Libro, Castellano Palabre Universal

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P​ALABRA

UNIVERSAL

Quinto año LENGUA Y 


LENGUA Y  LITERATURA  
LITERATURA 
Educación Media
LENGUA Y LITERATURA
Quinto año
Nivel de Educación Media
Hugo Rafael Chávez Frías
Presidente de la República Bolivariana de Venezuela

Maryann del Carmen Hanson Flores


Ministra del Poder Popular para la Educación Jairo Jesús Bello Irazabal
Jan Thomas Mora Rujano
Maigualida Pinto Iriarte Revisión Editorial de la Colección
Viceministra de Programas de Desarrollo Académico Bicentenario ​Norelkis Arroyo Pérez
Coordinación Editorial Serie Lengua y
Trina Aracelis Manrique Literatura ​Minelia de Ledezma y Fernando
Viceministra de Participación y Apoyo Académico
Azpurua
Conrado Jesús Rovero Mora©
Viceministro para la Articulación de la Educación Ministerio del Poder Popular para la Educación
Bolivariana Viceministro de Desarrollo para la www.me.gob.ve
Integración de la Educación Bolivariana Autoras y Autores
Blanca Flores Minelia de Ledezma
Maigualida Pinto Iriarte Esquina de Salas, Edi cio Sede, parroquia Altagracia,
Directora General de Currículo Caracas, Distrito Capital

Neysa Irama Navarro


Directora General de Educación Media Ministerio del Poder Popular para la Educación, 2012
Coordinación General de la Primera edición: Agosto 2012
Colección Bicentenario Tiraje: 400.000 ejemplares
Depósito Legal: lf 51620123702601
Maryann del Carmen Hanson Flores ISBN: 978-980-218-343-2
Coordinación Pedagógica Editorial Carmen L. de Geyer Nancy P. de Medina
de la Colección Bicentenario Damaris Vásquez Yukency Sánchez
Maigualida Pinto Iriarte Fernando Azpurua Zorelys León
Coordinación General Logística y de Asesora Pedagógica
Producción de la Colección Cecilia Prieto
Bicentenario ​Franklin Alfredo Corrección de Textos
Albarrán Sánchez Doris J. Peña Molero
Coordinación Logística Marytere Buitrago Bermúdez
Hildred Tovar Juárez
República Bolivariana de Venezuela
GRATUITA Diseño Grá co
Francis Evans Álvarez
Prohibida la reproducción total o parcial Coordinación de Arte ​Francis
Lohengrid Prieto Ríos
de este material sin autorización del Evans Álvarez Lohengrid Prieto
Ministerio del Poder Popular para la Ríos Diagramación
Educación
Francis Evans Álvarez
Ilustradores
Lohengrid Prieto Ríos Luis Gil
Julio Aguiar Moncada Rosanna
DISTRIBUCIÓN Gallucci Buldo
Colmenares

​Mensaje a los estudiantes


L
​a aventura de transitar el mundo fantástico de la lectura que iniciaste en
años escolares anteriores, continúa. En este nivel de tu educación, ya
tienesuna formación que te permite acceder a textos más complejos del arte
literario. Siguen los procesos pedagógicos destinados a lograr que
desarrolles sistemáticamente tus potencialidades para interpretar y
comprender diferentes modelos de textos escritos. Prosigue tu formación
como escritor o escritora de distintos tipos de textos, armas intelectuales que
te serán muy útiles para la construcción de tu futuro personal y profesional
en los predios de cualquier especialidad. Pronto se iniciará una nueva etapa
en tu educación, donde crecerán tus responsabilidades como futuro cursante
de estudios superiores en universidades u otras instituciones.
Este libro te invita a contactar obras de distintos géneros de connotados
escritores y escritoras de la literatura universal. Como observarás, se sigue
una ruta que va de lo reciente hacia las manifestaciones clásicas. De nuestro
entorno cultural contemporáneo, hacia los representantes de las grandes
creaciones universales del pasado. No se pretende presentar un panorama
histórico de la literatura, ni estudios exhaustivos de los movimientos
literarios.
Se parte de tus conocimientos previos, es decir, de Tus saberes, para desde
allí ir al libre Encuentro con el texto. Comienza entonces, una comunión
placentera del lector con el mundo ideológico, estético y lingüístico que la
obra ofrece. En Atesorando palabras se te abrirán las puertas del
conocimiento, el léxico te permitirá organizar el mundo que te rodea y
ampliar tu cultura. Descubriendo el texto, a través de interrogantes, te
permitirá establecer, como lector, un diálogo activo con el texto, el contexto y
el escritor. Estas preguntas están diseñadas pedagógicamente para orientar
el análisis crítico del discurso. Unas tienen la intención de localizar aspectos
literales y de construcción del texto. Algunas, de carácter inferencial, están
destinadas a descubrir los significados implícitos en la obra. Otras están
dirigidas a movilizar la ref lexión personal, a conectarte con tus experiencias
y a expresar tu visión de mundo. El descubrimiento del texto te llevará a la
interpretación y valoración de los diferentes mensajes y propuestas de la
creación artística. La palabra y su tiempo te permitirá establecer una relación
entre los textos leídos, la obra del autor en general y su contexto histórico
literario. El libro te invita a participar activamente en diversas actividades de
investigación y creación, que expresarás a través del ejercicio constante de
la escritura, por lo tanto, es necesario Pensar, crear, escribir… En Otros
caminos a la lectura, se te ofrecen diversas opciones para que te acerques a
otros autores y continúes desarrollando tus potencialidades para apreciar la
calidad literaria.
Esperamos que este libro te sirva como un recurso didáctico para tu
formación no sólo en el aspecto intelectual, sino como persona sensible,
crítica y abierta a las diferentes corrientes del pensamiento.
3

Índice

Mensaje a los estudiantes. ​Pág. 3

a
universal corta
v

i
Tus saberes. ​Pág. 6​. ​La narrativa universal corta. ​Pág. 7
t

Encuentro con el texto: ​Lo úlitimo en safaris​, ​Nadine Gordimer.​ ​Pág. 8


a

​ ág. 18. ​Una rosa para Emily​, ​William Faulkner. ​Pág. 22


La casa de Asterión, ​Jorge Luis Borges​. P
r

​ ág. 33. ​El collar​, ​Guy de


La metamorfosis​, ​Franz Kafka​. P
Maupassant.​ ​Pág. 47 ​ a

n
El corazón delator, ​Edgar Allan Poe. ​Pág. 57

a
Atesorando palabras. Descubriendo el texto. La palabra y su tiempo.

L
La narrativa universal corta, el desafío de la imaginación... ​Pág. 63

Pensar, crear, escribir... ​Pág. 64


Microbiografías. ​Pág. 65
Otros caminos a la lectura. ​Pág. 68

a
contemporánea
l

Tus saberes. ​Pág.70​. La novela universal. ​Pág. 71


e

Encuentro con el texto: ​Cien años de soledad, ​Gabriel García Márquez.


Pág. 72 ​ o

n
Atesorando palabras. Descubriendo el texto. La palabra y su tiempo.

La novela, su trascendencia en la literatura universal contemporánea. ​Pág. 97


a

Pensar, crear, escribir..​. P


​ ág. 98
Microbiografía. ​Pág. 99
Otros caminos a la lectura. ​Pág. 100
a
universal de siempre
v

Tus saberes. ​Pág. 102​. ​Narrar desde siempre... P


​ ág. 103
i

Encuentro con el texto: ​Don Quijote, ​Miguel de Cervantes Saavedra​.


Pág. 104 ​ a

r
Atesorando palabras. Descubriendo el texto. La palabra y su tiempo.
r

Y nació la novela moderna… ​Pág. 129


a

Pensar, crear , escribir... ​Pág. 132


a

L
Microbiografía. ​Pág. 133

Otros caminos a la lectura. ​Pág. 134

a
universal
c

i
Tus saberes. ​Pág. 136​. La lírica universal. ​Pág. 137
r

l
Encuentro con el texto: ​Romance de la luna, luna, ​Federico García Lorca​. ​Pág. 138

La aurora, ​Federico García Lorca​. ​Pág. 140. ​Traspié entre dos estrellas, ​César Vallejo.​ ​Pág. 143
a

Altazor, ​Vicente Huidobro.​ ​Pág. 146​. El maíz, ​Gabriela Mistral​. ​Pág. 152​.
Himno a la belleza, ​Charles Baudelaire​. ​Pág. 156. ​Canto de mí mismo, ​Walt
Whitman​. ​Pág. 159​. ​Al jardín, al mundo, W
​ alt Whitman.​ ​Pág. 161​. ​Atesorando
palabras. Descubriendo el texto. La palabra y su tiempo.
Poesía, palabra de todos... ​Pág. 163
Pensar, crear, escribir... ​Pág. 165
Microbiografías. ​Pág. 166
Otros caminos a la lectura. ​Pág. 170

universal
a
Tus saberes. ​Pág. 172​. ​Épica universal. P
​ ág. 173

c
Encuentro con el texto: ​Popol Vuh​, ​Anónimo.​ ​Pág. 174​. ​Mio Cid​, A
​ nónimo. ​Pág. 186
i

La odisea​, ​Homero. P
​ ág. 201
p

Atesorando palabras. Descubriendo el texto. La palabra y su tiempo.


a

La épica, lo real y lo fantástico... ​Pág. 218


L
Pensar, crear, escribir... ​Pág. 220
Microbiografías. ​Pág. 220
Otros caminos a la lectura. ​Pág. 222

o
universal
r

Tus saberes. ​Pág. 224​. ​Y nació el teatro. ​Pág. 225


t

Encuentro con el texto: ​Escenas para cuatro personajes, ​Eugène Ionesco.


Pág. 226 ​ e

t
​ ág. 235. ​Edipo Rey​, ​Sófocles. P
Romeo y Julieta, ​William Shakespeare.​ P ​ ág. 246
l

E
Atesorando palabras. Descubriendo el texto. La palabra y su tiempo.
Pensar, crear, escribir... ​Pág. 253
Microbiografías. ​Pág. 254
Otros caminos a la lectura. ​Pág. 256

l
en el ensayo latinoamericano
a

s
Tus saberes. ​Pág. 258​. ​Ensayo, libertad y expresión de las ideas. ​Pág. 259
r

e
Encuentro con el texto: ​Ser como ellos, ​Eduardo Galeano.​ ​Pág. 260
Nuestra América, ​José Martí.​ P
v
​ ág. 265​. Carta de Bolívar al Congreso de Colombia, ​Simón Bolívar.​ ​Pág. 271
i

Discurso de Bolívar ante el Congreso de Colombia, ​Simón Bolívar.​ ​Pág. 272


n

Atesorando palabras. Descubriendo el texto. La palabra y su tiempo.


u

Pensar, crear, escribir... ​Pág. 277


o

Microbiografías. ​Pág. 278


Otros caminos a la lectura. ​Pág. 280

Bibliografía ​Pág. 282


Glosario ​Pág. 285

5
La narrativa un ​rrativa
un​iversal corta ​iversal
corta ​ ​Tus saberes

Encuentro con el texto


Atesorando palabras Tus saberes
Descubriendo el texto La
palabra y su tiempo ​Lo último en safaris ​ ​La casa
La narrativa universal corta, el
desafío de la imaginación... de Asterión ​ ​Una rosa para Emily
Pensar, crear, escribir... ​La metamorfosis ​ ​El collar
Microbiografías ​El corazón delator
Otros caminos a la lectura

Hablemos sobre la narrativa corta. ¿En cuáles contextos has oído


hablar sobre esta forma de narrar: cuentos, cuentos largos, novelas cortas?
Explica.
En la narración corta, a pesar de su breve extensión, ambientes no
muy extensos y pocos personajes, ¿se puede crear un relato que atraiga la atención
del lector? ¿Por qué?
De los cuentos que has leído en años anteriores, ¿cuál
recuerdas más? Re exiona. ¿Cuáles son los temas que
predominan en los cuentos que has leído? Comenta. ¿Por
qué crees que una obra puede considerarse “universal”?
Dentro de la narrativa universal, ¿has leído alguna obra? ¿Cuál?
¿Tienes expectativas hacia la lectura de obras de fama universal?
¿En alguna oportunidad has oído a hablar de escritores de la
literatura internacional como: Nadine Gordimer (Suráfrica), Jorge Luis Borges
(Argentina), William Faulkner (Estados Unidos), Franz Kafka (República
Checa), Edgar Allan Poe (Estados Unidos) y Guy de Maupassant (Francia)?

6
​¿Sería interesante leer algunos relatos de estos
maestros de la narrativa universal? ¿Por qué?
. Mantener la atención del lector de una
La narrativa universal
corta
manera permanente, durante el hilo del relato, es un reto constante para el
narrador. Para lograr una tensión sostenida tiene que acudir a recursos
argumentales, que hacen que la historia presente situaciones que pueden
ocurrir de una manera abrupta e inesperada. Episodios profundamente
humanos donde, con frecuencia, se presentan, entre otras, la injusticia, la
muerte o el amor. Hechos, que de repente cambian el orden normal de la vida,
de uno o varios actores sociales o de una comunidad. Necesariamente tiene
que haber personajes que ayudan a que la historia marche, y personajes que se
oponen al desarrollo habitual de los acontecimientos para que se produzca la
acción dramática. Pero, conservar esa atención constante también obedece a la
maestría del escritor en el manejo de la lengua, en su capacidad para combinar
las palabras y para utilizar los recursos literarios.
La narrativa corta de acuerdo con sus características, su breve extensión en
relación con los vastos espacios de la novela larga, sus ambientes delimitados
en zonas no muy amplias y pocos personajes, exige que el narrador se valga de
su poder de síntesis para decir mucho con un número restringido de palabras.
Los propósitos del relato consisten en promover y transmitir ideas, recrear
emociones, sensaciones y visiones de la cotidianidad; generar en el lector un
desafío a su capacidad de interpretación. Los textos en un relato breve de
calidad, deben sustentarse en una carga emocional donde la incertidumbre, lo
inesperado y lo poético funcionen como elementos constitutivos esenciales de
la creación literaria.
A este tipo de narraciones la literatura en inglés les denomina: “tale” o “short
story”. Para el escritor argentino Julio Cortázar, es un “género a caballo entre el
cuento y la novela”, en Uruguay y Argentina se ha utilizado el término francés
“nouvelle” para referirse a este tipo de relatos. Lo cierto es que brillantes
cultores de la narrativa universal han incursionado en esta clase de literatura
que se manifiesta a través de cuentos y novelas cortas. Ejemplos de ellos son:
El perseguidor de Julio Cortázar, El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel
García Márquez, El pozo de Juan Carlos Onetti, El fantasma de Canterville de
Oscar Wilde, La perla de John Steinbeck, El oso de William Faulkner, El viejo y
el mar de Ernest Hemingway, La metamorfosis de Franz Kaf ka, la suave voz de
la serpiente de Nadine Gordimer, entre otras.
Te invitamos a leer algunas obras representativas de grandes escritores de la
literatura universal, verdaderos maestros en el arte de la narración.

7
Encuentro con el texto
Lee silenciosamente y luego en forma oral el cuento “Lo
último en safaris” de la escritora surafricana Nadine
Gordimer. Identi ca las palabras cuyo signi cado
desconozcas.

Lo último
en safaris
Nadine Gordimer​1

La aventura africana continúa… ¡Usted


puede! El safari, lo último en expediciones,
conducido por quienes sí conocen el África
Publicidad de viajes, The Observer Londres, 27-11-88

AQUELLA NOCHE MAMÁ ​fue a la tienda y no regresó.


Jamás. ¿Qué pasó? Lo ignoro. También papá se fue un día
y nunca regresó; pero él combatía en la guerra. También
nosotros estábamos en guerra, pero éramos niños; éramos
como nuestra abuela y el abuelo: no teníamos pistolas. La
gente a quien mi padre combatía —los bandidos, como los
llama nuestro gobierno— corría por todas partes y nosotros
salíamos huyendo de ellos como pollos perseguidos por
perros, sin saber a dónde ir. Nuestra madre fue a la tienda
porque alguien había dicho que era posible conseguir un
poco de aceite de cocina. Estábamos contentos, pues
hacía tiempo que no probábamos el aceite; tal vez lo
consiguió y alguien la tumbó en la oscuridad y le arrebató el
aceite, o tal vez se topó con los bandidos. Si te encuentras
con ellos, te matan. Dos veces vinieron a la aldea y salimos
corriendo a escondernos en el monte, y cuando se
marcharon regresamos, para encontrar que se lo habían
llevado todo; pero la tercera vez que volvieron no hallaron
qué llevarse: ni aceite, ni comida; así que quemaron la paja,
y los techos de nuestras casas se hundieron. Mi madre
encontró algunos trozos de latón que pusimos encima de
una parte de la casa. Allí la estábamos esperando la noche
en que no regresó.

1 ​Gordimer, Nadine (2007). ​En ​Contarcuentos. “​Lo último en safaris”.


México: Editorial Sexto Piso.

8
Nos daba miedo salir, aun a nuestros o cios, pues los bandidos sí vinieron. No a la casa
de no sotros —sin techo debió parecer como si nadie estuviera en ella, vacía por
completo— sino al resto de la aldea. Oíamos a la gente gritar y correr, pero nos daba
miedo hasta emprender carrera, sin nuestra madre que nos indicara en qué dirección
hacerlo. Yo soy la del medio, la niña, y mi hermanito se aferraba a mi estómago con sus
brazos alrededor del cuello y las piernas alrededor de mi cintura, como un bebé mico a su
madre. Durante toda la noche, mi hermano mayor tuvo en la mano un pedazo de madera
roto, tomado de uno de los palos quemados de la casa. Era para salvarse si los bandidos
lo encontraban.

Nos quedamos allí todo el día, esperándola. No sé que día era: ya no había
escuela ni iglesia en la aldea, de suerte que no se sabía si era domingo o
lunes.
Cuando se estaba poniendo el sol llegaron la abuela y el abuelo. Alguna persona de la
aldea les había dicho que nosotros, los niños estábamos solos, que nuestra madre no
había regresado. Pongo a la «abuela» antes del «abuelo» porque así es: ella es grande y
fuerte, no vieja aún, y el abuelo es pequeño, uno no sabe dónde está, en sus pantalones
demasiado grandes; sonríe pero no sabe lo que le estás diciendo, y su pelo parece como
si se lo hubiera dejado lleno de espumas de jabón. La abuela nos llevó a mí, al bebé, a mi
hermano mayor y al abuelo hasta su casa y todos teníamos miedo (menos el bebé,
dormido a la espalda de la abuela) de encontrarnos con los bandidos en el camino.
Esperamos mucho tiempo donde la abuela, tal vez un mes; teníamos hambre. Mamá
jamás vino. Mientras esperábamos a que llegara por nosotros, la abuela no tenía comida
que darnos, ni tampoco para el abuelo ni para sí misma. Una mujer con leche en sus
pechos nos dio un poco para mi hermanito, aunque en casa él solía comer colada de
avena, igual que nosotros. La abuela nos llevó a buscar espinacas silvestres pero todos
los demás de la aldea hacían lo mismo y no quedaba una sola hoja.

El abuelo, caminando rezagado detrás de algunos hombres jóvenes, salió a


buscar a nuestra madre, pero no la encontró. La abuela lloró con otras
mujeres y yo canté los himnos con ellas. Trajeron un poco de comida
—unos frijoles— pero a los dos días estábamos otra vez sin nada. El
abuelo fue dueño de tres ovejas y una vaca, además de una huerta, pero
hacía tiempo que los bandidos se habían llevado las ovejas y la vaca, pues
también ellos tenían hambre; y cuando llegó la época de la siembra, el
abuelo no tenía semillas que sembrar.
Así que determinaron —la abuela lo hizo; el abuelo hacía ruiditos y se mecía de lado a
lado, pero ella no parecía notarlo— que nos marcharíamos. A nosotros, los niños, nos
gustó. Queríamos irnos del lugar donde mamá no estaba y donde teníamos hambre.
Queríamos ir a un sitio sin bandidos y con comida. Nos alegraba pensar que tenía que
existir un lugar así; lejos.
La abuela cambió con alguien su vestido dominguero por una secas mazorcas de maíz
que hirvió y envolvió en un trapo, y al partir nos las llevamos. Ella creyó que íbamos a
encontrar agua en los ríos, pero no llegamos a ninguno y nos dio tanta sed que tuvimos
que regresar. No hasta la casa de los abuelos, sino hasta una aldea que tenía bomba de
agua. Abrió la canasta donde llevaba algo de ropa junto a las mazorcas y vendió sus
zapatos, a n de comprar un recipiente grande de plástico para el agua. Yo le dije: Gogo,
cómo vas a ir a la iglesia ahora que ni siquiera

9
tienes zapatos, pero ella dijo que teníamos un viaje largo y demasiadas cosas que cargar.
En aquella aldea conocimos a otra gente que también se iba y nos unimos a ella, pues
parecían saber adónde ir mejor que nosotros.
Para llegar allá teníamos que atravesar el parque Kruger. Habíamos oído hablar del
parque Kruger. Algo así como un país sólo de animales —elefantes, leones, chacales,
hienas, hipopótamos, cocodrilos; toda suerte de animales. Antes de la guerra, en nuestro
propio país, teníamos algunos de esos mismos (el abuelo lo recuerda; nosotros, los niños,
no habíamos nacido aún), pero los bandidos matan a los elefantes para vender sus
colmillos y los bandidos y nuestros soldados se han comido todos los antílopes. Había en
la aldea un hombre sin piernas, a quien un cocodrilo se las había arrancado en el río que
teníamos; pero así y todo, nuestro país es un país de gente, no de animales. Habíamos
oído hablar del parque Kruger porque algunos de nuestros hombres se iban de casa a
trabajar en aquellos lugares adonde los blancos vienen a quedarse y a ver a los animales.
Emprendimos entonces el camino una vez más. Había mujeres y otros
niños como yo, que tenían que cargar a los pequeños sobre sus
espaldas cuando las mujeres se cansaban. Un hombre nos guiaba
hacia el parque Kruger. ¿Ya llegamos?, ¿ya llegamos?, vivía
preguntándole a la abuela. Aún no, decía el hombre, cuando ella le
preguntaba en mi nombre. Nos dijo que teníamos que caminar mucho
para esquivar la cerca que, según nos explicaba, podía matarlo a
uno, asándole la piel con sólo tocarla, como los alambres que hay
allá arriba, en los postes de luz de nuestras aldeas. He visto el aviso
de una cabeza sin ojos, ni piel, ni pelo sobre una caja de hierro, en el
hospital de la misión que teníamos antes, antes de que lo dinamitaran.
Cuando volvía a preguntar, me dijeron que habíamos estado caminando
dentro del parque Kruger por más de una hora. Pero parecía igual a
los matorrales que habíamos estado recorriendo todo el día, y no
habíamos visto animales distintos a micos y aves, como los que viven
cerca de nosotros en casa, además de una tortuga que, por
supuesto, no se nos podía escapar. Mi hermano mayor y los demás
muchachos se la trajeron al hombre para que pudiera matarla y la
cocináramos para comérnosla. La soltó porque, según nos dijo, no se
podía hacer fuego; mientras estuviéramos en el parque, no
podríamos encenderlo, pues el humo nos delataría. Vendrían la
policía y los guardias y nos harían regresar al lugar de donde
veníamos. Dijo que era preciso movernos como animales entre los
animales, lejos de las carreteras, lejos de los campamentos de los
blancos. Y en aquel instante oí —estoy segura que fui la primera en
hacerlo— unas ramas que se quebraban y, además, el ruido de algo
que iba abriéndose campo entre la hierba, y estuve a punto de gritar,
pues creí que era la policía, los guardias —la gente contra la que él
nos estaba previniendo— que ya nos habrían encontrado. Pero era
un elefante, y otro, seguido de más elefantes. Grandes parches
negros se movían dondequiera que se mirara entre los árboles.
Enroscaban sus trompas en torno a las hojas rojas de los árboles
mopanes, que luego embutían en sus bocas; los cachorros se
recostaban contra sus madres. Los que ya eran casi adultos
luchaban los unos contra los otros, como hacía mi hermano mayor
con su amigos —sólo que éstos en lugar de brazos
10
usaban las trompas. Me interesé tanto que se me olvidó el miedo. El hombre dijo que
bastaba con quedarnos quietos mientras pasaban los elefantes. Pasaron con mucha
lentitud porque son demasiados grandes para necesitar huir de nadie.
Los antílopes huían de nosotros. Saltaban tan alto que parecían volar. Los jabalíes se
paraban en seco al oírnos y se desviaban, saliendo en zigzag, como lo hacía un
muchacho de la aldea en la bicicleta que le trajo su padre de las minas. Seguíamos a los
animales hasta sus bebederos. Cuando se habían marchado, nos acercábamos a sus
pozos de agua. Siempre que tuvimos sed pudimos encontrar agua, pero los animales
comían, comían todo el tiempo. Cuantas veces los veías estaban comiendo: hierbas,
árboles, raíces. Y no había nada para nosotros. Las mazorcas se habían acabado y la
única comida que nos quedaba era la misma que comían los mandriles: higos pequeños y
secos, llenos de hormigas, que crecen en las ramas de los árboles junto a los ríos. Era
difícil ser como los animales.

Cuando hacía mucho calor, durante el día hallábamos leones echados,


durmiendo. Eran del color de la hierba, y al comienzo no los veíamos, pero
el hombre sí, y nos hacía retroceder y dar una vuelta larga para no pasar
por donde dormían. Yo quería acostarme como los leones. Mi hermanito
estaba adelgazando pero pesaba mucho. Cuando la abuela me buscaba
para echármelo a la espalda, yo trataba de no mirar. Mi hermano mayor
dejó de hablar; y cuando descansaba había que sacudirlo para que se
volviera a levantar, como si fuera igual al abuelo, que no podía oír. Yo veía
que las moscas caminaban sobre el rostro de la abuela sin que ella las
espantara; me daba miedo y cogía una hoja de palma para hacer que se
fueran.
Caminábamos de día y de noche. Podíamos ver las fogatas donde los blancos
cocinaban en sus campamentos y percibir el olor del humo y de la carne. Veíamos a las
hienas, con sus lomos agachados como vergüenza, arrastrarse por entre la espesura, en
pos del olor. Si alguna volvía la cabeza, sus ojos se veían grandes, brillantes y oscuros
como los nuestros cuando nos mirábamos en la oscuridad. Desde el lugar donde vivían
los trabajadores de los campamentos, el viento traía voces en nuestra propia lengua. Una
de las mujeres quería ir adonde ellos de noche, para pedirles ayuda. Ellos nos pueden
sacar comida de los cubos de la basura, dijo, comenzando a llorar, y nuestra abuela tuvo
que agarrarla y taparle la boca con la mano. El que nos guiaba nos había dicho que era
necesario eludir a los de nuestra gente que trabajan en el parque Kruger: de atreverse a
ayudarnos, perderían su empleo. Si nos veían, no podían hacer cosa distinta a pretender
que no estábamos allí, que sólo habían visto animales.
A veces nos deteníamos de noche a dormir un rato. Dormíamos apretujados. Ignoro en
qué noche fue —pues siempre íbamos caminando, caminando, a cualquier hora, a toda
hora— cuando escuchamos unos leones muy cerca. No con los gemidos fuertes que les
oíamos de lejos, sino acezando, como lo hacemos nosotros al correr, aunque ésta era
otra manera de acezar: alcanzas a darte cuenta de que no están corriendo, sino
esperando en algún lugar cercano. Nos juntamos más, unos encima de otros; los que
habían quedado afuera trataban de llegar hasta el centro. A mí me apretujaron contra una
mujer que olía mal porque tenía miedo, pero me alegré de aferrármele. Pedí a Dios que
hiciera que los leones agarraran a alguno de los del borde y se largaran. Cerré los ojos
para evitar ver el árbol desde donde alguno iba a saltar de pronto, a caer en medio de
nosotros, allí donde yo estaba. Pero el guía brincó y sacudió el árbol con una rama seca.

11
Nos había enseñado que jamás debíamos hacer ruido, pero gritó. Les gritó a los leones,
como un borracho que en la aldea está gritando sin dirigirse a nadie. Los leones se
fueron. Los oímos gruñir, devolviéndole los gritos desde la distancia.
Estábamos cansados, muy cansados. Mi hermano mayor y el hombre tenían que llevar
cargado al abuelo de piedra en piedra, cuando hallábamos dónde vadear los ríos. La
abuela es fuerte pero sus pies sangraban. Ya no podíamos llevar el canasto sobre la
cabeza; no podíamos cargar nada, a no ser a mi hermanito. Dejamos nuestras
pertenencias bajo un arbusto. Con tal de que nuestros cuerpos alcancen a llegar, dijo la
abuela. Entonces comimos unas frutas silvestres que no conocíamos en casa y se nos a
ojó el estómago. Nos encontrábamos entre la hierba que llaman elefante, porque es casi
tan alta como un elefante, el día aquel cuando nos dieron los retortijones, y el abuelo no
era capaz simplemente de acurrucarse en presencia de los demás como lo hacía mi
hermanito, así que se alejó por entre la hierba para estar solo. Hay que seguir el paso,
seguía diciéndonos el guía; hay que alcanzar a los demás, pero le pedimos que
esperaran al abuelo.
Así que todos esperamos a que el abuelo nos alcanzara, pero no lo hizo. Era mediodía;
el canto de los insectos llegaba a nuestros oídos, pero no podíamos oírlo moviéndose
entre la hierba. Tampoco lo podíamos ver, pues la hierba era alta, y él pequeño. Pero
tenía que estar por ahí, en sus pantalones anchos y en la camisa rota que la abuela no
podía remendar por no tener hilo. Sabíamos que no podría haber ido lejos porque estaba
demasiado débil y era lento. Todos fuimos en su búsqueda, aunque en grupos, para no
quedar ocultos los unos de los otros entre aquella hierba. Se nos metía en ojos y narices.
Lo llamábamos en voz baja, pero el ruido de los insectos debía estar llenándo el poco
espacio que le quedaba en sus oídos para oír. Lo buscamos mucho, pero no pudimos
encontrarlo. Nos quedamos toda la noche entre aquella hierba. En sueños lo hallé
acurrucado en un lugar que él se había organizado pisoteando la hierba, como aquellos
que habíamos visto donde los ciervos esconden sus crías.

Cuando desperté, no estaba aún por ninguna parte, así que volvimos a
buscar; como a estas alturas ya habíamos hecho caminos de tanto repasar
la hierba, le quedaría fácil hallarnos, en caso de no ser nosotros quienes lo
encontráramos. Todo aquel día estuvimos sentados, esperando. Hay un
gran silencio cuando el sol está sobre tu cabeza, dentro de tu cabeza,
aunque como los animales, estés echada bajo los árboles. Me acosté de
espaldas y vi aquellos pájaros feos, de picos como garfios y pescuezos
desplumados, que volaban y volaban en torno a nosotros. A menudo al
pasar los habíamos visto alimentándose con los huesos de animales
muertos, de aquellos que nunca nos dejaban nada que comer. Daban
vueltas y vueltas, subían muy alto y bajaban luego, para ascender de
nuevo. Veía el lento movimiento de sus pescuezos hacia uno y otro lado.
Volaban dando vueltas y vueltas. Vi que la abuela, sentada siempre con mi
hermanito en el regazo, también los observaba.
Por la tarde el guía vino adonde la abuela y le dijo que los demás tenían que seguir su
camino. Le dijo: —Si los niños de ellos no comen pronto, morirán.
—La abuela no dijo nada.
—Le voy a traer agua antes de seguir, —le dijo él.

12
Nuestra abuela nos miró, a mí, a mi hermano mayor y a mí hermanito que estaba en su
regazo. Observamos a los demás, que se levantaban para continuar la marcha. No me
parecía posible que la hierba en torno a nosotros, donde ellos habían estado, fuese a
quedar vacía, ni que fuéramos a quedar solos en este lugar, el parque Kruger, para que la
policía o los animales nos encontraran. Las lágrimas caían en mis manos, desde mis ojos
y narices, pero la abuela no se dio por enterada. Se levantó; con los pies abiertos, como
los pone cuando va a levantar la leña en casa, en nuestra aldea, se echó a mi hermanito
a la espalda y lo ató en su pañolón. Tenía rota la parte superior del vestido y se veían sus
enormes pechos, donde no había nada para él. Dijo: vengan.

Dejamos entonces el lugar de la hierba alta: lo dejamos atrás. Nos fuimos


con los demás y con el hombre que nos guiaba.
Comenzábamos a irnos; otra vez.
Hay una carpa inmensa, más grande que una iglesia o una escuela, clavada en la
tierra. No comprendí cuando llegamos que eso era lo que quería decir irnos. Había visto
una de esas cosas la vez que mamá nos llevó al pueblo, porque había oído decir que
nuestros soldados se hallaban allí y querían preguntarles si sabían dónde estaba nuestro
padre. En aquella tienda de campaña la gente oraba y cantaba. Ésta es azul y blanca
como aquélla, pero no es para orar y cantar; vivimos en ella con otra gente que ha venido
desde nuestro país. La enfermera de la clínica dice que somos doscientos, sin contar a
los bebés, y tenemos bebés nuevos, algunos nacidos durante el viaje por el parque
Kruger.

Adentro, aun cuando el sol está brillando, es oscuro, y hay algo así como
una aldea entera en aquel lugar. En vez de casa, cada familia tiene un
espacio pequeño, separado por costales o cartones de cajas —cualquier
cosa que podamos encontrar— que les muestran a las demás familias que
uno es el dueño y no deben entrar aunque no hay puerta ni ventanas, ni
techo de paja, de suerte que si estás de pie y no eres un niño pequeño
puedes ver todo lo de las casas de los demás. Algunos han llegado incluso
a hacer pinturas con piedras molidas y han pintado motivos en los costales.
Pero sí hay un techo: la carpa es el techo, allá muy arriba.
Es como un cielo. Se parece a una montaña en cuyo interior
estamos; hay senderos de polvo que bajan por las rendijas, tan
gruesos que parecería posible subir por ellos. La carpa protege
de la lluvia que cae por arriba pero el agua se ltra por los
costados, y en las callecitas que hay entre los espacios nuestros
—por las que uno sólo puede moverse en la india— los niños
como mi hermanito juegan en el barro. Hay que pasar por
encima de ellos. Mi hermanito no juega y la abuela lo lleva a
la clínica cuando viene el médico, los lunes. La enfermera dice
que tiene algún problema en la cabeza, que puede deberse
a que no teníamos la su ciente comida en casa. A causa de la
guerra. Porque nuestro padre no estaba allí. Y además porque
aguantó tanta hambre en el parque Kruger. Sólo le gusta estar
echado sobre la abuela todo el día, en su regazo, o recostado
por ahí, contra ella, y nos mira y nos mira. Quiere preguntar algo

13
pero se ve que no puede. Si le hago cosquillas, sonríe apenas. La clínica nos da un polvo
especial con el que hacemos una colada para él, y quizá algún día se mejore.
Cuando llegamos, estábamos como él —mi hermano mayor y yo. Apenas si me
acuerdo de aquello. La gente de la aldea vecina a la carpa nos llevó a la clínica, que es
donde uno tiene que rmar que ha llegado —que se ha ido, pasando por el parque Kruger.
Nos sentamos sobre la hierba y todo era confusión. Una enfermera bonita, de cabello liso
y hermosos zapatos de tacón alto, nos trajo el polvo especial. Dijo que debíamos
mezclarlo con agua y tomarlo lentamente. Abrimos los paquetes con los dientes y los
lamimos todos, de tal suerte que se me pegó en la boca y tuve que chuparme los labios y
los dedos. Algunos de los otros niños que habían venido caminando con nosotros
vomitaron. Pero yo sólo sentí que cuanto había en mi barriga se movía, mientras la cosa
aquella bajaba y daba vueltas como una serpiente y el hipo me daba dolor. Otra
enfermera nos pidió que hiciéramos la en el corredor de la clínica, pero no éramos
capaces. Nos sentamos por todas partes, cayéndonos los unos contra los otros; las
enfermeras nos ayudaban a incorporarnos a cada uno, jalándonos del brazo, para luego
clavar una aguja en él. Otras agujas nos sacaban sangre y la echaban en frasquitos
diminutos. Esto era contra la enfermedad, pero yo no lo comprendía, y cada vez que mis
ojos se cerraban me sentía como caminando, la hierba era larga, veía los elefantes y no
sabía que nos habíamos ido de ahí.
Pero la abuela seguía fuerte, aún podía ponerse de pie, sabe escribir y rmó por
nosotros. La abuela nos consiguió este lugar de la carpa que da sobre uno de los lados y
es el mejor, pues aunque la lluvia entra, podemos levantar el ala cuando hace buen
tiempo, y entonces brilla el sol sobre nosotros y se van los malos olores de la carpa. La
abuela conoce a una mujer de aquí que le enseñó dónde hay buena hierba para
colchones, y la abuela nos hizo unos. Una vez al mes viene a la clínica el camión de la
comida. Nuestra abuela lleva consigo una de las tarjetas que rmó y después de
perforársela nos dan un costal de harina de maíz. Hay carretillas para llevarlos hasta la
carpa; mi hermano mayor se encarga de hacerlo por la abuela y al devolver las carretillas
vacías hasta la clínica él y los demás muchachos apuestan carreras. A veces tiene suerte
y un hombre que compra cerveza en la aldea le da dinero para que la lleve, aunque no
está permitido, pues la carretilla debe regresar donde las enfermeras de inmediato.
Compra entonces una bebida fría y la comparte conmigo, si lo alcanzo. Otro día, todos los
meses, la iglesia deja un cerro de ropa vieja en el patio de la clínica. La abuela tiene otra
tarjeta que hace perforar y podemos luego escoger algo: yo tengo dos vestidos, dos
pantalones y un suéter, para poder ir a la escuela.

La gente de la aldea nos ha dejado entrar a su escuela. Me sorprendió


encontrar que hablan nuestra lengua; mi abuela me dijo: «por eso nos
dejan quedarnos en su tierra». Hace tiempo, en la época de nuestros
padres, no existía ninguna cerca mortal, no existía ningún parque Kruger
entre ellos y nosotros; éramos un mismo pueblo, bajo nuestro propio rey,
los de la aldea que dejamos y los de este lugar en donde estamos.
Ahora que llevamos tanto tiempo en la carpa —ya cumplí los once años y mi hermanito
tiene casi tres aunque es tan chiquito, sólo su cabeza es grande, y no ha logrado
adaptarse bien— algunos han cavado en la tierra pelada alrededor de la carpa y han
sembrado frijoles, maíz y repollo, los viejos tejen ramas para cercar sus jardines. A nadie
se le permite buscar trabajo en los pueblos, pero algunas de las mujeres han encontrado
qué hacer en la aldea y pueden comprar cosas. La abuela, porque sigue siendo fuerte,
encuentra trabajo en los sitios donde están

14
construyendo casas, en esta aldea la gente construye casas bonitas con ladrillos y
cemento, no con barro como las que teníamos en nuestra tierra. La abuela, que les carga
los ladrillos y lleva un canasto lleno de piedras sobre la cabeza, tiene dinero para comprar
azúcar, té, leche y jabón. En el almacén le dieron un almanaque que colgó sobre el ala
nuestra de la carpa. Me va bien en la escuela y ella recogió papel de propaganda que la
gente botaba frente al almacén para forrarme los libros de texto con él. Nos pone a mi
hermano mayor y a mí a hacer las tareas todas las tardes, antes del anochecer, pues en
nuestro puesto de la carpa no cabemos sino para acostarnos muy juntos, tal como lo
hacíamos en el parque Kruger; además, las velas son caras. La abuela todavía no ha
podido comprarse un par de zapatos para ir a la iglesia, pero ya nos compró, a mi hermano
mayor y a mí, zapatos escolares negros y betún para limpiarlos. Todas las mañanas,
mientras la gente se levanta en la carpa, los bebés lloran, la gente se empuja afuera en
los grifos y algunos niños arrancan el pegado de avena de las ollas de las que comimos la
víspera, mi hermano mayor y yo limpiamos los zapatos. La abuela nos hace sentarnos
sobre el colchón con las piernas estiradas hacia adelante, para inspeccionar nuestros
zapatos y cerciorarse de que lo hicimos bien. Ningún otro niño de la carpa tiene auténticos
zapatos escolares. Cuando los tres los miramos, es como si de nuevo estuviésemos en
una casa de verdad, sin guerra, sin irnos.

Algunos blancos vinieron a tomar fotos de nuestra gente que vive en la


carpa —dijeron que estaban filmando una película; aunque nunca he visto
una, si he oído hablar de ellas. Una mujer blanca entró con dificultad hasta
nuestro lugar y le hizo a la abuela unas preguntas que nos contó en
nuestra lengua alguien que entiende la de la blanca.
—¿Hace cuánto viven así?
—¿Quiere decir aquí? —dijo nuestra abuela—. En esta carpa, dos años y
un mes. —¿Y qué espera del futuro?

—Nada. Estoy aquí.


—¿Pero para sus niños?
—Quiero que aprendan para que logren conseguir trabajos buenos y
dinero. —¿Tiene esperanzas de regresar a Mozambique, a su propio
país?

—No regresaré.
—pero cuando termine la guerra y no le permitan quedarse aquí, ¿no quiere volver a casa?
No creí que la abuela quisiera seguir hablando. No creí que fuera a responderle a la
blanca, que volvió entonces la cabeza hacia un lado y se sonrió con nosotros.

La abuela apartó de ella la mirada y hablo:


—No hay nada. No hay casa.
¿Por qué dice eso la abuela? ¿Por qué? Yo sí voy a volver. Voy a volver, atravesando
el parque Kruger. Después de la guerra, si ya no hay más bandidos, tal vez nuestra madre
nos esté esperando. Y tal vez el abuelo, cuando lo abandonamos, sólo se quedó atrás y
de algún modo

15
encontró el camino, lentamente, a través del parque Kruger, y esté allí. Estarán en casa y
yo los recordaré aún.

Atesorando
palabras
​Trata de identi car por el contexto, el signi cado de las palabras que
desconozcas. Si es necesario, consulta el diccionario. Puedes buscar, libremente,
las palabras que desees, sin embargo, te sugerimos poner atención a las
siguientes:

​mico, mopanes (mopán), embutían (embutir), zigzag, mandriles,


antílopes, en pos, eludir, acezando (acezar), vadear, regazo, costales.

Descubriendo el texto
​¿Cuál es el punto de vista de la narradora en este relato?
¿Dónde se desarrolla la primera parte del cuento? ¿Cómo es ese ambiente?
Caracterízalo. Da ejemplos que ilustren tus apreciaciones.
En la segunda parte del cuento hay un viaje. ¿Por qué viajan?
¿Cuáles son sus motivos?
¿Cómo es el ambiente que encuentran durante el viaje?
¿Qué características tiene? Descríbelo.
¿En qué continente se producen las acciones que se cuentan en este relato?
¿Qué referencias geográ cas concretas se hacen?
¿Quiénes estaban en mejores condiciones en ese lugar? ¿Por qué?
Razona tu respuesta.
¿Por qué no podían pedir ayuda a los trabajadores de los campamentos?
¿Quiénes lo impedían? ¿Qué opinas al respecto?
¿Cómo fue la travesía? ¿Qué hacían?
¿Qué ocurrió con el abuelo? ¿Qué decisión trascendental tomó la abuela?
Al tomarla, ¿a qué le dio más importancia?
¿Qué características físicas y psicológicas presenta la abuela?
¿Qué importancia tiene en esta historia?

16

​En la tercera parte del cuento llegan a otro lugar, ¿a cuál? ¿Cómo
es este nuevo ambiente? Descríbelo.
¿En qué condiciones físicas llegaron los niños a este campamento? Explica.
En la parte nal del cuento hay una entrevista, ¿quién
la realiza?, ¿a quién?, ¿para qué?
¿Qué revelan las respuestas de la abuela durante la
entrevista? ¿Qué opinas tú al respecto? Argumenta tu respuesta.
Interpreta las siguientes imágenes: …
“la abuela cambió con alguien su vestido dominguero por unas secas
mazorcas de maíz que hirvió y envolvió en un trapo, y al partir nos las
llevamos”.
“Pero yo sólo sentí que cuanto había en mi barriga se movía, mientras la
cosa aquella bajaba y daba vueltas como una serpiente y el hipo me
daba dolor.”
¿Qué relación existe entre lo sugerido en las imágenes
anteriores y la problemática actual de algunos pueblos africanos?
¿Qué relación estableces entre el título, la información del
epígrafe y los contenidos de este cuento? ¿Hay manejo de la ironía?
Argumenta tu respuesta.
¿En este cuento se presenta una problemática de carácter político y social? ¿Cuál
es?

La palabra y su tiempo
Desde muy joven Nadine Gordimer sintió la necesidad de escribir, y en particular, de
narrar lo observado. Comenzó con una serie de relatos breves para cultivar luego,
además del cuento, la novela y el ensayo. La prosa de esta autora hace gala de un
lenguaje de palabras sencillas, pero con un manejo de la sintaxis, de las imágenes y la
adjetivación que logra una gran fuerza expresiva y poética. En su narrativa breve
podemos observar un gran dinamismo que consigue mantener la tensión del lector.

Sus temas fundamentales son el segregacionismo, las relaciones


interraciales, la supervivencia y el sentido de la vida. Su obra es producto
del tiempo y el espacio que le ha tocado vivir. La dura realidad del
“apartheid”, segregación racial sufrida por los habitantes de raza negra en
Suráfrica, le aportó una de las temáticas a su narrativa.
Muestra con ictos y problemas que afectan la condición humana en medio de una
sociedad marcada por la desigualdad, la violencia, el racismo y la injusticia. Sin embargo,
como narradora, es cuidadosa en exponer los sentimientos y pasiones de sus personajes
con gran respeto, sin que inter era su posición personal, presentándolos en el escenario
de una sociedad contradictoria como la africana. No juzga, sólo presenta las
implicaciones e in uencias que las realidades políticas y sociales tienen en las vidas de
sus personajes, cómo los marcan, cómo in uyen en la

17
interioridad de ellos como individuos. En su narrativa encontraremos desde los simples
hechos de la cotidianidad hasta los más complejos y convulsionados sentimientos, tanto
en la gente “de color” como en una clase media blanca progresista que tienen que vivir en
un sistema político que no comparten y critican. Con un estilo ameno re eja su posición
crítica, mas no pan etaria, ante el racismo y la censura. En el cuento “ Lo último en
safaris”, la voz de la niña narra, desde su perspectiva y su visión de mundo, las terribles
realidades que vive, con un lenguaje llano, directo, familiar, lleno de ingenuidad y a la vez
de poesía. Encontramos una gran fuerza narrativa en una prosa que despliega imágenes
y recursos literarios como el símil, la humanización y la ironía.

Encuentro con el texto


Lee en forma silenciosa el siguiente cuento titulado “La casa
de Asterión” de Jorge Luis Borges. Identi ca las palabras cuyo
signi cado desconozcas. Además del vocabulario, es importante
que conozcas algunas referencias mitológicas que te ayudarán
a comprender el texto. Estas las encontrarás al nal del cuento.

La casa de Asterión
2
Jorge Luis Borges​

Y la Reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión

SÉ QUE ME ACUSAN DE SOBERBIA​, y tal vez de misantropía,


y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su
debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa,
pero también es verdad que sus puertas (cuyos números es
in nito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los
animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles
aquí ni el bizarro aparato de los palacios pero sí la quietud y la
soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz
de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una
parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay ​un solo
mueble ​en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un
prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que
no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado
la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me
infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas,

2 ​Borges, Jorge Luis (1974). O


​ bras Completas​. Buenos Aires: Emecé Editores.

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como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las
toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se
prosternaba; otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue
una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo; aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda transmitir a otros
hombres; como el lósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las
enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo
grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa
no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, por que las noches y los
días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejantes al carnero que va a embestir, corro


por las galerías de piedra hasta rodar al suelo mareado. Me agazapo a la sombra de un
aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que
me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con
los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha
cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que pre
ero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con
grandes reverencias le digo.
Ahora volveremos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien
decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o
Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente
los dos.

No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las
partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un
patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son in nitos] los pesebres, abrevaderos,
patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo
a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado
la calle y he visto el templo de las hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión
de la noche me reveló que también son catorce [son in nitos] los mares y los templos.
Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen
estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizás yo he creado las
estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal.
Oigo pasos a su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a
buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me
ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una
galería de las otras. Ignoro quienes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de
su muerte que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad,
por que sé que vive mi redentor y al n se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara
todo los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos
galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto ¿será un toro o un
hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni


un vestigio de sangre.
—¿Lo creerás, Ariadna?—dijo Teseo—El minotauro apenas se defendió.

19
Algunas referencias de interés:
Asterión: ​rey de Creta. Se casó con Europa después de haber sido seducida por Zeus.
Asterión adoptó los hijos nacidos de esta unión divina: Minos, Sarpedón y Radamantis.
Minotauro: t​ errible criatura con cabeza de toro que nació de la relación zoofílica de
Pasífae, esposa de Minos, con un toro. La versión más extendida dice que Minos, hijo
de Zeus y de Europa, pidió al dios Poseidón, el rey de los océanos, apoyo para
suceder al rey Asterión de Creta y ser reconocido como rey por los cretenses.
Poseidón lo escuchó e hizo salir de los mares un hermoso toro blanco, al cual Minos
prometió sacri car en su nombre. Sin embargo, al quedar Minos maravillado por las
cualidades del hermoso toro blanco, lo ocultó entre su rebaño y sacri có a otro toro en
su lugar, esperando que el dios del océano no se diera cuenta del cambio. Al saber
esto, Poseidón se llenó de ira, y para vengarse, inspiró en Pasífae un deseo
incontenible por el hermoso toro blanco que Minos guardó para sí. Para consumar su
unión con el toro, Pasífae requirió la ayuda de Dédalo, que construyó una vaca de
madera recubierta con piel de vaca auténtica para que ella se metiera dentro. El toro la
poseyó creyendo que era una vaca de verdad. De esta unión nació el Minotauro,
criatura que tenía cabeza de toro y cuerpo de hombre y fue condenado a vivir en un
laberinto. Cada año, los cretenses le daban al Minotauro, como pasto, siete jóvenes y
siete doncellas que Atenas les entregaba como tributo.
Teseo y Ariadna: ​Teseo fue como voluntario con otros jóvenes para liberar a su pueblo
del tributo que tenía que pagarle a Creta. Ariadna se enamoró de Teseo a primera
vista, y lo ayudó dándole una espada mágica y un ovillo del hilo que fue devanando
para que pudiese hallar el camino de salida del laberinto, tras matar al Minotauro.
Ariadna huyó entonces con Teseo.
Apolodoro: (​ 180-119 a.c.) gramático, historiador y mitógrafo griego. A él se le atribuye
un resumen de mitología conocido como Biblioteca mitológica, en donde se intenta
conciliar diferentes versiones de los mitos. Es una de las fuentes principales para el
estudio de la mitología griega.

Atesorando palabras
​ rata de identi car por el contexto, el signi cado de las palabras que
T
desconozcas. Si es necesario, consulta el diccionario. Puedes buscar, libremente,
las palabras que desees, sin embargo, te sugerimos poner atención a las
siguientes:

​misantropía, irrisorias, bizarro, detractores, plebe, toscas, grey,


estilóbato, aljibe, abrevaderos, intrincado, reverberó (reverberar),
vestigio, prosternaba (prosternar).

20

Descubriendo el texto
​¿Cuál es el tipo de narrador? ¿Hay un narrador único en el
texto o se da un cambio de narrador? Fundamenta tu respuesta con
ejemplos del texto.
Interpreta el contenido de las siguientes expresiones e
identi ca el lugar donde se desarrolla la historia.
“Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro
lugar” “La casa es del tamaño del mundo mejor dicho es el mundo”
¿Cuáles son las características físicas y espirituales del
personaje principal del cuento? Apóyate en el texto para describirlo.
¿Qué ocurría dentro de la casa cada nueve años?
¿Qué relación existe entre el título, el epígrafe y el contenido del cuento?
¿Por qué al personaje ya no le dolía la soledad? ¿Qué
esperaba? ¿Se cumple su deseo? Explica.
Al nal del cuento pareciera que hay una omisión, un vacío en la
narración. ¿Qué parte del cuento se omite y se da por sobreentendida? ¿Qué
efecto se produce en el lector con dicha omisión?
¿Qué relación tienen las palabras “rompecabezas” y
“acertijo” con la estructura del cuento? Razona tu respuesta.
¿Crees que este cuento responde a la técnica narrativa del
misterio y el suspenso? Razona tu respuesta.
El cuento está dirigido ¿a qué tipo de lector? ¿lector
pasivo o lector cómplice? ¿Por qué?
¿Qué signi cado tuvo la muerte para el personaje principal?

¿Compartes esa visión? ​ La


palabra y su
tiempo
Jorge Luis Borges es, quizás, el escritor latinoamericano de mayor proyección universal.
Su obra se inscribe dentro de la vanguardia latinoamericana, particularmente en la
vanguardia de la América del Sur, la cual se caracterizó por asimilar innovaciones
europeas y proponer a través de la revolución del lenguaje un arte universal. Como poeta
formó parte del Ultraísmo*, movimiento que nace en España y que redujo el poema a su
elemento fundamental: la metáfora, aunque años más tarde se deslindó de este
movimiento.

Como narrador trasciende las fronteras culturales, rompe con los límites de
tiempo y espacio y explota la creación al infinito con la elaboración literaria
de universos lejanos y ajenos, sin olvidar al hombre de Buenos Aires, su
ciudad, ni al gaucho.
Su obra es ejercicio intelectual y de erudición que permite construir un singular universo
borgiano que entreteje re exiones, dudas, contenidos losó cos, simbologías que a veces
* Consultar glosario

21
emanan de un complejo proceso de intertextualidad (diálogo entre textos) donde abundan
las referencias a otras obras maestras de la literatura universal, de la losofía, de la
historia, de la teología, de las matemáticas, libros sagrados, saberes cabalísticos,
alusiones mitológicas, que dan cuenta de una densa cultura. Pero su escritura también es
actividad lúdica, pues pone en práctica los procedimientos de la narrativa fantástica a
través de estrategias recurrentes como la presencia de la obra de arte dentro de la obra
misma, la dualidad entre la realidad y el sueño, el viaje en el tiempo y la ambigüedad
expresada con el tema del doble o “del otro - imagen”, los cuales le imprimen una
pasmosa originalidad a sus cciones.
Los laberintos representados de múltiples formas, los espejos, héroes escandinavos y
orien tales son recurrentes en la literatura borgiana. Muchos críticos consideran que a
partir de Jorge Luis Borges, la literatura latinoamericana es otra, pues gracias a él se
amplió el universo imaginario.

Encuentro con el texto


Lee en forma silenciosa y luego en forma oral el siguiente cuento
de William Faulkner, titulado “Una rosa para Emily”. Identi ca las
palabras cuyos signi cados desconozcas.

Una rosa para Emily


3
William Faulkner ​

I
CUANDO MURIÓ LA SEÑORITA ​Emily Grierson, casi toda
la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de
respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las
mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad
por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los
últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocine
ro y jardinero a la vez. La casa era una construcción cuadrada,
pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con
cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo
XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en
que se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes
y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el
recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había
quedado la casa de la señorita Emily, levantando su permanente
y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de

3 ​http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/faulkner/rosapa...

22
gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la
señorita Emily había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres
que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas
de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de Je erson. Mientras vivía,
la señorita Emily había sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una
especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor
—autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin
delantal—, la eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su
padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emily fuera
capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el
padre de la señorita Emily había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía
de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del
modo de ser del coronel Sartoris hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y
sólo una mujer como la señorita Emily podría haber dado por buena esta historia.
Cuando la siguiente generación, con ideas más
modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad,
aquel arreglo tropezó con algunas di cultades. Al
comenzar el año enviaron a la señorita Emily por
correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron
respuesta. ​Entonces le escribieron, citándola en
el despacho del alguacil para un asunto que le
interesaba. Una ​semana más tarde el alcalde volvió
a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o ​enviarle su
coche para que acudiera a la o cina con comodidad,
y recibió en respuesta una nota en papel de corte
pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con
una oreada caligrafía, comunicándole que no salía
jamás de su casa. Así pues, la nota de la contribución
fue archivada sin más comentarios. Convocaron,
entonces, una junta de regidores, y fue designada
una delegación para que fuera a visitarla.
Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado
desde que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años
antes. Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una
escalera que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a
cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el
negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y
cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que otaba
en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la
chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la señorita Emily, con un deslucido marco
dorado.
Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emily entró —una mujer pequeña, gruesa,
vestida de negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la
cintura y que se perdía en el cinturón—; debía de ser de pequeña estatura; quizá por eso,
lo que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía
abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua
estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas

23
arrugas de su faz, parecían dos pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de
terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban
el motivo de su visita.

No los hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta


que el que hablaba terminó su exposición. Pudieron oír entonces el tictac
del reloj que pendía de su cadena, oculto en el cinturón.
Su voz fue seca y fría.
—Yo no pago contribuciones en Je erson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden
ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.
—De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido
usted un comunicado del alguacil, rmado por él?
—Sí, recibí un papel —contestó la señorita Emily—. Quizá él se considera alguacil.
Yo no pago contribuciones en Je erson.
—Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa
semejante. Nosotros debemos...
—Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Je erson.
—Pero, señorita Emily...
—Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.)
Yo no pago contribuciones en Je erson. ¡Tobe! —exclamó llamando al negro—.
Muestra la salida a estos señores.

II
Así pues, la señorita Emily venció a los regidores que fueron a visitarla del mismo modo
que treinta años antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel
asunto del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después
de que su prometido —todos creímos que iba a casarse con ella— la hubiera
abandonado. Cuando murió su padre apenas si volvió a salir a la calle; después que su
prometido desapareció, casi dejó de vérsele en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el
valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era
el criado negro —un hombre joven a la sazón—, que entraba y salía con la cesta del
mercado al brazo.

“Como si un hombre —cualquier hombre— fuera capaz de tener la cocina


limpia”, comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a
sentirse aquel olor; y esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y
prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.
Una vecina de la señorita Emily acudió a dar una queja ante el alcalde y juez Stevens,
anciano de ochenta años.
—¿Y qué quiere usted que yo haga? —dijo el alcalde.

24
—¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que
no hay una ley?
—No creo que sea necesario—a rmó el juez Stevens—. Será que el negro ha matado
alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.
Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:

—Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo
molestar a la señorita Emily; pero hay que hacer algo.
Por la noche, el tribunal de los regidores —tres hombres que peinaban canas, y otro
algo más joven— se encontró con un hombre de la joven generación, al que hablaron
del asunto.
—Es muy sencillo —a rmó éste—. Ordenen a la señorita Emily que limpie el jardín,
denle algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace...
—Por favor, señor —exclamó el juez Stevens—. ¿Va usted a acusar a la señorita Emily
de que huele mal?
Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped
de la nca de la señorita Emily y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones
nocturnos, husmeando los fundamentos del edi cio, construidos con ladrillo, y las
ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento,
como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su
hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las
construcciones anexas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso,
detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la
señorita Emily, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a
los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel
olor había desaparecido.

Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella.
Todos en la ciudad recordaban que su anciana tía, lady Wyatt, había acabado
completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en más de lo que realmente
eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno para la señorita Emily.
Nos habíamos acostumbrado a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al
fondo, la esbelta gura de la señorita Emily, vestida de blanco; en primer término, su
padre, dándole la espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta
de entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no
sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un
sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado
a la señorita Emily ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas…

Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en


propiedad la casa, y en cierto modo esto alegró a la gente; al fin podían
compadecer a la señorita Emily. Ahora que se había quedado sola y
empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer los
temblores y la desesperación de tener un céntimo de más o de menos.

25
Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la
señorita Emily y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin
muestra ninguna de pena en el rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no
estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia
y tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer del cuerpo
del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita
Emily rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre.

No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más


remedio que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre
había desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna fortuna, la
gente pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse a los
mismos que en otro tiempo había despreciado.
III
La señorita Emily estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el
cabello corto, lo que la hacía aparecer más joven que una muchacha, con una vaga
semejanza con esos ángeles que guran en los vidrios de colores de las iglesias, de
expresión a la vez trágica y serena...
Por entonces justamente la ciudad acababa de rmar los contratos para pavimentar las
calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La
compañía constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un
capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y
ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos,
por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y
dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad.
Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría asegurar,
sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco
tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita Emily en las tardes del domingo,
paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos bayos de alquiler...
Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emily tuviera un
interés en la vida, aunque todas las señoras decían: “Una Grierson no
podía pensar seriamente en unirse a un hombre del Norte, y capataz por
añadidura.” Había otros, y éstos eran los más viejos, que af irmaban que
ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera
señora aquello de noblesse oblige —claro que sin decir noblesse oblige—
y exclamaban:
“¡Pobre Emily! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emily
tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había
enemistado con ellos, a causa de la vieja lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde
entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo que ni siquiera habían
venido al funeral.
Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Emily!”, ahora empezó a
cuchichear: “Pero ¿tú crees que se trata de...?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si
no?”, y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos
por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del
sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop,

26
de los bayos en que la pareja iba de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez
más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emily!”

Por lo demás, la señorita Emily seguía llevando la cabeza alta, aunque


todos creíamos que había motivos para que la llevara humillada. Parecía
como si, más que nunca, reclamara el reconocimiento de su dignidad como
última representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este
contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su
impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó cuando adquirió el
arsénico, el veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de
cuando se empezó a decir: “¡Pobre Emily!”, y mientras sus dos primas
vinieron a visitarla.
—Necesito un veneno —dijo al droguero. Tenía entonces
algo más de
los 30 años y era aún una mujer esbelta, aunque algo más
delgada de lo
usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la
carne
parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de
los ojos;
como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.
—Necesito un veneno —dijo.
—¿Cuál quiere, señorita Emily? ¿Es para las ratas? Yo le
recom...
—Quiero el más fuerte que tenga -interrumpió—.
No importa la clase.
El droguero le enumeró varios.
—Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea...?
—Quiero arsénico. ¿Es bueno?
—¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que desea...?
—Quiero arsénico.
El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba
abajo, rígida, con la faz tensa.
—¡Sí, claro —respondió el hombre—; si así lo desea! Pero la ley ordena
que hay que decir para qué se va a emplear.
La señorita Emily continuaba mirándolo, ahora con la cabeza
levantada, jando sus ojos en los ojos del
droguero, hasta que éste
desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo
empaquetó. El
muchacho negro se hizo cargo del paquete. El
droguero se metió
en la trastienda y no volvió a salir. Cuando la
señorita Emily abrió
el paquete en su casa, vio que en la caja, bajo una calavera y unos
huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.

IV

27
Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era
lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se
casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que
frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el Club
Elks que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre
Emily!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar en
la calesa, la señorita Emily con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de
copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con
guantes amarillos....

Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que


aquello constituía una desgracia para la ciudad y un
mal ejemplo para la juventud. Los hombres no
quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin
las damas convencieron al ministro de los bautistas
—la señorita Emily pertenecía a la Iglesia
Episcopal— de que fuera a visitarla. Nunca se supo
lo que ocurrió en aquella entrevista; pero en
adelante el clérigo no quiso volver a oír nada acerca
de una nueva visita. El domingo que siguió a la
visita del ministro, la pareja cabalgó de nuevo por
las calles, y al día siguiente la esposa del ministro escribió
a los parientes que la señorita Emily tenía en Alabama....
De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos
pusimos a observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada,
y empezamos a creer que al n iban a casarse. Supimos que la
señorita Emily había estado en casa del joyero y había encargado un
juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días
más tarde nos enteramos de que había encargado un equipo completo
de trajes de hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos:
“Van a casarse” y nos sentíamos realmente contentos. Y nos
alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita Emily
tenía en casa eran todavía más Grierson de lo que la señorita Emily
había sido....
Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue,
pues la pavimentación de las calles ya se había terminado hacía
tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no
hubiera habido una noti cación pública; pero creímos que iba a
arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el
que pudiera verse libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo
una verdadera intriga y todos fuimos aliados de la señorita Emily
para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto,
pasada una semana, se fueron y, como esperábamos, tres días
después volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la
puerta de la cocina, en un oscuro atardecer....
Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la
señorita Emily por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado;
pero la puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando podíamos
verla en la ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero
casi por espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos entonces
que esto era de esperar,

28
como si aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de su mujer durante
tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él...

Cuando vimos de nuevo a la señorita Emily había engordado y su cabello


empezaba a ponerse gris. En pocos años este gris se fue acentuando, hasta
adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello
de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un hombre joven...
Todos estos años la puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos
seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china.
Había dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas
y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y
aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la iglesia los domingos, con una
pieza de ciento veinticinco para la colecta. Entretanto, se le había dispensado de pagar
las contribuciones.
Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de
pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas con sus
cajas de pintura y sus pinceles, a que la señorita Emily les enseñara a pintar según las
manidas imágenes representadas.

En las revistas para señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo y así


permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la señorita
Emily fue la única que se negó a permitirles que colocasen encima de su
puerta los números metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No
quería ni oír hablar de ello.
Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso
y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emily el
recibo de la contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo
sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo
—evidentemente había cerrado el piso alto de la casa— semejante al torso de un ídolo en
su nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta, de nuestra presencia; eso nadie podía
decirlo. Y de este modo la señorita Emily pasó de una a otra generación, respetada,
inasequible, impenetrable, tranquila y perversa.
Y así murió. Cayó enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para
cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma,
pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro.
Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda
y áspera, como si la tuviera en desuso. Murió en una habitación del piso bajo, en una
sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada amarilla,
empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.

V
El negro recibió en la puerta principal a las primeras señoras que llegaron a la casa, las
dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció. Atravesó la casa,
salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emily
llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la ciudad
entera a contemplar a la señorita Emily yaciendo bajo montones de ores, y con el retrato
a lápiz de su padre colocado sobre el

29
ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el balcón estaban los
hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos con su cepillado uniforme de
confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea suya, como si la
hubieran cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su matemática
progresión, como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un
camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y
separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de los últimos diez años.

Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie
había visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser
forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita Emily
descansara en su tumba.
Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que
pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda,
por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las
cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas
sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para
hombre, en plata tan oxidada que apenas se distinguía el monograma con que estaban
marcados. Entre estos objetos aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran
acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida
blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre,
cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos.

El hombre yacía en la cama...


Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia
misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el
largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto del amor, lo había aniquilado.
Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había
convertido en algo inseparable de la cama en que yacía. Sobre él, y sobre la almohada
que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo.

Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada ofrecía la


depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó
algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía
en nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una
larga hebra de cabello gris.

30

Atesorando palabras

Trata de identi car por el contexto, el signi cado de las palabras que
desconozcas. Si es necesario consulta el diccionario. Puedes buscar, libremente,
las palabras que desees, sin embargo, te sugerimos poner atención a las
siguientes:

volutas,dispensa,perpetuidad,empalidecida,umbral,vestíbulo,densas,abot
agada, prolí co, desechado, farola, calesa, inasequible, torpón, sibilantes.

Descubriendo el texto
​¿Cuál es el punto de vista del narrador? ¿En qué
persona se desarrolla el relato? ¿Quiénes son los
personajes?
¿Cómo es el ambiente en donde se desarrolla este cuento?
¿Qué relación se establece entre el ambiente del
cuento y los personajes? ¿Cómo eran las
características físicas de la señorita Emily?
¿Quién era el coronel Sartoris?
¿Cuál fue el problema que manifestaron los
vecinos ante el alcalde? ¿Cuál fue la manera
cómo desapareció el olor?
¿Qué sentimientos había en el pueblo cuando murió el padre de la señorita Emily?
Interpreta la siguiente la siguiente expresión: “Ahora que se
había quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora
aprendería a conocer los temblores y la desesperación de tener un céntimo
de más o de menos.”
¿Cómo es el tiempo en el relato? ¿Hay planos temporales que
se alternan? Ejempli ca. ¿Te esperabas ese nal? ¿Es un
recurso del narrador para impactar al lector? Explica. A partir de
la expresión siguiente ¿Qué sensaciones se ponen de mani esto?
“Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada ofrecía la
depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó
algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía
en nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una
larga hebra de cabello gris”.
¿Qué relación existe entre el título del cuento y su contenido?
¿Por qué el narrador le ofrece una rosa a la señorita Emily? Razona tu
respuesta.

31

La palabra y su tiempo
“Una Rosa para Emily” es una narración breve, que constituye una muestra el de
algunas de las características de la obra de William Faulkner. Al analizar el punto de vista
del personaje que narra, se puede observar que dicho personaje está involucrado en la
historia, forma parte de ella; cuenta desde la perspectiva de un narrador en primera
persona del plural, un nosotros que implica una innovación para la escritura de la época.
En sus cuentos y novelas utiliza diferentes tipos de narradores, incluso narradores
múltiples que se alternan. Su obra se ubica en el sur de los Estados Unidos, el ambiente
donde nació y donde pasó la mayor parte de su vida. Es una región que conoce en
profundidad. Es testigo de su devenir social, de sus costumbres, sus éxitos, sus anhelos
ante el futuro y también de sus evidentes fracasos. Su creación literaria en ese lugar
geográ co y humano descubre, de una manera a veces descarnada, las aquezas y
debilidades de un sector de la sociedad, que apegado a ideales decadentes se opone a
la evolución hacia el progreso. Y por otra parte, a pesar de los años pasados, durante el
siglo XX, aún vive las secuelas de la frustración de la derrota de los Confederados del
Sur, ante los estados de la Unión del Norte, durante la cruenta Guerra Civil
Norteamericana (1861-1865).

Faulkner crea un mundo original, fruto de su imaginación y de sus dotes de


observador, donde se reproducen los avatares de la vida real. En pueblos y
ciudades pequeñas, en áreas rurales, a partir de lo local, crea personajes e
historias que descritos y contadas con una notable maestría técnica y
argumental, adquieren una dimensión universal. La versatilidad en el uso de
su lengua para la producción literaria, le permite a Faulkner, innovar en el
arte narrativo y abrir caminos hacia una creación más libre de las ataduras
del relato tradicional, que se caracterizaba por escribir en un tiempo lineal,
sin rupturas en los planos temporales, con historias apegadas a un realismo
que ponía obstáculos a la imaginación y a la fantasía.
Demuestra que la literatura puede ir más allá de los límites del relato simple de los
acontecimientos, de la descripción apegada a la objetividad de ambientes y personajes.
Es posible penetrar en las zonas invisibles de las relaciones humanas, en las emociones
y sentimientos, en los espacios sujetivos de la realidad social para tener una visión
mucho más completa de la sociedad desde la perspectiva literaria. William Faulkner fue
un escritor que marcó con su estilo nuevas formas de narrar. Por ejemplo, la idea de
crear un condado ilusorio, el de Yoknapatawpha, donde se desarrollan algunas de sus
cciones, es el antecedente de otros espacios imaginarios similares en la literatura
latinoamericana. Muchos escritores nuestros, como el argentino Juan Carlos Onetti y los
mexicanos Juan Rulfo y Carlos Fuentes, admiten haber recibido in uencias de su obra
narrativa. Para algunos críticos, el aporte de su estilo a los narradores del llamado
“boom” de la novela latinoamericana ha sido muy valioso. El mismo Jorge Luis Borges,
argentino, un escritor reconocido por sus altos niveles de exigencia al valorar lo literario,
tradujo una de sus obras titulada ​Las palmeras salvajes.​ Incluso, Gabriel García
Márquez, en su libro, ​Vivir para contarla (​ 2002) y Mario Vargas Llosa en su publicación, ​El
pez en el agua ​(1993), ambos distinguidos con el Premio Nobel de literatura, declaran
que en sus obras han seguido algunas de las ideas creativas de Faulkner.

32
Encuentro con el texto
​ el
Lee en forma silenciosa y luego en forma oral la obra narrativa titulada, ​La metamorfosis d
escritor Franz Kafka. Trata de imaginar todos los componentes de la historia, el ambiente, los
personajes, las acciones.

La metamorfosis
4
Franz Kafk a​
(Versión con fines pedagógicos)

AL DESPERTAR GREGORIO SAMSA UNA


MAÑANA​, tras un sueño intranquilo, se
encontró en su cama convertido en un
monstruoso insecto. Se hallaba echado sobre el
duro caparazón de su espalda, y, al alzar un
poco la cabeza, vio la gura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas
callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la cobija, que estaba
visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente
escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el
espectáculo de una agitación sin consistencia. —¿Qué me ha sucedido? No soñaba, no.
Su habitación, una habitación de verdad, aunque excesivamente reducida, aparecía como
de ordinario entre sus cuatro harto conocidas paredes. Presidiendo la mesa, sobre la cual
estaba esparcido un muestrario de telas —Samsa era viajante de comercio—, colgaba una
estampa ha poco recortada de una revista ilustrada y puesta en un lindo marco dorado.
Representaba esta estampa una señora tocada con un gorro de pieles, y que, muy erguida,
esgrimía contra el espectador una amplia manga, asimismo de piel, dentro del cual
desaparecía todo su antebrazo.
Gregorio dirigió luego la vista hacia la ventana; el tiempo nublado (sentíase repiquetear en
el zinc del alféizar las gotas de lluvia) le infundió una gran melancolía. —Bueno—pensó—;
¿qué

4​Kafka, Franz (1974). ​La metamorfosis.​ Madrid: Ediciones Castella. 3​ 3

pasaría si yo siguiese durmiendo un rato y me olvidase de todas las fantasías? —Pero,


era esto algo de todo punto irrealizable, porque Gregorio tenía la costumbre de dormir
sobre el lado derecho, y su actual estado no le permitía adoptar esa postura. Aunque se
empeñaba en permanecer sobre el lado derecho, forzosamente volvía a caer de
espaldas. Mil veces intentó en vano esta operación; cerró los ojos para no tener que ver
aquel rebullicio de las piernas, que no cesó hasta que un dolor leve y punzante al mismo
tiempo, un dolor jamás sentido hasta aquel momento, comenzó a aquejarle en el costado.
—¡Ay, Dios! —Se dijo entonces.— ¡Qué cansada es la profesión que he elegido! Un día
sí y otro también de viaje. La preocupación de los negocios es mucho mayor cuando se
trabaja fuera que cuando se trabaja en el mismo almacén, y no hablemos de esa plaga
de los viajes: cuidarse de los enlaces de los trenes; la comida mala, irregular;
relaciones que cambian de continuo, que no duran nunca, que no llegan nunca a ser
verdaderamente cordiales, y en que el corazón nunca puede tener parte. ¡Al diablo con
todo! Sintió en el vientre una ligera picazón. Lentamente, se estiró sobre la espalda,
alargándose en dirección a la cabecera, a n de poder alzar mejor la cabeza. Vio que el
sitio que le escocía estaba cubierto de unos putitos blancos, que no supo explicarse.
Quiso aliviarse tocando el lugar del escozor con una pierna; pero hubo de retirar ésta
inmediatamente, pues el roce le producía escalofríos.
—Estos madrugones —se dijo— le entontecen a uno por completo. El hombre necesita
dormir lo justo. Hay viajantes que se dan una vida de odaliscas. Cuando a media
mañana regreso al hotel para anotar los pedidos, me los encuentro muy sentados,
tomándose el desayuno.

Sí yo, con el jefe que tengo, quisiese hacer lo mismo, me vería en el acto
de patitas en la calle. Y ¿Quién sabe si esto no sería para mí lo más
conveniente? Si no fuese por mis padres, ya hace tiempo que me hubiese
despedido. Me hubiera presentado ante el jefe y, con toda mi alma, la habría
manifestado mi modo de pensar. ¡Se cae del escritorio! Que también tiene lo
suyo eso de sentarse encima del escritorio para, desde aquella altura, hablar
a los empleados, que, como él es sordo, han de acercársele mucho. Pero, lo
que es la esperanza, todavía no la he perdido del todo. En cuanto tenga
reunida la cantidad necesaria para pagarles la deuda a mis padres —unos
cinco o seis años todavía—, vaya si lo hago. Y entonces, si que me
redondeo. Bueno, pero, por ahora, lo que tengo que hacer es levantarme,
que el tren sale a las cinco.
—Volvió los ojos hacia el despertador, que hacía tictac encima del baúl —¡Santo Dios!
—exclamó para sus adentros. Eran las seis y media, y las manecillas seguían
avanzando tranquilamente. Es decir, ya era más. Las manecillas estaban casi en
menos cuarto. Desde la cama podía verse que estaba puesto efectivamente en las
cuatro; por tanto, tenía que haber sonado. Pero, ¿era posible seguir durmiendo
impertérrito, a pesar de aquel sonido que conmovía hasta los mismos muebles? Su
sueño no había sido tranquilo. Pero, por lo mismo, probablemente un tanto más
profundo. Y ¿qué hacia él ahora? El tren siguiente salía a las siete; para cogerlo era
preciso darse una prisa loca. El muestrario no estaba aún empaquetado, y, por último,
él mismo no se sentía nada dispuesto. Además aunque alcanzase el tren, no por ello
evitaría la lípica del gerente, pues el muchacho del almacén, que habría bajado, debía
de haber dado ya cuenta de su falta. Era el tal muchacho una hechura del gerente, sin
dignidad ni consideración. Y si dijese que estaba enfermo, ¿Qué pasaría? Pero esto,
además de ser muy penoso, infundiría sospechas,

34
pues Gregorio, en los cinco años que llevaba empleado no había estado malo ni una
sola vez. Vendría de seguro el jefe con el médico del sindicato. Se desataría en
reproches, delante de los padres, respecto a la holgazanería del hijo.

[…]
Mientras pensaba y meditaba atropelladamente, sin poderse
decidir abandonar el lecho, y justo en el momento en que el
despertador daba las siete menos cuarto, llamaron quedo a la puerta
que estaba junto a la cabecera de la cama. —Gregorio —dijo una voz,
la de la madre—, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a marcharte
de viaje? ¡Qué voz más dulce! Gregorio se horrorizó al oír en cambio
la suya propia, que era la de siempre, si, pero que salía mezclada con
un doloroso e irreprimible pitido, en el cual las palabras, al principio
claras, se confundían luego, resonando de modo que no estaba
uno seguro de haberlas oído. Gregorio hubiera querido contestar
dilatadamente, explicarlo todo; pero, en vista de ello, se limitó a
decir: —Si, sí. Gracias madre. Ya me levanto. A través de la puerta de
madera, la mutación de la voz de Gregorio no debió notarse, pues
la madre se tranquilizó con esta respuesta y se retiró […] Llegó el
padre a su vez y, golpeando ligeramente la puerta, llamó: “Gregorio,
¡Gregorio! ¿Qué pasa?” Esperó un momento y volvió a insistir,
alzando algo la voz: “Gregorio, ¡Gregorio!” Mientras tanto, detrás de
la otra hoja, la hermana se lamentaba dulcemente: “Gregorio, ¿no
estás bien? ¿Necesitas algo?” “Ya estoy listo”, respondió Gregorio a
ambos a un tiempo, aplicándose a pronunciar, y hablando con gran
lentitud, para disimular el sonido inaudito de su voz.

​[…]

Lo primero era levantarse tranquilamente, arreglarse sin ser importunado y, sobre todo,
desayunar. Sólo después de efectuado todo esto pensaría en lo demás, pues de sobra
comprendía que en la cama no podía pensar bien […] Arrojar la cobija lejos de sí era cosa
muy sencilla. Bastaría con abombarse un poco: la cobija caería por sí sola. Pero la di
cultad estaba en la extraordinaria anchura de Gregorio. Para incorporarse, podía haberse
ayudado de los brazos y las manos; pero en su lugar, tenía ahora innumerables patas en
constante agitación y le era imposible hacerse dueño de ellas. Y el caso es que él quería
incorporarse. Se estiraba; lograba por n dominar una de sus patas; pero mientras tanto,
las demás proseguían su libre y dolorosa agitación. “No conviene hacerse el zángano en
la cama”, pensó Gregorio.
Primero intentó sacar del lecho la parte inferior del cuerpo. Pero esta parte inferior
—que por cierto no había visto todavía, y que, por tanto, le era imposible representarse
en su exacta conformación— resultó ser demasiado difícil de mover. La operación se
inició muy despacio. Gregorio frenético ya, concentró toda su energía y, sin pararse en
barras, se arrastró hacia adelante. Mas calculó mal la dirección, se dio un golpe tremendo
contra los pies de la cama, y el dolor que esto le produjo le demostró, con su agudez, que
aquella parte inferior de su cuerpo era quizás, precisamente en su nuevo estado, la más
sensible. Intentó, pues, sacar la parte superior, y volvió cuidadosamente la cabeza hacia
el borde de la cama. Esto no ofreció ninguna di cultad, y, no

35
obstante su anchura y su peso, el cuerpo todo siguió por n, aunque lentamente, el
movimiento iniciado por la cabeza. Pero, al verse con esta colgando en el aire, le entró
miedo de continuar avanzando en igual forma, porque, dejándose caer así era preciso un
verdadero milagro para sacar intacta la cabeza; y ahora menos que nunca quería
Gregorio perder el sentido. Antes quería quedarse en la cama.
Después de realizar a la inversa los mismos esfuerzos, subrayándolos con hondísimos
suspiros, se halló de nuevo en la misma posición tornó a ver sus patas presas de una
excitación mayor que antes […] “Las siete ya —se dijo al oír de nuevo el despertador—.
¡Las siete ya, y todavía sigue la niebla!” Durante unos momentos permaneció echado,
inmóvil y respirando quedo, cual si esperase volver en silencio a su estado normal. Pero,
a poco, pensó: “Antes de que den las siete y cuarto es indispensable que me haya
levantado. Sin contar que, entretanto, vendrá seguramente alguien del almacén a
preguntar por mí, pues allí abren antes de las siete […] Cayó en la cuenta de que todo
sería muy sencillo si alguien viniese en su ayuda. Con dos personas robustas (y pensaba
en su padre y en la criada) bastaría. Sólo tendrían que pasar los brazos por debajo de su
abombada espalda, desenfundarle del lecho y, agachándose luego con la carga,
permitirle solícitamente estirarse por completo en el suelo, en donde era de presumir que
las patas demostrarían su razón de ser. Ahora bien, tomando en cuenta que las puertas
estaban cerradas, ¿le convenía realmente pedir ayuda? Pese a lo apurado de su
situación, no le quedó otra que sonreírse.

[…]
En esto, llamaron a la puerta del apartamento. “De seguro es alguien del
alma cén” —pensó Gregorio, quedando de pronto en suspenso, mientras
sus patas seguían danzando cada vez más rápidamente […] Se sintieron
aproximarse a la puerta las fuertes pisadas de la criada. Y la puerta se
abrió. Le bastó a Gregorio oír la primera palabra pronunciada por el
visitante, para percatarse de quien era. Era el gerente en persona. ¿Por
qué estaría Gregorio condenado a trabajar en una empresa en la cual la
más mínima ausencia despertaba inmediatamente las más trágicas
sospechas? ¿Es qué los empleados, todos en general y cada uno en
particular, no eran sino unos pillos? ¿Es qué no podía haber entre ellos
algún hombre de bien, que después de perder aunque sólo fuese un par de
horas de la mañana, se volviese loco de remordimiento y no se hallase en
condiciones de abandonar la cama? […] Gregorio, más bien sobrexcitado
por estos pensamientos se arrojó enérgicamente del lecho. Se oyó un
golpe sordo, pero que no podría calificarse propiamente de estruendo […]
—Algo ha ocurrido ahí dentro —dijo el gerente, en la habitación de la
izquierda […] Desde la habitación contigua de la derecha, susurró la
hermana esta noticia: “Gregorio, que ahí está el gerente”. “Ya lo sé”,
contestó Gregorio para sus adentros. Pero no osó levantar la voz hasta el
punto de hacerse oír por su hermana.
[…]
—¡Buenos días señor Samsa! —terció amablemente el gerente. —No se encuentra
bien —dijo la madre a este último mientras el padre continuaba hablando junto a la
puerta—. No está bueno, créame usted, señor gerente. ¿Cómo si no, iba Gregorio a
perder el tren? Si el chico no

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tiene otra cosa en la cabeza más que el almacén […] ni una sola noche ha salido de
casa […] Su única distracción consiste en trabajos de carpintería. En dos o tres
veladas ha tallado un marquito. Cuando lo vea usted, se va a asombrar; es precioso.
Ahí está colgado en su cuarto; ya lo verá usted en seguida, en cuanto abra Gregorio.
Por otra parte, celebro verle a usted, señor gerente, pues nosotros solos nunca
hubiéramos podido convencer a Gregorio para que abriera la puerta. ¡Es más tozudo!
[...] —Señor Samsa —dijo, por n, el gerente con voz campanuda—, ¿qué signi ca
esto? Se ha atrincherado usted en su habitación. No contesta más que sí o no. Inquieta
usted grave e inútilmente a sus padres, y, sea dicho de paso, falta a su obligación en la
empresa de una manera verdaderamente inaudita. Le hablo aquí en nombre de sus
padres y de su jefe, y le ruego muy en serio que se explique al punto y claramente […]
En estos últimos tiempos su trabajo ha dejado mucho que desear. Cierto que no es
ésta la época más propicia para los negocios; nosotros mismos lo reconocemos. Pero,
señor Samsa, no hay época, no debe haberla, en que los negocios estén
completamente parados.
—Señor gerente —gritó Gregorio fuera de sí, olvidándose en su excitación de todo lo
demás—. Voy inmediatamente, voy al momento. Una ligera indisposición, un
desvanecimiento, me ha impedido levantarme. Estoy todavía acostado […] ¡No se
comprende cómo le pueden suceder a uno estas cosas! Ayer tarde estaba yo bien. Mis
padres lo saben. […] ¡Señor gerente, tenga consideración con mis padres! No hay
motivo para todos los reproches que me hace usted ahora […] Por lo demás saldré en
el tren de las ocho. Este par de horas de descanso me han dado fuerzas. No se
detenga usted más, señor gerente. En seguida voy al almacén. Explique usted allí esto,
se lo suplico […] Y mientras espetaba atropelladamente este discurso […] se aproximó
fácilmente al baúl e intentó enderezarse apoyándose en él [...] calló para escuchar lo
que decía el gerente. —¿Han entendido ustedes una sola palabra? —preguntaba éste a
los padres—. ¿No será que se hace el loco? —¡Por amor de Dios! —exclamó la madre
llorando—. Tal vez se siente muy mal y nosotros le estamos morti cando. Y
seguidamente llamó. —¡Grete! ¡Grete! —¿Qué madre? —contestó la hermana desde el
otro lado de la habitación de Gregorio, a través de la cual hablaban. —Tienes que ir
enseguida a buscar al médico; Gregorio está malo. Ve corriendo. ¿Has oído como
hablaba ahora Gregorio? —Es una voz de animal— […] —¡Ana! ¡Ana! —Llamó el
padre, volviéndose hacia la cocina a través del recibo y dando palmadas—, vaya
inmediatamente a buscar un cerrajero. Ya se sentía por el recibo el rumor de las faldas
de las muchachas que salían corriendo (¿cómo se habría vestido tan de prisa la
hermana?), y ya se oía abrir bruscamente la puerta del apartamento. Pero no se
percibió ningún portazo. Debieron de dejar la puerta abierta, como suele suceder en las
casas donde ha ocurrido una desgracia.

[…]
Gregorio, empero, hallábase ya mucho más tranquilo. Cierto es que sus palabras
resultaban ininteligibles, aunque a él le parecían muy claras, más claras que antes, sin
duda porque ya se le iba acostumbrando el oído. Pero lo esencial era que ya se habían
percatado los demás de que algo insólito le sucedía y se disponían a acudir en su ayuda
[…] Gregorio se deslizó lentamente con el sillón hacia la puerta; al llegar allí, abandonó el
asiento, se arrojó contra ésta, se sostuvo en pie, agarrado, pegado a ella por la
viscosidad de su patas. Descansó así un rato del esfuerzo realizado. Luego intentó con la
boca hacer girar la llave dentro de la cerradura. Por desgracia, no parecía tener lo que
propiamente llamamos dientes. ¡Con qué iba entonces a coger la llave? Pero, en cambio,
sus mandíbulas eran muy fuertes, y, sirviéndose de ellas, pudo poner la llave en

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movimiento, sin reparar en el daño que seguramente se hacía, pues un líquido oscuro le
salió de la boca, resbalando por la llave y goteando hasta el suelo. —Escuchen ustedes
—dijo el gerente en el cuarto inmediato—; está dando vueltas a la llave. Estas palabras
alentaron mucho a Gregorio.

[…]
Imaginando la ansiedad con que todos seguirían sus esfuerzos mordió
con toda su alma la llave, medio desfallecido. Y, a medida que ésta giraba
en la cerradura, él se sostenía, meciéndose en el aire, colgado por la boca,
y, conforme era necesario, se agarraba a la llave o la empujaba hacia
abajo con todo el peso de su cuerpo. El sonido metálico de la cerradura,
cediendo por fin, le volvió completamente en sí —Bueno se dijo con un
suspiro de alivio—; pues no ha sido preciso que venga el cerrajero, y dio
con la cabeza en el pestillo para acabar de abrir. Este modo de abrir la
puerta, fue causa de que, aunque franca ya la entrada, todavía no se le
viese. Hubo primero que girar lentamente contra una de las hojas de la
puerta, con gran cuidado para no caerse bruscamente de espaldas en el
umbral. Y aún estaba ocupado en llevar a cabo tan difícil movimiento, sin
tiempo para pensar en otra cosa, cuando sintió un “¡oh!” del gerente, que
sonó como suena el mugido del viento, y vio a este señor, el más
inmediato a la puerta, taparse la boca con la mano y retroceder
lentamente, como impulsado mecánicamente por una fuerza invisible.
La madre —que, a pesar de la presencia del gerente, estaba allí despeinada, con el
pelo enredado en lo alto del cráneo— miró primero a Gregorio, juntando las manos,
avanzó luego dos pasos hacia él, y se desplomó por n, en medio de sus faldas
esparcidas en torno suyo, con el rostro oculto en las profundidades del pecho. El padre
amenazó con el puño con expresión hostil, cual si quisiera empujar a Gregorio hacia el
interior de la habitación; se volvió luego, saliendo con paso inseguro al recibo, y,
cubriéndose los ojos con las manos, rompió a llorar de tal modo, que el llanto sacudía
su robusto pecho […] Gregorio, pues, no llegó a penetrar en la habitación; desde el
interior de la suya permaneció apoyado en la hoja cerrada de la puerta que sólo
presentaba la mitad superior del cuerpo, con la cabeza inclinada de medio lado,
espiando a los circundantes […] —Bueno —dijo Gregorio muy convencido de ser el
único que había conservado su serenidad […] Bueno, me visto al momento, recojo el
muestrario y salgo de viaje. ¿Me permitirán que salga de viaje, verdad? Ea, señor
gerente, ya ve usted que no soy testarudo y que trabajo con gusto. El viajar cansa;
pero yo no sabría vivir sin viajar […] Pero inmediatamente cayó en tierra, intentando,
con inútiles esfuerzos, sostenerse sobre sus innumerables y diminutas patas, y
exhalando un ligero quejido. Al punto se sintió por primera vez aquel día, invadido por
un verdadero bienestar: las patitas apoyadas en el suelo, obedecían perfectamente.

​[…]
A Gregorio le fue completamente imposible averiguar con qué disculpas habían
despedido aquella mañana al médico y al cerrajero. Como no se hacía comprender de
nadie, nadie pensó, ni siquiera la hermana, que él pudiese comprender a los demás. No
le quedó, pues, otro remedio que contentarse, cuando la hermana entraba en su cuarto,
con oírla gemir e invocar a todos los

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santos [….] El tren de la casa se redujo cada vez más. Se despidió a la criada, y se la
sustituyó en los trabajos más duros por una asistenta, una especie de gigante huesudo,
con un nimbo de cabellos blancos en torno a la cabeza, que venía un rato por la mañana
y otro por la tarde, y fue la madre quien hubo de sumar, a su ya nada corta labor de
costura, todos los demás quehaceres. Hubo, incluso, que vender varias alhajas que
poseía la familia, y que en otros tiempos, habían lucido gozosas la madre y la hermana en
estas y reuniones. Así lo averiguó Gregorio en la noche, por la conversación acerca del
resultado de la venta. Pero, el mayor motivo de lamentación consistía siempre en la
imposibilidad de dejar aquel apartamento, demasiado grande ya en las actuales
circunstancias; pues no había modo alguno de mudar a Gregorio. Pero bien comprendía
éste que él no era el verdadero impedimento para la mudanza, ya que se le podía haber
transportado fácilmente en un cajón, con tal que tuviese un par de agujeros por donde
respirar. No; lo que detenía principalmente a la familia, en aquel trance de mudanza, era
la desesperación que ello le infundía al tener que concretar la idea de que había sido
azotada por una desgracia, inaudita hasta entonces en todo el círculo de sus parientes y
conocidos.

[…]
Tuvieron que apurar hasta el fondo, el cáliz que el mundo impone a los desventurados:
el padre tenía que ir a buscar el desayuno de los empleados del banco; la madre que
sacri carse por ropas de extraños; la hermana, que correr de acá para allá detrás del
mostrador conforme lo exigían los clientes. Pero las fuerzas de la familia no daban ya
más de sí. Y Gregorio sentía renovarse el dolor de la herida que tenía en la espalda,
cuando la madre y la hermana, después de acostar al padre, tornaban al comedor y
abandonaban el trabajo para sentarse muy cerca una de otra, casi mejilla con mejilla. La
madre señalaba hacia la habitación de Gregorio y decía: Grete, cierra esa puerta. Y
Gregorio se hallaba de nuevo en la oscuridad.

[…]
Pero si la hermana, extenuada por el trabajo, se hallaba cansada de cuidar a Gregorio
como antes, no tenía por qué ser remplazada por la madre, ni Gregorio tenía por qué
sentirse abandonado, que ahí estaba la asistenta. Esta viuda, harto crecida en años y a
quien su huesuda constitución debía haber permitido resistir las mayores amarguras en el
curso de su dilatada existencia, no sentía hacia Gregorio ninguna repulsión propiamente
dicha. Sin que ello pudiese achacarse a un afán de curiosidad, abrió un día la puerta del
cuarto de Gregorio, y, a la vista de éste, que en su sorpresa, y aunque nadie le perseguía,
comenzó a correr de un lado para otro [...] Desde entonces, nunca se olvidaba de
entreabrir, tarde y mañana, furtivamente la puerta, para contemplar a Gregorio. Al
principio, incluso le llamaba, con palabras que sin duda creía cariñosas, como: “¡Ven aquí,
pedazo de bicho! ¡Vaya con el pedazo de bicho este!” […] Una mañana temprano
—mientras la lluvia, tal vez heraldo de la primavera azotaba furiosamente los cristales—
la asistenta comenzó de nuevo sus manejos, y Gregorio se irritó a tal punto, que se volvió
contra ella, lenta y débilmente, es cierto, pero en disposición de atacar. Pero, ella en vez
de asustarse, levantó simplemente una silla que estaba frente a la puerta, y se quedó en
esta actitud, con la boca abierta de par en par, cual demostrando a las claras su propósito
de no cerrarla hasta después de haber descargado sobre la espalda de Gregorio la silla
que tenía en la mano. —¿Con qué no seguimos adelante? —preguntó, al ver que
Gregorio retrocedía. Y tranquilamente volvió a colocar la silla en el rincón.
Gregorio casi no comía. Al pasar junto a los alimentos que tenía dispuestos, tomaba
algún bocado a modo de muestra, lo guardaba en la boca durante horas, y casi siempre
lo escupía.

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Al principio, pensó que su desgano era efecto, sin duda, de la melancolía en que le sumía
el estado de su habitación; pero precisamente se habituó muy pronto al nuevo aspecto de
ésta. Habían ido tomando la costumbre de colocar allí las cosas que estorbaban en otra
parte, las cuales eran muchas, pues uno de los cuartos de la casa había sido alquilado a
tres huéspedes. Éstos, tres señores muy formales —los tres usaban barba, según
comprobó Gregorio una vez por la rendija de la puerta—, cuidaban de que reinase el
orden más escrupuloso no sólo en su propia habitación, sino en toda y todo lo de la casa,
puesto que en ella vivían, y muy especialmente en la cocina. Trastos inútiles, y mucho
menos cosas sucias no lo permitían [...] Todas esas cosas iban a parar al cuarto de
Gregorio, de igual modo que el cenicero y el cajón de la basura […] Aquello que de
momento no había de ser utilizado, la asistenta, que en esto se daba mucha prisa, lo
arrojaba al cuarto de Gregorio, quien por fortuna, la mayoría de las veces, sólo lograba
divisar el objeto en cuestión y la mano que lo esgrimía.
[…]

De la comida se elevaba una nube de humo. Los huéspedes se inclinaron


sobre las fuentes colocadas ante ellos, cual si quisiesen probarlas antes de
servirse, y, en efecto, el que se hallaba sentado en medio, y parecía el
más autorizado de los tres, cortó un pedazo de carne en la fuente misma,
sin duda para comprobar que estaba bastante tierna y que no era
menester devolverla a la cocina. Exteriorizó su satisfacción, y la madre y la
hermana, que habían observado en suspenso la operación, respiraron y
sonrieron. Entretanto la familia comía en la cocina […] A Gregorio le
resultaba extraño percibir siempre, entre los diversos ruidos de la comida,
el que los dientes hacían al masticar, cual si quisiesen demostrar a
Gregorio que para comer se necesitan dientes, y que la más hermosa
mandíbula, virgen de dientes, de nada puede servir. “Pues sí que tengo
apetito —se decía Gregorio preocupado—, Pero no son éstas las cosas
que me apetecen… ¡Cómo comen estos huéspedes! ¡Y yo, mientras
muriéndome!”.
Aquella misma noche —Gregorio no recordaba
haber oído el
violín en todo aquel tiempo—sintió tocar en la
cocina. Ya habían
acabado los huéspedes de cenar. El que estaba en
medio había
sacado un periódico y dado una hoja a cada uno
de los otros dos,
y los tres leían y fumaban recostados hacia atrás.
Al sentir el violín,
quedó ja su atención en la música; se levantaron,
y, de puntillas,
fueron hasta la puerta del recibo, junto a la cual
permanecieron
inmóviles, apretados el uno contra el otro. Sin duda
se les oyó
desde la cocina, pues el padre preguntó: —¿Tal vez a los señores
les desagrada la música? Y añadió: —En ese caso puede cesar al
momento. —Al contrario — aseguró el señor de más autoridad—.
¿No querría entrar la señorita y tocar aquí? Sería mucho más
cómodo y agradable. —¡Claro no faltaba más! —respondió el
padre, cual si fuese él mismo el violinista. Los huéspedes tornaron
al interior del comedor, y esperaron. Muy pronto llegó el padre
con el atril, luego la madre con los papeles de música, y, por n,

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la hermana con el violín. La hermana lo dispuso todo tranquilamente para comenzar a
tocar. Mientras, los padres, que habían tenido habitaciones alquiladas y que, por lo
mismo, extremaban la cortesía para con los huéspedes no se atrevían a sentarse en sus
propias butacas.

[…]
Comenzó a tocar la hermana, y el padre y la madre, cada uno desde su sitio, seguían
todos los movimientos de sus manos. Gregorio atraído por la música, se atrevió a avanzar
un poco y se encontró con la cabeza en el comedor. Casi no le sorprendía la escasa
consideración que guardaba a los demás en los últimos tiempos, y sin embargo, antes,
esa consideración había sido su mayor orgullo. Pero, ahora más que nunca tenía él,
motivos para ocultarse, pues, debido al estado de suciedad de su habitación, cualquier
movimiento que hacía levantaba olas de polvo en torno suyo, y él mismo estaba cubierto
de polvo y arrastraba consigo, en la espalda y en los costados, hilachos, pelos y restos de
comida […] ¡Que bien tocaba la hermana! Con el rostro ladeado seguía atenta y
tristemente leyendo el pentagrama. Gregorio se arrastró otro poco hacia adelante y
mantuvo la cabeza pegada al suelo, haciendo por encontrar con su mirada la mirada de la
hermana. ¿Sería una era, que la música tanto le impresionaba? Le parecía como si se
abriese ante él el camino que habría de conducirle hasta un alimento desconocido
ardientemente anhelado. Sí, estaba decidido a llegar hasta la hermana, a tirarle de la
falda y a hacerle comprender de este modo que había de venir a su cuarto con el violín,
porque nadie premiaba aquí su música como él quería hacerlo.

[…]
Era preciso que la hermana permaneciese junto a él, no a la fuerza, sino
voluntariamente; era preciso que se sentase junto a él en el sofá, que se inclinase hacia
él, y entonces le con aría al oído que había tenido la rme intención de enviarla al
Conservatorio, y que de no haber sobrevenido la desgracia, durante las pasadas
Navidades —¿pues las Navidades ya habían pasado no?—, así lo hubiera declarado a
todos, sin cuidarse de ninguna objeción en contra. Y al oír esta explicación, la hermana,
conmovida, rompería a llorar, y Gregorio se alzaría hasta sus hombros, y la besaría en el
cuello, que, desde que iba a la tienda, llevaba desnudo, sin cinta al cuello […] —Señor
Samsa —dijo de pronto al padre el señor que parecía ser el más autorizado. Y, sin
desperdiciar ninguna palabra más, mostró al padre, extendiendo el índice en aquella
dirección, a Gregorio, que iba lentamente avanzando. El violín enmudeció de pronto, y el
señor que parecía el más autorizado sonrió a sus amigos, sacudiendo la cabeza, y se
tornó a mirar a Gregorio.

[…]
Al padre le pareció lo más urgente, en lugar de arrojar de allí a Gregorio, tranquilizar a
los huéspedes, los cuales no se mostraban ni mucho menos intranquilos, y parecían
divertirse más con la aparición de Gregorio que con el violín. Se precipitó hacia ellos, y,
extendiendo los brazos, quiso empujarlos hacia su habitación a la vez que les ocultaba
con su cuerpo la vista de Gregorio. Ellos, entonces, no disimularon su enojo, aunque no
era posible saber si éste obedecía a la actitud del padre o al enterarse en aquel momento
de que habían convivido, sin sospecharlo, con un ser de aquella índole. Pidieron
explicaciones al padre, alzaron a su vez los brazos al cielo, se estiraron la barba con
gesto inquieto, y no retrocedieron sino muy lentamente hasta su habitación. Mientras, la
hermana había logrado sobreponerse a la impresión que hubo de causarle en un principio
al verse bruscamente interrumpida. Se quedó con los brazos caídos, sujetando con
indolencia el arco y el violín, y la mirada ja en el papel de música, cual si todavía tocase.

41
[…]
Pero la cosa es que a Gregorio no se le había ocurrido en absoluto querer
asustar a nadie, ni mucho menos a su hermana.
Lo único que había hecho era empezar a dar la vuelta para volver a su habitación, y
esto fue, sin duda, lo que sobrecogió a los demás, pues, a causa de su estado doliente,
tenía, para realizar aquel difícil movimiento, que ayudarse con la cabeza, levantándola y
volviendo a apoyarla en el suelo varias veces. Se detuvo y miró en torno suyo. Parecía
adivinada su buena intención: aquello sólo había sido un susto momentáneo. Ahora todos
le contemplaban tristes y pensativos.
La madre estaba en su butaca, con las piernas extendidas ante sí, muy juntas una
contra otra, y los ojos casi cerrados de cansancio. El padre y la hermana se hallaban
sentados uno al lado del otro, y la hermana rodeaba con su brazo el cuello del padre.
—Bueno, tal vez pueda ya moverme —pensó Gregorio, comenzando de nuevo su penoso
esfuerzo. No podía contener sus resoplidos, y de cuando en cuando tenía que pararse a
descansar. Pero, nadie le apresuraba; se le dejaba en entera libertad. Cuando hubo dado
la vuelta, inició en seguida la marcha atrás en línea recta. Le asombró la gran distancia
que le separaba de su habitación; no acertaba a comprender como en su actual estado de
debilidad, había podido, momentos antes, hacer ese mismo camino sin notarlo.
Con la única preocupación de arrastrarse lo más rápidamente posible,
apenas si reparó en que ningún miembro de la familia le azuzaba con
palabras o gritos. Al llegar al umbral, volvió, empero, la cabeza, aunque
sólo a medias, pues sentía cierta rigidez en el cuello, y pudo ver que nada
había cambiado a su espalda. Únicamente la hermana se había puesto de
pie. Y su última mirada fue para la madre, que, por n, se había quedado
dormida […] A la mañana siguiente, cuando entró la asistenta —daba
tales portazos, que en cuanto llegaba ya era imposible descansar en la
cama a pesar de las in nitas veces que se le había rogado otras
maneras— para hacer a Gregorio la breve visita de costumbre, no halló en
él, al principio, nada de particular. Supuso que permanecía así inmóvil,
con toda intención, para hacerse el enfadado, pues le consideraba capaz
del completo discernimiento. Casualmente llevaba en la mano el
deshollinador, y quiso con él hacerle cosquillas a Gregorio desde la
puerta. Al ver que tampoco con esto lograba nada, se irritó a su vez,
empezó a pincharle, y tan sólo después que le hubo empujado sin
encontrar ninguna resistencia se jó en él y, percatándose al punto de lo
sucedido, abrió desmesuradamente los ojos y dejó escapar un silbido de
sorpresa. Pero, no se detuvo mucho tiempo, sino que, abriendo
bruscamente la puerta de la alcoba, lanzó a voz en grito en la oscuridad:
—¡Miren ustedes, ha
reventado! ¡Ahí le tienen lo que se dice reventado! El señor y la señora Samsa se
incorporaron en el lecho matrimonial. Les costó gran trabajo sobreponerse al susto, y
tardaron bastante en comprender lo que de tal manera les anunciaba la asistenta. Una
vez comprendido esto, bajaron al punto de la cama, cada uno por su lado.

[…]
Mientras se había abierto también la puerta del comedor, en donde dormía
Grete desde la llegada de los huéspedes. Grete estaba del todo vestida, cual
si no hubiese dormido en toda la noche, cosa que parecía confirmar la
palidez de su rostro.

42
—¿Muerto? —dijo la señora Samsa, mirando interrogativamente a la
asistenta, no obstante poderlo comprobar todo por sí misma, e incluso
averiguarlo sin necesidad de comprobación ninguna. —Esto es lo que digo
—contestó la asistenta, empujando un buen trecho con la escoba el
cadáver de Gregorio, cual para probar la veracidad de sus palabras. La
señora Samsa hizo un movimiento como para detenerla, pero no la detuvo.
—Bueno —dijo el señor Samsa—, ahora podemos dar gracias a Dios. Se
santiguó, y las tres mujeres le imitaron. Grete no apartaba la vista del
cadáver: Miren que delgado estaba —dijo—, verdad es que hacía ya
tiempo que no probaba bocado. Así como entraban las comidas, así se las
volvían a llevar. El cuerpo de Gregorio aparecía, efectivamente,
completamente plano y seco. De esto sólo se enteraban ahora, porque ya
no lo sostenían sus patitas, y nadie apartaba de él la mirada. —Grete vente
un ratito con nosotros —dijo la señora Samsa, sonriendo
melancólicamente. Y Grete, sin dejar de mirar hacia el cadáver, siguió a sus
padres a la alcoba. La asistenta cerró la puerta, y abrió las ventanas de par
en par. Era todavía muy temprano, pero el aire tenía ya, en su frescor,
cierta tibieza. Se estaba justo a fines de marzo.
Los tres huéspedes salieron de su habitación y buscaron con la vista su desayuno. Los
habían olvidado. —¿Y el desayuno? Le preguntó a la asistenta con mal humor el señor
que parecía el más autorizado de los tres. Pero la asistenta poniéndose el índice ante la
boca, invitó silenciosamente, con señas enérgicas, a los señores a entrar en la habitación
de Gregorio. Entraron pues, y allí estuvieron, en el cuarto inundado de claridad, en torno
al cadáver de Gregorio, con expresión desdeñosa y las manos hundidas en los bolsillos
de sus raídas chaquetas. Entonces se abrió la puerta de la alcoba y apareció el señor
Samsa, enfundado en su uniforme, llevando de un brazo a su mujer y del otro a su hija.
Todos tenían trazas de haber llorado algo, y Grete ocultaba de cuando en cuando el
rostro contra el brazo del padre. —Abandonen ustedes inmediatamente mi casa —dijo el
señor Samsa, señalando la puerta, pero sin soltar a las mujeres. —¿Qué pretende usted
dar a entender con esto? —le preguntó el más autorizado de los señores, algo
desconcertado y sonriendo con timidez. Los otros dos tenían las manos cruzadas en la
espalda, y se las frotaban sin cesar una contar otra, cual si esperasen gozosos una pelea
cuyo resultado había de serles favorable. —Pretendo dar a entender exactamente lo que
digo —contestó el señor Samsa, avanzando con sus dos acompañantes en una sola línea
hacia el huésped. Este permaneció callado y tranquilo, con la mirada ja en el suelo […]
En ese caso, nos vamos —dijo, por n, mirando al señor Samsa, como si una fuerza
repentina le impulsase a pedirle autorización incluso para esto.

[…]
Decidieron dedicar aquel día al descanso y a pasear: no sólo tenían bien ganada esta
tregua en su trabajo, sino que les era indispensable […] Cuando estaban ocupados en
estos menesteres, entró la asistenta a decirles que se iba, pues ya había terminado su
trabajo de la mañana […] —¿Qué pasa? —preguntó el señor Samsa. La asistenta
permanecía sonriente en el umbral, cual tuviese que comunicar a la familia una felicísima
nueva, pero indicando con su actitud que sólo lo haría después de haber sido
convenientemente interrogada […] —Bueno, vamos a ver, ¿Qué desea usted?
—preguntó la señora Samsa, que era la persona a quien más respetaba la asistenta. —

43
Pues —contestó ésta, y la risa no le dejaba seguir—, pues que no
Pues —contestó ésta, y la risa no le dejaba seguir—, pues
que no tienen ustedes que preocuparse respecto a cómo
van a quitarse
tienen ustedes que preocuparse respecto a cómo van a
quitarse de en medio el trasto ese de ahí al lado. Ya está
todo arreglado
de en medio el trasto ese de ahí al lado. Ya está todo
arreglado […] el señor Samsa, advirtiendo que la sirvienta
se disponía a
[…] el señor Samsa, advirtiendo que la sirvienta se disponía
a contarlo todo minuciosamente, la detuvo, extendiendo con
contarlo todo minuciosamente, la detuvo, extendiendo con
energía la mano hacia ella. La asistenta, al ver que no le
permitían
energía la mano hacia ella. La asistenta, al ver que no le
permitían contar lo que traía preparado, recordó que tenía
mucha prisa—
contar lo que traía preparado, recordó que tenía mucha
prisa— —¡Queden con Dios! —dijo, visiblemente ofendida.
Dio media
—¡Queden con Dios! —dijo, visiblemente ofendida. Dio
media vuelta con gran irritación, y abandonó la casa dando
un portazo
vuelta con gran irritación, y abandonó la casa dando un
portazo terrible. —Esta noche la despido —dijo el señor
Samsa.
terrible. —Esta noche la despido —dijo el señor

Samsa. ​[…]

La madre y la hija se levantaron y se dirigieron hacia la


ventana, ante la cual permanecieron abrazadas. El señor
Samsa hizo girar
ante la cual permanecieron abrazadas. El señor Samsa hizo
girar su butaca en aquella dirección, y estuvo
observándolas un
su butaca en aquella dirección, y estuvo observándolas un
momento tranquilamente. Luego: —bueno —dijo—, vengan
ya.
momento tranquilamente. Luego: —bueno —dijo—, vengan
ya. Olviden de una vez las cosas pasadas. Tengan también
un poco de
Olviden de una vez las cosas pasadas. Tengan también un
poco de consideración conmigo […] Luego salieron los tres
juntos, cosa
consideración conmigo […] Luego salieron los tres juntos,
cosa que no había ocurrido desde hacía meses, y tomaron
el tranvía
que no había ocurrido desde hacía meses, y tomaron el
tranvía para ir a respirar el aire libre de las afueras. El
tranvía, en el cual
para ir a respirar el aire libre de las afueras. El tranvía, en el
cual eran los únicos viajeros, se hallaba inundado de la luz
cálida del
eran los únicos viajeros, se hallaba inundado de la luz cálida
del sol. Cómodamente recostados en sus asientos, fueron
cambiando
sol. Cómodamente recostados en sus asientos, fueron
cambiando impresiones acerca del porvenir, y vieron que,
bien pensadas las
impresiones acerca del porvenir, y vieron que, bien
pensadas las cosas, éste no se presentaba con tonos
oscuros, pues sus tres
cosas, éste no se presentaba con tonos oscuros, pues sus
tres empleos —sobre los cuales no se habían interrogado
claramente
empleos —sobre los cuales no se habían interrogado
claramente unos a otros— eran muy buenos, y, sobre todo,
permitían abrigar
unos a otros— eran muy buenos, y, sobre todo, permitían
abrigar para más adelante grandes esperanzas.
para más adelante grandes esperanzas.
Lo que de momento más habría de mejorar la situación—
sería mudar de casa. Deseaban una casa más pequeña y
más
sería mudar de casa. Deseaban una casa más pequeña y
más barata, y, sobre todo, mejor situada y más práctica que
la actual,
barata, y, sobre todo, mejor situada y más práctica que la
actual, que había sido escogida por Gregorio. Y mientras
así departían,
que había sido escogida por Gregorio. Y mientras así
departían, se percataron casi simultáneamente el señor y la
señora Samsa
se percataron casi simultáneamente el señor y la señora
Samsa de que su hija, la cual pese a todos los cuidados
perdiera el
de que su hija, la cual pese a todos los cuidados perdiera el
color en los últimos tiempos, se había desarrollado y
convertido
color en los últimos tiempos, se había desarrollado y
convertido en una linda muchacha llena de vida. Sin cruzar
ya palabra,
en una linda muchacha llena de vida. Sin cruzar ya palabra,
entendiéndose casi instintivamente con las miradas, se
dijeron
entendiéndose casi instintivamente con las miradas, se
dijeron uno a otro que ya era hora de encontrarle un buen
marido. Y
uno a otro que ya era hora de encontrarle un buen marido. Y
cuando llegaron al término del viaje, la hija se levantó
primero
cuando llegaron al término del viaje, la hija se levantó
primero y estiró sus formas juveniles, pareció que con
rmase con ello los
y estiró sus formas juveniles, pareció que con rmase con
ello los nuevos sueños y sanas intenciones.
nuevos sueños y sanas intenciones.

44
Atesorando palabras

Trata de identi car por el contexto, el signi cado de las palabras que
desconozcas. Si es necesario consulta el diccionario. Puedes buscar, libremente,
las palabras que desees, sin embargo, te sugerimos poner atención a las
siguientes:

convexa, surcado, prominencia, escurrirse, esparcido, alféizar, rebullicio,


escocía, escozor, manecillas, impertérrito, lípica, pitido, mutación,
desenfundarle, tozudo, campanuda, pestillo, mugido, pentagrama,
discernimiento, deshollinador, guisa, raídas, librea, trasto.

Descubriendo el texto
​¿Cuál es el punto de vista del narrador? ¿En qué persona está escrita la
obra?
¿Cómo es el tiempo en que se desarrolla la novela? ¿Hay
un orden cronológico o varía el tiempo del relato? Razona.
¿Cómo mani esta Gregorio su responsabilidad para cumplir con su trabajo?
Analiza la actitud del gerente, ¿cómo piensa en
relación a lo que signi can los negocios? ¿Lo autoritario está por
encima de la solidaridad? Razona.
¿Podrías señalar en la lectura indicios que indican el
estado de soledad en que se encuentra Gregorio?
¿Crees que esa transformación de Gregorio está
relacionada con la necesidad de evadirse de una realidad rutinaria que
lo agobia?
¿Cómo de nirías la actitud de la hermana? ¿Se preocupa por él?
¿Qué sentimientos demuestra?
A pesar de que la narración se desarrolla en un espacio
reducido, ¿se mantuvo el suspenso en la obra? ¿Cómo lo logra el
narrador? ¿Qué recursos utiliza? Explica.
¿En esta narración breve hay recursos que son utilizados por
la literatura fantástica? ¿Cuáles? Razona tu respuesta.
¿Se relaciona la realidad con la cción para crear
arte literario? Explica. ¿Qué papel tiene la música
en el desenlace del relato?
¿Cuáles son los sentimientos del padre, de la madre y de la
hermana de Gregorio ante su muerte? ¿Hay sentimientos contradictorios?
¿Cómo analizarías el nal de este relato? ¿Cuál es la
reacción ante lo inevitable? ¿Fue una liberación para la familia?
¿Se podría a rmar que hay un drama psicológico? ¿Por qué?
¿Este relato nos invita a re exionar sobre la vida del ser
humano, la familia y la sociedad? Mani esta tus ideas al respecto.

45

La palabra y su tiempo
Desde las primeras frases con que se inicia la obra, el narrador nos revela el drama de
Gregorio y la familia Samsa. Es decir, que el punto de quiebre dramático, comienza con
las primeras palabras del relato cuando cuenta que: “Al despertar Gregorio Samsa una
mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso
insecto”. Es un comienzo abrupto que ubica de inmediato al lector en las interioridades de
una realidad fantástica.
Pese a ello, no se deslinda del drama cotidiano del habitante común de las ciudades.
La obra representa una metáfora de la alienación como producto de la lucha del ser
humano por adaptarse a un sistema social, que le demanda notables esfuerzos para
lograr un equilibrio entre los anhelos personales y las exigencias económicas del medio
donde se vive. La realidad mágica, creada por el escritor no pretende alejar al ser
humano de sus problemas habituales, por el contrario ,es un recurso para profundizar en
ese mundo subjetivo de las emociones, sentimientos, logros, frustraciones, renuncias y
esperanzas que constituyen la otra realidad auténtica.

Desde la visión de una tercera persona (omnisciente), el narrador presenta


la trayectoria del relato como un desafío al tiempo real. El presente, el
pasado y el futuro se alternan en un ambiente interior extenso
representando lo subjetivo del drama vivido por Gregorio y su
pensamiento, y un ambiente exterior reducido: la habitación de Gregorio y
las otras partes del apartamento. Lo objetivo pequeño, limitado, lo
subjetivo, intenso y profundo.
Es por eso que la atención del lector crece a medida que avanza la obra. Kafka logra
un dominio excepcional del arte de narrar, que promueve que el lector se haga cómplice
de la acción dramática. Para lograrlo usa en su justa medida un recurso que se denomina
la hipérbole. Este recurso consiste en exagerar el elemento fantástico para sorprender y
atraer al lector. Veamos este ejemplo: “Se hallaba echado sobre el duro caparazón de su
espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la gura convexa de su vientre oscuro,
surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la cobija,
que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas
lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas,
ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia”.
El escritor Franz Kafka representa una época donde la vanguardia artística en la
literatura universal, sobre todo en Europa, reacciona contra la perspectiva realista del
arte narrativo del siglo XIX, representado por grandes escritores como los franceses
Víctor Hugo (1802-1885) y Emile Zola (1840-1902) o los rusos Fedor Dostoievski
(1821-1881) y León Tolstoi (1828-1910). Considera la necesidad de emprender la
búsqueda artística de otras posibilidades expresivas que le permitan a la imaginación
destruir los límites rígidos de la realidad consciente, que se capta por los sentidos, y
acercarse más a la realidad de los sueños y la fantasía. Este recurso literario va a ser
utilizado posteriormente por narradores de la literatura latinoamericana como Gabriel
García Márquez. La obra de Franz Kafka produjo un impacto en la literatura universal. Ha
generado estudios losó cos, sociológicos, psicológicos y literarios en todas las épocas
posteriores a su creación. Es evidente su in uencia en la literatura posterior en todos los
ámbitos de la cultura.

46

Encuentro con
el texto
Lee en forma silenciosa y luego en forma oral “El collar”,
cuento de Guy de Maupassant.

El collar 5
Guy de Maupassant​

ERA UNA DE ESAS LINDAS Y DELICIOSAS ​criaturas


nacidas como por un error del destino en una familia de
empleados. No tenía dote, ni esperanzas de cambiar de
posición; no disponía de ningún medio para ser conocida,
comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y
distinguido; y consintió que la casaran con un modesto
empleado del Ministerio de Instrucción Pública.
No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada,
como una mujer obligada por la suerte a vivir en una esfera
inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no tienen
casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les
sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa rmeza, su instinto
de elegancia y su exibilidad de espíritu son para ellas la única
jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más
grandes señoras.
Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las
delic​ade zas y todos sus lujos. Sufría contemplando la pobreza
de su hogar, ​la miseria de las paredes, sus estropeadas sillas,
su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las cuales ni
siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su casa, la
torturaban y la llenaban de indignación. La vista de la
muchacha bretona que les servía de criada despertaba en ella
pesares desolados y delirantes ensueños. Pensaba en las
antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales,
alumbradas por altas lámparas de bronce y en los dos pulcros
lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones,
amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los
grandes salones colgados de sedas antiguas, en los nos
muebles repletos de gurillas inestimables y en los saloncillos
coquetones, perfumados, dispuestos para hablar

5 ​De Maupassant, Guy (1970). ​La bola de sebo y otros cuentos​. Buenos
Aires: Biblioteca Básica Universal.

47
cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y agasajados, cuyas
atenciones ambicionaban todas las mujeres.
Cuando se sentaba, a las horas de comer, delante de la redonda mesa, cubierta por un
mantel de tres días, frente a su esposo, que destapaba la sopera, diciendo con aire de
satisfacción: “¡Ah! ¡Qué buen caldo! ¡No hay nada para mí tan excelente como esto!”,
pensaba en las comidas delicadas, en los servicios de plata resplandeciente, en los
tapices que pueblan las paredes de personajes antiguos y aves extrañas dentro de un
bosque fantástico; pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos en fuentes
maravillosas; en las galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa de es nge, al
tiempo que se paladea la sonrosada carne de una trucha o un alón de faisán.

No poseía galas femeniles, ni una joya; nada absolutamente y sólo aquello


de que carecía le gustaba; no se sentía formada sino para aquellos goces
imposibles. ¡Cuánto habría dado por agradar, ser envidiada, ser atractiva y
asediada!
Tenía una amiga rica, una compañera de colegio a la cual no quería ir a ver con
frecuencia, porque sufría más al regresar a su casa. Días y días pasaba después llorando
de pena, de pesar, de desesperación.
Una mañana volvió a su casa el marido con expresión triunfante y agitando en la mano
un ancho sobre.
—Mira, mujer —dijo—; aquí tienes una cosa para ti.

Ella rompió vivamente la envoltura y sacó un pliego impreso que decía:


“El ministro de Instrucción Pública y señora ruegan al señor y la señora de Loisel les
hagan el honor de pasar la velada del lunes 18 de enero en el hotel del Ministerio.”
En lugar de enloquecer de alegría, conforme pensaba su esposo, tiró la invitación sobre
la mesa, murmurando con desprecio:
—¿Qué he de hacer yo con eso?
—Creí, mujercita mía, que con ello te procuraba una gran satisfacción. ¡Sales tan poco,
y es tan oportuna la ocasión que hoy se te presenta!... te advierto que me ha costado
bastante trabajo obtener esa invitación. Todos las buscan, las persiguen; son muy
solicitadas y se reparten pocas entre los empleados. Veras allí a todo el mundo o cial.

Clavando en su esposo una mirada llena de angustia, le dijo con


impaciencia: ​—¿Qué quieres que me ponga para ir allá?
No se había preocupado él de semejante cosa, y balbuceó:
—Pues el traje que llevas cuando vamos al teatro. Me parece muy bonito...
Se calló, estupefacto, atontado, viendo que su mujer lloraba. Dos gruesas lágrimas se
desprendían de sus ojos, lentamente, para rodar por sus mejillas.

48
El hombre murmuró:
—¿Qué te sucede? Pero ¿qué te sucede?
Más ella, valientemente, haciendo un esfuerzo, había vencido su pena y respondió con
tranquila voz, enjugando sus húmedas mejillas:
—Nada; que no tengo vestido para ir a esa esta. Da la invitación a cualquier colega
cuya mujer se encuentre mejor provista de ropa que yo.

Él estaba desolado, y dijo:


—Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto te costaría un traje decente, que pudiera servirte en
otras ocasiones; un traje sencillito? Ella meditó unos segundos, haciendo sus cuentas y
pensando así mismo en la suma que podría pedir sin provocar una negativa rotunda y
una exclamación de asombro del empleadillo.

Respondió, al fin, titubeando:


—No lo sé de jo; pero creo que con cuatrocientos francos me arreglaría.
El marido palideció algo, pues reservaba precisamente esta cantidad para comprar una
escopeta, pensando ir de caza en verano, a la llanura de Nanterre, con algunos amigos
que salían a tirar a las alondras los domingos.

Dijo, no obstante:
—Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero trata de que tu vestido luzca lo más
posible, ya que hacemos el sacri cio.
El día de la esta se acercaba y la señora de Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Sin
embargo, el vestido estuvo hecho a tiempo. Su esposo le dijo una noche:
—¿Qué te pasa? Te veo desatinada y pensativa desde hace tres días.

Y ella respondió:
—Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme. Pareceré, de todos
modos, una miserable. Casi, casi me gustaría más no ir a ese baile.
—Ponte unas cuantas ores naturales—le replicó él—. Eso es muy elegante, sobre todo
en este tiempo, y por diez francos encontrarás dos o tres rosas magní cas.

Ella no quería convencerse.


—No hay nada tan humillante como parecer una pobre en medio de mujeres ricas. Pero
su marido exclamó:

—¡Qué tonta eres! Ve a ver a tu compañera de colegio, la señora de Forestier, y ruégale


que te preste unas alhajas. Eres bastante amiga suya para tomarte esa libertad.

49
La mujer dejó escapar un grito de alegría.
—Tienes razón. No había pensado en ello.

Al siguiente día fue a casa de su amiga y le contó su apuro.


La señora de Forestier fue a un armario de espejo, cogió un cofrecillo, lo sacó, lo abrió
y dijo a la señora de Loisel:
—Escoge, querida.
Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; luego, una cruz veneciana de oro, y
pedrería primorosamente construida. Se probaba aquellas joyas ante el espejo,
vacilando, no pudiendo decidirse a abandonarlas, a devolverlas. Preguntaba sin cesar:
—¿No tienes ninguna otra?
—Sí, mujer. Dime qué quieres. No sé lo que a ti te agradaría.
De repente descubrió, en una caja de raso negro, un soberbio collar de brillantes, y su
corazón empezó a latir de un modo inmoderado. Sus manos temblaban al ir a cogerlo. Se
lo puso, rodeando con él su cuello, y permaneció en éxtasis contemplando su imagen.

Luego preguntó, vacilante, llena de angustia:


—¿Quieres prestármelo? No quisiera llevar otra joya.

—Sí, mujer.

Abrazó y besó a su amiga con entusiasmo y luego escapó con su tesoro.


Llegó el día de la esta. La señora de Loisel tuvo un verdadero triunfo. Era más bonita
que las otras y estaba elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todos los hombres
la miraban, preguntaban su nombre, trataban de serle presentados. Todos los directores
generales querían valsar con ella. El ministro reparó en su hermosura.
Ella bailaba con embriaguez, con
pasión, inundada
de alegría, no pensando ya en nada más
que en el
triunfo de su belleza, en la gloria de aquel
triunfo, en
una especie de dicha formada por todos los homenajes
que recibía, por todas las admiraciones, por
todos los
deseos despertados, por una victoria tan
completa y
tan dulce para un alma de mujer.
Él le echó sobre los hombros el abrigo que había
llevado para la salida, modesto abrigo de su vestir
ordinario, cuya pobreza contrastaba
extrañamente con
la elegancia del traje de baile. Ella lo sintió y
quiso huir,
para no ser vista por las otras mujeres que
se envolvían
en ricas pieles.

50
Loisel la retuvo diciendo:
—Espera, mujer; vas a resfriarte a la salida. Iré a buscar un coche.

Pero ella no le oía, y bajó rápidamente la escalera.


Cuando estuvieron en la calle no encontraron coche, y se pusieron a buscar, dando
voces a los cocheros que veían pasar a lo lejos.
Anduvieron hacia el Sena desesperados, tiritando. Por n pudieron hallar una de esas
vetustas berlinas que sólo aparecen en las calles de París cuando la noche cierra, cual si
les avergonzase su miseria durante el día.
Los llevó hasta la puerta de su casa, situada en la calle de Los Mártires, y entraron
tristemente en el portal. Pensaba el hombre, apesadumbrado, en que a las diez había de
ir a la o cina.
La mujer se quitó el abrigo que llevaba echado sobre los hombros, delante del espejo, a
n de contemplarse aún una vez más ricamente alhajada. Pero de repente dejó escapar un
grito.

Su esposo, ya medio desnudo, le preguntó:


—¿Qué tienes?

Ella se volvió hacia él, acongojada.


—Tengo..., tengo —balbuceó—, que no encuentro el collar de la señora

Forestier. ​Él se irguió sobrecogido:

—¿Eh?..., ¿cómo? ¡No es posible!


Y buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en los bolsillos, en
todas partes. No lo encontraron.

Él preguntaba:
—¿Estás segura de que lo llevabas al salir del baile?
—Sí; lo toqué al cruzar el vestíbulo del Ministerio.
—Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer. Debe de estar en el
coche. —Sí. Es probable. ¿Te jaste qué número tenía?
—No. Y tú, ¿no lo miraste?
—No.

Se contemplaron aterrados. Loisel se vistió por fin.


—Voy —dijo a recorrer a pie todo el camino que hemos traído, a ver si por casualidad
lo encuentro.

51
Y salió. Ella permaneció en traje de baile, sin fuerzas para irse a la cama, desplomada
en una silla, sin lumbre, casi helada, sin ideas, casi estúpida.

Su marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada.


Fue a la Prefectura de Policía, a las redacciones de los periódicos, para publicar un
anuncio ofreciendo una grati cación por el hallazgo; fue a las o cinas de las empresas de
coches, a todas partes donde podía ofrecérsele alguna esperanza.
Ella le aguardó todo el día, con el mismo abatimiento desesperado, ante aquel horrible
desastre. Loisel regresó por la noche con el rostro demacrado, pálido; no había podido
averiguar nada.
—Es menester—dijo—, que escribas a tu amiga enterándola de que has roto el broche
de su collar y que lo has mandado a componer. Así ganaremos tiempo.

Ella escribió lo que su marido le decía.


Al cabo de una semana perdieron hasta la última esperanza.

Y Loisel, envejecido por aquel desastre, como si de pronto le hubieran


echado encima cinco años, manifestó:
—Es necesario hacer lo posible por reemplazar esa alhaja por otra semejante.
Al día siguiente llevaron el estuche del collar a casa del joyero cuyo nombre se leía en
su interior. El comerciante, después de consultar sus libros, respondió:
—Señora, no salió de mi casa collar alguno con este estuche, que vendí vacío para
complacer a un cliente.
Anduvieron de joyería en joyería, buscando una alhaja semejante a la perdida,
recordándola, describiéndola, tristes y angustiosos.

Encontraron en una tienda del Palais Royal, un collar de brillantes que les
pareció idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil francos, y regateando
consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil.
Rogaron al joyero que se lo reservaran por tres días, poniendo por condición que les
dieran por él treinta y cuatro mil francos cuando se lo devolvieran, si el otro collar se
encontrara antes de nes de febrero.

Loisel poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría prestado el resto.
Y, efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cinco luises aquí, tres
allá. Hizo pagarés, adquirió compromisos ruinosos, tuvo tratos con usureros, con toda
clase de prestamistas. Se comprometió para toda la vida, rmó sin saber lo que rmaba,
sin detenerse a pensar, y, espantado por las angustias del porvenir, por la horrible miseria
que los aguardaba, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas las
torturas morales, fue en busca del collar nuevo, dejando sobre el mostrador del
comerciante treinta y seis mil francos.

52
Cuando la señora de Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un
tanto displicente: ​—Debiste devolvérmelo antes, porque bien puedo yo haberlo
necesitado.
No abrió siquiera el estuche, y eso lo juzgó la otra una suerte. Si notara la sustitución,
¿qué supondría? ¿No es posible que imaginara que se lo cambiaron de intento?
La señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. Tuvo energía para
adoptar una resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel dinero que
debían.

Despidieron a la criada, buscaron una habitación más económica, una buhardilla.


Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los platos,
desgas tando sus uñitas sonrosadas sobre los pucheros grasientos y en el fondo de las
cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las camisas,
los paños, que ponía a secar en una cuerda.
Bajó a la calle todas las mañanas la basura y
subió el agua, deteniéndose en todos los pisos para
tomar aliento.
todas las mañanas la basura y subió el agua,
deteniéndose en todos los pisos para tomar
aliento. Y, vestida como una pobre mujer de humilde
condición,
fue a casa del verdulero, del tendero, de comestibles y d​el
carnicero, con la cesta al brazo, regateando,
teniendo que
sufrir desprecios y hasta insultos, porque defendía centavo
a centav​o su dinero escasísimo.
Era necesario mensualmente recoger unos pagarés, renovar
otros, ganar tiempo.
El marido se ocupaba por las noches en poner en limpio
las cuentas de un comerciante, y a veces escribía a veinticinco
centavos la hoja.

Y vivieron así diez años.


Al cabo de dicho tiempo lo habían ya pagado todo, todo,
capital e intereses, multiplicados por las renovaciones
usurarias.
La señora Loisel parecía entonces una vieja. Se había transformado en la
mujer fuerte, dura
La señora Loisel parecía entonces una vieja. Se había transformado en la mujer fuerte,
dura y ruda de las familias pobres. Mal peinada, con las faldas torcidas y rojas las manos,
hablaba en voz alta, fregaba los suelos con agua fría. Pero a veces, cuando su marido
estaba en el Ministerio, se sentaba junto a la ventana, pensando en aquélla esta de otro
tiempo, en aquel baile donde lució tanto y fue tan festejada.
¿​Cuál sería su fortuna, su estado al presente, si no hubiera perdido el collar? ¡Quién
sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué mudanzas tan singulares ofrece la vida! ¡Qué poco hace falta
para perderse o para salvarse!
Un domingo, habiendo ido a dar un paseo por los Campos Elíseos para descansar de
las fatigas de la semana, reparó de pronto en una señora que pasaba llevando a un niño
cogido de la mano.
Era su antigua compañera de colegio, siempre joven, hermosa siempre y siempre
seductora. La de Loisel sintió un escalofrió. ¿Se decidiría a detenerla y saludarla? ¿Por
qué no? Habiendo pagado ya todo, podía confesar, casi con orgullo, su desdicha.

53
Se puso frente a ella y dijo:
—Buenos días, Juana.

La otra no la reconoció, admirándose de verse tan familiarmente tratada por


aquella infeliz. Balbuceó:
—Pero..., ¡señora!..., no sé... usted debe de confundirse...

—No. Soy Matilde Loisel.

Su amiga lanzó un grito de sorpresa:


—¡Oh! ¡Mi pobre Matilde, qué cambiada estás!...
—Sí; muy malos días he pasado desde que no te veo, y además bastantes
miserias..., todo por ti...
—¿Por mí? ¿Cómo es eso?
—¿Recuerdas aquel collar de brillantes que me prestaste para ir al baile del
Ministerio? —Sí; pero...
—Pues bien: lo perdí...
—¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!
—Te devolví otro semejante. Y hemos tenido que sacri carnos diez años para pagarlo
Com prenderás que representaba una fortuna para nosotros, que sólo teníamos el
sueldo. En n, a lo hecho pecho, y estoy muy satisfecha.

La señora de Forestier se había detenido.


—¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío?
—Sí. No lo habrás notado, ¿eh? Casi eran idénticos.
Y al decir esto, sonreía orgullosa de su noble sencillez.

La señora de Forestier, sumamente impresionada, le cogió ambas manos:


—¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de piedras falsas!...
¡Valía quinientos francos a lo sumo!...

54

Atesorando palabras

Trata de identi car por el contexto, el signi cado de las palabras que
desconozcas. Si es necesario consulta el diccionario. Puedes buscar, libremente,
las palabras que desees, sin embargo, te sugerimos poner atención a las
siguientes:

​dote, casta, galas, bretona, guarnecidas, lacayos, amodorrados,


alondras, tiritando (tiritar), estupefacto, provista, valsar, lumbre,
vetustas, berlina, pagarés, usureros, displicente, buhardilla.

Descubriendo el texto
​¿Quién narra la historia? ¿Está fuera o dentro de la narración?
¿En qué época y lugar puedes situar este relato? ¿Qué
elementos del texto te permiten determinarlos?
Señala los personajes que aparecen.
¿Quién es el protagonista? Descríbelo psicológicamente.
¿Cómo era físicamente Matilde antes de la pérdida
del collar? ¿Y después? ¿Cuáles son las
características psicológicas que presenta el señor Loisel?
¿Cómo caracterizas a la señora Forestier?
¿Cuáles defectos y virtudes de los personajes principales
encuentras en esta historia? Razona tu respuesta y apóyate con ejemplos.
¿Qué características presenta el lenguaje utilizado por los
personajes? ¿A qué clase social pertenecían los Loisel antes de
la pérdida del collar? ¿Cómo vivían? Después de la pérdida del
collar, ¿la situación económica y social de los Loisel cambió?
¿Cómo puedes caracterizar a la sociedad de esa época?
Interpreta el siguiente texto:
“¿Cuál sería su fortuna, su estado al presente, si no hubiera perdido el
collar? ¡Quién sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué mudanzas tan singulares ofrece la
vida! ¡Qué poco hace falta para perderse o para salvarse!”
¿Hechos similares a los planteados en el cuento pueden ocurrir en
la vida cotidiana actual? Explica.
¿Este cuento tiene la estructura tradicional o rompe con ella?
Explica y señala ejemplos. ​¿Qué opinión te merecen los
planteamientos del cuento?

55

La palabra y su tiempo
Este autor se inscribe dentro de la narrativa denominada naturalista, que se deriva de
la corriente literaria llamada Realismo*. Guy de Maupassant se reveló como un vigoroso
narrador. Para él, el cuento tiene tanta importancia como la novela y presenta gran
maestría en el desarrollo y evolución de las tramas, manteniendo en el lector el interés
creciente por la historia narrada.

Gustave Flaubert, gran escritor francés, maestro de Maupassant,


contribuyó a formar su estilo como narrador, inf luyendo en él para que
abordara una serie de valores sociológico-morales de la sociedad de su
tiempo y también a eliminar los adornos estéticos que no aportasen, al
lenguaje, lo necesario para describir las realidades de su momento
histórico. El autor Maupassant se dedica entonces a dar testimonio de
casos y personas que no son tomados en cuenta por la sociedad de la
época: mendigos, prostitutas, borrachos, jugadores, y también las
pequeñas miserias de la clase media no conforme con su realidad
económico-social. Estos seres parecen actuar, a veces, de manera
inconsciente, lo cual genera situaciones indeseables. En muchos de sus
relatos, se muestra el tema sexual como centro de gravedad; en otros, se
pone de manifiesto el deterioro físico, bien sea por el paso del tiempo o por
las penurias sufridas.
Maupassant se caracteriza por ser narrador de cuentos y novelas cortas. Es el más
moderno de los narradores breves del siglo XX de la literatura francesa, capaz de
describir las miserias humanas, las mezquindades, la ruindad, las insatisfacciones
personales con gran realismo. Sus obras se ubican en lo costumbrista, lo incisivo y lo
picaresco. Se trata de creaciones naturalistas, con acento pesimista en las que
profundiza en la descripción del ambiente social y de los seres humanos anónimos y
cotidianos; en ellos, los con ictos psicológicos, el amor y la angustia ocupan lugar
preponderante. Maupassant adquiere categoría universal por la belleza de su estilo, por
la na ironía con que trata a sus personajes y por el retrato, muchas veces descarnado,
que hace de su época.
En “El collar” se pone de mani esto la inconformidad de una clase media que quiere
aparentar lo que no tiene y empeña su vida en eso. En este relato podemos evidenciar el
estilo sencillo y claro, pero vigoroso que es propio de la prosa de este maestro del
cuento.

El correr de mi existencia se agotará en


pocos días. Pasará
como el viento del desierto.
Así, mientras me quede un soplo de vida, habrá
dos días
que no me inquietarán jamás: aquel que no ha
llegado; aquel que
ya pasó.
* Consultar glosario ​Omar Al Khayyam (Persia,1050-1123)​

56

Encuentro con
el texto
Lee en forma silenciosa el cuento titulado “El corazón
delator”, del escritor norteamericano Edgar Allan Poe.

El corazón
delator
Edgar Allan Poe​7

¡ES CIERTO! SIEMPRE HE SIDO NERVIOSO​, muy


nervioso, terri blemente nervioso. ¿Pero por qué a rman
ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis
sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el
más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y
en el cielo. Muchas cosas oí en el in erno. ¿Cómo puedo
estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta
cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la
cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó
noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco
estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho
nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me
parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al
de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez
que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a
poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y
librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero
los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido
verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí!
¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me
puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la
semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce,
hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan
suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante
grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda,
cerrada,

7 ​htpp://www.ciudad seva.com/textos/cuentos/ing/poe/corazon.html
57
completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la
cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La
movía lentamente... muy, muy lentamente, a n de no perturbar el sueño del viejo. Me
llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta,
hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como
yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la
linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la
linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo su ciente para que un solo rayo de
luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche,
a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi
obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino su maldito ojo. Y por la mañana,
apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente,
llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche.
Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas
las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.

Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al


abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que
se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el
alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi
impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la
puerta, y que él ni siquiera sospechaba de mis secretas intenciones o
pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque
lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara.
Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan
negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas
por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la
abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar
resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:

—¿Quién está ahí?


Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo
músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado,
escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la
pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No
expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma
cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente
a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su
espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí
lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi
corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se
movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin
conseguirlo. Pensaba: “No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió
una sola vez”. Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en

58
vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él,
vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él,
deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre in uencia de
deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre in uencia de
aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir —aunque
aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir —aunque
no podía verla ni oírla—, a sentir la presencia de mi cabeza dentro
no podía verla ni oírla—, a sentir la presencia de mi cabeza dentro
de la habitación.

Después de haber esperado largo tiempo, con toda pacien


Después de haber esperado largo tiempo, con toda pacien
cia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña,
cia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña,
una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice —no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con
Así lo hice —no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con
qué inmenso cuidado—, hasta que un no rayo de luz, semejante al
qué inmenso cuidado—, hasta que un no rayo de luz, semejante al
hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme
mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y
mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y
con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no
con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no
podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido
podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido
por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el
por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el
punto maldito.

¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por


¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por
locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En
locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En
aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y
aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y
presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en
presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en
algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir
algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir
del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como
del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como
el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si
respiraba. Sostenía la linterna de
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la
linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener
con toda la rmeza posible el haz de luz sobre
modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la rmeza posible el haz de luz
sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez
más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser
terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he
dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de
aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror
incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil.
¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba
a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel
sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me
precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un
segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente
al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió
latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría
escucharlo a través de las paredes. Cesó, por n, de latir. El viejo había muerto. Levanté
el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la
mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El
viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.

59
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les
describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver.
La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en
silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y
piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco.
Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano —ni siquiera el
suyo—, hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna
mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba
había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan
oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora,
golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía
temer ahora?

Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales


de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo
cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe
en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que
registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los o ciales y les expliqué que
yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había
ausentado al campo. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a
que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les
mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo
de mis con dencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran
allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi
silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.

Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido.


Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Se sentaron y hablaron
de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al
cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se
marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos;
pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo
más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz
muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba
haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel
sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y
levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y qué podía hacer yo? Era un
resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en
algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no
habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía
continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insigni cancias en voz muy alta y con
violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban?
Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos
hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía
hacer yo?

60
Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había
sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y
crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían
charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no!
¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí,
así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía!
¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo
sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez...
escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
—¡Basta ya de ngir, malvados! —aullé—. ¡Con eso que lo maté! ¡Levanten esos
tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!

Atesorando palabras

Trata de identi car por el contexto, el signi cado de las palabras que
desconozcas. Si es necesario consulta el diccionario. Puedes buscar, libremente,
las palabras que desees, sin embargo, te sugerimos poner atención a las
siguientes:

​agudizado, embotarlos (embotar), picaporte, bisagras, furtiva,

zumbido. ​ Descubriendo

el texto
​Determina el narrador que lleva el hilo del relato.
¿Qué tipo de narrador es? Extrae ejemplos.
¿En cuánto tiempo transcurren las acciones del hecho que se relata?
¿Cuáles son los personajes en el relato? ¿Cuáles son los principales?
Identi ca los recursos literarios presentes en las
siguientes expresiones: “Oía todo lo que puede oírse en la tierra y
en el cielo”

“Tenía un ojo semejante al de un buitre”


Extrae del texto otros ejemplos de recursos literarios. Identifícalos.
¿Cuál es el más agudo de los sentidos del protagonista?
¿Qué repercusión tuvo en el desenlace de la historia?
Extrae ejemplos en los que se perciba la presencia del
suspenso y del terror. ¿Cuál es el espacio donde se
mueven los personajes principales?

61

​¿Cuál es la a rmación que se reitera en el relato? ¿Qué


intención tiene? ¿Qué idea acosó día y noche al
protagonista? ¿Cuál era el motivo de esa obsesión? ¿Cuáles
son los tres grandes momentos del cuento?
Describe cómo llevó a cabo el protagonista su cometido.
¿Cómo percibes el tema de la muerte en el relato?
En el texto hay una secuencia de acciones macabras. Reconócelas.
Describe la actitud psicológica que asume el joven
protagonista ante los agentes de la policía.
¿Qué relación guarda el título del relato con la historia?

La palabra y su tiempo
La literatura norteamericana del siglo XX lleva la huella de Edgar Allan Poe. Su obra es
un aporte fundamental a la literatura. Liberó la fuerza de los sueños y las profundidades
del inconsciente para dibujar un nuevo arte. Dividió el mundo del espíritu en intelecto
puro, gusto y sentido artístico. Se propuso buscar la perfección de su escritura; para él, la
imaginación es la reina de las facultades, que capta las relaciones internas y secretas de
las cosas. Su creación artística se puede dividir en tres sectores: poesía, narrativa y
crítica literaria.

El género que más trabajó fue el relato corto. Le imprimió una técnica muy
rigurosa en cuanto a la intriga y el suspenso. Los relatos recogidos con el
título de Cuentos grotescos y arabescos, le otorgaron una gran fama. Sus
obras Manuscrito y The narrative of Arthur Gordon Pym han sido creadas en
los espacios del realismo mágico. El gusto por la violencia y la muerte se
leen en “El pozo y el péndulo”, “El barril de amontillado”, “El corazón delator”,
entre otros. Cuentista de efectos morbosos y escalofriantes, anclado, en su
neurosis, la cual penetra en el lector con ímpetu de angustia.
En la poesía de Poe se evidencia una musicalidad comparable con la de Rubén Darío,
la cual muestra una sensibilidad al desnudo. Poe entró al mundo de los sueños y al
verdadero camino de los poetas. Como crítico, reaccionó enérgicamente contra lo que él
consideraba errores literarios de su época.

Poe le confiere al cuento una superioridad muy especial: la unidad de


expresión y el elemento idóneo para lograr la elaboración perfecta. Sus obras
están dotadas de esta intención. Juega con algunos recursos literarios como:
el sarcasmo, el humor, el terror, el horror y la ironía. Escribió cuentos
realmente poéticos en medio de la desesperación de su vida.

62
Genio incomprendido en su propio país. Su vida, por demás trágica, desprendió
malentendidos por su desequilibrio y genialidad; no obstante, su fama no se oscureció.
Figura en la historia de la literatura no sólo como poeta, sino como el primer autor de los
relatos cortos policíacos de terror. Hoy constituye un clásico de la literatura universal.

La narrativa universal corta,


el desafío de la imaginación…
Contar historias forma parte de una de las necesidades básicas del ser social. Desde
tiempos inmemoriales, a través de la lengua, se relatan acontecimientos generados por la
vida misma. Es fácil imaginar a los integrantes de una comunidad primitiva, iluminados por
la luz de una fogata, escuchar la voz de alguien que relata historias del pasado y del
presente, sucesos cotidianos, anécdotas y mitos que apoyados en la imaginación, tratan
de explicar el origen de las cosas. Pero, también escuchar e imaginar sobre lo contado es
un hábito instalado en las costumbres y en la cultura de los humanos. El interés por
contar, escuchar, imaginar y re exionar ha permanecido intacto a través del tiempo, lo que
se ha transformado son los medios de transmisión de los mensajes. En la actualidad, la
palabra impresa, la radio, la televisión, Internet y otros medios electrónicos han sustituido
a la voz en directo y a la luz de la fogata, pero, en el fondo la necesidad es la misma.
Millones de personas reciben, mediante diversos medios, su ración diaria de relatos
expresados a través de la palabra y una variedad de imágenes maravillosas.
Los orígenes de la narración corta: el cuento, la fábula, el mito, la leyenda, el relato épico,
se remontan al mismo nacimiento del arte literario, el cual, en sus inicios, se manifestó en
forma oral. La aparición de la escritura le garantizó su permanencia en el tiempo. El arte del
relato ha contribuido en la evolución de la cultura de los pueblos y acompañará siempre las
transformaciones, de los procesos históricos. Ya en el mundo griego aparecen los primeros
narradores, por ejemplo: Homero, con sus relatos épicos ​La Ilíada y la Odisea​, y Esopo,
creador de fábulas cuyos personajes eran animales que interactuaban en historias que
contenían una moraleja. A medida que avanza la historia de la humanidad, la necesidad de
crear literatura genera la producción de narraciones cortas en diferentes culturas, por
ejemplo, en Italia recordamos ​El Decamerón d ​ e Giovanni Boccaccio, o el poema épico
narrativo, ​La divina comedia ​de Dante Alighieri. En España las novelas de caballería,
incluso narraciones cortas de Miguel de Cervantes Saavedra, con sus ​Novelas Ejemplares.​
Se puede a rmar que cada época tuvo brillantes cultores del relato corto.

63
La modernidad con el desarrollo de la imprenta promueve una evolución notable del
género. Grandes escritores como: Edgard Allan Poe (Estados Unidos), Guy de
Maupassant (Francia) y Antón Chejov (Rusia), Edmundo de Amicis (Italia) por ejemplo,
cultivan la narración corta creando una literatura realista testigo de la sociedad de su
tiempo. La versatilidad del relato corto le permite convertirse en un campo experimental
para las transformaciones. Su capacidad para expresarse en un lenguaje simbólico,
donde cubre espacios inmensos con pocas palabras, le concede amplias posibilidades
expresivas con una gran carga poética.
Notables escritores de nuestro tiempo, como: Jorge Luis Borges (Argentina),
Marguerite Duras (Francia), Gunter Grass (Alemania), Ernest Hemingway (Estados
Unidos), Virginia Wolf (Inglaterra), William Faulkner, (Estados Unidos), Franz Kafka
(República Checa) Gabriel García Márquez (Colombia), Nadine Gordimer (Suráfrica),
entre otros, crean una obra narrativa breve que contribuye signi cativamente en el
desarrollo de la cultura universal. La literatura con este tipo de práctica narrativa, marca
pautas en la vanguardia literaria y alcanza un alto nivel artístico que in uye en otras artes
como el teatro, las artes plásticas, la música y el cine.

Pensar, crear, escribir...


Para continuar desarrollando tu pontencialidades en la escritura, te
proponemos cuatro actividades diferentes para seleccionar una.

Realiza en equipo una investigación sobre el


continente africano, especialmente, sobre Mozambique,
Sudáfrica y el parque Kruger, lo
que te ayudará a entender mejor el cuento “Lo último en safaris” y
conocer algunos aspectos de la realidad africana. Cada equipo puede
trabajar sobre un asunto en particular: El apartheid y la discriminación
racial. Colonialismo y violencia. La explotación inhumana de los
originarios del páis. Explotación indiscriminada de los recursos na
turales. Depredación de la fauna
Elabora un ensayo a partir del mensaje contenido en el siguiente
pensamiento de la escritora Nadine Gordimer “El escritor no resuelve los
problemas pero tiene una posibilidad de hacerlo, si no le da la
espalda a su realidad social”.
Escribe un cuento breve que se inscriba dentro de
la tendencia de la literatura fantástica. Recuerda la lectura de ​La
metamorfosis ​de Franz
Kafka y La casa de Asterión de Jorge Luis Borges. Te proponemos las
siguientes ideas:
Los fantasmas se hacen dueños de la ciudad…
Tres personajes de tiempos distintos se reúnen en el sueño de un
hombre y la mujer de hoy.
Escribe un ensayo que tenga los siguientes títulos:
Vivir de las apariencias o aparentar lo que no es.

64

Microbiogra as
(Springs, Suráfrica, 1923). Narradora y ensayista en lengua inglesa, representante la
r​

literatura surafricana. Primera mujer africana que recibió el premio Nobel de


Literatura (1991). ​ e

Empezó a escribir muy joven y pronto tomó conciencia de la problemática social. Militante
m

del entonces clandestino Congreso Nacional Africano (ANC) de su país. Luchó


contra el ​ d

“apartheid”, (la discriminación racial), por lo cual algunas de sus obras fueron
prohibidas por ​ o

las autoridades sudafricanas. Entre sus obras más importantes podemos citar: ​La suave voz de
G

la serpiente (​ 1953), ​Seis pies de tierra (​ 1953), ​Ocasión de amar ​(1963), ​El último
burgués (​ 1966), ​ e

Un invitado de honor (​ 1970), ​Los compañeros de Livingston ​(1972), ​Los intérpretes negros ​(1973),
n

d
donde publica ensayos sobre literatura escrita por sudafricanos negros.
a

En la novela ​El conservador (​ 1974) critica los antivalores de


la sociedad blanca. Sus obras más recientes son: ​Un abrazo de
soldados ​(1980), ​La gente de July (​ 1981), ​La historia de mi hijo
(1990), ​Nadie que me acompañe ​(1994), ​Un arma en casa ​(1998),
El encuentro (​ 2001), ​Beethoven tenía algo de negro ​(2008).
(Buenos Aires, 1899 - Ginebra, Suiza, 1986). Poeta, narrador, ensayista y traductor.
Es consi ​ s

derado uno de los más grandes eruditos del siglo XX. Su formación intelectual en
contacto ​ g

con el mundo europeo es la simiente de una enorme cultura universal. A los seis años, ​ r

inspirándose en un pasaje de ​Don Quijote r​ edactó su primera fábula, la tituló ​La visera
fatal ​ B

(1907). A los diez años publicó una brillante traducción al castellano de ​El príncipe feliz d​ e Oscar
s

Wilde. Fue un lector insaciable de la obra de escritores franceses, desde Voltaire o


Víctor Hugo ​ i

L
hasta los simbolistas, y de autores del expresionismo alemán, descubrió a Schopenhauer y a

Nietzsche. Fue un personaje polémico desde el punto de vista político, por eso, a pesar
del ​ e

g
reconocimiento universal, y de haber obtenido muchos premios, nunca fue distinguido con el
r

Premio Nobel de Literatura, aun cuando fue nominado por muchos años
consecutivos. ​ o

Entre sus muchas obras, se destacan: ​Fervor de Buenos Aires


(1923), ​Luna de enfrente ​(1925), ​Cuaderno San Martín ​(1929), ​Evaristo
Carriego ​(1930), ​Historia universal de la infamia (​ 1935), ​Ficciones
(1944), ​El Aleph ​(1949), ​Otras inquisiciones (​ 1952), ​El hacedor ​(1960),
Elogio de la sombra (​ 1969), ​El informe de Brodie (​ 1970), ​El oro de los
tigres ​(1972), ​El libro de arena ​(1975), ​Los conjurados (​ 1985).

6
5
(1897-1962). Escritor estadounidense, nació New Albany (Misisipi) al sur de
EEUU, galardonado con el Premio Nobel de Literatura (1949), se le reconoce
como uno de
r

los renovadores de la narrativa contemporánea. Su peculiar manera de narrar que


e

mani esta nuevas perspectivas experimentales y una notable capacidad para penetrar
n

l
en la cultura, en los problemas sociales y en la psicología del ser humano, hacen que
u

tenga una in uencia signi cativa en varios escritores latinoamericanos. Dejó una
obra ​a

literaria extensa. Faulkner ha dejado una huella original en el o cio de narrar,


tanto
en lo formal cuando explora las posibilidades expresivas de la lengua, como
cuando ​ m

profundiza la mirada en los avatares de la realidad social y en los con ictos psicológicos
i

i
del hombre y la mujer contemporáneos.
W

Entre muchas se puede nombrar las novelas: ​El sonido


y la furia ​(1929), ​Mientras agonizo ​(1930), ​Absalón, Absalón
(1936), ​El Vellorio ​(1940), ​La mansión ​(1959). Entre sus relatos
cortos más leídos, citamos a: ​“Una rosa para Emily” (​ 1930),
“Humo” (​ 1932), ​“Mañana” ​(1940), ​“Desciende, Moisés” ​(1942).

(1883 - 1924). Nació en Praga, República Checa, en el seno de una familia


clase media perteneciente a la minoría judía de lengua alemana. Aparte del
alemán, dominaba el
checo, francés, latín, griego y el hebreo. Su obra ha sido tan importante que el
término
kafkiano se aplica a situaciones sociales angustiosas o grotescas. Su estilo
mezcla con ​ a

naturalidad fantasía y realidad, como por ejemplo en su relato La Metamorfosis.


Su ​ f

in uencia en la literatura contemporánea ha dejado marcas signi cativas en la


literatura ​ a

fantástica. Su obra narrativa creada a principios del siglo XX, reacciona contra el Realismo,
z

que tuvo su auge en el siglo XIX con grandes escritores como Emile Zola o Víctor
Hugo ​n

a
en Francia. Con Kafka se inicia una nueva era en la narrativa universal.
r

Entre sus principales obras se encuentran las tres novelas


por las que es más conocido: ​El proceso (​ 1925), ​El castillo
(1926), y ​América ​(1927). Relatos cortos: ​Descripción de un
combate (​ 1905), ​Preparativos para una boda en el campo
(1907) y ​La metamorfosis (​ 1915).

66
(​Rouen,1850 - París, 1894) Escritor francés. Provenía de una familia de pequeños
aristócratas libres pensadores. Comenzó estudios de derecho en París que no
culminó ​ t

debido a las di cultades políticas de esos años. Conoció al escritor Gustave


Flaubert, ​ a

quien in uyó para que se dedicara a la literatura. Flaubert le puso en contacto


con ​ s

s
brillantes escritores de la época: Emile Zola, Iván Turgueniev, Edmond de Goncourt
a

y Henry James. Su primer éxito literario apareció un mes antes de la muerte de


su ​ p

maestro Flaubert, se trató del cuento “Bola de sebo”, recogido en ​Las Noches de Medán
u

(1880), volumen colectivo del grupo literario al que pertenecía. Ese mismo año,
publicó ​ M

su libro de poemas llamado ​Versos.​ Cultivó el cuento con una maestría fuera de lo
e

d
común, de allí que sea considerado como uno de los escritores que han concedido

un verdadero estatus literario al género. Fue autor de una extensa narrativa


breve de ​ y

G
corte naturalista.
Sus cuentos: ​La casa Teller ​(1881), ​Los cuentos de la tonta
(1883), ​Cuentos del día y de la noche ​(1885), ​La orla ​(1887).
Sus novelas cortas: ​Una vida ​(1883), ​Bel Ami ​(1885) ​La cama
(1895), ​El Padre Milton ​(1899) y ​El vendedor (​ 1900).
(Boston, 1809 - Baltimore, 1849). Escritor estadounidense, originalmente fue
bautizado ​ e

con el nombre de Edgar Poe, al perder a sus padres, es adoptado por una familia
de ​ o

P
apellido Allan, y bautizado nuevamente en 1812, como Edgar Allan Poe. Incursionó

en el periodismo, escribiendo en reconocidos diarios de su época. Se dice que fue


un ​ n

l
antecesor del relato corto en Norteamérica, ha sido considerado el creador del cuento
l

A
detectivesco, in uyendo en el posterior género de la ciencia- cción. Su narrativa tiene

la intención de conmover al lector. Por ello, sus historias incursionan en los espacios de
r

las pasiones, el miste​rio, y el suspenso. Se le conceptúa como uno de los


precursores ​ g

de la literatura y el cine de terror de tanto éxito en el arte


contemporáneo. ​ d

Sus obras, cuentos: ​Manuscrito hallado en una botella ​(1833),


El Rey Peste (​ 1835), ​Berenice ​(1835), ​La caída de la Casa Usher
(1839), ​El gato negro (​ 1843), ​El entierro prematuro (​ 1844). Escribió
una única novela, titulada ​La narración de Arthur Gordon Pym
(1838). Ensayos: ​Filosofía de la composición ​(1946), ​El principio
poético ​(1948) y ​Eureka (​ 1848).
6
7

Otros caminos a la lectura


Para continuar formándote como lector te invitamos a leer las siguientes obras:

El fantasma de Canterville
Este escritor, célebre en su época por su genio a nado y
temáticas excepcionales, nos cuenta en esta historia cómo un e

fantasma de un antiguo castillo en Inglaterra es ridiculizado i

ante sus fallidos intentos por asustar a sus nuevos ocupantes. r

La perla
Dice el autor en un pequeño prólogo: “en la ciudad se relata la
h
i
s
t
o
r
i
a
de la gran perla, cómo fue hallada… Hablan de Kino el pescador, de su k

e
esposa Juana y del pequeño coyotito. La historia se ha relatado tantas b

veces, que ha echado raíces en la memoria de todos. En ella, como en e

todos los relatos eternos que viven en los corazones del pueblo, sólon

hay cosas buenas y malas, blancas y negras, santas y perversas, sin queo

se hallen jamás medias tintas”. Se trata de una obra maestra de


un gran escritor que mantiene hasta el nal la
atención del lector.

68

La casa desolada
Esta novela breve, recoge la historia de los niños ingleses en el
s

n
período industrial. Su tema central está dirigido a los niños: sus
e

c
adversidades, su inseguridad, sus modestas alegrías, y el gozo
i

s
que le producen. También, La trama policíaca genera un interés
e

r
espectacular, crea una maraña romántica de pistas seguidas por
a

tres detectives y sus ayudantes. Y nalmente, aparece el


truco ​ C

mágico de Dickens con el juego de los malabaristas.

La isla desconocida
Un hombre después de tener la inmensa paciencia para vencer las trabas de
o

la burocracia, al n logra hablar con el rey y le pide que le dé un barco para ir


g

a una isla desconocida. Nadie cree que exista tal isla; sin embargo, logra que
m

se lo den, aunque nunca ha navegado. ¿Qué pasará con este nuevo marinero?
a

¿Logrará su descubrimiento? Esta historia te atrapará y te hará re exionar.


é

Senilia
Esta selección recoge la historia de
realidades, de ​ v

i
alucinaciones y de fantasías de los personajes cotidianos
n

u
del mundo del campo. El libro está conformado por 51
g

u
relatos breves muy agradables.
T

69

La novela
contemporánea ​ ​Tus saberes

Encuentro con el texto


Microbiografía
Atesorando palabras
Otros caminos a la lectura
Descubriendo el texto
La palabra y su tiempo
La novela, su trascendencia en
la literatura universal
Tus saberes
contemporánea…
Pensar, crear, escribir...
​ ien años de soledad
C

¿Al analizar una novela se puede interpretar la psicología de los personajes?


Explica
¿Es posible que el lector de una novela interprete algunas
características de los problemas sociales plasmados en ella? ¿Por qué?
¿Interpretar novelas te puede ayudar a desarrollar tu capacidad
para analizar problemas históricos, sociales y psicológicos? Razona tu
respuesta.
¿Qué recuerdas de la narrativa fantástica?
¿Has oído hablar del Premio Nobel de Literatura? ¿Conoces a
algún escritor o escritora que lo haya recibido?
¿Has oído hablar de Cien Años de Soledad? ¿Sabes quién es Gabriel García
Márquez?

70

La novela universal
. ​La creación literaria en la narrativa novelística intenta
construir un mundo virtual, que trata de reproducir las realidades de la existencia
del ser humano en sus comunidades. El devenir permanente de la vida y su
evolución, bien sea en un momento determinado de una época, o a través de
generaciones sucesivas van marcando el paso de la historia. Se trata de
edificar un cosmos imaginario donde lo individual y lo social se manifiestan de
una manera espontánea en diferentes ambientes. Af loran las emociones, los
sentimientos, la oposición entre las distitnas personalidades, los logros, lo
cotidiano, las frustraciones, el amor, la muerte, las ambi
ciones, el dinero, el poder y otros elementos generadores de conf lictos. Es
decir, lo profundamente humano como mecanismo esencial para crear el arte a
través de la palabra. El narrador organiza el relato desde su perspectiva,
plantea sus temas, desarrolla sus técnicas, propone su visión original del
mundo y desarrolla un estilo único e irrepetible al utilizar la lengua. La literatura
ofrece sus espacios para la creación, zonas sin límites cuyas dimensiones
están determinadas por la imaginación. La evolución de la novela universal ha
marchado, desde la intención primaria de narrar los acontecimientos dentro del
realismo, hasta el establecimiento de la licencia literaria que ha permitido
incursionar en la realidad mágica.
Como representante de la novela universal hemos seleccionado para que
leas, una obra que ha marcado un impacto en la novela contemporánea; se
trata de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. La novela presenta,
de una manera original, la saga (relato novelesco que narra los acontecimientos
de varias generaciones de una familia) de los Buendía. Narra las aventuras y
desventuras de los familiares y allegados a esa familia durante cien años, desde
su fundación con el matrimonio entre José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán
hasta las vicisitudes de sus últimos descendientes. La historia se ubica en un
pueblo lleno de misterio y fantasía, del cual son fundadores José Arcadio y
Úrsula, llamado “Macondo”, situado de una manera mágica en una región
cercana a la costa del Caribe colombiano. El humor, el amor, lo trágico, lo
político, lo histórico, la soledad son temas que se entrecruzan hurgando en el
drama humano, mientras que el realismo mágico y la hipérbole (la exageración
como técnica), son recursos literarios utilizados en forma magistral. A pesar de
que, la novela es concebida dentro de una “realidad mágica”, la crítica literaria
la conceptúa como una significativa representación sociológica de la realidad
latinoamericana de una época. En una encuesta reciente (2010), realizada por
un jurado encabezado por los escritores consagrados Stephen King (Estados
Unidos) y Salman Rushdie, (Inglaterra-India), se afirma que, Don Quijote de la
Mancha y Cien años de soledad son las únicas dos obras narrativas, escritas en
español, que se ubican entre las veinte más importantes de la literatura
universal.

71

Encuentro con el texto


Lee atentamente los capítulos seleccionados de la novela,
Cien años de soledad d ​ e Gabriel García Márquez. Recuerda
que, por razones de espacio, solamente se te presentan dos
capítulos de la historia, el primero y el nal. Por tu cuenta y bajo
la orientación de tu profesor o profesora, te sugerimos leer la
obra completa para que la aprecies en su totalidad. Se
recomienda empezar a leerla desde el principio del año escolar.
Trata de imaginar y recrear en tu mente, los personajes, los
paisajes, los diferentes ambientes y todos los detalles que te
llamen la atención. Plani ca un horario para leer. Selecciona el
momento más propicio, sin que nada te moleste. Diviértete con la
lectura, hazlo de una manera natural. Disfruta de esos espacios
íntimos donde la imaginación no tiene límites.

Cien años
CAPÍTULO I

de d​ Gabriel García

Márquez​7

Soleda
MUCHOS AÑOS DESPUÉS, ​frente al pelotón de fusilamiento,
el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde
remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era
entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava
construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se
precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes
como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que
muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había
que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo,
una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de
la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a
conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano
corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se
presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta
demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava
maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa
en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se
espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los
anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la

7 ​García Márquez, Gabriel (1979). ​Cien años de soledad​. Bogota: Editorial la Oveja Negra.
72
desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos
perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se
arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los erros mágicos de Melquíades. “Las
cosas tienen vida propia —pregonaba el gitano con áspero acento—, todo es cuestión de
despertarles el ánima”. José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre
más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó
que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra.
Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: “Para eso no sirve”. Pero José
Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió
su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer,
que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico,
no consiguió disuadirlo. “Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa”, replicó
su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas.
Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de
hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar
fue una armadura del siglo XV con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido,
cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando
José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la
armadura, encontraron dentro un esqueleto calci cado que llevaba colgado en el cuello un
relicario de cobre con un rizo de mujer.
En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del tamaño de
un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos de Amsterdam.
Sentaron a una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la
carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la
gitana al alcance de su mano. “La ciencia ha eliminado las distancias —pregonaba
Melquíades—. Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la
tierra, sin moverse de su casa”. Un mediodía ardiente hicieron una asombrosa
demostración con la lupa gigantesca: pusieron un montón de hierba seca en mitad de la
calle y le prendieron fuego mediante la concentración de los rayos solares. José Arcadio
Buendía, que aún no acababa de consolarse por el fracaso de sus imanes, concibió la
idea de utilizar aquel invento como un arma de guerra. Melquíades, otra vez, trató de
disuadirlo. Pero terminó por aceptar los dos lingotes imantados y tres piezas de dinero
colonial a cambio de la lupa. Úrsula lloró de consternación. Aquel dinero formaba parte de
un cofre de monedas de oro que su padre había acumulado en toda una vida de
privaciones, y que ella había enterrado debajo de la cama en espera de una buena
ocasión para invertirlas. José Arcadio Buendía no trató siquiera de consolarla, entregado
por entero a sus experimentos tácticos con la abnegación de un cientí co y aun a riesgo
de su propia vida. Tratando de demostrar los efectos de la lupa en la tropa enemiga, se
expuso él mismo a la concentración de los rayos solares y sufrió quemaduras que se
convirtieron en úlceras y tardaron mucho tiempo en sanar. Ante las protestas de su mujer,
alarmada por tan peligrosa inventiva, estuvo a punto de incendiar la casa. Pasaba largas
horas en su cuarto, haciendo cálculos sobre las posibilidades estratégicas de su arma
novedosa, hasta que logró componer un manual de una asombrosa claridad didáctica y
un poder de convicción irresistible. Lo envió a las autoridades acompañado de numerosos
testimonios sobre sus experiencias y de varios pliegos de dibujos explicativos, al cuidado
de un mensajero que atravesó la sierra, se extravió en pantanos desmesurados, remontó
ríos tormentosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las eras, la desesperación
y la peste, antes de conseguir una ruta de enlace con las mulas del correo. A pesar de
que el viaje a la capital era en aquel tiempo poco menos que imposible, José Arcadio
Buendía, prometía intentarlo tan pronto como se lo ordenara el Gobierno, con el n de
hacer

73
demostraciones prácticas de su invento ante los poderes militares, y adiestrarlos
personalmente en las complicadas artes de la guerra solar. Durante varios años esperó la
respuesta. Por último, cansado de esperar, se lamentó ante Melquíades del fracaso de su
iniciativa, y el gitano dio entonces una prueba convincente de honradez: le devolvió los
doblones a cambio de la lupa, y le dejó además unos mapas portugueses y varios
instrumentos de navegación. De su puño y letra escribió una apretada síntesis de los
estudios del monje Hermann, que dejó a su disposición para que pudiera servirse del
astrolabio, la brújula y el sextante. José Arcadio Buendía pasó los largos meses de lluvia
encerrado en un cuartito que construyó en el fondo de la casa para que nadie perturbara
sus experimentos. Habiendo abandonado por completo las obligaciones domésticas,
permaneció noches enteras en el patio vigilando el curso de los astros, y estuvo a punto
de contraer una insolación por tratar de establecer un método exacto para encontrar el
mediodía. Cuando se hizo experto en el uso y manejo de sus instrumentos, tuvo una
noción del espacio que le permitió navegar por mares incógnitos, visitar territorios
deshabitados y trabar relación con seres espléndidos, sin necesidad de abandonar su
gabinete. Fue esa la época en que adquirió el hábito de hablar a solas, paseándose por la
casa sin hacer caso de nadie, mientras Úrsula y los niños se partían el espinazo en la
huerta cuidando el plátano y la malanga, la yuca y el ñame, la auyama y la berenjena. De
pronto, sin ningún anuncio, su actividad febril se interrumpió y fue sustituida por una
especie de baja fascinación. Estuvo varios días como hechizado, repitiéndose a sí mismo
en voz un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar créditos a su propio entendimiento.
Por n, un martes de diciembre, a la hora del almuerzo, soltó de un golpe toda la carga de
su tormento. Los niños habían de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad
con que su padre se sentó a la cabecera de la mesa, temblando de ebre, devastado por
la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento:

—La tierra es redonda como una naranja.


Úrsula perdió la paciencia. “Si has de volverte loco, vuélvete tú solo—gritó—. Pero no
trates de inculcar a los niños tus ideas de gitano”. José Arcadio Buendía, impasible, no se
dejó amedrentar por la desesperación de su mujer, que en un rapto de cólera le destrozó
el astrolabio contra el suelo. Construyó otro, reunió en el cuartito a los hombres del
pueblo y les demostró, con teorías que para todos resultaban incomprensibles, la
posibilidad de regresar al punto de partida navegando siempre hacia el oriente. Toda la
aldea estaba convencida de que José Arcadio Buendía había perdido el juicio, cuando
llegó Melquíades a poner las cosas en su punto. Exaltó en público la inteligencia de aquel
hombre que por pura especulación astronómica había construido una teoría ya
comprobada en la práctica, aunque desconocida hasta entonces en Macondo, y como una
prueba de su admiración le hizo un regalo que había de ejercer una in uencia terminante
en el futuro de la aldea: un laboratorio de alquimia.
Para esa época, Melquíades había envejecido con una rapidez asombrosa. En sus
primeros viajes parecía tener la misma edad de José Arcadio Buendía. Pero mientras
éste conservaba su fuerza descomunal, que le permitía derribar un caballo agarrándolo
por las orejas, el gitano parecía estragado por una dolencia tenaz. Era, en realidad, el
resultado de múltiples y raras enfermedades contraídas en sus incontables viajes
alrededor del mundo. Según él mismo le contó a José Arcadio Buendía mientras lo
ayudaba a montar el laboratorio, la muerte lo seguía a todas partes, husmeándole los
pantalones, pero sin decidirse a darle el zarpazo nal. Era un fugitivo de cuantas plagas y
catástrofes habían agelado al género humano. Sobrevivió a la pelagra en Persia, al
escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón,

74
a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia
y a un naufragio multitudinario en el estrecho de
Magallanes. Aquel ser prodigioso que decía poseer las
claves de Nostradamus, era un hombre lúgubre, envuelto
en un aura triste, con una mirada asiática que parecía
conocer el otro lado de las cosas. Usaba un sombrero
grande y negro, como las alas extendidas de un cuervo, y
un chaleco de terciopelo patinado por el verdín de los
siglos. Pero a pesar de su inmensa sabiduría y de su
ámbito misterioso, tenía un peso humano, una condición
terrestre que lo mantenía enredado en los minúsculos
problemas de la vida cotidiana. Se quejaba de dolencias
de viejo, sufría por los más insigni cantes percances
económicos y había dejado de reír desde hacía mucho
tiempo, porque el escorbuto le había arrancado los
dientes. El sofocante mediodía en que reveló sus
secretos, José Arcadio Buendía tuvo la certidumbre de
que aquel era el principio de una grande amistad. Los
niños se asombraron con sus relatos fantásticos.
Aureliano, que no tenía entonces más de cinco años,
había de recordarlo por el resto de su vida como lo vio
aquella tarde, sentado contra la claridad metálica y
reverberante de la ventana, alumbrando con su profunda
voz de órgano los territorios más oscuros de la
imaginación, mientras chorreaba por sus sienes la grasa
derretida por el calor. José Arcadio, su hermano mayor,
había de transmitir aquella imagen maravillosa, como un
recuerdo hereditario, a toda su descendencia. Úrsula, en
cambio, conservó un mal recuerdo de aquella visita,
porque entró al cuarto en el momento en que Melquíades
rompió por distracción un frasco de bicloruro de mercurio.
—Es el olor del demonio —dijo ella.
—En absoluto —corrigió Melquíades—. Está comprobado que el
demonio tiene propiedades sulfúricas, y esto no es más que un poco
de solimán.

Siempre didáctico, hizo una sabia exposición sobre las


virtudes diabólicas del cinabrio, pero Úrsula no le hizo caso,
sino que se llevó a los niños a rezar. Aquel olor mordiente
quedaría para siempre en su memoria, vinculado al
recuerdo de Melquíades.
El rudimentario laboratorio —sin contar una profusión de cazuelas, embudos, retortas,
ltros y coladores— estaba compuesto por una atanor primitivo; una probeta de cristal de
cuello largo y angosto, imitación del huevo losó co, y un destilador construido por los
propios gitanos según las descripciones modernas del alambique ​de tres brazos de María
la judía. Además de estas cosas, Melquíades dejó muestras de los siete metales
correspondientes a los siete planetas, las fórmulas de Moisés y Zósimo para el doblado
del oro, y una serie de apuntes y dibujos sobre los procesos del Gran Magisterio, que
permitían a quien supiera interpretarlos intentar la fabricación de la piedra losofal.
Seducido por la simplicidad de las fórmulas para doblar el oro, José Arcadio Buendía
cortejó a Úrsula durante varias semanas, para que le permitiera desenterrar sus monedas
coloniales y aumentarlas tantas veces como era posible subdividir el azogue. Úrsula cedió,
como ocurría siempre, ante la inquebrantable obstinación de su marido. Entonces José
Arcadio Buendía echó treinta doblones en una cazuela, y los fundió con raspadura de
cobre, oropimente, azufre y plomo. ​Puso a hervir todo a fuego vivo en un caldero de
aceite de recino hasta obtener un jarabe espeso y pestilente más parecido al caramelo
vulgar que al oro magní co. En azarosos y

75
desesperados procesos de destilación, fundida con los siete metales planetarios,
trabajada con el mercurio hermético y el vitriolo de Chipre, y vuelta a cocer en manteca
de cerdo a falta de aceite de rábano, la preciosa herencia de Úrsula quedó reducida a
un chicharrón carbonizado que no pudo ser desprendido del fondo del caldero.
Cuando volvieron los gitanos, Úrsula había predispuesto contra ellos a toda la
población. Pero la curiosidad pudo más que el temor, porque aquella vez los gitanos
recorrieron la aldea haciendo un ruido ensordecedor con toda clase de instrumentos de
músicos, mientras el pregonero anunciaba la exhibición del más fabuloso hallazgo de los
naciancenos. De modo que todo el mundo se fue a la carpa, y mediante el pago de un
centavo vieron a un Melquíades juvenil, repuesto, desarrugado, con una dentadura nueva
y radiante. Quienes recordaban sus encías destruidas por el escorbuto, sus mejillas
ácidas y sus labios marchitos, se estremecieron de pavor ante aquella prueba terminante
de los poderes sobrenaturales del gitano. El pavor se convirtió en pánico cuando
Melquíades se sacó los dientes, intactos, engastados en las encías, y se los mostró al
público por un instante —un instante fugaz en que volvió a ser el mismo hombre decrépito
de los años anteriores— y se los puso otra vez y sonrió de nuevo con un dominio pleno
de su juventud restaurada. Hasta el propio José Arcadio Buendía consideró que los
conocimientos de Melquíades habían llegado a extremos intolerables, pero experimentó
un saludable alborozo cuando el gitano le explicó a solas el mecanismo de su dentadura
postiza. Aquello le pareció a la vez tan sencillo y prodigioso, que de la noche a la mañana
perdió todo interés en las investigaciones de alquimia; sufrió una nueva crisis de mal
humor, no volvió a comer en forma regular y se pasaba el día dando vueltas por la casa.
“En el mundo están ocurriendo cosas increíbles —le decía a Úrsula—. Ahí mismo, al otro
lado del río, hay toda clase de aparatos mágicos, mientras nosotros seguimos viviendo
como los burros”. Quienes lo conocían desde los tiempos de la fundación de Macondo, se
asombraban de cuánto había cambiado bajo la in uencia de Melquíades.

Al principio, José Arcadio Buendía era una especie de patriarca juvenil, que daba
instrucciones para la siembra y consejos para la crianza de niños y animales, y
colaboraba con todos, aun en el trabajo físico, para la buena marcha de la comunidad.
Puesto que su casa fue desde el primer momento la mejor de la aldea, las otras fueron
arregladas a su imagen y semejanza. Tenía una salita amplia y bien iluminada, un
comedor en forma de terraza con ores de colores alegres, dos dormitorios, un patio con
un castaño gigantesco, un huerto bien plantado y un corral donde vivían en comunidad
pací ca los chivos, los cerdos y las gallinas. Los únicos animales prohibidos no sólo en la
casa, sino en todo el poblado, eran los gallos de pelea.

76
La laboriosidad de Úrsula andaba a la par con la de su marido. Activa,
menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en
ningún momento de su vida se la oyó cantar, parecía estar en todas partes
desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida por el
suave susurro de sus pollerines de olán. Gracias a ella, los pisos de tierra
golpeada, los muros de barro sin encalar, los rústicos muebles de madera
construidos por ellos mismos estaban siempre limpios, y los viejos arcones
donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor de albahaca.
José Arcadio Buendía, que era el hombre más emprendedor que se vería jamás en la
aldea, había dispuesto de tal modo la posición de las casas, qué desde todas podía
llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen
sentido que ninguna casa recibía más sol que otra a la hora del calor. En pocos años,
Macondo fue una aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta
entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor
de treinta años y donde nadie había muerto.
Desde los tiempos de la fundación, José Arcadio Buendía construyó trampas y jaulas.
En poco tiempo llenó de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos no sólo la propia casa,
sino todas las de la aldea. El concierto de tantos pájaros distintos llegó a ser tan aturdidor,
que Úrsula se tapó lo oídos con cera de abejas para no perder el sentido de la realidad.
La primera vez que llegó la tribu de Melquíades vendiendo bolas de vidrio para el dolor de
cabeza, todo el mundo se sorprendió de que hubieran podido encontrar aquella aldea
perdida en el sopor de la ciénaga, y los gitanos confesaron que se habían orientado por el
canto de los pájaros.

Aquel espíritu de iniciativa social desapareció en poco tiempo, arrastrado


por la fiebre de los imanes, los cálculos astronómicos, los sueños de
trasmutación y las ansias de conocer las maravillas del mundo. De
emprendedor y limpio, José Arcadio Buendía se convirtió en un hombre de
aspecto holgazán, descuidado en el vestir, con una barba salvaje que
Úrsula lograba cuadrar a duras penas con un cuchillo de cocina. No faltó
quien lo considerará víctima de algún extraño sortilegio. Pero hasta los
más convencidos de su locura abandonaron trabajo y familias para
seguirlo, cuando se echó al hombro sus herramientas de desmontar, y pidió
el concurso de todos para abrir una trocha que pusiera a Macondo en
contacto con los grandes inventos.
José Arcadio Buendía ignoraba por completo la geografía de la región. Sabía que hacia
el oriente estaba la sierra impenetrable, y al otro lado de la sierra la antigua ciudad de
Riohacha, donde en épocas pasadas —según le había contado el primer Aureliano
Buendía, su abuelo— Sir Francis Drake se daba al deporte de cazar caimanes a
cañonazos, que luego hacía remendar y rellenar de paja para llevárselos a la reina Isabel.
En su juventud, él y sus hombres, con mujeres y niños y animales y toda clase de
enseres domésticos, atravesaron la sierra buscando una salida al mar, y al cabo de
veintiséis meses desistieron de la empresa y fundaron a Macondo para no tener que
emprender el camino de regreso. Era, pues, una ruta que no le interesaba, porque sólo
podía conducirlo al pasado. Al sur estaban los pantanos, cubiertos de una eterna nata
vegetal, y el vasto universo de la ciénaga grande, que según testimonio de los gitanos
carecía de límites. La ciénaga grande se confundía al occidente con una extensión
acuática sin horizonte, donde había

77
cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer, que perdían a los navegantes con
el hechizo de sus tetas descomunales. Los gitanos navegaban seis meses por esa ruta
antes de alcanzar el cinturón de tierra rme por donde pasaban las mulas del correo. De
acuerdo con los cálculos de José Arcadio Buendía, la única posibilidad de contacto con la
civilización era la ruta del norte. De modo que dotó de herramientas de desmonte y armas
de cacería a los mismos hombres que lo acompañaron en la fundación de Macondo; echó
en una mochila sus instrumentos de orientación y sus mapas, y emprendió la temeraria
aventura.

Los primeros días no encontraron un obstáculo apreciable. Descendieron por la


pedregosa ribera del río hasta el lugar en que años antes habían encontrado la armadura
del guerrero, y allí penetraron al bosque por un sendero de naranjos silvestres. Al término
de la primera semana, mataron y asaron un venado, pero se conformaron con comer la
mitad y salar el resto para los próximos días. Trataban de aplazar con esa precaución la
necesidad de seguir comiendo guacamayos, cuya carne azul tenía un áspero sabor de
almizcle. Luego, durante más de diez días, no volvieron a ver el sol. El suelo se volvió
blando y húmedo, como ceniza volcánica, y la vegetación fue cada vez más insidiosa y se
hicieron cada vez más lejanos los gritos de los pájaros y la bullaranga de los monos, y el
mundo se volvió triste para siempre. Los hombres de la expedición se sintieron
abrumados por sus recuerdos más antiguos en aquel paraíso de humedad y silencio,
anterior al pecado original, donde las botas se hundían en pozos de aceites humeantes y
los machetes destrozaban lirios sangrientos y salamandras doradas. Durante una
semana, casi sin hablar, avanzaron como sonámbulos por un universo de pesadumbre,
alumbrados apenas por una tenue reverberación de insectos luminosos y con los
pulmones agobiados por un sofocante olor de sangre. No podían regresar, porque la
trocha que iban abriendo a su paso se volvía a cerrar en poco tiempo, con una vegetación
nueva que casi veían crecer ante sus ojos. “No importa —decía José Arcadio Buendía—.
Lo esencial es no perder la orientación”. Siempre pendiente de la brújula, siguió guiando a
sus hombres hacia el norte invisible, hasta que lograron salir de la región encantada. Era
una noche densa, sin estrellas, pero la oscuridad estaba impregnada por un aire nuevo y
limpio. Agotados por la prolongada travesía, colgaron las hamacas y durmieron a fondo
por primera vez en dos semanas. Cuando despertaron, ya con el sol alto, se quedaron
pasmados de fascinación. Frente a ellos, rodeado de helechos y palmeras, blanco y
polvoriento en la silenciosa luz de la mañana, estaba un enorme galeón español.
Ligeramente volteado a estribor, de su arboladura intacta colgaba las piltrafas escuálidas
del velamen, entre jarcias adornadas de orquídeas. El casco, cubierto con una tersa
coraza de rémora petri cada y musgo tierno, estaba

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rmemente enclavado en un suelo de piedras. Toda la estructura parecía ocupar un ámbito
propio, un espacio de soledad y de olvido, vedado a los vicios del tiempo y a las
costumbres de los pájaros. En el interior, que los expedicionarios exploraron con un fervor
sigiloso, no había nada más que un apretado bosque de ores.

El hallazgo del galeón, indicio de la proximidad del mar, quebrantó el


ímpetu de José Arcadio Buendía. Consideraba como una burla de su
travieso destino haber buscado el mar sin encontrarlo, al precio de
sacrificios y penalidades sin cuento, y haberlo encontrado entonces sin
buscarlo, atravesado en su camino como un obstáculo insalvable. Muchos
años después, el coronel Aureliano Buendía volvió a atravesar la región,
cuando era ya una ruta regular del correo, y lo único que encontró de la
nave fue el costillar carbonizado en medio de un campo de amapolas. Sólo
entonces convencido de que aquella historia no había sido un engendro de
la imaginación de su padre, se preguntó cómo había podido, el galeón
adentrarse hasta ese punto en tierra firme. Pero José Arcadio Buendía no
se planteó esa inquietud cuando encontró el mar, al cabo de otros cuatro
días de viaje, a doce kilómetros de distancias del galeón. Sus sueños
terminaban en ese mar color de ceniza, espumoso y sucio, que no merecía
los riesgos y sacrificios de su aventura.
—¡Carajo! —gritó—. Macondo está rodeado de agua por todas partes.
La idea de un Macondo peninsular prevaleció durante mucho tiempo, inspirada en el
mapa arbitrario que dibujó José Arcadio Buendía al regreso de su expedición. Lo trazó
con rabia, exagerando de mala fe las di cultades de comunicación, como para castigarse
a sí mismo por la absoluta falta de sentido con que eligió el lugar. “Nunca llegaremos a
ninguna parte —se lamentaba ante Úrsula—. Aquí nos hemos de pudrir en vida sin recibir
los bene cios de la ciencia”. Esa certidumbre, rumiada varios meses en el cuartito del
laboratorio, lo llevó a concebir el proyecto de trasladar a Macondo a un lugar más
propicio. Pero esta vez, Úrsula se anticipó a sus designios febriles. En una secreta e
implacable labor de hormiguita predispuso a las mujeres de la aldea contra la veleidad de
sus hombres, que ya empezaban a prepararse para la mudanza. José Arcadio Buendía
no supo en qué momento, ni en virtud de qué fuerza adversas sus planes se fueron
enredando en una maraña de pretextos, contratiempos y evasivas, hasta convertirse en
pura y simple ilusión. Úrsula lo observó con una atención inocente, y hasta sintió por él un
poco de piedad, la mañana en que lo encontró en el cuartito del fondo comentando entre
dientes sus sueños de mudanza, mientras colocaba en sus cajas originales las piezas del
laboratorio. Lo dejó terminar. Lo dejó clavar las cajas y poner sus iniciales encima con un
hisopo entintado, sin hacerle ningún reproche, pero sabiendo ya que él sabía (porque se
lo oyó decir en sus sordos monólogos) que los hombres del pueblo no lo secundarían en
su empresa. Sólo cuando empezó a desmontar la puerta del cuartito, Úrsula se atrevió a
preguntarle por qué lo hacía, y él le contestó con una cierta amargura: “Puesto que nadie
quiere irse, nos iremos solos”. Úrsula no se alteró.

—No nos iremos —dijo—. Aquí nos quedamos, porque aquí hemos tenido un hijo.
—Todavía no tenemos un muerto —dijo él—. Uno no es de ninguna parte mientras no
tenga un muerto bajo la tierra.

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Úrsula replicó, con suave firmeza:
—Si es necesario que yo me muera para que se queden aquí, me muero.

José Arcadio Buendía no creyó que fuera tan rígida la voluntad de su


mujer. Trató de seducirla con el hechizo de su fantasía, con la promesa de
un mundo prodigioso donde bastaba con echar unos líquidos mágicos en
la tierra para que las plantas dieran frutos a voluntad del hombre, y donde
se vendían a precio de baratillo toda clase de aparatos para el dolor. Pero
Úrsula fue insensible a la clarividencia.
—En vez de andar pensando en tus alocadas novelerías, debes ocuparte de tus hijos
—replicó—. Míralos cómo están, abandonados a la buena de Dios, igual que los
burros.
José Arcadio Buendía tomó al pie de la letra las palabras de su mujer. Miró a través de
la ventana y vio a los dos niños descalzos en la huerta soleada, y tuvo la impresión de
que sólo en aquel instante había empezado a existir, concebido por el conjuro de
Úrsula. Algo ocurrió entonces en su interior; algo misterioso y de nitivo que lo
desarraigó de su tiempo actual y lo llevó a la deriva por una región inexplorada de los
recuerdos. Mientras Úrsula seguía barriendo la casa que ahora estaba segura de no
abandonar en el resto de su vida, él permaneció contemplando a los niños con mirada
absorta, hasta que los ojos se le humedecieron y se los secó con el dorso de la mano,
y exhaló un hondo suspiro de resignación.
—Bueno —dijo—. Diles que vengan a ayudarme a sacar las cosas de los cajones.
José Arcadio, el mayor de los niños, había cumplido catorce años. Tenía la cabeza
cuadrada, el pelo hirsuto y el carácter voluntarioso de su padre. Aunque llevaba el mismo
impulso de crecimiento y fortaleza física, ya desde entonces era evidente que carecía de
imaginación. Fue concebido y dado a luz durante la penosa travesía de la sierra, antes de
la fundación de Macondo y sus padres dieron gracias al cielo al comprobar que no tenía
ningún órgano de animal. Aureliano, el primer ser humano que nació en Macondo, iba a
cumplir seis años en marzo. Era silencioso y retraído. Había llorado en el vientre de su
madre y nació con los ojos abiertos. Mientras le cortaban el ombligo movía la cabeza de
un lado a otro reconociendo las cosas del cuarto, y examinaba el rostro de la gente con
una curiosidad sin asombro. Luego, indiferente a quienes se acercaban a conocerlo,
mantuvo la atención concentrada en el techo de palma, que parecía a punto de
derrumbarse bajo la tremenda presión de la lluvia. Úrsula no volvió a acordarse de la
intensidad de esa mirada hasta un día en que el pequeño Aureliano, a la edad de tres
años, entró a la cocina en el momento en que ella retiraba del fogón y ponía en la mesa
una olla de caldo hirviendo. El niño, perplejo en la puerta, dijo: “Se va a caer”. La olla
estaba bien puesta en el centro de la mesa, pero tan pronto como el niño hizo el anuncio,
inició un movimiento irrevocable hacia el borde, como impulsada por un dinamismo
interior, y se despedazó en el suelo. Úrsula, alarmada, le contó el episodio a su marido,
pero éste lo interpretó como un fenómeno natural. Así fue siempre, ajeno a la existencia
de sus hijos, en parte porque consideraba la infancia como un período de insu ciencia
mental, y en parte porque siempre estaba demasiado absorto en sus propias
especulaciones quiméricas.
Pero desde la tarde en que llamó a los niños para que lo ayudaran a desempacar las
cosas del laboratorio, les dedicó sus horas mejores. En el cuartito apartado, cuyas
paredes se fueron llenando poco a poco de mapas inverosímiles y grá cos fabulosos, les
enseñó a leer y escribir y a sacar cuentas, y les habló de las maravillas del mundo no sólo
hasta donde le alcanzaban sus

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