Libro, Castellano Palabre Universal
Libro, Castellano Palabre Universal
Libro, Castellano Palabre Universal
UNIVERSAL
Índice
a
universal corta
v
i
Tus saberes. Pág. 6. La narrativa universal corta. Pág. 7
t
n
El corazón delator, Edgar Allan Poe. Pág. 57
a
Atesorando palabras. Descubriendo el texto. La palabra y su tiempo.
L
La narrativa universal corta, el desafío de la imaginación... Pág. 63
a
contemporánea
l
n
Atesorando palabras. Descubriendo el texto. La palabra y su tiempo.
r
Atesorando palabras. Descubriendo el texto. La palabra y su tiempo.
r
L
Microbiografía. Pág. 133
a
universal
c
i
Tus saberes. Pág. 136. La lírica universal. Pág. 137
r
l
Encuentro con el texto: Romance de la luna, luna, Federico García Lorca. Pág. 138
La aurora, Federico García Lorca. Pág. 140. Traspié entre dos estrellas, César Vallejo. Pág. 143
a
Altazor, Vicente Huidobro. Pág. 146. El maíz, Gabriela Mistral. Pág. 152.
Himno a la belleza, Charles Baudelaire. Pág. 156. Canto de mí mismo, Walt
Whitman. Pág. 159. Al jardín, al mundo, W
alt Whitman. Pág. 161. Atesorando
palabras. Descubriendo el texto. La palabra y su tiempo.
Poesía, palabra de todos... Pág. 163
Pensar, crear, escribir... Pág. 165
Microbiografías. Pág. 166
Otros caminos a la lectura. Pág. 170
universal
a
Tus saberes. Pág. 172. Épica universal. P
ág. 173
c
Encuentro con el texto: Popol Vuh, Anónimo. Pág. 174. Mio Cid, A
nónimo. Pág. 186
i
La odisea, Homero. P
ág. 201
p
o
universal
r
t
ág. 235. Edipo Rey, Sófocles. P
Romeo y Julieta, William Shakespeare. P ág. 246
l
E
Atesorando palabras. Descubriendo el texto. La palabra y su tiempo.
Pensar, crear, escribir... Pág. 253
Microbiografías. Pág. 254
Otros caminos a la lectura. Pág. 256
l
en el ensayo latinoamericano
a
s
Tus saberes. Pág. 258. Ensayo, libertad y expresión de las ideas. Pág. 259
r
e
Encuentro con el texto: Ser como ellos, Eduardo Galeano. Pág. 260
Nuestra América, José Martí. P
v
ág. 265. Carta de Bolívar al Congreso de Colombia, Simón Bolívar. Pág. 271
i
5
La narrativa un rrativa
universal corta iversal
corta Tus saberes
6
¿Sería interesante leer algunos relatos de estos
maestros de la narrativa universal? ¿Por qué?
. Mantener la atención del lector de una
La narrativa universal
corta
manera permanente, durante el hilo del relato, es un reto constante para el
narrador. Para lograr una tensión sostenida tiene que acudir a recursos
argumentales, que hacen que la historia presente situaciones que pueden
ocurrir de una manera abrupta e inesperada. Episodios profundamente
humanos donde, con frecuencia, se presentan, entre otras, la injusticia, la
muerte o el amor. Hechos, que de repente cambian el orden normal de la vida,
de uno o varios actores sociales o de una comunidad. Necesariamente tiene
que haber personajes que ayudan a que la historia marche, y personajes que se
oponen al desarrollo habitual de los acontecimientos para que se produzca la
acción dramática. Pero, conservar esa atención constante también obedece a la
maestría del escritor en el manejo de la lengua, en su capacidad para combinar
las palabras y para utilizar los recursos literarios.
La narrativa corta de acuerdo con sus características, su breve extensión en
relación con los vastos espacios de la novela larga, sus ambientes delimitados
en zonas no muy amplias y pocos personajes, exige que el narrador se valga de
su poder de síntesis para decir mucho con un número restringido de palabras.
Los propósitos del relato consisten en promover y transmitir ideas, recrear
emociones, sensaciones y visiones de la cotidianidad; generar en el lector un
desafío a su capacidad de interpretación. Los textos en un relato breve de
calidad, deben sustentarse en una carga emocional donde la incertidumbre, lo
inesperado y lo poético funcionen como elementos constitutivos esenciales de
la creación literaria.
A este tipo de narraciones la literatura en inglés les denomina: “tale” o “short
story”. Para el escritor argentino Julio Cortázar, es un “género a caballo entre el
cuento y la novela”, en Uruguay y Argentina se ha utilizado el término francés
“nouvelle” para referirse a este tipo de relatos. Lo cierto es que brillantes
cultores de la narrativa universal han incursionado en esta clase de literatura
que se manifiesta a través de cuentos y novelas cortas. Ejemplos de ellos son:
El perseguidor de Julio Cortázar, El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel
García Márquez, El pozo de Juan Carlos Onetti, El fantasma de Canterville de
Oscar Wilde, La perla de John Steinbeck, El oso de William Faulkner, El viejo y
el mar de Ernest Hemingway, La metamorfosis de Franz Kaf ka, la suave voz de
la serpiente de Nadine Gordimer, entre otras.
Te invitamos a leer algunas obras representativas de grandes escritores de la
literatura universal, verdaderos maestros en el arte de la narración.
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Encuentro con el texto
Lee silenciosamente y luego en forma oral el cuento “Lo
último en safaris” de la escritora surafricana Nadine
Gordimer. Identi ca las palabras cuyo signi cado
desconozcas.
Lo último
en safaris
Nadine Gordimer1
8
Nos daba miedo salir, aun a nuestros o cios, pues los bandidos sí vinieron. No a la casa
de no sotros —sin techo debió parecer como si nadie estuviera en ella, vacía por
completo— sino al resto de la aldea. Oíamos a la gente gritar y correr, pero nos daba
miedo hasta emprender carrera, sin nuestra madre que nos indicara en qué dirección
hacerlo. Yo soy la del medio, la niña, y mi hermanito se aferraba a mi estómago con sus
brazos alrededor del cuello y las piernas alrededor de mi cintura, como un bebé mico a su
madre. Durante toda la noche, mi hermano mayor tuvo en la mano un pedazo de madera
roto, tomado de uno de los palos quemados de la casa. Era para salvarse si los bandidos
lo encontraban.
Nos quedamos allí todo el día, esperándola. No sé que día era: ya no había
escuela ni iglesia en la aldea, de suerte que no se sabía si era domingo o
lunes.
Cuando se estaba poniendo el sol llegaron la abuela y el abuelo. Alguna persona de la
aldea les había dicho que nosotros, los niños estábamos solos, que nuestra madre no
había regresado. Pongo a la «abuela» antes del «abuelo» porque así es: ella es grande y
fuerte, no vieja aún, y el abuelo es pequeño, uno no sabe dónde está, en sus pantalones
demasiado grandes; sonríe pero no sabe lo que le estás diciendo, y su pelo parece como
si se lo hubiera dejado lleno de espumas de jabón. La abuela nos llevó a mí, al bebé, a mi
hermano mayor y al abuelo hasta su casa y todos teníamos miedo (menos el bebé,
dormido a la espalda de la abuela) de encontrarnos con los bandidos en el camino.
Esperamos mucho tiempo donde la abuela, tal vez un mes; teníamos hambre. Mamá
jamás vino. Mientras esperábamos a que llegara por nosotros, la abuela no tenía comida
que darnos, ni tampoco para el abuelo ni para sí misma. Una mujer con leche en sus
pechos nos dio un poco para mi hermanito, aunque en casa él solía comer colada de
avena, igual que nosotros. La abuela nos llevó a buscar espinacas silvestres pero todos
los demás de la aldea hacían lo mismo y no quedaba una sola hoja.
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tienes zapatos, pero ella dijo que teníamos un viaje largo y demasiadas cosas que cargar.
En aquella aldea conocimos a otra gente que también se iba y nos unimos a ella, pues
parecían saber adónde ir mejor que nosotros.
Para llegar allá teníamos que atravesar el parque Kruger. Habíamos oído hablar del
parque Kruger. Algo así como un país sólo de animales —elefantes, leones, chacales,
hienas, hipopótamos, cocodrilos; toda suerte de animales. Antes de la guerra, en nuestro
propio país, teníamos algunos de esos mismos (el abuelo lo recuerda; nosotros, los niños,
no habíamos nacido aún), pero los bandidos matan a los elefantes para vender sus
colmillos y los bandidos y nuestros soldados se han comido todos los antílopes. Había en
la aldea un hombre sin piernas, a quien un cocodrilo se las había arrancado en el río que
teníamos; pero así y todo, nuestro país es un país de gente, no de animales. Habíamos
oído hablar del parque Kruger porque algunos de nuestros hombres se iban de casa a
trabajar en aquellos lugares adonde los blancos vienen a quedarse y a ver a los animales.
Emprendimos entonces el camino una vez más. Había mujeres y otros
niños como yo, que tenían que cargar a los pequeños sobre sus
espaldas cuando las mujeres se cansaban. Un hombre nos guiaba
hacia el parque Kruger. ¿Ya llegamos?, ¿ya llegamos?, vivía
preguntándole a la abuela. Aún no, decía el hombre, cuando ella le
preguntaba en mi nombre. Nos dijo que teníamos que caminar mucho
para esquivar la cerca que, según nos explicaba, podía matarlo a
uno, asándole la piel con sólo tocarla, como los alambres que hay
allá arriba, en los postes de luz de nuestras aldeas. He visto el aviso
de una cabeza sin ojos, ni piel, ni pelo sobre una caja de hierro, en el
hospital de la misión que teníamos antes, antes de que lo dinamitaran.
Cuando volvía a preguntar, me dijeron que habíamos estado caminando
dentro del parque Kruger por más de una hora. Pero parecía igual a
los matorrales que habíamos estado recorriendo todo el día, y no
habíamos visto animales distintos a micos y aves, como los que viven
cerca de nosotros en casa, además de una tortuga que, por
supuesto, no se nos podía escapar. Mi hermano mayor y los demás
muchachos se la trajeron al hombre para que pudiera matarla y la
cocináramos para comérnosla. La soltó porque, según nos dijo, no se
podía hacer fuego; mientras estuviéramos en el parque, no
podríamos encenderlo, pues el humo nos delataría. Vendrían la
policía y los guardias y nos harían regresar al lugar de donde
veníamos. Dijo que era preciso movernos como animales entre los
animales, lejos de las carreteras, lejos de los campamentos de los
blancos. Y en aquel instante oí —estoy segura que fui la primera en
hacerlo— unas ramas que se quebraban y, además, el ruido de algo
que iba abriéndose campo entre la hierba, y estuve a punto de gritar,
pues creí que era la policía, los guardias —la gente contra la que él
nos estaba previniendo— que ya nos habrían encontrado. Pero era
un elefante, y otro, seguido de más elefantes. Grandes parches
negros se movían dondequiera que se mirara entre los árboles.
Enroscaban sus trompas en torno a las hojas rojas de los árboles
mopanes, que luego embutían en sus bocas; los cachorros se
recostaban contra sus madres. Los que ya eran casi adultos
luchaban los unos contra los otros, como hacía mi hermano mayor
con su amigos —sólo que éstos en lugar de brazos
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usaban las trompas. Me interesé tanto que se me olvidó el miedo. El hombre dijo que
bastaba con quedarnos quietos mientras pasaban los elefantes. Pasaron con mucha
lentitud porque son demasiados grandes para necesitar huir de nadie.
Los antílopes huían de nosotros. Saltaban tan alto que parecían volar. Los jabalíes se
paraban en seco al oírnos y se desviaban, saliendo en zigzag, como lo hacía un
muchacho de la aldea en la bicicleta que le trajo su padre de las minas. Seguíamos a los
animales hasta sus bebederos. Cuando se habían marchado, nos acercábamos a sus
pozos de agua. Siempre que tuvimos sed pudimos encontrar agua, pero los animales
comían, comían todo el tiempo. Cuantas veces los veías estaban comiendo: hierbas,
árboles, raíces. Y no había nada para nosotros. Las mazorcas se habían acabado y la
única comida que nos quedaba era la misma que comían los mandriles: higos pequeños y
secos, llenos de hormigas, que crecen en las ramas de los árboles junto a los ríos. Era
difícil ser como los animales.
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Nos había enseñado que jamás debíamos hacer ruido, pero gritó. Les gritó a los leones,
como un borracho que en la aldea está gritando sin dirigirse a nadie. Los leones se
fueron. Los oímos gruñir, devolviéndole los gritos desde la distancia.
Estábamos cansados, muy cansados. Mi hermano mayor y el hombre tenían que llevar
cargado al abuelo de piedra en piedra, cuando hallábamos dónde vadear los ríos. La
abuela es fuerte pero sus pies sangraban. Ya no podíamos llevar el canasto sobre la
cabeza; no podíamos cargar nada, a no ser a mi hermanito. Dejamos nuestras
pertenencias bajo un arbusto. Con tal de que nuestros cuerpos alcancen a llegar, dijo la
abuela. Entonces comimos unas frutas silvestres que no conocíamos en casa y se nos a
ojó el estómago. Nos encontrábamos entre la hierba que llaman elefante, porque es casi
tan alta como un elefante, el día aquel cuando nos dieron los retortijones, y el abuelo no
era capaz simplemente de acurrucarse en presencia de los demás como lo hacía mi
hermanito, así que se alejó por entre la hierba para estar solo. Hay que seguir el paso,
seguía diciéndonos el guía; hay que alcanzar a los demás, pero le pedimos que
esperaran al abuelo.
Así que todos esperamos a que el abuelo nos alcanzara, pero no lo hizo. Era mediodía;
el canto de los insectos llegaba a nuestros oídos, pero no podíamos oírlo moviéndose
entre la hierba. Tampoco lo podíamos ver, pues la hierba era alta, y él pequeño. Pero
tenía que estar por ahí, en sus pantalones anchos y en la camisa rota que la abuela no
podía remendar por no tener hilo. Sabíamos que no podría haber ido lejos porque estaba
demasiado débil y era lento. Todos fuimos en su búsqueda, aunque en grupos, para no
quedar ocultos los unos de los otros entre aquella hierba. Se nos metía en ojos y narices.
Lo llamábamos en voz baja, pero el ruido de los insectos debía estar llenándo el poco
espacio que le quedaba en sus oídos para oír. Lo buscamos mucho, pero no pudimos
encontrarlo. Nos quedamos toda la noche entre aquella hierba. En sueños lo hallé
acurrucado en un lugar que él se había organizado pisoteando la hierba, como aquellos
que habíamos visto donde los ciervos esconden sus crías.
Cuando desperté, no estaba aún por ninguna parte, así que volvimos a
buscar; como a estas alturas ya habíamos hecho caminos de tanto repasar
la hierba, le quedaría fácil hallarnos, en caso de no ser nosotros quienes lo
encontráramos. Todo aquel día estuvimos sentados, esperando. Hay un
gran silencio cuando el sol está sobre tu cabeza, dentro de tu cabeza,
aunque como los animales, estés echada bajo los árboles. Me acosté de
espaldas y vi aquellos pájaros feos, de picos como garfios y pescuezos
desplumados, que volaban y volaban en torno a nosotros. A menudo al
pasar los habíamos visto alimentándose con los huesos de animales
muertos, de aquellos que nunca nos dejaban nada que comer. Daban
vueltas y vueltas, subían muy alto y bajaban luego, para ascender de
nuevo. Veía el lento movimiento de sus pescuezos hacia uno y otro lado.
Volaban dando vueltas y vueltas. Vi que la abuela, sentada siempre con mi
hermanito en el regazo, también los observaba.
Por la tarde el guía vino adonde la abuela y le dijo que los demás tenían que seguir su
camino. Le dijo: —Si los niños de ellos no comen pronto, morirán.
—La abuela no dijo nada.
—Le voy a traer agua antes de seguir, —le dijo él.
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Nuestra abuela nos miró, a mí, a mi hermano mayor y a mí hermanito que estaba en su
regazo. Observamos a los demás, que se levantaban para continuar la marcha. No me
parecía posible que la hierba en torno a nosotros, donde ellos habían estado, fuese a
quedar vacía, ni que fuéramos a quedar solos en este lugar, el parque Kruger, para que la
policía o los animales nos encontraran. Las lágrimas caían en mis manos, desde mis ojos
y narices, pero la abuela no se dio por enterada. Se levantó; con los pies abiertos, como
los pone cuando va a levantar la leña en casa, en nuestra aldea, se echó a mi hermanito
a la espalda y lo ató en su pañolón. Tenía rota la parte superior del vestido y se veían sus
enormes pechos, donde no había nada para él. Dijo: vengan.
Adentro, aun cuando el sol está brillando, es oscuro, y hay algo así como
una aldea entera en aquel lugar. En vez de casa, cada familia tiene un
espacio pequeño, separado por costales o cartones de cajas —cualquier
cosa que podamos encontrar— que les muestran a las demás familias que
uno es el dueño y no deben entrar aunque no hay puerta ni ventanas, ni
techo de paja, de suerte que si estás de pie y no eres un niño pequeño
puedes ver todo lo de las casas de los demás. Algunos han llegado incluso
a hacer pinturas con piedras molidas y han pintado motivos en los costales.
Pero sí hay un techo: la carpa es el techo, allá muy arriba.
Es como un cielo. Se parece a una montaña en cuyo interior
estamos; hay senderos de polvo que bajan por las rendijas, tan
gruesos que parecería posible subir por ellos. La carpa protege
de la lluvia que cae por arriba pero el agua se ltra por los
costados, y en las callecitas que hay entre los espacios nuestros
—por las que uno sólo puede moverse en la india— los niños
como mi hermanito juegan en el barro. Hay que pasar por
encima de ellos. Mi hermanito no juega y la abuela lo lleva a
la clínica cuando viene el médico, los lunes. La enfermera dice
que tiene algún problema en la cabeza, que puede deberse
a que no teníamos la su ciente comida en casa. A causa de la
guerra. Porque nuestro padre no estaba allí. Y además porque
aguantó tanta hambre en el parque Kruger. Sólo le gusta estar
echado sobre la abuela todo el día, en su regazo, o recostado
por ahí, contra ella, y nos mira y nos mira. Quiere preguntar algo
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pero se ve que no puede. Si le hago cosquillas, sonríe apenas. La clínica nos da un polvo
especial con el que hacemos una colada para él, y quizá algún día se mejore.
Cuando llegamos, estábamos como él —mi hermano mayor y yo. Apenas si me
acuerdo de aquello. La gente de la aldea vecina a la carpa nos llevó a la clínica, que es
donde uno tiene que rmar que ha llegado —que se ha ido, pasando por el parque Kruger.
Nos sentamos sobre la hierba y todo era confusión. Una enfermera bonita, de cabello liso
y hermosos zapatos de tacón alto, nos trajo el polvo especial. Dijo que debíamos
mezclarlo con agua y tomarlo lentamente. Abrimos los paquetes con los dientes y los
lamimos todos, de tal suerte que se me pegó en la boca y tuve que chuparme los labios y
los dedos. Algunos de los otros niños que habían venido caminando con nosotros
vomitaron. Pero yo sólo sentí que cuanto había en mi barriga se movía, mientras la cosa
aquella bajaba y daba vueltas como una serpiente y el hipo me daba dolor. Otra
enfermera nos pidió que hiciéramos la en el corredor de la clínica, pero no éramos
capaces. Nos sentamos por todas partes, cayéndonos los unos contra los otros; las
enfermeras nos ayudaban a incorporarnos a cada uno, jalándonos del brazo, para luego
clavar una aguja en él. Otras agujas nos sacaban sangre y la echaban en frasquitos
diminutos. Esto era contra la enfermedad, pero yo no lo comprendía, y cada vez que mis
ojos se cerraban me sentía como caminando, la hierba era larga, veía los elefantes y no
sabía que nos habíamos ido de ahí.
Pero la abuela seguía fuerte, aún podía ponerse de pie, sabe escribir y rmó por
nosotros. La abuela nos consiguió este lugar de la carpa que da sobre uno de los lados y
es el mejor, pues aunque la lluvia entra, podemos levantar el ala cuando hace buen
tiempo, y entonces brilla el sol sobre nosotros y se van los malos olores de la carpa. La
abuela conoce a una mujer de aquí que le enseñó dónde hay buena hierba para
colchones, y la abuela nos hizo unos. Una vez al mes viene a la clínica el camión de la
comida. Nuestra abuela lleva consigo una de las tarjetas que rmó y después de
perforársela nos dan un costal de harina de maíz. Hay carretillas para llevarlos hasta la
carpa; mi hermano mayor se encarga de hacerlo por la abuela y al devolver las carretillas
vacías hasta la clínica él y los demás muchachos apuestan carreras. A veces tiene suerte
y un hombre que compra cerveza en la aldea le da dinero para que la lleve, aunque no
está permitido, pues la carretilla debe regresar donde las enfermeras de inmediato.
Compra entonces una bebida fría y la comparte conmigo, si lo alcanzo. Otro día, todos los
meses, la iglesia deja un cerro de ropa vieja en el patio de la clínica. La abuela tiene otra
tarjeta que hace perforar y podemos luego escoger algo: yo tengo dos vestidos, dos
pantalones y un suéter, para poder ir a la escuela.
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construyendo casas, en esta aldea la gente construye casas bonitas con ladrillos y
cemento, no con barro como las que teníamos en nuestra tierra. La abuela, que les carga
los ladrillos y lleva un canasto lleno de piedras sobre la cabeza, tiene dinero para comprar
azúcar, té, leche y jabón. En el almacén le dieron un almanaque que colgó sobre el ala
nuestra de la carpa. Me va bien en la escuela y ella recogió papel de propaganda que la
gente botaba frente al almacén para forrarme los libros de texto con él. Nos pone a mi
hermano mayor y a mí a hacer las tareas todas las tardes, antes del anochecer, pues en
nuestro puesto de la carpa no cabemos sino para acostarnos muy juntos, tal como lo
hacíamos en el parque Kruger; además, las velas son caras. La abuela todavía no ha
podido comprarse un par de zapatos para ir a la iglesia, pero ya nos compró, a mi hermano
mayor y a mí, zapatos escolares negros y betún para limpiarlos. Todas las mañanas,
mientras la gente se levanta en la carpa, los bebés lloran, la gente se empuja afuera en
los grifos y algunos niños arrancan el pegado de avena de las ollas de las que comimos la
víspera, mi hermano mayor y yo limpiamos los zapatos. La abuela nos hace sentarnos
sobre el colchón con las piernas estiradas hacia adelante, para inspeccionar nuestros
zapatos y cerciorarse de que lo hicimos bien. Ningún otro niño de la carpa tiene auténticos
zapatos escolares. Cuando los tres los miramos, es como si de nuevo estuviésemos en
una casa de verdad, sin guerra, sin irnos.
—No regresaré.
—pero cuando termine la guerra y no le permitan quedarse aquí, ¿no quiere volver a casa?
No creí que la abuela quisiera seguir hablando. No creí que fuera a responderle a la
blanca, que volvió entonces la cabeza hacia un lado y se sonrió con nosotros.
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encontró el camino, lentamente, a través del parque Kruger, y esté allí. Estarán en casa y
yo los recordaré aún.
Atesorando
palabras
Trata de identi car por el contexto, el signi cado de las palabras que
desconozcas. Si es necesario, consulta el diccionario. Puedes buscar, libremente,
las palabras que desees, sin embargo, te sugerimos poner atención a las
siguientes:
Descubriendo el texto
¿Cuál es el punto de vista de la narradora en este relato?
¿Dónde se desarrolla la primera parte del cuento? ¿Cómo es ese ambiente?
Caracterízalo. Da ejemplos que ilustren tus apreciaciones.
En la segunda parte del cuento hay un viaje. ¿Por qué viajan?
¿Cuáles son sus motivos?
¿Cómo es el ambiente que encuentran durante el viaje?
¿Qué características tiene? Descríbelo.
¿En qué continente se producen las acciones que se cuentan en este relato?
¿Qué referencias geográ cas concretas se hacen?
¿Quiénes estaban en mejores condiciones en ese lugar? ¿Por qué?
Razona tu respuesta.
¿Por qué no podían pedir ayuda a los trabajadores de los campamentos?
¿Quiénes lo impedían? ¿Qué opinas al respecto?
¿Cómo fue la travesía? ¿Qué hacían?
¿Qué ocurrió con el abuelo? ¿Qué decisión trascendental tomó la abuela?
Al tomarla, ¿a qué le dio más importancia?
¿Qué características físicas y psicológicas presenta la abuela?
¿Qué importancia tiene en esta historia?
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En la tercera parte del cuento llegan a otro lugar, ¿a cuál? ¿Cómo
es este nuevo ambiente? Descríbelo.
¿En qué condiciones físicas llegaron los niños a este campamento? Explica.
En la parte nal del cuento hay una entrevista, ¿quién
la realiza?, ¿a quién?, ¿para qué?
¿Qué revelan las respuestas de la abuela durante la
entrevista? ¿Qué opinas tú al respecto? Argumenta tu respuesta.
Interpreta las siguientes imágenes: …
“la abuela cambió con alguien su vestido dominguero por unas secas
mazorcas de maíz que hirvió y envolvió en un trapo, y al partir nos las
llevamos”.
“Pero yo sólo sentí que cuanto había en mi barriga se movía, mientras la
cosa aquella bajaba y daba vueltas como una serpiente y el hipo me
daba dolor.”
¿Qué relación existe entre lo sugerido en las imágenes
anteriores y la problemática actual de algunos pueblos africanos?
¿Qué relación estableces entre el título, la información del
epígrafe y los contenidos de este cuento? ¿Hay manejo de la ironía?
Argumenta tu respuesta.
¿En este cuento se presenta una problemática de carácter político y social? ¿Cuál
es?
La palabra y su tiempo
Desde muy joven Nadine Gordimer sintió la necesidad de escribir, y en particular, de
narrar lo observado. Comenzó con una serie de relatos breves para cultivar luego,
además del cuento, la novela y el ensayo. La prosa de esta autora hace gala de un
lenguaje de palabras sencillas, pero con un manejo de la sintaxis, de las imágenes y la
adjetivación que logra una gran fuerza expresiva y poética. En su narrativa breve
podemos observar un gran dinamismo que consigue mantener la tensión del lector.
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interioridad de ellos como individuos. En su narrativa encontraremos desde los simples
hechos de la cotidianidad hasta los más complejos y convulsionados sentimientos, tanto
en la gente “de color” como en una clase media blanca progresista que tienen que vivir en
un sistema político que no comparten y critican. Con un estilo ameno re eja su posición
crítica, mas no pan etaria, ante el racismo y la censura. En el cuento “ Lo último en
safaris”, la voz de la niña narra, desde su perspectiva y su visión de mundo, las terribles
realidades que vive, con un lenguaje llano, directo, familiar, lleno de ingenuidad y a la vez
de poesía. Encontramos una gran fuerza narrativa en una prosa que despliega imágenes
y recursos literarios como el símil, la humanización y la ironía.
La casa de Asterión
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Jorge Luis Borges
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como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las
toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se
prosternaba; otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue
una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo; aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda transmitir a otros
hombres; como el lósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las
enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo
grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa
no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, por que las noches y los
días son largos.
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las
partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un
patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son in nitos] los pesebres, abrevaderos,
patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo
a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado
la calle y he visto el templo de las hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión
de la noche me reveló que también son catorce [son in nitos] los mares y los templos.
Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen
estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizás yo he creado las
estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal.
Oigo pasos a su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a
buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me
ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una
galería de las otras. Ignoro quienes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de
su muerte que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad,
por que sé que vive mi redentor y al n se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara
todo los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos
galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto ¿será un toro o un
hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
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Algunas referencias de interés:
Asterión: rey de Creta. Se casó con Europa después de haber sido seducida por Zeus.
Asterión adoptó los hijos nacidos de esta unión divina: Minos, Sarpedón y Radamantis.
Minotauro: t errible criatura con cabeza de toro que nació de la relación zoofílica de
Pasífae, esposa de Minos, con un toro. La versión más extendida dice que Minos, hijo
de Zeus y de Europa, pidió al dios Poseidón, el rey de los océanos, apoyo para
suceder al rey Asterión de Creta y ser reconocido como rey por los cretenses.
Poseidón lo escuchó e hizo salir de los mares un hermoso toro blanco, al cual Minos
prometió sacri car en su nombre. Sin embargo, al quedar Minos maravillado por las
cualidades del hermoso toro blanco, lo ocultó entre su rebaño y sacri có a otro toro en
su lugar, esperando que el dios del océano no se diera cuenta del cambio. Al saber
esto, Poseidón se llenó de ira, y para vengarse, inspiró en Pasífae un deseo
incontenible por el hermoso toro blanco que Minos guardó para sí. Para consumar su
unión con el toro, Pasífae requirió la ayuda de Dédalo, que construyó una vaca de
madera recubierta con piel de vaca auténtica para que ella se metiera dentro. El toro la
poseyó creyendo que era una vaca de verdad. De esta unión nació el Minotauro,
criatura que tenía cabeza de toro y cuerpo de hombre y fue condenado a vivir en un
laberinto. Cada año, los cretenses le daban al Minotauro, como pasto, siete jóvenes y
siete doncellas que Atenas les entregaba como tributo.
Teseo y Ariadna: Teseo fue como voluntario con otros jóvenes para liberar a su pueblo
del tributo que tenía que pagarle a Creta. Ariadna se enamoró de Teseo a primera
vista, y lo ayudó dándole una espada mágica y un ovillo del hilo que fue devanando
para que pudiese hallar el camino de salida del laberinto, tras matar al Minotauro.
Ariadna huyó entonces con Teseo.
Apolodoro: ( 180-119 a.c.) gramático, historiador y mitógrafo griego. A él se le atribuye
un resumen de mitología conocido como Biblioteca mitológica, en donde se intenta
conciliar diferentes versiones de los mitos. Es una de las fuentes principales para el
estudio de la mitología griega.
Atesorando palabras
rata de identi car por el contexto, el signi cado de las palabras que
T
desconozcas. Si es necesario, consulta el diccionario. Puedes buscar, libremente,
las palabras que desees, sin embargo, te sugerimos poner atención a las
siguientes:
20
Descubriendo el texto
¿Cuál es el tipo de narrador? ¿Hay un narrador único en el
texto o se da un cambio de narrador? Fundamenta tu respuesta con
ejemplos del texto.
Interpreta el contenido de las siguientes expresiones e
identi ca el lugar donde se desarrolla la historia.
“Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro
lugar” “La casa es del tamaño del mundo mejor dicho es el mundo”
¿Cuáles son las características físicas y espirituales del
personaje principal del cuento? Apóyate en el texto para describirlo.
¿Qué ocurría dentro de la casa cada nueve años?
¿Qué relación existe entre el título, el epígrafe y el contenido del cuento?
¿Por qué al personaje ya no le dolía la soledad? ¿Qué
esperaba? ¿Se cumple su deseo? Explica.
Al nal del cuento pareciera que hay una omisión, un vacío en la
narración. ¿Qué parte del cuento se omite y se da por sobreentendida? ¿Qué
efecto se produce en el lector con dicha omisión?
¿Qué relación tienen las palabras “rompecabezas” y
“acertijo” con la estructura del cuento? Razona tu respuesta.
¿Crees que este cuento responde a la técnica narrativa del
misterio y el suspenso? Razona tu respuesta.
El cuento está dirigido ¿a qué tipo de lector? ¿lector
pasivo o lector cómplice? ¿Por qué?
¿Qué signi cado tuvo la muerte para el personaje principal?
Como narrador trasciende las fronteras culturales, rompe con los límites de
tiempo y espacio y explota la creación al infinito con la elaboración literaria
de universos lejanos y ajenos, sin olvidar al hombre de Buenos Aires, su
ciudad, ni al gaucho.
Su obra es ejercicio intelectual y de erudición que permite construir un singular universo
borgiano que entreteje re exiones, dudas, contenidos losó cos, simbologías que a veces
* Consultar glosario
21
emanan de un complejo proceso de intertextualidad (diálogo entre textos) donde abundan
las referencias a otras obras maestras de la literatura universal, de la losofía, de la
historia, de la teología, de las matemáticas, libros sagrados, saberes cabalísticos,
alusiones mitológicas, que dan cuenta de una densa cultura. Pero su escritura también es
actividad lúdica, pues pone en práctica los procedimientos de la narrativa fantástica a
través de estrategias recurrentes como la presencia de la obra de arte dentro de la obra
misma, la dualidad entre la realidad y el sueño, el viaje en el tiempo y la ambigüedad
expresada con el tema del doble o “del otro - imagen”, los cuales le imprimen una
pasmosa originalidad a sus cciones.
Los laberintos representados de múltiples formas, los espejos, héroes escandinavos y
orien tales son recurrentes en la literatura borgiana. Muchos críticos consideran que a
partir de Jorge Luis Borges, la literatura latinoamericana es otra, pues gracias a él se
amplió el universo imaginario.
I
CUANDO MURIÓ LA SEÑORITA Emily Grierson, casi toda
la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de
respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las
mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad
por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los
últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocine
ro y jardinero a la vez. La casa era una construcción cuadrada,
pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con
cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo
XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en
que se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes
y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el
recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había
quedado la casa de la señorita Emily, levantando su permanente
y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de
3 http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/faulkner/rosapa...
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gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la
señorita Emily había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres
que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas
de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de Je erson. Mientras vivía,
la señorita Emily había sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una
especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor
—autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin
delantal—, la eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su
padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emily fuera
capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el
padre de la señorita Emily había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía
de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del
modo de ser del coronel Sartoris hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y
sólo una mujer como la señorita Emily podría haber dado por buena esta historia.
Cuando la siguiente generación, con ideas más
modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad,
aquel arreglo tropezó con algunas di cultades. Al
comenzar el año enviaron a la señorita Emily por
correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron
respuesta. Entonces le escribieron, citándola en
el despacho del alguacil para un asunto que le
interesaba. Una semana más tarde el alcalde volvió
a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su
coche para que acudiera a la o cina con comodidad,
y recibió en respuesta una nota en papel de corte
pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con
una oreada caligrafía, comunicándole que no salía
jamás de su casa. Así pues, la nota de la contribución
fue archivada sin más comentarios. Convocaron,
entonces, una junta de regidores, y fue designada
una delegación para que fuera a visitarla.
Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado
desde que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años
antes. Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una
escalera que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a
cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el
negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y
cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que otaba
en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la
chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la señorita Emily, con un deslucido marco
dorado.
Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emily entró —una mujer pequeña, gruesa,
vestida de negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la
cintura y que se perdía en el cinturón—; debía de ser de pequeña estatura; quizá por eso,
lo que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía
abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua
estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas
23
arrugas de su faz, parecían dos pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de
terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban
el motivo de su visita.
II
Así pues, la señorita Emily venció a los regidores que fueron a visitarla del mismo modo
que treinta años antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel
asunto del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después
de que su prometido —todos creímos que iba a casarse con ella— la hubiera
abandonado. Cuando murió su padre apenas si volvió a salir a la calle; después que su
prometido desapareció, casi dejó de vérsele en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el
valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era
el criado negro —un hombre joven a la sazón—, que entraba y salía con la cesta del
mercado al brazo.
24
—¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que
no hay una ley?
—No creo que sea necesario—a rmó el juez Stevens—. Será que el negro ha matado
alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.
Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:
—Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo
molestar a la señorita Emily; pero hay que hacer algo.
Por la noche, el tribunal de los regidores —tres hombres que peinaban canas, y otro
algo más joven— se encontró con un hombre de la joven generación, al que hablaron
del asunto.
—Es muy sencillo —a rmó éste—. Ordenen a la señorita Emily que limpie el jardín,
denle algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace...
—Por favor, señor —exclamó el juez Stevens—. ¿Va usted a acusar a la señorita Emily
de que huele mal?
Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped
de la nca de la señorita Emily y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones
nocturnos, husmeando los fundamentos del edi cio, construidos con ladrillo, y las
ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento,
como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su
hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las
construcciones anexas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso,
detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la
señorita Emily, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a
los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel
olor había desaparecido.
Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella.
Todos en la ciudad recordaban que su anciana tía, lady Wyatt, había acabado
completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en más de lo que realmente
eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno para la señorita Emily.
Nos habíamos acostumbrado a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al
fondo, la esbelta gura de la señorita Emily, vestida de blanco; en primer término, su
padre, dándole la espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta
de entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no
sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un
sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado
a la señorita Emily ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas…
25
Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la
señorita Emily y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin
muestra ninguna de pena en el rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no
estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia
y tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer del cuerpo
del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita
Emily rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre.
26
de los bayos en que la pareja iba de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez
más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emily!”
IV
27
Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era
lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se
casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que
frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el Club
Elks que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre
Emily!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar en
la calesa, la señorita Emily con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de
copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con
guantes amarillos....
28
como si aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de su mujer durante
tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él...
V
El negro recibió en la puerta principal a las primeras señoras que llegaron a la casa, las
dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció. Atravesó la casa,
salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emily
llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la ciudad
entera a contemplar a la señorita Emily yaciendo bajo montones de ores, y con el retrato
a lápiz de su padre colocado sobre el
29
ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el balcón estaban los
hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos con su cepillado uniforme de
confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea suya, como si la
hubieran cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su matemática
progresión, como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un
camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y
separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de los últimos diez años.
Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie
había visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser
forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita Emily
descansara en su tumba.
Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que
pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda,
por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las
cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas
sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para
hombre, en plata tan oxidada que apenas se distinguía el monograma con que estaban
marcados. Entre estos objetos aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran
acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida
blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre,
cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos.
30
Atesorando palabras
Trata de identi car por el contexto, el signi cado de las palabras que
desconozcas. Si es necesario consulta el diccionario. Puedes buscar, libremente,
las palabras que desees, sin embargo, te sugerimos poner atención a las
siguientes:
volutas,dispensa,perpetuidad,empalidecida,umbral,vestíbulo,densas,abot
agada, prolí co, desechado, farola, calesa, inasequible, torpón, sibilantes.
Descubriendo el texto
¿Cuál es el punto de vista del narrador? ¿En qué
persona se desarrolla el relato? ¿Quiénes son los
personajes?
¿Cómo es el ambiente en donde se desarrolla este cuento?
¿Qué relación se establece entre el ambiente del
cuento y los personajes? ¿Cómo eran las
características físicas de la señorita Emily?
¿Quién era el coronel Sartoris?
¿Cuál fue el problema que manifestaron los
vecinos ante el alcalde? ¿Cuál fue la manera
cómo desapareció el olor?
¿Qué sentimientos había en el pueblo cuando murió el padre de la señorita Emily?
Interpreta la siguiente la siguiente expresión: “Ahora que se
había quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora
aprendería a conocer los temblores y la desesperación de tener un céntimo
de más o de menos.”
¿Cómo es el tiempo en el relato? ¿Hay planos temporales que
se alternan? Ejempli ca. ¿Te esperabas ese nal? ¿Es un
recurso del narrador para impactar al lector? Explica. A partir de
la expresión siguiente ¿Qué sensaciones se ponen de mani esto?
“Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada ofrecía la
depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó
algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía
en nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una
larga hebra de cabello gris”.
¿Qué relación existe entre el título del cuento y su contenido?
¿Por qué el narrador le ofrece una rosa a la señorita Emily? Razona tu
respuesta.
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La palabra y su tiempo
“Una Rosa para Emily” es una narración breve, que constituye una muestra el de
algunas de las características de la obra de William Faulkner. Al analizar el punto de vista
del personaje que narra, se puede observar que dicho personaje está involucrado en la
historia, forma parte de ella; cuenta desde la perspectiva de un narrador en primera
persona del plural, un nosotros que implica una innovación para la escritura de la época.
En sus cuentos y novelas utiliza diferentes tipos de narradores, incluso narradores
múltiples que se alternan. Su obra se ubica en el sur de los Estados Unidos, el ambiente
donde nació y donde pasó la mayor parte de su vida. Es una región que conoce en
profundidad. Es testigo de su devenir social, de sus costumbres, sus éxitos, sus anhelos
ante el futuro y también de sus evidentes fracasos. Su creación literaria en ese lugar
geográ co y humano descubre, de una manera a veces descarnada, las aquezas y
debilidades de un sector de la sociedad, que apegado a ideales decadentes se opone a
la evolución hacia el progreso. Y por otra parte, a pesar de los años pasados, durante el
siglo XX, aún vive las secuelas de la frustración de la derrota de los Confederados del
Sur, ante los estados de la Unión del Norte, durante la cruenta Guerra Civil
Norteamericana (1861-1865).
32
Encuentro con el texto
el
Lee en forma silenciosa y luego en forma oral la obra narrativa titulada, La metamorfosis d
escritor Franz Kafka. Trata de imaginar todos los componentes de la historia, el ambiente, los
personajes, las acciones.
La metamorfosis
4
Franz Kafk a
(Versión con fines pedagógicos)
Sí yo, con el jefe que tengo, quisiese hacer lo mismo, me vería en el acto
de patitas en la calle. Y ¿Quién sabe si esto no sería para mí lo más
conveniente? Si no fuese por mis padres, ya hace tiempo que me hubiese
despedido. Me hubiera presentado ante el jefe y, con toda mi alma, la habría
manifestado mi modo de pensar. ¡Se cae del escritorio! Que también tiene lo
suyo eso de sentarse encima del escritorio para, desde aquella altura, hablar
a los empleados, que, como él es sordo, han de acercársele mucho. Pero, lo
que es la esperanza, todavía no la he perdido del todo. En cuanto tenga
reunida la cantidad necesaria para pagarles la deuda a mis padres —unos
cinco o seis años todavía—, vaya si lo hago. Y entonces, si que me
redondeo. Bueno, pero, por ahora, lo que tengo que hacer es levantarme,
que el tren sale a las cinco.
—Volvió los ojos hacia el despertador, que hacía tictac encima del baúl —¡Santo Dios!
—exclamó para sus adentros. Eran las seis y media, y las manecillas seguían
avanzando tranquilamente. Es decir, ya era más. Las manecillas estaban casi en
menos cuarto. Desde la cama podía verse que estaba puesto efectivamente en las
cuatro; por tanto, tenía que haber sonado. Pero, ¿era posible seguir durmiendo
impertérrito, a pesar de aquel sonido que conmovía hasta los mismos muebles? Su
sueño no había sido tranquilo. Pero, por lo mismo, probablemente un tanto más
profundo. Y ¿qué hacia él ahora? El tren siguiente salía a las siete; para cogerlo era
preciso darse una prisa loca. El muestrario no estaba aún empaquetado, y, por último,
él mismo no se sentía nada dispuesto. Además aunque alcanzase el tren, no por ello
evitaría la lípica del gerente, pues el muchacho del almacén, que habría bajado, debía
de haber dado ya cuenta de su falta. Era el tal muchacho una hechura del gerente, sin
dignidad ni consideración. Y si dijese que estaba enfermo, ¿Qué pasaría? Pero esto,
además de ser muy penoso, infundiría sospechas,
34
pues Gregorio, en los cinco años que llevaba empleado no había estado malo ni una
sola vez. Vendría de seguro el jefe con el médico del sindicato. Se desataría en
reproches, delante de los padres, respecto a la holgazanería del hijo.
[…]
Mientras pensaba y meditaba atropelladamente, sin poderse
decidir abandonar el lecho, y justo en el momento en que el
despertador daba las siete menos cuarto, llamaron quedo a la puerta
que estaba junto a la cabecera de la cama. —Gregorio —dijo una voz,
la de la madre—, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a marcharte
de viaje? ¡Qué voz más dulce! Gregorio se horrorizó al oír en cambio
la suya propia, que era la de siempre, si, pero que salía mezclada con
un doloroso e irreprimible pitido, en el cual las palabras, al principio
claras, se confundían luego, resonando de modo que no estaba
uno seguro de haberlas oído. Gregorio hubiera querido contestar
dilatadamente, explicarlo todo; pero, en vista de ello, se limitó a
decir: —Si, sí. Gracias madre. Ya me levanto. A través de la puerta de
madera, la mutación de la voz de Gregorio no debió notarse, pues
la madre se tranquilizó con esta respuesta y se retiró […] Llegó el
padre a su vez y, golpeando ligeramente la puerta, llamó: “Gregorio,
¡Gregorio! ¿Qué pasa?” Esperó un momento y volvió a insistir,
alzando algo la voz: “Gregorio, ¡Gregorio!” Mientras tanto, detrás de
la otra hoja, la hermana se lamentaba dulcemente: “Gregorio, ¿no
estás bien? ¿Necesitas algo?” “Ya estoy listo”, respondió Gregorio a
ambos a un tiempo, aplicándose a pronunciar, y hablando con gran
lentitud, para disimular el sonido inaudito de su voz.
[…]
Lo primero era levantarse tranquilamente, arreglarse sin ser importunado y, sobre todo,
desayunar. Sólo después de efectuado todo esto pensaría en lo demás, pues de sobra
comprendía que en la cama no podía pensar bien […] Arrojar la cobija lejos de sí era cosa
muy sencilla. Bastaría con abombarse un poco: la cobija caería por sí sola. Pero la di
cultad estaba en la extraordinaria anchura de Gregorio. Para incorporarse, podía haberse
ayudado de los brazos y las manos; pero en su lugar, tenía ahora innumerables patas en
constante agitación y le era imposible hacerse dueño de ellas. Y el caso es que él quería
incorporarse. Se estiraba; lograba por n dominar una de sus patas; pero mientras tanto,
las demás proseguían su libre y dolorosa agitación. “No conviene hacerse el zángano en
la cama”, pensó Gregorio.
Primero intentó sacar del lecho la parte inferior del cuerpo. Pero esta parte inferior
—que por cierto no había visto todavía, y que, por tanto, le era imposible representarse
en su exacta conformación— resultó ser demasiado difícil de mover. La operación se
inició muy despacio. Gregorio frenético ya, concentró toda su energía y, sin pararse en
barras, se arrastró hacia adelante. Mas calculó mal la dirección, se dio un golpe tremendo
contra los pies de la cama, y el dolor que esto le produjo le demostró, con su agudez, que
aquella parte inferior de su cuerpo era quizás, precisamente en su nuevo estado, la más
sensible. Intentó, pues, sacar la parte superior, y volvió cuidadosamente la cabeza hacia
el borde de la cama. Esto no ofreció ninguna di cultad, y, no
35
obstante su anchura y su peso, el cuerpo todo siguió por n, aunque lentamente, el
movimiento iniciado por la cabeza. Pero, al verse con esta colgando en el aire, le entró
miedo de continuar avanzando en igual forma, porque, dejándose caer así era preciso un
verdadero milagro para sacar intacta la cabeza; y ahora menos que nunca quería
Gregorio perder el sentido. Antes quería quedarse en la cama.
Después de realizar a la inversa los mismos esfuerzos, subrayándolos con hondísimos
suspiros, se halló de nuevo en la misma posición tornó a ver sus patas presas de una
excitación mayor que antes […] “Las siete ya —se dijo al oír de nuevo el despertador—.
¡Las siete ya, y todavía sigue la niebla!” Durante unos momentos permaneció echado,
inmóvil y respirando quedo, cual si esperase volver en silencio a su estado normal. Pero,
a poco, pensó: “Antes de que den las siete y cuarto es indispensable que me haya
levantado. Sin contar que, entretanto, vendrá seguramente alguien del almacén a
preguntar por mí, pues allí abren antes de las siete […] Cayó en la cuenta de que todo
sería muy sencillo si alguien viniese en su ayuda. Con dos personas robustas (y pensaba
en su padre y en la criada) bastaría. Sólo tendrían que pasar los brazos por debajo de su
abombada espalda, desenfundarle del lecho y, agachándose luego con la carga,
permitirle solícitamente estirarse por completo en el suelo, en donde era de presumir que
las patas demostrarían su razón de ser. Ahora bien, tomando en cuenta que las puertas
estaban cerradas, ¿le convenía realmente pedir ayuda? Pese a lo apurado de su
situación, no le quedó otra que sonreírse.
[…]
En esto, llamaron a la puerta del apartamento. “De seguro es alguien del
alma cén” —pensó Gregorio, quedando de pronto en suspenso, mientras
sus patas seguían danzando cada vez más rápidamente […] Se sintieron
aproximarse a la puerta las fuertes pisadas de la criada. Y la puerta se
abrió. Le bastó a Gregorio oír la primera palabra pronunciada por el
visitante, para percatarse de quien era. Era el gerente en persona. ¿Por
qué estaría Gregorio condenado a trabajar en una empresa en la cual la
más mínima ausencia despertaba inmediatamente las más trágicas
sospechas? ¿Es qué los empleados, todos en general y cada uno en
particular, no eran sino unos pillos? ¿Es qué no podía haber entre ellos
algún hombre de bien, que después de perder aunque sólo fuese un par de
horas de la mañana, se volviese loco de remordimiento y no se hallase en
condiciones de abandonar la cama? […] Gregorio, más bien sobrexcitado
por estos pensamientos se arrojó enérgicamente del lecho. Se oyó un
golpe sordo, pero que no podría calificarse propiamente de estruendo […]
—Algo ha ocurrido ahí dentro —dijo el gerente, en la habitación de la
izquierda […] Desde la habitación contigua de la derecha, susurró la
hermana esta noticia: “Gregorio, que ahí está el gerente”. “Ya lo sé”,
contestó Gregorio para sus adentros. Pero no osó levantar la voz hasta el
punto de hacerse oír por su hermana.
[…]
—¡Buenos días señor Samsa! —terció amablemente el gerente. —No se encuentra
bien —dijo la madre a este último mientras el padre continuaba hablando junto a la
puerta—. No está bueno, créame usted, señor gerente. ¿Cómo si no, iba Gregorio a
perder el tren? Si el chico no
36
tiene otra cosa en la cabeza más que el almacén […] ni una sola noche ha salido de
casa […] Su única distracción consiste en trabajos de carpintería. En dos o tres
veladas ha tallado un marquito. Cuando lo vea usted, se va a asombrar; es precioso.
Ahí está colgado en su cuarto; ya lo verá usted en seguida, en cuanto abra Gregorio.
Por otra parte, celebro verle a usted, señor gerente, pues nosotros solos nunca
hubiéramos podido convencer a Gregorio para que abriera la puerta. ¡Es más tozudo!
[...] —Señor Samsa —dijo, por n, el gerente con voz campanuda—, ¿qué signi ca
esto? Se ha atrincherado usted en su habitación. No contesta más que sí o no. Inquieta
usted grave e inútilmente a sus padres, y, sea dicho de paso, falta a su obligación en la
empresa de una manera verdaderamente inaudita. Le hablo aquí en nombre de sus
padres y de su jefe, y le ruego muy en serio que se explique al punto y claramente […]
En estos últimos tiempos su trabajo ha dejado mucho que desear. Cierto que no es
ésta la época más propicia para los negocios; nosotros mismos lo reconocemos. Pero,
señor Samsa, no hay época, no debe haberla, en que los negocios estén
completamente parados.
—Señor gerente —gritó Gregorio fuera de sí, olvidándose en su excitación de todo lo
demás—. Voy inmediatamente, voy al momento. Una ligera indisposición, un
desvanecimiento, me ha impedido levantarme. Estoy todavía acostado […] ¡No se
comprende cómo le pueden suceder a uno estas cosas! Ayer tarde estaba yo bien. Mis
padres lo saben. […] ¡Señor gerente, tenga consideración con mis padres! No hay
motivo para todos los reproches que me hace usted ahora […] Por lo demás saldré en
el tren de las ocho. Este par de horas de descanso me han dado fuerzas. No se
detenga usted más, señor gerente. En seguida voy al almacén. Explique usted allí esto,
se lo suplico […] Y mientras espetaba atropelladamente este discurso […] se aproximó
fácilmente al baúl e intentó enderezarse apoyándose en él [...] calló para escuchar lo
que decía el gerente. —¿Han entendido ustedes una sola palabra? —preguntaba éste a
los padres—. ¿No será que se hace el loco? —¡Por amor de Dios! —exclamó la madre
llorando—. Tal vez se siente muy mal y nosotros le estamos morti cando. Y
seguidamente llamó. —¡Grete! ¡Grete! —¿Qué madre? —contestó la hermana desde el
otro lado de la habitación de Gregorio, a través de la cual hablaban. —Tienes que ir
enseguida a buscar al médico; Gregorio está malo. Ve corriendo. ¿Has oído como
hablaba ahora Gregorio? —Es una voz de animal— […] —¡Ana! ¡Ana! —Llamó el
padre, volviéndose hacia la cocina a través del recibo y dando palmadas—, vaya
inmediatamente a buscar un cerrajero. Ya se sentía por el recibo el rumor de las faldas
de las muchachas que salían corriendo (¿cómo se habría vestido tan de prisa la
hermana?), y ya se oía abrir bruscamente la puerta del apartamento. Pero no se
percibió ningún portazo. Debieron de dejar la puerta abierta, como suele suceder en las
casas donde ha ocurrido una desgracia.
[…]
Gregorio, empero, hallábase ya mucho más tranquilo. Cierto es que sus palabras
resultaban ininteligibles, aunque a él le parecían muy claras, más claras que antes, sin
duda porque ya se le iba acostumbrando el oído. Pero lo esencial era que ya se habían
percatado los demás de que algo insólito le sucedía y se disponían a acudir en su ayuda
[…] Gregorio se deslizó lentamente con el sillón hacia la puerta; al llegar allí, abandonó el
asiento, se arrojó contra ésta, se sostuvo en pie, agarrado, pegado a ella por la
viscosidad de su patas. Descansó así un rato del esfuerzo realizado. Luego intentó con la
boca hacer girar la llave dentro de la cerradura. Por desgracia, no parecía tener lo que
propiamente llamamos dientes. ¡Con qué iba entonces a coger la llave? Pero, en cambio,
sus mandíbulas eran muy fuertes, y, sirviéndose de ellas, pudo poner la llave en
37
movimiento, sin reparar en el daño que seguramente se hacía, pues un líquido oscuro le
salió de la boca, resbalando por la llave y goteando hasta el suelo. —Escuchen ustedes
—dijo el gerente en el cuarto inmediato—; está dando vueltas a la llave. Estas palabras
alentaron mucho a Gregorio.
[…]
Imaginando la ansiedad con que todos seguirían sus esfuerzos mordió
con toda su alma la llave, medio desfallecido. Y, a medida que ésta giraba
en la cerradura, él se sostenía, meciéndose en el aire, colgado por la boca,
y, conforme era necesario, se agarraba a la llave o la empujaba hacia
abajo con todo el peso de su cuerpo. El sonido metálico de la cerradura,
cediendo por fin, le volvió completamente en sí —Bueno se dijo con un
suspiro de alivio—; pues no ha sido preciso que venga el cerrajero, y dio
con la cabeza en el pestillo para acabar de abrir. Este modo de abrir la
puerta, fue causa de que, aunque franca ya la entrada, todavía no se le
viese. Hubo primero que girar lentamente contra una de las hojas de la
puerta, con gran cuidado para no caerse bruscamente de espaldas en el
umbral. Y aún estaba ocupado en llevar a cabo tan difícil movimiento, sin
tiempo para pensar en otra cosa, cuando sintió un “¡oh!” del gerente, que
sonó como suena el mugido del viento, y vio a este señor, el más
inmediato a la puerta, taparse la boca con la mano y retroceder
lentamente, como impulsado mecánicamente por una fuerza invisible.
La madre —que, a pesar de la presencia del gerente, estaba allí despeinada, con el
pelo enredado en lo alto del cráneo— miró primero a Gregorio, juntando las manos,
avanzó luego dos pasos hacia él, y se desplomó por n, en medio de sus faldas
esparcidas en torno suyo, con el rostro oculto en las profundidades del pecho. El padre
amenazó con el puño con expresión hostil, cual si quisiera empujar a Gregorio hacia el
interior de la habitación; se volvió luego, saliendo con paso inseguro al recibo, y,
cubriéndose los ojos con las manos, rompió a llorar de tal modo, que el llanto sacudía
su robusto pecho […] Gregorio, pues, no llegó a penetrar en la habitación; desde el
interior de la suya permaneció apoyado en la hoja cerrada de la puerta que sólo
presentaba la mitad superior del cuerpo, con la cabeza inclinada de medio lado,
espiando a los circundantes […] —Bueno —dijo Gregorio muy convencido de ser el
único que había conservado su serenidad […] Bueno, me visto al momento, recojo el
muestrario y salgo de viaje. ¿Me permitirán que salga de viaje, verdad? Ea, señor
gerente, ya ve usted que no soy testarudo y que trabajo con gusto. El viajar cansa;
pero yo no sabría vivir sin viajar […] Pero inmediatamente cayó en tierra, intentando,
con inútiles esfuerzos, sostenerse sobre sus innumerables y diminutas patas, y
exhalando un ligero quejido. Al punto se sintió por primera vez aquel día, invadido por
un verdadero bienestar: las patitas apoyadas en el suelo, obedecían perfectamente.
[…]
A Gregorio le fue completamente imposible averiguar con qué disculpas habían
despedido aquella mañana al médico y al cerrajero. Como no se hacía comprender de
nadie, nadie pensó, ni siquiera la hermana, que él pudiese comprender a los demás. No
le quedó, pues, otro remedio que contentarse, cuando la hermana entraba en su cuarto,
con oírla gemir e invocar a todos los
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santos [….] El tren de la casa se redujo cada vez más. Se despidió a la criada, y se la
sustituyó en los trabajos más duros por una asistenta, una especie de gigante huesudo,
con un nimbo de cabellos blancos en torno a la cabeza, que venía un rato por la mañana
y otro por la tarde, y fue la madre quien hubo de sumar, a su ya nada corta labor de
costura, todos los demás quehaceres. Hubo, incluso, que vender varias alhajas que
poseía la familia, y que en otros tiempos, habían lucido gozosas la madre y la hermana en
estas y reuniones. Así lo averiguó Gregorio en la noche, por la conversación acerca del
resultado de la venta. Pero, el mayor motivo de lamentación consistía siempre en la
imposibilidad de dejar aquel apartamento, demasiado grande ya en las actuales
circunstancias; pues no había modo alguno de mudar a Gregorio. Pero bien comprendía
éste que él no era el verdadero impedimento para la mudanza, ya que se le podía haber
transportado fácilmente en un cajón, con tal que tuviese un par de agujeros por donde
respirar. No; lo que detenía principalmente a la familia, en aquel trance de mudanza, era
la desesperación que ello le infundía al tener que concretar la idea de que había sido
azotada por una desgracia, inaudita hasta entonces en todo el círculo de sus parientes y
conocidos.
[…]
Tuvieron que apurar hasta el fondo, el cáliz que el mundo impone a los desventurados:
el padre tenía que ir a buscar el desayuno de los empleados del banco; la madre que
sacri carse por ropas de extraños; la hermana, que correr de acá para allá detrás del
mostrador conforme lo exigían los clientes. Pero las fuerzas de la familia no daban ya
más de sí. Y Gregorio sentía renovarse el dolor de la herida que tenía en la espalda,
cuando la madre y la hermana, después de acostar al padre, tornaban al comedor y
abandonaban el trabajo para sentarse muy cerca una de otra, casi mejilla con mejilla. La
madre señalaba hacia la habitación de Gregorio y decía: Grete, cierra esa puerta. Y
Gregorio se hallaba de nuevo en la oscuridad.
[…]
Pero si la hermana, extenuada por el trabajo, se hallaba cansada de cuidar a Gregorio
como antes, no tenía por qué ser remplazada por la madre, ni Gregorio tenía por qué
sentirse abandonado, que ahí estaba la asistenta. Esta viuda, harto crecida en años y a
quien su huesuda constitución debía haber permitido resistir las mayores amarguras en el
curso de su dilatada existencia, no sentía hacia Gregorio ninguna repulsión propiamente
dicha. Sin que ello pudiese achacarse a un afán de curiosidad, abrió un día la puerta del
cuarto de Gregorio, y, a la vista de éste, que en su sorpresa, y aunque nadie le perseguía,
comenzó a correr de un lado para otro [...] Desde entonces, nunca se olvidaba de
entreabrir, tarde y mañana, furtivamente la puerta, para contemplar a Gregorio. Al
principio, incluso le llamaba, con palabras que sin duda creía cariñosas, como: “¡Ven aquí,
pedazo de bicho! ¡Vaya con el pedazo de bicho este!” […] Una mañana temprano
—mientras la lluvia, tal vez heraldo de la primavera azotaba furiosamente los cristales—
la asistenta comenzó de nuevo sus manejos, y Gregorio se irritó a tal punto, que se volvió
contra ella, lenta y débilmente, es cierto, pero en disposición de atacar. Pero, ella en vez
de asustarse, levantó simplemente una silla que estaba frente a la puerta, y se quedó en
esta actitud, con la boca abierta de par en par, cual demostrando a las claras su propósito
de no cerrarla hasta después de haber descargado sobre la espalda de Gregorio la silla
que tenía en la mano. —¿Con qué no seguimos adelante? —preguntó, al ver que
Gregorio retrocedía. Y tranquilamente volvió a colocar la silla en el rincón.
Gregorio casi no comía. Al pasar junto a los alimentos que tenía dispuestos, tomaba
algún bocado a modo de muestra, lo guardaba en la boca durante horas, y casi siempre
lo escupía.
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Al principio, pensó que su desgano era efecto, sin duda, de la melancolía en que le sumía
el estado de su habitación; pero precisamente se habituó muy pronto al nuevo aspecto de
ésta. Habían ido tomando la costumbre de colocar allí las cosas que estorbaban en otra
parte, las cuales eran muchas, pues uno de los cuartos de la casa había sido alquilado a
tres huéspedes. Éstos, tres señores muy formales —los tres usaban barba, según
comprobó Gregorio una vez por la rendija de la puerta—, cuidaban de que reinase el
orden más escrupuloso no sólo en su propia habitación, sino en toda y todo lo de la casa,
puesto que en ella vivían, y muy especialmente en la cocina. Trastos inútiles, y mucho
menos cosas sucias no lo permitían [...] Todas esas cosas iban a parar al cuarto de
Gregorio, de igual modo que el cenicero y el cajón de la basura […] Aquello que de
momento no había de ser utilizado, la asistenta, que en esto se daba mucha prisa, lo
arrojaba al cuarto de Gregorio, quien por fortuna, la mayoría de las veces, sólo lograba
divisar el objeto en cuestión y la mano que lo esgrimía.
[…]
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la hermana con el violín. La hermana lo dispuso todo tranquilamente para comenzar a
tocar. Mientras, los padres, que habían tenido habitaciones alquiladas y que, por lo
mismo, extremaban la cortesía para con los huéspedes no se atrevían a sentarse en sus
propias butacas.
[…]
Comenzó a tocar la hermana, y el padre y la madre, cada uno desde su sitio, seguían
todos los movimientos de sus manos. Gregorio atraído por la música, se atrevió a avanzar
un poco y se encontró con la cabeza en el comedor. Casi no le sorprendía la escasa
consideración que guardaba a los demás en los últimos tiempos, y sin embargo, antes,
esa consideración había sido su mayor orgullo. Pero, ahora más que nunca tenía él,
motivos para ocultarse, pues, debido al estado de suciedad de su habitación, cualquier
movimiento que hacía levantaba olas de polvo en torno suyo, y él mismo estaba cubierto
de polvo y arrastraba consigo, en la espalda y en los costados, hilachos, pelos y restos de
comida […] ¡Que bien tocaba la hermana! Con el rostro ladeado seguía atenta y
tristemente leyendo el pentagrama. Gregorio se arrastró otro poco hacia adelante y
mantuvo la cabeza pegada al suelo, haciendo por encontrar con su mirada la mirada de la
hermana. ¿Sería una era, que la música tanto le impresionaba? Le parecía como si se
abriese ante él el camino que habría de conducirle hasta un alimento desconocido
ardientemente anhelado. Sí, estaba decidido a llegar hasta la hermana, a tirarle de la
falda y a hacerle comprender de este modo que había de venir a su cuarto con el violín,
porque nadie premiaba aquí su música como él quería hacerlo.
[…]
Era preciso que la hermana permaneciese junto a él, no a la fuerza, sino
voluntariamente; era preciso que se sentase junto a él en el sofá, que se inclinase hacia
él, y entonces le con aría al oído que había tenido la rme intención de enviarla al
Conservatorio, y que de no haber sobrevenido la desgracia, durante las pasadas
Navidades —¿pues las Navidades ya habían pasado no?—, así lo hubiera declarado a
todos, sin cuidarse de ninguna objeción en contra. Y al oír esta explicación, la hermana,
conmovida, rompería a llorar, y Gregorio se alzaría hasta sus hombros, y la besaría en el
cuello, que, desde que iba a la tienda, llevaba desnudo, sin cinta al cuello […] —Señor
Samsa —dijo de pronto al padre el señor que parecía ser el más autorizado. Y, sin
desperdiciar ninguna palabra más, mostró al padre, extendiendo el índice en aquella
dirección, a Gregorio, que iba lentamente avanzando. El violín enmudeció de pronto, y el
señor que parecía el más autorizado sonrió a sus amigos, sacudiendo la cabeza, y se
tornó a mirar a Gregorio.
[…]
Al padre le pareció lo más urgente, en lugar de arrojar de allí a Gregorio, tranquilizar a
los huéspedes, los cuales no se mostraban ni mucho menos intranquilos, y parecían
divertirse más con la aparición de Gregorio que con el violín. Se precipitó hacia ellos, y,
extendiendo los brazos, quiso empujarlos hacia su habitación a la vez que les ocultaba
con su cuerpo la vista de Gregorio. Ellos, entonces, no disimularon su enojo, aunque no
era posible saber si éste obedecía a la actitud del padre o al enterarse en aquel momento
de que habían convivido, sin sospecharlo, con un ser de aquella índole. Pidieron
explicaciones al padre, alzaron a su vez los brazos al cielo, se estiraron la barba con
gesto inquieto, y no retrocedieron sino muy lentamente hasta su habitación. Mientras, la
hermana había logrado sobreponerse a la impresión que hubo de causarle en un principio
al verse bruscamente interrumpida. Se quedó con los brazos caídos, sujetando con
indolencia el arco y el violín, y la mirada ja en el papel de música, cual si todavía tocase.
41
[…]
Pero la cosa es que a Gregorio no se le había ocurrido en absoluto querer
asustar a nadie, ni mucho menos a su hermana.
Lo único que había hecho era empezar a dar la vuelta para volver a su habitación, y
esto fue, sin duda, lo que sobrecogió a los demás, pues, a causa de su estado doliente,
tenía, para realizar aquel difícil movimiento, que ayudarse con la cabeza, levantándola y
volviendo a apoyarla en el suelo varias veces. Se detuvo y miró en torno suyo. Parecía
adivinada su buena intención: aquello sólo había sido un susto momentáneo. Ahora todos
le contemplaban tristes y pensativos.
La madre estaba en su butaca, con las piernas extendidas ante sí, muy juntas una
contra otra, y los ojos casi cerrados de cansancio. El padre y la hermana se hallaban
sentados uno al lado del otro, y la hermana rodeaba con su brazo el cuello del padre.
—Bueno, tal vez pueda ya moverme —pensó Gregorio, comenzando de nuevo su penoso
esfuerzo. No podía contener sus resoplidos, y de cuando en cuando tenía que pararse a
descansar. Pero, nadie le apresuraba; se le dejaba en entera libertad. Cuando hubo dado
la vuelta, inició en seguida la marcha atrás en línea recta. Le asombró la gran distancia
que le separaba de su habitación; no acertaba a comprender como en su actual estado de
debilidad, había podido, momentos antes, hacer ese mismo camino sin notarlo.
Con la única preocupación de arrastrarse lo más rápidamente posible,
apenas si reparó en que ningún miembro de la familia le azuzaba con
palabras o gritos. Al llegar al umbral, volvió, empero, la cabeza, aunque
sólo a medias, pues sentía cierta rigidez en el cuello, y pudo ver que nada
había cambiado a su espalda. Únicamente la hermana se había puesto de
pie. Y su última mirada fue para la madre, que, por n, se había quedado
dormida […] A la mañana siguiente, cuando entró la asistenta —daba
tales portazos, que en cuanto llegaba ya era imposible descansar en la
cama a pesar de las in nitas veces que se le había rogado otras
maneras— para hacer a Gregorio la breve visita de costumbre, no halló en
él, al principio, nada de particular. Supuso que permanecía así inmóvil,
con toda intención, para hacerse el enfadado, pues le consideraba capaz
del completo discernimiento. Casualmente llevaba en la mano el
deshollinador, y quiso con él hacerle cosquillas a Gregorio desde la
puerta. Al ver que tampoco con esto lograba nada, se irritó a su vez,
empezó a pincharle, y tan sólo después que le hubo empujado sin
encontrar ninguna resistencia se jó en él y, percatándose al punto de lo
sucedido, abrió desmesuradamente los ojos y dejó escapar un silbido de
sorpresa. Pero, no se detuvo mucho tiempo, sino que, abriendo
bruscamente la puerta de la alcoba, lanzó a voz en grito en la oscuridad:
—¡Miren ustedes, ha
reventado! ¡Ahí le tienen lo que se dice reventado! El señor y la señora Samsa se
incorporaron en el lecho matrimonial. Les costó gran trabajo sobreponerse al susto, y
tardaron bastante en comprender lo que de tal manera les anunciaba la asistenta. Una
vez comprendido esto, bajaron al punto de la cama, cada uno por su lado.
[…]
Mientras se había abierto también la puerta del comedor, en donde dormía
Grete desde la llegada de los huéspedes. Grete estaba del todo vestida, cual
si no hubiese dormido en toda la noche, cosa que parecía confirmar la
palidez de su rostro.
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—¿Muerto? —dijo la señora Samsa, mirando interrogativamente a la
asistenta, no obstante poderlo comprobar todo por sí misma, e incluso
averiguarlo sin necesidad de comprobación ninguna. —Esto es lo que digo
—contestó la asistenta, empujando un buen trecho con la escoba el
cadáver de Gregorio, cual para probar la veracidad de sus palabras. La
señora Samsa hizo un movimiento como para detenerla, pero no la detuvo.
—Bueno —dijo el señor Samsa—, ahora podemos dar gracias a Dios. Se
santiguó, y las tres mujeres le imitaron. Grete no apartaba la vista del
cadáver: Miren que delgado estaba —dijo—, verdad es que hacía ya
tiempo que no probaba bocado. Así como entraban las comidas, así se las
volvían a llevar. El cuerpo de Gregorio aparecía, efectivamente,
completamente plano y seco. De esto sólo se enteraban ahora, porque ya
no lo sostenían sus patitas, y nadie apartaba de él la mirada. —Grete vente
un ratito con nosotros —dijo la señora Samsa, sonriendo
melancólicamente. Y Grete, sin dejar de mirar hacia el cadáver, siguió a sus
padres a la alcoba. La asistenta cerró la puerta, y abrió las ventanas de par
en par. Era todavía muy temprano, pero el aire tenía ya, en su frescor,
cierta tibieza. Se estaba justo a fines de marzo.
Los tres huéspedes salieron de su habitación y buscaron con la vista su desayuno. Los
habían olvidado. —¿Y el desayuno? Le preguntó a la asistenta con mal humor el señor
que parecía el más autorizado de los tres. Pero la asistenta poniéndose el índice ante la
boca, invitó silenciosamente, con señas enérgicas, a los señores a entrar en la habitación
de Gregorio. Entraron pues, y allí estuvieron, en el cuarto inundado de claridad, en torno
al cadáver de Gregorio, con expresión desdeñosa y las manos hundidas en los bolsillos
de sus raídas chaquetas. Entonces se abrió la puerta de la alcoba y apareció el señor
Samsa, enfundado en su uniforme, llevando de un brazo a su mujer y del otro a su hija.
Todos tenían trazas de haber llorado algo, y Grete ocultaba de cuando en cuando el
rostro contra el brazo del padre. —Abandonen ustedes inmediatamente mi casa —dijo el
señor Samsa, señalando la puerta, pero sin soltar a las mujeres. —¿Qué pretende usted
dar a entender con esto? —le preguntó el más autorizado de los señores, algo
desconcertado y sonriendo con timidez. Los otros dos tenían las manos cruzadas en la
espalda, y se las frotaban sin cesar una contar otra, cual si esperasen gozosos una pelea
cuyo resultado había de serles favorable. —Pretendo dar a entender exactamente lo que
digo —contestó el señor Samsa, avanzando con sus dos acompañantes en una sola línea
hacia el huésped. Este permaneció callado y tranquilo, con la mirada ja en el suelo […]
En ese caso, nos vamos —dijo, por n, mirando al señor Samsa, como si una fuerza
repentina le impulsase a pedirle autorización incluso para esto.
[…]
Decidieron dedicar aquel día al descanso y a pasear: no sólo tenían bien ganada esta
tregua en su trabajo, sino que les era indispensable […] Cuando estaban ocupados en
estos menesteres, entró la asistenta a decirles que se iba, pues ya había terminado su
trabajo de la mañana […] —¿Qué pasa? —preguntó el señor Samsa. La asistenta
permanecía sonriente en el umbral, cual tuviese que comunicar a la familia una felicísima
nueva, pero indicando con su actitud que sólo lo haría después de haber sido
convenientemente interrogada […] —Bueno, vamos a ver, ¿Qué desea usted?
—preguntó la señora Samsa, que era la persona a quien más respetaba la asistenta. —
43
Pues —contestó ésta, y la risa no le dejaba seguir—, pues que no
Pues —contestó ésta, y la risa no le dejaba seguir—, pues
que no tienen ustedes que preocuparse respecto a cómo
van a quitarse
tienen ustedes que preocuparse respecto a cómo van a
quitarse de en medio el trasto ese de ahí al lado. Ya está
todo arreglado
de en medio el trasto ese de ahí al lado. Ya está todo
arreglado […] el señor Samsa, advirtiendo que la sirvienta
se disponía a
[…] el señor Samsa, advirtiendo que la sirvienta se disponía
a contarlo todo minuciosamente, la detuvo, extendiendo con
contarlo todo minuciosamente, la detuvo, extendiendo con
energía la mano hacia ella. La asistenta, al ver que no le
permitían
energía la mano hacia ella. La asistenta, al ver que no le
permitían contar lo que traía preparado, recordó que tenía
mucha prisa—
contar lo que traía preparado, recordó que tenía mucha
prisa— —¡Queden con Dios! —dijo, visiblemente ofendida.
Dio media
—¡Queden con Dios! —dijo, visiblemente ofendida. Dio
media vuelta con gran irritación, y abandonó la casa dando
un portazo
vuelta con gran irritación, y abandonó la casa dando un
portazo terrible. —Esta noche la despido —dijo el señor
Samsa.
terrible. —Esta noche la despido —dijo el señor
Samsa. […]
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Atesorando palabras
Trata de identi car por el contexto, el signi cado de las palabras que
desconozcas. Si es necesario consulta el diccionario. Puedes buscar, libremente,
las palabras que desees, sin embargo, te sugerimos poner atención a las
siguientes:
Descubriendo el texto
¿Cuál es el punto de vista del narrador? ¿En qué persona está escrita la
obra?
¿Cómo es el tiempo en que se desarrolla la novela? ¿Hay
un orden cronológico o varía el tiempo del relato? Razona.
¿Cómo mani esta Gregorio su responsabilidad para cumplir con su trabajo?
Analiza la actitud del gerente, ¿cómo piensa en
relación a lo que signi can los negocios? ¿Lo autoritario está por
encima de la solidaridad? Razona.
¿Podrías señalar en la lectura indicios que indican el
estado de soledad en que se encuentra Gregorio?
¿Crees que esa transformación de Gregorio está
relacionada con la necesidad de evadirse de una realidad rutinaria que
lo agobia?
¿Cómo de nirías la actitud de la hermana? ¿Se preocupa por él?
¿Qué sentimientos demuestra?
A pesar de que la narración se desarrolla en un espacio
reducido, ¿se mantuvo el suspenso en la obra? ¿Cómo lo logra el
narrador? ¿Qué recursos utiliza? Explica.
¿En esta narración breve hay recursos que son utilizados por
la literatura fantástica? ¿Cuáles? Razona tu respuesta.
¿Se relaciona la realidad con la cción para crear
arte literario? Explica. ¿Qué papel tiene la música
en el desenlace del relato?
¿Cuáles son los sentimientos del padre, de la madre y de la
hermana de Gregorio ante su muerte? ¿Hay sentimientos contradictorios?
¿Cómo analizarías el nal de este relato? ¿Cuál es la
reacción ante lo inevitable? ¿Fue una liberación para la familia?
¿Se podría a rmar que hay un drama psicológico? ¿Por qué?
¿Este relato nos invita a re exionar sobre la vida del ser
humano, la familia y la sociedad? Mani esta tus ideas al respecto.
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La palabra y su tiempo
Desde las primeras frases con que se inicia la obra, el narrador nos revela el drama de
Gregorio y la familia Samsa. Es decir, que el punto de quiebre dramático, comienza con
las primeras palabras del relato cuando cuenta que: “Al despertar Gregorio Samsa una
mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso
insecto”. Es un comienzo abrupto que ubica de inmediato al lector en las interioridades de
una realidad fantástica.
Pese a ello, no se deslinda del drama cotidiano del habitante común de las ciudades.
La obra representa una metáfora de la alienación como producto de la lucha del ser
humano por adaptarse a un sistema social, que le demanda notables esfuerzos para
lograr un equilibrio entre los anhelos personales y las exigencias económicas del medio
donde se vive. La realidad mágica, creada por el escritor no pretende alejar al ser
humano de sus problemas habituales, por el contrario ,es un recurso para profundizar en
ese mundo subjetivo de las emociones, sentimientos, logros, frustraciones, renuncias y
esperanzas que constituyen la otra realidad auténtica.
46
Encuentro con
el texto
Lee en forma silenciosa y luego en forma oral “El collar”,
cuento de Guy de Maupassant.
El collar 5
Guy de Maupassant
5 De Maupassant, Guy (1970). La bola de sebo y otros cuentos. Buenos
Aires: Biblioteca Básica Universal.
47
cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y agasajados, cuyas
atenciones ambicionaban todas las mujeres.
Cuando se sentaba, a las horas de comer, delante de la redonda mesa, cubierta por un
mantel de tres días, frente a su esposo, que destapaba la sopera, diciendo con aire de
satisfacción: “¡Ah! ¡Qué buen caldo! ¡No hay nada para mí tan excelente como esto!”,
pensaba en las comidas delicadas, en los servicios de plata resplandeciente, en los
tapices que pueblan las paredes de personajes antiguos y aves extrañas dentro de un
bosque fantástico; pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos en fuentes
maravillosas; en las galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa de es nge, al
tiempo que se paladea la sonrosada carne de una trucha o un alón de faisán.
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El hombre murmuró:
—¿Qué te sucede? Pero ¿qué te sucede?
Más ella, valientemente, haciendo un esfuerzo, había vencido su pena y respondió con
tranquila voz, enjugando sus húmedas mejillas:
—Nada; que no tengo vestido para ir a esa esta. Da la invitación a cualquier colega
cuya mujer se encuentre mejor provista de ropa que yo.
Dijo, no obstante:
—Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero trata de que tu vestido luzca lo más
posible, ya que hacemos el sacri cio.
El día de la esta se acercaba y la señora de Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Sin
embargo, el vestido estuvo hecho a tiempo. Su esposo le dijo una noche:
—¿Qué te pasa? Te veo desatinada y pensativa desde hace tres días.
Y ella respondió:
—Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme. Pareceré, de todos
modos, una miserable. Casi, casi me gustaría más no ir a ese baile.
—Ponte unas cuantas ores naturales—le replicó él—. Eso es muy elegante, sobre todo
en este tiempo, y por diez francos encontrarás dos o tres rosas magní cas.
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La mujer dejó escapar un grito de alegría.
—Tienes razón. No había pensado en ello.
—Sí, mujer.
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Loisel la retuvo diciendo:
—Espera, mujer; vas a resfriarte a la salida. Iré a buscar un coche.
Él preguntaba:
—¿Estás segura de que lo llevabas al salir del baile?
—Sí; lo toqué al cruzar el vestíbulo del Ministerio.
—Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer. Debe de estar en el
coche. —Sí. Es probable. ¿Te jaste qué número tenía?
—No. Y tú, ¿no lo miraste?
—No.
51
Y salió. Ella permaneció en traje de baile, sin fuerzas para irse a la cama, desplomada
en una silla, sin lumbre, casi helada, sin ideas, casi estúpida.
Encontraron en una tienda del Palais Royal, un collar de brillantes que les
pareció idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil francos, y regateando
consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil.
Rogaron al joyero que se lo reservaran por tres días, poniendo por condición que les
dieran por él treinta y cuatro mil francos cuando se lo devolvieran, si el otro collar se
encontrara antes de nes de febrero.
Loisel poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría prestado el resto.
Y, efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cinco luises aquí, tres
allá. Hizo pagarés, adquirió compromisos ruinosos, tuvo tratos con usureros, con toda
clase de prestamistas. Se comprometió para toda la vida, rmó sin saber lo que rmaba,
sin detenerse a pensar, y, espantado por las angustias del porvenir, por la horrible miseria
que los aguardaba, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas las
torturas morales, fue en busca del collar nuevo, dejando sobre el mostrador del
comerciante treinta y seis mil francos.
52
Cuando la señora de Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un
tanto displicente: —Debiste devolvérmelo antes, porque bien puedo yo haberlo
necesitado.
No abrió siquiera el estuche, y eso lo juzgó la otra una suerte. Si notara la sustitución,
¿qué supondría? ¿No es posible que imaginara que se lo cambiaron de intento?
La señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. Tuvo energía para
adoptar una resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel dinero que
debían.
53
Se puso frente a ella y dijo:
—Buenos días, Juana.
54
Atesorando palabras
Trata de identi car por el contexto, el signi cado de las palabras que
desconozcas. Si es necesario consulta el diccionario. Puedes buscar, libremente,
las palabras que desees, sin embargo, te sugerimos poner atención a las
siguientes:
Descubriendo el texto
¿Quién narra la historia? ¿Está fuera o dentro de la narración?
¿En qué época y lugar puedes situar este relato? ¿Qué
elementos del texto te permiten determinarlos?
Señala los personajes que aparecen.
¿Quién es el protagonista? Descríbelo psicológicamente.
¿Cómo era físicamente Matilde antes de la pérdida
del collar? ¿Y después? ¿Cuáles son las
características psicológicas que presenta el señor Loisel?
¿Cómo caracterizas a la señora Forestier?
¿Cuáles defectos y virtudes de los personajes principales
encuentras en esta historia? Razona tu respuesta y apóyate con ejemplos.
¿Qué características presenta el lenguaje utilizado por los
personajes? ¿A qué clase social pertenecían los Loisel antes de
la pérdida del collar? ¿Cómo vivían? Después de la pérdida del
collar, ¿la situación económica y social de los Loisel cambió?
¿Cómo puedes caracterizar a la sociedad de esa época?
Interpreta el siguiente texto:
“¿Cuál sería su fortuna, su estado al presente, si no hubiera perdido el
collar? ¡Quién sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué mudanzas tan singulares ofrece la
vida! ¡Qué poco hace falta para perderse o para salvarse!”
¿Hechos similares a los planteados en el cuento pueden ocurrir en
la vida cotidiana actual? Explica.
¿Este cuento tiene la estructura tradicional o rompe con ella?
Explica y señala ejemplos. ¿Qué opinión te merecen los
planteamientos del cuento?
55
La palabra y su tiempo
Este autor se inscribe dentro de la narrativa denominada naturalista, que se deriva de
la corriente literaria llamada Realismo*. Guy de Maupassant se reveló como un vigoroso
narrador. Para él, el cuento tiene tanta importancia como la novela y presenta gran
maestría en el desarrollo y evolución de las tramas, manteniendo en el lector el interés
creciente por la historia narrada.
56
Encuentro con
el texto
Lee en forma silenciosa el cuento titulado “El corazón
delator”, del escritor norteamericano Edgar Allan Poe.
El corazón
delator
Edgar Allan Poe7
7 htpp://www.ciudad seva.com/textos/cuentos/ing/poe/corazon.html
57
completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la
cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La
movía lentamente... muy, muy lentamente, a n de no perturbar el sueño del viejo. Me
llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta,
hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como
yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la
linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la
linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo su ciente para que un solo rayo de
luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche,
a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi
obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino su maldito ojo. Y por la mañana,
apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente,
llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche.
Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas
las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
58
vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él,
vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él,
deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre in uencia de
deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre in uencia de
aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir —aunque
aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir —aunque
no podía verla ni oírla—, a sentir la presencia de mi cabeza dentro
no podía verla ni oírla—, a sentir la presencia de mi cabeza dentro
de la habitación.
59
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les
describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver.
La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en
silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y
piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco.
Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano —ni siquiera el
suyo—, hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna
mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba
había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan
oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora,
golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía
temer ahora?
60
Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había
sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y
crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían
charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no!
¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí,
así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía!
¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo
sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez...
escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
—¡Basta ya de ngir, malvados! —aullé—. ¡Con eso que lo maté! ¡Levanten esos
tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!
Atesorando palabras
Trata de identi car por el contexto, el signi cado de las palabras que
desconozcas. Si es necesario consulta el diccionario. Puedes buscar, libremente,
las palabras que desees, sin embargo, te sugerimos poner atención a las
siguientes:
zumbido. Descubriendo
el texto
Determina el narrador que lleva el hilo del relato.
¿Qué tipo de narrador es? Extrae ejemplos.
¿En cuánto tiempo transcurren las acciones del hecho que se relata?
¿Cuáles son los personajes en el relato? ¿Cuáles son los principales?
Identi ca los recursos literarios presentes en las
siguientes expresiones: “Oía todo lo que puede oírse en la tierra y
en el cielo”
61
La palabra y su tiempo
La literatura norteamericana del siglo XX lleva la huella de Edgar Allan Poe. Su obra es
un aporte fundamental a la literatura. Liberó la fuerza de los sueños y las profundidades
del inconsciente para dibujar un nuevo arte. Dividió el mundo del espíritu en intelecto
puro, gusto y sentido artístico. Se propuso buscar la perfección de su escritura; para él, la
imaginación es la reina de las facultades, que capta las relaciones internas y secretas de
las cosas. Su creación artística se puede dividir en tres sectores: poesía, narrativa y
crítica literaria.
El género que más trabajó fue el relato corto. Le imprimió una técnica muy
rigurosa en cuanto a la intriga y el suspenso. Los relatos recogidos con el
título de Cuentos grotescos y arabescos, le otorgaron una gran fama. Sus
obras Manuscrito y The narrative of Arthur Gordon Pym han sido creadas en
los espacios del realismo mágico. El gusto por la violencia y la muerte se
leen en “El pozo y el péndulo”, “El barril de amontillado”, “El corazón delator”,
entre otros. Cuentista de efectos morbosos y escalofriantes, anclado, en su
neurosis, la cual penetra en el lector con ímpetu de angustia.
En la poesía de Poe se evidencia una musicalidad comparable con la de Rubén Darío,
la cual muestra una sensibilidad al desnudo. Poe entró al mundo de los sueños y al
verdadero camino de los poetas. Como crítico, reaccionó enérgicamente contra lo que él
consideraba errores literarios de su época.
62
Genio incomprendido en su propio país. Su vida, por demás trágica, desprendió
malentendidos por su desequilibrio y genialidad; no obstante, su fama no se oscureció.
Figura en la historia de la literatura no sólo como poeta, sino como el primer autor de los
relatos cortos policíacos de terror. Hoy constituye un clásico de la literatura universal.
63
La modernidad con el desarrollo de la imprenta promueve una evolución notable del
género. Grandes escritores como: Edgard Allan Poe (Estados Unidos), Guy de
Maupassant (Francia) y Antón Chejov (Rusia), Edmundo de Amicis (Italia) por ejemplo,
cultivan la narración corta creando una literatura realista testigo de la sociedad de su
tiempo. La versatilidad del relato corto le permite convertirse en un campo experimental
para las transformaciones. Su capacidad para expresarse en un lenguaje simbólico,
donde cubre espacios inmensos con pocas palabras, le concede amplias posibilidades
expresivas con una gran carga poética.
Notables escritores de nuestro tiempo, como: Jorge Luis Borges (Argentina),
Marguerite Duras (Francia), Gunter Grass (Alemania), Ernest Hemingway (Estados
Unidos), Virginia Wolf (Inglaterra), William Faulkner, (Estados Unidos), Franz Kafka
(República Checa) Gabriel García Márquez (Colombia), Nadine Gordimer (Suráfrica),
entre otros, crean una obra narrativa breve que contribuye signi cativamente en el
desarrollo de la cultura universal. La literatura con este tipo de práctica narrativa, marca
pautas en la vanguardia literaria y alcanza un alto nivel artístico que in uye en otras artes
como el teatro, las artes plásticas, la música y el cine.
64
Microbiogra as
(Springs, Suráfrica, 1923). Narradora y ensayista en lengua inglesa, representante la
r
Empezó a escribir muy joven y pronto tomó conciencia de la problemática social. Militante
m
“apartheid”, (la discriminación racial), por lo cual algunas de sus obras fueron
prohibidas por o
las autoridades sudafricanas. Entre sus obras más importantes podemos citar: La suave voz de
G
la serpiente ( 1953), Seis pies de tierra ( 1953), Ocasión de amar (1963), El último
burgués ( 1966), e
Un invitado de honor ( 1970), Los compañeros de Livingston (1972), Los intérpretes negros (1973),
n
d
donde publica ensayos sobre literatura escrita por sudafricanos negros.
a
derado uno de los más grandes eruditos del siglo XX. Su formación intelectual en
contacto g
con el mundo europeo es la simiente de una enorme cultura universal. A los seis años, r
inspirándose en un pasaje de Don Quijote r edactó su primera fábula, la tituló La visera
fatal B
(1907). A los diez años publicó una brillante traducción al castellano de El príncipe feliz d e Oscar
s
L
hasta los simbolistas, y de autores del expresionismo alemán, descubrió a Schopenhauer y a
Nietzsche. Fue un personaje polémico desde el punto de vista político, por eso, a pesar
del e
g
reconocimiento universal, y de haber obtenido muchos premios, nunca fue distinguido con el
r
Premio Nobel de Literatura, aun cuando fue nominado por muchos años
consecutivos. o
6
5
(1897-1962). Escritor estadounidense, nació New Albany (Misisipi) al sur de
EEUU, galardonado con el Premio Nobel de Literatura (1949), se le reconoce
como uno de
r
mani esta nuevas perspectivas experimentales y una notable capacidad para penetrar
n
l
en la cultura, en los problemas sociales y en la psicología del ser humano, hacen que
u
tenga una in uencia signi cativa en varios escritores latinoamericanos. Dejó una
obra a
profundiza la mirada en los avatares de la realidad social y en los con ictos psicológicos
i
i
del hombre y la mujer contemporáneos.
W
fantástica. Su obra narrativa creada a principios del siglo XX, reacciona contra el Realismo,
z
que tuvo su auge en el siglo XIX con grandes escritores como Emile Zola o Víctor
Hugo n
a
en Francia. Con Kafka se inicia una nueva era en la narrativa universal.
r
66
(Rouen,1850 - París, 1894) Escritor francés. Provenía de una familia de pequeños
aristócratas libres pensadores. Comenzó estudios de derecho en París que no
culminó t
s
brillantes escritores de la época: Emile Zola, Iván Turgueniev, Edmond de Goncourt
a
maestro Flaubert, se trató del cuento “Bola de sebo”, recogido en Las Noches de Medán
u
(1880), volumen colectivo del grupo literario al que pertenecía. Ese mismo año,
publicó M
su libro de poemas llamado Versos. Cultivó el cuento con una maestría fuera de lo
e
d
común, de allí que sea considerado como uno de los escritores que han concedido
G
corte naturalista.
Sus cuentos: La casa Teller (1881), Los cuentos de la tonta
(1883), Cuentos del día y de la noche (1885), La orla (1887).
Sus novelas cortas: Una vida (1883), Bel Ami (1885) La cama
(1895), El Padre Milton (1899) y El vendedor ( 1900).
(Boston, 1809 - Baltimore, 1849). Escritor estadounidense, originalmente fue
bautizado e
con el nombre de Edgar Poe, al perder a sus padres, es adoptado por una familia
de o
P
apellido Allan, y bautizado nuevamente en 1812, como Edgar Allan Poe. Incursionó
l
antecesor del relato corto en Norteamérica, ha sido considerado el creador del cuento
l
A
detectivesco, in uyendo en el posterior género de la ciencia- cción. Su narrativa tiene
la intención de conmover al lector. Por ello, sus historias incursionan en los espacios de
r
El fantasma de Canterville
Este escritor, célebre en su época por su genio a nado y
temáticas excepcionales, nos cuenta en esta historia cómo un e
La perla
Dice el autor en un pequeño prólogo: “en la ciudad se relata la
h
i
s
t
o
r
i
a
de la gran perla, cómo fue hallada… Hablan de Kino el pescador, de su k
e
esposa Juana y del pequeño coyotito. La historia se ha relatado tantas b
todos los relatos eternos que viven en los corazones del pueblo, sólon
hay cosas buenas y malas, blancas y negras, santas y perversas, sin queo
68
La casa desolada
Esta novela breve, recoge la historia de los niños ingleses en el
s
n
período industrial. Su tema central está dirigido a los niños: sus
e
c
adversidades, su inseguridad, sus modestas alegrías, y el gozo
i
s
que le producen. También, La trama policíaca genera un interés
e
r
espectacular, crea una maraña romántica de pistas seguidas por
a
La isla desconocida
Un hombre después de tener la inmensa paciencia para vencer las trabas de
o
a una isla desconocida. Nadie cree que exista tal isla; sin embargo, logra que
m
se lo den, aunque nunca ha navegado. ¿Qué pasará con este nuevo marinero?
a
Senilia
Esta selección recoge la historia de
realidades, de v
i
alucinaciones y de fantasías de los personajes cotidianos
n
u
del mundo del campo. El libro está conformado por 51
g
u
relatos breves muy agradables.
T
69
La novela
contemporánea Tus saberes
70
La novela universal
. La creación literaria en la narrativa novelística intenta
construir un mundo virtual, que trata de reproducir las realidades de la existencia
del ser humano en sus comunidades. El devenir permanente de la vida y su
evolución, bien sea en un momento determinado de una época, o a través de
generaciones sucesivas van marcando el paso de la historia. Se trata de
edificar un cosmos imaginario donde lo individual y lo social se manifiestan de
una manera espontánea en diferentes ambientes. Af loran las emociones, los
sentimientos, la oposición entre las distitnas personalidades, los logros, lo
cotidiano, las frustraciones, el amor, la muerte, las ambi
ciones, el dinero, el poder y otros elementos generadores de conf lictos. Es
decir, lo profundamente humano como mecanismo esencial para crear el arte a
través de la palabra. El narrador organiza el relato desde su perspectiva,
plantea sus temas, desarrolla sus técnicas, propone su visión original del
mundo y desarrolla un estilo único e irrepetible al utilizar la lengua. La literatura
ofrece sus espacios para la creación, zonas sin límites cuyas dimensiones
están determinadas por la imaginación. La evolución de la novela universal ha
marchado, desde la intención primaria de narrar los acontecimientos dentro del
realismo, hasta el establecimiento de la licencia literaria que ha permitido
incursionar en la realidad mágica.
Como representante de la novela universal hemos seleccionado para que
leas, una obra que ha marcado un impacto en la novela contemporánea; se
trata de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. La novela presenta,
de una manera original, la saga (relato novelesco que narra los acontecimientos
de varias generaciones de una familia) de los Buendía. Narra las aventuras y
desventuras de los familiares y allegados a esa familia durante cien años, desde
su fundación con el matrimonio entre José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán
hasta las vicisitudes de sus últimos descendientes. La historia se ubica en un
pueblo lleno de misterio y fantasía, del cual son fundadores José Arcadio y
Úrsula, llamado “Macondo”, situado de una manera mágica en una región
cercana a la costa del Caribe colombiano. El humor, el amor, lo trágico, lo
político, lo histórico, la soledad son temas que se entrecruzan hurgando en el
drama humano, mientras que el realismo mágico y la hipérbole (la exageración
como técnica), son recursos literarios utilizados en forma magistral. A pesar de
que, la novela es concebida dentro de una “realidad mágica”, la crítica literaria
la conceptúa como una significativa representación sociológica de la realidad
latinoamericana de una época. En una encuesta reciente (2010), realizada por
un jurado encabezado por los escritores consagrados Stephen King (Estados
Unidos) y Salman Rushdie, (Inglaterra-India), se afirma que, Don Quijote de la
Mancha y Cien años de soledad son las únicas dos obras narrativas, escritas en
español, que se ubican entre las veinte más importantes de la literatura
universal.
71
Cien años
CAPÍTULO I
de d Gabriel García
Márquez7
Soleda
MUCHOS AÑOS DESPUÉS, frente al pelotón de fusilamiento,
el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde
remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era
entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava
construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se
precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes
como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que
muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había
que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo,
una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de
la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a
conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano
corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se
presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta
demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava
maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa
en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se
espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los
anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la
7 García Márquez, Gabriel (1979). Cien años de soledad. Bogota: Editorial la Oveja Negra.
72
desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos
perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se
arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los erros mágicos de Melquíades. “Las
cosas tienen vida propia —pregonaba el gitano con áspero acento—, todo es cuestión de
despertarles el ánima”. José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre
más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó
que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra.
Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: “Para eso no sirve”. Pero José
Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió
su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer,
que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico,
no consiguió disuadirlo. “Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa”, replicó
su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas.
Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de
hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar
fue una armadura del siglo XV con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido,
cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando
José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la
armadura, encontraron dentro un esqueleto calci cado que llevaba colgado en el cuello un
relicario de cobre con un rizo de mujer.
En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del tamaño de
un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos de Amsterdam.
Sentaron a una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la
carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la
gitana al alcance de su mano. “La ciencia ha eliminado las distancias —pregonaba
Melquíades—. Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la
tierra, sin moverse de su casa”. Un mediodía ardiente hicieron una asombrosa
demostración con la lupa gigantesca: pusieron un montón de hierba seca en mitad de la
calle y le prendieron fuego mediante la concentración de los rayos solares. José Arcadio
Buendía, que aún no acababa de consolarse por el fracaso de sus imanes, concibió la
idea de utilizar aquel invento como un arma de guerra. Melquíades, otra vez, trató de
disuadirlo. Pero terminó por aceptar los dos lingotes imantados y tres piezas de dinero
colonial a cambio de la lupa. Úrsula lloró de consternación. Aquel dinero formaba parte de
un cofre de monedas de oro que su padre había acumulado en toda una vida de
privaciones, y que ella había enterrado debajo de la cama en espera de una buena
ocasión para invertirlas. José Arcadio Buendía no trató siquiera de consolarla, entregado
por entero a sus experimentos tácticos con la abnegación de un cientí co y aun a riesgo
de su propia vida. Tratando de demostrar los efectos de la lupa en la tropa enemiga, se
expuso él mismo a la concentración de los rayos solares y sufrió quemaduras que se
convirtieron en úlceras y tardaron mucho tiempo en sanar. Ante las protestas de su mujer,
alarmada por tan peligrosa inventiva, estuvo a punto de incendiar la casa. Pasaba largas
horas en su cuarto, haciendo cálculos sobre las posibilidades estratégicas de su arma
novedosa, hasta que logró componer un manual de una asombrosa claridad didáctica y
un poder de convicción irresistible. Lo envió a las autoridades acompañado de numerosos
testimonios sobre sus experiencias y de varios pliegos de dibujos explicativos, al cuidado
de un mensajero que atravesó la sierra, se extravió en pantanos desmesurados, remontó
ríos tormentosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las eras, la desesperación
y la peste, antes de conseguir una ruta de enlace con las mulas del correo. A pesar de
que el viaje a la capital era en aquel tiempo poco menos que imposible, José Arcadio
Buendía, prometía intentarlo tan pronto como se lo ordenara el Gobierno, con el n de
hacer
73
demostraciones prácticas de su invento ante los poderes militares, y adiestrarlos
personalmente en las complicadas artes de la guerra solar. Durante varios años esperó la
respuesta. Por último, cansado de esperar, se lamentó ante Melquíades del fracaso de su
iniciativa, y el gitano dio entonces una prueba convincente de honradez: le devolvió los
doblones a cambio de la lupa, y le dejó además unos mapas portugueses y varios
instrumentos de navegación. De su puño y letra escribió una apretada síntesis de los
estudios del monje Hermann, que dejó a su disposición para que pudiera servirse del
astrolabio, la brújula y el sextante. José Arcadio Buendía pasó los largos meses de lluvia
encerrado en un cuartito que construyó en el fondo de la casa para que nadie perturbara
sus experimentos. Habiendo abandonado por completo las obligaciones domésticas,
permaneció noches enteras en el patio vigilando el curso de los astros, y estuvo a punto
de contraer una insolación por tratar de establecer un método exacto para encontrar el
mediodía. Cuando se hizo experto en el uso y manejo de sus instrumentos, tuvo una
noción del espacio que le permitió navegar por mares incógnitos, visitar territorios
deshabitados y trabar relación con seres espléndidos, sin necesidad de abandonar su
gabinete. Fue esa la época en que adquirió el hábito de hablar a solas, paseándose por la
casa sin hacer caso de nadie, mientras Úrsula y los niños se partían el espinazo en la
huerta cuidando el plátano y la malanga, la yuca y el ñame, la auyama y la berenjena. De
pronto, sin ningún anuncio, su actividad febril se interrumpió y fue sustituida por una
especie de baja fascinación. Estuvo varios días como hechizado, repitiéndose a sí mismo
en voz un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar créditos a su propio entendimiento.
Por n, un martes de diciembre, a la hora del almuerzo, soltó de un golpe toda la carga de
su tormento. Los niños habían de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad
con que su padre se sentó a la cabecera de la mesa, temblando de ebre, devastado por
la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento:
74
a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia
y a un naufragio multitudinario en el estrecho de
Magallanes. Aquel ser prodigioso que decía poseer las
claves de Nostradamus, era un hombre lúgubre, envuelto
en un aura triste, con una mirada asiática que parecía
conocer el otro lado de las cosas. Usaba un sombrero
grande y negro, como las alas extendidas de un cuervo, y
un chaleco de terciopelo patinado por el verdín de los
siglos. Pero a pesar de su inmensa sabiduría y de su
ámbito misterioso, tenía un peso humano, una condición
terrestre que lo mantenía enredado en los minúsculos
problemas de la vida cotidiana. Se quejaba de dolencias
de viejo, sufría por los más insigni cantes percances
económicos y había dejado de reír desde hacía mucho
tiempo, porque el escorbuto le había arrancado los
dientes. El sofocante mediodía en que reveló sus
secretos, José Arcadio Buendía tuvo la certidumbre de
que aquel era el principio de una grande amistad. Los
niños se asombraron con sus relatos fantásticos.
Aureliano, que no tenía entonces más de cinco años,
había de recordarlo por el resto de su vida como lo vio
aquella tarde, sentado contra la claridad metálica y
reverberante de la ventana, alumbrando con su profunda
voz de órgano los territorios más oscuros de la
imaginación, mientras chorreaba por sus sienes la grasa
derretida por el calor. José Arcadio, su hermano mayor,
había de transmitir aquella imagen maravillosa, como un
recuerdo hereditario, a toda su descendencia. Úrsula, en
cambio, conservó un mal recuerdo de aquella visita,
porque entró al cuarto en el momento en que Melquíades
rompió por distracción un frasco de bicloruro de mercurio.
—Es el olor del demonio —dijo ella.
—En absoluto —corrigió Melquíades—. Está comprobado que el
demonio tiene propiedades sulfúricas, y esto no es más que un poco
de solimán.
75
desesperados procesos de destilación, fundida con los siete metales planetarios,
trabajada con el mercurio hermético y el vitriolo de Chipre, y vuelta a cocer en manteca
de cerdo a falta de aceite de rábano, la preciosa herencia de Úrsula quedó reducida a
un chicharrón carbonizado que no pudo ser desprendido del fondo del caldero.
Cuando volvieron los gitanos, Úrsula había predispuesto contra ellos a toda la
población. Pero la curiosidad pudo más que el temor, porque aquella vez los gitanos
recorrieron la aldea haciendo un ruido ensordecedor con toda clase de instrumentos de
músicos, mientras el pregonero anunciaba la exhibición del más fabuloso hallazgo de los
naciancenos. De modo que todo el mundo se fue a la carpa, y mediante el pago de un
centavo vieron a un Melquíades juvenil, repuesto, desarrugado, con una dentadura nueva
y radiante. Quienes recordaban sus encías destruidas por el escorbuto, sus mejillas
ácidas y sus labios marchitos, se estremecieron de pavor ante aquella prueba terminante
de los poderes sobrenaturales del gitano. El pavor se convirtió en pánico cuando
Melquíades se sacó los dientes, intactos, engastados en las encías, y se los mostró al
público por un instante —un instante fugaz en que volvió a ser el mismo hombre decrépito
de los años anteriores— y se los puso otra vez y sonrió de nuevo con un dominio pleno
de su juventud restaurada. Hasta el propio José Arcadio Buendía consideró que los
conocimientos de Melquíades habían llegado a extremos intolerables, pero experimentó
un saludable alborozo cuando el gitano le explicó a solas el mecanismo de su dentadura
postiza. Aquello le pareció a la vez tan sencillo y prodigioso, que de la noche a la mañana
perdió todo interés en las investigaciones de alquimia; sufrió una nueva crisis de mal
humor, no volvió a comer en forma regular y se pasaba el día dando vueltas por la casa.
“En el mundo están ocurriendo cosas increíbles —le decía a Úrsula—. Ahí mismo, al otro
lado del río, hay toda clase de aparatos mágicos, mientras nosotros seguimos viviendo
como los burros”. Quienes lo conocían desde los tiempos de la fundación de Macondo, se
asombraban de cuánto había cambiado bajo la in uencia de Melquíades.
Al principio, José Arcadio Buendía era una especie de patriarca juvenil, que daba
instrucciones para la siembra y consejos para la crianza de niños y animales, y
colaboraba con todos, aun en el trabajo físico, para la buena marcha de la comunidad.
Puesto que su casa fue desde el primer momento la mejor de la aldea, las otras fueron
arregladas a su imagen y semejanza. Tenía una salita amplia y bien iluminada, un
comedor en forma de terraza con ores de colores alegres, dos dormitorios, un patio con
un castaño gigantesco, un huerto bien plantado y un corral donde vivían en comunidad
pací ca los chivos, los cerdos y las gallinas. Los únicos animales prohibidos no sólo en la
casa, sino en todo el poblado, eran los gallos de pelea.
76
La laboriosidad de Úrsula andaba a la par con la de su marido. Activa,
menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en
ningún momento de su vida se la oyó cantar, parecía estar en todas partes
desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida por el
suave susurro de sus pollerines de olán. Gracias a ella, los pisos de tierra
golpeada, los muros de barro sin encalar, los rústicos muebles de madera
construidos por ellos mismos estaban siempre limpios, y los viejos arcones
donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor de albahaca.
José Arcadio Buendía, que era el hombre más emprendedor que se vería jamás en la
aldea, había dispuesto de tal modo la posición de las casas, qué desde todas podía
llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen
sentido que ninguna casa recibía más sol que otra a la hora del calor. En pocos años,
Macondo fue una aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta
entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor
de treinta años y donde nadie había muerto.
Desde los tiempos de la fundación, José Arcadio Buendía construyó trampas y jaulas.
En poco tiempo llenó de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos no sólo la propia casa,
sino todas las de la aldea. El concierto de tantos pájaros distintos llegó a ser tan aturdidor,
que Úrsula se tapó lo oídos con cera de abejas para no perder el sentido de la realidad.
La primera vez que llegó la tribu de Melquíades vendiendo bolas de vidrio para el dolor de
cabeza, todo el mundo se sorprendió de que hubieran podido encontrar aquella aldea
perdida en el sopor de la ciénaga, y los gitanos confesaron que se habían orientado por el
canto de los pájaros.
77
cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer, que perdían a los navegantes con
el hechizo de sus tetas descomunales. Los gitanos navegaban seis meses por esa ruta
antes de alcanzar el cinturón de tierra rme por donde pasaban las mulas del correo. De
acuerdo con los cálculos de José Arcadio Buendía, la única posibilidad de contacto con la
civilización era la ruta del norte. De modo que dotó de herramientas de desmonte y armas
de cacería a los mismos hombres que lo acompañaron en la fundación de Macondo; echó
en una mochila sus instrumentos de orientación y sus mapas, y emprendió la temeraria
aventura.
78
rmemente enclavado en un suelo de piedras. Toda la estructura parecía ocupar un ámbito
propio, un espacio de soledad y de olvido, vedado a los vicios del tiempo y a las
costumbres de los pájaros. En el interior, que los expedicionarios exploraron con un fervor
sigiloso, no había nada más que un apretado bosque de ores.
—No nos iremos —dijo—. Aquí nos quedamos, porque aquí hemos tenido un hijo.
—Todavía no tenemos un muerto —dijo él—. Uno no es de ninguna parte mientras no
tenga un muerto bajo la tierra.
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Úrsula replicó, con suave firmeza:
—Si es necesario que yo me muera para que se queden aquí, me muero.
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