquiera eso. Esta generalización, posiblemente, es la
más dañina para una comprensión de la singularidad de los fascismos e
incluso la más peligrosa si lo que queremos es evitar la reaparición de
las consecuencias indeseables que llevaron aparejadas aquellos
movimientos.
La tendencia contraria a ésta consiste en llevar a su límite la
especificación de las diferencias históricas entre los distintos
movimientos políticos de entreguerras a los que se alude con ese
nombre, de modo que la atipicidad de cada uno de ellos sería la regla,
mientras sus puntos de confluencia constituirían la excepción. La
historicidad y concreción de cada uno de «los fascismos» estaría liga da
a condiciones sociales y políticas específicas y naciónales, hasta tal
punto, que sería imposible reflexionar sobre ellos en conjunto. No
existiría, según esto, la posi bilidad de formular una «teoría general del
fascismo», pero tampoco una «teoría de los fascismos» que intenta ra
resaltar alguno de sus elementos comunes como perte necientes a la
misma estela ideológica, teórica y conceptual.
Parece que la posición analíticamente más razonable podría ser,
primero, la descripción de los entramados políticos, sociales, históricos,
económicos y culturales que en cada caso funcionaron como detonantes
de las ideologías fascistas, y, segundo, el esfuerzo por definir un
conjunto de rasgos generales de sus ideologías y sus prácticas políticas
que nos permitieran señalar un núcleo común de actitudes y
concepciones a los que pudiéra mos considerar dentro de la misma
estela conceptual. De hacerlo así, posiblemente nos hallemos ante dos
tipos básicos de diferenciaciones a tomar en consideración. En primer
lugar, la que K. D. Bracher (1983), Z. Sternhell (1976) y otros han
sugerido, y según la cual existen dos modelos básicos de fascismo: el
modelo nacional-socialis ta —construido alrededor de ideologías de cuño
racista y muy preocupado por subrayar en la práctica el principio de
liderazgo—; el modelo fascista mússolíniano —basado en las ideas del
Estado totalitario, pero, a la vez, mucho menos capaz de implantarlo
como tal. Mientras el mo delo nacional-socialista tuvo su influencia
primordial en los movimientos fascistas del centro y el Este de Europa
(Hungría, Rumania, etc.), el mussoliníano mantu vo su predominio en
las formulaciones mediterráneas (Francia, España, etc.).
La segunda diferenciación importante es aquella que alude a la
distinción entre movimiento fascista (fascismo en la oposición) y sistema
fascista (fascismo en el poder). Tener en cuenta esta diferencia es
esencial no sólo porque, como dijera Mussolini, el problema para el
fascismo consiste en que «una vez hecha la revolución, los revolu
cionarios permanecen», sino también porque para enten der el
comportamiento del conjunto de la población resulta determinante. Hay
que recordar que, según se comentaba en la Italia de los años veinte y
treinta, la militancia bajo las siglas del Partido Nazionale Fascista lo era
per necessitá familiare.
En las páginas que siguen ambas distinciones serán aludidas
continuamente, intentando, no obstante, a tra vés suyo, esquematizar
ciertos elementos básicos que hagan posible una imagen adecuada de
los fascismos en conjunto.
2. ANTECEDENTES Y DELIMITACIÓN DE LOS MOVIMIENTOS FASCISTAS
Parece lógico, en principio, suponer que los primeros antecedentes de
las teorías fascistas haya que buscarlos en las reacciones legitimistas,
conservadoras y contrarrevolucionarias que se producen en Europa tras
la revolución francesa y el triunfo del liberalismo. El elemento definidor
más simple de esos movimientos decimonónicos acaso sea su firme
oposición a la idea ilustrada de construcción de la sociedad y el Estado
de acuerdo con criterios racionales.
Así, Bonald (Theorie du pouvoir politique et religieux, 1796) se opone a
la idea de contrato que encuentra en los escritos de liberales como
Locke o teóricos como Rousseau y señala que la constitución civil de los
pue blos nunca es el resultado de una deliberación y mucho menos de la
voluntad racional de los hombres, sino que el dominio y el poder surgen
de un carisma concedido por Dios a la persona dominante que irradia
éste a todo el orden político. Paralelamente, reaparece la convicción de
la necesidad de la desigualdad. El conservador Burke (Reflections on the
Revolution in France, 1790) afirma que en toda sociedad existen, de
hecho, diversas clases y de esto deriva la idea de que algunas de ellas,
colocadas necesariamente por encima de las otras, deben gobernarlas.
Los apóstoles de la igualdad «cambian y alteran el orden natural de las
cosas». En una linea más radical, Maistre (Soirées de Saint Petersbourg
1823), al decir de una interpretación reciente, el auténtico precursor del
fascis mo, puede escribir que el mundo no es sino «un gigan tesco altar
sobre el cual todo lo viviente debe ser sacrifi cado sin fin, sin medida,
sin pausa, hasta la consumación de los tiempos, hasta la extinción del
mal», mientras ase gura que toda la grandeza y todo el poder reside en
el verdugo; sin él, los tronos caerían y la sociedad desapare cería. Y así,
en fin, si F. J. Stahí (Rechtphibsophie, 1854) puede afirmar que el
primer medio de todo conocimien to es la palabra recibida con fe y sin
examen, y considera a la autoridad como «el germen de la civilización»,
Donoso Cortés, por su lado, despierta la admiración de C. Schmítt
(1985, 133) por poseer la grandeza segura de sí misma de un sucesor
espiritual de los grandes inquisidores.
Los ejemplos podrían multiplicarse, pero en los ya aludidos aparecen
ideas como carísma, desigualdad, fe, autoridad, sacrificio, crueldad,
etc., que posteriormente ganarán un lugar propio en el desarrollo de la
ideología fascista.
Sin embargo, los movimientos reaccionarios del XIX son, en general,
muy diferentes del fascismo en la medi da en que la mayoría de ellos
tienden a ser simple y lla namente tradicionalístas, esto es, pretenden
únicamente evitar el desarrollo de la sociedad moderna, industrial y
urbana, y volver a una Arcadia que localizan en el Antiguo Régimen. Por
su lado, los grupos políticos fascistas de este siglo resultan ser mucho
más complejos en su entramado ideológico, y tratan, a su manera, de
adaptar se a los problemas económicos, políticos y sociales modernos,
recogiendo la inspiración para ello de otros lugares y de otros
planteamientos.
Normalmente se afirma que los fascismos surgen en abierta oposición a
los ideales ilustrados. Hay razones para ello. Si Mussolíni afirmaba
representar la antítesis del mundo de «los principios de 1789», José
Antonio Primo de Rivera consideraba a Rousseau responsable de la
degeneración y relatívizacíón burguesa de la política, uno de los
hermanos Strasser aseguraba que la intención de su movimiento era
«destruir la ideología inmoral de la revolución francesa», y Goebbels
prometía y/o amenaza ba con que «el año 1789 desaparecería de la
historia». Y, sin embargo, ciertos elementos de la ideología de los fas
cismos derivan directamente de aspectos seculares y pro-meteícos que
cabe considerar dentro de la esfera de la modernidad. Así, por ejemplo,
el concepto de nación como fuerza histórica superior, la concepción
hegelíana del Estado como encarnación de lo general frente a los
particularismos, el culto a la voluntad y a la creación de un «hombre
nuevo», etc. Para algunas interpretaciones conservadoras, esta
vinculación demostraría esencialmen te ciertas consecuencias
indeseables producidas por la radicalízación de postulados políticos
inscritos ya en la revolución francesa.
Sin embargo, en este contexto, y antes de nada, es necesario analizar el
milieu intelectual, cultural y moral prevaleciente en Europa a fines el
siglo xix (vid. Stern, 1961; Sternheíl, 1976; Payne, 1982, etc.). En más
de un sentido cabe considerar éste como un ambiente de revuelta:
contra la materia y la razón, contra el positivis mo y la mediocridad,
contra la democracia parlamentaria liberal. Fueron particularmente
importantes a este res pecto las teorías vitalistas de Nietzsche o
Bergson, que reemplazaron y se opusieron al racionalismo o al utilita
rismo prevalecientes. Los defensores de la Lebensphilosophie insistieron
en la futilidad de la ética y la moral convencionales, en la importancia de
la experiencia sub jetiva, de la acción directa, de la fuerza. Sus ideas
fueron puestas en contacto con el análisis político y social por
pensadores elitistas como Pareto o Mosca, que afirma ron la
inevítabílidad de una jerarquía esencial de domi nación política.
D’Annunzio, Barres, Moeller y otros reco gieron consecuentemente esa
herencia; la unieron a una estética wagneriana desgarrada y la
incorporaron a una visión autoritaria y violenta de la política. La nueva
psi cología de masas de Le Bon y las teorías sobre la propa ganda y
movilización revolucionarias de Sorel completa ron el cuadro,
fundamentándose en la manipulación de las emociones, lo irracional y lo
subconsciente, y hacien do hincapié en la función primordial del mito
entre las masas. La noción de darwinismo social ganó acepta ción,
reemplazando las ideas sobre la elección racional por una definición de
la condición humana en términos de lucha constante y de supervivencia
del más fuerte, así como por nuevas nociones sobre la herencia y ía
raza. Ya los futuristas italianos, en su manifiesto de 1909, can taban al
peligro, la energía, ía audacia, la agresión, las marchas, la violencia, la
guerra, y exigían la demolición de las bibliotecas, los museos, la
moralidad, el feminismo, etc.
Este ambiente cultural puso las bases para un giro en las ideologías que
abandonó el apacible mundo de las teorías conservadoras tradicionales y
puso los fundamentos de una transformación hacía formas y posiciones
políticas mucho más radicales. Como se concretarán estas nuevas
formas y posiciones dependió de diferencias nacionales, sociales e
históricas, pero en ellas se encuen tra el núcleo de las ideologías
fascistas. Es cierto, con todo, que este ambiente intelectual influyó
también poderosamente en formaciones políticas no estrictamente
fascistas que se vieron teñidas por apelaciones a la juven tud, al
corporativismo o al totalitarismo, al «estilo» fascis ta, a la exaltación de
ciertos grupos sociales rurales o preindustriales, a la crítica del
estereotipo hedonista de burgués satisfecho, etc. Estos grupos, algunos
de ellos partidos católicos, deben en todo caso diferenciarse del
fascismo como movimiento, al igual que deben estable cerse también
diferencias con partidos conservadores autoritarios que adoptaban «un
aire» fascista para ganar apoyos sociales y electorales. S. G. Payne
(1982, 21 $s.) establece entre ellos una serie de distinciones que es
interesante esquematizar aquí antes de abordar el análisis concreto de
los fascismos.
Mientras la derecha radical y la conservadora basaban ciertos aspectos
de sus ideologías más en la religión y la tradición, los fascistas solían
referirse en este contexto a una nueva mística cultural como el
vitalismo, el írracio-nalismo, etc. (Existen, naturalmente, excepciones,
como la de Falange Española en la que el aspecto religioso fue mucho
más importante que en otros movimientos fascistas.) Por otro lado, la
derecha conservadora había roto únicamente con ciertas formas
parlamentarias del conservadurismo moderado, pero no deseaba-
destruir, como la derecha radical, el sistema político del liberalismo en
conjunto. Sin embargo, es también cierto que esta última siempre
titubeó en hacer suyas las formas totalmente radicales y nuevas de
autoritarismo totalitario. Además, tanto la derecha radical como la
conservadora equilibra ban sus referencias al elítismo y al principio de
liderazgo con invocaciones legitimantes tradicionales (aunque en distinta
medida), mientras los fascistas procuraban, en el mejor de los casos,
reorientar esas invocaciones legiti mantes hacia su propio campo
ideológico. Es verdad, no obstante, que, en general, la derecha
conservadora trató de distinguirse del fascismo mientras la radical
intentaba oscurecer los matices entre ambos.
Por último, aunque los tres sectores propugnaban la unidad y armonía
sociales impuestas autoritariamente, para radicales y conservadores eso
significaba poco más que la congelación del statu quo, siendo así que
para los fascistas la creación e inclusión en los aparatos del Esta do de
nuevas elítes dirigentes era un aspecto crucial de su política. Por ello,
los conservadores siempre podían invocar más fácilmente el apoyo
directo del ejército, mientras los fascistas tenían dificultades, ya que,
por lo de más, su militarización les hacía entrar en competencia con las
burocracias militares y levantaba todo tipo de recelos que dificultaban el
apoyo directo (que no indirecto) a sus propósitos. Y, a la inversa, allí
donde un nuevo régimen estuvo encabezado por un militar (Franco,
Petain, etc.), los movimientos fascistas quedaron paulatinamente re
legados a un papel no dirigente. En la misma línea, la reivindicación de_
aventuras Imperialistas era más probable entre fascistas y radicales que
entre los conservadores.
3. ALGUNAS INTERPRETACIONES SOBRE LOS FASCISMOS EN RELACIÓN
CON SU BASE SOCIAL, SU VINCULACIÓN CON EL CAPITALISMO Y SU
NATURALEZA POLÍTICA
La interpretación clásica del fascismo parte de la idea de que éste es
una respuesta política a una crisis múltiple de las sociedades capitalistas
de principios de siglo. Una crisis en la cultura y la ideología (militarismo,
nacionalis mo, darwinísmo social, degradación de la concepción
individualista, etc.); una crisis en el desarrollo histórico del capitalismo
(crisis económica mundial, expansión de sectores aún no ajustados al
marco industrial moderno, etc.); una crisis en lo político (del Estado de
Derecho liberal, influencia de las derrotas militares, frustración
nacionalista, etc.); una crisis en lo social (auge de los movimientos
obreros revolucionarios, asentamiento de la revolución comunista en la
URSS, aumento de la tensión social, etc.).
En esta línea conceptual hay que interpretar la muy mecánica definición
del fascismo ofrecida, poco después del triunfo de Mussoliní, por el
Komintem de la III Inter nacional: fascismo como dictadura abierta y
terrorista de los elementos más reaccionarios, chauvinistas e imperia
listas del capital financiero. A esta estela interpretativa pertenecen
igualmente variantes «heterodoxas» como la de León Trotsky (el
fascismo es tan sólo una alternativa del capitalismo en épocas de crisis),
o Arthur Rosenberg (fascismo como contrarrevolución burgués-
capitalista populístícamente enmascarada).
El apoyo que amplios sectores de las clases medias dieron al fascismo
debe explicarse, entonces, en relación con la situación en la que por
aquellos años se encontra ba la lucha de clases. La alta burguesía vio en
esos movi mientos sus principales aliados para frenar el «incontenible»
ascenso de los movimientos revolucionarios. La pequeña burguesía, por
su lado, nutrió sus filas en la medida en que la crisis económica y social
la colocaba en una posición muy delicada. Emparedada entre las dos
grandes clases en conflicto (burguesía y proletariado), sus anhelos de
orden fueron más hábilmente recogidos por los fascismos que por una
izquierda dividida en comu* nistas, socialistas y anarquistas, y
continuamente escindi da por luchas intestinas. Paradójicamente, está
clase, a la que el marxismo definía como la clase «sin historia» (esto es,
sin un papel histórico específico que jugar en la lucha de clases en
general), fue decisiva para determinar el rumbo de los acontecimientos
durante ese período al inclinarse mayoritariamente por soluciones
fascistas. Esto hizo reflexionar a marxistas como Antonio Gramsci sobre
el papel y la importancia política de las alianzas de clase. Pero, y en
todo caso, para esta interpretación el apoyo de masas al fascismo tuvo
como resultado la crea ción de una masa contrarrevolucionaria que, de
nuevo en frase de Trotsky, se opuso al ascenso de los movi mientos
populares de raíz proletaria e impidió a éstos con sus mismas armas, o
sea, con la lucha de masas, la consecución de la revolución social y
política. De este modo, fascismo y contrarrevolución pertenecerían a la
misma estela ideológica.
También coherente con esta línea general serían las definiciones del
fascismo como bonapartismo que cabe encontrar, por ejemplo, en Otto
Bauer. Marx definía el bonapartismo como aquel régimen político en el
cual la clase dominante, para salvar su régimen productivo debía
renunciar a la gestión directa del aparato del Esta do. Para Bauer resulta
claro que el absolutismo fascista surge como consecuencia de una
situación de equilibrio en la cual la burguesía es incapaz de imponer por
sí mis ma y con sus métodos tradicionales, su dominación, pero, a su
vez, el proletariado es igualmente impotente para liberarse a través de
la revolución. El resultado: una violenta dictadura que impone los
intereses del sistema productivo vigente incluso, si esto fuera necesario,
con una máxima autonomía respecto de la opinión de los representantes
del poder social capitalista.
En definitiva, de acuerdo con esta perspectiva, el fas cismo sería un
instrumento del capital, y más concreta mente aún del capital
monopolista, expansíonista e impe rialista (Poulantzas, 1976),
correspondíéndole en la esfera de lo político la solución a largo plazo de
los problemas que afectaban,a los intereses económicos de las clases
dominantes y ayudado en esa tarea por la inclusión del «cesarismo»
(Gramsci, 1974} como fórmula política con creta.
Y es en este contexto de crisis clasistas donde, según la lectura
marxista, hay que incardinar la relación entre liberalismo-capitalismo y
fascismo. En efecto, para la reflexión liberal y su práctica parlamentaria
resulta esen cial la idea de que existe una armonía entre las distintas
partes que componen el cuerpo social en virtud de la cual, una vez
removidos los obstáculos para lograr una igualdad ante la ley y ciertas
libertades públicas, el fun cionamiento del sistema queda garantizado en
la medida en que la «mano invisible» será capaz de ordenar tanto el
mercado económico como la confrontación política. Ahora bien, en
momentos de crisis aguda como aquellos a los que nos referimos, esa
interpretación de la sociedad y la política referida a sus funciones
armonizantes de los conflictos pierde pie y se convierte a los ojos de una
gran mayoría de personas en una simple justificación engaño sa de un
orden contradictorio (Marcuse, 1972). El auge de todo tipo de conflictos
sociales y políticos hace que queden al descubierto las limitaciones de la
concepción del mundo liberal-capitalista. Entonces, la confianza en el
ajuste «natural» de las partes en conflicto ya no puede mantenerse y si
se quiere asegurar la armonía del sistema hay que acudir a un nuevo
orden político capaz de garantizarla. La identificación entre liberalismo y
propie dad hace que tenga que elegirse entre la democracia como
régimen político y la propiedad privada como base del capitalismo, pues
parece que aquélla es ya incapaz de asegurar el tranquilo
funcionamiento de éste.
Harold Laskí resume el núcleo de esta interpretación escribiendo: el
sistema económico, que se ve amenazado en sus cimientos, se arma
para impedir su destrucción; pero cuando las ideas recurren a las armas
ya no queda sitio para la doctrina liberal, no queda tiempo para las
maneras de una sociedad deliberante. La pasión por el conflicto elimina
la racionalidad y aquellos que están dis puestos a utilizar la fuerza y a
no reparar en medios para alcanzar el fin que se proponen son los que
dominan el escenario político. La noción de tolerancia apenas existe en
épocas semejantes. La burguesía liberal, la «clase dis-cutidora» como la
llamó Donoso Cortés, deja paso a una nueva elite, a una nueva
jerarquía, a un nuevo tipo de dominación política destinada a asegurar
idéntica dominación económica.
Sin embargo, el problema con algunas de las tesis que se mantienen
dentro de la «ortodoxia» de la definición del Komintem, esto es, dentro
de la comprensión del fenómeno fascista como mera respuesta política
determi nada por intereses económicos, como régimen dominado por los
intereses del capital, como movimiento contrarre volucionario de masas
que se opone a un ascenso del movimiento obrero irresistible por otros
medios que los habituales, el problema con algunas de estas tesis es
que la evidencia empírica no parece darles la razón. Pese a que muchas
de sus hipótesis mantienen una gran fuerza explicativa, sobre todo en lo
que hace a los fascismos como movimientos políticos, sus insuficiencias
compren sivas son también patentes.
En efecto* en primer lugar, se ha señalado que el pun to álgido de la
crisis económica y de las crisis revolucio narias a ella asociadas había
pasado ya cuando se produ ce el ascenso y triunfo el fascismo en los
dos casos paradigmáticos: Italia, 1923, y Alemania, 1933. No hay, pues,
aquí lugar para interpretar los fascismos como «res puesta» ante el
peligro de revolución proletaria. Tal cosa no operaba en el horizonte de
1923 o de 1933.
Por otro lado, podría afirmarse con Ernst Nolte (1971, 81 ss.) que el
fascismo se encuentra respecto de la bur guesía en una relación de
identidad no idéntica. Por un lado, quiso ser el campeón de la principal
intención bur guesa, la lucha contra el socialismo; pero emprendió esa
lucha con métodos y fuerzas que eran extrañas a la tradi ción burguesa
y liberal, tanto intelectual como vitalmen te. Además, el fascismo
significó el sacrificio de impor tantes capas de representantes políticos
habituales de la burguesía y su sustitución por nuevas elítes que
controla ron desde entonces el aparato del Estado. Por último, sus
métodos ilegales y violentos nunca o casi nunca encontraron aprobación
en principio en la prensa bur guesa.
Pero es que, además, la composición social de los afi liados a partidos
fascistas, aunque fuertemente basada en su mayoría en personas
procedentes de las clases medías, se nutrió con abundancia de
segmentos sociales rurales y de la clase obrera. Así, por ejemplo, a este
respecto hay que señalar que el apoyo que el NSDAP recibió de las
clases medias urbanas no fue superior al porcentaje que representaban
esas clases en el total de la población. El apoyo intenso al nacional-
socialismo se produjo entre los agricultores, las clases medias de las
ciudades pequeñas y las clases altas urbanas, y no, como la tesis
marxista «ortodoxa» parece creer, en la pequeña burguesía urbana-
industrial. Por otro lado, no de menor importancia es el hecho de la
composición de su militancia, que fue haciéndose cada vez más
«proletaria», de modo que el porcentaje de sus miembros procedentes
de la clase obrera subió de un 12 por 100 en 1919 a más de un 32 por
100 en 1933 (esto es, antes de la toma del poder). Pero es que sus
tropas paramilitares (SA) llegaron en su fase de máxima expansión a
contar hasta con dos tercios de afiliados procedentes de la clase
trabajadora. (Quizá ésta fuera, no obstante, una buena explicación del
por qué en «la noche de los cuchillos largos» (1934) numerosos mandos
de las SA fueron asesinados por las SS, cuerpo de elite dentro del
partido nazi que desde entonces hasta el final de la guerra ganó poder e
influencia, llegando a dominar el partido y el Estado.) El Partito
Nazionale Fascista, por su lado, no logró nunca un apoyo tan gene
ralizado de sectores de trabajadores industriales (nunca sobrepasó el 15
por 100 de afiliación obrera), pero consiguió, en cambio, cierto peso en
la afiliación campesina (un máximo del 24 por 100), aunque, en todo
caso, hay que tener a la vista el diferente nivel de desarrollo indus trial
de ambos países para realizar cualquier comparación entre ambos
partidos y su base social (1).
1 Véase Linz, 1976; Payne, 1982, etc., y la bibliografía allí citada. En lo
que hace a la base social y a la militancia fascista, merece la pena decir
aún algo. Respecto del componente más o menos agrario en el PNF
comparado con el NSDAP, hay que advertir que una referencia a los
porcentajes generales de la población activa de cada sociedad en su
conjunto hace al último un partido con componentes rurales y
campesinos mucho más acentuados que el primero. Por otro lado, hay
que señalar la gran importancia que tuvieron los veteranos de guerra en
la composición de los partidos fascistas. Según los datos con los que se
cuenta para el PNp en un momento anterior a su ascenso ai poder más
de la mitad de sus miembros lo eran y la sobrerrepresenta-ción de
aquellos qug obtuvieron promociones o distinciones particula res en la
guerra entre sus lideres y militantes era clara. No menos importante
resulta ser la proporción de jóvenes y estudiantes. Aunque la proporción
de estos últimos en la militancia del NSDAP era baja en comparación
con otros movimientos, lo cierto es que ése no fue el caso en Rumania,
España, Francia o Italia. Sin embargo, la media de edad de los
componentes del partido nazi alrededor de 1923 era tan sólo de 28
años, siendo en eí norte del país o entre los agricultores incluso más
baja. También la proporción de los que tenían anteceden tes criminales
era superior a otros casos. Así, por ejemplo, en el caso de los Cruces
Flechadas húngaros la proporción de delincuentes es notable incluso
descontando aquellos cuyos antecedentes se debían a luchas callejeras
y asaltos violentos, o sea, descontando los anteceden tes «políticos».
Por último, hay que resaltar la enorme velocidad con la que se produjo
el aumento de la militancia fascista y la composición de una nueva elite
dirigente dentro de estos partidos. Hay un dato sumamente interesante
a este respecto: en el «Quién es quién» del partido nacional-socialista
publicado en la primavera de 1928 y que incluía 13.000 nombres, no
aparecía ninguno de los que posteriormen te integrarían la cúpula del
NSDAP, ni siquiera el de Adolfo Hitler.
Por último, y más crucial aún para la tesis que consi dera a los
fascismos exclusivamente en términos de res puesta política
contrarrevolucionaria «de clase», están las investigaciones de Alian
Milward (1976) y otros sobre la política económica bajo el nazismo.
Según ellas, los gobiernos nazis, pese a llevar a cabo políticas que en
muchos casos se oponían a los intereses de las clases tra bajadoras, no
preservaron, propiamente hablando, el sis tema capitalista, sino que
cambiaron las reglas del juego económico de tal manera y supeditaron
los intereses del sistema económico al sistema político hasta tal
extremo, que comenzó a surgir un nuevo sistema, aunque éste nunca
llegara a realizarse plenamente. Es cierto que la propiedad privada, los
grandes monopolios y el lucro empresarial se mantuvieron, pero, en su
opinión, lo hicie ron cada vez sujetos a mayores restricciones por parte
del poder político que reguló su uso y distribución. Las políticas
económicas, al igual que otras políticas sectoria les, estuvieron siempre
más determinadas por la ideolo gía que por consideraciones de utilidad e
intereses económicos. Dicho todavía de otro modo, aun cuando es
perfectamente cierto que banqueros, industriales y terratenientes
italianos y alemanes apoyaron y financiaron con fuertes sumas a los
partidos fascistas, colaborando así decisivamente a su triunfo, también
lo es que estos grupos nunca llegaron a hacer de ellos «meros
monigotes» a los que pudieran manejar a su antojo. Y esto se aplicaría
más al modelo nazi que al mussolíniano debido, entre otras razones, a
la mayor capacidad de profundizacíón y extensión del poder total en el
primero de ellos. A este respecto las elites de los partidos nacional-
socialistas, una vez en el gobierno, mantuvieron relaciones estrechas,
pero con amplios márgenes de autonomía, con las elites económicas.
Estas últimas nunca tomaron suficientemente en serio la advertencia de
Goebbels: «Ansiamos el poder y lo tomaremos allí donde podamos
conseguirlo... Si aparece en cualquier lugar la posibilidad de deslizarnos
dentro... entonces, adelante... Quien alguna vez nos deje agarrarnos a
sus faldones, no se deshará ya de nosotros.» En este sentido, Karl D.
Bracher (1983 y 1973) parece tener razón: la historia del nacional-
socialismo —y acaso de los fascismos en general— es de cabo a rabo la
historia de su subestimación. Hitler (1962, 207) advertía a sus
seguidores que supieran apreciar debidamente «la fuerza de un ideal»;
los analistas parecen no haberlo tomado en consideración
suficientemente.
De hecho, en este punto toca fondo la interpretación del fascismo en
términos estrictamente económico-clasistas. Es cierto que ya Angelo
Tasca (1968) había advertido que la esfera del fascismo era la del poder
y no la del beneficio. Pero en este contexto resultaría ya insuficiente
incluso la más reciente, flexible y aguda tesis defendida por Reinhard
Kühn (1978). Según ella, la amenaza a la que el fascismo es respuesta
no es de naturaleza directa (revolución), ni resulta decisiva para su
comprensión el tipo de base social que moviliza como movimiento
político. Se trata más bien de que eí capitalismo como sistema de
dominio no está amenazado tanto por la fuerza de su adversario como
por las debilidades y contradicciones inmanentes aí propio sistema
(agotamiento del paradigma liberal), que generan una incapacidad para
asegurar el funcionamiento adecuado del sistema económico medíante
la autorregulación «natural» de los antagonis mos en el seno de la
democracia parlamentaria. Es de esa amenaza indirecta de donde
surgiría el ascenso de los fascismos que, en lo esencial, verificarían,
apoyarían y legitimarían la estructura de dominación económica exis
tente. Una frase de Krupp, magnate alemán del acero, ejemplificaría esa
posición: «Queríamos un sistema que funcionara bien y que nos diese la
ocasión de trabajar tranquilamente.»
Pero sí Alian Mílward tiene razón, nos hallaríamos, al menos en el caso
del modelo nacional-socialista, ante la primacía de lo ideológico y lo
político sobre lo económico, ante la transformación del régimen
productivo capitalista por otro régimen, acaso mucho más terrible y
despiadado, pero distinto al fin. Naturalmente, podría aducirse que
descubrir una primacía de la ideología política sobre el interés
económico o una subordinación de los intereses económicos a los
políticos cuando se está en plena guerra mundial, es apenas natural. O
también, como señala Alfred Sohn-Rethel (1987), que la
«excepcionalidad» del Estado nazi se deriva del carácter excepcional de
la crisis capitalista. No obstante, aunque estos argumentos tienen un
indudable peso, lo que aquí está en juego es una alternativa
interpretativa al fenómeno nacional-socialista: su consideración no como
una forma política «normal», sino como la forma más arbitraria y
extrema de dominación y barbarie. Su carencia de estructura, su desdén
por los «intereses materiales» y su emancipación de la lógica del
beneficio, su actitud anti-utilitaria, su vinculación al capricho del Führer,
lo tornan en absolutamente imprevisible (Arendt, 1974, 511). De hecho,
la arbitrariedad del liderazgo no se contrajo con la toma del poder y el
asentamiento del sistema, sino que se expandió alcanzando cotas
desconocidas hasta entonces. Un dato, aislado, singular, casi
anecdótico, posee, según creo, tal fuerza explicativa a este respecto que
evita dilatarnos en más comentarios: durante la retirada de las tropas
alemanas del Este de Europa en 1944, las líneas férreas estaban
copadas por los trenes de la muerte que conducían a cientos de miles de
judíos hacia los campos de exterminio; el ejército nunca utilizó su
derecho de veto para dar prioridad a los trenes que transportaban a sus
soldados hiera del frente (vid. Arendt, 1976, 213). Ningún tipo de lógica
ni de táctica (militar, política...) puede dar cuenta de este hecho en
términos racional-utilitarios.
Todo esto no quiere decir, sin embargo, que una parte fundamental de
la estrategia de los fascismos no fueran las alianzas y los compromisos a
los que llegaron con partidos conservadores y de derecha radical para la
protección del statu quo. Simplemente se trata de volver a reflexionar
sobre si los fascismos como fenómeno político no exceden la explicación
en términos estrictamente clasistas, aun cuando éste siga siendo un
componente esencial en su análisis, bien que insuficiente por sí mismo
para dotarnos de una comprensión adecuada del mismo. Tendremos
ocasión de decir todavía algo más sobre este tema un poco más
adelante.
4. LOS CARACTERES GENERALES DE LAS IDEOLOGÍAS FASCISTAS
Antiliberalismo y antisocialismo
Las ideologías fascistas siempre se presentaron a sí mismas como
ideologías «anti», y, con mucha menor fre cuencia, intentaron
establecer coherentemente sus pro pias líneas teóricas. De ahí procede
la extendida idea de que estos movimientos «no tienen ideología» o de
que la ambigüedad programática que mantenían hace imposible
configurar un modelo de concepción política fascista. Sin embargo, y
como tendremos ocasión de ver en este epí grafe, su posicionamíento
antílíberal, antisocialista, anti parlamentario, anticonservador,
anticapitalísta, antiiguali-tarísta, antidemocrático, etc., contiene ciertos
elementos clave que permiten aislar un marco conceptual previo sobre
cuyo trasfondo se organizarán los aspectos básicos de su entramado
ideológico-teórico-político. Empezare mos por analizar su antüíberalismo
y sus implicaciones políticas básicas para pasar un poco más adelante a
orde nar otros elementos alrededor del antisocíalismo.
Allí donde el individualismo abstracto liberal suponía que la sociedad era
una construcción que surge con la exclusiva finalidad de dar
oportunidades de felicidad, seguridad o justicia a los distintos individuos
y donde los derechos de éstos eran «naturales», esto es, anteriores y
superiores al Estado, los fascismos reivindican la organi-cidad del todo.
Es decir, los fascismos afirman la esencial superioridad del Estado, de la
comunidad del pueblo o de la raza, sobre los deseos e intereses
individuales y par ticulares que quedan así relegados y subordinados a
la «totalidad».
Además, según la vieja idea liberal y democrática, el bien común y el
interés general sólo podrían determinarse a través de un proceso de
discusión y diálogo de todos los puntos de vista implicados en el seno de
la esfera pública. El parlamentarismo era, precisamente, la herramienta
que, mediante el concepto de representación de intereses y
perspectivas, hacía posible el establecimiento de esa pluralidad de
diálogos y conflictos, institucionalizándola. Los fascismos, sin embargo,
sugerían que el bien común y el interés general no podían estar
subordinados a un proceso de discusión plural e incierto, y culpaban a
su ínstitucionalización parlamentaria de todos los males y crisis por las
que atravesaban sus sociedades. Reivindicaban entonces que el interés
general debía ser impuesto sobre todos los intereses particulares y que
su determinación era posible sólo a través de la superior intuición del
líder del partido y del Estado que interpretaba la esencia última de los
destinos de la raza o de la comunidad.
Es lógico inferir de todo ello que la idea de tolerancia, que el liberalismo
democrático había definido como la existencia de un libre juego de
puntos de vista contrapuestos —y que daba origen a libertades como la
de expresión, opinión, discusión, publicidad, etc.—, debía ser
consecuentemente atacada por los fascismos. Para éstos, la intolerancia
respecto de la disensión, el conflicto y la pluralidad de puntos de vista,
así como la anulación definitiva de las libertades paralelas, era la única
vía válida que permitía reducir a unidad de voluntad y a unidad de
acción el inmanejable faccionalismo de la política liberal-democrática.
Las referencias a la unidad, a la fuerza, al vértice, etc., ocupan el lugar
aquí de las tradicionales preocupaciones por lo distinto, lo plural y el
equilibrio. «Una ideología que irrumpe —dice Adolfo Hitler— tiene que
ser intolerante y no podrá reducirse a jugar un papel de un simple
partido junto a otros, sino que exigirá que se la reconozca como
exclusiva y única (...). Esta intolerancia es propia de las religiones»
(1962, 218).
Este elemento es, desde luego, coherente con la anula ción del laissez
faire en el campo económico y con las tendencias intervencionistas del
fascismo, que respondían, más o menos, a los intereses de los grandes
mono polios o a intereses ideológicos de las elítes fascistas, pero que,
en cualquier caso, se presentaban por parte de la ideología fascista
como uno de los más claros ejemplos de su anticapítalismo. Esta
argumentación venía igual mente apoyada por la referencia a la
inclusión de nuevas elites económicas (vinculadas a la esfera de
influencia ideológica u organizativa de los fascismos) dentro de los
procesos de toma de decisiones económicas capitalistas, y allí donde les
fue posible, por la continua y estrecha mediación de estas decisiones por
el aparato político.
El nacionalismo constituye quizá una de las más claras herencias
liberales del fascismo. Sucede, no obstante, que el nacionalismo liberal,
incluso en sus formulaciones imperialistas del xix, estuvo, al menos en
el nivel de las ideas, vinculado a la esfera de valores democráticos y
universalistas heredados de la revolución francesa. Por su lado, el nuevo
nacionalismo cambió drásticamente su carácter. En efecto, en primer
lugar, el hipernacionalísmo fascista se opuso desde un principio
frontalmente a las ideas internacionalistas o universalistas, y como
correlato, a las organizaciones y grupos sociales o políticos que las
reivindicaban: internacionalismo proletario y comunismo, masonería,
capitalismo financiero internacional, Liga de Naciones, judaísmo, etc. La
exacerbación de los sentimientos nacionalistas sirvió, además, para dar
un tinte preciso al tipo de unidad política básica (orgánica, corporativa,
totalitaria) que serviría de punto de referencia a las argumentaciones de
intolerancia de los fascismos. En otras palabras, el nacionalismo sirvió
como herramienta de identificación con el Estado o con la voluntad del
líder, de modo que los distintos grupos e intereses sociales pudieran ser
anulados en nombre de esa unidad más alta. Por lo demás, la
explotación de las frustraciones nacionales en Alemania o en Italia, en
Austria o en Hungría, constituyó con toda probabilidad uno de los princi
pales elementos explicativos del ascenso fascista en aquellos países (y
allí donde esa frustración no existía en el mismo sentido (España), su
ausencia será uno de los elementos explicativos fundamentales de su
fracaso).
Algo parecido podría decirse del imperialismo expansionista que, por lo
demás, cumple dentro de la ideología de los fascismos (y con particular
fuerza en el modelo nacional-socialista) funciones que son ajenas a los
planteamientos liberales. En primer lugar, el imperialismo es un
mecanismo ad intra de unificación interna de la nación y/o el Estado.
Según señalaba Ernesto Giménez Caballero, de lo que se trataría es de
trasladar la lucha social a un plano distinto, porque siendo «la lucha de
clases una realidad eterna en la historia (...) el pobre y el rico de una
nación sólo se ponen de acuerdo cuando ambos se deciden a atacar a
otros pueblos o tierras don de pueden existir riquezas o poderíos para
los atacantes» (1939, 235). Pero, por otro lado, más allá de la función
ideológica de aglutinamiento en torno a una empresa común, el
imperialismo constituye el mecanismo que concreta ad extra el
darwinismo social, la dicotomía amigo-enemigo, la lucha de razas, la
teoría del espacio vital (Lebensraum) etc. Por lo demás, la idea de
violencia y de guerra como parte inevitable y saludable del progreso y
de la historia, de la que luego diremos algo, cuadra perfectamente con
las concepciones imperialistas de los fascismos.
El racionalismo, el utilitarismo liberal, incluso el industrialismo, fueron
sustituidos en la ideología fascista por la emotividad, la apelación a lo
irracional, el elogio de la sencilla vida campesina, etc. Pero, en lo que
hace a este último aspecto —el «ruralismo» fascista—, conviene aclarar
que, como su otra cara, funciona en la ideología de los fascismos no una
anti-modernidad, sino un cierto delirio tecnológico. Hay que recordar la
admiración de Mussoliní y los futuristas por la técnica, el culto por lo
eficiente de los nazis, la unión del «romanticismo germa no del
campesinado» con «el espectáculo moderno de masas» (Bracher, 1983,
76}, etc. Y, realmente, en la estéti ca fascista en general es
perfectamente perceptible la uni ficación de ambas corrientes en el seno
de la misma con cepción política (vid. Silva, 1975). Si es cierto que los
fascismos construyen un ideal «bárbaro» de instintos pri mitivos y
emociones primarias, también lo es que muchos de los valores que
reivindican —poder, vigor, rudeza, solidez, efectividad— son las del
motor moderno y la maquinaría sofisticada (vid. Sternhell, 1976, 341-
2). Si antiliberales, los fascismos siguen en más de un aspecto en la
estela de la modernidad que niegan y posiblemente por ello pueden
considerarse su límite y no sólo su negación (2).
2 En buena parte, la vinculación de las ideologías fascistas o, mejor, de
algunos de sus aspectos relevantes, con la modernidad resulta com
pleja debido precisamente a la problematízación contemporánea del
status de la razón moderna. Sobre este punto resulta esencial T. W.
Adorno y H. Horkheimer (1971).
Por otro lado, hay rasgos donde el contraste con la modernidad es,
desde luego, enérgico. Según la concep ción liberal, el poder político era
algo intrínsecamente «malo», pero lamentablemente necesario para la
vida en sociedad. De ahí su interés por limitarlo, frenarlo, impo nerle
contrapesos, etc., de modo que fuera posible dotar al individuo de un
lugar en el que el poder no se inmis cuyera y a la sociedad de garantías
que hicieran posible su desenvolvimiento «natural» en mutualidad y
competición. Para los fascismos, por el contrario, el poder es un
elemento ineludible de la vida humana, y no sólo en la política, sino en
todos los órdenes, es necesario revitali zarlo, impulsarlo y llevarlo a sus
más altas cotas. Esta idea de autoexpansión continua del poder vuelve a
ser coherente con otros rasgos básicos de su ideología: el imperialismo
recién aludido, el darwinísmo y la supervivencia del más fuerte, el
principio de liderazgo, el desi gualitarismo y la jerarquía, el Estado
totalitario, etc.
Los liberales, como ya se ha dicho, acariciaron la idea de Estado como
equilibrio natural de distintas fuerzas y opciones. Esta idea quebró en la
crisis de los 20 y 30, y los fascismos, en distintos grados y con distintas
implica ciones (como veremos más adelante), enfrentaron a esa
concepción la del Estado totalitario. Un Estado capaz de imponer a la
sociedad un orden que ella, dejada a su propia dinámica, era incapaz de
hacer surgir. Un orden necesario que redujera a unidad lo plural, a
uniformidad lo distinto, a armonía el conflicto, a fe unificada las racio
nalidades encontradas, a átomos sociales a los indivi duos, Pero tal
mecanismo de unificación exige, natural mente, violencia contra lo
opuesto y lo diferente. La desaparición de la esfera pública que todos los
. rasgos aludidos con anterioridad representan, se ve entonces
complementada por su invariante inevitable: la destruc ción de la esfera
privada. Hannah Arendt señala que el totalitarismo, al contrario de todas
las tiranías hasta entonces conocidas, no se contenta con el aislamiento
político que comporta la completa eliminación de la vida pública: “...
destruye también la vida privada. De este modo, se basa ella misma en
la soledad, en la experiencia de no pertenecer en absoluto al mundo,
que figura entre las experiencias más radicales y desesperadas del
hombre” (1974, 574). Aun cuando nuestra autora califica de
totalitarismo al nazismo alemán (y al stalinismo), pero no al fascismo de
corte mussoliniano, fue precisamente éste el que manejó más
abundantemente el término y acaso el que mejor supo definir la
coherencia con que dentro de la ideología fascista cabía el concepto de
totalitarismo. Después de todo, nada tenía de extraña la anulación de la
esfera protectora que el liberalismo había interpuesto ante la vida
privada. Nada hay privado en un régimen totalitario, puesto que nada
debe escapar a la acción estatal. El Estado debe eliminar las bases del
individua lismo y absorber en su autoridad la libertad de cualquie ra, así
como extender lo más ampliamente posible su esfera de control.

Sin embargo, a todo esto hay que añadir algo. La oposición del fascismo
a la democracia parlamentaria no se concreta sólo en sus elementos
«liberales», sino, si se me permite la contraposición, en los rasgos
democráticos de los regímenes parlamentarios de la época. Y, en este
sen tido, su oposición se hace extensiva no únicamente a la protección
liberal del individuo, sino a la participación y también al igualitarismo. Es
aquí donde encontramos la principal fuente ideológica de contraposición
al socialis mo. Inmediatamente veremos cómo los fascismos reivin dican
los valores desigualítarios, pero, por el momento, sí cabe decir que
algunos de los principales reproches anti socialistas que aparecen en
una ideología que continua mente se autodenominaba socialista se
vinculan, más o menos, a los siguientes criterios.
En primer lugar, en algunos casos se reprochaba al socialismo su
democratismo y su debilidad expresada en «tibieza». La larga lucha
socialista por la extensión del sufragio, junto con la participación en las
instituciones parlamentarias y las prácticas políticas educativas y de
democracia directa extraparlamentaria, habían ligado a algunos partidos
socialistas con el democratismo radical.
En un sentido estaban tan corruptos como «los partidos burgueses» por
las prácticas del parlamentarismo. En otro muy distinto, extendían
doctrinas materialistas, rei-vindicativas, racionalistas, populares y
democráticas que los hacían incompatibles con el romanticismo, el
irracio nalismo, el aristocratismo, la insistencia en el manteni miento del
orden, etc., de los fascismos. Así, no era sólo que el régimen
parlamentario y los partidos (también los socialistas) enturbiaran con
sus manejos los intereses del pueblo, no era sólo que propugnaran una
visión del mundo incompatible con los aspectos ideológicos (y, por
cierto, con los apoyos sociales) de los fascismos, también las ideas de
participación y democracia igualitaria, les eran a los fascismos
profundamente extrañas e indeseables.
Y esto es justamente lo que hace que, desde el discurso fascista, se
admiren, a veces, algunos componentes del comunismo. Y no
exclusivamente es importante advertirlo, tras el pacto Hitler-Stalin. Los
movimientos fascistas, en general, calificaban al comunismo como la
encarnación del mal (en tanto ejemplo extremo de igualitarismo,
materialismo, etc.), pero salvaban los rasgos autoritarios y totalitarios
que creían percibir en él. La lucha en las calles, los asesinatos, el
enfrentamiento político directo y violento, no evitaban que en algunos
de sus comentarios hacia el «enemigo» se deslizara un elogio hacía su
fuerza, su determinación y la forma en que también negaba los
presupuestos básicos de la democracia «burguesa».
En segundo lugar, al socialismo se le reprochaba su idea de igualdad
que anulaba diferencias que no debían borrarse, sino integrarse en el
todo nacional-totalitario. El igualitarismo era una enfermedad, y una
enfermedad de mediocres. Los partidos socialistas representaban lo
débil y lo inferior. No eran más que los representantes del rebaño y,
como tales, debían ser aplastados y elimina dos del mapa político. Pero
una correcta comparación con este otro aspecto de la oposición al
socialismo exige un análisis pormenorizado de las concepciones fascistas
de jerarquía y liderazgo, tema que abordaremos a conti nuación.
Disciplinamiento, jerarquía y liderazgo
Posiblemente los de jerarquía y desigualdad, unidos a los de caudillo y
disciplina, sean los aspectos más llamati vos de las ideologías fascistas.
Todos ellos han de ser cui dadosamente examinados en su ínterrelación
en la medi da en que, además, están intimamente vinculados a
conceptos extremadamente importantes para una com prensión del
fascismo tales como los movimientos de masas, la manipulación, la
irracionalidad, etc.
Una de las aspiraciones más repetidas y subrayadas por los
movimientos fascistas fue la consecución de un orden social y político
armónico en el que los conflictos de clase, interés u opinión no
existieran. Un orden, como ya sabemos, en el que la unidad y la
uniformidad reem plazaran a la pluralidad y las diferencias, permitiendo,
de este modo, la superación de los antagonismos que desga rraban a las
sociedades de su época. Pero esta búsqueda de la armonía no adoptaba
la forma liberal de libre juego de intereses y grupos que al perseguir sus
intereses parti culares generaban una sociedad ordenada y justa. Tam
poco la forma socialista que aconsejaba la remoción de las
desigualdades sociales y políticas como única vía hada una sociedad
reconciliada. Por el contrario, para los fascismos era posible el logro de
una sociedad sin conflictos o antagonismos medíante la apelación a una
unidad de orden superior (nación, raza, etc.) que debía ordenar la
disgregación en un todo orgánico-corporativo. Para ello, no se suponía
necesario promover cambios drásticos en la estructura social o en la
distribución de la riqueza, ni tampoco reivindicar una mayor igualdad
que hiciera posible la confluencia de intereses de individuos y grupos, y,
mucho menos, generar una mayor libertad que permitiera eí ajuste de
diferencias y la consecución de un consenso social y político. Dicho de
otro modo, las apelaciones corporativas, orgánicas, etc., de. los fascis
mos hacían que la «utopía fascista» presentara como deseable una
sociedad con una sola voz, pero desigualita ria y jerárquica; con una
sola voluntad, pero no basada en el consenso racional en tomo a fines;
con un solo interés, pero sin por eso eliminar las distinciones que dan
origen a las diferencias de intereses. En definitiva, los fascismos
reivindicaban la bondad de la desigualdad social y política, la
consideraban adecuada, justa e inevi table, pero rechazaban sus
consecuencias: eí conflicto, y el antagonismo. Por eso solían encontrarse
realmente có modos en las estructuras capitalistas, aun cuando intro
dujeran en ellas nuevas elítes (las propias o las directa mente
vinculadas con las propias), e intentaran subordi nar, en lo que íes era
posible, los viejos a los nuevos poderes. Lo que, en cualquier caso, no
estaban dispues tos a tolerar, eran los posibles antagonismos a ios que
aquella estructura pudiera dar lugar.
Es de este punto del que surge la necesidad de disci-plinamiento social y
político, que, controlando violenta mente la multiplicidad de intereses,
posiciones, ideolo gías y opiniones, los reduzca a una unidad: la del
Estado, el partido o el líder. Disciplina significa así el estableci miento de
una jerarquízación férrea, una congelación de las «funciones» que debe
desempeñar cada grupo, y una petición constante de sacrificio de los
intereses particula res {indeseables, 'egoístas, «burgueses», etc.) en
aras de un fin «más alto». Las ideas variadas de los fascismos respecto
del Estado (nacional-corporativo, totalitario, Fübrersíaaí, etc.)
mantienen un elemento común que se plasma en la idea mussolíníana
de que la autoridad se ejerce vertical mente hacia abajo, mientras que
la responsabilidad polí tica es exigibíe «hacia arriba». En otros términos,
la jerar-quización del entramado político es coherente con la exigencia
de sacrificios a lo particular, con la congelación y la adscripción de los
privilegios y con la eterna vigilan cia que garantiza la obediencia.
En estas condiciones la construcción deí Estado o la configuración de la
sociedad adopta una estructura verti cal y piramidal en cuya cúspide el
líder gobierna, deter mina y decide sobre los fines políticos que deben
salva guardarse y los que deben eliminarse o dejarse de lado. Por eso
resulta tan importante el papel del caudillo (Füb-rer, Duce) en la
concepción del mundo de los fascismos.

La aparición de caudillos no es, desde luego, nueva ni hubo que esperar


al siglo xx para que fuera un hecho relevante de la historia política. Pero
lo que sí es específicamente nuevo en el caso de los fascismos es la
peculiar mezcla de ciencia y romanticismo en la aplicación de todos los
medios ideológicos de manipulación y de propaganda necesarios para
crear y fortalecer la posición superior del líder y su autoridad
incontrovertible sobre las masas. Así, el reconocimiento «intersubjetívo»
del carisma del líder estuvo desde un principio sujeto a grados de
manipulación «científico»-propagandístico real mente considerables. En
otras palabras, el carisma fue impulsado, complementado y construido
por un refinado proceso preparatorio {basado en los hallazgos de la
nueva psicología de masas, de la propaganda política, etc.) que aspiraba
a crear tanto en los ciudadanos como en los seguidores o en los
oponentes políticos una imagen adecuada en cada momento a los
propósitos del movimiento. Unos y otros fueron aterrorizados,
silenciados, manipulados o llevados al asentimiento por una
combinación de terror, intriga, subvaloración y teatralidad de las que el
líder surgía gradualmente como infalible, invencible o perseguido, pero,
en todo caso, como el único capaz de juicio político justo, mientras sus
adversarios eran presentados como agresores o traidores, débiles o
incapaces.
Sin embargo, por mucho que la propaganda funciona ra casi en
completo acuerdo con las ciencias de manipu lación de la conducta, por
mucho que la incorporación de esos nuevos métodos fuera tomado por
el fascismo con incomparablemente mayor seriedad y manejado con
mucha más efectividad que por ningún otro movimiento político de la
época, tales recursos difícilmente hubieran tenido éxito de no haber sido
capaces de conseguir que individuos y masas, en situaciones sociales
realmente crí ticas, dejaran de lado el análisis racional de las propues
tas políticas y se embarcaran en una ciega aceptación de las mismas, En
efecto, en la relación con el líder que las ideologías fascistas ponen en
marcha, la exigencia de fe sin límites en sus decisiones es el supuesto
previo. En política, se nos dice, la racionalidad de nada sirve. Sólo la
confianza y la fe, una especie de «amor» al jefe, y la obediencia,
garantizan la elección correcta y con ella el engrandecimiento de la
comunidad y del individuo mis mo. Así, las masas de seguidores deben
convertirse en sumisos oyentes de la «verdad» revelada por el caudillo
que, gracias a sus cualidades extraordinarias y a una intuición casi
divina, es siempre capaz de identificar los intereses de la nación, la raza
o el Estado.

La relación del caudillo con la masa sustituye a la vin culación del líder
con el pueblo. La primera es emocio nal, directa, basada en el
espectáculo, en la fe, en el éxta sis colectivo. La segunda, basada en
racionalidad y responsabilidad, sólo ejemplifica para los fascismos lo
débil y lo engañoso. Frente a la masa, en el espectáculo de masas, el
caudillo es el único sujeto activo: «Cuando las masas son cera entre mis
manos... me siento como parte de ellas» afirmaba Mussolini, pero,
continuaba, «persiste en mí cierto sentimiento de aversión, como la que
siente el escultor por la arcilla que está moldeando.» En todo caso,
seguía, «la multitud adora a los hombres fuertes. La multitud es como
una mujer» (cit., en Schapiro, 1981, 71). De este modo, la cosificación
de las masas se une en los fascismos con la exaltación de la virilidad del
hombre fuerte. Desde la «violación de la hembra masa» de Hitler, a la
idea de patria-madre-novia de José Antonio Primo de Rivera, las
gradaciones de esa exaltación fueron variadas. En todo caso, la
vinculación de masa y hembra, así como su cosificación, fueron típicas
de los fascismos y uno de sus argumentos ideológicos más queridos.
Las metáforas fascistas sobre la masa-objeto dispuesta a que sus
«mejores» la manipulen adecuadamente, son extremadamente
importantes para comprender el significado político de la jefatura en
estos movimientos. Como Fijalkowski (1966, 252) señalaba en su
estudio sobre Cari Schmitt, lo que resulta a estas alturas especí
ficamente propio de la actividad del pueblo no es votar o discutir, sino
expresar por aclamación su aprobación o su repulsa, vitorear a un jefe o
aplaudir una propuesta. Los procesos de comunicación «cargados» y
dirigidos emocionalmente sustituyen a las instancias intermedias
(partidos, asociaciones, grupos) y hasta las hacen ofensivas para el
principio de identidad entre el que manda y los que obedecen. De este
modo, el contexto de relación del caudillo con la masa es el de una
argumentación casi religiosa a través de la cual la mística de la sangre,
de la raza o de la patria reemplaza a las capacidades racionales de los
oyentes a los que no se les exige otra cosa que la glorificación y
divinización del líder. Y esa glorificación llegó, a veces, a extremos
inusitados: ya en algunas esquelas mortuorias anteriores a 1933, el
nombre de Adolf Hitler reemplazaba al de Dios. (Véase Bracher, 1973,1,
201.)

Acaso por ello se han producido una gran cantidad de análisis sobre
aspectos psicológicos de los fascismos. Estudios como los de Erich
Fromm (1971; e. o., 1942), Wilhem Reich (1973; e. o., 1933) o Theodor
W. Adorno (1950) son hoy ya clásicos. En ellos se trataba, por ejem plo,
de explicar cómo la inseguridad empujaba hacia la obediencia ciega, o
bien qué atributos de una personali dad autoritaria la hacían receptora
del mensaje fascista, o bien se intentaban delimitar las claves de la
psicología de masas que el fascismo utilizó con tanto éxito. Sin em
bargo, como estos mismos autores ponían de manifiesto, esta
explicación psicológica no es sino una interpreta ción, un enfoque útil,
dentro de un conjunto más amplio de factores e instrumentos analíticos,
pues la perspectiva estrictamente psicologista no puede explicar por sí
misma un fenómeno político de la complejidad de los fascismos.
Conviene aquí introducir de nuevo la diferenciación entre los
movimientos y los sistemas fascistas. El proceso de penetración durante
la fase de ascenso de los fascis mos se efectuó a través de un paulatino
control o des trucción del conjunto de redes sociales y políticas exis
tentes en la sociedad. La «colocación» en lugares claves de activistas
fieles, el establecimiento de vinculaciones con grupos de presión, la
ampliación de las redes de poder ya controladas, el reclutamiento y
fascitización de sectores marginados, etc., fueron los factores cruciales
en la estrategia fascista de toma del poder. Pero la profundi-zación del
poder fascista en las diversas zonas donde ya poseía influencia"* y,
desde luego, la construcción de los sistemas políticos fascistas, estuvo
animada, acaso más que por ningún otro objetivo, por la búsqueda del
logro de la completa atomización social. Los fascismos en el poder, en
grados diferentes, pero con coherencia similar, buscaron el aislamiento
paulatino de los individuos y grupos y la ruptura de los canales de
comunicación y relación mutua. Puesto que los intereses y perspectivas
particulares habían sido ya consecuentemente difamados y se les
suponía necesariamente subordinados a la comu nidad y a su voluntad
expresada por el caudillo, la ruptu-ra de los vínculos particulares
constituía simplemente la conclusión lógica, y así se convirtió en un
hecho caracte rístico de las ideologías fascistas que la persiguieron con
éxito diverso. La familia, el grupo de pares, los compañe ros de trabajo,
las asociaciones profesionales o recreati vas, por no hablar, desde luego,
de cualquier asociación de índole política, fueron intervenidos,
destruidos o sus tituidos por canales organizativos del propio partido
fas cista. Como reductos que eran de lo particular, de lo egoísta e
inconfesable, debían ser consecuentemente «copados», arrumbados y
disciplinados para hacerlos de este modo parte integrante del todo
orgánico y armóni co. La pluralidad de voces seguiría escuchándose a
menos que esas asociaciones intermedias más o menos informales se
domesticaran y se reemplazaran adecuada mente.
Esta operación, brillantemente descrita por Hannah Arendt (1974),
aspiraba a convertir a los individuos en seres atomizados y aislados,
cuyo único punto de unión se hallaba en la cúspide: en el caudillo que,
como un «padre», velaba por todos ellos. El alejamiento de la realidad
de las masas de seguidores fascistas y la sustitu ción de aquélla por
ciertas fantasías e imaginaciones, tenía en esta estructura su mejor
garantía. Gracias a ella la resistencia a la manipulación se hacía cada
vez más baja al no tener elementos íntersubjetivos a los que refe rirla,
mientras ia capacidad para cualquier asociación libre y no regulada
entre semejantes descendía inconteni blemente.
En cierto modo, esta tendencia supone la anulación del individuo en
tanto que individuo, pues se exige de él que se autoínmole, que elimíne
sus intereses, su raciona lidad, sus vínculos, su unicidad y su
singularidad en aras del principio colectivo encarnado en el caudillo. De
aquí proviene la preocupación de los fascismos por el sacrifi cio y el
servicio. Un simpatizante del fascismo español supo expresarlo con
claridad: el fascismo simboliza la ofensiva contra una antigua forma de
entender la «vida como civilización» y su sustitución por uno nuevo
planteamiento, «la vida como servicio» (Arrese, 1945, 27),
Se produce así un cambio en la función social de la ideología, puesto
que el discurso muestra de manera inmediata lo que se exige al
individuo (sacrificio, servicio, autoinmolación), pero trastoca
radicalmente los valores a los que refiere el juicio de éste: la penuria es
bendición, 1a desgracia es gracia, la felicidad sólo está en el dolor (vid.
Marcuse, 1972, 68). Bajo la ideología de los fascismos se produce una
transvaloración de acuerdo con la cual se espera que los deseos propios
se conviertan en objeto de odio y que se persiga lo que produce
autoanulación individual para preparar así la disolución definitiva del yo
en la comunidad organizada según los principios de jerarquía, autoridad
vertical y orden. Estamos contra la vida fácil, decía Mussoliní; la vida es
milicia purificada por servicio y sacrificio, afirmaba José Antonio Primo
de Rivera; vivir y servir es lo mismo, se leía en Der deutsche Student.
Pero esta ideología «desilusionante» que promueve un futuro de
sacrificio y no de esperanza necesita, por ello mismo, estipular tina
función «ilusionante» para penetrar adecuadamente la vida social. Y
esta función en los fascismos la ocupó el sueño de una vida de poder,
liderazgo y superioridad sobre «los otros»: razas inferiores (judíos,
gitanos...), pueblos esclavos (eslavos, polacos, etíopes...), la hez de la
sociedad (comunistas, liberales, homosexuales...), etc. Así, la institución
del «chivo expiatorio» tuvo una penetración que pervivió más allá de la
mera toma del poder, convirtiéndose en un potente motor de
justificación del exterminio, la guerra y la dominación.
En esta misma línea, y no de menor importancia, tene mos el tipo de
manipulación de los vínculos de las perso nas que se prepara en el seno
de las organizaciones fas cistas. El sentimiento de hermandad y
comunidad recreado en el interior de éstas requiere, sin embargo, de
unas referencias previas a la violencia, la propaganda y los rituales de
los fascismos.
Violencia, propaganda y ritual
Se ha dicho, con razón, que la utilización de la violen cia en el período
de entreguerras no fue ni mucho menos, privativa de los movimientos
fascistas'. Tanto gru pos de derecha radical como de izquierda
revolucionaría usaban de ella con asiduidad, en un contexto histórico
donde, por lo demás, los discursos cargados de apelacio nes violentas
eran bastante habituales. Sin embargo, hubo un sentido en el que el uso
de la violencia por los fascismos fue superior al de los demás grupos.
Existen pocos casos en la historia donde los métodos violentos fueran
utilizados de una manera tan precisa, sistemática, racionalizada y
organizada. Y menos casos aún en los que la combinación de ésta con la
lucha política legal, con coaliciones con partidos de orden, etc., se
produjera sin excesivos conflictos.
Es claro que todo preparaba en las ideologías fascistas para el uso de
métodos violentos. Su insistencia en el poder como categoría expansiva,
la afirmación de la superioridad de razas o naciones, la exaltación de la
viri lidad y de la acción, la exigencia de fe en las órdenes de la jerarquía,
la creación de grupos responsables de todos los males sociales, etc,,
creaban un contexto ideológico que conducía directamente a la
glorificación de la violen cia. Entre otras cosas, la violencia era
entendida como un. elemento esencial del progreso humano y aquellos
que se mostraban dispuestos a utilizarla sin contemplaciones
demostraban, al tiempo, su superioridad racial o perso nal. Eran, por
ello mismo, parte de la nueva elite, inte grantes del nuevo mundo de los
«superhombres».

Sin embargo, las funciones de la violencia en los fas cismos excedían de


las recién indicadas y no se limitaban a ellas. En primer lugar, hay que
aludir a su función más obvia: acabar, reprimir o silenciar a aquellos que
se oponían al mensaje fascista, que «alteraban el orden», que
propugnaban objetivos indeseables para la raza, la patria o el Estado,
etc. En este sentido no sólo se trataba de perseguir la eliminación física
de los adversarios, sino de paralizarlos por el terror.
Pero, en segundo lugar, la violencia servía igualmente a la organización
interna de los grupos fascistas. La crea ción de grupos de asalto par amí
litares, cuyo objetivo no disimulado era promover la eficacia en el uso
de méto dos violentos, proporcionaba también un importante escape
psicológico a los afiliados, a los que dotaba de un grupo de referencia
preciso y de un objetivo «lleno de sentido»: eliminar al «enemigo». El
estilo directo y las francachelas, la ruptura en el interior de la
organización de las barreras de clase, la espontaneidad, el uso del
insulto y la ridiculización «hacía fuera», de la hermandad y la
camaradería «hacía dentro», eran otros tantos instrumentos de las
organizaciones violentas fascistas que sabían de su efectividad para la
creación de militantes fieles. En esta línea las organizaciones violentas
ofrecían a sus miembros un alto sentimiento de seguridad psicológica y
de orden» al tiempo que eran capaces de crear bases políticas
dispuestas a disolverse en la acción irreflexiva e irracional. En un libro
del italiano F. Bernardino, titulado Diario de un escuadrista, editado y
anunciado en la revista falangista Haz, se dice: «El primero de mes me
inscribo en la vanguardia estudiantil fascista. No conozco los programas
ni los estatutos del fascismo, ni me interesa en realidad conocerlos. Por
otra parte, seguramente no los comprendería.» Todo mueve a la acción
sin más objetivo preciso que la acción misma.
Anti-intelectualismo y fanatización se dan la mano. En carta del 12 de
octubre de 1934, dirigida por Francisco Bravo a José Antonio Primo de
Rivera se lee: «Desestima todo complejo liberal; ni Unamuno ni Ortega,
ni, claro es, todos nuestros intelectuales, valen lo que un rapaz rabioso
de veinte años fanatizado por su pasión española» (Bravo, 1940, 218).
Oswald Mosley, líder del fascismo inglés, escribía, por su lado: «Ningún
hombre va muy lejos si sabe dónde va.» Se trataba, pues, de no saberlo
y de actuar, pese a todo, con resolución y firmeza en el empleo de una
violencia necesaria, saludable y regenera dora. El desprecio por la
reflexión y el pensamiento racional es, simplemente, la otra cara de esta
extrema reivindicación de la acción sin finalidad aparente. Es evidente
que el culto por la fuerza física, la brutalidad y el instinto que se
promovía en el interior de esas organizaciones, convenientemente
entrelazados con los otros rasgos aludidos, promovía fórmulas de
socialización autoritaria extremadamente eficaces que alcanzaban a
todos sus integrantes.
Pero, en tercer lugar, la violencia cumple también otra función en las
ideologías fascistas: simbolizar lo que la violencia simboliza, en perfecta
sintonía con los rasgos totalitarios de los fascismos, es la capacidad del
poder de llegar a todas partes, de alcanzar a todos- los grupos y de
moverse con tal arbitrariedad sobre el conjunto de la sociedad que nadie
pueda pensar en escapar a su «largo brazo». Y, en esta medida,
curiosamente, la violencia genera mecanismos que la convierten en el
más eficaz instrumento de propaganda: sintetiza en un segundo todo el
programa de los fascismos (fuerza, justa venganza, lucha,
restablecimiento del orden y de la jerarquía «natu ral», obediencia,
amenaza, acción, etc.).
Un importante historiador del nacional-socialismo alemán, Hans
Mommsen (1976, 181 ss.}, afirma que el NDSAP no era, en esencia,
más que una organización de propaganda política que implantaba y
profundizaba el principio de liderazgo hasta tal extremo que incluso las
discusiones políticas en los comités del partido termina ron por
desaparecer. De hecho, aunque nada nuevo ni original encerraban las
páginas de Mein Kampf, su más importante aportación al movimiento
del que formaba parte fue la aplicación de técnicas simples y eficaces de
organización, propaganda y manipulación de masas. La continua
apelación al principio del derecho del más fuer te, la repetición de
fórmulas simplistas y maniqueas, la conversión de las futuras víctimas
en agresores del pueblo o de la raza, el uso de todos los medios para
movilizar a las masas contra un enemigo elevado a la categoría de
absoluto, son algunos de los temas tratados en este texto. La
importancia que los fascismos siempre concedieron a este tipo de
propaganda es patente en la frase, también de Adolf Hitler, de acuerdo
con la cual la primera función de la propaganda es el reclutamiento de
personas para la organización y la primera función de la organiza ción el
reclutamiento de personas para la propaganda.
Aquí topamos con otro de los aspectos más interesantes de los
fascismos: su lenguaje político. Como «imperialismo de la palabra» (Karl
Kraus), el «lenguaje de la violencia» de los movimientos y sistemas
fascistas no se estructura como vehículo de comunicación o de diálogo,
sino como instrumento de transmisión de decisiones ya formuladas (vid.
Winckler, 1979, 34 ss.), cuya aspiración última es el silencio y la
aceptación por parte del oyente. En este sentido, el lenguaje fascista no
comunica significados, sino que ordena; no busca comprensión, sino
obediencia; no persigue ofrecer razones, sino apelar a lo irracional.
Theodor W. Adorno y Max Horkheimer (1971, 250) lo expresaron con
claridad: «Al fascista es difícil dirigirse. El hecho de que otro tome la
palabra le parece ya una interrupción desvergonzada. Es inaccesible a la
razón porque sólo la ve en la capitulación del otro.»
Es sobradamente sabida la ambigüedad que los fascismos mantuvieron
en gran cantidad de temas, las variaciones de su discurso, dependiendo
de los interlocutores, su utilización como sinónimos de términos
antónimos («revolución legal», liberación a través del control total,
felicidad en la desdicha, anticapitaíismo-anticomunismo-antisocialismo,
etc.), y, en definitiva, su extraordinaria capacidad para plasmar
términos contradictorios como si fueran complementarios. Así, en el año
1934 en la cuenca del Ruhr y ante los trabajadores de las fábricas de
Herr Krupp, Göring podía afirmar con total seriedad que Krupp no era
otra cosa que el prototipo de obrero alemán, sin que la metamorfosis
semántica produjera ya estupor alguno. (Véase Paye, 1974, 117 ss.)
De algún modo, este tipo de lenguaje basado en la orden y la
anfibología, cerrado, ambiguo y autoritario sirvió como mecanismo de
aglutinamiento de los seguidores que, a través de la repetición de
fórmulas grandilocuentes pero vacías de contenido, ambiguas, pero
agresivas, maniqueas, pero tranquilizantes, porque ordenaban el mundo
en forma simple, producía una sensación de «estar en el secreto» y un
«blindaje» frente a la realidad. La atomización y el aislamiento eran
reforzados y condu cían a la obediencia en la medida en que la
interpreta ción correcta de lo expresado acababa siendo, en defini tiva,
un nuevo monopolio, y no el menos importante desde luego, del
caudillo.
Todo esto adquirió particular significación en los actos de masas y en el
estilo oratorio en ellos desarrollados. El método característico de los
oradores fascistas pasaba por la reducción del argumento a unas pocas
ideas simples, agresivas y llenas de emotividad, que perseguían una
amplia difusión, así como un aumento del potencial integrador del
discurso. Normalmente éste se iniciaba con una fase melancólica en la
que la autocompasión por la situación existente se complementaba con
un catálogo de las injusticias sufridas por el pueblo. Se procedía a
continuación a una identificación apasionada de los responsables de esa
situación, con la consecuente elaboración del «mito negativo» del que se
tratara {judíos, liberalismo, socialistas, etc.). En agudo contraste
aparece en la fase subsiguiente la elaboración del mito positivo,
identificado con el movimiento fascista, que se presentaba como la parte
«sana» de la sociedad y como la única esperanza de batir al «enemigo»
diseñado con anterioridad. Por último, aparecía la invitación a la lucha,
que solía coincidir con el momento de mayor exaltación, con las
aclamaciones y los vítores, y, eventuaímente, con los altercados que se
producían al disolverse las concen traciones de masas. (Véase Silva,
1975,179.)
Es evidente que, en el desarrollo de estas técnicas dis cursivas, así
como en el conjunto de la política de los fas cismos, lo que hemos
denominado ritual, cobra una enorme importancia. La conversión de la
política en estética, el culto a los uniformes, el saludo «romano», la
«consagración» de banderas y estandartes, las ceremonias
espectaculares, las manifestaciones y desfiles, la atención prestada a la
decoración y a los «escenarios» en los que se desarrollaban las
concentraciones de masas, la teatralización de los discursos (el retraso
del orador principal, el aumento de la tensión discursiva hasta el
momento extático de su aparición), etc., eran todos elementos funda
mentales para la ideologías fascistas.
En efecto, todo este efectismo emocional que rodeó siempre a las
prácticas políticas de los fascismos no era un requisito accesorio de las
mismas, sino que nos con duce directamente al núcleo de su ideología.
Para una concepción política que exige a los individuos su sacrificio en
tanto que tales, la creación de una comunidad de «amigos» enfrentada
al enemigo absoluto y vivida, precisamente, en un contexto de
jerarquización militar, el «rito» resulta esencial en tanto que pone al
auditorio en la situación anímica necesaria para la exaltación final del
caudillo como centro del espectáculo. Las grandes concentraciones de
masas, de este modo, unen a los individuos dentro de un orden
jerárquico, presidido por el caudillo, que pretende ser un modelo en
pequeña escala de ia sociedad totalitaria. Sin todas estas liturgias,
simple mente, el fascismo no existiría. Ramiro Ledesma (1968, 162),
refiriéndose a las organizaciones violentas, lo hace explícito: «Unas
milicias que carecían de himnos, de cánticos, es decir, de música que,
además, no efectuaban nunca marchas, excursiones, etc., tenían que
carecer por fuerza de eficacia militar y combativa. Sin marchas ni
música no hay ni puede haber milicias.»
Así, los componentes románticos, irracionalistas, emo-tivistas,
sentimentales, heroicos, viriles, la glorificación de la muerte, etc., se
conjugan en violencia, propaganda y ritual, constituyendo técnicas
formativas e instrumentales al servicio de una finalidad política que los
fascismos nunca ocultaron, aun cuando siempre se subestimara: la
conquista definitiva del poder.
Partido, Estado y totalitarismo
El asentamiento del fascismo en Italia y del nacional socialismo en
Alemania siguió pautas paralelas, pero de ningún modo idénticas. En
Italia, acaso debido a que desde su unificación nacional nunca había
existido una fuerte autoridad estatal, Mussolini no tenía que temer, en
principio, ninguna oposición básica hacia las políticas fascistas dentro de
las poco cohesionadas burocracias estatales. Por lo demás, parecía
necesario reforzar el Estado italiano si quería lograrse la consolidación
de Ita lia como nación industrial en el mercado mundial. Como Franz
Neumann señalaba en una ocasión, si el fascismo italiano alabó de
forma delirante al Estado fue porque éste siempre había sido débil en la
historia de Italia.
De este modo, Mussolini buscó consciente y coheren temente la
fascistización del Estado existente. O, dicho de otro modo, intentó
promover la identificación del Partido Nazionale Fascista y los aparatos
del Estado ita liano. Por lo pronto, insertó al Gran Consejo del Fascio
entre los órganos constitucionales del Estado, y en 1928 confirió a esta
institución la designación de la lista única de candidatos a la Cámara de
Diputados, que sería trans formada en 1939 en Cámara de los Fascios y
las Corpo raciones. En 1938 el partido se convirtió en persona jurí dica
de carácter constitucional definida como «milicia civil voluntaría a las
órdenes del Duce y aí servicio del Estado fascista». Las escuadras de
combate, por un lado, fueron igualmente, transformadas en Milicia de
Seguridad Nacional y, en general, todos y cada uno de los órganos del
partido fueron adquiriendo paulatinamente una posición estatal que
produce la completa fusión entre partido y Estado. Como el propio
Mussolini señala, el Partido Nazionale Fascista no conserva de tal sino el
nombre, ya que forma parte de las fuerzas organizadas del Estado y, en
estricta lógica, ni él puede escapar a la inexorable necesidad que implica
la doctrina fascista de que todo se integre en el Estado.

El modelo alemán es, como ya se ha indicado, distinto. El nacional-


socialismo se vio enfrentado desde un primer momento a un aparato
estatal consolidado desde hacía varias décadas y que, aunque era
claramente con servador en muchos aspectos, estaba lejos de ser fácil
mente adaptable a las intenciones políticas nazis. Por eso pronto se
produjeron las primeras discusiones sobre competencias entre las viejas
y las nuevas burocracias. La teoría del Estado total de Cari Schmitt y
Ernst Forsthoff, influida por las visiones italianas sobre el tema de Genti-
le y otros, fue pronto desplazada por la idea, igualmente schmittíana, de
una distinción entre el Estado como elemento político estático y el
partido como elemento político dinámico. Sin embargo, esta vaga
definición nunca llegó a precisarse en la práctica. Ni siquiera en la ley de
1933: «Para asegurar la unidad del partido y del Estado.» En ella, es
cierto, el partido nazi es definido, como en Italia, como una corporación
de derecho público, pero, al mismo tiempo, tanto el partido como las
fuerzas de asalto (SA) eran sometidas a una jurisdicción autónoma
respecto de la estatal. En 1936 el puesto de Himmler como cabeza de
las SS se amalgamó con el recién creado puesto gubernamental de jefe
de la policía estatal, con lo que ésta venía a depender jerárquica y
directamente del Fübrer. En 1937 el jefe de las SS encomendó a la
policía política la tarea de crear un nuevo orden político, y no sólo de
garantizarlo. En 1938, tras la anexión de Austria, se autoriza a Himmler
a tomar las medidas necesarias para la seguridad, «aunque se traspasen
los límites legales establecidos». Así, la autoridad que se generaba era
cada vez más incontrolada y legalmente ilimitada. En particular, el
Führer y las SS pasaban por encima de las leyes por ellos mismos
dictadas, por encima del orden jurídico estatal, de las autoridades civiles
y militares y de la administración.
Podría uno preguntarse el por qué de esta actuación desde e! momento
en que Hitler tenía a su disposición todos los instrumentos legales que le
hubieran permitido cambiar las leyes o disponer de las burocracias
estatales en la dirección que hubiera deseado. Pero, aunque las leyes
individuales no supusieron ningún obstáculo particular, el orden legal
como tal podía llegar a convertirse en un problema. En otras palabras, la
persistencia de un sistema establecido de reglas, hábitos o instituciones,
puede constituirse en un momento en una barrera a la acción libre, no
restringida y arbitraria de un caudillo, aunque sólo sea porque crean una
demora en la actualización de su voluntad {vid. F. Neumann, 1968). Por
lo demás, el desprecio hacia la legalidad c o m o tal resulta patente en
ejemplos como el que sigue: la Constitución de Weimar fue, desde
luego, completamente marginada, pero nunca el nacional-socialismo se
tomó la molestia de aboliría.
Fue precisamente para hacer a un lado al orden legal y destruir con él
cualquier principio de seguridad jurídi ca, por lo que el nacional-
socialismo recurrió al principio de liderazgo como absoluto e ilimitado.
De hecho, no hay exageración en afirmar que la Constitución del III
Reich no era otra que el poder omnímodo del Führer. (Véase Bracher,
1973, II, 90.)
De hecho, hasta el propio NSDAP como partido se vio paulatinamente
confinado a un papel político muy secundario, siendo arrinconado por
ciertos altos funcionarios de la organización que continuamente
interferían de modo personal las decisiones de secciones del partido y
las funciones políticas estatales, regionales y locales, creando con ello
un auténtico confusionismo y un laberinto de competencias y jerarquías
difícilmente inteligible. De resultas de todo ello, y aunque en una
primera fase de la toma del poder Hitler se vio obligado a hacer
concesiones a las elites conservadoras en el ejército, la economía y la
administración (lo que le permitió, entre otras cosas, la consolidación de
su poder), a partir de un determinado momento el proceso político bajo
el nacional-socialismo quedó subordinado al caos producido por las
luchas, antagonismos y rivalidades dentro de ía elite nazi. Las teorías
del sistema nacional-socialista c o m o «Estado dual» (Fraenkel) o como
«caos dirigido» (Mommsen, Bracher, etc.) tratan de dar cuenta de cómo
los paralelismos institucionales Estado-partido-elites producían un
confusionismo absoluto. Este confusionismo, con todo, sirvió para anular
cualquier resistencia de los súbditos, que nunca sabían qué autoridad
estaba sobre las otras (Estado, SA, SS, NSDAP, etc.), al tiempo que
constituyó la base de la técnica de poder decisionista del caudillo que se
erigía en el punto de referencia último y único de todas las disputas
entre las diversas elites y organizaciones. De hecho, el acceso al Führer
era difícil, incluso para sus ministros, e imposible para algunos, y, por si
esto fuera poco, atribuirle una decisión clara en un tema concreto era
igualmente complicado (vid. Kershaw, 1987 y 1989). Todo apuntaba a la
creación de un lugar político privilegiado desde cuya altura controlar
todo el entramado de luchas de facciones.
A través de este proceso, Hitler logró una posición como árbitro
supremo entre las distintas autoridades en conflicto mucho más
poderosa y fundamental que la de Mussolini. De hecho, a Hitler le
gustaba subrayar la superioridad del Estado-caudillo (Führerstaat) sobre
todas las demás formas de Estado, incluyendo el totalitario. Sólo en esa
forma superior era posible que el caudillo, tras su aclamación, adquiriera
una autoridad suprema que no podía ser desafiada por razones legales o
de otra ciase bajo ninguna circunstancia. Así se demostraba que no era
pura retórica el que en todas las fórmulas oficiales relativas a la
dirección del partido y de las SS apareciera la expresión «la voluntad del
Führer es la ley suprema». Y el problema con Mussoliní y su Estado
totalitario era que no contaba con esa posición inexpugnable, lo que le
obligaba, pese a sus esfuerzos, a tener que hacer convivir su autoridad
con otros grupos de poder dentro del Estado, del partido, etc.
No hay que decir que esta culminación del poder en el modelo nacional-
socialista no significó en absoluto planificación o eficiencia, y, mucho
menos monolitísmo, como querían los principios de la teoría totalitaria
italiana, sino más bien, «un sistema de decisiones arbitrarias y conflictos
bajo el único control de una conducción incontrolable» (Bracher, 1983,
49). Un sistema en el cual el poder del caudillo era absoluto, exclusivo e
ilimitado.
Ahora bien, ¿cuál de los dos modelos resultó ser el «totalitario»,
después de todo? Y, todavía más, ¿qué significa exactamente el
totalitarismo? Y, en este sentido, ¿cabe referirse a él como un elemento
típico de todos los fascismos o bien hemos de restringir su uso al
nacional socialismo?
El término totalitario era extraño a la tradición política occidental.
Podemos encontrar antecedentes del mismo en algunas referencias a la
«guerra total» de los jacobinos o en la idea hegelíana del Estado como
encarnación de la totalidad o en la transformación total de la sociedad a
través de la revolución en Marx y Engels. Pero lo "cierto es que su uso
debe aguardar a la obra del teórico del fascismo italiano, Giovanni
Gentile, que hablaba de la nueva ideología como «una concepción total
de la vida». Mussolini recoge la idea y la aplica a la estructuración del
Estado fascista italiano ya en un discurso de 1925 en el que la usa para
referirse a la necesidad de terminar con los vestigios de oposición
interna dada «la nostra feroce volontá totalitaria» y acuña su famosa
fórmula; Tutto nello Stato, niente alfuori dello Stato, nulla contro lo
Stato. Esta definición particular encontró bastante eco en otros
movimientos fascistas. Así, en el manifiesto político de «La conquista del
Estado» se lee: «Hay tan sólo libertades políticas en el Estado, no sobre
el Estado o frente al Estado» (Aparicio, 1939, 5).
Sin embargo, en Alemania el uso del término fue restringiéndose, y,
aunque Ernst Jünger lo utilizara desde 1930 para referirse a la
«movilización total» (integración de la población en masas que actuaran
jerárquicamente en busca de objetivos nacionales), y Goebbels o Carl
Schmitt lo hicieran también suyo, Hitler no simpatizaba excesivamente
con él. Acaso porque no quería que le recordara deuda ideológica alguna
con los italianos, acaso porque pensaba que su movimiento era de un
tenor más radical que el fascismo mussoliniano, acaso porque
consideraba que «el Estado es sólo el medio para un fin. [Y] el fin es la
conservación de la raza» (cit. en Arendt, 1974, 443, n. 40).
Con posterioridad a la guerra, los analistas políticos hicieron suyo el
concepto. Franz Neumann, por ejemplo, en su Behemotb (1966) definió
al III Reich como «capitalismo monopolista totalitario». Escritos de
teóricos críticos y marxistas, ya aludidos por nosotros con anterioridad,
empezaron a calificar de ese modo a los fascismos en general. Pronto,
sin embargo, el concepto empezó a aplicarse también al comunismo y al
stalinismo. No sólo de la forma en que Arendt (1974) lo hizo, sino en
maneras vinculadas a la «lucha anticomunista». Así, Bertram D. Wolfe
(1961, 269) escribía que sólo en los crematorios la imaginación de Hitler
excedió a los hechos de Stalin. Y, paulatinamente, el totalitarismo se
convirtió en un arma arrojadiza en tiempos de guerra fría.
No nos interesa, sin embargo, tratar aquí con detalle la historia del
concepto, sino más bien explicitar su contenido y su capacidad de
aplicación a las realidades y las ideologías de los fascismos. En este
sentido, y tomando como punto de referencia dos definiciones, la de
Cari J. Fríedrich y Zbigniew K. Brzezinski (1966), por un lado, y la de
Franz Neumann (1968), por otro, podríamos esquematizar los
caracteres del totalitarismo de la siguiente manera:
1. Concentración de todos los instrumentos de poder en manos del
partido o de una de élite, organizados jerárquicamente atendiendo al
principio de liderazgo y que actúan prevaleciendo sobre las estructuras
estatales o confundiéndose con ellas.
2. Estado en el que se anula la autoridad del derecho, se establece el
decisionismo de la autoridad política, se elimina la pluralidad en la
esfera pública y se interviene en la esfera privada sometiendo ambas a
un control policiaco basado en el terror, la propaganda y la
manipulación.
3. Sincronización de todas las organizaciones sociales, económicas y
políticas puestas ahora al servicio del caudillo; creación y potenciación
de nuevas elites que aseguren el control total sobre la población;
atomización y aislamiento de los individuos, así como destrucción y
debilitamiento de las unidades sociales independientes.
4. Promoción de una ideología oficial, excluyente e impuesta por la
violencia a la que se supone que toda la población debe adherirse y que
descansa tanto en el re chazo de valores heredados (libertad,
igualitarismo, etc.) como en su sustitución por otros (jerarquía, orden,
etcétera) con perfil ideológico propio.
De lo dicho, parece deducirse que las distinciones entre modelos serían
más un problema de grado que de cualidad. Pero incluso admitiendo
similitudes esenciales a este respecto, permanece una diferencia radical
entre el modelo nacional-socialista y sus apelaciones racistas de
fundación de un futuro imperio de superhombres arios, y el modelo
mussoliníano con sus referencias al stato totalitario y a un renacimiento
del imperio romano. De hecho, las fórmulas racistas de Hitler no
encontraron excesivo eco en los planteamientos italianos. Si el Estado
era un mero medio para la conservación de la raza, si era una
emanación del Volk, si el caudillo debía determinar la actualización de
los intereses raciales superiores, entonces la clave racista de la ideología
nazi se coloca por encima de los imperativos estatales. En estas
condiciones no parece posible asumir que el racismo era una parte
integrante de los fascismos mediterráneos del mismo modo en que lo
fue en el modelo alemán (y, en parte, centroeuropeo). Y menos sí
pensamos, por ejemplo, que en el acto fundacional del movimiento
fascista en Italia en 1919, cinco de los 191 participantes eran judíos, lo
que, aunque se refiera a un período muy anterior a la toma del poder
por los nacional-socialistas y los propios fascistas, es un dato
sintomático.
Lo cierto es que el determinismo biológico nazi no tiene apoyo en la
teoría o la práctica fascista mediterránea, sino superficialmente. Entre
otras razones, porque superaba el concepto de nación y se lanzaba a la
creación de una elite racial ario/europea que resultaba extra ña a,
cuando no contradictoria con, otras apelaciones fascistas. Las ideas de
selección natural, de darwinismo evolutivo, de lucha por la existencia,
etc., constituyeron, más que ninguna otra referencia ideológica, el
centro de las políticas eugenésicas, destructivas y de exterminio del III
Reich. Un exterminio completamente impersonal, burocrático y
normalizado que produjo más de siete millones de muertos entre locos,
retrasados mentales, gitanos, judíos, etc., y sin que en ello contemos
las persecuciones propiamente políticas realizadas contra partidos y
grupos de oposición, las purgas o los asesinatos en masa en el frente
del Este de Europa y un largo etcétera. Gracias a ello el nacional-
socialismo alcanzó unas cotas de barbarie y crueldad sin antecedente
alguno en la historia de nuestra Europa.
Necesariamente tenemos que aludir aquí a la reciente Historikerstreit
que se produce en Alemania en los años finales de la década de los
ochenta y que intenta —de la mano de Ernst Nolte y otros—
«normalizar» la singularidad del exterminio nazi, cuando no justificar las
acciones del propio Hitler. De un modo que resulta ideológica mente
intencionado, se describe la barbarie de Auschwitz como una reacción
ante la ansiedad creada por los acontecimientos que tenían lugar en la
Rusia revolucionaria o la aniquilación de los judíos como una copia de
tradiciones paralelas y no «como un original». Pero hacer de esos
procesos sólo una «innovación técnica» es oscurecer su carácter
singular, su sentido de límite —no sólo para nuestra civilización, sino
para toda civilización—, y, por ello mismo, olvidar la carga ideológica
previa que contenían y que las hizo posibles. En este sentido ciertas
advertencias al respecto deben tomarse en consideración, porque la
banalización de estos hechos no constituye sólo un «problema alemán»,
ni tampoco una discusión para historiadores especialistas en el período
temporal del caso. Lo queramos o no, la reflexión sobre este horror
pertenece a toda la civilización occidental, porque es. ella misma, su
sentido y su supervivencia, lo que está en juego.
BIBLIOGRAFIA
La monumental Opere Omnia de B, Mussoiíní recoge en 36 volúmenes
sus escritos y discursos compilados por Edoardo y Duilio Sushel,
Florencia, 1925-1963. Algunos de ellos han sido traducidos en Escritos y
discursos en 8 volúmenes (Barcelona, 1935). Más manejable El fascismo
expuesto por B. Mussolini, Madrid, 1934. En el texto ha sido aludido G.
Gentiler Che cosa e il fascismo? Discorsi e polemiche, Florencia, 1925.
También se ha citado en el texto la edición de A. Hitler, M i lucha, Bar
celona, 1962. Respecto del nazismo una interesante colección de
documentos se encuentra en J. Noakes y G. Pridham eds., Documents
on Nazism, 1919-1945, I y II, Exeter, 1984. Ha sido también citado C.
Schmitt, Teología política, Buenos Aires, 1985, y de igual forma resultan
pertinentes C, Schmitt, El concepto de lo político, Buenos Aires, 1984,
que recoge Der Begriff des Politischen, así como Theorie des Partisanen,
y C Schmitt, Sobre el parlamentarismo, Madrid, 1990. De los análisis de
las teorías schmittianas destacan J. Fijalkowskí, La trama ideológica del
totalitarismo, Madrid, 1966, y, entre nosotros, el reciente y excelente G.
Gómez Orfaneli, Excepción y normalidad en el pensamiento de Cari
Schmitt, Madrid, 1986. En el caso de España pueden manejarse J. A.
Primo de Rivera, Escritos y discursos, 1922-1936, Madrid, 1977; R.
Ledesma, ¿Fascismo en España?, Barcelona, 1968, y E, Giménez Caba
llero, Genio de España, Barcelona, 1939. Se han citado también en el
texto J. L. Arrese, José Antonio y el Estado totalitario, Madrid, 1945; F,
Bravo, José Antonio: el hombre, el jefe, el camarada, Madrid, 1940; J.
Apa ricio, ed., La conquista del Estado (antología), Barcelona, 1939.
Entre las importantes contribuciones marxistas al análisis del fascis mo
pueden consultarse: D. Guerin, Eascisme et grand capital, París, 1945;
L. Trotsky: La lucha contra el fascismo, Barcelona, 1980; N. Poulantzas,
Fascismo y dictadura, Madrid, 1976; A. Tasca, E l nacimiento del
fascismo, Barcelona, 1968; A. Gramsct, Sobre el fascismo, México,
1979, etc. En todo caso resultan esenciales las contribuciones de O,
Bauer, H. Mar-cuse, A, Rosenberg y otros compiladas en W. Abendroth,
ed., Fascismo y capitalismo, Barcelona, 1972, así como R. Kühnl,
Liberalismo y fascis mo, Barcelona, 1978; el número 53 (1989) de Zona
Abierta con contri buciones de I Kershaw, R. Fíetcher y otros, y el
análisis de D. Beetham, Marxism in the Face ofFascism, Manchester,
1983. También citado en el texto H. j. Laski, El liberalismo europeo,
México, 1977. Interpreta ciones igualmente fundamentales son las de E.
Nolte: La crisis del siste ma liberal y los movimientos fascistas,
Barcelona, 1971, y E l fascismo en su época, Barcelona, 1967. También
A. J. Gregor, The Ideology o f Fascism, Nueva York, 1969; S. G. Payne,
E l fascismo, Madrid, 1982; R. Saage, Fascbismustbeorien, Munich,
1981, y las contribuciones de T. W. Masón, N. Kogan y otros en S. J.
Woolf, ed., The Nature o f Fascism, Londres y Edimburgo, 1968, y
European Fascism, Londres, 1969. Sigue siendo imprescindible W.
Laqueur, ed,, Fascism: A Reader's Guide, Lon dres, 1976, con
contribuciones esenciales de J. J. Linz, H. Mommsen, A, S. Míldward, Z.
Sternheü y otros y abundante bibliografía. Se reco gen interpretaciones
antiguas y modernas en las compilaciones de E. Noíte ed,; Tbeorien
über den Faschismus; Kónigstein, 1984; A, J. Gregor: Interpretations o f
Fascism, Nueva jersey, 1974, y R, de Felice, ll Fascismo, Bari, 1970.
También citados en el texto T. W. Adorno y M. Horkheí-mer, Dialéctica
del iluminismo, Buenos Aires, 1971; H. Arendt, Eicbmann in Jerusalem,
Nueva York, 1976.
Sobre el fascismo italiano deben consultarse R. de Felice, Mussolini il
rivoluzionario (Turín, 1965) y Mussolini il fascista, I y II (Turín, 1966 y
1968); E. R, Tannenbaum: La experiencia fascista (Madrid, 1974) y F. L.
Carnsten, The Rise o f Fascism, Berkeíey-Los Angeles, 1967. Para el
nacional-socialismo alemán y sus antecedentes F. Stern, The Politice of
Cultural Despair, Nueva York, 1965, y, en especial, los trabajos de K. D.
Bracher, La dictadura alemana, I y II, Madrid, 1973, y Controversias de
historia contemporánea sobre fascismo, totalitarismo y democracia,
Bue nos Aires-Caracas, 1983. Más recientemente K. Hildebraum, The
Tbird Reich, Londres, 1984; A. Sohn-Rethel, The Economy and Class
Slructure of Germán Fascism, Londres, 1987, y I. Kershaw, The Hitler
Myth, Oxford, 1987, Para el caso español pueden verse M. Pastor, Los
oríge nes del fascismo español, Madrid, 1975; S. G. Payne, Falange:
Historia del fascismo español, Madrid, 1985; j, Jiménez Campo, E l
fascismo en la crisis de la Segunda República, Madrid, 1979, y R. del
Aguila, Ideología y Ras-cismo, Madrid, 1982.
Se ha citado en el texto sobre la estética del fascismo U. Silva, Arte e
idología del fascismo, Valencia, 1972. Los análisis relativos a la psicolo
gía de masas en T. W. Adorno y otros, The Authoritarian Fersonalily,
Nueva York, 1950; W. Reich, Psicología de masas del fascismo, México,
1973; E. Fromm, E l miedo a la libertad, Buenos Aires, 1971. El tema
del lenguaje fascista en L. Winckler, La función social del lenguaje
fascista, Barcelona, 1979, y en los trabajos de J. P. Faye (Théorie du
recit y Lan-gages totalitairesj refundidos bajo el título Los lenguajes
totalitarios en ía versión española (Madrid, 1974).
Sin ánimo de exhaustividad, sobre el totalitarismo deben verse: E.
Fraenkel, The Dual State: A Contribution to the Theory o f Diclatorsbip,
Nueva York, 1941; H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid,
1974; F, Neumann, hehemoth: The Structure and Practice o f
Nationalsocia-lism, 1933-44, Nueva York, 1966; F. Neumann, E l Estado
democrático y el Estado autoritario, Buenos Aires, 1968; C. J, Friedrich y
Z, K. Brze-zínski, Totatítarían Dictatorship and Autocracy, Nueva York,
1966, y L, Schapíro, El totalitarismo, México, 1981. También B. D.
Wolfe, Com-munist Totalitarianism, Boston, 1961, Los documentos de la
reciente Historíkerstreit en E. R, Piper, ed,, Historikerstreü: Die
Dokumentation der Controverse um die nationahozialistische
Jundenvernichtung, Munich, 1987, También el número 44 (1988) de
New Germán Critique dedicado a este tema con abundante bibliografía.

También podría gustarte