Antologia. Solo Cuento
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SÓLO CUENTO
PRÓLOGO
formar parte del rubro "espectáculos". La desertización* del espacio que fue
terreno propicio a la publicación del cuento es un problema ecológico mayor si
se piensa en que los grandes cuentistas de otras lenguas no habrían podido
existir sin estas ediciones. Aún revistas de modas dedicadas a "señoras"
(Harper's) o a "señores" (Playboy) o "de interés general" (New Yorker) hicieron
posible que en Estados Unidos autores de excepción fueran leídos por un
público amplio y heterogéneo. El caso de John Cheever es paradigmático. No
obstante, aun en ese país, la lucha desaforada a la que tuvieron que someterse
sus criaturas a fin de sobrevivir ante especies dominantes como la novela se
verifica en el hecho de que Cheever recibiera el Pulitzer muchos años después
de la continua publicación de sus cuentos y lo recibiera "por el conjunto de su
obra". El cuento es una especie que en nuestra lengua simula estar en riesgo de
extinción. No porque se hayan dejado de escribir cuentos extraordinarios, sino
porque por momentos, estos parecen no hallar cobijo para su publicación en
libros. Por supuesto, hay esfuerzos encomiables por hacer antologías de cuento
y abrir colecciones destinadas a este género en lengua española. El hecho de que
sea una labor meritoria habla de que son la excepción. Muchas de estas
colecciones (algunas bilingües) reúnen con frecuencia a autores consagrados... y
muertos. La idea de Sólo cuento es publicar los mejores relatos de autores que
están en plena producción. De modo que el interés de editar una antología
anual de cuentos memorables en español no se limita a una labor de rescate.
Además del interés de preservar una especie en peligro está el de tomar el pulso
a quienes hoy exploran nuevas formas de narrar una experiencia en ese género.
La decisión de albergar a autores de distintas generaciones aumenta la
fascinación de la pesquisa. Qué se relata en ese breve tránsito por una
experiencia memorable y de algún modo elocuente de un fragmento de
realidad contenido en la estructura peculiar que hemos dado en llamar cuento.
Y cómo. La historia podría tener un final feliz. Convertirse en el observatorio de
la mutación de estas criaturas: diversas, extravagantes o domésticas, cada una
con una voz y una respiración particular, y en el hábitat natural de los nuevos
organismos. Por qué no. La idea prosperó en otras literaturas. La lengua inglesa
puede preciarse de tener una de las tradiciones cuentísticas más vivas y de
contar con un número creciente de lectores del género. La apuesta de Edward
O'Brien, poeta y dramaturgo, quien en 1915 propuso a la Boston House of
Smal*, Maynard & Co. hacer una antología de los mejores cuentos nor-
teamericanos, dio como resultado mucho más que el número considerable de
cuentos compilados a lo largo de noventa y cuatro años en volúmenes que hoy
edita la Houghton Mifflin Company, en EU. Configuró una maquinaria de
productores y consumidores de un tipo de artefacto que hoy se catalogaría
entre los bienes intangibles de la humanidad: apresar la imaginación en algo
que llamamos cuento. La antología de Los mejores cuentos del siglo, a cargo del
recientemente fallecido John Updike, no sólo tuvo varias ediciones sino que es
un bestseller nacional. (1) /En el prólogo a Los mejores... me refiero al problema
inverso de los lectores de cuento en lengua inglesa: mientras aquí faltan
espacios para publicar a los cuentistas, allá faltan ojos y tiempo para leerlos.
Es de desear que en los cuentos escritos en nuestra lengua pueda ocurrir
algo así. Claro que puede haber objeciones en la selección de la muestra
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
teatro a manos de escritores. ¿Es verdad que en México no hay ningún thriller
de consideración? ¿Que la literatura mexicana carece de tramas policíacas
debido a la incapacidad de sus escritores y guionistas? El diálogo de cantina
entre amigos responde a estas preguntas y descubre el antecedente a la antigua
leyenda de Don Juan Manuel a la vez que confirma el interés del autor de
fundir historia y literatura.
La originalidad de viejos temas ahora revisitados (el abandono, la
soledad, la imposibilidad amorosa) es palpable en varios de los cuentos. En el
de Jorge Franco, la variación consiste en el manejo del punto de vista: un
hombre que desde una fotografía que ve a su amante (Eva) debatirse por su
ausencia sin poder responderle, mientras que Pedro Juan Gutiérrez un ex
convicto santero es amante de Oggún y de una mujer al mismo tiempo. Por
último, las imágenes arriesgadas de Rafa Saavedra resitúan algunas
problemáticas de pareja desde el mundo de las nuevas tecnologías: "oprimimos
el botón de STOP antes que el dolor real llegue sin explicación".
Treinta cuentos como treinta modelos para armar el puzzle de las formas
y recorridos actuales del cuento contemporáneo en nuestra lengua.
ROSA BELTRÁN
INTERVENCIONES
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SERGIO PITOL
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de todas, claro, sino sólo las que verdaderamente me interesan. Gogol es uno de
mis gigantes, lo leo y releo con fruición. Soy consciente de que Tolstoi y Chéjov
son más grandes que él, no los cambiaría por nadie, he encontrado en ellos
caminos de salvación; en cambio, la pasión por Gogol tiene otra tesitura, un
tanto enfermiza, más pegajosa y oscura; un excéntrico y genial escritor que en
un momento determinado, a saber por qué y cuándo, se volvió o fingió loco.
Muchas veces durante mi estancia en Moscú me convertí en un obseso de
Gogol, esa figurita maltrecha tan parecida a sus personajes, leí su obra con
intensidad, frecuenté los teatros donde se presentaba El inspector general,
saliendo siempre maravillado de la comedia, la dirección, y, sobre todo, de la
actuación de los diferentes jóvenes que en algunos momentos llegaban a la
genialidad.
En fin, no intento aquí describir mi relación con aquel escritor y su
contorno, ni mi proyecto de novela donde él será uno de los principales
personajes, ni las notas que hago sobre su obra, la de los biógrafos y los
estudiosos literarios. La búsqueda de mis notas sobre Gogol me remitió a mi
vida moscovita; en todas las páginas sentí ampliamente los ecos de mi
existencia en esa ciudad, volví a las grandes avenidas por donde paseaba, las
conversaciones con mis amigos en el bar del hotel Metropol, recordé lo que
compraba con algunos anticuarios, los conciertos que oía, las fiestas, las horas
muertas en la Embajada, el larguísimo recorrido de mi oficina al primer
departamento a las orillas de la ciudad, de manera que he dedicado los fines de
semana sumido en reminiscencias de la capital soviética y cómo me acomodaba
a ella. ¡Qué inmensidad de vida había olvidado! Encontraba nombres ficticios y
apodos para que quienes leyeran subrepticiamente mis cuadernos no pudieran
descubrir quiénes eran mis amigos; algunos nombres se reiteraban con
frecuencia, al principio ni yo sabía quiénes eran, iban conmigo en la calle,
estábamos en algunos restaurantes y bares, en casas absolutamente geniales
cuyas paredes mostraban soberbios iconos, espléndidas muestras de la pintura
del final del XIX, y aun, entre los más sofisticados, algunos de Goncharova,
Malevich y del joven Chagall, pero también en departamentos diminutos,
descuidados y sucios, llenos de libros, donde vivían jóvenes artistas. Yo era
agregado cultural con la categoría de consejero, de manera que visitaba a las
grandes figuras del teatro y del cine, los virtuosos de la música, los académicos,
para tratar proyectos de algunos festivales, o conciertos y exposiciones en la
ciudad de México, becas, etcétera, relaciones casi naturales que les era
imposible mantener aun a los embajadores. Al leer mis diarios advertí un
constante aire de vida futura. Vislumbraba entre nieblas que aquella arcaica
gerontocracia en que se había convertido la cúpula de un poder inmenso se
resquebrajaba por todas partes, a pesar de que aún los cambios profundos no
serían demasiado inmediatos. Por eso, cuando surgió la Perestroika no me
asombró del todo; los sectores más cultivados, los científicos, los escritores y
artistas, los profesionistas, los estudiantes, casi todos estaban preparados para
ello.
Leo una entrada de mi diario, la del día 23 de abril de 1979. Allí aparece
Enrique, no en persona sino en voz. Tenía años de no haberlo visto; sabía
vagamente por amigos comunes que había dejado París y vuelto a Barcelona.
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para que los alumnos me entendieran? La directora hizo una pausa, luego
respondió que desde luego los académicos moscovitas eran los mejores de la
URSS; por la antigua tradición de hispanismo en Rusia, esos maestros tenían
más posibilidades de viajar y de hacer contactos con España y América Latina,
todo eso es cierto, pero también los hace demasiado orgullosos y ciegos a todo
lo que no está en su entorno; hizo otra pausa, pidió a una empleada café, vodka
y varias clases de dulces, y unos papeles con los que prosiguió a educarme:
Asjabad era una pequeña ciudad establecida hacía quinientos años en un oasis
perdido de uno de los desiertos más extensos del Turquestán. Los pobladores
vivían de los textiles, los mejores tapetes de la Unión Soviética habían salido de
allí. Bujara se lo arroga todo, pero en Asjabad siguen haciendo textiles, de los
mejores del mundo; volvió después a los papeles y siguió pedagógicamente que
apenas hacía cincuenta años la república de Turkmenia, capital Asjabad,
contaba con un noventa y nueve por ciento de analfabetas y hoy contaba con
una biblioteca de un millón trescientos volúmenes, una academia de ciencia,
uno de los tres institutos más importantes del desierto en el mundo y varias
universidades. Un salto extraordinario. Todavía después de la guerra patria,
unos treinta años apenas, las mujeres existían para tejer y parir, ahora en
cambio en todos los hospitales y laboratorios los médicos y químicos son en su
mayoría mujeres. Turkmenia se ha vuelto inmensamente rica. Hace pocos años
se descubrió petróleo en el desierto y ahora es un emporio. Han canalizado el
agua del mar de Aral, que como usted sabrá es de agua dulce, y gran parte del
territorio es un jardín. Vaya usted, vaya a ver nuestros milagros y prepare una
conferencia como si fuera a leerla en Moscú o Leningrado. Para cuando usted
esté en Asjabad celebrarán los veinticinco años de una ópera, la primera en
turkmeno. Un barítono de gran prestigio llegará de Australia para cantarla allí.
Y no deje de adquirir en el bazar a las afueras de la ciudad algunas alfombras,
no se arrepentirá, ya lo verá.
Salí del Instituto bastante incrédulo, pero con enorme curiosidad.
El primer telefonazo de Enrique lo hizo en la mañana de un jueves. El
viernes no salí de mi apartamento, cortaba de tajo cada llamada, aludiendo que
esperaba una noticia importante de México. A la Embajada le comuniqué que se
había roto un tubo en el baño y esperaba al fontanero, para poder estar todo el
tiempo en mi departamento. Hasta el caer la noche, nada. Me reprochaba no
haberle preguntado a Enrique en qué hotel se hospedaría en Tashkent, pero
quizás tampoco él lo sabría. Podía haberse quedado en Samarcanda otra noche
para salir de mediodía y estar en la inauguración del festival de cine de
Tashkent. Mucho después, a las tres de la mañana sonó el aparato; mi amigo me
saludó con regocijo, como de día festivo; lo que primero me preguntó fue si me
había despertado de nuevo o estaba ya desayunando.
Le contesté que eran las tres de la mañana, no había tenido en cuenta que
había siete horas de diferencia entre Tashkent y Moscú. Tuvimos una
conversación de algo así como una hora. Comenzamos a hacer proyectos para
vernos. El festival cinematográfico duraría dos semanas. Entonces lo
encontraría en un lugar llamado Asjabad donde yo tenía un compromiso
universitario, estaba a un paso en avión de Tashkent. Lo esperaría allí y luego
visitaríamos en camellos esos rumbos extraños, rudos y poquísimo conocidos,
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como los que le encantaban a Bruce Chatwin. Hablábamos cada día por
teléfono. Logramos precisar el día, la hora, el número de vuelo, las habitaciones
de hotel, el día de mi conferencia, la intérprete y guía que nos acompañaría. Mi
avión saldría de uno de los aeropuertos de Moscú un jueves a las cinco de la
mañana y llegaría a las cuatro de la tarde debido al cambio de horario, y él
aterrizaría un poco más temprano, porque había pocos vuelos entre las dos
ciudades.
Llegué al hotel una tarde lluviosa, muy cansado y con algo de esas
jaquecas que me aturden cuando despierto a horas tan tempranas. Llamé a
Enrique a su habitación para decirle que en una media hora estaría en el
vestíbulo del hotel. Me di un rápido baño y me cambié de ropa. Fuimos todos a
tomar algo al café del hotel. Todos, éramos Sonia, mi intérprete, Oleg, el de
Enrique, un maestro y una maestra muy jóvenes de la universidad de Asjabad,
y nosotros, Enrique y yo. Me sentí muy a gusto por el exotismo del lugar. Sonia
nos informó que una empresa sueca había construido el hotel. Los espacios,
cierto ascetismo casi alegre y los muebles nórdicos marcaban un radical
antagonismo con la arquitectura estalinista, en especial de la hotelera. Al
principio los maestros estaban intimidados, luego, después de un poco de
vodka, todos hablábamos sin parar y al mismo tiempo. Le pregunté a Enrique si
había visto ya algo de la ciudad, y contestó que después de llegar al hotel había
hecho un paseo con Oleg, pero muy breve porque no tardó en caer una llovizna.
Le recordó algo árabe, como Ceuta, donde hizo su servicio militar, pero más
limpia, con espacios más abiertos y más vegetación. Señaló las grandes
ventanas desde donde se veían las palmeras del hotel. "Ese jardín, dijo, jamás lo
hubiera podido ver allá." Y de pronto se deshizo la reunión. Los maestros se
pusieron a nuestras órdenes, los intérpretes tenían que presentarse a sus
superiores en una oficina, y yo y Enrique subimos a nuestras habitaciones a
descansar un rato.
Al anochecer la lluvia había acabado. Las calles estaban iluminadas,
daban ganas de hacer un paseo por la ciudad. Lena y Oleg se despidieron
porque no habían acabado su trabajo en una oficina del hotel. Oleg se despidió
porque en la madrugada volaría a Tashkent, donde trabajaba en una oficina
turística. Sonia iba a ser la traductora y guía para ambos. Nos aconsejaron
pasear por el centro, alrededor del hotel, donde tendrían una mesa reservada,
después de una media hora, para cenar.
Salimos a una amplia avenida. El aire era tibio. Comenzamos a caminar
al azar. No tengo idea de qué hablamos, si de los amigos comunes en Barcelona,
de la estancia de Enrique en París, inquilino de Marguerite Duràs, de mi vida
diplomática, de literatura o de la escuela cinematográfica de Barcelona donde él
estaba muy integrado, del festival del tercer mundo en Tashkent, de su asombro
frente a Samarcanda. En mi entrada del 27 de abril escribí: "En la noche salimos
a pasear y la delicia de ese oasis comenzó a envolverme. La vegetación, el aire
perfumado que respiraba, los discretos toques orientales en la nueva
arquitectura, la hermosura de ciertos rostros y ciertos cuerpos que pasaban ante
nosotros. Llegó un momento en que caminaba en un estado de éxtasis. La
exuberancia y rareza de las flores dentro de un espacio urbano me recordó una
llegada a Nankín o a La Habana de hace más de cincuenta años, únicas
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salir con el ciudadano Vlamata (sic), que llegaría al mediodía. Hice un paseo por
la ciudad, volví al hotel, leí el libro de Karlinski, donde la conducta de Gogol
me resultaba inconcebible, todo podría ser cierto, aunque las fuentes me
parecían endebles. Los que conocieron a Gogol sabían, o al menos intuían, que
su sexualidad no era regular, unos pensaban que era impotente, por nacimiento
o por efectos de una enfermedad venérea en su adolescencia; otros, que
masoquista, que homosexual, que comía excremento en exceso y sólo de
hombres y mujeres de vientres voluminosos, y en los últimos años de vida,
cuando era sólo un esqueleto cubierto de una piel espantosa, sus amigos, ya tan
escasos, se habían hecho a la idea de que sus vicios lo estaban encaminando
rápidamente a la muerte, pero de eso nadie podía hablarle, pues quienes lo
trataron de hacer perdieron inmediatamente su amistad. El libro de Simón
Karlinski destruyó tales conjeturas, maledicencias y vulgaridades. Después de
una minuciosa investigación, Karlinski se convenció de que la enfermedad
final, la que lo llevó a la muerte, era la misma que determinan todos los
biógrafos cuando tocan ese punto, murió paulatinamente y con dolores
extremos por mandato de un sacerdote, Matvei Konstantinovski, su confesor,
su padre espiritual, quien cuando lo tuvo en las manos se entregó a purificar la
conciencia del pecador y prepararlo a una muerte cristiana y honorable. En una
primera fase le exigió que repudiara a Pushkin y abjurara de él: "¡Convéncete de
que él era un pecador y un pagano!" El enfermo se resistía a manchar a aquella
figura a quien desde su juventud adoraba como un Dios. Pushkin fue uno de
sus primeros lectores, el primero que advirtió la grandeza futura de Gogol
desde los cuentos juveniles, le dio la trama para El inspector general, El capote y,
¡nada menos!, Las almas muertas. La pobre criatura débil y aterrorizada fue
vencida y abjuró de su ídolo; la segunda exigencia del inquisidor fue que
maldijera a Pushkin, lo hizo; lo demás ya fue facilísimo, se sometió a
penitencias extremas, no alimentar su cuerpo sino con agua para limpiarse de
todas sus tenebras, azotarse tres veces por lo menos todos los días con un fuete
con clavos en los extremos. Las perversidades que le colgaba la gente no
existían; él era otra cosa que se llama necrófilo, un maniático sexual que ama a
los cadáveres. Karlinski nos incita a pensar en su estudio que esa manía no era
radical en él. Gogol jamás buscaría cadáveres en los hospitales, ni pagaría a esos
siniestros personajes que desenterraban los ataúdes de los cementerios para que
unos jóvenes oficiales y cortesanos hicieran orgías fúnebres con eso durante
toda una noche, no, la necrofilia de Gogol era sumamente mitigada, espiritual,
hasta piadosa, se enamoró en Roma de algunos jóvenes, un pintor ruso que lo
pintó desnudo, unos príncipes rusos enfermos, algunos jóvenes moribundos,
algunas veces los besaría, pero el mundo entero sabe que los rusos besan a
todos sus amigos y aun a los desconocidos, les haría suaves caricias como a
hermanos menores, y en medio de la lectura de Karlinski advertí que era la hora
de comer y bajé a la planta baja, pregunté por Enrique y Sonia, y me
respondieron lo mismo, no habían llegado.
Me fui fastidiado al restaurante. No había nunca hablado en ese viaje con
Enrique, mi traductora me había abandonado, me parecía que era una
descortesía, una grosería, una canallada. Posiblemente tenían un affaire, pero
para eso eran las noches, y traté de descubrir algún rasgo antiguo de egoísmo
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no lo conozco, le respondí, debe ser italiano; yo conozco a casi todos los buenos,
pero quizás sea uno nuevo, alguien que haya surgido en los últimos tiempos y
todavía no tiene nombre fuera de su país." "No ha llegado, sabes, hasta el
presidente de la república está preocupado por su grosería. Pero no debe ser
joven, hizo su carrera en Australia, donde ha vivido largamente, al menos eso
es lo que me dijeron, en los últimos años se estableció en Alemania. ¡ Qué cosas!
Si a mí que no soy nadie me han acogido tan soberbiamente, cómo agasajarán a
ese barítono."
Fuimos a pie a la ópera, a dos cuadras del hotel. La gente en la calle se
paraba a admirar a Enrique vestido de turkmeno de lujo, seguramente creerían
que sería uno de los artistas vestido de antemano. El edificio de la ópera y ballet
de Asjabad era amplio y bastante destartalado como algunos viejos cines de mi
infancia en las ciudades tropicales de México. Al entrar nos llevaron a la
primera fila, un enjambre de jóvenes rodearon a Enrique pidiéndole un
autógrafo en sus programas. La ópera se llamaba Aína como su protagonista.
Era la primera ópera en turkmeno, después de la Segunda Guerra. La historia
estaba en la línea más ortodoxa del realismo socialista. La trama era simple,
pero me entretuvo mucho; una ingenuidad y un formalismo poético como en la
ópera de Pekín, diluían el mensaje político. En mi diario escribí sobre Aína. Se
trata de una tejedora, tiene un novio proletario, se aman y están por casarse, el
director de la fábrica (que viste a lo occidental) son los tres protagonistas. El
director de la fábrica más importante de la región es el archivillano de la pieza,
está a sueldo de los capitalistas del extranjero y cada vez que puede bloquea los
trabajos de la fábrica, incendia la producción, destruye piezas de las máquinas,
roba el dinero de los sueldos, etcétera, y acusa a los mejores obreros y más
fieles. En uno de esos boicots el director acusa al novio de Aína, lo juzgan y
están por condenarlo. Aína está desesperada, sus cuitas las canta bajo una
monumental estatua de Lenin, se logra desenmascarar al traidor y el final es
feliz con un gran coro de toda la compañía.
En los entreactos, Enrique se quedaba sentado para memorizar unas
notas, mientras Sonia y yo salíamos a fumar a la calle. "Me han pedido que diga
unas palabras de agradecimiento y lo voy a hacer con verdadero gusto", hacía
una pausa y añadía: "Pero lo malo es que no sé hablar en público, y puedo
quedar en ridículo". Sonia nos había dicho que al final de la ópera hablaría el
ministro de Cultura, el director de la ópera y algunos invitados, todo sería
rápido, los invitados, como él, tendrían nada más dos o tres minutos.
Yo había dejado de ver a Enrique varios años, creo que lo dije. Cuando lo
trataba era casi siempre con amigos cercanos, él hablaba poco, era muy
introvertido, pero muy educado y agradable, eso sí. Yo había leído su primer
libro, Mujer en el espejo contemplando el espejo, un ejercicio de estilo como le dijo
Héctor Bianciotti. Estaba entonces muy lejano de sus magníficas y excéntricas
novelas ejemplares que vinieron después: Historia abreviada de la literatura
portátil, Hijos sin hijos, Bartleby, una obra maestra, El mal de Montano. El Vila-
Matas de Asjabad me asombraba cada momento. Cuando subió al estrado y
saludó a los funcionarios importantes, a los cantantes y al público estaba
imponente, trajeado con las prendas turkmenas, el rostro aún más asiático,
sobre todo por el rasgado más horizontal de sus ojos producido por un juego de
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líneas negras que corrían hacia las sienes. Más que la elegancia me sorprendió
la precisión de su elocución. Se puso de pie, dio las gracias a las autoridades y a
los nuevos amigos hechos en Asjabad. Deseaba antes que nada deshacer una
comedia de equivocaciones que sembró un periódico matutino; aparecieron
unas declaraciones que él no había hecho; jamás dijo que quería actuar
próximamente en un film en Turkmenia. Sobre todo porque él no era un actor.
Se sentía muy cercano del cine, por eso mismo viajó al festival cinematográfico
en Tashkent, y allí aparecieron por casualidad unas fotos de él en unas películas
hechas por amigos. Su trato con el cine había sido como crítico. Lo que declaró a
la prensa era una promesa de hacer todo lo posible para que las conversaciones
con la gente del cine de Asjabad se convirtieran en realidad, e hizo elogios de
mucho de lo que había visto en tan pocos días y se iba agradecido y cosas así. El
aplauso fue largo y estruendoso, pero advertí que nuestros vecinos de la
primera fila, los invitados importantes, no aplaudían sino que ponían cara de
palo y en los palcos donde estaban el gobernador, el ministro de Cultura y los
funcionarios poderosos parecía que les hubiera caído un chubasco de agua
helada, no sé si por lo que había dicho Enrique o la envidia de la recepción
delirante del público.
De repente, en la gran puerta de la sala se oyeron ruidos y gritos bastante
destemplados. Aparecieron los guardianes de uniformes y se movieron
rápidamente por todo el teatro. De momento se abrió un poco la puerta y entró
corriendo una mujer de media edad, despeinada, vestida estridentemente, con
un zapato en el pie y otro en la mano golpeando a un policía que la detuvo,
mientras que detrás de la puerta semiabierta se oían unos aullidos que parecían
aquella vieja canción napolitana Torna a Sorrento. Sonia nos contó después que
el escándalo lo habían suscitado el barítono Ítalo Cavalazzari y su mujer porque
a fuerza querían entrar a la sala de ópera en un estado de ebriedad imposible y
por eso no les permitieron el acceso. Le preguntamos a nuestra traductora si no
iba a haber un festejo para celebrar el aniversario de Aína. "Aquí la gente
duerme muy temprano, tiene que trabajar desde la madrugada", respondió, y
no quisimos recordarle la fiesta de boda que terminó hasta la madrugada y la
de la noche que pasó Enrique con los cineastas. Enrique se desprendió de los
periodistas y fotógrafos y de firmar autógrafos con cara radiante. "Voy a
presentarte pasado mañana en la universidad, me invitaron los maestros", me
dijo al terminar la cena en el hotel.
Del día siguiente no recuerdo nada. En mi diario no hay más que unos
cuantos renglones poco entendibles: "hay algo tenso en el ambiente", o "nos han
hecho un círculo de hielo". "Enrique dice que me estoy poniendo paranoico."
"En un periódico hay una buena foto de Enrique, pero no se reprodujeron las
palabras dichas en el teatro." Sonia nos había abandonado casi todo el día;
cuando le pedimos que nos tradujera las líneas debajo de la fotografía, leyó: "un
sujeto español ha llegado a Asjabad para presentar al agregado cultural de la
Embajada de México en la Universidad de Turkmenia"... Esa noche vimos a
Oleg en el hotel, nos saludó como esquivándonos, decía lo mismo: tener mucho
trabajo.
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Era un hombre viejo y gordo con la ropa sucia y descuidada, llevado por
dos guardianes del hotel hacia la puerta. Sonia me explicó: "desde hace horas,
cuando abrió el restaurante, ha venido a molestar. Es el cantante que hizo el
escándalo en la ópera. Es un majadero, lo esperábamos con una gran ilusión,
dicen que es un barítono extraordinario, y mire cómo nos ha tratado. A él y a su
mujer, todo el tiempo borrachos, los colocaron en un hotel de más categoría. Si
se burló de la celebración de la ópera no tienen por qué instalarlo en un hotel
mejor.
Tres horas después salimos los cuatro al aeropuerto. Todos estábamos
consternados. Casi no había hablado con Enrique, ni qué hace ahora en
Barcelona, ni qué se propone hacer. Seguirá escribiendo, espero. En el
aeropuerto nos acercamos a una ventanilla, la de salida a Kiev. Oleg arregló
todo, el equipaje que era enorme, le dio a la empleada el pasaporte y el boleto
aéreo. La empleada, con mal humor, le devolvió los documentos y gritó: "Está
usted equivocado, compañero, ésta no es la ventanilla adecuada, el pasajero
viaja a Moscú y no hoy sino mañana a las catorce horas. ¿No sabe usted leer? Yo
entendí todo el ruso. Oleg sacó de su chaqueta otro pasaje y se guardó el que le
dio la empleada. Insistí en ruso que mi amigo iría conmigo el día siguiente, le
mostré mi tarjeta de diplomático. Llegaron varios funcionarios del aeropuerto.
Sonia, muy tensa, me alejó un poco y me insinuó que le podría ir peor a
Enrique, y que yo no podría hacer nada. Oleg hablaba con la empleada y
Enrique. Cuando regresamos a la ventanilla, Enrique había consentido en
partir, se excusó por el lío en que me había metido y en ese momento, cuando
nos dábamos un abrazo de despedida oímos la misma voz tenebrosa:
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VICENTE LEÑERO
A LA MANERA DE O'HENRY
Tal vez O'Henry vería mal los excesos de esta descripción. Basta con dos o tres
datos significativos para situar el lugar de la acción —escribió alguna vez—. El
amontonamiento de detalles abruma y distrae al lector.
A reserva de corregir el párrafo, prosigo:
Aniceta volvió apenas la cabeza cuando entró el hombre con quien vivía
arrejuntada. La mujer se hallaba frente al fogón, calentando los tlacoyos que
bajaba a vender en el lindero donde la colonia de paracaidistas se avecindaba
con el barrio de Ameyulco. Cuando no vendía todos los tlacoyos, recalentaba
los sobrantes y los daba de cenar a Valentín —también a Gabito, antes—. Si
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Nueva York, donde el New York World le encargó escribir un cuento a la semana
para la edición dominical. Esos cuentos, que redactaba puntualmente, con una
botella de whisky al lado, le hicieron ganar más dinero, mucho más, que el
ganado por sus antecesores: Poe, Mark Twain, Saroyan, Jack London. En
calidad literaria no está a la altura de ellos ni de los grandes que vinieron
después —Hemingway, Salinger, Carver—, pero lo sorpresivo de sus tramas, el
factor azaroso, la habilidad para atornillar las vueltas de tuerca, todo dentro de
una narrativa muy apetecible al gran público lector, le dieron una fama
universal que compartió —según los críticos— con su contemporáneo inglés:
Somerset Maugham. Ambos, no en balde, incluidos frecuentemente en
Selecciones del Reader's Digest.
El primer trancazo fue lanzado con el revés de la mano izquierda, pero Aniceta
logró girar a tiempo la cabeza y el golpe de Valentín sólo alcanzó a escocerle el
maxilar. Luego vino el empellón.
Como un toro, Valentín embistió su cuerpo contra la mujer y ella recibió
el encontronazo frontalmente, sobre su vientre embarazado. Cayó hacia la
derecha, encima del fogón, arrastrando consigo el comal de los tlacoyos y
derrumbándose luego en el piso de tierra.
Allí empezaron las patadas, una tras otra, una tras otra, con las puntas de
los tenis convertidas en punzones de un taladro que magullaba sus pechos, su
cuello, la cara que Aniceta trataba de proteger con las manos. Jadeante, siempre
fúrico, Valentín contuvo las patadas y con ambas manos levantó a Aniceta de
un envión; la prensó de la ropa con la izquierda, mientras extendía hacia atrás
el brazo derecho obligando a su codo a servir de gozne. Desde ahí, igual que si
estuviera en un ring, soltó con el puño cerrado un recto brutal contra el pómulo
de la mujer. Aniceta cayó como un costal, sangraba.
Una guacareada apestosa brotó de las fauces de Valentín. Tuvo que
detenerse por instantes de la pared, cerca de los jarros y los trastes que
rodeaban el fogón. Luego retrocedió de espaldas, tambaleante, hasta dejarse
caer bocarriba sobre el catre. Era Valentín el que parecía el noqueado,
inconsciente en la lona de una arena de box.
Una fotografía tomada en los tiempos de gloria de O'Henry —fueron diez años
los que lo hicieron sentirse el mejor escritor de Estados Unidos— lo muestran
posando ante la cámara cual un dandy del continente americano. Se parece un
poco al Hemingway de 1937 o a un Anthony Hopkins cuarentón. Sus ojos
hundidos de importancia; el cabello en ondas peinado con raya en medio y la
cabeza apoyada apenas sobre los dedos encogidos de su mano derecha.
Presume un saco oscuro de amplias solapas. Un cuello postizo, de blancura
almidonada, se abre apenas para exhibir el nudo de una corbata en cuyo vértice
brilla un fistol redondo. La corbata se pierde un poco más abajo detrás del
chaleco. El bigote de O'Henry se antoja delineado por un peluquero experto:
espeso bajo las aletas de la nariz y con las puntas levantadas para formar dos
arcos simétricos, impecables. Se sabía guapo el exitoso O'Henry.
Tanta era la cercanía de O'Henry con su público invisible, que en algunos
de sus cuentos se permite dirigirse familiarmente a sus lectores. Utilizando el
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querido lector, el le ruego al lector que tenga en cuenta, el comprenderá el atento lector,
suele interrumpir el discurso narrativo para deslizar, a veces, cápsulas
didácticas sobre sus teorías literarias. Todo como un juego.
En su prólogo a los Cuentos de Nueva York, el español Alonso dice algo muy
bonito de su antologado:
"En los cuentos de O'Henry prevalece una visión positiva del ser
humano, inmerso en una realidad diaria muchas veces alienante y gris, pero en
la que siempre existe un resquicio para el amor, la amistad, la ventura o la
esperanza."
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ENRIQUE SERNA
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LA VANAGLORIA
A Rosa Beltrán
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
14 años, había creído escuchar el murmullo caricioso de una fuente secreta, que
me marcaba una pauta de ritmos y cesuras. Yo no era el creador, sino el
ejecutante de esa partitura compuesta por un numen ajeno a mi voluntad. Y
desde entonces, toda mi lucha por dominar el lenguaje había consistido en
cargar de significación esa música a la vez íntima y remota, como el niño que
colorea un cuaderno para iluminar. Dicho en palabras de Rubén Darío, creía
tener "algo divino aquí dentro", pero dudaba de mi capacidad para traducir ese
impulso en imágenes. La carta de Paz había disipado mis dudas: si él me
armaba caballero en el altar de la palabra, debía responderle con una entrega
total a mi vocación. Releí la carta seis o siete veces, como un niño goloso que se
chupa los dedos untados de cajeta. Don Octavio me trataba como a un
hermano, menor sin duda, pero hermano al fin. Y ni siquiera tenía la suerte de
conocerlo en persona: mi libro lo había cautivado por sus propios méritos, sin
necesidad de recomendación alguna. En la pleamar del orgullo, Toña y yo
hicimos el amor hasta quedar exhaustos, pero esa noche la agitación mental me
privó del sueño, y al día siguiente, atarantado por el desvelo, me las vi negras
para explicar el uso de los verbos pronominales a mis alumnos de Secundaria,
una recua de patanes idiotizados por los videojuegos.
Por la tarde, después de revisar tareas, me fui a la tertulia del café Leg-
Mu, el centro de la vida intelectual de Torreón, o mejor dicho, del cotilleo
literario que la suplanta. En la mesa del fondo, Jaime Lastra, Enrique Dueñas y
Mayra Velarde, los poetas más renombrados de la comarca lagunera, ganadores
recurrentes de premios y becas, tomaban café orgánico chiapaneco entre una
espesa humareda de cigarro. Los saludé de lejitos porque nunca me ha gustado
hacer roncha con ellos. Jaime es un mal imitador de Eliot, a quien sólo ha leído
en traducciones, Enrique confunde el hermetismo con la vacuidad y Mayra, la
mejor del grupo, ahoga en una retórica insulsa los raros destellos de sus poemas
eróticos. Difícilmente podrán salir del estancamiento, porque están hundidos en
la autocomplacencia y ya rebasaron la cuarentena. Pero eso sí: para la grilla
política son unos genios y su club de elogios mutuos les ha permitido acaparar,
desde hace quince años, los botines más codiciados de la subvención pública a
las bellas letras. Preferí sentarme a prudente distancia, en la mesa de la terraza
que ocupaban dos amigos de mi generación: el pintor Lauro Gómez y el
cuentista Néstor Cabañas. Ambos pertenecen, como yo, al círculo de los artistas
rechazados o marginales de la ciudad. Lauro tuvo que montar su primera
exposición en un tugurio de la zona roja, porque la mafia local de las artes
plásticas le cerró las puertas de todas las galerías, Néstor esconde sus cuentos
en revistas estudiantiles, y yo me tuve que ir a Durango para editar mi Disparo
en la oscuridad, porque aquí en Torreón, el Instituto de Cultura me tuvo tres
años y medio en lista de espera, dándome largas por supuestas carencias
presupuestales. Mentira: para publicar a los consentidos de la directora no les
faltaba dinero. Sé muy bien que detrás de esa postergación eterna estaba la
mano negra de Enrique Dueñas, el consejero del instituto, que me cogió mala
voluntad cuando abandoné su taller de poesía, cansado de oírlo pontificar
sandeces.
Después de los saludos de rigor, Lauro nos puso al corriente de su última
conquista, una señora de sociedad a quien se había tirado en su taller, cuando
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fue a posar para hacerle un retrato. Delgado como una anguila, con arracada en
la oreja y el pelo recogido en una cola de caballo, Lauro siempre ha tenido
mucho pegue con las mujeres. Néstor se bebía sus palabras con la fruición del
pobre diablo resignado a gozar vicariamente de las mujeres ajenas. A pesar de
su prognatismo, el pobre no es del todo feo. Algunas morras hasta guapo lo
ven, pero su patológica timidez lo ha condenado a una vejez prematura.
Cuando la mesera vino a traer mi café, la charla derivó hacia el pantano de la
política mexicana y una vez agotados todos los tópicos de interés general —
cine, libros, futbol— aproveché un silencio para soltarles la noticia que me ardía
en la garganta.
—¿Se acuerdan que hace tiempo le mandé mi libro a Octavio Paz?
Ambos me miraron con estupor y guardaron un silencio expectante.
—¿A poco te leyó? —dijo Lauro.
—No sólo eso: me escribió una carta muy elogiosa.
—¿Te cae de madre? —exclamó Néstor, incrédulo—. ¿Neta neta?
—La pura neta. Yo me quedé igual de asombrado que tú.
—¿Y traes la carta?
—La tengo en mi casa, pero voy a hacer una pachanga el viernes, y
cuando vengan se las enseño.
Convencido al fin, Néstor se levantó a darme un abrazo.
—Caramba, hermano, qué chingón amigo tengo.
—Felicidades, carnal, ya te fugaste del pelotón —dijo Lauro—. ¿Ahora
quién te va a soportar?
Con el rabillo del ojo eché un vistazo a la mesa de los poetas mafiosos,
que observaban las felicitaciones con una curiosidad hostil. Pobres chantres de
aldea, pensé, cómo les va a arder el culo cuando sepan que tengo la bendición
papal. Bastó con darle la noticia a mis dos amigos, para que en menos de tres
días se difundiera por todos los mentideros culturales de la ciudad. Varios
amigos ocasionales del medio literario, a quienes había dejado de ver años
atrás, me felicitaron por teléfono y se autoinvitaron a la fiesta, entre ellos,
Mayra Velarde y Jaime Lastra, que ahora, obligados por las circunstancias,
condescendieron a darme sus parabienes. Sólo Enrique Dueñas, mi único
enemigo declarado, tuvo la franqueza de guardar un hosco silencio. El viernes
por la tarde fui al súper a comprar las bebidas y los refrescos, mientras Toña
esperaba en casa las sillas plegables que alquilamos para la fiesta. Llegué a casa
como a las seis y media, ayudé un rato a mi esposa a preparar los bocadillos,
luego me di una ducha, y al salir del baño, la toalla enrollada en la cintura, me
quedé fulminado al ver una escena atroz: mi hija Natalia, trepada en el
escritorio, estaba rayoneando la carta de Octavio Paz con un grueso marcador
negro. Se lo arrebaté de un zarpazo, pero ya era tarde para impedir la
catástrofe: llevaba un buen rato pintarrajeando la carta, encimando tachones
sobre tachones, y del manuscrito no quedaba una sola palabra legible.
—¡Maldita enana! ¡Ya te dije que no juegues con mis papeles!
Reprimí con dificultad mis ganas de golpearla, pero no pude evitar darle
una zarandeada.
—Suelta a la niña —Toña vino en auxilio de su hija—. ¿Estás loco o qué
te pasa?
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conferido el honor de su visita. Los atendí con esmero, pues si bien los
desprecio como poetas, no quería darles la impresión de haberme
ensoberbecido por el reconocimiento de Paz. En el rincón de la sala más
apartado del ruido, formamos un pequeño corrillo para hablar de literatura.
Mayra acababa de leer mi Disparo en la oscuridad (con un año de retraso, claro) y
reconoció su valía:
—Me atrapó desde el comienzo la riqueza de tu lenguaje —dijo—. Ahora
dosificas mejor las imágenes en vez de lanzarlas a borbotones y encuentras la
palabra justa sin dar palos de ciego.
En opinión de Jaime Lastra, mi gran acierto era haber elegido como
forma el versículo bíblico, justamente lo que Paz había considerado un defecto.
—Lo mejor de tu libro es que no le pones diques al canto: al contrario,
dejas respirar al poema, como si pronunciaras un oráculo en duermevela.
Fingí sentirme halagado por sus comentarios, pero ¿quién podía tomar
en serio la opinión de ese par de ojetes, que meses atrás no daban un quinto por
mí? ¿Era un sapo convertido en príncipe por la varita mágica de don Octavio?
Engañado por su falso compañerismo, no pude sospechar que ambos habían
venido a mi casa en calidad de inspectores. Lo descubrí demasiado tarde,
cuando Mayra aprovechó un silencio del tocadiscos para preguntarme en voz
alta:
—¿Se puede saber a qué ahora nos vas a enseñar la carta?
—Sí, queremos verla —la secundó Jaime.
—De veras, ya enseña la carta, no te hagas rosca —exigió mi amigo
Néstor desde la otra esquina de la sala.
Por contagio borreguil, media docena de invitados ebrios clamaron a
coro: ¡Que la enseñe, que la enseñe!, golpeando sus vasos con los tenedores,
como si exigieran el pastel de una boda. Imploré con la mirada el auxilio de
Toña, que estaba tan perpleja como yo. Hubiera querido correrlos a todos, pero
no tuve más remedio que afrontar la situación.
—Me encantaría enseñarles la carta, pero esta tarde tuve un accidente —
confesé abochornado—. Mientras me daba una ducha, mi hija la rayoneó.
—Pero se podrá leer algo —insistió Mayra.
—Ni una línea -dije contrito —miren nomás cómo la dejó —y me saqué
de la chaqueta el cuerpo del delito.
—Qué barbaridad —se demudó Mayra—. De grande tu hijita va a ser
terrorista.
Le entregué la carta y ella se la pasó a Jaime Lastra, que se acomodó los
lentes bifocales para examinarla como un perito judicial.
—Qué saña para borronear —dijo Lastra—. Parece una pintura de
Pollock. Pero te debes acordar de lo que decía, ¿no?
—Más o menos —dije acorralado.
—Pues cuéntanos, ándale —rogó Mayra.
Los hijos de puta me estaban aplicando el detector de mentiras. Era
ridículo y pretencioso referir los elogios de Paz, pero me vi forzado a incurrir en
esa inmodestia, porque tenía clavados en mí los ojos de toda la concurrencia.
—Decía que mi libro es una plegaria blasfema, que mis versos tienen la
fuerza de una verdad seminal, que la provincia mexicana sigue siendo un
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Primero: deje correr el rumor de que una gran figura de las letras lo ha
colmado de elogios. Segundo: haga una fiesta para celebrarlo. Tercero: tenga
listo un papel garabateado por una mano infantil. Cuarto: exhíbalo cuando las
visitas le pidan ver la carta del figurón y diga que su nenita la tachoneó.
Quinto: finja repetir de memoria el contenido de la carta, sin escatimarse las
alabanzas. Sexto: Exija que desde ahora se le considere el mejor poeta del
estado.
Suena ridículo, ¿verdad? Pues así quieren darse importancia algunos
poetastros hambrientos de notoriedad y reconocimiento, que a falta de
verdadero prestigio, necesitan falsificarlo con tretas pueriles.
apellido. Hubiera querido devolverles golpe por golpe, pero no podía ejercer mi
derecho de réplica por falta de pruebas para rebatirlos y mi obligado silencio se
malinterpretaba como una admisión de culpabilidad. Pasados diez días de mi
primera llamada, volví a tratar de comunicarme con Paz. Su secretaria me
informó que ya estaba en México pero había salido a grabar un programa de
televisión: "Llámelo mañana a mediodía", me aconsejó, y por su tono amistoso
deduje que el maestro le había hablado bien de mí. Pasé todo el día en ascuas,
tronándome los dedos como un convicto en espera de absolución. Con un poco
de suerte y otro poco de habilidad diplomática, el trueno de Júpiter acallaría
para siempre la risa de las hienas. Pero esa misma noche, cuando volvía a casa
con Toña después de ir al cine, las noticias del radio troncharon mis ilusiones:
un incendio provocado por un cortocircuito había causado graves destrozos en
el departamento de Octavio Paz, dijo el locutor, y aunque el poeta y su esposa
estaban ilesos, las llamas habían consumido buena parte de su biblioteca.
Mientras durara la reparación de los daños, la presidencia de la República se
encargaría de brindarle un digno alojamiento al poeta. En esas circunstancias
habría sido una falta de tacto empecinarme en buscarlo. Y aunque tuviera esa
cara dura, ¿cómo localizarlo ahora, si había perdido sus señas? El hado maléfico
que había movido la mano de mi hija seguía actuando desde las sombras. No
tenía más remedio que resignarme a la deshonra pública por tiempo indefinido
y aguantar las bofetadas como un payaso impotente.
Antes de obtener el reconocimiento de Paz, cuando era un don nadie con
la dignidad intacta, había pedido una de las becas para jóvenes poetas que
otorga el Instituto Estatal de Cultura. Una semana después de haber escuchado
la noticia del incendio, la lista de ganadores salió publicada en todos los diarios
de Torreón. Yo no figuraba en ella, por supuesto. Era un insulto previsible, y sin
embargo me sentí como un héroe de guerra despojado de sus galones por una
corte marcial inicua. Para empezar, ninguno de los jurados del instituto tenía en
su currículo un logro como el mío. En todo caso, era yo quien debía calificarlos
a ellos. ¿Cómo se atrevían a poner en duda mi calidad literaria, avalada nada
menos que por un premio Nobel? Pero claro, a los ojos del mundo yo era un vil
estafador, un arribista de la peor calaña. Después de padecer tantas
humillaciones, ni un santo hubiera logrado mantener la ecuanimidad. Huraño,
susceptible, predispuesto al odio, impartía clases con un ánimo belicoso que se
revertía en mi contra. Imponer la disciplina en clase me costaba cada vez más
trabajo, y por recurrir en exceso a los castigos severos, los alumnos me estaban
perdiendo el respeto. No ponga tantos reportes, me regañaba el padre Dávalos,
tiene que imponer su autoridad sin recurrir todo el tiempo a las medidas
represivas. Tenía razón, pero después de mi rápido ascenso y mi estrepitosa
caída, no podía volver a ser el profesor alivianado de antaño, porque ahora me
sentía un príncipe reducido a la servidumbre.
No sólo le cobré ojeriza a los niños del instituto, sino a mi pequeña
pintora de brocha gorda. Es doloroso admitirlo, pero las cabriolas, las
carantoñas y los dislates verbales de Natalia dejaron de hacerme gracia.
Respondía con frialdad a sus arrumacos, el día de su festival de danza
hawaiana preferí quedarme a ver el futbol en casa, olvidé poner dinero bajo su
almohada cuando se le cayó un diente, y Toña tuvo que decirle que el ratón
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estaba de viaje. No era tan ciego ni tan idiota para creer que una niña de tres
años tuviera la maligna intención de arruinar mi carrera literaria. Más culpa
tenía yo por haber dejado la carta a su merced. Pero mi negligencia no era un
hecho aislado: era el último eslabón de una larga cadena de errores que había
empezado a cometer mucho tiempo atrás, desde que me casé con Toña a los 24
años, sin estar preparado para el matrimonio. Qué caro estaba pagando mi
debilidad de carácter. Me había propuesto no tener hijos hasta después de los
30, pero Toña olvidó tomar los anticonceptivos y en vez de exigirle con firmeza
el aborto, caí en su burdo chantaje sentimental. No quise envenenar nuestra
relación con reproches, pero he sospechado siempre que su aparente error con
las píldoras fue un acto premeditado. Desde el incidente de la carta, mi rencor
había elevado esa sospecha al rango de certidumbre. Molesta por mi
alejamiento de la niña, Toña me acusaba de ser un padre irresponsable, un
egoísta desalmado que sólo pensaba en su maldita reputación. Soy un poeta, no
una niñera, le reviraba yo con mala leche y me largaba de la casa dando un
portazo. Por las noches ella se desquitaba haciéndome huelgas de piernas
cerradas que podían durar más de una semana. El semen retenido me atizaba la
misoginia: si desde el noviazgo supe que Toña era una provinciana estrecha de
miras, pensaba, ¿por qué diablos me había casado con ella? Enamorada de la
normalidad, es decir, de la mediocridad, se había apresurado a formar una
linda familia de novela rosa, valiéndole madres mi vocación, cuando lo que yo
necesitaba era libertad para crear. A la edad en que otros poetas viajan por el
mundo, aprenden idiomas, aman sin ataduras a mujeres refinadas de espíritu
iconoclasta, yo era un paterfamilias obligado a checar tarjeta en un puto colegio
lasallista. La poesía no era sólo un género literario, era un ideal de vida al que
yo había dado la espalda. Tal vez por eso, el destino me negaba las
recompensas que mi talento merecía. En un hogar anodino de clase media, con
un sofá lleno de lamparones y una mujer vulgar cocinando en chancletas, la
carta de Paz era como una perla en un muladar.
No había cejado en mi empeño de localizar al maestro, claro está. Sabía
por la prensa que el gobierno le había dado asilo en una casa colonial de
Coyoacán, pero los periodistas ya no tenían acceso a su nuevo número
telefónico. Al parecer, tras el ruido mediático provocado por el incendio, don
Octavio quería escapar de los reflectores. Cuando conseguí su nueva dirección,
tres meses después del percance, intenté reanudar nuestra correspondencia con
una respetuosa carta donde le exponía mis dificultades económicas para
dedicarme a la escritura y le solicitaba una nueva recomendación con el fin de
obtener becas dentro o fuera del país. Omití mencionar lo sucedido con su carta
anterior, para no entrar en chismes de vecindario. Soy agnóstico, pero como dijo
Paz, creo que allá arriba "alguien me deletrea", y al depositar la carta en el
correo imploré el auxilio de la virgen de Guadalupe. Fueron pasando las
semanas, todas las tardes al regresar de la escuela hurgaba con ansiedad el
buzón, y sólo encontraba el repugnante correo comercial de siempre. ¿Se habría
olvidado de mí? ¿No tenía tiempo de revisar el correo o su mamona secretaria
había traspapelado mi carta? Comenzaba a sentir un amargo despecho de hijo
relegado, cuando los periódicos anunciaron que don Octavio estaba enfermo de
cáncer y había sido internado en un hospital, donde recibiría un tratamiento de
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Conmocionado por la noticia, pero más aún, por la cadena de sucesos trágicos
que trazaban un paralelismo entre su vida y la mía, quise delinear la
convergencia de nuestros destinos en un poema titulado "Lenguas de fuego",
donde la materia incombustible del verbo, nuestro empeño compartido de
perfeccionar el idioma, triunfarían sobre la erosión del tiempo y la mezquindad
humana. Pero sólo atiné a pergeñar un engendro ripioso, tal vez porque la
necesidad de recuperar mi prestigio me obsesionaba hasta la impotencia. El
nervio motor de la creación literaria necesita estar libre de coacciones y yo había
atrofiado el mío al imponerle una obligación contraria a su naturaleza. Durante
la enfermedad de Paz también yo agonicé, mirando crecer indefenso los
tumores de mi orgullo martirizado. Cambié la lectura por el tequila, las
iluminaciones por las crudas, me hinché como un cerdo por falta de ejercicio,
entraba a las funciones de cine menos concurridas para evitar encuentros
desagradables con mis ex amigos, y no podía seguir el hilo de las tramas,
porque mi dolor de campeón sin corona ulceraba la cinta de celuloide. Cuando
todos a tu alrededor te tratan como un apestado, empiezas a creer que de veras
hiedes. Seguía haciendo lo que los cursis llaman "vida de hogar", pero en
calidad de fantasma, como si representara una pantomima. Como mi esterilidad
poética se había vuelto crónica, ya no contaba siquiera con el alivio de una
escapatoria creativa. La noche del grito de independencia por poco me arrolla
una camioneta de redilas al salir borracho de un tugurio. Sólo me alcanzó a dar
un empellón, pero eso bastó para provocar una tragedia doméstica. Alarmada
por mi deterioro físico y emocional, Toña me recomendó acudir a un
psicoanalista. Me negué furioso, porque no necesitaba tenderme en un diván
para encontrar el motivo profundo de mi derrumbe. Me habían robado la
honra, el don de la palabra, el cariño de mis amigos. ¿Qué esperaba de mí la
muy idiota? ¿Una sonrisa de oreja a oreja?
acción que pasaron en la tele del autobús me aplacaron los nervios y logré
dormir cinco horas de corrido durante el trayecto nocturno.
Llegué al Distrito Federal al amanecer, en las horas negras de la
inversión térmica, cuando los edificios más altos de la ciudad tenían en los
hombros una estola de hollín. Me froté las manos de frío, y entré a tomar café
en un Sanborns, donde me di una peinada. Según mi recorte de prensa, el acto
inaugural comenzaría a la 1 de la tarde, en la casa habilitada como residencia
temporal del poeta. Para hacer tiempo me fui a recorrer librerías de viejo por las
calles del centro, intentando en vano aligerar la tensión de la espera, pues temía
que a la hora de la verdad me faltaran huevos para acercarme a Paz. Cualquiera
hubiera creído que en vez de querer pedirle un favor estaba planeando un
atentado. Después de comer flautas de barbacoa en una fonda de la plaza Santa
Veracruz, entré un rato a ver las antigüedades coloniales del museo Franz
Mayer. En el baño de la cafetería me cambié la camisa sudada y a la salida cogí
el metro en la estación Hidalgo, con dirección al barrio de Coyoacán. Cuando
me bajé en Miguel Ángel de Quevedo, la tensión nerviosa y el calor del vagón
ya me habían bañado de nuevo en sudor. No tardé en llegar a la señorial calle
Francisco Sosa, ni tuve dificultad para encontrar la residencia, porque había dos
camionetas de Televisa estacionadas en el empedrado y un pequeño tumulto en
el portón. Al acercarme descubrí con horror que la gente llevaba invitaciones y
una edecán escoltada por un militar del estado mayor presidencial controlaba el
acceso a la ceremonia. Para colmo, la mayoría de los invitados eran gente de
alta sociedad, intelectuales distinguidos con sacos de tweed, mujeres de talle
esbelto y cuello de garza que parecían sacadas de una revista de modas. ¿Cómo
entrar de colado si mi apariencia de naco me traicionaba? Pasaron
angustiosamente los minutos, los carrazos se detenían frente a la puerta,
bajaban empresarios con sus refulgentes esposas y yo en la banqueta paralizado
de miedo, entre una jauría de guaruras torvos. Estaba a punto de renunciar a mi
empeño, cuando descubrí a mi amigo Nuño Saldívar, el reportero de La Jornada,
abriéndose camino hacia la puerta en compañía de un fotógrafo. Corrí a
buscarlo y le expliqué mi problema.
—No te preocupes, carnal —me tranquilizó—. Yo le digo al de la entrada
que vienes conmigo.
Pese a la intervención de Nuño, el cancerbero del Estado Mayor examinó
con lupa mi credencial para votar y sólo me dejó pasar a regañadientes, cuando
mi amigo amenazó con llamar por teléfono a la directora del periódico. El patio
de la casona colonial ya estaba abarrotado, y aunque Nuño y el fotógrafo se
colaron hasta las primeras filas, reservadas a los periodistas, por falta de gafete
yo me tuve que quedar parado en gayola, detrás de unos macetones que me
obstruían la visibilidad. Desde ahí observé, o mejor dicho, escuché la
ceremonia, porque entre los hombros de los camarógrafos y las ramas de un
naranjo apenas veía a lo lejos la mesa de honor, donde Paz, al centro, con una
barba blanca de patriarca bíblico, escuchaba las palabras del presidente Zedillo
con una expresión ausente y lejana, como si oyera piar a los pájaros desde el
país de las nieves eternas. Al parecer los honores mundanos habían empezado a
pesarle, o quizá estuviera medio aletargado por el efecto de los fármacos.
Cuando Zedillo declaró inaugurada la fundación cultural, tomó la palabra
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—¿Te crees muy gallito? —me cogió por la solapa—. ¡Lárgate de aquí,
pendejo! —y de un tremendo empellón me tiró de bruces en un arriate.
Rengueando como un mendigo, el labio sangrante y los huevos
machacados, caminé hasta una cervecería de la plaza Santa Catarina. Para
acabarla de joder, la cerveza estaba tibia. Me la bebí con serenidad, a sorbos
lentos, invadido por una dulce resignación. Debía agradecerle a ese sardo que
me hubiera impedido llegar al templete, pensé, donde sólo habría hecho el
ridículo. Jamás tendría un lugar en el gran mundo de las letras. Mi destino era
ser un maestrito de pueblo aficionado a la poesía, no un poeta laureado y
reconocido. La ventaja de capitular ante la adversidad es que te permite hacer
borrón y cuenta nueva, recomenzar tu vida a partir de cero. Sosegado por la
derrota, esa misma tarde volví a Torreón con una urgente necesidad de afecto.
Y aunque suene cursi debo admitir que al entrar a casa, cuando mi hija Natalia
se me colgó del cuello, eufórica por el estreno de su nueva falda de hawiana, le
pedí perdón entre sollozos, como un apóstata arrepentrido de haber negado la
luz. Toña me besó con ardor, el pecho agitado por una intensa emoción.
—Mira lo que llegó —dijo, y me tendió un sobre.
Con un pie en la tumba Paz me había respondido. Su carta de
recomendación era escueta, de apenas cinco líneas, pero dejaba muy en claro
que conocía mi obra y creía en mi talento. Toña me pidió que la leyera en voz
alta. Más que leer, declamé cada palabra como si rezara el Credo.
—Hay que mandarla a todos los periódicos —exclamó Toña en son de
triunfo—, para callarle el hocico a esos hijos de puta.
Entreví por un momento la posibilidad de pisotear a las sabandijas del
parnaso local con una venganza demoledora. Los jueces que me negaron la beca
para jóvenes poetas ahora tendrían que tragarse sus palabras. ¿No que no,
culeros? Casi podía saborear sus comedidas disculpas. De rodillas, cabrones,
hagan fila para lamerme la suela de los zapatos. Reparado mi honor, me
colocaría de golpe en la cima del mundillo literario de la provincia y cuando
viniera el cambio de sexenio, nadie tendría más merecimientos que yo para
dirigir el Instituto Estatal de Cultura. Por si fuera poco, la palabra del Sumo
Pontífice me investiría de autoridad para ungir a otros poetas. A partir de
ahora, cualquier literato de la región con deseos de ser alguien tendría que tocar
a mi puerta. Y con cada favor hecho a los demás, mi poder cultural iría
creciendo como la espuma. Honores, premios, cargos públicos bien pagados,
estatuas de bronce, homenajes, calles con mi nombre: toda una vida ordeñando
el prestigio que Paz me transmitía por cédula regia.
—No te quedes ahí parado —me apuró Toña—. Vamos corriendo a
sacarle copias.
Guardé un largo silencio porque al vislumbrar ese irresistible ascenso,
me invadió una sensación de vértigo con espasmos de náusea. No podía recaer
impunemente en la vanagloria. Si daba otro paso en falso, ponía en riesgo mi
mayor tesoro: la satisfacción íntima de haber merecido un elogio de Paz. La
poesía era un reino espiritual, no una corte con reyes y chambelanes. Darle un
mal uso a esa carta equivalía a escupir en un cáliz, a ponerme del lado de
Enrique Dueñas, a reverenciar el argumento de autoridad y someterme a un
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orden jerárquico repugnante, el orden del Estado Mayor Presidencial, que había
querido expulsarme de un templo sitiado.
—No, mi amor, no vamos a ningún periódico.
—¿Estás loco? ¿No quieres poner en su lugar a esa gente?
—No mi amor, ya se me quitó la rabia.
—¿Te vas a quedar cruzado de brazos?
—Ya no quiero pleitos de lavadero.
—Pues allá tú, pero la verdad no te entiendo.
—Prométeme una cosa, mi vida —tomé a mi esposa de los hombros—.
Quiero que esta carta sea un secreto entre los dos. Ni una palabra a nadie, ¿de
acuerdo?
Dos noches después, cuando apenas había colocado la cabeza en la
almohada, una rompiente de olas me anunció la germinación del silencio.
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Zacatecas. Don Juan Manuel sabía que doña Mariana no podía estar muchas
horas sin hombre...
—Mejora la trama...
—Sobornó entonces a las autoridades, para que le permitieran visitas
conyugales, que desde luego no eran toleradas en esos tiempos. Pero sólo le
concedieron una vez por semana, y doña Mariana era mujer de programa triple
todos los días...
—Tres sin sacar —intervino misteriosa y embozadamente Gil Gamés.
—Además se notaba tan sosegada en sus parcas y rápidas visitas
semanales que a don Juan Manuel empezaron a rondarlo unos celos feroces.
Alguien andaba tranquilizando a su esposa. Sospechaba sobre todo de las
mismas autoridades que lo tenían en la cárcel, especialmente del Alcalde del
Crimen...
—Ya, al grano —exigió Godínez, esgrimiendo su cuba como un revólver.
—No era tan fácil —explicó el reportero de policiales—: las versiones
variaban. Había quien afirmaba que don Juan Manuel sobornó al carcelero para
que lo dejara salir, como murciélago en la oscuridad nocturna, a espiar el balcón
de su propia casa. Pero no sonaba lógico: lo mismo habría podido pagarle al
cancerbero para que le permitiera cumplir por triplicado con su esposa todas las
noches...
Según otros autores le había vendido su alma al diablo, a cambio de
escaparse a medianoche y espiar su balcón desde el zaguán de enfrente.
Aunque la objeción sería la misma: igual pudo habérsela vendido para disfrutar
cómoda y triplemente a doña Mariana, y hasta cenar a gusto en casa, evitándose
los fríos callejeros...
—Total —resumía el reportero de policiales—: don Juan Manuel pintaba
con carbón una especie de puerta en el muro de su celda, la abría con una llave
que también dibujaba, y ya estaba afuera.
—No mames: eso es La mulata de Córdoba. ¡La acabo de ver en la tele! —
gritó El Chiquilín Martínez, con una vocecita aflautada desde la exornada y
módica cumbre de su roperote huesudo.
—La mulata pintaba un barco...
—O Bugs Bunny —intervino, muy camp, Andueza, olvidándose por un
momento de su exclusividad semanal con los autores sudafricanos.
—Al grano, maestro —apremió Godínez expeliendo la cavernosa voz de
Marlon Brando en El Padrino.
Había pasado lo de siempre, señaló el reportero de policiales con
desprecio profesional ante la nota roja de cada día: don Juan Manuel llegó a su
calle, miró su balcón y descubrió las sombras de doña Mariana y un galán,
agasajándose.
—¡Y se equivocó de ventana, y nos estás hablando de un rocanrol de
Johnny Laboriel!: "¡Oh qué confusión, el número equivoquéeee. Siluetas,
siluetas, siluetas soooon!" —cantó el aborrecido crítico Andueza, ya sin idea (en
caso de haberla tenido alguna vez) de dónde quedaba Sudáfrica.
—No se equivocó de ventana. Esperó a que saliera el galán y lo apuñaló.
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FERNANDO IWASAKI
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En una librería de viejo de Montevideo que saldaba los retales de la biblioteca de Xavier
Abril de Vivero, adquirí un baúl desportillado donde sesteaban postales antiguas,
retratos dedicados, servilletas manuscritas y todos esos cachivaches inverosímiles que
atesoran los náufragos y los desterrados. Allí encontré los cuadernos de Froilán
Miranda —peruano peregrino, escritor apócrifo y viceversa— quien apuró una vida
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borrascosa y galante. Las prosas que siguen las he espigado de aquellos diarios, como
austero desagravio a su memoria.
caballos chilenos". Con grandes aspavientos nos indicó que el joven José Carlos
nos invitaba una cachimba, y que si había trompeadera tendría que echarnos a
la calle.
A través de una humareda que podía cortarse en gruesas rodajas
reconocí al sobrino del preparador Foción Mariátegui, carcomido por la polio y
sonriendo con gesto preocupado. A su izquierda y envuelto en una capa,
Federico More intentaba en vano pasar desapercibido. Y a la derecha,
sosteniendo la quebradiza humanidad de José Carlos estaba Félix del Valle, con
la misma expresión demudada que le conocí en casa de don Nicolás de Piérola.
Yo tendría dieciséis años y todavía recuerdo los cañones incrustados en
los adoquines de la calle del Milagro, aquel recibidor de combate con jarrones
macizos de perdigones y ese bocio cruel que la coquetería del caudillo cubría
con una barba que le nevaba el pecho como una servilleta de encaje. Ahí estuvo
Félix del Valle, como un montonero más, jurando que escribiría un libro que
preservaría la gloria de don Nicolás. Pero tres años después todavía no había
cumplido su palabra, tal vez para no malquistarse con sus nuevos amigos del
Palais Concert.
—¡El autor del artículo es More! —trompeteaba la voz aflautada de
Valdelomar—. ¡Y no acepto pleitos ajenos!
—¡Tú eres el inductor, miserable! —gritaba más fuerte De la Jara, que
también había sido insultado en Colónida—. ¿Por qué no firmas lo que dictas,
cobarde? ¡Reconoce que te revienta el ninguneo de los García Calderón!,
¡reconoce que fuiste un mantenido de Riva Agüero en Roma!, ¡reconoce que a
José Gálvez no le llegas ni a los botines!
—¡No reconozco y no reconozco! —gemía Valdelomar—. Los García
Calderón me importan un pepino, contra Joselito no tengo nada y la poesía de
Gálvez es Villaespesa pasado por Amarilis.
A la voz de Luis Fernán erizamos nuestros bastones y se armó una
pelotera que no distinguió ni ricos de pobres ni negros de blancos ni modorros
de ilustrados, porque en los yinquenes limeños todos alucinábamos que éramos
iguales. Cuando los serenos llegaron con la policía, yo ya me había descolgado
por una ventana y corría por la calle del Huevo hacia Malambito, barruntando
golpes y molido a versos.
Las pupilas de Etelvina "La Camaneja" prometían un cuerpo a cuerpo
diferente, adobado con música y banquete criollo. No existía "casa de
tolerancia" de mejor categoría en Lima, y en el jardín trasero —bajo las parras y
los pacaes— se desperezaban jacarandosas Filiberta, Sara, Rosa y Adriana.
—¿Y Berta? —le pregunté a "La Camaneja".
—Atendiendo a dos señores —respondió Etelvina—, pero la Sara está
limpiecita y también pregunta por usted, joven.
Berta era francesa y sofisticada; mas Sara era rubia y de una belleza
turbia como su propia historia. Un chirlo le surcaba el rostro y una araña
tatuada anidaba entre sus pechos blanquísimos como dos palomas. Estuvimos
juntos hasta que el bordoneo de las guitarras nos indicó que comenzaba la
jarana. Una voz mineral desgranaba en el patio la copla de una resbalosa:
Punteaba las cuerdas un faite lampiño y aniñado que se entendía con una dama
de la calle Boza mientras el marido visitaba sus minas en Cerro de Pasco. Las
educandas de "La Camaneja" le llamaban "Karamanduca", en razón de cierta
alhaja de su cuerpo que era pequeña pero crujiente. Entre los jaranistas llegué a
saludar al mayor Augusto Paz, a Luis Aurelio Loaiza y al salitrero don Casto
Bermúdez, quien no se quitaba la levita ni para emborricar. En un rellano y
muy entretenidos, Félix del Valle y José Carlos seguían magreando a la
francesita.
Valle parecía poseído por un demonio artístico y sensual que nada tenía
que ver con las refinadas quimeras parisinas de sus correligionarios. Su reino
estaba junto a esas musas chuscas y sucias; y en medio de aquellas orgías
vulgares irradiaba una dignidad que hacía más ridícula la lujuria y la ebriedad
de cuantos le rodeaban. Sólo el viejo Escobar, negro antiguo y que había
sobrevivido a la metralla de un pelotón de fusilamiento chileno en la Huerta
Perdida, competía en majestad con Valle y le ofrecía pisco en su propio vaso. Ni
Verlaine ni Baudelaire habrían resistido los insomnios líricos que irisaban su
mirada.
Cuando la profana liturgia de la juerga derrotó en la comunión de las
sobras, el mayor Augusto Paz enderezó su bamboleante corpulencia hacia aquel
descansillo donde José Carlos madrigalizaba a las desmadejadas fulanas. Paz
era un veterano de la campaña de la Breña y todavía le perforaban el cuerpo las
medallas del plomo enemigo, gangrenándole el alma y las entrañas. Como a
tantos que después de ganar una batalla terminaron perdiendo la guerra. Como
a tantos a quienes Cáceres colmó de unos honores que fueron arrebatados tras
la revolución de Piérola. Cuando llegó al escalón donde Valle se acurrucaba le
escupió todo ese rencor supurado: "Pierolista de mierda, ¡levántate si eres
hombre!".
—Usted me confunde, señor... —tartamudeó Valle sobrecogido—. Soy
ácrata, librepensador, anarquista... ¡Nunca he sido del partido de la Perinola!
Entonces aquel héroe borracho y deshonrado blasfemó una obscenidad
mientras desenvainaba su sable, y Valle habría sido tronchado en dos pedazos
de no ser por "Karamanduca", quien de una trompada derribó al mayor Paz. La
pelea entre el faite y el soldado me anegó de una repugnancia triste y dolorosa,
pero la cobardía de Valle y su vergonzante fuga me desolaron del todo. La voz
nasal y melancólica de José Carlos me llegó afelpada como una confidencia:
"Froilán, si Vallecito fuera pierolista yo sería civilista".
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—¿Qué canta ese hombre que no le entiendo? —me preguntó Cocolucho con las
carnes temblorosas como flanes.
—Yo tampoco le entiendo muy bien —respondí—. Pero es como la pena
negra de Lorca. Son los sonidos negros de Andalucía. La voz doliente del sur,
encharcada de sangre...
Mientras el público aplaudía y se enjugaba unas lágrimas, dos
individuos agitanados se aproximaron a nuestra mesa para exigir que "o se
callaban las gachises o a la puta calle". Al parecer, la Vicky y la Chivi habían
estado hablando durante el cante, y los flamencos más contumaces deseaban
vengar semejante sacrilegio. Poco a poco se fue formando un tumulto: la Chivi
quería saber qué era una gachí, Fito aseguraba que en su país nunca le echarían
unos gallegos y la Vicky insultaba a la flamenquería en una curiosa mezcla de
lunfardo y francés. A medida que subía el tono de las invectivas, Cocolucho se
aferraba más fuerte a mi brazo y los gitanos parecían más fieros. En eso uno de
ellos empujó a Valle y lo retó a pelear a navajazo limpio.
—Déjelo, Félix —intercedí, tal vez porque sabía que me haría caso.
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GERARDO SIFUENTES
Miki nos odia porque sacrificó a su propio hijo para asegurar la salvación de los
hombres. Me refiero a Miki, el cantante conocido como "El Emperador" de la
música pop y del mundo entero. En los tiempos difíciles Miki tuvo muchos
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enemigos, pero éstos se tragaron sus palabras cuando los chinos ganaron la
guerra.
Miki nos odia, pero no por meternos en su vida privada o criticar sus
excentricidades; toda celebridad está expuesta a ello después de todo. Nos odia
porque nos atrevimos a juzgarlo, y un enviado divino no puede ser juzgado por
las leyes humanas. Su talento se reflejó desde que era niño, y la gente supo que
llegaría muy lejos. El Ministerio de Información también lo sabía, por eso desde
su primer hit estuvo monitoreado.
"Mis mascotas me ayudan a limpiar la casa", dijo una vez refiriéndose a
los cinco chimpancés que le hacían compañía en su fastuosa mansión ubicada
en el rancho llamado Neverland. Miki era tan conocido en el mundo que podía
darse ese lujo.
Miki nos odia porque su último disco no se vendió bien. Justo cuando iba
a dejar su carrera musical por la actuación tuvo aquel momento de iluminación,
cortesía del Ministerio de Información. En el televisor, una caricatura de
dinosaurios se salió de control; los dibujos le hablaron y le dieron consejos sobre
cómo cambiar al mundo a su voluntad e imagen: una visión utópica, ingenua, y
sin embargo la clase de proyecto que sólo una persona de su talla podía llevar a
cabo. Si hubo actores y deportistas que entraban en la política, ¿quién dijo que
un cantante pop no podía convertirse en el redentor universal? En pantalla las
criaturas extintas hablaron, mientras Miki a su vez aprendía una nueva manera
de tocar el corazón de los suyos.
"Bubbles jala la cadena del baño, come en la mesa, usa los cubiertos, es
un chimpancé muy educado", dijo con orgullo. Bubbles era el nombre de su
chimpancé favorito. Nadie se atrevía a decirle algo al entonces aspirante a
gobernador del mundo. A excepción de los miembros del Ministerio de
Información, nadie sabía que Bubbles comprendía lo delicado de la situación.
Miki nos odia porque en su momento no supimos comprenderlo. Todos
hablaban de sus operaciones faciales, de la supuesta enfermedad que le
blanqueaba la piel, de sus divorcios, de su manía de dormir con niños, de lo
malas que eran sus últimas canciones y coreografías. Un artista hizo un cuadro
en el que Miki aparece desnudo, con una sábana blanca cubriéndole sus partes
nobles, rodeado de hermosos querubines. El autor de aquella obra era también
agente del Ministerio de Información.
"Bubbles sabe matemáticas y a veces habla en inglés", dijo. Para asombro
del mundo aquello resultó ser cierto. Dichas actividades no le resultaron
difíciles al simio entrenado por el Ministerio de Información, aun teniendo en
cuenta los años de diferencia en la evolución de las especies; pronto Bubbles
quiso ser tomado en serio, y pasaba las noches en vela deseando comunicarse
con Miki para advertirle que pronto todo terminaría.
Miki nos odia porque el mensaje de año nuevo que dirigió al mundo vía
satélite fue malinterpretado. Al terminar se activó la maquinaria de guerra
china. Todos en el planeta subestimaron al país en el que se construían los
juguetes y chips del planeta. Subestimaron también el poder Miki.
Miki nos odia porque le queremos robar su versión de Neverland.
"Neverland es un planeta entre Saturno y Neptuno que le compré al gobierno
norteamericano", dijo en su última entrevista pública, "ahí es donde vamos a
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parar después de muertos". Bubbles entendía la misión que Miki tenía encima, y
desobedeciendo las órdenes del Ministerio se obstinó en convencer al cantante
para que desistiera. Pero el chimpancé no contaba con el ego del artista.
Miki nos odia porque nos causaban gracia sus escándalos y
declaraciones; era divertido cada vez que los noticieros daban cuenta de él; en
los bares, centros comerciales, en las escuelas y en todos lados no parábamos de
hablar de su persona. Nuestras obsesiones se disolvieron en él sin darnos
cuenta; estaba aquí para sanear nuestra mente. Fueron pocos los que se
percataron de sus verdaderas intenciones, pero ya era demasiado tarde.
Mientras el mundo se hundía en la depresión económica y moral, el Ministerio
de Propaganda lanzó la primera ofensiva para probar la eficacia de su método.
"Bubbles soñó que un ángel tocaba mi cabeza", dijo. Y Bubbles sonreía
cada vez que Miki lo mencionaba en sus conferencias de prensa.
Miki nos odia porque perdimos nuestra capacidad de creer en milagros.
Miki resucitó a un niño y curó a otros víctimas del cáncer. Miki cayó del cielo en
una avioneta derribada por un MiG25 y resurgió intacto de entre los metales
retorcidos. El mundo que alguna vez lo había despreciado le rindió tributo. Las
ventas de discos se dispararon nuevamente, gozando de un renacimiento
impresionante. Los discos eran manufacturados cuidadosamente en la Chin
Poon Company de Beijing. Chin Poon significa águila gigante. Entonces Miki se
convirtió en el León Alado, el personaje faraónico que representaría durante su
nueva gira. Y el Ministerio de Información decidió que Asia sería la primera en
caer bajo el paso del nuevo gran conquistador.
"Bubbles escribió mi última canción", dijo. El chimpancé ayudaba a Miki
porque en secreto alimentaba la ilusión de verse convertido en hombre, aunque
le avergonzaba admitirlo delante de sus compañeros primates.
Miki nos odia, pero eso no quiere decir que no sintiera amor y pasión por
algo o por alguien. Amaba a su familia: llamaba blanket, cobija, a uno de sus
hijos; carbón, coal, a uno de sus lobos y turtle, tortuga, a su maquillista. Eso era
amor. Amaba la revolución también, estaba convencido de ella, por eso dejó la
banalidad pop y sentándose junto al piano compuso las más bellas canciones de
protesta de que se tenga memoria. La gira mundial que seguía era la definitiva.
La televisión comenzó a darle espacio al renacimiento del Emperador y todos
querían verlo; lo que los chinos hicieran o dejaran de hacer ya no importaba.
Miki nos odia como el día en que Bubbles le enseñó los dientes y se
golpeó el pecho durante una comida. Por entonces altos funcionarios del
Ministerio de Información realizaron viajes encubiertos a distintos puntos del
mundo, arreglando aquellos lugares donde el mensaje del León Alado no fuera
lo bastante claro.
"Bubbles es mi consejero, cualquier duda la consulto con él", dijo.
"Miki nos ama", decía la frase publicitaria. Las calles se vieron inundadas
con la consigna. Pronto en calcomanías y camisetas, pintas y carteles, el ojo
negro en medio de una estrella roja de cinco puntas comenzó a observarnos.
Los chinos entraban a la casa.
"Bubbles sabe lo que es mejor para mí", dijo.
Miki nos odia con la misma intensidad con la que clavó el puñal en el
pecho de su único hijo de sangre. El juicio duró tres semanas, y durante el
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dientes. Del rostro del mono sólo quedó una masa de pulpa violácea. Miki
vomitó bilis tras darse cuenta de lo que había hecho y lloró por un año entero.
El Ejército del Pueblo dispuso para Bubbles el entierro digno de un alto
funcionario del partido, donde miles de niños ondearon banderitas rojas
durante la larga y emotiva procesión. Gracias a los consejos de Bubbles el
mundo había sido liberado de su yugo.
"Perdóname Bubbles", murmura Miki.
Miki, el León Alado, nos odia desde su trono de sangre, añorando su
mejor época. No ha salido en los últimos años, se tiene prohibido tomarle fotos.
La leyenda urbana dice que recorre Neverland hablando con el fantasma de
Bubbles. Es un dios con-fundido, sin saber que su esfuerzo y entrega le han
asegurado un lugar en el imaginario colectivo y en la historia de la humanidad,
junto con el Ministerio de Información.
Seamos felices: Miki nos odia con amor revolucionario.
HACIA LO IGNOTO
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CLARA OBLIGADO
EXILIO
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Llegué a España como si fuera una turista, con ropa de verano, pero estábamos
en pleno invierno y los primeros días fueron la desolada certeza de que no
conocía a nadie. Luego apareció mucha gente que estaba en mi misma
situación, también los jerarcas de la política, de las organizaciones en las que
habíamos militado, que consiguieron sumar un punto más a mi escepticismo.
Los exilados argentinos no teníamos tanta suerte como los chilenos. Ellos eran
comunistas o socialistas, algo que aquí se entendía, en cambio muchos de
nosotros nos habíamos adherido a ese fenómeno que se llamó Perón. ¿Perón?,
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nos decían los españoles, ah, sí, gran presidente, muy buen amigo de Franco.
Así la confusión era total. O no tanto.
Una de las personas que conocí en esos días raros me propuso llevar una
radio en Tanzania. Yo hablo bien inglés, y me daba igual vivir en Madrid, en
Tanzania o en la China. Madrid era entonces una ciudad bastante aburrida, una
capital de provincia en la que te metían preso si te besabas en un parque.
Entonces acepté la propuesta, cualquier cosa antes de terminar trabajando, por
ejemplo, en una inmobiliaria.
Llegué a Madrid. Tres días más tarde dejé el hotel Mónaco y tomé un tren hacia
Barcelona para comunicar a una amiga la desaparición de su hermano. No
quise hacerlo por teléfono. Barcelona era una ciudad más abierta, había muchos
exilados. Primero llegaron los uruguayos, luego los chilenos, por fin nosotros.
La gente que conocí era mayor que yo, muchos de ellos intelectuales o escritores
y habían tejido lazos con los catalanes. Había también gente que se decía del
exilio, pero que había llegado años antes. Como si aquello les diera prestigio.
Cuando le di la noticia, mi amiga no lloró sino que me dio la espalda y se
quedó mirando largamente por la ventana. Luego me ofreció su casa. Aquí,
insistió, encontrarás algo. Ella conocía a gente importante, pero me daba igual.
Yo acababa de terminar la carrera y no estaba preocupada por mi futuro, mi
único futuro posible se concentraba en la idea de volver. Volver. Y volví a
Madrid, sin ser consciente de que estaba retornando a ninguna parte.
Sólo llevaba en la valija ropa de verano, nueve kilos de equipaje apenas, para
despistar si me revisaban en la frontera. El plan era quedarme dos o tres días en
un hotel en Uruguay y tomar luego el avión de Iberia a Madrid. La primera
noche la pasé tranquila. Me acosté temprano, apunté las cosas que podía hacer
en cuanto llegara a España, luego me dormí. La segunda noche, en cambio,
estaba muy nerviosa, así que bajé al bar del hotel. Soy casi abstemia, pero la
ocasión pedía a gritos una copa así que, a eso de las doce, estaba bastante
alegre. Pusieron música y un hombre joven, más o menos de mi edad, me sacó a
bailar. Por qué no, me dije, no me va a pasar nada peor de lo que me está
pasando, y me dejé abrazar por él. A eso de las dos estábamos juntos en la
cama. Yo no sé si fue la mezcla del miedo con el placer, pero nunca practiqué el
sexo con tal vehemencia. A mi amigo también le pasó algo así, porque a la
mañana me propuso que siguiera con él de viaje. También se estaba escapando
de lo que pasaba en Argentina, me dijo, pero prefería perderse por el
continente. Pensé que tenía razón, así que le dije a mi padre y a mi hermana que
había decidido cambiar de planes. Ellos se pusieron furiosos, y con razón,
porque semejante lío para salirme con esto, con el pasaje comprado, pero a mí el
deseo y el miedo no me dejan pensar, así que agarré mi valija con la ropa de
verano y me subí a un ómnibus que nos llevó a Brasil. Aunque menos que
Buenos Aires, Brasil y Uruguay eran, entonces, países peligrosos. Hubo un plan
entre los militares de los países vecinos que se llamó el Plan Cóndor y que
consistía en ayudarse a atrapar o a asesinar lo que ellos llamaban subversivos.
Así que en Brasil no estaba tranquila, y Alejandro —él se llamaba Alejandro—
tampoco, porque en esos años y en esos países ser joven y de izquierda podía
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Cuando uno llega a un país en el que no conoce a nadie su vida puede cambiar
según doble una esquina. Llegué a Madrid un 5 de diciembre y hacía mucho
frío. Los árboles estaban iluminados con unas lucecitas tímidas que preparaban
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piba, no sos más que una boluda, pero tené cuidado, la próxima vez no la
contás—.
Mi hermana salió del país y pidió asilo en Suecia. Se llevó a sus hijos, que
eran todavía bastante pequeños, y que hoy casi no hablan castellano. Me enteré
en Madrid de todo lo que había pasado, pero no podía regresar. En cuanto a ir a
Suecia para reunirme con ellos, ni se me pasó por la cabeza. Los que llegamos a
España nos habituamos a ser tratados con indiferencia en un país en el que no
había ni siquiera refugio político, aceptamos nuestro precario destino y nos
buscamos la vida.
Cuando voy a verlos, mis sobrinos me miran como si fuese parte de un
pasado remotísimo, una curiosidad de la que habla su madre. El varón es mi
ahijado, pero pareciera que casi no me conoce; yo lo siento, porque no tengo
hijos, y me hubiese encantado que estudiara literatura. Mi hermana recibió
apoyo del gobierno sueco, le dieron casa, trabajo y escuela para los niños, pero
nunca se acostumbró.
Volví a encontrarme con Jorge muchos años más tarde en la zona de pasajeros
en tránsito de un aeropuerto.
—¿Dónde te habías metido? —me preguntó—. Te busqué durante
mucho tiempo. Ah, cuánto tiempo ha pasado. ¿A qué te dedicas?
—Dejé la política —le dije—. Soy escritora —le dije también.
Me miró con un poco de asombro:
—Ah, escritora. Yo me dedico a los negocios...
No había cambiado mucho. La gente alta y delgada se mantiene bien, y
además él tenía esa piel morena que no pierde viveza con los años. Ya no
llevaba el anillo con la piedra roja sino una alianza, vestía con sobriedad. Vio
que miraba su mano y se puso un poco nervioso.
—No me casé —le dije, y escruté su rostro. Él me sostuvo la mirada y
debió de interpretar mi frase como un reproche. Con ese narcisismo en fase de
reconstrucción propio de los que han sido abandonados, probablemente
imaginara que nadie me había hecho tan feliz como él. De pronto me empujó
tras una columna y me besó. No quise sacarlo de su error, en realidad le debía
una reparación, lo había dejado en Londres solo y él, en cambio, me había
acompañado en tiempos muy difíciles.
—Nunca te pude olvidar —le dije. Y subrayé—: nunca. —Luego pensé
que con esa mentira mi deuda estaba saldada.
Jorge volvió a besarme y luego se alejó hacia una mujer alta y rubia, con
cara simpática, probablemente inglesa.
Pude regresar a Buenos Aires seis años más tarde, cuando los militares estaban
a punto de caer pero, como me había casado con un español que conocí en el
periódico y tenemos una hija, era imposible fijar nuestra residencia aquí. Me
fueron a buscar al aeropuerto mi padre y mi hermana. Sus hijos han crecido
mucho, en particular el varón, que es mi ahijado. Cuando estoy con él repite
que cuando sea grande va a ser escritor. Me alegro, le dije, porque te vas a
convertir en lo que yo deseaba, en lo que nunca llegué a ser.
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Desde aquel primer viaje vuelvo todos los inviernos. Me gusta Madrid,
tengo amigos y me siento incorporada. Aunque no puedo resolver de dónde
soy, a estas alturas, me digo, no tiene importancia.
Alejandro está afincado en México y me escribo con él. Hemos llegado a
ser buenos amigos y, en algún sentido, él es el único que me entiende. "Añoro
nuestra vida en Brasil", repite, "esos años, los añoro a pesar de los peligros". Y
luego dice: "el exilio no se termina nunca. Nunca. Ni siquiera si se regresa al
país. Siempre tengo la sensación de estar encerrado fuera".
Ambos fantaseamos con volver algún día a Buenos Aires, con
encontrarnos, con vivir todas esas vidas que no fueron posibles. Luego
recordamos que nunca estuvimos juntos en esta ciudad. Por fin llega un
momento en el que dejamos de imaginar y nos quedamos serios.
En realidad, me digo, le digo, somos de cualquier lugar del mundo. O de
ninguno.
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IGNACIO SOLARES
LA INSTRUCCIÓN
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AEROPUERTOS
{viajes/encuentros y desencuentros}
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EL REHÉN
Lo oía llorar por lo menos una vez a la semana. Como en un ritual primitivo, la
ceremonia de su llanto solía dar inicio con un grito: un estertor femenino que se
abría paso con suma lentitud desde un lugar oscuro y cerrado. Pensaba, en esos
momentos, en una cueva. Pensaba en los esqueletos cubiertos de musgo que se
ocultaban, con toda seguridad, bajo un puñado de hojas muertas y podridas.
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Tenía un cuarto amplio, donde cabían dos camas gemelas y un escritorio y una
tienda de campaña. Había una ventana que abría con frecuencia para ver las
estrellas o para dejar salir a las palomillas nocturnas que a veces se colaban en
la casa entre los pliegues de la ropa seca. Había, entre las almohadas de tamaño
normal, una redonda, de color amarillo, con una gran línea curva en forma de
sonrisa, que no era en realidad una almohada sino una bolsa donde se
guardaban las pijamas. Había una radio que encendía de noche,
invariablemente. El croar de las ranas, le describía eso.
—¿Hay una rana en tu cuarto? —me preguntaba con asombro mientras
se sonaba la nariz.
—¡Cómo crees! —le contestaba, irónica, olvidándome por un momento
que debía hablar en voz muy baja.
En una feria, alguna vez, una vidente me había anunciado muchas lágrimas.
Lágrimas masculinas. Había dicho: tu vida está llena de lágrimas que no son de
mujer. Recordé eso frente al hombre del aeropuerto. Lo recordé cuando me
senté a su lado y le ofrecí en silencio el vaso de agua que no recordaba haber
encontrado pero que llevaba, de manera inexplicable, entre las manos.
El hombre del aeropuerto se volvió a verme con gran dificultad. Dijo:
—No te preocupes. Ni siquiera sé si quiero agua —yo encogí los
hombros y volví a sacar el libro de mi equipaje de mano, disponiéndome a
hojear sus páginas a sabiendas de que no sería capaz de leerlas. Vi las
manecillas en mi reloj de pulsera: las 2:30 de la mañana. Moví las rodillas de
arriba abajo a gran velocidad hasta que me di cuenta de lo que hacía. Entonces
me detuve. Me mordí las uñas con mucho cuidado y, cuando terminé, limé los
bordes maltrechos una y otra vez contra la tela del pantalón de mezclilla.
Cuando ya no pude más pensé en esa casa. Era, sin duda alguna, una
construcción extraña. De fuera parecía normal: un jardín de buenas
dimensiones, al que coronaba un ciprés de muchos años, antecedía la aparición
del porche. Y en el porche estaba la banca de hierro y las macetas de colores que
embonaban perfectamente con el vecindario de avenidas amplias y
construcciones sólidas. Esa impresión cambiaba cuando se abría la puerta de
entrada. Detrás de ella, imperial y sinuoso, daba inicio el pasillo. Para alguien
pequeño, sin embargo, aquello no podía ser un pasillo sino un túnel: algo
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estrecho y largo que parecía no terminar nunca y que ocasionaba, por lo mismo,
zozobra. En aquel entonces no conocía la palabra pero sí la sensación. El pasillo
era también un eje a cuyos costados se abrían o cerraban puertas: hacia la
izquierda, la del comedor; hacia la derecha, la de la sala. Sobre el lado izquierdo
y de manera consecutiva: la cocina; luego, un patio interior. Luego mi recámara.
El baño. Sobre el lado derecho y de manera consecutiva: otra recámara, otro
baño. Al final de todo se encontraba el último cuarto: una habitación húmeda,
de grandes mosaicos cuadrados de color gris, que sólo tenía una pequeña
ventana a la que le habían puesto un vidrio blancuzco que dejaba pasar algo de
luz pero no permitía ver del otro lado. La ventana, además, no se abría. No, al
menos, en un sentido estricto. Yo empujaba la parte inferior y entonces se hacía
una pequeña apertura triangular, un ángulo de 45 grados o menos, por donde
iba y venía el vaso de agua. Iban y venían las palabras. El llanto.
—Mi infancia —murmuré de la nada, sin aviso alguno, sorprendiéndome
sobre todo a mí misma—. Mi infancia estuvo marcada por unos corazones que
aparecían sobre el pavimento, justo frente a la puerta del jardín de mi casa.
El hombre sacó un pañuelo de su bolsillo izquierdo y, después de
sonarse la nariz, se volvió a verme una vez más. Parecía haberse dado cuenta
apenas de que alguien a su lado había pronunciado un puñado de palabras.
Parecía que el haber entendido esas palabras lo llenaba de un gusto eufórico y
extraño.
—Debió haber sido halagador —dijo, abriendo la posibilidad de la
conversación.
Le contesté que no.
—Era vergonzoso en realidad —el libro abierto sobre mi regazo, la
mirada sobre el ventanal—. Todo eso lo era. Los corazones de tiza. Mi nombre.
El nombre de un desconocido. La flecha entre los dos. Las gotas de sangre o de
qué supurando por una de sus orillas hasta caer al suelo.
El hombre sacó una libreta del bolsillo derecho de su saco.
Luego, sacó una pluma del bolsillo interior del mismo e, inclinado sobre
su propio regazo, con el trazo titubeante, dibujó algo en una de las hojas
cuadriculadas.
—¿Así? —preguntó, mostrándome un corazón dentro del cual se
encerraban dos nombres inverosímiles: Hnjko y Jsartv. Una flecha entre los dos.
Lo vi de reojo. El ruido cada vez más cercano de la aspiradora me
distrajo. No muy lejos de ahí, un hombre de overol azul pasaba un trapo
húmedo sobre los asientos vacíos de la sala de espera. El olor a amoniaco.
—Deben venir de muy lejos —dije por toda respuesta—. De otro planeta
—añadí mientras tragaba saliva.
El hombre sonrió: una leve inflexión del labio superior, una sutil
inclinación de cabeza. Me miró. El aterrizaje de un avión nos despabiló.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó, extrañado, cuando se volvió a verme. Iba
a decirle que no lo sabía, por supuesto, que nadie podría saberlo, pero en lugar
de hacer eso le relaté, con una facilidad que me tomó por sorpresa, aquella
tarde fresca, una tarde de jueves si mal no recordaba, en que los había conocido.
Estábamos en un río. Yo seguía de cerca a mi padre, saltando de piedra en
piedra hasta encontrarme casi en el centro de la corriente, y ellos, paralizados
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Me preguntaba cómo resistía todo aquello. Cuando oía el estertor que marcaba
el inicio de la golpiza, podía ver sus brazos sobre la cabeza, tratando de
protegerse de lo inevitable, su cuerpo arrinconado en un esquina del patio
trasero de su casa. Podía aspirar el aroma de su miedo. Y ver sus lágrimas, eso
podía hacer desde el otro lado de la pared, mientras me quedaba inmóvil,
conteniendo la respiración. Sobrecoger significa horrorizar, en efecto, pero lo
que sucedía en esos momentos no era un contacto con el horror sino un proceso
más íntimo y callado. Algo me avasallaba y me obligaba a cruzar los brazos
sobre el estómago en actitud de abrazo o defensa. Un movimiento inmemorial.
Algo me sobrecogía y me dejaba a un lado de la pared, inútil y espantada, el
hombro y la cabeza recargados contra su superficie plana. El dedo que se
desliza, sin conciencia, por la mirada. Luego: el agua. Luego: las palabras.
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El último cuarto de la casa era, sobre todo, un suplicio. Eso le contaba también.
Aunque estaba planeado para los invitados, los pocos que nos visitaban
preferían dormir en el mío, en la pequeña cama gemela que no ocupaba nadie, a
pasar una noche en esa habitación húmeda y oscura. Todos lo evitábamos en
realidad. Pensaba que con esto lo impresionaría. Ahí se guardaba la ropa de
invierno o los viejos juguetes de mesa o los adornos de Navidad.
No sabía por qué, siendo la más pequeña, era usualmente yo quien tenía que ir
hasta el final del pasillo para buscar un par de botas o bolas de unicel. Cuando
iba, cuando no tenía otro remedio más que ir al último cuarto, avanzaba con
cuidado, deslizando el dedo sobre la pared del pasillo como si no quisiera
perder contacto con algo que dejaba atrás. Una vez adentro, me detenía,
paralizada. El olor era distinto ahí. Musgo. Naftalina. Polvo. El sol, que
iluminaba el resto de la casa, no entraba en esa habitación. Era otro mundo. Ahí
era siempre de noche. Siempre hacía frío en ese planeta. No había ningún ruido.
Ahí, del otro lado, alguien lloraba. Eso le contaba. Un niño. Alguien que pedía
agua. Nadie hablaba de él, aunque sus gritos y gimoteos entraban en la casa por
la ventanita y, luego, se escurrían, como el agua que tomaba para calmarse, por
el pasillo, por el túnel que era el pasillo, hasta encontrar la puerta de entrada,
nadie hablaba de él. Eso le decía. Mis padres se miraban de reojo cuando todo
aquello empezaba y guardaban un silencio bien educado, un silencio
compasivo y pétreo que me producía más que alivio, miedo. Yo me abrazaba
a mí misma y me inclinaba. El llanto del niño, el llanto que venía de la otra casa,
se detenía sólo un segundo bajo el ciprés del jardín y, ahí, se confundía con los
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—Hnjko tenía los ojos azules —le expliqué al hombre—, y Jsartv, que siempre
estaba a su lado, también. Parecían gemelos —titubeé—. Creo que lo eran.
—Apuesto a que les gustaba jugar con eso —dijo—. Con su parecido.
Confundir a la gente, ya sabes. Las bromas.
—Sí.
—Pero Jsartv tenía los ojos cafés —añadió luego de un rato—. Ojos cafés
como los tuyos —dijo, mirándome de frente y, cuando no vio ninguna reacción,
tomándome el rostro entre sus dos manos con una violencia apenas contenida
—. No trates de engañarme.
Me sonreí en silencio. Bajé la vista. Hay un hombre que llora en un
aeropuerto, le contaba yo a alguien a quien nunca vi. El hombre lleva una daga
dentro.
—¿Dentro de qué? —me preguntaba la voz infantil.
—Dentro de su cuerpo —le decía—. Naturalmente, sí.
al mundo real. Me colocaba bajo las ramas del ciprés hasta que el graznido de
los pájaros me obligaba a correr. A veces corría alrededor de la cuadra,
buscando su casa. Tratando de identificarla. Todas me parecían igual: eran
construcciones sólidas en cuyos jardines de buenas dimensiones crecían rosales
y geranios. Casi todas tenían un árbol de tronco grueso en cuyas frondas vivían,
pegadas las patas a sus ramas, los mismos pájaros. A veces sólo corría por
correr. Corría para escapar sin saber, en realidad, por qué querría hacer algo así.
Corría hasta que el aire explotaba dentro del cuerpo y los pies se volvían ligeros
y, en lugar de correr, levitaba. Eres real, quería decirle. Para eso lo buscaba,
para decirle que había un mundo fuera del último cuarto de la casa. Que el río y
el aeropuerto y la playa eran reales. Que yo lo era.
—Los corazones los pintaba él —le dije—. Lo hacía de madrugada, como ahora
—recapacité—. El día en que lo descubrieron sentí un malestar tremendo. Sentí
vergüenza.
El hombre que lloraba en un aeropuerto guardó silencio. Trataba de
contener la respiración, no había duda. No retiró la mano de su cara ni cambió
de posición. Su único cambio era invisible: el resuello. Un resuello largo y
suave, como de tarde gris.
—Lo agarraron in fraganti —continué—. Cuando elevó la vista bajo el
círculo de luz que formaba la linterna todo quedó al descubierto: un
hombrecillo pequeño y flaco, de gruesas gafas verdes, con el pedazo de tiza en
la mano. Eso era. Un niño viejo. Una criatura pálida y temblorosa. La saliva
acumulada en las comisuras de su boca. Un par de adultos lo jalaron del brazo
y, cuando ya se lo llevaban, les gritó con una voz gangosa y aguda, una voz que
nunca había escuchado antes y que me llenó de terror, que no podía ir con ellos.
Que pronto saldría su avión. Que se le hacía tarde para llegar al aeropuerto.
Me volví a ver al hombre de junto y comprobé que nada había cambiado.
La mano izquierda sobre el rostro, la derecha sobre el regazo. El llanto.
—Su llanto, como siempre, me dobló en dos —continué—. Esa vez
vomité —susurré, la voz cada vez más baja, cada vez más ajena—. Por la
vergüenza —afirmé—. Por la vergüenza que me dio verlo ahí, sobre la calle,
dibujando corazones.
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Tenía que estudiar antes de irme al concierto con Alicia. Pero en lugar de hacer
eso estaba, bajo treinta y cinco grados y frente al ventilador, escribiendo por
doscientos pesos un ensayo sobre el racismo para que un amigo arquitecto
aprobara su materia de valores socioculturales. Tarea fácil, de eso sacaba para
las cheves y algo más. Total, quién habría de sospechar de un estudiante de
ingeniería. Así que estaba yo explayándome acerca del porcentaje de morenos
y blancos en el área metropolitana de Monterrey, dividida previamente en
zonas según los datos del INEGI sobre el ingreso económico, cuando oí que
desde la calle gritaba Roberto.
—¿Lobo estás ahí?
—Nooooooo, me estoy bañando.
—Jugaremos en el bosque/ mientras el lobo no está/ porque si el lobo
aparece/ a todos nos comerá. ¿Lobo estás ahí?
—Nooooo, estoy haciendo fraude académico con un ensayo sobre el
racismo en Monterrey.
—Ji ji ji ji ji. ¡Ya ábreme cabrón!
Roberto siempre encontraba alguna estupidez nueva para gritarme, yo
era menos imaginativo pero me latía seguirle la corriente. Una vez el cabrón
gritó: ¿no estoy yo aquí que soy tu madre? Y terminamos con la cabeza gacha
escuchando la perorata de una ñora, de ésas que nunca se quitan el delantal,
que por casualidad barría la banqueta en esos momentos: sí, señora, usted
disculpe, no lo volveremos a hacer. Por lo menos al Beto sí le caía el veinte de
cuándo tenía que dejarse de mamadas para no meterme en broncas, a diferencia
del Ruso que era especialista en cagarles los ovarios a las meseras del Vips al
grado que estuvimos a punto de que no nos volvieran a dejar entrar.
Le aventé las llaves por el hoyito del mosquitero y el enrejado de la
ventana de mi apartamento. Volví a mi Olivetti con ganas de terminar el ensayo
con algo así como: sí, la sociedad regiomontana es una mierda. El problema es
que mi cuate el arquitecto había nacido en Monterrey. Bueh, lo podría terminar
más tarde, a fin de cuentas él tenía que entregarlo después de la comida y aún
quedaba harta noche y harta madrugada para darle y luego estudiar para el
estúpido examen de Electrónica I. Eso pensé, aunque lo más seguro es que no
fuera a estudiar —como en efecto pasó— pues me parecía una pendejada la
dichosa materia, una estupidez que nos hicieran armar circuitos con chips
obsoletos que sólo se vendían con fines pedagógicos en las repúblicas bananeras
como México, prefería que nos pusieran a reparar hornos de microondas o algo
más práctico que armar interfases análogo-digitales: lamentablemente, las
preferencias de un estudiante no son exactamente las preferencias de los
maestros.
—¿Qué onda, wey? Traje a una amiga —dijo Roberto sacando una
caguama de la bolsa de su pantalón.
—¡Chingón, my friend! ¿Y qué pedo, te la robaste como los cabrones de
la película de Kids?
—A huevo, wey.
—¿Te cae?
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—Nel, wey, eso quería pero los vatos del Super 7 de acá están bien a las
vivas, como que han de ser una bola de ratas los estudiantes de por aquí.
La destapamos. Me comentó de la hermana de una amiga de él que se
había sentido Alfonsina y, después de emperifollarse, caminó por la arena hasta
terminar ahogada entre el petróleo y el agua salada de Tampico. Luego nos
preguntamos sobre si aún existía alguna manera de suicidarse que fuera
original. No encontramos ninguna. Le platiqué sobre la mona que escribió que
mañana me llenarán la boca de flores, sobre el tío chef que decidió asesinar a mi
tía con ligeras dosis de cianuro, sobre otro tío que —en su camino al seminario
— durmió en Roma entre las ruinas de la Segunda Guerra y al despertarse entre
ratas y a lado de una calavera sintió hartas ganas de desayunarse unos
chilaquiles.
—No mames, wey, hay que dejar de leer.
—¿Por qué?
—Pues porque, wey, es de la mierda ver que hay un chingo de banda a la
que sí le ocurren cosas interesantes, mientras que nosotros lo más cabrón que le
podemos contar a nuestros nietos es que pasamos algunas borracheras y ¡putas!
sí, podemos aderezar un chingo la anécdota, pero a fin de cuentas nomás nos
damos atole con el dedo y siempre nos queda el desasosiego de saber que
nuestra vida es de lo más pinche aburrida del mundo, wey, que nunca nos ha
pasado nada que valga la pena y hacernos chaquetas mentales sobre por qué
Livingstone se quedó a vivir entre los pinches africanos cuando bien pudo
haberse regresado a coger a cuanta londinense pudiera engatusar con sus
historias del continente negro. Por eso estamos solos y por eso hay que
chingarnos esta guama.
Prendimos un par de Alitas. Nadie usa palabras como desasosiego más
que Pessoa y los que hemos perdido el tiempo leyéndolo. Así que hablamos
sobre el portugués mientras nos terminábamos la cheve y yo miraba de cuando
en cuando hacia mi libro de electrónica, hacia mi máquina cuya hoja mostraba
el ensayo inconcluso. Por qué no ser como Pessoa quiso que fuera Álvaro de
Campos. Por qué leer a Pessoa cuando a uno se lo carga la mierda, por qué no
esperarse a estar tan feliz como para sentirse parte de los árboles y de los cables
de acero que atan a los postes de teléfono. Pero de Pessoa pasamos a hablar del
Tajo y de los ríos, a contar anécdotas de la infancia que tuvieran ríos y piedras
de río, de cuando quise atrapar chacales para que una señora me hiciera una
sopa de langostino y terminé con los dedos hinchados por las quelas.
—¡Ah qué pendejo estás, wey!
—Ya te quiero ver, cabrón, atrapando langostinos. No es fácil, pendejo.
—Oh, chingá, wey, no te esponjes. ¿Qué vas a hacer hoy? —preguntó
antes de empinarse de filo lo que quedaba de cerveza. Siempre ha tomado más
rápido que yo el cabrón y, por tanto, siempre me toca menos.
—A las nueve y media me quedé de ver con Alicia para ir al concierto de
Milanés.
—¿Y te la vas a coger, mi rey?
—No sé. Sólo si ella hace algo. Ya ves que soy bien pendejo.
—Bueno, wey, pues en ese caso: vámonos al desierto. ¿A poco no estás
hasta la madre de la ciudad?
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axilas. Con la mano izquierda hacía como que controlaba el volante y dos o tres
veces tuve que volver al asiento para acomodar otra vez el bastón puesto que el
auto quedaba o acelerado de más o de menos. Alrededor sólo yucas,
gobernadoras, viznagas, algún huizache perdido y chaparro y tierra, mucha
tierra, tan vasta y tan inútil como la meta de cualquiera.
—Neta que esto es bien instintivo, ca'on.
—A huevo, wey. Imagínate a un león sacando la cabeza por la ventana.
Se ha de sentir bien chingón el aire en la melena ¿no?
Seguimos así, hablando de cualquier tontería, acabándonos los cigarros,
rolando la botella y yo, de cuando en cuando, bajando hasta el volante para
sortear los hoyos de la brecha. Un rato después nos detuvimos para echar una
miada, como dice Sabina, haciendo circulitos. Del lado izquierdo del automóvil
quedaba un cerro un tanto empinado, pelón, y nada ni nadie más en la cañada
de cerros alzados en farallones.
—Qué pedo, ca'on, unas carreritas a ver quién llega primero a la punta
del cerro.
—No mames, wey, yo me quería tirar en la arena.
—Luego te tiras, no seas huevón.
Después del consabido "en sus marcas" retamos a nuestros pulmones y a
nuestro hígado para que nos llevaran hasta la cima. Roberto cogió la delantera,
al llegar a las faldas del cerro se alerdó y conseguí rebasarlo. Iba asombrado de
que mis bronquios no se me hubieran salido por la boca mientras alcanzaba tres
cuartas partes del cerro cuando volteé a ver a Roberto justo en el instante en que
se tropezaba con una piedra y se iba de bruces.
—Qué pedo, ca'on, ¿te caes de hambre?
—Vete a la verga, wey: ya ganaste.
Nos quedamos sentados un rato, cada quien en su lugar del cerro. No
alcanzaba a verse ningún vestigio de civilización y los caminos se difuminaban
entre la tierra árida. Me quité la camisa. Y bien me daban ganas de encuerarme
pero me daba más hueva volverme a vestir, así que nomás me bajé los
pantalones para sentir el aire entre los testículos. Harto refrescante el asunto en
una tarde que menguaba después del calor de inicios del supuesto otoño
regiomontano.
Luego regresamos al carro corriendo, dando vueltas por la ladera del
cerro (aunque, claro, ya con los pantalones puestos). En un resbalón me llené la
mano derecha de aguates de una biznaguita que me hizo mentar de madres y
anhelar que, si hubiera sido peyote, en lugar de dolor me habría dispuesto a
contemplar todo con colores más bonitos. Pero no, nomás un pinche whisky
que por más tragos que le daba se empeñaba en no causarme ningún efecto.
—No mames, ca'on. Un día de estos deberíamos de traernos dos viejas
para cogérnoslas aquí.
—Ay sí, wey, y qué tal si en una de ésas volteo y te veo tus pinches
nalgas albinas: ¡me vas a cortar toda la puta inspiración!
—Y qué pedo: ¿tú crees que me excita verte tus pinches tatuajes?
—Ah, ¿a poco no te late el de mi cuate el Quetza?
—Bueno, cabrón, te aviento por aquí y yo me voy a coger un kilómetro
más pa'llá.
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era en ciudades, entre edificios, salvo una vez en que Roberto se perdió en una
milpa y otra en que yo me perdí por los bosques de Tapalpa y terminé
empachándome con zarzamoras para matar el hambre.
Pasé de la preocupación por dejar plantada a Alicia a reírme porque no
me iba a creer que me había perdido en el desierto y allí iba a terminar el pedo,
adiós a la posibilidad de cogérmela como conejitos. El ensayo del racismo no
me tenía con pendiente pues aún faltaban muchas horas y el examen de
electrónica me importaba tanto como el consumo de proteínas en Lituania.
Luego encontramos una vereda y nos fuimos por ella bajo el supuesto de que
todos los caminos llevan a Roma, a la brecha principal.
—Se ven chidas las estrellas, ¿no?
—Simón, aunque se verían mejor si no hubiera luna.
—Ei. ¿Por qué crees que a la banda le da por pensar en Dios cuando ve
las estrellas?
—Tal vez porque se sienten chiquitos y como siempre les han enseñado
que lo pueden todo, al toparse con algo tan grande, tienen que suponer que
debe de haber alguien más que pueda con ello, que sea su autor.
—Qué cagado, ¿no?
Íbamos tranquilos, confiados en que la vereda nos llevaría a la brecha.
Pero la vereda nomás llegó a un páramo pelón donde no continuaba a lugar
alguno.
—No mames, wey, ahora sí que estamos bien perdidos. Ja ja ja ja.
—Je je je, a huevo. Ahora para dónde.
—Pos pa' donde chingados sea. ¿Tú tienes alguna idea de dónde está el
coche?
—Nel. Je je je.
—Ja ja ja. Ni yo tampoco, wey, ya valimos verga.
Y otra vez a caminar entre las gobernadoras, a decirnos de cosas hasta
que se nos acabó la plática y nada más quedaba caminar, darles vuelta a los
asuntos propios del silencio. La euforia del whisky se pasaba y nos iba cercando
el vacío. Entonces escuchamos un ladrido de perro y, como un perro siempre es
señal de civilización cercana, nos dirigimos al lugar de donde provenía.
Ladraba el perro, caminábamos. Comencé a sentir sed pero no dije nada al
respecto para no empezar con la desesperación. Ladraba el perro. En un
momento de entusiasmo repentino decidimos correr pero la poca visibilidad y
los arañazos nos hicieron desistir. Lo malo del asunto es que, no obstante los
ladridos, no se veía bombilla eléctrica alguna.
La sed siguió in crescendo y las piernas comenzaban a dar de sí. Cómo
será morir en el desierto, esperar entre desmayos a que lleguen los zopilotes, las
hormigas, las ratas. Dear Hemingway, I was thinking about your snows of
Kilimanjaro cuando me dieron ganas de rascarme un huevo. En eso, oh sí, una
lucesita. Ahí, derecho. Ha de ser de una casa, ya la hicimos. A huevo. Y las
platicas que llegaron con la alegría de volver a Monterrey y cenar unos tacos de
barbacoa, decidir entre las taquerías posibles: cuántos vas a querer.
Conforme nos íbamos acercando comenzamos a escuchar voces. Mejor
aún, así no tendríamos que despertar a nadie. Tal vez hasta nos invitaban a
cenar y acariciábamos al perro salvador. Pero no nos invitaron ni un carajo. De
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hecho, cuando llegamos, las señoras se metieron a la casa con los niños y un par
de rancherotes muy amables nos preguntaron que qué chingados queríamos. Y
ahí estuvimos de sumisos: buenas noches, cómo llegamos al camino.
—Cuál camino, pela'os.
—Bueno, a Las Azufrosas.
—Denle para allá. Y rapidito, pela'os, porque se ve que ustedes no son de
por aquí y como que no me agrada verlos.
—Es que andamos perdidos.
—Eso dicen todos.
—Gracias, con permiso.
—Y mucho cuidado que si me entero que hacen alguna tontera, aquí los
ajusticiamos y los dejamos en pelotas amarrados de un tronco.
—Con permiso, gracias.
Nos alejamos en chinga, "para allá", en silencio, después de despedirnos
de los tres perros. Ya que estábamos un tanto retirados nos pusimos a mentarle
de madres al pinche rancherote culero y a su compadre. Pues qué pedo, a poco
nos vemos tan gañanes o qué chingados. Pero otra vez estábamos contentos a
pesar de que la sed crecía y la borrachera se comenzaba a convertir en cruda y
los pies amagaban con una huelga próxima: llegaríamos a Azufrosas, nos
darían de beber, yo traía veinte dólares y con eso podríamos pagar una
habitación y hasta mañana, o de Azufrosas a la encrucijada y al auto y a
Monterrey con sus tacos y algo qué contar para el día siguiente. Lo que no
sabíamos es que habría de sucedemos como al personaje de Norman Mailer que
tiene que reconstruir toda la noche anterior a causa de un tatuaje y al olvido
causado por el whisky. No sabíamos que los cabrones de Azufrosas no habrían
de aceptar dólares, que todos los demás rancheros serían tan cándidos como los
dos anteriores, que la sed nos iría rasgando la garganta al grado de tomar con
gusto el agua que nos dio un vato de Azufrosas en un bote de pintura Comex, y
olía a mierda, pero estaba fresca, y sentíamos que unas cosas suavecitas se
resbalaban por la garganta y la lengua, pero estaba fresca y no teníamos la más
mínima intención de mirarla, de comprobar que esas cosas suavecitas eran lama
o algo más. Y nos dolían las piernas y mentábamos de madres por la
hospitalidad de la gente mientras la cruda nos propinaba un dolor de cabeza
tremendo y llegamos a la encrucijada del letrero de madera pero no sabíamos
hacia dónde habíamos tomado, Roberto ni siquiera recordaba la encrucijada.
Entonces sí a reconstruir el pasado con jirones de recuerdo, a contarnos a
nosotros mismos lo que ya dije: identificar el lugar donde hicimos los trompitos
sin saber si eso había sido antes o después de la encrucijada, mientras tanto la
sed volvía a rebanar las ganas y las piernas gritaban que ya, carajo, y el dolor de
cabeza y caer en cuenta de que había dejado las llaves pegadas en el auto.
Cuánto tiempo pasó. Sólo hasta que llegamos al cerro de las carreritas, la
memoria fue clara en que todo eso había sido antes de dar vuelta. Así que
regresamos por el mismo camino, en la encrucijada tomamos por la derecha y
seguimos, ahora con frío, quién sabe cuántos grados, y menor visibilidad pues
el cielo se llenaba de nubes. Pensar en que lo único que nos faltaba era un
aguacero y luego rectificar porque, claro, podían pasar cosas peores: qué tal si
alguien se había robado el coche que bien podía ser esa mancha, allá: en frente.
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Bien podía ser pero mejor no decir nada para no causar júbilo a lo pendejo.
Mancha que aparece y se va y vuelve a aparecer. ¿Será? ¿Habrá sido así? Y nos
volteamos a ver varias veces. Silencio. Otra vez. Mancha que se hace más
grande pero no se distingue.
—¿Tú qué crees, wey?
—Pus igual, ¿no?
—¿Te cae?
—A correr.
Sí fue. Sí era y no eran exageraciones todas esas lecturas sobre náufragos
y perdidos en el desierto. Corrimos como imbéciles. Corrimos. Cada quien
tomó una de las botellas de agua que habíamos dejado en el carro. Y a la cabeza
para calmar el dolor, a la boca: de corrido, traguiteada, haciendo buches.
A las cuatro y media de la mañana llegamos a Monterrey y tuvimos que
esperar a que fueran las cinco para zamparnos unos tacos mañaneros (previa
parada en el cajero automático). Aventé a Roberto en su casa y quedamos en
volver donde el boleador para intercambiar librucos. Terminé el ensayo sobre el
racismo agregándole algo sobre la desconfianza de los norteños. Presenté mi
examen de electrónica cabeceando sobre la butaca. Luego volví al departamento
para dormir sin rienda. Después le hablaría a Alicia confiado en que jamás
habría de salir con ella de nuevo. Nadie sospecha de un estudiante de
ingeniería, carajo, y pensé que tal vez estaría bien hacer eso que dijimos luego
de hablar de los caníbales rusos.
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A RONCHAMP
Para Constanze en su
cumpleaños 21
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hace muchas horas que no piensa en él. A veces la acción resulta el mejor
antídoto contra la soledad, se dice.
Ya dentro del atrio pero todavía afuera de la capilla saca sus bártulos y empieza
a dibujar, a lápiz, la fachada de la entrada principal cuando se da cuenta de que
ha empezado a llover. Se guarece bajo un árbol, saca sus acuarelas y hace un
apunte a color aprovechando el agua que se deposita en las hojas para
humedecer sus pinturas. Pero a medida que se va ocultando el sol empieza a
hacer cada vez más fresco. Paloma se desamarra el suéter que lleva a la cintura
y se lo pone. Pero como el frío se intensifica saca de su mochila unas camisetas y
se las mete, una sobre otra, como una cebolla, para rematar otra vez con el
pullover. De súbito observa que en el cielo se ha formado un arco iris, como si
Dios le estuviera enviando un mensaje. Entonces se acuerda de que Le
Corbusier había bautizado aquella capilla en la cima de la montaña como
"Nuestra Señora de la Altura". Entonces tal vez no era Dios sino la Virgen ¿O
era Le Corbusier que se le estaba manifestando? ¿Qué mensaje le quería enviar?
Observa durante un rato: una parte del cielo perfectamente clara, la otra, oscura
por los nubarrones que parecen perderse hacia la noche. El arco iris en la
frontera.
Trabaja sobre la tercera fachada, la que parece una pirámide, cuando
empieza a oscurecer. Se dirige hacia la capilla e intenta entrar pero encuentra
cerradas las puertas así que tiene la necesidad de refugiarse en un pequeño
nicho en alto, una especie de púlpito protegido por un techo afortunadamente
iluminado. Ése podría ser un buen lugar para dormir puesto que tiene piso y la
protección de las propias paredes curvas de la capilla. Saca de la mochila la
secadora de pelo, el vestido y los zapatos de noche y se pone la pijama encima
de toda aquella ropa con la que se ha cubierto. Improvisa una pequeña
almohada y se cubre los pies con la bolsa de plástico con la que protegía sus
cuadernos y pinturas. Abre El manantial y empieza a leerlo sin la angustia que
había sentido en la mañana y con la intención de avanzar hasta que la venza el
sueño pues a pesar de casi no probar bocado en todo el día y de haber perdido
el tren siente paz. No había leído más que unas cuantas páginas cuando se va la
luz. Le da miedo. ¿Quién la habrá desconectado? Afortundamente no se había
desnudado sino al revés: sin proponérselo se había ido vistiendo más y más
hasta quedar totalmente recubierta, sobreprotegida. Nadie la había visto entrar,
nadie sabía que ella, Paloma, se encontraba allí, completamente sola y en la más
absoluta oscuridad. La noche crepitaba con sus diversos sonidos, insectos,
viento, hojas, aire, se hallaba en las faldas de la cordillera de Vosges, indefensa,
totalmente libre y atrapada entre los muros, sin que nadie pudiera imaginar
dónde diablos se encontraba pues se había salido sin avisarle ni siquiera a
Michelinne que cuando le preguntó cómo le había ido con él ella le respondió
falsamente Uh-la-lah. La única persona que podría suponer que ella se
encontraba adentro de aquella capilla era el chino, arquitecto, estudiante, o lo
que fuera, cuya edad indefinida le creaba cierta desconfianza. Ahí estaba ella,
Paloma, acurrucada sobre el piso de una iglesia prácticamente desconocida para
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JUAN VILLORO
COYOTE
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entrada al valle. Avanzaron tan despacio que fue una tortura adicional tener el
punto de llegada detenido a lo lejos.
El tren paró junto a un tendajón de lámina en medio de la nada. Dos
hombres subieron a bordo. Llevaban rifles de alto calibre.
Después de media hora —algo que en la dilatación del viaje equivalía a
un instante— lograron esquivar a los cuerpos sentados en el pasillo y ubicarse
junto a ellos.
Julieta había administrado su jugo; la bolsa fofa se calentaba entre sus
manos. Uno de los hombres señaló el líquido, pero al hablar se dirigió a Sergio:
—¿No prefiere un fuerte, compa?
La cantimplora circuló de boca en boca. Un mezcal ardiente.
—¿Van a cazar venado? —preguntó Sergio.
—Todo lo que se mueva —y señaló la tierra donde nada, absolutamente
nada se movía.
El sol había trabajado los rostros de los cazadores de un modo extraño,
como si los quemara en parches: mejillas encendidas por una circulación que no
se comunicaba al resto de la cara, cuellos violáceos. No tenían casi nada que
decir pero parecían muy deseosos de decirlo; se atropellaron para hablar con
Sergio de caza menor, preguntaron si iban "de campamento", desviando la vista
a las mujeres.
Bastaba ver los lentes oscuros de Hilda para saber que iban por peyote.
—Los huicholes no viajan en tren. Caminan desde la costa —un filo de
agresividad apareció en la voz del cazador.
Pedro no fue el único en ver el walk-man de Hilda. ¿Había algo más
ridículo que esos seis turistas espirituales? Seguramente sacarían la peor parte
de ese encuentro en el tren; sin embargo, como en tantas ocasiones improbables,
Julieta salvó la situación. Se apartó el fleco con un soplido y quiso saber algo
acerca de los gambusinos. Uno de los cazadores se quitó su gorra de beisbolista
y se rascó el pelo.
—La gente que lava la arena en los ríos, en busca de oro —explicó Julieta.
—Aquí no hay ríos —dijo el hombre.
El diálogo siguió, igual de absurdo. Julieta tramaba una escena para su
siguiente obra.
Los cazadores iban a un cañón que se llamaba o le decían "Sal si puedes".
—Ahí nomás —señalaron, la palma en vertical, los cinco dedos
apuntando a un sitio indescifrable.
—Miren —les tendieron la mira telescópica de un rifle: rocas muy
lejanas, el aire vibrando en el círculo ranurado.
—¿Todavía quedan berrendos? —preguntó Sergio.
—Casi no.
—¿Pumas?
—¡Qué va!
¿Qué animales justificaban el esfuerzo de llegar al cañón? Un par de
liebres, acaso una codorniz.
Se despidieron cuando empezaba a oscurecer.
—Tenga, por si las moscas.
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en la línea donde los atacantes se confunden con los defensores. Rezó en ese
médano de sombra, sabiendo que al terminar la balacera no podría arriesgarse
hacia ninguno de los dos bandos.
Después, cuando volvía a caminar hacia un punto incierto, se preguntó si
realmente se alejaba de las balas o si volvería a caer en otra sorda refriega.
Se tendió en el suelo pero no cerró los ojos, los párpados detenidos por
un tenso agotamiento; además se dio cuenta, con una tristeza infinita, que
cerrar los ojos era ya su única opción de regresar: no quería imaginar las manos
suaves de Clara ni la lumbre donde sus amigos hablaban de él; no podía ceder a
esa locura donde el regreso se convertía en una precisa imaginación.
Se había acostumbrado a la oscuridad; sin embargo, más que ver,
percibió una proximidad extraña. Un cuerpo caliente había ingresado a la
penumbra. Se volvió, muy despacio, tratando de dosificar su asombro, el cuello
casi descoyuntado, la sangre vibrando en su garganta.
Nada lo hubiera preparado para el encuentro: un coyote con tres patas
miraba a Pedro, los colmillos trabados en el hocico del que salía un rugido
parejo, casi un ronroneo. El animal sangraba visiblemente. Pedro no pudo
apartar la vista del muñón descarnado, movió la mano para tomar su cuchillo y
el coyote saltó sobre él. Las fauces se trabaron en sus dedos; logró protegerse
con la mano izquierda mientras la derecha luchaba entre un pataleo
insoportable hasta encajar el cuchillo con fuerza y abrir al animal de tres patas.
Sintió el pecho bañado de sangre, los colmillos aflojaron la mordida. El último
contacto: un lengüetazo suave en el cuello.
Una energía singular se apoderó de sus miembros: había sobrevivido,
cuerpo a cuerpo. Limpió la hoja del cuchillo y desgarró la camisa para cubrirse
las heridas. El animal yacía, enorme, sobre una mancha negra. Trató de cargarlo
pero era muy pesado. Se arrodilló, le extrajo las vísceras calientes y sintió un
indecible alivio al sumir sus manos dolidas en esa consistencia suave y húmeda.
Si con el coyote luchó segundos, con el cadáver luchó horas. Finalmente logró
desprender la piel. No podía estar muy seguro de su resultado pero se la echó a
la espalda, orgulloso, y volvió a andar.
La exultación no repite su momento; Pedro no podía describir sus
sensaciones; avanzaba, aún lleno de ese instante, el cuerpo avivado, respirando
el viento ácido, hecho de metales finísimos.
Vio el cielo estrellado. En otra parte, Clara también estaría mirando el
cielo que desconocían.
De cuando en cuando se golpeaba con ramas que quizá tuvieran espinas.
Estaba al borde de su capacidad física. Algo se le clavó en el muslo, lo
desprendió sin detenerse. En algún momento advirtió que llevaba el cuchillo
desenvainado: un resplandor insensato vaciló en la hoja. Le costó mucho trabajo
devolverlo a la funda; perdía el control de sus actos más nimios. Cayó al suelo.
Antes o después de dormirse vio la bóveda estrellada, una arena radiante.
Despertó con la piel del coyote pegada a la espalda, envuelto en un olor
acre. Amanecía. Sintió un regusto salino en la boca. Escuchó un zumbido
cercanísimo; se incorporó, rodeado de moscardones. El desierto vibraba como
una extensión difusa. Le costó trabajo enfocar el promontorio a la distancia y
quizá esto mitigó su felicidad: había vuelto a la colina.
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URBES FANTÁSTICAS
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GONZALO SOLTERO
MADURO
Melquíades sólo iba por salsa de soya. No es que fuera mucho mejor ni más
barata de la que podía comprar en cualquier supermercado, pero adentrarse en
el Barrio Chino, sobre todo en la tienda de Zong, que siempre tenía algo nuevo,
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Aminoraba un poco lo pesado del aroma; era todavía empalagoso, pero más
dulce, casi agradable.
Entre lo que le había costado en dinero y molestias, ¿qué más daba
esperar otro poco? Lo subió y colocó en la cocina, sobre la tabla de picar, a un
lado del lavabo. Decidió observarlo un momento para verificar que no se fuera
a rodar. Al darse cuenta había pasado media hora, por lo que lanzó un último
vistazo y se fue a dormir.
Melquíades no supo si fue el olor o el brillo con que se le aparecía entre
sueños, pero tuvo la certeza de que el fruto lo velaba y ahora lo había
despertado. Miró su reloj, tenía el tiempo justo. Si salía inmediatamente podía
alejarse antes de que llegara la recepcionista de la importadora, y se ahorraría
las explicaciones. Sin bañarse, se cambió de ropa y corrió a la estación.
Cuando se cerraron las puertas experimentó en el interior del vagón la
esencia pegajosa. No podía definir si se le había adherido al interior de la nariz
o a su ropa, incluso a su piel. Sen tía que la mayoría de los pasajeros procuraba
evitar cualquier contacto corporal y visual con él, salvo un hombre con
sombrero de palma y mirada áspera.
Fue el primero en llegar a su oficina y pasó directamente al baño. Se
arremangó la camisa y se talló con jabón la cara, el cuello y los antebrazos. Por
el resto del día se aisló todo lo que pudo en su escritorio, que para su fortuna
quedaba junto a una ventana. Era tan huraño que nadie percibió su ansiedad ni
que bebiera más café del que podía metabolizar. El día se le pasó entre sudores,
escalofríos e idas al baño. Se tranquilizó un poco cuando el edificio comenzó a
vaciarse, pero entonces se enfrentó al regreso a casa. Imaginó que ahora el olor
debía detectarse a varias cuadras de distancia. Trató de matar el tiempo
jugando solitario en la computadora de manera obsesiva, encadenando una
partida con la otra. A la segunda ronda del guardia decidió que era mejor irse.
Caminó hasta su casa, evitando más la llegada que los callejones oscuros
y desiertos. Tal vez hubiera agradecido un asalto. Tocó a su propia puerta, sin
tener claro por qué. Ahí estaba, esperándolo. Un vaho tibio se le vino encima
como una ola de mantequilla; el olor, otra vez distinto. Probablemente mutaba
con la oscuridad o con la fotosíntesis que aún parecía hacer. El foco rojo de la
contestadora pestañeaba indicando que tenía dos mensajes. Los borró sin
escucharlos y siguió a la cocina.
Melquíades no había prendido la luz, pero no hacía falta. El farol estaba a
la altura de su departamento y su resplandor entraba por la ventana de la
cocina. El fruto se veía más grande que en la mañana. Alcanzó a distinguir
nuevas cuarteaduras que se habían sumado a la primera, cada vez más gruesa.
Pudo ver, por ahí, la pulpa.
Asomaba por la grieta con un blanco ligeramente turbio. Reflejaba la luz
que se filtraba por la ventana, o emitía la suya propia, muy tenue, irradiada
desde el núcleo de su semilla y filtrada apenas a través de su carne blancuzca.
Estaba agotado, pero no quería alejarse demasiado. Se tendió sobre la alfombra
del pasillo, donde cayó dormido de inmediato.
Lo despertaron los toquidos en la puerta, la aporreaban como si
quisieran tirarla. Con el rabillo del ojo comprobó que siguiera sobre la tabla. El
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
sol caía a plomo sobre el fruto, como sobre su rostro. Se puso de pie lentamente,
casi al compás de los golpes sobre la plancha de madera.
Le dirigió una mirada a la contestadora. El foco anunciaba una docena de
mensajes. Una vez que abrió la puerta, se tardó varios segundos en reconocer a
sus vecinos. Ellos lo miraban expectantes.
—Creímos que le había pasado algo.
—Por la peste.
—Tratamos de llamarlo desde ayer.
—Y como no lo vimos ayer ni tampoco salir hoy a trabajar, estábamos a
punto de llamar a la policía —agregó una secretaria.
Melquíades salió, cerró la puerta tras de sí con suavidad y encaró las
escaleras. Comenzó a bajar. Los de la importadora se hacían a un lado conforme
se acercaba. Tan pronto pisó la banqueta echó a correr rumbo al metro, a pesar
de que ya fuera mediodía.
Sólo se detuvo cuando alcanzó el andén. A pesar de que el metro se
encontraba frente a él, con las puertas abiertas como esperándolo, no lo abordó.
De haber entrado, tal vez jamás habría vuelto. Conforme el vagón cerró sus
puertas y echó a andar, la certeza lo envolvió con la misma fuerza del olor que
la fruta exudaba. Tenía que volver.
Al subir las escaleras de la estación, advirtió que sudaba una sustancia
pegajosa. Cuando entró en su callejón, por primera vez desde que vivía ahí,
notó las cortinas de la importadora abiertas. En vez de ellas, se descorrían los
párpados de todos los trabajadores. ¿Qué pensarían que tenía allá arriba? ¿Qué
diablos tenía allá arriba?
La puerta de la oficina, que daba a las escaleras, estaba también abierta.
Sintió el conjunto de miradas que le colgaban de la espalda como un racimo de
plomo. Abrió su puerta. A la vez que segregaba ese sudor pesado y lento tenía
cada poro convertido en una narina, en una terminal olfativa preparada para
inhalar ese olor. Una fragancia vegetal, la savia podrida de cien selvas, lo rodeó
para tragárselo. Vio al fruto de frente. Tuvo la impresión de que le sostenía la
mirada en sus púas rígidas y enhiestas.
En el primer cajón guardaba los cuchillos. Se aproximó lentamente, lo
abrió y sintió su mano acoplarse al mango frío y macizo de un cebollero.
Avanzó entonces en dirección a la tabla de madera y lo que sobre ella
aguardaba expectante, tan tenso como Melquíades.
Descartó el tajo directo. Si estallaba, de la explosión de ese magma
vegetal podía esperarse cualquier cosa. Acercó el cuchillo lentamente, con
cuidado y con la muñeca rígida. Al colocar la hoja sobre la corteza la sintió seca,
casi crujiente. La abrió haciendo palanca con la punta en la grieta mayor, que
atravesaba la fruta de un lado a otro, procurando no arañar la pulpa. La corteza
no cedía fácilmente, como si el fruto opusiera un último acto de resistencia o
pudor, hasta que al fin un ligero cric la abrió en dos mitades. En el interior la
carne fibrosa resplandecía tinta en un barniz nacarado que variaba sus
iridiscencias en reacción al aliento de Melquíades, quien la observaba en
silencio.
Cada una de las mitades se dividía en válvulas y circunvoluciones
perfectamente definidas, de tono perlino, que brillaban untuosas a la luz
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EN CASA
Se dice que el estado de sitio ha terminado, pero nadie está seguro. El toque de
queda sigue cumpliéndose. De vez en cuando suena la alarma, aunque no he
vuelto a escuchar ninguna explosión desde hace casi un año.
En el trabajo nadie comenta nada. Yo no pregunto. No sé por qué me
levanto tan temprano. El trabajo escasea, el dinero escasea y no hay nada en qué
gastar. ¿Para qué quiero un televisor si cortan la luz a las ocho, apenas unas
horas después de salir de la fábrica? ¿Para qué quiero comprar alimentos si el
gas se termina pronto y no lo surten sino hasta haber realizado varios trámites?
De mi casa al trabajo sólo hay doce cuadras, pero puedo acortar el
camino atravesando los escombros de edificios derrumbados. Llego tarde, pero
nadie reclama, quizás porque nadie nota que he llegado. Comienzo el trabajo
sin pensar en él, pero tengo cuidado de no cortarme los dedos en pedazos.
Alguien habla.
"Oye, tú, amigo, ¿vives solo?" La pregunta me extraña, pero digo sí. "¿Tu
casa es grande?" Vuelvo a decir sí, sólo que en voz más baja. "¿Te gustaría
gastar un poco de dinero?" Encojo los hombros. "Tengo un amigo que se
interesa en rentar un cuarto". Rentar un cuarto. No había pensado en eso. Debe
ser molesto. "Es un amigo que se quedó sin casa durante el último saqueo".
Realmente no quiero vivir con nadie, pero adelanto ¿cuánto tiempo crees que tu
amigo se quede en mi casa? "Sólo el suficiente para que arregle su pasaporte y
se vaya del país". Sé que eso puede llevar mucho tiempo, pero no lo digo.
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
¿Cuándo iría a ver el cuarto? "Eso no importa, mira, te voy a dar este dinero
como pago para unas tres semanas. Mi amigo llegará en uno de estos días". Me
alarga un fajo de billetes. Los tomo y los meto en mi bolsillo sin contarlos.
En casa. Siento hambre. La costumbre. Parto con las manos un pedazo de pan
duro. Lo meto en un recipiente con agua para ablandarlo un poco. Mientras
como, recuerdo el dinero que llevo en el pantalón. Lo saco y lo cuento. Es tanto
que me veré obligado a cederle la recámara grande. Cambio mis cosas. Limpio
la recámara vacía hasta cansarme. Parece un lugar digno de rentarse.
El trabajo. El tipo de ayer me mira ansioso. Seguro quiere su dinero de
vuelta. No se lo daré. Luego de un rato se acerca.
"Oye, necesito un duplicado de tus llaves para que mi amigo pueda
entrar". Aún no lo conozco. "Somos compañeros de trabajo, ¿desconfías de mí?"
Prefiero conocerlo antes. "El problema es que está buscando trabajo del otro
lado de la ciudad y llegará muy noche, le daré la dirección y las llaves; tú lo
conocerás más tarde, por la mañana".
Ceno. Estoy dispuesto a esperar a mi inquilino. Voy a sorprenderme
cuando entre por la puerta con el duplicado de mis llaves. Voy a sorprenderme
de su voz, tal vez de su idioma, del color de sus ojos y del tono de su piel. Estoy
harto de todos los que han padecido el sitio conmigo. Harto de sus rostros de
trapo, de su voz seca, de su piel blanca.
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FERNANDO DE LEÓN
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
qué él no había parpadeado? ¿Por qué había conseguido mirar algo así?
También ahí, en la página 765, obtuvo la respuesta: "El ave Roc sólo permite
que lo vea la última de sus presas". ¡La última de sus presas! Eso era una
especie de garantía de que sería arrebatado por los aires entre las garras de la
gigantesca ave, tarde o temprano.
Se preparó entonces. Imaginó muchos escenarios, situaciones y destinos
posibles que pudieran suscitarse al volar entre las patas del ave Roc. Lo primero
que hizo fue comprar un paracaídas, pero cuando lo iba a colocar en la cajuela
pensó en lo inútil que era tenerlo ahí dado el momento de emergencia en que
podría necesitarlo, así que acondicionó su asiento para siempre traerlo puesto.
Implementó en el techo de su transporte un amplio quemacocos para salir con
soltura dado el caso.
Sabedor de que en las alturas escasea el oxígeno equipó su tablero de
control con una mascarilla y un tanque que cada mañana revisaba que estuviera
lleno. En sus pantalones cosió una funda para traer una discreta daga que lo
ayudara si llegaba a ser alimento para críos de un pájaro gigante. Cincuenta
metros de soga se le enredaban en los pies, pues los traía como tapete, para
descolgarse si la situación lo ameritaba. Un chaleco de tela blindada protegía
cada día su pecho, pues temía que una poderosa garra del ave lo ensartara
matándolo desde el principio del vuelo.
Así, equipado hasta un grado neurótico, su taxi comenzó a perder el
aspecto amable de un taxi y parecer más la guarida de un cazador: de hecho
apenas y quedaba espacio para que una persona pudiera ser trasladada y la
mayoría rechazaba tomarlo. Pero eso a Grisóstomo le importaba muy poco. Si
alguna vez un despistado pasajero entraba en su taxi lo prevenía argumentando
que lo llevaría a su destino siempre y cuando no tocara que lo arrebatara por los
cielos el ave Roc.
Es claro que comenzó a quedarse sin clientela y sin ingresos. Pero él
aportó sus magros ahorros para el costo del combustible a fin de seguir
patrullando, acechando las garras del enorme pajarraco. Volvió una y otra vez
al sitio donde vio al ave pero nada pasó. Sin embargo su ansiedad se calmaba
cuando recordaba que la había visto una vez y eso lo autorizaba a saberse el
último. ¿Y si el Manual del comportamiento fantástico se equivocaba? Tal vez,
si otro más hubiera visto el suceso, pues era imposible que hubiera dos últimas
presas. Siempre hay sólo un último. Y ése era él.
Pasados catorce meses Grisóstomo tenía la impresión de que el mundo o
su entorno transcurría con creciente velocidad, pero no era así; era que
Grisóstomo se estaba volviendo lento. Reaccionaba lento, manejaba lento,
respiraba lento. Un médico le había detectado los síntomas de marre y
oficialmente se estaba convirtiendo en estatua. Una nueva cuita para su
colección, sumada al hecho de que en todo ese tiempo no lo había atacado el
ave Roc.
Suspiró y mientras miraba con infantil envidia por el retrovisor un
flamante Adanada color uva, se percató de que de repente ya no estaba. Por el
quemacocos —él, y sólo él— vio pasar el negro chasís apresado por una garra
imponente. La sombra que proyectó tardó en pasar dando prueba de lo grande
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que era el cuerpo que la generaba. Pero, definitivamente, no podía ser más
grande que la frustración que sentía.
Condujo lo más rápido que pudo tras lo que pensó que sería la ruta del
ave sonando su bocina y maldiciendo que no le hubiera tocado todavía su
turno. Era como si la estúpida ave se equivocara de presa y tomara ora uno por
delante, ora uno por atrás. Otra posibilidad podía ser que el pajarraco se
hubiera propuesto enloquecerlo y sus raptos ante Grisóstomo eran puro
sarcasmo avícola. ¿Qué esperaba que no iba por él? ¿Desde qué alturas lo
acechaba?
A partir de ese día Grisóstomo pensó que debía convertirse en una presa
más fácil y transitar por caminos despejados, lejos de la zona metropolitana. De
hecho, se instaló a vivir en su vehículo estacionado en lo alto de una loma.
Tenía víveres, mantas y una fuente de energía para cocinar y no morir de frío.
Su propio taxi parecía compartir su enfermedad, pues se había quedado
inmóvil. Él mismo se movía con muchos trabajos.
Comenzaba a temer que moriría sin haber sido presa del ave Roc, cuando
una fuerza terrible lo estremeció y el vértigo se instaló en su estómago. Vio
alejarse el suelo, sintió el azote del viento tasajeándole el brazo que tenía en la
ventana, el sol se derramó por el parabrisas como una ola de luz y, lentamente,
giró su cabeza hacia arriba: por el quemacocos vio la escamosa piel de la pata
del ave. Lleno de una extraña alegría la tocó. Luego sintió que ya nunca más
podría tocar nada: su cuerpo se había quedado paralizado por completo. Vio
alejarse la urbe y rozar cumbres nevadas. Sintió que se congelaba cuando
enfrentó el mar y su calidez lo reconfortó. Al paso de las horas el verde marino
se volvió arena de un desierto desconocido para Grisóstomo.
Lo que pasó en los siguientes días no lo consigna ningún Manual del
comportamiento fantástico: el ave lo depositó en la cumbre de una montaña donde
reinaba el estruendo del viento. Ahí tenía su nido el ave Roc.
El inmóvil Grisóstomo esperaba su propia muerte pero lo que presenció
fue el derrumbamiento de la portentosa ave. La notó cansada, milenaria y
moribunda. Algo tenían de impresionantes y de lastimeras sus enormes y
opacas plumas. Observó que sus ojos no eran de bestia pero tampoco tenían el
brillo de los ojos humanos. El ave lo miraba como podría mirar un volcán o un
tsunami: sin necesitar de ojos que finalmente cerró. Su muerte tenía sentido: él
era la última de las presas que capturaría y eso lo convertía en su testigo, en el
único que la vio actuar y ahora la estaba viendo morir. ¿Por qué el ave Roc no lo
había despedazado a la primera oportunidad? Cuando Grisóstomo descubrió el
gran huevo negro que asomaba del nido lo comprendió. Inmóvil, como estaba,
recordó la daga en su pantalón, la soga entre sus pies y todo lo que ahora le era
inútil. El huevo se agrietó con un sonoro crujido y el taxista, rendido a su
destino, sintió el secreto placer de saberse alimento de una nueva maravilla.
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HOSPITAL
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ANTONIO ORTUÑO
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PSEUDOEFEDRINA
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el clítoris", comentó sin levantar la mirada. "Y que el sexo anal es común allá y
por eso el sida es incontrolable." Levanté las cejas y ella lanzó una carcajada que
contuvo con la mano. "Mejor que no oigan que hablamos de clítoris y sexo anal
o el chisme va a ser peor."
Como de hecho el chisme ya no podría ser peor le cargué las bolsas al
automóvil y la ayudé a subirlas. Ella parecía dispuesta a conversar más pero me
escurrí pretextando la gripa de Miranda. "También Ronaldito está malo."
"¿Dónde lo llevas al pediatra? El nuestro se fue de vacaciones y no responde las
llamadas." Ella se puso las manos en la cadera. "No lo llevo al médico. Yo sé de
homeopatía. Si quieres puedo darte medicina para tu niña." No acepté pero ella
insistió en colocarme en el bolsillo una tarjetita con su teléfono. "Llámame a
cualquier hora si necesitas."
Había un automóvil en mi lugar de la cochera, junto al de Dina. Entré
con las bolsas en una mano y las llaves en la otra. No se escuchaba ruido, salvo
los esporádicos estornudos de Marta. Miranda dormía, aparentemente sin
fiebre. Imaginé que la directora había manejado a cien por hora a su casa para
llamar a Dina y contarle que yo estaba en las cajas del supermercado hablando
de clítoris y rectos africanos con Claudia. Imaginé a Dina armada con un
cuchillo, esperando mi paso para degollarme.
En realidad estaba en la cocina tomando café con el tipo de los ricitos que
la había admirado en la posada. Suyo era el automóvil usurpador. "No te oí
llegar." "Algún imbécil se estacionó en mi lugar." El tipo me miró con
resentimiento. "No es un imbécil: es Walter, el papá de Igor, el compañerito de
Miranda. Es homeópata y lo llamé para que viera a las niñas porque el pediatra
no contesta." Walter se puso de pie y me extendió la mano. La estreché con
jovialidad hipócrita. "Walter cree que Miranda no tiene gripa, sino cansancio, y
que a Marta le están saliendo los dientes." El homeópata hizo un par de
inclinaciones de cabeza, respaldando el diagnóstico.
No suelo ser un tipo desconfiado, pero noté el rubor en el rostro de mi
mujer. Y su olor. Olía como cuando accedía a hacer el amor a mi modo, menos
neurótico que el suyo. La bragueta de Walter estaba abierta, lo que podía no
querer decir nada. O sí. Miré al homeópata, abrí el bote de la pseudoefedrina,
me serví un vaso de agua y me pasé dos pastillas. "Yo no creo en la homeopatía,
Walter." Él volvió a mirarme bélicamente. Dina torció la boca. "Y por favor quita
tu automóvil de mi lugar. No me gusta dejar el automóvil en la calle. Por eso
rento una casa con cochera." Walter se despidió de Dina con un beso en el dorso
de la mano y salió en silencio, sacudiendo sus ricitos. Salí de la cocina antes de
que se desataran las represalias.
En el comedor había una nota escrita a mano, con letras esmeradas que
no eran las de mi mujer. La receta de la homeopatía. Memoricé los compuestos
y las dosis. Marqué el número de Claudia, sosteniendo su tarjeta frente a mis
ojos. Su letra era desgarbada, como ella. "¿Sí?" "Hola. Qué rápida. Estabas
esperando que llamara." Su risa clara en la bocina me puso de buen humor.
Escuchó con escepticismo las recetas de Walter y bufó. "Una gripa es una gripa.
Nadie estornuda porque le salga un diente o por estar cansado. Mira, lo que vas
a hacer es comprar lo que te voy a decir y engañar a tu esposa para que piense
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que les das sus medicinas." "¿Me estás pidiendo que engañe a mi mujer?" La
risa como campana de Claudia llenó mis oídos.
"¿Con quién hablabas?" "Con el pediatra." "¿Y qué dice?" "Nada. No
responde. Le dejé recado en el buzón." Dina estaba cruzada de brazos en el
pasillo. Tenía cara de mal cogida. "Te portaste como un patán con Walter."
Acepté con la cabeza gacha. Mi táctica consistía en darle la razón y pretextar
mis nervios por la enfermedad de las niñas. Dina me miraba con una intensidad
que presagiaba o un pleito o un apareo corto y violento cuando Miranda se
puso a llorar. Tenía 39.4 de fiebre. La metimos a la tina y le dimos paracetamol.
Dina no cocinó ni tuvimos ánimos de pedir comida por teléfono, así que
cada quien asaltó el refrigerador a la hora que tuvo hambre. Yo me serví un
plato de cereal con leche y me hice un bocadillo de mayonesa, como cuando
tenía once años y mi madre no aparecía a comer por la casa. Al beber un largo
trago de leche sentí cómo mi garganta se derretía. Tosí. Dina asomó por la
puerta y me miró con horror. Otra tos respondió en la lejanía. Era Marta. Tenía
38.6. Dos escalofríos me recorrieron los omóplatos y los deltoides. No sabíamos
cuánto paracetamol darle a la bebé. El pediatra no respondió. Dina corrió a
llamar a Walter. Yo me escondí y llamé a Claudia desde el celular. "Mis hijas
tienen fiebre." "¿Ya les comenzaste a dar las medicinas?" "No." "Pues sería
bueno que empezaras." "¿No sabes cuánto paracetamol hay que darle a un
niño?" "Yo no les doy paracetamol. Tiene efectos secundarios horrendos. Nacen
con dos cabezas." "Mis hijas ya nacieron, me temo."
Dina salió de casa dando un portazo. Regresó a la media hora con una
bolsa llena de medicamentos homeopáticos y un refresco de dieta. "¿Tomas
refresco de dieta?" "A veces." "A Walter no le gustan las gordas, seguro."
Aproveché su desconcierto para salir a la calle. No sabía dónde encontrar una
farmacia homeopática, así que volví a llamar a Claudia. "Yo tengo lo que
necesitas en la casa. Ven." Lo que yo necesitaba era dejar a las niñas dormidas
en sus cunas y meterme con Dina al yacuzi de un hotel en el mar y quitarle el
bikini que le había comprado. Tardé en dar con la dirección. Abrió ella,
despeinada y sin maquillar, con un suéter y gafas. Tenía a la mano ya una bolsa
con frasquitos y un listado de dosis y horarios. Le pregunté por Ronaldo. "Está
arriba, viendo la tele." La casa era enorme y fea, como todas las heredadas. "Mi
padre quería vivir cerca de la estación de bomberos. Lo obsesionaban los
incendios. Por eso vivimos acá." Mi carisma dependía de mis chistes y no tenía
cabeza para decir ninguno en ese momento. Hice una mueca y me marché
aparentando nerviosismo. Eso halaga más que un chiste.
Dina lloraba. Miranda tenía 39.6 y Marta, 39.1. No lloraba por eso.
"Llamó la directora." Supuse una conversación lánguida, llena de
sobreentendidos. "¿Qué hacías en el supermercado con la puta de Claudia?" "Lo
mismo que tú con el querido Walter: buscar consejo médico." "¿Esa puta es
doctora?" "Homeópata", dije, levantando la bolsita llena de frascos.
Hice un intento final por marcar el número del pediatra antes de
administrar las primeras dosis de homeopatía. Respondió su buzón. Murmuré
una obscenidad y corté. Jugamos a suertes el primer turno. Perdí. Me ardía la
garganta y la espalda murmuraba su lista de reclamos. Dina forcejeaba con
Marta para darle las gotas. Tuve un acceso de tos. Dina amenazaba a Miranda
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
para que tragara sus grageas. Opté por tirarme a dormitar en un sofá de la sala.
Pensé en lo mal que se veía Claudia con gafas, en lo mal que Walter llenaba los
pantalones, en Dina con ropa y sin ella. Desperté aterido. La casa estaba oscura
y silenciosa. Me puse de pie, asaltado por un deseo intenso de orinar. Apenas
saciado, la nausea me dominó. Maldije el bocadillo de mayonesa de la comida.
Luego Dina daba de gritos y marcaba el teléfono. Miranda lloraba. Tendría
fiebre. Marta estornudaba con la persistencia de un motor. Hacía calor, el sudor
me escurría hasta las comisuras de la boca. Me arrastré fuera del baño. Pedí
agua con voz desvaneciente. Fui atendido. Bebí. Alcancé una alfombra. Me dejé
caer.
Lo siguiente era Walter, sus manos largas en mis sienes. "Te desmayaste.
Estás enfermo. ¿Tomaste alguna medicina?" "Pseudoefedrina, Walter, de la
mejor." "Seguro eres alérgico." Tras los ricitos del homeópata, Dina asomaba la
cara. Quizá esperaba mi muerte. Quizá no. Quizá Walter la había hecho suya
veloz e incómodamente frente a mis cerrados párpados. Tragué la solución que
me fue ofrecida en un vasito minúsculo de homeópata profesional. Sabía a
brandy o apenas menos mal. Logré incorporarme y caminar hasta la cama. Las
nauseas regresaron, acompañadas de temblores y frío. No quería que Walter se
fuera de mi lado, deseaba incluso acariciarle los ricitos con tal de que se
quedara.
Pero Miranda tenía 39.7 y Marta 39.4, así que se largó a atenderlas. Cerró
la puerta de mi recámara tras él y Dina lo siguió, sin acercárseme siquiera. La
hembra opta por el macho más fuerte para asegurar una buena descendencia.
Pero nuestras hijas ya habían nacido.
Marqué el número de Claudia. Por la ventana se veía un cielo oscuro que
podría ser el de cualquier hora. Tardó en responder, dos, tres timbrazos. Ahora
tenía tanto calor que si cerraba los ojos saldrían disparados de las cuencas para
estrellarse contra la pared. "¿Sí?" "Me desmayé. Parece que soy alérgico a la
pseudoefedrina." Un largo silencio. "¿Quieres que vaya? ¿Estás solo?" "Está
Dina. Con Walter. No quiero molestarlos." "¿Walter?" Otro largo silencio. "Ven
mañana a las tres. Me aseguraré de estar solo." "Bueno. Llevaré medicina." "Ven
tú, nada más." "Como quieras."
No lloraba desde los once años, cuando mi madre no aparecía en casa
alguna noche. Lo hice quedamente, en la almohada. A las 2:24 de la madrugada
me despertaron los números rojos del reloj digital y los gritos de Miranda. La
niña tenía pesadillas o se había roto un brazo: la mera fiebre no justificaba aquel
escándalo. 39.6. Dina había olvidado darle el paracetamol o Walter había
ordenado interrumpir su administración. Pero Walter no era el padre de la
familia. Le di a Miranda la medicina, que tomó con admirable resignación, y la
dormí acunada en brazos, pese a sus casi cinco años, susurrándole tonterías
sobre gatos y conejos. Me levanté, mareado perpetuo. Pseudoefedrina. Me
sentía sudoroso, acalorado, el corazón latía en los pies, el estómago, los dientes.
Visité la recámara de Marta. 38.7. Tampoco le habían dado paracetamol.
Interrumpí su sueño para hacerlo y la besé en la cabeza y las orejas hasta que
sonrió. La dejé suavemente en la cuna.
Dina estaba dormida en la sala, agotada, con la falda medio subida en los
muslos húmedos de sudor o cosas peores. Junto a su mano descansaba uno de
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
Cuando yo era chica, en verano, iba siempre a pescar con mi papá. La caja de
pesca era de madera y estaba pintada de verde. Adentro había anzuelos de
distintos tamaños: los más chicos eran para pejerreyes y los más grandes para
tiburones. También había plomadas. Las plomadas, en general, tenían forma de
pirámide. Eran muy pesadas. Tenían esa forma para evitar los enganches en las
rocas. Ibamos a pescar al muelle o al Pozo de las Burriquetas y siempre se nos
enganchaba la plomada porque había muchas rocas. Yo digo "nos" pero el único
que pescaba era mi papá. Es decir, el único que manejaba la caña porque en
Miramar había muy poco pique. Yo tenía una cañita pero nunca la llevaba; no
me gustaba usarla. Lo que me gustaba era estar parada al lado de Papá. En el
muelle ya nos conocían y también nosotros conocíamos a los que iban más
seguido. Al Flaco, por ejemplo, que tenía el pelo rubio y las cejas
completamente negras, y a un señor mayor (mayor que mi papá) que se llamaba
Ibarra. Yo me sentía muy orgullosa de los conocimientos que iba adquiriendo y
trataba de demostrarlos cada vez que podía. Sabía, por ejemplo, que los meros,
aunque son chicos, tiran mucho y que a veces, por la forma en que se dobla la
caña, uno puede confundirlos con un pez mucho más grande. Cuando alguno
de los pescadores venía trayendo la línea con esfuerzo y la caña se curvaba y
vibraba, yo me acercaba y le decía: "Por ahí es un mero, nomás". Sabía también
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
reconocer a los gatuzos, que son como tiburones chiquititos; los que tenían
manchas oscuras se llamaban "overos". A los gatuzos les sacaban el anzuelo y
los tiraban otra vez al agua. Algunas veces sacábamos un chucho. A los
chuchos, me decía Papá, hay que aflojarles la estrella porque pegan la disparada
y si uno no les da línea la pueden cortar. Después se pegan al piso, haciendo
ventosa. Una vez Papá fue a pescar solo y cuando volvió contó que había tenido
un pique increíble. Que tenía floja la estrella del ril y de repente algo (nunca se
supo qué) mordió el anzuelo y pegó tal disparada que el hilo de nailon, por el
roce, le quemó el pulgar. Me acuerdo perfectamente de la línea blanca de la
quemadura en el pulgar de Papá. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es
increíble?
En la caja verde había también magrú, que usábamos de carnada. A veces papá
me dejaba cortar el magrú, pero siempre lo encarnaba él porque tenía miedo de
que me lastimara con los anzuelos. (Papá siempre tenía miedo de que yo me
lastimara. Por esa época había inventado un protector de alambre que se ponía
en la hoja del cuchillo para que yo aprendiera a pelar naranjas sin cortarme).
El magrú tiene un olor fuerte y Mamá se enojaba cuando veía la caja de pesca
dentro de la casa. La guardábamos en el baúl del auto. En ocasiones muy
especiales papá compraba calamaretes y los ponía en el congelador: carnada de
lujo. En el muelle había siempre mucho viento. Yo me ponía un pulóver muy
gordo de color amarillo mostaza que me había tejido Mamá y jugaba a hacerme
canasta. El juego consistía en ponerme en cuclillas y estirar el pulóver, que me
quedaba grande, hasta que me tapaba completamente las piernas, enganchado
en el borde de los zapatos. Otra manera de protegerme del viento era ponerme
contra una de las paredes de la casilla que había en la punta del muelle.
Cambiaba de pared según cambiaba la dirección del viento.
Con los mediomundos me entretenía tratando de adivinar, cada vez que
los levantaban, cuántos cornalitos traían. Generalmente no traían ninguno.
Había aprendido a agarrar los cornalitos, que me dejaban en la mano las
escamas brillosas, y los ponía en la lata del pescador. Me gustaba el olor de la
mezcla que los mediomunderos tiraban cada tanto al agua para atraer a los
cornalitos. En el muelle lo único que sacábamos eran gatuzos.
En el Pozo de las Burriquetas teníamos más suerte. Había que bajar una
especie de escalerita natural que tenía el acantilado. A mí me parecía muy
peligroso y divertido. Papá bajaba primero y me vigilaba desde ahí. El Pozo era
una playita angosta y bastante larga. Papá aprovechaba para practicar tiros con
la caña y medir hasta dónde llegaba la plomada. Tomaba la medida con los
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pasos: cada paso era un metro. Yo deseaba que los tiros fueran muy largos pero
nunca pasaban de los setenta metros. Me acuerdo clarito de la distancia que
había entre las huellas de Papá, setenta metros más o menos a lo largo de la
playa. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble?
Los tirones los empezó a sentir después en la pierna derecha. Primero en
el pie. Después en la pantorrilla. La columna no le dolía más. En ese momento
había problemas financieros en la fábrica y tenía que andar mucho por el centro,
de banco en banco. "Dejáte de jorobar y andá a un médico como la gente", le
decía Mamá, que no es amiga de médicos. "Ése de la mutual no sabe nada." La
verdad es que Papá ya rengueaba bastante y el fin de semana de Reyes no había
posición que le viniera bien. Mamá estaba en Mar del Plata con los abuelos y yo
me sentía responsable de que Papá estuviera lo más cómodo posible. El tirón lo
sentía ahora en el muslo; comía medio recostado en el sillón del living.
Tuvo que volver Mamá de Mar del Plata para que la operación se decidiera.
Primero lo vio un traumatólogo, después un neurólogo. "Si no se opera, pierde
el pie", le dijeron. Porque Papá y Mamá no querían. "Está pinzado el nervio
ciático. ¿Le gustaría arrastrar el pie muerto?", le dijeron. Porque sabían que no
le gustaría. "No hay alternativa", le dijeron. "Hay que operarse." Porque querían
ver lo que tenía adentro.
Dos veces hubo pique en Miramar. Una vez fue el día del cardumen. Era un día
de lluvia y estábamos aprovechando para arreglar las líneas. Me gustaban los
nuditos de nailon en los anzuelos. De repente tocan el timbre y era el Flaco. "Un
cardumen en el muelle", dice, y se va corriendo.
El muelle estaba lleno de gente, erizado de cañas. Había olas altas. Papá
tenía miedo de que me pegaran con una plomada en la cabeza y no me dejaba
que me separara de al lado de él. No teníamos la caña. Estaban los de siempre y
muchos más. Era un cardumen de pescadilla seguido por un cardumen de
anchoas. Ibarra había sacado cincuenta y un pescadillas y media: la otra mitad
se la había comido una anchoa cuando la estaba trayendo. Las anchoas tenían
los dientes filosos y parecían bravas. Las pescadillas eran más tranquilas. El
cardumen ya casi había pasado y no valía la pena ir a buscar la caña.
La otra vez que hubo pique tampoco pudimos sacar nada.
Fue en el concurso de pesca del tiburón en el Pozo Universal. El Pozo
Universal es una playa inmensa, a la entrada de Miramar. Papá no había
llevado la caña, pero en cambio tenía la cámara filmadora y filmaba lo que
pescaban los demás. En la película yo ya no soy tan chica. Tengo un pulóver
azul que me queda grande pero que no alcanza a disimular lo que me está
pasando. Tengo un flequillo que me queda muy feo. Se ven muchos tiburones,
casi todos hembras, preñadas. En una escena un chico morocho pisa la panza de
una tiburona y salen seis o siete tiburoncitos todavía moviéndose. Él no aparece
en ninguna toma, pero uno sabe todo el tiempo que está ahí nomás, del otro
lado de la cámara. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble?
El día anterior, en el sanatorio, nos pidió que lo filmáramos. Habían pasado tres
días desde la operación. A Papá le gustaba llevar el registro filmado de todos
los acontecimientos importantes: el coche volcado, el asalto a la fábrica, mi
varicela. Yo no tenía muchas ganas de filmarlo. Estaba acostado boca arriba, sin
poder moverse. Tenía una aguja clavada en el brazo. La aguja estaba conectada
a un cañito de nailon que salía de una bolsa llena de líquido, sostenida por un
soporte alto y vertical. Pero Papá se sentía mejor y me pidió que le trajera
mazapán.
veces estaba enganchado en una aleta, o en el cuerpo. En ese caso Papá decía
que el pescado era "robado". Cuando íbamos al Pozo Pestilente llevábamos
siempre el robador, que es un gancho grande, como un anzuelo gigante de
cuatro puntas (o como cuatro anzuelos gigantes pegados). El robador sirve para
levantar los pescados más pesados sin que se corte la línea. Cuando parecía que
había picado algo grande Papá me pedía, mientras recogía la línea, que fuera
preparando el robador. Las burriquetas, cuando las sacaban del agua, hacían un
ruido raro y continuado, como un ronquido. Por eso las llamaban también
roncadoras. Los que aguantaban más en el aire eran los tiburones. Los chuchos
también eran aguantadores, y eso que cuando papá les cortaba la cola con el
pinche, les salía bastante sangre.
Nunca se me ocurrió preguntarle a Papá por qué se morían los pescados
fuera del agua. Como no tenían nariz, me parecía natural que no pudieran
respirar. A Papá le gustaba mucho explicarme cosas y mientras estábamos
pescando yo trataba de inventar preguntas difíciles para que él me las pudiera
contestar. Y sin embargo, mi papá se murió ¿No es increíble?
"Me ahogo", me dijo Mamá llorando que Papá le dijo. Y cuando ella levantó la
vista, le vio los ojos desesperados, desorbitados. Con el oxígeno no pudieron
hacer nada, ni con los masajes al corazón. Ni con la coramina. No volvió a
respirar. "Hicimos todo lo que pudimos", me dijo Mamá llorando. "Fue una
embolia. Los pulmones."
Cuando yo era chica, en verano, iba siempre a pescar con mi papá. Y sin
embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble? Lo pescaron.
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
ALEJANDRO TOLEDO
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
Y DE PRONTO ANOCHECE
Hacía ya varios meses que fantaseaba con la idea de asesinar a su mujer. No era
un impulso del todo sombrío, más bien tenía curiosidad por saber qué ocurriría
después del crimen con la casa que habitaban, a dónde irían a parar los muebles
y los objetos reunidos en tantos años de convivencia, qué pasaría con sus gatos,
con sus colecciones de películas, con sus videojuegos, con su ropa, con los
cuadros, con el jardín, con el automóvil, en caso de que... En su imaginación se
saltaba el homicidio en sí, que no debía ser estrepitoso ni sangriento. Acaso sólo
la ahogaría con la almohada o la estrangularía. La sangre le provocaba náuseas
por lo que desde un principio desechó usar cuchillo o pistola.
En tal caso, el cómo hacerlo no importaba. Lo substancial era el resto, lo
que seguiría: el silencio posterior, la espera... Él, claro, aguardaría en casa. No
pensaba huir. Esperaría, sí. ¿Qué o a quién? Esto según las circunstancias en
que el asesinato se hubiera dado. Al amanecer, por ejemplo. Despertaba
temprano, antes que ella. Aprovecharía esos momentos de calma. Luego se
daría un baño, escogería no lo mejor de su guardarropa sino lo más común, lo
de todos los días. La dejaría encerrada en la recámara y se dedicaría a cambiar
compulsivamente de canal de televisión hasta hallar algo de su interés o quedar
un poco adormecido.
Aquí se detenía, dejaba congelada la imagen. No acertaba a saber cuál
sería exactamente su reacción, cómo se sentiría entonces, luego de haber
asesinado a su mujer. Tampoco podía precisar si temía a la muerte, a la
presencia de la muerte, pues sus experiencias al respecto no eran muchas.
Nadie había agonizado entre sus brazos y nunca había tenido que identificar el
cuerpo de un pariente o un amigo, o ir a recuperar un cadáver al hospital. Los
fallecimientos cercanos sucedieron en momentos en que él estaba en otra cosa,
lejos, y las circunstancias no se prestaron para que tuviera un papel
protagónico. Llegaba a la funeraria cuando todo había ocurrido, y no era
tampoco de los que se acercan al féretro para mirar el rostro de quien se ha ido
o se está yendo.
Ella, sin vida en la recámara; él, en el estudio o cuarto de televisión, que
nunca se definió si era una cosa o la otra...
Estaba en esto cuando escuchó las cerraduras. La llave larga hay que
forzarla un poco, la llave corta es más dócil. ¿Estaba, pues, encerrado? Quizá su
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
MAYRA SANTOS-FEBRES
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
CUADRO 1
Hay una línea muy blanca. Aspira. Una línea blanca. Aspira. Esa línea es el
camino a seguir.
CUADRO 2
Llegó antes que yo. Yo era muy niña entonces. Tenía dieciséis años. Una
doncella apenas. Él me dijo "tú vas a ser la reina del universo". Mi padre le
creyó. Mi madre le creyó. Yo le creí. Iba a ser la reina del Universo. Miss
Universe. Porque era escultural. Porque tenía los ojos verdes. Porque mi carne
era blanca, como blancas eran las líneas a seguir.
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
un cuerpo distendido por el hambre y por los hijos. Yo también tenía hambre
Pero él me llamó primero, antes de que yo aprendiera a tragar.
Él me llamó. "Vas a ser la reina del Universo". Envió su avión particular a
recogerme. Mis padres me dejaron ir con unas amigas. Yo dudaba, dudaba.
Pero él llegó antes que la fuerza de mi duda.
Aspiré.
CUADRO 3
Sin embargo, me gustaba el otro. "O! what a rogue and peasant slave am I!"
Me gustaba el otro. "The play's the thing, Wherein I'll catch the
conscience of the king." Me gustaba por su lomo fuerte y su letra chiquita. Por
sus ojos de águila. Era paisano, era joven, era el escriba. También soñaba con la
gran platea del universo. Quizás, con tiempo, con esfuerzo, sin masajistas...
Le tocó ser alto. Le tocó ser blanco como blancos son los caminos a los que
tenemos que aspirar. No parecerse a los inditos alcoholizados que duermen en
los pajares bajo el cielo desprovisto de rutas. A él le tocó conocer los nombres de
la biblioteca de la abuela; la que ella me heredó con sus ojos verdes. Yo lo invité
a entrar. Mi padre celebraba un asado con sus amigos de la empresa, "Give
every man thy ear, but few thy voice", con sus amigos industriales, "Neither a
borrower nor a lender be", con sus amigos de colegio. El padre del escriba era
un amigo, abogado respetado, tomaba whisky. Aspiraba. Yo le abrí la puerta a
él, a su familia, pero todos nos fueron dejando solos, hasta que lo invité a la
biblioteca de la abuela. Le puse los dedos sobre el lomo.
Horacio me miró y quiso que yo hiciera más. Abrió un libro, me lo
enseñó. Yo leí.
CUADRO 4
No debió hacerlo. Abrir el libro aquel entre mis manos. Yo era Gertrudis. Yo era
Laertes y Ofelia. Yo era el príncipe vengador.
Hasta ese entonces a mí me bastaba con tocar los lomos de esos libros. Me
bastaba con tocarlo (al escriba) sobre los hombros. Hasta que llamara el Señor
Presidente. Siempre (Oh Claudius!) al otro lo traté de Señor.
CUADRO 5
Éste por las palabras. El otro por el poder de su mirada blanca. Mi carne, nívea,
pero impura, se distendía sobre los manteles de la patria, sobre las mesas
presidenciales, en los cocteles de la sociedad industrial. Mi carne, sonriente,
posaba para los sociales de "La Razón", de "Vanidades", de "Los Tiempos". Yo
sonreía pero dudaba. ¿Qué ruta debían seguir mis aspiraciones? ¿Cuál era el
camino que elegirían mis pies? Podría ser otra cosa que los canjes.
CUADRO 6
Bajo sus narices:
Con el Señor Presidente
Con su amigo la esperanza del Club Wilsterman
(El escriba aceptó estudiar en Estados Unidos pues al fin se había
"ganado" una beca presidencial.)
Con el del Club Universitario
Con su primo. Con mi primo.
(Me instalaron unos pómulos perfectos. Otra llamada del Señor
Presidente.)
Con un amigo del apoderado de los Tigres
Con el ingeniero de Bobinas Indistriales
(Partí a Sidney a concursar. El amado partió a California a estudiar.)
Un trío con dos broadcasters franceses
Con un ancla de noticias de Aust-tv Internacional
(Ensayos, ensayos, ensayos. Llamada del Señor Presidente.
Pasé a las últimas 5 finalistas. Gané el premio de Miss Simpatía.
No seré la Reina del Universo. Nunca seré la Reina del Universo.)
De vuelta a la patria, recibimientos. Con el DJ de Forum
Con el DJ de Diesel
Con varios amigos del escriba
Con el Señor Presidente
Recibimientos, fotos, banquetes. (Aspiré.)
¿Podré algún día descansar?
CUADRO 7
Me casé con un gobernador de provincias y no volví a ver al escriba. A veces
recibía llamada telefónica del Señor. A veces pasaban meses en que no. El
gobernador me llamaba por mi nombre (¿Ofelia? ¿Daniela?). A veces, a son de
broma, también me llamaba Miss Simpatía. Odié el título por primera vez. Por
primera vez me avergoncé de la ruta aspirada, del spotlight.
Durante su campaña de reelección me le escapé a mi marido y en Disco
Tavoe me topé con un amigo del escriba. Aspiré. Fue él quien me dijo que
estaba de vuelta, de vacaciones. Que a alguno le había preguntado por mí. Mis
dedos de repente sintieron nostalgia de su lomo fuerte. De sus párpados; ojos
de águila. Lo quise tocar. Sólo eso.
CUADRO 8
En sus narices, con él, con él, con él. En su cuartito de adolescente hasta que su
madre le llamó la atención. En un auto prestado, estacionado, detrás de "Secret".
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
Luego huí.
CUADRO 9
El escriba me siguió hasta casa de mi marido. Yo lo dejé entrar. A puertas
cerradas, hice todo lo que se me ocurrió para que lo sorprendiera la madrugada
entre mis sábanas. Quería verlo salir del exclusivo complejo de condominios
donde vivo con el gobernador. Quería contemplarlo, pálido, ojeroso, cruzar las
cuatro calles hasta la puerta donde el guardia deja entrar y salir a todo visitante.
Quizás verlo retorcerse de manos y marcharse. Aspira. Verlo mentir. "To thine
own self be true."
Se fue de mañana. Eran las seis. Lástima que no lo arrestaron. Lástima que logró
mentir tan bien. Lástima que el escriba fuera franqueado y lograra trasponer la
puerta. Llamar a un taxi, escapar. Hubiese querido verlo flotar rodeado de
magnolias en un torrente de líquidos. Me hubiese gustado verlo quieto, siendo
uno de mis personajes, el más adolorido. Quizás así hubiese podido creer en su
amor. Quizás entonces se hubiese enterado del mío.
CUADRO 10
El Señor Presidente ya no me llama más. Ahora vivo en Miami. Un judío gordo,
socio de mi padre logró sacarme del país. Logró salvarme del escándalo. De un
juicio de lavado de dinero contra mi marido, el gobernador. Él mismo me
divorció y me sacó de la patria.
He comprado ropa de diseñadores. Toda la que quiero. He engordado
algo, todo lo que quiero. Luego me hago succionar. Me hago aspirar. Trago.
Aspiro.
Mientras el judío sale a trabajar a su oficina, yo me pierdo por las calles
de Miami. Me pierdo por Rodeo Drive. Me pierdo por Coconut Grove. Me
pierdo por Dade County. Voy a Downtown. Ruinoso. Celebran una feria de
libros. Éstos no son como los de mi abuela. ¿O sí?
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
"¿Tu nombre?"
"Ofelia", le contesto.
(Ofelia es quien soy.)
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NEGROS
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LA FLORACIÓN
Mayo 8 9:05
(El capullo está por abrir. Hace diez días que comenzó todo, diez u once según
el director del jardín botánico. A partir de mañana, la planta será llevada a un
pabellón descubierto. Ahí podrá ser vista por el público. El ciclo será de veinte
días aproximadamente, desde que el espádice sea visible y hasta que la
inflorescencia decaiga.)
Altura (H): 47.8 cm
Diámetro máximo (D): 18.1 cm
Temperatura ambiental (T): 21.2 °C (media). Máxima: 29.2 °C
Humedad (M): no disponible (posterior consulta con el meteorológico).
Observaciones: Ninguna.
—Al margen:
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Mayo 9 9:03
(El capullo ha abierto. Son visibles dos centímetros de espádice. La planta ha
sido colocada en el centro de una rotonda, en torno a la cual ya se despliega
cierta actividad. Permiso para el estudio entregado hoy por el fitólogo jefe del
jardín.)
H: 49.9 cm
D: 18.5 cm
T: 21.2 °C (media). Máx.: 29.2 °C
M: no disponible (posterior consulta con el meteorológico).
Observaciones: El color del espádice es parduzco, semejante a madera reseca.
—Al margen:
El sujeto encargado de la investigación en el jardín es pesadísimo. Cuando me
presenté dijo con cierta tonadilla: "Ah, la chica entomóloga", como si yo le
pareciera poca cosa por ser entomóloga. Pero sobre todo me disgustó lo de
"chica", seguro piensa que soy inexperta del todo, una aficionada. No me cae
bien; creo que ya se dio cuenta.
Lo que era un mero trámite —recoger el permiso para el estudio
entomológico de polinización—, se convirtió en algo así como un interrogatorio
con este sujeto. Empezó por preguntarme nombre y experiencia —parecía que
hubiese ido a pedirle trabajo— y terminó por cuestionar seriamente el valor del
estudio. En eso estaba de acuerdo, y se lo habría dicho pero no quise darle la
razón: me he empecinado en llevarle la contraria. Tomé el documento con una
sonrisa, y salí de su despacho prácticamente silbando.
Acabo de cancelar mis planes para salir esta noche. Llueve a cántaros.
Bajaré al bar del hotel a tomar algo. Aunque no parece muy animado.
Mayo 10 9:06
(El crecimiento se ha acentuado. Al parecer también la temperatura de la
Amorphophallus. Han instalado un censor en su base, el exterior de lo que será la
espata una vez que el espádice esté por completo expuesto.)
H: 55.0 cm
D: 19.1 cm
T: 22.6 °C (promedio). Máx.: 30.8 °C
T A. titanum: 38 °C !!!
M: no disponible (posterior consulta con el meteorológico).
172
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
Mayo 11 11:10
(Fase intensa de crecimiento próxima. A. titanum proyecta los tres metros de
mantener esta velocidad, según fitólogo jefe del jardín.)
H: 65.8 cm
D: 20.0 cm
T: 22.9 °C (promedio). Máx.: 31.5 °C
T A. titanum: 38.5 °C
M: no disponible (posterior consulta con el meteorológico).
Observaciones: temperatura de A. titanum correcta según termopar instalado.
Color del espádice, grisáceo; superficie y aspecto semejante al de un nabo.
Ningún insecto observado en su entorno.
—Al margen:
Llegué tardísimo al jardín. El fitólogo jefe —¡ese engreído!— me miró casi con
desprecio. En eso nos parecemos: siento lo mismo por él. Hice mis lecturas en
cosa de cinco minutos, esto también lo indigna, le irrita que nada más haga eso
y me vaya. La salida de anoche no estuvo mal del todo. Por supuesto, faltó lo
principal. En fin, llegué de madrugada al hotel, rendida, y un poco tomada.
Incluso me equivoqué de cuarto, pero se debió a la oscuridad del pasillo.
Hoy en la mañana, luego de media hora en el jardín botánico, estaba por
irme cuando nos invitaron a una conferencia de prensa. Supuse que habría
bocadillos y bebidas, y, como no había desayunado, decidí asistir.
Mientras tomaba café y galletas me enteré de lo que se trataba: la emisión
de un timbre postal conmemorando la floración de la Amorphophallus. (¡Qué
romántico!) La cancelación tendrá lugar cuando abra lo que confunden con la
flor. Por más folletos informativos que ha distribuido el Jardín, los medios —
¡ah, los medios!— y por tanto la gente, siguen creyendo que la flor es esa forma
gigante que, para confundirlos más, parece flor. Sin embargo, son miles de
microflores, y entre todas conforman el espádice, ese falo que crece y crece. Si
los dejaran acercarse lo verían. Pero eso no ocurrirá, sería decepcionarlos, ya no
habría más flor gigante y carnívora, el verdadero espectáculo.
Los afortunados que estuvimos en la conferencia de prensa tuvimos el
privilegio de recibir el aludido timbre. No está mal. Por lo regular todos los
173
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
timbres son bonitos, por eso los coleccionan. Sinceramente, yo dejé de usarlos
hace mucho. Pero éste lo voy a pegar aquí como recuerdo. Quizá vaya a la
cancelación.
Mayo 12 9:05
(Fase intensa de crecimiento tentativamente establecida. A. titanum desarrolla 1
cm/90 minutos. Estimación del equipo de estudio: 1 cm/70 min en el clímax de
fase intensa.)
H: 77.9 cm
D: 21.5 cm
T: 23.2 °C (promedio). Máx.: 33.0 °C
T A. titanum: 38.7 °C
M: no disponible (posterior consulta con el meteorológico).
Observaciones: aspecto sin mayores cambios salvo los dimen-sionales.
—Al margen:
Estoy resfriada. Dolores en hombros y articulaciones; también la cabeza. Debe
ser la desvelada de anteanoche. Sólo estuve una hora en el jardín. No me sentía
bien. A. tiene un remedio para los resfriados: dormir 12 horas consecutivas a
como dé lugar, previa ingesta de aspirina y té. Pero sobre todo el descanso de
12 horas. Son las cuatro de la tarde, espero poder dormir de corrido hasta que
amanezca. No usaré somníferos. A. les tiene desconfianza.
Mayo 13 8:30
(Lecturas de humedad descartadas.)
H: 90.0 cm
D: 22.0 cm
T: 23.6 °C (promedio). Máx.: 33.2 °C
T A. titanum: 38.7 oC
Observaciones: Aspecto sin mayores cambios salvo los dimensionales.
—Al margen:
Ninguna mejoría; aún me duele el cuerpo. El remedio de A. fue interrumpido
por la misma A. quien llamó ayer alrededor de las 22:00. Se disculpó muy
preocupada —¡gran ayuda!— y me dio el nombre de algunos antihistamínicos.
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
Conversamos unos cinco minutos. Antes de colgar dijo que llamaría en una
semana. Me gusta hablar por teléfono con A., sobre todo cuando hay mucha
distancia de por medio. No sé, me tranquiliza.
No pude reconciliar el sueño. Luego de pensar un poco en A., en lo que
estaría haciendo a esas horas, recapacité en lo tedioso que resultaba el estudio,
pérdida de tiempo y presupuesto. Ello me llevó a confrontar con disgusto los
encuentros con el fitólogo jefe. Si hubiese determinado echarme, no me habría
opuesto, seguro después el Instituto conseguiría los datos. Así pasaron un par
de horas; hacia la medianoche me dormí. No lo suficiente, a las seis ya estaba
despierta, con un ligero dolor de cabeza.
Llegué al jardín muy temprano. Problemas en la entrada. Mostré el
permiso. A esa hora la fenomenal planta era toda mía, casi nadie había llegado.
Iré más temprano a partir de mañana, así evitaré ver caras desagradables.
Pedí en recepción que no me pasen llamadas, así podré dormir bien.
Mayo 14 8:15
(Crecimiento constante en el orden de los 10 ± 2 cm/día. Proyección final de 2.6
m aprox.)
H: 102.0 cm
D: 23.3 cm
T: 23.8 °C (media). Máx.: 33.6 °C
T A. titanum: 38.6 oC
Observaciones: Aspecto sin mayores cambios salvo los dimensionales.
—Al margen:
Bastante recuperada aunque aún hay molestias, sobre todo muscu lares.
Definitivamente, llegar temprano al jardín representa un mejor día en todos los
aspectos. La temprana fase en la que está la planta me deja espacio para trabajar
en la redacción de informes para el trabajo pendiente sobre Bombus terrestris,
por ejemplo, y también para escribir esta bitácora; aunque hoy prefiero
descansar.
Mayo 15 8:20
H: 112.5 cm
D: 25.0 cm
T: 23.1 °C (media). Máx.: 33.0 °C
T A. titanum: 38.2 °C
Observaciones: Ninguna.
—Al margen:
Como nueva gracias al método de A. Las horas de sueño me han sentado bien.
Saldría a festejar esta noche pero me he propuesto no hacerlo, en parte por A.,
en parte porque temo una recaída. Aún así, ganas no me faltan.
Hoy empezaron a llegar más investigadores extranjeros para estudiar la
planta. Un grupo de Holanda con bastante y sofisticado equipo. Cinco ingleses,
cuatro hombres y una mujer que no paran de discutir entre ellos. También llegó
Stephanenko, el célebre biólogo. Llegó sólo, cavilando, con su inmensa barba
que lo hace idéntico a Alexander Ivanovich Oparin. Cuando arribó, los cinco
ingleses se callaron y fueron a su encuentro para saludarlo. Me parece que
175
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
Mayo 16 8:50
H: 124.0 cm
D: 27.0 cm
T: 22.8 °C (media). Máx.: 31.8 °C
T A. titanum: 38.5 oC
Observaciones: La espata comienza a tener forma, la parte inferior de la
Amorphophallus se ensancha.
—Al margen:
Más foráneos en el jardín. Hoy llegó un italiano, al parecer descendiente de
Odoardo Beccari, el naturalista que descubrió la flor cadáver en los bosques de
Sumatra el siglo pasado. Es alpinista y tiene aire de gigoló. No creo que se
quede mucho tiempo. Le tomaron fotos al lado del elote gigante, que es lo que
parece por el momento la planta, y después estuvo platicando con los otros
extranjeros, sobre todo con la inglesa. Una pena para mi colega, después llegó
una mujer y el italiano se marchó con ella. Era una mujer bellísima, una musa
paradisíaca en todo el sentido del término.
También llegaron algunos estudiantes de la universidad de Wisconsin en
Madison. Escandalosos, así me lo parecieron. Día tras día hay más revuelo en el
jardín. Se aproxima el circo. Con tanta gente será difícil realizar las mediciones.
Hoy debí esperar media hora a que los súbditos de su Majestad terminaran de
hacer lo que hacían para poder medir parámetros. Tendré que madrugar los
días siguientes.
Mayo 17 9:50
(Cambio de unidad para medir altura.)
176
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
H: 1.40 m
D: 29.0 cm
T: 23.0 °C (media). Máx.: 32.1 °C
T A. titanum: 38.5 oC
Observaciones: El mayor crecimiento registrado por la Titán arum para un solo
día. De mantener esta taza, los 3 m proyectados son factibles.
—Al margen:
Odio a los hombres, en especial al fitólogo jefe. El gran miserable ha hecho un
horario de estudios para que no haya desorden en torno a la planta. "El stress
ambiental podría molestarla", alegó sarcástico cuando fui a verlo. ¡Al diablo con
eso! Soy la última en el maldito itinerario. Hoy llegué antes de las ocho y tuve
que esperar bastante para medir parámetros. De nuevo los inglesitos
acapararon todo. Después Stephanenko pasó cerca de veinte minutos frente a la
planta sin pestañear siquiera. Por un momento también él parecía estar
sembrado ahí, creciendo. Y el desfile siguió: los estudiantes de Wisconsin, el
grupo holandés —no más de diez minutos—, un genetista sueco (éste es nuevo)
con un parche de pirata en un ojo; y cuando finalmente me disponía de mala
gana a realizar mis lecturas, llegó el tataranieto de Beccari sin su musa y se
repitió la sesión fotográfica del día anterior. Casi a las diez llegó mi tu turno;
dos horas y media de espera.
Fui a hablar con el responsable, pero el gran miserable me escuchó
menos de un minuto, dijo que no tenía tiempo, que era un hombre muy
ocupado. Pensé en llamar al Instituto para reclamar apoyo, más presencia, que
no me dejaran sola, pero lo que vi cuando regresé a la rotonda donde está la
planta hizo que me olvidara del asunto.
La musa del italiano había vuelto, pero no sola. Con ella venían algo así
como veinte mujeres, una floración anticipada en el jardín. Los científicos
cuchicheaban entre sí, recelosos del grupo de alta belleza que se había
congregado. El tataranieto de Beccari y su musa, tomados de la mano, estaban
al centro del grupo escuchando la explicación que les daba una mujer con aire
de guía de turistas. Datos llamativos, básicamente: les dijo que una vez abierta
la flor olía a carroña, de ahí el nombre de flor cadáver. También mencionó lo del
falo deforme —algo evidente—, y que la naturaleza carnívora de la especie no
era tal, tampoco que los elefantes la polinizaban.
Stephanenko estaba junto al grupo, impávido como siempre. Cuando la
guía concluyó, el italiano se aproximó al biólogo y le presentó a algunas de las
mujeres. Por primera vez las facciones del ruso se alteraron. Me habría gustado
que se quedaran más, todo el día. Pero el italiano partió con su séquito de
bellezas. Después me enteré de que eran modelos; no pude averiguar nada más.
A. fue modelo alguna vez; me habría gustado verla entonces. Si el italiano
aparece de nuevo, le preguntaré dónde se hospedan.
Mayo 18 11:05
H: 1.52 cm
D: 31.0 cm
T: 23.2 °C (media). Máx.: 32.5 °C
T A. titanum: 38.1 °C
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
Mayo 19 10:00
H: 1.63 m
D: 32.0 cm
T: 23.0 °C (media). Máx.: 32.0 °C
T A. titanum: 38.2 oC
Observaciones: Taza de crecimiento establecida.
—Al margen:
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
Llegué a las nueve en punto, cuando estaban por abrir el Jardín. Estuve atenta
hasta las doce, pero no hubo señales de Galia; por la entrada no pasó. Tampoco
vino el italiano a sacarse fotos con la planta. Quizá ya no vuelvan. Es una
lástima. Traté de indagar pero todos están atrapados en sus estudios o
teorizando por ahí como el genetista sueco a quien sorprendí hablando solo
frente a un cedro libanés.
Los holandeses me invitaron a ver cómo corrían un protocolo de prueba
con flores de camelia. Tienen buen equipo, pero muy aparatoso y complicado
de instalar. Estuve con ellos durante una hora; luego les dije que tenía que hacer
algunas lecturas con la Titán, y me fui. Di una vuelta más por el Jardín pero no
vi a Galia. Entonces regresé al hotel para trabajar en el informe de Bombus
terrestris.
Un instante en el paraíso es muy poco.
Mayo 20 10:06
H: 1.75 m
D: 34.0 cm
T: 23.7 °C (media). Máx.: 33.5 °C
T A. titanum: 39.0 oC
Observaciones: La temperatura ambiental ha aumentado. Posible causa de que
la planta haya incrementado la propia. La espata está próxima a diferenciarse.
—Al margen:
Misma rutina de ayer. Nueve de la mañana. Control visual del acceso. Vueltas
por el arboretum. Galia por ningún lado. Dijo que volvería. Eso creo. Luego de
darme el beso.
Permanecí hasta bien entrada la tarde en el jardín botánico, esperando un
milagro. No sucedió. Estuve tentada a preguntarle al fitólogo jefe si el
descendiente de Beccari regresaría; pero ahora sí está ocupado el hombre.
Además, dudo que me hubiera ayudado.
Los estudiantes de Wisconsin dieron una charla sobre la Amorphophallus
a un grupo de niños, por supuesto, más escandalosos que ellos. Los intimidaron
con el cuento de que la planta es carnívora, con predilección por los menores;
eso los acalló.
Regresé más tarde que los otros días al hotel, y me puse a ver la tele. El
revuelo por la floración de la planta va en ascenso. Hay un anuncio en el que
presentan todo esto como un evento especial. Termina diciendo algo así:
Amorphophallus titanum 1999: en el Jardín Botánico. Y música de estruendo como
fondo. Es ridículo, todo esto es ridículo, un show es lo que es. También venderán
playeras y otros recuerdos alusivos a la planta. Los odio.
Ojalá pudiera ver a Galia una vez más.
Mayo 21 11:02
H: 1.87 m
D: 36.0 cm
T: 23.7 °C (media). Máx.: 34.0 °C
T A. titanum: 38.9 oC
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
Mayo 22 13:17
H: 2.00 m
D: 38.0 cm
T 22.9 °C (media). Máx.: 33.6 °C
Observaciones: Tres días más para que la espata sea visible, según botanistas
del jardín.
—Al margen:
Feliz, inmensamente feliz. Más de una hora en el paraíso y quizá haya más esta
velada. Galia volvió.
Anoche decidí no salir. Sólo fui al bar del hotel. Había más gente que de
costumbre —más que el sábado pasado—, y bebí un poco. Luego de un par de
horas me había cambiado el ánimo. Dormí bastante, casi hasta las diez, y de
nuevo llegué tarde al jardín. Pero ya no hay horarios para mí; el itinerario ha
crecido en integrantes y sigo estando al último, de modo que aún a las doce no
era mi turno.
Laurent, un sociólogo y biólogo francés insoportable, iba a dictar una
conferencia magistral sobre la relación hombre-naturaleza. Y por si fuera poco,
el genetista sueco la comentaría al final. Stephanenko, estólido, estaba en
primera fila al lado del fitólogo jefe. Yo estaba en la última y al cuarto de hora
deserté. Camino a la salida del jardín me topé sin más con Galia.
No la reconocí, tenía el cabello rojizo y recogido, y traía ropa muy
holgada, zapatos de explorador y gafas color violeta. Me dijo hola, cómo va la
flor. Sólo entonces, cuando habló, supe que era ella. Le hicieron un cambio de
imagen en un desfile.
Fuimos a ver a la Titán arum, y luego caminamos por el arboretum bajo
evidente amenaza de lluvia. Dijo que había tenido mucho trabajo los días
previos, por eso no había venido. Se veía más bien alicaída. Le pregunté si algo
le preocupaba, si estaba enferma, desvelada, triste, si acaso ella... Se detuvo
entonces, y se puso más seria. Sí, era eso, lo temido, lo de siempre, el
desencanto de una decepción amorosa, la primera para ella que es un año
menor que yo.
Reconfortar a los afligidos nunca ha sido lo mío. Como pude le di
ánimos, pero fui torpe al hacerlo. Le causaron gracia, quizá ternura, mis
descompuestas palabras; de pronto ambas comenzamos a reírnos y Galia dijo
que todo aquello era a fin de cuentas ridículo. (Lo mismo pienso yo.) Luego
añadió que los hombres eran unos condenados —coincido en algo—, unos
condenados y unos cerdos. Y se rio de nuevo. Entonces empezó a llover.
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
Mayo 23 ≡16:00
H: 2.16 m
D: 40.0 cm
T: 22.1 °C (media). Máx.: 33.7 °C
Observaciones: A. titanum está por abrir.
—Al margen:
Domingo, día de descanso, por fortuna.
Pasé la noche del dos y dos en compañía de Galia y algunas de sus
amigas. Fuimos a bailar; habría preferido algo más apacible. Lo propuse, algo
apacible, pero nadie pareció de acuerdo. Hacia la medianoche entramos a una
discoteca, once en total, incluyendo al italiano pariente de Beccari que lleva la
custodia de las modelos. Al cabo de un rato desapareció con su musa.
Bailamos y bebimos. Bebimos y bailamos: qué más podíamos hacer. Yo
siempre junto a Galia, las dos muy juntas al bailar. En un par de ocasiones
intenté besarla, medio en juego medio en serio; se dejó y la gente a nuestro
alrededor nos vitoreó emocionada. Galia estaba contenta. Cree que todo es un
juego. Junto con otras cinco modelos nos fuimos poco después de las cuatro.
Para entonces habíamos bebido demasiado. Tuve que quedarme en el hotel de
las modelos, con Galia, en su cuarto. Pero ya no tenía fuerzas para nada.
Desperté hoy casi a las dos de la tarde. Dolor de cabeza. Resaca. Algunas
modelos no se cuidan del todo, pensé al ver a Galia lívida en su lecho, una
mancha de vómito junto a ella. Escribí una nota donde le decía que la llamaría
después. Antes de irme, la besé en los labios. Tenían un sabor agrio; me sentí
mal.
En el jardín procuré no llamar la atención. No quería pasar demasiado
tiempo ahí. Cuando terminé de tomar parámetros, Stephanenko estaba a mis
espaladas. Gran susto, no lo había escuchado aproximarse. Inclinó ligeramente
la cabeza a manera de saludo. Hice lo mismo, y me despedí de inmediato. Intuí
que me seguía con la mirada, inquisidor.
He llamado a Galia. Cenaremos en un sitio que ella conoce. Irán más
modelos.
Mayo 24 10:03
H: 2.29 m
D: 43.0 cm
T: 23.3 °C (media). Máx.: 34.1 °C
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Mayo 25 10:13
H: 2.41 m
D: ≡50 cm
T: 23.5 °C (media). Máx.: 34.3 °C 0
Observaciones: A. titanum ha expuesto el espádice. Indicios de emanaciones
fétidas. Fase de polinización próxima. En espera de mediciones de temperatura
con termopar. Observación de polinizadores programada.
—Al margen:
Sin haber sido expulsada, el paraíso terminó para mí.
Luego de pasar una noche más con Galia, ella me ha dicho que pronto
partirá. A la pregunta de cuándo lo haría respondió simplemente que mañana.
Agregó que le había encantado conocerme y empezó a hablar a la manera de la
musa del italiano, con ligereza, como si nada tuviese importancia, como si nada
hubiese ocurrido. Todo fue un juego para ella, una diversión, un paliativo
temporal.
A., que fue modelo, mencionó alguna vez lo neutrales que pueden ser
estas criaturas. Ahora lo compruebo. Pese a todo, fingí estar feliz por aquellos
días con ella, y me despedí prometiendo pasar a verla esta tarde. Por supuesto,
no fui; estuve en el jardín observando y capturando polinizadores bajo el aura
pestilente de la flor cadáver.
Mayo 26 11:14
H: 2.55 m
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
D: ≡50 cm
T: 23.0 °C (media). Máx.: 33.9 °C
T A. titanum: 40.0 °C
Observaciones: Clímax del crecimiento. Espádice expuesto por completo.
Inflorescencias femeninas listas para polinización, misma que será manual.
Capturados algunos ejemplares de coleópteros carroñeros e himenópteros.
Incompatibilidades con otros experimentos han impedido un mejor trabajo.
—Al margen:
Amorphophallus titanum en todo su esplendor. La Titán arum ha atraído a miles
de personas al jardín. 56 000 el día de hoy, según el fitólogo jefe que parece muy
feliz. Este día incluso me saludó y me preguntó cómo iba eso. Le dije que bien.
A pesar de su cambio de actitud, sigue sin simpatizarme. Pero tanto revuelo en
el entorno me ha emocionado a fin de cuentas. Nunca había visto a la flor
cadáver, el espádice parece una estalagmita, o un carámbano de hielo. Aunque
venía estudiándola por más de dos semanas, esto es distinto. El olor a carroña
desapareció, la planta lo dio todo. La apariencia membranosa y escarlata de la
espata me hizo pensar en Galia, en su carne...
Me llamó por la mañana para despedirse y para reclamarme, en broma,
por no haber ido ayer como había prometido. No dela-taba molestia. Dijo que
habían ido a la discoteca de la otra noche. Bailaron mucho, esta vez con poco
alcohol, es modelo, debe cui-darse. Antes de colgar le dije que la iba a extrañar.
Se rió; respon¬dió que ella también me extrañará, y me mandó un beso. Cuida
de la flor, comentó finalmente, luego colgó.
Antes de partir hacia el hotel, escuché a Laurent decir algo que me
resulta incómodo. Hablaba, haciendo alarde de su reper-torio de presunciones,
a los estudiantes de Wisconsin, a dos mu-chachos en concreto. Claramente lo
escuché decir que el amor uranista era la caricatura del normal en su aspecto
psíquico, tal cual lo dijo. Y se me quedó grabada su frase, ¡el muy sabelotodo! Si
supiera de verdad.
Un día más y todo habrá acabado.
Mayo 27 10:32
Observaciones: A. titanum ha caído por su propio peso. Personal del jardín
extraerá eventualmente el rizoma.
—Al margen:
Soñé con A., creo que sin merecerlo. Ojalá que ya no esté enojada.
En la recepción había un regalo para mí: el libro de Maeterlinck; Galia me
lo dedicó con un beso de carmín en la hoja del título.
Espero que el vuelo de regreso sea más tranquilo, no deseo acabar como
la flor cadáver: sin figura.
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
MARIO MENDOZA
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
LA REVOLUCIÓN
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
Hubo una pausa larga. El viejo buceaba en imágenes del pasado. Dijo:
—Toda la noche pusiste música de los Rolling Stones mientras íbamos de
un sitio a otro.
—Ayuda a calmar los nervios.
Antonio sonrió. José dio dos pasos y preguntó:
—¿Vamos a la cocina a preparar algo de comer? Me tragaría un bisonte
del hambre que tengo.
Bajaron al primer piso muy despacio, Antonio apoyándose siempre en el
hombro de José.
—Detesto estar enfermo y convertirme en un lastre para los demás —dijo
Antonio.
—Me pasa igual.
El viejo se sentó en un butaco. José abrió la nevera y sacó un pimentón,
una cebolla, una zanahoria, una berenjena y una libra de carne. Lavó las
verduras y dejó la carne bajo el chorro de agua para descongelarla un poco.
Cortó los vegetales en pequeños trozos y luego hizo lo mismo con los filetes de
carne. Separó los pedazos de berenjena y los introdujo en una vasija con agua y
sal.
—Carne con verduras.
—¿Sabes cocinar bien?
José se detuvo y guardó silencio por unos segundos. Al fin dijo:
—Amo la vida de una forma delirante. Las mujeres, el deporte, los libros,
el cine, los amigos, mis ideales de cambiar el mundo, el arte... Pero por encima
de todo amo la comida, el placer de combinar y mezclar sabores, olores y
texturas.
—¿Por encima de tus ideales políticos? —preguntó el viejo
escandalizado.
José prendió uno de los fogones y puso encima una sartén de hierro
colado. Roció un hilo de aceite e introdujo primero la zanahoria, unos minutos
después el pimentón y la cebolla, luego la berenjena recién pasada por un
colador, y finalmente los trozos de carne. Condimentó con pimienta, cominos,
sal, albahaca y yerbabuena. Buscó unos dientes de ajo, los maceró, y revolvió
todo con una cuchara de palo. El olor se extendió a lo largo de la casa.
—Si no comes no puedes trabajar, ni estudiar, ni amar, ni nada. Tampoco
puedes hacer ninguna revolución. O comes bien o te jodes. Recuerda el refrán:
"Dime qué comes y te diré quién eres".
—Según eso la gente pobre no es gran cosa.
—Una campesina se alimenta mejor que cualquier anoréxica histérica de
clase alta.
Puso el botón de la estufa en bajo y tapó la sartén cuidando de que no
quedara ninguna abertura por donde escapara el vapor. Se sentó cerca de
Antonio y dijo en voz baja, como si alguien pudiera escuchar:
—Nos falta una cerveza.
—Está prohibido.
—Ya sé, las reglas estrictas de la Organización...
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Dale.
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
al televisor con los emparedados y las cervezas sobre una bandeja, al alcance de
la mano. La pelea estaba a punto de empezar.
Esta vez José describió en detalle round por round. Los golpes, los
amagos, el estado físico de los contrincantes. Defraudando todos los
pronósticos, De la Hoya perdía la pelea contra el retador J. J. Molina, quien
mantenía al campeón a distancia a punta de directos de izquierda al mentón. En
el sexto round Molina estaba a punto de alcanzar el knock-out y De la Hoya se
defendía como podía desde las cuerdas. En el séptimo round, de pronto, De la
Hoya contraatacó y logró meter dos ganchos de derecha que dejaron a Molina
tambaleante y semiaturdido.
—El tipo está groggy —explicó José.
—Increíble, iba ganando la pelea.
—De la Hoya tomó un segundo aire. Lo va a hacer pedazos.
—¿Lo rompió?
—Le abrió la ceja derecha, sí. Espera, comenzó el octavo round...
José narró la forma como De la Hoya se había ido encima, tirando golpes
de izquierda y de derecha, y esquivando con facilidad los tímidos rectos de
izquierda de Molina. Finalmente De la Hoya metió un uppercut de derecha y
dejó a Molina sobre la lona con conteo de protección. Molina había intentado
levantarse, pero trastabilló, se agarró de las cuerdas y el árbitro decidió
terminar la pelea para proteger la integridad del pugilista.
—Te lo dije —comentó José.
Apagaron el televisor y el viejo se despidió.
—Yo puedo subir solo, no te preocupes —aclaró.
—Si necesitas algo, avísame.
—Gracias.
José revisó la puerta, apagó las luces y se recostó en el sofá. Puso el
revólver en el piso, muy cerca de su mano que colgaba desprevenidamente en
el aire, y relajó su cuerpo para descansar.
El domingo lo despertó un sol radiante que entraba a través de la
delgada cortina de la sala. Practicó sus ejercicios de costumbre y luego dispuso
un desayuno abundante y generoso: jugo de naranja, tortilla de cebolla, café con
leche y tostadas con mantequilla y mermelada. El viejo hizo su aparición en la
cocina hacia las ocho de la mañana.
—Buenos días —dijo Antonio buscando a tientas un asiento para
sentarse.
—Hola Antonio, qué tal.
—Dormí como un tronco. Huele delicioso.
José le acercó una silla hasta rozarle los dedos de las manos.
—Gracias —dijo el viejo.
Comieron con apetito voraz. José ordenó la cocina y subió al baño para
ducharse y arreglarse. No se despegó de su revólver.
—Me gritas si sientes algo raro —le pidió a Antonio.
—No te preocupes.
Bajó recién afeitado, el pelo húmedo todavía y una expresión de júbilo en
el rostro. Le propuso a Antonio leer en voz alta algún texto literario.
—Aquí no hay libros —dijo el viejo.
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
—Se quitó el brasier —dijo José con voz temblorosa, como si estuviera
comenzando a ponerse nervioso—. Qué par de tetas tiene esta mujer.
Antonio no dijo nada, pero tampoco quiso regresar a la sala-comedor.
Esperó unos segundos, respiró profundo y se atrevió a preguntar:
—¿Grandes?
—¿Qué?
—Las tetas.
—Son perfectas, Antonio. Medianas, bien paraditas, con los pezones
anchos y bien oscuros.
—¿Cuántos años tiene?
—Unos veinte... Cabello negro, largo... Trigueña... —dijo José en medio
de un suspiro.
—Que no te vaya a ver.
—No, no... Mierda, se va a quitar los calzones...
Antonio tragó saliva. José continuó:
—Qué sexo tiene, no joda... Grande, negro...
—¿Está afeitada?
—Sólo en los bordes.
—Así es que a mí me gustan, bien hembras.
—No te imaginas el cuerpo de esta mujer.
—¿Puedes verle el culo? —dijo el viejo con ansiedad.
—No, está de frente... Pero debe tenerlo parado, perfecto...
—Llevo semanas sin estar con una mujer —dijo Antonio con tristeza.
—Se está acariciando las tetas...
—Estará excitada, caliente, con ganas de echarse un polvo —aseguró el
viejo.
—Y nosotros aquí, como un par de idiotas...
—Qué mala suerte.
—Se acostó... Mierda, no veo nada... José se retiró de la ventana y ayudó
al viejo a caminar hasta la cocina.
—Qué piernas, qué cintura, qué tetas —comentó José mordiéndose el
labio inferior—. No podía estar más buena.
—No me atormentes más.
Antonio se sentó y José asó dos filetes de carne, preparó unas papas al
vapor con perejil y mezcló una lata de verduras mixtas con dos cucharadas de
mayonesa y un chorro de vinagre. Cortó dos limones en rebanadas delgadas,
puso aparte las semillas, e introdujo la fruta en la licuadora con agua, azúcar y
dos cubos de hielo triturados previamente. Sabía por experiencia que el secreto
de una buena limonada estaba en la cáscara y en el hielo.
Almorzaron hablando de mujeres: amigas, novias, amantes. José percibió
un hálito de nostalgia en los recuerdos de Antonio.
—¿Nunca te casaste? —le preguntó José en voz baja, apenas audible.
—Este oficio no te permite hacer un hogar —manifestó el viejo.
—Puedes buscarte a alguien como tú, con tus mismas ideas políticas.
—A mí siempre me gustaron las mujeres femeninas, elegantes,
distinguidas.
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
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SANTIAGO RONCAGLIOLO
ASUNTOS INTERNOS
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ver si nos contradecíamos. A mediodía, nuestros padres nos traían comida que
compartíamos con otros presos. Cuando finalmente nos soltaron, el teniente
Valdivia nos devolvió la cámara de fotos sin rollo. Nos dijo:
—A ustedes no los han encerrado por sospechosos sino por huevonazos.
Y se rio.
Semanas después, leí en el periódico que durante un confuso motín en la
DINCOTE, uno de los reclusos había muerto como consecuencia de seis balazos
policiales. Su nombre era Rodolfo Portugal Peña (a) el Mosca. Imaginé al
teniente Valdivia apuntando su revólver contra la cabeza de nuestro amigo,
pero el periódico no decía quién había disparado.
Esa noche, en memoria del Mosca, el Chino Pajares y yo fuimos a tomar
unas cervezas en un bar de Barranco. Conversamos ocho horas seguidas.
Descubrí que sus hobbies principales eran escribir poesías buenísimas y conducir
borracho. Esa madrugada fue la primera vez que nos detuvo un policía, no un
cuerpo de la infantería de Marina.
Es que el Chino era bien bruto. Iba por la Benavides a noventa y seis por
hora con media botella de whisky en la mano y media más en la sangre
buscando a alguna ancianita o cochecito de bebé para llevárselo de encuentro.
Cuando el policía vino a amonestarnos, simplemente no podía creer que
existiésemos:
—Oiga, joven. ¿Usted se ha vuelto loco o qué le pasa? —dijo.
Entonces descubrí el gran talento del Chino, cuando visiblemente
nervioso y con lágrimas en los ojos (de verdad, no sé de dónde las sacó, pero
tenía lágrimas) respondió:
—Lo siento, jefe, pero es que mi madre tenía cáncer ¡Y se ha sanado, jefe!
El tumor ha desaparecido. Ha sido un milagro. Así que, por favor, póngame de
una vez la papeleta —o sea, la multa— porque voy al hospital in-me-dia-ta-
men-te.
El policía quedó tan impactado por la noticia que nos dejó ir. La
mamacita de uno es sagrada, argumentó. El Chino hasta se dio el lujo de pedirle
por favor la papeleta —o sea, la multa, qué pesado es escribir con traducción
simultánea—, porque pensaba que se la merecía a pesar de todo. El policía se
negó rotundamente a multarlo, y no se hable más. Antes de irnos, nos regaló un
par de boletos para una rifa de la policía que nunca ganamos.
Con el talento que tenía, el Chino Pajares no tardó en entrar en política.
Mientras terminaba la carrera de derecho se hizo asesor de un congresista y,
con su nuevo sueldo, se compró un carro más grande. No lo hizo por
ostentación, sino porque decía que en las calles de Lima nadie respeta a los
chiquitos. O eso lo decía de la política, no recuerdo bien.
El nuevo auto, un Corolla, tuvo dos efectos imprevisibles. El primero fue
que el Chino se puso más bestia para conducir y el segundo, que dejó de
escribir poesía. Era un poeta realmente bueno y aún leía mucho, de hecho, tenía
un enorme afiche de Bukowski sobre su cama, al lado de la chica Penthouse del
91. Pero ya sólo escribía para Pasión Popular, la revista de las barras bravas del
Universitario, donde arengaba a los hinchas del equipo a abollar las cabezas del
enemigo y romper todo en caso de derrota, para que el mundo supiese que la U
estaba de luto. Yo me reía mucho con sus textos en Pasión Popular, pero un día
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
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Operativos Especiales, que había peleado en la guerra con Ecuador y que una
vez había matado a dos ladrones que se habían metido a su casa, le enseñó al
Chino lo que llamaba la "lección número 1":
—Cuando vayas a dispararle a alguien, no te pongas a disparar a todos
lados como una mocosa histérica. Un solo disparo, entre los ojos, tiene que ser
suficiente. En cambio, si disparas demasiadas veces y el otro tiene un arma, te
cagaste, porque él sí disparará sólo una vez.
Cuando el Chino me repitió a mí la lección, le dije:
—Hablas como si ya hubieras matado a alguien.
—Nunca he matado a nadie —respondió—, pero un día de estos, con un
poco de suerte, la hago.
Tuvo su oportunidad una tarde, mientras tomábamos unas cervezas con
el Zapatón Ronsoco. Ni siquiera habíamos tenido tiempo de beber demasiado
cuando entró en la casa el Mellizo Cuéllar gritando que al Chino le estaban
robando el carro. El Chino ni siquiera titubeó. Vio la oportunidad de matar
legalmente en defensa propia y corrió a la calle. Los demás lo seguimos.
Llegamos a tiempo de ver cómo los ladrones arrancaban el carro. El Chino
apuntó con cuidado y calma y esperó a que diesen la vuelta en la esquina con la
intención de disparar de costado y darle de lleno al conductor. Tuve ganas de
decirle que no lo hiciese, pero es mejor no interrumpir a alguien que tiene un
arma de fuego en la mano. El coche empezó a doblar, ya estaba casi en la mira,
cuando una viejita salió de la esquina caminando con una andadera. El Chino le
gritó: "¡Fuera! ¡Lárgate!", pero la viejita ni siquiera se dio por aludida, se detuvo
a tomar aire en la esquina y sólo se movió muchos, muchísimos segundos
después, cuando el carro del Chino ya se había perdido en el borroso horizonte
de Lima.
Entonces el Chino, furioso, volvió hacia mí el cañón del arma. Fue un
movimiento reflejo, como si una vez que había apuntado, tuviese que dispararle
a alguien. Nada personal, sólo mala suerte. Tenía el cañón dirigido hacia mi
frente. Me aterré. Otras veces, riéndonos en medio de una fiesta, el Chino me
había puesto el cañón en el cuello para asustarme un poco. Eso ya me daba
miedo, porque me acordaba del Flaco Cacho, un amigo del colegio, al que una
vez le hicieron esa misma broma y por descuido le soltaron un tiro. Dice el
Flaco que no sintió nada y se fue a su dormitorio (estaban en un Retiro
espiritual del colegio, para colmo), pero al quitarse la camisa para tomar una
ducha, vio que tenía la espalda llena de sangre. De puro milagro, la bala le
había atravesado el cuello sin tocar ningún órgano vital. Y el Flaco Cacho
contaba esto con la cicatriz del cuello y todo el colegio por testigo, o sea que era
verdad. Así y todo, si pongo en la balanza todas las veces en que el Chino me
puso el cañón en el cuello, no suman tanto miedo como el que sentí ese día,
cuando me apuntó a la cabeza con el gesto de quien realmente te va a
descerrajar un tiro sólo para desahogarse.
Pero no me disparó.
Sólo dijo mierda. Vieja de mierda. Y bajó el arma.
Un día, colaboré con el Chino Pajares y con mi país para reducir la
corrupción policial. Me lo pidió él en persona, como parte de un plan que tenía
y que, milagrosamente, el ministro había aprobado. Es que la corrupción
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—Fíjese.
Permaneció meditando dos o tres minutos más. Pensé en el Chino
Pajares riéndose con su whisky en la mano. Me estaba aburriendo. Dije:
—¿Y cómo podríamos arreglar esto?
—Eso será según su criterio. Yo no lo quiero perjudicar.
—Gracias.
Me acercó su reglamento abierto, en una posición que albergaría justo un
billete. Pero no me pidió nada que ameritase la intervención del fiscal.
—Es que ha cometido una infracción muy grave. Mire, aquí está
estipulado lo referente a semáforos.
—Sí, lo veo.
Se aseguró de que lo viese bien.
—Y aquí lo del uso de estupefacientes. Porque yo no le voy a hacer un
dosaje ahora, pero hay cosas que están claras ¿No? Entre nosotros, sin ofender.
No dije nada. Luego se despegó del auto y dio algunas vueltas silbando
una canción de Euforia. Cuando vio que yo no me movía, regresó:
—Mire, usted parece un buen muchacho.
—Gracias.
—Un señor hecho y derecho.
—Gracias.
—Voy a confiar en usted. Lo dejo que se vaya y, ya si usted buenamente
quiere pasarse por acá, yo estaré hasta las ocho de la noche.
Luego detuvo el tráfico para que yo pudiese salir.
Tratamos con muchos policías más, pero pasó lo mismo.
El fracaso de su proyecto anticorrupción deprimió mucho al Chino
Pajares. Empezó a meterse demasiadas porquerías al cuerpo. Solía venir a mi
casa con un paquete de cervezas. Se sentaba, dejaba una bolsa de coca en la
mesa y se sacaba el arma del cinturón. Siempre tenía que recordarle que yo
vivía con mi madre y era mejor que ella no viese esas cosas. Entonces guardaba
sólo la coca, porque el arma tenía licencia y era legal.
Luego se murió su perro Chimbombo y dejé de verlo durante unos
meses. Creo que lo pasó muy mal. Quería a su perro como a un revólver.
Además, supe que lo habían echado del Ministerio por pesado y por
sospechoso de maricón. Pensé que eso lo mataría. Pero tras varios meses sin
aparecer, pasó una noche por mi casa. Estaba de buen humor.
—Mañana me voy de fin de semana al Norte, a ver a mi viejo que vive en
Tumbes. Voy con el Mellizo. ¿Quieres venir?
Salimos al día siguiente.
Yo siempre había pensado que alguien como el Chino Pajares no podía
tener papá. Quería saber de él, pero en los mil kilómetros hasta Tumbes, ni lo
mencionó. Aparte de no hablar del papá, durante el camino disparamos a los
pelícanos en la playa, fumamos y jugamos con el botiquín del Mellizo.
Era bien bestia el Mellizo. Disparaba con armas de fuego por afición,
pero lo suyo eran las drogas de síntesis. Y todas las demás. Le gustaba llamar
por teléfono a una farmacia pidiendo ampolletas inyectables de un
tranquilizante para gatos llamado Ketalar. Metía el contenido al microondas en
una taza. El líquido se evaporaba y dejaba cristales. El Mellizo los raspaba con
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una tarjeta de crédito y los aspiraba. Nada especial, pero el Mellizo estaba
contento de poder pedir sus drogas a la farmacia. Este país avanza, decía.
Durante el trayecto a Tumbes, sólo tuvimos un incidente con la Policía.
Habían montado una redada de rutina y el Chino Pajares iba como a
ochocientos por hora bien pasado de todo, como le gusta. Cuando vio la cola de
la redada, frenó, dejó el vehículo en la cola y se pasó al asiento de atrás. Cuando
el policía llegó a la ventanilla, el Chino Pajares le dijo que el conductor había
bajado del auto y se había ido corriendo. No. No sabemos a dónde. No. No
podemos mover el auto porque estamos todos borrachos. Sería ilegal. El policía
movió el carro hasta un lado de la carretera y nos dejó ahí. Y ahí nos quedamos
tres horas hasta que se fueron. Ese incidente ocurrió en Huanchaco, pero no
importa porque en Huanchaco siempre ocurren incidentes.
La cosa es que llegamos a la casa del papá ya de noche. El Señor Chino
Pajares tenía una novia morena con un culo enorme y nos saludó a los tres
igual, no como si todos fuésemos sus hijos, sino como si ninguno lo fuera.
Durante la cena, no habló. Y luego se fue a Ecuador a pasar la noche, porque
tenía unos negocios.
A partir de aquí, narraré según lo que me contaron y lo que yo mismo
deduzco. Ya en Ecuador, como a medianoche, la novia del culo enorme le dice
al papá que sería mejor que viese a su hijo. Que nunca lo ve. Que el Chino
Pajares es un buen chico. Que conversen ese problema que tienen. O que no lo
conversen, pero que al menos se vean. El papá duda un rato y refunfuña pero
termina por ceder. Le toca el culo enorme, la besa y da la vuelta.
Regresan a la frontera, cruzan el puente apestoso sobre el río sin agua y
se dirigen a su casa. A la mitad del camino, una camioneta de transporte
público empieza a darles bocinazos para que se quiten de su camino. La vía es
angosta, así que el papá no se aparta. La camioneta —combi la llaman allá—
sigue molestando. El papá grita. La novia le pide que se calme. La camioneta
trata de adelantarlos y los empuja fuera del camino. Al sentir el raspón en la
carrocería, el papá da un golpe de timón, se les cruza y chocan. El golpe no es
grave pero bajan a verlo. El papá indignado argumenta que lo han chocado por
detrás, así que es culpa de la camioneta. El de la camioneta le dice que se vaya a
la mierda. Cuando van a llegar a las manos, aparece un patrullero.
El patrullero conversa con uno, luego con el otro. El papá se niega a darle
dinero y luego ve que el conductor de la camioneta sí le ofrece billetes. Billetes
pequeños. El papá se enoja mucho, pega de gritos, le da un infarto y se muere
ahí mismo, en la carretera. Ni siquiera agoniza, se muere nomás.
En consecuencia, el policía abandona el lugar de los hechos y la
camioneta también. La novia se queda sola con el cadáver, la madrugada y su
culo enorme.
El cuerpo llega a la casa a las cuatro de la mañana, ya frío, más bien duro
y con los ojos abiertos. Antes de explicarnos lo ocurrido, la novia llora y vomita.
El Chino Pajares, que sabe de estas cosas, no llora ni vomita. Dice que es
necesario un reconocimiento médico y un certificado de defunción para ponerle
una denuncia al huevonazo del policía ése que no sabe con quién se ha metido.
El Mellizo Cuéllar le prepara a la novia un combinado de diazepam y ketalar.
Luego tratamos de meter al papá en la maletera del auto del Chino, pero él dice
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SUCIOS
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JORGE FRANCO
EVA, LA SUCIA
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—No me voy a bañar, no me voy lavar el pelo ni a cortar las uñas, ni a cepillar
los dientes hasta que vuelvas —le dijo Eva a mi foto.
Lo había jurado y lo estaba cumpliendo, y todas las tardes ponía a
prueba su protesta, a la misma hora, sentada frente a la ventana, mirando las
bombillas que empezaban a alumbrar.
—Cuando la noche está limpia se juntan las estrellas con las luces y todo
parece un solo cielo, abajo con los vivos y arriba con los muertos —me dice y se
dice ella, mirándome en la foto.
Sostiene el retrato con las manos manchadas y me lleva a su pecho.
Aprieta para que la foto no se suelte o para que el corazón no se salga. Intenta
decir algo pero no dice nada, trata de moverse pero es como si mi foto le pesara.
O le pesa por mi ausencia, y porque ya es de noche y todas las noches llora.
—Quisiera oír algo distinto —me dice al fin.
Metido en la foto no puedo decirle nada. Pero me gustaría contarle una
mentira distinta a las que le han dicho en estos seis meses; decirle: no te
amargues, Eva, que el día menos pensado llego; decirle: no llores más que no
vale la pena; ve y báñate, Eva, que ya hace muchos días que fue lunes.
De pronto un grito oscuro: es Eva quien grita, a sí misma, a la ventana, a
las luces y a mí. Ruge mi nombre como si mi ausencia fuera por mi culpa. Todas
las noches grita a la misma hora, apenas se confunden noche y montaña.
—¡Y hoy voy a gritar más duro! —amenaza Eva, y pega su frente contra
la mía y con su boca babea mi foto. Yo quisiera lamer lo que ha mojado. Sé que
mil veces ha querido rasgarme en pedazos, pero en lugar de hacerlo me come a
besos, y no le importa que su boca sepa a sales y a dektol. Un sabor más para la
colección de olores en su boca.
—¿En qué habíamos quedado, Eva?
—En nada —me había dicho, pero luego añadió—: en todo, en que nos
iríamos, en que viviríamos juntos, en que todas las noches nos acostaríamos
temprano.
—Lo dices porque tienes sueño.
—Lo digo —me había contestado— porque me gusta estar en la cama.
Lo decía agazapada a mi lado, los dos apestando porque no habíamos
pasado por la ducha en todo el fin de semana y porque nos gustaba quedarnos
así: dos días encerrados, sin lavar platos, sin recoger la ropa, sin lavarnos las
bocas ni los sexos, sin desodorantes ni perfumes; los dos malolientes y
excitados.
Eva mira la foto y me dice:
—Ahora debes estar inmundo.
Levanto los brazos y me huelo las axilas, paso mi mano sobre la cara y la
barba me raspa, me toco el pelo y siento la grasa y los nudos, con la lengua
repaso mis dientes y me digo: sí, estoy bastante sucio, pero eso no importa.
Lo que importa es que Eva está sola a estas horas, que lleva meses sola y
que no sabemos cuántos le faltarán.
—No lavo los platos, no saco la basura, no me cambio de ropa hasta que
vuelvas —jura Eva con rabia, con su voz saliéndole a pedazos de su boca
pastosa. Con la ventana cerrada para que los olores se concentren pero atenta a
cada luz nueva, como si adivinara en cuál de todas ellas podría estar yo. Sé que
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hoy todo va a empeorar apenas comience la bulla y las luces artificiales no dejen
ver las otras donde me busca Eva. Quisiera decirle: cierra la cortina, vete a tu
cuarto y enciérrate; tómate un somnífero, duérmete ya, Eva. Sé que Eva va a
angustiarse cuando todos comiencen a festejar.
—Si algún día me pasara algo, Eva.
Para que no hablara me vaciaba leche en el pelo.
—Si alguna vez...
Y para que no siguiera me tiraba espaguetis a la cara.
Eva grita de nuevo, grita duro y se dobla sobre mi foto. Es un chillido
largo que no dice nada, que sólo saca el dolor que le lleva las manos al pelo y la
hace enmarañar los cadejos que ya ha formado la mugre. Zapatea como si el
piso tuviera la culpa y sin pensarlo me arroja sobre los periódicos, la ceniza, las
botellas y los platos sucios. También hay comida por todo el piso.
—¡Y no me limpio la nariz ni los oídos, ni me cambio las medias hasta
que aparezcas!
Va a la cocina y sirve agua de la llave en un vaso sucio. Eva bebe el agua
turbia y cuando termina sirve más. Camina por la cocina con el vaso lleno.
Camina por toda la casa con un vaso en la mano. Gime y bebe y se echa en el
piso junto a mi foto, me levanta con cariño, me toca con su nariz y gime; afuera
se oyen los primeros fragores de la pólvora. En un golpe apresurado, Eva ha
derramado el agua sobre la baldosa.
Se desliza entre el desorden hacia la ventana y arrastra mi foto. Estira el
cuello y primero asoma los ojos, entonces ve lo que no quería, lo que yo tanto
temía que llegara, la explosión de luces, los destellos en lo negro. Pega la boca al
borde de la ventana, lame el polvo y escucha los estruendos, los coscorrones
secos de la pólvora contra el cielo.
Yo espero el grito anunciado, pero abrazada a mí se da vuelta y queda de
espaldas al festejo. Recoge del piso una colilla, gatea hasta donde están
desparramados los fósforos. Todavía no grita.
—Hoy no vale la pena gritar —dice—. Hasta Dios anda en su cuento.
Quisiera decirle: eso es, Eva, piensa que es lunes y que ya estamos
limpios, que ya recogimos el desorden, que ya nos bañamos, me afeité y te
arreglaste y todo quedó en su sitio como si aquí no hubiera pasado nada.
Decirle: hasta la próxima vez, Eva, cuando volvamos a encochinarnos con restos
de comida, con licor y saliva, con pegotes y sudores de nuestros propios
cuerpos.
—¡Y no cambio las sábanas y las toallas, ni lavo el baño!
Cuando nos despedimos los dos estábamos limpios, su boca olía y sabía
a menta, y su pelo lavado había recobrado el color. Su cuerpo olía a jabón, el
cuello a perfume y la ropa a detergente. Era lunes y todo volvía a empezar. La
casa se sentía fresca, las ventanas estaban otra vez abiertas y el aire nuevamente
se dejaba respirar. Todo volvía a ser perfecto y era imposible presentir que ese
lunes yo no iba a regresar.
Entonces esa noche lanzó su primer grito, no pegó los ojos y no dejó de
llamarme hasta el amanecer. Y esa mañana frente al espejo, con los párpados
abultados, la nariz dilatada, la piel enrojecida y los labios mordidos, sentenció:
—Así me vas a encontrar.
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puro para compartirlo con él en mi cuarto. Espero que Isabel no haya tocado el
caldero y los hierros de Oggún porque la mato.
De repente empieza a llover. Con mucho viento. Un diluvio. Me empapo
en un segundo. El agua me refresca y me quedo sentado en el Malecón. El mar
está tranquilo como un plato y la luz plateada va desapareciendo poco a poco.
La lluvia arrecia mucho más. Cierro los ojos y sólo siento y oigo el agua
cayendo. Y la libertad. En este momento me doy cuenta de que estoy libre otra
vez y que puedo hacer lo que quiera. Puedo moverme, salir corriendo. Puedo
decirle algo seductor a una mujer, seguirla, enamorarla y acostarme con ella
esta misma noche.
Me siento libre y feliz y me invade la alegría. Y sigue llo-viendo a
cántaros sobre mí. La lluvia y la oscuridad de la noche avanzan.
Al rato amaina un poco. Ya es de noche. Voy al edificio. Subo los ocho
pisos, hasta la azotea. Ya el cuarto está libre. Isabel me da la llave y trata de
conversar de nuevo conmigo. Me tiene miedo:
—¿Por qué te mojaste así?
—¡A ti qué te importa!
—Déjame buscarte una toalla.
—No. Vete.
—Bueno...
Entro al cuarto. No hay nada. Sólo el mismo colchón destripado que dejé
sobre un camastro. En un rincón, dentro de una caja de madera, están los
hierros de Oggún. Voy hasta allí, golpeo tres veces la madera, saludo, le pido
perdón por no salir a buscarle ron y tabaco. Le digo que espere hasta mañana.
Apago la bombilla. Me tiro sobre el colchón. Cierro los ojos y ahí está Isabel otra
vez, llamándome y tocando en la puerta. Le abro. Me alcanza un vaso de
aguardiente y un tabaco. No se atreve a entrar y se queda en la puerta:
—¿Y esto?
—A mí no se me olvidan tus costumbres.
Intento rechazarlo, pero ya ella regresó a su cuarto. Cómo sabe esta
cabrona. Tanteo en medio de la oscuridad y enciendo de nuevo la bombilla.
Voy hasta el cajón de Oggún. Los hierros están cubiertos de polvo y telarañas.
Los rocío con un buche de aguardiente y los saludo. Hay que entrar en
confianza de nuevo. Otra vez Isabel en la puerta:
—¿Tienes fósforos?
—No.
—Toma.
Me los alcanza. Y se queda. Le encanta hacer la mamita buena, zorra de
mierda.
Doy fuego al tabaco y soplo humo sobre los hierros. El resto es para mí.
Isabel está de pie, mirándome:
—Me gusta verte así. Bebiendo ron y fumándote un tabaco.
La miro y no le contesto.
—Ese muchacho ya se fue. No era nada serio.
—No me interesa tu vida. No me hagas más cuentos.
—Te guardé un plato de comida. Para luego.
—¿Tienes más aguardiente?
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RAFA SAAVEDRA
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ULTRAPOP
Ultrapop registra con su cámara nuestro furor en carrusel. Cada vez que nos
mira, habla el demoledor deseo de imprimirse como big star, en decenas
repetidas, colores primarios y ampliaciones bancarias. Es un héroe de ocaso y
sentimiento, uniforme 501 y grandes agujeros que se reconforta en el desliz de
una chica: mi chica cuya sonrisa, subrayada como fuerza de oposición, me
escandaliza a las cinco en punto y que, sin exageraciones, borda en mí cicatrices
antiguas.
Mi chica es toda lluvia dorada, prime choice, reportaje nickel de portada
y páginas interiores, divino lustre que besa mis heridas sin demasiado artificio.
Ultrapop la capta abierta, emergiendo en super slow motion con su cara de
discordia; me capta en buenas vibraciones, buscando un show de talento
tendido en la cama. Es ella, mi chica de calma rota; soy yo, una sierra, apenas
desajustes al enchufar una armonía que hace ver el fracaso como algo positivo.
Somos dos disparando vagas cenizas en dirección a un vencimiento logrado a
priori. Juntos, mi chica y yo, damos vida o idea de una mentira como veleta que
no deja de girar: somos un fomento de fondo diverso, el reflejo de unos cursos
con diplomas y medallitas, una maniobra de 17 años que hasta ayer fue fiel a sí
misma como el ruido diabologum en los noventa [Una voz en off que no
reconocemos se sitúa inquieta en la escena como rayo de luz].
Ultrapop nos absuelve con movimientos rápidos y el fulgor de su flash,
vitaminado hasta la última fila por nuestra dicha de sal, nos envuelve en crudo
efecto celofán. Es caribe tornasol y suicida. Mi chica y yo no paramos de
fornicar al lente de garage interior. Mi chica moderna devora todo lo que poseo,
le saca jugo a mis entrañas en un tilt up; cree que soy un ticket premiado, un
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura
propósito de malas maneras. Ella marca el ritmo y yo, como James a los quince,
pido más tensión, más madrugadas de primavera y verano que desafíen
cualquier demanda política. Una bendición del consumismo industrial: soy
esbozo solidario con mi placer calabozo. [La voz desconocida aplaude primero
y luego, al sentirse comprimida, detecta el peligro]. Ultrapop sigue diciendo:
"¡Sois perfectos!". Los golpes no ahogan mil atracos citadinos, soy un tipo
sencillo con sólo un vicio: mi chica alias galore toda agujas, que persigue el
bienestar en un lugar equivocado.
—Baby, you're the best...
Poco a poco nos hacemos viejos reciclando impulsos. Predicamos nuestra
urgencia de cambio trenzados como parias. Un dolor pequeño de bolas chinas
en camino al orificio. ¡Qué sorpresa!, mi chica envuelta en fuego encontró en mí
su punto g y la salida de emergencia. Nada la detiene, se consume a cachitos.
Ultrapop nos mira al revés por el monitor, no puede contenernos. Somos cerdos
de museo interactivo, somos historia viva, somos algo más que stills hechos de
frío. Ultrapop se lanza al ruedo sin idea, tartamudo e infantil. Ya nadie nos
dirige, somos diminutas semillas lanzadas al aire a pesar de los llamamientos a
la resistencia social.
Encarnizados, perdiendo el equilibrio por las fuertes quemaduras e
iluminados en el ajetreo manual de 100 dólares por hora, escribimos la nueva
historia. Un plus de autoenfoque visceral que mejor nos retrata en perspectiva
hardcore. Ponemos la marca, creamos un mosaico de oportunidades y
anotamos al instante.
Ultrapop no es como nosotros, es débil piel blanca, tierna y nerviosa.
Alguien que nunca se había puesto en línea de combate. Ingenuo jail bait de
cadencia sin sentido, un noble candidato al date rape de música disco. Ya nos
cansamos de tatuarlo, de mandarlo sin lubricación por los extremos, de
convertirlo en nuestra mascota y joven bidet. Exige, reclama, suplica su año
sabático. [La voz se aleja, camina presurosa hacia la salida, sus ojos expresan
cierto miedo y no poca repulsión]. Sin embargo, nosotros le admi-nistramos
disciplina inglesa del tipo colegial, reconocemos sus espacios de saliva, lo
conectamos con sus miedos y lo encerramos por ahí para que lo muerda fuerte
la oscuridad. Como debería ser.
Mi chica y yo volvemos a la colección de juegos e ítems opuestos,
rellenamos otra hora en referencia y agonía estética que nos muestra un poco
vulnerables. Vibramos, hacemos un squish que nos sale perfecto, estrenamos
servicios que reciclan viejos placeres y celebrando la diferencia que nos une,
oprimimos el botón de STOP antes que el dolor real llegue sin explicación. Des-
pués ya recuperados de pelear con rubios insectos, mi chica y yo nos ponemos
la camiseta de Juventus Laika para tratar de resolver el crucigrama del
periódico de hoy.
Es tan complicado que en ello se nos va el resto del día.
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VIDA DOMÉSTICA
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FABIO MORÁBITO
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Los viernes, después del partido de tenis, Arraiza, un hombre que se acercaba a
los sesenta, me invitaba a tomar unos tragos en la alberca cubierta donde Lisa,
su joven mujer, leía un libro o una revista mientras tomaba whisky. Esa tarde,
como siempre, nos preguntó quién había ganado y cuando Arraiza le comunicó
su enésima derrota, ella me reprochó que, en vista de mi juventud, no me dejara
ganar de vez en cuando para darle gusto a su esposo.
—Su esposo no necesita que lo ayude, ha mejorado mucho —dije,
sentándome a su lado, mientras Arraiza preparaba nuestras bebidas junto al
carrito de los licores.
—¿Ya le contó de los suizos? —dijo ella.
—¿Qué suizos?
—Vamos a tener a unos nadadores en la casa —intervino Arraiza.
Me explicó que una pareja de suizos que daba clases de educación física
en la escuela de un amigo suyo, se había quedado sin trabajo y él los había
contratado para que nadaran en la alberca. Era una nueva terapia distensiva
que estaba ganando adeptos en Estados Unidos, donde incluso había nadadores
a domicilio.
—Más que nada, es para hacerle un favor a mi amigo, mientras
encuentra dónde colocarlos —dijo Arraiza poniendo en mi mano el gin tonic.
—¿Es todo lo que harán, nadar en la alberca? —pregunté.
—¿Le parece poco, Ricardo? —exclamó Lisa.
Entre los dos, quitándose la palabra, como ocurría a menudo, me
explicaron el principio de la terapia, que era muy simple: el nado y el ruido del
agua crean en el ser humano una hipnosis relajante, porque nuestra primera
experiencia vital, en el útero de nuestra madre, es una experiencia natatoria.
Me limité a asentir con la cabeza, pensando que era una más de esas
panaceas naturistas que se ponen de moda y luego caen en el olvido. Lisa me
dijo que la pareja de suizos ocuparía los dos cuartos con cocina y baño que
había atrás de la alberca. El que no tuvieran hijos, añadió, simplificaba las cosas.
Además de los muslos de Lisa me atraían el confort y el ambiente
impecable y anodino que se respiraba en esa casa.
Arraiza la había comprado un año atrás, ya amueblada, y no había
introducido ningún cambio en la decoración, cosa que proclamaba con orgullo,
como si renunciar a imponer un estilo fuera un rasgo de distinción. Uno se
acostumbra a todo, los cambios se hacen al principio o no se hacen, me dijo la
primera tarde que me invitó a jugar tenis. Pero ellos no daban la impresión de
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Cuando terminó el set, el suizo miró su reloj y le dijo a Arraiza que tenía
que nadar "para la señora", pero Arraiza le dijo que se esperara un poco, pues
quería que yo asistiera a la sesión de nado, además de que él y yo todavía
teníamos que jugar un set. Gérard puso cara de sopesar aquel imprevisto.
—Me gustaría respetar el programa —dijo con su fuerte acento.
—Una hora antes o después no cambia nada —replicó Arraiza; el otro
aceptó posponer su routine y me pareció que había puesto aquella objeción
únicamente para darse importancia.
Había en él una aridez escalofriante y le di la espalda para que advirtiera
mi desprecio, pero mi golpe no llegó al blanco, porque él pretextó algo que
tenía que ver con Úrsula, su mujer, y lo vimos alejarse por el jardín en declive,
exonerado de la obligación de contarnos los puntos.
—¿Cómo es ella? —le pregunté a Arraiza.
—¿Físicamente? —dijo él, que jadeaba todavía por el set recién
terminado.
—Sí.
—Rubia, mayor que él. Tiene buen cuerpo.
Empezamos a jugar y yo gané el set sin pena ni gloria.
No quise esforzarme y procuré no disimularlo, pero Arraiza estaba tan
cansado por el set jugado contra Gérard, que dudo de que notara mi falta de
empeño.
Lisa, para variar, estaba con su vaso de whisky en la mano cuando la
alcanzamos en la alberca. Nos preguntó quién había ganado y cuando Arraiza
la puso al tanto de mi derrota frente al suizo, exclamó:
—¡Entonces este Gérard es realmente bueno!
—Tiene velocidad, lo que le falta es estilo —dije yo, repitiendo el juicio
de Fidencio.
Arraiza, que estaba preparando nuestras bebidas, evitó mirarme, como si
mis palabras no le hubieran gustado. Me sirvió un gin tonic muy cargado. Lisa
dio un último trago a su whisky y le pidió a su marido que le sirviera otro. Él
tomó el vaso vacío de la mano de su mujer y le preparó un jaibol.
A continuación sacó su celular y habló brevemente con Gérard para
avisarle que estábamos listos.
Gérard tardó unos diez minutos en asomar por la puerta del vestidor,
que en realidad no tenía una sino dos puertas de vidrio esmerilado, situadas a
un metro de distancia una de otra, formando un pequeño compartimiento
estanco, tal vez para evitar que quien se estuviera desnudando dentro del
vestidor quedara a la vista de los de afuera en el momento de abrir la puerta. En
traje de baño, el suizo me pareció más alto y más atlético, pero no tan joven
como en la cancha. Tal vez rozara los cuarenta. Tenía la gorra puesta y unos
goggles en la mano.
No tenía cuerpo de nadador sino de atleta de gimnasio: cultivado con
minucia, músculo por músculo, y cuando se subió al banco de salida, en el carril
del medio, presentí un estilo relamido como el que había mostrado en el tenis.
Se tiró un clavado aparatoso y avanzó por abajo del agua hasta más allá de la
mitad de la alberca, lo cual me pareció de una presunción insoportable.
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—Sí, estaba furioso —reconoció ella sin rodeos—. Se quejó de que usted
quería competir con él, y mi marido, para que se calmara, le propuso que fueran
a jugar tenis.
—No debí haberme echado al agua —dije.
—Fui yo quien se lo pedí. Quería que se desquitara de su derrota en el
tenis.
—¿Sintió lástima por mí?
—No, pero Gérard es muy presuntuoso y quería que viera que
conocemos a nadadores mejores que él.
Tomé un trago y dije:
—¿Piensa que soy mejor nadador?
—Salta a la vista, Ricardo. Cuando lo vi nadar a usted comprendí que
podía haber mucho de verdad en esta terapia.
Me pregunté si aborrecía a Gérard. Tal vez estaba celosa de cómo su
marido lo mimaba. Dos horas atrás, en la cancha de tenis, Arraiza había tenido
el mayor cuidado de no pedirle a Gérard que se retirara después del
calentamiento, y ahora lo había secundado como a un niño, llevándoselo a la
cancha de tenis para que se le quitara el enojo por mi conducta en la alberca.
Comprendí que se habían acabado mis días en esa casa. Arraiza lo tenía a él
como su entrenador de planta, por eso lo aguantaba como mal nadador, y yo
salía sobrando. Tomé otro trago y le pregunté:
—¿De verdad se relajó al verme nadar?
—Sí.
—¿Quiere que nade otro poco? Tal vez así se le pase el dolor de cabeza.
Ella me miró a los ojos, frotándose el cuello.
—No sabe cómo se lo agradecería —dijo.
—Es un placer.
Al dejar el vaso semivacío sobre la mesa sentí que estaba mareado.
Escogí el carril de antes y, desde el mismo clavado, traté de parecerme lo menos
posible a Gérard, reforzando esa concisión en los movimientos que a ella le
había impresionado.
Sin embargo, tres vueltas después, ella ya no estaba.
Iba a detenerme, pero seguí nadando, pues pensé que tal vez sólo había
ido por un vaso de agua y unas aspirinas. Nadaba para que no perdiera el feto,
haciéndole recuperar el tiempo perdido con Gérard, y habría nadado para ella
todos los días si me lo hubiera pedido, rechazando la oferta de la gente de
Guadalajara. Oí que se abría la puerta del vestidor y cuando me di la vuelta de
campana, vi a la mujer junto a la tumbona, que me miraba. Traía puesto un traje
de baño negro. Me la había imaginado más rubia. Me detuve llegando a la orilla
y ella dijo:
—Me dijo la señora que viniera a darle un masaje.
Tenía un acento menos marcado que el de Gérard.
—Eres Úrsula, ¿verdad?
Asintió tímidamente y sonrió, como si la halagara que supiera su
nombre. No era guapa, pero tenía un cuerpo macizo y bien proporcionado.
Cuando salí del agua, los gin tonics habían hecho su efecto. Apenas pude
mantenerme parado en la orilla de la alberca, pero ella ya estaba junto a mí
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JORGE F. HERNÁNDEZ
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TRUE FRIENDSHIP
Para D.G.E.
You may still think true friendship is a lie. But then, you've never met Bill Burton
repetía con frecuencia Samuel Weinstein. De hecho, la frase podría considerarse
su rúbrica. La soltaba al justificarse ante su esposa por algún olvido y ante los
compañeros de oficina la utilizó más de una vez como excusa ante cualquier
descuido. De hecho, Weinstein empezó a glorificar su amistad incondicional
con Burton desde los tiempos en que aún vivía con sus padres, cuando era
soltero y apenas cursaba el High School. Su hermana Rachel siempre dudó de la
sinceridad de su declaración y consta que fue la única que llegó a cuestionar la
existencia misma de Burton; para ella, la supuesta fidelidad de su hermano Sam
al desconocido Bill Burton no era más que una ingenua —y rápidamente
trillada— artimaña para evadir cualquier responsabilidad. Que si Samuel
llegaba tarde a la mesa para cenar, que si decidía faltar a la sinagoga, que si no
estaba libre algún sábado por la mañana, todo se explicaba por vía de Bill: que
lo había invitado a un juego de béisbol y no calcularon el tiempo, que siendo
sábado habían decidido estudiar para un examen concentrados en todo menos
en recordar que Sam se había comprometido a lavar el coche o pasar por un
mandado o también que fue Bill Burton quien le pidió —aun a costa de faltar a
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con el que Burton había logrado aumentar su leyenda. But I have to say that
sometimes I almost feel Sam's talking about a ghost.
Cuando el clan Weinstein subió en tren a Connecticut, hasta las puertas
mismas de la Universidad de Wesleyan, para atestiguar a mucha honra la
graduación de Samuel, se toparon con la mala, muy mala noticia, de que el
padre de Bill Burton había fallecido el día anterior y se podría afirmar que todos
—el viejo Baruj, la robusta y albanesa Sarah e incluso la incrédula Rachel—
habían sentido verdadera tristeza por su pérdida, aunque su congoja se fincaba
en encontrarse una vez más sin la anhelada posibilidad de conocer en persona a
Bill Burton. Pero aquí, otro dato notable: consta que durante la entrega de
diplomas, el rector de la universidad leyó en voz alta el nombre de William
Jefferson Burton y que entre las sillas de los graduados hubo un lugar vacío, al
lado de Sam Weinstein, donde los estudiantes habían tenido a bien colocar la
toga y el birrete del ausente. Consta también que en los poco más de doscientos
años que llevaba de haberse fundado la distinguida Universidad de Wesleyan
jamás se había visto un homenaje de tamaña solidaridad con ninguno de sus
muchos notables graduados. Incluso, dicen que fue Weinstein, junto con no
pocos compañeros de devoción, quien propuso ondear a media asta los colores
rojo-negro-blanco del Alma Mater en señal de luto.
Ahora bien, moving right along, ¿qué vida se le planteaba a Samuel
Weinstein, recién graduado, al arrancar el verano de 1941? Easy... easy, además
de obvio: pronto anunció su compromiso formal con Nancy, ingresó como
asistente del editor en una nada desdeñable revista literaria de Manhattan
(donde llegaría a jubilarse cuarenta años después) y prosiguió en su ya muy
conocida rúbrica de que You may still think true friendship is a lie. But then, you've
never met Bill Burton.
En las pocas, pero significativas ocasiones en que llegó tarde a la
redacción de la revista, Sam justificaba sus errores ante el jefe Smithers con
referencias a Bill Burton. Que si le había llamado desde Grand Central Station,
con apenas el tiempo suficiente como para invitarle un trago en el Oyster Bar,
pues salía en el primer tren a Philadelphia con negocios trascendentales que
involucraban a los Rockefeller; que si se lo había encontrado en la esquina de
Lexington y la 51, sin poderlo desviar de su trayecto, pero tampoco sin poder
dejar de acompañarlo. Digamos lo mismo, or better yet, digamos que lo mismo
sucedía en casa: Nancy llegó a hartarse de que Sam no llegara a cenar, hablando
desde un teléfono público para avisarle que allí mismo estaba Bill y que no
podían desperdiciar la oportunidad de una damn good night out on the town.
Cualquiera diría que Nancy ya debía estar acostumbrada —tal como su robusta
suegra albana o como sucedió con el viejo Baruj Weinstein, quien murió
tranquilamente en su cama, rodeado de los suyos más íntimos, aunque sin dejar
de mencionar que se iba de este mundo sin haber conocido al mejor amigo de
su hijo— y más, pues me faltó mencionar que el día de la boda de Nancy y
Samuel, donde parecía infalible la presencia de Bill Burton ya que iba como best
man de su amigo incondicional, no sólo se tuvo que retrasar la ceremonia por
más de cuarenta minutos, sino que además nunca llegó el anhelado fantasma,
amigo de su ahora marido, pues se presentó a las puertas del templo un
bombero uniformado con casco y botas para informar en persona que Bill
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Burton había salido herido en un accidente del subway y que, antes de ser
llevado en ambulancia, había insistido en que alguien tuviera la bondad de
avisarle a su amigo Sam and his lovely bride. Sin embargo, el bombero no supo
decir a qué clínica se lo habían llevado ni qué tan graves eran sus heridas.
Pensar que Sam estuvo por unos segundos dispuesto incluso a posponer el
matrimonio y que, pasados ya varios años, Nancy siguiera intolerándose e
inconformándose con el recurrente pretexto o excusa de que se aparecía Bill
Burton —ante Sam y nadie más— como salido right out of the blue justo cuando
ella ya había preparado una cena especial o se había hecho a la idea de que
podrían ir al cine o ambos habían acordado invitar a sus amigos los Mertz o la
pareja de recién casados que vivían en el departamento de abajo.
Desde luego, but of course, que Weinstein tenía otros amigos. Junto con
Nancy se podría decir que los Mertz completaban un cuarteto imbatible en
cualquier boliche de Manhattan y todos podríamos jurar que la relación que
sostuvo Sam Weinstein con muchos de sus compañeros en la revista literaria,
hasta el día exacto de su jubilación, era de amistad íntima y camaradería a toda
prueba y, sin embargo, quizá sobra decirlo, hubo más de una noche a punto de
dormir o durante el trayecto en taxi de regreso a casa, y luego de una velada
agradable con los otros amigos, en que Weinstein volteaba hacia Nancy y le
soltaba —quizá más despacio que cuando lo decía de joven— aquello de que
You may still think true friendship is a lie. But then, you've never met Bill Burton.
To make a long story short o vámonos que nos vamos y a lo que vamos: Bill
Burton, aunque un invento cómodo y multicitado ya no sólo por Sam
Weinstein, sino por todos quienes entraban a su entorno, llegó a convertirse en
un mito convencional y predecible. Todo mundo que tuviese algo que ver con
Weinstein ya sabía que Burton era quizá el mejor de los amigos posibles, pero
imposible de conocerse en persona. Siempre que pasaba por Nueva York era
con prisa, apenas con el tiempo justo y medido para verse con Weinstein. Una
copa fugaz al filo de una larga barra de bar, un café sin muchas interrupciones
en mesitas al paso, pero jamás el espacio de tiempo suficiente como para
acompañar a Sam a casa, conocer finalmente a su familia, esposa o incluso al
pequeño Baruj, que nació en 1946 y a cuya circuncisión todo el clan Weinstein
instó e insistió a Sam para que asegurara la presencia de Bill Burton, aunque
todos supieran de antemano que ese día tampoco se aparecería el más que
famoso, ya misterioso, true friend of mine.
En realidad, la historia concluye en donde comienza. Samuel Weinstein
llegó a convertirse en editor de la revista Manhattan Letters y asumiría su
próxima jubilación con resignada serenidad y diversas satisfacciones si no fuera
por el hecho de haber vivido lo que algunos consideran una epifanía: la tarde
del 27 de septiembre de 1966 entró a la oficina de Weinstein un hombre de
complexión atlética, estatura al filo del quicio de la puerta, impecablemente
vestido en un blazer inmaculado. Se sentó en el sillón de cuero verde,
esquinado en la oficina de Weinstein al filo de la ventana que mostraba como
pintura el paisaje entrañable de Manhattan, prendió un cigarro y, entre la
primera nube de humo, dijo como un susurro: "I'm Bill Burton ".
Tras un silencio instantáneo, Weinstein empezó a sudar con
tartamudeos... Who let you in?... What are you doing here?... Who are you?... This
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just can't be... Why is your name Bill Burton? Y el hombre, cruzando la pierna
derecha, retrajo su mirada de la ventana y viendo directamente a los ojos de
Weinstein, contestó: You tell me.
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LOS CONSERVADORES
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Ignacio que la ayudara a cambiarlo, porque Pablo se había puesto muy duro y
seco. Juntos le pusieron una pijama de seda de color marrón subido, parecida a
la que solía vestir en los últimos tiempos y que era de hecho la que traía cuando
murió, por supuesto más pequeña que aquélla. Así se acomodó tanto a su
presencia que hasta se sentaba junto a él todas las tardes a tejer manteles de
crochet para adornar todos los muebles de la casa: la mesa, la consola, el
trinchador. Después decidió que le lavaría el pijama regularmente y se lo
cambiaría por uno azul, cosa que paulatinamente se fue haciendo más fácil,
debido a su propensión a hacerse más ligero y más pequeño. También se
esmeraba en peinarlo diario y asearlo periódicamente de la manera en que
Ignacio le había indicado, con una sustancia que él traía y unos algodones.
Mientras tanto, la vida de Ignacio cambió, pues conoció a una mujer y
comenzó a verse con ella periódicamente, hasta poderle anunciar un día a la
señora Marta que por fin tenía novia. Con ninguna duraban sus relaciones: las
mujeres solían horrorizarse de su profesión, y las que no lo hacían de entrada
terminaban alejándose de una u otra manera. De hecho, ya se había
acostumbrado a ser un soltero con relaciones intermitentes y a frecuentar
prostitutas, cuando fue a hacer un trabajo a una funeraria en la calzada de
Tlalpan y el dueño le presentó a Marisa, su hija. Marisa había crecido entre
muertos y ataúdes; se preciaba de no asustarse de verlos, e incluso se interesaba
por los pormenores del oficio de Ignacio. No era especialmente hermosa, pero
gustaba mucho de arreglarse, salir y hacer bromas. Conforme su relación se
hacía más cotidiana y profunda, Ignacio sintió que por fin había encontrado a
su media naranja, y se animó a hablarle de su familia, es decir de su tía Marta
que era la única que le quedaba, pues sus padres y su tío Pablo habían muerto
ya y no tenía primos ni hermanos. Marisa deseó conocer pronto a la tía de aquel
al que ya casi consideraba como su esposo, e Ignacio le prometió que arreglaría
una visita. Fue entonces cuando le avisó a la señora Marta que tenía novia, y le
explicó que lo mejor sería que la primera vez se vieran en un restaurant. La
señora Marta se dio cuenta de que quería evitar que viera a Pablo.
—Claro —le respondió—, ni ese gusto le vas a dar a tu tío. Yo sé que a él
le gustaría conocerla.
—Más adelante lo organizamos, la preparamos bien —le suplicó él.
Añadió—: Está acostumbrada a ver muertos. —Y le explicó que el padre de
Marisa tenía una funeraria.
A la señora Marta le molestó mucho que Ignacio dijera de esa manera tan
cruda que Pablo estaba muerto. Y aquella noche, mientras veían un programa
de revista en la televisión, le habló de los viejos rencores de su familia, como si
quisiera distraerlo de aquello tan hiriente que quizá él podía haber escuchado.
A los pocos días, Ignacio presentó a Marisa con su tía en el Shirley's de
Reforma. La señora Marta estuvo un poco fría al principio, pero el
comedimiento de Marisa para traerle servidos los distintos platillos del bufet,
su simpatía, su amabilidad, su interés por sus pequeñas dolencias, le bajaron la
guardia. Ignacio procuró llevar la conversación hacia temas generales, para
evitar las explicaciones. Cuando Marisa le preguntó a la señora Marta por su
vida, ésta habló de la muerte de su esposo con una naturalidad no exenta de
amargura, como estuviera contando falsedades sólo para complacer a su
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sobrino. Marisa mostró mucho interés por la anciana mujer y ésta por ella.
Quedaron muy contentas de haberse conocido y ambas desearon volverse a ver
pronto.
—A ver si ahora sí vienen a la casa y les preparo un brazo de gitano —
dijo al despedirse la señora Marta, mirando con sorna a su sobrino.
Ignacio no tuvo que pensarlo mucho. Aquella noche, mientras disecaba
la cabeza del mejor toro de la última corrida de la Plaza México, la cual se iba a
colocar en la cantina de un funcionario, decidió decirle a Marisa la verdad. A la
noche siguiente la invitó a cenar y le explicó la situación lo más escuetamente
que pudo: él mismo había embalsamado a su tío Pablo, y su tía Marta había
insistido en tenerlo en la casa. Marisa se lo quedó mirando muy seria. Después
le dijo:
—Tu tía me da mucha ternura; es bien romántica. Lo ha de amar
infinitamente, imagínate, para no quererse separar de él.
Y añadió que ella, de verse en el caso, probablemente haría lo mismo.
Ignacio no supo qué pensar. Después rememoró la vida de sus tíos y no le
pareció especialmente apasionada, si acaso práctica, pero se imaginó que
Marisa seguramente era más lista para esas cosas, y no la contrarió. Quedaron
de ir una tarde de aquella misma semana a visitar a los tíos —así acabaron
expresándolo— y aquella noche fue la primera en que se acostaron, en el
departamento de Ignacio, junto a su gabinete donde yacía la cabeza del toro ya
secándose.
Para la señora Marta, preparar la casa para aquella visita fue como una
fiesta. Quería que la casa perdiera el aire un poco lúgubre y descuidado que
había adquirido en los últimos meses, así que pasó la aspiradora con mucho
esmero, lavó los manteles de crochet que cubrían los muebles y compró flores
para adornar la consola. Les iba a ofrecer café y un brazo de gitano que compró
en la mejor pastelería del rumbo, en lo que quedaba de una antigua vajilla de
plata de su madre que cuidó de pulir. Cuando casi estaba todo listo, se puso a
arreglar a Pablo. Le apagó el programa de televisión, pues imaginó que debía
estar tomando su siesta, y con mucha delicadeza le volvió a poner el traje.
Como había encogido mucho, tuvo que ajustarlo con alfileres y zurcidos hasta
que le pareció que se veía bien. Después lo limpió con los algodones, le recortó
el cabello y lo peinó.
Lo iba cargando hacia la sala como si fuera un niño pequeño, cuando
sonó el timbre. Lo sentó en el mejor sofá y se apresuró a abrirles la puerta a
Ignacio y a Marisa. Marisa no lo vio al entrar; abrazó efusivamente a la señora
Marta y le entregó un ramo de rosas. Terminados los saludos, la señora Marta la
tomó de la mano y la llevó hacia el sillón:
—Hija, permíteme presentarte a mi esposo Pablo.
Ignacio se sorprendió mucho cuando Marisa le tomó la mano a Pablo y le
dijo:
—Encantada de conocerlo.
La señora Marta, en cambio, se quedó mirando la escena muy
complacida. Charlaron durante toda la tarde, tomaron el café y degustaron el
pastel que la señora Marta juró haber preparado ella misma. Ignacio no pudo
dejar de vigilar a Marisa, pues su naturalidad parecía estudiada: de vez en
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cuando se dirigía a Pablo, o lo miraba como asintiendo a una risa de él, a algún
comentario. La señora Marta estaba exultante; hacía muchísimo, muchos años
antes de que ocurriera lo de Pablo, que no estaba en una reunión animada.
Tanto, que puso unos discos de música clásica en la consola y les contó algunas
anécdotas divertidas de su juventud. Marisa, por su parte, resultó ser toda una
entendida en música clásica, y adivinaba el autor de cada disco que ponía la
señora Marta. En algún momento, ésta comentó que Pablo había sido un
entusiasta de la música hasta que perdió la audición en el oído izquierdo.
Entonces Marisa le puso a Pablo la mano en la rodilla y exclamó:
—Ahora venden unos aparatos buenísimos para la sordera.
Ignacio y la señora Marta se miraron y hubo un pequeño instante de
incomodidad que Marisa no pareció notar, ocupada en terminarse su café.
Pocos minutos después, la pareja se despidió de la señora Marta. En el
automóvil, Ignacio le preguntó a Marisa por qué había actuado de aquella
manera tan extraña con la momia de su tío, y ella le reprochó que lo llamara así.
Le explicó, simplemente, que el amor de su tía por Pablo le insuflaba vida, y
que era injusto no ayudarla con esta ilusión que le hacía más fáciles sus últimos
años. En cambio, aquella noche, después de lavar los platos, la señora Marta
apagó la luz de la sala y dejó a Pablo sentado con su traje, sin siquiera voltear a
verlo. Se metió en la cama y se acostó.
Poco después, Marisa llevó a Ignacio a pasar un domingo con sus padres
y hermanos, y su relación se volvió más próxima y estable. Cuando Ignacio
pasaba a ver a su tía, Marisa solía acompañarlo, e incluso algunas veces se
presentó sola para traerle a la señora Marta algún obsequio. Todas las veces
actuaba con Pablo de la misma manera afectuosa y cercana. En una ocasión en
que la pareja fue a la casa de la anciana, Ignacio y su tía comenzaron a discutir
sobre un viejo pleito entre ésta y la madre de aquél. Marisa, en un tono un poco
socarrón, les dijo que si iban a pelear así, ella prefería meterse con Pablo a ver la
televisión. Tía y sobrino dirimieron sus diferencias, al cabo de lo cual entraron
en el costurero a buscar a Marisa. Marisa estaba sentada en el brazo del sillón
de Pablo mirando un programa, abrazándolo a él. No se había percatado de que
la observaban. De repente le acarició el pelo y luego apoyó ahí su mejilla.
—Viejito chulo —le dijo.
Ignacio no pudo evitar reírse, pero la señora Marta se quedó muy
ofuscada. Durante los días subsiguientes no podía dejar de pensar en el asunto.
Esta niña se estaba pasando de la raya, pensaba; le voy a decir a Ignacio que ya
no me la traiga tan seguido. Mientras tanto, descuidaba a Pablo como si lo
estuviera castigando: lo dejaba en el costurero con la puerta cerrada, o se ponía
a ver documentales a sabiendas de que Pablo los detestaba. Aunque le costara
trabajo aceptarlo, en realidad estaba más enojada con él que con Marisa. Un día
incluso le dio un empujón con el pie, aparentemente sin querer, y Pablo casi se
vino abajo como si fuera un muñeco de cartón. La señora Marta se sintió muy
culpable. Fue a dar una vuelta por Paseo de la Reforma, y mientras caminaba
mirando a los turistas, decidió desterrar esas ideas tontas de su cabeza. Si
Marisa se había encariñado con Pablo, ¿qué podía tener eso de malo? Podía ser
como su abuelito. Siguieron otras visitas de Ignacio y Marisa; Marisa siempre
terminaba yéndose a ver la televisión al lado de Pablo, abrazada de él, y la
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TRÍPTICO DE ALCOBA
I. CELEBRACIONES
Desde aquella noche sofocante de agosto han pasado ya diez años. Hoy, otra
vez, cenaremos fuera, alzaremos copas, renovaremos votos eternos.
Me visto, me peino, me perfumo. Me estudio en el espejo y apruebo el
resultado. La voz de mi marido sube impaciente. Camino hacia la puerta. Echo
un último vistazo.
Hay un detalle que no puedo olvidar. Tengo que abrir de par en par esa
ventana.
II. EL EXPERIMENTO
Estabas imposible. No tenías otro tema. Sería —repetías muy serio— el "test
definitivo" de nuestra relación, el riesgo calculado que definiría, de una vez por
todas, nuestro "espacio erótico".
Yo te escuchaba en silencio con mi mejor cara de circunstancia. Siempre
has tenido —para qué negarlo— una labia de barricada. Invocaste la gesta
subversiva de nuestra generación. Denunciaste mi patética conversión en ama
de casa. Llamaste al trastoque radical de las mentalidades. ¡Hay que
desestabilizar la ecuación matrimonial! ¡La Revolución comienza en la cama!
Cuando me aburrí de los eslogans, me puse en piloto automático.
Produje mi sonrisa de emergencia, entre divertida y resignada. Lo que me
decidió, pensándolo bien, no fue la sobredosis de argumentos. Fue más bien —
perdonando la franqueza brutal— el cansancio.
Y así fue como nos dio por apostarlo todo al trío aquella tarde. No fue
muy fácil que digamos pasar de la teoría a la praxis. ¿Te acuerdas que
estuvimos mirándonos por horas como tres idiotas sin que ninguno se atreviera
a dar el primer paso? El vino no ayudó. Tampoco los chistes sucios. Para
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romper el hielo, hasta desempolvaste aquellos viejos vídeos triple equis que
acabaron de quitarnos las ganas.
Jamás me cansaré de repetir que lo que pasó después no fue culpa de
nadie. Aunque fuera tuya la idea de tirar los dados para resolver el tranque, si
la memoria no me falla. ¿Quién hubiera podido predecir que sacaríamos, ella y
yo, el mismo número? ¿Cómo íbamos a saber que nos tocaría sacrificarnos
juntas en nombre de la Ciencia y de la Patria?
Pobrecito, te veías tan triste esperando solito al pie de la cama.
Los fines de semana siempre salen. Por eso anuncio que voy viernes y me
presento jueves. Se pasman.
Ésta no. Abrió la puerta y la sonrisa. Dientes blancos. Ojos verdes. Piel
tostada. Descalza. El kimono negro le iba dibujando y borrando las caderas.
Díficil ser profesional, bajo las circunstancias.
Sala ancha. Plafón alto. Ventanales nublados de salitre. Piso de cedro
encerado y brisa marisquera soplando. Me mostró un sofá de felpa blanca. Las
dos hojas del kimono se apartaron. Imposible controlar el subibaja de la vista.
Piernas infinitas, pies de miniatura, uñas pintadas.
—¿Puedo ofrecerle algo?
Ya lo creo, pensé.
—No se moleste —dije.
Se fue a buscarme el trago con el kimono abanicándole los muslos.
—¿Le gusta el kir? —dijo y me tendió la copa.
Alcé las cejas y chocamos cristal. Empiné tan de golpe que me mojé la
barbilla. Ella tomaba sorbitos elegantes y me calaba a través de las pestañas.
Solté la copa sin poder disimular el temblor de la mano.
—¿Le sirvo otro?
El segundo kir me desenredó la lengua:
—¿Y qué, ¿consiguió la plata?
—¿La quiere ahora?
No era eso lo que preguntaba su sonrisa complaciente. Ni su voz, tan
baja.
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PALIMPSESTOS
JORGE VOLPI
ARS POETICA
Voy a iniciar este relato con una declaración de principios: yo soy un personaje
y me dispongo a hablar (mal) del autor de los libros en que aparezco. Sé muy
bien que el procedimiento es poco novedoso —a diferencia suya, no utilizo
gafas con montura de carey o chalecos de lino para dármelas de genio—, pero
no es mi culpa haber sido imaginado por un mequetrefe de menos de treinta y
cinco años que, tras haber conseguido quién sabe con qué oficios el premio
Esfinge de Novela Corta (de entendimiento, supongo), piensa que puede echar
mano de los recursos de Cervantes o Unamuno sólo porque figuran en el último
film de Woody Allen.
Para saber a que clase de individuo me refiero, basta echarle un rápido
vistazo a su curriculum (retocado por él cada mañana, antes de bañarse):
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1
Esta heroica decisión sólo significa dos cosas: a) Santiago estudió dos carreras y en ninguna de
ellas pasó del segundo año (el curso de antropología sólo duró un mes); y b) con el pretexto de
su amor al arte, confía en que lo mantengan sus padres hasta que lo puedan mantener sus hijos,
es decir, sus libros. (N. del P.)
2
El Ciudad de Alcorcón es uno de los 527 certámenes censados en la Guía de concursos y premios
literarios en España (Fuentetaja, Madrid, 1996). Se concedía por primera vez. En cuanto al otro, en
México existen tantos premios que utilizan el nombre del autor de Pedro Páramo como
continuadores del realismo mágico. En esta ocasión, valga aclarar que se trataba del premio
Juan Rulfo de Relatos sobre Aviones, patrocinado por Mexicana de Aviación y la cervecería
Corona. (N. del P.)
3
¡Seis libros antes de los treinta y cinco años! ¡Y dos “etapas narrativas”! Los comentarios salen
sobrando. Sin embargo, tengo una pregunta qué hacer: cuando dice “se le considera el
novelista...”, etcétera, ¿podría alguien informarme quién pronunció estas palabras? (N. del P.)
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entonces, por qué razón, texto a texto, sigo compartiendo su misma estupidez.
A pesar de que en su opera omnia puedan contarse más de cuarenta
muertes violentas —entre las cuales se incluyen un descuartizamiento (que hizo
vomitar a su hermana y lo condujo a dos años de psicoanálisis), varios duelos,
una tortura china en homenaje a Salvador Elizondo e incluso una minuciosa
autopsia practicada por el impávido doctor Kapuchinski—, en realidad
Santiago nunca habia visto un cadáver, y mucho menos el de uno de sus
colegas. Más tarde, en La aporía de Zenón, me hizo describir sus impresiones con
un lenguaje frío y sórdido, influido —según él— por Raymond Carver: "Lo vi.
Estaba tendido en el suelo como una de las barbies de mi hermana. Su vientre
abierto me recordó a las ranas del colegio. No me acerqué a mirarlo porque
detesto manchar mis calcetines de rombos" (pág. 14). En la vida real, la escena
fue menos glamorosa: Santiago salió corriendo de la habitación y, una vez en la
calle, se desmayó en los gordos brazos de Susana Ruvalcaba, la célebre autora
de Falos.
A raíz de su deceso, la prensa descubrió que Juan Jacobo Dietrich usaba
un seudónimo: en su cartera había una licencia de conducir, a nombre de Juan
Jacobo Reyes, con una foto que revelaba que aquel insólito apellido no era más
que otra de las manías filogermánicas del cuentista muerto. Mientras tanto, el
rijoso médico norteamericano que lo había atendido no tardó ni dos segundos
en confirmar que, a causa del veneno, su próximo libro —en caso de haberlo—
debería llevar un cintillo con el lema "póstumo".
Santiago y Juan Jacobo eran compañeros desde la secundaria. Se habían
conocido a raíz del primer concurso literario en que participaron. Su escuela,
administrada por hermanos maristas, no se caracterizaba por su amor a las
letras, pero por alguna razón había conservado un premio de cuento que, se
decía, había ganado Carlos Fuentes. La leyenda era, de hecho, más ampulosa: el
joven Fuentes, que aparece en los anuarios con una tez lampiña, unas gafas
anchas y una imagen de santidad que tardó poco en perder, no se había
contentado con ganar el primer lugar, sino que, con tres nommes de plume
distintos, se había hecho con las tres medallas. Aunque entonces Santiago era
un chico tímido, de los que se sientan en las últimas filas del salón de clase, por
dentro era altivo y soberbio: no iba a conformarse con emular la hazaña del
autor de Aura, sino que se proponía ridiculizarla: de este modo, envió diez
relatos distintos, dispuesto a ganar, de un tirón, los diez primeros sitios. Casi
logró su propósito: el día que se anunció el fallo se enteró de que sus
narraciones habian ocupado del segundo al undécimo puesto; un desconocido,
de nombre Juan Jacobo, le había arrebatado el primero.
En "La virgen y la serpiente", uno de esos primitivos esbozos, Santiago
me hizo nacer con la intención de que yo encarnase, en una bella alegoría, todos
los padecimientos históricos del pueblo mexicano (por desgracia, se parecían
demasiado a los de un impúber algo neurótico). Pronto le perdoné este desliz: a
pesar de su inocencia —o quizás debido a ella— en esas páginas escritas a mano
hasta que le dolían los dedos, yo poseía una pasión que, pobre de mí, he visto
disolverse poco a poco. No me malinterpreten: el cuento era malo, muy malo; lo
triste es que, en mi opinión, los siguientes no han sido mejores.
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tendrías que renunciar por dignidad..." Pero Juan Jacobo no renunció: escribió
un breviario de 38 páginas, También había héroes, que le ganó el aplauso de los
críticos mexicanos —Santiago llegó a decir que el éxito se debía a que éstos
nunca leían más de cuarenta folios— y una traducción al inglés (en Alemania
fue prohibido).
La brutalidad del mundo real se introdujo, de pronto, en las
investigaciones de Santiago. No se le habría ocurrido ni en el peor de sus
relatos: dos días después del homicidio, y ante la mirada atónita de los
invitados al congreso, los dos policías detuvieron a Jacinto Tostado, lo
esposaron, lo introdujeron en un coche patrulla, no sin antes leerle sus
derechos, y lo llevaron a la cárcel del condado. La imagen evocaba las peores
películas hollywoodenses pero no había un Tarantino que inventase algún
diálogo chispeante para salvar la situación.
—Como el mayordomo, el crítico siempre tiene la culpa —musitó, al
cabo, Susana.
En realidad, ella era la menos indicada para decirlo. Mientras la mayor
parte de los miembros de su generación debía soportar estoicamente los
insultos y las diatribas de los reseñistas —por lo general no se trataba de
autores frustrados, como se suele pensar, sino de algo peor: escritores en activo
deseosos de exhibir su talento analítico—, ella recibía invariablemente halagos y
mimos. Y lo más extraño era que éstos no se debían a su belleza (más bien
escasa), ni a su disposición innata a conceder favores sexuales (aunque lo hacía
a menudo) y mucho menos a sus dotes de narradora (los cuales, según todos,
eran nulos). El suyo era uno de esos pequeños misterios que anidan en toda
pequeña comunidad literaria.
—¿Y por qué iba a hacer algo semejante? —preguntó Santiago.
—La doctora Garciabonilla halló el motivo. En un cuento que Juan
Jacobo se disponía a leer la noche del crimen, el narrador homodiegético es,
según ella, un trasunto de Tostado.
—No entiendo nada.
—La profesora asegura que Juan Jacobo se disponía a burlarse del crítico.
—¡Pero si yo leí ese cuento y el narrador es Heinrich Himmler!
—Y yo qué voy a saber —concluyó Susana—. Ella es la experta y dice
que, al deconstruir al personaje, aparecieron los rasgos de Jacinto.
—¡Pues está equivocada! —Santiago se mordía las uñas—. ¡Y tú lo sabes!
¡Jacinto no pudo haberlo hecho porque a la hora del crimen estaba contigo,
Susana!
—¿Conmigo? —a veces conseguía ser encantadoramente picara.
—Él me dijo que había..., bueno, que ustedes dos...
—¿Así que soy su coartada? —la narradora se rio como no lo había hecho
desde que terminó de escribir el capítulo de Falos que le reservó a Camilo José
Cela.
—Vamos, debemos ir a la comisaría —la urgió Santiago.
—¿Para qué?
—Tienes que probar su inocencia.
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A quien corresponda:
Cuando encuentren esta nota será demasiado tarde para mí. Me
encontraré ya en el mudo territorio del vacío. Yo mismo me encargué de
suministrarme el veneno. ¿Por qué? Ése es justo el problema: no hay un
porqué. Simplemente me he dado cuenta de que prefiero el silencio. Mas
no piensen en la callada vejez de Rulfo o de Arreola. Ellos se dieron
cuenta, de pronto, que ya no tenían nada más que decir. Yo, en cambio,
he descubierto que nunca lo he tenido. Como dije en una entrevista, yo
escribo porque no sé hacer nada mejor. Pero ello no quiere decir que lo
haga bien. No se culpe a nadie de mi muerte5.
J. P. DIETRICH
5
¿Es que ni siquiera en el último momento podía ser original? (N. del P.)
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redondo, lleno de matices. Jacinto Tostado ha escrito que posees el carácter más
rico de la literatura contemporánea.
—Te lo debe. No se puede confiar en uno solo de sus juicios.
—De acuerdo. Pero por primera vez tienes cosas valiosas que decir. ¿No
es eso lo que querias? ¿No te quejabas de ser estúpido y vacío? Ahora eres
inteligente, perverso, temeroso, sutil, triste, inocente y criminal, como todos los
seres humanos...
—¿Por eso lo hiciste? ¿Para conseguir una experiencia que te convirtiese
en un escritor de verdad?
—Te agradezco la confianza, pero me sobrestimas. Nunca pensé que esto
ocurriría. Al menos no lo tenia planeado. Ha sido un consuelo de última hora.
—¿Entonces?
—¿Es que no me conoces? No podía permitir que Juan Jacobo se
convirtiese en una leyenda. ¡Un joven literato que se suicida antes de los treinta
y cinco años en una universidad norteamericana! ¿Cómo decía su nota? El mudo
territorio del vacío. ¿No te jode? Un Jorge Cuesta, un Raymond Radiguet, un Kurt
Cobain latino. ¿Qué más quieres? No, amigo mío. Ahora ya nadie se acuerda de
él. Nadie. ¿Lo oyes? ¿Y sabes cuántas tesis se escriben sobre mi obra? ¿Cuántos
reportajes, cuántas biografías, cuántos ensayos, cuántas películas, cuántos
libros? No podía darle ese gusto. Simplemente no podía hacerlo.
INTERVENCIONES
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De cuando Enrique conquistó Asjabad y cómo la perdió (10)
Vicente Leñero
A la manera de O'Henry (26)
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Enrique Serna
La vanagloria (34)
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El reportero del diablo (52)
Fernando Iwasaki
El Derby de los penúltimos (59)
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HACIA LO IGNOTO
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Exilio (78)
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La instrucción (88)
URBES FANTÁSTICAS
Gonzalo Soltero
Maduro (141)
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En casa (147)
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Manual del comportamiento fantástico (151)
HOSPITAL
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Alejandro Toledo
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NEGROS
VIDA DOMÉSTICA
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El tenis de los viernes (241)
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