Gustavo Bueno - Rasguños (2011-2012) Vol. 4. 4 PDF
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Gustavo Bueno
Volumen 4
(2011-2012)
1
Índice
2011
Izquierda socialdemócrata y gnosticismo………………………………………..5
Respuesta, en 1978, a la pregunta ¿Qué es el cierre categorial?.................35
¿Qué es la democracia? [1]……………………………………………………...42
¿Qué es la democracia? [2]……………………………………………………...59
¿Qué es la democracia? [3]……………………………………………………...72
¿Qué es la democracia? [4]……………………………………………………...81
¿Qué es la democracia? [y 5]…………………………………………………..124
Albigenses, cátaros, valdenses, anabaptistas y demócratas indignados…144
La visita del Papa Benedicto XVI a España (agosto 2011) y los ideales de la
ilustración de la «Juventud»……………………………………………………….160
Paz, Democracia y Razón………………………………………………………175
La ‘Ciencia enfermera’ desde la TCC…………………………………………194
La Historia Universal como perspectiva……………………………………….218
2012
Identidad y Unidad (1)…………………………………………………………..226
Identidad y Unidad (2)…………………………………………………………..240
Identidad y Unidad (y 3)…………………………………………………………253
Más allá de lo Sagrado: un análisis del proyecto del mural de Jesús
Mateo………………………………………………………………………………...289
Las Fuerzas del Trabajo y las Fuerzas de la Cultura………………………..312
La ceremonia del diseño………………………………………………………..348
Filosofía de la sidra asturiana………………………………………………….382
El mapa como institución de lo imposible…………………………………….423
En torno a la distinción entre «Conceptos» e «Ideas»………………………472
En torno al rótulo «Metapolítica»………………………………………………478
Educación, ¿para qué?................................................................................501
2
Los intelectuales: los nuevos impostores……………………………………..544
3
2011
4
Izquierda socialdemócrata
y gnosticismo
Gustavo Bueno
I
Planteamiento de la cuestión
5
millones de individuos, organizados en democracias homologadas, sobre los
cinco mil quinientos millones de individuos no occidentales (o no plenamente
occidentales, como es el caso de Rusia y de repúblicas afines).
6
terrestre), y esto se explicaría por el carácter «racionalista y progresista» que
estaría actuando en el núcleo de tales democracias.
II
Gnosticismo y Gnosis
7
individuos humanos por el conocimiento) muy relacionadas, en sentido polémico,
las unas con las otras y con las iglesias cristianas, que florecieron en diversas
ciudades mediterráneas del siglo II. En este sentido, «gnóstico» es un adjetivo
para designar a todo aquello que tenga que ver con esta floración de sectas que
tuvo lugar en la época de esplendor del Imperio romano de los Antoninos
(Trajano, Adriano, Antonino, Marco Aurelio, Cómodo), sin olvidar que esta
floración tuvo sus antecedentes (la llamada «gnosis judía», de judíos
cristianizados tales como Cerinto, Simón Mago, Menandro...) y sus
consecuentes, en los siglos posteriores.
La distinción entre estas dos acepciones del término gnóstico fue de hecho
establecida por un congreso de investigadores reunido en Mesina, en 1966, en
sus propuestas concernientes al «uso científico» de los términos «gnosis» y
«gnosticismo». Según la exposición que hace José Montserrat Torrents (en la
introducción general a una colección de escritos sobre Los gnósticos, publicada
en dos volúmenes por la Editorial Gredos, Madrid 1983), la distinción sería esta:
8
actitud antignóstica. Quiere decirse que el sistema de Plotino incluye una gnosis
sui generis. La definición que Max Scheler, en De lo eterno en el hombre, dio de
la gnosis y de los gnósticos, se corresponde más bien con la acepción
nomotética o sistemática que con la acepción histórica: «Entendemos por gnosis
a toda concepción del mundo y de la vida que enseña la salvación por el
conocimiento» (cita como gnósticos a Averroes o a Schopenhauer).
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Sin duda, Huxley advirtió la paradoja de la concepción de un «dios
desconocido», y sin embargo, presente en un altar; la paradoja entre alguien que
revela conocimiento en un altar, pero cuya esencia se desconoce. Este dios
desconocido sería precisamente el propio del agnóstico que, además, se
enfrenta al gnóstico que cree poder estar conociendo, por revelación, lo que le
manifiesta ese dios incógnito. Huxley habría aplicado, según esto, este «dios
desconocido», pero revelado a una secta de fieles escogidos o gnósticos, a las
iglesias cristianas de su época. «Agnosticismo» significó entonces no ya la
negación de Dios (ateísmo), sino el desconocimiento de la esencia y de la
existencia del Dios revelante; y este agnosticismo significaba, para algunos (por
ejemplo, el agnosticismo trágico de Unamuno), una limitación trágica, capaz de
impedir conocer nuestro destino; y para otros (el agnosticismo positivista) un
descubrimiento que en nada tenía por qué afectar al conocimiento necesario en
otros terrenos, sino que más bien despejaba el camino de este conocimiento. En
todo caso, el agnosticismo se enfrentaba así con el gnosticismo, es decir, con la
actitud de quienes, por lo menos, creían necesario, en el momento de fijar planes
o programas políticos, desbordar el horizonte de un humanismo genérico o
terrenal y envolver al hombre con la compañía de otras entidades cósmicas, en
función de las cuales se definiría también el destino humano.
III
Dos «estrategias hermenéuticas» para entender los textos gnósticos
1. Es muy difícil saber qué significa «entender» los textos gnósticos del siglo
II que se nos han conservado, principalmente en las obras de sus enemigos
heresiólogos cristianos, tales como la obra de San Ireneo de Lyon, conocida
como Adversus haereses –escrita probablemente entre 180 y 190– y la obra de
San Hipólito de Roma, Elenchos (Refutación de todas las herejías), que apareció
en torno al año 222.
10
Beata. Éstos son los diez eones que, según ellos, fueron emanados por
Logos y Vida. Por su parte, el Hombre, en unión con la Iglesia, emitió doce
eones, a los que otorgan los nombres siguientes: Paráclito y Fe, Paternal
y Esperanza, Maternal y Caridad, Intelecto Perdurable y Entendimiento,
Eclesia y Beatitud, Deseado y Sabiduría.» (pág. 95.)
Sin duda, tampoco hay dificultad para entender esta frase de la gnosis
científica actual, en la literalidad de sus palabras, en cuanto significantes de
significados de la lengua española («profundo», «mezcla», «rojo», «blanco»),
pero la cuestión es: ¿de qué estamos hablando? ¿Acaso estamos leyendo
sencillamente textos literarios escritos por algún dadaísta? ¿Acaso estamos
leyendo textos que pretenden decirnos algo sobre la realidad (entendiendo por
tal precisamente a entidades que de algún modo tienen que ver con nuestro
mundo práctico, tales que podamos tocar, oler o ver a distancia, para decirlo de
un modo redundante)?
11
secuencias conocidas P, que suponemos han servido de modelo o de inspiración
de los textos L. En el supuesto de que el texto P también lo entendiéramos en
función de otro Q, nos mantendríamos en la hermenéutica filológica: estaríamos
hablando de significados puros, ideales, acaso «poéticos», es decir, sin
necesidad de referencias reales. Cuando San Hipólito, exponiendo en el libro
VI,8 de su Refutación, las doctrinas de Simón Mago (según algunos, el precursor
de los gnósticos), coteja sus textos con otros de Heráclito o de Moisés, está
utilizando sin duda la estrategia filológica. San Hipólito habla de un texto de
Moisés, citado por Simón: «Dios es el fuego que arde y consume». Y relaciona
el «necio comentario de Simón» («el fuego es el principio de todas las cosas»)
con las oscuridades de Heráclito. Lo que entendemos aquí son las relaciones
entre textos (entre libros), relaciones objetivas que permiten segregar al sujeto
lector, que es simplemente quien establece las relaciones objetivas entre
dominios significativos puros, pero manteniéndose fuera del campo de tales
relaciones objetivas (a la manera como el fotógrafo se mantiene fuera de la
fotografía). La interpretación filológica de los textos nos permite establecer
relaciones objetivas que acaso no hablan de nada distinto de lo que se contiene
en sus palabras, a la manera como la música sólo nos ofrece secuencias sonoras
que podemos relacionar, con relaciones de isomorfismo, con otras secuencias
sonoras, pero sin saber de qué se está hablando en sentido real (¿qué son esos
eones emitidos por Logos y Vida? ¿qué son esos hadrones, esos quarks, esos
sabores?).
12
cuanto, después de leer las proposiciones que establecen que los quarks,
cuando están muy cercanos unos de otros, pierden fuerza interactiva, no es
recogida como una proposición que va referida a un mundo objetivo impersonal,
sino que es entendida como resultado de experiencias llevadas a cabo por
sujetos operatorios en un acelerador de partículas, concretamente en el Stanford
Linear Accelerator Center-MIT.
13
Y con esto ya podemos entender qué tengan que ver los relatos gnósticos
o científicos con nuestra salvación, es decir, con la seguridad o inseguridad de
nuestro propio cuerpo y de los demás cuerpos de los otros sujetos que viven en
un Mundo desconocido. Y, por ello, cuando retrocedemos al comienzo del libro I
de San Ireneo, y releemos la exposición que Tolomeo hace sobre la ogdóada
primordial, que dará origen al Pleroma, intentaremos entender pragmáticamente
–es decir, a partir de experiencias pragmáticas actuales, y semejantes por
completo a las que pudieron tener lugar hace veinte siglos (porque si no fuera
así no podríamos en modo alguno entender nada de lo que ellos nos dicen), por
sujetos que tenían manos y ojos prácticamente iguales a los nuestros– que de lo
que estamos hablando es de la génesis del Mundo visible.
Quien supone que el Mundo visible fue creado por Dios, formulará
necesariamente la pregunta siguiente: ¿Qué hacía Dios antes de crear el
Mundo? ¿Acaso crear otros Mundos? (San Agustín, Ciudad de Dios, libro XI,
capítulo 6).
Quien, aún partiendo del supuesto de un origen del Mundo visible, como era
el caso de los gnósticos, no comparte el dogma judeocristiano de la creación,
también tendrá que formularse la pregunta sobre lo que pudiera haber antes de
la aparición del Mundo. Desde nuestra propia perspectiva epistemológica
materialista, descartamos la posibilidad de una «intuición» de lo que pudiera
existir más allá del Mundo visible o antes de él, y mantendremos la tesis de que
todo cuanto pueda afirmarse de ese trasmundo o realidad transmundana, tiene
que proceder del Mundo visible o fenoménico, en tanto que en él hay también
dominios delimitados y realidades exteriores a estos dominios y aún dominios
anteriores a los dominios presentes. Como decisivo para la gnosis podríamos
poner el dualismo entre una realidad espiritual, la del Pleroma, y la realidad del
Mundo visible, subordinado al Pleroma, el Kenoma, que se supone que tiende a
volver, de algún modo, hacia el Pleroma que lo emitió. Esto nos da ya una
indicación hermenéutica sobre el texto inicial de la exposición de Tolomeo:
14
Filológicamente es incontestable que el Abismo ocupa en el relato gnóstico
el puesto que Yahvé-Dios ocupaba en el relato bíblico. Con una diferencia: Dios
creó al Mundo, lo que implica por tanto un dualismo radical entre el Dios eterno
y el Mundo creado por él.
15
crea a los ángeles y es a raíz del intento de uno de ellos de ser como Dios, es
decir, de volver al Padre, cuando Dios Padre decide crear el Mundo material y
encarnarse en él, en un hombre real de carne y hueso, Cristo. Cristo-Jesús, que,
en cuanto es divino, se situará por encima de los mismos ángeles (circunstancia
en la que se haría consistir siglos después, en el Renacimiento, la celebrada
«dignidad del hombre» del humanismo cristiano, enfrentado a los humanismos
gnósticos y a los musulmanes).
IV
Indicios de componentes gnósticos en el ideario socialdemócrata
16
significado político inmediato estricto, puesto que las democracias homologadas,
al reconocer el juego de los partidos de derechas o de izquierdas y admitir los
turnos cíclicos de prevalencia de cada color, reduce notablemente el alcance de
la oposición, que alcanza, sin embargo, un relieve desproporcionado en función
de las elecciones legislativas cada cuatro, cinco o seis años. Es entonces en
donde la lucha electoral por conquistar el parlamento y el gobierno busca excitar
las diferencias hasta el punto de que, entonces (sobre todo en España, Italia o
Francia), los partidos de izquierda intentan reducir a los de derecha a la condición
de reliquias totalitarias, fascistas o nazis.
Pero lo cierto es que, tras las elecciones, con la victoria de alguna de las
alternativas, el rumbo que toma la sociedad política será muy semejante al que
hubiera tomado en el caso de la victoria de los partidos opuestos.
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homosexuales, el crucifijo en las escuelas, las procesiones públicas en Semana
Santa, las festividades de Navidad, la atención por el mantenimiento y reparación
de los templos (atenciones que también suele asumir la izquierda democrática,
si bien desde una perspectiva no religiosa, sino «cultural», puesto que los
templos se considerarán ahora como un «patrimonio cultural» del Estado y una
riqueza incalculable de valor artístico o turístico: un lugar en donde tocamos con
la mano la «transformación» del Reino de la Gracia en el Reino de la Cultura).
Esto hace que no sea nada fácil establecer las relaciones que median entre
la democracia y el socialismo de los partidos políticos llamados «socialistas»,
como pudo serlo el Partido Obrero Francés de J. Guesde, o el Partido Socialista
Obrera Español de J. Mesa y de P. Iglesias, el PSOE. Los partidos socialistas
tuvieron siempre una gran influencia de Marx, y tendieron a entender
instrumentalmente la democracia y el Estado de derecho, asumiéndolos
ocasionalmente como meras alternativas para la conquista del poder político, o
18
mantenerse en él. Pero estando dispuestos siempre a recurrir a la dictadura
totalitaria o a la revolución violenta, al modo del socialismo soviético.
19
derechos y deberes, imputables por los jueces del Estado de Derecho), en virtud
de la creación nominatim por Dios de su alma espiritual. Pero en la realidad
positiva todo el mundo sabe (incluso los creyentes en esa creación) que el
individuo humano, aún suponiendo que tenga un espíritu creado por Dios,
necesita ser moldeado por el grupo social (por la sociedad) para alcanzar su
«maduración» como persona sujeto de la sociedad política.
20
claramente en el siglo II (muy próximas por tanto a las revelaciones cristianas
del siglo I y a las maniqueas del siglo III), y que creemos poder identificar con las
tradiciones gnósticas.
«Si a la luz de una verdadera Metafísica, que hasta los Deístas modernos
cultivan y celebran, se examina cuál es la tendencia necesaria de la gran
obra de la creación hacia su Creador infinitamente perfecto, aparece que
es su gloria accidental. Siendo cierto, como lo es, que las criaturas, que
nada tienen por sí, y todo el bien que poseen lo recibieron de otra mano,
carecen de motivo para gloriarse, ¿cómo dejará de ser evidente que todas
las cosas deben glorificar al Señor, que por su propia esencia atesora toda
perfección? Ciertamente así como es el principio del Universo debe ser
también su fin.» (pág. 11.)
En cualquier caso fue don Julián Sanz del Río quien, a partir del año 1854
(en el que ocupó la cátedra de Historia de la Filosofía en Madrid), quien publicó
21
en 1860 el Ideal de la Humanidad para la vida, que en realidad era una
traducción fiel de un artículo de Krause. De hecho Sanz del Río fundó una
escuela llamada a tener una enorme importancia en la socialdemocracia
española, sobre todo a través de su discípulo Francisco Giner de los Ríos,
Federico de Castro y Fernández, Gumersindo de Azcárate, Nicolás Salmerón,
Francisco Pi Margall o Francisco de Paula Canalejas (estos tres últimos
ocuparon las magistraturas más altas en la Primera República o en la
Restauración).
Sin embargo, las «concepciones del mundo» alternativas que nos interesan
(para establecer el sistema de concepciones políticamente interesantes), no son,
en general, las concepciones del mundo que pudiéramos considerar como
expuestas en tercera persona, es decir, en los
planos semántico o sintáctico(como pudiera serlo la Megále Sintaxis de
Ptolomeo, que antes hemos citado), sino precisamente las concepciones del
mundo orientadas pragmáticamente. Y no en el sentido utilitario inmediato (que
conviene a la escala de los planes y programas de un partido municipal), sino en
22
el sentido propio dado a una escala tal que el Mundo, y no sólo el municipio,
tenga que ver con «el Hombre», en general. Tal es el pragmatismo que hay que
atribuir al ideario de un partido político de ámbito nacional, que necesariamente
tiene que estar en contacto con otros partidos políticos de otras naciones, y que,
en consecuencia, ha de enfrentarse con la necesidad de moverse en
coordenadas propias de la Antropología filosófica (tales como la Idea de Cultura,
la Idea de Religión, la Idea de Derechos Humanos, &c., con las cuales tiene que
tratar ineludiblemente).
Los afines a las concepciones del teísmo cristiano, que, por un lado, supone
a Dios creador como principio de la unidad del universo, es decir, de la totalidad
23
del mundo de las criaturas angélicas (del mundo de los espíritus, incluyendo aquí
a los ángeles caídos, a Satán) y a la naturaleza cósmica, y principalmente al
Hombre como destino de la unión hipostática, en Cristo Jesús, de Dios y las
criaturas. A través de esta unión hipostática el hombre adquirirá la condición de
«Rey de la Creación» y podrá considerarse situado, en la scala naturae, «por
encima de los ángeles».
24
interpretarse como un panteísmo cosmista, materialista, y aún dialéctico;
mientras que la concepción del mundo de Plotino podría considerarse como un
panteísmo dialéctico pero más afín al acosmismo.
25
eón emitido por Buzós –el Protopadre, el Abismo– dentro del Pleroma, situado
en la frontera de la primera ogdóada. Y, lo que consideramos decisivo desde el
punto de vista pragmático, ese Anthropos parece concebido como un individuo,
si se quiere, como individuo «vago», nominalista, pero capaz de figurar en el
Pleroma en lo que éste tenga de «reino de los arquetipos» (con ecos platónicos),
como se deduce de su dual en la ogdóada, a saber, Ecclesia, que podemos
interpretar como la «comunidad de los individuos humanos».
En cualquier caso, el Mundo (compuesto por los espíritus del Pleroma y por
los cuerpos el Keroma), aunque no es Dios Padre, tampoco está «fuera de Dios».
Ni tampoco Dios Padre, aunque no es el Mundo, está «de espaldas al Mundo».
Dios trasciende al Mundo, pero envolviéndolo y sosteniéndolo en el Ser, aunque
sin identificarse con él.
26
Como sistemas situados en el límite de la serie de las concepciones del
mundo pragmáticas, pondremos al deísmo y al ateísmo.
Sobre todo cuando estos jueces, a su vez, y por su cuenta, están movidos
por la soberbia y enfermiza voluntad de poder que los mueve a un
intervencionismo despótico que no duda en aplicar su poder para destruir, antes
del juicio, durante el periodo de instrucción y saltándose por encima la
presunción de inocencia, el prestigio de un ciudadano hasta entonces honorable,
y el de su familia, que haya sido imputado, en nombre de ese talibanismo jurídico
que se contiene en el principio Fiat justitia, pereat mundus.
27
obra que es, por lo demás, como ha demostrado Enrique M. Ureña, traducción
literal de otra obra de Krause.
Pero este texto no es único, y hay otros aún más explícitos, incluso poco
antes en el mismo párrafo:
28
Sanz del Río (traduciendo a Krause: «Gott will, und Vernunft und Natur
stimmen dahin zusammen, dass auf jeden Himmelkörper...»), se encuentra ya
en la línea pragmática que unas décadas después asumirían l= os soviéticos y
luego Estados Unidos, la línea de la carrera espacial, orientada principalmente
hacia el encuentro con los extraterrestres. Una vía en la cual, sin embargo,
difícilmente podría haber pensado Sanz del Río, cuya época estaba todavía a
casi un siglo de distancia de los V-1 y de los primeros viajes espaciales.
Por ello hay que pensar en una segunda posibilidad –al menos esta es la
que encontramos en los sucesores socialdemócratas de Krause y de Sanz del
Río–. No es la vía de los extraterrestres, en el sentido de nuestros días, sino la
vía del espiritismo. Acaso ya Sanz del Río asumió creencias espiritistas
referidas, no ya a la humanidad planetaria, sino al individuo (rasgo
socialdemócrata) capaz de transformarse, a su muerte, en un cuerpo astral. Las
palabras que Sanz del Río pronunció en su lecho de muerte (tras rechazar, por
cierto, los sacramentos de la Iglesia católica, en la que había sido bautizado)
apoyarían esta interpretación: «Muero en comunión con todos los seres
racionales finitos.»
29
que ver (supuesta la idea de un Dios que todo lo envuelve, pero sin necesidad
de unirse hipostáticamente a un ente terrenal, el Hijo de María) con el Pleroma
gnóstico que con las «legiones arcangélicas»; y la animadversión de los
krausistas españoles hacia el clero católico coetáneo, así como la animadversión
recíproca, tiene su exacto paralelo con la animadversión de San Ireneo o de San
Hipólito hacia las sectas gnósticas de Valentín o de Marco.
De aquí surgieron sus divergencias con las logias, que sabían que, si
abandonaban todo proyecto ritual, toda formulación específica, quedarían
disueltas en el «océano de la humanidad». Las logias terminaron por expulsar a
Krause, lo que no quiere decir que no recibieran, a su vez, una profunda
influencia suya y que reconocieran, muchos años después, la importancia de
Krause, una vez que éste había muerto.
Lo que nos parece digno de constatar es que este conflicto (en el que Krause
se vio envuelto) entre la Hermandad masónica (las logias) y la Humanidad se
reproducirá literalmente como conflicto entre cada Estado (con sus arcana
imperii,sus rituales y costumbres específicas, sus intereses propios) y la
Humanidad o el Género Humano. Krause parece reconocerlo en el momento en
el cual comienza a alejarse, si no ya de la idea de un Estado Mundial (sí en
adjudicarle «un puesto de segunda línea en la estructura orgánica de la sociedad
humana, sentando a la Alianza de la Humanidad en el trono que él había
ocupado antes» (Ureña, pág. 166), Krause pasa «de ver en el inicio napoleónico
de la transformación de los Estados hacia la configuración de una Federación
30
Mundial el acontecimiento que caracteriza sin más el comienzo de la tercera y
definitiva Edad de la Humanidad, a ver en él sólo el acontecimiento o el signo
externo de la entrada en esa nueva Época» (Ureña, pág. 166). Tal será el sentido
de su distinción entre la Masonería y la idea de la Hermandad masónica que se
corresponde con el proyecto de la Alianza de la Humanidad (en el que hemos
visto, en otras ocasiones, la prefiguración de la Alianza de las Civilizaciones de
Rodríguez Zapatero).
Son los conflictos que, en el curso de los siglos XIX, XX y XXI, saldrán a la
superficie en escenarios diferentes. Por ejemplo, en el conflicto entre el hombre y
el ciudadano (que la declaración de 1789 había vinculado mediante una
conjunción copulativa, que enmascaraba la disyuntiva de fondo): el «hombre»,
en efecto, «disolverá» al «ciudadano de cada nación», a la manera como la
Alianza de la Humanidad disolvía a las logias masónicas. Antes que español,
decía Pi Margall, desde su ideología krausista, soy hombre.
31
naturales. Aquello con lo cual la socialdemocracia krausista española no contó
fue con el imparable deslizamiento de las nacionalidades autónomas hacia su
transformación en nuevos Estados soberanos.
«Y todavía las potestades de izquierda, emitidas por ella antes que las de
derecha, no reciben formación por la presencia de la luz; sino que las de
la izquierda fueron abandonados para que las formase el Lugar.» (pág.
361.)
«Por esto predicó [Pablo] al Salvador bajo uno y otro aspecto, como
engendrado y pasible para los de la izquierda, porque pudieron conocerlo
en este lugar y lo temen; y, según el elemento espiritual, como procedente
del Espíritu Santo y de la Virgen, al modo que lo conocen los ángeles de
la derecha» (Clemente, 17, 3-20, págs. 354-355.).
32
varones y mujeres. Una preocupación por la equiparación o la igualdad entre lo
masculino y lo femenino que también encontramos en el gnosticismo del siglo II.
Leemos en un texto de Clemente:
33
de internet. Fukuyama ya lo había tenido en cuenta: el fin de la historia humana
se alcanza con la democracia y el video. O dicho del modo gnóstico: con la
democracia y con la gnosis.
34
Respuesta, en 1978, a la pregunta
¿Qué es el cierre categorial?
Gustavo Bueno
Texto íntegro de las respuestas a un cuestionario solicitado por José Manuel Vaquero,
para El País, con ocasión de un ciclo de conferencias del autor en la Fundación Juan March
Las nueve preguntas de Vaquero fueron respondidas por escrito, en cuatro folios
mecanografiados, firmados el 29 de abril de 1978. El País publicó amplios
párrafos (aproximadamente la mitad del texto) en su edición del día 2 de mayo
de 1978, bajo el título «El éxito de los nuevos filósofos se debe a que tocaron
temas importantes en el momento oportuno», y el subtítulo «Entrevista con
Gustavo Bueno ante su ciclo de conferencias». Se referían al ciclo, organizado
por la Fundación Juan March, «Cuatro lecciones sobre filosofía de la ciencia» –
2, 4, 9 y 11 de mayo de 1978– (las grabaciones en audio de estas cuatro
conferencias están disponibles en los sitios de internet de la Fundación Juan
March y de la Fundación Gustavo Bueno).
Acaso sea pertinente señalar hasta qué punto los redactores de El País de
entonces consideraron «poco periodístico» presentar la entrevista como
centrada en torno a la teoría del cierre categorial (primera pregunta de Vaquero,
que dedicaba también sus preguntas 2 y 3 a cuestiones gnoseológicas, cuyas
respuestas fueron ignoradas). Al poner en primer plano preguntas de carácter
muy general y coyuntural (los nuevos filósofos, la transformación del PCE) se
obtenía como resultado, para el lector medio, una especie de eclipse de lo que
era el tema central de las conferencias promovidas por la Fundación Juan March,
es decir, la teoría del cierre categorial.
***
35
Respuestas a las preguntas de la entrevista concedida
a D. José Manuel Vaquero Tresguerres
el día 29 de abril de 1978.
Respuestas al cuestionario
36
del átomo de Bohr, no habrá que buscarla en la adecuación de un modelo
planetario que «refleje» la realidad del átomo, ni tampoco en la capacidad del
modelo (o de la teoría) para «salvar los fenómenos» (a efectos pragmáticos) sino
en la identidad entre términos tales (resultantes, cada uno de ellos de cursos
muy complejos y diferentes: análisis espectroscópico, estudio de las radiaciones
del cuerpo negro, &c.) como (m² 2π² Z² e4 / ch²) y R (constante de Rydberg). El
cierre categorial es así un criterio de cientificidad que discrimina aquellas
construcciones que, por no ser cerradas, no contienen en sí mismas la garantía
de su verdad. La Teoría del Cierre Categorial es así un instrumento crítico para
discriminar, en el conjunto de las formas culturales aquellas que, aún
pretendiendo ser científicas, sólo son pseudociencias.
37
del rigor, lo decimos criticando a quien no distingue entre filosofía y ciencia, y
con ello desconoce la estructura de las ciencias y las relaciones dialécticas entre
ellas. Pero cuando se abandona en una sociedad la disciplina del racionalismo
filosófico (aún cuando sigan cultivándose las ciencias categoriales) su hueco
sólo puede ser rellenado por el pensamiento mítico o confuso (producido incluso
por los científicos cuando hablan al margen de su categoría), o por la falta de
pensamiento, por la barbarie. No cabe pues oponer (como una disyuntiva) la
«visión científica» y la visión filosófica de las cosas, porque la expresión «visión
científica» es mentirosa, sugiere una unidad inexistente, porque las ciencias son
múltiples y heterogéneas, y el científico en un campo puede ser un puro ideólogo
en los demás y en el conjunto que incluya a su propio campo.
38
4. ¿Tiene algo que ver su modo de ver las ciencias humanas con la vieja
división neokantiana de ciencias y letras?
Sí, desde luego; a veces por desgracia, y a veces por fortuna. Porque hay
sofistas como Dionisodoro y hay sofistas como Protágoras. Lo peor es que
nuestros sofistas españoles, incluso los que son de la raza de Dionisodoro, se
quedan sólo en traductores de Dionisodoro.
39
tienen sus mismos militantes o disidentes) me reservo hasta ver cómo se
configura su sentido en los meses venideros. Lo que sí me atrevo a decir es que
el nivel teórico y filosófico de las formulaciones nuevas está subdesarrollado con
respecto a lo que la realidad exige: determinados pontífices, generalmente
«madrileños», de la teoría marxista son responsables directos de esta situación
de subdesarrollo que puede ser verdaderamente grave para el futuro político del
PCE y con él, del país. El PCE, por su naturaleza y su historia, es indisociable
de esta necesidad teórica que otros partidos políticos quizá no necesiten tan
vitalmente, y como no la necesitan ni la tienen ni se les echa de menos.
Porque la Academia no es una entelequia que está por encima o por debajo
del mundo: es una parte de nuestro mundo, un órgano de nuestra cultura y, por
tanto, su propia actividad no puede menos de repercutir en su entorno, así como
recíprocamente.
40
demostrado a la vez que Platón necesita ser atacado, es decir, que está presente
como referencia inexcusable para entender lo que ocurre en nuestro mundo.
41
¿Qué es la democracia? [1]
Gustavo Bueno
1 · 2 · 3 · 4 · 5
Primera parte
(introducción)
¿Hasta qué punto no tendrá algo que ver la exaltación de la democracia que
las conmemoraciones de estos días persiguen con algo así como una
compensación o desagravio del ridículo que habían ofrecido, hace treinta años,
los jóvenes Padres de la Patria?
42
Lo que sí parece claro es que estos acontecimientos, y otros muchos
similares, nos enfrentan con la paradoja de que la exaltación de la democracia
que se lleva a efecto en términos «trascendentales y sublimes» –como
representación de la libertad y de la dignidad del pueblo español– no envuelven
respuesta esencial alguna a la pregunta que estos mismos sucesos plantean:
¿Qué es la democracia? ¿Cuál es la naturaleza de una organización política que,
como la Democracia, encarnación del pueblo soberano, que abre el camino de
la libertad y de la paz, parece tan frágil, al menos en cuanto a las posibilidades
de ser puestos en ridículo (sus representantes) por un grupo de facciosos?
43
la esencia con la definición, mediante «juicios de realidad» de Paz (o de
Democracia), y la existencia con la exaltación, mediante «juicios de valor», de la
Paz (o de la Democracia). «Lo que nos interesa es la existencia de la Paz o de
la Democracia, y no sus respectivas definiciones esenciales.» De este modo
podríamos advertir la afinidad entre estas cuestiones y las cuestiones
fundamentales de la Teología, acerca de la esencia y la existencia de Dios. San
Lucas cuenta (Hechos de los Apóstoles, 17, 22-23) que San Pablo, de pie ante
el Areópago, dijo a los atenienses: «Puedo deciros que sois el pueblo más
religioso de la tierra, porque he visto el altar que habéis consagrado al dios
desconocido.»
La paradoja de este «dios agnosto» (Theos agnostos), que San Pablo cree
poder dar a conocer a los atenienses, podría formularse de un modo análogo a
como hemos formulado la paradoja envuelta por la exaltación trascendental de
la democracia o de la paz que no necesita de definiciones esenciales (acaso
porque se conforma con las definiciones convencionales, por cierto de carácter
metafísico). Quien levanta un altar al dios desconocido, proclama sin duda su
existencia y su valor, pero reconoce desconocer su esencia, incluso su realidad,
y no ahora, sino siempre. Es decir, «reconoce no conocer» esta esencia
apelando a la definición que el mismo dios, Yahvé, dio de sí mismo a Moisés,
desde la zarza ardiente: «Yo soy el que soy.» Porque si la existencia consiste en
ser la misma esencia divina (el Ipsum esse), reconocer la existencia de Dios
podrá hacerse equivalente ya a poseer su esencia, que desaparecería, sin duda,
si pusiéramos siquiera en duda, mediante una pregunta, su existencia. Porque
la existencia de Dios no es un accidente que pueda sobrevenir a un dios
meramente posible en algún mundo también posible, porque la existencia es
necesaria en todos los mundos posibles para su propia esencia. Y si esto se dice
de Dios, con tanta razón habría de decirlo del pueblo soberano, cuando trata de
definir la democracia: lo importante es la existencia de ese pueblo soberano –
vox populi, vox dei–, acaso porque su esencia implica también necesariamente
su existencia.
44
2
45
Para esta izquierda, la relación de la democracia, por ellos alcanzada, y la
dictadura, era una relación dicotómica; esta falsa conciencia es la que les llevó
años después a la invención ad hoc de la Ley de la Memoria Histórica.
Hay quienes afirman que sólo desde una valoración previa y positiva de la
democracia realmente existente (desde una simpatía o empatía positiva hacia
ella) podría penetrarse en su esencia: non intratur in veritatem nisi per caritatem.
46
4
47
después por los cristianos que habían escuchado a San Pablo decir: «ya no hay
gentiles o judíos, griegos o bárbaros, porque todos somos iguales en Cristo»).
«En efecto, yo opino, al igual que todos los demás helenos, que los
atenienses son sabios. Y observo, cuando nos reunimos en asamblea, que si la
ciudad necesita levantar un edificio llama a los arquitectos para que aconsejen
sobre la construcción a realizar. Si de construcciones navales se trata llaman a
los ingenieros (armadores)... pero si hay que deliberar sobre los asuntos políticos
[ton tes poleos diakeseos] entonces se escucha por igual el consejo de todo
aquel que toma la palabra, ya sea carpintero, herrero o zapatero, comerciante o
patrón de barco, rico o pobre, noble o vulgar. Y nadie le reprocha, como en el
caso anterior, que se ponga a dar consejos sin conocimientos y sin haber tenido
maestro.»
48
Pero podría tomarse como indicio del prestigio que la democracia había
experimentado ya en la época de Aristóteles, el maestro de Alejandro, el hecho
de que al exponer las formas rectas, Aristóteles habla de Monarquía, cuando
manda uno; de Aristocracia, cuando mandan los pocos; y de República [es decir,
no de Democracia], cuando mandan los más. En cambio, al exponer las formas
desviadas o torcidas, Aristóteles se refiere respectivamente a la Tiranía, a la
Oligarquía y a la Democracia. Sólo en una ocasión sustituye este término por el
de Demagogia, y así es como la taxonomía aristotélica se incorporará a la
doctrina escolástica (o escolar) ulterior: monarquía/tiranía,
aristocracia/oligarquía, democracia/demagogia.
49
su facción adoptó el rótulo de Partido Democrático, que se desintegró hacia 1850
por los conflictos sobre la cuestión del esclavismo. El 1860 los republicanos
nominaron a Abraham Lincoln y controlaron la presidencia de los Estados Unidos
durante años; los demócratas llegaron al poder con el presidente Cleveland y se
mantuvieron hasta 1912. Una escisión de los republicanos, durante el mandato
de Taft, llevó a la presidencia a Theodor Roosevelt, del partido demócrata.
50
«Hasta la democracia vulgar, que ve en la república democrática el reino
milenario y no tiene la menor idea de que es precisamente bajo esta última
forma de Estado de la sociedad burguesa donde se va a ventilar
definitivamente por la fuerza de las armas la lucha de clases hasta ella
misma está hoy a mil codos de altura sobre esta especie de democratismo
que se mueve dentro de los límites de lo autorizado por la policía y vedado
por la lógica.»
51
En la España de la monarquía de 1978 la consideración trascendental o
sublime de la democracia –y no de la república– alcanzó su mayor intensidad,
puesto que la transición de la «Dictadura» al régimen de la libertad (y no sólo de
las libertades políticas, sino de la libertad humana en general) se hizo por
consenso, dentro del cauce de la monarquía constitucional. Lo que determinó,
sin duda, la «derrota semántica» del término «república», en la oposición entre
los términos república/democracia. La Historia Universal, la Historia del Género
Humano y, por tanto, las historias particulares, entre ellas la Historia de España,
comenzaron a dividirse dicotómicamente en dos grandes épocas: las épocas
predemocráticas y la época democrática. Las épocas predemocráticas tendieron
a verse como vecinas a la prehistoria. Por ello una de las misiones
fundamentales que parece tenían que asumir las democracias homologadas fue
la de mantener la memoria histórica de las dictaduras predemocráticas como
medio de impedir que las formas residuales de la dictadura pudieran levantar
cabeza.
52
Es comúnmente admitido que Rousseau influyó principalmente en las
primeras fases de la Revolución francesa, mientras que Montesquieu alcanzaría
su influencia mayor en las fases posteriores, principalmente por su doctrina de
la necesidad de la separación de los «tres poderes conjuntivos» (legislativo,
ejecutivo y judicial), separación considerada sobre todo como la mejor manera
de evitar el despotismo.
¿Y cómo de una idea lisológica puede surgir una idea morfológica? ¿Cómo
de la idea lisológica de «vida orgánica» es posible obtener la morfología de un
hígado o de una mano? He aquí cómo resuelve Rousseau su «problema de
organogénesis».
Ahora bien: el hecho de que un acto de gobierno deba darse antes de que
el gobierno exista, es decir, el hecho de que el pueblo, que sólo es Soberano,
llegue a ser a la vez Príncipe o magistrado, «descubre una de esas propiedades
asombrosas del cuerpo político, mediante las cuales se conciben operaciones
en apariencia contradictorias, lo que tiene lugar mediante la transformación
súbita de la soberanía en democracia» [subrayado nuestro].
54
suele atribuírsele, desde el fundamentalismo democrático del presente) definir la
posición de sus métodos dentro del «sistema» de las teorías políticas. Lo que
sigue es tan solo un esbozo esquemático de un análisis que requeriría muchas
más páginas.
Rousseau procede aquí, sin duda alguna, como un maestro de la teoría pura
de la sociedad política, de la democracia. No es, por supuesto, el primero;
también Montesquieu procedió, en El Espíritu de las Leyes, por las vías de la
teoría pura (a veces vinculada al método cartesiano, incluso, en el caso de
Montesquieu, al método newtoniano). En cualquier caso, la pureza de la que
hablamos se entiende dada en el terreno gnoseológico, en el que «puro» se
opone a «empírico», acaso como «sistemático» se opone a «histórico». Y no en
el terreno axiológico de la pureza como «neutralidad» o inmunidad respecto de
todo juicio de valor. Tanto Montesquieu como Rousseau mantienen, a lo largo
de todas sus investigaciones filosófico políticas, un partidismo axiológico muy
acusado. Cabría decir que Montesquieu orientó todo su discurso teórico en
función de una aversión obsesiva al despotismo, al «horroroso despotismo»
(dice a veces). Rousseau, por su aversión declarada hacia las repúblicas
representativas. Dice en el Libro III, cap. 15: «La idea de la representación es
moderna; nos viene del gobierno feudal, gobierno inicuo y absurdo con el cual la
especie humana se degradó y la especie humana fue deshonrada.» Toda su
«teoría pura» está orientada axiológicamente por su toma de partido a favor de
las pequeñas repúblicas (los cantones suizos) en las que cabe hablar de una
democracia directa, sin la mediación de representantes; una posición paralela a
la que en la «Profesión de fe del vicario saboyano» del Emilio, adoptaba ante los
sacerdotes en cuanto mediadores o representantes del hombre entre Dios y el
Pueblo.
55
indivisible, del poder político, cuya homóloga en Teología sería la idea de «Poder
divino» propia del monoteísmo. De esta idea intentará deducir los órganos del
gobierno, y la combinatoria entre sus órganos –monarquía, aristocracia,
democracia– y no acudiendo a razones externas (evidentemente violentas), sino
a razones inmanentes, pacíficas, al hecho mismo de la constitución creadora del
gobierno. Cabría establecer alguna correspondencia entre el proceso de
transformación de la Soberanía en Gobierno democrático y el proceso de
transformación de la Teología unitarista en Teología trinitaria; que, por cierto, se
correspondería muy estrechamente con la teoría de los tres poderes, el
legislativo (el Padre), el judicial (el Hijo) y el ejecutivo (el Espíritu Santo) –
remitimos al artículo «Crítica a la constitución de una sociedad política como
Estado de Derecho», El Basilisco, nº 16, pág. 11–.
«El Gobierno recibe del soberano las órdenes que le da el pueblo; y para
que la república mantenga un buen equilibrio, es necesario que todo
compensado haya igualdad entre el producto o el poder del gobierno, tomado en
sí mismo, y el producto o poder de los ciudadanos que son soberanos por una
parte y súbditos por otra.»
56
sólo es necesario sacar la raíz cuadrada del número de personas [√a*c = b]
responderé que yo tomo aquí este número a modo de ejemplo...»
57
Pero la respuesta materialista a la pregunta ¿Qué es la democracia? no nos
llega de este modo. Sin que pueda por ello suponerse que sólo cambiando el
signo de la estimación axiológica, es decir, sólo partiendo de una valoración
positiva de la democracia, y aún del fundamentalismo democrático, podríamos
esperar una respuesta materialista a la pregunta.
58
¿Qué es la democracia? [2]
Gustavo Bueno
1 · 2 · 3 · 4 · 5
Segunda parte
59
¿Cabe deducir de ahí que quien formula la pregunta, no sólo duda de la
respuesta que el fundamentalista presupone, sino que atribuye la evidencia
ontológica de la esencia o sustancia de la democracia al hecho de estar
comprometido decididamente (tomando partido) a favor de su existencia
exclusiva?
Y en este caso, habrá que concluir que quien así entiende la democracia (su
realidad esencial o sustancial) es porque se apoya en un juicio de valor, o en un
partidismo excluyente. De aquí se deducirá también, por otros, que quien no
comparte esa evidencia fundada en el partidismo parcialista, que sólo aquel que
se abstiene de todo juicio de valor y se orienta hacia una neutralidad rigurosa,
podrá responder a la pregunta: ¿Qué es la democracia?
60
Asimismo cabría añadir que la valoración positiva (cuanto a su existencia)
de la democracia (o de la Paz, o de la existencia de Dios) no eclipsa
necesariamente su esencia, sino que permite penetrar en ciertos componentes
suyos que resultarían invisibles para quienes mantienen la valoración negativa.
Del mismo modo que cabe afirmar que quien juzga negativamente a la
democracia (o a la paz o a la divinidad) también puede constatar componentes
o aspectos suyos odiosos, que al fundamentalista se le escapan. Y sin que estas
consideraciones conduzcan necesariamente a una propuesta de imposible
agnosticismo o eclecticismo, sino sencillamente a la distinción
entre partidismo y parcialismo.
61
De este modo, mientras que el fundamentalismo democrático no concibe
otra «forma decente» de sistema o régimen político que la democracia (con todos
sus déficits), el contrafundamentalismo democrático podrá admitir que, en
determinadas circunstancias, presentes, pretéritas o futuras, es conveniente un
régimen aristocrático, o incluso una dictadura comisarial (es decir, propuesta por
la misma asamblea democrática). Y que alguna de estas formas alternativas de
la democracia puede ser, para una situación del sistema dada, la única solución
posible: la democracia no es, según esto, «el fin de la historia».
62
vivientes dotados de lenguaje»). Y, esto supuesto, buscaremos identificar su
esencia, es decir, su «identidad esencial», su género próximo y su diferencia
específica, dentro de un género remoto reconocido. Y cuando preguntamos
«¿quién es este?» (quis est?) también preguntamos por su identidad, pero, en
este caso, por su incógnita identidad sustancial (singular, individual); incógnita
dentro, ya sea del género próximo, ya sea dentro de una especie ya conocida.
San Pablo, según refiere San Lucas en los Hechos de los Apóstoles (XVII, 22-
23), se extrañó cuando ante el Areópago de Atenas les dijo a los atenienses:
«Atenienses, en todo veo que sois más religiosos que nadie; porque al pasar y
contemplar vuestros monumentos sagrados, he encontrado un altar en el que
estaba escrito: ‘Al Dios desconocido’.» San Pablo nos pone (cabría decir) en la
situación de quien conoce la ecuación, dada en función del incógnita X, pero
desconoce el valor de esta X. Y esto dará pie para intentar identificarla
(sustancialmente), es decir, para responder a la pregunta: «¿Quién es este Dios
desconocido?». Pero sin olvidar que este desconocimiento no será absoluto, en
el terreno de la esencia o de la existencia. El rótulo del altar que a San Pablo le
asombra no está dado en función de algo absolutamente desconocido; se
supone que existe, desde luego; además se sabe que no es solamente un
«ente», sino un «ente divino», un dios, acaso algún elemento desconocido del
«colectivo» de los dioses olímpicos (es decir, un valor desconocido de la variable
X); porque si se desconociera tanto la esencia como la existencia de ese dios
desconocido, entraríamos en el terreno nouménico de lo Incognoscible.
63
Cuando percibo confusa y oscuramente un cuerpo que se agita en un
sombrío matorral, la pregunta ¿qué es eso? busca la identidad de ese cuerpo,
ante todo para saber si se trata de un ser inanimado o de un ser animado (de
un bulto, de vultus=faz); y supuesto que se admita que es un animal, la pregunta
(muy próxima ya a «¿quién es?») busca, sin embargo, ante todo, la identificación
esencial: ¿es un perro, es un lobo, un zorro, acaso el Ave Fénix?
64
advertir las peculiaridades de determinadas democracias singulares, expresadas
como mezcla de otras esencias taxonómicas, que permanecen incomunicadas
en abstracto, en virtud de las leyes de la abstracción que llevan a las fórmulas
dicotómicas.
65
Epimeteo dejó a los animales humanos «desnudos», sin instrumental
tecnológico y sin sabiduría política (que sólo pudieron obtener gracias a la ayuda
de Prometeo y de Hermes). Basta recordar también a Aristóteles cuando, al
principio mismo de su Política, define al hombre no como «animal social»
(porque también son sociales las abejas o las hormigas), sino como «animal
político», es decir, animal que vive en ciudades-Estado. Dicho de otro modo: el
género próximo de la democracia, es decir, la parte de su esencia común a otras
esencias, no será ya el género remoto «sociedades animales» sino el género
próximo «sociedades políticas».
66
el pastor de rebaños no humanos. La diferencia ha de establecerse de forma tal
que sea significativa o pertinente para diferenciar el oficio del político y el oficio
del pastor de rebaños.
Ante todo, diríamos que los hombres son definidos allí de un modo
meramente negativo («no tener cuernos»). Supongamos que «tener cuernos»
equivale a poseer instrumentos de «violencia física» (no sólo psicológica) ante
sus pastores, que necesitan, por tanto, a su vez, del yugo o del palo para
gobernarlos: ¿habría que conceder entonces que no tener cuernos (los hombres)
significa que sus relaciones con sus pastores no tienen por qué ser violentas?
¿Y qué instrumento positivo (no sólo meramente negativo) pueden tener los
rebaños humanos y, correspondientemente, los políticos? Sin duda Platón
piensa en el lenguaje, en el logos. Sin embargo el no tener cuernos, sino
atribuirles en su lugar logos, no significa que la definición de El Político vaya
referida precisamente a la interacción no violenta, sobre todo si el proceder
violento se toma en un sentido asertivo, y no exclusivo, es decir, si los animales
humanos (incluyendo a los animales políticos) tienen instrumentos no violentos,
pero sin descartar la utilización de la violencia, y mediante el
mismo logos, asertivamente no violento. Un logos que ya no habrá tanto que
entenderlo como una facultad subjetiva y espiritual («razón», «reflexión»...) sino
como un instrumento de acción intersubjetiva, como lo es la palabra, el lenguaje.
67
los hombres actuales), o bien si el lenguaje, a escala humana (lenguaje
sistemático-sintáctico, gramaticalizado, con doble articulación, &c.), hay que
entenderlo ante todo como lenguaje gestual, que algunos antropólogos recientes
llegan a atribuir a Homo erectus o a Homo heidelbergensis (de hace 0,6 millones
de años). El lenguaje gestual no sería un mero sobreañadido o corroboración del
lenguaje vocal, sino que habría sido su conformador (teoría de las neuronas F-
5, «neuronas espejo», &c.).
68
Le responden desde el corro: «El primero que diera un golpe perdería la razón.»
Dicho de otro modo: la razón reside en el diálogo y «hablando se entiende la
gente» (remitimos a nuestro rasguño en El Catoblepas, nº 24, febrero 2004).
Ahora bien, con este criterio logramos discriminar los políticos de los
pastores de animales con cuernos, puesto que sabemos que también los
pastores de animales que carecen de lenguaje vocálico, tienen complejos
lenguajes gestuales o mímicos que son suficientes para conducir al rebaño,
como lo dirige el perro con sus ladridos.
69
constitución o código, como pudo serlo, hace ya casi cuatro mil años, el Código
de Hammurabi.
70
no se hace jamás desde la ignorancia absoluta, sino desde algún saber que ha
de formar parte de la respuesta.
71
¿Qué es la democracia? [3]
Gustavo Bueno
1 · 2 · 3 · 4 · 5
Tercera parte
72
elección de representantes», «la democracia es un sistema de creación de leyes
susceptibles de ser falsadas cada cuatro años», «la democracia es un sistema
que establece la separación de poderes, y no ya del poder judicial respecto del
ejecutivo, sino, sobre todo, del poder ejecutivo respecto del legislativo»).
73
2
Y la razón más importante acaso sea esta: que las respuestas conceptuales
a la pregunta «¿qué es la democracia?» presuponen ya alguna idea implícita o
ejercitada, una idea implícita que, también es verdad, sólo se nos hace explícita
(o representada) con la ayuda de las formulaciones filosóficas más explícitas o
exentas (muchas veces «disueltas» en la nematología de las constituciones
democráticas).
74
intervención policial violenta hunda la credibilidad que su partido pudiera tener
en lo que respecta a la «tolerancia»)? De este modo, lo que es una simple norma
efímera de prudencia que se aplica ignorando la ley, aparece revestida de la
dignidad propia de una «reflexión filosófica», que, sin embargo, oculta una
filosofía más cercana a la de Pirrón que a la de cualquier otro filósofo clásico.
75
acuñado en la Unión Soviética de la época de Brezhnev para marcar la diferencia
entre el régimen comunista y el «socialismo perfecto», pero inexistente, de los
trosquistas).
76
Un criterio gnoseológico que ha de suponerse aplicable a todas las
verdaderas filosofías centradas consideradas, como pueda serlo el criterio de
la corporeidad referencial, en cuanto piedra de toque para discriminar una
metodología racional e intersubjetiva (los sujetos que debaten sobre ideologías
siguen siendo sujetos corpóreos) de una metodología poética o mística.
77
Finalmente diremos que la clasificación binaria de las filosofías centradas
en idealistas y materialistas no es disyuntiva, puesto que estas filosofías
generales no se dibujan en algún lugar previo a los dominios de referencia
(«religión», «fútbol», «cocina», «música», «guerra» o «democracia»), sino que
resultan de la confrontación de diversas filosofías centradas, en donde los
componentes idealistas pueden estar involucrados con componentes o estromas
materialistas. Por ejemplo, la filosofía escolástica tomista, inequívocamente
espiritualista cuando presupone la realidad de las «formas separadas», y la de
Dios inmaterial, contiene abundantes estromas materialistas cuando habla de la
«Encarnación de la Segunda Persona de la Trinidad», de su presencia real en el
pan y en el vino de la Eucaristía, o de la resurrección de la Carne; otro tanto
habría que decir del dualismo cartesiano, establecido entre los cuerpos
autómatas no vivientes (salvo en apariencia) y las almas vivientes incorpóreas.
Y esto equivale a decir que la oposición dialéctica entre una filosofía idealista
y una filosofía materialista sólo puede hacerse tomando partido, es decir,
situándose o bien desde el idealismo (para, desde él, analizar y triturar el
materialismo), o bien desde el materialismo (para, desde él, analizar y triturar el
idealismo). Quien no se decide a tomar partido (y no ya a priori, sino acaso como
consecuencia de innumerables recorridos apagógicos), es decir, quien no quiere
«comprometerse», no podrá decir nada, salvo que se refugie en la «historia de
las ideas filosóficas», renunciando a cualquier valoración veritativa de las
mismas.
78
reconocer, desde su perspectiva, la posibilidad misma de un materialismo
racional.
79
la República, entendida como nombre común a la monarquía, a la aristocracia y
a la democracia; el plano de las normas jurídicas; el plano de la cultura o incluso
el plano que atraviesa los dominio sebasmáticos (religiosos o teológicos):
«No es necesario que Dios hable por sí mismo para describir signos
indudables de su voluntad; basta con examinar el curso habitual de la naturaleza
y la tendencia continuada de los acontecimientos. Yo se, sin que el Creador eleve
la voz, que los astros siguen en el espacio las curvas trazadas por su dedo. Si
prolongadas observaciones y sinceras meditaciones llevaran a los hombres de
nuestros días a reconocer que el desarrollo gradual y progresivo de la igualdad
[de la democracia] es a la vez el pasado y el futuro de su historia, este solo
descubrimiento bastaría para dar a dicho desarrollo el carácter sagrado de la
voluntad del Soberano Señor. Querer contener a la democracia sería entonces
como luchar contra el mismo Dios, y a las naciones no les quedaría más que
acomodarse al estado social impuesto por la providencia.» (Alexis de
Tocqueville, introducción a La Democracia en América.)
80
¿Qué es la democracia? [4]
Gustavo Bueno
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Cuarta parte
81
diferencias entre la democracia y las doctrinas populistas (incluyendo aquí la
doctrina de la dictadura plebiscitaria de Marat). Asimismo, la definición de
democracia delimitada por el diccionario es confusa, porque el concepto de
«intervención» al que apela el diccionario para dar cuenta del nexo entre el
Pueblo y el Gobierno, es tan vago que, a su sombra, «todos los gatos resultan
ser pardos». ¿Intervención del pueblo capitativo o corporativo?, ¿o acaso
intervención aclamatoria?, ¿intervención pacífica o violenta?, ¿intervención
directa o a través de representantes parlamentarios? Y sobre todo, ¿el Pueblo,
al que se menciona, se entiende como Soberano en su intervención o como
simple comparsa del gobierno? El concepto común de democracia que nos
ofrece el diccionario oficial tiene una claridad tan tenue y una distinción tan
grosera que más que el nombre de un concepto parece el nombre de un
«embrión de concepto», de un concepto embrionario, de un «presunto
concepto», para decirlo en el lenguaje de los juzgados que hoy se acostumbra.
82
democracia como «democracia presidencialista»), o bien la separación del
ejecutivo y el judicial, o la del legislativo y el judicial. En cualquier caso, las
concepciones idealistas de la democracia se conforman con «elementos»
tomados de la capa conjuntiva: poder legislativo, poder ejecutivo, poder judicial,
pueblo, gobierno.
83
trata al pueblo y al gobierno, así como a la interacción entre ambos, con
abstracción de toda corporeidad, como si fueran modos de una voluntad general
incorpórea. Y esto sin perjuicio de que Rousseau haya utilizado la expresión
«cuerpo del Gobierno». «¿Qué es pues el Gobierno? Un cuerpo interpuesto
entre los súbditos y el soberano para su mutua correspondencia.»
Por decirlo así, era preciso, ante todo, traducir la revolucionaria concepción
metafísica (sustancialista) de Rousseau al terreno de la tecnología política
revolucionaria.
85
una idea de representación no menos nebulosa que la idea metafísica del Pueblo
soberano. La idea de representación, en efecto, envuelve el enfrentamiento de
cada sujeto con otros sujetos, enfrentamiento en los cuales el sujeto percibe al
otro como una reproducción suya, susceptible de sustituirlo ante terceros como
se sustituye mi imagen por la figura del espejo, o como se me sustituye en mi
trabajo, o como un actor representa simbólicamente mi papel en el teatro. De
estas transformaciones representativas, proceden, sin duda, los conceptos
jurídicos de representación.
86
separación y continuidad de partes extra partes según criterios no isológicos.
Cuando decimos que este dibujo A re-presenta en caricatura a este hombre B,
estamos significando, desde luego, que A y B mantienen alguna relación de
semejanza y proporción, pero también que A y B son entidades diferentes,
susceptibles de ser puestas frente a frente en algún espacio público.
Importa ante todo establecer criterios según los cuales sea posible clasificar
los tipos más generales de representación. Esta clasificación no debiera ser otra
cosa sino un desarrollo interno de la idea generalísima de representación que
hemos esbozado. Desarrollo interno si se funda, ya sea en las diferencias
de contenidos o materiales que intervienen en la representación, ya sea en las
diferencias o modulaciones de la isología y de la sinalogía que presuponemos,
ya sea en la consideración del proceso genético mismo de la representación.
87
observador humano, o, dicho de otro modo, que tal representación es sólo un
antropomorfismo?
88
Y acaso esto explica que cuando un diccionario filosófico (como pueda serlo
el de Ferrater) nos ofrece un artículo sobre representación, como exposición de
lo que «la filosofía» puede ofrecer sobre tal idea, está presuponiendo, sin
advertirlo, los tipos c de representación, que son justamente aquellos que la
filosofía materialista declara metafísicos y, en todo caso, puramente metafóricos.
89
6
90
8
91
Castilla y de Aragón, es decir, a la unidad derivada del matrimonio de Isabel y
Fernando el día 14 de octubre de 1469.
Sin duda, la traslación del concepto de contrato, propio del derecho civil
(como una relación entre particulares definidos que actúan ya como ciudadanos
de un Estado de derecho), al campo político, a fin de dar cuenta de la constitución
misma de este Estado de derecho, supone un desarrollo, hasta su límite, de
un concepto en una idea embrionaria que lo desfigura totalmente («relación del
todo con el todo», dice Rousseau), a la manera como se desfigura el concepto
físico de «reverso», originariamente aplicado a los cuerpos limitados de nuestro
Mundo que tienen un anverso, cuando ampliamos este concepto al «Mundo»
mismo para obtener la Idea del «reverso del Mundo», cuyo sentido es
meramente aparente, porque el Mundo no tiene reverso. Posteriormente a
Rousseau, Pierre Leroux inició un proceso de sustitución de la idea
de fraternidad de la Gran Revolución por la idea de solidaridad, inspirada en el
concepto jurídico de obligaciones mancomunadas del derecho romano, y que ha
pasado a los códigos civiles actuales (por ejemplo a los artículos 1137 a 1148
del Código civil español vigente). Y Léon Bourgeois recurrió al concepto de
«cuasi contrato», de Gayo, para fundamentar las obligaciones solidarias de
alcance político, por ejemplo, las que tendrían los ciudadanos en orden al
92
sostenimiento de sus progenitores (remitimos a nuestro artículo «Proyecto para
una trituración de la Idea general de Solidaridad», El Catoblepas, nº 26, 2004).
93
Un ejemplo de representación descendente nos lo ofrecen instituciones
personales tales como la de los corregidores en las ciudades castellanas de los
siglos XVI o XVII, en las cuales el corregidor representaba al rey; y no contamos
las instituciones representativas ornamentales (estatuas o retratos de los reyes
o emperadores) emplazadas en las ciudades y a través de las cuales el rey o el
emperador divino se hacía presente, es decir, se representaba ante el pueblo; a
veces, junto con las leyes fundamentos de su reino (como es el caso, en la
Babilonia de los años 1700 antes de Cristo, del rey Hammurabi, representado
junto con su código grabado en una columna de diorita). O sencillamente
mediante la representación monetaria de la efigie del rey o del dictador,
acompañado muchas veces de la leyenda inscrita en su orla: «por la Gracia de
Dios».
94
general, como idea crítica, habría estado destinada a salvar el postulado de la
unidad de la sociedad política en los casos en los cuales, de hecho, esa unidad
parecía rota. A través de la idea de Voluntad general, Rousseau habría intentado
mantener su postulado de la unidad del pueblo soberano, aunque fuera a través
de una idea tan metafísica como la idea del pueblo soberano al que pretendía
salvar.
Ahora bien: la tesis acerca del origen contractual del poder político, en
general, y democrático, en especial, es una tesis no sólo errónea históricamente,
sino metafísica, filosóficamente considerada. Y ni siquiera posee la verdad
negativa que cabe atribuir, desde una perspectiva funcional, a la tesis arcaica
del origen divino del poder. Porque la verdad del principio paulino «el poder viene
de Dios», analizada desde la filosofía materialista, puede ser reconocida, no ya
por lo que afirma (si esta filosofía da por supuesto que Dios no existe) sino por
lo que niega, a saber, que el poder de ser representado en propuestas definidas
procede de la voluntad del pueblo. En nuestro caso: de un pueblo que ya fuera
demócrata por sí mismo desde su origen, es decir, aceptando la tautología de
que «la democracia procede de la democracia». Pero el poder democrático, y
sus leyes, no proceden del pueblo, considerado como totalidad unitaria,
sustantivada y causa sui, sino de la confluencia de partes del pueblo o, acaso,
de la influencia de algún pueblo exterior; en todo caso, de un pueblo organizado
como resultado de poderes muy diversos, etológicos (humanos prepolíticos) o
históricos. Porque las propuestas definidas o formales no pueden proceder de la
voluntad amorfa de un pueblo prístino; sólo cabe definir las propuestas en el
curso de la historia (sólo cabe formular la propuesta de erigir un hospital, dotado
de todos los servicios, cuando estos servicios hayan sido inventados
previamente por los expertos en el curso de la historia).
95
constituyente reunido en el presente y liberado del dictador o del déspota de las
repúblicas precedentes (no democráticas). Las cuales quedarían cortadas
dicotómicamente de la nueva democracia. La Historia de esta sociedad se
dividiría en dos mitades enfrentadas, discontinuas y heterogéneas: la época
predemocrática, autocrática, de tiranías o de dictaduras, y la época democrática.
96
representada previamente por los representantes parlamentarios a los
representados del pueblo).
97
Cuando nos atenemos a la materia u objeto de la representación (por
ejemplo, las propuestas puntuales o encadenadas de los electores) también
habrá que distinguir diversas formas de la representación, según criterios
diferentes que podemos clasificar en dos grandes grupos: directos (ascendentes
y descendentes) y reflejos o circulares.
98
más abundantes– tiene poco sentido hablar de representación fiel o infiel. El
representante no puede tener un mandato imperativo sobre materias
determinadas y la representación, más que fiel o infiel, habrá de calificarse, ex
consequentiis, de afortunada o desafortunada, o de aceptable o inaceptable por
el elector.
Estamos ahora muy cerca de los casos de las democracias en las cuales la
representación del pueblo está canalizada a través de los partidos políticos, que
ofrecen a los electores, en sus respectivos programas, materias ordenadas
susceptibles de ser elegidas, los programas electorales. Ahora bien, estos
programas, cuando se trata de grandes partidos nacionales, necesariamente
«generalistas», ofrecen todo un conjunto de materias (económicas, tecnológicas,
energéticas, educacionales, &c.) cuya concreción y determinación práctica
desborda por completo la capacidad determinativa de la voluntad popular de los
electores, por la sencilla razón de que los electores, en general, ni siquiera
alcanzan a entender tales materias y, por tanto, sólo pueden acogerse a la
autoridad o prestigio que para ellos tenga el partido que ofrece el programa
electoral.
99
partes) y sin ellos esas voluntades carecerían de objetivos en los cuales
determinarse, es decir, permanecerían en estado políticamente amorfo.
Ante todo, que cuando se habla, aunque sea con indignación, de la falta de
representación de una democracia dada, no se sabe lo que se dice dada la
polisemia de la expresión. Menos aún sabe lo que quiere decir quien «exige una
representación plena» a la democracia, dado el carácter amorfo que
presuponemos en la voluntad general del pueblo o de sus partes. La voluntad
del pueblo es una idea tan metafísica como pueda serlo la voluntad de Dios o la
voluntad de la naturaleza. La llamada voluntad del pueblo sólo puede elegir entre
los materiales objetivos que le son ofrecidos por quienes de hecho conforman
sus voluntades amorfas y no por quienes supuestamente representan a sus
presuntas voluntades ya determinadas.
100
Pero tampoco cabe acogerse a una democracia de grupos o de asambleas
(sustitutivas de los grandes partidos), porque estos «pequeños grupos de
ciudadanos» deberían ser muy numerosos, y sus propuestas, sin duda
heterogéneas, caóticas y contradictorias, deberían coordinarse en el parlamento,
lo que implicaría que ningún representante con mandato imperativo podría
garantizar que sus propuestas de representación pudiesen mantenerse, y no
debieran más bien ser transformadas al entrar en confluencia objetiva con las
propuestas de otros grupos.
101
En cualquier caso, lo importante es tener en cuenta las consecuencias de la
disolución de los dos o tres grandes partidos de una democracia parlamentaria
en una polvareda de partidos pequeños (seiscientas o dos mil siglas) o, en el
límite, de partidos compuestos de un único ciudadano (Unamuno: «El partido al
que yo pertenezco es el mío, y si alguno se apunta en él me borro»), como
pretenden los fundamentalistas de la representación democrática uninominal,
que llegan a considerar como una corrupción de la democracia de partidos (que
es la democracia realmente existente) tanto cuando los partidos
están formalizados –como ocurre en Europa continental– como cuando los
partidos son virtuales o informales –como ocurre en otras democracias que se
autoconsideran como las verdaderas democracias representativas–. Lo que nos
parece simplemente ilusorio y utópico es la evidencia, por no decir el talibanismo,
de los fundamentalistas de la «auténtica democracia representativa», cuando
descartan absolutamente la condición democrática de todo partido político (es
decir, la democracia de los ciudadanos canalizados por un partido) y consideran
la posibilidad de que sean los individuos capitativos –todos los ciudadanos–
quienes sean representados por sus diputados uninominales con «mandato
imperativo».
102
representación democrática uninominal es sólo una ilusión que deriva de la
misma ilusión por la que el ciudadano individual se concibe como un sujeto libre
y responsable por sí mismo, y no como un producto de la holización ideológica
más radical.
103
de los procesos democráticos (si se prefiere, de la democracia procedimental)
que se guía por las reglas de las mayorías.
10
104
repúblicas o los Estados) como si fueran miembros de una clase uniádica de
elementos. La Política de Aristóteles o el Espíritu de las leyes de Montesquieu
pudieran citarse como modelos de concepciones metaméricas (distributivas) de
la sociedad política (sin entrar ahora en las cuestiones sobre el carácter idealista
o materialista de las concepciones de Aristóteles o de Montesquieu).
105
que muchas ideas políticas –tales como las ideas políticas que figuraban como
emblemas en las banderas de la Revolución Francesa, las ideas de Libertad,
Igualdad y Fraternidad– aún referidas ordinariamente al interior inmanente de
cada república (libertad de los ciudadanos, igualdad y fraternidad entre ellos), sin
embargo se aplicaron también, incluso fueron originarias, en contextos alotéticos
internacionales. Por ejemplo, la libertad, en sentido político genuino, significaría
ante todo la no dependencia (libertad-de) de un Estado respecto de otros
Estados que pretendieran subyugarlo; «liberación» significaría ante todo
«emancipación de un pueblo» (liberación nacional); en suma, libertad equivaldría
a soberanía de una república respecto de cualquier otra, sin perjuicio de lo cual
la idea de Soberanía se predicaría ulteriormente de cada república,
sustantivándola, como si fuera un atributo que le corresponde de modo absoluto.
Más aún: la misma libertad individual de los ciudadanos implicaría la libertad del
Estado del cual esos ciudadanos forman parte, sin perjuicio de que ulteriormente
la libertad sea considerada en el derecho civil o penal como un atributo de cada
ciudadano, anterior a su condición de tal.
106
derecho internacional. Por ello mismo tampoco tiene sentido ampliar la idea de
democracia (como propia de una sociedad política dada) al conjunto de las
sociedades políticas que se sientan, como miembros de número, en la Asamblea
General de la ONU. El hecho de que las proposiciones presentadas a esta
asamblea se voten democráticamente (dejando de lado la cuestión del veto de
cada uno de los «cinco grandes») no autoriza a hablar de la condición
democrática de las Naciones Unidas. Porque el adjetivo «democrático» es
utilizado aquí en su sentido estrictamente procedimental, que es, por sí mismo,
apolítico: en estas votaciones el principio «un ciudadano un voto» está
enteramente fuera de lugar. Las votaciones de la Asamblea General no son
capitativas, y el voto de un Estado de mil millones de ciudadanos tiene el mismo
valor que el voto de un Estado de cincuenta mil ciudadanos.
11
Según esto –podríamos concluir por nuestra parte– habría que considerar
como despóticas, o al menos como próximas al despotismo, a las democracias
107
no presidencialistas, es decir, a las democracias que eligen al presidente del
ejecutivo indirectamente, a saber, a través del congreso de los diputados
elegidos por el pueblo por sufragio universal capitativo; en cambio, las
democracias presidencialistas, en las cuales el presidente del gabinete es
elegido directamente por el pueblo, podrían considerarse como sociedades
políticas republicanas no despóticas (sin entrar aquí en las relaciones de
despotismo que se establecen entre la mayoría del pueblo que ha elegido al
presidente y las minorías derrotadas, algunas tan numerosas en la práctica como
las mayorías victoriosas). Conviene notar que en la teoría del Estado de
Montesquieu o de Kant, el poder judicial (en cuanto poder, considerado con
abstracción de los magistrados que lo encarnan), se mantiene en un segundo
plano, pero en todo caso enteramente dependiente del ejecutivo: las sentencias
de los organismos judiciales carecen de fuerza de obligar, o dicho de otro modo,
son papel mojado si no son aplicadas por el ejecutivo. El «peso de la ley» es el
peso de la policía o del ejército, lo que significa que el poder judicial, en cuanto
tal poder, no puede estar separado del poder ejecutivo («la calle derrota al
gobierno incapaz de hacer cumplir la ley», dijo la prensa española del 21 de
mayo de 2011 refiriéndose a la inactividad del ejecutivo del gobierno de aquellos
días ante los más de cien mil acampados en diversas plazas españolas).
Sin embargo –y esta afirmación sonará con estridencia ante los oídos de los
fundamentalistas democráticos de nuestros días– la democracia, en la
concepción de Kant (el mismo que habló de la Paz perpetua), está más cerca
del despotismo que del republicanismo: «La democracia (dice Kant) en el sentido
estricto de la palabra, es necesariamente despotismo, porque funda un poder
ejecutivo en el que todos deciden sobre uno, y, a veces, contra uno, si no da su
consentimiento.» Kant se refiere aquí, sin duda, al uno sobre quien todos deciden
en cuanto individuo capitativo; pero esta referencia sólo es válida cuando el uno
no pertenece al partido del ejecutivo victorioso en las elecciones democráticas.
108
derrotado en las elecciones. Es entonces cuando puede decirse que la mayoría
victoriosa ejerce su despotismo sobre la minoría derrotada, y no puede por tanto
sentirse representada por él. Es un despotismo que permanece en la penumbra,
por el hecho de que la minoría derrotada (aún cuando numéricamente sea
prácticamente equivalente a la mayoría victoriosa) acepta los resultados de las
elecciones y, en consecuencia, no se siente derrotada sino incluso copartícipe
de la victoria, en cuanto está subsumida en la voluntad general.
Dicho de otro modo: no cabe decir que el pueblo soberano haya aprobado
la ley (la materia de la ley) por unanimidad consensuada, en nombre de la
voluntad general; porque el consenso no va referido a la ley sino a la propia
democracia parlamentaria, cuya soberanía se demuestra fracturada en los
partidos contendientes, aún cuando estos partidos acepten, por consenso,
olvidar su desacuerdo (es decir, la fractura de la voluntad general soberana,
aplicada a la materia misma de la ley) y disimularlo con el acuerdo no sobre esta
109
materia de la ley, sino sobre la regla democrática procedimental (que es
precisamente la que obliga a establecer despóticamente la aceptación de la ley,
incluso cuando esta se considera criminal).
12
Pero cuando la capa conjuntiva, en sus diversas ramas, y junto con la capa
cortical (en cuanto vinculada a la capa conjuntiva), manifiesta más claramente
su papel de fundamento de la concepción idealista de la democracia, es cuando
los sujetos involucrados en ella (y no sólo los sujetos que forman parte de las
ramas de la capa conjuntiva, es decir, de los parlamentarios, de los jueces, de
los ministros del gobierno, sino también los sujetos que forman parte del pueblo,
y luego de los demás pueblos o naciones) apelan a los principios de la Libertad,
de la Igualdad y de la Fraternidad, interpretados precisamente como los
principios más genéricos de la democracia, considerada en su capa conjuntiva y
cortical. Y esto sin perjuicio de que estos principios puedan también aplicarse al
sistema de las sociedad políticas en general.
111
define ante todo por la libertad); otras concepciones de la democracia subrayarán
el principio de la igualdad (hemos citado antes a Bobbio); y unos terceros
subrayarán el principio de la fraternidad o de la solidaridad (como sería el caso
del monismo democrático marxista: «a cada cual según sus necesidades...»).
13
Más aún, tal como se entendió por los revolucionarios de 1789, cuando
tuvieron que enfrentarse muy pronto con el acoso de las «potencias
imperialistas» del Antiguo Régimen (o, si se quiere, con el imperio inglés, con el
imperio francés, con el imperio eslavo o el imperio español), tenía más que ver
con la libertad de la patria que con la liberación de los individuos (que
precisamente eran arrastrados violentamente, si era preciso, por la república, a
tomar las armas). La fase napoleónica, es decir, las guerras napoleónicas, fueron
también emprendidas en nombre de la libertad de Francia, que había asumido,
ideológicamente, la misión de liberar a los demás reinos de Europa de las
cadenas del Antiguo Régimen. Cuando se estableció, en Viena, el «equilibrio»
entre los reinos de Europa, llegó el momento de reivindicar la libertad en su
versión de libertad individual, y en España, como es sabido, nació el liberalismo,
que no tuvo probablemente en sus orígenes el significado económico político
que adquirió más adelante en el curso del siglo XIX y del siglo XX, y que se
resume en la frase: «más mercado, menos Estado». En la democracia española
112
de 1978, la libertad reivindicativa suele ser entendida principalmente, según la
versión individualista de la libertad, ante todo antes de la crisis económica de
2007, como reivindicación de las libertades de expresión, de asociación, de
desplazamiento, &c., que habrían sido reprimidas por la «Dictadura».
Una idea de libertad muy similar, por cierto, a la que Hamilton en América,
o Kant en Europa, consideraron necesario atribuir a los ciudadanos para que
pudieran considerarse libres en el contexto de un sufragio universal: «Un
individuo sólo puede considerarse libre cuando su subsistencia no depende de
otra persona.» Sólo que de la idea de Hamilton o de Kant se deducía también la
necesidad de limitar el sufragio universal a la forma de un sufragio censitario,
que obviamente los demócratas fundamentalistas del proyecto de la democracia
real no podían tener en cuenta.
113
formulaciones prácticas que pueden considerarse emanadas, respectivamente,
de cada versión: la «versión comunalista» («no preguntes tanto por lo que
España, o el Estado, la Comunidad Europea... puede hacer por tí, sino por lo que
tú puedes hacer por España...») y la «versión individualista» («no preguntes
tanto por que tú puedes hacer por España, por el Estado... sino por lo que
España, o el Estado, puede hacer por tí»).
14
15
16
114
Esto significa que los problemas políticos se considerarán derivados, no ya
de la capa basal, sino de la falta de democracia representativa. Por ejemplo, la
violencia, la guerra, los conflictos sociales, de clase, &c., se interpretarán como
derivados de conflictos, en el fondo, espirituales (religiosos, culturales), por
ejemplo, conflictos que se atribuyen a las diferencias de cultura, de lengua, de
historia, o incluso a diferencias de «sensibilidad». Los conflictos entre Oriente y
Occidente se derivarán de la incompatibilidad teológico metafísica entre Mahoma
y Cristo, entre Alá unitario y Dios trinitario. Pero en modo alguno se pensará en
conflictos derivados de la capa basal, por ejemplo, en el conflicto entre criar
cerdos, como fuentes de jamón comestible, o proscribirlos. El idealismo acudirá,
como «método de resolución de conflictos», al diálogo, a la educación, a la
danza, a las fiestas, a los juegos, a la comunicación social mediante las redes
de internet, a la tolerancia, es decir, a remedios «espirituales».
17
115
sentido político, porque los componentes de la capa conjuntiva tanto pueden
combinarse entre sí por vía no violenta o pacífica como por vía violenta y bélica.
Y este indeterminismo es suficiente para probar la imposibilidad de «deducir» de
la capa conjuntiva la conexión de la sociedad política con la paz o con la guerra.
116
El término Entfremdung alemán ocupó un lugar de primer orden en el
sistema filosófico de Hegel, y de él pasó al sistema del materialismo histórico de
Marx, a su doctrina de la alienación originaria del Género humano, al
fraccionarse en dos clases antagónicas, la de los desposeídos (simbolizados a
veces por Abel) y la de los poseedores de riquezas, creadores de ciudades
(simbolizados por Caín). Aunque algunos comentaristas, como Richard Schacht,
consideran que la utilización por Marx del concepto de Entfremdung tuvo un
sentido irónico, «para ser entendido por los filósofos» (como dice Marx en La
ideología alemana), lo cierto es que, esta idea de alienación de Marx, tuviera una
intención irónica o no, se incorporó enteramente en serio al Diamat: la alienación
originaria, la fractura del Género Humano en clases antagónicas, sería
convertida en el motor de la Historia.
San Agustín, sin embargo, no pudo admitir que la alienación original de los
espíritus, de la cual habían surgido las ciudades estados, las repúblicas y los
imperios, es decir, la Ciudad terrena, pudiera ser recuperada en el horizonte
mismo de estas ciudades terrenas, tales como Babilonia o Roma. Sólo Cristo
pudo reducir la fractura del Género humano, su alienación; luego la paz ya no
podría venir del Estado, fuera este autocrático o democrático, sino de la Iglesia
romana. El agustinismo político fue de hecho un componente esencial del
Antiguo Régimen, moderado sin duda por Santo Tomás, que rechazó la
interpretación del pecado original como quebranto de la propia naturaleza
humana y defendió la posibilidad de una «ciudad terrena», de una sociedad
política «perfecta en su género».
117
utilizan la violencia o la guerra, puedan ser consideradas como verdaderas
sociedades políticas. Las sociedades políticas que utilizan la violencia o la guerra
serían propiamente sociedades zoológicas –y esta la expresión que
consideramos más genuina del idealismo, en su versión espiritualista, el de
aquellos que se manifestaban, en la época de la guerra del Irak, en las
procesiones multitudinarias por la «Paz, No a la Guerra», avergonzándose
«como hombres, de la Guerra»–.
118
descalificar a cualquier otra forma de sociedad política, como «cosa del pasado
más reaccionario».
119
Sin embargo sabemos que estas propuestas del idealismo democrático no
han conseguido el cese de los conflictos y de las guerras en el siglo XXI, ni entre
las sociedades democráticas, en sus relaciones recíprocas, ni entre las
sociedades democráticas y las teocracias islamistas orientales. Sabemos
también que el proyecto de una globalización de las democracias implica los
principios irenistas fundados en los derechos humanos y en la armonía universal
de todos los pueblos y culturas del género humano; pero este principio no parece
capaz de derribar el principio de Clausewitz. Desde un punto de vista filosófico
(no ya religioso o metafísico, es decir, el que se funda en ese humanismo laico
que reivindica la «fe en el hombre» como sustituta de la «fe en Dios» del
agustiniano) el idealismo político en general y el idealismo democrático en
particular han de dejar paso al materialismo político.
18
120
precisamente porque es omnisciente, y a quien nada le está prohibido. El
idealismo democrático representativo tiene que confiar en las decisiones del
pueblo, cuando estas hayan sido tomadas democráticamente, a la manera como
el creyente confía en la buena voluntad de Dios en medio de un terremoto.
«Hágase la voluntad del pueblo»: esta podría ser la divisa del idealismo
democrático representativo.
Todos los valores que tienen que ver con la voluntad –los valores éticos o
morales, los valores estéticos, los valores vitales...– quedarán disueltos en un
caos relativista. Si la voluntad general del pueblo encuentra, en el curso de su
historia, dificultades derivadas de la escasez de alimentos, a causa de la
superpoblación, nada le impedirá la decisión (siempre que haya sido obtenida
como resultado de un escrupuloso procedimiento democrático) de acogerse a la
norma de sacrificar a los niños o adultos «comestibles» para obtener la materia
prima suficiente para la fabricación de pasteles alimenticios. A fin de cuentas, los
fetos abortados ya se han utilizado como reservas para las operaciones de
transplantes de órganos. ¿Por qué no extender la «comunión del trasplante» a
la comunión antropófaga? No es la primera vez que estas comuniones caníbales
han sido practicadas, como es de conocimiento común entre los antropólogos.
El padre Hervás y Panduro, precursor de la Antropología posterior, nos transmite
la información que le daba otro padre jesuita acerca de los procedimientos de los
indios canisianás para servirse de los indios mopecianá: «Al mudarse los
mopecianás a la referida misión de San Javier, llegó un mopecianá fugitivo, que
habiéndose escapado de la red en que le tenían los canisianás, había vuelto a
las tierras de su nación, y no hallándola, llegó a la misión para encontrarla. Este
121
fugitivo dijo que entre los cainás dejaba trece mopecianás en la red o jaula del
engordadero, en que ellos ponían los prisioneros, para comérselos después que
hubieran engordado bien» (Catálogo de las lenguas, tomo I, pág. 252; apud
Sergio Méndez Ramos, Lorenzo Hervás y Panduro como filósofo, Oviedo 2011).
19
122
en la aplicación de la función a la materia política concreta y variable, adscrita a
un territorio y a un coyuntura histórica, que desempeñan el papel de parámetros.
123
¿Qué es la democracia? [y 5]
Gustavo Bueno
1 · 2 · 3 · 4 · 5
Quinta parte
§1
124
Pero esta tendencia a positivizar la concepción de la democracia, dentro del
pacifismo del presente, cualquiera que sea el grado de su difusión, asume un
camino erróneo, fingiendo acaso en el terreno del deber ser («la concepción de
la democracia no debe ser ni materialista ni idealista») algo que se opone
frontalmente a lo que ocurre en el terreno del ser (de la realidad), a saber, que el
idealismo (lo que entendemos desde la filosofía materialista como idealismo)
impregna enteramente la concepción actual de las democracias pacifistas, sobre
todo cuando estas concepciones se exponen desde sus fundamentos. Por ello
me referiré aquí al fundamentalismo democrático, antes que a la democracia, sin
más. J. Maritain decía, en los tiempos de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos (asumida por todas las democracias homologadas, en
cuanto contradistintas, por ejemplo, a las democracias vinculadas a la
Conferencia de El Cairo de 1990): «Estamos todos de acuerdo [con los 30
artículos de la Declaración Universal] con tal de que no se nos pregunte por sus
fundamentos.»
Por ejemplo, a raíz de la masacre que tuvo lugar en julio de 2011 en Noruega
(en Oslo y en la isla de Utoya) por la acción directa de Anders Behring Breivik, el
primer ministro noruego (y otros altos políticos de otros Estados) manifiestan la
necesidad de incrementar la educación democrática de los ciudadanos a fin de
prevenirlos contra doctrinas antidemocráticas (sin duda refiriéndose a ideologías
nazis, pero también a las propias del terrorismo islámico). En cualquier caso se
observará (por ejemplo, por Ahmed J. Versi, director del periódico británico The
Muslim News) que la masacre de Oslo-Utoya fue atribuida a terroristas islámicos
hasta que se conoció que su autor era un noruego de raza; a partir de entonces
125
dejó de ser considerado terrorista el autor de la masacre y comenzó a ser tratado
como un loco (¿por qué no se le consideró como un vikingo?). Con esto se
estaba afirmando implícitamente que la causa de estos crímenes habría que
ponerla en las doctrinas antidemocráticas que prenden en ciertos sujetos
«psicópatas narcisistas» (como si el narcisismo más radical no quedase
satisfecho, casi siempre, sin necesidad de recurrir a bombas o fusiles, como si
el sujeto narcisista no se satisficiese plenamente colocándose una cresta
escandalosa sobre su cabeza). La apelación, como causa del los crímenes
horrendos de Noruega a la «débil educación democrática» de las sociedades
actuales, incapaz de contrarrestar a las ideologías racistas (o culturalistas,
cuando el concepto ideológico de identidad racial se sustituye por el
correspondiente concepto político de identidad cultural), es la mejor prueba del
idealismo histórico (según el cual las causas de los actos terroristas o de la
guerra habría que ponerlas en las ideas racistas o culturalistas
antidemocráticas). Una visión materialista no podría poner, como causa de los
crímenes terroristas o bélicos, a las ideas sobre las razas o sobre las culturas –
las que se atribuyen a Hitler, a Stalin o a Milosevic– sino las mismas razas o
culturas institucionalizadas, que son las que moldean a los individuos, como
moldearon a los vikingos noruegos que masacraban a los habitantes de las
costas cantábricas o atlánticas durante la Edad Media. Pero, después del
proceso de Nuremberg, los jueces encomendaron a psicólogos y a pedagogos
reeducar democráticamente a los criminales terroristas o belicistas a fin de
conseguir su reinserción social; si se aplicase esta doctrina lo único que habría
que hacer sería reeducar democráticamente a Anders Behring Breivik, a fin de
lograr su reinserción lo más rápidamente posible en la vida social noruega.
§2
127
Más aún, estas «inscripciones», en tanto no son puntuales (para cada punto
o segmento del tiempo circular), es decir, no se mantienen únicamente en
la Realpolitik del presente inmediato, porque se extienden necesariamente hacia
el pasado más o menos lejano (la Historia, las genealogías de los conflictos
pretéritos que se ponen en el origen de los presentes...) y, desde luego, hacia un
futuro infecto, pero indefinido (tanto como la eutaxia de cada Estado).
128
«derechos humanos» (de 1789) tuvieron como antecedente los derechos y los
deberes de los cristianos en toda la universalidad católica (y esta es la razón por
la cual Pío VI pudo condenar la Declaración de los Derechos Humanos de 1789).
Sin embargo, las tecnologías de los derechos humanos del Nuevo Régimen
eran muy similares a las tecnologías correspondientes del Antiguo Régimen. El
principio cristiano de la igualdad de los hombres en Cristo («ya no hay griegos ni
bárbaros, ni judíos ni gentiles»), implicaba una tecnología pedagógica y
dialogante orientada a alcanzar la resolución pacífica de cualquier tipo de
conflictos que surgieran en el medio de la Pax Christi; en el Nuevo Régimen la
tecnología de las relaciones entre los pueblos se orientará por la finalidad de
lograr una paz perpetua, proclamando la deslegitimación de la guerra (Tratado
de París de 1931), mediante la consideración de la guerra como una metodología
propia de la época del salvajismo («la guerra no existe en la civilización»), y
mediante la sustitución del principio de Clausewitz («la guerra es la continuación
de la política por otros medios») por el principio pacifista («la política excluye la
violencia, y la guerra es el fracaso de la política»). Tras la Segunda Guerra
Mundial (Carta de las Naciones Unidas de 1945) los Ministerios de la guerra
comenzarán a denominarse Ministerios de defensa, se tendió a sustituir al
soldado de leva por el soldado mercenario; el objetivo inmediato sería el desarme
total, y no sólo el de las armas nucleares; y las acciones bélicas no se llamarán
guerras sino «misiones de paz».
La diferencia entre las tecnologías del antiguo y del nuevo régimen afectarán
sobre todo a la nematología: Cristo, el hombre Dios, será sustituido por el Género
Humano, aunque con funciones similares a las de la deidad cristiana. Sobre todo
en lo concerniente a sus relaciones con otros seres de la Naturaleza: el
«hombre» de los derechos humanos será también el único y soberano; muy
pronto, sobre todo en Alemania, la Gracia, que a través de Cristo y del Espíritu
Santo elevaba a los hombres sobre los animales y sobre los demás seres
vivientes que pudieran existir en la Tierra o en los Cielos, se transformará
en Cultura (en el Reino de la Cultura). El Espíritu Santo comenzará ahora a
soplar en la humanidad a través del Volksgeist del «espíritu de los pueblos»,
Cada pueblo, «poseedor de una cultura propia», podrá constituirse en Estado
soberano.
129
3. La visión idealista de las sociedades democráticas como unidades
políticas capaces de vivir, por tiempo indefinido, «en paz y en libertad», también
desborda ampliamente el ámbito de los contenidos del eje circular del espacio
antropológico, e incorpora necesariamente importantes contenidos del eje radial.
Y, puesto que en el eje circular, las sociedades políticas se consideran como
miembros de una «comunidad universal única», como un todo «cat-ólico», de
duración indefinido, se hará preciso reconocer un ámbito radial finito, el que está
constituido por la esfericidad de la Tierra, en cuyo seno podrán ir formándose las
capas basales que suministran la materia y la energía necesarias para la
subsistencia y el desarrollo de las sociedades políticas. La armonía entre las
partes del todo reconocidas en el eje circular impulsará la comunicación de las
diversas sociedades políticas mediante el comercio pacífico y justo, y será el
origen de una intrincación progresiva de las partes de las capas basales de cada
Estado con las partes de las capas basales de los demás Estados. Con ello se
alcanzará una suerte de disolución de la capa basal de cada Estado en las capas
basales de los restantes, así como recíprocamente (lo que equivaldrá a
reconocer la extinción de los Estados, como unidades efectivas del proceso
histórico). La supuesta armonía idealista de estas intrincaciones sucesivas será
la razón por la cual se confiará en que los intercambios comerciales podrán
llevarse a cabo pacíficamente (diplomáticamente) sin necesidad de recurrir a la
guerra o a cualquier otro método violento. Dicho de otro modo: la «globalización»
–sobre todo la globalización económica o basal– (pero también la globalización
institucional, lingüística, cultural, &c.) será el principal mecanismo capaz de evitar
que estallen guerras entre Estados soberanos democráticos y que tales guerras
traigan causa del incremento demográfico o del agotamiento de una capa basal
dada.
Por otra parte, los viajes espaciales permitirán esperar futuras ampliaciones
celestes de la capa basal de la sociedad humana. Esta esperanza también
desborda, sin duda, los programas políticos circunscritos en el eje circular.
130
función de estos seres vivientes no humanos, aunque ellos no figuren en las
definiciones estrictas circulares de la democracia constitucional o internacional,
la sociedad democrática podrá alcanzar una definición obligada de sí misma,
aunque ella desborde los estrictos límites positivos del eje circular en el que se
inscribe la capa conjuntiva y se introducirá ampliamente en el eje angular (en el
que se inscribe la capa cortical).
§3
131
separándola de las otras capas constitutivas de la sociedad política, de la capa
basal y de la capa cortical. Principalmente por que la capa basal de una sociedad
política envuelve ya, en primer lugar, el re-parto de la totalidad de la esfera
terrestre en territorios apropiados por cada sociedad política (con el único
derecho natural que asiste a quien puede resistir la entrada de otras sociedades
políticas o grupos humanos); y, en segundo lugar, la capa cortical implica el
enfrentamiento de cada sociedad política con otras sociedades políticas vecinas
y, en el límite, con todas las demás.
132
distanciándose de todo formalismo, vincula la capa conjuntiva de cualquier
sociedad política –y, en particular, de la sociedad democrática, entendiéndola
como sociedad de mercado pletórico–, a su capa basal y a su capa cortical. Y
esto significa que desiste de hablar de democracia en sentido sustantivado,
aunque sea sólo «conceptualmente», y propugna entender siempre el término
democracia como un término predicado adjetivamente
(sincategoremáticamente) de alguna sociedad que, por estar «dotada» de una
capa basal, ocupa un territorio de extensión variable (10.000 km², 100.000 km²...
10.000.000 km²) pero definido idiográficamente (democracia letona, democracia
noruega, democracia rusa); un territorio definido y delimitado por fronteras a
través de las cuales actúa la capa cortical.
133
2. La concepción materialista de la democracia política asume naturalmente
el postulado de la existencia política de la guerra, es decir, prácticamente, el
principio de Clausewitz («la guerra es la continuación de la política por otros
medios»). Un principio que, por lo demás, no es específico de la democracia,
puesto que también afecta a las otras formas de organización política;
simplemente no excluye a las democracias.
134
y que, desacreditado por el estallido de la Segunda Guerra Mundial, volvió a
reformularse, tras la experiencia de las explosiones nucleares, en la Carta de las
Naciones Unidas de 1945 y en otras muchas resoluciones ulteriores. De este
modo ha llegado a cristalizar la ideología pacifista que podríamos llamar hoy
«oficial» en muchos foros políticos nacionales e internacionales, que se oponen
frontalmente al principio de Clausewitz y que podemos resumir en tres
proposiciones fundamentales:
Este principio, cuya primera formulación «cuasi irónica» acaso habría que
ponerla en El Político de Platón, cuando definió al político como «pastor de un
rebaño sin cuernos» (que utiliza la palabra en lugar de utilizar el palo para
pastorearlo), ha ido tomando cuerpo en la doctrina y en la práctica de múltiples
instituciones políticas de las democracias homologadas. Desde las conferencias
de desarme nuclear hasta la sustitución de los títulos de los Ministerios de la
guerra por Ministerios de defensa, o de la sustitución del nombre de guerra dado
tradicionalmente a las intervenciones bélicas por la denominación «misiones de
paz». La paz, según esta doctrina, no es desde luego la paz evangélica, puesto
que se reconocen conflictos permanentes entre los Estados; pero la guerra se
redefine como un caso más de métodos de resolución de conflictos. Un modo de
anegar la especie («guerra») en el género («conflicto»), que nos recuerda el
135
método que inició Pi Margall para anegar la especie («español») en el género
(«hombre») cuando decía: «Antes que español soy hombre.»
El postulado (2) –«la guerra no existe como categoría política»– tiene como
corolario muy importante (aunque no se quiera reparar en él) la consideración de
las guerras entre Estados como procesos separados de la política, incluso como
fracasos de la política que obligan a su interrupción. Es decir, inducen a
considerar a las guerras como procedimientos no políticos de interacción entre
los Estados y, por tanto, como procedimientos propiamente prehistóricos,
salvajes o bárbaros, en todo caso no civilizados («las guerras son la vergüenza
de la Humanidad»).
136
paz» cuando se tiene en cuenta que el fin de la guerra, tal como ya lo definió
Aristóteles, es la paz, pero la paz de la victoria.
Pero las razas humanas –negras, blancas, amarillas (o, en taxonomías más
refinadas: negroides, caucásicas o mongólidas, con las subrazas
correspondientes)– existen en el terreno de los fenómenos (de los fenotipos),
que es precisamente donde alcanzan su significado práctico social y político de
primer orden. Y existen como «conceptos étnicos estables», porque de los
cruces entre individuos de raza negra resultan descendientes negros, como de
los cruces entre blancos resultan individuos blancos, sin perjuicio de que también
sean fértiles, en general, los cruces entre individuos de razas diferentes de una
misma especie mendeliana. Y si estas «razas fenotípicas» no están
representadas en el genoma, cuando se analiza a cierto nivel, «peor para el
genoma» (en cuanto a su capacidad predictiva).
137
(c) En cualquier caso, el «postulado de inexistencia política de la guerra»,
asumido por las concepciones idealistas de la democracia, se opone al postulado
de existencia política de la guerra, asumido por la concepción materialista de las
sociedades políticas en general y de las sociedades democráticas en particular.
138
Las «curvas de resolución no violenta de conflictos» en un intervalo histórico
definido (por ejemplo entre 1870 y 2011) no prueban que la guerra haya
desaparecido de la Tierra o esté a punto de desaparecer, y que la «globalización
democrática», con la que se opera aureolarmente, como si ya estuviera
realizada, puede «garantizar» una paz duradera, si no perpetua. Nada autoriza
a ver ya cerca «el fin de la historia». Tras el final de la Segunda Guerra Mundial,
y aún de la Guerra Fría, apenas podríamos prever la emergencia, en el presente,
de las potencias asiáticas (China y la India) y de las potencias petrolíferas
islámicas.
139
Rousseau y Kant, en lugares que ya hemos citado en rasguños anteriores de
esta misma serie).
140
ideológicamente («nematológicamente») cabría decir que en una sociedad
democrática los ciudadanos tienen más libertad que los súbditos de una
sociedad aristocrática o autocrática.
142
de los demás individuos que le envuelven y le aprisionan. El cree que «en
democracia», mediante su voto o su participación en la cosa pública, podrá ser
tan libre o más como pueda serlo su principal directo, su jefe, su padre o su
marido. No advierte que esa libertad o poder, que espera alcanzar en
democracia, es de hecho menor que la que pueda alcanzar en su reducido
círculo laboral o familiar, y que lo que busca al reclamar la democracia no es
tanto la libertad individual sino otras cosas, tales como el ascenso en la jerarquía
social, la adquisición de una riqueza o autoridad efectiva o independiente.
143
Albigenses, cátaros, valdenses, anabaptistas y demócratas
indignados
Gustavo Bueno
Algunas hipótesis
sobre el movimiento de los «indignados»
Rufino Salguero, viejo amigo, me pide con urgencia «un par» de folios
sobre el movimiento de los «indignados», para una revista, no se si de papel o
de pantalla, cuyo primer número es de inminente aparición. Me alegro mucho de
este proyecto, al que deseo y del que espero lo mejor.
144
Es obvio que el enunciado titular que antecede es, en lo que tiene de
proposición dogmática, casi una tautología, por lo menos para quien da por
supuesto, desde una perspectiva materialista, que ninguna «corriente» o
«movimiento» tiene un curso independiente, sustantivo o aislado, sino que está
siempre confluyendo, a veces de modo turbulento, con otras corrientes o
movimientos.
145
(2) Los movimientos de protesta o de rebelión del África mediterránea
islámica y tierras adyacentes –Túnez, Egipto, Libia, Yemen, Siria, &c.– que, al
menos en Túnez y en Egipto, habían logrado derrocar a los dictadores, y en Libia
habían conseguido el apoyo militar de la OTAN y, sobre todo, de Inglaterra,
Francia, Italia y España.
146
(9) «Vuelco electoral» en las elecciones municipales y autonómicas, en su
caso, del 22 de mayo.
Parece evidente que los «indignados» suscitaban interés, tanto o más que
por el número de sus participantes, por ser un movimiento que tenía lugar en
toda España (las agencias extranjeras lo llamaron Spanish revolution) y, sobre
todo, por el contenido de sus pancartas y por el modo de conducirse: ocupación
de plazas públicas en el centro de las ciudades (Puerta del Sol, Plaza de
Cataluña...) desafiando las prohibiciones de las autoridades competentes (que
pronto se apresuraron a distinguir entre lo ilegal y lo ilícito). Motivo principal de
sorpresa eran las reivindicaciones de «democracia real», precisamente en días
de elecciones municipales y, en su caso, autonómicas, en las que participaban
más de veinte millones de votantes.
147
operación de limpieza; asalto a la televisión de Murcia; cerco a la Generalitat de
Barcelona; insultos a domicilio al alcalde de Madrid y a la alcaldesa de Valencia;
abucheos a Cayo Lara, &c. Sin embargo, fue prevaleciendo, como tónica
general, la voluntad pacífica de los «indignados», expresada en un ritual de pares
de brazos en alto, herencia probablemente de gestos propios de asistentes a
conciertos de rock místico.
(5) Pero lo que más sorprendía a muchos (entre los que me cuento) era el
asombroso «analfabetismo político» (o económico, histórico, filosófico...) que
delataban los «indignados» al exponer sus reivindicaciones, a su abrumadora
vaguedad y ausencia de conceptos «técnicos» («democracia real ya», «no nos
representan», «guerra a los Bancos», «elección directa del presidente del
Gobierno», «contra el pacto del euro»). Me consta que muchos «indignados»
que gritaban contra los pactos del euro acababan de escuchar esta expresión y
no sabían de qué se trataba.
148
«nos dirigimos contra el Sistema», pero sin precisar a qué sistema se refieren.
Había frases anarquistas, trotskistas, marxistas, pero más bien como fragmentos
que flotaban en una corriente de consignas y proyectos indeterminados, vagos,
propios de un adolescente. Y sorprendía tanto más cuanto que muchos de los
«indignados» entrevistados eran licenciados o doctores en Historia, en
Psicología, en Sociología, ingenieros o incluso licenciados en Políticas.
Prevalecía, sobre todos sus conocimientos facultativos, la ideología absorbente
(humanista, pacifista, &c.) del pensamiento Alicia (como certeramente advirtió
Tomás García). A mi particularmente me indignaba (alguien dirá:
«profesionalmente») esa filosofía de brocha gorda expresada con convicción
totalmente ingenua y acrítica, capaz de confundir y anular cualquier
conocimiento facultativo. Pero sin que esta indignación me impidiese ver la
importancia social que el movimiento pudiera llegar a tener, en España y en el
mundo, precisamente en razón a ese analfabetismo. ¿Acaso los cristianos del
siglo II y III no fueron vistos por los escritores antiguos –Celso, por ejemplo–
como analfabetos, apaudetoi, y llegaron a menospreciar la importancia de sus
mensajes? También es cierto que si estos cristianos analfabetos pudieron
transformarse en un movimiento universal, el de la Iglesia Católica, fue gracias
a que los Padres de la Iglesia y los doctores eclesiásticos asimilaron muy pronto
y gradualmente la sabiduría académica, aristotélica o estoica, de la Antigüedad.
Este diagnóstico nos parece que carece de fundamento preciso, otra cosa
muy distinta es que el PSOE o IU hayan pretendido incorporar a los «indignados»
a sus movimientos, encauzándolos en sus propios fines.
149
(2) Otro diagnóstico, más bien de naturaleza psicológica o sociológica, es el
que atribuye el movimiento 15M a la rebelión generacional de una juventud que,
asfixiada en los años de crisis y de apatía pública, busca encontrar su propio
camino; de ahí el paralelo con los movimientos de Mayo de 1968 en Francia y
en otros países. A fin de cuentas, se dice, fue al panfleto de Stéphane
Hessel, ¡Indignaos!, el que dio nombre al movimiento.
150
Esto nos obliga a un «cambio de coordenadas». A un cambio de las
coordenadas políticas propias de una nación concreta, en una fase de su
evolución política, a coordenadas epocales, es decir, dadas a escala de una
época histórica, como pueda serlo la época de la llamada Cultura occidental
cristiana, constituida en la Antigüedad y en la Edad Media, a partir del Imperio
romano, por el Antiguo Régimen, y transformada o secularizada en la Edad
Moderna a partir de la constitución de las Democracias representativas (las
repúblicas de puritanos emancipadas en América en el siglo XVIII y las
repúblicas europeas a partir de la Revolución francesa).
151
Desde este punto de vista el diagnóstico más certero que cabría dar sobre
la naturaleza de los «indignados» tendría que formularse, no tanto en el ámbito
de coordenadas domésticas (PSOE, IU, PP, Unión Europea, liberalismo
democrático), sino acudiendo a coordenadas de escala epocal mucho mayor.
Sencillamente, y para abreviar: la rebelión de los «indignados» se
correspondería (analógicamente, proporcionalmente) antes a la rebelión de los
albigenses o de los valdenses, de los siglos XII y XIII, o al movimiento de los
anabaptistas del siglo XVI, que a las rebeliones anarcosindicalistas del siglo XIX,
o a las socialdemocráticas de la Segunda Internacional, incluso a las comunistas
de la Tercera Internacional.
152
Muy conocidos son los movimientos anabaptistas del siglo XVI: el pastor
Styfel, discípulo predilecto de Lutero, que anunció con todo aplomo el fin del
mundo para las ocho de la mañana del domingo 19 de octubre de 1533; Stork,
también discípulo de Lutero, y Thomas Münzer, que se rebeló contra Lutero,
aunque lo cierto es que entre los anabaptistas se abrieron dos tendencias, una
pacifista y otra muy belicosa. Acaso el más famoso personaje de estos
movimientos (famoso al menos entre los melómanos, por la opera de
Meyerbeer, El Profeta) fue Juan de Leyden, que se hizo coronar rey con la
corona de la Nueva Jerusalén (Münster): el 23 de junio de 1535 las tropas del
obispo y del conde de Falkenstein entraron al asalto y ejecutaron a Juan el Justo
y a toda su corte. Juan de Leyden es recordado por la entereza de la que dio
muestras cuando sus carnes estaban siendo arrancadas con unas tenazas
candentes (el mismo 1535 escribió Luis Vives, en Brujas, su famosa obra De
communione rerum, ad germanos inferiores [la Baja Alemania, los Países Bajos
tan próximos entonces a España]).
Las protestas contras los desahucios legales han existido desde hace
décadas, e incluso ha habido organizaciones o actuaciones espontáneas de
vecinos que han logrado aplazar los desahucios más vergonzosos. Hace treinta
o cuarenta años esta vergüenza de los desahucios sin cobertura inmediata solían
153
ser resueltos en la práctica por los jueces que practicaban la técnica del llamado
«uso alternativo del derecho»: los jueces disponían siempre de algún recurso
para interpretar la ley vigente en beneficio del más débil, y eran responsables
ante los demás de no aplicar el método, amparándose en la «obediencia debida»
a la Ley (un caso de gran resonancia en los años setenta fue el de una vecina
de Barcelona desahuciada legalmente de su piso porque no había podido pagar
la última letra de la compra de un aparato de televisión que había adquirido a
plazos). «Todo el mundo» sabía que los desahucios salvajes eran injustos, y que
era necesario cambiar las leyes para que los jueces literalistas y formalistas de
la legalidad dejaran de aplicarlas. ¿Quién puede dudar, si no es un juez talibán,
que al derecho del banco a recuperar la vivienda hipotecada se le opone el
derecho superior de una familia a que sus hijos no sean arrojados a la calle por
no pagar los plazos de la hipoteca?
Pero esta no es una decisión política, ni tiene que ver con la democracia,
por que tanto puede tener que ver con la aristocracia o con la autocracia.
154
Bienvenido habría sido el analfabetismo político de los «indignados» si,
gracias a él, se lograse modificar en un próximo futuro algunas de las normas
legales propias de un Estado de derecho civilizado, las que conducen a los
desahucios salvajes o las que conducen al reconocimiento del aborto como un
derecho de la mujer. Muchas veces las normas éticas se enfrentan a las normas
legales emanadas de un Estado de derecho, como la barbarie se enfrenta a la
civilización.
«Una vez, ¿te acuerdas?, vimos a ocho o diez mozos reunirse y seguir a
uno que les decía: ¡Vamos a hacer una barbaridad! Y eso es lo que tú y
yo anhelamos: que el pueblo se apiñe y gritando ¡vamos a hacer una
barbaridad! se ponga en marcha. Y si algún bachiller, algún barbero, algún
cura, algún canónigo o algún duque les detuviese para decirles: “¡Hijos
míos!, está bien, os veo henchidos de heroísmo, llenos de santa
indignación; también yo voy con vosotros; pero antes de ir todos, y yo con
vosotros, a hacer esa barbaridad, ¿no os parece que debíamos ponernos
de acuerdo respecto a la barbaridad que vamos a hacer? ¿Qué
barbaridad va a ser ésa?”; si alguno de esos malandrines que he dicho
les detuviese para decirles tal cosa, deberían derribarle al punto y pasar
todos sobre él, pisoteándole, y ya empezaba la heroica barbaridad.»
(Miguel de Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho, 1905.)
155
1
157
sacerdotes, y de Dios ante el Pueblo a través de los profetas, &c.). Pero el
concepto de representación, al transformarse en un concepto político
fundamental, se oscurece necesariamente y se presenta como un ideal carente
de contenido («no nos sentimos representados por los partidos políticos», dicen
los indignados). Además la representación política, tanto en las sociedades
democráticas como en las sociedades del Antiguo Régimen, o en las sociedades
religiosas, puede tener un sentido ascendente o un sentido descendente,
sentidos que al confluir enturbian, de un modo casi irremisible, la idea de
representación (este punto está tratado más ampliamente en la cuarta
parte, «Respuestas idealistas-espiritualistas...», de mi artículo «¿Qué es la
democracia?», y que, en cierto modo, gira en torno a los fenómenos que en
España toman el rótulo de «15M» y que han tenido una importante influencia en
fenómenos similares de otros países).
158
7
Como quiera que estas definiciones están expuestas por extenso en otras
obras (por ejemplo, en los libros El mito de la Izquierda y El mito de la Derecha)
y sería absurdo tratar de reexponerlas aquí, creo que lo mejor es subrayar lo que
podrían ser sus componentes prácticos más significativos.
159
La visita del Papa Benedicto XVI a España (agosto 2011) y los
ideales de la ilustración de la «Juventud»
Gustavo Bueno
El gran acontecimiento que, en pleno mes de agosto del año 2011, tuvo
lugar en España, fue la visita del Papa Benedicto XVI, para presidir la Jornada
Mundial de la Juventud en la que cientos de miles de jóvenes (en sentido amplio:
había muchos niños de 7 a 12 años, y bastantes adultos de más de 50 o 60
años), que algunos hacían llegar al millón, otros al millón y medio, y los más
generosos a los dos millones y más de «jornadistas» jóvenes, procedentes «de
todo el mundo» (de los cinco continentes). Quienes, con gran entusiasmo y
estricta disciplina, convivieron durante unos días en actos multitudinarios,
manifestando su fe cristiana y voluntad de robustecerla y propagarla
pacíficamente, como único método de salvar, no sólo a España sino a la
Humanidad entera, en los años de confusión que le espera.
Por supuesto, esta actitud no fue compartida por los grupos minoritarios de
izquierda IU y PCE. Gaspar Llamazares y Cayo Lara dijeron que cada uno tiene
derecho a profesar su religión, pero reprobaron la «sumisa» política que, según
ellos, se ha visto ante la Iglesia, porque es «un flagrante incumplimiento» de la
Constitución, que define a España como un Estado aconfesional.
160
en Canosa para que Gregorio VII le levantase la excomunión que ponía en
peligro su trono (Zapatero y su Gobierno, ante las muchedumbres que
escuchaban al Papa, habrían visto el peligro que corría su partido en las
próximas elecciones legislativas del mes de noviembre, a consecuencia de la
política anticatólica que han desplegado durante ocho años: ley del derecho al
aborto, legalización de los matrimonios homosexuales, boicot al Valle de los
Caídos, debate de los crucifijos en las escuelas, laicismo en la educación para
la ciudadanía...). En El País, Juan G. Bedoya llega a decir que «lo más
preocupante de la llamada marcha de laicos [presentada, dice, sin razón, como
«antipapa», pese a estar convocada también por organizaciones católicas] es la
sola idea de que debió prohibirse para no molestar al Papa». Por cierto, Bedoya
titula su análisis «¿Eclipse de Dios?», exhibiendo ingenuamente, a nuestro juicio,
las coordenadas de sus planteamientos. Coordenadas desorientadas por
completo, como también están desorientados los argumentos de Heleno Saña,
que cita en su apoyo: «pensar en serio que el único problema de la humanidad
es el de creer o no creer en Dios es adoptar, en sentido inverso, la misma
intolerancia que hizo exclamar a Tertuliano que fuera de la Iglesia no hay
salvación». Y están desorientadas, a nuestro juicio, como coordenadas para el
análisis de las JMJ, cuando presuponemos que estas jornadas no hay que
interpretarlas en función del «problema de la existencia de Dios» (Bedoya cita a
Bertrand Russell, Dawkins, a Hitchens, a Onfray...), cuestión que afecta tanto a
los cristianos, como a los judíos o a los musulmanes, pero precisamente, tal es
la tesis que trataremos de justificar más adelante, el planteamiento de las JMJ
no fue teológico, sino religioso, es decir, no estaba orientado a suscitar la
cuestión («filosófica») de Dios, sino la cuestión (religiosa) de Cristo.
161
Papa, de los obispos, de los párrocos o de las asambleas de base («hay que
animar a los jóvenes a que continúen viviendo su fe, siempre dentro de la Iglesia,
nunca en soledad»), lo que es tanto como decir: «para que los jóvenes no
piensen por sí mismos». Los cánticos, las procesiones, las banderas, las misas,
la liturgia en general, se lo darán ya todo pensado.
162
pensamiento, y de su expresión, es cosmopolita [dirían hoy los jóvenes
jornadistas: «mundial»].
163
cristianos, la mayoría socialdemócrata krausistas que venían rindiendo culto a la
Ilustración, aunque fuera la de Carlos III–, reconocían su afinidad con ellos.
«Tenemos que incorporar muchas cosas del espíritu del 15M», terminaron por
confesar no sólo los líderes de IU y del PCE, sino también la plana mayor de los
ilustrados socialdemócratas (incluido el ministro Gabilondo), cuando prepararon
una nueva ley de «educación para la ciudadanía» mientras, tácticamente, se
inclinaban, al modo diplomático, ante el reverendo Benedicto XVI (como hubiera
dicho Kant), cuando vino a reunirse con los millones de jóvenes católicos,
también sonrientes y pacifistas, evangélicos y cosmopolitas.
No faltará quien diga que nada de particular tuvo esta confluencia, que,
salvando algún incidente menor, no fue violenta, porque, en el fondo, tanto los
jornadistas como los indignados, y aún los laicos en marcha, convenían en los
fundamentos, es decir, en la democracia, en la paz, en la libertad del
pensamiento individual que alienta armónicamente en todos, que no se deja
representar por nadie, sino que se alimenta de la expresión directa, aunque
compartida en las asambleas, de «la verdad».
164
más jóvenes dirigentes de la socialdemocracia triunfante tras el franquismo y las
elecciones de 1982, que confió en la paz universal («¡No a la guerra!»: las
guerras de Bosnia, Afganistán, Irak, Libia, &c., no fueron guerras, sino «misiones
de paz») y en la educación permanente de la ciudadanía como el único medio
para mantenerla.
Pero esto quiere decir que la confluencia tuvo lugar en el terreno de las
ideologías, no en el terreno de la política real (la que contemplaba la destrucción
de las empresas, las huelgas promovidas por los sindicatos, el plante de los
pilotos, de los controladores, de los sanitarios, de los profesores, &c.). Sobre
todo, la confluencia entre ideologías contrapuestas no fue ideológica –como
confluencia en una ideología común– sino efectiva, es decir, una confrontación
«frente a frente» de ideologías irreconciliables, pero que se asemejaban en su
misma incompatibilidad ante materias comunes: contraria sunt circa eadem. Es
la semejanza o armonía verbal –paz, libertad de pensamiento, verdad, &c.–
expresada en la consabida fórmula de Francisco I cuando dijo, refiriéndose a
Carlos V: «Mi primo y yo estamos totalmente de acuerdo: los dos queremos
Milán.»
165
«progresismo»). Un humanismo y un progresismo desde los que definen a sus
enemigos naturales como oscurantistas o cavernícolas. Definiciones con las
cuales pretenden cubrir tanto a la Conferencia episcopal, como a la Iglesia, a los
jóvenes jornadistas cosmopolitas y al Papa, sea Benedicto XVI, sea Juan Pablo
II («cómplice de los capitalistas en su lucha contra la Unión Soviética»), sea Pío
XII («cómplice o encubridor de los nazis en sus persecuciones a los judíos»).
Por cierto, poco antes, en el mismo libro I, San Ireneo, resumiendo la Gran
Exposición de Ptolomeo, nos dice, a propósito de la formación del demiurgo que
«en primer lugar formó, a partir de la sustancia psíquica al que es Dios padre y
rey de todos, tanto a los que son consustanciales, es decir, a los psíquicos, a los
que llaman de la derecha, como a los procedentes de la pasión y de la materia,
a los que llaman de la izquierda.» (San Ireneo, Adversus haereses, I, 5). Más
adelante (I, 30), al hablar de los gnósticos setianos (¿ofitas?), San Ireneo nos
cuenta que «cabe la potencia del abismo mora una primera Luz, a la que califican
de bienvenida, incorruptible e infinita. Es el Padre del Universo, llamado Primer
Hombre... el primer hombre, juntamente con su hijo, experimentó un gran gozo
a causa de la belleza del espíritu –es decir, de la Hembra–, la iluminó y engendró
de ella una luz incorruptible, el tercer varón, al que llamamos Cristo.»
167
ligados a la tiniebla infernal, no ignorando la potencia de ella ni la sinceridad y la
generosidad de la luz, no consintió que las formas luminosas fueran retenidas
mucho tiempo por la tiniebla, &c.
168
• «Ilustración» en el sentido de categoría historiográfica idiográfica: es la
acepción de Cassirer en su Filosofía de la Ilustración (1932).
Dos sentidos de la Ilustración paralelos, por cierto, a los que posee el propio
término «gnosticismo», que unas veces quiere designar (Congreso de Mesina
de 1966) a ciertos grupos (idiográficos) de sistemas del siglo II después de
Cristo, y otras veces (por ejemplo, en la definición de Max Scheler) a una
concepción ideológica que pretende la «salvación por el conocimiento», y cuyo
formato es más bien nomotético (puesto que puede aplicarse distributivamente
a muy diferentes grupos, sectas o individuos de los siglos y lugares más
diversos).
169
Pero si esto es así, tendremos que concluir que al interpretar un segmento
histórico determinado (por ejemplo, la época ateniense) como una época
ilustrada, deberemos enlazarla con las diferentes épocas ilustradas
antecedentes y consecuentes, lo que equivale a suponer que admitimos, al
menos en principio, una línea histórica global de progreso. Lo que equivale a
comprometernos con una evaluación axiológica, en principio positiva, de esta
idea (y lo que a su vez deja en ridículo el planteamiento de las cuestiones
relativas a la época «en la que comenzó la Ilustración en un determinado país»,
o si en este país hubo o no Ilustración en un momento determinado (por ejemplo,
si en España la Ilustración comenzó con Feijoo, por influencia de Francia, o si
hubo que esperar hasta el siglo XIX); cuestiones que no se plantean siquiera
cuando se presupone que la ilustración es un proceso continuo, sin perjuicio de
sus eventuales retrocesos.
Por ello resulta problemática esta acepción del concepto de ilustración para
todo aquel que no acepte la idea de un progreso indefinido de la humanidad, y
se obligue a concluir que cuando habla de una época ilustrada está utilizando,
aunque sea provisionalmente, un concepto axiológico, no neutro, es decir, un
concepto pragmático, por no decir propagandístico, enfrentado a otros conceptos
de su escala. Por ejemplo, la Ilustración del siglo XVIII, como concepto
idiográfico, sería sólo un concepto propagandístico emic acuñado por los propios
ilustrados del siglo de las luces, en su lucha a muerte con los conservadores del
Antiguo Régimen, con el clero, con el «oscurantismo» más reaccionario. Pero
está por demostrar que los ilustrados del siglo XVIII constituyeran por sí mismos
una etapa del «progreso» del Género humano, y no más bien, simplemente, una
etapa del conflicto entre grupos, sectas o escuelas enfrentadas «a muerte» en el
terreno económico, político, religioso, cultural o gremial.
170
15M (escoltados por los «laicos en marcha», sin excluir a los ateos) y los jóvenes
jornadistas católicos impulsados por un espíritu cosmopolita?
171
de un concepto crítico de ella en cuanto asumen (y sin necesidad de haber leído
la Dialéctica de la Ilustración de Horkheimer-Adorno) la crítica radical a la
Ilustración y a su tesis implícita del progreso indefinido. Y porque creen saber
que la indignación de los elementos cuasi anarquistas del 15M es tan ingenua y
analfabeta como pudo serlo la indignación de los albigenses y los valdenses
medievales que creían en la posibilidad de restaurar una comunidad cristiana
apostólica, tirando por la borda todo lo que procediese de la «tradición
constantiniana». Pues acaso, los verdaderos «ilustrados», al menos en materia
de prudencia política, entre las juventudes medievales, no fueran tanto los
albigenses o los valdenses cuanto los jóvenes que se alistaban a la guerra contra
el Islam, los jóvenes que acudían a las nuevas Universidades que se iban
abriendo –ellos eran también quienes cantaban el Gaudeamus Igitur, que
terminaba recordando: nos habebit humus–. Estos jóvenes medievales eran, sin
duda, políticamente más «maduros» y prudentes que los albigenses o que los
valdenses, jóvenes o viejos, cuya ilustración (o su gnosticismo) era ingenuo e
imprudente, porque no calculaban las fuerzas del enemigo y, pensando en el otro
mundo, no advertían que estaban a punto de ser masacrados. Los escolásticos
medievales, y sobre todo los que siguieron a Santo Tomás de Aquino, fijaron la
crítica de la razón (en realidad, el propio cristianismo había significado ya una
peculiar «crítica de la razón griega»: «Mirad que nadie os engañe por medio de
filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de los hombres...» (San
Pablo, Colosenses, 2:8), y subrayó sus límites: la «razón» no podía agotar la
realidad de las cosas que existen en el mundo o en el hombre; la «revelación»
insinuaba muchas verdades sobre el mundo y sobre el hombre que la razón no
podría alcanzar, y esto debía saberlo pueblo.
Por último, y sobre todo, la Ilustración (acrítica) de los indignados del 15M
y, sobre todo, la de sus aliados agnósticos, ateos o laicos en marcha, se
172
mantiene a una escala de oposición tal que es incapaz de engranar con la escala
de las juventudes católicas que se apiñan junto a Benedicto XVI.
En efecto: los indignados del 15M (y sus aliados), como los ilustrados de
Volney, se mantienen en un terreno más bien filosófico, el del ateísmo o el del
agnosticismo, y plantean la confrontación como una suerte de debate teológico
acerca de la existencia de Dios. Es decir, se comportan ante los jóvenes católicos
como se hubieran podido comportar ante los jóvenes musulmanes (que también
invocaban a Dios en Egipto, Túnez, Libia o Yemen) o ante los jóvenes judíos. Es
decir, veían a los jóvenes católicos desde la perspectiva ilustrada que impregna
el concepto, cada vez más extendido, acuñado por Max Müller, de las «religiones
del libro». Un concepto utilizado por Lessing, campeón de la Ilustración, en su
célebre Natham el sabio, en el cual Lessing pretendió llevar adelante la
«ecualización» de las tres religiones (judíos, cristianos, musulmanes) por su
común creencia en un Dios único, aunque con distintos nombres (Yahvé, Dios,
Alá) simbolizados en los tres anillos de los que habló Lessing. Y esto equivale a
confundir, por ecualización, a cristianos, judíos y musulmanes. Ecualización o
confusión, sin duda, de gran alcance pragmático, en cuanto permite dejar de lado
las diferencias «culturales» entre estas religiones y subrayar lo que de hecho
tienen en común, por ejemplo, los jóvenes becarios Erasmus o Comenius que,
ya sean judíos, cristianos o musulmanes, tienen que convivir en un
mismo campus.
173
ello rechazaban, «en nombre de la razón», a las supersticiones, entre ellas la
Eucaristía, pero no a Dios.
Ahora bien: una de las características, por cierto muy poco observada, de
las Jornadas Mundiales de la Juventud en Madrid podría ser esta: que acaso
estuvieron planeadas no tanto como jornadas filosóficas o teológico-aristotélicas,
sino como jornadas religiosas. Es decir, como jornadas centradas no ya en torno
a Dios (en torno al Dios de «las religiones del libro»), sino en torno a Cristo,
exclusivo del cristianismo. Desde la teología dogmática católica la distinción
puede parecer poco significativa, porque Cristo es no sólo hombre, sino también
Dios. Pero en una confrontación con las otras religiones del libro, la distinción es
mucho más profunda. Desde Dios (desde el Dios de Aristóteles, fundador de la
teología natural o filosófica) no es posible «pasar» a Cristo, y Cristo, desde el
punto de vista de la teología aristotélica –heredada por los musulmanes–, es
solamente un mito. Pero desde el punto de vista cristiano, desde Cristo, ya es
posible pasar a Dios, a un Dios por cierto trinitario muy distinto del Dios unitario
de judíos y musulmanes. El Dios cristiano es ante todo un Dios religioso, no es
el Dios de los filósofos. No es, por ejemplo, el Dios de Descartes, en función del
cual Pascal había confesado: «Sólo puedo llegar a Dios a través de Jesucristo.»
El lema de las Jornadas, tal como lo expuso Benedicto XVI –un lema «que
al principio chocó», dice una periodista solvente–, era el siguiente: «Arraigados
y edificados en Cristo, firmes en la fe.» Pero no dijo, como podía haberlo dicho
un imán o un rabino: «Arraigados y edificados en Dios...»
¿Será excesivo suponer que Benedicto XVI planeó las JMJ, entre otras
cosas, como un dique ante el avance, si no del judaísmo, sí del Islam?
174
Paz, Democracia y Razón
Gustavo Bueno
Introducción
¿Qué sentido puede tener presentar al autor de este libro, don José Manuel
Otero Novas, ante el público distinguido que llena esta sala, cuando este
distinguido público conoce al autor mucho mejor que el presentador?
175
Pero es que, además, el presentador comparte la mayor parte, por no decir
la totalidad, de las «opiniones pragmáticas de principio» (Igualdad, Democracia,
Iglesia católica, Patria...), que el autor desarrolla magistralmente en su libro. Este
acuerdo «pragmático» puede resultar paradójico a quien tenga en cuenta que el
autor y el presentador suelen ser adscritos, por quienes les conocen, a
posiciones filosóficas antagónicas, a saber y respectivamente, las
del humanismo (o espiritualismo) cristiano y las del materialismo filosófico.
176
que no cabe acuerdo, y atenernos a las cuestiones prácticas»? No, porque las
cuestiones especulativas de principio resultan ser tan prácticas como las
cuestiones técnicas, y a veces las cuestiones técnicas resultan ser las
verdaderamente especulativas e inútiles, como es el caso de algunos de
nuestros ferrocarriles AVE, admirablemente ejecutados técnicamente, pero que
permanecen parados por falta de viajeros.
177
en temperatura que las temperaturas de estas partes, en las cuales el
termómetro también marca 15 grados (sin que quepa aplicar, por ejemplo, la
operación 15º+15º+15º=3D45º, lo que significa que esta totalidad atributiva, sin
dejar de serlo, presenta un aspecto distributivo en cuanto «totalidad térmica»).
178
hábitos –o al menos las disposiciones hacia ellos– eran innatas o eran siempre
adquiridas). También era un hecho de experiencia la realidad de ciertas
afinidades entre algunas disciplinas diferentes, así como el hecho de que otras
disciplinas, principalmente las que recibían el nombre de sapientia, asociada a
la Metafísica (o la de su mímesis, la Lógica), parecían englobar a todas las
demás, aunque éstas no se derivasen lógicamente de aquellas. Sobre estas
experiencias los escolásticos establecieron una teoría o sistemática de los
principios en la cual se diferenciaban, ante todo, los llamados principios del
entendimiento especulativo (estratificados en tres niveles: primeros principios
especulativos –sapientia–, intellectus principiorum –correspondiente al hábito de
los principia media o principios propios de cada ciencia categorial– y scientia –
como habitus conclusionis–, si bien el habitus conclusionis era de índole más
bien formal que material, y por ello podía considerarse común a todas las
ciencias, en la medida en que estas debían ajustarse a los principios lógicos
formales). Además, los escolásticos reconocían también principios del
entendimiento práctico, estratificados a su vez en tres niveles: el de
la sindéresis, el del arte y el de la prudencia (que englobaba la llamada
prudencia política).
179
Dicho de otro modo: mi propósito es subrayar, ante ustedes, que la tradición
escolástica asumió ampliamente, al menos en el espacio gnoseológico, el
principio materialista de la symploké, y que en consecuencia, no tendría por qué
resultan paradójico, ni menos aún contradictorio, que dos o más personas o
grupos de personas puedan discrepar diametralmente en el estrato de los
primeros principios (o tenidos por tales) pero estar de acuerdo en el estrato de
los principios medios. Otra cosa es delimitar, en esta confrontación, por un lado
los principios máximos que parecen estar englobando, implícitamente al menos,
la obra del autor de Los mitos del pensamiento dominante, y los principia
máxima del materialismo filosófico, que suponemos antagónicos con aquellos, y
los principia media del autor presentado, en la medida en que ellos no son
antagónicos, sino confluyentes con los principia media del presentador.
180
Dejamos de lado, en la ocasión presente, la tarea de justificar la unidad de
las cuestiones tan heterogéneas incluidas en este «campo pragmático» de las
convergencias o divergencias prácticas, y nos limitamos a esquematizar el
posible alcance entre estas convergencias y antagonismos en cada uno de los
dominios en torno a los cuales está organizada la obra admirable de José María
Otero Novas: Paz (y guerra), Democracia (y autocracia) y Razón (e instinto
irracional).
I. La Paz
181
Pero también utiliza una estrategia ad hominem, orientada a recordar cómo
los más ilustres pacifistas de nuestro tiempo apoyaron o transigieron, en un
momento dado, con la guerra, como fue el caso de Winston Churchill o el caso
de Bertrand Russell (quien tras su pasado de fundamentalismo pacifista,
recomendó urgentemente, en 1945, una guerra preventiva de los occidentales
contra la Unión Soviética). Y tal habría sido el caso, que el autor trata
minuciosamente, de la misma Iglesia católica, que, sin perjuicio de mantener
entre sus primeros principios el ideal de la «paz evangélica», sin embargo
transige una y otra vez con ellas, e incluso las justifica desde la teoría del mal
menor, o desde la teoría de las guerras preventivas o defensivas.
182
El autor, al ocuparse de la Paz y de la Guerra, no asume una perspectiva
antropológica específica, sino genérica. Una perspectiva que comprende, sin
duda, a la especie humana, pero en su condición genérica de género constituido
por los sujetos vivientes, ya sean estos espirituales (incorpóreos, si ello fuera
posible) ya sean animales (corpóreos).
183
continuista, que apela a la dialéctica hegeliana) pasa a la alienación humana a
partir de la fractura de la comunidad primitiva en dos clases antagónicas, la clase
de los explotados y la clase de los explotadores. La «lucha de clases» será
considerada como el motor de la historia humana, y la fundación del Estado será
vista tan solo como un episodio más de esta lucha, mediante la cual la clase
explotadora, que detenta la propiedad de los bienes de producción, podrá
consolidar su dominio utilizando los aparatos del Estado. El fin de la guerra y la
paz definitiva sólo llegará al Género humano cuando, una vez que el proletariado,
como clase universal, se haya apoderado del Estado (la «dictadura del
proletariado») pueda «abolir el Estado», instituyendo una sociedad universal que
sólo necesitará una administración de las cosas pero no una administración de
las personas. (Esta ideología vulgar impregna, por cierto, a los movimientos que
hoy llamamos de los indignados).
Dicho de otro modo: las clases sociales y las luchas de clases son
posteriores al Estado y no anteriores a él. Por ello los conflictos entre los Estados
–que surgirán en el proceso mismo de crecimiento y consolidación de estos
mismos Estados– dará lugar a una dialéctica profunda, la dialéctica de los
Estados(considerados como «superestructuras» por el marxismo) que se
involucrará continuamente con la dialéctica de las clases. Los conflictos internos
a cada Estado que tengan como origen la voluntad secesionista de una parte
definida del territorio basal del Estado habrán de ser considerados como
conflictos muy próximos a la guerra, y no pueden ser interpretados (al modo del
idealismo democrático) como conflictos fundados en un supuesto derecho
184
democrático de autodeterminación de los secesionistas. Una democracia no
idealista no puede reconocer a un partido secesionista como fuerza democrática,
puesto que este partido es tan enemigo de la sociedad política real (sea
democrática, sea aristocrática) como lo sería un Estado ajeno que pretendiera,
ya fuese por medios violentos, ya fuese por medios de propaganda pacífica,
fracturar la capa basal, es decir, la patria, y apropiarse de dominios que son
suyos.
Podrá parecer evidente que las relaciones entre el Estado, tal como lo
concibe el materialismo filosófico, y la fracción de la iglesia católica organizada
dentro de ese Estado, se plantearán de un modo muy distinto cuando los
problemas se consideren desde los «principios primeros». Pero probablemente
existen mayores posibilidades de «armonizar» el Estado concebido por el
materialismo filosófico y el Estado concebido por la Iglesia católica que las que
185
existen entre el Estado laicista socialdemócrata o comunista y esta misma
iglesia.
II. La Democracia
Las definiciones que examina son las habituales en el terreno político. Ante
todo, las definiciones clásicas, la de Locke y, antes aún, la de Francisco Suárez
(pág. 201). A saber, las definiciones de democracia que utilizan la doctrina de la
soberanía del pueblo. Es también este el procedimiento que utilizó Rousseau.
Pero Rousseau ya advirtió la diferencia entre esta soberanía del pueblo, como
principio primero, y que es un principio teológico en la tradición escolástica, y el
acto mediante el cual el pueblo se determina como tal en el gobierno (lo que nos
sitúa en el terreno de los principia media). Y Rousseau llega a la conclusión, que
luego seguirá Kant, de que, en función de estos principia media (vinculados al
principio de la representatividad) la democracia se convierte, de hecho, en la
forma del Estado más próxima al despotismo.
186
La definición de democracia requiere algo más, diríamos, algún principio
medio que determine la naturaleza del gobierno. El autor encuentra por ello la
definición más ajustada en la fórmula que Abraham Lincoln ofreció el 18 de
noviembre de 1863 en la inauguración del cementerio de Gettysburg: «Gobierno
del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.» Definición que se enfrentaba, por
cierto, a la concepción del despotismo ilustrado de la Ilustración.
Por ello, Otero Novas, cuando se orienta a diagnosticar los más diversos
sistemas políticos (incluyendo a los que se autodenominan democráticos)
encuentra que no cabe hablar de democracia pura, y que los sistemas realmente
existentes pertenecen más bien al género mixto del que habló Dicearco, Platón,
incluso Aristóteles, Polibio, Cicerón y hasta Montesquieu. Según esto, una
democracia real sería no tanto una democracia, en el sentido aristotélico, cuando
un mixto de sistema democrático con componentes aristocráticos u oligárquicos,
e incluso con componentes monárquicos (sobre todo en las democracias
presidencialistas).
¿Dónde poner entonces la línea divisoria que separa las posiciones del
materialismo filosófico y las del humanismo cristiano de los democristianos no
fundamentalistas?
187
Desde luego, en el terreno de los primeros principios. En efecto: el
humanismo cristiano acepta, en el terreno de los principios primeros, la libertad
y la igualdad de todos los hombres, al menos una vez que hayan sido redimidos
del pecado original mediante el bautismo. Por tanto, en principio, presupone la
posibilidad de una sociedad democrática genuina cuando se respeten los
derechos humanos (que, por cierto, se inspiraron en el cristianismo, razón por la
cual el papa Pío VI condenó la Declaración de la Asamblea francesa de 1789).
Y cuando se adopten las medidas pertinentes para que cada ciudadano pueda
votar reflexivamente, libremente, incluso haciendo uso de las modernas
tecnologías que permiten un plebiscito electrónico continuo.
Todo pretende arreglarse con la regla de las mayorías. Pero esta regla no
expresa la grandeza de la democracia, sino su miseria. No hay acuerdo en los
Parlamentos, sino consenso con el sistema de las mayorías. Por ejemplo, no hay
188
acuerdo en un parlamento que proclama el derecho al aborto, puesto que este
acuerdo es en realidad un consenso establecido en cuanto al procedimiento que
llevó adelante la nueva ley, pero no en cuanto al contenido de la propia ley (que
teóricamente la oposición derogará cuando alcance la mayoría en una próxima
legislatura).
III. La Razón
Ahora bien: ¿cómo definir la razón, una vez que se le han concedido
atributos supremos? En realidad no se define, sino que se da por supuesta,
diríamos, deícticamente, señalando con el dedo algunas de sus realizaciones.
Por su parte tampoco el autor parece creer necesario dar una definición
operatoria de tal facultad. La da por supuesta, acaso también deícticamente, y
se limita a ponerla en correspondencia con la «conciencia». En cambio, y acaso
para huir de definiciones tautológicas o metafísicas, el autor ofrece una
interpretación que se cruza muy bien con las interpretaciones materialistas de
esta facultad, al adscribirla al cerebro (al neocortex), dejando los componentes
irracionales o arracionales del hombre a cargo del cerebro medio y del
paleocortex (del «cerebro reptiliano»). La razón humana funciona conjuntamente
con las creencias (con la intuición, con la sensibilidad, con el «corazón»).
Dicho de otro modo: Otero Novas, acaso movido por un designio positivista
que le mantenga a distancia de un espiritualismo primario mitológico o animista,
se inclina a definir la razón o la intuición desde una perspectiva «subjetual», que
es, por otro lado, la perspectiva tradicional del espiritualismo sobre la que se
edificaría la Psicología metafísica llamada también, en tiempos, «Psicología
racional». Con esto se dispone de un criterio para diferenciar los brutos de los
hombres.
189
Sin embargo el autor desborda de algún modo el horizonte psicosubjetivo
de la oposición razón/intuición apelando a la perspectiva histórica
(suprasubjetiva) tal como la estableció en su libro, antes citado, La rebelión de
los Césares. En este libro ofrece, como hemos dicho, una filosofía crítica de la
historia, según la cual la historia del hombre se desplegaría no linealmente, ni
tampoco caóticamente, sino obedeciendo a un ritmo binario, pendular, el de las
épocas apolíneas y el de las épocas dionisiacas. Ahora bien, las épocas
apolíneas serían las épocas racionalistas; las épocas dionisiacas serían las
épocas en las que predomina el corazón, la intuición, el voluntarismo acaso
irracional.
190
prodigiosa de calcular» creada por Dios. Ante todo, porque el cerebro es una
masa corpórea objetiva a la que se le ha dotado de los atributos del sujeto
operatorio. Y la subjetividad no brota del cerebro, sino, por lo menos, de la
interacción de múltiples cerebros de grupos cooperativos, o en conflicto, que en
ningún caso constituyen ya un cerebro.
191
mitos son también racionales o funcionales dados los contextos adecuados;
como lo es también la música en su pura expresión estética, cuando siguiendo
a Ansermet reconocemos que escuchar música es tanto como percibir logaritmos
de frecuencias. Y lo irracional aparece muchas veces como resultado de la
confluencia de diferentes cursos racionales. Los «números irracionales» sólo
aparecieron en Matemáticas una vez que hubo sido demostrado el «teorema de
Pitágoras», sin duda una cumbre del pensamiento racional.
192
inmanencia», podría «saltar»: el «salto a la trascendencia» del que tanto habló
la filosofía existencial de la primera mitad del siglo XX.
En cualquier caso, y por último, debo reconocer que los principios del
materialismo filosófico carecen de fuerza de convictio suficiente para atraer a
hombres tan eminentes como José Manuel Otero Novas. Por esta razón el
materialismo filosófico no puede confundirse con un fundamentalismo
racionalista. Y por ello no puede menos de satisfacer siempre el comprobar los
puntos de acuerdo que se constaten con el espiritualista, aunque sólo sea en el
terreno de los principia media.
193
La ‘Ciencia enfermera’ desde la TCC
Gustavo Bueno
Introducción
194
indagar qué pudiera decirles un teórico descripcionista de la ciencia, o
un teoreticista popperiano, o un teórico adecuacionista.
195
los dos tipos de definición de ciencia que acabamos de distinguir podrían
redescribirse de este modo:
(1) Primera acepción: ciencia como «saber hacer». Una acepción genérica
que engloba a múltiples especies, tales como la «ciencia del carpintero», la
«ciencia del organero» (del fabricante de órganos), en cuanto contradistinta de
la ciencia del organista (del artista que cultiva una de las cuatro disciplinas de
196
Quadrivium), o bien la «ciencia del curandero», más cercana a la ciencia del
mago que domina las ceremonias prescritas para aliviar una enfermedad (Frazer
ya había sugerido la vecindad del «oficio de mago» y el «oficio de científico»,
fundándose en que ambos, por contraposición al «oficio del sacerdote»,
mantienen la actitud de quien conoce las leyes de la naturaleza inmutables y de
algunos mecanismos de su control; es decir, una actitud contrapuesta a la del
sacerdote, que procede siempre implorando la intervención de una voluntad
superior a la cual puedan plegarse los acontecimientos naturales.
El saber hacer (sea arte, sea prudencia) se corresponde muy bien con lo
que en nuestros días se conoce como «profesionalidad» de un operario dado.
«Profesionalidad de un fontanero», «profesionalidad de un curandero» o
«profesionalidad de un cirujano» equivale, ante todo, a reconocimiento de la
posesión de un arte o de una praxis (fruto de la disciplina y de la experiencia)
que les permite controlar el campo de sus actuaciones. En un caso,
prescindiendo incluso de los resultados –y en esto se diferencia el arte (la
técnica) de la prudencia–. Un curandero o un mago puede ser un profesional, y
sin embargo sus resultados pueden ser inadmisibles fuera de su cultura o de su
círculo de actuación. Un pianista profesional puede interpretar una partitura
sustituyendo sistemáticamente las notas escritas por otras escritas a dos o tres
intervalos de distancia: el resultado inadmisible, desde el punto de vista estético,
demuestra sin embargo la «profesionalidad» o el «arte» del pianista.
La TCC supone que las ciencias, en su sentido estricto (la tercera acepción),
proceden de las técnicas y no de la filosofía. La Geometría procede de la
agrimensura, la Aritmética de la contabilidad, la Química de la metalurgia y de la
cocina. Se rechaza así la tesis de la filosofía como «madre de las ciencias». La
filosofía estricta, como saber de segundo grado, no brota de la ignorancia,
presupone ya saberes científicos, por ejemplo, la Geometría.
197
cada vez más a confundirse con las tecnologías, o, si se prefiere, a «demostrar»
sus identidades sintéticas en el terreno tecnológico.
(4) Cuarta acepción: ampliación del rótulo ciencia a los campos que no
lograron alcanzar el estado de ciencias reales, pero sí una organización del
mismo similar a la que es propia de las ciencias reales o efectivas. Estas
ampliaciones se produjeron a partir de los siglos XIX y XX: ciencias lingüísticas,
ciencias históricas, ciencias geográficas, ciencias económicas, ciencias
políticas... y, por supuesto, ciencias de la información o incluso «ciencias
gastronómicas».
198
constitución, a lo largo de los siglos XVI y XVII de las ciencias astronómicas
modernas (Copérnico, Kepler, Galileo), y con la mecánica de Newton.
199
del campo propio de cada ciencia, de los límites de ese campo, según un criterio
gnoseológico, inmanente a las ciencias, y no epistemológico o metafísico.
Precisamente porque cualquier campo es en gran medida común a ciencias
positivas distintas, es por lo que podemos concluir que cada ciencia no agota
íntegramente su campo categorial. Conclusión decisiva en todo cuanto concierne
a los contextos de investigación, y por tanto a la distinción entre las
ciencias cerradas y las ciencias clausuradas. La pluralidad de las ciencias, es
decir, la pluralidad de sus campos respectivos, establece una discontinuidad
gnoseológica, que es un caso particular de la symploké de las categorías: es
imposible demostrar, partiendo de los principios geométricos, las leyes de
composición de los elementos químicos, o viceversa.
200
cierre equiparable a una institución técnica, por la cual el producto de dos o más
términos cualesquiera de este campo determina otros términos que también
pertenecen al campo, y con el cual los términos factores mantienen relaciones
aritméticas ‘<’, ‘>’, ‘=’.
Ahora bien: no era la primera vez que, como buscando un criterio para la
clasificación de las ciencias, se había pensado en la lista de categorías de
Aristóteles (que concebía las categorías como la expresión de los diferentes
contenidos en los que se repartía el Universo o el Ser): «tantas ciencias como
categorías», como si las categorías ontológicas determinasen el recorte de las
categorías gnoseológicas. Pero cuando partimos del supuesto de que los
dominios o campos del Universo fenoménico no preexisten a las ciencias
operatorias, sino que son los cierres los que las delimitan, determinando por
tanto unos dominios o campos frente a los otros, habrá que concluir que serán
los cierres establecidos de hecho en el material del Universo aquellos que
podrían servir de criterio para establecer las categorías de la realidad: «tantas
categorías como ciencias». Y esta es la razón por la cual hemos llamado cierres
categorialesa los cierres gnoseológicos, es decir, a las ciencias que delimitan los
campos cultivados por cada ciencia respecto de los campos de otras ciencias.
En cualquier caso esta decisión no resultaba en modo alguno extravagante
respecto del uso ordinario del término categoría, sobre todo a partir de las
concepciones del positivismo clásico que hablaba ya de categorías geométricas,
de categorías astronómicas, de categorías físicas, de categorías químicas, de
categorías biológicas o de categorías sociológicas.
201
Las categorías, redefinidas en función de las ciencias positivas, no tendrían
por qué entenderse como esferas autónomas que introdujeran discontinuidades
absolutas en el Universo, porque las involucraciones entre las categorías o, si se
prefiere, los puntos de intersección entre las «esferas» serían la regla y no la
excepción. La razón es que las ciencias categoriales no agotan los campos o
dominios que cultivan, y esto significa que, sin perjuicio de las categorías,
quedan muchos contenidos comunes a diferentes dominios, campos o
categorías.
202
hasta finales del siglo XVIII o el XIX, la época en la que Priestley, Lavoisier y
sobre todo Mendeleiev o Lothar Meyer hubieran determinado los que se
llamarían elementos químicos.
203
tecnologías o prácticas β2. Son técnicas o praxeologías que utilizan resultados
de ciencias α o β y, por tanto, pueden considerarse en parte subalternadas a
estas ciencias, sin perjuicio de una autonomía técnica o práctica de grado muy
alto. Es el caso de las llamadas ciencias jurídicas, políticas, económicas o
ingenieriles, tal como son practicadas por jueces, magistrados, políticos,
economistas o ingenieros en activo. Son ciencias que cabe incluir en la primera
acepción, el saber hacer profesional, con un componente científico estricto de
tipo α.
204
precisamente «ciencias cerradas categorialmente», cualquier posibilidad de
colaboración o de coordinación entre ciencias diversas entendidas como un
proceso requerido para la resolución científica de sus problemas, se anula,
porque los problemas o proyectos de cada ciencia sólo pueden plantearse en el
ámbito ellas mismas, sin que la «colaboración con otras ciencias» pueda servir
para la resolución científica (no ya práctica, extracientífica) de los problemas.
Dicho de otro modo: la «convergencia» enciclopédica de diversas ciencias ante
una materia dada no constituye una ciencia categorial, del mismo modo a como
la acumulación enciclopédica de sillares poliédricos regulares de los cinco
géneros en un edificio tampoco da lugar a un nuevo tipo de poliedro regular.
205
muchas veces con partes comunes a otros campos, sin reducirse a ellos. El
organismo estudiado por un biólogo no es sólo un compuesto de partes formales
suyas (mitocondrias, células, tejidos, vísceras) sino también por partes
materiales (átomos o moléculas de C, O... o macromoléculas de ADN). Las
partes materiales están involucradas en el campo biológico, y el biólogo necesita
sin duda la investigación bioquímica a fin de proseguir sus propias
investigaciones en su escala característica. Pero la «Bioquímica» no es
interdisciplinar, sino que es Biología aplicada a organismos susceptibles de ser
analizados mediante conceptos químicos, o bien es Química aplicada a
situaciones en las cuales los materiales químicos se encuentran incorporados a
marcos biológicos. Si controlo regularmente mi automóvil es porque «controlo»
sus partes formales pertinentes (dadas a escala operatoria de la conducción:
volante, dirección, frenos, iluminación...); sin duda el automóvil sólo puede ser
conducido cuando en él tienen lugar las reacciones químicas entre los gases del
motor, o las interacciones mecánicas de la tracción, pero el análisis de aquellas
reacciones o de estas conexiones se dan según escalas especiales, las escalas
a las que trabajan «interdisciplinarmente» los técnicos especialistas del taller, o
«enfermería» de mi automóvil, en revisión o en reparación de una avería. En
cualquier caso, la conducción regular del automóvil involucra las reacciones
químicas del motor y las conexiones mecánicas, pero estas reacciones químicas
o aquellas conexiones no involucran a la conducción, que en modo alguno se
deduce de aquellas.
206
En cierto sentido cabría afirmar que la Biología y la Medicina, sin perjuicio
de su afinidad, en lo relativo a los contenidos «escalares» de sus campos
respectivos (los cuerpos vivientes), mantienen en el proceso de sus desarrollos
direcciones «vectoriales» opuestas. Por ejemplo, la Biología, en cuanto se acoge
a la doctrina de la evolución darwiniana, considera a los organismos como
sujetos a mutaciones naturales que, sin perjuicio de sus anomalías respecto de
las normas estadísticas, no pueden considerarse exclusivamente como
«enfermedades». Una infección bacteriana o un tumor, o bien las manos con
seis dedos de un feto, o los gemelos siameses, desde el punto de vista biológico
son, antes que enfermedades, episodios de la evolución y transformación de las
especies y de la lucha de las especies. El biólogo, en cuanto tal, no podría «tomar
partido» por las bacterias, como tampoco el etólogo toma el partido de la oveja
antes que el partido de lobo, o viceversa: simplemente observa, describe y
analiza sus enfrentamientos, se interesa por el curso espontáneo de la lucha por
la vida entre vivientes de diferentes especies, géneros, órdenes, &c. El biólogo
podrá ver en un tumor maligno un caso interesante y hermoso de proliferación
celular, cuyo curso espontáneo deseará estudiar científicamente. Y únicamente
el médico, ante una mano con seis dedos se planteará inmediatamente el
problema de amputar el dedo excedente, o ante unos hermanos siameses
tenderá desde luego a separarlos, en una dirección opuesta a la del biólogo.
Asimismo el biólogo no tendrá inconveniente alguno, en cuanto tal, en
experimentar los resultados de una infección del organismos con estreptococos,
a fin de comprobar los resultados de esta «batalla», y considerará una limitación
de su libertad de investigación la prohibición de sus experiencias. La «sagrada
libertad» de investigación científica encuentra sus límites en la «legislación
vigente», que prohíbe vivisecciones, experiencias con células madre,
experiencias mediante cobayas humanos o intentos de estudiar la creación de
híbridos de humanos y ratones.
207
3. La afinidad entre las disciplinas biológicas y las disciplinas médicas se
basa, sin duda alguna, en el hecho de que sus campos respectivos no son
esferas absolutamente disyuntas (sin ningún contenido común), sino esferas
«intersectables», a través precisamente de los cuerpos vivientes humanos (y por
ampliación, por las reliquias de estos cuerpos vivientes humanos, tales como
momias o esqueletos).
Pero lo que aquí nos interesa subrayar es que esta nueva denominación fue
utilizada sobre todo por los médicos, con intención de designar, en principio, a la
anatomía humana (el Anthropologium, de Magnus Hundt, en 1501); como
anatomía no ya de un organismo animal más, sino de un organismo considerado
superior en la Scala Naturae, un organismo que recapitularía, como un
microcosmos, a todos los organismos vivientes (una idea, la del organismo
humano como microcosmos, que puede encontrarse ya en los médicos antiguos,
pero que persiste en la misma «ley de recapitulación biológica» de Haeckel).
208
naturalista y la Antropología médica (un conflicto muy bien estudiado por Elena
Ronzón en su libro Antropología y antropologías, Pentalfa 1992).
209
defendió la Antropología como disciplina zoológica sin dejar por ello de reconocer
los caracteres diferenciales del hombre. Antón consideraba que la división
tradicional de la naturaleza en tres reinos (mineral, vegetal y animal) había sido
alterada por primera vez por Geoffroy Saint-Hilaire, que subrayó la distancia o
alejamiento del hombre respecto de los animales, por sus facultades morales o
intelectuales (Joaquín de Hysern, médico que fue presidente de la Sociedad
antropológica española en 1874, introdujo el criterio objetivo que, a nuestro
entender –remitimos a nuestro artículo «Por qué es absurdo ‘otorgar’ a los simios
la consideración de sujetos de derecho», El Catoblepas, nº 51, mayo 2006– tiene
más peso en el momento de establecer las diferencias entre el hombre y los otros
animales –y ulteriormente de los hombres entre sí–: el criterio de la «capacidad
del hombre de someter a los propios animales»).
210
propia investigación médica) sino por razones de principio (entre ellas la propia
tradición gremial de nuestra cultura en la cual el médico visita al enfermo en la
cama mientras que el veterinario lo hace en la cuadra).
211
sagrados mi vida y mi arte;... y cuando entre en una casa, entraré solamente
para el bien de los enfermos y me abstendré de toda acción injusta.»
Son las transformaciones de este tercer tipo las que más nos acercan a la
ciencia de la enfermería, en la medida en la cual las ciencias (técnicas, praxis)
enfermeras, por sí mismas, se mantendrían en el horizonte de los enfermos. Es
decir, que si esas ciencias enfermeras no se entendieran como envueltas por la
Medicina, podrían degenerar en una práctica orientada a mantener
indefinidamente al enfermo en su condición de tal (intentando, eso sí, en la
fórmula de Florencia Nightingale, «conservar la energía vital de los pacientes»,
como garantía del futuro de su propio oficio).
212
Nosoterapia, como «estrategia» de tratamiento de una enfermedad consistente
en provocar un proceso morboso capaz de redirigir el curso de aquella
enfermedad. Por ejemplo, la llamada Piroterapia («inventada» por el médico
austriaco Julio Wagner von Jauregg como terapia contra la parálisis producida
por la sífilis, quien empleó el paludismo como fuente productora de la fiebre
reparadora, por lo que fue recompensado en 1927 con el premio Nobel de
Medicina) es un método nosoterápico que se vale de la fiebre provocada por la
inyección de plasmodios, vacunas o diatermia. También es nosoterápica la
técnica del llamado absceso de fijación, producido artificialmente por una
inyección de trementina para «fijar» allí una infección aguda grave. Podrían
asimismo considerarse nosoterápicas las técnicas quirúrgicas agresivas, o la
administración médica de la metadona a drogadictos de determinada clase. En
todos estos casos se trata de producir transformaciones de unas enfermedades
en otras enfermedades que conduzcan a la salud del enfermo, o por lo menos
que le permitan mantener su «energía vital» en su propia situación de enfermo.
213
en los lechos –o en los quirófanos–. Aforismo que, por lo menos, señala la
diferencia de escala, al parecer insalvable, que media entre los principios de la
Medicina y los principios de la Enfermería.
Sin duda los planos del arquitecto o los libros de los médicos no se repliegan
sobre sí mismos, sino sobre los sillares o los cuerpos vivientes a los cuales
aquellos planos y estos libros van referidos. Pero, ¿decimos algo al interpretar
estos repliegues en términos de una ejecución de los planos instituidos por parte
de quienes manipulan los cuerpos, ya sean estos sillares duros, ya sean de barro
o de hormigón, ya sean los cuerpos enfermos?
Ocurre que los criterios de esta selección de los cuerpos enfermos respecto
de los no enfermos o sanos no son los mismos en las diversas tradiciones.
214
irrealidad de aquel (al modo como lo hacían las sectas próximas a la de Mary
Baker Eddy).
Y lo que decimos del automóvil puede decirse también del óvulo humano
recién fertilizado por un espermatozoide, o de un adulto en coma profundo
irreversible, que no tiene más «conciencia» que la que pueda tener el automóvil.
215
expuesto, el principio de la transformación de los estados de enfermedad en
otros estados de enfermedad?
Sin duda, este principio podría acogerse a otra metafísica que en nada tiene
que envidiar, por su condición de tal, a la metafísica de la naturaleza sabia y
sanadora de los seres humanos. A la metafísica (llamada pesimista desde la
metafísica del optimismo) de la enfermedad, la que atribuye la enfermedad a la
propia naturaleza humana.
216
comunicarse con otros para expresar sus necesidades y sus sentimientos, 11.
Ayudar al paciente a practicar su religión o a actuar de acuerdo con sus ideas
del bien y del mal, 12. Ayudar al paciente para que trabaje en alguna cosa o se
ocupe de algo constructivo, 13. Ayudar al paciente en actividades recreativas,
14. Ayudar al paciente a adquirir conocimiento.»
Y por mi parte, no tengo nada más que decir. Muchas gracias por su
atención.
217
La Historia Universal como perspectiva
Gustavo Bueno
Prólogo al volumen V, Edad Moderna y Contemporánea, de las Obras Completasde don Juan
Uría Ríu (KRK Ediciones, Oviedo 2011, págs. 11-26.)
Es para mí un gran honor que Juan Uría Maqua, editor de la obra completa
de su padre, el gran historiador don Juan Uría Ríu, pensara en mí, que no soy
historiador, para poner prólogo al volumen V de esas Obras Completas. Tomo
que recoge muy diversos escritos que tienen en común asuntos de Asturias,
«modernos» o «contemporáneos», según las denominaciones convencionales
de la historiografía académica o universitaria.
El lector curioso –o, sencillamente, el lector que no tenga otra cosa mejor
que hacer– puede tener cierto interés en conocer las razones por las cuales yo,
sin ser historiador, he aceptado desde luego tan honrosa invitación (aunque
naturalmente no me incumbe hablar de las razones por las cuales fui invitado).
Juan Uría Maqua, con quien yo tenía una vieja relación de amistad (la última
vez que coincidí con él fue en Covadonga, diciembre de 2006, en el acto de
presentación del libro de nuestro común amigo Ignacio Gracia Noriega, Don
Pelayo, el rey de las montañas) murió hace un par de semanas, acompañado de
la numerosa familia que él había fundado. No pudo ver publicada la obra
completa de su padre, que él había preparado y que ya estaba en pruebas.
Intentó hablar conmigo pocos días antes de su muerte, pero yo estaba en Sevilla
y sólo después, a mi vuelta, me enteré de su fallecimiento y de la elección de mi
persona como prologuista, como me confirmó su señora viuda y madre de sus
hijos, doña Fidela Líbano Zumalacárregui. Mis palabras de ahora tienen por tanto
el sentido de un recuerdo profundo de Juan Uría Maqua y, desde luego, de un
homenaje a su padre, a quien tuve la suerte de poder tratar, con cierta
frecuencia, en mis primeros años en la Universidad de Oviedo.
Don Juan Uría Ríu era sin duda el personaje más importante, como
verdadero maestro, de aquella universidad. Me acogió desde el principio con
gran simpatía. Era un auténtico historiador y hombre de mundo y, sin perjuicio
de su erudición, no era nada «especialista», en el sentido ideológico y
pseudocientífico que hoy tanto abunda (me refiero a esos historiadores a quienes
un pacifismo sectario les impide, por ejemplo, considerar a la guerra como asunto
merecedor de la atención histórica, y pretenden orientar su oficio, no sólo de
palabra, sino de concepto, a la exposición de los diferentes «métodos de
218
resolución de conflictos» entre los pueblos o los Estados). Don Juan hablaba
mucho de asuntos antropológicos y musicales; recordando aquellas
conversaciones he leído con fruición las setecientas páginas de este volumen en
el que Juan Uría Maqua ha recogido publicaciones dispersas en revistas sobre
asuntos clasificados dentro de la Edad Moderna –por ejemplo, «El viaje de
Carlos I por Asturias», «Participación de Asturias en la guerra de las
Comunidades de Castilla», «Don José Pérez Busto, defensor de Manila contra
los ingleses en 1762»– o dentro de la Historia Contemporánea, ocupada aquí,
prácticamente, por la magnífica serie de trabajos sobre don Álvaro Flórez
Estrada.
En efecto, los diversos trabajos de don Juan Uría Ríu, recogidos en este
tomo, sin perjuicio de estar todos ellos vinculados a Asturias, no pueden ser
reducidos a los límites convencionales del llamado Principado de Asturias,
puesto que todos ellos están tratados a la escala de la Historia Universal.
219
constantemente «avergonzado» de tener que hablar de Alejandro Magno, de
Julio César o de Carlomagno, a los que debería tratar como «criminales de
guerra», como después fueron juzgados Stalin o Hitler. En realidad, si el
historiador humanista fuera consecuente con sus principios, tendría que tachar
el nombre mismo de Historia, es decir, su concepto, puesto que tendría que
comenzar extrayendo de ella todas las batallas y todos sus héroes, de la misma
manera que el humanista debería vaciar los museos de arte de los mármoles o
bronces que representan a Aquiles o a Agamenón. O, dicho de otro modo,
tendría que ordenar, si pudiera, traspasarlos desde la «Historia del Hombre»
hasta la «Prehistoria de la Humanidad». Esta es, en realidad, la consecuencia
que sacó Marx y que los historiadores que se llaman marxistas no se atreven
siquiera a recordar, acaso porque creen poder situarse, como científicos, en la
plataforma «aureolar» o metafísica del «Estado final de la Humanidad», en la
plataforma de la sociedad comunista universal, desde la cual todo lo que le
precede se le aparecerá como prehistoria de la Humanidad.
220
Pero si los presentes estudios de don Juan Uría Ríu, sin perjuicio de
moverse en torno a empresas, hombres o grupos asturianos, forman parte de la
Historia universal, será debido a que ellos «no tratan sobre el Hombre», sino
sobre un Imperio universal, el Imperio español. Porque la única plataforma para
comprender los «hechos universales de Asturias» no es la plataforma metafísica
del Género humano, que jamás ha existido, y menos aún en sus orígenes; jamás
existió el «Género humano» como realidad positiva prehistórica o histórica,
porque solo existieron bandas de australopitecos, de antecessores, de
neandertales, o de cromañones, o de egipcios, babilonios, persas, griegos o
romanos. «El hombre» no puede ser analizado como un todo diferenciado
del Genus Homo de Linneo, desde la Humanidad total, sino, por así decirlo,
desde una parte suya, lo suficientemente desarrollada como para que ella haya
podido «enfrentarse» a todas las demás. Y esta parte que pretendió
«comprender» a todas las demás se encuentra precisamente en algún Imperio
universal, cuando al Imperio lo consideramos en su sentido histórico, y no
meramente en el sentido que al concepto de Imperio dan algunos antropólogos
cuando hablan, por ejemplo, del Imperio maya o incluso del Imperio azteca.
Pero puede asegurarse que don Juan Uría mantuvo siempre esta
perspectiva universal, es decir, la del Imperio católico español, cada vez que se
enfrentó con los asuntos de importancia histórica de los que trata en esta obra.
Y esto, tanto cuando analiza y comenta minuciosamente la Relación de Laurent
221
Vital sobre el viaje de Carlos I, desde que desembarcó en Villaviciosa en
septiembre de 1517 –y ,por cierto, algunos de estos comentarios, obligados
desde su perspectiva global universal, serán acaso considerados como
políticamente incorrectos desde la óptica autonomista de algunas consejerías de
igualdad de nuestra democracia, por ejemplo: «A su llegada a España [hoy se
diría, ‘a Asturias’] desembarcó en el insignificante puerto de Tazones»; «¡No hay
nada insignificante en ningún pueblo del Pueblo!», diría el político– hasta que el
día de San Miguel, 29 de septiembre del mismo año, «después de haber oído
misa nuestro señor el Rey y desayunado muy bien, partió de Colombres para
hacer dos leguas largas de muy malo y penoso camino y llegar a un puerto de
mar llamado San Vicente de la Barquera»; tanto cuando trata de la intervención
de los soldados asturianos en la guerra de las Comunidades, como cuando trata
de don José Pérez del Busto, defensor de Manila contra los ingleses en 1762, o
cuando expone la vida de don Álvaro Flórez Estrada.
¿Y por qué la perspectiva histórica asumida por don Juan Uría no necesitó
«justificar» el paso que hay que dar de lo que ocurre en Asturias e interesa a los
asturianos, y de lo que ocurre en España? Sencillamente, porque don Juan partía
del supuesto axiomático de que Asturias era, desde su origen como reino
independiente, desde Covadonga, lo mismo que España en formación o en
desarrollo. Por ello, hablando a propósito de la incorporación de Flórez Estrada
en 1808 a la Junta General del Principado, puede decir algo que cualquier
nacionalista actual haría suyo, pero interpretándolo torcidamente en el sentido
contrario (contraria sunt circa eadem), un sentido que a don Juan ni siquiera se
le pasó por la cabeza.
222
a la sazón en Bayona– sino porque se identificaba con la misma nación y con el
mismo reino de España, con el Imperio católico amenazado por Napoleón.
«En los últimos días del mes de octubre de 1520 se recibió en Oviedo una
real cédula dirigida al corregidor, caballeros, escuderos, oficiales y
hombres buenos del Principado de Asturias en la que se decía que para
cosas cumplideras al servicio del monarca y la paz y sosiego del reino se
había acordado «mandar hazer alguna cantidad de gente de ynfantería»
y que por la seguridad de la fidelidad y lealtad que el Principado y sus
naturales habían mostrado siempre al reino y a la corona real se había
223
querido «que la dicha gente de ynfantería fuese de los naturales dese
dicho Prencipado, así por lo que dicho es e por ser gente dispuesta e qual
conviene para la guerra», por lo que se había enviado al contador del
reino, Rodrigo de la Rúa, para que enseguida y juntamente con el
corregidor procediese a reclutar hasta el número de dos mil infantes. Por
ello, añadía la cédula, se ordenaba que con toda brevedad se hiciese
dicha leva, de manera que los soldados «fuesen de los más ábiles para la
guerra e mejor armados e adezentados» que se pudiera, debiendo ser
con preferencia ballesteros.» (páginas 278-279.)
Muchos más textos, extraídos del libro de don Juan Uría que el lector tiene
entre sus manos, podrían ser citados; pero prefiero evitar la prolijidad al lector en
un asunto que él, si quiere, podrá comprobar por sí mismo.
224
2012
225
Identidad y Unidad (1)
Gustavo Bueno
Se ensaya en este rasguño la exposición de las más importantes diferencias y analogías que,
desde las coordenadas del materialismo filosófico, cabría establecer entre las ideas de
Unidad y de Identidad
1·2·3
227
Por otra parte se comprende, al menos retrospectivamente, la gran
probabilidad de que la perspectiva sistemática, inspirada en el espacio
gnoseológico, que se suponía incorporada al sistema del materialismo filosófico,
pudiera enmarcar la perspectiva propiamente doxográfica del artículo de
referencia, y justificar su interpretación como una «exposición doctrinal» de las
ideas de Identidad y de Unidad.
228
materialismo, de un partidismo metodológico, que no quisiera confundirse con el
parcialismo propio de los «doctrinarios autistas», que prefieren ignorar o
despreciar las posiciones de los adversarios. Pues el partidismo no consiste en
ignorar o despreciar a los adversarios, sino en definirse dialécticamente en
función de ellos. Y esta pretensión «dialéctica» lleva a la metodología de la
«toma inicial de partido», como condición para la posibilidad misma de la
argumentación ante disyuntivas del estilo de las citadas (por ejemplo, una toma
de partido inicial por el materialismo, el realismo o el ateísmo). Se supone
también, desde luego, que este partidismo metodológico inicial (que escandaliza
a las metodologías de la filosofía ordinaria, más tolerante, comprensiva y aún
democrática), en cuanto contradistinto del parcialismo fanático, deja abierta la
eventualidad a una rectificación, en todo o en parte, de las propias tesis
partidistas iniciales.
Una idea que fue erigida en la idea primitiva y originaria, en los estadios
primeros de la metafísica presocrática, por la idea eleática del Ser (όν) –heredera
a su vez de la idea de unidad pitagórica, o de la idea de arjé, como principio
único de los milesios–. Una idea llamada a ser utilizada ampliamente, no sólo
por el materialismo corporeísta del atomismo democríteo (los átomos entendidos
como seres eleáticos, eternos e indivisibles, sólo que «flotando» en el vacío,
interpretado como «no-ser», «μη-όν») sino también por el espiritualismo
platónico (al menos en la interpretación de Natorp). No podemos olvidar que
entre las cinco Ideas primitivas propuestas por Platón ocupa el primer lugar la
Idea de Ser (όν), a la que luego siguen las Ideas de στάσις, κίνησις, ταύτόν,
έτερον (Reposo, Movimiento, lo Mismo y lo Otro).
229
«objeto» o «asunto» de la filosofía primera –lo que luego se llamó metafísica
general–. Es decir, el ser como acto puro, el ser de las sustancias inmóviles
(entendiendo la inmovilidad en el terreno de la sustancia, y no en el terreno del
«movimiento denso» (continuo) que afectaba a las categorías de la cantidad, de
la cualidad y del ubi). Dejamos aquí de lado la cuestión de la reinterpretación del
sustancialismo pluralista de Aristóteles, como una reformulación en el terreno del
hilemorfismo, del atomismo del Demócrito, como expresión «distante» del
pluralismo metafísico. La «justificación» acaso más estricta de la metodología
neutralista no reside tanto en consideraciones pragmáticas («necesidad del
diálogo», tolerancia democrática a las opiniones ajenas...) sino consideraciones
que tienen que ver con la misma naturaleza atribuida al Ser, que se supone
envolviendo a distancia a todas las demás ideas, y entre otras a las ideas de
unidad y de identidad.
Esta cuestión –aunque giraba en torno al concepto de ser más que a los
principios– estaba vinculada sin embargo a la cuestión sobre los primeros
principios del conocimiento científico o filosófico, planteada especialmente en
torno al debate acerca del primado del principio de no contradicción o bien del
principio de identidad (primado defendido por los escolásticos modernos, cuyo
precursor –recogiendo tradiciones del escotismo y del occamismo– habría sido
Francisco Suárez).
Pero lo que verdaderamente nos importa aquí es esto: que el ser común, el
ser trascendental, precisamente por desbordar o trascender todas sus
determinaciones, nos arroja a una perspectiva ella misma imparcial. Por ejemplo:
230
determinación más del Ser (porque el ser de razón, en cuanto ser, tiene la
realidad del mismo Ser). Santo Tomás dice (I,85,2): «Et sic species intellecta
secundarie est id quod intelligitur; sed id quod intelligitur primo est res, cujus
species intelligibilis est similitudo.» Manser (La esencia del tomismo, CSIC,
Madrid 1947, pág. 300) comenta así este texto: «La primera idea del ser excluye
que el sujeto cognoscente conozca primero la idea de ser y luego saque de ella
el conocimiento del ser, como han afirmado siempre los subjetivistas. Porque
antes de que pueda conocer la idea de ser, tiene que haber conocido algo, es
decir, el ser, pues, de lo contrario, tampoco puede tener ninguna idea del ser.
Por eso es muy verdadero que el objeto del primer conocimiento, es decir, el ser,
tiene que ser extramental, real.»
Esta conclusión, decimos por nuestra parte, sólo mantiene su fuerza cuando
«se pide el principio», al modo del realismo, del primado del ser real; si «se pide
el principio» al modo del idealismo, del primado del ser de razón, la conclusión
sería: «por eso es muy verdadero que el objeto del primer conocimiento, es decir,
el ser, tiene que ser intramental, de razón.»
231
A lo sumo habría que añadir: abrirá el camino a una ontología general
pluralista, es decir, la que presupusiera la pluralidad de los seres (entes) y las
diversas maneras de decir el ser. Cuando este pluralismo no fuera presupuesto,
sino incluso rechazado, la viabilidad misma de una ontología general quedaría
comprometida. Tal habría sido el caso de la ontología eleática. A partir de la
concepción monista absolutista del ser, Parménides se habría visto
imposibilitado para desplegar (más allá de un Poema que abarca algunas
docenas de hexámetros) una ontología general. El eleatismo sólo podrá
desbordar la disyuntiva (1), entre el ser real y el ser de razón, postulando que
«ser y pensar son lo mismo».
232
en función de entes eleáticos (indivisibles, ingénitos, &c.) multiplicados
infinitamente.
234
del tautón, sino como una negación por la que se define la unidad que incluso se
especifica por él (en el lenguaje político: «ser de izquierdas es no ser de
derechas»).
235
alguna parte suya (como es el caso de la identidad del hombre con el animal).
Se reconocía la posibilidad de grados de semejanza (la semejanza podía ser
perfecta o imperfecta) y se contraponía a la diversidad (las cosas disímiles que
no tienen similitud o conveniencia) y a la diferencia (entre las cosas que en parte
convienen y que en parte discrepan).
236
natural). Un aspecto jorismático o apriorístico similar al que, en su género,
correspondía al discurso geométrico respecto de la realidad física, al menos tal
como lo concibieron algunos geómetras (Von Staudt, por ejemplo), que
consideraron a las figuras gráficas como meros recursos didácticos válidos para
principiantes, pero indignos de una geometría racional pura.
237
como un «análisis de los clasemas» de la lengua griega clásica. Otros afirmarán
que a las diferentes lenguas corresponderán diferentes metafísicas o
«concepciones del Mundo». ¿Acaso es posible hoy la metafísica, llegará a
preguntar Heidegger, al margen de la lengua alemana? A raíz de la victoria, en
la Segunda Guerra Mundial, de los aliados angloparlantes se consolidará la
llamada «filosofía analítica», entendida como «análisis del lenguaje», pero
practicada en función de la lengua inglesa, bajo la inspiración de la célebre
sentencia 5.6 del Tractatus de Wittgenstein: «Los límites de mi lenguaje son
[significan, bedeuten, mean] los límites del mundo.»
Añadiremos por nuestra parte: no es decir nada cuando nos referimos a una
cosa o ente individual absoluto, que tiene «en el Ser» la estructura ontológica de
una sustancia aristotélica, puesto que, en este caso, la relación de identidad del
ente (cosa, objeto) consigo mismo es una relación de razón (que supondría el
238
«desdoblamiento ideal» de la cosa en los dos objetos entre los que ponemos la
identidad); y la relación de razón es una no-relación (real). Pero todo cambia si
tomamos como referencia, no cualquier ente-sustancia que se nos ofrece «en el
tercer grado de abstracción» (en el cual está implantado el propio Wittgenstein,
cuando utiliza los términos Dingen o things), sino una cosa corpórea individual,
como pueda serlo la molécula de alanina o el rectángulo del «grupo de
transformaciones del rectángulo». En este caso la transformación idéntica I,
correspondiente a su rotación de 360º, que deja invariante al rectángulo (o bien,
el producto de dos transformaciones sucesivas AxA=I, de 180º), nos ponen
delante de una identidad real, a saber, la identidad propia de las
transformaciones idénticas que no van referidas a sustancias o cosas inmóviles
(aunque fueran rectangulares), consideradas «en sí mismas», sino a cosas
rectangulares, en este caso, que se mueven por rotaciones o giros. Lo que ocurre
es que, en estos casos, más que hablar de relaciones de identidad entre objetos
(o entre un objeto inmóvil y él mismo) tendríamos que hablar de conexiones entre
las partes de ese objeto (el rectángulo del ejemplo), es decir, de las conexiones
entre sus vértices, lados, ángulos, semirectángulos, &c. Conexiones que
mantienen invariante la estructura del rectángulo y que más que la identidad del
mismo expresan su unidad, la unidad topológica de sus partes en el curso de las
transformaciones idénticas del grupo (que no son por sí relaciones, sino
operaciones).
239
Identidad y Unidad (2)
Gustavo Bueno
Se ensaya en este rasguño la exposición de las más importantes diferencias y analogías que,
desde las coordenadas del materialismo filosófico, cabría establecer entre las ideas de
Unidad y de Identidad
1·2·3
240
cánones ontológicos irrevocables. Es decir, referenciales o modelos asumidos
también, de modo partidista, como «hechos» o principios positivos (por ejemplo,
de la Teología positiva). Si este fuera el caso no cabría seguir hablando de la
imparcialidad o de la neutralidad de la Metafísica del Ser respecto de las
alternativas o disyuntivas vinculadas a unas referencias que estuvieran por
encima de las contraposiciones entre el espiritualismo y el materialismo, o del
teísmo y el ateísmo, &c. Y de aquí concluiríamos que la clave de las diferencias
metodológicas entre el análisis escolástico de la Identidad y de la Unidad y el
análisis materialista no habría que ponerlas tanto en la supuesta imparcialidad o
neutralidad de las primeras (una neutralidad que se había logrado por la
trascendentalidad del Ser) frente al partidismo de las segundas.
Dicho de otro modo: la llamada Metafísica general no sería otra cosa sino
una recuperación de la Metafísica especial (de la «Psicología racional», de la
«Cosmología racional» y de la «Teología racional»; más aún, de la Teología
dogmática trinitaria cristiana o de la Teología unitarista judía o musulmana). La
llamada Metafísica general de los judíos, cristianos o moros –como después la
Metafísica general de los alemanes o de los ingleses, o de los mayas o de los
aztecas– sería una recuperación de sus respectivos principios metafísicos
especiales (la Trinidad cristiana, el Ser absoluto judío o musulmán,
el Dasein ario, el Zen oriental o la Pacha Mama indoamericana), revestidos de
unos conceptos orientados a subrayar los componentes comunes que permitan
mantener, en nombre de un humanismo universal, en coexistencia pacífica, a
todos los referenciales particulares posibles, y, en especial, los referenciales
propios de cada una de las llamadas, desde Max Müller, «religiones del libro».
241
Parece evidente que esta sentencia de la metafísica general presupone la
tesis de que lo uno –o la unidad– se divide en dos tipos, la unidad de simplicidad
y la unidad de composición. Pero la unidad de simplicidad absoluta (la que no
contiene siquiera la composición de potencia y acto) solamente comprende
(como «referencia metafísica») al Acto puro aristotélico y, en otro orden, a las
formas separadas (de los compuestos hilemórficos) que permiten definir ciertos
entes simples y, por tanto, con posibilidad de especiación, aunque no de
individuación, como podían serlo los ángeles o los arcángeles. Y esto significa
que las entidades simples (absolutas o relativas) sólo podrían admitirse tomando
como referencias las creencias en un Dios único (en la tradición aristotélica) o la
creencia en los espíritus (en la tradición cristiana, musulmana, &c.). No cabría
apoyarnos en ninguna otra referencia o modelo cósmico. De donde podríamos
concluir que si la idea de unidad, definida como el ser indiviso en sí, tiene algún
alcance ontológico, no es en función de las fuentes emanadas de la metafísica
general, sino en función de las referencias existenciales propias de la metafísica
especial.
242
menos las tres personas divinas, como enseña la fe, se distinguen y se oponen
realmente, pero no se distinguen ni se oponen en algún predicado absoluto,
luego sólo en predicados relativos». Y cita la condenación que el papa Eugenio
III, en el Concilio de Reims (1142), formuló contra Gilberto Porretano, obispo de
Poitiers (que ulteriormente se retractó de su doctrina general sobre las
relaciones, que tenía como consecuencia negar la distinción entre las divinas
personas, es decir, negar, con los arrianos, el dogma de la Santísima Trinidad,
al modo del monoteísmo unitarista propio de las religiones del libro no cristianas,
es decir, del judaísmo y del islamismo). Cosme de Lerma aporta después
«pruebas de razón» (no de fe), como pudieran serlo las conexiones del efecto a
su causa real, que serían independientes de la operación del entendimiento. Sin
embargo, cabría añadir que mientras las pruebas de razón son susceptibles
siempre de ser reinterpretadas (por ejemplo, reduciendo las conexiones del
efecto a la causa a expresiones de la identidad), las «pruebas de fe» eran
irreductibles dogmáticamente, sobre todo para quien profesaba la religión
católica y no deseaba ser excomulgado.
243
Mientras que las metodologías propias de la metafísica general tradicional
se apoyan necesariamente, aunque no exclusivamente, en un sistema de
supuestos sustratos referenciales metafísicos (sustancias simples, formas
separadas, personas divinas, vivencias subjetivas –aunque sean vivencias de lo
absoluto–), la metodología materialista toma como referencias, en las que
apoyar sus análisis, a sistemas de configuraciones fenoménicas compuestas (no
simples), a sustratos que envuelven necesariamente referencias fisicalistas y,
por tanto, intersubjetivas. A partir de estas edificará sus modelos. La importancia
de las referencias fisicalistas estriba gnoseológicamente, no tanto en su
condición de tales, sino en su aptitud para recibir las acciones, manipulaciones
o transformaciones procedentes de los diferentes sujetos operatorios (S 1, S2,
S3... Sn). Sólo las referencias corpóreas pueden considerarse intersubjetivas.
244
con pseudo referencias metafísicas (por ejemplo, las formas separadas) o
algebraicas (la letra ‘x’ y la relación con otra letra de la misma configuración ‘x’ =
‘x’).
245
de los siglos, al idealismo de las relaciones, es decir, a la reducción de todas las
relaciones a la condición de relaciones de razón, es decir, de no relaciones
reales.
246
ya citada obra de Manser, La esencia del tomismo, pág. 299). Y esta es la razón
por la cual los tomistas sostienen que el objeto formal del primer conocimiento
intelectual, el ser común, no es tanto una idea subjetiva (o «mental») sino el
mismo «ser extramental» (ibid., pág. 301).
247
entre términos, clases o incluso relaciones, cuando la identidad se da ya por
supuesta, y sin determinar si la relación es mental o real (vid. Herbert Feigl, «The
‘Mental’ and the ‘Physical’», en Minnesota Studies in the Philosophy of
Science II, 1958). En todo caso, lo cierto es que fórmulas lógicas tales como [(x)
(xIx)] resultan convergentes con las fórmulas escolásticas «todo ente es idéntico
a sí mismo», porque las tres menciones tipográficas de x, vinculadas por la
«constante I de identidad», no son algo diferente de la palabra «ente» en la
proposición «todo ente es idéntico a sí mismo». Esta es la razón principal por la
cual consideramos ficticia la distinción, tan celebrada, entre la «identidad
ontológica» y la «identidad lógica»; distinción que arrastra la oposición entre lo
real y lo mental, o entre lo objetivo y lo subjetivo (la distinción que Schelling había
intentado superar en su Sistema de la identidad, de 1802, entre el sujeto y el
objeto, refundidos en «lo Absoluto»). Y esta es la razón por la cual, en lugar de
hablar de «identidad lógica» (o de «lógica de la identidad»), preferimos hablar de
«lógica algebraica» o de identidad algebraica o de «álgebra de la identidad»,
porque –desde la perspectiva del «materialismo formalista»– esta
reinterpretación de la identidad lógica no excluye el terreno ontológico. Los
signos ‘x’, ‘x’ que flanquean la constante I son tan reales, en el plano fisicalista,
como puedan serlo las cosas de la naturaleza física.
248
7. Las consideraciones precedentes abren la tarea inmensa de reconstruir,
entre otras, las ideas de unidad y de identidad (obtenidas según metodologías
metafísicas), es decir, sus definiciones, distinciones, clasificaciones, &c., a partir
de referenciales fisicalistas pertinentes. Mientras que la definición de unidad,
como atributo trascendental del ser (Ens et unum convertuntur), está «calculada»
por la metodología metafísica como definición válida para todos los entes en
cualquier mundo posible, incluso para los entes espirituales finitos, la definición
de unidad según la metodología materialista habrá de «calcularse» teniendo en
cuenta referencias fisicalistas, precisas y pertinentes.
249
esto, añade la nota negativa de in-corpóreo a la nota positiva viviente, sin la cual
espíritu perdería todo su significado. Ahora bien, del hecho de que el esquema
combinatorio «viviente/incorpóreo» se corresponda estrechamente, al menos en
extensión, con «ente/espiritual», no se sigue que «viviente incorpóreo» sea una
idea consistente. No puede citarse ni una sola experiencia de referencia positiva
(tecnológica, científica u ordinaria) de vivientes incorpóreos; y la expresión
«vivientes incorpóreos infinitos» se mantiene en el terreno de la mística, así
como la expresión «vivientes incorpóreos finitos» se mantiene en el terreno de
las interpretaciones psicológicas ad hoc.
250
Ahora bien, la ontología materialista no puede asumir que la unidad y la
identidad sean atributos trascendentales del ser, porque la unidad y la identidad
son atributos de la materia ontológico especial, de la materia del universo Mi (M1,
M2, M3) del que formamos parte, pero no lo son de la materia ontológico general
(M), que no puede ser denominada «una», en sentido positivo, ni menos aún
«idéntica».
251
numérica), en identidades tales como (x+y)² = x² + 2xy + y², válida
universalmente en N.
252
Identidad y Unidad (y 3)
Gustavo Bueno
Se ensaya en este rasguño la exposición de las más importantes diferencias y analogías que,
desde las coordenadas del materialismo filosófico, cabría establecer entre las ideas de
Unidad y de Identidad
1·2·3
253
términos (unidad, identidad, igualdad, semejanza, congruencia...) y sus
respectivas acepciones o modulaciones.
Por otra parte, la identidad es una idea que, en la época moderna, culminó
contraponiéndose a la idea de igualdad. Th. Adorno advirtió que, en su época, la
identidad iba asociada a la comunidad (al «nosotros», con ecos
nacionalsocialistas), mientras que la igualdad iría asociada a los individuos (al
ego individual, de la izquierda revolucionaria francesa, pero también de las
democracias liberales).
254
Las confusiones que denunciamos envuelven también obviamente la que
media entre la idea de relación y la idea de conexión (o interacción), que se
corresponden con los conceptos (lógico-ontológicos) de inclusión (⊂) y
de inserción (⊏), respectivamente, de las que venimos hablando.
Por otro lado, la identidad no podrá asumir la forma de una relación reflexiva,
si es que la identidad, como relación, habrá de ser siempre alotética, en la
medida en la cual la relación dice siempre, según Aristóteles, esse ad (προς τί);
por lo cual, la definición algebraica de la identidad por la reflexividad (x I x)
introduce la confusión entre la identidad y la igualdad, supuestamente reflexiva
(la utilización de la llamada «constante de identidad I» no va más allá de una
mera pedantería por parte de quienes la emplean). Porque la cantidad
dice partes extra partes, en la línea del heterón platónico, y, por ello, la identidad
reflexiva no debería confundirse con la igualdad.
255
Desde la ontología del materialismo la realidad de las conexiones se
establece al nivel del primero o segundo género de materialidad (M 1, M2);
mientras que la realidad de las relaciones, a nivel del tercer género de
materialidad (M3). Pero suponemos que estos diversos géneros de materialidad
(M1, M2, M3), o mejor dicho, sus contenidos respectivos, son constitutivos de la
realidad del Universo (Mi), y no se corresponden con el ámbito cubierto por el
«Ser» de la metafísica general tradicional. Porque en el ámbito del Ser (de la
Metafísica general) hay que poner también a la materia ontológica general (M),
que desborda a los géneros de materialidad. Consecuentemente, conexiones y
relaciones habrá que considerarlas como constitutivas del Universo (del Mundus
adspectabilis), sin que por ello puedan reconocerse como constitutivas de M.
256
ciudades A y B es la misma relación entre las ciudades A y B, que no fuera
posible antes de esa conexión? Sin duda, la conexión puede ser el fundamento
de una relación, pero la cuestión estriba en diferenciar la conexión de la relación
a ella asociada, siempre que reconozcamos la realidad de las relaciones (es
decir, siempre que rechacemos la consideración de las relaciones como meros
productos del sujeto que las establece).
Las diferencias son múltiples, pero las más relevantes requieren tener en
cuenta cuál es el tipo (género o especie) de relaciones del que estamos
hablando. El término «relación» y el término «conexión» son sincategoremáticos.
Decir que entre A y B media una relación carece propiamente de sentido, como
le ocurre al término conexión, cuando se ponen entre paréntesis los términos
conectados. Asimismo hablar de relación de igualdad entre Q 1 y Q2 carece de
sentido, porque la igualdad puede serlo en tamaño, en peso, en velocidad...; la
relación A = B hay que sobreentenderla afectada por un parámetro k (A =k B).
257
se mantiene aparentemente en un espacio vacío, porque ni siquiera percibimos
las ondas electromagnéticas que lo cruzan, y menos aún las conexiones
gravitatorias entre la Luna y la Tierra. Por lo demás, la «evacuación de las
conexiones» no sólo tiene lugar en el momento de establecer las relaciones de
distancia, en cuanto relaciones reales, y no sólo de razón; también relaciones
tales como «a la izquierda» o «a la derecha» (de mi cuerpo) se mantienen
cualquiera que sea la naturaleza de los términos (animales, plantas, focos
luminosos, &c.) situados a mi izquierda o a mi derecha.
258
se ha instalado una conexión telefónica entre A y B de cien kilómetros, es porque
previamente constaba una relación de distancia de cien kilómetros entre A y B.
259
albedo de Sócrates afectaría al albedo de Platón, o recíprocamente), es decir,
como si la blancura de Sócrates hubiera podido influir en la blancura de Platón.
Pero, como hemos dicho, es preciso tener en cuenta que la doctrina de los
connotatores –muy próxima a Suárez– se desarrolló en función de las relaciones
que, desde Aristóteles, se incluían en el género primero de las relaciones (que
comprendía relaciones tales como la de semejanza o la de igualdad). Relaciones
que, por cierto, se correspondían con los predicados relacionales diairológicos,
predicables distributivamente de cada término, lo que implicaba simetría
(Sócrates es blanco, Platón es blanco). Pero esta doctrina se aplica mal a los
predicados relacionales sinalógicos, sobre todo si son asimétricos (tales como
260
«A es mayor que B»). En este caso cabría deducir, como fundamento de la
relación, alguna conexión objetiva entre a y b (por ejemplo, la relación a < b
tendría como fundamento la inserción sinalógica directa de a en b: a ⊏ b).
261
nivel de la conexión telefónica. Por ello las relaciones envuelven un dominio (una
clase que puede eventualmente ser unitaria) y un codominio (una clase que
también puede eventualmente ser unitaria), cuya reunión constituye el campo de
la relación.
262
la que se establecía una serie irrepetible de individuos que Rickert no detalla,
pero que podemos enumerar en su individualidad determinada no ya tanto por
criterios ontológicos-sustanciales, sino por criterios gnoseológicos, como pueda
serlo el ordinal que ocupan en la serie numérica canónica (reconocida hoy por el
Vaticano), serie que no se corresponde exactamente con otras series ordinales
también utilizadas por la Iglesia romana en el pasado: Inocencio VIII (con el
número 213) y Alejandro VI (número 214) en el siglo XV; Pío III (número 215),
Julio II (número 216), León X (número 217), Adriano VI (número 218), Clemente
VII (número 219), Pablo III (número 220), Julio III (número 221), Marcelo II
(número 222), Pablo IV (número 223), Pío IV (número 224), San Pío V (número
225), Gregorio XIII (número 226), Sixto V (número 227)...
Ahora bien, ¿hasta qué punto puede asegurarse que, en estas sucesiones,
los papas, individualizados por su número ordinal, figuran como términos
individuales (al menos en el sentido de los «individuos absolutos» tales como
el hombre volante de Avicena o el ave Fénix en sus sucesivas apariciones)? Por
de pronto hay que reconocer a cada uno de esos nombres ordenados que está
ya enclasado en la clase P de los Papas, es decir, que no figura en ellos como
individuo absoluto, sino como individuo de una clase (x ∈ P). Además la clase es
atributiva. El «conjunto de los papas del Renacimiento» constituye una totalidad
atributiva joreomática, en la que cada elemento debe desaparecer para que otro
aparezca como elemento de la clase (la misma regla a la que se sometía el ave
Fénix, con la diferencia de que las apariciones del ave Fénix no envolvían
diferencia de sustancia, sino que suponían identidad sustancial entre el cuerpo
del ave viva, sus cenizas y el nuevo elemento viviente que renacía de ellas,
mientras que a los papas del Renacimiento se les reconoce una identidad
sustancial interindividual). Por otra parte cada elemento «arrastra», como séquito
histórico, multitud de materiales que habrán de ser incorporados a la serie
(colegios cardenalicios, templos, encíclicas, conexiones con emperadores o
reyes...). En ningún caso estamos ante una sucesión de individuos discretos,
mutuamente aislados diairológicamente; estamos ante una totalidad «en
evolución», en la cual los términos –los papas– han de ser mencionados
repetidamente una y otra vez por los historiadores o arqueólogos, a cargo de los
cuales corre la tarea de integrar las partes del material asociado (esqueletos,
retratos, concilios, encíclicas, guerras) con los diversos papas correspondientes,
es decir, estableciendo conexiones ramificadas que coexisten con
las relaciones sinalógicas que se van abriendo.
La sucesión histórica de los papas del Renacimiento no es, por ello, más
idiográfica de lo que pueda serlo la sucesión de una serie de esqueletos
científicamente ordenados cronológicamente en un museo antropológico. La
diferencia es que cada eslabón de la cadena de los papas se presenta como un
elemento único, y cada esqueleto suponemos que tiene otros muchos
esqueletos clónicos; pero esta diferencia no es esencial cuando nos interesamos
por el encadenamiento histórico, que no es propiamente ni idiográfico ni
nomotético, sino ambas cosas a la vez.
264
cuenta en la doctrina escolástica tradicional, que se atiene a la fórmula unum et
ens convertuntur) y ello, sin olvidar que también la idea de unidad tiene mucho
que ver con la idea de relación. Mutatis mutandis diríamos otro tanto entre la
identidad y la relación. En los textos de Aristóteles que venimos citando la
identidad tiene que ver más con la categoría de la sustancia que con la categoría
de la relación, lo que, traducido a nuestras coordenadas, equivaldría a decir que
la identidad tiene más que ver con las conexiones que con las relaciones; sin
perjuicio de lo cual tampoco sería posible disociar la identidad de la relación.
265
partes fraccionarias que son unidades de primer orden, de segundo orden, &c.:
la unidad entera de un organismo animal viviente de la clase de los mamíferos
tiene partes que son unidades fraccionarias de primer orden... o de enésimo
orden, aquellas que el «buen carnicero» sabe cortar por sus junturas naturales,
como decía Platón, pero también tiene partes de orden emésimo, como los miles
de millones de células que, a su vez, constan de partes fraccionarias, tales como
orgánulos, mitocondrias, cromosomas, &c.).
266
que en el proceso de organización de un campo hemos de partir siempre in
medias res).
267
Obviamente, según la naturaleza de las conexiones, así los tipos de
unidades holóticas. Estos tipos son muy diversos, porque «la unidad no es
única», es decir, unívoca, sino análoga, y los criterios que pueden utilizarse para
subclasificarlas son también muy numerosos. Criterios de clasificación que
podrían dividirse en dos grandes grupos:
(1) el grupo de los criterios holóticos materiales, los que se atienen a las
diferencias de los contenidos de cada unidad: geométricos (la unidad de un
hexaedro), aritméticos (la unidad del monomio 2x.y²), fisicoquímicos (la unidad
de una pompa de jabón), biológicos (una célula de un organismo pluricelular),
sociológicos (la unidad de una banda o de un grupo político), &c.
(2) El grupo de los criterios holóticos formales, que atienden tanto a los tipos
de conexión entre las partes como al tipo de sus contenidos, supuesto que quepa
diferenciar conexiones comunes a unidades materialmente diferentes. Por
ejemplo, las conexiones entre partes uniformes pueden encontrarse tanto en
totalidades materialmente diferentes (cristales, tejidos orgánicos, soldados de un
batallón), aún cuando muchas veces las conexiones materiales puedan
constituir, por sí mismas, un tipo característico de conexiones formales (tal sería
el caso de las «conexiones teleoklinas»).
8. La idea de identidad tiene que ver, en cambio, tanto con las relaciones
como con las conexiones.
En efecto: suponemos (en línea también, como hemos dicho, con la tradición
escolástica) que la identidad se funda en la unidad, pero no en la unidad
considerada como atributo de una sustancia aristotélica absoluta, sino con una
268
unidad compuesta de partes o unidades parciales o fraccionarias, conexionadas
entre sí. Esta es la razón por la cual la idea de identidad se ofrece más bien como
conexión entre unidades sinalógicas diferentes, o bien como relación entre
unidades sinalógicas (como pueda serlo la identidad entre dos unidades
clónicas). Es la identidad como relación no reflexiva.
269
que las relaciones de igualdad cuantitativas pueden ser absorbidas en la
identidad.
9. Por último, podemos componer las unidades de manera tal que la unidad
compuesta sea un todo complexo Π (de T y Շ). Decimos «complexo» –y no
complejo– porque la idea de complejidad alude, ante todo, a
la multiplicidadmisma del compuesto, respecto de sus partes (complejidad
asociada a la dificultad, hasta un punto tal que, en el español de hoy, casi nadie
dice ya, por ejemplo, «este proyecto es muy difícil», sino «este proyecto es muy
complejo», como si lo simple no pudiera tener muchas veces un grado de
dificultad mayor que lo que es complejo), mientras que complexo alude
principalmente a la unidad de esa multiplicidad (complexus = abrazo).
270
es regular, y esto quiere decir que sus caras no desempeñan únicamente el
papel de partes sinalógicas o atributivas, sino también el papel de partes
diairológicas o distributivas de una clase de polígonos, a saber, la clase de los
polígonos de cinco lados iguales y de ángulos iguales entre sí (sin perjuicio de
que la clase Շ de los pentágonos regulares tenga una extensión que desborda
ampliamente a los doce pentágonos seleccionados para un dodecaedro dado,
por cuanto esta selección tiene lugar precisamente en la clase de los pentágonos
regulares).
271
vivientes», que es una unidad o comunidad de esencias intemporales, mantenida
en un cielo uránico, o en la mente divina (todavía Linneo decía que «tantas son
las especies cuantas Dios creó en el principio»). Se trata de la unidad propia de
una totalidad Շ, diversificada mediante relaciones objetivas (no las relaciones de
razón o mentales del nominalismo). Pero frente a los nominalistas, los realistas
(medievales o modernos), en la «cuestión de los universales», apelaban a los
arquetipos o paradigmas divinos.
272
ramificación, puede representar bien la clasificación de todas las especies
vivientes y extinguidas en grupos subordinados unos a otros.»
Desde luego no hay ningún indicio de que Darwin hubiese advertido los
problemas lógicos que su intuición entremezclaba. Se diría simplemente que
tomó el camino ingenuo, por no decir infantil, de tratar al árbol gráfico de Porfirio
como representación de un árbol real, pero sin abrir la cuestión de la conexión y
relación entre su árbol y el tradicional árbol de Porfirio. Por lo demás, como ya
hemos sugerido en otras ocasiones, el árbol de Darwin tendría como precedente
un hipotético «árbol de Plotino», que llamamos así en atención a los textos que
Plotino dejó escritos en torno a la unidad de los heráclidas.
273
Resumimos el sistema de estas acepciones en la siguiente tabla de
clasificación taxonómica:
Ideas →
Criterios Unidad Identidad
holóticos de U I
clasificación ↓
(1) Unidades
sinalógicas de un
Criterio atributivo sustrato referencial, (1) Identidad sinalógica
T entendidas como como conexión entre
o criterio sinalógico conexión o unidades.
interacción de sus
partes.
Criterio distributivo (2) Unidades (2) Identidades
Շ diairológicas de un diairológicas como
o criterio sistema de relaciones sistemas de relación entre
diairológico entre sus partes unidades
Criterio complexo (2) Unidades (3) Identidades complexas,
Π complexas, de como sistemas de
o criterio de conexiones y de identidades sinalógicas y
complexidad relaciones diairológicas
Anotaciones a la tabla
2) El término unidad en su acepción U-1 tampoco designa una idea unívoca, sino
muy variada. Variaciones que dependen, no solamente de la naturaleza
categorial de cada unidad (topológica, física, biológica, política...), sino
también de sus caracteres holóticos-ontológicos. No es lo mismo la unidad de
un sustrato cuyas partes se yuxtaponen unas a otras formando un agregado
(en el cual la cohesión o interacción entre las partes no puede considerarse
más significativa que la que se ejerce desde el entorno) que la unidad de una
estructura cuyas partes están tan trabadas las unas con las otras que no
274
pueden separarse sin que la estructura, no ya del todo (que no puede tomarse
aquí como criterio, sin incurrir en tautología), sino de sus mismas partes
formales se fracture. Y entre estos extremos, la gama de la unidad sinalógica
de un sustrato consta de indefinidos grados. Mención especial merecerá la
distinción entre las unidades necesarias (y no contingentes) y las unidades
contingentes.
De este modo la identidad I-1 podrá aplicarse no sólo a las unidades dadas
(enteras) respecto de otras unidades de su entorno, sino también a estas
unidades en cuanto sistemas de unidades parciales que están en contacto o
interacción con otras partes. En este caso la idea de unidad se aproxima a la
de identidad, así como recíprocamente.
275
oscurecimiento subjetivos tienen como fundamento no solamente la estructura
misma del cerebro que organiza el manojo de líneas dibujadas en el plano, sino
la estructura objetiva de un mismo sustrato cúbico en tanto se inserta
sucesivamente con un suelo (en su situs «asentado») o en un muro (en
su situs «colgado»). Las dos posiciones que la percepción visual advierte en el
cubo de Necker no son, según esto, sólo dos formas o Gestalten subjetivas de
organizar los fenómenos, sino también dos modos objetivos (geométricos o
físicos) de insertar la figura del cubo en otros cuerpos de su entorno (en este
caso, el entorno constituido por un suelo o el entorno constituido por un muro).
276
representación de semejanzas o cuasi igualdades, antes que como
representación de igualdades. Sin duda la rectitud de las líneas paralelas
reforzaba la idea de igualdad (o la de identidad), puesto que añadía a la igualdad,
como relación recíproca entre dos términos diferentes, la idea de identidad
homogénea de cada segmento de la línea con todos sus otros segmentos. En
cualquier caso, podríamos reconocer que la sugerencia de Recorde también
quedaría reforzada por el símbolo de tres segmentos paralelos (≡), que fue
utilizado ulteriormente, a veces para representar enfáticamente que la igualdad
es, en el caso, muy «profunda» (por ejemplo, necesaria o esencial, y no
contingente o accidental), como ocurre en las relaciones lógicas de equivalencia
proposicional [┐(p ∧ q) ≡ (┐p ∨ ┐q)] o de la relación aritmética de congruencia (x
≡k y) entre enteros (por ejemplo 15 ≡5 20; 16 ≡5 21).
277
(1) El símbolo = de Recorde es utilizado en álgebra lógica para representar
la unidad, pero interpretada como relación de identidad, «de una cosa consigo
misma» [(x) (x = x)]. Otra cosa es que esta identidad algebraica sea tan
metafísica como pueda serlo la identidad de las sustancias aristotélicas
absolutas.
(x + y)² = x² + 2xy + y²
278
explícito) en las expresiones de (x∙y + y∙x) a 2xy, lo que evidencia que estamos
tratando a los símbolos en suposición material.
279
recortes o «castigos» sucesivos), consiste en sustituir la variable x por una x+h
(que le excede, pero que irá rectificándose por disminuciones sucesivas;
suponemos que h es un infinitésimo que tiende a 0):
280
identidad atribuida al ave Fénix (Tácito, Anales, 6,28; Plinio X,2; remitimos al
artículo «Algunas precisiones sobre la holización», El Basilisco, nº 42, pág. 63).
(6) El símbolo = de Recorde fue utilizado también (sobre todo entre los
lógicos que buscaban, a partir de Hamilton, la cuantificación de los predicados,
y a la que ya Kant acudió al traducir el juicio predicativo «siete más cinco son
doce» por «7 + 5 = 12») como representación de las «identidades copulativas»,
es decir, de las identidades que tradicionalmente se expresaban por los cinco
predicables de Porfirio, borrados por la Lógica algebraica (que trataría de
recuperar la distinción entre predicados necesarios y contingentes, mediante la
lógica modal). Se distinguían cinco predicables en esta identidad copulativa: la
identidad de género (E⊂G), la identidad de diferencia específica (E=D), la
de especie (E=G+D), la identidad del propio P (P=E) y la del accidente quinto
predicable (x ∈ E, o incluso x ∈ G).
281
El símbolo = envuelve relaciones de identidad esencial (nomotéticas y
necesarias) y conexiones de unidad sustancial sinalógica (la fusión de los lados
de los cuadrados con los lados del triángulo en que se apoyan). Se trata de
identidades sustanciales (unidades) similares a las que aparecen envueltas en
la ecuación poliédrica de Euler (V−A+C = 2), que implica las líneas determinadas
por los vértices V de un «triángulo sólido» con la línea de una de las caras
afectadas por él, a fin de formar las aristas de los diedros que se insertan (⊏),
mejor que se incluyen (⊂) o pertenecen (∈) a dos caras del poliedro; lo que obliga
a tomar en consideración el hecho de que ellas se cuentan dos veces en el
proceso del cálculo de las aristas de cada poliedro. Estas relaciones y
conexiones quedan «enmascaradas» cuando la ecuación de Euler se iguala a
cero: [V−A + (C−2) = 0].
se transformará en la siguiente
Sn = (1/1) − (1/3) + (1/5) − (1/7) + (1/9) − (1/11) +... (−1)n−1 / (2n−1) [5]
sería
282
π/4 − Sn = Tn [6]
(Q ⊂ C ∪ R) ∧ (R ⊂ M C ∪ R) → (Q = C ∪ R).
283
La congruencia 16 ≡5 21 no significa igualdad numérica cuantitativa 16 = 21,
sino la identidad de estructura de estos números según el resto que arrojen al
ser divididos por 5. La relación de congruencia es una relación de equivalencia
no conexa en N, que permite establecer una partición de la clase N en cinco
clases disyuntas, según los valores de los restos (r = 0; r = 1; r = 2; r = 3; r = 4).
284
la universalidad de los elementos de n compuestos en una clase atributiva (1 +
2 + 3 +...+ n). Es decir,
1 = 1 (1+1) / 2
Segundo: Otra valor r cualquiera de N, pero tal que si la proposición vale para r
valga también para r + 1.
Refiriéndonos a la posición [1], una vez que la hemos probado para los
valores 1 y r, tendrá que probarse para el valor r + 1 algebraicamente (aplicando
la propiedad uniforme de la adición):
285
y a su vez ésta en
Sustituyendo en [3]:
Pero [3], al tomar la forma [4], resulta estar subsumido en la estructura [1]:
286
ascienda a 1000ºC, como consecuencia de una explosión), las partes de la
armadura tienen la cohesión suficiente como para resistir los «impactos
ambientales», dentro de determinados límites. (La unidad, por tanto, es ahora
positiva, en tanto se deriva de las conexiones entre las partes, y no meramente
negativa). La unidad de la armadura no es por tanto sustancial, en el sentido
absoluto, ni por tanto la condición tradicional «dividida de los demás», sólo ha de
entenderse dentro de límites definidos. Y en cualquier caso la unidad de la
armadura no puede confundirse con su identidad, porque si la armadura adquiere
identidades distintas, no es debido a la conexión entre sus partes, sino a las
conexiones con otras unidades o configuraciones de su entorno o, en general,
de su exterioridad.
287
república romana, que habría impulsado las interacciones entre sus diversas
tribus e incluso las habría unido en solidaridad contra la propia república romana.
Pero esta unidad acabaría recibiendo una identidad política romana al ser
incorporada o ensamblada, por ejemplo, al imperio de Diocleciano como una
diócesis suya, cuyas ciudades habían ido recibiendo, desde Caracalla, la
condición de la ciudadanía romana. Ante todo, la identidad esencial de una
provincia igual o semejante a otras provincias del Imperio, tales como Galia,
Britania, Panonia o Dacia.
288
Más allá de lo Sagrado:
un análisis del proyecto del mural de Jesús Mateo
Gustavo Bueno
Introducción
¿Qué está ocurriendo en Alarcón? Algo importante, sin duda, que tiene que
ver, por un lado, con un templo cristiano (con la Iglesia de la Plaza Mayor), es
decir, en principio, con algo vinculado al «Reino de la Gracia» y, por otro lado,
con esa cosa tan arcana que llamamos «Cultura», incluso «Reino de la Cultura»
(al menos, «lo que está ocurriendo en la Iglesia de Alarcón», está patrocinado
por la institución más alta, a escala planetaria, que en nuestros días
se consagra a cuidar del «Reino de la Cultura», a saber, la UNESCO).
289
Ante todo, cabría afirmar que el proyecto en ejercicio tiene mucho de
proceso reductivo. Da por supuesta la reducción (descendente) de un templo a
su condición de templo desacralizado; pero comprende también, sobre todo, la
reducción (ahora ascendente) de ese templo desacralizado y «abandonado» a
la condición de parte definida y valiosa del patrimonio del «Reino de la Cultura».
Y, como en toda reducción (en este caso, se supone, de naturaleza ascendente),
nos encontramos inmersos en un proceso circular, en la medida en la que su
movimiento comprende dos sentidos concatenados:
(1) El sentido del movimiento que, partiendo del templo desacralizado (A),
aunque conservando en su traza, al menos como «forma cadavérica», la
estructura de una construcción sagrada, busca resolverse (como regressus)
en una obra profana (pro-fanus = fuera del templo) pero valiosa (B).
(2) El sentido del movimiento que, desde la obra profana valiosa (B), vuelve al
punto de partida (A) a fin de re-cobrarla, en el progressus, asimilarla a su
«atmósfera»: sólo en este paso de B a A la reducción, en este caso
ascendente, quedará plenamente consumada.
290
de la Gracia), sí en su ‘morfología arquitectónica’, dentro de un ‘proyecto cultural’
capaz de incorporarla, con todos los honores, al Reino de la Cultura.»
Las respuestas globales son, además, en todo caso, las más decisivas en
la práctica, las que orientan las alternativas más importantes que se abren en el
momento de tener que tomar una decisión sobre el destino del «edificio
abandonado»: ¿restaurarlo como iglesia o derruirlo para aprovechar sus sillares?
Y, supuesto que no se va a restaurar como templo, ni menos aún va a ser
derruido («dado el interés que conserva el edificio, y el buen estado de su fábrica,
a pesar de haber sido desacralizado») ¿se va a destinar a fines «acordes con su
anterior decoro», o bien se va a destinar a fines prosaicos o utilitarios (garaje,
almacén...)? Lo importante será, entonces, esta decisión: «destinémoslo a un fin
cultural». Después vendrá la determinación de la categoría cultural a la que se
destina.
291
llamado el Mito de la Cultura. En efecto, el «mito de la Cultura» se manifiesta,
entre otras formas, por una sustantivación de un supuesto «Reino», la Cultura, y
en la atribución a esta idea sustantivada de la condición de «fuente de los
valores». Sus partes, en efecto, alcanzarán su valor y su prestigio, precisamente
como partes o súbditos de ese reino, por analogía a lo que ocurría con el
precursor «Reino de la Gracia»: si el bautismo, la extremaunción, o cualquier
otro sacramento alcanzaban su dignidad sobrenatural, no era tanto en virtud de
las propiedades del agua o de aceite aplicadas a los cuerpos de las personas,
sino en virtud de que a través de estos instrumentos sacramentales operaba la
Gracia santificante.
292
I. Primer Curso de la Conceptualización
293
Eustacio de Sebaste: «¿Cómo encerrar a Dios, que es ubicuo, en el templo?» El
Concilio de Cangres, respondió: «No encerramos a Dios en el templo, sino a los
fieles en él». Pero si esto fuera así, resultaría que el templo, en su estructura
arquitectónica real, no podría ser más sino un edificio para acoger a la asamblea,
a la sinagoga: su estructura será la genérica del edificio asambleario, sin ser por
sí intrínsecamente religioso.
294
a negar de plano que algo que tiene una contextura corpórea y finita (como
pueda serlo una mole arquitectónica o cualquier otra obra artística plástica)
pueda considerarse sagrado. En los casos más radicales incluso se negará que
la naturaleza corpórea pueda tener un reflejo de lo sagrado. Todo lo que se llama
sagrado, y recae en realidades corpóreas y finitas, habrá de ser considerado
como superstición indigna. Por ello, el movimiento orientado a la desacralización
del arte no ha comenzado en ámbitos racionalistas sino religiosos, y de religiones
superiores. En el judaísmo, con la condenación por Moisés del becerro de oro
(Exodo 32); pero también en las corrientes radicales cristianas, o musulmanas,
y en el estallido del iconoclasmo, durante los siglos VIII y IX, en la época del
emperador León III y sucesores. ¿Y en qué consistió la desacralización? En
retirar las esculturas, las pinturas de los templos, en raspar los frescos de las
paredes de las basílicas; en expulsar a los artistas (a los pintores, a los
escultores, a los orfebres) de los templos. Muchos de estos artistas tuvieron que
emigrar hacia Occidente, a territorios católicos. Acaso «los ángeles» que se le
aparecen a Alfonso II de Oviedo, para fabricar la célebre cruz, fueron dos de
estos orfebres expulsados de Bizancio, en busca del apoyo de los cristianos
«heterodoxos», es decir, de aquellos cristianos que, creyendo que Cristo es algo
más que una teofanía de la segunda persona y que su cuerpo es él mismo
sagrado, admitían la posibilidad de representarlo por pinturas o por esculturas.
Pero en realidad ¿no ocurre que lo sagrado recae sobre los cuerpos o sobre
los templos, no como una denominación extrínseca, sino como un componente
interno suyo? La prueba es que aquellos «talibanes cristianos ortodoxos» de
Bizancio que raspaban las pinturas murales de Santa Sofía, estaban
reconociendo que allí estaba lo sagrado, aunque tuviera un signo diabólico; como
cuando Fray Toribio de Benavente, «Motolinia», al ver los templos aztecas y al
espantarse ante la Gran Sierpe emplumada [Quetzalcoatl] creía que esa figura
estaba inspirada por Satán. En cualquier caso, hay que tener en cuenta
que sacrum no es sólo lo divino; también lo demoníaco puede ser sagrado y
maldito, como ocurre en el auri sacra fames. Lo sagrado, por tanto, parece que
puede afectar no sólo a la decoración del templo, sino también a la estructura de
su fábrica. Un templo será una casa, pero será la casa de los dioses o de los
númenes: su mismo tamaño, disposición y proporciones lo conformarán como
algo destinado a cobijar a unos seres no humanos que imprimirán, por tanto, al
edificio una estructura distinta de la que es propia de las estructuras profanas.
295
ha llegado a lo más íntimo se encuentra con que es un gato, un mono, un
cocodrilo, un macho cabrío, o un perro lo que allí es adorado».
296
mantengan de modo indeleble referencia a diversos modos de lo sagrado.
Porque, aun desacralizado, el templo seguirá conservando la forma del templo,
como el cuerpo del difunto conserva su forma cadavérica, la huella del cuerpo
viviente del que procede.
297
La dificultades y paradojas se producen, por tanto, cuando a las cosas
sagradas encerradas en el templo se les atribuye un alto valor artístico,
arqueológico, económico, por tanto, cultural; por lo que desacralizar un templo,
para reducirlo después a la condición de recinto cultural (por ejemplo, a la
condición de museo) no significará otra cosa sino sustituir, por ejemplo, las tallas
de los santos cristianos por tallas de políticos o atletas olímpicos; de sustituir los
fetiches por otros objetos inanimados que, por cierto, cobrarán allí el carácter de
fetiches. O más sencillamente todavía: transformar las tallas de los santos o de
los fetiches, dejándolas intactas, mediante una «transformación idéntica» desde
el punto de vista plástico, en tallas o fetiches secularizados: la desacralización
será aquí simplemente una «profanación», paradójica porque tiene lugar en el
recinto mismo del templo. Es el caso límite en el que el templo, como recinto en
el que habita lo sagrado, se desacraliza mediante su «transformación idéntica»
en museo. De hecho los museos son conocidos, a veces, como «templos de la
cultura». Todo seguirá lo mismo o muy similar: la única transformación no
idéntica es la que tendrá lugar en la conducta de los visitantes: la conducta
de adorar,propia del templo, se transformará en la conducta de admirar, propia
del museo; sin perjuicio de que en muchos casos no se sabrá muy bien si el que
está en el museo admira o adora.
298
al «Reino de la Cultura», puesto que ese Reino está muy necesitado de esa
reivindicación, si tenemos en cuenta que de él también forman parte
realizaciones culturales tan horrendas o siniestras, como puedan serlo la silla
eléctrica o un concierto de rock de Michael Jackson.
Mutatis mutandis nos parece necesaria una labor previa dirigida a apartar el
género de encarecimientos globales y, por ello mismo, retóricos, del proyecto de
Jesús Mateo, basados en la apelación «a la cultura». Sólo tras esta tarea de
desbrozamiento tendremos acaso abierto el camino hacia el lugar del que mana
la fuente de los genuinos valores del proyecto de Alarcón. El lugar de esta fuente
no es la Cultura, sino la Pintura, la pintura mural que Jesús Mateo está
desplegando en los muros y bóvedas de la Iglesia desacralizada de San Juan
Bautista de Alarcón.
Este modo «categorial» de ver las cosas nos permite, por de pronto, redefinir
con mayor rigor operatorio (y no retórico) el significado que la desacralización,
en su fase negativa, del templo de Alarcón puede tener en el proceso mismo de
reducción a la condición de espacio pictórico. Pues no se trata de un templo
299
gótico, por ejemplo, en el que una intervención pictórica hubiera de canalizarse
como una decoración basada en cuadros colgados de las pilastras o en una
recreación de las vidrieras. Aquí estamos ante un templo herreriano que, por su
estructura arquitectónica y sus «proporciones abarcables» por una mirada
continua sucesiva («musical»), hace posible realizar la idea de una pintura mural
(cuyos contenidos habrá que especificar) capaz de «envolver desde dentro» al
templo en su totalidad hasta el punto de poder lograr «reabsorberlo» en el ámbito
intencional de sus nuevas morfologías cromáticas.
300
La desacralización, por tanto, es la misma reducción interior del templo a la
desnuda «armadura euclidiana» de rectas horizontales y verticales, de arcos y
bóvedas de medio punto que constituyen su concavidad arquitectónica.
Queremos, con estas palabras, «poner a trabajar» aquí una idea que sobre la
esencia de la arquitectura hemos expuesto en otras ocasiones y que toma como
criterio fundamental de inspiración la idea topológica de «concavidad» que es
propia de una estructura corpórea (por tanto, tridimensional) y de magnitud tal
que los hombres puedan entrar dentro de ella (Juan Battista Alberti vinculó
certeramente la arquitectura al «movimiento de grandes masas»: «grandes» por
relación a la escala de la talla de cuerpo humano, porque sólo en «espacios
grandes» los hombres o los animales mastozoos pueden entrar en una
concavidad arquitectónica). Una estructura corpórea orientada por la gravedad
«hacia el centro de la Tierra», soportada en esa misma Tierra. Una fábrica
arquitectónica es, sin duda, el resultado de una construcción operatoria, por
tanto, emparentada con otras construcciones realizadas ya por invertebrados
(insectos, principalmente) o por vertebrados, sin que por ello esas
construcciones puedan ser llamadas, salvo por metáfora, construcciones
arquitectónicas. ¿Dónde hay que poner la línea divisoria? Marx sugirió que la
diferencia entre la obra de una abeja construyendo el panal y la obra de un
arquitecto construyendo un edificio, estribaría en que la abeja no se representa
previamente su resultado, mientras que el arquitecto debe representárselo
previamente. El criterio ofrecido por Marx, mediante recursos mentalistas (que
nosotros no podemos admitir) es susceptible, sin embargo, de ser «traducido» a
contextos más positivos, desde una perspectiva materialista. Sencillamente
diremos, que lo que el arquitecto se «re-presenta mentalmente» no será tanto la
obra que proyecta (y que, por tanto, no existe) sino otras construcciones
previamente dadas y confrontadas entre sí en un proceso de análisis de sus
partes formales (tales como columnas, basas, ábacos, cornisas, capiteles, &c.)
susceptibles de ser compuestas según unas normas que, de un modo u otro,
han de estar gobernadas por las reglas de la geometría euclidiana (como el
propio Alberti subraya también en su famosa definición de arquitectura). Esta
sería la razón por la cual las teorías naturalistas de la arquitectura, en cuanto
arte inspirado en conductas etológicas, o por lo menos primitivas (como pueda
serlo la «cabaña originaria» en forma de templo griego que sugirió Laugier)
merecerían ser consideradas como producto de la pura fantasía. Dicho de otro
modo, la arquitectura, como categoría característica del «todo complejo» de las
culturas humanas sólo podría considerarse como un arte realmente existente a
partir de esa confrontación de construcciones y estilos diversos, por medio de la
geometría, y concretamente de esa confrontación que culmina en el arte clásico
(otra vez, seguimos a Alberti). Según esto, la arquitectura se opone a la
escultura. Pero la escultura (que la inspiración idealista del Sistema de las Artes
de Hegel concibió como «la entrada en la interioridad de Espíritu») se nos define
en el sistema materialista de las artes que utilizamos, precisamente por su
exterioridad, y por una exterioridad sin interior pertinente. En esto se asemeja la
301
escultura a la pintura (aunque en la pintura su exterioridad es obligada en virtud
del carácter superficial, es decir, bidimensional, de sus contenidos). Para decirlo
rápidamente: carece de sentido «levantar las faldas» al retrato pictórico o
escultórica de una mujer vestida para ver lo que tiene debajo; porque en estos
retratos todo lo que tiene que decir el artista ha de decirlo a través de su
exterioridad. Carece de sentido estético intentar investigar «qué hay dentro de
una cabeza de mármol», aunque sea la de Aristóteles o la del Pensador de
Rodin, porque esas cabezas, en su exterior, pueden ser muy hermosas, «pero
sin seso».
302
verticales, se continúan en la contigua; o bien, las figuras y sus líneas que son
interrumpidas por la cornisa horizontal se continúan, siguiendo ritmos de trazado
y de color entre los paños de las capillas y los lunetos. Todos los muros y, por
supuesto, la concavidad constitutiva de la bóveda terminarán siendo acogidos
desde dentro por esta suerte de oleaje pictórico intencional envolvente en el que
las figuras del mural van desplegándose, insinuándose o haciéndose presentes
de modo rotundo. En resolución, no podríamos decir que nos encontramos ante
un proceso de transformación de la mole arquitectónica de Alarcón en una
escultura a consecuencia de su envolvimiento desde su convexidad; estamos
ante la transformación de la mole arquitectónica interior en un mural pictórico en
el cual esta mole y, por tanto, el templo parece quedar reabsorbido y
positivamente desacralizado al resultar envuelto por las propias pinturas. Desde
el interior de la mole arquitectónica, que conserva en su armadura desacralizada
la huella de un templo cuyo pretérito sacro se ha destilado en un presente en el
que hemos podido recuperar su armadura de casa grecorromana (la casa de
Dios y de los santos que han sido evacuados del recinto) estamos contemplando
un despliegue exuberante de fenómenos cromáticos que lo envuelven. Es una
situación sólo parcialmente similar a la de la caverna platónica. También en ella
los hombres encadenados tienen frente a sí figuras zoomórficas o
antropomórficas que desfilan ante sus ojos. Pero mientras la caverna de Platón
permanece abierta por el hueco por donde entra la luz que transporta las
imágenes que van a ser proyectadas en fondo de la caverna, como en una
pantalla, aquí el mural rodea enteramente a «la cueva» y la luz que entra por
ventanales residuales es blanca porque no transporta imágenes.
303
IV. Cuarto Curso de la conceptualización.
304
Sin embargo, este análisis del mural de Alarcón me parece, considerado
desde el punto de vista filosófico, puramente metafísico. Para decirlo todo me
parece mitológico. Y mitológico por el sentido sustantivado que para este análisis
es preciso atribuir a los términos Naturaleza y Cultura.
305
desempeñando el valor funcional de la Naturaleza (una Naturaleza que «invade»
por todos lados a las artificiosas estructuras arquitectónicas culturales). Sin
embargo, a través de esta contraposición están actuando, sin duda, otras ideas
y también en diverso grado de confusión (sin perjuicio de ello, con algún
fundamento in re). Por ejemplo, el par de ideas Geometría/Morfología. El templo
herreriano de Alarcón, se dice, una vez desnudado (desacralizado), es «pura
geometría pétrea» (rectas horizontales y verticales, arcos de medio punto,
bóvedas de cañón). Mientras que el mural nos ofrece una superabundante
morfología cromática vinculada a las realidades naturales. Sin embargo,
tampoco esta contraposición es sostenible literalmente. Concedamos que el
cromatismo no sea geométrico; pero, en cambio, siguen siendo geométricas las
«líneas primarias» del mural, aunque sean curvas, los contornos de sus
morfologías, que no pueden desdibujarse –en el sentido de la llamada pintura
abstracta– si no queremos que el mural desaparezca. No estamos, por tanto,
delante de una oposición entre Geometría y Morfología (al parecer no
geométrica), sino, por ejemplo, entre geometría de regla y compás (hablaríamos
de «morfologías geométricas euclidianas», en atención a los primeros libros de
los Elementos: triángulos, rectángulos, círculos) y geometrías proyectivas
(transformaciones de curvas cónicas o de cualquier otro tipo, pero también
expresables, en todo caso, mediante ecuaciones propias de la Geometría
analítica). Definir como «geométricas» a las figuras trazadas con regla y compás
(frente a otros géneros de figuras al parecer no geométricas, como si ello tuviera
sentido) es una confusión parecida a la que padece quien llama «ciudades
racionales» a las que tienen un trazado de calles y plazas obediente al «plano
hipodámico» (frente a las «ciudades árabes», llamadas, a veces, irracionales o
«vitales», porque sus planos recordarían el corte de un organismo viviente).
Distinción absurda, porque el plano de una ciudad no hipodámica ha de cumplir
unas normas de racionalidad funcional a través de sus curvas y transversales
suficiente para que los ciudadanos puedan circular por sus calles, localizarse o
ocultarse mutuamente; por el contrario, habría que considerar a Barcelona, pese
a sus calles hipodámicas, con la ciudad más irracional desde el punto de vista
geométrico euclidiano, dado que tiene una calle Diagonal y la diagonal es
inconmensurable (es decir, de medida irracional, imposible de llevar a efecto por
números racionales) con el lado del cuadrado.
Todo esto nos inclina a concluir que lo que está actuando en el fondo de la
oposición entre «morfologías geométricas» y «morfologías no geométricas» es
una distinción más profunda. La dificultad estriba en acertar con ella. Por mi parte
tendría que apelar a la distinción de lo que en la teoría del cierre categorial
denominamos estructuras α-operatorias y estructuras β-operatorias (distinción
cuya exposición no es propia de este lugar). Las estructuras «geométricas»
(euclidianas), sin perjuicio de ser resultados de múltiples operaciones físicas, con
regla y compás, por tanto, sin perjuicio de su génesis β-operatoria,
lograrán segregar estas operaciones (y con ellas al sujeto operatorio)
306
desenvolviéndose, en consecuencia, en el plano terciogenérico de las esencias,
preservadas del oleaje de las morfologías reales, dinámicas, en movimiento, las
figuras en el mural cromático. Un mural que implica, en efecto, para ser
contemplado adecuadamente, el movimiento del cuerpo y de los ojos: es
imposible ver el mural, permaneciendo fijo en un punto de la iglesia; es preciso
rotar la cabeza, levantarla, bajarla y seguir con los movimientos del cuerpo sus
líneas primarias y secundarias. En este sentido, el mural de Alarcón podría ser
considerado como una composición musical, una sinfonía en movimiento en la
que el lugar de los sonidos está ocupado por los colores y el lugar de las líneas
melódicas, por las líneas pictóricas, y en donde también hay acordes y marchas
armónicas.
Ahora bien: una morfología dinámica, una pintura fluyente, «musical», como
la de Alarcón se caracteriza porque ella no puede segregar al sujeto operatorio
al que se enfrenta, como artista o como observador. Dicho de otro modo, las
morfologías que el mural nos revela no son esencias, sino fenómenos, como
eran fenómenos las imágenes de la caverna platónica. ¿Qué es lo que nos
muestran estos fenómenos? ¿Respecto de qué entidades arcanas son ellos
fenómenos?
307
una resacralización. La Iglesia de Alarcón, desacralizada, en un proceso de
reducción negativa, detendría este proceso de desacralización y lo convertiría en
un proceso de resacralización a través de un mural que nos ofrece apariencias
o fenómenos de figuras numinosas.
Pero no creemos que éste sea el caso. Quizá lo sea del proyecto de Barceló,
en Palermo, un proyecto comenzado, por otra parte, muy posteriormente al
proyecto de Mateo en Alarcón.
308
fenómenos canónicos: vísceras, fetos, ojos, o incluso bultos ambigüos (bulto =
cuerpo con faz, vultus). Por sus procedimientos, Mateo estaría más cerca del
método de Empédocles, de aquella visión evolutiva de la realidad que ha creído
poder regresar a formas anteriores a la conformación canónica del mundus
adspectabilis actual (en el que actúan los hombres) a partir de su
descomposición en partes formales sui generis: «brotaron sobre la tierra
numerosas cabezas sin cuello, erraban brazos sueltos faltos de hombros y
vagaban ojos solos desprovistos de frentes». Son morfologías que encontramos
indicadas ya en algunas pinturas antiguas, como las de el Bosco: las figuras del
luneto de la primera capilla del muro norte semejan estómagos explantados de
vientres de animales mastozoos.
309
los paleontólogos definen como explosión morfológica del Cámbrico. El
momento en el cual, hace 550 millones de años, la organización de la materia
viviente pasó de la escala unicelular a la escala de los organismos pluricelulares.
Unas formas que no reemplazan totalmente a las formas propias de la «edad de
las bacterias», que permanecen como fondo insoslayable hasta nuestros días,
sino que se reorganizan en morfologías invertebradas (como las de la llamada
fauna de Edicara) que avanzan, prevalecen o se hunden según un ritmo que
tiene mucho de aleatorio o de caótico. De ahí brotarán los primeros tipos
precursores del diseño de las morfologías vivientes del presente en torno a las
cuales se conformará el mundo de los vertebrados desde el cual nosotros, los
hombres, operamos.
Según esto, cabría afirmar que las formas que van saliendo a la luz, poco a
poco, en el mural de Alarcón no realizan una resacralización del templo
renacentista, sino una desacralización positiva y definitiva. ¿Por qué? Porque, si
nuestra interpretación tiene algún fundamento, Mateo nos hace regresar hacia
un estado del mundo anterior o previo al «nacimiento de los númenes» y al
«nacimiento de los dioses» y, por tanto, al «nacimiento de los hombres» y, con
ellos, al nacimiento de la religión y de lo sagrado. El mural de Alarcón nos ofrece
un escenario fenoménico en el que sus apariencias nos permitirían situarnos
ante el estado germinal de nuestro mundus adspectabilis, tal que nos sería
posible comenzar a ver a este mismo mundo en lo que pueda tener de momento
fenoménico de un proceso cósmico más amplio. El oleaje de formas del mural
de Alarcón nos permite advertir también que nuestras figuras canónicas no son
sustancias perfectas, sino formas transitorias o, en términos psicológicos,
«engaños» (como gusta decir el propio Jesús Mateo), acaso delirios de esas
fuerzas que conformaron figuras vivientes como la Hallucigenia pero que se
transforman evolutivamente las unas en las otras, sin dejar de enfrentarse a
muerte entre sí, en la lucha por la vida.
Final
310
¿Qué vínculo establecer, finalmente, entre este mural fluyente, a través del
cual nos representamos los fenómenos germinales de las morfologías de nuestro
mundo, fenómenos presentados como envolviendo al templo por todas sus
partes, un templo que, sin embargo, permanece en toda su fortaleza apoyado
sobre la Tierra?
311
Las Fuerzas del Trabajo
y las Fuerzas de la Cultura
Gustavo Bueno
I
Introducción
312
demás, al menos en un principio) podría resumirse de este modo: los conceptos
fundamentales del marxismo constituyeron un sistema dialéctico, y, por tanto, la
alteración o modificación de alguno de ellos no solamente repercute en el
conjunto del sistema sino que, a la vez, el alcance de la modificación sólo puede
ser medido desde el sistema entero.
314
Constatamos así la situación casi desesperada de quienes creen tener que
acudir a los supuestos axiomas marxistas aun reconociendo que en ellos no se
encuentran criterios para tratar cuestiones actuales y que, por tanto, la
reiteración de tales principios es poco menos que inútil, si descontamos su
utilidad como «signo de identificación».
Por ello, nosotros no pensamos tanto en una «nueva lectura» (no talmudista)
de El Capital, ni siquiera en una «revisión» del mismo, cuanto en
la transformaciónde los conceptos de El Capital exigida por la situación del
presente, si realmente ésta es ya distinta respecto de la situación material en la
que Marx estuvo envuelto. Y los conceptos, no por ser transformados y aun
opuestos a los del marxismo clásico, serían menos marxistas, si pensamos en
términos dialécticos efectivos (que incluyen precisamente el cambio, que aquí
precisamente equivale al cambio de los conceptos) y no meramente verbales.
Con esta fórmula además (creemos) no hacemos sino expresar el proceder
efectivo del autor de Eurocomunismo y Estado.
1) Todo concepto que pueda ser formulado estará siempre dado en función
de un material a su vez configurado previamente (marco material). Cuando se
afloja el contacto con ese material o marco, el concepto se desvirtúa y pierde su
significado, como lo pierde el concepto de «luz del orden de 4.861 Å»,
desvinculado totalmente del material «azul». Dentro de este concepto
de materialincluimos, desde luego, a los «intereses», a los múltiples impulsos,
biológica o sociológicamente configurados del «material humano» y
contrapuestos, de entrada, entre sí.
316
II
Los conceptos precursores del sistema clásico
317
importante, sin duda, como pueda serlo el tema de las ventajas de vivir en una
atmósfera viciada o de respirar el aire libre, pero, al mismo tiempo,
comparativamente ramplón. Al menos, para plantear el problema en este plano
mitad médico, mitad moral (en el que todo el mundo estará, por lo demás, de
acuerdo) no habría sido preciso el genio de Marx –hubiera bastado el talento de
Augusto Comte.
318
decir, a los trabajadores manuales y a los campesinos, como aquellos que se
alinean al lado de la base del sistema social; por el contrario, la cultura, y el
«trabajo intelectual» que se le coordina (el Espíritu absoluto) aparecerá
como superestructura, reflejo de la base, y, por tanto, sin energía propia, en
principio, pese a su importancia. La conciencia, como conciencia
absoluta (hegeliana) es ahora, sobre todo, la falsa conciencia (y aquí encuentra
su genuina realización la «abstracta» doctrina kantiana sobre la «ilusión
transcendental» por la que se constituye la conciencia pura).
5. Pero si esta falsa conciencia, con todo lo que ella implica, se sostiene –si
la autoconciencia se sostiene ilusoriamente como algo absoluto y que, por tanto,
debe ser separado de la base (aun cuando se reconozca a esta «base» –como
ya la reconoció Hegel– una prioridad histórica, cronológica)–, esto es debido
precisamente a la división del trabajo en manual e intelectual, consecutiva a la
división de la sociedad en clases, a la apropiación privada de los medios de
producción, a la constitución del Estado. No se trata pues, de que Marx «haya
enseñado» a los hegelianos que antes de la vida espiritual es preciso subvenir a
las necesidades básicas –porque esto Hegel lo sabía perfectamente. Lo que
Hegel había enseñado es que la separación de estos trabajos, tras una larga
experiencia (un largo viaje, el que se relata en la Fenomenología del Espíritu), la
separación de las clases, es el proceso regular por el cual el Espíritu alcanza la
conciencia de sí mismo. Y lo que Marx nos dice es que, en esta separación, es
en donde el hombre se oculta a sí mismo como falsa conciencia, como ideología
y superestructura. Se trata de cambiar el mundo, no de interpretarlo. Pero se
diría que al atribuir Marx a los filósofos del pasado la función de interpretar el
mundo, ha sido, en parte al menos, víctima de un espejismo. Porque esta
función, no es que sea errónea como proyecto, es que es irrealizable, es ella
misma irreal. Si interpretar el mundo, entendiendo como misión suprema (la
«consciencia gnóstica» hegeliana) es un proyecto de la falsa conciencia, ello
será debido precisamente a que no es real –porque la conciencia falsa es falsa
por ser irreal, por representarse lo que no es–. Luego entonces no puede decirse
que los filósofos hasta ahora hayan interpretado solamente el mundo, porque
entonces hubieran sido reales, y su conciencia no sería falsa conciencia.
También esos filósofos habrán transformado el mundo, también habrán actuado
prácticamente –por ejemplo, deteniendo «el progreso» o colaborando, como
ideólogos, a su detención. La distinción no hay que ponerla, entonces, entre una
supuesta conciencia (interpretativa, teórica) y una realidad (práctica) –sino entre
una práctica dada en una dirección (por ejemplo, reaccionaria), y otra práctica
dada en direcciones opuestas (por ejemplo, revolucionarias). Es muy torpe,
desde el punto de vista conceptual, tratar de resolver estas dificultades
construyendo conceptos híbridos como el de «práctica-teórica» o «teoría
práctica», porque la «teoría» y la «praxis» son conceptos conjugados. El
espejismo de Marx sería así similar a aquel que padece el racionalista cuando
critica el concepto de revelación del teólogo: negando que pueda ser verdadera
319
toda revelación sobrenatural, rechaza, como incompatibles o ininteligibles, los
contenidos sobrenaturales del dogma y se despreocupa de ellos –pero con esto,
les sigue otorgando, sin quererlo, un estatuto sobrenatural (porque el racionalista
tiene que poder explicar el dogma sobrenatural y, por tanto, entenderlo como
resultado de procesos naturales).
320
la praxis, del sadomasoquismo de quienes van a comenzar el «asalto a la
razón», de quienes conciben a la conciencia y a los intelectuales
como epifenómenos (desde James a Paretto, desde Nietszche o Sorel, a
Spengler). Muchas veces se han deslizado los discípulos de Marx por este
camino en nombre de la praxis o de la «realización de la filosofía», por un lado,
o del populismo, por otro. Pero la concepción marxista es mucho más compleja
y genuinamente dialéctica. Precisamente Marx ha visto en estos intelectuales
(entre los cuales se cuenta él mismo) el cauce por el cual la «teoría
revolucionaria» puede llegar a ser formulada –así como ha visto a los artistas,
esclavistas o burgueses, como el cauce a través del cual obras imperecederas
de la humanidad han llegado a ser construidas. Pero así como el proletariado
sólo alcanza su condición de clase universal cuando asume la misión de anular
las clases, así el intelectual sólo alcanza su verdadera realización (no
epifenoménica) cuando se anula como clase separada, poniéndose al servicio
del proletariado.
321
Mientras que Hegel enseñaba que el Espíritu absoluto (fin supremo de la
humanidad) supone el ocio conseguido por el trabajo de los demás, y necesita,
por ello, para su vida, al Estado burgués, al «estado de división en clases», Marx
y Engels vienen a enseñar también que el Espíritu absoluto, la Cultura, son el fin
de la humanidad y de la materia; la Cultura es también el fruto del ocio, pero del
ocio que viene tras la jornada de trabajo y que conviene a todos en una sociedad
sin clases.
III
La variación del «marco material» del marxismo clásico
322
cambiado, en gran medida, a consecuencia de las formulaciones de Marx–. Y
esto es lo que obliga a transformar el marxismo clásico, –es la variación del
marco material lo que nos obliga–.
Ante todo, habrá que referirse a la posibilidad de contemplar esta «crisis del
marxismo clásico» como testimonio o prueba de su error. Sencillamente, el
marxismo clásico habría fracasado en su diagnóstico de la sociedad capitalista
y en los pronósticos acerca de su futuro. Descontando la defensa de este punto
de vista desde posiciones derechistas, creo que habría que clasificar en esta
rúbrica a los críticos del marxismo desde la izquierda –por ejemplo, desde el
anarquismo–. En particular, nos atrevemos a aproximar a esta rúbrica a los
críticos radicales de la Unión Soviética o de China Popular, a aquellos que
contemplan al Estado derivado de la revolución de Octubre como una
prolongación de los sistemas de dominación, de poder burocrático (en el sentido
de Max Weber), a aquellos que subrayan la posibilidad de conjunción de las
relaciones de poder, de dominación, y la ausencia de propiedad privada (como
en los Imperios asiáticos: K. Wittfogel), a quienes (incluido Trotsky) consideran
que la Unión Soviética, sin perjuicio de la socialización de la producción, ha
continuado, perfeccionado y fortalecido, hasta límites que parecen
inconcebibles, la estructura de la dominación, de la burocracia (Lobrot). Porque
ello es tanto como reconocer prácticamente que el marxismo –las «predicciones
de Marx»– no se han cumplido en absoluto, que el sistema clásico fracasó en
toda la línea en el diagnóstico y en el pronóstico de la sociedad capitalista. Si el
capitalismo no se ha muerto, sino que goza de buena salud, y si los países
socialistas no son socialistas, sino sistemas de poder burocrático que reeditan el
modo del despotismo oriental, o del poder asiático, ¿qué tipo de verdad puede
atribuirse al marxismo clásico, salvo, a lo sumo, el de una suerte de bondad
moral en sus predicaciones utópicas? ¿Acaso no habrá que pensar con
Glucksmann, que el marxismo es en sí mismo malo y falso?
323
del material que, dialécticamente, obliga a transformar el propio sistema
realizado.
Ahora bien: nos arriesgamos a afirmar que es preciso distinguir dos modos,
esencialmente opuestos, y aún irreconciliables entre sí (en virtud de su diferente
inspiración y pese a que en muchos puntos particulares pueda darse la impresión
de que marchan de acuerdo) de reconocer la verdad del marxismo clásico, es
decir, su realización: un primer modo, que llamaremos monista y al que nos
atrevemos a atribuir una inspiración metafísica («armonista»); un segundo modo,
aquel que consideramos más genuinamente dialéctico.
324
Evidentemente, sin embargo, desde esta perspectiva monista se está en
condiciones de formular de algún modo la variación del marco material del
marxismo clásico. La novedad de la nueva situación podría descomponerse
principalmente en estos tres planos:
325
política de coexistencia pacífica, será no ya esperar, con los brazos cruzados,
que el área capitalista se disuelva bajo el efecto de sus propias contradicciones,
sino colaborar a esa disolución, y no ya tanto minando el sistema (disminuyendo
su presión) cuanto aumentando sus dimensiones y, con ello, agravando las
contradicciones mediante la inversión masiva de capitales socialistas en el
interior del sistema mismo capitalista. Desde esta perspectiva, la política
soviética de propagación de sus multinacionales en el área capitalista, lejos de
significar la escandalosa conculcación de los principios de la Economía política
marxista, equivaldría al reconocimiento pleno de estos principios, a la utilización
a fondo de unas reglas de juego de naipes que se supone van a conducir a la
desintegración de las cartas.
326
paradoja dialéctica: que es precisamente en el lugar en donde las
transformaciones sociales más profundas de nuestro siglo se han llevado a
efecto tomando como guía los conceptos del marxismo clásico, en donde se han
creado situaciones nuevas que los propios conceptos clásicos no pueden
enjuiciar.
327
IV
El nuevo concepto de «Fuerzas de la Cultura» en el contexto de la variación del
marco material del marxismo clásico
Esta formulación ¿es de signo monista (en el sentido en que antes hemos
empleado esta expresión) o bien es de signo dialéctico? No nos atreveríamos a
dar una respuesta terminante. Las posiciones de Santiago Carrillo, cuando se
analizan desde las coordenadas anteriores, se nos revelan ambiguas (acaso
porque, podría decirse, esas coordenadas son meramente abstractas). Sin
embargo, vamos a utilizarlas para ensayar que es lo que puedan dar de sí.
328
(tradición que parece maldita desde el punto de vista leninista, es decir, soviético,
no eurocomunista y que por ello sería ridículo reprochar a quien precisamente
comienza por distinguir, con gran finura, la situación rusa y la europea: Carrillo
mismo tiene buen cuidado de compartir los reproches de Lenin a Kautsky,
cuando se metía a dar consejos a los rusos, es decir, cuando perdía el punto de
vista «preeurocomunista»). Pero estas discrepancias con Kautsky no tienen por
qué borrar la tradición kautskyana del eurocomunismo –y esa tradición no creo
que deba tomarse como un deshonor–. Quien, no siendo ruso, mira con Lenin a
Kautsky únicamente como un «renegado» padece un acceso de ingenuidad
similar al de quien, no siendo español ve como «pirata» a Drake. Por otro lado,
con la tradición de Gramsci. Se resaltan, de este modo (como en Garaudy), los
factores subjetivos (es interesante constatar, en este contexto, que en el informe
de Quintero al VIII Congreso, las superestructuras, de las que Gramsci fue el
gran «teórico», se clasifican entre los factores subjetivos, lo cual es sumamente
discutible).
329
2. Ahora bien: sin perjuicio de estas diferencias de tonalidad (en virtud de
las cuales la tecnología de Richta, los factores objetivos, resultan mucho menos
divinizados que la democracia, que los factores subjetivos) es lo cierto que se
constata, como en Richta, en la tecnología científica (el «crecimiento fulgurante»
de las fuerzas productivas) la realidad de una situación nueva que obliga a
plantear de un modo distinto la estrategia comunista. Y ahora, las convergencias
con Richta aumentan en todo cuanto se refiere a la interpretación del nuevo
«modo de producción» del capitalismo avanzado. Nuevas fuerzas productivas
han sido liberadas por la revolución científico técnica. Con ellas, nuevas capas
sociales entran en el cómputo político: los ingenieros, los técnicos, los ejecutivos,
los administrativos –que ya no pueden ser reducidos a la condición de «meros
contables»– los profesores, indispensables para la «reproducción» de estas
nuevas capas sociales y que, a su vez, pasan a formar parte de ellas. El peso
político de los campesinos, decrece. A la vez, el desarrollo tecnológico científico
hace posible y necesaria la transformación del Estado capitalista en el Estado de
los grandes monopolios, de la producción a gran escala. Este proceso incluye
dos efectos opuestos y simultáneos:
331
años de prosperidad –dice Ramón Tamames (Nuestra Bandera, nº 88-89, pág.
17), como si, en el límite, pudiera establecerse, al modo de Richta, la confluencia
armónica de las llamadas condiciones subjetivas y las objetivas. (Nosotros
sospechamos que un estado económico tal en el que la voluntariedad es aquello
que determina el paso del capitalismo al socialismo, no está propiamente
definido en términos económicos; se trata de un estado de equilibrio, reversible,
es decir, un estado en el que cabe la transformación recíproca del socialismo al
capitalismo; por tanto, un estado en el que la socialización de la propiedad
privada ha perdido su carácter revolucionario. No vemos la razón económica en
virtud de la cual empresarios prósperos hubieran voluntariamente de inclinarse
hacia la socialización de su empresa: su voluntad estaría impulsada por motivos
morales, muy nobles, pero extraeconómicos. Por último, en el supuesto de que
esa prosperidad de la pequeña y mediana empresa se produjera, la presión del
capitalismo monopolista disminuiría y, con ello, la tendencia hacia la
socialización.)
332
el sentido consabido: son teorías, o bien: obras artísticas, o técnicas, de algún
modo «sustantivas», que han de ser pensadas también para «después de la
revolución» y cuya practicidad o utilidad se hará consistir, muchas veces, en su
mera capacidad para ser consumidas en el tiempo de ocio, a fin de que los
trabajadores «desarrollen multilateralmente sus virtualidades».
333
concepto de trabajador intelectual, según su propio formato, debiera clasificarse
entre las fuerzas del trabajo y no entre las fuerzas de la cultura. Podría pensarse
que la cuestión se resuelve distinguiendo entre el trabajador manual y el
trabajador intelectual. Pero ¿en qué plano se establece esa distinción?
Atendiendo a sus términos, esta distinción es entendida como una distinción
susceptible de ser dibujada en el plano psicofisiológico (el trabajador manual es
el que utiliza predominantemente los músculos; el intelectual utiliza
fundamentalmente el cerebro, la mente, &c.). Ahora bien, esta distinción, trazada
en el plano fisiológico o psicofisiológico, nos parece enteramente impertinente al
asunto, como lo demostraría el hecho de que, si se toma en serio, habría que
plantear preguntas como las siguientes: ¿A qué tipo de músculos nos referimos?
¿A los músculos estriados o a los músculos lisos? Es impertinente, no sólo
porque el trabajador manual también utiliza el cerebro (¿cómo podría, sin la
intervención de las células piramidales, mover las manos?) y porque el trabajador
intelectual también utiliza los músculos estriados (¿cómo podría si no escribir,
pintar, tocar el piano, danzar?). Decir que en un caso la componente muscular
es mayor que en el otro es algo enteramente gratuito (un danzarín mueve más
los músculos estriados que un tractorista); sino porque hay trabajadores
intelectuales (desde el punto de vista de una definición fisiológica, por
aproximativa que sea) que no son evidentemente clasificables como fuerzas de
la cultura (los «contables», por un lado, a pesar de los complejísimos cálculos
que tengan obligación de realizar; pero también los técnicos de programación de
ordenadores destinados acaso a hacer nóminas y que, junto con los científicos,
pueden considerarse como «mano de obra intelectual»). Por eso Daniel Lacalle,
en una importante contribución («Sobre los trabajadores
intelectuales», Materiales, julio-agosto, 1977, nº 4) se ve forzado a reconocer
que el concepto de trabajador intelectual es puramente negativo, por cuanto se
determina por una doble negación (no manuales, no administrativos). Pero un
concepto negativo, y aun doblemente negativo, es un concepto puramente
extensional, y su contenido intensional es intrínsecamente amorfo (como puede
serlo el concepto de «animal no vertebrado y no unicelular»).
334
toda operación que los aproxima o los separa, sería un trabajo y sería un
trabajador, tanto el que mueve la pluma (desplazándola a lo largo del papel, en
ciertas condiciones) como el que arrastra un bloque de ladrillos. En cambio, el
que sostiene un peso (mayor incluso que ese bloque de ladrillos) no sería un
trabajador (porque no lo desplaza) aunque el sostenerlo suponga un esfuerzo y
un gasto de energía exigidos como partes del «contrato de trabajo». (Mucho
menos podría llamarse trabajador, en este sentido, al especialista religioso que
permanece inmóvil y silencioso ante los fieles extáticos, en el servicio divino.) Se
trata sencillamente de tener en cuenta que el concepto de trabajo (en el contexto
de la distinción: trabajador manual y trabajador intelectual) no ha de entenderse
en el plano fisiológico (el de la «Ergología») ni en el plano jurídico (el contrato de
trabajo, que afecta tanto al contable como al peón, tanto al profesor como al
artista de cine) ni en el plano físico –sino en el plano de la Economía Política–.
Es aquí en donde se estableció la oposición, por ejemplo, entre el trabajo
productivo (de plusvalía) y el trabajo que no es productivo (y que se indemniza
mediante el consumo de renta). Y esta oposición tiene que ver con la oposición
entre las fuerzas productoras básicas y las superestructurales, con la oposición
entre el tiempo del trabajo y el tiempo del ocio. Ahora bien: el desarrollo de las
condiciones del capitalismo clásico en la sociedad industrial avanzada ha
obscurecido hasta tal punto estas oposiciones que sería enteramente «suicida»
pretender aclarar algo acerca de aquella distinción mediante éstas en el estado
en que se encuentran. En condiciones muy elementales (las que se contemplan
en la Fábula de las Abejas de Mandeville) podrá tomarse el trabajo orientado a
producir los objetos necesarios para satisfacer las necesidades primarias como
trabajo básico productivo –lo demás es superestructural, un excedente. Pero
cuando el desarrollo histórico ha creado «necesidades históricas» tales que ellas
mismas (el tabaco, según Marx) pueden considerarse primarias, entonces el
criterio se hace inaplicable, por falta de parámetros. La producción de objetos
físicos ya no puede llamarse básica (la producción de cirios pascuales es un
trabajo manual que produce objetos físicos, que incluye sobretrabajo, que
genera plusvalía –y sin embargo, se trata de un proceso que habría que clasificar
en la superestructura). Ni siquiera tiene ya sentido considerar como trabajadores
intelectuales a aquellos que producen obras dedicadas a ser consumidas en el
tiempo de ocio de los trabajadores industriales –porque la industria del ocio es
tan industria como la industria pesada–. Los trabajadores manuales, en todo
caso, en tanto también producen obras culturales, ahora en el sentido etnológico
(¿qué es una silla, sino un objeto cultural?) militarían también entre las fuerzas
de la cultura, con el mismo derecho que aquellos artistas que producen obras de
arte llamadas «inútiles» (¿con arreglo a qué criterio presentable puede decirse
que una silla es útil y un «elepé» es inútil?). En el plano jurídico y laboral
(«contrato de trabajo») los trabajadores manuales y los intelectuales también
están equiparados.
335
En segundo lugar, porque el concepto de fuerzas de la cultura, en cuanto
opuesto al concepto de fuerzas del trabajo, contiene él mismo una ambigüedad
intrínseca de origen:
336
perspectiva de «después de la revolución» subsiste (salvo para quien mantenga
utopías del estilo de Máximo el Confesor, que pensaba que, tras la resurrección
de la carne, el cuerpo celeste será asexuado), aunque desaparezcan las
elaboraciones de las diferencias propias de la sociedad de clases (problemas del
feminismo); y así como cuando se discute de hecho sobre la significación de la
religión o de la filosofía en el marxismo, suele apelarse a la perspectiva de
«después de la revolución» (por ejemplo, cuando se dice que la filosofía se
realiza, desapareciendo, en el comunismo). Este método nos empuja a la
necesidad de regresar a distinciones más profundas que puedan mantener
significado en la sociedad socialista, para, desde ellas, tratar de medir el alcance
de la distinción que nos ocupa. Si se prefiere: utilizaremos estas distinciones más
profundas como resonadores y trataremos de constatar de qué modo la
distinción entre fuerzas del trabajo y fuerzas de la cultura suena (o resuena)
cuando las sumergimos en la atmósfera vibrante de otras distinciones que
suponemos son significativas: hemos escogido aquí dos «resonadores»:
337
cambian). Este contenido funcional está relacionado con la misma legalidad
material-natural (con la «naturaleza») tal como se desarrolla a través de la
producción humana (pongamos por caso: las fuerzas nucleares «desatadas» por
la ciencia y la tecnología de nuestro siglo). Según esto, los contenidos básicos,
a la vez que soportes de todo el orden cultural y social, no pueden ser concebidos
como contenidos previos o primeros (cronológicamente) –como sugiere la
metáfora arquitectónica (Aufbau)– sino como un «esqueleto» que va él mismo
configurándose en el seno de los restantes tejidos (las «superestructuras»),
conforme ellos mismos se desarrollan de un modo viviente. No se trata, por tanto,
de que las superestructuras «broten» de la base, y puedan, sin embargo,
reaccionar sobre ella, gozar de cierta autonomía –porque este esquema sigue
siendo metafísico (implica la sustantivización del concepto de «base»). Se
trataría de ver en las superestructuras el marco mismo en el cual los contenidos
básicos brotan cuando a su forma, sin perjuicio de su función soportadora (en
relación con las legalidad natural-objetiva). En efecto: no cabe señalar ni un solo
contenido básico (ni siquiera los más primarios, desde un punto de vista
biológico) que no está ya envuelto, dentro de la historia humana por contenidos
supraestructurales. La producción de trigo (el trigo de los economistas clásicos)
puede ser considerada como un contenido básico, dentro de una etapa histórica,
en tanto que el trigo subviene a las necesidades primarias de la alimentación, a
la satisfacción de esas necesidades que se «reproducen diariamente», como
dice Marx; pero el trigo, su contenido energético, está siempre «envuelto»
en formas («culturales») muy precisas (por ejemplo, como pan, y el pan dado a
su vez según formas más precisas, redondas, alargadas). Que el trigo, por su
contenido energético (genérico, abstracto) sea independiente (neutral) respecto
de sus especificaciones culturales, no significa que sea posible aislarlo
(«sustantivarlo»). Su genericidad es sólo neutralidad ante alguna de sus
especificaciones (frente a las otras), no ante todas. Pero esas especificaciones
tienen mucho que ver con las superestructuras, pongamos por caso, con las
superestructuras artísticas. Según esto, el orden superestructural tiene sus leyes
de desarrollo de algún modo autónomo –pertenece a otra escala que el orden de
la base– pero tiene unos límites en este desarrollo impuestos precisamente por
las legalidades básicas que, sin embargo, no están prefiguradas. La distinción
entre base y superestructura se nos manifiesta de este modo como una distinción
abstracta, como la distinción de dos perspectivas o escalas en las que se nos
descompone el mismo proceso de la producción –pero subrayando que este
proceso, al ser descompuesto en estos dos planos abstractos, se nos revela
como un proceso dialéctico, porque los contenidos dados desde cada
perspectiva o plano no son «conmensurables».
338
trabajo productivo (que podíamos coordinar con el trabajo básico –el que
produce los valores básicos) y un trabajo no productivo (coordinable con los
valores superestructurales). Ambos tipos de trabajo se «realimentan», se
«implican», y sus líneas divisorias se hacen cada vez más sutiles y abstractas,
aunque no menos reales. Si resulta relativamente sencillo clasificar a la
producción bruta de trigo como trabajo productivo, básico, no es tan sencillo
clasificar como trabajos productivos a los trabajos absorbidos por la industria
pesada, cuyos productos se transforman tanto en tractores como en objetos de
lujo o incluso en material de guerra, en material destructivo. Las líneas según las
cuales un trabajo es productivo y otro no lo es no pueden establecerse sino
considerando globalmente el proceso –y no por ello la distinción es menos
objetiva, en principio.
Ahora bien: ¿pondremos en correspondencia las fuerzas del trabajo con las
fuerzas productivas de contenidos básicos y las fuerzas de la cultura con
aquellas que producen contenidos superestructurales? Al menos, la ambigüedad
de todas estas distinciones alcanza un grado similar. Globalmente, en
«promedio», por decirlo así, las fuerzas del trabajo corresponden evidentemente
a las fuerzas productivas (incluyendo a los trabajadores científicos y siempre que
la ciencia funcione como fuerza productiva, puesto que puede funcionar como
«fuerza superestructural»: amplias áreas de la ciencia matemática o de la
Paleontología, no tienen relación directa «con la producción»; son, en este
sentido, puramente especulativas; sin contar con la mayor parte de las ciencias
culturales). Mientras, las fuerzas de la cultura podrían redefinirse (al menos en
una sociedad en la cual también son trabajadores aquellos que producen formas
superestructurales) precisamente en función de la superestructura.
339
libre»). Por consiguiente, la distinción, en el contexto del capitalismo, es
eminentemente pragmática, operatoria, puesto que está pensada en términos de
su modificación (reducción del tiempo de trabajo; reivindicación de la semana de
60, de 50, de 40 horas). De aquí no hay más que un paso para pensar
utópicamente que esta distinción desaparece en el estado final, en el sentido de
que allí todo el tiempo será libre, como en las Islas del Sol de que nos habla
Diodoro Sículo. Marx, sin embargo, al exponer su doctrina de la plusvalía, ya
había hecho observar profundamente cómo en el trabajo esclavo, todo el tiempo
parece «tiempo para el señor» (lo que oculta la parte del tiempo que el esclavo
trabaja para sí mismo); e inversamente, en el trabajo asalariado capitalista, todo
el tiempo parece trabajo para sí mismos (en virtud de los términos del contrato
de trabajo) cuando hay una parte que es tiempo para el capitalista. Suponemos
que, desde el punto de vista marxista, la oposición entre el tiempo de trabajo y
el tiempo libre no se agota en el contexto del capitalismo, no es una distinción
que haya de perder todo su sentido en el comunismo (aunque sí se alteran
profundamente sus determinaciones). Subsistirá una distinción entre tiempo
laborable (que concretamos en los días laborables) y el tiempo de ocio (que
concretamos en los días festivos). Y entonces, la distinción toma inmediatamente
contacto con otras distinciones anteriores al modo de producción capitalista (a la
manera como también la democracia es anterior –según la profunda exposición
de Santiago Carrillo– al modo de producción capitalista), particularmente con la
distinción entre los días de trabajo y los días de fiesta.
340
lugar del nuevo día festivo, que era el primer día después del sábado, fue elegido
en memoria de la Resurrección del Señor. Ahoga bien: mientras que el Día del
Señor, el Domingo, no habría comportado, en principio, cesación del trabajo
(descanso) sino algo positivo: culto al Señor (que implica necesariamente
reunión de los cristianos, asamblea), en la Edad Media, ante los «bárbaros
francos», se introduce la idea del domingo como el «sábado cristiano», es decir:
indicando cesación del trabajo. Era el único modo de someter a una disciplina
religiosa a los campesinos, de hacerles reunir regularmente en las Iglesias, para
recordarles que «no sólo de pan vive el hombre». Lutero significa otra vez un
cambio total: para el hombre piadoso todos los días son festivos, o, de otro
modo, no hay por qué considerar la cesación del trabajo como contenido del
domingo. Sólo para los débiles, para los niños de la fe, conserva la Iglesia el
sábado-domingo. Después de la venida de Cristo, una vez que la verdad está
cumplida, todos los días son de fiesta. La institución del domingo es más bien
una cuestión práctico administrativa –cuestión de técnica orientada a conseguir
mayor facilidad para que los creyentes se reúnan a escuchar la palabra de Dios
(Advertencia sobre el oficio eclesiástico,y Contra los sabatistas, 1538).
341
hegelianismo. La cuestión, y esto si que es importante, aparece no en el
momento de eliminar el Espíritu absoluto, sino en el momento de invertir el orden
de sus componentes. Se diría que hay una tendencia constante, en la práctica
del socialismo, a invertir el orden de los momentos del Espíritu Absoluto
hegeliano: Arte, Religión, Saber absoluto (Filosofía), más que a suprimirlo. En el
eurocomunismo, en Richta, el saber absoluto apenas se menciona; al proclamar
la «libertad filosófica» en el pluralismo democrático, se diría que la Filosofía pasa
a ocupar el lugar inferior, abandonándose a la vida privada de la minoría de
trabajadores que, en sus tiempos de ocio, tengan el capricho de filosofar (a la
manera como otros pueden tener el capricho de estudiar las lenguas muertas):
pero la Filosofía no parece que tenga que jugar un papel especial en el conjunto
de los ciudadanos, como actividad pública. La Religión mantiene su puesto
«secundario» –si suponemos que aquellos ciudadanos que tengan
preocupaciones escatológicas (y lo supondrán los creyentes militantes) han de
ser siempre más numerosos que aquellos que tengan sólo preocupaciones
filosóficas. En el grado más alto, evidentemente, la política socialista tiende a
poner el Arte –a la Música, a la Danza, al Teatro, al Deporte– en cuanto
ocupación de masas y «entretenimiento» del tiempo libre.
342
condición de una mera concepción «cosmogónica» (la teoría de la reconciliación
final entre el Hombre y la Naturaleza –tesis invocada, por cierto, explícitamente,
por Richta en la exposición de su famoso libro) sino que se revela también en la
confianza («práctica») de que todo los cursos del desarrollo social, cultural,
económico y político confluyen hacia el socialismo (hacia el estado final, como
estado estacionario) en virtud de una suerte de armonía preestablecida. El
monismo está presente prácticamente también en esas fórmulas que remiten
beatamente «a la praxis» la resolución de los problemas teóricos, porque confían
que la práctica (las prácticas) resolverá aquellos problemas que ni siquiera se
saben plantear (entre otras cosas a consecuencia de esos conceptos
degenerados de «práctica teórica» y de la «teoría práctica teórica»).
El monismo es así un armonismo y su paralelo teológico es el
armonismo católico, diríamos, más bien que luterano; un armonismo según el
cual se vive como si todos los cursos mundanos condujeran hacia el reino de
Dios, hacia la salvación (porque no dependen de una voluntad arbitraria de Dios,
sino del orden mismo de la naturaleza de las cosas, fijado por la inteligencia
divina desde la eternidad). Todas las cosas conducen a la revolución –todas las
cosas (el trabajo, el arte, la teoría, la técnica) se justifican también, antes del
socialismo, en cuanto conducen a la revolución.
343
ello, incluye una moral (la «moral socialista»), ahora la revolución se mantiene
más bien en el plano categorial (que no es necesariamente el económico –el
economicismo– sino también el sociológico y el psicológico, el plano de
la felicidady del bienestar). Se diría que la revolución no es trascendental y que
tiene que ver más con la bondad (con el bienestar, con la justicia) que con la
verdad. Y no es que, por nuestra parte, desde el materialismo filosófico, echemos
de menos, en esta reducción categorial, determinados objetivos metafísicos (la
«transcendencia», sea la «transcendencia transcendente» o la «transcendencia
inmanentizada» y determinada como utopía y como esperanza, de la que habla
Manuel Ballesteros en su artículo de Nuestra bandera, nº 88-89, pág. 92, y que
nos parece completamente vacía). Lo que subrayamos es la desaparición de la
dialéctica, la reducción de los problemas de la dialéctica política al plano de la
tecnología pragmática (no precisamente economicista: también sociologista,
psicologista) de la «administración prudente de las cosas y de las personas».
Esta reducción, por de pronto, al poner entre paréntesis todo cuanto se refiere a
la verdad, y por mucho que subraye lo concerniente a la justicia y al bienestar,
suprime cualquier tipo de interés profundo y filosófico a la política –porque la
política, de ahora en adelante, podrá creer que no hay más realidades que las
que se manifiestan en las categorías existentes, ignorando las profundidades
escondidas que la materia infinita contiene, y sólo una parte de las cuales llega
a su superficie. No se trata, por tanto, de proponer una alternativa escatológica
a esta reducción categorial del socialismo (o del comunismo): se trata de
denunciar el carácter superficial del armonismo categorial, su ocultamiento de
las capas profundas de la materia humana, los peligros que pueda encerrar la
confianza benevolente en el desarrollo del capitalismo, el carácter utópico e
ideológico, por tanto, que pueda encerrarse en el irenismo democrático, dada la
naturaleza dialéctica de toda suerte de relaciones humanas y las implicaciones
de esta dialéctica en cuanto se refiere a la violencia, a la coacción, a la educación
(en cuanto opuesto a cualquier tipo de pensamiento espontaneísta en la
sociedad comunista, incluso en el comunismo universal).
344
La política de administración de las cosas se abstendrá de entender nada acerca
del arte (no querrá «equivocarse» de nuevo proponiendo los modelos del
realismo socialista). Pero entonces, tanto la música sinfónica como el rock más
subdesarrollado, quedarán nivelados en la tabla de valores de la política
socialista: la libertad democrática entre estos valores está aquí a dos pasos del
desprecio o de la indiferencia por los mismos. El armonismo confía simplemente
en que la contracultura no brotará jamás del espontaneo cultivo del arte en la
sociedad socialista: subestima el componente dionisíaco de la materia humana
y da explicaciones superficiales (de puro reduccionismo económico, por ejemplo)
a los movimientos contraculturales, confiando en que un cambio en las
situaciones económicas los extinguirá suavemente. Desde un punto de vista
dialéctico-trascendental, en cambio, no podrá menos de reconocerse la
posibilidad de que estas corrientes contraculturales (en formas enteramente
imprevistas) puedan brotar torrencialmente y extender su potencia aniquiladora
de la cultura misma de la que habían manado, en cualquier momento. El
dirigismo en arte (dirigismo que no necesita de formas violentas, «coactivas»)
por tanto, no es sólo un resultado del centralismo rígido y pedante; puede ser
también visto como resultado de una visión dialéctica de la materia humana. Sólo
porque aprecia la fuerza de las corrientes dionisiacas y nihilistas, el dirigismo es
algo más que una pedantería –es, aún en el medio de esta pedantería, él
mismo trágico.
345
neutralidad emanada del armonismo, en relación con la religión, la pondríamos
en otro lado: en los que ella tiene de testimonio de la actitud general de
indiferencia por todo cuanto no se reduzca a ciertas categorías. En realidad,
el deísmo, el «vago deísmo» que muchos marxistas parecen profesar
(pensamos en Elio) interesa políticamente, más en cuanto testimonio del
armonismo, del monismo, en cuanto signo de la tonalidad confiada, más
metafísica que dialéctica (creemos), que en cuanto a «dolencia» que fuera
preciso inmediatamente eliminar. Pero el confinar la vida religiosa al ocio, a la
subjetividad, es confiar en que el «juego de las categorías» mantendrá también
confinada a la religión en el marco de la vida subjetiva de los trabajadores
piadosos. Pero el materialismo filosófico ha de reconocer la posibilidad de que
esa vida religiosa, hoy casi extinguida, o al menos desarrollándose de un modo,
en líneas generales, lánguido e inofensivo, se inflame de nuevo en el seno mismo
del socialismo y del comunismo –porque la llama religiosa se alimenta de
instintos profundos que transcienden las categorías y solamente si atendemos a
apagar todo rescoldo (y ello no significa tanto «una nueva Inquisición», llevada
a sangre y a fuego, pero sí una política de educación filosófica racionalista,
entendida como un servicio público) podemos tener la seguridad de que, por ahí,
al menos, los torrentes dionisíacos o nihilistas de la materia de fondo de los
hombres no va a desbordarse, a tomar la forma de un nuevo fanatismo teológico.
Confiar en el carácter dulce y pacífico que la mayor parte de las religiones han
adquirido en nuestros días es olvidar que este carácter está determinado por sus
posiciones de repliegue; y es confiar de nuevo en que el material humano está
«agotado» en el juego de las categorías no superficiales, es ignorar el significado
trascendental de las religiones superiores. (¿Acaso el reconocimiento de las
fuerzas demoníacas, y la dialéctica que ellas determinan frente a todo supuesto
de un estado estacionario, no se pone de manifiesto en la Unión Soviética por la
importancia concedida a la demonología de los extraterrestres –demonología
que en modo alguno puede confundirse con un sustitutivo de la religión, porque
los démones,los extraterrestres, son antes enemigos potenciales de los hombres
que amigos suyos, o en todo caso son pensados como positivos y determinados,
no como infinitos–?).
346
Una política que se reconoce dialéctica; una política que se reconoce
materialista, ¿cómo podrá dejar de ser trascendental? ¿En nombre de qué podrá
confiarse en el juego espontaneo de las categorías a partir de las cuales, en todo
caso, es preciso operar, a partir de las cuales hay que trazar los caminos? Quien
traza las caminos hacia la revolución, con inspiración materialista, no puede
olvidarse de la enseñanza de Heráclito: «Jamás te encontrarás, en tu camino,
los límites del alma, ni aunque recorras todos los senderos, tan profunda es su
medida».
347
La ceremonia del diseño
Gustavo Bueno
Introducción
348
asocia al nombre de Taylor) puede considerarse incluido en el proceso mismo
de la producción. Suponemos asimismo que el objeto fabricado debe ser
utilizado, usado o consumido, y ello implica muchas veces que la utilización, uso
o consumo del objeto constituya el núcleo de la normativa de una ceremonia de
utilización, uso o consumo, es decir, de una ceremonia, como la llamaremos, de
orden U. Por ejemplo la ceremonia «ver la televisión en familia», aunque pueda
considerarse como una pseudomórfosis, en muchos casos, del «rosario en
familia», tiene una normativa impuesta por el objeto (comenzando por su propio
tamaño): distancia de los videntes respecto del aparato, luz ambiental, voz baja,
&c. Por supuesto, no todos los objetos productos del facere están destinados a
ser utilizados o consumidos de un modo ceremonial: los rodamientos de un
cojinete no se utilizan ceremonialmente sino que ellos funcionan en el contexto
de terceros productos de un modo que podemos llamar automático. Sin
embargo, un amplísimo sector de objetos fabricados según diseños
ceremoniales de orden P están destinados también a ser utilizados, usados y
consumidos ceremonialmente en ceremonias de orden U. Ahora bien, el diseño
de las ceremonias de orden P no tiene por qué coincidir con el diseño de orden
U y esto constituye una cierta paradoja. Lo que nos permite preguntar si lo que
venimos llamando diseño objetual se mide por respecto a las ceremonias de
orden P o bien a las ceremonias de orden U. Ambos tipos de ceremonias ni
siquiera son complementarias, e incluso a veces son en cierto modo
incompatibles, en el sentido de que el diseño P puede incluir ítems (orificios de
construcción, muescas de ajuste, andamios) que precisamente deben ser
borrados del objeto acabado. Como el zorro de Tracia, el diseñador tiene que
borrar con la cola las huellas que se hicieron en la senda con las patas. Hay que
tirar la escalera una vez que hemos subido, hay que retirar los andamios cuando
el edificio está terminado. Y esto permite afirmar que fundamentalmente el
diseño objetual, en el caso de objetos de utilización no automática, y en contra
de lo que a primera vista pudiera parecer, ha de concebirse como un diseño de
tipo U y que, por tanto, deberá estar engranado circularmente con diseños de
orden P, según maneras muy diversas que aquí no vamos a estudiar.
5. Por tanto, en general, de un modo u otro, parece que puede decirse con
sentido que todo diseño implica de algún modo diseño de algunas ceremonias,
lo que suscita inmediatamente la cuestión de las relaciones entre éste diseño
con la posibilidad de una ceremonia del diseño mismo.
349
Hablaré pues: I, sobre lo que pueda entenderse por ceremonia; II, sobre lo que
pueda entenderse por diseño; III, sobre lo que pueda entenderse por ceremonia
del diseño; IV, sobre lo que pueda entenderse por diseño de la ceremonia. De
este modo tendremos, por lo menos, la garantía de haber rodeado por completo
el tema que se me ha propuesto.
I
¿Qué puede entenderse por «ceremonia» en la medida en que dice relación
con el diseño?
1. Las ceremonias pueden ser entendidas como «figuras del hacer» –del
hacer humano, en el sentido generalísimo que envuelve este verbo en
castellano–. (Me remito al artículo citado, «Ensayo de una teoría antropológica
de las Ceremonias», El Basilisco, nº 16, 1984, p. 8-37.)
Ahora bien, todas estas coordinaciones, sin perjuicio del poderoso apoyo en
la realidad empírica (económica, política) son conceptualmente erróneas. Tenían
que saltar «por encima de los hechos» para ser aplicables, pues en la práctica,
los bellos edificios, o las bellas estatuas eran producidas por el banausos, el
artesano, que era también, mucho antes de Gropius, el artista. La distinción
útil/bello era una distinción por completo superficial porque lo útil no tenía que
dejar de ser bello por ser útil, y lo bello, en cuanto tal, también encontraba su
utilidad. Habría a lo sumo que reconstruir estas distinciones por medio de otras
más potentes, pongamos por caso, la distinción entre deseos naturales y deseos
vanos de los epicúreos, o bien, la distinción entre base y superestructura, o la
distinción entre el trabajo y el ocio, o si se quiere, la distinción entre el sábado y
el domingo. Pero cada una de estas distinciones es fuente de nuevas
dificultades, pues ellas no coordinan fácilmente entre si: por ejemplo, el ocio, en
351
la sociedad industrial es un espacio que debe atenderse política y
económicamente con tanto cuidado como el trabajo y la «industria del ocio» (a
la cual se reduce una gran parte de la industria del diseño) puede alcanzar tanta
entidad, sin perjuicio de ser superestructural, como las industrias básicas.
Además, el criterio de distinción entre lo trascendente y lo inmanente es
mentalista (metafísico) y habrá que traducirlo a un plano conductual,
interpretando, por ejemplo, la actividad inmanente como aquella cuyos
resultados se mantienen en el interior del sujeto corpóreo y la trascendente como
aquella cuyos resultados se plasman en objetos culturales extrasomáticos. Pero
entonces resultará que la danza es inmanente, y que, por tanto, habrá de
computarse como una praxis (que Aristóteles regulaba por la phrónesis, la cual
estaba subordinada a la política). Y, a su vez, y, sobre todo, con el desarrollo de
las nuevas tecnologías, el campo de la Poética habrá de ampliarse para englobar
no solamente otro tipo de artes liberales que Aristóteles no parecía incluir, sino
también artes serviles. Con todo esto, hay que seguir reconociendo que las
distinciones de Aristóteles siguen estructurando nuestro horizonte. Reaparecen,
de modo inesperado, sus dualismos a propósito de otras distinciones que, en
principio, parecen totalmente alejadas de las primitivas (por ejemplo, el dualismo
base/superestructura). Por ello, subrayamos la importancia de cualquier modo
que esté a nuestra disposición para liberarnos de aquella dicotomía. Y uno de
estos modos es regresar hacia algún estrato genérico tal que envuelva a las dos
especies del facere y el agere. Este es el estrato denotado por el concepto
genérico del «hacer» castellano.
352
En nuestro caso, sin embargo, queremos subrayar desde el principio que es
acto puramente metafísico, pero no del todo punto inocente, concebir al
diseñador como un creador. Los diseñadores, y particularmente los diseñadores
de indumentaria, suelen llamarse creadores. Incluso semejante concepto
metafísico ha pasado al lenguaje comercial más vulgar. No deja de producir
asombro el rótulo que encima de un escaparate de últimos modelos nos dice:
«Creaciones Benítez»; y no porque el diseño de la indumentaria sea en sí mismo
un arte menor (el mismo Miguel Ángel diseñó los figurines de la guardia suiza
vaticana), sino porque ni siquiera el arte más grande puede considerarse como
una creación, puesto que es un hacer.
3. Ahora bien, el hacer castellano, al absorber tanto las acciones del reino
de lo factible como las acciones del reino de lo agible, no confunde
groseramente las diferencias o las reduce a una de sus especies, sino que logra
una penetración filosófica que difícilmente podría ser alcanzada por los antiguos,
precisamente en virtud de esa «riqueza» de conceptos que acaso pudiera
ponerse en relación con la misma estructura esclavista de la sociedad antigua,
en la que grosso modo, el agere y el facere estaban distribuidos entre las clases
aristocráticas y las clases plebeyas (o incluso esclavas) respectivamente. Por
tanto, el concepto general del «hacer» permite, liberado de esas
determinaciones específicas, referirse a una perspectiva absolutamente
genérica del hombre (puesto que desde luego mantenemos el hacer en el recinto
de la esfera antropológica, es decir, lo distinguimos de la mera
conducta etológica, incluso cuando ésta conducta sea la conducta psicológica
humana), a saber, a una de las tres grandes regiones en las cuales clasificamos
la totalidad de los contenidos de esta esfera, es decir, la totalidad de la referencia
del adjetivo «humano». En efecto, el material antropológico, «lo humano», no es
algo unívoco y tiene tres modos fundamentales: el de las personas (que
gramaticalmente se corresponden con pronombres), el de
las cosas impersonales, pero sin embargo, «humanas» (o, si se quiere,
culturales, no naturales), gramaticalmente coordinables a sustantivos, y el de
las acciones de las personas, que constituyen la región del hacer y que
gramaticalmente, en general, se corresponden con los verbos. ¿Por qué tres
modos y no dos o siete? Valga esta respuesta: Los tres modos citados son el
resultado de la confluencia de dos clasificaciones dicotómicas en la que se
refunden dos de los cuatro cuadros generales determinados por el cruce, a
saber: la dicotomía personas/cosas impersonales y la dicotomía estático
/cinemático (o bien, sustancia/movimiento). La segunda dicotomía, cuando se
aplica a la primera, desdoblará a las personas en dos planos, el del ser y el
del hacer; pero este desdoblamiento no se conseguiría (o lo haría de un modo
formal y sin consecuencias) en el campo de lo impersonal.
Ahora bien, supuestos estos tres modos de lo humano (el modo del ser
personal, el modo del hacer, y el modo del ser cultural, el modo de la
353
llamada cultura material) hay que constatar que las realidades afectadas por el
primer modo, las personas, tienen un estatuto gnoseológico diferente del que
corresponde a las realidades modalizadas como haceres o como seres
culturales. En efecto, mientras que el hacer o el ser cultural se determinan como
positividades que pueblan los campos de distintas ciencias humanas, en cambio
las personas se mantienen en otro plano, irreducible tenazmente a cualquiera de
los otros campos positivos. La persona no se resuelve en el conjunto de las
cosas de su mundo, pero tampoco en el conjunto de sus haceres o gestas,
precisamente porque se concibe como un continuo trascender de tales
determinaciones. En su concepto moderno, la persona no deja de serlo por su
pobreza ni adquiere más personalidad por sus riquezas. La persona no está,
pues, vinculada a sus determinaciones, a su individualidad, sino precisamente a
lo universal, por ejemplo, al imperativo categórico. Es tanto como decir que la
persona queda más allá del horizonte de la antropología positiva y se mantiene
en el terreno de la filosofía del espíritu. De donde resulta que son dos las
regiones de lo humano que pueden considerarse como positivas: la región de
las cosas humanas (la región de la cultura objetual) y la región de las acciones
humanas, la región del hacer, en su sentido más general. Un hacer que
comporta, como hemos dicho, no solamente el hacer del cual resultan aquellas
cosas (que tampoco pueden, por ello, considerarse subordinadas, puesto que
también las cosas tienen una participación causal en el propio moldeamiento del
hacer humano, en tanto este es, en gran medida, precisamente una utilización
de esas cosas), es decir, el hacer transeúnte (facere), sino el hacer mismo, que
no se plasma en obras exteriores, el hacer inmanente, el agere, pero que
entendemos, por nuestra parte, no en un sentido mentalista, sino en el sentido
materialista según el cual, una danza o un saludo son episodios de este hacer
inmanente. En realidad, las ceremonias constituyen la correa de transmisión
mediante la cual las cosas y las acciones humanas permanecen en constante
circulación dialéctica.
354
el análisis. La segmentación tiene siempre algo de interrupción externa, de
«anatomía» de un continuo virtual, impuesto por exigencias exteriores (como
cuando dividimos el flujo musical en compases). Las unidades ceremoniales
tienen unos límites trazados desde dentro, en virtud de su propia estructura o
«argumento». Un desfile militar, una operación quirúrgica, un discurso político,
son ceremonias con límites establecidos por su propia ley interna, por su
propio telos o fin. El intervalo temporal encerrado por los límites de la ceremonia
(apertura y clausura) es un intervalo de la escala del día: las ceremonias
son efímeras. Pero hay procesos secuenciales dados a la escala de años o de
siglos (por ejemplo los ciclos de Kondriatiev) o bien, otros dados a la escala de
los segundos, ritmos biológicos celulares. Los límites de la ceremonia han de
darse según marcas identificables, marcas explícitas o implícitas. Por último, las
ceremonias pueden concatenarse en «complejos de haceres» que, sin embargo,
no son ceremoniales, aún cuando envuelven a las ceremonias y aún aseguren
su recurrencia: las ceremonias de trueque de collares y brazaletes, entre los
isleños de la islas Trobriand, que estudió Malinowski, se concatenan en el círculo
o anillo Kula, que ya no es una ceremonia –como tampoco un conjunto de
poliedros regulares «concatenados» es, por sí mismo, un poliedro.
355
presente alguna «ceremonia» de recuperación que, a fin de cuentas, será de
orden U. Pero en otros muchos casos, los objetos intercalares están diseñados
para no ser utilizados jamás, incluso para ser destruidos en el mismo proceso de
utilización del sistema (por ejemplo, los temporizadores de una bomba de
relojería).
Por otra parte, la teoría humanista de la cultura no es, ni mucho menos, una
referencia insignificante, que pueda ponerse entre paréntesis, como cantidad
despreciable. El humanismo tiende a considerar a los objetos culturales como
expresión del hombre o de sus necesidades, tanto en el plano individual como
en el social. Y esto tiene un doble sentido: el del ser y el del deber ser. Puesto
que el humanismo no solo dice que la cultura es expresión del hombre, sino que
debe serlo (precisamente porque puede no serlo, desviándose precisamente de
su propia ley). En realidad, la concepción instrumentalista de la cultura –la cultura
entendida como instrumento o prolongación de las manos del hombre, los
objetos culturales como complementos del cuerpo humano (idea que está en el
fondo del mito de Epimeteo y Prometeo) y, por tanto, la consideración del hombre
como medida de todas las cosas (al menos de todas las cosas culturales) de
Protágoras– puede entenderse como una variedad de la concepción humanista
de la cultura. El instrumentalismo humanista tiene como consecuencia
inmediata: que en el momento en que un objeto pierde su valor instrumental debe
ser eliminado por superfluo y peligroso en nombre del humanismo. La ideología
y normativa del llamado «funcionalismo» dentro del campo del diseño, y en
general del estilo funcional, participa de la ideología del humanismo cultural. El
diseño funcionalista es «el arte de proyectar un objeto para que cumpla su
función del modo más adecuado». Definición que sería vacua, una mera
356
tautología, si no se dieran los parámetros de esas funciones (una silla con las
patas desiguales puede cumplir la función de alimentar la tensión nerviosa de
quién la utiliza). Y, si resulta llena de sentido, es porque se presupone que las
funciones de que se habla han sido ya previamente definidas (por ejemplo,
«sillón-anatómico»). Pero, entonces, la teoría es errónea, porque no todos los
objetos ni todas las formas de los objetos pueden referirse a funciones
previamente definidas, cuando resulta que son estos objetos precisamente los
que instauran las funciones y las ceremonias. Estaríamos en el caso de aquella
justificación de la preparación del tabaco a partir de la necesidad de fumar, como
si la necesidad de fumar fuera previa a la invención de los cigarrillos. El
humanismo de algún modo se apoya en una distinción implícita
entre necesidades naturales y necesidades vanas o superfluas. Pero como el
juicio sobre la línea que separa lo necesario y lo superfluo depende de criterios
muy variables y está afectado por ideologías muy diversas, se comprende que,
en los casos de mayor radicalismo, el humanismo se convierte en una crítica
universal a los objetos culturales, en nombre de un ideal de persona desnuda,
que habrá conseguido liberarse de los aparatos ortopédicos que coartan su libre
espontaneidad. De las tres clases de elementos del material antropológico que
hemos distinguido (personas, acciones y cosas) el humanismo radical devalúa,
en el límite, a todos aquellos elementos que pertenecen a la clase de las cosas
(«no se ha hecho el hombre para el sábado»), elementos que considera como
fetiches deleznables –y ello supondría la devaluación de todo interés por el
diseño objetual. Cuenta Laercio que Diógenes el Cínico, viendo beber a un niño
agua de un rio valiéndose de sus manos, arrojó una calabaza que llevaba
consigo como vaso diciendo: «este niño me gana en sabiduría». El humanismo
cínico corre a través de la ascética cristiana o musulmana, hasta cristalizar en la
idea del «buen salvaje» roussoniano, recuperando, en muchos casos, la
sabiduría de los gimnosofistas, que alienta tantas ideologías nudistas y
contraculturales de nuestra época, las mayores enemigas del diseño
indumentario. El humanismo cínico, con todo, suele ser optimista con la
naturaleza humana, pero tiene una cara pesimista y misántropa, la que cristaliza
en la llamada por Max Scheler «la cuarta idea del hombre», la de Alsberg o
Daqué, o Th. Lessing. Pero la teoría humanista de la cultura, en sus versiones
más radicales, conduce a consecuencias absurdas. Por ejemplo, a la
consideración de todo aquello que rebasa el nivel «necesidades» del buen
salvaje (digamos del pitecántropo, que era, por cierto antropófago) como una
superestructura. Habría que volver, pues, al «estado de naturaleza», a un estado
en el que nada necesitase ser diseñado, por superfluo. ¿Y por qué el comer
bellotas iba a ser más humano que comer frutas escarchadas? Mandeville, en
su Fábula de las Abejas, dejó completa la sátira de este humanismo: la Fábula
de las Abejas, de Mandeville, podría ser considerada como la verdadera
justificación de la profesión de los diseñadores en nuestra cultura de consumo.
357
Otras veces, la teoría instrumentalista de la cultura conduce a justificaciones
enteramente gratuitas e incluso fantásticas y metafísicas. Estamos en un
laboratorio de robótica: el guía (que eventualmente es el mismo director del
laboratorio) nos dice: «la importancia de este laboratorio brota de su misma
finalidad: diseñar autómatas que puedan sustituir a los hombres en sus trabajos
rutinarios, dejándoles así libres para entregarse a su propia creación». ¿Acaso
puede afirmarse que este es el fin (y no solo el finis operantis, sino también
el finis operis) de la robótica? ¿Para qué liberar a los hombres de sus rutinas
ceremoniales en nombre de una hipotética y vacua libertad creadora que, en
todo caso, deberá resolverse en otras ceremonias? Semejante justificación de la
robótica encubre con demasiada ingenuidad el finis operantis del capitalismo al
propulsarla, a saber, el ahorro de mano de obra aún a costa de un aumento ciego
del «ejército de reserva». Sólo en contadas ocasiones la robótica ahorra
esfuerzos humanos. Pues lo que hace es sustituirlos por otros. Pero no estoy
argumentando desde el Erehwon de Butler. Simplemente defiendo el derecho
que el diseñador de robots tiene para hacerlo en virtud de motivos similares a los
del músico que compone una sinfonía, motivos de la poiesis dirigidos por
la techné y que pueden entrar en conflicto con la phrónesis.
358
respiratorios o cardiacos. Pero nada o casi nada de estos orígenes permanecerá
en la orquesta, o en la composición musical electrónica (salvo la selección de las
franjas audibles). Una casa puede tener su fachada representando una forma
humana (las ventanas son los ojos, las puertas la boca, como en la casa de
Federico Zuccaro, en 1592, de la Vía Gregoriana de Roma), pero puede tener
forma de animal (el templo de Itzam Na, la Casa de las Iguanas, en Campeche)
y, en general, no tener ninguna forma zoológica, aunque su escala haya de ser
tal que los hombres puedan subir sus escaleras o que sus ventanas sean
accesibles, «practicables». Esta escala se pierde en múltiples ocasiones –ya en
las catedrales góticas–. Son los objetos culturales los que moldean con
frecuencia las operaciones humanas, que, a veces, han podido ser diseñadas,
pero otras veces no, si los bienes producidos han dado lugar
a resultancias inesperadas (por ejemplo, los efectos no calculados sobre
perspectivas resultantes de la acumulación de edificios individuales
cuidadosamente planeados por separado).
359
6. Las unidades secuenciales cíclicas que venimos llamando ceremonias
pueden considerarse como un paralelo antropológico de lo que los etólogos,
desde J. Huxley, llaman rituales, para referirse a ciertas figuras de la conducta
de los mamíferos, de las aves o de los peces. ¿Por qué, pues, no llamar también
rituales a las ceremonias? ¿Qué diferencias existen entre el ritual de los pavos
reales desplegando su cola en el parque o el «ritual» de un modelo desplegando
sus prendas indumentarias por la pasarela? A lo sumo, las ceremonias serían
los rituales de los hombres y estos no se diferenciarán de los rituales de otros
primates más de que los rituales de estos primates se diferenciarían de los de
las aves o reptiles.
II
Qué puede entenderse por «diseño», en cuanto dice conexión a las
ceremonias
360
1. Así como el concepto de ceremonia lo hemos referido en su integridad al
ámbito del «hacer», en cambio el concepto del diseño suele utilizarse referido, al
menos inicialmente, al ámbito del «ser», de suerte que diseño significa
prácticamente «diseño objetual», diseño de las cosas constitutivas de la cultura
material. Lo que diseñamos es un sillón anatómico, o bien el rótulo de una
institución o bien un traje de noche. El sillón, el rótulo o el traje de noche son
objetos culturales. Dejando, de momento, la cuestión sobre la legitimidad de esta
restricción arbitraria del concepto del diseño al diseño objetual, las preguntas
inmediatas que se nos abren son de este tipo: Que, si los objetos culturales no
son independientes del hacer humano, serán también resultado de este hacer,
por lo que el diseñar habrá de considerarse también como una especie de hacer.
Y ello obliga a determinar si ese hacer los objetos y el propio diseño (es decir,
el facere), son siempre ceremoniales o si pueden no serlo. Es decir, si hay una
ceremonia del diseño, y si el diseño objetual es siempre diseño de una ceremonia
del hacer, en particular, diseño de una ceremonia de las que hemos llamado de
orden U. En la medida que el hacer tiene que ver con la producción, tendremos
otra vez que precavernos de la representación ordinaria del diseñador como un
«creador de formas» que, ante el papel blanco, símbolo de la nada, o del caos,
traza el futuro según sus fines propios. Pues semejantes representaciones (cuya
génesis sociológica está sin duda ligada a mecanismos de propaganda y a la
voluntad elitista de quien quiere diferenciarse del simple artesano) equipararán
al diseñador con el Nous de Anaxágoras, el primer diseñador de nuestra
tradición teológica. Porque el Nous de Anaxágoras no es el Dios judío o cristiano,
creador de la materia. El diseñador suele saber que parte de una materia dada;
pero una materia que concibe como un papel en blanco, amorfo, como un caos
sobre el cual él puede crear las formas. Y lo importante es subrayar (al negar el
carácter creador del diseño) no ya que el diseñador no crea en la materia, sino
que tampoco crea las formas, sacándolas del caos o de la nada. Esto equivale a
la afirmación de que toda forma diseñada, por nueva que se nos aparezca, debe
siempre entenderse (si mantenemos una perspectiva racional-materialista) como
resultado de formas precedentes, que nos remiten, en última instancia, a la
época de nuestros antepasados primates. Estas formas primigenias son
totalidades constituidas no solamente por partes materiales, sino por partes
formales (es decir, por partes que conservan, de algún modo, y no
necesariamente el de la semejanza, la forma misma del todo). No se trata, sin
embargo, de entender el ulterior proceso del diseñar como una mera
recombinación de formas ya dadas. Porque el diseñar originalmente supone
triturar las formas precedentes, si no ya en sus partes materiales, si en sus partes
formales (unas partes que ni siquiera fueron previstas en el proceso de
construcción de la forma precursora). De este modo, puede entenderse la
posibilidad de una verdadera novedad, que nunca será creadora, puesto que ha
de mantenerse en conexión interna con las formas dadas.
361
2. Y como el diseñar es, desde luego, un hacer, es decir, una techné,
una poiesis, conviene, ante todo, precisar algunos rasgos pertinentes contenidos
en el concepto mismo del hacer humano, en tanto es un concepto diferencial
respecto de la mera conducta animal. También los animales, y en particular, los
primates, fabrican cosas que muchos llaman objetos culturales. Sabater Pi, por
ejemplo, nos dice haber determinado tres grandes áreas culturales en la cultura
de los chimpancés africanos: la cultura de las piedras (en África occidental), la
cultura de los bastones (en África centro-occidental, Camerún, Congo) y la
cultura de las hojas (en África oriental, Tanganica). Pero, ¿anulan estos
hallazgos las diferencias entre el hacer humano y la conducta animal?
Suponemos, desde luego, que aquel procede de este por evolución. Pero esta
evolución introduce formas nuevas. ¿En qué grado?
362
distintivo. Además, constitutivamente, este criterio está vinculado con el lenguaje
articulado, hasta el punto de que si (como subraya Clarke) podemos atribuir el
lenguaje articulado al hombre paleolítico es sólo a través de los útiles de
fabricación uniforme (normalizada) que aparecen en relación con los huesos
fósiles. Pero, en todo caso, es necesario subrayar que el concepto
de normalización no es otra cosa que el concepto de enclasamiento, procedente
de Platón, así como la idea de la conducta normalizada, como característica de
hacer humano es, literalmente, la aplicación, al material histórico, del concepto
aristotélico de la techné, del hacer por reglas universales, un hacer que produce,
por tanto, objetos uniformes, por tanto, normalizados.
363
Juan de Herrera: Sumario y breve declaración de los diseños y estampas de la
fábrica de San Lorenzo el Real del Escorial (Madrid, 1589).
365
por el proyecto, porque mientras diez vasos son diez vasos numéricamente
distintos, diez copias de su diseño, son un sólo diseño.
367
de patas y tableros, proporciones entre anchuras, &c., y sin duda podría obtener
valiosas observaciones empíricas sobre diferentes sistemas del objeto mesa.
Pero podemos decir que si el diseñador no tiene el conocimiento de la esencia
de la mesa andará siempre a ciegas y sus proyectos originales estarán envueltos
siempre por la ignorancia de su verdadero alcance. Porque, en realidad, si estas
determinaciones alcanzan verdadera importancia, es por respecto a operaciones
de tipo P. Ahora bien, la esencia de la mesa es imposible de establecer sin
referencia a las operaciones de su uso, y a operaciones en el sentido mas
estricto, que son las operaciones manuales (quirúrgicas»). La necesidad de
referirse a estas operaciones suele tomar la forma de una apelación a la
«función». Así, se diría que es la «función» lo que explica las opciones acerca
del número de unidades de cada orden que una mesa puede tener (la razón de
que una mesa tenga un cajón o tres residirá en la función, no en la mesa).
Explicación poco clara, porque estas «funciones» se resuelven con frecuencia
en ceremonias de tipo U; pero también pueden ser funciones
puramente intercalares. Lo más socorrido será acudir a una enumeración de
funciones específicas convencionales (de tipo U) que sugieran, sin duda, una
definición inductiva. Una inducción que no llega a término puesto que lo que en
realidad hace es encomendar al lector que la realice. Ocurre como cuando
definimos un árbol diciendo: «Un árbol es un roble, un castaño, un pino, y otros
vegetales que el lector podrá percibir como parecidos a los dados». Así, en la 19
ed. del Diccionario de la Real Academia Española, leemos esta «definición» de
mesa: «mueble por lo común de madera que se compone de una tabla lisa
sostenida por uno o varios pies y que sirve para comer, escribir, jugar y otros
usos». En suma, cuando queremos construir la idea de mesa por medio de
conceptos estructurales parece que nos salimos hacia un horizonte
excesivamente genérico; cuando nos atenemos a las funciones o usos, parece
que nos quedamos en enumeraciones demasiado específicas, que no nos
permiten reconstruir la esencia de la mesa, la meseidad, para hablar en términos
platónicos. ¿Habrá que volver a Diógenes el Cínico y decir: «Yo, oh Platón, no
veo la meseidad, sino la mesa»? Pero sabemos que Platón, según testimonio de
Laercio, contestó a Diógenes: «Tu ves sólo la mesa porque tienes ojos, y no ves
la meseidad porque no tienes inteligencia». Acaso pudiéramos encontrar esta
«inteligencia» de lo que es la esencia de la mesa recurriendo desde luego a
un tertium funcional (de orden U) pero que sea, a su vez, de naturaleza global
respecto de todas las funciones específicas particulares a las cuales las
diferentes partes de mesa pueden servir. Por eso, no ya las proporciones
relativas de las partes son variables por los diseñadores, sino que son las
proporciones absolutas aquellas que deben también tenerse en cuenta.
Tomemos la mesa más vulgar o frecuente, el tablero rectangular sobre cuatro
patas. Bastará que las patas comiencen a alargarse para que la mesa se
convierta en una suerte de armario o dosel, incluso en una cabaña; bastará que
las patas se acorten para que la mesa se convierta en una tarima o en un pódium.
Hay pues una serie continua en alguno de cuyos intervalos aparece la esencia
368
de la mesa, que vuelve a desaparecer, a la manera como en la serie continua de
las secciones del cono por un plano según diversos ángulos, aparece en un
momento dado la figura de la elipse y desaparece transformada en hipérbola,
&c. Ninguna «razón aurea» podría fijar la relación óptima y esencial entre la
longitud de las patas y la del tablero. Porque esta relación no es directa, sino que
requiere la consideración de un tertium, a saber, la relación al plano promedio
determinado por las manos de los hombres, en posición vertical. He aquí la
construcción dialéctica de ésta característica esencial de la mesa, en una
perspectiva evolucionista: Los antepasados de los hombres fueron primates
cuadrumanos, lo que significa que tenían manos (esto es ser primate); pero las
manos estaban utilizadas en servicio locomotor. Por motivos sumamente
complejos (incremento del cerebro, neotenia, &c.) una rama de los homínidos va
progresivamente tomando la estación vertical, lo que implica que sus manos
quedan «colgando», liberadas del servicio locomotor y aptas para realizar
nuevas operaciones, las operaciones «quirúrgicas». La mano ha sido llamada
con razón el cerebro externo de la humanidad y por eso es preciso afirmar que
el homo sapiens es, en realidad, un homo faber. Pero todo esto gracias a que
las manos del homínido vertical quedaban «colgantes» sin suelo en el cual
apoyarse, como venían haciéndolo durante millones de años. Es ahora cuando
podemos introducir la esencia del nuevo objeto, la esencia de la mesa: la mesa
es el suelo de las manos, una nueva «esfera», (superpuesta a la «biosfera» y,
en realidad, identificable con la llamada «noosfera» por los teilhardianos), una
esfera discontinua que cubrirá la tierra. Sobre ella «caminarán» las manos del
«mono espiritual». La esencia de la mesa, su prototipo, admitirá entonces una
indefinida cantidad de especificaciones: los quirófanos y los pianos serán
también mesas, o incluso los altares, a veces por referencia a dioses
antropomorfos gigantes, mesas imaginarias, pero realizadas acaso en algunos
monumentos megalíticos. No hay usos ceremonializados en general de la mesa,
pero el diseñador de mesas deberá conocer, sin duda, la esencia de las mismas
precisamente para tener libertad en la creación de sus especies.
III
Qué puede entenderse por «ceremonia del diseño»
369
Ahora bien, la composición «ceremonia del diseño» debe ser, en general,
rechazada como expresión de algún concepto estricto, y esta afirmación puede
tener consecuencias desagradables para quienes pretenden fundar
una disciplina generalista del diseño (cuya expresión académica fuese una
Facultad o Escuela superior de diseño), si es que ésta disciplina debe tener como
correlato precisamente la posibilidad general de las ceremonias del diseño. Pero
la ceremonia, como hemos dicho, implica repetición, mientras que el diseño
implica singularidad específica. Sólo en la apariencia fenoménica se nivela una
ceremonia individualizada y un diseño concreto. Porque mientras la ceremonia
individual figurará como elemento de una clase, el ejemplar del diseño figurará
como la clase misma, a la manera como en un teorema trigonométrico el
triángulo concreto sobre el que se desarrolla la demostración es sólo un ejemplar
de la esencia triángulo. Esta propiedad puede, por cierto, considerarse como una
de las raíces de la importancia del diseño industrial en la sociedad de consumo,
pues esta propiedad es la que permite la formalización del concepto de «marca».
Así como el geómetra ante las figuras individuales de forma triangular lo que
percibe es la forma universal de triángulo (cuando está demostrando teoremas
generales) así también el consumidor, ante el producto individual y concreto que
descansa, junto con otros, en la estantería del supermercado, sólo
percibe marcas, un universal constituido por un complejo de rasgos (un perfil de
objeto –botella de licores, abrelatas–, un color, unos rótulos) que deben repetirse
en cada ejemplar con toda precisión, porque la precisión de la
repetición clónica es, ella misma, indicio de verdad y de identidad, que es
identidad del universal, de la clase, de la marca. Esta identidad universal
(esencial, no sustancial) es precisamente el objeto del diseñador industrial.
IV
Qué puede entenderse por diseño de una ceremonia
370
1. La composición de los dos conceptos principales que venimos analizando
(ceremonia y diseño), que arrojaba resultados inconsistentes en la forma
«ceremonia del diseño», conduce, en cambio, a resultados llenos de sentido en
su forma inversa (o «quiasmática»), a saber, como «diseño de las ceremonias».
Y estas composiciones tampoco son homogéneas, ni niveladas, sino muy
diferenciadas. Y no de modo aleatorio, sino precisamente en función de la
diversidad misma que puede establecerse entre las ceremonias atendiendo a su
materia. Consideraremos aquí la clasificación de las ceremonias en circulares,
angulares y radiales, clasificación derivada de la teoría tridimensional del
espacio antropológico. Cabe también subrayar que esta diferenciación en el
desarrollo del concepto compuesto («diseño de la ceremonia») puede
considerarse como un buen testimonio que refuerza la impresión de que nos
encontramos ante una efectiva symploké de conceptos. Pues no solo no son
compatibles todas las composiciones formalmente posibles, sino que aquellas
que son compatibles lo son de diferente manera, según la materia o contenido.
2. Las ceremonias son «figuras del hacer», que hemos puesto en estrecho
paralelismo con las «figuras del ser», con las formas de la llamada «cultura
material». En líneas generales, las ceremonias son figuras dadas en el tiempo
(son secuencias de operaciones) mientras que las figuras del ser son figuras
dadas en el espacio. Pero ambos géneros de figuras tienen caracteres
esenciales comunes en cuanto figuras espirituales, en particular su carácter
proléptico y teleológico. Precisamente en este carácter fundábamos la
posibilidad del diseño, en cuanto concepto que, según el uso ordinario, suele
sobreentenderse referido a las figuras del ser –el diseño de un automóvil o el
diseño de los titulares de un libro– como figuras enclasadas repetibles.
371
diseña un sombrero o un nuevo billete de banco. ¿Por qué entonces no
encontramos representada regularmente la actividad diseñadora de ceremonias
circulares? No parece difícil encontrar la razón ex parte materiae. En efecto, las
ceremonias circulares, por su componente repetitivo, no son propiamente
«fabricadas», en general, porque la repetición de esas ceremonias resulta de
una tradición en la que prevalece, por «selección natural» la ceremonia más
adaptativa. El diseño de una ceremonia circular, aunque formalmente sería
paralelo al diseño de una figura objetual, resultará mucho más difícil de llevar
luego, de hecho, a la práctica. También el diseño tecnológico necesita, desde
luego, una aceptación social, para que la repetición sea indefinida, pero siempre
es posible una primera edición aún cuando no sea socialmente aceptada. Esto
no es posible en los diseños «circulares». Aquí un diseño sin aceptación queda
como un diseño puramente futurible, un diseño de la ciencia de simple
inteligencia, si es que no hay un decreto eficaz que lo ponga en ejecución. En
éste estado habrían quedado esos «diseños de ceremonias» sociales que ideó
Augusto Comte.
372
5. Pero son evidentemente las ceremonias «radiales», es decir, aquellas
ceremonias constituidas por secuencias de operaciones orientadas a producir
objetos físicos y, en particular, operaciones que son ellas mismas productoras
de procesos físicos sucesivos, las que tendrían posibilidad de ser diseñadas. En
ocasiones, no solo posibilidad, sino también necesidad. Dejando aparte aquellos
diseños característicos de la actividad científica (los llamados «diseños
experimentales», que necesitarían un análisis pormenorizado) nos referimos a
otras tareas que también son ceremoniales y que pueden estar muy próximas a
las tareas científicas, es decir, a las tareas tecnológicas. En efecto, la producción
industrial, en tanto comporta la cooperación de múltiples trabajadores
coordinados, puede ceremonializarse, y esta ceremonia, a partir de un cierto
nivel, necesita ser diseñada, por diseños de orden P, puesto que los prototipos
de partida pueden ser muy rudimentarios. La obra que ha hecho famoso a
Federico Winslow Taylor, tal como se resume en su libro The Principles of
Scientific Management (Nueva York, 1911), es decir, la llamada racionalización
y organización científica del trabajo, puede ser considerada como la obra de un
diseñador de ceremonias industriales. Unas ceremonias que aproximan
sorprendentemente el movimiento de los trabajadores en el taller al movimiento
de los músicos en la orquesta. Una ceremonia que no podría echar a andar sin
un diseño previo, de la misma manera que una orquesta no podría moverse sin
la partitura. Las llamadas «fichas de fabricación» contienen precisamente una
comparación entre las secuencias empíricas de operaciones de los trabajadores
y las «partituras» prescritas o secuencias diseñadas. Difícil es no ver el diseño
de una ceremonia en el siguiente plan racionalizado de operaciones prescritas
para fabricar regularmente y reiteradamente lotes de diez anillas de enganche o
remolque, según el siguiente orden de secuencias: 1. Cilindrado (0 h. 20'), 2.
Acabado (0 h. 22'), 3. Refrentado (0 h. 09'), 4. Acabado (0 h. 11'), 5. Torneado
del collar (0 h. 08'), 6. Poner a medida (0 h. 06'), 7. Formar la punta (0 h. 15') y
8. Roscado (2 h. 10'). Total: 3 h. 41'. En esta «partitura industrial», el reloj
funciona como un metrónomo y las ceremonias reales pueden aproximarse tanto
a su diseño (la ficha de fabricación que tengo a la vista acusa un intervalo total
de 3 h. 48') como los números de un ballet a los de su partitura.
373
concierto de flauta o de piano puede ser improvisado sin previo diseño o
ejecutado por imitación de un prototipo. Pero una orquesta sinfónica no puede
«echar a andar», ni menos aún, sostener su marcha sin partitura previa. El
concierto sinfónico es claramente una ceremonia de las que en otro lugar hemos
llamado «algorítmicas». La partitura previa, necesariamente silenciosa, no es un
prototipo sino un diseño de la ceremonia sinfónica. Un diseño en el que se
acoplan de modo característico el diseño de orden P y el de orden U, porque la
partitura como diseño P de una ceremonia de fabricación (el concierto vivo)
incluye una ceremonia de la audición, de orden U, que consiste en gran medida
en asistir a la misma «ceremonia de fabricación». No deja de tener interés a este
respecto el que la palabra diseño se utilice en música para designar ciertas
partes del ritmo que tienen un valor relativamente independiente del flujo sonoro.
En cualquier caso, creemos que podrían ser consideradas las partituras
sinfónicas como los paradigmas más «compactos» del diseño ceremonial, dado
el acoplamiento de las ceremonias de orden P y de orden U cuya disociación
suele ser normal en otras situaciones. Aquí aparece con claridad la razón por la
cual el diseño puede ser necesario y no meramente optativo, y también la razón
por la cual, eventualmente, además del diseñador, es preciso muchas veces
contar con un maestro de ceremonias o ingeniero tecnológico (aquí, el director
de orquesta) cuya misión es interpretar el diseño y aplicarlo a la materia concreta.
Y por último vemos también aquí el alcance que puede tener la llamada «libertad
creadora del diseñador», en tanto que esta libertad no es de mera
indeterminación, cuando la obra es buena, sino que, por el contrario su acción
puede estar totalmente determinada por la estructura objetiva misma de la
ceremonia que está diseñándose, ante la cual, ni siquiera el mismo compositor
(o su «exacta fantasía» en expresión de Leonardo) tiene posibilidad de alterar
una sola nota, cuando se trata de una obra maestra. Y, por último, también aquí
se nos muestran los límites utópicos del diseño, las partituras perfectas, pero
imposibles de ser ejecutadas, las armonías silenciosas (que corresponden, en
música, a lo que en arquitectura son los «diseños imposibles» a los que antes
nos hemos referido).
376
puesto que no crean de la nada sus modelos, sino que estos resultan de modelos
preexistentes (aunque moldeen o creen a los individuos a quienes se ofrecen
sus diseños) se asemejan, más que a Dios padre (a Zeus), a Prometeo, al titán
que se decide a dotar a los hombres naturales (a quienes Epimeteo había dejado
en estado in-fecto) con nuevos dones, capaces de satisfacer sus necesidades.
Y para ello tiene que tomar –robar– sus modelos (sus «diseños») a los propios
dioses. Porque no son solamente las necesidades naturales aquellas de las
cuales Epimeteo les privó, sino también otras necesidades que, sin ser naturales,
no por ello son vanas (para referirnos a la famosa clasificación que Epicuro
propuso a Meneceo). Sólo desde las posiciones del humanismo cínico cabría
llamar vano a todo lo que no es natural (sea o no necesario) y sólo desde un
marxismo cínico (que olvida el concepto marxista de las «necesidades
históricas») cabría equiparar lo que es básico con lo que es natural y lo que
es vano con lo superestructural. En cualquier caso, los prometeos de la sociedad
industrial, los diseñadores, arrebatando sus modelos a los dioses (es decir, a sus
antepasados) los entregan a los hombres in-fectos (no terminados)
moldeándolos, programando las futuras ceremonias de uso y consumo de los
objetos que les ofrecen y en cuya ejecución consiste su vida espiritual.
Con esto, estamos suponiendo que la libertad debe ser coordinada, desde
luego, con el pluralismo, con la variedad. Pues mediante la diversificación y
la fabricación idiográfica de bienes, huimos de la igualdad niveladora, uniforme.
Y si el diseño, en el contexto clásico de la producción en cadena, generaba
conjuntos de bienes iguales, uniformes, sin embargo, en el contexto de la
producción computarizada, puede dar lugar a conjuntos de bienes sellados, pero
todos ellos diferentes, sin que por esto se contravenga la esencia del diseño (la
multiplicación del modelo o paradigma de una clase). Porque estos objetos
diferentes entre sí no dejarán de constituir, sin embargo, una clase que repite
una misma estructura funcional que ha sido diseñada para que genere valores o
argumentos distintos cada vez, a la manera como las vertebras de nuestro
espinazo, reproduciendo todas la «vertebra tipo», se desarrollan en una serie
diferenciada. Ya la serie numérica natural –1, 2, 3, 4, 5,...– aún siendo puramente
cuantitativa no contiene siquiera dos elementos iguales (pero no por ello estos
elementos dejan de ser elementos de la clase N, o elementos que poseen la
misma estructura).
378
«El Laoconte es una obra maestra de la escultura». Exactamente a como
decimos «dos y dos son cuatro», porque resultaría ridículo decir: «A mi juicio,
dos y dos son cuatro». Precisamente desde esta perspectiva racionalista, los
«diseñadores» del despotismo ilustrado estimaron más conveniente ofrecer al
pueblo modelos ya seleccionados por los entendidos para no exponerse a que
la elección libre fuese una elección mala. Porque, efectivamente, la libertad de
mercado democrático, aunque conduce de por sí a una variedad dispersa,
aunque no enteramente aleatoria (por el contrario, entre una gama muy amplia
de modelos ofrecidos por los diseñadores, solamente cinco sobre cien,
pongamos por caso, prevalecen en la competencia vital de la lucha por la vida
del mercado) y genera clases muy nutridas (aunque muy pocas en número, de
acuerdo con la ley de Zipf) de partidarios de unos u otros modelos, sin embargo
tampoco garantiza que la clase que más se aproxima a la clase universal, es
decir, la clase más numerosa, sea la que tiene el valor más elevado. Antes bien,
por el contrario, hay que decir que muchas veces las clases menos numerosas
se corresponderán a aquellas cuyo valor es mayor, a juicio, por lo menos, de los
que eligen otras alternativas. Los programas de TV más populares son los
programas kitsch: los conciertos más concurridos o los LP más vendidos, no son
los Conciertos de Brandemburgo. La ley de Gresham se aplica tanto a las clases
de los valores culturales ofrecidos en un mercado, como a las clases de moneda,
según su ley.
379
ridícula que la consabida «creación asistida por ordenadores». No, los
ordenadores (y las nuevas tecnologías conectadas a ellos) no son, por supuesto,
«creadores», pero tampoco son «instrumentos» del hombre, que amplían sus
manos o sus circuitos nerviosos subordinándose siempre a la causa principal. A
fortiori tampoco son instrumentos de comunicación –salvo por accidente u
oblicuamente–. Los ordenadores y las nuevas tecnologías a ellos asociadas son
esencialmente sistemas algorítmicos –a veces, aleatorios– transformadores de
estructuras, en el sentido más general del concepto (figuras, sonidos, símbolos,
alimentos,...). Si, con frecuencia, se aplican a estructuras (originales o finales)
conocidas –un cuadro de Velázquez o una fuga de Bach– esto ha de entenderse
como ensayo o tiento que prueba su potencia, con términos de comparación
precisos, a la manera como la lógica de Boole se aplicaba, en primer lugar, a la
reproducción de las figuras de los silogismos escolásticos. Pero la potencia de
esta lógica desbordaba el horizonte de la silogística y, en modo alguno, podría
justificarse la lógica de Boole como un «instrumento» para facilitar o mecanizar
la construcción de silogismos (a veces, ni siquiera tienen interpretación
psicológica o tecnológica las fórmulas resultantes de la aplicación de las leyes
de formación y transformación booleanas). Otro tanto habrá que decir de las
nuevas tecnologías asistidas por ordenador. Desbordan el horizonte de las
figuras tradicionales y las reconstruyen a una luz, no ya surrealista,
sino transrealista. O conducen a configuraciones nuevas, carentes incluso de
sentido, que nada expresan, como las disposiciones del caleidoscopio. Es esto
lo que nos hace sospechar que el significado más específico de las nuevas
tecnologías, asistidas por ordenador, consiste, no ya tanto en sustituir a los
antiguos métodos de diseño o de archivo –como sucedáneos o relevos suyos–
cuanto en instaurar un nuevo capítulo de ceremonias de uso, a saber, el uso de
las propias tecnologías asistidas. La importancia de un autómata capaz de
interpretar ante el piano real una partitura de Beethoven no la pondríamos en
sus resultados, en su función de sucedáneo del pianista, sino en el específico
proceso tecnológico de la interpretación. El pianista robot podría dar resultados
mediocres comparados con Rubinstein, pero su significado lo ponemos en el
modo de conseguirlos. Por tanto habría que concluir, si esto es así, que quienes
se acercan a las nuevas tecnologías como si fueran «instrumentos de su acción
creadora», desinteresándose de las cajas negras como cosa propia de los
técnicos, corren el peligro de estar siendo en rigor instrumentos de esas mismas
tecnologías, o ejemplares diseñados por ellas.
Final
380
o mitologías que mantienen relaciones con los rituales extraordinariamente
complejas. Podemos sugerir, de modo abreviado, los problemas implícitos
mediante una alegoría. En la superficie plana de un tablero hay dibujados
distintos «redondeles», circunferencias de radios diferentes dispuestas en un
conjunto figurativo que el ojo puede captar con precisión. Si se le presenta el
dibujo al ojo promedio, lo que percibirá, como un conjunto de hechos positivos,
serán esos redondeles nítidos que destacan como buenas formas sobre el fondo
blanco del panel. Esto ocurre desde el punto de vista del contexto perceptual,
del uso por el ojo (que podemos poner en correspondencia con los contextos U)
del contenido estructural de la percepción, que no se identifica con el contexto
genético de su producción, es decir, de las operaciones de orden P. Pues pueden
llegar otras personas que no pertenecen al conjunto de los «observadores
promedio», sino que pertenecen al conjunto de los diseñadores de esos
redondeles, de sus fabricantes o demiurgos. Supongamos que acuden allí
diseñadores o geómetras pertenecientes a escuelas distintas y enfrentadas.
Unos dirán: «He aquí cilindros de diferentes colores y diámetros, cortados por un
plano perpendicular a su eje». Y los otros: «Estos son conos que un plano ha
atravesado (o, lo que es equivalente: son circunferencias trazadas por un
compás)».
381
Filosofía de la sidra asturiana
Gustavo Bueno
«—Y en lo que se refiere a estas otras cosas que pudieran parecer bajas
[dijo Parménides], como, por ejemplo, pelo, fango, estiércol e incluso lo más vil
e innoble, ¿te hallas en la misma perplejidad? ¿Hay o no hay razón para que
reconozcamos, respecto de cada una de esas cosas, una idea distinta con
existencia independiente de aquellos objetos con quienes mantenemos
comercio?
—Nada de eso [replicó Sócrates].
—Es que todavía eres joven, Sócrates [dijo Parménides], y la filosofía no ha
tomado aún posesión de ti. Vendrá el tiempo, si no me equivoco, en que la
filosofía te tendrá más firme en sus garras, y entonces no despreciarás ni las
cosas más humildes.»
Nota exculpatoria del autor. Probablemente las líneas de desarrollo según las
cuales aparece dibujado el cuerpo de este Ensayo podrían haber sido trazadas
de un modo mucho más llano que en la forma, más o menos enrevesada y
tortuosa, en la que se presenta. Si no hemos considerado la posibilidad de
reescribir el Ensayo «al modo llano» es, primero, porque no hemos dispuesto de
tiempo y, segundo, porque hemos creído que podía llegar a tener algún interés
el dejar al descubierto los «instrumentos conceptuales» con cuya ayuda, de
hecho, fueron dibujadas esas líneas que suponemos podrían reconstruirse de un
modo mucho más sencillo.
I
Sobre las Ideas, en general,
y sobre la Sidra, como Idea, en particular
382
relacionada con asuntos elevados, con Ideas trascendentales a la omnitudo
rerum, con las causas últimas. Todo lo que implique usar el nombre de filosofía
para designar consideraciones sobre asuntos que puedan parecer «bajos» o de
poco momento, será degradar la filosofía o usar su nombre en vano. El «punto
de vista sublime» recibe su más cumplida justificación desde la visión
«sapiencial» de la filosofía, desde la visión, por ejemplo, de la filosofía como
«desvelamiento» del Ser o del Uno: ¿acaso el Ser de Parménides o el Uno de
Plotino no borran con su luz los contornos de las cosas del mundo de las
apariencias, «nombres que los mortales pusieron»? La sabiduría comenzará,
dirán, cuando, desde el Ser o desde el Uno logremos distanciarnos de tal modo
de las apariencias (aunque entre estas apariencias haya que contar al Estado,
al asalto a las ciudades, a las matanzas, a las diferencias entre reyes y esclavos
o entre pobres y ricos) que ellas puedan ser vistas como motivos insignificantes,
que no merecen la atención del filósofo.
383
Frente a esta filosofía académico-burocrática, la filosofía académica
genuina, la de tradición platónica, puede reivindicar como propia la misma
filosofía mundana que vuelve «a la caverna», a los asuntos del mundo real, a los
asuntos del presente (político, científico, tecnológico...), comparativamente tan
insignificantes (respecto de los asuntos metafísicos trascendentales) como
pueda serlo la sidra en general, y la sidra asturiana en particular.
384
porque la heterogeneidad de esas líneas, y su entretejimiento, desborda toda
estructura de concatenación científica en sentido estricto, e implica la acción de
Ideas que actúan a través de corrientes más profundas. Vinculamos, en suma,
la filosofía, a las Ideas que brotan al través de los conceptos científicos o
políticos, o de las imágenes míticas; la filosofía es, desde este punto de vista,
una Ideología organizada por procedimientos racionales, no míticos. La filosofía
mundana, tal como aparece en este género de sintagmas («filosofía de...»), se
orienta hacia materias concretas (no propiamente a materias flotantes, o a
la omnitudo rerum), aparece como centrada en torno a un nódulo o concreción
que, por razones diversas, ha sido destacado como tal. Los nódulos en torno a
los cuales pueden organizarse las Ideas de esta «filosofía centrada» que da lugar
a una distribución de la «materia filosófica» que contrasta con la organización
tradicional de las disciplinas filosóficas en torno a aspectos abstractos de la
realidad (como puedan serlo los tres grados de abstracción aristotélicos), son
muy diversos. Los «nódulos» pueden tomarse tanto de la Naturaleza (la bóveda
celeste, el Sol) como de la Cultura (la música, la religión, el Estado o el LSD). Es
evidente que, en torno a cada uno de estos nódulos giran diferentes ideologías
filosóficas, que tienen diverso rango, pero que parecen obligadas a abrirse
camino en una suerte de lucha darwiniana por la vida.
En este sentido, podemos decir que entender una doctrina filosófica sobre
Europa implica, entre otras cosas, entender contra qué doctrinas ella está
dirigida.
385
presenta como una opción (que quiere ser racional) entre otras doctrinas que
también quieren ser racionales y, desde luego, como una opción frente a
doctrinas que, a sí mismas, reivindican su condición de «inspiradas» (místicas,
mitológicas o simplemente poéticas).
Ahora bien, entre todos los nódulos de cristalización que, de hecho, han
dado lugar a la construcción, en torno suyo, de doctrinas ideológicas
notablemente organizadas, a la construcción de nematologías, hay que decir que
las bebidas fermentadas ocupan un lugar muy importante. Y ello ha de estar, sin
duda, en relación con la gran importancia (relativa) que las respectivas
sociedades hayan podido dar a los diversos tipos de bebida. Esta tesis suscita
una serie de cuestiones preliminares del mayor interés. Pues es evidente que las
bebidas en torno a las cuales se organiza una nematología más o menos
coherente han de estar ya tecnológicamente controladas por quien las fabrica y,
por lo menos, en cuanto a las grandes líneas de su fabricación, han de estar
dominadas, si la fabricación puede considerarse como un proceso que está
tradicionalmente pautado. Sin duda, las técnicas artesanales precientíficas no
386
pueden controlar íntegramente todos los procesos de la fermentación; en este
sentido, podría decirse que las nematologías mitológicas suplen las oscuridades
del conocimiento científico o técnico. Pero asignar a las nematologías solamente
esta misión supletoria sería insuficiente; no solamente hay que concebir a las
nematologías como orientadas a explicar las anomalías eventuales que pueda
presentar el nódulo en torno al cual se organizan; también están orientadas a dar
cuenta de su génesis y, sobre todo, de su función (o estructura), así como de las
contradicciones que, en el conjunto de la cultura o de la sociedad de referencia,
mantienen con otros contenidos de esta cultura o de esta sociedad. Las doctrinas
nematológicas, por tanto, tienen como misión principal cubrir, no solamente las
anomalías (o las patologías) de los procesos de fabricación, sino también las
etiologías de estos procesos y las reglas de enlace con otros nódulos
(acompañados de sus nematologías correspondientes) y, en el fondo, las reglas
de funcionamiento social y cultural de las bebidas fermentadas.
Sin embargo, también es verdad que las nematologías etiológicas –ya sea
de las bebidas fermentadas, ya sean de cualquier otro producto cultural– suelen
siempre proceder del mismo modo. A saber: retrotrayendo a unos artesanos (o
demiurgos) primordiales –a veces dioses o genios, a veces hombres originarios–
las mismas o parecidas operaciones técnicas que son tradicionalmente
reconocidas como vías de fabricación del producto (acaso, a lo sumo, se refieren
a vías más arcaicas), si bien tales operaciones habrán de resultar distorsionadas
por la nueva escenografía. Se trata de un procedimiento de explicación
«nematológico-etiológica» por duplicación retroactiva (con las distorsiones
consiguientes) de lo que va a ser explicado; procedimiento que constituye una
suerte de petición de principio cuya rudeza lógica parece, sin embargo, muy del
gusto de las sociedades primitivas. Como si, gracias a esas peticiones de
principio, tales sociedades dispusieran de la posibilidad de recibir la impresión
de encontrarse ante una explicación etiológica perfectamente inteligible,
ajustada al caso, y, lo que es quizá más importante, capaz de enlazar las causas
con los fines y con las funciones sociales. Estamos, por ejemplo, ante un tejido
«neolítico»: los artesanos saben que este tejido procede del telar que ellos
manejan, pero ¿cuál fue su origen?
387
Una institución de tal importancia necesita de un recubrimiento doctrinal
(nematológico), incluso en su aspecto etiológico (siempre ligado al alcance que
se le confiera a la funcionalidad, pues la teleología que se le atribuya una causa
«elevada» implicará un fin también «elevado»).
388
porque representa el dominio del Hogon y, sobre todo, una escena de
resurrección de los hombres que beben el licor (según la nematología dogon de
la cerveza, las semillas vivas, que mueren en el líquido hirviente, vuelven a la
vida en el proceso de la fermentación y, finalmente, resucitan de nuevo en el
hombre).
389
manzana prohibida, y mientras vagaban extraviados por los alrededores del
Paraíso, encontraron un manzano cargado de hermosos frutos. Eva deseó
comer una manzana y pidió a Adán que se la cogiera; pero Adán, acordándose
del castigo que otra manzana anterior le había deparado se enfureció, zarandeó
el árbol y las manzanas cayeron rodando cuesta abajo hasta llegar al fondo de
una fosa dispuesta al efecto por la nematología euskalduna. Allí, las manzanas
se detuvieron, pero Adán no se contentó con lo que había hecho: su furia le
movió a apedrearlas, hasta destrozarlas en pedazos. Al cabo de unos días,
buscando comida, Adán y Eva recayeron de nuevo en el valle y encontraron que
en la fosa había un líquido dorado que invitaba a beber. Eva lo probó y dijo:
«¡Yaya bebida!». Por eso se puede explicar –termina el mito, pidiendo el
principio, al modo paleolítico– que en las sidrerías de Hernani o de Astigarraga
se escuche aún hoy decir a los honrados bebedores de la sagardúa: «¡Vaya
bebida!».
Hay que reconocer que esta doctrina etiológica sobre la sidra vasca no es
compartida en Asturias. En Asturias –que es, además, el país de la sidra–, puede
afirmarse que la sidra no tiene una teología, ni una mitología; acaso porque no
quiere tenerla.
Pero, ¿por ello hay que concluir que no cabe reconstruir una doctrina
nematológica (no sólo etiológica, sino funcional y teleológica) de la sidra
asturiana, a partir del análisis de los procesos de su producción, distribución y
consumo? No sería una doctrina enteramente gratuita, puesto que pretendería
fundarse en el análisis del propio hacer de los asturianos en torno a la sidra, de
sus facta concludentia. Y esta doctrina no sería científica, aunque tendría que
tener en cuenta los resultados de las ciencias, porque éstas no pueden rebasar
la esfera cerrada y parcial que les concierne. Pero si tampoco es teológica, ¿no
habrá que considerarla como una doctrina filosófica sobre la sidra, como una
filosofía de la sidra asturiana? Si esto es así, resultará que el nódulo en torno al
cual cristaliza esta filosofía no será propiamente la sidra en general (acaso la
sidra, en general, no tiene capacidad para centrar una filosofía), sino la sidra
asturiana y no, por ejemplo, la vasca (que, al parecer, es más dada a la mitología,
a la teología o a la ciencia ficción, que a la filosofía).
390
pone de lleno delante de la cuestión de las relaciones entre la génesis y
la estructura de la sidra; la reivindicación de la «sidra natural» demuestra que la
sidra está siendo pensada a través de la Idea de Naturaleza. ¿Excluimos, con
esto, la consideración de la sidra como un bien cultural, y como un contenido
característico y diferencial del Reino de la cultura asturiana? ¿Qué se quiere
decir entonces con la expresión «sidra natural»? Sobre todo, si se insiste en que
la sidra –cierta sidra, con «denominación de origen»– es una «seña de
identidad» (¿y cabe citar una Idea de más rancia tradición platónica que la Idea
de Identidad?) de la cultura de Asturias; y que forma parte del «hecho diferencial
asturiano».
II
Un análisis de la Idea de Sidra asturiana
391
o genuina». Más aún, por lo de «auténtica» o «genuina», el rótulo tiene mucho
de «propuesta» (o proposición) normativa, porque la sidra ofrecida bajo la
autoridad de este rótulo se propone como algo que se ajusta a lo que debe ser,
como algo que se ajusta a la norma, es decir a la Idea de la verdadera sidra
asturiana (frente a las falsificaciones, degeneraciones o sucedáneos).
Este camino será recorrido con agrado por los practicantes de los métodos
de la llamada «filosofía lingüística» o, por sinécdoque, «filosofía analítica»
(aunque probablemente sólo si el análisis se aplicase al «whisky escocés», los
analíticos españoles, entre las nieblas del humo de su pipa, estarían dispuestos
a seguirlo). Es un camino, sin duda, fértil, sólo que, a nuestro juicio, al análisis
filológico (o el etnológico, muy ligado a él) le corresponde recorrer un camino
científico previo al análisis filosófico, y no puede confundirse con éste (salvo
incurrir en «Lingüística ficción», que es lo que les sucede a tantos seguidores de
las instrucciones del segundo, o quizá del tercer Wittgenstein).
Esto no constituiría una dificultad mayor para seguir este camino. Nuestra
dificultad mayor es otra: que, en cierto modo, como veremos, el análisis lógico
formal nos desvía del camino que conduce derecho hacia la determinación de
estas Ideas. En efecto: el análisis lógico formal de la expresión «sidra asturiana»
podría hacerse en términos de la lógica de proposiciones o en términos de la
lógica de clases. Ambas formas de análisis están, como es bien sabido, muy
coordinadas y, en cierto modo, sus resultados son isomorfos.
392
con él»: «Sócrates es hombre», o, para aproximarnos a la forma de nuestra
expresión: «la raza pigmea es humana».
Pero esto, por sí, no sería lo más grave. A fin de cuentas, estaríamos ante
un análisis inofensivo, aunque pedante, para algunos, o acaso útil, para otros (al
menos en el terreno escolástico, escolar). Lo grave es que este tipo de análisis
supone:
393
(2) Un análisis extensional (en la interpretación conjuntista), que bloquea el
planteamiento filosófico de las cuestiones relativas a la naturaleza de la
intersección de los conjuntos de referencia. Y, en nuestro caso, lo que importa
precisamente es discutir si esta intersección es interna o externa, esencial o
contingente; es decir, si es algo interno para la sidra, o no lo es, el ser asturiana;
y si es algo interno y diferencial para Asturias, o no lo es, el tener sidra propia.
Para desbloquear esta situación habría que echar mano, dentro de la lógica
tradicional, de la doctrina de los predicables de Porfirio; pero esta doctrina
desborda por completo el horizonte de la lógica formal de clases, que se venga
de su incapacidad llamando «arcaica» a la doctrina porfiriana (y no sin algo de
razón); pertenece a la lógica material y, además, a una lógica material
demasiado subordinada a una metafísica neoplatónica y fijista (que nos habla de
«identidades específicas y genéricas», del «propio», de la «diferencia» y del
«accidente») que nos retrae de tomarla como guía.
Tenemos que volvernos, una vez que hemos creído advertir las escasas
virtualidades que ofrecen los caminos del análisis lógico formal, al análisis
filosófico (lógico material, en este caso) de la expresión de referencia –la «sidra
asturiana»–. Sólo que en este análisis no nos guiaremos por la lógica material
porfiriana (es decir, por su teoría de los predicables), sino por la teoría holótica
(por la «teoría de los todos y las partes») –de la cual, sin duda, la teoría de las
clases, es sólo un caso particular simplificado–.
394
Con el nombre de totalidades Շ (distributivas o diairológicas) designamos a
aquellas totalidades cuyas partes aparecen dispersándose mutuamente, pero (y
esta es su dialéctica) sin que el todo desaparezca en la dispersión, antes bien,
ocurre como si el todo reapareciese en cada parte, aunque independientemente
en las unas de las otras. Advertiremos que las totalidades distributivas, así
definidas, no necesitan ser interpretadas como «conceptos mentales» o como
«totalidades lógicas», al modo escolástico; pueden interpretarse también como
totalidades físicas, y el mismo Platón, al principio de su Parménides, comparó
estas Ideas que, siendo unas, están presentes a la vez en varios lugares, con
una tela de la que, al estar cubriendo a muchos hombres, pudiera decirse (como
tal tela, y no como una parte de ella) que está en cada uno de los hombres que
participan de su cobertura. Correlativamente, con el nombre de totalidades T
(atributivas), designaremos aquellas totalidades cuyas partes se dan en
convergencia o composición, en cuanto desapareciendo en el todo, aun cuando
(y esta es su dialéctica) conservándose en él, aun en el caso límite en que la
composición atributiva de una parte implique la desaparición –a veces la
destrucción– de las otras partes del todo.
(1) Clases / participaciones. Las clases son todos distributivos (Շ) cuyas
partes son tratadas como partes integrantes i. A estas partes integrantes de los
todos distributivos las llamamos participaciones. Por ejemplo: la clase o conjunto
constituido por los veinte cuadrados que pueden formarse con ochenta
segmentos de rectas dados (no necesariamente iguales entre sí). Este conjunto
es una totalidad distributiva, puesto que cada figura, por sí misma, es un
cuadrado (independientemente de las demás); sus partes son integrantes,
puesto que cada cuadrado, respecto de los demás, se comporta como una parte
extra parte. Cada cuadrado es una participación, o un lote, del todo lógico
«cuadrado».
395
del todo. Por ejemplo: el género (dentro de los cuadrados geométricos)
«cuadrado» (Q) por relación a sus diferentes determinaciones métricas, al
margen de las cuales ningún cuadrado puede darse (cuadrados de un metro de
lado, de diez metros, &c.).
396
8
397
distribución cesa también; nadie bebe una infusión de accharomyces, mezclados
con Zymomonas; sin embargo, las partes formales, aunque ya no sean sidra –
sino, por ejemplo, levaduras–, pueden seguir distribuyéndose como partes
distributivas de una capa determinada constitutiva de la sidra.
La expresión «sidra asturiana» nos remite al mundo real (que es, por cierto,
un mundo empírico, fenoménico, práctico), un mundo que está estructurado en
totalidades articuladas: «sidra» y «Asturias» son dos de esas totalidades, la
primera, como hemos dicho, de tipo Շ y la segunda de tipo T. La sidra, como
totalidad, es más «extensa» que Asturias, puesto que desborda ampliamente sus
límites. «La sidra es todo un mundo», escuchamos, con cierta frecuencia, decir
a los entendidos; se habla, de hecho, no ya de la totalidad, sino aún más, del
«mundo de la sidra». Pues, además, no sólo la sidra se da en Asturias, sino en
otras muchas comarcas del mundo y, desde luego, al parecer, muchas veces,
de un modo independiente las unas de las otras, por tanto, según una
multiplicidad discreta.
398
esas partículas de Asturias están desprendiéndose continuamente de la «masa
central», se diría que, por lejos que se encuentren, tienden siempre a volver,
como las abejas que revolotean a distancias variables alrededor del enjambre
compacto. Asturias, en cuanto totalidad atributiva, se nos presenta, por un lado,
como un complejo integrado por sus diversos integrantes (que se dibujan en
estratos a su vez diferentes: villas, concejos, individuos, familias) y, por otro lado,
como un «complejo determinado» por diversos determinantes (como puedan
serlo las coordenadas geográficas o las históricas, las características globales o
diferenciales constitutivas de Asturias).
Ahora bien: este material está dotado de una morfología definida en el plano
fenoménico; sabemos, desde luego, que esa morfología es el resultado de la
acción en nuestros sentidos de ciertas características «organolépticas» de las
partes –integrantes o determinantes– de la estructura de la sidra. De
este material conformado partimos. Y al reconocerlo como «sidra asturiana»
estamos ya literalmente insertándolo a la vez, aunque de diverso modo, tanto en
una totalidad de tipo Շ (la sidra) como en una totalidad de tipo T (Asturias). Hay
que admitir que esta inserción está siendo realizada (ejercitada) antes de
399
comenzar nuestro análisis, es decir, en el mismo proceso por el cual cualquiera,
en la práctica, reconoce y nombra a «este» líquido como «sidra asturiana».
Nuestro análisis no comienza, por tanto, por esta doble inserción; a lo sumo, lo
único que hace es representar (y poner nombres explícitos) a las operaciones
ejercitadas por todo aquel que reconoce que esto que aquí fluye o allá descansa
es precisamente sidra asturiana –y no cualquier otra cosa–. Desde este punto
de vista, cabría decir que la «sidra asturiana», en su más inmediata presencia
empírica, se nos ofrece, en el momento de ser reconocida, antes como
una teoría (asociada a una Idea normativa) que como un hecho amorfo.
Podemos decir, por tanto, que el material del que partimos, para nuestro análisis,
es la teoría (más o menos desplegada) de la «sidra asturiana», y no un simple
hecho.
10
400
(1) Por un lado, la perspectiva de Շ, es decir, la interpretación de la «sidra
asturiana» (en sus momentos T atributivos), desde su condición de sidra. En su
forma radical, esta perspectiva nos impide ver la sidra asturiana como tal, puesto
que lo esencial allí es, ante todo, el ser sidra. Una sidra que habrá
que determinarcomo «asturiana», pero siempre que sobrentendamos que esta
determinación puede darse desde la perspectiva de la sidra, es decir, como una
especificación de la sidra, en general. Podríamos llamar a esta perspectiva –en
virtud de la cual contemplamos la sidra asturiana como una especificación o
determinación dada en el ámbito de la sidra genérica– la «perspectiva
sidrológica» (que algunos consideran como una perspectiva que debiera
incluirse en la perspectiva enológica, si nos atenemos a los conceptos
tradicionales del vino de uva, o del vino de manzana).
No negamos a priori que lo sea, o que deje de serlo. Sólo que, por razones
de método, y habida cuenta del gran número de circunstancias (de las que
hablaremos a continuación) que no parecen acogerse fácilmente a la hipótesis
de la internidad de la intersección (por ejemplo, la brevedad de la tradición
histórica de la sidra asturiana «con denominación de origen»; la importación
habitual de muchas de sus partes integrantes, &c.), comenzaremos situándonos
dialécticamente en la hipótesis de la exterioridad más radical posible, que podría
afectar a la intersección que nos ocupa.
401
palabras no inusuales, de la intersección de estos dos «mundos»: el «mundo de
la sidra» y el «mundo de Asturias».
11
402
un lote que, «mundialmente» considerado, podría parecer insignificante (Asturias
produjo –datos de 1990– 43 millones de litros de sidra, frente a 120 millones de
Francia, o 300 millones del Reino Unido; sin embargo, es lo cierto que en el
contexto español, de los 47'6 millones de litros, Asturias representa el 90% del
total nacional). En cualquier caso, no es esto lo más importante; lo importante es
evaluar el alcance que para el «mundo de la sidra», considerado ahora como
una totalidad genérica, tiene realmente la denominación de «asturiana». La
cuestión la descomponemos en dos momentos:
(2) Supuesto que ello sea así, ¿puede afirmarse que la estructura de la sidra
denominada de este modo sea parte integrante (acaso: determinante), con
alcance constitutivo (y aun diferencial) de Asturias? ¿No es esto lo que se quiere
decir al reivindicar la «denominación de origen», la «sidra natural asturiana»?
Cabría decir que la sidra es una «síntesis» de los cinco reinos de la vida (si
nos atenemos a la clasificación de Whittaker-Woese). Porque a la formación de
la sidra contribuye (y no sólo como materia prima, aunque a veces se le
denomine así) no sólo el Reino de las Plantas, a través de las manzanas;
también contribuye, además del Reino de las Moneras, el Reino de los
Protoctistas (las bacterias), el Reino de los Hongos (las levaduras,
el saccharomyces) y, desde luego, el Reino Animal, a través del hombre, en
funciones de artesano-demiurgo, o agente inicial de las transformaciones. Desde
este punto de vista, la sidra es un microcosmos de la vida. Entre estos
componentes puede parecer poco interesante, en principio, establecer jerarquías
(en el sentido de considerar, por ejemplo, materiales –materia prima, se dice– a
403
las manzanas y al mosto; y formales a las levaduras o a las bacterias lácticas, o
incluso a las zymomonas), pues todos contribuyen formalmente al resultado
final, todos son formantes de la sidra.
Ahora bien, ¿qué significa genuino? Sin duda, algo que pertenece a
Asturias, incluso que es constitutivo suyo. Sin embargo, no bastaría que lo fuera:
cuando hablamos de «genuinamente asturiano», queremos también decir
«diferencial», peculiar, específico, característico.
Pero esta condición parece implicar que las levaduras, sus cepas, son
genuinamente asturianas, porque son naturales, porque muchas veces están
apegadas a la viga de prensar o a la barrica; pero hongos y bacterias proceden
también de las mismas manzanas: ¿Qué significa entonces que
sean naturales de Asturias? ¿Arraigadas en Asturias, naturalizadas?
404
a los lagareros asturianos, como parte de un pueblo natural? También cabría
alegar aquí la antigua distinción entre una artesanía (o un arte) de primera
especie (un arte que produce resultados a los que también llega la Naturaleza,
como ocurre con el arte obstétrica, o, en general, con el arte de la medicina, en
tanto que es una mera ayuda a la vis medicatrix Naturae) y una artesanía (o un
arte) de segunda especie (un libro es un objeto absolutamente cultural: no hay
precedentes en la Naturaleza). En las artes de primera especie, lo artificial está
en el dispositivo que proporcionan los mismos resultados que la naturaleza: un
reactor atómico es sólo un dispositivo montado para que se desencadenen
reacciones en cadena, al alcanzar el uranio la masa crítica; pero hay «reactores
naturales» (en cambio no hay «editoriales naturales», a pesar de la metáfora del
«libro que la Naturaleza escribe con las hojas de los estratos geológicos»). La
sidra puede verse como un producto de un arte de primera especie; y, en este
sentido, podría considerarse como un «producto natural» comparativamente con
los productos del arte de la segunda especie, porque en los resultados de la
primera especie el arte es sólo la «partera» de la Naturaleza.
Más aún: habría que decir que quien se sitúa en la perspectiva del
naturalismo (perspectiva en la que se configura el concepto de la «sidra
natural»), sobre todo si se acoge a la metodología característica de las ciencias
«nomotéticas», se ve obligado a regresar a estructuras tales que sean capaces
de borrar o segregar (o, simplemente, neutralizar) las circunstancias concretas
(«asturianas», en nuestro caso) del origen, de la génesis. Sin duda, habrán de
poder volver a ellas; pero de suerte que puedan ser reconstruidas íntegramente,
hasta el punto (en el límite) de lograr productos indiscernibles del «producto
original». Si el objetivo de la ciencia es crear una célula viviente en el laboratorio,
un objetivo mucho más modesto será crear una gota de sidra asturiana, aunque
sea en un laboratorio de Normandía. Se concederá, desde luego, que, en el
origen, habrá peculiaridades significativas de la sidra asturiana (atribuibles a la
calidad de las manzanas autóctonas, a la «selección natural» de las levaduras,
en el contexto geográfico, &c.); más aún, se concederá incluso que es a partir de
la consideración de estas peculiaridades (ecológicas, artesanales), como la
metodología científica puede comenzar a moverse.
Pero se afirmará con orgullo que esta metodología sólo alcanza su condición
de tal precisamente cuando haya logrado «liberarse» del origen, cuando se
405
sienta capaz de reconstruir, no sólo las circunstancias del origen, sino otras
muchas –en principio, todas– que también pueden existir, y en cuyo conjunto las
circunstancias «del origen» quedarán, por decirlo así, inmersas o anegadas.
Descartes, en su Geometría, reconoce que ha tomado como punto de partida de
sus trabajos relativos a las «curvas» el proceder de los jardineros cuando «trazan
elipses, clavando dos estacas en el suelo y atando a ellas los extremos de un
cordel, para marcar después en la tierra la línea resultante de un punzón que
avanza guiado por el cordel tenso»; pero también dice inmediatamente que, una
vez que en su análisis ha alcanzado (regresado) las claves de esa línea curva,
se encuentra en disposición, como verdadero científico, de construir otras
muchas curvas que «podrían utilizarse para dar variedad a nuevas obras
artísticas».
Diríamos que el proceder del científico ante la sidra es muy similar, aunque
se aplique a las circunstancias del producto, que no son las «especies o
variedades» de las curvas, sino «especies o variedades» de la sidra. Y de este
modo, los laboratorios biológicos, bioquímicos, &c., buscan, no solamente
controlar los factores que intervienen en la «materia prima» –a fin de «corregir»
anomalías para mantener a los productos en su «estado natural»–, sino también
experimentar y producir variedades nuevas. En los laboratorios se tiende a lograr
una selección de los agentes formales más característicos de las sidras, las
levaduras; se buscará, mediante procedimientos de ingeniería genética, que las
levaduras se reproduzcan clónicamente en «condiciones artificiales», y los
laboratorios habrán de concebirse capaces de poder obtener, a partir de
manzanas francesas y de levaduras alemanas, una sidra cuyas propiedades
bioquímicas correspondan a caracteres organolépticos indiscernibles de la sidra
asturiana –o de la guipuzcoana o de la bretona–. Y no sólo esto, sino también, y
como hemos dicho, se buscará obtener otras muchas especies de sidra que
podrán significar la «introducción de una gran variedad de sabores y de efectos».
406
denominación de origen asturiano) se desdibujan y aun se desvanecen; como
se desvanece, en los Elementos de Euclides, el nombre de Pitágoras, aunque
Pitágoras hubiera sido el descubridor del Teorema 47 del Libro I (sólo por
motivos exógenos, «anecdóticos», o meramente denominativos, podría
mantenerse, desde esta perspectiva, la denominación de origen «asturiano» en
el «mundo de la sidra», un poco a la manera como se mantiene el recuerdo del
antiguo Imperio mesopotámico en la denominación de origen de esos
adminículos que se fabrican hoy por toda la tierra y que llamamos «persianas»).
12
407
chovinista, por decirlo así–, reconocer el carácter idiográfico y diferencial, es
decir, asturiano, de su sidra, de una sidra que sea capaz de llevar
la denominación de origen como marca de un producto que, resistiendo las
pretensiones de una ciencia nomotética «desalmada», sea diferencial e
irrepetible fuera de Asturias (sin perjuicio de sus posibles semejanzas, a diversas
escalas, con otros productos)?
408
confundirse con las ruedas de otros carros de otros países diferentes, y es su
inserción en el contexto de las «cien piezas del carro» aquello que confiere a la
rueda de referencia su diferencialidad. Sería posible, por tanto) defender las
características específicas de la sidra asturiana a partir del complejo contextual
–eminentemente folclórico– en el cual ella está insertada. Así, la sidra asturiana
es un fragmento de una concatenación característica de formas culturales, que
se ajusta a una «gramática» precisa, en medio de todas sus variedades.
Y no sólo eso, sino que el todo (si no sus partes) preferirá ser contemplado
como producto de un «genio singular», del «genio de un pueblo», de un pueblo,
si no eterno, sí ahistórico (aunque, en rigor, se le caracteriza con categorías
prehistóricas, cuando se apela a la estirpe celta), que sólo puede captar quien lo
comprende desde adentro, quien participa de ese «espíritu del pueblo»
(Volksgeist) que es, en definitiva, quien inspiró la sidra (bebida celta), la gaita
(instrumento celta), y en los casos más extremados, el bable (lengua, dicen los
más radicales, celta también).
13
409
Nos proponemos, en estos últimos párrafos, determinar los límites contra
los cuales se «estrellan» estos desarrollos, a fin de poder, en consecuencia,
entender por qué nos vemos compelidos a volver sobre nuestros pasos, y a
recuperar (mediante la crítica de los planos mismos, tal como se nos han dado
en su estado de disociación) el sentido interno que la intersección de los mismos
pueda tener. Esta intersección podría, en efecto, tener un significado interno si,
volviéndonos atrás de los límites, podemos rastrear en el «mundo de la sidra»
alguna huella o presencia de Asturias, por lejana que ella sea; y, a su vez, si
podemos encontrar entre los constitutivos de Asturias, que la sidra no es una
«cantidad del todo despreciable». Por lo demás, nuestra situación es análoga a
otras muchas situaciones dialécticas en las cuales el límite que los desarrollos
proponen desde su propia «regla de construcción» presenta dificultades o
contradicciones suficientes como para detener esos desarrollos y aun revisar los
supuestos, alcanzando de este modo resultados «internos» que no hubieran
podido aparecer por sí mismos.
14
410
o los colores de un cuadro, cuando regresamos a la definición física de las ondas
sonoras o luminosas) es un concepto límite. Hacia él vamos (regresamos) una y
otra vez, pero sin que podamos fingir (salvo en un rapto acrítico de ingenuidad
«esencialista») que cabe lograr, o que ya se ha logrado de hecho,
desentendernos enteramente de los fenómenos de los cuales hemos partido.
Es preciso poder volver siempre a los fenómenos; decir que «una vez que
hemos subido, podemos arrojar la escalera que nos sirvió para subir» es sólo
una inapropiada o desdichada metáfora wittgensteiniana. Porque la escalera
que, apoyada en el mundo empírico de los fenómenos (el color ambarino, el
sabor agridulce, el aroma a frescor-profundo de la sidra), nos sirvió para subir al
«nivel de las estructuras» bioquímicas (saccharomyces, zymomonas, &c.), debe
también servirnos para bajar de nuevo al mundo de los fenómenos. Desde luego,
nadie podrá discutir esto si nos situamos en la perspectiva práctica, la del
lagarero o la del bebedor de sidra, es decir, en la perspectiva que, desde el punto
de vista de los «científicos puros», suele llamarse «ciencia aplicada».
Lo que también podría decirse de otro modo: no hay «ciencia pura» (en el
sentido del esencialismo metafísico, aquel que, por ejemplo, defendía todavía J.
Maritain en los años 40: aunque el mundo físico desapareciera, las leyes de la
Química, como leyes de esencias, seguirían conservando su validez). En nuestro
caso: no hay una «sidra pura» bioquímica, una «esencia de la sidra» constituida
por moléculas de agua, fructosa, sacarosa, glucosa, levaduras, alcohol, &c., pero
«en sí misma», inodora, incolora e insípida; como tampoco hay «ondas sonoras»
que no suenan, o bien ondas lumínicas invisibles. No es nada sencillo dar cuenta
de los motivos por los cuales hay que afirmar que la «vuelta a los fenómenos»
no ha de concebirse como una «salida a las afueras» del reino de las esencias
puras; aquí nos limitaremos a decir que, entre estos motivos, nosotros
411
contaríamos, sobre todo, a la crítica misma a la tendencia hacia la hipostatización
de las esencias (respecto de los fenómenos).
De otro modo: la vuelta a los fenómenos desde las esencias, no será tanto
una «salida a las afueras de la esencia», sino un «progreso hacia la esencia»,
en su materialidad propia; lo que puede comprenderse en el momento en que
postulamos (contra el megarismo) la necesidad de la conexión de unas esencias
con otras esencias y la tesis de que esa conexión tiene lugar por la mediación
de los fenómenos. Porque, esto supuesto, la conexión de las esencias con los
fenómenos no será sino un episodio del proceso de conexión de las esencias
con otras esencias que hemos considerado como entretejidas con las primeras.
412
sensibles directos, aunque indirectamente puedan observarse efectos suyos; o
porque hayan de suponerse en ejercicio para que los factores organolépticos
puedan actuar a su vez.
Puestas así las cosas, se comprende que haya algún fundamento para decir
que la «estructura esencial» de la sidra no tiene por qué hacerse consistir en sus
«propiedades organolépticas» que, además, están determinadas en función de
referencias exteriores a la propia sidra (como lo son los propios sujetos que
la saborean). Pero tampoco cabe desconectar, como si perteneciesen a dos
mundos heterogéneos independientes, las propiedades estructurales puras y las
propiedades organolépticas. A fin de cuentas, éstas han de poder concatenarse
con aquéllas. Aunque se reabsorban en ellas, perdiendo su condición de «núcleo
polarizador» –efectivamente, los hongos que metabolizan los azúcares «no
saben que estos azúcares van a dar a la sidra su sabor dulce», ni menos aún,
los metabolizan en función de ese objetivo–, sin embargo, lo cierto es que la
concatenación de referencia ha de subsistir.
Y lo que aquí nos importa subrayar es esto: que cualquiera que sea el lugar
de ese complejo de estructuras en el que pongamos el centro de su
reorganización, habrá que admitir una continuidad real o efectiva de todas ellas.
De otro modo, hay que renunciar a la tendencia a poner alguna de esas
morfologías en un «mundo inteligible», arrojando a las otras al «mundo
sensible».
413
(«descentrada») respecto de las «propiedades organolépticas» y, por tanto,
respecto de quienes consumen la sidra y la producen para consumirla. Es cierto
que esta organización abstracta no puede, de por sí, conducir, como una
determinación interna al concepto, a una reorganización o inflexión centrada en
torno a ciertas propiedades «organolépticas»; pero tampoco estas propiedades
son enteramente extrañas a la estructura abstracta, puesto que constituyen, de
algún modo, partes suyas. Eso sí, partes «marcadas» en función de «sujetos
externos» al mundo «estricto» de la «sidra esencial-abstracta».
414
principios metafísicos del entendimiento (del mundo inteligible), sino que la
pondremos en la vecindad de los principios fenoménicos (empíricos) de la
sensibilidad (del gusto, del olfato, de la vista). A fin de cuentas, con esto no
hacemos sino atenernos a la etimología misma de la palabra «sabiduría»
utilizada por los escolásticos; etimología que nos permite vincular la sabiduría
con el sabor, y al sabio con el catador o probador de los alimentos o de las
bebidas.
En todo caso, cabría aquí aplicar el lema de Tomás de Kempis: «más vale
sentir la compunción que saber definirla»; «más vale saborear la sidra que
analizarla».
415
Porque es sólo una versión de la misma paradoja a que daba lugar el teólogo
(quien poseía la ciencia teológica) al analizar la fe del creyente (incluyendo al
místico); y es muy similar a la paradoja del gramático que analiza y pretende
enseñar a hablar al orador famoso. «¿Cómo te atreves a hablar en público si no
sabes lo que es una sinécdoque?», le decía un sofista gramático a un gran
orador, quien le respondía: «no lo sé; pero escucha mi discurso y probablemente
diré muchas». «¿Cómo te atreves a fabricar sidra y a catarla –podría decir el
bioquímico al lagarero– si no sabes lo que es la sacarosa, ni
el saccharomyces, ni el ácido láctico?». Y el lagarero o el catador podrá replicar
al científico: «no sé lo que es el ácido láctico, o la sacarosa o el saccharomyces;
pero si espichas esta barrica encontrarás mucho de todo eso».
Por tanto, no puede ser rígida, pues incluso para mantenerse dentro de su
norma, es preciso que esté variando aquello que se supone inmerso en un
mundo que cambia.
Desde este punto de vista, podríamos entender los objetivos, y los límites,
de las «ciencias de la sidra», como orientados a identificar, aislar, seleccionar,
preservar y defender a los formantes de la sidra que los sabios han proclamado
como paradigma, a fin de que esa sabiduría pueda seguir teniendo sustancia o
materia sobre la cual ejercerse.
416
15
417
Estos reconocimientos mutuos, estos respetos recíprocos de los respectivos
adentros autonómico culturales –que tan amplio predicamento han alcanzado en
la España del presente–, nos parecen tan sólo una fórmula grosera para encubrir
el más completo desinterés mutuo, el «dejar en paz a los demás con su sabiduría
para que me dejen a mí en paz con la mía, con el sabor de mi sidra» y con mi
pequeña parcela de poder, el noli foras ire. Pero si esta regla se generalizase,
convertiríamos a la humanidad en un conjunto de «bolsas hinchadas de
sabiduría», entre las cuales, si se era coherente, no podría haber ósmosis, ni
habría siquiera tiempo para ello: la regurgitación de la propia sustancia, la fruición
que ella nos depararía, captaría todas nuestras potencias, y no sería fácil saber
si era la sidra, o más bien la comprensión profunda de su «adentro», lo que nos
mantenía ebrios.
Ahora bien: como no todo lo que es diferencial, por el hecho de serlo, puede
ser considerado como constitutivo o normativo de la identidad valiosa de un
pueblo –los botocudos tendrían que erigir, como norma constitutiva de su
identidad el disco de madera que deforma sus labios (una «seña de identidad»
que define, es cierto, una «identidad etnológica», pero una identidad mala y
estúpida, no una identidad buena, valiosa y comprensible por los demás
hombres)–, tampoco ese no se qué incomprensible para «los de afuera» (los
«foriatos») sería constitutivo, aun en el supuesto de que fuera diferencial.
16
Hemos advertido los límites que es necesario poner tanto a las pretensiones
de un tratamiento abstracto («científico») de la sidra –que suprimiría toda
posibilidad de peculiarismo– como a las posibilidades de un tratamiento místico
418
–que subordinaría la posibilidad de apreciar esa peculiaridad a la posesión de
una suerte de sexto sentido misterioso e incomunicable. Pero el conocimiento de
estos límites no lleva a la negación de la peculiaridad de la sidra asturiana; por
el contrario, permite su reivindicación o, mejor aún –puesto que esta
«reivindicación» no es necesaria, es un hecho–, la comprensión racional de esa
reivindicación y de sus posibilidades futuras.
Y hay que saber que lo que es valioso para muchos (virtualmente: para
todos) no tiene necesariamente que serlo a costa de perder su peculiaridad. Sí
es necesario que esa peculiaridad haya podido ser apreciada precisamente
desde fuera, y, al ser apreciada como valiosa, podrá haber recibido la definición
419
y la norma de su propia diferenciación. Lo que es tanto como decir que el proceso
de constitución de la sidra asturiana como Idea no puede haber tenido lugar en
la «eternidad de la Naturaleza», ni en la «intemporalidad de la historia» (en rigor,
en la intemporalidad del presente etnológico o antropológico, que propiamente
se reduce a la prehistoria).
Al menos, según testimonio de San Isidoro –no muy de fiar, por cierto, en
cuestión de etimologías–, la palabra «sidra» es latina (sizera) y, mediatamente,
hebrea; y acaso habría venido a Asturias a través de los godos y de los francos
o, si se quiere, como hipótesis de trabajo que adoptamos hasta que no sea
desmentida (el zytho de Estrabón sólo de un modo gratuito puede traducirse por
sidra), a raíz de la «reinstauración neogótica» lograda por los reyes asturianos,
y en particular por Alfonso II.
420
El núcleo de este «concepto de sidra asturiana medieval» podría cifrarse en
su misma definición como «vino de manzana». «Vino de manzanas», es decir,
en cierto modo, un sucedáneo del «vino de uvas» –a la manera como el pan de
bellotas podría ser un sustituto o un precedente del pan de trigo–. Un vino de
manzanas arraigado en Asturias medieval, sin duda, por la calidad especial de
sus valles centrales y por la débil competencia que aquí podría haber ejercido el
vino de uvas. En este punto no puedo menos de compartir la tesis de Germán
Ojeda, en su esbozo de una «teoría de la sidra».
Sin duda, este concepto de sidra –que fue desenvolviéndose cada vez con
más pujanza, aunque con alternativas, en siglos posteriores– es el punto de
partida, y como la crisálida, de la Idea de sidra, que habría de salir de él, y que
sólo podría constituirse a partir del concepto.
Pero para que esta constitución pudiera llevarse a cabo, fue sin duda preciso
que la sidra saliese también fuera de Asturias, es decir, que se exportase en
cantidades crecientes. ¿Y cómo hubiera podido exportarse si previamente no
hubieran salido también fuera de Asturias millares de asturianos, los que vivían
en América? Pero la exportación de la sidra requería una normalización capaz
de estabilizarla y de conservarla, de convertirla en producto industrial,
embotellado. Todo esto tuvo lugar, como es sabido, en el siglo XIX, con la
fabricación de la «sidra industrial».
421
En la ceremonia de la producción de esa espuma propia de la sidra batida
no quiere haber ningún misterio, pues ya desde su origen está definido su
«mecanismo»; pero sí tiene que haber arte y gracia, es decir, una forma peculiar
de cultura. Una peculiaridad difícilmente exportable (al menos desde un punto
de vista industrial) por la sencilla razón de que tampoco es exportable, con
reservas anuales, la sidra de lagar. Es preciso, por tanto, venir a Asturias, en
algunas ocasiones, para poder saborear la sidra de lagar que, mediante la
ceremonia de su escanciado, parece querer acomodarse a la Idea de la sidra
«caótica», gasificada. Y en esta ceremonia, nos parece, se constituye o ultima la
Idea de la sidra, o, si se prefiere, la sidra como Idea. Como Idea de una
peculiaridad valiosa, en principio, para todos o, por lo menos, para muchos
millares de hombres.
422
El mapa como institución de lo imposible
Gustavo Bueno
§1
El punto de partida
de una «mapología filosófica»
423
Presuponemos que el término «mapa», en español, tiene múltiples
acepciones desplegadas a lo largo de su historia, entre las cuales median
relaciones de analogía, de proporcionalidad o de atribución.
Lo que no es nada claro es, si el término mapa (que tomamos como primer
analogado del español actual) no procedía a su vez del término mapamundi (del
bajo latín, que figura en San Isidoro y en un documento de 1399). La cuestión
tiene la mayor importancia desde el punto de vista filosófico, por cuanto implica
el dilema fundamental siguiente: la transferencia (por atribución) de mappa-
pañuelo a mapa-dibujo representativo, ¿tuvo lugar a través de dibujos
representativos de la Tierra y del Cielo (por ejemplo, de una representación como
la que es propia de los mapas llamados T/O, en la cual ni siquiera estaban
separados los mapas terrestres de los mapas celestes, o, como también si dirá,
el microcosmos del macrocosmos) a partir de la cual hubiera tenido lugar, por
segregación, la de los mapas terrestres respecto de los celestes? O bien, ¿tuvo
lugar a través de una «ampliación» de mapas terrestres o geográficos que
hubieran precedido a los mapas celestes?
424
(1) Mapa generalista (casi siempre en femenino, la mapa), con el significado
de «la flor y nata de algo». En un texto de Pérez de Hita leemos: «los caballeros
le suplicaron no lo hiciese [apaciguar los bandos con quitar seis cabezas a cada
linaje] porque eran la mapa de la ciudad y todos bien emparentados».
425
mapa de Anaximandro: ¿cómo podría atribuírsele este mapa sin presuponer que
en él debiera estar de algún modo representado el cosmos y el apeiron, siendo
así que ni el cosmos, ni menos aún el apeiron (términos ambos acuñados por
Anaximandro), son siquiera representables?
426
«Croquis geológico del conjunto de los Pirineos, según R. Mirouse en Les
Pyrenées, de la montagne á l'homme, 1974.»
Utopiae insulae figura (Tomás Moro, De optimo reipublicae statu, deque nova
insula Utopia, Lovaina 1516).
427
Mapa ficción geográfico-político de Euskal Herria.
428
5. Mapas geográficos especializados (como por ejemplo un mapa de ferrocarriles
o un mapa de ríos).
6. Cartas de marear (con las series de longitud y latitud en las franjas, &c.).
429
Mapa portulano atlántico de Juan de la Cosa (1500).
430
9. Cartas marinas de navegación, cartas hidrológicas (no bien distinguidas de las
cartas de navegación del epígrafe 6).
Worl Ocean Floor, según Bruce Heezen y Marie Tharp, dibujo de H.C. Berann,
1977
431
Mapa de religiones del mundo (desde la perspectiva de las llamadas, desde
Max Müller, «religiones del libro») con la Biblia común a católicos y
protestantes.
12. Mapas de cultivos (coordinables, muchas veces, con los mapas religiosos).
13. Mapas celestes desde una perspectiva cóncava (los mapas representan a la
esfera celeste desde abajo del cénit celeste, y desde dentro de ella).
432
Mapa celeste cóncavo (recreación de un grabado clásico por Flammarion). El
explorador (o sujeto operatorio) se sitúa en una perspectiva cóncava, y
asimismo se supone que, dentro de la «cueva», va avanzando hacia el
horizonte límite de esta concavidad apotética –que algunos cosmólogos
actuales cifran a una distancia de 10.000 millones de años luz–. Al llegar al
horizonte saca la mano para «palpar» el mundo exterior en perspectiva
convexa.
14. Mapas celestes desde una perspectiva convexa (es decir, considerando a
las esferas celestes como percibidas por algún sujeto que las contempla desde
la convexidad de su superficie).
433
15. Mapas terrestres-celestes.
434
derechísima por ellas sin conocimiento del norte y de las estrellas y de los
círculos celestes? La aguja y carta de marear, ¿qué cosa es sino matemática?
Esas regiones tan separadas y tan extrañas, ¿cómo fuera posible descubrirse y
conquistarse, si los nuestros no fueran instruídos en el conocimiento de los
movimientos del cielo, en los grados de la altura, en los círculos y cursos de los
planetas, en la división de los climas, en la mapa, en el astrolabio, en el
cuadrante, en la propriedad y variedad de los vientos, en los eclipsis, en la arte
de la navegación, en la cosmografía y sitio del mundo, en la cantidad de la
tierra, en la naturaleza de los elementos y finalmente en el conocimiento de la
esfera, lo cual todo consiste en la matemática?»
16. Mapas galácticos (por ejemplo, el AINUR: Atlas of Images of Nuclear Rings,
presentado en 2009 por el Instituto Astrofísico de Canarias).
17. Atlas (un mapa o una colección de mapas celestes y terrestres en los que la
Tierra está tomada globalmente y como sostenida en los hombros del hijo de
Japeto, que pisa sobre nubes). Mercator jugó ambiguamente con el rey Atlas
de Libia y con el titán Atlas.
435
Mercator, Atlas minor (portada de la edición de Amsterdam de 1634).
19. Mapas esféricos (como la Sphera del Mundo) versión de Jerónimo de Chaves
del Tratado de Sacrobosco, Sevilla 1545).
436
Sphera del Mundo (según la versión de Jerónimo de Chaves del Tratado de la
esfera de Juan de Sacrobosco, Sevilla 1545)
21. Planetarios.
437
La Galaxia del Sombrero, según IMAX (dicha también M104 o NGC 4594,
descubierta por el francés Pedro Mechain, que se murió en 1804 de fiebres en
Castellón de la Plana, mientras medía el meridiano).
438
Europa prima pars terrae in forma virginis (en la versión de Heinrich Bünting,
1581).
Gall y Cubí popularizaron en el siglo XIX los mapas frenológicos. Bretón de los
Herreros, en 1845, saludaba así a la nueva disciplina frente a quienes se reían
de ella: «Luisa. ¡Supersticiones ridículas! Ceferina. Brujerías... D. Manuel. No
por cierto. La frenología es ya digna de entrar en el gremio de las ciencias,
pues se apoya en muchos experimentos notables, y la defienden autores de
mucho mérito.»
439
Los más divulgados fueron los «Homúnculos» elaborados por J. F. Fulton,
basándose en las exposiciones de W. G. Penfield y E. Boldrey, «Somatic motor
and sensory representation in the cerebral cortex of man as studied by
electrical stimulation», revista Brain, 1937, 60(4):389-443.
Los homúnculos pretenden ser «demostrativos» de la posición y extensión
relativa de la representación de las diversas partes del cuerpo en el área
motora o sensorial del cerebro.
26. Mapas metafísicos ontoteológicos, por ejemplo, varios de los que ofrece
Roberto Flud, en Utriusque cosmi. En este epígrafe incluiríamos también
cuadros-mapa como el Entierro del Conde Orgaz o Cristo en brazos del Padre
Eterno de El Greco, en los cuales los vectores arriba, abajo, derecha,
izquierda, delante, atrás, juegan un papel decisivo.
440
El Greco, Cristo en brazos del Padre eterno [La Trinidad] (1577-1580, Museo
del Prado, Madrid.) Este cuadro de El Greco puede interpretarse, sin violencia,
como un mapa cósmico, puesto que sus figuras están organizadas siguiendo
vectores norte/sur, derecha/izquierda y delante/detrás; un mapa
intencionalmente tridimensional, concebido «desde las alturas», desde la
Santísima Trinidad: Espíritu Santo, Padre e Hijo, para seguir la línea
descendente del cuadro; pero con alusiones pictóricas a los coros celestiales
(querubines, arcángeles, &c., como antropomorfos alados), los ángeles
(cabezas aladas sobre las cuales se «adelanta» la pierna izquierda del Hijo) y a
unas nubes atmosféricas tras las cuales se encuentran sin duda los planetas y
la Tierra.
441
El Greco, El entierro del Conde de Orgaz (1587, Iglesia de Santo Tomé,
Toledo.) La organización del mapa cósmico involucrado en este cuadro es
similar a la que hemos atribuido al cuadro precedente, si bien la perspectiva
está ahora concebida por oposición a la primera, desde la Tierra, en la que se
desploma el Conde de Orgaz.
442
potest incomprehensibilis illa & infinita Trigoni divini extensio secundum humani
captus possibilitatem describi demonstratione sequenti. Demonstratio.»
(Roberto Flud, Utriusque cosmi maioris scilicet et minoris Metaphysica, physica
atque technica Historia, Oppenheim 1617, página 20.)
«Ut in mundi primordio, ubi tenebrae cujusque coeli cum partibus lucidis, quas
viscositas spirituum in illis conclusorum, informationis que avidorum amplexa
est, luctabantur in unica eademque massa, in regionem elementarem
contracta.» (Roberto Flud, Utriusque cosmi..., Oppenheim 1617, página 41.)
443
El Hombre de Vitrubio según Leonardo. Como comentario de este hombre-
mapa cabría recordar el texto siguiente de Fray Luis de Granada (Introducción
del símbolo de la fe, 1583): «Por lo cual lo llama San Gregorio "toda criatura",
por hallarse en él la naturaleza y propiedades de todas las criaturas. Y por eso
lo crió Dios en el sexto día, después de ellas criadas, queriendo hacer en él un
sumario de todo lo que había fabricado, como hacen los que dan o toman
cuentos por escrito, que al remate dellas resumen en un renglón la suma de
todas ellas, de modo que aquel sólo renglón comprende todo lo que en muchas
hojas está explicado. Y lo mismo en su manera parece haber hecho el Criador
en la formación del hombre, en el cual recapituló y sumó todo lo que había
criado. De aquí es que con mayor facilidad conocemos por aquí las
perfecciones divinas, que si extendiésemos los ojos por todo el mundo, que es
cosa que pide muy largo plazo. Y por esta causa los cosmógrafos hacen una
mapa, en que pintan todas las principales partes y naciones del mundo, para
que con una breve vista se vea dibujado lo que en su propria naturaleza no se
pudiera ver en muchos años. Pues así podemos decir que el hombre es como
una breve mapa que aquel soberano artífice trazó, donde no por figuras, sino
por la misma verdad nos representó cuanto había en le mundo. Y cuanto esta
mapa es más pequeña y familiar y más conocida de nosotros, pues anda en
nuestra compañía, tanto nos da más claro conocimiento del Criador.»
444
Mapa del espacio antropológico (en «Sobre el concepto de espacio
antropológico», El Basilisco, nº 5, 1978, página 58). Conviene confrontar este
mapa icónico con los mapas geométricos del espacio antropológico
reproducidos al final de este rasguño.
445
Citas a Mendel antes de su redescubrimiento (según Eugene Garfield, «Citation
Indexing for Studying Science», Nature, 227:669-671, 1970.)
Los PSI (Permuterm Subject Index), diseñados por Eugene Garfield en 1964,
446
fueron introducidos desde 1966 como una sección más del SCI, Science
Citation Index.
***
§2
El término «mapa»
desde una perspectiva intensional
447
puesto que dos de los lados se cortan en el punto de infinito, es decir, no se
cortan).
448
biunívoca del cuño con cada copela. Cada moneda acuñada, sin embargo, no
es un cuño para las otras monedas de la serie.
449
significante. Este viene a equivaler, por tanto, a una imagen o icono del
significado, si bien el icono se adapta al campo. La adaptación es recíproca, pero
intransitiva (el modo de la transitividad no es obligado, y por ello tampoco la
reflexividad). Las operaciones por las cuales el sujeto utiliza el grafo para actuar
sobre el campo, y las recíprocas, son fundamentalmente autologismos, si bien
internamente engranados con dialogismos (en la medida en que el demiurgo del
mapa, o bien es un demiurgo colectivo, o simplemente es un demiurgo individual
que puede ser sustituido por otros).
En conclusión, los puntos del grafo del mapa constituyen una selección
(entre los infinitos puntos del soporte, o dominio, y los puntos del campo, o
codominio) que sólo puede haber sido establecida por un sujeto operatorio, el
que denominamos demiurgo, recordando que el «Ego trascendental» puede
asumir las funciones del demiurgo de un Mapamundi: remitimos a nuestro
artículo «El puesto del Ego trascendental en el materialismo filosófico» (El
Basilisco, número 40, 2009). Demiurgo que ha seleccionado en el codominio los
puntos (accidentes, relaciones, &c.) pertinentes o significativos, puesto que el
mapa no es una estructura a priori que se arroja al campo como una red
destinada a seleccionar aleatoriamente contenidos suyos. El mapa es una
morfología que, en relación con su campo, mantiene un isomorfismo pragmático
cuyo fundamento no reside en el grafo, ni en su campo, sino en la involucración
entre ambos. Si los mapas que utilizó Colón o Juan de la Cosa sirvieron de guías
a sus respectivas navegaciones, y estas consiguieron transformar la hipótesis de
la esfericidad de la Tierra (establecida por Eratóstenes, Posidonio, Tolomeo) en
una tesis científica verdadera, fue debido no a un «ajuste» geométrico entre los
diversos mapas del globo, sino al ajuste de las partes de la Tierra descubiertas
con otras partes del propio globo terráqueo (un ajuste que sólo pudo ser
establecido tras múltiples aciertos y rectificaciones parciales).
450
campo de su aplicación. Un mapa no pertenece propiamente a la clase de las
instituciones semánticas, aunque es reducible, por abstracción, a la condición de
una representación intencional-especulativa de un dominio de referencia; menos
aún pertenece a las clases de las instituciones sintácticas. El mapa es institución
pragmática que participa tanto de las figuras autológicas como de
las dialógicas(por la sustituibilidad de unos sujetos por otros), e incluso, desde
luego, de las figuras normativas. Una carta de navegación sólo funciona como
tal cuando actúa como norma-guía de las operaciones del piloto al tomar un
rumbo en lugar de otro, o incluso cuando actúa como norma negativa en el
momento de rectificar un rumbo señalado por el mapa.
451
constituyen un mapa), han de encadenarse entre sí para formar o conformar el
mapa. Los mapas deben estar orientados precisamente según estas direcciones.
452
(ni puede serlo) sino la descripción, en lenguaje de palabras, de un mapa
imposible que se representase a sí mismo sobre el terreno. Imposibilidad
implicada en la misma definición de Royce. La descripción verbal llamada «mapa
de Royce» sólo es mapa en sentido analógico, es decir, como una modulación
de la idea de mapa mediante el desarrollo límite de la relación aliorelativa como
reflexiva, desarrollo que lleva al mapa a dejar de serlo (a la manera como el
triángulo birrectángulo deja de ser un triángulo «dibujable»). El mapa de Royce
es un mapa por analogía de atribución, por cuanto parte del concepto de mapa
geográfico ordinario, pero no es «dibujable».
453
la iconoclastia de los judíos (Moisés, Exodo, 20,4), de los musulmanes o de los
nestorianos, según los cuales Cristo, al tener dos naturalezas, una divina y otra
humana, sólo podría representarse en cuanto hombre, pero no en cuanto Dios.
Pero los propios teólogos suscitaban la cuestión filosófica de la razón por la cual
Cristo era irrepresentable: ¿por ser incorpóreo o por ser infinito? (remitimos a
nuestro trabajo «Los valores de lo sagrado: númenes, fetiches y santos»,
en Actas del congreso: Los valores en la ciencia y la cultura, León 2000, pág.
432).
454
o situarse, no ya «ubicarse», en el espacio absoluto. Desde este punto de vista
podríamos dar cuenta de la contradicción que encierra (ya en el terreno de la
etimología), la expresión mapamundi, si tenemos en cuenta que el
término mapasignificaba originariamente, en latín, pañuelo, por lo que
«mapamundi» equivaldría al proyecto absurdo de «meter el Mundo cósmico en
un pañuelo». El mapamundi elimina la posibilidad de asignar su dibujo (su grafo)
al campo presupuesto.
§3
El mapa desde una
perspectiva gnoseológica
Y, puesto que, como hemos dicho, los mapas no son instituciones que se
agotan en el recinto de un campo categorial (como pudiera serlo el de la
Geografía), los cauces habrán de ser también comunes a diversas ciencias. Ello
nos permite acudir a la teoría de los modos gnoseológicos, que distingue cuatro
455
modos fundamentales: (1) el de los modelos (subdivididos en cuatro tipos:
metros, paradigmas, prototipos y cánones), (2) el de las clasificaciones (también
subdivididas en cuatro tipos: taxonomías, tipologías, desmembramientos y
agrupamientos), (3) el de las definiciones y (4) el de las demostraciones
(remitimos al volumen 1 de Teoría del cierre categorial, págs. 141-143).
456
Consideremos el caso de la clasificación de los elementos químicos, dando
por supuesto, desde luego, que el llamado «sistema periódico» es una
clasificación pero no un mapa (sin perjuicio de notables analogías con los mapas,
en sentido unívoco). Nadie pondrá en duda la afirmación de que la clasificación
de los elementos químicos, contenida en el sistema periódico, es una
clasificación científica. Y, más aún, la clasificación a través de la cual la Química
de los elementos se constituyó como una ciencia rigurosa y cerrada, siquiera
fuera en estado embrionario.
La sospecha de que los elementos químicos que –una vez rotos cada uno
de los cuatro elementos de Empédocles/Aristóteles–, venían acumulándose tras
los descubrimientos del siglo XVIII y primera mitad del XIX, pueden ordenarse
no ya por la simple sucesión de sus fechas de descubrimiento, o por la sucesión
alfabética de sus nombres, sino por un orden que tuviese que ver algo intrínseco
a los propios elementos, tomó cuerpo en su forma mas sencilla en la sugerencia
de J. H. Gladstone, en 1853, según la cual los elementos podrían ordenarse
según la sucesión lineal constituida por los números correspondientes a sus
pesos atómicos. Esta sucesión lineal era representable en una única línea
trazada en un plano, tal como el plano de una página desplegada. Sin duda, la
ordenación lograda por este criterio lineal, representada además por una línea
del plano gráfico, tenía bastante de mapa cuyo grafo se mantuviese en E 1, o, por
lo menos, podría ser utilizada como tal por un sujeto operatorio.
Fue Mendeleiev quien en 1869 logró determinar dos criterios (aún sin poder
todavía justificar estos criterios en la estructura de los elementos químicos), a
saber, en primer lugar el criterio de los periodos, derivados de su ordenación
según los números atómicos (que se designarían después por la letra Z), que
(una vez consolidada la teoría del átomo de Rutherford) se harían corresponder
con el número de electrones. Un número que iba aumentando conforme
457
aumentaba el peso atómico, lo que permitía la clasificación de los elementos de
la serie continua en periodos de ocho elementos (al menos para las tres primeras
filas de la tabla). En segundo lugar, el criterio de los grupos, que clasificaba a los
elementos de cada columna de la tabla según determinadas características que
atravesaban, en vertical, a los periodos.
458
(procedente de Eratóstenes, de Posidonio, de Tolomeo) había que atribuir a la
formación misma del concepto geográfico de «América» y, por tanto, de su
descubrimiento. Lo que contribuyó a manifestar la imposibilidad de los proyectos
que en aquéllos años renacieron con fuerza, por parte de algunos indigenistas
americanos, de «descubrir o redescubrir Europa» viajando en canoas, como si
el continente europeo o el americano fuesen «visibles» a tiro de piedra, o
tangibles, en un tiempo en el que todavía no existían los satélites espaciales,
capaces de distanciarse de la Tierra a una escala tal que permita fotografiarla a
escala continental.
§4
Los «mapas analógicos»
del materialismo filosófico
459
1. Quien quiera que se haya asomado a las exposiciones del sistema
denominado «materialismo filosófico» habrá podido advertir la presencia de
figuras semejantes o análogas a las de los grafos de los mapas tomados en
sentido unívoco.
460
heurística, puesto que tienen un alcance doctrinal, en cuanto recursos a veces
insustituibles en el momento de delimitar ideas o conceptos ontológicos.
2. Tal ocurre, ante todo, con el «mapa» mediante el cual tiene lugar la
exposición de la doctrina del «espacio antropológico» (en cuanto idea
contradistinta a la de «material antropológico»), que hemos reproducido al
principio de este rasguño.
462
Pues no se trataba simplemente de cambiar el «lenguaje heredado», sino
de triturar las ideas asociadas a tal lenguaje. No se trataba, en nuestro caso, de
«sustituir» el término Sistema por Espacio, el término Hombre por Eje circular, el
término Mundo por Eje radial y el término Dios por Eje angular, puesto que lo
que se estaba cambiando era la propia perspectiva ontológica desde la cual se
configuraban tales ideas. Teniendo en cuenta –y esto es esencial– que las
nuevas denominaciones no se consideraban procedentes de una «revelación»
inaudita (ofrecida desde «el conjunto cero de premisas»), sino de la trituración
de ideas heredadas que, en cualquier caso, debían mantener profundas
conexiones con los materiales involucrados con tales ideas heredadas.
Sin duda alguna los contenidos incorporados al eje circular debían tener
mucho que ver con los contenidos interpersonales; los contenidos del eje radial
habían de intersectar en muchos puntos con los que tradicionalmente formaban
parte del Mundo físico, y los contenidos del eje radial con los contenidos de la
teología o de la religión (pero no con la idea de Dios de la ontotelología, o con la
idea tradicional de religión definida en función de «las relaciones del hombre con
Dios»).
3. Habría que tener en cuenta, por tanto, que el sistema de las tres ideas
metafísicas (Hombre, Mundo, Dios) no era el resultado de una acumulación de
ideas independientes, y menos aún el resultado de las «afinidades lógicas» entre
supuestos silogismos categóricos, hipotéticos y disyuntivos, como pretendió
Kant en ocurrencia idealista (cuanto a la génesis de las ideas respectivas) tan
ingeniosa como enteramente gratuita.
463
expusieron, por ejemplo, Max Scheler o Arnold Gehlen), estaba envuelta en los
dogmas cristianos de la unidad hipostática entre Dios y el Hombre a través de
Cristo, como Segunda Persona de la Trinidad. Por ello, si al hablar del Hombre
queríamos desentendernos de estas implicaciones ontoteológicas, se hacía
prácticamente imprescindible, teniendo como fondo el material antropológico
(empírico, histórico, &c.), hablar de un eje circular, de un eje radial y de un eje
angular, aludiendo a la nueva perspectiva materialista, no monista.
De algún modo cabría decir que se trataba del mismo «mundo», pero
considerado desde perspectivas diversas. Una diversidad que se manifiesta
esencialmente mediante la distinción entre el Mundo considerado desde
una perspectiva convexa y el Mundo considerado desde una perspectiva
cóncava. Es decir, entre el Mundo percibido como si estuviéramos en una cueva
(distinción que, por cierto, es utilizada, a su escala, por los propios autores de
los mapas o atlas astronómicos).
464
hacia el Mundo (aunque el cambio de orientación, contenido en la «inversión
teológica», pueda seguir reconociéndose como un cambio significativo en la
historia fenomenológica de las ideas). Se trata de sustituir la perspectiva misma
desde la cual se nos conforma la idea del Mundo.
465
Pantocrátor de la iglesia de Bordón, Teruel.
Ahora bien, a partir del siglo XV, parece como si el libro del Pantocrátor
fuese desapareciendo, y que Dios comenzase a tomar en sus manos a la misma
esfera cósmica, a la bola del Mundo. Parece evidente que la influencia del
Pantocrátor sobre el Mundo no se limitará, ahora, a revelar un libro a las
personas humanas que en el Mundo viven, sino a ejercer en la esfera cualquier
género de influencia, o de dominación. La omnipotencia del Pantocrátor, aunque
mantiene la perspectiva convexa sobre el Mundo, afecta ya a todos sus
contenidos, a las personas, a los animales y a las cosas. Especialmente a las
«cosas políticas». Este punto de vista permanecerá en los siglos posteriores, en
los cuales el Pantocrátor comienza a verse como Cristo-Rey.
466
No entraremos aquí en la cuestión de las causas que pudieron determinar
el cambio, en las manos de Cristo, del libro por la esfera. ¿Se trataba del cambio
de una dominación apostólica y pacífica, mediante un libro, hacia una
dominación política y violenta si fuera preciso? Y, ¿qué conexiones pudieron
tener estos cambios con la entrada en América y con su conquista? La pregunta
parece pertinente en la medida en la que el descubrimiento tuvo implicaciones
muy profundas en la visión del Mundo en cuanto esfera finita (incluso cuando la
esfera comprendía –como en el caso de la representación de Fernando Gallego
en su tabla Cristo bendiciendo, en el Museo del Prado, realizada por los años del
Descubrimiento– no solamente la esfera terrestre, sino también, en la tradición
aristotélico tolemaica, las esferas cristalinas que la envuelven, comprendida la
esfera de las estrellas fijas).
467
Supuesta esta perspectiva, que la ontoteología tradicional puede ofrecer del
Mundo cósmico, la visión del Mundo cósmico que nos ofrece el eje radial del
espacio antropológico podría caracterizarse no ya por la sustitución de Dios por
el Hombre, sino por la sustitución de la perspectiva convexa por la perspectiva
cóncava (o, si se prefiere, como un cambio de la visión del Mundo desde una
perspectiva semántica –en la que se han segregado los sujetos operatorios– por
una perspectiva pragmática, en la que es imprescindible la referencia a los
sujetos operatorios).
468
Gustavo Bueno, Teoría del Cierre Categorial, Oviedo 1992, pág. 116.
469
7. Obviamente, las correspondencias entre el espacio antropológico y
el espacio político, no tienen por qué ser biunívocas. Pongamos por caso, no
tienen por qué ser correspondencias entre el eje radial del espacio antropológico
y el eje basal del espacio político; o bien, entre el eje angular del espacio
antropológico y el eje cortical del espacio político.
470
Sin embargo, nos arriesgamos a concluir, que la Idea analógica de mapa es
una idea lisológica esencialmente confusa y oscura, sin por ello dejar de ser una
idea objetiva inevitable, que se realimenta dialécticamente y continuamente del
concepto tecnológico de mapa geográfico local o regional definible como
reproducción o mímesis esquemática (gráfica o pictórica) de un terreno
delimitado según criterios extrínsecos al propio grafo del mapa. De este modo
tampoco cabe concluir que el mapa geográfico estricto (unívoco) constituya un
concepto estable, científico o cerrado, de mapa, puesto que, por naturaleza, el
mapa tecnológico no tiene unos límites fijados «desde dentro», y sus
componentes son siempre susceptibles de desarrollos tales que sean capaces
de desbordar los límites presupuestos, de manera tal que será preciso
reconocer, en los propios mapas técnicos, los gérmenes de su transformación
dialéctica interna desde su estado de concepto positivo de mapa hasta una idea
de mapa derivada de ellos, pero capaz de desarticular por completo el mapa
como concepto positivo, al que habrá que volver de nuevo, si no periódicamente,
sí al menos cíclicamente. Estos ciclos constituyen un fundamento firme para
asegurar la institucionalización indefinida de la idea de mapa.
471
En torno a la distinción
entre «Conceptos» e «Ideas»
Gustavo Bueno
472
experiencia, en cuanto «fuente» de conceptos, es su operatoriedad pragmática.
Si consideramos a los referenciales corpóreos como primeras figuras del eje
semántico de las ciencias positivas, no es tanto por su estructura material-
corpórea, sino por su involucración con las operaciones de los sujetos
pragmáticos operativos. La pluralidad de experiencias conceptualizadas, cuanto
a su alcance más allá de la escala pragmática-tecnológica, se manifiesta en la
pluralidad de las categorías conceptuales que se corresponden con los campos
de las ciencias positivas.
473
los lenguajes de palabras no son originariamente ellos mismos expresión de
Ideas (según aquello de que «pensar es hablar»); ante todo porque los lenguajes
de palabras son expresión de cosas, de referencias (Wörten und Sachen), o de
operaciones con cosas corpóreas, en su proceso de conceptualización. El
lenguaje de palabras no es el originario, puesto que él presupone (como la
investigación neurológica y paleontológica van cada vez demostrando con más
contundencia) un «protolenguaje afónico» previo, de naturaleza operatoria o
mímica. En el «lenguaje mímico» (de las manos, de los brazos, de los gestos, de
los movimientos de los músculos estriados del rostro o de la lengua) podemos
encontrar las fuentes de las ideas más primarias, involucradas en los primeros
conceptos. El «creador de las palabras» –el onomatourgos–, del que habló
Platón en Cratilo 389a, habría imitado no tanto directamente las cosas (en las
onomatopeyas) sino las operaciones mímicas a través de las cuales el
protolenguaje gestual comenzó a «delimitar», en un determinado grado de
claridad y distinción, las cosas mismas. La mímica que acompaña todavía en
nuestros días al lenguaje fonético ordinario no es un mero ornato o
acompañamiento superestructural de unas palabras que estarían expresando
directamente «pensamientos» (conceptos o ideas); son las palabras las
que refuerzan a los gestos, a los conceptos e ideas en ellos involucrados.
474
siquiera con la Idea filosófica de mesa de referencia; por el contrario, estos
conceptos delimitados por la Etimología requieren ser sometidos a crítica
retrospectiva cuando los analizamos desde la perspectiva de una idea filosófica.
Ante todo, diremos que la etimología confirma la tesis acerca del carácter
deíctico del lenguaje de palabras, y en este punto la característica «carácter
deíctico» puede interpretarse a la luz de la tesis de la subordinación del lenguaje
de palabras al lenguaje y a las conceptualizaciones propias de un lenguaje
mímico previo. Quien lee, o escucha en un mismo tono de voz, tres definiciones
de mesa tales como las que siguen:
475
Las definiciones (2) y (3) mantienen entre sí las relaciones propias que
convienen a un todo respecto de algún cuerpo asociado a él por contigüidad
(alimento) o a algún componente suyo («tablero», o «cuatro patas»). En cambio,
la definición (1) no trata de explicar el todo, la mesa, a partir de componentes
suyos o de términos asociados por contigüidad, porque precisamente procede
distanciándose del objeto (del «todo» deíctico mesa) y asumiendo las relaciones
con los sujetos operatorios que la «manipulan», y que desbordan ampliamente
el «todo» de referencia (por ejemplo, «suelo» es una estilización de la superficie
terrestre esférica, y que podía haberse llamado trapezosfera).
477
En torno al rótulo «Metapolítica»
Gustavo Bueno
478
absoluto (como el no-ser es negativo respecto del ser, o el vacío respecto del
pleno). Con la expresión «metapolítica» nos referimos, ante todo, a aquello que
no siendo política, en sentido ordinario, está sin embargo más allá de la política
(tanto en sentido tecnológico como nematológico), pero no a título de accidente
colateral que pueda acompañar a la política (como pudieran serlo las plataformas
que los carpinteros arman para el mitin), porque entonces podríamos hablar de
«peripolítica», sino a título de entidades que, no siendo políticas, en el sentido
ordinario, no son sin embargo meros accidentes extrínsecos (o desconectados)
de la política, sino conectados con ella, incluso necesariamente, conectados con
la misma praxis o nematología política, en la medida en que codeterminan o
inspiran muchos de sus contenidos. El medio (o mundo entorno) de un cuerpo
orgánico viviente no es necesariamente un cuerpo viviente, pero es propio de él,
tomando propio en el sentido del cuarto predicable de Porfirio, «accidente
esencial», es decir, meta-orgánico.
(1) El plano que contiene a referentes reales corpóreos, como puedan serlo
las maniobras parlamentarias que seleccionan a concejales o diputados, los
golpes de Estado, en general, tecnologías o práxis políticas. Hablamos de plano
ontológico (o tecnológico).
479
al libro El fundamentalismo democrático, Temas de Hoy, Madrid 2010, capítulo
5 de la parte primera, páginas 115-124.
480
El martes 2 de octubre pasado el profesor Alberto Buela (considerado en
Iberoamérica como uno de los padres fundadores de la Metapolítica) presentó
en Oviedo su interesante libro Disyuntivas de nuestro tiempo, ensayos de
metapolítica. La torrencial erudición y fino ingenio del autor, filósofo argentino de
sólida formación clásica (lee en griego a Platón y Aristóteles), le permitió
«olfatear» múltiples pistas sobre la genealogía del término metapolítica. Su libro
comienza citando una conferencia que el filósofo Max Scheler ofreció en la
Escuela Superior Alemana de Política, en los primeros años de la postguerra de
la Primera Guerra Mundial. Y afirma (pág. 15): «Pocos son los que saben que
este es el antecedente más lejano de la noción de metapolítica que comenzó a
manejarse a partir de 1968 por un grupo cultural francés conocido como Nouvelle
Droite.» Se refiere Buela al Alain de Benoist del 68 francés, que en noviembre
de dicho año organizó un primer seminario bajo la pregunta Qu´est-ce que la
métapolotique, y que en 1969 fundó el Groupement de Recherche et d´Études
pour la Civilisation Européenne, GRECE, no ya como un movimiento político,
sino como una «escuela de pensamiento» que adopta una perspectiva
metapolítica. Por cierto, Buela incorpora en su libro la mención de Benoist a
Gramsci (en un artículo de 1982: «Gramsci ha mostrado que la conquista del
poder político pasa por aquella del poder cultural»). Buela ve como paradójica
esta orientación de la Nouvelle Droite, «y es que, adoptando esta primera
acepción [«en una primera acepción, la metapolítica significa la tarea de
desmitificación de la cultura dominante, cuya consecuencia natural es quitarle
sustento al poder político para finalmente reemplazarlo, y para esto último hay
que hacer política»] ha querido desarrollar metapolítica sin política». Buela cita
aquí al politólogo Marco Tarchi, de la Nuova Destra italiana, cuando afirma que
no lleva a cabo ninguna acción política partidaria, que considera que los partidos
políticos han sido superados en poder e iniciativa por los mega aparatos mass-
mediáticos.
Pero aquí nos importa el estudio sobre el origen del rótulo «Metapolítica»
(agosto 2011). Sus resultados, según informaciones del propio profesor Buela,
arrasaron muchas hipótesis sobre el particular, y suscitaron de inmediato, al
parecer, el interés de metapolíticos comprometidos, como César Cansino
(fundador de la revista Metapolítica, México 1997) o del propio Alain de
Benoist.� El descubrimiento más importante obtenido tras la utilización experta
482
del nuevo instrumento es el del nombre del «primero que acuñó» el sintagma
metapolítica, un abogado ginebrino, Juan Luis de Lolme (1740-1806),
considerado como el mejor discípulo de Montesquieu, y miembro del Consejo de
los Doscientos de la República de Ginebra. Sin embargo, por motivos políticos,
de Lolme se trasladó a Londres, y desde allí publicó, primero en francés,
su Constitution de l´Angleterre (Amsterdam 1771). Este libro tuvo después
ediciones en neerlandés y en inglés (Londres 1775) y en español (1847). Anota
Gustavo Bueno Sánchez: «En la autotitulada cuarta edición (Londres 1784, tras
las de 1777 y 1781; pues en inglés también apareció en Dublín en 1776),
dedicada al rey de Inglaterra (en mayo de 1784), corregida y ampliada con varios
capítulos enteramente nuevos, advierte De Lolme que los asuntos que está
tratando, al remover principios que afectan a las mismas cuestiones sobre la
naturaleza del Hombre, pertenecen más propiamente a la filosofía (pero a una
rama suya aún inexplorada) que a la política, y se alejan por supuesto de la
esfera de la ciencia política vulgar; y en una nota a pie de página sugiere que, si
al lector le agrada, pertenecerían a la ciencia de la metapolítica, en el mismo
sentido que decimos que la metafísica está más allá de la física.»
483
gnoseológica –science of metapolitics, y the science of those things…– lo cierto
es que parece deslizarse inmediatamente hacia la perspectiva ontológica –
«those things wich lie beyond physical or sustancial things»–.
Tampoco se entiende bien por qué De Lolme habla de esa parte inexplorada
de la filosofía que él llamó metapolítica. Y como no cabe suponer que De Lolme
ignoraba, por ejemplo, la República de Platón, o el libro primero de la Política de
Aristóteles, será posible interpretar que «esa parte inexplorada de la filosofía» (a
la que él propone denominar metapolítica) está inexplorada precisamente en
cuanto ella se conforma, no en sí misma (a la manera como la filosofía primera
se conformaba por sí misma en las teogonías mitológicas, hasta que Aristóteles
la puso en función de la Física), sino en función de una política estricta bien
delimitada, pero susceptible de abrir cuestiones (tales como las de la naturaleza
del hombre) que, sin bien habían sido tratadas anteriormente, estaban
inexploradas cuando se planteaban en función de la política estricta a la que
desbordaban (metapolítica), aun cuando luego tuvieran que volver a ella.
Todo esto nos invita, por no decir que nos obliga, a enfrentarnos más de
cerca con el término metafísica, que sirvió a De Lolme para acuñar el
rótulo metapolítica.
La historia del editor bibliotecario Andrónico de Rodas dio pie a muchos para
interpretar el término metafísica como un rótulo estrictamente deíctico, que
señalaba global y confusamente, desde un criterio puramente bibliotopográfico
(y no desde su contenido) a un conjunto de escritos que se encontraban después
de los escritos físicos. Así, Franciscus Patricius (1413-1494), en
sus Discussiones peripateticae, teniendo en cuenta que el sintagma μετα φυσικα
no se encuentra en Aristóteles, se inclinó por la interpretación meramente
484
bibliotopográfica de la expresión. Esto equivaldría a soslayar el enfrentarnos a la
cuestión del contenido y la unidad de los escritos así rotulados; y, por lo que a
nosotros aquí nos concierne, aconsejaría interpretar la metapolítica (en cuanto
acuñada sobre el molde metafísica), no ya como el nombre de una disciplina
definida, sino como un centón o cajón de sastre de escritos cuyo contenido y
unidad no tienen por qué darse por presupuestos (De Lolme mantuvo la
ambigüedad acerca de si la expresión metapolítica se tomaba en sentido
deíctico o en un sentido semántico más profundo).
485
Mientras que Platón parte, en su concepción del Universo, de un Mundo
suprasensible, el Mundo de las Ideas (y entre ellas la idea de un demiurgo
cuasidivino, creador del universo y, en todo caso, anterior a él), Aristóteles habría
dado una vuelta del revés («un giro copernicano», utilizando el más salvaje
anacronismo) al orden platónico, partiendo del universo físico, de la naturaleza
eterna, no creada, pero en perpetuo movimiento, y sólo después de reconocerla
así, y a través de la causa eficiente de ese movimiento eterno, llegará a
establecer un primer motor inmóvil (pero no creador del Universo), es decir, un
primer motor que podrá alcanzar, a partir de la Física, la Filosofía primera, es
decir, sobre todo, el Tratado de Dios contenido en el libro XII de los metafísicos.
486
gobiernan, porque no hay autoridad que no venga de Dios: las que existen han
sido constituidas por Dios», pero presente tanto entre los católicos –San Agustín,
Santo Tomás, Suárez– como entre los protestantes –Lutero, Filmer…–, por no
hablar de los hebreos o de los musulmanes.
487
A partir de ellos De Lolme se dirigiría a otros términos consiguientes (ad quem),
de los cuales uno (Metafísica) estaba ya dado por la tradición aristotélica, y de lo
que se trataba era de determinar el cuarto proporcional de la incógnita x
(12:6::8:x). De este modo se creaba (lisológicamente) el x como un rótulo que
parecía designar a un término nuevo, Metapolítica. Pero esto era sólo una ficción.
488
Algunos llegaron a conferir a este rótulo [metapolítica] un contenido absoluto
y positivo, la metafísica ontoteológica de la política (como hizo De Maistre). Pero
este contenido no se deriva de la proporcionalidad del rótulo Metapolítica, sino
de las premisas específicas que puede aportar el intérprete.
489
metapolítica por la filosofía («aunque en una rama todavía inexplorada»)
resultaba ser algo así como tratar de definir lo oscuro por lo más oscuro. Porque
la filosofía, sin adjetivos (tales como filosofía estoica, filosofía idealista, filosofía
materialista, filosofía escéptica), es un término lisológico cuya determinación
morfológica debe proceder de fuentes distintas a la que pueda representar una
analogía de proporcionalidad como la de referencia.
490
o lisológica– la definición de metapolítica a partir de una analogía de
proporcionalidad como la que estableció De Lolme, es imprescindible contar con
una definición precisa de los términos de la proporcionalidad, a saber, de los
términos de partida de meta (antecedentes, a aquo), física y política, y de los
términos de llegada (consecuentes, ad quem), metafísica y metapolítica. Cuando
esto no ocurra, la construcción del «cuarto término» (metapolítica) es aparente,
por no decir puramente metafórica e incluso mítica. Me remito aquí al análisis del
pensamiento mítico pigmeo, encerrado en el mito del Dios cazador, análisis que
figura en nuestro prólogo al libro Metodología del pensamiento mágico, de
Eugenio Trías, Edhasa, Barcelona 1970, págs. 15-21. El mito pigmeo, según este
análisis, establece la analogía de proporcionalidad entre el arco iris y el rayo, y
el arco del cazador y su flecha, concluyendo que un dios cazador dispara sus
flechas (identificadas con los rayos) utilizando el arco iris. El contenido mágico o
mitológico de la analogía lo hacíamos consistir en el hecho de que el término
«arco del cazador celeste» ha de construirse ad hoc mediante la introducción de
un dios cazador, porque sólo entonces la analogía se sostiene. En nuestro caso:
la analogía de De Lolme sólo puede conducir a una definición «mágica» de la
metapolítica cuando ya hayamos presupuesto la definición de metapolítica al
margen de la analogía.
491
convierten en términos «flotantes», indefinidos, lisológicos; por lo que la
definición de la metapolítica, en estas condiciones, sólo puede aspirar a la
condición de una definición provisional, tentativa o ficticia, y en modo alguno a la
condición de definición de una disciplina no ya científica, sino tampoco filosófica.
(1) Por parte del lugar de origen o punto de partida, o terminus a quo del
rótulo: la determinación del término «Política» en el que suponemos que él está
implantado. Según la definición que atribuyamos al término Política el significado
Metapolítica variará por completo, con lo que podremos afirmar que quien
emplea la expresión Metapolítica, sin definir previamente lo que entiende por
Política, procede de un modo irresponsable.
(2) Por parte del lugar de llegada, o terminus ad quem del rótulo, será
necesario determinar la orientación (distinción, sentido, distancia o módulo) del
rótulo vectorial; así también la determinación de los planos en los cuales pueda
492
dibujarse la línea vectorial expresada en el prefijo meta, que nos indique el lugar
de lo significado por el rótulo.
Por otra parte los asuntos que podían ser metapolíticos en los primeros años
de la «entrada» de los españoles en las Indias, habrían dejado de ser
metapolíticos cuando se organizaron los Virreinatos, cuyas relaciones con el Rey
de España habrían de considerarse tan políticas como lo fueron las relaciones
del Rey con los antiguos reinos de Castilla o de Aragón. Una tradición
historiográfica muy arraigada tiende a interpretar como un proceso estrictamente
político –por analogía con el proceso de constitución de la «nación francesa» a
raíz de la Gran Revolución– el derivado de las Cortes de 1812 en el que se dice
se constituyó la nación española. Sin embargo esta interpretación podría ser
considerada como anacrónica, porque en las Cortes de Cádiz no se definió
493
políticamente la nación española (como quieren quienes interpretan la
Constitución de 1812 –que sería mimética de la francesa de 1789– como una
mera prefiguración mimética de la Constitución de 1978). Se redefinió el «Imperio
español», es decir, la Monarquía hispánica, integrada, según su artículo 3, por
todas las personas que viven en ambos hemisferios (a las Cortes de Cádiz
acudieron de hecho los diputados americanos). Y todo esto significa que la
llamada «Guerra de la Independencia» respecto de la invasión napoleónica, no
fue tanto la guerra de la Nación española contra las pretensiones de la Nación
francesa; fue la guerra (que en otras ocasiones hemos comparado con el choque
de placas geológicas continentales) del Imperio británico y del emergente
Imperio francés (napoleónico) contra el Imperio español, en decadencia pero
todavía con influencia universal. La «Nación política española» fue
constituyéndose más tarde, a partir de la muerte de Fernando VII, que fue la
época precisamente de la emancipación política de los pueblos americanos y de
la reorganización de los reinos y ciudades en provincias que le tocó organizar a
Javier de Burgos.
Pero tampoco cabe distinguir los planos del ser y del pensar como si fueran
distintos, o por lo menos, como si fuera posible reducir el uno al otro («el
pensamiento es un epifenómeno o superestructura del ser», o bien, «el ser es
un contenido del pensamiento»). Esta dualidad (reforzada por el cartesianismo)
se mantiene todavía en las famosas tesis sobre Feuerbach de Marx, en las que
establece la tan célebre como gratuita tesis (literalmente errónea) según la cual
«los filósofos hasta ahora han pretendido conocer el Mundo, pero de lo que se
trata es de cambiarlo». Trasladando esta tesis al terreno en el que nos
encontramos, en el análisis de la metapolítica, Marx vendría a decir que la
filosofía es una metapolítica, pero desplegada en el plano del conocer (por
495
ejemplo, como filosofía política); pero la metapolítica debería entenderse más
bien en el plano del ser (puesto que busca la transformación de la realidad).
496
reconoce como historiador: la historia como magistra vitae) y, por ejemplo,
clasifica los imperios en imperios depredadores o heriles e imperio
generadores o civiles.
497
la reformulación de la metafísica respecto de la física aristotélica, sólo puede
llevarse a cabo presuponiendo una definición estricta de la Física.
498
No puede esperarse, según esto, que la Metapolítica garantice una
profundización, incluso una redefinición de la Política, más allá de la «política de
superficie», como tampoco hay que esperar que la Metafísica cósmica garantice
una profundización (incluso una redefinición) de la Física, tal que la propia Física
no pudiera establecer. El campo de la política, como el campo de la física, si es
un campo definido (un campo categorial cerrado), ha de ser definido desde él
mismo, lo que no excluye que su alcance se precise desde otros campos
externos o colindantes.
Los imperios, en sentido diapolítico, son ante todo políticos; en cambio los
imperios, en su sentido metapolítico (religioso o filosófico) ya pertenecen a la
metapolítica, o, si prefiere, a la filosofía de la historia (es decir, a la ética de los
derechos humanos). Por ejemplo, la distinción que Ginés de Sepúlveda ofreció,
en la época del Imperio de Carlos V, entre los imperios civiles y los imperios
heriles, sería una distinción claramente metapolítica, porque involucra la cuestión
de los «derechos del hombre». Asimismo, la idea de Imperio que figura en
las Partidas de Alfonso X el Sabio (partida II, título I, 1). Pero habían comenzado
499
a prepararse en los días en los cuales el Rey Sabio recibió a los embajadores de
Pisa, proponiéndole como candidato electo al Imperio, el 23 de junio de 1256.
Según esto, el Imperio, en las Partidas, es una idea metapolítica (sin perjuicio de
la incidencia, que Alfonso X percibía, que su condición de emperador pudiera
tener en la política interna frente a la nobleza levantisca de su propio reino).
500
Educación, ¿para qué?
Gustavo Bueno
Introducción
Con esta respuesta Lenin quiso, sin duda, salir al paso de las pretensiones
más o menos metafísicas de todos aquellos partidos que inscribían como divisa
en sus banderas la palabra «¡Libertad!», cuando quienes las llevaban, y el pueblo
hambriento al que decían representar, no necesitaba tanto libertad cuanto pan y
trabajo. Es como si la libertad, como objetivo abstracto (nosotros
diríamos: lisológico) de la revolución, por sublime que fuese, se apareciese
entonces como un objetivo vacío.{*}
I. La pregunta «¿para qué?» como pregunta por los fines de algo (cosa,
acción, institución…)
501
2. Y es en el momento en el que tenemos en cuenta esta exaltación
lisológica sublime de la educación sin adjetivos, de la educación tomada en
absoluto, o incluso acaso con alguna determinación redundante («educación de
calidad», pongamos por caso), cuando formulamos la pregunta: «Educación,
¿para qué?».
Pero como hay muchas maneras de encauzar o dirigir esta educación, ¿por
qué no nos apresuramos a especificar de inmediato la educación que, en
abstracto, exaltamos en nuestros programas políticos?
502
3. Suponemos que la pregunta «¿para qué?», que nos suscitan
determinadas propuestas, objetos o instituciones, buscan, como
respuesta, fines apropiados o pertinentes, ya sea directamente, por sí mismos,
ya sea indirectamente como medios (o fines subordinados) a otros fines
presupuestos, de un modo más o menos explícito. A veces, no es posible
determinar estos fines, y no ya porque sean desconocidos (¿cuál fue el fin que
las autoridades nazis se propusieron para poner en marcha la «solución final»?),
sino acaso porque los fines por los que preguntamos no existen, salvo en un
mundo mítico («¿para qué fue creada la Luna?»).
Por ejemplo, según algunos (mejor, muchos), los fines que se atribuyen a la
educación, en cualquiera de sus programas, serían siempre no ya sólo
superfluos sino contraproducentes, puesto que cualquier educación reglada,
según planes y programas impuestos por una familia, por una asociación de
familias, por una iglesia o por un gobierno, sería siempre coercitiva, e impediría
que los hombres «desplegasen libremente su naturaleza». Es la idea que, según
la alegoría de Antonio de Guevara, había sacado el emperador Marco Aurelio
cuando vio, ante el senado, al «villano del Danubio», un bárbaro que respiraba
tranquilidad en su paz, igualdad y libertad, y que, por así decirlo, no deseaba ser
educado en la disciplina militar o civil romana. Marco Aurelio, tras oírle, cree,
según Guevara, que el villano del Danubio, un bárbaro con cabellos erizados y
barba larga, es en realidad un dios entre los hombres. Desde luego, Guevara no
estaba pensando tanto en la contraposición entre el emperador Marco Aurelio y
el villano del Danubio, cuanto en la contraposición entre Carlos V y los indios
recién descubiertos, al modo como los vería Bartolomé de las Casas en
su Brevísima relación (1552), o al modo como Pedro Mártir de Anglería (en
503
sus Décadas del orbe nuevo, 1493-1525) contrapuso al viejo octogenario
desnudo –el «filósofo desnudo»– que tras oír misa se dirigió a Diego Colón; el
filósofo desnudo que prefigura el buen salvaje, a quien no conviene educar salvo
según «la naturaleza», del Discurso de Rousseau de 1754, o al tahitiano
del Suplemento al viaje de Bouganville (1771) de Diderot, o, en nuestros días, al
hombre que ha regresado al primitivo estado del nómada recolector, que todavía
no ha caído en la «educación premilitar» propia del hombre cazador, y menos
aún en la trampa de la agricultura, del que nos habló John Zerzan en su Malestar
en el tiempo (2001).
504
«educación musical para conseguir que el sujeto ignorante aprenda a tocar la
flauta, o el violín o el piano»). Es cierto que habrá que discutir, a continuación,
el para qué quieren los jóvenes aprender a disparar fusiles o metralletas, o para
qué conviene que todos los niños aprendan a tocar la flauta, el violín o el piano.
Pero estas nuevas preguntas ya no giran en torno al fin interno o inmediato de la
educación, sino que giran en torno a otros asuntos, tales como la guerra, la
música o la gimnasia.
505
concepto universal. Pero, con esto, el argumento no puede siquiera conducirnos
a la conclusión de que el triángulo universal no sea un concepto, por el hecho de
que él no pueda dibujarse abstrayendo sus especificaciones específicas de
equilátero, isósceles o escaleno. Estas especies (o clases) de triángulos son
disyuntas, y no pueden sus diferencias específicas concurrir en un mismo dibujo
de triángulo, que debería ser, o bien equilátero, o bien isósceles, o bien escaleno.
506
Desde este punto de vista, la pregunta «¿educación para qué?» equivale,
no ya tanto (o solamente), a poner en duda la posibilidad de la educación, o a
poner en evidencia su inutilidad (al menos para los fines predeterminados que
pudieran asignarse a la educación reglada), sino a expresar el requerimiento de
seleccionar las especies de educación que la autoridad planificadora competente
en cada caso (la autoridad familiar, la autoridad política –sea tiránica,
aristocrática o democrática– o la autoridad eclesiástica) juzga necesario
impulsar, sabiendo que esta selección implica cerrar el paso a otras
especialidades. Si una autoridad política decide, aunque sea
«democráticamente», que en los nuevos planes de estudio para la población
española debe figurar como uno de los fines de la educación global la educación
en lengua inglesa, hablada y escrita a un nivel 4 sobre 5, fin subordinado como
un medio al fin o plan propuesto como objetivo político, a saber, que el 85% de
los españoles, en el año 2050, hablen y escriban inglés a un nivel de 4, entonces
aquella misma autoridad política (sea democrática, sea aristocrática) deberá
renunciar a una educación destinada a conseguir que la población española
hable, en el año 2050, o acaso en el año 2100, alemán, ruso, chino, o incluso
español.
507
compatibilidad entre ellas, y que por tanto es muy probable que cada
«combinación» propuesta presuponga un denominador común confuso y oscuro,
una idea borrosa, una idea filosófica que, sin perjuicio de su necesidad, requiere
también ser analizada para alcanzar algún grado de claridad y de distinción
«morfológica».
508
se las considera bajo la jurisdicción del Ministerio de Educación, o al menos, del
Ministerio de Educación y Ciencia? También es verdad, sin embargo, que una
cosa es la Medicina y otra la educación en Medicina.
II. La idea de Educación finalista como idea lisológica, oscura (no clara) y
confusa (no distinta)
a) Del mismo modo que las religiones terciarias son «constelaciones» en las
que englobamos templos, estatuas de dioses, ceremoniales, sacramentos
(porque la religión sin templos ni sacramentos es sólo una religión virtual, sin
509
«cuerpo»), la educación engloba, ante todo, multitud de cosas, o morfologías
corpóreas, tales como las descritas (edificios, aulas, pupitres, anfiteatros,
grabados de video o de audio, pizarras, máquinas y programas de enseñar, &c.).
510
propositivas y, por tanto, finalistas, configuradas ante todo en
perspectiva emic, pero perceptibles también en distintas perspectivas etic. Las
«cosas» de la constelación educativa no son resultados de procesos azarosos,
sino de conductas propositivas orientadas, pongamos por caso, a construir aulas
capaces y luminosas, sillas anatómicas, anfiteatros, pupitres adecuados, &c. Las
acciones están calculadas a largo plazo en los planes de estudio. Las acciones
de un probo profesor de latín sobre sus alumnos pertenecen a una conducta
propositiva orientada a conseguir, por ejemplo, que durante la próxima semana
los alumnos aprendan la tercera y la cuarta declinación de diversas palabras
latinas; pero etic, un observador de este profesor, podría ver, o bien la mera
rutina (finis operis) propia de un funcionario cumplidor, o bien la conducta propia
de una personalidad autoritaria que tras el aspecto de maestro cumplidor
esconde una vocación de centurión o de sargento.
511
Todas estas circunstancias, relativas a la confusión y oscuridad de los fines
(que sólo son claros y distintos cuando se reducen a sus estrictas proporciones
técnicas bien definidas, como pudieran serlo «la enseñanza de la cuarta y la
quinta declinación latinas de las palabras contenidas en discurso Pro Archia de
Cicerón») determinan que la pregunta por la finalidad de la educación –que se
supone resultado de una generalización de las preguntas por la finalidad de la
educación cualificada según fines especiales– sea en realidad una pregunta por
los criterios de selección de los fines específicos, que figuran en el complejo
«totalidad de fines» en los que puede y debe descomponerse la idea global de
educación, sin adjetivos, que manejamos.
512
puede seguir un proceso educativo que sería esencialmente idéntico en ambos
cursos. Se diferencian, sobre todo, en que la educación difusa no es propositiva,
por tanto, no es finalista, aunque pueda considerarse teleológica (a la manera
como consideramos teleológica la reproducción cuasi clónica del alga Lingula
durante más de seiscientos millones de años), mientras que la educación reglada
es finalista. Y así como no cabe decir que la reproducción clónica mendeliana
sea propositiva, así tampoco la educación dispersa es propositiva, aún cuando
tenga como resultado la reproducción de la cultura de referencia. Reproducción,
como ya hemos insinuado, que no es propiamente tal, salvo que se interprete la
cultura «como todo complejo», como una suerte de organismo que se
«reproduce» cada cien años, pongamos por caso.
Ahora bien, una cultura que se mantiene a lo largo del tiempo, sin perjuicio
del recambio de generaciones, no se mantiene por reproducción finalista, sino
por reproducción o contagio, casi mecánico (en el sentido de las «leyes de la
imitación» de Gabriel Tarde), de sus pautas a nuevas generaciones de
individuos, sin necesidad de fines propositivos planeados o programados. No
hay reproducción sino mantenimiento o conservación de pautas culturales de
una cultura dada en nuevos individuos que han recibido crianza en su seno. Por
ello, la supervivencia o el mantenimiento de una cultura no tiene por qué
considerarse, en general, como resultado de una conducta propositiva
513
formalizada o reglada, sino efecto de moldeamientos múltiples en instituciones
trabadas mutuamente, y no diferenciadas, cuyos relieves se componen
aleatoriamente (por lo que pueden continuar la propagación de forma aleatoria).
Y sin que esto signifique que la continuación o duración de una cultura implique
un regreso frente a las rapsodias evolutivas que tampoco habría por qué asociar
al progreso.
514
4. Ahora bien, los procesos educativos, en lo que tienen de procesos
causales entre individuos de una cultura dada (y no entre culturas diversas),
puede analizarse como un procedimiento de transformación de un sujeto x en
otro x’, gracias a la acción de un agente y que actúa sobre x para producir x’.
Suponemos que el agente y no es, en general, el mismo x («autoeducación»);
además, con y podemos designar a varios agentes, y1, y2, y3, ya sea por vía
convergente, ya sea neutralizándose recíprocamente. En cambio, el sujeto
receptivo x suponemos que es único, de suerte que la relación de los y (y1, y2,
y3) sea aplicativa o funcional, es decir, «unívoca a la derecha». El sujeto x,
mediante la acción conformadora (informadora) de y se transforma en x’. El
proceso educativo del sujeto x, en cuanto recibe la conformación (o información)
de ypodría considerarse isomorfo al proceso del metabolismo –anabolismo– del
cuerpo x cuando se alimenta de sustancias (y1, y2, y3) que asimila. La
alimentación es una acción que implica una aplicación a órganos singulares; en
este sentido también podría considerarse isomorfa la educación a la medicina,
porque el médico o los médicos actúan siempre sobre organismos individuales
(la llamada medicina social sigue siendo medicina individual aplicada a grupos
distributivos de individuos, es decir, a los individuos de grupos dados, y no al
grupo total, en cuanto tal). Educación, medicina y alimentación son, según esto,
procesos funcionales «aplicativos».
Obviamente, las formas que constituyen los fines de una conducta finalista
operatoria son múltiples y muy diversas, pero todas ellas convergen en el
objetivo de transformación del sujeto receptivo-activo de modo que las formas
particulares puedan componerse unas con otras, constituyendo estructuras
estables.
515
ejemplo, en la forma de un «lavado de cerebro») del sujeto educado. Se supone
que los sujetos x tienen una naturaleza inacabada, «infecta», pero plena de
virtualidades; es decir, de algún modo, lo que viene a pedirse es que la
transformación educativa sea una transformación idéntica, que lleve a
la perfección la naturaleza infecta del alumno. Incluso algunos llegarán a
recordar el precepto de Píndaro: «¡Sé quien eres!».
Por último, supondrán otros (en realidad, partiendo ya, sea del supuesto
teológico (1) o del humanístico (2)), que las virtualidades de las personas
humanas, susceptibles de educación, proceden del genoma propio de la especie
517
mendeliana homo sapiens sapiens, y que por tanto, el fin general de la educación
no podrá ser otro sino el de prolongar, instaurando en los individuos una segunda
naturaleza personal, la naturaleza primaria biológica determinada por el genoma
de referencia. Se dará por supuesta, en consecuencia, una suerte de continuidad
profunda entre el desarrollo prenatal del embrión y, sobre todo, entre el individuo
recién nacido y el individuo que va «desplegando sus virtualidades» ayudado
acaso por el auxilio del «medio». Es decir, poniendo a la educación en la misma
línea evolutiva (la línea que utilizó la Psicología evolutiva de Piaget, por ejemplo)
las fases que tienen que ver con la crianza estricta preverbal, que comprende los
cuatro primeros estadios (el estadio de los reflejos del lactante desde la segunda
semana de existencia, y el estadio de los primeros hábitos, hasta el estadio
tercero, que se alcanza hacia los nueve meses de las «reacciones circulares
secundarias», o el estadio cuarto, el de la búsqueda activa del objeto
desaparecido). Lo significativo es que Piaget pasa al quinto y sexto estadio, en
el que los niños comienzan a hablar, a llamar a las cosas, que están
«recortándose», mediante nombres que les sugieren sus madres o cuidadores,
como se pasa en un segmento dado al vecino en una línea continua, cuando en
realidad, en el quinto y sexto estadio está teniendo lugar la transformación de
la crianza en la educación estricta (por oposición a crianza). O, si se prefiere, el
desarrollo natural del viviente, a ritmo circadiano, al desarrollo histórico o cultural,
al ritmo de los siglos «comprimidos» en el proceso de educación del lenguaje.
518
simplemente retirar «lo que sobra», según la fórmula de Miguel Ángel; y también
recordamos aquí la leyenda de Pigmalión de Chipre, cuando cinceló la estatua
de una mujer de la que se enamoró hasta que Venus le dio la vida. A partir de
esta leyenda metafísica, Bernard Shaw, como es sabido, llamó la atención de los
pedagogos, que quedaron fascinados por la leyenda. Muchos maestros de
escuela se sentían Pigmaliones cuando conseguían que sus discípulos hablasen
el inglés canónico de la época.
Quien pregunta por los fines de algo, es decir, quien formula la pregunta
«¿para qué?» tampoco parte de la ignorancia absoluta acerca de ese algo por
cuyos fines pregunta.
519
Seguramente partimos del supuesto de que cuando hablamos de educación
lo hacemos siempre refiriéndonos a una educación adjetivada (especificada,
determinada), no a una educación genérica, sin adjetivos.
520
cuando logran acordar la siguiente propuesta programática: «Es necesario
aumentar los presupuestos para la educación en un 50% respecto de los
presupuestos anteriores»; o bien: «La catastrófica situación de nuestro país se
debe a la escasa inversión presupuestaria en educación». Se observará que
estas decisiones van referidas a la educación sin adjetivos, y que en ese terreno
parecen indiscutibles; pero todo cambiaría si especificásemos la idea general
(concluyendo, por ejemplo, «es preciso incrementar en un 50% los presupuestos
para la educación en clases de inglés y de flauta»).
Si preguntamos por estos fines mediatos es acaso porque dudamos que los
fines internos e inmediatos estén vinculados internamente con ellos, lo que
ocurre, por ejemplo, si los fines internos inmediatos, o incluso algunos fines
mediatos, se consideran equifinales respecto de otros fines mediatos
presupuestos. En cualquier «plan de educación», implícito en una «Ley de
educación», es preciso componer diversos proyectos de educación específica,
sin que el Plan general, o la Ley general de Educación, pueda reducirse a una
yuxtaposición o rapsodia de proyectos de educaciones especiales. Es preciso
justificar la selección de estos fines especiales dentro de un fin general, lo que
es tanto como reconocer que el fin de una educación especial, o singular, no lo
consideramos justificado por sí mismo. Y esto refuta la tesis de la aplicabilidad
de las pretensiones nominalistas al fin general de la Ley de educación. Si los
fines especiales pueden ser seleccionados no arbitrariamente en un plan general
de educación, es porque la finalidad de la educación definible en este plan tiene,
lejos del nominalismo, una unidad general que, aunque oscura y confusa,
desborda a las unidades particulares.
Por ejemplo, cuando Bakunin pide una educación integral para el pueblo (es
decir, una educación integral con el fin de educar al Pueblo) no está refiriéndose
a alguna determinación específica de la educación a la que pudiera asignársele
algún fin preciso, sino que está justamente impugnando esta especificación,
desde el momento en que él propugna una educación no selectiva (en una rama
o especie de la educación), una educación en función de la cual no se genere la
división disyuntiva entre la educación de los trabajadores industriales y de sus
hijos y la educación de los propietarios y de los suyos. En lugar de esta selección,
Bakunin habla con el espíritu del saber politécnico de los Ateneos obreros,
saberes politécnicos que, por cierto, tenían como antecedente, en cuanto ideal
de educación, a la polimatía de los sofistas de la Antigüedad, representados en
este punto por Hippias. Un saber politécnico (o polimático) que precisamente
quiere corregir el «descenso nominalista» a los saberes específicos, mediante la
acumulación, en la educación del Pueblo, de varias especialidades «a fin de que
por encima de la clase obrera no haya, de ahora en adelante, ninguna clase que
pueda saber más y, precisamente por ello, pueda explotarla y dominarla».
521
Se diría que Bakunin, en su Discurso sobre la educación integral, está
respondiendo a la pregunta «¿Educación para qué?» apelando, no a fines
internos o específicos de la educación, sino a fines comunes a diversas
educaciones específicas y que, en consecuencia, ya no pueden recibir una
respuesta específica e inmediata sino genérica y mediata, que se concreta, en
primer lugar, en fines políticos relativamente precisos. A saber, la educación de
los obreros orientada a conseguir una posición de superioridad sobre la
educación de los hijos de los patronos; y, en segundo lugar, fines humanísticos,
por completo imprecisos, como pueda serlo «la liberación de cualquier individuo
humano», según las palabras, con sabor profético, que Bakunin dijo ya en 1867,
en el Congreso de la Paz y de la Libertad de Ginebra («…todo hombre ha de
disponer de los medios materiales y morales para desarrollar toda su
humanidad»).
522
bienestar», en el cual puedan dedicar toda su energía bien educada a la
empresa.
523
determinados de la educación. Conexiones que no siempre pueden establecerse
en un terreno estrictamente categorial, al que desbordan necesariamente.
524
no formulados, y acaso ni siquiera formulables, incluidos en la polimatía
universal.
Ahora bien, los fines últimos los supondremos referidos, desde luego, a los
fines propositivos de los hombres, y no por ejemplo a los fines no propositivos
que cabría atribuir a las especies animales o vegetales o incluso a los planetas
o a las galaxias. Pero los hombres no viven como sustancias aristotélicas, sino
que forman parte de una realidad que los desborda y los envuelve, y que se
«refracta» en ellos en la forma de un espacio antropológico. Un espacio al que
podemos dar, entre otras, la forma de un espacio tridimensional en el cual
distinguiríamos tres ejes ortogonales (es decir, discontinuos y relativamente
independientes en el encadenamiento de sus contenidos):
No parece muy arriesgado suponer que los ejes del espacio antropológico
(tomados uno a uno, o dos a dos) pueden ser criterios útiles para clasificar los
fines últimos que podríamos atribuir a la educación. Estos criterios desbordan sin
duda los campos categoriales de conceptos, y se nos presentan como Ideas
similares a aquellas de las que trata la filosofía, sea espontánea, sea
«administrada». Y lo que es más sorprendente, son precisamente los criterios
que son utilizados, de hecho, por quienes se ocupan, como legisladores, políticos
y aún pedagogos, de la educación.
525
IV. Las propuestas de fines generales de la educación –que pretenden dar
respuesta a la pregunta «¿Educación para qué?» pueden analizarse y
clasificarse morfológicamente en función de los ejes del espacio
antropológico
Estos fines particulares de los sara tenían, sin embargo, una universalidad
distributiva, en cuanto podían considerarse como modelos particulares de un
modelo universal distributivo en sociedades con rituales de paso de adolescencia
para entrar en la sociedad adulta. Estos fines circulares distributivos irán
transformándose en fines atributivos cuando vayan acumulándose en planes de
educación más complejos, como propios de sociedades políticas estatales (y no
sólo preestatales o tribales). Tal sería el caso de los fines de un plan de
educación propio de los estados imperialistas, como pudo haberlo sido el Imperio
de Alejandro, en la medida en la cual habría intentado extender a todos los
hombres (es decir, a los bárbaros) la estructura política de las ciudades-Estado
griegas y, por lo tanto, los planes de educación, discutidos por Platón, Aristóteles
o Isócrates. Este «fin último» humanista de la educación, en el sentido antiguo
(Protágoras) habría sido heredado por el Imperio romano, en el cual los fines
últimos de la educación humanista se apuntarían ya en el Pro Archia de Cicerón.
527
2. ¿Y qué puede significar el eje radial en el momento de ofrecer modelos
que puedan ser tomados como fines de la educación? Muy diversas cosas, si
nos referimos a la educación en las ciencias naturales. Basta tener en cuenta
que el eje radial, es decir, los rayos que cruzan el lugar central borroso ocupado
por el ego trascendental en el espacio antropológico, determinan una gigantesca
convexidad esférica que algunos consideran de radio infinito, pero que hoy los
cosmólogos la consideran de radio finito (incluso se atreven a definir su
«horizonte visible» como una superficie convexa situada a unos diez mil millones
de años luz de la Tierra).
Ahora bien: cuando nos atenemos a los dominios particulares dados en este
Universo, es evidente que ellos definen fines precisos a la educación científica.
La pregunta «¿Educación para qué?» tiene, en este orden, respuestas
superabundantes: «para conocer las leyes que presiden el Sistema solar», o «las
leyes que presiden el átomo de Hidrógeno», o «las leyes por las que se regulan
los coacervados» o las células procariotas, o los organismos vivientes, sus
genomas o los bloques de genes que contienen diversos programas somáticos
que actúan relativamente al margen de los programas genéticos.
Podríamos, sin duda, concluir de este modo, pero sabiendo que contra esta
conclusión, se levantarán muchos «pensadores» que han concebido o conciben,
como fin último de la educación, no ya la salvación, en sentido soteriológico, sino
el conocimiento de la realidad positiva del Universo, realidad identificada
plenamente con el universo real, tal como se nos ofrece a través de su eje
radial. Felix qui potuit cognoscere rerum causae. No es necesario que la mera
convexidad del Universo fenoménico sea considerada como un reflejo de la
divinidad, o de un universo panteísta. Sería suficiente que el apetito de saber
científico positivo, que guía a legiones de científicos que intentan obtener una
«teoría del todo» –al margen de los rendimientos prácticos, tecnológicos o
políticos, en los que el propio científico pudiera estar involucrado–, una visión
científico especulativa y plenamente satisfactoria e inagotable del universo.
528
en que cada una de ellas tenga en sí a todas las otras y en que, siendo una, sea
todas cuanto le fuere posible; porque en esto se avecina a Dios, que en sí lo
contiene todo. Y cuanto más en esto creciere, tanto se allegará más a Él
haciéndosele semejante. La cual semejanza es, si conviene decirlo así, el
principio general de todas las cosas, y el fin y como el blanco adonde envían sus
deseos todas las criaturas. Consiste, pues, la perfección de las cosas en que
cada uno de nosotros sea un mundo perfecto, para que por esta manera, estando
todos en mí y yo en todos los otros, y teniendo yo su ser de todos ellos, y todos
y cada uno de ellos teniendo el ser mío, se abrace y eslabone toda esta máquina
del universo, y se reduzca a unidad la muchedumbre de sus diferencias; y
quedando no mezcladas, se mezclen; y permaneciendo muchas, no lo sean; y
para que, extendiéndose y como desplegándose delante de los ojos la variedad
y diversidad, venza y reine y ponga su silla la unidad sobre todo. […] Pues siendo
nuestra perfección ésta que digo, y deseando cada uno naturalmente su
perfección, y no siendo escasa la naturaleza en proveer a nuestros necesarios
deseos, proveyó en esto como en todo lo demás con admirable artificio. Y fue
que, porque no era posible que las cosas, así como son, materiales y toscas,
estuviesen todas unas en otras, les dio a cada una de ellas, demás del ser real
que tienen en sí, otro ser del todo semejante a este mismo, pero más delicado
que él y que nace en cierta manera de él, con el cual estuviesen y viviesen cada
una de ellas en los entendimientos de sus vecinos, y cada una en todas, y todas
en cada una.» (Fray Luis de León, De los nombres de Cristo, I, 2)
529
3. El eje angular también nos ofrece contenidos abundantes capaces de ser
reinterpretados retrospectivamente a la luz del cumplimiento de ciertos fines
universales asignables a la educación, como «responsabilidad» atribuida a los
seres humanos durante el curso de su prehistoria y de su historia.
530
rodeaban, como habrá que dárselos a los procesos históricos a través de los
cuales la domesticación se refina hasta extremos insospechados, y los animales
van siendo incorporados o incrustados en el eje circular (es decir, van
transfiriendo a la arista del diedro formado por el plano que contiene el eje
angular y el plano que contiene al eje radial, para pasar, después, a la arista del
diedro resultante de la intersección del eje angular y del eje circular). Control y
dominación, por supuesto, que ha sido decisiva en la transformación de los
«hombres prehistóricos» en hombres históricos (remitimos a nuestro artículo,
«Por qué es absurdo “otorgar” a los simios la consideración de sujetos de
derecho», El Catoblepas, mayo 2006, 51:2). Porque, suponemos, es el proceso
de control y domesticación de los animales a través del cual los hombres
alcanzan, frente a los animales, su posición de dominio hegemónico en el
Cosmos, y comienzan a arrogarse el papel de dioses secundarios en cuanto
«dominadores de los animales».
531
cocodrilo; Athor, una vaca; el buey Apis, Khnum, de Elefantina, con cabeza de
carnero de cuernos horizontales; Bast, señora de Bubastis, con cabeza de gata,
o la diosa buitre Nekhbet, de Hieraconpolis, que protege con sus alas al faraón
Amenofis III, o Uto, la diosa serpiente, o Amok, el dios carnero, que los griegos
identificaron con Zeus y con el cual se identificó Alejandro en su apoteosis en el
oasis de Siwa en el desierto libio.
532
hoy siguen siendo para millones de hombres la respuesta metódica suprema que
cabe dar a la pregunta «¿Educación para qué?». Educación de los fieles para
lograr asimilar la revelación divina contenida en la palabra de los apóstoles y en
la letra de los Libros sagrados.
533
unidad armónica o continua. El espacio antropológico es una symploké
discontinua (sus ejes son «ortogonales») y no una unidad continua y armónica.
La intersección de cada eje con los demás dará lugar, sin duda, a
determinaciones pertinentes para conseguir respuestas más «positivas» sobre
los fines universales de la educación. Por ejemplo, la concepción de la finalidad
angular de la educación en cuanto orientada a conseguir el control de los
supuestos animales no linneanos extraterrestres, quedaría determinada si la
involucrásemos en la educación de los investigadores científicos
(principalmente) en el estudio de la naturaleza de alguna galaxia que pudiera
servir de refugio a un «Género humano» cuyo simple incremento demográfico le
empujará, en pocos siglos, a emigrar de la Tierra, si no quiere verse obligado a
adoptar algunas de las soluciones sugeridas, hace unos años, por el
llamado Informe Lugano.
534
posibilidad de una filosofía exenta («la filosofía»), que contuviese en su sistema
precisamente la respuesta ad hoc a la pregunta «¿Educación para qué?».
No hace falta gran esfuerzo para advertir que, sin embargo, la tautología
que denunciamos –la tautología implícita en postular una filosofía del futuro que
sea capaz de resolver los enigmas filosóficos del presente– tiene su exacta
correspondencia en la tautología que ofrecen las religiones de revelación de
orientación gnóstica, cuando postulan un Dios omnisciente cuya sabiduría nos
es inaccesible en el presente, pero que se revelará a todos aquellos que,
siguiendo las normas de la religión que nos lo promete, tengan acceso en un
futuro a la presencia directa ante ese Dios omnisciente. Hasta que llegase ese
futuro, Descartes (en la primera parte de sus Principios de la filosofía, XXVIII)
aconsejaba: «Y, por último, nunca tomaremos argumento acerca de las cosas
naturales del fin que Dios o la Naturaleza se propuso al crearlos, porque no nos
debemos arrogar tanto que juzguemos ser partícipes de sus designios.»
Si entendemos la filosofía como trato con las Ideas, que no son eternas –
que no proceden de una realidad metafísica celeste, ni de la idealidad de una
conciencia trascendental– sino de los conceptos que las tecnologías, las
prácticas y las ciencias positivas, van forjando en el espacio antropológico, y de
cuyos enfrentamientos y roces brotan precisamente las Ideas inmersas en ese
espacio, fluyentes en el curso de los tiempos históricos (ni siquiera la idea de un
Dios eterno es una idea eterna, puesto que esta idea tiene, como todas, un curso
histórico, aunque muy confuso: Akenaton, Anaxágoras, Aristóteles), entonces
carecerá de todo sentido esperar a que, en el futuro, surja una filosofía exenta y
prácticamente omnisciente. Y lo que es más importante, carecerá de todo sentido
formular como objetivo de la filosofía (o de la educación filosófica) la construcción
de un sistema eterno forjado con ideas eternas.
535
habría que formularlo como un objetivo de trituración, como un deshacer las
Ideas eternas, es decir, las nebulosas ideológicas con las cuales nos
encontramos en cada época histórica. Por vía de ejemplo, en nuestros días, la
idea del Genero humano y de los derechos humanos que le atribuimos; la idea
de la democracia como el fin de la historia; la idea del big-bang como el origen
del Mundo, o la idea de una «teoría del todo» (o de una «ciencia unificada»). O
la idea del bosón de Higgs como partícula de Dios, o su supuesta función de dar
explicación de la unidad total del universo gravitatorio.
VI. La educación, ¿puede tratarse como fin último capaz de dar respuesta
a la pregunta «¿Educación para qué?»
536
intereses positivos que los impulsa. Ejemplos muy claros nos los ofrece la
historia del «pedagogismo» en la España de la Restauración de 1875, en cuyo
mes de enero, Alfonso XII entró en Madrid como rey, después de la «saguntada»
que Martínez Campos organizó en el mes de diciembre anterior.
537
para la Educación Racional de la Infancia (se sobreentendía, la infancia como
conjunto de los niños y adolescentes de todos los pueblos de la Tierra, no sólo
de los niños y adolescentes de algún país determinado).
538
Pero no es posible exponer la Historia universal (la Historia de todas las
naciones) en un lenguaje universal (y neutral). La Historia universal sólo puede
exponerse en algún idioma nacional y, por tanto, en un idioma partidista, y no
neutral. Lo que no excluye la posibilidad de que un español, por ejemplo,
abducido por el idioma francés, holandés o inglés, pueda asumir la perspectiva
histórica capaz de ver a España como la ve un francés, un inglés o un holandés
(o aquellos que fabricaron la llamada «Leyenda negra»).
539
muchos, como los relativos a la lengua nacional y a la cultura nacional) fueron
ya redactados, por así decirlo, «maliciosamente» por algunos partidos, y se
dejaron pasar por otros. Estos fueron, sin embargo, cómplices de sus
consecuencias.
540
bailes sevillanos, ni tampoco que se distribuyan butifarras junto a longanizas, o
que en un banquete en Rueda se sirva vino de La Rioja. Cada Autonomía tendrá
a gala cultivar y ofrecer en exclusiva lo que considera propio o lo que ya se ha
apropiado. El jamón es un indiscutible valor gastronómico incluido, al margen de
su valor económico, en la «marca España»; pero es un contravalor para
musulmanes y judíos.
541
lograsen asociar a su proyecto a los trabajadores de la enseñanza de otras
grandes sociedades políticas («¡trabajadores de la enseñanza de todos los
países, uníos!»), podríamos hablar de una autoridad casi omnipotente en materia
de educación. Nadie, ningún partido político, podría estar sobre ella.
542
aprender de ellos», o como dicen algunos «pedagogos-pensadores», «aprender
a ser». Pero entonces, ¿por qué no considerar también a los jóvenes educandos
como trabajadores de la enseñanza?
Final
——
543
Los intelectuales:
los nuevos impostores
Gustavo Bueno
Este ensayo fue redactado hace 25 años, al ser el autor invitado por los
organizadores a presentar una ponencia al Congreso Internacional de
Intelectuales y Artistas que se celebró en Valencia del 15 al 20 de junio de
1987, 50 años después del II Congreso Internacional de Escritores para la
defensa de la cultura, celebrado en Valencia en 1937, en plena Guerra Civil,
continuador del Congreso Internacional de Escritores para la defensa de la
cultura (París, 21-25 junio 1935). El autor envió el texto de su ponencia a los
organizadores, antes de inaugurarse el Congreso, a la vez que les devolvía los
billetes que le habían emitido para que se desplazase hasta Valencia, pues,
como es natural, pareció al autor que no tenía sentido participar en aquella
asamblea con tal ponencia. Juan Cueto, uno de los seis miembros del Comité
Ejecutivo del Congreso valenciano, decidió publicar el texto en la revista de la
que era director, Los Cuadernos del Norte (Oviedo, marzo-abril 1988, nº 48, págs
2-21). Como desde el Congreso reiteraron su voluntad de incorporar el texto a
las Actas (publicadas en cuatro tomos en Valencia 1989, apareció en el volumen
1, páginas 197-223), el autor envió una versión ligerísimamente revisada
respecto de la publicada en la revista, versión que en esa edición, sin embargo,
apareció de hecho mutilada, al ser eliminado sin saberlo el autor el punto 4
íntegro de la primera parte (donde se distinguen tres formatos en el concepto
de intelectual) y todas las referencias en el resto del texto a esos tres formatos,
por lo que se pierden no pocos matices, y otros cambios menores. Se recupera
aquí el texto más completo.
Advertencia inicial
544
clase asociativa o colegio, en cuanto son precisamente elementos definibles por
la pertenencia a la clase de referencia.
Además, las imposturas de las que en este ensayo va a hablarse son sólo
aquellas imposturas que puedan ser derivadas precisamente de lo que, si no nos
equivocamos, constituye la raíz del paradójico formato lógico de este concepto
clase, a saber, la condición «colegiada» de los intelectuales cuando ella tenga
lugar, como es el caso de un Congreso Internacional de Intelectuales y Artistas.
Ya desde esta perspectiva es interesante constatar la transformación operada
en las denominaciones de los dos Congresos Internacionales de Intelectuales
celebrados en España, el Congreso de Valencia de 1937, en plena Guerra Civil,
y el Congreso de 1987, también en Valencia, en plena paz socialista capitalista:
los «escritores antifascistas» de 1937 se han convertido en 1987 precisamente
en «intelectuales» (en conjunción copulativa con los «artistas», que pueden no
ser escritores). Esta transformación no es gratuita y refleja alguno de los cambios
que han tenido lugar en estos cincuenta años. El fascismo ha desaparecido de
Europa como sistema político; pero también han desaparecido los escritores, al
menos como clase monopolística de las funciones que se sobreentienden
desempeñadas por los «intelectuales», al consolidarse los nuevos medios
sociales de expresión, principalmente la Radio y la TV y, por tanto, al
reconstruirse la figura paralela a la de los oratores de la Edad Media. Una figura
–situada entre los laboratores y los bellatores– propia de una sociedad
analfabeta, anterior al descubrimiento de los «medios de masas». Sin embargo
el predicado que queremos atribuir a esta nueva clase de los intelectuales no lo
hubiéramos podido atribuir a la clase o colegio de los escritores, porque ahora
los escritores (aun cuando no se determinen como antifascistas) aparecen
definidos por una característica (positiva) que permite dar pleno significado a su
enclasamiento asociativo, a su afiliación, por ejemplo, en un sindicato o
mutualidad que tienda a defender los derechos de autor. Otro tanto podría
decirse, desde luego, de quienes utilizan la voz o la imagen –es decir, de
los oratores (incluyendo aquí a los cantantes)– que son características positivas
susceptibles de ser computadas. Y esta susceptibilidad es precisamente la que,
a nuestro juicio, se desvanece cuando escritores y oradores (de radio o
televisión) se refunden bajo el concepto de «intelectuales», concepto que al
parecer los arroja a una curiosa vecindad con los artistas.
I
Preliminares críticos
545
1. Definir una clase, en su más neutro significado lógico, exige la
determinación de unas notas que no solamente manifiesten el orden interno de
sus características estructurales o meramente fenoménicas, sino que también
actúen como marcas diferenciales que permitan la demarcación de otras clases
que se suponen dadas en aquello que Platon Poretsky llamó el «universo lógico
del discurso».
546
la ilustración del pueblo, a su iluminación (puesto que ellos son la luz). Ocurre
como si quisieran compensar el temor y el pudor de la autocomplacencia de su
estirpe divina, con la voluntad de servicio. Pero esta voluntad de servicio todavía
hace más llamativa su conciencia de élite, de autoconciencia de la Humanidad.
No importará que la luz se haga proceder de lo alto, de una revelación cuyo
depósito conserva y divulga un cuerpo o colegio de mediadores, de sacerdotes.
La luz podrá proceder también de abajo, del mismo «pueblo», sólo que parece
que ese pueblo sólo pudiera transformarse en luz a través de la clase de los
intelectuales, de la intelligentsia. Por consiguiente, y sin perjuicio de la
democratización de su génesis teórica, cabría afirmar que la clase de los
intelectuales sigue recordando muchas veces, al menos en cuanto a estructura,
las funciones que la sociedad helenística atribuía a los sacerdotes gnósticos, o
la sociedad medieval a los sacerdotes cristianos. Independientemente de que,
por su extensión, el concepto de la clase de los intelectuales pudiera
considerarse como un concepto no vacío, supondremos que a través de esta
suerte de definiciones, el concepto sigue siendo puramente metafísico,
meramente ideológico. Sin embargo, la gravitación de tal concepto metafísico de
intelectual sigue siendo muy potente en nuestros días, como trataremos de
demostrar más adelante.
547
de un teleologismo (o un funcionalismo), no siempre probado o, a lo sumo,
probado sólo ex post facto, como es el caso de los «bloques históricos», a los
cuales los intelectuales orgánicos suelen servir. El concepto de intelectual
orgánico de Gramsci conserva, sin embargo, como esencial la conexión entre el
intelectual y los estratos o grupos sociales precisamente en tanto que
mutuamente diferenciados y aun opuestos. Pero esta conexión de los
intelectuales con los «grupos diferenciados», llegará incluso a perderse cuando
el concepto se extienda de modo universal y casi psicológico, y esto según el
propio Gramsci (su tesis de «todo el mundo es filósofo»). Intelectuales serán
ahora, en principio, «los trabajadores intelectuales» –como se les denomina en
la terminología leninista– es decir, virtualmente, intelectuales serán todos los
hombres, si es verdad que entre los objetivos de la Revolución socialista se
encuentra la supresión de las diferencias entre «trabajo intelectual» y el «trabajo
manual». Ahora bien, las determinaciones del concepto dadas en un tablero
psicológico o psicosocial (intelectual será todo individuo que desarrolle
determinadas conductas llamadas «intelectuales» y comunes, por tanto, a todos
los «animales racionales», incluyendo a aquellos que Lévy-Bruhl estudiaba bajo
el nombre de «mentalidad prelógica») son ineficaces para delimitar la clase de
los intelectuales a la que dice referencia un Congreso de intelectuales como el
presente. ¿Acaso han sido convocados a nuestro Congreso, no ya los cientos
de millones de hombres de quienes puede afirmarse que desempeñan tareas
intelectuales, en un sentido psicológico, sino también los millones, o al menos
delegaciones suyas, de esos trabajadores intelectuales de la sociedad pre-
comunista –ingenieros, sacerdotes, matemáticos, maestros, economistas,
futurólogos, &c.–?
548
4. Posiblemente lo que ocurre es que el concepto de los «intelectuales», en
cuanto concepto clase, se desarrolla en direcciones muy distintas (aquí vamos a
considerar las tres que nos parecen más importantes) pero que, sin perjuicio de
ello, no pueden considerarse como meras «acepciones» independientes,
asociadas por un nombre equívoco («intelectual») puesto que cada una de estas
acepciones no solamente se determina emic por la negación de alguna otra (por
ampliación o por limitación) sino que al propio tiempo la presupone para
constituirse como tal. Y esto ocurre porque cada una de estas acepciones que
vamos a considerar está dada dentro de un «formato lógico» característico, por
relación al «hombre», tomado como «parámetro material». Lo que equivale a
decir que el concepto de «intelectual», como clase lógica, se diversifica según
tres formatos diferentes de características extraordinariamente precisas:
549
(2) En segundo lugar y según su Formato-2, la clase de los intelectuales
llega a alcanzar la estructura de una parte atributiva del «todo social»; sólo que
ahora esa parte no se determina frente a otra parte de su mismo rango, sino
precisamente frente a la parte considerada no-intelectual del todo social. Gracias
a este formato, la clase de los intelectuales podrá englobar ahora a dos grupos
muy distintos de actividades que no es nada fácil delimitar (pues no es muy
satisfactorio decir que uno de los grupos pertenece a la base y el otro a
la superestructura del modo de producción de referencia) y que, fuera del
formato-2, suelen mantenerse separadas y aún opuestas entre sí (con la
oposición que pudo mediar entre el «mago» y el «sacerdote» en las sociedades
preestatales): el grupo de los tecnólogos (ingenieros, médicos, &c.) y el grupo de
los ideólogos(escritores, políticos, artistas, &c.). Sin duda la acepción de
«intelectual» según el formato-2 sólo podrá cristalizar en aquellas situaciones en
las que alcance un sentido operatorio la distinción en dos partes, coordinables a
las citadas, del «todo social», como será el caso de la situación propia de una
sociedad uniforme totalitaria, en la cual se pueda establecer una diferencia
funcional entre una clase atributiva de «trabajadores intelectuales» (que
englobará a científicos, tecnólogos, artistas, «trabajadores de la cultura»,
ideólogos, &c., en su calidad de funcionarios o burócratas del Estado) y todo lo
demás. La clase de los «trabajadores intelectuales» recibirá una cierta unidad
estamental en función de ciertas capacidades (lingüísticas, científicas,
administrativas, comportamentales) que les ayudará a constituir el aspecto de un
estrato o estamento social similar al que designan, según las circunstancias
históricas, los escribas de las sociedades «del modo de producción asiático», la
clerecía de la Edad Media latina, la «clase universal» (en el sentido hegeliano) o
la intelligentsia (por ejemplo, la «nueva intelligentsia soviética» a partir de 1934,
que Molotov cifraba, para 1939 y sobre una sociedad próxima a los 200 millones
de ciudadanos, en casi 10 millones de individuos, de los cuales un millón
setecientos cincuenta mil eran directivos, cuadros de empresas, fábricas,
soljoses o koljoses; un millón sesenta mil eran técnicos, ingenieros, &c.).
550
politécnico, a la vez trabajador manual e intelectual (una versión del ideal de
la mens sana in corpore sano). Semejante interpretación de la fórmula sólo sirve
para ocultar el verdadero alcance del postulado de la «superación de la división
del trabajo en manual e intelectual», a saber, la superación del Estado totalitario
a través del despotismo ilustrado, por decirlo así, de una burocracia de
tecnólogos e ideólogos funcionarios que dicen representar la conciencia social
del todo.
II
Ensayo de una redefinición positiva del intelectual
551
Con frecuencia, las definiciones, incluso con intención funcionalista, que
suelen proponerse, son inútiles, al no ser operatorias. Una de las más vulgares
es la que apela a la «misión crítica» de los intelectuales. «Los intelectuales deben
ser fieles a la función crítica que la sociedad y la cultura en que viven
demandan». Definición fatua, si no se determina en qué consiste esta función
crítica. Porque juzgar es criticar, discernir, clasificar (según los intereses del
crítico); por lo que quien juzga es siempre un crítico y todo individuo, en su uso
de razón, tiene que juzgar según sus criterios, sin perjuicio de la sentencia de
Séneca: Unusquisque mavult credere, quam judicare. Por tanto, decir que el
intelectual debe ser crítico es algo así como decir que el círculo debe ser
redondo. El inquisidor, o el obispo bizantino o romano, era el mejor crítico
concebible de los herejes, trataba de juzgar, con la mayor finura intelectual
posible, al sospechoso de desviaciones dogmáticas (¿era pelagiano, era
monofisita, era afzartodocetista? ¿o era albigense, estalingo o joaquinita?). Pero
el inquisidor no es el intelectual en el sentido de nuestra referencia formato-1
(aunque pueda ser considerado por los historiadores como un «intelectual
orgánico» formato-2).
552
entendimiento: amor intellectualis de Espinosa) el nuevo uso le confirió el
estatuto de un sustantivo, «los intelectuales», un sustantivo que habría de entrar
en competencia continua con el adjetivo tradicional. Una competencia que dará
origen a interesantes episodios que, en esta ocasión, tenemos que dejar de lado.
553
aparecieron firmando un escrito de protesta. Si firmaban con sus nombres
propios, en un periódico, era porque los lectores, el público en general, los
conocía. Los «intelectuales» del «manifiesto de los intelectuales» eran nombres
conocidos, autores notables, escritores famosos. No eran firmas de gentes
desconocidas, «anónimas», sin perjuicio de su firma. Y con esto se relaciona una
importante determinación: La clase de los intelectuales, aunque plural, ha de ser
poco numerosa y desde luego no será la clase en su formato-3. No será una
clase unitaria, pero su cardinal no subirá más allá de la docena, si es que este
es el número de nombres que pueden ser retenidos, como máximo, por el gran
público. Ha sido mucho más tarde, cuando el concepto de «intelectual»,
perdiendo este rigor originario, se ha diluido a fuerza de laxitud, contaminándose
con el sentido adjetivo que cobra en el contexto «trabajador intelectual» (más
próximo al formato-2), cuando las firmas de los documentos de protesta suscritos
por intelectuales en la época del franquismo, en España, comenzaban a llevar
debajo el número del «documento de identidad», precisamente porque el nombre
o los apellidos a secas, ya no servían para identificar a esos «nombres
anónimos», valga la paradoja, que masivamente empezaban a figurar en los
escritos de protesta. Pero ni siquiera esta evolución de la ceremonia de los
escritos de protesta desvirtúa nuestra observación antecedente, antes al
contrario, la confirma. Muchos de los firmantes anónimos de los escritos de
protesta durante el franquismo, o durante el período de transición, adquirieron la
condición de intelectuales, precisamente por haber figurado al pie de esos
escritos de protesta, originariamente reservados a los notables. Por así decir,
recibían, por contagio, la condición de intelectuales, lo que demuestra que la
connotación originaria subsiste de algún modo. Y esta connotación es acaso la
mejor aproximación a una definición fenomenológica: «intelectual es todo aquel
que firma un manifiesto de protesta publicado en los periódicos». Porque se
supone que cuando alguien firma, lo hace en virtud de su notoriedad, de que
compromete su prestigio en esa firma, y, en consecuencia, por un mecanismo
de mera reciprocidad probabilística, recibe notoriedad de intelectual por el hecho
mismo de haber firmado. (Por lo demás, la notoriedad de que hablamos ha de
entenderse como una magnitud objetiva, y no como un juicio de valor intrínseco;
desde un punto de vista histórico, cabría incluso establecer en muchos casos
una relación inversa: los nombres más notorios en una sociedad determinada
posiblemente caerán en el más absoluto anonimato a los pocos años, dada la
vacuidad de la obra). Y aunque aumente la nómina de los que firman, ésta
tampoco podría rebasar una página –lo que muestra que si el intelectual se
utilizase en formato-2 las firmas debieran contarse por millones, para poder tener
alguna fuerza…
554
inteligencia. «También nosotros, los hombres de derechas», dijeron, «podremos
firmar como intelectuales, intelectuales de derecha». Pero lo cierto es que, en su
origen, los intelectuales aparecieron en primer lugar como una cierta clase de
notables de izquierda, que manifestaban su protesta ante un gobierno o una
magistratura judicial de derechas y que, vagamente, y a falta de otra
denominación, apelaban a un adjetivo metafísico y objetivamente ridículo,
cuando se utiliza como definición. Por derivación, la denominación tenía que ser
reclamada inmediatamente por la derecha, y, en particular, por los intelectuales
cristianos. No es absolutamente preciso, para nuestro propósito, entrar en la
determinación del significado de la oposición entre las izquierdas y las derechas.
Baste constatar que ya en los mismos días de su aparición, como tal, la clase de
los intelectuales se manifestó inmediatamente escindida (formato-1) por lo
menos en dos subclases antagónicas, hasta el punto de que llegaban a negar-
se el derecho de usar el mismo nombre de intelectual. Unamuno, por ejemplo,
preguntaba, con ocasión de una polémica con un diario que era órgano de la
derecha integrista: «¿pero no es contradictorio dar a este periódico el título de El
Pensamiento Navarro?» Se comprende que un general del otro bando, llegada
la ocasión oportuna, exclamase en presencia de Unamuno: «¡Abajo los
intelectuales!»
555
ciudadano que lee el periódico –acaso un «libro de bolsillo»– o que escucha la
radio o ve la televisión. Algunos intelectuales se dirigen, aún más solemnemente,
no ya a los «ciudadanos» sino a los «hombres, en general», en cuanto
semejantes suyos, formato-3. Pero esta intención puede objetivamente
considerarse como meramente retórica, si tenemos en cuenta que los
intelectuales escriben o hablan en un lenguaje determinado –español, inglés,
francés…– y, por tanto, formalmente, sólo hablan a los que entienden ese
lenguaje. (En este sentido, los músicos, y aun los artistas, se diferencian ya
notablemente de los intelectuales.)
556
embargo, esta conclusión no puede sostenerse, no es compatible con los
fenómenos. El «gran divulgador» –sea Gamow, sea Asimov, sea Sagan– y no
digamos nada del pequeño divulgador, no es un intelectual, cuando habla como
tal divulgador. Sigue siendo un profesor que habla en nombre de su gremio, de
su especialidad, pero que ha bajado, por decirlo así, del pedestal de su cátedra
universitaria para pisar el suelo del aula de primaria o acaso el de la escuela
nocturna para adultos. El «divulgador» hace algo similar a lo que, en algunos
lugares, se llama «extensión universitaria». El divulgador, en suma, no es un
intelectual, sino un maestro, y ya es bastante. Sin duda, eventualmente, en su
trabajo de divulgación, puede encontrarse con materias propias y características
del intelectual; pero esto no oscurece la diferencia. Lo principal sigue siendo el
hecho de que la inmensa mayoría de los intelectuales, en el sentido estricto
(formato-1) del que hablamos, no son científicos, ni especialistas en disposición
de divulgar su saber, hablando en nombre de él. Esta tesis creemos que puede
mantenerse, hoy por hoy, tanto cuando nos referimos a las ciencias naturales (o
formales o tecnológicas) como cuando nos referimos a las ciencias humanas.
Sería, en efecto, también gratuito acogerse a una fórmula inspirada en aquella
distinción que Snow ha propuesto entre las «dos culturas», diciendo que los
intelectuales se mantienen en el terreno de la primera cultura (más o menos
equivalente, al menos en extensión, a las «humanidades» o a las «letras»)
mientras que los especialistas (o los divulgadores) se ocuparían de la segunda
cultura («de las ciencias» y «tecnologías»). Porque las llamadas «humanidades»
se han ido convirtiendo en las últimas décadas en especialidades tan abstrusas
y cerradas como años anteriores pudieran serlo la Química o la Termodinámica.
(El propio Snow lo reconocía de algún modo en sus Nuevos enfoques, al
mencionar la «tercera cultura».) Pero tampoco los intelectuales hablan, en
cuanto a tales, de los tipos de aoristo en la literatura helenística, ni de las formas
de cerámica del Neolítico, ni discuten la Ley de Zipf, o las matrices de
transformación asociadas al álgebra del parentesco. Si hablan de estas materias,
y no como meros divulgadores, es por razones similares a las que impulsan a
otros a hablar de la fisión nuclear o de las técnicas de clonación.
557
«holladas», por algún especialista. Hace pocos años, todavía podía, sin rubor,
proponer cualquier intelectual formato-1 una etimología ingeniosa de su
cosecha, como podía sugerir una hipótesis sobre cualquier reacción psicológica
observada por él, o incluso una teoría sobre el origen de los mayas. En nuestros
días, esta situación ha desaparecido, pero no sólo en el terreno de las ciencias
naturales, sino también en el terreno de las ciencias humanas. Sólo el indocto
equipamiento de algunos notorios intelectuales, y de su público correlativo, que
no escasea en nuestro país, puede hacer creer otra cosa. El intelectual de
nuestros días tiene que tener, sin duda, una preparación lo más extensa que le
sea posible, por así decir enciclopédica, en especialidades muy diversas, pero
no ya para informar de ellas sino, casi podría decirse, para conocer los terrenos
en los que no debe entrar. Porque las materias en torno a las cuales se ocupan
los intelectuales siguen siendo los lugares comunes, los tópicos, en el sentido
aristotélico, vigentes en cada circunstancia histórica cambiante. Son los lugares
comunes que afectan, por los motivos que sean (una crisis económica, una
decisión política, una moda, una situación paradójica en moral), en principio a
cualquier ciudadano. Tópicos que forman parte de su horizonte práctico
cotidiano, pero de modo tal que implican, a la vez, una amenaza, una alteración,
una conmoción, un desequilibrio. Para poder delimitar la naturaleza de esas
materias comunes de las que se ocupan los intelectuales es preciso regresar,
me parece, por lo menos, a un concepto similar al concepto que, para abreviar,
llamaremos metafóricamente la «bóveda ideológica» propia de una sociedad
determinada. No queremos hablar de «superestructura», porque la bóveda
ideológica es algo más que un sobreañadido o secreción de la infraestructura.
En cierto modo forma parte de la propia estructura social, puesto que de ella se
toman referencias para la acción, incluida la acción tecnológica, a la manera
como el navegante toma referencias en la bóveda celeste. Suponemos que la
bóveda ideológica forma, por tanto, parte de la estructura de todo grupo social-
humano que ha rebasado el nivel de la Alta Prehistoria. Los saberes empíricos,
los mitos, las habilidades técnicas, las ciencias, el propio lenguaje, son hilos con
los cuales se teje la bóveda ideológica de una sociedad. Ahora bien, hay
sociedades en las cuales la trabazón de los materiales de que está compuesta
su bóveda ideológica, están apoyados en el resto de la estructura social de modo
tal que pueden, manteniéndose a través de las generaciones, cobijar
uniformemente a todos los ciudadanos.
Pero cuando una sociedad ha alcanzado un estado tal del que pueda decirse
que se ha cuarteado su bóveda ideológica, que hay corrientes ideológicas
diferentes, que lo que viene de afuera no puede ser asimilado inmediatamente y
uniformemente en la bóveda ideológica residual, y que esta asimilación tiene
lugar de modos antagónicos, entonces el metabolismo de los materiales
vivientes que componen la bóveda ideológica de una sociedad se acelerará y las
funciones de asimilación y desasimilación, de crítica, tendrán que alcanzar un
ritmo de vida incesante, cotidiano, «periodístico». Los intelectuales aparecerán,
según esto, en estas sociedades, como órganos especializados intercalados en
este proceso cotidiano de metabolismo. Analizada esta función desde la
perspectiva de la multiplicidad de culturas, el intelectual podría ser presentado
como un extra-vagante entre las diversas culturas que no pertenece a ninguna
de ellas, la «quinta clase», un apátrida, un francotirador, un cosmopolita que
vive inter mundia, como los dioses epicúreos (como sugiere Toynbee). Nos
parece, sin embargo, que este concepto es ideológico y puramente abstracto:
Esa razónuniversal, cosmopolita, representa en realidad los intereses de un
público que está estructurado de otro modo, que lee en un idioma determinado.
El intelectual, por independiente que sea, ha de adaptarse a la ideología de su
público. Por supuesto, la importancia de los intelectuales como correas de
transmisión en la recepción de contenidos culturales procedentes de fuera, es
indiscutible. Incluso en la circunstancia de que muchos intelectuales de una
sociedad sean originariamente extranjeros, metecos o emigrados, personas
procedentes de una diáspora, como ocurrió con los sofistas en Atenas, con los
judíos y cristianos en Alejandría y Roma, con tantos humanistas en el
Renacimiento, o con tantas intelligentsias, en gran parte extranjeras, de la época
contemporánea. Pero, en todo caso, estos intelectuales metecos tendrán
siempre que hablar en nombre de alguna de las corrientes internas de opinión
de la sociedad en la que viven. Cuando los del interior invocan la superioridad
cultural de los de fuera (la cultura francesa, para Federico de Prusia o Catalina
la Grande, la cultura «europea» para los intelectuales españoles de hoy) no
salimos del horizonte de las maniobras propagandísticas al servicio de los
intereses de alguna corriente, clase o estamento definido del interior. Los
intelectuales, según esto, son ideólogos y, originariamente, de izquierdas, si es
que la izquierda se distingue, en principio, por la crítica a la tendencia a la
petrificación de la bóveda ideológica heredada por una sociedad. Pero, como es
559
evidente, también los ideólogos de derechas, en tanto juegan con las mismas
armas, reclamarán con justicia el nombre de intelectuales. Por la fuerza del
tiempo, los que en un momento fueron intelectuales de izquierda se habrán
convertido, ateniéndose a los contenidos, y al proceso de la negación de la
negación, en intelectuales de derecha, precisamente porque no se han movido
(muchos de los intelectuales de izquierda que asistieron al Congreso de
Escritores del 37, o algunos de sus discípulos de hoy, resultan ser intelectuales
de derechas).
560
del que ya tienen» –dice Descartes al comienzo de su Discurso del método, que
está dirigido, no ya a los doctos cuanto al público en general. Y el propio Kant
dice, en un escrito popular (Que es la Ilustración, 1784) que, al menos en su
siglo, «ya es más fácil que el público se ilustre por sí mismo y hasta, si se le deja
en libertad, casi inevitable».
–Ante todo, con los «artistas». Especialmente, en nuestros días, con los
músicos cantantes pop, por su gran influencia social, que es la que de hecho
orienta o canaliza clientelas muy grandes, según directrices morales o políticas
(incluyendo el libertarismo) determinadas. Son seguramente los «moralistas»
más influyentes en la época de los espectáculos de masas. Son acaso los
verdaderos oratores de nuestra época.
561
Como tal novelista, más que intelectual, es un literato, un artista. Pero, por la
naturaleza de sus productos, puede llegar a la opinión pública a la manera a
como también llegan los directores de cine, los arquitectos que, muchas veces,
son también filósofos mundanos, moralistas, que hablan incluso de cuestiones
abstractas (justicia, libertad).
–Los filósofos son, en principio, quienes más cerca parecerían estar de los
intelectuales. Y aun cabe decir que, al menos en algunas épocas –nos referimos
al «siglo de los filósofos», el siglo XVIII–, intelectuales y filósofos se identifican.
Pero lo cierto es que hay intelectuales que no son filósofos, porque el intelectual
puede mantenerse en zonas muy determinadas de la bóveda ideológica, ejercer
agudas tareas de filtro, de crítico, de intérprete, sin utilizar categorías filosóficas
(incluso manteniendo una gran aversión por la filosofía académica). También hay
que citar a filósofos y grandes filósofos (quizá Husserl, acaso el propio Hegel)
que, en modo alguno, pueden considerarse como intelectuales, salvo en el
sentido laxo (formato-2 o formato-3) en el cual también son intelectuales
Dedekind o Hilbert. A nuestro juicio, el filósofo es una figura que originariamente
se recorta mejor en un tablero histórico, diacrónico, que en un tablero sincrónico.
El filósofo se parece en este sentido más a un geómetra, que escribe tratados,
que realiza su labor cara a una «Academia invisible» (y que en modo alguno
puede considerarse encarnada en una universidad concreta). Porque él tiene
que apoyarse en una tradición, tiene, por ejemplo, que polemizar con Kant o con
Platón –y de estas polémicas están muy lejos, en general, las argumentaciones
coyunturales de los intelectuales formato-1–. Y, si se ocupa de la filosofía
práctica, sus servicios no son tampoco los del intelectual, sino más bien acaso
los del médico o cura de almas, porque no se dirigen a un público indeterminado,
sino a personas concretas, o a familias, entre las cuales desempeña un papel
similar al del director espiritual, preceptor o consejero. Tal era el caso de tantos
filósofos de la Roma del siglo II. Los grandes personajes mantenían junto a ellos
a un filósofo que era a su vez amigo íntimo, consejero, y guardián de su alma.
«Había que tener bella barba y llevar el manto con dignidad. Y así, Rubelio Plauto
tiene cerca de sí a dos doctores en sabiduría, Cerano y Musonio; Asereo fue
562
para Augusto una especie de confesor, como Séneca para Nerón, o Dion
Crisóstomo para Trajano» –dice Renan en el cap. III de su Marco Aurelio y el fin
del Mundo Antiguo. Pero lo que acabamos de decir no excluye que los filósofos
puedan influir en los intelectuales y hacerse presentes al público a través de
ellos. Y tampoco esto excluye que un filósofo pueda desempeñar, como filósofo
mundano, el papel de un intelectual sui generis. En nuestro siglo, contamos con
los casos eminentes de Russell, Sartre u Ortega. Un papel que no les es, en
ningún caso, ajeno, puesto que la perspectiva filosófica se cruza ampliamente
con las perspectivas de los intelectuales, tomados en su conjunto. Pero tampoco
podemos olvidar el virtual conflicto que siempre existe entre el intelectual-filósofo
y los demás tipos de intelectuales, conflicto que podría quizá ejemplificarse, para
tomar referencias clásicas, en la oposición entre Protágoras y Platón o entre Kant
y Herder.
563
«segunda cultura»), materia propia de una enseñanza técnica paradójicamente
más universal y encomendada a profesores especializados y no a
«intelectuales».
III
Los intelectuales como impostores
564
1. Un impostor, según el significado ordinario del término, es aquel individuo
que actúa ante un grupo social arrogándose la posesión de determinados títulos
(a veces, los personales de otro individuo concreto, y entonces es un
suplantador), de los cuales en realidad carece, pero cuya posesión putativa es
la condición de su posibilidad de acción pública. El impostor es así, de algún
modo, un actor, un hipócrita –sin que esto implique que el actor o el hipócrita
hayan de ser siempre impostores, al menos si se mantienen en el contexto de
un escenario teatral sometido a la llamada «regla de Diderot». Ahora bien, nos
parece excesivo exigir al impostor comportarse de acuerdo con una regla de
Diderot propia del actor. El impostor se comportará ordinariamente
(psicológicamente) como un actor que finge, pero esto es irrelevante. Porque
aunque llegase a identificarse con su papel, seguiría siendo un impostor. Un
impostor que podríamos llamar «ingenuo» o «de buena fe». Mahoma, si es
verdad que dijo haber recibido la revelación del arcángel San Gabriel, fue un
impostor, pero ¿ingenuo o hipócrita (un actor)? Tanto peor lo primero que lo
segundo. En todo caso, es esta una cuestión que consideramos relativamente
secundaria. Puesto que la impostura la entendemos como una transformación
dada en un espacio social y, de este modo tan «responsable» de la impostura
es el impostor como su público, que acepta títulos sin contrastarlos debidamente,
y ello, acaso, porque en el fondo desea atribuirlos. Por lo demás, un individuo
que comienza como impostor-actor, puede acabar como impostor-ingenuo, a la
manera como el verdadero actor puede llegar a transformarse en un actor falso,
cuando traspasa la paradoja de Diderot y se identifica con su papel hasta el punto
de fundirlo con su vida, como dicen que le pasó a San Ginés, actor y mártir ante
el césar Galerio.
565
en la cual los «privilegiados eclesiásticos», que forman, por cierto, un grupo
pequeñísimo ante el pueblo reunido, tienen que acudir, para mantener su
estatus, al recurso de aprovecharse de la superstición del pueblo, espantándole
con el nombre de Dios y de la religión. Pero el pueblo ha perdido la fe ciega en
esos atributos que los eclesiásticos se arrogan:
566
Naturalmente, esta causa de impostura podría atenuarse y aún borrarse si
se pudiese probar que es posible mantener la situación en los términos de
una quaestio nominis. Concedamos que pretender mantener, para una clase o
grupo pequeñísimo, el nombre de intelectuales es, sin duda, una impostura, si
es que se mantiene a su vez el significado que a este término quisieron darle sus
fundadores y que de hecho le siguen dando muchos miembros de la clase y,
desde luego, los diccionarios. Pero ¿acaso no podría mantenerse el nombre
mudando su contenido conceptual, como, de hecho, habría sido mudado por el
transcurso mismo de los acontecimientos? Así, cuando usamos el nombre de
intelectuales –diríamos– no tendríamos que referirnos al entendimiento en
cuanto es participado de un modo eminente. ¿Quién se acuerda de los ratones
diminutos cuando se dispone a hacer gimnasia para fortalecer sus músculos?
Sin embargo, la situación no es equiparable. «Músculo» es el nombre de un
concepto anatómico, estructural, que está realmente desconectado de su
génesis etimológica; es una metáfora fósil y sólo algún raro partidario de Alfred
Korzybski se atrevería a condenar la gimnasia apoyándose en la etimología de
«músculo». Pero, «intelectual» es el nombre de un concepto en
cuya estructura conceptual e ideológica actúa de un modo potente la
sustantivación generadora. Los nomina numina que actúan en nuestro aparato
lingüístico y contra los cuales apenas tenemos poder de resistencia, están aquí
presentes. No es nada fácil convertir por decreto en metáfora fósil la
transformación viva del adjetivo en sustantivo; habría que escribir intelectual
entre comillas y aquí las comillas significarían la misma revisión del concepto.
Además, las comillas no pueden usarse en lenguaje hablado, salvo recurrir a esa
ridícula mímica que remeda icónicamente las comillas con un movimiento de las
manos.
Lo mejor sería, sin duda, encontrar otro nombre, pero esto no es nada fácil.
«Escritor», «columnista», «comunicólogo», por ejemplo, compiten mal con
«intelectual». Son sinécdoques, metáforas o metonimias suyas que revelan que
el concepto no está bien formado, que no es una unidad viviente en nuestro
sistema conceptual. Ocurre como ocurre con el término «cultura», que utilizamos
para designar no sabemos muy bien qué, aunque a veces lo utilicemos como
término denotativo de realidades tan sólidas como pueda ser el edificio llamado
«Casa de Cultura» (aunque no sabemos muy bien si «la cultura» es el continente
o el contenido, o ambas cosas a la vez).
567
a que la impostura no es sólo nominal, sino conceptual, real. Conceptual: porque
la impostura, si no me equivoco, deriva del formato lógico mismo del nuevo
concepto, a saber, el formato de clase asociativa que pretendiendo asimismo
disimular su formato-1 nos ofrece a los intelectuales como conjunto de individuos
capaces de constituir, de algún modo, un colegio, una comunidad, o, si se quiere,
una cofradía. Manteniendo en principio la perspectiva estrictamente lógica,
podríamos definir la situación diciendo que la impostura brota de la arrogación
realizada por individuos pertenecientes a una clase cuyo formato es distributivo
puro, del formato lógico de una clase asociativa. Porque la arrogación de un
formato lógico opuesto al que propiamente conviene a un material dado, equivale
a una transformación del significado de ese material, a una mistificación, o, si se
prefiere, es esa mistificación la que impulsa al cambio del formato lógico.
568
elementos de la última columna de la tabla periódica fueron llamados «gases
nobles», constituyendo, desde luego, elementos de una clase (columna de la
tabla) de elementos considerados como inertes a la combinación química, es
decir, no asociables entre sí (aunque, de hecho, en 1962, se demostró que, al
menos el Xenón, se combina con el Flúor). Los trabajadores pertenecientes a los
diferentes Estados europeos en los años de la Primera Guerra Mundial,
constituían una clase social bien definida, y una clase que, en principio, era
definida como virtualmente asociativa (al menos, de ahí tomaba sentido la
consigna: «¡Proletarios de todos los países, uníos!»). Pero el curso de la Primera
Guerra Mundial demostró que tal clase no era asociativa; al menos, no de un
modo suficientemente enérgico como para neutralizar las tendencias
distributivas, dado que los proletarios franceses estaban más lejos de los
alemanes, a efectos de su asociación, que de los capitalistas de su propia
nación. Y lo mismo habría que decir de los generales en jefe de los Estados
Mayores de los diversos países contendientes. Como tales generales en jefe,
constituyeron, sin duda, una clase distributiva pura, pero hubiera sido imposible
formar un colegio o comunidad de Jefes de los Estados Mayores de los ejércitos
contendientes. Una situación análoga la encontramos, en fin, cuando nos
referimos a las clases disyuntas constituidas por los fieles de diferentes
religiones proselitistas que se extienden hoy por el planeta. Estas religiones, en
principio, se excluyen mutuamente y parecería absurda una consigna irenista
que sonase así: «¡Sacerdotes de todos los países, uníos!» (consigna que, sin
embargo, parece proclamarse últimamente en varias ocasiones y con diverso
alcance, desde la «Comunidad Abrahámica» hasta la «Conferencia de todos los
creyentes de la tierra»). Los resultados parecen probar, sin embargo, que la
cuadratura del círculo no puede lograrse, por mucha buena voluntad que se
ponga en intentarla. Es un gran error metafísico, canonizado por los
neoplatónicos (según la fórmula unitas unit, de Domingo Gundisalvo) presuponer
que la unidad de clase lógica constituye el principio de la unidad asociativa entre
los elementos de la clase. Porque ello es tanto como sostener que la semejanza
puede ser causa de la contigüidad, o, dicho de otro modo, que las cosas
semejantes se atraen (que es el principio de la magia homeopática). En realidad
ocurre que, cuando la relación, generadora de clases de términos dados en un
universo, no es conexa (aunque sea universal) introduce separación, disociación
tanto como asociación. Podría decirse, según esto, que la unidad
separa. Porque, al menos, estas relaciones separadas de clase dan lugar a
clases de equivalencia disyuntas entre sí. A este proceso se reduce la paradoja
de que, muchas veces, las propiedades universales de una multiplicidad dada,
aunque parece legítimo invocarlas como asociativas, son en realidad
dispersivas, disyuntivas. Todos los hombres tienen capacidad de hablar, y aún
pueden definirse por ella; pero es el lenguaje lo que más los separa, los
incomunica (cuando los lenguajes son diferentes). Todas las rectas del plano
tienen la relación de paralelismo con otras dadas; es una relación universal; pero
el paralelismo agrupa a las rectas en haces de paralelas disyuntos entre sí, sin
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una sola recta común. Puede decirse que todos los hombres civilizados (es decir,
los que viven en ciudades) son animales políticos; pero la condición universal de
ciudadanos, no sólo los asocia como hombres sino que los enfrenta, muchas
veces a muerte, como patriotas que defienden su entorno político, su polis, su
ciudad.
570
bien en cuanto sean antifascistas o anticomunistas. Pero, en estos casos, lo que
los asociará no será tanto su condición de intelectuales sino su condición de
catalanógrafos (acaso frente a los castellanógrafos) o su condición de
retorrumanógrafos (frente a los francógrafos) o, por último, su condición, ya
explícita, de antifascistas. Ahora bien, en cuanto intelectuales estrictos, su
asociación es imposible y su congreso tan sólo tendría, en el mejor caso, un
carácter transitorio y polémico como el del Colloquium heptalomeres imaginado
por Jean Bodin, un coloquio de diálogos cruzados en el que cada cual termina
reafirmándose en sus posiciones (un congreso de mónadas de Leibniz), puesto
que cada cual vive de estas posiciones. La asociación, el congreso, tendrá lugar
sólo en el plano de la apariencia, de los fenómenos. En lugar de asociación o
congreso, asistiremos a múltiples monólogos yuxtapuestos, simultánea o
sucesivamente, y el congreso será tan sólo una plataforma desde la cual
cada intelectual sigue, en realidad, enviando mensajes a su clientela. En este
sentido, la mejor imagen de lo que puede llegar a ser una concentración de
intelectuales nos la da Platón al describirnos la casa de Calias. Allí va Sócrates
(que no es un intelectual, él no sabe nada) con sus amigos, pero encuentra la
puerta cerrada. Porque no todo el mundo puede entrar en el lugar donde se
reúne el grupo pequeñísimo si no ha sido previamente invitado.
Excepcionalmente, Sócrates logra que el portero, un eunuco, abra la puerta. He
aquí lo que vio:
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analizaba una por una y trataba minuciosamente las preguntas.
(Platón, Protágoras, 314e, 315 c)
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