Hablar Con El Huracán - Enrique Servín
Hablar Con El Huracán - Enrique Servín
Hablar Con El Huracán - Enrique Servín
Hablar
el huracán con
Hablar
el huracán con
elEnrique
huracánServín
Enrique Servín
Enrique Servín
Directorio
Primera edición:
Octubre, 2019
Cuidado editorial:
Luis Fernando Rangel Flores, José Alfredo Caro Espinoza
Sangre ediciones
Oyamel 6907
Fr. Esperanza
31104, Chihuahua, Chih.
[email protected]
www.sangreediciones.com
Diseño y formación
Sangre ediciones
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en la noche: la larga carretera hacia lo oscuro.
¿A qué ciudad me acercaba? ¿a dónde quería ir? ¿qué perseguía?
Tú, hacía un instante, allá, tan lejos, frente al mar
yo de este lado ahora, más acá de los sueños
dudando como siempre, tenso y callado
viajando por el hondo desierto de la noche
hacia ajenas ciudades.
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Apuntes para una cartilla moral
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Quién sabe dónde. Ellas nos dictan a nosotros.
y están en lenguas que nadie puede entender.
Hiciste bien en hacer alto frente al verde aquella vez:
alguien venía.
4. Qué bueno que les diste de comer a las palomas. Eres un justo.
No porque las palomas sean buenas o bellas, no porque sean
blancas palomas. Sino porque son, tan claramente, otra cosa.
Abusonas, gandallas, cagonas, sexuales, infieles en el amor. Pero amorosas
inquietas y voladoras. Y porque cuando se distraen o se cansan demasiado
de ser, mueren, como nosotros.
Yo, qué frecuentemente las he visto acabar en un rincón de madera o
de losa abandonada, momias color del plomo, a veces índigo
o convertidas en una sola plasta aceitosa en el pavimento,
[en la que está cifrado
hermoso aún, y alto
el último vuelo.
No porque sean palomas,
sino porque son, simplemente.
No por mansas ni bellas. Tú eres el justo.
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6. El hombre, es una forma pretérita del polvo.
La patria, es el territorio que controlan los amos.
Dios es una teoría.
No apuestes demasiado a nada de esto:
acabarías matando, o muriendo
en el nombre del aire.
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La valentía en Mictlán
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Elegía
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Reunión
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Ilegal
Esta, es cierto,
no podría ser mi ciudad.
Y el carrizal, y el frío
hablan lengua que entiendo.
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Carro pintado de azul
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La luna en Ciudad Juárez. Recuerdo.
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Partir
Partir
Quemar las naves
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Árbol genealógico
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Poema
lajas guijarros
sólidas arenas en la piedra
cambia el paisaje
otros colores
otra luz
sobre el paisaje
grande antiguo
victorioso mar
aún estás aquí
las arenas blancas
quebrados lechos
polvo de los bosques submarinos
conchas
aún puedo sentir
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al eco de las olas
en este caracol de piedra
un puño de tierra
fluye lentamente
vuelve / al antiguo mar
del que proviene
brilla un punto.
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No se puede dialogar con un huracán.
Enrique Servín
Un idioma, en tanto que es tradición, registro e imaginación colectiva, es una
biblioteca inmaterial.
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Dejar que desaparezca un idioma es como dejar que arda una antigua y ex-
tensa biblioteca.
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El lenguaje siempre habla por los demás, es decir: por el Otro. Todo poeta
es un médium.
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Las lenguas del mundo son diferentes redes, tejidas con diferentes cuerdas
y lanzadas sobre diferentes aguas. Pero todas son redes lanzadas al agua.
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Una palabra es la cifra de muchas explicaciones.
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Nombrar es un acto político.
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Hablar es hablar; decir es reducir.
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Un rencoroso es alguien que, por lo menos, tiene una buena memoria y un
persistente sentido de la justicia.
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Lo que nos parece genial en fulano nos parecería tonto en sutano. En esto
hay algo más que un simple espejismo. El continente modifica al contenido.
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El derecho a equivocarnos nos salva de la culpa.
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La pasión es una prisión. Pero ¡qué prisión!
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Amar es abstraer a alguien de la multitud.
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Sálvese quien pueda. He aquí una máxima individualista.
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El lenguaje nunca acaba de ponerse de acuerdo con la realidad.
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La poesía es la búsqueda del lenguaje total.
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Los mitos son heridas antiguas que alguna vez adoptaron una forma narra-
tiva eficaz.
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El género literario más corto es el título.
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Es absurdo decir que la ausencia de Dios degrada al mundo. Una cascada o
un matadero son exactamente los mismos frente a un ateo que frente a un
creyente.
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Los milagros nos parecen ridículos en las religiones ajenas pero sublimes
en la propia.
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Dios era una buena idea.
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Quien sueña descansa del mundo.
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Una conciencia tranquila debe implicar, entre otras cosas, cierta mala me-
moria.
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El nacionalismo es a la nación lo que el egoísmo al ego.
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El desierto sabe de olvidos.
Enrique Servín
Breve historia de amor con la libertad
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era un río de carros bombachos, grandotes, hechos de láminas firmes y de
anchas molduras plateadas.
Demos ahora un brinco hasta más o menos una década más tarde, que
ese tramo de la vida implica cambios profundos, irreversibles, casi impen-
sables después. Hace años que aventé a la basura todos mis juguetes, voy
a la secundaria, me siento dueño del mundo. Y cada sábado por la tarde, o
incluso cada tarde de cada día, me junto con los amigos para dar una vuelta
a ver gente en la calle Libertad. Que ahora es simplemente “la Líber”. En
efecto, la Líber es el lugar donde te encuentras a los amigos, donde saludas,
platicas; donde te pones de acuerdo. De carro a carro, o estacionados, en
la banqueta, si es que tienes la suerte para encontrar un lugar. Es también,
ya se entiende, lugar de ligue. Como la calle no está todavía cerrada, sino
que incluso aún conserva el tráfico en dos sentidos, los conductores dan
vueltas y vueltas en “u” rodeando apenas el Palacio Federal (creo), o bien,
siguiendo la cuadra en dirección de la calle Victoria (también creo), para
poder regresar al circuito de la visibilidad colectiva. Una sonrisita, un guiño,
una mirada que dure más de lo estrictamente usual es señal inequívoca de
que le gustaste a alguien y, por supuesto, justificar los litros de gasolina que
implican diez, o quince, o más vueltas a la calle Libertad. Allí pueden nacer
amistades, encontrones sexuales, matrimonios, duraderos o no.
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Entonces sucedió una primera agresión en contra de aquel movimien-
to provinciano, juvenil, ingenuo, casi libertario. Luego se decidió convertir
aquel tramo en una vialidad de un solo sentido. El orden vial quedó organi-
zado de tal modo que complicaba las maniobras necesarias para permitir el
flujo continuado de los vehículos. Esto, a su vez, limitó el número de vueltas
que uno podía dar. La Líber comenzó a perder brío. El tráfico se volvió
lento, aguado. Los viajes a la Líber terminaron por parecer aburridos. La
calle sufrió diversas agresiones; se cambió el piso de cantera por uno de ce-
mento. Sin crítica, sin consulta, en el contexto de una ciudad sin ciudadanía.
A pesar de ello, sigue allí. Manteniendo los espacios, modificados, de las
antiguas tiendas; sigue ofreciendo solaz, diversión, posibilidad de encuen-
tro a tantas nuevas generaciones. Para mí, sin embargo, ya era demasiado
tarde. Para mí, de hecho, la Libertad había muerto. Y claro, yo, premoderno,
provinciano, primitivo, para entonces ya pensaba en la otra libertad, y la
amaba.
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Y no son palabras de ahora: son palabras de los tiempos antiguos
Enrique Servín
El Palomar antes y después
A los doce o trece años se me ocurrió cruzar a pie El Palomar. Venía del cen-
tro y decidí acortar el camino hacia el norte de la ciudad tomando un atajo
por lo que ahora es el extremo de la Avenida Independencia (entonces lla-
mada calle Camargo) que llega hasta San Felipe. Yo venía del Mercado del
Hoyo cargando con una preciosa bolsa de las que antes proporcionaban en
los supermercados, hechas de papel grueso y resistente, y caminaba con una
preciosa carga oculta adentro de esa bolsa. Apenas había cruzado el primer
promontorio cuando empecé a escuchar que alguien se burlaba de mí. Eran
unos muchachos. Me gritaban insultos y me seguían. Como si nada, los sa-
ludé, pero mi gesto de civilización no pareció conmoverlos. Al contrario, los
enfureció y comenzaron a correr detrás de mí y a lanzarme pedradas. Una
o dos lograron dar en el blanco (mi espalda) pero eso no impidió que yo
siguiera corriendo, despavorido, hasta subir, jadeando, y llegar a la primera
calle pavimentada que quedaba del otro lado. Mis persecutores reían y se-
guían burlándose desde lejos, pero por lo visto decidieron dejarme escapar.
Al sentirme seguro, me detuve para abrir la bolsa de papel y cerciorarme de
que su contenido se encontraba perfectamente a salvo. Era un perico (sí, un
perico, una cotorra, un loro) que yo acababa de comprar en el mercado, y
que por fortuna no recibió ninguna de aquellas pedradas.
Barrio bravo. El Palomar estaba cortado de tajo en lo que antes había sido
una ribera del Chuvíscar. Las obras de canalización del río lo habían dejado
un tanto fuera de contexto, pero mantenía, a pesar de todo, cierta importan-
cia. Montado sobre una especie de farallón, las grandes masas de tierra y
cantos rodados de un antiguo depósito de aluvión (supongo), a mucha gente
le parecía feo. A mí me parecía, por el contrario, interesantísimo, incluso
bello. Pensaba que debía conservarse frente a la acelerado transformación
de la ciudad. Primero, por tratarse de una inusual característica topográfica
del río, y segundo, por su dramatismo y extrañeza, que confería a las obras
del canal una especie de salvajismo, como si se tratara de una conexión con
el pasado indómito de la ribera. Cuando alguien comentaba sobre el mal
aspecto que daba, yo negociaba diciendo que tal vez podría hacerse crecer
hiedra o alguna otra enredadera nativa para estabilizar las paredes de tierra,
y para llegar a un compromiso en lo relativo a su aspecto. Pero antes que
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nada, El Palomar era un asentamiento humano, un barrio viejo y dotado de
su propia cohesión y estructura social, de su propia historia (no tan recien-
te, insisto, como pudiera creerse). Había allí ancianos, oradores, lideresas
priistas, pandillas y, por supuesto, un conglomerado de casas de adobe que
en algo me recuerdan ahora a las llamadas casas acantilado o, mejor dicho,
a los pueblos hopis del norte de Arizona, construidos con piedra y barro en
la cúspide de las mesas ancestrales.
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Pero mi recuerdo más brillante, melancólico y contradictorio de ese es-
pacio tiene que ver con las celebraciones que se organizaron para celebrar
el advenimiento del tercer milenio. Por alguna razón mi abuelo paterno ha-
blaba de esa fecha, que todavía por los años setenta parecía remota, con
mucho asombro y nostalgia del futuro. “Tú sí vas a llegar al año dos mil”, me
decía. Estaba seguro de que para entonces ya habría dado comienzo la edad
de oro. La “época del progreso”, que a él le tocó vivir, todavía no mostraba
su rostro oculto y por aquel tiempo nadie hablaba sobre el agujero en la
capa de ozono, la sobrepoblación, ni el calentamiento global. La impresión
general era en el sentido de que los descubrimientos y avances habrían de
sucederse y acumularse hasta lograr un estado de abundancia y solución
de los principales problemas humanos. Por supuesto, las décadas pasaron
y el panorama se ensombreció: lo que había llegado, había sido la era del
desencanto. La noche del 31 de diciembre fui a cenar temprano con unos
amigos y el plan era trasladarnos de ahí hasta El Palomar para contem-
plar los fuegos artificiales y participar de la fiesta. Después de una comida
deliciosa y algunas copas de vino nos dirigimos al parque. Las hileras de
carros y los apretujamientos casi nos hicieron desistir. La celebración había
empezado. El conteo final dio inicio y comenzaron a zumbar y estallar sobre
el cielo los fuegos artificiales. El momento anunciado por mi abuelo estaba
aquí, aunque en un mundo demasiado parecido al que él había dejado trein-
ta años atrás (y en muchos aspectos incluso peor). Esa noche al regresar a
mi casa, me puse a escribir:
…Y al salir a la calle
nada de torres de cristal, mundos de paz o estrellas conquistadas.
[Tan solo, simplemente
la parabólica ambición de algunos fuegos de artificio.
Bellos, como las utopías pero que ciertamente no inauguran
[los tiempos prometidos, ahora, este año
llega igual de callado y de invisible que los otros.
Y mañana, o aun el día siguiente
el sol saldrá puntual sobre una ciudad idéntica o, lo que es peor, casi idéntica.
No ignoro que se trata, tan sólo, de una sencilla convención, inexacta además.
Tampoco que para millones y millones de hombres, en otras tierras del mundo
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nunca ha habido ni habrá un año dos mil.
Pero extraigo de todo esto una modesta, por obvia, conclusión:
que con el tiempo
nada resulta como había sido previsto.
Y lo digo pensando que, en el fondo
soy un privilegiado entre los hombres de los siglos y las tierras.
Porque estoy vivo, y me aman —de la forma que sea—
y no me tocó sufrir la guerra ni la hambruna
ni la persecución a manos de los Dueños de Dios
o los Dueños de la Patria
—si apenas la tenaz mediocridad de un país que no sabe
hacia dónde se dirige, o de tiempos que llegan
tan sólo por llegar—.
Y soy capaz de disfrutar, o decir sí
a lo que es bello.
Y me conformo, mansamente, con los boletos de avión, los analgésicos
[y las migajas electrónicas
que al pie de una gran mesa en el desorden
el siglo generoso me ha dejado caer.
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La misma canción
“Oye Bartola…”
Bartola, María, Melesia, Juana, Casiana… pal caso es lo mismo, porque las
cosas no van a cambiar mucho de persona a persona. Siempre son los mis-
mos problemas, las mismas fregaderas; la misma canción. Fulana, Perenga-
na y Sutana. Si todo fuera como cambiarse el nombre…
Dos pesos que en otro tiempo sí debe haber servido de a deveras; allá cuan-
do las víboras andaban paradas, cuando un kilo de carne costaba como
quince centavos, o algo así, que de todas maneras ha de’ber sido caro; muy
caro, porque los pobres de aquel entonces ni de chiste se ganaban esos quin-
ce centavos en aquella época de caporales, patrones, amos, terratenientes y
Dones Porfidioses.
Para que pagues las que no debes, porque yo no tengo la culpa de haber
nacido pobre y sin educación como la mayoría de los de este país, que no tu-
vimos ni las sábanas de seda ni la comida en charola sino antes al contrario:
tuvimos que dormir amontonados en algun catre o en el suelo, caminando
descalzos y con garras usadas, malcomiendo, limosneando, sin casa propia
ni escuela de ninguna.
Adió... ¿Cuál teléfono? Si antes diga que tengo techo, después de tantos años
de haberme sobado el lomo de sol a sol, ahorrando pesito por pesito, no-
más viendo las cosas bonitas desde lejos, sin gastar en nada que no fuera
la comida y las garras de segunda y a veces ni eso. Como cuando me robó
la alcancía otro muerto de hambre y me dejó en la calle. Para que luego me
salga con que tengo teléfono...
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“De lo que sobre...”
Andale puesn. No vaya siendo que algún día me sobre. ¡Si lo que me sobran
son deudas! Que con el de la tiendita, que con la maistra directora, que con
el de la cobijas, que con la vieja de la renta; que con éste, que con la otra,
hasta con la vecina, que también está endeudada con otros tantos, y esos
otros tantos con otros más, y así todos contra todos. Todos menos los ricos
y los del gobierno, que pal caso es lo mismo. Lo que me sobran son apuros
y preocupaciones...
Mire-mire... ¿Cuáles, oiga? ¿Las idas al cine? ¿al teatro? ¿la comida domin-
guera en un restorán? ¿los vestidos? ¿la bolsita de cuero del aparador? ¿el
regalito pa la comadre? Viejo cínico. Lo que se me gasta es la vida de tanto
estar lavando ropa ajena; ya no tengo espalda, ya no tengo piernas, se me
están saliendo hasta las venas del cansancio. Soy un manojo de canas y arru-
gas, y cada vez que veo a la patrona, que es diez años más grande que yo,
con su cara lisita, bien paraditas, entonces me da tristeza y envidia, y volteo
a verme, toda desbaratada y vieja...
Ese sí que lo voy a comprar, ora verá. Un buen arcabuz. Para ir a darle en
la madre a usté y a todos los del gobierno: por cínicos, mentirosos, traido-
res, hablinches, corrompidos y buenos pa nada; por andar dejando que nos
paguen un salario que ya no vale ni la mitad de los dos pesos de la canción.
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