Azaña, 13 de Octubre de 1931
Azaña, 13 de Octubre de 1931
Azaña, 13 de Octubre de 1931
Realidades vitales de España; esto es lo que debemos llevar siempre ante los
ojos; realidades vitales, que son antes que la ciencia, que la legislación y que
el gobierno, y que la ciencia, la legislación y gobierno acometen y tratan para
fines diversos y por métodos enteramente distintos. La vida inventa y crea; la
ciencia procede por abstracciones, que tienen una aspiración, la del valor
universal; pero la legislación es, por lo menos, nacional y temporal, y el
gobierno –quiero decir el arte de gobernar– es cotidiano. Nosotros debemos
proceder como legisladores y como gobernantes, y hallar la norma legislativa
y el método de gobierno que nos permitan resolver las antinomias existentes
en la realidad española de hoy; después vendrá la ciencia y nos dirá cómo se
llama lo que hemos hecho.
Ahora bien: puede suceder, de hecho sucede, ahora mismo está sucediendo, y
eso es lo que nos apasiona, que principios tenidos por invulnerables,
inspiraciones vigentes durante siglos, a lo mejor se esquilman, se marchitan,
se quedan vacíos, se angostan, hasta el punto de que la realidad viviente los
hace estallar y los destruye. Entonces hay que tener el valor de reconocerlo
así, y sin aguardar a que la ciencia o la tradición se recobren del sobresalto y
el estupor y fabriquen principios nuevos, hay que acudir urgentemente al
remedio, a la necesidad y poner a prueba nuestra capacidad de inventar, sin
preocuparnos demasiado, porque al inventar un poco, les demos una ligera
torsión a los principios admitidos como inconcusos. De no ser así, señores
diputados, sucedería que el espíritu jurídico, el respeto al derecho y otras
entidades y especies inestimables, lejos de servirnos para articular breve y
claramente la nueva ley, serían el mayor obstáculo para su reforma y progreso,
y en vez de ser garantía de estabilidad en la continuación serían el baluarte
irreductible de la obstrucción y del retroceso. Por esta causa, señores
diputados, en los pueblos donde se corta el paso a las reformas regulares de la
legislación, donde se cierra el camino a la reforma gradual de la ley, donde se
desoyen hasta las voces desinteresadas de la gente que cultiva la ciencia social
y la ciencia del Derecho, se produce fatalmente, si el pueblo no está muerto,
una revolución, que no es ilegal, sino por esencia antilegal, porque viene
cabalmente a destruir las leyes que no se ajustan al nuevo estado de la
conciencia jurídica. Esta revolución, si es somera, si no pasa de la categoría
motinesca, chocará únicamente con las leyes de policía o tal o cual ley
orgánica del Estado; pero si la elaboración ha sido profunda, tenaz, duradera y
penetrante, entonces se necesita una transformación radical del Estado, en la
misma proporción en que se haya producido el desacuerdo entre la ley y el
estado de la conciencia pública. Y yo estimo, señores diputados, que la
revolución española, cuyas leyes estamos haciendo, es de este último orden.
La revolución política, es decir, la expulsión de la dinastía y la restauración de
las libertades públicas, ha resuelto un problema específico de importancia
capital, ¡quien lo duda!, pero no ha hecho más que plantear y enunciar
aquellos otros problemas que han de transformar el Estado y la sociedad
españoles hasta la raíz. Estos problemas, a mi corto entender, son
principalmente tres: el problema de las autonomías locales, el problema social
en su forma más urgente y aguda, que es la reforma de la propiedad, y este
que llaman problema religioso, y que es en rigor la implantación del laicismo
del Estado con todas sus inevitables y rigurosas consecuencias. Ninguno de
estos problemas los ha inventado la República. La República ha rasgado los
telones de la antigua España oficial monárquica, que fingía una vida
inexistente y ocultaba la verdadera; detrás de aquellos telones se ha fraguado
la transformación de la sociedad española, que hoy, gracias a las libertades
republicanas, se manifiesta, para sorpresa de algunos y disgustos de no pocos,
en la contextura de estas Cortes, en el mandato que creen traer y en los temas
que a todos nos apasionan.
Para afirmar que España ha dejado de ser católica tenemos las mismas
razones, quiero decir de la misma índole, que para afirmar que España era
católica en los siglos XVI y XVII. Sería una disputa vana ponernos a
examinar ahora qué debe España al catolicismo, que suele ser el tema favorito
de los historiadores apologistas: yo creo más bien que es el catolicismo quien
debe a España, porque una religión no vive en los textos escritos de los
Concilios o en los infolios de sus teólogos, sino en el espíritu y en las obras de
los pueblos que la abrazan, y el genio español se derramó por los ámbitos
morales del catolicismo, como su genio político se derramó por el mundo en
las empresas que todos conocemos. (Muy bien.)
Por consiguiente, tengo los mismos motivos para decir que España ha dejado
de ser católica que para decir lo contrario de la España antigua. España era
católica en el siglo XVI, a pesar de que aquí había muchos y muy importantes
disidentes, algunos de los cuales son gloria y esplendor de la literatura
castellana, y España ha dejado de ser católica, a pesar de que existan ahora
muchos millones de españoles católicos, creyentes. ¿Y podía el Estado
español, podía algún Estado del mundo estar en su organización y en el
pensamiento desunido, divorciado, de espaldas, enemigo del sentido general
de la civilización, de la situación de su pueblo en el momento actual? No,
señores diputados. En este orden de ideas, el Estado se conquista por las
alturas, sobre todo si admitimos, como indicaba hace pocos días mi eminente
amigo el Sr. Zulueta en su interesante discurso, si admitimos –digo– que lo
característico del Estado es la cultura. Los cristianos se apoderaron del Estado
imperial romano cuando, desfallecido el espíritu original del mundo antiguo,
el Estado romano no tenía otro alimento espiritual que el de la fe cristiana y
las disputas de sus filósofos y de sus teólogos. Y eso se hizo sin esperar a que
los millones de paganos, que tardaron siglos en convertirse, abrazaran la
nueva fe. Cristiano era el Imperio romano, y el modesto labrador
hispanorromano de mi tierra todavía sacrificaba a los dioses latinos en los
mismos lugares en que ahora se alzan las ermitas de las Vírgenes y de los
Cristos. Esto quiere decir que los sedimentos se sobreponen por el aluvión de
la Historia, y que un sedimento tarda en desaparecer y soterrarse cuando ya en
las alturas se ha evaporado el espíritu religioso que lo lanzó.
Estas son, señores diputados, las razones que tenemos, por lo menos,
modestamente, las que tengo yo, para exigir como un derecho y para colaborar
a la exigencia histórica de transformar el Estado español, de acuerdo con esta
modalidad mueva del espíritu nacional. Y esto lo haremos con franqueza, con
lealtad, sin declaración de guerra; antes al contrario, como una oferta, como
una proposición de reajuste de la paz. De lo que yo me guardaré muy bien es
de considerar si esto le conviene más a la Iglesia que el régimen anterior. ¿Le
conviene? ¿No le conviene? Yo lo ignoro; además, no me interesa; a mí lo que
me interesa es el Estado soberano y legislador. También me guardaré de dar
consejos a nadie sobre su conducta futura, y , sobre todo, personalmente, me
guardaré del ridículo de decir que esta actitud nuestra está más conforme con
el verdadero espíritu del Evangelio. El uso más desatinado que se puede hacer
del Evangelio es aducirlo como texto de argumentos políticos, y la
deformación más monstruosa de la figura de Jesús es presentarlo como un
propagandista demócrata o como lector de Michelet o de Castelar, o quién
sabe si como un precursor de la ley Agraria. No. La experiencia cristiana,
señores diputados, es una cosa terrible, y sólo se puede tratar en serio; el que
no la conozca que deje el Evangelio en su alacena y que no lo lea; pero Renán
lo ha dicho: «Los que salen del santuario son más certeros en sus golpes que
los que nunca han entrado en él.»
¿Qué nos queda, pues? En el discurso del señor ministro de Justicia, al llegar a
esta cuestión, yo eché de menos algo que me sustituyese a esa garantía
jurídica de la situación de la Iglesia en España. Yo no sé si lo recuerdo bien;
pero en esta parte del discurso del señor De los Ríos notaba yo una vaguedad,
una indecisión, casi un vacío sobre el porvenir; y esa vaguedad, ese vacío, esa
indecisión me llenaba a mí de temor y de recelo, porque ese vacío lo veo
llenarse inmediatamente con el Concordato. No es que su señoría quiera el
Concordato, no lo queremos ninguno; pero ese vacío, ese tajo dado a una
situación, cuando más allá no queda nada, pone a un Gobierno republicano, a
éste, a cualquiera, al que nos suceda, en la necesidad absoluta de tratar con la
Iglesia de Roma, y ¿en qué condiciones? En condiciones de inferioridad: la
inferioridad que produce la necesidad política y pública. (Muy bien.) Y contra
esto, señores, nosotros no podemos menos de oponernos, y buscamos una
solución que, sobre el principio de la separación, deje al Estado republicano,
al Estado laico, al Estado legislador, unilateral, los medios de no desconocer
ni la acción, ni los propósitos, ni el gobierno, ni la política de la Iglesia de
Roma; eso para mí es fundamental.
Presupuestos y bienes
Ahora se nos dice: Es que la Iglesia tiene derecho a reivindicar esos bienes.
Yo creo que no, pero la verdad es, señores diputados, que la Iglesia los ha
reivindicado ya. Durante treinta y tantos años en España no hubo Ordenes
religiosas, cosa importante, porque, a mi entender, aquellos años de
inexistencia de enseñanza congregacionista prepararon la posibilidad de la
revolución del 8 y de la del 73. Pero han vuelto los frailes, han vuelto las
Ordenes religiosas, se han encontrado con sus antiguos bienes en manos de
otros poseedores, y la táctica ha sido bien clara: en vez de precipitarse sobre
los bienes se han precipitado sobre las conciencias de los dueños y haciéndose
dueños de las conciencias tienen los bienes y a sus poseedores. (Muy bien.)
Respecto a las otras Ordenes, yo encuentro en esta redacción del dictamen una
amplitud que, pensándolo bien, no puede ser mayor; porque dice: «Disolución
de las que en su actividad constituyan un peligro para la seguridad del
Estado.» ¿Y quiénes son éstas? Todas o ninguna; según quieran las Cortes. De
manera que este párrafo deja a la soberanía de las Cortes la existencia o la
destrucción de todas las Órdenes religiosas que ellas estimen peligrosas para
el Estado.
Donde un Gobierno con autoridad y una Cámara con autoridad me diga que
una Orden religiosa es peligrosa para la República, yo lo acepto y lo firmo sin
vacilar; pero guardémonos de extremar la situación aparentando una
persecución que no está en nuestro ánimo ni en nuestras leyes para acreditar
una leyenda que no puede por menos de perjudicarnos.
Dos salvedades
Tengo que hacer aquí dos salvedades muy importantes: una suspensiva y otra
irrevocable y terminante. Sé que voy a disgustar a los liberales. La primera se
refiere a la acción benéfica de las Órdenes religiosas. El señor ministro de
Justicia –y él me perdonará si tantas veces insisto en aludirle; pero la
importancia de su discurso es tal, que no hay más remedio que referirse a él–,
el señor ministro de Justicia trazó aquí en el aire una figura aérea de la
hermana de la Caridad, a la que él prestó, indudablemente, las fuentes de su
propio corazón. Yo no quiero hacer aquí el antropófago y, por lo tanto, me
abstengo de refutar a fondo esta opinión del Sr. De los Ríos; pero apele su
señoría a los que tienen experiencia de estas cosas, a los médicos que dirigen
hospitales, a las gentes que visitan las Casas de Beneficencia, y aun a los
propios pobres enfermos y asilados en estos hospitales y establecimientos, y
sabrá que debajo de la aspiración caritativa, que doctrinalmente es
irreprochable y admirable, hay, sobre todo, un vehículo de proselitismo que
nosotros no podemos tolerar. (Muy bien.) Pues qué, ¿no sabemos todos que al
pobre enfermo hospitalizado se le hace objeto de trato preferente según
cumple o no los preceptos de la religión católica? ¿Y esto quién lo hace, sino
esta figura ideal, propia para una tarjeta postal, pero que en la realidad se da
pocas veces?
Si resulta, señores diputados, que de esta redacción del dictamen las Cortes
pueden acordar la disolución de todas las Órdenes religiosas que estime
perjudiciales para el Estado, es sobre la conciencia y la responsabilidad de las
propias Cortes sobre quien recae la mayor o menor extensión de esto que
llamamos el peligro monástico. Sois vosotros los jueces, no el Gobierno, ni
éste ni otro. Y yo estimo que si unas instituciones, si queda alguna, si las
Cortes acuerdan que quede alguna, a quienes se les prohíbe adquirir y
conservar bienes inmuebles, si no es aquel en que habitan, a quienes se les
prohíbe ejercer la industria y el comercio, a quienes se les ha de prohibir la
enseñanza, a quienes se les ha de limitar la acción benéfica, hasta que puedan
ser sustituidas por otros organismos de Estado, y a quienes se les obliga a dar
anualmente cuenta al Estado de la inversión de sus bienes, si son todavía
peligrosos para la República, será preciso reconocer que ni la República ni
nosotros valemos gran cosa. (Risas.)
Por desgracia, no existe este partido hipotético con que yo sueño, ni ningún
otro que esté en condiciones de ejercer aquí la ley rigurosa de las mayorías.
Por tanto, señores diputados, debiendo ser la Constitución, no obra de mi
capricho personal, ni del de sus señorías, ni de un grupo, tampoco de una
transacción en que no se abandonen los principios de cada cual, sino de un
texto legislativo que permita gobernar a todos los partidos que sostienen la
República... (Muy bien), yo sostengo, señores diputados, que el peso de cada
cual en el voto de la Constitución debe ser correlativo a la responsabilidad en
el Gobierno de mañana. Yo planteo la cuestión con toda claridad: aquí está el
voto particular que sostienen nuestros amigos los socialistas; y yo digo
francamente: si el partido socialista va a asumir mañana el Poder y me dice
que necesita ese texto para gobernar, yo se lo voto (Muy bien, muy bien.
Aplausos.) Porque, señores diputados, no es mi partido el que haya de negar ni
ahora ni nunca al partido socialista las condiciones que crea necesarias para
gobernar la República. Pero si esto no es así (yo no entiendo de estas cosas;
estoy discutiendo en hipótesis), veamos la manera de que el texto
constitucional, sin impediros a vosotros gobernar, no se lo impida a los demás
que tienen derecho a gobernar la República española, puesto que la han traído,
la gobiernan, la administran y la defienden. (Muy bien.)