El Ofrecimiento Del Apostolado de La Oracion A La Luz de La Teologia Actual de La Redencion

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LUIS Mª MENDIZABAL, S. J.

EL OFRECIMIENTO DEL APOSTOLADO DE LA


ORACION A LA LUZ DE LA TEOLOGIA ACTUAL
DE LA REDENCION

2." edición

1990

EDITORIAL EDAPOR

MADRID
TEMAS

Con las debidas licencias

@ Editorial EDAPOR

Núñez de Balboa, 115 - l." E - 28006 MADRID I.S.B.N.: 84-85662-45-8

Depósito legal: M. 22.331-1986 Impreso en España - Printed in Spain

Gráficas Don Bosco. Arganda-del Rey (Madrid). Teléfono 227 46 42


INTRODUCCION

El objetivo fundamental que se propone el Apostolado de la Oración no es algo marginal


dentro de la Iglesia y, por tanto, exclusivo de cierto grupo en ella. Lo que promueve es lo
más central del espíritu cristiano. Pretende reavivar en el pueblo de Dios la dimensión
redentora de la existencia cristiana. La verdad fundamental que marca y cristaliza la
espiritualidad del Apostolado de la Oración es que todo redimido por Cristo está llamado
a ser redentor con Cristo por la oblación de su propia vida, unida a la oblación de
Cristo con las disposiciones de su Corazón redentor:

Ser apóstol de la palabra o de la pluma, ser evangelizador o misionero, contemplativo o


penitente, no es esencial al ser cristiano, sino objeto de una concreta vocación en el Cuerpo
Místico. En cambio, es esencial ser redentor con Cristo por la oblación de su vida (Rom
12,1-3); primero en forma general como disponibilidad total para hallar y conformarse con
los planes del Señor; y luego como oblación de la existencia, mantenida en el cumplimiento
fiel de la propia vocación, en unión con Cristo.

El Apostolado de la Oración es una Asociación eclesial formada por personas que han
sentido con especial viveza esa realidad cristiana. Y sus cuadros activos los forman
personas que han juzgado digno el dedicar su vida a la promoción y ayuda de esta
dimensión fundamental del cristianismo.

Así como el espíritu misionero está en la naturaleza del ser cristiano y las Obras Pontificias
Misionales son el instrumento eclesial por excelencia para mantener vivo ese espíritu, de
manera análoga ser redentor con Cristo por la oblación de la vida es connatural al ser
cristiano; y el Apostolado de la Oración como organización es el instrumento eclesial por
excelencia para mantenerlo vivo.

Conviene, por tanto, en lo que se refiere al Aposto-lado de la Oración, distinguir siempre tres
niveles: a) el espíritu; b) las prácticas que formulan y expresan, en el tiempo y
circunstancias concretas, los matices y aspectos diversos que integran el espíritu; c) la
organización asociativa eclesial, que surge del espíritu y tiene como finalidad vivir mejor el
espíritu, promoverlo y extenderlo.

I. EL MISTERIO DE LA REDENCION Y NUESTRA COLABORACION


El misterio de la redención ocupa el centro del cosmos, de la historia y de la Iglesia. Como
Juan Pablo 11 lo ha recalcado frecuentemente, la misión fundamental de la Iglesia se centra
en la redención: en acercarla a cada hombre y en acercar cada hombre a ella. Con-
temporáneamente se toca lo más profundo del hombre: la esfera misteriosa del corazón
humano. La redención es obra de amor y manifestación de amor. Misterio tremendo del
amor de Dios. Es misericordia y justicia. Es al mismo tiempo entronización de Cristo Rey.

Para designar este misterio hay diversos nombres: redención, reconciliación, salvación,
reino de Cristo, nueva creación. Cada nombre tiene su significación matizada. Pero en el
uso común se intercambian designando todo el misterio. Con cada uno de ellos se pue-den
designar dos etapas de la realidad que expresan: el acto originario y el estado resultante.
Así la redención puede designar el acto redentor o la redención hecha. Puede designar, por
tanto, el acto salvador, instaurador del reino, neo-creador o la salvación realizada, el reino
de Cristo establecido, la nueva creación en su ser permanente.

La redención de hecho se realiza en dos etapas diversas, pero relacionadas entre sí.
Primera etapa: en los días de la carne de Cristo, que comienza bajo el corazón de la
Virgen, en su "fiat"; continúa a lo largo de toda su vida mortal; y se consuma en el sacrificio
cruento de la cruz; pero la redención no queda totalmente concluida. Segunda etapa:
comienza con la glorificación de Cristo y se desarrolla a lo largo de la historia, especialmente
por el ministerio de la Iglesia. La terminación suprema se realizará en la Parusía. Sin forzar
las cosas se puede decir que el Apostolado de la Oración es la obra eclesial de la
colaboración universal a la redención. Es, por tanto, deber del Apostolado penetrar y
asimilar asiduamente este misterio y transmitir gozosamente a todos los fieles su anuncio y
la llamada a dejarse interpelar por él hasta el fondo, asumiendo la responsabilidad de
prestar su propia persona a la colaboración en los planes portentosos de Dios.

II. EL ACTO REDENTOR DE JESUCRISTO


La obra de reconciliación de Jesucristo se sintetiza en esta fórmula: Jesucristo, el Hijo de
Dios e Hijo de María, en su amor misericordioso al hombre: 1) hecho uno de nosotros, 2)
ofreció su vida por nosotros con Corazón redentor, 3) siendo constituido Rey (Kyrios,
Señor).

1. Hecho uno de nosotros


El presupuesto fundamental de la redención es la unidad y solidaridad del género humano.
Ni el pecado original, ni la redención son inteligibles prescindiendo de la unidad del género
humano.

No sería Apostolado de la Oración (A. O.) un movimiento que promoviera solamente la


penetración intelectual del misterio de la redención en sus etapas. El A. O. muestra la
necesidad de colaboración, la belleza de tal invitación y la iniciación vital y al alcance de
todos para empeñarse personalmente en tal colaboración. Es, pues, fundamental en el A. 0.
una verdad-clave de la fe cristiana: que es posible y necesario colaborar en la redención.

Todos los hombres somos verdaderamente uno. Como miembros de una familia. No somos
una agregación de personas procedentes de orígenes diversos; sino "una carne", como los
hijos que vienen de los padres. La historia de cada uno de nosotros no empieza con nuestra
vida personal, sino que nuestro cuerpo, -que no ha sido creado de la nada-, tiene su historia
que arranca desde la primera existencia del hombre sobre la tierra. Está tejido por nuestros
antepasados. Si alguien fuera creado enteramente de la nada no tendría pecado original,
porque no tendría conexión alguna con la humanidad, sino sólo semejanza.

Correspondientemente hay que discurrir sobre la redención. Un Jesucristo con una


humanidad creada de la nada, no sería "uno de nosotros" y no podría redimirnos más de
cuanto pudiera redimirnos un ángel. Era necesario que fuera "uno de nosotros" (Gal 4,4; Hb
2,14-17). De ahí el lugar clave de María, de quien recibe Jesús el ser "uno de nosotros".
Este sentido de personalidad y de solidaridad es fundamental también para entender el
amor que el Padre nos tiene y el que nosotros hemos de tener. El Padre nos ama con amor
personalísimo, pero dentro de la unidad de la humanidad. Las imágenes en torno a la
redención conjugan estos dos elementos. Jesús describe el amor personal que tiene a cada
oveja llamándola por su nombre; pero la ama en el rebaño del que es pastor. Oveja en el
rebaño. Personalidad en la comunidad.

"Ser uno de nosotros" implica no sólo una unión ontológica, de raza, sino también una
unidad de solidaridad y de amor, que hace vivir cordialmente dicha unidad. Tal es el orden
de las cosas. Y tal será la actitud redentora de Jesucristo.

2. Ofrece su vida por nosotros con corazón redentor


Es la actuación de solidaridad redentora que Jesús ha vivido psicológicamente con corazón
redentor. Ofrece su vida en expiación por la humanidad1. Los textos fundamentales de la
revelación son:

Jn 10,14-15: «Yo soy el buen pastor y conozco mis ovejas y las mías me conocen, como me
conoce mi Padre y yo conozco a mi Padre; y doy mi vida por mis ovejas.»

Mt 20,28: «El hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir, y a dar su vida en
redención por muchos.»

1 Cor 15,3: «Cristo murió por nuestros pecados».

Gal 2,20: «Me amó y se entregó a la muerte por mí».

Hb 10,5-10: «Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito;


holocaustos y sacrificios no te agradaron; entonces dije: "Aquí estoy dispuesto – pues así en
el comienzo del libro está escrito de mí- quiero hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad". En virtud de la
cual voluntad hemos sido santificados por la oblación del Cuerpo de Cristo de una vez para
siempre».

La redención no es simplemente un acto divino, a la manera de la creación, un mero perdón


concedido desde arriba. La redención es un acto humano, el acto de la oblación de sí
mismo, realizado por "uno de nosotros" en favor de todos nosotros (cf. Jn 11,50). Puede
decirse con expresión teológicamente correcta que en uno de sus miembros la humanidad
se redimió a sí misma. Pero, evidentemente, es el acto humano de una persona divina, que
debemos analizar.

Ya en ocasión de las curaciones milagrosas de Jesús, imagen de su acción redentora,


destaca san Mateo (8,17) que en estas curaciones «se cumplía lo anunciado por el profeta
Isaías: "Él tomó nuestras flaquezas y llevó nuestras enfermedades», haciendo ver que no
era mera curación poderosa, sino que el Salvador tomaba sobre sí nuestras enfermedades y
nuestros pecados.

La escuela teológica de J. M. LeGuillou, O.P. ha dedicado especial atención a la teología de


san Máximo Confesor. Hace observar que fue mérito de san Máximo haber centrado la

1
(1) Cfr. W. KASPER, Jesus der Christus, Mainz 1974, p. 256.
meditación de la Iglesia en la Oración del Huerto para entender que la redención fue obra de
la voluntad humana de Jesucristo. Cuando el Concilio Constantinopolitano III definió la
voluntad humana de Jesucristo, no lo hizo por el prurito de dirimir una cuestión bizantina,
sino movido por la firme persuasión de que negar la voluntad humana libre de Jesucristo era
negar la redención verdadera. La redención es obra de la voluntad humana de una persona
divina2.

Pero hay un paso más. Podemos matizar aún que la redención es la obra del corazón
humano de una persona divina. Con esta formulación en primer lugar se matiza lo que es la
“voluntad". Pero además se penetra más hondamente en el concepto de solidaridad vital y
de redención.

En efecto, la meditación contemplativa del Huerto nos lleva a ver allí no sólo un acto de
voluntad sino un amor solidario humano, heroico, de una persona divina. Jesucristo no sólo
ha aceptado con la voluntad la muerte y ha ofrecido con la voluntad su cuerpo mortal, sino
que lo ha ofrecido "por nosotros", en sentido de amor verdadero: .Me amó y se entregó a la
muerte por mí». Sólo el amor asume verdaderamente la vida de otra persona y su actitud
ante Dios. No es sólo una compasión desde fuera, sino el lugar del pecador, su actitud
misma ante Dios, porque por amor se identifica con él3. De ahí la tristeza, temor y tedio del
Huerto.

Para el valor redentor en favor de otros es necesario el amor humano de una persona divina
que asume la vida y los pecados del mundo en la grandeza de su oblación amorosa
solidaria. Cuando decimos que Jesús sufrió por amor, no queremos decir únicamente que
sufrió con paciencia y con voluntad fuerte, sino que sufrió por amor personal a mí, a cada
hombre, asumiendo mi vida y mis pecados en su corazón. Ofrece su vida y su muerte con
corazón redentor por cada hombre.

Pero Jesús no sólo ha ofrecido su muerte con amor redentor, sino que ha ofrecido "su
cuerpo" (Hb 10,10), es decir, todo su ser mortal; recalcando la corporeidad, la mortalidad.
Juan Pablo II comentaba: «Esta oblación ha dado unidad y sentido a toda la vida de Jesús.
Los mismos dolores y muerte en la cruz no son redentores por sí mismos, sino por la
oblación redentora con que Jesús los ofreció»4.

Es un aspecto importante. La actividad salvífica de Cristo fue múltiple: además de


reconciliarnos con el Padre, nos enseñaba el comportamiento cristiano, oraba por nosotros,
nos daba ejemplo de vida. Pero toda la vida de Jesús en todas sus actividades diversas fue
formalmente redentora por la oblación cordial con que la ofreció desde su entrada en el
mundo y la mantuvo siempre.

Esa misma oblación de corazón redentor, -añade el Papa-, la mantiene Jesús en el cielo y
en el altar. Continúa ofreciéndose con el mismo amor de su corazón humano redentor. Y a
esa oblación de Cristo -concluye Juan Pablo II- debe unirse nuestra pequeña oblación

2
Cf. M. J. LE GUILLOU, La teología del Corazón de Cristo, plenitud de la Cristología, en "Cor Christi", Bogotá 1980, pp. 386-392; M. LETHEL,
La Théologie de I'Agonie du Christ, París 1979.

3
Cf. HOFFMANN, El misterio de la "sustitución" como centro del cristianismo, en "Cor Christi", Bogotá 1980, pp. 393-439.

4
Cf. JUANPABLO II, Homilía en el Nou Camp, sobre la identidad del cristiano, en Mensaje de Juan Pablo II a España, Madrid 1982, pp. 204-
205.
cristiana. Es lo que enseña el A.O., que aprende de la oblación redentora de Cristo el estilo
de su propia oblación corredentora.

3. Siendo constituido Rey (Kyrios, Señor)

San Juan ve en la cruz la entronización de Cristo. Destaca el título de la cruz y las


referencias a su realeza a lo largo del proceso ante Pilatos. Pero no es rey de este mundo.
Ni se trata simplemente del reinado que le corresponde como Hijo de Dios Omnipotente. Es
Rey de amor, a través del testimonio que ha dado muriendo por nosotros. Testimonio del
amor del Padre que se nos revela en su propio amor redentor. Nos ha revelado, declarado y
ofrecido el amor de Dios y puede pedir que amemos a Dios y nos dejemos poseer por su
amor.

Tal es el verdadero reinado de Jesucristo, no a la manera de los poderes de este mundo,


sino por el testimonio de la Verdad, la cual es el amor del Padre revelado en su Hijo
Jesucristo que da la vida por nosotros pecadores. Quiere que aceptemos su amor, que
creamos en El, que nos entreguemos como suyos por amor, de modo que Él sea nuestro. Y
eso no sólo individualmente, sino como miembros de una familia humana que es realmente
una. El reinado de Jesucristo es una civilización del amor de Dios, difundido en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado.

III. LA REDENCION EN MARCHA


Juan Pablo II afirmaba en torno al Año Santo que la redención, iniciada con el "Fiat" de
María y culminada en la oblación de la cruz, se desarrolla a lo largo de la historia
principalmente por el instrumento de la Iglesia. Esto quiere decir que la gran tarea de la
redención no está terminada. Y que el plan divino, tan amante de asociar al hombre a la
terminación de sus obras, es también en este caso que el hombre colabore a la redención.

En concreto, podemos decir que el fruto de la redención ya obtenido (la Iglesia) es asumido
como instrumento unido a Cristo para llevar a término la misma redención, tanto en su
dimensión individual o santificación plena, como en su dimensión social y colectiva o nueva
humanidad.

El tema presenta dificultades desde dos puntos de vista: desde la "incompleción" de la


redención de Cristo; y desde la "aportación" del hombre a la redención. Pero ambos
aspectos son fundamentales. Los expresa la densa frase de san Pablo: «Cumplo en mí lo
que falta a la pasión de Cristo por su Cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24).

La dificultad surge teológicamente de la afirmación paulina de que "uno solo es el mediador",


el hombre Cristo Jesús (1Tim 2,5). Ahora bien; el sentido de esta afirmación paulina no es el
de excluir otras aportaciones válidas, sino el de proclamar que toda aportación a la
redención arranca de, pasa por, y tiene su fuerza del hombre Cristo Jesús.

De ninguna manera se puede pretender aportar desde fuera una riqueza o energía distinta
de la de Cristo que complete lo que a la de Cristo le falta en su entidad. No se trata de algo
complementario; sino de la realización de sus efectos en la línea de unión con él y de
actuación plena de lo que de él deriva a nosotros. Se trata de «llevar a cumplimiento», de
dejar que en nosotros «se realice plenamente el fruto de la redención».
Jesucristo ha padecido, no simplemente sustituyéndonos a nosotros, sino en solidaridad con
nosotros; y no para que nosotros no padezcamos, sino para enseñarnos a padecer y para
potenciar nuestro padecimiento; de manera que éste sea redentor unido al suyo, en el
misterio de su vida en la Iglesia, hasta la Parusía5.

Jesucristo terminó la obra que le confió su Padre. Por ella mereció su glorificación. Esa
glorificación no es el simple «estar sentado a la diestra del Padre» en una contemplación
beatífica y alienante. Significa haber sido constituido Kyrios, Cabeza de la Iglesia, con todo
poder en el cielo y en la tierra para llevar a término la plenitud de la salvación por el
instrumento de su Cuerpo, que es la Iglesia, asumida como esposa suya. Es la segunda
etapa de la redención. Precisamente la última y suprema obra de Cristo en su vida mortal
fue la institución de la Iglesia como instrumento que quedara sobre la tierra, a través del cual
él, glorioso, continuará su obra de redención. Es el tema teológico que vamos a desarrollar.

Falta algo a la pasión de Cristo, en cuanto la pasión de Cristo requiere, por su misma
energía interior, que nosotros, en fuerza de la pasión que nos hace participar, colaboremos
en la obra redentora. Ninguna riqueza tenemos que no haya sido merecida y obtenida por la
pasión de Cristo. Es la tensión que caracteriza la vida cristiana: es verdadera acción
colaboradora; pero cuya eficacia viene toda de la pasión de Cristo que nos lleva a
asociarnos a él.

Jesucristo, muriendo, forma su Cuerpo, su esposa la Iglesia, colaboradora de la redención,


unido a la cual -como Cabeza- continúa su obra sobre la tierra. El momento cumbre de la
escena del Calvario es la palabra de Jesús: «Mujer, fíjate bien: ¡es tu hijo!», y al discípulo:
«Fíjate bien: ¡es tu Madre!».

En efecto, dice san Juan que «después de esto último, viendo Jesús que estaba cumplido
cuanto tenía que hacerse según las Escrituras, dijo: "Tengo sed"». María y Juan al pie de la
cruz representan la Iglesia constituida en la sangre de Cristo.

Cuando Jesús ha formado la Iglesia, ha terminado su obra mesiánica. Entonces grita:


"Tengo sed", sed de dar el Espíritu Santo a esa Iglesia, Esposa suya. «E inclinando la
cabeza entregó el Espíritu*, entrega el Espíritu Santo por su muerte redentora, como fruto
de su redención. Es la conexión entre muerte redentora y don del Espíritu Santo, que
aparece de nuevo simbolizada en la sangre y agua que brotan del costado de Cristo6.

La Iglesia nace de Cristo crucificado, fruto de su Sangre. Es asociada desde su nacimiento a


la cruz redentora de Jesucristo. Es, por su ser mismo, redentora con él. Se inicia la etapa de
la redención en marcha. Esta comienza con la resurrección de Cristo, ascensión a la diestra
del Padre y don del Espíritu Santo a la Iglesia en Pentecostés. Es el establecimiento y
extensión del reinado de Jesucristo Rey: «Siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus
enemigos como escabel de tus pies» (Sal 109, 1-2).

5
Cf. Juan Pablo II, “Salvifici doloris”

6
Sobre estos puntos, cf. 1. DE LA POTTERIE, La maternitá spirituale di Maria e la fondazione della Chiesa (Gv 19,25-271, en "Gesú Veritá,
Torino 1973, pp. 158-164; La sete di Gesú morente, en "La Sapienza della Croce oggi", I, Leumann (Torino) 1976, pp. 33-49.
1. Reino universal y social

Jesucristo tiene derecho a la conquista de todo lo humano, y a través de lo humano a la


conquista de todo lo creado, para establecer un reino de amor, una civilización de amor,
como verdadero reino social. No tenemos certeza de que se llegará a establecer
plenamente sobre la tierra. Pero tenemos que trabajar por acercarnos a él. La vida de
entrega a Jesucristo debe tener repercusión social y expresarse en relaciones impregnadas
por la caridad de Cristo.

Lo característico de este reinado de amor es que no puede imponerse por la fuerza. Invita
los corazones a que se abran y acepten el amor sin límites. Y a través del corazón humano
impregna todo lo que es humano.

Se deformaría el concepto de redención y de reino de Cristo si se redujera a la conversión


individual de cada hombre y no se propusiera explícitamente redimir y salvar todo el humano
en el orden familiar y social. De ahí el lema del A.O.: Adveniat Regnum tuum! grito que
expresa un inmenso deseo formulado en forma de oración ardiente, que no se refiere sólo a
la venida gloriosa de Jesús al fin de los tiempos, sino que anhela y pide el reinado
progresivo de Jesucristo en los dos niveles, eclesial e individual, en los que la redención
está todavía sin terminarse del todo.

2. Jesucristo en persona lleva la redención en la Iglesia

El Hombre Cristo-Jesús, Hijo de Dios, de corazón humano palpitante, Cabeza de la Iglesia,


es el que lleva adelante la obra de la redención en la historia. ¡Es el Corazón de Jesús! La
salvación no es una empresa impersonal. La lleva Jesucristo con corazón humano
anhelante de la salvación de cada hombre y de la humanidad. Por la Iglesia y en ella se
acerca personalmente a cada hombre. Así aparece Jesucristo en dos libros
complementarios del Nuevo Testamento: en los Hechos de los Apóstoles (historia de la
Iglesia a la luz de la fe) y en el Apocalipsis (descripción teológico-apocalíptica de la vida
eclesial).

No hay que olvidarlo nunca, ni en la vida pastoral ni en la vida espiritual personal. No es que
Jesucristo ha fundado la Iglesia y ahora va ella por su cuenta tratando de hacer lo que
puede, mientras Jesucristo desde arriba contempla, a lo más, con benignidad. Cristo
resucitado en persona lleva la batalla de la redención en cada corazón humano, sirviéndose
de su instrumento, que es la Iglesia llena para ello del Espíritu Santo. La Iglesia es reino de
Jesucristo, en sentido pregnante, aunque en su condición peregrinante y crucificada. Es la
parte de humanidad unida a Cristo glorioso, que, llena del Espíritu Santo, se deja conducir
por Cristo en orden a la plena realización de su reino.

En ella Jesucristo resucitado vivo está presente de muchas maneras: con sus inspiraciones,
cuando nos reunimos en su nombre, en su palabra, en los sacramentos, en la Eucaristía con
presencia real y sustancial.

Estamos envueltos en el misterio de Cristo vivo. Nos acorrala con su amor. Muy
particularmente el misterio de la redención se hace presente sacramentalmente en la
celebración del sacrificio Eucarístico, relacionado con la liturgia celeste, que es el
sacramento de Cristo inmolado, de su caridad entregada hasta la muerte
3. La Iglesia colaboradora de Cristo glorioso

La Iglesia vive su colaboración a la redención, uniendo su vida a la de Cristo glorioso y


asemejándose a él por la presencia de las actitudes de Cristo en ella, gracias a la presencia
del Espíritu Santo, y según la imagen de la vida de Jesús en la tierra. Este principio es
importante.

La actitud misma con que Cristo vivió su vida y mantiene ahora en su vida celeste la infunde
en la Iglesia por el Espíritu Santo, moviéndola a vivir de esa manera. Se unen las dos cosas:
la asistencia actual de Cristo y la imitación de su vida. La colaboración de la Iglesia a la
redención se hace perpetuando en sí los misterios de la vida de Cristo sobre la tierra,
renovando sus actitudes interiores.

A la manera de Jesucristo, la Iglesia, Cuerpo de Cristo, realiza funciones muy diversas en su


misión de colaborar a la realización plena de la obra de Cristo, asistida por el Espíritu Santo.
Ora como Esposa en la liturgia y en la oración de los fieles. Evangeliza por los
predicadores. Enseña por sus Maestros. Rige la comunidad por sus Pastores. Comunica la
gracia y el don del Espíritu Santo por medio de los Sacramentos. Realiza toda esta actividad
unida a su Cabeza.

Pero la Iglesia tiene una forma de colaboración fundamental que se actúa bajo todas estas
actividades, y que podemos llamar más específicamente corredención con Jesucristo. Es
la entrega de sí misma en el Espíritu Santo por la salvación del mundo. Jesucristo la asume
consigo y la entrega consigo poniendo en ella el fuego del Espíritu Santo, para que cumpla
lo que falta a la redención del mundo, que es la oblación total de sí misma, reviviendo el
ofrecimiento de Jesús al entrar en este mundo (Cf. Hb 10,5-10).

Jesucristo glorioso realiza en la Iglesia la entrega de sí mismo, y ofrece consigo la Iglesia,


comunicándole por el Espíritu Santo su propia actitud de oblación que mantiene en el cielo y
en el altar. Y a veces la asocia a su sacrificio cruento.

La Iglesia vive la inmolación de su vida por amor personal a Cristo y a los hombres, de los
cuales se siente solidaria; es decir, con corazón redentor. De esta manera la Iglesia está
capacitada para vivir los sacrificios espirituales, o sea: para dar a su existencia el mismo
carácter sacrificial de la vida de Cristo. Teniendo presente que sacrificial no es lo mismo que
doloroso, sino que significa entrega total de sí mismo en holocausto gozosamente vivido.

Esta preparación y ofrecimiento de la Iglesia como víctima pura unida a Jesucristo la


presenta san Pablo en un texto inesperado, que muestra bien la profundidad espontánea de
esta doctrina en el Apóstol: «Jesucristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella
para santificarla, purificándola con el baño del agua por la palabra a fin de ofrecer él mismo
una Iglesia gloriosa como él, sin que tenga mancha ni arruga...» (Ef. 5,27). Creo legítimo
entender el "presentar" en sentido cúltico (cf. Lc 2,22), como ocupación principal de Cristo
glorioso. La Iglesia es amada por Cristo para ofrecerla como víctima inmaculada, con las
características de pureza exigidas en las víctimas7.

7
Cf. FULGENCIO RUSPENSE, Libri ad Monimum 2,12 (CCL 91,48): «Dios, al custodiar en ella (la Iglesia) su caridad difundida por el Espíritu
Santo, hace a la Iglesia sacrificio agradable a sí mismo, que pueda recibir siempre la gracia misma de la caridad espiritual, por la que pueda
presentarse a sí misma continuamente como hostia viva, santa, agradable a Dios..
De manera semejante, dirigiéndose a los fieles de Roma les exhorta a que «ofrezcan sus
cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios- (Rom 12, 1-3; cf. Hb 10).

El Concilio Vaticano II presenta también así a la Iglesia (Lumen Gentium, ns. 10 y 34).
Exhorta a los sacerdotes a que, con ocasión de la Eucaristía, enseñen diligentemente a los
fieles a ofrecerse a sí mismos con la víctima del altar (P.O., ns. 2 y 5).

Y la Liturgia nos introduce vitalmente en esta vivencia espiritual recordándonos en el


momento solemne del Canon esta dimensión esencial de nuestra vida cristiana, como hostia
viva y ofrenda permanente.

El ofrecimiento de la Iglesia, como la oblación de Cristo en Hb 10,5-10, es una entrega


incondicional y concreta del ser entero desde el corazón, pero recalcando la corporeidad o
mortalidad consecuencia del pecado, en orden a cumplir la voluntad de Dios: «Aquí vengo
para cumplir tu voluntad*.

Pero es oblación no sólo como estadio previo para conocer la propia vocación o voluntad
divina sobre nosotros (oblación del Rey Temporal), sino como actitud oblativa mantenida
como alma del cumplimiento de la voluntad de Dios ya conocida o de la propia vocación
(EJERCICIOS ESPIRITUALES, Contemplación para alcanzar amor: "a sí mismo con ellas").
Así da unidad y sentido a toda la vida cristiana, constituyendo el corazón redentor con que
se vive a semejanza de la vida de Cristo sobre la tierra y participando de la oblación actual
de Cristo glorioso y sacramentado.

Hablamos en todo esto de una inmolación total. Y no simplemente de una actividad


intercesora o de oración de petición. Es conveniente aclararlo. Es legítimo orar y pedir. Pero
la oración no es -formalmente al menos- inmolación. En cambio la inmolación de la Iglesia,
en la condición concreta en que se hace por la salvación del mundo, es siempre impetración
e intercesión. Y se expresa espontáneamente en una fórmula de peticiones, como las que
acompañan al Sacrificio Eucarístico, pero muchas veces expresadas a lo largo del día, y
aprovecha el valor impetratorio que tienen todas las obras buenas, en fuerza del corazón
redentor y de la oblación personal con que los vive.

El ofrecimiento de sí mismo es la actuación del sacerdocio común de la Iglesia, comunicado


por el bautismo. En efecto, por el bautismo se da a los fieles la triple función sacerdotal,
profética y regia. Es resultado de la unción del espíritu Santo. Esas funciones no se dan en
orden a una actividad cúltica desencarnada y alienada; sino en orden a perpetuar la función
mesiánica de Cristo por la salvación del mundo.

Por tanto, en fuerza de esa unción sacerdotal el fiel se hace capaz de ofrecer la Eucaristía y
de ofrecer el sacrificio de sí mismo unido a la Eucaristía, cosa que no podría hacer si no
tuviera el sacerdocio.

En el momento del bautismo se le da la unción sacerdotal, y, apenas dotado de la unción


sacerdotal, se ofrece a sí mismo en unión con Cristo como víctima viva de la salvación del
mundo. Como no hubo un momento de la vida de Cristo en que él no se ofreciera a sí
mismo como víctima por la redención de la humanidad, de una manera parecida se identifica
el ser cristiano con el ser ofrecido con Cristo por la redención del mundo. Con la exigencia,
evidentemente, de una acción profética, de una coherencia de la vida.
Pero, al mismo tiempo que recibe el sacerdocio común participado de Cristo, recibe también
el corazón sacerdotal con que viva ese sacerdocio y esa victimación esenciales. Toda la
vida del cristiano tendrá valor redentor en la medida en que lo viva como sacrificio espiritual
con corazón redentor. Ese corazón redentor lo forma en nosotros el Espíritu Santo. Y
podemos señalar como características las siguientes:

 Sentirse uno con Dios y con los hombres por amor. Conciencia de la sociedad entre
nosotros y con el Padre y el hijo.

 La comunión de los Santos.

 Sintonía con Jesucristo resucitado vivo de corazón palpitante.

 Una verdadera amistad con él, que nos identifica con sus sentimientos, proyectos,
ansias redentoras y nos introduce en su corazón actual.

 Horizonte universal de salvación que se extiende a todos los hombres.

 Anhelo de la extensión del Reino de Cristo: Adveniat regnum tuum!

 Amor redentor, como el de Cristo, que nos mueve a ofrecer el Sacrificio de Cristo y a
ofrecer nuestra vida, hasta la muerte misma, en unión con él por la redención del
mundo.

Cultivar la ofrenda espiritual permanente (Canon III) manteniendo vivo el corazón sacerdotal,
es el objetivo primario del Apostolado de la Oración. A esta luz aparece claramente la
estrecha vinculación del Apostolado de la Oración con la vivencia y culto del Misterio del
Corazón de Cristo, vinculación que, en el orden de los hechos, la historia atestigua
ampliamente.

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