Antologia. Solo Cuento

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

SÓLO CUENTO

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

DIFUSIÓN CULTURAL / LITERATURA

Primera edición, 2009


Universidad Nacional Autónoma de México
Ciudad Universitaria,
04510 México, D. F.
Coordinación de Difusión Cultural Dirección de Literatura
Diseño: Mónica Zacarías
Impreso y hecho en México
ISBN 978-607-2-00218-0

PRÓLOGO

Por qué publicar una antología de cuentos en lengua española. De


cuentos excepcionales de autores vivos, de distintas tendencias, edades,
intereses temáticos y estilísticos cuya única vinculación es la lengua en que
escriben. Por qué idear un proyecto —estético, editorial— que reúna a
escritores, antólogos, críticos literarios, diseñadores y por qué concebir un
espacio que albergue año con año a especímenes diversos en ese laboratorio de
formas que es una antología de cuento. Las razones para no hacerlo son
muchas. Las de algunas editoriales parten de la convicción de que en un país de
no lectores la sofisticación de una forma literaria que requiere de cierta
competencia y de la rara disposición a escuchar una voz distinta a la
homogénea voz que promueve el mercado está destinada a la muerte súbita.
Los intentos de asfixiar un género que en nuestra lengua ha gozado y goza de
momentos privilegiados no son pocos. Las revistas literarias tienden a
desaparecer, lo mismo que los suplementos culturales y mientras esto ocurre, la
sección cultural de los diarios, que padece de anorexia inocultable, pasa a
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formar parte del rubro "espectáculos". La desertización* del espacio que fue
terreno propicio a la publicación del cuento es un problema ecológico mayor si
se piensa en que los grandes cuentistas de otras lenguas no habrían podido
existir sin estas ediciones. Aún revistas de modas dedicadas a "señoras"
(Harper's) o a "señores" (Playboy) o "de interés general" (New Yorker) hicieron
posible que en Estados Unidos autores de excepción fueran leídos por un
público amplio y heterogéneo. El caso de John Cheever es paradigmático. No
obstante, aun en ese país, la lucha desaforada a la que tuvieron que someterse
sus criaturas a fin de sobrevivir ante especies dominantes como la novela se
verifica en el hecho de que Cheever recibiera el Pulitzer muchos años después
de la continua publicación de sus cuentos y lo recibiera "por el conjunto de su
obra". El cuento es una especie que en nuestra lengua simula estar en riesgo de
extinción. No porque se hayan dejado de escribir cuentos extraordinarios, sino
porque por momentos, estos parecen no hallar cobijo para su publicación en
libros. Por supuesto, hay esfuerzos encomiables por hacer antologías de cuento
y abrir colecciones destinadas a este género en lengua española. El hecho de que
sea una labor meritoria habla de que son la excepción. Muchas de estas
colecciones (algunas bilingües) reúnen con frecuencia a autores consagrados... y
muertos. La idea de Sólo cuento es publicar los mejores relatos de autores que
están en plena producción. De modo que el interés de editar una antología
anual de cuentos memorables en español no se limita a una labor de rescate.
Además del interés de preservar una especie en peligro está el de tomar el pulso
a quienes hoy exploran nuevas formas de narrar una experiencia en ese género.
La decisión de albergar a autores de distintas generaciones aumenta la
fascinación de la pesquisa. Qué se relata en ese breve tránsito por una
experiencia memorable y de algún modo elocuente de un fragmento de
realidad contenido en la estructura peculiar que hemos dado en llamar cuento.
Y cómo. La historia podría tener un final feliz. Convertirse en el observatorio de
la mutación de estas criaturas: diversas, extravagantes o domésticas, cada una
con una voz y una respiración particular, y en el hábitat natural de los nuevos
organismos. Por qué no. La idea prosperó en otras literaturas. La lengua inglesa
puede preciarse de tener una de las tradiciones cuentísticas más vivas y de
contar con un número creciente de lectores del género. La apuesta de Edward
O'Brien, poeta y dramaturgo, quien en 1915 propuso a la Boston House of
Smal*, Maynard & Co. hacer una antología de los mejores cuentos nor-
teamericanos, dio como resultado mucho más que el número considerable de
cuentos compilados a lo largo de noventa y cuatro años en volúmenes que hoy
edita la Houghton Mifflin Company, en EU. Configuró una maquinaria de
productores y consumidores de un tipo de artefacto que hoy se catalogaría
entre los bienes intangibles de la humanidad: apresar la imaginación en algo
que llamamos cuento. La antología de Los mejores cuentos del siglo, a cargo del
recientemente fallecido John Updike, no sólo tuvo varias ediciones sino que es
un bestseller nacional. (1) /En el prólogo a Los mejores... me refiero al problema
inverso de los lectores de cuento en lengua inglesa: mientras aquí faltan
espacios para publicar a los cuentistas, allá faltan ojos y tiempo para leerlos.
Es de desear que en los cuentos escritos en nuestra lengua pueda ocurrir
algo así. Claro que puede haber objeciones en la selección de la muestra
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incluida en esta primera entrega y que se lamentarán algunas ausencias. Sin


contar con el criterio convencional, ese monstruo que devora el futuro apenas se
asoma por la puerta: la idea generalizada de lo que es un cuento. Esa
especificidad que hace que siga distinguiéndose de otros géneros. Elijo sortear
el vendaval de esta discusión diciendo que los mejores cuentistas hace tiempo
que han obviado algunas de las características que se consideraban intrínsecas:
la estructura en paradoja (Alice Munro, Lorrie Moore) y el final sorpresivo
(Carver, Tom Jones) por la simple razón de considerar lo imprevisto como un
recurso demasiado previsible. El cuento ha cambiado de disfraz y de rumbo y
no es difícil prever que cambiará aún más, pero ello no implica que no podamos
seguir leyendo ciertas estructuras como cuentos. (2) Ya me he referido a este
asunto en el prólogo que escribí a los mejores cuentos editados por Planeta,
1995.
Lo primero que observo en esta muestra al leerla como un todo es la
virtud de su diversidad. Contra la idea generalizada de que la literatura en
lengua española es o ha sido una o que se alimenta de una sola tradición, este
conjunto exhibe las varias vertientes de las que abreva. Por supuesto, las
técnicas de los grandes cuentistas son legibles detrás de muchos de estos
autores, lo mismo que una inclinación por los métodos periodísticos —el
reportaje, la crónica— pero también un gusto por mantener una tensión entre lo
realista y lo fantástico típica de algunas tradiciones centroeuropeas y de la
propia Latinoamérica. Más que un conjunto de historias, esta antología es un
museo de recursos expresivos, una lección que compendia los distintos modos
de presentar una trama en la que no pocas veces la vivencia se transmite a
través de la confusión, la elipsis, el humor y la parodia. Todos los cuentos
tienen en común el propósito de ir más allá del horizonte conocido sin sacrificar
la emoción y sin abandonar del todo las reglas del juego.
Aunque toda clasificación es arbitraria, además de las obvias conexiones
entre temas y tratamientos, en la presente antología hemos subdividido los
cuentos por atmósferas: aquellos que implican la escritura sobre lo literario,
interviniéndolo, a la manera de la instalación en las artes plásticas, son los que
abren esta edición. Una primera muestra del desbordamiento de la propia
estructura está representada en el cuento de Sergio Pitol y de quienes siguiendo
una tendencia rizomática eluden toda certeza posible y llegan a un final sólo a
condición de haberse detenido en el extravío. En un trabajo anterior me he
referido a este cuento, a medias entre la autobiografía y la ficción, donde más
que acudir a un final sorpresivo el autor utiliza el propio absurdo de la vida
para construir una trama donde "se conoce el principio pero no el final", como
él mismo ha dicho. (3) Ibid, página *. Desquiciado e hilarante, el cuento de Pitol
que abre esta antología parte de un hecho casual —un encuentro en Asjabad
con Vila Matas— que se torna experiencia inverosímil y alcanza en lo absurdo
el nivel de la epopeya. La recuperación de una entrada en su diario, la pasión
"enfermiza, pegajosa y oscura" por Gógol, de la que se contagia la narrativa, y
un modo de narrar (¿o de vivir?) que transforma la realidad en una sucesión de
hechos pasmosos, como los contados por los grandes viajeros a tierras ignotas
son los elementos que hacen de un recuerdo escrito por Pitol algo portentoso.
En su cuento, escrito como confesión, crónica de viaje y ensayo sobre la lectura
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de una abstrusa biografía de Gógol el entramado y el tono son la clave para


mantener al lector en la linde entre lo real y lo posible.
A este grupo se suman, con variantes, autores que se distinguen por una
literatura juguetona, libérrima. El cuento de Leñero sobrepone el plano de la
crudeza de lo real con el comentario metaficcional. La lección del cuentista
norteamericano O'Henry —cuyo verdadero nombre era William Sydney Porter
— de preservar cierto uso del decoro y el buen gusto aunque se hable de la
vulgaridad y la miseria parece estar peleada con la verdad literaria que se narra.
En el último párrafo, la lección moral de los personajes de O'Henry contrasta
con el mundo bestial de los personajes de la clase obrera que tan bien ha
retratado Leñero y exhibe las limitaciones de un código de escritura, el de
principios del siglo XX en EU, que se fascinó con la idea de asomarse al horror
de la condición humana de soslayo y sólo con la garantía de no verlo.
La tendencia al absurdo y la veneración por autores y momentos
explosivos en nuestra lengua (Quevedo, Cervantes, Valle Inclán) y por ciertas
tradiciones (de la sátira menipea a la picaresca) en Iwasaki son un feliz refugio
al tsunami de la solemnidad realista. Iwasaki retoma el motivo de las cofradías
y tertulias literarias donde El Autor transita como un tenebrario ambulante
alrededor del cual mariposean los últimos reductos de la bohemia. La parodia
de Gerardo Sifuentes sobre nuestra "incomprensión" a Michael Jackson, el
autonombrado "Rey del pop" y nuevo mesías global, cuyo mensaje y sacrificio
redentor no supimos interpretar es un ejercicio de encubrimiento para mostrar
otra forma de ceguera: la que los medios organizan a fin de no dejarnos ver el
ascenso del verdadero emperador del nuevo Orden Mundial, China. El cuento
adquiere una importancia particular hoy, tras la reciente muerte del cantante.
A medio camino entre ambas tendencias, están los cuentos de aquellos
autores que dentro de un registro realista se concentran en la creación de
espacios o atmósferas. Las tramas, inquietantes por su fusión de planos,
confieren una clara tensión a las acciones que se narran y las contrastan con las
intenciones de los personajes que nos obligan a repensar los hechos,
ambivalentes, en una segunda lectura. Dos suizos van a casa de una pareja de
esposos que contrata sus servicios para una "terapia" natatoria. A través de una
extraña situación, Fabio Morábito construye una metáfora del juego en dos
niveles. Su ojo invariablemente escapa a las situaciones convencionales y con
una prosa libre de adornos o concesiones retóricas aborda explora un tema en
que es experto: el juego del poder en las situaciones cotidianas.
El cuento de Luis Felipe Lomelí guarda resabios de la experiencia
narrada por Villoro. El enrarecimiento del mundo cuando se cruza el umbral y
se abren nuevas puertas a la percepción recoge la angustia de ese etapa entre la
juventud y la vida adulta, pero en Lomelí, la voz cínica y distanciada de los
protagonistas los salva de sucumbir a un estado de ánimo acorde con las
situaciones trágicas que presentan. "Me comentó de la hermana de una amiga
de él que se había sentido Alfonsina y, después de emperifollarse, caminó por la
arena hasta terminar ahogada entre el petróleo y el agua salada de Tampico.
Luego nos preguntamos sobre si aún existía alguna manera de suicidarse que
fuera original".

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A diferencia de los viajes por las nuevas geografías de la globalización,


Ignacio Solares ofrece un viaje metafísico, alegoría del viaje hacia el destino
propio, donde no hay instructivo ni experiencia que valgan. La honda reflexión
sobre uno de los motivos más acordes con el acto de escribir y de vivir (el viaje)
nos obliga a leer entre líneas, "en ausencia", el conjunto de relatos escritos sobre
este tema. Un cuento epifánico en el sentido joyceano, hecho de una materia
prima densa y simple, como un hoyo negro. Por su parte, el manejo excepcional
de la voz y el punto de vista sirven a Ana María Shua para disociar el doble
drama de este cuento profundamente conmovedor. La pesca, narrada con la
alegre despreocupación de un pasatiempo y el tema de fondo, que yace en las
profundidades donde anida la relación entre padre e hija. Otro viaje iniciático
es el que oculta la trama de "A Ronchamp". A través de una serie de aparentes
desencuentros, la sutilísima prosa de Hernán Lara Zavala lleva a una joven a
descubrir algo que cambiará su vida y que se halla suspendido entre la
desolación de un domingo a solas, en una ciudad extranjera, al tiempo que
declara la filiación del autor por la tradición anglófona que reescribe desde
nuestra lengua.
Un rasgo intrínseco a todo viaje es el exilio, interno o externo. Con ironía
maestra, Serna desmonta el artefacto del reconocimiento entre pares: un caldo
de cultivo donde germinan la envidia, la crueldad y la mala fe. Convertirse en
escritor, una forma extrema de exilio, exige un rito de paso y una figura tutelar
que consagre las noches de desvelo. El final prodigioso, más cerca de Chéjov
que de Machado D'Assis, descubre el sentido de ese afán masoquista que
consiste en destinar la vida a ponerla en negro sobre blanco y a distanciarla de
uno mismo a fin de reconocerse en ella. En contraste con la soledad que se
desprende del cuento de Serna, "True Friendship", de Jorge F. Hernández, tiene
como tema la rara —y quizá la mejor— forma de amistad: la del amigo
imaginario, ese depósito fiel de nuestras omisiones; aquél con quien podemos
huir en caso de necesidad y a quien podríamos cuestionarle todo menos la falta
que nos hace en un mundo poblado por seres incompletos. Clara Obligado es
una reconocida divulgadora del cuento, además de una autora de relatos
excepcionales donde el humor o la melancolía, muchas veces juntos pero no
siempre, son el espacio en que aterrizan sus personajes, exiliados, sobre todo, de
sí mismos. En su cuento desmitifica la idea del exilio dorado, reconstruye la
identidad y centra su dependencia en la idea del contexto: "Visto el tema desde
otro ángulo, podría decir también que nadie conocía a nadie que, fuera de
contexto, todos nos habíamos convertido en otro".
Dos categorías se presentan con inusual frecuencia en la narrativa
posmoderna: la tendencia a lo fantástico y las manifestaciones del cuerpo
(enfermedad, fragmentación) como motivos recurrentes. Situados en la primera,
los cuentos de Gonzalo Soltero, Daniel Rodríguez Barrón, de León, transforman
antiguos temas del gótico y nos obligan a hacer una revisión de lo real en la que
es necesario sobreponer planos espaciales y temporales. Por su parte, el cuento
de Ana García, sin ser fantástico, produce una sensación de distanciamiento
ante la extrañeza del tema. Los secretos, vicios y argucias de las pequeñas
cofradías se desarrollan de manera sutil y deliciosa, como sugiere uno de los
protagonistas, y encuentran su sentido actual en cada uno de los detalles con
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que la aguda mirada de Ana García desnuda la esencia atemporal de la


condición humana.
El cuerpo como depositario de fantasías, de enfermedades y aflicciones
es la materia central de los cuentos de Cristina Rivera Garza, Antonio Ortuño y
Mayra Santos Febres. En "El rehén", la rara inquietud que provoca ver a un
hombre llorar, la impertinencia del consuelo y la sensación de estar violando un
espacio íntimo, virgen, al involucrarse en el dolor del otro (los hombres no
lloran) se combina con el impulso irrefrenable de compenetrarse y más aun, de
penetrar ese espacio cargado de urgencia de parte de la mujer que escucha el
llanto masculino. La contraposición de planos, de tiempos en que dos hombres
lloran, aumenta la sensación de desasosiego del lector que se vuelve cómplice
de una situación, quizá el verdadero rehén de la historia. En "Pseudoefedrina",
las historias paralelas entre el deseo y el pánico, la muerte inminente o la vida
inminente se suceden con la misma vertiginosidad y la tensa euforia de los
tiempos que corren. Por último, a través de "Goodbye, Miss Mundo, Farewell", un
cuento aspiracional en más de un sentido, Mayra Santo Febres logra captar a
través del mito varios tiempos y atmósferas en una misma historia de vida: la
de la trágica heroína que en sus dones tiene inscrito el sacrificio. Por último,
"Tríptico de alcoba", de Ana Lydia Vega, incorpora lo fantástico y lo corpóreo
para establecer los parámetros de un ajuste de cuentas al acomodo tradicional
de los oponentes en el combate cuerpo a cuerpo.
La vertiente vindicada por Borges como género de géneros, produce una
cada día más vasta elaboración de lo policíaco. En un sentido riguroso, no hay
relato que no tenga implícita una estructura policíaca. No obstante, a diferencia
de lo que ocurría con la literatura de hace apenas una década, hoy el thriller, el
cuento negro, y el cuento de detectives cuentan con una producción que
prácticamente domina el paisaje tanto en América Latina como en España.
Aunque muchos de los cuentos de esta antología tienen elementos del género
policíaco en distinta medida, esta tendencia está representada por los cuentos
de José Abdón Flores (quien combina el método científico con el policíaco),
Mario Mendoza (para quien la estética de lo grotesco y la representación
hiperrealista se corresponden con el mundo degradado en que vivimos),
Alejandro Toledo (quien aborda la frágil línea que separa al asesino del
asesinado) y Santiago Rongagliolo. A medias entre una road movie y una
película de Kusturika, el cuento de Santiago Roncagliolo le permite acercarse a
la violencia y el terror, temas recurrentes en la literatura latinoamericana, desde
una óptica hilarante. La historia del ascenso y la caída de El Chino Pajares
(psicópata y perdedor) es un golpe bajo al "proyecto anticorrupción" del sistema
de justicia peruano pero también un antídoto contra el tremendismo y la
literatura de denuncia. "A lo largo de mi trabajo creativo, me han obsesionado
dos figuras: los psicópatas y los perdedores. Los psicópatas están dispuestos a
ignorar cualquier norma de convivencia para satisfacer sus apetitos. Los
perdedores, de tanto respetar las normas, no satisfacen ni siquiera sus
necesidades emocionales básicas". El relato de Roncagliolo parece sugerir que
sicópata y perdedor son sinónimos de una enfermedad social que va siempre de
la mano. En los márgenes del género detectivesco, el cuento de José Joaquín
Blanco es una crítica mordaz a la sabiduría provinciana, esta vez del cine y el
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teatro a manos de escritores. ¿Es verdad que en México no hay ningún thriller
de consideración? ¿Que la literatura mexicana carece de tramas policíacas
debido a la incapacidad de sus escritores y guionistas? El diálogo de cantina
entre amigos responde a estas preguntas y descubre el antecedente a la antigua
leyenda de Don Juan Manuel a la vez que confirma el interés del autor de
fundir historia y literatura.
La originalidad de viejos temas ahora revisitados (el abandono, la
soledad, la imposibilidad amorosa) es palpable en varios de los cuentos. En el
de Jorge Franco, la variación consiste en el manejo del punto de vista: un
hombre que desde una fotografía que ve a su amante (Eva) debatirse por su
ausencia sin poder responderle, mientras que Pedro Juan Gutiérrez un ex
convicto santero es amante de Oggún y de una mujer al mismo tiempo. Por
último, las imágenes arriesgadas de Rafa Saavedra resitúan algunas
problemáticas de pareja desde el mundo de las nuevas tecnologías: "oprimimos
el botón de STOP antes que el dolor real llegue sin explicación".
Treinta cuentos como treinta modelos para armar el puzzle de las formas
y recorridos actuales del cuento contemporáneo en nuestra lengua.

ROSA BELTRÁN

INTERVENCIONES
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SERGIO PITOL

SERGIO PITOL (Puebla 1933). Sus novelas son ejercicios de


estilo que, mediante un humor refinado y mordaz, ofrecen una
mirada desencantada de la realidad y se alejan de las
tendencias literarias predominantes en las letras
hispanoamericanas de su generación, ya que destacan por su
carácter erudito e irónico. Merece mencionarse su Trilogía del
carnaval, formada por El desfile del amor (1984), Domar a la divina
garza (1988) y La vida conyugal (1991). Su estilo personal se

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expresa sobre todo en El arte de la fuga (1996). De sus volúmenes


de cuentos destaca Nocturno de Bujara (1982) con el cual obtuvo
el premio Xavier Villaurrutia. Ha traducido al español a autores
ingleses, checos, alemanes y rusos. Sus cuentos y novelas,
influidos por Henry James en los recursos estructurales y
puntos de vista narrativos, son ambiguos, muchas veces
misteriosos, con tramas que se enlazan unas a otras y crean una
atmósfera peculiar. Le han otorgado los premios: Xavier
Villaurrutia, Herralde, Juan Rulfo y en 2005 el Premio
Cervantes.

DE CUANDO ENRIQUE CONQUISTÓ


ASJABAD Y CÓMO LA PERDIÓ

Enrique y yo hemos coincidido en muchos lugares: congresos, simposios o


simposia como dicen los doctos, conferencias, presentaciones de libros o de
autores, mesas redondas, asambleas, celebraciones de una cosa u otra, y para mí
siempre ha sido una fuente de estímulo y regocijos. En esos lugares
encontramos a amigos comunes y hacemos otros nuevos. Somos expertos en
esquivar a aquellos personajes que aparecen en esos lugares para declamar la
verdad, toda la verdad, que van enunciando siempre. Enrique ha enumerado en
varios artículos casi todas las ciudades donde nos hemos encontrado, digo
"casi" porque nunca menciona los días de Asjabad, la capital de Turkmenia; es
más, no recuerdo que hayamos aclarado lo que sucedió allí.
Advertí apenas esa omisión hace unas dos o tres semanas hurgando en
unos baúles mis diarios de Moscú, buscando detalles que pudieran ayudarme a
escribir una novela policiaca cuyo protagonista será Gogol. Sí, señores, el
auténtico Nikolai Vasilievich Gogol, el ruso. No tengo aún determinado si aquel
escritor de vida ultramisteriosa sería la víctima, el investigador de un asesinato
o el criminal. Mis diarios, por lo general, recogen resonancias de las lecturas, no
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de todas, claro, sino sólo las que verdaderamente me interesan. Gogol es uno de
mis gigantes, lo leo y releo con fruición. Soy consciente de que Tolstoi y Chéjov
son más grandes que él, no los cambiaría por nadie, he encontrado en ellos
caminos de salvación; en cambio, la pasión por Gogol tiene otra tesitura, un
tanto enfermiza, más pegajosa y oscura; un excéntrico y genial escritor que en
un momento determinado, a saber por qué y cuándo, se volvió o fingió loco.
Muchas veces durante mi estancia en Moscú me convertí en un obseso de
Gogol, esa figurita maltrecha tan parecida a sus personajes, leí su obra con
intensidad, frecuenté los teatros donde se presentaba El inspector general,
saliendo siempre maravillado de la comedia, la dirección, y, sobre todo, de la
actuación de los diferentes jóvenes que en algunos momentos llegaban a la
genialidad.
En fin, no intento aquí describir mi relación con aquel escritor y su
contorno, ni mi proyecto de novela donde él será uno de los principales
personajes, ni las notas que hago sobre su obra, la de los biógrafos y los
estudiosos literarios. La búsqueda de mis notas sobre Gogol me remitió a mi
vida moscovita; en todas las páginas sentí ampliamente los ecos de mi
existencia en esa ciudad, volví a las grandes avenidas por donde paseaba, las
conversaciones con mis amigos en el bar del hotel Metropol, recordé lo que
compraba con algunos anticuarios, los conciertos que oía, las fiestas, las horas
muertas en la Embajada, el larguísimo recorrido de mi oficina al primer
departamento a las orillas de la ciudad, de manera que he dedicado los fines de
semana sumido en reminiscencias de la capital soviética y cómo me acomodaba
a ella. ¡Qué inmensidad de vida había olvidado! Encontraba nombres ficticios y
apodos para que quienes leyeran subrepticiamente mis cuadernos no pudieran
descubrir quiénes eran mis amigos; algunos nombres se reiteraban con
frecuencia, al principio ni yo sabía quiénes eran, iban conmigo en la calle,
estábamos en algunos restaurantes y bares, en casas absolutamente geniales
cuyas paredes mostraban soberbios iconos, espléndidas muestras de la pintura
del final del XIX, y aun, entre los más sofisticados, algunos de Goncharova,
Malevich y del joven Chagall, pero también en departamentos diminutos,
descuidados y sucios, llenos de libros, donde vivían jóvenes artistas. Yo era
agregado cultural con la categoría de consejero, de manera que visitaba a las
grandes figuras del teatro y del cine, los virtuosos de la música, los académicos,
para tratar proyectos de algunos festivales, o conciertos y exposiciones en la
ciudad de México, becas, etcétera, relaciones casi naturales que les era
imposible mantener aun a los embajadores. Al leer mis diarios advertí un
constante aire de vida futura. Vislumbraba entre nieblas que aquella arcaica
gerontocracia en que se había convertido la cúpula de un poder inmenso se
resquebrajaba por todas partes, a pesar de que aún los cambios profundos no
serían demasiado inmediatos. Por eso, cuando surgió la Perestroika no me
asombró del todo; los sectores más cultivados, los científicos, los escritores y
artistas, los profesionistas, los estudiantes, casi todos estaban preparados para
ello.
Leo una entrada de mi diario, la del día 23 de abril de 1979. Allí aparece
Enrique, no en persona sino en voz. Tenía años de no haberlo visto; sabía
vagamente por amigos comunes que había dejado París y vuelto a Barcelona.
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Bueno, ese 23 de abril sonó el teléfono, lo tomé y al instante reconocí su voz.


Nada más saludarme me espetó que estaba en Uzbekistán, de veras, la
república de Uzbekistán, en el Asia central soviética, y lo dijo con tal
naturalidad como si yo estuviera en Barcelona y él en Sitges o Cadaqués. Había
sido invitado con un grupo de periodistas, críticos de cine para ser exactos, a
Tashkent a un festival de cine; en ese momento estaba en Samarcanda; había
valido la pena, sí, claro, un viaje fatigoso pero absolutamente inimaginable.
Añadió que estaba seguro de que Cecil B. de Mille debió haber conocido esa
ciudad, ¡la maravillosa capital de Tamerlán! Continuó de corrido: "Mañana
volaremos a Tashkent, ¿se dice así?, porque en la noche se inaugurará el
festival. ¿No puedes escaparte unos días para allá? Veremos algo del festival,
conversaremos y hasta podríamos hacer algunos viajes por estos rumbos.
Mañana te buscaré en tu casa o tu oficina, tengo tus teléfonos. Tenemos que
vernos". Y colgó. No estaba seguro si aún dormía o estaba despierto. Murmuré:
Cecil B. de Mille, Tamerlán, Tashkent, un festival y, nada menos, la voz de
Enrique Vila-Matas.
Seguiré las entradas del diario y las complementaré con la memoria hasta
donde pueda lograrlo. En mis dos años de agregado cultural en Moscú visité
varias ciudades soviéticas, algunas muy bellas, otras sólo interesantes, otras
espantosas, a veces como turista, pero por lo general dictando conferencias
sobre literatura, arte e historia de México en las universidades o institutos
donde se enseñaba el castellano o la literatura hispanoamericana. Vilnius en
Lituania, Lvov y Yalta en Ucrania, Tbilisi en Georgia, Irkutsk en Siberia, Bakú
en Azerbaiján, Bujara y Samarcanda en Uzbekistán, y Leningrado, como se
llamaba entonces San Petersburgo, en Rusia. Viéndolo bien, el número era
mínimo, pero significativo. El día en que me llamó Enrique desde Samarcanda
preparaba una conferencia para la Universidad de Turkmenia sobre El
Periquillo Sarniento, de José Joaquín Fernández de Lizardi, la primera novela
mexicana, ya se sabe, y cuando comentaba eso con los estudiosos de la cultura
hispanoamericana no hubo ninguno que no sonriera burlonamente o me hiciera
una broma; cuando lo hice con mis jóvenes amigos, se carcajearon. No hubo
nadie que no comentara que Turkmenia era la república soviética más atrasada
de todas, y que seguramente Asjabad sería una aldea. Hablarles a los turk-
menos o a los kirguisios de literatura mexicana era un absoluto desperdicio de
tiempo, me insistían. Pero cuando les preguntaba si conocían el lugar, todos me
respondían que no y que jamás irían a ese espantoso culo del mundo, a menos
que los enviaran como castigo.
Días antes de la llamada telefónica de Enrique tuve una cita en el
Instituto de Relaciones Culturales con Latinoamérica donde tenía buena
acogida, era la institución que me invitaba a dar conferencias en Moscú y en las
otras ciudades de la URSS . La directora me recibió de inmediato; le llevaba
unos contratos de varios músicos rusos incorporados en una orquesta de
México, y, de paso, le hablé de la próxima conferencia que leería en Asjabad; me
interesaba sobre todo saber el nivel de conocimientos de español que tenían los
alumnos que me escucharían, lo preguntaba porque algunos
hispanoamericanistas rusos me habían comentado que la Facultad de letras o de
lenguas de allá era muy reciente. ¿Tendría yo que hacer un texto muy sencillo
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para que los alumnos me entendieran? La directora hizo una pausa, luego
respondió que desde luego los académicos moscovitas eran los mejores de la
URSS; por la antigua tradición de hispanismo en Rusia, esos maestros tenían
más posibilidades de viajar y de hacer contactos con España y América Latina,
todo eso es cierto, pero también los hace demasiado orgullosos y ciegos a todo
lo que no está en su entorno; hizo otra pausa, pidió a una empleada café, vodka
y varias clases de dulces, y unos papeles con los que prosiguió a educarme:
Asjabad era una pequeña ciudad establecida hacía quinientos años en un oasis
perdido de uno de los desiertos más extensos del Turquestán. Los pobladores
vivían de los textiles, los mejores tapetes de la Unión Soviética habían salido de
allí. Bujara se lo arroga todo, pero en Asjabad siguen haciendo textiles, de los
mejores del mundo; volvió después a los papeles y siguió pedagógicamente que
apenas hacía cincuenta años la república de Turkmenia, capital Asjabad,
contaba con un noventa y nueve por ciento de analfabetas y hoy contaba con
una biblioteca de un millón trescientos volúmenes, una academia de ciencia,
uno de los tres institutos más importantes del desierto en el mundo y varias
universidades. Un salto extraordinario. Todavía después de la guerra patria,
unos treinta años apenas, las mujeres existían para tejer y parir, ahora en
cambio en todos los hospitales y laboratorios los médicos y químicos son en su
mayoría mujeres. Turkmenia se ha vuelto inmensamente rica. Hace pocos años
se descubrió petróleo en el desierto y ahora es un emporio. Han canalizado el
agua del mar de Aral, que como usted sabrá es de agua dulce, y gran parte del
territorio es un jardín. Vaya usted, vaya a ver nuestros milagros y prepare una
conferencia como si fuera a leerla en Moscú o Leningrado. Para cuando usted
esté en Asjabad celebrarán los veinticinco años de una ópera, la primera en
turkmeno. Un barítono de gran prestigio llegará de Australia para cantarla allí.
Y no deje de adquirir en el bazar a las afueras de la ciudad algunas alfombras,
no se arrepentirá, ya lo verá.
Salí del Instituto bastante incrédulo, pero con enorme curiosidad.
El primer telefonazo de Enrique lo hizo en la mañana de un jueves. El
viernes no salí de mi apartamento, cortaba de tajo cada llamada, aludiendo que
esperaba una noticia importante de México. A la Embajada le comuniqué que se
había roto un tubo en el baño y esperaba al fontanero, para poder estar todo el
tiempo en mi departamento. Hasta el caer la noche, nada. Me reprochaba no
haberle preguntado a Enrique en qué hotel se hospedaría en Tashkent, pero
quizás tampoco él lo sabría. Podía haberse quedado en Samarcanda otra noche
para salir de mediodía y estar en la inauguración del festival de cine de
Tashkent. Mucho después, a las tres de la mañana sonó el aparato; mi amigo me
saludó con regocijo, como de día festivo; lo que primero me preguntó fue si me
había despertado de nuevo o estaba ya desayunando.
Le contesté que eran las tres de la mañana, no había tenido en cuenta que
había siete horas de diferencia entre Tashkent y Moscú. Tuvimos una
conversación de algo así como una hora. Comenzamos a hacer proyectos para
vernos. El festival cinematográfico duraría dos semanas. Entonces lo
encontraría en un lugar llamado Asjabad donde yo tenía un compromiso
universitario, estaba a un paso en avión de Tashkent. Lo esperaría allí y luego
visitaríamos en camellos esos rumbos extraños, rudos y poquísimo conocidos,
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como los que le encantaban a Bruce Chatwin. Hablábamos cada día por
teléfono. Logramos precisar el día, la hora, el número de vuelo, las habitaciones
de hotel, el día de mi conferencia, la intérprete y guía que nos acompañaría. Mi
avión saldría de uno de los aeropuertos de Moscú un jueves a las cinco de la
mañana y llegaría a las cuatro de la tarde debido al cambio de horario, y él
aterrizaría un poco más temprano, porque había pocos vuelos entre las dos
ciudades.
Llegué al hotel una tarde lluviosa, muy cansado y con algo de esas
jaquecas que me aturden cuando despierto a horas tan tempranas. Llamé a
Enrique a su habitación para decirle que en una media hora estaría en el
vestíbulo del hotel. Me di un rápido baño y me cambié de ropa. Fuimos todos a
tomar algo al café del hotel. Todos, éramos Sonia, mi intérprete, Oleg, el de
Enrique, un maestro y una maestra muy jóvenes de la universidad de Asjabad,
y nosotros, Enrique y yo. Me sentí muy a gusto por el exotismo del lugar. Sonia
nos informó que una empresa sueca había construido el hotel. Los espacios,
cierto ascetismo casi alegre y los muebles nórdicos marcaban un radical
antagonismo con la arquitectura estalinista, en especial de la hotelera. Al
principio los maestros estaban intimidados, luego, después de un poco de
vodka, todos hablábamos sin parar y al mismo tiempo. Le pregunté a Enrique si
había visto ya algo de la ciudad, y contestó que después de llegar al hotel había
hecho un paseo con Oleg, pero muy breve porque no tardó en caer una llovizna.
Le recordó algo árabe, como Ceuta, donde hizo su servicio militar, pero más
limpia, con espacios más abiertos y más vegetación. Señaló las grandes
ventanas desde donde se veían las palmeras del hotel. "Ese jardín, dijo, jamás lo
hubiera podido ver allá." Y de pronto se deshizo la reunión. Los maestros se
pusieron a nuestras órdenes, los intérpretes tenían que presentarse a sus
superiores en una oficina, y yo y Enrique subimos a nuestras habitaciones a
descansar un rato.
Al anochecer la lluvia había acabado. Las calles estaban iluminadas,
daban ganas de hacer un paseo por la ciudad. Lena y Oleg se despidieron
porque no habían acabado su trabajo en una oficina del hotel. Oleg se despidió
porque en la madrugada volaría a Tashkent, donde trabajaba en una oficina
turística. Sonia iba a ser la traductora y guía para ambos. Nos aconsejaron
pasear por el centro, alrededor del hotel, donde tendrían una mesa reservada,
después de una media hora, para cenar.
Salimos a una amplia avenida. El aire era tibio. Comenzamos a caminar
al azar. No tengo idea de qué hablamos, si de los amigos comunes en Barcelona,
de la estancia de Enrique en París, inquilino de Marguerite Duràs, de mi vida
diplomática, de literatura o de la escuela cinematográfica de Barcelona donde él
estaba muy integrado, del festival del tercer mundo en Tashkent, de su asombro
frente a Samarcanda. En mi entrada del 27 de abril escribí: "En la noche salimos
a pasear y la delicia de ese oasis comenzó a envolverme. La vegetación, el aire
perfumado que respiraba, los discretos toques orientales en la nueva
arquitectura, la hermosura de ciertos rostros y ciertos cuerpos que pasaban ante
nosotros. Llegó un momento en que caminaba en un estado de éxtasis. La
exuberancia y rareza de las flores dentro de un espacio urbano me recordó una
llegada a Nankín o a La Habana de hace más de cincuenta años, únicas
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comparables a Asjabad. A eso de las diez de la noche preguntamos a un


soldado en la calle por un buen restaurante. Nos dio las indicaciones para llegar
al mejor. Nos recibieron como príncipes. Había una boda y habían cerrado al
público. Tal vez unos jóvenes nos consideraron invitados. Comimos, bebimos,
fuimos agasajados por todos. Durante dos horas sentí lo que aún puede
proporcionar la fraternidad. No hubo excesos ni de admiración al extranjero ni
de simpatía servil, sólo calor humano y, sobre todo, alegría. Fue un placer ver
bailar a una juventud que celebraba con sus cuerpos la auténtica consagración
de la primavera. A las doce más o menos me retiré de la fiesta y leí unas cuantas
páginas de The road to Oxiana de Robert Byron, una excursión a Afganistán en
los años 30: "el más hermoso e inteligente libro de viajes, hay que considerar a
The road to Oxiana como la obra de un genio" según Bruce Chatwin.
A partir de entonces tengo muy pocas notas en mi diario, y las que hay
no sirven para nada: "llovió esta tarde y me empapé los zapatos", o "hace tantos
grados de calor para dormir con pijama", o "conté las vigas del techo del cuarto
y son veinte". En el diario de Turkmenia registré sólo algunos detalles
interesantes sobre la función de la ópera Aína en donde estuvimos al día
siguiente y que tenía totalmente olvidada. Pero no quiero adelantarme. Al
encontrar a Sonia en el desayuno lo primero con lo que me salió era que
Enrique al final de la fiesta se quitó la máscara, aunque no del todo; me quedé
petrificado, ¿habría revelado algún vicio o crimen? "¿Qué me dices?, ¿de qué
máscara me hablas?" Me contó que Oleg había bebido en demasía y que antes
de despedirse hizo un brindis por los novios, como todos los invitados hacen en
las bodas, pero se le pasaron las copas y la lengua, dijo que Enrique, a pesar de
su grandeza, no quiso regresar a su país sin conocer esta república convertida
de un desierto en un jardín de Alá; desde que lo conoció en Tashkent lo único
que le preocupaba era visitar Asjabad y conocer a sus pobladores. En el Festival
de Cine del Tercer Mundo fue uno de los invitados de honor, no un invitado
cualquiera. Oleg siguió explicándole a los novios, a sus padres, a todos los
invitados algo de la carrera de Enrique, sus premios internacionales, sus
coronas de laurel de oro, su gloria en fin. Cuando terminó el festival pidió a
todos que respetaran su anonimato absoluto, exigía ser un ciudadano común
para así conocer con ojos limpios la ciudad. El aplauso fue estruendoso, todos
se pusieron de pie algunos minutos. Enrique no sabía por qué le aplaudían,
abrazaban y besaban, porque yo no podía traducirle lo que decía Oleg. Si quiere
sostener su anonimato se lo respetamos. Le dije únicamente que en nuestro
corazón estará para siempre. El prefecto de la ciudad, tío de la novia, dijo unas
palabras de bienvenida a los invitados, los de cerca y los que habían llegado de
lejos, y reconvino a Oleg porque ningún jardín de allí le pertenece a Alá sino a
los obreros y campesinos de Turkmenia. Al final todos querían brindar con
Enrique, la gente hacía cola para abrazarlo, algunos con lágrimas en los ojos. Yo
me emocioné en esos momentos, pero ahora, en frío, me parece que Oleg hizo
mal, fue una falta de honestidad, casi una canallada. "Si alguien quiere venir
anónimo hay que respetarlo, no es un delito. Por detalles que parecen
minúsculos se han creado equivocaciones muy desagradables, ¿no cree?"
En ese momento se acercó Enrique a nuestra mesa con enormes ojeras y
rostro marchito.
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—¿Te dijeron cómo me trajeron anoche? Creía que me moría. Dime


Sonia, ¿es cierto o un sueño etílico que una muchedumbre me trajo cantando en
hombros?
En el restaurante lo saludaron cálidamente, un fotógrafo me ordenó que
no estuviera junto a él, quería fotografiarlo solo. Luego un funcionario del
Ministerio de Cultura nos recogió para llevarnos a ese bazar que me recomendó
la directora en Moscú, que se organiza sólo en un día de la semana. Una hora
después bajo un cielo insuperable se extendía una inmensa planicie que en la
lejanía parecía algo como una nube de fuego. Al acercarnos más vimos que era
la vibración del sol sobre los colores de las alfombras tendidas en el desierto,
miles y miles y miles de alfombras desde diminutas hasta algunas inmensas;
seguimos al lado de largas filas de camellos con quienes los tejedores del
interior transportan sus productos y de lleno nos internamos; los mercaderes,
hombres y mujeres, vestían todos los trajes regionales, una composición árabe y
mongólica, que casi nunca vimos en Asjabad. ¡La Turkmenia profunda! Las
mujeres caminaban entre el laberinto de alfombras, mostrando sus alhajas, de
las que sólo recuerdo piezas de plata con un aspecto arcaico, docenas de largos
collares en el cuello y anchas pulseras desde la muñeca hasta los codos, se
movían con pasos de danza, arqueando los brazos y cantando las virtudes y los
precios de su mercancía. Los hombres, en cambio, paseaban hablando con voz
muy baja, como si oraran, o hablasen consigo mismos, de repente algún viejo
emitía un grito como de lobo, como un chacal. Había quienes vendían cántaros
de leche de camella, otros circulaban con cacerolas de carnero un poco
repugnante a la vista y al olfato. Los camellos estaban en línea al lado de
depósitos de agua. Todos hablaban, gritaban, cantaban, desde los niños hasta
los ancianos más deteriorados. Algunos clientes compraban al mayoreo,
cargando por docenas de todos los tamaños en grandes camiones de carga. Yo
detesto el ruido, las muchedumbres en los almacenes, los malos olores y sin
embargo estaba extasiado. El mundo de la caverna y el del refinamiento se
potenciaban en una energía y una armonía con la naturaleza que pocas veces
había contemplado.
Con la ayuda de Sonia, adquirí tres alfombras, una grande y dos
medianas y las tengo aún en mi casa de Xalapa, las veo ahora que escribo,
conservadas tan perfectas como cuando salieron de los telares de Turkmenia. El
funcionario del Ministerio de Cultura le preguntó a Enrique qué tipo de
alfombras le habían gustado más, y él le dijo que era incapaz de elegir ninguna
entre tantas maravillas, y entonces Sonia comenzó a darles la vuelta para
averiguar qué tantos nudos tenían y la calidad de los hilos con que estaban
cosidos, luego eligió dos medianas espectaculares. El chofer las recogió con las
mías y las llevó a nuestro vehículo. El funcionario le dijo a Enrique que esas
minucias eran un regalo del pueblo de Turkmenia, para que cuando estuviera
lejos se acordara de nosotros, los turkmenos, que hemos tenido el honor de
haberlo recibido aquí.
Regresamos por otro camino a la ciudad y nos detuvimos en un oasis
donde nos invitaron a comer. En la terraza de un restaurante, al lado de un
riachuelo y cercado de arbustos cargados de orquídeas, que no supimos de
dónde salieron, había tres o cuatro amplias mesas redondas. Tan pronto nos
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sentamos apareció un enjambre de invitados, por lo visto artistas, funcionarios


y académicos. A mis lados se sentó la pareja de maestros de literatura
hispanoamericana; Enrique quedó sentado entre dos mujeres de aspecto
inconcebible. Eran las dos divas más importantes de la ópera turkmena. No
tenían edad, su maquillaje formaba una máscara, unas preciosas muñecas de
porcelana vestidas con los trajes nacionales de sedas sumamente lujosas.
Cuando hablaban, y hablaban mucho, parecía que cantaran, como si cada
palabra fuera un solo monosílabo; parecían pájaros y creaban un estrafalario
contrapunto de ruiseñores y grajos. Mis anfitriones, los profesores, me pusieron
al tanto de quiénes eran algunos de los invitados. Las cantantes de ópera tenían
una categoría de emperatrices, caprichosas y poderosas, y a pesar de que la
ópera turkmena tenía poco público en relación a la ópera rusa, ellas tenían más
importancia social, política y cultural por cuestiones de nacionalismo. En estos
momentos, continuaron, están furiosas porque al día siguiente se celebran los
veinticinco años de una ópera nacional, Aína, la primera cantada en turkmeno.
Va a ser un magno acontecimiento, y esperaban a un cantante australiano o
italiano muy famoso, era el invitado de lujo. Tenía que cantar las arias que lo
habían hecho famoso. Se inquietan porque hoy debería ya de estar en Asjabad
para ensayar con la orquesta de la ópera nacional.
Poco después llegó un grupo de fotógrafos con un equipo de televisión
muy aparatoso, encabezado por un joven turkmeno sonriente vestido a la
italiana a quien todos saludaron muy cordialmente y le hicieron cupo en la
mesa. Es un director de cine, el mejor de esta república, me dijeron. La comida
se convirtió como en un set cinematográfico. Por todas partes actuaban las
cámaras, y eso paradójicamente hizo más natural y feliz el banquete; todos
sonreían, ponían sus mejores posturas y ademanes y las divas estuvieron
soberbias de gestos, señas y movimientos. Terminado el té, subieron a un
pequeño estrado adornado de guirnaldas y cantaron un dueto que me recordó a
los de la ópera de Pekín, y al terminar un escalofriante trino todo el mundo se
puso de pie, se despidió sin dar la mano y cada quien se subió en sus vehículos.
Me dirigí hacia Enrique que había estado en la parte opuesta de la mesa, pero
no lo pude alcanzar, el director de cine lo tomó por un brazo y con el otro a
Sonia y los subió en su coche. Llegué al hotel a eso de las cinco de la tarde, le
escribí en una tarjeta que iría a descansar un poco, pero estaría en el bar hacia
las nueve para salir a dar una vuelta y cenar en algún otro lado. Me tomé un
café aborrecible como todos los que había bebido en el hotel, lo esperé y a las
once, al ver que no llegaba, le dejé otra tarjeta en la recepción para señalarle que
estaría en mi cuarto, que me echara un telefonazo tan pronto como llegara.
Comencé a leer un libro inquietante sobre Gogol: The Sexual Labyrinth of Nikolai
Gogol, de Simón Karlinski, e hice notas para la novela policiaca donde ese
escritor ruso debía ser imprescindible; a las dos de la mañana decidí dormir;
pensé que no le habían dado mi tarjeta a Enrique, o que llegó muy tarde para
comunicarse conmigo. Me dormí en un instante, y no sé qué hora era cuando
sonó el teléfono y una voz, la de Enrique, pero bastante maltratada, balbuceó
que se sentía muy fatigado, que mejor nos veríamos mañana.
Al día siguiente, cuando llegué al desayuno no encontré a Sonia.
Pregunté por ella en la recepción y un empleado me informó que acababa de
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salir con el ciudadano Vlamata (sic), que llegaría al mediodía. Hice un paseo por
la ciudad, volví al hotel, leí el libro de Karlinski, donde la conducta de Gogol
me resultaba inconcebible, todo podría ser cierto, aunque las fuentes me
parecían endebles. Los que conocieron a Gogol sabían, o al menos intuían, que
su sexualidad no era regular, unos pensaban que era impotente, por nacimiento
o por efectos de una enfermedad venérea en su adolescencia; otros, que
masoquista, que homosexual, que comía excremento en exceso y sólo de
hombres y mujeres de vientres voluminosos, y en los últimos años de vida,
cuando era sólo un esqueleto cubierto de una piel espantosa, sus amigos, ya tan
escasos, se habían hecho a la idea de que sus vicios lo estaban encaminando
rápidamente a la muerte, pero de eso nadie podía hablarle, pues quienes lo
trataron de hacer perdieron inmediatamente su amistad. El libro de Simón
Karlinski destruyó tales conjeturas, maledicencias y vulgaridades. Después de
una minuciosa investigación, Karlinski se convenció de que la enfermedad
final, la que lo llevó a la muerte, era la misma que determinan todos los
biógrafos cuando tocan ese punto, murió paulatinamente y con dolores
extremos por mandato de un sacerdote, Matvei Konstantinovski, su confesor,
su padre espiritual, quien cuando lo tuvo en las manos se entregó a purificar la
conciencia del pecador y prepararlo a una muerte cristiana y honorable. En una
primera fase le exigió que repudiara a Pushkin y abjurara de él: "¡Convéncete de
que él era un pecador y un pagano!" El enfermo se resistía a manchar a aquella
figura a quien desde su juventud adoraba como un Dios. Pushkin fue uno de
sus primeros lectores, el primero que advirtió la grandeza futura de Gogol
desde los cuentos juveniles, le dio la trama para El inspector general, El capote y,
¡nada menos!, Las almas muertas. La pobre criatura débil y aterrorizada fue
vencida y abjuró de su ídolo; la segunda exigencia del inquisidor fue que
maldijera a Pushkin, lo hizo; lo demás ya fue facilísimo, se sometió a
penitencias extremas, no alimentar su cuerpo sino con agua para limpiarse de
todas sus tenebras, azotarse tres veces por lo menos todos los días con un fuete
con clavos en los extremos. Las perversidades que le colgaba la gente no
existían; él era otra cosa que se llama necrófilo, un maniático sexual que ama a
los cadáveres. Karlinski nos incita a pensar en su estudio que esa manía no era
radical en él. Gogol jamás buscaría cadáveres en los hospitales, ni pagaría a esos
siniestros personajes que desenterraban los ataúdes de los cementerios para que
unos jóvenes oficiales y cortesanos hicieran orgías fúnebres con eso durante
toda una noche, no, la necrofilia de Gogol era sumamente mitigada, espiritual,
hasta piadosa, se enamoró en Roma de algunos jóvenes, un pintor ruso que lo
pintó desnudo, unos príncipes rusos enfermos, algunos jóvenes moribundos,
algunas veces los besaría, pero el mundo entero sabe que los rusos besan a
todos sus amigos y aun a los desconocidos, les haría suaves caricias como a
hermanos menores, y en medio de la lectura de Karlinski advertí que era la hora
de comer y bajé a la planta baja, pregunté por Enrique y Sonia, y me
respondieron lo mismo, no habían llegado.
Me fui fastidiado al restaurante. No había nunca hablado en ese viaje con
Enrique, mi traductora me había abandonado, me parecía que era una
descortesía, una grosería, una canallada. Posiblemente tenían un affaire, pero
para eso eran las noches, y traté de descubrir algún rasgo antiguo de egoísmo
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en mi amigo, pero nada encontraba, y eso me ponía de peor humor. De pronto


vi a Sonia, con algunos periódicos bajo el brazo, dirigiéndose a mi mesa,
acompañada de alguien que podría ser un príncipe asiático o un joven sheik de
Hollywood: un alto joven con una camisola de una elegancia y un brillo
resplandecientes, un tejido finísimo de rojos, morados, azules, solferinos y
dorados, unos pantalones de cuero, y botines y un gorro de color de camello. Al
acercarse me quedé perplejo, era y no era Enrique, por la voz y la sonrisa creí
reconocerlo, pero de inmediato lo desconocí porque los ojos no eran de él. "¡Qué
tal!", me dijo, se dio vuelta a la mesa y caminó de un lado a otro con paso de
húsar, hasta que se sentó y lanzó una carcajada inmensa. "Soy Omar Tarabuk, a
quien amasó con sus propias manos el mismo Alá, soy Mohamed Seijim, el que
adoró a la hija menor del rabino de Cartago, soy Tahir, el nieto loco del califa de
Córdoba. ¿Estás tonto, no me reconoces?" Y entonces apenas me sentí seguro de
que aquel rostro era el de Enrique, maquillado espléndidamente, con ojos
rasgados asiáticos y la piel de un moreno claro como los hombres del desierto.
Sonia no comería con nosotros, tenía un trabajo inmenso en la oficina, como
siempre decía. Al quedarnos solos, Enrique comenzó a hablar, estaba
sorprendido de esa acogida, "mira nada más qué ropa, estos tejidos salieron de
las manos de la madre de todas las madres de las tejedoras de Asjabad, una
mujer seguramente centenaria, me llevaron a su taller, la vi, una anciana muda,
rodeada de una docena de mujeres de todas las edades, todo es hilo de camello,
tócalo. ¡No sé quién creen que soy yo! Ayer estuve con los cineastas en los
estudios, bebimos a morir, llegaron actores, bailarines folklóricos, cantantes y
unas muchachas rusas. El director, el que estuvo ayer en el banquete, me dijo
que al verme le pareció que yo era Delon en Rocco, pero mejorado, lo descubrió
en ese mismo instante, y añadió que él tenía una gran intuición: Todos querían
que hablara del cine español, de mi carrera, y les dije lo que pude, sobre todo, la
vertiente fílmica catalana y la mínima participación que he tenido en ella. Les
expliqué a grandes rasgos lo que es Cataluña y su relación con España. Me
parece que entendieron que era como la de ellos y su sumisión a los rusos. Les
encantaría hacer convenios fílmicos entre Cataluña y Turkmenia, es más, hacer
algunas películas en común, creen que podría no ser muy difícil porque tienen
petróleo y eso da bastante dinero. Bueno, te diré, algunas veces me aburro, yo
no soy para esto. Hoy en la mañana me vinieron a despertar antes de las siete,
¡imagínate!, entraron con Sonia a mi cuarto, me sacaron de la cama, me
vistieron, me afeitaron y maquillaron. Para ellos tiene uno que estar todo el
tiempo maquillado. Del hotel me llevaron al Ministerio de Cultura para
saludarlo". Me mostró los periódicos del día, uno en ruso y otro en turkmeno, y
me enseñó sus fotografías, las que sacaron en la comida de ayer, luego siguió:
"Mañana toda la prensa estará llena de fotos con mi nueva vestimenta, nunca
me he sentido mejor que con esta ropa. ¿Te gusta? Hoy hay un festejo nacional,
¿te han dicho?, estamos invitados a una ópera turkmena, yo estoy rendido, pero
es imposible no ir; hay que dormir un poco, ¿no?, antes de salir me volverán a
maquillar". Estaba radiante, nunca ni después lo he visto así. Se movía como
Rodolfo Valentino en El hijo del sheik. Cuando nos dirigimos a los ascensores
sacó de una bolsa una tarjeta: "¿Conoces a este cantante? De ópera no conozco a
nadie, salvo a Caballé y Contreras", y me pasó el papel: Ítalo Cavalazzari. "No,
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no lo conozco, le respondí, debe ser italiano; yo conozco a casi todos los buenos,
pero quizás sea uno nuevo, alguien que haya surgido en los últimos tiempos y
todavía no tiene nombre fuera de su país." "No ha llegado, sabes, hasta el
presidente de la república está preocupado por su grosería. Pero no debe ser
joven, hizo su carrera en Australia, donde ha vivido largamente, al menos eso
es lo que me dijeron, en los últimos años se estableció en Alemania. ¡ Qué cosas!
Si a mí que no soy nadie me han acogido tan soberbiamente, cómo agasajarán a
ese barítono."
Fuimos a pie a la ópera, a dos cuadras del hotel. La gente en la calle se
paraba a admirar a Enrique vestido de turkmeno de lujo, seguramente creerían
que sería uno de los artistas vestido de antemano. El edificio de la ópera y ballet
de Asjabad era amplio y bastante destartalado como algunos viejos cines de mi
infancia en las ciudades tropicales de México. Al entrar nos llevaron a la
primera fila, un enjambre de jóvenes rodearon a Enrique pidiéndole un
autógrafo en sus programas. La ópera se llamaba Aína como su protagonista.
Era la primera ópera en turkmeno, después de la Segunda Guerra. La historia
estaba en la línea más ortodoxa del realismo socialista. La trama era simple,
pero me entretuvo mucho; una ingenuidad y un formalismo poético como en la
ópera de Pekín, diluían el mensaje político. En mi diario escribí sobre Aína. Se
trata de una tejedora, tiene un novio proletario, se aman y están por casarse, el
director de la fábrica (que viste a lo occidental) son los tres protagonistas. El
director de la fábrica más importante de la región es el archivillano de la pieza,
está a sueldo de los capitalistas del extranjero y cada vez que puede bloquea los
trabajos de la fábrica, incendia la producción, destruye piezas de las máquinas,
roba el dinero de los sueldos, etcétera, y acusa a los mejores obreros y más
fieles. En uno de esos boicots el director acusa al novio de Aína, lo juzgan y
están por condenarlo. Aína está desesperada, sus cuitas las canta bajo una
monumental estatua de Lenin, se logra desenmascarar al traidor y el final es
feliz con un gran coro de toda la compañía.
En los entreactos, Enrique se quedaba sentado para memorizar unas
notas, mientras Sonia y yo salíamos a fumar a la calle. "Me han pedido que diga
unas palabras de agradecimiento y lo voy a hacer con verdadero gusto", hacía
una pausa y añadía: "Pero lo malo es que no sé hablar en público, y puedo
quedar en ridículo". Sonia nos había dicho que al final de la ópera hablaría el
ministro de Cultura, el director de la ópera y algunos invitados, todo sería
rápido, los invitados, como él, tendrían nada más dos o tres minutos.
Yo había dejado de ver a Enrique varios años, creo que lo dije. Cuando lo
trataba era casi siempre con amigos cercanos, él hablaba poco, era muy
introvertido, pero muy educado y agradable, eso sí. Yo había leído su primer
libro, Mujer en el espejo contemplando el espejo, un ejercicio de estilo como le dijo
Héctor Bianciotti. Estaba entonces muy lejano de sus magníficas y excéntricas
novelas ejemplares que vinieron después: Historia abreviada de la literatura
portátil, Hijos sin hijos, Bartleby, una obra maestra, El mal de Montano. El Vila-
Matas de Asjabad me asombraba cada momento. Cuando subió al estrado y
saludó a los funcionarios importantes, a los cantantes y al público estaba
imponente, trajeado con las prendas turkmenas, el rostro aún más asiático,
sobre todo por el rasgado más horizontal de sus ojos producido por un juego de
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líneas negras que corrían hacia las sienes. Más que la elegancia me sorprendió
la precisión de su elocución. Se puso de pie, dio las gracias a las autoridades y a
los nuevos amigos hechos en Asjabad. Deseaba antes que nada deshacer una
comedia de equivocaciones que sembró un periódico matutino; aparecieron
unas declaraciones que él no había hecho; jamás dijo que quería actuar
próximamente en un film en Turkmenia. Sobre todo porque él no era un actor.
Se sentía muy cercano del cine, por eso mismo viajó al festival cinematográfico
en Tashkent, y allí aparecieron por casualidad unas fotos de él en unas películas
hechas por amigos. Su trato con el cine había sido como crítico. Lo que declaró a
la prensa era una promesa de hacer todo lo posible para que las conversaciones
con la gente del cine de Asjabad se convirtieran en realidad, e hizo elogios de
mucho de lo que había visto en tan pocos días y se iba agradecido y cosas así. El
aplauso fue largo y estruendoso, pero advertí que nuestros vecinos de la
primera fila, los invitados importantes, no aplaudían sino que ponían cara de
palo y en los palcos donde estaban el gobernador, el ministro de Cultura y los
funcionarios poderosos parecía que les hubiera caído un chubasco de agua
helada, no sé si por lo que había dicho Enrique o la envidia de la recepción
delirante del público.
De repente, en la gran puerta de la sala se oyeron ruidos y gritos bastante
destemplados. Aparecieron los guardianes de uniformes y se movieron
rápidamente por todo el teatro. De momento se abrió un poco la puerta y entró
corriendo una mujer de media edad, despeinada, vestida estridentemente, con
un zapato en el pie y otro en la mano golpeando a un policía que la detuvo,
mientras que detrás de la puerta semiabierta se oían unos aullidos que parecían
aquella vieja canción napolitana Torna a Sorrento. Sonia nos contó después que
el escándalo lo habían suscitado el barítono Ítalo Cavalazzari y su mujer porque
a fuerza querían entrar a la sala de ópera en un estado de ebriedad imposible y
por eso no les permitieron el acceso. Le preguntamos a nuestra traductora si no
iba a haber un festejo para celebrar el aniversario de Aína. "Aquí la gente
duerme muy temprano, tiene que trabajar desde la madrugada", respondió, y
no quisimos recordarle la fiesta de boda que terminó hasta la madrugada y la
de la noche que pasó Enrique con los cineastas. Enrique se desprendió de los
periodistas y fotógrafos y de firmar autógrafos con cara radiante. "Voy a
presentarte pasado mañana en la universidad, me invitaron los maestros", me
dijo al terminar la cena en el hotel.
Del día siguiente no recuerdo nada. En mi diario no hay más que unos
cuantos renglones poco entendibles: "hay algo tenso en el ambiente", o "nos han
hecho un círculo de hielo". "Enrique dice que me estoy poniendo paranoico."
"En un periódico hay una buena foto de Enrique, pero no se reprodujeron las
palabras dichas en el teatro." Sonia nos había abandonado casi todo el día;
cuando le pedimos que nos tradujera las líneas debajo de la fotografía, leyó: "un
sujeto español ha llegado a Asjabad para presentar al agregado cultural de la
Embajada de México en la Universidad de Turkmenia"... Esa noche vimos a
Oleg en el hotel, nos saludó como esquivándonos, decía lo mismo: tener mucho
trabajo.

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—Es indispensable que estemos en el restaurante a las nueve de la


mañana. Es urgente. Ten tus maletas dispuestas para ir al aeropuerto —fueron
sus últimas palabras.
Creíamos que era una broma.
—Será mañana, porque daré una conferencia en la Universidad y a
Enrique lo invitaron para presentarme —le expliqué, creyendo aún que era una
broma.
Ni siquiera me tomó en cuenta. Sólo dijo que volaría con él hasta Kiev;
seguiría después hasta Frankfurt, donde tomaría la conexión con Lufthansa
para Barcelona.
—Enrique es mi invitado y pasará todavía algunos días en Moscú.
—Imposible. Vean el visado, allí está la fecha de salida. Tendrá que salir
del hotel dentro de tres horas.
No pudimos hacer nada. Subí con Enrique a su habitación para hacer las
maletas, y al bajar al vestíbulo oímos unos gritos espantosos que trataban de
convertirse en canto, era nada menos Torna a Sorrento:

Vedi il mare di Sorrento


che tesori ha nel fondo...

Era un hombre viejo y gordo con la ropa sucia y descuidada, llevado por
dos guardianes del hotel hacia la puerta. Sonia me explicó: "desde hace horas,
cuando abrió el restaurante, ha venido a molestar. Es el cantante que hizo el
escándalo en la ópera. Es un majadero, lo esperábamos con una gran ilusión,
dicen que es un barítono extraordinario, y mire cómo nos ha tratado. A él y a su
mujer, todo el tiempo borrachos, los colocaron en un hotel de más categoría. Si
se burló de la celebración de la ópera no tienen por qué instalarlo en un hotel
mejor.
Tres horas después salimos los cuatro al aeropuerto. Todos estábamos
consternados. Casi no había hablado con Enrique, ni qué hace ahora en
Barcelona, ni qué se propone hacer. Seguirá escribiendo, espero. En el
aeropuerto nos acercamos a una ventanilla, la de salida a Kiev. Oleg arregló
todo, el equipaje que era enorme, le dio a la empleada el pasaporte y el boleto
aéreo. La empleada, con mal humor, le devolvió los documentos y gritó: "Está
usted equivocado, compañero, ésta no es la ventanilla adecuada, el pasajero
viaja a Moscú y no hoy sino mañana a las catorce horas. ¿No sabe usted leer? Yo
entendí todo el ruso. Oleg sacó de su chaqueta otro pasaje y se guardó el que le
dio la empleada. Insistí en ruso que mi amigo iría conmigo el día siguiente, le
mostré mi tarjeta de diplomático. Llegaron varios funcionarios del aeropuerto.
Sonia, muy tensa, me alejó un poco y me insinuó que le podría ir peor a
Enrique, y que yo no podría hacer nada. Oleg hablaba con la empleada y
Enrique. Cuando regresamos a la ventanilla, Enrique había consentido en
partir, se excusó por el lío en que me había metido y en ese momento, cuando
nos dábamos un abrazo de despedida oímos la misma voz tenebrosa:

Vedi il mare di Sorrento


che tesori ha nel fondo
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chi ha girato tutto il mondo


non l'ha visto come que...

¡El gran Cavalazzari! Viajaba en el mismo vuelo en el que volaría


Enrique.
En la noche, al llegar a la Universidad me quedé sorprendido. Me
esperaba la rectora y un amplio grupo de maestros en torno de ella, la mayoría
mujeres, y además una infinidad de estudiantes, la mayoría rusos, también casi
mujeres. Nunca había yo visto tanto público en mi vida, me sentía una figura de
rock-and-roll frente a una multitud de jóvenes; con gestos, ademanes, risas y
codazos. Me entró angustia. Estaba seguro de que a esas muchedumbres no les
diría nada El Periquillo Sarniento, ni tampoco Fernández de Lizardi. ¿Cómo
concebirían los últimos años de la Nueva España, los problemas, la tensión que
tenían los criollos que ya percibían los aires de la Independencia? Sí, estaba más
que seguro que sería un fracaso total.
Pasamos al anfiteatro de la Universidad. Uno de los profesores me
acompañó, hizo una breve presentación al público de mi obra y la de Fernández
de Lizardi, y al comenzar mi conferencia oí un grito salvaje: ¡Vlamata!
¡Vlamata!, al instante era ya un rugido. El maestro trató de acallar a la multilud.
Le fue imposible. Durante diez minutos fue una revolución, tiraron los asientos,
lanzaron tinteros en las paredes, a mí me dieron en la cara con una fruta
madura del tamaño de una papaya, que me supo a pulque. Al poco llegó la
policía. Sólo catorce personas se quedaron a oírme, me salté casi la mitad de
páginas, cuando llegué al final nadie aplaudió, ni hizo una pregunta, ni emitió
una palabra. Salí solo al hotel. Por fortuna a la madrugada salí al aeropuerto y a
la media mañana estuve en mi departamento de Moscú. Dos semanas después
recibí una carta de Enrique: Calificaba ese viaje como un espejismo, sólo sabía
que había algo de cierto cuando se ponía las prendas regaladas por la madre de
las madres de los telares de Asjabad. "El viaje fue pésimo, me sentaron en
compañía de esos monstruos, el barítono de marras y su horrenda frau. De
Asjabad a Kiev me hablaron todo el tiempo en alemán, que no entiendo. De
Kiev a Frankfurt ella masculló un papiamento atroz entre italiano y francés; lo
poco que entendí es que el gran barítono cantaba algunas pocas veces en un
restaurante de un pueblo, cuyo nombre no entendí, cerca de Frankfurt. Pero lo
peor fue que al cambiar de aviones los maravillosos tapetes que me regalaron
en el bazar del desierto se quedaron en el aeropuerto de Frankfurt porque el
exceso de peso costaba un dineral que yo no tenía."
También yo lo recuerdo como espejismo. No sé qué informes enviaron de
Asjabad al Instituto de Colaboración Cultural Soviético-Latinoamericano,
porque jamás volvieron a invitarme para presentarme en ninguna universidad
soviética.

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VICENTE LEÑERO

VICENTE LEÑERO (Guadalajara, 1933). Es uno de los mejores


escritores mexicanos en activo, con casi medio siglo de labor
literaria. Y suele permitirse la rara costumbre de la modestia:
"Yo quiero ser honrado conmigo mismo [...] Mi imaginación no
ha sido mi fuerte como escritor. No se me ocurren muchas
historias como a otros escritores", confesó hace poco al recibir la
Medalla Salvador Toscano Al Mérito Cinematográfico. La voz
adolorida, Estudio Q, Los periodistas, Los albañiles (Premio
Biblioteca Breve 1963), La gota de agua y La vida que se va son
algunas de sus novelas. También es un destacado dramaturgo:
Pueblo rechazado, El evangelio según Lucas Gavilán, La mudanza,
Alicia tal vez o Nadie sabe nada, son obras que plantean originales
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formas escénicas. Su tarea como guionista ha sido fundamental


para el cine mexicano: Los de abajo, Cadena perpetua, La ley de
Herodes, El crimen del padre Amaro y Fuera del cielo, son algunas
de las películas que han surgido de su pluma. Además de su
incansable labor periodística (es autor de reportajes como
Asesinato. El doble crimen de los Flores Muñoz, Talacha periodística
o Los pasos de Jorge, itinerario teatral de Jorge Ibargüengoitia),
también ha escrito cuentos. Su más reciente volumen al
respecto, Gente así, del que ofrecemos "A la manera de O'Henry"
en esta antología, es una inmejorable muestra de su maestría en
el género. Y habrá que hacerle justicia: aunque él opine lo
contrario, posee una imaginación prodigiosa y sin igual, capaz
de separar la realidad en sus múltiples pliegues para darle
forma de novela, cuento, crónica o teatro.

A LA MANERA DE O'HENRY

Valentín Patiño era un albañil pendenciero y cabrón que trabajaba como


fierrero en las obras del segundo piso del Periférico.

Nunca, nunca, comience un cuento de este modo, querido escritor —diría


O'Henry—. Difícilmente puede concebirse un principio peor.
Además del empleo de la palabrota cabrón —intolerable, según O'Henry
—, la voz narrativa comete el error de condenar de entrada al supuesto
protagonista de la historia. Debe usted dejar que sea el lector quien emita su
propio juicio después de conocer las acciones que realiza Valentín Patiño. Son
únicamente las acciones y los dichos los elementos por los cuales se puede
decidir si el personaje es o no un mal tipo.
Empezaré entonces de otra manera. Vamos a ver.

Valentín Patiño llegó a su casa bamboleándose. Vivía en una humilde


construcción de tabiques prefabricados y láminas de cartón como techo,
levantada por él mismo y ayudado por su compadre Gabito en una colonia de
paracaidistas, allá por las barrancas de Mixcoac. Empujó la puerta de fierro —
que se atoraba a cada rato por culpa de las bisagras mal soldadas—, y luego de
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entrar y cerrar escupió un viscoso gargajo. Sacudió la cabeza. Se frotó con el


dorso de la mano las babas que le escurrían de la boca.

Tal vez O'Henry vería mal los excesos de esta descripción. Basta con dos o tres
datos significativos para situar el lugar de la acción —escribió alguna vez—. El
amontonamiento de detalles abruma y distrae al lector.
A reserva de corregir el párrafo, prosigo:

Aniceta volvió apenas la cabeza cuando entró su marido.


En realidad, Valentín no era su marido. Se había arrejuntado con él luego
de que se le murió de tifoidea su mocoso de dos años y de que enseguida la
abandonó Gabito el cacarizo: ése sí, marido por el civil y por la Iglesia.
Los dos hombres, Gabito y Valentín Patiño, eran amigos, compadres y
albañiles de oficio, fierreros ambos. Pero en el momento de abandonar a
Aniceta, Gabito renunció a su chamba de tantos años y dejó las obras del
segundo piso del Periférico para tratar de cruzar la frontera como
indocumentado, por Mexicali. Si Gabito logró cruzar o no cruzó es cosa que ni
Aniceta ni Valentín sabían. Nada sabían ya del paradero de Gabito, ni siquiera
hablaban de él por el incidente ocurrido en el pasado, cuando el mocoso de
Aniceta y Gabito vivía sano y feliz.
El incidente en cuestión —para contarlo de una vez— consistió en que
una noche en que Gabito se vio obligado a trabajar turno doble en el tramo Las
Flores Altavista, Aniceta se empezó a calentar y a calentar en su casa con las
palabras engañosas que le decía su compadre Valentín, con una botella de
aguardiente de por medio. Y en menos de que se suelda un perno a una vigueta
de sostén, el perno del canijo Valentín se hundió en la entrepierna de Aniceta
con la contundencia de una llamarada de soplete.

No sé que pensaría O'Henry ni qué pensarás tú, generoso lector, después de


estas parrafadas de antecedentes. Se me ocurrieron, como toda la historia, en el
momento mismo de escribir.
Y eso está mal porque antes de sentarse a la máquina —ha dicho
O'Henry—, uno debe conocer de principio a fin la historia por contar. Por eso,
porque no estoy muy seguro de haberme dado a entender, puntualizo.
Estábamos en que Aniceta fue mujer legítima de Gabito, en que Gabito
abandonó a Aniceta, y en que luego de abandonada, Aniceta se arrejuntó con
Valentín Patiño, quien es el protagonista del cuento.
Por lo que hace a la acción presente, estábamos en el momento en que
Valentín llegó bamboleándose a su casa, en que escupió un viscoso gargajo y en
que se limpió la boca babeante con el dorso de la mano.

Aniceta volvió apenas la cabeza cuando entró el hombre con quien vivía
arrejuntada. La mujer se hallaba frente al fogón, calentando los tlacoyos que
bajaba a vender en el lindero donde la colonia de paracaidistas se avecindaba
con el barrio de Ameyulco. Cuando no vendía todos los tlacoyos, recalentaba
los sobrantes y los daba de cenar a Valentín —también a Gabito, antes—. Si

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había tenido suerte de agotar su mercancía, entonces le preparaba quesadillas


de huitlacoche o tacos de frijoles refritos y chiles cuaresmeños.
Valentín comía poco, la verdad; prefería llegarle a las chelas que
guardaba celoso en una heladera o al aguardiente a pico de botella. Bebía
mucho, mucho, Valentín Patiño. Antes no. Antes, a la hora en que él y Gabito
regresaban del trabajo, Gabito lo invitaba a su casa de Ameyulco —donde nació
el chamaco, donde se gestó la traición de Valentín y Aniceta— y el compadre
del alma, es decir, Valentín, aceptaba a lo mejor un solo trago de aguardiente, se
comía un par de tlacoyos y temeroso de que se le fueran los ojos tras las nalgas
de Aniceta, se despedía rapidito. Rumiando malos pensamientos sobre la mujer
de su amigo, Valentín trepaba luego la vereda hasta donde empezaba a
construir entonces su casita de tabiques prefabricados y láminas de cartón: ésta,
donde ahora se encuentra Aniceta recalentando los tlacoyos para la cena de
Valentín Patiño.
Apenas volvió la cabeza Aniceta cuando entró Valentín bamboleándose y
se dejó caer sobre la silla de madera y bejuco. De sopetón asentó el hombre su
trasero como si regresara agotado del trabajo, más bien del largo trayecto hasta
su casa: dos horas en lo que caminó a la parada de peseros, en lo que esperó al
maldito camión atiborrado, en lo que sufrió el interminable recorrido entre
empujones, en lo que batalló a codazos para salir, bajar de un brinco y agarrar
camino a pie hasta las barrancas de Mixcoac sin detenerse, o deteniéndose, ya ni
modo, en el tendajón de don Polito para echarse un aguardiente con los cuates
de siempre. Ahí se daba la conversa, el chisme, el albureo cuando no las
preguntas insidiosas: el qué has sabido de Gabito, ¿ya cruzó pa California?, o
también las pullas maledicientes que lo hicieron esa noche levantarse porque El
Mocos algo dijo, el muy cabrón, sobre Aniceta y su tenderete de tlacoyos: risa y
risa la canija Aniceta con su prima la Rosario y un tal Paco, la otra tarde, cuando
a ti te enjaretaron turno doble —¿si te acuerdas, Valentín?— y ya ni modo que
llegaras a dormir.
Mucho coraje le dio a Aniceta ver que su hombre llegaba otra vez
cayéndose de borracho. No se fue Valentín a tirar directo al catre, como casi
siempre, a babear y a dormir la peda. Se quedó ahí cerquita sentadote y mudo
hasta que un eructo, como gemido de toro, tronó contra las láminas de cartón y
rebotó en la piel chinita de Aniceta.
—¡Pinche trabajo! —rugió Valentín.
—¿Quieres cenar? —preguntó Aniceta.

O'Henry aplaudiría sin duda: ya estamos en la acción. Pero antes de aceptar el


aplauso necesito ofrecerte una disculpa, atento lector, porque tal vez sepas nada
o muy poco de este O'Henry al que me he venido refiriendo desde el principio
del cuento. Si lo conoces, si lo has leído, puedes ahorrarte los siguientes
párrafos.
O'Henry nació en California del Norte, Estados Unidos, en 1862, y murió
de cirrosis —era un alcohólico irredento— en Nueva York, en 1910, a los
cuarenta y ocho años. Antes de convertirse en "uno de los grandes maestros del
cuento corto" —como lo califica su antologador, el español Juan Ignacio Alonso

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— trabajó como peón de rancho, como dependiente de una drugstore, y


finalmente como cajero del First National Bank de Austin.
Su sed alcohólica o su cotidiano contacto con los billetes verdes
impulsaron un día a O'Henry a extraer, para su propio provecho, una
considerable cantidad de dólares. El banco detectó el robo y a él le entró pánico.
Sin avisarle a su esposa, la sufrida Athol Estes Roach —con quien tenía dos
hijos—, O'Henry huyó a Nueva Orleans y de allí se embarcó a Honduras.
Anduvo dos años prófugo hasta que se enteró de que su esposa estaba
agonizando. Regresó a verla morir y lo agarraron. Lo sentenciaron a cinco años
de cárcel.
Aunque ya había escrito cuentos humorísticos para The Rolling Stone —
un semanario que fundó él mismo en Austin y resultó un fracaso—, fue en la
cárcel donde el norteamericano empezó a escribir en serio. No quería firmar sus
cuentos con su nombre, William Sydney Porter, porque se sentía un proscrito.
En busca de un seudónimo se acordó del gato de su casa, un animal travieso de
cuyas diabluras se quejaba a cada rato la familia: ¡Oh, Henry!, ¡Oh, Henry!,
decían. Y William Sydney Porter se convirtió en el escritor O'Henry.

—¿Quieres cenar? —preguntó Aniceta.


Valentín negó con la cabeza. Volvió a escupir sus gargajos y a limpiarse
la boca con el dorso de la mano. Miraba a Aniceta como si quisiera trepanarla la
nuca.
—¡Eres una puta! —gritó.
No era la primera vez que el fierrero la insultaba con la misma palabrota,
así que Aniceta permaneció de espaldas, vuelta y vuelta a los tlacoyos en el
comal.
—¡Puta!
Aniceta giró en redondo y lo miró por fin. Valentín se mantenía de pie,
balanceándose como un muñeco de cuerda y tratando de conservar la vertical.
Los ojos inyectados. Las babas, que en sus arrebatos de beodo emplastaban los
cachetes y el cuello de su vieja cuando trataba de besarla, le escurrían ahora por
las comisuras de sus belfos.
—¡Te metiste con el Ojitos!
—¡No es cierto, cabrón!
—Y con el pendejo de Paco. ¡No mientas, puta, me lo acaban de contar!
En ese momento, Aniceta se dio cuenta de que ocurriría lo de siempre, lo
inevitable.

O'Henry sostiene que el escritor no debe adelantar nunca lo que va a ocurrir en


una historia. Y habría que hacerle caso. Lo mismo a su recelo contra el abuso de
las palabrotas, ya lo dije. Los cuentos que hicieron famoso a O'Henry son
pulcros, delicados. Aunque sus personajes sean de condición humilde,
derrochan decencia, y si el escritor se ve obligado a utilizar a un vago o a un
miserable como protagonista, lo hará hablar correctamente, incluyendo si acaso,
por supuesto, un par de términos coloquiales del argot popular.
Por buena conducta —no hacía más que escribir—, a O'Henry le
conmutaron la pena. Salió de la cárcel después de tres años y se fue a vivir a
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Nueva York, donde el New York World le encargó escribir un cuento a la semana
para la edición dominical. Esos cuentos, que redactaba puntualmente, con una
botella de whisky al lado, le hicieron ganar más dinero, mucho más, que el
ganado por sus antecesores: Poe, Mark Twain, Saroyan, Jack London. En
calidad literaria no está a la altura de ellos ni de los grandes que vinieron
después —Hemingway, Salinger, Carver—, pero lo sorpresivo de sus tramas, el
factor azaroso, la habilidad para atornillar las vueltas de tuerca, todo dentro de
una narrativa muy apetecible al gran público lector, le dieron una fama
universal que compartió —según los críticos— con su contemporáneo inglés:
Somerset Maugham. Ambos, no en balde, incluidos frecuentemente en
Selecciones del Reader's Digest.

El primer trancazo fue lanzado con el revés de la mano izquierda, pero Aniceta
logró girar a tiempo la cabeza y el golpe de Valentín sólo alcanzó a escocerle el
maxilar. Luego vino el empellón.
Como un toro, Valentín embistió su cuerpo contra la mujer y ella recibió
el encontronazo frontalmente, sobre su vientre embarazado. Cayó hacia la
derecha, encima del fogón, arrastrando consigo el comal de los tlacoyos y
derrumbándose luego en el piso de tierra.
Allí empezaron las patadas, una tras otra, una tras otra, con las puntas de
los tenis convertidas en punzones de un taladro que magullaba sus pechos, su
cuello, la cara que Aniceta trataba de proteger con las manos. Jadeante, siempre
fúrico, Valentín contuvo las patadas y con ambas manos levantó a Aniceta de
un envión; la prensó de la ropa con la izquierda, mientras extendía hacia atrás
el brazo derecho obligando a su codo a servir de gozne. Desde ahí, igual que si
estuviera en un ring, soltó con el puño cerrado un recto brutal contra el pómulo
de la mujer. Aniceta cayó como un costal, sangraba.
Una guacareada apestosa brotó de las fauces de Valentín. Tuvo que
detenerse por instantes de la pared, cerca de los jarros y los trastes que
rodeaban el fogón. Luego retrocedió de espaldas, tambaleante, hasta dejarse
caer bocarriba sobre el catre. Era Valentín el que parecía el noqueado,
inconsciente en la lona de una arena de box.

Una fotografía tomada en los tiempos de gloria de O'Henry —fueron diez años
los que lo hicieron sentirse el mejor escritor de Estados Unidos— lo muestran
posando ante la cámara cual un dandy del continente americano. Se parece un
poco al Hemingway de 1937 o a un Anthony Hopkins cuarentón. Sus ojos
hundidos de importancia; el cabello en ondas peinado con raya en medio y la
cabeza apoyada apenas sobre los dedos encogidos de su mano derecha.
Presume un saco oscuro de amplias solapas. Un cuello postizo, de blancura
almidonada, se abre apenas para exhibir el nudo de una corbata en cuyo vértice
brilla un fistol redondo. La corbata se pierde un poco más abajo detrás del
chaleco. El bigote de O'Henry se antoja delineado por un peluquero experto:
espeso bajo las aletas de la nariz y con las puntas levantadas para formar dos
arcos simétricos, impecables. Se sabía guapo el exitoso O'Henry.
Tanta era la cercanía de O'Henry con su público invisible, que en algunos
de sus cuentos se permite dirigirse familiarmente a sus lectores. Utilizando el
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querido lector, el le ruego al lector que tenga en cuenta, el comprenderá el atento lector,
suele interrumpir el discurso narrativo para deslizar, a veces, cápsulas
didácticas sobre sus teorías literarias. Todo como un juego.

Aturdida, sangrante de la nariz y de la boca, Aniceta se irguió con dificultad. Le


punzaba la quijada como si estuviera rota y la pierna derecha parecía incapaz
de sostenerla. Nunca antes había recibido una tranquiza de tamaña brutalidad.
Nunca antes había sentido, brotándole desde los adentros, esa rabia que se le
atoraba en el cogote, ese sentimiento de humillación y de rebeldía, ese odio
contra el hijo de su rechingada madre.
Ahí estaba Valentín, perdido de la mente en el catre, ahogado por la
borrachera.
Aniceta lo miró largo rato mientras los lagrimones le escurrían por los
pómulos: se llenaban de sangre, de mocos, de tierra.
Sobre el piso del cuartucho redondo se esparcían los tlacoyos, y las
manchas de salsa eran una herida más en el suelo.
Desde las barrancas llegaba como un aliento alegre la música de una
canción ranchera emitida por un radio en despiste. Ladraban los perros de
todas las noches.
Cojeando, bufando, Aniceta avanzó hasta el rincón donde Valentín
amontonaba sus triques de trabajo: una caja de herramientas, un soplete en
desuso, un martillo, un rollo de alambre. Algunos trozos de varilla corrugada,
residuos de las que sirvieron para levantar los castillos de aquella construcción,
se erguían en una esquina apoyados contra la pared.
Aniceta tomó una de las varillas. Caminó hasta el catre. Empuñó el trozo
de fierro como si fuera una lanza y lo encajó de punta, con todas sus fuerzas,
henchida por el dolor y la ira, en el vientre de Valentín.
El cuerpo del hombre se sacudió como un sapo, acompañado en el
espasmo por un alarido horrísono. Los ojos brincaron. Valentín despertó, y
despierto, sofocado entre el dolor y el pánico y la pesadilla, recibió el segundo
estoconazo, el tercero, el cuarto... todos los que logró descargar Aniceta
hundiendo y extrayendo el trozo de varilla corrugada sin detenerse a pensar lo
que hacía, sin dar tiempo a que Valentín se defendiera y luchara contra la
muerte que le llegó en forma de vómito y lo entiesó para siempre luego de las
convulsiones y el reguero de sangre y los ruidos agónicos de la panza y los
quejidos que se revolvieron con ese ronco estallido del final.
Aniceta soltó el fierro. Retrocedió. Se apoyo contra la pared. Su espalda
fue resbalando poco a poco hasta dejar a la mujer de nalgas, llorando.

En su prólogo a los Cuentos de Nueva York, el español Alonso dice algo muy
bonito de su antologado:
"En los cuentos de O'Henry prevalece una visión positiva del ser
humano, inmerso en una realidad diaria muchas veces alienante y gris, pero en
la que siempre existe un resquicio para el amor, la amistad, la ventura o la
esperanza."

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HOGUERA DE LAS VANIDADES

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ENRIQUE SERNA

ENRIQUE SERNA (ciudad de México, 1959). Aunque sus


novelas han sido premiadas y suelen gozar de gran éxito de
ventas, los cuentos de Enrique Serna, de factura perfecta, no
han tenido la atención que se merecen: Amores de segunda mano
y El orgasmógrafo. En ellos el autor concentra sus mejores armas
narrativas. Al comenzar el siglo XXI, se encargó de seleccionar
una muestra de cuentos mexicanos, en cuyo prólogo apuntó:
"Mientras la novela comercial es una alberca de agua tibia
donde la mente puede nadar de muertito, los libros de cuentos
exigen renovar el esfuerzo imaginativo al inicio de cada historia
[...] Si no hay recetas para escribir un buen cuento, tampoco
existen argumentos sólidos para sostener que el relato de
vanguardia es superior al cuento tradicional o viceversa. En
realidad, el cuento es uno de los géneros literarios más reacios a
dejarse contaminar por las modas." Es autor de las novelas Uno
soñaba que era rey, Señorita México, El miedo a los animales, El
seductor de la patria (Premio Mazatlán de Literatura 2000),
Ángeles del abismo (Premio Nacional de Narrativa Colima para
Obra Publicada 2004) y Fruta verde, y de las crónicas Giros
negros.

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LA VANAGLORIA

A Rosa Beltrán

Recibí la mejor noticia de mi vida en un momento de ofuscación y rabia contra


el mundo. Había regresado a casa con mi gruesa mochila al hombro, la camisa
anegada en sudor, tan vapuleado por la dura jornada en el instituto, que apenas
tuve fuerzas para levantar en vilo a mi hijita Natalia, y mientras le daba vueltas
en el aire, con un júbilo artificial de padre modelo, me sentí un poco fuera de
lugar en esa escena de felicidad hogareña, como un actor suplente a quien le
toca representar un papel aprendido de oídas. No soy un misántropo ni un
enemigo de la familia. Adoro a mi hija y por ella me parto el alma dando seis
horas diarias de clase. También amo a Toña, mi mujer, que estaba lavando
trastes en la cocina y vino a besarme con las manos chorreando jabón. Alegre,
coqueta, apasionada, su calidez afectiva es el contrapeso ideal para mi neurosis
y en cinco años de matrimonio, jamás hemos tenido un pleito que no pueda
resolverse en la cama. Pero qué le vamos a hacer: a veces el amor asfixia y no
pude evitar una sensación de ahogo cuando mis dos tiranas se me colgaron del
cuello, como si quisieran apretarme el nudo corredizo del cautiverio. Más
vueltas, papi, quiero más, pidió Natalia y aunque nada me costaba complacerla,
esta vez le dije que papi venía muerto de cansancio.
Echado en el sofá con una cerveza en la mano, procuré analizar en frío mi
pugna laboral con el padre Dávalos, el subdirector de secundaria, un severo
capataz de la enseñanza que me había cogido tirria desde mi llegada al
instituto, y ahora, por sus lindos huevos, quería obligarme a fungir como
prefecto en mis horas libres, el único momento de la jornada en que tengo un
respiro para leer. Por haber defendido mi tiempo libre, esa mañana nos
habíamos enzarzado en una discusión áspera: ya te lo echaste de enemigo,
pensé, ojo con los retardos, de aquí en adelante empieza la guerra de golpes
bajos. Y si te corre en mitad del año escolar, ¿dónde vas a conseguir chamba?
Pinches padres lasallistas, muy hermanos de la caridad, pero cómo le chupaban
la sangre a su personal. Miré con rencor la montaña de exámenes pendientes de
revisión apilados en la mesita central de la sala. Qué humillante esclavitud,
carajo. Yo no había nacido para esto, yo había venido al mundo para escuchar el
ulular del viento en los acantilados más altos. Hasta me dieron ganas de salir a
emborracharme solo en una cantina. Necesitaba fugarme de la realidad,
sacudirme la herrumbre de los hábitos inmutables, cualquier cosa menos mirar
de frente la mediocridad de mi vida.
—Te llegó una carta de México —dijo Toña, secándose con el mandil.

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—¿Carta de México? —me levanté intrigado, pues tengo pocos amigos en


la capital y no recordaba haberle escrito a ninguno.
Sobre la mesita del teléfono había un pequeño sobre de color sepia. Por
poco me voy de espaldas al ver el nombre del remitente: ¡una carta de Octavio
Paz! ¡Y yo que había perdido la fe en los milagros! Seis meses atrás, animado
por mi amigo Daniel Juárez, un editor de Durango que me dio la dirección del
maestro, le había enviado por correo mi último cuaderno de poemas, Disparo en
la oscuridad, con la remota esperanza de que se dignara leerlo. Dudé mucho
antes de enviárselo, pues me parecía imposible que un escritor de su talla
condescendiera a leer a un joven poeta de provincia. ¿Cuántos libros de
prospectos como yo crees que reciba don Octavio todos los días? le dije a
Daniel, escéptico. Veinte o treinta, bajita la mano. De hecho, en la tertulia del
café Leg-Mu se comentaba que la sirvienta de Paz sacaba del basurero muchas
de las obras dedicadas a su patrón y las vendía por kilo en las librerías de viejo.
Pero Daniel me recordó que Paz era muy generoso con los jóvenes poetas,
siempre y cuando lo fueran de verdad, y cuando alguno le gustaba, no vacilaba
en darle su espaldarazo, como había ocurrido con dos batos norteños, Samuel
Noyola y Roberto Vallarino. Mándale tu libro, hombre, total no pierdes nada y
a lo mejor te sacas el premio gordo. Al parecer el sobre que tenía en la mano le
daba la razón a Daniel. ¿Me habría leído don Octavio? Imposible. Quizá la carta
fuera tan sólo un tardío acuse de recibo firmado por su secretaria. No quería
hacerme ilusiones y sin embargo despegué el sobre al borde de la taquicardia.

Apreciado Juan Pablo:


La lectura de su cuaderno, una plegaria blasfema con ecos de música lunar, me
confirma que la provincia mexicana sigue siendo un semillero de buenos
poetas. Su disparo fecunda lo que hiere, como los venablos de Eros, porque
tiene la fuerza de una verdad seminal. Usted todavía está buscando una voz,
pero en sus tanteos descubre de pronto filones de oro que en pocos años, si se
exige más precisión y abandona el versículo bíblico, demasiado farragoso, lo
llevarán a los poemas de arte mayor. Antes de tomar la pluma, espere la
germinación del silencio. Verá que así llega más lejos, sin saber a dónde va. Y
recuerde que el don de la palabra es un compromiso para toda la vida. Su
amigo,
Octavio Paz

Las grandes alegrías perturban la química del cerebro. Desdoblado en dos


personalidades, contemplé desde las alturas a mi viejo yo, al miserable profesor
de secundaria, y la súbita elevación me cortó el aliento, como si tuviera mal de
montaña. Toña, mi mujer, que había leído la carta por encima de mi hombro,
me abrazó llorando de alegría.
—¿Ya ves, mi vida? Siempre te lo dije, eres un gran poeta.
Destapó dos cervezas para festejar y me bebí la mía en silencio, tratando
de unir las mitades separadas de mi alma. Los elogios del maestro significaban
un gran honor, pero también una tremenda responsabilidad. Desde mis
primeros balbuceos poéticos, los versos de amor a mi prima Lidia, escritos a los
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14 años, había creído escuchar el murmullo caricioso de una fuente secreta, que
me marcaba una pauta de ritmos y cesuras. Yo no era el creador, sino el
ejecutante de esa partitura compuesta por un numen ajeno a mi voluntad. Y
desde entonces, toda mi lucha por dominar el lenguaje había consistido en
cargar de significación esa música a la vez íntima y remota, como el niño que
colorea un cuaderno para iluminar. Dicho en palabras de Rubén Darío, creía
tener "algo divino aquí dentro", pero dudaba de mi capacidad para traducir ese
impulso en imágenes. La carta de Paz había disipado mis dudas: si él me
armaba caballero en el altar de la palabra, debía responderle con una entrega
total a mi vocación. Releí la carta seis o siete veces, como un niño goloso que se
chupa los dedos untados de cajeta. Don Octavio me trataba como a un
hermano, menor sin duda, pero hermano al fin. Y ni siquiera tenía la suerte de
conocerlo en persona: mi libro lo había cautivado por sus propios méritos, sin
necesidad de recomendación alguna. En la pleamar del orgullo, Toña y yo
hicimos el amor hasta quedar exhaustos, pero esa noche la agitación mental me
privó del sueño, y al día siguiente, atarantado por el desvelo, me las vi negras
para explicar el uso de los verbos pronominales a mis alumnos de Secundaria,
una recua de patanes idiotizados por los videojuegos.
Por la tarde, después de revisar tareas, me fui a la tertulia del café Leg-
Mu, el centro de la vida intelectual de Torreón, o mejor dicho, del cotilleo
literario que la suplanta. En la mesa del fondo, Jaime Lastra, Enrique Dueñas y
Mayra Velarde, los poetas más renombrados de la comarca lagunera, ganadores
recurrentes de premios y becas, tomaban café orgánico chiapaneco entre una
espesa humareda de cigarro. Los saludé de lejitos porque nunca me ha gustado
hacer roncha con ellos. Jaime es un mal imitador de Eliot, a quien sólo ha leído
en traducciones, Enrique confunde el hermetismo con la vacuidad y Mayra, la
mejor del grupo, ahoga en una retórica insulsa los raros destellos de sus poemas
eróticos. Difícilmente podrán salir del estancamiento, porque están hundidos en
la autocomplacencia y ya rebasaron la cuarentena. Pero eso sí: para la grilla
política son unos genios y su club de elogios mutuos les ha permitido acaparar,
desde hace quince años, los botines más codiciados de la subvención pública a
las bellas letras. Preferí sentarme a prudente distancia, en la mesa de la terraza
que ocupaban dos amigos de mi generación: el pintor Lauro Gómez y el
cuentista Néstor Cabañas. Ambos pertenecen, como yo, al círculo de los artistas
rechazados o marginales de la ciudad. Lauro tuvo que montar su primera
exposición en un tugurio de la zona roja, porque la mafia local de las artes
plásticas le cerró las puertas de todas las galerías, Néstor esconde sus cuentos
en revistas estudiantiles, y yo me tuve que ir a Durango para editar mi Disparo
en la oscuridad, porque aquí en Torreón, el Instituto de Cultura me tuvo tres
años y medio en lista de espera, dándome largas por supuestas carencias
presupuestales. Mentira: para publicar a los consentidos de la directora no les
faltaba dinero. Sé muy bien que detrás de esa postergación eterna estaba la
mano negra de Enrique Dueñas, el consejero del instituto, que me cogió mala
voluntad cuando abandoné su taller de poesía, cansado de oírlo pontificar
sandeces.
Después de los saludos de rigor, Lauro nos puso al corriente de su última
conquista, una señora de sociedad a quien se había tirado en su taller, cuando
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fue a posar para hacerle un retrato. Delgado como una anguila, con arracada en
la oreja y el pelo recogido en una cola de caballo, Lauro siempre ha tenido
mucho pegue con las mujeres. Néstor se bebía sus palabras con la fruición del
pobre diablo resignado a gozar vicariamente de las mujeres ajenas. A pesar de
su prognatismo, el pobre no es del todo feo. Algunas morras hasta guapo lo
ven, pero su patológica timidez lo ha condenado a una vejez prematura.
Cuando la mesera vino a traer mi café, la charla derivó hacia el pantano de la
política mexicana y una vez agotados todos los tópicos de interés general —
cine, libros, futbol— aproveché un silencio para soltarles la noticia que me ardía
en la garganta.
—¿Se acuerdan que hace tiempo le mandé mi libro a Octavio Paz?
Ambos me miraron con estupor y guardaron un silencio expectante.
—¿A poco te leyó? —dijo Lauro.
—No sólo eso: me escribió una carta muy elogiosa.
—¿Te cae de madre? —exclamó Néstor, incrédulo—. ¿Neta neta?
—La pura neta. Yo me quedé igual de asombrado que tú.
—¿Y traes la carta?
—La tengo en mi casa, pero voy a hacer una pachanga el viernes, y
cuando vengan se las enseño.
Convencido al fin, Néstor se levantó a darme un abrazo.
—Caramba, hermano, qué chingón amigo tengo.
—Felicidades, carnal, ya te fugaste del pelotón —dijo Lauro—. ¿Ahora
quién te va a soportar?
Con el rabillo del ojo eché un vistazo a la mesa de los poetas mafiosos,
que observaban las felicitaciones con una curiosidad hostil. Pobres chantres de
aldea, pensé, cómo les va a arder el culo cuando sepan que tengo la bendición
papal. Bastó con darle la noticia a mis dos amigos, para que en menos de tres
días se difundiera por todos los mentideros culturales de la ciudad. Varios
amigos ocasionales del medio literario, a quienes había dejado de ver años
atrás, me felicitaron por teléfono y se autoinvitaron a la fiesta, entre ellos,
Mayra Velarde y Jaime Lastra, que ahora, obligados por las circunstancias,
condescendieron a darme sus parabienes. Sólo Enrique Dueñas, mi único
enemigo declarado, tuvo la franqueza de guardar un hosco silencio. El viernes
por la tarde fui al súper a comprar las bebidas y los refrescos, mientras Toña
esperaba en casa las sillas plegables que alquilamos para la fiesta. Llegué a casa
como a las seis y media, ayudé un rato a mi esposa a preparar los bocadillos,
luego me di una ducha, y al salir del baño, la toalla enrollada en la cintura, me
quedé fulminado al ver una escena atroz: mi hija Natalia, trepada en el
escritorio, estaba rayoneando la carta de Octavio Paz con un grueso marcador
negro. Se lo arrebaté de un zarpazo, pero ya era tarde para impedir la
catástrofe: llevaba un buen rato pintarrajeando la carta, encimando tachones
sobre tachones, y del manuscrito no quedaba una sola palabra legible.
—¡Maldita enana! ¡Ya te dije que no juegues con mis papeles!
Reprimí con dificultad mis ganas de golpearla, pero no pude evitar darle
una zarandeada.
—Suelta a la niña —Toña vino en auxilio de su hija—. ¿Estás loco o qué
te pasa?
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—Mira lo que hizo tu nena consentida —le mostré el papel garabateado


—. ¿Por qué chingados la dejas meterse al cuarto?
—Estoy preparando los sándwiches —se defendió Toña, apretando a la
niña llorosa contra su pecho—. No puedo ser cocinera y niñera al mismo
tiempo.
Examiné detenidamente la carta, con la vana ilusión de enmendar los
borrones. Imposible: esos marcadores eran indelebles y Natalia había trazado
un jeroglífico tan intrincado, que ni siquiera se alcanzaba a distinguir la firma
del maestro. Desplomado en la cama, me sentí como un cisne trasladado de
golpe a un inmundo charco. Al verme pasar del enojo a la tristeza, Toña dejó de
consolar a Natalia para compadecerme a mí.
—Tranquilo, mi amor, fue un accidente, no te lo tomes a la tremenda —
me acarició el cabello.
—Quería usar la carta para pedir la beca Guggenheim —lamenté con voz
de réquiem.
—Pero si Paz quedó tan encantado con tu libro, no creo que te negara
una carta de recomendación. Llámalo por teléfono y explícale lo que pasó.
El sensato consejo de Toña no cerró del todo la herida, pero al menos
contuvo la hemorragia. Ciertamente, el desaguisado tenía remedio, si contaba
con la ayuda de don Octavio. Mañana mismo llamaría a Nuño Saldívar, un
amigo periodista de La Jornada, para pedirle el teléfono del maestro. Pero con la
fiesta a punto de comenzar, el percance me colocaba en un grave predicamento
social. Lauro y Néstor fueron los primeros en llegar. Venían de una comida
etílica que se había prolongado toda la tarde y por fortuna, los dos parecían
haber olvidado el motivo del festejo, porque hablaron largo rato de todo y de
nada, sin mostrar el menor interés en mi epístola consagratoria. Entre íntimos
hubiera podido contar abiertamente lo sucedido, pero a partir de las diez y
media comenzó a llegar gente que me inspiraba menos confianza —amigas de
Toña, periodistas culturales, profesores del instituto— y sus calurosas
felicitaciones me causaron más recelo que orgullo. Para eludir molestos
interrogatorios subí el volumen de la música. Pero mientras iba y venía de la
cocina a la sala sirviendo tragos a las visitas, creí advertir que a pesar del ruido,
la gente cuchicheaba a mis espaldas. ¿Advertían acaso que les estaba
escamoteando algo? Los primeros tequilas de la noche me ayudaron a
sobrellevar la situación, pero mi aplomo se desvaneció cuando llegaron los
invitados más temibles, Jaime Lastra y Mayra Velarde, acompañados de sus
respectivas parejas. Alta, huesuda, con una cara equina de institutriz inglesa,
Mayra llevaba un conjunto negro de blusa y pantalón que realzaba la palidez de
su rostro. Reprobó de un vistazo la pobre decoración de mi hogar y frunció el
ceño cuando le ofrecí de tomar ron y tequila. ¿Nada de vino? No, discúlpame,
aquí somos muy borrachotes. Entonces dame por favor una agüita mineral. Se
comportaba como una intelectual del círculo de Bloomsbury asistiendo a la
fiesta de un camionero. Jaime, un cuarentón re choncho de pelo entrecano, con
el bigote amarillento de nicotina, esquivó a los bailarines de salsa con un mohín
de disgusto. ¿Qué esperaba el mamón? ¿Música clásica? ¿No era de buen gusto
escuchar esos ritmos en una reunión de intelectuales? Con su actitud deferente,
ambos daban a entender que esperaban de mí una gratitud eterna por haberme
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conferido el honor de su visita. Los atendí con esmero, pues si bien los
desprecio como poetas, no quería darles la impresión de haberme
ensoberbecido por el reconocimiento de Paz. En el rincón de la sala más
apartado del ruido, formamos un pequeño corrillo para hablar de literatura.
Mayra acababa de leer mi Disparo en la oscuridad (con un año de retraso, claro) y
reconoció su valía:
—Me atrapó desde el comienzo la riqueza de tu lenguaje —dijo—. Ahora
dosificas mejor las imágenes en vez de lanzarlas a borbotones y encuentras la
palabra justa sin dar palos de ciego.
En opinión de Jaime Lastra, mi gran acierto era haber elegido como
forma el versículo bíblico, justamente lo que Paz había considerado un defecto.
—Lo mejor de tu libro es que no le pones diques al canto: al contrario,
dejas respirar al poema, como si pronunciaras un oráculo en duermevela.
Fingí sentirme halagado por sus comentarios, pero ¿quién podía tomar
en serio la opinión de ese par de ojetes, que meses atrás no daban un quinto por
mí? ¿Era un sapo convertido en príncipe por la varita mágica de don Octavio?
Engañado por su falso compañerismo, no pude sospechar que ambos habían
venido a mi casa en calidad de inspectores. Lo descubrí demasiado tarde,
cuando Mayra aprovechó un silencio del tocadiscos para preguntarme en voz
alta:
—¿Se puede saber a qué ahora nos vas a enseñar la carta?
—Sí, queremos verla —la secundó Jaime.
—De veras, ya enseña la carta, no te hagas rosca —exigió mi amigo
Néstor desde la otra esquina de la sala.
Por contagio borreguil, media docena de invitados ebrios clamaron a
coro: ¡Que la enseñe, que la enseñe!, golpeando sus vasos con los tenedores,
como si exigieran el pastel de una boda. Imploré con la mirada el auxilio de
Toña, que estaba tan perpleja como yo. Hubiera querido correrlos a todos, pero
no tuve más remedio que afrontar la situación.
—Me encantaría enseñarles la carta, pero esta tarde tuve un accidente —
confesé abochornado—. Mientras me daba una ducha, mi hija la rayoneó.
—Pero se podrá leer algo —insistió Mayra.
—Ni una línea -dije contrito —miren nomás cómo la dejó —y me saqué
de la chaqueta el cuerpo del delito.
—Qué barbaridad —se demudó Mayra—. De grande tu hijita va a ser
terrorista.
Le entregué la carta y ella se la pasó a Jaime Lastra, que se acomodó los
lentes bifocales para examinarla como un perito judicial.
—Qué saña para borronear —dijo Lastra—. Parece una pintura de
Pollock. Pero te debes acordar de lo que decía, ¿no?
—Más o menos —dije acorralado.
—Pues cuéntanos, ándale —rogó Mayra.
Los hijos de puta me estaban aplicando el detector de mentiras. Era
ridículo y pretencioso referir los elogios de Paz, pero me vi forzado a incurrir en
esa inmodestia, porque tenía clavados en mí los ojos de toda la concurrencia.
—Decía que mi libro es una plegaria blasfema, que mis versos tienen la
fuerza de una verdad seminal, que la provincia mexicana sigue siendo un
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semillero de buenos poetas y me recomendaba esperar la germinación del


silencio.
—Qué maravilla —Mayra me palmeó la espalda—. Has de sentirte muy
orgulloso, ¿no?
En mi vida me había sentido más humillado. Por falta de un aval
manuscrito, en mi boca las alabanzas del maestro sonaban huecas. Peor aún:
parecían autoelogios. Y el escéptico silencio de los invitados indicaba a las
claras que nadie me había creído. Toña debe de haber tenido la misma
impresión, pues quiso respaldarme con una prueba documental.
—No se puede leer la carta, pero el sobre está intacto, miren —y cometió
la tarugada de mostrarlo a la concurrencia, como si el nombre del remitente
bastara para cubrirme de gloria.
No me defiendas, comadre, pensé avergonzado, mientras el sobre
circulaba de mano en mano. Con la aclaración no pedida de Toña, los
incrédulos tendrían más motivos para abrigar suspicacias. Me apresuré a
cambiar de tema, pusimos una tanda de discos de los 70, alguien sacó un churro
de mota, Néstor tocó la guitarra, cantamos a coro las clásicas de Bob Dylan y el
jolgorio general pareció desvanecer el clima de sospecha. Pero horas después,
cuando se fue el último de los invitados y empecé a recoger los ceniceros
repletos de colillas, una sensación de vulnerabilidad extrema, acompañada de
zumbidos en los oídos, me confirmó que la fiesta había sido un desastre.
No había pasado ni una semana cuando salieron a relucir los cuchillos.
En su columna semanal de El Sol de Torreón, Enrique Dueñas, el gran ausente de
mi fiesta, me dedicó un colofón escrito con jugos biliares:

RECETA PARA BUSCADORES DE PRESTIGIO

Primero: deje correr el rumor de que una gran figura de las letras lo ha
colmado de elogios. Segundo: haga una fiesta para celebrarlo. Tercero: tenga
listo un papel garabateado por una mano infantil. Cuarto: exhíbalo cuando las
visitas le pidan ver la carta del figurón y diga que su nenita la tachoneó.
Quinto: finja repetir de memoria el contenido de la carta, sin escatimarse las
alabanzas. Sexto: Exija que desde ahora se le considere el mejor poeta del
estado.
Suena ridículo, ¿verdad? Pues así quieren darse importancia algunos
poetastros hambrientos de notoriedad y reconocimiento, que a falta de
verdadero prestigio, necesitan falsificarlo con tretas pueriles.

El calumnioso ataque reflejaba, sin duda, la opinión de los miembros del


establishment literario que habían asistido a mi fiesta. Después de haber elogiado
mi libro por compromiso, Mayra y Jaime no podían retractarse, pero le habían
encomendado el trabajo sucio al golpeador del grupo. Y como Dueñas ni
siquiera me llamaba por mi nombre, para añadir a la calumnia un toque de
menosprecio, no podía rebatirlo en público sin ponerme un saco que sólo
redundaría en mi descrédito. Dios mío, hasta dónde podía llegar la vileza
humana. Dueñas ni siquiera se molestaba en fundamentar su crítica con
argumentos literarios. ¿Para qué, si mi obra se había devaluado
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automáticamente al quedar en entredicho la autenticidad de la carta? Más claro


ni el agua: para ese hijo de puta, el argumento de autoridad estaba por encima
de cualquier valor literario, como si la altura poética dependiera de un sello
notarial. Un rasero crítico diametralmente opuesto al de Paz, que no se dejaba
engañar por los relumbrones y en cambio, sabía reconocer la verdadera poesía
cuando la encontraba desnuda de oropeles en una modesta plaquette
provinciana. Pero aunque Dueñas fuera un cretino, sabía pegar debajo del
cinturón. Era triste pero necesario admitirlo: de momento, la vox populi de
Torreón me consideraba un fantoche. Si quería limpiar mi buen nombre, o
cuando menos, quitarme la fama de mentiroso, necesitaba demostrar
conpruebas fehacientes que Paz me había ungido como poeta.
Después de varios intentos fallidos, por fin encontré a mi amigo Nuño
Saldívar en la redacción de La Jornada y le pedí el número telefónico del
maestro. Tardé más de una hora en armarme de valor para marcarlo, pues
temía que mi ruego lo importunara. Un hombre tan ocupado como él no podía
desperdiciar su valioso tiempo en ridículas tareas de salvamento. Ya bastante
había hecho con escribirme una carta, para encima tener que venir a sacarme las
castañas del fuego. Pero llevaba tres días encerrado en casa por temor al
repudio social, y preferí abusar de su generosidad que seguir en el ostracismo.
Me contestó la secretaria del maestro, una mujer de voz pausada y fría, que me
intimidó con su elegante dicción.
—Don Octavio no está en México. Se fue a dar una conferencia a Nueva
York. ¿Quién le llama?
Le di mi nombre y me apresuré a aclarar que llamaba al maestro para
agradecerle una carta.
—¿Quiere dejarle algún recado?
Contarle mis apuros a la secretaria me pareció una falta de tacto y un
riesgo innecesario, pues corría el peligro de que tergiversara mi historia al
referírsela a Paz.
—No, gracias, yo lo buscaré la próxima semana.
Harto de esconderme como un leproso, esa misma noche me atreví a dar
la cara en la tertulia del café Leg-Mu. Quizá estuviera viendo moros con
tranchete, pero cuando entré me pareció escuchar un murmullo reprobatorio y
advertí que algunos parroquianos se tapaban la cara con el menú para reírse a
hurtadillas. Los ignoré con la frente en alto y me dirigí a la mesa donde Néstor
y Lauro jugaban al ajedrez. Necesitaba su voto de confianza para capotear esa
crisis, pero estaban tan concentrados en el juego que sólo pudimos hablar de
temas inocuos. ¿O fingían estar embebidos en el tablero para no tener que
hablar de mi crucifixión periodística? Cuando terminaron la partida, Lauro se
marchó de prisa, alegando que tenía una cita con su amante de turno, la
burguesa del retrato. Nunca lo había visto tan serio y sospeché que me había
cogido mala voluntad. Por fortuna, Néstor no pudo encontrar una excusa para
negarme su compañía, tal vez porque los perdedores tienden a identificarse con
el fracaso ajeno.
—¿Leíste la nota de Enrique Dueñas? —me abrí de capa en busca de
apoyo moral.
Néstor asintió con aire compungido.
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

—¿Y qué te pareció?


—Una patada en los huevos —frunció el ceño en sentido condenatorio—.
Ese ojete sólo estaba esperando un pretexto para joderte. Pero tú te pusiste de a
pechito con el rollo de la carta.
—Fue un accidente —me defendí—. ¿Cómo podía saber que mi hija la
iba a rayonear?
—Mira, Juan Pablo, conmigo no tienes que hacerle al cuento —Néstor
sonrió con un aire cómplice—. Soy tu amigo y puedes hablarme al chile. ¿Cómo
se te ocurrió inventar esa mamada?
—¿Tampoco tú me crees? —di un puñetazo en la mesa—. ¡Paz me
escribió de verdad, te lo juro por mi madre!
Mi tono de voz y la volcadura del cenicero provocaron murmullos en las
mesas vecinas. Lo que me faltaba: otro papelón en público. Néstor aspiró con
serenidad el humo de su cigarro, como un psiquiatra acostumbrado a lidiar con
mitómanos.
—Mira, Samuel, yo no pongo en duda tu talento —dijo en tono
conciliador—. Para mí siempre serás un buen poeta, tengas o no la aprobación
de Paz. ¿Pero qué necesidad tenías de armar tanta faramalla?
Me levanté de la mesa inflamado de cólera.
—No te parto la madre porque somos amigos —lo tomé por el cuello de
la camisa—. Eres un envidioso, como todos los escritores de este pinche pueblo.
¡Pero les voy a demostrar quién es quién y se van a arrepentir de tratarme así!
Salí del café lanzando miradas de reto a la clientela, como un bravucón
de película mexicana. Subí a mi viejo Tsuru y el piloto automático de la ira me
condujo a La Resaca, un decadente bar para oficinistas, con sillas derrengadas y
meseras gordas en minifalda, donde pedí un tequila doble. Urgido de un
desahogo, saqué mi libreta de apuntes y pedí una pluma al cantinero. Quería
desollar vivos a los mediocres literatos de la comarca, en una sátira rimada en
tercetos, con insultos vitriólicos al estilo de Quevedo. ¡Cuánto les dolía mi
superioridad! ¡Con cuánta saña se confabulaban para hundirme! Pergeñé
algunos endecasílabos torpes, logré hilvanar algunas rimas fáciles, pero por
falta de una línea melódica, de una cadencia íntima, mis palabras nacían
tullidas o muertas. Al parecer, el enojo había resecado el venero profundo de mi
canto. Un mal poema sólo le daría armas al enemigo, pensé y arrojé mi fallida
venganza a una escupidera. Di un largo rodeo en el coche para no llegar tan
pronto a casa. Hubiera preferido dormir esa noche fuera, o no regresar nunca,
porque me parecía humillante sufrir con testigos. Pero al cabo de un largo
recorrido sin rumbo, la escasez de gasolina me obligó a recalar en mi triste
cubil. Ya eran más de las once cuando metí el coche en el garage. Como de
costumbre, Natalia se había quedado dormida junto a su madre en la cama
matrimonial. Una escena enternecedora, que sin embargo enconó mi
resentimiento. Ellas descansando tan quitadas de la pena, mientras la chusma
literaria pateaba mi cabeza por las calles. Estaba solo con mi desgracia, más solo
que una rata ahogada en una letrina.
Como era de temerse, mi rabieta en el café Leg-Mu me valió nuevos
ataques en la prensa local, más frontales y sañudos, pues ahora los
francotiradores no se tentaban el corazón para denostarme con nombre y
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

apellido. Hubiera querido devolverles golpe por golpe, pero no podía ejercer mi
derecho de réplica por falta de pruebas para rebatirlos y mi obligado silencio se
malinterpretaba como una admisión de culpabilidad. Pasados diez días de mi
primera llamada, volví a tratar de comunicarme con Paz. Su secretaria me
informó que ya estaba en México pero había salido a grabar un programa de
televisión: "Llámelo mañana a mediodía", me aconsejó, y por su tono amistoso
deduje que el maestro le había hablado bien de mí. Pasé todo el día en ascuas,
tronándome los dedos como un convicto en espera de absolución. Con un poco
de suerte y otro poco de habilidad diplomática, el trueno de Júpiter acallaría
para siempre la risa de las hienas. Pero esa misma noche, cuando volvía a casa
con Toña después de ir al cine, las noticias del radio troncharon mis ilusiones:
un incendio provocado por un cortocircuito había causado graves destrozos en
el departamento de Octavio Paz, dijo el locutor, y aunque el poeta y su esposa
estaban ilesos, las llamas habían consumido buena parte de su biblioteca.
Mientras durara la reparación de los daños, la presidencia de la República se
encargaría de brindarle un digno alojamiento al poeta. En esas circunstancias
habría sido una falta de tacto empecinarme en buscarlo. Y aunque tuviera esa
cara dura, ¿cómo localizarlo ahora, si había perdido sus señas? El hado maléfico
que había movido la mano de mi hija seguía actuando desde las sombras. No
tenía más remedio que resignarme a la deshonra pública por tiempo indefinido
y aguantar las bofetadas como un payaso impotente.
Antes de obtener el reconocimiento de Paz, cuando era un don nadie con
la dignidad intacta, había pedido una de las becas para jóvenes poetas que
otorga el Instituto Estatal de Cultura. Una semana después de haber escuchado
la noticia del incendio, la lista de ganadores salió publicada en todos los diarios
de Torreón. Yo no figuraba en ella, por supuesto. Era un insulto previsible, y sin
embargo me sentí como un héroe de guerra despojado de sus galones por una
corte marcial inicua. Para empezar, ninguno de los jurados del instituto tenía en
su currículo un logro como el mío. En todo caso, era yo quien debía calificarlos
a ellos. ¿Cómo se atrevían a poner en duda mi calidad literaria, avalada nada
menos que por un premio Nobel? Pero claro, a los ojos del mundo yo era un vil
estafador, un arribista de la peor calaña. Después de padecer tantas
humillaciones, ni un santo hubiera logrado mantener la ecuanimidad. Huraño,
susceptible, predispuesto al odio, impartía clases con un ánimo belicoso que se
revertía en mi contra. Imponer la disciplina en clase me costaba cada vez más
trabajo, y por recurrir en exceso a los castigos severos, los alumnos me estaban
perdiendo el respeto. No ponga tantos reportes, me regañaba el padre Dávalos,
tiene que imponer su autoridad sin recurrir todo el tiempo a las medidas
represivas. Tenía razón, pero después de mi rápido ascenso y mi estrepitosa
caída, no podía volver a ser el profesor alivianado de antaño, porque ahora me
sentía un príncipe reducido a la servidumbre.
No sólo le cobré ojeriza a los niños del instituto, sino a mi pequeña
pintora de brocha gorda. Es doloroso admitirlo, pero las cabriolas, las
carantoñas y los dislates verbales de Natalia dejaron de hacerme gracia.
Respondía con frialdad a sus arrumacos, el día de su festival de danza
hawaiana preferí quedarme a ver el futbol en casa, olvidé poner dinero bajo su
almohada cuando se le cayó un diente, y Toña tuvo que decirle que el ratón
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estaba de viaje. No era tan ciego ni tan idiota para creer que una niña de tres
años tuviera la maligna intención de arruinar mi carrera literaria. Más culpa
tenía yo por haber dejado la carta a su merced. Pero mi negligencia no era un
hecho aislado: era el último eslabón de una larga cadena de errores que había
empezado a cometer mucho tiempo atrás, desde que me casé con Toña a los 24
años, sin estar preparado para el matrimonio. Qué caro estaba pagando mi
debilidad de carácter. Me había propuesto no tener hijos hasta después de los
30, pero Toña olvidó tomar los anticonceptivos y en vez de exigirle con firmeza
el aborto, caí en su burdo chantaje sentimental. No quise envenenar nuestra
relación con reproches, pero he sospechado siempre que su aparente error con
las píldoras fue un acto premeditado. Desde el incidente de la carta, mi rencor
había elevado esa sospecha al rango de certidumbre. Molesta por mi
alejamiento de la niña, Toña me acusaba de ser un padre irresponsable, un
egoísta desalmado que sólo pensaba en su maldita reputación. Soy un poeta, no
una niñera, le reviraba yo con mala leche y me largaba de la casa dando un
portazo. Por las noches ella se desquitaba haciéndome huelgas de piernas
cerradas que podían durar más de una semana. El semen retenido me atizaba la
misoginia: si desde el noviazgo supe que Toña era una provinciana estrecha de
miras, pensaba, ¿por qué diablos me había casado con ella? Enamorada de la
normalidad, es decir, de la mediocridad, se había apresurado a formar una
linda familia de novela rosa, valiéndole madres mi vocación, cuando lo que yo
necesitaba era libertad para crear. A la edad en que otros poetas viajan por el
mundo, aprenden idiomas, aman sin ataduras a mujeres refinadas de espíritu
iconoclasta, yo era un paterfamilias obligado a checar tarjeta en un puto colegio
lasallista. La poesía no era sólo un género literario, era un ideal de vida al que
yo había dado la espalda. Tal vez por eso, el destino me negaba las
recompensas que mi talento merecía. En un hogar anodino de clase media, con
un sofá lleno de lamparones y una mujer vulgar cocinando en chancletas, la
carta de Paz era como una perla en un muladar.
No había cejado en mi empeño de localizar al maestro, claro está. Sabía
por la prensa que el gobierno le había dado asilo en una casa colonial de
Coyoacán, pero los periodistas ya no tenían acceso a su nuevo número
telefónico. Al parecer, tras el ruido mediático provocado por el incendio, don
Octavio quería escapar de los reflectores. Cuando conseguí su nueva dirección,
tres meses después del percance, intenté reanudar nuestra correspondencia con
una respetuosa carta donde le exponía mis dificultades económicas para
dedicarme a la escritura y le solicitaba una nueva recomendación con el fin de
obtener becas dentro o fuera del país. Omití mencionar lo sucedido con su carta
anterior, para no entrar en chismes de vecindario. Soy agnóstico, pero como dijo
Paz, creo que allá arriba "alguien me deletrea", y al depositar la carta en el
correo imploré el auxilio de la virgen de Guadalupe. Fueron pasando las
semanas, todas las tardes al regresar de la escuela hurgaba con ansiedad el
buzón, y sólo encontraba el repugnante correo comercial de siempre. ¿Se habría
olvidado de mí? ¿No tenía tiempo de revisar el correo o su mamona secretaria
había traspapelado mi carta? Comenzaba a sentir un amargo despecho de hijo
relegado, cuando los periódicos anunciaron que don Octavio estaba enfermo de
cáncer y había sido internado en un hospital, donde recibiría un tratamiento de
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quimioterapia. Con razón ya no contestaba cartas, el pobre se estaba muriendo.


Por lo visto, el incendio de su biblioteca había sido un presagio de la pira
funeraria: la ceniza le estaba tejiendo un sudario al mago de la palabra.

Conmocionado por la noticia, pero más aún, por la cadena de sucesos trágicos
que trazaban un paralelismo entre su vida y la mía, quise delinear la
convergencia de nuestros destinos en un poema titulado "Lenguas de fuego",
donde la materia incombustible del verbo, nuestro empeño compartido de
perfeccionar el idioma, triunfarían sobre la erosión del tiempo y la mezquindad
humana. Pero sólo atiné a pergeñar un engendro ripioso, tal vez porque la
necesidad de recuperar mi prestigio me obsesionaba hasta la impotencia. El
nervio motor de la creación literaria necesita estar libre de coacciones y yo había
atrofiado el mío al imponerle una obligación contraria a su naturaleza. Durante
la enfermedad de Paz también yo agonicé, mirando crecer indefenso los
tumores de mi orgullo martirizado. Cambié la lectura por el tequila, las
iluminaciones por las crudas, me hinché como un cerdo por falta de ejercicio,
entraba a las funciones de cine menos concurridas para evitar encuentros
desagradables con mis ex amigos, y no podía seguir el hilo de las tramas,
porque mi dolor de campeón sin corona ulceraba la cinta de celuloide. Cuando
todos a tu alrededor te tratan como un apestado, empiezas a creer que de veras
hiedes. Seguía haciendo lo que los cursis llaman "vida de hogar", pero en
calidad de fantasma, como si representara una pantomima. Como mi esterilidad
poética se había vuelto crónica, ya no contaba siquiera con el alivio de una
escapatoria creativa. La noche del grito de independencia por poco me arrolla
una camioneta de redilas al salir borracho de un tugurio. Sólo me alcanzó a dar
un empellón, pero eso bastó para provocar una tragedia doméstica. Alarmada
por mi deterioro físico y emocional, Toña me recomendó acudir a un
psicoanalista. Me negué furioso, porque no necesitaba tenderme en un diván
para encontrar el motivo profundo de mi derrumbe. Me habían robado la
honra, el don de la palabra, el cariño de mis amigos. ¿Qué esperaba de mí la
muy idiota? ¿Una sonrisa de oreja a oreja?

Se acercaban las fiestas decembrinas y yo no estaba muy seguro de querer llegar


vivo a la Nochebuena. Cuando empezaba a hablar solo de tanto acumular
rencores, tropecé con un desplegado de prensa esperanzador: al día siguiente,
en la ciudad de México, Octavio Paz asistiría al nacimiento de una fundación
cultural que llevaba su nombre, acompañado por el presidente Zedillo y el
novelista Fernando del Paso. Quizá fuera mi última oportunidad para
conocerlo en persona, para robarle un minuto de tiempo y pedirle que me
salvara de la ignominia. Guardé una muda de ropa en una mochila, escribí una
nota para Toña, que había llevado a la niña al dentista, explicándole el motivo
de mi viaje, y tomé un taxi a la terminal camionera. Me arriesgaba a perder el
empleo por faltar sin causa justificada, como un jugador que lo apuesta todo a
su última carta. Pero basta de cobardías, pensé cuando el autobús tomó la
carretera federal, basta de anteponer siempre la seguridad al riesgo. ¿Acaso me
había redituado algo la vida ordenada? Por fortuna, las soporíferas películas de
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acción que pasaron en la tele del autobús me aplacaron los nervios y logré
dormir cinco horas de corrido durante el trayecto nocturno.
Llegué al Distrito Federal al amanecer, en las horas negras de la
inversión térmica, cuando los edificios más altos de la ciudad tenían en los
hombros una estola de hollín. Me froté las manos de frío, y entré a tomar café
en un Sanborns, donde me di una peinada. Según mi recorte de prensa, el acto
inaugural comenzaría a la 1 de la tarde, en la casa habilitada como residencia
temporal del poeta. Para hacer tiempo me fui a recorrer librerías de viejo por las
calles del centro, intentando en vano aligerar la tensión de la espera, pues temía
que a la hora de la verdad me faltaran huevos para acercarme a Paz. Cualquiera
hubiera creído que en vez de querer pedirle un favor estaba planeando un
atentado. Después de comer flautas de barbacoa en una fonda de la plaza Santa
Veracruz, entré un rato a ver las antigüedades coloniales del museo Franz
Mayer. En el baño de la cafetería me cambié la camisa sudada y a la salida cogí
el metro en la estación Hidalgo, con dirección al barrio de Coyoacán. Cuando
me bajé en Miguel Ángel de Quevedo, la tensión nerviosa y el calor del vagón
ya me habían bañado de nuevo en sudor. No tardé en llegar a la señorial calle
Francisco Sosa, ni tuve dificultad para encontrar la residencia, porque había dos
camionetas de Televisa estacionadas en el empedrado y un pequeño tumulto en
el portón. Al acercarme descubrí con horror que la gente llevaba invitaciones y
una edecán escoltada por un militar del estado mayor presidencial controlaba el
acceso a la ceremonia. Para colmo, la mayoría de los invitados eran gente de
alta sociedad, intelectuales distinguidos con sacos de tweed, mujeres de talle
esbelto y cuello de garza que parecían sacadas de una revista de modas. ¿Cómo
entrar de colado si mi apariencia de naco me traicionaba? Pasaron
angustiosamente los minutos, los carrazos se detenían frente a la puerta,
bajaban empresarios con sus refulgentes esposas y yo en la banqueta paralizado
de miedo, entre una jauría de guaruras torvos. Estaba a punto de renunciar a mi
empeño, cuando descubrí a mi amigo Nuño Saldívar, el reportero de La Jornada,
abriéndose camino hacia la puerta en compañía de un fotógrafo. Corrí a
buscarlo y le expliqué mi problema.
—No te preocupes, carnal —me tranquilizó—. Yo le digo al de la entrada
que vienes conmigo.
Pese a la intervención de Nuño, el cancerbero del Estado Mayor examinó
con lupa mi credencial para votar y sólo me dejó pasar a regañadientes, cuando
mi amigo amenazó con llamar por teléfono a la directora del periódico. El patio
de la casona colonial ya estaba abarrotado, y aunque Nuño y el fotógrafo se
colaron hasta las primeras filas, reservadas a los periodistas, por falta de gafete
yo me tuve que quedar parado en gayola, detrás de unos macetones que me
obstruían la visibilidad. Desde ahí observé, o mejor dicho, escuché la
ceremonia, porque entre los hombros de los camarógrafos y las ramas de un
naranjo apenas veía a lo lejos la mesa de honor, donde Paz, al centro, con una
barba blanca de patriarca bíblico, escuchaba las palabras del presidente Zedillo
con una expresión ausente y lejana, como si oyera piar a los pájaros desde el
país de las nieves eternas. Al parecer los honores mundanos habían empezado a
pesarle, o quizá estuviera medio aletargado por el efecto de los fármacos.
Cuando Zedillo declaró inaugurada la fundación cultural, tomó la palabra
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Fernando del Paso. No recuerdo una palabra de su vibrante discurso, porque a


esas alturas ya tenía los nervios erizados de ansiedad. Preocupado por mi
pésima ubicación en el patio, un obstáculo grave para llegar al maestro, procuré
acercarme a la mesa de honor empujando a la gente amontonada en el corredor
lateral, que mascullaba improperios y me clavaba los codos en las costillas. A
duras penas logré avanzar tres metros, pero aún estaba muy lejos de mi objetivo
cuando Del Paso cedió la palabra a don Octavio y hubo un estallido de
aplausos.
Aunque tuviera la voz cascada y articulara con dificultad, la arquitectura
de su lenguaje seguía siendo un prodigio, como una catedral suspendida en el
aire. No llevaba un texto preparado, ni falta que le hacía, pues organizaba las
ideas con un rigor infalible, incluso cuando pensaba en voz alta. Habló del
divorcio entre la poesía y el mercado, de la importancia de estimular la creación
literaria, de la necesidad de apoyar a los jóvenes creadores: "Los jóvenes son la
luz de México, y siendo la luz, son también la oscuridad —dijo—. Son la
promesa de algo que todavía no se realiza, pero se va a realizar pronto".
Escuché con embeleso esa frase que parecía dedicada a mí, sin cejar en mi
esfuerzo por ganar terreno. A fuerza de riñones llegué a colocarme en las
primeras filas del patio, junto al enjambre de periodistas, en una posición algo
esquinada, pero bastante buena para intentar el asalto del templete. Estaba tan
cerca de Paz, que ahora notaba con más claridad en su rostro azulenco los
estragos de la enfermedad, pero aún estaba más cerca de él en espíritu, al grado
de sentir en carne propia cómo se le escapaba la vida. Hubiera querido
abrazarlo, jugar con sus barbas de abuelo venerable. Pobres de nosotros, pensé,
qué desamparados nos dejas. Cuando el poeta concluyó augurando un futuro
luminoso para México, prorrumpí en aplausos con los ojos cuajados de llanto.
No era el momento de caer en efusiones sentimentales, tenía que abalanzarme a
la mesa de honor. Di un salto adelante con la firme resolución de subir al
templete, pero una mano de hierro me sujetó por el cuello: era un guardia
presidencial vestido de traje, a quien yo había creído parte del público.
—No puede pasar, espere aquí
—Tengo que hablar con don Octavio, suélteme.
Intenté zafarme de sus tenazas, pero él me torció la muñeca.
—Está prohibido acercarse a la mesa del presidente.
—Yo no quiero ver a Zedillo —alegué—. Quiero hablar con Paz.
—No insista, son órdenes del Estado Mayor.
El poeta ya se había levantado de la mesa y comenzó a bajar del templete
del brazo de su esposa. Desesperado, le solté un codazo al guardia, que me
respondió con un gancho al hígado, discreto pero contundente. Desfondado por
el madrazo, ni siquiera tuve aire para reclamar mis derechos cuando me sacó
del patio con ayuda de otro gorila. Mi amigo periodista se había esfumado entre
la muchedumbre y no tenía ningún valedor.
—Esto es una arbitrariedad —protesté afuera de la casa—. Los voy a
denunciar en los periódicos. Denme sus nombres.
El guardia a quien le solté el codazo me calló de una patada en los
huevos.

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—¿Te crees muy gallito? —me cogió por la solapa—. ¡Lárgate de aquí,
pendejo! —y de un tremendo empellón me tiró de bruces en un arriate.
Rengueando como un mendigo, el labio sangrante y los huevos
machacados, caminé hasta una cervecería de la plaza Santa Catarina. Para
acabarla de joder, la cerveza estaba tibia. Me la bebí con serenidad, a sorbos
lentos, invadido por una dulce resignación. Debía agradecerle a ese sardo que
me hubiera impedido llegar al templete, pensé, donde sólo habría hecho el
ridículo. Jamás tendría un lugar en el gran mundo de las letras. Mi destino era
ser un maestrito de pueblo aficionado a la poesía, no un poeta laureado y
reconocido. La ventaja de capitular ante la adversidad es que te permite hacer
borrón y cuenta nueva, recomenzar tu vida a partir de cero. Sosegado por la
derrota, esa misma tarde volví a Torreón con una urgente necesidad de afecto.
Y aunque suene cursi debo admitir que al entrar a casa, cuando mi hija Natalia
se me colgó del cuello, eufórica por el estreno de su nueva falda de hawiana, le
pedí perdón entre sollozos, como un apóstata arrepentrido de haber negado la
luz. Toña me besó con ardor, el pecho agitado por una intensa emoción.
—Mira lo que llegó —dijo, y me tendió un sobre.
Con un pie en la tumba Paz me había respondido. Su carta de
recomendación era escueta, de apenas cinco líneas, pero dejaba muy en claro
que conocía mi obra y creía en mi talento. Toña me pidió que la leyera en voz
alta. Más que leer, declamé cada palabra como si rezara el Credo.
—Hay que mandarla a todos los periódicos —exclamó Toña en son de
triunfo—, para callarle el hocico a esos hijos de puta.
Entreví por un momento la posibilidad de pisotear a las sabandijas del
parnaso local con una venganza demoledora. Los jueces que me negaron la beca
para jóvenes poetas ahora tendrían que tragarse sus palabras. ¿No que no,
culeros? Casi podía saborear sus comedidas disculpas. De rodillas, cabrones,
hagan fila para lamerme la suela de los zapatos. Reparado mi honor, me
colocaría de golpe en la cima del mundillo literario de la provincia y cuando
viniera el cambio de sexenio, nadie tendría más merecimientos que yo para
dirigir el Instituto Estatal de Cultura. Por si fuera poco, la palabra del Sumo
Pontífice me investiría de autoridad para ungir a otros poetas. A partir de
ahora, cualquier literato de la región con deseos de ser alguien tendría que tocar
a mi puerta. Y con cada favor hecho a los demás, mi poder cultural iría
creciendo como la espuma. Honores, premios, cargos públicos bien pagados,
estatuas de bronce, homenajes, calles con mi nombre: toda una vida ordeñando
el prestigio que Paz me transmitía por cédula regia.
—No te quedes ahí parado —me apuró Toña—. Vamos corriendo a
sacarle copias.
Guardé un largo silencio porque al vislumbrar ese irresistible ascenso,
me invadió una sensación de vértigo con espasmos de náusea. No podía recaer
impunemente en la vanagloria. Si daba otro paso en falso, ponía en riesgo mi
mayor tesoro: la satisfacción íntima de haber merecido un elogio de Paz. La
poesía era un reino espiritual, no una corte con reyes y chambelanes. Darle un
mal uso a esa carta equivalía a escupir en un cáliz, a ponerme del lado de
Enrique Dueñas, a reverenciar el argumento de autoridad y someterme a un

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orden jerárquico repugnante, el orden del Estado Mayor Presidencial, que había
querido expulsarme de un templo sitiado.
—No, mi amor, no vamos a ningún periódico.
—¿Estás loco? ¿No quieres poner en su lugar a esa gente?
—No mi amor, ya se me quitó la rabia.
—¿Te vas a quedar cruzado de brazos?
—Ya no quiero pleitos de lavadero.
—Pues allá tú, pero la verdad no te entiendo.
—Prométeme una cosa, mi vida —tomé a mi esposa de los hombros—.
Quiero que esta carta sea un secreto entre los dos. Ni una palabra a nadie, ¿de
acuerdo?
Dos noches después, cuando apenas había colocado la cabeza en la
almohada, una rompiente de olas me anunció la germinación del silencio.

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JOSÉ JOAQUÍN BLANCO

JOSÉ JOAQUÍN BLANCO (ciudad de México, 1951). Heredero


de la mejor tradición crítica de humanistas mexicanos como
Alfonso Reyes y José Vasconcelos, parece que no hay tema que
resulte ajeno a la mirada de José Joaquín Blanco. Especialista en
el México novohispano y el siglo XIX, es un cronista
deslumbrante que suele escribir cuentos de humor
desternillante y factura precisa. En 1971 obtuvo el primer lugar
en el concurso de la revista Punto de Partida. Sus crónicas y
ensayos han merecido otras distinciones y han aparecido en
varios medios. También escribió un guión que ganó un Ariel en
1985: Frida, naturaleza viva, que compartió con su realizador,
Paul Leduc. De entre su abundante obra destacan los libros de
cuentos El castigador y otros relatos y Las rosas eran de otro modo;
las crónicas de Función de medianoche, Empezaba el siglo en la
ciudad de México, Cuando todas las chamacas se pusieron medias
nylon y Un chavo bien helado; la biografía Se llamaba Vasconcelos y
los ensayos Mariano Azuela: una crítica de la Revolución Mexicana;
Crónica de la poesía mexicana y Pastor y ninfa, ensayos de literatura
moderna.

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EL REPORTERO DEL DIABLO

Deambulaba por los bares y fondas de la calle Michoacán, en la Colonia


Condesa, un fantasmal reportero de policiales a quien todo mundo despreciaba.
Su delito era que detestaba el cine, y no existe al parecer mayor crimen
en el siglo veinte que odiar las películas. Equivale a un criollo novohispano que
aborreciera las misas.
Ahí se pasaba sus ratos libres, entibiando sus whiskies en el Bar Nuevo
León, hasta que aparecían sus amigos (amigos es un decir: ¿cómo hacer amistad
con quien nunca va al cine?, ¿entonces de qué diablos se platica?), después de
haber asistido a alguno de sus cotidianos portentos cinematográficos. Y sin más
trámite se sentaban a su mesa a comentar en sus narices, minuciosamente, todas
las joyas de la pantalla.
El fantasmal reportero los escuchaba con la paciencia de un reacio al
fútbol que asistiera a la enumeración de todas las bíblicas alineaciones del
Atlante a través de los siglos.
Un martes de noviembre del 2000 (todavía era el siglo veinte), el
sabihondo cinéfilo Godínez, de la fuente de economía, se quejó con una mueca
de asco digna de Robert de Niro, de la incapacidad mexicana para las tramas
policiacas:
—No hay ningún thriller mexicano. ¡Sencillamente tampoco servimos
para eso!
—Por ahí hablan de Distinto amanecer, de Julio Bracho, protagonizada por
Pedro Armendáriz, Andrea Palma, Alberto Galán y el niño Narciso Busquets;
argumento de Max Aub con diálogos de Xavier Villaurrutia —arguyó lenta,
parsimoniosamente el reportero de policiales, nomás para fastidiar.
—No mames —increpó El Chiquilín Martínez, de la fuente de
Presidencia, famoso por la diminuta cabeza con que exornaba sus flacos dos
metros de estatura—; eso no es cine, sino literatura filmada. Los diálogos
suenan estiradísimos, in-ve-ro-sí-mi-les. La fotografia de Figueroa, peor.
El reportero fantasmal se había quedado varado en la sección de
policiales de un periódico desde hacía tres años. Sus primeros colegas ya habían
ascendido a las direcciones de Comunicación Social de diversas dependencias
burocráticas. Pero él seguía ahí, fiel al lado del crimen, para no traicionar su
vocación de poeta abstracto.
Soñaba con un libro de poemas "antilogocentristas, molecularizados y
átonos". Por eso se negaba a colaborar en la sección y en el suplemento
culturales, porque ahí "se contamina uno de literatura".
Y quería despojar sus versos de todo lastre literario a fin de lograr "el
accidente grafístico puro, el grafismo esencial, como una muesca en acrílico o
una arruga de trapo de los abstraccionistas catalanes".
"Detrás de todo poeta abstraccionista declarado, hay un vergonzante
recitador de 'El brindis del bohemio'", solía apotegmatizar el odiado crítico
Andueza, en el suplemento dominical del mismo periódico.

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Se trataba de la historia de un rencor: Andueza había sido compañero de


Preparatoria del periodista fantasmal, y en aquellos años habían competido en
un concurso de declamación, en el cual había triunfado el futuro reportero de
policiales con "El brindis del bohemio", mientras que al futuro crítico literario se
le había olvidado "La raza de bronce" a las primeras estrofas, y tuvo que
abandonar el estrado todo confuso y en medio del abucheo estudiantil.
En efecto, antes de odiar la literatura (ya para entonces evitaba el cine), el
futuro "poeta abstraccionista" había tenido sus barruntes de erudición policiaca.
Y salió a relucir esa tarde:
—Si quieres un thriller, ahí está El privado del virrey...
—¿Que qué? —exclamó Godínez, amenazante como Jack Nicholson.
—No es una película, sino una obra de teatro de Rodríguez Galván, pero
también se lee; digo, porque los cinéfilos monolingües mexicanos van a leer las
películas. Puros subtítulos y subtítulos. Y los "espectadores" hechos la mocha:
lee y lee subtítulos. Para ese caso, que mejor lean los guiones en su casa...
debidamente traducidos.
—¿Vaaaas al teaaaatro? —insistió Godínez, escandalizado como
Sylvester Stallone ante un ballet clásico.
—Te digo que la leí en la prepa. Me tocó hacer una monografía sobre la
Calle de Don Juan Manuel... Para los ignorantes: estoy hablando de la actual
Calle de República del Uruguay, el tramo entre 5 de Febrero y Pino Suárez.
Antes del thriller se llamaba simplemente Calle Nueva.
El fantasmal reportero de policiales consignó que Ignacio Rodríguez
Galván había escrito El privado del virrey hacía más de siglo y medio; y que ya
para entonces se consideraba viejísimo el argumento, de mediados del siglo
diecisiete...
Y que lo habían retomado como veinte autores: el Conde de la Cortina,
Manuel Payno, Irineo Paz, Vicente Riva Palacio, Juan de Dios Peza, Luis
González Obregón, Artemio de Valle Arizpe; que incluso había aparecido en
historietas y radionovelas sobre "tradiciones y leyendas de la Colonia" durante
los años sesenta.
El odiado crítico Andueza permaneció impasible frente a tal sabiduría;
durante esa semana sólo se dignaba conocer de autores sudafricanos.
El reportero de policiales contó la historia de un gachupín acaudalado,
originario de Burgos, que se hizo íntimo del virrey marqués de Cadereyta.
Lo nombraban don Juan Manuel de Solórzano. En México le llovieron
favores oficiales, incluso puestos en la Real Hacienda y gestiones sobre los
productos que llegaban de España en las flotas, así como la cerrada envidia
pública, promovida especialmente por parte de la Audiencia y de los mayores
comerciantes de la ciudad.
Resultó breve su privanza (1636) y largas las intrigas de los
malquerientes, hasta que fue a dar a la cárcel (1640), acusado de malversación y
fraude con el dinero del gobierno.
—¿Y a eso lo llamas un thriller? —reclamó Godínez, impasible como
Michael Douglas.
—Bueno, es que don Juan Manuel conocía muy bien a su bella esposa:
doña Mariana de Laguna, más rica incluso que él, heredera de minas en
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Zacatecas. Don Juan Manuel sabía que doña Mariana no podía estar muchas
horas sin hombre...
—Mejora la trama...
—Sobornó entonces a las autoridades, para que le permitieran visitas
conyugales, que desde luego no eran toleradas en esos tiempos. Pero sólo le
concedieron una vez por semana, y doña Mariana era mujer de programa triple
todos los días...
—Tres sin sacar —intervino misteriosa y embozadamente Gil Gamés.
—Además se notaba tan sosegada en sus parcas y rápidas visitas
semanales que a don Juan Manuel empezaron a rondarlo unos celos feroces.
Alguien andaba tranquilizando a su esposa. Sospechaba sobre todo de las
mismas autoridades que lo tenían en la cárcel, especialmente del Alcalde del
Crimen...
—Ya, al grano —exigió Godínez, esgrimiendo su cuba como un revólver.
—No era tan fácil —explicó el reportero de policiales—: las versiones
variaban. Había quien afirmaba que don Juan Manuel sobornó al carcelero para
que lo dejara salir, como murciélago en la oscuridad nocturna, a espiar el balcón
de su propia casa. Pero no sonaba lógico: lo mismo habría podido pagarle al
cancerbero para que le permitiera cumplir por triplicado con su esposa todas las
noches...
Según otros autores le había vendido su alma al diablo, a cambio de
escaparse a medianoche y espiar su balcón desde el zaguán de enfrente.
Aunque la objeción sería la misma: igual pudo habérsela vendido para disfrutar
cómoda y triplemente a doña Mariana, y hasta cenar a gusto en casa, evitándose
los fríos callejeros...
—Total —resumía el reportero de policiales—: don Juan Manuel pintaba
con carbón una especie de puerta en el muro de su celda, la abría con una llave
que también dibujaba, y ya estaba afuera.
—No mames: eso es La mulata de Córdoba. ¡La acabo de ver en la tele! —
gritó El Chiquilín Martínez, con una vocecita aflautada desde la exornada y
módica cumbre de su roperote huesudo.
—La mulata pintaba un barco...
—O Bugs Bunny —intervino, muy camp, Andueza, olvidándose por un
momento de su exclusividad semanal con los autores sudafricanos.
—Al grano, maestro —apremió Godínez expeliendo la cavernosa voz de
Marlon Brando en El Padrino.
Había pasado lo de siempre, señaló el reportero de policiales con
desprecio profesional ante la nota roja de cada día: don Juan Manuel llegó a su
calle, miró su balcón y descubrió las sombras de doña Mariana y un galán,
agasajándose.
—¡Y se equivocó de ventana, y nos estás hablando de un rocanrol de
Johnny Laboriel!: "¡Oh qué confusión, el número equivoquéeee. Siluetas,
siluetas, siluetas soooon!" —cantó el aborrecido crítico Andueza, ya sin idea (en
caso de haberla tenido alguna vez) de dónde quedaba Sudáfrica.
—No se equivocó de ventana. Esperó a que saliera el galán y lo apuñaló.

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

El galán venía embozado en su capa, como si la densa oscuridad de la


noche no lo cubriera bastante. Hay que recordar que no existía entonces ningún
tipo de alumbrado público en la ciudad: ni fogatas, ni lámparas, ni faroles.
Entonces don Juan Manuel le preguntó a bocajarro: "Perdone su merced,
¿qué horas son?" El embozado contestó sin descubrirse: "Las once".
(Seguramente acababa de echarle un vistazo al reloj en casa de doña Mariana.)
"¡Dichoso su merced, dijo don Juan Manuel, pues sabe la hora en que muere!"
—¿Y dónde está el thriller? —increpó Godínez, retomando su mejor perfil
de Michael Douglas.
En que don Juan Manuel regresó a la noche siguiente, prosiguió
cansinamente el reportero de policiales; y vio y preguntó y escuchó y exclamó
lo mismo, y volvió a matar al galán. Así todas las noches durante muchos
meses.
Todas las madrugadas la ronda levantaba un asesinadito en la Calle
Nueva. Don Juan Manuel nunca supo si siempre mataba al mismo o a galanes
diferentes. Si realmente salía todas las noches o nomás lo soñaba.
Finalmente la justicia, el soborno o el diablo lo pusieron en libertad.
Entonces apuñaló expedita, antidramáticamente a doña Mariana.
—¿Y por qué no la mató desde antes? —preguntó Godínez, práctico
como Harrison Ford.
—A lo mejor creía que iba a tener que estarla asesinando todos los días...
—rio a chillidos El Chiquilín Martínez.
El caso era, según el reportero de policiales, que ya en libertad, don Juan
Manuel comprobó que no se había tratado de alucinación alguna, ni de una
trampa del diablo.
Averiguó los nombres de docenas de galanes que habían sido
misteriosamente asesinados, noche tras noche, frente a su puerta, a pesar de la
estricta vigilancia de guardias y alguaciles.
Entre ellos figuraban nada menos que el propio Alcalde del Crimen, un
tal Vélez de Pereyra; un escribano, dos oidores, varios frailes y canónigos, y
hasta el pariente más querido de don Juan Manuel, su sobrino y heredero, pues
no tenía hijos.
Arrojó el cadáver de su esposa por la ventana, dispuesto a todo, y se
sentó a esperar al alguacil... quien nunca llegó.
La ronda se había acostumbrado al cadáver diario, aunque ahora se
tratara de una mujer. Ya desde entonces las costumbres andaban a ratos al
revés. Y don Juan Manuel tenía la coartada de haber estado preso todos los
meses en que habían ocurrido los otros asesinatos.
—¿Y entonces? —preguntó El Chiquilín Martínez, desde la cabeza de
alfiler que exornaba sus dos metros de estatura.
—Ahí tienen su thriller: resuélvanlo.
—Pues don Juan Manuel se quedó sentadito, close up y créditos finales —
especuló Andueza, decidido a dejarse de tonterías y retirarse a redactar otra
enjundiosa reseña de media cuartilla sobre todos los autores sudafricanos a la
vez.
—Claro que no. Es drama de época. Corrió a confesarse con el cura.
¡Había matado a docenas de hombres!, aunque no estuviera seguro si soñaba o
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

de veras lo hacía; si salía de la cárcel con su puerta y su llave de carbón o se


alucinaba de celos dentro de ella...
—Eso ya es Arturo de Córdova... —apuntó, erudito, Godínez, como si
dijera: "No tiene la menor importaaancia".
El cura, según el reportero de policiales, no supo resolver el thriller. ¿El
multiasesino había sido don Juan Manuel o un fantasma urdido por el diablo?
¿A quién condenar? Tuvo que invocar a los detectives celestiales, que como es
sabido se toman su tiempo.
Mientras tanto mandó a don Juan Manuel que rezara tres noches
seguidas el rosario a la medianoche, al pie de la horca.
La primera ocasión escuchó, con el rosario en la mano, una voz de
ultratumba: "¡Rezad un padrenuestro por el alma de don Juan Manuel!"; la
segunda: "¡Rezad un avemaría por el alma de don Juan Manuel!"...
—¡No mames: eso es la Llorona! —protestó, maullando, El Chiquilín
Martínez, ofendido en sus más entrañables tradiciones.
—Y al tercer día amaneció colgado en la horca.
Volvieron a variar las versiones, en opinión del reportero de policiales.
La leyenda popular rumoraba que los propios ángeles, escandalizados, bajaron
del cielo y lo colgaron.
O las docenas de difuntos galanes rencorosos, capaces también de vender
su alma al diablo, incluso en el cielo, con tal de bajar un rato y vengarse.
O la insaciable doña Mariana.
—El caso es que alguna vez hubo thrillers en México y amén —cerró el
fantasmal reportero de policiales, y se puso a mascar un hielo.
—Qué bueno que en policiales se limitan a transcribir puros chismes.
Como reportero no tienes nada que hacer —le espetó sumariamente Godínez, y
se retiró del Bar Nuevo León con un reposado andar stanislavskiano, digno de
Al Pacino.
Pero gracias a la leyenda de don Juan Manuel, o al miedo de que "el
reportero del diablo" —como se le empezó a llamar con sarcasmo por la Calle
Michoacán de la Colonia Condesa— volviera a contarles algo semejante, sus
amigos (amigos es un decir: ¿cómo hacer amistad con quien nunca va al cine?,
¿entonces de qué rayos se platica?) dejaron de hablar tanto de películas en su
presencia.
Se le puede ver dos o tres tardes por semana, entibiando sus whiskies,
con la mirada perdida, ensoñando con esa poesía "antilogocentrista,
molecularizada y atonal" que ni vendiéndole el alma al diablo le asoma por la
mente.
El odiado crítico Andueza (esta semana especializado en los aforistas de
Tahití) murmura que "el reportero del diablo" no anhela tanto una poesía que
exprese el "accidente grafístico puro, o el grafismo esencial, subrepticiamente
rizomático, como una muesca en acrílico o una arruga de trapo de los
abstraccionistas catalanes", sino esos "vulgares premios y becas
gubernamentales" que, sin tanto andarse por las ramas, el eficaz y aborrecido
crítico Andueza recibe varias veces al año por sus reseñas semanales de media
cuartilla.

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Lo que yo puedo contarles es que cuando ingresé como redactor


emergente al suplemento cultural no tenía la menor idea de todo este asunto. Y
una noche se me ocurrió hablar en el Bar Nuevo León, taqueando chistorra con
setas al ajillo, de cierta película de Billy Wilder.
Entonces el "reportero del diablo" se me quedó mirando con una sonrisa
torva y oscura como callejón del crimen, y me preguntó:
—Oye, hueso —en esto del generoso y solidario oficio del periodismo
nos llaman "huesos" a los novatos, y nos ocupan sobre todo para mandarnos
por tortas y refrescos a la esquina—; oye, hueso, ¿sabes qué horas son?

FERNANDO IWASAKI

FERNANDO IWASAKI (Lima, Perú, 1961). Humorista de


aguda mirada que gusta de los géneros híbridos, Fernando
Iwasaki es historiador de formación. Helarte de amar, Neguijón,
Ajuar funerario, Un milagro informal, Libro de mal amor, La caja de
pan duro, Inquisiciones peruanas y El sentimiento trágico de la liga
son algunos de sus más importantes títulos. Desde 1989 vive en

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Sevilla, España, donde es director de la revista literaria


Renacimiento y de la Fundación Cristina Heeren de Arte
Flamenco. En alguna ocasión, declaró a Barcelona Review: "Me
interesa mezclar géneros como la ficción, la memoria y el
ensayo. Lo hice así en mi libro El descubrimiento de España
(Oviedo, 1996) y todavía me siento muy satisfecho del
resultado. Por otro lado, terminar Ajuar funerario me llevó más
de cinco años de escritura, pero por razones estrictamente
operativas, ya que los microrrelatos hay que escribirlos una vez
a las quinientas". Recientemente obtuvo el VI Premio Algaba de
Biografía e Investigaciones Históricas con la obra Cuando
dejamos de ser realistas, un ensayo sobre las relaciones entre
América y España durante los dos últimos siglos.

EL DERBY DE LOS PENÚLTIMOS

Un novel auténtico, como ese Félix del


Valle. El literato joven, anónimo y pobre,
para el que un premio así es algo maravilloso,
como el regalo de un hada...
RAFAEL CANSINOS ASSENS

En una librería de viejo de Montevideo que saldaba los retales de la biblioteca de Xavier
Abril de Vivero, adquirí un baúl desportillado donde sesteaban postales antiguas,
retratos dedicados, servilletas manuscritas y todos esos cachivaches inverosímiles que
atesoran los náufragos y los desterrados. Allí encontré los cuadernos de Froilán
Miranda —peruano peregrino, escritor apócrifo y viceversa— quien apuró una vida

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

borrascosa y galante. Las prosas que siguen las he espigado de aquellos diarios, como
austero desagravio a su memoria.

LIMA Y MAYO DE 1916

La pileta de las nazarenas convocaba el prestigio canalla de los bajos fondos y


las rancias cremosidades del Club Nacional. Todas las tardes, después de
barnizar de melancolía a las muñecas de porcelana que salían de Klein para
subirse inalcanzables a los carruajes del Portal de Botoneros, plumillas y
bohemios emprendíamos desde Broggi o del Palais Concert el camino a los
Barrios Altos en busca del consuelo del yinquén.
Los de Broggi teníamos muy poco en común con los petardos del Palais
Concert: ellos veneraban a Verlaine y nosotros a Valle Inclán; París era su tierra
prometida y la nuestra más bien Madrid; unos eran discípulos de González
Prada y otros lo éramos de don Ricardo Palma. Sólo la mágica resina nos
conjuraba en torno a la misma lumbre, aunque los desvaríos del opio volvieran
a enemistarnos fraguando enconados sueños. Aquella ténebre noche de otoño,
calados por la garúa y sorbiendo entre todos de una mulita de pisco,
marchábamos rampantes por Lescano Juan Gallagher, José María de la Jara y
Ureta, Carlos Zavala, Luis Astete, Octavio Espinoza, Luis Fernán Cisneros y yo.
"No se arrugue, joven —me guapeaba Luis Fernán—. Ya verá cómo a
Valdelomar no le queda un hueso sano por meterse con Pepe Gálvez."
Valdelomar y sus amigos publicaban una revista pretenciosa donde uno
de sus colaboradores había vilipendiado al poeta José Gálvez, tan sólo por
haber recibido elogios de Ventura García Calderón. A nosotros nos tenía sin
cuidado lo que dijeran de los García Calderón, pero no estábamos dispuestos a
consentir un ataque así contra uno de los nuestros.
El fumadero quedaba en el principal de una casona sucia y destartalada
que según los clientes gozaba de la protección del Señor de los Milagros, santo
patrón del vecindario. Subimos la empinada escalera golpeando los peldaños
con nuestros bastones, aunque procurando esquivar las vomitonas y salivazos
que florecían como repollos negros. Las fragancias del sándalo y la belladona
nos exoneraron de la catinga que reblandecía el mercado de la Aurora,
endulzando de paso nuestra vehemencia.
El propio chino Kookin se apresuró a recibirnos, y prodigando sonrisas y
reverencias nos arrastró hasta la sala del juego, donde dos negros desplumaban
sin compasión a Cipriano Laos y Alejandro Ureta. "¡Primo! —exclamó al ver a
De la Jara— ¿me prestas una libra?" Juan Gallagher puso tres soles de plata en
la casilla de Suerte y clavando los dados como si fueran dos banderillas sacó
quina y sena. Los negros sonrieron, Ureta convidó puros y Carlos Zavala
machacó: "Ahora le toca a Valdelomar".
Sin dejar de martillear nuestros bastones contra el suelo nos dirigimos al
salón de la lámpara, y entre la niebla azafranada vimos cómo el de "las poses
múltiples" se escondía detrás de Antonio Garland y Alfredo González Prada.
De pronto un zambo enorme bloqueó la entrada y con prosodia chúcara nos
dijo que los caballeros estaban celebrando el último triunfo de "Febo", que en el
mismísimo hipódromo de Santiago "los había hecho chichirimico a los demás
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

caballos chilenos". Con grandes aspavientos nos indicó que el joven José Carlos
nos invitaba una cachimba, y que si había trompeadera tendría que echarnos a
la calle.
A través de una humareda que podía cortarse en gruesas rodajas
reconocí al sobrino del preparador Foción Mariátegui, carcomido por la polio y
sonriendo con gesto preocupado. A su izquierda y envuelto en una capa,
Federico More intentaba en vano pasar desapercibido. Y a la derecha,
sosteniendo la quebradiza humanidad de José Carlos estaba Félix del Valle, con
la misma expresión demudada que le conocí en casa de don Nicolás de Piérola.
Yo tendría dieciséis años y todavía recuerdo los cañones incrustados en
los adoquines de la calle del Milagro, aquel recibidor de combate con jarrones
macizos de perdigones y ese bocio cruel que la coquetería del caudillo cubría
con una barba que le nevaba el pecho como una servilleta de encaje. Ahí estuvo
Félix del Valle, como un montonero más, jurando que escribiría un libro que
preservaría la gloria de don Nicolás. Pero tres años después todavía no había
cumplido su palabra, tal vez para no malquistarse con sus nuevos amigos del
Palais Concert.
—¡El autor del artículo es More! —trompeteaba la voz aflautada de
Valdelomar—. ¡Y no acepto pleitos ajenos!
—¡Tú eres el inductor, miserable! —gritaba más fuerte De la Jara, que
también había sido insultado en Colónida—. ¿Por qué no firmas lo que dictas,
cobarde? ¡Reconoce que te revienta el ninguneo de los García Calderón!,
¡reconoce que fuiste un mantenido de Riva Agüero en Roma!, ¡reconoce que a
José Gálvez no le llegas ni a los botines!
—¡No reconozco y no reconozco! —gemía Valdelomar—. Los García
Calderón me importan un pepino, contra Joselito no tengo nada y la poesía de
Gálvez es Villaespesa pasado por Amarilis.
A la voz de Luis Fernán erizamos nuestros bastones y se armó una
pelotera que no distinguió ni ricos de pobres ni negros de blancos ni modorros
de ilustrados, porque en los yinquenes limeños todos alucinábamos que éramos
iguales. Cuando los serenos llegaron con la policía, yo ya me había descolgado
por una ventana y corría por la calle del Huevo hacia Malambito, barruntando
golpes y molido a versos.
Las pupilas de Etelvina "La Camaneja" prometían un cuerpo a cuerpo
diferente, adobado con música y banquete criollo. No existía "casa de
tolerancia" de mejor categoría en Lima, y en el jardín trasero —bajo las parras y
los pacaes— se desperezaban jacarandosas Filiberta, Sara, Rosa y Adriana.
—¿Y Berta? —le pregunté a "La Camaneja".
—Atendiendo a dos señores —respondió Etelvina—, pero la Sara está
limpiecita y también pregunta por usted, joven.
Berta era francesa y sofisticada; mas Sara era rubia y de una belleza
turbia como su propia historia. Un chirlo le surcaba el rostro y una araña
tatuada anidaba entre sus pechos blanquísimos como dos palomas. Estuvimos
juntos hasta que el bordoneo de las guitarras nos indicó que comenzaba la
jarana. Una voz mineral desgranaba en el patio la copla de una resbalosa:

Las negras huelen a ruda


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y las cholas a quesillo,


las viejas huelen a orines
y tú hueles a membrillo.
Zambita sí, zambita no,
todas las gentes me dicen
que tu olor es el mejor.

Punteaba las cuerdas un faite lampiño y aniñado que se entendía con una dama
de la calle Boza mientras el marido visitaba sus minas en Cerro de Pasco. Las
educandas de "La Camaneja" le llamaban "Karamanduca", en razón de cierta
alhaja de su cuerpo que era pequeña pero crujiente. Entre los jaranistas llegué a
saludar al mayor Augusto Paz, a Luis Aurelio Loaiza y al salitrero don Casto
Bermúdez, quien no se quitaba la levita ni para emborricar. En un rellano y
muy entretenidos, Félix del Valle y José Carlos seguían magreando a la
francesita.
Valle parecía poseído por un demonio artístico y sensual que nada tenía
que ver con las refinadas quimeras parisinas de sus correligionarios. Su reino
estaba junto a esas musas chuscas y sucias; y en medio de aquellas orgías
vulgares irradiaba una dignidad que hacía más ridícula la lujuria y la ebriedad
de cuantos le rodeaban. Sólo el viejo Escobar, negro antiguo y que había
sobrevivido a la metralla de un pelotón de fusilamiento chileno en la Huerta
Perdida, competía en majestad con Valle y le ofrecía pisco en su propio vaso. Ni
Verlaine ni Baudelaire habrían resistido los insomnios líricos que irisaban su
mirada.
Cuando la profana liturgia de la juerga derrotó en la comunión de las
sobras, el mayor Augusto Paz enderezó su bamboleante corpulencia hacia aquel
descansillo donde José Carlos madrigalizaba a las desmadejadas fulanas. Paz
era un veterano de la campaña de la Breña y todavía le perforaban el cuerpo las
medallas del plomo enemigo, gangrenándole el alma y las entrañas. Como a
tantos que después de ganar una batalla terminaron perdiendo la guerra. Como
a tantos a quienes Cáceres colmó de unos honores que fueron arrebatados tras
la revolución de Piérola. Cuando llegó al escalón donde Valle se acurrucaba le
escupió todo ese rencor supurado: "Pierolista de mierda, ¡levántate si eres
hombre!".
—Usted me confunde, señor... —tartamudeó Valle sobrecogido—. Soy
ácrata, librepensador, anarquista... ¡Nunca he sido del partido de la Perinola!
Entonces aquel héroe borracho y deshonrado blasfemó una obscenidad
mientras desenvainaba su sable, y Valle habría sido tronchado en dos pedazos
de no ser por "Karamanduca", quien de una trompada derribó al mayor Paz. La
pelea entre el faite y el soldado me anegó de una repugnancia triste y dolorosa,
pero la cobardía de Valle y su vergonzante fuga me desolaron del todo. La voz
nasal y melancólica de José Carlos me llegó afelpada como una confidencia:
"Froilán, si Vallecito fuera pierolista yo sería civilista".

MADRID Y DICIEMBRE DE 1939

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En la estación de atocha los falangistas exigían su documentación a los ateridos


transeúntes. El frío, la guerra y el hambre nos habían clavado sus heladas
bayonetas y España era una corte de milagros donde a cambio de un mendrugo
cualquiera podía ser denunciado y vendido a los arrogantes nacionales. Mi
pobre pasaporte diplomático era un viático laico en busca de condenados que
quisieran aceptar una mundana salvación en aquellos días sin Dios. En algún
lugar de Madrid se ocultaban todavía Félix del Valle y César Falcón, y mi
obsesión era encontrarles antes que los soplones y los verdugos.
Desde la sublevación de Marruecos el gobierno peruano tomó partido
por el general Franco, y las puertas de nuestro consulado se abrieron para todos
los que huían de los milicianos republicanos. Una dama arequipeña cedió a la
legación peruana su casa palacio de Fortuny con Marqués de Riscal, y en ella se
refugiaron paisanos varios como el dramaturgo Sassone, la pianista Mercedes
Pedrosa y el novillero Alejandro Montani. Por entonces yo colaboraba en El Sol
con artículos trufados de soflamas de Bakunin y versículos de Nietzsche, hasta
que don Jorge Bailey, consejero de nuestra legación, me prohibió que siguiera
escribiendo si no quería ser entregado a los sicarios de Falange. Cuando las
tropas de Franco tomaron Madrid, las puertas de nuestro consulado
permanecieron cerradas para los peruanos que habían militado en el bando
perdedor.
Una de mis compañeras de legación —Rosa Arciniega, que había
publicado algunas novelas en la editorial republicana Cénit— me ayudó en el
discreto cometido de rescatar a nuestros compatriotas amenazados por los
juicios sumarios, las ejecuciones y los trabajos forzados. Juntos cumplimos la
última voluntad de un poeta y brigadista punense a quien llevamos a las
cumbres del Guadarrama, donde murió devorado por la tuberculosis; y entre
los dos embarcamos a Lisboa en un pestilente vagón de mercancías a los
hermanos Abril de Vivero. Sin embargo, quienes corrían verdaderos peligros
eran Falcón y Félix del Valle.
Falcón estaba en la clandestinidad porque había fundado incontables
revistas y editoriales que siempre desaparecían, y que una y otra vez renacían
con otros nombres y nuevos catálogos que anunciaban inminentes títulos de los
mismos autores rusos e hispanoamericanos. De Valle sabíamos que tenía un
tenue prestigio literario y que era uno de los articulistas de La Libertad, pero los
falangistas habían saqueado la redacción y encarcelado a cuantos sorprendieron
trasladando sus archivos. Los nombres de ambos estaban troquelados en los
revólveres de los fachas.
Supuse que Valle frecuentaría las tertulias que todavía trashumaban por
Madrid, y decidí buscar a Cansinos Assens para sonsacarle alguna información.
De todas las figuras literarias que iluminaron las tertulias madrileñas —Ramón
en Pombo, Benavente en El Gato Negro, Jardiel en El Europeo— tan sólo
Cansinos seguía titilando como un tenebrario ambulante alrededor del cual
mariposeaban las últimas liendres de la bohemia.
Así, tras la cofradía de Cansinos me precipité a las entumecidas
madrugadas de Madrid, peregrinando por tascas y garitos esperpénticos y
solanescos. A veces me despertaba la fresca en el café de Platerías en la calle
Mayor; otras en el de las Salesas en la calle Doña Bárbara de Braganza, y en más
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

de una ocasión en un hórrido antro de Atocha, cerca de la Facultad de


Medicina. Al parecer, Cansinos nunca celebraba sus oficios líricos en el mismo
sitio y los catecúmenos elegían el siguiente emplazamiento del cenáculo en la
reunión anterior. Pero como el dinero en tiempos de posguerra espabila más
que nunca, un camarero del Colonial me chivó que Cansinos y su tribu se
habían citado en el Varela de Preciados, junto a Santo Domingo.
En la alta noche del Madrid de 1939, sólo la golfemia y la morralla
paseaban su andrajosa etiqueta por esas calles cacarañadas de zambombazos.
Los acólitos de Cansinos se iban apelotonando en torno a los braseros del café,
algunos envueltos en mantas color polvo, otros en pellejos deshilachados y los
menos en gabanes irreconocibles después de tantos remiendos y costurones. No
recuerdo si eran las tres o las cuatro de la madrugada, cuando el maestro y su
grotesco séquito de perros expósitos irrumpieron en el Varela.
Cansinos era de una altura tan grande como su tristeza, una mezcla de
rabino y enterrador. Su expresión de caballo místico se desdibujaba cuando los
dientes de piano brotaban enormes bajo el bigote entrecano y desflecado. Era
sabido que traducía más de quince idiomas y las malas lenguas decían que
vivía amancebado con una hermana a quien dedicaba sonetos incestuosos y
desgarrados. Aquellos poetastros mugrientos le alcanzaban al maestro
gurruños de papel emborronados de poemas que yo imaginaba perpetrados
con la caligrafía sucia de las uñas negras. Pero Cansinos los leía con teológica
solemnidad y luego les propinaba algún elogio conmiserativo, encadenando
parrafadas largas, melódicas y preñadas de metáforas que los poetas del arroyo
agradecían como un sucedáneo alimenticio. Yo recordé nostálgico las olorosas
tazas de chocolate en Broggi, los pastelitos de carne del Palais Concert y las
crocantes galletas de Klein, y comprendí que aquel aquelarre sí era una
auténtica conjuración literaria.
Entonces Cansinos me clavó sus ojos abisales y sonriendo en compota me
preguntó si no deseaba leer un poema, si había bebido de los ajenjos líricos y si
el veneno de la literatura también me había convertido —como a ellos— en un
poeta febril y anochecido. Mis primeros balbuceos delataron mi procedencia
americana, y cuando el maestro supo que era peruano prorrumpió en un
monólogo amarrido como una letanía.
—Los peruanos que he conocido, como todos los noveles de ultramar,
creyeron que en Madrid les sería muy fácil seguir la estela de Darío —sentenció
Cansinos—. Pero cuando Rubén vino a Madrid ya había arrasado de lágrimas
París con su responso pagano a Verlaine. Por eso nadie llegó a ser como él. Ni
siquiera Huidobro, con todo el incienso de su vanidad. Pero Huidobro era
chileno y ya sé que a vosotros no os gusta que se hable de Chile. Al menos eso
aprendí de Chocano, que se marchaba de los cafés en cuanto llegaba Edwards
Bello y nos dejaba hasta las narices de pumas, trompetas, lianas, clarines y
cataratas. Chocano era fuerte, pero no era tan ágil como sus caballos. Aquí
montó un mitote de cuidado y terminó en los tribunales, como aquel otro
paisano suyo de apellido Guillén. ¡Una sabandija! Ése sí que merecía la muerte
de Chocano...
—¿Y Félix del Valle? —le interrumpí—. ¿Conoce a Félix del Valle?

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Cansinos intercambió una muda inquietud con sus discípulos, y


frunciendo un ceño alborotado de cejas como crines me contestó que ninguno
de ellos era chivato. Apacigüé su desconfianza revelándole mi verdadero
propósito de ayudar a Valle a huir de Madrid, y hasta puse en sus manos
huesudas mis propios ejemplares de Las voces múltiples, Prosas poemáticas y El
camino hacia mí mismo, todos anotados y subrayados con la tinta simpática del
respeto y la admiración. Entonces Cansinos leyó en tono salmódico algunos
poemas de Las voces múltiples y concluyó que sólo una persona de nobles
entrañas podía conservar un libro así durante más de veinte años, sin ganarle
unos céntimos en cualquier baratillo.
Según Cansinos, Valle casi había abjurado de la literatura para
consagrarse a los cantes y bailes andaluces, sobre los cuales teorizaba y discutía
como si hubiera nacido en Triana, Utrera o Jerez. Una noche desertó de la
hermandad de bohemios y poetastros para remontar las madrugadas en cafés
cantantes, colmados flamencos y corrales gitanos; pero el curso de la guerra
civil le persuadió de la necesidad urgente de abandonar España. Valle planeaba
embarcarse hacia Buenos Aires y Cansinos ya le había escrito generosas cartas
de presentación para sus discípulos argen-tinos del Ultra.
En el cielo apenas se insinuaban las venas rosadas del alba cuando salí
del Varela rumbo a un colmado andaluz del pasadizo de la Visitación. Después
de tantos años, otra vez me encontraría con Valle entre guitarras y matachines,
en el crepúsculo de una jarana, en otra encrucijada fragante donde se
mezclarían los olores artificiales del vino y los perfumes naturales de las
mujeres.
Las fiestas criollas de las huertas limeñas tenían un algo en común con
los tablados flamencos. A saber, la juerga desmesurada, los dialectos secretos, la
sugestión musical y un recogimiento hermético, a caballo entre logia masónica
y casa de putas. Afuera la rasca helaba a los indigentes, adentro un calor carnal
caldeaba las entrepiernas; afuera la escasez y la penuria devastaban Madrid,
adentro el estraperlo y la mangantería surtían la buena mesa; afuera España se
despenaba en dos bandos irreconciliables y adentro esas discordias se dirimían
a través de la lenta querella de una soleá. Acurrucado junto a una estufa y
destilando lagrimones de salmuera por sus ojos de aceituna, descubrí a Félix del
Valle renegrido y arrobado como un ángel caído.
En realidad todos lloraban en aquel garito pestilente y trasnochante.
Sollozaban los soldados y las busconas, los pedigüeños y los señoritos, los
vencedores y los vencidos. España entera se dolía en los quejidos de esa voz
rota que arrastraba una pena de siglos, que vomitaba notas de sangre y coplas
desconsoladas que maldecían sin saber a quién. Todavía tenía la piel de gallina
cuando el respetable estalló en ovaciones, cumplidos y oles. "Prudencio —le
abracé, llamándole cariñoso como lo hacían sus amigos del Palais Concert—.
Soy Froilán Miranda de la legación peruana. Déjeme ayudarle, por favor".
—Después de oír a la Niña de los Peines me da igual lo que haga —me
respondió traspuesto; y en su sonrisa reverberó el terror glacial de los
condenados.
Procuré tranquilizarle ordenándole un plato de cocido que Valle rebañó
hasta dejarlo reluciente. Aquel hombre llevaba cerca de un año en la miseria
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más absoluta, durmiendo con indigentes y pordioseros bajo los soportales de la


Plaza Mayor; malcomiendo torrijas recalentadas en figones baratos, sopa bodria
en los conventos o las castañas que asaba al relente en compañía de otros
mandrias y desharrapados que se arrebujaban junto a la candela. Un tabernero
de la calle del Príncipe le cuidaba el cofre andariego de sus menudencias y la
única felicidad que se permitía era escuchar a los cantaores, quienes repartían la
calderilla entre los que más jaleaban y aplaudían. Así, a punta de hojanas,
limosnas y sablazos, Valle pensaba que algún día podría reunir lo suficiente
para embarcarse hacia la Argentina.
Le hablé de mi plan de sacarles de Madrid —a él y a César Falcón— y
despacharles para Gibraltar, donde un vapor inglés les aguardaría. Valle me
contó entonces que Falcón había huido a Barcelona en compañía de una actriz,
abandonando incluso a su familia. Le confesé que nuestra legación no pensaba
hacer oficialmente nada por los peruanos de las brigadas internacionales, pero
que oficiosamente nuestro cónsul —Alberto Ureta— estaba compinchado
conmigo en su asunto. "¿Alberto es hermano de Alejandro?", me preguntó
emocionado. Y lloró como un niño cuando le dije que sí; cuando sintió la caricia
remota de esos amigos que creía perdidos.
Los mendigos se buscaban los piojos a la luz de los primeros rayos del
sol cuando cruzamos la Plaza Mayor en dirección a la estación de Atocha. Al
vernos cargando un baúl de viaje, aquellas escorias nos fueron rodeando: "¿Se
lo llevan de palmero, Félix?", preguntaba uno; "¿Pasará usted por Málaga?",
quería saber otro; "¡Guárdese de los gitanos! —chilló uno de aquellos
mamarrachos— No son gente decente como nosotros". Para mi desesperación
Valle se entretuvo demasiado en prodigar adioses y abrazos, y en pregonar la
buena vida que le aguardaba en Buenos Aires, una metrópoli resplandeciente
como París. En esas chulerías estaba cuando una voz arenosa por el cazalla y la
tuberculosis nos clavó una alcayata de hielo en el corazón: "Félix, amigo, ¿y lo
calentito que comeríamos aquí en Madrid si le entregásemos a los de Falange?".
En un santiamén fuimos cercados por una tropa de esos miserables, que
al grito de "¡rojos, rojos!" llamó la atención de vecinos y comerciantes. Calculé
que los soplones y la guardia civil no tardarían en aparecer, y me arrojé al
pescuezo del cabecilla de aquel zafarrancho. Sin embargo, Valle me contuvo y
para mi estupor empezó a largar contra la República, los rusos, las chekas y los
comunistas que sólo querían pisotear nuestra civilización occidental y cristiana.
La chusma hervía vociferante cuando llegaron los carabineros, y Valle les
recibió brazo en alto y cantando himnos falangistas. Al disolverse la turba
quedamos de nuevo encarados con el truhán que provocó el desbarajuste, quien
nos miró desafiante; como sabiendo que nuestra mugre siempre sería peor que
la suya. Un salivazo rubricó su desprecio en los adoquines de la Plaza Mayor.
Todo aquel simulacro se me antojó innecesario y vergonzoso; de una
sangrante cobardía. Y así se lo reproché más tarde a Félix del Valle en un andén
arrasado por los llantos de los tullidos, de las mujeres enlutadas y de los
huérfanos que aún no sabían que lo eran:
—Félix, aquéllo era lo último que esperaba de usted.
—Froilán, de mí debe esperar siempre lo último.

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BUENOS AIRES Y NOVIEMBRE DE 1944

La Garçonière de Raymonde quedaba saliendo de Córdoba hacia Viamonte,


delante del moderno edificio de las Aguas Corrientes. En Buenos Aires había
estupendas "casas amuebladas", pero sólo Raymonde tenía chicas italianas,
polacas, españolas y criollas que se dejaban hacer un completo por cinco pesos,
y por sólo dos pesos un "francés" sin derramar. La hermosa Raymonde,
envuelta en un gran robe de soir de terciopelo negro, me despeinó con sus dedos
enjoyados y besándome ambas mejillas me ronroneó al oído: "Tu amigo está en
el salón amarillo". Y se alejó ahumando promesas de pasión entre las nubes del
Kedhive.
Tendido en un diván, Félix del Valle acariciaba muy quedo la melena
roja de una cocotte, mientras fumaba egipcios y contemplaba impasible los
vulgares escarceos de la concurrencia. Los años habían desbastado su figura y
una noble calvicie le tonsuraba el cráneo, como a los estancieros porteños y los
poetas latinos. En medio de aquella sala constelada de espejos y sensualidad,
Valle parecía un cardenal renacentista maleado en intrigas y mundanidades.
Nos abrazamos como viejos camaradas y pronto nos pusimos al día de
nuestras circunstancias. Yo había dejado el cuerpo diplomático y recalado en
Argentina al igual que muchos fugitivos de España. Con tales antecedentes no
era posible tener expectativas halagüeñas en Lima, y como Buenos Aires era la
ciudad de las oportunidades, a los pocos meses había conseguido un puesto de
corrector en La Nación y las recensiones de cine —¡una especialidad novedosa!
— en el semanario Caras y caretas. A Valle tampoco le había ido nada mal: los
discípulos de Cansinos le colocaron en Noticias gráficas, donde sus artículos
reunidos se habían convertido en tres nuevos libros muy elogiados por la
prensa argentina, y hasta tenía tertulia propia en el café Armonía de la avenida
de Mayo. Su cabeza chisporroteaba ideas y ya planeaba nuevos títulos sobre la
guerra civil española, Sevilla y la impronta de Piérola en la historia peruana.
¡Valle pensaba cumplir su antigua promesa!
Aquella noche cenamos en el Pedemonte y recibimos la madrugada en el
Tortoni, como correspondía a dos transterrados sin país y sin familia. Ambos
tuvimos una patria y los dos la perdimos. Ambos quisimos un país que dejó de
existir. Sólo nos pertenecían la noche y la memoria, hasta que la hora más
oscura nos olvidara del todo. Valle decía que nuestras vidas eran como el
"derby de los penúltimos", una carrera de perdedores donde sólo el caballo
ganador esquivaba el desolladero.
A mediodía Valle telefoneó para citarme a las diez en un colmado
andaluz que animaba la esquina de Mitre y Buen Orden. Quería celebrar
nuestro reencuentro presentándome a sus amigos y mentores argentinos,
aquellos romeros del Ultra que fueron hasta el viaducto madrileño en busca de
la palabra del maestro.
Estos ultraístas argentinos, sin embargo, tenían muy poco en común con
los sucios mendrugos del cenáculo trashumante de Cansinos. Me parecieron —
más bien— personas exquisitas y refinadas que no terminaban de sentirse a
gusto en ese ambiente corralero y ordinario que les infligía un rancho de
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grasientas pitanzas, y menos todavía con la excesiva familiaridad que les


propinaba Valle, quien me los presentó como la Vicky, la Chivi, el Fito y
Cocolucho.
La Vicky y la Chivi eran hermanas y entre ellas hablaban en francés. Fito
y la Chivi estaban casados, aunque al Fito se le iban los ojos tras las pantorrillas
vertiginosas de las bailaoras. Cocolucho era un tipo sonriente y empollón, de
una blancura enfermiza como la leche vomitada. Los cuatro presumían de una
revista "verdaderamente imponente", aseguraba la Vicky; "a la altura de las
mejores de Europa", insistía Fito; "nada que ver con lo que se hace por estos
países", remachaba la Chivi. Y yo entonces comprendí por qué no habían
compartido esa ambrosía literaria con Valle: porque le habían embriagado con
el aguardiente del periodismo.
—¡Un brindis por el maestro Cansinos! —tronaba campechano Valle. Y
todos, menos Félix, bebíamos mirándonos de reojo.
Cocolucho resultó un conversador de lo más entretenido, aunque caótico
en la enumeración de sus preferencias literarias: le gustaban los clásicos
ingleses, las novelas policiales, Las mil y una noches y la poesía gauchesca.
Mientras me hablaba me cogía del brazo como si no me viera o para verme
mejor, y esa ambigüedad me ponía nervioso. De pronto el tocaor desmenuzó
una melodía trágica entre sus cuerdas, y en la densidad del silencio restalló el
sollozo de la seguiriya. Un gitano antiguo y arrugado como una pasa nos
escudriñaba silencioso desde un rincón sin tiempo. Un tiempo que arrastraba
esa misma pena de siglos que ya me había conmovido la madrugada que hallé a
Félix del Valle en Madrid:

El carro de los muertos


pasó por aquí,
como llevaba la manita fuera
yo la conocí.

—¿Qué canta ese hombre que no le entiendo? —me preguntó Cocolucho con las
carnes temblorosas como flanes.
—Yo tampoco le entiendo muy bien —respondí—. Pero es como la pena
negra de Lorca. Son los sonidos negros de Andalucía. La voz doliente del sur,
encharcada de sangre...
Mientras el público aplaudía y se enjugaba unas lágrimas, dos
individuos agitanados se aproximaron a nuestra mesa para exigir que "o se
callaban las gachises o a la puta calle". Al parecer, la Vicky y la Chivi habían
estado hablando durante el cante, y los flamencos más contumaces deseaban
vengar semejante sacrilegio. Poco a poco se fue formando un tumulto: la Chivi
quería saber qué era una gachí, Fito aseguraba que en su país nunca le echarían
unos gallegos y la Vicky insultaba a la flamenquería en una curiosa mezcla de
lunfardo y francés. A medida que subía el tono de las invectivas, Cocolucho se
aferraba más fuerte a mi brazo y los gitanos parecían más fieros. En eso uno de
ellos empujó a Valle y lo retó a pelear a navajazo limpio.
—Déjelo, Félix —intercedí, tal vez porque sabía que me haría caso.

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—¿Usté no es Félix del Valle, el payo que va de entendío? —gritó el


gitano con recochineo—. ¡Y una mierda!
Interrogué a Valle con la mirada. Recordé los bochornosos episodios de
la calle Malambito y de la Plaza Mayor, y nunca como entonces le demandé otra
huida, otro gesto de vileza. ¿Qué piensa un hombre que entrevé su muerte, que
de golpe descubre cómo puede morir? El pánico anegaba los ojos de Valle, pero
aún así alcanzó a rasgar la atmósfera silente con una hebra de voz: "Ha dicho mi
nombre, Froilán. La cosa es conmigo, y si no acepto mañana lo sabrá todo el
mundo. Tantas veces he salido corriendo que ya no tengo adónde ir. Ésta es una
carrera de dos y sólo tengo que llegar penúltimo". En ese momento los
acontecimientos se precipitaron.
Aquel gitano antiguo y arrugado se incorporó muy despacio, y arrojó a
los pies de Valle un puñal que brilló como un pitón de plata o como un
relámpago negro. Valle cogió el arma y al acariciarla dejó de temblar, porque un
hombre acosado por sus cobardías ha soñado mil veces cómo empuñar un
cuchillo; porque un hombre deshonrado ha previsto minuciosamente cómo
recuperar la honra perdida; porque un hombre indefenso es impredecible
cuando acomete mortal. Valle trazó un escorzo afilado y fulminante que dejó en
el vientre de su enemigo un recado tajante y visceral.
Fito quiso llamar a la policía o al equipo quirúrgico, y los flamencos se lo
impidieron argumentando que así no se hacían las cosas en los caseríos
andaluces del sur. Ya ellos se encargarían del herido y de limpiar los rastros de
la pelea, pero entretanto deseaban homenajear por bulerías a ese hombre que
tenía "lo que hay que tener". Cuando las palmas marcaron los doce tiempos del
palo, la Vicky y la Chivi sintieron fatigas y Fito salió aprisa en busca de un taxi.
Cocolucho estaba vidrioso de la impresión y todavía se llevaba las manos a la
barriga, como queriendo evitar que los intestinos se le desparramaran también
sobre la solería. Y ya que la noche comenzaba propicia para un radiante Félix
del Valle que había vuelto a nacer, decidí despedirme y acompañar a Cocolucho
hasta su casa.
Caminamos en silencio bajo los neones desmayados de Mitre, y ya cerca
de la plaza de San Martín Cocolucho empezó a deplorar su cobardía, sus
quimeras heroicas, su aprensión al peligro. Apretándome el brazo me confesó
que lo habría dado todo por haberse batido esa noche en el tablado. Y ni
siquiera para vencer como Félix del Valle, sino para perder como aquel gitano
abierto en canal, que seguro en ese instante agonizaba consumido por fiebres y
hemorragias. Hubiera querido consolarle revelándole que Valle en realidad no
era un valiente, pero en sus delirios Cocolucho había convertido esa chusca
trifulca en un desafío épico junto a los muros de Troya, en una batalla vikinga
en las costas de Irlanda y en el duelo infinito de dos navajas embrujadas.
¿Quién era yo para abolir sus ensoñaciones?
Ante un relamido edificio de la calle Maipú, Cocolucho me aseguró que
"la gesta de Valle nunca consentirá el olvido". Y mientras me aturdía
entreverando gitanos y compadritos, pensé melancólico que si Valle no había
cumplido con Piérola, aquel bibliotecario parlanchín tampoco cumpliría con
Valle. Una anciana nos dio la voz desde un balcón y le urgí a despedirnos:
—Buenas noches, Cocolucho.
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—Si no le importa, Jorge Luis —y se fue visteando al aire, como si tuviera


un cuchillo.

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GERARDO SIFUENTES

GERARDO SIFUENTES (Tampico, México, 1974). Ingeniero


industrial. Sus cuentos se encuentran desperdigados en varias
antologías de ciencia ficción, género que le ha valido premios
como el Kalpa (1998), Philip K. Dick (1998), y el Vid/MECyF
(2001). Autor de los libros de cuentos Perro de luz y Pilotos
infernales. Sobre este último, Xavier Riesco Riquelme apuntó:
"Un libro posmoderno y alucinógeno. Una visión del mundo a
medio camino entre el ciberpunk y la demencia (¿no serán lo
mismo?). Cinco narraciones que son otras tantas visiones al
mundo de ahora mismo. Es un libro de pequeñas revelaciones,
una detrás de otra. Sobre nada importante pero sí muy
esclarecedor. De hecho, sobre cosas que sabemos pero
tendemos a olvidar hasta que nos las presentan otra vez [...]
Desdeñando la evolución del subgénero hacia narrativas
heroicas y juegos de ordenador de consumo masivo, Sifuentes
hace un bonito corte de mangas lingüístico y formal".

MIKI NOS ODIA

Miki nos odia porque sacrificó a su propio hijo para asegurar la salvación de los
hombres. Me refiero a Miki, el cantante conocido como "El Emperador" de la
música pop y del mundo entero. En los tiempos difíciles Miki tuvo muchos

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enemigos, pero éstos se tragaron sus palabras cuando los chinos ganaron la
guerra.
Miki nos odia, pero no por meternos en su vida privada o criticar sus
excentricidades; toda celebridad está expuesta a ello después de todo. Nos odia
porque nos atrevimos a juzgarlo, y un enviado divino no puede ser juzgado por
las leyes humanas. Su talento se reflejó desde que era niño, y la gente supo que
llegaría muy lejos. El Ministerio de Información también lo sabía, por eso desde
su primer hit estuvo monitoreado.
"Mis mascotas me ayudan a limpiar la casa", dijo una vez refiriéndose a
los cinco chimpancés que le hacían compañía en su fastuosa mansión ubicada
en el rancho llamado Neverland. Miki era tan conocido en el mundo que podía
darse ese lujo.
Miki nos odia porque su último disco no se vendió bien. Justo cuando iba
a dejar su carrera musical por la actuación tuvo aquel momento de iluminación,
cortesía del Ministerio de Información. En el televisor, una caricatura de
dinosaurios se salió de control; los dibujos le hablaron y le dieron consejos sobre
cómo cambiar al mundo a su voluntad e imagen: una visión utópica, ingenua, y
sin embargo la clase de proyecto que sólo una persona de su talla podía llevar a
cabo. Si hubo actores y deportistas que entraban en la política, ¿quién dijo que
un cantante pop no podía convertirse en el redentor universal? En pantalla las
criaturas extintas hablaron, mientras Miki a su vez aprendía una nueva manera
de tocar el corazón de los suyos.
"Bubbles jala la cadena del baño, come en la mesa, usa los cubiertos, es
un chimpancé muy educado", dijo con orgullo. Bubbles era el nombre de su
chimpancé favorito. Nadie se atrevía a decirle algo al entonces aspirante a
gobernador del mundo. A excepción de los miembros del Ministerio de
Información, nadie sabía que Bubbles comprendía lo delicado de la situación.
Miki nos odia porque en su momento no supimos comprenderlo. Todos
hablaban de sus operaciones faciales, de la supuesta enfermedad que le
blanqueaba la piel, de sus divorcios, de su manía de dormir con niños, de lo
malas que eran sus últimas canciones y coreografías. Un artista hizo un cuadro
en el que Miki aparece desnudo, con una sábana blanca cubriéndole sus partes
nobles, rodeado de hermosos querubines. El autor de aquella obra era también
agente del Ministerio de Información.
"Bubbles sabe matemáticas y a veces habla en inglés", dijo. Para asombro
del mundo aquello resultó ser cierto. Dichas actividades no le resultaron
difíciles al simio entrenado por el Ministerio de Información, aun teniendo en
cuenta los años de diferencia en la evolución de las especies; pronto Bubbles
quiso ser tomado en serio, y pasaba las noches en vela deseando comunicarse
con Miki para advertirle que pronto todo terminaría.
Miki nos odia porque el mensaje de año nuevo que dirigió al mundo vía
satélite fue malinterpretado. Al terminar se activó la maquinaria de guerra
china. Todos en el planeta subestimaron al país en el que se construían los
juguetes y chips del planeta. Subestimaron también el poder Miki.
Miki nos odia porque le queremos robar su versión de Neverland.
"Neverland es un planeta entre Saturno y Neptuno que le compré al gobierno
norteamericano", dijo en su última entrevista pública, "ahí es donde vamos a
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parar después de muertos". Bubbles entendía la misión que Miki tenía encima, y
desobedeciendo las órdenes del Ministerio se obstinó en convencer al cantante
para que desistiera. Pero el chimpancé no contaba con el ego del artista.
Miki nos odia porque nos causaban gracia sus escándalos y
declaraciones; era divertido cada vez que los noticieros daban cuenta de él; en
los bares, centros comerciales, en las escuelas y en todos lados no parábamos de
hablar de su persona. Nuestras obsesiones se disolvieron en él sin darnos
cuenta; estaba aquí para sanear nuestra mente. Fueron pocos los que se
percataron de sus verdaderas intenciones, pero ya era demasiado tarde.
Mientras el mundo se hundía en la depresión económica y moral, el Ministerio
de Propaganda lanzó la primera ofensiva para probar la eficacia de su método.
"Bubbles soñó que un ángel tocaba mi cabeza", dijo. Y Bubbles sonreía
cada vez que Miki lo mencionaba en sus conferencias de prensa.
Miki nos odia porque perdimos nuestra capacidad de creer en milagros.
Miki resucitó a un niño y curó a otros víctimas del cáncer. Miki cayó del cielo en
una avioneta derribada por un MiG25 y resurgió intacto de entre los metales
retorcidos. El mundo que alguna vez lo había despreciado le rindió tributo. Las
ventas de discos se dispararon nuevamente, gozando de un renacimiento
impresionante. Los discos eran manufacturados cuidadosamente en la Chin
Poon Company de Beijing. Chin Poon significa águila gigante. Entonces Miki se
convirtió en el León Alado, el personaje faraónico que representaría durante su
nueva gira. Y el Ministerio de Información decidió que Asia sería la primera en
caer bajo el paso del nuevo gran conquistador.
"Bubbles escribió mi última canción", dijo. El chimpancé ayudaba a Miki
porque en secreto alimentaba la ilusión de verse convertido en hombre, aunque
le avergonzaba admitirlo delante de sus compañeros primates.
Miki nos odia, pero eso no quiere decir que no sintiera amor y pasión por
algo o por alguien. Amaba a su familia: llamaba blanket, cobija, a uno de sus
hijos; carbón, coal, a uno de sus lobos y turtle, tortuga, a su maquillista. Eso era
amor. Amaba la revolución también, estaba convencido de ella, por eso dejó la
banalidad pop y sentándose junto al piano compuso las más bellas canciones de
protesta de que se tenga memoria. La gira mundial que seguía era la definitiva.
La televisión comenzó a darle espacio al renacimiento del Emperador y todos
querían verlo; lo que los chinos hicieran o dejaran de hacer ya no importaba.
Miki nos odia como el día en que Bubbles le enseñó los dientes y se
golpeó el pecho durante una comida. Por entonces altos funcionarios del
Ministerio de Información realizaron viajes encubiertos a distintos puntos del
mundo, arreglando aquellos lugares donde el mensaje del León Alado no fuera
lo bastante claro.
"Bubbles es mi consejero, cualquier duda la consulto con él", dijo.
"Miki nos ama", decía la frase publicitaria. Las calles se vieron inundadas
con la consigna. Pronto en calcomanías y camisetas, pintas y carteles, el ojo
negro en medio de una estrella roja de cinco puntas comenzó a observarnos.
Los chinos entraban a la casa.
"Bubbles sabe lo que es mejor para mí", dijo.
Miki nos odia con la misma intensidad con la que clavó el puñal en el
pecho de su único hijo de sangre. El juicio duró tres semanas, y durante el
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mismo Miki culpó a su manager, a Bubbles y la presión de los medios. Salió


absuelto de todos los cargos. Una multitud lo esperaba fuera del tribunal entre
porras y confeti. Pronto la gasolina se encareció, aunque China tenía más de la
mitad de las reservas mundiales sin que a nadie le extrañara; no hubo
reacciones, todo sucedió con relativa calma. Las bolsas de valores del mundo
comenzaron un descenso continuo, pero a nadie parecía interesarle, porque
Miki, el León Alado, estaba de vuelta y esta vez era lo que el mundo esperaba.
Bubbles se encerró en su cuarto por varias semanas.
"Bubbles está sufriendo de cambios hormonales", dijo. El Ministerio de
Información hizo una visita a Bubbles quien se mostró poco cooperativo; había
un problema con la administración del poder en aquella relación.
Miki nos odia porque debe equilibrar el infinito amor que le tenemos: se
encontraba en Washington D.C. cuando Bubbles lo atacó por primera vez en un
arrebato de furia ciega. Ése fue el principio del fin. El animal sólo quería
respeto, pero también recibir su parte del pastel. El presidente de los Estados
Unidos prefirió no intervenir.
Miki nos odia, por eso culminó su gira en la plaza Tiananmen y prometió
un nuevo orden mundial. Bubbles observaba a Miki mientras este dormía, y le
susurraba las canciones que a la mañana siguiente habría de componer.
Miki nos odia con la misma furia con la que se defendió de otro ataque
de Bubbles, justo al decretar la apertura de fronteras en el mundo y comenzar la
Larga Marcha a la cabeza de su nuevo ejército particular; a su paso la gente lo
aclamaba, entregaban sus posesiones al Estado y pedían ser sanados de todos
los males. El chimpancé no pudo hacer nada para evitar el destino del mundo, y
se arrepintió el resto de sus días por ello.
Miki nos odia porque nos culpa de la locura de Bubbles. El chimpancé
dormía mucho y en sus delirios nocturnos lanzaba alaridos desgarradores. Miki
se aisló en Neverland después de la gira más exitosa del siglo, siendo custodiado
por tanquetas, helicópteros y un comando especial que le cumplía todos sus
caprichos. La revolución había triunfado. La gente formaba largas filas para
poder observar al Emperador en su casa, y si la suerte estaba con ellos podían
compartir la mesa con él: Miki, el León Alado, salvador del mundo, quien había
vencido a la tiranía con sus propias armas. Se erigieron monumentos y cada
ciudad del mundo tuvo anuncios espectaculares con la imagen del nuevo
Emperador. Ahora La Estrella nos observaba a todos, siempre pendiente de
nuestros actos impuros, flaquezas y necesidades. Miki estuvo consciente de su
papel y junto con los nuevos amigos del Ministerio de Información supo que
todo marcharía bien, como debía ser. El Ministerio de Información era el único
que acallaba las voces que atormentaban al cantante.
"¿Bubbles, qué te han hecho?", dijo Miki entre lágrimas. A pesar de todo,
las predicciones de Los Astros (y estimaciones del Ministerio de Información)
indicaban que gobernaría durante cincuenta años con sabiduría y justicia.
Miki nos odia por culpa de un crimen. Un día paseaba por Neverland
cuando el chimpancé se levantó erguido frente a él y le dijo algo al oído.
Aunque nunca se sabrá con certeza cuáles fueron las palabras del chimpancé, el
efecto fue evidente: Miki mató a Bubbles dejándole caer una enorme piedra, no
sin antes haber perdido una oreja que el simio tuvo a bien arrancarle con los
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dientes. Del rostro del mono sólo quedó una masa de pulpa violácea. Miki
vomitó bilis tras darse cuenta de lo que había hecho y lloró por un año entero.
El Ejército del Pueblo dispuso para Bubbles el entierro digno de un alto
funcionario del partido, donde miles de niños ondearon banderitas rojas
durante la larga y emotiva procesión. Gracias a los consejos de Bubbles el
mundo había sido liberado de su yugo.
"Perdóname Bubbles", murmura Miki.
Miki, el León Alado, nos odia desde su trono de sangre, añorando su
mejor época. No ha salido en los últimos años, se tiene prohibido tomarle fotos.
La leyenda urbana dice que recorre Neverland hablando con el fantasma de
Bubbles. Es un dios con-fundido, sin saber que su esfuerzo y entrega le han
asegurado un lugar en el imaginario colectivo y en la historia de la humanidad,
junto con el Ministerio de Información.
Seamos felices: Miki nos odia con amor revolucionario.

HACIA LO IGNOTO
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CLARA OBLIGADO

CLARA OBLIGADO (Buenos Aires, Argentina, 1950).


Madrileña por adopción desde 1976, es una constante
divulgadora del cuento corto. Muestra de ello es la antología de
microficciones Sea breve por favor. Licenciada en Literatura y
tallerista de Escritura Creativa, es autora del libro de relatos Las
otras vidas y Una mujer en la cama y otros cuentos; de las novelas
La hija de Marx (Premio Femenino Lumen 1996), No le digas que
lo quieres, Salsa y Si un hombre vivo te hace llorar, así como de los
ensayos Qué me pongo y Mujeres a contracorriente. Javier Goñi
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dijo de sus cuentos que "tienen algo de dulce y emotiva cantata,


están llenos de gente que toma aviones, de gente que va y
viene, de gente que elige o le eligen, aviones que te llevan a... o
te arrancan de... Pone en pie Clara Obligado en sus relatos,
hechos con muchos bultos de dolores y pesares, como una
maleta apresurada, historias que rasgan la piel del lector como
el borde de un folio irritado de tanta melancolía, de tanto
recordar..."

EXILIO

A Juan Ignacio Isaguirre

El 5 de diciembre de 1976 llegué a Madrid, procedente de Argentina. Lo hice en


un avión de Iberia, que tomé en Montevideo, por el temor que me producían las
constantes desapariciones en la frontera. Salí vestida de verano, como si fuera
una turista que se dirige a las playas del Uruguay y, dos o tres días más tarde,
me subí al avión que me llevaría a España, donde era invierno. Me despi dieron
mi padre y mi hermana. Tardé seis años —los que duró la dictadura— en poder
regresar al país.

El 5 de diciembre de 1976 llegué a Madrid aterida de frío. Venía del verano y la


tristeza y la falta de sol fueron el primer impacto. Tenía una prima aquí, que
había venido hacía unos meses con una beca. No acudió a buscarme al
aeropuerto, más tarde dejó de recibirme en su casa porque me consideraba
peligrosa. Yo pensé que una persona que teme sólo por sí misma aun a miles de
kilómetros del peligro es alguien con quien no vale la pena mantener ninguna
relación.

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Llegué a Madrid y, como no conocía a nadie, el taxista me recomendó el hotel


Mónaco, un hotel en el que descargaba —probablemente— a todas las
latinoamericanas con aspecto de despistadas como yo, y que —según él— lo
único que necesitaban era un hombre mayor que las mantuviera. El hotel tenía
un Cupido de escayola en la entrada, luces verdosas y una habitación en suite,
separada con cortinas de raso. Madrid era una ciudad triste en la que los
serenos controlaban la entrada de las casas, donde los colores eran oscuros. A
pesar de la muerte de Franco, el franquismo estaba vivo; todavía no se habían
celebrado las primeras elecciones generales. No recuerdo qué soñé esa noche, al
día siguiente conocí a un señor en el bar que me dio trabajo en su empresa
inmobiliaria. El señor vestía traje azul un poco antiguo y tenía unos bigotes
finos que dejaban al descubierto unos labios carnosos algo húmedos. Vendía
unos apartamentos que me parecieron feos, con papeles saturados de colores y
muebles de mal gusto. Todo en Madrid me parecía detenido en el tiempo. A
causa del exilio, siempre he tenido miedo a cambiar de vida así que, como
profetizaba el taxista, me hice amante del señor de la inmobiliaria, que resultó
ser una buena persona y, muchos años más tarde, me regaló un piso. Y aquí
estoy, trabajando en su oficina, a la espera de jubilarme.

Llegué a Madrid en un avión de Iberia. En el asiento contiguo había un señor de


unos sesenta años que parecía muy nervioso así que nos pusimos a conversar.
Era gallego, había dejado su país y ahora, cuarenta y cinco años más tarde,
decidía regresar a la aldea para ver a su madre.
—¿Le avisó que llegaría?
—No —me dijo el hombre—, quiero darle una sorpresa.
—Más que una sorpresa le va a dar un infarto.

Tomé el avión de Iberia en Montevideo, recuerdo que mi hermana puso su


mano en el cristal traslúcido que nos separaba y yo también apoyé mi mano
contra la suya, esta vez con la V de la victoria, para mostrarle que ya había
superado el control de pasaportes. Subí al avión, y una voz anunció la próxima
escala en Ezeiza, Buenos Aires. Creo que me bajó la tensión, otra vez estaba
dentro del país, jamás se me hubiera ocurrido que un avión que se dirigía a
España volara hacia atrás. En Ezeiza me hicieron bajar y vi que el aeropuerto
estaba rodeado por militares. Fui la única que se quedó en tierra. Mientras me
llevaban con el rostro dentro de una bolsa intuí una última imagen del avión
rasgando el cielo. Volví a subir en un avión cuando me lanzaron, ya casi
muerta, contra las aguas del río.

Llegué a España como si fuera una turista, con ropa de verano, pero estábamos
en pleno invierno y los primeros días fueron la desolada certeza de que no
conocía a nadie. Luego apareció mucha gente que estaba en mi misma
situación, también los jerarcas de la política, de las organizaciones en las que
habíamos militado, que consiguieron sumar un punto más a mi escepticismo.
Los exilados argentinos no teníamos tanta suerte como los chilenos. Ellos eran
comunistas o socialistas, algo que aquí se entendía, en cambio muchos de
nosotros nos habíamos adherido a ese fenómeno que se llamó Perón. ¿Perón?,
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nos decían los españoles, ah, sí, gran presidente, muy buen amigo de Franco.
Así la confusión era total. O no tanto.
Una de las personas que conocí en esos días raros me propuso llevar una
radio en Tanzania. Yo hablo bien inglés, y me daba igual vivir en Madrid, en
Tanzania o en la China. Madrid era entonces una ciudad bastante aburrida, una
capital de provincia en la que te metían preso si te besabas en un parque.
Entonces acepté la propuesta, cualquier cosa antes de terminar trabajando, por
ejemplo, en una inmobiliaria.

Llegué a Madrid. Tres días más tarde dejé el hotel Mónaco y tomé un tren hacia
Barcelona para comunicar a una amiga la desaparición de su hermano. No
quise hacerlo por teléfono. Barcelona era una ciudad más abierta, había muchos
exilados. Primero llegaron los uruguayos, luego los chilenos, por fin nosotros.
La gente que conocí era mayor que yo, muchos de ellos intelectuales o escritores
y habían tejido lazos con los catalanes. Había también gente que se decía del
exilio, pero que había llegado años antes. Como si aquello les diera prestigio.
Cuando le di la noticia, mi amiga no lloró sino que me dio la espalda y se
quedó mirando largamente por la ventana. Luego me ofreció su casa. Aquí,
insistió, encontrarás algo. Ella conocía a gente importante, pero me daba igual.
Yo acababa de terminar la carrera y no estaba preocupada por mi futuro, mi
único futuro posible se concentraba en la idea de volver. Volver. Y volví a
Madrid, sin ser consciente de que estaba retornando a ninguna parte.

Sólo llevaba en la valija ropa de verano, nueve kilos de equipaje apenas, para
despistar si me revisaban en la frontera. El plan era quedarme dos o tres días en
un hotel en Uruguay y tomar luego el avión de Iberia a Madrid. La primera
noche la pasé tranquila. Me acosté temprano, apunté las cosas que podía hacer
en cuanto llegara a España, luego me dormí. La segunda noche, en cambio,
estaba muy nerviosa, así que bajé al bar del hotel. Soy casi abstemia, pero la
ocasión pedía a gritos una copa así que, a eso de las doce, estaba bastante
alegre. Pusieron música y un hombre joven, más o menos de mi edad, me sacó a
bailar. Por qué no, me dije, no me va a pasar nada peor de lo que me está
pasando, y me dejé abrazar por él. A eso de las dos estábamos juntos en la
cama. Yo no sé si fue la mezcla del miedo con el placer, pero nunca practiqué el
sexo con tal vehemencia. A mi amigo también le pasó algo así, porque a la
mañana me propuso que siguiera con él de viaje. También se estaba escapando
de lo que pasaba en Argentina, me dijo, pero prefería perderse por el
continente. Pensé que tenía razón, así que le dije a mi padre y a mi hermana que
había decidido cambiar de planes. Ellos se pusieron furiosos, y con razón,
porque semejante lío para salirme con esto, con el pasaje comprado, pero a mí el
deseo y el miedo no me dejan pensar, así que agarré mi valija con la ropa de
verano y me subí a un ómnibus que nos llevó a Brasil. Aunque menos que
Buenos Aires, Brasil y Uruguay eran, entonces, países peligrosos. Hubo un plan
entre los militares de los países vecinos que se llamó el Plan Cóndor y que
consistía en ayudarse a atrapar o a asesinar lo que ellos llamaban subversivos.
Así que en Brasil no estaba tranquila, y Alejandro —él se llamaba Alejandro—
tampoco, porque en esos años y en esos países ser joven y de izquierda podía
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costarte la cabeza. Alejandro era de izquierda, igual que yo, estudiaba


arqueología y además portábamos la aventura en la sangre, por todo esto nos
llevábamos bien. Y claro, el sexo. Así que seguimos juntos hacia el norte. Yo con
mi ropa de verano, porque nada más pude comprar en esos meses, apenas
comida y una pensión donde bañarnos cada tanto mientras trabajábamos en lo
que podíamos y practicábamos el idioma.

En Tanzania pasé dos años, y no me arrepentí. Lo de la radio me daba poco


trabajo, se vivía con nada y la gente me gustaba mucho, era la más guapa que
hubiese visto jamás. Aprendí a vivir de otra manera en esa sociedad pobre, una
de las más pobres del mundo. Sólo percibimos lo que estamos preparados para
ver, me decía mientras paseaba por el litoral arenoso, mientras recorría el valle
del Rift. ¿Hubiera pensado unos meses atrás que existían lugares como éste? En
muchos momentos era la única blanca, y los tanzanos me miraban como si fuese
marciana. No se nace con el estatuto de extranjero, se va adhiriendo a nuestra
piel como un abrigo desagradable y compacto.
Me afinqué en Dar es Salaam, llevé un programa matinal en la radio y
comprendí que nunca establecería lazos reales con ese país si no aprendía
swahili. Me gustan los idiomas, sé inglés, francés y alemán pero, francamente,
lo del swahili me parecía demasiado.

Llegué a Madrid, era el 5 de diciembre de 1976 y hacía un frío tremendo.


Esperaba que una prima que residía allí me fuese a buscar, pero no había nadie.
Es muy duro llegar sola a un lugar y comenzar una nueva vida, pero el primer
día estaba como anestesiada. Un taxista me llevó hasta la puerta de un hotel, me
acuerdo de que se llamaba Mónaco, pero no me gustó su aspecto, parecía un
lugar de citas, incluso creo que tenía un Cupido en la recepción y luces verdes,
así que preferí no entrar. Arrastré mi maleta una calle más abajo y entré en una
pensión. La pensión era sucia, pero muy barata, tenía un largo pasillo,
habitaciones deprimentes, una cocina pringosa y una dueña que sólo se
ocupaba de los huéspedes hombres. Yo no entendía demasiado lo que me
decían, quiero decir que no entendía el castellano peninsular, y no me gustaban
en absoluto los modales bruscos de la gente. Nadie te hacía caso, actuaban
como si fueras traslúcida. Los madrileños dicen que son hospitalarios, pero no
es verdad. Tal vez no conocí a las personas adecuadas, pero lo cierto es que
durante diez años nadie me invitó a su casa.
Encontré trabajo en un bar, sirviendo copas hasta el amanecer, y los
parroquianos me parecían tan extraños como si hubiesen nacido, por ejemplo,
en Tanzania. Había elegido Madrid como lugar de exilio porque la reciente
democracia daba un aire moderno al país, pero lo que encontraba no tenía nada
que ver con mis expectativas. En la pensión conocí a un colombiano, Jorge, que
era, como yo, licenciado en Letras. Me parecía un tipo especial, llevaba un anillo
con una enorme piedra roja y camisetas caladas de colores chillones. Jorge era
hijo de una prostituta de Barranquilla, se había criado trabajando en un
prostíbulo y eligió esta carrera porque era la única que compaginaba con su
horario. A mí me gustaba, pero era imposible enamorarme de él. Tenía, eso sí,
dos grandes virtudes: escribía maravillosamente y me adoraba. Jorge admiraba
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mi pasado político, le causaba respeto el exilio y quería convertirme en Rosa


Luxemburgo, o algo así, por lo que se dedicaba a leerme libros de teoría
económica y me mataban de sopor. Un día me dijo que había conseguido una
beca para hacer el doctorado en Londres, y me propuso ir con él. Le dije que sí,
que bueno, Madrid era una ciudad un poco deprimente, además la ultraderecha
había asesinado a tiros a varios abogados laboralistas y la situación no era
estable. Me daba lo mismo vivir aquí que en Tanzania o en la China y
engancharme en un viaje me alejaría, tal vez, de las penas del exilio. Me escribía
con mi familia y mi única mejora laboral había consistido en dejar el bar y
dedicarme a limpiar casas. Nos fuimos juntos a Londres, que era, a finales de
los setenta, una ciudad llena de energía. Con Jorge conseguimos un alquiler
barato, un sótano con varias habitaciones que compartíamos con otros
colombianos. Él quería ser escritor, así que se pasaba el día enfrascado en su
novela y por las noches me leía algunas páginas. Yo no sabía ni siquiera quién
era, así que malamente podía entusiasmarme con algo.
Viviendo entre colombianos me convertí en doblemente extranjera. No sé
si los argentinos nos parecemos más a los ingleses que a los colombianos, pero
me sentía despistada. Me cansaba el desorden, las borracheras permanentes, los
gritos en mitad de la noche. Soy abstemia, tengo un límite con el alcohol ajeno.
Además, no teníamos casi para pagar la calefacción y pasábamos un frío
espantoso. Jorge más que yo, porque los colombianos, lejos de su tierra, tiritan
todo el día. Como llovía tanto, un fin de semana nos quedamos en la cama y
Jorge me leyó en voz alta todo El otoño del patriarca. Es uno de mis mejores
recuerdos de aquellos días, su voz suave y mi cabeza apoyada contra su pecho.
Un día me cansé de todo eso, hice mi mochila y le dejé a Jorge una carta
en la que no le daba demasiadas explicaciones; las que le daba eran tan pobres
que ni a mí misma me parecían convincentes. No me porté bien. Él, en cambio,
sí. Lejos de enojarse, me respondió con una hermosa carta de despedida. En mi
carta le decía que no aguantaba todo aquello, que quería regresar a casa. A casa,
pero, ¿dónde estaba mi casa?

Sé que lo llamaban el exilio dorado porque estábamos en Europa, y en


Argentina se piensa que en Europa se vive siempre bien. No era así. Conocí a
gente que festejaba la Navidad en la hora de su país, conocí a exilados que se
aprovechaban de los que estaban en peores condiciones. Conocí a gente que ya
conocía, y que ahora parecía veinte años más vieja, conocí a intelectuales
importantes que se habían quedado sin identidad. Conocí a gente que se
despertaba gritando, a personas que habían perdido a toda su familia. Conocí a
una muchacha que había concebido un hijo después de ser violada en la cárcel y
cuyo novio, también víctima de la tortura, mató al niño a patadas.
Visto el tema desde otro ángulo, podría decir también que nadie conocía
a nadie, que fuera de contexto, todos nos habíamos convertido en otro. No sé
para quién fue dorado este exilio, no lo sé.

Cuando uno llega a un país en el que no conoce a nadie su vida puede cambiar
según doble una esquina. Llegué a Madrid un 5 de diciembre y hacía mucho
frío. Los árboles estaban iluminados con unas lucecitas tímidas que preparaban
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

la Navidad y que todavía me deprimen. El taxista que me acercó al centro


opinaba que las latinoamericanas teníamos que buscar un señor que nos
protegiera, y me dejó en un hotel con aspecto de casa de citas. Se llamaba
Mónaco, creo. Casi caigo en la tentación de entrar, pero luego pensé que sería
caro y yo tenía poco dinero para mantenerme, así que arrastré la maleta hasta
una esquina y me quedé pensando qué hacer. Entré en un bar, llamé al único
teléfono que me habían dado en Buenos Aires y me atendió una mujer muy
amable. Cuando le conté que no sabía a dónde ir me dijo que fuera a su casa. La
mujer se llamaba Carmen, tenía muchos amigos que se vestían con trajes
antiguos. Uno de ellos, con un bigote finito y labios muy carnosos un poco
húmedos me propuso trabajar en su inmobiliaria. No sé muy bien por qué le
dije que no, posiblemente porque me miraba como si yo fuese un pollo a la
brasa, la cosa es que esto disgustó a Carmen, que deseaba ejercer toda su
caridad sobre mi cabeza y opinaba que en mis condiciones debía aceptar
cualquier cosa que me ofrecieran. La caridad compulsiva de Carmen se basaba
en considerarme un poco inferior.
Lo cierto es que yo prefería pasar hambre antes que trabajar con ese tipo
de labios húmedos así que se estropeó la convivencia y me tuve que ir. Para
entonces ya había conocido a algunos argentinos y nos pusimos a hacer
encuestas. Luego vendimos artesanía en el Rastro, también conseguí una beca
para hacer el doctorado. En la facultad había una capilla católica y horarios para
oír misa; en la clase, una mascarilla mortuoria de Rubén Darío dentro de una
urna de cristal.
En el curso conocí a un sandinista que se dormía durante la exposición y
a un colombiano, Jorge, con el que salí un par de veces. Jorge me gustaba, pero
para entonces yo tenía mucho miedo a las relaciones sentimentales, todo un
país me había desaparecido y no estaba demasiado dispuesta a comprometer el
corazón. Así que cuando Jorge me propuso ir con él a Londres le dije que mejor
no y me quedé aquí, donde, al fin y al cabo ya estaba conociendo gente. En esos
años comenzó el destape y aparecieron tetas por todas partes: en televisión, en
las revistas. Incluso llegué a ver una versión de Fuenteovejuna en la que se
mostraban tetas sobre el escenario. Mientras en Argentina la vida parecía haber
entrado en un túnel, en España se salía de él. Había manifestaciones por todos
lados y de pronto en la ciudad se empezó a arremolinarse un aire de fiesta. Con
un grupo de gente de la universidad alquilamos un piso y convivimos durante
varios años. Uno de ellos me presentó al director de este periódico donde
trabajo desde entonces. No tengo pareja, pero no me importa. Recibo un buen
sueldo, me gusta lo que hago. Aunque claro, los extranjeros tenemos un techo
de cristal.

Cuando mi padre y mi hermana me dejaron en el avión de Iberia intentaron


regresar a Buenos Aires, pero en el control de pasaporte un policía uruguayo
los detuvo. Mi padre es abogado, así que al principio protestó enérgicamente
pero luego vio que la cosa se estaba poniendo fea y optó por callar. Dos días
más tarde los entregaron a los servicios argentinos. A mi hermana la golpearon
delante de mi padre, luego los dejaron libres a los dos. A ella le dijeron: —Vos,

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

piba, no sos más que una boluda, pero tené cuidado, la próxima vez no la
contás—.
Mi hermana salió del país y pidió asilo en Suecia. Se llevó a sus hijos, que
eran todavía bastante pequeños, y que hoy casi no hablan castellano. Me enteré
en Madrid de todo lo que había pasado, pero no podía regresar. En cuanto a ir a
Suecia para reunirme con ellos, ni se me pasó por la cabeza. Los que llegamos a
España nos habituamos a ser tratados con indiferencia en un país en el que no
había ni siquiera refugio político, aceptamos nuestro precario destino y nos
buscamos la vida.
Cuando voy a verlos, mis sobrinos me miran como si fuese parte de un
pasado remotísimo, una curiosidad de la que habla su madre. El varón es mi
ahijado, pero pareciera que casi no me conoce; yo lo siento, porque no tengo
hijos, y me hubiese encantado que estudiara literatura. Mi hermana recibió
apoyo del gobierno sueco, le dieron casa, trabajo y escuela para los niños, pero
nunca se acostumbró.

Alejandro y yo dejamos Brasil y nos afincamos en México. Habíamos recorrido


casi toda América Latina de las formas más diversas, en cualquier medio de
locomoción, de Argentina a Uruguay, de Uruguay a Brasil, luego América
Central, Guatemala, Belice, por fin México. Allí el exilio era muy activo y
resultó bastante más fácil encontrar trabajo. Habían pasado casi dos años desde
que dejamos el país, veníamos cansados y hambrientos. El día en que llegamos
nos invitaron a la despedida de un chileno que estaba rifando toda su casa y sus
enseres porque había decidido irse a Europa. Te vendía un número, y tanto te
podía tocar un par de calzoncillos como la mesa del comedor. A nosotros nos
tocó el colchón, y lo pusimos en el cuarto que nos habían prestado. Alejandro
consiguió trabajo y volvió a la Facultad; a él cuyo hallazgo arqueológico más
apasionante había sido el alfajor de dulce de leche que hacía su abuela en
Córdoba, México le resultaba mágico. Yo comencé a cursar mi doctorado y a
organizar un taller de escritura. Nos separamos pronto porque nuestra pareja,
que había aguantado tantos momentos difíciles, no resistía la cotidianeidad.
Alejandro me engañó, yo engañé a Alejandro, ambos buscamos con tesón todas
las formas posibles de hacernos daño, metimos el estilete donde la carne estaba
más viva. Cuando se fue me quedé con el colchón, y lloré abrazada a lo único
que era mío.

Cuando mi padre y mi hermana cruzaron la frontera un amigo que los esperaba


en el puerto les dijo que tenían que esconderse. Entonces mi hermana conoció la
terrible noticia: habían entrado en su casa, su marido y su hijo habían sido
secuestrados. Su hijo era mi ahijado, y todavía no había cumplido un año. Mi
hermana no quiso dejar el país, como todos le recomendaban, sino que se
dedicó a buscarlos. A veces llevaba a su otra hijita de la mano, a veces iba sola,
como loca. A veces, me cuentan, se encerraba en su casa y aullaba de dolor con
una voz que no era humana. Recorrió todas las oficinas y se encontró con otras
mujeres a las que les había pasado lo mismo. Como no conseguían nada, como
nadie les daba explicaciones, empezaron a dar vueltas, todos los jueves, en
torno a la pirámide de Plaza de Mayo, frente a la casa de gobierno. Algunas se
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

ponían pañuelos blancos en la cabeza, otras se sumaban simplemente para


acompañar. Poco a poco se convirtieron en una multitud. Mi sobrino no
apareció, sigo pensando mucho en él; ahora tendría casi treinta años, alguna
familia ligada a los militares debe de haberlo criado. Si nos cruzáramos en la
calle, no nos reconoceríamos.

Siempre me he preguntado si la madre gallega del pasajero que viajaba a mi


lado en el avión de Iberia que me trajo a Madrid, allá por 1976, habría
reconocido a su hijo. ¿Qué se siente si alguien al que se da por desaparecido
regresa al cabo de tantos años? ¿Recordaría el hombre la aldea de la que partió?
¿La rutina del campo, el aroma del fuego, el color del cielo a través de los
árboles? ¿Tendría la madre alguna posibilidad de comprender la vida del
emigrante? ¿Sabrían acaso formular las preguntas que podrían acercarlos? ¿Qué
sintieron al abrazarse?

Volví a encontrarme con Jorge muchos años más tarde en la zona de pasajeros
en tránsito de un aeropuerto.
—¿Dónde te habías metido? —me preguntó—. Te busqué durante
mucho tiempo. Ah, cuánto tiempo ha pasado. ¿A qué te dedicas?
—Dejé la política —le dije—. Soy escritora —le dije también.
Me miró con un poco de asombro:
—Ah, escritora. Yo me dedico a los negocios...
No había cambiado mucho. La gente alta y delgada se mantiene bien, y
además él tenía esa piel morena que no pierde viveza con los años. Ya no
llevaba el anillo con la piedra roja sino una alianza, vestía con sobriedad. Vio
que miraba su mano y se puso un poco nervioso.
—No me casé —le dije, y escruté su rostro. Él me sostuvo la mirada y
debió de interpretar mi frase como un reproche. Con ese narcisismo en fase de
reconstrucción propio de los que han sido abandonados, probablemente
imaginara que nadie me había hecho tan feliz como él. De pronto me empujó
tras una columna y me besó. No quise sacarlo de su error, en realidad le debía
una reparación, lo había dejado en Londres solo y él, en cambio, me había
acompañado en tiempos muy difíciles.
—Nunca te pude olvidar —le dije. Y subrayé—: nunca. —Luego pensé
que con esa mentira mi deuda estaba saldada.
Jorge volvió a besarme y luego se alejó hacia una mujer alta y rubia, con
cara simpática, probablemente inglesa.

Pude regresar a Buenos Aires seis años más tarde, cuando los militares estaban
a punto de caer pero, como me había casado con un español que conocí en el
periódico y tenemos una hija, era imposible fijar nuestra residencia aquí. Me
fueron a buscar al aeropuerto mi padre y mi hermana. Sus hijos han crecido
mucho, en particular el varón, que es mi ahijado. Cuando estoy con él repite
que cuando sea grande va a ser escritor. Me alegro, le dije, porque te vas a
convertir en lo que yo deseaba, en lo que nunca llegué a ser.

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Desde aquel primer viaje vuelvo todos los inviernos. Me gusta Madrid,
tengo amigos y me siento incorporada. Aunque no puedo resolver de dónde
soy, a estas alturas, me digo, no tiene importancia.
Alejandro está afincado en México y me escribo con él. Hemos llegado a
ser buenos amigos y, en algún sentido, él es el único que me entiende. "Añoro
nuestra vida en Brasil", repite, "esos años, los añoro a pesar de los peligros". Y
luego dice: "el exilio no se termina nunca. Nunca. Ni siquiera si se regresa al
país. Siempre tengo la sensación de estar encerrado fuera".
Ambos fantaseamos con volver algún día a Buenos Aires, con
encontrarnos, con vivir todas esas vidas que no fueron posibles. Luego
recordamos que nunca estuvimos juntos en esta ciudad. Por fin llega un
momento en el que dejamos de imaginar y nos quedamos serios.
En realidad, me digo, le digo, somos de cualquier lugar del mundo. O de
ninguno.

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IGNACIO SOLARES

IGNACIO SOLARES (Ciudad Juárez, 1945). Además de novelas


históricas como Madero, el otro, La noche de Ángeles, Colombus y
El sitio, y del reportaje Delirium tremens, Ignacio Solares posee
una obra cuentística deslumbrante. En dicho género, el autor
suele retratar escenas mundanas para llevar al lector a una
atmósfera extraña y espiritual, casi mística. Los libros El hombre
habitado y Muérete y verás son muestra de ello. En 2007 publicó
La instrucción y otros cuentos, de donde rescatamos la pieza que
titula dicho libro. Solares también ha estado al frente de la
redacción de La Cultura en México, Plural y la Revista de la
Universidad de México, trabajos que propiciaron la entrega del
Premio Nacional de Periodismo Fernando Benítez 2008. Entre
sus obras teatrales destacan: El jefe máximo, Desenlace, El
problema es otro, Infidencias, Tríptico, La flor amenazada, Los
mochos, La vida empieza mañana y Si buscas la paz, prepárate para la
guerra. Ha obtenido los premios Magda Donato, Internacional
Diana/Novedades, José Fuentes Mares, Xavier Villaurrutia, Sor
Juana Inés de la Cruz y Juan Ruiz de Alarcón.

LA INSTRUCCIÓN
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Para José Emilio Pacheco

Si tenemos capitán, ¿importan las prohibiciones?


JULIO CORTÁZAR, Los premios

En el puente de mando, atrás de la ventanilla de grueso cristal violáceo, el


capitán contempla un mar repentinamente calmo, de un azul metálico que
parece casi negro en los bordes de las olas, los mástiles de vanguardia, el
compacto grupo de pasajeros en la cubierta de proa, la curva tajante que abre
las efímeras espumas. "Mis pasajeros", piensa el capitán.
Apenas un instante antes —algo así como en un parpadeo— dejaron
atrás el puerto, que se les perdió de vista como un lejano incendio.
El barco cabecea dos o tres veces, con suavidad.
—Yo, la verdad, capitán, cada vez que salgo a alta mar siento la misma
emoción de la primera vez —le comenta el contramaestre, un hombre de
pequeña estatura, sonriente y de modales resbaladizos—. ¿Cómo dice el poema
de Baudelaire? "Hombre libre, tú siempre añorarás el mar." Pues yo lo añoro
hasta en sueños. El puro aire salino y yodado me cambia la visión del mundo.
Como si fuera una gaviota suspendida en lo alto del mástil, y desde ahí mirara
el horizonte. Temo que un día esta emoción se me agote, usted me entiende. El
paso del entusiasmo a la rutina es una de las mejores armas de la muerte, lo
sabemos.
El capitán realiza su primer viaje en tan importante cargo, algo que
esperó con ansiedad creciente desde el instante mismo en que decidió hacerse
marinero.
Con actitud ceremoniosa levanta la cabeza, mete la mano al bolsillo
interior del saco de hilo blanco (que apenas estrena) y toma la instrucción
lacrada que, se le advirtió, sólo debería abrir ya en alta mar.
Desde hace días el corazón se le desboca con facilidad. Y hoy por fin
llega al momento que, supone, pondrá fin a su incertidumbre sobre el rumbo a
seguir, la clase de travesía que deberá realizar, cómo y con qué medios
resolverá los problemas que enfrente.
Rompe los sellos como si rasgara su propia piel, abre el sobre y, para su
sorpresa y desconsuelo, se encuentra con un texto fragmentado y casi invisible.
—¡Otra vez esta maldita broma! —dice el contramaestre chasqueando la
lengua al descubrir el instructivo por encima del hombro del capitán—.
Siempre la hacen a quienes ocupan el cargo de capitán por primera vez. Dizque
para probar sus habilidades y capacidad de improvisación.
—Pues me parece una broma de lo más pesada. Y absurda, porque ahora
no sabremos a dónde dirigirnos.
—De eso se trata, he oído decir que dicen. Precisamente, que en éste su
primer viaje como capitán usted mismo decida a dónde ir, qué escalas hacer,

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

cómo enfrentar los problemas que se le presenten. Incluso, cómo explicar y


convencer a los pasajeros de la ruta que decida seguir y el porqué.
—Algunas palabras se leen aquí con cierta claridad —dice el capitán
entrecerrando los ojos para afocar el amarillento trozo de papel.
—Y si le ponemos un poco de agua quizá puedan leerse algunas más.
Con la punta del índice, como con un suave pincel, el contramaestre le
pasa un poco de agua al papel.
—¡Mire, se han aclarado otras palabras!
—No demasiadas.
—Quizá sean suficientes. Por lo pronto, nos aclaran el Sur en vez del
Norte y, lo más importante, que el nuestro no debe ser un viaje de recreo sino
más bien formal y ceremonioso. Mire, aquí se lee muy clara la palabra
"ceremonioso" y creo que la siguiente palabra es "ritual".
—Ya me imagino explicándoles yo a los pasajeros que éste será un viaje
"ritual".
—Pues por lo menos tiene usted una pista de lo que debe decirles. He
visto instructivos en que la única palabra que aparece es "convencerlos", pero
no se sabe de qué ni por qué. Además, usted por lo menos tiene muy clara la
palabra "Sur". Es mucho peor cuando le aparece "rumbo desconocido", porque
entonces toda la responsabilidad recaería sobre usted. Supe de un capitán que
malinterpretó las instrucciones que se le daban... —y una chispita de ironía
brilla en los ojos del contramaestre—. Bueno, no exactamente que se le dieran
las instrucciones, sino que él debía adivinarlas en un papel como éste. Las
malinterpretó y zozobró a los pocos días de haber zarpado. Otro más se
desesperó tanto ante la confusión de las instrucciones que lanzó el trozo de
papel por la borda. Lo único que consiguió fue que pocas horas después se
pararan las máquinas del barco y no pudiéramos volverlas a echar a andar por
más intentos que hicimos —las aletas de la nariz se le dilatan y respira
profundamente—. O, en fin, me contaron de un caso aún más grave, porque la
irresponsable y manifiesta desesperación del capitán provocó enseguida que
una enfermedad infecciosa de lo más rara se declarara a bordo.
—Pero, ¿quién puede asumir unas instrucciones que no se le dan con
suficiente claridad? —pregunta el capitán al tiempo que se le marcan las
comisuras de los labios, en un gesto casi de asco.
—Creo que éste es el punto más delicado que enfrentará usted, por lo
que me ha tocado ver. Hay capitanes que con muchas menos palabras en su
instructivo toman una actitud tan decidida que así se lo hacen sentir a la
tripulación y a los pasajeros. La respuesta por lo general es de lo más positiva.
En cambio he visto a otros que al titubear provocan un verdadero motín a
bordo y no ha faltado la tripulación que se subleva y toma el mando de una
manera violenta, con todas las implicaciones que ello significa para el resto del
viaje.
—¿Y los pasajeros?
—Con los pasajeros más le vale tener un cuidado supremo. Porque si no
están de acuerdo con sus decisiones, una queja por escrito a nuestras altas
autoridades puede costarle a usted el puesto, lo cual significaría que éste fue su
debut y despedida como capitán de un barco. Pueden hasta fincarle
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

responsabilidades y demandarlo. Supe de un capitán que tardó años en pagar


la demanda que le pusieron los pasajeros por daños y perjuicios.
—Dios Santo.
—Empezarán por cuestionarle el rumbo que tome. Si va usted al Sur, le
dirán que ellos pagaron su boleto por ir al Norte. Le van a blandir frente a la
cara sus boletos, prepárese. Pero si decide cambiar de rumbo e ir al Norte, será
peor porque no faltarán los que, en efecto, prefieran ir al Sur, y lo mismo, van a
amenazarlo con quién sabe cuántas demandas. Otro tanto le sucederá con las
escalas que realice. Nunca conseguirá dejarlos satisfechos a todos, y más le vale
tomar sus decisiones sin consultarlos demasiado. Simplemente anúncielas como
un hecho dado, y punto. O sea, partir de que los pasajeros nunca saben lo que
en realidad quieren y tomar las decisiones por encima de ellos, por decirlo así.
—¿Y si definitivamente no están de acuerdo con esas decisiones?
—Rece usted porque no le suceda algo así. Estuve en un barco en el que
los pasajeros se negaron a aceptar el rumbo que decidió tomar el capitán y
exigieron que les bajaran las lanchas salvavidas para regresar al puerto del que
acababan de zarpar.
El capitán sostuvo el trozo de papel con dos dedos como pinzas y lo
volvió para uno y otro lado. Suspiró.
—Si por lo menos lograra poner en orden las palabras que aquí aparecen.
Pero son demasiados los espacios en blanco entre ellas.
—Consuélese. Recuerdo que un capitán cayó de rodillas apenas abrió el
sobre sellado y se puso a orar por, según él, la gracia concedida de contar con
unas cuantas palabras para guiarse en su viaje. Luego me decía: "Me complace
pensar que los fundadores de religiones, los profetas, los santos o los videntes,
han sido capaces de leer muchas más palabras que nosotros en estos textos casi
invisibles, tras de lo cual seguramente los han exagerado, adornado o
dramatizado, pero la verdad es que nos dejaron un testimonio invaluable para
cada uno de nuestros viajes".
—Prefiero atenerme a mis limitadas capacidades. ¿Y si le ponemos un
poco más de agua?
—Inténtelo. Aunque si lo moja demasiado corre el riesgo de borrar
alguna palabra. Lo mismo con la saliva, he comprobado que puede dar pésimos
resultados. Quizá sea preferible conformarse con lo que tiene a la mano y no
ambicionar más. Concéntrese en algunas de las palabras que se le dieron, léalas
una y otra vez, búsqueles su sentido más profundo. Ahí tiene una, por ejemplo,
que si la sabe apreciar, debería estremecerlo hasta la médula.
—¿Cuál?
—"Constelación". ¿Le parece poco? Nomás calcule todas las
implicaciones que puede encontrarle. Experiméntelo esta misma noche. ¿O no
ha percibido usted el acorde, el ritmo que une a las estrellas de una
constelación? ¿O tampoco ha notado que las estrellas sueltas, las pobres que no
alcanzan a integrarse en una constelación, parecen insignificantes al lado de esa
escritura indescifrable?
—¡No me hable más de escritura indescifrable, por favor! —dijo el
capitán con un gesto de dolor.

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

El contramaestre no pareció escucharlo y miró fijamente hacia el cielo


azul, como si sus palabras vehementes consiguieran ya empezar a oscurecerlo.
—El hombre debe de haber sentido desde el principio de la historia que
cada constelación era como un clan, una sociedad, una raza. Algunas noches yo
he vivido la guerra de las estrellas, su juego insoportable de tensiones, y si
quiere un buen consejo espérese a la noche para contemplar el cielo antes de
tomar cualquier decisión.
El barco tiembla, crece en velas y gavias, en aparejos desusados, como si
un viento contrario lo arrastrara por un instante a un rumbo imprevisto.
Aquella noche, en efecto, el capitán ni siquiera intenta dormir (quizá
tampoco lo intente las siguientes noches) y furtivamente sale de su camarote a
pasear por la cubierta de proa. El cielo incandescente, el aire húmedo en la cara,
lo exaltan y le atemperan la angustia que lo invade. El espectáculo sube
bruscamente de color, empieza a quemarle los párpados. Los astros giran
levemente.
"Ahí tiene una palabra que si supiera leerla lo estremecería hasta la
médula", recuerda que le dijo el contramaestre.
Contempla el trazo lechoso de la Vía Láctea cortado por oscuras grietas,
el suave tejido de araña de la nebulosa de Orión, el brillo límpido de Venus, el
resplandor contrastante de las estrellas azules y de las estrellas rojas. ¿Quién
advierte la muerte de una estrella cuando todas ellas viven quemándose a cada
instante? La luz que vemos es quizá tan sólo el espectro de un astro que murió
hace millones de años, y sólo existe porque la contemplan nuestros pobres ojos.
¿Existe sólo por eso? ¿Existe sólo para eso?
El palo mayor del barco deja de acariciar a Perseo, oscila hacia
Andrómeda, la pincha y la hostiga hasta alejarla.
El capitán quiere establecer y ahincar un contacto con su nave y para eso
ha esperado el sueño que iguala a sus tripulantes, se ha impuesto la vigilia
celosa que ha de comunicarlo con la sustancia fluida de la noche. ¿Será posible
tomar hoy mismo una decisión?
Recuerda algunas de las otras palabras sueltas del instructivo, algún
sustantivo redondo y pesado. Baja la cabeza y reconoce su incapacidad para
descifrar el jeroglífico. Ya casi no entiende que no ha entendido nada. Siente
que la fatalidad trepa como una mancha por las solapas de su saco nuevo.
¿Renunciar de una buena vez, aceptar que le finquen responsabilidades, pagar
las demandas de los pasajeros? ¿O seguir, resistir un poco más, trepar los
primeros escalones de la escalera de la iniciación?
Visiones culposas de barcos fantasmas, sin timonel, cruzan ante sus ojos.
Pero le basta levantar la cabeza y mirar los racimos resplandecientes en
el cielo para que regrese el fervor. Entorna los labios y osa pronunciar otra
palabra del instructivo, luego otra y otra más, sosteniéndolas con un aliento que
le revienta los pulmones. ¿Qué otra cosa somos sino verbo encarnado?, piensa.
De tanta fragmentaria proeza sobreviven fulgores instantáneos. La fragorosa
batalla del sí y del no parece amainar, escampa el griterío que le punza en las
sienes. Sus dedos se hunden en el hierro de la borda.
Se vuelve y mira hacia el puente de mando. El arco del radar gira
perezoso. El capitán tiembla y se estremece cuando una silueta se recorta,
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inmóvil, de pie, contra el cristal violáceo. "Soy yo mismo", supone. "Tenemos


capitán". Y es como si en su sangre helada se coagulara la intuición de una ruta
futura, por más que se trate de una ruta inexorable.

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AEROPUERTOS

{viajes/encuentros y desencuentros}

CRISTINA RIVERA GARZA

CRISTINA RIVERA GARZA (Matamoros, México, 1964).


Autora de los libros de cuentos La guerra no importa (Premio
Nacional de Cuento San Luis Potosí 1987) y Ningún reloj cuenta
eso (Premio Nacional Juan Vicente Melo 2001), y de las novelas
Nadie me verá llorar (premios Nacional de Novela José Rubén

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Romero 1997; e IMPAC-CONARTE-ITESM 1999, e


Iberoamericano Sor Juana Inés de la Cruz 2001), La cresta de
Ilión, Lo anterior y La muerte me da. Es una de las voces más
originales de la literatura mexicana actual. Por su obra en
general obtuvo el Premio Internacional Anna Seghers 2005.
Sobre Nadie me verá llorar, Jorge Ruffinelli señaló: "No pretende
que sus personajes simbolicen realidades amplias y abstractas.
Ella respeta la circunstancia por ser circunstancia, lo esencial
por ser esencial. Sigue trabajando en lo pequeño (la lección de
Walter Benjamin), porque de esas pequeñas partes se compone
el total de la historia. Ahí se demuestra un riesgo, un desafío,
una sabiduría narrativa, un lúcido manejo simultáneo de
dimensiones diferentes de lo circunstancial y lo trascendente".

EL REHÉN

Me llamó la atención el anillo que llevaba en el dedo anular de la mano derecha:


una gruesa argolla de oro salpicada de pequeños diamantes. Era ostentosa y
femenina y, en la mano del hombre que se sentaba en la fila de enfrente, no
muy lejos de mí, parecía fuera de lugar. Los mocasines afables. La perfecta raya
en el pantalón de lana. El saco de corduroy. El cuello. El mentón bien rasurado.
Sólo desvié la vista cuando me percaté de que lloraba. El sobrecogimiento
cuando eso sucede: ver a un hombre llorar. Recargaba la frente sobre los dedos
de la mano izquierda, tratando sin duda de cubrirse el rostro, pero eso no
impedía que se notara la humedad alrededor de los ojos, el recorrido vertical de
las lágrimas. Fingí ver hacia la gran ventana con el hastío de quien espera un
vuelo retrasado y, cuando eso no funcionó, abrí un libro. Me pregunté muchas
veces mientras intentaba leer una de sus páginas sin conseguirlo si había puesto
el libro en la maleta de mano para eso, para fingir que no veía a un hombre
llorar en un aeropuerto casi vacío al filo de la madrugada. En realidad no podía
ver otra cosa. Me incorporé con la intención de caminar por los pasillos
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

alumbrados y solos y, por eso, me sorprendí cuando, en lugar de avanzar hacia


la derecha, di un par de pasos a la izquierda y le rocé el hombro.
—¿Necesita agua? —le pregunté.
El hombre elevó la cabeza y guardó silencio. Me veía, es cierto, pero no
me veía. Sus ojos irritados parecían recapacitar sobre alguna situación
complicada y oscura. Pasaron minutos así. Pasó mucho tiempo. Al final, cuando
tuvo que aceptar que había, en efecto, alguien enfrente ofreciéndole agua, sólo
asintió con un leve movimiento de cabeza.
Imaginé que conseguir el líquido sería fácil, pero no fue así. Entre más
caminaba sobre mosaicos resbalosos y frente a expendios cerrados, sobre cuyos
aparadores sólo podía ver mi propio reflejo, más me convencía de lo absurdo
que había sido mi ofrecimiento. No sólo lo había interrumpido mientras llevaba
a cabo un acto íntimo y a todas luces doloroso, sino que también lo había
obligado a descubrir sus ojos irritados y rotos frente a mí. Me recriminé mi
conducta y, derrotada, regresé a la sala de espera. Tenía ganas de ofrecerle o
una disculpa o una explicación, pero dejé de pensar en ello tan pronto como lo
vi otra vez. El hombre no se había movido. Ahí estaba su frente, apenas
apoyada sobre los dedos de la mano izquierda, y la argolla dorada en el dedo
anular de la mano que yacía sobre su regazo.
A unos pasos de él, inmóvil también, sufrí un espasmo. El agua que no
conseguí cayó sobre mis zapatos, formando un pequeño charco en la alfombra
gastada.

—¿Necesitas agua? —murmuraba y, ante la respuesta apenas audible, me subía


a un pequeño banco de madera, extendía el brazo por sobre mi cabeza y
colocaba un vaso de plástico sobre la base de una ventana pequeña y alta que
comunicaba el último cuarto de una casa con el patio trasero de otra. Una mano
pequeña y huesuda tomaba el vaso a toda prisa entonces, como si temiera ser
descubierto y, segundos después, se podía oír cómo bebía el líquido trago a
trago hasta calmarse.
—¿Quieres que haga algo? —le preguntaba entonces, todavía en voz
baja. Al inicio solía responder que no, que no quería que yo hiciera algo en
especial, pero a medida que pasaban los días y los golpes no cesaban empezó a
comunicarse a través de una extraña forma de balbuceo. Preguntaba cosas
absurdas. Tenía curiosidad sobre cosas que a mí solían pasarme desapercibidas.
Quería que le describiera mi cuarto, los juegos de mesa que me entretenían de
tarde, la música que escuchaba por la radio. A susurros, tratando de evitar que
se percataran de que alguien lo consolaba del otro lado de la pared, respondía a
sus preguntas en todo detalle. Le contaba más.

Hubo una vez un hombre que lloraba en un aeropuerto, le decía.

Lo oía llorar por lo menos una vez a la semana. Como en un ritual primitivo, la
ceremonia de su llanto solía dar inicio con un grito: un estertor femenino que se
abría paso con suma lentitud desde un lugar oscuro y cerrado. Pensaba, en esos
momentos, en una cueva. Pensaba en los esqueletos cubiertos de musgo que se
ocultaban, con toda seguridad, bajo un puñado de hojas muertas y podridas.
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Pensaba en la palabra origen. Luego dejaba de pensar y escuchaba, uno a uno,


los golpes. Mano contra espalda, cuero contra muslo, cuerda contra mejilla.
Algo duro y firme contra la mansedumbre de la piel. Algo sólido y puntiagudo
contra la blandura de la carne. Algo contra él. El ruido siempre me paralizaba.
Estuviera donde estuviera dentro de la casa, cuando ese ruido me alcanzaba
detenía el juego o la plática o el proceso de digestión. Abría los ojos,
desmesurados. Apretaba los dientes. Cruzaba los brazos sobre el estómago
súbitamente vacío. Luego iba a la cocina para servir el vaso de agua al que se
iba acostumbrando poco a poco.
—Cuéntame de tu cuarto —pedía, con gran timidez, después de cinco o
seis tragos. Y yo, con una voz muy baja, una voz con vocación de venda o
ungüento, le contaba.

Tenía un cuarto amplio, donde cabían dos camas gemelas y un escritorio y una
tienda de campaña. Había una ventana que abría con frecuencia para ver las
estrellas o para dejar salir a las palomillas nocturnas que a veces se colaban en
la casa entre los pliegues de la ropa seca. Había, entre las almohadas de tamaño
normal, una redonda, de color amarillo, con una gran línea curva en forma de
sonrisa, que no era en realidad una almohada sino una bolsa donde se
guardaban las pijamas. Había una radio que encendía de noche,
invariablemente. El croar de las ranas, le describía eso.
—¿Hay una rana en tu cuarto? —me preguntaba con asombro mientras
se sonaba la nariz.
—¡Cómo crees! —le contestaba, irónica, olvidándome por un momento
que debía hablar en voz muy baja.

En una feria, alguna vez, una vidente me había anunciado muchas lágrimas.
Lágrimas masculinas. Había dicho: tu vida está llena de lágrimas que no son de
mujer. Recordé eso frente al hombre del aeropuerto. Lo recordé cuando me
senté a su lado y le ofrecí en silencio el vaso de agua que no recordaba haber
encontrado pero que llevaba, de manera inexplicable, entre las manos.
El hombre del aeropuerto se volvió a verme con gran dificultad. Dijo:
—No te preocupes. Ni siquiera sé si quiero agua —yo encogí los
hombros y volví a sacar el libro de mi equipaje de mano, disponiéndome a
hojear sus páginas a sabiendas de que no sería capaz de leerlas. Vi las
manecillas en mi reloj de pulsera: las 2:30 de la mañana. Moví las rodillas de
arriba abajo a gran velocidad hasta que me di cuenta de lo que hacía. Entonces
me detuve. Me mordí las uñas con mucho cuidado y, cuando terminé, limé los
bordes maltrechos una y otra vez contra la tela del pantalón de mezclilla.
Cuando ya no pude más pensé en esa casa. Era, sin duda alguna, una
construcción extraña. De fuera parecía normal: un jardín de buenas
dimensiones, al que coronaba un ciprés de muchos años, antecedía la aparición
del porche. Y en el porche estaba la banca de hierro y las macetas de colores que
embonaban perfectamente con el vecindario de avenidas amplias y
construcciones sólidas. Esa impresión cambiaba cuando se abría la puerta de
entrada. Detrás de ella, imperial y sinuoso, daba inicio el pasillo. Para alguien
pequeño, sin embargo, aquello no podía ser un pasillo sino un túnel: algo
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estrecho y largo que parecía no terminar nunca y que ocasionaba, por lo mismo,
zozobra. En aquel entonces no conocía la palabra pero sí la sensación. El pasillo
era también un eje a cuyos costados se abrían o cerraban puertas: hacia la
izquierda, la del comedor; hacia la derecha, la de la sala. Sobre el lado izquierdo
y de manera consecutiva: la cocina; luego, un patio interior. Luego mi recámara.
El baño. Sobre el lado derecho y de manera consecutiva: otra recámara, otro
baño. Al final de todo se encontraba el último cuarto: una habitación húmeda,
de grandes mosaicos cuadrados de color gris, que sólo tenía una pequeña
ventana a la que le habían puesto un vidrio blancuzco que dejaba pasar algo de
luz pero no permitía ver del otro lado. La ventana, además, no se abría. No, al
menos, en un sentido estricto. Yo empujaba la parte inferior y entonces se hacía
una pequeña apertura triangular, un ángulo de 45 grados o menos, por donde
iba y venía el vaso de agua. Iban y venían las palabras. El llanto.
—Mi infancia —murmuré de la nada, sin aviso alguno, sorprendiéndome
sobre todo a mí misma—. Mi infancia estuvo marcada por unos corazones que
aparecían sobre el pavimento, justo frente a la puerta del jardín de mi casa.
El hombre sacó un pañuelo de su bolsillo izquierdo y, después de
sonarse la nariz, se volvió a verme una vez más. Parecía haberse dado cuenta
apenas de que alguien a su lado había pronunciado un puñado de palabras.
Parecía que el haber entendido esas palabras lo llenaba de un gusto eufórico y
extraño.
—Debió haber sido halagador —dijo, abriendo la posibilidad de la
conversación.
Le contesté que no.
—Era vergonzoso en realidad —el libro abierto sobre mi regazo, la
mirada sobre el ventanal—. Todo eso lo era. Los corazones de tiza. Mi nombre.
El nombre de un desconocido. La flecha entre los dos. Las gotas de sangre o de
qué supurando por una de sus orillas hasta caer al suelo.
El hombre sacó una libreta del bolsillo derecho de su saco.
Luego, sacó una pluma del bolsillo interior del mismo e, inclinado sobre
su propio regazo, con el trazo titubeante, dibujó algo en una de las hojas
cuadriculadas.
—¿Así? —preguntó, mostrándome un corazón dentro del cual se
encerraban dos nombres inverosímiles: Hnjko y Jsartv. Una flecha entre los dos.
Lo vi de reojo. El ruido cada vez más cercano de la aspiradora me
distrajo. No muy lejos de ahí, un hombre de overol azul pasaba un trapo
húmedo sobre los asientos vacíos de la sala de espera. El olor a amoniaco.
—Deben venir de muy lejos —dije por toda respuesta—. De otro planeta
—añadí mientras tragaba saliva.
El hombre sonrió: una leve inflexión del labio superior, una sutil
inclinación de cabeza. Me miró. El aterrizaje de un avión nos despabiló.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó, extrañado, cuando se volvió a verme. Iba
a decirle que no lo sabía, por supuesto, que nadie podría saberlo, pero en lugar
de hacer eso le relaté, con una facilidad que me tomó por sorpresa, aquella
tarde fresca, una tarde de jueves si mal no recordaba, en que los había conocido.
Estábamos en un río. Yo seguía de cerca a mi padre, saltando de piedra en
piedra hasta encontrarme casi en el centro de la corriente, y ellos, paralizados
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en la orilla, me veían avanzar. Más tarde, cuando mi padre me mostraba la


manera exacta de lanzar piedrecillas lisas y planas para que rozaran apenas la
superficie del agua y siguieran, sin embargo, avanzando, se aproximaron. Algo
les había ganado: sus ganas de saber.
—Hnjko y Jsartv —murmuró el hombre, viéndome a mí y al techo del
aeropuerto al mismo tiempo, viendo también el río y las piedras y el reflejo de
la luz sobre nuestras huellas: todo el cielo azul sobre su cara—. Siempre me los
imaginé así —añadió.
Sospeché. Lo observé con cuidado: las bolsas bajo los ojos. Los labios
rosas. El nacimiento de la barba. Dudé, ciertamente. Me volví a ver las caras
ajadas de los pasajeros que aparecían, en lo más hondo de la madrugada, por la
estrecha puerta de arribo.
—Fueron ellos los que descubrieron todo ese asunto de los corazones —
le informé, aprovechando que también se había distraído con la llegada de los
pasajeros. Hay ojos que se alumbran de inmediato, cegadores, y otros que,
como el caracol sobre la pared húmeda, se toman su tiempo. Los del hombre
que lloraba eran de los segundos. Su transformación fue pausada pero notoria.
Poco a poco, la mirada se deslizó hasta posarse, ávida, sobre el pavimento
desigual de una calle sobre cuyo pavimento desigual aparecía, cada mañana, un
corazón pintado con tiza blanca.
—Lo vieron una madrugada —le dije—. Justo antes del amanecer.
Algo muy cercano al gozo me invadió cuando comprobé que el hombre
del aeropuerto mantenía ese silencio palpitante que invita a la continuación de
los relatos.

Me preguntaba cómo resistía todo aquello. Cuando oía el estertor que marcaba
el inicio de la golpiza, podía ver sus brazos sobre la cabeza, tratando de
protegerse de lo inevitable, su cuerpo arrinconado en un esquina del patio
trasero de su casa. Podía aspirar el aroma de su miedo. Y ver sus lágrimas, eso
podía hacer desde el otro lado de la pared, mientras me quedaba inmóvil,
conteniendo la respiración. Sobrecoger significa horrorizar, en efecto, pero lo
que sucedía en esos momentos no era un contacto con el horror sino un proceso
más íntimo y callado. Algo me avasallaba y me obligaba a cruzar los brazos
sobre el estómago en actitud de abrazo o defensa. Un movimiento inmemorial.
Algo me sobrecogía y me dejaba a un lado de la pared, inútil y espantada, el
hombro y la cabeza recargados contra su superficie plana. El dedo que se
desliza, sin conciencia, por la mirada. Luego: el agua. Luego: las palabras.

La noticia apareció en las páginas interiores del periódico, le decía. Un hombre


llorando, efectivamente, en la sala vacía de un aeropuerto. Una madrugada.
—¿Y él por qué llora? —me preguntaba a susurros, tragándose los mocos
y colocando el vaso ya sin agua en el borde oxidado de la pequeña ventana.
—Supongo que por lo mismo que tú —le contestaba después de un rato,
dubitativa—. Porque alguien le está pegando.
—Pero la sala está vacía, eso dijiste.
Guardé silencio. Un silencio avergonzado.

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—No te preocupes —balbuceó con una voz apenada, contrita, después


de un rato—. Yo nunca he viajado en avión.

Las paredes estaban pintadas de blanco: un color iridiscente. Eso le contaba.


Había cucarachas que volaban de una esquina a otra de mi cuarto,
especialmente en el verano. Esperaba impresionarlo con ese tipo de
información, sobre todo con el tono frío y científico con que lo contaba. Había
hormigas: largas hileras. Los mosaicos del piso eran de color verde: un verde
difícil de describir. Eso le decía. Un verde de mayólica. Ahí caían, ruidosas, las
canicas. Sobre ellos bailaba al compás del tocadiscos con zapatos de gamusa.
Bebía limonadas en grandes vasos de plástico. Los pájaros hacían muchos nidos
en las ramas del ciprés. Cuando uno pasaba bajo su fronda vertical podía darse
cuenta de que esos pájaros no cantaban, sino que emitían gritos punzantes,
chillidos en realidad. El eco de una sirena lejana. Como si sus patas estuvieran
pegadas a los troncos, abrían los picos más para quejarse o para pedir auxilio,
que para entretener al viento. Soñaba con salir de ahí: soñaba con convertirme
en la hormiga que por fin se pierde dentro de la grieta correcta o el pájaro que
logra, por casualidad o convicción, zafar la pata del pegamento.
—¿Y para qué querrías desaparecer? —me preguntaba a susurros del
lado de su pared. Eso me ponía pensativa. Encontrar una respuesta a esa
pregunta se convirtió en una obsesión de la infancia. Una hormiga. Una hilera.
Un pájaro. Una desaparición. ¿Para qué querría uno una cosa así?

El último cuarto de la casa era, sobre todo, un suplicio. Eso le contaba también.
Aunque estaba planeado para los invitados, los pocos que nos visitaban
preferían dormir en el mío, en la pequeña cama gemela que no ocupaba nadie, a
pasar una noche en esa habitación húmeda y oscura. Todos lo evitábamos en
realidad. Pensaba que con esto lo impresionaría. Ahí se guardaba la ropa de
invierno o los viejos juguetes de mesa o los adornos de Navidad.

No sabía por qué, siendo la más pequeña, era usualmente yo quien tenía que ir
hasta el final del pasillo para buscar un par de botas o bolas de unicel. Cuando
iba, cuando no tenía otro remedio más que ir al último cuarto, avanzaba con
cuidado, deslizando el dedo sobre la pared del pasillo como si no quisiera
perder contacto con algo que dejaba atrás. Una vez adentro, me detenía,
paralizada. El olor era distinto ahí. Musgo. Naftalina. Polvo. El sol, que
iluminaba el resto de la casa, no entraba en esa habitación. Era otro mundo. Ahí
era siempre de noche. Siempre hacía frío en ese planeta. No había ningún ruido.
Ahí, del otro lado, alguien lloraba. Eso le contaba. Un niño. Alguien que pedía
agua. Nadie hablaba de él, aunque sus gritos y gimoteos entraban en la casa por
la ventanita y, luego, se escurrían, como el agua que tomaba para calmarse, por
el pasillo, por el túnel que era el pasillo, hasta encontrar la puerta de entrada,
nadie hablaba de él. Eso le decía. Mis padres se miraban de reojo cuando todo
aquello empezaba y guardaban un silencio bien educado, un silencio
compasivo y pétreo que me producía más que alivio, miedo. Yo me abrazaba
a mí misma y me inclinaba. El llanto del niño, el llanto que venía de la otra casa,
se detenía sólo un segundo bajo el ciprés del jardín y, ahí, se confundía con los
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gritos de los pájaros enloquecidos. Luego todo volvía a empezar. No sabíamos


en qué momento se volvería a desgajar la atmósfera de la casa, pero sí teníamos
la certeza de que pasaría otra vez. Una y otra vez. Una más. Un vaso de agua.

—Hnjko tenía los ojos azules —le expliqué al hombre—, y Jsartv, que siempre
estaba a su lado, también. Parecían gemelos —titubeé—. Creo que lo eran.
—Apuesto a que les gustaba jugar con eso —dijo—. Con su parecido.
Confundir a la gente, ya sabes. Las bromas.
—Sí.
—Pero Jsartv tenía los ojos cafés —añadió luego de un rato—. Ojos cafés
como los tuyos —dijo, mirándome de frente y, cuando no vio ninguna reacción,
tomándome el rostro entre sus dos manos con una violencia apenas contenida
—. No trates de engañarme.
Me sonreí en silencio. Bajé la vista. Hay un hombre que llora en un
aeropuerto, le contaba yo a alguien a quien nunca vi. El hombre lleva una daga
dentro.
—¿Dentro de qué? —me preguntaba la voz infantil.
—Dentro de su cuerpo —le decía—. Naturalmente, sí.

La representante de la aerolínea que se acercó a darnos informes sobre el estado


del vuelo retrasado llevaba el rimel corrido y, cada que abría la boca para
ofrecer una nueva explicación, nos bañaba con el aliento viciado de alguien que
no ha comido en días.
—Parece que terminaremos pasando toda una vida aquí —dijo el
hombre, ensayando un humor triste, a medias derrotado.
—Es el clima —repitió la encargada una vez más, apenas compungida—.
Causas fuera de nuestro control.
Desde el último cuarto del que no podía salir, me pregunté si existían
otras causas. Otro tipo de causas. Si existía algo que en realidad estaba o
pudiera estar bajo nuestro control. El clima. Los corazones que aparecen sobre
el pavimento. El llanto. Una parvada de pájaros que graznan, enloquecidos.
Hnjko. Jsartv. El amor.
—Toda una vida juntos aquí —repitió el hombre cuando la encargada
hubo partido. Suspiró. En ese momento el silencio en el aeropuerto vacío fue
total. La luz, esa luz. El reflejo. Abrí la ventana. La oscuridad. Luego regresó el
eco de la aspiradora, el rumor de algunos pasos.
—Llevamos toda una vida juntos —susurró—. Toda una vida juntos,
aquí —se señaló las venas en la parte posterior de las muñecas. Luego volvió a
colocar las yemas de los dedos de la mano izquierda sobre su frente y, una vez
más, fue incapaz de ocultar lo que hacía: algo íntimo e impostergable y
vergonzoso. Algo roto a la mitad.

Nunca le pregunté cómo había llegado ahí. Tampoco le pregunté su nombre o


su edad. Durante todo ese tiempo, me limité a hacer lo que me pedía:
describirle mi cuarto, hablarle de la casa, contarle historias que acontecían en
lugares muy lejanos y raros. Un aeropuerto. Un río. Una playa. Cuando
terminaba, cuando todo volvía al silencio inicial, regresaba a través del pasillo
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al mundo real. Me colocaba bajo las ramas del ciprés hasta que el graznido de
los pájaros me obligaba a correr. A veces corría alrededor de la cuadra,
buscando su casa. Tratando de identificarla. Todas me parecían igual: eran
construcciones sólidas en cuyos jardines de buenas dimensiones crecían rosales
y geranios. Casi todas tenían un árbol de tronco grueso en cuyas frondas vivían,
pegadas las patas a sus ramas, los mismos pájaros. A veces sólo corría por
correr. Corría para escapar sin saber, en realidad, por qué querría hacer algo así.
Corría hasta que el aire explotaba dentro del cuerpo y los pies se volvían ligeros
y, en lugar de correr, levitaba. Eres real, quería decirle. Para eso lo buscaba,
para decirle que había un mundo fuera del último cuarto de la casa. Que el río y
el aeropuerto y la playa eran reales. Que yo lo era.

Hay un hombre que llora en un aeropuerto, le repetía. Trataba de consolarlo


mencionando que incluso alguien mayor, un hombre adulto y de traje que,
además, se trasportaba en avión, podía hacer aquello que él estaba haciendo:
llorar. Pensaba que su debilidad o su terror, así, podrían adquirir dimensiones
humanas. Algo conmensurable.
—¿Pero por qué llora él? —insistía en su pregunta como si cada causa
provocara un llanto distinto.
—Por lo mismo que tú —replicaba con el latido del corazón
zumbándome en los oídos—. Siempre es por lo mismo, ¿no lo entiendes?
No lo entendía así: eso me transmitía su silencio. Había causas ajenas y
causas bajo control y causas fuera de control. El clima. El amor. La zozobra. No
las hubiera podido llamar así en esos años: carecía del vocabulario. Eso lo fui
comprendiendo o imaginando sólo después, con el tiempo. Sólo aquí.

—Los corazones los pintaba él —le dije—. Lo hacía de madrugada, como ahora
—recapacité—. El día en que lo descubrieron sentí un malestar tremendo. Sentí
vergüenza.
El hombre que lloraba en un aeropuerto guardó silencio. Trataba de
contener la respiración, no había duda. No retiró la mano de su cara ni cambió
de posición. Su único cambio era invisible: el resuello. Un resuello largo y
suave, como de tarde gris.
—Lo agarraron in fraganti —continué—. Cuando elevó la vista bajo el
círculo de luz que formaba la linterna todo quedó al descubierto: un
hombrecillo pequeño y flaco, de gruesas gafas verdes, con el pedazo de tiza en
la mano. Eso era. Un niño viejo. Una criatura pálida y temblorosa. La saliva
acumulada en las comisuras de su boca. Un par de adultos lo jalaron del brazo
y, cuando ya se lo llevaban, les gritó con una voz gangosa y aguda, una voz que
nunca había escuchado antes y que me llenó de terror, que no podía ir con ellos.
Que pronto saldría su avión. Que se le hacía tarde para llegar al aeropuerto.
Me volví a ver al hombre de junto y comprobé que nada había cambiado.
La mano izquierda sobre el rostro, la derecha sobre el regazo. El llanto.
—Su llanto, como siempre, me dobló en dos —continué—. Esa vez
vomité —susurré, la voz cada vez más baja, cada vez más ajena—. Por la
vergüenza —afirmé—. Por la vergüenza que me dio verlo ahí, sobre la calle,
dibujando corazones.
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

El hombre de junto se descubrió el rostro. Las dos manos ahora sobre su


regazo.
—Y entonces salió Jsvart y se sentó bajo el ciprés y trató de despegar el
pájaro de la rama y, al no lograrlo, lo despedazó. ¿No es cierto?
Le contesté que sí. No lo dije, en efecto, pero moví la cabeza de arriba
abajo, asintiendo. Un movimiento inmemorial. La mano que toma el ave y jala,
una a una, las plumas de sus alas. La mano que rompe, horada, mutila. La
mano que entierra, sentimental. No le pregunté cómo sabía eso pero, con sumo
cuidado, cerré la ventana. Cuando ya iba rumbo al avión, me descubrí
deslizando el dedo índice sobre las paredes del estrecho pasillo que nos llevaría
hasta la puerta de entrada. Lo vi a lo lejos: los hombros caídos, los pasos lentos,
el saco de corduroy. Iba delante de mí, deslizándose sobre el suelo más que
caminando. Pensé que el amor nunca ha dejado de darme vergüenza. Miedo. Y
pensé, con alivio, que pronto estaría en el último cuarto.

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

LUIS FELIPE LOMELÍ

LUIS FELIPE LOMELÍ (Guadalajara, México, 1975). Ingeniero


físico, ecólogo y filósofo. Autor de Todos santos de California
(Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí 2001), La flauta
mágica, Ella sigue de viaje y Cuaderno de flores. "El cielo de
Nequén" obtuvo el Premio Latinoamericano de Cuento
Edmundo Valadés 2005. Tiene el honor de haber escrito un
cuento comparado con "El dinosaurio", de Augusto
Monterroso, merced a su brevedad y eficacia, que se titula "El
emigrante", y dice así: "—¿Olvida usted algo? —Ojalá". Sobre
Ella sigue de viaje, Lomelí opinó: "Todas esas cosas que se
desarrollan afuera, en lo público, entran en lo privado, en el
amor, y así seleccioné sólo lo que tenía que ver con el amor, con
la idea de la pareja y cómo es afectada por los viajes."

GENTE SENCILLA DEL CAMPO


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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Tenía que estudiar antes de irme al concierto con Alicia. Pero en lugar de hacer
eso estaba, bajo treinta y cinco grados y frente al ventilador, escribiendo por
doscientos pesos un ensayo sobre el racismo para que un amigo arquitecto
aprobara su materia de valores socioculturales. Tarea fácil, de eso sacaba para
las cheves y algo más. Total, quién habría de sospechar de un estudiante de
ingeniería. Así que estaba yo explayándome acerca del porcentaje de morenos
y blancos en el área metropolitana de Monterrey, dividida previamente en
zonas según los datos del INEGI sobre el ingreso económico, cuando oí que
desde la calle gritaba Roberto.
—¿Lobo estás ahí?
—Nooooooo, me estoy bañando.
—Jugaremos en el bosque/ mientras el lobo no está/ porque si el lobo
aparece/ a todos nos comerá. ¿Lobo estás ahí?
—Nooooo, estoy haciendo fraude académico con un ensayo sobre el
racismo en Monterrey.
—Ji ji ji ji ji. ¡Ya ábreme cabrón!
Roberto siempre encontraba alguna estupidez nueva para gritarme, yo
era menos imaginativo pero me latía seguirle la corriente. Una vez el cabrón
gritó: ¿no estoy yo aquí que soy tu madre? Y terminamos con la cabeza gacha
escuchando la perorata de una ñora, de ésas que nunca se quitan el delantal,
que por casualidad barría la banqueta en esos momentos: sí, señora, usted
disculpe, no lo volveremos a hacer. Por lo menos al Beto sí le caía el veinte de
cuándo tenía que dejarse de mamadas para no meterme en broncas, a diferencia
del Ruso que era especialista en cagarles los ovarios a las meseras del Vips al
grado que estuvimos a punto de que no nos volvieran a dejar entrar.
Le aventé las llaves por el hoyito del mosquitero y el enrejado de la
ventana de mi apartamento. Volví a mi Olivetti con ganas de terminar el ensayo
con algo así como: sí, la sociedad regiomontana es una mierda. El problema es
que mi cuate el arquitecto había nacido en Monterrey. Bueh, lo podría terminar
más tarde, a fin de cuentas él tenía que entregarlo después de la comida y aún
quedaba harta noche y harta madrugada para darle y luego estudiar para el
estúpido examen de Electrónica I. Eso pensé, aunque lo más seguro es que no
fuera a estudiar —como en efecto pasó— pues me parecía una pendejada la
dichosa materia, una estupidez que nos hicieran armar circuitos con chips
obsoletos que sólo se vendían con fines pedagógicos en las repúblicas bananeras
como México, prefería que nos pusieran a reparar hornos de microondas o algo
más práctico que armar interfases análogo-digitales: lamentablemente, las
preferencias de un estudiante no son exactamente las preferencias de los
maestros.
—¿Qué onda, wey? Traje a una amiga —dijo Roberto sacando una
caguama de la bolsa de su pantalón.
—¡Chingón, my friend! ¿Y qué pedo, te la robaste como los cabrones de
la película de Kids?
—A huevo, wey.
—¿Te cae?
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

—Nel, wey, eso quería pero los vatos del Super 7 de acá están bien a las
vivas, como que han de ser una bola de ratas los estudiantes de por aquí.
La destapamos. Me comentó de la hermana de una amiga de él que se
había sentido Alfonsina y, después de emperifollarse, caminó por la arena hasta
terminar ahogada entre el petróleo y el agua salada de Tampico. Luego nos
preguntamos sobre si aún existía alguna manera de suicidarse que fuera
original. No encontramos ninguna. Le platiqué sobre la mona que escribió que
mañana me llenarán la boca de flores, sobre el tío chef que decidió asesinar a mi
tía con ligeras dosis de cianuro, sobre otro tío que —en su camino al seminario
— durmió en Roma entre las ruinas de la Segunda Guerra y al despertarse entre
ratas y a lado de una calavera sintió hartas ganas de desayunarse unos
chilaquiles.
—No mames, wey, hay que dejar de leer.
—¿Por qué?
—Pues porque, wey, es de la mierda ver que hay un chingo de banda a la
que sí le ocurren cosas interesantes, mientras que nosotros lo más cabrón que le
podemos contar a nuestros nietos es que pasamos algunas borracheras y ¡putas!
sí, podemos aderezar un chingo la anécdota, pero a fin de cuentas nomás nos
damos atole con el dedo y siempre nos queda el desasosiego de saber que
nuestra vida es de lo más pinche aburrida del mundo, wey, que nunca nos ha
pasado nada que valga la pena y hacernos chaquetas mentales sobre por qué
Livingstone se quedó a vivir entre los pinches africanos cuando bien pudo
haberse regresado a coger a cuanta londinense pudiera engatusar con sus
historias del continente negro. Por eso estamos solos y por eso hay que
chingarnos esta guama.
Prendimos un par de Alitas. Nadie usa palabras como desasosiego más
que Pessoa y los que hemos perdido el tiempo leyéndolo. Así que hablamos
sobre el portugués mientras nos terminábamos la cheve y yo miraba de cuando
en cuando hacia mi libro de electrónica, hacia mi máquina cuya hoja mostraba
el ensayo inconcluso. Por qué no ser como Pessoa quiso que fuera Álvaro de
Campos. Por qué leer a Pessoa cuando a uno se lo carga la mierda, por qué no
esperarse a estar tan feliz como para sentirse parte de los árboles y de los cables
de acero que atan a los postes de teléfono. Pero de Pessoa pasamos a hablar del
Tajo y de los ríos, a contar anécdotas de la infancia que tuvieran ríos y piedras
de río, de cuando quise atrapar chacales para que una señora me hiciera una
sopa de langostino y terminé con los dedos hinchados por las quelas.
—¡Ah qué pendejo estás, wey!
—Ya te quiero ver, cabrón, atrapando langostinos. No es fácil, pendejo.
—Oh, chingá, wey, no te esponjes. ¿Qué vas a hacer hoy? —preguntó
antes de empinarse de filo lo que quedaba de cerveza. Siempre ha tomado más
rápido que yo el cabrón y, por tanto, siempre me toca menos.
—A las nueve y media me quedé de ver con Alicia para ir al concierto de
Milanés.
—¿Y te la vas a coger, mi rey?
—No sé. Sólo si ella hace algo. Ya ves que soy bien pendejo.
—Bueno, wey, pues en ese caso: vámonos al desierto. ¿A poco no estás
hasta la madre de la ciudad?
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Estira y afloje. Le dije que no la podía dejar plantada porque ya lo había


hecho las dos veces anteriores y además ella me había regalado el boleto. Que sí
tenía un chingo de ganas de largarme de la paradisiaca ciudad de Monterrey
pero que teníamos que llegar a tiempo de vuelta, que no fuera a salir con
mamadas de que había que pasar la noche a la intemperie ni pendejadas de
ésas.
Guardé los Alitas en la bolsa de la camisa. Tomé la botella de whisky que
recién había comprado (sabor no tan pinche y borrachera garantizada con la
mítica promesa de que el escocés no genera cruda). Roberto dijo que por eso me
quería y preguntó si no tenía algunas tortillas o lo que fuera por si nos daba
hambre. Tomé una bolsa de papas fritas de Sebastián, mi compañero de depa, y
bajamos del edificio hablando de Lawrence de Arabia y demás estupideces
desérticas que dieron para seguir la conversación hasta que quité el bastón de
seguridad, el coche se calentó después de un cronometrado cigarro, y tomamos
por Avenida Garza Sada y luego por Avenida Constitución. Las manos me
brincaban de tanto en tanto, ya quería llegar a la carretera para poder tomar sin
miramientos de la botella, para que por fin dejaran de desfilar los edificios a
cien kilómetros por hora y nos encontráramos en otro desierto, en uno que no
hirviera en desesperanza de adolescentes que rondan por la Macroplaza en
busca de algo más que algodones de azúcar.
Sintonizamos el estéreo en Radio Nuevo León para ponernos a
identificar las rolas de música clásica con comerciales de la tele.
Entramos al municipio de Santa Catarina entre las fábricas y los arrabales
que penden del Cerro de las Mitras hasta el lecho del río, a lado de los tráilers y
las filas de gente en las paradas de los camiones urbanos, en esta zona en donde
la ciudad se siente más percudida que de costumbre: un pinche mugrero, como
dijeran los regios. Ciudad embadurnada con hollín y grasa, ceniza de
crematorio. Tráilers y filas de gente.
—No mames, wey, ha de ser bien cabrón ser trailero ¿no?
—Se me ocurren varias razones, pero suelta primero tu idea.
—Pues porque te la pasas todo el tiempo solo. Y lo culero no es la
soledad en sí, lo culero es tener tanto tiempo para pensar en ti mismo, wey,
para aventarte tus terapiadas hasta recordar por qué fue que una vez te
masturbaste con aguacate o cualquier pendejada: por qué te da miedo ser tú el
de la iniciativa con las viejas o hasta por qué no te gustan los garbanzos.
—Eso sería lo de menos, ca'on. Supón que tienes un pedo porque crees
que tu vieja coje con tu carnal y te toca la corrida de Ciudad Juárez a Ciudad de
México. No mames, sería como el chiste del wey que va a pedir un gato para
cambiar su llanta: de tanto pensar en el asunto terminas convenciéndote del
peor caso y llegas a tu casa, cruceta en mano, y en cuanto tu vieja sale a recibirte
le sorrajas de putazos con el fierro gritándole que es una puta.
—A huevo, wey. Puede que eso sea divertido ¿no?
—Igual.
—Neta, cómo se sentirá darle de putazos a alguien con un tubo.
—¿A poco nunca lo has hecho?
Nos detuvimos en el último Super 7 que hay en la carretera de
Monterrey a Saltillo. Dimos vueltas por el establecimiento. Tomamos una bolsa
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de cacahuates japoneses, unas botellas de agua. Compramos otras dos cajetillas


de Alitas. A la salida, mientras yo checaba el aire de las llantas, Roberto se puso
a platicar con un ruco que boleaba zapatos. Me acerqué a ellos. Roberto tenía en
las manos Muerte en Venecia y, nada más y nada menos que, ¡Absalón, Absalón!
Eran del boleador y nos dijo que los mostraba a trueque porque ya los había
leído, que nos recomendaba el de Faulkner. Corrí a la cajuela del coche, donde a
veces dejaba olvidados los libros que no habían sido de mi agrado, para ver si
encontraba algo con qué hacer el negocio: carajo, recién había limpiado el auto
después de un buen. Le preguntamos al ñor si siempre se ponía ahí, dijo que ey,
que la mayoría de las veces, y quedamos en volver para catafixiarle unos
librucos.
Los agradables treinta y cinco grados iban descendiendo de a poquito
mientras salíamos del estacionamiento tragando cacahuates japoneses y
hablando de una película en donde el boleador de zapatos era el vato más
cabrón de todos, el más culto, el que tenía la información más choncha, al que
iban a visitar detectives y astrólogos, y que de seguro el ruco con el que nos
acabábamos de topar tenía doctorado pero requería pasar de incógnito porque
era un perseguido político o que, a lo mejor, el compa se había encontrado los
libros tirados y nomás decía que los tenía a trueque para ver qué cara ponía la
banda. Ideamos varias historias, todas igual de malas o igual de clichés: el
sesentayochero que se perdió en las drogas, el escritorcito que nunca quiso
venderse al sistema y demás pendejadas.
Por fin la ciudad se fue quedando atrás y sólo rebotaban contra los
cristales del auto los trozos de concreto desperdigados que salpican el desierto,
como semillas de la ciudad que será después: las vulcanizadoras que se
recorrerán varios kilómetros con los años, los chatarrales. Le di un trago largo a
la botella de whisky antes de tomar la desviación a Villa de García. Desierto. En
lontananza las dos fábricas que resguardan la carretera como monumentos de
algo que fue o que será. Roberto sacó la cabeza por la ventana, como los
perritos. Luego la metió y me preguntó si había visto lo cabrón que se veían las
fábricas al atardecer, así como sacadas de una película futurista de los años
treinta.
—Pues sí, cabrón, veníamos juntos cuando las vimos.
—¿Te cae?
Pero aún faltaban dos horas para el atardecer, a lo mejor de regreso nos
tocaba revivir la panorámica. Por lo pronto nos podíamos contar historias sobre
fantasmas con olor a herrumbre. Todo sería cuestión de parar y contársela al
velador para que en corto se convirtiera en verdad a voces: pues dicen que por
acá, en las noches en las que se le forma el halo ése a la luna, el como circulito,
en el cuarto de las calderas... Así habíamos hecho cuando se nos ocurrió la
historia de un Ruta 1 fantasma que se lo había llevado la corriente del Santa
Catarina cuando el Gilberto y desde entonces aparecía y desaparecía en las
tardes de tormenta: fuimos y se la contamos a dos o tres choferes de la misma
ruta y, un año después, platicando con otro chofer del Tec-San Nicolás, él me
reseñó nuestra historia con harto aderezo. Fue un buen paliativo: si de nuestras
vidas no había nada interesante que contar, por lo menos podríamos crear
leyendas urbanas.
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—Oye, wey, ¿dijiste que ibas a ir con Raquel al concierto?


—Nope, con Alicia.
—Mal pedo, ¿la vieja se sigue dando su taco?
—¿No quieres mejor que hablemos de la taxonomía de los invertebrados
endémicos en Madagascar?
—'Ta bueno, wey, no te enojes.
El oasis de Villa de García a la vista. Justo antes de entrar a la parte de la
carretera con camellón bajé la velocidad para que no me fueran a chingar los
tránsitos del pueblo. Por suerte sólo había tránsitos por aquí y no judiciales ni
sorchos como en Real de Catorce, así que siempre era una mejor opción venir
para acá por peyote.
—¿Y tú qué pedo con Lucía?
—Pus ahí va, wey, aún se coge rico.
Pasamos Villa de García para enfilarnos hacia Icamole y luego agarrar
hacia Las Azufrosas. Le comenté que a lo mejor conseguía que nos dieran un
espacio en la radio para que hiciéramos un programita, dijo que estaría
chingón, que siempre es a toda madre saber que la banda escucha tus
pendejadas. Y fue lo último que se dijo de ahí hasta Icamole: un recorrido de
cigarros sin filtro y tragos de whisky, de gobernadoras a treinta grados y
Brahms en tres movimientos. Luego silencio de motor de auto, apagar el
estéreo. Silencio que no necesita de nada para estar a gusto.
En el falso pueblo fantasma de Icamole estuve a punto de atropellar a un
morrillo y a Roberto le dio tristeza un viejo que fumaba solo sobre una piedra.
Vimos algunas gallinas, un burro.
—¿Leíste Platero y yo, wey?
—Simón.
—¿Y te latió?
—Nel, pinche vato maricón y cursi empelotado por su puto burrito.
—Órale, wey, a mí sí me latió. Cuando viví en Oaxaca de niño tenía un
burrito y era pocamadre dormirse arriba de él. Están bien acolchonados los
cabrones.
—Pus chido, ca'on. Pero igual se me hace recursi y ridículo el libro.
—Lero lero, tú no tuviste burrito, tú no tuviste burrito.
—Pus no, ca'on. ¿Qué no te has fijado que es medio cabrón tener burros
en un edificio de departamentos?
—Tú no tuviste burrito, tú no tuviste burrito.
—Pero tú no tuviste pecesitos.
—Sí tuve.
—¿Y conejos?
—También.
—¿Y tortugas?
—A huevo, mi rey.
—Pues chinga a tu madre, cabrón.
Una vez en la brecha rumbo a Las Azufrosas acomodé el bastón de
seguridad en el acelerador para sacar el cuerpo y sentarme en el filo de la
ventana del carro. Roberto también se sentó en el filo de su ventana, así que
quedamos con el techo de por medio, sintiendo el aire tibio pasar entre las
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axilas. Con la mano izquierda hacía como que controlaba el volante y dos o tres
veces tuve que volver al asiento para acomodar otra vez el bastón puesto que el
auto quedaba o acelerado de más o de menos. Alrededor sólo yucas,
gobernadoras, viznagas, algún huizache perdido y chaparro y tierra, mucha
tierra, tan vasta y tan inútil como la meta de cualquiera.
—Neta que esto es bien instintivo, ca'on.
—A huevo, wey. Imagínate a un león sacando la cabeza por la ventana.
Se ha de sentir bien chingón el aire en la melena ¿no?
Seguimos así, hablando de cualquier tontería, acabándonos los cigarros,
rolando la botella y yo, de cuando en cuando, bajando hasta el volante para
sortear los hoyos de la brecha. Un rato después nos detuvimos para echar una
miada, como dice Sabina, haciendo circulitos. Del lado izquierdo del automóvil
quedaba un cerro un tanto empinado, pelón, y nada ni nadie más en la cañada
de cerros alzados en farallones.
—Qué pedo, ca'on, unas carreritas a ver quién llega primero a la punta
del cerro.
—No mames, wey, yo me quería tirar en la arena.
—Luego te tiras, no seas huevón.
Después del consabido "en sus marcas" retamos a nuestros pulmones y a
nuestro hígado para que nos llevaran hasta la cima. Roberto cogió la delantera,
al llegar a las faldas del cerro se alerdó y conseguí rebasarlo. Iba asombrado de
que mis bronquios no se me hubieran salido por la boca mientras alcanzaba tres
cuartas partes del cerro cuando volteé a ver a Roberto justo en el instante en que
se tropezaba con una piedra y se iba de bruces.
—Qué pedo, ca'on, ¿te caes de hambre?
—Vete a la verga, wey: ya ganaste.
Nos quedamos sentados un rato, cada quien en su lugar del cerro. No
alcanzaba a verse ningún vestigio de civilización y los caminos se difuminaban
entre la tierra árida. Me quité la camisa. Y bien me daban ganas de encuerarme
pero me daba más hueva volverme a vestir, así que nomás me bajé los
pantalones para sentir el aire entre los testículos. Harto refrescante el asunto en
una tarde que menguaba después del calor de inicios del supuesto otoño
regiomontano.
Luego regresamos al carro corriendo, dando vueltas por la ladera del
cerro (aunque, claro, ya con los pantalones puestos). En un resbalón me llené la
mano derecha de aguates de una biznaguita que me hizo mentar de madres y
anhelar que, si hubiera sido peyote, en lugar de dolor me habría dispuesto a
contemplar todo con colores más bonitos. Pero no, nomás un pinche whisky
que por más tragos que le daba se empeñaba en no causarme ningún efecto.
—No mames, ca'on. Un día de estos deberíamos de traernos dos viejas
para cogérnoslas aquí.
—Ay sí, wey, y qué tal si en una de ésas volteo y te veo tus pinches
nalgas albinas: ¡me vas a cortar toda la puta inspiración!
—Y qué pedo: ¿tú crees que me excita verte tus pinches tatuajes?
—Ah, ¿a poco no te late el de mi cuate el Quetza?
—Bueno, cabrón, te aviento por aquí y yo me voy a coger un kilómetro
más pa'llá.
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Volvimos a andar en el auto y unos minutos más adelante nos


encontramos con un páramo de pura tierra.
—¿Unos trompitos, wey?
Aceleré el coche. Di el volantazo. El pinche carro ni siquiera se coleó.
Volví a acelerar, a dar el volantazo metiendo el freno de mano (como
previamente me había dicho Roberto cagado de risa). Ahora sí que dimos
vueltas y quedamos estacionados, tosiendo a mitad de una inmensa nube de
tierra.
—Va de nuez, ¿no? Pero ahora sí le subimos al vidrio.
Uno y otro más. Y otro. Y otro. Sentía que el pinche coche en una de ésas
se iba a dar el volteón. Un trago de whisky, una calada al cigarro y otra vez a
dar vueltas, a sentirnos partícipes de la Baja 1000 o de la París-Dakar. Roberto
puso un caset de Korn, subió el volumen y yo salí del páramo para meterme a
la brecha a lo más que podía acelerar. El auto rebotaba en los hoyos y contra las
piedras. Otros tragos de whisky y justo pasar la botella para rectificar el volante
y no terminar contra el tronco de un mezquite. Las bocinas sonaban a todo.
Hacer mierda los amortiguadores. Hacernos mierda contra una roca. Más
whisky. Otro cigarro. Roberto se dio un putazo en la cabeza contra el techo del
carro, y yo ya no podía mantener las manos en el volante cuando nos
encontramos frente a una encrucijada.
—¡Trompito, trompito!
Paramos apenas antes de darle en la madre al letrero de madera que dice
"Las Azufrosas".
—¿Para dónde, ca'on?
—Para allá.
Y le dimos para allá, sin acelerarle tanto para poder bajar los cristales.
Roberto bajó el volumen del estéreo y comenzó a hablar sobre el pedo de los
caníbales rusos, que ahora que había terminado el comunismo —donde les
enseñaban tanto a querer a sus prójimos, siempre y cuando no tuvieran ojos
chales o rasgos árabes— algunos vatos querían terminar de terminar el
comunismo comiéndose a unos cuantos conciudadanos para demostrar que eso
de la cofradía y El Nuevo Hombre Soviético eran pura mamada.
—Y arribar al capitalismo con sus quince minutos de fama.
—Para eternizar a Warhol.
—A huevo.
Comentamos que deberíamos de hacer algo así para darle un poco de
emoción a los días, para encender la chispa de la vida. Tal vez no comer banda
pero ¿qué tal ir a asaltar camiones vesti- ditos de traje y corbata como en la
Ciudad de México? ¿O asaltar bancos? ¿O navajear indigentes? Saltaban las
ideas y al mismo tiempo las íbamos desechando por ser, a fin de cuentas, copias
de lo que habían hecho otros vatos: así como la pendeja que se creyó Alfonsina.
Pero igual llegaban otras ideas entre tragos de whisky y ya habríamos de
encontrar algo: niños bomba, coches bomba, camellos bomba, perros callejeros
bomba, gatos bomba. Terrorismo en el campo con vacas bomba.
—¿Y si mejor nomás nos bajamos a buscar peyote, wey?, porque esta
pendejada no me ha hecho efecto.
—Va.
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Y estacioné el auto y bajamos a buscar el peyote aunque en realidad el


único que buscaba de veras era Roberto pues a mí ya se me hacía que era hora
de agarrar viada de vuelta a Monterrey para estar a tiempo del concierto con
Alicia. Caminamos separados para abarcar más superficie. Al inicio hacía como
que me fijaba bajo las gobernadoras, después ya nomás caminaba por caminar:
mirando hacia ningún lado, al cielo. Empecé ¡por fin! a sentir la tranquilidad del
whisky. Busqué el sol, ya se había metido y lo mejor del caso es que jamás me di
cuenta de cuándo había sido el atardecer. Sólo pardeaba. La temperatura era ya
agradable, tal vez unos veintiocho grados. Caminar y caminar. Hacer el Camino
de Santiago. Volverse matachín. Tal vez ése podría ser todo el asunto, eso
pensé: de qué sirven las grandes anécdotas, ¿es sólo que el camino es diferente?
¿o que las grandes anécdotas son de aquellos pendejos que se fueron por la
vereda más pinche? Caminar. Se hacía tarde, se hacía noche la noche y alcé la
cara para ubicar a Roberto. Nada a la redonda. Un par de gritos, la voz lejana. Y
síguele gritando para ir en la dirección correcta.
—¿Algo de peyote?
—Ja ja ja ja. Nada, este lado del desierto vale para pura chingada. Ja ja ja.
—Je je je. Ni pedo. Oye, mejor ya vámonos porque sí quiero llegar con
Alicia. Je je je. No mames, si no la pinche vieja sí se va a encabronar, je je, y yo
voy a seguir en ayuno.
Nomás que cuando quisimos ubicar el coche, el coche ya no estaba. Sólo
desierto al entorno y el mareo del whisky, ahí sí, comenzando a trepar cual
montones de hormigas arrieras desde los pies hasta la columna, por los muslos,
por los brazos. La pregunta entre risas del no mames, wey, pa dónde está el
coche. Y la risa que siguió después de que cada quien señalara una dirección
diferente. Atisbo de miedo. Pero la risa y la moda del consenso nos llevaron a
tomar la dirección que quedaba en medio de los vectores de las manos.
—No mames, wey, como que ya se me subió el pinche whisquito.
—Chingón, ¿no? A ver si llegando pedo, ahora sí me animo a tirarle sus
cantadas a la Alicia.
Seguimos andando pero de mi cochecito ni la sombra. Cada vez era más
complicado distinguir los objetos a distancia. En el cielo iban apareciendo las
estrellas y se mudaba del azul al negro. Tampoco se miraba luz alguna a la
redonda, sólo desierto.
—Chale, ca'on, creo que ya estoy pedo. Tú nomás aguado para que en
cuanto veas una mancha blanca, ahí nos vamos tendidos. ¡Coche! ¿'On' 'tás,
cabrón?
—Pinche coche culero que no responde, ¿edá?
—Ei.
Y siguió sin responder mientras la luna era eructada por un cerro y no te
separes, wey, que ahora sí no se ve casi ni madres. Detrás del horizonte el
reflejo de la olla de luz regiomontana. En lugar de llegar a la brecha donde
estaba estacionado el auto, nos encontramos contra un lienzo de alambre de
púas. Tomamos otra dirección. Volver a caminar. Se obscurecía. Se hizo
obscuro. La luna a un cuarto hacía posible ver a dos metros de distancia. Ni una
veredita, nada. Pero con el alcohol la vida es más sabrosa y nos reíamos. Cada
quien contaba de alguna otra ocasión en que se hubiera perdido, casi siempre
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era en ciudades, entre edificios, salvo una vez en que Roberto se perdió en una
milpa y otra en que yo me perdí por los bosques de Tapalpa y terminé
empachándome con zarzamoras para matar el hambre.
Pasé de la preocupación por dejar plantada a Alicia a reírme porque no
me iba a creer que me había perdido en el desierto y allí iba a terminar el pedo,
adiós a la posibilidad de cogérmela como conejitos. El ensayo del racismo no
me tenía con pendiente pues aún faltaban muchas horas y el examen de
electrónica me importaba tanto como el consumo de proteínas en Lituania.
Luego encontramos una vereda y nos fuimos por ella bajo el supuesto de que
todos los caminos llevan a Roma, a la brecha principal.
—Se ven chidas las estrellas, ¿no?
—Simón, aunque se verían mejor si no hubiera luna.
—Ei. ¿Por qué crees que a la banda le da por pensar en Dios cuando ve
las estrellas?
—Tal vez porque se sienten chiquitos y como siempre les han enseñado
que lo pueden todo, al toparse con algo tan grande, tienen que suponer que
debe de haber alguien más que pueda con ello, que sea su autor.
—Qué cagado, ¿no?
Íbamos tranquilos, confiados en que la vereda nos llevaría a la brecha.
Pero la vereda nomás llegó a un páramo pelón donde no continuaba a lugar
alguno.
—No mames, wey, ahora sí que estamos bien perdidos. Ja ja ja ja.
—Je je je, a huevo. Ahora para dónde.
—Pos pa' donde chingados sea. ¿Tú tienes alguna idea de dónde está el
coche?
—Nel. Je je je.
—Ja ja ja. Ni yo tampoco, wey, ya valimos verga.
Y otra vez a caminar entre las gobernadoras, a decirnos de cosas hasta
que se nos acabó la plática y nada más quedaba caminar, darles vuelta a los
asuntos propios del silencio. La euforia del whisky se pasaba y nos iba cercando
el vacío. Entonces escuchamos un ladrido de perro y, como un perro siempre es
señal de civilización cercana, nos dirigimos al lugar de donde provenía.
Ladraba el perro, caminábamos. Comencé a sentir sed pero no dije nada al
respecto para no empezar con la desesperación. Ladraba el perro. En un
momento de entusiasmo repentino decidimos correr pero la poca visibilidad y
los arañazos nos hicieron desistir. Lo malo del asunto es que, no obstante los
ladridos, no se veía bombilla eléctrica alguna.
La sed siguió in crescendo y las piernas comenzaban a dar de sí. Cómo
será morir en el desierto, esperar entre desmayos a que lleguen los zopilotes, las
hormigas, las ratas. Dear Hemingway, I was thinking about your snows of
Kilimanjaro cuando me dieron ganas de rascarme un huevo. En eso, oh sí, una
lucesita. Ahí, derecho. Ha de ser de una casa, ya la hicimos. A huevo. Y las
platicas que llegaron con la alegría de volver a Monterrey y cenar unos tacos de
barbacoa, decidir entre las taquerías posibles: cuántos vas a querer.
Conforme nos íbamos acercando comenzamos a escuchar voces. Mejor
aún, así no tendríamos que despertar a nadie. Tal vez hasta nos invitaban a
cenar y acariciábamos al perro salvador. Pero no nos invitaron ni un carajo. De
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hecho, cuando llegamos, las señoras se metieron a la casa con los niños y un par
de rancherotes muy amables nos preguntaron que qué chingados queríamos. Y
ahí estuvimos de sumisos: buenas noches, cómo llegamos al camino.
—Cuál camino, pela'os.
—Bueno, a Las Azufrosas.
—Denle para allá. Y rapidito, pela'os, porque se ve que ustedes no son de
por aquí y como que no me agrada verlos.
—Es que andamos perdidos.
—Eso dicen todos.
—Gracias, con permiso.
—Y mucho cuidado que si me entero que hacen alguna tontera, aquí los
ajusticiamos y los dejamos en pelotas amarrados de un tronco.
—Con permiso, gracias.
Nos alejamos en chinga, "para allá", en silencio, después de despedirnos
de los tres perros. Ya que estábamos un tanto retirados nos pusimos a mentarle
de madres al pinche rancherote culero y a su compadre. Pues qué pedo, a poco
nos vemos tan gañanes o qué chingados. Pero otra vez estábamos contentos a
pesar de que la sed crecía y la borrachera se comenzaba a convertir en cruda y
los pies amagaban con una huelga próxima: llegaríamos a Azufrosas, nos
darían de beber, yo traía veinte dólares y con eso podríamos pagar una
habitación y hasta mañana, o de Azufrosas a la encrucijada y al auto y a
Monterrey con sus tacos y algo qué contar para el día siguiente. Lo que no
sabíamos es que habría de sucedemos como al personaje de Norman Mailer que
tiene que reconstruir toda la noche anterior a causa de un tatuaje y al olvido
causado por el whisky. No sabíamos que los cabrones de Azufrosas no habrían
de aceptar dólares, que todos los demás rancheros serían tan cándidos como los
dos anteriores, que la sed nos iría rasgando la garganta al grado de tomar con
gusto el agua que nos dio un vato de Azufrosas en un bote de pintura Comex, y
olía a mierda, pero estaba fresca, y sentíamos que unas cosas suavecitas se
resbalaban por la garganta y la lengua, pero estaba fresca y no teníamos la más
mínima intención de mirarla, de comprobar que esas cosas suavecitas eran lama
o algo más. Y nos dolían las piernas y mentábamos de madres por la
hospitalidad de la gente mientras la cruda nos propinaba un dolor de cabeza
tremendo y llegamos a la encrucijada del letrero de madera pero no sabíamos
hacia dónde habíamos tomado, Roberto ni siquiera recordaba la encrucijada.
Entonces sí a reconstruir el pasado con jirones de recuerdo, a contarnos a
nosotros mismos lo que ya dije: identificar el lugar donde hicimos los trompitos
sin saber si eso había sido antes o después de la encrucijada, mientras tanto la
sed volvía a rebanar las ganas y las piernas gritaban que ya, carajo, y el dolor de
cabeza y caer en cuenta de que había dejado las llaves pegadas en el auto.
Cuánto tiempo pasó. Sólo hasta que llegamos al cerro de las carreritas, la
memoria fue clara en que todo eso había sido antes de dar vuelta. Así que
regresamos por el mismo camino, en la encrucijada tomamos por la derecha y
seguimos, ahora con frío, quién sabe cuántos grados, y menor visibilidad pues
el cielo se llenaba de nubes. Pensar en que lo único que nos faltaba era un
aguacero y luego rectificar porque, claro, podían pasar cosas peores: qué tal si
alguien se había robado el coche que bien podía ser esa mancha, allá: en frente.
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Bien podía ser pero mejor no decir nada para no causar júbilo a lo pendejo.
Mancha que aparece y se va y vuelve a aparecer. ¿Será? ¿Habrá sido así? Y nos
volteamos a ver varias veces. Silencio. Otra vez. Mancha que se hace más
grande pero no se distingue.
—¿Tú qué crees, wey?
—Pus igual, ¿no?
—¿Te cae?
—A correr.
Sí fue. Sí era y no eran exageraciones todas esas lecturas sobre náufragos
y perdidos en el desierto. Corrimos como imbéciles. Corrimos. Cada quien
tomó una de las botellas de agua que habíamos dejado en el carro. Y a la cabeza
para calmar el dolor, a la boca: de corrido, traguiteada, haciendo buches.
A las cuatro y media de la mañana llegamos a Monterrey y tuvimos que
esperar a que fueran las cinco para zamparnos unos tacos mañaneros (previa
parada en el cajero automático). Aventé a Roberto en su casa y quedamos en
volver donde el boleador para intercambiar librucos. Terminé el ensayo sobre el
racismo agregándole algo sobre la desconfianza de los norteños. Presenté mi
examen de electrónica cabeceando sobre la butaca. Luego volví al departamento
para dormir sin rienda. Después le hablaría a Alicia confiado en que jamás
habría de salir con ella de nuevo. Nadie sospecha de un estudiante de
ingeniería, carajo, y pensé que tal vez estaría bien hacer eso que dijimos luego
de hablar de los caníbales rusos.

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HERNÁN LARA ZAVALA

HERNÁN LARA ZAVALA (ciudad de México, 1946). Editor,


narrador y académico. Autor de los libros de cuentos De
Zitilchén, El mismo cielo (Premio Latinoamericano de Narrativa
Colima 1987), Flor de nochebuena y otros cuentos, Después del amor
y otros cuentos (Premio Nacional de Literatura José Fuentes
Mares 1995), Rumbo a la historia y Muñecas rotas, y de las novelas
Charras y Península, península. Experto en literatura en lengua
inglesa, Lara Zavala ha sido divulgador y editor de cuento.
Sobre El mismo cielo, Rocío Aceves escribió: "Se nutre de la
memoria (¿qué libro no?), ya no de la infancia, sino la del autor
maduro, cosmopolita, con una visión muy clara del global
village y un mismo cielo como techo de las mismas pasiones del
hombre. Sólo cambian los paisajes de exóticas flores y
humedades eternas a paisajes urbanos y neblinosos [...] En la
alquimia de la escritura con la realidad de los personajes, los
títulos se mezclan para decirle al lector que las palabras en las
historias y no la conciencia del lector pueden seguir otros
derroteros totalmente ajenos a los que enuncian".

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A RONCHAMP

Para Constanze en su
cumpleaños 21

Con su mochila al hombro Paloma desciende del tren en el pequeño pueblo de


Ronchamp, que ni siquiera tiene una estación propiamente dicha sino
simplemente un andén, imaginando que tan pronto pise la calle la capilla se le
revelará como una aparición. Dispone de muy poco tiempo y se siente tan tensa
que no se explica por qué no la alcanza a ver.
Salió desde París, en un arranque de decepción y rabia, aprovechando
que su rail pass le permitía viajar sin costo.
A las seis de la mañana ya se encontraba en Dijon. De acuerdo con sus
horarios el tren a Belfort no saldría sino hasta las nueve así que aún disponía de
tiempo para vagar por ahí. En la estación se compró una botellita de jugo de
naranja y un sándwich, bueno lo que los franceses llaman un sándwich: una
baguette, una película de mantequilla y una rebanada casi transparente de
jamón que apenas y se siente entre las dos gruesas tapas de pan y salió a
recorrer la ciudad. Qué trabajo abrir tan desmesuradamente la boca para
comerse un triste sándwich. A cada mordida se veía en la necesidad de beber
un poco de jugo para poderse tragar el bocado seco y pastoso. Era domingo y a
esas horas había poquísima gente en la calle. Tres horas son mucho tiempo para
perderlo en una ciudad en donde todo está cerrado. Así que con muchísima
calma se dedicó a mirar las vitrinas de las epiceries donde vendían la famosa
mostaza del lugar y las pequeñas librerías y papelerías —su perdición— así
como las tiendas de ropa, las vinaterías, las tiendas de antigüedades y las de
regalos y curiosidades. Mientras hacía su recorrido se acordaba constantemente
de que su viaje había obedecido a dos cometidos principales: el primero huir de
lo odioso que pueden resultar los domingos en París cuando se está deprimida;
el segundo conocer aquella capilla de la que mucho le habían hablado y que
tanta ilusión le causaba. Se entretuvo propositivamente durante más de dos
horas hasta que se metió a la catedral donde estaban oficiando misa, matando
literalmente el tiempo para no tener que esperar en la estación y quedarse
pensando en lo que le había ocurrido. Trató de seguir la misa recordando sus
viejas oraciones pero a menudo se distraía y volvía a pensar en él, así él, porque
no quería pronunciar ni mentalmente su nombre. Tan pronto terminó la misa
decidió regresar. Volvió a la estación del tren de Dijon, se quitó la mochila para
descansar y sacó su libro, El manantial, para leer mientras esperaba. ¡Cómo
pesaba su mochila! Y es que claro, como había salido en un arranque de
desesperación sin saber muy bien ni a dónde iría ni cuánto tiempo tardaría allí
metió todo cuanto se le ocurrió: desde sus mudas de ropa y camisetas hasta la
secadora de pelo, un vestido formal, unos zapatos de noche —por aquello de las

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cochinas dudas— además de sus cuadernos, sus acuarelas, la cámara, el


despertador y la famosa novela que pesaba un demonio pues era de pasta dura
y de casi mil páginas. En París, la señorita de la estación le había elaborado un
cuidadoso itinerario señalándole dónde bajarse, qué cambios hacer y qué
dirección tomar para llegar a su anhelado destino. "Pero me temo —le había
advertido— que si quieres volver el mismo domingo no tendrás mucho tiempo
pues llegarás como a las cuatro y sólo existe un tren de regreso que sale de
Ronchamp a las seis de la tarde". Pero a ella no le importó. Tenía tantas ganas
de huir y de conocer aquella iglesia que decidió hacer ese viaje relámpago sin
importarle cuánto esfuerzo tuviera que invertir. Durante sus clases en la
facultad de arquitectura en la Sorbonne había admirado el proyecto de Le
Corbusier en los planos, en los libros, en el salón de clase donde le habían
relatado su historia, donde se analizaron los muros curvos, el juego de luces, las
ventanas, las torres, la tradición religiosa y sobre todo lo que constituía la losa
superior de la capilla, concebida a partir de una concha de jaiba encontrada en
Nueva York en 1946. ¡Hacía ya más de cincuenta años! De ninguna manera se la
podía perder. No sabía si era por su estado de ánimo pero hoy más que nunca
deseaba sentir aquello que el propio Le Courbusier había definido como
"arquitectura totalmente libre".
Tal y como estaba anunciado en los horarios llegó el esperado tren que la
conduciría a Belfort que se encontraba a tres horas de camino. Durante el
trayecto se dedicó a leer con cierta angustia sobre Howard Roark y Peter
Keating y sobre la rebelión en la arquitectura y cómo los modelos clásicos
habían sido totalmente superados gracias al talento y a la imaginación de un
arquitecto pobre, romántico y rebelde, que en muchos sentidos evocaba a Frank
Lloyd Wright, así como sobre la impredecible Dominique Frangon, mujer
indómita y enigmática que más que fascinarla la confundía y la impacientaba.
Llegó a Belfort poco después del mediodía pero, para su decepción, le
informaron que Ronchamp se encontraba todavía como a treinta kilómetros de
allí.
—¿A qué horas pasa el tren?
Y tal como le habían indicado le respondieron que a las 3:30 de la tarde.
Eran apenas las doce pasadas así que preguntó que si no había otra manera de
ir. Le contestaron que los camiones no pasaban sino hasta el día siguiente y la
única manera era o bien el tren, que salía hasta las 3:30 de la tarde, o bien en
coche. Un taxista que andaba por allí se ofreció a llevarla por ciento ochenta
francos. Cuando vio que Paloma no se interesó le dijo:
—Por aquí andaba un estudiante chino que también quería que lo
llevara. Búsquelo y tal vez puedan compartir la tarifa.
Paloma revisó su bolso: tenía tan sólo doscientos francos así que no podía
darse el lujo de ir por su cuenta. Recorrió la pequeña estación en busca del
chino pero no encontró a nadie. Salió un rato a la plaza y preguntó:
—¿Perdone, no ha visto usted a un estudiante chino, un turista, que
quería ir a Ronchamp?
—Mais no —le contestaron sonrientes, como si su pregunta fuera parte de
una broma.

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Ni modo. Seguramente el chino ya se había largado. Se le ocurrió que tal


vez podría irse caminando pero al pensarlo bien se dio cuenta de que treinta
kilómetros eran demasiado como para hacerlos a pie y que, además del
cansancio, le llevaría horas. Hizo un cálculo rápido y decidió volver a la
estación y esperar allí aprovechando la ventaja de su rail pass. Trató de leer pero
su concentración había disminuido considerablemente y él le venía una y otra
vez a la mente así que en lugar de continuar con la novela se puso a escribir una
carta a una de sus mejores amigas.
Querida Nayos:
Perdona que no te hubiera escrito antes pero figúrate que me he estado
sintiendo de la fregada pues terminé con Esteban (ni modo a ella no podía
ocultarle el nombre a riesgo de confundirla). ¿Lo podrás creer? Estuvo aquí, en
París, conmigo, en mi pequeño estudio durante casi un mes. Antes de que
llegara le dije a Michelinne que si no pedía alojamiento con alguna amiga
durante ese tiempo pues el estudio es tan pequeño que le haríamos la vida
imposible y la verdad sería muy incómodo para nosotros tener que compartirlo
entre los tres. Michelinne se portó muy bien y se fue a vivir con Paulette, otra
amiga, mientras él (ahora sí ya sabría quién) estuviera aquí a condición de que
en su oportunidad yo haría lo mismo por ella. Al principio la pasamos
divinamente. Durante las mañanas yo me iba a la universidad y él (carajo) se
iba a recorrer la ciudad por su lado. Cuando yo llegaba a mediodía él ya tenía
algo preparado para almorzar y por las tardes me ayudaba en mis planos y mis
maquetas. Todas las noches salíamos a cenar a los pequeños restaurantes del
Quartier Latin o de la rue Mouffetard, siempre con una botella de vino, y luego
nos íbamos al cine, a un concierto o simplemente a caminar por la ciudad.
Pasamos unos días maravillosos pero imagínate un poco antes de irse me
comentó que me quería mucho pero que necesitaba su espacio, que él volvería a
México y que creía que lo mejor sería que termináramos para que cada quien se
sintiera en libertad de hacer lo que le viniera en gana, ¿lo puedes creer?
Libertad, esa palabra que tanto hemos amado tú y yo, me cayó como un balde
de agua fría. Le dije que yo estaba dispuesta a darle toda la libertad que él
necesitara pero por más que platicamos y discutimos no lo pude convencer. Esa
noche me salí del estudio y anduve vagando por toda la ciudad pues no quería
volverlo a ver. Cuando regresé y abrí las puertas del estudio ¡oh oh!: ya se había
ido dejándome una notita. A partir de entonces no he querido saber nada de él.
Como los domingos me han resultado insoportables ayer decidí hacer un viaje
que siempre tuve ganas. ¿Te acuerdas que te platiqué que el papá de mi amigo
Carlos, el arquitecto, había construido una iglesia muy bella y muy original
llamada La Esperanza que está en el anillo Periférico frente a Perisur? Pues
imagínate que cuando él y su papá hicieron un viaje juntos a Francia lo llevó a
conocer la capilla que le había servido de inspiración y quedó verdaderamente
fascinado y yo ahora, en este preciso momento, estoy a punto de tomar el tren
que me llevará a conocerla, ¿no te parece increíble? Espero que este viaje me
ayude a superar mi depresión pues la verdad pienso que él se portó como una
verdadera mierda... etc.
Sigue escribiendo y cuando se dio cuenta el tren hizo su arribo. Se
levantó del piso del andén donde se encontraba sentada, metió sus cosas,
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recogió su mochila y se trepó en uno de los vagones. Después de tanta espera el


camino le pareció cortísimo, no más de veinte minutos. Ni siquiera se sentó sino
que prefirió quedarse en uno de los pasillos asomando la cabeza por la ventana
para apreciar el paisaje y con la esperanza de ver a lo lejos la capilla.
Y ahora, después de tanto lío sucede que ni siquiera existe una estación
en Ronchamp. Es un andén con una banca techada y un teléfono de información
junto a la vía. Mira a su alrededor. Nada. Cruza la calle y tampoco, por más que
busca con la vista no encuentra indicios de la famosa capilla. Qué raro. Decide
preguntar y le informan que no se encuentra dentro del pueblo sino en una de
las montañas, a dos kilómetros de distancia. Merde! Paloma consulta su reloj y
calcula el tiempo. Son poco antes de las cuatro y tiene que estar de vuelta a las
seis para no perder el tren si acaso quiere volver ese mismo día. Decide no
desanimarse. Se pone sus gafas de sol y emprende a pie su marcha a
Ronchamp.
Camina deprisa, sintiendo el peso y el retumbar de la mochila sobre su
espalda, por una carretera estrecha y ascendente, rodeada de olorosos árboles,
con rumbo a una pequeña colina boscosa. Con sus guaraches y sus jeans y una
breve camiseta que le deja parte del estómago al descubierto, el cabello negro y
rizado y un suéter amarrado a la cintura Paloma avanza presurosa. No sabe
cómo pero tiene que llegar. Mientras camina escucha el motor de un coche. Se
vuelve y observa un vehículo que se aproxima. Intenta pedir aventón pero el
automóvil pasa de largo sin reparar en ella.
Continúa su trayecto a paso rápido sintiéndo el calor del sol sobre la
espalda. Por un momento logra olvidarse de él.

Una caseta le indica que ha llegado a su destino. Tres autos se encuentran


estacionados frente a la entrada y, para colmo, ahí está el coche al que le pidió
aventón. Mamones. Compra su boleto, saca su cámara y le pregunta a la
señorita de la ventanilla si se le puede encargar la mochila. Ella acepta de buena
gana y Paloma, cámara en mano, tiene finalmente ante sí la iglesia de
Ronchamp totalmente blanca tal y como se la había imaginado, un todo
coherente con la montaña sobre la que se hallaba montada. Lo primero que le
ocurre pensar al verla es que era como un pensamiento hecho realidad. Una
capilla construida en la cima de una montaña aprovechando las ruinas de otra
pequeña iglesia destruida durante la guerra con un caparazón de jaiba como
techo. ¡Qué emoción! Y luego se fija en el techo curvo que remata en una torre
con un crucifijo en lo alto y en la parte baja con otra torre más pequeña. Una
curva detenida por dos rectas. La capilla parece un extraño animal, un
escarabajo, un molusco. A pesar de que tiene el tiempo tan limitado se acerca
lentamente a la entrada principal. Algunas personas pasean por los alrededores
sin ponerle mucha atención. Seguro los dueños del coche.
Qué poca. Cuando pasa al interior de la capilla, también blanco, se siente
naturalmente envuelta por la concavidad del techo y por el aire sagrado que se
percibe al respirar dentro de ella. Una sensación de paz y quietud la invade.
Sólo hasta entonces se da cuenta de que hay otra persona con ella dentro de la
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iglesia: el chino que no pudo encontrar en la estación. El hombre se encuentra


sentado en una de las bancas mirando hacia el altar como si estuviera orando.
Cual buen oriental Paloma no alcanza a imaginar qué edad tendrá pero duda
que se trate de un estudiante. Parece más bien un hombre rico vestido para un
fin de semana, tal vez un golfista: pantalones amarillos de gabardina bien
planchados, mocasines color vino con flecos y una chamarra de color verde
olivo. Usa unos lentes de aro redondo y el cabello negro impecablemente
peinado hacia atrás. Ça va? dice Paloma al pasar junto a él. El oriental contesta
con un breve movimiento de cabeza entornando los ojos tras los cristales y
esbozando un ligera sonrisa. Ella no tiene ánimo para entablar una
conversación y decirle que pudieron haber subido juntos. Recorre la iglesia con
calma tratando de memorizar todos los detalles, las ventanas cuadradas, la cruz
sobre el tabernáculo, la otra cruz en forma de árbol como un testigo que
presencia el milagro de la transubstanciación y el cuadro de la virgen María, la
madre. Las paredes curvas le daban la sensación de envolverla, de une ronde-
bosse. Mira el reloj: ¡las 5:20! Sale apresurada hasta la caseta de la entrada a
recoger su mochila.
—Si te esperas a que cerremos yo te llevo en mi auto a la estación— le
dice la chica encargada de la ventanilla.
Pero ella le explica que no puede esperar. Tiene examen al día siguiente.
Antes de salir ve un librito con el título Le Corbusier. A pesar de que tiene poco
dinero, no lo piensa dos veces y decide comprarlo aunque no coma en todo el
día; levanta su mochila y emprende su camino cuesta abajo casi corriendo.
Llega a la estación de Ronchamp, sudando a mares, un poco antes de las seis.
¡Fiu! Se quita la mochila y se sienta en la banca de la estación. Para entretenerse,
mientras espera, se dedica a hojear el librito que acaba de comprar. Cuando se
da cuenta ya son las 6:20 y el tren no aparece. Qué raro. Decide esperar un rato
más considerando que tal vez venga retrasado pero cuando se da cuenta ya son
las 6:40 de la tarde y ella es la única pasajera en el desértico y triste andén. Se
dirige al teléfono de emergencia.
—¿Disculpe, me podría informar qué pasó con el tren que va de
Ronchamp a París?
—El domingo no pasa ningún tren por Ronchamp. El próximo tren
pasará hasta el lunes a las siete de la mañana.
—Es que en la estación me informaron... —dice ella.
—Desolé madmoiselle pero le informaron mal...
Casi siete de la noche, sin un centavo, sin haber comido y sin saber qué
hacer. Sale un momento de la estación y ve un hotel. Pregunta cuánto cuesta un
cuarto sencillo por una noche. El recepcionista la mira de arriba abajo y sin
dejar de hacer lo que está haciendo le contesta:
—Doscientos cincuenta francos, madmoiselle.
Sale del hotel y se dice: ¡ni loca! ni modo, tendré que quedarme a dormir
en la banca de la estación. Mañana será otro día. Se encamina otra vez rumbo a
la estación cuando escucha que alguien le toca la bocina de un coche. Se vuelve
para averiguar de qué se trata cuando se da cuenta de que es el chino que se
había encontrado en la capilla.
—¿La puedo ayudar?
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—Acabo de perder el tren para volver a París.


—Mmmm... —dijo él—. Lo siento pero yo todavía me voy a quedar por
aquí un par de días y por eso decidí rentar un coche. Pero... ¿hay alguna otra
cosa que pueda hacer por usted?
—Sí— dijo ella casi sin pensarlo—. ¿Me podría llevar otra vez a
Ronchamp?
—¿A Ronchamp? Pero ya está cerrado. Acabo de volver de ahí.
—Ya sé pero no importa. ¿Me puede llevar?
—Sí claro, si eso quiere, avec plaisir.
Ella se quita la mochila, la coloca en el asiento de atrás y con brío
inusitado se sube en el asiento delantero.
—¿Es usted estudiante? —pregunta Paloma.
—¿Eso parezco? —contesta él.
—No, pero eso me dijeron.
—Bueno pues no se equivocaron —dice sonriendo—. Soy arquitecto pero
claro sigo estudiando y por eso estoy aquí.
—¿De dónde es?
—De Hong Kong.
—Eso me habían dicho.
—¿Quién?
—La gente —contesta ella.
—¿No llevo aquí ni un día y ya saben quién soy?
—No somos muchos los que venimos a Ronchamp, ¿o sí?
Ambos rieron y llegaron en un instante. Él le dijo:
—¿Ya ve? Está cerrado. Además no se ve ningún movimiento y dudo
que se pueda entrar. ¿Está segura de que quiere quedarse aquí? Yo no se lo
aconsejo.
—Segura —responde ella y abre la puerta. Saca su mochila y dice adiós
ondeando efusivamente la mano.
El hombre se queda impasible, con las manos en el volante, hasta que la
ve llegar a la caseta que, efectivamente, está cerrada. Ella repite el adiós con la
mano. Paloma escucha el motor del coche descender por la montaña.
Afortunadamente todavía hay luz así que busca por la barda, cerca de la caseta
de entrada, hasta que da con un timbre. "Conserje" dice un letrerito. Toca tres,
cuatro, muchas veces para que la escuchen. Espera un momento. Nadie. Vuelve
a tocar ahora sin dejar de oprimir el timbre y nada. Definitivamente no había
nadie.
—¡Aló! —grita—. ¿Hay alguien ahí?
Como nadie le responde rodea el muro y al convencerse de que no existe
ningún otro acceso decide saltarse la barda que afortunadamente no es muy alta
así que se pone a estudiar por dónde trepar y cuando finalmente elige el sitio
empieza a escalar con la mochila a sus espaldas aprovechando los huequitos en
la piedra y ayudándose con las manos. Toca el borde superior del muro. Se
ayuda para afianzarse con las dos manos y ça y est! ya está del otro lado: todo
Ronchamp para ella sola. Ahora podrá ver lo que le hubiera gustado de no
haber tenido tanta prisa para coger el tren. Y de repente se da cuenta de que ya

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hace muchas horas que no piensa en él. A veces la acción resulta el mejor
antídoto contra la soledad, se dice.

Ya dentro del atrio pero todavía afuera de la capilla saca sus bártulos y empieza
a dibujar, a lápiz, la fachada de la entrada principal cuando se da cuenta de que
ha empezado a llover. Se guarece bajo un árbol, saca sus acuarelas y hace un
apunte a color aprovechando el agua que se deposita en las hojas para
humedecer sus pinturas. Pero a medida que se va ocultando el sol empieza a
hacer cada vez más fresco. Paloma se desamarra el suéter que lleva a la cintura
y se lo pone. Pero como el frío se intensifica saca de su mochila unas camisetas y
se las mete, una sobre otra, como una cebolla, para rematar otra vez con el
pullover. De súbito observa que en el cielo se ha formado un arco iris, como si
Dios le estuviera enviando un mensaje. Entonces se acuerda de que Le
Corbusier había bautizado aquella capilla en la cima de la montaña como
"Nuestra Señora de la Altura". Entonces tal vez no era Dios sino la Virgen ¿O
era Le Corbusier que se le estaba manifestando? ¿Qué mensaje le quería enviar?
Observa durante un rato: una parte del cielo perfectamente clara, la otra, oscura
por los nubarrones que parecen perderse hacia la noche. El arco iris en la
frontera.
Trabaja sobre la tercera fachada, la que parece una pirámide, cuando
empieza a oscurecer. Se dirige hacia la capilla e intenta entrar pero encuentra
cerradas las puertas así que tiene la necesidad de refugiarse en un pequeño
nicho en alto, una especie de púlpito protegido por un techo afortunadamente
iluminado. Ése podría ser un buen lugar para dormir puesto que tiene piso y la
protección de las propias paredes curvas de la capilla. Saca de la mochila la
secadora de pelo, el vestido y los zapatos de noche y se pone la pijama encima
de toda aquella ropa con la que se ha cubierto. Improvisa una pequeña
almohada y se cubre los pies con la bolsa de plástico con la que protegía sus
cuadernos y pinturas. Abre El manantial y empieza a leerlo sin la angustia que
había sentido en la mañana y con la intención de avanzar hasta que la venza el
sueño pues a pesar de casi no probar bocado en todo el día y de haber perdido
el tren siente paz. No había leído más que unas cuantas páginas cuando se va la
luz. Le da miedo. ¿Quién la habrá desconectado? Afortundamente no se había
desnudado sino al revés: sin proponérselo se había ido vistiendo más y más
hasta quedar totalmente recubierta, sobreprotegida. Nadie la había visto entrar,
nadie sabía que ella, Paloma, se encontraba allí, completamente sola y en la más
absoluta oscuridad. La noche crepitaba con sus diversos sonidos, insectos,
viento, hojas, aire, se hallaba en las faldas de la cordillera de Vosges, indefensa,
totalmente libre y atrapada entre los muros, sin que nadie pudiera imaginar
dónde diablos se encontraba pues se había salido sin avisarle ni siquiera a
Michelinne que cuando le preguntó cómo le había ido con él ella le respondió
falsamente Uh-la-lah. La única persona que podría suponer que ella se
encontraba adentro de aquella capilla era el chino, arquitecto, estudiante, o lo
que fuera, cuya edad indefinida le creaba cierta desconfianza. Ahí estaba ella,
Paloma, acurrucada sobre el piso de una iglesia prácticamente desconocida para
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la gran mayoría a pesar de su importancia. Un poco como ella misma esta


noche, en este preciso momento en el que se halla totalmente fuera del mundo
como un polizón trepado en ese crustáceo inaudito y maravilloso que navega
sobre las montañas de Vosges y las llanuras de Saone. Recapacita y se
tranquiliza: no, no tengo por qué tener miedo seguramente se trata de un
interruptor automático que apaga la luz a una hora fija. Al menos se había
podido acomodar para dormir. Saca su despertador y lo pone para que suene a
las cinco de la mañana. No quería que la encontraran allí cuando la capilla
abriera, además de que tenía que coger el tren de las siete en la estación. Y
mientras intenta dormir ve de pronto al chino de pie, junto a ella. Él le tiende la
mano y con voz suave y cadenciosa le dice: "Ven, ponte tu vestido y tus zapatos
y vamos a bailar, aquí, ahora que no hay nadie más que tú y yo".
Se despierta un momento antes de que suene el despertador. Había
dormido de un tirón sin acordarse de sus miedos y con un vago placer por lo
que soñó. Admira una vez más la capilla en plena oscuridad. Se había negado a
tomar fotos pues quería guardar el recuerdo en su memoria y en los dibujos de
la tarde anterior. Recoge sus cosas y antes de salir se topa con una fuente en la
que no había reparado. Se le ocurre que si desea volver allí tendrá que echar
una moneda. Busca en su cartera y no encuentra más que un peso mexicano
olvidado en el fondo de su monedero. Lo arroja a la fuente pensando en sí
misma y en sus compañeros, él incluido qué caray. Ay Esteban, piensa, pobre
de ti.
Con su mochila al hombro salta de nuevo la barda y camina entre la
neblina del amanecer. El descenso le parece como el regreso de un prolongado
viaje. Contra lo que le había sucedido al llegar ahora va contenta y relajada,
aliviada de un gran peso.
Llega al andén pero ahora le parece más insignificante aún esperar el
tren que la devolverá a París. No duerme en el trayecto, no lee su novela, no le
escribe a sus amigos. Al llegar se va directamente a su estudio en el metro, se da
una ducha y se dispone a comer un buen desayuno antes de partir a la
Universidad.

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

JUAN VILLORO

JUAN VILLORO (ciudad de México, 1956). Periodista y


escritor. Autor de los libros de cuentos El mariscal de campo, La
noche navegable, Albercas, Las golosinas secretas, La casa pierde
(Premio Xavier Villaurrutia 1999) y Los culpables (Premio de
Narrativa Antonin Artaud 2007); de las novelas El disparo de
argón, Materia dispuesta y El testigo (Premio Herralde de novela
2004); y de las crónicas Tiempo transcurrido, Palmeras de la brisa
rápida, un viaje a Yucatán, Los once de la tribu y Safari accidental. Si
bien el autor pretende "reparar una realidad imperfecta a través
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

de la crónica", con los cuentos el escritor se enfrenta a un reto


diferente: "Los cuentos se escriben de atrás hacia delante.
Dominas el final, sabes a dónde van a ir tus personajes y todo
está confluyendo hacia ese fin. Y cualquier cosa que se dispare
o se separe de esa veta, es una distracción innecesaria. En
cambio la novela te ofrece una tensión distinta, que es la de
avanzar sin rumbo fijo. El novelista avanza como un
sonámbulo, y en cambio el cuentista es un insomne". El
presente cuento forma parte de La casa pierde.

COYOTE

El amigo de Hilda había tomado el tren bala pero habló maravillas de la


lentitud: atravesarían el desierto poco a poco, al cabo de las horas el horizonte
ya no estaría en las ventanas sino en sus rostros, enrojecidos reflejos de la tierra
donde crecía el peyote. A Pedro le pareció un cretino; por desgracia, sólo se
convenció después de hacerle caso.
Cambiaron de tren en una aldea donde los rieles se perdían hasta el fin
del mundo. Un vagón de madera con demasiados pájaros vivos. Predominó el
olor a inmundicias animales hasta que alguien se orinó allá al fondo. Las bancas
iban llenas de mujeres de una juventud castigada por el polvo, ojos neutros que
ya no esperaban nada. Se diría que habían recogido a una generación del
desierto para llevarla a un impreciso exterminio. Un soldado dormitaba sobre
su carabina. Julieta quiso rescatar algo de esa miseria y habló de realismo
mágico. Pedro se preguntó en qué momento aquella imbécil se había convertido
en una gran amiga.
La verdad, el viaje empezó a oler raro desde que Hilda presentó a
Alfredo. Las personas que se visten enteramente de negro suelen retraerse al
borde de la monomanía o exhibirse sin recato. Alfredo contradecía ambos
extremos. Todo en él escapaba a las definiciones rápidas: usaba cola de caballo,

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

era abogado —asuntos internacionales: narcotráfico—, consumía drogas


naturales.
Con él se completó el grupo de seis: Clara y Pedro, Julieta y Sergio, Hilda
y Alfredo. Cenaron en un lugar donde las crepas parecían hechas de tela. Sergio
criticó mucho la harina; era capaz de hablar con pericia de esas cosas. Avisó que
no tomaría peyote; después de una década de psicotrópicos —que incluía a un
amigo arrojándose de la pirámide de Tepoztlán y cuatro meses en un hospital
de San Diego—, estaba curado de paraísos provisionales:
—Los acompaño pero no me meto nada. Nadie mejor que él para
vigilarlos. Sergio era de quienes le encuentran utilidad hasta a las cosas que
desconocen y preparan guisos exquisitos con legumbres impresentables.
Julieta, su mujer, escribía obras de teatro que, según Pedro, tenían un
éxito inmoderado: había despreciado cada uno de sus dramas hasta enterarse
de que cumplía 300 representaciones.
Alfredo dejó la mesa un momento (a pagar la cuenta, con su manera
silenciosa de decidir por todos) y Clara se acercó a Hilda, le dijo algo al oído,
rieron mucho.
Pedro vio a Clara, contenta de ir al valle con su mejor amiga, y sintió la
emoción intensa y triste de estar ante algo bueno que ya no tenía remedio: los
ojos encendidos de Clara no lo incluían, probar algo de esa dicha se convertía
en una forma de hacerse daño. Un recuerdo lo hirió con su felicidad remota:
Clara en el desborde del primer encuentro, abierta al futuro y sus promesas, con
su vida todavía intacta.
Durante semanas que parecieron meses Pedro había despotricado contra
el regreso. ¿No era una contradicción repetir un rito iniciático?, ¿tenía sentido
buscar la magia que habían arruinado con dos años de convivencia? Una vez,
en otro siglo, se amaron en el alto desierto, ¿adónde se fugó la energía que
compartieron, la desnuda plenitud de esas horas, acaso las únicas en que
existieron sin consecuencias, sin otros lazos que ellos mismos? Esa tarde, en una
ciudad de calles numerosas, habían peleado por un paraguas roto. ¡En un
tiempo sin lluvias! ¿Qué tenían que ver sus quejas, el departamento
insuficiente, los aparatos descompuestos con el despojado paraíso del desierto?
No, no había segundos viajes. Sin embargo, ante la sonrisa de Clara y sus ojos
de niña hechizada por el mundo, supo que volvería; pocas veces la había
deseado tanto, aunque en ese momento nada fuera tan difícil como estar con
ella: Clara se encontraba en otro sitio, más allá de sí misma, en el viaje que, a su
manera, ya había empezado.
La idea de tomar un tren lento se impuso sin trabas: los peregrinos
escogían la ruta más ardua. Sin embargo, después de medio día de canícula, la
elección pareció fatal. Fue entonces que Alfredo habló del tren bala. La mirada
de Pedro lo redujo al silencio. Hilda se mordió las uñas hasta hacerse sangre.
—Cálmate, mensa —le dijo Clara.
En el siguiente pueblo Alfredo bajó a comprar jugos: seis bolsas de hule
llenas de un agua blancuzca que sin embargo todos bebieron.
La tierra, a veces amarilla, casi siempre roja, se deslizaba por las
ventanas. En la tarde vieron un borde fracturado, los riscos que anunciaban la

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

entrada al valle. Avanzaron tan despacio que fue una tortura adicional tener el
punto de llegada detenido a lo lejos.
El tren paró junto a un tendajón de lámina en medio de la nada. Dos
hombres subieron a bordo. Llevaban rifles de alto calibre.
Después de media hora —algo que en la dilatación del viaje equivalía a
un instante— lograron esquivar a los cuerpos sentados en el pasillo y ubicarse
junto a ellos.
Julieta había administrado su jugo; la bolsa fofa se calentaba entre sus
manos. Uno de los hombres señaló el líquido, pero al hablar se dirigió a Sergio:
—¿No prefiere un fuerte, compa?
La cantimplora circuló de boca en boca. Un mezcal ardiente.
—¿Van a cazar venado? —preguntó Sergio.
—Todo lo que se mueva —y señaló la tierra donde nada, absolutamente
nada se movía.
El sol había trabajado los rostros de los cazadores de un modo extraño,
como si los quemara en parches: mejillas encendidas por una circulación que no
se comunicaba al resto de la cara, cuellos violáceos. No tenían casi nada que
decir pero parecían muy deseosos de decirlo; se atropellaron para hablar con
Sergio de caza menor, preguntaron si iban "de campamento", desviando la vista
a las mujeres.
Bastaba ver los lentes oscuros de Hilda para saber que iban por peyote.
—Los huicholes no viajan en tren. Caminan desde la costa —un filo de
agresividad apareció en la voz del cazador.
Pedro no fue el único en ver el walk-man de Hilda. ¿Había algo más
ridículo que esos seis turistas espirituales? Seguramente sacarían la peor parte
de ese encuentro en el tren; sin embargo, como en tantas ocasiones improbables,
Julieta salvó la situación. Se apartó el fleco con un soplido y quiso saber algo
acerca de los gambusinos. Uno de los cazadores se quitó su gorra de beisbolista
y se rascó el pelo.
—La gente que lava la arena en los ríos, en busca de oro —explicó Julieta.
—Aquí no hay ríos —dijo el hombre.
El diálogo siguió, igual de absurdo. Julieta tramaba una escena para su
siguiente obra.
Los cazadores iban a un cañón que se llamaba o le decían "Sal si puedes".
—Ahí nomás —señalaron, la palma en vertical, los cinco dedos
apuntando a un sitio indescifrable.
—Miren —les tendieron la mira telescópica de un rifle: rocas muy
lejanas, el aire vibrando en el círculo ranurado.
—¿Todavía quedan berrendos? —preguntó Sergio.
—Casi no.
—¿Pumas?
—¡Qué va!
¿Qué animales justificaban el esfuerzo de llegar al cañón? Un par de
liebres, acaso una codorniz.
Se despidieron cuando empezaba a oscurecer.
—Tenga, por si las moscas.

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Pedro no había abierto la boca. Se sorprendió tanto de ser el escogido


para el regalo que no pudo rechazarlo. Un cuchillo de monte, con una
inscripción en la hoja: Soy de mi dueño.
El crepúsculo compensó las fatigas. Un cielo de un azul intenso que se
condensó en una última línea roja.
El tren se detuvo en una oquedad rodeada de noche. Alfredo reconoció
la parada.
En aquel sitio no había ni un techo de zinc. Descendieron, sintiendo el
doloroso alivio de estirar las piernas. Una lámpara de kerosene se balanceó en
la locomotora en señal de despedida.
La noche era tan cerrada que los rieles se perdían a tres metros de
distancia. Sin embargo, se demoraron en encender las linternas: ruidos de
insectos, el reclamo de una lechuza. El paisaje inerte, contemplado durante un
día abrasador, revivía de un modo minucioso. A lo lejos, unas chispas que
podían ser luciérnagas. No había luna, un cielo de arena brillante, finita.
Después de todo habían hecho bien; llegaban por la puerta exacta.
Encendieron las luces. Alfredo los guio a una rinconada donde hallaron
cenizas de fogatas.
—Aquí el viento pega menos.
Sólo entonces Pedro sintió el aire insidioso que empujaba arbustos
redondos.
—Se llaman brujas —explicó Sergio; luego se dedicó a juntar piedras y
ramas. Encendió una hoguera formidable que a Pedro le hubiera llevado horas.
Clara propuso que buscaran constelaciones, sabiendo que sólo darían
con el cinto de Orión. Pedro la besó; su lengua fresca, húmeda, conservaba el
regusto quemante del mezcal. Se tendieron en el suelo áspero y él creyó ver una
estrella fugaz.
—¿Te fijaste?
Clara se había dormido en su hombro. Le acarició el cuello y al contacto
con la piel suave se dio cuenta de que tenía arena en los dedos.
Despertó muy temprano, sintiendo la nuca de piedra. Los restos de la
fogata despedían un agradable olor a leña. Un cielo azul claro, todavía sin sol.
Un poco después los seis bebían café, lo único que tomarían en el día.
Pedro vio los rostros contentos, aunque algo degradados por las molestias del
viaje, la noche helada y dura, el muro de nopales donde iban a orinar y defecar.
Hilda parecía no haber dormido en eras. Mostró dos aspirinas y las tragó con su
café.
—El pinche mezcal —dijo.
Alfredo enrolló la cobija con su bota y se la echó al hombro, un
movimiento arquetípico, de comercial donde intervienen vaqueros.
Pedro pensó en los cazadores. ¿Qué buscaban en aquel páramo? Alfredo
pareció adivinarle el pensamiento porque habló de animales enjaulados rumbo
a los zoológicos del extranjero:
—Se llevan hasta los correcaminos —se cepilló el pelo con furia, se anudó
la cola de caballo, señaló una cactácea imponente—: los japoneses las arrancan
de raíz y vamonos, al otro lado del Pacífico.

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Tenía demandas al respecto en su escritorio. ¿Demandas de quién, del


dueño del desierto, de los imposibles vigilantes de esa foresta sin agua?
Pedro empezó a caminar. El beso de Clara se le secó de inmediato; una
sensación borrosa en la boca. Respiró un aire limpio, caluroso, insoportable.
Cada quien tenía que encontrar su propio peyote, los rosetones verde pálido
que se ocultan para los indignos. La idea del desierto saqueado le daba vueltas
en la mente.
Se adentró en un terreno de mezquites y huizaches; al fondo, una colina
le servía de orientación. "El aire del desierto es tan puro que las cosas parecen
más cercanas." ¿Quién le advirtió eso? Avanzó sin acercarse a la colina. Se fijó
una meta más próxima: un árbol que parecía partido por un rayo. Los cactus
impedían caminar en línea recta; esquivó un sinfín de plantas antes de llegar al
tronco muerto, lleno de hormigas rojas. Se quitó el sombrero de palma, como si
el árbol aún arrojara sombra. Tenía el pelo em papado.A una distancia próxima,
aunque incalculable, se alzaba la colina; sus flancos vibraban en un tono
azulenco. Sacó su cantimplora, hizo un buche, escupió.
Siguió caminando, y al cabo de un rato percibió el efecto benéfico del sol:
cocerse así, infinitamente, hasta quedar sin pensamientos, sin palabras en la
cabeza. Un zopilote detenido en el cielo, tunas como coágulos de sangre. La
colina no era otra cosa que una extensión que pasaba del azul al verde al
marrón.
Sentía más calor que cansancio y subió sin gran esfuerzo, chorreando
sudor. En la cima vio sus tobillos mojados, los calcetines le recordaron
transmisiones de tenis donde los cronistas hablaban de deshidratación. Se
tendió en un claro sin espinas. Su cuerpo despedía un olor agrio, intenso,
sexual. Por un momento recordó un cuarto de hotel, un trópico pobrísimo
donde había copulado con una mujer sin nombre. El mismo olor a sábana
húmeda, a cuerpos ajenos, inencontrables, a la cama donde una mujer lo recibía
con violencia y se fundía en un incendio que le borraba el rostro.
¿En qué rincón del desierto estaría sudando Clara? No tuvo energías
para seguir pensando. Se incorporó. El valle se extendía, rayado de sombras.
Una ardua inmensidad de plantas lastimadas. Las nubes flotaban, densas,
afiladas, en una formación rígida, casi pétrea. No tapaban el sol, sólo arrojaban
manchas aceitosas en el alto desierto. Muy a lo lejos vio puntos en movimiento.
Podían ser hombres. Huicholes siguiendo a su maracame, tal vez. Estaba en la
región de los cinco altares azules resguardados por el venado fabuloso. De
noche celebrarían el rito del fuego donde se queman las palabras. ¿Cuál era el
sentido de estar ahí, tan lejos de la ceremonia? Dos años antes, en la hacienda
de un amigo, habían bebido licuados de peyote con una fruición de novatos.
Después del purgatorio de náuseas ("¡una droga para mexicanos!", se quejó
Clara) exudaron un aroma espeso, vegetal. Luego, cuando se convencían de que
aquello no era sino sufrimiento y vómito, vinieron unas horas prodigiosas: una
prístina electricidad cerebral: asteriscos, espirales, estrellas rosadas, amarillas,
celestes. Pedro salió a orinar y contempló el pueblito solitario a la distancia, con
sus paredes fluorescentes. Las estrellas eran líquidas y los árboles palpitaban.
Rompió una rama entre sus manos y se sintió dueño de un poder preciso. Clara
lo esperaba adentro y por primera vez supo que la protegía, de un modo físico,
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contra el frío y la tierra inacabable; la vida adquiría una proximidad sanguínea,


el campo despedía un olor fresco, arrebatado, la lumbre se reflejaba en los ojos
de una muchacha.
¿Tenía algo que ver con esas noches de su vida: el cuerpo ardiendo entre
sus manos en un puerto casi olvidado, los ojos de Clara ante la chimenea? Y al
mismo tiempo, ¿tenía algo que ver con la ciudad que los venció
minuciosamente con sus cargas, sus horarios fracturados, sus botones
inservibles? Clara sólo conocía una solución para el descontento: volver al valle.
Ahora estaban ahí, rodeados de tierra, los ánimos un tanto vencidos por el can-
sancio, el sol que a ratos lograba arrebatarle pensamientos.
La procesión avanzaba a lo lejos, seguida de una cortina de polvo.
Pedro se volvió al otro lado; a una distancia casi inconcebible vio unas
manchitas de colores que debían ser sus amigos. Decidió seguir adelante; la
colina le serviría de orientación, regresaría al cabo de unas horas a compartir el
viaje con los demás. Por el momento, sin embargo, podía disfrutar de esa
vastedad sin rutas, poblada de cactus y minerales, abierta al viento, a las nubes
que nunca acabarían de cubrirla.
Descendió la colina y se internó en un bosque de huizaches. De golpe
perdió la perspectiva. Un acercamiento total: pájaros pequeños saltaban de
nopal en nopal; tunas moradas, amarillas. Imaginó el sitio por el que avanzaban
los huicholes, imaginó una ruta directa, que pasaba sobre las plantas, y trató de
corregir sus pasos quebrados. Tan absorbente era la tarea de esquivar magueyes
que casi se olvidó del peyote; en algún momento tocó la bolsa de hule que
llevaba al cinto, un jirón ardiente, molesto.
Llegó a una zona donde el suelo cobraba una consistencia arenosa; los
cactus se abrían, formando un claro presidido por una gran roca. Un bloque
hexagonal, pulido por el viento. Pedro se aproximó: la roca le daba al pecho.
Curioso no encontrar cenizas, migajas, pintura vegetal, muestras de que otros
ya habían experimentado la atracción de la piedra. Se raspó los antebrazos al
subir. Observó la superficie con detenimiento. No sabía nada de minerales pero
sintió que ahí se consumaba una suerte de ideal, de perfección abstracta. De
algún modo, el bloque establecía un orden en la dispersión de cactus, como si
ahí cristalizara otra lógica, llana, inextricable. Nada más lejano a un refugio que
esos cantos afilados: la roca no servía de nada, pero en su bruta simplicidad
fascinaba como un símbolo de los usos que tal vez llegaría a cumplir: una mesa,
un altar, un cenotafio.
Se tendió en el hexágono de piedra. El sol había subido mucho. Sintió la
mente endurecida, casi inerte. Aun con el sombrero sobre el rostro y los ojos
cerrados, vio una vibrante película amarilla. Tuvo miedo de insolarse y se
incorporó: los huizaches tenían círculos tornasolados. Miró en todas
direcciones. Sólo entonces supo que la colina había desaparecido.
¿En qué momento el terreno lo llevó a esa meseta? Pedro no pudo
reconocer el costado por el que subió a la roca. Buscó huellas de sus zapatos
tenis. Nada. Tampoco encontró, a la distancia, un brote de polvo que
atestiguara la caminata de los peregrinos. El corazón le latía con fuerza. Se
había perdido, en la deriva inmóvil de esa balsa de piedra. Sintió el vértigo de
bajar, de hundirse en cualquiera de los flancos de plantas verdosas. Buscó una
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seña, algo que revelara su paso a la roca. Un punto grisáceo, artificial, le


devolvió la cordura. ¡Ahí abajo había un botón! Se le había desprendido de la
camisa al subir. Saltó y recogió el círculo de plástico, agradable al tacto.
Después de horas en el desierto, no disponía de otro hallazgo que aquel trozo
de su ropa. Al menos sabía por dónde había llegado. Caminó, resuelto, hacia el
horizonte irregular, espinoso, que significaba el regreso.
De nuevo procuró seguir una recta imaginaria pero se vio obligado a dar
rodeos. La vegetación se fue cerrando; debía haber una humedad soterrada en
esa región; los órganos se alzaban muy por encima de su cabeza, un caos que se
abría y luego se juntaba. Avanzó con pasos laterales, agachándose ante los
brazos de las biznagas, sin desprender la vista de los cactus pequeños dispersos
en el suelo.
Se desvió de su ruta: en el camino de ida no había pasado por ese
enredijo de hojas endurecidas. Sólo pensaba en salir, en llegar a un paraíso
donde los cactus fueran menos, cuando resbaló y fue a dar contra una planta
redonda, con espinas dispuestas en doble fila, que de un modo exacto, absurdo,
le recordó la magnificación de un virus de gripe que vio en un museo. Las
espinas se ensartaron en sus manos. Espinas gordas, que pudo extraer con
facilidad. Se limpió la sangre en los muslos. ¿Qué carajos tenía que hacer ahí, él,
que ante una planta innombrable pensaba en un virus de vinilo?
Pasó un buen rato buscando una mata de sábila. Cuando finalmente la
halló, la sangre se le había secado. Aun así, extrajo el cuchillo de monte, cortó
una penca y sintió el beneficio de la baba en sus heridas.
En algún momento se dio cuenta de que no había orinado en todo el día.
Le costó trabajo expulsar unas gotas; la transpiración lo secaba por dentro. Se
detuvo a cortar tunas. Una de las pocas cosas que sabía del desierto era que la
cáscara tiene espinas invisibles. Partió las tunas con el cuchillo y comió
golosamente. Sólo entonces advirtió que se moría de sed y hambre.
De cuando en cuando eructaba el aroma perfumado de las tunas. Lo
único agradable en esa soledad sin fin. Los cactus lo forzaban a dar pasos que
acaso trazaran una sola curva imperceptible. La idea de recorrer un círculo
infinito lo hizo gritar, sabiendo que nadie lo escucharía.
Cuando el sol bajó, vio el salto de una liebre, correrías de codornices,
animales rápidos que habían evitado el calor. Distinguió un breñal a unos
metros y tuvo deseos de tumbarse entre los terrones arenosos; sólo un demente
se atrevía a perturbar las horas que equivalían a la verdadera noche del
desierto, a su incendiado reposo.
Entonces pateó un guijarro, luego otro; la tierra se volvió más seca, un
rumor áspero bajo sus zapatos. Pudo caminar unos metros sin esquivar plantas,
una zona que en aquel mundo elemental equivalía a una salida. Se arrodilló,
exhausto, con una alegría que de algún modo humillado, primario, tenía que
ver con los nopales que se apartaban más y más.
Cuando volvió a caminar el sol se perdía a la distancia. Una franja verde
apareció ante sus ojos. Una ilusión de su mente calcinada, de seguro. Supuso
que se disolvería de un paso a otro. La franja siguió ahí. Una empalizada de
nopales, una hilera definida, un sembradío, una cerca. Corrió para ver lo que
había del otro lado: un desierto idéntico al que se extendía, inacabable, a sus
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espaldas. La muralla parecía separar una imagen de su reflejo. Se sentó en una


piedra. Volvió a ver el otro desierto, con el resignado asombro de quien
contempla una maravilla inservible.
Cerró los ojos. La sombra de un pájaro acarició su cuerpo. Lloró, durante
largo rato, sorprendido de que su cuerpo aún pudiera soltar esa humedad.
Cuando abrió los ojos el cielo adquiría un tono profundo. Una estrella
acuosa brillaba a lo lejos.
Entonces oyó un disparo.
Saber que alguien, por ahí cerca, mataba algo, le provocó un gozo
inesperado, animal. Gritó, o mejor dicho, quiso gritar: un rugido afónico, como
si tuviera la garganta llena de polvo.
Otro disparo. Luego un silencio desafiante. Se arrastró hacia el sitio de
donde venían los tiros: la dicha de encontrar a alguien empezaba a mezclarse
con el temor de convertirse en su blanco. Tal vez no perseguía un disparo sino
su eco fugado en el desierto. ¿Podía confiar en alguno de sus sentidos? Aun así,
siguió reptando, raspándose las rodillas y los antebrazos, temiendo caer en una
emboscada o, peor aún, llegar demasiado tarde, cuando sólo quedara un rastro
de sangre.
Pedro se encontró en un sitio de arbustos bajos, silencioso.
Se incorporó apenas: a una distancia que parecía próxima distinguió un
círculo de aves negras. Volvió a caminar erguido.
Pasó a una zona de aridez extrema, un mar de piedra caliza y fósiles; de
cuando en cuando, un abrojo alzaba un muñón exangüe. El círculo de pájaros se
disolvió en un cielo donde ya era difícil distinguir otra cosa que las estrellas.
Su situación era tan absurda que cualquier cambio la mejoraba; le dio
tanto gusto ver las sombras de unos huizaches como antes le había dado salir
del laberinto de plantas.
Se dirigió a la cortina de sombras y en la oscuridad menospreció las
pencas dispersas en el suelo. Una hoja de nopal se le clavó como una segunda
suela. La desprendió con el cuchillo, los ojos anegados en lágrimas.
Al cabo de un rato le sorprendió su facilidad para caminar con un pie
herido; el cansancio replegaba sus sensaciones. Alcanzó las ramas erizadas de
los huizaches y no tuvo tiempo de recuperar la respiración. Del otro lado, en
una hondonada, había lámparas, fogatas, una intensa actividad. Pensó en los
huicholes y su rito del fuego; por obra de un complejo azar había alcanzado a
los peregrinos. En eso, una sombra inmensa inquietó el desierto. Se oyó un
rechinido ácido. Pedro descubrió la grúa, las poleas tensas que alzaba una
configuración monstruosa, una planta llena de extremidades que en la noche
lucían como tentáculos desaforados. Los hombres de allá abajo arrancaban un
órgano de raíz. No se estremeció; en el caos de ese día era un desorden menor
confundir a los huicholes con saqueadores de plantas. Se resignó a bajar hacia la
excavación. Entonces sonó un disparo. Hubo gritos en el campamento, el cactus
se balanceó en el aire, los hombres patearon tierra sobre las fogatas, hubo
sombras desquiciadas por todas partes.
Pedro se lanzó al suelo, sobre una consistencia vegetal, pestífera. Otro
disparo lo congeló en esa podredumbre. El campamento respondía el fuego. De
algún reducto de su mente le llegó la expresión "fuego cruzado", ahí estaba él,
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en la línea donde los atacantes se confunden con los defensores. Rezó en ese
médano de sombra, sabiendo que al terminar la balacera no podría arriesgarse
hacia ninguno de los dos bandos.
Después, cuando volvía a caminar hacia un punto incierto, se preguntó si
realmente se alejaba de las balas o si volvería a caer en otra sorda refriega.
Se tendió en el suelo pero no cerró los ojos, los párpados detenidos por
un tenso agotamiento; además se dio cuenta, con una tristeza infinita, que
cerrar los ojos era ya su única opción de regresar: no quería imaginar las manos
suaves de Clara ni la lumbre donde sus amigos hablaban de él; no podía ceder a
esa locura donde el regreso se convertía en una precisa imaginación.
Se había acostumbrado a la oscuridad; sin embargo, más que ver,
percibió una proximidad extraña. Un cuerpo caliente había ingresado a la
penumbra. Se volvió, muy despacio, tratando de dosificar su asombro, el cuello
casi descoyuntado, la sangre vibrando en su garganta.
Nada lo hubiera preparado para el encuentro: un coyote con tres patas
miraba a Pedro, los colmillos trabados en el hocico del que salía un rugido
parejo, casi un ronroneo. El animal sangraba visiblemente. Pedro no pudo
apartar la vista del muñón descarnado, movió la mano para tomar su cuchillo y
el coyote saltó sobre él. Las fauces se trabaron en sus dedos; logró protegerse
con la mano izquierda mientras la derecha luchaba entre un pataleo
insoportable hasta encajar el cuchillo con fuerza y abrir al animal de tres patas.
Sintió el pecho bañado de sangre, los colmillos aflojaron la mordida. El último
contacto: un lengüetazo suave en el cuello.
Una energía singular se apoderó de sus miembros: había sobrevivido,
cuerpo a cuerpo. Limpió la hoja del cuchillo y desgarró la camisa para cubrirse
las heridas. El animal yacía, enorme, sobre una mancha negra. Trató de cargarlo
pero era muy pesado. Se arrodilló, le extrajo las vísceras calientes y sintió un
indecible alivio al sumir sus manos dolidas en esa consistencia suave y húmeda.
Si con el coyote luchó segundos, con el cadáver luchó horas. Finalmente logró
desprender la piel. No podía estar muy seguro de su resultado pero se la echó a
la espalda, orgulloso, y volvió a andar.
La exultación no repite su momento; Pedro no podía describir sus
sensaciones; avanzaba, aún lleno de ese instante, el cuerpo avivado, respirando
el viento ácido, hecho de metales finísimos.
Vio el cielo estrellado. En otra parte, Clara también estaría mirando el
cielo que desconocían.
De cuando en cuando se golpeaba con ramas que quizá tuvieran espinas.
Estaba al borde de su capacidad física. Algo se le clavó en el muslo, lo
desprendió sin detenerse. En algún momento advirtió que llevaba el cuchillo
desenvainado: un resplandor insensato vaciló en la hoja. Le costó mucho trabajo
devolverlo a la funda; perdía el control de sus actos más nimios. Cayó al suelo.
Antes o después de dormirse vio la bóveda estrellada, una arena radiante.
Despertó con la piel del coyote pegada a la espalda, envuelto en un olor
acre. Amanecía. Sintió un regusto salino en la boca. Escuchó un zumbido
cercanísimo; se incorporó, rodeado de moscardones. El desierto vibraba como
una extensión difusa. Le costó trabajo enfocar el promontorio a la distancia y
quizá esto mitigó su felicidad: había vuelto a la colina.
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Alcanzó la ladera al mediodía. El sol caía en una vertical quemante, las


sienes le latían, afiebradas; aun así, al llegar a la cima, pudo ver un paisaje
nítido: el otro valle y dos columnas de humo. El campamento.
Enfiló hacia la distancia en la que estaban sus amigos, a un ritmo que le
pareció veloz y seguramente fue lentísimo. Llegó al atardecer.
Después de extraviarse en una tierra donde sólo el verde sucedía al café,
sintió una alegría incomunicable al ver las camisetas coloridas. Gritó, o más
bien trató de hacerlo. Un vahído seco hizo que Julieta se volviera y lanzara un
auténtico alarido.
Se quedó quieto hasta que escuchó pasos que se acercaban con una
energía inaudita: Sergio, el protector, con un aspecto de molesta lucidez, una
mirada de intenso reproche, y Clara, el rostro exangüe, desvelado de tanto
esperarlo.
Sergio se detuvo a unos metros, tal vez para que Clara fuera la primera
en abrazarlo. Pedro cerró los ojos, anticipando las manos que lo rodearían.
Cuando los abrió, Clara seguía ahí, a tres pasos lejanísimos.
—¿Qué hiciste? —preguntó ella, en un tono de asombro ya cansado, muy
parecido al asco.
Pedro tragó una saliva densa.
—¿Qué mierda es esa? —Clara señaló la piel en su espalda.
Recordó el combate nocturno y trató de comunicar su oscura victoria: ¡se
había salvado, traía un trofeo! Sin embargo, sólo logró hacer un ademán
confuso.
—¿Dónde estuviste? —Sergio se acercó un paso.
¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde? La pregunta rebotó en su cabeza. ¿Dónde
estaban los demás, en qué rinconada alucinaban esa escena? Pedro cayó de
rodillas.
—¡Puta, qué asquerosidad! ¿Por qué? —la voz de Clara adquiría un
timbre corrosivo.
—Dame la cantimplora —ordenó Sergio.
Recibió un frío chisguetazo y bebió el líquido que le escurría por la cara,
un regusto ácido, en el que se mezclaban su sangre y la del animal.
—Vamos a quitarle esa chingadera —propuso una voz obsesiva, capaz
de decir "chingadera" con una calma infinita.
Sintió que le desprendían una costra. La piel cayó junto a sus rodillas.
—¡Qué peste, carajo!
Se hizo un silencio lento. Clara se arrodilló junto a él, sin tocarlo; lo vio
desde una distancia indefinible.
Sergio regresó al poco rato, con una pala:
—Entiérralo, mano —y le palmeó la nuca, el primer contacto después de
la lucha con el coyote, un roce de una suavidad electrizante—. Hay que dejarlo
solo.
Se alejaron.
Oscurecía. Palpó el pellejo con el que había recorrido el desierto. Sonrió y
un dolor agudo le cruzó los pómulos, cualquier gesto inútil se convertía en una
forma de derrochar su vida. Alzó la vista. El cielo volvía a llenarse de estrellas
desconocidas. Empezó a cavar.
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Tiró el amasijo en el agujero y aplanó la tierra con cuidado, formando


una capa muelle con sus manos llagadas. Apoyó la nuca en la arena. Un poco
antes de entrar al sueño escuchó un gemido pero ya no quiso abrir los ojos.
Había regresado. Podía dormir. Aquí. Ahora.

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URBES FANTÁSTICAS

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GONZALO SOLTERO

GONZALO SOLTERO (ciudad de México, 1973). Autor de los


libros de cuentos Crónicas de neón y asfalto e Invasión, y de la
novela Sus ojos son fuego. Ha obtenido el Premio Nacional de
Novela Jorge Ibargüengoitia 2003, Premio Punto de Partida
1996, y Premio Banamex a la Evolución en Internet.
Actualmente vive en Graz, Austria, donde cursa un doctorado.
"Maduro" forma parte de su segundo libro de cuentos, que así
definen sus editores: "¿Cuántas clases de invasión existen?
Mental, física, espacial, incluso intelectual. Una invasión va
acompañada de crueldad, ironía, sarcasmo y un exquisito
humor negro. Una invasión comienza por la mirada, continúa
en el olfato y culmina con el tacto. Una invasión psicológica
conduce a un final deliciosamente inesperado. Quien se adentre
en los cuentos de Soltero, se sentirá invadido por los personajes
que en ellos habitan y, al mismo tiempo, será un invasor más de
esa realidad en la que transcurren".

MADURO

Melquíades sólo iba por salsa de soya. No es que fuera mucho mejor ni más
barata de la que podía comprar en cualquier supermercado, pero adentrarse en
el Barrio Chino, sobre todo en la tienda de Zong, que siempre tenía algo nuevo,
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le entusiasmaba. Cuando agotaba su provisión dedicaba una tarde de sábado a


remplazarla.
Los dependientes se habían acostumbrado a sus visitas espaciadas pero
idénticas. El volumen de Melquíades lo hacía inconfundible; cada vez que
entraba lo veían con resignación, sabiendo que pasaría por lo menos un par de
horas obstaculizando los pasillos estrechos con su obesidad sudorosa. Revisaba
cada anaquel y las etiquetas llenas de símbolos diminutos e indescifrables, antes
de salir con la botella más pequeña de soya.
Siempre había alguna cosa nueva que lo hacía detenerse varios minutos a
observarla con sus ojillos oscuros, tratando de reconocer, en sus formas o en los
caracteres que salpicaban el celofán del envoltorio, alguna secuencia lógica que
le descubriera su procedencia y características.
A veces, no sin reticencia, Melquíades se animaba a tomar alguno de los
productos y darle vueltas entre los dedos, haciendo crujir la envoltura hasta que
el contenido mismo parecía cansarse de sus manoseos; le provocaba una
reacción que lo hacía aventarlo de nuevo a los estantes y buscar presuroso al
empleado más cercano para increparlo por la nueva ubicación de la salsa de
soya.
No fue ésta, sin embargo, como las demás ocasiones. Al principio
deambuló con su acostumbrada lentitud por los pasillos, resistiendo con
indiferencia bovina los codeos con que los demás clientes intentaban
inútilmente hacerse paso a su lado, mientras él seguía con la mirada
parsimoniosa entre las repisas, como si fueran un plato de sopa de letras en el
que quisiera comprobar la presencia de cada letra del alfabeto.
A pesar de lo lento que avanzaba, al descubrirlo se detuvo tan en seco
que estuvo a punto de perder el equilibrio. Lo contempló absorto, como si en el
alfabeto que recorriera en vez de la próxima letra se hubiera topado con su
nombre deletreado, o con un espejo cuya reflexión lo miraba inquisitivo. Puede
que fuera una fruta.
Sobre el montón de lichis que resistían dentro de sus pequeños capullos,
amoratados por el esfuerzo, se erigía algo más. Era enorme. Por lo menos en
comparación. La versión militar de una papaya que acechaba desde su coraza
verde erizada de espinas afiladas.
Melquíades se aproximó con cautela. Si hubiera habido algún
dependiente cercano le habría señalado con inconformidad esa cosa espinada,
exigido una explicación de qué era eso y qué hacía ahí, tan fuera de lugar.
Cuando se dio cuenta ya estiraba la mano hacia su corteza hirsuta, prehistórica.
Le pareció que aquello estaba tibio, al punto de la palpitación, pero ante el
contacto suprimía el siguiente latido, contenía el aliento
En la caja lo envolvieron con destreza, casi con respeto. Primero lo
colocaron sobre una tabla de madera bofa. Luego lo cubrieron con hoja tras hoja
de un periódico chino impreso en papel rosa de mala calidad. Finalmente lo
metieron en una bolsa de plástico negro resistente y luego en otra más. La tabla
quedó marcada con muescas profundas. Cuando le dijeron el precio no le
sorprendió, aunque prácticamente le vació la cartera.
Tan pronto transcurrieron dos estaciones en el metro sus dedos
comenzaron a resentir la presión del plástico. El peso del fruto y la punción de
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las espinas habían perforado ya el periódico y se marcaban contra la bolsa,


como si pujara por salir. Aun así, no quiso apoyarlo en el suelo. A la siguiente
estación se percató de que la gente lo miraba. Prestó mayor atención. ¿Cómo no
había notado antes que olía tan mal? El hedor se esparcía con la densidad de un
gas lento y untuoso. Le picaba la nariz, incluso le dificultaba respirar. Tuvo la
impresión de que más que las espinas, era la peste lo que rompía el envoltorio.
Vivía en el segundo piso de una casa de dos plantas, ubicada en un
callejón amplio, de poca profundidad, e iluminado durante el día. A un lado de
la puerta principal había una banca, en la cual los oficinistas de la importadora
que ocupaba la planta baja solían fumar y tomar el sol en sus descansos. Tenían
un pacto tácito de no molestarse. De hecho, casi no compartían el inmueble,
salvo en algunas ocasiones cuando Melquíades regresaba temprano del trabajo,
o cuando ellos necesitaban quedarse más tarde por las zonas horarias desde
donde importaban.
Oscurecía y el único farol encendió su luz amarillenta y pobre. Depositó
con suavidad su carga en un extremo de la banca y luego se sentó a un lado,
contemplándolo. Se frotó las manos pues la bolsa le había dejado la parte
interior de los dedos marcados y tan rosas como el periódico, que había
resistido mal la presión de las espinas. Fue entonces que entre maldiciones se
preguntó por qué carajos lo había comprado. Al descubrirlo le había parecido
obvio. Pero ahora, ¿qué iba a hacer con él? Caro, pesado, incómodo y apestoso.
Tirarlo no podía, sencillamente no podía. Para empezar le había costado
demasiado dinero y ahora trabajo. Decidió dejar el bulto ahí, ya lo abriría
mañana, con tiempo.
Abrió la puerta, pero cuando se descubrió al pie de sus escaleras con las
manos vacías, una furia ciega lo hizo volverse y patear la puerta de la
importadora. Había olvidado comprar la salsa de soya.

Desde que despertó se sintió incómodo. Y extenuado. No estaba seguro si lo


imaginaba, o si la fetidez dulzona del fruto se había filtrado a sus sueños. En la
cocina sacó todos los ingredientes del desayuno que despachaba cada domingo.
Tan pronto el fuego comenzó a calentar el aceite en el sartén, perdió el apetito.
Casi con náusea devolvió cada cosa a su lugar. Decidió ir por el periódico. Dio
un portazo al salir y caminó aprisa, sin volver la cabeza hacia la banca.
Regresó al anochecer, sin el periódico y después de ver cuatro películas
seguidas. A media cuadra de distancia pudo olerlo.El vaho aumentó conforme
se acercaba. Sin querer admitirlo, esperaba que hubiera desaparecido. Ahí
seguía, sobre la banca, esperándolo.
Al día siguiente sería lunes. Pensó en los empleados de la importadora.
No podía dejar el fruto donde estaba. Si lo dejaba en medio de una calle más
transitada los coches lo arrollarían hasta desaparecerlo. Decidió inspeccionarlo
una vez más antes de abandonarlo a su suerte sobre el asfalto.
Quitó las dos bolsas y luego retiró el periódico, hecho jirones por las
espinas de abajo. Tomó el fruto entre sus manos con reticencia y notó algo
nuevo bajo la mortecina luz del farol. En la coraza asomaba una cuarteadura
finísima. Acercó el rostro para inspeccionarla mejor con sus ojillos ansiosos. Le
pareció que el olor se transformaba, tal vez por la maduración del fruto.
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Aminoraba un poco lo pesado del aroma; era todavía empalagoso, pero más
dulce, casi agradable.
Entre lo que le había costado en dinero y molestias, ¿qué más daba
esperar otro poco? Lo subió y colocó en la cocina, sobre la tabla de picar, a un
lado del lavabo. Decidió observarlo un momento para verificar que no se fuera
a rodar. Al darse cuenta había pasado media hora, por lo que lanzó un último
vistazo y se fue a dormir.
Melquíades no supo si fue el olor o el brillo con que se le aparecía entre
sueños, pero tuvo la certeza de que el fruto lo velaba y ahora lo había
despertado. Miró su reloj, tenía el tiempo justo. Si salía inmediatamente podía
alejarse antes de que llegara la recepcionista de la importadora, y se ahorraría
las explicaciones. Sin bañarse, se cambió de ropa y corrió a la estación.
Cuando se cerraron las puertas experimentó en el interior del vagón la
esencia pegajosa. No podía definir si se le había adherido al interior de la nariz
o a su ropa, incluso a su piel. Sen tía que la mayoría de los pasajeros procuraba
evitar cualquier contacto corporal y visual con él, salvo un hombre con
sombrero de palma y mirada áspera.
Fue el primero en llegar a su oficina y pasó directamente al baño. Se
arremangó la camisa y se talló con jabón la cara, el cuello y los antebrazos. Por
el resto del día se aisló todo lo que pudo en su escritorio, que para su fortuna
quedaba junto a una ventana. Era tan huraño que nadie percibió su ansiedad ni
que bebiera más café del que podía metabolizar. El día se le pasó entre sudores,
escalofríos e idas al baño. Se tranquilizó un poco cuando el edificio comenzó a
vaciarse, pero entonces se enfrentó al regreso a casa. Imaginó que ahora el olor
debía detectarse a varias cuadras de distancia. Trató de matar el tiempo
jugando solitario en la computadora de manera obsesiva, encadenando una
partida con la otra. A la segunda ronda del guardia decidió que era mejor irse.
Caminó hasta su casa, evitando más la llegada que los callejones oscuros
y desiertos. Tal vez hubiera agradecido un asalto. Tocó a su propia puerta, sin
tener claro por qué. Ahí estaba, esperándolo. Un vaho tibio se le vino encima
como una ola de mantequilla; el olor, otra vez distinto. Probablemente mutaba
con la oscuridad o con la fotosíntesis que aún parecía hacer. El foco rojo de la
contestadora pestañeaba indicando que tenía dos mensajes. Los borró sin
escucharlos y siguió a la cocina.
Melquíades no había prendido la luz, pero no hacía falta. El farol estaba a
la altura de su departamento y su resplandor entraba por la ventana de la
cocina. El fruto se veía más grande que en la mañana. Alcanzó a distinguir
nuevas cuarteaduras que se habían sumado a la primera, cada vez más gruesa.
Pudo ver, por ahí, la pulpa.
Asomaba por la grieta con un blanco ligeramente turbio. Reflejaba la luz
que se filtraba por la ventana, o emitía la suya propia, muy tenue, irradiada
desde el núcleo de su semilla y filtrada apenas a través de su carne blancuzca.
Estaba agotado, pero no quería alejarse demasiado. Se tendió sobre la alfombra
del pasillo, donde cayó dormido de inmediato.
Lo despertaron los toquidos en la puerta, la aporreaban como si
quisieran tirarla. Con el rabillo del ojo comprobó que siguiera sobre la tabla. El

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

sol caía a plomo sobre el fruto, como sobre su rostro. Se puso de pie lentamente,
casi al compás de los golpes sobre la plancha de madera.
Le dirigió una mirada a la contestadora. El foco anunciaba una docena de
mensajes. Una vez que abrió la puerta, se tardó varios segundos en reconocer a
sus vecinos. Ellos lo miraban expectantes.
—Creímos que le había pasado algo.
—Por la peste.
—Tratamos de llamarlo desde ayer.
—Y como no lo vimos ayer ni tampoco salir hoy a trabajar, estábamos a
punto de llamar a la policía —agregó una secretaria.
Melquíades salió, cerró la puerta tras de sí con suavidad y encaró las
escaleras. Comenzó a bajar. Los de la importadora se hacían a un lado conforme
se acercaba. Tan pronto pisó la banqueta echó a correr rumbo al metro, a pesar
de que ya fuera mediodía.
Sólo se detuvo cuando alcanzó el andén. A pesar de que el metro se
encontraba frente a él, con las puertas abiertas como esperándolo, no lo abordó.
De haber entrado, tal vez jamás habría vuelto. Conforme el vagón cerró sus
puertas y echó a andar, la certeza lo envolvió con la misma fuerza del olor que
la fruta exudaba. Tenía que volver.
Al subir las escaleras de la estación, advirtió que sudaba una sustancia
pegajosa. Cuando entró en su callejón, por primera vez desde que vivía ahí,
notó las cortinas de la importadora abiertas. En vez de ellas, se descorrían los
párpados de todos los trabajadores. ¿Qué pensarían que tenía allá arriba? ¿Qué
diablos tenía allá arriba?
La puerta de la oficina, que daba a las escaleras, estaba también abierta.
Sintió el conjunto de miradas que le colgaban de la espalda como un racimo de
plomo. Abrió su puerta. A la vez que segregaba ese sudor pesado y lento tenía
cada poro convertido en una narina, en una terminal olfativa preparada para
inhalar ese olor. Una fragancia vegetal, la savia podrida de cien selvas, lo rodeó
para tragárselo. Vio al fruto de frente. Tuvo la impresión de que le sostenía la
mirada en sus púas rígidas y enhiestas.
En el primer cajón guardaba los cuchillos. Se aproximó lentamente, lo
abrió y sintió su mano acoplarse al mango frío y macizo de un cebollero.
Avanzó entonces en dirección a la tabla de madera y lo que sobre ella
aguardaba expectante, tan tenso como Melquíades.
Descartó el tajo directo. Si estallaba, de la explosión de ese magma
vegetal podía esperarse cualquier cosa. Acercó el cuchillo lentamente, con
cuidado y con la muñeca rígida. Al colocar la hoja sobre la corteza la sintió seca,
casi crujiente. La abrió haciendo palanca con la punta en la grieta mayor, que
atravesaba la fruta de un lado a otro, procurando no arañar la pulpa. La corteza
no cedía fácilmente, como si el fruto opusiera un último acto de resistencia o
pudor, hasta que al fin un ligero cric la abrió en dos mitades. En el interior la
carne fibrosa resplandecía tinta en un barniz nacarado que variaba sus
iridiscencias en reacción al aliento de Melquíades, quien la observaba en
silencio.
Cada una de las mitades se dividía en válvulas y circunvoluciones
perfectamente definidas, de tono perlino, que brillaban untuosas a la luz
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

exudando secreciones aceitadas. Tuvo la impresión de que no sólo estaba vivo,


sino también lúcido. No sin temor, sumergió un dedo en esa materia turbia y
mucilaginosa. Le pareció que el fruto se contraía. Restregó la sustancia viscosa
con el pulgar y se la acercó a la nariz.
Tenía un olor penetrante, pesado, más denso que nunca; pero no era de
la fruta de donde provenía, sino de él. Se llevó entonces el dedo a los labios y su
saliva se disolvió al entrar en contacto con la pulpa. El fruto comenzó a vibrar
ligeramente: Melquíades estaba en su punto.

DANIEL RODRÍGUEZ BARRÓN

DANIEL RODRÍGUEZ BARRÓN (ciudad de México, 1970). Se


ha desempeñado como crítico literario y de artes plásticas y
como periodista cultural en medios impresos y televisivos. En
2002 ganó el Premio Nacional de Dramaturgia Joven Gerardo
Mancebo del Castillo con la obra La luna vista por los muertos,
editada por Tierra Adentro en la antología Teatro de la Gruta II,
misma que se estrenó en 2007 bajo la dirección de Zaide Silvia
Gutiérrez, que en su momento llamó la atención gracias a que
"el drama está cargado de metáforas sobre la llamada
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

generación X, o del Game Boy [...] Se llama a la reflexión sobre


una realidad contemporánea, pero sin indicar o forzar el
sentido, una obra con una fuerza dramática que cimbrará al
espectador por la crudeza de las escenas, y que lo hará
reflexionar, o al menos lo dejará pensando."

EN CASA

Se dice que el estado de sitio ha terminado, pero nadie está seguro. El toque de
queda sigue cumpliéndose. De vez en cuando suena la alarma, aunque no he
vuelto a escuchar ninguna explosión desde hace casi un año.
En el trabajo nadie comenta nada. Yo no pregunto. No sé por qué me
levanto tan temprano. El trabajo escasea, el dinero escasea y no hay nada en qué
gastar. ¿Para qué quiero un televisor si cortan la luz a las ocho, apenas unas
horas después de salir de la fábrica? ¿Para qué quiero comprar alimentos si el
gas se termina pronto y no lo surten sino hasta haber realizado varios trámites?
De mi casa al trabajo sólo hay doce cuadras, pero puedo acortar el
camino atravesando los escombros de edificios derrumbados. Llego tarde, pero
nadie reclama, quizás porque nadie nota que he llegado. Comienzo el trabajo
sin pensar en él, pero tengo cuidado de no cortarme los dedos en pedazos.
Alguien habla.
"Oye, tú, amigo, ¿vives solo?" La pregunta me extraña, pero digo sí. "¿Tu
casa es grande?" Vuelvo a decir sí, sólo que en voz más baja. "¿Te gustaría
gastar un poco de dinero?" Encojo los hombros. "Tengo un amigo que se
interesa en rentar un cuarto". Rentar un cuarto. No había pensado en eso. Debe
ser molesto. "Es un amigo que se quedó sin casa durante el último saqueo".
Realmente no quiero vivir con nadie, pero adelanto ¿cuánto tiempo crees que tu
amigo se quede en mi casa? "Sólo el suficiente para que arregle su pasaporte y
se vaya del país". Sé que eso puede llevar mucho tiempo, pero no lo digo.
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

¿Cuándo iría a ver el cuarto? "Eso no importa, mira, te voy a dar este dinero
como pago para unas tres semanas. Mi amigo llegará en uno de estos días". Me
alarga un fajo de billetes. Los tomo y los meto en mi bolsillo sin contarlos.

En casa. Siento hambre. La costumbre. Parto con las manos un pedazo de pan
duro. Lo meto en un recipiente con agua para ablandarlo un poco. Mientras
como, recuerdo el dinero que llevo en el pantalón. Lo saco y lo cuento. Es tanto
que me veré obligado a cederle la recámara grande. Cambio mis cosas. Limpio
la recámara vacía hasta cansarme. Parece un lugar digno de rentarse.
El trabajo. El tipo de ayer me mira ansioso. Seguro quiere su dinero de
vuelta. No se lo daré. Luego de un rato se acerca.
"Oye, necesito un duplicado de tus llaves para que mi amigo pueda
entrar". Aún no lo conozco. "Somos compañeros de trabajo, ¿desconfías de mí?"
Prefiero conocerlo antes. "El problema es que está buscando trabajo del otro
lado de la ciudad y llegará muy noche, le daré la dirección y las llaves; tú lo
conocerás más tarde, por la mañana".
Ceno. Estoy dispuesto a esperar a mi inquilino. Voy a sorprenderme
cuando entre por la puerta con el duplicado de mis llaves. Voy a sorprenderme
de su voz, tal vez de su idioma, del color de sus ojos y del tono de su piel. Estoy
harto de todos los que han padecido el sitio conmigo. Harto de sus rostros de
trapo, de su voz seca, de su piel blanca.

El inquilino no llegó en toda la noche. Me fui a dormir. Amanecí con hambre.


Planeo pasar por el mercado para comprar un pescado fresco. En el trabajo el
tipo me mira todo el tiempo sin decirme nada. Cuando me vuelvo a mirarlo, él
desvía la vista y finge estar concentrado en su trabajo.
En la plaza. El dueño del puesto me mira con asombro porque elijo un
pescado grande. Pide mucho dinero, pero no importa. Entro a la casa y lo noto.
La puerta de la recámara grande está cerrada. No sé qué hacer. Quizás debería
abrirla y ya, pero el inquilino podría molestarse. Me acerco y toco. Me gustaría
preguntar, ¿hay alguien ahí? Toco más fuerte. No contestan. Tomo el picaporte
con la mano derecha y lo hago girar. No abre. Trato de distraerme preparando
la cena. Mantengo el oído atento a cualquier sonido que venga de la recámara
grande. Nada. Quizá el olor del pescado asado lo atraiga. Nada. Hago sonar los
platos. Nada. Como en silencio mirando la delgada línea de luz bajo la puerta.
Oiga, digo en voz alta, salga, he comprado un whisky, es mentira pero lo digo,
¿no quiere un trago? Como única respuesta se apaga la luz.

Llego al trabajo con la intención de hablar con el tipo. No está en su lugar. Le


pregunto al siguiente en la fila. ¿Dónde está el tipo de aquí?, y señalo el sitio
preciso donde debería estar. ¿Quién sabe? Tal vez lo mataron. No se alarme, así
es la ciudad, me dice el nuevo como si nos conociéramos. Vuelvo preocupado a
mi lugar. Desde hace tiempo no escucho ni un sólo disparo, ni un petardo. No
comprendo por qué seguimos comportándonos como si aún estuviéramos en
estado de sitio. Abandono el trabajo y salgo a dar un paseo.

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

En la calle no hay gente. Los edificios que siguen en pie parecen


deshabitados. Sólo la fábrica continúa trabajando. Veo un perro husmeando
entre los escombros. Y caigo en la cuenta. Seguro me han robado.
Todo está en su lugar. Ni un trasto, ni un libro fuera. Me acerco a la
puerta de la recámara grande. No escucho nada. Oiga, su amigo ha
desaparecido. Nada. ¿No va a buscarlo?, en la fábrica creen que lo han matado,
usted sabe, cosas de la ciudad, ¿me oye? Nada. Cocino la mitad del pescado que
dejé ayer.

Despierto con la sensación de haber escuchado a mi inquilino buscar algo en su


recámara. No voy a trabajar. Como estoy nervioso me entrego al aseo total de la
casa. Levanto polvo. Llega la hora de la comida, pero estoy muy cansado para
cocinar. Tomo una siesta. Me despierta el sonido de algo que cae al piso y se
rompe. El inquilino abre la ventana de su habitación y pide ayuda. Me levanto
de un salto mientras golpean a mi puerta. Alguien me grita: "no puedo
soportarlo más, salga de una buena vez". Confundido, abro la puerta
lentamente. El hombre me mira por un segundo y luego me abre el estómago
con un cuchillo.

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

FERNANDO DE LEÓN

FERNANDO DE LEÓN (Guadalajara, México, 1971). Editor de


la revista Luvina. Autor de La estatua sensible, La obscuridad
terrenal, Cárceles de invención, La sana teoría y Apuntes para una
novísima arquitectura. Ha obtenido los premios de Cuento de los
XX Juegos Florales de San Román, Campeche, y Nacional de
Cuento Agustín Yáñez 2004. Es uno de los más interesantes
cultivadores de cuento fantástico en México. Sus historias
suelen darle la vuelta a las recetas canónicas al uso sin olvidar
los rudimentos de la ortodoxia. Algunos de sus primeros
cuentos se encuentran compilados en la serie de antologías Los
mejores cuentos mexicanos (Joaquín Mortiz).

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

MANUAL DEL COMPORTAMIENTO


FANTÁSTICO

A bordo de su Moldum amarillo modelo 2111, el taxista Grisóstomo pensó que


aquel debía ser el clima del infierno. Su vida también podía ser considerada un
pavimentado círculo del infierno, un lento remolino de calor y angustia.
Conducir le proporcionaba un enorme placer. Antes. Ya no. La impaciencia le
había invadido el ánimo: ahora quería que las jornadas terminaran cuando
apenas las había comenzado. La pasajera, en el asiento trasero, parecía advertir
su viscosa desazón.
Grisóstomo recordó que antes platicaba con sus pasajeros, y que incluso
conseguía, sin proponérselo, saber mucho de ellos, de su forma de ver la vida;
solía ver cada trayecto como una aventura y casi pedía adivinar la dirección.
Incluso disfrutaba perderse en el trayecto porque platicar siempre lo distraía y
en el fondo prefería conversar más con sus pasajeros: no lo hacía para ganar
más, de hecho nunca cobraba más que la tarifa pactada al comienzo del viaje,
pero ahora se había convertido en un conductor silencioso, como cochero de
carroza funeraria.
Pero, últimamente, incluso llegaba a molestarse con los clientes que no
sabían con exactitud dónde quedaba el sitio al que deseaban llegar. Lo
amargaba el calor del mediodía y el silencio, o lo que era peor, el ruido de las
calles de la ciudad G. Se había convertido en un Sísifo del volante que cada día
repetía una jornada similar a la anterior, y que no trascendía en absoluto. Ni
siquiera estaba haciendo fortuna. Sus ahorros eran una nimiedad. Casi vivía al
día. Tenía 44 años, era soltero y cada noche lo aterraban las figuras que
tomaban las manchas de humedad en el techo de su habitación.
Esa calurosa mañana trasladaba a una señora enferma de marre, o mal
del retrato, la enfermedad apenas descubierta, ocasionada por las cámaras
gammagráficas que se usaron tanto y tan irresponsablemente hasta entonces,
por las cuales las personas que se tomaron demasiados retratos con ellas y
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

estuvieron expuestas a rayos gamma se fueron quedando paralizadas


paulatinamente, hasta el día en que quedaban completamente inmóviles,
prácticamente como gammagrafías, y sufrían el colapso nervioso final. La
señora que había abordado el taxi con insufrible lentitud le había recordado al
propio Grisóstomo los miles de autorretratos que se había hecho con su
cámara gammagráfica. Debería visitar pronto a un médico y averiguar si tenía
marre. Precisamente entonces dirigía su taxi a un hospital que había en el sector
O, pero no se veía manera de escapar al embotellamiento que ya los había
tenido atrapados durante más de veinte minutos.
Fue entonces que su mirada impaciente reparó en una pareja que peleaba
en el vehículo delantero. Levemente escuchó el último de los insultos que ella
profirió mientras se bajaba y se perdía entre el estático mar de capotes
metálicos. El abandonado se quedó atónito ante el acto de su compañera y tardó
en reaccionar. Cuando por fin pareció que se había resuelto a ir tras ella,
sucedió algo más inesperado: un ave gigantesca tomó entre sus garras el techo
del Bostitch bermellón y se lo llevó al vuelo con todo y conductor, dejando en
su sitio sólo un tramo de asfalto y el asombro de Grisóstomo.
Nadie más vio aquello.
Contra su acostumbrada parquedad, Grisóstomo preguntó a su pasajera
si había visto lo mismo que él. Ella, lentamente, preguntó a qué se refería. El
taxista se bajó de su auto para interrogar a los otros conductores si lo habían
visto. Todos le cerraron la ventanilla temerosos, creyéndolo un loco peligroso a
punto de perder la calma.
Grisóstomo no podía creer que nadie hubiera visto al pájaro gigante. Y
no era que su existencia fuera imposible: corría el año 2121 y ya entonces la
genética podía realizar eso y mucho más. De hecho, después de la extinción
masiva de 2077, los genetistas se propusieron volver a crear las especies
desaparecidas. Ya habían superado las limitaciones que imponía, y la nueva
ingeniería permitió dar vida a cualquier tipo de ser; pero como en el 2077 no
hubo un inventario como la bíblica lista de Noé, que fuera fiel y completo, los
genetistas recurrieron a los libros, a todos los libros: los de historia natural y los
tratados de seres mitológicos por igual. Empezaron a crear tortugas, sirenas,
gatos, dragones, búhos, unicornios, ranas, catoblepas, caballos, krakens,
serpientes marinas, perros, grifos... En fin, ahora todo existía y una gigantesca
ave Roc no tenía nada de asombroso. El punto, el verdadero punto, era que
nadie antes la había visto, pues lo que existe y lo que se deja ver no es
necesariamente lo mismo. Quizá por eso fue que desde entonces y más que
nunca el hombre sólo dio crédito a aquello que le tocaba ver y a Grisóstomo le
había tocado verla.
Aunque él empezó a desear algo más que eso; empezó a querer ser
arrastrado con todo y taxi por los cielos entre las gigantescas garras de un ave
Roc. ¿Hacia dónde se llevaría sus presas? ¿Terminarían ante el pico de sus
polluelos? Grisóstomo averiguó en un antiquísimo manuscrito medieval que
obtuvo en uno de los miles de expendios de antiquísimos manuscritos que tras
el surgimiento de la nueva fauna abundaron en cada esquina de la ciudad: en el
Manual del comportamiento fantástico decía que el ave Roc actúa solamente
durante un parpadeo y por eso nadie podía ver su fugaz paso. Entonces ¿por
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

qué él no había parpadeado? ¿Por qué había conseguido mirar algo así?
También ahí, en la página 765, obtuvo la respuesta: "El ave Roc sólo permite
que lo vea la última de sus presas". ¡La última de sus presas! Eso era una
especie de garantía de que sería arrebatado por los aires entre las garras de la
gigantesca ave, tarde o temprano.
Se preparó entonces. Imaginó muchos escenarios, situaciones y destinos
posibles que pudieran suscitarse al volar entre las patas del ave Roc. Lo primero
que hizo fue comprar un paracaídas, pero cuando lo iba a colocar en la cajuela
pensó en lo inútil que era tenerlo ahí dado el momento de emergencia en que
podría necesitarlo, así que acondicionó su asiento para siempre traerlo puesto.
Implementó en el techo de su transporte un amplio quemacocos para salir con
soltura dado el caso.
Sabedor de que en las alturas escasea el oxígeno equipó su tablero de
control con una mascarilla y un tanque que cada mañana revisaba que estuviera
lleno. En sus pantalones cosió una funda para traer una discreta daga que lo
ayudara si llegaba a ser alimento para críos de un pájaro gigante. Cincuenta
metros de soga se le enredaban en los pies, pues los traía como tapete, para
descolgarse si la situación lo ameritaba. Un chaleco de tela blindada protegía
cada día su pecho, pues temía que una poderosa garra del ave lo ensartara
matándolo desde el principio del vuelo.
Así, equipado hasta un grado neurótico, su taxi comenzó a perder el
aspecto amable de un taxi y parecer más la guarida de un cazador: de hecho
apenas y quedaba espacio para que una persona pudiera ser trasladada y la
mayoría rechazaba tomarlo. Pero eso a Grisóstomo le importaba muy poco. Si
alguna vez un despistado pasajero entraba en su taxi lo prevenía argumentando
que lo llevaría a su destino siempre y cuando no tocara que lo arrebatara por los
cielos el ave Roc.
Es claro que comenzó a quedarse sin clientela y sin ingresos. Pero él
aportó sus magros ahorros para el costo del combustible a fin de seguir
patrullando, acechando las garras del enorme pajarraco. Volvió una y otra vez
al sitio donde vio al ave pero nada pasó. Sin embargo su ansiedad se calmaba
cuando recordaba que la había visto una vez y eso lo autorizaba a saberse el
último. ¿Y si el Manual del comportamiento fantástico se equivocaba? Tal vez,
si otro más hubiera visto el suceso, pues era imposible que hubiera dos últimas
presas. Siempre hay sólo un último. Y ése era él.
Pasados catorce meses Grisóstomo tenía la impresión de que el mundo o
su entorno transcurría con creciente velocidad, pero no era así; era que
Grisóstomo se estaba volviendo lento. Reaccionaba lento, manejaba lento,
respiraba lento. Un médico le había detectado los síntomas de marre y
oficialmente se estaba convirtiendo en estatua. Una nueva cuita para su
colección, sumada al hecho de que en todo ese tiempo no lo había atacado el
ave Roc.
Suspiró y mientras miraba con infantil envidia por el retrovisor un
flamante Adanada color uva, se percató de que de repente ya no estaba. Por el
quemacocos —él, y sólo él— vio pasar el negro chasís apresado por una garra
imponente. La sombra que proyectó tardó en pasar dando prueba de lo grande

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que era el cuerpo que la generaba. Pero, definitivamente, no podía ser más
grande que la frustración que sentía.
Condujo lo más rápido que pudo tras lo que pensó que sería la ruta del
ave sonando su bocina y maldiciendo que no le hubiera tocado todavía su
turno. Era como si la estúpida ave se equivocara de presa y tomara ora uno por
delante, ora uno por atrás. Otra posibilidad podía ser que el pajarraco se
hubiera propuesto enloquecerlo y sus raptos ante Grisóstomo eran puro
sarcasmo avícola. ¿Qué esperaba que no iba por él? ¿Desde qué alturas lo
acechaba?
A partir de ese día Grisóstomo pensó que debía convertirse en una presa
más fácil y transitar por caminos despejados, lejos de la zona metropolitana. De
hecho, se instaló a vivir en su vehículo estacionado en lo alto de una loma.
Tenía víveres, mantas y una fuente de energía para cocinar y no morir de frío.
Su propio taxi parecía compartir su enfermedad, pues se había quedado
inmóvil. Él mismo se movía con muchos trabajos.
Comenzaba a temer que moriría sin haber sido presa del ave Roc, cuando
una fuerza terrible lo estremeció y el vértigo se instaló en su estómago. Vio
alejarse el suelo, sintió el azote del viento tasajeándole el brazo que tenía en la
ventana, el sol se derramó por el parabrisas como una ola de luz y, lentamente,
giró su cabeza hacia arriba: por el quemacocos vio la escamosa piel de la pata
del ave. Lleno de una extraña alegría la tocó. Luego sintió que ya nunca más
podría tocar nada: su cuerpo se había quedado paralizado por completo. Vio
alejarse la urbe y rozar cumbres nevadas. Sintió que se congelaba cuando
enfrentó el mar y su calidez lo reconfortó. Al paso de las horas el verde marino
se volvió arena de un desierto desconocido para Grisóstomo.
Lo que pasó en los siguientes días no lo consigna ningún Manual del
comportamiento fantástico: el ave lo depositó en la cumbre de una montaña donde
reinaba el estruendo del viento. Ahí tenía su nido el ave Roc.
El inmóvil Grisóstomo esperaba su propia muerte pero lo que presenció
fue el derrumbamiento de la portentosa ave. La notó cansada, milenaria y
moribunda. Algo tenían de impresionantes y de lastimeras sus enormes y
opacas plumas. Observó que sus ojos no eran de bestia pero tampoco tenían el
brillo de los ojos humanos. El ave lo miraba como podría mirar un volcán o un
tsunami: sin necesitar de ojos que finalmente cerró. Su muerte tenía sentido: él
era la última de las presas que capturaría y eso lo convertía en su testigo, en el
único que la vio actuar y ahora la estaba viendo morir. ¿Por qué el ave Roc no lo
había despedazado a la primera oportunidad? Cuando Grisóstomo descubrió el
gran huevo negro que asomaba del nido lo comprendió. Inmóvil, como estaba,
recordó la daga en su pantalón, la soga entre sus pies y todo lo que ahora le era
inútil. El huevo se agrietó con un sonoro crujido y el taxista, rendido a su
destino, sintió el secreto placer de saberse alimento de una nueva maravilla.

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HOSPITAL

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

ANTONIO ORTUÑO

ANTONIO ORTUÑO (Guadalajara, 1976). Escritor y periodista.


Finalista del Premio Herralde de Novela 2007 por Recursos
humanos. Es autor del libro de cuentos El jardín japonés, y de la
novela El buscador de cabezas, de la que Rafael Lemus apuntó:
"Es una novela arrojada y venenosa. Tanta violencia se
agradece, sobre todo en una literatura como la nuestra,
desprovista de rabia y atestada de autores iracundos en la plaza
y escasos en sus obras. Se agradece, también, otra virtud: la
habilidad del autor para construir una novela política cuando el
resto de su generación desconoce cómo conjugar la narrativa
con la cosa pública. Ortuño compone una fina fábula política y,
al hacerlo, desmiente los temores de sus coetáneos".

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PSEUDOEFEDRINA

La primera en enfermar fue Miranda, la mayor. Nos contrariamos porque


significaba no ir al cine el viernes, único día que mi suegro podía cuidar a las
niñas. Pese a los estornudos Dina, mi mujer, insistió en que asistiéramos a la
posada del kinder. "Es el último día de clases. Le cuidamos la gripa el fin de
semana y el lunes nos vamos al mar." Habíamos decidido pasar las vacaciones
navideñas en la playa para no enfrentar otro año la polémica de con qué familia
cenar, la suya o la mía.
En la posada había más padres que alumnos y más tostadas de cueritos y
vasos de licor que caramelos y refrescos. "Muchos niños están enfermándose de
gripa", justificó la directora. "Pero como los papás tenían los boletos comprados,
pues vinieron." "Miranda también está enfermándose", confesamos. "Por eso
traemos tan envuelta a la bebé." Marta, de apenas siete meses, asomaba parte de
la nariz y un cachete por el enredijo de mantas de lana.
Descubrí al formarme en la fila de la comida que algunas madres
conservaban las tetas y nalgas en buen estado. Y descubrí que un padre había
notado, a su vez, que las de mi esposa tampoco estaban mal. Platicaba con ella
aprovechando mi lejanía. Los dos sonreían. El sujeto era bajito, gestos
afeminados y ricitos negros. Entablé conversación con la madre de Ronaldo,
mujer de unos treinta años y gesto de contenida amargura que mi esposa solía
calificar de "cara de mal cogida". Claudia se llamaba, una de esas flacas
engañosas que debajo de un cuello quebradizo y por sobre unas pantorrillas
esmirriadas exhiben pechos y trasero más voluminosos de lo esperado. Se había
puesto una arracada en la nariz y pintado los pelos del copete de color lila
desde nuestro último encuentro. Como no se le conocía novio o marido, las
madres del kinder vigilaban sus movimientos y más de una miró con inquietud
cómo le ofrecía fuego para su cigarro y cómo ella me reía todo el repertorio de
chistes con que suelo acercarme a las mujeres.
Regresamos a casa de mal humor. Miranda comenzó a llorar: tenía 39 de
fiebre. Llamamos por teléfono al pediatra, que recomendó administrarle un
gotero de paracetamol y dejarla dormir. También avisó que aquel viernes era su
último día hábil: se iría a pasar la navidad al mar. "Como nosotros", le dije.
"Bueno, pero si le sigue la fiebre a Miranda no deberían viajar", deslizó antes de
colgar. "Déjame un recado en el buzón si se pone mal y procuraré llamarlos".
No le referí a Dina el comentario porque no quería tentar su histeria.
Medicada e inapetente, Miranda pasó la noche en nuestra cama mirando
la televisión. Marta, quien dormía en su propia habitación desde los tres meses,
fue minuciosamente envuelta en cuatro cobijas. Bajé el calentador eléctrico de lo
alto de un armario y lo conecté junto a su puerta. La presencia de Miranda en
nuestra cama evitó que Dina y yo hiciéramos el amor o lo intentáramos
siquiera. De cualquier modo, el menor estornudo de las niñas le espantaba el
apetito venéreo a mi mujer. Me dormí pensando en la nariz de Claudia y sus
mechones color lila.

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Se suponía que dedicaríamos la mañana del sábado a comprar ropa de


playa y pagar facturas para viajar sin preocupaciones, pero Miranda despertó
con 39.2 a pesar del paracetamol. Maquinalmente llamé al número del pediatra.
Respondió el buzón. "Hola, soy el doctor Pardo. Si tienes una urgencia
comunícate al número del hospital. Si no, deja tu recado." Dejé mi recado.
Acordamos que mi esposa cuidaría a las niñas y yo saldría a liquidar las
facturas y comprar juguetes de playa para Miranda, un bronceador de bebé
para Marta, unas chancletas para Dina y una gorra de béisbol para mí. Había
pensado convencer a Dina de comprarse un bikini pero preferí no mencionar el
asunto. Lo compraría y se lo daría en la playa. Antes de salir me pareció
escuchar ruidos en la recámara de Marta. Me asomé. Era un horno gracias al
calentador eléctrico. Lo apagué. Marta estornudaba. Le retiré una de las mantas
y abrí la ventana. Me fui sin avisarle a Dina. No quería tentar su histeria.
En el supermercado no había gente apenas. Desayuné molletes en la
cafetería y pagué mis facturas en menos de diez minutos. Tomé un carrito y me
dirigí a la sección de ropa. Por el camino obtuve la bolsa de juguetes de playa
para Miranda y el bronceador de bebé. También un antigripal, una caja enorme
y colorida que incluí en mi lista para que los enfermos no acabáramos por ser
mi esposa y yo. Elegí luego una gorra y una playera blanca, lisa, para mí. Para
Dina, unas chancletas cerradas como las que yo acostumbro y que ella dice
detestar pero siempre termina robando.
Recordé el plan del bikini. Morosamente, me acerqué a la sección de
damas. Dina tenía un cuerpo ligeramente inarmónico. Como muchas mujeres
que han tenido hijos pero no los han amamantado, sus caderas y trasero eran
redondos pero sus senos seguían siendo pequeños, de adolescente. Así que me
encontré desvalijando dos bikinis distintos para armarle uno a la medida.
"¿Compras ropa de mujer muy a menudo?" Claudia apareció junto a mi
carrito, sonriente, las manos llenas de lencería atigrada. "En realidad no." "Eso
es muy cortito para Dina. No va a querer usarlo." Era cierto pero me limité a
sonreír como para darle a entender que mi esposa acostumbraba utilizar arreos
sadomasoquistas y juguetes de goma cada viernes. La acompañé a los
probadores para cuidar su carrito. No iba a probarse la lencería —cosa
prohibida por el reglamento de higiene del supermercado— sino unos jeans.
Fingí estar muy interesado en la etiqueta del antigripal mientras esperaba que
saliera. El antigripal era un compuesto a base de pseudoefedrina y advertía que
podía provocar lo mismo náuseas que mareos, resequedad de boca o babeo
incontenible, somnolencia o insomnio, reacciones alérgicas notables y, en caso
extremo, la muerte. Me di por satisfecho. "¿Cómo me ves?" Había salido para
que le admirara el culo metido en los jeans. Se le veían bien, como toda la ropa
demasiado pegada a las mujeres excesivamente dotadas de nalgas. Claudia
había sonreído otra vez. Ya no tenía cara de mal cogida.
En las cajas nos topamos con la directora del kinder. Nos saludó muy
amablemente hasta que su cerebelo avisó que Padre de carrito uno no
emparejaba con Madre de carrito dos. Se despidió con una simple inclinación
de cabeza. Mientras esperábamos pagar Claudia se puso a hojear una revista
femenina y yo volví a explorar los misterios de la etiqueta del antigripal.
Pseudoefedrina de la buena. "Aquí dice que a las mujeres en África les arrancan
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

el clítoris", comentó sin levantar la mirada. "Y que el sexo anal es común allá y
por eso el sida es incontrolable." Levanté las cejas y ella lanzó una carcajada que
contuvo con la mano. "Mejor que no oigan que hablamos de clítoris y sexo anal
o el chisme va a ser peor."
Como de hecho el chisme ya no podría ser peor le cargué las bolsas al
automóvil y la ayudé a subirlas. Ella parecía dispuesta a conversar más pero me
escurrí pretextando la gripa de Miranda. "También Ronaldito está malo."
"¿Dónde lo llevas al pediatra? El nuestro se fue de vacaciones y no responde las
llamadas." Ella se puso las manos en la cadera. "No lo llevo al médico. Yo sé de
homeopatía. Si quieres puedo darte medicina para tu niña." No acepté pero ella
insistió en colocarme en el bolsillo una tarjetita con su teléfono. "Llámame a
cualquier hora si necesitas."
Había un automóvil en mi lugar de la cochera, junto al de Dina. Entré
con las bolsas en una mano y las llaves en la otra. No se escuchaba ruido, salvo
los esporádicos estornudos de Marta. Miranda dormía, aparentemente sin
fiebre. Imaginé que la directora había manejado a cien por hora a su casa para
llamar a Dina y contarle que yo estaba en las cajas del supermercado hablando
de clítoris y rectos africanos con Claudia. Imaginé a Dina armada con un
cuchillo, esperando mi paso para degollarme.
En realidad estaba en la cocina tomando café con el tipo de los ricitos que
la había admirado en la posada. Suyo era el automóvil usurpador. "No te oí
llegar." "Algún imbécil se estacionó en mi lugar." El tipo me miró con
resentimiento. "No es un imbécil: es Walter, el papá de Igor, el compañerito de
Miranda. Es homeópata y lo llamé para que viera a las niñas porque el pediatra
no contesta." Walter se puso de pie y me extendió la mano. La estreché con
jovialidad hipócrita. "Walter cree que Miranda no tiene gripa, sino cansancio, y
que a Marta le están saliendo los dientes." El homeópata hizo un par de
inclinaciones de cabeza, respaldando el diagnóstico.
No suelo ser un tipo desconfiado, pero noté el rubor en el rostro de mi
mujer. Y su olor. Olía como cuando accedía a hacer el amor a mi modo, menos
neurótico que el suyo. La bragueta de Walter estaba abierta, lo que podía no
querer decir nada. O sí. Miré al homeópata, abrí el bote de la pseudoefedrina,
me serví un vaso de agua y me pasé dos pastillas. "Yo no creo en la homeopatía,
Walter." Él volvió a mirarme bélicamente. Dina torció la boca. "Y por favor quita
tu automóvil de mi lugar. No me gusta dejar el automóvil en la calle. Por eso
rento una casa con cochera." Walter se despidió de Dina con un beso en el dorso
de la mano y salió en silencio, sacudiendo sus ricitos. Salí de la cocina antes de
que se desataran las represalias.
En el comedor había una nota escrita a mano, con letras esmeradas que
no eran las de mi mujer. La receta de la homeopatía. Memoricé los compuestos
y las dosis. Marqué el número de Claudia, sosteniendo su tarjeta frente a mis
ojos. Su letra era desgarbada, como ella. "¿Sí?" "Hola. Qué rápida. Estabas
esperando que llamara." Su risa clara en la bocina me puso de buen humor.
Escuchó con escepticismo las recetas de Walter y bufó. "Una gripa es una gripa.
Nadie estornuda porque le salga un diente o por estar cansado. Mira, lo que vas
a hacer es comprar lo que te voy a decir y engañar a tu esposa para que piense

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

que les das sus medicinas." "¿Me estás pidiendo que engañe a mi mujer?" La
risa como campana de Claudia llenó mis oídos.
"¿Con quién hablabas?" "Con el pediatra." "¿Y qué dice?" "Nada. No
responde. Le dejé recado en el buzón." Dina estaba cruzada de brazos en el
pasillo. Tenía cara de mal cogida. "Te portaste como un patán con Walter."
Acepté con la cabeza gacha. Mi táctica consistía en darle la razón y pretextar
mis nervios por la enfermedad de las niñas. Dina me miraba con una intensidad
que presagiaba o un pleito o un apareo corto y violento cuando Miranda se
puso a llorar. Tenía 39.4 de fiebre. La metimos a la tina y le dimos paracetamol.
Dina no cocinó ni tuvimos ánimos de pedir comida por teléfono, así que
cada quien asaltó el refrigerador a la hora que tuvo hambre. Yo me serví un
plato de cereal con leche y me hice un bocadillo de mayonesa, como cuando
tenía once años y mi madre no aparecía a comer por la casa. Al beber un largo
trago de leche sentí cómo mi garganta se derretía. Tosí. Dina asomó por la
puerta y me miró con horror. Otra tos respondió en la lejanía. Era Marta. Tenía
38.6. Dos escalofríos me recorrieron los omóplatos y los deltoides. No sabíamos
cuánto paracetamol darle a la bebé. El pediatra no respondió. Dina corrió a
llamar a Walter. Yo me escondí y llamé a Claudia desde el celular. "Mis hijas
tienen fiebre." "¿Ya les comenzaste a dar las medicinas?" "No." "Pues sería
bueno que empezaras." "¿No sabes cuánto paracetamol hay que darle a un
niño?" "Yo no les doy paracetamol. Tiene efectos secundarios horrendos. Nacen
con dos cabezas." "Mis hijas ya nacieron, me temo."
Dina salió de casa dando un portazo. Regresó a la media hora con una
bolsa llena de medicamentos homeopáticos y un refresco de dieta. "¿Tomas
refresco de dieta?" "A veces." "A Walter no le gustan las gordas, seguro."
Aproveché su desconcierto para salir a la calle. No sabía dónde encontrar una
farmacia homeopática, así que volví a llamar a Claudia. "Yo tengo lo que
necesitas en la casa. Ven." Lo que yo necesitaba era dejar a las niñas dormidas
en sus cunas y meterme con Dina al yacuzi de un hotel en el mar y quitarle el
bikini que le había comprado. Tardé en dar con la dirección. Abrió ella,
despeinada y sin maquillar, con un suéter y gafas. Tenía a la mano ya una bolsa
con frasquitos y un listado de dosis y horarios. Le pregunté por Ronaldo. "Está
arriba, viendo la tele." La casa era enorme y fea, como todas las heredadas. "Mi
padre quería vivir cerca de la estación de bomberos. Lo obsesionaban los
incendios. Por eso vivimos acá." Mi carisma dependía de mis chistes y no tenía
cabeza para decir ninguno en ese momento. Hice una mueca y me marché
aparentando nerviosismo. Eso halaga más que un chiste.
Dina lloraba. Miranda tenía 39.6 y Marta, 39.1. No lloraba por eso.
"Llamó la directora." Supuse una conversación lánguida, llena de
sobreentendidos. "¿Qué hacías en el supermercado con la puta de Claudia?" "Lo
mismo que tú con el querido Walter: buscar consejo médico." "¿Esa puta es
doctora?" "Homeópata", dije, levantando la bolsita llena de frascos.
Hice un intento final por marcar el número del pediatra antes de
administrar las primeras dosis de homeopatía. Respondió su buzón. Murmuré
una obscenidad y corté. Jugamos a suertes el primer turno. Perdí. Me ardía la
garganta y la espalda murmuraba su lista de reclamos. Dina forcejeaba con
Marta para darle las gotas. Tuve un acceso de tos. Dina amenazaba a Miranda
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

para que tragara sus grageas. Opté por tirarme a dormitar en un sofá de la sala.
Pensé en lo mal que se veía Claudia con gafas, en lo mal que Walter llenaba los
pantalones, en Dina con ropa y sin ella. Desperté aterido. La casa estaba oscura
y silenciosa. Me puse de pie, asaltado por un deseo intenso de orinar. Apenas
saciado, la nausea me dominó. Maldije el bocadillo de mayonesa de la comida.
Luego Dina daba de gritos y marcaba el teléfono. Miranda lloraba. Tendría
fiebre. Marta estornudaba con la persistencia de un motor. Hacía calor, el sudor
me escurría hasta las comisuras de la boca. Me arrastré fuera del baño. Pedí
agua con voz desvaneciente. Fui atendido. Bebí. Alcancé una alfombra. Me dejé
caer.
Lo siguiente era Walter, sus manos largas en mis sienes. "Te desmayaste.
Estás enfermo. ¿Tomaste alguna medicina?" "Pseudoefedrina, Walter, de la
mejor." "Seguro eres alérgico." Tras los ricitos del homeópata, Dina asomaba la
cara. Quizá esperaba mi muerte. Quizá no. Quizá Walter la había hecho suya
veloz e incómodamente frente a mis cerrados párpados. Tragué la solución que
me fue ofrecida en un vasito minúsculo de homeópata profesional. Sabía a
brandy o apenas menos mal. Logré incorporarme y caminar hasta la cama. Las
nauseas regresaron, acompañadas de temblores y frío. No quería que Walter se
fuera de mi lado, deseaba incluso acariciarle los ricitos con tal de que se
quedara.
Pero Miranda tenía 39.7 y Marta 39.4, así que se largó a atenderlas. Cerró
la puerta de mi recámara tras él y Dina lo siguió, sin acercárseme siquiera. La
hembra opta por el macho más fuerte para asegurar una buena descendencia.
Pero nuestras hijas ya habían nacido.
Marqué el número de Claudia. Por la ventana se veía un cielo oscuro que
podría ser el de cualquier hora. Tardó en responder, dos, tres timbrazos. Ahora
tenía tanto calor que si cerraba los ojos saldrían disparados de las cuencas para
estrellarse contra la pared. "¿Sí?" "Me desmayé. Parece que soy alérgico a la
pseudoefedrina." Un largo silencio. "¿Quieres que vaya? ¿Estás solo?" "Está
Dina. Con Walter. No quiero molestarlos." "¿Walter?" Otro largo silencio. "Ven
mañana a las tres. Me aseguraré de estar solo." "Bueno. Llevaré medicina." "Ven
tú, nada más." "Como quieras."
No lloraba desde los once años, cuando mi madre no aparecía en casa
alguna noche. Lo hice quedamente, en la almohada. A las 2:24 de la madrugada
me despertaron los números rojos del reloj digital y los gritos de Miranda. La
niña tenía pesadillas o se había roto un brazo: la mera fiebre no justificaba aquel
escándalo. 39.6. Dina había olvidado darle el paracetamol o Walter había
ordenado interrumpir su administración. Pero Walter no era el padre de la
familia. Le di a Miranda la medicina, que tomó con admirable resignación, y la
dormí acunada en brazos, pese a sus casi cinco años, susurrándole tonterías
sobre gatos y conejos. Me levanté, mareado perpetuo. Pseudoefedrina. Me
sentía sudoroso, acalorado, el corazón latía en los pies, el estómago, los dientes.
Visité la recámara de Marta. 38.7. Tampoco le habían dado paracetamol.
Interrumpí su sueño para hacerlo y la besé en la cabeza y las orejas hasta que
sonrió. La dejé suavemente en la cuna.
Dina estaba dormida en la sala, agotada, con la falda medio subida en los
muslos húmedos de sudor o cosas peores. Junto a su mano descansaba uno de
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

esos prácticos vasitos de homeópata profesional. Olfateé su contenido. Sería


alguna clase de supremo sedante. Comencé a acariciarle las piernas. No
reaccionó. Le deslicé un dedo bajo los calzones y por las nalgas. Pasó saliva.
Podría haberla montado todo un grupo versátil de veinte instrumentistas antes
de despertarla. Seguro Walter le había dado aquello para apresurar el proceso
de adulterio. Hija de puta. Lo peor es que había provocado que olvidara dar el
paracetamol a las niñas o incluso le había prohibido hacerlo, nuevo amo ante
una esclava demasiado tímida para desobedecer. Me asomé por la cortina. Su
automóvil ya no estaba. Hijo de puta.
Subí, la boca terregosa, el corazón latiendo en los dedos, las pestañas, un
tobillo. Las niñas respiraban pausadamente. Eran las 5:02. Me tiré en la cama y
quizá dormí una hora, el cielo era negro aún cuando abrí los ojos. Hacía calor.
Me estiré y supe que deseaba a Dina. Miranda dormía con los dedos dentro de
la boca. 37.3. Marta roncaba ligeramente. 37.1. Tuve que quitarme la camiseta al
salir al pasillo. Demasiado calor. Pseudoefedrina o antídoto de Walter. Una
dosis ligeramente más alta me habría impulsado a bajar por un cuchillo a la
cocina pero lo que quería era desnudar a Dina, morderla, arañarla. Apenas se
movió cuando me deslicé en el sillón. Pensaba: cuando el tribunal me juzgue
diré que fue la pseudoefedrina o culparé a Walter por darme un afrodisiaco
incontrastable. Le levanté las faldas y suspiró. A tirones, me deshice de su ropa.
Su cuerpo. 39.8. Le separé las piernas y comencé a besarla obstinadamente. Yo
aullaba y gruñía, aunque parte del cerebro procuraba asordinar mis efusiones
para no despertar a las niñas. Dina abrió unos ojos ebrios y comenzó a decir
obscenidades. 40.3. Aullábamos y nos insultábamos, yo le decía que el culo de
Claudia lucía guango incluso dentro de unos jeans apretados como piel de
embutido y ella bordaba sobre la muy posible impotencia de Walter.
Yo le mordía los pechos y ella me arañaba desastrosamente la es-palda.
Nos despertó un estruendo y una risa malvada. Era Miranda, en pie ya, había
conseguido derribar la pila de revistas de su madre. Sin mirarnos Dina y yo nos
alistamos y subimos. Miranda brincoteaba sobre mi libro ilustrado de las
Cruzadas. La perseguí hasta su recámara y la mandé a hacer la maleta. Me miré
en el espejo del pasillo. No sudaba y mi aspecto era el de costumbre, apenas
despeinado. Fui por agua y sentí una punzada de hambre. Dina bajó con Marta
en brazos. La bebé mordía el cuello de una jirafa de trapo con alegría de
vampiro. "Se terminó el biberón", informó mi esposa con perplejidad.
Desayunamos huevos con tortilla y bebí el primer café del día. Claudia estaba
citada a las tres. Dina confesó que Walter pasaría a las dos y media. Decidimos
precipitar la salida al mar. El hotel aceptó adelantar la reservación y cambiar los
boletos de avión llevó cinco minutos.
Dina miraba la mesa. "¿Nos vamos, entonces?" Lo decía con decepción y
esperanza. En el aeropuerto confesé la compra del bikini y se lo entregué. "Es
muy pequeño para mí, me voy a ver gordísima." Pasé el vuelo leyendo una
revista médica. Tenía un artículo sobre la pseudoefedrina pero preferí omitirlo
y concentrarme en uno sobre el cercenamiento de clítoris de las africanas y los
métodos reconstructivos existentes. Dina y nuestras hijas cantaban.
En la playa pedimos sombrillas e instalamos a las niñas a salvo del sol.
Marta untada de bronceador de bebé y Miranda tocada con un sombrerito de
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

paja. No había turistas, apenas dos ancianos paseando a caballo, alejándose


hacia el sur. El cielo era claro y espléndido. Escuché mi teléfono y acerqué una
mano perezosa, dejándola pasear antes por el trasero de Dina, que se endureció
ante el homenaje.
Era el pediatra.
Dejé que respondiera el buzón.

ANA MARÍA SHUA

ANA MARÍA SHUA (Buenos Aires, 1951). Narradora y poeta.


Autora de los libros de cuentos Los días de pesca, Viajando se
conoce gente, Como una buena madre e Historias verdaderas. Con
"Miedo en el sur" obtuvo el Premio Municipal Ciudad de
Buenos Aires. Ha cultivado el cuento brevísimo: La sueñera,
Casa de geishas, Botánica del caos y Temporada de fantasmas, y la
novela: Soy paciente, Los amores de Laurita y La muerte como efecto
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

secundario. Sobre su primer libro de cuentos, los editores avisan:


"Aventuras de todo tipo: realistas, fantásticas, sexuales.
Personajes de todo tipo: buenos, malos, más o menos. Puntos de
vista de todo tipo: sensatos, insensatos, delirantes, desaforados.
Diversidad temática y coherencia estilística: las enseñanzas
diarias y los reconocimientos súbitos, los intentos de acorralar
al azar, los extraños desenlaces de la magia y la predestinación,
el cuerpo y los cuerpos en los límites que imponen realidad y
ficción, las ventajas y las desventajas de la diferencia, la terrible
seriedad de los juegos de los niños [...] Los cuentos de Ana
María Shua nos conducen al paraíso terrenal de la lectura; el
pecado original consiste en despreciar alguno de los frutos que
su imaginación nos convida".

LOS DÍAS DE PESCA

Cuando yo era chica, en verano, iba siempre a pescar con mi papá. La caja de
pesca era de madera y estaba pintada de verde. Adentro había anzuelos de
distintos tamaños: los más chicos eran para pejerreyes y los más grandes para
tiburones. También había plomadas. Las plomadas, en general, tenían forma de
pirámide. Eran muy pesadas. Tenían esa forma para evitar los enganches en las
rocas. Ibamos a pescar al muelle o al Pozo de las Burriquetas y siempre se nos
enganchaba la plomada porque había muchas rocas. Yo digo "nos" pero el único
que pescaba era mi papá. Es decir, el único que manejaba la caña porque en
Miramar había muy poco pique. Yo tenía una cañita pero nunca la llevaba; no
me gustaba usarla. Lo que me gustaba era estar parada al lado de Papá. En el
muelle ya nos conocían y también nosotros conocíamos a los que iban más
seguido. Al Flaco, por ejemplo, que tenía el pelo rubio y las cejas
completamente negras, y a un señor mayor (mayor que mi papá) que se llamaba
Ibarra. Yo me sentía muy orgullosa de los conocimientos que iba adquiriendo y
trataba de demostrarlos cada vez que podía. Sabía, por ejemplo, que los meros,
aunque son chicos, tiran mucho y que a veces, por la forma en que se dobla la
caña, uno puede confundirlos con un pez mucho más grande. Cuando alguno
de los pescadores venía trayendo la línea con esfuerzo y la caña se curvaba y
vibraba, yo me acercaba y le decía: "Por ahí es un mero, nomás". Sabía también

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

reconocer a los gatuzos, que son como tiburones chiquititos; los que tenían
manchas oscuras se llamaban "overos". A los gatuzos les sacaban el anzuelo y
los tiraban otra vez al agua. Algunas veces sacábamos un chucho. A los
chuchos, me decía Papá, hay que aflojarles la estrella porque pegan la disparada
y si uno no les da línea la pueden cortar. Después se pegan al piso, haciendo
ventosa. Una vez Papá fue a pescar solo y cuando volvió contó que había tenido
un pique increíble. Que tenía floja la estrella del ril y de repente algo (nunca se
supo qué) mordió el anzuelo y pegó tal disparada que el hilo de nailon, por el
roce, le quemó el pulgar. Me acuerdo perfectamente de la línea blanca de la
quemadura en el pulgar de Papá. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es
increíble?

El primer tirón lo sintió en el espinazo, a la altura de la cintura, la noche


después de la caída. Nunca más volvió a sentir un dolor tan fuerte.Esa mañana,
en la pieza de ellos, había sábanas en el suelo y yo no sabía por qué. "Tuvo que
dormir en el suelo toda la noche", me dijo Mamá. "En la cama no podía ni darse
vuelta." A la noche volvió cansado pero menos dolorido. "Levantarme del suelo
me dio un trabajo bárbaro", me dijo. Había ido al médico esa tarde. "Hernia de
disco", le diagnosticaron. "Tómese unos calmantes."

En la caja verde había también magrú, que usábamos de carnada. A veces papá
me dejaba cortar el magrú, pero siempre lo encarnaba él porque tenía miedo de
que me lastimara con los anzuelos. (Papá siempre tenía miedo de que yo me
lastimara. Por esa época había inventado un protector de alambre que se ponía
en la hoja del cuchillo para que yo aprendiera a pelar naranjas sin cortarme).

El magrú tiene un olor fuerte y Mamá se enojaba cuando veía la caja de pesca
dentro de la casa. La guardábamos en el baúl del auto. En ocasiones muy
especiales papá compraba calamaretes y los ponía en el congelador: carnada de
lujo. En el muelle había siempre mucho viento. Yo me ponía un pulóver muy
gordo de color amarillo mostaza que me había tejido Mamá y jugaba a hacerme
canasta. El juego consistía en ponerme en cuclillas y estirar el pulóver, que me
quedaba grande, hasta que me tapaba completamente las piernas, enganchado
en el borde de los zapatos. Otra manera de protegerme del viento era ponerme
contra una de las paredes de la casilla que había en la punta del muelle.
Cambiaba de pared según cambiaba la dirección del viento.
Con los mediomundos me entretenía tratando de adivinar, cada vez que
los levantaban, cuántos cornalitos traían. Generalmente no traían ninguno.
Había aprendido a agarrar los cornalitos, que me dejaban en la mano las
escamas brillosas, y los ponía en la lata del pescador. Me gustaba el olor de la
mezcla que los mediomunderos tiraban cada tanto al agua para atraer a los
cornalitos. En el muelle lo único que sacábamos eran gatuzos.
En el Pozo de las Burriquetas teníamos más suerte. Había que bajar una
especie de escalerita natural que tenía el acantilado. A mí me parecía muy
peligroso y divertido. Papá bajaba primero y me vigilaba desde ahí. El Pozo era
una playita angosta y bastante larga. Papá aprovechaba para practicar tiros con
la caña y medir hasta dónde llegaba la plomada. Tomaba la medida con los
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

pasos: cada paso era un metro. Yo deseaba que los tiros fueran muy largos pero
nunca pasaban de los setenta metros. Me acuerdo clarito de la distancia que
había entre las huellas de Papá, setenta metros más o menos a lo largo de la
playa. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble?
Los tirones los empezó a sentir después en la pierna derecha. Primero en
el pie. Después en la pantorrilla. La columna no le dolía más. En ese momento
había problemas financieros en la fábrica y tenía que andar mucho por el centro,
de banco en banco. "Dejáte de jorobar y andá a un médico como la gente", le
decía Mamá, que no es amiga de médicos. "Ése de la mutual no sabe nada." La
verdad es que Papá ya rengueaba bastante y el fin de semana de Reyes no había
posición que le viniera bien. Mamá estaba en Mar del Plata con los abuelos y yo
me sentía responsable de que Papá estuviera lo más cómodo posible. El tirón lo
sentía ahora en el muslo; comía medio recostado en el sillón del living.

Donde sí pescábamos de verdad era en lo que Papá llamaba "El Pozo


Pestilente". Íbamos poco porque estaba lejos. Es el lugar donde desagua la
cloaca de Mar del Plata, y donde van a tirar los desechos las fábricas de
pescado. Para ir al Pozo Pestilente había que levantarse temprano. El día
anterior Mamá nos preparaba los sándwiches y las bebidas. Se pescaba desde
arriba del acantilado. El suelo estaba cubierto de huesitos de pescado y toda
clase de porquerías. Había unas moscas verdes brillantes, o azules y pegajosas
que zumbaban fuerte y volaban despacio. Moscas zonzas, les decía Papá, por lo
pesadas. Allí pescábamos bagres, unos bagres gordos, bigotudos y con feo olor.
Papá les cortaba enseguida los bigotes, donde tienen un aguijón. Después, a la
noche, protestando mucho, mamá preparaba los bagres en una mayonesa de
pescado.
Mientras estábamos pescando no hablábamos casi. Había que estar
callados para no espantar a los peces. Papá tenía la caña agarrada con las dos
manos y entre el índice y el pulgar de la mano de arriba sostenía el nailon de la
línea para sentir el pique. Cuando me dejaba tener la caña un ratito, a mí
siempre me parecía que había pique y le hacía levantar enseguida. Teníamos
dos problemas: los enganches y las galletas. Cuando había un enganche papá
dejaba la caña en el suelo y agarraba el nailon. Lo estiraba lo más que podía y
después lo soltaba de golpe. Si no se desenganchaba, se cortaba la línea; pero
daba mucho trabajo que pasara cualquiera de las dos cosas. Las galletas eran lo
peor. Y a veces venían junto con los enganches. El hilo del ril se engalletaba de
tal manera que teníamos que guardar todo y volver a casa para desenredarlo
con paciencia. Una galleta brava podía llegar a suspendernos la pesca por toda
la semana.
Lo que más me gustaba era la parte de operar a los pescados. Papá los
abría en canal con el cuchillo que guardaba en la caja verde y que también
servía para cortarle los bigotes a los bagres y la cola a los chuchos. Les sacaba
las tripas. Les abríamos los intestinos para ver qué habían comido. Mientras lo
estábamos haciendo yo me imaginaba que iban a aparecer allí toda clase de
maravillas, como anillos mágicos o pedacitos de vidrio. Sin embargo, nunca me
decepcionaba porque Papá, examinando el picadillo, me daba una larga
explicación sobre lo que habían comido los pescados. Además a veces
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

encontrábamos caracoles o cangrejitos. Una vez pescamos una corvina negra


con las huevas hinchadas de huevitos. Como era muy grande, Papá se sacó una
foto con la corvina todavía enganchada en el anzuelo. La foto la tengo. Y sin
embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble?

Tuvo que volver Mamá de Mar del Plata para que la operación se decidiera.
Primero lo vio un traumatólogo, después un neurólogo. "Si no se opera, pierde
el pie", le dijeron. Porque Papá y Mamá no querían. "Está pinzado el nervio
ciático. ¿Le gustaría arrastrar el pie muerto?", le dijeron. Porque sabían que no
le gustaría. "No hay alternativa", le dijeron. "Hay que operarse." Porque querían
ver lo que tenía adentro.

Dos veces hubo pique en Miramar. Una vez fue el día del cardumen. Era un día
de lluvia y estábamos aprovechando para arreglar las líneas. Me gustaban los
nuditos de nailon en los anzuelos. De repente tocan el timbre y era el Flaco. "Un
cardumen en el muelle", dice, y se va corriendo.
El muelle estaba lleno de gente, erizado de cañas. Había olas altas. Papá
tenía miedo de que me pegaran con una plomada en la cabeza y no me dejaba
que me separara de al lado de él. No teníamos la caña. Estaban los de siempre y
muchos más. Era un cardumen de pescadilla seguido por un cardumen de
anchoas. Ibarra había sacado cincuenta y un pescadillas y media: la otra mitad
se la había comido una anchoa cuando la estaba trayendo. Las anchoas tenían
los dientes filosos y parecían bravas. Las pescadillas eran más tranquilas. El
cardumen ya casi había pasado y no valía la pena ir a buscar la caña.
La otra vez que hubo pique tampoco pudimos sacar nada.
Fue en el concurso de pesca del tiburón en el Pozo Universal. El Pozo
Universal es una playa inmensa, a la entrada de Miramar. Papá no había
llevado la caña, pero en cambio tenía la cámara filmadora y filmaba lo que
pescaban los demás. En la película yo ya no soy tan chica. Tengo un pulóver
azul que me queda grande pero que no alcanza a disimular lo que me está
pasando. Tengo un flequillo que me queda muy feo. Se ven muchos tiburones,
casi todos hembras, preñadas. En una escena un chico morocho pisa la panza de
una tiburona y salen seis o siete tiburoncitos todavía moviéndose. Él no aparece
en ninguna toma, pero uno sabe todo el tiempo que está ahí nomás, del otro
lado de la cámara. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble?

El día anterior, en el sanatorio, nos pidió que lo filmáramos. Habían pasado tres
días desde la operación. A Papá le gustaba llevar el registro filmado de todos
los acontecimientos importantes: el coche volcado, el asalto a la fábrica, mi
varicela. Yo no tenía muchas ganas de filmarlo. Estaba acostado boca arriba, sin
poder moverse. Tenía una aguja clavada en el brazo. La aguja estaba conectada
a un cañito de nailon que salía de una bolsa llena de líquido, sostenida por un
soporte alto y vertical. Pero Papá se sentía mejor y me pidió que le trajera
mazapán.

A los pescados el anzuelo no siempre se les clavaba en la boca. A veces se lo


tragaban y sacárselo era una carnicería, porque había que operarlos vivos. Otras
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

veces estaba enganchado en una aleta, o en el cuerpo. En ese caso Papá decía
que el pescado era "robado". Cuando íbamos al Pozo Pestilente llevábamos
siempre el robador, que es un gancho grande, como un anzuelo gigante de
cuatro puntas (o como cuatro anzuelos gigantes pegados). El robador sirve para
levantar los pescados más pesados sin que se corte la línea. Cuando parecía que
había picado algo grande Papá me pedía, mientras recogía la línea, que fuera
preparando el robador. Las burriquetas, cuando las sacaban del agua, hacían un
ruido raro y continuado, como un ronquido. Por eso las llamaban también
roncadoras. Los que aguantaban más en el aire eran los tiburones. Los chuchos
también eran aguantadores, y eso que cuando papá les cortaba la cola con el
pinche, les salía bastante sangre.
Nunca se me ocurrió preguntarle a Papá por qué se morían los pescados
fuera del agua. Como no tenían nariz, me parecía natural que no pudieran
respirar. A Papá le gustaba mucho explicarme cosas y mientras estábamos
pescando yo trataba de inventar preguntas difíciles para que él me las pudiera
contestar. Y sin embargo, mi papá se murió ¿No es increíble?

"Me ahogo", me dijo Mamá llorando que Papá le dijo. Y cuando ella levantó la
vista, le vio los ojos desesperados, desorbitados. Con el oxígeno no pudieron
hacer nada, ni con los masajes al corazón. Ni con la coramina. No volvió a
respirar. "Hicimos todo lo que pudimos", me dijo Mamá llorando. "Fue una
embolia. Los pulmones."

Cuando yo era chica, en verano, iba siempre a pescar con mi papá. Y sin
embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble? Lo pescaron.

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

ALEJANDRO TOLEDO

ALEJANDRO TOLEDO (ciudad de México, 1963). Periodista,


antólogo y narrador. Es uno de los principales divulgadores de
la obra de autores como Francisco Tario, Efrén Hernández,
Fernando del Paso y Antonio Porchia. Autor de los libros de
cuentos Atardecer con lluvia, Corpus: ficciones sobre ficciones y Tres
cuentos del mar; de la crónica deportiva Chávez-De la Hoya: viaje
mágico y misterioso, y el reportaje La batalla de Gutiérrez Vivó. El
acoso foxista a la libertad de expresión; así como de los ensayos El
fantasma en el espejo, Dujardin y el monólogo interior y Lectario de
narrativa mexicana. También tiene una antología donde ha
profundizado sobre una de sus obsesiones, los escritores raros:
El hilo del minotauro. Cuentistas mexicanos inclasificables (FCE). Al
respecto, el autor apunta en su blog: "Todo escritor de culto es,
también, un escritor oculto. Su camino no ocurre a la luz del día
o a la vista de todos, sino que se desarrolla en la oscuridad
aparente, como si no estuviera en el mapa, pero construyendo,
a la vez, alguno de los edificios centrales de una literatura".

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Y DE PRONTO ANOCHECE

Hacía ya varios meses que fantaseaba con la idea de asesinar a su mujer. No era
un impulso del todo sombrío, más bien tenía curiosidad por saber qué ocurriría
después del crimen con la casa que habitaban, a dónde irían a parar los muebles
y los objetos reunidos en tantos años de convivencia, qué pasaría con sus gatos,
con sus colecciones de películas, con sus videojuegos, con su ropa, con los
cuadros, con el jardín, con el automóvil, en caso de que... En su imaginación se
saltaba el homicidio en sí, que no debía ser estrepitoso ni sangriento. Acaso sólo
la ahogaría con la almohada o la estrangularía. La sangre le provocaba náuseas
por lo que desde un principio desechó usar cuchillo o pistola.
En tal caso, el cómo hacerlo no importaba. Lo substancial era el resto, lo
que seguiría: el silencio posterior, la espera... Él, claro, aguardaría en casa. No
pensaba huir. Esperaría, sí. ¿Qué o a quién? Esto según las circunstancias en
que el asesinato se hubiera dado. Al amanecer, por ejemplo. Despertaba
temprano, antes que ella. Aprovecharía esos momentos de calma. Luego se
daría un baño, escogería no lo mejor de su guardarropa sino lo más común, lo
de todos los días. La dejaría encerrada en la recámara y se dedicaría a cambiar
compulsivamente de canal de televisión hasta hallar algo de su interés o quedar
un poco adormecido.
Aquí se detenía, dejaba congelada la imagen. No acertaba a saber cuál
sería exactamente su reacción, cómo se sentiría entonces, luego de haber
asesinado a su mujer. Tampoco podía precisar si temía a la muerte, a la
presencia de la muerte, pues sus experiencias al respecto no eran muchas.
Nadie había agonizado entre sus brazos y nunca había tenido que identificar el
cuerpo de un pariente o un amigo, o ir a recuperar un cadáver al hospital. Los
fallecimientos cercanos sucedieron en momentos en que él estaba en otra cosa,
lejos, y las circunstancias no se prestaron para que tuviera un papel
protagónico. Llegaba a la funeraria cuando todo había ocurrido, y no era
tampoco de los que se acercan al féretro para mirar el rostro de quien se ha ido
o se está yendo.
Ella, sin vida en la recámara; él, en el estudio o cuarto de televisión, que
nunca se definió si era una cosa o la otra...
Estaba en esto cuando escuchó las cerraduras. La llave larga hay que
forzarla un poco, la llave corta es más dócil. ¿Estaba, pues, encerrado? Quizá su
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

mujer se confundió al salir a la oficina por la mañana, y puso doble chapa. La


puerta se abrió, escuchó pasos y un "Buenos días" con el que identificó a
Rebeca, la mujer del aseo. Él estaba en el estudio, dedicado a construir su
fantasía mortuoria.
—Buenos días, don Alfredo.
—Buenos días.
—¿No está la señora?
—No, salió, viene a la hora de la comida... Por ahí debe tener usted sus
instrucciones, en el pizarrón de la alacena, como siempre, vi que ella las estaba
escribiendo.
Con esta presencia resolvió el siguiente paso de la ficción que estaba
urdiendo: luego del crimen, esperaría la llegada de la señora Rebeca, lo que
solía pasar lunes, miércoles y viernes alrededor del mediodía. Ella lo
encontraría exactamente como lo encontró ahora, sentado frente a la televisión.
—Buenos días, don Alfredo —le diría.
—Buenos días.
—¿La señora está en la oficina?
—No, está en la recámara, no se siente bien. No la moleste, por favor.
Pero ahí llegaba otra vez a un callejón sin salida. ¿Dónde comenzaría el
verdadero drama? Tendría que haber una escena en la que el cuerpo fuera
descubierto, acaso por la inquietud de los gatos o por un olor raro que viniera
de la recámara, y enseguida gritos y llamadas telefónicas y policías y gente en la
casa... Ahí, seguramente, lo que conformaba el matrimonio estaría ya perdido, y
empezaría la desbandada de los objetos queridos. En la confusión, al
convertirse la casa en zona franca, un extraño tomaría este detalle, otro se
quedaría, al pasar, con esta cosa, ya como parte de un universo en
descomposición. El entorno se volvería neutro porque no habría quién lo
valorara, uno de los dos iría a la cárcel y el otro a la morgue. Para los vecinos, la
casa se convertiría en el lugar del crimen, la mirarían con respeto e
incredulidad.
Detuvo el ocio porque Rebeca andaba rondando ya por el estudio, que
debía limpiar. En el cuarto de baño Alfredo se entretuvo quitándose, con una
pinza, pelitos que le salían en las orejas y que él consideraba poco estéticos. Al
mirarse en el espejo pensó que era un buen día para visitar a la peluquera. No
tenía compromisos inmediatos pues estaba de vacaciones en la universidad, dos
semanas libres por las fiestas de fin de año, a las que por otro lado no era muy
afecto.
—Regreso en una hora —avisó a Rebeca, lo que acompañó con una de
sus bromas acostumbradas—: Si me hablan, diga que no estoy.
Salió ligero, con ropa deportiva. Optó por no usar el automóvil. La
peluquería estaba a sólo cuatro o cinco cuadras. En el camino siguió meditando
sobre lo que sucedería si alguna vez asesinara a su esposa. Móvil, por supuesto,
no había. La relación con ella no era mala. Era el segundo matrimonio de
Alfredo e intentó no cometer en éste los errores que había cometido en el
anterior. Para él, lo hermoso del asunto es que no tendría razón alguna para
matarla. Sería un crimen alimentado por la pura curiosidad, para estudiar los
efectos posteriores, la repentina diáspora de un hogar. En los días siguientes al
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

homicidio, la correspondencia tendría que seguir llegando. ¿Quién pagaría las


cuentas del banco o la mensualidad de la casa?, ¿cuáles son los derechos y
obligaciones de un hombre preso?, ¿presentaría desde la cárcel su declaración
de impuestos? ¿Y qué pasaría con los gatos?, ¿quién se haría responsable de
ellos?
Esos detalles lo divertían por absurdos, pero creía que era necesario
pensar en ellos, pues un asesino no suele detenerse en las consecuencias
prácticas de sus actos, en lo que pasará después. Las sirenas de la ciudad, de
ambulancias o patrullas policiacas, alimentaron su fantasía, ejercicio o juego
mental recurrente en él las últimas semanas. Alguien, en alguna parte, estaba
siendo apresado en ese momento. Además, alguien acababa de morir.
Llegó, al fin, a la peluquería, que frecuentaba mes a mes desde hacía
varios años atrás, desde que se mudó a vivir a ese barrio, cuando compraron la
casa. Le gustó ir porque había peluquera, con ella se sentía cómodo. Apenas y
hablaban, él daba las instrucciones básicas y ella hacía su labor calladamente.
Alfredo cerraba los ojos y se dedicaba a sentir los olores a jabón y lavanda.
Hacia el final del corte (cabello, barba y bigote), ella pasaba por su torso una
suerte de vibrador a modo de masaje, que lo dejaba en verdad muy relajado.
Salió feliz y lleno de optimismo. Calculó que a esa hora ya estaría su
mujer de regreso. Antes de entrar en la casa, desde lejos alguien lo saludó, él
respondió sin saber de quién se trataba.
Le avisó Rebeca que la señora —entiéndase su mujer— no vendría a
comer. Y regresaría tarde porque debía quedarse al brindis de fin de año.
Comió con Rebeca. Conversaron de trivialidades. Ella se fue, y Alfredo se
metió a bañar. Estaba en la regadera cuando escuchó el timbre de la casa.
Esperó a ver si insistían, y decidió no hacer caso.
Cuando caminó del cuarto de baño a la recámara sintió una presencia.
Supuso que era su esposa, que había aprovechado alguna pausa de la oficina
para cambiarse e ir luego a la fiesta. Encontró, no obstante, al hombre con el que
se topó horas antes frente a su casa, y que debió seguirlo desde la peluquería,
dedujo. ¿De ahí se conocían? ¿Por qué ese rostro frenético le era tan familiar?
Antes de que pudiera gritar, el hombre se abalanzó hacia él con un cuchillo y le
arañó la garganta. Vio escurrir mucha sangre, que a Alfredo le provocó un leve
mareo. Como si acribillaran a una sandía, escuchaba los golpes que el otro le
daba. Los gatos maullaban, espantados. Era el tipo de asesinato que él habría
querido evitar.
Lo último que pensó fue qué pasaría cuando llegara su mujer, por la
noche, y lo encontrara inerte en la recámara, y qué sucedería después, cuando el
cadáver ya no estuviera en casa, qué haría ella con sus discos, sus películas, sus
juegos de video... Aunque también entendió que el asesino era un ladrón, y se
llevaría gran parte de sus pertenencias. Y se dijo entonces que, al fin y al cabo,
después de muerto ya nada le iba a importar.

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

MAYRA SANTOS-FEBRES

MAYRA SANTOS-FEBRES (Carolina, Puerto Rico, 1966).


Académica y poeta, es autora de los libros de cuentos Pez de
vidrio (Premio Letras de Oro 1994) y El cuerpo correcto; "Oso
blanco" obtuvo el Premio Juan Rulfo 1996. También ha escrito
novelas: Sirena Selena vestida de pena (Finalista del Premio
Rómulo Gallegos de Novela 2001), Cualquier miércoles soy tuya y
Nuestra señora de la noche (finalista del Premio Primavera Espasa
Calpe 2006). De su obra poética destacan El orden escapado,
Tercer mundo y Anamú y Manigua. "Me obsesiona cómo se vive
en las ciudades del Caribe, ese pegote de infraestructura
primer- mundista, visión alterada por los sueños 'civilizados' de
las naciones que nos colonizaron, y la experiencia de un sol,
una temperatura emocional, cultural y física diferentes.
También me interesa desarrollar un lenguaje musical que
intenta reproducir el tono, la cadencia conceptual y sonora que
se planta frente a lo caribeño como experiencia profunda (es
decir, no vista desde la óptica de lo 'exótico' o lo 'turístico', sino
desde una experiencia compleja e integrada)", declaró a
Barcelona Review.

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GOODBYE, MISS MUNDO, FAREWELL

Do not, as some ungracious pastors do,


Show me the steep and thorny way to heaven,
Whiles, like a puff'd and reckless libertine,
Himself the primrose path of dalliance treads.
Ophelia, scene iii

CUADRO 1
Hay una línea muy blanca. Aspira. Una línea blanca. Aspira. Esa línea es el
camino a seguir.

CUADRO 2
Llegó antes que yo. Yo era muy niña entonces. Tenía dieciséis años. Una
doncella apenas. Él me dijo "tú vas a ser la reina del universo". Mi padre le
creyó. Mi madre le creyó. Yo le creí. Iba a ser la reina del Universo. Miss
Universe. Porque era escultural. Porque tenía los ojos verdes. Porque mi carne
era blanca, como blancas eran las líneas a seguir.

Yo seguí esas líneas. Aspiré.


Mi padre recibió la llamada. Estaba con unos amigos cuando la recibió.
(Aspiró.) Con unos amigos del Club Deportivo, unos amigos de carrera, unos
amigos de la capital cuando llamó y le pidió que lo comunicaran conmigo. Que
me quería felicitar por mi éxito rotundo. Yo salí de la piscina, caminando por
entre las miradas en blanco de los amigos de mi padre. Tomé el celular. "Es para
mí un honor saludar a la Reina", me dijo. "¿Reconoce mi voz?, es el Señor
Presidente".
Quedé muda. Él llegó primero que nadie al coro de felicitaciones.
Entré al concurso porque quería ser modelo internacional, quería ser
estrella de talk-show, quería hacerme los pómulos para lograr una mayor
definición en mis facciones. Entré porque heredé la boca de mi abuela, que era
española, pero una española carnosa de labios y de ojos verdes; esos también
los heredé. Heredé sus ojos y una biblioteca inmensa que no sé para qué la
querría. Pero los libros se veían ahí, tan desvalidos y elegantes, con sus lomos
duros y sus letras pequeñas. Letras para ojos de águila. Por aquel entonces en
que me llamó el Señor Presidente yo miraba los libros, les acariciaba el lomo. Y
practicaba a sonreír para las cámaras.
Polonio movió los hilos. Mentí en lo de la edad y nadie preguntó.
Conseguí las mejores masajistas, los mejores peluqueros, diseñadores de Miami.
Mi padre me aconsejaba, "Be thou familiar, but by no means vulgar. (Aspira)".
Yo quería lucirme ante los ojos del mundo, ante el spotlight central. Quería que
vieran el espectáculo que puedo ser en tan buena tarima. Que la patria es algo
más que cocaleros (aspira), que inditas vestidas con largas faldas que encubren

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

un cuerpo distendido por el hambre y por los hijos. Yo también tenía hambre
Pero él me llamó primero, antes de que yo aprendiera a tragar.
Él me llamó. "Vas a ser la reina del Universo". Envió su avión particular a
recogerme. Mis padres me dejaron ir con unas amigas. Yo dudaba, dudaba.
Pero él llegó antes que la fuerza de mi duda.
Aspiré.

CUADRO 3
Sin embargo, me gustaba el otro. "O! what a rogue and peasant slave am I!"
Me gustaba el otro. "The play's the thing, Wherein I'll catch the
conscience of the king." Me gustaba por su lomo fuerte y su letra chiquita. Por
sus ojos de águila. Era paisano, era joven, era el escriba. También soñaba con la
gran platea del universo. Quizás, con tiempo, con esfuerzo, sin masajistas...

Le tocó ser alto. Le tocó ser blanco como blancos son los caminos a los que
tenemos que aspirar. No parecerse a los inditos alcoholizados que duermen en
los pajares bajo el cielo desprovisto de rutas. A él le tocó conocer los nombres de
la biblioteca de la abuela; la que ella me heredó con sus ojos verdes. Yo lo invité
a entrar. Mi padre celebraba un asado con sus amigos de la empresa, "Give
every man thy ear, but few thy voice", con sus amigos industriales, "Neither a
borrower nor a lender be", con sus amigos de colegio. El padre del escriba era
un amigo, abogado respetado, tomaba whisky. Aspiraba. Yo le abrí la puerta a
él, a su familia, pero todos nos fueron dejando solos, hasta que lo invité a la
biblioteca de la abuela. Le puse los dedos sobre el lomo.
Horacio me miró y quiso que yo hiciera más. Abrió un libro, me lo
enseñó. Yo leí.

Claudius: "How is it that the clouds still hang on you?"


Hamlet: "Not so my lord; I am too much in the sun".

CUADRO 4
No debió hacerlo. Abrir el libro aquel entre mis manos. Yo era Gertrudis. Yo era
Laertes y Ofelia. Yo era el príncipe vengador.

Hasta ese entonces a mí me bastaba con tocar los lomos de esos libros. Me
bastaba con tocarlo (al escriba) sobre los hombros. Hasta que llamara el Señor
Presidente. Siempre (Oh Claudius!) al otro lo traté de Señor.

CUADRO 5
Éste por las palabras. El otro por el poder de su mirada blanca. Mi carne, nívea,
pero impura, se distendía sobre los manteles de la patria, sobre las mesas
presidenciales, en los cocteles de la sociedad industrial. Mi carne, sonriente,
posaba para los sociales de "La Razón", de "Vanidades", de "Los Tiempos". Yo
sonreía pero dudaba. ¿Qué ruta debían seguir mis aspiraciones? ¿Cuál era el
camino que elegirían mis pies? Podría ser otra cosa que los canjes.

"Nymph, in thy orisons/Be all my sins remembered."


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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Un 14 de febrero, Día de San Valentín, el escriba me dijo que estaba


enamorándose de mí. El amor es una aspiración. Tendría que ver cuánto aire
aguantaba éste que se decía ser el amado. Cuánto me podían aspirar sus
pulmones.

CUADRO 6
Bajo sus narices:
Con el Señor Presidente
Con su amigo la esperanza del Club Wilsterman
(El escriba aceptó estudiar en Estados Unidos pues al fin se había
"ganado" una beca presidencial.)
Con el del Club Universitario
Con su primo. Con mi primo.
(Me instalaron unos pómulos perfectos. Otra llamada del Señor
Presidente.)
Con un amigo del apoderado de los Tigres
Con el ingeniero de Bobinas Indistriales
(Partí a Sidney a concursar. El amado partió a California a estudiar.)
Un trío con dos broadcasters franceses
Con un ancla de noticias de Aust-tv Internacional
(Ensayos, ensayos, ensayos. Llamada del Señor Presidente.
Pasé a las últimas 5 finalistas. Gané el premio de Miss Simpatía.
No seré la Reina del Universo. Nunca seré la Reina del Universo.)
De vuelta a la patria, recibimientos. Con el DJ de Forum
Con el DJ de Diesel
Con varios amigos del escriba
Con el Señor Presidente
Recibimientos, fotos, banquetes. (Aspiré.)
¿Podré algún día descansar?

CUADRO 7
Me casé con un gobernador de provincias y no volví a ver al escriba. A veces
recibía llamada telefónica del Señor. A veces pasaban meses en que no. El
gobernador me llamaba por mi nombre (¿Ofelia? ¿Daniela?). A veces, a son de
broma, también me llamaba Miss Simpatía. Odié el título por primera vez. Por
primera vez me avergoncé de la ruta aspirada, del spotlight.
Durante su campaña de reelección me le escapé a mi marido y en Disco
Tavoe me topé con un amigo del escriba. Aspiré. Fue él quien me dijo que
estaba de vuelta, de vacaciones. Que a alguno le había preguntado por mí. Mis
dedos de repente sintieron nostalgia de su lomo fuerte. De sus párpados; ojos
de águila. Lo quise tocar. Sólo eso.

CUADRO 8
En sus narices, con él, con él, con él. En su cuartito de adolescente hasta que su
madre le llamó la atención. En un auto prestado, estacionado, detrás de "Secret".

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En el baño de "Tantra", hasta tenerlo enganchado. Hasta tenerlo detrás de mis


líneas, de mis aromas, detrás de mi paso delirante por ese río que es la cuidad.

Luego huí.

CUADRO 9
El escriba me siguió hasta casa de mi marido. Yo lo dejé entrar. A puertas
cerradas, hice todo lo que se me ocurrió para que lo sorprendiera la madrugada
entre mis sábanas. Quería verlo salir del exclusivo complejo de condominios
donde vivo con el gobernador. Quería contemplarlo, pálido, ojeroso, cruzar las
cuatro calles hasta la puerta donde el guardia deja entrar y salir a todo visitante.
Quizás verlo retorcerse de manos y marcharse. Aspira. Verlo mentir. "To thine
own self be true."

"¿Usted acaba de salir de la suite del Señor Gobernador?"

"No señor, de la de al lado".

Arreglarse la camisa de algodón ahora arrugado, ahora, corrupto, fuera de la


línea que traza las rutas que nos tocan aspirar. "Soy un primo de la vecina, un
amigo de infancia. Soy..." Y no tener nombre, cruzar la frontera sin títulos como
pretendía que yo la cruzara. Como pretendía cruzarla él, armado tan sólo de su
tinta, como si se pudiera ser "more matter/less art". Como si alguien pudiera
ser materia aquí, en este descampado, en la línea de las rutas de la carne que se
abre para no dejar pasar.

Se fue de mañana. Eran las seis. Lástima que no lo arrestaron. Lástima que logró
mentir tan bien. Lástima que el escriba fuera franqueado y lograra trasponer la
puerta. Llamar a un taxi, escapar. Hubiese querido verlo flotar rodeado de
magnolias en un torrente de líquidos. Me hubiese gustado verlo quieto, siendo
uno de mis personajes, el más adolorido. Quizás así hubiese podido creer en su
amor. Quizás entonces se hubiese enterado del mío.

Mi amor blanco y que arrastra. ¿Puede ser de otra manera?

CUADRO 10
El Señor Presidente ya no me llama más. Ahora vivo en Miami. Un judío gordo,
socio de mi padre logró sacarme del país. Logró salvarme del escándalo. De un
juicio de lavado de dinero contra mi marido, el gobernador. Él mismo me
divorció y me sacó de la patria.
He comprado ropa de diseñadores. Toda la que quiero. He engordado
algo, todo lo que quiero. Luego me hago succionar. Me hago aspirar. Trago.
Aspiro.
Mientras el judío sale a trabajar a su oficina, yo me pierdo por las calles
de Miami. Me pierdo por Rodeo Drive. Me pierdo por Coconut Grove. Me
pierdo por Dade County. Voy a Downtown. Ruinoso. Celebran una feria de
libros. Éstos no son como los de mi abuela. ¿O sí?
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Oigo, por la radio que el escriba se presenta por su propio nombre.


Estaciono, pago entrada, deambulo por los estantes. Ante mis ojos se repiten los
lomos duros, rugosos, de esos libros que resisten los embates de ojos más
verdes que los míos, más verdes que los de mi abuela, los ojos del mundo
entero. Lomos que resisten los dedos garfios que hoy exhibo y que no heredé de
nadie.

El escriba se presenta en la Sala Tres.

Habla del paisito, de discursos de presidentes. Termina. Una larga fila de


lectores se le planta al frente con un libro suyo entre la mano. Sobre una mesa
de fondo, una muchacha vende varios de sus títulos más recientes. Yo agarro
uno, cualquiera. Busco un lugar en la larga línea de lectores. Sigo la ruta,
espero. Él abre la tapa, busca espacio en blanco entre las páginas de su libro y
me mira. Lomo fuerte, ojos de águila.

"¿Tu nombre?"

"Ofelia", le contesto.
(Ofelia es quien soy.)

Él escribe una cita de Hamlet, un arabesco con su nombre y me sonríe. Otro


ocupa mi lugar, una chica rubia, incorrupta, a quien él le escribe algo en inglés.
"And from her fair and unpolluted flesh May violets spring!" Y luego otra
dedicatoria. Y otra, otra.

Yo me aparto. Me voy. Aspiro a hacerme polvo entre los libros.

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

NEGROS

JOSÉ ABDÓN FLORES

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

JOSÉ ABDÓN FLORES (San Luis Potosí, 1967). Estudió


ingeniería bioquímica. En 1994 obtuvo el primer lugar del
Concurso de Cuento Carmen Báez (Morelia, Michoacán). En
1990 fue incluido en dos antologías de cuentos de ciencia
ficción, editadas por el Instituto Politécnico Nacional. "Los
isómeros", un cuento que retoma el tema del doble, ganó el
Concurso de Cuento José Agustín 2002. Autor de Escenas de la
tierra en fiesta y de la mar en calma y El juego de los indicios (Premio
Nacional de Cuento Joven Julio Torri 2001). Es un asiduo
traductor de literatura en lengua inglesa y francesa.

LA FLORACIÓN

Mayo 8 9:05
(El capullo está por abrir. Hace diez días que comenzó todo, diez u once según
el director del jardín botánico. A partir de mañana, la planta será llevada a un
pabellón descubierto. Ahí podrá ser vista por el público. El ciclo será de veinte
días aproximadamente, desde que el espádice sea visible y hasta que la
inflorescencia decaiga.)
Altura (H): 47.8 cm
Diámetro máximo (D): 18.1 cm
Temperatura ambiental (T): 21.2 °C (media). Máxima: 29.2 °C
Humedad (M): no disponible (posterior consulta con el meteorológico).
Observaciones: Ninguna.
—Al margen:

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El peor vuelo de mi vida, sobre todo la última hora. Mucha turbulencia y un


capitán nervioso, me parece. Bajé del avión mareada y con dolor de oídos. La
reservación que me había hecho el Instituto no era válida. Alguien se
confundió. Por fortuna había una habitación en el hotel.
Apenas acomodé mis cosas fui en taxi al jardín botánico. Error, no era
demasiado lejos ni tanta la urgencia; la Amorphophallus titanum aún es un tallo
parecido a un elote gigante. Sabía que tanta premura era exagerada. Sólo
pérdida de tiempo. Si hubiese llegado dentro de diez días, en nada habría
cambiado el estudio mismo que, sigo pensando, es irrelevante. Sólo cumplo
despropósitos, como buen aprendiz de posgrado...

Mayo 9 9:03
(El capullo ha abierto. Son visibles dos centímetros de espádice. La planta ha
sido colocada en el centro de una rotonda, en torno a la cual ya se despliega
cierta actividad. Permiso para el estudio entregado hoy por el fitólogo jefe del
jardín.)
H: 49.9 cm
D: 18.5 cm
T: 21.2 °C (media). Máx.: 29.2 °C
M: no disponible (posterior consulta con el meteorológico).
Observaciones: El color del espádice es parduzco, semejante a madera reseca.
—Al margen:
El sujeto encargado de la investigación en el jardín es pesadísimo. Cuando me
presenté dijo con cierta tonadilla: "Ah, la chica entomóloga", como si yo le
pareciera poca cosa por ser entomóloga. Pero sobre todo me disgustó lo de
"chica", seguro piensa que soy inexperta del todo, una aficionada. No me cae
bien; creo que ya se dio cuenta.
Lo que era un mero trámite —recoger el permiso para el estudio
entomológico de polinización—, se convirtió en algo así como un interrogatorio
con este sujeto. Empezó por preguntarme nombre y experiencia —parecía que
hubiese ido a pedirle trabajo— y terminó por cuestionar seriamente el valor del
estudio. En eso estaba de acuerdo, y se lo habría dicho pero no quise darle la
razón: me he empecinado en llevarle la contraria. Tomé el documento con una
sonrisa, y salí de su despacho prácticamente silbando.
Acabo de cancelar mis planes para salir esta noche. Llueve a cántaros.
Bajaré al bar del hotel a tomar algo. Aunque no parece muy animado.

Mayo 10 9:06
(El crecimiento se ha acentuado. Al parecer también la temperatura de la
Amorphophallus. Han instalado un censor en su base, el exterior de lo que será la
espata una vez que el espádice esté por completo expuesto.)
H: 55.0 cm
D: 19.1 cm
T: 22.6 °C (promedio). Máx.: 30.8 °C
T A. titanum: 38 °C !!!
M: no disponible (posterior consulta con el meteorológico).

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Observaciones: La temperatura de la planta parece excesiva, quizá sea una


medición errónea del termopar. A medida que T aumente, se esperan tazas de
crecimiento mayores. En floraciones previas se han visto velocidades de hasta
20 cm/día.
—Al margen:
Le llegó la calentura a la Amorphophallus... algo así habría dicho A. Se viene la
parte obscena del asunto: cuando el falo deforme crece alocadamente, como
cualquier miembro masculino en vías de erección. ¡Puagh! Y cada vez irá más
público al jardín para ver el espectáculo. Porque eso es para la gente, un
espectáculo más. La decadencia.
En el bar del hotel se podría escuchar con claridad cuando el pasto crece:
no hay nadie. Hoy no está lloviendo, así es que no bien me bañe, salgo. Un
botones me ha dicho dónde está la zona de bares. Luego de horas en el jardín
viendo crecer un miserable palo, merezco distracción.

Mayo 11 11:10
(Fase intensa de crecimiento próxima. A. titanum proyecta los tres metros de
mantener esta velocidad, según fitólogo jefe del jardín.)
H: 65.8 cm
D: 20.0 cm
T: 22.9 °C (promedio). Máx.: 31.5 °C
T A. titanum: 38.5 °C
M: no disponible (posterior consulta con el meteorológico).
Observaciones: temperatura de A. titanum correcta según termopar instalado.
Color del espádice, grisáceo; superficie y aspecto semejante al de un nabo.
Ningún insecto observado en su entorno.
—Al margen:
Llegué tardísimo al jardín. El fitólogo jefe —¡ese engreído!— me miró casi con
desprecio. En eso nos parecemos: siento lo mismo por él. Hice mis lecturas en
cosa de cinco minutos, esto también lo indigna, le irrita que nada más haga eso
y me vaya. La salida de anoche no estuvo mal del todo. Por supuesto, faltó lo
principal. En fin, llegué de madrugada al hotel, rendida, y un poco tomada.
Incluso me equivoqué de cuarto, pero se debió a la oscuridad del pasillo.
Hoy en la mañana, luego de media hora en el jardín botánico, estaba por
irme cuando nos invitaron a una conferencia de prensa. Supuse que habría
bocadillos y bebidas, y, como no había desayunado, decidí asistir.
Mientras tomaba café y galletas me enteré de lo que se trataba: la emisión
de un timbre postal conmemorando la floración de la Amorphophallus. (¡Qué
romántico!) La cancelación tendrá lugar cuando abra lo que confunden con la
flor. Por más folletos informativos que ha distribuido el Jardín, los medios —
¡ah, los medios!— y por tanto la gente, siguen creyendo que la flor es esa forma
gigante que, para confundirlos más, parece flor. Sin embargo, son miles de
microflores, y entre todas conforman el espádice, ese falo que crece y crece. Si
los dejaran acercarse lo verían. Pero eso no ocurrirá, sería decepcionarlos, ya no
habría más flor gigante y carnívora, el verdadero espectáculo.
Los afortunados que estuvimos en la conferencia de prensa tuvimos el
privilegio de recibir el aludido timbre. No está mal. Por lo regular todos los
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timbres son bonitos, por eso los coleccionan. Sinceramente, yo dejé de usarlos
hace mucho. Pero éste lo voy a pegar aquí como recuerdo. Quizá vaya a la
cancelación.

Mayo 12 9:05
(Fase intensa de crecimiento tentativamente establecida. A. titanum desarrolla 1
cm/90 minutos. Estimación del equipo de estudio: 1 cm/70 min en el clímax de
fase intensa.)
H: 77.9 cm
D: 21.5 cm
T: 23.2 °C (promedio). Máx.: 33.0 °C
T A. titanum: 38.7 °C
M: no disponible (posterior consulta con el meteorológico).
Observaciones: aspecto sin mayores cambios salvo los dimen-sionales.
—Al margen:
Estoy resfriada. Dolores en hombros y articulaciones; también la cabeza. Debe
ser la desvelada de anteanoche. Sólo estuve una hora en el jardín. No me sentía
bien. A. tiene un remedio para los resfriados: dormir 12 horas consecutivas a
como dé lugar, previa ingesta de aspirina y té. Pero sobre todo el descanso de
12 horas. Son las cuatro de la tarde, espero poder dormir de corrido hasta que
amanezca. No usaré somníferos. A. les tiene desconfianza.

Mayo 13 8:30
(Lecturas de humedad descartadas.)
H: 90.0 cm
D: 22.0 cm
T: 23.6 °C (promedio). Máx.: 33.2 °C
T A. titanum: 38.7 oC
Observaciones: Aspecto sin mayores cambios salvo los dimensionales.
—Al margen:
Ninguna mejoría; aún me duele el cuerpo. El remedio de A. fue interrumpido
por la misma A. quien llamó ayer alrededor de las 22:00. Se disculpó muy
preocupada —¡gran ayuda!— y me dio el nombre de algunos antihistamínicos.

174
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Conversamos unos cinco minutos. Antes de colgar dijo que llamaría en una
semana. Me gusta hablar por teléfono con A., sobre todo cuando hay mucha
distancia de por medio. No sé, me tranquiliza.
No pude reconciliar el sueño. Luego de pensar un poco en A., en lo que
estaría haciendo a esas horas, recapacité en lo tedioso que resultaba el estudio,
pérdida de tiempo y presupuesto. Ello me llevó a confrontar con disgusto los
encuentros con el fitólogo jefe. Si hubiese determinado echarme, no me habría
opuesto, seguro después el Instituto conseguiría los datos. Así pasaron un par
de horas; hacia la medianoche me dormí. No lo suficiente, a las seis ya estaba
despierta, con un ligero dolor de cabeza.
Llegué al jardín muy temprano. Problemas en la entrada. Mostré el
permiso. A esa hora la fenomenal planta era toda mía, casi nadie había llegado.
Iré más temprano a partir de mañana, así evitaré ver caras desagradables.
Pedí en recepción que no me pasen llamadas, así podré dormir bien.

Mayo 14 8:15
(Crecimiento constante en el orden de los 10 ± 2 cm/día. Proyección final de 2.6
m aprox.)
H: 102.0 cm
D: 23.3 cm
T: 23.8 °C (media). Máx.: 33.6 °C
T A. titanum: 38.6 oC
Observaciones: Aspecto sin mayores cambios salvo los dimensionales.
—Al margen:
Bastante recuperada aunque aún hay molestias, sobre todo muscu lares.
Definitivamente, llegar temprano al jardín representa un mejor día en todos los
aspectos. La temprana fase en la que está la planta me deja espacio para trabajar
en la redacción de informes para el trabajo pendiente sobre Bombus terrestris,
por ejemplo, y también para escribir esta bitácora; aunque hoy prefiero
descansar.

Mayo 15 8:20
H: 112.5 cm
D: 25.0 cm
T: 23.1 °C (media). Máx.: 33.0 °C
T A. titanum: 38.2 °C
Observaciones: Ninguna.
—Al margen:
Como nueva gracias al método de A. Las horas de sueño me han sentado bien.
Saldría a festejar esta noche pero me he propuesto no hacerlo, en parte por A.,
en parte porque temo una recaída. Aún así, ganas no me faltan.
Hoy empezaron a llegar más investigadores extranjeros para estudiar la
planta. Un grupo de Holanda con bastante y sofisticado equipo. Cinco ingleses,
cuatro hombres y una mujer que no paran de discutir entre ellos. También llegó
Stephanenko, el célebre biólogo. Llegó sólo, cavilando, con su inmensa barba
que lo hace idéntico a Alexander Ivanovich Oparin. Cuando arribó, los cinco
ingleses se callaron y fueron a su encuentro para saludarlo. Me parece que
175
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Stephanenko vive en Londres. Es un dios para ellos, también para el fitólogo


jefe; se deshacía en halagos cuando estaba con él, sólo le faltó besarle la mano.
Anduve merodeando entre los botanistas durante un convivio que
tuvieron al mediodía, justo como un abejorro en un campo de flores. Es verdad
que nadie me invitó, pero como de algún modo también pertenezco al gremio...
Congenié más con los holandeses; harán un estudio interesante: tomarán
muestras de la fétida esencia que despide la bien llamada flor cadáver para
atraer polinizadores. Identificarán sus componentes mediante espectrografía de
masas y cromatografía. Un buen estudio, ése es un buen estudio.
Los ingleses sencillamente me ignoraron, en especial la mujer, ¿acaso
percibí celos de su parte? Los vi hablar con el fitólogo jefe; quizás, gracias a él
no seré popular. Con Stephanenko es imposible interactuar. Está ya muy viejo.
Pasa el tiempo asintiendo con la cabeza mientras mastica una y otra vez el
mismo bocado. Vive de lo hecho en el pasado, Stephanenko.
Puesto que el clima era realmente bueno, abandoné el convivio para dar
una vuelta por el jardín. Hay un arboretum muy bien cuidado, con algo de
diseño de paisajes en su concepción. Cerca de ahí descubrí algo que me fascinó,
el nombre científico del plátano: Musa paradisiaca. Y en la sección de hierbas
medicinales encontré por azar una mantis religiosa parda que estaba comién-
dose una mariposa, o lo que quedaba de ésta. No llevaba frascos ni red para
atraparla. Mala cazadora, a diferencia de A.

Mayo 16 8:50
H: 124.0 cm
D: 27.0 cm
T: 22.8 °C (media). Máx.: 31.8 °C
T A. titanum: 38.5 oC
Observaciones: La espata comienza a tener forma, la parte inferior de la
Amorphophallus se ensancha.
—Al margen:
Más foráneos en el jardín. Hoy llegó un italiano, al parecer descendiente de
Odoardo Beccari, el naturalista que descubrió la flor cadáver en los bosques de
Sumatra el siglo pasado. Es alpinista y tiene aire de gigoló. No creo que se
quede mucho tiempo. Le tomaron fotos al lado del elote gigante, que es lo que
parece por el momento la planta, y después estuvo platicando con los otros
extranjeros, sobre todo con la inglesa. Una pena para mi colega, después llegó
una mujer y el italiano se marchó con ella. Era una mujer bellísima, una musa
paradisíaca en todo el sentido del término.
También llegaron algunos estudiantes de la universidad de Wisconsin en
Madison. Escandalosos, así me lo parecieron. Día tras día hay más revuelo en el
jardín. Se aproxima el circo. Con tanta gente será difícil realizar las mediciones.
Hoy debí esperar media hora a que los súbditos de su Majestad terminaran de
hacer lo que hacían para poder medir parámetros. Tendré que madrugar los
días siguientes.

Mayo 17 9:50
(Cambio de unidad para medir altura.)
176
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

H: 1.40 m
D: 29.0 cm
T: 23.0 °C (media). Máx.: 32.1 °C
T A. titanum: 38.5 oC
Observaciones: El mayor crecimiento registrado por la Titán arum para un solo
día. De mantener esta taza, los 3 m proyectados son factibles.
—Al margen:
Odio a los hombres, en especial al fitólogo jefe. El gran miserable ha hecho un
horario de estudios para que no haya desorden en torno a la planta. "El stress
ambiental podría molestarla", alegó sarcástico cuando fui a verlo. ¡Al diablo con
eso! Soy la última en el maldito itinerario. Hoy llegué antes de las ocho y tuve
que esperar bastante para medir parámetros. De nuevo los inglesitos
acapararon todo. Después Stephanenko pasó cerca de veinte minutos frente a la
planta sin pestañear siquiera. Por un momento también él parecía estar
sembrado ahí, creciendo. Y el desfile siguió: los estudiantes de Wisconsin, el
grupo holandés —no más de diez minutos—, un genetista sueco (éste es nuevo)
con un parche de pirata en un ojo; y cuando finalmente me disponía de mala
gana a realizar mis lecturas, llegó el tataranieto de Beccari sin su musa y se
repitió la sesión fotográfica del día anterior. Casi a las diez llegó mi tu turno;
dos horas y media de espera.
Fui a hablar con el responsable, pero el gran miserable me escuchó
menos de un minuto, dijo que no tenía tiempo, que era un hombre muy
ocupado. Pensé en llamar al Instituto para reclamar apoyo, más presencia, que
no me dejaran sola, pero lo que vi cuando regresé a la rotonda donde está la
planta hizo que me olvidara del asunto.
La musa del italiano había vuelto, pero no sola. Con ella venían algo así
como veinte mujeres, una floración anticipada en el jardín. Los científicos
cuchicheaban entre sí, recelosos del grupo de alta belleza que se había
congregado. El tataranieto de Beccari y su musa, tomados de la mano, estaban
al centro del grupo escuchando la explicación que les daba una mujer con aire
de guía de turistas. Datos llamativos, básicamente: les dijo que una vez abierta
la flor olía a carroña, de ahí el nombre de flor cadáver. También mencionó lo del
falo deforme —algo evidente—, y que la naturaleza carnívora de la especie no
era tal, tampoco que los elefantes la polinizaban.
Stephanenko estaba junto al grupo, impávido como siempre. Cuando la
guía concluyó, el italiano se aproximó al biólogo y le presentó a algunas de las
mujeres. Por primera vez las facciones del ruso se alteraron. Me habría gustado
que se quedaran más, todo el día. Pero el italiano partió con su séquito de
bellezas. Después me enteré de que eran modelos; no pude averiguar nada más.
A. fue modelo alguna vez; me habría gustado verla entonces. Si el italiano
aparece de nuevo, le preguntaré dónde se hospedan.

Mayo 18 11:05
H: 1.52 cm
D: 31.0 cm
T: 23.2 °C (media). Máx.: 32.5 °C
T A. titanum: 38.1 °C
177
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Observaciones: Bajó la velocidad de crecimiento. Presumiblemente por baja en


la temperatura. A 10 ± 2 cm/día, se tendrán ≡ 2.6 m.
—Al margen:
Un instante en el paraíso, hoy estuve un instante en el paraíso.
Llegué al jardín a la hora que me dio la gana, sobre todo para
asegurarme de que no tendría que esperar para tomar parámetros. La planta
estaba libre, por fortuna. Tuve que abrirme paso entre las oblicuas miradas de
los investigadores. No me importó. Al terminar, estaba por ir a la cafetería del
jardín cuando el genetista sueco de ojo parchado se paró a mi lado y empezó a
hablar conmigo. Primero elogió al Instituto y a sus miembros, dijo que
seguramente estaba bien representado con mi presencia, y otras cantilenas. No
le creí. Insistió en acompañarme y a partir del momento que dije bueno, dio
inicio al soliloquio más aburrido que recuerde. En general, hablaba sobre el
genoma de los seres vivos y de cuestiones de ética también; en algún momento
mezcló a Dios en su discurso.
Llevaba media hora hablando cuando pasamos cerca del arboretum. El
genetista sueco abrió ambas manos como si sujetara una gran esfera, y
concentró su monofocal mirada en algo más allá de mi entendimiento. Ahora
hablaba del mundo, y yo me acordé del paraíso pues justo frente a Musa
paradisiaca había una musa terrenal. Dejé a mi necio acompañante y me acerqué
a donde estaba la mujer. El genetista siguió solo por el sendero dando rienda
suelta a sus ideas.
Era una joven bellísima, desertora del grupo de modelos que vino ayer.
Estaba ahí porque le había gustado el Jardín y quería verlo completo; había
llegado a las nueve y para entonces, casi mediodía, ya había terminado su
paseo.
Simpatizamos, estoy segura. Le dije que en el Jardín uno se podía relajar.
Ella deseaba más bien meditar; le aseguré que las plantas promueven tal estado
—le habría dicho incluso que las plantas hablan con tal de que regresara otro
día. La acompañé a la salida, se había extraviado buscándola, tantos senderos,
no entendía bien el idioma... Antes de que partiera le dije que tenía los ojos
azules más verdes que yo había visto. La hice reír; me dijo luego que también
yo tenía bonitos ojos.
Nos despedimos con un beso. Ése fue el instante en el pa-raíso. Creo
haberla escuchado decir que volvería, pero estaba muy emocionada para
entender lo que dijo. No le pregunté cuál era su hotel ni cuándo se iba de la
ciudad. Sí, no llevaba frascos ni redes tampoco. Mala cazadora, a diferencia de
A. Sólo sé su nombre: Galia.

Mayo 19 10:00
H: 1.63 m
D: 32.0 cm
T: 23.0 °C (media). Máx.: 32.0 °C
T A. titanum: 38.2 oC
Observaciones: Taza de crecimiento establecida.
—Al margen:

178
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Llegué a las nueve en punto, cuando estaban por abrir el Jardín. Estuve atenta
hasta las doce, pero no hubo señales de Galia; por la entrada no pasó. Tampoco
vino el italiano a sacarse fotos con la planta. Quizá ya no vuelvan. Es una
lástima. Traté de indagar pero todos están atrapados en sus estudios o
teorizando por ahí como el genetista sueco a quien sorprendí hablando solo
frente a un cedro libanés.
Los holandeses me invitaron a ver cómo corrían un protocolo de prueba
con flores de camelia. Tienen buen equipo, pero muy aparatoso y complicado
de instalar. Estuve con ellos durante una hora; luego les dije que tenía que hacer
algunas lecturas con la Titán, y me fui. Di una vuelta más por el Jardín pero no
vi a Galia. Entonces regresé al hotel para trabajar en el informe de Bombus
terrestris.
Un instante en el paraíso es muy poco.

Mayo 20 10:06
H: 1.75 m
D: 34.0 cm
T: 23.7 °C (media). Máx.: 33.5 °C
T A. titanum: 39.0 oC
Observaciones: La temperatura ambiental ha aumentado. Posible causa de que
la planta haya incrementado la propia. La espata está próxima a diferenciarse.
—Al margen:
Misma rutina de ayer. Nueve de la mañana. Control visual del acceso. Vueltas
por el arboretum. Galia por ningún lado. Dijo que volvería. Eso creo. Luego de
darme el beso.
Permanecí hasta bien entrada la tarde en el jardín botánico, esperando un
milagro. No sucedió. Estuve tentada a preguntarle al fitólogo jefe si el
descendiente de Beccari regresaría; pero ahora sí está ocupado el hombre.
Además, dudo que me hubiera ayudado.
Los estudiantes de Wisconsin dieron una charla sobre la Amorphophallus
a un grupo de niños, por supuesto, más escandalosos que ellos. Los intimidaron
con el cuento de que la planta es carnívora, con predilección por los menores;
eso los acalló.
Regresé más tarde que los otros días al hotel, y me puse a ver la tele. El
revuelo por la floración de la planta va en ascenso. Hay un anuncio en el que
presentan todo esto como un evento especial. Termina diciendo algo así:
Amorphophallus titanum 1999: en el Jardín Botánico. Y música de estruendo como
fondo. Es ridículo, todo esto es ridículo, un show es lo que es. También venderán
playeras y otros recuerdos alusivos a la planta. Los odio.
Ojalá pudiera ver a Galia una vez más.

Mayo 21 11:02
H: 1.87 m
D: 36.0 cm
T: 23.7 °C (media). Máx.: 34.0 °C
T A. titanum: 38.9 oC

179
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Observaciones: El termopar será removido y vuelto a colocar dentro de tres


días. Cuestiones ajenas al estudio. Sigue temperatura ambiental alta.
—Al margen:
Anoche, ya tarde, llamó A. como había prometido que lo haría. Discutimos,
nada serio a fin de cuentas; yo no estaba de humor y quería descansar, se lo hice
ver así. Fui seca, y eso le molestó. Hablaré con ella a mi regreso.
Tres días han pasado desde que vi a Galia. Tal vez salga a tomar algo.
La planta ya mide más que yo.

Mayo 22 13:17
H: 2.00 m
D: 38.0 cm
T 22.9 °C (media). Máx.: 33.6 °C
Observaciones: Tres días más para que la espata sea visible, según botanistas
del jardín.
—Al margen:
Feliz, inmensamente feliz. Más de una hora en el paraíso y quizá haya más esta
velada. Galia volvió.
Anoche decidí no salir. Sólo fui al bar del hotel. Había más gente que de
costumbre —más que el sábado pasado—, y bebí un poco. Luego de un par de
horas me había cambiado el ánimo. Dormí bastante, casi hasta las diez, y de
nuevo llegué tarde al jardín. Pero ya no hay horarios para mí; el itinerario ha
crecido en integrantes y sigo estando al último, de modo que aún a las doce no
era mi turno.
Laurent, un sociólogo y biólogo francés insoportable, iba a dictar una
conferencia magistral sobre la relación hombre-naturaleza. Y por si fuera poco,
el genetista sueco la comentaría al final. Stephanenko, estólido, estaba en
primera fila al lado del fitólogo jefe. Yo estaba en la última y al cuarto de hora
deserté. Camino a la salida del jardín me topé sin más con Galia.
No la reconocí, tenía el cabello rojizo y recogido, y traía ropa muy
holgada, zapatos de explorador y gafas color violeta. Me dijo hola, cómo va la
flor. Sólo entonces, cuando habló, supe que era ella. Le hicieron un cambio de
imagen en un desfile.
Fuimos a ver a la Titán arum, y luego caminamos por el arboretum bajo
evidente amenaza de lluvia. Dijo que había tenido mucho trabajo los días
previos, por eso no había venido. Se veía más bien alicaída. Le pregunté si algo
le preocupaba, si estaba enferma, desvelada, triste, si acaso ella... Se detuvo
entonces, y se puso más seria. Sí, era eso, lo temido, lo de siempre, el
desencanto de una decepción amorosa, la primera para ella que es un año
menor que yo.
Reconfortar a los afligidos nunca ha sido lo mío. Como pude le di
ánimos, pero fui torpe al hacerlo. Le causaron gracia, quizá ternura, mis
descompuestas palabras; de pronto ambas comenzamos a reírnos y Galia dijo
que todo aquello era a fin de cuentas ridículo. (Lo mismo pienso yo.) Luego
añadió que los hombres eran unos condenados —coincido en algo—, unos
condenados y unos cerdos. Y se rio de nuevo. Entonces empezó a llover.
180
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Corrimos hacia un pabellón donde nos guarecimos junto con otros


visitantes. Una pena que no estuviésemos solas. Cuando la lluvia paró fuimos a
comer a la cafetería. Galia come muy poco, dieta de modelo. Por pudor tuve
que moderarme. En la plática de sobremesa hicimos planes para salir esta
noche.
Pasé luego por mis cosas al auditorio de la conferencia; el genetista sueco
seguía hablando. Camino a nuestros hoteles, le platiqué a Galia sobre este
sujeto, y sobre los otros también. Nos reímos todavía más.
Esta noche del 22, dos y dos, tengo cita en el paraíso.

Mayo 23 ≡16:00
H: 2.16 m
D: 40.0 cm
T: 22.1 °C (media). Máx.: 33.7 °C
Observaciones: A. titanum está por abrir.
—Al margen:
Domingo, día de descanso, por fortuna.
Pasé la noche del dos y dos en compañía de Galia y algunas de sus
amigas. Fuimos a bailar; habría preferido algo más apacible. Lo propuse, algo
apacible, pero nadie pareció de acuerdo. Hacia la medianoche entramos a una
discoteca, once en total, incluyendo al italiano pariente de Beccari que lleva la
custodia de las modelos. Al cabo de un rato desapareció con su musa.
Bailamos y bebimos. Bebimos y bailamos: qué más podíamos hacer. Yo
siempre junto a Galia, las dos muy juntas al bailar. En un par de ocasiones
intenté besarla, medio en juego medio en serio; se dejó y la gente a nuestro
alrededor nos vitoreó emocionada. Galia estaba contenta. Cree que todo es un
juego. Junto con otras cinco modelos nos fuimos poco después de las cuatro.
Para entonces habíamos bebido demasiado. Tuve que quedarme en el hotel de
las modelos, con Galia, en su cuarto. Pero ya no tenía fuerzas para nada.
Desperté hoy casi a las dos de la tarde. Dolor de cabeza. Resaca. Algunas
modelos no se cuidan del todo, pensé al ver a Galia lívida en su lecho, una
mancha de vómito junto a ella. Escribí una nota donde le decía que la llamaría
después. Antes de irme, la besé en los labios. Tenían un sabor agrio; me sentí
mal.
En el jardín procuré no llamar la atención. No quería pasar demasiado
tiempo ahí. Cuando terminé de tomar parámetros, Stephanenko estaba a mis
espaladas. Gran susto, no lo había escuchado aproximarse. Inclinó ligeramente
la cabeza a manera de saludo. Hice lo mismo, y me despedí de inmediato. Intuí
que me seguía con la mirada, inquisidor.
He llamado a Galia. Cenaremos en un sitio que ella conoce. Irán más
modelos.

Mayo 24 10:03
H: 2.29 m
D: 43.0 cm
T: 23.3 °C (media). Máx.: 34.1 °C
181
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Observaciones: Primer vislumbre de la espata; interior escarlata característico.


Emanaciones fétidas en menos de 48 h, según equipo holandés.
—Al margen:
Sucedió de pronto, después de la cena y sin alcohol de por medio.
Dos modelos más nos acompañaron a cenar. Una era la musa del
italiano. Se la pasó hablando todo el tiempo. Banalidades. Cosas sin sentido. No
es más una musa para mí. Por fortuna debía reunirse con su alpinista en alguna
cumbre de papel. La otra modelo se fue con ella. Entonces propuse a Galia
caminar un rato. Aceptó.
Anduvimos por la avenida M., donde están las tiendas caras. Había poca
gente en la calle. Nos detuvimos frente a un vistoso escaparate de trajes de
baño. Dijo que ella los había modelado. Traté de imaginarla en bikini, y
entonces la tomé del brazo. Caminamos así un buen trecho. Estaba por decirle
de nuevo lo verdes que me parecían sus azules ojos cuando ella se tornó
pensativa y me dijo que tenía algo que podría interesarme: un libro sobre
insectos. Más intrigada que otra cosa, fui con ella a su hotel. Por un instante
pensé en A., la cazadora.
Para cuando llegamos a su habitación, aún sujetaba a Galia de la mano.
Una vez adentro, antes de que ella encendiera la luz, la atraje hacia mí y la besé
en la boca. Mi alma alterada por la atracción del cuerpo que yacía contra mi
pecho, sintió el dulce soplo afrutado de su boca. Galia... musa paradisíaca...
Lo del libro era verdad, alguien se lo había recomendado, el individuo
por el cual sufría. Era La vida de las abejas, de Maurice Maeterlinck.

Mayo 25 10:13
H: 2.41 m
D: ≡50 cm
T: 23.5 °C (media). Máx.: 34.3 °C 0
Observaciones: A. titanum ha expuesto el espádice. Indicios de emanaciones
fétidas. Fase de polinización próxima. En espera de mediciones de temperatura
con termopar. Observación de polinizadores programada.
—Al margen:
Sin haber sido expulsada, el paraíso terminó para mí.
Luego de pasar una noche más con Galia, ella me ha dicho que pronto
partirá. A la pregunta de cuándo lo haría respondió simplemente que mañana.
Agregó que le había encantado conocerme y empezó a hablar a la manera de la
musa del italiano, con ligereza, como si nada tuviese importancia, como si nada
hubiese ocurrido. Todo fue un juego para ella, una diversión, un paliativo
temporal.
A., que fue modelo, mencionó alguna vez lo neutrales que pueden ser
estas criaturas. Ahora lo compruebo. Pese a todo, fingí estar feliz por aquellos
días con ella, y me despedí prometiendo pasar a verla esta tarde. Por supuesto,
no fui; estuve en el jardín observando y capturando polinizadores bajo el aura
pestilente de la flor cadáver.

Mayo 26 11:14
H: 2.55 m
182
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

D: ≡50 cm
T: 23.0 °C (media). Máx.: 33.9 °C
T A. titanum: 40.0 °C
Observaciones: Clímax del crecimiento. Espádice expuesto por completo.
Inflorescencias femeninas listas para polinización, misma que será manual.
Capturados algunos ejemplares de coleópteros carroñeros e himenópteros.
Incompatibilidades con otros experimentos han impedido un mejor trabajo.
—Al margen:
Amorphophallus titanum en todo su esplendor. La Titán arum ha atraído a miles
de personas al jardín. 56 000 el día de hoy, según el fitólogo jefe que parece muy
feliz. Este día incluso me saludó y me preguntó cómo iba eso. Le dije que bien.
A pesar de su cambio de actitud, sigue sin simpatizarme. Pero tanto revuelo en
el entorno me ha emocionado a fin de cuentas. Nunca había visto a la flor
cadáver, el espádice parece una estalagmita, o un carámbano de hielo. Aunque
venía estudiándola por más de dos semanas, esto es distinto. El olor a carroña
desapareció, la planta lo dio todo. La apariencia membranosa y escarlata de la
espata me hizo pensar en Galia, en su carne...
Me llamó por la mañana para despedirse y para reclamarme, en broma,
por no haber ido ayer como había prometido. No dela-taba molestia. Dijo que
habían ido a la discoteca de la otra noche. Bailaron mucho, esta vez con poco
alcohol, es modelo, debe cui-darse. Antes de colgar le dije que la iba a extrañar.
Se rió; respon¬dió que ella también me extrañará, y me mandó un beso. Cuida
de la flor, comentó finalmente, luego colgó.
Antes de partir hacia el hotel, escuché a Laurent decir algo que me
resulta incómodo. Hablaba, haciendo alarde de su reper-torio de presunciones,
a los estudiantes de Wisconsin, a dos mu-chachos en concreto. Claramente lo
escuché decir que el amor uranista era la caricatura del normal en su aspecto
psíquico, tal cual lo dijo. Y se me quedó grabada su frase, ¡el muy sabelotodo! Si
supiera de verdad.
Un día más y todo habrá acabado.

Mayo 27 10:32
Observaciones: A. titanum ha caído por su propio peso. Personal del jardín
extraerá eventualmente el rizoma.
—Al margen:
Soñé con A., creo que sin merecerlo. Ojalá que ya no esté enojada.
En la recepción había un regalo para mí: el libro de Maeterlinck; Galia me
lo dedicó con un beso de carmín en la hoja del título.
Espero que el vuelo de regreso sea más tranquilo, no deseo acabar como
la flor cadáver: sin figura.

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

MARIO MENDOZA

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

MARIO MENDOZA (Bogotá, Colombia, 1964). Autor de las


novelas La ciudad de los umbrales, Scorpio City, Relato de un
asesino, Satanás (Premio Biblioteca Breve 2002, y adaptada al
cine por Andrés Baiz) y Cobro de sangre, y de los libros de relatos
La travesía del vidente (Premio Nacional de Literatura del
Instituto Distrital de Cultura Turismo de Bogotá 1995) y Una
escalera cielo, de donde rescatamos el presente cuento. Sobre ese
libro, el autor dijo: "Son apartes que intenté incluir en novelas
anteriores pero no pude. Son historias que exigían un
tratamiento independiente, casi como un género diferente.
Espero que los lectores vuelvan a ver la estética que yo he
venido desarrollando de libro en libro, y que llamo una estética
de lo grotesco, o lo que algunos sociólogos y analistas de la
literatura llaman realismo sucio o realismo degradado, que es
una visión negra sobre la ciudad y la realidad contemporánea.
Una visión un poco pesimista y un poco opresiva".

LA REVOLUCIÓN

José divisó la casa en el costado izquierdo de la carretera y aminoró la marcha


del automóvil. Cuando ya había cruzado la entrada, viró el timón de nuevo a la
izquierda y frenó el auto debajo de una garita con techo de zinc que cumplía las
funciones de parqueadero. Esperó unos minutos para estar seguro de que no lo
habían seguido, revisó el revólver calibre 38 de cañón corto y lo escondió entre
el pantalón, descendió del carro sin quitar sus ojos de la carretera por si veía
algún movimiento sospechoso, y, con cierta naturalidad y desenfado, se acercó
a la puerta principal de la casa con una mochila en la mano. Tocó el timbre y
esperó. La puerta se entreabrió y unos ojos lo escrutaron desde el fondo.
—Soy yo, José.
Una voz respondió con firmeza:

185
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

—Ya sé, no estoy ciego.


Gabriel quitó el cerrojo y abrió definitivamente la puerta. Preguntó de
inmediato:
—¿No te siguieron?
—Todo está en orden.
Se estrecharon las manos. Gabriel agarró un maletín de mano que estaba
en un costado del vestíbulo.
—Será mejor que me marche enseguida.
—¿Por qué tanta prisa?
—Hay cosas pendientes en Bogotá. ¿Le echaste gasolina al carro?
José asintió y le entregó las llaves.
—¿Cuándo llega mi relevo?
—El domingo en la tarde. Tienes que cuidar al viejo todo el fin de
semana. Sabes lo importante que es para nosotros. Nadie sabe tanto de
explosivos como él.
—¿Recuperará la vista?
—Eso dice el médico. Es cuestión de dos o tres semanas más. Cuídalo
bien. En la cocina hay frutas, verduras, carne, de todo. Yo mismo hice el
mercado.
—Listo.
—¿Estás bien armado?
José suspiró y dijo:
—No soy el Chapulín Colorado.
—Arriba, en el cuarto del viejo, está la metralleta. Úsala si las cosas se
ponen feas.
—Listo.
—Una última cosa: prudencia. Recuerda que la policía está buscando al
viejo por todas partes.
José, con el ceño fruncido, abrió los brazos e inclinó el cuerpo hasta
quedar muy cerca de Gabriel.
—Ya está bien de cantaletas, maestro.
—Te lo advierto para evitar inconvenientes.
—No soy tarado.
—Tienes fama de estar medio loco.
—Loco, no idiota.
—Me voy.
Gabriel salió y José cerró la puerta. Escuchó el ruido del motor del carro
al encenderse, y cómo éste se alejaba con prontitud hacia la carretera. Subió las
escaleras de tres en tres y, ya con los dos pies en el segundo piso, vio al viejo
con los ojos vendados y sentado en un sillón de cuero en una de las
habitaciones del fondo. Se acercó lentamente. El viejo esperó unos segundos y,
cuando lo presintió en el umbral, lo saludó:
—Me alegro de que hayas llegado.
—¿Te acuerdas de mí?
—Me serviste de conductor hace seis años, cuando puse las bombas en
los batallones del ejército.
—Qué buena memoria.
186
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Hubo una pausa larga. El viejo buceaba en imágenes del pasado. Dijo:
—Toda la noche pusiste música de los Rolling Stones mientras íbamos de
un sitio a otro.
—Ayuda a calmar los nervios.
Antonio sonrió. José dio dos pasos y preguntó:
—¿Vamos a la cocina a preparar algo de comer? Me tragaría un bisonte
del hambre que tengo.
Bajaron al primer piso muy despacio, Antonio apoyándose siempre en el
hombro de José.
—Detesto estar enfermo y convertirme en un lastre para los demás —dijo
Antonio.
—Me pasa igual.
El viejo se sentó en un butaco. José abrió la nevera y sacó un pimentón,
una cebolla, una zanahoria, una berenjena y una libra de carne. Lavó las
verduras y dejó la carne bajo el chorro de agua para descongelarla un poco.
Cortó los vegetales en pequeños trozos y luego hizo lo mismo con los filetes de
carne. Separó los pedazos de berenjena y los introdujo en una vasija con agua y
sal.
—Carne con verduras.
—¿Sabes cocinar bien?
José se detuvo y guardó silencio por unos segundos. Al fin dijo:
—Amo la vida de una forma delirante. Las mujeres, el deporte, los libros,
el cine, los amigos, mis ideales de cambiar el mundo, el arte... Pero por encima
de todo amo la comida, el placer de combinar y mezclar sabores, olores y
texturas.
—¿Por encima de tus ideales políticos? —preguntó el viejo
escandalizado.
José prendió uno de los fogones y puso encima una sartén de hierro
colado. Roció un hilo de aceite e introdujo primero la zanahoria, unos minutos
después el pimentón y la cebolla, luego la berenjena recién pasada por un
colador, y finalmente los trozos de carne. Condimentó con pimienta, cominos,
sal, albahaca y yerbabuena. Buscó unos dientes de ajo, los maceró, y revolvió
todo con una cuchara de palo. El olor se extendió a lo largo de la casa.
—Si no comes no puedes trabajar, ni estudiar, ni amar, ni nada. Tampoco
puedes hacer ninguna revolución. O comes bien o te jodes. Recuerda el refrán:
"Dime qué comes y te diré quién eres".
—Según eso la gente pobre no es gran cosa.
—Una campesina se alimenta mejor que cualquier anoréxica histérica de
clase alta.
Puso el botón de la estufa en bajo y tapó la sartén cuidando de que no
quedara ninguna abertura por donde escapara el vapor. Se sentó cerca de
Antonio y dijo en voz baja, como si alguien pudiera escuchar:
—Nos falta una cerveza.
—Está prohibido.
—Ya sé, las reglas estrictas de la Organización...
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Dale.
187
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—¿Tú si crees en lo que hacemos?


—Te estás poniendo serio.
—Sí, hablo en serio.
—¿Y qué es lo que hacemos?
—Una revolución política en busca de justicia social.
José se recostó en la pared, sopesó bien las palabras que iba a pronunciar,
y dijo:
—Creo en una revolución sexual, gastronómica, amorosa, económica,
lúdica, intelectual... total. Quiero que el mundo sea distinto.
—Hay que luchar por objetivos concretos, que se puedan alcanzar —
contestó Antonio con dureza.
—¿Y?
—Lo tuyo es muy aéreo, gaseoso, no sé, volátil.
—Por eso me gusta tanto —dijo José con serenidad.
—¿Y si la Organización triunfa y alcanzamos el poder? ¿Qué harás?
—Me rebelaré contra ustedes.
—Si te oyen decir eso te hacen un juicio.
José respiró hondo e intentó adivinar los ojos de Antonio detrás del
vendaje.
—Ya me lo hicieron.
—¿De verdad?
—Yo siempre soy sospechoso.
Se levantó y fue hasta la estufa. Quitó la tapa de la sartén y con la
cuchara de palo revolvió la carne y las verduras. El olor invadió de nuevo el
lugar. Extrajo cuatro lulos de la nevera, preparó un jugo en la licuadora, cortó
unas rebanadas de pan y alistó servilletas y cubiertos. Eligió un par de platos y
los acercó al fogón.
—¿Tienes hambre? —preguntó José.
—El olor me abrió el apetito.
—Entonces te voy a servir abundante.
Comieron en medio de anécdotas, recuerdos y reminiscencias de los
distintos golpes que había dado la Organización en los últimos años. José lavó
los platos y ayudó a Antonio a subir las escaleras, lavarse la boca y cambiarse
de ropa para dormir.
—Duerme tranquilo, estaré atento —le dijo José mientras apagaba la luz
del cuarto.
—La comida estaba deliciosa.
—Gracias.
Bajó y aseguró la puerta principal. Revisó el revólver y se acostó en el
sofá de la sala con una manta sobre el cuerpo.
A la mañana siguiente se levantó temprano, practicó un poco de
gimnasia, hizo abdominales y flexiones de pecho, y cortó rebanadas de piña,
banano y papaya para el desayuno. Cuando el viejo se levantó ya la mesa
estaba servida. Lo ayudó a arreglarse y a bajar las escaleras.
—La fruta está lista.
—Me vas a acostumbrar a mal.
—Ya era hora de que alguien te corrompiera.
188
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Antonio se sentó a la mesa y antes de comenzar a comer dijo:


—Te quería decir que la señal de televisión no entra bien. Sería bueno
que nos enteráramos de las noticias del fin de semana.
Hacia las nueve de la mañana subió al tejado para revisar la antena de
televisión. Estuvo así, yendo y viniendo del techo al primer piso, hasta el
mediodía. Antonio estaba en la sala y, entre idas y venidas, cruzaban un par de
palabras. Cerca de la una de la tarde se sentó frente al aparato, exhausto, y
explicó:
—Las cadenas nacionales no entran. Ni una. Lo que sí se ve con claridad
son varios canales extranjeros, pero sin sonido.
—Qué mala suerte —dijo el viejo golpeándose las piernas con las palmas
de las manos.
—La ventaja es que en algunos hay traducción escrita al español.
—De qué me sirve.
—Yo voy contándote lo que pasa.
—Pero no podemos ver noticieros nacionales.
—Lo siento. Hice lo que pude.
Cocinó tallarines, salsa boloñesa con orégano y trocitos de jamón frito, y
añadió en el centro de los dos platos varias cucharadas de queso parmesano.
Almorzaron abundantemente, José lavó la loza y las ollas, y preguntó al viejo
mientras limpiaba la estufa:
—¿Quieres dormir una siesta?
—Me da insomnio por la noche.
—Vamos a ver si hay algo bueno en televisión.
Logró ubicar un programa sobre personas que, de un mo¬mento a otro,
decidían cambiar de vida y desaparecían por completo para amigos y
familiares. Había subtítulos en español y Antonio permanecía atento a la
narración y a las continuas aclaraciones que hacía José. Esta vez, la historia en
cuestión trataba sobre un canadiense de cuarenta y cinco años que había ido a
trabajar a Venezuela por un año y medio en una compañía que se encargaba de
la construcción de puentes y carreteras en el occidente del país. Una tarde
cualquiera, caminando por una calle céntrica de una ciudad poco importante,
fue testigo del accidente de un autobús, el cual se volcó y se incendió en un
lapso de tiempo que no superaba los dos o tres minutos. Todos los pasajeros
habían muerto carbonizados en medio de las llamas. El hombre se acercó y,
antes de que llegaran los cuerpos de rescate y la policía, con el incendio ahí
frente a sus ojos y la gente gritando aterrorizada por los alrededores, sacó su
pasaporte y lo arrojó a un costado del autobús, muy cerca del fuego. Siguió
caminando y desapareció entre la multitud. Durante años la familia creyó que él
había muerto y que su cadáver, imposible de recuperar, se había convertido en
cenizas en medio de la chatarra chamuscada. Sólo se pudo confirmar la
autenticidad de su pasaporte a medio quemar. Las dudas comenzaron a llegar
cuando varios conocidos, al regresar de unas vacaciones o de un viaje de
negocios a Venezuela, afirmaban haberlo visto en un almacén, en un museo o
en un aeropuerto. La familia, entonces, había decidido rastrearlo y por eso
acudían a la televisión en busca de ayuda. El programa estaba a punto de
concluir y, de pronto, el presentador anunció que el hombre estaba en la línea
189
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telefónica llamando directamente desde Caracas. El hombre dijo: "Yo estoy


muerto. Por favor no me busquen más". Y colgó. El presentador y la familia del
hombre (que estaba en el estudio) quedaron estupefactos, los familiares entre
conmovidos e iracundos, entre los deseos de llorar y las ganas de gritarle al
hombre la injusticia y la crueldad de su determinación.
—Le sobran pelotas al tipo ése —comentó Antonio.
—Recordé la película de Antonioni sobre un tipo que cambia de
pasaporte con un muerto en un hotel de Marruecos.
—El pasajero.
—Exacto —dijo José—. Con Jack Nicholson y María Schneider.
Apagó el televisor y le preguntó a Antonio:
—Anunciaron una pelea de boxeo para esta noche. Oscar de la Hoya.
¿Nos tomamos un par de cervezas?
El viejo se pasó la mano por el vendaje, cerca de la sien, y dijo:
—Si se llegan a enterar nos linchan.
—Nadie se va a enterar, hombre. ¿Qué dices?
—¿Tienes plata?
—Sí. ¿Hay una tienda por aquí cerca?
—Por la calle de al lado, subiendo tres cuadras, hay un supermercado
pequeño.
—No me demoro —dijo José poniéndose en pie y cogiendo la chaqueta
con la mano derecha.
—Ten cuidado.
—¿Tienes la metralleta arriba en tu cuarto?
—Sí.
—¿Puedes subir al segundo piso con rapidez?
—Me conozco ya la casa de memoria.
—Listo. Compro las cervezas y regreso.
Quitó el cerrojo, abrió la puerta y salió.
Quince minutos después, en efecto, José entró y preguntó enseguida:
—¿Antonio?
—Aquí estoy —respondió el viejo desde la sala—. ¿Todo bien?
—Perfecto.
—¿Qué cerveza compraste?
—Poker en lata, porque no tenemos envases de vidrio.
—Ésa está bien.
—Y compré arequipe y unos chocolates Jet. No hay nada de dulce en la
cocina. Esos cabrones deben creer que el postre es de pequeños burgueses y de
millonarios.
El viejo se rio entusiasmado. Luego preguntó:
—¿Viste algo raro?
—Todo está en orden. Lo que no se me ocurrió fue comprar el periódico.
Abrió un par de cervezas y le pasó una a Antonio. Se hicieron en la
cocina y José preparó unos emparedados con jamón, queso, lechuga, tomate y
mayonesa. Mientras se hacía de noche intercambiaron opiniones sobre política
y actualidad nacional. Abrieron la segunda lata de Poker y se instalaron frente

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al televisor con los emparedados y las cervezas sobre una bandeja, al alcance de
la mano. La pelea estaba a punto de empezar.
Esta vez José describió en detalle round por round. Los golpes, los
amagos, el estado físico de los contrincantes. Defraudando todos los
pronósticos, De la Hoya perdía la pelea contra el retador J. J. Molina, quien
mantenía al campeón a distancia a punta de directos de izquierda al mentón. En
el sexto round Molina estaba a punto de alcanzar el knock-out y De la Hoya se
defendía como podía desde las cuerdas. En el séptimo round, de pronto, De la
Hoya contraatacó y logró meter dos ganchos de derecha que dejaron a Molina
tambaleante y semiaturdido.
—El tipo está groggy —explicó José.
—Increíble, iba ganando la pelea.
—De la Hoya tomó un segundo aire. Lo va a hacer pedazos.
—¿Lo rompió?
—Le abrió la ceja derecha, sí. Espera, comenzó el octavo round...
José narró la forma como De la Hoya se había ido encima, tirando golpes
de izquierda y de derecha, y esquivando con facilidad los tímidos rectos de
izquierda de Molina. Finalmente De la Hoya metió un uppercut de derecha y
dejó a Molina sobre la lona con conteo de protección. Molina había intentado
levantarse, pero trastabilló, se agarró de las cuerdas y el árbitro decidió
terminar la pelea para proteger la integridad del pugilista.
—Te lo dije —comentó José.
Apagaron el televisor y el viejo se despidió.
—Yo puedo subir solo, no te preocupes —aclaró.
—Si necesitas algo, avísame.
—Gracias.
José revisó la puerta, apagó las luces y se recostó en el sofá. Puso el
revólver en el piso, muy cerca de su mano que colgaba desprevenidamente en
el aire, y relajó su cuerpo para descansar.
El domingo lo despertó un sol radiante que entraba a través de la
delgada cortina de la sala. Practicó sus ejercicios de costumbre y luego dispuso
un desayuno abundante y generoso: jugo de naranja, tortilla de cebolla, café con
leche y tostadas con mantequilla y mermelada. El viejo hizo su aparición en la
cocina hacia las ocho de la mañana.
—Buenos días —dijo Antonio buscando a tientas un asiento para
sentarse.
—Hola Antonio, qué tal.
—Dormí como un tronco. Huele delicioso.
José le acercó una silla hasta rozarle los dedos de las manos.
—Gracias —dijo el viejo.
Comieron con apetito voraz. José ordenó la cocina y subió al baño para
ducharse y arreglarse. No se despegó de su revólver.
—Me gritas si sientes algo raro —le pidió a Antonio.
—No te preocupes.
Bajó recién afeitado, el pelo húmedo todavía y una expresión de júbilo en
el rostro. Le propuso a Antonio leer en voz alta algún texto literario.
—Aquí no hay libros —dijo el viejo.
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—Yo traje uno —afirmó José mientras esculcaba en su mochila.


—¿Sobre qué?
—Es una antología de cuentos de varios autores.
Antonio escuchó cómo pasaba las hojas, buscando tal vez un relato
agradable e interesante.
—Listo. Voy a leerte un cuento contemporáneo del mexicano Adalberto
Ferreira.
Se acomodaron en los asientos y José comenzó a leer. Un periodista,
Carlos Salgar, investiga ciertas desapariciones de mendigos en ciudad de
México. Cree que no se trata de grupos de limpieza social, porque hay un
elemento misterioso en esas desapariciones: las víctimas son jóvenes menores
de veinticinco años. Poco a poco, en el transcurso de los días, descubre una
pista: antes de desaparecer los indigentes habían vendido sangre en un centro
de salud de unos sacerdotes católicos, justo al lado de una iglesia. El periodista
Salgar empieza a intuir que se trata de escuadrones de la muerte camuflados en
personajes de apariencia caritativa y bondadosa. No, se trata de una secta
caníbal que practica la eucaristía con cuerpos auténticos, de verdad. La
tradición azteca y la tradición cristiana del sacrificio y la comida fusionadas en
un solo ritual. Los curitas devoran pordioseros que son carne y sangre de su
dios crucificado. En las últimas páginas Salgar es capturado, y, desde unas
mazmorras en el sótano de una iglesia donde él y varios vagabundos aguardan
la inmolación, escribe un diario en el que plasma su desdicha y su
desesperación.
José aguardó unos segundos y dejó el libro sobre la mesa.
—Tremendo —comentó Antonio.
—Sí.
—Tal vez un poco amarillista, ¿no?
—La realidad a veces es así.
—Tienes razón.
José se levantó del asiento y dio unos pasos hasta una de las ventanas
laterales de la casa. Miró con cautela hacia afuera y, bajando el tono de la voz,
entre entusiasmado y temeroso, dijo:
—Acércate, Antonio.
—¿Qué pasa?
—Ven.
—¿Nos encontraron?
—No, hombre, tranquilo.
El viejo, palpando el vacío, caminó cuatro o cinco pasos y apoyó una de
sus manos en la pared. José seguía absorto en la contemplación de algo que
estaba allá, al otro lado, y que exigía su vigilancia estricta y su concentración.
—¿Qué pasa? —repitió Antonio asustado.
—Tienes una vecina preciosa... Su cuarto queda justo enfrente...
—¿Para eso me hiciste venir hasta aquí? —dijo el viejo molesto por la
excesiva importancia que José daba a la situación.
—Se está desnudando, hombre...
—¿Y a mí qué me importa? No puedo ver un carajo.

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

—Se quitó el brasier —dijo José con voz temblorosa, como si estuviera
comenzando a ponerse nervioso—. Qué par de tetas tiene esta mujer.
Antonio no dijo nada, pero tampoco quiso regresar a la sala-comedor.
Esperó unos segundos, respiró profundo y se atrevió a preguntar:
—¿Grandes?
—¿Qué?
—Las tetas.
—Son perfectas, Antonio. Medianas, bien paraditas, con los pezones
anchos y bien oscuros.
—¿Cuántos años tiene?
—Unos veinte... Cabello negro, largo... Trigueña... —dijo José en medio
de un suspiro.
—Que no te vaya a ver.
—No, no... Mierda, se va a quitar los calzones...
Antonio tragó saliva. José continuó:
—Qué sexo tiene, no joda... Grande, negro...
—¿Está afeitada?
—Sólo en los bordes.
—Así es que a mí me gustan, bien hembras.
—No te imaginas el cuerpo de esta mujer.
—¿Puedes verle el culo? —dijo el viejo con ansiedad.
—No, está de frente... Pero debe tenerlo parado, perfecto...
—Llevo semanas sin estar con una mujer —dijo Antonio con tristeza.
—Se está acariciando las tetas...
—Estará excitada, caliente, con ganas de echarse un polvo —aseguró el
viejo.
—Y nosotros aquí, como un par de idiotas...
—Qué mala suerte.
—Se acostó... Mierda, no veo nada... José se retiró de la ventana y ayudó
al viejo a caminar hasta la cocina.
—Qué piernas, qué cintura, qué tetas —comentó José mordiéndose el
labio inferior—. No podía estar más buena.
—No me atormentes más.
Antonio se sentó y José asó dos filetes de carne, preparó unas papas al
vapor con perejil y mezcló una lata de verduras mixtas con dos cucharadas de
mayonesa y un chorro de vinagre. Cortó dos limones en rebanadas delgadas,
puso aparte las semillas, e introdujo la fruta en la licuadora con agua, azúcar y
dos cubos de hielo triturados previamente. Sabía por experiencia que el secreto
de una buena limonada estaba en la cáscara y en el hielo.
Almorzaron hablando de mujeres: amigas, novias, amantes. José percibió
un hálito de nostalgia en los recuerdos de Antonio.
—¿Nunca te casaste? —le preguntó José en voz baja, apenas audible.
—Este oficio no te permite hacer un hogar —manifestó el viejo.
—Puedes buscarte a alguien como tú, con tus mismas ideas políticas.
—A mí siempre me gustaron las mujeres femeninas, elegantes,
distinguidas.

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

—Ajá, ya te voy pillando las contradicciones —dijo José mientras


levantaba los platos y comenzaba a lavar vasos, cubiertos, sartenes, ollas y
bandejas.
—Detesto las mujeres con zapatos de hombre, pantalones holgados y
pelo corto —continuó el viejo.
José sonrió y observó a Antonio con detenimiento. Tenía rasgos finos y,
aunque estaba ya entrado en años, continuaba siendo atlético. Seguramente de
joven, pensó, había dejado más de un corazón roto.
—¿Puedo pedirte un favor? —preguntó el viejo.
—Lo que quieras.
—¿Por qué no buscas un noticiero en la televisión y me vas contando lo
que dicen?
—Listo.
José secó el lavaplatos y la estufa, le entregó un chocolate Jet a Antonio
(anunciándole antes que se trataba de "un toque pequeñoburgués"), y sacó a la
calle la bolsa de basura con las latas de cerveza y los desperdicios de comida.
Entró, cerró la puerta con llave y se hizo frente al televisor, cambiando el botón
de los canales una y otra vez. Al cabo de unos minutos dijo:
—Un noticiero francés con subtítulos en español. Es lo único que hay.
—Algo es algo.
José fue enumerando varias noticias del panorama internacional:
refriegas aéreas entre Irak y Estados Unidos, conflictos en Kosovo, mala salud
de Yeltsin, bloqueo económico a Cuba, obstáculos para el proceso de paz en
Irlanda. Calló unos segundos y, subiendo la voz, dijo:
—No joda, esto es increíble.
—¿Qué pasó? —preguntó el viejo alarmado.
—Un grupo terrorista nuevo atentó contra la reina Isabel en Londres.
—¿La mató?
—Está en el hospital, grave.
—¿Cómo fue?
—Una bomba.
—¿Se sabe el tipo de explosivo? —dijo Antonio intrigado, curioso.
—No dicen.
—¿Fue en un acto público?
—En la calle.
Antonio golpeó el brazo del asiento con el puño cerrado y dijo:
—¡Aquí encerrado no me entero de un carajo! Hubo un silencio.
—Deportes —dijo José—. Hay un resumen de la pelea de ayer.
—Lo de Inglaterra es importante —anotó el viejo.
—Espera.
—¿Qué?
—No joda, esto es el colmo.
—¿Qué pasa?
—Descubrieron que Mike Tyson es gay. Está enamorado de su
entrenador.
—¿Del entrenador?
—Eso dicen.
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Un ruido de automóvil los alertó. José apagó el televisor y se acercó a la


ventana con el revólver en la mano. Antonio se puso de pie.
—Es mi remplazo —dijo José.
—¿Quién será?
—No estoy seguro. Creo que es Carlos.
José abrió la puerta y un hombre alto y corpulento entró en la casa con
un maletín de cuero en la mano.
—Aquí están las llaves del carro. Te están esperando en Bogotá —indicó
Carlos.
—Tengo mis cosas listas en una mochila.
—Entonces vete.
José se acercó al viejo, y éste, intuyendo la despedida, se puso de pie. Se
abrazaron.
—Pronto te mejorarás —dijo José.
—Gracias por tus cuidados —declaró el viejo.
José miró a Carlos y, señalando al viejo con la cabeza, dijo:
—Cuídalo bien.
—No te preocupes.
Cogió la mochila, abrió la puerta y salió. Instantes después se escuchó el
ruido del motor alejándose hacia la carretera principal. Carlos y Antonio se
saludaron con respeto. El viejo dijo:
—José me estaba contando las noticias claves del noticiero de televisión
porque el sonido está fallando. Y entran sólo canales extranjeros. Con subtítulos
en español, claro.
—Podemos terminar de verlo, si quieres.
—Perfecto.
Carlos puso el maletín sobre un asiento y encendió el aparato. Cambió de
canales varias veces. Movió el televisor de lugar y tanteó unos botones en la
parte trasera, muy cerca al cable de la antena.
—¿Qué pasa? —preguntó el viejo.
—Esto está completamente dañado.
—No puede ser.
—Y es imposible que entren canales extranjeros porque no hay conexión
de antena parabólica.
—Pero si hace un momento...
—El daño es severo, no se ve nada.
—Pero si acabo de enterarme del atentado contra la reina Isabel.
—¿Atentado?
—En Inglaterra.
—No sé de qué me estás hablando, Antonio. Vi las noticias antes de venir
y oí la radio en el carro durante el viaje. No dijeron nada de la reina Isabel.
Antonio se puso la mano derecha en la frente y preguntó:
—¿Ayer había una pelea de boxeo importante?
—No que yo sepa —contestó Carlos.
Antonio extendió el brazo izquierdo hacia la mesa de vidrio que estaba
en el centro de la sala.
—Hazme un favor, Carlos. Dime qué libro hay aquí sobre la mesa.
195
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Carlos se acercó. Abrió el libro y lo ojeó.


—Una agenda con las hojas en blanco —explicó.
Antonio tomó aire y lo exhaló lentamente por la boca.
—Acércate a la ventana de la izquierda, por favor. Al lado de la cocina.
Carlos obedeció.
—¿Qué ves?
—Un lote vacío. No hay nada.
Antonio hundió la cabeza entre las manos y evocó, de pronto, las
palabras de José: Creo en una revolución sexual, gastronómica, amorosa, económica,
lúdica, intelectual... total. Quiero que el mundo sea distinto. Ahora entendía mejor
esas palabras, y preguntó emocionado con una voz que parecía venir de muy
adentro:
—¿Sabes cocinar?
Carlos levantó los hombros.
—No. Comemos cualquier cosa.
El viejo sintió los ojos humedecidos debajo del vendaje. Sonrió
tristemente.
—Sí, está bien. Igual nos vamos a aburrir.

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

SANTIAGO RONCAGLIOLO

SANTIAGO RONCAGLIOLO (Lima, Perú, 1975). Autor de las


novelas El príncipe de los caimanes, Pudor y Abril rojo (Premio
Alfaguara 2006), y del libro de cuentos Crecer es un oficio triste.
Guionista televisivo, también ha cultivado la literatura infantil:
Rugor, el dragón enamorado y La guerra de Mostark. "A lo largo de
mi trabajo creativo, me han obsesionado dos figuras: los
psicópatas y los perdedores. Los psicópatas están dispuestos a
ignorar cualquier norma de convivencia para satisfacer sus
apetitos. Los perdedores, de tanto respetar las normas, no
satisfacen ni siquiera sus necesidades emocionales básicas [...]
Nuestra comprensión de los conflictos más brutales no suele ser
más compleja que una historieta, con buenos y malos. Con
enternecedora inocencia, siempre consideramos que estamos
del lado bueno, que nuestros asesinos son unos héroes y los del
otro lado son criminales sanguinarios", dijo en su discurso de
recibimiento del Premio Alfaguara.

ASUNTOS INTERNOS

197
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

El fin de semana recordé a mi viejo amigo el Chino Pajares, el que tiene un


revólver y un día casi me dispara en la cabeza.
Me acordé de él porque fui a Albacete con otro amigo, Borja. Borja es
cómico. Presenta el monólogo de un superhéroe fracasado que se llama
Guarromán. Sale al escenario con un calzoncillo rojo y cuenta chistes durante
una hora. Yo siempre lo acompaño en sus giras y digo que soy su road manager
argentino (porque un road manager peruano suena más falso de lo que ya es).
Pero en realidad no trabajo. Me limito a beber gratis en los bares en que actúa
Borja y a reírme de sus chistes, aunque ya me los sé de memoria.
El caso es que el domingo, después de almorzar, cuando ya íbamos a
regresar a Madrid, descubrimos que la grúa se había llevado el coche de Borja.
Una calcomanía en el suelo donde había estado el vehículo nos informaba de
que ahí estaba prohibido estacionar, pero Borja se puso furioso. Dijo que no
había ninguna señal. Dijo hasta "chuchasumadre", en perfecto peruano (Borja es
sevillano, pero un día de estos, de tanto andar conmigo, le van a pedir visa para
entrar en su país). Y no paró de insultar a la autoridad en todo el camino hacia
la comisaría. Decía:
—Vas a ver cómo le grito a este policía fascista. ¡Esto es abuso de
autoridad, joder!
Y lo decía en serio. Es una cuestión de temperamento. Cuando dos
españoles chocan entre sí, bajan de sus autos, discuten, se gritan durante media
hora, se echan la culpa mutuamente y luego se toman los datos y se van a sus
casas. En cambio, cuando dos peruanos chocan, bajan de sus autos, se fijan si el
otro está bien, se disculpan por el accidente (lo llaman incidente), se tratan con
mucha amabilidad y luego sacan dos revólveres y lo resuelven a tiros. De
verdad.
Es que los peruanos son especiales, especialmente los policías. A mi
padre lo detuvo uno una noche. Le pidió la licencia —que en Perú se llama
brevete—, le hizo probar todas las luces, le abrió la maletera, lo cacheó. Como
no encontró nada para multarlo, le preguntó si llevaba armas. Papá le
respondió que no, y el policía se sorprendió mucho y le puso una pistola en la
cara:
—¿Cómo no va a tener, pues, doctor? ¡Si esta zona es peligrosísima! Yo le
puedo vender ésta para su protección.
Como el cañón de la pistola apuntaba hacia su nariz, mi papá optó
sabiamente por comprarla. Entregó el dinero que llevaba, guardó el arma con
cuidado en la guantera y se fue tan pronto como pudo. Tres calles más allá, lo
detuvo otro policía. Le pidió la licencia, le hizo probar todas las luces del coche
—que en Perú se llama carro—, le abrió la maletera, lo cacheó. Finalmente, le
preguntó si llevaba armas. Mi padre, orgulloso y contento, le respondió que sí y
le mostró la que traía. El policía dijo:
—¿Y la licencia para portar armas?
—Es que. Me ha vendido esto otro policía, dos calles más abajo.
—¿Está seguro de eso?
—Sí, claro.
—O sea que está usted difamando a la autoridad.
198
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

—Oiga, esto es una trampa de usted y el otro policía para robarme.


—No pues, doctor, no me falte al respeto. Eso es agresión a la autoridad
y desacato.
Papá trató de protestar un poco más, pero pronto se dio cuenta de que a
ese paso acabarían acusándolo de intento de asesinato. Tuvo que ir con el
policía hasta un cajero automático, sacar más dinero y entregarlo con la pistola,
para que no quedase huella de sus crímenes.
Por eso, este fin de semana en Albacete, me daba un poco de miedo que
Borja quisiese gritarle al policía.
Pero en Albacete, a 10 240 kilómetros de Lima, las cosas son diferentes.
Borja llegó al mostrador de la comisaría y le dijo al policía de guardia:
—Vengo a protestar porque se han llevado mi coche injustamente,
malditos franquistas.
Borja estaba de muy mal humor y me instruyó al oído para que, si el
policía lo golpeaba, yo saliese a la calle y trajese civiles que atestiguasen la
agresión. Pero el policía sonreía mientras buscaba los datos en su computadora.
Luego dijo:
—Ya sé cuál es. Ese coche me lo llevé yo personalmente, porque había un
vado.
—¡No había ningún vado! —ya he dicho que Borja estaba furioso.
—Si quiere podemos ir y verificarlo —respondió el policía con una
sonrisa que no era sarcástica, era sólo amable—. De hecho, yo no me lo iba a
llevar, pero los vecinos nos llamaron porque su coche impedía la circulación.
—¡La señal de vado era muy pequeña, entonces!
—Del tamaño oficial de todos los vados de España. Si fuese más grande,
obstruiría la circulación.
—De todos modos, si cree usted que ha habido una irregularidad, puede
interponer un recurso de queja. Yo mismo pondré a su disposición los papeles
necesarios y lo ayudaré a llenarlos si tiene algún problema.
Dijo todo eso con la misma sonrisa. Y comprendí que yo llevaba media
hora secundando las paranoias de un hombre que vive de mostrarse en público
con un calzoncillo rojo.
La multa nos dejó sin dinero ni para el autobús. Tuvimos que atravesar la
ciudad a pie para ir a buscar el auto en un depósito del cinturón industrial.
Mientras caminábamos y oscurecía y los coches de la carretera parecían estrellas
fugaces, me acordé del Chino Pajares, el del revólver, porque él era experto en
manejar a los policías.
Al Chino lo conocí en Chorrillos, el año 92, pocos días después de que un
coche bomba volase la calle Tarata. Salimos juntos de una fiesta en casa de un
amigo común. Era de madrugada y ya estábamos bastante borrachos. Como
íbamos al mismo barrio, atravesamos un puente peatonal para tomar el autobús
de la línea 10, la del Cementerio. A la mitad del puente, el Chino pensó que era
un buen lugar para tomarnos una foto. Nos tomamos seis, en poses varias. Fue
divertido.
Pero la diversión duró poco. Abajo del puente nos esperaban una
tanqueta y un carro de combate. Unos infantes de marina nos pidieron nuestros
documentos y la cámara. Nos explicaron que el flash de las fotos había
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

iluminado la mitad de la villa militar que rodeaba al puente peatonal. Nos


hicieron saber que, a partir de las diez de la noche, estaba prohibido subir al
puente y que estábamos en estado de emergencia. No nos devolvieron los
documentos. Ni la cámara. En vez de eso, nos hicieron subir a un camión con
varios soldados. En la puerta del camión había un conscripto. No tenía más de
dieciocho años, pero tenía un fusil. Un Kalashnikov, creo. Arrancamos.
Quince minutos después, como aún no llegábamos al final del camino,
empecé a sospechar que no íbamos a la comisaría de Chorrillos como en las
redadas normales sino a algún otro lugar más lejos. Discretamente y
susurrando, le comenté al Chino mi preocupación. El Chino asintió con la
cabeza y se volvió hacia el soldado del fusil. Se quedó un rato mirándolo
fijamente en silencio. Después le dijo con aire de entendido:
—Creo que el seguro de tu arma está mal puesto, cholo. En caso de fuego
cruzado, se te va a trabar el disparo.
Y le dio unas palmaditas en el hombro. El soldado no supo si agradecerle
el consejo o dispararle de inmediato. Un cabo nos hizo callar y envió al Chino al
fondo del camión. Entonces me volví a preguntar a dónde íbamos pero, sobre
todo, me pregunté quién era el psicópata imbécil que me acompañaba.
Nos llevaron como sospechosos a la Dirección Contra el Terrorismo en la
avenida España (qué gracioso, qué premonitorio me parece ahora que la
avenida de la DINCOTE se llame España). Ahí, un teniente llamado Valdivia
nos interrogó sobre nuestras actividades, intenciones, gustos y estado civil.
Luego nos envió a un pabellón lleno de cucarachas, con algunas ratas y
alrededor de cien terroristas. Nos metieron en una celda que tenía un agujero en
un rincón para cualquier necesidad fisiológica. Cuando apagaron las luces,
oímos gritar a uno de los reclusos:
—¿Esos pitucos están pitos?
En mi país, es así como se pregunta si esos pijos son vírgenes.
Al día siguiente, mientras echábamos desinfectante en los baños por
orden superior, conocimos al que había hecho la pregunta sobre nuestra
condición sexual. Era un señor llamado el Mosca, y también limpiaba el baño
con nosotros. A pesar de nuestra primera impresión, el Mosca era buena gente.
De entrada, como se nos notaba un poco que no éramos terroristas, se sintió
entre amigos y nos confesó su secreto:
—¿Sabes qué, flaco? Yo soy ladrón de casas, de carros, asaltante, he
matado una vez pero por necesidad, y de vez en cuando, también sólo por
necesidad, me violo a alguna huevona. ¿Pero terrorista? ¡Ni cagando, pues,
hermano! Yo soy gente decente.
Estaba indignado, el Mosca. Y tenía sus razones. Los terroristas eran
bastante antipáticos. No tenían sentido del humor ni se mezclaban con nadie
que no fuese de su grupo. A los senderistas, incluso los emerretistas les
parecían unos maricones inútiles. Y viceversa. Nuestra única comunicación con
ellos fue leer las inscripciones de consignas raspadas en las paredes de la celda.
Sólo hablábamos con el Mosca, que le enseñó al Chino Pajares a pelear con
navaja atacando siempre de lado a lado, nunca en punta.
Pasamos encerrados en la DINCOTE cuatro días con sus noches. Todas
las mañanas, el teniente Valdivia nos interrogaba repitiendo las preguntas para
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

ver si nos contradecíamos. A mediodía, nuestros padres nos traían comida que
compartíamos con otros presos. Cuando finalmente nos soltaron, el teniente
Valdivia nos devolvió la cámara de fotos sin rollo. Nos dijo:
—A ustedes no los han encerrado por sospechosos sino por huevonazos.
Y se rio.
Semanas después, leí en el periódico que durante un confuso motín en la
DINCOTE, uno de los reclusos había muerto como consecuencia de seis balazos
policiales. Su nombre era Rodolfo Portugal Peña (a) el Mosca. Imaginé al
teniente Valdivia apuntando su revólver contra la cabeza de nuestro amigo,
pero el periódico no decía quién había disparado.
Esa noche, en memoria del Mosca, el Chino Pajares y yo fuimos a tomar
unas cervezas en un bar de Barranco. Conversamos ocho horas seguidas.
Descubrí que sus hobbies principales eran escribir poesías buenísimas y conducir
borracho. Esa madrugada fue la primera vez que nos detuvo un policía, no un
cuerpo de la infantería de Marina.
Es que el Chino era bien bruto. Iba por la Benavides a noventa y seis por
hora con media botella de whisky en la mano y media más en la sangre
buscando a alguna ancianita o cochecito de bebé para llevárselo de encuentro.
Cuando el policía vino a amonestarnos, simplemente no podía creer que
existiésemos:
—Oiga, joven. ¿Usted se ha vuelto loco o qué le pasa? —dijo.
Entonces descubrí el gran talento del Chino, cuando visiblemente
nervioso y con lágrimas en los ojos (de verdad, no sé de dónde las sacó, pero
tenía lágrimas) respondió:
—Lo siento, jefe, pero es que mi madre tenía cáncer ¡Y se ha sanado, jefe!
El tumor ha desaparecido. Ha sido un milagro. Así que, por favor, póngame de
una vez la papeleta —o sea, la multa— porque voy al hospital in-me-dia-ta-
men-te.
El policía quedó tan impactado por la noticia que nos dejó ir. La
mamacita de uno es sagrada, argumentó. El Chino hasta se dio el lujo de pedirle
por favor la papeleta —o sea, la multa, qué pesado es escribir con traducción
simultánea—, porque pensaba que se la merecía a pesar de todo. El policía se
negó rotundamente a multarlo, y no se hable más. Antes de irnos, nos regaló un
par de boletos para una rifa de la policía que nunca ganamos.
Con el talento que tenía, el Chino Pajares no tardó en entrar en política.
Mientras terminaba la carrera de derecho se hizo asesor de un congresista y,
con su nuevo sueldo, se compró un carro más grande. No lo hizo por
ostentación, sino porque decía que en las calles de Lima nadie respeta a los
chiquitos. O eso lo decía de la política, no recuerdo bien.
El nuevo auto, un Corolla, tuvo dos efectos imprevisibles. El primero fue
que el Chino se puso más bestia para conducir y el segundo, que dejó de
escribir poesía. Era un poeta realmente bueno y aún leía mucho, de hecho, tenía
un enorme afiche de Bukowski sobre su cama, al lado de la chica Penthouse del
91. Pero ya sólo escribía para Pasión Popular, la revista de las barras bravas del
Universitario, donde arengaba a los hinchas del equipo a abollar las cabezas del
enemigo y romper todo en caso de derrota, para que el mundo supiese que la U
estaba de luto. Yo me reía mucho con sus textos en Pasión Popular, pero un día
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

le pregunté por qué no escribía más poemas. Me miró largamente, y en su


mirada leí la compasión que le inspiraba mi pregunta. Aspiró una gran
bocanada de su cigarrillo y me dijo:
—¿No te has dado cuenta de que todos los escritores son unos maricones
sin futuro?
Yo no me había dado cuenta. Aún no me he dado cuenta.
Lo que sí mantuvo siempre fue su habilidad con los policías. Una vez se
metió en sentido contrario por la vía rápida del circuito de playas. También
estábamos borrachos y un poquito pasados de todo, pero fue divertido. Cuando
el policía nos detuvo y le pidió su licencia, el Chino le alcanzó su carné de
abogado. El policía dijo:
—Le he pedido el brevete, joven.
El Chino se disculpó y, de la guantera llena de bolsas de coca y ramas de
marihuana, sacó su acreditación del Congreso de la República. El policía se
molestó:
—Oiga. ¿Qué me está tratando de decir? El Chino puso cara de que todo
estaba muy claro. Para él siempre estaba todo muy claro.
—Nada, jefe. Sólo le muestro que soy un funcionario público. ¿Me
entiende? Porque en el Congreso cumplo una función pública. ¿No?
—Ajá... —el policía trataba de seguir el razonamiento.
—Y usted también es un funcionario público, es un policía, un guardián
de la ley y el orden. ¿Verdad?
—Claro.
—Entonces, como los dos somos funcionarios públicos, estoy seguro de
que NOS VOLVEREMOS A ENCONTRAR. ¿No cree?
El policía estuvo de acuerdo. Le perdonó la falta pero que sea la última
vez, y detuvo el tráfico para que el Chino pudiese dar la vuelta y seguir su
camino. Buena gente, el policía.
Unos meses después de eso, el Chino se compró el revólver que ya dije.
Estaba feliz. Tenía el kit completo de limpieza y varios tipos de balas, algunas
de ellas prohibidas por tratados internacionales, como repetía con orgullo. Se
pasaba el día puliéndola y acariciándola. Nunca le vi querer a una mujer como
a su arma. A las mujeres sólo se las tiraba. Todo el día. Una vez pasamos juntos
un fin de semana en la playa. Cada uno llevó a su novia. El Chino no salió de
su dormitorio en todo el viaje. Increíble, de verdad. En comparación, yo parecía
un impotente. Pero se peleaba mucho con esa chica, cuando no se la estaba
tirando. En cambio, nunca lo vi pelearse con su arma. A ella la quería de
verdad. A mí, en cambio, nunca me han gustado las armas. Cuando le pregunté
por qué se había comprado una, me respondió:
—Tienes que abrir los ojos, huevón. Esto se va al carajo. El día menos
pensado, todos vamos a matarnos entre todos. Y ahí, el que no tenga un arma,
se jodió. Así de fácil.
—¿Estás hablando del país? —pregunté.
—Estoy hablando del mundo —dijo con seguridad.
Siempre que decía esas cosas me miraba con compasión, porque yo,
según él, no entendía nada.

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Con el tiempo, prosperó aún más. Tras la reelección de Fujimori, a su jefe


lo nombraron viceministro del Interior y el Chino Pajares empezó a trabajar
cada vez más cerca de los policías. Pasó un tiempo recorriendo el país
inaugurando comisarías a lo largo y ancho de todo el territorio nacional. Ya a
estas alturas, sus compañeros de promoción ganaban tres mil dólares al mes
trabajando en bufetes privados. Él no cobraba ni la tercera parte de eso. Pero se
divertía. Decía que su máxima aspiración era tener algún día su propio estudio,
trabajar poco para ganar lo suficiente y dedicar el resto del tiempo a defender a
los policías —que sí ganan muy mal— y a las víctimas de los policías —que la
pasan muy mal también.
Sobre todo, al Chino le preocupaba la educación de los policías. Se sentía
responsable por sus buenos modales y su urbanismo. Alguna vez, había
entrado a una comisaría en la que un sargento y un cabo recogían el testimonio
de una presunta víctima de violación. El interrogatorio había empezado
preguntándole a la chica si solía ir a fiestas, si usaba minifalda, si bailaba muy
pegada, si provocaba mucho a los varones, si le gustaría que le hicieran un
examen médico exhaustivo, si le gustaban ellos, los agentes, hasta que empezó
a parecer más una segunda violación que un procedimiento de investigación.
Indignado, el Chino había irrumpido en la oficina de los policías, había
mandado salir a la chica y se había encarado a los policías con tanto aplomo que
ellos hasta pensaron que el Chino tenía alguna autoridad para hacer lo que
estaba haciendo. Le dijo al sargento:
—A ver, usted. Si yo lo violo, ¿es culpa de usted?
—¿Cómo?
—¡Ya me ha oído! Suponga que llamo a dos agentes, lo amarramos
contra la mesa y se la metemos por el culo, uno por uno.
—No me falte al respeto, pues, doctor.
—No, no, no, ni respetos ni niño muerto. Le estoy haciendo una pregunta
y quiero una respuesta. ¿Es culpa de usted o no es culpa de usted si lo
violamos?
—…No.
—¿Y por qué no? ¿No va a fiestas usted? ¿Ah? ¡Contesta, pues, cara de
rata!
—Oiga, no le permito q…
—¿Sí o no?
Éste era el punto en que, para atreverse a hacer eso, el Chino Pajares
tenía que tener autoridad o estar dispuesto, en el mediano plazo, a que le
arrancasen la piel con una navaja de afeitar. Pero el policía no estaba en
condiciones de arriesgarse a reaccionar con violencia ante un funcionario de
rango indeterminado del ministerio. Bajó la cabeza y susurró:
—...Sí.
—Ah, vas a fiestas. Y bebes y bailas pegado. Seguro que hasta metes
mano. ¿O no?
—Pero es diferente, pues, doctor…
—¿Qué diferente va a ser, cabeza de mojón? ¿Ah? Tú tienes el culo gordo
... ¿No nos estás provocando? Con ese culo, te tenemos que violar. ¿O no? Bien
apretadito llevas el pantalón, mamacita.
203
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

El policía no respondió, pero no le gustaba lo que oía.


—Bueno, pues de ahora en adelante, a las señoritas las vas a tratar con
respeto. ¿Me oyes? Lo que tienes que aclarar es si las han violado o no. Quién
tuvo la culpa ya lo verá el juez. ¡Y no te quiero volver a ver haciendo cojudeces
porque te juro que vengo y te la meto en persona! ¿Está claro?
—Sí, señor.
—Así me gusta. Y consíguete un uniforme que no te marque el culo. ¿Ya,
hijito?
—Señor…
—¿Qué pasa?
El sargento titubeó un poco antes de decirlo, pero sentía que tenía que
saberlo:
—¿Quién es usted?
Fue un momento tenso.
El Chino se le acercó, hasta casi respirarle en el cuello. Tenía la mano
muy cerca de la entrepierna del policía —esto me lo ha dicho él mismo— y
parecía que iba a agarrarle los testículos como si fueran pelotitas anti stress.
Antes de tocarlo, el policía ya sentía esos retortijones que le suben a uno hasta la
garganta cuando le sacuden esas partes. Cerró los ojos y el Chino le dijo:
—No quieres ni saberlo. Cuerpo de Choclo. No quieres ni saberlo.
Le dio la espalda y se fue. No hizo eso por molestar ni con la intención de
humillar al sargento. Lo hizo para que, en adelante, actuase con mayor
dignidad institucional.
El aprecio del Chino por los policías era tanto que pronto fue nombrado
jefe de Asuntos Internos. Era como esos policías que aparecen de repente
vestidos de civil en las películas policiales y dicen: "Asuntos Internos" y todo el
cuerpo se acojona, sólo que en vez de ellos, era el Chino Pajares.
Al principio, tuvo algunos problemas para que lo tomasen en serio en el
cargo. No por ser joven ni por ser civil, sino porque tenía veinticinco años y era
soltero y blanco. En consecuencia, era sospechoso de maricón. Y a los policías
no les gusta que los maricones les den órdenes, y menos todavía que los
investiguen. Sin embargo, cuando se corrió el rumor de que tenía un arma y
golpeaba a su novia, hasta los generales empezaron a respetarlo.
De todos modos, no siguió golpeando a la novia por mucho tiempo, si
alguna vez lo hizo (nunca se lo pregunté). Una noche, meses después de su
nombramiento, el Chino se ofreció a llevarme a casa a la salida de un bar. En el
camino al carro, se encontró con su novia, que ni me acuerdo cómo se llama. El
Chino me pidió que lo disculpase un segundo. Durante la siguiente media hora,
los dos se gritaron en mitad de la calle mientras yo fumaba un cigarrillo tras
otro al lado. Se dijeron de todo. Luego nos fuimos hacia el carro. Avanzamos
seis metros y el Chino se acordó de unas cosas que no le había gritado y volvió
atrás a decírselas. Eso tomó media hora más de gritos suyos y cigarros míos.
Repetimos la operación cuatro veces hasta que acabé la cajetilla y decidí irme a
casa solo. Nunca volví a ver a esa chica.
Para consolarse de la pérdida, el Chino se compró un perro llamado
Chimbombo y se inscribió en el polígono de tiro de la avenida Pardo, donde
conoció gente con sus gustos y aficiones. Ahí, un efectivo de la Fuerza de
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Operativos Especiales, que había peleado en la guerra con Ecuador y que una
vez había matado a dos ladrones que se habían metido a su casa, le enseñó al
Chino lo que llamaba la "lección número 1":
—Cuando vayas a dispararle a alguien, no te pongas a disparar a todos
lados como una mocosa histérica. Un solo disparo, entre los ojos, tiene que ser
suficiente. En cambio, si disparas demasiadas veces y el otro tiene un arma, te
cagaste, porque él sí disparará sólo una vez.
Cuando el Chino me repitió a mí la lección, le dije:
—Hablas como si ya hubieras matado a alguien.
—Nunca he matado a nadie —respondió—, pero un día de estos, con un
poco de suerte, la hago.
Tuvo su oportunidad una tarde, mientras tomábamos unas cervezas con
el Zapatón Ronsoco. Ni siquiera habíamos tenido tiempo de beber demasiado
cuando entró en la casa el Mellizo Cuéllar gritando que al Chino le estaban
robando el carro. El Chino ni siquiera titubeó. Vio la oportunidad de matar
legalmente en defensa propia y corrió a la calle. Los demás lo seguimos.
Llegamos a tiempo de ver cómo los ladrones arrancaban el carro. El Chino
apuntó con cuidado y calma y esperó a que diesen la vuelta en la esquina con la
intención de disparar de costado y darle de lleno al conductor. Tuve ganas de
decirle que no lo hiciese, pero es mejor no interrumpir a alguien que tiene un
arma de fuego en la mano. El coche empezó a doblar, ya estaba casi en la mira,
cuando una viejita salió de la esquina caminando con una andadera. El Chino le
gritó: "¡Fuera! ¡Lárgate!", pero la viejita ni siquiera se dio por aludida, se detuvo
a tomar aire en la esquina y sólo se movió muchos, muchísimos segundos
después, cuando el carro del Chino ya se había perdido en el borroso horizonte
de Lima.
Entonces el Chino, furioso, volvió hacia mí el cañón del arma. Fue un
movimiento reflejo, como si una vez que había apuntado, tuviese que dispararle
a alguien. Nada personal, sólo mala suerte. Tenía el cañón dirigido hacia mi
frente. Me aterré. Otras veces, riéndonos en medio de una fiesta, el Chino me
había puesto el cañón en el cuello para asustarme un poco. Eso ya me daba
miedo, porque me acordaba del Flaco Cacho, un amigo del colegio, al que una
vez le hicieron esa misma broma y por descuido le soltaron un tiro. Dice el
Flaco que no sintió nada y se fue a su dormitorio (estaban en un Retiro
espiritual del colegio, para colmo), pero al quitarse la camisa para tomar una
ducha, vio que tenía la espalda llena de sangre. De puro milagro, la bala le
había atravesado el cuello sin tocar ningún órgano vital. Y el Flaco Cacho
contaba esto con la cicatriz del cuello y todo el colegio por testigo, o sea que era
verdad. Así y todo, si pongo en la balanza todas las veces en que el Chino me
puso el cañón en el cuello, no suman tanto miedo como el que sentí ese día,
cuando me apuntó a la cabeza con el gesto de quien realmente te va a
descerrajar un tiro sólo para desahogarse.
Pero no me disparó.
Sólo dijo mierda. Vieja de mierda. Y bajó el arma.
Un día, colaboré con el Chino Pajares y con mi país para reducir la
corrupción policial. Me lo pidió él en persona, como parte de un plan que tenía
y que, milagrosamente, el ministro había aprobado. Es que la corrupción
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

policial de verdad, la más gorda, ocurre en los contratos de venta de uniformes,


comida, equipos, armas a cargo de los altos rangos. Pero la corrupción más
visible para los civiles es la de los policías de tránsito que no llevan grandes
contratos, así que se consuelan pidiéndoles lapiceros y gaseosas a los
conductores o, por lo menos, vendiéndoles rifas para que la cosa resulte una
transacción legal.
Por eso, el Chino Pajares convenció al ministro de que, si mejoraban la
imagen de la policía de a pie, habría menos presión para investigar los grandes
contratos. Luego me llamó por teléfono y, dos días después, yo estaba en una
sala de espera del Ministerio del Interior esperando por una cita con el Asesor
Chino Pajares. A mi lado había un señor calvito, gordito y con un anillo de oro.
Como estábamos aburridos, nos pusimos a conversar.
—¿Y usted qué hace por aquí? —me preguntó.
—Aquí pues, vengo a ver a un asesor.
—Ah, carajo, a un asesor —me dijo con interés.
—¿Y usted?
—Yo tengo un negocio en el aeropuerto internacional. Soy el que le pone
forros plásticos al equipaje.
—Ah, sí, pues. Sí he visto sus máquinas y sus forros.
—Claro, pues, doctor —dijo él. Es que yo iba con corbata, eso te convierte
en doctor—. Estoy tratando de que la dirección general de aduanas apruebe que
el forro plástico sea obligatorio.
Me miró como esperando una felicitación o un sello preescolar de
sonrisita.
—¿Y por qué tendría que ser obligatorio? —pregunté.
—¡Porque nos llenamos de plata, pues, doctor! Más bien, si usted puede
mover sus influencias con el asesor, ya nos repartimos las ganancias.
Me dio su tarjeta. Pero antes de seguir negociando, el Chino Pajares me
hizo pasar a su oficina y me ofreció un whisky. Nos sentamos y le conté la
historia del empresario de los forros. Se rio:
—Ése no va a lograr nada. Si los forros se hacen obligatorios, los
pondremos nosotros. Mejor que ruegue por que no le hagan caso.
Luego siguió hablándome del plan de reducción de la corrupción
policial. Fijó metas, trazó gráficos, mostró cifras. Yo me sentí obligado a ser
sincero:
—Chino, no entiendo. Todos aquí son una tira de corruptos. Tú también.
¿De cuándo acá les preocupa la corrupción policial?
—No, pues, hermano. Una cosa es buscarse la vida, otra muy distinta es
mancillar a la institución. Hay que salvaguardar el honor de la institución.
Lo dijo pleno de respeto y solemnidad. El Chino Pajares cada día me
sorprendía más.
—¿Y por qué esa institución no se puede mancillar? Total, todas las
demás.
—Es que la Policía no es como las otras. ¿No has visto su lema?: "El
honor es su divisa".
No tuve nada que responder a eso. El Chino continuó hablando, ahora
hablaba sobre mi labor. Me preguntó si tenía brevete. No tenía. Me preguntó si
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había conducido un auto antes. Sí lo había hecho. Y mal. Me preguntó si me


interesaba ganarme un extra. Me interesaba. Sonrió. Me dijo que bebiese más y
que, de ser posible, derramase un poco de alcohol sobre mi ropa. Me necesitaba
apestoso, señaló.
Esa misma tarde, salí del Ministerio al volante de un deportivo amarillo
decomisado a un narcotraficante. El vehículo iba equipado, además del equipo
de música y el clima artificial, con una microcámara colocada en la puerta del
copiloto y dirigida hacia mi ventanilla. Mis instrucciones eran cometer todos los
desastres posibles al volante para hacerme detener. Y eso era todo. Cuando el
policía me pidiese un soborno, la cámara transmitiría sus palabras e imagen en
vivo y en directo a un fiscal apostado en una camioneta que seguía a mi
deportivo. El Chino Pajares y dos agentes vestidos de civil también estarían en
la camioneta —tomándose un whisky, según me había explicado el Chino— y
bajarían a detener al policía bajo cargos de corrupción. Si el experimento salía
bien, las cintas grabadas se ofrecerían a la televisión para hacer un reportaje de
efecto disuasivo para otros policías. Y todo gracias a mí.
La primera parte del trabajo fue fácil. Conduzco tan mal que en la
primera calle entré contra el tráfico, en la segunda —que era la calle del hospital
Ricardo Palma— bloqueé el paso de dos ambulancias, y en la tercera me salté
una luz roja. Ahí, finalmente, oculto detrás de un muro en espera de incautos
infractores, había un policía. En cumplimiento de su deber me detuvo.
—Buenas tardes. Su brevete, por favor.
—No tengo, señor policía.
El policía puso cara de preocupación, de gravedad de la situación, de
magnitud de la tragedia.
—Pero se ha saltado una luz roja.
—En efecto, sí.
—¿Y su tarjeta de propiedad?
—Tampoco dispongo de momento, señor policía.
—Mal. Mal. Mal.
—Uy, y aquí huele a trago ¿Ah?
—Es verdad, estuve bebiendo. Sonrió satisfecho.
—Le voy a tener que poner una papeleta.
—Ya.
—No me queda más remedio.
—Comprendo.
Se quedó en silencio cuatro minutos y medio. Luego dijo:
—Esto le puede costar doscientos soles.
—Me imagino, sí.
—Ah. Ya veo que le sobra la plata.
—No, señor. De hecho, no tengo doscientos soles.
—Yo no lo quiero perjudicar.
—No, claro. Comprendo.
—Además, tiene que pagarla lejísimos, en El Agustino. Usted ni va por
allá, seguro.
—No sabía que las multas se pagan en El Agustino.
—Es una nueva disposición.
207
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—Fíjese.
Permaneció meditando dos o tres minutos más. Pensé en el Chino
Pajares riéndose con su whisky en la mano. Me estaba aburriendo. Dije:
—¿Y cómo podríamos arreglar esto?
—Eso será según su criterio. Yo no lo quiero perjudicar.
—Gracias.
Me acercó su reglamento abierto, en una posición que albergaría justo un
billete. Pero no me pidió nada que ameritase la intervención del fiscal.
—Es que ha cometido una infracción muy grave. Mire, aquí está
estipulado lo referente a semáforos.
—Sí, lo veo.
Se aseguró de que lo viese bien.
—Y aquí lo del uso de estupefacientes. Porque yo no le voy a hacer un
dosaje ahora, pero hay cosas que están claras ¿No? Entre nosotros, sin ofender.
No dije nada. Luego se despegó del auto y dio algunas vueltas silbando
una canción de Euforia. Cuando vio que yo no me movía, regresó:
—Mire, usted parece un buen muchacho.
—Gracias.
—Un señor hecho y derecho.
—Gracias.
—Voy a confiar en usted. Lo dejo que se vaya y, ya si usted buenamente
quiere pasarse por acá, yo estaré hasta las ocho de la noche.
Luego detuvo el tráfico para que yo pudiese salir.
Tratamos con muchos policías más, pero pasó lo mismo.
El fracaso de su proyecto anticorrupción deprimió mucho al Chino
Pajares. Empezó a meterse demasiadas porquerías al cuerpo. Solía venir a mi
casa con un paquete de cervezas. Se sentaba, dejaba una bolsa de coca en la
mesa y se sacaba el arma del cinturón. Siempre tenía que recordarle que yo
vivía con mi madre y era mejor que ella no viese esas cosas. Entonces guardaba
sólo la coca, porque el arma tenía licencia y era legal.
Luego se murió su perro Chimbombo y dejé de verlo durante unos
meses. Creo que lo pasó muy mal. Quería a su perro como a un revólver.
Además, supe que lo habían echado del Ministerio por pesado y por
sospechoso de maricón. Pensé que eso lo mataría. Pero tras varios meses sin
aparecer, pasó una noche por mi casa. Estaba de buen humor.
—Mañana me voy de fin de semana al Norte, a ver a mi viejo que vive en
Tumbes. Voy con el Mellizo. ¿Quieres venir?
Salimos al día siguiente.
Yo siempre había pensado que alguien como el Chino Pajares no podía
tener papá. Quería saber de él, pero en los mil kilómetros hasta Tumbes, ni lo
mencionó. Aparte de no hablar del papá, durante el camino disparamos a los
pelícanos en la playa, fumamos y jugamos con el botiquín del Mellizo.
Era bien bestia el Mellizo. Disparaba con armas de fuego por afición,
pero lo suyo eran las drogas de síntesis. Y todas las demás. Le gustaba llamar
por teléfono a una farmacia pidiendo ampolletas inyectables de un
tranquilizante para gatos llamado Ketalar. Metía el contenido al microondas en
una taza. El líquido se evaporaba y dejaba cristales. El Mellizo los raspaba con
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una tarjeta de crédito y los aspiraba. Nada especial, pero el Mellizo estaba
contento de poder pedir sus drogas a la farmacia. Este país avanza, decía.
Durante el trayecto a Tumbes, sólo tuvimos un incidente con la Policía.
Habían montado una redada de rutina y el Chino Pajares iba como a
ochocientos por hora bien pasado de todo, como le gusta. Cuando vio la cola de
la redada, frenó, dejó el vehículo en la cola y se pasó al asiento de atrás. Cuando
el policía llegó a la ventanilla, el Chino Pajares le dijo que el conductor había
bajado del auto y se había ido corriendo. No. No sabemos a dónde. No. No
podemos mover el auto porque estamos todos borrachos. Sería ilegal. El policía
movió el carro hasta un lado de la carretera y nos dejó ahí. Y ahí nos quedamos
tres horas hasta que se fueron. Ese incidente ocurrió en Huanchaco, pero no
importa porque en Huanchaco siempre ocurren incidentes.
La cosa es que llegamos a la casa del papá ya de noche. El Señor Chino
Pajares tenía una novia morena con un culo enorme y nos saludó a los tres
igual, no como si todos fuésemos sus hijos, sino como si ninguno lo fuera.
Durante la cena, no habló. Y luego se fue a Ecuador a pasar la noche, porque
tenía unos negocios.
A partir de aquí, narraré según lo que me contaron y lo que yo mismo
deduzco. Ya en Ecuador, como a medianoche, la novia del culo enorme le dice
al papá que sería mejor que viese a su hijo. Que nunca lo ve. Que el Chino
Pajares es un buen chico. Que conversen ese problema que tienen. O que no lo
conversen, pero que al menos se vean. El papá duda un rato y refunfuña pero
termina por ceder. Le toca el culo enorme, la besa y da la vuelta.
Regresan a la frontera, cruzan el puente apestoso sobre el río sin agua y
se dirigen a su casa. A la mitad del camino, una camioneta de transporte
público empieza a darles bocinazos para que se quiten de su camino. La vía es
angosta, así que el papá no se aparta. La camioneta —combi la llaman allá—
sigue molestando. El papá grita. La novia le pide que se calme. La camioneta
trata de adelantarlos y los empuja fuera del camino. Al sentir el raspón en la
carrocería, el papá da un golpe de timón, se les cruza y chocan. El golpe no es
grave pero bajan a verlo. El papá indignado argumenta que lo han chocado por
detrás, así que es culpa de la camioneta. El de la camioneta le dice que se vaya a
la mierda. Cuando van a llegar a las manos, aparece un patrullero.
El patrullero conversa con uno, luego con el otro. El papá se niega a darle
dinero y luego ve que el conductor de la camioneta sí le ofrece billetes. Billetes
pequeños. El papá se enoja mucho, pega de gritos, le da un infarto y se muere
ahí mismo, en la carretera. Ni siquiera agoniza, se muere nomás.
En consecuencia, el policía abandona el lugar de los hechos y la
camioneta también. La novia se queda sola con el cadáver, la madrugada y su
culo enorme.
El cuerpo llega a la casa a las cuatro de la mañana, ya frío, más bien duro
y con los ojos abiertos. Antes de explicarnos lo ocurrido, la novia llora y vomita.
El Chino Pajares, que sabe de estas cosas, no llora ni vomita. Dice que es
necesario un reconocimiento médico y un certificado de defunción para ponerle
una denuncia al huevonazo del policía ése que no sabe con quién se ha metido.
El Mellizo Cuéllar le prepara a la novia un combinado de diazepam y ketalar.
Luego tratamos de meter al papá en la maletera del auto del Chino, pero él dice
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que mejor lo sentemos en el asiento de atrás, con el Mellizo sosteniéndolo, para


que no se tuerza. Y salimos a buscar un hospital.
Ahora el Chino conduce como si fuese una nave espacial. Ni siquiera se
ven los árboles al lado del camino, aunque me pregunto si hay árboles en
Tumbes, donde sólo he visto mandarinas y putas. La cosa es que vamos tan
rápido que una sirena policial nos pide detenernos. El Chino Pajares acata la
orden. Reduce la velocidad. Apaga el motor. Enciende un cigarrillo y espera.
Todos esperamos. El papá espera con los ojos abiertos y sin fumar. El policía
baja del patrullero y camina hacia nosotros. El Mellizo dice, muy bajito:
—Chino. ¿Qué estás haciendo?
—Me han detenido. Me detengo.
El Chino está de mal humor. No le gusta que lo detengan. Ahora, el
Mellizo habla muy lentamente, como le hablaría a un niño de cinco años.
—Chino, toma consciencia: en este carro hay una bolsa de marihuana,
dos piedras de coca, varias pastillas de todo tipo, tres armas de fuego y un
cadáver. Haz el favor de acelerar ahora mismo.
Y se queda calladito. Todos nos quedamos calladitos, especialmente el
papá. El policía se acerca al auto, desde atrás. Ya casi puede tocarlo. Llega a
decirnos algo. Pero el ruido del motor apaga su voz. Y el policía empieza a
alejarse y hacerse más chiquito en el espejo. Y el papá calladito, sin gritarle a
nadie.
Entonces empieza una persecución de película gringa, pero en un barrio
de telenovela peruana. Corremos, chocamos contra los basureros, contra un
quiosco, contra un perro, creo. Y los policías detrás. Me parece que son varios
patrulleros pero no lo sé porque tengo los ojos cerrados. En realidad, tampoco
creo que sea una gran persecución, ahora que lo pienso, no hay muchos
patrulleros en Tumbes. Pero tengo miedo. Uno de los patrulleros se cruza frente
a nosotros. Ahora tenemos que detenernos o matarlo.
Preferimos detenernos.
El policía baja del auto furioso. Grita algo que no oímos. El Chino Pajares
quiere hacer algo pero no sabe qué. El Mellizo llora. Sí. Llora. Pero no vomita.
El policía se acerca a nosotros. Se asoma a nuestra ventanilla.
—Chocherita —le dice al Chino—. ¿Tú estás borracho o qué chucha te
pasa?
El Chino, por primera vez, ni siquiera tiene fuerzas para inventar nada.
—Mire, jefe, es que llevábamos a mi viejo al hospital y tenemos mucha
prisa.
El policía me mira a mí, mira al Mellizo Cuéllar y, sólo al final, sus ojos se
posan sobre el papá recostado contra el cristal, rígido. Se queda mirándolo larga
y fijamente, al menos eso me parece a mí. Al final, dice:
—Sí pues. Se ve un poco pálido el señor.
—Sí —dice el Chino.
—Ya —digo yo.
Entonces el Mellizo abraza al cadáver, pone a temblar sus labios y sus
pupilas, acaricia el rostro frío del papá con su mejilla llena de lágrimas. Dice:
—De repente, se ha puesto pálido y se ha desmayado. No sabemos qué le
pasa.
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Todos tratamos de llorar.


—No hay problema —dice el policía—. Si se trata de una emergencia,
sigan adelante. Los escoltaremos hasta la posta médica.
Y nos escoltaron hasta la posta médica. Y se fueron antes de que
subiésemos al papá por las escaleras de la entrada. El Mellizo no paró de llorar
en todo el camino, abrazado al cadáver.
Al amanecer, mientras esperábamos los papeles del muerto, le conté al
Chino Pajares que me quería ir a España. A vivir. El Chino Pajares respiró
hondo y cerró los ojos para disfrutar los primeros rayos solares de la mañana.
—España —suspiró—. A mí me habría gustado vivir en la Guerra Civil
Española. No sé en cuál de los dos bandos. En cualquiera. Habría sido de la
puta madre.
Al día siguiente volvimos a Lima.
Nunca más lo volví a ver.

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SUCIOS

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JORGE FRANCO

JORGE FRANCO (Medellín, Colombia, 1962). Autor del libro


de cuentos breves Maldito amor, y de las novelas Mala noche,
Paraíso Travel, Rosario Tijeras (Premio de Novela Dashiel
Hammett Internacional) y Melodrama. Su amigo Daniel Samper
Ospina, director de la revista Soho, considera que el autor de
Rosario Tijeras es uno de los escritores más talentosos que tiene
el país porque pocos, como él, entienden tanto de técnicas
narrativas. "Jorge Franco narra como si estuviera haciendo cine,
y por eso sus textos son un aluvión en el que uno se mete y no
sale sino hasta que se acabe la última página. Esa velocidad
para contar historias como quien las ve es, creo yo, su mejor
cualidad [...] Es excepcionalmente sencillo para tener semejante
talento."

EVA, LA SUCIA

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

—No me voy a bañar, no me voy lavar el pelo ni a cortar las uñas, ni a cepillar
los dientes hasta que vuelvas —le dijo Eva a mi foto.
Lo había jurado y lo estaba cumpliendo, y todas las tardes ponía a
prueba su protesta, a la misma hora, sentada frente a la ventana, mirando las
bombillas que empezaban a alumbrar.
—Cuando la noche está limpia se juntan las estrellas con las luces y todo
parece un solo cielo, abajo con los vivos y arriba con los muertos —me dice y se
dice ella, mirándome en la foto.
Sostiene el retrato con las manos manchadas y me lleva a su pecho.
Aprieta para que la foto no se suelte o para que el corazón no se salga. Intenta
decir algo pero no dice nada, trata de moverse pero es como si mi foto le pesara.
O le pesa por mi ausencia, y porque ya es de noche y todas las noches llora.
—Quisiera oír algo distinto —me dice al fin.
Metido en la foto no puedo decirle nada. Pero me gustaría contarle una
mentira distinta a las que le han dicho en estos seis meses; decirle: no te
amargues, Eva, que el día menos pensado llego; decirle: no llores más que no
vale la pena; ve y báñate, Eva, que ya hace muchos días que fue lunes.
De pronto un grito oscuro: es Eva quien grita, a sí misma, a la ventana, a
las luces y a mí. Ruge mi nombre como si mi ausencia fuera por mi culpa. Todas
las noches grita a la misma hora, apenas se confunden noche y montaña.
—¡Y hoy voy a gritar más duro! —amenaza Eva, y pega su frente contra
la mía y con su boca babea mi foto. Yo quisiera lamer lo que ha mojado. Sé que
mil veces ha querido rasgarme en pedazos, pero en lugar de hacerlo me come a
besos, y no le importa que su boca sepa a sales y a dektol. Un sabor más para la
colección de olores en su boca.
—¿En qué habíamos quedado, Eva?
—En nada —me había dicho, pero luego añadió—: en todo, en que nos
iríamos, en que viviríamos juntos, en que todas las noches nos acostaríamos
temprano.
—Lo dices porque tienes sueño.
—Lo digo —me había contestado— porque me gusta estar en la cama.
Lo decía agazapada a mi lado, los dos apestando porque no habíamos
pasado por la ducha en todo el fin de semana y porque nos gustaba quedarnos
así: dos días encerrados, sin lavar platos, sin recoger la ropa, sin lavarnos las
bocas ni los sexos, sin desodorantes ni perfumes; los dos malolientes y
excitados.
Eva mira la foto y me dice:
—Ahora debes estar inmundo.
Levanto los brazos y me huelo las axilas, paso mi mano sobre la cara y la
barba me raspa, me toco el pelo y siento la grasa y los nudos, con la lengua
repaso mis dientes y me digo: sí, estoy bastante sucio, pero eso no importa.
Lo que importa es que Eva está sola a estas horas, que lleva meses sola y
que no sabemos cuántos le faltarán.
—No lavo los platos, no saco la basura, no me cambio de ropa hasta que
vuelvas —jura Eva con rabia, con su voz saliéndole a pedazos de su boca
pastosa. Con la ventana cerrada para que los olores se concentren pero atenta a
cada luz nueva, como si adivinara en cuál de todas ellas podría estar yo. Sé que
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hoy todo va a empeorar apenas comience la bulla y las luces artificiales no dejen
ver las otras donde me busca Eva. Quisiera decirle: cierra la cortina, vete a tu
cuarto y enciérrate; tómate un somnífero, duérmete ya, Eva. Sé que Eva va a
angustiarse cuando todos comiencen a festejar.
—Si algún día me pasara algo, Eva.
Para que no hablara me vaciaba leche en el pelo.
—Si alguna vez...
Y para que no siguiera me tiraba espaguetis a la cara.
Eva grita de nuevo, grita duro y se dobla sobre mi foto. Es un chillido
largo que no dice nada, que sólo saca el dolor que le lleva las manos al pelo y la
hace enmarañar los cadejos que ya ha formado la mugre. Zapatea como si el
piso tuviera la culpa y sin pensarlo me arroja sobre los periódicos, la ceniza, las
botellas y los platos sucios. También hay comida por todo el piso.
—¡Y no me limpio la nariz ni los oídos, ni me cambio las medias hasta
que aparezcas!
Va a la cocina y sirve agua de la llave en un vaso sucio. Eva bebe el agua
turbia y cuando termina sirve más. Camina por la cocina con el vaso lleno.
Camina por toda la casa con un vaso en la mano. Gime y bebe y se echa en el
piso junto a mi foto, me levanta con cariño, me toca con su nariz y gime; afuera
se oyen los primeros fragores de la pólvora. En un golpe apresurado, Eva ha
derramado el agua sobre la baldosa.
Se desliza entre el desorden hacia la ventana y arrastra mi foto. Estira el
cuello y primero asoma los ojos, entonces ve lo que no quería, lo que yo tanto
temía que llegara, la explosión de luces, los destellos en lo negro. Pega la boca al
borde de la ventana, lame el polvo y escucha los estruendos, los coscorrones
secos de la pólvora contra el cielo.
Yo espero el grito anunciado, pero abrazada a mí se da vuelta y queda de
espaldas al festejo. Recoge del piso una colilla, gatea hasta donde están
desparramados los fósforos. Todavía no grita.
—Hoy no vale la pena gritar —dice—. Hasta Dios anda en su cuento.
Quisiera decirle: eso es, Eva, piensa que es lunes y que ya estamos
limpios, que ya recogimos el desorden, que ya nos bañamos, me afeité y te
arreglaste y todo quedó en su sitio como si aquí no hubiera pasado nada.
Decirle: hasta la próxima vez, Eva, cuando volvamos a encochinarnos con restos
de comida, con licor y saliva, con pegotes y sudores de nuestros propios
cuerpos.
—¡Y no cambio las sábanas y las toallas, ni lavo el baño!
Cuando nos despedimos los dos estábamos limpios, su boca olía y sabía
a menta, y su pelo lavado había recobrado el color. Su cuerpo olía a jabón, el
cuello a perfume y la ropa a detergente. Era lunes y todo volvía a empezar. La
casa se sentía fresca, las ventanas estaban otra vez abiertas y el aire nuevamente
se dejaba respirar. Todo volvía a ser perfecto y era imposible presentir que ese
lunes yo no iba a regresar.
Entonces esa noche lanzó su primer grito, no pegó los ojos y no dejó de
llamarme hasta el amanecer. Y esa mañana frente al espejo, con los párpados
abultados, la nariz dilatada, la piel enrojecida y los labios mordidos, sentenció:
—Así me vas a encontrar.
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Lo repitió mirándome a los ojos en la foto que rescató de su cajón: así me


vas a encontrar, como si el tiempo no hubiera pasado.
A la misma y única foto que no ha soltado desde entonces. Una foto
inútil, sin esperanza, la misma que ha aparecido en periódicos y pancartas, la
misma con la que Eva ha enarbolado su dolor. El retrato de un olvidado, de un
secuestrado, de un desaparecido. O en unos días, o tal vez en horas, la foto de
un muerto.
—La Navidad engorda las penas —dice Eva.
Muy despacio se deja caer. Como si ya no fuera suyo abandona la
firmeza de su cuerpo, y estirada y larga esconde la cara entre sus brazos.
—A mí qué me importa que mañana sea otro día, otro año u otro siglo si
me voy a levantar igual —dice Eva sin esfuerzo.
Afuera la fiesta se desmanda. El cuarto ha sido invadido por las luces y
las descargas. Cualquiera pensaría que el mundo está a punto de reventar. Eva
me toca con su boca. Quisiera decirle: mañana nada va a ser igual.
—Mañana todo va ser igual —me dice Eva—. Únicamente estaré más
sucia.

PEDRO JUAN GUTIÉRREZ

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

PEDRO JUAN GUTIÉRREZ (Matanzas, Cuba, 1950). Escritor,


poeta y pintor. Se le ha comparado con injusticia y miopía con
Charles Bukowski debido a sus frescos de los bajos mundos
habaneros y de las más sucias pasiones humanas. Su principal
trabajo narrativo se encuentra en la Trilogía sucia de La Habana,
que incluye las novelas Anclado en tierra, Nada que hacer y Sabor
a mí. También es autor de El Rey de La Habana, Animal tropical
(Premio Alfonso García-Ramos de Novela 2000), El insaciable
hombre araña y Carne de perro (Premio Narrativa Sur del
Mundo). Ha visitado el género policial con "Nuestro GG en La
Habana" y la literatura memoriosa con El nido de la serpiente:
memorias del hijo del heladero. "Trilogía sucia de La Habana me
parece un libro detergente, limpiador. Muchos lo leen por sus
pasajes escabrosos, por su priapismo elocuente. Yo lo encuentro
refrescante, es un baño que remueve todo los excesos
ideológicos, moralistas, sociológicos, toda la retórica, de lo
realmaravilloso, la verborrea literaria de los últimos cuarenta
años. Pedro Juan Gutiérrez nos devuelve al escepticismo
purificador de la novela picaresca, tal vez la más genuina
creación literaria de la narrativa en lengua española", opinó el
escritor cubano Edmundo Desnoes. El cuento que aparece en
esta antología pertenece al libro Trilogía sucia de La Habana.

YO, EL MÁS INFIEL

Lo grandioso de la cárcel es que aprendes a estar tranquilo, solo contigo mismo,


en un pequeño espacio, y no necesitas más. Al mismo tiempo despliegas toda tu
astucia de lobo solitario para que los otros hambrientos no te canibaleen e
invadan tu espacio. Aprendes a quedarte quieto, sin hacer nada, sin esperar
nada, y te olvidas del tiempo y de todo lo que sucede allá afuera. Eso mismo
hacen muchos animales. Entrar en letargo. Invernar.
De ese modo, inconscientemente, construyes un caparazón que te
protege. Un duro cascarón protector que aprendes a usar con mucha eficacia.
De repente, un día te llaman a una oficina, te hacen preguntas estúpidas para
rellenar un papel, y entonces te dicen: "Su condena queda reducida en cinco
años y seis meses. Prepare sus pertenencias. Esta tarde será puesto en libertad".

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

No lo hacen por buenos y nobles. Están obligados a escarbar entre lo


mejorcito que tienen aquí y soltar un poco porque ya esta cárcel tiene el doble
de reclusos de los que admite. Además, no tienen comida, ropa, zapatos, ni
trabajo para tanta gente.
Bueno, me liberan esa tarde. Salgo a la calle. Voy al mismo cuartucho
donde viví siempre. Llevo dos años y medio ausente. Llego silencioso, me paro
en la puerta y miro en la oscuridad interior. Las cosas han cambiado un poco.
Isabel tiene otro hombre y están ocupando los dos cuartos: el de ella y el mío.
No perdió tiempo. Se asustan. Parece que he salido de la cárcel con la expresión
amenazadora, sombría y calculadora que forma parte de aquel cascarón. Dicen
cosas incoherentes. No les entiendo. Isabel dejó de ir a verme a la prisión a los
tres meses. Es decir, hace dos años y tres meses que no nos vemos ni sabemos
nada uno del otro. Ni recordaba bien su cara. Ahora no sabe qué hacer y pide
disculpas. No me interesa nada. Sólo estuvimos juntos unos meses. Tal vez un
año, no recuerdo. Me agarraron atrás de aquel hotel, enseñándole la pinga a
una turista vieja, anhelante de sexo duro, y me jodí. No tengo nada que ver con
Isabel, sólo que a ella le encanta hacerse la esposa. Cuando me visitaba en la
cárcel me decía cosas como "cuando hacíamos el amor", "te voy a esperar
siempre". Yo me reía en su cara y le decía: "¿En qué tú andas que hablas tan
fino? Pareces una señora elegante. Tú estás empatada con algún tipo educado
que te habla así y lo repites como una cotorra de mierda." Ella se ponía
colorada, bajaba la vista, y negaba. Pero al poco tiempo se perdió. Hasta hoy. Se
deshace en explicaciones.
—Ya Isabel. No tienes que explicarme nada. No te he preguntado ni
cojones. Desocupa esto. Voy a dar una vuelta y regreso dentro de una hora.
—No te vayas, Pedro Juan. Enseguida desocupamos.
—Me voy. Te voy a dar tiempo para que limpies bien y quites esta peste
a perfume de maricón que hay aquí.
El tipo ni se dio por enterado. Me gusta andar belicoso, como buen hijo
de Oggún. Cuando me vean tranquilo ya estoy apestando.
Bajé la escalera y me senté en el muro del Malecón. Estoy demasiado
silencioso y solitario para quedarme en la azotea del edificio, con el barullo de
los vecinos en cuanto me descubran: "Ah, Pedro Juan, al fin regresaste".
Enseguida aparecen las botellas de ron y las tumbadoras y se arma la fiesta. No.
No estoy para fiesta ni para ron. Para ser exacto: llevo dos años y medio sin
probar el ron, sin tocar los tambores batá, sin probar mariguana ni café. Y sin
templar mujeres. Cogerle el culo a un maricón o rayarme una paja no es igual.
En fin, estoy amargado. Lo mejor es quedarme solo porque si me pinchan salto.
Y no me conviene tener ni el más mínimo problema.
Ya es casi de noche y es el último día de agosto. Un calor y una humedad
sofocantes. De repente el tiempo comienza a cambiar. El cielo se cubre de nubes
negras, macizas y pesadas. Un viento norte repentino refresca y trae un olor
ligero. Una extraña luz plateada se apodera del mar y de los edificios. Jamás
había visto esto desde que nací aquí mismo hace cuarenta años. Arriba todo
negro, brutal, como chorros de plomo. Abajo todo luminoso, plateado y leve. Es
un saludo bello para Oggún. Y siento un escalofrío. Me pide ron y tabaco. Ya se
lo puedo dar. De algún lugar tengo que sacar un vaso de aguardiente y un buen
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puro para compartirlo con él en mi cuarto. Espero que Isabel no haya tocado el
caldero y los hierros de Oggún porque la mato.
De repente empieza a llover. Con mucho viento. Un diluvio. Me empapo
en un segundo. El agua me refresca y me quedo sentado en el Malecón. El mar
está tranquilo como un plato y la luz plateada va desapareciendo poco a poco.
La lluvia arrecia mucho más. Cierro los ojos y sólo siento y oigo el agua
cayendo. Y la libertad. En este momento me doy cuenta de que estoy libre otra
vez y que puedo hacer lo que quiera. Puedo moverme, salir corriendo. Puedo
decirle algo seductor a una mujer, seguirla, enamorarla y acostarme con ella
esta misma noche.
Me siento libre y feliz y me invade la alegría. Y sigue llo-viendo a
cántaros sobre mí. La lluvia y la oscuridad de la noche avanzan.
Al rato amaina un poco. Ya es de noche. Voy al edificio. Subo los ocho
pisos, hasta la azotea. Ya el cuarto está libre. Isabel me da la llave y trata de
conversar de nuevo conmigo. Me tiene miedo:
—¿Por qué te mojaste así?
—¡A ti qué te importa!
—Déjame buscarte una toalla.
—No. Vete.
—Bueno...
Entro al cuarto. No hay nada. Sólo el mismo colchón destripado que dejé
sobre un camastro. En un rincón, dentro de una caja de madera, están los
hierros de Oggún. Voy hasta allí, golpeo tres veces la madera, saludo, le pido
perdón por no salir a buscarle ron y tabaco. Le digo que espere hasta mañana.
Apago la bombilla. Me tiro sobre el colchón. Cierro los ojos y ahí está Isabel otra
vez, llamándome y tocando en la puerta. Le abro. Me alcanza un vaso de
aguardiente y un tabaco. No se atreve a entrar y se queda en la puerta:
—¿Y esto?
—A mí no se me olvidan tus costumbres.
Intento rechazarlo, pero ya ella regresó a su cuarto. Cómo sabe esta
cabrona. Tanteo en medio de la oscuridad y enciendo de nuevo la bombilla.
Voy hasta el cajón de Oggún. Los hierros están cubiertos de polvo y telarañas.
Los rocío con un buche de aguardiente y los saludo. Hay que entrar en
confianza de nuevo. Otra vez Isabel en la puerta:
—¿Tienes fósforos?
—No.
—Toma.
Me los alcanza. Y se queda. Le encanta hacer la mamita buena, zorra de
mierda.
Doy fuego al tabaco y soplo humo sobre los hierros. El resto es para mí.
Isabel está de pie, mirándome:
—Me gusta verte así. Bebiendo ron y fumándote un tabaco.
La miro y no le contesto.
—Ese muchacho ya se fue. No era nada serio.
—No me interesa tu vida. No me hagas más cuentos.
—Te guardé un plato de comida. Para luego.
—¿Tienes más aguardiente?
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Fue a su cuarto y regresó con media botella. Me sirvió.


—¿Tienes miel de abeja?
—¿Pa' los hierros?
—Sí. La está pidiendo desde que entré aquí.
—No tengo. Pero mañana salgo temprano y te la traigo.
Me quedé en silencio, disfrutando el placer de estar en mi cuarto, con la
cazuela de Oggún, bebiendo aguardiente, fumando, y con una buena hembra a
mi lado, loca porque yo le dé un pingazo esta noche. Empezó a tronar. Me
asomé a la puerta. Mi cuarto y el de Isabel son los únicos que tienen vista al
Caribe en esta azotea. El resto es un laberinto construido con tablas podridas y
pedazos de ladrillos, donde la gente se asfixia de calor entre la mierda y el
hambre.
Había una tormenta eléctrica a lo lejos, sobre el mar. Sólo se veían los
relámpagos de luz. El diluvio se había transformado en una llovizna espesa, sin
viento. Sobre las tejas de fibrocemento de mi cuarto se escuchaban esas gotas
como un suave chaparrón. Una música imperturbable. Me pareció que hacía
muchísimos años que mi alma había abandonado mi cuerpo y ahora estaba
regresando. La sentía invadiendo cada rinconcito de mi sangre y mi carne.
Isabel se había sentado en la cama. Esperaba por mí. Sólo de mirarla tuve
una erección instantánea. Me seguía gustando esa mulata. Después de todo,
¿qué fidelidad puedo exigir yo? El más infiel de los mortales.
Cerré la puerta. Nos desnudamos despacio. Nos abrazamos y nos
besamos. Estrechados bien juntos. El corazón se me aceleró y casi se me sale
una lágrima. Pero la contuve. No puedo llorar delante de esta cabrona. La
penetré muy despacio, acariciándola, y ya estaba húmeda y deliciosa. Es igual
que entrar en el paraíso. Pero tampoco se lo dije. Es mejor quererla a mi manera,
en silencio, sin que ella lo sepa.

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RAFA SAAVEDRA

RAFA SAAVEDRA (Tijuana, México, 1967). Narrador. Es autor


de los libros de cuentos Esto no es una salida, Postcards de ocio y
odio, Buten smileys y Lejos del noise. Asiduo blogero, Rafa
Saavedra parece un escritor multimedia de pensamiento
multimedia. Una blogera apunta sobre Lejos del noise:
"Originalmente subtitulado Amigi drinks and loops, sigue
practicando malabares con la vida, la fiesta y la ciudad como
temáticas recurrentes, en un mix de imágenes que presenta al
lector en plural de tercera persona, incluyéndolo así en un viaje
con múltiples retornos y loops que parecen no tener rumbo. En

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

él mezcla constantemente el inglés, el español, el italiano y


cualquier otro lenguaje, hasta inventar uno que parezca
adecuado para decirnos "eso" que le es necesario. Muchos de
sus textos no desarrollan una historia, ni tienen personajes, y
muchas veces ni siquiera sucesos, ¿por qué se les cataloga como
cuentos?"

ULTRAPOP

Ultrapop registra con su cámara nuestro furor en carrusel. Cada vez que nos
mira, habla el demoledor deseo de imprimirse como big star, en decenas
repetidas, colores primarios y ampliaciones bancarias. Es un héroe de ocaso y
sentimiento, uniforme 501 y grandes agujeros que se reconforta en el desliz de
una chica: mi chica cuya sonrisa, subrayada como fuerza de oposición, me
escandaliza a las cinco en punto y que, sin exageraciones, borda en mí cicatrices
antiguas.
Mi chica es toda lluvia dorada, prime choice, reportaje nickel de portada
y páginas interiores, divino lustre que besa mis heridas sin demasiado artificio.
Ultrapop la capta abierta, emergiendo en super slow motion con su cara de
discordia; me capta en buenas vibraciones, buscando un show de talento
tendido en la cama. Es ella, mi chica de calma rota; soy yo, una sierra, apenas
desajustes al enchufar una armonía que hace ver el fracaso como algo positivo.
Somos dos disparando vagas cenizas en dirección a un vencimiento logrado a
priori. Juntos, mi chica y yo, damos vida o idea de una mentira como veleta que
no deja de girar: somos un fomento de fondo diverso, el reflejo de unos cursos
con diplomas y medallitas, una maniobra de 17 años que hasta ayer fue fiel a sí
misma como el ruido diabologum en los noventa [Una voz en off que no
reconocemos se sitúa inquieta en la escena como rayo de luz].
Ultrapop nos absuelve con movimientos rápidos y el fulgor de su flash,
vitaminado hasta la última fila por nuestra dicha de sal, nos envuelve en crudo
efecto celofán. Es caribe tornasol y suicida. Mi chica y yo no paramos de
fornicar al lente de garage interior. Mi chica moderna devora todo lo que poseo,
le saca jugo a mis entrañas en un tilt up; cree que soy un ticket premiado, un

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disco de doce pulgadas. Yo le hago sentir desdichada, boxeo, muerdo sus


pechos de bronceado veraniego y terapeo todos sus temores en víspera de
terapia antes de girar en dirección a su culo ye-yé. Me enciendo, la enciendo
fácilmente: soy tan violento y simple como tambor de contingencia urbana, el
disparo inocente que inició nuestra plegaria en delay.
Ultrapop nos amenaza con su armada de cables y micrófonos, su aullido
es la señal de corte. Al escapar del encuadre, siento la presión legal de ser
protagonista con el uno por ciento de probabilidades y el escote triangular de
mi chica, empapado, sudoroso, pegado como pesadilla a mi piel con luces de
avión. Somos bumpos, estamos encandilados por el último secuestro, semilla de
noche vieja y triste cuarto de hotel sin estrellas. Imaginándonos, sensibles, la
muerte de Poch; en el escaparate, saludando a Balthus; en Nueva York,
desnudos tomando el sol; aquí, rompiendo números sin suerte.
Ultrapop sigue en marcha, el close up de nuestros periféricos lo recrea en
stamina, respira profundo y grita: "¡Sois perfectos!" [La voz, cada vez más
próxima, enlista sus cosas favoritas]. Mi chica se ríe, yo pongo mis cojones
candado en el piso. Ultrapop quiere diálogos calientes, oraciones a María,
desatinos azules. Yo quiero beber y mi chica se divierte al decir palabrejas en
francés. "No me jodas con tu cultura de barrio fino", le contesto. Si somos
idénticos, ¡qué más da hacerlo o no!
—Detesto el cierre de tu boca, ¡qué pálida luz!
—Inserta esquizo un edema de Kostabi —grita mi chica pegada al
estéreo.
—Pelea o finge. Give me good clean fun.
Nos separamos muertos de risa. Mi chica y yo. Ella, transgresora como
ensueño, se levanta y camina segura, desnuda noticia que carcome, con destino
a la mesa. Yo la sustituyo con la firmeza del puño de Dios. Enfermo de
monotonía, Ultrapop nos pide más. Una pelea de fondo, algo que explote en el
momento justo, bofetadas o sangre, otras sonrisas que destruyan el optimismo.
Ultrapop es experto en su negocio. Nada de tomas aburridas, paisajes muertos
o pirotécnicos dobles de tinte fluorescente. No, Ultrapop quiere nuestra
cercanía entablada en el videojuego y puesta al día. Apasionada e irritada,
dolorosa y punzante, coloquial y certera como poema de Panero; lo demás,
asegura, siempre serán filtros de azar que no sirven de nada.
—¿No te parece que ya fue suficiente? —inquiere mi chica. Voy por ella.
Sin tropiezos, erecto, ruidoso como libido chupa-chup. Ultrapop tira otra cinta
por uno de sus agujeros. Me emociona su dirty entusiasmo. Mi chica atrapada
en la mesa, en pose ciudadana, se dispone a decidir su tragedia carcelera. Mi
chica es una diosa clavada a punta de martillo; mojada en espíritu y con mis
dedos incrustados hasta el fondo de su pubis indigente. Otra vez, soy yo un
rimadero de la clase priviligiada en sintonía tóxica.
—¡Qué bonitas lágrimas vierten tus nalgas! —le dice Ultrapop a mi chica.
Ella responde con el timbre de fax japonés y yo, congelado, no sé si
creérmelo o no. Un descuido placentero para decir: "Algunas cosas vienen de la
nada", modifica nuestra situación. Ahora es ella, en primer plano, el ángel que
domina las esposas y juguetes de amarre esperanto. Es un feeling tan divertido
ver a mi chica perturbada, deleitándose en los afeites, veloz y sensual en el
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propósito de malas maneras. Ella marca el ritmo y yo, como James a los quince,
pido más tensión, más madrugadas de primavera y verano que desafíen
cualquier demanda política. Una bendición del consumismo industrial: soy
esbozo solidario con mi placer calabozo. [La voz desconocida aplaude primero
y luego, al sentirse comprimida, detecta el peligro]. Ultrapop sigue diciendo:
"¡Sois perfectos!". Los golpes no ahogan mil atracos citadinos, soy un tipo
sencillo con sólo un vicio: mi chica alias galore toda agujas, que persigue el
bienestar en un lugar equivocado.
—Baby, you're the best...
Poco a poco nos hacemos viejos reciclando impulsos. Predicamos nuestra
urgencia de cambio trenzados como parias. Un dolor pequeño de bolas chinas
en camino al orificio. ¡Qué sorpresa!, mi chica envuelta en fuego encontró en mí
su punto g y la salida de emergencia. Nada la detiene, se consume a cachitos.
Ultrapop nos mira al revés por el monitor, no puede contenernos. Somos cerdos
de museo interactivo, somos historia viva, somos algo más que stills hechos de
frío. Ultrapop se lanza al ruedo sin idea, tartamudo e infantil. Ya nadie nos
dirige, somos diminutas semillas lanzadas al aire a pesar de los llamamientos a
la resistencia social.
Encarnizados, perdiendo el equilibrio por las fuertes quemaduras e
iluminados en el ajetreo manual de 100 dólares por hora, escribimos la nueva
historia. Un plus de autoenfoque visceral que mejor nos retrata en perspectiva
hardcore. Ponemos la marca, creamos un mosaico de oportunidades y
anotamos al instante.
Ultrapop no es como nosotros, es débil piel blanca, tierna y nerviosa.
Alguien que nunca se había puesto en línea de combate. Ingenuo jail bait de
cadencia sin sentido, un noble candidato al date rape de música disco. Ya nos
cansamos de tatuarlo, de mandarlo sin lubricación por los extremos, de
convertirlo en nuestra mascota y joven bidet. Exige, reclama, suplica su año
sabático. [La voz se aleja, camina presurosa hacia la salida, sus ojos expresan
cierto miedo y no poca repulsión]. Sin embargo, nosotros le admi-nistramos
disciplina inglesa del tipo colegial, reconocemos sus espacios de saliva, lo
conectamos con sus miedos y lo encerramos por ahí para que lo muerda fuerte
la oscuridad. Como debería ser.
Mi chica y yo volvemos a la colección de juegos e ítems opuestos,
rellenamos otra hora en referencia y agonía estética que nos muestra un poco
vulnerables. Vibramos, hacemos un squish que nos sale perfecto, estrenamos
servicios que reciclan viejos placeres y celebrando la diferencia que nos une,
oprimimos el botón de STOP antes que el dolor real llegue sin explicación. Des-
pués ya recuperados de pelear con rubios insectos, mi chica y yo nos ponemos
la camiseta de Juventus Laika para tratar de resolver el crucigrama del
periódico de hoy.
Es tan complicado que en ello se nos va el resto del día.

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VIDA DOMÉSTICA

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

FABIO MORÁBITO

FABIO MORÁBITO (Alejandría, Egipto, 1955). Poeta, narrador,


ensayista y traductor. Vive en México desde 1969. Autor de los
libros de cuentos Gerardo y la cama, La lenta furia, La vida
ordenada y Grieta de fatiga (Premio de Narrativa Antonin Artaud
2006, libro al que pertenece el cuento que ahora antologamos);
del ensayo Los pastores sin ovejas; del libro memorioso También
Berlín se olvida, y de los poemarios Lotes baldíos (Premio
Nacional de Poesía Carlos Pellicer 1985), Caja de herramientas,
De lunes todo el año (Premio Nacional de Poesía Aguascalientes
1991), El buscador de sombra y Alguien de lava, que se encuentran
reunidos en La ola que regresa. En palabras de Sergio Pitol,
"desde sus iniciales ejercicios literarios se reveló como uno de
los 'raros' de la lengua. Desconcertó a algunos y fascinó a otros
cuantos. Quien pretenda imitarlo se arriesga a cometer un
suicidio. Su prosa elegante y exquisita es irrepetible".

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EL TENIS DE LOS VIERNES

Los viernes, después del partido de tenis, Arraiza, un hombre que se acercaba a
los sesenta, me invitaba a tomar unos tragos en la alberca cubierta donde Lisa,
su joven mujer, leía un libro o una revista mientras tomaba whisky. Esa tarde,
como siempre, nos preguntó quién había ganado y cuando Arraiza le comunicó
su enésima derrota, ella me reprochó que, en vista de mi juventud, no me dejara
ganar de vez en cuando para darle gusto a su esposo.
—Su esposo no necesita que lo ayude, ha mejorado mucho —dije,
sentándome a su lado, mientras Arraiza preparaba nuestras bebidas junto al
carrito de los licores.
—¿Ya le contó de los suizos? —dijo ella.
—¿Qué suizos?
—Vamos a tener a unos nadadores en la casa —intervino Arraiza.
Me explicó que una pareja de suizos que daba clases de educación física
en la escuela de un amigo suyo, se había quedado sin trabajo y él los había
contratado para que nadaran en la alberca. Era una nueva terapia distensiva
que estaba ganando adeptos en Estados Unidos, donde incluso había nadadores
a domicilio.
—Más que nada, es para hacerle un favor a mi amigo, mientras
encuentra dónde colocarlos —dijo Arraiza poniendo en mi mano el gin tonic.
—¿Es todo lo que harán, nadar en la alberca? —pregunté.
—¿Le parece poco, Ricardo? —exclamó Lisa.
Entre los dos, quitándose la palabra, como ocurría a menudo, me
explicaron el principio de la terapia, que era muy simple: el nado y el ruido del
agua crean en el ser humano una hipnosis relajante, porque nuestra primera
experiencia vital, en el útero de nuestra madre, es una experiencia natatoria.
Me limité a asentir con la cabeza, pensando que era una más de esas
panaceas naturistas que se ponen de moda y luego caen en el olvido. Lisa me
dijo que la pareja de suizos ocuparía los dos cuartos con cocina y baño que
había atrás de la alberca. El que no tuvieran hijos, añadió, simplificaba las cosas.
Además de los muslos de Lisa me atraían el confort y el ambiente
impecable y anodino que se respiraba en esa casa.
Arraiza la había comprado un año atrás, ya amueblada, y no había
introducido ningún cambio en la decoración, cosa que proclamaba con orgullo,
como si renunciar a imponer un estilo fuera un rasgo de distinción. Uno se
acostumbra a todo, los cambios se hacen al principio o no se hacen, me dijo la
primera tarde que me invitó a jugar tenis. Pero ellos no daban la impresión de

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haberse acostumbrado. Sus gestos y su manera de moverse por la casa carecían


de la rotundidad con que un propietario emplea las cosas que le pertenecen.
Más de una vez los había visto mirar algún rincón de su residencia como
si acabaran de descubrirlo. El mobiliario tenía el aire impersonal de un hotel de
categoría y el aire que se respiraba en toda la propiedad era de un hospedaje de
lujo, no de una casa; creo que fue esto lo que me impulsó a frecuentarlos.
Cambié al miércoles mi partido de los viernes con Edmundo Palacios,
quien aceptó a regañadientes, y comencé a ir todos los viernes a casa de
Guillermo Arraiza, que sólo ese día podía concederse una tarde de asueto.
Después supe por Amador García, que me invitaba a jugar todos los
sábados y conocía a Arraiza desde la secundaria, que Arraiza quería tener hijos,
pero Lisa tenía problemas para retener el feto. Habían comprado esa casa la
última vez que Lisa se había embarazado y, una vez más, había perdido el niño.
Tal vez, me dije, la falta de aplomo en los gestos de los dos se debía a que no le
encontraban sentido a vivir sin hijos en una casa tan grande.
El siguiente viernes no fui a casa de los Arraiza porque viajé a
Guadalajara, donde me entrevisté con el director general de una compañía de
seguros tapatía. Iban a abrir una filial en la capital y querían que yo la dirigiera.
El sueldo era excelente, pero durante la entrevista me di cuenta de que ya no
quería trabajar en los seguros. Dejé de prestar atención a las palabras del
director y regresé a México sin quedar en nada, con la promesa de que le daría
una respuesta en unos días.
Llevaba tres meses sin empleo, viviendo de mis ahorros, en busca de un
trabajo que me gustara, harto como estaba de la rutina de escritorio. No regresé
a casa de los Arraiza hasta el otro viernes, a la hora de costumbre. Mientras me
esperaba, Arraiza solía calentar con Fidencio, el hijo del jardinero, que jugaba
tenis más que aceptablemente y nos recogía las pelotas. El ruido del peloteo se
oía desde el estacionamiento.
Ese viernes, cuando apagué el motor del coche, noté que el ritmo de los
golpes era más intenso. Me acordé de los suizos, bajé del auto con cierto
malestar y cuando llegué a la cancha vi que no me había equivocado. Arraiza
no estaba calentando con Fidencio, sino con un hombre alto y moreno de unos
treinta años. Al verme, me dijo que me acercara y me presentó a Gérard.
Fidencio estaba de recogebolas. Le di la mano a Gérard, que me saludó sin
entusiasmo, sonriendo con las comisuras de la boca. Fue una antipatía
instantánea y recíproca. Ellos reanudaron el peloteo mientras yo hacía unas
flexiones para calentar. Saqué mi raqueta de la bolsa y entré en la cancha, en el
mismo lado de Arraiza.
El suizo jugaba suelto, devolviéndonos las pelotas con petulancia. Poco a
poco fui aumentando la intensidad de mis respuestas, y cuando le lancé una
pelota venenosa que rebasaba la ética del calentamiento, no le alcanzaron las
piernas para devolverme el tiro y por poco se cae en la línea de fondo. Se
recobró con una sonrisa y él mismo fue hasta el alambrado a recoger la pelota,
cosa que Arraiza aprovechó para preguntarme qué me parecía su nivel.
—Bueno —contesté.
—¡Yo diría que excelente! —dijo él—. He matado dos pájaros de un tiro.
Me salió tan buen tenista como nadador.
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

—Si quiere empezar, yo ya estoy listo —dije.


El suizo nos miraba, esperando reanudar el peloteo, y Arraiza dudaba.
Comprendí que no se atrevía a decirle a Gérard que el peloteo había terminado
y que debía retirarse.
—Hay que bolear un poco más —me dijo.
Calentamos otros diez minutos, después de lo cual Arraiza se acercó para
preguntarme si no me molestaba que jugáramos todos contra todos, en tres sets.
Era lo que me había temido. Le dije que, en ese caso, sería más divertido jugar
un doble, aprovechando a Fidencio.
—¿Y quién nos recoge las pelotas?
—Nosotros mismos.
—Ni pensarlo —dijo, y añadió—: Empiecen ustedes —se salió de la
cancha y fue a sentarse en la silla elevada del árbitro.
El set con el suizo fue un desastre. No pude concentrarme.
Estaba molesto por toda la situación y sólo en dos o tres pelotas
profundas, subiéndome a la red, le hice ver a Gérard cuál era mi verdadero
nivel. Perdí rápidamente el set, Arraiza entró al relevo y yo fui a sentarme en la
silla a contar los puntos. Mientras ellos jugaban, Fidencio se paró junto a mí y,
sin mirarme, me dijo:
—Habría sido más divertido jugar dobles.
—Sí —dije yo.
—Les habríamos ganado —dijo, como dando por hecho que habríamos
jugado los dos del mismo lado, y sentí lástima por él, porque jugaba mejor que
Arraiza y, si hubiéramos jugado dobles, nos habría demostrado a todos su
verdadero nivel.
—Usted juega mejor que el señor Gérard —añadió.
—Pero me acaba de ganar —dije.
—Porque no estaba usted concentrado. Él es rápido, pero no tiene estilo.
Pensé que el chamaco no era tonto. Probablemente, desde que el suizo
estaba en la casa, él ya no podía jugar con Arraiza y tenía que limitarse a
recoger las pelotas.
—¿Y tú has jugado con el señor Gérard? —le pregunté.
—No, él sólo juega con el señor, de noche, cuando el señor vuelve de la
oficina. Bolean un rato y el señor Gérard le corrige el estilo.
Arraiza volteó en ese momento hacia Fidencio y le dijo:
—¿Qué haces ahí como un palo? Muévete —y Fidencio corrió a recoger
las pelotas.
Comprendí por qué Arraiza no había querido pedirle al suizo que se
retirara de la cancha. Gérard se había vuelto prácticamente su entrenador.
Observé cómo jugaban. El suizo no se empleaba a fondo como lo había hecho
conmigo. Le tiraba a Arraiza unas pelotas accesibles, sin dejar de mantener el
control del juego. De golpe caí en la cuenta de que llevaba quince días de no
venir a esta casa y que habían cambiado muchas cosas. No había tenido la
cautela de hablarle a Arraiza para confirmar nuestra cita; tal vez él no me
esperaba y mi repentina aparición lo había obligado a abandonar su
entrenamiento con el suizo e inventar aquel minitorneo de tres. En otras
palabras, no era Gérard el intruso sino yo.
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Cuando terminó el set, el suizo miró su reloj y le dijo a Arraiza que tenía
que nadar "para la señora", pero Arraiza le dijo que se esperara un poco, pues
quería que yo asistiera a la sesión de nado, además de que él y yo todavía
teníamos que jugar un set. Gérard puso cara de sopesar aquel imprevisto.
—Me gustaría respetar el programa —dijo con su fuerte acento.
—Una hora antes o después no cambia nada —replicó Arraiza; el otro
aceptó posponer su routine y me pareció que había puesto aquella objeción
únicamente para darse importancia.
Había en él una aridez escalofriante y le di la espalda para que advirtiera
mi desprecio, pero mi golpe no llegó al blanco, porque él pretextó algo que
tenía que ver con Úrsula, su mujer, y lo vimos alejarse por el jardín en declive,
exonerado de la obligación de contarnos los puntos.
—¿Cómo es ella? —le pregunté a Arraiza.
—¿Físicamente? —dijo él, que jadeaba todavía por el set recién
terminado.
—Sí.
—Rubia, mayor que él. Tiene buen cuerpo.
Empezamos a jugar y yo gané el set sin pena ni gloria.
No quise esforzarme y procuré no disimularlo, pero Arraiza estaba tan
cansado por el set jugado contra Gérard, que dudo de que notara mi falta de
empeño.
Lisa, para variar, estaba con su vaso de whisky en la mano cuando la
alcanzamos en la alberca. Nos preguntó quién había ganado y cuando Arraiza
la puso al tanto de mi derrota frente al suizo, exclamó:
—¡Entonces este Gérard es realmente bueno!
—Tiene velocidad, lo que le falta es estilo —dije yo, repitiendo el juicio
de Fidencio.
Arraiza, que estaba preparando nuestras bebidas, evitó mirarme, como si
mis palabras no le hubieran gustado. Me sirvió un gin tonic muy cargado. Lisa
dio un último trago a su whisky y le pidió a su marido que le sirviera otro. Él
tomó el vaso vacío de la mano de su mujer y le preparó un jaibol.
A continuación sacó su celular y habló brevemente con Gérard para
avisarle que estábamos listos.
Gérard tardó unos diez minutos en asomar por la puerta del vestidor,
que en realidad no tenía una sino dos puertas de vidrio esmerilado, situadas a
un metro de distancia una de otra, formando un pequeño compartimiento
estanco, tal vez para evitar que quien se estuviera desnudando dentro del
vestidor quedara a la vista de los de afuera en el momento de abrir la puerta. En
traje de baño, el suizo me pareció más alto y más atlético, pero no tan joven
como en la cancha. Tal vez rozara los cuarenta. Tenía la gorra puesta y unos
goggles en la mano.
No tenía cuerpo de nadador sino de atleta de gimnasio: cultivado con
minucia, músculo por músculo, y cuando se subió al banco de salida, en el carril
del medio, presentí un estilo relamido como el que había mostrado en el tenis.
Se tiró un clavado aparatoso y avanzó por abajo del agua hasta más allá de la
mitad de la alberca, lo cual me pareció de una presunción insoportable.

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Nadaba peor de lo que había imaginado. Su cabeza salía demasiado del


agua, pataleaba salpicando mucha espuma y en lugar de darse la vuelta
sumergiéndose, se la daba por fuera, empujándose con la mano contra la orilla.
—¿Qué le parece, Ricardo? —me preguntó Arraiza.
—Es mejor como tenista —dije.
—¿No le parece que nada bien?
—Saca demasiado la cabeza y no sabe darse la vuelta de campana.
—Es usted demasiado exigente, como todos los jóvenes —dijo Arraiza, y
puso su mano sobre el vientre de su mujer.
Ella puso la suya sobre la de él, presionándola un poco, un gesto que me
llamó la atención porque casi no se tocaban cuando yo estaba presente. Parecían
alelados mirando al suizo.
Lisa me preguntó si sabía darme la vuelta de campana y le contesté que
sí.
—¿Por qué no nos enseña? Guillermo le puede prestar uno de sus trajes
de baño.
—No hace falta, traigo puesto el mío. Siempre me lo pongo para jugar
tenis.
—Con más razón, anímese.
Miré de reojo a Arraiza, que se llevó el vaso a la boca sin despegar los
ojos de Gérard. Ganas no me faltaban. Mi estilo era bastante superior al del
suizo. Podría desquitarme de su intrusión en el tenis y hacerles ver a Arraiza y
a su mujer que habían contratado a un nadador mediocre, quizá a un charlatán.
—No me vendría mal un chapuzón —dije, terminándome de un trago mi
gin tonic.
—Adelante, entonces. ¿No te parece, cariño? —dijo ella volteando hacia
su esposo.
—Mejor esperemos a que Gérard acabe —dijo Arraiza.
—Nadie lo va a molestar —dijo ella.
—Está trabajando.
—Pero hay espacio suficiente en la alberca, ¿no crees?
—No es cuestión de espacio.
Era evidente que Arraiza temía que Gérard se fuera a molestar al ver que
alguien más usaba la alberca durante su sesión terapéutica.
—Sí, tal vez sea mejor que termine de nadar —dije yo.
—No se amilane, Ricardo —dijo Lisa—. Mi marido es demasiado formal.
No puede mezclar el trabajo con la diversión. Ándele, quítese la ropa, con
confianza.
Al decir eso cruzó sus muslos de esa manera que me producía siempre
una sacudida interna. Se hizo otro silencio y supe que me estaba jugando mi
permanencia en esa casa.
Sin mirarla, dejé mi vaso vacío sobre la mesa y me quité la camiseta, que
dejé sobre la silla; luego me despojé de los calcetines, de los tenis y del short.
Cuando me quedé en traje de baño y nuestras miradas se cruzaron, la suya,
densa y glotona, me abarcó de la cabeza a los pies, mientras Arraiza evitaba
mirarme.

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Escogí uno de los carriles de la orilla y penetré en el agua con un clavado


discreto, deslizándome un buen trecho al ras del piso de mosaico. Allí, al
amparo de las miradas de los habitantes de aquella casa, en la claridad
espaciosa del nuevo elemento, anhelé poder deslizarme en el fondo durante
largos minutos, horas enteras, toda una vida bajo el agua, lejos de las palabras,
de los Arraiza y de los Gérard, de los muslos de las mujeres y de las mansiones
de los ricos. Afloré a media alberca, comencé a nadar de crawl y cuando llegué a
la pared me di la vuelta de campana, disimulando la fuerza de mis siguientes
brazadas con un ritmo suave y lacónico, como creía que tenía que ser un
verdadero estilo terapéutico.
Me propuse alcanzar al suizo sin esforzarme, por pura potencia
intrínseca; lo conseguí después de dos vueltas y él empezó a patalear más fuerte
para que no lo rebasara. Nadamos emparejados unos veinte metros, y cuando
llegué a la otra orilla sólo necesité darme una impecable vuelta de campana
para dejarlo atrás. A los pocos minutos me di cuenta de que Gérard se había
salido de la alberca. Él y Arraiza ya no estaban. Lisa, en cambio, seguía sentada
en el mismo lugar y me miraba con su vaso en la mano, pero tampoco tardó en
marcharse. Entonces me detuve y me quedé junto a la orilla, donde esperé que
alguno de ellos regresara. Uno o dos minutos después se abrió la puerta del
vestidor y salió Fidencio cargando una toalla. Le pregunté si había visto a la
señora.
—Sí, me dijo que le trajera una toalla.
Parecía tener prisa, dejó la toalla sobre el respaldo de una de las sillas y
regresó al vestidor. Cuando abrió la primera puerta alcancé a ver detrás del
vidrio esmerilado de la segunda puerta la silueta de una mujer en traje de baño.
Pensé que era Lisa, pero recordé que ella nunca se echaba al agua. Salí de la
alberca, cogí la toalla para secarme y me preparé otro gin tonic. Entonces oí el
zumbido del alambrado que rodeaba la cancha de tenis y los golpes de las
raquetas. Se abrió la puerta que conectaba la alberca con la casa y apareció Lisa,
que vino a mi encuentro tocándose la cabeza.
—Ricardo, me ha dado una jaqueca horrible y fui a acostarme unos
minutos, discúlpeme.
Se dejó caer en la tumbona a mi lado, frotándose la sien, y me explicó que
a Gérard le había dado un calambre en la pierna y por eso había interrumpido
la sesión de nado. Su marido le había propuesto que fueran a jugar tenis para
que se le quitara el calambre. Tenía la expresión lánguida que provocan los
dolores de cabeza, pero dudé de que le doliera de verdad, igual que dudé del
calambre de Gérard.
—Vaya a acostarse —dije—, no se preocupe por mí.
—Gracias, pero no me sirve.
Me preguntó si de casualidad había visto a Fidencio. Le dije que me
había traído la toalla hacía unos diez minutos.
—Sí, yo se lo ordené, pero ahora no está en ningún lado y debería estar
recogiendo las pelotas en la cancha. Hasta su padre lo está buscando.
Últimamente se desaparece a cada momento. Se ha pegado a Úrsula y ella le ha
tomado cariño.

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Tomé un trago largo y pensé en lo ansioso que estaba Fidencio por


regresar al vestidor y en la silueta femenina que había visto atrás del vidrio.
—¿En qué piensa? —me preguntó Lisa.
—En que debería tomarse unas aspirinas.
Agachó la cabeza y su pelo tocó mis rodillas. Había puesto su dolor al
alcance de mis manos, terminé de otro trago el gin tonic, que dejé sobre la mesa,
luego puse mis manos sobre su pelo y empecé a frotarle la nuca. Ella se aflojó
sin oponer resistencia.
—¿Le ayuda esto? —dije.
—Sí.
Era la primera vez que estábamos solos y cobré conciencia de mi
semidesnudez. Ni siquiera me había puesto la camiseta después de secarme.
—¿Sabe? —dije—. Me gustaría tener un trabajo como el de los suizos:
nadar en una alberca para que otros se relajen.
Quería recordarle mi desempeño en el agua para arrancarle unas
palabras de halago, pero ella estaba pensando en otra cosa, porque dijo:
—Guillermo los contrató para ver si esta vez logro completar el
embarazo.
—¿Está embarazada? —y recordé la mano de Arraiza sobre su vientre y
el gesto de ella presionándose la panza.
—Sí, de dos meses. Parece que esta terapia ha dado buenos resultados en
los casos de dificultad para retener el feto... no me pregunte por qué... tiene que
ver con la relajación.
—¿Con sólo mirar a alguien nadando?
—Sí, a un buen nadador.
—¡Pero Gérard no lo es! —dije.
—Y unos masajes —añadió ella.
—¿Y quién le hace los masajes?
—Úrsula, dos veces al día. Es muy buena. Puedo llamarla para que le
haga uno ahora mismo, así se convencerá. Admito que Gérard es un poco flojo,
pero ya lo sabíamos —y me explicó que Úrsula había iniciado todo aquello con
su primer marido, que era campeón olímpico de natación, o algo así; luego se
habían separado y ella había tenido que buscarse a otro nadador, pero al
parecer ninguno quería ese trabajo, hasta que encontró a Gérard.
—Creía que eran marido y mujer.
—No sé qué son. Son raros —dijo ella.
—¡Pues él es un desastre nadando!
—Lo hago por Guillermo —dijo ella en voz baja, y añadió—: Gracias,
Ricardo, es suficiente. Esta jaqueca necesita no un masaje, sino dinamita. Sírvase
otro gin.
Levantó la cabeza y yo dejé de masajearle el cuello. Le pregunté si quería
tomar algo e hizo un gesto negativo. Me preparé otro gin tonic mientras
escuchaba el peloteo que venía de la cancha. Se detenía por largos intervalos y
comprendí que Arraiza y Gérard no tenían quién les recogiera las pelotas.
—Creí que Gérard se había salido de la alberca por mi culpa —dije.

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—Sí, estaba furioso —reconoció ella sin rodeos—. Se quejó de que usted
quería competir con él, y mi marido, para que se calmara, le propuso que fueran
a jugar tenis.
—No debí haberme echado al agua —dije.
—Fui yo quien se lo pedí. Quería que se desquitara de su derrota en el
tenis.
—¿Sintió lástima por mí?
—No, pero Gérard es muy presuntuoso y quería que viera que
conocemos a nadadores mejores que él.
Tomé un trago y dije:
—¿Piensa que soy mejor nadador?
—Salta a la vista, Ricardo. Cuando lo vi nadar a usted comprendí que
podía haber mucho de verdad en esta terapia.
Me pregunté si aborrecía a Gérard. Tal vez estaba celosa de cómo su
marido lo mimaba. Dos horas atrás, en la cancha de tenis, Arraiza había tenido
el mayor cuidado de no pedirle a Gérard que se retirara después del
calentamiento, y ahora lo había secundado como a un niño, llevándoselo a la
cancha de tenis para que se le quitara el enojo por mi conducta en la alberca.
Comprendí que se habían acabado mis días en esa casa. Arraiza lo tenía a él
como su entrenador de planta, por eso lo aguantaba como mal nadador, y yo
salía sobrando. Tomé otro trago y le pregunté:
—¿De verdad se relajó al verme nadar?
—Sí.
—¿Quiere que nade otro poco? Tal vez así se le pase el dolor de cabeza.
Ella me miró a los ojos, frotándose el cuello.
—No sabe cómo se lo agradecería —dijo.
—Es un placer.
Al dejar el vaso semivacío sobre la mesa sentí que estaba mareado.
Escogí el carril de antes y, desde el mismo clavado, traté de parecerme lo menos
posible a Gérard, reforzando esa concisión en los movimientos que a ella le
había impresionado.
Sin embargo, tres vueltas después, ella ya no estaba.
Iba a detenerme, pero seguí nadando, pues pensé que tal vez sólo había
ido por un vaso de agua y unas aspirinas. Nadaba para que no perdiera el feto,
haciéndole recuperar el tiempo perdido con Gérard, y habría nadado para ella
todos los días si me lo hubiera pedido, rechazando la oferta de la gente de
Guadalajara. Oí que se abría la puerta del vestidor y cuando me di la vuelta de
campana, vi a la mujer junto a la tumbona, que me miraba. Traía puesto un traje
de baño negro. Me la había imaginado más rubia. Me detuve llegando a la orilla
y ella dijo:
—Me dijo la señora que viniera a darle un masaje.
Tenía un acento menos marcado que el de Gérard.
—Eres Úrsula, ¿verdad?
Asintió tímidamente y sonrió, como si la halagara que supiera su
nombre. No era guapa, pero tenía un cuerpo macizo y bien proporcionado.
Cuando salí del agua, los gin tonics habían hecho su efecto. Apenas pude
mantenerme parado en la orilla de la alberca, pero ella ya estaba junto a mí
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dándome el brazo y sentí la fuerza que emanaba de su cuerpo pequeño y


compacto.
—Tiene que acostarse —me dijo, y me condujo con mano firme hasta la
tumbona—. Póngase boca abajo.
Obedecí. Empezó a secarme con la toalla con movimientos vigorosos. No
sé en qué momento dejó de secarme y empezó el masaje propiamente dicho.
—Hay que quitar esto, puede resfriarse —dijo y, poniéndome una toalla
encima de los glúteos, me deslizó el traje de baño con un gesto veloz y delicado.
Desnudo, me sentí desvalido, pero placenteramente seco. Sus manos iban de mi
espalda a mis piernas, alternando compases enérgicos con otros más suaves. Al
llegar a la cintura, se brincaba las nalgas cubiertas por la toalla para proseguir el
frotamiento en los muslos.
Sin embargo, en uno de aquellos descensos, sus manos no quisieron u
olvidaron dar el brinco, se siguieron de frente, deteniéndose unos segundos en
el culo y, tan pronto como bajaron a los muslos, me volvió a cubrir con la toalla.
Repitió lo mismo varias veces, deteniéndose cada vez más en las nalgas.
En el momento en que se abrió el vestidor, tenía las manos ahí, y las
retiró de inmediato. Era Fidencio. Traía un maletín en la mano, que depositó en
la mesita junto a la tumbona.
Ella lo abrió y sacó unos frascos. Empezó a untarme aceite en la espalda y
a dar órdenes a Fidencio, que iba sacando unas ampolletas del maletín y se las
pasaba. Los gin tonics, el masaje, el murmullo del agua de la piscina, el
sentirme desnudo y el ruido de la pelota que venía de la cancha, todo me tenía
felizmente narcotizado. Le oí decir a ella, dirigiéndose a Fidencio en voz baja:
—En un nadador de larga distancia hay que cuidar sobre todo los
músculos del cuello, deben conservarse flojos. Mira, toca aquí...
Fidencio me tocó el cuello y le dijo algo a Úrsula que no escuché. De
repente, abriendo los ojos, vi que había anochecido.
Era la hora en que solía marcharme. Me despertó, al otro día, el peloteo
proveniente de la cancha. La luz de la mañana entraba en la pequeña habitación
y lo primero que hice fue tocarme abajo. Traía mis calzones puestos y me
pregunté quién me los habría puesto. ¿Úrsula? ¿O ella le habría pedido a
Fidencio que lo hiciera? Descarté a Lisa. Mi ropa estaba acomodada sobre una
silla y recordé que era sábado. También me di cuenta de que me encontraba en
uno de los dos cuartos con cocina y baño donde se alojaban Úrsula y Gérard.
Al levantarme de la cama me sorprendió la laxitud de mi cuerpo y moví
la cabeza en círculos. La rotación me resultó asombrosamente liviana y recordé
lo que me había dicho Lisa acerca de los masajes de Úrsula. Busqué mi reloj,
pero no estaba. Entonces tocaron a la puerta en la habitación contigua. Era
Fidencio. Me traía el desayuno en una charola y me preguntó cómo me sentía.
—Bien. Estaba muy borracho anoche, ¿verdad?
Se limitó a sonreír. Le pregunté quién me había puesto los calzones.
—Tal vez usted mismo, y no se acuerda.
—Es verdad —y volví a pensar que era un muchacho listo.
En eso reparé en un camastro en un rincón del cuarto, con las sábanas
revueltas. Le pregunté quién había dormido en él.
—La señora Úrsula —dijo.
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—¿Y Gérard? —pregunté.


—Durmió en el bungalow —contestó.
—¿Quiénes están jugando?
—El señor Guillermo y Gérard.
—¿Y por qué no estás atajando?
—Tengo que acompañar a la señora Úrsula al centro a comprar unos
aceites. Si va sola, se pierde.
Se despidió y salió del cuarto. Ni siquiera pude preguntarle qué hora era.
En la charola había jugo de naranja, café y tostadas con mantequilla y
mermelada. Mientras comía de pie, seguí buscando mi reloj, yendo de una
habitación a otra.
Eran dos cuartos decorados sin pretensiones. Había unos pocos libros en
francés, la mayoría sobre masajes y terapias de relajación, y una que otra
novela. El baño estaba lleno de productos cosméticos, una gran cantidad de
frascos y ampolletas como los que la tarde anterior Fidencio había sacado del
maletín de Úrsula. No abrí ninguno de los dos clósets porque no me gusta
hurgar en las cosas de otros. Renuncié a seguir buscando mi reloj, salí al jardín
y me dirigí hacia la cancha de tenis.
Arraiza y Gérard, cuando me vieron, dejaron de jugar y me saludaron
con efusión. Se acercaron a darme palmaditas y a preguntarme cómo había
dormido. Parecían contentos de verme. Entonces noté que Gérard traía puesto
mi reloj. Iba a preguntarle qué hacía con mi reloj en la muñeca pero vacilé,
porque me sentía atontado por la cruda. Calculé que había dormido más de
doce horas. Los dos estaban tan amables conmigo, sobre todo Gérard, y era una
mañana tan asoleada y hermosa, que decidí dejar lo del reloj para más tarde.
Les pregunté quién iba ganando. Arraiza me dijo que era puro
calentamiento, que me esperaban a mí para empezar el partido.
Supuse que se refería a que jugaríamos otro minitorneo de tres.
Empiecen ustedes mientras voy por mi raqueta, dije. Arraiza me miró:
—¿Tu raqueta?
—Sí.
Gérard volteó la cara hacia otro lado, con esa sonrisita suya que ya le
conocía.
—No necesitas tu raqueta para recogernos las pelotas —dijo Arraiza. Era
la primera vez que me hablaba de tú.
Lo miré, luego miré a Gérard que, dándome la espalda, fue a colocarse en
la línea de fondo y empezó a dar unos brinquitos de calentamiento, listo para
iniciar el partido.
Volví a mirar a Arraiza, que dio un paso hacia mí y, bajando la voz para
que Gérard no oyera, me dijo:
—Úrsula ya habló con él y lo convenció de que tú nadas mejor. Debes
entenderlo. Le daremos el bungalow del jardín, para que no los moleste. Es
mejor muchacho de lo que crees —y agregó, bajando aún más la voz—:
¿Sabes? Lisa está encantada con el cambio. Anoche me dijo que siente que esta
vez lo vamos a lograr.
—Trae puesto mi reloj —dije.

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—¿Cuál es el problema? No lo vas a necesitar aquí. No te va a faltar


nada. ¿O vas a armar un escándalo por un reloj? Yo te compro otro.
Se dio la vuelta y fue a colocarse él también en la línea de fondo. Le hizo
una señal a Gérard de que estaba listo y enseguida lanzó su primer saque. La
pelota salió desviada, yendo a estrellarse contra el alambrado, a espaldas de
Gérard, y Arraiza me miró:
—¿Qué haces ahí como un palo? Muévete.
Fui a recoger la pelota desganadamente, mientras él volvía a sacar.
Con las siguientes pelotas me moví más rápido.

JORGE F. HERNÁNDEZ

JORGE F. HERNÁNDEZ (ciudad de México, 1962). Historiador


y escritor. Su novela La emperatriz de Lavapiés fue finalista del
Premio Internacional de Novela Alfaguara en 1998. Autor de

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los ensayos Réquiem taurino, Espejo de historias y otros reflejos, Las


manchas del arte y el misterio de la insinuación, Signos de admiración
y La soledad del silencio. Microhistoria del Santuario de Atotonilco, y
de los libros de cuentos En las nubes y Escenarios del sueño.
"Noche de ronda" mereció el Premio Nacional de Cuento Efrén
Hernández.

TRUE FRIENDSHIP

Para D.G.E.

You may still think true friendship is a lie. But then, you've never met Bill Burton
repetía con frecuencia Samuel Weinstein. De hecho, la frase podría considerarse
su rúbrica. La soltaba al justificarse ante su esposa por algún olvido y ante los
compañeros de oficina la utilizó más de una vez como excusa ante cualquier
descuido. De hecho, Weinstein empezó a glorificar su amistad incondicional
con Burton desde los tiempos en que aún vivía con sus padres, cuando era
soltero y apenas cursaba el High School. Su hermana Rachel siempre dudó de la
sinceridad de su declaración y consta que fue la única que llegó a cuestionar la
existencia misma de Burton; para ella, la supuesta fidelidad de su hermano Sam
al desconocido Bill Burton no era más que una ingenua —y rápidamente
trillada— artimaña para evadir cualquier responsabilidad. Que si Samuel
llegaba tarde a la mesa para cenar, que si decidía faltar a la sinagoga, que si no
estaba libre algún sábado por la mañana, todo se explicaba por vía de Bill: que
lo había invitado a un juego de béisbol y no calcularon el tiempo, que siendo
sábado habían decidido estudiar para un examen concentrados en todo menos
en recordar que Sam se había comprometido a lavar el coche o pasar por un
mandado o también que fue Bill Burton quien le pidió —aun a costa de faltar a
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

la sinagoga— que lo acompañase a New Jersey para cobrar un dinero que le


debían a su madre.
En realidad, la vida de Sam Weinstein no tiene ningún viso de
anormalidad y su biografía —plain and simple— transcurre estrictamente dentro
de lo convencional, salvo las muchas y repetidas ocasiones en que aludía a Bill
Burton y las veces en que se enredaba justificando la muy notable ausencia
constante de su entrañable amigo, siempre apelando a su rúbrica de que
"podrás pensar que la amistad verdadera es una mentira, pero bueno, es que no
conoces a Bill Burton". Samuel Weinstein nació en Nueva York, en octubre de
1926, en el seno de una familia judía, segunda generación de emigrados lituanos
y albaneses, cuya pequeña fortuna se debía más al esfuerzo tenaz y compartido
de sus padres que a la cómoda herencia o el abuso fiduciario que tanta
seguridad económica le brindó a muchos conocidos de la familia. Sam era el
primogénito de Baruj Weinstein y Sarah Elbasan, ambos sobrevivientes del paso
de entrada por Ellis Island por donde llegaron sus respectivas familias casi al
mismo tiempo, aunque según unas viejas fotografías en sepia, Sarah venía en
brazos de su madre, mientras que Baruj bajó andando del barco.
Algún psicoanalista podría intentar explicar la exagerada filiación de
Samuel Weinstein por su amigo invisible en el hecho traumático que marcó su
vida a la temprana edad de cuatro años. Sam se perdió entre cajones de
verduras y desperdicios de pescado allá en los oscuros y sórdidos callejones del
Bowery, habiéndose soltado de la mano de su madre apenas durante unos
segundos. Los suficientes para que la robusta albanesa gritase lamentos a voz
en cuello que rápidamente atrajeron la improvisación de un escuadrón de
rescate: cuatro judíos ortodoxos, seis cargadores chinos, una panda de
estibadores irlandeses, tres alemanes semiembriagados y algunos policías de
uniforme a la Keystone Cops se entregaron a la tarea de peinar cada metro
inmundo de la zona, hasta que finalmente una costurerita polaca encontró al
niño Sam Weinstein, acurrucado entre botes de basura, susurrando lo que
parecía una canción de cuna a los andrajos desmantelados de lo que pudo haber
sido en algún momento un oso de peluche.
A los cinco años llegó a la familia su pequeña hermana Rachel, que sería
para él foco de adoración y objeto de absoluto cariño hasta que Sam se halló ya
bien entrado en sus años mozos. De hecho, coincide su adolescencia con las
primeras ocasiones en que llegó a casa mentando hazañas y compartiendo
maravillas de Bill Burton, a true friend and that's no lie. Consta que desde el
principio de su obsesión tanto la madre de Sam como su padre y más de un
familiar le sugirieron que invitase a Bill Burton a casa, que no se avergonzara de
sus raíces ni de su credo, pero por una u otra razón nunca se daba la
oportunidad o la ocasión para que Weinstein lo presentara entre los suyos.
Conforme avanza la vida de Weinstein se acumulan, aunque sabemos
que no con exagerada frecuencia, los episodios de Burton.
Sus padres, hermana y demás familiares llegaban incluso a saber como
ciertas las anécdotas que ampliaban el aura de Bill y en más de una ocasión —
quizá luego de un letargo sin rúbricas de por medio— ellos mismos inquirían o
insistían en saber por dónde andaba Burton, que si Sam no traía alguna buena
nueva o si planeaba algún pretexto para invitarlo a cenar con ellos. Durante el
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

verano inmediatamente anterior a su ingreso en la Universidad de Wesleyan


(donde, but of course, también se había inscrito su incondicional Burton) Samuel
prefirió faltar a las vacaciones en la playa con toda su familia, argumentando
que Bill lo había invitado a una cabaña con todo el clan Burton en las montañas
de Vermont. En este punto, la historia que intento narrar aquí cobra un giro
trascendental, pues Sam volvió de esa estancia no solamente cargado con más
hazañas a presumir de su amigo, sino también con una fotografía donde
aparecen ambos sonrientes al pie de un hermoso lago que parece pintado al
óleo.
Por la fotografía, que pasó de mano en mano con avidez y curiosidad de
todos los miembros de la familia Weinstein, podemos afirmar que Bill Burton
era un norteamericano prototipo y digno de cinematografía: alto como de dos
metros (muy por encima de la digamos chata estatura de Sam), con una
cabellera rubia que le cubría la perfección de sus facciones, el enigma de sus
ojos claros y la medida sonrisa que apenas revelaba una envidiable dentadura
perfectamente alineada. Aunque Bill aparece enfundado en un jersey con una
inmensa letra W cosida al frente, todos los que hemos visto la fotografía
podemos afirmar que se trata de un atleta, orgulloso de su tórax y condecorado
por dignas musculaturas en ambos brazos. Según Weinstein, aquellos días en
Vermont habían significado para él las mejores vacaciones de su vida: que si la
familia de Bill era no sólo millonaria en bienes raíces, sino afortunada y pródiga
en hospitalidad y afecto; que si la hermana mayor de Bill era de una belleza
indescriptible y que, además, había invitado a su mejor amiga —una tal Jane
Scheller— que había logrado más que enamorar, embelesar a Bill Burton.
Weinstein confió a su padre y los hombres de su familia —una vez que las
mujeres se habían entretenido en la cocina— que con sólo haber sido testigo de
las formas y maneras con las que Burton había logrado cortejar a Jane Scheller,
allá en el paisaje de Vermont, él también podría sentirse ya preparado para
hacerse de una novia.
Sabemos que se tardó, pues no fue sino hasta su tercer año en la
Universidad de Wesleyan cuando Samuel Weinstein volvió a su hogar de
Manhattan con la noticia (y fotografías que lo confirmaban) de su noviazgo, y
mejor aún, profundo enamoramiento con Nancy Lubisch, que a la larga se
convertiría en su esposa. Apenas dos meses después de haberla mostrado en
fotografía, Weinstein presentó en persona, en vivo y a todo color, a Nancy con
todo el clan Weinstein y sobra mencionar que el comentario que más risas
provocó en la sobremesa fue el que brotó cuando Rachel, con toda la sorna de
su mirada profunda, preguntó con tono de clara envidia que si Nancy estudiaba
también en Wesleyan, "pues seguramente tú sí que tienes el honor de conocer al
famosísimo Bill Burton". Nancy, perpleja quizá por no conocer los muchos
antecedentes, contestó entre risas que "the funniest thing es que cada vez que
vamos al dormitorio donde vive Bill o cada vez que Sam queda en que
salgamos los tres juntos —o los cuatro, cuando Bill ha andado de novio—
siempre se nos cruza algo o alguien, y en los diez meses que llevo con Sam
nunca se me ha dado conocerlo en persona". Dijo que había visto fotografías de
él apostadas afuera de la cafetería y una breve entrevista que apareció
publicada en el periódico de la Facultad, a raíz de un ensayo sobre economía
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

con el que Burton había logrado aumentar su leyenda. But I have to say that
sometimes I almost feel Sam's talking about a ghost.
Cuando el clan Weinstein subió en tren a Connecticut, hasta las puertas
mismas de la Universidad de Wesleyan, para atestiguar a mucha honra la
graduación de Samuel, se toparon con la mala, muy mala noticia, de que el
padre de Bill Burton había fallecido el día anterior y se podría afirmar que todos
—el viejo Baruj, la robusta y albanesa Sarah e incluso la incrédula Rachel—
habían sentido verdadera tristeza por su pérdida, aunque su congoja se fincaba
en encontrarse una vez más sin la anhelada posibilidad de conocer en persona a
Bill Burton. Pero aquí, otro dato notable: consta que durante la entrega de
diplomas, el rector de la universidad leyó en voz alta el nombre de William
Jefferson Burton y que entre las sillas de los graduados hubo un lugar vacío, al
lado de Sam Weinstein, donde los estudiantes habían tenido a bien colocar la
toga y el birrete del ausente. Consta también que en los poco más de doscientos
años que llevaba de haberse fundado la distinguida Universidad de Wesleyan
jamás se había visto un homenaje de tamaña solidaridad con ninguno de sus
muchos notables graduados. Incluso, dicen que fue Weinstein, junto con no
pocos compañeros de devoción, quien propuso ondear a media asta los colores
rojo-negro-blanco del Alma Mater en señal de luto.
Ahora bien, moving right along, ¿qué vida se le planteaba a Samuel
Weinstein, recién graduado, al arrancar el verano de 1941? Easy... easy, además
de obvio: pronto anunció su compromiso formal con Nancy, ingresó como
asistente del editor en una nada desdeñable revista literaria de Manhattan
(donde llegaría a jubilarse cuarenta años después) y prosiguió en su ya muy
conocida rúbrica de que You may still think true friendship is a lie. But then, you've
never met Bill Burton.
En las pocas, pero significativas ocasiones en que llegó tarde a la
redacción de la revista, Sam justificaba sus errores ante el jefe Smithers con
referencias a Bill Burton. Que si le había llamado desde Grand Central Station,
con apenas el tiempo suficiente como para invitarle un trago en el Oyster Bar,
pues salía en el primer tren a Philadelphia con negocios trascendentales que
involucraban a los Rockefeller; que si se lo había encontrado en la esquina de
Lexington y la 51, sin poderlo desviar de su trayecto, pero tampoco sin poder
dejar de acompañarlo. Digamos lo mismo, or better yet, digamos que lo mismo
sucedía en casa: Nancy llegó a hartarse de que Sam no llegara a cenar, hablando
desde un teléfono público para avisarle que allí mismo estaba Bill y que no
podían desperdiciar la oportunidad de una damn good night out on the town.
Cualquiera diría que Nancy ya debía estar acostumbrada —tal como su robusta
suegra albana o como sucedió con el viejo Baruj Weinstein, quien murió
tranquilamente en su cama, rodeado de los suyos más íntimos, aunque sin dejar
de mencionar que se iba de este mundo sin haber conocido al mejor amigo de
su hijo— y más, pues me faltó mencionar que el día de la boda de Nancy y
Samuel, donde parecía infalible la presencia de Bill Burton ya que iba como best
man de su amigo incondicional, no sólo se tuvo que retrasar la ceremonia por
más de cuarenta minutos, sino que además nunca llegó el anhelado fantasma,
amigo de su ahora marido, pues se presentó a las puertas del templo un
bombero uniformado con casco y botas para informar en persona que Bill
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Burton había salido herido en un accidente del subway y que, antes de ser
llevado en ambulancia, había insistido en que alguien tuviera la bondad de
avisarle a su amigo Sam and his lovely bride. Sin embargo, el bombero no supo
decir a qué clínica se lo habían llevado ni qué tan graves eran sus heridas.
Pensar que Sam estuvo por unos segundos dispuesto incluso a posponer el
matrimonio y que, pasados ya varios años, Nancy siguiera intolerándose e
inconformándose con el recurrente pretexto o excusa de que se aparecía Bill
Burton —ante Sam y nadie más— como salido right out of the blue justo cuando
ella ya había preparado una cena especial o se había hecho a la idea de que
podrían ir al cine o ambos habían acordado invitar a sus amigos los Mertz o la
pareja de recién casados que vivían en el departamento de abajo.
Desde luego, but of course, que Weinstein tenía otros amigos. Junto con
Nancy se podría decir que los Mertz completaban un cuarteto imbatible en
cualquier boliche de Manhattan y todos podríamos jurar que la relación que
sostuvo Sam Weinstein con muchos de sus compañeros en la revista literaria,
hasta el día exacto de su jubilación, era de amistad íntima y camaradería a toda
prueba y, sin embargo, quizá sobra decirlo, hubo más de una noche a punto de
dormir o durante el trayecto en taxi de regreso a casa, y luego de una velada
agradable con los otros amigos, en que Weinstein volteaba hacia Nancy y le
soltaba —quizá más despacio que cuando lo decía de joven— aquello de que
You may still think true friendship is a lie. But then, you've never met Bill Burton.
To make a long story short o vámonos que nos vamos y a lo que vamos: Bill
Burton, aunque un invento cómodo y multicitado ya no sólo por Sam
Weinstein, sino por todos quienes entraban a su entorno, llegó a convertirse en
un mito convencional y predecible. Todo mundo que tuviese algo que ver con
Weinstein ya sabía que Burton era quizá el mejor de los amigos posibles, pero
imposible de conocerse en persona. Siempre que pasaba por Nueva York era
con prisa, apenas con el tiempo justo y medido para verse con Weinstein. Una
copa fugaz al filo de una larga barra de bar, un café sin muchas interrupciones
en mesitas al paso, pero jamás el espacio de tiempo suficiente como para
acompañar a Sam a casa, conocer finalmente a su familia, esposa o incluso al
pequeño Baruj, que nació en 1946 y a cuya circuncisión todo el clan Weinstein
instó e insistió a Sam para que asegurara la presencia de Bill Burton, aunque
todos supieran de antemano que ese día tampoco se aparecería el más que
famoso, ya misterioso, true friend of mine.
En realidad, la historia concluye en donde comienza. Samuel Weinstein
llegó a convertirse en editor de la revista Manhattan Letters y asumiría su
próxima jubilación con resignada serenidad y diversas satisfacciones si no fuera
por el hecho de haber vivido lo que algunos consideran una epifanía: la tarde
del 27 de septiembre de 1966 entró a la oficina de Weinstein un hombre de
complexión atlética, estatura al filo del quicio de la puerta, impecablemente
vestido en un blazer inmaculado. Se sentó en el sillón de cuero verde,
esquinado en la oficina de Weinstein al filo de la ventana que mostraba como
pintura el paisaje entrañable de Manhattan, prendió un cigarro y, entre la
primera nube de humo, dijo como un susurro: "I'm Bill Burton ".
Tras un silencio instantáneo, Weinstein empezó a sudar con
tartamudeos... Who let you in?... What are you doing here?... Who are you?... This
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just can't be... Why is your name Bill Burton? Y el hombre, cruzando la pierna
derecha, retrajo su mirada de la ventana y viendo directamente a los ojos de
Weinstein, contestó: You tell me.

ANA GARCÍA BERGUA

ANA GARCÍA BERGUA (ciudad de México, 1960). Autora de


los libros de cuentos El imaginador, La confianza en los extraños y
Otra oportunidad para el señor Balmand, de las crónicas Postales
desde el puerto, Cuaderno de viaje y Pie de página, y de las novelas
El umbral. Travels and adventures, Púrpura, Rosas negras e Isla de
bobos. En su narrativa las reglas del mundo cotidiano son
transgredidas y burladas para intentar comprender los aspectos
más desconcertantes de la naturaleza humana. Entre personajes
que se ríen de la muerte o sobreviven a inundaciones que
recuerdan el famoso diluvio universal, se puede detectar una
imaginación rica y auténtica que, ávida de curiosidad, escarba
en terrenos reflexivos con la pala de la sátira.

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LOS CONSERVADORES

Cuando murió Pablo en el hospital, la señora Marta no dudó un instante en


conservarlo. Tuvo la suerte de que su sobrino Ignacio se lo ofreciera, pues era
embalsamador, uno de los mejores del país. Trabajaba para los cazadores, para
zoológicos, y también, a veces, para algunas agencias funerarias que ofrecían el
embalsamamiento como un servicio para guardar posteriormente al difunto en
un ataúd, ya fuera con una ventana para mirarle la cara en una cripta, o bien
cerrado al alto vacío y enterrado, pero ya con la tranquilidad de que así no se lo
comerían los gusanos. Ignacio insistió en que con toda confianza ella podía
pedirle que le conservara a Pablo para luego disponer qué hacían con él. El
precio que le dio resultaba de lo más módico, pues sólo le cobraba los
materiales. La señora Marta se encontraba un poco triste y confundida en ese
momento, pero aceptó el ofrecimiento de buena voluntad. Ignacio le avisó que
se iba a tardar un poco, pues tenían que escurrirle bien unos líquidos, y ella le
respondió que no importaba, que se tomara el tiempo que quisiera. A fin de
cuentas, Pablo no se le iba a volver a morir. Mientras Ignacio trabajaba con el
cadáver en una funeraria donde le prestaban las planchas y el lugar donde se
hacían esos trabajos, la señora Marta pasó toda la semana buscándole a su
esposo el mejor traje que pudo conseguir, de talla ligeramente menor que la
habitual, pues Ignacio le había avisado que el tío Pablo encogería, y que esa
sería su tendencia a lo largo del tiempo.
El día que se lo presentó en la plancha de la funeraria, ya conservado,
arreglado y con el traje puesto, a la señora Marta le pareció que Pablo se veía
esplendoroso: llenaba el traje por completo; hasta se le habían alisado algunas
arrugas del rostro. Ignacio le preguntó en qué cripta lo querría guardar o si lo
pensaba enterrar, y después de muchas cavilaciones, la señora Marta decidió
que mejor lo sentaría en su cuarto de costura: tan bien que se veía, tan guapo,
propio y arreglado, ¿cómo era posible que terminara encerrado en una caja,
como si fuera un bombón o una galleta? Primero le comentó a Ignacio que lo
quería poner en la sala, frente a la televisión, como siempre estaba, pero Ignacio
se asustó.
—Imagínese tía Marta, qué dirá la gente, luego hay quienes se espantan
de que tenga usted un muerto en la sala.
—Pero si no es un muerto —respondió ella—, si es mi marido, ¿pues qué
no puede quedarse conmigo?

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Ignacio se quedó sin argumentos. Tenía que irse al zoológico a realizar


un trabajo.
—Piénselo, tía, yo no se lo conservé para que lo tuviera en la casa.
La señora Marta pasó la tarde sola, caminando por un parque cercano a
la funeraria. Concluyó que la gente, su sobrino incluido, era muy rara; nunca les
espantó que Pablo viera la televisión todo el día, aunque no dijera nada o casi
nada. Pero que no lo vieran respirar y entonces se pondrían a hacer aspavientos.
Esa especie de rabia afirmó su decisión, y cuando Ignacio volvió a buscarla, se
lo hizo saber con tan terca seguridad, que él no encontró manera de
contrariarla.
Para traerlo a la casa, hubo que tomar muchas precauciones: hacerlo de
noche, casi en la madrugada, antes de que se despertara el portero del edificio
donde vivía la anciana, y darles dinero a los de la funeraria por su presente
ayuda y su silencio posterior, que Ignacio debió ir asegurando con más dinero y
algunas amenazas de las que ya no habló a la señora Marta. Decidió que, en
caso de que surgiera algún problema, lo mandaría enterrar con toda celeridad,
para salvaguardar su honor profesional y la poca cordura que, pensaba, le
quedaba a su tía. Ambos convinieron en avisar a la escasa familia que quedaba,
muy lejana, que habían incinerado a Pablo y que en la casa guardaba Marta las
cenizas, para quien quisiera ir a visitarlas. Nadie se animó a hacerlo. Todos
pusieron excusas para buscarla tiempo después, cuando calcularon que el
asunto estaría olvidado y las cenizas bien ocultas.
La primera cosa que hizo la señora Marta ya con Pablo en la casa fue
sentarlo en el costurero y encenderle el televisor. Fue tal la tranquilidad que
sintió después de hacerlo, que cenó bien por primera vez en muchas semanas,
mientras escuchaba el murmullo del noticiero y sentía de nuevo a aquel que
había estado ahí durante tantos años. Aun así, pasó un poco de miedo al apagar
el televisor, cerrar la puerta e ir a acostarse, dejando a Pablo sentado, solo y
tieso en la penumbra. Pero la rutina le fue quitando poco a poco esos
resquemores. A lo largo del día, la señora Marta le ponía a Pablo la televisión en
el costurero, sus programas favoritos, o los que ella creía que le irían a gustar
cuando cambiaban la programación. Y aunque no le dijera ninguna de sus
frases, se las imaginaba perfectamente bien; el no te tardes cuando iba a salir, el
ya tengo hambre a mediodía. Si la visitaba alguna vecina, le decía que había
convertido el costurero en bodeguita; entonces lo mantenía cerrado y a nadie le
interesaba entrar, y menos con el olor de los líquidos conservadores, que
primero justificó diciendo que había puesto insecticida, y que con el tiempo se
esparció por toda la casa como un tufo leve y perpetuo a azúcar, alcohol y
vinagre. Nada más se iba la visita y la señora Marta abría enseguida la puerta
del costurero, le prendía la televisión a Pablo y se disculpaba. Perdóname,
Pablo, le decía, pero ya sabes cómo es la gente.
Con el tiempo le comenzó a incomodar tenerlo ahí de traje, como si
fueran a salir a una boda o a un velorio, él que ni siquiera había protagonizado
el suyo, y pensó que quizá también le estorbaría estar tan formal en su propia
casa. Además, el traje se le empezaba a escurrir un poco, producto del
encogimiento anunciado por Ignacio; era como si fuera viviendo y
desgastándose igual que ella. Así es que un día la señora Marta le pidió a
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Ignacio que la ayudara a cambiarlo, porque Pablo se había puesto muy duro y
seco. Juntos le pusieron una pijama de seda de color marrón subido, parecida a
la que solía vestir en los últimos tiempos y que era de hecho la que traía cuando
murió, por supuesto más pequeña que aquélla. Así se acomodó tanto a su
presencia que hasta se sentaba junto a él todas las tardes a tejer manteles de
crochet para adornar todos los muebles de la casa: la mesa, la consola, el
trinchador. Después decidió que le lavaría el pijama regularmente y se lo
cambiaría por uno azul, cosa que paulatinamente se fue haciendo más fácil,
debido a su propensión a hacerse más ligero y más pequeño. También se
esmeraba en peinarlo diario y asearlo periódicamente de la manera en que
Ignacio le había indicado, con una sustancia que él traía y unos algodones.
Mientras tanto, la vida de Ignacio cambió, pues conoció a una mujer y
comenzó a verse con ella periódicamente, hasta poderle anunciar un día a la
señora Marta que por fin tenía novia. Con ninguna duraban sus relaciones: las
mujeres solían horrorizarse de su profesión, y las que no lo hacían de entrada
terminaban alejándose de una u otra manera. De hecho, ya se había
acostumbrado a ser un soltero con relaciones intermitentes y a frecuentar
prostitutas, cuando fue a hacer un trabajo a una funeraria en la calzada de
Tlalpan y el dueño le presentó a Marisa, su hija. Marisa había crecido entre
muertos y ataúdes; se preciaba de no asustarse de verlos, e incluso se interesaba
por los pormenores del oficio de Ignacio. No era especialmente hermosa, pero
gustaba mucho de arreglarse, salir y hacer bromas. Conforme su relación se
hacía más cotidiana y profunda, Ignacio sintió que por fin había encontrado a
su media naranja, y se animó a hablarle de su familia, es decir de su tía Marta
que era la única que le quedaba, pues sus padres y su tío Pablo habían muerto
ya y no tenía primos ni hermanos. Marisa deseó conocer pronto a la tía de aquel
al que ya casi consideraba como su esposo, e Ignacio le prometió que arreglaría
una visita. Fue entonces cuando le avisó a la señora Marta que tenía novia, y le
explicó que lo mejor sería que la primera vez se vieran en un restaurant. La
señora Marta se dio cuenta de que quería evitar que viera a Pablo.
—Claro —le respondió—, ni ese gusto le vas a dar a tu tío. Yo sé que a él
le gustaría conocerla.
—Más adelante lo organizamos, la preparamos bien —le suplicó él.
Añadió—: Está acostumbrada a ver muertos. —Y le explicó que el padre de
Marisa tenía una funeraria.
A la señora Marta le molestó mucho que Ignacio dijera de esa manera tan
cruda que Pablo estaba muerto. Y aquella noche, mientras veían un programa
de revista en la televisión, le habló de los viejos rencores de su familia, como si
quisiera distraerlo de aquello tan hiriente que quizá él podía haber escuchado.
A los pocos días, Ignacio presentó a Marisa con su tía en el Shirley's de
Reforma. La señora Marta estuvo un poco fría al principio, pero el
comedimiento de Marisa para traerle servidos los distintos platillos del bufet,
su simpatía, su amabilidad, su interés por sus pequeñas dolencias, le bajaron la
guardia. Ignacio procuró llevar la conversación hacia temas generales, para
evitar las explicaciones. Cuando Marisa le preguntó a la señora Marta por su
vida, ésta habló de la muerte de su esposo con una naturalidad no exenta de
amargura, como estuviera contando falsedades sólo para complacer a su
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sobrino. Marisa mostró mucho interés por la anciana mujer y ésta por ella.
Quedaron muy contentas de haberse conocido y ambas desearon volverse a ver
pronto.
—A ver si ahora sí vienen a la casa y les preparo un brazo de gitano —
dijo al despedirse la señora Marta, mirando con sorna a su sobrino.
Ignacio no tuvo que pensarlo mucho. Aquella noche, mientras disecaba
la cabeza del mejor toro de la última corrida de la Plaza México, la cual se iba a
colocar en la cantina de un funcionario, decidió decirle a Marisa la verdad. A la
noche siguiente la invitó a cenar y le explicó la situación lo más escuetamente
que pudo: él mismo había embalsamado a su tío Pablo, y su tía Marta había
insistido en tenerlo en la casa. Marisa se lo quedó mirando muy seria. Después
le dijo:
—Tu tía me da mucha ternura; es bien romántica. Lo ha de amar
infinitamente, imagínate, para no quererse separar de él.
Y añadió que ella, de verse en el caso, probablemente haría lo mismo.
Ignacio no supo qué pensar. Después rememoró la vida de sus tíos y no le
pareció especialmente apasionada, si acaso práctica, pero se imaginó que
Marisa seguramente era más lista para esas cosas, y no la contrarió. Quedaron
de ir una tarde de aquella misma semana a visitar a los tíos —así acabaron
expresándolo— y aquella noche fue la primera en que se acostaron, en el
departamento de Ignacio, junto a su gabinete donde yacía la cabeza del toro ya
secándose.
Para la señora Marta, preparar la casa para aquella visita fue como una
fiesta. Quería que la casa perdiera el aire un poco lúgubre y descuidado que
había adquirido en los últimos meses, así que pasó la aspiradora con mucho
esmero, lavó los manteles de crochet que cubrían los muebles y compró flores
para adornar la consola. Les iba a ofrecer café y un brazo de gitano que compró
en la mejor pastelería del rumbo, en lo que quedaba de una antigua vajilla de
plata de su madre que cuidó de pulir. Cuando casi estaba todo listo, se puso a
arreglar a Pablo. Le apagó el programa de televisión, pues imaginó que debía
estar tomando su siesta, y con mucha delicadeza le volvió a poner el traje.
Como había encogido mucho, tuvo que ajustarlo con alfileres y zurcidos hasta
que le pareció que se veía bien. Después lo limpió con los algodones, le recortó
el cabello y lo peinó.
Lo iba cargando hacia la sala como si fuera un niño pequeño, cuando
sonó el timbre. Lo sentó en el mejor sofá y se apresuró a abrirles la puerta a
Ignacio y a Marisa. Marisa no lo vio al entrar; abrazó efusivamente a la señora
Marta y le entregó un ramo de rosas. Terminados los saludos, la señora Marta la
tomó de la mano y la llevó hacia el sillón:
—Hija, permíteme presentarte a mi esposo Pablo.
Ignacio se sorprendió mucho cuando Marisa le tomó la mano a Pablo y le
dijo:
—Encantada de conocerlo.
La señora Marta, en cambio, se quedó mirando la escena muy
complacida. Charlaron durante toda la tarde, tomaron el café y degustaron el
pastel que la señora Marta juró haber preparado ella misma. Ignacio no pudo
dejar de vigilar a Marisa, pues su naturalidad parecía estudiada: de vez en
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cuando se dirigía a Pablo, o lo miraba como asintiendo a una risa de él, a algún
comentario. La señora Marta estaba exultante; hacía muchísimo, muchos años
antes de que ocurriera lo de Pablo, que no estaba en una reunión animada.
Tanto, que puso unos discos de música clásica en la consola y les contó algunas
anécdotas divertidas de su juventud. Marisa, por su parte, resultó ser toda una
entendida en música clásica, y adivinaba el autor de cada disco que ponía la
señora Marta. En algún momento, ésta comentó que Pablo había sido un
entusiasta de la música hasta que perdió la audición en el oído izquierdo.
Entonces Marisa le puso a Pablo la mano en la rodilla y exclamó:
—Ahora venden unos aparatos buenísimos para la sordera.
Ignacio y la señora Marta se miraron y hubo un pequeño instante de
incomodidad que Marisa no pareció notar, ocupada en terminarse su café.
Pocos minutos después, la pareja se despidió de la señora Marta. En el
automóvil, Ignacio le preguntó a Marisa por qué había actuado de aquella
manera tan extraña con la momia de su tío, y ella le reprochó que lo llamara así.
Le explicó, simplemente, que el amor de su tía por Pablo le insuflaba vida, y
que era injusto no ayudarla con esta ilusión que le hacía más fáciles sus últimos
años. En cambio, aquella noche, después de lavar los platos, la señora Marta
apagó la luz de la sala y dejó a Pablo sentado con su traje, sin siquiera voltear a
verlo. Se metió en la cama y se acostó.
Poco después, Marisa llevó a Ignacio a pasar un domingo con sus padres
y hermanos, y su relación se volvió más próxima y estable. Cuando Ignacio
pasaba a ver a su tía, Marisa solía acompañarlo, e incluso algunas veces se
presentó sola para traerle a la señora Marta algún obsequio. Todas las veces
actuaba con Pablo de la misma manera afectuosa y cercana. En una ocasión en
que la pareja fue a la casa de la anciana, Ignacio y su tía comenzaron a discutir
sobre un viejo pleito entre ésta y la madre de aquél. Marisa, en un tono un poco
socarrón, les dijo que si iban a pelear así, ella prefería meterse con Pablo a ver la
televisión. Tía y sobrino dirimieron sus diferencias, al cabo de lo cual entraron
en el costurero a buscar a Marisa. Marisa estaba sentada en el brazo del sillón
de Pablo mirando un programa, abrazándolo a él. No se había percatado de que
la observaban. De repente le acarició el pelo y luego apoyó ahí su mejilla.
—Viejito chulo —le dijo.
Ignacio no pudo evitar reírse, pero la señora Marta se quedó muy
ofuscada. Durante los días subsiguientes no podía dejar de pensar en el asunto.
Esta niña se estaba pasando de la raya, pensaba; le voy a decir a Ignacio que ya
no me la traiga tan seguido. Mientras tanto, descuidaba a Pablo como si lo
estuviera castigando: lo dejaba en el costurero con la puerta cerrada, o se ponía
a ver documentales a sabiendas de que Pablo los detestaba. Aunque le costara
trabajo aceptarlo, en realidad estaba más enojada con él que con Marisa. Un día
incluso le dio un empujón con el pie, aparentemente sin querer, y Pablo casi se
vino abajo como si fuera un muñeco de cartón. La señora Marta se sintió muy
culpable. Fue a dar una vuelta por Paseo de la Reforma, y mientras caminaba
mirando a los turistas, decidió desterrar esas ideas tontas de su cabeza. Si
Marisa se había encariñado con Pablo, ¿qué podía tener eso de malo? Podía ser
como su abuelito. Siguieron otras visitas de Ignacio y Marisa; Marisa siempre
terminaba yéndose a ver la televisión al lado de Pablo, abrazada de él, y la
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señora Marta hizo un esfuerzo concienzudo por acostumbrarse, sobre todo


porque a su sobrino más que nada le daba risa. Me he de estar volviendo loca,
pensaba.
Hasta un día en que, cuando fueron a buscar a Marisa al costurero,
encontraron que la puerta estaba cerrada con seguro. Ignacio y su tía golpearon
la puerta y Marisa tardó en salir.
—No me di cuenta de que cerré —dijo.
La señora Marta creyó verla un poco nerviosa, aunque para Ignacio los
encierros de Marisa parecían ser algo corriente.
—Siempre le pasa, tía. Se queda encerrada en todos lados como los gatos.
Después de que se fueron, la señora Marta se puso a llorar. Sentía una
angustia incontenible, por no saber qué había estado haciendo Marta durante la
tarde, ahí encerrada con Pablo. O quizá, qué estaban haciendo los dos. Pasó
toda la tarde dándole vueltas al asunto en el sillón de la sala. Oscureció y no se
molestó en prender la luz, hasta que en un momento de calma y de lucidez,
pensó que tal vez le haría bien que lo abrazara ella también: ¿por qué no? Desde
que estaba en esa situación lo había cuidado con veneración exagerada, con
distancias que le dictaba un raro pudor. Lo había cuidado como un hijo al
cambiarlo de ropa y limpiarlo, al tratar de mantenerlo feliz, y simplemente
había dejado de pensar en sus deberes conyugales, como si realmente no los
recordara. Es mi marido, le había dicho a Ignacio cuando decidió traerlo a la
casa, pero lo cierto era que ni siquiera se había animado a darle un beso.
Se levantó pesadamente del sillón en medio de la penumbra que sólo
alumbraban la luz de la televisión y la lámpara encendida en el costurero. Se
acercó a su marido, muy apenada por pensar tan mal, por ser tan egoísta, con la
vista un poco nublada por el llanto, dispuesta a las caricias que tanto había
reprimido. Pero no pudo ni siquiera tocar a Pablo porque le pareció que estaba
sonriendo. Sinvergüenza, pensó. Y esa misma noche lo mandó a incinerar.

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ANA LYDIA VEGA

ANA LYDIA VEGA (Santurce, Puerto Rico, 1946). Autora de


Encancaranublado y otros cuentos de naufragio (Premio Casa de las
Américas 1982), Pasión de historias y otras historias de pasión
(Premio Juan Rulfo Internacional de París 1984), Falsas crónicas
del sur y Esperando a Loló y otros delirios generacionales. De
acuerdo con el crítico puertorriqueño Carlos Alberty Fragoso,
Ana Lydia Vega "no ha escapado a las clasificaciones y ha sido
adscrita a la llamada generación del setenta [...] En sus cuentos,
la ironía funciona tanto en el acto de la enunciación como en la
historia enunciada. La narradora está consciente de su acto de
narrar y de la tradición literaria sobre la cual reescribe, y
victimiza a sus personajes y lectores por medio de la ironía".

TRÍPTICO DE ALCOBA

I. CELEBRACIONES

Recuerdo exactamente el día, el mes, el año. Fue la tercera noche de agosto y


nuestro décimo aniversario de bodas. Habíamos cenado fuera, alzado copas,
renovado votos eternos. Por fin, tirados en la cama, con la luna mirona asomada
a la ventana, tocó la hora de la intimidad.
Mi marido, que no es hombre de prólogos, se volteó hacia mí. Su pierna
derecha cruzó por encima de mis muslos, su brazo izquierdo preparó el
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

impulso y su cuerpo, todavía esbelto y musculoso a los cuarenta, quedó


eficazmente tendido sobre el mío. Con la destreza que da la costumbre, buscó y
encontró. Yo, como siempre, resistí justo lo suficiente antes de abrirle paso.
De repente, sin previo aviso ni razón evidente, una presión insoportable
me aplanó sobre la sábana. Se hundió el colchón. Chillaron los resortes.
Flaquearon las patas de la cama. Para contrarrestar aquella fuerza incontenible
venida de arriba, contraje el vientre y traté en vano de arquear la cintura. Mis
costillas crujieron. Una punzada aguda me atravesó la espalda.
Quise hablar, gritar, aullar, pero la voz no respondía. Atento sólo al
gusto, él seguía empujando. Apenas alcancé a arañarle el cuello con la poca
energía que me quedaba. El contacto de mis uñas aumentó su excitación, y su
peso se volvió aún más aplastante. Mis huesos estaban a punto de ceder, mis
pulmones a punto de estallar. Con la vista nublada, alcé la cabeza buscando el
aire ralo que entraba por la ventana.
Entonces fue que lo vi. Su melena flameaba como una antorcha negra. La
luna le plateaba los dientes y le encandilaba la mirada. Oí el resoplar de narices,
el chasquido de cascos sobre las piedras. Desear montarlo y encontrarme en su
lomo fueron un solo movimiento.
Levantó las patas delanteras. Soltó un relincho resonante. Y nos largamos
juntos por un sendero ancho, oloroso a tierra mojada.

Desde aquella noche sofocante de agosto han pasado ya diez años. Hoy, otra
vez, cenaremos fuera, alzaremos copas, renovaremos votos eternos.
Me visto, me peino, me perfumo. Me estudio en el espejo y apruebo el
resultado. La voz de mi marido sube impaciente. Camino hacia la puerta. Echo
un último vistazo.
Hay un detalle que no puedo olvidar. Tengo que abrir de par en par esa
ventana.

II. EL EXPERIMENTO

Estabas imposible. No tenías otro tema. Sería —repetías muy serio— el "test
definitivo" de nuestra relación, el riesgo calculado que definiría, de una vez por
todas, nuestro "espacio erótico".
Yo te escuchaba en silencio con mi mejor cara de circunstancia. Siempre
has tenido —para qué negarlo— una labia de barricada. Invocaste la gesta
subversiva de nuestra generación. Denunciaste mi patética conversión en ama
de casa. Llamaste al trastoque radical de las mentalidades. ¡Hay que
desestabilizar la ecuación matrimonial! ¡La Revolución comienza en la cama!
Cuando me aburrí de los eslogans, me puse en piloto automático.
Produje mi sonrisa de emergencia, entre divertida y resignada. Lo que me
decidió, pensándolo bien, no fue la sobredosis de argumentos. Fue más bien —
perdonando la franqueza brutal— el cansancio.
Y así fue como nos dio por apostarlo todo al trío aquella tarde. No fue
muy fácil que digamos pasar de la teoría a la praxis. ¿Te acuerdas que
estuvimos mirándonos por horas como tres idiotas sin que ninguno se atreviera
a dar el primer paso? El vino no ayudó. Tampoco los chistes sucios. Para
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

romper el hielo, hasta desempolvaste aquellos viejos vídeos triple equis que
acabaron de quitarnos las ganas.
Jamás me cansaré de repetir que lo que pasó después no fue culpa de
nadie. Aunque fuera tuya la idea de tirar los dados para resolver el tranque, si
la memoria no me falla. ¿Quién hubiera podido predecir que sacaríamos, ella y
yo, el mismo número? ¿Cómo íbamos a saber que nos tocaría sacrificarnos
juntas en nombre de la Ciencia y de la Patria?
Pobrecito, te veías tan triste esperando solito al pie de la cama.

III. DÍA DE COBRO

Los fines de semana siempre salen. Por eso anuncio que voy viernes y me
presento jueves. Se pasman.
Ésta no. Abrió la puerta y la sonrisa. Dientes blancos. Ojos verdes. Piel
tostada. Descalza. El kimono negro le iba dibujando y borrando las caderas.
Díficil ser profesional, bajo las circunstancias.
Sala ancha. Plafón alto. Ventanales nublados de salitre. Piso de cedro
encerado y brisa marisquera soplando. Me mostró un sofá de felpa blanca. Las
dos hojas del kimono se apartaron. Imposible controlar el subibaja de la vista.
Piernas infinitas, pies de miniatura, uñas pintadas.
—¿Puedo ofrecerle algo?
Ya lo creo, pensé.
—No se moleste —dije.
Se fue a buscarme el trago con el kimono abanicándole los muslos.
—¿Le gusta el kir? —dijo y me tendió la copa.
Alcé las cejas y chocamos cristal. Empiné tan de golpe que me mojé la
barbilla. Ella tomaba sorbitos elegantes y me calaba a través de las pestañas.
Solté la copa sin poder disimular el temblor de la mano.
—¿Le sirvo otro?
El segundo kir me desenredó la lengua:
—¿Y qué, ¿consiguió la plata?
—¿La quiere ahora?
No era eso lo que preguntaba su sonrisa complaciente. Ni su voz, tan
baja.

Habitación minúscula. Apenas cabían la mesita de noche y la cama de


una plaza. Imposible imaginar que hubiera podido compartirla con el gordo. La
llama de la vela temblaba en el cristal del retrato. Ella, una virgencita de traje
blanco y corona. Él, una salchicha enorme en etiqueta alquilada.
El kimono se tendió en el piso como un gato persa. Me arranqué el
pantalón y la camisa. Se acostó boca abajo en la cama. Mi lengua fue abriéndose
camino desde los piececitos de geisha hasta el nacimiento abrupto de las nalgas.
Respiraba corto y se movía, pero no se quejaba. Seguí escalándole la espalda.
Grupa de yegua. Cuello de bailarina. Se lo mordí con gusto y escondió la boca
en la sábana.
Estaba estrecha como una primeriza. Duré lo que pude, que no fue tanto.
Al final, me miró de reojo y me enseñó esos dientes deslumbrantes.
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Después, me dio café y un sobre bastante abultado. Me pareció de mal gusto


abrirlo frente a ella. Nos acercamos a la puerta. En los labios llevaba pintada la
pregunta de todas. Y, como siempre, tuve que mentir:
—Una sola bala, créame. Su esposo no sufrió.
—Qué lástima.
Acarició la perilla con las uñas. Salí como un sonámbulo.

Cuando caí en cuenta, por poco me estrello contra un poste eléctrico. Di un


reversazo loco en una curva y me tragué la carretera de regreso.
El ascensor estaba detenido en el sótano. Subí, casi sin aire, por la
escalera de servicio. Tiré toda mi fuerza contra la puerta y me fui de boca hasta
el sofá de felpa blanca.
Llegué al cuarto con el corazón en la garganta. En la mesita de noche, la
vela gastada. Ni huella del retrato de boda. Sobre la cama, el kimono abrazado a
la almohada.
En la sala, vacié el sobre y lo arrugué en el puño. La brisa del Atlántico
regó por todas partes las hojas de periódico recortadas al tamaño de billetes.
Me preparé un kir y me lo di de pie. A la salud del difunto. Las luces de
la ciudad me hicieron guiños por la ventana.

Cada tanto, regreso. La puerta sigue abierta y el piso cubierto de hojitas


voladoras. Del bar me voy al cuarto, que todavía huele a cera quemada.
Recuesto la cara en la almohada. El kir me pesa en los ojos. La seda negra
del kimono me refresca la frente.

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PALIMPSESTOS

JORGE VOLPI

JORGE VOLPI (México, D. F., 1968). Una de las constantes en su


escritura ha sido el análisis del papel que los intelectuales han
tenido en la sociedad a la que pertenecen y el influjo que sus
reflexiones han tenido en el mundo entero En 1994 formó el
grupo del Crack al lado de otros novelistas jóvenes quienes
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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

reivindicaron un tipo de novela ambiciosa, de estructura


compleja y a la vez alejada del neorrealismo norteamericano y
de los imitadores del realismo mágico. Saltó a la notoriedad
internacional con En busca de Klingsor, novela galardonada con
el renacido Premio Biblioteca Breve en su primera reedición de
1999 y que ha sido traducida a diecinueve lenguas. Es autor
también de: A pesar del oscuro silencio (1992), Días de ira (1994),
La paz de los sepulcros (1995), El temperamento melancólico (1995),
Sanar tu piel amarga (1997), En busca de Klingsor (1999) y El fin de
la locura, de volúmenes de cuentos y de los ensayos La
imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968 (1998) y La
guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 (2004).

ARS POETICA

PARA LOS OTROS

Voy a iniciar este relato con una declaración de principios: yo soy un personaje
y me dispongo a hablar (mal) del autor de los libros en que aparezco. Sé muy
bien que el procedimiento es poco novedoso —a diferencia suya, no utilizo
gafas con montura de carey o chalecos de lino para dármelas de genio—, pero
no es mi culpa haber sido imaginado por un mequetrefe de menos de treinta y
cinco años que, tras haber conseguido quién sabe con qué oficios el premio
Esfinge de Novela Corta (de entendimiento, supongo), piensa que puede echar
mano de los recursos de Cervantes o Unamuno sólo porque figuran en el último
film de Woody Allen.
Para saber a que clase de individuo me refiero, basta echarle un rápido
vistazo a su curriculum (retocado por él cada mañana, antes de bañarse):

SANTIAGO CONTRERAS (Texcoco, México, 1971). Realizó


estudios de medicina, derecho y antropología antes de tomar la

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Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

determinación de dedicarse por completo a la literatura. 1 Ha participado


en más de un centenar de concursos literarios nacionales; sin embargo,
su primer reconocimiento provino del extranjero, cuando en 1995 recibió
un accésit en el premio de cuentos Ciudad de Alcorcón, siendo el primer
latinoamericano en obtenerlo. A este estímulo le siguió, un año después,
el premio Juan Rulfo por su relato "Conjeturas sobre el doctor Arístides
Kapuchinski", publicado recientemente por la editorial Sin Tinta (Toluca,
1997)2.
Es autor de los siguientes libros: Escupiré sobre tu tumba (Libros del
Papagayo, Texcoco, 1994) y ¿Puedo ir al baño, por favor? (Cuadernos
Cruzados, Xalapa, 1995), correspondientes a su primera etapa narrativa,
y de las novelas La musa del juego (Joaquín Mortiz, México, 1996) y Teoría
de las mujeres (Tierra Adentro, México, 1997), que señalan el inicio de su
madurez creativa. Próximamente, la editorial Alfaguara publicará, en
México y en España, La aporía de Zenón, merecedora del premio Esfinge
de Novela Corta.
Ha sido becario, cuatro veces, del Fondo Nacional para la Cultura
y las Artes. Aunque se declara enemigo de las clasificaciones y no piensa
que su éxito se deba a ser un "autor joven" sino a su empeño de muchos
años, se le considera el novelista más prometedor de su generación.
Actualmente prepara su autobiografia y el guión de una película basada
en La musa del juego.3

Yo, en cambio, ni siquiera tengo un nombre. O, en otro sentido, poseo


más de los que quisiera: aunque con apelativos distintos, Santiago me ha
incluido en tres novelas y en una docena de relatos. Cuando se ha mostrado
ingenioso, me ha bautizado como Aristides Kapuchinski o Gilbert O'Sullivan —
en un texto sobre la Irlanda medieval—, pero la mayor parte de las veces he
debido suplantar a Silvestre Cabrera, Saturnino Corominas, Saúl Camacho y
otras agudas variantes de sus iniciales. Pero esto sería lo de menos. Lo peor es
que, me llame como me llame, siempre me distingue con la misma
personalidad: una combinación, no muy afortunada, entre lo que Santiago es y
lo que ya nunca será. Uno juraría que un autor, cuando se retrata en sus libros,
vive existencias que le están vedadas, cumple sus más arbitrarias fantasías y
conquista aquellas metas que siempre se le han escapado; no comprendo,

1
Esta heroica decisión sólo significa dos cosas: a) Santiago estudió dos carreras y en ninguna de
ellas pasó del segundo año (el curso de antropología sólo duró un mes); y b) con el pretexto de
su amor al arte, confía en que lo mantengan sus padres hasta que lo puedan mantener sus hijos,
es decir, sus libros. (N. del P.)
2
El Ciudad de Alcorcón es uno de los 527 certámenes censados en la Guía de concursos y premios
literarios en España (Fuentetaja, Madrid, 1996). Se concedía por primera vez. En cuanto al otro, en
México existen tantos premios que utilizan el nombre del autor de Pedro Páramo como
continuadores del realismo mágico. En esta ocasión, valga aclarar que se trataba del premio
Juan Rulfo de Relatos sobre Aviones, patrocinado por Mexicana de Aviación y la cervecería
Corona. (N. del P.)
3
¡Seis libros antes de los treinta y cinco años! ¡Y dos “etapas narrativas”! Los comentarios salen
sobrando. Sin embargo, tengo una pregunta qué hacer: cuando dice “se le considera el
novelista...”, etcétera, ¿podría alguien informarme quién pronunció estas palabras? (N. del P.)
256
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

entonces, por qué razón, texto a texto, sigo compartiendo su misma estupidez.
A pesar de que en su opera omnia puedan contarse más de cuarenta
muertes violentas —entre las cuales se incluyen un descuartizamiento (que hizo
vomitar a su hermana y lo condujo a dos años de psicoanálisis), varios duelos,
una tortura china en homenaje a Salvador Elizondo e incluso una minuciosa
autopsia practicada por el impávido doctor Kapuchinski—, en realidad
Santiago nunca habia visto un cadáver, y mucho menos el de uno de sus
colegas. Más tarde, en La aporía de Zenón, me hizo describir sus impresiones con
un lenguaje frío y sórdido, influido —según él— por Raymond Carver: "Lo vi.
Estaba tendido en el suelo como una de las barbies de mi hermana. Su vientre
abierto me recordó a las ranas del colegio. No me acerqué a mirarlo porque
detesto manchar mis calcetines de rombos" (pág. 14). En la vida real, la escena
fue menos glamorosa: Santiago salió corriendo de la habitación y, una vez en la
calle, se desmayó en los gordos brazos de Susana Ruvalcaba, la célebre autora
de Falos.
A raíz de su deceso, la prensa descubrió que Juan Jacobo Dietrich usaba
un seudónimo: en su cartera había una licencia de conducir, a nombre de Juan
Jacobo Reyes, con una foto que revelaba que aquel insólito apellido no era más
que otra de las manías filogermánicas del cuentista muerto. Mientras tanto, el
rijoso médico norteamericano que lo había atendido no tardó ni dos segundos
en confirmar que, a causa del veneno, su próximo libro —en caso de haberlo—
debería llevar un cintillo con el lema "póstumo".
Santiago y Juan Jacobo eran compañeros desde la secundaria. Se habían
conocido a raíz del primer concurso literario en que participaron. Su escuela,
administrada por hermanos maristas, no se caracterizaba por su amor a las
letras, pero por alguna razón había conservado un premio de cuento que, se
decía, había ganado Carlos Fuentes. La leyenda era, de hecho, más ampulosa: el
joven Fuentes, que aparece en los anuarios con una tez lampiña, unas gafas
anchas y una imagen de santidad que tardó poco en perder, no se había
contentado con ganar el primer lugar, sino que, con tres nommes de plume
distintos, se había hecho con las tres medallas. Aunque entonces Santiago era
un chico tímido, de los que se sientan en las últimas filas del salón de clase, por
dentro era altivo y soberbio: no iba a conformarse con emular la hazaña del
autor de Aura, sino que se proponía ridiculizarla: de este modo, envió diez
relatos distintos, dispuesto a ganar, de un tirón, los diez primeros sitios. Casi
logró su propósito: el día que se anunció el fallo se enteró de que sus
narraciones habian ocupado del segundo al undécimo puesto; un desconocido,
de nombre Juan Jacobo, le había arrebatado el primero.
En "La virgen y la serpiente", uno de esos primitivos esbozos, Santiago
me hizo nacer con la intención de que yo encarnase, en una bella alegoría, todos
los padecimientos históricos del pueblo mexicano (por desgracia, se parecían
demasiado a los de un impúber algo neurótico). Pronto le perdoné este desliz: a
pesar de su inocencia —o quizás debido a ella— en esas páginas escritas a mano
hasta que le dolían los dedos, yo poseía una pasión que, pobre de mí, he visto
disolverse poco a poco. No me malinterpreten: el cuento era malo, muy malo; lo
triste es que, en mi opinión, los siguientes no han sido mejores.

257
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

Sea como fuere, a partir de entonces Santiago y Juan Jacobo se volvieron


inseparables. En un ambiente dominado por muchachos que triunfaban en el
fútbol, ellos se sentían como los últimos sobrevivientes de una civilización
desaparecida: los dos eran feos —Juan Jacobo un poco más—, los dos eran
vírgenes —Santiago un poco menos— y ambos compartían una extraña afición
por los libros de alquimia, las uñas renegridas, los zapatos sin bolear y las
burlas de los chicos normales. Marginados de las puyas colectivas, las fiestas y
las pintas, pronto se dieron cuenta de que su destino era convertirse en
intelectuales. La tarea les venía como anillo al dedo: lo único que tenían que
hacer era memorizar impronunciables apellidos rusos —de escritores,
directores de cine y amantes de poetas— y tener la capacidad de discernir, sin
dudarlo, entre lo fenomenal y lo pútrido. En aquellos años, lo in eran los
muralistas, Nicaragua, Fidel y, por encima de todos ellos, ese dios rollizo y
tropical que había inventado Macondo; lo out, los gringos, el PRI y, en especial,
ese diablo rollizo y altanero llamado Octavio Paz (en los años subsecuentes los
elementos se intercambiarían con una rapidez pasmosa).
—¿De veras está muerto?
—Más que un indígena chiapaneco en un campamento militar —le
respondió Susana, sin dejar de mascar chicle—. Y más feo que tu puta madre.
(Si opinan que la célebre autora de Falos fue un tanto grosera, sólo échenle un
vistazo a su último libro).
En La aporía de Zenón, el resto de la escena se transfigura del siguiente
modo: Susana se llama Gloria y, en vez de su cutis de rallador de queso, tiene el
semblante de Maribel, una vecina que jamás venció el asco de besar a Santiago;
yo me he convertido de la noche a la mañana en crítico musical y Juan Jacobo,
en cantante de ópera. (A Santiago le pareció muy posmoderna la idea de insertar
la estructura de un drama lírico en una novela negra.) Otros detalles: la reunión
de escritores latinos (hispanic writers) organizada por la Universidad de Utah se
convierte en el montaje de La fanciulla del West de Puccini en escenarios
naturales (el desierto de Arizona) y, por cierto, Susana ha perdido la mitad de
sus preferencias, conformándose con una típica —aunque algo arrebatada—
heterosexualidad. Lo que viene a continuación no sólo es predecible, sino
francamente absurdo: en ese momento, yo, un simple crítico musical que nunca
he salido de mis partituras, me transfiguro, como exigen los cánones del gusto
contemporáneo, en un sobrio detective, listo para resolver el enigma del tenor
asesinado.
Gracias a mis conversaciones con los personajes de otros autores jóvenes,
he aprendido que en su repertorio sólo hay tres tipos de narraciones: policíacas
(cada vez más sofisticadas para que nadie las compare con Agatha Christie sino
con Umberto Eco), autorreferenciales (en ellas sólo aparecen adolescentes
idiotas, como quienes las escriben, en vez de adolescentes idiotas disfrazados de
adultos, como en los otros dos géneros) y femeninas (sea lo que fuere esto
último). Si tuviese que hacer una estadística de la obra de Santiago, las historias
de detectives serían las más recurridas, con un 67 por ciento, frente a un 31 de
autorreferenciales —en especial cuentos influidos por la Onda, cuando era in,
ahora revitalizados por la moda pulp— y un dos por ciento de temas varios (aún
no se ha atrevido con las femeninas, pero quién sabe). Los sociólogos explican
258
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

este fenómeno de muchos modos: la televisión, el cine, la violencia callejera, el


desencanto, la caída del Muro, etcétera, aunque yo pienso que si hay tantas
novelas negras se debe a la ley del mínimo esfuerzo: basta con llenar el molde,
como hacen un malos poeta con un soneto o un heladero con un cucurucho. Sea
como fuere, tras la muerte de Juan Jacobo, Santiago decidió invertir los papeles
e imitar lo que tantas veces había hecho conmigo: asumirse como un sobrio
investigador a pesar de la oposición de la escandalizada Chair-person del
departamento de lenguas romances de la universidad. En La aporía..., me obliga
a explicar sus motivos con hondura dostoyevskiana: "Tenía que hacerlo" (pág.
32).
—Para mí que era maricón —añadió Susana, acariciándose la babosa que
se había tatuado en la nuca.
—¿Y eso qué tiene qué ver? —preguntó Santiago.
—En Estados Unidos la mitad de los crimenes son por motivos raciales y
la otra mitad son delitos sexuales. Tú escoges.
La lógica de Susana era imbatible. No por nada había sido capaz de
escribir un desternillante catálogo de penes —muchos de ellos de escritores
famosos y no tan famosos—, que la había convertido en la autora más vendida
del año.
En su primera novela, La musa del juego —escrita durante las dos febriles
semanas posteriores a su descubrimiento de Paul Auster—, Santiago ya me
había obligado a representar un papel de Sherlock Holmes improvisado, esta
vez bajo la identidad de Seymour Compton, en un escenario que, por obra de
un más que veleidoso azar, me llevaba de Brooklyn a Ciudad Neza. En ella, yo
seguía un plan cuidadosamente trazado: a) identificaba el cadáver (un
estraperlista que, ¡vaya coincidencia!, había estudiado conmigo en la primaria);
b) reconstruía la escena del crimen; c) elaboraba una lista de sospechosos (entre
los cuales se hallaba la famme fatale que, por casualidad, se convertiría en mi
amante); y d) los entrevistaba uno por uno hasta que, gracias a un último golpe
de suerte, descubría al criminal.
Cuando decidió investigar la muerte de su amigo, Santiago no recordaba
este esquema, pero su instinto literario lo llevó a repetirlo con una
minuciosidad que hubiese sorprendido al propio Auster. Los dos primeros
pasos estaban prácticamente concluidos —nadie dudaba que Juan Jacobo estaba
bien muerto y el crimen se había consumado, como todos sabían, en la
habitación que éste compartía con Santiago—, de modo que hubo de comenzar
por el punto c), la elaboración de una minuciosa lista de sospechosos.
Aunque la intención de Ms Ellen Cunningham, la Chair-person, había sido
convocar a la crema y nata de la intelectualidad hispánica, el escaso
presupuesto la obligó a conformarse con quince autores menores de treinta y
cinco años que, en conjunto, a pesar de las interminables rondas de bourbons,
costaban menos que una sola conferencia de Isabel Allende. Además, podía
sentirse orgullosa de contar, en su staff de profesores, con la doctora Elida
Garciabonilla, una perfectamente legal ciudadana norteamericana que, si bien
apenas balbuceaba el español de sus padres, era la máxima autoridad mundial
en la materia, esto es —no van a creerlo—, en escritores latinoamericanos
menores de treinta y cinco años.
259
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

El espectro de posibles culpables no era, pues, muy amplio. Pero, si


ustedes hubiesen tenido oportunidad de mirar los rostros de los invitados al
encuentro, sin duda hubiesen imaginado un crimen colectivo. Los trece
asistentes que quedaban vivos (Santiago excluido) eran criminales en potencia:
dos peruanos que sólo escribían sobre homicidios (el asesino siempre era
oriental); una dramaturga argentina; tres cuentistas venezolanos; tres
colombianos; un exclusivo grupo de poetas formado por una uruguaya, una
chicana y un dominicano; dos críticos y una novelista (Susana) de México; y un
narrador oral costarricense. Desde luego, tampoco se podia excluir a Ms
Cunningham y menos aún a la doctora Garciabonilla.
Las trayectorias literarias de Santiago y Juan Jacobo comenzaron a
bifurcarse al salir de la preparatoria. Dietrich (ya habia empezado a firmar en
alemán), más aventurado o más irresponsable, decidió estudiar filosofia, en
tanto que Santiago, con más sentido común, osciló durante algunos meses entre
las profesiones de su padre y de su abuelo: los anfiteatros de la Facultad de
Medicina y las aún más sórdidas aulas de Derecho. El resultado fue obvio:
mientras su amigo se rodeó de una panda de inexpugnables poetas puros y
amantes de la literatura mitteleuropea, él se convirtió en un precoz exponente
del dirty realism, la segunda vuelta de la Onda, la resaca de la movida española y
la literatura vómito, con las respectivas dosis de sexo, drogas & rock'n'roll que
cada una de estas corrientes exigía a sus cultivadores.
Pero entonces su amistad aún era más fuerte que sus divergencias
estéticas y, contra todos los pronósticos, se decidieron a fundar un nuevo
movimiento literario, al cual llamaron generación kaboom. Tras una intensa labor
proselitista —que incluyó la redacción del célebre "manifiesto kaboom''—, al
grupo se unieron otras dos jóvenes promesas de la literatura mexicana: Paco
Palma (Ecatepec, 1973), ahora preso en la prisión de Cerro Hueco, en Chiapas, y
Clementina Suárez (Jiquilpan, 1974-Morelia, 1996), fallecida prematuramente en
un accidente automovilístico (el crack le hizo comprobar que los postes de luz
no son amistosos a las tres de la madrugada). A pesar de la incomprensión de
los críticos, en especial de Jacinto Tostado, quien se refirió a ellos como "cártel
del golfo de la literatura", sus consignas eran claras: luchar, a brazo partido,
contra la literatura light o, en otras palabras, tratar de esquilmarle algún que
otro lector a Como agua para chocolate.
Tras integrar su relación de sospechosos, Santiago decidió iniciar las
pesquisas, siempre auxiliado por la gentil Susana.
—Tás pendejo, güey —le dijo ella—. Sí, como no, muy machín, muy
gallito, yo investigo y ustedes se callan, putos. Tú aquí no pintas nada, papito,
estos pinches gringos no van a dejar que metas tus nalgas. Si no estamos en
Joligú.4
Pero Santiago estaba decidido. Copiando mi papel de tipo rudo, se
presentó de improviso en uno de los bares que rodeaban al campus y, tal como
esperaba, se encontró con la silueta enteca de Jacinto Tostado, el cual no había
asistido a una sola de las sesiones del encuentro. "Si ya sé que son una mierda,
¿qué necesidad tengo de oírla?", le decía a los dos borrachos negros con los que
4
Ésta es una transcripción precisa del habla de la escritora, idéntica a las que ella realiza, con
abrumadora fidelidad lingüística, con los diálogos de sus personajes (N. del P.)
260
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

compartía su erudición. "Un buen vaso de bourbon es más inteligente que


cualquier cosa que hayan escrito esos mamarrachos." Intrigado, el barman le
preguntó si había leído las obras de aquellos muchachitos latinos. "Ni muerto",
respondió Jacinto. "Si ya sé que son una mierda, ¿qué necesidad tengo de
leerlos?" y, en un súbito arranque de generosidad, invitó otra ronda. En La
aporía..., el diálogo entre los dos personajes se desarrolla como sigue: "—¿No lo
habías dejado? —le pregunté a Giacinto Brucciato sólo para incomodarlo. —
Vete a la mierda, Cameron —me respondió con sus ojos de anguila. —¿Te has
enterado de lo de Turchini? —Una lástima, ¿no? El pobre tenorcito muerto. Y
una mierda, Cameron. —¿Puedo preguntarte adónde estabas ayer por la tarde?
—Aqui, tragándome esta mierda. Pregúntaselo a mis amigos —y las socarronas
bocazas de los negros se abrieron como si fuesen las mismas puertas del
infierno" (pág. 56).
Como ustedes ya habrán imaginado, Santiago se limitó a corregir un
poco el episodio original: "—¿No lo habías dejado, Jacinto. —Ni loco, amigo.
Sólo así se soporta una mesa redonda en la que leas tú. —¿Te has enterado de lo
de Juan Jacobo? —Una lástima, ¿no? El pobre cuentista muerto. Y una mierda,
Contreras. —¿Puedo preguntarte adónde estabas ayer por la tarde? —Cogiendo
con Susana. Pregúntaselo si quieres..." (Si hubiese escrito esto, se arriesgaba a
verse incluido en la séptima edición aumentada de Falos, así que lo dejó pasar.)
Una espesa sombra de rivalidad se había establecido entre Juan Jacobo y
Santiago por culpa del crítico. En efecto, éste escribió en una reseña que la prosa
del primero era "como una mezcla de Joyce y el pato Lucas" (un comentario
decididamente ambiguo) mientras que, al referirse a Santiago, no habian
quedado dudas: "sin duda", escribió Tostado, "se trata del peor escritor de
1996". Tras esta declaración, el movimiento kaboom murió para siempre: aunque
trataron de ocultarlo, la amistad entre sus fundadores no volvió a ser la misma.
—Yo escuché por ahi que estabas peleado con el nazi —así apodaban a
Juan Jacobo unos cuantos envidiosos, como Susana y, a veces, el propio
Santiago.
—Tonterías.
—¿Entonces por qué te obsesionas con esto, Santi? —odiaba que ella lo
llamara así tanto como yo detesto sus metáforas—. ¿Qué más te da?
Como si se tratase de una respuesta directamente importada de La
aporía..., Santiago respondió de nuevo: "Tengo que hacerlo". (En Escupiré sobre tu
tumba, la frase que da título al libro se repite cuarenta y ocho veces, a fin
conseguir un estilo similar al de Javier Marías.)
Contra sus expectativas, los dos babuinos de la policía estatal de Ohio
encargados del caso le impidieron entrar en la escena del crimen (no es que
pensara revisarla: también era su habitación y necesitaba calzoncillos limpios);
no lo dejaron tomar huellas y le dijeron, en un dialecto macarrónico, que los
demás artistas estaban muy nerviosos y no iban a tolerar que él, Santiago, los
molestase con sus absurdos interrogatorios.
La distancia entre Santiago y Juan Jacobo se ensanchó aún más cuando
este último obtuvo una beca para estudiar en Alemania, en donde se proponía
escribir unos relatos sobre los soldados de las SS. Entonces Santiago transformó
sus celos en condena ética: "¿Cómo puedes?, los nazis, Dios mío, Juan Jacobo,
261
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

tendrías que renunciar por dignidad..." Pero Juan Jacobo no renunció: escribió
un breviario de 38 páginas, También había héroes, que le ganó el aplauso de los
críticos mexicanos —Santiago llegó a decir que el éxito se debía a que éstos
nunca leían más de cuarenta folios— y una traducción al inglés (en Alemania
fue prohibido).
La brutalidad del mundo real se introdujo, de pronto, en las
investigaciones de Santiago. No se le habría ocurrido ni en el peor de sus
relatos: dos días después del homicidio, y ante la mirada atónita de los
invitados al congreso, los dos policías detuvieron a Jacinto Tostado, lo
esposaron, lo introdujeron en un coche patrulla, no sin antes leerle sus
derechos, y lo llevaron a la cárcel del condado. La imagen evocaba las peores
películas hollywoodenses pero no había un Tarantino que inventase algún
diálogo chispeante para salvar la situación.
—Como el mayordomo, el crítico siempre tiene la culpa —musitó, al
cabo, Susana.
En realidad, ella era la menos indicada para decirlo. Mientras la mayor
parte de los miembros de su generación debía soportar estoicamente los
insultos y las diatribas de los reseñistas —por lo general no se trataba de
autores frustrados, como se suele pensar, sino de algo peor: escritores en activo
deseosos de exhibir su talento analítico—, ella recibía invariablemente halagos y
mimos. Y lo más extraño era que éstos no se debían a su belleza (más bien
escasa), ni a su disposición innata a conceder favores sexuales (aunque lo hacía
a menudo) y mucho menos a sus dotes de narradora (los cuales, según todos,
eran nulos). El suyo era uno de esos pequeños misterios que anidan en toda
pequeña comunidad literaria.
—¿Y por qué iba a hacer algo semejante? —preguntó Santiago.
—La doctora Garciabonilla halló el motivo. En un cuento que Juan
Jacobo se disponía a leer la noche del crimen, el narrador homodiegético es,
según ella, un trasunto de Tostado.
—No entiendo nada.
—La profesora asegura que Juan Jacobo se disponía a burlarse del crítico.
—¡Pero si yo leí ese cuento y el narrador es Heinrich Himmler!
—Y yo qué voy a saber —concluyó Susana—. Ella es la experta y dice
que, al deconstruir al personaje, aparecieron los rasgos de Jacinto.
—¡Pues está equivocada! —Santiago se mordía las uñas—. ¡Y tú lo sabes!
¡Jacinto no pudo haberlo hecho porque a la hora del crimen estaba contigo,
Susana!
—¿Conmigo? —a veces conseguía ser encantadoramente picara.
—Él me dijo que había..., bueno, que ustedes dos...
—¿Así que soy su coartada? —la narradora se rio como no lo había hecho
desde que terminó de escribir el capítulo de Falos que le reservó a Camilo José
Cela.
—Vamos, debemos ir a la comisaría —la urgió Santiago.
—¿Para qué?
—Tienes que probar su inocencia.

262
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

—¿Yo? —sonrió de nuevo—. Si lo hiciera la comunidad literaria no me lo


perdonaría jamás. Lo siento, pero no. Es palabra contra palabra. Y, ¿te confieso
una cosa? Es mucho mejor como crítico...
No necesito añadir que, en La aporía..., esta discusión ha sido trastocada
hasta volverse irreconocible, pero es tan pobre que no hace falta repetirla.
Santiago no se había sentido tan angustiado desde que terminó de leer la
primera novela de Paco Palma (se había dado cuenta, con horror, de que era
mucho mejor que las suyas; prudentemente le recomendó dejarla madurar en
un cajón). Decidido a salvar a Tostado —Susana pensó que acaso más tarde
querría cobrarle el favor—, Santiago burló a un guardia, rompió los precintos y
se introdujo a hurtadillas en su habitación en busca de una prueba que
demostrase la inocencia del crítico. Por lo que pudo comprobar, los policías
gringos no eran como los mexicanos: todo seguía en su lugar —es decir, en el
mismo desorden previo al homicidio— y la única novedad era la cinta adhesiva
que dibujaba en el piso la silueta de Juan Jacobo. Quizás porque no entendían
español, o porque eran tan indiferentes a la literatura como Ms Cunningham,
los policías habían olvidado revisar las decenas de papeles firmados por Juan
Jacobo que podían hallarse en todas las esquinas. En busca de una pista,
Santiago los revisó uno a uno hasta cansarse de los uniformes negros, las
svásticas, los bigotitos de Charlot y las cruces de hierro que inundaban la última
producción del ahora occiso. Por fin, sobre la tapa del wc, encontró lo que
necesitaba: una hoja suelta, escrita a mano con la disparatada caligrafía de Juan
Jacobo. Se trataba de una indudable nota suicida:

A quien corresponda:
Cuando encuentren esta nota será demasiado tarde para mí. Me
encontraré ya en el mudo territorio del vacío. Yo mismo me encargué de
suministrarme el veneno. ¿Por qué? Ése es justo el problema: no hay un
porqué. Simplemente me he dado cuenta de que prefiero el silencio. Mas
no piensen en la callada vejez de Rulfo o de Arreola. Ellos se dieron
cuenta, de pronto, que ya no tenían nada más que decir. Yo, en cambio,
he descubierto que nunca lo he tenido. Como dije en una entrevista, yo
escribo porque no sé hacer nada mejor. Pero ello no quiere decir que lo
haga bien. No se culpe a nadie de mi muerte5.
J. P. DIETRICH

En La aporía..., Santiago copió el párrafo textualmente, sólo sustituyendo


el verbo "decir" por "cantar" y a Rulfo y Arreola por Maria Callas y Giuseppe di
Stefano (pág. 77). ¡Lo había logrado! Tantos años de leer y escribir relatos
policiacos habían servido para algo!
Esa misma mañana, Santiago se presentó en la comisaría. Lo
acompañaban Susana (a regañadientes pero, eso sí, luciendo un escotadísimo
vestido magenta), Ms Cunningham y el resto de los escritores latinos (sólo la

5
¿Es que ni siquiera en el último momento podía ser original? (N. del P.)
263
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

doctora Garciabonilla se habia excusado, pues creía que Santiago quería


desacreditar sus investigaciones filológicas).
—Su Señoría —comenzó a decir en inglés, aunque se dirigía a un simple
celador—. He venido a impedir que se cometa una injusticia terrible. Ése
hombre —y señaló a Tostado, quien desde antes de su detención permanecía
borracho, sin darse cuenta de que estaba entre barrotes— es inocente. Así es,
señoras y señores, inocente.
Y luego dicen que los literatos serios no tienen influencia de John
Grisham.
—¿De qué diablos está hablando? —respondió el celador.
—Jacinto Tostado puede ser un miserable crítico de quinta, un hombre
que ha vendido su pluma al mejor postor, un mercenario y un canalla sin
principios pero él, señoras y señores, no asesinó a Juan Jacobo Reyes (a) Juan
Jacobo Dietrich.
—Ah, ¿no? —se escuchó a coro, como si se tratase de la ópera
introducida por Santiago en su novela.
—No. Aquí tengo la prueba —y comenzó a agitar una hoja de papel en
las barbas de uno de los policías.
—¿Qué es eso? —preguntó el celador con repentino interés.
Y entonces Santiago respondió con una voz enérgica y firme, la voz que
debió alzar Émile Zola al esgrimir su J'accuse:
—Mi confesión firmada —dijo y, tras una larga pausa, añadió—: Yo maté
a Juan Jacobo Dietrich.
Si en ese momento yo hubiese podido salir de los mohosos libros que me
aprisionaban, lo hubiese abofeteado sin contemplaciones. ¿Por qué lo hiciste,
hijo de puta?, le hubiera dicho a Santiago como un personaje de Escupiré sobre
tu tumba. Por desgracia, tales empresas me están vedadas. Soy un simple
personaje y, como se enseña en la primeras lecciones de crítica literaria, nunca
hay que confundir al narrador con el autor.
Sólo ahora, al terminar este relato —y al compartir, por ello, la actividad
y los sueños de Santiago—, al fin creo haberlo comprendido. Quizás sólo por
esto ha valido la pena el esfuerzo. El diálogo que sigue es, pues, doblemente
imposible: no tiene que ver con mi realidad ni con la realidad de Santiago y, por
tanto, tampoco con sus ficciones ni con las mías. No es más que un sueño. El
eterno sueño de la literatura:
—¿Por qué, Santiago? ¿Por qué lo hiciste?
—¿Matar a Dietrich?
—Los dos sabemos que no fuiste tú. Encontraste su nota, ¿no es verdad?
—Quizás si y quizás no. Como has dicho, sólo tú y yo lo sabemos.
—Te han echado treinta años de cárcel, Santiago.
—Los mismos que a ti, querido amigo. De ahora en adelante compartirás
tus días con los personajes de Revueltas y Solzhenitsin. ¿No te parece
apasionante?
—No lo sé.
—Sólo mírate. Ve cómo has crecido en las últimas semanas. Antes eras
un estúpido muchachito disfrazado del doctor Kapuchinski, o de crítico
musical, o de mí mismo. Ahora, en cambio, eres un gran personaje. Autónomo,
264
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

redondo, lleno de matices. Jacinto Tostado ha escrito que posees el carácter más
rico de la literatura contemporánea.
—Te lo debe. No se puede confiar en uno solo de sus juicios.
—De acuerdo. Pero por primera vez tienes cosas valiosas que decir. ¿No
es eso lo que querias? ¿No te quejabas de ser estúpido y vacío? Ahora eres
inteligente, perverso, temeroso, sutil, triste, inocente y criminal, como todos los
seres humanos...
—¿Por eso lo hiciste? ¿Para conseguir una experiencia que te convirtiese
en un escritor de verdad?
—Te agradezco la confianza, pero me sobrestimas. Nunca pensé que esto
ocurriría. Al menos no lo tenia planeado. Ha sido un consuelo de última hora.
—¿Entonces?
—¿Es que no me conoces? No podía permitir que Juan Jacobo se
convirtiese en una leyenda. ¡Un joven literato que se suicida antes de los treinta
y cinco años en una universidad norteamericana! ¿Cómo decía su nota? El mudo
territorio del vacío. ¿No te jode? Un Jorge Cuesta, un Raymond Radiguet, un Kurt
Cobain latino. ¿Qué más quieres? No, amigo mío. Ahora ya nadie se acuerda de
él. Nadie. ¿Lo oyes? ¿Y sabes cuántas tesis se escriben sobre mi obra? ¿Cuántos
reportajes, cuántas biografías, cuántos ensayos, cuántas películas, cuántos
libros? No podía darle ese gusto. Simplemente no podía hacerlo.

Salamanca, 13 de agosto-28 de septiembre, 1998.

Prólogo Rosa Beltrán (1)

INTERVENCIONES

Sergio Pitol
De cuando Enrique conquistó Asjabad y cómo la perdió (10)
Vicente Leñero
A la manera de O'Henry (26)

265
Só lo cuento Universidad Nacional Autó noma de México - Difusió n cultural/Literatura

HOGUERA DE LAS VANIDADES

Enrique Serna
La vanagloria (34)
José Joaquín Blanco
El reportero del diablo (52)
Fernando Iwasaki
El Derby de los penúltimos (59)
Gerardo Cifuentes
Miki nos odia (72)

HACIA LO IGNOTO

Clara Obligado
Exilio (78)
Ignacio Solares
La instrucción (88)

AEROPUERTOS (viajes/encuentros y desencuentros}

Cristina Rivera Garza


El rehén (95)
Luis Felipe Lomelí
Gente sencilla del campo (105)
Hernán Lara Zavala
A Ronchamp (118)
Juan Villoro
Coyote (128)

URBES FANTÁSTICAS

Gonzalo Soltero
Maduro (141)
Daniel Rodriguez Barrón
En casa (147)
Fernando de León
Manual del comportamiento fantástico (151)

HOSPITAL

Antonio Ortuño
Pseudoefedrina (157)
Ana María Shua
Los días de pesca (165)
Alejandro Toledo
Y de pronto anochece (171)
266
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Mayra Santos Febres


Goodbye, Miss Mundo, Farewell (175)

NEGROS

José Abdón Flores


La floración (182)
Mario Mendoza
La Revolución (197)
Santiago Roncagliolo
Asuntos Internos (210)
Jorge Franco
Eva, la sucia (227)
Pedro Juan Gutiérrez
Yo, el más infiel (231)
Rafa Saavedra
Ultrapop (236)

VIDA DOMÉSTICA

Fabio Morábito
El tenis de los viernes (241)
Jorge F. Hernández
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